El cuento de las poéticas o las poéticas del cuento en España : la década de los noventa (Anejos Revista de Literatura) (Spanish Edition) [1 ed.] 840010532X, 9788400105327

Durante la última década del siglo xx, el cuento literario español vivió una etapa de un sospechoso auge que contribuyó

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Table of contents :
Agradecimientos
Introducción
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Conclusiones
Bibliografía
Anexos
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El cuento de las poéticas o las poéticas del cuento en España : la década de los noventa (Anejos Revista de Literatura) (Spanish Edition) [1 ed.]
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cristina bartolomÉ porcar

la década de los noventa

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cristina bartolomé porcar

el cuento de las poéticas o las poéticas del cuento en españa

la década de los noventa

Durante la última década del siglo xx, el cuento literario español vivió una etapa de un sospechoso auge que contribuyó a que pasara de ser «la Cenicienta de nuestras letras» a uno de los géneros más atractivos y versátiles en la actualidad. Los responsables de este fenómeno fueron las editoriales, los medios de comunicación, las instituciones, la proliferación de premios... pero, sobre todo, los escritores. Ellos fueron quienes, desde diferentes opciones estéticas y con las más diversas motivaciones, optaron por el cuento y produjeron un conjunto de textos con una pluralidad de tendencias que recorren lo fantástico, lo realista, lo experimental o lo metaficcional, entre otras. El presente trabajo pretende contribuir a la descripción de este conjunto tan heterogéneo y de las circunstancias que rodearon a sus creadores. Por otro lado, durante el mismo periodo y a raíz de distintos compromisos y circunstancias, los cuentistas reflexionaron sobre la forma de componer dichos relatos, sus principales modelos, la cuestión de su definición, de sus límites, de sus principales características... Estas poéticas también han merecido un prudente estudio, pues en ellas los creadores nos ofrecen una ventana a su mundo narrativo que muestra, a veces, una realidad que puede llegar a ser más ficticia que los propios cuentos.

anejos de revista de literatura

66.  De grado o de gracias. Vejámenes universitarios de los Siglos de Oro, por Abraham Madroñal Durán, 532 págs. 67.  Del simbolismo a la hermenéutica. Recorrido intelectual de Paul Ricoeur (1950-1985), por Daniel Vela Valloecabres, 192 págs. 68.  De amor y política: la tragedia neoclásica española, por Josep Maria Salla Valldaura, 552 págs. Diez estudios sobre literatura de viajes, por Manuel Lucena 69.  Giraldo y Juan Pimentel Igea (eds.), 260 págs. 70.  Doscientos críticos literarios en la España del siglo xix, por Frank Baasmer y Francisco Acero Yus (dirs.), 904 págs. 71.  Teoría/crítica. Homenaje a la profesora Carmen Bobes Naves, por Miguel Ángel Garrido y Emilio Frechilla (eds.), 464 págs. 72.  Modernidad bajo sospecha: Salas Barbadillo y la cultura material del siglo xvii, por Enrique García Santo-Tomás, 280 págs. 73.  «Escucho con mis ojos a los muertos». La odisea de la interpretación literaria, por Fernando Romo Feito, 208 págs. La España dramática. Colección de obras representadas 74.  con aplauso en los teatros de la corte (1849-1881), por Pilar Martínez Olmo, 652 págs. Escenas que sostienen mundos. Mímesis y modelos de fic75.  ción en el teatro, por Luis Emilio Abraham, 192 págs. 76.  De Virgilio a Espronceda, por José Luis Bermejo Cabrero, 200 págs. Estructura y teoría del verso libre, por María Victoria Utrera 77.  Torremocha, 232 págs. 78.  Mundos perdidos: una aproximación tematológica a la novela postmoderna, por Íñigo Barbancho Galdós, 296 págs. El Quijote y su idea de la virtud, por Ángel Rubén Pérez Mar79.  tínez, 280 págs. 80.  El enigma sobre las tablas. Análisis de la dramaturgia completa de Juan Benet, por Miguel Carrera Garrido, 324 págs. El sujeto difuso. Análisis de la socialidad en el discurso lite81.  rario, por Federico López-Terra, 264 págs. 82.  El mito de Atalanta e Hipómenes. Fuentes grecolatinas y su pervivencia en la literatura española, por María Jesús Franco Durán, 352 págs. Tormentos de amor. Celos y rivalidad masculina en la no83.  vela española del siglo xix, por Eva María Flores Ruiz, 380 págs. 84.  Del teatro al cine: hacia una teoría de la adaptación, por María Vives Agurruza, 336 págs. El teatro de los poetas. Formas del drama simbolista en Espa85.  ña (1890-1920), por Javier Cuesta Guadaño, 488 págs. 86.  Tránsitos, apropiaciones y transformaciones. Un modelo de cartografía para la dramaturgia de Juan Mayorga, por Germán Brignone, 368 págs. 87.  El personaje literario en el relato, por María del Carmen Bobes Naves, 208 págs. Teatro: no pasar. Rendimiento crítico del teatro de Roberto 88.  Suárez en su contexto de producción, por Ignacio Gutiérrez Muiño, 200 págs. 89.  Familia y exilio en la dramaturgia de la gran Cuba. Una perspectiva dramatológica, por Abel González Melo, 326 págs. 90.  El poder de la palabra: la sátira política contra el condeduque de Olivares, por Shai Cohen, 184 págs.

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ANEJOS DE LA REVISTA DE LITERATURA Últimos títulos publicados

Cristina Bartolomé Porcar estudió Filología Hispánica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza. Gracias a una beca FPU, comenzó su labor investigadora en el Instituto de Lengua, Literatura y Antropología (ILLA) del CSIC en Madrid y completó sus estudios de doctorado en la Universidad Complutense de la misma ciudad, en la especialidad de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. A lo largo de estos años realizó estancias en la Universidad de la SorbonaParís y en el Graduate Center de la City University of New York. También completó el Curso de Alta Especialización en Filología Hispánica en el ILLACSIC. Sus investigaciones siempre se han centrado en el estudio del cuento literario de las últimas décadas, tema que trató en su tesis doctoral, de la que nace el presente trabajo con el que obtuvo Premio Extraordinario. En relación con este asunto, ha abordado la obra de autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, Luis Mateo Díez o Javier Marías. Desde el año 2006 es profesora de enseñanza secundaria en la especialidad de Lengua y Literatura en diferentes centros de la Comunidad de Madrid y Aragón.

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Director José Luis García Barrientos, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC Secretario Luis Alburquerque García, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC Comité Editorial José Checa Beltrán, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC Óscar Cornago Bernal, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC Miguel Ángel Garrido Gallardo, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC Abraham Madroñal Durán, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC Brígida Pastor Pastor, Universidad de Gales-Swensea María del Carmen Servén Díez, Universidad Autónoma de Madrid María del Carmen Simón Palmer, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC Ana Suárez Miramón, Universidad Nacional de Educación a Distancia Comité Asesor Alberto Blecua Perdices, Universidad Autónoma de Barcelona María del Carmen Bobes Naves, Universidad de Oviedo Jean-François Botrel, Universidad de Rennes 2 – Haute Bretagne Dietrich Briesemeister, Universidad de Jena Luis Alberto de Cuenca y Prado, Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo, CSIC Paloma Díaz Mas, Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CSIC Aurora Egido Martínez, Universidad de Zaragoza Maurizio Fabbri, Universidad de Bolonia Víctor García de la Concha, Real Academia Española Alfredo Hermenegildo, Universidad de Montreal Jo Lavagny, Universidad de Nueva York José Carlos Mainer, Universidad de Zaragoza Francisco Rico Manrique, Universidad Autónoma de Barcelona Leonardo Romero Tobar, Universidad de Zaragoza Joseph Snow, Universidad del Estado de Michigan

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CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS Madrid, 2019

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Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, los asertos y las opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, solo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.

Catálogo general de publicaciones oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es Editorial CSIC: http://editorial.csic.es (correo: [email protected])

© CSIC © Cristina Bartolomé Porcar © Imagen de cubierta: Caja de herramientas, retoque fotográfico de Jorge Rabadán sobre fotografía de Jesse Orrico extraída de Unsplash.com. ISBN: 978-84-00-10532-7 e-ISBN: 978-84-00-10533-4 NIPO: 694-19-169-2 e-NIPO: 694-19-170-5 Depósito Legal: M-30638-2019 Maquetación: Ángel de la Llera (Editorial CSIC) Impresión y encuadernación: Solana e Hijos, A.G., S.A.U. Impreso en España. Printed in Spain En esta edición se ha utilizado papel ecológico sometido a un proceso de blanqueado ECF, cuya fibra procede de bosques gestionados de forma sostenible.

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Índice

AGRADECIMIENTOS........................................................................................................ 11 INTRODUCCIÓN................................................................................................................ 13 Capítulo I.  UNA POSIBLE APROXIMACIÓN A LA TEORÍA DEL GÉNERO....... 21 1. GÉNERO, AUTOR Y REPERTORIO................................................................... 21 Capítulo II. EL REPERTORIO DE LAS POÉTICAS DEL CUENTO....................... 43 1. EL CORPUS DE LAS POÉTICAS....................................................................... 43

1.1. Las poéticas de antología............................................................................. 44 1.2. Las entrevistas.............................................................................................. 49 1.3. La encuesta................................................................................................... 55 1.4. Los prólogos................................................................................................ 58 1.5. La crítica, artículos y ensayos...................................................................... 64 70 1.6. Los cuentos y las ficciones........................................................................... 



2. EL REPERTORIO EN TORNO AL ESTUDIO DEL CUENTO........................... 71



3. EL REPERTORIO DE LAS POÉTICAS DEL CUENTO..................................... 87



3.1. La jerarquía de un género menor: esbozo y libertad.................................... 98 3.2. El auge y la historia del género.................................................................... 103

4. LA RETÓRICA DE LAS POÉTICAS................................................................... 107



4.1. Las poéticas esquivas................................................................................... 116

Capítulo III. EL REPERTORIO DEL GÉNERO CUENTO........................................ 121 1. ¿UNA DÉCADA DE CUENTO?........................................................................... 121

1.1. Los escritores del corpus en la década de los noventa................................. 132

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1.2. Los cuentistas de los noventa ante el pasado y el presente literario............ 133

A) El difícil arte de la opinión literaria..................................................... 133 B) La escritura del realismo...................................................................... 138 C) La literatura de la experimentación...................................................... 141 D) La literatura desde la transición........................................................... 142 E) Los «nuevos» de los noventa............................................................... 144 F) La polémica posmodernidad................................................................ 149 G) La literatura femenina.......................................................................... 151

2. DE REPERTORIOS Y TRADICIONES DEL CUENTO...................................... 156



2.1. Los cambios de repertorio............................................................................ 158

A) El cambio de repertorio: de la oralidad al cuento literario.................. 158 B) La alternancia entre dos poéticas......................................................... 171

3. EL CUENTO EN LA DÉCADA DE LOS NOVENTA......................................... 181



4. LOS RELATOS REALISTAS............................................................................... 185



5. LOS RELATOS FANTÁSTICOS.......................................................................... 212



4.1. El repertorio realista..................................................................................... 185 4.2. La realidad en lo narrado............................................................................. 191 4.3. El cuento realista.......................................................................................... 194 5.1. El repertorio fantástico................................................................................. 214 5.2. Los relatos fantásticos.................................................................................. 226 5.3. Otras incursiones en lo fantástico................................................................ 254

6. EL CUENTO Y OTROS GÉNEROS..................................................................... 262



6.1. El cuento y la novela.................................................................................... 263

A) De libros de cuentos, novelas fragmentarias o ciclos de cuentos........ 268 B) Las transformaciones genéricas........................................................... 296

6.2. El periodismo es puro cuento....................................................................... 312

A) Los prólogos a las ediciones y la ficcionalidad................................... 316 B) Los relatos de Manuel Vicent.............................................................. 317 C) La poética del Articuento de Juan José Millás..................................... 322 D) Los Malos tiempos de Juan Madrid..................................................... 327

6.3. El cuento y la poesía.................................................................................... 329

A) Los cuentos líricos............................................................................... 330 B) Características de los cuentos líricos................................................... 352 6.4. El cuento y el poema en prosa..................................................................... 353 6.5. El cuento y el microrrelato........................................................................... 355 A) Sobre algunas poéticas y trayectorias.................................................. 360

6.6. El cuento y otros géneros colindantes.......................................................... 370

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7. LOS RELATOS DEL JUEGO LITERARIO......................................................... 374



7.1. Las poéticas ficcionales................................................................................ 385 7.2. Los cuentos del cuento................................................................................. 389

CONCLUSIONES................................................................................................................ 397 BIBLIOGRAFÍA.................................................................................................................. 423 Libros de cuentos (autores del corpus)......................................................................... 423

Antologías de cuentos de diferentes autores................................................................. 431

Libros, artículos y monografías.................................................................................... 432 ANEXOS.............................................................................................................................. 463

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Agradecimientos Este trabajo fue posible gracias al Ministerio de Educación, al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, a la Comunidad de Madrid y a la Fundación Oriol Urquijo, que me concedieron las becas con las que tuve la oportunidad de disfrutar de la intensa experiencia académica y humana que supuso la tesis de la que nace este libro. Una parte fundamental de este recorrido discurrió fuera de nuestras fronteras, en Nueva York y París, gracias a la ayuda de los profesores Lía Schwartz y JeanPierre Étienvre respectivamente. Para sortear los pantanosos terrenos burocráticos entre el CSIC y la Universidad Complutense fue imprescindible la ayuda de Antonio Garrido Domínguez. Este trabajo tampoco hubiera sido posible sin el apoyo de Miguel Ángel Garrido Gallardo, quien confió en mí desde el principio. Mis horizontes vitales han cambiado mucho durante estos años. Debo agradecer la ayuda recibida de mi familia, que se ha ocupado de todo aquello para lo que no sirve «tener tanto cuento». Una mención especial se merecen mis padres y mi hermana; sin su insistencia, apoyo y confianza no hubiera sido capaz de seguir adelante. Les dedico este libro a mis hijas, por supuesto, por todo lo que me he perdido a causa de esta pasión por la investigación y, por último, a Íñigo, porque merece la pena trabajar «en equipo».

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Introducción Durante un tiempo el cuento fue considerado «la Cenicienta de nuestras letras». 1 Lo cierto es que este género da pie a abundantes metáforas y esta servía para reflejar, de forma un tanto dramática, el nefasto estado en el que se encontraba el estudio del género breve tanto desde el punto de vista teórico como crítico, debido a la hegemonía de la novela que eclipsaba otros fenómenos narrativos. Afortunadamente, en los ochenta empezó a cambiar la situación, y ya en torno a 1993 salieron a la luz, a ambos lados del océano, dos antologías con sendas recopilaciones de estudios teóricos sobre el género breve: Papeles sobre el cuento español contemporáneo, editado por la pamplonesa Hierbaola y Del cuento y sus alrededores, publicado en Caracas por Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares. Ambos trabajos seguían la senda de Catharina V. de Vallejo (1989) y hacían fácilmente accesibles a los lectores hispanos una selección de escritos clásicos sobre el tema, como los de Poe, Cortázar, Quiroga, Baquero Goyanes o Juan Bosch, opiniones de cuentistas y traducciones de otros libros compilatorios anglosajones como los coordinados por Charles E. May (1977 y 1994). Todas estas obras demostraban que merecía la pena abordar el género y allanaban el camino a aquellos que se querían acercar a la cuestión. Sin duda, el trabajo más completo fue el realizado por Lauro Zavala (1993, 1995, 1997 y 1998), quien recogió un gran número de textos en torno a cuatro asuntos: teorías de los cuentistas, experiencias sobre la escritura del cuento, poéticas de la brevedad y, por último, relatos metaficcionales. Y todavía habrá que recordar en el ámbito hispánico las aportaciones teóricas recogidas en Teoría e interpretación del cuento (Peter Fröhlicher y 1   Fernando Valls empleó esta denominación tanto en su estudio «El renacimiento del cuento» (1991: 29), como en el prólogo a su antología Son cuentos (1993), aunque verdaderamente la retomaba del trabajo de Andrés Amorós: «Fernández Santos o el arte de contar» (1978). Nuria Carrillo en su exhaustivo trabajo de 1997 le dedicaba un apartado completo: «El cauce editorial. ¿La Cenicienta de nuestras letras?» (28-32).

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Georgs Güntert, 1995), volumen rico en perspectivas, y dos congresos realizados en Galicia y Madrid que dieron un nuevo empuje a la cuestión (Becerra, 1999; Romera Castillo y Gutiérrez Carbajo, 2001). 2 También en el año 1993 aparecieron tres antologías que daban por sentado que nuestra Cenicienta había estado particularmente activa durante los últimos años del milenio, y había llamado la atención de un buen grupo de escritores. Estas recopilaciones recalcaban la existencia en España de un bloque productivo de cuentistas, con cierta conciencia de grupo o de fenómeno a partir de la llegada de la democracia. La primera, a cargo de Ángeles Encinar y Anthony Percival, se titulaba Cuento español contemporáneo; también bajo la coordinación de Fernando Valls apareció Son cuentos. Antología del relato breve español, 1975-1993, y finalmente fue editado por José Luis González y Pedro de Miguel el volumen Últimos narradores. Antología de la reciente narrativa breve española. El cuento había sufrido cambios: el principal era que muchos escritores aparentaron estar especialmente interesados por el género, esto es, sintieron el valor de su cultivo, no pensaron que fuera una labor secundaria o creativamente menos interesante, sino que reconocieron a los grandes maestros que lo habían adoptado: Borges, Cortázar, Faulkner o Carver. En el ámbito editorial se vivió un momento relativamente estable en el que los responsables de las editoriales, aunque no lanzaban vítores ante un nuevo libro de relatos, al menos no le cerraban inmediatamente las puertas. Este fenómeno ponía en circulación un nuevo corpus que exigía la atención de los investigadores. La crítica académica, siempre alerta ante cualquier inflexión en el mundo de los textos, ya se había hecho eco del mismo desde 1980. 3 En 1988 apareció una revista especializada con el explícito nombre de Lucanor, que dedicó un número al caso del cuento de la década de los ochenta (1991). Posteriormente Ínsula (n.º 568, 1994), Foro Hispánico (1997) y Quimera (2004) publicaron salidas especiales al respecto. Todos estos acontecimientos pusieron de manifiesto que la Cenicienta existía y que llevaba el camino de convertirse en princesa. De hecho, en los noventa María Ángeles Encinar (1995), Nuria Carrillo (1997) y José Luis Martín Nogales (1994a) describieron su difícil estado, pusieron cierto orden en la heterogeneidad de escritores de la década precedente, a la par que aventuraron algunos rasgos de los años entrantes. Así que, ya en el nuevo siglo, hacía falta afrontar de manera perentoria el estudio del cuento del final del milenio. 4 El reto fue aceptado por algunos investiga2   El primero es el publicado bajo el título Asedios o conto (Becerra, 1999) y el segundo, coordinado por los profesores José Romera Castillo y Francisco Gutiérrez Carbajo, se denominó El cuento en la década de los noventa (2001). 3   Los primeros trabajos sobre la discusión del estado del cuento en los ochenta fueron tres monográficos de las revistas: La República de las Letras (1988, 22), Ínsula (1989, 512-513), y Las Nuevas Letras (1988, 8). 4   Este reto motivó el inicio de mi tesis doctoral, bajo la supervisión de Miguel Ángel Garrido, que presenté el año 2009 con el título: El cuento literario español (1991-2000): aportación a su poética. Las presentes páginas son una versión ampliamente modificada de la misma. Por un lado, he realizado importantes recortes de todos los farragosos estados de la cuestión y he dejado únicamente aquellos epígrafes vinculados directamente con el objetivo del estudio. Por otro lado, he desarrollado aquellos

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dores. En el 2002 apareció el ambicioso libro de Epicteto Díaz Navarro y José Ramón González, El cuento español en el siglo xx, definido como un «panorama» donde los autores se detenían, entre otros asuntos, en las figuras más destacadas durante el periodo comprendido desde 1975 hasta el año 2000. José Luis Martín Nogales (2001) revisó su panorámica de los ochenta, aportó los nuevos nombres de los noventa y lo presentó en el ambicioso congreso convocado por José Romera Castillo y Gutiérrez Carbajo. El primer autor, unos años más tarde, revisó el ingente trabajo de los investigadores congregados en esa ocasión y entre sus páginas presentó una descripción del cuento en los noventa (Romera Castillo, 2003). En la segunda década del milenio los estudios críticos han seguido el pulso del relato y han analizado sus manifestaciones en el siglo recién estrenado. Así lo hizo José Ramón González, quien reparó en la bibliografía existente en «Hacia una Historia externa del cuento español desde la transición» (2013). Los escritos se han sucedido en los últimos años e incluso se puede conocer la evolución de algunas tendencias gracias a la cata realizada por Gemma Pellicer y Fernando Valls para su antología Siglo xxi: los nuevos nombres del cuento español actual (2010), y al estudio realizado por el segundo autor en «Sobre el cuento español actual y algunos nuevos nombres» (2011). Por último, Ángeles Encinar, en el prólogo a su Antología del cuento español actual (1992-2012) (2014), recorrió veinte años de cuentos. Cada uno de estos trabajos recoge una aproximación al fenómeno en la cual algunos autores aparecen citados, mientras otros quedan excluidos, es decir, poco a poco, el canon va actuando y cada vez está más claro qué nombres van consolidándose. Resumiendo lo anterior, la bibliografía ponía de manifiesto la existencia de un fenómeno al que merecía la pena prestar interés. Así en las siguientes páginas ofrezco mi aportación para entender mejor este periodo de producción cuentística de las letras españolas. Con todo, al igual que los responsables de los trabajos citados, he tenido que restringir el número de los seleccionados para mi estudio. Habida cuenta del ingente número de obras que se publicaron durante esos años, he acotado el corpus a los escritores que contaban, al menos, con un volumen de relatos publicado en una editorial de ámbito nacional durante la década de los noventa: de ahí mis sesenta y siete autores (véase la bibliografía final). 5 En suma, hay que tener en cuenta que mi propósito ha sido tan solo presentar un muestrario del género suficientemente representativo, pero no ha sido posible que sea exhaustivo. Los autores convocados, finalmente, forman parte de varias generaciones de cuentistas a los que cabe atribuir un contexto similar: vivieron las mismas modas literarias e, incluso, se sintieron atraídos por las mismas tendencias narrativas. Sin embargo, entre ellos hay importantes diferencias: hay algunos que comenzaron redactando cuentos (Eloy Tizón), aspectos que en su momento se quedaron en el tintero pero que eran imprescindibles para mostrar una buena visión de conjunto sobre las poéticas del cuento de los noventa. 5   Podría llamar la atención la ausencia de algunos apellidos que aparecen en las antologías del momento; ello se debe a que no entran en este criterio convencional al no haber dado a la luz ningún libro de relatos durante estos años (esto sucede por ejemplo con Laura Freixas o Paloma Díaz-Mas).

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mientras que otros llegaron al género a causa de diferentes compromisos editoriales (Almudena Grandes, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Álvaro Pombo, Julio Llamazares y Rosa Montero). Por otro lado, como señaló Ana Rueda (1992), distintas situaciones y problemas socio-económicos provocaron la llegada de nuevos escritores del otro lado del océano, aumentando la nómina de los cuentistas. En un sentido abarcador, para considerar lo «español», he procurado también evitar exclusiones y he atendido a nombres imprescindibles en el cuento contemporáneo como Bernardo Atxaga, Manuel Rivas o Quim Monzó, a pesar de que escriben originalmente en lenguas que no son el castellano. En los noventa los creadores cada vez más se veían obligados a llevar una intensa actividad social y literaria. Cualquiera que deseara ganarse la vida con la escritura debía someterse a las reglas del mercado y estas obligaban a colocarse, en lo posible, en el «punto de mira». Solía ser corriente la aparición de plumas notorias en la prensa y, a la inversa, los periodistas pasaban a desempolvar sus obras de creación. Relatos, columnas, reportajes... aparecían firmados por nombres que luego se podían encontrar en las estanterías de bibliotecas y librerías. Al mundo de la letra impresa en papel, se unió el dinámico mundo de Internet proporcionando un nuevo medio para la conceptualización literaria. Los escritores, en fin, intervinieron en el panorama de la cultura audiovisual: me refiero a su participación en tertulias y programas de radio, o incluso en espectáculos de televisión. El caso es que, entre congresos, entrevistas, conferencias, prólogos, ediciones, artículos de opinión y reseñas varias, los autores produjeron gran cantidad de discursos donde exponían sus ideas y abordaban las cuestiones más abstrusas del complejo entramado institucional Literatura. Entre sus palabras, en alguna afortunada ocasión, mencionaban la cuestión del género breve dando pie a la discusión sobre su naturaleza. Conforme a esto, proliferaron como nunca nuevas «poéticas del cuento». 6 En los noventa aparecieron dos antologías que destinaban un apartado particular a las palabras de los autores seleccionados sobre sus propias composiciones, me refiero al mencionado especial de la revista Lucanor de 1991, y al volumen publicado en Anagrama y compilado por Masoliver Ródenas y Valls en 1998. Unos años más tarde salió a la luz Pequeñas resistencias (2002) gracias a la iniciativa de José María Merino y Andres Neumann, con testimo  A lo largo de las siguientes páginas voy a asumir la descripción de «poética» de Cesare Segre quien utiliza los adjetivos «explícita» e «implícita» para delimitar la naturaleza de los materiales. Tomando sus palabras, entiende por poética: «no los tratados de poética… no las poéticas implícitas, solo deducibles a posteriori… sino todo lo que en los tratados o códigos explícitos o del uso actúa como estímulo para la práctica literaria; lo que expresado en prólogos y manifiestos, dispone o puede disponer de medios expresivos; lo que está presente en el conocimiento colectivo como repertorio de estereotipos, como tradición temática y estilística» (1985: 337-338). Según esto, el artista dispone de un instrumental semiótico para sus creaciones que reflejan la cultura de la que proceden. El problema es que para algunos parece que los teóricos sean los encargados de «explicitar» las nociones teóricas que subyacen a un discurso, mientras que los cuentistas las ofrecen solo a través de sus obras, de allí que se haya asociado cada adjetivo a un oficio. No obstante, como demuestra este trabajo, las tareas son permeables y nuestros cuentistas nos ofrecen no solo poéticas «explícitas», sino también un material «implícito» que el investigador puede trabajar. 6

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nios de escritores que habían llegado al panorama de las letras en los años anteriores. 7 Lo cierto es que en el mercado literario se les da bastante importancia a las opiniones de los cuentistas, tanto es así que en el siglo xxi se ha convertido ya en tradición que las antologías contengan textos de reflexión sobre el género y así ha sucedido en las recogidas por Gemma Pellicer y Fernando Valls (2006) o por Ángeles Encinar (2014). En estos últimos años han sido publicadas dos colecciones con textos sobre el pensamiento literario de los cuentistas: El arquero inmóvil: Nuevas poéticas sobre el cuento, editado por Eduardo Becerra en Páginas de Espuma (2006), y la recopilación de entrevistas realizada por Miguel Ángel Muñoz titulada La familia del aire (2011). 8 En suma, durante la década de los noventa abundaban dos materiales de estudio en los que hacía falta profundizar: el cuento literario español durante la década de los noventa y los discursos de los creadores en torno a la cuestión del género breve, las mencionadas «poéticas», tarea que he abordado en dos capítulos diferenciados, para mayor claridad, pero que guardan conexiones entre sí. Al realizar tal labor también trataré un aspecto que deja en evidencia la lectura de la abundante bibliografía aportada por teóricos y cuentistas; durante décadas se ha intentado definir el género, es decir, se ha procurado extraer unas razones para su singularidad, además de explicar los motivos y consecuencias de ella. El resultado que ofrecen estos trabajos es un catálogo de características que se repiten, solapan y, a veces, se contradicen, trazando círculos en torno a un problema que cada vez resulta más confuso. Mi intención, entonces, no ha sido proporcionar una nueva propuesta de clasificación ni discutir la validez de una u otra perspectiva, sino acercarme a los discursos sobre el cuento y observarlos como textos creados con una intención y para unas circunstancias particulares. Con ello he intentado comprender las razones que llevan a unos autores a decir que el género es de una determinada manera. Aclaro ya que no defiendo de ningún modo que el cuento sea lo que los creadores afirman; ya advertía Platón que los escritores son todos unos mentirosos y hay que darles poca credibilidad. Sin embargo, frente al proclamado descrédito al que están sometidas las nociones genéricas en ciertos medios académicos, ellos han mantenido en vigor la polémica en torno a la vigencia de las definiciones. Las razones no son inocentes; en gran medida han sido alentados por los medios de difusión, las instituciones, las editoriales... lo cual 7   En la misma línea que los textos arriba citados, Gemma Pellicer y Fernando Valls invitaron a sus antologados a redactar sus respectivas poéticas para su selección Siglo xxi: Los nuevos nombres del cuento español actual (2010). En la realizada por Ángeles Encinar para Cátedra (2014: 13), la autora, en lugar de pedirles una poética, como ya hiciera en el texto coordinado junto a Anthony Percival de 1993, les presentó a los escritores las siguientes preguntas: «¿qué tendencias han predominado en el cuento español de los últimos años y en qué dirección crees que va a seguir?» y «¿qué autores tanto españoles como extranjeros, consideras fundamentales al hablar del cuento a finales del siglo xx y en los primeros años del xxi?» (63). 8   Por supuesto, no soy la única en poner el acento en la singularidad de este material, ya lo hicieron antes Santos Alonso en su artículo «Poética del cuento: Los escritores actuales meditan sobre el género» (1991), y Nuria Carrillo en «El esplendor del relato corto moderno: poética del cuento en los años 80» (1993).

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demuestra que hay que proceder a su análisis con ciertas precauciones. En el primer capítulo presento mi modesta postura a la hora de enfrentar este asunto ya que entronca con una cuestión tan compleja y abstracta como la noción de «género» que tiene su raíz en un profundo problema ontológico cuya discusión rebasa la ambición de estas páginas. Basándome en la idea de que los creadores no elaboran sus textos desde cero, sino de que todos han tenido una experiencia literaria precedente, he considerado que sus creaciones teóricas y los propios cuentos se nutren de las aportaciones previas con las que entraron en contacto. Ningún escritor parte de la nada, por el contrario, todos han leído algún modelo y poseen una serie de nociones sobre los géneros que forman parte de sus competencias literarias, es decir, de unos conocimientos institucionalizados, aprendidos y enseñados. De ahí que en los dos capítulos centrales me detenga en describir el equipaje con el que han partido para sus creaciones. En el caso de los discursos sobre el género cuento, indagaré en busca de la «caja de herramientas» empleada por parte de los escritores, ya sean ideas, expresiones, modelos de discurso o incluso actitudes, con el fin de reflejar cómo es entendido y expresado el concepto de género por parte de unos escritores en el contexto concreto de la década de los noventa. Como acabo de anticipar, a la hora de adoptar estas declaraciones explícitas presentadas como «poéticas» en los medios de comunicación, he debido tener en cuenta que responden o bien a unas necesidades y realidades, o bien a las pleitesías del marketing que está obligado a «vender» un nombre (y sus productos), situándolo en el centro de atención de los medios, los modos y las modas literarias… 9 Para no perder de vista este problema de base, me he servido de las aproximaciones que la sociología de la literatura ha hecho a la cuestión genérica y, en concreto, de la Teoría de los Polisistemas desarrollada por Itamar Even-Zohar. 10 El teórico israelí ha abordado el estudio de la cultura como un sistema donde lo que imperan no son los factores concretos (consumidor, productor, institución, mercado, producto y repertorio), sino las relaciones entre todos ellos. Este planteamiento implica que, si se quiere analizar cualquiera de estos elementos, no se puede hacer de forma aislada, sino que se ha de partir de esas interacciones, y las poéticas del cuento no van a ser menos. En suma, el objetivo del segundo capítulo va a ser poner en contacto estas reflexiones sobre un género concreto (el cuento), con el sistema genérico, literario y cultural. Dicho lo cual, este trabajo intenta poner de manifiesto las relaciones entre los factores del sistema y las poéticas, respondiendo a la pregunta de qué hace que un autor diga que el cuento es X, Y, Z (enunciado donde cada incógnita es una propuesta de definición del género). Mediante esta metodología, se conectan asuntos como la crítica (y su constitución), la teoría, las editoriales, los cuentis  9  Ramón Acín realizó un trabajo titulado En cuarentena. Literatura y mercado (1996) en el cual presentaba, por una parte, cómo influyeron los modernos medios de difusión a las maneras de leer, cómo fue tratada la Literatura por los mismos y, por último, también analizaba cómo afectó a algunos géneros. 10   El trabajo de Even-Zohar, tal y como ha explicado Montserrat Iglesias, está relacionada con «la Semiótica de la Cultura de Lotman, los estudios sobre el campo literario de P. Bourdieu, la Teoría Empírica de S. Schmidt y la noción de sistema de N. Luhmann (1999: 9).

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tas, y el público. Las poéticas del cuento, en resumen, se presentan como parte de un sistema discursivo de relaciones en el que investigadores, público y creadores estamos mutuamente implicados. En el caso de los cuentos, analizados en el tercer capítulo, el reto será también la búsqueda de unos patrones en los referentes literarios y de ciertos recursos creativos que manifiesten los gustos de los escritores y las preferencias hacia determinadas estructuras, temas y motivos. Al llevar a cabo esta tarea, proporcionaré ese recorrido necesario por las principales tendencias de la narrativa breve de la década de los noventa. Llamará la atención que, para realizar tal labor, he retomado la información aportada por los autores en sus poéticas; esto es debido a que son el indicio más claro del que se puede partir (con todas las precauciones pertinentes anteriormente señaladas). Este material supone un puente idóneo entre la creación individual, el modelo genérico que conocen y adoptan, y su intuición abstracta del mismo. De tal modo, entrarán en contacto los discursos sobre el cuento (las poéticas) y la práctica. Anticipo que el resultado de esta metodología será un trabajo lleno de frases ajenas pues, al fin y al cabo, lo que va a importar es lo que los cuentistas «dicen». El gran número de citas literales insertas en este texto se debe a que he procurado dejar «sin tratar» las voces de los autores estudiados, respetando así su criterio sobre el asunto en cuestión.

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Capítulo I

Una posible aproximación a la teoría del género 1. Género, autor y repertorio El cuento ofrece un complejo material de estudio para críticos y teóricos. Durante décadas estos han observado su naturaleza desde los más diversos enfoques, dando lugar a respuestas muy variadas, de hecho, ya Luis Beltrán Almería (2001) señalaba que entre las modernas aportaciones al estudio del relato breve existía un exagerado eclecticismo en los presupuestos. El problema era que muy pocos se molestaban en aclarar su metodología ante la noción de género. Para evitar este problema, voy a comenzar con una justificación de la postura empleada. Debo advertir, entonces, que las siguientes páginas no van a contener sorpresa alguna, sino que van a ser una argumentación de los planteamientos ya anticipados en la introducción: la perspectiva pragmática del género, sobre todo desde el punto de vista del autor, y el enfoque que han aportado a la cuestión algunas teorías sociológicas. A pesar de todas las críticas que han tenido las clasificaciones genéricas, sobre todo si son entendidas como delimitadoras de esencias, existe una realidad innegable y es que los géneros existen puesto que somos usuarios de los mismos en tres momentos distintos: los empleamos para «ordenar», «entender» y «crear». Así lo han defendido también las teorías pragmáticas en un sentido amplio, es decir, comprendiendo no solo a los estudios biográficos e históricos, sino también a los socio-críticos y culturales, y a las teorías centradas en los efectos sociales de la obra. 1  En el siglo xx, los estudios de Teoría de la Literatura han seguido en gran medida las novedades introducidas en la lingüística, tanto es así que, cuando a la semántica y sintaxis se le sumaron las primeras corrientes pragmáticas en el estudio del lenguaje, se produjo el mismo fenómeno en las investiga1

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En primer lugar, los utilizamos para dividir y clasificar la realidad. Esta idea viene ya indicada por el origen etimológico del término que procede del latín genus, que significa familia, naturaleza o modo, y del griego genos que quiere decir origen, especie, clase (Estébanez Calderón, 1996: 466). Cualquiera que visite una librería hallará, dependiendo de la intención del encargado, el material organizado según diferentes criterios: por temas o por autores o, incluso, por procedencias (en lengua extranjera frente a los hispánicos). Esta libertad clasificatoria con la que aparecen ordenados los expositores muestra que existen categorías muy amplias como las basadas en propiedades generales (los denominados géneros fundamentales o tipos), hasta aquellas que aluden a clases históricas (la novela, el cuento, los sonetos...), o a variedades temáticas o formales (novela picaresca, policíaca, amorosa etc..), o históricas (novela gótica, drama isabelino...). El librero tiene a su disposición todos estos niveles de abstracción a la hora de señalar sus anaqueles. 2 Incluso se servirá de algunos para ordenar sus estanterías de vídeos, de películas, de discos… Esto demuestra que los conceptos genéricos no solo pueden ser empleados para dividir la literatura, sino que recorren todas las artes, e incluso pueden aplicarse a otras categorías relativas a las manifestaciones verbales (tanto orales como escritas); son conceptos que agrupan textos bajo una unidad teórica (los denominados grandes géneros o modos), o también realizaciones históricas de conjuntos de obras. Si somos compradores medianamente conocedores, no tardaremos mucho en encontrar lo que buscamos, no solo porque nos habrán puesto a la vista los productos con mayores ventas, sino porque tenemos algunos conocimientos que nos permiten reconocer algunas de sus características simplemente por su organización y ciones sobre el texto literario por la necesidad de analizar no solo el texto sino al acto comunicativo en conjunto. La Pragmática es, pues, aquella disciplina que pretende estudiar la obra en un contexto comunicativo y piensa que este determina tanto la forma como el contenido. Según José Domínguez Caparrós, la Pragmática Literaria ha desarrollado dos tendencias distintas: en un sentido amplio en aquellos trabajos que estudian los contextos de producción y recepción así como las condiciones de índole histórica, social o cultural que lo determinan; por otra parte, en un segundo grupo la disciplina comprende una teoría de la acción que abordaría la cuestión de si existen unos actos lingüísticos especiales para la Literatura, con rasgos propios tomando como punto de partida los estudios de Austin y Searle sobre los actos de habla (1987: 83-121). Entre los desarrollos de esta segunda corriente, tienen especial interés las ideas de Marie Louise Pratt, quien en su libro Toward a Speech Act Theory of Literary Discourse (1977), está en claro desacuerdo con los que habían hablado de la literatura como un «acto de lenguaje» diferenciado. Para llegar a esta afirmación se basa en la imposibilidad de distinguir entre la narración natural no literaria de la que sí lo es. De este modo, si no hay un solo rasgo diferenciador la cuestión de lo literario debería enfocarse de un modo distinto: la teoría de los actos del lenguaje. Siguiendo este camino, llega a la conclusión de que la literatura es un tipo de mensaje que puede ser explicado como cualquier mensaje perteneciente a un discurso pero que presenta una situación comunicativa diferente. Este tipo de aproximación ha sido aplicado al estudio de los géneros por el teórico Tzvetan Todorov. Desde su particular punto de vista toda la literatura puede reducirse a los géneros que corresponden a actos de lenguaje, y estos son la codificación de propiedades discursivas (1989: 31-48). Además de estas aproximaciones, ha habido otros estudios que se han centrado en abordar los efectos de la obra literaria. 2  Estos cuatro niveles, que han sido señalados acertadamente por el profesor Garrido Gallardo, corresponden a la distinción entre géneros teóricos, géneros históricos, subgéneros teóricos o subgéneros históricos, respectivamente (1994: 141).

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presentación en la página. Si estamos ante un volumen de poesía, podremos decir «este libro no es una novela», ya que el género además de para definir clases, sirve también para designar individualidades. 3 En el terreno académico se observa que los teóricos han utilizado estas nociones no solo con pretensión clasificadora en busca de límites, basándose tanto en esencias como en rasgos de diversa índole, sino también con pretensión descriptiva de las variedades históricas de los géneros y, por último, con pretensión normativa con el afán de establecer preceptos de formación o interpretación. 4 Incluso hay quienes van más allá de los objetos reales y, escrutando los principios universales que rigen todos los géneros, han intentado abarcar los modelos futuros todavía no realizados. 5 A pesar de que metodológicamente lo ideal sería poder establecer claras diferencias entre 3  Mario Bunge matiza la diferencia entre ambos: «Los conceptos individuales se aplican a individuos, ya determinados (conceptos individuales específicos), ya indeterminados (conceptos individuales genéricos)», mientras que «Los conceptos de clases se aplican a conjuntos de individuos, como en el caso de «cobre», que se aplica al conjunto de todas las posibles muestras de cobre; o bien a conjuntos de conjuntos, como en el caso de «viviente», que abraza a todas las especies biológicas» (1983: 78-79). La determinación de «individuo» varía mucho según el nivel de análisis adoptado. Por esta razón «género» es por sí mismo un concepto individual definido, pero a la vez con respecto al conjunto de géneros es un concepto de clase. 4   Jean Marie Schaeffer en su primer trabajo «Del texto al género. Notas sobre la problemática genérica» de 1983 ya apuntaba que se podía responder a la pregunta «¿Qué es un género» de muchas maneras. Según el objetivo teorizador de cada uno, el género puede ser: «ya una norma, ya una esencia ideal, ya un modelo de competencia, ya un simple término de clasificación» (1989: 155). Más adelante en 1989 distinguía tres actitudes en los estudios teóricos sobre la cuestión: una esencialista, una descriptivo-analítica y una normativa, detrás de los cuales hay maneras diferentes de entender los géneros (2006: 9). Kurt Spang (2001) en su manual sobre los géneros hace un esfuerzo por sintetizar los distintos acercamientos y señala cuatro tipos de enfoque: específico, clasificador, histórico y funcional. El nuevo nivel «específico» que añade, parece incluir todos aquellos estudios que, usando el concepto de género, tienen una orientación vinculada a los objetivos y planteamientos de otras disciplinas (sociológico, psicológico, antropológico...). En cuanto al enfoque funcional que apunta el profesor de la Universidad de Navarra, es interesante considerar que se puede partir de la función para establecer la descripción y la posterior clasificación de los géneros, de igual forma que se pueden acotar restricciones sobre su uso: por tanto, la función se puede sumar a otras cualidades —formales, cuantitativas, enunciativas— que realmente pueden ser empleadas en cada uno de los enfoques. 5  En un trabajo imprescindible, Todorov (1989) se enfrenta al reiterado problema de que existen dos maneras de observación empírica de los hechos: o bien con respecto a su serie diacrónica, o bien a partir del análisis abstracto de las categorías. Tal problema fue solucionado gracias a la separación entre lo que él denomina géneros históricos y géneros teóricos, basados en la descripción empírica y en la teorización abstracta respectivamente. La solución que Todorov da al problema consiste en la separación entre dos tipos de enfoque: el descriptivo-prospectivo frente a un enfoque clasificatorio-especulativo. Con este ejemplo se observa uno de los problemas más frecuentes en aquellos trabajos que pretenden comparar distintas propuestas, y es que los resultados de estudios individuales muchas veces no se pueden cotejar entre sí ya que no solo los objetivos de cada uno y los métodos de trabajo son claramente diferentes, sino que también sus pretensiones y áreas de estudio pueden ser divergentes y, por tanto, no pueden ponerse en entredicho los unos a los otros. Para aclarar esta cuestión Kurt Spang ha señalado que existen cinco diferentes niveles de abstracción en el estudio de los géneros: 1. las manifestaciones verbales en general, 2. la literatura en su totalidad, 3. la forma fundamental de presentación literaria o género teórico, 4. el posible grupo al que pertenece y 4. la obra literaria individual (1993: 15). Me he atrevido a añadir un sexto nivel de observación ya que los géneros también se pueden estudiar por sus relaciones entre las diferentes artes. El mismo Spang es coordinador de un volumen en el que se estudian estos aspectos: Los géneros en las artes (2001).

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dichas intenciones teorizadoras, no siempre es posible. 6 Sea cual sea su objetivo, cada postura implica una manera de ver la realidad textual y de comprender la relación entre el objeto y su teoría, tal y como Jean Marie Schaeffer nos hizo ver en su libro Qu’est-ce qu’un genre littéraire? de 1989, en la línea de los estudios que se han parado en reflexionar sobre la lógica de la propia organización. 7 Después de observar la forma en la que el responsable de la librería ha ordenado su material hay que plantearse: ¿Cómo ha llegado a establecer estas categorías? ¿Qué factor humano y social existe en esas divisiones? Tales preguntas vienen implícitas en la cuestión que abordó Bernard E. Rollin: «¿Es el género natural o convencional?» (1989: 134). La primera posibilidad, en la senda del pensamiento aristotélico que retoma a Platón, es que el sabio, en el que positivamente podemos incluir al propietario de nuestra librería de referencia, posee la capacidad para apreciar las esencias que tienen los tipos de cosas, y que esta le ha servido para establecer un sistema de particiones, de modo que cada clase es captada por el nous: un conocimiento basado en la observación y en la inducción. En contra de esta idea está el problema de la ausencia de unanimidad en las divisiones; hay estudiosos que ordenan de manera distinta el mismo conjunto de fenómenos, puesto que, tal y como expresa el mismo Rollin: «las esencias que descubrimos se encuentran más en nosotros que en la naturaleza» (1989: 134). No se puede ignorar, entonces, que las formulaciones teóricas y descriptivas son así el resultado de la creatividad del hombre y de las posibilidades de conceptualización que permite el lenguaje, lo cual implica que tanto el objeto como la catalogación han sido construidos por el ser humano dificultando aún más si cabe, la empresa de su explicación. El resultado es que encontramos sistemas coexistentes para el mismo objeto, aunque algunos de ellos están refrendados en diferente grado por la cultura puesto que las clasificaciones tienen un factor convencional, arbitrario y artificial que las entronca con las sociedades. En efecto, algunos sistemas pueden no ser acertados pero distintas razones los hacen prevalecer sobre otros quizá más exactos. Pueden existir respuestas en parte falsas, pero como no dejan de ser soluciones, se siguen utilizando; se trata de propuestas que, sin ser tal vez totalmente verdaderas, tienen una suficiente capacidad explicativa que da razón a su difusión. El éxito o no de unas  Por poner un ejemplo muy conocido: el mismo Aristóteles en su Poética ofrecía tanto una clasificación de la tragedia, la comedia y la epopeya, como una exposición del origen y la evolución de estos géneros, tanteando en su historia y deteniéndose en la consideración de los efectos de la tragedia (Schaeffer, 2006: 12). 7  Bernard E. Rollin ha señalado que los estudios genéricos pueden tener dos acepciones o dos tipos distintos de ambición teorizadora: aquellos trabajos orientados hacia la postulación de nociones relativas al género a partir de las cuales describir, catalogar o explicar las obras literarias; por otro, aquellos trabajos en los que el objeto a observar es la propia lógica de los estudios, una disciplina que entronca más con la filosofía y la más pura abstracción (1989: 130). En el mencionado trabajo de 1989 Schaeffer (2006) consigue el equilibrio entre ambas tendencias: reflexiona sobre el estatuto del concepto y, a su vez, basándose en un estudio sobre el amplio elenco de nombres genéricos, analiza el principio teorizador detrás de cada uno, con esto consigue una explicación a todo ese caos de denominaciones en el que tantas veces se ha intentado encontrar un orden. 6

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ideas depende de los ecosistemas en los que se muevan, es decir, del entorno que las hace triunfar o fracasar y así se verá en la cuestión del cuento. De esta forma, los requisitos para la supervivencia de una taxonomía en el ámbito de la propia «teoría de los géneros», entendida como disciplina académica, son totalmente distintos a los de una librería. El investigador y creador de una clasificación está sujeto, no solo a las condiciones sobre sus estudios, sino también a otras como la creatividad. En el marco científico, Mario Bunge, filósofo especialista en Teoría de la Ciencia, se ha esforzado en explicitar ciertos criterios de estimación de las teorías que pueden potenciar su aceptabilidad: criterios formales (corrección formal, consistencia interna, validez, independencia, fuerza), criterios semánticos (exactitud lingüística, unidad conceptual, interpretabilidad empírica, representabilidad), criterios gnoseológicos (consistencia interna, alcance, profundidad, originalidad, capacidad unificadora, potencia heurística, estabilidad), criterios metodológicos (contrastabilidad, simplicidad metodológica) y, finalmente, criterios metafísicos (parsimonia de niveles, consistencia desde el punto de vista de la concepción del mundo) (1983: 925-928). En tanto las clasificaciones genéricas tienen ciertas aspiraciones de ser «empíricas», podrían compartir tales requerimientos de las taxonomías científicas, pero además deberán cumplir otros requisitos impuestos por el particular contexto. Por eso, uno de los objetivos de estas páginas será, precisamente, indagar en qué factores influyen en la difusión de algunas ideas particulares sobre el cuento. Recapitulando lo dicho, ante el problema filosófico sobre si las clasificaciones son convencionales o naturales, el constructivismo, desarrollado en el entorno de la biología, ha propuesto una solución: admite que no son ni una cosa, al estar basadas en unas características empíricas, ni otra, puesto que incluso las esencias fijas están sujetas a continua revisión (Rollin, 1989: 134). Esta postura soluciona uno de los mayores problemas que presenta el sistema genérico: la constante innovación de los objetos que comprende. Indudablemente los géneros están en continuo movimiento porque dependen de los seres humanos que, como tales, no podemos dejar de crear. Esta voluntad o vocación artística de transgredir las estructuras tradicionales forma parte de nuestra manera de construir arte. A lo largo de la historia se observan mutaciones de los géneros debido a la interrelación entre ellos, o a las combinaciones que a veces se pueden encontrar bajo la forma de hibridaciones, contaminaciones leves y parciales. Aunque resulte extraño, también existen sustituciones completas, generación espontánea... (García Berrio, 1992: 18). De esta manera, mientras en las clasificaciones por naturaleza, los ejemplos anómalos se entienden como errores del sistema que los debería abarcar, las clasificaciones convencionales pueden englobar estos casos ya que la lógica señala que, por muy acertado que sea el esquema de clasificación, es imposible que abarque todas las posibilidades. Más allá de esta cuestión, avanzando en las posibilidades «pragmáticas» de los conceptos genéricos, hay que decir no solo sirven para «ordenar» el continuum literario, sino que nos ayudan a «entender» los textos, a situarlos en la Historia, y, sobre todo, nos aportan conocimientos sobre cómo «crear». En cuanto a la primera cues-

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tión, al estudio de los factores que intervienen en la comprensión de un texto en el momento de su lectura, aunque se ha abordado desde la antigüedad, no ha sido hasta la segunda mitad del siglo xx cuando se ha vuelto con rigor sobre esta materia (Garrido Gallardo, 2003: 85). El principal portavoz de estos trabajos fue Hans R. Jauss quien se replanteó el horizonte de preguntas de Hans-Georg Gadamer y pasó a hablar de ese «horizonte de expectativas» definido como: «la suma de comportamientos, conocimientos e ideas preconcebidas que encuentra una obra en el momento de su aparición y a merced de la cual es valorada» (Rothe, 1987: 12-15). De ahí que la denominada Estética de la recepción no solo se haya cuestionado la participación del lector en la interpretación de un texto, sino también la importancia que se le ha de atribuir a las ideas preconcebidas sobre el género literario, ya que contribuyen a construir dicho horizonte (Rothe, 1987: 15-16). En lo que respecta al estudio del género y los modelos de evaluación, estos han sido abordados en el ámbito lingüístico bajo el término de «competencia», un concepto que con el tiempo se pasó a aplicar también al ámbito literario concediendo así una mayor flexibilidad y productividad explicativa al término. Por este motivo, la expresión «competencia literaria» ha pasado a ser de uso común entre historiadores y críticos de la literatura, aunque con un sentido alejado de las primeras teorías formalistas sobre el asunto. Así, según explicó Aguiar e Silva (1980: 110), Noam Chomsky fue quien en 1959 propuso un nuevo enfoque sobre el comportamiento verbal basado en la distinción entre competencia y actuación lingüísticas y en la idea de la existencia de un mecanismo innato de adquisición del lenguaje, que explicaba la tremenda creatividad o productividad del ser humano gracias a unas reglas generativas que permiten transformar las estructuras profundas en estructuras superficiales. Posteriormente, este paradigma sufrió abundantes críticas al no contemplar aquellos factores del contexto de comunicación que, aunque no determinan la gramaticalidad de las frases, sí que influyen en su aceptabilidad. De acuerdo con esto, la competencia lingüística era una de las posibles manifestaciones de un fenómeno de mayor espectro, por lo que incluso el propio Chomsky se vio precisado a complementar su versión, mediante la caracterización de dos saberes diferentes en interacción: la competencia gramatical, que incluye todo el conocimiento interiorizado de los usuarios del código acerca de sus reglas, y la competencia pragmática que comprende el conocimiento sobre qué hace pertinente un discurso en determinadas condiciones contextuales. En este marco se inscribe el interés por aplicar a un ámbito como el literario nociones semejantes a las empleadas en el estudio de la competencia lingüística, tal y como han hecho Van Dijk, Culler y Aguiar e Silva, entre otros. 8 8  El profesor Teun A. Van Dijk hizo un ambicioso intento por traspasar el concepto de competencia al dominio de la poética en su volumen de 1972 Some aspects of Text Grammars. De este modo, una de las primeras aportaciones que hace es la división entre poética teórica, dedicada a formular hipótesis acerca de las propiedades abstractas de los textos, y la poética descriptiva, cuyo objetivo es la descripción de textos o conjuntos de textos. En cuanto a la competencia literaria, señala que todo hablante puede tener un conocimiento interiorizado e intuitivo de la literatura que puede adquirir ampliando su competencia primaria (170). Jonathan Culler en su libro Structuralist Poetics dedica un capítulo com-

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Relacionando la teoría de los géneros y el concepto de competencia, Marie-Laure Ryan partió de los trabajos tanto de Culler como de Van Dijk y definió la competencia literaria como «la capacidad para producir o entender las sartas generadas por las reglas alternativas de la literatura, para identificar estas sartas como “literarias” y para distinguir el uso de las reglas alternativas aceptadas de la ruptura de reglas que produce oraciones totalmente inaceptables» (1989: 255). La «competencia genérica» formaría parte de estos conocimientos que deben poseer los miembros de una comunidad lingüística y cultural. El problema radica en que: «No se puede trazar una línea divisoria clara entre este conocimiento y la competencia general que permite a las personas comunicarse por medio del código lingüístico» (1989: 260). Ryan señala que «las categorías genéricas son culturalmente dependientes» (1989: 259), forman parte del conocimiento adquirido de los hablantes que se emplea para clasificar y para comprender un texto con el fin de interpretarlo, aunque reconoce que no todos los hablantes poseen unos saberes homogéneos, sino que dependen mucho de la relación que hayan tenido con la literatura. De este modo, según Ryan, la única manera de aproximarnos a la elaboración de un inventario de géneros sería reconstruyendo los procesos mediante los cuales nosotros deducimos la categoría de un texto. Finalmente concluye que: «Un género no es ni un tipo de significado [...], ni un acto comunicativo concreto que represente una intención especial, ni tampoco un conjunto de rasgos formales, sino una combinación de requisitos referentes a varios de estos ámbitos» (1989: 260). Esto significa que: «algunos géneros (v. gr. poemas) presentan una codificación más estricta en el nivel fonológico y sintáctico, mientras que otros (recetas, ensayos, leyes) ponen más énfasis en la semántica y la pragmática» (1989: 260). Dicho con otras palabras, dentro del conocimiento literario se encuentran reglas relativas a distintos niveles (el pragmático, el semántico, y el de superficie), y a un conjunto de opciones genéricas. Por otro lado, Ryan no ignora que hace falta describir la relación entre los participantes y estas «funciones e instituciones sociales» (1989: 263). Entre dichos implicados estarían los escritores, por lo tanto, nos podemos preguntar qué relación tienen estos con los géneros. A este respecto, durante mucho tiempo las nociones genéricas han sido concebidas como un conjunto de pautas para la composición, así la poética clasicista ya marcaba con carácter preceptivo ciertas normas a las que el creador debía de ajustarse, es decir, esquemas establecidos o estructuras formales dentro de los cuales el pleto a describir la competencia literaria que entiende como un conjunto de convenciones para leer textos literarios. Al contrario que Chomsky y Van Dijk, propone una concepción de tipo empírico racional, da importancia a la educación ya que la adquisición de la competencia literaria forma parte del compromiso con la tradición. Según la opinión de Joseph A. Dane, Culler se concentra sobre todo en la interpretación de los lectores y críticos en su actuación, abandonando el lado productivo y, por tanto, generativo, de la competencia (1975: 113-130). Por otra parte, percibimos un alejamiento de las ideas formalistas al ver la utilización que hace Culler de términos como «tradición», «dominio», «aprendizaje»... que conectan con un conocimiento heredado y adquirido incluido en la competencia literaria. Por último, debemos matizar que a pesar de que Culler se centra en las convenciones de la interpretación, también contempla las del autor aunque reconoce la dificultad de su estudio.

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autor podía verter el fruto de su inspiración. Detrás de la tradición preceptiva se encontraba el esfuerzo de una comunidad por transmitir unos conocimientos merecedores de ser fijados, a modo de unas determinadas instrucciones de conducta tanto para los escritores como para los lectores y críticos, este proceso implica, por tanto, un proceso de institucionalización. 9 Las reglas se van consolidando hasta el punto de que un amplio número de individuos pertenecientes al sistema social las toma en serio y es conducido por ellas en las circunstancias adecuadas (Del Campo, Marsal y Garmendia, 1975: 1123). De este modo, las preceptivas proporcionaban unas herramientas útiles para el enjuiciamiento de las obras, de forma que servían tanto para comprender su intención como para valorarla. Con el tiempo, la práctica literaria, sobre todo a partir del Romanticismo, se ha ido alejando de esta actitud normativa y conservadora que impedía o criticaba la desobediencia de los modelos y autores establecidos para su imitación. Cada vez más existe un claro rechazo a la normatividad y por este motivo las poéticas contemporáneas son más bien teóricas y descriptivas (Garrido Gallardo, 1989a: 112). Desde el siglo xix, la posición de los artistas ante la creatividad ha ido cambiando: los códigos expresados por los manuales al uso pasaron a estar sujetos a constante revisión de modo que rápidamente unos rasgos genéricos se convertían en caducos, mientras que aparecían otros nuevos que los desplazaban. Si antes era imperativo el seguimiento fiel de las autoridades pertenecientes al canon y a los preceptores del sistema, ahora, la ruptura, la «originalidad» y el diferir de todos los demás se convierte en la máxima aspiración para un artista. 10 Gracias al aumento progresivo de lectores, favorecido tanto por el proceso de alfabetiza 9  El fenómeno de la institucionalización ha sido definido como el «proceso de fijación de determinadas pautas de conducta que debe repetirse de manera regular (en determinadas situaciones) en forma de instituciones» (Karl-Heinz Hillmann, 2001: 478). La etimología de «institución» remite al latinismo institutio-onis, derivado del verbo instituo (compuesto del verbo con significado ‘estar de pie’ sto y el prefijo in). Entre sus acepciones, puede ser tanto el establecimiento o fundación de una cosa y como la misma cosa establecida (DRAE). Este concepto de «institución» es de uso común en todas las ciencias sociales, por lo que tiene distintos sentidos según la disciplina y la tradición teórica. Por poner un ejemplo, en sociología son aquellas «conductas, usos sociales, valores, ideas aceptadas o impuestas, con carácter permanente, uniforme y sistemático», más que permanencia tienen que tener cierto propósito de duración, con el siguiente matiz «mediante instrumentos que aseguran el control y cumplimiento de una función social» (Del Campo, Marsal y Garmendia, 1975: 1121-1122). Se trata de un concepto importante incluso para la propia definición de la disciplina ya que Durkheim definió la sociología como: «la ciencia de las instituciones de su génesis y su funcionamiento» y define a estas como «todas las creencias y formas de conducta instituidas por la colectividad». Durkheim subraya la cara externa de la coerción por lo que hay que tener en cuenta también cómo afecta esto a la conciencia de los individuos (1971, 19). Para Parsons, las instituciones integran los sistemas de acción haciendo que las motivaciones de los individuos se correspondan con las expectativas derivadas de las normas y los valores compartidos, y que los varios subsistemas funcionales que integran el sistema social se ajusten recíprocamente de manera eficaz. Establece una clasificación de instituciones: relacionales, regulativas y culturales entre las que se encuentran las creencias cognitivas (1966: 54-63). Sin embargo, en nuestra disciplina el concepto de género e institución está particularmente vinculado en las teorías de Elisabeth E. Bruss para la cual los géneros literarios son análogos a los actos ilocucionarios, son el reflejo de situaciones lingüísticas que podemos reconocer gracias a la institucionalización en una comunidad (cit. en Domínguez Caparrós. 1987: 107-108). 10   Kurt Spang, ha señalado la existencia de un «cisma» entre las distintas concepciones de la creación artística a partir del punto de inflexión del siglo xix (1993: 21-22).

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ción de la población como por la rápida difusión de los textos impulsada por los bajos costes de impresión, se incrementó la actividad creadora y, en consecuencia, los géneros literarios pudieron pasar a sufrir transiciones más rápidas. A pesar de todo, gran parte de los manuales literarios empleados en las escuelas e institutos o incluso en las universidades siguen manteniendo el espíritu de las preceptivas y perpetúan la idea de los géneros como una colección de rasgos, convirtiéndose, de ese modo, en parte de las competencias de los futuros lectores y escritores. En el ámbito de la teoría, aunque ya no son bien aceptadas las poéticas normativas y ha sido rechazado el componente preceptivo, no se ha abandonado totalmente la idea que defendía Stempel por la cual el género sigue marcando una manera de actuar a modo de institución: «es una especie de dispositivo destinado a regular la investidura de una o varias cualidades con vistas a la función que se piensa están llamadas a ejercer en la recepción» (1989: 246). 11 Según este autor, cada texto literario implica un modelo de realidad concreto de forma autónoma a la realidad referencial exterior. El papel que desempeña la recepción en este proceso es la concreción de dicho modelo en función del género que, por otra parte, funciona como intermediario imponiendo unas condiciones sobre el producto final en el que desemboca el texto. De esta manera, el género es concebido como un código literario, un conjunto de normas que tienen un fin: «es una instancia que asegura la comprensibilidad del texto desde el punto de vista de su composición y su contenido» (1989: 244). 12 Parte de las garantías están facilitadas porque los géneros son fenómenos históricos, instituciones, que determinan modelos de comportamiento, ya que los autores siguen actuando en relación con ellos, aceptándolos o negándolos, mientras que los lectores se enfrentan de un modo diferente a los textos según se ajusten a dichas normas que habrán aprendido en la escuela o por la experiencia. Es decir, aunque Stempel enfatice la relación entre los géneros y la recepción, también deja abierta su relevancia para la creación. 13 Ortega y Gasset también ponía el acento en este asunto puesto que para él los géneros son: «las funciones poéticas, direcciones en que gravita la generación estética». 14 El proceso de institucionalización se debe a la gran rentabilidad 11  No debemos olvidar que Stempel distingue entre «Géneros» y «modos». Reconoce la confusión terminológica que existe en torno a «modo». Según Scholes «modo» es un tipo ideal. Mientras que para él corresponde, más en la línea de Genette, a una situación de enunciación que son: «cualidades que son puestas en práctica para condicionar de una manera u otra al receptor» (1989: 246). 12  Lo único que hay que objetar a esta propuesta es que al poner el énfasis en la recepción, deja de lado al autor, que es el verdadero responsable de la selección y creación de dichas marcas de género cuando decide que el lector tenga una determinada respuesta. Stempel opta por no estudiar los procesos de institucionalización, a pesar de la relevancia que tienen en su ideario, ya que considera que se trata de una «empresa dificultosa y de éxito incierto» (1989). 13   Según definían Wellek y Warren, los géneros son «imperativos institucionales que se imponen al escritor y, a su vez, son impuestos por este» (1962: 271). 14  Este comentario apareció en su libro de 1914, Meditaciones sobre el Quijote, donde dedica un breve epígrafe a la cuestión de los géneros literarios. Ortega no admite la separación entre la forma y el fondo, aunque acepta que no son la misma cosa. La razón de que sean inseparables se debe al momento de la génesis de la obra ya que la forma emana del fondo, tal y como decía Flaubert, igual que el calor del fuego. Es decir, el tema y el aparato expresivo son distintos pero indisolubles (1990: 181).

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social que permite, además de servir para que los receptores sepan lo que puede acontecer, es útil para que los actores se habitúen a determinadas conductas, lo cual aporta un importante ahorro de esfuerzo para los usuarios (Giner et alii, 1998: 383). Uno de los efectos de dicho proceso es que alivia la presión de tomar decisiones ya que afecta sobre todo a «la limitación de las opciones» (Giner et alii, 1998: 381). Esto lleva, obligatoriamente, a pensar en: «¿cuáles son las realidades sociales que en un momento dado invitan a unas formas y prohíben otras?» (Garrido Gallardo, 1994: 147). 15 Esta pregunta implica a los autores pues son los responsables de la creación. El problema es que, desde el punto de vista teórico, estos, y más aún, los cuentistas (ya su nombre conlleva una fuerte carga despectiva) tienen muy poco prestigio. En esta línea Lauro Zavala opina que, no porque el escritor tenga una mayor proximidad con la actividad creadora, ha de concedérsele mayor autoridad: La lectura cuidadosa de las poéticas escritas por los cuentistas lleva a la conclusión de que los autores de cuentos suelen escribir textos de una gran calidad literaria cuando escriben acerca de su experiencia de escritura. Pero la lectura de estos textos, en los que cada escritor escribe acerca de su experiencia de escritura, no necesariamente contribuye al análisis o la teorización de lo que llamamos «cuento», pues la producción de análisis y de teorías depende de la interpretación de elementos particulares o del reconocimiento de elementos generales, respectivamente, y estas actividades no están garantizadas por la escritura misma. Escribir no es lo 15   Cabría pensar que esta ha sido una tarea de la que se ha ocupado la sociología de la literatura, puesto que tiene por objeto de estudio el análisis de las relaciones existentes entre la literatura y el medio social en el que surge (económico e ideológico), y trata de investigar los procesos de emisión, mediación y recepción de los textos literarios. Robert Escarpit encabezó dicha tendencia que se preocupaba por la descripción de los factores que inciden en los procesos e instancias relacionados con la literatura: producción, distribución y consumo, basándose en los métodos estadísticas (1958). En la misma corriente del empirismo se encontraba el grupo NIKOL encabezado por Siegfreid Schmidt (1980). Sin embargo, esta línea de la sociología de la literatura no se preocupa por los géneros más allá de la aceptación de unos frente a otros; han sido otros los enfoques que han abordado esta cuestión. Precisamente Lucien Goldmann sugería a Escarpit de que además de la difusión y recepción de las obras sería útil que acudiera a la creación y así integrara: «el dato y los esquemas estáticos en un análisis positivo de las leyes de transformación y del devenir» (1969: 206). Frente a la teoría empírica, la postura de Goldmann se encuentra en la línea del estructuralismo genético y la filosofía dialéctica (1984: 11). Para Goldmann el pensamiento filosófico y las obras de arte son manifestaciones de las estructuras mentales de un sujeto colectivo. Sostiene que en la unidad de estructura y en la visión de totalidad radica, en gran parte, el carácter estético de las obras que han sobrevivido (Sánchez Trigueros, 1996: 129). El investigador de la literatura debe proceder del siguiente modo: dentro del dominio estético debe descubrir una estructura que de cuenta de la totalidad del texto. De ahí hay que pasar a la explicación, relacionando la obra con estructuras exteriores: la estructura mental de un grupo social. Esta forma de comprender el estudio de las obras literarias conduce a la no aceptación de las intenciones conscientes de los autores, ya que estas se semejan más a índices interesantes, aunque no privilegiados, para conocer la obra también intenta evitar que se sobreestime la importancia de la biografía y la psicología de un individuo (Garrido Gallardo, 1996: 123). En cuanto a la aportación de Golmann al estudio de los géneros, no hay que olvidar que su mentor y maestro fue Giorg Lukács, al que le debemos, según Miguel Ángel Garrido Gallardo, la siguiente aportación: «al subrayar el valor de componente social en la configuración literaria, pone de manifiesto los condicionantes sociológicos en la evolución de los géneros literarios y en la caracterización de muchos de ellos» (1992: 74).

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mismo que leer, ni tampoco es lo mismo que escribir acerca de la experiencia de escribir. Un plano de la experiencia no garantiza familiaridad con otro plano radicalmente distinto. (2004a: 37).

Efectivamente, estoy de acuerdo con el investigador mejicano en que no se puede definir el género exclusivamente por lo que sus autores opinan de él ya que no son teóricos ni, muchas veces, crean sus poéticas con las mismas pretensiones que estos. Sin embargo, si el objetivo se acota, es decir, si se limita el análisis a la relación entre el autor y el modelo genérico, no se puede desdeñar la opinión de estos usufructurarios privilegiados, ni por supuesto sus discursos poéticos. Como decía, es entonces pertinente conocer qué es lo que motiva la selección de unos términos a la hora de definir el concepto «cuento». Para elaborar algunas hipótesis, afortunadamente, no hay que inventarse las opiniones de los escritores ya que estos tienen voz propia, se hacen oír en los medios de comunicación y hablan sobre las más diversas cuestiones. Como señalé en la introducción, los escritores son productores de textos literarios sobre los que generalmente reflexiona la crítica y la teoría, pero son también peculiarmente responsables de una gran cantidad de comentarios en torno a los asuntos que rodean su creación. Aparecen en los medios de masas, en los periódicos y programas de televisión especializados o no, dando su opinión sobre «lo divino y lo humano», a veces reclamados como «especialistas» y otras como sujetos que saben hablar bien. Entre todas estas aportaciones casi siempre realizan alguna que otra valoración sobre la literatura o incluso sobre el género breve. A estas intervenciones hay que añadir las transmitidas a través de Internet, un medio con sus peculiaridades, y las recogidas en revistas especializadas o publicaciones de una tirada muy limitada y consumida por un público muy específico. La abundancia de este material es índice de que existe un interés por lo que los autores piensan sobre su propia obra y sobre la literatura en general, que da pie a su conocimiento y sistematización. Los escritores han adquirido la doble faceta reseñada por Barthes de «écrivains» a la par que «écrivants». 16 A veces estas dos labores aparecen de forma conjunta, por ejemplo, cuando hay un prólogo explicativo que antecede a un libro y por tanto la poética llega al público de forma paralela al texto. Gracias a esta doble actividad de los creadores podemos contemplar dos maneras de interactuar con los géneros: no solo ela16   Para el francés: «el “écrivain” realiza una función, el «écrivant» una actividad, esto es lo que ya nos dice la gramática, precisamente la gramática que opone justamente el sustantivo del uno al verbo (transitivo) del otro». Sus actividades se rigen por dos tipos de normas: «normas técnicas (de composición, género, estilo) y normas artesanas (de labor, de paciencia, de corrección, de perfección)». Por último: «el “écrivain” concibe la literatura como fin, el mundo se la devuelve como medio: y en esta decepción infinita, el “écrivant” reencuentra el mundo, un mundo por otra parte extraño, puesto que la literatura le representa como una pregunta, nunca, en definitiva, como una respuesta» (2002: 201-211). La actividad de los «écrivants», es bien distinta, son hombres que se plantean un fin (dar testimonio, explicar, enseñar) cuya palabra no es más que un medio que se convierte en un vehículo del «pensamiento». A diferencia de lo que les sucede a los «écrivains», su discurso no es sometido al estudio psicoanalítico, y generalmente no admite que se puedan leer dos cosas distintas, no debe existir la ambigüedad (Barthes, 2002: 206-207).

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boran textos pertenecientes a ese conjunto llamado Literatura, sino que además hablan sobre Ella. Estos discursos precisan forzosamente de la Universidad o la Investigación, pues sin estas instituciones no existiría dicho producto que tiene una naturaleza de mercancía intelectual. Los autores, a la hora de crear textos literarios o teorías, no permanecen ajenos a la producción de otros «écrivants», es decir de esos teóricos que han establecido los rasgos de los géneros. Su discurso manará también de sus ideas y se convertirá en modelo del género «teoría del género». Será interesante, sin duda, observar cómo se expresan a la hora de llevar a cabo sus declaraciones. En principio, cuando un escritor/teórico aborda la cuestión, puede adoptar cualquiera de las opciones mencionadas anteriormente: clasificatoria, descriptiva o prescriptiva, deductiva o inductiva… En efecto, sus aportaciones también se verán afectadas por las mismas instancias relativas al medio en el que aparecen. Por tanto, habrá que plantearse la siguiente pregunta anticipada en la introducción: «¿Qué es lo que lleva a un autor X a decir que un género, en este caso el cuento, consiste en Y?». Recogiendo las advertencias de Zavala, no se pueden aceptar ciegamente las ideas de los autores de una manera autónoma, como si fueran ajenas al mundo que las rodea. Cuando un escritor dice que quiere sentirse libre de las influencias y presiones que impone el mundo literario, hay que tener en cuenta diferentes factores que pueden explicar o reconducir dicha afirmación. Una posibilidad para su descripción es la que proporciona la Teoría de los Polisistemas desarrollada por el teórico de la Universidad de Tel-Aviv, Itamar Even-Zohar. Este investigador comenzó a aplicar la Teoría de los Sistemas al ámbito literario a partir de 1970 y, desde su primer tanteo con la cuestión, suscitó distintas polémicas. En los años siguientes se sumaron a sus intereses nuevos investigadores como Gideon Toury, Zohar Shavit, Shelly Yahalom y Rakefet Sheffy. 17 La acogida internacional y su impacto en el ámbito de los estudios literarios ha ido creciendo progresivamente, constituyendo un revulsivo en el ámbito de la reflexión intelectual sobre la cultura y sus facetas, incluyendo la propia dimensión de la disciplina, sobre todo por su clara voluntad empírica. 18 Señala el profesor Lambert, de la Universidad Católica de Lovaina, involucrado también en esta línea de investigación, que dicha corriente es, más que una suma de hipótesis cerrada, un conjunto abierto: «La finalidad última de una aproximación de tales características consistirá en favorecer una descripción 17  Su primer artículo sobre la cuestión fue el siguiente: «The Function of the Literary Polysystem in the History of Literature» presentado en el encuentro Tel-Aviv Symposium on the Theory of Literary History (1970) que apareció editado posteriormente en hebreo en Massa y fue reproducido más adelante en 1978 como «The Polysystem Hypothesis Revisited» en Papers in Historical Poetics. En el año 2005 realizó una revisión que salió publicada como libro electrónico definitivo finalmente en el año 2010. Afortunadamente, el autor cuenta con una cuidada página en internet en la cual se pueden encontrar gran parte de sus artículos, incluso los más desconocidos. En ese sitio también existen algunas traducciones de sus trabajos más relevantes, además de un exhaustivo currículum del autor. Véase en: http://www.tau.ac.il/~itamarez. 18  En España contamos con el trabajo de difusión que ha realizado Monserrat Iglesias Santos tanto con su artículo «El sistema literario: teoría empírica y teoría de los polisistemas» (1994), como con su recopilación de textos: Teoría de los Polisistemas (1999).

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más coherente, quizá más eficaz de las diferentes situaciones culturales que se van a abordar, haciendo también más sencilla su confrontación y comparación» (1999: 54). Su orientación es, por tanto, favorecer la descripción en un contexto global, lo que le da mayor capacidad explicativa y apertura para desarrollos posteriores. 19 Entre sus aportaciones, resulta interesante para abordar las poéticas del género su propuesta metodológica sobre el análisis de los fenómenos literarios, cuyos presupuestos aparecieron expresados, entre otros, en los trabajos: «Polysystem Theory» y «Literary System». 20 Los contenidos de ambos han sufrido constantes revisiones hasta la actualidad, sin que, en sustancia, hayan sido modificados, lo que demuestra que, a pesar de los años transcurridos, el autor se reafirma en sus primeras convic­ ciones. En cuanto a las bases de su teoría, parte de una conciencia muy clara de la naturaleza de su objeto de estudio. En sus propuestas hay un rechazo explícito a aquellas investigaciones que no se detienen a reflexionar sobre el propio material con el que están trabajando. Afirma: «La ausencia de discusión sobre el objeto de estudio es típica de muchas áreas de las humanidades, y ciertamente ha impedido, en mi opinión, la práctica científica en dichas áreas» (1999: 25). En cierta medida comparte la ambición empirista de la postura de Schmidt (1990), por lo cual plantea que hace falta realizar un esfuerzo similar al de las Ciencias Naturales, cuyos métodos e hipótesis son susceptibles de continua revisión. Sobre la concepción de dicho objeto de estudio, llega a la conclusión de que la literatura (o la cultura) es un fenómeno social resultado de la creatividad humana, ni mensurable, ni cuantificable. Se produce, pues, el conocido bucle paradójico subrayado por la teoría constructivista, ya que la cultura y la teoría que la aborda son parte del conocimiento del agente y, por tanto, son un resultado más de la creatividad humana. Hay que precisar que Even-Zohar ancla sus raíces en los estudios del Formalismo Ruso, sobre todo en su segundo estadio durante la década de 1920. Su propuesta 19  En líneas generales el trabajo académico del autor israelí ha sido el desarrollo de la teoría de los polisistemas, un marco que le ha permitido enfrentarse a la dinámica y heterogeneidad de las culturas proporcionándole un terreno propicio para entender sus interacciones, por ejemplo, en el campo de la traducción, y en el de la construcción de las identidades, sobre todo nacionales. Sus ideas han tenido una gran difusión en aquellos lugares donde, por ejemplo, se produce un choque entre lenguas o pueblos diferentes. Aunque en principio las inquietudes del autor estaban relacionadas con la literatura, en el último estadio de sus investigaciones se ha orientado hacia una teoría de la cultura; actualmente es el responsable del programa de estudios, la Unit of Culture Research, en su universidad. 20  La primera versión de «Polysystem Theory» apareció en Poetics today en 1979, la segunda versión fue en la misma revista en 1990. Posteriormente ha vuelto a aparecer como «Polysystem Theory (Revised)» en Papers in Culture Research (2005). En las presentes páginas he contado con la traducción de Ricardo Bermúdez Otero disponible en la página web del autor. En 1990 aparece también, «The Literary System», en el cual establece un esquema de la comunicación literaria. Este esbozo lo retoma en su artículo publicado en 1997, «Factors and Dependencies in Culture: A Revised Outline for Polysystem Culture Research», afortunadamente tenemos una traducción de Montserrat Iglesias Palacios recogida en el libro coordinado por la propia autora «Factores y dependencias en la cultura: una revisión de la Teoría de los Polisistemas», Teoría de los polisistemas (1999), aunque la última versión del trabajo, con algunos ligeros cambios pertenece al año 2005. En estas páginas citaré la traducción mencionada.

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del Funcionalismo dinámico se fija en las ideas de Tinianov, Eikjembaum, Jakobson y Shklovski. La explicación de esta expresión es: «funcionalismo», porque la literatura se concibe como sistema y «dinámico», por la atención que presta a los mecanismos del cambio literario. La aportación de Even-Zohar a la teoría del sistema es el salto que propone desde estudiar exclusivamente los elementos que lo constituyen, a determinar las normas, pautas o leyes que lo regulan. Por otro lado, a diferencia de otras teorías sociológicas, el autor opina que no se puede establecer a priori lo que es endógeno o exógeno, lo que pertenece o no al sistema, de forma que dentro del mismo se engloban todos los factores sin establecer jerarquías y así evitar la textocentricidad de otras corrientes. Conforme a dichos planteamientos, Even-Zohar opta por el término «polisistema» como un complejo compuesto por otros sistemas que funcionan a su vez como un todo estructurado, y cuyos componentes o miembros están todos relacionados y son, entonces, interdependientes entre sí. Con esto puede incluir en su modelo la coexistencia de varias opciones entre sistemas no excluyentes. Esta postura le permite asimilar las tensiones entre dichos estratos simultáneos que son responsables, en parte, del cambio diacrónico cuando uno de ellos vence sobre otro (1990a: 14). Si bien no hay factores más importantes que otros, sí que puede haber un sistema con un estrato central y una periferia, lo que sucede, por ejemplo, cuando hay una cultura oficial institucionalizada responsable del canon en lucha con culturas pujantes, lo cual explicaría determinadas transferencias entre repertorios. En último término, una posible descripción del polisistema puede ser evocada con la concatenación de tres adjetivos: «abierto, dinámico y heterogéneo» (1999: 26). Even-Zohar parte de una concepción del «sistema literario» como: «el conjunto asumido de observables que se supone gobernados por una red de relaciones (o sea, para los que se pueden hipótetizarse relaciones sistémicas), y que, en vista de la naturaleza de tales relaciones hipótetizadas, llamaremos “literarios”» (1990b: 1). Como se ha dicho más arriba, según el autor es un error metodológico establecer previamente el conjunto de fenómenos que forman parte del análisis ya que lo que interesa no son tanto los objetos sino las relaciones. Para ello establece un esquema de los factores del sistema literario bastante conocido al ser una adaptación del que hiciera Jakobson sobre la comunicación lingüística. Institución (contexto) Repertorio (código) Productor (emisor) ------------------------- Consumidor (receptor) Mercado (contacto/canal) Producto (mensaje) La exposición de dicha propuesta viene trazada en dos artículos semejantes originalmente de 1990 (1990b) y de 1997 (1999), pero con orientaciones distintas. Desde el párrafo inicial del primer trabajo pone de manifiesto que su objetivo consiste en establecer una propuesta para el estudio de la literatura: «el esquema que sugiero,

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aunque puede ocuparse también de cualquier intercambio literario individual, está pensado principalmente para representar los macro-factores implicados en el funcionamiento del sistema literario» (1990b: 5). En efecto, a lo largo de su exposición propone distintas definiciones de los factores ateniéndose a este caso concreto. Pero, más adelante, en 1997, sus intereses se han ampliado y, en esta ocasión, aunque propone el mismo esquema, realiza una serie de matizaciones en sus conceptos para poder aplicarlo al ámbito más general de la cultura. Una de las modificaciones más relevantes es el destacado lugar que pasa a tener el factor del «repertorio» adquiriendo una gran relevancia en la explicación del resto de los componentes del sistema, tal y como mostraré a continuación: 21 —PRODUCTOR: Los cambios terminológicos que introduce Even-Zohar en el esquema jakobsoniano no son, en absoluto, arbitrarios. Las razones que le llevan a sustituir el concepto «emisor» o «escritor» por «productor» tienen por fin resaltar el componente de actividad socio-cultural que posee la literatura y relacionarlo, a su vez, con el campo semántico de las interacciones económicas donde hay un producto que debe ser distribuido y consumido en un mercado. Del mismo modo, ayuda a alejar la imagen de un texto escrito como único resultado posible, postura que ignora el hecho de que la actividad literaria también puede abarcar otras formas de expresión y usar canales diversos. La última definición que propone de este «agente» deja de relieve el cercano vínculo con el «repertorio»: «es un individuo que produce, operando activamente en el repertorio, productos bien repetitivos o bien “nuevos”» (1999: 46). La creatividad y capacidad cognitiva del ser humano entra en diálogo con ese catálogo de posibilidades desde el cual pueden desencadenarse resultados conocidos o no, en concordancia o discordancia con el repertorio que conforma el conjunto de modelos preestablecidos y materiales con los que opera el productor. Así, el agente no solo es el responsable de sacar a la luz productos de consumo efectivos, sino que también proporciona al repertorio productos potenciales, es decir, modelos que pueden ser punto de partida para otros. La elaboración de los mismos puede tener dos dimensiones: puede ser directa, a partir de la creación de un elemento ad hoc para un repertorio, o indirecta, cuando se extrae o deduce un modelo desde un producto ya realizado. A diferencia de otros esquemas, el presentado por EvenZohar permite incluir dentro de los productores de repertorio, tanto a los escritores como a los políticos o a los intelectuales, además sirve para englobar todas las aportaciones que hacen los escritores no solo en el ámbito literario, sino también a través de las diferentes facetas que ejercen como profesionales. En el caso que nos ocupa, habrá que tener en cuenta no solo a los cuentistas sino a los editores, críticos, investigadores, profesores y, por supuesto, a los teóricos. Por supuesto, el impacto de los productos en sí o sus modelos dependerá, en gran medida, del lugar del productor dentro del sistema, de su relación con el mercado (según su difusión), de su situación en el seno de la institución (valoración de la 21  Montserrat Iglesias Santos destaca en su introducción a la antología La teoría de los Polisistemas la importancia del repertorio en la teoría del israelí (1999: 19).

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crítica y especialistas), etc... Para que un creador de un producto llegue a proporcionar un elemento al repertorio pues no lo puede hacer de forma aislada, necesita del grupo. Por este motivo, es muy frecuente que a lo largo de la Historia se creen colectividades establecidas y asentadas, es decir, institucionalizadas, que están asociadas a un repertorio concreto y que se encargan de difundirlo: son lo que normalmente conocemos como grupos, generaciones o escuelas. Esta es la razón por la que, a pesar de los problemas metodológicos que implican, en el apartado dedicado a la descripción del estado del cuento y de sus productores, vaya a tener en consideración las agrupaciones que ha manejado la crítica a la hora de ordenar el panorama de los años noventa. —CONSUMIDOR: Como no todo producto literario ha de ser obligatoriamente un texto ni toda recepción es un acto de lectura, Even-Zohar opta por utilizar «consumidor» en lugar de «lector» para con ello alejarse de esa visión que menosprecia aquello que nos llega a través de canales orales. El consumidor es: «un individuo que utiliza un producto ya realizado operando pasivamente con el repertorio», a diferencia del responsable de la producción cuya relación con el mismo es más directa y creativa. Por supuesto, mientras más novedoso sea el producto, más disminuirá la capacidad que tendrán los consumidores de adoptarlo (Even-Zohar, 1999: 48). Para conseguir una mayor capacidad explicativa, Even-Zohar distingue entre consumo directo —la recepción íntegra de un texto por parte de personas interesadas en el sistema—, y la recepción indirecta o fragmentaria. El teórico israelí nos recuerda que hay ocasiones en las que al adquirir un determinado producto estamos consumiendo a la vez la función socio-cultural de los actos que esa actividad supone; como, por ejemplo, el prestigio que podemos adquirir al comprar una obra maestra de la Literatura y tenerla en la estantería de casa, aunque nunca se llegue a consultar el texto. Entre lo que normalmente denomina público y el mercado o el repertorio, existen relaciones de poder, además de relaciones de influencia de unos grupos de consumidores sobre otros, que ejercen su privilegio de condicionar algunos tipos de comportamiento (por ejemplo, en las escuelas). La importancia de estas cuestiones hará necesario revisar qué grupos de influencia se han podido observar entre los escritores de cuentos de los noventa. —MERCADO: Está constituido por todos aquellos componentes implicados en la compra y venta de productos literarios y en su promoción. Determina, por tanto, unos tipos de consumo y tiene una influyente función en el sistema: «El mercado media entre el intento de un productor de crear un producto y las posibilidades de que tal producto alcance satisfactoriamente un objetivo (un consumidor o varios consumidores)»; es, por tanto, el responsable de que los intentos se transformen en oportunidades reales (Even-Zohar, 1999: 51). Hace posible que el producto y el productor puedan alcanzar al receptor y cumplir su objetivo. Muchas veces los factores del «mercado» y los de la «institución» se entrecruzan y son difíciles de distinguir. En este sentido será relevante observar los diferentes grados de acceso a los medios que han adquirido los cuentistas no solo a la hora de ver publicadas sus creaciones y obras, sino también sus reflexiones de asunto literario.

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—INSTITUCIÓN: En el esquema de Even-Zohar la «institución literaria» está integrada por los elementos implicados en principio en el «mantenimiento de la literatura como actividad socio-cultural», tal y como afirma en una primera versión del artículo (1990b: 12), aunque, más adelante, en 1997 matiza su definición al decir que es: «el conjunto de factores implicados en el control de la cultura» (1999: 49). De modo que la institución pasa de ser la responsable de un «mantenimiento» a «regular las normas, sancionando algunas y rechazando otras»; su papel es imprescindible al dar apoyo a algunos agentes mientras ignora a otros. En última instancia, su función consistirá en servir de: «intermediaria entre las fuerzas sociales y los repertorios de la cultura» (1999: 49). Con sus decisiones puede determinar a largo plazo la perpetuación o no de un canon de unas generaciones a otras. La institución engloba un complejo constituido por los propios productores, críticos, escuelas y, en general, todas las entidades educativas, editoriales, revistas, medios de comunicación y un sin fin de otras instancias que también dependen del momento histórico. Por ejemplo, en la Edad Media el mundo artístico giraba en torno a las Cortes Reales, en el xviii los salones literarios ejercían de hervidero de artistas, las tertulias en el xix... Todos estos componentes, grupos y camarillas, apoyos y desprecios, actúan sobre el mercado y lo condicionan, afectando a la naturaleza de la producción y del consumo. En la actualidad y para el caso en cuestión, los cuentistas en ocasiones forman parte de las instituciones debido a sus profesiones: algunos son profesores, mientras que otros pertenecen al ámbito periodístico, o trabajan para el mundo editorial. Dependiendo de su procedencia y situación personal geográfica, tendrán un acceso a determinadas camarillas, entornos intelectuales, o grupos e iniciativas editoriales con diferentes grados de influencia en el mundo de las letras. Por fortuna, la red ha servido para romper algunas de estas fronteras físicas y ha servido para poner en contacto a personas de muy diferentes entornos (aunque ha añadido otras dificultades y restricciones). —PRODUCTO: A lo largo de la historia se ha considerado que los textos son el resultado más evidente de las actividades literarias, sin embargo, ya he apuntado que la pretensión de Even-Zohar es englobar otras actividades alejadas, en mayor o menor grado, de lo canónicamente considerado como literario. A pesar de ello, la teoría de los polisistemas no desprecia las aproximaciones a la textualidad, por lo que tampoco invalida los análisis llevados a cabo a partir de estas posturas. Esto resulta un punto a su favor ya que, en lugar de excluir disciplinas, tiene una mayor capacidad integradora. Lo interesante de su propuesta es que dentro de los productos incluye, junto con los «conjuntos de signos» y «materiales», los comportamientos o, dicho de otra manera, puede abarcar cualquier elemento del repertorio de la cultura que es puesto en práctica. En el caso de la literatura le sirve para englobar tanto los textos como los modelos de realidad que pueden tener repercusión en los modelos de interacción social. Even-Zohar tiene en cuenta que, a pesar de que a veces se ha sobrevalorado el poder de la creatividad humana, lo cierto es que nadie puede crear desde cero un producto, tal y como nos han hecho ver las teorías pragmáticas que mencio-

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naba anteriormente. Lo más habitual es poner en práctica modelos conocidos y preestablecidos e innovar a la vez, bien por una falta de conocimiento, o bien por una gran competencia sobre los mismos, interaccionando con el repertorio al que pertenecen esos modelos. Lo que se establece es una relación producto-repertorio donde las nuevas creaciones pueden pasar a constituir un nuevo patrón de comportamiento o añadir un nuevo componente a la colección de posibilidades. Esta idea del teórico israelí está en la base del presente trabajo. A lo largo del mismo he considerado que los cuentistas, tanto para la elaboración de relatos como de sus opiniones poéticas, se nutren del bagaje heredado, a la vez que sus nuevas aportaciones pasan a disposición de los restantes productores. —REPERTORIO: Finalmente, puede que la aportación más interesante del esquema de Even-Zohar sea la amplificación del «código», entendido como la suma de reglas, a «repertorio», en el cual están incluidos tanto las reglas como los materiales que regulan la producción y el consumo. 22 El repertorio se puede definir por comparación como una «caja de herramientas de hábitos, técnicas y estilos con los que la gente construye “estrategias de acción”» (Even-Zohar, 1999: 31-32). Para que un repertorio sea operativo en una comunidad se debe postular la existencia de un preconocimiento del interlocutor que permita su uso y comprensión (con lo cual la teoría de Even-Zohar enlaza con las teorías pragmáticas antes apuntadas). Cuanto mayor sea la extensión del grupo en el que es operativo, deberá existir un mayor acuerdo. Esto no implica, sin embargo, la homogeneidad en la extensión y difusión del mismo, probablemente el dominio que tengan dos agentes diferentes será muy distinto. Para que los usuarios puedan emplear un repertorio, este debe estar a su alcance, es decir, ser accesible y no solo estar disponible. Su uso dependerá de la legitimidad según las circunstancias, la cual vendrá determinada en correlación con el mercado y la institución. Por este motivo, a la hora de valorar el repertorio tanto de las poéticas como de los propios cuentos habrá que considerar la difusión de determinadas ideas, autores y modelos, y su grado de accesibilidad para el resto de los productores del sistema. En cuanto a la estructura del repertorio, esta incluye los elementos individuales, que pueden ser los morfemas y lexemas, y también las unidades culturales o «elementos que contribuyen a la formación de nuevas series o cadenas», dicho de otro modo, los modelos. Estos a su vez consisten en la combinación de: elementos + reglas + las relaciones sintagmáticas que se imponen sobre el producto y que varían dependiendo de si son modelos para el productor o para el consumidor (Even-Zohar, 1999: 35). La teoría de Even-Zohar admite la existencia simultánea de distintos repertorios. Conjuntos que no son de reglas impositivas sino opciones reales que pueden ser, 22   Wolfang Iser utiliza también la noción de repertorio, que consistiría en las convenciones indispensables para el establecimiento de una situación (citado en Domínguez Caparrós, 1987: 111-112). Así, a diferencia de Even-Zohar, tiene una noción más restrictiva ya que tan solo incluiría a las «reglas» y no tanto los materiales a la disposición del productor.

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incluso, puestas en práctica de forma errónea. Son series abiertas y con distintas ramificaciones. La diferencia más clara está entre los repertorios que emplean los productores frente al de los consumidores; pero no solo eso. Pueden ser coetáneos a la vez un repertorio dominante (antiguo y establecido), y uno nuevo. Ambos pueden ser utilizados por distintos grupos de agentes aportando repertorios alternativos. La tensión entre unos y otros da cuenta de los cambios literarios a lo largo de la historia. Cuando una cultura está más asentada y tiene una mayor longevidad, sus repertorios serán mayores. A medida que el número de opciones aumente, habrá más probabilidades de que haya movimientos de reciclaje de elementos pasados, antes que la adopción de repertorios ajenos (Even-Zohar, 1990b: 15). Este fenómeno, en el caso del cuento, será particularmente reseñable ya que tiene una larga y rica historia que ancla sus orígenes en las formas orales, por lo que el abanico de posibilidades, de modelos, es muy amplio. A lo largo del presente trabajo incidiré en los diferentes repertorios a disposición de los productores de los noventa y sus relaciones con los mismos. Por otro lado, esta idea de que existen varios estratos en el repertorio entronca con la debatida cuestión del canon. 23 Es de sobra conocido que en un momento histórico hay un determinado conjunto de reglas o materiales que son particularmente vigentes, ya que pertenecen o son refrendadas por los grupos de poder o las instituciones, y que conforman el repertorio central. Según Even-Zohar: «no hay nada en el repertorio mismo capaz de determinar qué sección de él puede ser (o volverse) canonizada o no» (Even-Zohar, 1990a: 18). La periferia o la centralidad solo se explican en relación con la institución y el mercado, en resumidas cuentas, con el sistema en su conjunto. Por otra parte, el autor distingue entre la canonicidad estática, que se produce cuando una obra entra a formar parte del canon literario, y la canonicidad dinámica cuando la obra se convierte en modelo a seguir. El grado de fijeza que requiere cada fenómeno, o el grado de «deriva» con el que se permite maniobrar dentro del repertorio depende de la posibilidad de combinar distintos modelos según: el poder de la institución, la posición de cada uno de los miembros de la cultura frente a dicha institución, y la capacidad de acceso a los recursos del repertorio. Cuando la institución que controla el centro del sistema no permite que se ejerzan presiones reales sobre su campo literario, este tiende a estereotiparse y limitarse gradualmente, pu23  La obra de Harold Bloom, El Canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas (1995), sin duda sirvió para que se replanteara la cuestión de qué literatura se enseña en las instituciones. Sobre la cuestión aparecieron algunos estudios como el de José María Pozuelo Yvancos, El canon de la teoría literaria contemporánea (1995) y el volumen del mismo autor junto a Rosa María Aradra Sánchez Teoría del canon y literatura española (2000). Para una visión de conjunto del problema véase: Enric Sullá (1998, 11-34). En el año 2001 el propio Bloom presentó Cuentos y cuentistas. El canon del cuento donde ofrece diferentes análisis de sus obras y autores predilectos. En su introducción, aunque reconoce: «Sospecho que existen elementos genéricos que unen a los cuentos de manera más íntima que los rasgos comunes de poemas, obras de teatro y novelas», finalmente en esas páginas no se atreve a dar definición alguna (2009: 18). El lector deberá extraer de cada uno de sus ensayos los rasgos que el crítico considera relevantes y significativos para la evolución y consideración del género.

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diendo llegar a la petrificación. Una de las cuestiones que plantearé más adelante es si la situación del repertorio de las poéticas del cuento ha llegado a este nivel. Una opción para resumir todos los factores del esquema planteado por EvenZohar consiste en partir de la noción de «repertorio», dado que se encuentra en un lugar privilegiado dentro de su teoría. Como los demás elementos se definen por las relaciones que tienen con él, podríamos decir que el productor es el que lo emplea, el consumidor opera pasivamente con él, el producto es su puesta en práctica, la institución lo controla, y el mercado sirve de mediador entre los repertorios y las posibilidades de que lleguen a cumplir su objetivo. Llegado este punto hace falta recapitular para ver qué aporta la teoría de los polisistemas al estudio del género, ya que en sentido estricto Even-Zohar no ha dedicado ningún trabajo a la cuestión. Según mi opinión el análisis de las nociones genéricas se integra bien en este marco teórico ya que comparten muchas de las propiedades que el autor atribuye a los repertorios, sobre todo su pertenencia a las opciones de la producción y el consumo. Por su naturaleza de «modelo» se pueden inscribir también dentro de la noción de «producto». La diferencia es su solidez histórica y su carácter de institución dentro de los repertorios, lo que implica que, a la par que forman parte del polisistema literario, tienen su propio sistema particular/específico. Las reflexiones de Even-Zohar en torno a un repertorio canónico frente a otro que no lo es se pueden aplicar a la cuestión del género entendido como sistema de opciones; en él hay unas características centrales y típicas, relacionadas con la noción más difundida del género X, que están institucionalizadas por la repetición, mientras que hay otras pertenecientes a modelos menos conocidos o aportaciones espontáneas del autor. Dichas opciones dependen en gran medida del periodo histórico. El dinamismo de este proceso ya era apuntado por Todorov quien decía que en una sociedad se institucionaliza la recurrencia de ciertas propiedades discursivas, de modo que el género literario es la codificación de las mismas. Dichas propiedades obligatorias atañen a «cualquier aspecto del discurso»: o bien semántico, o pragmático, o sintáctico (1989: 37). A lo largo de la historia un aspecto puede hacerse indispensable mientras que otro pasa a un segundo plano. La tradición consolida la herencia acumulada gracias a la labor colectiva. Pierre Bourdieu para referirse a ella, en lugar de «repertorio» habla de un «espacio de posibles», es decir: El espacio de las tomas de posición realmente efectuadas tal como se presenta cuando es percibido a través de las categorías de percepción constitutivas de un habitus determinado, es decir como un espacio orientado y portador de las tomas de posición que se anuncian en él como potencialidades objetivas, cosas «por hacer», «movimientos» por lanzar, revistas por crear, adversarios por combatir, tomas de posición establecidas por «superar», etc. (Bourdieu, 1995: 341).

Existen, de esta manera, una serie de opciones libres, otras bajo imposiciones y algunas potenciales que se pueden estudiar en forma de lagunas estructurales. Los géneros delimitan de alguna manera lo pensable y lo impensable y, por su carácter de

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imposición, limitan las posibilidades mientras que también marcan el camino de lo que puede ser transgresor. Sirven para establecer el ars obligatoria, como era llamada según la escolástica, lo que es realizable dentro de un campo de posibles, un ars inveniendi que permite inventar una diversidad de soluciones dentro de la gramaticalidad. Por ello no es de extrañar que el teórico israelí comparta cierta base común con las ideas propuestas por Bourdieu en torno a la noción de habitus, sobre todo en lo referente al proceso de internalización de los esquemas «bajo los condicionantes del sistema de relaciones que domina ese medio» (Evezn-Zohar, 1999: 38). 24 En conclusión, retomando todo lo dicho hasta el momento: el concepto «género» tiene diferentes vertientes, una de ellas, la pragmática. A lo largo del tiempo ha servido para la ordenación de la Literatura, pero también para la comprensión y concep24  Es bien conocida la noción de habitus del sociólogo francés, a partir de la cual establece una relación entre lo objetivo (la posición en la estructura social) y lo subjetivo (la interiorización de ese mundo objetivo) y que define de la siguiente manera: «Estructura estructurante, que organiza las prácticas y la percepción de las prácticas [...] es también estructura estructurada: el principio del mundo social es a su vez producto de la incorporación de la división de clases sociales. [...] Sistema de esquemas generadores de prácticas que expresa de forma sistémica la necesidad y las libertades inherentes a la condición de clase y la diferencia constitutiva de la posición, el habitus aprehende las diferencias de condición, que retiene bajo la forma de diferencias entre unas prácticas enclasadas y enclasantes (como productos del habitus), según unos principios de diferenciación que, al ser a su vez producto de estas diferencias, son objetivamente atribuidos a estas y tienden por consiguiente a percibirlas como naturales» (Bourdieu, 1988: 170-171). El habitus es, según lo dicho, un sistema de disposiciones duraderas, eficaces en cuanto esquemas de clasificación, que orientan tanto la recepción como la acción, sirve, pues, para explicar cómo lo social se interioriza en los individuos, y logra que las estructuras objetivas concuerden con las subjetivas siendo principio de generación y de estructuración de prácticas y representaciones. Afirma Bourdieu que los diversos usos de los bienes culturales, no solo se explican por la manera en que se distribuye la oferta y las opciones culturales, o por la posibilidad económica para adquirirlos, sino también, y, sobre todo, por la posesión de un capital cultural y educativo que permite a los sujetos consumir, asistir y disfrutar las alternativas factibles. Para este autor, condiciones de vida diferentes producen habitus distintos, ya que las condiciones de existencia de cada clase imponen maneras de clasificar, apreciar, desear y sentir lo necesario. Dentro de las posibilidades para la creación hay algunas que están jerarquizadas en el seno del campo literario debido a un mayor o menor apoyo de la institución o el poder. Una de las aportaciones de Bourdieu en su libro fundamental, Las reglas del arte, consistió en la diferencia entre lo que él denomina campo del poder, dominado por las instituciones y los políticos, y el campo literario de los artistas, enfrentado al otro. Dentro del segundo también separaba entre el campo de producción masiva (tiene una economía contraria a sus intereses al rechazar el beneficio económico y a corto plazo mientras que busca el capital simbólico y el beneficio a largo plazo) frente al campo de producción restringida o especializada (se ajusta a una demanda preexistente dentro de unas formas preestablecidas siguiendo las pautas de una producción seriada que permite la rapidez en obtener resultados económicos). Cada género supondrá una opción dentro del conjunto de posibles, dentro de los autores que los seleccionen habrá un sector más autónomo, más experimental e investigador, y otro un sector comercial, que en general establecerá relaciones semejantes con los sectores equivalentes de otros géneros. Esto quiere decir que seguramente tendrá más aspectos en común un escritor de cuentos experimentales con un poeta que se dirige al campo de producción restringida, que con un novelista de masas. Dentro del conjunto de las opciones o posibles se observan cambios a lo largo de la historia. Para Bourdieu la lógica de este cambio es: «El movimiento a través del cual el campo de producción se temporaliza contribuye también a definir la temporalidad de los gustos (entendidos como sistemas de preferencias concretamente manifestados en opciones de consumo)» (1995: 241). En consecuencia, cuando se impone un nuevo producto y un nuevo sistema de gustos, se estará provocando que se trasladen hacia el pasado las preferencias vigentes en el momento de la incursión.

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ción de textos. En cuanto a la relación entre los géneros y la creación, a pesar de que hoy en día ya no se piense en los primeros como conjunto de normas de obligado uso, sí que existe cierta creencia de que son posibilidades que los autores tienen, una idea que encuadra perfectamente con la noción de repertorio explicada por EvenZohar. En las siguientes páginas y partiendo de las ideas del israelí, he intentado acercarme al género abordando dos «productos» diferentes: los cuentos y las poéticas. Ambos comparten a los mismos productores: los cuentistas de los años noventa. Ellos se verán influidos a la hora de crear sus discursos por: la valoración del género dentro de la sociedad y, más concretamente, entre los intelectuales del momento; su situación profesional y su consagración; el estado de la literatura con sus corrientes, modas y tendencias; las demandas del campo literario y las instituciones relacionadas… Los restantes elementos del esquema tienen matices diferentes según sea el producto, aunque comparten relaciones comunes pues surgen en el mismo paisaje literario. Con todo, para mayor claridad expositiva, he tratado en el siguiente capítulo el estudio de las poéticas del cuento, mientras que en el tercero he abordado las creaciones en sí.

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Capítulo II

El repertorio de las poéticas del cuento 1. El corpus de las poéticas El material con el que voy a trabajar a lo largo del presente capítulo va a consistir en las llamadas «poéticas explícitas», es decir, los discursos que los creadores emiten en torno a las cuestiones literarias, y más concretamente, los que tratan sobre la composición y sobre su relación con el género breve. Los textos en cuestión son el fruto de las distintas empresas a las que los cuentistas se deben enfrentar: reseñas, artículos periodísticos de asunto literario, ensayos reflexivos... José Antonio Millán, en su poética para la revista Lucanor, resumió muy bien lo que era la vida de un autor consagrado durante los noventa y esos deberes públicos para los que era requerido: El escritor contemporáneo, ese ser mercurial que publica cuentos en suplementos dominicales y revistas, novelas de cuando en cuando, artículos de periódicos, algún texto literario para una guía turística; que en la prensa lo mismo opina sobre política internacional que recomienda regalos de Reyes; adapta sus obras al cine, las promociona ante la televisión, o las defiende en mesas redondas; que redacta el texto de contracubierta de sus propios libros, fabrica autopresentaciones o se entrevista a sí mismo para algún periódico; que se corrige las pruebas y sugiere el motivo para las cubiertas de sus libros; que está dado de alta en la licencia fiscal y hace declaraciones trimestrales, resúmenes anuales, lleva libro de Ingresos y de Gastos; que tiene un archivo con recortes de sus críticas, y otro por si le piden fotos; que trata a los críticos, mima a los antologistas, frecuenta a los editores, no olvida a quienes pueden publicarle en el extranjero; que traduce a los autores de su predilección, recomienda su publicación ante alguna editorial, o se convierte en crítico de ellos en un suplemento literario; que enseña a escribir a otros o que da clases de

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literatura; que asiste a congresos, se presenta a premios o actúa de jurado en ellos; que asocia con sus colegas para la defensa de sus intereses profesionales, que firma manifiestos antibélicos; que tiene, aparte de todo esto, una vida profesional, o vive de su cónyuge; este personajes de voz dispersa que resuena en todos los ámbitos, que domina imperfectamente un medio complejo en el que no se sabe muy bien qué hace; este ser proteico y variopinto, de fachada hirsuta o amigable, por lo general ama bastante la literatura. Le gusta escribir cuentos. (1991: 135).

Esta desgarradora descripción de las peripecias cotidianas de los que pretenden ganarse la vida con la literatura pone de manifiesto la diversidad de situaciones que tienen que lidiar. El resultado es que existe un gran número posibles fuentes de donde extraer las poéticas del cuento: de revistas y antologías, entrevistas, encuestas, prólogos, artículos y ensayos o, incluso, de las propias ficciones. No hay que dudar que el medio que empleó cada autor cambia sustancialmente las condiciones de enunciación de sus opiniones, y por tanto, la estrategia de interpretación. De todas formas, aunque conocer el contexto original es un importante factor a tener en cuenta, a veces las poéticas son escurridizas, y hay que proceder con precaución. Como advertencia sirve el ejemplo de Luis Mateo Díez. En 1988 este escritor publicó en la revista Ínsula una extensa reflexión sobre sus ideas sobre el cuento. Posteriormente, esta misma versión apareció en su libro de ensayos literarios El porvenir de la ficción (1992). Sin embargo, cuando con los años los responsables del número especial de la revista Lucanor le pidieron un texto de referencia, el autor mutiló su primera poética y sustrajo los cuatro párrafos finales del texto. Más adelante este mismo fragmento lo presentó para el Cuento español contemporáneo (Encinar y Percival: 1993). 1 1.1. Las poéticas de antología En el campo de la lírica existe una micro-industria de antologías en las que, además de los poemas seleccionados, los artistas comentan sus propias obras. Estos libros han encontrado en los propios poetas y críticos sus mejores consumidores. Así, los primeros alimentan su necesidad de explicarse y conocerse y, los segundos, encuentran herramientas y materiales de los que partir. Este subconjunto del campo de la literatura tiene el número suficiente de lectores como para que se mantengan a flote los dinamismos de producción y consumo de ideas sobre la poesía. En la misma línea, durante la década de los noventa aparecieron varias antologías de cuentos que, junto con un compendio de textos, contaban con una poética de cada autor. Sin duda se trata del bloque estudiado más homogéneo pues los autores conocen la intención  La edición original del texto completo fue «Contar algo del cuento», aparecida en la revista Ínsula (1988: 22) y en El porvenir de la ficción (1992). Las ediciones parciales fueron para la revista Lucanor («Imagen del cuento», Díez, 1991a: 107) y para la antología de Percival y Encinar (1993: 95-96). 1

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del discurso que están creando o que dan a publicar. Los casos a los que me refiero son: 1) En 1991 la revista Lucanor, especializada en el estudio del cuento, realizó un número sobre el relato español contemporáneo. A pesar de ser difícil de conseguir, ha estado a disposición de los investigadores en las principales bibliotecas. He aquí que, a pesar de su escasa difusión entre el gran público, ha tenido una gran repercusión en los estudios sobre la cuestión. Entre sus páginas aparecían unos cuantos trabajos académicos acompañando a una pequeña selección de relatos de algunos cuentistas a los cuales también se les pidió una poética. 2) En 1993, Percival y Encinar proyectaron y recopilaron su libro para Cátedra, una editorial nacional con un impacto y público mayor. En esta antología, los responsables recogieron o bien poéticas originales creadas por los antologados, o bien otros textos de factura y publicación anterior. 3) Fernando Valls fue responsable en 1993 de Son cuentos, ejemplar que no contaba con testimonios sobre el pensamiento literario de los cuentistas. Sin embargo, unos años después sacó a la luz junto con Masoliver Ródenas el libro Los cuentos que cuentan, una selección de relatos y poéticas. En el prólogo aclaraban los autores la razón de este hecho: «nos ha parecido que esta práctica, más o menos habitual en las antologías de poesía, es una costumbre muy ilustrativa para lectores y estudiosos que merecía la pena ser prestada» (1998: 14). Con esto hay que señalar que, mientras en las poéticas que preceden a las antologías de poemas es frecuente la estrategia del enfrentamiento entre sus responsables con el fin ampliar su impacto en los medios especializados, con el cuento existe una curiosa convivencia y continuidad entre los autores y antologadores de los distintos volúmenes, impregnados de un espíritu común de lucha y reivindicación por la situación del género. 4) Un poco más adentrado el siglo xxi, fue publicado el volumen Pequeñas resistencias (2002). Aunque por la fecha de la contraportada se escapa a los límites de este estudio, también lo he tenido en cuenta ya que recoge los testimonios de los cuentistas en activo durante los años noventa. En conjunto, estas poéticas están escritas de acuerdo a las propuestas que los recopiladores impusieron a sus autores. En el caso de la antología para Cátedra, Anthony Percival señalaba directamente en el prólogo el objetivo que les planteó y que conectaba con la polémica sobre el estado del género tan debatida durante los años anteriores: «Asimismo parecía muy ilustrativo conocer la respuesta de los escritores a la pregunta: ¿Qué representa o qué es para usted el cuento en el momento actual?» (1993: 45). Este punto de partida explica por qué en la mayoría de los textos se menciona la valoración del cuento entre el público, los autores y las editoriales, cobrando incluso más importancia que la definición y la experiencia personal sobre

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la creación. El resultado es que las respuestas giran frecuentemente en torno a la historia del cuento, a su jerarquía dentro del sistema global y a las comparaciones con otros géneros. Sin embargo, en las restantes antologías no hay una información tan explícita sobre los requisitos exigidos a los autores, siendo necesario desentrañarlos. En cuanto a la de 2002, constaba de tres prolegómenos. El primero era un manifiesto del género breve suscrito por todos los involucrados en el volumen, al que seguían dos textos redactados por sus responsables: José María Merino y Andrés Neuman. El inicial se centraba en aclarar las características del género y de los relatos reunidos, mientras que el segundo aclaraba las condiciones de selección. En general, todo el conjunto participaba de cierto espíritu de contienda, como indicaba su propio título. De hecho, el texto introductorio, «La rebeldía breve», imitaba los manifiestos políticos y literarios del siglo xix tan habituales a partir de las vanguardias. En ellos se solían difundir los presupuestos de determinado grupo o corriente artística contraria a la situación del momento. De este modo, se daba a conocer al público una declaración de intenciones que marcaba cierto compromiso e identidad entre los autores involucrados en contraposición a otros movimientos. Estos textos programáticos debían presentar además una elevada elaboración literaria por la cual sus integrantes demostraban la calidad de su aportación. La introducción a Pequeñas resistencias comparte con esta tradición la intención de denuncia pues se detiene en describir el abandono y el menosprecio que ha sufrido el género tanto por la crítica como por las editoriales, a causa de una simple jerarquía comercial. Sus responsables, con un lenguaje vehemente relacionado con el campo semántico de la guerra, denuncian la existencia de un «complot contra la brevedad» que precisa de «militantes» capaces de defenderla. En este contexto es natural que se defienda la empresa y la iniciativa que respalda su difusión, añadiendo a los encargados de su publicación el valor del altruismo (no hay que olvidar que estas palabras aparecen en una editorial dedicada en exclusiva al género breve). Los que las suscriben saben, por el contrario, que no tienen una posición muy «fuerte» ni autoridad en esta discusión, puesto que gran parte de ellos se ha dedicado también a la novela y se ha beneficiado de su situación en el sistema. Frente a otros modelos de manifiesto, este texto no contiene una nómina de participantes, ni declara las reglas o condiciones que deben cumplir sus componentes, tampoco describe característica alguna de obligado cumplimiento, más bien es una declaración de principios. Sus reivindicaciones son de índole institucional, ellos desearían: «que los distribuidores tratasen a los libros de cuentos como a los demás libros» (VV. AA., 2002: 8). Se trata entonces de una acusación de sus eternos problemas: La historia de la literatura no cesa de repetirnos estas conclusiones, en idéntica medida en que la sociedad literaria se empeña en desoírlas. Atrapado entre dos márgenes, al cuento lo maltratan por partida doble: minoritario como la poesía, carece sin embargo de su venerable tradición académica y de su prestigio; y, como

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género narrativo, vive condenado a comparar sus réditos con los de las novelas, sin su aparato promocional. (VV. AA., 2002: 8).

De acuerdo con el espíritu del manifiesto, gran parte de los autores de esta antología incluyen en sus textos comentarios acerca del prestigio y el reconocimiento académico del género en detrimento de otras cuestiones. Realmente, según declara Andrés Neuman en su prólogo, su intención era recoger: «una poética personal en la que cada autor reflexiona acerca de sus gustos y problemas, un inventario de experiencias prácticas. No pretendíamos que los autores nos contaran qué pasa por su mente antes de escribir un relato, sino que nos revelasen qué han aprendido de su oficio tras haber escrito los suyos...» (VV. AA., 2002: 18). Por el carácter de lo propuesto, más orientado hacia la aportación individual que a las valoraciones globales, las ideas sobre el género recogidas en esta antología serán más escasas que en los casos precedentes y se centrarán en sus preferencias. Un indicio sobre la forma en la que debieron plantearles el reto lo proporciona el comentario de Nuria Barrios quien reconoce: «Me piden que explique por qué y cómo escribo relatos», donde parece estar respondiendo a las preguntas formuladas por su compilador (VV. AA., 2002: 51). De esta manera, los escritores conciben sus textos con la idea de hablar, tal y como les ha sido requerido, de «su poética personal», es decir, entre sus líneas no se encuentran definiciones sobre lo que el cuento es, sino más bien su repertorio individual del género, sus modelos, sus gustos... Revelador es el caso de Juan Manuel de Prada que en 1998 había manifestado su incomodidad ante la propuesta de Masoliver Ródenas y Valls: «Pocas tareas más enojosas o aniquiladoras para un escritor que la reflexión sobre su propia obra: los peligros de la pedantería, la falsa modestia y el disparate relumbran como armas de afilada sonrisa, y uno no sabe en cuál de ellas inmolarse» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 216). Sin embargo, unos años más adelante se doblegó a las demandas de los antologadores de Pequeñas resistencias centrándose en exponernos su experiencia. En la misma línea disidente, otros autores muestran también su absoluto rechazo a las imposiciones del volumen, por ejemplo, Mercedes Abad se veía incapaz de mostrarnos sus juicios críticos, es decir, sus criterios de calidad: En cuanto a lo que tiene que tener un cuento para ser bueno... he ahí una pregunta imposible de responder, en parte porque tras haber leído espléndidos cuentos construidos sobre presupuestos estéticos no ya dispares, sino radicalmente opuestos, me veo incapaz de decir si prefiero los finales cerrados o abiertos, si prefiero los cuentos digresivos (Once hijos, de Kafka, una auténtica maravilla que quita el aliento) o los de malla prieta, donde todos los elementos del relato tienen una función precisa y nada sobre ni falta. (VV. AA., 2002: 26).

En este comentario se aprecia un malestar ante la obligatoriedad de elegir entre tanta diversidad de opciones. La autora considera que resulta casi imposible encontrar un elemento común entre sus relatos predilectos. La conclusión a la que llega es

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que la calidad de un cuento es responsabilidad de quien los redacta: «Digamos que la diferencia entre lo bueno y lo mediocre la marca el talento del escritor y su inspiración a la hora de captar las implicaciones de la historia que narra (y que él mismo descubre al narrarla)» (VV. AA., 2002: 26). En suma, el lector rara vez se va a encontrar en estos volúmenes una definición de los límites formales del cuento, sus respuestas más bien abarcan asuntos más relacionados con su situación en el sistema que con otra cosa. Por ejemplo, Pedro Ugarte reúne comentarios tanto sobre su escaso éxito comercial y editorial («El cuento es un género abnegado y heroico. Esta definición puede parecer tremendista. Prueben, sin embargo, a escribir cuentos en exclusiva y comprobarán cuál es el alcance de su carrera literaria»), como sobre su jerarquía («El cuento es un género mayor»), su historia y actualidad («El cuento es el género literario de finales de este siglo»), para concluir apelando a su dificultad («El cuento está considerado como un género difícil»), o a su eternidad («a pesar de todos los pesares, es un género incombustible») (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 312). Obsérvese que, en ningún caso, acude a requisitos del discurso, del tema o de la historia para delimitar sus fronteras. Se ve en esto un triunfo de una definición en la que se refleja la situación del género en el contexto literario. En este corpus abundan entonces los comentarios sobre el estatuto del relato, un hecho relacionado no solo con los requisitos impuestos por los responsables de las antologías, como se ha apuntado antes, sino impulsado por un objetivo más ambicioso y que mueve a la mayor parte de nuestros cuentistas: reivindicar la condición del relato (este asunto lo trataré más adelante vid. capítulo II apdo. 3). Todas estas poéticas tienen, además, algo en común: acompañan al cuento que ha sido objeto de selección por parte de los antologadores, circunstancia singular que no se repite en el resto de los contextos. Esto provoca que en ocasiones hagan alusión a su relato como ejemplo de lo expuesto o como justificación. Por ejemplo, Agustín Cerezales nos explica el origen de su libro Escaleras en el limbo al que pertenece la pieza compilada en Lucanor, o Cristina Fernández Cubas redacta una larga digresión sobre el nacimiento de su imaginación en la niñez antes de presentarnos «Mi hermana Elba» (1991: 10 y 114). Sin duda este entorno tiene un peso, puesto que teoría y práctica se encuentran la una al lado de la otra, de forma que el ajuste o variación será más evidente que en otros casos, de ahí la prudencia de algunas de las sentencias de los escritores. Como resumen, debido al mayor tiempo que tienen los autores para redactar estas poéticas frente a otros géneros del corpus, estos utilizan a veces un lenguaje creativo y poético que puede rozar, incluso, la divagación ficcional. Con el único requisito de la concisión, tales discursos son más libres y artísticos (por no decir líricos). En su contra, los escritores medirán sus palabras por la responsabilidad de sentirse leídos por un público experto, ávido de cuentos y propuestas teóricas. En la amalgama de sus contestaciones aparecen entremezclados cuatro objetivos diferentes: apuntar las razones de su juicio crítico, marcar unas posibles reglas para la com-

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posición, señalar las características de sus relatos y, entre tanto, aclarar los rasgos definitorios del cuento. En contraposición a las respuestas más sumisas, algunos escritores manifiestan su rebeldía, sobre todo, ante la exigencia de una definición normativa. 1.2. Las entrevistas Gran parte de los comentarios empleados para este estudio se encuentran intercalados en el interior de diferentes entrevistas a los autores, un género con sus peculiaridades. Aunque en principio nace en la compleja oralidad, cuando pasa al papel, pierde los rasgos de este tipo de comunicación, dando como resultado un texto que en cierto sentido recuerda al de una actuación teatral. De hecho, a menudo el entrevistador incluye detalles sobre el lugar y el momento en que se realizó el encuentro, o registra entre paréntesis los gestos de su interlocutor cuando responde (risas, énfasis de la voz, movimientos de las manos, etc.), a modo de dramáticas didascalias. Es evidente que no todas las entrevistas empleadas en este trabajo han sido extraídas de los mismos medios, por lo que cada una de ellas está sujeta a unas intenciones diferentes. He utilizado textos localizados en suplementos literarios (donde aparecen mezclados con críticas literarias), en revistas especializadas o en páginas culturales disponibles en la red. 2 Así, los investigadores de publicaciones académicas indagan en busca de claves interpretativas en torno a algunos aspectos concretos vinculados con los intereses de este ámbito. Frente a esto, los textos obtenidos de medios de masas normalmente son elaborados a raíz de una reciente publicación y están más orientados a desvelar las claves de esa última obra. Por otra parte, van dirigidos a un receptor con unas expectativas menos exigentes y tanto entrevistadores como autores se reservan sus disquisiciones más abstractas para otros momentos. No hay que olvidar que la entrevista es un diálogo organizado y dirigido por quien hace las preguntas, sobre el que recae gran parte de la responsabilidad de este género. Este no solo debe controlar la situación, sino que ha de procurar, además, crear un clima de intimidad que se rompe cuando se transcribe y sale a la luz. Aunque muchos entrevistadores intenten llevar un esquema, normalmente quieren transmitir una sensación de espontaneidad. La fluidez y riqueza del diálogo están en función del conocimiento del encuestador, en si conoce bien la obra y vida del entrevistado, en su competencia literaria. En algunos casos, incluso intentan demostrar su maestría sorprendiendo a los autores con alguna clave interpretativa de sus propios escritos. Esto le sucedió a Ana María Matute, quien en 1985 fue interrogada sobre su utiliza2  Algunas revistas constan de un apartado especial dedicado a entrevistas a escritores representativos, así son: Quimera, Ínsula, Letras Peninsulares, Anales de la literatura española contemporánea Cuadernos Hispanoamericanos, España Contemporánea, Compás de Letras. Además, también se encuentran testimonios en revistas nacidas ya en la red informática como Letras libres o Lateral. Claro que, al auge de los nuevos medios de comunicación se han sumado otros periódicos. Así, en la página de internet de El mundo libro llevan apareciendo desde junio de 2000 entrevistas a escritores españoles.

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ción del tema del cainismo (Doyle, 1985: 245), y desde entonces se percató de que esta cuestión se reiteraba en sus textos: Yo no soy muy dada a releer recortes antiguos ni mucho menos, pero ahí están: era casi inevitable que, de diez entrevistas, en nueve, o en ocho, digamos, para no pasarnos de exagerados, se me preguntara: «Sí, bueno, muy bien, pero esto es un paso a…», «no es ningún paso a, es en si mismo». Esto me costó una batallita. (Nichols, 1993: 61).

Con el tiempo, asimiló este aspecto y así un año después, cuando se le preguntó: —«Para terminar, ¿podría destacar algunos rasgos característicos de sus obras?»— la autora lo incluyó entre los hitos de su narrativa: infancia, el mito de Caín y Abel, los titiriteros… (Redondo Goicoechea, 1994: 16). Cristina Fernández Cubas daba fe de la insistencia de los críticos sobre ciertas cuestiones a las que ella previamente no había dado importancia: «este gusto por la duplicidad, por lo doble, por la doblez, yo me di cuenta de que lo tenía cuando, al cabo de unos cuantos relatos, muy a menudo aparecía de forma recurrente. Y me di cuenta yo, o me lo hicieron notar, pero desde luego no obedece a un deseo de tratar este tema» (Nichols, 1993: 63). De hecho, el mismo año, en otra entrevista, se le volvió a interrogar sobre sus temas: «Se dice que todos los escritores trabajan con unas cuantas obsesiones que salen en libro, tras libro, tras libro. Me parece que una de las obsesiones tuyas es la figura del doble. ¿Podrías hablar un poco del porqué de esa fascinación con el doble? ¿Qué representa para ti?» (Gleen, 1993a: 358). En otras ocasiones, en cambio, los escritores se muestran disconformes con las opiniones difundidas sobre su obra, ya sea porque sienten que han citado mal sus palabras, o porque han sido malinterpretadas pues la versión pública del encuentro ofrece una impresión muy diferente a la que ellos recuerdan. Entre todas estas disquisiciones, preguntas personales o literarias, en algunas ocasiones los autores abordan los géneros que utilizan, pero... ¿cuándo? Como se ha visto en los dos ejemplos anteriores, en torno a la trayectoria de algunos autores, sobre todo de aquellos con mayor impacto y consagración, existen una serie de tópicos y entre ellos algunos están relacionados con las formas literarias empleadas. Las ideas que circulan entre los críticos, investigadores y periodistas son indicio de los repertorios detectados en sus obras. Por ejemplo, se ha extendido la idea, hasta cierto punto verdadera, de que Enrique Vila-Matas es un escritor transgresor contrario a las normas, de ahí que frecuentemente se le preguntara por su opinión sobre la novela, el cuento, el artículo... ya que sus respuestas siempre eran rupturistas (Sánchez Lizarralde, 1993: 40 y Azancot, 2002: 7). La crítica se mostraba particularmente interesada por la hibridación genérica de la cual el barcelonés era buen representante, aunque no el único. Del mismo modo, Nuria Amat, defensora de las formas heterogéneas, tenía que explicar sus recursos de composición como parte de una estética global (Ballesteros, 1998: 684). En el caso de Antonio Antonio Muñoz Molina, cultivador de diferentes géneros, se le preguntaba por: «¿Cómo ves la relación entre tu

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obra periodística o ensayística y tu ficción» (Scarlett, 1994: 70). Por supuesto, había incursiones que llamaban más la atención, así todas las escritoras que trataron lo erótico tuvieron que hablar sobre las razones que les llevaron a ello. 3 En cierto sentido, las entrevistas son un breve documento que pone de manifiesto las tendencias de la sociedad literaria en el momento de su realización. Sus responsables recogen en sus preguntas las variaciones de la historia, los intereses y preocupaciones de sus lectores y los contextos culturales, no solo dentro de España sino también en otros países. Por ejemplo, el feminismo y sus consecuencias salían a relucir en la mayor parte de los encuentros con mujeres puesto que esta cuestión estaba de plena actualidad. 4 Otro asunto por el que se mostraba interés era el de la opción lingüística elegida en el caso de proceder de alguna de las comunidades con varias lenguas co-oficiales. 5 La aparición de algún comentario sobre el cuento en estos contextos depende del acontecimiento que haya originado su realización: ofrecer una panorámica de un escritor, sacar del anonimato a un reciente premiado... pero, por supuesto, el caso más interesante es cuando un autor acaba de publicar un libro y nos explica las razones que le llevaron a elegir un género u otro. En este sentido es lógico que el número de preguntas sobre el género breve también sea proporcional a la dedicación de cada narrador al mismo. Por ejemplo, en la entrevista de Vosburg a Mercedes Abad, conocida sobre todo por sus libros de relatos, todas las cuestiones giran en torno a sus textos y sus fuentes literarias (1993-1994). Aunque Santiago Velázquez le pregunta a Juan Bonilla principalmente sobre sus novelas recién publicadas, acaba la entrevista con una reflexión sobre la actualidad del relato en el que sabe que el autor es un 3  Por ejemplo, cuando la madrileña Almudena Grandes publicó Las edades de Lulú tuvo que enfrentarse a todo tipo de críticas al cultivar una literatura generalmente asociada a un público masculino: «¿Cómo reaccionaron las feministas en cuanto a su franqueza sexual en Las edades de Lulú y en Malena es un tango? A las feministas no les molestó en absoluto tal franqueza en sí misma, sino su índole, es decir, que si en Las edades de Lulú los dos protagonistas hubieran sido lesbianas, se habrían indignado muchísimo menos» (Añover, 2001: 804). 4   Me refiero, por ejemplo a las entrevistas que realizaron a Marina Mayoral, Josefina R. Aldecoa y Rosa Montero. La primera se sorprendía de cómo en Estados Unidos a principios de los noventa había una excesiva propensión a relacionar su obra con esta ideología: «precisamente en Estados Unidos me preguntan mucho lo del feminismo porque en mis novelas hay casi siempre una mujer importante en torno a la cual gira la vida de una familia, incluso toda la novela se estructura alrededor de una figura femenina, casi siempre. Eso parece feminismo. Yo siempre digo que lo que soy es matriarcal. Porque eso es algo heredado de Galicia» (Bellver, 1993-1994: 385). Por otra parte, en la conversación que Josefina R. Aldecoa mantuvo con Lynn K. Talbot, mostraba su desaprobación con tal forma de pensamiento que simplificaba la recepción de sus obras: «No creo que necesariamente feminista, lo que pasa es que cuando se toca el tema de la mujer de algún modo o se habla de mujeres, que reflexionan sobre su condición femenina y los problemas de la mujer, parece feminista. En cualquier caso no es feminista en el sentido de partido, o de agrupación feminista, muy furibunda. Pero sí es verdad que me interesa mucho la mujer como tema, como personaje, y claro la fuerza tiene que derivarse de mis ideas sobre la mujer. Pero no pretendo hacer un panfleto feminista ni mucho menos» (1989: 238). Del mismo modo, esta investigadora también entrevistó a Rosa Montero (1988) para conocer la situación de las escritoras en España. 5   Por poner un ejemplo, Nuria Amat o Cristina Fernández Cubas debieron justificar el uso de un idioma u otro (Ballesteros, 1998: 648 y Nichols, 1993: 57).

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experto: «¿Piensa que el género del cuento está ganando adeptos?» (Velázquez Jordán: 2003). Geraldine C. Nichols cuando interroga a Cristina Fernández Cubas, conocida sobre todo por sus textos breves, se sorprende por el único caso que se desvía de esta norma: «¿Tú crees que esta afición por la sencillez te haya hecho escribir casi siempre relatos, en vez de novelas? Porque sólo has escrito una novela, que yo sepa, El año de Gracia». La escritora ante tal interrogante respondió con una anécdota que delata el ambiente cultural de esos años; destacó que en los ochenta tuvo que defender la escritura del género breve, pues llamaba la atención que se centrara sobre todo en él: «Las preguntas que te hacían pueden deberse al hecho de que en España en las últimas décadas el cuento ha sido menos cultivado y comercializado que la novela» (Nichols, 1993: 60 y 61). Dos testimonios diferentes denunciaban la insistencia por parte de algunos investigadores en instigar a aquellos aficionados a la brevedad a que cambiaran sus preferencias. En una entrevista concedida a Santiago Velázquez Jordán, Juan Bonilla declaraba: «Me parece absurdo que se relacionen cuentos con novelas, y que cuando publicas un libro de cuentos te digan que está bien, pero que hasta que no escribas una novela, no demuestras lo que vales como escritor como si a estas alturas no hubiera existido Borges» (2003). Otra escritora, Mercedes Abad, nos relataba una situación muy semejante: Es habitual, por ejemplo, que para congraciarse con un cuentista la gente haga un elogio del género breve, arguyendo, entre otras tonterías, que es mucho más difícil escribir un buen cuento que una buena novela, para acto seguido y casi sin transición preguntar: «por cierto, ¿cuándo vas a escribir una novela?», de lo que cabe deducir que tal vez te consideran un mal cuentista y, henchidos de sentimientos cristianos, te sugieren que pruebes suerte con la novela. (2002: 26).

Esta tendencia provocó la siguiente práctica por parte de los autores: la reivindicación del valor tanto de su obra como del género que defienden, su historia, sus formas... Una práctica común también en otros contextos pero que, en esta ocasión, al ser el resultado de un interrogatorio individual y directo, provoca respuestas exaltadas. Otra idea que motiva a los investigadores en sus entrevistas es registrar el procedimiento poético, «la cocina» de cada escritor, con el fin de generar un lugar a partir del cual reflexionar sobre su obra. Quieren, de esta manera, conocer los distintos modos que existen de construir un texto. Interesan todos los detalles, hasta qué medio es empleado (papel, pluma, ordenador), pero sobre todo si siguen un esquema o dejan correr la inspiración. Como modelo, Alicia Redondo, tras hacer todo un recorrido por la obra de Ana María Matute, le preguntaba: «¿Cómo escribe sus novelas?» (1994: 22). En respuesta ella nos contaba su proceso: prefiería tener claro el final, luego el tono… Otro aspecto que interesaba es el grado de elaboración de los escritos, por ejemplo, sobre Juan José Millás intrigaba la etapa de corrección (Cabañas, 1998: 105). A Javier Marías, conocido por llenar sus narraciones de intrincadas citas, también se le interrogaba por esta costumbre (Castellanos: 1988: 26). Son frecuentes

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las cuestiones sobre qué motivó a redactar un texto: «¿Qué te llevó a escribir esta novela?» (Ballesteros, 1998: 684). En este sentido ha resultado beneficioso para este estudio cuando los autores hablaban sobre la concepción de sus relatos, tal y como hizo Javier Marías: «Cuando alguna vez, en cuentos por ejemplo, he sabido de arriba abajo la historia y lo que iba a contar antes de empezar a escribir, me ha parecido un verdadero ejercicio de redacción» (Castellanos, 1988: 26). Algunos interrogantes daban pistas sobre la creación de un texto en concreto. Así Olga Beilin en su colección de entrevistas le presentó la siguiente duda a Quim Monzó: «¿De dónde viene el título del cuento “La euforia de los troyanos”, donde el protagonista termina como chicle?» (2004: 186). Por otro lado, la crítica se mostraba bastante interesada por la memoria, probablemente ya que es fácil vincularla con el gran interrogante de la creación literaria y, concretamente, con el momento misterioso de la selección de materiales. Por ejemplo, a Luis Mateo Díez se le ha preguntado en bastantes ocasiones por su forma de componer y su tratamiento del recuerdo, seguramente debido al claro cariz realista de sus textos, su ubicación en espacios familiares de la tierra leonesa, y su atracción por la oralidad… 6 Los entrevistadores se esfuerzan por desentrañar la ficción de la experiencia real y para muchos el paso intermedio está supeditado al poder deformador de la memoria que implica una elaboración inconsciente de los hechos. El grado de utilización de lo vivido les sirve a los investigadores para conocer y enjuiciar la capacidad creadora de un autor, quizá por este motivo está tan difundida la costumbre de acudir a sus biografías. En general se instiga a los escritores para que descubran qué hay de real en sus textos, y así nos desvelan el origen de algunos de sus libros y cuentos. En ese contexto el entrevistado puede jugar a la ficción de crear un personaje o bien desnudarse sin tapujos ante su público. A la hora de evaluar estas confesiones, hay que tener en cuenta que tras cada respuesta puede haber una intención de enmascaramiento, de ocultar y desfigurar el verdadero origen de una obra, con el fin de complacer a los entrevistadores y lectores. Por ejemplo, Cristina Fernández Cubas tuvo que explicar de dónde vino la historia de la que procedió «El altillo de Brumal» y por eso nos relataba la anécdota real para indicarnos de qué manera había influido la narración oral en su escritura (Nichols, 1993: 57). Lo mismo le sucedió en varias ocasiones a Almudena Grandes quien debió aclarar la relación de su novela, Malena es un nombre de tango, con su propia biografía y también con su libro de cuentos Modelos de mujer (Añover, 2001: 809). Sus reflexiones nos aproximan a la creación y a las circunstancias emocionales que rodearon la composición. Para este trabajo, las preguntas biográficas son interesantes en cuanto indagan en las razones que motivaron la opción de un género u otro. Josefina R. Aldecoa, por ejem6   Este foco de interés en la obra del escritor de Villablino ha sido alimentado por diferentes trabajos críticos sobre la cuestión: Sotelo Vázquez, «La mirada y la memoria: Luis Mateo Díez», (1999) y «La mirada y la memoria en la novela española de finales del siglo xx: Luis Mateo Díez (1982-1997)» (2003) y los estudios recogidos en el número 4 de Cuadernos de narrativa (1999) de Payeras Grau, Trojani y Calvi.

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plo, nos exponía que sus novelas llegaron después de tener que escribir un largo prólogo para la antología de su recientemente fallecido marido (Talbot, 1989: 238). Mientras que Mercedes Abad, al explicar la redacción de uno de sus cuentos, proporcionaba una breve definición: Es divertido porque a veces dices (que el relato) es como un flirt, y una novela es como una aventura larga. Sin embargo, hay cuentos que a lo mejor te cuestan muchísimo tiempo, pero este cuento en concreto lo escribí en una sola noche y al día siguiente me acuerdo que lo releí pensando que sería abominable. (Vosburg, 1993-1994: 266).

Entre los momentos vitales más intrigantes para los entrevistadores, probablemente por su influencia en su formación como escritores, se encuentra la infancia. El resultado es que, a raíz de este tema, el cuento sale a relucir puesto que tiene un papel importante en la iniciación literaria de muchos autores. Así para Ana María Matute sus relatos de niñez, leídos durante una larga enfermedad que la tuvo postrada en cama, fueron el acicate para acabar siendo escritora (Redondo Goicoechea, 1994: 16). Mercedes Abad y Cristina Fernández Cubas confiesan, a raíz de sendas entrevistas, su primer contacto con la narración a través de la oralidad (Vosburg, 1993-1994: 622 y Glenn, 1993: 358). Manuel Rivas rememoraba sus comienzos en la literatura gracias a su primera biblioteca (Tejeda: 2003). Por último, otro asunto que obsesiona a muchos son las lecturas de los escritores como clave para desentrañar sus influencias. Esta información ayuda a conocer cuáles son sus autores predilectos y sus repertorios, sobre todo si inciden en las fuentes de sus cuentos, como sucede cuando Miguel Riera reflexiona sobre los relatos de Bernardo Atxaga: «Leyendo algunos de tus cuentos he recordado el mundo de Quiroga algunas veces, y otras el de los narradores centroeuropeos» (1989: 15). Esta cuestión le sirve al vasco para desplegar su conocimiento y plantear sus pasiones literarias. Dicha actitud suele ser habitual puesto que las respuestas de los escritores están llenas de referencias ya que en sus intervenciones intentan demostrarnos la calidad de sus lecturas y maestros. Incluso en ocasiones parece que entre el entrevistador y el entrevistado existe una especie de tensión por demostrar sus mutuos conocimientos. Así preguntas como esta: «¿No se trata también de un rechazo a la literatura realista de Cela, Delibes, etc.?» (Riera, 1989: 15), obligan a los autores a adoptar una posición ante sus compañeros. Las confesiones resultantes descubren sus dilemas ante el sistema literario: las opciones ante el realismo de la generación del medio siglo, el uso de los experimentalismos, la opinión de la literatura norteamericana... El resultado serán unas declaraciones que analizaré en el capítulo III (vid. apdo. 1.1). Se habrá observado en estas páginas que no aparecen mencionados todos los nombres del corpus, esto se debe a que muchos autores incluidos no fueron objeto de interés por parte de los medios. Afortunadamente, desde la aparición de Internet,

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existen más posibilidades de que los escritores poco comerciales sean también inquiridos sobre su literatura. No se puede ignorar que las entrevistas están muy mediatizadas ya que son un «instrumento» de las instituciones literarias y están sujetas a las necesidades del mercado. La realidad es que muchas veces terminan convertidas en un arma del marketing propiciada por las grandes casas editoriales que ven en ella una de las principales vitrinas de exposición. En efecto, los encargados de los suplementos se tienen que someter a las pautas del medio para el que trabajan y a las premuras del tiempo. De hecho, son los autores de obras recién publicadas los candidatos regulares a ser interrogados; por encima de cualquier otro criterio está su novedad. En conclusión, los comentarios incluidos en las entrevistas empleadas para estudiar las poéticas del cuento han tenido que ser desbrozados de textos más amplios con diferentes intenciones. En suma, las definiciones y comentarios sobre el relato giran en torno a ciertas preocupaciones como la explicación de detalles concretos con los que los encuestadores buscan proporcionar claves interpretativas a sus lectores. Además, resaltan algunos tópicos sobre su obra, quieren conocer los motivos por los que seleccionan un género, cómo lo elaboran, qué materiales emplean, cómo usan la experiencia, cuáles son sus lecturas predilectas... El resultado son poéticas heterogéneas, sujetas al por qué de cada ocasión, con una menor elaboración que en los casos de las antologías, puesto que están supeditadas a la respuesta inmediata que requiere el medio y están creadas al hilo de una conversación sobre otros asuntos. Sí que hay que resaltar que, evidentemente, como la motivación de las entrevistas es siempre dar una imagen al lector sobre los autores, facilitarles un conocimiento sobre esa figura, son más frecuentes las poéticas individuales válidas para sus obras que las generales. Son textos más directos, sin el ardid de las ficciones y menos cuajadas de referencias teóricas. 1.3. La encuesta Puede que llame la atención la utilización de una encuesta para obtener información sobre las poéticas de nuestros autores. La realizada sobre el cuento por Fernando Valls y Rebeca Martín para la revista Quimera (2004a) presenta una serie de peculiaridades que la hacen pertinente. Esta revista ya había promovido con anterioridad sondeos sobre la novela, la poesía y el teatro, de modo que les faltaba incluir una incursión sobre la brevedad. Realmente el género de la encuesta se trata de una herramienta habitual en la investigación sobre la literatura común en las revistas especializadas, así Ínsula propició diversas iniciativas de este tipo durante las dos décadas que rodearon el fin de siglo. 7 Normalmente este género tiene por objetivo obte En La Balsa de la Medusa apareció la encuesta «Pensar en España: los intelectuales y el poder (encuesta)» (VV. AA.: 1991, 5-33). En Ínsula se han tratado asuntos varios: «Narradores leoneses» (1994b), «El espejo fragmentado. Narrativa española al filo del milenio», (1995), «El teatro género y 7

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ner información de una muestra de individuos (elegida al azar o siguiendo el criterio del investigador), para poder conocer las preferencias, necesidades y comportamiento de los miembros de una sociedad. Lo importante es conseguir un perfil que pueda ser proyectado a una población mayor y por ello sus miembros son heterogéneos. En el caso de las encuestas literarias, como la tratada, el conjunto de autores se ha seleccionado cuidadosamente a partir del criterio de autoridad. La muestra resultante está formada por académicos, críticos y, en ocasiones, por los propios escritores en su doble función de creadores y estudiosos de la materia (por ejemplo, Ángel Zapata suscribe su comentario como cuentista, crítico y profesor). En esta ocasión, los responsables de la encuesta de Quimera reconocieron habérsela enviado a: «escritores, historiadores de la literatura y críticos literarios, cultivadores y especialistas del género», alrededor de cien personas, aunque contestaron cincuenta y una (la mitad), lo que hace que el muestreo sea suficientemente representativo. En fin, la nómina está compuesta por veintinueve escritores, algunos tan consagrados como Juan Eduardo Zúñiga y otros desconocidos en los noventa, pero que hoy en día ya forman parte de la primera línea del género (Fernando Iwasaki). De los encuestados dieciséis de ellos forman parte de este corpus. 8 El grupo restante son aquellos profesores universitarios cuyos nombres aparecen en la bibliografía por su dedicación al estudio del cuento. 9 Normalmente las encuestas incluyen una serie de preguntas que permiten una posterior reflexión. Una práctica habitual consiste en reducir las posibilidades de contestación a modo de test, sin embargo, en esta ocasión los autores optaron por plantear tres cuestiones concretas: «1. ¿Cuáles son, en su opinión, los diez mejores libros de cuentos españoles en castellano del siglo xx? Intente aunar en la respuesta espectáculo. Teatro español ante el fin de siglo» (1997), «Los pulsos del verso: última poesía española» (1994a), «Poetas españolas en el fin de siglo» (1999), «Encuesta a poetas, críticos y editores» en un especial sobre Los compromisos de la poesía (Munárriz e Iravedra, 2002). En Quimera contamos con varios números monográficos sobre los diferentes géneros: Fernando Valls y Rebeca Martín (coords.), «Breves comentarios a una encuesta» (2003: 73-75) (Número monográfico sobre La poesía española en el siglo xx); Fernando Valls y Rebeca Martín (coords.), «El cuento español en el siglo xx: Las reglas del juego (el porqué de una encuesta)» (2004b: 10-44) (Número monográfico El cuento español en el siglo xx); Serrano y de Paco (coords.) y Martín, Rebeca (col.), «El porqué de una encuesta» (2005) (Número monográfico El teatro español en el siglo xx). 8   Los escritores de cuentos recogidos son: Mercedes Abad, Fernando Aínsa, Juan Bonilla, José Manuel Caballero Bonald, Gonzalo Calcedo, Alfons Cervera, Juan José Flores, Medardo Fraile, Vicente Gallego, Germán Gullón, Arturo del Hoyo, Fernando Iwasaki, Manuel Longares, José María Merino, Gonzalo Navajas, Ana María Navales, Hipólito G. Navarro, Andrés Neuman, José Ovejero, Antonio Pereira, Juan Pedro Quiñonero, Javier Quiñónez, Julio Manuel de la Rosa, Manuel Talens, Pedro Ugarte, Ángela Vallvey, Luis Antonio de Villena, Ángel Zapata, Juan Eduardo Zúñiga. En cuanto a los excluidos son: Fernando Aínsa, Alfons Cervera, Juan José Flores, Vicente Gallego, Arturo del Hoyo, Fernando Iwasaki, Ramón Jiménez Madrid, Juan Pedro Quiñonero, Javier Quiñones, Manuel Talens, Ángela Vallvey, Luis Antonio de Villena. 9   Estos nombres son: Cecilio Alonso, Santos Alonso, Irene Andrés Suárez, Ana Luisa Baquero Escudero, Ángel Lasanta, Luis Beltrán Almería, Laureano Bonet, José Luis Calvo Carilla, Nuria Carrillo, Asunción Castro, Pedro M. Domene, Ángeles Ezama, Germán Gullón, Mario Kunz, José-Carlos Mainer, José María Martínez Cachero, José María Pozuelo Yvancos, Lluis Satorras, Gonzalo Sobejano, Jean Tena, Fernando Valls.

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el valor histórico con sus gustos personales. 2. ¿Qué diez cuentos cree usted que deberían figurar en una antología española del género? 3. ¿Qué autores de cuentos de la literatura universal han influido más en la narrativa breve española del siglo xx?» (Valls y Martín, 2004a: 12). En principio, estos interrogantes se podrían resolver con un simple listado de autores, libros o cuentos, y así lo hacen la mayor parte de los escritores. Gracias al análisis de sus respuestas se ha podido extraer un repertorio de las preferencias de los autores de esta década, tarea que realizaré en el capítulo III (vid. apdo. 1). Claro que la primera pregunta dio pie a algunos escritores a elaborar su discurso creando, entonces sí, poéticas explícitas del género semejantes a las encontradas en otros medios. A diferencia de una encuesta al uso, donde las réplicas forman parte del material personal del investigador, en este caso aparecen transcritas y firmadas para que así el lector pueda asumir cada comentario por sí mismo, rompiéndose también el anonimato habitual. Como los autores son conscientes de que sus escritos van a ser publicados tal y como los envían, muchos de ellos elaboran sus contestaciones de forma creativa y original en lugar de redactar brevemente. Por ejemplo, Arturo del Hoyo aprovecha para darnos una poética personal del cuento en la que no expone sus preferencias, sino su opinión sobre el género: «El cuento ha de ser una expresión quizá mínima, pero delicada de algo, fundada en un pequeño deleite; frente a los cuentos que tienden a dilatarse» (Valls y Martín, 2004b: 24). No obstante, llama la atención que una parte de los encuestados quisiera mostrar su disconformidad ante el cuestionario. Fernando Aínsa afirmaba enseguida que se veía incapaz de contestar de forma objetiva y opinaba que, según la edad del lector, le agradarían un determinado tipo de cuentos. Además, reconocía los factores subjetivos que influían en su elección. Varios escritores, como Ana Luisa Baquero Escudero y José Manuel Caballero Bonald, expresaban la imposibilidad de la tarea que le imponían los editores. Algunos argumentaban las limitaciones de su conocimiento, por ejemplo, Hipólito G. Navarro decía entender tan solo sobre la última década del siglo xx y Luis Antonio de Villena confesaba leer pocos textos en prosa al ser más asiduo a la poesía. Por otro lado, tampoco faltaban autores opuestos a la tarea: Mercedes Abad contestaba mencionando a un par de creadoras e inventándose el nombre de sus restantes predilectas, mientras que Manuel Talens intentaba zafarse de cualquier acusación posterior o crítica a su selección: «me niego a considerar que los diez libros de cuentos que doy a continuación sean mejores o peores que otros». Sin embargo, la mayor parte plantearon problemas ante la metodología empleada. Una objeción que se cuestionaban tanto Juan Bonilla como Asunción Castro a la primera pregunta es la imposibilidad de escoger un libro de cuentos, puesto que normalmente son bastante variados. Ángeles Ezama, Hipólito G. Navarro y Germán Gullón habrían preferido incluir no solo a los autores españoles, sino también a los hispanoamericanos. Del mismo modo, Hipólito G. Navarro, Antonio Pereira y Juan Pedro Quiñonero estaban en desacuerdo con la restricción de que tan solo pudieran elegir a escritores que redactaran en castellano. José Carlos Mainer desearía que no existiera ninguna limitación cronológica a la primera pregunta para así poder incluir libros

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como El gallo de Sócrates, de Leopoldo Alas, y Cuentos de la tierra de Emilia Pardo Bazán. Mientras que Juan Pedro Quiñonero planteaba, además del problema lingüístico, la limitación genérica: «En la historia del cuento español escrito en castellano no siempre es fácil establecer una frontera clara entre el cuento, el relato, la prosa poética, el poema en prosa, la estampa, la “auto ficción”, incluso la fantasmagoría surrealista» (2004a: 33). 1.4. Los prólogos Las páginas preliminares a un volumen suelen tener el objetivo de ser su antesala, una introducción que facilite no solo la comprensión del conjunto, sino que además ayude a una buena acogida entre el público. Los escritores del corpus redactaron prólogos a libros de cuentos propios y ajenos (anticipando la obra de un compañero o una colección de la que se hacían responsables). Sea cual sea la circunstancia, en estos textos aparecieron algunas interesantes menciones a la definición del género que merecen ser valoradas. En cuanto al primer tipo, se han encontrado seis casos que tenían en común una característica: los escritores querían hacernos partícipes del peregrinaje que habían atravesado sus escritos hasta encontrar acogida en las páginas de un libro. Los ejemplos analizados son libros de autores consagrados, principalmente novelistas de fama, que se arriesgaban a reconocer su escaso afecto al género breve en un ejercicio de retórica captatio. El primer representante fue Julio Llamazares quien publicó un libro de cuentos que recibió el significativo título de En mitad de ninguna parte (1995), ya que estos textos se encontraban verdaderamente en el limbo de su obra literaria. 10 Él mismo confesaba la conflictiva relación que mantenía con este género para el que precisaba: «el impulso ajeno e incluso la obligación de entregarlo al editor dentro de un plazo. De lo contrario, corro el peligro de no escribirlo o, al revés, de que se me convierta en una novela de más de doscientas páginas». Para compensar esta vergonzante declaración, aducía lo siguiente: «Quizá los escritores somos como los corredores: que los hay de velocidad y de fondo y cada uno tiene, sin saberlo, su distancia» (1995: 14). A su vez, la escritora madrileña Rosa Montero, en los párrafos que antecedieron a su compilación, Amantes y enemigos, también reconocía resignada cómo a lo largo de su carrera se había tenido que someter a los compromisos literarios más variopintos. Esto le había hecho ir recopilando, poco a poco, una serie de relatos que fueron concebidos para aparecer de forma exenta en publicaciones de prensa periódica o especializada. Con el tiempo, se vio con una colección de textos suficientemente extensa como para merecer su aparición en forma de libro independiente. No obstante, al igual que Llamazares, admitía que era un género en el cual no se sentía cómo10   El autor años más tarde publicó Tanta pasión para nada (2011), un libro de relatos escritos en su mayoría de forma dispersa para diferentes publicaciones periódicas o volúmenes.

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da: «Aunque como lectora soy una gran aficionada a los volúmenes de cuentos, creo que como escritora prefiero hacer novelas. Y las prefiero porque son más grandes y más anchas, porque te ofrecen más lugar para la aventura, porque suponen un largo e incierto viaje al mundo fabuloso de lo imaginado. Y en ese vasto territorio cabe todo» (1998: 9). Para la escritora, los relatos no son tan acogedores puesto que no tienen la fuerza suficiente para abrazar cualquier tipo de material, pero: «ayudan a salir de bloqueos creativos, a recuperar la escurridiza vitalidad de las palabras; y además pueden ser una especie de exploradores narrativos, un globo sonda lanzado hacia un nuevo campo de expresión» (1998: 9). El tercer caso es muy semejante a los dos anteriores; Javier Marías recogió en Cuando fui mortal textos concebidos bajo diferentes imperativos, por eso no es de extrañar que defendiera las limitaciones del encargo: «Y en contra de la cursilería purista que exige para ponerse a la máquina sensaciones tan grandiosas como la ‘necesidad’ o la ‘pulsión’ creadoras, siempre ‘espontáneas’ o muy intensas, no está de más recordar que gran parte de la más sublime producción artística de todos los siglos [...] fue resultado de encargo o de estímulos aún más prosaicos o serviles» (1998: 10). Para Almudena Grandes, siguiendo la metáfora que empleaba Llamazares, el cuento suponía un alto en el camino durante la ardua carrera de fondo que implica la redacción de una novela. Tras el éxito comercial de Malena es un nombre de tango (1994), la autora tardó cuatro años en que apareciera Atlas de geografía humana, una obra con una compleja arquitectura construida en torno a cuatro diferentes voces femeninas que precisaba una elaboración pausada, tal y como confesaba: «esto me está llevando mucho tiempo y me hace la escritura más lenta, y eso que yo ya escribo bastante lentamente» (Arnáiz, 1996: XVII). Cabe la posibilidad de que la presión editorial hiciera que en 1996 saliera a la luz el libro de cuentos antes mencionado, la única pieza perteneciente al género que la autora publicó durante los noventa. 11 En el prólogo titulado «Memorias de una niña gitana», confesaba que para ella la brevedad había sido siempre un inconveniente: cuando se empezaba a divertir escribiendo, debía terminar, cerrar su mundo y dar por clausurados a sus personajes (Grandes, 1996). En efecto, el elevado número de páginas que suelen tener los volúmenes de la madrileña así lo corrobora. En la nota introductoria a Nada del otro mundo, Antonio Muñoz Molina también declaraba que sus textos habían sido realizados por encargo, condición que no les restaba calidad literaria: «El cuento, por lo común, impone menos, parece más propicio para la tentativa» (1993: 28). El autor, como en los cuatro primeros ejemplos, defendía las bondades de la obligatoriedad, sin embargo, en esta ocasión iba más allá 11   La brevedad, no obstante, tampoco ha estado del todo disociada de la escritora: dentro del milenio, en 2005 publicó Estaciones de paso, un volumen formado por relatos protagonizados por adolescentes. En 2003 también salió a la luz Mercado de Barceló, una colección de artículos publicados en las páginas del semanal de El País donde frecuentemente recogía sus anécdotas vitales en el límite de la autobiografía ficticia y lo periodístico.

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y en su favor señalaba que se trataba de un terreno propicio para lo fantástico, semejante a la poesía por su condensación, y su raigambre oral. Por último, uno de los prólogos más curiosos del corpus es el que Álvaro Pombo elaboró para sus Cuentos reciclados ya que en él presentaba una completa explicación del concepto de «reciclaje» literario. En primer lugar, se excusaba de este hábito por lo siguiente: «Todo el mundo sabe que reciclar es, para los autores de colecciones de cuentos, un recobrar deliciosísimo. No hace falta decir más» (1997: 7). Pero también reconocía con bastante sentido del humor: De los seis cuentos no publicados (3, 5, 7, 9. 10 y 11): el 3, «Las luengas mentiras», recicla un tema de los Cuadernos de notas de Henry James. El 5, 9, 10 y 11 reciclan una novela mal proyectada que se titulaba Batán. El 7 recicla una tienda de ultramarinos finos y la figura del ya fallecido, hijo de los dueños, que puede considerarse, dentro de lo que cabe, reciclaje de material autobiográfico. (Pombo, 2001: 10).

Lo curioso de esta introducción es que, a la par que declara con sinceridad la procedencia de sus textos y la absoluta desconexión entre unos y otros, nos explica el significado de dos de ellos, indicando al lector la posibilidad de que puedan encontrarse algunas relaciones: «Para no examinar uno por uno los once cuentos reciclados, más aún, para dejar que la lectora o el lector los examinen desde la perspectiva de sus distintos grados de integridad e integración, y por lo tanto también desde el punto de vista de cómo y cuánto contribuye cada uno a la unidad del conjunto voy a examinar solo dos cuentos en concreto» (1997: 12). Unos años antes había publicado Relatos sobre la falta de sustancia, protagonizado en su totalidad por personajes que demostraban tener poco talento vital. Su siguiente volumen carecía de una trabazón temática tan intensa, incluso uno de los textos, «La semblanza de Muñoz-Vitrera», estaba conectado con ese «ciclo anterior», aunque también pertenecía a sus cuentos alrededor de «la eticidad», que era la nueva inquietud que recorría sus relatos (1997: 15). En conclusión, estos libros que no habían sido pensados para ser publicados en un solo tomo, casualmente contienen una justificación de sí mismos. Todos estos escritores han destacado literariamente por sus obras de mayor extensión, sus introducciones están puestas a propósito para dispensar su incursión en un género poco habitual en ellos. Claro que, este último ejemplo de Álvaro Pombo trata otra de las preocupaciones recurrentes en las páginas introductorias: la justificación de su unidad. Cada vez es más habitual que al comienzo de una colección aparezca algún tipo de explicación que sirva para relacionarlo todo, aunque sea artificosamente. Por ejemplo, Rosa Montero les encontraba, sorprendentemente, una coherencia a posteriori: «lo más curioso es que la mayoría de mis relatos (no así mis novelas) tratan de parejas: esto es algo que yo no busqué conscientemente, y de hecho me he dado cuenta de ello hace poco» (1998: 9). En el extremo está Francisco Umbral ya que en el prólogo a sus Cuentos de amor y de Viagra (1998) sugería la identificación entre

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el narrador y el autor y presentaba la obra como una novela unida por un mismo protagonista. Precisamente son aquellos volúmenes híbridos los que necesitan mayor aclaración de su naturaleza, como sucedió con el de Elena Soriano quien tuvo que aclarar la procedencia de sus Tres sueños y otros cuentos (1996). Tanta importancia se les suele dar a las primeras páginas de un libro para la interpretación y la unidad de una obra que, en Cuerpo y prótesis, Juan José Millás tuvo que advertir al lector de que su texto «Suburbio», con el que abría el volumen, no fuera entendido como la cabeza del mismo (2001: 16). En cuanto a los restantes prólogos analizados, los autores llevan a cabo prácticas habituales en las páginas introductorias como por ejemplo explicar la razón que les llevó a emplear un título determinado. Así Juan Madrid exponía que sus Cuentos del asfalto recibían el nombre del espacio donde sucedían sus historias, ese «material que encierra pequeños y sórdidos dramas anónimos que jamás saldrán a la luz» (1991: 5). También suele ser común encontrar una explicación del objetivo de la obra a la que dan entrada. Por ejemplo, Enrique Vila-Matas, en «Viajar perder países», texto que antecedía sus Suicidios ejemplares, nos explicaba: «Mi idea, al iniciar este libro contra la vida extraña y hostil, es […] intentar orientarme en el laberinto del suicidio a base de marcar el itinerario de mi propio mapa secreto y literario» (1991: 7). Entre unos asuntos y otros, los escritores en alguna ocasión aprovechan las páginas iniciales para mostrarnos sus poéticas del cuento. Luis Mateo Díez utilizó, por ejemplo, la presentación a El pasado legendario (2000b), para unificar un volumen atípico que recogía distintos extractos de obras suyas desde su primer libro de cuentos de 1973, hasta sus creaciones más recientes. Al hilo de su justificación, el escritor explicaba las diferencias entre algunos géneros próximos en apariencia, pero con orientaciones diferentes: cuento, leyenda, mito, fábula y anécdota [vid. apdo. A) del cap. III]. Además de los prólogos para obras propias, los escritores del corpus han redactado otros tantos para los libros de creadores diversos, normalmente con el objetivo del encomio o elogio retórico al tratarse de obras de amigos o maestros venerados. Así le sucedió a Manuel Vicent cuando escribió la presentación a los Cuentos completos de Juan Benet (1998), pues la admiración que sentía hacia el autor de Volverás a región le hizo redactar una defensa feroz del género breve, a pesar de que no era demasiado adepto al cuento. Javier Marías convirtió también el comentario a los Últimos cuentos de Isak Dinesen en una apología de los relatos gestados en la oralidad al vincular la obra de la autora con la perfección (1993: 294). 12 Para persuadir a los lectores, Marías sacó a colación las características del género como un parámetro más a la hora de valorar la obra de arte. Como crítico culto y amante de las artes, conectaba los textos de la danesa con los modelos máximos del cuento, para comprobar de tal forma tanto los rasgos repetidos como las innovaciones que aportaba. De este modo, al insertar el texto en el devenir de la literatura, pondera su aportación. La 12   «Las bromas divinas» de Javier Marías fue publicado por primera vez como prólogo a Isak Dinesen, Últimos cuentos, Madrid, 1990.

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misma finalidad le lleva a colocar la brevedad en un lugar privilegiado frente a la novela pues permite cambiar detalles dependiendo del público. Marías opina que, no obstante, el género mayor ha invadido todos los territorios de la ficción, incluido el cuento, perdiéndose en el camino las posibilidades de la oralidad. Los relatos de la autora engarzarían con ese origen tradicional, tal y como razona: «resultan de una asombrosa originalidad no sólo porque son deliberadamente “contables”, repetibles, transmisibles, sino porque intentan mantenerse en la tradición inmemorial del cuento anterior a esa contaminación, la de Las mil y una noches, por continuar con su preferencia» (1993: 294). Además de valorar positivamente su raigambre oral, reivindica los finales redondos. En una nueva medida laudatoria para con la escritora dice: «Esto no quiere decir jamás que las historias de Isak Dinesen estén concebidas desde el principio para causar un efecto final, […] el efecto que produce su lectura es justamente el contrario, a veces parecen casi resultado de la improvisación, con vueltas y meandros, sesgos y bifurcaciones» (1993: 297). Siguiendo con los prólogos a obras ajenas, está bastante difundida la costumbre de que autores ya reconocidos presenten la producción de los noveles, dado que las plumas de prestigio pueden ayudar a que un libro se venda mejor. Normalmente el lector extiende su actitud positiva ante el escritor de fama al recién llegado al mundo de las letras. Este es el caso de las palabras de Carme Riera que anticiparon el primer libro de cuentos de Neus Aguado (1986), donde la veterana escritora animaba e impulsaba a su amiga. Por último, un tercer bloque entre los prólogos estudiados son los compuestos por piezas de varios autores como la mencionada antología de época de Merino y Neuman (2002), largamente revisada con anterioridad. Unos años antes el escritor gallego se había responsabilizado de un volumen complejo y ambicioso titulado Cien años de cuentos (1998). En esa ocasión era consciente de las críticas que suelen suscitar estas recopilaciones, y de que su público iba a estar compuesto no solo por aficionados al género, sino también por bastantes profesionales, de forma que cuidó cada detalle de la introducción sin dejar ningún asunto por tratar. El objetivo de estas páginas consistió en explicar las razones de su selección, a medio camino entre la subjetividad y la objetividad. Aunque en principio determinaba unos criterios estrictos para la criba (recogía los textos englobados en un periodo cronológico, en lengua castellana, publicados en libros y de escasa longitud), también reconocía haberse basado en su gusto personal. Más allá de esta declaración de intenciones, José María Merino cree necesario matizar algunas de las ideas más difundidas sobre el género. Por un lado, considera inadecuada la comparación azoriniana entre el relato y el soneto en función de su dificultad. Por otro lado, está en contra de la metáfora cortaziana que conecta la novela con el cine y el cuento con la fotografía, considera que ambos no son en absoluto opuestos, sino que tienen en común la misma intensidad. A raíz de las ideas de ambas autoridades, Merino descubre su opinión sobre el relato sin que parezca categórica ni taxativa. También se hace eco de la debatida cuestión sobre la crisis del cuento en nuestro país con la que está en

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desacuerdo. En su argumentación señala la buena salud del género a través de su historia, repasando toda la producción desde el 98 hasta la actualidad, es decir, realizando un recorrido en el que demuestra su amplio conocimiento de los recovecos de la creación cuentística. Por último, Merino se enfrenta a la clasificación que Francisco García Pavón elaboró para la primera edición de Antología de cuentistas españoles contemporáneos (1939-1966), e intenta poner en claro algunas características: señala una tendencia fantástica, el realismo, el humor, la presencia de mujeres, y la preocupación estilística. En el mismo bloque se encuentra el prólogo de Medardo Fraile a su volumen Cuento español de posguerra (1990). En esas páginas se enfrentó a una delicada tarea pues tenía que trabajar sobre una generación de escritores de la que él mismo formaba parte, lo cual le podía granjear muchas enemistades y por ello intentaba demostrar que no hacía favoritismos. También debió argumentar su doble condición de antologador y antologado apelando a la insistencia de la propia editorial, lo cual explica que esas palabras se tiñeran con su experiencia personal: «Cuando mi grupo generacional —Ignacio Aldecoa, Josefina Rodríguez, Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite, Jesús Fernández Santos, Alfonso Sastre…—empezaba a darse a conocer —mediada la década de 1940—, la situación del cuento era esta» (1990: 17). Por lo demás, el texto se ajustaba a las necesidades didácticas de la editorial en la que apareció impreso: Cátedra. El autor valoró que sus lectores eran estudiantes en busca de orientaciones para la lectura y por ello planteó una definición del cuento donde, al igual que Merino, defendía su condición de género mayor y denunciaba su precaria atención en España. Las restantes páginas supusieron una revisión, uno a uno, de los hitos y principales obras de los autores seleccionados. Para terminar, a lo largo de esta década se publicaron bastantes antologías de naturaleza diversa (véase la bibliografía final): el humor, el fútbol, las mujeres... cualquier tema con una cierta garantía de tener un público era susceptible de una colección. Entre ellas aparecieron algunas compuestas por relatos de una determinada región en la línea de Ana María Navales, quien ya en 1980 había realizado una selección de los mejores narradores aragoneses. Bernardo Atxaga hizo lo propio con sus Cuentos populares vascos pues le movía una intención ambiciosa: a lo largo de su carrera el autor siempre ha perseguido el propósito de reivindicar la legitimidad del euskera para la escritura literaria, tal y como reconoció en el epílogo a Obabakoak (1997: 378), por ello animaba vivamente en ese volumen a la recuperación de las historias ancestrales de la tradición oral. Los textos recogidos por Atxaga contribuyeron con un eslabón más a la construcción de dicha Literatura y por eso iba acompañada de una defensa sobre el valor y la calidad de las manifestaciones de lo popular, que ya interesaron a autores como Hoffmann, Oscar Wilde, Henry James o Gustavo Adolfo Bécquer (Auzmendi y Biguri, 2000: 10).

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1.5. La crítica, artículos y ensayos Muchas veces los cuentistas han dado su opinión sobre los géneros literarios y concretamente sobre el cuento en ensayos, artículos y reseñas. El problema en estos casos ha consistido en localizar estos pasajes ya que algunos fueron presentados, en principio, en situaciones inverosímiles: cursos de verano, talleres literarios, clases magistrales, entregas de premios, presentaciones de libros, e incluso discursos de ingreso a la Academia. En cuanto a los artículos, aparecieron muchas veces publicados en periódicos o medios especializados, soportes normalmente efímeros que dificultan su investigación. Afortunadamente, algunos escritores consiguieron que sus trabajos vieran la luz de nuevo a pesar de lo reducido del mercado del ensayo. Generalmente los privilegiados estaban vinculados a alguna gran editorial, como Alfaguara, que promocionó reediciones de lujo de los trabajos literarios de Antonio Muñoz Molina (1992) o Javier Marías (1993), de los artículos de actualidad de Manuel Vicent (1998), Manuel Rivas (1997a) y Nuria Amat (1998). También alguna editorial muy especializada se animó a publicar las disquisiciones de alguna de sus firmas. Este fue el caso de Pre-Textos, aunque orientada en sus inicios hacia el relato corto, se encargó de imprimir los libros de artículos de Juan Bonilla (1996 y 1998). En una aproximación superficial a estos ejemplares, se pueden distinguir varios subgrupos según la naturaleza de sus piezas o la intención del autor. En primer lugar, se encuentran los libros de ensayos sobre literatura cuyos textos nacieron para ser leídos en voz alta, como La realidad de la ficción que nació de un ciclo de conferencias que impartió Antonio Muñoz Molina en 1991 y que más adelante recogió en Pura alegría junto con una comunicación al hilo del aniversario de Cervantes en 1993 y a su discurso de entrada en la Real Academia (1992). En segundo lugar, también hay volúmenes ensayísticos con una unidad intencional ajena a los encargos. Me refiero, por ejemplo, al texto de Juan Eduardo Zúñiga quien, como eslavista, publicó en 1997 un ensayo biográfico sobre uno de sus maestros: Los imposibles afectos de Turguéniev (1977). Más adelante se ocupó de la literatura rusa en El anillo de Pushkin, inicialmente aparecido en 1983, aunque fue reeditado por Alfaguara en 1992. Las inquietudes literarias de Nuria Amat, dedicada a la enseñanza universitaria y a la investigación, dio como fruto su libro Letra herida (1998). Javier Marías fue buen representante de otro tipo de recopilaciones compuesta por artículos que en origen aparecieron en prensa periódica: Pasiones pasadas (1991), Vidas escritas (1992), Literatura y fantasma (1993), Mano de sombra (1998), Harán de mi un criminal (2003). La vorágine del artículo semanal en la que se embarcó Enrique Vila-Matas produjo como resultado los libros: El viajero más lento (1992), El traje de los domingos (1995), Para acabar con los números redondos (1997b), Desde la ciudad nerviosa (2000b), Aunque no entendamos nada (2003), El viento ligero en Parma (2004). Juan Bonilla revisó sus ejercicios narrativos, a medio camino entre el cuento y el artículo, en Veinticinco años de éxito que luego apareció con un nuevo título y más material en El arte del yo-yo (1996). Sus restantes aporta-

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ciones periodísticas tuvieron un nuevo soporte en Academia Zaratustra (1999a), La holandesa errante (1999b) y Teatro de variedades (2002). Julio Llamazares también dio a conocer tres volúmenes de sus colaboraciones en prensa: En Babia (1991), Nadie escucha (1995), y Los viajeros de Madrid (1998). Soledad Puértolas extrajo algunos de sus mejores artículos para La vida oculta (1993). Hay que partir de que estas colecciones no siempre son homogéneas, las más de las veces estaban compuestas por retazos recogidos de aquí y allá. Por ejemplo, José María Merino compiló muchos de esos «bolos» de escritor en Ficción Continua (2004). Allí aparecían sus inestimables reflexiones sobre la invención literaria, resultado de su experiencia como lector y narrador, junto con otros comentarios a obras concretas, artículos y ensayos parcialmente publicados en diversos medios. El porvenir de la ficción (1992) de Luis Mateo Díez estaba compuesto por artículos de reflexión literaria inicialmente recogidos en revistas o congresos. Algunos de ellos los repitió posteriormente en Las palabras de la vida (2000a). Hay otros libros de naturaleza inclasificable como el de Lucía Etxebarría en La Eva futura, la Letra futura (2000), donde combinaba la reflexión biográfica sobre cómo la esquizofrenia afectó a su creatividad, y el ensayo literario sobre la escritura femenina. Además, nuestros cuentistas, seres inquietos y activos, abordan lo literario en distintos registros según las necesidades se sucedan o los requisitos se impongan. José Jiménez Lozano ahondó en profundidad la obra de Fray Luis de León (2000), también cultivó la conferencia pública en El narrador y sus historias (2003) y la vitalidad del artículo de prensa en Ni venta, ni alquilaje (2002). La misma heterogeneidad podemos encontrar en la larga y prolífica carrera de Francisco Umbral quien publicó tanto estudios monográficos como otros formados por retazos de su intensa actividad periodística. 13 Otro de los contextos de aparición de reflexiones sobre el cuento son las reseñas de crítica literaria en las que nuestros escritores valoran, juzgan y comentan obras ajenas, en general con cierta actualidad. Claro que su frecuencia dependerá del mercado del momento lo cual hace que sea importante conocer la atención que recibió el género en los suplementos culturales del periodo. Felipe Díaz Pardo se ocupó para la revista Signa en analizar las «Reseñas de cuentos aparecidas en los diarios ABC (ABC Cultural) y El País (Babelia) 1991-1995» (2002: 71-112), mientras que Francisco Linares Valcárcel y Dolores Romero López hicieron lo propio en la segunda mitad de la década (2002: 113-164). Gracias a los datos extraídos de ambos trabajos, se puede concluir que el interés de la crítica periodística hacia el cuento fue aumentando a lo largo de estos últimos años, aunque todavía no era comparable a la atención que recibía la novela. Uno de los autores que en su vertiente como crítico más se ha interesado por las manifestaciones de la brevedad ha sido Enrique Vila-Matas. El barcelonés ha ejercido un fuerte estilo como columnista caracterizado por la constante alusión a citas y obras de sus autores predilectos, como si manejara una  Francisco Umbral tiene ensayos destinados a Larra como Anatomía de un dandy (1965) o Lorca, poeta maldito (1968), Valle Inclán (1968), Miguel Delibes (1970), Ramón y las vanguardias (1978), y otros surgidos de sus series periodísticas como La escritura perpetua (1989). 13

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extensa enciclopedia literaria. A través de este recurso consigue cierta complicidad con un público que busca en cada columna un guiño metaficcional. En cuanto a su opinión sobre los géneros, mientras en sus escritos más especializados y en sus entrevistas ha intentado demostrar que tan solo existen para ser subvertidos, en sus reseñas ha adoptado una actitud muy diferente. En las críticas recogidas en El traje nuevo de los domingos, no se detenía en apuntar los aciertos y errores de los libros, sino que se situaba como protagonista principal del texto. Para que no olvidemos la importancia de su subjetividad, insertaba algún comentario sobre su vida o bien alguna anécdota cuyo realismo se puede dudar. Conectando siempre lo general a lo particular, sin atacar directamente la obra en cuestión, el autor la relaciona con el género al que pertenece. Por ejemplo, al abordar la Antología del cuento triste de Monterroso, ofrecía algo parecido a una definición: «El relato corto, en cambio, es una especie de flash, con una curiosa, extraña adherencia a la realidad» (1995: 253). En esta misma reseña, Vila-Matas denunciaba la escasa atención que solían recibir estos libros para así reivindicar el valor del guatemalteco: «sería lamentable —aunque nada raro conociendo a este país— que la suerte le fuera esquiva a un libro tan completo de cuentos, sobre todo si pensamos que el cuento es un género de primerísimo orden, aunque en España nadie parece enterarse, nadie enciende las lámparas y prosigue así el obsceno prestigio de la novela hueca, si es premiada, mejor» (1995: 251). En otra reseña, en relación con un libro de Xavier Rubert, comparaba dos formas compositivas partiendo de la dificultad para el creador: «El relato corto, por ejemplo, contiene un alto índice de riesgo, pero nunca tan grande como el del aforismo» (1995: 291). En general, en las reseñas los críticos suelen situar el texto dentro de las categorías tradicionales. Precisamente por este motivo Nuria Amat llama la atención sobre la costumbre de encasillar las obras en un determinado género en busca de un orden: «Me asombra el interés de algunos escritores, tanto como el mío propio, por llamar novelas a libros que rompen con los esquemas argumentales de las novelas» (1998: 210). Sin embargo, era más fuerte la tendencia, de acuerdo con la estética posmoderna, consistente en resaltar la hibridación y mezcla de formas literarias, una opción que permitía al lector explorar entre las diferentes expectativas e interpretaciones posibles (este asunto se trata en el apartado 6 del capítulo III). En cuanto a los artículos periodísticos de asunto literario, en ellos los autores se ocupan de presentarnos escritores y obras desconocidas, de diferentes épocas y culturas, a la vez que pretenden introducirnos en el proceso de creación y revelar las relaciones entre el arte, la vida, la sociedad, la ética, etcétera... De este modo, asumen el papel de «oráculos» de las letras, divulgadores de nuevos nombres y derroteros creativos. En estas ocasiones la frontera entre la crítica y la reflexión personal se desdibuja, tal y como le sucedió a Juan Bonilla con El arte del yo-yo (1998). Sus textos fueron creados con la libertad que permite la columna literaria por lo que tienen una naturaleza dudosa. El escritor mezcla hechos ficticios con sus ideas sobre el entorno literario que le tocó vivir, por ejemplo, los problemas para publicar de un

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escritor de cuentos (1996: 12). Este fenómeno del cóctel de géneros es frecuente en la práctica periodística ya que la imaginación del escritor puede saltar desde el juicio de una obra al relato de una historia inventada o una anécdota personal, buena muestra de ello es Juan José Millás en sus articuentos, esas curiosas composiciones que preferían tomar un ambiguo nombre a definirse (vid. 6.2.C). Frente a esto, las reseñas para publicaciones académicas destinadas al medio universitario suelen adoptar la forma del ensayo o el artículo de fondo donde los escritores, al no sufrir el apremio de la actualidad, ni de la apretada periodicidad, pueden detenerse en un análisis más reflexivo, utilizar un léxico especializado y recurrir a reflexiones más abstractas (Vallejo Mejía, 1993: 35-43). Los autores tienen la oportunidad, además, de comentar varias obras relacionadas entre sí aunque de publicación distanciada en el tiempo. José María Merino redactó para Revista de libros el comentario simultáneo de tres antologías: Maravillas y espantos (de Silvia Iriso), Prodigios y pasiones y Desatinos y amoríos (ambas coordinadas por Gonzalo Pontón). Nuevamente el texto aparece antecedido por una reflexión sobre la vigencia del relato: Pues el siglo xx ha mostrado que la cultura del cuento literario ha estado presente con vitalidad y sin interrupción entre los autores españoles, y los últimos años ofrecen cierta recuperación editorial, y acaso lectora, del relato breve, haciendo ver en muchos jóvenes autores una dedicación que no sólo es testimonio de fértil invención y destreza técnica, sino también de generosidad, en tiempos en que imaginar una trama y estirarla hasta convertirla en novela, parece estar al alcance de cualquier persona medianamente pública. (Merino, 2004b: 203). 14

El autor reivindica la tradición española del cuento puesto que durante muchos años se ha pensado que no teníamos ninguna figura relevante. De hecho, en busca de antecedentes, la mayor parte de los escritores se fijan en los latinoamericanos. Por el contrario, Merino marca la existencia de un pasado cuentístico de gran riqueza del que las tres antologías son buen testimonio, así su trabajo sirve: «Para repasar el arte del cuento en pretéritas épocas españolas, y conocer las raíces de esa invención que sigue tan viva» (2004b: 203). Los textos recogidos en dichas recopilaciones, obviamente, ofrecen problemas para ser englobados bajo el moderno concepto de cuento literario, de modo que el autor debe ampliar los límites del género. Por ejemplo, matiza el origen de algunos textos del xvii seleccionados de: «lo que en su tiempo se denominó “novelas”, el modelo inventado en Italia que Miguel de Cervantes popularizó entre nosotros, cuentos largos, o casi lo que ahora llamamos “novelas cortas”» y también textos extrapolados de libros mayores como El Guzmán de Alfarache (2004b: 206). Con objeto de establecer lazos con la actualidad, de dar unidad a la cultura, el autor encuentra en estos relatos algunas invariantes de nuestra 14   El ensayo «Cuentos españoles: desde la Edad Media al siglo xvii» fue publicado por primera vez para Revista de Libros, enero 2001, n.º 49.

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literatura: «determinadas visiones de lo burlesco y lo macabro, y hasta la presencia intermitente de lo fantástico en mitad de la pretendida crónica de lo cotidiano» (2004b: 208). Por otra parte, los escritores son requeridos para que den su opinión en congresos y encuentros de asunto literario, ya que se les concede bastante autoridad como testigos desde dentro del fenómeno. El resultado de sus reflexiones aparece a veces publicado como ensayos en los que los autores pueden reflexionar sobre los géneros sin miedo a ser demasiado eruditos, más bien todo lo contrario, la presión que las editoriales ejercen sobre la crítica periodística en este caso es sustituida por la tensión de un público más exigente y especializado. A modo de ejemplo, José María Merino participó en un congreso dedicado a Clarín y allí se ocupó de analizar los Cuentos completos recopilados por Carolyn Richmond del creador de Vetusta. En ese contexto el autor se pudo permitir dar no solo su opinión sobre la obra, sino una panorámica sobre el cuento, junto con una digresión sobre las diferencias entre este género y el cuadro de costumbres. La escasez de espacio de la crítica periodística ya no es un impedimento, de esta manera, Merino despliega su conocimiento y contrasta los textos de Clarín con los de otros autores de nuestro campo nacional (Unamuno o Valle Inclán, Gómez de la Serna, Larra, Neville) y traza lazos con la literatura gala (Maupassant) para acabar aproximando al cuentista a los intereses actuales. Como recurso laudatorio resalta: «la conciencia que Clarín tenía de lo específico y difícil del género. Desde luego, para él el cuento no era un arte menor, y llegó a declarar que había notoria injusticia en considerar inferior al género de las narraciones cortas, frente a la novela» (Merino, 2004c: 181). 15 Claro que, al hilo de la descripción de los cuentos del autor ovetense, se permite un juicio teórico: «lo que define sobre todo al cuento es el movimiento interior, la mutación dramática. Si no se produce ese movimiento, puede haber una ficción estimable, acaso extraordinario, pero no será un cuento sino un cuadro, moral, psicológico o de costumbres, una semblanza, una fotografía literaria inmóvil» (Merino, 2004c: 182). Otro ejemplo del mismo autor es la conferencia titulada «El cuento literario español en la frontera del siglo xxi» para un Congreso sobre Literatura y Cultura españolas realizado en la Universidad del Cairo en el año 2001 (Merino, 2004a: 181). En esta ocasión se detuvo a hablar sobre un amplio periodo de producción cuentística que abarcaba desde el siglo xix (Emilia Pardo Bazán, Armando Palacio Valdés), incluyendo así a los autores del 98 (Valle-Inclán, Azorín, Baroja, Unamuno), hasta llegar a la actualidad. En su recorrido empleó conceptos generacionales tanto para abordar el medio siglo como para las «jóvenes promociones». Se trataba de un amplio estado de la cuestión que contribuía a establecer el canon de cuentistas. En lo que se refiere a los últimos años de la narrativa española, demostraba ser un lector informado de las novedades editoriales y comentaba la aparición de dife  El texto original de José María Merino, «Los cuentos de Clarín vistos por un cuentista» fue presentado en el congreso sobre Clarín celebrado en la Universidad de El Cairo el 19 y 20 de marzo de 2001. 15

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rentes antologías como Páginas amarillas o la arriba mencionada de Fernando Valls y Masoliver Ródenas. En la presentación, el autor introducía una vez más una reflexión sobre la actualidad del género y, mientras que en el trabajo sobre las antologías reconocía la recuperación del público, en esta ocasión se replanteaba su éxito. El lector común aborrece acaso las sucesivas muertes de la trama que un libro de cuentos lleva consigo, y el tener que afrontar en cada cuento un nuevo esfuerzo de cambio y adaptación a una fabulación diferente. Quizá en la peculiar naturaleza de mundo sintético que presenta el cuento, en su obligado sacrificio de la extensión para ofrecer intensidad, en su concisión expresiva, esté precisamente la causa de que los lectores poco avezados no sepan o no quieran apreciarlo y que solamente lo publiquen los editores que no fijan el éxito comercial como objetivo prioritario de su labor. Salvo escasas ocasiones, un libro de cuentos por mucho eco que pueda encontrar, no alcanza casi nunca la difusión de una novela. Sin embargo el cuento, el relato breve, viene a ser en lo que pudiera llamarse el ecosistema literario, uno de los especimenes fundamentales, y su existencia vigorosa es indicio de la buena salud del conjunto de la ficción. (Merino, 2004a: 211).

El escritor menciona aquí algunos de los tópicos sobre el género relacionados con el factor de la dificultad: a la par que lo define por su intensidad y su sintético mundo, explica lo intrincado de su escritura y lectura. Por otra parte, también contrarresta la escasa atención por parte de las empresas con el prestigio cultural de esta forma literaria. Al igual que en la reseña, repite la idea de que la tradición cuentística española ha sido ocultada por la fama de los narradores latinoamericanos así que, nuevamente, su trabajo retoma ese pasado olvidado. Por último, los escritores del corpus también han escrito ensayos de asunto literario en los que no buscan exhaustividad, sino una aproximación al asunto expresada de forma atrayente, de manera que el creador demuestre su personalidad. En estas ocasiones las menciones al género a veces son fortuitas y laterales, como es el caso de Lucía Etxebarría quien relaciona la escritura de la brevedad con su necesidad de terapia personal: «Escribir cuentos ayudaba por una razón muy simple: porque cuando le adjudicas a otra persona que no eres tú, otra persona que vive una vida muy diferente a la tuya, pero unos problemas parecidos a los que tú vives, parece que resulta más fácil encontrarles una solución» (2000: 24-25). Más interesantes para las poéticas del relato son los ensayos en los que el género aparece mencionado a colación de otros asuntos literarios (Juan Eduardo Zúñiga) o como tema principal (José María Merino). El veterano Zúñiga en El anillo de Pushkin utilizó los cuentos como ejemplo y argumento para sus reflexiones. En este volumen meditaba sobre literatura mezclando la crítica con la autocrítica o testimonio de su propia escritura. Con objeto de trascender lo particular, de ser auténtico y personal, fusionaba lo autobiográfico, lo biográfico y lo ensayístico. En el prólogo, explicaba a sus lectores el propósito del volumen:

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Quise resucitar la gran unidad creativa rusa —de costumbres, historia, gentes, arte, paisaje— que me renovó al sugerirme sueños literarios que fueron mi ventana al mundo, la iniciación al amor encendido de púrpura, la puerta que lleva a los serenos dominios del conocimiento y la tolerancia, la llave de las admiraciones ante el talento y la maestría de escritores excepcionales. (Zúñiga, 1992: 13).

Según Luis Beltrán Almería, Zúñiga nos habla de la influencia de la literatura rusa en su personalidad de escritor (2000: 382). En «Los rebeldes» emplea la metáfora tópica del libro como una entrada a otros mundos: «En el impulso inventivo de la lectura, en el imperiosos deseo de presenciar rebeldías, el lector se asomaba a una ventana sobre el espacio ruso, la ventana que contempla el fluir de los tiempos, ventana de la historia» (1992: 77). En este pasaje en tercera persona se puede identificar a aquellos que en el pasado se aproximaron a estas obras, pero también se incluye a sí mismo. Sin embargo, el receptor no sale indemne de la experiencia, sino que es enriquecido por las ideas transmitidas en esos relatos: «La lectura de Kropotkin, Plejanov, Gorka, Lunacharski exaltó la difusa sed de las renovaciones, aspiración de igualdad y fraternidades que tomó cuerpo en el campo de los más puros anhelos, porque sentir aquella pasión nutrida de grandes personalidades permitía vivir en los destinos ajenos» (1992: 80). El libro se sitúa, en este sentido, entre la biografía y el ensayo, puesto que cada hecho narrado está relacionado con las obsesiones temáticas y estéticas del escritor. En estos textos, resultado de su eslavofilia, Zúñiga recorre sus lecturas centrándose en los paisajes, las pasiones, las mujeres, los temas… Los cuentos de sus autores fetiche se convierten en inspiración y fundamento para sus reflexiones. Por ejemplo, al comienzo de «Canción gitana» resume el argumento de «El fin de Chertopjanov» de Turguéniev, un relato que trata de una zíngara que ha decidido abandonar al hombre con quien vive llevada por su naturaleza apasionada. Según Zúñiga los escritores rusos utilizan a los gitanos como símbolo de la libertad amorosa, del orgullo de una raza, del espíritu de la improvisación… (1992: 49). También interesante es el trabajo de José María Merino, quien le dedica al caso del cuento todo un espacio singular en su ensayo: «Un viaje al centro: cuento y novela corta» (2004e). El autor estructura el texto con total libertad y toma como punto de partida el pensamiento de Edgar Allan Poe quien, según él, es culpable de la constante comparación entre la narrativa larga y la breve. En las siguientes páginas intenta delimitar sus semejanzas y diferencias (vid. 6.6). 1.6. Los cuentos y las ficciones En ocasiones la poética de un autor aparece cifrada bajo el aspecto de una ficción o bien, otras veces, la poética se ficcionaliza. Cuando la literatura y la creación se convierten en materiales narrativos se puede hablar del recurso de la metaficción, muy de moda durante esta década. La literatura se vuelve problema para Neus Aguado, Bernardo Atxaga, Felipe Benitez Reyes, Juan Bonilla, Luis Mateo Díez, Isabel

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del Río, Medardo Fraile, Carmen Martín Gaite, Ana María Navales, Carme Riera, Sergi Pàmies, Enrique Vila-Matas o Pedro Zarraluki. Estos textos van a ser objeto de un apartado completo en el siguiente capítulo dedicado propiamente a los cuentos (vid. apdo. 7 del cap. III). Asumiré entonces los comentarios e ideas de los escritores en el interior del juego ficcional partiendo de que son afirmaciones con un papel narrativo (en el caso de que afecten a la trama), y de que reflejan una toma de posición ante la literatura y las modas del momento, es decir, ante el sistema. 2. El repertorio en torno al estudio del cuento Aunque, como dije en la introducción, sería deseable establecer una línea clara entre los «teóricos» que piensan el cuento y los «cuentistas» que reflexionan sobre la teoría, lo cierto es que existe una permeabilidad entre estas dos condiciones. 16 Varios de los escritores de nuestro corpus son profesionales en su tarea de investigadores y docentes (Nuria Amat, Medardo Fraile, José Antonio Millán o Marina Mayoral). Existe, además, una tradición que invita a los creadores de relatos breves a plantearse la condición de los mismos, puesto que los cuentistas, al igual que los poetas, están en constante diálogo con su opción genérica. Independientemente de su dedicación al mundo académico, los autores no permanecen ajenos a los pasos seguidos por sus antecesores, ya sea para buscar un nuevo camino sin huellas, o para profundizar en los previamente andados; es decir, en ocasiones proponen o bien una alternativa, o bien la continuidad del repertorio de las teorías. Por esta razón, a continuación describiré qué instrumentos (ideas, temas o comportamientos) están a su disposición en la década de los noventa. En cuanto a los trabajos sobre «teoría del cuento», hay que decir que ya contaban con numerosos artículos y monografías que trataban la cuestión desde diferentes perspectivas (críticas, semióticas, comparatistas...). 17 En España, a pesar del auge que el cuento literario tuvo en el siglo xix, comenzó a ser objeto de teorización seria bien entrado el xx. 18 En 1949 apareció la tesis fundacional de Mariano Baquero Goyanes sobre el cuento literario decimonónico, cuya aproximación teórica fue pionera 16   Por ejemplo, en el caso del argentino Enrique Anderson Imbert sus dos vocaciones han sido la de crítico literario y narrador; es autor de un imprescindible estudio sobre el género, de una monografía en torno a la figura Domingo Faustino Sarmiento, un libro sobre crítica literaria, de una magna Historia de la literatura hispanoamericana, a la vez que ha publicado numerosos libros de cuentos. Esto no es infrecuente ya que parte de los escritores se dedican a la profesión académica. 17   La utilización del término «asedio» para calificar a la investigación en torno al cuento procede del volumen Asedios ó conto, en el que se recogían las comunicaciones y ponencias de las actas del Simposio da Asociación Galega de Semiótica (Becerra, 1999). 18   En el xix contábamos con las opiniones de algunos cuentistas. Este es el caso de Valera en el prólogo a sus cuentos. «Clarín», por su parte, se preocupaba más bien por el estado del cuento en la prensa española. Emilia Pardo Bazán se planteó la cuestión, pero no en relación con la prosa contemporánea española, o su obra específica, sino mirando hacia la literatura francesa (De Vallejo, 1989: 5-57 y 58-59). En su trabajo sobre la teoría de la novela en las preceptivas del xix Alicia Molero de la Iglesia (2000) menciona en muchas ocasiones el parentesco de dicho género con el cuento breve. Ángeles

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en nuestro país. 19 Pero, como expliqué, durante la última década del siglo pasado hubo importantes aportaciones desde el ámbito hispánico, y repito las referencias: el volumen Teoría e interpretación del cuento (Fröhlicher y Güntert, 1997), los dos congresos mencionados en Galicia y Madrid (1999 y 2000), la labor difusora e impulsora de creaciones y crítica de la revista Lucanor, además de los especiales de Ínsula (1994, 568), Foro Hispánico (1997) y Quimera (2004). Pero el hecho que más llama la atención es la proliferación de antologías de textos sobre el cuento como las de Catharina V. de Vallejo (1989), Joseuís González (1992), Carlos Pacheco y Luis Barrera (1997), y los volúmenes de Lauro Zavala (1993, 1995, 1996, 1997, 1998). En principio estas recopilaciones estaban dirigidas a dos grupos muy concretos vinculados a la producción cultural: el primero, compuesto por los investigadores del cuento y estudiantes de licenciaturas, y el segundo, formado por adeptos al tema que se acercan a la cuestión en busca de una guía orientadora para su propia creación. El hábito de ofrecer la lectura de cuentos a los alumnos de distintos niveles se vio potenciado al ser un buen punto de partida para el estudio de la literatura y sus técnicas en la medida en que la unidad de lectura facilita su utilización dentro de las aulas (sin las dificultades de los poemas). Por este motivo se vio incrementado su consumo desde las instituciones educativas lo cual implicaba, a largo plazo, un conjunto de profesionales de la enseñanza preocupados por obtener una formación al respecto. Como resultado aparecieron nuevas antologías, la mayor parte en editoriales de carácter especializado y académico, dado que eran las únicas que, con apoyos exteriores (subvenciones del estado, fundaciones, o instituciones en general), podían permitirse proyectos insostenibles en otras áreas del mundo editorial. 20 Es decir, el producto de los libros sobre teoría del cuento dependía Ezama ha comentado esta cuestión en un artículo titulado «El relato breve en las preceptivas literarias decimonónicas españolas» (1995: 41-51). 19   Al referirse a la teoría del cuento en España, es de obligado cumplimiento hacer mención a los pasos previos dados por Mariano Baquero Goyanes. En la que fue su tesis doctoral, publicada en 1949 por el CSIC, realizaba un exhaustivo estudio del cuento literario español durante el siglo xix. En 1961, la Editorial Columba de Buenos Aires publica la primera edición de ¿Qué es la novela?, en donde intentaba introducir al lector en el estado del problema en ese momento al que aborda en todas sus dimensiones: narración, ficción, temas, tipos, técnicas narrativas, etc. ideas que luego ampliaría en 1970 con Estructuras de la novela actual. En 1967 se termina de imprimir ¿Qué es el cuento? El catedrático sigue los pasos de su trabajo precedente, pero en este caso, al no limitarse al cuento decimonónico, tiene que mostrar las diferentes manifestaciones que ha tenido en el pasado y en el presente. Han aparecido ambos trabajos de manera conjunta en: ¿Qué es la novela? ¿Qué es el cuento? (1993b). A estas publicaciones hay que añadir el «Estudio preliminar» a la Antología de cuentos contemporáneos (1964) que también puede encontrarse en Joseluís González (1992) donde resume sus principales ideas al respecto. En conclusión, podemos decir que Baquero Goyanes puso la piedra angular de la teoría del cuento en España. Este primer paso dado en la reflexión del género en nuestro país no tuvo un seguimiento al mismo nivel del extraordinario estudioso, durante los veinte años siguientes. 20   La primera recopilación de Catharina Vallejo apareció en la editorial «Universal» de Miami, una pequeña empresa regentada por una agrupación de exiliados cubanos con la intención de rescatar obras esenciales de su cultura y ponerlas a la disposición de los lectores, a la vez que realizar una labor de difusión de la cultura en español dentro de Estados Unidos, especialmente distribuyendo textos a universidades y bibliotecas públicas. El volumen de Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares ha sido publicado en una de las editoriales más importantes de Venezuela dedicada a libros de interés humanístico

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del respaldo del mundo de la investigación o del entorno universitario. En general estas antologías no buscan, entonces, el éxito comercial sino reunir las aportaciones realizadas o bien por firmas de prestigio, o por otras menos conocidas pero merecedoras de un lugar. 21 Los responsables de dichos volúmenes administran coherentemente la tradición y la innovación incluyendo los nombres imprescindibles sobre la cuestión, a la par que aportan algún aspecto diferenciador que distinga su ejemplar de las restantes antologías. 22 Se aprecia entonces que, a pesar de que cada colección nació con un propósito distinto, algunos nombres se repiten. La realizada por Catharina V. de Vallejo de 1989 recogía una selección de los clásicos sobre el tema atendiendo a la propia tradición hispanohablante, sin prescindir de traducciones de fragmentos extraídos de textos en otros idiomas. Su intención era facilitar que los estudiosos los pudieran leer y juzgar de forma íntegra. El libro comentado por Joséluis González (1992) continuó este trabajo ofreciendo algunos extractos de monografías, trabajos inéditos y poéticas personales sobre el cuento escritos en lengua española (de Mariano Baquero Goyanes, Carmen de Mora...). Sin embargo, finalmente también incluyó la traducción de los famosos artículos de Edgar Allan Poe cuya autoridad al respecto, a pesar de no concordar con el programa del libro, resultaba imprescindible. Por su parte Carlos Pacheco y Luis Barrera Linares en 1993 hicieron su recopilación de textos teóricos y críticos sin poner límite alguno sobre la lengua originaria de los documentos ni sobre su país de procedencia. Dentro de su volumen recogieron un apartado dedicado exclusivamente al cuento venezolano. Finalmente, todos estos esfuerzos fueron superados por el trabajo de Lauro Zavala, profesor de la para el mundo hispánico (de hecho, en 1997 apareció una reedición en la que se añadían nuevos artículos sobre el relato en dicho país). Joseluís González se había embarcado junto a José Luis Martín Nogales en una interesante empresa, ambos se habían ocupado de sacar adelante una editorial exclusivamente dedicada al cuento en cuyos fondos aparecieron volúmenes de relatos de algunos autores imprescindibles durante la década de los noventa, como los de Alberto Escudero, José Ferrer Bermejo, Medardo Fraile o Pedro Ugarte. También dieron a la luz antologías de relatos con una temática concreta: Últimos narradores: antología de reciente narrativa breve española (1993), Narradores vascos: antología de la narrativa breve vasca (1992) o Navidad: algunos cuentos (1991). Desafortunadamente, aunque la crítica había saludado con fervor el propósito de estos editores, su buena intención no tuvo la merecida acogida entre los consumidores, por lo que la editorial dio fin a su actividad económica en el 2002. Por último, los libros de Zavala aparecieron en el servicio de publicaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México, en la que es profesor. 21   Definido según los términos empleados por Pierre Bourdieu, las antologías acumulan el «capital simbólico», ese prestigio, como si fueran una especie de caja de caudales (1995: 322). 22   Pierre Bourdieu dedicó un curso en el Collège de France (2003) a reflexionar sobre la propia ciencia preguntándose si podía esta ser considerada un campo como el literario o el del poder y si el mundo científico es un mundo social. En esta monografía vuelve a la noción de habitus para establecer las reglas del «oficio» del sabio que no solo se basa en la lógica del método experimental. A partir de la idea de campo, Bourdieu rompe la noción de que el científico se ocupa únicamente de hacer ciencia «pura» y de que el la «comunidad científica» es homogénea y unificada. La diferencia del campo científico de los otros corresponde a su grado de autonomía. En el seno del ámbito científico interviene una doble lógica parecida a la del campo literario: por una parte el investigador busca el desarrollo desinteresado del conocimiento, pero también, egoístamente, al tener que competir en el medio, luchará por ser el primero, por conseguir su lugar y reconocimiento. Las estrategias científicas son, en resumidas cuentas, estrategias sociales.

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Universidad Autónoma Nacional de México. El autor proporcionaba al estudioso una gran cantidad de materiales que no habían aparecido en las antologías anteriores al no hacer distingo alguno de nacionalidad u origen de los textos recogidos (1993, 1995, 1996, 1997, 1998). A partir de estas colecciones, se puede hacer una revisión sobre cuáles eran los autores compilados y, de ahí, extraer las autoridades que podían pasar a componer el canon de la teoría del cuento en los noventa.  23 Antologías de textos sobre la teoría del cuento Autores recogidos en las antologías

De Vallejo (1989)

González (1992)

1

1

Aguilera Garramuño, M. T. Alas, L .«Clarín» Anderson Imbert, E.

1

Balza, J. Baquero Goyanes, M.

1

1

Borges, J. L.

Pacheco y Barrera Linares (1993)

Zavala (1993, 1995 y 1996)

Total apariciones

1

1

2 2

1

1

3

1

1

2

1

3

1

1

2

1

1

3

Bullricht, S.

1

1

2

Chéjov, A.

1

1

2

1

1

1

3

1

2

1

1

2

Bosch, J.

1

Cortázar, J. Díez, L. M.

1

Lancelotti, M. A. Martínez Ruiz, J. L. «Azorín»

1

1

Poe, E. A.

1

1

1

1

4

Quiroga, H.

1

1

1

1

4

1

1

2

Valadés, E.

2

Las antologías son instrumentos de legitimación y difusión de discursos, por lo que resulta significativo que los cuatro responsables, no duden en recoger las ideas de escritores, junto con las de críticos y teóricos, aunque la mayor parte de los nombrados cultiven al menos dos de estas profesiones. Curiosamente Baquero Goyanes, citado en todos ellos, es el único que no pasó de la teorización a la ficción. También se aprecia que a los cuentistas se les confía la misma autoridad o mayor que a los teóricos. Su falta de exactitud o claridad expresiva es compensada por la legitimidad 23   En este cuadro he recogido los nombres de aquellos estudios que aparecen al menos repetidos en dos ocasiones en estos ejemplares.

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que han conseguido en el campo de la producción literaria. La ausencia de límite entre la labor de los teóricos y de los propios cuentistas no solo queda diluida en estas antologías sino también en sendas panorámicas elaboradas por Catharina V. de Vallejo (1988), y Genara Pulido Tirado (2001), donde se recogían de igual manera materiales de todo tipo. Llama la atención, en lo que se refiere a los nombres citados, que estas colecciones estén más abiertas a las influencias ejercidas desde el ámbito anglosajón que desde otras literaturas. De hecho es indudable el peso que tiene Edgar Allan Poe (sirva como ejemplo la inclusión comentada anteriormente en el volumen de Joseluís González). 24 La repercusión de la teoría del norteamericano no solo responde al interés de sus aportaciones, sino a que ha sido señalado canónicamente como padre del cuento, y más concretamente, del subgénero fantástico, lo cual le otorga un prestigio mayor. 25 En la recepción posterior del autor, sus ideas han sido rebatidas punto por punto desde el momento de su producción, pero también han servido de constante inspiración. Siguiendo con la impronta de la tradición anglosajona en las antologías, Carlos Pacheco y Luis Barrera recogieron la aportación de Brander Matthews, Philosophy of the Short-Story de 1884, que supuso un hito en el desarrollo de la materia en lengua inglesa. 26 Zavala también compila a autores como O. Henry, Ernest Hemingway, o Roald Dahl. Obsérvese por otro lado que, de los cuatro responsables de estos volúmenes, tres son de origen hispanoamericano debido al interés que por el cuento ha 24   Las reflexiones más conocidas de Poe (1809-1849) sobre el cuento formaban parte de una reseña a Twice Told Tale de Hawthorne aparecida en Graham’s Magazine en mayo de 1842 (en las siguientes páginas he utilizado la traducción de Julio Cortázar de 1973). El segundo texto teórico poeniano que ha tenido un impacto posterior ha sido su «Filosofía de la composición» en la que se defendía de unas acusaciones de plagio que sufrió su poema más famoso, «El cuervo». El autor se ganaba la vida escribiendo notas breves sobre gran cantidad de temas, entre ellas destaca «The plot a definition» en las que el autor repetía sus ideas sobre la organización de la escritura: «Jamás debería la pluma rozar el papel hasta que al menos un propósito general bien asimilado hubiera sido establecido» (Poe, 1997: 313). La repercusión de la teoría del cuento de Poe no solo responde al interés de sus aportaciones por ser el primero en dilucidar este tema, sino a que ha sido señalado canónicamente como padre del cuento, y más concretamente, del subgénero fantástico, lo cual le otorga una posición de privilegio dentro de los distintos cuentistas. En la recepción posterior del autor, sus ideas han sido rebatidas, punto por punto (Rioja Murga, 1993), desde el momento de su producción pero también han servido de constante inspiración. Sobre la recepción de Edgar Allan Poe en España véase: Rodríguez Gerrero-Strachan (1999). 25   Nadie duda de la amplia difusión que ha tenido este texto sobre la literatura breve. Curiosamente sus ideas sobre el ensayo no han tenido el mismo influjo. Quizá su fama como ensayista no le ha acompañado tanto como la de insigne escritor de cuentos. Los que se han sumergido en su Marginalia, o en ese ambicioso libro que era Eureka, han notado la precariedad de su erudición. Por ejemplo, Ramón Gómez de la Serna (1953) y Julio Cortázar (1973) supieron destacar sus virtudes pero también reconocieron su falta de conocimientos o su «egotismo y orgullo». 26   Brander Matthews en 1901 retomó algunas de las aportaciones de Poe al señalar los rasgos del relato (condensación, originalidad, ingenio, fantasía, efecto), pero su intención es preceptiva al apuntar hacia los requisitos del cuento. Este estudioso le concede igual jerarquía que a la lírica, épica o dramática. Afirma que el cuento cumple la tríada del teatro clásico francés sobre la unidad de tiempo, espacio y lugar. Se hace eco de la precariedad del género y utiliza la teoría biologicista de Brunetière (1997: 59-67).

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existido siempre al otro lado del océano causado, indudablemente, por el gran desarrollo que ha tenido allí. De hecho, en «Hacia una teoría del cuento», Carlos Mastrángelo hablaba de «la hora del cuento en Hispanoamérica» refiriéndose al extraordinario crecimiento que tenía la narrativa breve allende los mares (1997: 111). Por supuesto hay que advertir que en los noventa el poder canonizante ya no era patrimonio exclusivo de las antologías, dado que muchas de las obras podían obtenerse en formato electrónico. Los escritores tenían a su disposición en la red las poéticas pertenecientes a todas las tradiciones y culturas, podían leer textos que previamente eran difíciles de encontrar o casi imposibles, siendo la fuente de sus influencias un objetivo inabarcable. En lo que respecta a las aportaciones contenidas en la bibliografía, se perciben a grandes rasgos ciertas tendencias en torno a la investigación del cuento. Así pues, la metodología predominante en la definición del género parte del análisis retrospectivo de base histórica. Lauro Zavala en Cartografías del cuento y de la minificción apunta a la triple perspectiva que se puede adoptar a la hora de clasificar los géneros: la normativa, casuística y la conjetural (2004a). En general en los trabajos en torno al relato breve predomina la segunda estrategia: los estudiosos adoptan un corpus y buscan probar una regla a partir de un compendio de ejemplos. 27 Por el contrario, la 27   A pesar de que la mencionada dificultad, que en ocasiones imposibilita una distinción entre los trabajos realizados con uno u otro objetivo, una lectura somera de los trabajos críticos que durante los noventa se escribieron sobre el género, nos ofrecen la posibilidad de apreciar la variada índole de los mismos. Podemos establecer cuatro bloques en estos estudios según la amplitud del corpus que analizan. El primero de ellos está compuesto por aquellos trabajos que reducen la amplitud de su alcance a un relato: Fernando Valls analiza «De las certezas del amigo a las dudas del héroe: sobre «La ventana del jardín», de Cristina Fernández Cubas» (1994); Blesa retoma «La puerta giratoria» de Ana María Moix» (1995). Otros amplian su análisis al realizar un comentario de dos relatos como Mª del Carmen Martínez Castro con la narrativa breve de Gonzalo Torrente Ballester (1999). Del análisis independiente de algún cuento pasamos al segundo conjunto de trabajos que abordan un volumen de relatos, tal es el caso de Adolfo Sotelo Vázquez con «En torno a Memorial de hierbas, de Luis Mateo Díez» (1994: 16-18), Noemí Montetes Mairal analiza El que apaga la luz (2001) de Juan Bonilla, Ángel Raimundo Fernández recorre La ruina del cielo de Luis Mateo Díez (2001), Natalia Álvarez Méndez hace lo propio con El viajero perdido de José María Merino y Emilia Ochando Madrigal estudia El silencio del patinador, recogidos todos estos estudios en el volumen de 2001 de Romera Castillo y Gutiérrez Carbajo. Un poco más lejos intentan llegar aquellos que buscan esclarecer conclusiones en torno a la trayectoria literaria y, en particular, a la cuentística de algunos nombres: Antonio Pereira (Alonso: 1988; Huerta Calvo: 1999 y Martín Nogales, 1992), Álvaro Pombo (Masoliver Ródenas: 1994; Martínez Expósito: 2001), Antonio Muñoz Molina (Rodríguez-Fischer: 1994), Javier Marías (Izquierdo: 1994; Molero de la Iglesia: 2001), José María Merino (Charcán Palacios: 2001), Manuel Rivas (Gómez: 2001) o José Jiménez Lozano (Higuero: 1990). Por último, existen algunos trabajos que buscan abordar un conjunto de autores o escritos unidos por un nexo común como el origen territorial de los escritores o una cierta tendencia como lo fantástico, policiaco o metafictivo. Por ejemplo, Marco Kunz estudia los «cuentos que hablan del cuento» en «Relato de noche» de Luis Fernández Roces, «Relato de noche» de Pedro Zarraluki y «Para escribir un cuento en cinco minutos» de Bernardo Atxaga (1994). Antonio Gil González, desde una perspectiva teórica, analiza las implicaciones del relato autorreflexivo en la definición del cuento, partiendo de las obras de autores españoles como Juan Marsé o Antonio Muñoz Molina (1999). El relato fantástico ha recibido la atención de Nuria Carrillo, quien considera que esta es una de las principales opciones estéticas que rodean las circunstancias de los años ochenta (1994b). José R. Valles Calatrava analiza la tendencia hacia el cuento policiaco (1994). Con motivo del «Simposio de la Asociación de Semiótica Gallega» convocado en la Universi-

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función normativa de algunas teorías, tan frecuente en las preceptivas del pasado, ha quedado relegada al ámbito de los manuales de estilo donde perviven los consejos para hacerse un escritor de relatos, o un escritor de best sellers de gran éxito comercial. Allí contamos con información sobre cómo presentar los personajes, cómo administrar el tiempo, cómo disponer los elementos argumentales, etc... 28 En cualquier caso, lo habitual entre los teóricos consiste en proporcionar un elenco de características que se solapan, lo cual es lógico ya que todos abordan un mismo objeto de estudio, dando como resultado un discurso plagado de repeticiones claramente influidas por las propuestas hechas por Poe. Por otra parte, tal y como ha señalado acertadamente Pozuelo Yvancos, un asunto llamativo en la teorización del cuento desde sus inicios es su atención hacia aspectos «pragmáticos» (1999). Como se verá en las siguientes páginas, dos de los focos de atención se centran en la labor del autor y en el efecto sobre receptor. A continuación proporcionaré un recorrido por los diferentes asuntos que han abordado los investigadores sin la intención de discutir lo idóneo de cada teoría, sino de resaltar aquellos hitos que el tema ha proporcionado y que también tratarán los cuentistas. En primer lugar, uno de los asuntos que surge al hablar del cuento consiste en conocer el origen etimológico del término. El caso es complejo por varias razones: por un lado, por la coexistencia del mismo con otras denominaciones como relato, nouvelle, además de los restantes subgéneros colindantes como el caso, el artículo de costumbres, el cuadro, la noticia, el mito, la leyenda, los ejemplos o la anécdota... Este hecho ya llamó la atención de Baquero Goyanes (1949), Juan Paredes Núñez (1986) o Manuel Martínez Arnaldos (1986) y por supuesto de Anderson Imbert (1991: 31-34). Sucede que hay conflictos entre diferentes denominaciones, cambios de referente, deslizamientos semánticos susceptibles de observación también en el eje diacrónico (Molero de la Iglesia, 2000). Por otro lado, aunque resulta obvio decirlo, no existe una coherencia terminológica entre los diferentes idiomas, este asunto provoca conflictos a la hora de importar las incursiones teóricas realizadas en otras lenguas (Gillespie, 1997: 138). Además, en castellano el término «cuento» coincide con el difundido género infantil, un aspecto que, quizá por ser tan evidente, pocos se dad de Vigo, encontramos varios trabajos dedicados a los cuentos gallegos tanto literarios (como los citados de Cunqueiro) como orales y populares. En el año 2000 María Teresa Bermúdez y Xosé María Dobarro Paz realizaron un completo estudio de los escritores gallegos de la última década (2001). Por último, Carlos Mata Induráin presenta también el estado del cuento de una región, en «El cuento en Navarra en los años noventa» (2001). En el amplio volumen editado por José Romera Castillo y Francisco Gutiérrez Carbajo, hay toda una sección dedicada a las ponencias y comunicaciones sobre la narrativa breve de mujeres. Entre estos artículos encontramos dos aportaciones de interés: Ángeles Encinar, quien ya colaborara con Anthony Percival para ofrecer una antología sobre el cuento español contemporáneo, ofrece un amplio cotejo de las autoras de los noventa (2001). Alicia Redondo Goicoechea aporta datos fiables sobre las diferentes escritoras, sus obras y fechas de publicación, muy prácticos para posteriores investigaciones (2001). 28   Suele ser habitual la publicación de manuales sobre el cuento, por ejemplo: los realizados por Ángel Luis Zapata Santaúrsula (1997), Silvia Adela Kohan Tolmach (2000) y Miguel A. Vitagliano (2003). Un manual para conseguir el éxito es el propuesto por Albert Zuckerman y titulado Cómo escribir un best seller (1996).

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preocupan en matizar (Cervera, 1991: 65 y Huerta Calvo, 1992: 180). En el fondo, como bien ha destacado Schaeffer (2006: 55), la cuestión terminológica no es superficial ya que detrás de cada acto de denominar un género hay una postura diferente ante el mismo, así hay que partir de entender los actos de habla que dan lugar a cada concepto. Raúl Castagnino establece la diferencia entre «contar», que es una acción que mantiene su transfondo numérico, mientras que «narrar» consiste en evocar acontecimientos de forma secuencial, y «relatar» tiene una significado más general y menos literario, se refiere a la «tirada discursiva», y al «discurso de una voz narrativa» (1997: 193-205). Los sustantivos «cuento», «relato» o «narración» heredarán parte del significado de la acción de la que partieron. Según Todorov los géneros se diferencian por un tipo particular de acto de habla singular diferenciado en alguno de los niveles del discurso y por ello no es baladí detenerse en estas reflexiones (1989: 45-48). Otra característica obvia del cuento es que tiene una base narrativa. Aunque existan ejemplos que presentan una situación estática, ya sea en el pensamiento, en la consciencia, o en la realidad interna del texto, el autor en cualquier caso transmite un acontecimiento o una historia con sus correspondientes estratos y componentes (acción, lugar, tiempo, personajes), su lenguaje y sus circunstancias comunicativas. En este sentido la teoría del cuento conecta con todo el bagaje aportado desde la teoría de la narración tanto en la descripción de sus niveles como en su pragmática (Garrido Domínguez, 1993 y Vallés Calatrava, 2008). Así una de las bases de las que hay que partir ante la naturaleza del cuento es comprender el significado y las implicaciones de que contenga una relación de hechos. Por este motivo Charles May, en su antología de textos teóricos New short story theories, recogía algunas aportaciones al respecto como la de Teun A. Van Dijk quien, desde la psicología cognitiva, abordaba la comprensión de la historia, concepto que entiende desde una perspectiva bastante amplia (1994). Para el holandés existen tres formas básicas de comunicación: la narrativa natural, la semiliteraria y la literaria (en la que se encontraría el cuento) (Dijk, 1983: 154). 29 Susan Lohafer, partiendo de los los conceptos de Dijk, estudia la combinación de piezas de un texto. Su teoría, esta vez sí centrada en el cuento, defiende que el reconocimiento de la narratividad se debe más a su final que a su estructura (1994). Pero detrás del género breve, además del acto de narrar o relatar, está el acto de crear un mundo imaginario a partir del uso de la palabra, es decir, están todas las características pragmáticas de los textos ficcionales que han sido ampliamente analizadas por autores como Martínez Bonati y Lubomír Doležel, entre otros (Garrido 29   Tal y como ha explicado Vallés Calatrava, siguiendo a van Dijk (1974) y Pratt (1977), se puede distinguir entre «narrativa natural» de la «literaria». La primera se referiría: «al acto verbal generado espontáneamente en la comunicación conversacional cotidiana […] de este modo, los relatos conversacionales se opondrían por su condición «natural» a los relatos que —como los literarios escritos— tienen un carácter “elaborado”, aparte de aparecer en contextos propios de la narración artística» (2008: 13). Según este mismo estudioso, tal tipo de actividad sería distinta a la narrativa verboicónica, la histórica e informativa y, por supuesto, la literaria (Vallés, 2008: 12-29).

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Domínguez, 1997). Para este último la ficción es un acto performativo, con una fuerza ilocutiva que busca que el lector haga algo, participe en la reconstrucción de un modelo de mundo a partir del discurso del narrador (1999). Hay que plantearse si el cuento implica un acto diferente a los demás géneros épicos. Antonio Garrido ha intentado demostrar que detrás de los textos de tres cuentistas (Zarraluki, Merino y Marías) existen diferentes modelos de ficción: «tan próximos a la realidad que parezcan confundirse con ella o tan alejados que lleguen a contradecirla y a renegar de cualquier parecido que permita identificar sus productos con el mundo de la experiencia» (2001: 587). Por otra parte, no cabe duda de la aportación de Stierle a la teoría de la cuestión de la que por supuesto se ha nutrido la reflexión sobre el cuento. En su famoso artículo sobre el exemplum de 1972, planteaba, igualmente, que hace falta entender la palabra «historia» (1994: 18). Partiendo de la teoría de los actos de habla de Austin y de las formas básicas de Jolles, buscaba encontrar lo que tienen en común los textos narrativos. Se basa en la idea de que en los relatos ilustrativos o testimoniales están fijadas algunas acciones verbales que realmente conforman esquemas institucionalizados según su propósito y la situación pragmática del enunciador. Aunque la narratividad o la ficcionalidad están en la base de la categorización del relato, sólo tendrá una potencia identificadora con respecto a los otros géneros no fictivos con los que está relacionado. En realidad es un género muy cercano a nuestra experiencia cotidiana puesto que desde nuestra infancia estamos en contacto con los pequeños relatos infantiles, muchos de los cuales participan ya de las leyendas populares. A través de estas historias tenemos la experiencia iniciática del arte de contar y de la literatura. Los estudios antropológicos que se han aproximado a las sociedades más primitivas lo han comprobado, y han certificado esta idea. Por eso, en parte, es verdadera la afirmación de que el cuento es el género más antiguo de la historia de la literatura. James Cooper Lawrence localizaba su origen en las baladas simples que «no eran otra cosa que relatos breves en forma rítmica, en cuya base se halla la prosa narrativa, esto es, el cuento oral». Haciendo una pequeña historia de los géneros dice que: «la épica es una contribución nacional a la literatura y la balada un producto comunal, el cuento, que en última instancia resulta ser la base de toda literatura, a excepción de la lírica y el ensayo, es claramente una contribución individual» (1997: 77). Pero el lector también percibe las indudables modificaciones que ha sufrido desde sus inicios; la pregunta es saber si los cambios han sido tan relevantes como para considerar que se haya convertido en «otra cosa». Para algunos el género sigue conservando hoy, al cabo de varios milenios, algunos de sus caracteres esenciales. Por ejemplo, Carlos Mastrángelo señala que «su unilinealidad, es decir, su espina dorsal, única e indivisible, y su unidad de asunto» son las esencias en torno a las que el cuento ha gravitado a pesar de todas sus alteraciones (1997: 111). En la misma línea, Luis Beltrán Almería opina que sus principales características vienen del viejo canon oral: las reglas de su exposición (claridad, concisión y verosimilitud), la fantasía de corte tradicional en la que los personajes son crédulos, la moraleja, su natu-

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raleza serio-cómica, el tipismo, el monoestilismo... (1997: 31-32). Sus nuevas manifestaciones son debidas a un proceso de novelización que, a pesar de todo, no ha modificado su poética principal. Sin embargo, para otros, las diferencias desde que surgió el primer cuento en la oralidad son razón suficiente como para pensar que nos encontramos ante un género nuevo. Para Castagnino el cuento literario se ha ido configurando ya como un «artefacto» distinto que implica una elaboración estética y una concepción de una historia que se convierte en ficción y narración. 30 La primera idea conecta con la famosa «literariedad» de Jakobson que, en el fondo, es común a los restantes géneros literarios (Castagnino, 1997: 200). Apoyándose en las nuevas estructuras y contenidos presentes en los relatos más contemporáneos, hay una parte de teóricos que defiende que se trata de una construcción muy moderna y diferente (Rohrberger, 1997: 125; Vallés Calatrava, 2008: 47-53). Con el tiempo se han incorporado cambios en su estética y se ha independizado de la intención retórica y de la búsqueda de la enseñanza moral. 31 Existe bastante acuerdo en señalar el origen del cambio en el siglo xix. Por ejemplo, Brander Matthews marcaba el punto de inflexión en algunos textos de Irving, Gogol, Poe y Hawthorne (1993: 61). Para Baquero Goyanes dicho proceso, que comenzó en el Romanticismo, respondía a un cambio profundo de sensibilidad desprendiéndose de sus características orales en un «lento proceso de literaturización» que se traducía en una mayor libertad para tratar todo tipo de asuntos y no «únicamente para los fantásticos y legendarios, como era corriente en los años románticos ya inmediatamente post-románticos» (1949: 13-14). Este señalaba las diferencias entre tres momentos basándose en el tiempo capturado dentro del relato: los relatos anteriores al siglo xix, los decimonónicos y los del xx. 1) En los primeros los personajes son presentados en toda su totalidad, esto es, aunque se nos relate un momento de su historia, en realidad tienen un pasado relevante y en cuanto a su futuro, aparece un final cerrado que no deja incertidumbre. 2) Frente a esto, en el siglo xix, el autor capta un instante clave en la vida de ese personaje. 3) Por último, en el siglo xx se ha agudizado la preferencia por la apertura de significado. A pesar de estas distinciones, el estudioso acababa concluyendo que: «en lo sustancial, el cuento, tal y como es realizado en nuestro siglo, no difiere demasiado del que tan intenso y brillante cultivo tuvo en el pasado», siendo las diferencias tan solo de estilo, lenguaje y escenario, y una cuestión de gusto (1993a, 20-21). La cuestión de la evolución del género no es secundaria ya que tendrá un hondo calado a la hora de entender sus características (Vallés-Calatrava, 2008: 52). Hay que decir que siguen 30   Raúl Castagnino en su estudio inicialmente publicado en 1976 (aunque aquí he citado por la versión difundida por Pacheco y Barrera Linares de 1997) apunta algunas de las características del mencionado artefacto. El cuento es dinámico ya que se produce un «movimiento interno y psíquico de las expectativas que debe crear, de las que crean sus tensiones e intensidad, de la sorpresa de lo inesperado de un desenlace. Si externamente lo que sucede en el cuento ha de concluir junto con la lectura; internamente, expectativas, sorpresa, desconcierto, pueden obrar con efecto retardado». Para conseguir este objetivo el escritor no puede «solazarse en el estilo» (1997: 200). 31  Para Luis Beltrán Almería el cuento literario sigue teniendo moraleja aunque sea implícita: «En el cuento hay siempre un didactismo implícito y no pocas veces explícito. Ese didactismo reviste históricamente dos formas esenciales: el cuento como prueba y el cuento como ejemplo» (1997: 31-32).

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existiendo textos que parten de poéticas ancladas en lo oral mientras que otros incorporan innovaciones y técnicas ajenas incurriendo en la posmoderna hibridación. Otro de los rasgos más evidentes y diferenciadores del cuento frente a otras formas narrativas es la extensión. Cortázar señalaba: «El cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico» (1997: 13). El problema radica en la flexibilidad y relatividad de la medida; ha habido muchos intentos de señalar pautas (número de palabras o de páginas) sin llegar a ningún consenso. 32 El límite inferior ha sido establecido en unas siete palabras acercándose al «microrrelato», «cuento hiperbreve» o «microcuento» (Andrés Suárez, 2001), mientras que el número máximo, si se amplía excesivamente, podría llegar a incluir cualquier tipo de texto relativamente corto, o incluso podría englobar un simple capítulo de una novela. La cuestión provoca una discusión infructuosa en la que se cae en el criterio arbitrario (Pacheco: 1997: 24). Erna Brandenberguer ante este problema reconocía que: «El examen de cerca de cien narraciones relativamente largas demostró que es preferible establecer sus límites a partir de la estructura y la técnica narrativa y no del número de páginas» (1973: 13). Otra posibilidad consiste en considerar la brevedad no solamente como una cuestión de medida, sino por sus efectos sobre el receptor, tal y como ya intuyera el norteamericano. Baquero Goyanes, de acuerdo con esto, establecía lo que él denominaba la «ley del equilibrio» según la cual la extensión debe ajustarse al asunto y personajes que en él intervienen: «Las dimensiones están en la novela al servicio del conjunto —personajes accesorios, descripciones, interferencias—, y en el cuento y novela corta, al del argumento exclusivamente. de la extensión de él depende el que la narración sea uno u otro género» (1993b: 113). La brevedad se convierte, entonces, en causa y consecuencia de, por ejemplo, la economía y la unicidad del efecto. Norman Friedman profundizó en los procedimientos narrativos con los que obtener dicha condensación. A grandes rasgos, expone dos razones para que un cuento sea corto: o bien el material mismo es reducido o bien, siendo de mayor amplitud, es susceptible de ser resumido y se representa de manera escueta (Friedman, 1997: 89). Finalmente, estas teorías que le dan tanta importancia a la construcción del relato o lo que algunos han denominado «rigor» acaban haciendo hincapie en el importante papel del autor puesto que es el responsable de realizar la tarea de la selección de materiales, escoger la escala de la representación y un punto de vista apropiado. El escritor está constantemente al borde del abismo, es muy susceptible de que se pongan de manifiesto sus aciertos y sus fallos en su cultivo. De acuerdo con esto es indudable que requiere cierta clase de «profesionalización» pues no todo el mundo está preparado para él (Mastrángelo, 1997: 115; Barrera-Linares, 1997: 37). Ya Horacio Quiroga en su famoso «Manual» buscaba aconsejar a los narradores (no sólo a los cuentistas) para que no erraran en su camino (1992a).   Pedro Aullón de Haro ha ido más alllá de las implicaciones de la extensión en la clasificación de los géneros literarios, su intención es reclamar la atención sobre «el sentido estético y epistemológico» de la misma (2016: 66). Evidentemente el autor rechaza la mencionada identificación entre breve-menor. 32

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Mary Louise Pratt ha destacado que la importancia que se le ha dado desde el punto de vista teórico a todas estas características en torno a la brevedad y la concisión no es inocua ya que arrastra consigo la consideración del género en un rango «menor», lo cual le ha deparado una fortuna distinta a la novela con la que es continuamente comparado. Las primeras cuatro asunciones que se han difundido sobre el género y que lo han perjudicado están relacionadas con su carácter de texto incompleto: 1) el cuento relata un fragmento de vida (frente a una vida completa), 2) trata un único asunto (frente a la diversidad de temas permitido en la novela), 3) es una muestra o ejemplo mientras que la novela expone la totalidad del problema y, 4) precisa aparecer junto con otros textos en un libro. Por otra parte, señala otros cuatro rasgos singulares que lo relacionan con su estatuto inferior: la posibilidad de tratar temas secundarios o estigmatizados, la relación con la oralidad, su tradición vinculada con el folclore y su consideración como artefacto basado en las habilidades del escritor antes que en el arte creativo. Lo cierto es que en las poéticas analizadas aparecen recogidos algunos de estos delicados problemas (May, 1994: 91-113). Una de las aportaciones de esta investigadora consiste en valorar no solo el género, sino la propia teoría del cuento y su influencia en su consideración dentro de la institución literaria. Ya he mencionado que, ante la insuficiencia de la brevedad como rasgo diferenciador, se ha venido repitiendo su «efecto único» desde que lo planteara Poe y de hecho se ha convertido en uno de los ejes centrales de las consideraciones teóricas. Algunas de las características del cuento como su final, la importancia de los detalles, el número de incidentes que podía abarcar... acaban estando estrechamente implicados en la consecución de dicho propósito, así que finalmente aparece otro asunto crucial en las teorías: la «economía de medios». Aunque no se mencione con estos términos, la idea está detrás de todas las reflexiones relacionadas con la condensación, concisión, depuración, elisión... Estas consideraciones están tan difundidas que se convierten casi en una obligación o en un requerimiento imprescindible o al menos esperable. Las consecuencias de dicha economía aparecen citadas con frecuencia por su influencia en todos los niveles posibles de la narración ya que afectan a la configuración del espacio, del tiempo y de los participantes (Bonheim, 1982: 166). Las estrategias pueden ser multiples, Para Alba Omil y Raúl Alberto Piérola: «En la tramitación de su relato, todo buen cuento debe aparecer como una realidad rotunda sin desmayo ni inútiles alargamientos, con un atuendo a medida, exclusivo y no vulgar, de confección» (1997: 153). Por ejemplo, una de las manifestaciones textuales de estos requisitos consiste en la preponderancia del modo narrativo frente al diálogo y la descripción (Vallés Caltatrava, 2008: 53). También otra de las ideas difundidas de Poe que pone en relación la «brevedad» y el «efecto» es la famosa «intensidad». En su ensayo Filosofía de la composición en el que realmente se ocupaba de la lírica expresaba: «Por mi parte prefiero comenzar con el análisis de un efecto. Teniendo siempre a la vista la originalidad (pues se traiciona a sí mismo aquel que prescinde de una fuente de interés tan evidente y fá-

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cilmente obtenible)» (1973: 66). Tanto es así que defiende que las obras extensas jamás podrán lograr conmover el espíritu: «Pues resulta claro que la brevedad debe hallarse en razón directa de la intensidad del efecto buscado, y esto último con una sola condición: la de que cierto grado de duración es requisito indispensable para conseguir un efecto cualquiera» (1973: 67). Cortázar, uno de los seguidores y difusores de las ideas del norteamericano, en el prólogo que dedicó a su traducción a uno de sus libros, aclaraba la aportación de Poe a la cuestión del cuento: «Comprendió que la eficacia de un cuento depende de su intensidad como acaecimiento puro, es decir, que todo comentario al acaecimiento en sí (y que en forma de descripciones preparatorias, diálogos marginales, consideraciones a posteriori alimentan el cuerpo de una novela y de un mal cuento) debe ser radicalmente suprimido» (1973: 34). La intensidad está relacionada entonces con la eliminación de todo lo accesorio. Cortázar, junto a estos requisitos también señala un nuevo rasgo, su «significación», que va a depender también del efecto. Un concepto que define: «Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta» (1997b: 387). Es decir, el escritor destaca el carácter simbólico o metafórico del género, que consigue obtener: «esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana» (1997b: 388). Su explicación del cuento está relacionada con la intensidad de Poe, pero también añade el concepto de «tensión». El problema de estas teorías es que pueden ser rebatidas fácilmente ya que existen abundantes relatos que no las cumplen cuando lo importante no es la anécdota sino otras cuestiones como la perspectiva, la propia confección del texto, o el discurso del narrador y el personaje. En busca de la diferencia entre distintos discursos ficcionales, Carlos Pacheco señaló que la particularidad del cuento está en que «la función estética predomina sobre la religiosa, la ritual, la pedagógica o cualquier otra» (1997: 17), con esto se desentendía del afán de enseñanza antaño exigido al género. En el relato tradicional de origen oral eran muy frecuentes los finales redondos con moraleja aunque el mensaje moral se ha difuminado. Brander Matthews en 1884 ya apuntaba que era un espacio adecuado para cualquier tipo de temas (frente a la novela), pues en el caso del género breve el autor: «disfruta así de una mayor libertad para hacer como guste, ya que no se espera de él una historia de amor» (1997: 60). En cambio para Barrera Linares «un cuento tiene que ser capaz de vencer la contextualidad inmediata en que ha sido producido» (1997: 39). Hoy en día no existe ninguna norma que imponga la selección entre un material u otro, puede aparecer un gran acontecimiento o una pequeña anécdota, solo depende de la intención que busque el cuentista que puede ser presentar una moraleja, una tesis, una sorpresa, o efecto... o no. El creador puede llamar la atención del lector recurriendo a otros contenidos y recursos que pueden ser: «innovación, libertad, originalidad, autenticidad y, sobre todo, calidad» (Sarduní, 2003: 52).

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Siguiendo con la estructura del cuento, según Ian Reid: «La insistencia en la simetría comenzó con Poe y está más relacionada con sus propias obsesiones que con alguna de las cualidades esenciales del género. La ideación de tramas es parte de su afición por los rompecabezas detectivescos, las situaciones e imágenes de cámaras enclaustradas, fosos, cavidades tapiadas, criptas y panteones» (1997: 262). Poe en el fondo quería destacar el papel del autor en la estructuración y planificación del cuento o, tal y como ha expresado Carlos Pachecho en su introducción a Del cuento y sus alrededores, el norteamericano incidió en la mencionada necesidad del «rigor o rigurosidad en la ejecución» (1997: 26). El relato tradicional presenta una anécdota que en general está ordenada siguiendo un criterio lógico y, a veces, cronológico o secuencial que culminaba con un cierre. Con Chéjov llegó una poética que implicaba textos que terminaban de forma abrupta, dejando que el lector sacara sus conclusiones. Esta manera de entender el género está relacionada con los relatos epifánicos que Gabriela Mora definió como aquellos en los que se revela una verdad al personaje sobre sus circunstancias como resultado de una crisis o de una situación extrema (1985: 21). Clare Hanson en su trabajo de 1989 aclaraba que algunos cuentos podían tener bastante en común con la estructura de los sueños por su atmósfera de misterio e impenetrabilidad y por la arbitrariedad que muchas veces tiene lugar en la lógica que une unos fenómenos y otros, y que normalmente no es fruto de un largo proceso sino más bien resultado del azar (1997: 274). Brander Matthews señalaba que debía tener una «unidad de impresión» o «efecto de totalidad» conseguida gracias a tener un solo personaje, una sola acción narrativa, y una única emoción. El resultado de esta labor es que si un cuento está bien construido: «deja en el lector la convicción de que se dañaría al ser alargado o incorporado en un relato mayor» (1993: 60). Una idea semejante es la que plantea Mastrángelo: «la primera frase sugerente de la primera idea o emoción del lector sigue funcionando y trascendiendo en este hasta después de leer la última línea» (1997: 112). Este último comentario saca a colación otro de los «tópicos» en torno a la teoría del cuento: la importancia del principio y del final. En cuanto al inicio del relato, Horacio Quiroga afirmaba: «de mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo de un cuento no es, como muchos desean creerlo, una tarea elemental» (1992b: 87). Así lo han considerado también Juan Paredes Núñez (1988: 28) y Baquero Goyanes para los que la apertura es uno de los elementos distintivos del cuento frente a los demás géneros narrativos (1993b: 61). En cuanto a los cierres, Eikjembaum, por ejemplo, explicaba que el cuento tiene que centrarse en su final, y usando una expresiva metáfora, debía ser como una bomba cayendo de un avión (May, 1994: 81). Este asunto, ya sugerido por la intuición de Chéjov, es repetido por bastantes autores. Quiroga, en su texto «Ante el tribunal», utilizaba la famosa expresión de que el cuento es como una flecha que da directamente en el blanco y desde entonces se han multiplicado las metáforas (1989: 75). En lo que afecta a su conclusión, esta debe ser lo suficientemente atractiva y ejercer un potente efecto estético para cautivar a ese lector. Esto no implica necesariamente que el receptor se lleve

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una sorpresa; si bien suele ser una manera frecuente de cerrar los cuentos, sobre todo en los casos fantásticos, no sucede así cuando presentan una escena, o un momento concreto quedando todo el argumento en suspensión. En realidad, lograr este hito es una cuestión que implica, tal y como ha explicado Pacheco: «la dosificación de la información, las falsas pistas y el cultivo de la ambigüedad» (1997: 25). En esta tarea, de nuevo, es crucial el papel del autor cuya labor es elogiada constantemente pues es el responsable de construir «una especie de mecanismo de relojería narrativa» (Pacheco, 1997: 26). Helmut Bonheim en su estudio de 1982 The narrative modes: techniques of the short story, analizó centenares de relatos de la tradición anglosajona en busca de las técnicas empleadas tanto en el principio de estos textos como en sus finales. En este trabajo distinguía dos tipos de desenlace: el cerrado es aquel en el que la acción no se para y el abierto es aquel en el que: «action and dialogue continue to the very end conflicts, if any, are left uresolved or insoluble, or the “slice of life” is left uncovered and without any particular container: hanging, as it were, in mid air» (1992: 119). Sin embargo, para Bonheim en el cuento moderno es casi imposible distinguir estas dos categorías de forma tajante ya que existen otro tipo de finales intermedios. Gracias a su análisis consigue describir una serie de técnicas relacionadas con los cuatro modos narrativos en los que basa su estudio («comment, description, speech and report»), que contribuyen en una dirección u otra. A su vez, apunta a un cambio en los gustos hacia las formas más abiertas (Bonheim, 1992: 120). Juan Paredes Núñez (1988) se ha ocupado de los distintos tipos de cierre que pueden aparecer: normal, anticipado, sugerido, inesperado, cortado, o el cuento sin desenlace. A pesar de las distintas tipologías, sea cual sea la forma que adopte el final, según el autor, lo que pretende todo cuento es el subsiguiente «efecto» poeniano. 33 Para Pozuelo Yvancos la persistencia de la relevancia del desenlace es un síntoma de la «estabilidad del cuento»: «La importancia del final no es sólo un lugar teórico de singular unanimidad, puede también explicar el sentido de ser el cuento una estructura contenida, un embrión cuyo desarrollo está implícitamente sometido a una escturctura simbólica que tiene siempre mayor alcance que su manifestación» (Pozuelo Yvancos, 1998: 46). Gabriela Mora, en cambio, consideraba un giro en los gustos estéticos ya que «la vieja prescripción del “final inesperado” no es requisito esencial del cuento, sobre todo en la literatura contemporánea» (1985: 130-131). Con esta idea están de acuerdo: Erna Brandenberger (1973: 137), Enrique Anderson Imbert (1979: 164) o Juan Bosch (1997: 17). Aunque parece que el objetivo supremo del relato es su desenlace, sin embargo, las corrientes renovadoras del género han ido rompiendo este presupuesto y han empleado el cuento como un terreno propicio para la experimentación. Por último, como se vio en el primer capítulo, existen diferentes perspectivas a la hora de enfrentar la teoría de los géneros; una de ellas es la clasificatoria. En bus  László Scholz (2001) ha analizado el fenómeno de la ruptura de la linealidad en la literatura hispanoamericana sobre todo a raíz de las vanguardias, y ha comprobado que en muchos casos se subvierte el género desde su mismo comienzo. 33

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ca de un orden, existen definiciones que intentan construir sus murallas desde dentro, es decir, estableciendo las características que son propias mientras que, en otras ocasiones, se intenta asediar desde fuera buscando comparaciones con otras formas cercanas. 34 Este tipo de aproximación ha sido muy frecuente en la conceptualización del cuento desde el mismo Matthews (1993), Baquero Goyanes (1993b) y otros tantos escritores que he ido mencionando arriba (sobre todo en relación con la novela). Independientemente del punto de vista adoptado, una revisión de todas estas propuestas proporciona un listado de rasgos, la mayor parte vinculados a: su extensión (economía, rigor, intensidad), la aparición más o menos desarrollada de unos elementos prescindibles en el cuento (descripciones, personajes, diálogos), y algunos relacionados con su temática. Los estudios teóricos permitieron distinguir los diferentes niveles en los que se basaba la narración y por tanto la comparación resultaba bastante fructífera, de hecho, casi ninguna de las características antes mencionadas sería digna de mención si no hubiera servido para señalar el contraste con otro objeto de estudio. La teoría del género cuento parte en gran medida de su enfrentamiento con la novela, tal y como antes he citado que resaltaba Pratt (May, 1994: 91-113). La relación entre ambos remite a la cuestión de sus orígenes e historia y a su consideración como un género menor. Claro que, el camino de la comparación ha ido más allá de esta perspectiva metodológica y así Gabriela Mora se preguntaba en 1985: «Habrá que averiguar por qué un lector que se dispone a leer un cuento espera algo diferente a lo que esperaría si abriera una novela o un libro de poemas» (10). De esta forma se ponía a trabajar en la línea de los análisis pragmáticos y de la teoría de la recepción que tan abundantes reflexiones han dado lugar. También ha aumentado el interés por los ejemplares en los que los cuentos están hilvanados de alguna forma. Estos casos limítrofes hacen que los teóricos se planteen las colisiones con la novela y se ponga en relación dicho fenómeno con las condiciones editoriales. Estas colecciones en las que los relatos están unidos ya no son una excepción, sino que cada vez es más frecuente que los escritores vigilen por crear unos ejemplares coherentes. La teoría ha fraguado para ellos el concepto de «ciclo de cuentos» que cada vez está teniendo más adeptos. Estos trabajos están en la senda que ya había trazado en 1971 Forrest In34   Charles May en su introducción a The new short story theories señalaba la existencia de dos grupos de estudiosos diferenciados por su postura ante los géneros (1994, May: xvii). Por un lado están los que se esfuerzan por distinguir las características de la novela (positivistas en su mayoría), buscando el rasgo diferencial, frente a estos están los que trazan una red de simililitudes entre los relatos que se conocen como pertenecientes a dicho género y que resultan suficientemente descriptivos. May se posiciona en el segundo grupo, como uno de esos teóricos que prefieren buscar unas semejanzas más que las diferencias y se atreve a dar una propuesta de definición que es, en suma, un compendio de algunas propuestas anteriores: «In their very shortness, short stories have remained closed to the original source o narrative in myth, folktale, fable, and fairy tale. They, therefore, are more apt to focus on basic desires, dreams, anxieties, and fears than novel are and thus are more aligned with the original religious nature of narrative. Short stories are therefore more apt to embody a time less theme and are thus less dependent on a social context than novels. Consequently, short stories are more likely to identify characters in archetipal terms and are more patterned and aesthetically unifies than novels are. For this reason, short stories are more dependent on craftsmanship and exhibit more authorial control than novels, making them closer to poetry and thus more “artistic”» (1994: xxvi).

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gram, autor que por su parte había sido ya recogido en 1979 por Anderson Imbert (Gomes, 2000; Martín Lucas, 1999; Antonaya Núñez-Castelo: 2000, Iriarte: 2001 y Zavala, 2004c). En conclusión, la comparación con otros géneros forma parte de los hábitos en torno a la definición del cuento (Baquero Goyanes, 1993b: 131; Brandenberger 1973; Anderson Imbert, 1979: 43-50). Las anteriores líneas han sido un mero recorrido por las propuestas existentes que, en realidad, ponen de manifiesto las preguntas latentes que también compartirán los cuentistas. Falta por añadir que, a lo largo de esta presentación se ha destacado en varias ocasiones la importancia que los teóricos dan al lector y receptor último. Este es el responsable de introducirse en los «mundos ficcionales» expuestos en los relatos, de extraer su significado dentro de ese complejo «artefacto» y de sentir el «efecto» último. El problema de todas estas teorías consiste en que, como he venido apuntando, con frecuencia una propuesta maravillosamente formulada y con una validez casi total, en la mayor parte de casos servía para una parte de los relatos, pero no para todos. Tanto es así que Lauro Zavala (2016) ha dividido la evolución del género en tres hitos (el relato clásico, el moderno y el posmoderno), y ha vinculado con cada subtipo unas propuestas teóricas apropiadas, ayudando a poner un poco de orden en este amplio corpus y permitiendo que el lector pueda entender que la historia de la teoría del cuento se puede segmentar siguiendo el mismo criterio. Por otro lado, también se ha apreciado que la postulación de una característica formal como puede ser la brevedad, afecta al emisor y al receptor, tiene consecuencias en el sentido y en la estructura, etc. He aquí que, cualquier nivel lleva inevitablemente a los restantes, estableciéndose redes de relaciones por lo que la madeja está internamente enredada. En resumen, la teoría del cuento lleva largo tiempo reflejando la herencia de Poe y arrastrando el problema terminológico. En busca del rasgo definitorio, la solución más frecuente consiste en la recolección de un conjunto de características singulares que, la mayor parte de las veces, sirven para contrastar el cuento con otro género literario. En conclusión, estos son problemas que estaban abiertos en el territorio de las discusiones académicas y que también trataron los escritores de cuentos. Por supuesto, los narradores pueden ignorar tales indagaciones en su producción, su relación con estos conocimientos depende, no solo de su trato con las instituciones, sino también de sus inquietudes personales. Como se verá, que un escritor conozca las teorías por su profesión o por interés personal, no implica que las maneje en profundidad ni que vierta dicho conocimiento en sus poéticas ni en sus creaciones. 3. El repertorio de las poéticas del cuento En estas páginas se ha podido comprobar que en las poéticas del cuento se repiten una serie de asuntos, palabras, nombres... una realidad que hace más que evidente la existencia de una especie de «repertorio» o «bagaje» común entre los autores.

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Por este motivo, durante la fase inicial de este trabajo, durante la recopilación de textos y referencias de tan diversa procedencia, se hizo patente la necesidad de asumir alguna estrategia con la que procesar estos materiales de una forma objetiva, por lo que se recurrió a herramientas informáticas. 35 Sin embargo, los resultados obtenidos no ofrecían ninguna sorpresa a lo que la intuición y lectura primera ya apuntaban. 36 Además, este análisis tenía el problema de quedarse en lo superficial, en las meras palabras, sin profundizar en las ideas que había detrás. Por suerte la tarea no fue en vano, con los resultados obtenidos se obtuvo: a) un listado de las palabras clave más empleadas en los discursos y b) una relación de los asuntos tratados en las poéticas con el que poder abordar la fase de recuperación de información. Gracias a estos tópicos o términos, se etiquetaron los textos según su tipo (siguiendo la clasificación hasta ahora apuntada), se buscó quiénes los utilizaban y junto con qué otros conceptos aparecían. Con esta labor se ha podido comprobar qué ideas son más repetidas tanto para suscribirlas como para rechazarlas. No se puede olvidar que en ocasiones es tan relevante que un tema sea discutido tanto para defenderlo como 35   Después de transcribir los fragmentos de las poéticas se optó por utilizar a una herramienta informática, el programa T-LAB, pensado para extraer no solo los elementos más recurrentes de un corpus, sino para trazar diferentes mapas o gráficos que faciliten la tarea interpretativa. Este programa ha sido desarrollado para analizar cualquier texto, siempre y cuando esté transcrito en código ASCII (American Standard Code for Information Interchange). Existen versiones en inglés, francés, italiano y español, con las correspondientes bases de datos que facilitan el trabajo al investigador. Este hecho ha hecho que nos decantáramos por dicho programa de análisis frente a otros de características y funciones semejantes que no tienen una versión en español. Sus autores son Franco Lancia y Marco Silvestri. El objetivo con este trabajo consistió en encontrar los asuntos más veces tratados en los discursos analizados y, tras procesar todo el corpus, se obtuvo un mapa de asociaciones de palabras representando los lemas más veces repetidos en torno «cuento». 36   Gracias al programa mencionado, se elaboraron diferentes mapas conceptuales donde aparecían los términos más usados en sus contextos mínimos. Sin embargo, este análisis tiene algunos problemas que dificultan el trabajo: en primer lugar, se registraban todas las palabras del texto. De este modo, se tuvo que «enseñar» al programa a ignorar algunos lemas para que no los recogiera el gráfico (como por ejemplo «hacia»). Por otro lado, la herramienta distingue como distintos los lemas «novela» y «novelas». Por otra parte, tampoco es posible aclarar cuándo una palabra es usada con un significado u otro en función de su contexto por lo que puede se puede llegar a conclusiones equívocas. De esta forma, aunque en el cuadro una de las palabras más veces repetidas era «único», un término vinculado tradicionalmente con el efecto, en realidad tan solo se daban juntos en una ocasión, lo que quiere decir que en las demás repeticiones (12) no se refiere a característica alguna del género. Por último, tampoco permite utilizar palabras clave representativas de un campo semántico, reduciendo así el número de términos a emplear en el análisis de relaciones. En definitiva, los resultados están francamente limitados por la fuerte intervención del investigador que es requerida para desambiguar palabras y eliminar aquellas no relevantes que puedan provocar «ruido» en el análisis. A pesar de estos inconvenientes, los resultados obtenidos reflejaban lo evidente: los términos más empleados son, teniendo en cuenta la naturaleza de estos escritos, «novela» (61 repeticiones) y «género» (39). El adjetivo breve es la característica con mayor porcentaje al aparecer como parte de los sintagmas «relato breve» o «género breve» (18 repeticiones). En cuanto al término «género», aparece aludido junto al adjetivo comparativo «menor» en sus tres únicas apariciones. En contraste, tan solo se habla una vez del cuento como «género mayor» u «obra literaria mayor». En realidad, el elevado número de ocurrencias de este adjetivo en grado comparativo se debe a su habitual uso en expresiones que no tienen relación alguna con una expresión jerárquica entre géneros o cualidades del mismo. Queda de manifiesto, por otro lado, el elevado número de comparaciones puesto que muchos autores buscan la excelencia, buscan lo «mejor» de los cuentos propios y ajenos (11 repeticiones).

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para refutarlo. Así sucede con la propia noción de género, hay autores que, en lugar de definirlo, destacan su naturaleza híbrida y su incapacidad de describir su naturaleza. El escritor que mejor representa esta postura es Eloy Tizón quien, en Los cuentos que cuentan, ya parte de una disposición negativa ante las taxonomías: «Renuncio a las clasificaciones». Parece que no cree posible dividir la realidad en fragmentos y establecer criterios universales, aunque se atreve a describir su propia obra: «Mis cuentos se parecen a poemas que se parecen a cuentos» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 298). Juan Bonilla es defensor de un «eclecticismo» literario y rechaza la tarea porque no se puede diferenciar de las demás formas cercanas. Además, los gustos han cambiado y, lejos de rechazarse la ruptura de esquemas, se valora positivamente, así la hibridación es un valor literario en alza (VV. AA., 2002: 93). Otros escritores que mantienen una actitud subversiva ante los géneros, en los que me detendré más adelante, son Enrique Vila-Matas y Manuel Rivas [vid. apdos. 6.1.A) y B) del cap. III]. Frente a esta posición, otros apelan a su autonomía y diferencia: para algunos el cuento tiene reglas propias, discurre por cauces diferentes y, por ende, merece una poética independiente. Por ejemplo, Ana María Navales reivindica: «El cuento es un género literario específico, como lo ha sido siempre, que muestra síntomas de revitalización tras una etapa en que no había gozado de mucha atención por parte de los editores ni de la crítica o los estudiosos de la literatura» (Percival y Encinar, 1993, 211). Eso no quiere decir que los autores no expresen sus relaciones con otros géneros, más bien todo lo contrario, ya que en abundantes ocasiones mencionan el periodismo, la novela o la poesía (de ahí que le dedique a este asunto el apartado 6 del cap. III). Entre los que sí apuntan a su especificidad, pocos se atreven a vincular el cuento con un tema en particular; los comentarios que se encuentran en las poéticas a este respecto normalmente atañen a sus propias obras y creaciones, a sus preferencias personales, tal y como Francisco Umbral había hecho en su Teoría de Lola, donde señalaba que el relato ha de versar sobre la vida del hombre contemporáneo (1977: 11). La idea que más se repite es, de hecho, la capacidad del género de recoger todo tipo de asuntos. Isabel del Río aclara que «Todo se cuenta», puesto que no existe ninguna restricción a la temática tratada (Masoliver y Valls, 1998: 234). Otro de los aspectos que llama la atención es que escasos autores señalen la condición ficcional del relato. Vidal-Folch forma parte de esta minoría al comenzar su poética con una definición así de categórica: «Un cuento es una ficción en prosa de corta extensión». El autor no aclara ni parafrasea esta afirmación, da por sentado que con esta frase está casi todo dicho, tan solo añade a sus límites la importancia del desenlace. El escritor no incluye elucubración alguna sobre los parámetros que emplea, por el contrario, aprovecha los párrafos restantes de su texto para hablar sobre su propia obra (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 342). Tampoco es habitual que los autores resalten su condición prosaica. 37 Este hecho puede que se deba a que, debido al escaso espacio que normalmente disponen para 37   Las únicas excepciones son Prada (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 216), Merino (1998: 1516), Pombo (Percival y Encinar, 1993: 243), Puértolas (1991: 173) y Tizón (VV. AA., 2002: 441).

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sus poéticas, en lugar de acudir a los rasgos comunes con otros géneros narrativos, prefieren detenerse en los elementos diferenciales. Sin embargo, para José María Merino este aspecto es importante para deslindarlo de la poesía, tal y como hiciera José Martínez Ruíz: Azorín dijo que el cuento era a la prosa lo que el soneto al verso, pero pienso que esa comparación metafórica no tiene nada que ver con los aspectos formales del cuento y que, por otra parte, no sólo se refiere a la dificultad del género —escribir un buen cuento es tan difícil como escribir un buen soneto—, sino a lo que el soneto tiene de mundo limitado, constreñido sobre todo por la extensión, y donde sin embargo debe expresarse en toda su amplitud la idea poética correspondiente. (Merino, 1998: 15-16).

En esta explicación el soneto y el cuento se encuentran en las antípodas, uno en verso y otro en prosa, aunque comparten la dificultad y la limitación del contenido a causa de su estructura. Por su parte, Pombo se planteó también la comparación con la poesía a pesar de que la prosa acaba dotando al relato de un tono distinto, de lo que llama una «voz»: Es importante porque admite grados de condensación casi poéticos —cosa que no admite nada bien la prosa narrativa en las novelas— y, sin embargo, nunca es un poema: conserva siempre su esencial ritmo narrativo, su voz es viva voz de la prosa y, por lo tanto, natural y no artificiosa, transparente y no traslúcida, como las voces que oímos en los versos. (Percival y Encinar, 1993: 243).

En este caso, tal rasgo no proporciona solamente una manera de disponer las líneas, sino que dota al cuento de unas características singulares puesto que, sin duda, se parece más al discurso cotidiano que el verso. De igual forma, Eloy Tizón da por hecho la pertenencia del cuento a los géneros en prosa, una característica que le permite no solo ser diferente, sino también algunas concesiones: «Al igual que ciertas formas de euforia, el cuento realmente no sirve para nada, ésa es toda su grandeza, ser un lujo de la prosa, pero es que debemos aprender de una vez por todas que lo accesorio de la vida es lo que de verdad le da sentido y resulta más necesario» (VV. AA., 2002: 441). Este autor también reivindica la condición ficcional del relato cuando señala que está yendo por derroteros que no le satisfacen y que contradicen el principio de economía, por eso debería haber «menos hipocresía y más ficción», indicando que su verdadera esencia consiste en crear historias (VV. AA., 2002: 442). 38 38   Está claro que el cuento pertenece a los géneros ficcionales cuyas características pragmáticas han sido analizadas por autores como Martínez Bonati y Lubomír Doležel (Garrido Domínguez, 1997). Para este último la ficción es un acto performativo, con una fuerza ilocutiva que hace que el lector haga algo, que participe en la reconstrucción de un modelo de mundo a partir del discurso del narrador. Sin embargo, la ficcionalidad del cuento, aparentemente, no supone ningún acto diferente a los demás géneros épicos o narrativos (1999b).

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Un asunto que sí es tratado en relación con su ficcionalidad es la posibilidad de crear mundos que explicó Vargas Llosa en su célebre ensayo (1990). El género permite fraguar un universo diferente al real que, en ocasiones, puede chocar con sus leyes y formas, de modo que se contrapone a la realidad. Por eso, Juan Manuel de Prada, afirma que su objetivo como escritor consiste en: «instaurar un mundo desquiciado que subvierta las leyes mostrencas de ese espejismo que hemos dado en denominar realidad» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 216). Para Bernardo Atxaga en esta labor tienen una gran importancia las palabras de inicio y final a las que representa metafóricamente: «La primera puerta, puerta de entrada, permitiría el paso del silencio a la palabra, de la realidad a la ficción, del aburrimiento a la alegría; la segunda, puerta de salida, tendría, por decirlo así, forma de tobogán, pues su función consistiría en suavizar la vuelta al silencio, a la realidad y al aburrimiento» (1998: 33). En línea con las ideas de Vargas Llosa, con frecuencia la ficcionalidad se asocia con la mentira estableciéndose la siguiente sucesión de ideas: ficción / realidad, mentira / verdad. Escribir un cuento supone crear, como dice Soledad Puértolas, una alternativa a nuestras vivencias: «no es crónica, es un producto de la imaginación y responde a la necesidad fabuladora del hombre, acaso más fuerte que su necesidad de ser testigo de la realidad» (1991: 173). La clave para escribir un buen relato, consiste en crear un universo creíble, un arte inasible y difícil cuyo misterio busca Nuria Barrios al preguntar: «¿quién conoce el secreto de cómo las mentiras inventan la verdad?» (VV. AA., 2002: 52). De su naturaleza ficcional le debe la necesidad de crear un argumento verosímil y creíble. Andrés Neuman juzga el uso de diferentes recursos en el cuento (los personajes, las descripciones, las palabras…), y señala: «Nada más inverosímil que un diálogo demasiado trascendente» (VV. AA., 2002: 314). Josán Hatero entre las exigencias del género contempla la importancia de la: «Verosimilitud. No importa qué estés narrando, sea lo que sea debe ser creíble. Si la literatura no crea vida no es literatura, es un juego estéril» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 146). Para Isabel del Río el propósito del cuento tiene que ser: «mucho más humano: no ofrecer respuestas ni plantear preguntas sino posponer, de una manera inverosímil pero posible, el desenlace» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 234). En el apartado anterior he planteado la relevancia que los teóricos le han dado a la función del género. En las poéticas del cuento estudiadas, se le conceden intenciones diversas, por ejemplo, para José Ovejero el cuento tiene una aspiración universal, más allá de su subjetividad; según su opinión, el relato puede ser una manera de superar nuestras barreras como seres humanos: «Escribir cuentos no me vuelve inmortal, pero sí me hace múltiple, ubicuo. Algo es algo» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 205). El autor ya no busca la ansiada fama, tampoco una forma de detener la muerte, sino que aspira a tener diferentes vidas. El cuento, por ejemplo, puede aproximarnos al conocimiento de una manera diferente a lo que la ciencia u otras disciplinas permiten. Su aparente pequeñez o nimiedad, tal y como reconoce Merce-

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des Abad, puede encerrar los secretos que la realidad nos oculta, transformándolo en un género privilegiado: No sé si todas estas sospechas me autorizan a decir que tal vez la grandeza del género breve consiste en que a través de historias aparentemente insignificantes y hasta a veces deliberadamente triviales, el cuento es un magnífico lugar desde el que observar la conducta humana en su insignificancia y su grandeza. (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 21).

En contraste, Juan Manuel de Prada opina que el cuento carece de tal capacidad reveladora, aunque, en alguna medida, sí que proporciona una leve visión del mundo oculta hasta ese momento, de hecho, según señala, esa pequeña información puede quedársenos grabada de por vida: El cuento no declara las cosas, ni siquiera las aclara; tan sólo aspira a iluminarlas con un súbito relámpago, antes de volver a sumergirlas en el tenebroso caos del que proceden. Pero basta ese relámpago, o la clarividencia que ese relámpago dejó en nuestras retinas, para que la impronta de ese cuento adquiera relieve en nuestra memoria, crezca como una levadura de revelaciones, colonice esos territorios de zozobra o ensoñación que las buenas lecturas incorporan a nuestro mundo sensible. (VV. AA., 2002: 378).

Para Soledad Puértolas el género breve tan solo responde a una necesidad básica del hombre, crear historias, fábulas, narraciones con las que condimentar su existencia, es decir, el clásico delectare de todo discurso (1991: 173). Por su parte, Álvaro Pombo, antes de comenzar su presentación al cuento recogido en la antología de Lucanor, recuerda los requisitos del docendo: «Confío que sea entretenido y ejemplar» (1991: 161). Frente a esto, Juan José Millás considera inapropiado que: «Algunos de esos tratados no excesivamente antiguos llegan incluso a exigirles una función ejemplarizante», a pesar de que el relato contemporáneo se ha alejado de esta preceptiva (1991: 145). Estas últimas propuestas han buscado darle una función a la ficción breve, pero independientemente de ello, el cuento puede analizarse como producto narrativo, de ahí que haya sido asediado teóricamente desde perspectivas narratológicas para desentrañar sus componentes: el tiempo, el espacio, los personajes, la acción, su estructura... En las poéticas del corpus no abundan las menciones a estos niveles salvo en los decálogos donde se tratan, de forma bastante pormenorizada, casi todas las características del texto narrativo (Neuman en VV. AA., 2002: 313 y Pereira, 1999: 9-10). No obstante, sobre el espacio en el cuento, Merino señalaba su utilización para dar cierta unidad de ambiente a sus volúmenes de cuentos (2001: 23). Pedro Zarraluki en su novela metaficcional apuntaba: «Para escribir un relato necesitamos un buen escenario. Podemos escoger lugares remotos o concebir lugares propicios, pero soy partidario de instalarme en aquellos que, habitados desde siempre por la literatura,

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nos resultan cercanos y terribles como el recuerdo de algo que ya no existe» (1989: 13). Este último comentario hay que tomarlo con la prudencia que este contexto requiere pues el autor lo pone en boca de un personaje que suele hablar con tono autoritario. En realidad, Zarraluki reclama la atención sobre una noción compleja, la atmósfera del relato, relacionada más bien con la recepción de un conjunto de factores anímicos, simbólicos y subjetivos. Sobre los personajes, quizá la cuestión que ha sido más debatida sea la ausencia de caracterización psicológica frente a la importancia de la acción. Una consecuencia de ello es la esquematicidad, y la unidimensionalidad de los caracteres sin pasado ni futuro, mientras que en la novela los personajes y la anécdota son igualmente importantes (Dupont, 1978). No obstante, para Enrique Anderson Imbert, la parquedad en la especificación de sus características se debe a que, como solo los observamos en una situación, en una peripecia, no nos da tiempo para que intimemos con ellos (1979: 48). Mercedes Abad, por ejemplo, parte de una comparación y dice que el cuento: «bebe de la novela en cuanto que urde historias, por mínimas que sean, y construye personajes», a la vez que marca el límite basándose en que «el género breve exige que éstos sean retratados en un par de pinceladas, con la mayor economía de medios posible» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 21). En esta línea, que también concuerda con el requisito de la limitación de descripciones, se encuentra la idea de Andrés Neuman: «Los personajes no se presentan: simplemente actúan» (VV. AA., 2002: 314). Por su parte, Josán Hatero está preocupado por mostrar «unos personajes creíbles» con el menor número de palabras (Masoliver Ródenas, 1998: 146). En lo que respecta al tiempo de la narración, dos autores, Juan Manuel de Prada y Luis Mateo Díez, mencionan la comparación que ya hiciera Cortázar entre cuentofotografía vs. novela-cine, conectada con la imposibilidad de que el primero relate una historia compleja ni de que se pueda profundizar en la psicología de un personaje. 39 No obstante, Juan Bonilla intenta rebatir tal pensamiento basándose en sus lecturas: Hay quien dice que el cuento debe captar un instante, una escena, un momento en el decurso de las vidas de quienes lo protagonizan que sea capaz de decirlo casi todo acerca de ellos: pero conozco cuentos en cuyo interior transcurren cientos de años, y otros —las Vidas imaginarias de Marcel Schwob— que narran vidas enteras en siete u ocho páginas. (VV. AA., 2002: 95).

Para Nuria Barrios el narrador ha de saber recortar en el plano cronológico (VV. AA., 2002: 51). Frente a la idea del tiempo de la historia como una línea física, tanto para Isabel del Río como para Soledad Puértolas, el cuento tiene la propiedad de detener el tiempo de la recepción de una forma simbólica ya que sirve de «apla39   Sobre la utilización de la imagen cortaciana hablaremos más adelante. No obstante, los autores que la emplean son: Juan Manuel de Prada (VV. AA., 2002: 378) y Luis Mateo Díez (1991a: 107).

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zamiento de la muerte» (del Río en Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 234), es decir: «Mientras la muerte amenaza, el contador de historias le vuelve la espalda y habla de otra cosa. No nos engañemos: está hablando de lo mismo, siempre de lo mismo. Y la piedra lanzada al aire cae siempre sobre la realidad» (Puértolas en Percival y Encinar, 1993: 260). Esta idea la extraen, en ambos casos, de la imagen de la princesa Sherezade que cada noche lograba escapar a su sentencia prolongando la narración de un relato hasta el día siguiente. En todos estos últimos comentarios ya queda de manifiesto que detrás late la cuestión de la «brevedad» del género. Sin duda el adjetivo «breve» es el que aparece más veces mencionado, aunque, siendo prudentes, hay que advertir que cada autor lo relaciona con un asunto distinto: lo textual, el momento de la emisión, de la recepción… No cabe duda de que la extensión es el rasgo caracterizador más visible e inmediato y, por tanto, sería el ideal a la hora de acercarse a la cuestión del cuento (Brandenberger, 1973, 147). Sin embargo, como ya dije, debido a su ineficacia, entre los escritores del corpus no existe interés alguno por mesurar el relato, tan solo Juan Bonilla dice escribir «relatos de dos páginas y relatos de cien», dejando claro que prefiere no marcar límites a sus composiciones (VV. AA., 2002: 94). 40 Si la prolongación física no es criterio suficiente, hace falta acudir a otro tipo de dimensión para proporcionar un patrón o criterio. Por un lado, se podría medir el tiempo de lectura, tal y como hiciera Edgar Allan Poe, quien señaló la duración ideal entre media y una hora, pero como evidentemente en el mismo tiempo uno se puede acabar una novela, esta definición no tiene respaldo. Otra posibilidad es cuantificar el tiempo de composición, tal y como intenta Nuria Barrios, dado que el cuento debe escribirse: «Rápido, rápido; el tiempo es una pastilla de jabón que se deshace entre las manos» (VV. AA., 2002: 51). Lo que hay que medir en el cuento es la «materia» narrativa, una cuestión que atañe a lo que se ha venido denominando como «economía de medios», un principio ya mencionado por Poe y latente en las anteriormente mencionadas reflexiones sobre el espacio y los personajes. La tradición heredada por el norteamericano es tan fuerte, que los autores pueden citarlo sin precisar mayor aclaración, tal y como hace Carme Riera: «El cuento es el género literario ligado por excelencia al principio de economía, cosa, que en los tiempos que corren, es de gran utilidad» (Percival y Encinar, 1993: 271). Agustín Cerezales está de acuerdo con esta idea vinculada, a su vez, con una enseñanza de influencia chejoviana que parafrasea: «que, si al comienzo aparece un clavo, al final ese clavo haya de servir para sujetar la cuerda del ahorcado» (1991: 101). Tanto Gonzalo Calcedo, como Andrés Neuman, o Juan Manuel de Prada confirman que la «economía» debe aplicarse, sobre todo, a la eliminación de descripcio  Erna Brandenberguer apuntaba la necesidad de acudir a otro tipo de parámetros: «El examen de cerca de cien narraciones relativamente largas demostró que es preferible establecer sus límites a partir de la estructura y la técnica narrativa y no del número de páginas» (1973: 13). 40

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nes. 41 Alba Omil y Raúl Alberto Piérola ya insistían en su estudio: «En la tramitación de su relato, todo buen cuento debe aparecer como una realidad rotunda sin desmayo ni inútiles alargamientos, con un atuendo a medida, exclusivo y no vulgar, de confección» (1997: 153). Sin embargo, existen excelentes ejemplos, entre ellos alguno de nuestros escritores como Clara Janés o Eloy Tizón, en los que la relación sobre un instante, un lugar o un personaje son los ejes en torno a los que gravita todo. En efecto, la «economía» del cuento atañe no solo a la brevedad, sino a la selección de recursos tanto narrativos como estilísticos, para Josán Hatero consiste en: «crear vida con las palabras justas, sólo los trazos imprescindibles» (VV. AA., 2002: 239). En el caso de Prada, el procedimiento se convierte en una metafórica dieta escasa en palabras y acciones: Importa en el cuento condensar la acción —a veces hasta el esqueleto de una anécdota en apariencia trivial—, eliminar situaciones intermedias, sacrificar frases que propenden al desvelamiento del enigma; e importa, sobre todo, acometer esta dieta tan severa con el ímpetu de quien aspira, pese a las restricciones que ha impuesto a su escritura, a explicar una realidad mucho más extensa que la explícitamente mencionada en sus palabras. (VV. AA., 2002: 377).

De alguna forma, la recopilación de técnicas se localiza en la fase de re-elaboración o corrección, por eso algunos autores, entre ellos Pereira, destacan el largo proceso de destilación de sus escritos hasta llegar a la pura esencia. 42 Andrés Neuman, en uno de sus decálogos, también explicita la necesidad de que un buen cuento sea muchas veces revisado hasta alcanzar la mínima expresión: «Por excepciones que puedan citarse, la frase corta resulta la más natural para un cuento. Corregir: reducir» (VV. AA., 2002: 313). En estos comentarios se percibe que, a pesar de que los escritores afirman la necesidad de la economía, se esfuerzan en rechazar todas las implicaciones negativas que puedan tener estos recortes, así Pedro Zarraluki aclara que: «no significa que [el cuento] pueda abordar sólo ideas sencillas. Muy por el contrario, los buenos relatos son pequeños universos en perpetua expansión, pues se instalan en el potencial infinito que se esconde en la inteligencia de sus lectores» (Percival y Encinar, 1993: 299). Otra forma de destacar el valor del género consiste en ensalzar la condensación 41   Gonzalo Calcedo nos muestra su poética a través de la descripción de un relato de John Cheever. Entre las conclusiones que extrae deduce que las descripciones son innecesarias y totalmente superfluas (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 64-65). Andrés Neuman apunta al cuidado con el que se tienen que administrar: «Las descripciones deben ser atajos: adéntrate en lo exterior. En la extraña casa del cuento, los pequeños detalles son los pilares, y los asuntos principales, el techo» (VV. AA., 2002: 315). Por último, Juan Manuel de Prada dice que en el cuento se debe aspirar: «a través de un personaje adelgazado descriptivamente hasta la médula, logremos explicar algún rincón poco frecuentado de la naturaleza humana» (VV. AA., 2002: 378). 42   Antonio Pereira también se refiere a su propia manera de componer: «Corregir, corregir… Es posible que los cuentistas —yo, sí, desde luego— sean reconocidos por el psicólogo (no me atrevo a decir el psiquiatra) como individuos sensibles, maniáticos, perfeccionistas hasta la exageración. Corrijo mucho, incluso los cuentos que ya fueron publicados» (1995: 169).

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tal y como la máxima «lo bueno si breve» ha popularizado. Eloy Tizón ha reformulado esta frase y ha señalado que: «El cuento hace buena la teoría de que menos es más» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 298). Con esta intención, Mercedes Abad señala las posibilidades que ofrece para el lector: «No hay más que releer cualquier cuento de Borges para percatarse de cada uno de ellos contiene cinco o seis novelas largas en potencia» (VV. AA., 2002: 26). La «brevedad» va, entonces, de la mano de esa «economía» tanto de recursos como de la materia narrada, eliminando todo lo que no sea necesario, tal y como podemos apreciar en el siguiente comentario de Eloy Tizón: El cuento exige lo breve, la concisión, lo que está depurado de ripios, y se opone con su esbeltez a esa exaltación grandilocuente del mural inacabable, de la sinfonía eterna, del culebrón de mil setecientas páginas en letra apretada que no hay por dónde cogerlo. La riqueza del cuento, por paradoja, es lo que tiene de pobreza voluntaria, de renuncia a agotar cualquier tema, y por eso al cuento no hay que reclamarle que sea otra cosa. (VV. AA., 2002: 46).

Varios autores acaban recogiendo la idea de que lo fundamental en el cuento es la elipsis. Mercedes Abad explica: «De hecho, una de las mayores diferencias entre la novela y el cuento estriba en que mientras la primera agota su materia narrativa, en el cuento es de vital importancia el equilibrio entre lo que se vela y lo que se desvela, entre lo dicho y lo no dicho» (VV. AA., 2002: 26). Para Pedro Zarraluki: «Si algo me apasiona del relato como género en su extraño equilibrio entre precisión y vaguedad» (Percival y Encinar, 1993: 299). Esta «vaguedad» se refiere a que se callan muchas cosas puesto que no hay espacio para ello, así que, indirectamente, el pensamiento del escritor se relaciona con la economía y también con la brevedad. Nuria Barrios utiliza una metáfora para hablar de este fenómeno: «En la escritura tienen tanta importancia las palabras como el silencio. Ésa es la pértiga que mantiene al equilibrista sobre la cuerda. No hay gramáticas ni maestros del lenguaje del silencio. Su uso marca el estilo, la profundidad, la emoción, de quien escribe. Nada ni nadie enseña a manejar los hilos de lo invisible: en ese arte todos somos autodidactas» (VV. AA., 2002: 51). De forma enigmática Andrés Neuman señala: «Contar un cuento es saber guardar un secreto», es responsabilidad del narrador esconder algo de información con el fin de mantener el interés (VV. AA., 2002: 313). En estas definiciones los autores utilizan metafóricas expresiones —«imprecisión», «desvelar», «vaguedad», «guardar un secreto» —, pero todas ellas destacan el importante papel del emisor en su gestión. En cuanto al cuestionable concepto de «intensidad», aunque queda por encontrar el origen textual, retórico y formal de dicha sensación, los escritores del corpus tratan de aclarar su aplicación: si el arte del buen cuentista consiste en seleccionar las palabras, estas al menos tienen que ser muy sugerentes. Mercedes Abad advierte, por ejemplo, que «cualquier buen cuento tiene una especie de reconcentrada intensidad y que los mejores cultivadores del género son los más dotados para sugerir más con

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menos, para evocar toda una sinfonía con una sola nota» (VV. AA., 2002: 26). Tanto ella como Pereira vinculan brevedad y economía con la emoción prístina: «El cuento quiere producir un efecto y sale a ello como a dar un golpe de mano, que fracasa si se lleva exceso de impedimenta». Otra forma de definirlo sería: «Un cuento es un chispazo que puede producirse en cualquier parte y ser atrapado en unas pocas palabras sobre un papel de fortuna, a veces sobre la servilleta del bar» (Percival y Encinar, 1993: 233 y 169). Andrés Neuman es quien se aproxima más al concepto poeniano, pues apela precisamente a la unidad de impresión, esa que: «no nos obliga a una convergencia absoluta de los elementos, las divergencias calculadas también pueden alertarnos sobre el núcleo. Distraer: organizar la atención» (VV. AA., 2002: 315). Sin embargo, estas ideas también tienen sus detractores, de hecho, Agustín Cerezales no admite las reglas del efecto y, en cuanto a la economía, la aplicará en busca de un diferente objetivo: «Escribir un cuento supone obedecer a una llamada, al clarín de una sensación que se dibuja, que nos reclama, y que sólo admitirá aquellos elementos que nos lleven a su encuentro» (1991: 101). Para Cerezales la intuición puede llevar por diferentes caminos: la circularidad o la linealidad, la simplicidad o la multiplicidad de historias… Este autor, en general, se distancia mucho de la poética de Poe y defiende la inspiración frente a la necesidad de crear un plan pormenorizado de su estructura donde cada elemento tiene una función. Como ya se viene apuntando, la mencionada teoría del efecto y la idea de la economía ponen el énfasis en las cualidades del emisor. Los autores, en una interesada defensa de su papel, señalan el elevado nivel de competencia que requieren los buenos narradores, como sucede en el siguiente comentario de Antonio Muñoz Molina: «En el cuento los fracasos son fulminantes, pero el éxito casi siempre carece de énfasis, de manera que no es un género muy adecuado para la soberbia o la impaciencia de los escritores españoles, que tienden a desdeñar los saberes de la artesanía» (Percival y Encinar, 1993: 193). Se apela a la responsabilidad del escritor en su factura, pues su labor se encuentra constantemente en peligro. Recopilando lo dicho en estas páginas, los autores emplean y acuden, aunque no muy frecuentemente, a conceptos como los personjes, el espacio y el tiempo, dada la tradición narratológica que respalda su utilización en las definiciones genéricas. Por la misma razón se ha indagado en el uso de la ficcionalidad como elemento distintivo, una cuestión que, si bien no aparece utilizada de forma explícita, sí que está imbricada al hablar de asuntos como la verosimilitud, el horizonte de expectativas del lector, y la comparación con otros géneros. Otras ideas que salen a relucir en torno a la definición son tanto la temática del cuento, —problema que suele llevar a los escritores a describir sus gustos particulares—, como la funcionalidad del mismo. Sin embargo, el caso de la brevedad pone sobre la mesa que no solo es difícil disociarlo de los diferentes niveles a los que atañe (textual, de emisión, de recepción), sino de los restantes conceptos con los que se relaciona: la «economía», el «efecto único» o la «intensidad». Estos asuntos, pendientes desde la definición poeniana del género, forman una red de implicaciones que será objeto de estudio en las siguientes pági-

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nas. 43 Tal hecho pone de manifiesto que no se pueden describir las poéticas como conjuntos de rasgos aislados, sino que entre ellos se establecen una serie de conexiones que reflejan las preocupaciones de los autores más allá de la definición: por ejemplo la necesidad de conseguir que sea considerado un género de prestigio, apelando, entre otras cuestiones, a la dificultad del mismo desde diferentes puntos de vista (la creación, la recepción, la difusión…). Los autores con el mismo afán discuten sobre la actualidad del género (lo cual les lleva a cuestionarse su originalidad y su auge), o bien sobre su carácter tradicional (entroncando entonces con el problema de su origen oral y la historia de su desarrollo), así como sobre sus relaciones con la novela, el periodismo o la poesía. 3.1. La jerarquía de un género menor: esbozo y libertad Pierre Bourdieu señalaba que, cuando un artista escoge un repertorio genérico, se sitúa activamente dentro del sistema llevándose consigo el significado diferencial que implica su elección, esto se debe a que: «La jerarquía de los géneros, y dentro de estos, la legitimidad relativa de los estilos y de los autores representa una dimensión fundamental dentro del campo de los posibles» (1995: 139). El autor escoge entre las opciones que la tradición teórica clásica, heredada de la tríada aristotélica ha dividido entre géneros mayores y menores. Según esto pertenecerían al primer grupo la lírica, el drama, la épica, y al segundo, todo aquello que no se pudiera clasificar y que se desviara del modelo general. 44 En efecto, la taxonomía mayor-menor tiene consecuencias puesto que hay géneros que le ofrecen al autor la posibilidad de conseguir prestigio y fama, de trascender culturalmente, mientras que otros llevan al mercado de masas. De ahí que en las poéticas del cuento encontremos con frecuencia una apología de sus características, de sus diferencias y virtudes, de una defensa de su singularidad en contra de todo aquello que lo ha podido degradar en el escalafón de las formas artísticas. 43  Una característica formal como puede ser la brevedad, afecta al emisor y al receptor, tendrá consecuencias en el sentido y en la estructura, etc. He aquí que, cualquier nivel lleva inevitablemente a los restantes, estableciendo redes de relaciones. En este sentido, Julio Peñate Rivero ha realizado una teorización del cuento según la teoría de los sistemas (1997 y 2001). Para el autor el cuento (y la literatura también) es un sistema: «abierto, especializado en el tratamiento de información, de creación humana y con una doble consistencia, física (forma impresa, material) y abstracta (representaciones intelectuales de tipo ficcional)» (1997: 55). Todos sus constituyentes (personajes, elementos argumentales, redundancias textuales, presupuestos y sobreentendidos, las relaciones con el lector...) forman un sistema dinámico que, además, establece relaciones con los sistemas exteriores del contexto. Julio Peñate realiza una propuesta metodológica de análisis textual. Por el contrario, nuestro punto de partida consiste en acercarnos a la definición del cuento que es el producto último de un sistema. 44   Esta taxonomía se aplica entre los diferentes subgéneros. En el caso del teatro, las formas mayores serían la comedia, tragedia y tragicomedia, y menores, la égloga, el drama, el entremés, la farsa... En principio, esta clasificación se basa en que los menores son más cortos que los mayores, y no alcanzan la grandeza e intensidad de estos últimos pero, por otra parte, también son obras supeditadas a una necesidad: algunas eran piezas breves que se representaban para entretener al público antes que empezara la obra principal (loas), en los entreactos o intermedio (entremeses) y al final de la obra (sainetes).

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Tal y como defendió Pratt (1994), en gran medida la condición de «menor» del cuento es debida a la existencia de una hermana «mayor»: la novela. Antonio Muñoz Molina, por ejemplo, señala que el género le permite indagar caminos vedados en otras formas: «El cuento, por lo común, impone menos, parece más propicio para la tentativa o la aventura, incluso para la ironía, o para lo fantástico. Mucho antes de que empezara a surgir algo de humor en mis novelas, ya lo había en algunos de los cuentos que iba escribiendo. En cuanto a lo fantástico, me parece que su espacio natural es el relato breve, o la novela corta» (1993: 28). Es cierto que algunos autores, sobre todo novelistas, como ya se vio en los prólogos no solo de Antonio Muñoz Molina (1993), sino en el de Javier Marías (1990) o Rosa Montero (1998), el cuento es un territorio para el tanteo con formas, recursos y argumentos que luego desarrollan en sus novelas. Sin embargo, este aspecto que podría ser considerado como positivo, tiene la desventaja de que el cuento acabe siendo considerado un terreno de «ensayos» que hay que superar, dando por hecho que los autores solo pueden llegar a la maestría redactando una novela, y que si no es así, sería su «asignatura pendiente», tal y como demuestran sendas experiencias antes citadas de Juan Bonilla y Mercedes Abad (vid. 1.2 del cap. II). No es de extrañar que Luis Mateo Díez, notable cuentista, expresara taxativamente su opinión al respecto: «Mantengo una total animadversión a la idea del cuento como territorio propicio para el aprendizaje del escritor, o como ámbito para empeños de menor voltaje, livianos u ocasionales y banco de pruebas para otras empresas narrativas de mayor cuantía y envergadura» (1988: 22). El lastre de su «pariente» queda patente en las comparaciones entre ambos que dejan al primero como un género inacabado, un pedazo inconcluso de ficción. En la poética de Mercedes Abad, la autora define: «Una novela se propone dar la vuelta a un mundo; un cuento, en cambio, nos ofrece sólo un fragmento de vida» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 20). En principio, parece que en esta expresión el género breve se queda en un segundo lugar, sin embargo, la escritora se ocupa de contrarrestar las connotaciones negativas posibles resaltando la profundidad de las emociones que suscita: «si además de conocer las leyes de la poesía y de la novela, el cuentista tiene dotes de artillero y calcula bien la dosis de dinamita, conseguirá que su artefacto narrativo actual (Cortázar dixit) “como una explosión que abre de par en par una realidad más amplia”» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 19 y20). Así es habitual entre los escritores que la brevedad adquiera una riqueza simbólica. Por ejemplo, Javier Tomeo apunta que el cuento supera con creces los efectos de una obra extensísima: «Apenas un guiño literario, es cierto, pero que, en ocasiones, compiten ventajosamente con otras ficciones literarias más pretenciosas y, por supuesto, más extensas, que se pasan centenares de folios rizando innecesariamente el rizo. Me parece injusto que haya quienes los consideren un género menor» (1991: 181). Un caso curioso es la asociación entre el género con lo infantil. Lo cierto es que cuando uno habla del cuento en nuestra cultura lo más frecuente es que vengan a nuestra cabeza los relatos de nuestra niñez, únicamente los iniciados en el género son

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los que contemplan «el cuento literario» como algo distinto a esas narraciones. En el abundante corpus estudiado, Gonzalo Calcedo es el único escritor que constata dicho vínculo, pero destacando las connotaciones negativas: «También puede identificarse con la idea de una anécdota, más o menos culta, y para una gran mayoría, con una narración imberbe apropiada para niños. Tramposo o no, el cuento padece un reduccionismo que continuadamente lo desacredita» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 64). Sucede como si se ignorara esta supuesta afinidad en una especie de negación, probablemente por el escaso reconocimiento que tiene la literatura para este público, si bien sí se puede rastrear dicha relación en las poéticas que lo vinculan con su origen oral (véase el siguiente capítulo 3.2.A.). Otro procedimiento habitual entre los escritores para aumentar el valor del género consiste en marcarlo como terreno propicio para la creatividad, tal y como hace Agustín Cerezales en una nueva comparación con lo novelístico: «El cuento permite experimentar, indagar nuevos territorios narrativos, con mayor flexibilidad que la novela. Y esto, en un momento de tránsito como el que vivimos, lo hace especialmente atractivo» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 65). El cuento se enriquece de todas las implicaciones positivas que hoy en día posee la palabra «libertad», un reclamo eficaz que contiene una divisa trascendente para el hombre actual. En una recreación mayor, José Ovejero habla de los sentimientos positivos que suscita la elección de este género: ¿Y los cuentos? Son un subterfugio que hace las limitaciones de la vida y la escritura más llevaderas. Como aventuras amorosas fugaces, te permiten la fantasía de que, si quisieses, podrías acumular diferentes existencias. Yo me pongo a escribir cuentos y me siento libre. […] Qué libertad, calzarme sucesivamente todas esas vidas, cambiar de estilo de humor, pasar del delirio a la tristeza, de la obscenidad al recogimiento, del pánico a la carcajada. Porque escribir cuentos es como cambiar continuamente de pareja, de lugar, de ocupación, de conciencia. Una novela, una buena novela, exige entrega, constancia, convicción, un proyecto sólido; como un matrimonio —como un buen matrimonio—. Pero en los cuentos entro y salgo casi cuando quiero, hago de la inconstancia virtud, invento continuamente las leyes, interrumpo sorprendentemente el desenlace y me marcho a otra cosa, a otra vida (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 14).

Care Santos explica el momento de la redacción con una sugerente metáfora sexual: «Para mí, escribir cuentos es como tener un amante». En contraste, la novela sería para la autora como la esposa «a la que te unen muchas cosas: la más importante de todas, la hipoteca», es el género al que se sucumbe por razones alimenticias (VV. AA., 2002, 427). No obstante, los creadores señalan los motivos de su selección aludiendo siempre a apetencias o a cuestiones alejadas de lo pecuniario. Eloy Tizón es más realista y constata el peligro de escoger la brevedad: «Escribir cuentos conduce a esto: a convertirse en una figura excéntrica y marginal, incluso para uno mismo. La soledad. Las calles. Los fantasmas», si algún autor lo hace que sea siempre «bajo

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tu responsabilidad exclusiva» (VV. AA., 2002: 402-403). Claro que, como muchas de las composiciones recogidas fueron el fruto de encargos, proyectos para concursos o acuerdos editoriales, esto pone en duda la supuesta independencia real del género de las cuestiones económicas. A causa de los problemas para la publicación, el cuento carece de autonomía, de hecho, tal y como demuestran los prólogos de los que hablé, los autores se ven forzados a crear una unidad vendible, esto es, los cuentos no son unidades independientes, sino que acaban construyendo volúmenes cohesionados. En cuanto al papel del emisor, los teóricos han contribuido también a ensalzar su labor, pero pocos se atreven a enunciar aquellos rasgos que han de seguirse para obtener un buen texto o lograr ser, parafraseando a Horacio Quiroga, el «perfecto cuentista» (1992a). En línea con esto, las poéticas de los creadores resaltan el trabajo del escritor aduciendo lo intrincado de su composición (véanse los comentarios antes citados en torno a la brevedad y el efecto único). Un modelo es la siguiente declaración de Esther Tusquets: «Lo mismo que en cualquier otra época, el cuento es un género difícil y que plantea, a mí por lo menos, un reto sugestivo» (Percival y Encinar, 1993: 285). En la opinión de Pereira: «El arte del cuento, para mí, en el momento actual es un desafío que me tiene inquieto, buscador, inconformista, crítico… O sea, joven» (Percival y Encinar, 1993: 233). Este comentario, además de captar nuestra benevolencia frente a su labor como cuentista, pone de manifiesto que el género sirve para que un escritor veterano permanezca en la vanguardia. Esto es posible ya que, según lo apuntado, su hipotética marginalidad le permite incorporar cualquier experimento literario. Ana María Navales destaca que el cuento ha superado el realismo del fin de siglo y posee la capacidad de acoger las innovaciones: «El cuento literario moderno, en su despegue del costumbrismo, del realismo crítico, dentro de su natural evolución, paralela a la de la novela, capaz de asimilar todas las nuevas conquistas expresivas y de propiciar hallazgos propios, está en la vanguardia de la narrativa actual. Como ha dicho F. Umbral, es «el género que mejor se corresponde con el estado de conciencia del hombre de hoy» (Percival y Encinar, 1993: 211). Por todo lo dicho, la brevedad ya no hace que se incline la balanza hacia el lado de lo menor, sino que, por el contrario, los autores logran su revalorización reivindicando su dificultad. Todas las razones mencionadas hasta el momento buscan situar al cuento en una jerarquía superior dentro del sistema global, pero existe otra opción ante esta dicotomía: anular la diferencia «mayor» / «menor» y reivindicar que, desde cualquier género, sea cual sea su condición, se pueda desarrollar un producto que alcance altas cotas de perfección formal y conceptual. Nada justifica que sigamos concediéndole un estatuto inferior, puede que precisamente su estética nazca de esa naturaleza, tal y como dice Mercedes Abad al final de una larga reflexión: Sin embargo, tras tanta lamentación, últimamente me ha dado por pensar si el cuento no será, en efecto, un género menor cuya mayor grandeza estriba precisamente en eso, en ser un género menor. ¿No será que, al no aplastarnos con la noción

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de su propia importancia, el cuento nos hace más libres, más audaces y más proclives a jugar y a transgredir con la mayor desfachatez? ¿No será que, al ser considerado menor, nos libera y protege de la pesadez de la trascendencia, de la pedantería, de la fatuidad y de lo pretencioso? (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 19-20).

Para terminar, uno de los asuntos que más veces aparecen repetidos para mejorar la valoración del relato, como ya se ha venido apuntando, consiste en encomiar la dificultad del género no solo para sus emisores, sino también para sus receptores. Existe cierto interés en difundir la idea de que se trata de un género exigente que requiere un lector avezado y hábil que sepa introducirse en los mundos ficcionales y que logre colocar cada pieza en su lugar. Según esto, Pedro Zarraluki define su singularidad: Hoy en día, hay en España muy buenos narradores de relatos, pero la eclosión de este género no se ha extendido aún a un público mayoritario. Ignoro si eso es posible. En cualquier caso, el lector de relatos no puede tener un carácter dócil y acomodaticio. Ha de estar dispuesto a aportar tanto o más que el autor. Aunque magnífica, no deja de ser una limitación. (1991: 185).

De este modo, el cuento está dirigido a un público minoritario pero selecto, pues ha de convertirse en un participante activo en el juego de la lectura, ya que ha de preocuparse por reconstruir los significados. El autor procurará no dejar ni un resquicio donde pueda entrar el aburrimiento o el cansancio en la recepción: «Escribir relatos podría ser adictivo si no fuera condenadamente difícil obtener un buen resultado. El fin del cuentista es el mismo que el del novelista: atrapar, fascinar al lector. El peligro que ambos corren es también idéntico: que el hálito se convierta en halitosis» (VV. AA., 2002, 51-52). Para «conquistar» al receptor se debe actuar como los buenos amantes y fascinar desde el comienzo pues, por otra parte, el lector contemporáneo, al tener menos tiempo, es más crítico a la hora de cribar sus lecturas. Recuérdense, en este sentido, los dos comentarios de Isabel del Río y Soledad Puértolas sobre el poder cautivador de la princesa Sherezade (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 234 y Percival y Encinar, 1993: 260). Como conclusión, no hay que olvidar que, bajo las definiciones del género, bajo todo el discurso de las poéticas, laten los intereses de unos artistas por reivindicar el valor de su objeto artístico. Esta lectura perversa de sus intenciones responde a la metodología empleada. De hecho, un autor como Pedro Ugarte, escritor que padeció los problemas de este sistema literario, denunciaba esta misma preocupación por la naturaleza de la polémica: «El cuento es un género mayor, pero la constatación es sospechosa. Como aquella de que los negros son igual de inteligentes que los blancos. De la gente que declara estas obviedades hay que desconfiar. En consecuencia, la reputación del cuento, en el mundo literario, es parecida a la de los negros en ciertos estados de la Unión». Como se ve, su objetivo era desenmascarar los tópicos de las poéticas, por ello atacaba su base: «El cuento está considerado como un géne-

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ro difícil. Y sin embargo, milagrosamente, un buen lector descubre más cuentos excelentes que excelentes novelas. No dispongo de mayor estadística que mi propia biblioteca. ¿Qué le dice la suya?» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 312). 3.2. El auge y la historia del género Durante los ochenta y los noventa la crítica mantuvo en activo la siguiente cuestión: «¿Existe un auge del cuento?». 45 El relato parecía estar rodeado por una procesión formada por escritores, críticos, teóricos y editores, que se repartían los papeles de juglares o plañideras de su éxito. Los pertenecientes al primer grupo se entretenían en cantar las alabanzas de las nuevas voces aparecidas en los recientes foros de difusión editorial, otros lanzaban cohetes al anunciar la llegada de estudios y mono45   Se han escrito ríos de tinta sobre la existencia o no de un auge en el género breve. Los primeros ecos de esta discusión aparecen a finales de la década de los ochenta, concretamente en 1988, cuando varias revistas (La República de las Letras, Ínsula y Las Nuevas Letras) le dedican un número monográfico. En la revista de la Asociación Colegiar de Escritores, Alfonso Martínez-Mena es directamente interrogado sobre el estado del género, a lo que responde diciendo que «la situación es extremadamente crítica; casi agónica en sentido orteguiano» (1988: 57). Para justificarse busca un culpable: las editoriales. Si bien es cierto que existen premios de narrativa breve, luego no tienen quien respalde su publicación. En el mismo número, la aragonesa Ana María Navales está de acuerdo con su compañero de páginas: se está produciendo un «auge invisible» —porque no es algo homogéneo—; verdaderamente los únicos que pueden publicar son los escritores consagrados, novelistas reconocidos, cargando la culpa de este hecho a las empresas responsables. La autora, no obstante, señala que afortunadamente este desinterés no es correspondido ni por el público, que sigue reclamando el género, ni por los autores que mantienen su cultivo (1988: 66). Meliano Peraile nos muestra una opinión contradictoria ya que dice sobre el cuento que «su salud es buena o, al menos, aceptable», pero, por otro, presenta un recuento objetivo de los libros de cuentos editados ese año (1988, 70). Los datos que proporciona son bastante desconsoladores: de las dieciséis o diecisiete publicaciones solo había dos o tres de autores de cuentos en sentido estricto, frente a cinco de autores extranjeros, y once o doce de reconocidos novelistas. Parece que todos están de acuerdo en achacar los males del cuento al mundo editorial, sin embargo, hay que indagar más profundamente, tal y como hace Martínez Menchén al extender la culpa a los críticos o profesores y, sobre todo, a los escritores que se toman el género como un ensayo previo a la redacción de novelas (1988: 81). Un año después Medardo Fraile se vuelve a cuestionar el resurgir del cuento, pero tiene en cuenta otros factores como la producción de autores destacados, los abundantes premios, y la acogida de relatos en el interior de El País, ABC... Opina, acertadamente que, frente a la generación de los cincuenta, cuyo valor es incuestionable, es imposible que haya resurgido dos veces en el mismo siglo. Tampoco se puede comparar la situación actual del género con el gran desarrollo que tuvo durante el siglo xix (1989, 10). En 1991 Fernando Valls afirma sin ninguna duda la existencia de un renacimiento del cuento en España desde 1975 a 1990, teniendo en cuenta la situación de los años sesenta y setenta, y otros datos bibliográficos e historiográficos, entre ellos la gran abundancia de colecciones y premios... Ante lo que Santos Sanz Villanueva presenta mayores reticencias aduciendo: «Acaso tengan razón los que siguen considerando de una manera pesimista la situación del cuento —que, hay que subrayar lo dicho, son la mayor parte—, pero no sería justo ignorar el interés que ha despertado en los últimos tiempos, y de ahí puede venir un resurgimiento» (1991: 25). Es consciente del ambiente poco propicio, pero tiene la precaución de reconocer la gran calidad de los últimos cuentistas. Para el crítico Ramón Acín (1991a), el auge del cuento se justifica únicamente por la celebración de encuentros y la publicación de números monográficos, pero es consciente del desolador panorama editorial ya que el número de libros de cuentos publicados en ese año, comparado con los de narrativa, fue muy pequeño.

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grafías que iluminaban la cuestión, los más precavidos comentaban la aparición en prensa de ciertos textos de interés. En el polo opuesto estaban quienes se lamentaban por el declive de un género que, allá en el medio siglo, había alcanzado su cumbre. Lo cierto es que, entre festejos y entierros, todos ellos agotaron sus esfuerzos sin prestar atención a su verdadero objeto de estudio. El cuento, entre tanta polémica, se quedó solo en el centro del huracán. Semejante esfuerzo demostrado en la discusión sobre la existencia o no de un auge durante esa decena de años daba sombra al fenómeno en sí. Para Ramón Acín (1991a) el interés por la aparición de ese resurgir, apenas existente, se debía a una técnica de mercado que consistía en llamar la atención sobre un fenómeno (aunque este no existiera), para producir libros colectivos, ensayos, etc. En los noventa, todavía seguía abierto el debate. En 1994, José Luís Martín Nogales señalaba el cambio de situación del género: «cuyo auge se manifiesta tanto en la postura que adoptan los escritores ante el cuento como en el panorama editorial, en la valoración de la crítica hacia el género y en la misma actitud de los lectores» (1994a: 43). Este mismo año, en otro artículo, mantiene que «el cuento no dispone hoy de un medio de difusión apropiado, que se adapte a su extensión, a sus recursos y a los procedimientos narrativos que le son propios» (1994b: 6). Para afirmarlo analizaba los diferentes canales en los que aparecía concluyendo que, tras la euforia de los ochenta, en la siguiente década había un nuevo declive. Una vez más Nuria Carrillo (1994a) culpaba a los deficientes medios de difusión de silenciarlo, ya que las iniciativas editoriales y los premios fracasaban a pesar de que había un ambiente propicio. Nuevamente, José Luis Martín Nogales en 1996 continuó tomando el pulso a la situación, aunque modificó levemente sus anteriores declaraciones al afirmar: «el renacer del cuento en este periodo es un hecho evidente, tanto desde el punto de vista cuantitativo como cualitativo» (32-35). Buscaba razones que lo explicaran como el boom económico, junto con el impulso de la narrativa hispanoamericana y un mundo en donde lo fragmentario y lo breve son apropiados para nuestras vidas ajetreadas. Finalmente, en el año 2001, con un poco de distancia, el mismo autor observaba el panorama editorial dominado por cuatro grandes empresas que no se podían arriesgar a hacer pequeñas tiradas, en el que el cuento sobrevivía gracias a la labor de modestas editoriales, al margen de la masificación y de los circuitos intensivos del mercado. El problema en todos estos trabajos consistía en adoptar el adecuado punto de vista y las necesarias precauciones a la hora de estudiar ese hipotético «auge». Los responsables de las antologías se hicieron eco de esta discusión y se la trasladaron a los escritores que se vieron obligados a reflexionar sobre el alcance de las siguientes preguntas: ¿Ha aumentado el interés por parte del público? ¿Entre las editoriales? ¿Ha mejorado la calidad de los autores? ¿Han proliferado los premios…? Javier Tomeo reconocía el fenómeno: «El cuento, en la actualidad, goza de cierto auge, o por lo menos parece que está liberándose de la etiqueta de “género menor” que le fue adjudicada durante varios lustros» (1991: 181). Por otro lado, Marina

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Mayoral defendía directamente la existencia de dicha tendencia centrándose en las mejoras del mercado: En estos últimos años, coincidiendo con el auge de la narrativa corta en todo el mundo, empiezan en España a abrirse de nuevo, poco a poco, aquellos cauces que dan salida a este género: revistas ilustradas y dominicales de diarios incluyen, sobre todo en verano, cuando escasean las noticias, relatos literarios. (Percival y Encinar, 1993: 135).

¿Por qué tanta importancia a esta polémica? En realidad, al sistema le interesaba el desacuerdo, que la cuestión siguiera en el aire proyectándose, pues en cierto modo era una manera de que el género siguiera en el punto de mira y que reflejara, usando las palabras de José María Merino, «el vigor de una cultura». 46 Este escritor en la introducción a su Cuento español contemporáneo señalaba: «Para la buena salud literaria de una cultura es imprescindible la presencia y vitalidad del cuento». De hecho, anhelaba el esplendor contemporáneo de las literaturas iberoamericanas (Percival y Encinar, 1993: 143-144). Para el autor, la situación del género en España tuvo quizá un desarrollo distinto a América, con menor atención por parte de las instituciones y el mercado, por lo que era necesario mejorar su inclusión dentro de los movimientos literarios vigentes. No hay que pasar por alto que el debate se centraba en torno al término «auge», que solo se puede entender desde un punto de vista cronológico, como una fase en un proceso en alza. La palabra indica que la fama del cuento se encuentra en potencia, es un paso más a seguir en la historia, pero que todavía no se ha logrado. Por eso es habitual que, entre las poéticas recogidas, los autores echen la vista atrás y analicen su evolución desde sus orígenes. Como ya expliqué se aprecian dos posturas a la hora de registrar su genealogía: A) o bien nace en la oralidad y su vertiente escrita no es más que una continuación del mismo, B) o ha cambiado sustancialmente, sobre todo a partir del siglo xix, distanciándose de su manifestación oral. En cualquier caso, los narradores siempre buscan que el género salga bien parado, tal y como hace Isabel del Río: Y a caballo entre la tradición oral y la escrita son también cuentos la leyenda, la parábola, la alegoría. Hasta son cuentos las versiones menores de éstas: la plática, el conciliábulo, la historieta, el juego de palabras, el trabalenguas, el chisme. Todo se cuenta. Desde lo íntimo a lo general, desde lo que no tiene importancia hasta lo que cambiará nuestra percepción de las cosas para siempre. Y todo se cuenta de muy distintos modos: el cuento hablado y el escrito, el transmitido en voz baja al oído, en tablillas, con partitura, en iconos, en la mirada, con el abrazo. (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 234).   José María Merino señala que: «Desde otra perspectiva, creo que en la abundancia y calidad de los cuentos —los relatos breves— está un testimonio significativo del vigor de cualquier literatura» (1991: 125). 46

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En estas palabras lo oral no es síntoma de anquilosamiento alguno, sino la pervivencia de las mencionadas características positivas de esta cultura y de este medio de transmisión. En el caso de los que defienden la contigüidad, el género adquiere el valor de lo ancestral y primigenio pues está difundido el tópico de que la oralidad es más natural, menos compleja, y más inocente. Cuando, por el contrario, se señala la existencia de un punto de inflexión en la historia del género a partir del relato decimonónico, se subrayan todos los factores positivos de la evolución: por un lado, crea diversidad a través de la modificación y la adaptación, por otro lado, las variaciones generan progreso y superación, ya que las nuevas formas sobrepasan a las antiguas. Para Marina Mayoral, por ejemplo, la virtud del género consiste en ser el más apropiado para las circunstancias de la vida actual: En el siglo xix, cuando la vida del mundo empieza a acelerarse, el cuento adquiere personalidad propia. Hasta ese momento había tenido cultivadores aislados, aunque geniales. Nuestro don Juan Manuel con El conde Lucanor, Boccaccio con el Decamerón o Chaucer con los Cuentos de Canterbury, son antecedentes ilustres del cuento literario, pero serán las grandes figuras del siglo pasado Hoffmann, Poe, Maupassant, Pardo Bazán, Chejov, Oscar Wilde, quienes creen las bases del cuento como género literario y lo lleven a su plenitud. (Percival y Encinar, 1993: 135).

Las siguientes fases que apunta la escritora son un paso más en el proceso de mejora y la etapa de auge actual sería el resultado definitivo de este crescendo. Al derivar los cambios del cuento de los fenómenos sociales, la escritora vincula el género con las preocupaciones del mundo contemporáneo reivindicando su vigencia y su valor, en definitiva. La autora en esta misma poética subraya su idoneidad para transmitir el ritmo de la vida que rodea al lector: «El cuento es el género del siglo xxi. En un mundo cada vez más acelerado el arte ha de refugiarse en formas rápidas, concisas, que transmitan de forma inmediata, sin pérdida de tiempo aquello que el artista tiene que decir» (Mayoral en Percival y Encinar, 1993: 136). La prisa define nuestra relación con el entorno que nos rodea, cada vez es más frecuente un estilo de vida demasiado exigente en áreas diversas. Aunque su brevedad parece estar a la altura de las circunstancias, la realidad es que el género no ha ganado más lectores por este motivo, sino todo lo contrario, según Esther Tusquets: «En el momento actual se escriben muchísimos cuentos, más que en cualquier otra época de la literatura, pero, váyase a saber por qué, interesan menos a los lectores» (Percival y Encinar, 1993: 285). Ya se ha visto que el debate sobre si el cuento se trata de algo moderno o primigenio saca a la luz otros rasgos como si es un entorno propicio o no para la libertad y la espontaneidad. Con todo, la red de implicaciones no se para en estas preguntas ya que alrededor de estas cuestiones surgen otros asuntos. Por ejemplo, los autores que abordan su oralidad, coinciden en hacer referencia a la importancia del principio y el final, heredada de unas circunstancias de comunicación donde lo más importante es tener al auditorio pendiente a través de un inicio y una clausura sorprendentes.

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Para Antonio Muñoz Molina el género hoy en día mantiene algunas de estas características: «El cuento tiene más o menos las medidas de una narración oral, y también el énfasis de un comienzo indudable y de un final definitivo, el érase una vez y el este cuento se ha acabado» (1991: 153). De esta postura sería representante Álvaro Pombo quien opina: «Para que un cuento sea bueno tiene que ser perfectamente circular y tiene que contener un elemento de enseñanza» (1991: 161). Ian Reid culpaba de la insistencia en la simetría estructural a una cuestión que: «está más relacionada con sus propias obsesiones [del autor] que con alguna de las cualidades esenciales del género» (1997: 27). Efectivamente, no todos los autores optan por este tipo de organización de la materia narrativa, por ejemplo, Juan José Millás critica en un artículo la esfericidad: «El resultado final, en muchos casos, es que la búsqueda desesperada de artificio ha dado lugar a productos seriamente artificiales» (1993: 251-253). La alternativa al relato cerrado estaría relacionada, por tanto, con esa idea que proponía Quiroga en su texto «Ante el tribunal» (1931), esa famosa expresión de que el cuento es como una flecha que da directamente en el blanco (1989: 75). Según esta opinión el objetivo supremo del relato es su final, y desde entonces la linealidad es contemplada como otra posible alternativa. Esta idea está también detrás de la metáfora cortaciana del cuento como un puñetazo que utilizan algunos autores como Mercedes Abad: «Los mejores cuentos siempre me parecen juguetes letales: aparentemente inocuos e intrascendentes, ligeros y casi triviales, tienen sin embargo, una formidable pegada y a menudo te dejan, al acabarlos, la impresión de un brutal directo en el plexo» (2002: 26). Nuria Barrios hace otra alusión a Cortázar: «Cada relato es un combate de boxeo.» (VV. AA., 2002: 51). El final es importante para aquellos autores que valoran el efecto, sin embargo, las corrientes renovadoras han ido rompiendo este presupuesto y han empleado el cuento como terreno favorable a la experimentación. Este contraste de posturas ante la estructura del relato, se debe, fundamentalmente, a que no se trata de un rasgo definitorio del género, sino más bien a una cuestión de gustos en la que entran en juego otros factores como las influencias literarias. Parece, entonces, que este asunto enfrenta dos opciones estéticas que serán objeto de mayor atención en el siguiente capítulo (vid. 2.1 del cap. III). 4. La retórica de las poéticas Como se acaba de apreciar en las páginas anteriores, el lector no solo encuentra en las poéticas la repetición de determinados temas o asuntos, sino que además se reiteran algunas frases, expresiones, planteamientos… Por supuesto, las semejanzas pueden estar motivadas por el idéntico objetivo que recorre esos escritos, pero en realidad tales similitudes ponen de manifiesto la existencia de un repertorio, de una tradición. Los autores no parten de cero pues, como en cualquier otro género, tienen a su disposición las aportaciones que otros han creado con el mismo fin; es su decisión el adoptarlas, seguirlas, refutarlas o ignorarlas. Por otra parte, el discurso de las

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definiciones está sujeto a otros requerimientos, por ejemplo, no solo responde a la necesidad de ser «preciso» sino también a la de ser «original», de ahí que estas afirmaciones no se puedan juzgar con los criterios de aceptabilidad de otros ámbitos más científicos, sino con los criterios estéticos que exige el sistema literario. Se ha convertido en hábito entre los escritores la creación de llamativas metáforas que representen al género. Tanto es así que Hipólito G. Navarro opina que se ha llegado al extremo en el que las poéticas se han convertido en un «juego para ver quién logra más metáforas inéditas al abrazar el problema desde esa vertiente tan común de explicar no ya de qué cosa sea el cuento sino qué es el cuento “frente a” la novela y el verso, que también son ganas de marear la perdiz» (VV. AA., 2002: 167). El recurso a la expresión figurada permite establecer relaciones con elementos u objetos de los que el lector, supuestamente, tiene un mejor conocimiento sobre sus límites y ayuda en los casos en los que el concepto tiene algo de inefable. Por eso Nuria Barrios nos habla del silencio en el relato, utilizando la imagen de una pértiga con la que alude a la difícil labor del cuentista y a la importancia de este recurso (VV. AA., 2002: 51). Hay que recordar la conocida opinión de Lakoff y Jonhson para los que nuestro sistema conceptual, que es central en la definición de las realidades cotidianas, influye en nuestra manera de ver el mundo, así «nuestros conceptos estructuran lo que percibimos, cómo nos movemos en el mundo, la manera en que nos relacionamos con las personas» (1980: 39). Para estos autores todos los procesos del pensamiento humano se definen a través de un sistema conceptual metafórico. La definición genérica a través de imágenes es una manera de aplicar nuestro procedimiento más habitual para comprender el mundo, ya que ejerce una función cognitiva, pero esa no es solo su misión, también tiene un valor estético indudable, y por ello es un mecanismo retórico y poético de primera magnitud al que se recurre continuamente cuando llevamos a cabo la función poética del lenguaje, o cuando queremos ver un objeto desde una perspectiva distinta a la habitual. La costumbre de emplear metáforas está reforzada por la tradición, puesto que la han utilizado la mayor parte de los interesados por la cuestión. Por ejemplo, Julio Cortázar, cuya autoridad en lo que respecta a la teoría del cuento es indudable, tal y como demuestran las constantes alusiones a su figura, nos dejó como legado no solo unas ideas, sino también unas expresiones concretas que han marcado una manera de redactar las definiciones. Por ejemplo, aparecen repetidas las palabras recogidas en las lecciones universales que pronunció en Cuba, en las que representó el efecto como un «impacto». El autor utilizó esta figura entre su arsenal para asegurarse así la comprensibilidad de la misma. 47 Como su propuesta fue rápidamente adquirida por los lectores sucesivos de su poética, esa imagen ha entrado a formar parte de los 47   Los teóricos han destacado la abundancia de términos metafóricos en el discurso de Cortázar. Puede que la causa fueran dos motivos distintos, no solo porque lo inefable del cuento solo puede tener cabida en la metáfora, tal y como el mismo expresaba: «solo con imágenes se puede transmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene en nosotros, y que explica también por qué hay muy pocos cuentos verdaderamente grandes», sino porque sabía que muchos de los presentes en su charla no habían podido leer ninguna de sus obras (Cortázar, 1997b: 384).

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topoi del sistema de definición del cuento, ha sido semilexicalizada y se ha alejado del contexto para el que fue creada. Se ha difundido la personificación del género breve el cual puede «ganar por knockout», aludiendo al efecto del cuento, como demuestra la expresión de Mercedes Abad en la cual lo comparaba con un «directo en el plexo» (VV. AA., 2002: 26). Aunque Cortázar colaboró a la popularidad de esta imagen, lo cierto es que la metáfora del golpe para aludir a aquello que nos sorprende es bastante común, de hecho, decimos que algo es «impactante» o que «nos choca». El autor simplemente asentó y dignificó una idea que ya estaba latente en nuestra forma de concebir lo sorprendente. Aunque la comparación o símil debe distinguirse claramente de la metáfora, puesto que la primera establece una relación de semejanza o parecido y la segunda la establece de identidad, independientemente de su manifestación, la imagen permanece bajo diferentes enunciados y lo importante es ver cómo sobrevive el tópico del repertorio cortaciano. Antonio Pereira, por ejemplo, utilizaba la expresión «como dar un golpe de mano» (Percival y Encinar, 1993: 233). Por otro lado, Juan Manuel de Prada adopta otra de las citas más difundidas de Cortázar: «El cuento cabal, como la fotografía que fija la realidad en un instante para hacerla más duradera, no aspira a captar un tumulto de pasiones, mucho menos un catálogo de episodios o personajes que expliquen el mundo; quizá esa tarea enunciativa, más o menos prolija o llevadera, corresponda a la novela» (VV. AA., 2002: 378). Otras expresiones comparativas son la de Soledad Puértolas para quien «el cuento es como asomarse a una ventana y la novela como caminar por el paisaje» (Escribano, 2000), o la de Marina Mayoral para la cual «la novela es como un veneno lento y el cuento como un navajazo» (1990: 70). Antonio Muñoz Molina aclara: «[...] el cuento es un sprint, una rápida aventura, y por eso decía Cortázar que en él hay que ganar por K.O., y no por puntos, como en la novela» (Percival y Encinar, 1993: 193). En estas líneas el escritor jienense saca a la luz otro de los tópicos recurrentes en la definición del género: la comparación entre la escritura del cuento y de la novela como si se tratara de una carrera de atletismo, aludiendo a la velocidad de resolución y al efecto. Esta imagen deportiva es utilizada también por Juan José Millás, quien opina que las diferencias genéricas corresponden a dos maneras de enfrentar la creación: Quizá esto se pueda resumir afirmando que la posición psicológica frente a una u otra cosa es distinta, del mismo modo que lo es un corredor de velocidad frente a un corredor de fondo. El modo en que se reparten las energías, la forma en que se administran los materiales narrativos, varía mucho en función del territorio que se ha de atravesar… (Percival y Encinar, 1993: 155).

Curiosamente Almudena Grandes, quien no es muy partidaria de distinguir entre ambos géneros, opina que la división es una mera cuestión taxonómica irrelevante: «Creo que, en realidad, existe solamente un género, que es el de la narración, y mu-

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cho más que dos formatos, que configurarían un panorama más relacionado con la compleja clasificación de las carreras [...] que con la simplificada cuadrícula que hemos estudiado en los libros de texto (VV. AA., 2002: 206). La escritora madrileña un poco más adelante señala la importancia del acto de su lectura, a la que describe también usando una llamativa comparación: Si una novela debe ser como una escalera con rellanos, con pausas en las que la narración se remansa para dar al lector la oportunidad de recapitular, de respirar y de tomar aliento para el siguiente tramo, un cuento —como un poema— es una escalera por la que hay que ascender implacablemente, sin mirar atrás, sin pausas ni interrupciones. Yo al menos lo percibo así desde el proceso mismo de la escritura. (VV. AA., 2002: 206).

La metáfora del boxeo servía a los escritores para explicar con una imagen los sentimientos inasibles del efecto en el lector. Del mismo modo, abundan estas expresiones para hablar de otro instante misterioso: el momento de la creación. Juan Eduardo Zúñiga centra su poética en contarnos la génesis de sus composiciones y llega a la conclusión de que: «Complejo y secreto es el origen de toda obra literaria, pero la chispa matriz que genera un relato, breve, intenso, podría equipararse a la aparición de un recuerdo no muy preciso que llega inesperado como inquietante imagen de algo vivido» (1991: 195). Por otro lado, Soledad Puértolas emplea la comparación para hablar simbólicamente de los contenidos que obtiene el receptor después de su lectura: «El cuento es como la piedra que se lanza al aire, describe una parábola y vuelve a caer sobre la tierra. Pero vuelve a la tierra con algo de lo que ha encontrado por los aires» (Percival y Encinar, 1993: 259). Pero el ingenio de nuestros escritores va más allá, hay quien prolonga la imagen y convierte la definición en una ficción. Care Santos, hablando de los sentimientos que en ella suscita el género decía, por ejemplo: «Uno conoce las astucias del placer y la magia de las palabras, que sabe convocar en tu cuerpo todos los aquelarres sin que su entrega se enturbie con preguntas ni respuestas. Y al que amas, claro, porque las cosas se hacen bien o no se hacen». La sublimación de la experiencia creadora es mayor en las siguientes frases: «Escribir un libro de cuentos es más aún: es robarle a los calendarios un tiempo para que esa perfección o su espejismo exista en la habitación de un hotel lejano de la que nunca hace falta salir. Habría un paisaje en la ventana, una música en la oscuridad y un amanecer tibio cada día. Nunca podrías saber hasta dónde llegará esa intensidad, ni cuánto tiempo necesitas para apurarla, pero mientras lo haces creerías que acaso la vida podría haber sido esto». La autora concluye su exposición con una curiosa y divertida imagen: «Para mí, la novela es el esposo abúlico que te espera cada día en casa. O como la esposa con bata de boatiné y rulos enredados en el pelo» (VV. AA., 2002: 427-428). La búsqueda de la expresividad es incesante entre los autores en aras, al menos, del humor. En el corpus de las antologías hay varias poéticas en las que las reflexiones sobre el género han sido sustituidas por pequeñas historias o por diminutos y originales

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ensayos con diferentes enfoques e intenciones. He aquí que, además, como el cuento puede adoptar una finalidad didáctica, los escritores encuentran en esta tradición un vehículo expresivo perfecto para transmitirnos algunas lecciones sobre él mismo. El primer caso es la respuesta de Agustín Cerezales a la antología de Anthony Percival y Ángeles Encinar, en la que adopta la famosa fórmula para dar comienzo al texto, siendo consciente de estar creando la entrada a un mundo ficcional: Érase una vez un cuentista que, a petición del editor, trató de expresar en diez líneas su idea del cuento. Lo que al principio parecía fácil fue desvelándose primero tarea ardua, luego dificilísima, por último imposible. Perplejo, llegó a la conclusión de que, si no acertaba a expresar en diez líneas lo que pensaba del cuento era porque en realidad no pensaba nada. Con la mente en blanco, como suele ocurrir, le vino la inspiración. Y así, en vez de desanimarse, ni corto ni perezoso, escribió un breve apólogo, aprovechando el asunto mismo que le traía de cabeza. Moraleja: donde menos se piensa, salta la liebre. (Percival y Encinar, 1993: 65).

En este relato el protagonista tiene que enfrentarse a un reto, como los príncipes de los cuentos, pero en lugar de ir a perseguir dragones, su hazaña consiste en la escritura de un texto. Tras mucho pensar, encuentra la solución convirtiendo su problema en el tema principal, de modo que la respuesta contiene su propio origen. Cerezales, al igual que su personaje, transforma su poética en una narración que, a pesar de poseer elementos que entroncan con la tradición, recoge uno de los registros más posmodernos: la metaficción. El recurso tiene una consecuencia evidente: la parodia de las exigencias de editores e instituciones. Del mismo modo, Felipe Benítez Reyes en Pequeñas resistencias publica las siguientes líneas: Nos citamos con alguien en una cafetería. Cuando llega ese alguien, no le preguntamos si ha acudido a la cita en coche propio, en taxi, en autobús o paseando. De todas formas, ese alguien puede decirnos: «Me he retrasado un poco porque...» Aun así, no le preguntamos cuánta gasolina ha gastado si resulta que ha venido en coche propio. No le preguntamos qué línea de autobús ha cogido si resulta que ha venido en autobús, ni cuánto le ha costado el billete, ni qué aspecto tenía el conductor. Si ha venido en taxi, no nos interesamos por el importe de la carrera ni por qué cadena de radio tenía sintonizada el taxista. Si ha venido paseando, no le pedimos que nos indique cuántas calorías ha quemado en el trayecto ni que microporcentaje de suelas calcula que ha gastado en el paseo. Lo único que nos importa es que haya acudido a la cita. El medio para llegar, la inversión de tiempo y de dinero para llegar y la pérdida de calorías sufrida para llegar es asunto suyo. Lo que nos interesa es la cita. Y lo demás son cuentos. (VV. AA., 2002: 83).

El escritor, al responder de esta misteriosa manera a la solicitud de Neuman y Merino para su antología, deja abierto el camino de la interpretación: ¿A qué se refiere concretamente? Por una parte, puede estar aludiendo a un tipo de poética del cuento basada en la ausencia de detalles innecesarios y de descripciones, a favor de

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la acción. Pero, por otra parte, puede estar describiendo la presión que sufren los autores por justificar todos los aspectos de sus obras. A través de este fragmento, insinúa que, al igual que por cortesía no incomodamos al amigo que se ha retrasado con preguntas impertinentes, lo mismo les debería suceder a los escritores; las últimas aseveraciones sugerirían la importancia de los propios cuentos antes que de las poéticas. Estos dos últimos ejemplos respondían a un mismo estímulo: la incomodidad de redactar un texto sobre la propia escritura. Un caso distinto es el de Josán Hatero, quien focaliza su pequeña ficción en las sensaciones de un intruso que entra en una casa ajena. Todo placer solitario tiene el aliento goloso del delito o su presunción: así el placer de quien entra en el apartamento de un amigo, con un juego de llaves que éste le ha proporcionado junto con el ruego de regar las plantas en su ausencia física. Es un placer que se saborea por adelantado y comienza con un leve temblor y una mirada de reojo al pasillo, seguido de esa desazonadora incertidumbre al probar las llaves en las cerradoras, la pausa al encender las luces —cuantas más luces mejor, su curiosidad desterrando cualquier sombra— concediendo una oportunidad a la sorpresa, y, luego, reconocer cauto el espacio, aunque conocido, nuevo, y nunca tan ajeno; penetrar ese espacio como robando el aire cerrado; como robando. (VV. AA., 2002: 239).

El placer del que habla remite a dos posibles momentos: por una parte, podría estar hablando de la lectura, tantas veces identificada con la entrada a una habitación extraña, pero también podría expresar la sensación que un autor siente cuando le toca crear un mundo posible. Como se ha visto, en estas tres poéticas los escritores se plantean problemas con la redacción del propio género, pero apenas insinúan un rasgo definitorio. No obstante, lo que se advierte es la autenticidad de las sensaciones que describen ficcionalmente, ya que, al fin y al cabo, en estos textos no importan los datos sino lo genuino de su aportación. Otro recurso propio del discurso argumentativo es la ejemplificación, ya sea con obras ajenas o propias. En el primer caso, los escritores recurren a citas de figuras aclamadas con autoridad en la materia. Como se vio en líneas anteriores, frecuentemente acuden a los conceptos de Cortázar o bien de Poe, pero ellos no son los únicos convocados. Mercedes Abad se siente identificada, con una idea de Maupassant según el cual los detalles son innecesarios en la construcción del relato. […] de hecho, cuando describo un personaje siempre tengo en mente un par de líneas escalofriantes de Maupassant, otro maestro del género breve «cuando no estaba presente, nunca se hablaba de ella, jamás se pensaba en ella»; después de semejante tralla, ¿qué le añadiría a nuestra idea del personaje decir que era rubia o morena, gorda o flaca, que le chiflaban las lentejas estofadas con chorizo o que prefería el apio crudo). (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 20).

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Con esta mención la escritora demuestra conocer la bibliografía sobre el asunto y estar informada, hasta tal punto que desdeña todo lo que se ha escrito sobre la cuestión del cuento de ahí en adelante: «Sospecho que estas líneas de Maupassant, con su precisa artillería, dan más de lleno en el blanco de todas las balbuceantes teorías disponibles en torno al cuento» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 20). Aunque la cita del francés le sirve a la escritora para sintetizar sus opiniones sobre el género, también la matiza y modifica, aportándonos información extra sobre otras cuestiones. Frente a esto, Juan Bonilla coincide tan plenamente con el pensamiento literario de Fogwill que sustituye su poética por un párrafo completo del autor (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 50). Los textos se llenan de referencias debido a los requisitos impuestos en la antología Pequeñas resistencias, en la que los responsables del mismo pedían a los escritores que expresaran sus preferencias literarias. Entre esas respuestas, el caso más extremo aparece de nuevo en la poética de Juan Bonilla: como considera que sus reflexiones personales son insuficientes, opta por presentarnos una demostración inductiva de lo que él considera que son cuentos de calidad y nos ofrece una relación de sus textos favoritos (VV. AA., 2002: 93). Los autores que selecciona comprenden un elenco variado que va desde Quim Monzó, a los norteamericanos J.D. Salinger, Truma Capote, Raymond Carver, Ray Bradbury, a los inclasificables Charles Bukovski o Vladimir Nabokov, a los hispanoamericanos Julio Cortázar o Juan José Arreola… De esta manera demuestra que conoce a escritores que se escapan de los catálogos clásicos y sorprende con algunos nombres. Así incluye desde la escritora norteamericana Lorrie Moore, al premio Nobel de Literatura Yasunari Kawabata, al controvertido escritor italiano Giovanni Papini. Gonzalo Calcedo lleva a cabo un ejercicio curioso al recoger en su poética una paráfrasis de un texto que marcó su obra: «The Swimmer» de John Cheever (VV. AA., 2002: 126). A raíz de las preguntas de entrevistadores, antologadores y lectores, los autores se ven obligados al final a hablar de su propia experiencia, de sus intuiciones y sus sospechas confesándonos cómo conciben sus propios relatos. Las razones de este interés pueden ser varias: en primer lugar, ellos pueden disertar con mayor conocimiento de causa de sus creaciones, pues conocen bien sus entresijos; por otro lado, esos datos interesan a los consumidores de este tipo de respuestas. Otra razón posible sería, dado el descrédito de las poéticas universales y generales, que los escritores prefieran hablarnos de lo más cercano y conocido: su propia obra. Este último supuesto se aprecia en el siguiente fragmento de Agustín Cerezales. Al comienzo de su argumentación opina que es imposible establecer una definición que abarque todas las manifestaciones, pues en el corpus actual se puede encontrar un modelo de cuento y su perfecto contrario. En mi experiencia personal, cada cuento responde a su propia técnica, la que le permita llegar a ser lo que la intuición preconizaba. De ahí que haya cuentos que son cuentos y otros que sólo lo parecen, cuentos que cuentan lo que dicen y otros lo

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que no cuentan, cuentos que empiezan por el principio y cuentos que empiezan por el final, cuentos de estructura abierta y cuentos de recorrido hermético, cuentos que nacen de un solo impulso y cuentos que necesitan mil avatares, muertes y renacimientos, hasta encontrarse consigo mismos. (1991: 101).

En realidad, la opinión de Cerezales, aunque en principio parece describir la situación del cuento actual, tiene como objetivo justificar la unidad de su libro caracterizado por la multiplicidad de recursos: «De esta concepción —o más bien, repito, experiencia— surgió Escaleras en el limbo» (1991: 101). Supuestamente, para el autor la diversidad del volumen es fiel reflejo de la vida real. Bien es cierto que cabe la sospecha de que lo que intenta defender Cerezales es la calidad de su obra, algo que tiene en común con Álvaro Pombo, quien ensalzaba en el especial de la revista Lucanor el cuento al que su poética antecedía. Este escritor presenta sus ideas de la siguiente manera: al comienzo describe el origen de su relato y señala su estructura cerrada de la siguiente manera: «“Avatar con peripecia de la reaparecida pitillera preferida de Su Alteza Imperial la Archiduquesa Olga Alejandrovna” es un cuento porque empieza y acaba con la misma frase y porque, es de esta suerte, perfectamente circular» (1991: 161). Finalmente, concluye con una apología de este tipo de composiciones, de modo que el lector de este texto entiende que es la ejecución perfecta al ajustarse a su ideal: Para que un cuento sea bueno tiene que ser perfectamente circular y tiene que contener un elemento de enseñanza, tiene que servir de ejemplo de algo: este cuento mío sirve como apólogo de lo magnánima que puede ser una persona tan perfectamente absurda como lo fue la Archiduquesa. Y este cuento es, además porque al escribirlo he procurado que tuviera un aire de huevo de Pascua Fabergé: brillante, gracioso y no muy grande. Confío que sea entretenido y ejemplar. (1991: 161).

La poética de Juan Manuel de Prada, la más extensa de las recogidas en las antologías aquí estudiadas, se centra únicamente en sus creaciones y en su concepción de la literatura antirrealista, «monstrenca» y como espejismo —unos términos que recuerdan inevitablemente al esperpento valleinclanesco—, para luego centrarse en describir la motivación de sus cuentos: introducir un elemento que rompa la normalidad del mundo ficcional. El autor se anticipa a las críticas de escapismo y se defiende diciendo que, aunque de forma alegórica, sus composiciones tratan temas actuales. Para terminar, destaca la coherencia de sus cuentos con las ideas previamente expuestas, siendo su propia obra la heredera de algunos grandes de la literatura: Todos estos mecanismos creativos y obsesiones que vengo exponiendo se condensan en El silencio del patinador, el relato que a continuación se ofrece. Antes cité, entre mis débitos, a Hawthorne; sería injusto no mencionar la nitidez sintáctica de Borges, la música onírica de Cortázar, los delirios analíticos de Poe y, sobre todo, el «misterio blanco» de Felisberto Hernández. (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 217).

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Mientras Juan Manuel de Prada justifica su obra con su propia preceptiva, Eloy Tizón nos plantea la caducidad de su ideario; presenta el texto al que acompaña su poética y habla de la fórmula o norma compositiva que empleó para su redacción, a la que se refiere casi como un ejercicio de estilo: El que viene a continuación es el primer relato que escribí y publiqué, y me siento orgulloso de él, como del libro en que apareció (El arte no paga). Por entonces estaba convencido de que todo estaba permitido, salvo aburrir al lector. Tenía pánico a que se desinteresase de lo que le contaba, de forma que extendí la apoteosis final, haciéndola durar desde la primera a la última frase. Multipliqué los chistes y retruécanos y aceleré la acción de la trama, las sorpresas, el cóctel de jergas hasta el límite de la animalada. Esta normativa autoimpuesta obligaba a dejar de lado toda contemplación con la lógica psicológica e idiomática de los personajes, pero a cambio me permitía explorar insólitas posibilidades cómicas del habla (aunque aquí y allá iba encontrando alguna huella que ojalá fuese de Valle-Inclán y de Bustos Domecq) y liberar la imaginación de toda traba o respeto humano. (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 324).

Tizón nos permite conocer el efecto que deseaba desencadenar en el receptor, sin embargo, todo nos indica la decepción y el cansancio que le provocaba la repetición de un mismo repertorio: «Podía haber escrito cien cuentos más como los de El arte no paga, pero una vez encontrada la fórmula del cóctel me hubiera sido tedioso prepararlo (y a usted beberlo) muchas veces más. En cambio, tal como quedaron las cosas, era tan divertido...» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 324). Con este comentario nos avisa de que el cuento recogido en la antología no se corresponde con sus preferencias posteriores y que sus gustos se encontraban en pleno proceso de cambio. En resumen, en los ejemplos del corpus se han podido apreciar diferentes recursos. Parece que los escritores se enfrentan a la escritura de una poética como si fuera un poema: o bien al no encontrar palabras para definir el género recurren a expresiones figuradas (metáforas y comparaciones), o bien porque buscan la originalidad de su expresión. Sea cual sea el caso, lo cierto es que muchas de estas figuras tampoco son plenamente originales puesto que frecuentemente adoptan ideas planteadas por otros autores. De hecho, dentro de dichas expresiones, un amplio repertorio está relacionado con la tradición de algún maestro literario. El siguiente comentario de Mercedes Abad pone de manifiesto que, a pesar de todo, el sistema sigue demandando expresiones originales y amenaza al que no aporta ninguna novedad: «De lo que sí estoy convencida en cambio (pero no deja de ser un tópico, ¡ay!) es de que cualquier buen cuento tiene una especie de reconcentrada intensidad» (VV. AA., 2002: 26). Da la impresión de que no puede decir con sinceridad lo que opina si haciéndolo recae en algún rasgo ya advertido por otros escritores. Por otro lado, también se han encontrado casos en los que el recurso a la ficción es la respuesta al descrédito de las poéticas y los discursos preceptivos. Además, ante la carencia de argumentos,

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los escritores se apoyan en autoridades o se centran en hablarnos de sus propias creaciones sin arriesgar opinión alguna. Recurrir a la experiencia les sirve, además, para presentar al lector una buena defensa de sus creaciones. 4.1. Las poéticas esquivas Como se ha podido apreciar, en las páginas anteriores no han aparecido todos los autores del corpus, ello se debe a que no se ha encontrado una poética de todos ellos. En primer lugar, hay silencios causados por las propias instituciones, intermediarias entre los autores y el público que deciden qué creadores son publicados o requeridos para entrevistas, congresos o premios. Entre los escritores recogidos, hay algunos de reducida o discreta trayectoria literaria. Elena Soriano, por ejemplo, tras sufrir los problemas de la censura, permaneció en silencio durante muchos años, sin embargo, encontró su lugar en las «bambalinas» de la literatura ya que se ocupó de la dirección de la revista El Urogallo. Cuando reapareció con sus cuentos, su nombre apenas era ya recordado en el panorama de las letras. Durante los años noventa algunos escritores estaban empezando. Así Sergi Pámies, José Carlos Llop o Neus Aguado todavía no habían encontrado su lugar en el sistema y por ello las ocasiones para hablar de sus ideas eran entonces escasas. Otro caso particular fue el de Carlos Blanco Aguinaga, quien emigrado a Francia y Méjico, dedicado a la tarea académica y a la de escritor, tampoco alcanzó al gran público con sus obras de ficción. Por otra parte, hay otros que, a pesar de su fama, de su predicación en los medios, apenas dedican unas líneas o páginas a la brevedad. La crítica fabrica etiquetas que son difíciles de cambiar, así que cuando un creador cultiva prioritariamente un género, este será el centro de las entrevistas, ensayos de encargo y conferencias solicitadas. Esto les sucede a Clara Janés y Ana Rossetti (poesía), o a Manuel Vicent (periodismo). Pasa lo mismo con los que se dedican a un subgénero como el policíaco (Juan Madrid), pero sobre todo con los novelistas (Ana María Matute, Rosa Regás, Julio Llamazares o Josefina R. Aldecoa), de quienes contamos con abundante material sobre su pensamiento literario, pero muy escaso sobre el cuento. Sin embargo, hay otro subconjunto de autores mucho más llamativo compuesto por aquellos que optan voluntariamente por no dar un testimonio de su poética, o que manifiestan su disconformidad ante el concepto de género, o bien se deciden por una definición hibridatoria. Los responsables del volumen Cuento español contemporáneo pidieron a sus antologados que presentaran directamente unas características, pero indagando en las respuestas, se aprecia que tan solo dos escritores lo definen. Ana María Navales opina que históricamente: «El cuento es un género literario específico, como lo ha sido siempre», es decir, tiene un terreno propio (Percival y Encinar, 1993: 211). Antonio Pereira presenta el origen del relato: «El cuento es el resultado de saber una buena historia y saber contarla con intensidad y brevedad» (Percival y Encinar, 1993: 233). En contraste, tres autores deciden no contestar a los

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requerimientos de Anthony Percival y Ángeles Encinar: Lourdes Ortiz, Javier Tomeo o Juan Eduardo Zúñiga. Sorprende sobre todo el último caso, ya que dos años antes sí que había publicado una poética para la revista Lucanor (1991: 195). A Fernando Valls y Rebeca Martín en su encuesta, no solo no les contestaron el cincuenta por ciento de su lista inicial de interrogados, sino que incluso Mercedes Abad les envió una respuesta llena de autoras inventadas. En suma, estos autores prefirieron «la escritura del No», un marbete tomado de esa nomenclatura utilizada por Enrique Vila-Matas, para referirse a todos aquellos escritores atraídos por la nada, creadores que no llegan a escribir nunca o que, habiendo escrito un par de libros, deciden callarse para siempre y cuyos máximos representantes serían Bartleby o el escritor de La carta de Lord Chandos. 48 De los que se negaron directamente a hablar del asunto, evidentemente, no tenemos noticia, pero sí que aparecen otros que adoptan actitudes alternativas que son indicio de dicho rechazo. Por ejemplo, algunos se muestran desencantados por la palabra definitoria; otros, como los antes mencionados Agustín Cerezales, Josán Hatero y Felipe Benítez Reyes, abordan el problema a través de la ficción en lugar de hablarnos directamente de su opinión sobre el cuento. Este último rechaza en su ensayo «Un castillo confortable» los interrogatorios a los que son sometidos los escritores: Ojalá me equivoque, pero no creo que ningún domador de fieras, pongamos por caso, se pregunte el porqué profundo de su oficio; ni siquiera tal vez un abogado lo haga, no sé yo: las labores sin porqué (¿cuántas lo tienen?) no suelen admitir interrogantes, se sienten injustamente cautivas entre los signos de interrogación, se rebelan al análisis y a la exégesis, quizá porque las mueve un instinto selvático de supervivencia que se satisface en la acción misma, no en la razón de sus acciones. (Benítez Reyes, 2004: 13).

José Antonio Millán, en su poética para la revista Lucanor (1991: 135) que he recogido en la presentación a este capítulo, sustituía sus ideas sobre el género por una relación de todos los compromisos sociales y literarios de un creador mediático que se quiere ganar la vida con la escritura. Hay un grupo de escritores que esquivan las definiciones debido seguramente a ese pensamiento posmoderno reticente a fragmentar y dividir la realidad en conceptos. La consecuencia es que rechazan abiertamiente o bien las clasificaciones genéricas y o bien su discurso. Reflejo de ello es el testimonio de Juan José Millás para 48   El protagonista del homónimo relato de 1853 de Herman Melville es un copista que nunca jamás ha sido visto leyendo y que en un punto de la narración deja de hacer su trabajo respondiendo a las increpaciones de su jefe con un: «Preferiría no hacerlo» (2001). En su Carta Hofmannsthal (1902) puso en escena la impotencia del hombre moderno para juzgar, para decidir, para asentir o para negar, cuya única solución es retirar la palabra, y renunciar a proseguir la empresa de la acumulación de páginas impresas. Se trata de la última carta que un imaginario noble inglés escribía al maestro Francis Bacon para concluir un epistolario intelectual. Se disculpaba por su renuncia a la actividad literaria, tras haber publicado algunos libros. Hoffmannsthal dejó pronto la poesía y la Carta nos explica que sufrió una crisis en la que el lenguaje se le quedó angustiosamente caduco (2001).

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quien: «Todos los géneros literarios se resisten a ser atrapados en el interior de un corsé. También el cuento, que es una unidad narrativa cuya autonomía, movilidad y capacidad de mutación desconcierta a los estudiosos» (Percival y Encinar, 1993: 155). En general, para el autor, la taxonomía es imposible porque el material bajo observación está en constante cambio, así el mencionado «encorsetamiento» entraña fuertes connotaciones restrictivas y negativas. La paradoja tras su planteamiento es evidente: el género se define por su libertad (y de ahí sus características positivas), pero su libertad impide toda definición. Mucho más categórico era José Ferrer Bermejo en su epílogo a La música de Ariel Caamaño donde subrayaba su total desconocimiento sobre el tema a la par que desdeñaba las opiniones de sus compañeros: «una cosa sí sé: por mucho que hablen, por mucho que peroren, el resto del mundo está como yo. Buscar una definición a lo que son los cuentos me parece tan absurdo como tratar de explicar por qué la hipotenusa es siempre más larga que los catetos» (1992: 124). La presión del encargo queda de manifiesto en la redacción de algunas poéticas, tal y como mencioné anteriormente. Mercedes Abad reconocía verse forzada a dar una opinión en Los cuentos que cuentan: «Ante un fiscal, admitiría sin incurrir en perjurio que dispongo de dos o tres sospechas más o menos fundadas y de un par de impresiones de viaje que han logrado mantenerse a flote en medio de un océano de dudas». La escritora utilizaba inteligentemente la imagen del tribunal, ya empleada por Quiroga, para que el lector entendiera lo delicado de su situación y el relativismo de su opinión. Se siente mirada por los teóricos y, para evitar críticas posteriores, excusa la falta de originalidad de sus ideas: «Pero me temo que esta munición más bien escasa no me permite atacar una teoría del género capaz de regocijar a futuros estudiosos». Toda esta retórica, negación de sí misma, rechazo de lo general, desemboca en una clara defensa de la autonomía del género: «Sin embargo, y pese a sospechar que sus leyes no son distintas de las de la novela y la poesía, creo que el relato breve discurre por un territorio que le es propio» (Masoliver Ródenas, 1998: 20). En estas citas late, además, otra intención: el rechazo a imponer una manera de escribir que coarte la capacidad creadora y que marque unos pasos por los que deban transitar los cuentistas venideros. Josán Hatero, por ejemplo, dice: «Personalmente no creo que existan unas normas estrictas, una carretera de peaje obligatorio que nos conduzca hacia el buen relato». El autor concluye admitiendo que «todo vale» en la escritura de un cuento: «Cualquier dirección es buena, cualquier propuesta válida si nos ayuda a cumplir las expectativas que hemos creado con la historia que intentamos contar. Cada narración debe tener su lenguaje y su solución». A pesar de todo, para cumplir con la demanda del antologador, nos ofrece al menos sus objetivos o puntos de partida a la hora de redactar que acaban siendo un resumen de las ideas tantas veces repetidas: la importancia del comienzo, la economía de medios, los personajes trazados en una frase y la verosimilitud (Masoliver Ródenas, 1998: 146). Esta misma actitud la cumplen cuatro autores de Pequeñas resistencias: Nuria Barrios, Eloy Tizón, Juan Bonilla y Mercedes Abad. Hay que recordar que los respon-

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sables de esta publicación les habían pedido que expusieran sus criterios para la maestría en el género, una tarea que les provocaba un claro rechazo (VV.  AA., 2002: 26). Nuria Barrios se niega a dar una gramática compositiva, sobre todo porque opina que los rasgos de genialidad residen en el arte de la ocultación de contenidos, lo que ella denomina «el silencio» del cuento: «No hay gramáticas ni maestros del lenguaje del silencio. Su uso marca el estilo, la profundidad, la emoción, de quien escribe. Nada ni nadie enseña a manejar los hilos de lo invisible: en ese arte todos somos autodidactas» (VV. AA., 2002: 51). De esta manera, al vincular el cuento con una característica inefable, relaciona el género con el valor positivo de la dificultad. Por su parte Eloy Tizón rechaza las poéticas por su inutilidad a la hora de crear un buen relato: A lo largo de la historia de la literatura se han formulado definiciones buenísimas del cuento, algunas de ellas geniales, otras que bordean lo sublime, pero que a mí, a la hora de ponerme a escribir, no me sirven de nada. Pues nada, en efecto, aminora la tensión del cuento, la quemazón del cuento, el hecho crítico de tener que escribir sin más remedio un cuento yo ahora, por pura necesidad, pese a quien pese, con saña. (VV. AA., 2002: 441).

El escritor reconoce que la inspiración es el resultado de la presión de una fecha de entrega que las normas no alivian. En conclusión, las palabras que componen dichas geniales definiciones resultan vacuas y sin sentido. Juan Bonilla advierte del peligro de que las poéticas acaben proporcionando una visión parcial: «En cuanto a todas las reglas que se han propuesto bienintencionadamente, me temo que sólo reflejan gustos particulares». Su discurso resulta un pequeño recopilatorio de razones desmotivadoras, sobre todo porque opina: «Todas mis certidumbres acerca del género nacen del eclecticismo, esa gran conquista social» (VV. AA., 2002: 93). El autor concibe la libertad literaria y el relativismo como un fenómeno cultural. Para refrendar su opinión, Bonilla va rebatiendo algunos de los criterios señalados por la tradición con un contraejemplo: Hay quien dice que un cuento ha de ser una pieza intensa con un final sorprendente, pero yo he leído cuentos magníficos —los mejores de Carver, por ejemplo— donde el narrador no cometía la fullería de tratar de sorprender en los últimos renglones. Y en cuanto a la intensidad habría previamente que definirla para saber si sabemos de lo que estamos hablando. Hay quien asegura que todo cuento narra dos historias, pero yo conozco relatos que narran más de dos historias y alguno hay que no narra ninguna. Hay quien defiende que en los cuentos es más importante lo que se calla que lo que se dice, pero me acuerdo de muchos relatos —de Bradbury, que no se calla nunca nada, de Kuttner, el mejor relato de Salinger, por ejemplo, que es «El corazón de una historia quebrada»— que lo dicen todo y no echa de menos uno que se hayan callado nada. Otros dicen que un relato debe emocionar, pero los espléndidos relatos del Padre Brown disienten de esa observación, y cuántos relatos

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nos hacen reír muchísimo y se nos quedan grabados a pesar de que no llegaron a emocionarnos. Hay quien dice que el cuento debe captar un instante, una escena, un momento en el decurso de las vidas de quienes lo protagonizan que sea capaz de decirlo casi todo acerca de ellos: pero conozco cuentos en cuyo interior transcurren cientos de años, y otros —las Vidas imaginarias— de Marcel Schwob que narran vidas enteras en siete u ocho páginas. Así pues desisto de creer ninguna declaración de principios acerca del género: me quedo siempre con los ejemplos empeñados en desmentir todas esas declaraciones. (VV. AA., 2002: 94).

En el fondo, la poética de Juan Bonilla recogida en Pequeñas resistencias, ese volumen con intención subversiva, acaba resultando todo un catálogo de argumentos anti-normativos, anti definitorios y por último, contrarios a las reglas de valoración crítica y a las poéticas: Ni siquiera estoy dispuesto a acotar lo que le pido a un cuento para que me parezca bueno: no dispongo de una plantilla que ir pasando por encima de los cuentos que leo, y tampoco dispongo de una plantilla para los cuentos que escribo: he publicado relatos fantásticos y relatos realistas, relatos de dos páginas y relatos de cien, relatos que suceden en el previsible futuro y relatos que suceden en un pasado insondable, relatos herosexuales, relatos homosexuales, relatos asexuales. (VV. AA., 2002: 94).

Existe, entonces, cierta oposición al propio género de las poéticas. El motivo es que está todo dicho, no es posible llegar a ninguna conclusión, ya ha habido muchas mentes brillantes que han recorrido este camino y que han escrito definiciones buenas o incluso sublimes, como señalaba Eloy Tizón (VV. AA., 2002: 441). Hay que recordar que también Hipólito G. Navarro ridiculizaba incluso la petición que le habían hecho diciendo que la tarea era era «marear la perdiz» (VV. AA., 2002: 168). El escritor sentía la inutilidad de seguir hablando en torno a la cuestión en busca de nuevas definiciones. Sin embargo, tal y como se ha visto, la existencia de tantas poéticas estaba provocada por un mercado que necesitaba ser alimentado constantemente a pesar de desencadenar un discurso repetitivo.

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Capítulo III

El repertorio del género cuento

1. ¿Una década de cuento? Describir la situación sociocultural a lo largo de la década de los noventa, es decir, el contexto que rodeó a los autores estudiados, es una tarea difícil no solo por la amplitud cronológica abarcada sino también por la rapidez con la que se suceden los fenómenos. Los escritores vivieron unas mismas coordenadas caracterizadas por la estabilidad social y la pujanza económica. Desde el punto de vista político, ya se había asentado el largo proceso de consolidación de nuestra democracia, comenzado en 1975, un año que marcó un hito en la historia española. Mientras los ochenta fueron tiempos de euforia, a final de siglo cundió cierto desencanto ante el sistema político. En los primeros años el PSOE se mantuvo en el gobierno hasta que en 1996 perdió las elecciones y José María Aznar se hizo con la presidencia, dando comienzo a un nuevo periodo. La consistencia política e institucional produjo un crecimiento económico espectacular, tanto es así que en 1992 España se convirtió en una referencia mundial tras asumir la responsabilidad de organizar varios grandes acontecimientos: los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Internacional de Sevilla, además de la capitalidad cultural de Madrid. Sin embargo, después llegó la reflexión sobre el coste que habían supuesto para la sociedad. El impulso económico precedente se estancó y en su lugar comenzó una etapa recesiva que no se recuperó hasta la mitad de la década. Para la cultura, uno de los fenómenos más reseñables a partir de la democracia es la mejora del nivel educativo de la población. Durante los setenta y los ochenta se

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produjo una expansión de la enseñanza obligatoria, aumentando el número de alumnos que accedía al ámbito universitario. En 1983 se había producido una reforma universitaria que potenció su andadura como una institución autónoma, creadora y divulgadora de conocimiento. Su principal virtud fue que consiguió dejar de estar dirigida a una élite para llegar así a un mayor porcentaje de la población. La demanda creciente de estudios superiores tuvo como consecuencia la ampliación tanto de plazas como del número de facultades y titulaciones. Cada Comunidad Autónoma se hizo con una universidad importante de modo que, mientras en 1980 existían en España 29 universidades, en el año 2000 se había alcanzado la cifra de 48, entre públicas y privadas (Egido Gálvez, 2006: 210). Esto facilitó no solo un contexto favorable para el desarrollo científico y tecnológico de nuestro país, sino un terreno propicio para la discusión y divulgación de ideas en conferencias, cursos y congresos de índole diversa, incluyendo la temática literaria. A veces los escritores formaban parte activa de dicho mundo académico (Nuria Amat o José Antonio Millán son dos ejemplos) pero otras veces eran contratados esporádicamente por la misma institución. Los cursos de verano comenzaron a ser uno de los foros de comunicación del pensamiento intelectual al multiplicarse por toda la geografía a partir del éxito de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Este hecho hizo que aumentara la actividad veraniega de nuestros escritores más famosos (Fusi, 1999: 155). A partir de 1978, de acuerdo con la Constitución, y con los Estatutos de Autonomía regional aprobados con posterioridad, arrancó la España democrática definida como un Estado Autonómico. El artículo 2 de la Carta Magna adelantaba un nuevo mapa para la organización territorial de España, intentando dar respuesta a las aspiraciones nacionalistas acalladas durante cuatro décadas de dictadura. Las nuevas instituciones apoyaban las lenguas autóctonas, lo cual provocó un auge en sus literaturas. 1 Esto afectó sobre todo a algunos escritores que tuvieron que tomar una decisión que inevitablemente cobraba tintes ideológicos. Por supuesto, adoptar una lengua es una iniciativa personal e individual, pero también influyen los editores, el mercado y el sistema. Hay algunos que iniciaron su carrera en catalán, euskera o gallego, pero que luego traducen sus propias obras, o sacan a la vez sendas ediciones. Por ejemplo, Quim Monzó ya en su novela L’udol del grisso al caire de les clavegueres tuvo clara su opción lingüística, pero con los años, y alcanzada una relativa notoriedad, Anagrama publicó en dos versiones sus siguientes libros (El perquè de tot plegat y Tots els contes) y logró un gran éxito con ellas, lo cual demostraba que la narrativa traducida también se podía vender bien. En el caso de los escritores catalanes contaban a su favor con que una parte de las editoriales generalistas tenía, y sigue teniendo, su base central en la capital barcelonesa, lo cual facilitaba la transición de un mercado a otro. Los gallegos o vascos consolidaban sus medios de transmisión a 1  Por desgracia, las realidades de cada comunidad podrían ser objeto de una discusión que traspasa los intereses de este trabajo ya que cada espacio implica un sistema de relaciones en el sistema de la cultura. Sobre las literaturas en algunas comunidades autónomas (Canarias, Andalucía, País Vasco, Extremadura o Murcia): José María Enguita y José Carlos Mainer (1994).

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la par que la difusión y asentamiento de su lengua en el sistema educativo potenciaba nuevas generaciones de lectores. Resulta significativo que las instituciones representativas del gobierno central o de lo que algunos denominarían cultura castellanoparlante, fueron cambiando su posición ante las obras escritas en otras lenguas diferentes a esta. Por ejemplo, en estos años les fue concedido el Premio Nacional de novela a Alfredo Conde por Xa vai o griffon no vento (1986), y a Bernardo Atxaga por Obabakoak (1989), escritos ambos inicialmente en gallego y euskera respectivamente. En 1996 lo ganó Manuel Rivas por ¿Qué me quieres amor?, publicado casi simultáneamente en las dos lenguas. 2 La bonanza económica que se vivió en España durante los noventa la convirtió en un lugar atractivo para otras culturas que han nutrido nuestro territorio con una diversidad sin precedentes (Santos Alonso, 2003: 178). Así han llegado autores de otros países que han publicado aquí de forma natural. Este proceso había comenzado ya en los sesenta y, más intensamente, en los setenta con los autores del famoso boom hispanoamericano. 3 Apoyados y mimados por los editores, sobre todo barceloneses, llegaron Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, José Donoso, Juan Carlos Onetti, Carlos Fuentes, Ernesto Sábato junto con los maestros Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Juan Rulfo. Estos nombres y algunos de sus epígonos se fueron consolidando gracias a una amplia comercialización de sus títulos y de hecho se encuentran en la base formativa de gran parte de los cuentistas analizados. Tanto es así que crearon escuela y tras su estela aparecieron una serie de obras que, para agradar al público, tomaban el modelo del realismo mágico y de la fantasía. Desde entonces la mayor parte de las editoriales españolas han recogido novelas y libros de cuentos de escritores hispanoamericanos, para darse cuenta de ello tan solo hace falta acercarse a los catálogos de editoriales como Tusquets, Seix Barral, Anagrama, Debate, Destino, Plaza y Janés, Espasa Calpe, Lengua de Trapo y Alfaguara durante esos años (Becerra, 2002). Algunos de estos nombres publicados por sellos españoles o grupos internacionales son: Rodrigo Fresán, Mario Mendoza, Juan Villoro, Jorge Franco, Edmundo Paz Soldán, Gonzalo Garcés, Fernando Iwasaki, Iván Thays, Santiago Gamboa, Cristina Rivero Garza, Jorge Volpi, Ignacio Padilla o Alan Pauls. La integración ha sido tal que algunos premios literarios del final de la década fueron a parar a estos nombres: ahí están los Herralde a Bayly (1997) y Bolaño (1998) o el Premio Primavera a Ignacio Padilla (2000). Por otro lado, del mismo modo que autores de otros países llegaban a las letras españolas, algunos nombres como Manuel Vázquez Montalbán o Javier Marías accedían con éxito al mercado internacional. El resultado de los buenos tiempos económicos en este contexto editorial es que, tal y como reflejan las cifras, se disparó la publicación de nuevos volúmenes en gran 2   Este libro de cuentos apareció en la editorial Galaxia (Vigo) en 1995. Su difusión posterior se hizo a través de la editorial Alfaguara (1996). Hay que destacar que dos de estos premios nacionales han sido, curiosamente, dos libros de cuentos. 3   En el mismo año que fue publicada Tiempo de silencio, Mario Vargas Llosa ganó el Premio Seix Barral por La ciudad y los perros, y dio el pistoletazo de salida a la difusión en España de escritores del otro lado del océano. Quien señala esta fecha como trascendental es Santos Sanz Villanueva (1991: 32).

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medida debido al aumento de la venta de todo tipo de productos en los quioscos. 4 La euforia económica afectó asimismo a las estanterías de las librerías que se llenaron no solo de volúmenes, sino de discos y películas pertenecientes a diversos géneros. En este mercado con tantas novedades, las editoriales buscaban, empedernidamente, un ansiado superventas. La crítica generalmente rechazaba estos ejemplares, aunque a partir de los ochenta aparecieron los best-sellers de calidad que conseguieron conquistar hasta al público más exigente (Vila-Sanjuán, 2003: 110). De igual forma, en estos años queda patente que la difusión de una obra, el que se venda o no, es una cuestión que va más allá de la calidad literaria. Los textos son adaptados al cine, lo cual hace que sean conocidos por el gran público. Las editoriales explotan esto y colocan en la portada alguna imagen para que así el lector reconozca su contenido. En este sentido hay tres ejemplos en el corpus, me refiero a ¿Qué me quieres amor? de Manuel Rivas (que dio origen a La lengua de las mariposas dirigida por José Luis Cuerda), Obabakoak de Bernardo Atxaga (llevada al cine por Montxo Armendáriz) y «El vocabulario de los balcones» (que sirvió a Juan Vicente Córdoba para crear el guión de Aunque tú no lo sepas). 5 Este fenómeno está relacionado con la complejidad que adquieren las editoriales como empresas cada vez con más ramificaciones. Durante los noventa aumentó la tendencia a que las más pequeñas fueran absorbidas por grandes consorcios o holdings por lo que a veces es difícil conocer los entresijos humanos y económicos que se escondían tras cada nombre de las portadas. Durante estos años el grupo Planeta adquirió Seix Barral, y el alemán Bertelsmann, a Plaza & Janés y Lumen. Siruela subsistió gracias al apoyo de Anaya, y Santillana hizo lo propio con Alfaguara, ampliando su proyección con varias sedes en España e Hispanoamérica. Estos grandes grupos, por tanto, demostraban su hegemonía absorbiendo otras editoriales menos poderosas económicamente, pero con un fondo prestigioso. Frente a esto Anagrama, que siempre ha apoyado los nuevos creadores ya sean novelistas o cuentistas, mantuvo su independencia. Estas empresas a veces también abarcaban otros medios como periódicos, revistas, incluso cadenas televisivas hoy desaparecidas. Sin duda la mejor muestra de ello fue el grupo PRISA que por aquellos años editaba El País, era responsable de las librerías Crisol y de la conocida Santillana (que incluía a Alfaguara, Aguilar o Taurus), y además era propietario del Canal +. Esta situación servía para que un libro publicado en estas editoriales tuviera la correspondiente cobertura mediática. Como resultado, el escritor que trabajaba para el grupo no podía permanecer en el anonimato, debía ponerse a disposición de las estrategias de mercadotecnia y estar dispuesto a entrar en sus dinámicas: acudir a tertulias fueran o no de asunto literario, participar en los premios y en los programas culturales radiofónicos («El ojo crítico» de Radio 4  Tras la conocida colección de RTVE que impulsó Salvat en 1969 y que incentivó la venta de literatura de calidad en otros contextos distintos de la librería. Desde entonces se pudo adquirir en los quioscos tanto un periódico, como uno de los textos fundamentales de moda, o incluso una película... 5   Sobre las similitudes y diferencias entre ambas versiones del relato de Almudena Grandes véase el estudio de Rafael Bonilla Cerezo (2004b).

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Nacional) o televisivos. Este fenómeno facilitaba el trasiego de profesionales habitual entre el mundo del libro y el de la prensa. Era muy frecuente que los periódicos y revistas encargaran artículos, semblanzas personales o extensas reseñas a escritores como Merino, Díez, Benítez Reyes o De Prada, mientras que otros directamente pertenecían a su plantilla (Enrique Vila-Matas, Javier Cercas, Juan Bonilla...). Muchos de los escritores del corpus fueron renombrados columnistas como Francisco Umbral que comenzó en El Norte de Castilla y pasó por Ya, La Vanguardia, ABC, El País, Diario 16 y desde su fundación en 1989 trabajó para El Mundo. Otro tanto hicieron Manuel Vicent o Juan José Millás. Como ya se dijo, gracias al apoyo de Alfaguara, Javier Marías, Manuel Vicent o Manuel Rivas pudieron dar a la imprenta sus libros recopilatorios de artículos de prensa. Desde luego, esto ha hecho que la crítica que aparecía en los correspondientes suplementos culturales de cada periódico (el Babelia de El País, ABC Cultural, La Esfera, luego llamado El Cultural, de El Mundo, Libros de El Periódico...) estuviera en tela de juicio por los intereses que podían subyacer. En cuanto al número real de lectores que tuvo la literatura en estos años, a lo largo de los noventa se hicieron distintos estudios y las cifras resultantes no fueron demasiado alentadoras: la media de lectores mayores de dieciocho era un 50,18% (Gómez Soto, 1999). 6 Sin embargo, este dato es engañoso ya que entre ellos una gran mayoría prefería los periódicos a la ficción. No ha de extrañar, entonces, el fenómeno apuntado arriba por el cual los medios de difusión utilizaban estas plataformas para dar a conocer a sus escritores predilectos. Al mismo tiempo, entre ese grupo de lectores (34%) se encontraban los seguidores de prensa rosa y deportiva (el Marca era la publicación con mayor tirada). Por otra parte, muchos de los incluidos en ese porcentaje reconocían leer únicamente por razones de estudios o trabajo, es decir, no escogían voluntariamente esta actividad. Así que, tras todas estas salvedades, los lectores de libros eran solamente un 19%, cifra que incluía un sin fin de materias: creación literaria, infantil y juvenil, libros de texto, de ámbito científico-técnico o sobre ciencias sociales y humanidades, libros prácticos o de tiempo libre, diccionarios o enciclopedias, además de cómics entre otros. 7 Haría falta retomar un estudio de los géneros que son aceptados por el público y comprobar la situación del cuento, pero, con estos datos sobre la mesa, no se puede conjeturar una cantidad muy alta, a pesar de la opinión de algunos de que la brevedad es más adecuada a las condiciones de hoy en día. La escasa aceptación de los consumidores al cuento y, por tanto, de las 6   En una encuesta realizada por El País en 1988 un sesenta por cien de los españoles opinaba que se lee más que antes, pero solo un dos por ciento se considera amante de la lectura. Esos resultados fueron publicados el 29 de mayo de ese año y aparecen recogidos en Villanueva (1992: 18). 7  De todas las encuestas recogidas por Gómez Soto (1999) resulta interesante para este trabajo la realizada en 1992 por CIRES (una sociedad creada por la Fundación Bilbao Vizcaya y la Caja de Madrid, con el objeto de promover la investigación social en las universidades españolas). En ese estudio se distinguía la aceptación que tenían los diferentes tipos de textos basándose en las declaraciones sobre qué publicaciones escogían los lectores. Los demás porcentajes son: a) revistas 11%, b) prensa diaria 34%, c) documentos de estudio y trabajo (32%), d) otros (4%).

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empresas editoriales, no solo ha afectado al género breve sino también a la poesía y al teatro, los otros «marginados» del mercado. El resultado es que los «grandes» han apoyado sobre todo a sus autores más reconocidos o en sus fondos (para resolver, por ejemplo, periodos de inactividad). Pese a todo, a partir de los ochenta Alfaguara, Tusquets, Lumen y Anagrama se atrevieron a publicar nombres por entonces incipientes constituyendo un fondo de «fichajes» con algunos de los escritores más importantes de la narrativa actual y también de la cuentística de estos años. 8 Mientras esto sucedía, otras editoriales como Alianza o Espasa Calpe, en una apuesta más segura, sacaban a la luz los cuentos completos de la generación del nuevo siglo, antologías y nuevas colecciones de escritores como López Pacheco o Fernando Quiñónez, en el primer caso, y antologías y libros de veteranos como Cela o Zamora Vicente, en el segundo. Mondadori se decidió por cuentistas menos arriesgados con cierta proyección (Javier Tomeo, Antonio Hernández o Antonio Pereira), una iniciativa semejante a la editorial Destino que publicó entonces a Jiménez Lozano, Ana María Matute y a Juan José Millás. Junto a estas potentes empresas, el cuento tuvo que defenderse a partir de sus propios medios de difusión: esas pequeñas editoriales que podían hacer tiradas medias. Por ejemplo, recibió el apoyo de algunas iniciativas como la del grupo Edhasa que inauguró y cerró una colección dedicada al cuento literario. Las minoritarias Trieste, Siruela, Noega, Anthropos, Aguaclara, Sirmio, Almarabú (colección Textos tímidos) intentaban que sus libros de cuentos fueran rentables. Por otra parte, aparecían pequeñas empresas como Bassarai de Vitoria (1996), Xordica de Zaragoza (1994), Aguaclara de Alicante (1983) que por su reducido ámbito regional presentaban problemas para difundir sus fondos. Despuntaban algunas editoriales que apoyaron la escritura del cuento con tiradas modestas: Huerga y Fierro (fundada en 1975), Pre-Textos (1976), Valdemar (1986), Libertarias/Prodhufi (1988), Alba (1995) o Lengua de Trapo (1995). Como se aprecia por su fecha de fundación, no todas fueron unas recién llegadas; un ejemplo destacable es el caso de la editorial valenciana Pretextos, con más de un cuarto de siglo de andadura por entonces. En sus comienzos se especializó en los ensayos de autor, mientras optaba por géneros de minorías como el diario, el dietario o finalmente el inestable cuento. Por desgracia no todas estas empresas tuvieron igual éxito, por ejemplo, la pamplonesa Hierbaola, fundada en 1991 para dar difusión al cuento, tuvo que cesar su actividad económica en el 2002. Por otro lado, mientras durante el siglo xix el cuento tenía un lugar privilegiado en el interior de los periódicos, pues este género tenía sus seguidores (Ezama Gil, 1998: 18-20), en el xx y, concretamente, en la década de los ochenta, escasos perió8  Alfaguara publicó a José María Merino, Luis Mateo Díez o Luis G Martín, Escudero, Zúñiga o Pilar Cibreiro. La editorial Tusquets impulsó a algunas escritoras que han tenido un papel fundamental en el desarrollo del género (Mercedes Abad, Neus Aguado y Cristina Fernández Cubas), a la vez que su filial Lumen hacía lo propio con otros tantos nombres que han dado mucho de qué hablar (Agustín Cerezales, Javier Delgado y Esther Tusquets). Anagrama sirvió de plataforma para escritores como: Martínez de Pisón, Laura Freixas, Zarraluki, Javier Marías, Paloma Díaz-Mas, Enrique Murillo, VilaMatas, Álvaro Pombo, o Eloy Tizón.

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dicos (ABC, Informaciones, La Vanguardia, El País, Heraldo de Aragón) se arriesgaban a proporcionar a sus lectores algunos relatos. Llegado el caso, coincidía sobre todo en la época estival cuando por el periodo vacacional de sus reporteros en nómina debían rellenar sus páginas con amenos contenidos más apropiados para esas fechas. El cuento se convertía en un producto cultural apropiado para el verano (Fraile, 1989: 10). El resultado eran textos de encargo que luego eran publicados de forma conjunta. Por ejemplo, en 1994 el diario El País reunió a varios narradores —Julio Llamazares, Juan Marsé, Juan José-Millás, Antonio Muñoz Molina y Arturo Pérez Reverte—, con el fin de conmemorar el centenario de la muerte de Robert Luis Stevenson. Posteriormente todas estas aportaciones fueron reunidas bajo el título Cuentos de La isla del Tesoro. También en 1995 fueron recopilados varios Relatos urbanos que la revista El País Semanal había solicitado a Bernardo Atxaga, Almudena Grandes, Rosa Montero, Quim Monzó y Manuel Rivas. Frente a los problemas del género en los grandes medios, el cuento tuvo su mejor aliado en las revistas culturales. Estas publicaciones, a pesar de contar con un público muy limitado, se veían apoyadas por instituciones y empresas que les permitían promocionar iniciativas curiosas. 9 Por ejemplo, en 1994 un grupo de escritores (Eloy Tizón, Clara Sánchez y José María Merino) hicieron un viaje a Austria para leer una serie de cuentos en el Forum Stadpark de Graz. Durante ese viaje cenaron en un restaurante en el cual les dieron un posavasos con la leyenda «Ein Bier so wie wir» bajo una fotografía que representaba una escena con tres personajes y se impusieron el ejercicio de escribir un cuento en torno a esa imagen para que, más adelante, vieran la luz en El Urogallo. 10 Dicha publicación, fundada por Elena Soriano y José Antonio Gabriel y Galán en 1985, destinó muchas páginas a las nuevas creaciones de autores españoles y extranjeros. En los ochenta aparecieron nuevas revistas con esta intención, aunque algunas de ellas tuvieron una corta vida: Nueva Estafeta (1978-1983) o Fin de Siglo (1982-1992). En los noventa continuaban en la brecha Barcarola: Revista de creación literaria, Bitzoc, Turia o Lucanor (que desapareció en 1996) y surgieron iniciativas como Lateral (1994) con el fin de editar entrevistas, semblanzas, reportajes, artículos de debate y reflexión e, incluso, cuentos inéditos. Los canales de distribución eran las librerías, pero sobre todo los quioscos, aunque como estas revistas carecen de la difusión y tirada de los grandes consorcios, sus creaciones tienen pocos lectores (Martín Nogales, 1991: 8). Por fortuna, el cuento ya no depende únicamente de los mediadores tradicionales. En la actualidad la red informática proporciona un soporte idóneo para su supervivencia ya que permite la publicación sin costo alguno de muchos relatos que de  9  Véase el estudio proporcionado por ARCE (Asociación de Revistas Culturales Españolas) sobre las revistas culturales desde 1997 hasta 2003. Frente a otras publicaciones minoritarias, como las dedicadas a la arquitectura, las dedicadas a cuestiones literarias casi no tienen suscriptores, ni se venden en librerías sino mayoritariamente en quioscos. 10   Este experimento fue publicado en el número 102 de 1994 de dicha revista. Los entresijos que dieron lugar a la colección aparecen explicados en las páginas que lo anteceden y que se titulan: «El fantasma de una historia: los cuentos que siguen».

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otra manera jamás llegarían a los lectores. Con el cambio se ha disuelto la clásica diferencia entre autor, el que concibe un texto, el editor (el que le da forma en el papel, lo corrige y lo maqueta), y el impresor, el último en la etapa de la reproducción. Entre el productor y el consumidor hay un menor número de intermediarios, con lo cual el receptor último es quien tiene que hacer la labor de cribar a sus escritores favoritos y obras de interés, o bien confiar en los servidores como Google o páginas especializadas que se han convertido en las nuevas instituciones canonizadoras. Por supuesto, el nuevo medio también ha impuesto algunas restricciones ya que la incomodidad que supone leer en la pantalla hace que sean preferibles los textos cortos a los largos. En este sentido el cuento se adapta a las necesidades y condiciones del canal en cuestión, puede ser difundido y adoptado con facilidad. 11 Otro índice para conocer la salud del cuento en los noventa consiste en tomar el pulso a las antologías que se publicaron. En este periodo aparecieron volúmenes compilatorios de relatos de un solo autor. Estos libros tenían la virtud de recoger textos que habrían pasado desapercibidos por el lector. Muchos de nuestros cuentistas dieron a la prensa antologías de sus mejores relatos: Antonio Pereira (1991, 1999, 2000) o José Jiménez Lozano (1993). Nuria Carrillo, atenta observadora del género, ha destacado otras variedades de antologías (2001). En primer lugar, distingue las formadas por textos redactados por escritoras en torno a algún asunto como: Relatos eróticos escritos por mujeres (Estévez, 1990), Relatos de novelistas españolas (VV. AA., 1993), Cuentos de este siglo: 30 narradoras españolas contemporáneas (VV. AA., 1995), Madres e hijas (Freixas, 1996), Vidas de mujer (Monmany, 1998). En segundo lugar, destacan las formadas por cuentos galardonados en los diferentes premios. Por otra parte, se publican colecciones de relatos previamente aparecidos en prensa periódica como las colecciones de Manuel Vicent (1990), Juan Bonilla (1996 y 1998), Juan Madrid (1994), Javier Marías (1992), Julio Llamazares (1995), Juan José Millás (1997) o Rosa Montero (1998). Las modas literarias impulsan iniciativas como las que han surgido en torno al auge del microrrelato. En estos años aparecieron: La mano de la hormiga. Los cuentos más breves del mundo y de las literaturas hispánicas (Fernández Ferrer, 1990) y Dos veces cuento. Antología de microrrelatos (González, 1998) y, ya al filo del siglo xxi, Ojos de aguja (Díaz, 2000). También, auspiciado por el Premio que concede el Círculo Literario Faroni a los mejores microrrelatos, se publicó la antología Quince líneas (VV. AA. 1996). Las editoriales aprovechan temas llamativos para crear volúmenes de encargo, por ejemplo, 29 dry martinis (VV. AA., 1999) y Lo del amor es un cuento (VV. AA., 1999). Por último, salieron a la luz algunas antologías panorámicas como la citada en el 11  Anne-Marie Chartier y Jean Hébrard (2002) realizaron un estudio sobre cómo han ido evolucionando los distintos tipos de lectores y modos de lectura en la sociedad contemporánea. ¿De qué manera la era de Internet ha cambiado nuestros hábitos? La abundancia de textos accesibles en la red plantea nuevos interrogantes sobre los tradicionales medios de difusión. Entre las cuestiones tratadas, los autores destacan que precisamente en un periodo donde el acceso a los textos es tan fácil, han aumentado las cifras de no-lectores. Por otro lado, también destacan que internet ha supuesto un modo de difusión mucho más rápido de adquisición de formas de escritura marginales y globales.

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capítulo anterior de José María Merino Cien años de cuento (1998). Otras obras de talante similar son la editada por José María Martínez Cachero (1994) en la cual recorría la trayectoria del cuento en las primeras décadas del siglo xx, o la de Medardo Fraile (1990) dedicada a los narradores del medio siglo. Concluida la década de los ochenta, surgieron varias iniciativas (como ya mencioné en la introducción), que tenían la intención de ofrecer a los lectores una cata de los principales cuentistas de esos años. En 1993 aparecieron tres volúmenes: Cuento español contemporáneo coordinada por Ángeles Encinar y Anthony Percival, Son cuentos. Antología del relato breve español, 1975-1993 de Fernando Valls y Últimos narradores. Antología de la reciente narrativa breve española respectivamente de Joséluis González y Pedro de Miguel. Para conocer la década de los noventa, contamos con otros volúmenes compilatorios como el titulado Páginas amarillas (1997), coordinado por Sabas Martín, una antología que precisamente pretende demostrar la calidad de los escritores nacidos entre 1960 y 1970. Esta recopilación se ha convertido casi en un referente sobre el cuento literario contemporáneo puesto que allí se recogían los nombres que tuvieron una cierta repercusión durante los siguientes años. No se trata de un ejemplar aislado, puesto que en 1998 Juan Antonio Masoliver Ródenas y Fernando Valls presentan Los cuentos que cuentan en el que recogen autores nacidos a partir de los años cincuenta con, al menos, un libro de cuentos, excluyendo a todos aquellos que ya hubieran estado citados en otras antologías o que hubieran obtenido el reconocimiento de la crítica y el público. Con estas premisas proporcionaban la continuación de la antología de los ochenta Son cuentos. Ya en el siglo xxi apareció otra colección como Pequeñas resistencias: antología del nuevo cuento español (VV. AA., 2002) donde se encuentran los nombres de los escritores más jóvenes. Gracias a la revisión de todas estos estos ejemplares se han extraído los nombres más citados (Véanse los gráficos E y F incluidos en los anexos). La intención ha sido valorar qué escritores merecían la oportunidad de ver publicados sus relatos en contextos de mayor impacto. El problema es que no todos los volúmenes han tenido el mismo poder canonizador ya que este depende mucho de la temática, de la editorial, de su difusión en medios académicos... Esto hace que los resultados sean un poco confusos puesto que, como se aprecia, en lo alto de la tabla predominan las autoras debido al auge de las antologías de textos escritos únicamente por mujeres generado por el aumento de la demanda de este tipo de colecciones. 12 Para Pilar Nieva de la Paz (1999) el incremento del público femenino se explicaba por la normalización de los papeles sociales, con la progresiva desaparición de tradicionales limitaciones, y por el descubrimiento de universos narrativos con gran predicamento entre el público. Las lectoras que vivieron los cambios sociales de los ochenta buscaban respuestas para las nuevas circunstancias a las que se habían tenido que adaptar y para las  A pesar de su exhaustividad, en el trabajo de Gómez Soto (1999), no aparecen cifras sobre el porcentaje de lectores que tiene cada género. Tampoco hay alusión alguna a este dato en el volumen compilatorio coordinado por José Antonio Millán (2002). 12

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que no encontraban soluciones en los modelos de sus predecesoras. Así que tuvieron un gran éxito aquellas obras que mostraban personajes femeninos acechados por una realidad difícil que les hace cuestionarse su identidad. La consecuencia es que, si se observa el gráfico F, frente a las nueve y a las siete apariciones de Soledad Puértolas o Esther Tusquets, destacan las dos o tres únicas menciones a Luis Mateo Díez o Juan Eduardo Zúñiga. Por otro lado, en los primeros puestos de la tabla sí se encuentran algunos de los escritores más jóvenes por aquellos años (Ignacio Martínez de Pisón o Eloy Tizón). Quizá esto se deba al papel de las antologías de dar a conocer a nuevos escritores y no tanto publicar a los que ya han logrado el éxito. Una forma sencilla que tienen los cuentistas del corpus de obtener reconocimiento ha sido a través de los premios literarios, aunque su concesión ha sido razonadamente puesta en tela de juicio. La crítica considera que muchos de ellos han perdido autonomía al estar sujetos a las pleitesías del mercado ya que a veces son utilizados como instrumentos de propaganda al ser una importante pieza en la estrategia de otorgar ventas a un escritor. De entre ellos el Planeta es el más denostado porque sus premiados consiguen una difusión inmediata con innegables resultados económicos y porque sus decisiones, no siempre literarias, han hecho que su prestigio sea cuestionado. En su lista de galardonados se encuentran figuras variopintas, desde el premio Nobel Camilo José Cela, hasta tres presentadores de televisión de rostro bien conocido (Fernando Schwartz, Ángeles Caso y Fernando G. Delgado). En la misma línea está el Premio Primavera de la editorial Espasa-Calpe, puesto que supone un interesante reembolso económico para el vencedor. En su primera convocatoria, en 1997, fue concedido a Rosa Montero por La hija del Caníbal. Cierta aura todavía rodea el Premio Nadal, que se viene concediendo desde 1945. Su lista de ganadores muestra la evolución de la literatura española del último medio siglo. Aunque el Premio Alfaguara de Novela tuvo una primera tentativa (se creó en 1965 y dejó de concederse en 1972), ha vuelto a resurgir en 1998. También desde 1983 el Herralde es otorgado a una obra inédita en lengua castellana. En general, todos suelen caer en el lado de los escritores reconocidos dándoles el definitivo espaldarazo a las ediciones masivas. La crítica, que generalmente censura estas iniciativas con interesantes retribuciones, se encuentra ante el dilema de alabar a autores que antes valoraba o criticarlos por dejarse atraer por el atractivo éxito. Dentro de este mercado de los premios hubo una tendencia: durante estos años se potenciaron las firmas jóvenes. Existen algunos como el Tigre Juan, que concede la Fundación de Cultura del Ayuntamiento de Oviedo a la mejor obra publicada en España por un escritor novel (aunque en sus inicios no había tenido este matiz en sus bases), o el de la editorial Lengua de Trapo (inaugurado en 1978). Con el objeto de descubrir, apoyar y difundir las obras de los nuevos narradores apareció la editorial Opera Prima que también concede un premio con el mismo título desde 1998. También Tusquets y RNE recompensaban a los jóvenes creadores. 13 Sobre sus ganadores  Tusquets concedía el «Premio Nuevos Narradores» y RNE promocionó el «Ojo crítico».

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recae la sospecha de haber sido valorados por su juventud en detrimento de su calidad. A favor de estos autores hay que decir que aceptan y aplauden la brevedad dando un impulso favorable al género. Entre la multiplicidad de galardones existente, el cuento tiene los suyos propios: el Hucha de Oro (concedido por la Confederación de Cajas de Ahorros desde 1966) o el Premio Sésamo de cuento (que ganara Juan Marsé en 1959). La UNED desde 1990 ha convocado el Premio de Narración Breve. 14 Hay que decir que en el caso del relato, a diferencia de otros contextos literarios, sobre todo en el terreno de la novela, estos suelen ir acompañados de un gran prestigio (que no una suma interesante). Hay otros tantos concursos que reciben el nombre de conocidos escritores: el Ignacio Aldecoa (1971, concedido por la Diputación de Álava), el Max Aub (1986, por el Ayuntamiento de Segorbe), Felipe Trigo (1981, Ayuntamiento de Villanueva de la Serena), Antonio Machado (1976, Fundación de Ferrocarriles Españoles), o el premio Alfonso Grosso (1996, Ayuntamiento de Sevilla). Desde 1996 y con algo más de dos millones de libros editados, la cadena de hoteles NH, una institución privada, apoyó el cuento literario concediendo premios a los mejores libros de relatos publicados, al mejor libro inédito y al mejor cuento inédito. 15 Y estos son tan solo algunos de los más conocidos puesto que desde los ochenta, se convierten en moda no solo las flores naturales sino los pequeños concursos de narraciones breves. El problema es que su concesión no garantiza su difusión en papel (no siempre acaban viéndose publicados en libros), ni entre el público comprador. 16 Por último, para tener una imagen real de cuál fue la situación del género durante esta década, Felipe Díaz (2002) y Francisco Linares Valcárcel junto con Dolores Romero López (2002) han analizado el número de reseñas publicadas en los suplementos del ABC y El País durante los periodos 1991 a 1996 y de la misma fecha a 1999, respectivamente, unos datos que demuestran que el cuento no tuvo un impacto excesivo. 17 14   Francisco Ernesto Puertas Moya (2001), del grupo de investigación ISLTYNT, ha hecho un concienzudo estudio de los autores galardonados en los noventa por esta institución, lo que le ha permitido establecer las principales tendencias y tipologías del cuento en el periodo. 15  Desde el año 2004 se pasó a llamar «Premio Mario Vargas Llosa NH de relatos». 16   Existen varias herramientas para orientar a los aspirantes a dichos premios en el vasto calendario de premios literarios. La primera de ellas fue la Guía de concursos y premios literarios en España editada puntualmente por la Librería Fuentaja. Este volumen proporcionaba en papel lo que hoy en día algunas páginas de internet facilitan en sus portales mediáticos, como, por ejemplo: www.escritores.org o www.premura.com. 17   Felipe Díaz (2002) recoge una tabla semejante a la aquí expuesta que incluía desde el año 1975 hasta 1995, completando el estudio que Fernando Valls y Nuria Carrillo habían hecho años antes (1991) en el que enumeraban todos los libros de cuentos publicados en esos años. El autor exponía el listado de los volúmenes de relatos publicados en España durante esa década a partir del análisis de las reseñas aparecidas en Babelia y Blanco y Negro. Sin embargo, no matizaba exactamente cuáles fueron los parámetros para conseguir ese cómputo. Revisados los datos, el autor contabilizó los libros escritos en español (no incluye las otras lenguas de la península), por autores no exclusivamente nóveles ni actuales (cuenta, por ejemplo, la reedición de los relatos de Emilia Pardo Bazán) incluyendo también las antologías. Por otra parte, Francisco Linares Valcárcel y Dolores Romero López (2002), habiendo realizado el mismo esfuerzo en su investigación sobre el periodo comprendido desde 1996 a 1999, no re-

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No obstante, la desatención que ha sufrido el género por parte del gran público tuvo su lado positivo, según José Luis Martín Nogales permitió que este permaneciera independiente de la pugna por conseguir ingresar en la lista de los más vendidos y por ello el cuento se ha convertido en un «banco de pruebas, en un espacio de innovación y de búsqueda, en un lugar de experimentación, en una mirada insólita, original y novedosa de la realidad» (2001: 37). 1.1. Los escritores del corpus en la década de los noventa Dentro de los cuentistas que llevaron a la imprenta algún volumen durante estos años, se encuentran desde algunos nacidos en las primeras décadas del siglo (Juan Eduardo Zúñiga o Elena Soriano), hasta otros en sus primeros años de andadura. Conocerles implica un recorrido por las corrientes pasadas y presentes de las letras españolas contemporáneas, lo cual supone un barrido, ya sea rápido y superficial, a la historia literaria del último siglo. Para comprender el periodo me he servido de «lugares» del individuo en la colectividad como son las generaciones, los movimientos estéticos, las corrientes... ya que, a pesar de los problemas epistemológicos que ofrecen, siguen siendo usados por la crítica. Por ejemplo, las relaciones genealógicas se siguen empleando porque ponen en marcha el conocimiento intuitivo de que entre unos autores y otros existen relaciones maestro-discípulo, a la manera de un árbol con sus ramas. El grupo generacional está a medio camino entre el condicionamiento por la fecha de nacimiento y la elección de lo que se podría denominar un «espíritu común» entre varios individuos. Con todo, como cualquier división de esta índole, pone de manifiesto que los factores delimitadores son frágiles e inasibles y dependen en gran medida del encargado en establecer la taxonomía. Las generaciones son conceptos que la crítica, los medios, el mercado, el sistema educativo, pueden suscribir, apoyar con su consumo, con su estudio... o no, es decir, son el producto último de la canonización literaria y objeto de institucionalización. Por tanto, proporcionan un material que es en sí mismo una herramienta de estudio y un producto más del sistema literario. Lo que bajo mi punto de vista hace de las generaciones unos instrumentos tan útiles e interesantes es que tradicionalmente están asociadas a repertorios de influencias, de rasgos formales o temáticos. 18 De este cogieron sus cifras en forma de cuadro, así que ha hecho falta completar dicha información a partir de los datos facilitados por ellos. 18   Eduardo Mateo Gambarte ha resaltado que, a pesar de que muchos autores son conscientes de que la periodización genérica es externa a la historia misma y subjetiva, esta herramienta se ha seguido empleando de forma acrítica. Su razón de existir se debe a la necesidad del hombre de encontrar un

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modo, la inclusión o exclusión de un escritor en la sucesión de generaciones, refleja una «manera de estar» en el campo que es el resultado de muchos factores. En cuanto a los movimientos y tendencias señalados por la crítica, también son creaciones que reflejan niveles de consolidación ya que para su difusión precisan del apoyo de los estudiosos, del mundo editorial, del público... Lo cierto es que en la década que finalizaba el siglo la búsqueda de nuevos fenómenos acelera el mercado por lo que es difícil localizar inflexiones en el devenir literario; los nombres, tendencias y etiquetas serán muchos. 1.2. Los cuentistas de los noventa ante el pasado y el presente literario A)  El difícil arte de la opinión literaria Sucede que los escritores tienen que plantearse las inflexiones del devenir literario, sobre todo a causa de las entrevistas, y se verán en la tesitura de expresar sus ideas ante diferentes fenómenos, formen parte o no de los mismos. Por su profesión se encuentran en el dilema de confesar su opinión sobre la literatura que les rodea, delatando su posición frente a los repertorios empleados por sus contemporáneos. ¿Qué actitud adoptaban en ese caso? Un ejemplo es Muñoz Molina que rechazaba la labor de hablar sobre el panorama circundante aduciendo que no había pasado suficiente tiempo: «Estamos demasiado cerca y nos parecemos demasiado. Todo lo que se publica en una época se parece mucho. ¿Qué se parece más a una novela del siglo xix? Otra novela del siglo xix. Todos queremos ser distintos, pero nos parecemos» (Beilin, 2004: 121). Para evitar esta delicada situación, no es infrecuente que confiesen su despreocupación por lo que hacen sus coetáneos. Juan Manuel de Prada declaraba con total tranquilidad: «Para ser sincero, diré que casi no leo a mis contemporáneos» (Bueres, 2003: 83). Por supuesto, esta posición se podría interpretar como un rasgo de desdén y menosprecio hacia la calidad de los escritos ajenos, sin embargo, parecía más bien el resultado de la tensión provocada por la constante demanda de posturas e intenciones en busca de la polémica. Resulta comprensible la actitud del autor pues así evitaba menciones u olvidos hirientes. De modo semejante Bernardo Atxaga confesaba sobre sus compañeros: «Tiendo a no leerlos». La excusa del vasco era de otra índole, aducía un miedo visceral: «quizá tema parecerme, encontrar en ellos lo mismo que yo quiero hacer» (Riera, 1989: 17). Es posible que escritores con un mismo contexto se interesen por los mismos temas y busquen soluciones parecidas a las inquietudes del sistema. El problema es que estos paralelismos pueden ir en detrimento de su prestigio, de ahí que precisen desconectar de cualquier orden, para lo que el concepto, de heterogéneos límites, resulta bastante útil. Para el autor estas aproximaciones se articulan en torno a tres conceptos básicos y todos discutibles: 1. El valor de la tradición como modelo. 2. La noción de «nacionalidad». 3. La asunción de que la Historia tiene un sujeto central de carácter individual (1996: 16).

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influencia externa. En estos términos se expresa Cristina Fernández Cubas, quien también prefiere mantenerse «impermeable» para asegurarse un estilo propio: ¿Lees literatura española actual? Sí, pero ahora llevo un tiempo despistada, porque, cuando estoy escribiendo, intento no leer nada que me pueda sacar de lo que estoy haciendo. El tono es una cosa muy importante, hay muchos y algunos son muy seductores. Uno podría pensar que un tono muy distante del propio no constituye un peligro de contagio, pero a mí me gusta meterme a fondo al leer. (Beilin, 2004: 145).

Claro que no todos optan por ocultarse, otros, por el contrario, llevan a gala sus opiniones sobre los compañeros. Juan Bonilla expone sus preferencias personales: «¿Y cómo ve el actual panorama narrativo español? Hay voces muy interesantes. Javier Marías es uno de esos escritores que busco sus libros en cuanto salen. Justo Navarro me parece un narrador excelente. De mi edad, destacaría a Antonio Orejudo y a Lorenzo Silva, que son dos narradores de raza» (Velázquez Jordán, 2003). Algunos de ellos presentan sus pareceres debido a su profesión de críticos y periodistas o a insistentes encuestas (vid. apdo. 1 del cap. II). Los investigadores les presionan para que acoten sus modelos estéticos y culturales. Las reacciones ante tal curiosidad son también diversas pero muy semejantes a las que despiertan las etiquetas planteadas arriba. Por una parte, están aquellos que no dudan en poner de manifiesto sus tradiciones literarias en entrevistas, artículos y libros. Por ejemplo, Antonio Muñoz Molina en su poética del cuento recogía en un solo párrafo una larga nómina: «Poe, Borges, Joyce, Bioy, Salinger, Carver, Cheever, Rulfo, Onetti, Aldecoa, Juan Eduardo Zúñiga, son los narradores de cuentos que prefiero. El que más me ha gustado en mi vida es “La cara de la desgracia”, de Juan Carlos Onetti. Cuando tengo que escribir alguno, procuro imitar a esos maestros» (Percival y Encinar, 1993: 193). En esta declaración, el autor aludía a los grandes nombres de todas las tradiciones y de ambos lados del océano, mezclando referencias. José María Merino saca a la palestra un problema: en la actualidad ya no existen fronteras para el arte, en realidad, no hay «Nada menos nacional que la literatura» (2004g: 19). Esto es debido a que ha evolucionado la manera de comunicarnos; hoy en día es posible intercambiar citas y bibliografías con gran rapidez gracias a la red. Asimismo, los medios de transporte permiten que viajemos de un lado a otro del mundo, existe una gran movilidad de traducciones… de modo que el escritor está abierto a múltiples influencias: Insisto en que forman parte de la tradición del escritor todos los libros que le han interesado y conmovido, por encima de la lengua y la cultura a la que pertenezcan. Tampoco creo en la fidelidad a una perspectiva, ni a un mundo, ni a un género, pues con los años he aprendido lo importante que puede ser para un narrador cambiar de género, buscar otros recursos expresivos para renovar la capacidad de invención. (Merino, 2004g: 19).

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El eclecticismo posmoderno que refleja esta declaración encierra a la vez un símbolo de riqueza, pero también indica la decadencia de las antiguas maneras de entender la cultura. A este problema se suma que muchas veces los autores ni siquiera son conscientes de sus propias influencias, o al menos así lo reconocía Carmen Martín Gaite: Pero tanto si cuenta lo que ha vivido como si cuenta lo que ha visto, lo que ha soñado o lo que le han contado, el narrador, unas veces de forma consciente y otras inconsciente, está tomando sustancia para su cuento de otro perenne y subterráneo manantial en el que todos bebemos desde temprana edad: el de la literatura existente antes de que él se pusiera a contar y a cuyas resonancias jamás escapa. Es decir, el narrador, en cualquiera de los casos, acomoda su relato a modelos propuestos por lo que ha leído. (1988: 57).

El peligro que acecha al autor que se define por comparación con otros escritores consiste en ser adscrito bajo ciertas etiquetas literarias. Ana María Matute, por ejemplo, prefiere desvincularse del grupo de Barcelona porque rechaza ser encadenada a un autor, escuela, o tendencia. 19 Lo cierto es que el método didáctico de clasificar a los escritores por generaciones o grupos incomoda a la mayoría ya que determina su condición artística y porque tiene hoy en día un carácter comercial, y un significado casi vacío. Son en muchos casos agrupaciones forzadas de autores y obras con poco en común o que, al contrario, son copias exactas unas de otras. Por ejemplo, en el siguiente fragmento Medardo Fraile no desea manifestar sus influencias para evitar ser vinculado a los autores anglosajones: Un escritor norteamericano que no quiero nombrar para que no me tomen por devoto de él, que no lo soy, escribió que lo que da fuerza a un relato son las cosas importantes que sabes y no cuentas. Yo he hecho —y nadie me ha dicho que lo hiciera mal— poesía teatro, crítica, periodismo, una novela, ensayo y, todo eso, incluso estando bien hecho, no me ha parecido tan satisfactorio como un buen cuento, dicho sea, desde luego, con los debidos respetos a los cultivadores de esos géneros e, incluso, admiración, si viene al caso. (Zapata, 2007)

La crítica, muchas veces sedienta de claves interpretativas, tiende a veces a exprimir las similitudes entre los escritores. Juan Bonilla en clave metaficcional cuenta la tragedia de un escritor que, desde su primera novela ha sido relacionado con un tal Lara, lo cual le ha supuesto en adelante un lastre para cualquier intento de ser ori­ ginal. 19  Ana María Matute decía considerarse diferente a sus compañeros: «Debo mucho a mis compañeros de esos años en Barcelona: los tres hermanos Goytisolo, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, José María Castellet y más tarde en Madrid: Ignacio Aldecoa, Carmen Martín Gaite, Pepe Caballero Bonald y muchos más. […] Pero eran amigos, yo no formaba con ellos escuela, capillas o grupos de ningún tipo; siempre he sido muy independiente en mi forma de escribir y creo que eso me ha perjudicado en bastantes ocasiones» (Redondo Goicoechea, 2000: 16).

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Admití en todas las entrevistas que mi deuda con Lara, a quien no conocí, con quien ni siquiera me había llegado a cartear, se reflejaba en cada una de las novelas que había escrito […]. Estas declaraciones no me hicieron ningún bien, porque los críticos se guiaron por ellas y, si al recibir la primera de mis novelas, la mención de Lara se hacía siempre en términos elogiosos para mí, […] la recepción de la segunda transformaba esa influencia en el más clamoroso de los errores que lastraban mi novela. (1999: 9).

Los escritores prefieren alinearse en la nómina de los inclasificables y así Ana María Matute, que tanta importancia le había dado a las influencias literarias, llegado el caso, prefiere alejarse de cualquier etiqueta: «Creo que se debe a que a mí no me podía encasillar en ninguna tendencia. Siempre he sido muy libre escribiendo» (Redondo Goicoechea, 2000: 19-20). No hay que ignorar que los autores reconocen la importancia de los libros en su creatividad siempre y cuando no entre en conflicto con el requerimiento de ser novedoso, indispensable no solo en las poéticas, sino en los propios cuentos pues quizá sea uno de los factores que mejor definen las relaciones dentro del sistema. Como son conscientes de ello, intentan reivindicar aquello que les diferencia. Por ejemplo, Juan Manuel de Prada declaraba que su principal principio estético consistía en «introducir una alteración de la normalidad dentro de un ámbito más o menos circunspecto o incluso grisaceo». Con todo, como conocía que este ha sido el objetivo de otros tantos creadores, intentaba marcar su singularidad en los procedimientos: Donde sí aspiro a la originalidad es en los métodos que empleo para que esa intromisión de una nueva realidad desquiciada se haga patente: el surrealismo y el esperpento me resultan muy gratificantes (creo que Buñuel y Fellini aletean al fondo), y tampoco me es ajena una exacerbación de las percepciones sensoriales (expresada en sinestesias y asociaciones insólitas) que ayude al lector a instalarse en ese mundo de pesadilla que le propongo, un mundo en el que se suspenden el tiempo y la racionalidad, y donde la alucinación y los pozos ciegos de la locura imponen su tiranía. Mientras escribo, procuro que mi inteligencia aspire al trance, de modo que se conecte con las cosas (y conste que para mí todo es cosa: los muebles, y los paisajes, pero también las palabras y las pasiones y los pensamientos) desde una intuición que surge entre el sueño y la vigilia y que sólo logra su plasmación en lenguaje mediante la imagen poética. Por supuesto en mi proceso de escritura los sentidos no quedan sometidos por las facultades intelectivas; creo, pues, que podría calificárseme de primitivo. (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 216-217).

La imitación ha acabado relacionándose con una fase de inmadurez literaria, de tal modo que, por ejemplo, Juan Bonilla lo parodia en «Edición definitiva». En este cuento, el protagonista, muy influido por los norteamericanos, asiste a las reuniones de alcohólicos anónimos para obtener historias truculentas con las que redactar sus relatos. Allí encuentra a un escritor veterano que le aconseja abandonar este camino pues: «Si los cuentos de Bukovski todavía merecían releerse, los que no tenían sal-

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vación alguna eran los que yo había escrito tratando de ser Bukovski» (1999: 81). Sin embargo, el recurso ha pervivido tras el concepto de «intertextualidad» el cual da carta de autenticidad y literariedad a las citas, juegos y guiños con la misma referencia textual. La costumbre borgiana de incluir fragmentos de otros textos es habitual entre algunos de los escritores como Enrique Vila-Matas, quien ha logrado hacer de sus autores fetiche una constante. Por ejemplo, en su obra aparecen repetidos algunos de los temas del autor de La metamofosis, así varios de sus personajes se identifican con los coleópteros (Al sur de los párpados, y en el relato «Volver a casa» de Hijos sin hijos). Los padres pueden odiar a su progenie (Lejos de Veracruz, El viaje vertical), o creer que han engendrado a un monstruo (Extraña forma de vida)… Muchos de los personajes simplemente no desean tener descendencia, un desapego que parece ser eco del conflicto entre Kafka y su padre (Vila-Matas, 1992: 97). La soltería acaba siendo el estado perfecto del hombre, es una forma de evitar los hijos, y también el resultado de un amor huidizo, caduco (son las máquinas solteras de Historia abreviada de la literatura portátil, de Lejos de Veracruz o de El viaje vertical). Una cita del autor praguense: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar», da paso a la reflexión sobre el carácter secundario de la Historia en Hijos sin hijos. Por el contrario, cuando llega la hora de declarar sus preferencias, el escritor niega considerarse kafkiano (Sánchez Lizarralde, 1993: 39). Otros autores de referencia de Vila-Matas como Marguerite Duras o los vanguardistas franceses se convierten en personajes de Una casa para siempre o Historia abreviada de la literatura portátil, respectivamente. Las obras de Pessoa, Gombrowicz, Melville, Musil, Marsé, entre otros, dejan su impronta como influencia y huella, mientras que las ciudades de los mismos (París, Lisboa, Praga, Barcelona) son el espacio perfecto para la acción de sus novelas. 20 La literatura se convierte así en fuente de inspiración y espacio textual en el que uno puede convertirse en un cleptómano de las citas ajenas, creando de este modo un laberinto de autores y lugares. El problema es que en ocasiones lo que para algunos es intertextualidad, para otros es plagio. En verdad, encasillar a una obra en uno u otro supuesto depende de la competencia lectora que dictaminará el valor estético del texto, en los conocimientos literarios, pero también de la imagen que se tenga de un escritor. El límite es tan frágil que Bernardo Atxaga ha escrito un curioso «Método para plagiar», incluido en Obabakoak, en el cual ironiza sobre la copia pues, si se disfraza de juego, parodia, pastiche, puede pasar desapercibida en el mundillo literario (1997: 319). En suma, estos son algunos de los temores que acechan a los escritores a la hora de declarar sus fuentes literarias: las etiquetas, interpretaciones simplistas, acusación de falta de originalidad... Por suerte, no todas las implicaciones son negativas y algunos se atreven a mostrarnos sus lecturas, maestros e influencias. Con este recurso los cuentistas no solo revelan su conocimiento, sino que además nos ponen en la senda tanto de sus autores predilectos, como de las figuras más influyentes. Gracias 20   Sobre la diferencia entre ambos conceptos véase: José Enrique Martínez Fernández (1997: 179-200).

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a estos datos, en las siguientes páginas se planteará su opinión frente estos polémicos términos que, a pesar de todo, se seguían empleando. Algunos de ellos los heredaron de los decenios anteriores, otros, en cambio, fueron de nueva factura. B)  La escritura del realismo Los autores más veteranos incluidos en este estudio convivieron con la llamada «generación del medio siglo» o incluso formaron parte de ella. 21 Fueron escritores que sufrieron la experiencia de la contienda civil en su infancia y de ahí que fueran llamados los «niños de la guerra» ya que, a diferencia de los que tuvieron que participar activamente, ellos padecieron sus consecuencias en una niñez marcada por el conflicto. Sabido es que el cuento literario gozó de una gran simpatía entre estos escritores del medio siglo que optaron por este género para hablar de la vida y de la situación de los desfavorecidos y vieron en él una manera de llegar a un mayor número de lectores. En los noventa algunos nos abandonaron como Ignacio Aldecoa (1969), Jesús Fernández Santos (1988) o Juan García Hortelano (1992), otros, como Antonio Prieto, se dedicaron exclusivamente a la novela, mientras que Sánchez Ferlosio permaneció callado, y Jesús López Pacheco, fallecido en 1997, dio a la luz en 1990 su libro Lucha contra el Murciélago. 22 Para los restantes autores los noventa fueron años de recogida de galardones y de definitiva consagración tras sus largas trayectorias. Algunos de ellos vieron publicados (o incluso reeditados) sus relatos completos (como Martín Gaite o Ana María Matute), otros formaron parte de antologías para especialistas (Medardo Fraile, Antonio Pereira y José Jiménez Lozano). En lo que se refiere a su literatura, mientras en sus comienzos se mantenían apegados al realismo social, en esta década evolucionan hacia lo fantástico, hacia el ensayo experimental o, simplemente, hacen uso de las posibilidades que ofrece el género cuento. Durante estos años algunos colaboraron en la consolidación de la noción de «grupo» mientras otros se procuran distanciar (vid. apdo. 4.3 del cap. III). Fuera de los incluidos en esta nómina, los escritores de los ochenta estuvieron involucrados en la polémica sobre la existencia o no de una corriente realista. En 1985 el crítico Santos Sanz Villanueva hablaba de la «generación del 68» (30) y apuntaba la preferencia de estos autores hacia el culturalismo y la novela urbana alejada de la reflexión social de la generación de los cincuenta. Lo que sucedía, así lo expresaba Jesús Ferrero en el especial para la revista El Urogallo, es que entre los literatos: «Hay en todos una pretensión de salir de las coordenadas habituales a los 21  Durante los años noventa siguen en las trincheras literarias autores más veteranos que los citados en este trabajo, como Francisco Ayala, Camilo José Cela, Miguel Delibes o Rosa Chacel, sin embargo, su ausencia se debe a que a lo largo de los años estudiados no publican ningún volumen de cuentos original que no implique una reedición o selección de sus relatos existentes. Así sucede en el caso de Camilo José Cela quien en 1994 dio a la luz La dama pájara y otros relatos. 22  Rafael Sánchez Ferlosio no publicó durante los noventa ningún volumen de cuentos. Ese silencio narrativo no fue roto hasta: El geco: cuentos y fragmentos (2005).

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narradores precedentes» (VV. AA., 1986: 19). Esto se explica como resultado del movimiento pendular típico entre generaciones. La escritura de la «generación del 68» sería la respuesta a ese realismo característico del medio siglo, una escapada estética con un cierto trasfondo. Durante estos años lo social cayó en cierto desprestigio, sobre todo su supuesto compromiso político, tal y como señalan Encinar y Percival: «pierde vigencia frente a una tendencia generalizada de modernización de la narrativa, la recuperación de avances técnicos, de renovación formal» (1993: 31). José María Merino está de acuerdo en que en la literatura española se producía «cierta desconexión con la realidad» aunque no lo ve como algo negativo sino más bien todo lo contrario: «Dicha crítica podría aceptarse si, al mismo tiempo, se valorase el intento evidente de nuestros narradores por trabajar sus obras como realidades en sí mismas» (Merino, 1988a: 24-25). No todos llegaron a aceptar la desaparición del realismo; por ejemplo Vázquez Montalván ensalzaba la novela negra como alternativa para los lectores «frente a la dictadura estética de la novela ensimismada y merodeante». 23 Consideraba que: La mejor aportación de la novela negra a la novela española a secas y actual ha sido el injerto de poética realista superadora de todos los realismos viciados y agotados. Después del exagerado fracaso del realismo social español (otra línea imaginaria que algún día habrá que analizar sin prejuicios y desde cerca) y de la sensación de nada merodeante que aportó el experimentalismo español o los simplemente lúdicos escritores de la minimalidad mediante la maximalidad verbal, la alternativa de un discurso realista revelador y distanciador, partidario de que la novela pueda enseñar a mirar y por lo tanto a conocer nuestra sociedad, es algo más que una excepción que confirma la regla. (Vázquez Montalbán, 1989: 9).

Parece, por tanto, que en los ochenta diferentes generaciones sintieron una necesidad de alejarse del realismo mediosecular, refugiándose en otras formas estéticas. ¿Qué sucedió entonces en la década de los noventa? En esta época se encuentra en plena fase de asentamiento la generación que Santos Alonso denominó: «La renovación del realismo». Según el crítico Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y José María Merino junto con Elena Santiago y Julio Llamazares habían apostado por una recuperación de procedimientos tradicionales, un interés que los distinguía dentro de su generación (1994b: 12). Durante este periodo también se difundió la denominación del «grupo leonés», un conjunto de autores que se encontraban en plena etapa de creatividad. Estos compartían, según Arcadio López Casanova, el siguiente rasgo: «la incorporación a la fábula de motivos foclóricos, de elementos de la narrativa 23  Gonzalo Sobejano señaló tres tipos de «novela ensimismada»: uno consiste en el carácter innovador de la escritura y que denomina «neonovela», un segundo tipo sería de carácter deconstructivo, en busca de desantrañar el género a modo de «antinovela», y un último modelo donde prevalece el carácter autorreflexivo de la «metanovela». Su lista de autores estaba compuesta por: Juan José Millás, Javier Marías, Álvaro Pombo, José María Merino, Alejandro Gándara, Juan García Hortelano, Javier Tomeo, Julián Ríos, Miguel Delibes, Camilo José Cela y Miguel Espinosa (1985b).

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popular y oral» (1994: 15). Sin embargo, aunque algunos escritores incluidos bajo este marbete reconocían tener en común la producción de obras colectivas, vínculos de amistad y afinidades estéticas, en sus declaraciones no colocan a la oralidad en el mismo orden de prioridad. En 1995 Carlos Javier García realizó una serie de entrevistas a los protagonistas del mencionado grupo, concretamente a Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez, Julio Llamazares, José María Merino y Antonio Pereira. En su encuesta les preguntó su posición ante dicha denominación para conocer si se sentían o no pertenecientes a ella. La respuesta fue variada, por ejemplo, Julio Llamazares expresó su deseo de no contestar el cuestionario ya que, si aparecía en el libro, su nombre se vería irremisiblemente vinculado a este conjunto. Como señala el responsable del trabajo, el autor: «se ve a sí mismo como escritor y no es partidario de encasillamientos» (García, 1995: 85). La nueva oleada de narradores realistas del final del milenio, según Virgilio Tortosa, creció en la democracia por lo que su principal preocupación fueron los conflictos cotidianos del individuo. 24 A este respecto, Joan Oleza (1996: 31-32) prefirió hablar de «una nueva poética realista», puesto que según se fueron afianzando los ochenta, volvieron a surgir las posibilidades de esta tendencia tanto en poesía como en novela. Javier Marías reconocía que su generación era «la primera que en verdad no había conocido otra España que la franquista, y se nos había tratado de educar en el amor a España desde una perspectiva grotescamente triunfalista». Tal circunstancia había provocado que entre ellos se asociara nuestro país con el régimen: «Y decidimos dar la espalda a toda nuestra herencia literaria, ignorarla casi por completo» (Marías, 1993: 57). De esta manera existía una aversión generalizada: «No era sólo rechazo de la novela en concreto del realismo social, etc, sino de todo lo español» (Castellanos, 1998: 24). ¿En qué desembocó dicha hostilidad? En primer lugar, existe un mayor apego a los modelos extranjeros, por ejemplo, los proporcionados por aquellos «primos lejanos» venidos de América. Ha sido posible extraer esta conclusión gracias a los datos obtenidos a partir de la encuesta realizada por Rebeca Martín y Fernando Valls en torno a la situación del cuento literario español durante el siglo xx para la revista Quimera (véanse los anexos). 25 No obstante, no hay que olvidar que parte de los autores requeridos se negaron a contestar). La primera pregunta planteaba: «Qué autores de cuentos de la literatura universal han influido más en la narrativa breve española del siglo xx?». Como se aprecia en el cuadro C, es evidente la hegemonía absoluta de los hispanoamericanos Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, 24   Virgilio Tortosa ha trabajado sobre las diferentes manifestaciones del yo en la literatura española actual, aunque su objeto de estudio es la autobiografía, extiende su corpus a la poesía y a la narrativa en general (2001). 25   En el cuadro A se recogen las respuestas a la primera pregunta de la encuesta en la cual los escritores eran interrogados sobre los mejores libros de cuentos españoles. Para una mayor claridad, los mismos datos aparecen presentados en B a través de un diagrama de barras. En las siguientes páginas me remitiré a esta información incluida en los anexos. En C y D aparecerán los nombres que citan los encuestados al responder a la siguiente pregunta: «Qué autores de cuentos de la literatura universal han influido más en la narrativa breve española del siglo xx?». En la columna de la izquierda se menciona el nombre del autor citado junto a las iniciales de aquellos que así lo han hecho.

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seguidos de los decimonónicos Chéjov y Poe, muy cerca de Hemingway y Carver. Los escritores españoles, en cambio, apenas parecen ser responsables de ninguna influencia destacable en la poética del cuento. La razón puede que se deba a que no todos los encuestados entendieran que entre los componentes de esa nómina de grandes figuras de la «literatura universal» se pudiera incluir a los autóctonos ya que ellos eran el objeto de las siguientes preguntas. Es reducido el grupo de los que se atreven a mencionar algunos de nuestros grandes literatos como Cervantes o Clarín. Sin embargo, en las respuestas a la pregunta sobre los mejores libros de cuentos, Ignacio Aldecoa es reconocido como uno de los principales maestros del cuento literario español (es citado en veintidós ocasiones). C)  La literatura de la experimentación Los escritores que vivieron los sesenta compartieron unos años, según Gonzalo Soberano (1975), de continuación del realismo social, de la novela estructural (en la que incluye la obra de Martín Santos) y de los experimentalismos. En los setenta, mientras algunos eran ya escritores de renombre, otros se formaban en aquellos años de novelas sin argumento o bastante debilitado, con personajes difuminados, que usaban el perspectivismo, el monólogo interior o los laberintos narrativos llenos de saltos (Sanz Villanueva, 1989: 128-135). Aparecieron algunas agrupaciones como aquella polémica nómina de los jóvenes poetas a los que José María Castellet colocó una exitosa etiqueta: los «novísimos». 26 En los noventa, estos veteranos, que habían sido en mayor o menor medida partícipes y testigos de estas tendencias, se encontraban en diferentes momentos de actividad. Tras medirse con unas circunstancias del mercado y unas modas literarias diferentes, se adaptaron a los nuevos tiempos y llegaron a finales del siglo xx sorprendiendo a sus lectores. Por ejemplo, Ana María Matute publicó La virgen de Antioquia que verdaderamente había redactado con anterioridad, pero que no había logrado ver la luz debido a la censura. Un caso destacable es Juan Eduardo Zúñiga, quien despertó ante el público en los ochenta y continuó su trayectoria publicando varios volúmenes de relatos. En estos años, escritoras con trayectorias tan divergentes como Elena Soriano, Rosa Regàs o Carme Riera llevaron a la imprenta algunas de sus principales obras. En cuanto a la valoración de la producción de estos años, entre los cuentistas más recientes, aunque no hay una contienda frontal o discrepancia frente a la generación antecedente, sí que se percibe la voluntad de rectificar los excesos del experimentalismo vigente antes de 1975. Así, por ejemplo, cuando Cristina Fernandez 26  Los nueve novísimos recogidos por Castellet en 1970 eran: Ana María Moix, Vázquez Montalbán, Vicente Molina Foix, Félix de Azúa, Leopoldo María Panero, Antonio Martínez Sarrión, José María Álvarez, Guillermo Carnero y Pere Gimferrer. En torno a esta antología se armó un gran revuelo ya que muchos consideraron que ese marbete era una operación publicitaria. El crítico, además, se desdecía de algunas afirmaciones previas sobre la vigencia del socialrealismo, lo que hizo que el libro tuviera una resonancia cultural muy superior a la que suele alcanzar la poesía.

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Cubas es interrogada sobre la literatura posterior a la muerte de Franco, contesta dejando de manifiesto su independencia con respecto a las modas anteriores: «Ah, sí. En aquella época, si no me equivoco, aquí se practicaba sobre todo el vanguardismo, la escritura experimental, con la cual yo no tengo nada que ver, aunque considero que la escritura siempre es un experimento» (Beilin, 2004: 146). Este mismo rechazo aparece reflejado a través de relatos metaficcionales como «La novela incorrupta» de Julio Llamazares (1995) o «El mejor escritor de su generación» de Juan Bonilla (1999). En ambos casos sus protagonistas se encuentran en un momento de crisis y, en clave de humor, nos dan su opinión sobre la literatura de estas características. En el texto de Llamazares, el personaje principal, un amigo del narrador, harto de esperar a que fallezcan todos los protagonistas de su libro basado en hechos reales, «escribe otra novela, ésta ya experimental del todo, es decir, sin puntos ni comas, ni argumento, ni estructura —y, por supuesto, sin un solo personaje—, sobre la incorruptibilidad de la literatura» (1995: 71). En el caso de Juan Bonilla, el protagonista, acuciado por las prisas, se plantea: [...] podía entregarles a los editores una novela titulada El viaje en tren que consistiera en doscientas cincuenta páginas —o ya puestos, por qué no ser malhechor con grandeza, mil páginas— que repitieran tan sólo «chucuchucuchu, chucuchucuchu», con algún «Jriiiiiiiiijriiiiiijriiiiipuf» que señalara los frenazos del tren al acercarse a una estación donde tendría que efectuar una parada. (1999: 214).

Una posibilidad que llevada a los extremos resulta totalmente risible. El protagonista de este cuento también rechaza hacer una novela al estilo behaviourista de El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio cuyo nombre, por supuesto, no aparece mencionado: «Y por qué no, para denunciar la superficialidad de la juventud actual, esgrimir una conversación de 300 páginas mantenida por unas muchachas cualquier sábado por la tarde» (Bonilla, 1999: 232). Sin embargo, el experimentalismo no es objeto de crítica por parte de todos los autores, de hecho, en el cuadro A la narrativa del autor de Volverás a Región ha sido salvada de esta quema pues siete autores le citan entre sus maestros. Javier Marías, por ejemplo, ha ensalzado la obra de Juan Benet en numerosos artículos. 27 D)  La literatura desde la transición En cuanto a la literatura desde 1975, gran parte de los autores del corpus vivió este hito en nuestra historia que desencadenó cambios políticos, económicos y, por supuesto, influyó en la evolución de la cultura y el arte. En este sentido, la censura se consideraba como una de las principales señas de identidad del franquismo pues repercutió notablemente en el teatro, la novela y el cine al restringir la libertad creativa   Javier Marías le dedica todo un apartado de su libro Literatura y fantasma (1993: 233-273).

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como medida preventiva de posibles disidencias ideológicas. De hecho, durante años se pensó que había arrinconado en los cajones las mejores obras y que había dejado sin recursos a los editores con su estrecha legislación, constriñendo una cultura que necesitaba libertad para crecer y dar frutos. Con el cambio de régimen, se suponía que iba a ser posible una mayor creatividad, sin embargo, partiendo de las declaraciones de los escritores que vivieron estos cambios, se encuentran diferentes y contradictorias visiones sobre esta época lo que demuestra las diferentes perspectivas sobre un mismo momento histórico. La entrevistadora e investigadora Cathalina M. Beilin le preguntó a Antonio Muñoz Molina sobre unas declaraciones de Manuel Vázquez Montalbán en las que el literato había confesado que no había notado excesivas mejoras en el panorama literario; frente a esto el jienense decía: «Creo que el cambio más importante ha sido la libertad» (Beilin, 2004: 121). En contraposición, algunos autores vivieron una etapa de desencanto y de ilusiones perdidas ya que no salieron a la luz tantas obras maestras como se pensaba. Por tomar un ejemplo, Luis Mateo Díez opinaba que no hubo un giro radical en las letras españolas, al menos desde el punto de vista literario. Para el leonés no existió un quiebro o verdadero punto de inflexión tras 1975, la situación resultante era la consecuencia de la coexistencia de generaciones segmentada por los diferentes grados de consagración: «en seguida se perfila un panorama más amplio de nombres nuevos, algunos afianzados tras el arranque menos conocido de sus primeros libros, otros situados en una línea de atención desde su incipiente salida» (Díez, 1992: 57). El fenómeno que citaba el leonés era aquella «Nueva narrativa» cuya acuñación en la década anterior estuvo muy vinculada a una iniciativa editorial. Todo comenzó en 1971 cuando Carlos Barral y José Manuel Lara Bosch, en una breve alianza entre ambos, intentaron lanzar a algunos autores emergentes. 28 Realmente en los primeros años tras la muerte de Franco habían tenido un gran éxito los libros de tipo histórico que reflexionaban sobre el reciente pasado pero, tras este periodo, el país necesitaba un cambio de aires en el panorama cultural. Por fin, en 1985 comenzó a hablarse en los medios de esta «nueva narrativa» a partir de varios hitos. El primero fue la novela de Eduardo Mendoza La verdad sobre el caso Savolta (1975) que recogía los logros estilísticos, técnicos y narrativos logrados en los años anteriores, junto al placer y el gusto por contar una historia. Otro momento importante fue la Crónica del desamor (1979) de Rosa Montero, ambientado en el mundillo periodístico madrileño de la época, donde se trataban los enredos sentimentales dentro de un grupo de redactores. El tercer hito, que ha sido tomado como punto de inflexión en el cambio de rumbo de la narrativa española de los ochenta, fue Belver Yin de Jesús Ferrero, publicada con reticencias en 1981 por Bruguera y por la que recibió el Premio Ciudad de Barcelona. Esta historia de dos mellizos sietemesinos ambientada en la China de los años treinta estaba   Estos autores fueron: Ana María Moix, Carlos Trías, Félix de Asúa, Javier Fernández de Castro y Javier del Amo (en Barral) y Ramón Hernández, Manuel Vázquez Montalbán, Federico López Pereira, José María Vaz de Soto y José Antonio Gabriel y Galán (Planeta). 28

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envuelta en una atmósfera de serie negra. 29 No obstante, la crítica tuvo una respuesta dudosa a la pregunta de si existía o no una «nueva narrativa», así Constantino Bértolo (1989: 29) reconocía que, tras el intento de comienzos de los setenta, por fin había llegado el momento de inaugurarla. Los nuevos tiempos eran favorables para ir más allá de las dos estéticas vigentes del realismo (García Hortelano, Martín Gaite y Marsé) y el experimentalismo (Benet). En aquel momento Bértolo no cuestionaba su calidad, más bien aducía la falta de perspectiva ante el fenómeno y se refugiaba diciendo que el bosque estaba bastante poblado con un sin fin de tendencias: «novela histórica, novela de amor, novela erudita, realismo mágico, novela psicológica, novela costumbrista, novela negra, nueva narrativa madrileña, nueva novela andaluza y novelas de los presentadores de televisión española», de tal modo que estas opciones podían ocultar «una literatura caracterizada por la representación de un mundo superficial, light, que nada pone en entredicho» (1989: 55 y 58). Tras los citados éxitos, las editoriales empezaron a favorecer la publicación de los libros de escritores españoles. En esta tendencia Alfaguara quería fomentar autores autóctonos e impulsó al ya mencionado «grupo de león» que representaba una literatura castellana y austera, según verían algunos. Sus principales autores, José María Merino y Luis Mateo Díez, habían vuelto, cada uno en su estilo, «al placer de contar historias, a la novela tradicional, o casi», tras el denominado «atracón de experimentalismo artificioso» de los setenta y finales de los ochenta (García Galiano, 2004: 16). Ambos se habían conocido de jóvenes, tenían una misma procedencia, y habían participado en un experimento literario llamado Sabino Ordás al que se sumó también Juan Pedro Aparicio. 30 Estos tres escritores dejaron de manifiesto que, a diferencia de Ferrero, defendían la tradición española frente a la literatura extranjera. A la vez en esos años, concretamente en 1983, nació el Premio Herralde que sirvió para impulsar una colección que en el seno de Anagrama iba a dar sus primeros pasos: «Narrativas Hispánicas». 31 En los noventa estos escritores se encuentran en plena actividad, publican numerosos volúmenes, son bien aceptados por parte de la crítica y sus propios contemporáneos, de hecho, se encuentran entre los más votados en la susodicha encuesta (cuadro D de los anexos). E)  Los «nuevos» de los noventa Llegada la década que nos ocupa, los mencionados escritores de la «nueva narrativa», como Rosa Montero, Félix de Azúa, Jesús Ferrero, Juan José Millás, Muñoz 29   Sobre este proceso de consolidación de un grupo de escritores en el mundo editorial véase la obra de Sergio Vila-Sanjuán: Pasando página: autores y editores en la España democrática (2003: 141-172). 30   Bajo este nombre se ocultaban los tres escritores quienes habían creado un apócrifo con biografía, fotografías y retratos (pintados, nada menos que por Picasso, Dalí, Solana y Zabaleta). 31   En esta primera convocatoria resultaron finalistas Paloma Díaz-Mas con El rapto del Santo-Grial e Impostura de Enrique Vila-Matas. El ganador fue Álvaro Pombo con El héroe de las mansardas de Mansard.

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Molina, Javier Marías y Eduardo Mendoza, ya habían consolidado su posición en el campo. Algunos de estos narradores nacidos en los cuarenta ya no podían ser llamados «nuevos», por eso Care Santos (1996: 144) denunciaba que se había abusado de estas calificaciones. Se ha llegado a tener veteranos como Javier Marías incluidos durante décadas entre la literatura «nueva», o incluso escritores como Pedro Zarraluki, Ignacio Martínez de Pisón o el mismo Enrique Vila-Matas seguían siendo para algunos representantes de la última narrativa cuando ya habían sobrepasado los cuarenta, por no decir los cincuenta. Los escritores se hacen eco de esa desenfrenada búsqueda de novedad, así Juan Manuel de Prada protestaba: «Me parece un valor fascista esa exaltación de la juventud. […] Todo el mundo pretende ser joven y aparentar menos edad y dar un aire juvenil. Son cosas que me repugnan mucho. Soy consciente de que si yo tuviese cuarenta y cinco años, El silencio del patinador no hubiera sido saludado con tanto entusiasmo. Es doloroso pero creo que hubiera sido así» (1998: 82). Care Santos, por ejemplo, bromeaba sobre las posibles portadas que se podían encontrar en una hipotética librería: «X tiene 25 años y una vez fue detenido por un atraco a mano armada» (2003: 143). Los editores abusaban de la imagen del escritor asocial y raro, con su subsiguiente prestigio de incomprensión, y exageraban su condición de enfants terribles de la literatura. Un escritor como Enrique Vila-Matas, quien a veces se vanaglorió convenientemente de su posición de maldito, en su etapa de madurez ha rechazado esa pose: «Cuando era joven creía que era muy elegante vivir en la desesperación». En una tardía refutación del papel representado señala: «He vivido en ese error toda la vida», se apresuraba a desacralizar el goce de estar triste (Vila-Matas, 2003). Esto se entiende porque, mientras hoy en día el barcelonés se encuentra en plena consagración, sin embargo, años atrás defendía su marginalidad y la dificultad de acceder a las instituciones materializadas en los premios literarios, que él considera monopolizadas por los grupos de poder localizados en la capital española: «El canon español forma parte de las mafias literarias instaladas hace años. Ya ha quedado fijado con unos nombres muy concretos, que no responden a la realidad de cómo se ve en México a la literatura española y no responde tampoco a como los franceses la valoran, que tampoco corresponde para nada con el canon español» (Tejeda, 2001). Realmente la situación del autor no podía ser tachada de desfavorable en aquella época, si bien era verdad que todos los premios los había recogido fuera de los círculos madrileños (Ciudad de Barcelona, 2001) y fuera de nuestras fronteras (Rómulo Gallegos, 2001). Haciéndose eco de la respuesta arriba citada, poco después ya no podía mantener este discurso victimista, puesto que en el 2002 recibió el Premio Nacional de Crítica. A pesar de todo, todavía adoptaba una postura vehemente frente a los responsables de las instituciones. —¿Todavía cree que existe una mafia literaria en Madrid, ahora que le han dado el premio de la Crítica? Sólo sé decirte que ha sido sólo después de haber recibido el Rómulo Gallegos en Venezuela y otros premios en Europa cuando se

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decidieron en Madrid a reconocer mi obra con el premio de crítica. Un poco tarde, me ha parecido. Pero no se les puede pedir más, leen poco y, además, están demasiado ocupados en condecorar a sus glorias mediocres. (Trellez, 2004).

Este fenómeno es debido a que el mercado quiere marcar un tempo en las modas literarias que no se corresponde muchas veces con la verdadera alternancia de preferencias estéticas, es decir, las innovaciones no son tales sino meros reclamos de la mercadotecnia. El mundo editorial que constantemente se alimenta de «fenómenos» literarios y de «obras imprescindibles» tiene que buscar nuevas figuras. La literatura gana si es de «actualidad» y así se nos intentan vender los «últimos», «recientes» y «nuevos» autores. Los escritores recién llegados al mundo de los libros rápidamente son calificados con estos adjetivos. Es cierto que siempre ha habido escritores jóvenes, pero durante décadas se les ha prestado poca atención, dejando que se curtieran en el circuito de premios o en el de las editoriales alternativas. Sin embargo, a partir de los noventa se promovió a los noveles, tal y como señalaba Javier Marías, ya que algunos de ellos lograron varios éxitos comerciales: «Es por tanto explicable que se busque y rebusque otra, entre los autores jóvenes, dado que además esa “quinta” ha logrado algo que los editores aprecian mucho y que la novela española no había alcanzado casi nunca: grandes ventas» (Marías, 1993: 206). El autor, siendo objetivo, apuntaba que no podían existir tantos nuevos valores en tan pocos años: «No dudo de que nos encontramos en uno de los mejores periodos de la historia de la novela española (cosa no muy difícil por otra parte), pero creer, como cree el presente, que en ese plazo pueden haber nacido tantos autores de pareja categoría es iluso en el mejor de los casos» (Marías, 1993: 173). Este auge de la literatura escrita por nombres desconocidos estuvo muy relacionado con el premio concedido por la editorial Destino en 1994. Ese año ganó Rosa Regás, una escritora que había tenido una etapa en el mundo editorial y que había trabajado como intérprete. Sin embargo, lo que llamó la atención en esa edición fue el finalista José Ángel Mañas que había presentado sus Historias del Kronen, un libro en el que los personajes viven obsesionados por películas como La matanza de texas, de Tobe Hopper, o Henry, retrato de un asesino de John Mac Naughton, o por un libro como American psycho de Brett Easton Ellis. El protagonista, un joven acomodado, es incapaz de involucrarse en nada de lo que vive y, más bien, lo contempla todo con frialdad. Mañas, como otros contemporáneos, reconocía entonces la influencia de escritores y artistas norteamericanos como Raymond Carver y Andy Warhol. Las ventas de ese libro se dispararon, sobre todo a raíz de la película de Montxo Armendáriz. Este libro pasó a ser el prototipo de una nueva escritura llena de violencia arbitraria y desolación generacional. En los siguientes años el premio se dedicó a consagrar a autores veinteañeros como Pedro Maestre que se alzaba con el galardón por su libro Matando dinosaurios con tirachinas (1996). Dos años después llegó Lucía Etxebarría con su Beatriz y los cuerpos celestes (1998).

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Los lectores de «la movida» habían madurado y fueron reemplazados por otros que ya habían nacido alejados de la dictadura, habían vivido rodeados por la bonanza económica y las nuevas corrientes ideológicas. Este público, formado y con un buen nivel adquisitivo, estaba necesitado de signos de identidad y de referencias culturales más próximas a sus experiencias cotidianas. En este contexto, las editoriales descubrieron que lo nuevo vendía tanto o más que lo consagrado, encontraron el filón y no hubo una que se preciara que no tuviera en su catálogo a lo más descollante del mercado. Aparecieron entonces autores como Ray Loriga, Espido Freire, José Ángel Mañas, David Trueba o Pedro Maestre. Entre los cuentistas estudiados se encuentran algunos de ellos: Lucía Etxebarría, Care Santos, Juan Manuel de Prada, o Josán Hatero. Era la generación de los chicos y chicas que a comienzos de 1991 andaban alrededor de los 30 años. Estos «jóvenes» ya no tuvieron que vivir el cercano pasado español, sino que crecieron en democracia sin los problemas de supervivencia de la posguerra, ni la resistencia ideológica frente al franquismo, así que adoptaron una posición despolitizada y desencantada ante la realidad. Seguramente, por esta falta de vehemencia tampoco ejercieron una crítica y oposición feroz frente a las generaciones precedentes, tal y como dejaron de manifiesto al hablarnos de sus escritores favoritos. Care Santos, por ejemplo, señalaba la existencia de dos tendencias simultáneas que no son exclusivas: «la literatura última recoge ahora varios testigos: por un lado, el del retorno al gusto por contar historias de corte más o menos clásico. Por otro, el de la experimentación o la metaliteratura más próximas a algunos autores del auge latinoamericano» (1996: 146). Como escaseaban los membretes hubo que buscar un nombre a estos escritores. 32 Si ya habían pasado los novísimos, los nuevos narradores... ¿cómo llamar al nuevo fenómeno? En la antología del cuento Páginas amarillas su editor utilizó la denominación de «generación X», bautizada así por el libro del escritor norteamericano Douglas Coupland y formada por los sucesores de los yuppies con ingresos... (Gutiérrez Resa, 2003: 19). Más adelante otras editoriales se sumaron a esta dinámica y promocionaron con fuerza a estos autores ante la estupefacción de algunos que se escandalizaban ante la idea de que la juventud pudiera ser en sí misma un valor literario. Entre ellos se encontraba Santos Sanz Villanueva quien despreciaba la amalgama de productos disponibles (ficciones históricas, relatos metaliterarios, culturalistas y con abundantes citas intertextuales, la novela negra o policíaca) pues ocultaba la carencia de una visión problemática de la realidad: «Las grandes cuestiones actuales —la droga, el paro, los cambios de mentalidad, recientes, la ética del dinero fácil, la pérdida de la memoria histórica, los nuevos valores juveniles... —parece como si no existieran y aguardan la novelación cumplida» 32   Ángel García Galiano, por ejemplo, aunque emplea algunas de las agrupaciones tradicionales como el «novecentismo», no utiliza las clasificaciones generacionales y prefiere basarse en la fecha de nacimiento para ordenar un corpus de autores nacido a lo largo de cinco décadas. Este autor también aventura unas características en la narrativa de estos años: 1. «una literatura que [...] apenas osa rozar el territorio de la fantasía». 2. «Búsqueda de la universalidad a partir de la creación de territorios imaginarios profundamente españoles» y 3. «Una literatura [...] que se propone inventar mundos en los que nazcan personajes que reflexionen sobre su condición» (2004: 23-36 y 17).

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(1996: 3). Según este crítico, la comercialización de la literatura impuso una narrativa efímera que sufrió la hegemonía de las ventas, por este motivo su juicio era bastante taxativo: «esa variedad tiene algo de espejismo porque la limita el auge arrasador de un puñado de subgéneros que, en última instancia, son los que predominan en una sociedad de consumo que obliga al escritor a inclinarse de manera más o menos consciente por las formas de mayor aceptación» (1996: 3). De nuevo barajó un adjetivo que también había utilizado Bértolo para los ochenta, era ese «relato light, de brumosos perfiles geográficos, temporales y morales y, acorde con esta época superficial y llena de prisas, de muy breve extensión». Para salvar la literatura de estos excesos, aconsejaba a los escritores la siguiente solución: «Deberán liberarse de la casquería que tanto gusta a alguno y sumar otras fuentes a la exclusivista del minimalismo. Y tendrán que aprender que la lengua ha de remontar la imitación de la precariedad excesiva de la calle, por mucho que reproduzca la jerga de la calle» (1996, 4). Otro crítico, José Antonio Fortes, contrario a «la nueva narrativa» formada por «novelistas de catequesis», advertía contra el «invento» de una literatura cercana al dirty realism de David Leavitt, Paul Auster, Tobías Woolf y otros, creada para emparentar con las exitosas corrientes de moda. 33 Dicha generación, seguramente por su proximidad temporal, tenía entonces todavía unos límites difusos sobre todo en lo que respecta a la nómina de autores incluidos y a la cuestión de su inicio, aunque sin duda se ha reconocido a la figura de Raymond Carver como su cabeza visible. 34 El propio Julio Llamazares definió las características del movimiento: Las novelas de estos jóvenes y sucios realistas son relatos desnudos, escuetos, descarnados, paisajes espectrales y mecánicos habitados por personas solitarias, por gentes sin pasado ni futuro cuya vida se reduce únicamente a sobrevivir del mejor modo posible en una sociedad que les condena de antemano a la incomunicación y al anonimato, y en un mundo del que todo idealismo ya ha sido desterrado. (Llamazares, 1987).

Afortunadamente, no todo fueron críticas a los escritores recién llegados, Germán Gullón valoraba positivamente su componente oral, su compromiso con la realidad y el mundo, y la fluidez de su narrativa aunque también apuntaba el defecto de su inconsistencia conceptual junto con otros errores formales en su sintaxis y léxico, 33   Fortes criticaba a los autores que se alineaban con el régimen socialista imperante y que pertencían a sus camarillas a los que llama «los 150 novelistas» de San Luis y Carmen Romero». El crítico mencionaba a un ejército de melifluos entre los que se encontrarían: Juan José Millás, Álvaro Pombo, Soledad Puértolas, Javier Marías, Cristina Fernández Cubas, Vila-Matas, Molina Foix, Justo Navarro, Julio Llamazares, Muñoz Molina, productores de: «la basura literaria, las más defectuosas mercancías, las cacharrerías posmodernas, las chorradas de niños y niñas que mojan la cama y cuentan sus mediocres terrores nocturnos, pesadillas, pamplinas, parvulismos, pastiches melodramáticos o los efluvios vesánicos nada libertinos en iniciaciones carnales de tres al cuarto» (1996: 27). 34   Muchas han sido las páginas dedicadas a discutir los límites del concepto, los nombres incluidos bajo su estela y las implicaciones tanto estéticas como valorativas. Por este motivo la presentación hecha arriba es únicamente una pincelada. Tamas Dobozy (2000) en su tesis contribuyó a indagar en la historia, orígenes y características de este marbete.

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tal vez demasiado lleno de coloquialismos (1996, 31-33). 35 Intentaba explicar sus deslices pues opinaba que quizá el despego a la consistencia conceptual era ignorancia por la edad, un desinterés elegido (o heredado), una opción estética más que una simple vulgaridad. Gullón exteriorizaba la culpa y acusaba de todo al estado de mercantilización de la literatura: Diría que ese impulso psíquico denominado inspiración nace casi mediatizado por los modos de transmisión. Hoy los libros se componen y editan, paradójicamente, con menor libertad por parte del artista, porque los editores, la comercialización y demás los afecta quizá en exceso. O sea, que las condiciones de la era del esteticismo —los siglos xviii y xix, el romanticismo, sobre todo— desaparecieron largo tiempo ha. (1996: 31).

¿Cuál era la valoración de estas últimas generaciones entre los cuentistas? Basándome de nuevo en la encuesta de Quimera (cuadro A de los anexos), se puede decir que los más veteranos raramente mencionan a los escritores más jóvenes, mientras que estos últimos incluyen nombres novedosos o incluso desconocidos. En este hecho se descubre un intento por renovar el canon existente. Por otro lado, la juventud de los encuestados no implica un desconocimiento de las generaciones precedentes, muy por el contrario, se observa, como ya he dicho, el voto casi unánime hacia la maestría de Ignacio Aldecoa seguido de Unamuno, Baroja, Aub o Gómez de la Serna (según la tendencia estética de cada uno). F)  La polémica posmodernidad Además de estas generaciones y corrientes, la verdad es que, a la hora de describir los noventa, en los manuales sobre la novela o la literatura contemporánea, se repite la idea de la heterogeneidad en las obras. Esto es debido a que en las librerías todo tiene cabida: la novela lírica, memorial, histórica, negra, policíaca o de intriga, psicológica… Para algunos esta diversidad de formas, la tolerancia a la inclusión de la literatura de masas, sobre todo en la novela de género, o el énfasis en la autoconciencia, son consecuencia indudable de los cambios estéticos de la posmodernidad (De Castro, 1991: 22-23). De igual modo, este concepto sale frecuentemente mencionado por la crítica a la hora de valorar los cuentos y cuentistas debido a su rentabilidad ya que en torno a él, por aquellos años, existía un debate estético de moda que daba pie a numerosas reflexiones. Teóricamente, dicho término tiene unos límites difusos donde se mezclan las causas y los efectos, los fenómenos y las explicaciones; está relacionado con un  Germán Gullón años más tarde seguía sin entender la razón por la cual fueron tan mal recibidas estas novelas: «porque ningún crítico pasó de decir que había mucho sexo, drogas y rock and roll en sus novelas» (2005: 275-276). 35

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cuestionamiento de los sistemas en vigor principalmente del sistema analítico-referencial predominante en el pensamiento occidental tras la revolución cartesiana. Gonzalo Navajas (1987: 13-40) señaló que, junto con dicha quiebra con el método científico, la posmodernidad en literatura implica la ruptura de su mismo concepto, además de los términos universales de clasificación y evaluación, y la oposición al concepto orgánico de obra. Las consecuencias culturales son indudables puesto que se desconfía del conocimiento porque el mundo es entendido como una construcción artificial de la razón. Este pensamiento ha traído consigo en narrativa el juego con el espacio y el tiempo, además de con los puntos de vista, los géneros literarios, y la ruptura de las técnicas clásicas gracias a una absoluta libertad de procedimientos. Las imágenes y el texto, la cultura de masas y la «gran literatura», la realidad y la ficción, comparten un mismo espacio. Esto supuso una nueva forma de ver la estética, un nuevo orden de interpretar, una nueva forma de relacionarse, influidas muchas veces por los factores post-industriales. Para Darío Villanueva la posmodernidad está vinculada con una ética de carencia de valores y con el relativismo cultural, a los que se llegó por el proceso vivido con la democracia: «como si la libertad política y el adiestramiento en comportamientos morales y culturales más libres hubiese propiciado también la libertad de escritura del yo sobre sí mismo y sobre su entorno» (1992: 30). La consecuencia de este impulso fue el auge de una narrativa invadida por la experiencia personal. De la misma forma, para Joan Oleza el fenómeno era innegable pues hasta la tendencia tradicional realista, representada por autores tan dispares como Adelaida García Morales, Vázquez Montalbán, Luis Mateo Díez, Luis Landero, Muñoz Molina, Almudena Grandes o Eduardo Alonso, tenían la voluntad posmoderna de: «representar la experiencia de lo real-otro desde el punto de vista, la situación y la voz de un personaje implicado, la plena restitución de un designio de mimesis (relativa, subjetiva, alegorizadora, emanada del imaginario personal... pero mímesis al fin y al cabo), así como la decisión de reconducir la novela hacia la vida, obligándola a rectificar aquella otra dirección según la cual la novela es un orbe autosuficiente y clausurado de lenguaje» (1996: 42). La crítica literaria española de los noventa, concibió el posmodernismo como un movimiento irracional, anárquico, resistente a cualquier definición estable y estrechamente anticonvencional. En la medida en que estas ideas se fueron difundiendo, también se convirtieron en tópico en la discusión literaria. Por este motivo, los escritores se vieron obligados a adoptar una posición al respecto. Rosa Montero, por ejemplo, argumentaba que nuestra literatura se encontraba en el epicentro de las corrientes vigentes: «A mí me parece que la novela española actual es completamente postmoderna en el sentido de que no hay una sola versión del mundo, hay una pluralidad absoluta, el eclecticismo. Cabe todo, y como cabe todo, pues cabe, por supuesto, rescatar los sub-géneros, cabe hacer todo tipo de novelas» (Smith, 1995: 99-101). La escritora tenía claro que en los últimos años había habido géneros en alza como la novela histórica, la realista, la lírica o poemática, la autobiográfica y la resultante de la mezcla de géneros, lo cual amplió los horizontes de nuestra literatura. Sin em-

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bargo, Quim Monzó estaba en desacuerdo y, aplicando una aproximación restrictiva de la posmodernidad, opinaba que había sido demasiado extendida y manipulada: Yo lo conocí por primera vez a principios de los años ochenta. Lo aprendí a partir de la arquitectura, donde tenía mucho sentido, y quedé fascinado por esos edificios que yo veía como una referencia semi-irónica a los edificios del pasado. Lo empecé a aplicar también a la literatura norteamericana y me pareció que tenía mucho sentido. Después, a finales de los años ochenta, se abusó del concepto, se aplicó a diestro y siniestro a muchas cosas que no tenían nada de postmodernas. Como se utilizaba mal, perdió el sentido y ya no se sabía qué era postmoderno y qué no. (Beilin, 2004: 188).

Ciertamente, los escritores estudiados practicaron algunos de los rasgos de dicha corriente en la literatura: necesidad permanente de actualidad, fragmentación y mezcla de saberes, búsqueda de estereotipos culturales, hibridación de los géneros, convivencia de lo clásico y lo contemporáneo. No cabe duda de que el antirrealismo posmoderno acarreó, por ejemplo, el auge de la inclusión del proceso de escritura en la literatura, un procedimiento que tiene como fin último el cuestionamiento de los límites de los principios y fundamentos de la ficción. El narrador compaginaba sus funciones, la de crítico de la realidad, de sí mismo y de su producto. 36 El resultado fue ese abundante corpus de relatos en los que la misma narración es tematizada y objeto de meticuloso estudio (vid. apdo. 7 del cap. III). G)  La literatura femenina Pero sin duda, entre todos los debates surgidos en torno a las reglas del juego literario, el problema del acceso a la mujer al canon cobra una gran relevancia en monografías y entrevistas. No existe autora que en algún momento no tuviera que definir su posición ante la creación, valorar a sus compañeras o explicar su vínculo con la «literatura femenina» o la «literatura feminista», desencadenando entre ellas respuestas diversas. En primer lugar, estas denominaciones provocan un rechazo semejante al de cualquier etiqueta, ya sea generacional o de estilo. Bastante sintomática es la respuesta de Nuria Amat quien dice: «Nunca me ha gustado ser encasillada. Tengo que reconocer que mi escritura no obedece a lo esperado de la escritura femenina. Y yo he sido la primera en extrañarme, pues soy una gran lectora de libros escritos por mujeres» (Ballesteros, 1998: 686). En esta argumentación la autora no solo se preocupa por la idea de eludir «lo esperado» y marcar su independencia frente a 36  La novela española seguía esta corriente que ya había comenzado en los setenta con obras como: Juan sin tierra, de Juan Goytisolo, Recuento, Los verdes de mayo hasta el mar y La cólera de Aquiles de Luis Goytisolo, Fragmentos de un Apocalipsis, de Gonzalo Torrente Ballester, Fabián, de Vaz de Soto, La muchacha de las bragas de oro de Juan Marsé, y El cuarto de atrás de Carmen Martín Gaite. Esta es la nómina que señala Gonzalo Sobejano (1979: 1 y 22).

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lo previsible y automático, sino que además, se desvincula del repertorio asociado con la escritura femenina, de hecho, incluso reivindica su independencia del magisterio de sus autoras predilectas. Esta reacción puede deberse a toda la carga negativa que ha adquirido dicho calificativo. Tal y como ha analizado Laura Freixas, no ha beneficiado demasiado a su prestigio el apogeo de su mercado, ni que haya sido una creación de los departamentos de marketing de algunas editoriales y no tanto una clasificación basada en criterios meramente literarios (2005: 39). 37 En su ensayo la estudiosa denunciaba que el problema procedía: «de la existencia (y, para qué negarlo, la colaboración) de algunas escritoras fotogénicas y frívolas, de la idea de que las escritoras son personajes frívolos y fotogénicos que sirven para poner la nota de color» (Freixas, 2005: 39). Marina Mayoral evaluaba el boom de la literatura de mujeres y recogía algunos factores que incidieron en las ventas y los galardones: Algunas circunstancias favorecen. Por ejemplo, si escribe una novela erótica, hay un «morbo» mayor si lo escribe una mujer. Pero si un año le dan el premio Planeta a una mujer, puedes poner las manos en el fuego que al año siguiente no se lo dan a una mujer. ¿Por qué? a un hombre se lo dan un año y al año siguiente se lo dan a otro y así sucesivamente. Eso es una discriminación. (Cornejo-Parriego, 2003: 824).

Ciertamente, se puede apreciar que desde los noventa se fueron incorporando los nombres femeninos a la lista de premiados en curiosa alternancia con los nombres masculinos. 38 Bajo esta estrategia subyace la búsqueda de un público al que también se le intenta atraer colocando el nombre «mujer» en los títulos. Por ejemplo, Plaza & Janés impulsó una colección llamada representativamente Modelos de mujer, y la editorial Temas de Hoy publicó Ser mujer (2000). En consonancia con este fenómeno, proliferaron las antologías de relatos redactados por escritoras, tal y como ya se 37  Para refrendar este hecho, Laura Freixas presentó datos concretos. La autora analizó críticas literarias y recogió ejemplos en los que lo femenino era sinónimo de reproche, tal sucedía en las siguientes palabras: «W. A. Mitgusch sabe escribir, pero su prosa bordea siempre la línea semiborrada que separa la buena literatura de lo que suele llamarse «literatura de mujeres»». Esta afirmación sobre la escritora austriaca, que denota el desprecio del crítico hacia un subconjunto de obras aparentemente solo marcado por la mano femenina, es tan solo la punta del iceberg de otros testimonios que encontró la investigadora y escritora. Este comentario pertenece a Miguel Sáez (Diario 16, 6/9/90) y fue recogido por la autora en «Mujeres y cultura: una breve arqueología de la misoginia reinante» (2005: 39). Sin embargo, según la estudiosa, estas críticas no recaen únicamente sobre las mujeres, sino también sobre aquellos autores que redactan «para mujeres» por ajustarse a priori a los gustos de una parte del público. Conforme el número de lectoras ha aumentado, los escritores que se han centrado en ellas han sido despreciados por buscar un mayor número de ventas, hecho que siempre es denostado. 38  Lucía Etxebarría le dedicó un artículo completo al asunto «Con nuestra propia voz: a favor de la literatura de mujeres» (2000: 119-120). Laura Freixas ha estudiado también los casos de los galardones: «Desde el año de su respectiva fundación hasta 2003, hallamos la siguiente proporción de mujeres entre los galardonados: en los institucionales (Cervantes y Nacionales), igual o inferior al 10%; en los comerciales (Planeta, Nadal, Alfaguara, Biblioteca Breve) entre el 10 y el 20%. Los únicos en los que la proporción de ganadoras supera el 20% es el Sonrisa Vertical de literatura erótica (28%) y el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil (24%)» (2005: 39).

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vio (vid. apdo. 1 del cap. III) y como ya ha sido estudiado exhaustivamente por Alicia Redondo Goicoechea (2001). Marina Mayoral en «El yo femenino en la novela de finales del siglo xx», denunciaba cómo durante siglos han sido primordiales los valores «patriarcales» que han dificultado el acceso a la cultura y a la producción. Debido a estos problemas, escasas autoras han llegado a formar parte de nuestros libros de literatura. Durante siglos los hombres fueron mayoritariamente, cuando no exclusivamente, los autores de la tradición literaria; crearon un canon y es lógico pensar que lo hicieron desde su postura de prepotencia sexual. Ellos eran —como dice Simona de Beauvoir— El Sujeto, lo Absoluto. La mujer era el Otro. Ellos hacían Literatura; la mujer, escritura femenina. (Mayoral, 1995: 109).

La desigualdad histórica ha significado en la práctica (legal, social, cultural) la subordinación y la invisibilidad de las mujeres. Ambas cosas se pueden corregir con medidas políticas que reequilibren la situación y la reparen a medio plazo; en el campo de la literatura, ayudando a hacer visibles autoras ninguneadas. Este tipo de medidas intentan compensar el olvido de la cultura femenina prestándole una renovada atención. Claro que, tal interés no es totalmente aplaudido, el principal argumento en contra es que el término «literatura femenina» se puede convertir en un «ghetto literario». ¿Por qué no hablar simplemente de literatura independientemente del género? Por este motivo Marina Mayoral prefería evitar esta categoría: Al calificarte de escritora femenina, ya te han relegado a una escala baja, entonces nadie quiere admitir la existencia de una escritura diferente, pero yo me pregunto, si no somos iguales psicológica— y socialmente, ¿cómo va a ser igual lo que escribamos nosotras a lo que escriban los hombres, a no ser que te propongas voluntariamente que lo sea, con lo cual estás limitando y falseando tu perspectiva? (Cornejo-Parriego, 2003: 823).

La sospecha sobre la manipulación «machista» del concepto es tal que influye a la hora de admitir la existencia de una manera de afrontar la realidad propia de las mujeres. Por ejemplo, para Almudena Grandes defender un modo específico de analizar el mundo entraña el peligro de erradicar la luchada igualdad entre géneros, así que, aunque existan diferencias en el punto de vista, ello no implica que haya dos realidades. —¿Hay un pensamiento propiamente femenino y otro masculino, o es el mismo para los dos géneros? —Para responder a su pregunta y partiendo siempre de mi propio pensamiento, creo que existe solamente un mundo, y una sola realidad, que cada uno de nosotros contempla desde una posición única e intransferible, en función de las heridas, y de los premios, con los que la vida nos haya marcado. Desde este punto de vista, es cierto que el mundo no es lo mismo para una mujer que para un hombre, pero al

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margen de esa diferencia no me parece tan significativo como para sostener la existencia de dos mundos, dos realidades, dos pensamientos distintos. (Añover, 2001: 806).

La escritora reconoce que recalcar una diferencia de perspectiva, supone una forma de degradar la literatura hecha con este enfoque y favorecer en parte el discurso consolidado por un canon masculino que la relega a un plano secundario. Pero hablar de un pensamiento femenino si tiene consecuencias, sobre todo si quien lo hace se dedica a la literatura, porque existe una permanente tendencia por parte de la crítica de más alto nivel —al menos en España, y creo que también en Europa en general— a convertir la literatura «femenina» en subgénero, todo lo políticamente correcto, interesante y admirable que se quiera, pero siempre al margen de «La Gran Literatura de Todos los Tiempos». (Añover, 2001: 806).

La madrileña reconoce la influencia que han tenido la tradición, las instituciones, el mercado en la difusión de este fenómeno: «sí creo que desde luego existe un modelo de escritura femenina establecida por el orden patriarcal, y multitud de mujeres la aceptan encantadas, y convencidas de que reconoce plenamente sus méritos» (Añover, 2001: 807). En la misma línea se situaba la escritora Josefina R. Aldecoa: «Y trato de explicarme al hombre a través de mi visión de mujer. Los hombres siempre han tratado de explicarse a las mujeres a través de su visión de hombres» (Talbot, 1989: 239). Es consciente de que el lector a quien va dirigido el texto va a juzgarlo a través del prisma deformante de su feminidad autorial. Como todo creador, esperaba que su perspectiva o sus protagonistas pudieran ser aceptados por todo tipo de público. En contraste, algunas escritoras defienden la singularidad del pensamiento femenino que se manifiesta en una mayor preocupación por las relaciones personales. Por ejemplo, Lucía Etxebarría reivindicaba con orgullo su visión particular del mundo. No resulta descabellado, pues, hablar de literatura femenina, al referirnos a textos con rasgos específicos que permiten a las mujeres reconocerse a sí mismas. Entre estos rasgos específicos podríamos citar un lenguaje más reflexivo, más matizado y sensual, un tono intimista, un mayor uso de la primera persona y la autobiografía, una insistencia en la exploración de sentimientos, una constante presencia de lo cotidiano y lo concreto, una abundancia de imágenes recurrentes como el agua y la habitación cerrada, una ampliación de los motivos y los personajes… (Ballesteros, 1998: 684).

En esta vertiente se encontraba Marina Mayoral quien opinaba que en efecto existen algunos temas de los que las mujeres, indudablemente, tienen más información y sobre los que arrojarán una distinta luz: los vínculos entre amigas o entre madres e hijas, la sexualidad y la homosexualidad femenina, el pequeño mundo do-

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méstico... (1995: 109). La gallega reivindicaba que no hace falta negar una diferente sensibilidad puesto que cualquiera puede disfrutar de la literatura, independientemente del género del creador. En la medida en que escribes desde tu perspectiva personal, estás escribiendo como mujer, de la misma manera que el señor de enfrente escribe como hombre. Lo que pasa es que él nunca se ha planteado que escribe como hombre. El escribe, porque lo viene haciendo desde hace siglos, es heredero de una tradición, mientras que la mujer sólo hace ciento cincuenta años que forma parte de una tradición y eso, en cuanto a tradición, no es nada. Además, al comienzo las escritoras tenían unas pautas y tenían que seguir unos determinados parámetros. (Cornejo-Parriego, 2003: 823).

Es lógico que entre las autoras surja este tipo de pensamiento contradictorio: a pesar de los aspectos negativos que tiene la etiqueta, son conscientes de que nadie puede escribir fuera de su identidad. El hecho de ser hombre o de ser mujer es clave en la definición de uno como ser humano, sin embargo, el peligro de las connotaciones negativas es tal que resulta complicado admitir la diferencia. Un caso curioso es el de Nuria Amat; en una entrevista con Isolina Ballesteros para una revista académica como Letras Peninsulares, decía: «Precisamente pueden reprocharme que escriba desde esa erudición intelectual tan propia al mundo cultural masculino», en una aceptación implícita de lo «masculino» (Ballesteros, 1998: 684). Un poco más adelante declaraba ser ambigua en su creación y reconocía el problema de aceptar la singularidad: «A quienes siguen viendo en la mujer una condición especial y por tanto marginal, les conviene tenernos etiquetadas en una suerte de categorías. Otra forma de pelear contra esta diferencia es escribir desde ese mimo ámbito que ellos llaman la razón, lo inteligible, lo histórico, lo sublime, lo serio, lo correcto» (Ballesteros, 1998: 684). Care Santos va más allá y prefiere que ni se establezcan razones para la diferencia, ni se siga empleando el término: Siempre me maravillan los convencidos de que las mujeres por el sólo hecho de serlo, tenemos algo diferente que decir, algún punto de vista que aportar o algún tema en el que destacar. Esos planteamientos son, precisamente, los culpables de que exista tanta mala literatura etiquetada bajo esa falsa categoría de lo «femenino» que sólo logra ahondar en el tópico de la feminidad mal entendida y, por supuesto, vender libros al colectivo de mujeres dispuestas a comprarlos —mayor que el de los hombres, rezan los estudios de mercado— atraídas por esas mismas artimañas. (Santos, 2003: 147).

La escritora estaba preocupada por la orientación mercantilista del concepto, pero sobre todo por la falsa relación entre lo femenino y determinados lugares comunes en los que podemos suponer que no se reconoce. La tradición lo ha asociado a algunos rasgos de repertorio como la preocupación por la cotidianidad de la vida, los temas cargados de emociones y la preocupación por la psicología, los deseos repri-

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midos y las discriminaciones de las mujeres. El problema es que su recepción no ha sido positiva sino más bien reprobable desde esa masculinidad literaria que ha sido impuesta por el sistema. El libro de cuentos de una escritora como Josefina R. Aldecoa recibió la crítica de tratar: «temas comunes centrados en la vida de la mujer en la sociedad de nuestro tiempo». Estos asuntos consisten en: «fragmentos de vidas en una encrucijada existencial, sin más sorpresas ni revelaciones que las derivadas de la común sensación de fracaso por soledad, incomprensión e incomunicación» (Basanta, 2001). Del mismo modo el volumen de relatos de Laura Freixas también fue acusado del mismo «pecado», abordar la experiencia de sus protagonistas, sus crisis y problemas en el delicado momento de la medianía de edad: «Pero hay más; los personajes de estas historias son, en realidad, variantes, de un arquetipo femenino: el de la mujer que se encuentra en la cuarentena, con su vida lo bastante encauzada para saber o añorar lo que dejó atrás, con más reminiscencias que proyectos, más llena de escepticismo que de fe en la vida (Senabre, 2001). El argumento que ambos críticos enarbolan es el de la repetición, la previsibilidad de estos cuentos, pero cabe pensar que bajo estas críticas pueda haber un rechazo simple a ese repertorio «femenino» fruto de una tradición social, política, religiosa y cultural que durante siglos lo ha infravalorado. 2. De repertorios y tradiciones del cuento Ya decía Carmen Martin Gaite en El cuento de nunca acabar: «El hombre, o cuenta lo que ha vivido, o cuenta lo que ha presenciado, o cuenta lo que le han contado, o cuenta lo que ha soñado» (1988: 53). Experiencia, imaginación o sueño, el origen de la creación puede surgir de cualquiera de estas fuentes, aunque no valdrían de nada sin la imaginación y la capacidad de abstracción del artista. En el transcurrir de la vida, hay algunos puntos de inflexión que nos hacen reflexionar y a veces crear: el paso de los años, la llegada o pérdida de un ser querido, una vivencia impactante… En el caso del corpus estudiado los autores confiesan el origen de la «chispa matriz» de su inspiración, procedente, tal y como refleja el siguiente testimonio de Juan Eduardo Zúñiga, de los medios más diversos: Un breve episodio, unas palabras, un gesto introduce en la mente una evocación que moviliza el pensamiento siempre dispuesto a seguir las sombras. Este destello en la memoria será el origen de un cuento: un dato aislado capaz de emocionar, que desata el deseo o la necesidad de superponer a su fugacidad mil sugerencias. Todas las fantasías, las experiencias, los rencores o amores, pueden fluir hacia esa elaboración con sus materias hechas palabras, frases, metáforas. (1991: 195).

Para el escritor madrileño, todo lo que nace en la experiencia acaba pasando por el filtro de la cultura: «Pienso que mis relatos fueron antes fragmentos que me llegaron de ese mundo circundante, país, ciudad, calles, habitantes que caminaron por la

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historia de unos terribles años de mediados del siglo. Luego, revestidos tales fragmentos por herencia cultural, por substancias personales y propuestas estéticas, pasaron a la escritura en un intento tenaz de transformarlos en literatura» (1991: 195). Llama la atención la forma en que diferencia las fuentes de alteración de esa primera chispa: el bagaje cultural y las intenciones estéticas de seguir unas pautas, unas reglas, ya sean personales o herencia de una colectividad. En realidad, para los autores la pregunta sobre los maestros y modelos forma parte de una reflexión casi intrínseca al acto creador ya que supone un sano ejercicio de autorreflexión. En sus confesiones establecen distintos tipos de interacción con su acervo cultural según su origen y sus ideales literarios. Entre los escritores del corpus la procedencia de sus modelos es heterogénea ya que la fuente literaria mana no solo de lo escrito sino muchas veces de la oralidad. El cuento está muy relacionado con las narraciones a viva voz y por eso el asunto adquiere una gran importancia en los discursos de los autores estudiados (tal y como se pudo apreciar en el apartado 3 del capítulo II). Sin embargo, los relatos ya no son únicamente un acontecimiento al amor de la lumbre, como dice José María Merino: «En la realidad actual, el exclusivo narrador oral es el televisor, y en muchos aspectos de la publicidad audiovisual, se mantiene el espectro del hechizo de aquella oralidad perdida» (2004f: 59). Hoy por hoy, la fascinación por el cuento puede llegar a través de los medios más diversos, tal y como reconoce Gonzalo G. Calcedo: «Mucho antes que la afición desmesurada por la lectura, ese veneno dulce, me habitaron los chistes. Los tebeos y los chistes. Fue una etapa que duró bastante, que aún me dura» (VV. AA., 2002: 167). La diferencia entre lo oral y lo escrito es conveniente pero cada vez es más difícil de esclarecer la procedencia de la piedra de toque de la creación y más en nuestra sociedad de la información donde predomina la cultura multimedia en la que los mensajes llegan a través de canales simultáneos. En suma, la experiencia inspiradora puede encontrarse en la vida y en la oralidad, pero también puede hallarse en una vasta biblioteca. La cultura nos permite contactar con los mundos vividos e imaginados en el pasado pues, como apunta Esther Tusquets: «un libro es como un eslabón de una larga cadena que empieza muy atrás» (Encinar y Percival, 1993: 77). La ventaja de estudiar las fuentes escritas es que son más tangibles y por ello ha sido más fácil encontrar textos en los que aparecen citados los nombres de sus maestros, estilos y épocas preferidos. Claro que, como ya he explicado, no todos los cuentistas se confiesan con la misma libertad puesto que sobre ellos gravita todo el peso de la originalidad y la responsabilidad de sus declaraciones. A pesar de todo, en las siguientes páginas he podido explotar las conclusiones extraídas de la mencionada encuesta sobre el cuento de la revista Quimera (Valls y Martín, 2004a). Este documento proporciona una visión panorámica de las figuras más influyentes no solo de nuestras letras, sino también de la literatura universal, que iré desgranando en los siguientes apartados. En una visión global de estos datos se observa que los escritores están abiertos a todo tipo de influencias, quedándose atrás el lastre de la censura. Muñoz Molina ponía en duda el aislacionis-

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mo de España de las corrientes extranjeras en contra de lo que había dicho Soledad Puértolas al respecto: Yo creo que allí Soledad exagera un poco. Es un poco mayor que yo, pero realmente yo no he notado limitaciones. En mi época de formación definitiva, la mayor parte de las novelas que yo he leído eran novelas que se publicaban legalmente. Mira: ni El Quijote, ni Fortunata y Jacinta, ni La educación sentimental, ni Madame Bobary estaban prohibidas. Había falta de información, pero también esa falta de información puede tener algo de santurario como tú dices y desde luego yo empecé a publicar después de la muerte de Franco; y antes de la muerte de Franco se publicaba cualquier cosa ya en España. Hbía una prolongación del provincianismo español que es más antiguo que la dictadura de Franco; es del siglo xix. (Scarlett, 1994: 76).

El propio autor aclaraba que probablemente su percepción podía estar mediatizada por haber experimentado las últimas etapas del franquismo. En los apartados anteriores ya analicé la valoración por parte de los cuentistas de la literatura de las diferentes generaciones, sin embargo, falta por estudiar su relación con otras fuentes literarias procedentes de la literatura más allá de nuestras fronteras, unas referencias que, como se verá, van a girar sobre todo en torno a dos centros: la tradición hispanoamericana y la anglosajona. 2.1. Los cambios de repertorio A)  El cambio de repertorio: de la oralidad al cuento literario Ya apunté arriba cómo en las poéticas es común plantear la historia del género y analizar su genealogía y, en consecuencia, el supuesto «parentesco» entre el cuento oral y el escrito. Desde el punto de vista teórico existen opiniones contrapuestas sobre si el cuento tiene un origen ancestral que, a pesar de todas las modificaciones ha logrado mantener su esencia o bien se trata de algo totalmente nuevo (vid. apdo. 2 del cap. II). Estas dos maneras de pensar también aparecen reflejadas en las poéticas. Para algunos, como Marina Mayoral, el cuento literario comienza a partir del siglo xix (Percival y Encinar, 1993: 135). Esta cronología había sido ya defendida por una de las principales autoridades sobre el cuento literario español, Mariano Baquero Goyanes. El género en sus orígenes estaba limitado por las subsiguientes restricciones que el canal oral implicaba, es a partir del Romanticismo cuando el cuento comenzó a abordar la realidad, los problemas sociales, lo cotidiano, adquiriendo una supuesta libertad. ¿Qué opinan los escritores sobre esta genealogía? Para algunos, el cuento recorre todas las formas de expresión humana de modo que su historia se remonta al origen del hombre. Según esta teoría, el cuento oral tradicional es el «padre» de todo lo que ha venido después, por lo que es lógico que comparta ciertas

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características. Al contrario, para otros, el género ha cambiado tanto durante todos estos siglos que ya no puede equipararse a su ancestro oral: al pasar al papel se ha convertido en un material con otras circunstancias de enunciación, y sujeto a otras necesidades. El primer caso, la continuidad entre las formas orales y las escritas aparece aludida en las poéticas a través del personaje de la princesa de Las mil y una noches. La mágica historia que da comienzo al volumen representa el ejemplo máximo de cómo el receptor puede ser atrapado por la expectación creada por la palabra narrada. Todo texto, según Isabel del Río, debería conquistar al lector con la misma pasión: «Al igual que hacía la cuentista que cada noche cautivaba a un príncipe persa con su relato fabuloso. Los cuentos estaban destinados a él, pero ella se los contaba a Dunyazad, su hermana. En nuestro afán de procurarnos un aplazamiento, también contamos leyendas a quien quiera escuchar. Lo demás son cuentos» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 234). El propósito del relato no es, para esta escritora, ser útil para la vida cotidiana, sino detener el tiempo real con la fabulación: «tiene que ser mucho más humano: no ofrecer respuestas ni plantear preguntas sino posponer, de una manera inverosímil pero posible, el desenlace. Para eso contamos, aunque en el intento lean otros lo que hemos escrito» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 234). En esta definición, la lección trascendente queda relegada a un segundo plano debido a que, con los años, el cuento se ha independizado de las demandas de la sociedad oral que exigía la transmisión de un conocimiento práctico. Actualmente, esta forma puede ser vehículo para cualquier tipo de información, eso sí, sin olvidar su esencia seductora y persuasiva. En la misma línea, Soledad Puértolas comparte la idea de que: «Los cuentos de hoy nacen de la misma necesidad: detener el tiempo, suspender la sentencia. Mientras la muerte amenaza, el contador de historias le vuelve la espalda y habla de otra cosa. No nos engañemos: está hablando de lo mismo, siempre de lo mismo. Y la piedra lanzada al aire cae siempre sobre la realidad» (Percival y Encinar, 1993: 260). La autora opina que la ancestral moraleja no ha desaparecido, sino que en el cuento moderno simplemente cada vez está más oculta. Cuando el cuento concluye, sabemos algo más de lo que sabíamos al principio, sepamos o no formularlo. Y tal vez en esta dificultad de formulación se diferencie, fundamentalmente, el cuento de hoy del cuento clásico, el cuento moral. El antiguo y claro mensaje, la enseñanza, ha desaparecido pero no nos podemos dejar engañar por esa aparente ausencia de mensaje. Sencillamente, no somos capaces de decir qué es exactamente lo que nos está diciendo. Tal vez, sólo nos quede una inquietud, una pregunta sin respuesta. Pero la función es la misma. Nuestra conciencia ha sido sacudida. (Percival y Encinar, 1993: 260).

Puértolas aplica las mismas reglas de la oralidad a la escritura: en cualquier caso el interlocutor tiene que quedar embriagado por la historia. Así que el cuento hereda la obligación de fascinar, para lo que puede acudir a esa primera y última palabra cuya importancia ya cité anteriormente al hablar sobre esas poéticas centradas en la

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estructura circular (vid. apdo. 3.1 del cap. II), y repito las palabras de Antonio Muñoz Molina para quien: «El cuento tiene más o menos las medidas de una narración oral, y también el énfasis de un comienzo indudable y de un final definitivo, el érase una vez y el este cuento se ha acabado» (Percival y Encinar, 1993: 193). Las fórmulas que utiliza el escritor remiten a un repertorio popular e infantil, cuyo uso ha desaparecido en casi su totalidad, sin embargo, algunos continúan empleándolas con una intención: abrir una puerta a las reglas y los tópicos de los cuentos tradicionales. Los creadores no rechazan todo el conocimiento adquirido desde su infancia sobre estos mundos, sino que lo aprovechan para enriquecer las posibilidades del juego literario. Por ejemplo, en el relato «Érase una vez», de Agustín Cerezales, la expresión que le da título permite introducir al lector en un espacio y tiempo idílico: «En la tierra de las promesas cumplidas los niños ya no nacían para surtir de lanzas y canciones a los caballos, sino para tañer liras o golpear la azada, rítmicamente presos en una nueva edad, y las mujeres ya no eran bienes compartidos al dictado de los calendarios, sino sólidos mojones delimitadores del territorio» (1991: 79). Ana Rossetti en Una mano de santos (1997) utiliza como punto de partida de sus relatos metaficcionales las fórmulas tradicionales y todos los tópicos en torno al héroe y la princesa. En realidad, se basa en personajes tipo con el fin de subvertirlos y así reflexionar sobre el papel de la mujer a lo largo de la historia de la Literatura (vid. apdo. 7 del cap. III). Frente a estos escritores que defienden la relación con el relato oral, están sus detractores que basan sus teorías en la evidencia de los cambios que sufre el género cuando los materiales se intentan trasvasar de un medio a otro. El cuento oral, como se ha visto, se entiende como opuesto a lo escrito al recurrir a este medio de transmisión o recepción de un mensaje a través de la voz y del oído. Esto implica unas características en su enunciación: la ausencia de un texto fijo, la comunicación cara a cara, la utilización de todo lo que rodea a la palabra hablada (gesto, mirada, tono, ritmo…). Estas diferencias se deben a la existencia de un hablante que se enfrenta, no a un lector, sino a un espectador que le va a exigir dinamismo y amenidad. El emisor en esta situación comunicativa tiene la capacidad de responder a las expectativas del receptor, variar su discurso o cambiar detalles, lo cual ha sido definido como feedback o retroalimentación. José María Merino se percató de ello cuando tuvo que enfrentarse a la tarea de contar ante un auditorio un relato que había escrito antes. Viví entonces una experiencia inolvidable sobre la distancia que media entre la palabra dicha y la escrita, ya que, para contarlo de viva voz, me vi obligado a desmontar y recomponer la estructura de mi relato, una historia de fantasmas titulada «El desertor». Escrito, mi relato comienza un anoche de San Juan, en los tiempos de la guerra civil, en que regresa a su casa un soldado desertor. Narrado, tuve que plantear la trama de forma lineal, comenzando con algo así como: «Hace muchos años, vivía en una aldea de estas montañas un matrimonio recién casado, pero estalló la guerra civil y el joven marido fue reclutado por el ejército de los nacionales y

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se vio obligado a ir al frente». Lo que yo relaté no era mi cuento, sino una narración urdida de repente sobre la estructura argumental y dramática de mi cuento. A partir de entonces, en la relación entre oralidad y escritura descubrí unos cuantos aspectos diferenciales. (Merino, 2004f: 53).

El narrador se vio obligado a adaptarse a la situación, incluso debió introducir la fórmula inicial. Las necesidades del relato oral lo hacen específico pues, por ejemplo, su eficacia no radica necesariamente en la historia o en su buena composición, sino en la gracia del cuentista, en su capacidad de reconocer el tipo de público, el momento y aun el espacio en que se lleva a cabo la narración. Soledad Puértolas coincide con que el relato propiamente oral, concebido para este medio y difundido a través de él, ha de ser algo flexible porque en ese contexto cada emisor tiene la libertad de añadir lo que desee. Posiblemente, siempre han existido los cuentos. Pertenecen a la tradición oral y cuando al fin alguien se decide a recogerlos en un volumen, a pasarlos a limpio en un manuscrito, pueden haber pasado muchos años desde el momento de su invención y, por lo demás, son susceptibles de modificación. Todo el mundo modifica los cuentos, todo el mundo se siente con el derecho de aportar un detalle, una variación. Los contadores de cuentos no se limitan a dar cuenta de un suceso: lo recrean para su auditorio. (1991: 173).

A pesar de todas las dificultades, Cristina Fernández Cubas ensalza precisamente sus limitaciones: «La narración oral es como un plato de cocina, buenísimo, que luego te lo comes y ya está. Pero por eso mismo, por lo que tiene de efímero, a mí me encanta; y que sea irreproducible» (Nichols, 1993: 5960). Toda transcripción de esas formas orales al plano de lo escrito mutila o reduce de manera irremediable su sentido al privarlas del lenguaje no verbal, de la sencillez y la espontaneidad del momento. Del mismo modo, cuando el texto ha sido concebido para la lectura en silencio, al traspasarlo a la oralidad será difícil respetar tanto el espíritu del texto original, como la tensión dramática fraguada con minuciosidad: «Un cuento literario, para que mantenga su identidad, debe leerse o recitarse de memoria, sin quitarle ni un punto ni una coma, como si se tratase de un poema, del mismo modo que el buen actor de teatro reproduce fielmente el texto escrito por el autor» (Merino, 2004f: 57). A este propósito, Javier Marías opina que la imposibilidad de que ciertos relatos puedan narrarse a viva voz frente a un auditorio se debe a que el género ha sido invadido por la novela. Desde entonces se escriben cuentos que tan solo pueden ser transmitidos de una manera bajo el riesgo de desarmar el frágil artificio (Marías, 1993: 292-301). Un relato de antaño como Alí Babá y los cuarenta ladrones puede ser narrado verbalmente porque se puede repetir su historia mientras que, evidentemente, no se puede relatar brevemente Anna Karenina, no solo por su extensión sino por la importancia de cada detalle (Marías en Percival y Encinar, 1993: 127). El cuento escrito no puede ser repetido sin el riesgo de ser cambiado en

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función de la imprescindible relación narrador-oyente, y del contexto en que se dice, de las reacciones —distintas y espontáneas— del público. El fenómeno es el siguiente: el cuento literario no puede pasar a lo oral sin pérdidas, mientras que el relato no se puede recoger en la forma escrita sin dejar también atrás todo lo que le rodea. Sin embargo, las experiencias que nos describen los cuentistas demuestran que en la vida real estos ámbitos son continuamente permeables. La misma Cristina Fernández Cubas nos hablaba de cómo le llegaron algunos de los relatos del escritor norteamericano: «Poe es un escritor que me ha fascinado siempre, pero yo antes de leer a Poe, lo escuché. Es decir, mi hermano, que era mayor que nosotras, nos contaba relatos de Poe. Me ganó por la palabra. Para mí, antes que la escritura, que la palabra escrita, estuvo la palabra hablada. ¿Influencias? Pues no sé. Quizás la primera influencia, aunque no sea libresca, es ésta» (Nichols, 1993: 59). Manuel Rivas describía el impacto de su primera biblioteca infantil con igual viveza que la impronta de la poesía de Rosalía de Castro a través de la voz de su madre. A pesar de que yo no conocía mucha literatura —en mi casa no había libros—; mi madre sí conocía de memoria poemas de Rosalía de Castro. Así que mi primer libro fue la memoria de mi madre y mis primeros cuentos también tienen que ver con los relatos de mi madre, que me gustaban mucho porque hablaban de la mujer, de la rebelión y de los problemas de la vida en un tono que era como la canción del pueblo. (Tejeda, 2003).

Rivas recoge un fenómeno: con la repetición constante los fragmentos en ocasiones se independizan de su autoría original, convirtiéndose en parte del acervo cultural popular. Aquellos poemas que el gallego conoció en su niñez luego los ha oído en boca de la gente pues han pasado a formar parte de la memoria colectiva. Esas poesías románticas de Rosalía de Castro el pueblo las había adoptado como propias, de hecho hasta la fecha se cantan muchos de esos poemas sin que la gente sepa que son de Rosalía de Castro. Cuando otros escritores se preguntan sobre el origen de su condición de escritor, la mayoría de mis compañeros hablan de lecturas o de autores que escribían literatura de aventuras. En cambio yo asocio más el aprendizaje literario con escuchar relatos. (Tejeda, 2003).

Como se acaba de ver, los autores que defienden la independencia del cuento de su ancestro oral le darán más importancia a la secuencia de las palabras y a su condición de texto fijo y estable, mientras que los herederos de la oralidad serán defensores de su carácter flexible e irrepetible. Sea cual sea el caso, la conclusión es siempre la misma: el relato es algo difícil, mágico y, por supuesto, valioso. Finalmente, la defensa del género es lo que predomina. Así, para Mariano Baquero Goyanes el cuento desde el siglo xix ha gozado de una mayor libertad, mientras que para otros, precisamente la oralidad le dota de esta característica. ¿Por qué es sentida como un territorio donde todo es posible? Esto se debe a la espontaneidad que rodea al apren-

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dizaje natural y cotidiano de la narración oral, tal y como expresaban los autores citados arriba (Cristina Fernández Cubas, Antonio Muñoz Molina y Mercedes Abad). Aunque el discurso del cuenta-cuentos se encuentra sometido a restricciones contextuales del momento de la enunciación, a cambio no se enfrenta ni al mercado ni a las instituciones, tiene una relación directa con su consumidor. Por ello, la nostalgia del relato oral lleva a pensar en la creación ajena a las tensiones que infringen los restantes factores del sistema. Además, la oralidad, en sentido amplio, permite tratar todo tipo de temas, no solo consiste en los géneros tradicionales. A Manuel Rivas precisamente le sedujo la manera en que cualquier material se podía convertir, en manos de un buen cuentista, en un relato apasionante. Y lo que contaban los mayores no eran historias de leyendas, brujas, hadas o de los enanitos del bosque —como mucha gente piensa—, sino que contaban historias de crímenes, lujuria, de amores, de aventuras y de viajes, porque casi todo el mundo había emigrado o se había ido en un barco o trabajado como marinero. Estaban todos los géneros literarios modernos contados en esa conversación al calor del fuego. Era un momento en el que veías, al menos lo pienso ahora, el artificio literario en su esplendor y cómo todo el mundo aceptaba que aquello era como el fuego: algo que salía de la madera para crear una nueva realidad. (Tejeda, 2003).

La oralidad guarda con la literatura un papel iniciático y una naturaleza más cercana, natural y espontánea que la escritura, pues pronto se entra en contacto con ese continuum de sonidos del discurso oral que está repleto de historias. Este hecho sucede en la niñez, ese periodo donde se descubre la lectura, la escritura, y el arte de la comunicación y en el que la ficción entra muy tempranamente a formar parte de nuestras vidas, y así lo ha visto Isabel del Río: «Hablar es contar, y así el primer cuento es el hablado» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 234). De forma similar, otros escritores advierten la importancia que tuvieron los relatos escuchados a sus familiares o amigos en el surgimiento de su vocación literaria. Dicha experiencia es transmitida en términos de asombro, sorpresa e inocencia y aparece en el primer plano del recuerdo de estos cuentistas. Por tomar un ejemplo, Mercedes Abad opinaba en una entrevista: «Yo creo que el primer contacto que tiene el niño con la literatura es oral, antes de saber leer y escribir. Entonces, por allí hay una gran predilección. Yo creo que empecé a escribir, yo me acuerdo de mí misma, pues, a los cuatro o cinco años cuando todavía no sabía leer, coger un libro y entonces ir cambiando mentalmente lo que todavía no sabía leer» (Vosbourg, 1993-1994: 622). Esta anécdota de la catalana muestra que la necesidad de inventar historias puede llegar muy tempranamente, antes incluso de tener capacidad para transcribirlas. Otro escritor, nacido pocos años después, Antonio Muñoz Molina, hablaba también del origen de su gusto por crear: «Yo me eduqué oyendo contar historias a mis mayores, y amé y amo tanto ese oficio y me bastaba de tal modo que nunca tuve tiempo ni ganas de reflexionar sobre él: quería tan sólo que me contaran buenas historias, quería contarlas yo mismo» (2004: 12). Cristina Fernández Cubas relataba algo semejante; esta

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cuentista ha repetido en distintas ocasiones la impronta que dejaron los relatos escuchados en su niñez: «Tuve la suerte, en mi infancia, de estar rodeada de narradoras orales excelentes, mujeres que ayudaban en la casa y por las noches me contaban maravillosas historias de aparecidos, penados, historias que me producían mucho miedo y que, al tiempo, no podía dejar de escuchar. Mi niñera, por ejemplo, era fascinante» (Gleen, 1993a: 358). En suma, estos testimonios ponen de relieve que el aprendizaje literario va más allá del papel y la letra escrita. El paso de la oralidad a la escritura Esta traslación está muy constatada desde la Edad Media. A lo largo de la historia literaria, numerosos autores han recogido el saber práctico en ejemplarios para la educación de príncipes o bien para el discurso eclesiástico, en crónicas, biografías y en obras de orientación literaria (Libro del caballero Zifar, Calila e Dimna, Sendebar, Barlaam y Josafat…). Durante el siglo xix, estudiosos y literatos, desde diferentes puntos de partida, revalorizaron las manifestaciones culturales de carácter popular después del amplio periodo de la Ilustración en el que habían sido condenadas y arrinconadas. Hoy en día, el conocimiento transmitido a través de la oralidad está en peligro de extinción y ha pasado a ser objeto de análisis desde diferentes disciplinas. No hay que olvidar que en la «oralidad» no solo está incluida una modalidad particular de transmisión, sino un subtipo de conocimiento también llamado folclórico o tradicional que incluiría ciertas prácticas populares comunicadas y difundidas, no a través de documentos escritos, sino por la memoria colectiva utilizando el canal oral como medio fundamental de expresión (Abascal, 2004). Julio Llamazares en una entrevista con Merino matiza las fuentes de las que procede su imaginario, poniendo de manifiesto el doble significado de «oralidad» que acabo de mencionar: «Y mi tradición es esa, una tradición de narraciones orales y de tradiciones populares. Creo que está muy palpable en lo que escribo... Yo he vivido siempre en ciudades, pero mi infancia está en un mundo de narraciones orales, populares» (1988b: 25). Mientras que lo folclórico es un tipo de literatura oral enraizada en el pueblo, de creación colectiva, la dicotomía popular/tradicional se sustenta en una cuestión de grado según su nivel de asentamiento, difusión y cristalización en la cultura. 39 Hay que tener en cuenta que los autores que más importancia le dan a este tipo de conocimiento en el corpus son precisamente aquellos que compartieron unas vivencias comunes en un mundo rural donde predominaba todavía la tradición oral y donde se sintieron fascinados por las historias bien contadas. A este fenómeno Santos Alonso lo denominó en 1994 «La renovación del realismo». Según el crítico au39  Ramón Menéndez Pidal, en relación al romancero, ya describió el proceso mediante el cual una composición popular, creada bajo unas circunstancias particulares, se difundía paulatinamente, con escasas variaciones, hasta que: «Asimilado por el pueblo, mirado como patrimonio cultural de todos, cada uno se siente dueño de él por herencia, lo repite como suyo, con autoridad de coautor» (1968: 44).

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tores como Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y José María Merino junto con Elena Santiago y Julio Llamazares habían apostado por una recuperación de procedimientos tradicionales, un interés que los distinguía dentro de su generación (1994: 12). Menos cercanos a este tipo de escritura están los creadores jóvenes para los que los cuentos a la luz de la hoguera forman parte de un mito, de una imagen de película. En la era de internet los relatos orales del pasado son un bien de interés antropológico y social y su influencia es una marca que diferencia un determinado tipo de cuentos tradicionales. Hoy en día hay nuevas leyendas e historias que también pasan de voz en voz, pero los escritores más jóvenes están más interesados en transmitir e imitar las formas de comunicación hablada que en reproducir esos conocimientos. Mientras en el entorno de la oralidad de enunciación pervive la idea de que es un contexto que permite libertad de creación (dentro de los límites que requieren las expectativas de los oyentes y las circunstancias de emisión), la oralidad como conocimiento tradicional se relaciona con el conservadurismo. Tal y como señala Walter J. Ong (1987), la cultura oral destina una gran energía a repetir lo que han aprendido durante siglos, de este modo, inhibe la experimentación intelectual. Esto no implica la ausencia de originalidad ya que también se introducen innovaciones (sobre todo relacionadas con el contexto). Lubomír Doležel ha defendido la importancia de la normatividad en la composición de toda la literatura pues esta no puede entenderse como manifestación individual ajena a la tradición anterior. Para este teórico tal hecho se manifiesta aún más en las condiciones de transmisión y creatividad de la oralidad frente a la escritura pues el peso del repertorio de la primera es mucho más firme o menos proclive a la desviación que el de la segunda (1999a: 19-30). ¿Cabría deducir, entonces, que las normas genéricas son también más restrictivas en el caso de los géneros orales? Luis Mateo Díez es uno de los autores que más frecuentemente ha manifestado tener una relación muy estrecha con esta forma de transmisión ya que su aprendizaje literario se dio «por el medio más natural y antiguo, el de la oralidad». 40 De niño quedó fascinado por las historias contadas en los filandones del valle de Laciana. 41 Allí creció mientras oía relatos conectados con el mundo de la leyenda, del mito y del romancero anónimo. Este primer contacto con la narración le hizo ver que las historias no solo salen de los libros sino que están alrededor, en lo cotidiano, y que si hay algo mágico en escuchar un relato, convertirse en el narrador también puede contener un encanto especial. El escritor está convencido de que en general «la fascinación de oír una historia, de escuchar un romance, promueve acaso por vez primera el encantamiento de hacerlo» (1981: 9). De esta experiencia iniciá Las declaraciones que en torno a este sujeto ha dedicado el autor son abundantes tanto en los textos aparecidos en Relatos de Babia (1981) y en la edición prologada por Loureiro de 1991 (del cual he recogido los fragmentos citados), como en El porvenir de la ficción (1992). De hecho, la importancia que le ha dado el autor a este aspecto ha provocado que proliferen los estudios que analizan el tema a lo largo de su trayectoria (Castro Díez, 1999: 45-56), o en obras concretas (Poch, 1999: 205-216 y Andrés Suárez, 2003: 343-359). 41   Esta palabra, de origen leonés, designa, según el DRAE: «Reunión nocturna de mujeres para hilar y charlar». 40

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tica con el relato oral, el escritor leonés ha heredado su apego a los géneros populares que tan bien llegó a conocer en su infancia. De hecho, a diferencia de otros autores, Luis Mateo Díez parece tener claras las diferencias entre ellos, tal y como ha dejado de manifiesto en varias ocasiones, como por ejemplo en el prólogo a un volumen atípico que pasó desapercibido para la mayor parte de sus seguidores: El pasado legendario (2000b). Se trataba de un curioso «libro de libros», en el cual recopilaba distintos extractos de obras suyas desde su primer volumen de cuentos de 1973, hasta sus creaciones más recientes. Con el fin de unificar un conjunto de ficciones tan heterogéneo, el escritor explicaba su intención en el prólogo: «Hay una zona de mi obra, jalonada por una serie de títulos que, a estas alturas, ya conforman un universo cerrado sobre el que difícilmente volveré» (Díez, 2000b: 13). Con estas palabras Díez reconocía que a lo largo de su trayectoria literaria había una cierta recurrencia de temas, espacios y motivos con la suficiente coherencia como para ser extraídos de su entorno original y encontrar otros compañeros de páginas. Ya el binomio que lo titula da una pista sobre los principios estructuradores del conjunto: pasado y leyenda. Por una parte, la experiencia vivida es el material imprescindible del que se nutre el autor a través del acto de la memoria y al que aplica una especie de efecto metaforizador que convierte la realidad en ficción literaria. 42 Por otra parte, lo legendario es ese espejo que le permite «evaluar narrativamente el pasado» (Díez, 2000b, 18). Al oponer el material pretérito frente a su poder reflector, obtiene un doble resultado: a) el pasado colectivo adquirirá la forma literaria de la leyenda, es decir, adoptará las características de dicho género de tradición oral, b) el pasado individual sufrirá una transformación literaria y estética que se ha denominado como un «tono legendario». 43 Para entender esto hay que partir del propio concepto de leyenda que Luis Mateo Díez explica en las primeras páginas: «un relato utilitario, destinado a narrar hechos extraordinarios o sorprendentes, con una forma poco rígida, remitiéndose siempre a épocas y lugares concretos, bajo el prisma más o menos etéreo de una moral primitiva y centrándose, ante todo, en la relación de los hechos». Cuatro son, por tanto, los rasgos que distin42   Luis Mateo Díez ha empleado en numerosas ocasiones la identificación entre la ficción y el poder reflector de un espejo. En el ensayo que escribió para abrir el número monográfico que en su honor dedicó la revista Cuadernos hispanoamericanos el autor decía: «La idea de la ficción como espejo me parece que es una de las más recurrentes de la historia literaria y, sin duda, de las que más siguen fascinando a los fabuladores y probablemente también a los destinatarios de las fabulaciones. Espejo de la realidad, espejo de la vida, espejo a lo largo del camino, en la imagen stendhaliana, espejo simbólico o también metafórico de nuestra existencia y de nuestra condición. A los narradores, a los fabuladores, esta idea especular de la ficción nos fascina muy especialmente porque expresa muy bien el sentido y hasta el sentimiento de nuestro trabajo y, a la vez, una parte sustancial de la ambición del mismo» (1999a: 9). 43   Soy consciente de que hablar de un «tono» resulta algo bastante ambiguo y difuso, sin embargo, es el propio autor quien ha empleado ese término concediéndole un lugar privilegiado en el modo de confeccionar su obra: «Yo no sé emprender una aventura fabuladora sin la percepción de una atmósfera, de un clima. Y esa atmósfera, ese clima, imponen una especie de percepción misteriosa, casi tan física como mental, que viene a demarcar el mundo de la ficción que me aguarda. Sin esa percepción jamás encontraría el tono de lo que voy a contar, eso que tanto nos obsesiona a los escritores» (Díez: 1999: 11).

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guen al género y que impregnarán la obra del escritor: su utilidad, su temática extraordinaria, la narración de acontecimientos y su didactismo fundamental. Para aclarar el concepto Luis Mateo Díez ha comparado la leyenda con los restantes géneros orales colindantes: el mito «explica las tradiciones cosmológicas y sobrenaturales» apelando a una «ética religiosa implícita», con una localización «en el más allá o en los orígenes de un pueblo», mientras que la fábula pretende «dar una lección moral o satirizar una conducta humana» basándose en una «moral práctica», y la anécdota «quiere entretener o edificar». Frente a estos géneros con una función utilitaria se encontraría el cuento literario que consiste en un «relato puramente estético, sin localización en el tiempo o en el espacio, lo que ayuda a hacer olvidar la experiencia real por el poder de las palabras» (Díez, 2000b: 22). A grandes rasgos, las ideas del autor tienen mucho que ver con los conceptos genéricos que han pervivido en la preceptiva tradicional. 44 Sin embargo, Luis Mateo Díez en este volumen opina que la leyenda puede impregnar ámbitos más allá de lo colectivo. 45 El resultado de esta ampliación es lo legendario individual que nace y surge del recuerdo porque, tal y como defiende el autor, este consiste en: «la leyenda de lo que se vive, en el sentido de que [...] acarrea con frecuencia una transformación estética que le hace cambiar de identidad», sobre todo cuando «deriva en literatura» (Díez, 2000b: 18). Finalmente, el «tono legendario» se reduce a la reconstrucción de una herencia, sin importar su lejanía o proximidad con el momento actual, con una geografía precisa (imaginaria o ficticia) y acudiendo a ciertos rasgos de la oralidad primigenia. Con esto lo que consigue el escritor es que lo vivido individualmente pase a ser propiedad de todos sus lectores con un prestigio que la mera ficción carece. La simulación de la oralidad en los textos La representación de la oralidad en los textos puede tener dos vertientes de acuerdo con la doble significación antes apuntada. En primer lugar, si se entiende como modo de transmisión de la información, hay que reconocer que ha impregnado la cultura letrada con una serie de estrategias propias de la comunicación oral. En su   Enrique Anderson Imbert recoge unas ideas muy semejantes a las del leonés. Por un lado, caracteriza el mito y la leyenda por su carácter funcional: el mito «se ha dado muchas veces […] para explicar, con la intervención de seres misteriosos el origen y sentido del universo», mientras que la anécdota no trata de «explicar la personalidad del protagonista y sus impulsos psicológicos». En cuanto a la leyenda se encuentra entre la historia y la ficción porque: «Seleccionada por la memoria de un pueblo, cobra autonomía literaria. A veces la fuente de una leyenda es un cuento. Esto ocurre cuando la acción del cuento había exaltado a un personaje real o lo había concebido como si fuera real, localizándolo en un lugar determinado y envolviéndolo en una engañosa atmósfera histórica» (Anderson Imbert, 1979: 41-42). 45   El autor claramente advierte de la manipulación que hace del concepto y por eso dice: «Tal vez no estaría mal, ya que de la leyenda estoy haciendo un uso interesado, como a advertí, recordar su caracterización y, desde ella, intentar iluminar un poco más las intenciones particulares de ese uso» (Díez, 2000b: 20). 44

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segunda acepción, aparecería en aquellos textos literarios que recogen o reelaboran diversos temas, motivos, personajes o formas discursivas propias de la tradición oral. Por supuesto, en algunos relatos aparecen ambas posibilidades reproduciendo situaciones de comunicación orales en las que se transmiten conocimientos populares. En cuanto a la primera tendencia, resulta obvio que sobre el papel solo se pueden simular efectos de oralidad ya que su sonoridad permanece muda. A pesar de que la tarea está abocada al fracaso, los autores del corpus intentan transmitirnos la ilusión de estar asistiendo al modo de expresión oral: o bien reflejando la manera de hablar de los personajes o del narrador. Para suplir las limitaciones de la escritura, pretenden representar el habla natural. Para ello emplean onomatopeyas, vocablos o interjecciones... Aunque los elementos puramente sonoros o kinésicos desaparecen, son suplantados por otros recursos. Este tipo de reproducción aparece generalmente en los diálogos de los personajes cuando se intenta dotar a cada uno de una personalidad diferente. Quizá los autores de la posguerra destacaron por su atención a este respecto, por ejemplo, la voz personalísima de esas muchachas de provincias que poblaban los relatos de Carmen Martín Gaite o los rústicos personajes de José Jiménez Lozano, siempre atento al mundo del campo. Han cambiado los grupos sociales y la realidad que nos rodea, pero la pluma del escritor que quiere retratar el lenguaje de su entorno tiene el mismo objetivo. Algunas actitudes revelan una voluntad testimonial que, a menudo, tiene repercusiones en los componentes lingüísticos de los textos al aparecer expresiones regionalistas o palabras deformadas para acercarlas a las formas de pronunciación coloquial, rústica o vulgar. Uno de los casos más sugerentes son los relatos que persuaden al lector de que está «oyendo» hablar a personajes y narradores. Juan Madrid en Crónicas del Madrid oscuro recogía las expresiones de los drogadictos, mendigos y prostitutas del barrio de Malasaña. Por ejemplo, en «Jodida ciudad», describe una desgarradora escena en la que un emigrante se muere en la calle, mientras los transeúntes pasan a su lado sin querer mirar: «—Papá, es que... / —¿Cállate, coño?». El autor muestra cómo, a pesar del contraste entre dos mundos, el de la calle y el de una familia, en ambos las personas se tratan con igual crueldad: —¡No aguanto más, no aguanto más, asqueroso, más que asqueroso, me estás matando! —¡Calla, puta, zorra de mierda! —Papá. —¿Qué? —¿Puedo ir mañana de excursión con la pandilla? —No. —Porque no me sale a mí de los cojones ¿vale? Vete a tu cuarto a estudiar. (Madrid, 1994: 121).

Por otra parte, Manuel Rivas marca la variedad diatópica de sus protagonistas insertando incluso fragmentos en gallego que precisan traducción. De hecho, el pro-

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pio título de uno de sus libros ¿Qué me quieres amor?, además de ser una frase de El perro del hortelano, copia una expresión muy característica que quiere decir «¿Qué quieres de mí, amor?» (1996: 13-20). Por el contrario, encontramos otros autores que prefieren optar por la neutralidad de sus personajes, y utilizan unos discursos que, más allá de las diferentes emociones que sufren, no demuestran casi ninguna marca diatópica, diastrática o diafásica. Como caso extremo tenemos los relatos de Clara Janés en los que las enunciaciones de sus protagonistas tienen un afán poético alejado de cualquier creación espontánea oral. En otras ocasiones, el narrador aparenta estar contándonos de manera directa una historia. Por ejemplo, el mismo Rivas en sus libros emplea la primera persona para crear la ilusión de una comunicación directa con el lector. En «Carmiña» aparece el discurso del narrador junto al del personaje O’Lis de Sésamo sin distinciones gráficas, así su pensamiento se presenta indiferenciado: «Yo iba allá por Carmiña, claro. ¡Carmiña! ¿Tú conocieste a Carmiña de joven? No. ¡Qué coño la ibas a conocer si no habías nacido! Era buena moza, la Carmiña, con mucho donde agarrar. Y se daba bien» (1996: 108). 46 Este caso no es más que una muestra de la polifonía del discurso narrativo. En «Un cadáver de pavo en la nevera» de Julio Llamazares la anécdota se centra en las desavenencias entre el matrimonio protagonista narradas desde el punto de vista de un miembro del personal doméstico. La primera frase es breve y directa: «La nochebuena de 1971, los señores volvieron a reñir» (Llamazares, 1995: 61). La oralidad queda latente en la conciencia del narrador de ser el intermediario entre la versión ocurrida y la relatada, por lo tanto, utiliza expresiones oportunas: «como decía», «muchos años después tuve la oportunidad», «recuerdo» ... En cuanto al lenguaje hay continuas repeticiones, aliteraciones, epítetos, adiciones… Como he explicado, a veces la oralidad no es solo la reproducción de un tipo de enunciación, sino que presenta la transcripción de un conocimiento popular. En ese caso los relatos funcionan, según ha señalado Leinhard como «depositarios de la memoria oral (instancia colectiva, dueña del saber contenido en el texto)» lo cual influye en ciertas particularidades del discurso literario. Luis Mateo Díez escribió en 1981 Relato de Babia, en el cual recogía distintas historias en torno a su comarca natal. En los siguientes años los fue reeditando en dos nuevas ocasiones con importantes cambios en su contenido que dejaban de manifiesto la intención constructiva del escritor. En principio el volumen contenía una serie de composiciones de orientación metanarrativa en los que el autor proponía un contexto para la comprensión de su totalidad. Por ejemplo, en «Contar y escuchar» analizaba la semántica de la expresión «vivir en Babia» a la par que nos explicaba el origen de su pasión por la narración. En «Filandón», recogía casi con una intención etnográfica, como si se tratase de un mero transcriptor, una de esas noches de reunión en torno al fuego en la que los vecinos engarzaban cuentos, romances y leyendas. En «Saca  Francisco Vicente Gómez se ocupa del papel de la memoria en la obra de Manuel Rivas y, en concreto, destaca el papel de las costumbres y rituales que se convierten en marco del mencionado relato (2001: 360-361). 46

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beras, duendes y cristalinas» prescindía del marco de la narración e incluía una secuencia de breves historias con una base folclórica. Entre ellas la más interesante es la titulada «Fulgor de Badavia» en la cual ilustraba el origen de ese pueblo; más que la historia de la comarca, presenta la leyenda en la que funda su orgullo y su resistencia desde los tiempos de los castros, los campamentos romanos y los señoríos feudales. Pero en aquellas primeras ediciones aparecían también otros tres cuentecillos —«Benigno el Mayoral de la Torre», «Cesáreo Alba en Torrestío», y «Adelaida Valero en La Cueta»— que tenían en común el ser el testimonio de los tres personajes principales que les dan título. Posteriormente en 1994 recogió algunos de estos relatos en Valles de leyenda, fruto de la colaboración con el ilustrador Antón Díez y Florentino Agustín Díez, su padre y hermano respectivamente. En esta obra queda más patente ese afán compilatorio de tradiciones a través del procedimiento que expliqué: «El velo de la leyenda tamiza el pasado con el prestigio de la narración que enaltece su destino para intentar inmortalizarlo, ayudando a la ejemplaridad de su recuerdo» (1994: 16). Al autor no le importuna la lectura antropológica, todo lo contrario, supone un elogio. El relato «El padre» de Julio Llamazares tiene también las particularidades de la oralidad tradicional. El cuento está ambientado en un pequeño pueblo sueco situado cerca del Círculo Polar Ártico. Trata de la historia de la pequeña Kerstin cuyo padre, minero, había desaparecido dejándola sola a ella, a su madre, y a sus tres hermanos. Un día su abuelo le contó la historia del Oso negro, nombre por el que era conocida una mujer que, en los tiempos en los que se había construido el ferrocarril, era respetada por los obreros a los que hacía la comida debido a su fortaleza y valentía. Sin embargo, el día que se enamoró de un hombre y comenzó a prestarle más atención que a los demás, ambos tuvieron que separarse del grupo. En su huida, ella falleció cargando a cuestas la cocina de hierro que había dado de comer a esos rudos trabajadores. El proceso de transmisión oral aparece cristalizado en el relato cuando la nieta, convertida en la receptora de ese cuento enmarcado, se encarga de corregir cualquier posible desviación que se produzca con respecto a la versión original acogiéndose a esa necesidad infantil de escuchar lo mismo una y otra vez: «Muchas veces el abuelo le contó la misma historia, siempre de la misma forma y siempre con el mismo fin, pero a Kerstin le seguía emocionando lo mismo que la primera. Le escuchaba sentada en sus rodillas y, cuando el abuelo se despistaba, cosa que le sucedía a menudo (el hombre ya era muy viejo), le corregía y le hacía tomar el hilo que había perdido» (Llamazares, 1995: 123). La niña vincula la imagen de su padre con la de ese personaje valiente, sin embargo, cuando le conoce, se desengaña pues él tiene otra familia y vive con ella en otra ciudad. Finalmente, la verdadera Oso negro es su madre, quien caminaba «con toda la casa acuestas, como en la historia que el abuelo le contara tantas veces, allá en su casa de Svapavara, cuando Kerstin era niña y aún no sabía que tenía un padre» (Llamazares, 1995: 123).

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B)  La alternancia entre dos poéticas En páginas anteriores se vio cómo dos formas de entender la historia del cuento y su parentesco estaban asociadas, en algunos casos, con dos formas diferentes de concebir su estructura (vid. apdo. 3.2 del cap. II). Sin embargo, esta alternancia entre dos opciones contrapuestas pero relacionadas respectivamente con las del otro par va más allá pues, en los testimonios recogidos, se ha podido observar que forman parte de sendas corrientes, tradiciones o tendencias que voy a pasar a denominar por el origen de sus repertorios: la hispanoamericana y la anglosajona. En primer lugar, se encuentra esa herencia poeniana descrita por extenso en el capítulo anterior relacionada, por ejemplo, para Juan José Millás, con la circularidad y la poética de la oralidad (1991: 145). Sus reglas, en cierta medida clásicas, instaban a la eficaz brevedad, la intensidad y el efecto único: Edgar A. Poe, tan importante en nuestra tradición cuentística, comprendió esta contradicción enriquecedora al utilizar para sus cuentos determinadas reglas procedentes de la Poética de Aristóteles. Poe concebía un efecto y sabía que debía ir tras él subordinando todos los aspectos del relato a la consecución de dicho efecto, la teoría de Poe, en palabras de Danforht Ross, «significa que uno se ve arrastrado sin pausa hacia un instante único, aquel en que el efecto se produce y el lector siente la más plena satisfacción». (1991: 145).

Como se vio, su enseñanza ha calado hondo en el discurso de algunos autores como Cristina Fernández Cubas: «Antes de llegar a Poe —o de que mi hermano nos hiciera el inventario detallado de los bienes Usher— las hermanas conocíamos de sobras que los límites del mundo no eran tan estrictos, rígidos o insalvables como se empeñaban en enseñarnos en el colegio» (Gleen, 1993a: 358). Esa tradición que llegó a Europa de manos de Baudelaire, y que influyó notablemente en los autores decimonónicos, tuvo en los hispanoamericanos a sus mejores perpetuadores. Por eso, cuando en España el relato corto era un género, si no olvidado, al menos minoritario, los creadores y literatos del otro lado del océano contribuyeron a mantener esta línea que regresó en los setenta con un nuevo impulso gracias a la iniciativa de editoriales como Anagrama o Seix Barral. Ignacio Martínez del Pisón nos describía sus años de formación, inscritos en este contexto cultural: Me hice escritor de cuentos porque los cuentos me formaron como lector. Mi adolescencia coincidió con el momento de mayor pujanza del llamado boom latinoamericano, una de cuyas numerosas aportaciones consistió precisamente en dignificar el estatuto del relato en nuestro idioma. Los letraheridos de mi época podían aspirar a ser poetas, novelistas, cuentistas. Si aspiraban a ser poetas o novelistas, tenían muchos modelos a los que acogerse. Si aspiraban a ser cuentistas, la única gran tradición que estaba a su alcance era la de los Cortázar, Borges, Onetti, Arreola, Ribeyro... Y esa tradición era tan fecunda que uno podía escoger entre procla-

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marse cortaziano o borgiano u onettiano, aunque lo normal era escogerlos a todos a la vez: daba la sensación de que el género era suyo, de que ellos lo habían fundado, y ante eso quién se atrevía a hacer distingos. (VV. AA., 2002: 285).

Del párrafo se desprende el ninguneo a los cuentistas españoles, como si nadie hubiera cultivado el relato. El escritor apuntaba a esa tradicional lacra autóctona de preferir todo lo de fuera de nuestras fronteras. De este hábito también hablaba Medardo Fraile: «Los españoles, olvidando o ignorando lo suyo, como es norma en nuestro país, estaban por esas fechas rascándose el prurito del “boom hispanoamericano”» (1994: 151). Para Juan José Millás esto tuvo una consecuencia inmediata en el repertorio: la preferencia por el relato efectista que «ha fructificado en una línea que esquemáticamente hablando, ha llegado a nosotros a través de autores suramericanos como Cortázar o Borges, cuya influencia en los autores españoles de las últimas décadas está fuera de duda» (1991: 145). Este último testimonio relaciona la tradición hispanoamericana con una manera de concebir el cuento acorde con la teoría de Poe (aunque cabría discutir la identificación del relato borgiano con este patrón). Como ya he apuntado anteriormente, los autores vinculados a esa «tendencia hispanoamericana», Cortázar y Poe, se encuentran entre los más citados en la encuesta realizada por Fernando Valls y Rebeca Martín (cuadro D de los anexos). Llama la atención que por delante del maestro aparezca su difusor. Para José Ovejero el parentesco entre ambas poéticas es evidente cuando dice: «Por supuesto, son numerosos los autores que han influido a los cuentistas españoles [...] pero por elegir los que me parecen los más significativos [...] me quedaría con Cortázar (es decir, Poe)» (Valls y Martín, 2004a: 31). Evidentemente, no se puede reducir la relación entre ambos con el vínculo alumno-maestro, puesto que esto restaría valor a la aportación del argentino, sin embargo, este dato demuestra que el repertorio de ambos escritores forma parte de una misma línea, aunque cada una tiene sus hitos. La poética de Cortazar ha pasado a formar parte del pensamiento de los cuentistas (vid. apdo. 3 del cap. II) y ha influido en las opiniones de Mercedes Abad, Hipólito G. Navarro, Antonio Muñoz Molina y Juan Manuel de Prada. El escritor argentino enseñó que el cuento es un espacio en el que se puede presentar de forma simultánea la esfera de la realidad junto con hechos sorprendentes y extraños que consiguen un efecto de desrealización, es decir, nos puso en contacto con los principales rasgos de lo fantástico. Las peculiaridades de la obra del argentino consisten en su concepto del tiempo que puede ser simultáneo, hasta incluso tocarse, su gusto por la idea del doble y la posibilidad de incluir la literatura dentro de la literatura. Uno de los escritores que han seguido sus pasos es Jesús Ferrer-Bermejo autor de La música de Ariel Caamaño (1992) donde lo insólito irrumpía de pronto haciendo penetrar al lector en un universo en el que las categorías de causa y efecto y las leyes de la identidad comienzan a desdibujarse. No se trata de un caso único, podremos apreciar la influencia de los maestros de lo fantástico en escrito-

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res como Ignacio Martínez de Pisón, Eloy Tizón, o Agustín Cerezales (vid. apdo. 5 del cap. III). El problema es que los mencionados rasgos de repertorio, predominantes durante un periodo de tiempo, se convirtieron en aburridos y repetitivos, así Gonzalo Calcedo reconocía el cansancio que le producía la fórmula: «El relato contemporáneo, por referirnos a él de una forma que rejuvenezca su antiquísimo rostro, no debería ser tarea de un malabarista de los efectos; habría que trocar su artificio por una esencia menos ilusoria, más honesta» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 64). La carga peyorativa de sus palabras es indudable y representa el rechazo absoluto al efecto final. Los escritores buscaron entonces un repertorio alternativo que tanto para Juan José Millás como para Martínez de Pisón se encontraba en los cuentistas llegados de América del Norte. El primer autor percibe la caducidad de un modelo que fue reemplazado y que sustituyó a esa poética en la que todo tiene una intención, desde el principio hasta el final. Pero hay otras líneas que la reciente valoración de la obra cuentística de Borges, la fascinación que empieza a producir Paul Bowles o la irrupción del llamado «realismo sucio», ponen de manifiesto. La diferencia entre la concepción de Poe y la de las tendencias citadas en segundo lugar es que en estas últimas la circularidad no es necesariamente una virtud esencial. (Milllás, 1991: 145).

El escritor zaragozano, un poco más joven, no ve la cuestión como una mera alternancia sino como dos fases en su aprendizaje: una de iniciación, en la que asimiló el amor por el relato breve gracias a los cuentistas hispanoamericanos, y una fase de madurez, vinculada a la tradición anglosajona: «Con el tiempo, y sobre todo con las lecturas facilitadas por el tiempo, descubrí que el otro gran yacimiento de la narrativa breve estaba también en América, pero no en América del Sur sino del Norte: se diría que los buenos relatos siempre nos han llegado del otro lado del Atlántico. Lo curioso es que la tradición sudamericana partía de un norteamericano, Poe, y la norteamericana de un ruso, Chéjov» (Martínez de Pisón, 1991: 285). 47 Por otro lado, Antonio Muñoz Molina asume el tránsito de uno a otro por un cambio de gusto: «Durante mucho tiempo me apasionaron los cuentos con sorpresa final. Ahora, tal vez por influencia de Chéjov, de Carver o de la relectura de Dublineses, me gustan más los cuentos que trazan una suave línea recta que se interrumpe sin aviso, o que fluyen con una apariencia de instantaneidad o de azar» (Percival y Encinar, 1993: 193). En 1999 Del Rey apuntaba que frente a: «la fórmula del cuento como orbe 47  Del mismo modo Eloy Tizón al valorar su trayectoria literaria consideraba que los hispanoamericanos fueron importantes en una primera fase como cuentista mientras que más adelante le llegaron otros autores relacionados con Chéjov: «Cortázar fue decisivo en su momento como aprendizaje, al igual que otros grandes narradores latinoamericanos (Onetti, Felisberto Hernández), y también he seguido siendo fiel al magisterio de Chéjov, sin olvidar al gran maestro de narradores John Cheever, cuyos cuentos me acompañan desde hace ya bastantes años. He leído y releído con placer y algo de miedo a Kafka, aunque no tengo claro si he llegado a comprender gran cosa de él» (Muñoz, 2006).

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hermético, con las fases bien marcadas, de gran nitidez en el dibujo temático, concentrado en torno al efecto único y con un final o cierre de carácter sorpresivo, como “epifanía” o revelación que culmina el relato», había ido ganando un segundo modelo: «un relato de tema en ocasiones desdibujados, que a veces, más que referir una historia, expone una situación» (95-96). Se puede entender que la larga trayectoria del relato circular en el que se narra una historia en busca de un desenlace original, ha hecho que el recurso se agote y que se opte por otras técnicas de cierre, aunque, a pesar de lo que plantean estos autores, todavía no se puede hablar de la sustitución de un modelo por otro. Esta segunda forma de contar está relacionada con las lecciones de Chéjov que han sobrevivido al paso del tiempo. Son muchas las generaciones de escritores a ambos lados del océano, y no solo cuentistas, que se reconocen deudoras de su magisterio. 48 La poética de Poe, considerada entonces mecánica y claustrofóbica, fue aceptada en su momento casi como dogma de fe, y de ahí que muchos críticos literarios rechazaran la obra del ruso. Con los años su modelo fue ganando nuevos adeptos y tanto sus obras como su poética consiguieron el reconocimiento del círculo literario. Se puede observar en el mismo cuadro D extraído de la encuesta de Quimera que, mientras en el caso de la tradición hispanoamericana la difusión del escritor más actual superaba a su maestro, Chéjov tiene mayor prestigio y relevancia que su acólito Carver, y este a su vez menos que Hemingway (Valls y Martín, 2004a). Se advierte que hay una relación: a mayor distancia temporal con respecto al modelo, mayor impacto entre los escritores, seguramente porque la escritura minimalista o el dirty realism estaban entonces en proceso de asimilación por parte del canon. En cuanto al impacto de la poética del autor ruso, hay que partir de la base de que nunca escribió un ensayo sobre su teoría narrativa pero que se puede reconstruir su pensamiento gracias a sus propias obras, a sus cuadernos de notas, a algunos recuerdos de terceros y a la correspondencia que mantuvo con su hermano y otros escritores que le enviaban sus cuentos para pedirle consejo. 49 Desde el punto de vista de su aportación al teatro, fue un maestro de la elisión (Pérez Gállego, 2004: 36). De hecho, desarrolló una nueva técnica que él llamó de «acción indirecta», es decir, los principales acontecimientos de la trama no sucedían en escena, sino que eran aludidos por los personajes, recurso que implicaba la participación del espectador. 50 Entre nuestros escritores se detecta el magisterio chejoviano en el siguiente mandamiento 48  La aportación de Chéjov al cuento moderno, según Charles May, en la tradición anglosajona ha consistido en: «a continuation of the shift from the romantic focus on projective fiction, in which characters are functions in an essentially code-bound parabolic structure, to an apparentlyrealistic episode in which plot is subordinate» (2002: 52). 49   Entre sus destinatarios había jóvenes autores como Gorki, aprendices de escritores como su hermano Alexánder, su amigo y editor Alexéi Suvorin o directores teatrales como Stanislavski. Los textos epistolares citados aquí han sido extraídos de la edición de Piero Brunello de Sin trama y sin final (2005). 50  De acuerdo con su técnica, el autor optaba por medir las palabras, de hecho en 1889 señalaba: «Es extraño: ahora tengo la manía de la brevedad; nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve» (Chéjov, 2005: 42).

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de Andres Neuman: «Los personajes no se presentan, simplemente actúan» (VV. AA., 2001: 14). Para Medardo Fraile la habilidad del autor para velar y descubrir información en el momento preciso está muy relacionada con ese estilo de dramaturgia. Porque es lo más difícil y no hay por qué dedicarse a lo más fácil, a no ser que a uno le interese la fama y el dinero, vengan de donde vengan. Es difícil porque el cuento —como en la mejor poesía o en el teatro de Chéjov, por ejemplo—, es tan importante lo que se dice como lo que se calla, es decir, uno escribe también los silencios. (Zapata, 2007).

Otro procedimiento habitual en Chéjov consiste en presentar las cosas de manera inmediata con el fin de no involucrarse totalmente en sus historias, así en 1886 señalaba: «Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se desprenda de sus propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad» (2005: 68). De esta forma, tras un diálogo en apariencia banal, el espectador observa su vida interior; la omisión delata finalmente lo que los personajes no se atreven a decir. Por otra parte, el autor defendía no solo la objetividad narrativa sino también ideológica. Chéjov se preocupaba por atrapar el pathos de la vida rusa con toda su complejidad, pero sin ser adoctrinador. Precisamente le aconsejó a su hermano que escribiera su relato «La ciudad del futuro» siguiendo los siguientes puntos: «1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad» (Chéjov, 2005: 53). Ello no le impedía reflejar sus opiniones de forma indirecta mostrando la realidad con toda su crudeza. Por ejemplo, el autor estaba impresionado por la corrupción entre los funcionarios por ello lanzó su sátira en «Un informe» o en «Medidas sanitarias». 51 Bernardo Atxaga toma del escritor su planteamiento ideológico aunque, mientras en el caso de Chejov la elisión estaba vinculada con la neutralidad ante las pasiones, para él los hechos deben ser de por sí tan reveladores como para que no haga falta que el narrador se detenga en explicaciones. El escritor vasco, que tantas veces tuvo que dar su opinión sobre los problemas que acechaban al País Vasco, acudía a este procedimiento: «En principio de aturdimiento absoluto, con la convicción de que ante la tragedia lo primero es el silencio (y esto es algo que he leído en Chéjov); y luego la imposibilidad de mantenerlo» (Barrera, 2004). Más allá de esta posición, para Atxaga la mayor aportación del ruso consiste en habernos enseñado la magia de la tensión narrativa. En Obabakoak los personajes de la tercera parte, En busca de la última palabra, citan los mejores cuentos que se han escrito entre los que se encuen51   En ambos textos los hechos hablan por sí mismos, no hacen falta conclusiones ni moralejas. Esta actitud delega gran parte de la responsabilidad interpretativa en el lector, al que valora como un componente crucial en la construcción del sentido de la obra, por eso reconocía en 1890: «Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento» (Chéjov, 2005: 82).

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tra el «Sueño» chejoviano (1988: 204). Al final, hallan algunas similitudes que unifican el conjunto: «Fíjate, si no, en el cuento de Chéjov, o en el de Waugh, o en el del criado de Bagdad que me has contado en el Resto. Todos ellos están llenos de significado, y tienen un final muy fuerte» (1988: 205). Curiosamente, uno de los consejos más conocidos del ruso es una frase atribuida: que si al principio de una novela hay un clavo en la pared, al final el héroe debe colgarse de ese clavo. Luis Mateo Díez se hace eco de esta idea cuando nos explica sus autores preferidos: «Un lugar común sería, desde luego, empezar con Chéjov. Es un maestro en todo aquello que acontece en la vida y, además, luego está lo de la metáfora aquella del clavo… que es la llave maestra para escribir un gran cuento» (Juristo, 1994: 11). En «Brasas de agosto» el leonés elabora un relato sin apenas trama, donde captaba un momento importante de las vidas de sus protagonistas. El narrador reconoce a Don Severino, un hombre que lleva diez años fuera del pueblo y nos descubre su misterioso pasado: «El amor secreto del padre espiritual y de su dirigida había estallado entre la indignación y la vergüenza, complicado por la huida y el largo tiempo en que nada se supo del paradero de la pareja. Elvira regresó y los años fueron echando tierra sobre aquella desventura juvenil» (Díez, 2000: 415). La marcha del personaje deja al narrador conmovido por una historia de amor fracasada: «Alzó la mano derecha mientras el tren se iba y me bendijo haciendo la señal de la cruz. Yo acababa de caer de rodillas en el suelo y me santigüé con el mayor recogimiento» (Díez, 2000: 419). Un pequeño guiño intertextual es el relato titulado «El clavo del que uno se ahorca» de Juan José Millás (1992: 67-79), en el cual el protagonista cada vez que despierta se encuentra en un momento de su pasado, condenado al eterno retorno, a repetir los mismos hechos y a ahorcarse con el clavo que hay en todas las habitaciones de su vida. Claro que los escritores españoles no solo admiran a Chéjov, sino que declaran entre sus preferencias a otros autores relacionados con alguno de los difusores de su pensamiento literario, normalmente vinculados a la tradición anglosajona en la cual el ruso fue tempranamente traducido y adoptado. Algunos de estos discípulos son autores de la talla de Faulkner, Hemingway, Sherwood Anderson, Salinger, Malamud, Cheever, Carver, Joy Williams, Richard Ford, hasta David Leavitt. Por ejemplo, en las poéticas aparece aludida la famosa sentencia de Hemingway sintetizada en la metáfora del iceberg: «El témpano conserva siete octavas partes de su masa debajo del agua por cada parte que deja ver. Uno puede eliminar cualquier cosa que conozca, y eso sólo fortalece el témpano de uno» (1959: 25). Para el norteamericano, al igual que para Chéjov, lo importante no es lo que sucede sino lo que se deja sin decir (el soporte del relato está bajo el agua, no se ve pero se advierte), una idea que seguramente aprendió en las mesas de redacción del periódico, donde ejercitó gran parte de su profesión literaria. 52 La mencionada metáfora apareció incluida en un comentario sobre la composición de El viejo y el mar, la conocidísima novela corta 52  Una anécdota curiosa es que el autor norteamericano tituló uno de sus cuentos con la primera frase que da comienzo a «Iván Malkevich»: «Un sitio limpio, bien iluminado».

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que relata la épica historia de un viejo pescador que durante días lucha por capturar a un gran pez para, al final, perderlo en las mandíbulas de los tiburones. En ese contexto, el autor explicaba cómo podría haber continuado con el argumento pero tomó la decisión de dejarlo en su mínima expresión: El viejo y el mar pudo haber tenido más de mil páginas e incluir a cada uno de los personajes de la aldea y todos los procesos de cómo se ganaban la vida, cómo nacía, se educaban, tenían hijos, etc. […] Primero he tratado de eliminar todo lo que sea innecesario para comunicarle una experiencia al lector, de modo que después que él haya leído algo, eso se convierta en parte de su experiencia y parezca haber sucedido en realidad. Eso es muy difícil de hacer y yo he intentado hacerlo con mucho esfuerzo. (Hemingway, 1959: 25).

Manuel Rivas, escritor y periodista, también adapta la aventura de un hombre que se enfrenta, en combate sin cuartel, a un implacable adversario. En el relato del gallego la gesta no es individual: una pareja de pescadores de percebes, padre e hijo, lucha contra la marea en «El míster & Iron Maiden» (1996: 113-122). José María Merino en «El cuento, narración pura» declaraba que la obra del norteamericano formaba parte de sus lecturas en una fase de aprendizaje en la que compuso algunos textos, «marcado todavía por las infantiles lecturas de Hoffmann, Allan Poe y Bécquer, y por las juveniles de Chéjov, Maupassant, Hemingway, Kafka», aunque nunca los llegó a publicar (Pacheco y Barrera, 1997: 467). Quizá que estos relatos se quedaran inéditos se debió al auge de un tipo de literatura diferente, tal y como dejó por escrito Juan José Millás: La reciente valoración de la obra cuentística de Hemingway —muchos de cuyos cuentos parece que no acaban—, la fascinación que muchos autores empiezan a manifestar por un cuentista tan raro y excepcional como Paul Bowles o, en fin, la aceptación entusiasta de Carver, el más cualificado representante de lo que venimos llamando realismo sucio de manera quizá en exceso genérica, podrían significar la búsqueda de un artificio nuevo, capaz de soportar y alumbrar a la vez contenidos temáticos de muy diversa índole, resistentes al corsé de fórmulas narrativas previamente establecidas. (Pacheco y Barrera, 1997: 253).

La poética del norteamericano, junto con los restantes autores citados, está relacionada con un cambio de gusto literario hacia los relatos abiertos. Millás cita a Paul Bowles quizá uno de los miembros menos conocidos y más misteriosos de la mencionada generación beat, un grupo de nómina imprecisa surgido en los años cuarenta, aunque con bastante influencia en los movimientos juveniles de los años setenta y ochenta, sobre todo por su afán revulsivo en contra de los valores tradicionalistas y puritanos imperantes en Estados Unidos y vinculados al «American Way of life». Desde el punto de vista temático, la aportación de dicha generación consistió en la incorporación a la literatura de temas cinematográficos como la carretera (On the

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Road —En el camino, 1957— de Kerouac se convirtió en una especie de manifiesto universal para una juventud disconforme con lo establecido). Entre sus seguidores se encuentra Ignacio Martínez de Pisón quien en Carreteras secundarias (1996) hacía una versión española de las road movies americanas. En ella un adolescente y su padre viajan por la España de 1974 por lo que los clichés norteamericanos son sustituidos por imágenes más cotidianas como un Citroen Tiburón en lugar de un Moustang. Las urbanizaciones costeras españolas, sin el glamour fílmico de los tópicos moteles de carretera con piscina, son igualmente válidas para reflejar un espacio triste, vacío e impersonal. Aunque realmente la novela de Ignacio Martínez de Pisón es una excepción, en realidad la generación de escritores norteamericanos con mayor impacto, sobre todo entre los autores con intención realista, es la de ese dirty realism mencionado por Millás, de cuya recepción hablé anteriormente. En cuanto al magisterio de Carver, vinculado con este movimiento, hay que advertir que sus ideas literarias conectan con la línea que va de Hemingway a Chéjov (May, 2002: 91). En primer lugar, sentía fascinación por el ruso como personaje literario pues en su relato «Tres rosas amarillas» recreó poéticamente sus últimos momentos. 53 Más allá de este homenaje, en su ensayo más conocido sobre su teoría literaria, «On writing», confesaba atesorar una cita del autor: «Y súbitamente todo empezó a aclarársele» (May, 1994: 272). 54 Esta pequeña frase, con toda su sencillez, contiene para Carver todo un misterio sobre el pasado y presente del personaje, y da la clave sobre el estilo del autor: el relato es un asunto basado en la exactitud y la indirecta. El norteamericano rechazaba, por otro lado, los relatos llenos de artificios, buscaba la sencillez de la trama y el resultado eran textos carentes de finales propiamente dichos, como la vida misma. En ellos, además, recrea ambientes que dan la sensación de pertenecer a un sueño, por lo que se parecían, según May, a los mitos (2002: 94). Al igual que Chéjov, Carver defendía la sencillez argumental sin juegos ni trucos sucios. 55 Para el padre del realismo sucio, el cuento es un género que responde a una máxima: «Get in, get out», sin perder el tiempo, sin pena alguna por avanzar en la historia, pero, a diferencia del ruso, es aún más imparcial en la ridiculización de la sociedad de su tiempo, emplea la técnica del fotograma que parece no tomar partido. En «Conservación», el marido de Sandy ha perdido su trabajo y pasa  Uno de los mejores relatos de Carver, «Tres rosas amarillas» (1997), trata, precisamente, de la muerte de Chéjov en el balneario de Badenweiller. Carver escribió el cuento a partir de las dos narraciones que Olga Knipper, viuda del escritor, hizo del episodio. 54   El párrafo completo es el siguiente: «I have a three-by five up there with this fragment of a sentence from a store by Chekov: “… and suddenly everything became clear to him”. I find these words filled with wonder and possibility. I love their simple clarity, and the hint of revelation that´s implied. There is mystery, too. What has been unclear before? Why is it just now becoming clear? What’s happened? Most of all-what now? There are consequences as a result of such sudden awakenings. I feel a sharp sense of relief —and anticipation» (May, 1994: 272) 55   De este modo Carver decía: «hate tricks. At the first sign of a trick or a gimmick in a piece of fiction, a cheap trick or even an elaborate trick, I tend to look for cover. Tricks are ultimately boring, and I get bored easily, which may go along with my not having much of an attention span» (May, 1994: 272). 53

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los días leyendo el periódico en la sala; ella le mira los pies asombrada cuando lo único que desea es ir a una subasta para comprar un frigorífico. En «Fiebre», Helen ha abandonado a su familia para irse con un profesor dejando al marido al cargo de sus hijos, este busca desesperadamente una niñera que les dé un poco de cariño y supla ese vacío (Carver, 1981: 143-168 y 38-47). El autor, en su poética, defendía también un lenguaje austero y casi aséptico, muy semejante a Hemingway, de hecho sus frases son ligeras, sin adverbios, para que el contexto determine el significado. Sus personajes son seres normales, dentro de la media y los temas son simplemente el fragmento de una vida cualquiera. 56 Siguiendo con los maestros ligados a esta denominación, aunque cronológicamente un poco anterior, está el escritor John Cheever curiosamente denominado el «Chéjov de los suburbios» pues tiene en común una gran capacidad para captar el drama y la tristeza de las vidas de sus personajes a partir de eventos aparentemente insignificantes. Su poética parte de la idea de que un buen cuentista no ha de fascinar con el argumento, ni preguntarse «¿pasa algo?», sino «¿es interesante?». Al igual que en los relatos del ruso, el tema principal de su narrativa era el vacío espiritual y emocional de los personajes. Según Rodrigo Fresán sus protagonistas son siempre seres que intentan huir de su vil existencia, ya sean ladrones, alcohólicos, adictos, habitantes de la noche…, pero que, de algún modo, conservan «cierta extraña pureza y una rara forma de santidad» (2002: 12). En general se ocupó de describir la forma de vida y la moral de la clase media americana con gran patetismo y con un humor negro acorde con su visión negativa y oscura del mundo. Para este escritor la narrativa contribuye a que comprendamos a los hombres y, a veces, también al mundo, tal y como expresa en el siguiente fragmento: Un cuento o un relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas que te saquen una muela. El cuento corto tiene en la vida, me parece a mí, una gran función. Es, también, en un sentido muy especial, un eficaz bálsamo para el dolor: en un telesilla que te lleva a la pista de esquí y que se queda atascado a mitad de camino, en un bote que se hunde, frente a un doctor que mira fijo tus radiografías... Pasamos el tiempo esperando una contraorden para nuestra muerte y cuando no tienes tiempo suficiente para una novela, bueno, ahí está el cuento corto. Estoy muy seguro de que, en el momento exacto de la muerte, uno se cuenta a sí mismo un cuento y no una novela. (Citado en Fresán, 2002: 15).

Lo novedoso del relato puede estar en la temática, pero frente a otras artes, la narratividad, bajo la que el escritor incluye tanto el cuento como la novela, no puede 56   Así, en sus propias palabras, Carver defiende: «It’s possible, in a poem or a short story, to write about commonplace things and objects using commonplace but precise language, and to endow those things—a chair, a window curtain, a fork, a stone, a woman’s earrings—with immense, even startling power. It is possible to write a line of seemingly innocuous dialogue and have it send a chill along the reader’s spine—the source of artistic delight, as Nabokov would have it. That’s the kind of writing that most interests me» (May, 1994: 275).

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desaparecer. El género breve permite, no obstante, tratar una serie de temas al margen de las grandes novelas. Detrás de escenas cotidianas y a veces divertidas, se descubren unos protagonistas en el fondo tremendamente insatisfechos. Sus textos, en lugar de cerrarse en una cadencia discontinua, como sucede con Carver, tienen un fuerte simbolismo. Por ejemplo, en «El gran aparato» el marido compra una gran radio para escuchar música clásica junto a su esposa, uno de los pequeños placeres que los diferencian del resto de los habitantes de un edificio de apartamentos en Nueva York. Sucede el hecho extraordinario de que se oyen interferencias provocadas por los electrodomésticos de sus vecinos e incluso pueden escuchar sus conversaciones y discusiones. La mujer al principio se muestra molesta, pero luego se acostumbra a enterarse lo que sucede en las otras casas. El marido, disgustado por el cambio doméstico ya que su mujer vive atemorizada por si les oyen los demás, explota en una confesión de todos los actos miserables de su pareja. Juan José Millás, en una reflexión sobre este relato recogida en su articuento «La radio triste», explicaba que la mujer se deprime por: «la comprobación de que las vidas que le rodean son tan estériles como la suya. Uno necesita creer que hay grietas en la realidad por las que se accede a formas de vida superiores» (2001a: 98). Uno de los relatos más conocidos de Cheever es «The Swimmer», donde un hombre recorre su ciudad saltando de piscina en piscina. En esta disparatada odisea va visitando diferentes ambientes que ni siquiera pudiera imaginar. Para Gonzalo Calcedo este ejemplo resume perfectamente su poética de la brevedad pues: Todo esto se nos cuenta en unas dieciséis páginas, aunque podría ocupar trescientas. El estilo es elegante y transparente al tiempo, sencillo, preciso, como si cada palabra cuantificase el esplendor del pasado de Neddy. En su misión, pagana, casi obscena al final, por cuanto desnuda también su intimidad, subyace un hondo itinerario físico y moral. Estamos ante una suerte de novela comprimida, un destilado perfecto y autosuficiente de una historia, su esencia. ¿Para qué fantasear con extensos capítulos y monótonas descripciones, si todo está dicho cuando mencionamos que Neddy desprecia a los hombres que no se zambullen de cabeza o cuando se resume su caída social en el desdén de un barman? Éstas son las armas del cuento, afiladas y rutilantes frente a la argamasa de la obra literaria mayor. La férrea estructura que sostiene las buenas novelas corre el riesgo de anquilosarse, de convertirse en una osamenta oxidada. En este cuento y en otros muchos, es prescindible y su ausencia otorga libertad. Cada imagen sugerida por la lectura de «The Swimmer» revela un grado tal de intimidad acerca de Neddy Merril que nos estremece, evidenciando el compromiso del artista. La pulsión interna del relato sobrecoge sin artificios ni falsedades, tampoco hay mueca final, un giro de los acontecimientos. Es un cuento contemporáneo y firme. Ni falta ni sobra nada, y su trascendencia y sus logros envilecen la ampulosa grandiosidad de ciertas buenas novelas. (VV. AA., 2002: 126).

La virtud de este cuento consiste en su limpieza de toda descripción, en su condensación, en la capacidad de transmitir con escasos elementos un fuerte símbolo de los problemas sociales del momento. El relato de Calcedo que seguía a esta poética

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publicada en el volumen Pequeñas resistencias fue «Historia de fantasmas», un texto que recuerda mucho al norteamericano. En primer lugar, los nombres de los personajes —Chico, Dora, los Marlin—, dan una pista de un espacio diferente a la cotidianidad hispánica: viven en una casa en las afueras, escuchan una orquesta decadente... El texto cuenta un pequeño momento, el descubrimiento de una niña que, al visitar una casa encantada, encuentra a su madre con otro hombre, una escena reveladora e iniciática que la protagonista madura y conserva en secreto. El escritor ha seguido este modelo tanto en Esperando al enemigo (1996) y en La madurez de las nubes (1999), como en Apuntes del natural (2002) (vid. apdo. 4.1 del cap. III). Por último, un tercer nombre sale en las poéticas de los autores, Charles Bukowski, vinculado tardíamente a la beat generation, a pesar de las diferencias con respecto a los restantes escritores de la nómina. En su prolífica obra retrataba una atmósfera oscura y unos personajes que muchas veces padecen de alcoholemia. En sus argumentos abundan las escenas de sexualidad, reflejada incluso con crudeza. El escritor la mayor parte de las veces se basaba en su intensa experiencia vital en la cual prefería recorrer los bares y tugurios a los ambientes literarios. Este tipo de escritura tuvo muchos seguidores, sin embargo, para Juan Bonilla tenía el peligro de convertirse en una serie de clichés. En el relato metaficcional «Edición definitiva» que ya cité (vid. apdo. 1.2.A cap. III), el protagonista es un joven que busca la inspiración para sus historias. Entre sus amigos existe la creencia de que para convertirse en un buen novelista hace falta beber mucho y llevar una vida desgarrada llena de peripecias: «Queríamos ser Bukovski por aquel entonces». En lo literario, la imitación de su estilo se reduce a lo siguiente: «Nos alabábamos los unos a los otros aquellas redacciones miserables, repletas de diálogos triviales a los que trataban de dar consistencia cientos de palabrotas escupidas por los protagonistas en tabernas de suelos tapizados por la mugre, paredes anochecidas por la humedad y cicatrizadas por las grietas» (Bonilla, 1999: 72 y 75). Finalmente, el protagonista se da cuenta de que tiene que seguir su propio camino poético. En suma, de lo dicho por los autores se puede entender que la tradición hispanoamericana tendría a su maestro en el escritor norteamericano Edgar Allan Poe, a sus seguidores y promotores en los hispanoamericanos del boom (Cortázar, sobre todo), y su modelo textual, en relatos en busca del efecto, la sorpresa y el final imprevisible; la tradición anglosajona tendría como teórico al ruso Chéjov, los norteamericanos como Carver serían sus difusores, y sus modelos quedarían reflejados en unos relatos interesados por plasmar un retazo de realidad. 3. El cuento en la década de los noventa En lo que respecta a la situación del cuento durante los ochenta, existe acuerdo a la hora de resaltar su gran heterogeneidad y complejidad. Fernando Valls, analizaba en 1991 a los cuentistas desde 1975 hasta 1990 y se exasperaba afirmando que no era

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fácil «señalar unas características generales que definan el trabajo de estos autores» (39). De igual forma, Ramón Jiménez Madrid abordaba el periodo mencionado intentando mostrar la convivencia de tres generaciones diferentes y con variedad de planteamientos: la del 36, el medio siglo y el 68. 57 Por otra parte, Santos Sanz Villanueva decía que en en estos años se pasaba: «De la fantasía sin trabas al realismo de la vida cotidiana, del ensimismamiento sentimental al horror, de la temática histórica al gusto metaliterario, todo cabe en los más recientes cuentos». 58 En 1994, con un cierto distanciamiento ante la década, José Luis Martín Nogales todavía se encontraba algo desconcertado ante la amalgama de textos y escritores, lo que le llevaba a mantener su visión sobre la heterogeneidad de las manifestaciones existentes: Esta gran variedad de registros narrativos es una característica definitoria del cuento español contemporáneo, caracterizado hoy por una gran diversidad de tendencias, fórmulas, técnicas, actitudes narrativas, temas y estilos, que se concentran a veces en un cuento en particular o en un libro de cuentos o en los relatos que escribe un mismo autor y, en resumen en una época. (1994a: 63).

Este investigador apuntaba las siguientes cinco tendencias en el cuento de la década anterior: 1) El cuento fantástico (Gonzalo Suárez, Cristina Fernández Cubas, José María Merino, José Ferrer Bermejo, Pedro Zarraluki, Enrique Vila-Matas, Javier Tomeo, Ignacio Martínez de Pisón, Juan José Millás, Enrique Murillo, Agustín Cerezales); 2) Las nuevas formas del realismo que podían presentarse tanto a través del memorialismo (Juan Eduardo Zúñiga, Blanco Aguinaga, Jorge Campos, Pilar Cibreiro, o Javier Delgado), el intimismo (Marina Mayoral, Ana María Navales, Soledad Puértolas), el realismo crítico (Luis Mateo Díez), o urbano (Sergio Pámies, Ignacio Vidal Folch, Quim Monzó o Juan Madrid). 3) En tercer lugar pervivía la tendencia experimentalista gracias a Ricardo Doménech, Raúl Guerra Garrido, Alberto Escudero, y a Germán Sánchez Espeso. 4) Además, destacaba la importancia de los relatos de género policíaco (Antonio Muñoz Molina), de crímenes (Juan Ma57   En primer lugar, Ramón Jiménez Madrid (1991) señalaba que, una vez llegada la democracia, seguían escribiendo autores consagrados de la Generación del 36 (Camilo José Cela, Antonio Pereira, Antonio Ferrer-Vidal, Álvaro Cunqueiro, Francisco Ayala, Francisco García Pavón, Gonzalo Torrente Ballester o Alonso Zamora Vicente) aunque en sus obras de madurez advertía la preferencia hacia los tintes memorialistas y autobiográficos de sus relatos. En cuanto a la Generación del Medio Siglo, los que han sido denominados como «niños de la guerra» (Ignacio Aldecoa, Juan Benet, Fernández Santos, Carmen Martín Gaite, Juan García Hortelano, Antonio Ferres, López Pacheco, López Salinas, Martínez Menchén, Ana María Matute, o Lauro Olmo), algunos de ellos vieron cómo durante estos se publicaban sus cuentos completos, otros intentaban modificar sus planteamientos ante los nuevos tiempos asumiendo nuevos temas al dejar el pasado atrás. Conviviendo con todos ellos coexistía la Generación del 68, esos autores de los setenta, por entonces jóvenes, iniciados en la literatura, entre cuya nómina se incluía a: Germán Sánchez Espeso, Javier del Amo, Esther Tusquets, Ricardo Doménech, Luis Mateo Díez, José María Merino, Álvaro Pombo, Javier Tomeo o Marina Mayoral. 58   Santos Sanz Villanueva estudió la evolución del cuento literario español desde 1936 hasta principios de los noventa en la que estableció tres periodos: la primera posguerra caracterizada por la pervivencia, el medio siglo marcado por la reivindicación y, finalmente, los ochenta, la época de la recuperación (1991: 5).

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drid), de humor (Antonio Hernández), históricos (Paloma Díaz-Mas) o eróticos (Mercedes Abad y Ramón Irigoyen). 5) Por último, distinguía entre relatos líricos (Eloy Tizón, Antonio Pereira), teóricos (Alberto Escudero y Pedro García Montalvo) o dramáticos (Javier Tomeo) (1994: 63-64). Ya con cierta distancia en 1997, Nuria Carrillo insistía en la misma idea: que la variedad en los temas y en las formas constituía el rasgo más sobresaliente del cuento español de los ochenta, lo cual imposibilitaba el establecimiento de líneas o pautas precisas para su ordenación. Pero... ¿qué sucedió en los noventa? Al cierre del siglo, en 1999, Antonio del Rey ya hacía un acertado recorrido por la producción cuentística de sus contemporáneos y, sustituyendo la mencionada «heterogeneidad», hablaba de «eclecticismo». Su intención fundamental, más que realizar una exhaustiva taxonomía, consistía en apuntar varias tendencias dentro del panorama literario. En primer lugar, reseñaba el cambio de modelo desde el tradicional a aquel que carece de cierre y que relega la sustancia argumental a un segundo plano (Del Rey, 1999: 96). Otra característica sería la «ausencia de acento crítico» debido a la complejidad de la realidad circundante. La consecuencia más evidente era la unión de lo cotidiano, lo banal, lo extraordinario y lo fantástico. Y en fin, el autor destacaba su condición fragmentaria y el énfasis hacia lo metaliterario. Epícteto Díaz Navarro y José Ramón González en 2002, en la senda de los restantes investigadores y hablando del periodo comprendido desde 1975 hasta final de siglo, señalaban: «puede afirmarse que la diversidad sería la característica del relato corto en las últimas décadas» (169). Más adelante, con un poco de perspectiva sobre estos años, en el congreso convocado por Romera Castillo y Gutiérrez Carbajo, El cuento en la década de los noventa (2001: 36) José Luis Martín Nogales apuntaba las siguientes tendencias: 1) Los cuentos de género: cuentos de terror, policiácos, eróticos, de ambientación histórica, de humor... 2) Géneros de cuento: teóricos, líricos, dramáticos... 3) Cuentos de la realidad en los que destaca una actitud memorialista diferente al realismo social. 4) Cuentos de la fantasía. 59 Un poco después José Romera Castillo aportaba la siguiente tipología basada en las clasificaciones anteriores: [...] los metaliterarios (en donde encontramos reflexiones sobre la literatura en general y el cuento en particular), los amorosos (con indagaciones en las relaciones personales vinculadas por el amor, en donde el desamor tampoco está ausente), los eróticos (muy abundantes y con gran cultivo por parte de algunas escritoras), los humorísticos, los de terror, criminales y policíacos (en los que cine negro ha dejado una huella imborrable), los de ambiente histórico e historicistas (en los que se re59   José Luis Martín Nogales afirmaba que: «El cuento se ha caracterizado desde principios de los noventa por la amplitud de registros narrativos con los que los escritores más jóvenes han afrontado su dedicación al relato. No solo cada uno en relación con los demás escritores, sino incluso un mismo escritor en su personal producción cuentística» (2001: 36). En su descripción seguía manteniendo la clasificación anterior en diferentes corrientes, añadiendo a las nóminas antes mencionadas, nuevos nombres como: Agustín Cerezales, José Antonio Millán, Cristina Fernández Cubas, Almudena Grandes, Ignacio Vidal-Foch, Enrique Vila-Matas o Pedro Zarraluki.

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crean épocas, sucesos, hechos significativos, personajes de la historia más o menos remota), etc. (2003: 35).

Junto a esta descripción, más bien temática, recogía cuatro aspectos que recorrían toda la producción cuentística: 1) el predominio del realismo (a veces testimonial, o mezclado con otras formas narrativas); 2) el uso de un relato fantástico heterogéneo; 3) el relato intimista y, por último 4) los relatos metateóricos, líricos y dramáticos. Una década después, Gemma Pellicer y Fernando Valls, en el prólogo a su antología Siglo xxi: Los nuevos nombres del cuento español (2010), se adentraron en los primeros años del milenio. Un poco más adelante, este segundo investigador también publicó «Sobre el cuento español actual y algunos nuevos nombres» (2011). Ángeles Encinar abordó el periodo comprendido desde 1992 a 2012 en su antología para Cátedra (2014), y sobre ellos volvía a señalar «la heterogeneidad» como una de las marcas de esta amplia producción cuentística. Dentro de este conjunto encontraba dos grandes tendencias: la fantástica (en la cual observa textos que van desde lo gótico, lo onírico, lo fantasmal), y la realista (a veces con un enfoque urbano y cosmopolita, otras con una tendencia más intimista). Además, señalaba otro rasgo transversal: la abundacia del humor y la ironía. En su descripción del panorama de estos años apuntaba a la existencia de ejemplos con rasgos líricos, dramáticos, teóricos, de género y, destacaba el tratamiento de asuntos metaficcionales y culturalistas. Para terminar, resaltaba el fenómeno emergente del fragmentarismo que se manifiestaba en dos tendencias: la unión de varios textos en lo que se vienen denominando «ciclos de cuentos» y el microrrelato. En el año 2013 José Ramón González realizó un profundo estado de la cuestión donde se sumaba a estas propuestas. Cada uno de estos estudios presentó una manera de tirar del hilo atendiendo a «características» o «tipologías». En las siguientes páginas voy a abordar una descripción de estos autores y cuentos basándome, en primer lugar, en esos dos bloques que apuntan todos los críticos y que están relacionados con dos tradiciones y formas de entender el cuento; me refiero a los modelos de lo realista y lo fantástico. Hay que reconocer que sobre la primera cuestión habrá que adoptar algunas precauciones ya que desde que se asoció en el siglo xix a un tipo concreto de literatura y periodo, su uso ha tenido diferentes connotaciones. Lo mismo sucederá con el concepto de lo fantástico ya que en la época contemporánea cada vez está más clara la necesidad de que los autores de tal ámbito cuiden la impresión de realidad, así algunos de los relatos incluidos bajo tal nombre estarán asentados en algunos de los retratos de nuestra sociedad o de la cotidianidad del ser humano más verosímiles y representativos de todo el conjunto. Como se ha explicado en el capítulo anterior (vid. apdo. 3 del cap. II), la comparación del cuento con otros géneros forma parte de una de las constantes en la definición por parte de teóricos y cuentistas. De esta forma, en un tercer bloque retomaré las poéticas que abordan estas cuestiones a la par que las contrastaré con los casos concretos de contacto con el periodismo, la novela, el microrrelato

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o incluso el poema... ya que demuestran la debilidad de las fronteras y la existencia de un fenómeno muy relevante en cuanto a la estética posmoderna del cuento: la hibridación. Por último, el cuarto bloque de relatos estudiado será el de los cuentos metaliterarios donde se une la expresión de las ideas literarias con la narración. Fuera de este recorrido quedan algunas de las agrupaciones de cuentos distinguidas por los críticos arriba citados como las diferenciadas por su temática (relatos de género), por su relación con otros géneros (relatos dramáticos) o por algunos recursos empleados (el humor y la ironía). Evidentemente, ordenar e incluir a todos los cuentistas y obras estudiados bajo estos cuatro epígrafes es una tarea delicada por la siguiente obviedad: los autores transitan de un modelo a otro no solo en cada libro, sino incluso dentro de un mismo ejemplar. Esta posibilidad es precisamente una de las ventajas del género que, por supuesto, los creadores explotan a su antojo. 4. Los relatos realistas 4.1. El repertorio realista El término «realista» plantea el problema de su polisemia puesto que puede ser tanto una categoría estética como un rasgo de las obras literarias concretas, es decir, se puede decir que se ha leído una novela o cuento «realista» cuando se aprecia su vinculación con una realidad imitada o representada, pero por otra parte se utiliza igualmente para designar un periodo («El realismo del siglo xix»), o para aludir a ciertas corrientes literarias del siglo xx en binomios tales como «Realismo social» o «Realismo mágico» (Estébanez Calderón, 1996: 200). Bastantes de los autores recogidos en el corpus formaron parte, como ya expliqué, precisamente, del realismo mediosecular vinculado con lo social (vid. apdo. 1.1 del cap. III). Sobre la existencia o no de una continuación del mismo, ya recogí anteriormente la opinión de los autores, sobre todo de la denominada «generación del 68», pero lo cierto es que esta literatura cayó en cierto desprestigio. A pesar de todo, un hecho que llama la atención en la encuesta antes mencionada, y sobre el que ya puse el acento, es la hegemonía de Ignacio Aldecoa que es citado tanto por los autores noveles como por los veteranos. La nómina de estos cuentistas incluye a Medardo Fraile, Antonio Pereira, Juan García Hortelano, Carmen Martín Gaite o incluso a la esposa del escritor, Josefina Rodríguez (quien adoptó el apellido de su marido en sus publicaciones). Esta narradora se encargó en diferentes ocasiones de la posterior recepción de las obras de Aldecoa puesto que redactó los prólogos tanto para sus Cuentos completos de 1989, como para sus posteriores ediciones (1994). Hay que decir que, mientras algunos colaboraron en consolidar la noción de grupo, otros escritores como Pereira se intentaron distanciar (García, 1995). Santos Sanz Villanueva resumió en 1991 las características de esta generación definidas por el carácter testimonial de sus obras en las que intentaban reflejar las

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condiciones históricas de la época, tanto es así que se ha destacado su contenido político y social. Uno de sus méritos fue prestar mayor atención al cuento que en generaciones anteriores y así lo reivindicaron. En el prólogo a sus relatos completos, la escritora Carmen Martín Gaite también nos hablaba de sus compañeros de promoción literaria y su relación con el género breve: Y, de la misma manera que un carpintero o un fumista, antes de soñar con llegar a maestro, pasaba por aprendiz y oficial, casi nadie que se sintiera picado por la vocación de las letras se atrevía a meterse con una novela, sin haberse templado antes en las lides del cuento. Aprendimos a escribir ensayando un género que tenía entidad por sí mismo, que a muchos nos marcó para siempre y que requería, antes que otras pretensiones, una mirada atenta y unos oídos finos para incorporar las conversaciones y escenas de nuestro entorno y registrarlas. (Martín Gaite, 1994: 7).

Siguiendo con las características de esta generación, para Sanz Villanueva estos autores compartían una forma de entender el género: «Los relatos (…) se alejan de la breve ficción que condensa una historia completa. La sustituyeron, en cambio, por un trozo de vida, por un fragmento que acaso no tiene comienzo ni necesita final, en el sentido de desenlace» (Sanz Villanueva, 1991: 20). Del mismo modo, Ángeles Encinar y Anthony Percival opinaban: «lo que une a los miembros del 50 es el abandono del cuento con un fuerte armazón argumental, la expresión de una anécdota o historia presentada convencionalmente como materia supuestamente completa, a favor de un cuento basado en la fragmentación» (Percival y Encinar, 1993: 29). Claro que, la actualidad, la frescura del momento y cierta facilidad para que el lector se identifique con el mundo reflejado en la ficción, con el paso de los años se desvanecen y esta literatura se convierte en un mero documento caduco cuyos temas y preocupaciones ya no contactan con el nuevo lector. Juan Bonilla consideraba que con el tiempo abusar de lo contemporáneo tiene algunas desventajas: «Y ese “la vida hoy” se avejenta enseguida, y la ciudad de provincias se convierte en meca turística, y el retrato social queda como uno de esos cuadros en los que figura un antepasado polvoriento a quien ya nadie recuerda (lo cual no es tan triste como el hecho de que nadie se acuerde tampoco de quién es el que pintó el retrato del antepasado polvoriento)» (2001). Sin embargo, el autor no rechaza todas las obras realistas, sino que rescata las de autores como Pío Baroja, Carmen Laforet, Carmen Martín Gaite, Juan Marsé y por supuesto las de Ignacio Aldecoa por su universalidad, porque precisamente las imágenes que nos aportaron de su presente todavía se parecían a lo que se podía observar en derredor. Juan Bonilla nos dio la clave sobre cuál fue el repertorio heredado del vasco, en el que no solo es importante el retrato de una época: Si sólo fuera eso lo que mantiene en pie la obra de Aldecoa, ésta recibiría las religiosas visitas de los especialistas que abrevarían en sus páginas datos y perfiles que les interesan para componer una imagen de una época. Pero, por fortuna, también es la pura vida que consiguió inyectar Aldecoa a alguno de sus personajes en

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sus relatos breves y en sus novelas la que permite que leerlo hoy no sea como mirar el retrato polvoriento de un antepasado. (Bonilla, 2001).

Para él los elementos distintivos del escritor consisten en su prosa cuidada, todo un «lujo verbal concentrado y poco afecto a los ornamentos baratos» semejante a la poesía. Realmente Aldecoa definió su estilo: «Me atengo a la economía verbal, asedio la exactitud y deseo la expresividad. Fundamentalmente lo que me interesa del idioma es su expresividad. También su exactitud. Pero sacrificaría la exactitud a la expresividad» (1989: 36). Seguramente por esta utilización de la palabra, Bonilla lo coloca en la senda de Chéjov. El escritor vasco consigue ser memorable, salvarse de los supuestos peligros del realismo «sirviéndose pues de la fuerza de su narración, de lo memorable de algunos personajes y de una exquisita infalibilidad en la selección de detalles con los que se proponía erguir a sus criaturas para contarnos sus historias» (Bonilla, 2001). Aldecoa se encontraba entre los autores que, hartos de que el cuento fuera considerado como subsidiario de la novela, rechazaban su valoración como un ensayo de mayores tentativas y defendía su singularidad. Según su opinión el género es más bien «una gran empresa en sí misma», ya que precisa unas habilidades concretas: «Un gran narrador de relatos cortos puede ser un mediocre novelista y viceversa. El cuento tiene ritmos y urdimbre muy especiales, lo mismo que la novela» (Aldecoa, 1989: 41). El escritor diferencia dos géneros completamente distintos: «El cuento es un género literario muy específico. Bastante más que la novela, donde caben muy varios modos de entenderla» (Aldecoa, 1989: 40). En cuanto a sus características formales se distinguen según su «tempo»: «No me refiero al tempo rectilíneo, con la sencillez de lo biográfico. Quiero decir “el tempo”, el “tempo” de orquesta» (Aldecoa, 1989: 39). Quizá la preocupación estética sea la principal aportación de Aldecoa a la narrativa, esta se reflejaba en todos los planos del lenguaje: recreándose en el ritmo de las palabras, no de los sucesos, y en su sonoridad. Esto lo consigue a base de la repetición de estructuras y de un vocabulario preciso. Aldecoa suscribió esa comparación azoriniana entre el cuento y el soneto, que luego retomará también José María Merino (1998: 15-16). Sin embargo, el vasco matizaba la equiparación cuando opinaba lo siguiente: La ordenación proporcional de que el soneto es al poema lo que el cuento a la novela tiene tanto de acierto como de picardía, ya que solamente en lo superficial y aparente se basa. El orden interno del soneto lo es «per se», aunque esté acompañado de un efecto final y aun añadiríamos que cada verso es un efecto, aunque dependiente del total. Y si el soneto es una manera poemática no es el cuento una forma novelesca, ni ello es su pretensión, porque el cuento vive, alienta, se muere y muere por una fisiología distinta. (Aldecoa, 1989: 39).

José María Merino, perteneciente a la siguiente generación que reivindicó el realismo, al evaluar el cuento español consideraba que el reflejo de la realidad era

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común a otras generaciones: «Unos presentan más preocupación social que otros, pero el sentimiento de lo humano y sus adversidades como materia narrativa es común al conjunto de los escritores y escritoras de la época» (Merino, 2004: 217). La corriente realista en los noventa sigue vigente también gracias a esos autores no solo pertenecientes al denominado «grupo leonés», sino a otras generaciones, que se sienten atraídos por contar historias cercanas a la oralidad tradicional, tal y como expliqué (vid. apdo. 2.1.A del cap. III). Pero junto con estas tendencias, los escritores más jóvenes presentan una evolución del realismo muy influida, tal y como ha señalado Encinar y como vengo apuntando, por autores extranjeros (2014: 37). Josán Hatero, Gonzalo Calcedo o Lucía Etxebarría adoptan un realismo crudo de ascendente norteamericano, heredero de esa tradición anglosajona, tratando asuntos como el sexo, la juventud, la angustia vital cercana a los cuentistas anglosajones del dirty realism. Resulta un hecho que la influencia de los norteamericanos fue mayor entre los escritores con menos experiencia y así lo reflejan los relatos recogidos por Sabas Martín en la mencionada Páginas amarillas. El editor del volumen seleccionó solamente a narradores nacidos entre los años 1960 y 1971, muchos de ellos incluidos en la llamada «Generación X» (como Ray Loriga o José Ángel Mañas, a pesar de sus escasas incursiones en el relato breve), su planteamiento era ofrecer al lector una cata dentro de la avalancha de escritores que llegaba al panorama literario. Entre los aspectos unificadores que el editor se atrevió a apuntar opinaba que: «Generalmente, la literatura norteamericana, y en especial Bukovski, Kerouac y aledaños, es el modelo de referencia de buena parte de lo que se ha venido presentando bajo la imagen de jóvenes narradores» (VV. AA., 1997: XIV). En «Nunca llores delante del carpintero» de Ray Loriga, los protagonistas, una pareja que acaba de gastarse todos sus ahorros en arreglar el piso en el que viven, se desespera con las grietas que aparecen en el suelo de madera. La historia parece ambientada en un país extranjero (Holanda), y sus personajes optan por ahogar sus penas en un vaso de vino. Aunque José Ángel Mañas localiza su historia en Madrid, el parecido de «Ornitología» con los modelos norteamericanos se manifiesta en dos temas: el vacío vital (representado a través de las drogas) y la alusión a grupos de música y canciones contemporáneas. Por último, en «Primero de diciembre», Daniel Mújica presenta uno de esos episodios de violencia gratuita al modo del cine norteamericano: el narrador es un cocainómano, desequilibrado, que lleva a comer a su hija a un Mac Donald’s y termina disparando indiscriminadamente a los demás comensales. Aunque en estos relatos destaca esa tendencia por lo canallesco y lo urbano, el editor era consciente de que en la misma época: «También hay autores que prescinden del vocabulario de la calle y no rompen con la tradición literaria, sino que la toman como desafío para desarrollar su narrativa elaborando un lenguaje de mayor hondura e implicaciones significativas» (VV. AA., 1997: XIV). En efecto, el gusto de la llamada «Generación X» por la literatura norteamericana daba cierta legitimidad a la etiqueta que contó con el apoyo de las editoriales y los medios de comunicación que explotaban y exageraban estas similitudes con el mo-

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delo anglosajón. Tal fue el caso de los Apuntes del natural de Calcedo (2002) en cuya contraportada aparecía la siguiente descripción: «esboza, con el ritmo y el estilo del mejor Carver, un variado y magnífico conjunto de narraciones formadas en la perfecta unidad de un solo volumen». También en la presentación que acompañaba a Frigoríficos en Alaska (1998) de Javier González se citaba a los autores de dicha tradición: «Un excelente libro de relatos con aire ácido de Raymond Carver, la precisión de Antón Chéjov y la inteligencia de Clarín». Como resultado de este impulso del mercado, este repertorio ha sufrido el menosprecio por parte de la crítica. Tan solo recordar el despectivo comentario de Fortes, comentado anteriormente, quien hablaba de la «impostura» de dicha clasificación (1996: 21-27). Sobre este asunto Juan Bonilla llegó a lamentarse en la encuesta: «cuántos plagios de Carver tuvimos que padecer» (Valls y Martín, 2004a: 65). Curiosamente, el mismo autor jerezano que parodiaba en «Edición definitiva» a los escritores que intentaban emular a Bukovski (1999: 81), dentro de El que apaga la luz (1994) había publicado un relato con esa clara influencia. En «La nube de Oort» el protagonista en primera persona cuenta sus desventuras en los bajos fondos del chabolismo de la ciudad, en busca de droga: «El síndrome de abstinencia comenzará a manifestárseme en un par de horas, cuando en algún punto del horizonte ya ande el sol combatiendo sombras. “Mi reino por un caballo”» (1994: 47). El escritor cinco años después de aquel texto, rectificó su parecer y, acompañando a la parodia, incluyó «Paso de cebra» (1999), que por la crudeza de los malos tratos y por la sordidez de la vida de sus protagonistas se asemeja al anterior, pero en este caso, se distancia por la mirada de un muchacho desarraigado que despierta cierta ternura en el lector. En 1996 Gonzalo Calcedo presentó Esperando al enemigo (1996), trece relatos que, según la contraportada, estaban hilvanados entre sí por el tema del viaje: «ya sea un viaje largo o doméstico, una excursión placentera o un traslado innecesario, una huida o, simplemente, la visita a un amigo». Todos ellos tienen en común ese ambiente lleno de moteles, cafeterías al pie de la carretera, o barrios residenciales. Las historias reflejan la soledad y la tristeza de sus protagonistas. Los relatos giran a veces en torno a sus actos nimios, como la elección de unas zapatillas en «Hombres con armas», aunque tras esos momentos, se encierra un punto de inflexión en sus vidas. En «Día de campo» un joven narrador contempla la relación entre sus padres. La amargura y el desencanto recorren a una mujer que se introduce, según el país, en las «Habitaciones, Zimmer, Chambres, Rooms» de desconocidos, para imaginarse la vida de esas personas cuya intimidad usurpa. 60 En su siguiente libro, La madurez de las nubes (1999), el autor retomó de nuevo la senda de John Cheever. El libro contenía doce historias unidas entre sí mediante dos elementos comunes: la soledad y Medana, un espacio fantástico creado por el autor que recuerda a escritores como Faulkner y al propio Luis Mateo Díez. Se trata de un lugar melancólico, con urbanizaciones, piscinas y familias rotas que podría ser cualquier ciudad occidental. En 60   Sus dos siguientes libros son mucho más difíciles de encontrar: Otras geografías (1998) y Liturgia de los ahogados (1998).

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todas las historias hay algún personaje solitario: el anciano en el asilo, el marido que no aguanta la conversación de su mujer, la soltera que visita a su hermana… Por último, en los relatos reunidos en Apuntes del natural (2002), el autor trazaba las pinceladas de la existencia de unos personajes que intentan dar sentido a las acciones de sus vidas aburridas. Calcedo repetía el mismo modelo: sus protagonistas eran seres infelices que no entienden lo que han hecho mal. En «Posdata» una madre confiesa haberle sido infiel a su pareja: «Querida hija, esto está lleno de hombres maravillosos». Su narración de un hecho trascendente destaca por un realismo frío, sin sentimientos. Los personajes parecen sacados de una de las barriadas que tan bien reflejara Carver. Detrás de las ventanas los vecinos se vigilan y llevan a cabo sutiles perversiones ya sea robarse las cartas, o espiarse, o hacer llamadas inapropiadas («Hormigas con alas», «La palabra fiesta», y «Mensajes del más allá») o tienen secretas envidias («Marionetas»). El título, bien elegido, representa la esencia del volumen pues acaban siendo pequeños fotogramas o, mejor dicho, apuntes pictóricos de los sentimientos de sus personajes, a los que prefiere retratar desde fuera. Más allá de estos ejemplos, objetivamente, la influencia de dichos movimientos norteamericanos se manifiesta en el uso del lenguaje plagado de coloquialismos, con un importante componente oral que ya se ha descrito en el apartado anterior. Así en los relatos de Calcedo, Etxeberría, Barrios o González aparecen diálogos y monólogos que reproducen conversaciones cotidianas, muchas veces vacías y sin sentido. Esta literatura también está vinculada con una escritura en la que adquiere una gran relevancia la violencia a veces totalmente gratuita en una época en la que los medios de comunicación nos muestran continuamente imágenes crudas y llenas de contenido sangriento. Alguno de estos rasgos los cumple el protagonista de «¿Qué me quieres amor?» de Manuel Rivas, quien por ejemplo se atreve a cometer un atraco porque ha aprendido cómo se hace en las películas: «Me enseñó el arma. La pesé en la mano. Era una pistola de aire comprimido, pero la pinta era impresionante. Metía respeto. Iba a parecer Robocop o algo así» (1996: 15). Quizá el volumen que concuerda más con esta estética es Nosotras no somos como las demás de Lucía Extebarría pues en él aparecen el uso del lenguaje oral, la cultura audiovisual y la música pop. Las diferentes historias que componen ese puzle de relatos están localizadas en ambientes urbanos y con personajes pertenecientes a esa generación de jóvenes enganchada a los aparatos tecnológicos: «Fue a un macroclub tecno con un ideólogo cyberpunk que le habló de hackers y crakers, de la Primera Iglesia del Dios Tecnológico, de Transhumanos y de Extropians, de Cyberpopos y Cyberights, de Servidiores y de Ciudadanos de la Red mientras escuchaban música trance y consumían bebidas inteligentes» (Etxebarría, 1999: 67). En la línea de Bukovski, representa con crudeza un erotismo variado, en el cual, el hombre ya no posee el papel activo ni lleva la voz cantante, más bien todo lo contrario, las mujeres protagonistas son sexualmente activas e independientes y no dudan en explorar caminos. En «Desiderata» María llena el vacío tras una ruptura amorosa con un triángulo amoroso o más bien sexual. En «Visio smaradigna» Raquel llega a una

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catarsis sentimental tras contemplar diez películas semipornográficas sobre cómo mantener una pareja. Otro ejemplo de utilización de un erotismo explícito son los Amores patológicos de Nuria Barrios. En «Bla, bla, bla, bla» retrata con todo lujo de detalles los encuentros sexuales de sus protagonistas, sin usar eufemismo alguno; además «Adiós, monito» está protagonizado por una prostituta que nos habla de su experiencia (1998: 37-43 y 44-51). 4.2. La realidad en lo narrado El realismo no solo supone una tendencia o moda, es aquella literatura «originada en la realidad y, a la vez, en la captación objetiva de la misma por el escritor», o como ha aclarado Darío Villanueva (1992b: 32), puede implicar un «realismo genético» el cual supone la representación artística de los caracteres de la realidad, según la teoría del reflejo, cuando la obra es fiel a toda clase de matices que proporciona el mundo empírico. Por este motivo resulta aquí pertinente citar las abundantes páginas que han dedicado los autores del corpus a dilucidar el conflicto entre la realidad y la ficción y, más concretamente, la relación entre su biografía, la experiencia, y la creación pura. Tales reflexiones están originadas por dos motivos: en primer lugar, por la influencia del debate en torno a la escritura posmoderna sobre las fronteras entre lo real y lo imaginario y, en segundo lugar, por la existencia de un tipo de lectura bastante difundida que algunos han calificado de «inocente» y que, preferiblemente, sería mejor denominarla como «identificativa». Existe un público que se interesa, antes de cualquier cosa, por el contenido de realidad que hay en las obras literarias. De hecho, Muñoz Molina denuncia que algunos lectores: «cuando se encuentran ante un escritor, lo primero que hacen es preguntarle qué parte de verdad hay en sus libros, en qué se parece el novelista a los héroes de sus novelas, de dónde procede cierta historia que se relata en alguna de ellas» (1998: 23). Ya se vio en el apartado dedicado a las entrevistas la permanencia de los estudios de base mimética por lo que la crítica se preocupa por la búsqueda de la referencia (vid. apado. 1.2 del cap. II). Por ejemplo, así lo hace Natalia Álvarez Méndez en torno a la obra de José María Merino (2001). Tales indagaciones se ven potenciadas si además existe alguna coincidencia con la biografía del autor, al menos esto es lo que intenta hacer Eduardo Salas en la obra de Antonio Pereira (2001). Debido a la proliferación de estos trabajos, los autores se plantean el límite entre la autobiografía, las memorias y la ficción. En respuesta a estas lecturas están aquellos creadores que, como Javier Marías, prefieren jugar con las máscaras autoriales. En concreto el madrileño le ha puesto nombre a esa «huella del animal», a la impronta del autor: «que se extingue al dejarla y que nunca veremos más que en esa huella, la cristalización de una experiencia que ignoraremos siempre fuera de su cristalización y en la que sin embargo podemos reconocernos» (1998: 168). Dicho de otro modo, propone una recepción basada en el pacto ficcional, ajena a la información que pueda rodear a la obra, pero que no

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abandona nunca la búsqueda de las marcas que va dejando el autor. Marías emplea en su narrativa abundantes ambigüedades, convirtiéndose en un gran defensor de la autobiografía ficticia, un género que define por no poseer marcas biográficas en el paratexto, pero que tiene todo el aspecto de una confesión por estar presentado en primera persona o por algunos rasgos físicos o vitales coincidentes entre el narrador y el autor. El mejor ejemplo de ello es Todas las almas, donde un «yo» habla de la vida de un profesor en la universidad de Oxford (Blanca, 1994 y De Toro, 1994). Quien sepa algo sobre el escritor conoce que pasó una temporada en esa ciudad inglesa, además algunos detalles como su gusto por los libros antiguos, coinciden con sus preferencias. Sin embargo, para confundir al lector, también aporta datos inventados, como que está casado y tiene un hijo, dos detalles que le ayudan a establecer esa máscara, ese disfraz distanciador. Raro es el caso de un autor que no emplee su propia realidad para la creación. Incluso aquellos que aseveran la total independencia de sus mundos de la experiencia deben ser objeto de nuestra sospecha. De hecho, esta imposibilidad de huida les conduce a reflexionar sobre la selección de los contenidos manejados para la ficción. Bernardo Atxaga señala que la utilización de la realidad debe aspirar siempre a la universalidad, por ello para que un literato sea verdaderamente «bueno»: «tomará como material su propia experiencia, y captará en ella algo que sea esencial; extraerá de ella algo que tenga validez para cualquiera. Si es malo nunca traspasará la frontera de lo meramente anecdótico» (1988: 204). Antonio Muñoz Molina está de acuerdo en la dificultad que implica dar ese paso puesto que: «Puede que el aprendizaje más severo y difícil de novelista sea ése: el modo de manipular la experiencia para convertirla en ficción, o dicho en términos aristotélicos, de dar forma a la materia» (1998: 26). El contrapunto que eleva la condición de lo anecdótico a lo universal es precisamente su elaboración en aras de la ficción. No obstante, nadie tiene la clave de qué es lo que puede ayudarnos a hacerlo, el problema es que desconocemos: «por qué caminos una rigurosa invención se vuelve verdadera, qué hay en el interior de una experiencia vulgar que la convierte de pronto en el punto de partida para una narración memorable (1998: 22). Javier Marías ha planteado que no basta con saber lo que se quiere contar, ya sea un hecho previamente acontecido o no, sino que hace falta distanciarse de todo: «El novelista verdadero no refleja la realidad, sino más bien la irrealidad, entendiendo por esto último no lo inverosímil ni lo fantástico, sino simplemente lo que pudo darse y no se dio, lo contrario de los hechos, los acontecimientos, los datos y los sucesos, lo contrario de “lo que ocurre”» (1993: 159-164). Incluso uno de los grandes maestros para Marías, el propio Joyce, recogía las experiencias de sus compañeros y esposa para luego trasladarlas a la página escrita (1993: 275-279). ¿Cómo actuar entonces ante las historias que vivimos y nos apropiamos como cleptómanos para lograr el gran objetivo de la Literatura con mayúsculas? La solución que proporciona el madrileño consiste en el trabajo artístico y cuidadoso del autor quien debe hacer su aportación: «Pero es que justamente para contar eso, lo que nos ocurre, nunca basta con haberlo vivido, ni siquiera con saber observarlo ni

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saber explicarlo, ni siquiera con entenderlo, sino que además hay que imaginarlo, y a eso no parece hoy dispuesto casi nadie» (Marías, 1993: 215). Suele ser frecuente un narrador en primera persona o bien la aparición de nombres reales entre los personajes, lo que ha desencadenado obvios problemas de interpretación. Marías cuenta un caso que le sucedió a raíz de la publicación de una de sus novelas en la cual se reconoció el profesor Rico lo que le hizo protestar por la falta de adecuación entre su manera de hablar y la del personaje a lo que responde: «Cualquiera debería saber que el hecho accidental de que alguien lleve en una novela el mismo nombre que lleva en la vida no priva de ser ficticio al de la novela, esto es, al que es contado o representado. Incluso seguiría siendo ficticio si fuera representado o contado en una biografía veraz» (Marías, 1993: 270). Si todo cabe, o todo vale en la ficción, los escritores sentirán cierta inquietud ante la jerarquía que cobran los materiales que adoptan. Juan Bonilla se hace las siguientes preguntas: «¿Realmente la vida de cada uno de nosotros, incluso las más aplastadas por la rutina, el aburrimiento y la vulgaridad, son dignas de servir de base a una ficción? O al contrario, ¿hay alguna ficción que pueda compararse en riqueza y profundidad a la vida de cualquiera de nosotros?» (1999: 231-232). El autor tiene claro el salto ontológico: «Ninguna narración puede de veras compararse con el hecho que la suscitó, ni siquiera aquellas que engrandecen mediante la experta retórica de un gran narrador, hechos banales» (1999: 238). Bonilla, al que antes cité por criticar los abusos del realismo, realmente rechaza las obras con una tendencia mimética basada en lo cotidiano cuando se lamenta de lo siguiente: «Me temo que la normalidad sirve bien a los postulados de la época, a la narrativa masticable que se consume con rapidez, deja buen gusto en el paladar y carece de valor nutritivo» (1999: 214). Todo es debido a los gustos del público que imponen este tipo de literatura. Darío Villanueva defendió que desde la perspectiva del «realismo intencional» que depende del lector como intérprete de los mundos creados: «cualquier texto puede ser intencionalmente realista, incluso los de carácter más abiertamente alegórico, simbólico, surreal o incluso fantástico, pues detrás de ese complejo sistema de signos que el discurso es, hay siempre una referencia, actualizable e intencionable, bien a la realidad mostrenca y apariencial, bien a otra profunda de esencias» (Villanueva, 1992: 132). De este modo se pueden considerar realistas algunos textos que plantean diferentes estratos de la vida como los de Hipólito G. Navarro en Los tigres albinos donde intenta reunir lo imaginado durante el sueño con la realidad. El protagonista de «Los vikingos» piensa en la cama que ha compartido durante años con su mujer: «Un día empieza a desvencijarse el mueble, llega un momento en el que inevitablemente la cama deja de ser cómoda, se ahueva, se llena de bultos, hasta los muelles del colchón parecen buscar el aire por algún espacio» (2000: 31). El fragmento representa el deseo que tiene el narrador de tener una pareja y que se le manifiesta en lo onírico. En el cuento se nos habla de su soledad para cuya interpretación debemos tomar las visiones, alucinaciones y sueños con la misma validez que cualquier otro dato proporcionado por el texto. En esta misma línea de mezclar lo vivido

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mientras dormimos con lo experimentado en la vigilia están algunos relatos de Eloy Tizón o José María Merino incluidos en el apartado dedicado a lo fantástico (vid. apdo. 5 del cap. III). 4.3. El cuento realista Los autores entre dos siglos Como acabo de señalar, durante los noventa existió una fuerte tendencia realista cercana a los cuentistas norteamericanos representada por Josán Hatero, Gonzalo Calcedo o Lucía Etxebarría. Pero junto con estos ejemplos, en estos años fueron publicados los volúmenes compilatorios de varios autores donde se recogían creaciones pertenecientes a otros periodos y momentos literarios más cercanos a lo social, de ahí que la impresión de conjunto quede un poco distorsionada. Así sucedió con Elena Soriano quien se dedicó sobre todo a las bambalinas de la Literatura como editora de la revista El Urogallo. 61 A finales de los ochenta aparecieron sus cuentos en una recopilación que era, en realidad, una cala en todas sus preocupaciones anteriores. En los noventa reunió sus relatos de la década anterior (publicados primero en La vida pequeña de 1989) junto con otros inéditos en Tres sueños y otros cuentos (1996). Evidentemente se aprecia el contraste entre dos fases distintas de creatividad: los textos de los años cincuenta destacan por el tratamiento de los asuntos y preocupaciones que latían en el periodo, en la línea de la literatura mediosecular. Por ejemplo, en «El testigo falso» de 1958, nos cuenta una de esas historias tan habituales en la posguerra: dos hombres que habían compartido sufrimientos durante la contienda se reencuentran en tiempos de paz. Uno de ellos, el narrador, se siente forzado a ayudar al que antaño había sido su amigo y, como los negocios y el dinero siempre traen malentendidos, su asociación acaba en un juicio donde el demandante presenta un testigo falso, otra víctima de la necesidad que se presta al fraude por un poco de dinero. En la segunda parte del libro aparecen otras preocupaciones y temas, alejados de lo social y más cerca de lo lírico y lo onírico (vid. apdo. 6.3.A del cap. III). En estos años Carmen Martín Gaite también publicó su compilación Cuentos completos (1994) aunque realmente, las diecisiete narraciones breves que componían dicho volumen, escritas casi todas en los años cincuenta, ponían de manifiesto ambientes y condiciones de vida que demuestran la técnica de observación realista. 62 Los temas que trataba, según ella misma reconocía en el prefacio, eran: «el de 61  La obra de la escritora ha recibido una escasa atención por parte de la crítica, sin embargo, en 2007 María Paz Cepedello Moreno le dedicó El mundo narrativo de Elena Soriano. 62   En general todos estos relatos habían sido publicados con anterioridad en El Balneario (1955) con el que había ganado el prestigioso Premio Café Gijón (1954) y Las ataduras (1960). Tras estos cuentos de los años cincuenta tuvo una larga época en la que abandonó el género breve optando por otras formas de narración. Más adelante aparecieron en la editorial Destino en 1994 bajo el nombre

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la rutina, el de la oposición entre pueblo y ciudad, el de las primeras decepciones infantiles, el de la incomunicación, el del desacuerdo entre lo que se hace y lo que se sueña, el del miedo a la libertad» (Martín Gaite, 1994: 8). Predominan los escenarios domésticos o los lugares de trabajo, en un ámbito generalmente urbano (la oficina, la calle, la taberna, el metro, la casa), insertándose en ellos una variopinta galería de personajes que van desde la humilde mujer que cuida de los niños cuando los señores han salido («La tata»), o la chica que busca empleo como doncella en una casa («Los informes»), hasta el médico que ha de asistir por la noche a un niño agonizante, cediendo a la petición implorante de la madre («La conciencia tranquila»). Ella misma también admite que son «cuentos de mujeres» porque predomina la figura femenina tanto representada a través de protagonistas de clase media que solo pretenden mantenerse y renovarse físicamente, como otras un poco más modestas que no pueden reivindicar su condición en una sociedad convencional. Esta problemática la muestra con un propósito testimonial: «suelen ser mujeres desvalidas y resignadas las que presento, pocas veces personajes agresivos, como trasunto literario que son de una época en que las reivindicaciones feministas eran prácticamente inexistentes en nuestro país» (Martín Gaite, 1994: 8). Hay que decir que en sentido estricto la escritora salmantina no publicó nuevos libros de cuentos durante este periodo, sino que se decantó por recrear dos argumentos de relatos infantiles y tradicionales en dos novelas: Caperucita en Manhattan (1990) y La reina de las nieves (1994). 63 Todos los cuentos, una reedición de El balneario (con algunas incorporaciones con respecto a su versión inicial) y Las ataduras (2003). El mismo año la escritora revisó sus textos y salió Cuentos completos y un monólogo en la editorial Anagrama. José Teruel ha analizado los últimos relatos de la escritora que escaparon del límite cronológico de los años cincuenta (2012). 63   En los ochenta la autora recopiló dos cuentos de hadas en un volumen publicado por Siruela, Dos cuentos fantásticos (1986) en los que recogía: «El castillo de las tres murallas» y «El pastel del diablo» antes aparecidos en Lumen (1981 y 1985). Durante la década de los noventa redactó dos volúmenes inspirados en sendos textos precedentes: Caperucita en Manhattan (1990) y La Reina de las Nieves (1994). El primero adopta el modelo que reprodujo Perrault y que también retomaron los hermanos Grimm. A grandes rasgos, su estructura tiene el esquema que analizara Vladimir Propp en los cuentos de hadas (1928), aunque la autora actualiza su argumento. La protagonista, Sara Allen, tiene que salir de una situación de estabilidad y someterse a un reto: llevar un pastel de fresa a casa de su abuela, que vive alejada. La niña mantiene el atuendo típico, la caperuza roja, pero, en lugar de tener que atravesar un bosque, traslada esta historia a una de las ciudades más peligrosas, Nueva York. Sara, que reside en Queens, al otro lado del Hudson, tiene que ir sola a un barrio pobre del norte de Manhattan, donde, para mayor dificultad, existe el peligro de ser atacada por el ladrón del Bronx. Por otra parte, también aparece un objeto mágico, ese pastel que su madre prepara todos los domingos pero que tanto la abuela como la nieta detestan. El señor Wolf, cuyo apellido ya nos da una pista sobre su papel en la historia, no es el antagonista maléfico y despiadado esperable, sino que tiene su propia historia: está desesperado por encontrar la receta del pastel de fresas tradicional, un deseo que verá cumplido gracias al que lleva la protagonista. Otra diferencia de este libro con la versión popular consiste en que, mientras que la moraleja que cualquier niño extrae de la historia de Caperucita es que no debe desobedecer a los padres e introducirse en el bosque, en el caso del texto de Martín Gaite la protagonista recibe una lección de libertad. Los cuentos tradicionales reflejan muchas veces el salto iniciático de la infancia a la edad adulta; del mismo modo, esta historia nos cuenta cómo la niña debe elegir entre dos modelos de mujer opuestos: su madre, una feliz ama de casa, sumisa y tranquila, o su abuela, llamada Gloria Starr, que antaño fue una actriz de vida agitada. Evidentemente, al desobedecer las instrucciones recibidas por la

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Ana María Matute también dio a la luz en estos años La virgen de Antioquia y otros relatos concebido cuando la escritora se hallaba en pleno desarrollo de su enfoque realista, allá por el año 1963. 64 Por ejemplo, en «El hermoso amanecer», un niño, Remo, escapa del lado de su madre, que está en una trinchera, y se lanza al campo de balas con un único impulso: vivir. Son relatos sobre lo cotidiano, costumbristas, que nos hablan de las gentes sencillas, de labradores, soldados, niños... en los que deja huella el paso del tiempo. En «Bibiana» cuenta la historia de una maestra, dura, austera y seca con sus alumnos porque, entre otras cosas, se encuentra muy sola y amargada. Su personalidad contrasta con la vieja profesora a la que todos adoran. Un día, la protagonista comienza a sentir algunas molestias que son acompañadas por algunos sucesos misteriosos como cuando al abrir los cuadernos de sus alumnos se da cuenta de que han cambiado sus notas, o al entrar en el aula se encuentra una nota en la pizarra que dice: «Estás perdiendo la vida, Bibiana, y la vida sólo se tiene una vez». Finalmente, se lo cuenta a su médico quien le proporciona una explicación clara a todos sus problemas: ella es sonámbula y por la noche hace y dice lo que en realidad piensa y desea. Este libro llama la atención por su estilo que contrasta con la obra que apareció seis años después, ese Olvidado Rey Gudú, que más que una novela, era una fantasía de Ana María Matute, un cuento larguísimo que conecta con esas historias de hadas que recogieron Andersen, Grimm o Perrault.

primera nos demuestra que se opone a su patrón de comportamiento. A diferencia de las versiones conocidas del relato, las consecuencias de este viaje no son negativas ya que conoce a un curioso personaje, Miss Lunatic, quien le da la llave para llegar al corazón de la Estatua de la Libertad y hablar con ella. El segundo caso, La Reina de las Nieves (1994), se trata de una novela mucho más compleja donde el cuento tiene una función diferente en su seno. Como sucedía en el otro libro, el título de nuevo recoge el modelo seguido. En esta ocasión la novela no sigue la estructura tradicional de los acontecimientos, sino que la referencia intertextual sirve para explicar el dolor del personaje. El protagonista, Leonardo Villalba, tras un periodo en la cárcel, regresa a la gran casa familiar donde se enfrenta a la pérdida de sus padres que acaban de fallecer. En cuanto a su madre, desde niño ha intentado comprender su desapego hacia él, ella es esa «Reina de las nieves» ya que le trata con distancia y frialdad. Al igual que en el relato, Leonardo recibe de ella un cristalito en los ojos que le impide llorar y lo convierte en hielo. Frente a esta difícil relación, siente mucho la ausencia de su padre con quien tenía un vínculo mucho más profundo y del que, sorprendentemente, desvela un amor secreto. Entre sus papeles encuentra las cartas que le dirigía una mujer llamada Sila. En esta búsqueda personal se reconcilia con la figura paterna y con su abuela, al conocer su pasado de relaciones frustradas y difíciles. En este proceso, descubre que la destinataria de las cartas es su madre biológica. A lo largo del texto el cuento de Andersen aparece constantemente parafraseado, Leonardo recuerda cómo se lo relataba su abuela, lo que sentía ante sus párrafos preferidos que identificaba con sus propios enigmas vitales. El cuento popular, que generalmente tiene un carácter mítico y universal, en este caso se individualiza y adquiere un valor contemporáneo. 64  Ana María Matute en 1956 publicó su primer libro de cuentos Los niños tontos, recibido en su momento como literatura infantil por el sencillo criterio de que sus protagonistas eran niños. A este volumen de cuentos le siguió en 1961 Historias de la Artámila, trasunto de Mansilla de la Sierra, lugar donde veraneaba la autora. Otros libros de cuentos son El tiempo (1957) y El río (1963). En 1968 apareció Algunos muchachos, que según la propia autora fue: «uno de los libros en los que más estoy yo, mi yo profundo».

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La cotidiana prensa Varios de los escritores analizados publicaron sus cuentos en prensa periódica por lo que sus textos adquirieron un cariz de documento social (la mayor parte de ellos los retomaré en el apartado dedicado a la relación con el periodismo vid. apdo. 6.2 del cap. III). Así sucedió con los macabros relatos de Juan Madrid, las eróticas historias de Francisco Umbral, y los textos sobre las rutinas y sorpresas de nuestra sociedad de Manuel Vicent o Juan José Millás. El primero, Juan Madrid, se ha consagrado a un género poco reconocido, el policíaco, donde es una de sus principales figuras junto con Vázquez Montalbán. 65 A pesar de todo, los tres libros que aparecieron en esta década poco tienen que ver con los relatos de crímenes. En general en ellos trataba una misma temática: eran cuentos inmisericordes sobre una parte de la sociedad que nadie quiere ver, pero que existe entre los mendigos, los drogadictos, ladrones y prostitutas. El mismo autor explicaba en el prólogo a sus Cuentos completos que sus preocupaciones eran: […] «las pobres gentes», de los que van a pie por la historia y por la vida, aquellos que aparecen como meros comparsas y que leo. Sobre ellos y sobre sus angustias, delitos, amores, vicios, virtudes y sobre la soledad, la infinita soledad que nos acompaña como nuestra sombra en verano. Sobre esos asuntos escribo. Y sobre la maldad en sus múltiples facetas y máscaras. La maldad de los dueños de la hacienda, del caballo y de la pistola que son, también, los dueños de la palabra, o casi. Y de la otra maldad, la que surge del resentimiento, la soledad y la explotación. (2009: 8-9).

En 1991 presentó sus Cuentos del asfalto, historias que: «datan de comienzos de los años ochenta. Casi todas fueron hechas partiendo de sucesos reales. Su origen hay que buscarlo, por tanto, en las páginas de sucesos de cualquier periódico» (1991: 5). 66 Por eso son historias miserables, demasiado reales incluso, tanto que remueven las entrañas. El comisario apodado «El Sevilla» del cuento «Inspección de guardia» se toma a guasa la confesión de un muchacho que dice saber de la existencia oculta de extraterrestres en la Tierra. Todo parece una broma hasta que reconoce que, como habían abducido a su familia, había decidido matarlos a todos. En «La mirada», un tendero asesina a una pareja de jóvenes que le estaba intentando atracar con una pistola de juguete. Dos hombres, un vagabundo y un drogadicto, se disputan un rincón caliente entre escombros para pasar la «Ola de frío en Madrid». Los relatos de Crónicas del Madrid oscuro (1994) siguen en la misma tónica pero, en esta ocasión, todos los personajes comparten un espacio común ya que Juan   Sobre su aportación a la novela policíaca véase Colmeiro (1994: 146-157).  Anteriormente había publicado Jungla (1988) y Un trabajo fácil (1984), todos ellos recogidos en sus Cuentos completos (2009). Sobre un cuento del primer volumen, Cuentos del asfalto, véase el estudio de Nzachée Noumbissi, «Una aproximación semántico-simbólica a “Gas en cada piso”, de Juan Madrid» (2004). 65 66

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Madrid ubica estas historias en el barrio de Malasaña, entre Fuencarral, San Bernardo y Carranza. Estos cuentos son el reflejo del lado oscuro de la «movida» cuando la heroína causó estragos entre la juventud. Hay cuatro núcleos temáticos: el amor en su cara más amarga (violaciones, pederastia, malos tratos), la gente de la calle (mendigos, inmigrantes, ladrones), las historias de policías y de mujeres (prostitutas, vagabundas, drogadictas) y, por supuesto, la muerte, el destino a veces salvador y otras trágico, que afecta a todos ellos. Como señala Guy H. Wood (1996), en este libro, aunque aparecen espacios parecidos a los de sus novelas policíacas, «no hay misterios ni crímenes que resolver sino exposición franca y fría de asesinatos, sobredosis, suicidios y violaciones». En 1995 presentó Malos tiempos, un volumen en el que, como explica en el prólogo a sus Cuentos completos: «intenté lo que entonces se llamaba literatura de no ficción, lo que quiere decir, que me propuse literaturizar sucesos reales sin apartarme de la verdad conocida. Un homenaje a los reportajes de mis treinta y dos años de periodista» (2009: 8). El escritor recoge hechos en la memoria de cualquier ciudadano, a los que el propio título hace referencia: «Matanza en Puerto Hurraco», «El crimen del cortijo», «El oscuro crimen de los Urquijo»... Manuel Vicent publicó en el dominical del mismo diario en el que sigue colaborando (El País), una serie de cuarenta y siete retratos sobre personajes clave de la época y que fueron agrupados posteriormente en Retratos de la transición (1981) con el subtítulo de Daguerrotipos. Dos años más tarde salió No pongas tus sucias manos sobre Mozart, una colección de inventos literarios, una sucesión de crónicas conducida por un hilo sociológico que trataba de poner orden a una década. Estos ejemplares estaban compuestos por artículos periodísticos mezclados con ficción literaria cuya naturaleza genérica es de difícil adscripción. Por último, en 1999 publicó sus Mejores relatos entre los que se encuentran algunos textos extraídos de los libros antes mencionados. A grandes rasgos el autor realiza dos operaciones paralelas, por un lado, inserta la noticia, la anécdota de lo cotidiano aparecida en los periódicos, y la convierte en historia narrativa, mientras que, por otro lado, transforma la Historia y gracias a un ejercicio de ficcionalización, la trae al plano de lo cotidiano. En «Dinero para un yate» el protagonista es un alto ejecutivo, uno de esos yupies que caracterizaron los ochenta, jóvenes y triunfadores, sin embargo, un día pierde su trabajo y, por no confesárselo a su mujer, va todos los días al parque en las horas de oficina. Un caso trágico es el de «La chica que quería un reportaje» puesto que la joven, que solo aspira a unos momentos de gloria en la televisión, solo lo consigue cuando aparece su cadáver en la sección de sucesos. En 1983 fue noticia la expropiación del complejo de empresas que poseía la familia Ruíz-Mateos; fue la llamada «Noche de Rumasa». En el relato con este título los acontecimientos pasan de boca en boca, como en un juego. Cada vez que interviene un nuevo enunciador, se va perdiendo información hasta que, al final, los hechos quedan reducidos a su mínima expresión. La narrativa de Manuel Vicent, en suma, se nutre tanto de su propia experiencia y de la realidad social y política, como de la fantasía, por eso no renuncia a

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las historias misteriosas en «La casa solariega» o al horror de unos cotidianos «Grandes almacenes». Los relatos de Juan José Millás parten en muchas ocasiones de lo cotidiano y la noticia, para saltar al terreno de la ficción o a la inversa. Millás ha creado esos híbridos denominados Articuentos (2002), unas historias de pocas líneas, que se encuentran a medio camino entre los dos géneros. La mayor parte de sus textos fueron concebidos para el interior de revistas y periódicos hasta que, en 1992, se decidió a publicar algunos de ellos en un volumen titulado Primavera de luto. Los personajes de Millás son casi siempre seres solitarios como un ama de casa con una vida rutinaria que al morir su marido se refugia en la botella que es lo único que le permite ver el mundo de un modo distinto. También de origen periodístico son las Historias de amor y de Viagra de Francisco Umbral, libro formado por los textos que le había encargado la revista Paris Match en torno a la famosa píldora azul. En el contenido del volumen se aprecia el contacto de estos relatos con los hechos que rodearon al momento de aparición, por ejemplo al final de «Santa Blandina, vírgen y mártir» recogía detalles sobre los acontecimientos que podrían haber acompañado perfectamente al cuento en su primera versión: «Luego leí toda la prensa, que había recogido en un quiosco: Saddan Hussein, o sea Iraq, suspende toda la cooperación con la misión de desarme de la ONU, el recurso interpuesto por el Gobierno impide que el ideólogo de Herri Batasuna cobre el subsidio de desempleo, Mónica Lewinsky comparecerá hoy ante el Gran Jurado a puerta cerrada» (1998: 158). Umbral ambienta estos textos en un Madrid muy concreto, con nombres propios como el parque del Oeste, que aparece en el primer cuento titulado «Natanael», ese espacio tan conocido por los habitantes de la capital, en el que, no obstante, sus protagonistas reciben una visita muy surrealista: «al atardecer y por las noches, en invierno y verano, se puebla de osos que no son municipales ni salvajes, sino unos tiernos, poderosos y pacíficos animales que llevan allí desde la fundación de la ciudad o antes» (1998: 18). En contra, el realismo está reforzado por la presencia unitaria de una primera persona que tinta las páginas de autobiografía, aunque este personaje se llame Jonás. Nuestra reciente realidad: la Guerra Civil El tema de la Guerra Civil de 1936 es como una llama que nunca se apaga en nuestras letras. Según Maryse Bertrand, en los libros sobre la contienda a partir de la llegada de la democracia, se observa que el enfoque tiende a «no defender la ideología franquista», desde el punto de vista esencialmente político. Hay que notar, no obstante, que «tampoco es condenada de forma tan radical —diríase visceral– como lo hicieran los exiliados desde 1939, ni tampoco, en el primer posfranquismo, como ciertos españoles que habían permanecido en su país después de la guerra» (1996:

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12). Ha pasado ya más de medio siglo por lo que los autores españoles tienen diferentes perspectivas ante el conflicto según su generación y sus intereses. Juan Eduardo Zúñiga publicó durante los noventa un único volumen de cuentos en la senda de lo fantástico, sin embargo, ha sido uno de los autores que más atención le ha dedicado al conflicto bélico utilizando un estilo que lo aleja del realismo testimonial (vid. apdo. 5.2 del cap. III). Nacido en 1919, fecha que lo pone en relación con la generación del 36, su trayectoria se desarrolló cerca del «realismo social», pero sus relatos tienen unas características propias. 67 Según Epicteto Díaz Navarro y José Ramón González (2002: 180) el espacio que predomina en Largo noviembre en Madrid (1980) es la capital sitiada por lo que comparte una atmósfera común marcada por la angustia del asedio y la amenaza constante de la muerte, los bombardeos y la derrota. 68 Este volumen fue la primera entrega de una trilogía sobre la temática del conflicto bélico español que concluyó con La tierra será un paraíso (1989) y Capital de la gloria (2003). A medio camino entre el autobiografismo y la ficción se encuentran las obras de algunos autores a los que les tocaron vivir esos tiempos revueltos: Carlos Blanco Aguinaga (1990), Antonio Pereira (2000), Luis Mateo Díez (1997) y Medardo Fraile (2000). El primero en Carretera de Cuernavaca trata el tema de la guerra en el País Vasco en el bloque inicial de los tres en los que está dividido. Todos los relatos que lo componen parecen estar unidos por una primera persona que relata sus experiencias de niñez: la muerte durante un bombardeo del carpintero que estaba haciendo «El armario» de la familia, la del «Hermano mayor» de su amigo en la batalla, la «Desbandada» o huida hacia el otro lado de la frontera y, finalmente, en «Aquella   El primer libro de cuentos de Juan Eduardo Zúñiga fue Largo noviembre de Madrid (1980) a pesar de que anteriormente había publicado «Inútiles totales» (1951) un relato aparecido dentro de una colección colectiva sufragada por los propios autores, al que siguieron el libro mencionado El coral y las aguas (1962) y Artículos sociales de Mariano José de Larra (1976). El autor está relacionado con la llamada generación del realismo social. Por sus vínculos personales perteneció al denominado «grupo de Madrid» compuesto por Jesús López Pacheco, Armando López Salinas, Antonio Ferres y Fernándo Ávalos. 68  Aunque los horrores de la guerra son una temática crucial, lo que le importa al autor no es describir la truculencia de la sangre ni los muertos, sino el cambio que se produce en las personas en esas circunstancias de tensión. Su intención no es mostrar el lado épico a través de grandes héroes o heroínas; sino más bien hablar de lo que sucedió en la ciudad a personajes corrientes e incluso bajos, llenos de miedo, dudas y sufrimiento. En suma, acaba proporcionando una visión, no de la Historia, sino de la intrahistoria madrileña durante la duración del conflicto. Su novedad consiste en que son cuentos realistas con un contenido simbólico. El autor se concentra en el alma de sus personajes, tal y como señaló Juan Jiménez Madrid, «penetra en la antesala del espíritu de una época, en el umbral de quienes fueron víctimas de una catástrofe y los asedia con el arma que le queda: la memoria» (1991: 10). A diferencia de otros autores de su misma época, se aleja del enfoque infantil de la guerra. Por otra parte, opta por personajes más bien complejos, en lugar de prototípicos: «héroes de ficción marcados por un destino adverso, por una guerra que aporta siempre la transgresión completa de los destinos humanos y quiebra las aspiraciones y anula los anhelos y las realizaciones de los sueños humanos» (Jiménez Madrid, 1992: 9). Desde el punto de vista de la composición de estos relatos, el autor no busca el efecto final, la sorpresa o el desenlace artificioso, sino más bien prefiere dejar las historias abiertas como esperando a que alguien les ponga fin. 67

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casa», la dura decisión de abandonar su tierra y cruzar el océano. Estos cuentos, bastante trabados entre sí, podrían ser leídos como una especie de autobiografía. Con todo, la segunda parte del libro está compuesta por textos en los que aparecen voces diferentes pero que, en cualquier caso, están relacionadas por la experiencia del exilio («El profesor de latín»), o los horrores de la guerra («En el frente del Este, ya muy lejos»). Inevitablemente las expectativas creadas por las primeras páginas hacen que identifiquemos a lo largo de todo el libro la primera persona narradora con la de esos relatos del País Vasco. Manuel Rivas trató la Guerra Civil en tres de sus relatos de ¿Qué me quieres, amor?, lo cual permitió que el cineasta aragonés José Luis Cuerda pudiera unirlos para confeccionar el guión de su película La lengua de las mariposas. 69 El cuento que da título al film trata la vida de Moncho y su maestro en una aldea gallega. La relación de camaradería y amistad entre ambos, unidos por su pasión por los animales y los paseos campestres, se ve rota con el levantamiento Nacional y el alumno debe apedrear a su amigo para que su familia no sea acusada de colaborar con los «rojos». El relato concluye con el grito desgarrador que vuelca como insultos las palabras aprendidas de su boca: «¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!». Pero en realidad esta temática es secundaria en los textos de Rivas ya que en el mismo libro trata otros asuntos contemporáneos como la incomunicación en un mundo saturado de información y hechizado por la nueva cacharrería de los medios de masas. Analiza el gran misterio de las relaciones humanas entre distintas generaciones en tres relatos: «Solo por ahí», «El míster y Iron Maiden» y «¿Qué me quieres amor?». La vida nocturna de la juventud es incomprendida por el padre de «Solo por ahí», un comercial de lencería que se va a trabajar, sin haber pegado ojo durante toda la noche, porque su hijo todavía no ha llegado a casa. A pesar del disgusto piensa que la vía es el diálogo. En «El míster y Iron Maiden» el hijo que trabaja junto con su padre recogiendo percebes retransmite un golpe de mar mortal como si se tratase de un partido de fútbol, lo que refleja la importancia de la televisión en nuestra manera de ver el mundo. El grupo leonés Ya he apuntado en varias ocasiones cómo durante los noventa se difundió la denominación de «grupo leonés» al que se asociaron algunos nombres como Juan Pedro Aparicio, José María Merino y Luis Mateo Díez (vid. apdo. 1.2.B del cap. III). Antonio Pereira es quizá el que menos conforme se encuentra con esta denominación puesto que está entre dos generaciones tanto como poeta como narrador. En lo 69  La relación entre la versión fílmica y la literaria ha sido objeto de varios artículos: Martín Vegas (2001) señala que el guión de la película toma elementos de tres relatos: «La lengua de las mariposas», «Un saxo en la niebla» y «Carmiña». El primero de ellos es el de temática más cercana a la contienda, los otros dos, aunque recrean el ambiente de la posguerra, no están tan marcados. Además, existen los trabajos de García-Abad García (2003) y Bonilla Cerezo (2004a).

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que concierne a sus cuentos, por edad debería estar incluido en la generación del medio siglo pero sus primeros relatos son tardíos frente a los escritores que la componían, y sus textos tampoco se enmarcaban en tal tendencia, aunque sí que reconocía que estaba unido por amistad con algunos de sus componentes como Ferrer Vidal, Medardo Fraile, Manuel Pilares, Esteban Padrós, Martínez Mena y Meliano Peraile (González Boixo, 2004: 22). Por otro lado, su relación con el «grupo leonés» es debida a la recreación de un mismo espacio provincial. Sin embargo, en el trabajo que Carlos Javier García dedicó a entrevistar a todos sus componentes, Pereira declaraba que la diferencia de edad lo distanciaba de los demás por lo que no se sentía demasiado cercano (1995). A diferencia de otros narradores de su época, se ha volcado de forma casi exclusiva en el cuento desde que en 1986 concluyera su último libro de poemas. Por esta prolijidad es difícil reducir a unas líneas su trayectoria. Su aportación al enfoque realista de estos años son sus Cuentos de la Cábila (2000), que aparecieron en la colección «Los libros de la Candamia», surgida con la intención de que los escritores invitados a participar ofrecieran fragmentos autobiográficos pero teñidos con cierto tono de ficción. Esta tarea la desempeñó Pereira con total presteza. Se puede dudar de la adscripción genérica de este ejemplar por el rastro evidente de las experiencias de la vida del autor (ya que la Cábila es el barrio de Villafranca donde se crió), aunque quedan en un segundo plano cuando el lector se percata del gran juego ficcional en el que nos está involucrando. Pereira-narrador hace alusión al auditorio y reflexiona sobre su propio lenguaje, hecho que enlaza con su particular conciencia de escritor. Por ejemplo, en el titulado «El reconocimiento», propone desde el comienzo recrearse en la doble identidad del narrador: A un chico de la Cábila que llegó a literato lo hicieron Hijo Predilecto cuando era mayor y le blanqueaba la barba. Una noche pasaba el puente con un convecino que no tenía diploma honorífico y pensó que si un ventarrón los tirara al río, el predilecto sería el primero que salvarían. La injusticia se le hacía insoportable, pero lo alivió el recuerdo de que en todo el barrio, él era el único que no había aprendido a nadar. (Pereira, 2000).

Otro autor que publicó en aquella colección fue Luis Mateo Díez, dando a la luz sus Días del desván (1997), una recopilación de anécdotas protagonizadas o contadas por unos adolescentes que pasan el tiempo en la buhardilla de la casa consistorial de un pueblo indeterminado, un lugar de encuentro y esparcimiento que se convierte en espacio de aventuras, confidencias y secretos. Se trata de un libro concebido en principio como una narración memorialista, aunque los treinta episodios que lo componen pueden ser leídos como cuentos, tal y como debió hacer el jurado que le concedió el Premio NH al mejor libro de relatos publicado ese año. Un poco antes, en 1993, el autor había sorprendido a la crítica con Los males menores, un volumen con dos partes: la primera de ellas reunía siete relatos de corte tradicional, siguiendo la

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línea de los recogidos en Brasas de agosto (1989), pero en la segunda sección, que le daba título, presentaba treinta y seis minicuentos (vid. apdo. 6.5 del cap. III). Esa primera parte, titulada Álbum de esquinas, tenía una orientación realista: en «Las nieves de Muanil» el narrador recompone el pasado de su familia, concretamente el de su tío Santiago, gracias a los relatos orales que le trasladan su abuelo y su madre. El protagonista de «Misas y comuniones» aprende la lección de no fiarse de su mejor amigo, quien le aconseja cómo conquistar a una chica para luego llevársela él. También de amistad y traición femenina trata «La dama verde» pues tres compañeros se percatan en el último momento de estar festejando con la misma extranjera que acababa de llegar al pueblo. En cambio, en «Los favores nocturnos», el traidor es el protagonista quien, después de haber quedado para escaparse con su novia, pasa la noche con otra mujer. En «Primeras vísperas» aborda con humor el mundillo de los concursos de poesía. Por último, en «Hotel Bulnes» el narrador regresa a una ciudad donde pasó parte de su adolescencia para asistir al entierro de una amiga. Este hecho le sirve al autor para recoger pensamientos sobre el recuerdo: «La vida tiende estas celadas que devuelven el tiempo y el espacio de una lejana memoria que de nuevo palpita en el recuerdo sin posible defensa. Lo lógico es que me hubiese enterado de tan triste noticia mucho tiempo después, porque la distancia propicia ese abandono del pasado y a la ciudad de mi juventud apenas había regresado dos veces en veinte años» (2003: 505). La noche antes del sepelio se encuentra en la habitación de su hotel una Biblia con una extraña cita y una alianza de boda. Al día siguiente comprende que su amiga engañaba al marido probablemente en la misma habitación en la que se había hospedado, aclarándose el enigma de la nota y la sortija. Estos siete relatos tenían en común un mismo espacio y un aire de nostalgia, tanto es así que unos años más tarde los recogió en El pasado legendario (2000b), en el que ya me detuve, un curioso volumen compilatorio recorrido por ese sentimiento de tristeza y añoranza (vid. apdo. 2.1.A del cap. III). El autobiografismo que para Pereira o Díez era una tendencia, para Medardo Fraile es una máxima que aplica a lo largo de toda su trayectoria narrativa. María del Pilar Palomo ha destacado cómo emplea el recurso de: «un personaje autor que se proyecta desde unos hechos que le han acaecido —vivencias—, un testigo presencial de acaeceres ajenos —presencias— y, en ambos casos, un yo intimista que transmite la impronta que esos hechos —propios o ajenos— han determinado en el plano de los sentimientos, para, desde él, si es preciso, colocarse en el ámbito de la fantasía» (Fraile, 2000: 14). Él mismo se incluía entre los autores del medio siglo en la introducción a su Cuento español de Posguerra (1990: 17). Al igual que sus colegas se preocupó especialmente por la vida de las calles y la situación social del país, aunque evolucionó por sus propios caminos puesto que su trayectoria personal estuvo marcada por su devenir profesional, sobre todo por su marcha a las universidades inglesas para ejercer de lector y profesor. Los textos de Contrasombras (1998) son relatos que tienden siempre a acrecentar en el lector la comprensión por el prójimo, pero, sobre todo, destacan por el humor. Esto sucede con el personaje de «Cloti»,

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que es una especie de tipo de la chica pueblerina, de voz robusta, que llega de criada interna a una casa en la que su tono desquicia a la dueña ya que siempre hay alguien durmiendo que se puede molestar. Acostumbrada a que su ama le pida callar a cada rato, la muchacha, está siempre preocupada por no hacer ruido. Un día va a la iglesia para darle un recado al cura de parte de su señora y, nada más comenzar el sacerdote le manda silencio: Cloti, se había tapado la boca y estaba segura de haber cometido un pecado muy grande. Apartó la mano de los labios y, lo más bajo que pudo, dijo: —Volveré cuando Dios esté despierto. Y huyó de puntillas sin mirar atrás. (Fraile, 2000: 324).

Las características de la narrativa de Fraile que ha destacado María del Pilar Palomo son: la primera persona, un narrador ficticio que nos traslada al contexto social que le rodeó, una anécdota trivial y un personaje humilde (Fraile, 2000: 4546). Todas ellas aparecen reflejadas en el relato donde una buena madre hace una «Defensa» de su hijo, al que le falta alguna luz, que ha matado de un susto a un transeúnte. Julio Llamazares, como ya expliqué (vid. apdo. 1.2.B del cap. III), quizá ha sido uno de los autores que más se ha opuesto a su inclusión dentro de la denominación de «grupo» (García, 1995: 85). En su primera novela, Luna de lobos, se ocupaba de la historia reciente, precisamente de un grupo de combatientes del ejército republicano que huye a la Cordillera Cantábrica tras el fin de la Guerra Civil. Este autor durante los noventa solo dio a la imprenta un libro de relatos en sentido estricto que él mismo tituló como En mitad de ninguna parte (1995), aunque un año antes había aparecido Escenas de cine mudo (1994), en el que relataba la infancia del narrador en una remota aldea minera leonesa. Se trataba de una novela compuesta por partes que se podían leer independientemente, casi como cuentos. El tono de sus fragmentos recuerda los Días del desván de Luis Mateo Díez por la evocación del paisaje de su niñez (esta vez caracterizado por las bocaminas, los pozos, las escombreras) y los recuerdos de las dos únicas diversiones que había en aquel lugar: el baile y el cine. En lo que respecta a los textos de En mitad, se encuentran verdaderamente en el limbo de la obra literaria del autor. Hay que reconocer que la atmósfera de «No se mueve ni una hoja» recuerda el tono de su celebrada La lluvia amarilla (1988) ya que Llamazares hace que se detenga el tiempo cuando el narrador nos habla de la amistad entre dos hombres adultos, Teófilo y su padre, unidos por la soledad tras la muerte de sus esposas que mantienen una relación en la que no existe ningún intercambio verbal. Reunidos bajo el espacio común del valle del Sabero, dejan pasar las tardes. En general todo transmite ese silencio que rodea a los dos protagonistas por los que pasan los años pero que, de esta manera, no padecen la caducidad de las palabras y las promesas.

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La intimidad Existe un importante conjunto de obras que tratan las complejidades de la existencia actual y los problemas de las relaciones humanas así que resulta difícil identificar esta tendencia con unos nombres ya que en realidad este asunto recorre las vértebras de la mayor parte de los volúmenes analizados. Por ejemplo, los personajes de Josefina R. Aldecoa, generalmente pertenecientes a las clases acomodadas, se enfrentan a delicados momentos vitales. La autora publicó en el año 2000 algunas de sus contribuciones al cuento en su libro titulado Fiebre. 70 Ese libro tenía tres partes que mostraban la evolución narrativa de la escritora. Sus textos están ordenados de forma inversa a la fecha de publicación: los dos últimos relatos pertenecían a su primer libro («Los viejos domingos» y «El puente roto»), mientras que los primeros eran sus últimas aportaciones. Sus personajes forman parte de la clase media-alta, preocupada por negocios, carreras universitarias, con casas imponentes, criadas y niñeras. En ese entorno aparentemente idílico, las protagonistas son unas mujeres que sufren sus fracasos, frustraciones y, sobre todo, su soledad. Por ejemplo, en «Espejismos» una hija, que parece estar felizmente casada con un hombre de éxito, le confiesa su tremenda infelicidad a su madre que a su vez no se atreve a reconocer su propia tristeza. La lucha de una mujer por conseguir un hueco en el mundo profesional queda reflejada en «El desafío». La protagonista conversa telefónicamente con distintos interlocutores: su madre, su jefe, su marido, la niñera... Está a punto de darle un vuelco a su vida, a pedirle a su esposo que se ocupe de los niños, pero en el último momento, cambia de decisión cuando su hijo cae enfermo. Almudena Grandes también convierte en el eje central de sus obras la metamorfosis a la madurez en sus Modelos de mujer. Sus narraciones tienen en común personajes femeninos, problemas emocionales relativos a las relaciones humanas, el Madrid de los ochenta en plena «movida»... El título es representativo ya que las figuras principales son todas mujeres que sufren un revés en sus vidas o una experiencia traumática y que desean un giro en sus existencias. 71 En esta obra, según Epicteto Díaz Navarro y José Ramón González, hay dos aspectos singulares: la presentación del mundo de la infancia y la comida como placer sensual (2002: 207). Este segundo asunto ya se adivina en el título de «Malena, una vida hervida» en el cual la dieta no es un medio para tener salud sino para conseguir el éxito. La protagonista, en su nota de suicidio, hace un detallado repaso de su vida siempre dominada por sus peculiares mecanismos para disfrutar de la comida sin engordar y la obsesión por su amigo Andrés del que siempre estuvo enamorada. El relato «Modelos de mujer» enfrenta dos tipos femeninos opuestos también por la delgadez: una traductora que está haciendo su tesis doctoral y que 70  Algunos de sus cuentos ya habían aparecido en antologías temáticas como Madres e hijas, coordinada por Laura Freixas (1996). 71  La perspectiva de la corporeidad femenina es uno de los temas de la autora que ha sido estudiado por Bettina Pacheco Oropesa en «Las imágenes del cuerpo en Modelos de mujer, de Almudena Grandes» (2001).

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se confiesa algo entrada en carnes, acompaña a una bellísima Miss España en su viaje y estancia en Los Ángeles mientras hace una película con un famoso director ruso. A través de las reflexiones de la primera sobre la vida y el trabajo, y los diálogos entre los diferentes personajes, llega finalmente un desenlace feliz donde triunfa la inteligencia y la simpatía por encima del simple atractivo físico. Una niña que tiene miedo a morir conversa con su abuela un día de pesca en «Bárbara contra la muerte». En su colegio ha tenido una traumática experiencia al perderse en sus pasillos e ir a parar a la celda de una monja loca que le hace creer que no va a poder salir de allí. El temor a crecer, a hacerse vieja, desaparece al aprender que, aunque las experiencias pasadas hayan sido malas, hay que superarlas y atreverse a vivir el mundo. El primer volumen de Esther Tusquets, Siete miradas sobre un mismo paisaje (1981), tenía el carácter de libro iniciático. Estaba formado por siete cuentos con una misma protagonista o narradora, llamada Sara, que aparece como niña, adolescente o convertida en una mujer. El conjunto de la obra podía leerse teniendo en cuenta la evolución de este personaje, sin embargo, los distintos fragmentos de su vida aparecen presentados de forma desordenada. Su segundo libro, La niña lunática y otros cuentos (1996), estuvo construido a partir de los relatos que la escritora había ido publicando en medios diversos y que no habían tenido acomodo en la colección anterior. De esta forma, aunque si bien se podría extraer cierta temática común (las relaciones amorosas), no hay un programa establecido ni una intención unitaria a pesar de que en tres de ellos («Las sutiles leyes de la simetría», «La conversión de la pequeña Hereje» y «La increíble, sanguinaria y abominable historia de los pollos asesinados») reaparece un mismo nombre propio, esa misma Sara que había utilizado en la anterior recopilación. Otros tres tienen un carácter simbólico sobre diferentes aspectos: el primero, «El hombre que pintaba mariposas», se trata de un texto sobre el paso a la vida adulta. Por otra parte, en «Love story», un gavilán aparece en los sueños de la protagonista acechando a una paloma hasta que la sostiene en sus garras, esta imagen representa una situación que ella misma vivirá con una pareja de la que no se puede alejar. «Recuerdo de Safo», tal y como explica Fernando Valls, se trata de un relato que recoge un episodio autobiográfico de la escritora: la relación con el amor de su vida descrita de forma paralela a la historia de su perrita (Tusquets, 2009: 34). En «Carta a la madre» la narradora realiza un ajuste de cuentas con su progenitora, utilizando el recurso epistolar, en el que repasa los matices de su relación: la absoluta veneración del padre, la excepcionalidad de su singular personalidad, el abandono de las tareas domésticas y de todas las habilidades que había desarrollado en su juventud. El final del texto, no obstante, presenta una reconciliación llena de madurez. La temática amorosa es el hilo que une los relatos que he ido mencionando, de hecho, se convierte, como sucede en la vida real, en uno de los principales motores de la acción narrativa en los relatos de Rosa Regàs, Marina Mayoral, Adelaida García Morales, Rosa Montero o Care Santos tratando tanto sus vertientes más platónicas como las más carnales. Aunque por nacimiento Rosa Regàs (Barcelona, 1933)

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estaría relacionada con la generación de Cela o la mencionada del medio siglo, su narrativa se abrió paso a finales de los ochenta y principios de los noventa, siendo una especie de veterana «recién llegada» al mundo literario. Pobre corazón de 1996 tiene como nexo el amor ya sea conyugal («La farra»), adúltero («Los funerales de la esperanza»), infantil («Introibo ad altare Dei»), senil («La nevada»)... Los relatos que incluía la gallega Marina Mayoral en Morir en sus brazos y otros cuentos (1989) según Epicteto Díaz Navarro y José Ramón González suponían «una búsqueda en la problemática del sujeto, en el amor y en la muerte» (2002: 195). El asunto unificador eran las relaciones humanas, especialmente amorosas, en las que los personajes se enfrentan a las convenciones sociales. En su segundo libro, Recuerda, cuerpo de 1998, trataba el mismo tema, aunque el erotismo adquiría un tono novedoso que surgía a partir del poema de Cavafis con el que se abría el conjunto de relatos. El primero de ellos, «Aquel rincón oscuro», trata una historia de iniciación sexual. El protagonista, un niño que se siente atraído por la criada descubre la naturaleza del deseo propio, pero también el desencanto al encontrarla con su hermano. En su concepto del amor adquiere un gran relieve lo físico y la corporeidad. Son textos construidos a la manera clásica en los que en pocas páginas se narra la vida de una persona, aunque resaltando ese momento de encuentro con la carnalidad, tal y como sucede en «Adiós Antinea» o «En los parques, al anochecer». Estos cuentos presentan un predominio de la introspección, el análisis de emociones, personajes y situaciones. En ellos se tratan problemas sentimentales, pero con una dimensión social reflejada en esa problemática de la mujer actual para asumir los diferentes roles asignados. La crítica literaria, que en principio tachó la obra de Rosa Montero de excesivamente autobiográfica, ha ido valorando positivamente su distanciamiento de esta tendencia puesto que, tal y como señala Susana Reisz: «el alejamiento de las experiencias personales constituye a la vez un imperativo estético del género novelesco y una marca de calidad» (1995: 197). Su literatura ha sido objeto de la crítica feminista puesto que sus temas se centran, tal y como señaló Kathleen M. Gleen (1993b), en los problemas de la mujer: la discriminación, los estereotipos, y sus roles. En Amantes y enemigos (1998), escoge una selección de textos publicados en el transcurso de los veinte años anteriores en diversas revistas o libros colectivos, junto con cinco relatos inéditos. Todos tratan sobre la pareja fundamentada en el deseo carnal y la pasión, la costumbre y la desesperación. A menudo estos relatos son inquietantes y agridulces. La protagonista de «Un amor ciego» ha creído encontrar a su hombre perfecto en un invidente, sin embargo, aunque él no puede verla, le da mucha importancia a la opinión ajena sobre su aspecto físico y la desprecia. Hay otras historias que se centran en las relaciones que se establecen dentro del matrimonio. En «Mi hombre» la protagonista piensa que su marido es un fracaso, sin embargo, prefiere estar casada que sola. En «Bodas de plata» una pareja que se pasa el día discutiendo celebra su aniversario demostrando cómo puede haber complicidad detrás de esa relación tan tormentosa. La autora Adelaida García Morales publicó en 1996 una colección de cuentos con un hilo temático que expresa bien su título: Mujeres solas. Sus protagonistas

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rozan la mediana edad y se encuentran en esa situación por diferentes circunstancias: ya sea tras un divorcio, una muerte, o por decisión propia. La autora investiga los matices con que se enfrentan a una experiencia que no deja a nadie indiferente. Por ejemplo, las tres féminas que aparecen en «Tres hermanas» deciden pasar un verano juntas en una casa aislada en la costa de Levante movidas por diferentes motivos. Durate ese tiempo se cruzan con dos hombres, y uno de ellos se interesa por la pequeña Alicia. Sin embargo, ella está convencida de que su mejor estado es la soledad. Una mañana, Ernesto le dice a su mujer «Celia», quien da nombre al relato, que se va a divorciar porque ha conocido a otra y se ha enamorado. Ella no responde, sobrellevando todo con mucha dignidad: la soltería, el tener que ponerse a trabajar, el alquilar una vivienda… Por la noche, a la vuelta de su trabajo de limpiadora, se cruza con un hombre atractivo que la mira, por lo que le propone que suba a su casa. Ambos pasan un momento especial conversando sobre sus vidas que le hace llenarse de ilusiones frustradas. Care Santos escribió durante los noventa cinco libros de relatos: el primero de ellos fue Cuentos cítricos (1995), un conjunto de doce textos agrupados, a su vez, en tres apartados cuyos títulos genéricos señalan cierta línea común entre los cuatro que los componen. Por ejemplo, la denominación del segundo bloque, «La única salida», está en relación directa con las experiencias trágicas de los personajes, mientras que, en el último subconjunto, «Testamentos», la muerte real o metafórica hace acto de presencia en todos los casos. El regusto de lo cítrico, a veces agradable y otras, en cambio, demasiado amargo, es el sabor que permanece tras su lectura. En su siguiente volumen la autora buscó la creación de un conjunto singular, de hecho, Encinar lo ha analizado como un modelo de «ciclo de cuentos» (2003). Entre los dos extremos del frío y el calor están los cuentos a la Intemperie (1995). Los protagonistas, muchas mujeres y algunos pocos hombres, se acaban cruzando casualmente en distintas estaciones de la pasión. La «temperatura» de cada historia se erige como cauce y orden del libro, así como el perfil de sus caminantes: seres perturbados por la rara belleza de la soledad. Una red de personajes es establecida desde el comienzo: Clara, la protagonista del primer relato, reaparecerá en otros dos cuentos sobre distintos periodos de su vida. Tras este recorrido por la obra de algunas autoras hay que aclarar que, al contrario de lo que a veces opina la crítica, esta preocupación por la intimidad no es exclusivamente femenina, así lo demuestran Javier Marías y Álvaro Pombo. El madrileño a lo largo de estos años publicó dos libros de cuentos, el primero de ellos, Mientras ellas duermen (1990), contaba con algún fragmento extraído de El monarca del tiempo («El espejo del mártir» y «Portento, maldición») y Cuando fui mortal (1998). En ambos libros, fruto de los encargos fortuitos, Marías presentaba historias cotidianas con ciertos rasgos de la literatura de género fantástico o policíaco. 72  Los relatos de Javier Marías aparecieron descritos y analizados en Luis Izquierdo (1994), quien resaltó además los cruces intratextuales del autor entre sus cuentos y novelas, asunto que trataré en el apartado destinado a la novela y el cuento (vid. apdo. 6.1.B del cap. III). 72

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La primera andadura literaria de Álvaro Pombo fue gracias al volumen con el representativo título de Relatos sobre la falta de sustancia (1977) que el escritor había fraguado en el extranjero (pues residió en Inglaterra desde 1966 hasta ese mismo año). 73 Dos décadas después de su primera aportación publicó Cuentos reciclados (1997). Una vez más jugaba con el nombre ya que aludía a la metáfora de que la escritura es el resultado de una elaboración de distintos materiales: la literatura, la vida y la historia. 74 En el prólogo, en el que ya me detuve (vid. apdo. 1.4 del cap. II), el autor nos descubría sus planteamientos en una especie de «teoría general del reciclado» porque en realidad sus textos proceden de relatos editados con anterioridad. Tampoco esconde, por ejemplo, que en «Las luengas mentiras» acepta el siguiente reto: un tema propuesto por Henry James en su Cuaderno de notas en el que plasmaba algunas ideas que el propio escritor norteamericano utilizó para «The liar» (Pombo, 1997: 10). Si la «falta de sustancia» que daba nombre a su anterior libro de relatos consistía en que el narrador abandonaba a su suerte a sus personajes, en estos cuentos: «El autor jamás se encoge de hombros ante el destino de sus personajes», los sondea, trata y profundiza (Pombo, 1997: 12). Son seres que van desde una mujer que había tenido tratos con la aristocracia rusa, a un filósofo en busca del método perfecto, o un profesor universitario que anhela tener un encuentro especial con su alumna deseada, o un poeta que sigue durante toda su vida el modelo del que fuera su compañero de pupitre... Partiendo de un marco realista, los escritores enfrentan a sus personajes a experiencias inusitadas que les hacen abordar su rutina diaria. En esta línea está la obra de Soledad Puértolas quien ha dedicado especial atención al cuento en una producción que ya alcanza siete volúmenes: Una enfermedad moral (1982), La corriente del golfo (1993), Gente que vino a mi boda (1998) y Adiós a las novias (2000), Compañeras de viaje (2010) y El fin (2015). El relato que da título al primer libro publicado en los noventa, La corriente del golfo, tiene una base autobiográfica sobre su experiencia en Noruega donde se trasladó con su marido con una beca adjudicada a este. Los demás personajes suelen ser mujeres en busca de un cambio en su vida. Por ejemplo, Felicitas cambia el pueblo donde nació por irse a la capital a trabajar en una droguería y más tarde, para estar al otro lado del mostrador de una «Recepción», un destino que le permite ver otras cosas y, a la vez, atraer la mirada de un hombre desde detrás de su trinchera. En «Viejas historias» la narradora observa de lejos el triángulo de locura entre su hermana, su ex marido y la nueva mujer de este, un círculo de dependencias del que, al final, acaba siendo una pieza imprescindible. En el volumen predomina un realismo «psicológico», tal y como ha señalado Ángeles Encinar, salvo en una ocasión, «El reconocimiento», donde trata un tema en la línea metafictiva y muestra a un autor en plena crisis de creatividad (Encinar, 2001: 134). 73  Anteriormente solo había publicado los versos de Protocolos (1973) género que retomó en Variaciones (1977). 74  Un amplio estudio de los relatos de Álvaro Pombo aparece en el siguiente trabajo de Alfredo Martínez Expósito (2001).

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El relato extenso que da título a Gente que vino a mi boda parte de un recuerdo muy concreto de la narradora, el día de su enlace, un 29 de julio de 1968. El texto se construye como un monólogo interior en el cual se producen saltos entre ese pasado (los preparativos de la ceremonia) y el presente, en el que encontramos indicios de que el evento nunca llegó a celebrarse. Los personajes de Adiós a las novias también presentan una sociedad y unos personajes reconocibles, la vida contemporánea captada en sus diferentes facetas, en textos de diversa extensión. En primera o tercera persona, la voz narrativa refleja un mundo en el que los hechos cotidianos o extraordinarios no suelen ser completamente aclarados. En «Walter» se presenta a una mujer aparentemente muy vital que está casada con un hombre interesante, pero una breve convivencia muestra el carácter autoritario y despótico de su marido, y entonces nos damos cuenta de que la mujer está adoptando una apariencia que no se corresponde con su realidad. El relato «Adiós a las novias» desarrolla el monólogo de un hombre que, hastiado de sus aventuras amorosas, decide cambiar de vida, aunque la nueva también esté vacía. El cuento se centra en la cita que tiene con una joven en un bar. Solo escuchamos su monólogo interno: no le interesa en absoluto la mujer que ha viajado hasta allí para pasar con él la tarde. José Antonio Millán también optó en su primer libro de cuentos, Sobre las brasas (1988), por presentar nueve relatos que, según el propio autor, reflejaban: «una cotidianidad ausente a nuestra percepción, por demasiado presente». En La memoria (y otras extremidades) de 1990 retomó el mismo tema. Para el autor cualquier momento es susceptible de ser objeto de un relato. En este volumen le concede una gran importancia a la palabra, el signo y la búsqueda del significado de las cosas. En «Una parte en el aire» refleja cómo la brutalidad en las relaciones de pareja puede ejercerse a través de la comunicación verbal y del silencio. El texto recoge un momento en el interior de una familia que interacciona a base de comentarios llenos de crueldad y vacío. Al comienzo de «En cada esquina», la protagonista se encuentra con un hombre que le susurra: «No nos hemos visto. [...] No nos hemos cruzado esta noche. No pasa nada» (1990: 35). En la búsqueda de una explicación a este hecho, la narradora se percata de la importancia del punto de vista bajo el que se pueden ver las cosas. «Amor mío» es una declaración de matrimonio de una persona que está acostumbrada a redactar en una computadora y que recoge ese proceso con extrañamiento. En «El millar de destinos de Ernesto Amizcot», el protagonista concibe una curiosa venganza a través de algo tan sencillo como una cadena de correspondencia que inteligentemente construye basándose en sus conocimientos sobre cómo se puede difundir un bulo. Un trasfondo académico recorre «La patria líquida» pues un profesor de lingüística secuestra a su hijo y crea para él un nuevo lenguaje concebido a través de un ordenador. Por último, en «La memoria», un hombre le cuenta a un narratario femenino, una investigadora en busca cantares antiguos, la historia de «el Broche» un exprisionero que anduvo buscando hasta la obsesión un cante al que denominaba «la breva».

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La realidad grotesca De acuerdo con la técnica esperpéntica que impulsó Valle-Inclán, algunos autores pretenden mostrar una caricatura de la realidad que descubra sus aspectos más despreciables. En este sentido destaca la labor de Juan Bonilla quien adopta enfoques distorsionados de la sociedad con el fin de realzar sus extravagancias. En «El millonario Craven» y «Los calcetines del genio» muestra a dos escritores frustrados por no conseguir sus metas literarias en un contexto sórdido, difícil y retorcido (ambos pertenecen a La compañía de los solitarios, 1999). En «La ruleta rusa» (La noche del Skylab, 2000), los concursantes de un macabro programa televisivo practican el reto suicida frente a los aburridos televidentes. Los protagonistas de este volumen son seres crueles: un niño superdotado le descubre a su amiga la infidelidad del padre («Cielito lindo, lindo gatito»), unos hermanos venden los instrumentos con los que su madre, una antigua concertista que ha perdido la cabeza por la demencia, recuerda las emociones de su pasado musical («Dvořák nunca había sonado mejor»), el responsable de «El proyecto Maldoror» enamora y abandona a las mujeres con la única finalidad de romper la institución de la pareja. El porqué de las cosas de Quim Monzó (1994) consistía también en una exploración en el tratamiento grotesco de la vida cotidiana. La mayor parte de las historias tienen algo que recuerda a la realidad, aunque son situaciones demasiado desquiciadas. Lo extraño no son aquí las peripecias narradas, sino la distanciada visión de las cosas llevadas hasta extremos sorprendentes o hiperbólicos. En verdad sus temas recalan en algunos problemas existenciales fundamentales de los seres humanos. En ocasiones utiliza pequeños diálogos que sintetizan lo ridículo de las conversaciones de pareja: «Vida matrimonial», «La fe» o «La sensatez». Estos cuentos de Monzó consiguen la reducción de la vida diaria al absurdo gracias a un enfoque humorístico y carnavalesco. Por último, Ignacio Martínez de Pisón en Foto de familia (1998) retomaba su pasión por el cuento. A raíz de este libro Santos Alonso ensalzaba sus cualidades que: «se traducen en la facilidad del narrador para extraer de la realidad cotidiana, de sus episodios más vulgares y de sus zonas transparentes, los rasgos más oscuros y las situaciones más imprevistas, es decir, aquellos ángulos y visiones que se forman detrás de la apariencia y más allá de lo sentido y expreso, en el envés de las cosas, en los límites del espacio y del tiempo y en el fondo trasmisible del pensamiento» (1998: 26). Representativos de este aspecto eran dos relatos: el que da nombre al libro y «Ahora que viene el frío». Ambos trataban, con una dosis de comicidad y tristeza, la fragilidad de la paz familiar. En el primero dos hermanos, incitados por el alcohol y el rencor, se enfrentan durante las bodas de oro de sus padres, que acaban en tragedia; en el segundo, la armonía entre familiares se rompe a raíz de una herencia. Sin embargo, el escritor no abandona el tema de la fatalidad: en «La muerte mientras tanto», una joven lee en el diario de su novio cómo este desea asesinarla, sin embargo, una fuerza inconsciente le impide alejarse de él.

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5. Los relatos fantásticos Revisando la bibliografía sobre el cuento literario español durante la época estudiada, se percibe que se había difundido la idea de que el relato fantástico tuvo cierta fase de abandono, sobre todo en los años cincuenta. García Pavón en su Antología de cuentistas españoles (1939-1966) reconocía la «falta de fantasía» en el panorama literario de aquella época (1966: 9). Una idea que, más adelante se ha esforzado en rebatir José María Merino. En el prólogo a su antología Cien años de cuentos (18981998) señalaba «el gusto por lo específicamente fantástico es recurrente entre bastantes autores españoles de cuentos» en el último siglo (1998: 23). Incluso en la década de los cincuenta, José Luis Martín Nogales advertía de la existencia de los relatos del propio García Pavón, junto con otros como Tomás Borrás, Gonzalo Torrente Balleter, Joan Perucho, Miguel Mihura o Rafael Sánchez Ferlosio (1997: 18). En los ochenta Santos Sanz Villanueva se adelantaba a apuntar que los autores ya transitaban: «De la fantasía sin trabas al realismo de la vida cotidiana» (1991: 5). En 1994, con cierta distancia, José Luis Martín Nogales se atrevía a constatar el siguiente fenómeno: «Siempre se ha puesto de manifiesto la inclinación de la literatura española hacia el realismo y el abandono de la literatura fantástica. Sin embargo, el cuento en estos años ha cultivado de una forma especial esta tendencia, que se ha convertido en una de las fórmulas narrativas más importantes del momento actual» (1994a: 45). Entre la nómina de estos autores incluía a: Gonzalo Suárez, Cristina Fernández Cubas, José María Merino, José Ferrer Bermejo, Pedro Zarraluki, Enrique Vila-Matas, Javier Tomeo, Ignacio Martínez de Pisón, Juan José Millás, Enrique Murillo, Agustín Cerezales. Nuria Carrillo (1994) establecía su propio listado en el que, junto con algunos ya citados por Martín Nogales, añadía otros nombres: Alonso Zamora Vicente, Juan García Hortelano, Juan Marsé, Martínez Mena, Pilar Cibreiro. 75 Pero ¿qué sucedió en los noventa? Tres años antes de cerrar la década, en un artículo específico sobre este tipo de relatos, Martín Nogales volvía a hacer una incursión en este periodo. En su nuevo compendio incluía los siguientes escritores: Gonzalo Suárez, Cristina Fernández Cubas, José Ferrer Bermejo, Pedro Zarraluki, Ricardo Domenech, Carmela Saint-Martin, Enrique Vila-Matas, Javier Tomeo, Ignacio Martínez de Pisón, Juan José Millás, Enrique Murillo, Agustín Cerezales y Alberto Escudero. Al final del milenio, el mismo autor repetía la nómina que ya citó en 1994 a la que añadió un nombre nuevo: Ricardo Domenech (2001: 42). Sobre estos cuentistas advertía la heterogeneidad en lo fantástico porque «se emplea, […] al servicio de intenciones tan diversas como el humor o la burla, la parodia, el conocimiento o el horror», aunque encontraba una constante: «en todos los casos se ha llegado a una técnica básica común de expresar lo fantástico, que consiste en que los relatos surgen  Los escritores en los que coinciden sendos críticos son: Luis Mateo Díez, José María Merino, Cristina Fernández Cubas, José Ferrer-Bermejo, Pedro Zarraluki y Agustín Cerezales (Carrillo, 1994 : 207 y Martín Nogales: 1997 : 18-19). 75

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normalmente de una situación cotidiana en la que aparecen de pronto síntomas de algo extraño que deriva hacia esas distintas direcciones expuestas» (Martín Nogales, 1997: 19 y 2001: 43). José Romera Castillo en «Perspectivas de estudio del cuento literario en España en los albores del nuevo siglo» suscribía la cita anterior (2003: 35). Ángeles Encinar en el año 2014 ya hacía una cata en los nuevos autores de la primera década del milenio y señalaba a: Ángel Olgoso, Manuel Moyano, Félix J. Palma, Juan Jacinto Muñol Rengel, Juan Gómez Bárcena, Patricia Esteban Arlés. Entre ellos advertía: «Pues si bien lo fantástico ha sido uno de los caminos más celebrados y transitados por los cuentistas actuales, no se puede hablar de abundancia de autores que lo secunden» (2012: 36). La autora ponía énfasis en la reaparición de un modelo cercano a la literatura decimonónica de Poe y Maupassant, y heredero de los imprescindibles Cortázar y Borges a causa del boom de la literatura hispanoamericana. Desde entonces se ha dicho que lo fantástico «resurge con fortaleza» (Encinar, 2014: 32). En el año 2008, David Roas y Ana Casas recorrían las tres últimas décadas y apuntaban el proceso de normalización de lo fantástico en nuestra literatura. 76 A los nombres mencionados añadían otras aportaciones: Luis García Jambrina, Carmela Greciet, Carlos Castán, y Pilar Pedraza (Roas y Casas, 2016: 12-13). 77 Entre los escritores estudiados hay algunos que le han dedicado algún relato esporádico en unas trayectorias caracterizadas por el retrato de una sociedad o de las emociones humanas (Javier Marías, Almudena Grandes o Mercedes Abad). Otros han insertado algunos textos fantásticos en sus volúmenes (Felipe Benítez Reyes, Quim Monzó o Gonzalo Suárez). En cambio, otros han escrito ejemplares completos 76  La idea de la normalización de la esta literatura fue presentada por David Roas en su artículo «La narrativa fantástica en los años 80 y 90», para el especial de la revista Ínsula (2010b). Algunas de sus ideas han sido revisadas por este mismo autor para sus trabajos junto con Ana Casas: la introducción a la antología La realidad oculta. Cuentos fantásticos españoles del siglo xx (2008) y «La narrativa fantástica en los años 80 y 90. Auge y popularización del género» (2016d). La última versión de sus ideas aparece en el estudio que Roas ha publicado junto a Natalia Álvarez y Patricia García (2017: 195-214). En este último texto apunta a las siguientes causas para el fenómeno que resumo a continuación: la normalización de lo fantástico debido a la transformación sufrida por la literatura en los años 80 (auge del cuento, reivindiación de la fantasía frente al realismo social y la recuperación del gusto por narrar), la inflencia de Borges y Cortázar (junto a otros hispanoamericanos), la influencia de los autores europeos y estadounidenses, la influencia del cine y las series del género fantástico y de terror (Roas, Álvarez y García, 2017: 197-198). 77   El listado completo de escritores que recogen Ana Casas y David Roas es el siguiente: Ignacio Martínez de Pisón, Ricardo Doménech, Laura Freixas, Juan José Millás, Juan Pedro Aparicio, Pedro Zarraluki, José María Merino, Cristina Fernández Cubas, Javier Marías, José Ferrer Bermejo, Juan Eduardo Zúñiga, ángel Olgoso, Felipe Benítez Reyes, Félix J. Palma y Pilar Pedraza. Además señalan las aportaciones al microrrelato fantástico hechas por: Alberto Escuedero, Javier Tomeo, Agustín Cerezales, Rafael Pérez Estrada, Julioa Otxoa, Pedro Ugarte, Luis Mateo Díez, David Roas, Juan José Millás, Rafael Pérez Estrada, Juan Eduardo Zúñiga y Ángel Olgoso (Roas y Casas, 2016: 12-13). David Roas ha realizado un estudio de los escritores que han seguido cultivando el género fantástico ya en el nuevo milenio y aporta los siguientes cuatro rasgos de la poética fantástica actual: «1) La yuxtaposición conflictiva de órdenes de realidad; 2) las alteraciones de la identidad (nuevas variantes del mmotivo del doble, la metamorfosis, la animalización; 3) el recurso de darle la voz al Otro, de convertir en narrador al ser que está a otro lado de lo real; y 4) lo fantástico y el humor» (2016d: 179). Estas tendencias ya se percibían en la década precedente objeto de las siguientes páginas.

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como Juan Eduardo Zúñiga, José Ferrer-Bermejo e incluso han llegado a reincidir (tal es el caso de Cristina Fernández Cubas). Algunos han tenido una relación tan cercana con esta literatura que han redactado algunas páginas explicándonos sus ideas al respecto (Bernardo Atxaga y José María Merino). Por último, están aquellos autores que plantean unos relatos donde precisamente está en tela de juicio la frontera entre el realismo y lo fantástico, en sus mundos narrativos la realidad se llena de sueños y de escenas de extraña naturaleza insertando la duda en el lector. Son los casos de algunos ejemplos de Juan Manuel de Prada, Manuel Rivas, Juan Bonilla, Enrique Vila-Matas o Eloy Tizón. 5.1. El repertorio fantástico Entre nuestros cuentistas no hay una línea unitaria ni una preferencia básica en la expresión de lo fantástico. A finales del siglo xx va a ser posible encontrar simultáneamente relatos de apariciones fantasmales, historias espiritistas, intervenciones diabólicas, narraciones de brujería, crímenes espantosos, inexplicables... junto con otros donde lo irreal se reconoce difícilmente detrás de una capa de cotidianidad, o tras la pasividad y credulidad de unos personajes que asimilan lo extraño como habitual. Esto hace que el uso que se va a dar a lo largo de las siguientes páginas del término «fantástico» va a ser muy amplio pues realmente haría falta matizar el sentido que cobra en la obra de cada autor según si siguen la tradición folclórica, el fantástico decimonónico o bien la tendencia del realismo maravilloso... 78 Sus preferencias influirán en sus relatos (con final sorprendente o abierto, moraleja o estructura circular...) y en sus poéticas, que son el material empleado para indagar sobre ese momento de la creación que es la elección de un modelo. Tal y como resaltó José Luis Martín Nogales detrás de cada escritor de los noventa hay una diferente intención estética: […] en unos casos les guía la voluntad manifiesta de provocar el terror estético y asombro en el lector; su finalidad implícita es emplear la literatura como un medio de conocimiento e indagación en las zonas misteriosas de la vida; a veces, adoptan sólo una intención burlesca; o pretenden exclusivamente la búsqueda de la comici78   El concepto de lo fantástico ha sido objeto de abundantes trabajos que no es posible resumir ahora. Como marco teórico, en las presentes páginas voy a emplear las definiciones aportadas por David Roas en introducción a Teorías de lo fantástico. El autor distinguía entre la literatura maravillosa en la cual «lo sobrenatural es mostrado como natural, en un espacio muy diferente del lugar en el que vive el lector» (2001: 10). El «realismo maravilloso» supondría «la coexistencia no problemática de lo real y lo sobrenatural en un mundo semejante al nuestro» (2001: 12). Lo «fantástico» implica una transgresión de algún elemento que genera «una impresión terrorífica tanto en los personajes como en el lector». David Roas le da importancia a la figura del lector y del contexto sociocultural a la hora de interpretar este aspecto. Por último, frente al concepto de «neofántástico» planteado por Alazraki, como un subtipo diferente, opina que se trata realmente de la evolución de lo fantástico tradicional debido a los tiempos contemporáneos.

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dad. Lo fantástico se emplea, por lo tanto, al servicio de intenciones tan diversas como el humor o la burla, la parodia, el conocimiento o el horror. (2001: 43).

Los estudios en torno a la cuestión de lo fantástico han tomado nota de la importancia del aspecto pragmático pues no es lo mismo la percepción que se ha tenido en las diferentes etapas de la Literatura o, mejor dicho, la cultura. Lo «fantástico» está relacionado con el desasosiego, la incertidumbre, la duda o la perplejidad que se provoca en el lector, frente a esto, lo «maravilloso» es asimilado en el interior del relato por sus personajes dado que lo sobrenatural entra con naturalidad en un mundo donde las leyes de la realidad son autónomas. Bajo este punto de vista se pueden encontrar las raíces de lo fantástico en lo mítico, en la literatura medieval, en la literatura renacentista... (Martín Nogales, 1997: 12). 79 Pero, como bien han señalado los estudios teóricos, en estos relatos los seres sobrenaturales tienen un componente religioso que hace que todo encaje en dicha lógica. Hoy por hoy los mitos tan solo pueden servir de trasfondo para algunas historias ya que su función original ha perdido sentido. Un ejemplo de reutilización de este repertorio es el caso de Antonio Muñoz Molina en «Las aguas del olvido», pues en su desenlace es crucial el conocimiento de todas las reminiscencias que entraña el río Leteo (Cañedo, 2001). El protagonista narrador es asimismo un escritor de cierto renombre que ha ido a pasar un fin de semana con unos amigos cerca del río Guadalete. El argumento es aparentemente insubstancial: hay una larga descripción del lugar, el personaje observa una escena de celos maritales entre la joven esposa y un amigo de la pareja que desencadena la venganza planeada por el marido por la que la historia se inserta en el ámbito de lo fantástico. El río Guadalete, cuya etimología recuerda lejanamente el mitológico referente, será el lugar del infierno. Nadie cruzaba el río, aunque estaba muy cerca la otra orilla, tal vez porque la mirada no podía encontrar en ella nada que no hubiera a este lado, y porque quien cruza un río parece que deba exigir alguna compensación simbólica, que en este caso quedaba descartada por la cercanía y la similitud. Todo era igual a ambos lados, las mismas dunas y herbazales tendidos por el viento del mar, el mismo brillo salino. (Muñoz Molina, 1993: 117).

El anfitrión señala este paralelismo a sus invitados y hacen el experimento de enviar al perro a la otra orilla; una vez ganada aquella, el can tampoco puede regresar. En este ejemplo el mito tan solo sirve de trasfondo para dar una explicación a este fenómeno puntual, ni los personajes ni el lector comparten esa visión de mundo imbricada en el relato original. Para ellos las dos desapariciones siguen siendo misterios inquietantes que, a pesar de tener una hipotética solución, esta sigue siendo igual o más inquietante que otras posibilidades de índole sobrenatural. 79   En las siguientes páginas he utilizado la cronología del relato fantástico español planteada por dicho autor.

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José María Merino con una visión abarcadora y, como buen conocedor del género, ha citado en varias ocasiones que en España ya hemos tenido excelentes antecedentes en «el texto del deán de Santiago del Libro de Patronio y el conde Lucanor, del Amadís y sus numerosos secuaces» (2001: 16). Los autores de los noventa retoman algunas de las formas del pasado literario medieval, pero extrayéndolas de ese contexto y aportando nuevas interpretaciones y significados. Así Javier Tomeo revisitó el modelo de aquellas obras en las que se describían animales tanto reales como imaginarios a los que se les atribuían cualidades y valores moralizantes. El aragonés en su Bestiario (1988) y su Nuevo Bestiario (1994) humanizaba a los animales para crear pequeñas entrevistas disparatadas. 80 Con gran sentido del humor e ironía retoma los significados y propiedades que la tradición ha ido asociando a cada especie. Con una finalidad también simbólica José María Merino culminaba su libro Cincuenta cuentos con una fábula sobre el comportamiento del hombre (1994), género que también retomó Agustín Cerezales en Escaleras en el limbo (1991) donde recogía una «Fábula del rey generoso» que tomaba el tinte de los relatos populares. La inspiración fantástica de los autores del corpus procede también de otras fuentes como los relatos herederos de Las mil y una noches que se remontan a la fascinación por la narración (sobre la cultura tradicional de la oralidad ya me detuve en páginas anteriores vid. apdo. 2.1.A del cap. III). Los escritores reproducen esa situación comunicativa en la que el emisor y el receptor se encuentran frente a frente, e introducen esas historias de seres fantásticos y aparecidos propias de la cultura así transmitida. En esta senda se pueden incluir también algunos ejemplos de José María Merino recopilados en el mencionado Cincuenta cuentos y una fábula (1994), pero también algunas casos de Bernardo Atxaga no solo en Obabakoak, sino en Historias de Obaba (1997). Por otra parte, el repertorio de la tradición de los relatos de hadas proporciona un material que da juego para nuevos textos fantásticos como esa rara pieza «Cada día a la misma hora» incluida en Soplando al viento de Mercedes Abad (1995) donde un hombre, que lleva una vida totalmente aburrida junto a su esposa, se encuentra todas las mañanas en el tren con una rana y, cuando la besa, siguiendo el tópico, se convierte en una mujer a la que a partir de ese momento tendrá que mantener. Quim Monzó en El porqué de las cosas (1994) se basa en la manipulación de algunos conocidos argumentos. Leemos que un sapo se convierte en un prisma de cien mil colores que esconde una muchachita de cabellos dorados, o la visión sucesiva de una doncella en el bosque que duerme sobre una litera y, a unos veinte o treinta metros, se encuentra inquietantemente otra doncella que duerme...y así una y otra vez; el no 80  Los bestiarios tienen una larga tradición no solo medieval occidental, sino también en la cultura precolombina. Tal y como apunta Lauro Zavala, de ambas surgió la tradición de los bestiarios en hispanoamérica, sobre todo a partir de 1950 que ha llegado hasta la actualidad. En esta línea señala los siguientes textos imprescincidbles : Manual de zoología fantástica de Jorge Luis Borges y Margariata Guerrero, Bestiario de Juan José Arreola, el Bestiario de Julio Cortázar y el Álbum de zoología de José Emilio Pacheco (Zavala, 2004c: 17).

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menos sorprendente final de una escandalosa versión de la Cenicienta, o la felicidad extrema del gato, que tras una atropellada persecución consigue atrapar al ratón y lo ensarta en un tenedor. A pesar de que lo fantástico tiene un origen tradicional, los teóricos comparten la opinión de que fue a partir del siglo xviii cuando se dan las condiciones adecuadas para «plantear ese choque amenazante entre lo natural y lo sobrenatural sobre el que descansa el efecto fantástico, puesto que hasta ese momento lo sobrenatural pertenecía, hablando en términos generales, al horizonte de expectativas del lector» (Roas, 2001: 21). Sus primeras manifestaciones literarias surgieron a partir de la novela gótica inglesa, sobre todo a raíz de El castillo de Otranto de Horace Walpole. Estos relatos tuvieron un gran éxito en el xix con sus experiencias y apariciones diabólicas, cementerios y castillos tenebrosos. Con ellos comenzó la literatura de terror y espanto. Estos fenómenos ya no se conciben en la lógica religiosa, sino que transmiten al lector una sensación de desasosiego y ruptura con lo conocido y lógicamente admisible. Por ejemplo, el personaje del vampiro aparecía en la famosa obra de Bram Stoker en una Inglaterra victoriana donde su mortífera naturaleza era el único elemento imposible y excepcional. Tal modelo fue actualizado por algunos escritores de cuentos de los noventa. José Ferrer Bermejo consigue que tardemos en reconocer el comportamiento vampírico del protagonista de «Sombras en el agua: mujeres de cuadros antiguos» (1992). La originalidad del texto es que está narrado en primera persona, así este fascinante Nosferatu traslada al lector cómo ha pasado su vida encerrado por su madre para evitarle el contacto con el peligroso mundo donde una bala de plata pondría fin a sus días. Otra autora, Mercedes Abad, reconocía haber retomado para «La Criatura» de Felicidades conyugales sus lecturas y los tópicos relacionados con este personaje. Es una historia de terror, pero absolutamente académica formalmente. El tema es el vampirismo, pero el vampirismo actualizado, es decir, no con vampiros que chupan la sangre, sino con un vampirito que es el hijo de una pareja de hombres. Es decir, en teoría sería hijo sólo de uno de ellos —los dos se han acostado con una mujer, con una madre de alquiler —pero bueno, cuando nace descubren que esta criatura se alimenta de las veces en que ellos hacen el amor. Es decir, no come semen ni nada, sino es algo como absolutamente simbólico. Cuando ellos hacen el amor, esta criatura, pues, crece, está sonriente, satisfecha y tranquila, y cuando llevan algún tiempo separados y no tienen relaciones físicas, envejece de golpe, se vuelve como una especie de monstruo. Entonces, yo creo que sí, siempre tienen una enorme influencia tus lecturas y siempre hay pequeños homenajes muy sentimentales hacia los maestros. (Vosburg, 1993-1994: 623).

El problema es que la literatura gótica ha sido relacionada con una estética de la topicidad en la que aparecen de forma repetitiva mansiones o castillos de arquitectura neo-medieval y perfil amenazador, quizá por eso ha quedado relegada al mundo de la cultura popular. Este hecho puede estar en el fondo del rechazo de Cristina

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Fernández Cubas, quien a pesar de reconocer sentirse fascinada por el Frankestein de Mary Shelley (Nichols, 1993: 55-71), prefería alejarse de la etiqueta: Elementos sí, desde luego. Como también pueden encontrase elementos fantásticos. Ahora, de eso a meterme en un cajón de literatura gótica, en una etiqueta, no creo, francamente, no creo. Además, es que me parece que me meto y resalgo. Voy tocando algunos registros que tampoco son preconcebidos. Es posible que algunos de mis relatos puedan ser considerados como góticos, otros como fantásticos, otros como realistas. Muy bien. Para mí lo importante es la historia que quiero contar. no hay, para nada, una preintencionalidad de género. (Gleen, 1993a: 359).

No obstante, los autores de los noventa llenan sus historias de prodigios, delitos y crímenes espantosos, cabezas ensangrentadas, asesinatos vengativos, crímenes de amor... una tradición heredada desde el xix. El volumen en el que se reúnen todos estos tópicos procedentes de los relatos decimonónicos es el libro del madrileño Juan Eduardo Zúñiga Misterios de las noches y los días (1992). Sus historias están ambientadas en un pasado enigmático y una posible San Petersburgo. También a partir del Romanticismo los artistas e intelectuales se dieron cuenta de que la razón no era el único medio para entender la realidad. Por este motivo creció el interés por la psiquiatría y los problemas de la mente entraron a formar parte de los temas literarios, no solo como una explicación posible a los fenómenos extraordinarios, sino como germen mismo de lo inquietante. Desde entonces la incertidumbre de la locura planea sobre Lista de Locos (1998) de Bernardo Atxaga, «Fuego» de Juan Madrid, en Crónicas del Madrid oscuro (1994), o «Todos conocemos HongKong» de Vila-Matas (Hijos sin hijos, 1993). Los cuentos de Hoffman forman parte del imaginario de Bernardo Atxaga (Auzmendi y Biguri, 2000: 10) y de José María Merino (Pacheco y Barrera, 1997: 467). El segundo ha llegado a señalar: «Esa mezcla en lo real de lo vivido y de lo soñado me deslumbró en Cascanueces y el rey de los ratones [...] hasta el punto de que acaso haya impregnado todo cuanto he escrito, al menos tanto como El hombre de arena» (2001: 14). Las historias de fantasmas están muy extendidas en varias culturas, recorren el imaginario popular, fueron asimiladas por la lógica religiosa de lo sobrenatural, aunque más adelante los románticos explotaron el horror que suscita la aparición de un ser venido del más allá. Toda esta larga tradición ha influido en los autores posteriores que se han sentido atraídos por esos visitantes extraños. Adelaida García Morales, en su libro Mujeres solas (1996), incluyó «Agustina». Ella y Sebastiana se conocen en un bar y deciden compartir casa como ama y criada con la condición de que ninguna de las dos se estorbe. Por la noche la anciana ve cómo su compañera habla sola con el espíritu de su marido al que le pide que le cuente el secreto de dónde escondió los millones de un robo. Almudena Grandes, quien siempre ha declarado preferir los universos conocidos y cercanos, en «Los ojos rotos. Historia de aparecidos» cambia de registro (1994). El relato cuenta el caso de dos mujeres encerradas en un manicomio de la Sierra de Madrid: Queti y Migue. Esta tiene un admirador

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secreto, un hombre demacrado y taciturno. Nadie lo sabe, pero cuando él la visita su rostro, con los rasgos del síndrome de Down, se endulza. El novio es un espectro, que solo ellas ven, y cuyo origen descubren cuando exhuman un cadáver encontrado en el patio. Emerge en ese momento el recuerdo de antiguos rencores sobre los que se había echado tierra. El muerto es un antiguo miliciano de la POUM, uno de tantos refugiados en las montañas, acusado de haber violado a una muchacha del pueblo que enviaba comida a los escapados. Por otra parte, Muñoz Molina, en «El cuarto del fantasma» de Las otras vidas (1988), emplea un entorno que nos recuerda a los casinos que aparecen en La Regenta o que son parodiados en la La señorita de Trévelez de Carlos Arniches. La historia adquiere un cariz fantástico cuando Don Palmino, el rico del pueblo, que ganó su fortuna en América, les cuenta una historia de apariciones que le tocó vivir en las estribaciones de los Andes. A veces no hace falta recurrir a fantasmas, paisajes tenebrosos ni animales fantásticos para desencadenar el horror en el espectador, a veces la clave está en la mirada del escritor hacia la realidad ya que puede desvelar lo terrorífico en lo cotidiano. Para José María Merino, buen representante de este tipo de relatos basados en la más absurda realidad, el maestro en este tipo de efectos fue Edgar Allan Poe y para ejemplificarlo considera que el modelo perfecto es «La esfinge»: «en que un mero error de perspectiva convierte una mariposa en una monstruosa aparición» (2002: 27). Las Historias extraordinarias (1858) del norteamericano, cuya influencia en la poética del cuento ya ha sido suficientemente destacada, han dejado una importante huella en la escritura de lo fantástico. De él hemos heredado la idea de que el horror puede surgir dentro de lo posible y verosímil, como esa pareja de «El placer de escuchar» de Soplando al viento de Mercedes Abad (1995) que ha asesinado a su hijo por el simple macabro hecho de poder dar de cenar en secreto a sus comensales su carne y reírse en la intimidad de la anécdota. Cristina Fernández Cubas, en el relato que da título a El ángulo del horror (1990), precisamente defiende la importancia de la mirada puesto que el hermano de su protagonista ha sido condenado con la capacidad de ver solamente el aspecto más terrorífico de las cosas. Por otra parte, Felipe Benítez Reyes crea un relato, «Estado de excepción», en el cual el padre de una familia tiene la revelación de que les van a intentar envenenar con el agua corriente. No sabemos nunca las razones, pero tal evidencia provoca evidentes cambios en la vida de sus componentes. El autor consigue convertir un gesto sencillo en algo espantoso: «Cuando abrimos un grifo, sabemos que esa agua puede llevar veneno en su inocente transparencia. La miramos irse por el desagüe con el orgullo de quien ha logrado burlar a la muerte» (Benítez Reyes, 1997: 50-51). En este recorrido por el repertorio fantástico hay que hacer un alto en La metamorfosis de Kafka puesto que ha sido reconocida como uno de los hitos en su evolución. Como señalaba Todorov a partir de esta obra: «El hombre “normal” es precisamente el ser fantástico; lo fantástico se convierte en regla, no en excepción» (1982: 49). Estos cambios hicieron que Alazraki hablara una nueva categoría, lo «neofantástico», en la que el fenómeno sobrenatural, a diferencia de textos anteriores, no

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causa ningún tipo de asombro o duda ni en el narrador de la historia, ni en su protagonista, que asume la situación con resignación. Efectivamente en los relatos del escritor praguense, así como en los de Borges o los de Cortázar los fenómenos extraños ya no desencadenan miedo u horror, sino más bien «perplejidad o inquietud» (Alazraki, 2001: 277). Claro que esta transformación, tal y como ha explicado David Roas, no implica necesariamente un fenómeno independiente ni el final de lo fantástico, sino que estos relatos son más bien la lógica evolución de una literatura que ha ido incorporando la visión posmoderna de la realidad «según la cual el mundo es una entidad indescifrable» (2001: 36). En este cambio han tenido mucho que ver «los avances de la física eisnteniana y de la mecánica cuántica, la neurobiología, la filosofía constructivista y las nuevas tecnologías» ya que han transformado nuestra forma de ver las cosas (Roas, Álvarez y García, 2017: 1999). La «anormalidad» del hombre real es el tema de las galerías de seres curiosos que se suceden tanto en las obras de Agustín Cerezales como en Los oscuros de Luis G. Martín. Los ocho personajes de Perros verdes (Cerezales, 1989) son extranjeros que vienen a nuestro país y, como indica el título, tienen unas personalidades que se salen de lo común. Según Roberta Johnson (1992: 121), Cerezales tocaba lo fantástico, tal y como lo define Todorov, y el realismo mágico latinoamericano. En «Expediente en curso (Basilu Afanasiev)», dos desconocidos entablan un amor platónico a través de un lenguaje expresado a través de las tuberías; «Sin respuesta (Inés Pereira)» es la historia de una adolescente de la calle hacia un hombre anodino que acaba en descalabro amoroso. Pero el personaje más llamativo es el de «Huella leve (Mitu Fit Sin)», un japonés que llega a nuestro país para escalar sus principales picos buscando la verdad y la belleza y acaba desengañado al encontrarlas en el pie de una mujer. 81 En una de las cuatro partes en las que está dividido su siguiente libro, Escaleras en el limbo, titulada Estados del alma, aparece una nueva galería de personajes singulares que llevan una vida aparentemente normal, en la línea de lo real maravilloso: la historia de una mujer recién salida de la cárcel tras una pena por motivos políticos que se lanza al mundo de la droga, o bien una mujer, Sally, que tiene el karma despilfarrador de sus anteriores reencarnaciones, o Anna Grass, una jovencita lesbiana que luego pertenecerá a la rama más cruel de la SS. Son todos seres curiosos que llevan adelante sus vidas aparentemente normales. En esta misma línea estaría Ignacio Martínez de Pisón en El fin de los buenos tiempos (1994), donde recoge «Siempre hay un perro al acecho» en el que hay una misteriosa conexión entre la hija del narrador y su mascota. Ambos parecen estar unidos de tal forma que cuando uno enferma de tristeza al ser encerrado para que la familia pueda hacer un viaje, ella también lo hace. Por este motivo cuando muere el perro, el hombre ve como irremediablemente se esfuma también la energía de su hija. 82 81   Según Roberta Johnson, en Perros verdes no solo tocaba lo fantástico, tal y como lo define Todorov, sino también el realismo mágico latinoamericano (1992: 121). 82   El escritor aragonés utilizó lo fantástico en su primer libro, Alguien te observa en secreto (1985) lo cual le hizo ser incluido entre los que desarrollaban este tipo de literatura. Sin embargo, según Ana

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Por otro lado, la influencia del escritor praguense se deja ver, no solo en los guiños kafkianos de la narrativa de Enrique Vila-Matas (que ya describí vid. apdo. 1.2.A del cap. III), Nuria Amat le dedicó el volumen Todos somos Kafka y los escritores Antonio Muñoz Molina, Luis Mateo Díez o Javier Tomeo admitieron su magisterio. Tanto es así que para este último cualquier comparación con la figura del escritor es todo un elogio: ¿Y te sientes víctima de Kafka? Ojalá me sintiese más. Me gusta mucho que me comparen con Kafka y sólo que recuerde vagamente a Kafka ya me llena de orgullo. La verdad es que en aquella primera etapa sí era un escritor muy influenciado por Kafka, pero yo creo que me parecía a Kafka antes de haberlo leído. Julio Manegat lo decía. Él sabía que yo prácticamente no lo había leído, apenas La metamorfosis. Seguramente me parezco a Kafka a través de Freud, porque tanto el uno como el otro incidimos mucho en lo que llaman la concepción tripartita del confín anímico (el yo, el ello y el super yo). Normalmente lo que aflora al exterior es el yo y el super yo, que está de vigilante, no tiene ningún inconveniente en abrir la puerta al yo; pero algunas veces deseamos cosas perversas, que se nos ocurren en aquel momento, y el super yo dice: «Tú adentro, no puedes salir», y entonces nos reprimimos. (Cabré, 1998: 10).

El mayor homenaje a dicho autor lo encontramos en «Cucarachas» de Escaleras en el limbo de Agustín Cerezales, aunque el relato no recoge del original el componente fantástico sino el simbólico. Su protagonista no sufre la famosa metamorfosis, sin embargo, sí que siente tanto amor por los coleópteros que acaba conviviendo con ellos. Al huir de su casa se convierte en un pordiosero y lleva una vida semejante a esos animales que tanto desprecio despiertan. Otro homenaje al escritor lo encontramos en «Gregor» de Quim Monzó. El catalán modifica el relato y cambia los papeles: mientras en la versión de Kafka ningún miembro de su familia se sorprende por la transformación del protagonista, en este caso sucede al revés, Gregor se despierta una mañana y nota cómo ha cambiado su naturaleza, en lugar de encontrarse convertido en un escarabajo, es un ser humano rodeado de seres diferentes a él: «el número de extremidades se había reducido de manera drástica y las pocas que sentía (cuatro, contaría más tarde) eran dolorosamente carnosas, y tan gruesas y pesadas que moverlas resultaba imposible». Con su nueva naturaleza se vuelve en asesino de los de su propia especie: «Con un cierto asco les puso encima el pie derecho e hizo presión hasta que notó cómo se chafaban» (Monzó, 2001: 408). En la misma tradición de las metamorfosis kafkianas habría que incluir las Zoopatías y zoofilias (1992) de Javier Tomeo puesto que todos sus protagonistas sufren un proceso de animalización que es admitido sin mayor asombro ni por los afectados ni por el narrador que los contempla. Casas, el autor ha ido abandonando esta temática, así el relato aquí mencionado aparecido en El fin de los buenos tiempos (1994), era el único de los tres que componían el volumen y en su siguiente libro, Foto de familia (1998), tan solo incluía «El enemigo interior» (un texto de once) (2016b: 166-167).

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Cortázar, cuya influencia en la teoría del cuento ya mencioné (vid. apdo. 4 del cap. II), defendía la importancia de construir una situación cotidiana en la que irrumpe lo fantástico sin vulnerar las leyes de la verosimilitud. Irene Andrés-Suárez ha descrito algunos de los rasgos a los que acostumbró a sus seguidores y que tantas veces han sido retomados en la literatura posterior (resumo aquí su listado): el contraste entre la esfera de la realidad cotidiana y otro plano «más secreto y menos comunicable», la desrealización de lo real, la ambigüedad, la ruptura del tiempo «que no es unívoco, progresivo, lineal, sino que es visto desde otras posibilidades», el gusto por la idea del doble, el contacto con lo animal, la presencia de la literatura dentro de la literatura... (1997: 134). Por supuesto, algunos de ellos no le son exclusivos, sino que se pueden rastrear en otros tantos autores de la literatura universal, pero gracias al impacto que ha tenido su obra, se han convertido en un recurso habitual entre los escritores estudiados. Por ejemplo, casi todos estos asuntos se pueden identificar en la obra de José María Merino, no solo en sus primeros volúmenes, como ya advirtiera Andrés Suárez en dicho trabajo, sino a lo largo de toda su trayectoria. También habría que citar a Cristina Fernández Cubas, una de las autoras que ha convertido el uso del doble casi en una de sus señas de identidad literaria. Sobre estos dos autores me detendré en el siguiente apartado. Según la misma investigadora, el caso de Borges es diferente ya que «contribuyó enormemente al género, pero su obra es inimitable» (Andrés-Suárez, 197: 133). En la misma línea José Ovejero considera que, aunque el maestro argentino posee un gran número de lectores, no son tantos los que siguen su ejemplo: «Es curioso que uno de los autores de cuentos más admirados, Borges, apenas haya hecho escuela entre los escritores» (Valls y Martín, 2004a: 31). Con todo, en el corpus hay algunos intrépidos que han intentado seguir su senda. Tal influencia se aprecia por ejemplo en el relato de Mercedes Abad titulado «Pertinaz sequía» (1995: 163-181), que recuerda ese «Funes el memorioso» recogido en Ficciones. El protagonista, un escritor sin inspiración, encuentra a un hombre que enloquece porque tiene demasiada imaginación, precisamente una cualidad de la que él carece. Bernardo Atxaga le dedica uno de sus curiosos textos de Lista de locos y otros alfabetos titulado «Alphabette. Alfabeto francés en honor de Jorge Luis Borges» (1998: 213-221). El problema es que los temas borgianos, muchas veces de procedencia libresca y su estilo, en el cual nada sobra puesto que todo está planeado, lo hacen difícil de imitar. Sin embargo, esta manera erudita de plantearse la literatura, sí ha sido retomada en elaborados relatos metaliterarios como los recogidos en El que apaga la luz, 1994, de Juan Bonilla en el que incluye un relato titulado «Borges el cleptómano». A pesar de todo, debido al gran número de lectores de este gran maestro del cuento, su nombre ha servido como reclamo por parte de las editoriales, así en la contraportada al libro de Luis G. Martín, Los oscuros, aparecía la siguiente presentación: «Cuentos maravillosos, tan intensos como las vidas que imaginamos», y un poco más adelante, «He aquí un libro que hubiera hecho feliz a Jorge Luis Borges,

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una galería de personajes que trasponen los límites de lo real para convertirse en espejos de sí mismos». Contrariamente a lo que anuncia el paratexto, los relatos contenidos en este volumen se distancian de su modelo, los protagonistas de estas historias son víctimas de un destino que les aguarda a veces engrandeciéndolos y otras veces ejerciendo la más cruel de las traiciones. Sí que es cierto que existen algunos guiños a la obra borgiana como cuando el personaje de «Ernst Kloshe» descubre que el único atisbo de belleza en su cuerpo son sus ojos que encuentra reflejados en un espejo roto porque no tienen ningún rastro de la viruela que le había deformado el cuerpo. A partir de ese momento su afán consistirá en componer una fotografía del hombre y la mujer perfectos a partir de fragmentos tomados de otros cuerpos. «Fabien Latreille» asesina turbulentamente a una mujer que se ha enamorado de él. El narrador no quiere darnos demasiados detalles para no molestar al receptor: «No es tampoco singular la peripecia interior de un individuo que involuntariamente —aunque de forma ya definitiva— muda su identidad insubstancial por la de un asesino. La descripción pormenorizada de las zozobras de ánimo, de los remordimientos y de las porfías morales no sirve ya, desde que Dostoievski escribió, sino para envilecer al cronista y agraviar al lector» (1990: 46). Varios escritores retoman la idea de un narrador difunto utilizada por Juan Rulfo en Pedro Páramo (aunque ya la había usado antes Clarín en «Mi entierro», ese relato en el que el protagonista asiste como si fuera un extraño, a su propio sepelio). Javier Marías en «Cuando fui mortal» emplea un narrador en primera persona que reconoce desde un principio su condición: «A menudo fingí creer en fantasmas y fingí creerlo festivamente, y ahora que soy uno de ellos comprendo por qué las tradiciones los representan dolientes e insistiendo en volver a los sitios que conocieron cuando fueron mortales» (1998: 85). La peculiaridad de su forma de morir es que puede recordar no solo lo que vivió, sino todos los detalles que pasaron desapercibidos durante su existencia. Todo es concreto y es excesivo, y es un tormento sufrir el filo de las repeticiones, porque la maldición consiste en recordarlo todo, los minutos de cada hora de cada día vivido, los de tedio y los de trabajo y los de alegría, los de estudio y pesadumbre y abyección y sueño, y también los de espera, que fueron la mayor parte. (1998: 86).

El narrador en primera persona adquiere una omnisciencia inaudita; puede traer a la memoria su infancia y desde ese conocimiento privilegiado que le proporciona la muerte comprende por qué su padre no se reía durante las visitas del doctor y ponía la radio a todo volumen. Como fantasma entiende que ese médico que le caía simpático estaba chantajeando a su familia con no desvelar su pasado republicano a cambio de mantener relaciones con la madre. Otro recuerdo triste es la conciencia de que mientras él le estaba siendo infiel a su mujer, no se daba cuenta de la intriga que ella estaba perpetrando contra su propia vida en colaboración con su amante.

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Desde el panteón familiar, el protagonista de «El lugar» de Con Ágatha en Estambul de Cristina Fernández Cubas cuenta la historia de su noviazgo y posterior boda con su mujer, obsesionada por encontrar su «sitio», tanto es así que no permite que se vea afectada su felicidad ni por la llegada de un hijo, ni por su vida profesional. El narrador se acaba acostumbrando a esta dicha hasta que en un día de viaje vislumbran el panteón familiar. Esta anécdota le sirve al protagonista para desenterrar el pasado de su tía Ricarda quien había mandado construir el mausoleo. Al concluir la historia descubre a su mujer aterrorizada por el miedo a que, si es enterrada allí, no conocerá a nadie. Cuando ella fallece, el viudo la rodea con pequeños óbolos que le ayuden en su entrada al otro mundo: unas frutas, un reloj, hilos de colores y un collar. Por las noches, en sueños, se la encuentra y ella le va contando sus progresos entre los fantasmas familiares donde también está luchando por encontrar su lugar en el más allá. Luis Mateo Díez utiliza en dos de sus microrrelatos de Los males menores (1993) la identidad de un narrador que en realidad ha fallecido. Lo misterioso de sus sensaciones es la clave de la anécdota relatada en «Cine Ariadna» donde una primera persona nos explica cómo ha entrado en ese espacio para dormir pero, durante la noche, ha notado que un hombre le clavaba una aguja. ¿El narrador ha muerto o se ha quedado simplemente dormido en las butacas del cine? El texto es tan breve que su final queda abierto. Más desconcertante es «La gota» donde el personaje se percata de que lo han enterrado vivo. Por último, Manuel Rivas, en «¿Qué me quieres, amor?», cuenta una sencilla y contemporánea historia: Tito un muchacho sin trabajo, oficio ni beneficio, se siente atraído por Lola, una chica que trabaja en un supermercado, aunque solo se ha atrevido a hablar con ella cuando saca a pasear al perro. Para salir de su situación planea junto con su amigo Dombo un atraco a un banco, imaginándoselo todo como si fuera una película. Los dos amigos lo intentan pensando que todo va a ser muy fácil: educadamente le piden el dinero al cajero, están a punto de escapar, pero algo sale mal, un policía de paisano le apunta con su arma y, a pesar de que Tito le arroja el botín, recibe un disparo por la espalda. Se lo llevan en una ambulancia al hospital, allí sueña con la muchacha y sonríe. El narrador realmente nos habla desde el tanatorio puesto que ve lo que pasa a su alrededor: la visita de Dombo que llora desconsoladamente, la señora Josefa y la llegada de Lola que se acerca a él, habla con su madre y se aleja, como patinando. Sin embargo, lo que diferencia el relato de Rivas del de Clarín y lo semeja al de Rulfo es que la versión del gallego está ambientada en una realidad cotidiana que construye con técnicas realistas. También comparte con Rulfo el juego con la ambigüedad del narrador. En el caso de Juan Preciado, la voz principal, su naturaleza se resuelve en la mitad de la obra. En este cuento el dato del fallecimiento del narrador no lo conocemos hasta bien avanzado el texto. A pesar del evidente magisterio del autor mejicano en la obra de Manuel Rivas este ha rechazado tajantemente: Quiero decir que me rebelo un poco contra esa etiqueta del realismo mágico, que creo que también para literatura latinoamericana acaba por ser negativa pues

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hay en esas palabras una cierta visión imperialista. O sea: por una parte está el realismo, pero qué es realismo, pues no sé qué tiene que ver el realismo de Balzac con el de Zolá o con el que viene después en el siglo xx. Son realidades distintas y desde luego no creo que se pueda hacer una especie de visión esquizofrénica de la literatura; ¿qué pasa, que Kafka no es realista? ¿Es imaginable una obra más realista que La metamorfosis? Yo creo que es más realismo o muestran más realidad lo que hace Rulfo, García Márquez o Carpentier que lo que convencionalmente se entiende por realismo o lo que escribe cualquier escritor que no muestra cualquier elemento impredecible. Entonces hay que cuestionar eso porque es una forma de que nos disequen y de que nos coloquen en la apología o la etnografía más que en la literatura; que digan mira que pueblos tan curiosos y tan exóticos. (Tejeda: 2003).

El concepto de «realismo mágico» surgió a partir del boom de la literatura hispanoamericana, fue una construcción forzada que parte de la idea de que lo maravilloso pertenece a aquellas culturas que comprenden lo sobrenatural dentro del orden de su realidad y que son, por su alejamiento a la razón, diferentes. Lo mismo se ha intentado hacer con la cultura popular gallega. Para Manuel Rivas la literatura fantástica no supone siempre una oposición taxativa con respecto a la realidad ya que precisa la creación de un contexto lo más real posible para que exista esa ruptura de la que hablaban los críticos; hace falta un mundo que contraste con ese elemento que irrumpe en la cotidianidad. Con estas afirmaciones Manuel Rivas pretende romper con la idea común de la oposición total entre lo fantástico y el realismo, algo que se ve reflejado en sus cuentos. Para terminar con este recorrido, en el corpus hay, aunque escasas, algunas incursiones en la ciencia-ficción. Realmente no todo el mundo incluye esta literatura en dicho ámbito, ya que se caracteriza por implicar, no la aparición de algo extraño en una realidad empíricamente reconocible, sino por la construcción de un mundo cada vez más alejado de las reglas y normas del orden natural. Roger Caillois lo tenía en cuenta como una fase del género en su evolución posterior al ochocientos (1970: 10-11). Los grandes temas de la materia son: viajes por el espacio y por el tiempo, los extraterrestres, mundos desconocidos, las anticipaciones tecnológicas y sociales. Durante las últimas décadas se está incorporando cada vez con mayor pujanza la biología y sus consecuencias. El primer caso localizado en el corpus es «El ordenador» de Felipe Benítez Reyes (1997) en el cual nos presenta un relato futurista en un mundo lejano en el cual se ha producido un retroceso tecnológico, la electricidad es algo perdido, perteneciente al pasado, y el ordenador, en torno al cual se reúnen todos los miembros de la familia el día de Navidad, es el único recuerdo que les queda de un estilo de vida que fue mejor. No se trata de un futuro lleno de avances, sino todo lo contrario, se ha producido un retroceso en la evolución de las máquinas, aunque no sabemos cuál es la razón. Algo parecido sucede en «Necesidad del monumento» en el cual nos encontramos ante un espacio con unas características peculiares tal y como dice el narrador: «somos un pueblo olvidadizo, cosa que digo desde luego sin orgullo» (Benítez Reyes, 1997: 50-51). Nos desvela la existencia de una

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sociedad preocupada por la conservación de una avioneta, el único testimonio superviviente de un pasado desaparecido que las nuevas generaciones tratan de borrar. Finalmente, José María Merino en los noventa utilizó este subgénero en algunos de sus relatos como en «Para general conocimiento» de Cuentos del Barrio del Refugio (1994), en el cual aparece un extraterrestre y un mundo alternativo que bien se podría incluir como una curiosa utopía. En este milenio escribió Las puertas de lo posible. Cuentos de pasado mañana (2008) perteneciente a este ámbito. 5.2. Los relatos fantásticos Una «Red para atrapar fantasmas» de Bernardo Atxaga Bernardo Atxaga redactó en 1993 su «Alfabeto francés en honor de Jorge Luis Borges», texto que incluyó posteriormente en su Lista de locos y otros alfabetos (1998). En este homenaje al escritor reconocía que la fantasía era la literatura «verdadera»: «Y ello es así porque surge en gran parte del miedo, uno de los sentimientos más reales, verdaderos y trascendentes que existen. El miedo está en todas partes, el miedo origina un gran número de comportamientos, el miedo crea personajes fantásticos» (Atxaga, 1993: 4). Esta idea era semejante a la de Jaime Alazraki (2001) según el cual la principal característica de lo fantástico es la capacidad de generar miedo u horror. También Louis Vax consideraba por ejemplo que «el arte fantástico debe introducir terrores imaginarios en el seno del mundo real» (1965: 6). Caillois (1970: 10-11) llegaba a definir este tipo de literatura como «un juego con el miedo», en un mundo dominado por la ciencia es como una ventana que permite ver las tinieblas del más allá. En 1998 Atxaga publicó en el mismo volumen su «Red para atrapar fantasmas» en donde explicaba el nacimiento de muchas de las narraciones fantásticas en esa sensación: «El que siente miedo ve con frecuencia imágenes, sean reales o inexistentes» (1998: 109). Esta reflexión surge a raíz de la siguiente pregunta: «¿Cómo surgieron los fantasmas y otros seres similares?» (1998: 108). El autor responde de forma exhaustiva indagando en las razones de estos personajes tan literarios: la soledad, el miedo, el ruido y la sombra, la cultura, el rumor, la política... Al final del texto recoge una interesante reflexión sobre la finitud de los modelos fantásticos, una realidad que deja al escritor de ficciones en la siguiente tesitura: «A poco que se descuide, elegirá un personaje o un argumento que se ha repetido mil veces en la tradición, y el lector — ¡son tan llamativos los fantasmas, tan reconocibles! — no dudará en pedirle cuentas, acusándole quizás de plagiarlo» (1998: 124). El recorrido que he planteado en el apartado anterior podría servir para demostrar lo defendido por el escritor vasco puesto que ha supuesto la reducción de la literatura de los autores a un repertorio finito. El ensayo de Atxaga supone una especie de licitación que invita a los escritores a usar los modelos precedentes de los que él mismo ha sacado provecho. Por ejemplo, la tercera parte de Obabakoak, «En busca de la última pala-

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bra», conecta con las leyendas populares. El narrador sospecha que un amigo suyo se volvió loco porque se le metió un lagarto en la cabeza por el oído cuando era pequeño, tal y como explica la superstición difundida en el valle (1988: 185). Además, hay un bloque de cuentos en los que el tema del desdoblamiento se convierte en el eje, lo que recuerda las historias de Hoffmann. En estos relatos, localizados en Hamburgo, no en Obaba donde rige la cultura más apegada a lo popular, el autor recoge el tema de la esquizofrenia («Klaus Hahn»), el espejismo («La alucinación»), o los problemas sexuales («Margarete, Heinrich»). Pero Atxaga, al trazar esa «Red para atrapar fantasmas», propone una solución para garantizar el éxito a los que opten por utilizar ese repertorio: «Quizá por eso busquen, los escritores de literatura fantástica, el amparo de teorías que favorecen la intertextualidad; quizás por eso sean, también, tan proclives a las mentirijillas» (1998: 125). El autor así lo ha hecho en su literatura, de hecho, justo a continuación de este ensayo incluyó «Leccioncilla sobre el plagio o alfabeto que acaba en P», una intensa defensa del latrocinio literario. En la década de los noventa, concretamente en 1997, Atxaga publicó sus Historias de Obaba en donde recogía tres relatos que habían aparecido inicialmente en euskera cada uno de forma independiente: «Dos Letters» (1984), «Cuando una serpiente…» (1984), y «Dos hermanos» (1985). Con este volumen el autor reunía las traducciones que había ido elaborando con el paso de los años y que, como declaró a raíz de la publicación en castellano de «Dos hermanos», eran textos diferentes a su versión original puesto que once años después había tenido que modificar cosas: 83 […] la lengua de la segunda vez no se parece mucho a la de la primera: imposible volver a ser lo que fuimos antes, imposible escribir como entonces, imposible encontrar la palabra exacta sin traicionar el original. De ahí que, a pesar del parecido, este Dos hermanos no sea aquel Bi anai. En términos vagamente aritméticos, yo diría que Dos hermanos es igual a Bi anai más-menos once años de la vida de su autor. (1995: 155).

Lo verdaderamente interesante de este volumen es la forma en la que el escritor vasco se adentra en el mundo de la fantasía. En dos de estos textos, anteriores a Obabakoak, el autor vasco ya mostraba su interés por los relatos tradicionales y la cultura popular. En «Cuando una serpiente...» trata el contraste entre la vida de la ciudad y la del campo. La narración comienza con un cuento que presenta una de las ideas principales del volumen: «Cuando una serpiente le mira fijamente, el pájaro levanta un poco la cabeza y luego se queda ciego, ciego por completo; tan ciego que ya no 83  Olaziregi explica que entre las dos versiones hay diferencias que van más allá del lenguaje: «Esos narradores que en la versión original eran el pájaro, la ardilla, la serpiente y la oca, se verán incrementados con un narrador más, la estrella, en la versión castellana y sus posteriores traducciones. El propio Atxaga explica, en el epilogo, la razón de los cambios que ha introducido en esta nueva versión (además de la inclusión de un narrador más, los 12 capítulos originales se convierten en 10 e incluyen títulos que aclaran el contenido y la voz que narra...o incluso se añaden secuencias para perfilar mejor la malignidad de personajes como Carmen» (2004: 172).

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puede ver los tejados de las casas cercanas, ni los árboles que rodean su propio árbol, ni los caminos que, subiendo y bajando las montañas, atraviesan los campos de hierba verde y acaban perdiéndose en la lejanía» (1997: 143). El reptil a lo largo de la narración tiene un papel simbólico relacionado con la muerte. La fábula plantea esa idea enraizada en las costumbres del mundo rural, que no es otra que una defensa sobre el orden de la naturaleza en la que cada animal tiene un deber, incluidos los depredadores. Esta historia inicial recoge el motivo de la mirada de la muerte, que reutilizó en «Dayoub, el criado del rico mercader», integrado en Obabakoak. Sebastián, el protagonista, es un adolescente urbanita de catorce años que se va a pasar el verano en el pueblo de Obaba con su familia. Allí comparte paseos con su abuelo al que, en un momento dado, descubre hablando con los animales... Desde entonces tiene la idea de haber desvelado su secreto, aunque no tarda en decirlo a los cuatro vientos. Acusado de borracho y loco, nadie le cree, pero por las noches le sigue en sus rondas y le contempla dialogando con pájaros, perros y jabalíes. En una de esas ocasiones lo encuentra frente a frente con la serpiente, a partir de este momento se deduce que su mirada de efecto mortífero, que explicaba la historia de los primeros párrafos, se acabará cumpliendo. En el último relato del conjunto, cuenta la vida que los hermanos Paulo y Daniel llevan en valle de Obaba. Atxaga recurre a una estructura original relacionada con la fábula, puesto que los responsables de transmitirnos la historia son los animales, pero muy diferente a ella al recoger un relato caracterizado por la polifonía de narradores que alejan el desarrollo de todo orden cronológico lineal. Como ha subrayado Olaziregi (2004: 175), cada voz tiene un papel simbólico que no se tarda mucho en identificar: los pájaros y la espiritualidad, la serpiente y la maldad, las ardillas y la alegría... Cada animal tiene además el poder de adentrarse en el pensamiento de los personajes. Por ejemplo, el pájaro, con el que comienza la narración, puede ver los recuerdos del sacerdote el día del fallecimiento del padre de los muchachos. En ese momento Paulo recibe el encargo de vigilar y cuidar a su hermano, Daniel, con un retraso mental que le hace comportarse como un niño de tres años pero con un tamaño físico muy superior. El problema surge cuando este comienza a tener deseos sexuales y se siente atraído por Teresa (quien está enamorada de Paulo). La prima de ambos, Carmen (cuya historia presenta siempre la maligna serpiente), perpetra una cruel venganza para poner en ridículo a los dos muchachos y desatar la violencia de Daniel. Como resultado, la gente pide que lo encierren en una institución, pero ellos huyen del pueblo hacia las vías del tren donde se transforman en dos ocas. Este desenlace trágico en una metamorfosis solo puede pasar en un entorno donde lo mágico es posible. Pero además hay otro aspecto misterioso a lo largo de todo el texto que impregna el relato de un tono maravilloso: una voz que oyen todos los animales, incluso las estrellas, y que les pide a todos los animales que vigilen a los dos hermanos.

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Cincuenta cuentos y una fábula de José María Merino La narrativa de Merino ha estado vinculada tanto con el «grupo leonés» (como señalé en páginas anteriores vid. apdo. 4.3 del cap. III), como con la renovación de lo fantástico. De hecho, Ángel García Galiano decía que su obra tenía: «desde sus comienzos, hace casi treinta años, este hondo interés por poner de manifiesto el lado oculto de la realidad, lo azaroso e inexplicable (para la mente tradicional y dualista) de los hechos» (2005: 124). Aunque en principio estudió para ser abogado, ya pronto buscó alguna manera de acercarse al mundo de la literatura y la cultura. Sus inicios fueron en la poesía pero con los años el autor ha cultivado principalmente la prosa. 84 Sus aportaciones al cuento han sido abundantes con sus conjuntos: Cuentos del reino secreto (1982), El viajero perdido (1989) y Cuentos del barrio del refugio (1994). En los últimos tiempos ha dado a la luz Las puertas de lo posible: cuentos de pasado mañana (2008), La trama oculta. Cuentos de los dos lados con una silva mínima (2014). Entre esta amplia trayectoria, me voy a detener en su singular Cincuenta cuentos y una fábula (1997), una obra de conjunto en la que recopilaba sus tres primeros libros de cuentos. 85 El primer motivo por el que merece atención es que Merino recoge esos tres volúmenes reconociendo: «He preferido mantener independientes, dentro del conjunto, los tres libros de cuentos, ya que cada uno de ellos nació con cierta unidad de criterio» (2001: 21). Es decir, cada libro tiene una coherencia interna que el escritor se entretiene en demostrar y que está plenamente justificada, pero, más allá de los cuatro marbetes que lo dividen, se percibe una poética de lo fantástico similar con unos hitos que lo recorren. En gran medida este equilibrio entre bloques creativos independientes, pero a la vez conectados entre sí, se debe a las palabras que el escritor recoge en el prólogo sobre el origen de su tradición literaria, la defensa del relato breve y lo fantástico. Este último punto lo ha tratado posteriormente en extenso en varias ocasiones como en su ensayo «La impregnación fantástica: una cuestión de límites» (2002) donde recogía algunas preocupaciones que, para el autor, rodean a esta temática. Concretamente señala la importancia de la identidad y el doble, una idea que ya había destacado en otros contextos. 86 En cuanto a su poética del cuento, Merino ha aportado a lo largo de los años abundantes páginas a la discusión. Junto al mencionado prólogo a esta recopilación, en 1988 había presentado «El cuento, narración pura». También contamos con su introducción a Cien años de cuentos (1998), además de su ensayo «Un viaje al cen84   Entre sus obras, muy marcadas por lo simbólico, ha escrito La orilla oscura (por la que recibió el premio de la Crítica en 1985), Novelas de Andrés Choz (1976), la extraña Días imaginarios (2002) y El heredero (2003). También es autor de varias novelas para el público juvenil ambientadas en un pasado histórico bien documentado como El oro de los sueños (1986). Ya en el milenio ha escrito algunos volúmenes en el terreno de los relatos mínimos: Cuentos del libro de la noche (2005) y La glorieta de los fugitivos (2007) y El libro de las horas contadas (2011). 85   En las siguientes páginas voy a citar esta obra a partir de la segunda edición del año 2001. 86   El tema de la identidad lo trató en la entrevista realizada por el propio Luis Mateo Díez en 1986. El artículo se titulada «La relación con el doble» (Merino, 1995).

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tro: cuento y novela corta» (2004e). En estas líneas se ha definido como detractor de la idea azoriniana o la cortaciana (1998), y defensor de las características de lo oral (2004f: 54). Así al inicio de Cincuenta cuentos nos desvelaba una poética clara en la que denunciaba: Convenciones más o menos novedosas han querido ampliar las fronteras de la narrativa breve, de modo que pueda valer como cuento, o resultar un cuento, cualquier texto literario de poca longitud: determinados artículos periodísticos y ensayo, algunas prosas que presentan especial concentración de sustancia literaria. Creo que, por muchos formalismos que se arrumben y por muchas especies de nueva creación que se introduzcan en su territorio, un cuento genuino seguirá distinguiéndose de los que no lo son. (2001: 18).

Resumiendo sus ideas sobre el relato breve, el autor opina que «la naturaleza del cuento […] reside en el movimiento» y este se «plasma a través de tensión y conflicto en personajes, un proceso dramático o cierta culminación suya —el arranque, el fin, un momento especial, su evocación—.» (2001:18). En la creación es consciente de que «la extensión adelgaza la intensidad» (2001: 19). El autor defiende la idea de que «el tiempo es esencial en el cuento, como lo es en toda ficción» pero también reconoce que «de la herencia romántica me queda la convicción de que el escenario está cargado de cualidades dramáticas» (2001: 19). Esta última idea va a ser muy importante pues el cuidado en las localizaciones vertebrará en parte la unidad del volumen. Merino cumple en general con dichos principios, aunque apura al máximo el número de páginas de sus relatos, seguramente con la finalidad de tener espacio para trazar esos mundos verosímiles e hilvanar coherentemente los hechos fantásticos. Quizá uno de los más cortos de los cincuenta sea «Un ámbito rural» porque en esas cinco páginas logra hacer creíble la conversión de un piso en un bosque donde incluso habita un peligroso lobo. En su primer libro, Cuentos del reino secreto, Merino utilizó los escenarios leoneses donde se había desarrollado su infancia y que le permitían jugar, por un lado, con una ubicación geográfica real y bien conocida, y por otro, incluir lo extraordinario con su ruptura de la normalidad. Él mismo, en el mencionado prólogo a estas tres recapitulaciones, decía: «Este primer libro sería un ejemplo de aquel propósito de llevarme lo fantástico a mi ciudad, a mis aldeas, a mis primeros paisajes, para colorear con ello aquel mundo que, subyugándome en ciertos aspectos, me resultaba al tiempo tan adusto y hermético» (2001: 22). En este volumen, más allá de este territorio homogéneo, el escritor pone en práctica diferentes tipos de relatos fantásticos, según Nuria Carrillo reúne: «apariciones fantasmales, el mundo de ultratumba, la distorsión en las coordenadas temporal y espacial […] la reducción a coordenadas físicas de fenómenos inmateriales o la confusión de límites entre la vigilia y el sueño» (2002a: 58). El primer tema que recorre estos textos es la continuidad entre diferentes mundos o realidades, así en «La tropa perdida», un grupo de soldados franceses sacados de la Guerra de la Independencia aparece un día junto a una Colegiata.

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Su abad, en lugar de extrañarse, dialoga con el capitán hasta que los visitantes se retiran sin mayor consecuencia. En «Expiación» hay alternancia entre dos planos temporales posibles. El sufrimiento del personaje principal por haber matado a su hermano bastardo en la fatal lucha por su herencia cesa cuando regresa al mismo momento en el que se produjo el enfrentamiento, y cae asesinado por la espada de su rival. En «La casa de los dos portales» los muchachos descubren que desde un edificio de su barrio se puede acceder a una ciudad distinta. «El niño lobo del cine Mari» es el nombre que recibe un muchacho que apareció entre las ruinas del mencionado edificio. La doctora que lo trata observa que lo único que le hace reaccionar son las imágenes, así que le lleva a ver una película (quizá La guerra de las galaxias) pero en un momento dado él desaparece y se integra en el film. La frontera entre lo posible fácticamente y lo imposible se rompe en todos ellos. Según Ignacio Soldevilla una de las características de este volumen es que la mayor parte de los narradores o personajes no se sorprenden en absoluto ante la irrupción de los acontecimientos maravillosos (1996). El primer relato es bastante significativo de esto pues el protagonista que construye «El nacimiento en el desván» ha ido tallando unas figuritas de madera que reproducen con exactitud la aldea donde vive. El horror surge cuando durante varios días sus habitantes descubren en sus calles cadáveres destrozados, hasta que el autor de la maqueta averigua que el culpable de la masacre ha sido un gato que ha entrado en la habitación donde estaba guardada, quedando de manifiesto que lo que les sucedía a las figuritas tenía su reflejo en el mundo real. Cuando el artista se da cuenta, tan solo cierra la habitación y oculta su creación. En otro representativo relato, un niño que pasa las vacaciones con «La prima Rosa», la descubre un día bañándose en el río, pero al aproximarse para verla, allí no encuentra más que una gran trucha. Otro día intenta pescarla y, cuando la tiene en sus manos con el anzuelo en su boca, descubre el extraño parecido entre sus ojos y los de la muchacha, por lo que la devuelve al agua. Al día siguiente ella aparece con el labio roto, aunque ninguno de los dos delata sorpresa alguna. Pero si lo fantástico reside en la duda, Merino también incide en la utilización de finales ambiguos. En «La noche más larga» reúne dos hechos extraordinarios que al final acaban siendo coincidentes. El primero lo relata uno de los antiguos compañeros del narrador con los que se ha encontrado después de muchos años. Este les recuerda aquella historia que les contó un borracho que, según decía la gente, había pasado veinte años en América. El hombre, en aquella ocasión, les confesó que en realidad lo que le había sucedido es que una noche se fue a cazar y se durmió en casa de unas mujeres que le dieron unas sopas y, cuando despertó, habían transcurrido dos décadas sin enterarse. Este argumento remite, evidentemente, a los relatos de brujería tradicionales. Tras esta narración, el segundo hecho extraño está conectado con el anterior. El narrador, al igual que el borracho, se ha dormido en la estación de autobuses y le ha pasado lo mismo, ha tenido un viaje en el tiempo, en este caso retrospectivo. Sin embargo, al lector también le entra la duda de que se trate de un sueño puesto que allí se encuentra ilusionado con la que «es» (y es importante el uso del

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presente) su amor de juventud: «Porque era sábado, y verano, y tenía cinco duros en el bolsillo y toda la tarde, junto a ella, por delante» (2001: 66). El relato «Buscador de prodigios» está conectado con la oralidad, pero también con la ciencia-ficción. Todo comienza cuando unos etnólogos acuden a la aldea en busca de fenómenos extraños. El narrador es un joven que participa en una especie de filandón donde cada interlocutor habla y cuenta un sucedido. Este acontecimiento recuerda a los encuentros en los que el objetivo es la mera relación de anécdotas y ficciones. Cada participante aporta un pequeño relato maravilloso que recibe diferentes explicaciones. La pareja de investigadores cuestiona todas ellas, pero se acerca a ver unas pinturas rupestres cuya descripción ha llamado su atención. Esa noche aparece una palloza en el cielo. Cuando todo el mundo está dormido, el narrador descubre a la mujer entrando en esa misteriosa construcción y, a su regreso, le confiesa al muchacho que se marcha en ella. Lo curioso del desenlace es que junto con el investigador observa a la misteriosa vivienda alejarse con la mujer sin ninguna sorpresa ni aspaviento. Pero no todos los personajes del libro permanecen ajenos al horror, el protagonista de «Valle de silencio» descubre con sorpresa cómo su amigo, desaparecido años atrás, ha sido absorvido e integrado por la montaña como una roca. Merino también recala en las historias de fantasmas. Es la noche de San Juan, día mágico por antonomasia, de modo que todo es posible. «El desertor» regresa a casa, su mujer lo esconde pues sabe que lo están buscando. El reencuentro amoroso acaba en septiembre, cuando inesperadamente desaparece y descubren su cadáver con indicios de que llevaba muerto desde el solsticio de verano. Frente a este relato donde el espectro es un fiel enamorado, en «Madre del ánima» la aparición se da después de que un joven tenga un accidente en una curva. Los lugareños perciben que en el lugar donde ocurrió hace un frío singular y también cuentan haber visto a un ánima buscando en el barro. El narrador se molesta por seguir el hilo de lo sucedido y consigue que cese el motivo que inquieta al alma en pena: se va hasta el pueblo del difunto para enterarse de que el aparecido busca la dentadura postiza de su madre, perdida en el accidente, por lo que no descansará hasta que sea entregada a ella. Entre estos relatos, donde predominan los fenómenos en los que se confunden los diferentes planos —la realidad se funde con la ficción o el ensueño, el pasado con el futuro...—, se encuentran también otros textos que contienen un objeto mágico que llama la atención y atrae la envidia y el deseo de los personajes. Esto sucede en «El anillo judío» donde el narrador ha llegado incluso a estar en la cárcel por intentar poseerlo. El caso de «El Museo» recuerda los relatos de Cortázar. Todas las piezas conservadas en ese lugar impiden que su guardián pueda irse, resultado de una especie de embrujo paralizante que solo se rompe cuando logra un sustituto. En 1989 apareció El viajero perdido, una colección en la que Merino repetía tanto los mismos lugares que le eran conocidos, como la temática folclórica llena de fantasmas, casas encantadas, animaciones..., comunes a los relatos decimonónicos. El propio autor reconocía: «hay todavía algunos cuentos que podrían estar en el libro anterior» (seguramente refiriéndose a esa línea de continuidad), frente a ellos distin-

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guía otros pertenecientes a «un nuevo ámbito, que no sé si llamar de la madurez, un ámbito menos exultante, o visto con menor ingenuidad» protagonizados por «personajes confusos, desorientados, proclives a topar con lo extraño, que suelen ser los que recorren mis fabulaciones» (Merino, 2001: 22). Incluso, tal y como ha señalado Ignacio Soldevila, la diferencia va más allá pues en ellos los hechos sobrenaturales son percibidos de una manera diferente ya que los personajes son intelectuales lo cual implica: «Un nuevo desafío a la credibilidad receptiva» (1996). En este volumen, junto con la ruptura de las oposiciones literatura/vida, sueño/vigilia, propias de lo fantástico, también encontramos relatos metaficcionales como «Un personaje absorto» o «El viajero perdido» (vid. apdo. 7.2 del cap. III), en los cuales aparece el tema de las relaciones entre el escritor y su obra que ya plantearan Cervantes, Unamuno o Borges. Este libro presenta otro tipo de unidad diferente al anterior pues algunas de sus narraciones tienden lazos entre sí por encima del mero vínculo temático o de ambiente (Soldevila, 1996). En «Las palabras del mundo» aparece por primera vez el nombre del profesor Souto, el cual ha desaparecido fruto de una extraña locura. Su asistente acude al pueblo donde han encontrado sus pertenencias esparcidas con una exacta simetría, como si las acabara de llevar encima una persona que se hubiera desintegrado. Este profesor puede ser ese extraño hombre que en «Del Libro de Naufragios»: «ascendía la ladera, saltando con agilidad de roca en roca» investigando el ruido del mar y del agua en las diferentes épocas y momentos y que le confiesa al narrador, al cabo de los años, haber descubierto el amotinamiento de la materia orgánica. Otra pareja de relatos es la que se establece entre «Imposibilidad de la memoria» y «Oaxacoalco». En el primero de ellos, la protagonista regresa a su casa después de un viaje, pero no encuentra a su pareja, aunque en la vivienda preside un olor extraño. Por la noche le parece oír un castañeteo de dientes que al final logra localizar en una masa transparente que identifica con su enamorado. Es entonces cuando ella recuerda esa frase en la que le dijo: «Mira esa cara […] es el Poe», un hombre que tenía la siguiente creencia: «Todos estamos haciéndonos invisibles» (2001: 336). Después de pasar una semana abrazada a esa presencia, ella descubre un día que tampoco se ve reflejada en el espejo. Ese personaje con nombre literario, ese mismo Poe, es el protagonista de «Oaxacoalco». Todo comienza cuando un amigo se lo encuentra en su casa de campo después de lo que para uno es una semana, pero para el otro ha transcurrido más de un año. Durante esa ausencia, recuerda haber estado viviendo en otro mundo paralelo en el que, incluso, tiene un pasado. El tema de la disolución de la frontera entre realidad y ensoñación nos remite indudablemente a Cortázar (de hecho, no es casual la semejanza con «Axololt» del hispanoamericano). También del otro lado del océano parece venir la historia de la bella mujer y el hombre de oscuro pasado que llama la atención del protagonista de «El Edén criollo». En este conjunto aparecen dos relatos que anticipan el escenario predominante del siguiente volumen: la ciudad. El primero de ellos, además, implica el contraste

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entre dos formas de entender el mundo: el rural y el urbanita. El protagonista de «La última tonada» es un anciano que ha sido desarraigado de su pueblo de origen. En la ciudad no encuentra su sitio, ni siquiera puede tocar la flauta que le ha acompañado desde su juventud trayéndole momentos hermosos, ya que molesta a la patrona y a los habitantes de la casa donde se aloja. Por la noche una presencia oscura, que él relaciona con un monstruo surgido del cabello de una mujer, le acecha y golpea su puerta, solo la música de su tonada logra espantarlo. Instado por la dueña de la casa a marcharse, se va al Retiro y allí es atrapado por la presencia mortífera. El segundo texto es «Un ámbito rural», donde muestra la incursión del mundo del campo en un territorio que no le es propio. La protagonista asume con normalidad la tarea de convertir su nuevo piso en una colina. ¿Cómo lo hace? Esta cuestión no es relevante. Si el lector admite este primer hecho, es verosímil entonces creer la proliferación de conejos en ese entorno y la presencia de un lobo amenazante que acaba consumiendo a su protagonista. Si estos dos libros anteriores estaban ya cohesionados (en el primer caso por el espacio, en el segundo, por las recurrencias de personajes y temas), en el tercer volumen, Cuentos del barrio del Refugio se aprecia, según Antonio del Rey, un «sentido unitario» (1999: 98). Kathleen Glenn destacó de él su naturaleza de «ciclo de cuentos» (2000), idea que repitió también Valls, sobre todo debido a: «la condición que comparten todos ellos de ser relatos contados y escuchados en la tertulia» (2001b: 121). No es de extrañar esta interpretación puesto que el propio Merino, reconocía: «Siempre me ha gustado tratar los libros de cuentos buscando, si no la unidad temática, al menos esa familiaridad de decorado que tienen las novelas. El escenario, en este libro, engarza los relatos con la intención de impregnarlos todos en un aire similar de deterioro y tiempo perdido» (2001: 23). Estas narraciones acontecen en unos lugares cercanos; esas calles madrileñas en nuestro presente y pasado más reciente, y que le sirven de inspiración para plantear temas recurrentes de la literatura fantástica, lo cual da a sus cuentos un curioso contrapunto de proximidad y sorpresa. De nuevo en varios de los textos aparece un contenido fantasmal. El primero de ellos es «La costumbre de casa» donde lo fantástico se inserta en lo cotidiano. Se trata de un relato en el que el padre recién fallecido se convierte en una presencia extraña que se hace habitual entre los habitantes. Todas las noches el desaparecido se sienta a cenar con la familia y habla con ellos. Al final sus visitas se vuelven algo tan corriente que se convierten en una molestia. Los hijos del difunto, lejos de sentirse sorprendidos, intentan por todos sus medios desprenderse de él. Una aparición fantasmal es la premonición trágica del desenlace de el «Viaje interrumpido». Su protagonista, angustiado por el recuerdo de su amada desaparecida, decide volar en avión al otro lado del mundo para alejarse del piso que compartió con ella, pero su destino se acaba uniendo ya que esa noche tiene un accidente. En «El derrocado», el propio título del relato y los funestos presagios del narrador en primera persona, que desde su juventud se sintió atraído «por las historias en que un sino de pérdida aguardaba

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sin remedio a los protagonistas», auguran su triste final (Merino, 2001: 487). El personaje, el mendigo Nico (que ya había aparecido en el relato anterior), es un meteorólogo entregado a su profesión que se enamora de Emma hasta que un día descubre unos objetos desconocidos en su mesilla de noche. Siguiendo la máxima de que cada detalle es importante, ese hecho es indicio de una usurpación, pues descubre que poco a poco su identidad está siendo sustituida por un doble que le va quitando no solo a su pareja en apasionados encuentros, sino incluso su trabajo. El relato «Bifurcaciones» ha llamado la atención tanto de Santos Alonso (1994a) como de José Manuel Trabado Cabado (2002). La razón es que Merino plantea una historia aparentemente lineal pero que en un momento se divide en dos posibles desarrollos. El segundo crítico encuentra detrás de ese argumento la influencia del borgiano «El jardín de los senderos que se bifurcan» pues en el texto hay dos planos ficticios. Un día Gabriel recibe una invitación para acudir a la cena de aniversario de su promoción. Al comienzo todo adquiere una apariencia de realidad. Él piensa con nostalgia cómo le encantaría volver a ver a Irene, la chica de la que estuvo enamorado, pero a la que nunca consiguió. En esta parte de la historia él está casado con una mujer y tiene un hijo. La víspera del encuentro se cruza con su amada de juventud y pasan una noche juntos. Sin embargo, algo extraño sucede pues ella le dice que el final de su relación no fue como él lo recordaba, sino totalmente diferente, y que él la dejo a ella. La noche de la cena, al encontrarse con sus compañeros, ellos le descubren que Irene había muerto hacía años por lo que la noche juntos se transforma en un imposible. Como demostración ella no aparece en la foto del grupo. ¿Qué pasó? ¿Se encontró con un fantasma? Para Trabado Cabado es ese momento cuando el lector debe decidir: «Ambas historias no pudieron haber ocurrido» (2002: 181). Es entonces cuando: «su memoria recorrió el camino que le llevaba a la desorientación de aquel verano último de carrera y volvió a reconocer el rostro de ella en la sombra fresca del vestíbulo de la facultad» (Merino, 2001: 544). Cuando vuelve al piso donde pasaron la noche, lo encuentra ligeramente cambiado y, encima de la cama se sorprende al contemplar una orla en la cual él no aparece y, en cambio, sí encuentra la imagen de ella. Las dos posibilidades se cruzan, Irene ha sido un fantasma o es él el que invade misteriosamente la vida de ella. En los últimos párrafos Merino combina sabiamente la narración saltando de lo que sucede en un espacio a otro: la alcoba y la habitación en la que se encuentra con su mujer. Finalmente, las últimas líneas suponen una vuelta brusca a la primera versión de la historia, a la primera línea temporal: «Acabo de verme en la orla y no me puedo creer que haya pasado tanto tiempo ya» (Merino, 2001: 546). En «Signo y mensaje» el profesor Souto, ese personaje que ya había aparecido en El viajero perdido, le cuenta a su colega cómo está investigando una serie de grafitis callejeros que cree que encubren a unos seres pertenecientes a otros mundos. En este caso lo fantástico aparece como una presencia inmaterial. Una noche ve a Souto salir de un edificio, pero no puede acercarse a él, una fuerza le impide detener su desaparición integrado en la pared. Este relato introduce un componente que no es

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habitual en estos primeros relatos de Merino pero que ha ido cobrando mayor importancia en su obra: me refiero a la aparición de lo extraterreste. En este volumen, además, aparece un personaje llegado de otro mundo, «Ulpi», que recuerda a ese «Gurb» de Eduardo Mendoza. El texto «Para general conocimiento» adquiere la forma de una confesión o un expediente en el cual su narrador nos presenta, de la forma más objetiva posible, su encuentro con un extraño visitante que se sumerge en las costumbres españolas, sale con chicas y se habitúa al alcohol, tanto es así que deja que desaparezca la ventana que une nuestro mundo con el suyo y aparece muerto en el depósito de cadáveres, seguramente debido a las malas compañías. En un momento dado, el narrador y su colega visitan ese mundo alternativo que adquiere características de utopía: «El universo de Ulpi muestra como realidades palpables alguna de las más fantásticas hipótesis de esas novelas a cuya lectura soy tan aficionado» (Merino, 2001: 571). El siguiente relato, «Tertulia», está enlazado con el anterior pues comienza haciendo alusión a sus personajes: «Sin duda ese hombre es un loco —exclamó Julián—. Ha querido creer que el inmigrante que vivía en el inmueble abandonado era un ser de otro universo, para poder delirar recreando las novelas que tienen la manía de leer e ir imaginando las peculiaridades de unos pretendidos habitantes de galaxias lejanas» (Merino, 2001: 576). La estructura del texto recuerda a Obabakoak de Bernardo Atxaga y los filandones que reproduce Luis Mateo Díez. No obstante, el espacio en esta ocasión, como sucede en la mayor parte de los relatos del volumen, es Madrid, concretamente la tertulia de un café donde sus componentes van hilando unas historias y otras. La primera es la de Luis Carro, un hombre que se obsesionó por conseguir que su transporte, tirado por caballos, superara en velocidad al tren. En la segunda el narrador interno realiza una amplia descripción de una tienda de objetos de cuero en la que encontró un reloj que llamó su atención. A pesar del dinero que le ofrece a su propietario por su compra, este rechaza sus ofertas hasta que finalmente le relata la historia de dicho objeto: durante la guerra civil se comprometió con su dueño, un soldado, a mantenerlo colgado en ese sitio. En un segundo relato dentro de este relato, le va desgranando los detalles del misterio según los recuerda y le explica que un día el propietario falleció por una bomba, pero esa misma noche se le apareció en la tienda. Finalmente, el guarnicionero accede a vendérselo, aunque con el aviso de que pronto acudirá a devolvérselo. El contertulio, en ese momento, detiene su narración: «Es que no me vais a creer […] porque lo que sucedió es increíble» (2001: 595). Ante la sorpresa y enfado de los presentes que le reprochan el haberles hecho perder tanto tiempo, les acaba contando el sorprendente final. Mientras llevaba el reloj bajo el brazo vio cómo la ciudad se convertía en ese Madrid de posguerra y se le aparecía la imagen fantasmal del dueño original. El narrador del marco, intrigado por la historia, acude a la tienda y su nuevo propietario, un pariente del anterior, le cuenta que realmente el reloj era moderno pero que su tío se había empeñado en confundirlo con el que tiempo atrás le regalara un soldado. Cuando regresa al lugar de la tertulia, allí se encuentra a sus amigos a punto de comenzar el siguiente relato:

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«Vive muy cerca de aquí una señora mayor que se llama doña Paloma». Estas palabras enlazan con el siguiente texto titulado precisamente «Los espíritus de doña Paloma», en el cual una mujer entra en contacto con la santería y la utiliza para tener cerca a su hijo. Como se acaba de ver, la unidad de estos relatos no es excesivamente firme salvo en los tres textos que acabo de resumir. El lector atento puede encontrar algunos guiños más allá de esta tríada: en el relato final de este libro, una madre acude a un vidente para conocer el paradero de su hijo que ha caído en la mala vida, a pesar de que todo parece indicar que ha muerto, ella se obsesiona con su búsqueda hasta que lo encuentra metamorfoseado en un pájaro. Cuando el marido decide recluirla en un hospital y deja libre al canario, ella se lanza por la ventana reuniéndose con su hijo. Sobre el marido se da el siguiente detalle: «en la guarnicionería donde su padre trabajaba que era de un pariente», descripción que hace que lo identifiquemos con el personaje aparecido en «Tertulia». El anticuario de «Material silencioso» que acude a petición de la protagonista para tasar los objetos de valor de su tía que se acaba de suicidar, también podría tratarse del mismo que está presente en la charla de los amigos. Durante la venta de sus enseres la sobrina descubre unas cartas del tío, un amante de las plantas que, tras una etapa de raro comportamiento, había desaparecido misteriosamente. El lector tiene la sospecha de que se transformó en un árbol del jardín que la nueva dueña encarga arrancar impasible. El siguiente texto tiene igualmente un final abierto. El punto de partida recuerda la famosa historia de La ventana indiscreta de Hitchcock ya que el protagonista, mientras atiende el duermevela de su hijo, vigila desde su casa una «Fiesta» que ve en el edificio de enfrente. Este acontecimiento, además, lo observa con los ojos de un escritor ya que le sirve de inspiración para una hipotética historia: «El tema del relato serían aquellos jóvenes celebrando una fiesta en el piso abandonado y ruinoso, propiedad de algún familiar, sintiéndose completamente libres e impunes» (Merino, 2001: 510). Acodado en el alféizar contempla cómo una pareja se asoma a una extraña puerta, se horroriza por su contenido, pero, al apagarse la luz y volverse a encender, descubre que han desaparecido todos los jóvenes de la fiesta sin que él los haya visto salir del edificio. Decidido, acude al piso de enfrente y se atreve a abrir la misteriosa puerta tras la que encuentra un cúmulo de huesos. Lo curioso de este personaje es que decide abandonar tranquilamente su hogar para adentrarse en lo desconocido. En ese punto el lector no puede obviar que el desenlace no puede quedar así, que seguramente algo tremendo le sucederá: «Salió al final descansillo y empezó a descender, en total oscuridad, las escaleras oleosas y crujientes» (2001: 517). Cerrando el conjunto de Cincuenta cuentos, Merino reunió varios textos de factura independiente: «Cuando el huésped se lo espera», «El adivino confuso», «La voz del agua», «Los frutos del mar», «El séptimo viaje» y la fábula «Artrópodos y hadanes». 87 En el primero, con un lenguaje cercano a la declaración judicial,  Todos ellos han sido analizados en Andrés-Suárez (1999).

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cuenta la historia de dos amigos, Ibáñez y Moreno, que se han reencontrado después de muchos años porque al segundo le persigue una extraña enfermedad consistente en la desintegración celular a partir del momento en que le entró una especie de angustia moral a causa de sentirse impune por sus delitos. En el proceso de su dolencia se ha percatado de que la literatura tiene un papel balsámico y por eso ha recuperado su antigua amistad de la Facultad. Un trasfondo metaliterario también recorre «El séptimo viaje» cuando el narrador se percata de que detrás de las historias del misterioso Sembá, un moro que se gana la vida arreglando bicicletas, están las famosas aventuras de Simbad el marino. En los dos siguientes —«La voz del agua» y «El adivino confuso»—, Merino construye dos complejos relatos en los que tienen mucha importancia los diferentes planos entre lo soñado y lo real. En «Los frutos del mar» un padre y un hijo salen de pesca y sacrifican a una sirena con total falta de escrúpulos como si fuera un pez cualquiera. Ninguno de los dos muestra una sorpresa extraordinaria por lo que la aparición de lo fantástico no altera su comportamiento. La fábula que da cierre al libro contrasta la actitud pacífica de los «artrópodos» frente a los «hadanes», símbolos de diferentes actitudes humanas. Como ya anticipé y se ha podido apreciar hasta el momento, en estos tres volúmenes junto con sus anexos, a pesar de sus diferencias, se observan algunas ideas que proporcionan una unidad de composición. Para Merino una de las modestas aspiraciones de los escritores consiste en proporcionar un medio para profundizar en las inquietudes del ser humano. Este afán se traduce en que la mayor parte de sus historias nazcan de un entorno realista lo cual hace que sus relatos se inscriban en lo que se ha denominado fantástico-maravilloso: «Por eso procuro en mis cuentos que la incertidumbre fantástica se produzca entre gentes obligadas a las rigideces y restricciones de la vida real» (2001: 18). Sus personajes, sobre todo en el primer libro, son adolescentes que inauguran su paso por el mundo para los cuales el hecho singular les supone un momento revelador («La prima Rosa» o «La casa de los dos portales», «Cautivos» o «El Edén Criollo» de 1989), aunque también utiliza seres solitarios («Valle de silencio» y «Expiación» de 1982) en los que lo extraño les interrumpe su aislada existencia («Los paisajes imaginarios» de 1989), o que se sienten nostálgicos de su pasado («La noche más larga» de 1982 o «La última tonada» de 1989 o «Bifurcaciones» de 1994). En Cuentos del reino secreto (1982) aparece por primera vez una investigadora perteneciente al mundo académico que está realizando su tesis doctoral («Zarasia la maga»), este mismo contexto lo reutiliza en «Las palabras del mundo» y «Del libro de naufraguios» (1989). Como ha señalado Ignacio Soldevila (1996), a partir del segundo libro son más frecuentes los intelectuales, por ejemplo, ese misterioso profesor Souto. El infortunado de «El derrocado» (1989) trabaja en un observatorio, y el responsable de «Para general conocimiento» (1994), en una clínica veterinaria. Entre estos aparecen varios personajes relacionados con el mundo de las letras («El caso del traductor infiel», «El viajero perdido» y «Un personaje absorto» de 1989).

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En cuanto a la importancia del entorno, ya en 1988 había reconocido: «confieso que en mi gusto literario están inextricablemente unidos lo sobrenatural de lo cotidiano y lo doméstico de lo horrible, de modo que no escribo nada que no se localice en estos territorios» (Merino, 1993: 467). Esto se traduce en el siguiente hecho: la literatura del escritor nace de unos contextos plenamente verosímiles y cercanos. Como se ha visto, los relatos del primer volumen, Cuentos del reino secreto están localizados en un espacio (León) propicio para la ensoñación. En sus páginas se reconoce el ambiente rural de las aldeas del interior con ríos, montañas y terrenos frondosos («El nacimiento en el desván» o «La prima Rosa») y los pueblos apartados donde todo es posible y donde las historias de espectros son perfectamente creíbles e incluso se asimilan («Madre del ánima»). En una aldea remota también tienen lugar los sucesos de «Buscador de prodigios» o de «Valle de Silencio», «Los valedores», «El museo» o incluso «Zarasia la maga». Otros están ambientados en alguna ciudad de provincias, es decir, esos espacios urbanos donde todavía quedan algunos resquicios de un lugar donde nadie es anónimo, pero que a la par son territorio de novedades y experiencias («El acompañante»), y donde todavía es plausible una historia como la de «Genarín y el Gobernador». En «La noche más larga» aparecen mencionadas algunas calles (Papalaguinda o Guzmán) y lugares (el río, el quiosco del parque) que el lector puede relacionar con la ciudad de León. A pesar de la familiaridad de estos ambientes, según David Roas, no «afecta a la dimensión fantástica de sus relatos» (2016b: 82). En Cuentos del Barrio del Refugio cambió a un paisaje madrileño donde la ciudad se convertía en el espacio perfecto para la pesadilla. Las reacciones ante los hechos extraños, en cambio, son muy diversas: aceptación, extrañeza, negación, horror, locura, explicación racional... La virtud del creador consiste en saber introducir este elemento y «mantener su verosimilitud en contra incluso de las convenciones de la lógica» (Merino, 2001:17). El autor tiene la responsabilidad de hacer que todo sea creíble, y el resultado es un producto plenamente literario. A pesar de todo, Merino considera que lo fantástico proporciona un terreno de libertad, supone una apertura a un mundo alternativo: «su profunda independencia, su falta de subsidianidad respecto a los datos, los hechos y las reglas del mundo exterior» (2001: 17). La conexión entre la literatura realista y la fantástica para él no solo es debida a la necesidad de preparar un buen contexto verosímil para la aparición de los fenómenos paranormales, sino porque en su experiencia él siente que la línea que divide lo uno y lo otro es muy delgada. En «La impregnación fantástica» (2002) plantea uno de sus sueños recientes: está de paseo por una ciudad y ve a sus amigos alejándose y dejándole al otro lado del río que solo puede sortear volando. Esta anécdota le hace reflexionar sobre cómo los diferentes ámbitos vitales también pertenecen a nuestra realidad. En literatura esto se ha traducido en que, en cualquier texto se han ido introduciendo técnicas como los saltos en el tiempo o «elementos misteriosos provenientes del sueño, la intuición, la mirada poética, la memoria» (Trabado Cabado, 2002: 28).

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De acuerdo con esto, en las páginas del libro lo onírico adquiere una entidad singular. En primer lugar, el relato titulado «El soñador» de Cuentos del Reino Secreto comienza con una expresión que puede inducir a la sospecha pero que cobra sentido al final del mismo: «Despertó en el más absoluto olvido de todo: de su identidad, del lugar en que se encontraba, de los objetos que le rodeaban entre la penumbra suave. Era como si acabase de aparecer en una realidad recién estrenada, sin pasado ni precedente alguno» (2001: 268). Se trata de un señor (pues así lo tratan) que observa desde lo alto de la colina cómo se abre una grieta en el terreno de donde emerge un hombre que está despertando. Esta imagen tan inquietante desaparece cuando todo se «disolvió sin remisión en la penumbra matutina de una alcoba» (2001: 273). En este caso la circularidad del texto, en donde aparece marcada la entrada en el mundo de los sueños y la salida, da sentido a su totalidad porque la escena queda explicada por la condición surrealista de lo sucedido. En cambio, en «Cautivos» de El viajero perdido, el mundo de los sueños y el de la realidad se funden y adquieren la misma naturaleza para el joven protagonista ya que siente que los encuentros amorosos con su hermosa vecina tienen un valor tan real que los encuentra plenamente satisfactorios. En el texto de «Viaje interrumpido» de Cuentos del Barrio del Refugio, explicado anteriormente, lo soñado acaba teniendo el carácter de premonición del funesto final. Uno de los textos donde mayor importancia adquiere esta dimensión pertenece a ese anexo final, «El adivino confuso», que parte de la historia bíblica de José. El protagonista comienza sintiéndose contrariado por su propia realidad «a veces despertaba en él la memoria de otros espacios» (2001: 721). Se trata de un patriarca centenario con una abundante progenie que, a pesar de que la gente confía en su interpretación de los sueños, sufre por su inmensa impostura dado que realmente se basa en intuiciones para extraer sus explicaciones. El argumento transcurre en paralelo al conocido pasaje del Antiguo Testamento: la explicación de la historia del copero y del panadero, la predicción de los siete años de sequía y siete de bonanza... Pero un día se acerca a él un hombre que le cuenta haber soñado una higuera con una cisterna y un chorro de sangre. Por primera vez el adivino no logra interpretar la imagen. Esa noche tiene una pesadilla en la que sus hermanos lo dejan tirado en el fondo de una cisterna donde pierde el conocimiento y, al despertar, recuerda la vida de un longevo patriarca. En este momento Merino hace una pausa, hay un salto de párrafo y comienza de nuevo —«Despertó» —, para a continuación seguir con la versión del anciano: «Le acometió entonces una sospecha inesperada: que el espacio del sueño fuese precisamente aquel mismo que le parecía sentir a su alrededor con los dilatadísimos años de vida que creía recordar como una verdad única, consecuente y palpable» (2001: 733). Sobresaltado decide darle veinte monedas de plata al hombre para que compre a un muchacho que encontrará junto a unos pastores en el fondo de una cisterna. A partir de ese momento, el relato se cierra con un texto presentado en cursiva porque se produce un cambio de enunciador; el sujeto del encargo expone cómo salvó a un chico que se convirtió en consejero del faraón. De nuevo, Merino ha hecho un salto circular

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en el tiempo narrativo, el principio de una historia es el final de otra y además ambas se implican entre sí. Otra de las características que impregnan la obra de Merino consiste en «que une la tradición oral, folclórica, que le ha suministrado la afición a oír y contar relatos y, por otro lado, una formación literaria» (Díaz y González, 2002: 190). Efectivamente, se percibe que los textos del escritor se nutren de las historias transmitidas de generación en generación, de los cuentos de hadas y de fantasmas, de los motivos románticos, así como de las invenciones que engarzan con la cultura hispanoamericana. Por esta razón, mientras en el primer libro se apreciaba sobre todo la influencia de la tradición del norte de España, ya a partir del segundo (tal y como reconocía el propio autor), aparecían relatos de raigambre latinoamericana. Merino une todos los esquemas y modelos de lo fantástico pues, como buen conocedor de las teorías existentes, ha puesto siempre en tela de juicio a aquellos que insisten en que nació en el siglo xix y ha defendido que se ha dado desde el comienzo de la Literatura: «Entre los especialistas […] hay propensión a hacer coincidir lo que hemos dado en llamar “fantástico” con el nacimiento de cierta modernidad […]. Para poder comprender lo endeble de esa teoría sería suficiente leer los diversos y divertidísimos relatos de un escritor del siglo II, Luciano de Samósata, que jugó con lo fantástico con una ironía muy consciente y actual» (Merino, 2002: 26). 88 En los relatos hasta aquí descritos se aprecian ciertas tendencias, ciertos ejes transversales que han llamado la atención de la crítica. 89 En el año 2002 el propio autor estableció una «clasificación personal de los temas que pudieran comprender la panoplia de lo fantástico» (2002: 28), en la que distinguía entre los relatos sobre: a) los entes fantásticos, b) los atributos y situaciones fantásticas y c) los espacios y tiempos fantásticos. En las siguientes páginas agruparé los cuentos de Merino siguiendo su mismo criterio. Al primer grupo pertenecerían todas esas historias de fantasmas que se han ido describiendo, como el soldado de «El desertor», el divertido «Genarín y el Gobernador» ánima de las noches borrachas de la capital, la te88   Merino se hace eco de las teorías de, por ejemplo, Roger Caillois quien en 1970 trazó una historia del género en varias etapas: 1) los cuentos de hadas, 2) la literatura fantástica propiamente dicha (la del siglo xix) y 3) la ciencia ficción (1970: 11-24). Para este teórico, lo fantástico propiamente hablando es un fenómeno que tiene un auge decimonónico, su nacimiento está relacionado con la aparición del racionalismo en el siglo xviii: «No podría surgir sino después del triunfo de la concepción científica de un orden racional y necesario de los fenómenos, después del reconocimiento de un determinismo estricto en el encadenamiento de las causas y de los efectos» (Caillois: 1970: 11). 89   Ignacio Soldevila en 1996, a raíz de la publicación del libro de 1994 (Cuentos del barrio del Refugio), reconoció la recurrencia de siguientes fenómenos paranormales: a) Cruce (o irrupción) del mundo ficticio en el mundo real b) Cruce (o irrupción) de sueño y realidad c) Apariciones de ultratumba (algunas con poder transformador de la realidad) d) Irrupciones o cruces, en un espacio temporalmente determinado, de seres o cosas de otros tiempos o de otros espacios e) Duplicación o posesión de personas f) Apariciones o interpretaciones de seres sobrenaturales (diablos, espíritus malignos, monstruos míticos, extraterrestres...). Ana-Sofía Pérez Bustamante (1998) también había distinguido dentro de ellos, al ocuparse exclusivamente de Cuentos del reino secreto, tres recursos diferentes: interferencias espacio-temporales, interferencias entre lo humano y lo no humano y la colisión entre la realidad objetiva y la subjetiva.

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rrorífica y vengativa aparición de Don Pedro intentando recuperar «El anillo judío», el hijo preocupado por la dentadura de «Madre del ánima», o el fantasma defensor de «La torre del alemán» capaz de expulsar a los que se acerquen a ese lugar. Todos estos espectros pertenecían a Cuentos del reino secreto ya que esta temática es nula en el siguiente volumen. En Cuentos del barrio del Refugio retoma las apariciones sobrenaturales con el padre omnipresente de «La costumbre de casa», la compañera amada de «Viaje interrumpido» y el dueño protector del reloj de «Tertulia». También pertenecerían a este conjunto, donde lo sorprendente es un ser extraño, la presencia diabólica, juguetona y humorística de «Los de arriba», o la aparición maligna de «El enemigo embotellado» (1982) y «Los espíritus de Doña Paloma» (1994). En el primer libro bajaba esa fantástica palloza sorprendiendo al «Buscador de prodigios» y en el tercero ese curioso extraterrestre de «Para general conocimiento». Otros seres fantásticos son ese hombre, oscuro presagio de la muerte, que se convierte en «El acompañante» (1982), o la negra sombra que persigue al protagonista de «La última tonada» (1989), o la personificación del agua de «El Edén criollo» (1989). También a este bloque pertenecerían esas inquietantes apariciones del doble que suceden en «Zarasia la Maga» (1982), en el cual una investigadora se ve reflejada en el espejo convertida en la imagen aterradora de una anciana y «El derrocado», donde el protagonista sufre la sustitución completa de su vida por otro (1994). 90 El autor ya en 1985 le confesaba a su amigo Luis Mateo Díez cómo le atraía tratar la identidad: «es el gran tema de nuestro tiempo». En esas palabras Merino explicaba también que este asunto estaba muy relacionado con «el doble [y el] apócrifo» pues ambos implican su pérdida. Por otra parte, en 1995, Merino presentó un artículo sobre el tema en el cual señalaba que: «En el mundo de las creencias populares, es un aviso de nuestra muerte cercana. En el de la literatura es un adversario interno que acaba venciéndonos» (106). 91 El protagonista de «El caso del traductor infiel» (1994), a la hora de hacer su trabajo, se apropia de las obras de una escritora de best sellers y, como si fuera el responsable de esas páginas, añade detalles y cambios de estilo. Por otro lado, el narrador ha utilizado frecuentemente ese personaje Souto que ha ido repitiendo a lo largo de su obra más allá de sus relatos y que se ha convertido en su máscara ficcional (Roas, 2010a: 75). El segundo grupo de textos fantásticos sería el relacionado con «atributos y situaciones fantásticas». Los primeros pueden darse en «objetos, muebles, espejos, armas, cuadro, piedras, relojes, anillos, pociones, ungüentos, conjuros, libros, orde Rebeca Martín (2007) analizó por extenso la utilización del doble en los relatos de autor, concretamente en La orilla oscura (1985), en las novelas cortas de Cuatro nocturnos (1999), «El misterio de Vallota» y «La Dama de Urz», en «El fumador que acecha» de Cuentos de los días raros (2004) y en el microrrelato «Divorcio» publicado inicialmente en 2003 y reaparecido en Cuentos del libro de la noche (2005). Del volumen estudiado en estas páginas se detuvo en «El derrocado» (perteneciente a Cuentos del Barrio del Refugio de 1994) pero no apuntó el caso de «Zarasia la maga». 91   Este ensayo luego lo recuperó en «La sombra en el umbral» aparecido en su libro: Días imaginarios (2002). En este texto cito la primera versión. 90

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nadores» (Merino, 2002: 28). El autor en su narrativa no recurre excesivamente a estos procedimientos, incluso «Tertulia» (1994), la historia del reloj, acaba realmente demostrando que detrás no tiene ningún oscuro secreto. El edificio donde se conservan los objetos que ha recibido el protagonista de «El museo» (1982) le impide escapar, las estatuas cobran vida en «Los valedores» (1982) o los mecanismos imponen su mandato en «Del libro de naufragios» (1989) y los textos que lee el preocupado personaje de «Los libros vacíos» (1994) han cambiado sus propiedades. Hay que aclarar que cuando el autor menciona «las situaciones fantásticas» realmente se está refiriendo a la «construcción de atmósferas inquietantes» y que por ello «el énfasis en ciertos atributos de las cosas ya no pertenecen en exclusiva al género» sino que ha invadido la literatura «canónica» (2002: 28-29). Dentro de este conjunto cabría pensar en todos esos cruces entre la ficción y la realidad que permite también la metaficción en «El viajero perdido» o «Un personaje absorto» (1989) o incluso «El caso del traductor infiel» (1994) en el cual parece que se van a cumplir los designios escritos. En cuanto a la utilización de ciertos espacios «como centro dramático», del mismo modo que «hizo Kafka» (2002: 28), Merino parte, como ya se vio, del ambiente rural, solitario, agreste donde lo extraordinario es posible (Cuentos del reino secreto) para luego también incurrir en ese territorio urbano y desalentador (de Cuentos del Barrio del Refugio) que permite que sus protagonistas de vida anónima y solitaria se enfrenten a sus miedos, e incluso incidir en un espacio mítico y telúrico (como el de «La voz del agua»). Por último, a este tercer bloque pertenecerían todas esas irrupciones entre el mundo ficticio y el real de sus Cuentos del Reino Secreto («El nacimiento en el desván», «El soñador» o «El niño-lobo del cine Mari»). También estarían incluidas las apariciones en esta realidad de personajes pertenecientes a otros momentos históricos («La tropa perdida»), además de los saltos en el tiempo («La noche más larga» y «Expiación» de Cuentos del reino secreto). Importante es el quiebro que se produce en aquellos donde además se abren otras versiones de la historia («Bifurcaciones» de 1994 o «La voz del agua» de 2001). Incluso podría englobar a los textos en los que se produce un salto en el espacio (como en «Oaxacoalco» de 1989), o hacia otros mundos posibles como el del extraterrestre de «Para general conocimiento» (de 1994). Gracias este recorrido por el volumen Cincuenta cuentos y una fábula de Merino se han podido percibir la gran diversidad de representaciones de lo fantástico. Entre estos relatos hay ejemplos de personajes aterrados junto a otros que aparentan o demuestran una absoluta aceptación de la realidad alterada que les rodea. Los textos de Merino atrapan por su construcción narrativa sólida, sin resquicios, donde el hecho sorprendente se inserta con total verosimilitud. Las recurrencias temáticas y de personajes, lejos de transmitir la sensación de monotonía, sirven para que el lector conecte unos fragmentos y otros en un entretenido juego intertextual.

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Los misterios de las noches y los días de Juan Eduardo Zúñiga Este escritor, mencionado en el apartado anterior (vid. apdo. 4.3 del cap. III), sorprendió en los noventa con Los misterios de las noches y los días (1992), un volumen que supuso un cambio de registro al alejarse de ese realismo impregnado de una expresión innovadora que le había caracterizado hasta la fecha. El libro estaba compuesto de cuarenta relatos, muchos de ellos de dos a cinco páginas (por lo que se acercaba al microcuento). El lector, debido a la brevedad de estas composiciones, debe entrar y salir en unas historias en las que no tiene la oportunidad de recrearse, sin embargo, Zúñiga logra que haya una atmósfera común en todos ellos gracias a la utilización de un mismo espacio y un momento histórico. A pesar de no estar explicitado concretamente, uno imagina que todos los relatos tienen lugar en Rusia o en un país eslavo (la afición del escritor por este mundo tienen mucho que ver con esta identificación). 92 Entre unos y otros se mantiene ese entorno urbano que describe el narrador de «El soldado»: «Ya muchacho, recorría todos los barrios y cumpliendo modestos trabajos, llegó a conocer los grandes edificios, los palacios que bordeaban los canales y miraba asombrado las grandes cúpulas de las iglesias, los puentes de piedra sobre el río y los parques sembrados de flores y estatuas» (1992: 21). Además, en algunos textos Zúñiga recurre a esos lugares tan románticos y llenos de simbolismo como son las ruinas («El perdón») o los cementerios («El cazador»). Por otra parte, también existe una unidad en la recreación temporal ya que se describe un mundo donde la comunicación se hace por carta, se esconden las misivas en misteriosos secreteres, la gente se traslada en coches de caballos, y los conflictos se resuelven en mortíferos duelos... En este contexto la llegada de una feria, como sucede en «La barraca» o en «El bisabuelo», supone la irrupción de lo extraordinario. En el primer caso, el personaje se encuentra rodeado de unas figuras siniestras y hermosas que no llaman su atención, hasta que descubre que debajo de sus vestimentas vibra su respiración, y que representan a las mujeres de su pasado. En el segundo caso, un joven, después de leer el origen heroico de su familia, cree reconocer a su bisabuelo entre el grotesco elenco de artistas. En general, en estos relatos, la mayor parte de los protagonistas son ociosos nobles como sucede con este «conde» del último ejemplo o esa «duquesa» de «El secreter». Estos personajes, pertenecientes a un entorno intelectual refinado, en algunas ocasiones se enfrentan a lo misterioso del mundo de los zíngaros. En esos relatos el ambiente rural es sinónimo de una vida más independiente y salvaje. En «La gitana», el esposo encuentra a su mujer mirando extasiada a un hombre pero, cuando se enfrenta a él, descubre en sus ojos a los de su mujer, que ha sufrido una transfiguración y se ha convertido en una hermosa morena que reivindica su libertad. El amor imposible y pasional domina la historia de «La canción» donde un cazador conoce a una bella gitana de la que se enamora sin necesidad de usar palabras, fascinado por su voz y por la esbeltez de su figura. Entre 92  Además de los libros de ensayo apuntados anteiriormente, Juan Eduardo Zúñigo también fue autor del prólogo a los Cuentos completos de Chéjov (1962).

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ellos, con el paso del tiempo, se establece una relación pero, la noche que quedan para el primer encuentro amoroso, ella no acude a pesar de que él escucha su canto. Por la mañana descubren su cadáver, demostrando la imposibilidad de su unión. En cambio, en «La bruja», esta es una fuerza irresistible y maligna que arrastra al tío del narrador en un sortilegio espantoso que le hace volverse invisible. Un influjo maligno semejante sucede en «El embrujo» donde el protagonista se siente atraído por una mujer que le convierte en un hombre atado a su caballo. Zúñiga en estas páginas utiliza algunos tópicos de lo fantástico que incluso repite. Por ejemplo, entre los cuarenta relatos hay cinco casos de transformación del ser humano en piedra o humanización de lo pétreo. En «La esfinge», un muchacho contempla una estatua que le habla y, conforme va pasando el tiempo, se la encuentra en todos los lugares importantes de su vida, hasta que acaba convirtiéndose también en una escultura. En «El quiosco», una mujer es hallada por el marido en vergonzoso adulterio quien prende en llamas tanto al lugar del amoroso encuentro como al culpable, así ella en su huida se transforma en estatua para simbolizar el amor eterno. En tres ocasiones el cambio es el contrario ya que la piedra acaba adquiriendo propiedades humanas. «La madre» habla con una estatua de un general a la que maldice por representar la guerra, después de años injuriándola día a día, consigue quitarle a la figura todo el vigor y la fuerza, como si le afectaran sus comentarios, hasta que cobra vida y abandona su lugar en la plaza. «El ángel» baja de su pedestal para acercarse a una mujer que está enamorada de él, pero una vez a su lado, no la puede mirar a través de sus ojos pétreos. El desenlace es trágico: «Ya nunca más buscaría el amor, ni el ángel bajaría al suelo» (1992: 42). Por último, en «La prisionera», una primera persona observa a una bella mujer a la que no puede alcanzar pues se trata en realidad de una esbelta talla. Otro aspecto que dota de unidad de lectura a estos relatos es la frecuente utilización de un narrador en tercera persona que observa los hechos con una omnisciencia lírica bastante prudente con el uso de la subjetividad. Esta voz expresa la sorpresa, el horror y el dolor de esos personajes, sin demostrar opiniones ni creencias. Tan solo en seis textos del conjunto aparece una primera persona («La esposa», «El amigo», «La bruja», «La canción», «La prisionera», «El embrujo»). Estos protagonistas no siempre se enfrentan a hechos fantásticos pues en ocasiones lo que contemplan a su alrededor ya contiene suficientes dosis de horror. Por ejemplo, en «El cuchillo», el personaje descubre en una esquina de un café el encuentro violento entre dos carniceros que se enfrentan al margen de su entorno. Desconcertado se sorprende de que nadie más se percate de la escena hasta que cruza su mirada con la cantante y se da cuenta de que ella también está viendo el mortal encuentro. En «El bisabuelo», la sorpresa es provocada por algo inadecuado pero que no es en absoluto horripilante: al narrador le inquieta la visión de un noble pariente dentro de una caseta de feria. A medio camino entre lo fantástico y el relato realista está «El anónimo» pues un marido recibe unas misteriosas misivas en las que su mujer es acusada de infidelidad. Al final se descubre que ha sido él mismo el culpa-

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ble de esos escritos venenosos, por lo que se mira en un «espejo» y mata al responsable, a esa figura que le devuelve el cristal pero que es su propia persona. El inquietante, pero no inverosímil, tema del doble aparece en «La pianista» en el cual un hombre sale de paseo y se encuentra a una mujer tocando el piano en la que reconoce al ser amado. A pesar de estos casos de dudosa fantasía, en la mayor parte de los cuentos predominan los motivos de lo fantástico romántico relacionados con la muerte. La figura visible que acompaña al escritor idolatrado por el narrador de «La esposa», y con la que comparte complicidad literaria, resulta ser un fantasma. También irreal es la mujer que aparece en «La muerte» y que atrae a un anciano. El título indica que probablemente sea la representación de su cercano final. En el caso de «La rosa», un joven estudiante se enamora de una mujer hermosa a la que ve día tras día tras la ventana de un carruaje. Cuando logra alcanzarlo, se encuentra dentro de él únicamente una flor. Lo interesante del texto es que retoma el tópico del paso del tiempo ya que en esa búsqueda de la belleza han transcurrido los años y se ha convertido en un anciano (detalle que se implica porque su mano ya está «sarmentosa») (1992: 122). En «El estuche», la protagonista descubre las joyas que guardó su abuela en una cajita, para que no fueran objeto de rapiña, gracias a la visión de la anciana en un espejo. Pero los relatos de Los misterios de las noches y los días no solo están recorridos por espectros, entendidos como visiones de un ser humano que el imaginario popular ha hecho evanescente, sino también por seres que vienen del más allá para cumplir algún designio. Así el espíritu atormentado de una muchacha, asesinada por «El jugador», se le aparece a este en la partida de cartas en la que se está gastando las joyas por las que fue víctima. Una mujer, que olvidó una promesa, recibe la visita de «La mano» de su antiguo amante. Aunque ningún miembro de la familia se atreve a decir que ven «La sombra», al final lo acaban confesando todos. A partir de ese momento la madre se apena por tener que reconocer esa presencia que está acompañada del llanto de un niño (cuya historia aparece sabiamente elidida). El argumento de «La venganza» está rodeado de literatura; el protagonista es un escritor que, excesivamente obsesionado por su obra, no le dedica ninguna palabra hermosa a su acompañante ni se percata de su degradación física. Cuando se entera de su muerte, se da cuenta de que en su manuscrito faltan todos aquellos párrafos que redactó en su presencia. En un momento dado se le aparece la figura de la muchacha y comprende que debe llevar a cabo un bello resarcimiento. Poco a poco va recomponiendo esas líneas de amor y se las va dedicando. En «La cruz», el señor visita a su criado desde ultratumba en horrorosa presencia: «Se abrió la portezuela, bajó su amo pero le pareció ser un hombre distinto: habían cambiado las facciones, la forma del cuerpo, y a la luz del farol, vio sus ojos dilatados, fijos, inmóviles. Le tendió una mano y el portero comprendió lo que había en ella, era la cruz que se la devolvía» (80-81). Una transformación fantasmagórica y terrible les sucede a los pasajeros de «El coche», con el que se desplazan después de un duelo y que les conduce por un espantoso viaje. También simbólico es el relato de «La novia», asesinada por el frustrado aman-

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te en un incendio tras su boda, se acerca a su asesino y, tras un espectral beso, se desvanece en cenizas. En dos ocasiones el reencuentro con alguien que ha pasado a la otra vida es la premonición del propio deceso. Así «El soldado» ve a su madre el día de su última batalla y el protagonista de «El regreso» escucha las voces de su pasado conforme va caminando por su ciudad hasta que llega a su casa, donde se encuentra con todos sus familiares fallecidos. Estas visitas después de la muerte no siempre están acompañadas de horror, a veces simbolizan algo hermoso como el amor más allá de los límites humanos. De este modo en «El secreto» una muchacha disfruta de la eterna compañía fantasmal de su amado, o el cadáver de «La bailarina» recibe el beso enamorado con mejillas cálidas, y «La camisa» transmite las experiencias de una pasión erótica. En «El secreter», cuando la protagonista quema las cartas de su antiguo amante, ya muerto, comienza a oír su voz y sus promesas hasta el punto de querer reunirse con él. En estos dos últimos relatos aparecen sendos objetos mágicos que cobran propiedades sobrenaturales, un motivo plenamente romántico que es utilizado en otros textos: una lámpara no deja de lucir («El perdón»), «El reloj» transmite su tic-tac a toda la casa, las prendas sanadoras no logran resucitar a «El ahorcado» o el anillo de «El talismán» protege a su dueño de casi todos los peligros y una pluma de madera emite una extraña sensación para que la nieta encuentre «El estuche» con las joyas de su abuela. Por último, en «El retrato», dos acuarelas que representan a una mujer (la madre del protagonista) y a un hombre, en cuanto son separadas, provocan la aparición del espectro de la primera, que no se desvanece hasta que vuelven a estar juntas las dos imágenes. Los relatos de Zúñiga derrochan una lógica fuera de esta época donde las culpas tienen sus consecuencias, en la que existe cierta justicia divina aplicada por esos espectros inmisericordes. Detrás hay un fuerte sentido del equilibrio. El amor, pasional o idealizado, acaba siendo el motor de muchas historias que adquieren además un tono lírico, sobre todo por su simbología y por los finales inconclusos. Cristina Fernández Cubas: El ángulo del horror y Con Agatha en Estambul El libro Mi hermana Elba de Cristina Fernández Cubas ha sido citado como un hito en la evolución de lo fantástico en los ochenta (Martín Nogales, 1994: 45; Roas, 2016a: 25). Aunque la escritora ha persistido en esta tendencia, no se puede reducir su producción bajo esta etiqueta porque para ello habría que abrir el concepto a lo extraño, tal y como ya sugirió Ángeles Encinar (1995). En efecto, para la autora catalana tal término ha sido excesivamente empleado: «creo que se ha abusado bastante de la palabrita. Todo lo que no sea un reportaje, una fotocopia de la supuesta “realidad” se convierte automáticamente en “fantástico”. Se olvida a menudo que por la noche, durante unas horas, todos somos fantásticos. Los sueños forman parte de nuestra vida» (Beilin, 2004: 132). De estas declaraciones se implica que está in-

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teresada en lo inquietante, es decir, en lo que desencadena en el lector una sensación de zozobra y desasosiego y ello no tiene por qué proceder de un ser sobrenatural o una experiencia terrorífica. Buen ejemplo de esta manera de entender esta literatura es «La ventana del jardín» de aquel primer libro, donde partía de la normalidad para llevarnos a una sorpresa diferente. 93 El narrador visita a unos amigos que viven apartados en el campo y cuyo hijo no puede asistir a la escuela debido a una grave enfermedad que lo mantiene recluido en la casa. Él pide conocerle, pero sus padres aducen que está dormido. Por la noche va a verle a escondidas y se da cuenta de que el lenguaje del niño no es normal, tiene unos significantes asociados a referentes totalmente alejados de lo habitual. La duda le asalta y piensa que lo tienen confinado. Cuando llega el coche con el que podrían escapar, el niño aparece enfermo y con fiebre. Para sorpresa del narrador, el chófer le pregunta por el muchacho utilizando ese curioso nombre que ha oído por la noche «ollita», de forma que su hipótesis del encierro se ve invalidada, pero, a pesar de todo, le inquieta el saber que el caso del niño es conocido por más gente. Otro ejemplo en el que no hay ninguna aparición ni objeto mágico sino la incertidumbre de la amenaza del doble o de la locura es «Lúnula y Violeta». Se trata de las notas de una escritora que se ha puesto de acuerdo con una amiga para vivir juntas. A lo largo del texto nos creemos la existencia de las dos, aunque al final nos sorprende que todo haya sido una construcción coherente y verosímil de su mente. Por último, en el relato que da título al libro, la narradora retoma el diario que escribió cuando su hermana y ella entraron en el colegio de monjas tras la separación de sus padres. Gracias a su lectura, recuerda cómo su hermana tenía un don para manejarse en ese mundo. Sin embargo, al año siguiente, sus padres no permitieron que Elba fuera al colegio a causa de cierta deficiencia mental. Cuando llegó el verano, ella se avergonzó de su hermana, había madurado y habían cambiado sus intereses. Ya adulta, al leer su diario, descubre que llegó a darle más importancia al beso del chico que le gustaba que a la muerte de su hermana al caerse por un balcón. Estos relatos, sin ser profundamente fantásticos, demuestran que no son necesarios horrores ajenos a este mundo para traer el desconcierto, tal y como ha señalado Ángel García Galiano, para estos personajes es suficiente «lo que la realidad les ofrece desde este lado, el de la vigilia» (2004: 171). En su siguiente libro, Los altillos del Brumal (1983), Cristina Fernández Cubas recurrió a la tradición de los relatos orales. De hecho, el primero de ellos no se podría entender sin tener en cuenta el sustrato de las historias sobre lo diabólico y la brujería. En él la protagonista recuerda que su padre era de un pueblo del que casi nunca hablaba. Un día recibe una mermelada de ese lugar, Brumal, para que la receta sea incluida en el libro de cocina que está confeccionando. Cuando llega al pueblo, casi en ruinas, el párroco le dice que en el altillo de la iglesia encontrará los materiales que le interesan. Al quedarse sola rememora las extrañas canciones que las niñas 93  La autora ha reconocido que este fue su primer relato publicado, antes incluso que «Mi hermana Elba» (Nichols, 1993: 69).

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entonaban al revés. Cuando se despierta de su ensoñación, se percata de que el sacerdote la ha encerrado, así que intenta escapar por la ventana. Tras una estancia en el hospital, se da cuenta de que misteriosamente no existe ningún registro del lugar. Desde allí escribe lo que le ha pasado, reprochando a su madre la infancia perdida: «Y es que nunca entendiste nada, Madre. Confundiste nuestros juegos de niñas con algo poderoso e innombrable de lo que pretendías huir. ¿Creías acaso que vistiéndote al revés conjurabas algún peligro? Juegos de niños. De poco te sirvió eliminar un sutil personaje de las historias de hadas y prodigios que me contabas de pequeña, porque ese personaje maldito estaba en mí, en tu querida y Adorada Adriana» (1990: 186). 94 El lector no puede estar seguro, en ningún momento, de lo que ha sucedido en realidad y de esa asociación insinuada entre el pueblo y lo diabólico pero, tal y como la escritora ha aclarado, esta elipsis es totalmente premeditada: «creo que ya hay unos elementos puestos ahí para que el lector se forme su opinión. Incluso el hecho de que la palabra “alquimia”, o “brujería”, o lo que sea, no esté mencionada ni una sola vez no es casualidad» (Nichols, 1993: 68). En esta entrevista explicaba la intención de la madre: «Se supone que los cuentos que le contaba de pequeña eran aburridísimos. Solamente existía el bien en esos cuentos. Había eliminado, digamos, el mal, para decirlo de alguna manera» (Nichols, 1993: 69). Mientras en «Los altillos del Brumal» la protagonista con perspectiva de adulto indaga en sus recuerdos de infancia para rastrear la existencia de ese lugar misterioso en su memoria, en «El reloj de Bagdag», la narradora también recuerda el mundo, pero traslada al lector su enfoque infantil. Este relato, tuvo, tal y como reconoció la escritora, un germen real: «Olvido, que nunca se llamó Olvido, es un poco trasunto de una señora que me cuidó de pequeña, que se llamaba Antonia García Payés, y que me tenía absolutamente enloquecida con sus historias, a mí y a sus hermanas» (Nichols, 1993: 59). Al igual que la autora, la protagonista también señala sentirse fascinada por los relatos que le contaban sus niñeras, poblados de seres sobrenaturales que ella aceptaba ciegamente: Nunca las temí ni nada hicieron ellas por amedrentarme. Estaban ahí, junto a los fogones, confundidas con el crujir de la leña, el sabor a bollos recién horneados, el vaivén de los faldones de las viejas. Nunca las temí, tal vez porque las soñaba pálidas y hermosas, pendientes como nosotros de historias sucedidas en aldeas sin nombre, aguardando el instante oportuno para dejarse oír, para susurrarnos sin palabras: «Estamos aquí, como cada noche». O bien, refugiarse en el silencio denso que anunciaba: «Todo lo que estáis escuchando es cierto. Trágica, dolorosa, dulcemente cierto». Podía ocurrir en cualquier momento. El rumor de las olas tras el temporal, el paso del último mercancías, el trepidar de la loza en la alacena, o la inconfundible voz de Olvido, encerrada en su alquimia de cacerolas y pucheros: —Son las ánimas, niña, son las ánimas. Más de una vez, con los ojos entornados, creí en ellas. (1990: 115). 94   En 1990 Cristina Fernández Cubas publicó sus dos primeros libros de cuentos de forma conjunta. A partir de este momento voy a citar por esta edición.

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Un día su padre compra un reloj magnífico pero que aterroriza a las criadas, como si se tratara de un objeto diabólico, pues ambas desean que desaparezca de allí. Unos días después la hermana menor, Matilde, se va de casa y, al poco, la mayor fallece. Tras un tiempo arde la casa en un misterioso incendio, como si fuera resultado de un maldito designio, a causa de ello el padre intenta devolver el reloj al chatarrero que se lo vendió, pero este niega su pertenencia, y le aconseja que se deshaga de él. La noche de San Juan lo hacen incinerar y, alrededor de él la narradora ve el ánima de Olvido: «Ella estaba allí. Riendo, danzando, revoloteando en torno a las llamas junto a sus viejas amigas. Jugueteaba con las cadenas como si estuvieran hechas de aire y, con solo proponérselo, podía volar, saltar, unirse sin ser vista al júbilo de los niños, al estrépito de petardos y cohetes. “Olvido”, dije, y mi propia voz me volvió a la realidad» (1990: 129). En «La noche de Jezabel», la escritora reproduce el esquema de unos personajes que se reúnen en una casa para contarse unas historias. La narradora acoge a cinco amigos: Mortimer, Jezabel, Arganza, Óscar y Laura. Durante esa noche se relatan diferentes cuentos desencadenando diversas reacciones entre el auditorio. La joven Laura destaca por sus risas inapropiadas como por ejemplo cuando se describe la condición de los fantasmas. La originalidad del argumento consiste en dos cuestiones: por una parte, las narraciones insertadas recogen diferentes tipos de textos fantásticos, pero, a su vez, la historia marco implica un texto mataficcional, que sirve de reflexión sobre los tópicos del género, a la par que es en sí misma un cuento en el que se produce una aparición. 95 La ironía es evidente puesto que uno de los narratarios se cuestiona precisamente la vigencia de los relatos basados en lo espectral: «No podemos hablar de espíritus, espectros o fantasmas sin incurrir en un siempre deseable anacronismo. Actualmente, el más allá no necesita de apariciones tan fantásticas para manifestarse» (1990: 216). Este personaje defiende, haciendo alusión al famoso relato de Cortázar «Casa tomada», las historias donde predomina lo extraño: Los objetos, mal llamados inanimados y con los que solemos convivir sin atender a su indudable importancia, registra, con silenciosa fidelidad, la menor variación en nuestras emociones. […] Pero su resistencia, por denominarla de alguna manera, tiene un límite y hay momentos en que, sobrecargados de tensión, no tienen más remedio que rebelarse. (1990: 218).

La muchacha irreverente en realidad se trata de un espectro que ha sido confundido con la prima de Jezabel. En este texto hay que destacar que la escritora pretendió realizar un guiño a la obra del norteamericano: «Al fantasma no le gusta ninguna historia, todas le producen risa, menos un cuento de Edgar Allan Poe. ¡Ojo! No sabe quién es Poe, pero escucha “Un retrato oval”, que Jezabel narra como si le hubiera  David Roas parte de este relato para entender la producción fantástica de la autora ya que cada una de las historias enmarcadas en este contexto recoge una manera de entender lo fantástico (2016a: 28). 95

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ocurrido a una bisabuela suya, y dice que le ha gustado. Era una forma mía de rendir homenaje a Edgar Allan Poe» (Beilin, 2004: 131). Para David Roas (2016a: 30) el mencionado pasaje tiene dos objetivos: demostrar los gustos literarios de la escritora y reflejar una manera de entender lo fantástico donde no es necesario lo espectacular. A comienzos de la década de los noventa, Cristina Fernández Cubas volvió a tomar la cotidianidad realista para así incluir lo anormal en El ángulo del horror (1990). Según María Asunción Castro Díez en este libro «los acontecimientos muchas veces son secundarios y no alcanzan la relevancia que en cambio sí tiene ese cúmulo ambiguo de impresiones subjetivas a las que la prosa de Cristina Fernández Cubas va dando forma» (2000: 238). El relato con el mismo nombre que el libro resulta representativo sobre la forma de mirar el mundo que hay en el volumen. El hermano de la narradora, tras un viaje a Irlanda, llega afectado por un misterioso mal: no puede desprenderse de una insólita y horrorosa visión de la realidad y de sus seres queridos. Por eso no se atreve a enfrentarse a otra cosa que no sea la mirada cristalina de su hermana. Tras su suicidio, la narradora descubre estar contagiada por esa misma enfermedad del horror: Se restregó los ojos y miró a su padre. Era su padre. Aquel hombre sentado en la cabecera de la cama era su padre. Pero había algo enormemente desagradable en sus facciones. Como si una calavera hubiese sido maquillada con chorros de cera, empolvada e iluminada con pinturas de teatro. Un payaso, pensó, un clown de la peor especie... (1990: 114).

En una entrevista Cristina Fernández Cubas distinguía entre dos sensaciones: «El terror o una sensación que se pueda llamar “terrorífica”, tiene razón de ser en cuanto uno lo recibe como tal. Es decir, en cuanto te invade una emoción que puede llamarse terror, miedo, pánico o lo que sea. En cambio el horror es en sí mismo. Con independencia de cómo se reciba. Aunque lo puedas pasar por alto, ahí está el horror.» (Glenn, 1993: 360). Lo que les sucede a los personajes de este relato es que no pueden desprenderse de esa percepción puesto que han desarrollado una desagradable sensibilidad. En estos cuentos, tal y como ha señalado Marco Kunz (2004), predomina el tema del desdoblamiento de carácter y la inversión o sustitución de papeles. El más representativo es «Helicón» en el cual Mario, su protagonista, se enamora de Ángela a la que miente diciéndole que tiene un gemelo a pesar de la aversión de ella hacia lo doble. Un día, al salir a la calle, se la encuentra y, aunque le dice que es el hermano, la muchacha le besa. Este disparatado planteamiento acaba teniendo una explicación racional puesto que ella también tiene una hermana idéntica llamada Eva, que está un poco desequilibrada. —¿Sí? —dijo Ángela al otro lado del auricular. Parecía triste y abatida. No supe por dónde empezar y, como tantas veces en los últimos tiempos, me refugié en el silencio.

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—¿Marcos? —ahora en su voz había un deje de ilusión—. Porque eres Marcos ¿verdad? —No —dije con voz firme. Y pregunté por Eva. (1990: 52).

En Con Ágatha en Estambul (1994), la autora describe un mundo en el que las cosas en principio parecen tener cierta consistencia real, pero los personajes acaban descubriendo que detrás se ocultan pliegues de irrealidad, en el que el tema del doble tiene de nuevo un papel bastante importante. En el primer caso, «Mundo», la autora muestra la completa evolución vital de una mujer que ingresa en el convento siendo muy niña, pero con un pasado suficientemente oscuro como para sentirse atormentada y obligada a quedarse. Se trata de una historia con una estructura circular pues ella repite a las nuevas postulantas las mismas palabras que recibió nada más ingresar. En «La mujer de verde», la narradora, una ejecutiva, se siente obsesionada por una muchacha que se parece mucho a su formal, atenta y tranquila secretaria, Dina, e incluso en un momento dado las ve a las dos simultáneamente por lo que se queda perpleja: «de la imposibilidad de que la misma mujer se encuentre en dos lugares al mismo tiempo» (1994: 85). Hasta que un día se la encuentra en la calle, la toca: «Y entonces, mientras me descubro perpleja con un trozo de seda verde en la mano, un tejido apolillado que se pulveriza al contacto con mis dedos, ella se vuelve y sonríe. Pero no es una sonrisa, sino una mueca. Un rictus terrible. Y sobre todo un aliento. Una fetidez que me envuelve, me marea, me nubla los sentidos» (1994: 90-91). ¿Ha sucedido en un sueño o es fruto de la locura? Al final la protagonista se encarga de que todo encaje y se cumplan todos los detalles de su premonición: le compra a la muchacha un vestido verde y un collar iguales a los de su imaginación, y la asesina. El relato «Ausencia» comienza curiosamente en segunda persona: «Te sientes a gusto aquí. Estás en un café antiguo, de veladores de mármol y camareros decrépitos, apurando un helado, viendo pasar a la gente a través de la ventana, mirando de vez en cuando el vetusto reloj de pared» (1994: 153). La protagonista ha perdido la memoria en una cafetería, no sabe ni quién es, ni en qué día vive, o en qué país. Mira en su bolso y encuentra un nombre que no le es del todo desconocido. En este relato la narradora se observa a ella misma como una extraña ya que cuando recupera su vida, que no la memoria, y se sumerge en sus cosas, su agenda, su trabajo... se descubre tal y como es: Tal vez tú, Elena Vila Gastón, seas siempre así. Constantemente disgustada. Deseando se otra en otro lugar. Sin apreciar lo que tienes por lo que ensueñas. Ausente, una eterna e irremediable ausente que ahora vuelve sobre la agenda y tacha «Por la noche aeropuerto: Jorge». ¡Qué estupidez! ¿En qué estarías pensando? ¿Cómo se te pudo ocurrir? Porque si algo tienes claro en esta mañana en la que te cuesta tanto despertar, en la que a ratos te parece navegar aún por los trópicos tumbada en una hamaca, es que tu vida ha sido siempre gris, marrón, violácea, y que el

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día que ahora empieza no es sino otro día más. Un día como tantos. Un día exactamente igual que otros tantos. (1994: 170).

Cristina Fernández Cubas con los años ha seguido fiel a su mundo narrativo así en Parientes pobres del diablo (2006) reunía relatos de corte tradicional (como el que le da título) o «El moscardón» en el que la autora juega con los distintos niveles de realidad. Por último, en 2016 ganó el Premio Nacional de Narrativa gracias a La habitación de Nona. Juan Bonilla y la fantástica metaficción Este escritor se ha interesado por el realismo, de ahí que su nombre apareciera citado al hablar sobre el dirty realism (vid. apdo. 4.1 del cap. III), pero, por otro lado, su forma de escribir relacionando la metaficción con formas improbables de existir en el mundo hace que su mención haya sido también imprescindible en este apartado dedicado a lo fantástico. En su primer volumen, El que apaga la luz (1994), se aprecia una obsesión por jugar con la idea de la imposibidad supuesta, como sus propios relatos demuestran, de que la letra impresa, los libros, las palabras literarias, se transformen en realidad y afecten las existencias de sus protagonistas. En primer lugar, la historia de «La vida que ya había sido escrita» trata sobre un curioso personaje llamado «Jesús» que se volvió loco por leer en exceso las escrituras de Isaías y creerse en demasía ser el protagonista de esas historias. Este texto, de clara influencia cervantina y bíblica, da paso a otros juegos con este mismo tema. Un ejercicio semejante es el que lleva a cabo el protagonista de «Diario de un escritor fracasado» quien, en pleno proceso de crisis creativa, asume el reto de redactar un dietario anticipando su vida durante un año hasta el día de su suicidio. La absurda situación llega a su culminación cuando los editores no reconocen el valor de dicha obra literaria, pero se ve obligado a cumplir lo prometido. En estos dos relatos la literatura se acaba convirtiendo en vida. El desasosiego de sentir que se ha vivido dos veces lo mismo, es decir, de percibir ese famoso dejà-vu, aparece en «Una sensación incurable» y «Lo que Armstrong no contó en sus memorias». En el primer título el protagonista sufre al principio esa emoción de forma esporádica, pero poco a poco se convierte en tan predominante que no puede escapar de dicha angustia que describe poniendo el siguiente ejemplo: «Era como si Neil Armstrong, en el momento de poner el pie sobre la superficie lunar, fuese asaltado por la sensación de haber vivido ya antes ese momento» (1994:118). En el siguiente relato, el narrador es el «negro» encargado de redactar las memorias de, precisamente, dicho astronauta a quien describe como una persona angustiada por dos hechos. En primer lugar, por haber conseguido que toda la literatura en torno al viaje a la Luna dejara de ser una ilusión: «Armstrong asesinaría toda aquella inverosimilitud fantástica que la ignorancia de los poetas había hecho emerger de sus sueños»

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(1994: 131). Su segunda obsesión es que cuando llegó a pisar la superficie lunar allí encontró ya unas huellas (tal y como había predicho el personaje del texto anterior). Entre estos cuentos hay dos basados en hechos imposibles. En «El gemido de la culpa», la narradora nos confiesa que ha heredado una enfermedad misteriosa: su pareja le avisó siempre de que no podría tener hijos puesto que en su familia caía la maldición de oír el ruido horrible de la torre de Pisa en su caída. Aunque al principio le parece increíble, cuando se queda embarazada no puede huír de ese quejido interno. En «Las musarañas», el personaje también es condenado a permanecer en eterna vigilia cuando una noche contesta la llamada de alguien que dice pertenecer a una especie de banda de insomnes y que ha elegido su nombre al azar. Su siguiente libro, La compañía de los solitarios (1999), comienza con la siguiente cita de Miguel de Unamuno: «Nosotros somos los solitarios, y los solitarios todos se entienden entre sí. Sin hablarse, ni verse, ni siquiera conocerse. Me acompañan en mi soledad las soledades de los demás solitarios». Si en su primer volumen de relatos ya había tenido un importante papel la reflexión metaliteraria, en esta ocasión incide aún más en este aspecto, aunque las sombrías historias de los escritores protagonistas tienen algo más de grotesco que de fantástico. Tan solo el relato que le da nombre contiene un argumento basado en lo imposible. En él Andrei Platonov recibe la visita de un extraño hombre de negro que le invita a tomar una copa en una dirección en la que se cruza con Erik Satie o Virginia Woolf. La noche del Skylab (2000) ofrecía una versión ampliada de Las noches de Spinoza con el que en 1999 había ganado el Premio NH de Relato. Este conjunto estaba compuesto por historias descabelladas. En el texto del mismo nombre, los habitantes de una aldea rezan para que sobre ellos caiga una nave que, debido a un fallo, deriva en la órbita de la Tierra, y así poder cobrar las correspondientes indemnizaciones. Tristemente, aparecen en las noticias por el suicidio masivo de todos los aldeanos al no conseguir su deseo. «El profesor Vogtheim», conocido por sus alumnos como el «Doctor Narices», es un asesino que mata a aquellos muchachos de los que sospecha se convertirán en seres perversos, basándose en ciertas «revelaciones». Quizá el cuento más fantástico es «A veces es peligroso marcar un número de teléfono» donde el narrador pone en práctica la invitación propuesta en una greguería de Pedro Jesús Luque según la cual «el número del diablo era el 666». El relato conecta con esa tradición de argumentos fáusticos en los que el personaje principal consigue un pacto con Mefistófeles que, como sucede en la mayor parte de las versiones, acaba en una intensa frustración. En esta ocasión, el deseo del protagonista consiste en cambiar el instante en el que erró un penalti en su juventud y que marcó toda su vida. 5.3. Otras incursiones en lo fantástico Más allá de estas trayectorias, hay otros escritores que han hecho paradas en lo fantástico, aunque este no haya sido un rasgo predominante en su literatura. Por

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ejemplo, Juan Manuel de Prada en El silencio del patinador (1995) realizó dos incursiones con dos cuentos relacionados entre sí por las referencias fílmicas. «Hombres sin alma» tiene lugar en el cine de una ciudad balnearia llamada Melchina. Siguiendo el modelo del relato de suspense, el protagonista entra a ver una película protagonizada por Bela Lugosi: La legión de los hombres sin alma. Al principio no le extraña que el lugar no esté regentado por ninguna persona, ni sospecha que pase nada raro, hasta que se le acerca un hombre que le cuenta su historia: desde el primer día que entró, no ha podido escapar del magnetismo de ese lugar al que acude cada noche llevado por las miradas de los zombies que salen en la película. Según su teoría, los personajes le están quitando el alma a todos los asistentes, hasta el punto de que, una vez extraída la última gota de vida, los espectadores pasan al otro lado de la pantalla. Por otro lado, «Las manos de Orlac» remite a aquella famosa película de 1924 en la que un pianista, al que le han sustituido sus manos por las de otra persona, comienza a tener impulsos criminales. En la escena final, el narrador se encuentra con ese estrangulador que, según se rumorea, ha matado a tantas personas y al que todo el mundo llama «Orlac» (en alusión al argumento del film). El hombre le cuenta su trayectoria: se ha escapado porque es víctima de un complot ya que ha descubierto un método para convertir las «rubias» (pesetas) en monedas de oro. En este desenlace la interpretación fantástica, la que da el personaje, tiene una justificación en la locura aunque, en las últimas líneas, se abre una posibilidad: «Orlac abrió la mano enguantada y dejó caer al suelo la peseta ya transformada: relumbraba como las charreteras militares, como las estrellas ardientes, como el oro de muchos quilates» (1995: 20). Esta referencia a la película «Las manos de Orlac», en la que se cumple ese miedo a que los transplantes impliquen catastróficas consecuencias para sus receptores, es uno de los tópicos de la literatura fantástica. Detrás está la duda ante la ruptura de la unidad cuerpo-alma a través de la cirugía, un temor que recorre el relato de Ignacio Vidal-Folch «Transfusiones masivas de alma» de Amigos que no he vuelto a ver (1997). Hugo es un amigo del narrador que ha sufrido un importante trauma por el cual ha recibido varios implantes. Desde ese momento, su mujer percibe cambios sustanciales en su comportamiento de forma que tiene el temor de que la intervención médica ha tenido nefastas consecuencias. Puede decirse que Enrique Vila-Matas más que escribir relatos propiamente fantásticos en la senda de los repertorios tradicionales, lo que hace es escribir obras de dudoso realismo en las que, de vez en cuando, suceden hechos fantásticos. En su colección de doce Suicidios ejemplares incluye, por ejemplo, «Rosa Schwarzer vuelve a la vida». La protagonista es una vigilante de museo que observa todos los días el mismo cuadro. Su existencia es desgraciada así que, afligida, llora cada mañana por las exigencias a las que es sometida por los que le rodean. El narrador que cuenta la historia, y que se persona en el relato, tiene una omnisciencia fuera de lo común: «Yo sé que Rosa Schwarzer dijo eso en la duermevela de ayer y que también lo ha dicho en la de hoy, pero que a diferencia de esta mañana, ayer se despertó sin la con-

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ciencia de haberlo dicho, ayer simplemente comenzó a preparar el desayuno para su marido y los dos hijos, que le habían asegurado que, aun siendo laborable para ellos, iban a hacer un esfuerzo y se reunirían todos a la hora del almuerzo» (1991: 44). Una noche se encuentra con un hombre que conoce sus planes de suicidio y que le ofrece un botellín de cianuro. Se toma el líquido y en la sala del museo escucha una llamada desde el lienzo «El príncipe negro» que contempla todos los días. El hecho fantástico consiste en que a partir de ese momento se sumerge en esa escena pictórica. Paradójicamente, para poder salir, deberá suicidarse y así regresar a su vida, a su lugar dentro del museo. En «El coleccionista de tempestades», la narradora es una muchacha joven, una restauradora, que acaba visitando al «Maestro», un hombre extraño que prepara un meticuloso plan de suicidio para reunirse en romántico desenlace con su amada. Detrás de este texto está la tradición de la literatura gótica ya que Vila-Matas crea un ambiente propicio: la acción se sitúa en Italia, en casa de un noble, una misteriosa cripta... sin embargo el final es dolorosamente cotidiano. El Maestro, que tanto se había esforzado por crear el entorno perfecto para su muerte, se ve sorprendido por un ataque al corazón fulgurante quedando frustrado su gran proyecto. Agustín Cerezales en el libro que siguió a sus Perros verdes (1989) tocó diferentes vertientes de lo fantástico. Escaleras en el limbo (1991) estaba dividido en siete bloques temáticos con un leve hilo común entre sí. La sección reunida bajo el nombre de Estados del alma, de la que ya he hablado, está formada por historias de seres curiosos semejantes al libro anterior (vid. apdo. 5.1 del cap. III). Sin embargo, en el conjunto titulado Nteb de Ternana, los relatos tienen lugar en un tiempo idílico que es descrito en el primer texto «Érase una vez»: «En la tierra de las promesas cumplidas los niños ya no nacían para surtir de lanzas y canciones a los caballos, sino para tañer liras o golpear la azada, rítmicamente presos en una nueva edad, y las mujeres ya no eran bienes compartidos al dictado de los calendarios, sino sólidos mojones delimitadores del territorio» (Cerezales, 1991: 79). Los espacios se vuelven lejanos y fantasiosos, ya no son seres foráneos quienes vienen a nuestro país, ahora sus historias tienen lugar en Naudlal o Ternana. El quinto bloque, con el nombre de El club de los ausentes, está formado por historias fantásticas que parecen extraídas de la tradición cortaciana o de Bioy Casares: dos trenes se cruzan en una vía única sin llegar a colisionar, hay una rebelión asesina de los objetos que acaban con «La vida regalada de Alfonsito Ruggiero», o una pareja experimenta algo inquietante e inefable que les hace sentirse extraños en su primer viaje fuera de la ciudad («Luna de miel»). La trayectoria como cineasta de Gonzalo Suárez ha dejado en un segundo plano su narrativa (Cercas: 1993). El director publicó en 1994 El asesino triste, cuyo nombre explicaba: «Un asesino mata personas, pero un escritor mata la vida. De ahí el título del libro. Todo escritor es un asesino triste». El libro constaba de dos partes: en la primera aparecían relatos independientes entre sí, entre ellos una versión paródica y llena de humor de una «Entrevista con el diablo», en la que su protagonista ignora con bastante desprecio a un Lucifer dispuesto a demostrarle toda su fuerza. Su inter-

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locutor, un periodista bastante iconoclasta, hace caso omiso de estos alardes de poder. La segunda parte del libro consta de tres textos relacionados entre sí: «Interludio», «La verdadera historia de H. y J. (o tras la trama de un tapiz)» y «Adagio». El relato central es una versión de El extraño caso del Dr Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson. La narración comienza con una escena sacada de la tradición del cine de horror: «La lluvia restalla contra el capó. El coche, en la noche, embarrancado en el barro, fuera de la carretera, semeja un escarabajo pelotero en un charco de excrementos, bajo la tormenta. Los haces de luz de los faros encendidos se deshacen al tropezar con las tinieblas, como olas en la arena» (1994: 127). Una pareja se encuentra con un hombre misterioso que lleva un bastón. En un momento dado el chico se aleja con él por un acantilado donde desaparece violentamente. Cuando el hombre se queda solo con la chica, la somete a vejaciones sexuales. La narración fragmentaria y dividida en pequeños apartados se remonta cien años atrás al pasado de ese doctor Jeckyll/ Hyde y aparece salteada por los escritos del alterado personaje donde explica el origen de su historia. Gonzalo Suárez reelabora el argumento clásico pero, como buen conocedor de las restantes versiones fílmicas, la suya adquiere un tono erótico pues el sexo se convierte en un punto clave en la relación que establece el doctor con su prometida y, luego esposa, Florence. El cineasta unos años después utilizó este relato para crear su película Mi nombre es sombra (1996). Lo interesante de la versión impresa son esos dos textos que lo acompañan, que le dan comienzo y lo cierran, puesto que con ellos el escritor establece un marco metaliterario. Su «Interludio» empieza igual que el texto intermedio pero su protagonista es el propio creador: «El escritor se adentra en el relato, mientras la lluvia restalla contra el capó del coche que, con los faros encendidos y las ruedas en el barro ha encallado fuera de de la carretera, junto al mar» (1994: 125). El cuento incluye dentro de sí mismo el propio proceso de elaboración: «El escritor no conoce la identidad de los personajes. Surgieron, de pronto, en el interior del coche, mientras él encendía un cigarrillo» (1994: 126). El «Adagio» final también implica un giro metanarrativo puesto que recoge la siguiente reflexión: «El caso del perverso Hyde resulta ya anacrónico y superfluo» (1994: 213). Las razones las explica un poco después: «un racimo de niños muertos, colgados de la parte trasera de un camión, se adentran hasta perderse, en las entrañas del televisor. Esta imagen es real y cotidiana. Para el auténtico horror sobra el aderezo de las palabras» (1994: 213). Esta idea ya la había planteado en uno de los relatos de la primera parte titulado «Reverso de calcetín». En él su protagonista comienza a ver las cosas de una manera diferente: «Un día bajó la escalera. Y se volvió salvaje de repente. Su mirada abarcó, de golpe, lo alto y lo bajo. Y el angosto entorno cobró, en penumbra, profunda nitidez» (1994: 83). Desde ese momento puede apreciar la realidad de las cosas hasta que se acaba acostumbrando y deja de hacerlo: «A esos extremos lleva la fuerza de la costumbre, cuando los hombres han sido debidamente adiestrados» (1994: 85). Gonzalo Suárez en este breve texto parte de la idea de que lo extraño puede estar detrás del mundo que nos rodea, pero los seres humanos acabamos haciendo caso omiso de lo extraordinario.

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Juan José Millás ha sido un escritor que ha logrado publicar sus relatos dentro de prensa periódica, por lo cual uno podría pensar que el vínculo con la noticia y la realidad cercana los podría relacionar únicamente con la vertiente realista, sin embargo, el escritor madrileño ha optado por escribir textos en los que parte de situaciones familiares protagonizadas por personajes totalmente cercanos y corrientes, muchas veces urbanitas, para derivar en historias totalmente sorprendentes. Esta costumbre le ha hecho recibir el nombre de «fabulador de la extrañeza» (Sobejano, 1995a). En su primer libro, Primavera de luto y otros relatos (1992), predominaban los seres solitarios. Son cuentos que toman, según Fernando Valls, la tradición de Cortázar y Poe al incluir un elemento irreal en la normalidad de sus personajes para conseguir la sorpresa final (1991: 42). En «Trastornos de carácter», el narrador tiene un curioso vecino, Vicente Holgado con el que se pasa las tardes y con el que comparte una vida basada en la simetría. Ambos llevan existencias paralelas en sus viviendas como si fueran espejos el uno del otro. Este hecho, ya de por sí extraño, se torna aún más fantástico en cuanto su vecino desaparece durante días. ¡Cuál será su sorpresa cuando este le confiesa que viaja por el mundo de armario en armario, como si fueran cabinas de teletransporte! Este personaje reaparece en sus siguientes libros: Ella imagina y otras obsesiones de Vicente Holgado (1994) y Cuentos a la intemperie (1997). Para David Roas, Holgado representa el modelo de esos seres tan característicos en su obra: «movidos por la necesidad de acomodar la realidad a sus ideas y deseos, acaban provocando (voluntaria o involuntariamente) extraños azares y situaciones que escapan a todo control y sentido» (2016c: 111). Otros relatos fantásticos del volumen son: «El clavo del que uno se ahorca», «Los otros» y «La conferencia». El protagonista del primero es un hombre con una aversión absoluta a los domingos que, tras una noche de ebriedad, se encuentra en la habitación de su infancia, como si hubiera viajado a su pasado. Lo curioso es que lo único que le angustia es la perspectiva de tener que volver a vivir todas esas tardes previas al comienzo de la semana, motivo por el que decide suicidarse. El narrador de «Los otros» es consciente de vivir en un cuerpo y con una familia que no es la suya. Sus afirmaciones quedan corroboradas cuando su mujer le confirma que ella también siente no pertenecer a esa familia… A partir de ese momento no saben cómo comunicarles a sus hijos que no son sus padres. En «La conferencia», el protagonista, después de una noche de amor con una mujer, se encuentra su cadáver en la habitación de al lado. Como no sabe qué hacer, huye de la escena. Sorprendido de que no haya salido en los medios ninguna noticia del fallecimiento, decide regresar a la casa donde encuentra, como si no hubiera pasado el tiempo, el cuerpo misteriosamente incorrupto. La segunda mitad del libro consta de catorce relatos todos con un título semejante, «Ella...», donde lo extraño cobra un mayor protagonismo. El primer narrador de «Ella era ancha» se encuentra con las mujeres de sus fantasías, hecho de por sí imposible, hasta que una de ellas le dice que él también es un personaje de ficción: «Esta novela es de monstruos, todos sus personajes son extraordinarios» (1992:

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163). Desde la ventana de su casa la protagonista de «Ella era otra» observa un vendaval en el que descubre a su marido junto a otra mujer, sin embargo, todo lo que le rodea en el interior de su vivienda permanece ajeno a estos dos hechos. Juan José Millas utiliza los motivos de lo fantástico como la existencia de espacios misteriosos con un potente poder de atracción («Ella acaba con ella»), el narrador difunto («Ella estaba muerta»), o la demencia del protagonista («Ella estaba loca»). Sus Cuentos a la intemperie, de no más de cuatro páginas, tratan de asuntos tan cercanos como los taxis, los móviles... temas de actualidad en los que la geografía madrileña (la calle Preciados, el barrio de Prosperidad, la parada de metro de Manuel Becerra o Ríos Rosas) proporciona un contexto verosímil para sus historias, como ese encuentro con una mujer en blanco y negro («Era ella»). En este volumen los relatos imposibles están relacionados con la muerte, como aquel en el que un hombre se incrusta contra un camión al recordar que se ha dejado el gas encendido («Hay que cerrar el gas»). Existen dos miedos profundos al ser humano, uno de ellos es ser enterrado vivo y, otro, que nos hable alguien después de la muerte. Por eso, cuando los asistentes al entierro de «El infierno» escuchan el móvil del difunto, todos lo ignoran. En la sección final, concretamente en «La última aventura sentimental de Vicente Holgado», vuelve a aparecer ese viajero de los armarios recurrente de la obra de Millas, quien se cita con una mujer que está muerta. Javier Tomeo ha cultivado, tal y como ha apuntado Ana Casas, una literatura: «que gravita en la órbita de lo absurdo kafkiano, derivando, en ocasiones, hacia lo fantástico» (2016a: 120). Como señalé antes, en 1988 publicó su primer Bestiario, una colección de relatos brevísimos en los que la voz del narrador se inmiscuía en las mentes de diferentes animales. Entre ellos se percibe una temática común: la asimilación de su propia realidad, la conciencia de sus limitaciones o incluso sus tradiciones. La «Mantis flor», por ejemplo, siente la duda: «Más de una vez, contemplándome en el espejo del estanque, me pregunto: ¿Y si yo no fuese ese insecto cruel que pienso ser? ¿Y si yo fuese, en realidad, una flor?» (2012: 31). Frente a esto «El sapo» se muestra conforme con su identidad: «Yo sé muy bien quién soy, un animal maldito, a quien algunos han creído ver en los aquelarres, vestido de terciopelo y alzado sobre sus dos patas traseras» (2012: 34). A veces el autor también les permite lanzar sus comentarios al lector, al que tratan de «usted». En los últimos relatos abandona el monólogo de los animales para presentar diálogos entre estos y el narrador. «Las angulas» le dicen, por ejemplo, en una divertida y absurda escena: «No es que pretenda quitarle el apetito —me dijeron inesperadamente desde el fondo de la hirviente cazuelita de barro—, pero antes de que hunda usted su pequeño tenedor de madera entre mis hermanas, voy a contarle algunas cosas» (2012: 96). El autor declaró sentirse fascinado durante una etapa de su trayectoria por el monstruo ya que «es una metáfora, es una vía de perfeccionamiento interior; está ahí para que aprendamos a amarlo, para que nos sintamos menos disconformes con nuestras pequeñas anormalidades de burgués» (s.a., 1996). En «El bicéfalo» (Cuentos perversos, 2002), el narrador dialoga con su amigo Ramón y reitera en la ficción su

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amor hacia estos seres: «Los monstruos […] están ahí para que nosotros, los que podemos considerarnos más o menos normales, aprendamos a amarles y podamos perfeccionarnos interiormente» (2012: 587). La mirada de Tomeo hacia lo que le rodea siempre intenta subrayar lo extraordinario, de hecho, siente simpatía por los ciegos y los miopes. En 1990 publicó sus Problemas oculares, una colección en la que la mala visión de sus protagonistas les provoca todo tipo de problemas. Sus personajes, tal y como ha subrayado Manuela Aviva, «están aquejados por una deformidad o discapacidad física (ciegos, sordos, tuertos, enanos, hombres con seis dedos), pero también pueblan sus páginas muchos monstruos metafóricos (como la madre tirana de la novela Amado monstruo) o fabulosos (como el animal híbrido llamado gallitigre que vuelve en algunas de sus obras)» (2017: 159). Las anormalidades de Tomeo tienen dos versiones: la locura y el mundo animal (Aviva, 2017: 159). 96 En cuanto al segundo aspecto, ya en sus Historias mínimas (1988b) Tomeo profundizó en el uso del diálogo creando unos relatos teatrales en los que los humanos, como ha señalado Daniel Gascón, contienen «a menudo un elemento animal» (2012: 19). Pero la explotación de este asunto llega al extremo en Zoopatías y zoofilias donde se pueden distinguir diferentes tipos de personajes según su relación con su animalidad. El primero está formado por aquellos que se han metamorfoseado sin ser conscientes de ello («El hombre buitre»). Otros están en proceso de cambio; así en «El hombre reno», el narrador se sorprende: «Cuando […] se quitó los calcetines descubrí que tenía pies de reno» (2012: 215). Pero en «El hombre leopardo» es él mismo el que sufre la mutación: «—¿Qué me dice usted de esas manchas? —le pregunté al dermatólogo apenas terminó de examinarme. / —Lo siento —me dijo el médico—, pero se está convirtiendo usted en un leopardo» (2012: 225). La voz responsable del relato a veces confiesa que es un arenque o un hombre cangrejo. Por último, están los que por su similitud a alguna especie sirven para que el narrador se recree en las características que le hacen subrayar ese vínculo: la gordura («El hombre hipopótamo»), una corbata a rayas («El hombre salamandra») o la vista defectuosa («El hombre mochuelo»). En su Nuevo bestiario los textos se prologan un poco más que en el primero y alcanzan la página o página y media. El autor en esta ocasión profundiza más en los diálogos con esos animales. En general inventa pequeñas entrevistas con esos seres cargados de toda la simbología que la tradición les ha ido dotando. «La oveja», por ejemplo, le explica su vocación por la bondad, aunque, jugando con la conocida expresión, reconoce que algunas se pueden volver «negras». Con «La serpiente» reflexiona sobre su relación con la Maldad desde la historia de Adán y Eva. A veces son los propios animales quienes, en una conversación que alcanza un tono muy elevado, le explican al narrador su significado cultural. Por ejemplo, un can le expone sus 96   Esta investigadora se ha centrado en estudiar las claves humorísticas de Tomeo en Zoopatías y zoofilias que, tal y como resume en sus conclusiones, consisten en: «el choque entre lo cotidiano y lo absurdo, el enfrentamiento de elementos irreconciliables y la degradación paródica de las convenciones sociales; por lo que atañe a la lengua, la literalización de metáforas y modismos y el aprovechamiento de dobles sentidos. Asimismo, hemos podido ver ejemplos de la relación entre humor y el final sorpresivo típico del microrrelato» (Aviva, 2017: 168).

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antecedentes mitológicos: «Nos asociaron con la idea de la muerte. Y puedo ponerte algunos ejemplos al respecto. Anubis, el dios con una cabeza de perro. Los aztecas al otro lado del Atlántico, enterraban a sus muertos con un perro de color leonado, en recuerdo de Xolotl» (2012: 325). Una voz omnipresente da unidad a todos los relatos, pero Tomeo, como si quisiera confundir y evitar la identificación con su persona, insiste en que los animales se dirijan a él con diferentes nombres: Rigoberto, Juanito o incluso Serafín (2012: 345, 359 y 403). Más allá de esta década, en 2002 aparecieron sus Cuentos perversos. Estos relatos recuerdan mucho a los de Millás tanto por el uso de la primera persona, como por la recopilación de situaciones que van desde lo absurdo («El hombre bicolor»), la metaficción («El asesino»), la personalización de un objeto («La muñeca hinchable»), las animalizaciones a las que nos tiene acostumbrados («El pulpo violinista»), a la ciencia ficción («El castillo»). Dentro del catálogo de relaciones de pareja que Rosa Montero recogió en Amantes y enemigos, tan solo hay dos textos impregnados de lo fantástico. La narradora de «La otra» recuerda una anécdota de su infancia en la que su padre se emparejó con una mujer que, según sus sospechas, quiere deshacerse de ella. Después de una fuerte discusión con él a causa de dicha relación, hizo un sortilegio y encerró la foto de la indeseable en un bote. Desde entonces, guarda el siguiente secreto: «Yo no creo en conjuros, pero aún mantengo el frasco boca abajo y bien cerrado. Y a veces, cuando me veo fea y grandota en un espejo, me alivia recordar que guardo toda esa hermosura prisionera» (1998: 101). El narrador de «El monstruo del lago» es un comercial que vaga por Escocia. Una noche se encuentra a un hombre que se presenta como la apariencia humana del famoso habitante de esas aguas y que le confiesa su soledad: «El monstruo sueña con ser humano. Entonces duerme, y de su reposo salen criaturas como yo. Verá, es un monstruo muy viejo, el último de su especie. Se sabe diferente, y se siente solo. Por eso, cuando sueña con hombres, crea siempre personajes así: solitarios, distintos, quizá un poco monstruosos» (1998: 129). El protagonista se queda perplejo y le entra la duda de si todo es fruto de la locura o no. Muñoz Molina ha reconocido que el cuento es un territorio propicio para la fantasía (1993: 28). Así lo demostró en «La habitación del fantasma» de Las otras vidas (1988) que luego reeditó junto con otros relatos en Nada del otro mundo (en donde aparecía «Las aguas del olvido» antes citado). En el relato del mismo nombre, el narrador teclea asustado su historia, tras encontrarse con un amigo de su pasado y Rosa, su novia desde su juventud. Llama la atención la forma en la que el discurso está calado de reflexiones literarias puesto que el protagonista es escritor. Finalmente, su amigo le desvela: «Vete de aquí. Escápate por la ventana. No dejes que se te acerque nadie. No vayas a permitir que te bese Inmaculada. Están todos muertos. Estamos todos muertos. Si te quedas esta noche aquí serás como nosotros. Somos una gran sociedad secreta. Pero yo no quería atraerte hacia aquí. Ellos me obligaron…» (1993: 69). Entonces se entera de que el pueblo en el que ha estado había sido hacía tiempo inundado por un pantano.

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En las antologías del cuento de los ochenta y los noventa aparecía con fuerza el nombre de un escritor adscrito a lo fantástico: José Ferrer-Bermejo. Había publicado en el mismo año, 1982, Incidente en Atocha y El increíble hombre inapetente. En 1992 apareció La música de Ariel Caamaño en cuyas solapas el editor bromeaba sobre su biografía: «Él tiene más o menos nuestra edad, se resiste a confiar en los teléfonos, sus cartas las guardamos como prueba de que existe y sólo lo hemos visto en una foto». Esta misteriosa presentación se debía a que dicho nombre propio se trataba de uno de los seudónimos con los que se ha dado a conocer José Vicente Pascual. 97 En ese pequeño librito publicado en la pamplonesa Hierbaola, recorre registros diferentes. En «Cuento escatológico», una pareja de hermanas guarda en un botecito un trozo de deposiciones… El relato que da título al volumen está ambientado en el mundo de los marineros, en el entorno de cordial camaradería que se instauró en el mercante en el que se enrola el narrador. Durante las jornadas de rutina se repite el nombre de un antiguo compañero fallecido, Ariel, que es recordado con nostalgia y cariño. Todos le asocian con el buen ambiente que su presencia creaba entre los compañeros, a pesar de la dureza del entorno. Tras conocer su historia, asiste al hecho más extraordinario de su vida, por lo general mediocre: llegados al punto donde el barco sufrió el incendio en el que murió Ariel, su espíritu visita el cuerpo del mono que había sido su mascota, logrando entonar en una gaita una melodía desgarradora y alegre a la vez. En general, Ferrer Bermejo escribe unas historias que buscan el simbolismo: mientras este primer relato implicaba la negación de la felicidad, en «Rabdomante» trasciende a la importancia de los recuerdos. El cuento está basado en la historia de Nicolás, un niño con la imposibilidad de guardar en su memoria ningún dato, incluidas su familia y su vida. Con el tiempo descubre que está dotado de la capacidad para ser zahorí de objetos inencontrables. Tras una vida recorriendo el mundo y sin recordar ni su infancia ni a su amada de juventud, regresa a su tierra natal donde recupera, con una mezcla de dolor y alegría, la memoria de todo lo pasado. 6. El cuento y otros géneros El análisis presentado en el segundo capítulo destacó que la constatación de semejanzas y diferencias entre géneros se trata de uno de los tópicos más reiterados a la hora de comprender el cuento, debido tanto a la incomodidad con los conceptos tradicionales como a la práctica de establecer límites por contraste (vid. apdo. 2 del cap. II). Las definiciones se convertían así en una suma o resta de aspectos pragmáticos, sintácticos o semánticos en un mapa de implicaciones y jerarquías. A esta costumbre reflejada en las poéticas, se suma el fenómeno de la «hibridación» posmoderna: los escritores mezclan los géneros y como resultado de ello el cuento conver97   Con ese nombre ha publicado otros volúmenes de relatos: Mi corazón africano (1994), Perpetua costumbre (1996) y El vuelo aleve del leve tiempo (2007).

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ge con la novela, la poesía, el artículo… creando algunos productos de dudosa catalogación. Un recorrido por estos textos pondrá de manifiesto esos aspectos que los autores mantienen o modifican y las razones que aducen para ello. 6.1. El cuento y la novela Desde las preceptivas del xix hasta la actualidad, la definición del cuento se ha vinculado a la de la novela. Ambos géneros ya sea de forma clara, o simplemente intuitiva, tienen que presentar una historia, unos hechos que pueden acontecer o ser totalmente ficcionales, y que, en la mayor parte de los casos, implican a un personaje en una relación problemática con la realidad representada en el relato. Su narratividad hace que tengan unos mismos elementos —personajes, argumento, espacio y tiempo narrativos—, fácilmente contrastables, de ahí que tanto teóricos como cuentistas indaguen en cada uno de los mismos buscando atributos diferenciales. Así surgen las retóricas comparaciones de tradición cortaciana recogidas en el capítulo anterior (vid. apdo. 4 del cap. II). La mayor parte de los rasgos apuntados en torno a la oposición novela-cuento se basan, como ya dije, en dicho principio que restringe la cantidad de materia narrativa, la recreación en la psicología, la ausencia de descripciones... El problema es que, por ese espíritu lúdico y subversivo que hoy en día tiene la Literatura, mientras algunos escritores utilizan dichos rasgos como certezas, otros los emplean para contradecirlos. A pesar de todo, en el discurso de las poéticas predomina la intención de evitar que el cuento sea entendido como un esbozo o intento inconcluso de una novela por las connotaciones negativas que implica. Un aspecto todavía no señalado es que, con esa misma intención, algunos escritores, al explicar la adopción de una forma genérica, señalan una especie de «llamada del género» especial. Andrés Neuman ha expresado las distintas sensaciones que respaldan su opción: «A veces uno tiene ganas de tirarse en paracaídas, y escribe un cuento. Otras veces uno se siente más piloto de aerolíneas, y se atreve con una novela» (2004). Rosa Montero también apela a una motivación diferente en cada caso: «La cosa es que la novela es una suerte de viaje interior muy largo, lo cual es muy fascinante y tiene su propio ritmo. El cuento es mucho más breve. Como aventura personal, una novela es irse de viaje de Madrid a Australia y un cuento es solo como salir a las afueras de Madrid. Pero es a través de los cuentos, por lo menos para mí, te estás asomando a materiales narrativos que luego van a aparecer en tus novelas...» (Escribano, 2000). Con estas palabras los autores citados señalan la singularidad de la experiencia de escribir un relato, de forma que el género recupera el valor de la palabra «especial». Otro fenómeno que ha rodeado la relación entre ambos géneros es lo que se podría denominar la «cuentificación de la novela». En 1969 Francisco Umbral redactó su prólogo para Teoría de Lola durante unos años en los que predominaba el experimentalismo. En aquellos tiempos él ya apuntaba: «Es más, yo creo que es la evolu-

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ción novelística, y casi todas las novelas de estos últimos años están escritas con técnica de cuento o mediante la aliteración de diversos cuentos» (1977: 8). Esta «invasión» no habría sido posible sin que el cuento hubiera sido asociado, a su vez, con esa otra poética alejada de la tradición, en la línea de los relatos sin apenas argumento. Francisco Umbral, en esas mismas páginas, explicaba que «el cuento no debe escribirse para contar algo, ni tampoco para no contar nada, sino precisamente para contar nada» (1977: 7). El autor, en una defensa de la brevedad como ha habido pocas, aludía a que por aquel entonces era el género donde mayores innovaciones se estaban produciendo, aunque no llegaran al gran público. La vanguardia de la narrativa actual no está en la novela, sino en el relato corto, y son sus grandes hallazgos estéticos, técnicos, psicológicos y estilísticos los que nutren y renuevan a la novela, aunque esto no llegue al público, como no llegan los procesos previos de laboratorio anteriores al complejo vitamínico que ese mismo público compra en la farmacia. El escritor de cuentos es un escritor para escritores, y esto a mí no me parece mal. (Umbral, 1977: 11).

En los noventa en cambio, algunos autores resaltan el fenómeno contrario: la «literaturización» del cuento o desprendimiento del carácter oral, dicho de otro modo, la «novelización» del mismo. Para poder entender lo sucedido hay que abordar primero las implicaciones que tenía entonces el género novela. Dos autores del corpus van a servir de muestra: Nuria Amat y Javier Marías. Ambos son escritores con una amplia bibliografía que incluye textos de ficción a la vez que reflexiones literarias para diversos medios. En primer lugar, la profesora Nuria Amat, en su libro de artículos, ensayos y aforismos Letra herida, proporcionaba una definición funcional y temática: «la novela informa sobre el desconcierto» (1998: 218). Se trataba de una visión acorde con las tendencias vigentes, en primer lugar, por su pragmatismo, al buscarle una función, en segundo lugar, por el asunto que trata, ese «desconcierto» cuyas características no aclara y que puede referirse o bien a ese estado del ser humano consecuencia de la pluralidad de percepciones de la realidad que, en la posmodernidad, brinda la comunicación, o bien al resultado de ese desasosiego causado por una libertad inabarcable y angustiosa. Como su concepto del género no depende de factores formales o estilísticos sino de su contenido puede englobar una gran diversidad de textos: «Con estas condiciones previas, la esencia de la novela no es solamente Las olas, también lo es la novela Pedro Páramo, donde sólo los muertos tienen voz» (Amat, 1998: 219). Tanto es así que la autora se cuestiona la utilización misma del término. Aduce que desde los tiempos del Quijote se ha ido asumiendo la idea de que el único rasgo caracterizador del género es su apertura de modo que se ha colocado en un lugar privilegiado para la experimentación: «En la novela cabe todo, como si la novela fuera la única habitación del escritor que permite el desorden de los géneros» (1998: 214). Sin embargo, según Nuria Amat, existe cierta reticencia a dejar de utilizar dicha denominación: «Me asombra el interés de algunos escritores, tanto como

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el mío propio, por llamar novelas a libros que rompen con los esquemas argumentales de las novelas. Y se acabe así haciendo de la novela un cajón de sastre que incluye todo tipo de texto narrativo. Y la imperfección de la novela arrastra en su sino de rumbo perdido a toda la literatura.» (1998: 210). Los editores, críticos y lectores tuvieron bastante que ver con este fenómeno ya que se esforzaban por incluir dentro del concepto productos heterogéneos. El problema fue que la fragmentación posmoderna se llegó a convertir en una moda literaria: «Todo apunta a suponer que la única manera de ser escritor en este final de siglo sea no escribiendo novelas o libros que, aun siendo novelas, ni siquiera desean ser novelas» (1998: 215). Y esto fue así porque se convirtió en costumbre social el uso literario de la mezcla, la hibridación y el eclecticismo. La situación llegó a ser tan extrema que, en palabras de la autora: «Cada novelista quiere hacer del término “novela” su territorio particular. Su país de jauja. Su jardín de secretos personales» (1998: 220). Como resultado de la normalización de la disidencia la crítica se cuestionó si había que optar por algún nombre ya existente o si había que inaugurar un nuevo género por eso la creadora concluía: «Hemos adquirido el hábito de distraernos preguntando si esta mezcla de elementos narrativos, líricos, ensayísticos y novelescos constituye un nuevo género literario. Por el momento, dada su manera de atentar contra los vicios y virtudes estatuarias de la novela, la escritura así perjudicada podría llevar también la etiqueta de contranovela, por su contrapropuesta de novela» (1998: 213). De acuerdo con estas ideas, Nuria Amat pasó por una fase que ha sido denominada por Capdevila (1999: 57) como la de los «libros inclasificables», durante la cual se concentró en jugar con los géneros literarios, sobre todo mezclando la fragmentariedad con el ensayo, lo que daba como resultado un producto metaficcional. Realmente, sus textos pertenecientes a El ladrón de libros (1988), Amor breve (1990), Monstruos (1990), Todos somos Kafka (1993) y Viajar es muy difícil: Manual de ruta para lectores cómplices (1995), tienen una dudosa naturaleza de volúmenes de cuentos. 98 Javier Marías escribió en los noventa dos libros de relatos, la mayor parte de ellos por encargo, pero no ha dudado nunca en declarar que su verdadera vocación ha sido siempre la novela, a la que denominaba como «la forma más elaborada de ficción» (1993: 113). Al igual que Nuria Amat, comparte su concepción funcional de la misma. En los ensayos de Literatura y fantasma comentaba su utilidad para ampliar el conocimiento sobre nosotros mismos y sobre el mundo que nos rodea pues permite tanto la identificación, la reafirmación y el reconocimiento: «a través de ella sabemos que sabíamos hasta que lo leímos formulado o representado o contado» (1993: 210). En el mismo texto, el autor afirmaba que el poder de la ficción consiste en presentar una historia o unos acontecimientos a la vez que un pensamiento con el 98   Marta Altisent ha analizado los relatos de la escritora extraídos de Amor breve, Monstruos y un tercer volumen, El siglo de las mujeres. En cuanto a Todos somos Kafka y Viajar es muy difícil, señala su condición hibridatoria: «se componen de un combinado de anécdotas apócrifas e históricas, entrevistas, recetas literarias, informes periodísticos, crónicas, homenajes, cartas y glosarios en torno a los escritores más enigmáticos del siglo xx» (2012: 36).

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que se puede comprender el mundo más allá de la propia experiencia. En esta definición cobra relevancia una de las constantes en las ideas literarias del madrileño: la importancia del papel del lector. Javier Marías ha señalado la institucionalización del pacto de ficción en la actualidad, de hecho, en un artículo decía: «El acto de leer literatura nos parece tan natural que solemos olvidar que ese acto depende de una serie de convenciones sin las cuales sería poco menos que imposible» (1993: 165). En el caso de la novela, dicho trato se lleva estabilizando desde la aparición del Quijote y consiste en tomar «lo que no se nos oculta que es ficción, esto es, algo no sucedido, que no ha tenido lugar en la realidad» (1993: 111). Todas las estrategias del autor han de estar orientadas a persuadir al receptor de que: «va a sumergirse en una ficción o invención, está dispuesto a creérsela y a vivirla como relato verídico» (1993: 213). Javier Marías va más allá y plantea, como ya expliqué (vid. apdo. 4.2 del cap. III), que el lector busque no solo «La huella del animal», sino que además sea el responsable de extraer el mayor provecho posible de la literatura superando la interpretación basada en la pura referencialidad «porque para eso ya tendrá suficiente con los periódicos y las televisiones y sus retratistas y halagadoras chácharas y disquisiciones y melodramas rebajados»; el destinatario debe indagar en «los más altos y perfeccionados logros en el largo camino recorrido por los escritores en su indagación de las sombras» (1998: 339). Al igual que Nuria Amat, el madrileño opina que la gran ventaja de la novela reside en su capacidad abarcadora. Su condición flexible, lejos de ser algo negativo, sirve para consagrarla en el cenit de la ficción: «La novela es un género híbrido, bastardo, de escaso linaje, demasiado indefinido y amplio» (1998: 271). Su frágil naturaleza es lo que le da su fuerza de tal manera que, haciendo clara alusión a las teorías defensoras de la disolución de los géneros: «hasta se ha permitido desaparecer y reaparecer varias veces a lo largo de los siglos» (1998: 212). Marías mantiene firmemente sus ideas teóricas sobre la novela a la hora de evaluar estéticamente tanto sus propias obras, como la escritura ajena. En el artículo titulado «El fanático James Joyce» valoraba al irlandés precisamente porque: «liberó a la novela de algunas ataduras, pero a costa de someterla a otras muchas, inauguradas por él» (1998: 271). En sus críticas literarias tiene muy claro que: «las más notables y perdurables obras dadas a la historia por ese género poco definible y maldefinido siempre, son obras que se han apartado sin vacilaciones de la convención y ortodoxia a que se lo ha querido ceñir a menudo, para así acotarlo, restringirlo, empequeñecerlo y trivializarlo» (1998: 130). Esta valoración de Marías viene a refrendar la idea de que la fragmentación y la rebeldía ante las reglas de la literatura se convirtieron en un punto a favor de aquellos que las practicaban. Junto al proceso de ruptura de la novela, Marías, al hablar de la polémica cuestión de la historia del cuento, reconocía los orígenes antiguos del relato frente a la novela a la vez que la progresiva «invasión» del uno sobre el otro. Hace ya mucho tiempo que la novela, ese género voraz e irrespetuoso para el que no hay fronteras ni nada sagrado, invadió el territorio del cuento logrando que la mayoría de los escritores que hoy practican hagan en realidad, más que cuentos

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propiamente dichos, fragmentos o episodios de novelas. El hecho de que ambos géneros sean narrativos ha favorecido la confusión y ha facilitado la tarea invasora de la novela, hasta el punto de que ha llegado a olvidarse que sus respectivas tradiciones son muy distintas y la del cuento mucho más vieja y más permanente… (Encinar y Percival, 1993: 127).

En los noventa, como se verá en las siguientes páginas, sucede que no solo algunos cuentos pueden ser leídos, según Marías, como «fragmentos o episodios de novelas» sino que realmente «lo son» porque los textos en ocasiones han sido extraídos directamente o han entrado a formar parte de obras mayores. A veces las novelas se llenan de cuentos, aparecen relatos insertados, historias intercaladas, o son la resulta de la suma de muchas historias... pero la mencionada «invasión» consiste en que, mientras en el pasado, sobre todo durante el siglo xix, el cuento aparecía en el interior de los periódicos, de forma autónoma, sin necesitar mayor contexto, a partir del siglo xx los autores se han de esforzar por dar unidad a sus colecciones. De acuerdo con este proceso de segmentación, Javier Marías no tiene problema en manipular a su placer las fronteras del género. Así, su novela El monarca del tiempo, publicada en 1978, constaba de cinco capítulos, de los cuales, desde un punto de vista formal, tres eran relatos, uno era un ensayo y el último una pieza dramática. En un artículo posterior, explicó que, aunque la obra no era en rigor una novela, él la llamaba así «porque ese género ha acabado por convertirse en una especie de cajón de sastre que lo acepta y asimila todo» (utilizando una expresión semejante a Nuria Amat) y porque «si bien a primera vista no parece una obra unitaria […] Tiene un núcleo que vincula sus diferentes partes» (1998: 64). La clave de la obra estaba en «Fragmento y enigma y espantoso azar», un ensayo sobre Julio César de Shakespeare en el que hablaba de la verdad y el presente, dos temas recurrentes en los restantes capítulos. En conclusión, ambos autores demuestran que la novela era, por un lado, un territorio de experimentación literaria en el que ya no existían trabas formales y, por otro lado, era un terreno propicio para la hibridación, para insertar la autobiografía, la realidad, la poesía o el ensayo en su interior. Por último, la ancestral unidad del argumento se fragmentó en múltiples pedazos desordenados. Un proceso semejante le ha sucedido al cuento, tal y como se vio en el apartado sobre los cambios de poética (vid. apdo. 3.1 del cap. III), tanto es así que ha habido quien, como Antonio Soler, prefiere una nueva denominación, que sus textos sean considerados: «relatos y no cuentos, si es que hemos de ponernos a levantar fronteras entre géneros. Yo diría que mis relatos están más cerca de la novela corta, de la nouvelle, o como se le quiera llamar, que del cuento. Por estructura, intención y duración» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 246). Sea cual sea el fenómeno, la «cuentificación» de la novela o la «novelización» del cuento, lo cierto es que el género breve se identifica ya con un terreno apto para esa otra tendencia estética que recorre la literatura de estos años y que ya vengo apuntando: la hibridación genérica. Los textos pueden ser considerados, simultánea-

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mente a medio camino entre varios conceptos genéricos. Por poner un ejemplo, VilaMatas sobre sus Suicidios ejemplares, decía que era «Novela y libro de cuentos, a la vez» (2004: 188), mientras que en Hijos sin hijos había intentado «eliminar las fronteras entre novela y relato» (Lizarralde, 1993: 40). Otro de los autores que han publicado volúmenes que han sido considerados, según el caso, tanto como novelas como recopilaciones de cuentos ha sido Suso de Toro. En 1986 apareció Polaroid, una obra que destacó por su originalidad ya que estaba conformada por las diferentes y desgarradas historias de personajes levemente interconectados pero que, finalmente, tenían en común un espacio en la urbana periferia. 99 En los noventa le siguió Tic-Tac (1995), unificada esta vez por una voz que se identifica con el personaje de Nano, que habla sin descanso, pero que recoge historias y registros múltiples. En 1998 dio a la luz Círculo, una nueva novela experimental organizada en cuatro bloques con el mismo protagonista que la anterior. Cada capítulo estaba conectado con el siguiente a partir de una palabra clave. Por último, en el año 2004 recopiló en El príncipe manco las dos obras precedentes que compartían el mismo personaje principal, a las que añadió una tercera parte inédita. A)  De libros de cuentos, novelas fragmentarias o ciclos de cuentos Cuando uno se acerca a una librería en busca de un ejemplar con el que disfrutar de la lectura, normalmente con poco tiempo para tomar una decisión, utiliza los elementos que los editores ponen a su alcance: el título, la contraportada, las solapas... Tras el proceso de selección, se lleva a casa un volumen que ha abierto en él unas expectativas. Con todo, uno de los fenómenos que se ha observado en los libros publicados durante esta década es la presentación de colecciones de cuentos bajo las portadas de novelas y a la inversa, por lo que el intrépido comprador habrá adquirido un ejemplar de naturaleza contraria a lo esperado. Estos son los casos de dos ejemplares diferentes: La novela del siglo (1999) de Jose Carlos Llop y La gran novela sobre Barcelona (1997) de Sergi Pàmies. El primero, con el que el autor ganó el Premio NH de Relato, no contenía en su contraportada pista alguna sobre su contenido, había que ir a la solapa para encontrar, al final de su biografía, una presentación más concreta: «La novela del siglo es su segundo libro de relatos». Este título tan confuso aparecía explicado en su interior cuando el narrador de uno de estos textos, una especie de alma con omnisciencia total sobre su pasado y su futuro, declaraba: «Lo que vi en esa época lo contaré en otra ocasión, cuando escriba la novela del siglo» (1999: 76). El cuento que le sigue, 99  La relevancia del escritor gallego es señalada por Anxo Tarrío Varela cuando dice: «Coa sua obra, Suso de Toro inaugurou prácticamente para a literatura galega un tipo de escritura moi válida para levantar acta dos profundos, traumáticos e abraiantes cambios que dende os anos sesenta, como xa vimos, están a se producir na realidade urbana e rural de Galica debido á mutua interpenetracion de ámbalas dúas e ó resultado do chocque entre unha cultura con inercia precapitalista e de autoconsumo con otra hiper-consumista e cada vez máis tecnoloxizada» (1994: 456).

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«El canto de las ballenas», parece que está formado, precisamente, por los recuerdos de este mismo personaje, sospecha que se confirma al leer la nota final del autor donde señala que «es la verdadera novela del siglo». En el caso del volumen de Pàmies los editores eliminaban el equívoco en la primera línea de la presentación de la contraportada: «De entrada, una aclaración: La gran novela sobre Barcelona es un libro de cuentos, o sea que las apariencias engañan de nuevo». Para evitar la confusión proporcionaban una explicación que, a su vez, permitía leer el volumen como una unidad: «La realidad fragmentada en quince relatos en los que la ciudad va adquiriendo una importancia cada vez mayor, sirve de combustible para alimentar una máquina narrativa que nos permite viajar por territorios en los que abunda el miedo, la soledad y la muerte». Sin embargo, esta propuesta de lectura parece una burla porque en realidad la obra tampoco refleja una descripción de la ciudad condal, aunque la broma es coherente con el sentido del humor que recorre los relatos contenidos. Por ejemplo, «La sed» recoge la historia de un abstemio que confiesa haber abandonado el vicio de beber agua, o bien el protagonista de «La lista de la compra» se pierde en el interior de El Corte Inglés por perseguir a Virginia Woolf. Al igual que en el caso de José Carlos Llop, el título del libro procede del relato final que está compuesto por párrafos dispersos y desordenados. Algunos contienen desde descripciones, esta vez sí, de la capital catalana, hasta la historia deslavazada del responsable de objetos perdidos de dicha localidad que encuentra el manuscrito de una novela, cuyo argumento a su vez también aparece representado. La clave interpretativa para el lector paciente aparece en el último párrafo del libro que coincide totalmente con el que daba comienzo al primer cuento, «Villancico», cerrándose el círculo narrativo del conjunto. Lo que pone de manifiesto este segundo ejemplo es tanto la mencionada influencia de la fragmentación de la novela, como también la progresiva imposición de un nuevo requisito a los libros de cuentos: su unidad. Fernando Valls, en un panorama del género constató esta tendencia: En los últimos años (aunque parece ser un rasgo de época, ha aparecido con cierta frecuencia a lo largo de la historia de la literatura), hallamos a menudo cuentos formando parte de novelas o novelas compuestas por unidades narrativas menores, que podrían funcionar como cuentos independientes, trastocándose así las fronteras de los géneros, adquiriendo ambos una nueva dimensión en su unidad y complementariedad. (1991: 12).

El cuento, nacido en la oralidad, ha ido perdiendo su autonomía primigenia. 100 Conforme ha adquirido un mayor asentamiento en el formato libro, cada vez se le exige una correspondiente cohesión entre los textos, es decir, un requisito anterior100  Una de las singularidades del género cuento es que en su formato escrito ha precisado de aparecer impreso junto a otros textos ya sea dentro de una revista o en una colección (Pratt, 1994: 103-104). Para Ezama Gil la publicación en prensa periódica permitía que, al menos, cada texto tuviera una unidad temática independiente, sin embargo, con la hegemonía del cuento bajo formato libro, los escritores

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mente ajeno. Se puede concluir de esto que el relato breve está perdiendo su independencia debido a la presión ejercida por el canal de transmisión. Gonzalo Calcedo, opinaba que el cuento tenía el privilegio de dejar en el lector una sensación de desasosiego al no concluir las historias recogidas en su interior: «Queda entonces un último recurso, que también es una traición: su unión en un libro, la sensación espesante y sólida de un centenar de páginas. Entonces, cada cuento parece encontrar un mejor acomodo y su suma les da aliento. ¿Una imitación del andamiaje de capítulos de una novela? ¿Una impostura?» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 64). El mejor índice de este cambio es la preocupación de los autores por la trabazón de su libro de relatos. Esther Tusquets, por ejemplo, daba el siguiente consejo a la hora de unificar un ejemplar: «Para que un volumen de cuentos sea “redondo”, se requiere, creo, no sólo que todos ellos mantengan un buen nivel, sino que constituyan en algún modo una unidad: no una unidad temática, sino una atmósfera común» (Encinar y Percival, 1993: 283). Una de las costumbres más habituales para conseguirlo es la utilización del prólogo, tal y como se apreció en el capítulo anterior ante los casos de Rosa Montero, Javier Marías, Julio Llamazares o Almudena Grandes (vid. apdo. 1.4 del cap. II). Otro recurso paratextual para obtener el efecto deseado es el título que puede explicitar diferentes tipos de unión, tal y como Michel Viegnes (1989) ha explicado: 101 1.  Unidad temática: Es el caso más frecuente en el corpus. Por citar algunos ejemplos, en Soplando al viento (1995) de Mercedes Abad, todos los protagonistas de sus historias se caracterizan por ir contra corriente, contra las condiciones que les ha tocado sufrir. De igual manera, Amores patológicos (1998) de Nuria Barrios resume la temática romántica de su contenido. 2.  Unidad de atmósfera: Se busca mostrar un marco, paisaje físico o moral común. Tal es el caso de los relatos del escritor Bernardo Atxaga, tanto los reunidos en Obabakoak (1988) como los de Historias de Obaba (1997) tienen en común ese lugar indeterminado de la geografía. José María Merino ha hecho lo mismo en sus Cuentos del Barrio del Refugio (1994) localizados todos en Madrid. 3.  Unidad estructural: Son aquellos en cuyo título reflejan alguna condición formal de los textos. Por ejemplo, en Manual para extranjeros (1993) de Pedro Ugarte todos los textos forman unas instrucciones de comportamiento para los foráneos caídos en un país como el nuestro. Pruebas de escritura (1998) de Ana Rossetti señala la calidad transitoria de los relatos que lo componen. cada vez se han visto más obligados a forzar su trabazón, tal y como demuestran los ejemplos aportados en estas páginas (1998: 18-20). 101   Michel Viegnes (1989) realizó esta clasificación de los títulos que reciben los volúmenes de cuentos. Además de los casos aquí citados, distingue entre los libros que reciben el nombre de uno de los relatos que lo componen o aquellos en los que el autor escoge unas palabras adecuadas para el caso.

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4.  Unidad de proyecto literario: En estos ejemplos se busca explicitar una unidad intencional. Este es el caso de Modelos de mujer (1996) de Almudena Grandes cuyo título deja de manifiesto que los siete relatos abarcados tratan sobre personajes femeninos ejemplares que sufren un revés en sus vidas o una experiencia traumática. Además del título, hay otras maneras de dotar de unidad al texto. En El que apaga la luz (1996) Juan Bonilla inserta una cita de W. Somerset Magam sobre el arte de narrar que da un sentido a las páginas siguientes. El libro de Manuel Rivas Ella, maldita alma (1999) aparecía definido en su contraportada como «un libro de relatos o novela polifónica». La búsqueda de la cohesión entre las partes se ha convertido casi en una obsesión para los escritores. Eloy Tizón, autor de Velocidad de los jardines, nos hablaba de su angustiosa situación cuando le pasó que: «tenía escrito un libro de cuentos y me faltaba el último, la pieza final del puzle, el que yo intuía que sería el decisivo, el que confiaba en que daría sentido y unidad a todo el conjunto» (Tizón, 2006). ¿Por qué hay que exigirle esto a un volumen? ¿Por qué deben renunciar a su capacidad de construir mundos independientes? Se ha llegado a tal extremo que Juan Bonilla en el prólogo a El arte del yo-yo, una colección de ensayos y cuentos, cita una carta supuestamente enviada por Augusto Monterroso quien comprendía perfectamente su reticencia a unificar sus libros. Recuerdo que todavía hace pocos años, cuando algún escritor se disponía a publicar un libro de artículos o de cuentos, su gran preocupación era la unidad, o más bien la falta de unidad temática que pudiera criticársele a su libro (como si una conversación —un libro— tuviera que sostener durante horas el mismo tema, la misma forma o la misma intención) y entonces acudía a ese gran invento llamado prólogo, para tratar de convencer a sus posibles lectores de que él era bien portado y de que todo aquello que le ofrecía, por muy diverso y que apreciara, trataba en realidad un solo tema, el del espíritu o de la materia, no importaba cuál, pero eso sí, un solo tema. En vez de imitar a la naturaleza, que siente el horror vacui, eran víctimas de un horror diversitatis que los llevaba invenciblemente por el camino de las verdades que hay que sostener, de las mentiras que hay que combatir y de las actitudes o los errores del mundo que hay que condenar, ni más ni menos como en las malas conversaciones. (1996: 12).

Agustín Cerezales, por el contrario, muestra una sospechosa posición ante la fortuita coherencia que ofrecen los textos de Escaleras en el limbo, como si tratara de rehuir la intención unitaria del volumen. Escaleras en el limbo no responde pues a la idea de una colección. Su forma definitiva, que agrupa en siete libros los treinta y ocho cuentos, no es un molde en el que fueran encajando los contenidos, sino un resultado misterioso, y posterior a la explosión inicial: olvidados en el cajón durante varios meses, cuando quise recuperarlos me los encontré así, reunidos como partículas que se buscan en virtud de

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secretas afinidades, una vez desaparecida la agitación del magma que las contiene, o como estrellas en arbitrarias constelaciones. Este hecho, la autonomía del libro para darse forma definitiva, es en último término lo que a mis ojos le dio razón de ser, y justifica que así lo ofreciera al lector. (1991: 101).

Por lo señalado hasta el momento, se puede decir que los escritores españoles sintieron el peso de este requisito al que han tenido que ajustar sus creaciones. Afortunadamente, todavía existen otras colecciones compuestas por historias de la naturaleza más diversa como sucede en Maneras de perder (1997) de Felipe Benítez Reyes en el cual aparecen desde relatos de ciencia ficción hasta textos realistas o incluso cuentos semejantes a un exemplum. Pero siguiendo con el asunto de la unidad, el problema es que algunas de las compilaciones de cuentos más famosas son Las mil y una noches o el Panchatantra, o el Decamerón, o incluso en España los «enxiemplos» del Conde Lucanor, es decir, son volúmenes de textos relacionados entre sí con una situación marco (Antonaya, 2000: 438-439). En 1971 Forrest Ingram prestó atención a este fenómeno. Para estos casos en los que aparecían varios cuentos bajo un mismo título o con algún elemento conector, fraguó la noción de «Short Story Cycle» a la que definía como: «[...] a book of short stories so linked to each other by their author that the reader’s successive experience on various levels of the pattern of the whole significantly modifies his experience of each of its component parts» (19). Las ideas de Ingram tuvieron pronto impacto en las letras hispánicas puesto que en 1979 ya lo citó Anderson Imbert en su estudio (161-163), refiriéndose a ellos como «colecciones de cuentos», aunque en realidad no los consideraba un género aparte. Este autor opinaba que: «Tanto la novela como el cuento son totalidades: ni la novela es una suma de cuentos ni el cuento es un fragmento de novela. Pero la novela se subdivide en capítulos que, uno a uno, son vistazos incompletos». En oposición, los libros de relatos implicaban una «recurrencia y desenvolvimiento de personajes, temas, escenarios, etc...» aunque no subrayaba tanto como Ingram el papel de estas repeticiones en la unidad del conjunto (Aderson Imbert, 1979: 45). Los textos que componen un ciclo de cuentos tienen dos características fundamentales: la independencia (porque cada uno de ellos puede ser tomado de forma autónoma), y la interrelación (puesto que por la interacción entre sus partes se logra un todo). En los ciclos de cuentos el lector adquiere una gran importancia ya que él es el reconstructor final del sentido de la obra. Según Miguel Gomes, el receptor es imprescindible para percibir y reaccionar ante el mensaje ya que es el creador de la unidad última. Existen dos maneras, dos posibilidades de recepción: se puede adoptar cada pieza olvidando lo que la rodea, o indagar en todas las posibles conexiones entre los cuentos, siendo ambas opciones correctas (Gomes, 2000: 560). En este proceso el autor también juega un papel crucial ya que él debe ser el artífice de dicha polivalencia de sentidos. Para Antonaya, que a grandes rasgos sigue lo propuesto por Ingram, es crucial también: «la voluntad de su autor (o autores, ya que pueden ser

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obras de más de un autor, con tal de que se hayan puesto de acuerdo para componer un ciclo de cuentos» (2000: 436). Dicho aspecto diferenciaría este género de los ejemplos señalados en los que los editores forzaban la conexión entre unos textos y otros. Margarita Iriarte ha definido el «libro de cuentos» como una: [...] reunión de relatos que, por distintas razones, todas ellas de naturaleza eminente y definitoriamente literarias, componen, en su conjunto, una entidad mayor que no carece de cierta coherencia y carácter compacto. Quedan fuera de esta definición toda agrupación que responda a criterios editoriales, comerciales o incluso críticos. (2001: 611).

La investigadora rechaza los ejemplares que surgen por presiones ajenas al autor. Hay que decir que muchas veces la recepción de un modo u otro no está en manos del creador, por ello no solo las editoriales tienen parte de responsabilidad, sino también la propia experiencia del lector y su conocimiento de la trayectoria del escritor que forma un telón de fondo para la lectura que puede contribuir a la conexión entre todas las piezas del puzle. El problema surge a la hora de determinar la diferencia entre el ciclo de cuentos y la novela. Según M.ª Belén Martín, el ciclo «surge de la fusión de otros dos géneros literarios», por lo tanto, sería desde su origen un híbrido que participa de las características de ambos géneros origen (1999: 321). En su estudio inaugural, Ingram distinguía tres clases de ciclos cuentísticos según si el narrador muestra, desde el primer cuento, que se trata de un todo continuo (ciclos compuestos), si yuxtapone unos cuentos a otros de manera que cada cual sirva para dar luz al sentido de la colección (ciclos arreglados), o si autor escribe cuentos independientes entretejidos por un fino hilo que «completan» una serie (ciclos completados) (Antonaya, 2000: 472). 102 Gomes ha ido más allá de esta clasificación y, centrándose en el proceso de recepción, observa qué es lo que hace que un lector pueda admitir la mencionada polivalencia. Entre los factores internos está la repetición de personajes, la estructura cíclica (en la que el último relato conecta con el primero), las anáforas en cualquier nivel, la existencia de una unidad intencional que presenta al conjunto como «tratado», «catálogo» o «muestrario», y las «ma­crofiguras». 103 Antonaya ha recogido también la importancia no solo de las citadas cuestiones sino también del espacio y los temas (no tanto del tiempo) (2000: 441-452). Estos volúmenes tienen, además, una estructura interna, o estática («puede ser un marco, la divisón en títulos o “capítulos”, o una alternancia de relatos y fragmentos») y una externa, o dinámica («que se presenta a través 102   Enrique Anderson Imbert añadío un cuarto tipo de ciclos «descompuestos, desarreglados y descompletados» en los que el narrador finge la inexistencia de unidad (1979: 163). 103   Miguel Gomes señala que los ciclos de cuentos son «macrofiguras». Se parecen a los libros que tienen una unidad por unos mismos personajes, pero la diferencia es que entre ellos hay una relación de subordinación. Por ejemplo en la obra de Horacio Quiroga hay interrelaciones entre sus libros que hacen que el lector construya un mundo misionero que actúa con una fuerza centrípeta, formando parte del marco ficticio del que depende cada uno de los relatos (2000: 567).

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de la recurrencia (recurrence) o del desarrollo (development) de las partes») (Antonaya, 2000: 452). Pero no son solo cuestiones pertenecientes a los textos las que ayudan al efecto de totalidad, sino también paratextuales, en este sentido entran en juego los títulos y subtítulos, las dedicatorias o epígrafes, los prólogos, seccionamientos, la datación... Hay que decir que cada día los ciclos son menos infrecuentes, son categorías aceptadas como punto de partida para su creación, su lectura e incluso su difusión. Por poner un ejemplo, el libro de Esther Tusquets, Siete miradas en un mismo paisaje, publicado inicialmente en 1981 ha sido asimilado bajo tal nombre de modo que, en su última edición, incluida en sus cuentos completos de 2009, ya aparecía así presentada en la contraportada. 104 Sin embargo, en el corpus estudiado tal denominación todavía no era demasiado frecuente a pesar de existir abundantes ejemplos que cumplen las características hasta ahora señaladas. Por un lado, se podrían incluir bajo tal categoría esos conjuntos con un tema común apuntados arriba como Amor breve (1990) de Nuria Amat o Recuerda, cuerpo de Marina Mayoral (1998). Más problemático sería el caso de Amantes y enemigos (1998) de Rosa Montero puesto que, a pesar de su cohesión temática, la autora reconocía que era el fruto de la casualidad. Tanto Nosotras que no somos como las demás (1999), de Lucía Etxebarría, como Historias de amor y de Viagra (1998), de Francisco Umbral fueron el resultado de sendos proyectos fraguados a posteriori de la publicación de los textos que los componían. Una cohesión un poco mayor presentaba los Amores patológicos (1998) de Nuria Barrios, puesto que algunos personajes y anécdotas se entrecruzaban. También tienen una unidad de proyecto tanto Intemperie (1996) como Solos (2000) de Care Santos. 105 La misma localización simbólica recorre los volúmenes de Luis Mateo Díez: El espíritu del páramo (1996), La ruina del cielo (1999) y el Oscurecer (2002) que luego publicó en El pasado legendario (2000b). Bernado Atxaga creó un espacio particular común en Obabakoak (1988) y en sus Historias de Obaba (1997). Julio Llamazares en sus Escenas de cine mudo (1997) utilizó el territorio leonés de su infancia al igual que José María Merino en sus Cuentos del reino secreto (1982) o El viajero más lento (1990). A continuación, analizaré aquellos casos caracterizados por la trabazón entre sus partes en los que no me haya detenido hasta el momento o que no hayan sido objeto de estudio en otros apartados. 106

104   Esta edición fue preparada por Fernando Valls, quien probablemente aconsejara dicha presentación en la contraportada. 105   Estos dos volúmenes han sido estudiados de forma extensa por Ángeles Encinar (2003). 106   Estos son algunos de los ejemplos de «ciclos de cuentos» recogidos por Altisent en su estudio (2003). Del conjunto de títulos y nombres aportado por la autora, he extraído únicamente los casos escritos por escritores del corpus durante el periodo estudiado. Además he aportado el caso de Nuria Barrios y el de Marina Mayoral. Debo advertir que en las siguientes páginas no he analizado todas estas colecciones ya que algunos libros, como sucede con los de José María Merino, Marina Mayoral, Julio Llamazares, Care Santos o Rosa Montero, han sido objeto de mi atención en otros apartados.

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La carta de presentación de Nuria Barrios El primer libro publicado por Nuria Barrios fue Amores patológicos (1998), presentado en su contraportada ambiguamente como un conjunto de «historias» y una «novela fragmentaria», una descripción que no coincidía exactamente con su contenido. El volumen estaba dividido en dos partes muy diferentes: «Textos» y «Textículos». La primera de ellas se aproximaba al género novelístico puesto que era posible trazar una red de conexiones entre los argumentos y los personajes. Su estructura estaba compuesta por parejas de relatos con relaciones de causa o consecuencia entre sí, en forma de pequeño bucle hacia delante o hacia atrás de la materia narrativa. Finalmente, estos dúos se explicaban mutuamente ya que antes o después aparecían alusiones secundarias a los personajes, dando continuidad a las historias previas. Por ejemplo, en el primer cuento, la narradora y protagonista, Julia, realiza «Una sucia venganza» contra su marido, un hombre obsesionado con el olor de las cosas, así cuando muere, tira su urna en el estanque de la Casa de Campo. Este espacio del parque madrileño se convierte, desde ese momento, en un lugar al que los personajes acuden, siendo un elemento unificador de las demás tramas. En el segundo relato, «El retorno de Fernando», ella misma nos cuenta el cambio que han sufrido sus costumbres, de vivir en un mundo aséptico, a llenar su casa de suciedad, como en una especie de reacción alérgica al aseo. Casi al final del libro aparece «El olor dura más que el amor», protagonizado por la señora de la limpieza que había trabajado en la casa de Fernando y Julia. Otra pareja entre textos semejante se produce entre «La llorona» y «Una muerte de ensueño». En el primero, Adela, la narradora nos describe su extraña enfermedad que le hace llorar constantemente y que, obviamente, dificulta su relación con Carlos que, cansado de verla así, la abandona. El desenlace trágico del cuento termina con el suicidio de ella. El segundo relato completa lo sucedido puesto que cuenta la historia de ese novio que se siente culpable por haber maltratado a la chica y por ello padece insomnio. Todas estas piezas forman parte de una gran historia en la que cada personaje tiene un papel. Para cerrar este apartado de «Textos», Nuria Barrios acudía a un relato metaficcional, «Tocado y hundido», en el cual el narrador, un psiquiatra poco acostumbrado a la lectura, se obsesiona con los personajes de un libro titulado Amores patológicos, casi como si fueran sus pacientes. Con estas relaciones se cierran algunos finales inicialmente abiertos ya que cada historia adquiere una continuación dentro de esa red, rompiéndose la intensidad del efecto. En conclusión, la coherencia entre los cuentos es una construcción del lector que encontrará suficientes huellas para trabar una estructura en la que, por otra parte, no encaja la segunda sección del libro denominada «Testículos». Dentro del mismo volumen Nuria Barrios había dado a la luz una veintena de microrrelatos en torno al deseo, que nada o poco tienen que ver con la primera parte. Entre ellos recogía una reflexión ficcionalizada sobre el sentido del libro.

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Te voy a contar una historia. El deseo es una liebre. Aparece, se refugia en tus brazos de un salto, y de un salto desaparece. Ahí viene. La obsesión apunta, dispara y guarda la liebre herida en un sobrero de copa. Cada noche introduce la mano en el fondo oscuro y saca el deseo por las orejas. Ahí está, siempre lo encuentra: prisionero, mutilado, suyo. (Barrios, 1998: 139).

En suma, los relatos se complementan aportando nuevos significados a la totalidad, a la seriación de curiosas coincidencias. ¿Por qué el libro aparece bajo esta confusa presentación? El volumen se trataba de una apuesta arriesgada por parte de la editorial por eso es de imaginar que prefirieran la publicación conjunta a pesar de la leve unión entre ellos. Realmente el término más apropiado para la primera parte sería el de «ciclo de cuentos». Desafortunadamente, no contamos con ningún testimonio de la escritora sobre el origen del volumen ya que, como declaró con motivo de la publicación de Pequeñas resistencias, no le interesa excesivamente este asunto: «Indagar las razones de la elección de un género u otro para contar una historia remite a reglas y principios que son tan sólo andamios. La auténtica pregunta es otra: ¿quién conoce el secreto de cómo las mentiras inventan la verdad?» (VV. AA., 2002: 51-52). Lo que sí se ha observado es que Nuria Barrios se ha preocupado extraordinariamente por la unidad de sus restantes libros. Su Zoo sentimental (2000), publicado en Alfaguara, reincidía en la confección de un ejemplar fuertemente trabado, aunque en esta ocasión no reaparecen los personajes en los distintos relatos. Las historias se encuentran conglomeradas gracias a un recurso paratextual ya que en la contraportada se nos explica el título: «Los sentimientos son animales peligrosos. Por eso están enjaulados. Este libro abre los cerrojos del bestiario». Cada relato, entonces, está vinculado a un animal —caracol, cigüeña, chicharra, golondrina, hámster, mosca, tiburón—, salvo dos de ellos que giran en torno a las palabras «cuerpo» y «doméstico». Nosotras que no somos como las demás de Lucía Etxebarría Lucía Etxebarría publicó una colección de ensayos titulada La letra futura / La Eva futura, donde incluía un diccionario con los términos necesarios para que un escritor se supiera manejar en sociedad antes de publicar un libro. Entre ellos introducía la entrada: «POÉTICA: Explicación sobre la propia obra que normalmente escriben los poetas. También la escriben algunos narradores cuya obra es incomprensible» (2000: 60). Resulta curiosa esta definición tan crítica, ya que en el interior del libro aparece un capítulo titulado «Mis razones para escribir» que es en realidad un comentario de los motivos que la llevaron a dedicarse a esta profesión. He aquí que en el prólogo a Nosotras que no somos como las demás (1999) comentaba también su producción. Una de las aclaraciones que recoge es la procedencia de los dieciséis

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textos que aparecen en la novela entre los cuales seis fueron escritos como cuentos independientes. Como si la experiencia creadora fuera algo ajeno a su voluntad, la autora habla de la construcción de su obra a raíz de su incapacidad de crear personajes y abandonarlos en pocas páginas (Etxebarría, 1999: 10). Para no dejar ningún cabo suelto, la escritora ejerce su autoridad al dirigir el horizonte de expectativas del receptor: «Así que advierto al lector que estos relatos (o capítulos) deben leerse en el orden en el que están planteados, como si se tratase de una novela» (Etxebarría, 1999: 10). Esta fórmula ya la había explorado en Amor, Prozac, sexo y dudas (1996) donde planteaba cómo tres hermanas se enfrentaban a sus respectivas crisis existenciales. Cristina es politoxicómana, promiscua y a veces atenta contra su propia vida, pero desde su último fracaso amoroso se siente naufragar. Su hermana Rosa ha optado por una vida de trabajo y estudio, esforzándose por conseguir una carrera y lograr el éxito, pero la soledad y la monotonía la hacen adicta al Prozac. La mayor de todas, Ana, es la más tradicional de las tres: casada, con una gran casa y una hermosa familia, no entiende a sus hermanas pero, tras una pérdida, también acaba enganchada a las anfetaminas y somníferos. Su estructura fragmentaria está fuertemente consolidada ya que la pequeña Cristina se erige como protagonista desde los cinco primeros capítulos que están narrados a partir de su punto de vista. Se trata de la más irreverente y atípica de las tres. En su discurso el sexo, la protesta feminista, las drogas y la música se convierten en eje vertebrador. A partir de ese momento, las historias de sus hermanas, Rosa y Ana, aparecen entreveradas con la suya de forma alternante: Cristina-Ana-Cristina-Rosa-Cristina. Sin duda se trata de una novela sólida construida en torno a un proyecto total estructurador. Nosotras no somos como las demás comparte varios aspectos con esta obra, entre ellos la temática de la mujer actual; todos sus personajes femeninos cumplen el modelo de joven insatisfecha con su destino que busca desesperadamente el amor o la compañía. Las cuatro protagonistas del segundo libro tienen en común su soledad: sin compañeros sentimentales, sin hijos y lejos de sus familias. Al comienzo del libro aparecen las cuatro pequeñas descripciones de una modelo, una escritora, y dos mujeres de carrera. Al igual que en su volumen anterior, cada una sufre una crisis: María acaba de ser abandonada, Raquel se ha visto forzada a dejar a su amante, un hombre casado, Elsa no consigue recuperarse del trauma de una violación, ni Susi de la muerte de su hermano. Como en su novela, las historias de las diferentes protagonistas se van alternando, tal y como aparece reflejado en el siguiente cuadro:

Título

Personajes

Publicación original

Feniletilamina

Raquel

El Semanal

Acqua

Susi

Original

Absenta

Raquel

Original

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Título

Personajes

Publicación original

Desiderata

María

El mundo

Alexitimia

Elsa

El Semanal

Lapsus Linguae

Susi

Original

Visio Smaradigmna

Elsa/Raquel

Encargo revista femenina sobre videos eróticos no pornográficos

Tenebrátula

María

Original (aparece con anterioridad en El Mundo)

Imago

Elsa

Páginas amarillas

Vagina Dentata

Raquel

El Semanal y la antología Vidas de mujer

Mnemosina

Elsa

Original

Stigmata

Raquel/Jaime

Original

Fiat Lux

Eduardo

Original

Sed nos satiata

Raquel/Eduardo

Original

Nocturnalia

Jaime

Original

Virago

Elsa, Raquel, Susi María

Original

La última columna aclara la procedencia de estos relatos que la autora intenta hilvanar. En algunos de ellos cambió el título de los textos por términos con resonancias latinas, por ejemplo en 1998 publicó «Imago» como «Bricolaje casero» dentro de la antología de Mercedes Monmany Vidas de mujeres. 107 Comparando las versiones se observa que otro recurso empleado para dar unidad consiste en bautizar a sus personajes según sus necesidades, así mientras en la primera versión la mujer que entra en una ferretería no tiene nombre, en la segunda aparece como Raquel y de esta manera engancha con el hilo argumental de este personaje. Por último, para dar coherencia a todas las historias, en el capítulo final las cuatro protagonistas acaban reuniéndose en una fiesta. Los personajes se conocen entre sí, por ejemplo, Elsa y Raquel son buenas amigas y comparten experiencias e intimidades. El problema es que en las historias escritas por encargo se traslucen demasiado los requisitos a las que respondían, sin que estos se entiendan en el interior del libro. El caso más llamativo es el extenso relato titulado «Desiderata» en el cual María visita Escocia tras una ruptura amorosa. En su viaje conoce a dos jóvenes que le in  El prólogo a Nosotras no somos como las demás contiene un error ya que el relato no apareció en la antología titulada Historias de mujer sino en la colección denominada Vidas de mujer (Monmany, 1998). 107

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vitan a trasladarse a su casa y así comienza un triángulo amoroso o más bien sexual. La sucesión de descripciones de relaciones eróticas culmina en la última escena. Estas características se adaptan al compromiso adquirido con Miguel Munárriz quien le había pedido un relato: «entendiendo amor como erotismo» (Etxebarría, 1999: 11). En principio fue concebido en seis partes para ser publicado en distintas entregas, que se pudieran leer de forma independiente, de ahí que el texto aparezca como un catálogo de posibilidades amatorias: «Se trataba de un relato erótico, pero también iniciático, y por lo tanto quería que las escenas carnales fueran lo más variadas posibles. Hay pues una de sexo heterosexual, una de sexo lésbico, un trío, y mi escena favorita: la del sexo con una máquina» (Etxebarría, 1999: 12). Sin embargo, la historia de María es la que menos atención recibe en el libro, de hecho, no tiene casi continuidad puesto que su siguiente aparición en «Tenebrátula» es simplemente un nuevo relato sobre una experiencia sexual no incluida en el catálogo anterior. Se trata de un texto tan excesivamente escueto, que no se puede ubicar en una línea temporal con respecto a lo narrado en el anterior. En suma, este volumen es un intento de la autora por rescatar viejas historias, tras sus éxitos anteriores, de ahí que repitiera la fórmula del libro con el que consiguió la fama: mujeres, sexo, historias fragmentadas… 108 Una poética transgresora con los géneros. Francisco Umbral En el prólogo a Historias de amor y de Viagra, Francisco Umbral se detenía en la aclaración de varios aspectos en torno al origen de su libro. 109 Los textos que lo componían fueron difundidos, en primer lugar, a través de la prensa periódica, concretamente en la revista Paris Match que le había encargado que escribiera varias historias en torno a la famosa píldora azul. En el contenido del volumen se aprecia la procedencia periodística puesto que aparecen alusiones a los hechos actuales al momento de aparición. En esas páginas introductorias el autor aclaraba además el origen autobiográfico de algunas anécdotas y el género de las mismas: «De esa imaginación estimulada, más la experiencia concreta de las relaciones sexuales “viagramadas”, me han nacido una serie de relatos o historias que luego el oficio de uno, modesto pero largo, ha convertido en nouvelles, hasta conseguir este libro» (1998: 5). 110 Hete aquí que en el interior aparece un narrador que, a pesar de llamarse Jonás, 108  La escritora en 2003 publicó Una historia de amor como otra cualquiera, en la que reunía de nuevo quince relatos protagonizados todos por personajes femeninos. 109   Amplia es la bibliografía umbraliana. Para conocer su atractiva y polémica figura se puede acudir al trabajo de Anna Caballé, Francisco Umbral: el frío de una vida (2004). Una recopilación con estudios sobre el escritor fue coordinada por María Pilar Celma, Francisco Umbral: Homenaje literario (2003). En lo que atañe a las ideas literarias del escritor, a pesar de que no indaga en su trayectoria cuentística, es de especial relevancia La poética de Francisco Umbral de Antonio Torres Carnerero (2003). 110   El autor habló sobre esta experiencia no solo en el prólogo al libro, sino también en una entrevista concedida a Mariló Hidalgo en octubre de 1999: «-Hace un par de años la revista París Match me

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se puede confundir con el autor puesto que comparte su misma profesión y también reconoce haber publicado varios reportajes sobre la pastilla convirtiéndose en un «hombre / Viagra». Esta voz domina todos los textos, lo cual permite la unidad del conjunto, que está reforzada por las interrelaciones entre los demás personajes que reaparecen a lo largo del mismo. Por ejemplo, en «Nazareth», Jonás se va a visitar a una amiga al hospital mientras su actual amante, Odette, se va de viaje. En el siguiente relato, Odette aparece ya convertida en la pareja del narrador. A pesar de las aclaraciones del autor en el prólogo, cuando el editor presentó en sociedad el volumen, aparecieron las siguientes palabras en la contraportada: Jonás, un periodista de mediana edad, recibe de una revista el encargo de experimentar con la Viagra, la nueva terapia sexual, para luego contárselo a los lectores, o sea, el reportaje desde el interior de sí mismo. Esta experiencia le crea cierta adicción, aunque Viagra no sea una droga, en el sentido de que su vida sexual mejora y se multiplica notablemente. A partir de ahí, escribe una novela. Una original y explosiva novela. (Umbral, 1998: 158).

En este párrafo el editor sumaba datos del prólogo y del interior del texto para sugerir la identificación entre el narrador y el autor y ofrecer así la obra como una novela unitaria. Sin embargo, Eduardo Martínez Rico (2001a: 167-175) opina que a pesar de su presentación y de todos los hilos argumentales trabados entre las historias, el volumen se trata de una colección de cuentos. En cierta medida, el libro de Francisco Umbral plantea, simultáneamente, tres niveles de hibridación entre la autobiografía y la ficción, el periodismo y la literatura, la novela y el libro de relatos. La primera mezcla es algo habitual en su obra narrativa, incluso se puede decir que es su principal nutriente, rozando, en muchas de sus obras, los límites de lo que se ha venido denominando como autoficción. Francisco Umbral utiliza diferentes subterfugios para desnudar su biografía y también camuflarse, tal y como ha señalado Manuel Alberca la obra umbraliana: «aparenta ser una continua y exhaustiva autorrepresentación y al mismo tiempo mantiene una irrenunciable aspiración a inventar, reinventar y mitificar lo vivido mediante un estilo que para todos es su mayor activo literario» (1999: 21). Frente a la imposibilidad de contrastar todos los guiños autobiográficos que siembran los libros del autor, el lector se rinde, y la frontera entre los géneros memorialísticos o ficcionales se desdibuja. De acuerdo con esto, no es extraño que en Historias de amor y de Viagra, buscara la creación de un espacio flexible y ambiguo, que le permitiera moverse con libertad. propuso realizar un reportaje sobre la Viagra probándola yo previamente. Tuve que pasar una revisión médica que diagnosticara si podía pasar o no la experiencia, y en qué dosis. Me explicaron todo el proceso y me pusieron a mano a una señorita que estaba muy bien —creo que era modelo—, ¡y a practicar!. Pude comprobar que es un producto magnífico y la verdad es que lo recomiendo. Después de aquello se me ocurrió escribir un libro que por cierto ha sido y es muy leído, tanto aquí como en Hispanoamérica. Han venido desde Méjico, Chile, Argentina a entrevistarme a raíz del impacto del libro».

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Por otra parte, los miembros de la tríada periodismo-ficción-literatura son objeto de constante mezcla en la obra umbraliana. El autor tiene una poética del artículo muy clara según la cual el creador tiene licencia para dejar su impronta personal y que el lector encuentre así al hombre que hay detrás de las palabras: «El artículo es el solo de violín de la literatura, entre la multitud tipográfica del periódico, el artículo no ha muerto, sino que está cada día al día y es más buscado, porque a medida que el tiempo y los mass/media se impersonalizan, el autor busca más afincadamente el diálogo directo y mudo con una persona/personalidad que ya conoce, para asentir o disentir» (1982: 10). 111 En lo que se refiere a la hibridación entre la novela y el cuento, en el prólogo a su Teoría de Lola de 1977 el autor valoraba que la novela contemporánea se hubiera fragmentado y pudiera descomponerse en muchos relatos. En esas palabras también señalaba la libertad que habían adquirido los escritores: «El literato está de vuelta, no sólo de la vida, sino también de la literatura. Y entonces escribe cuentos o escribe novelas que no son tales novelas, sino familias madrepóricas de cuentos: Dos Passos, Baroja, Saroyan, Cela, Max Frisch, Luis Romero, etc.» (1999: 11). Por estos problemas de adscripción genérica, Eduardo Martínez Rico ha llegado a hablar de un género-Umbral, con rasgos tomados de un lado y de otro: «los contenidos se adaptan a las formas literarias, y al revés, según los impulsos y las convicciones estéticas del escritor, el momento de la escritura» (2004: 51). Aunque el autor no estuvo muy de acuerdo con esto cuando el mismo estudioso le preguntó directamente sobre el asunto: «¿Tú eres un escritor sin género? —Bueno yo creo que puedo hacer bien la novela. Tú mismo me lo puedes decir» (Martínez Rico, 2001b: 106). Seguramente esta respuesta respondía a la necesidad de ser valorado independientemente de la casilla que se le adjudicara. Así, unas líneas después, reconocía con orgullo: «Sí, yo sé que puedo hacer bien la poesía, el relato corto, el reportaje, la novela, y lo hecho, todo eso lo he hecho» (Martínez Rico, 2001b: 108). Obabakoak de Bernardo Atxaga Bernardo Atxaga entró a formar parte de la nómina de cuentistas de los noventa por su volumen Lista de locos (1998), sin embargo, su obra maestra, Obabakoak, se sitúa en los límites de este trabajo tanto por estar escrita originalmente en lengua vasca, por encontrarse un poco alejada de las fronteras cronológicas de este estudio (al aparecer inicialmente en 1988), como también por tratarse de un libro con una problemática adscripción al cuento. A pesar de todos los inconvenientes metodológicos que implica su inclusión, merece la pena detenerse en este volumen, entre otros 111   Francisco Umbral ha escrito en muchas ocasiones sobre los requisitos del artículo periodístico, estos comentarios hacen las veces de una poética del género, tal y como ha estudiado Juan Gracia Armendáriz en «El artículo diario de Francisco Umbral (1961-1990). Una preceptiva del género: acercamiento a una comprensión global de la obra periodística» (1995: 18-19).

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motivos, porque es una obra que marcó un hito en la consideración de las literaturas escritas en otras lenguas. Como ya he mencionado anteriormente, Obabakoak fue la primera obra en euskera que ganó el Premio Nacional de Literatura. Desde entonces el autor se convirtió en el convidado indispensable de todo acto cultural o social en el País Vasco, pasando a ser una figura de gran relevancia dentro de la ínsula literaria. En verdad, su condición limítrofe supone un aliciente interesante para el estudio de los repertorios a los que Joseba Irazu, nombre real del escritor, ha acudido. Bernardo Atxaga es muy consciente de su papel en el seno de una literatura minoritaria y periférica y esa posición determina profundamente la estructura de la obra en cuestión. De hecho, el tema que vertebra el volumen es el lenguaje. Un dato revelador es que, en la edición castellana del mismo, el creador añadió un epílogo —«A modo de autobiografía»—, en el cual pretendía dirigir la nueva lectura del receptor en castellano. En esas páginas finales aclaraba que todas las reflexiones que a lo largo del texto exponía sobre la literatura de «la isla» se debían a una intención: crear una obra de referencia siguiendo la huella de Gabriel Aresti y Luis Mitxelena quienes: «trabajaron para que nosotros, los más jóvenes, tuviéramos un lenguaje literario común, el llamado euskara batua, para que cambiáramos nuestro hatillo por una buena maleta» (1997: 378). Gracias a sus palabras, el lector toma el libro como una defensa y puesta en práctica de la legitimidad del euskera para la literatura. Según Atxaga sucedía lo siguiente: «Así pues, yo nunca diría que nosotros, los escritores vascos actuales, carecíamos de tradición; diría que lo que nos faltaba era el antecedente, que nos faltaban libros donde aprender a escribir en nuestra propia lengua. Pulgarcito no había pasado por nuestro camino; imposible buscar las migas de pan que habrían de llevarnos a casa» (Atxaga, 1997: 377). El autor sabiamente no renuncia a adoptar otros modelos, en este sentido está abierto a todo tipo de influencias sin importarle su procedencia: «ya se sabe que hoy en día, en pleno siglo veinte —y ésta sería una de las características de la modernidad— todo el pasado literario, ya el de Arabia, ya el de China, ya el de Europa, está a nuestra disposición; en las tiendas, en las bibliotecas, en todas partes. Cualquier escritor puede así crearse su propia tradición» (1997: 376). El problema no es encontrar temas, argumentos, o formas para tratar, sino un modelo adecuado a las necesidades estéticas de la belleza a la que todo artista aspira con su creación. De acuerdo con esto, Atxaga ofrece su propia obra como propuesta para renovar el repertorio lingüístico y estilístico en su lengua. Tal preocupación no solo hay que verla a la luz de un impulso individual, lo cierto es que la literatura vasca en los ochenta sufrió un proceso de institucionalización en la medida en que fue ocupando mayor terreno dentro del sistema educativo por la política lingüística desarrollada durante esos años. El euskera era enseñado en las escuelas, por lo que hacía falta una buena literatura infantil que cubriera esta demanda, y a ella Bernardo Atxaga aportó su granito de arena. 112 112   Sobre el proceso de institucionalización de la literatura vasca véase: Jon Kortázar Uriarte, Literatura vasca en la Transición: Bernardo Atxaga (2003).

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Otra de las soluciones que encuentra al problema de los antecedentes es el enriquecimiento de la literatura a través de la apropiación de materiales de tradiciones propias y ajenas. En Obabakoak recoge un curioso relato titulado «Método para plagiar» en el cual el narrador cuenta la aparición de Pedro Daquerre Azpilicueta, más bien conocido como Auxular, uno de los primeros padres de la literatura vasca. En este encuentro sobrenatural, el fantasma dialoga con el narrador sobre la precaria situación de las letras y le ofrece una clave para resolver este problema: que se perpetre con destreza el latrocinio tomando con maestría materiales de otras fuentes. Para facilitar esta tarea, el padre Auxular le propone al narrador la tarea de elaborar un manual de plagiadores y este comienza de inmediato. En un evidente tono paródico, el autor va describiendo las diferentes normas para que sus trucos no sean descubiertos, entre ellas, el ocultar la copia bajo el término teórico de la intertextualidad. Se imagina la hipotética situación en la que un periodista le pregunta sobre esa extraña similitud de su obra con, por ejemplo, la de un tal Piking, a lo cual debería contestar ofendido que se trataba de un guiño a Kipling (Atxaga, 1997: 319). Atxaga es defensor de que la repetición de temas y motivos, lejos de desencadenar el empobrecimiento literario, ayuda a su enriquecimiento. Así lo aclara en el prólogo a Cuentos tradicionales vascos: «Añadiré ahora, para terminar, que no es muy cierta esa teoría, tan difundida, de que todos los cuentos tradicionales del mundo son uno y el mismo, sino que cada comunidad, cada intérprete incluso, logra particularizarlos y reflejarse en ellos» (Auzmendi y Biguri, 2000: 11). Para argumentar esto propone varios insignes ejemplos: la Biblia y los textos homéricos que parten de la oralidad, u otros casos como Gargantúa o Las mil y una noches. También cita a algunos escritores que han sabido elevar la condición de lo popular, por ejemplo: Hoffmann, Oscar Wilde, Henry James o Gustavo Adolfo Bécquer (Auzmendi y Biguri, 2000: 10). El plagio o intertextualidad, según guste, permite la conexión con las formas modernas y da un paso adelante hacia el objetivo de insertar la literatura vasca dentro de las corrientes literarias vigentes. Obabakoak es, en suma, el resultado coherente de estos requisitos temáticos, ideológicos y metodológicos para proponer un repertorio ecléctico para el euskera. Además de esta unidad intencional y de proyecto literario, estos relatos están fuertemente hilvanados entre sí. El título, que podría traducirse como «los de Obaba», aclara que estas historias tienen en común un mismo paisaje, ese lugar imaginario de la geografía vasca que, por alusiones, se puede localizar en las proximidades de San Sebastián. 113 Su estructura consta de tres partes: Infancias, Nueve palabras en honor del pueblo de Villamediana y En busca de la última palabra. La primera está compuesta por cinco relatos a modo de ciclo que comienza con la historia «Esteban 113   Ángel García Galiano (2005) ha descrito cómo el autor vasco ha configurado un espacio mítico muy semejante al Macondo de Gabriel García Márquez, a Región de Juan Benet, o al Condado de Yoknapatwpha de Faulkner. Todos ellos tienen, según el investigador, el poder de evocarnos un «rincón de mundo», localizaciones cuya geografía podemos intuir aunque, no obstante, nos remiten a un espacio universal. Por ejemplo en «Exposición de la carta del canónigo Lizardi», de Obabakoak, el autor utiliza el recurso de la casa como refugio, mientras que el exterior, ese espacio euskaldun es la libertad.

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Werfell». El homónimo protagonista es un geógrafo que vive en Hamburgo entregado a la tarea de escribir unos diarios donde recuerda su infancia en Obaba. Durante esos años su padre, de origen alemán, hizo todo lo posible para que se sintiera desarraigado. En la «Exposición de la carta del canónigo Lizardi», el narrador se convierte en transcriptor de unos textos de un párroco que residió en Obaba a comienzos del siglo pasado. En esas páginas cuenta la historia de un niño que sufría las críticas de los habitantes del pueblo y que desapareció súbitamente en el bosque. A partir de ese momento también comenzaron los misteriosos ataques de un jabalí blanco. El mismo sentimiento melancólico domina a la maestra de «Post tenebras spero lucem» quien vive en los márgenes de Obaba, aislada no solo de los demás habitantes, al ser una recién llegada extranjera, sino por sus propios familiares, ya que nunca recibe esa carta que tanto desea. En un ejercicio similar a Esteban Werfell, también utiliza la escritura para llenar el vacío de su soledad. En la segunda parte, el narrador cambia de entorno, sale del valle de Obaba y habla de una temporada que pasó en el pueblo de Villamediana, situado en una comarca de Castilla en la provincia de Palencia. La introducción que el autor hace a sus relatos muestra dos comportamientos ante la memoria bien distintos. Reflexiona sobre un pastor que conoció de niño y que, tras permanecer varios meses sin hablar con nadie, había enloquecido por el peso de sus recuerdos, situación que contrasta con su amigo Martín, quien había perdido completamente todo vestigio de su pasado. De esas experiencias aprendió que solamente hacen falta «nueve palabras» para no perder la cordura, por eso el narrador reduce su temporada transcurrida en Villamediana en nueve puntos. Al igual que en los cuentos anteriores, el tema central de estas páginas es la marginalidad de los pastores sobre los que recae una leyenda oscura de ladrones y gente de poco fiar. Desde lo alto de la iglesia, a modo de Fermín de Pas en La Regenta, el narrador descubre a un grotesco personaje que vive solitariamente y que se hace pasar por el conde del lugar, Enrique de Tassis, pariente de aquel poeta que fue amigo de Góngora, aunque, verdaderamente, es un madrileño convencido de su propia mentira. Estas nueve palabras invocan en el narrador paisajes y sentimientos llenos de «musgos y helechos» a causa del desarraigo. En la última parte, Bernardo Atxaga escoge una estructura de cajas chinas en la que una historia marco sirve para engarzar narraciones de varia procedencia. Este modelo, que ha tenido una larga trayectoria en la literatura, sobre todo a raíz de las colecciones de novellas a modo del Decamerón de Boccaccio (1348-1353), está relacionado con el origen del género novelístico (Bobes Naves, 1993: 72 y 101). Gracias a este planteamiento Atxaga lleva a cabo ese proyecto de unificación de tradiciones antes presentado. El narrador que aparece en el marco es un escritor que se siente atraído por el misterio que rodea a una antigua foto de su clase; en ella descubre a uno de sus compañeros sosteniendo una lagartija al lado de la cabeza de uno de sus amigos. Lo extraño del hallazgo es que, al poco tiempo, aquel niño empezó a perder el oído y se volvió medio loco. Al unir estos dos acontecimientos, se cuestiona si se había cumplido la creencia popular en Obaba según la cual los niños no se

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debían quedar dormidos en la hierba por la siguiente amenaza: «Si lo hacéis, vendrá un lagarto y se os meterá en la cabeza [...] para comeros el cerebro» (1997: 185). Con objeto de resolver sus dudas le comenta el caso a un amigo médico. Juntos deciden viajar a casa de su tío en el pueblo donde hay convocada una reunión para comentar y narrar cuentos. Este contexto le sirve para hilvanar las historias que se cuentan el uno al otro, la que les dice un paseante, el señor Smith, o los propios relatos que leen en la casa. La estructura, tal y como ha descrito Olaziregi (2002: 71) es la siguiente: 114

Narración marco

Cuentos

1. Jóvenes y verdes (historia del lagarto) 1.  El criado del rico mercader (cuento sufí) 2. Acerca de los cuentos (reflexión metaliteraria en 2.  Dayoub, el criado del rico mercader (reelabola que aparecen parafraseados varios relatos de ración del narrador del texto sufí) autores diversos). De soltera, Laura Sligo (contado por Mr. 3. Mr Smith 3.  Smith) 4. Finis Coronat Opus (contiene una historia narrada sobre Hilario, el mítico ciclista de Obaba y dos largas citas de Théophile Gautier) 5. Por la mañana (leen una traducción hecha por el 5.  Hans Menscher (cuento leído por el narrador) tío de Odin de J.L. Borges) 5.  Para escribir un cuento en cinco minutos (cuento leído por el narrador) 5.  Klaus Hahn (cuento leído por el narrador) 5. Margarete, Heinrich (cuento leído por el narrador) Yo, Jean Baptiste Hargous (cuento leído por el 5.  amigo) Método para plagiar (texto leído por el tío) 5.  Una grieta en la nieve helada (ejemplo de pla5.  gio expuesto por el tío sobre un texto de L’Isle Adam)

6. Un vino del Rhin 7. Samuel Tellería Uribe

7.  Wei Lie Deshang (Fantasía sobre un tema de Marco Polo)

8. X e Y (final de la historia del lagarto) 9. La antorcha (enloquecimiento del autor)

Bernardo Atxaga reelabora dos tipos de materiales: por una parte, relatos de factura anterior que reciben aquí un nuevo contexto y, por otra parte, historias de otros autores. La procedencia de estos textos no aparece oculta, siguiendo los principios 114   Mari Jose Olaziregi presenta en Leyendo a Bernardo Atxaga (2002) este mismo cuadro. Mi aportación ha consistido en añadir el contenido de cada una de sus partes.

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de su propio método del plagio, prefiere insinuar su origen a través de los títulos o citar explícitamente a sus autores. Al comienzo, nada más presentar el marco, el narrador de la historia, a modo de ensayo para la reunión a la que van a acudir, relata un cuento sufí titulado: «El criado del rico mercader». Según ha señalado Olaziregi (2002: 103-114), quien ha indagado en todas las relaciones intertextuales tras el volumen, la transcripción del mismo es casi una cita exacta con respecto a versiones anteriores bien conocidas. El cuento había sido publicado anteriormente por Jean Cocteau en 1923 en el libro Le Grand Ecart con el título «El jardinero y la muerte» y treinta años después fue reeditado por Borges y Bioy Casares en la antología Cuentos breves y extraordinarios. En segundo lugar, en la tertulia los personajes opinan sobre sus historias favoritas y las sintetizan. Estos comentarios se convierten casi en unas poéticas ejemplificadoras ya que los invitados parafrasean las palabras de Chejov en su «Sueño», de E. Waugh en «El breve paseo de Mr. Loveday» o Maupassant en su misterioso «El collar». Para los tertulianos los cuentos son tan sobradamente conocidos que no culminan sus resúmenes, sino que tan solo especifican las líneas iniciales de sus argumentos. Según los asistentes, estos tres cuentos representan la perfección y los podríamos interpretar como poéticas indirectas. Otro procedimiento que utiliza para incorporar materiales en su texto es el de la excusa de la traducción. Así en el capítulo titulado «Por la mañana», un personaje insinúa que el autor es Borges aunque se lo han apropiado y se trata realmente de: «Odín o el relato breve de un escritor muy en boga actualmente, en traducción del tío de Montevideo» (1997: 252). En conclusión, Bernardo Atxaga abre el abanico de los repertorios de la literatura vasca incluyendo desde los maestros del cuento de finales del siglo xix, a las tradiciones populares orientales, hasta argumentos borgianos. Para terminar, no hay duda de la naturaleza híbrida y ecléctica de Obabakoak ya que admite dos lecturas. Bernardo Atxaga llegó, incluso, a poner una nota aclaratoria en la edición original en la que señalaba que los cuentos en cursiva podían ser leídos de forma desordenada mientras que los restantes, pertenecientes a la historia marco de la tercera parte, tenían una continuidad argumental. Pero, por otra parte, es una novela de ambiente en la que cada fragmento adquiere un nuevo contexto para su interpretación. Por todos estos rasgos, entre otros, Néstor E. Rodríguez ha dicho que la obra es profundamente posmoderna. 115 Ante esta adscripción el autor se ha mostrado más bien reticente. 116 Para Atxaga su obra no es más que la pervivencia de fe115  Néstor E. Rodríguez basa su artículo «La palabra está en otra parte: escritura e identidad en Obabakoak», en la idea de que, a pesar de las declaraciones del autor, su obra está impregnada de las preocupaciones posmodernas por la marginalidad ya sea lingüística o de los personajes retratados (2001: 176-190). 116   Bernardo Atxaga en una entrevista con Annabel Martín decía: «Cuando publiqué Obabakoak apareció una crítica en Londres donde se caracterizaba el libro de postmodernista. Sinceramente digo que me llevé una sorpresa. A mí me pareció un adjetivo extraño. Y además debo decidir que ahora, tras nuestra estancia en EE. UU., quizás tenga mejor opinión del postmodernismo de la que tenía en aquella época. Entonces me parecía, efectivamente, una relativización, una especie de alejamiento de lo real, la reducción de todo a palabras... es de los asuntos que tengo que pensar en el futuro, es decir, cómo encajar mi gusto por la hibridez y mi gusto por la reescritura con mi convicción de que la literatura siem-

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nómenos que siempre han existido pero, que de alguna manera, han sido marginados por el canon. La conciencia de los géneros: Luis Mateo Díez Luis Mateo Díez en El pasado legendario (2000b) expresó las diferencias entre los géneros de la oralidad (vid. apdo. 2.1.A del cap. III). Esta conciencia está relacionada con su creencia de que, para cada historia, para cada intención comunicativa, existe un molde adecuado más allá de las adscripciones al uso. Esta lección literaria la aprendió tras su experiencia con el relato breve en Memorial de hierbas. La peripecia de su redacción le resultó tan agotadora que llegó a declarar su angustia creativa ante los cuentos ya que: «en aquel libro ya estaban todos los que yo podía escribir» (Díez, 1988: 22). Afortunadamente, logró sobreponerse al envite y acabó aprendiendo los peligros de un «género tan arduo, tan complejo y difícil, tan lleno además de riesgo porque no permite quedarse a medias, y en el que se acierta o desacierta sin remisión». Y el escritor se hizo un maestro gracias a esta experiencia iniciática: «al poder dirimir —ya casi siempre sin equivocarme— qué destino se merece cada concreta idea narrativa que me sobreviene» (Díez, 1988: 22). Desde entonces, el ahora Académico ha luchado contra sus miedos por encontrar el repertorio genérico en el cual sentirse cómodo. Ha escrito cuentos en sentido estricto (Brasas de agosto de 1989, la primera parte de Los males menores de 1993, Las lecciones de las cosas de 2004), microrrelatos (la segunda parte de los Los males menores) y novelas cortas, género al que le ha concedido gran dedicación. Ha cultivado el híbrido memorialístico entre el diario y el ciclo de cuentos en Días del desván (1997) y la mezcla entre la leyenda, la recopilación antropológica, y los cuentos en Relatos de Babia (1991b). Por último, ha explorado los límites de la brevedad entre la novela y el cuento en El espíritu del páramo (1996) y La ruina del cielo (1999). Estos dos últimos volúmenes pertenecían al ciclo llamado El reino de Celama (2003), conjunto de textos que se completaba con El oscurecer (2002) y Vista de Celama (el único de nueva factura para la ocasión). Una curiosidad en la obra de este autor es que además de su difícil identificación genérica, a veces les da una «segunda vida» a sus textos recopilándolos en volúmenes mayores con una intención estructural. En este apartado me voy a detener en El reino de Celama, un ejemplar cuya la unidad viene dada por ese espacio en común. Dentro de él, El espíritu del páramo compone lo que puede ser el preludio, la obertura o la inauguración de ese territorio imaginario. Este contiene quince capítulos de los que el primero es una descripción pormenorizada de su geografía y de las consecuencias que sobre el paisaje y las gentes pre ha sido así. Me parece que el postmodernismo da carta de naturaleza, nombre y teoría, a una actitud que ya existía en la imitatio. Creo, en principio que es un tema antiguo. A lo mejor he llegado a esa convicción más por mi afición a la cultura popular y a lo medieval que por tener una teoría postmodernista a priori» (2000: 193-204).

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ha ejercido el paso del tiempo. A continuación, aparecen una serie de historias, de personajes y anécdotas presididas por la voz de un narrador anónimo y una recurrencia unificadora: un niño llamado Rapano que abandona su casa por razones económicas, dejando atrás a su madre y a sus hermanos. En el segundo relato nos narra su viaje en tren desde el Caserío de Valma para ir a vivir con sus tíos en un pueblo del valle llamado Dalga. El undécimo cuento adquiere una forma enteramente dialogada. La escena presenta un momento muy posterior en la cronología del niño: la visita de Rapano a su madre en la residencia de Olencia veinte años después del tiempo recogido en el anterior texto. Por último, en el relato número quince, refleja el monólogo interior en el que el personaje vuelve a proporcionar datos para reconstruir su pasado, incluida la muerte de su madre: «un nueve de enero, estaba más quieta mi madre en la cama de Valma cuando le dije adiós que en la cama del Asilo de Olencia cuando me la enseñaron muerta, no se aprende a ser huérfano» (Díez, 2003: 100). Este primer libro descubre la intención del conjunto de crear para Celama la leyenda de la que carece: «Lo cierto es que la Llanura no tiene Leyenda, nada que enaltezca la memoria con la imaginación de quienes la habitaron para que, en algún sentido, haya un patrimonio idealizado que modifique la cruda realidad. Celama aceptó el destino de su pobreza y la suerte y la desgracia del lo que vino después son avatares de ese mismo destino» (Díez, 2003: 18). En el relato número nueve, narra cómo una noche el médico del lugar se perdió con su mula Mensa en la Llanura, un espacio que se convierte en metáfora del vacío. Este personaje, el doctor Ismael Cuende, será crucial para la unidad de la segunda obra de la serie, La ruina del cielo, que está construida utilizando el viejo artificio del manuscrito encontrado. En este libro la trabazón entre sus partes es mucho más estrecha: el doctor se interesa por unos papeles que había dejado uno de sus antecesores en el cargo, Ovidio Ponce de Lesco, autor de una memoria médica de Celama. Apasionado por la idea, decide escribir un obituario a la par que intenta descubrir la identidad del autor del documento. Los sesenta y ocho breves capítulos hablan de los habitantes del cementerio de Celama durante los años treinta, unos seres condenados a la desesperanza. Estos textos se pueden dividir, tal y como ha apuntado José Manuel Trabado Cabado (2005), en cinco tipos: en primer lugar, aparece la narración de las muertes de los distintos habitantes de Celama, son pequeñas crónicas que pueden ser leídas de forma independiente y que comparten la voz narradora del médico. En segundo lugar, el doctor se detiene en descripciones socio-históricas del lugar, siguiendo el modelo de Ponce de Lesco. En tercer lugar, un narrador neutro transcribe las tertulias entre personajes. El cuarto subconjunto de relatos presenta diálogos entre muertos. Por último, aparecen los monólogos interiores de Ismael Cuende gracias a los cuales conocemos su pasado. Este volumen puede ser una novela concebida como la encrucijada de relatos entrelazados o un ciclo de relatos independientes que mantienen su autonomía al tiempo que se complementan. El lector percibe que no se encuentra ante una mera sucesión de textos, sino que todas sus partes conforman un todo trascendente. Tal y como ha señalado Ángel Raimundo Fernández (2001), hay una estructura interna

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con una unidad de personajes, de temas y motivos, pero sobre todo de espacio, ese territorio mítico que es Celama. El Páramo deja su huella en esa «conciencia territorial de irrealidad» (Díez, 1999: 16). Cerrando la serie aparece una novela corta, el Oscurecer, donde un personaje innominado se sentará en una estación de ferrocarril al lado de un «Viejo». Durante un día, el anciano irá recordando su vida con Celama como telón de fondo. A diferencia de los dos volúmenes anteriores, en esta obra el tiempo cronológico nos aproxima al presente. Los libros de Luis Mateo Díez se llenan de relatos, de historias, de cuentos ya que, por encima de los géneros, en su poética hay una defensa de la narratividad. En 1992 al hablar de la opinión que le merecía la novela contemporánea declaraba que debe: «volver de alguna manera a las fuentes del género, de recobrar el valor de la anécdota, la intención de, antes que nada, contar una historia». Lo que le interesa ante todo es contar ya que se le hace algo tan necesario «como el más cotidiano alimento, porque hay una pasión creciente que alimenta la obsesión de hacerlo» (Díez, 1992: 52 y 36). Enrique Vila-Matas y su poética del cuento La crítica que se ha enfrentado a la obra de Vila-Matas ha tenido, desde sus inicios, muchos problemas para encontrar unos términos apropiados que se adaptaran a las heterogéneas características de sus escritos. A estas dudas el autor ha contribuido con una poética en la que la hibridación genérica se erige como uno de sus principales emblemas; lejos de aclarar la definición de sus textos, en sus ensayos, entrevistas y artículos juega premeditadamente con la confusión del receptor. Por ejemplo, en El viento ligero en Parma (2004: 187-192), incluía una especie de autobiografía literaria con fichas de cada uno de sus libros en las que les adjudica un género. Este hecho llama la atención porque años antes, con motivo de la publicación del número monográfico de Cuadernos narrativa, Fernando Valls y Rebeca Martín tuvieron que avisar a los lectores de que el propio autor había insistido en que no dividiesen su producción en cuentos o novelas, produciéndose un nuevo ejemplo de contradicción e incoherencia entre diferentes actitudes ante la exigencia de explicaciones literarias (Valls y Martín, 2002: 159-175). El caso de Vila-Matas permite ver cómo el repertorio inicialmente rupturista del barcelonés ha sido aceptado en el canon, convirtiéndose en uno de sus principales valores. Sus primeras obras fueron vilipendiadas por la crítica, muestra de ello es la reseña a El sur de los párpados de Santos Alonso (1980: 15). Lo que hoy en día es calificado en el autor como cosmopolitismo, gusto por la metaficción y espíritu vanguardista, en aquel entonces fue percibido como un mero alarde por mostrarnos lo mucho que había viajado y leído. 117 En cambio, su primer libro de cuentos titulado 117   Ciertamente, la obra dividida en cuatro capítulos utilizaba hasta la extenuación el recurso de la literatura dentro de la literatura. En su primera parte el protagonista se obsesiona con la confección de

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Nunca voy al cine, recibió una mejor acogida. Curiosamente, este primer volumen de relatos breves, quizá los más tradicionales en su producción, fue abarcado dentro de la corriente fantástica que se empezó a poner de moda durante los ochenta. Así lo vio Ramón Freixas quien decía en su reseña para Quimera que el tema del libro era «la exposición de lo fantástico aunado a una exacerbación de lo banal» (1982: 60). Miguel Bayón también incluyó esta obra de Vila-Matas en su artículo sobre «lo fantástico en la narrativa» (1982: 41-42). Si bien entre sus relatos había ciertos componentes que incidían en los terrenos sobrenaturales, en realidad eran el resultado de la inclusión de lo onírico. Años después el propio autor, en ese recorrido por su obra antes citado, ha reconocido que en esta colección estaban todos los temas que había desarrollado a lo largo de su carrera (Vila-Matas, 2004). Una peculiaridad de estos textos son las pequeñas redes temáticas entre parejas de relatos, lo que Ana Rueda denominó «cuentos tándem» (1988: 104-107). Por ejemplo, el narrador de «Abandono» se presenta en primera persona como un escritor amigo de un guionista de cine fracasado —Andy Andrews— sobre el cual va a escribir. Este le sorprende entregándole un cuaderno con un relato sobre la cuñada de Tolstoi del cual nos ofrece un resumen. Dice así: «Cuando esta señora era joven ingirió un veneno a causa de un problema amoroso y rápidamente cambió su decisión de morir al enterarse de que otro de sus parientes había venido a visitarla» (1982: 40). La narración con la que haría pareja, «En la luna de Astarté», consiste en el mencionado escrito de Andy. 118 Entre este catálogo de primeras preocupaciones narrativas, no falta tampoco la hibridación de géneros. Por ejemplo, el relato «Leonardo» se inscribe en el terreno de la escritura del yo al titularse: «Memoria biográfica de un pintor extraordinario». En 1984 apareció su tercera novela, Impostura, con la que había logrado ser finalista del premio Herralde el año anterior y con ella llegaron los primeros problemas taxonómicos. Langa Pizarro en su diccionario de autores de la posguerra la calificó como «volumen de cuentos» (2000: 288). Diferentes y enigmáticas voces narradoras se hacen cargo de contar un laberíntico argumento. La historia parte de un un poema, en la segunda nos narra la composición de una novela homónima al libro, la tercera, «Aroma a Balumba» vuelve a ser la historia de la gestación de dos novelas. Por último, el capítulo llamado «Al sur de los párpados» recoge las cuestiones que se plantea el escritor durante la elaboración de las partes anteriores. 118   El otro tandem se produce entre «Peripecia» y «Al revés» aunque el vínculo es diferente. En el comienzo del primero nos expone el punto de partida de la acción: «El joven Wilhelm Wietz se enteró por correo de que, en el sorteo anual de su parroquia, le había correspondido el primer premio, un viaje de placer». El agraciado se extraña mucho porque no recuerda haber solicitado el premio, por este motivo llama al párroco para renunciar al mismo, y este le confiesa la verdad: todo ha sido una broma de varios feligreses. El cuento finaliza en un plano onírico, Wilhelm se sumerge en una mancha del techo: «Incansable y delicadamente, Wilhelm Wietz pasó y repasó sus labios sobre los míos, de arriba a abajo, de derecha a izquierda, hacia dentro y hacia fuera, hacia la vida y hacia la muerte, y descubrió que no solo amaba, sino que pensaba, reía y veía. Veía una sala bañada de sol en la que yo tejía redes de falenas que, a su vez, imitaban el ejército de lombrices que ocultaba piadosamente su carne muerta» (1982: 26). En «Al revés», un personaje de igual nombre es sometido a la misma broma, sin embargo, su respuesta es bien diferente, decide emprender ese viaje, yendo más allá de París, es decir, comienza otro viaje eterno (ambiguamente mortífero).

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pordiosero que es sorprendido robando vasos funerarios; al ser detenido, se comporta como un loco y declara no recordar su identidad. La noticia aparece publicada en un periódico, y dos mujeres, de diferente extracción social, se disputan al que suponen su marido. Para una es el profesor Bruch, escritor desaparecido en la División Azul, para otra el tipógrafo Claudi Nart, antiguo anarquista y extorsionador. La progresión de esta trama le confiere una innegable unidad al conjunto, que permite incluirlo en el marco de lo novelístico, aunque su fragmentación expositiva contrarresta tal efecto. Con Historia abreviada de la literatura portátil, Vila-Matas puso en claro que el juego literario podía ser llevado hasta los más insospechados territorios mezclando la Historia con mayúsculas, con el ensayo y la ficción. La obra contaba el divertido relato del nacimiento, desarrollo y extinción de la sociedad secreta de los portátiles o conjura de los Shandys, cuyos componentes debían cumplir varios requisitos imprescindibles, entre ellos, que su obra artística fuera fácilmente transportable en un maletín; la otra condición era la de funcionar como una perfecta máquina soltera. 119 Entre los conjurados se encontraban figuras importantes relacionadas con el dadaísmo y las vanguardias (Walter Benjamín, Marcel Duchamp, Valéry Larbaud, Céline, Scott Fitzgerald, y Federico García Lorca), a los que les unía la intención de realizar un desorbitado uso de lo breve, lo fugaz, lo pasajero: «Ya desde el primer momento, los shandys vieron que nada era tan deseable como que la conjura portátil se convirtiera en la exaltación espectacular de lo que surge y desaparece con la arrogante velocidad del relámpago de la insolencia» (Vila-Matas, 1985: 13). El sentido de la obra aparecía desvelado a través de un procedimiento metaficcional pues Tristan Tzara escribe a su vez una «historia abreviada de la literatura portátil» con la que busca: Un tipo de literatura que, según él, se caracteriza por no tener un sistema que proponer, sólo un arte de vivir. En cierto sentido más que literatura es vida. Para Tzara, su libro es la única construcción literaria posible, la única transcripción de quien no puede creer ni en la verosimilitud de la Historia ni en el carácter metafóricamente histórico de toda novelización. El libro ofrecerá esbozos de las costumbres y vida de los shandys a través de un medio más original que los habitualmente adoptados por la novela. Tzara pretende cultivar el retrato imaginario, esa forma de fantasía literaria que esconde una reflexión en su capricho y una empresa en su ornamentación. (Vila-Matas, 1985: 81).

Todos los indicios indican que es una parodia de la historiografía literaria. El narrador que reconstruye el desarrollo de los shandys se apoya en fuentes de dudosa credibilidad, casi siempre mediatizadas por cierta visión literaturizada de

119  Tres años antes de la publicación de Historia abreviada de la literatura portátil (1985) apareció en La Vanguardia, el 28 de septiembre un artículo titulado «El museo de las máquinas solteras», que fue la primera piedra para este libro sobre la conspiración Shandy. También está recogido en El viajero más lento de Enrique Vila-Matas (1992: 91-95).

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la realidad. 120 Acude a una documentación tan voluble como una carta, un apunte de Juan Gris escrito sobre un cuaderno de música o una nota de Stephan Zenith a Gombrowicz (Vila-Matas, 1985: 57). Para cerrar la obra y darle cierto aire de cientificidad, pone como colofón una bibliografía compuesta por obras reconocibles, como el Tristam Shandy de Sterne, o por libros inexistentes y disparatados, como por ejemplo el caso de Crowley que se trata de: «Un libro que parece hecho para burlarse de todo aquel que se acerque al mismo buscando información sobre la estancia de los portátiles en la ciudad fronteriza de Trieste» (VilaMatas, 1985: 93). 121 La actitud del supuesto historiador se aleja de la metodología positivista ya que siempre opta por la versión más poética: «A mí siempre me ha gustado creer literalmente lo que Paul Klee nos cuenta al término de su cuaderno de navegación» (VilaMatas, 1985: 109). El autor consigue mantener oculta la naturaleza de ese narrador encargado de la exposición de todos los hechos. 122 A través de tales procedimientos logra no solo la parodia del discurso histórico, sino también romper los esquemas de la novela. 123 En conclusión, en esta obra la hibridación se convierte en uno de sus propósitos estructuradores: el autor da cabida en el mismo texto al estudio historiográfico (por la burla hecha a los recursos de este tipo de obras), a lo biográfico (por la exposición de la existencia de los personajes shandys), a la novela (por su carácter imaginativo, fantástico y ficcional) y también al ensayo (por sus reflexiones en torno a la literatura).

120   Dice utilizar, por ejemplo, los diarios de Huidobro y Kromberg a pesar de que el primero tan solo conoció los hechos por terceras personas y el segundo está completamente loco (1985: 93). Otra fuente son las memorias de Skip Canell y las de Sylvia Beach, cuya baja calidad reconoce el propio narrador (1985: 40). 121  Algunas características del catalán son semejantes a «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» de Jorge Luis Borges: la mezcla de autores conocidos con otros inventados, la utilización de notas y alusión a numerosos libros, junto a la mezcla del cuento y del ensayo. En la bibliografía ficticia y la hibridación genérica podemos apreciar por otro lado la impronta de «Pierre Menard, autor del Quijote» de Ficciones (1974: 13-59). 122   Vila-Matas en dos de sus novelas consigue mantener la atención del lector poniendo especial atención en ocultar la identidad del narrador. Esto sucede en Al sur de los párpados, obra difícil, llena de cajas chinas y de historias absurdas que cobran sentido cuando sabemos que nos encontramos ante la biografía de un loco escrita por su amante. En El viaje vertical el protagonista es un hombre que se acaba de jubilar, y ese mismo día su mujer le anuncia que se quiere separar de él y que desea llevar una vida independiente porque durante todos sus años de matrimonio no ha podido conocerse a sí misma. Desorientado por esta ruptura de la rutina, por este súbito cambio a una edad en la que a uno solo le queda esperar el momento de la muerte, decide llevar en práctica el consejo que le dio un amigo, Terrades, que le dijo que debía visitar ciudades que ya conociera para sentirse vivo. Al final de la obra, el autor del texto en la ficción se presenta como el marido de la ex mujer del sobrino de Mayol que, intrigado por la vida de este, le ha hecho una serie de entrevistas de donde ha surgido esta obra. 123  La doble etimología de shandy procede de «Si Hablas Alto Nunca Digas Yo» pero también remite a la obra de Sterne. Para añadir más matices al término, señala en una nota a pie de página que el autor vivió gran parte de su vida en Yorkshire, en donde shandy significaba «alegre, voluble, y chiflado». El Tristam Shandy está considerada como una parodia de la estructura de la novela, por lo que comparte la búsqueda de la ruptura genérica con la obra de Vila-Matas.

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Este libro tuvo bastante repercusión en la prensa periódica, aunque su recepción fue irregular. 124 Enrique Vila-Matas ha llegado a declarar que su Historia fue un: «intento (prematuro para la España de aquellos días en los que la literatura era más apelmazadamente realista que nunca) de mezclar ensayo y ficción radical» (2004: 188). El barcelonés tenía clara conciencia de que estaba realizando un ejercicio contrario a las corrientes estéticas de moda en aquel momento. Lo cierto es que, mientras la reseña de El País, de Montserrat Casals, liquidaba la obra con rapidez y contundencia —«se nota que el autor veranea en Cadaqués» —, Miguel García Posada en el ABC (9 de noviembre de 1985) fue bastante bondadoso en sus calificativos: «una divertidísima, delirante fábula (y desprovéase al último epíteto de todo matiz negativo)». Su siguiente libro también fue problemático desde el punto de vista de los géneros. Una casa para siempre parecía estar hecha de episodios inconexos que podrían leerse como cuentos independientes hasta que el lector descubre que el narrador siempre es el mismo. Enrique Vila-Matas, a través de la metaficción, plantea una posibilidad para interpretar la obra: en el capítulo titulado «Mar de fondo», el narrador y un amigo acuden a casa de Marguerite Duras para solicitarle el alquiler de una buhardilla. Durante un arrebato de locura, su compañero le atribuye un escrito que desgraciadamente se ha dejado en un taxi: «Las memorias podían leerse como una novela, aunque la trama no era del tipo clásico». A pesar de que cada anécdota resulta significativa por sí sola, existe un elemento unificador, un misterio. A lo largo de toda la obra hay un asesinato del que no se habla de forma directa hasta que se nos desvela: «En la noche lisboeta, tras despedirse inesperadamente y para siempre de los escenarios y de su público, había ido al encuentro del barbero que le había robado la mujer amada. [...] Pero eso, claro está, no podía confesarlo en sus memorias. [...] Posteriormente huía, dejaba Europa. Pero en sus memorias disfrazaba de hermosa, culta y literaria, lo que en realidad no era más que una repugnante fuga» (1988: 73). El ocultamiento del narrador es el verdadero motivo de la ruptura de la historia en múltiples fragmentos. Tras esta trayectoria, en los noventa Enrique Vila-Matas ya era conocido por su forma de transgredir los géneros. Por eso, cuando apareció su libro de relatos, Suicidios ejemplares (1991), se encontraba bastante cercano, si no a su poética general de la novela, al menos a la que el propio autor había ejercido hasta el momento. Francisco Solano, en su crítica para la revista Reseña, ya era consciente de que el escritor poseía un repertorio estilístico concreto: «ya familiar para todo lector que lo haya frecuentado» (1991: 3). En este volumen también existía una unidad temática expresada por medio de un texto aparecido en el primer relato «Viajar, perder países»: «Mi idea, al iniciar este libro contra la vida extraña y hostil, es obrar de forma parecida a la del vagabundo de Fez, es decir, intentar orientarme en el laberinto del suicidio a base de marcar un itinerario de mi propio mapa secreto y literario» (1991: 7). Los   Fernando Valls y Rebeca Martín realizaron un útil compendio de las reseñas que ha recibido cada obra de Enrique Vila-Matas que he empleado para comprobar estas diferentes recepciones (2002: 159-175). 124

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personajes tienen en común que se intentan arrojar al vacío, persiguen vidas ajenas, mueren de pasión extrema, crean máquinas asesinas... todos intentan llevar a cabo sutiles suicidios. Pero lo que dota de mayor continuidad al texto es la constancia de un estilo caracterizado por la narración en primera persona, la intertextualidad, y el humor. La única diferencia con respecto a Una casa para siempre es que todos los cuentos tienen la misma importancia temática, no hay ninguno que revele nuevos significados o que hilvane todo el contenido. En 1993 Juan Antonio Masoliver Ródenas opinó que «en Una casa para siempre una estructura novelesca se fragmentaba temáticamente y en Suicidios ejemplares una unidad temática (el suicidio) se fragmentaba estructuralmente». En las mismas páginas decía que en Hijos sin hijos: «nos encontramos con la más difícil de las apuestas: escribir un libro que sea simultáneamente una novela y un conjunto de relatos o, por lo menos, una serie de relatos (pues pocos hay tan dotados como Vila-Matas para dominar brillantemente todas las sutiles complejidades del cuento puro) que, sin perder su identidad, remite una y otra vez, temática y estructuralmente, a una unidad novelesca» (1993: 47). En una entrevista realizada por Sánchez Lizarralde, el barcelonés reconocía su intención lúdica e hibridatoria: «En Hijos sin hijos he intentado eliminar las fronteras entre novela y relato». Cuando define su obra se apropia de las palabras del crítico: «Como ya ha dicho Masoliver Ródenas, mi libro es al mismo tiempo una novela y un conjunto de relatos o, por lo menos, una serie de relatos que, sin perder su identidad, remite una y otra vez, temática y estructuralmente, a una unidad novelesca» (1993: 40). ¿Qué permitía esta recepción? La coherencia interna se debe a dos temas principales que se desarrollan de forma paralela: en primer lugar, al autor le inquieta la relación entre los progenitores y su descendencia y, en segundo lugar, intenta demostrar cómo la Historia es un aspecto secundario en nuestra cotidianeidad. Una vez más un procedimiento metafictivo proporciona la clave interpretativa. En el relato «Los de abajo», un padre de familia escribe una obra cuyos protagonistas: [...] componen una antología de ciudadanos anónimos, fantasmas ambulantes, pobres personas y otros genios de la natación. Para muchos de ellos, la Historia con mayúsculas, sus grandes protagonistas y los acontecimientos solemnes, tienen una incidencia muy oblicua en sus difíciles y azarosas vidas, pues, además de estar muy ocupados en sus problemas personales, han inventado una especie de indiferencia distante que les permite no estar ligados a la realidad sino por un hilo invisible, como el de la araña. (Vila-Matas, 1993: 11).

Los personajes son testigos pacientes del mayo del sesenta y ocho, de las primeras elecciones democráticas, del golpe de estado de 1981, del mundial de 1978... acontecimientos puntuales que finalmente son incidentales en sus vidas. 125 A pesar  Para Fernando Valls (1991: 12), en una panorámica de la obra del escritor barcelonés, tres son los volúmenes que pueden ser tomados como libros de cuentos unitarios: Una casa para siempre, Suicidios ejemplares e Hijos sin hijos. Llama la atención que no incluya en este listado Impostura. 125

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de todas las similitudes temáticas y la intratextualidad entre los relatos, al igual que en Suicidios, no se puede encontrar un argumento que trascienda al conjunto. Un hecho que demuestra el carácter autónomo de los textos de Vila-Matas es que, cuando en 1994 publicó Recuerdos inventados, presentado en la contraportada como un «libro de relatos», escogió una selección de Nunca voy al cine, Suicidios ejemplares e Hijos sin hijos. Además, recogió otro tipo de textos de sus obras anteriores, entre ellos: el «Prólogo» de Historia abreviada, o «El otro Frankfurt», seleccionado de una recopilación de artículos y ensayos titulada El viajero más lento, o «Mar de fondo» y «La fuga en camisa» de Una casa para siempre. Se aprecia la manera en que concibe sus libros, resultado de la suma de fragmentos perfectamente independientes de su conjunto, aptos para ser recibidos por los lectores de forma exenta. Al igual que en los casos anteriores, expresa el objetivo de sus líneas dentro de uno de sus textos en el que el supuesto narrador habla de la propia obra. 126 En otro tiempo yo escribía libros de relatos y en cada uno de estos libros había una, dos, tres ficciones que prefería a las otras y pese a que esas preferencias variaban cada día y a cada instante, llegó un día y un momento en que caprichosamente las fijé en una antología personal de invenciones recordadas que titulé Recuerdos inventados. (Vila-Matas, 1994: 17).

En suma, el escritor ha ido perdiendo con los años y el prestigio su malditismo haciéndose, poco a poco, un hueco en el canon actual, hecho demostrado tanto por la aparición de su nombre en diferentes obras de conjunto, como por la concesión de premios de ámbito nacional e internacional. 127 Su poética genérica transgresora ha sido asimilada por la crítica y los lectores lo cual ha favorecido la aceptación de sus complejos textos. 128 El repertorio de subversiones de Vila-Matas recoge la quiebra de la Historia y de la escritura, la construcción de textos híbridos, que integran dis126   Este recurso es semejante al de Historia abreviada de la literatura portátil (1985) donde Tristan Tzara era el portador del propósito de la obra. Nos encontramos aquí ante una de las constantes de la escritura del autor, la aparición dentro del mismo texto, de una obra de características análogas. Así sucede en Al sur de los párpados, Una casa para siempre, Suicidios ejemplares, Hijos sin hijos, El viaje vertical, Bartleby y compañía incluso en Lejos de Veracruz. 127   Vila-Matas comenzó a aparecer en los volúmenes de historia de la literatura como el de Martínez Cachero, J.M., La novela española entre 1936 y el fin de siglo (1997: 658). Su nombre se menciona en la primera edición del manual coordinado por Francisco Rico (Historia y crítica de la literatura española: Los nuevos nombres 1975-1990, Dario Villanueva et alii (ed.), Barcelona, Crítica, vol. 9, 1992). Debido al eco que ha tenido la aportación del autor barcelonés al panorama de nuestra literatura, en el segundo suplemento de dicha colección, el estudio de su obra comparte protagonismo, en un artículo suscrito por Rafael Conte y otros, con Sánchez Ostiz en un artículo («Los mundos particulares de Enrique Vila-Matas y Miguel Sánchez Ostiz» (Gracia, 2000: 378-390). También es recogido en: María del Mar Langa Pizarro, Del franquismo a la posmodernidad (2000: 288). En el año 2004 apareció un número monográfico recopilando los trabajos presentados en el Grand Seminaire. 128   El autor siguió defendiendo esta posición ante los géneros durante los siguientes años. Entre las declaraciones hechas al hablar de su obra galardonada, El mal de Montano, afirmaba que su intención era mezclar la novela, con el ensayo: «una actitud subversiva e innata con la que cargo desde que empecé a escribir» (Vila-Matas, 2002: 7).

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tintos géneros, y a la metaficción. También opta por la estrategia subversiva del humor: «Y es que la risa —como decía el poeta húngaro Ferenzi— es el gran fracaso de la represión». 129 Aunque se trata de un barcelonés convencido, fiel a su «Travesía del Mal», ha optado por escribir en castellano, lo cual le ha conferido el estatuto de «exiliado» dentro de su propia tierra. Según ha analizado Yvette Sánchez, Vila-Matas (2005: 85-102) ha intentado mantenerse siempre al margen de las polémicas políticas y lingüísticas. B) Las transformaciones genéricas Ya se ha visto que existe cierto tópico (bastante discutido) en torno a la idea de que el cuento es un terreno propicio para ensayar recursos (vid. apdo. 3.1. del cap. III). No es de extrañar que esté tan difundido ya que muchos escritores reutilizan materiales aparecidos en otros géneros. A veces son textos completos y otras veces personajes que transitan de un texto a otro. Lejos de criticar esta costumbre, voy a emplear algunos de estos casos para ver cómo son manejados los diferentes niveles narrativos y qué intención subyace bajo cada traslación. La poética del plagio de Enrique Vila-Matas Continuando con la obra del barcelonés, este ha convertido precisamente el reciclaje y el plagio literario en una de constantes. Sus textos están rodeados de citas, de libros y autores pues la literatura se convierte en una fuente constante de inspiración. El autor, a modo de cleptómano, crea laberintos de autores y lugares. Marguerite Duras es fundamental en Una casa para siempre (1988), los vanguardistas franceses o lo que es lo mismo de Duchamp, Valéry Larbaud, Aleister Crowley, Tristan Tzara, y otros tantos conjurados en torno a la literatura de vanguardia, se convierten en personajes en Historia abreviada. En Bartleby y compañía (2000a) repasa una larga lista de escritores afectados por la enfermedad de la literatura y declarados en algún momento ágrafos totales. Incluso en el Mal de Montano, no puede dejar de aparecer una alusión a varios autores que sobresalieron en el género del diario íntimo: Dalí, Gide, Gombrowicz, Mansfield, Henri Michaux, Pavesse… Vila-Matas va trazando, a lo largo de su obra, una trama de referencias y autores fetiche. No faltan en sus libros alusiones a Pessoa, Gombrowicz, Melville, Musil, Marsé, y a las ciudades de los mismos (París, Lisboa, Praga, Barcelona). Esta manera de actuar está respaldada por una poética de la intertextualidad ejercida a través de todos los medios a su disposición. En su libro, El Mal de Montano, expresaba su manera de concebir las obras literarias:   Esta cita forma parte de una reseña del autor a Segundo diario mínimo de Umberto Eco en donde el semiólogo utiliza el humor «para reírse y relajarse un poco y que, de paso, nosotros podamos reírnos y distraernos con él» (Vila-Matas, 1995: 293). 129

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Decía Walter Benjamín que en nuestro tiempo la única obra realmente dotada de sentido —de sentido crítico también— debería ser un collage de citas, fragmentos, ecos de otras obras. Yo a ese collage le añadí en su momento frases e ideas relativamente propias y poco a poco fui construyéndome un mundo autónomo, paradójicamente muy ligado a los ecos de otras obras. Y todo para darme cuenta de que, debido a esa forma de obrar, jamás llegaría a nada o apenas llegaría a mucho, como los estudiantes para mayordomo del instituto Benjamenta. Pero eso no habrá de impedir que aquí en este diccionario siga contando verdades sobre mí fragmentada y exigua pero suficiente vida. (2002: 124).

En realidad, la actitud de Vila-Matas recogía el escepticismo posmoderno según el cual todo está hecho en literatura. En Bartleby y compañía citaba la siguiente reflexión de Bobi Bazlen: «Yo creo que ya no se pueden escribir libros. Por lo tanto, no escribo más libros. Casi todos los libros no son más que notas a pie de página, infladas hasta convertirse en volúmenes. Por eso sólo escribo notas a pie de página» (2000a: 36). El autor tiene dos maneras de poner en práctica la intertextualidad: a través de la cita directa o a través de la cita inventada. En una entrevista concedida a Alejandro Gándara confesaba su manera de manipular las referencias literarias: ¿Es la literatura una fuente de inspiración? Para mí, sí. Yo en la lectura lo encuentro todo, hasta ideas para escribir, hasta citas literarias que transformo en otras citas y de las que arrancan textos míos. A veces me divierte citar una frase y un autor, pero transformándola a mi manera, convirtiéndola en mía, aunque siga haciéndola pasar por la frase de otro. (Labari, 2002).

Para expresar esta actitud, el autor ha fraguado una denominación: «Hay un notable juego de imposturas en lo que yo hago desde mi libro Impostura, al que seguiría Historia abreviada de la literatura portátil, libro hipercargado de citas inventadas. Creo que, como dice Juan Villoro, practico una literatura de investigación: leo a los demás hasta volverlos otros. Este afán de apropiación incluye mi propia parodia, como puede observarse en París no se acaba nunca, por ejemplo» (Pérez, 2006). El autor, ese impostor, a veces descubre sus recursos y otras no, como el personaje de Extraña forma de vida (1997) que se apropia de un artículo escrito por un conocido intelectual para redactar su conferencia sobre el espionaje literario, sumando a la dificultad de la escritura el peligro de ser descubierto. En su Historia abreviada de la literatura portátil (1985) el autor explica el origen inventado de los cuentos de Blaise Cendrars recogidos en Antología negra, una serie de relatos orales africanos. VilaMatas continúa el juego al citar un texto de dicha colección al que titula «La negra espectral» pero que en la versión de Cendrars se llama «Le vent». 130 130  Túa Blesa investigó las relaciones entre las citas vilamatianas y la obra de Cendrars. Además del ejemplo mencionado analiza los cambios que el autor barcelonés introduce a las traducciones de estos

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Pero el autor no solo emplea materiales ajenos, sino que recurre a sus propios párrafos, personajes, lugares, e imágenes, existiendo una intratextualidad evidente. Por poner un caso concreto, en La asesina ilustrada apareció la descripción de una misteriosa pared que luego repitió, palabra por palabra, en Al sur de los párpados (1980): El empapelado de la pared ocultaba otro empapelado debajo. Bastaba con rasgar ligeramente el papel para comprobar que había otro, de gran colorido, representando imágenes de una mujer vista por un artesano de la Edad Media. Y, de seguir rasgando el papel, se pasaba a otro en el que el dibujo, repetido hasta la saciedad, era una mujer en una cartografía del Renacimiento [...]. Cada vez que el papel era rasgado en la pared, aparecía un nuevo dibujo: el de una mujer representada esta vez por un ordenador. (Vila-Matas, 1977: 33).

El autor ha sido reincidente en estos guiños literarios: así por ejemplo en Nunca voy al cine (1982) usó un juego de referencias cruzadas puesto que en la dedicatoria aparece José Luis Vigil, el protagonista de su Impostura. Además, uno de sus cuentos es objeto de reciclaje puesto que reaparece modificado en Hijos sin hijos. En aquella primera versión titulada «Todos conocemos Hong-Kong», el narrador en primera persona cuenta cómo intentó librarse del servicio militar simulando haber perdido la cabeza. Un día, antes de pasar lista, el sargento se embriaga con grifa y estimulantes para poder decir: «Estoy loco». En seguida se da cuenta de que no puede afirmar su enfermedad, sino que debe negarla para ser tomado en serio. De esta manera decide que, en adelante, su única frase sea: «Todos conocemos Hong-Kong». El relato continúa con la descripción de sus compañeros del pabellón psiquiátrico y su fracaso cuando el médico descubre su engaño puesto que: «también la locura tiene su diccionario» (1982: 89). El narrador de «El hijo del columpio», aparecido en Hijos sin hijos, nos cuenta la historia de un empleado de su padre, un hombre anodino, de esos que solo tienen una anécdota que contar sobre su vida: su estancia en Melilla durante la mili. La historia en cuestión no es otra que la publicada en Nunca voy al cine, aunque con algunos cambios. En primer lugar, aparece contada en tercera persona por el protagonista de la acción principal del marco narrativo que es el hijo del propietario de la oficina en la que trabaja el señor Parikitu, de tal forma que la anécdota se convierte en discurso indirecto. Enrique Vila-Matas modifica el comportamiento de su personaje que, en esta ocasión, en lugar de decir «estoy loco», ya comienza con la cita a Hong-Kong, con lo que elimina una fase en el proceso de falsificación de su locura. Además, el anciano protagonista de la anécdota militar está a punto de jubilarse y para celebrarlo invita a su humilde casa al narrador y a su mujer. Debido a la antipatía que profesa hacia él, este se niega a acudir a su hogar, pero es obligado por el textos. Por ejemplo, donde se lee «Le vent était autrefois une personne», en Historia abreviada se lee: «En otros tiempos el viento era una persona, concretamente una negra espectral» (2003: 123-133).

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padre, el jefe de ambos. Una vez en su casa, el hombre le desvela que en realidad es su hijo, fruto de un desliz con la enfermera del sanatorio de Melilla. Este contexto que rodea la anécdota de la mili conecta con la intención general del libro, reflejar cómo la Historia con mayúsculas discurre de forma paralela y secundaria a las tragedias de nuestro día a día, ya que la cena tiene lugar el día antes del golpe de Estado. Unos terroristas disfrazados de guardias civiles acababan de secuestrar el Parlamento. Nos quedamos de piedra y tricornio. Un golpe de Estado, repetimos todos. Hasta mi padre reaccionó y, dejando atrás el lúgubre despacho, ordenó que compraran en la tienda de abajo una radio —a ser posible una que fuera bien barata— para poder seguir el curso de los acontecimientos. Subieron una radio en mal estado y todo el mundo tuvo que aguzar el oído para tratar de averiguar qué diablos estaba sucediendo en Madrid. (Vila-Matas, 1993: 134).

En resumen, este caso de intratextualidad concuerda, por una parte, con su poética del reciclaje literario, pero también responde a la necesidad de todo artista por mejorarse, por explotar las posibilidades de una buena historia poco difundida y que podía dar más de sí. De hecho, el autor ha reconocido: Cuando escribí y publiqué un libro mío titulado Nunca voy al cine, yo tenía perfectamente claro que era muy poca cosa lo que allí había escrito. Pero pensé: esto es tan pequeño que no hay duda de que lo mejoraré con el tiempo. Y es una idea o un credo que he venido manteniendo a lo largo de los años: mi situación no ha cambiado, no pienso que yo haya escrito nada magistral, así que sigo intentándolo, así que seguiré escribiendo hasta el final. (Fresán, 2004).

La transformación de Carlota Fainberg de Antonio Muñoz Molina A lo largo del verano de 1994, Antonio Muñoz Molina presentó por entregas en el periódico El País la historia de Carlota Fainberg. Juan Cruz propuso al autor y a otros escritores como Julio Llamazares, Juan José Millás y Arturo Pérez Reverte que redactaran unas historias cuya única condición argumental era que el texto tuviera algo que ver con La isla del tesoro, ya que ese año se celebraba el centenario de la publicación de la novela. Más adelante estos relatos fueron reeditados por Alfaguara en Cuentos de la isla del tesoro. 131 Lo interesante de este caso es que el autor decidió partir de este texto y escribirlo de nuevo dándole forma de novela corta. En la nota introductoria, Muñoz Molina aclaraba cómo durante la planificación del libro, junto al proceso de ordenar el argumento, se produce una selección del género que va medularmente implicado en ella: «Inventar una historia es también intuir su longitud y   El relato apareció en El País, a razón de una entrega diaria, a partir del 28 de agosto hasta el 3 de septiembre de 1994, de hecho, se puede consultar en la hemeroteca virtual del diario. En las siguientes páginas he optado por utilizar la versión libresca recogida en Cuentos de «La isla del tesoro» (1994). 131

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su forma». Sin embargo, el instinto no siempre lleva por el camino correcto y Muñoz Molina ha tenido que admitir que se equivocó: «Nada más terminar Carlota Fainberg me di cuenta de que los límites del relato a los que me había ceñido eran demasiado estrechos para todo lo que hubiera querido contar, para el flujo de palabras e imágenes que los personajes y los lugares por donde transitan despertaran en mí» (1994: 12). 132 Aunque el autor se percató muy pronto de que quería reelaborar el texto, tuvo que dejar pasar cinco años antes de tomar de nuevo el material: «Pero escribir no es sólo ponerse delante de un papel o de un ordenador, es también esperar, dejar que las cosas vayan sedimentándose en la imaginación, y también en el olvido, esperar a que llegue el momento preciso para rescatarlas» (Muñoz Molina, 1994: 12). ¿Fue esta la única razón de la ampliación? Se puede pensar que detrás hubo también una cuestión de mercado pues la suma de todos los fragmentos publicados en El País no formaba más que un total de ochenta páginas, algo que no era rentable ni para el editor, ni para el autor ya que normalmente un libro suele tener, al menos, cerca de doscientas páginas para poderse vender. Muñoz Molina tuvo que hinchar el texto y además escribir un prólogo que justificara la reedición. En su introducción reconocía: 133 Muchas novelas que se publican ahora son, técnicamente, novelas cortas, pero sus autores y sus editores procuran no decirlo, sabiendo que aquí lo breve se califica de menor y se considera secundario. Si alguien dice abiertamente que ha escrito una novela corta enseguida se sospechará que no ha tenido capacidad o talento para escribir una novela larga. Pero la novela corta es tal vez la modalidad narrativa en la que mejor resplandece la maestría. (Muñoz Molina, 1994: 13).

Las distintas realizaciones que ha tenido esta historia en los dos formatos son de gran utilidad para percibir qué diferencias existen entre ellos. Muñoz Molina, en una entrevista concedida en 1988, defendió la especificidad del género breve: «tiene sus propias reglas, porque el cuento no puede ser una novela reducida» (Martín Gil, 1988: 26). Hay que recordar su poética expresada para el especial de Lucanor (vid. 132   El caso de Carlota Fainberg no es único en la obra del autor. Del 12 al 17 de agosto de 1996 el autor publicó por entregas, en el apartado «Relatos de verano», la primera versión de su nouvelle titulada En ausencia de Blanca. Este libro ha tenido dos ediciones, la primera, una versión no venal para El Círculo de Lectores, de 1999 y otra, en Alfaguara (2001). En un encuentro digital entre los lectores y Antonio Muñoz Molina para El Mundo, 18 de diciembre de 2001, el autor contaba los avatares de este volumen: «Fue una edición especial para regalar a socios del Círculo, que no tenía (teóricamente) difusión comercial. Yo creo que los libros que no salen a las librerías, en circunstancias normales, desaparecen, no llegan de verdad al lector no avisado, así que por eso contraté que la novela estuviera dos años en el Círculo, en esa edición no venal, y que luego saldría a la calle en edición normal» (Muñoz Molina, 2001). 133   En el mismo encuentro digital citado, el autor repetía el agrado con el que emplea: «El género de la nouvelle, o la novela corta, para mí, como lector y como autor, es una tentación y una delicia. Uno tiene casi la unidad temporal de lectura de un relato o de un poema —se puede leer en un viaje corto, en una tarde— pero el espacio que permite ciertas amplitudes, como en la novela-novela. No paro de pensar que ojalá se me ocurra pronto otro argumento para una nouvelle» (Muñoz Molina, 2001).

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apdo. 5.2. del cap. III), según la cual exigía al cuento estos requisitos: por una parte, la condensación («la concentración absoluta y casi químicamente pura de sus normas, sus tareas y sus artificios») lo que le hace semejarse a la poesía, y por otra parte, la importancia del principio y el final debido al parentesco del género con la oralidad en la senda de Cortázar («Apenas culminado el despegue hay que prepararse para el aterrizaje: el cuento es un sprint, una rápida aventura, y por eso decía Cortázar que en él hay que ganar por K.O., y no por puntos, como en la novela») (Merino, 1991: 152). El autor es consciente de que hay recursos que no pueden ser tratados en un marco y en otro sí. Antonio Muñoz Molina modifica la historia original para adaptarla al cambio, en este caso la novela corta fue cronológicamente anterior a la segunda expansión y desarrollo del relato. En general el argumento se mantiene inalterado, el autor sostiene la misma trama, pero transforma el discurso. La historia en ambos casos es la siguiente: dos personajes, el empresario Abengoa y Claudio, un profesor de una universidad norteamericana, se encuentran atrapados por la nieve en un aeropuerto de Pittsbourgh. Claudio se dirige a Buenos Aires para dar una conferencia sobre un poema de Borges basado en La isla del Tesoro. 134 En el diálogo que establecen, Abengoa toma las riendas de la narración y cuenta la última vez que viajó a la ciudad bonaerense donde conoció a la misteriosa Carlota Fainberg, con la que tuvo un encuentro amoroso en su desvencijado hotel. Está claro que la primera parte de la historia, el encuentro fortuito entre ambos personajes aislados en un mismo espacio extraño, es la más vinculada con el encargo y la excusa literaria. Por este motivo, en cuanto la historia se vuelve independiente de sus circunstancias de aparición, adquiere mayor importancia el papel de Abengoa y la mujer que da título a la novela. Al liberarse de la propuesta temática, el autor indaga el camino de aquel argumento que, por falta de espacio, no había podido recorrer. No obstante, la primera sección también sufre modificaciones al ser ampliada con párrafos en los que aparece la introspección de Claudio, un español emigrado que compara su vida a ambos lados del océano. Sus comentarios están dirigidos tanto a cuestiones lingüísticas (como el uso de «parking» en lugar de «estacionamiento»), como al contraste entre costumbres (la forma de vestir de las españolas frente a las americanas). En sus reflexiones también somete a valoración el propio discurso de Abengoa: Mi locuaz compatriota había empezado poco a poco a interesarme, pero no por sus devaneos sexuales, sino por los textuales, y por el modo en que yo, como un lector, podía deconstruir su discurso, no desde la autoridad que él le imprimía (¿se ha reparado lo suficiente en los paralelismos y las equivalencias entre authorship y authority?) sino desde mis propias estrategias interpretativas, determinadas a su vez por el hic et nunc de nuestro encuentro, y —para decirlo descaradamente, descarnadamente— por mis intereses. No existe narración inocente, ni lectura inocente, así que el texto es a la vez la batalla y el botín, o, para usar la equivalencia valientemen  El soneto de Borges aparece tan solo en la versión novelística.

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te sugerida por Daniella Marshall Norris, todo semantic field es en realidad un battlefield, incluso se me ocurre a mí (tendría que apuntar esta idea para un posible desarrollo), un oilfield en el que la prospección petrolífera sólo tiene éxito verdadero cuando llega a capas más profundas. (Muñoz Molina, 1999: 32).

En este párrafo, el narrador reflexiona sobre su papel como intérprete de la historia. Antonio Muñoz Molina incluye, a través de la metaficción, una crítica a las corrientes interpretativas posmodernas al parodiar al observador consciente: Claudio está absolutamente obsesionado por los giros que toman las palabras de Abengoa. Casi todas las intervenciones de esta índole tienen un mismo patrón: la reflexión está apoyada con una cita a algún autor como si siempre fuera necesario argumentar usando palabras ajenas. En realidad, Muñoz Molina estaba atacando ciertas costumbres de la academia norteamericana como la tendencia hacia los Queer Studies o la exigencia de que las publicaciones tengan un «impacto» en las revistas del campo para lograr un buen puesto en las instituciones. Temí que buscase de nuevo en la cartera, que me enseñara la previsible sucesión de sus snapshots de familia. También, debo confesarlo, me impacientaba aquella divagación tan poco pertinente al hilo principal de su historia. ¿Me estaba convirtiendo, a estas alturas de mi vida profesional, en un receptor pasivo y acrítico, en eso que Cortázar llamó, certera pero infortunadamente, «un lector hembra»? ¿Estaba Abengoa, sin saberlo, ejerciendo la digresión como transgression, como ruptura del discurso narrativo canónico al modo de ciertos textos de Juan Goytisolo que yo mismo analicé en un paper titulado Homo/hiper/hetero/textualidad, al que hizo una mención muy breve, pero halagadora, el profesor Paul Julian Smith en uno de sus trabajos más recientes? (Muñoz Molina, 1999: 52-53). 135

La obsesión de Claudio es perder su posición de lector privilegiado y analítico, ya que es un profesional de la materia. Como estudioso no puede dejarse llevar simplemente por la narración: «Pero yo, lo confieso en los términos formulados por Chapman, ya tenía mucho más interés en la story de Abengoa que en su discourse, lo cual, en un profesor universitario, no deja de ser un poco childish: atrapado en una fugaz suspensión of disbelief, yo abdicaba de todos mis escrúpulos narratológicos» (Muñoz Molina, 1999: 120). El personaje somete el relato de Abengoa a los parámetros del discurso literario y no a los requisitos de la oralidad, por lo que sus críticas excesivas resultan ridículas: No oculto que me decepcionó el final tan apresurado de la historia, o más bien su falta algo desaliñada de final. ¿Carecía Abengoa de lo que Frank Kermode ha llamado «the sense of ending», o se inclinaba, sin saberlo, por esa predilección hacia los finales abiertos que se inculca ahora en los writing workshops de las universidades? (Muñoz Molina, 1999: 124).   He copiado las cursivas (y la falta de ellas) según las emplea el autor.

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La última parte de la novela trata sobre la carrera académica del narrador. En Buenos Aires, tras presentar su trabajo sobre el mencionado poema de Borges, una de las profesoras le critica abiertamente: Alzó la mano, se puso en pie, mordiendo la punta de un bolígrafo, punta que luego volvió hacia mí en un gesto no muy distinto del de apuntar una pistola. Me aplastó. Me humilló. Me sumió en el ridículo. Me negó el derecho a hablar de Borges, dada mi condición de no latinoamericano. Me acusó de alimentar la leyenda de Borges, ese escritor elitista y europeo que dio la espalda a las genuinas culturas indígenas latinoamericanas. Me recordó, cintándose con desenvoltura a sí misma, su celebrada ecuación Europe=Eu/rape. A esas alturas, la chica de los granos, mi oyente fervorosa, bajaba la cabeza cuando yo buscaba un poco de ayuda en sus ojos, como si yo le diera tanta pena que no pudiese mirarme, o como si quisiera ocultar ante la iracunda Terminator cualquier rastro de simpatía hacia mí. (Muñoz Molina, 1999: 169-170).

Este episodio no queda aquí ya que, al volver a su universidad, el encargado de concederle una plaza de agregado, Morini, le dice que ha sido superado por, precisamente, la persona que le humilló en el congreso. Su problema, según su compañero, es que no realiza estudios actuales, novedosos y contemporáneos. Muñoz Molina pretende reflejar una realidad dolorosa del mundo académico norteamericano y plantea la siguiente situación en la que Claudio es acusado por su superior de no conocer las modernas herramientas de los estudios de género. —Pero tú también has escrito sobre Cervantes, Morini acerté desmayadamente a objetar. —Por supuesto, pero desde un approach innovador, teniendo en cuenta a Lacan y a Kristeva, y sobre todo la Queer Theory, el cutting edge de la crítica, atreviéndome, arriesgándome un poco, Claudio, off the beaten track, acuérdate de mi estudio sobre drag queen epistemology y cross dressing en la segunda parte del Quijote... Pero ustedes los españoles no pueden soportar que su gran héroe fuese en realidad completamente queer, que lo mandasen a la cárcel no por un delito fiscal, sino en un episodio típicamente español de gay bashing, de persecución al homosexual, al judío, al disidente, al maricón, como dicen ustedes, que menuda palabra, ya casi equivale a una lapidación. (Muñoz Molina, 1999: 139-140).

En conclusión, con el cambio de género Muñoz Molina pudo detenerse en ciertos terrenos sobre la reflexión del lenguaje y la ficción que en el cuento tan solo habían aparecido mencionados. Aunque el pensamiento de los personajes se enriquece con mayor profundidad, por el contrario, está en peligro su final. Muñoz Molina, que ha sido un defensor de los cierres rotundos en el cuento, en la segunda versión introduce aportaciones que modifican notablemente el efecto del conjunto. Cuando Claudio llega a Buenos Aires, se encuentra con el hotel del que le había hablado su compañero de espera. Instigado por la curiosidad se decide a entrar y allí ve a una mujer bellí-

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sima sentada en una de las mesas del bar. Establece una breve conversación con el camarero que le cuenta que el hotel está a punto de cerrar y que la mujer del recepcionista, que se llamaba Carlota y a la que le ha parecido contemplar hace pocos instantes, murió hace veinte años precipitándose por el hueco del ascensor, esto es, catorce años antes de que Abengoa tuviera su aventura. El final traslada la historia a los terrenos del misterio y lo fantástico. 136 Tras este cambio de registro, el argumento vuelve a tratar de la vida de Claudio, su conferencia en Buenos Aires y su regreso a la universidad. Sin embargo, ese final misterioso y fantasmagórico del cuento, queda relegado a un segundo plano en el caso de la novela corta. Además, para intensificar el efecto Muñoz Molina duplica el encuentro sexual entre Abengoa y la mujer: en dos noches sucesivas ambos se encuentran en el mismo lugar y con las mismas circunstancias de modo que la repetición exacta de los hechos provoca un cierto extrañamiento en el lector. El misterioso desenlace que en el cuento aparece marcado de forma sutil es mucho más explícito en la novela por lo que el cierre es menos impactante. Javier Marías y el caso de «El viaje de novios» y Corazón tan blanco Javier Marías, en su poética de la novela que ya adelanté, es un claro defensor de la flexibilidad abarcadora del género, por eso no duda en admitir en el prólogo a Cuando fui mortal, que su relato «En el viaje de novios» compartía la misma trama con algunos fragmentos de su novela Corazón tan blanco: Apareció en la revista Balcón [...]. Este relato coincide en su situación principal y en muchos párrafos con unas cuantas páginas de mi novela Corazón tan blanco [...] La escena en cuestión prosigue en dicha novela y aquí en cambio se interrumpe, dando lugar a una resolución distinta que es la que convierte el texto en eso, en un cuento. Es una muestra de cómo las mismas páginas pueden no ser las mismas, según enseñó Borges mejor que nadie en su pieza «Pierre Menard, autor de El Quijote». (1999: 10-11).

Por lo que indica, la única diferencia que tienen es la continuidad de la historia puesto que el episodio en cuestión aparece narrado en el segundo capítulo del libro. Por un lado, la anécdota del fragmento consiste en que el narrador, en su viaje de novios, se asoma desde el balcón de la habitación que comparte con su esposa que yace enferma con fiebre. En una esquina ve a una mujer que parece reconocerle y 136  Años antes de publicar Carlota Fainberg, Antonio Muñoz Molina dijo: «Me he dado cuenta a posteriori que mis cuentos suelen ser muy realistas, aunque a veces tengan una pequeña clave fantástica» (Martín Gil, 1988: 28). En el prólogo a Nada del otro mundo reconoce que el género breve le permite tratar asuntos inusuales en sus novelas como lo fantástico (Muñoz Molina, 1993: 28). En Carlota Fainberg todavía no ha dado el paso a la novela extensa, por lo que puede tratar esta faceta con esa comodidad que le es necesaria ya que sigue en los cauces de la brevedad. Sobre la vertiente fantástica del autor véase Encinar (2000).

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confundirle con otro. Desde abajo la desconocida le increpa y chilla hasta que decide dirigirse al hotel. El narrador tiene la certeza, entonces, de que en cualquier momento ella subirá a la habitación y llamará a la puerta. El final del cuento resulta enigmático: «Estábamos en nuestro viaje de novios, y en ese viaje no se quiere la intromisión de un extraño, aunque yo no fuera un extraño, creo, para quien ya subía por las escaleras. Senté un vacío y cerré el balcón. Me preparé para abrir la puerta» (1999: 46-47). Como poco antes de estas líneas el narrador había confesado que nunca había estado en Sevilla, por eso nos llena de sorpresa su disposición a abrir a la desconocida. En el caso de Corazón tan blanco, comienza con la confesión del narrador: «No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y buscó el corazón con la punta de la pistola» (1992: 11). Toda la novela gira en torno a las incógnitas que encierra la muerte de la tía y primera mujer de su padre. Tras describir la escena del suicidio y descubrimiento del cadáver mientras toda la familia está reunida celebrando una comida, en el segundo capítulo acontece el episodio antes descrito cuando el narrador se encuentra en su propia luna de miel. En esta ocasión las coordenadas espaciales son distintas: el hotel en lugar de encontrarse en Sevilla está enclavado en La Habana, ciudad relevante a lo largo de toda la novela ya que en ella se conocieron el padre y las hermanas que luego se casarían con él. La escena tiene un desenlace distinto al cuento ya que, cuando un hombre de la habitación contigua abre las puertas del balcón de al lado, la mujer se da cuenta de su confusión, por lo que desaparece, entonces, todo efecto misterioso. Si desgajáramos este fragmento de tal contexto, no tendría para el lector la misma capacidad de sorpresa puesto que el argumento de la anédota se cierra totalmente. Una vez aclarado el equívoco, el narrador regresa al lado de su febril mujer que no se ha enterado de lo ocurrido. Al otro lado de la pared escuchan una conversación, parece ser que son dos amantes, él está casado y ella le increpa para que mate a su mujer. De este modo, la continuación del episodio anticipa el desenlace de la novela: realmente el padre asesinó a su esposa para poder casarse con la primera de las hermanas, llevando a cabo lo que los dos amantes simplemente discuten. Durante su viaje de bodas no pudo guardarse el secreto y se lo contó a su pareja quien, al no poder resistir la verdad, se acabó suicidando. En Corazón tan blanco el episodio está totalmente inserto en la lógica y la estructura de la novela. Por el contrario, el cuento, al estar liberado de todas las connotaciones de la historia, puede tener otras interpretaciones. La traslación de personajes en Antonio Soler Hay dos razones que permiten la lectura intratextual entre el libro de cuentos de Antonio Soler, Extranjeros en la noche, y sus restantes publicaciones. La primera es

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que él mismo, en su poética, reconocía ante sus lectores los préstamos entre sus obras: «De algunos de mis relatos han nacido personajes que luego he utilizado en novelas. Nuevamente tengo que decir que no es un subsidio: en algunas de mis novelas han nacido personajes que luego han sido vistos en algunos de los relatos que he escrito. Y es que, en realidad, entiendo que cada historia que transcribo, relato o novela, no es sino un fragmento de una narración de cuerpo mayor» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 246). De esta cita se desprende, no obstante, la preocupación de Soler por las comparaciones jerárquicas entre sus escritos ya que corren el peligro de que se establezca una relación de superioridad. La segunda razón es que, al tratarse de la primera obra del autor, existe entre esta y sus siguientes narraciones una suerte de continuidad, como si en ella aparecieran ya las principales inquietudes y tendencias del saber literario de Soler. Con este libro el autor logró dos objetivos simultáneos: dar a la luz su primer volumen de cuentos (así se nos anunciaba en la contraportada), y publicar su primera novela corta. Sucede que en su interior se encontraba un texto titulado «La noche» que con los años (concretamente en 2005), apareció de forma independiente. Los restantes capítulos son cinco relatos enlazados por una atmósfera común y por la reaparición de un personaje: Solé. En cuanto a esa primera narración, trata de la vida de una compañía de circo formada por figuras extravagantes. La trama estalla a raíz de la extraña muerte de uno de ellos y de las maniobras del director para ocultarla a la justicia. El universo circense pierde el encanto infantil, la inocencia y la magia, para convertirse en el escenario de una intriga llena de bajas pasiones. Para dotar de un ambiente propicio a la corrupción y la muerte, la oscuridad de la noche rodea los acontecimientos y se convierte en tema de reflexión: La noche es un túnel sin interrupción que marcha por encima de otra bóveda más oscura y silenciosa que es la muerte. Y como ella, la noche es sólo una, inextinguible, giran sin voluntad los días. Raíces y hojas de tiempo. Noche —matriz, noche semilla, noche-óvulo, noche-hembra—. Lo que aconteció en los días siguientes a aquella noche no fue sino prolongación y fruto de ella, el desarrollo y germen, que lo impregnó todo de su carencia de luz. (Soler, 1992: 68).

El narrador de la historia, el hombre bala de aquel circo, recupera los hechos obsesionado por el recuerdo de lo que aconteció. Su escritura es la de alguien que quiere liberarse de un pasado que le carcome. En algunos apartados se para a pensar en su propia creación. Gracias a estos ejercicios de introspección se deduce que esa voz coincide con el niño que, en el cuarto relato titulado «Tierra de nadie», describe los últimos días de su padre: En ella está, por tanto, tatuado el desenlace de la presente narración, y si hilamos las miradas, las palabras, silencios y visiones que hasta aquí han tenido lugar y he contado, los pálpitos y pensamientos de cada uno de los que en la trágica velada participaron (y que aquí tienen la gracia de llamarse personajes), sumando estos

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datos, obtendríamos el resultado del final como si contásemos dos y dos, y, sin más (ahorrándome la tinta y la fatiga de la escritura que se me está convirtiendo en una obsesión tan fuerte que, a la par que escribo la historia de aquella noche, me ha impulsado a corregir con letra y palabras de adulto el cuaderno en el que conté la historia final de mi padre, cuando estuvo, durante tantos meses, ni vivo ni muerto. (Soler, 1992: 69).

Solé entiende que en ese momento de su pasado comenzó su costumbre de utilizar la escritura para limpiar el poso dejado por la desgracia. Este personaje será o el narrador o el transcriptor de los siguientes relatos. Para encontrar estas coincidencias, el lector se debe esforzar en la reconstrucción de los hechos. En el segundo cuento, «El triste caso de Azucena Beltrán», el Rata, un limpiabotas, narra su encuentro con el antiguo policía del barrio, conocido por el Machuca, que veinte años atrás se había visto envuelto en una historia trágica de celos. Este acude al bar del barrio donde se conocieron para aclarar las circunstancias de la muerte de Carlos, un cantante de tangos fracasado y marido de su amante, Azucena Beltrán. Al tratarse de un crimen pasional y ser la única implicada, cuando se descubrió el cadáver, ella fue acusada del asesinato. Acodados en la barra, el Machuca intenta sonsacar al Rata la última conversación que mantuvo con el marido. Gracias al discurso del narrador sabemos que Carlos realmente se quería suicidar pero que él, al opinar que la verdadera culpable de sus males era su mujer, se esforzó en inculparla y en condenar indirectamente al policía. En este relato Solé se vuelve a convertir en el encargado de transmitir la historia, a la vez que en el receptor interno de la misma. He venido con el cuento a Solé, el viejo que me escribía las cartas cuando aún vivía mi hermano, para que él, Solé con sus maneras, recoja y califique y le dé el sello que merece a esta historia seleccionada por el destino, desmereciendo todas las demás, que sólo pertenecen a la imaginación y a lo supuesto, como lo es la propia opinión de Solé, quien me dice que son muchas las versiones que existen de cada hecho. (Soler, 1992: 126).

El autor transforma la relación de los hechos en un juego de voces que exige del lector una atención muy especial. El quinto relato, titulado «Cienfuegos», tiene un argumento semejante al tratarse también de un asesinato causado por una trama de celos en un triángulo amoroso. En este caso el mismo narrador, el hombre bala, vuelve una tarde al bar de su infancia. Mientras se toma una copa, escucha la conversación entre un asesino a sueldo y su cliente. Desde ese momento intenta no perder detalle de lo que dicen ya que están hablando de un caso acontecido durante su niñez. La pérdida de la inocencia es el tema principal del tercer cuento, «Las puertas del infierno», un asunto que el escritor ha trabajado en varias ocasiones, sobre todo en El camino de los ingleses (2004). Un grupo de tres amigos —Solé, el Bau y Cienmocos—, de muy distinto origen social, forman una camarilla llena de com-

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plicidades. Con los tres aparecen representadas la pobreza (el Mocos es hijo bastardo de una mujer con fama de ramera), la clase media (el narrador) y la vida acomodada (el Bau). Su lugar de reunión es la casa del niño rico cuya madre les permite jugar en el despacho y biblioteca. Sobre ellos acecha la fatalidad desde que encuentran la pistola del padre. A lo largo del texto la tensión aumenta hasta que se libera cuando el Mocos encuentra a su madre muerta y él decide suicidarse. En la primera página el narrador se identifica con el mismo Solé de la historia de «Tierra de nadie». Vuelto a la pluma y a su manejo para contar la historia del ciego Rinela y para escribir por encargo del Rata su encuentro con Machuca, al avanzar por los sucesos de otro tiempo me he dado cuenta de que al ponerlos en el papel uno tiene la sensación de vivirlos por vez primera en toda su plenitud, que aquel esbozo de vida que tuvimos no es más que un apunte, un primer calco necesitado de un repaso para cobrar su verdadera dimensión y relieve. A la par que escribo la historia de aquella noche, me ha impulsado a corregir con letra y palabras de adulto el cuaderno en el que conté la historia final de mi padre, cuando estuvo, durante tantos meses, ni vivo ni muerto. (Soler, 1992: 163).

En definitiva, Extranjeros en la noche acaba transmitiendo un efecto de unidad por el narrador común y la temática de la influencia de la noche en las acciones y sentimientos de los personajes. Su siguiente novela, Los héroes de la frontera (1995), supone la continuidad del universo descrito por Antonio Soler en Extranjeros en la noche, sobre todo porque aparecen personajes conocidos como el ciego Rinela, el Clemente y el Rata. El narrador apunta a la identidad entre todos ellos: «No sé sobre qué versó la conversación del trío, pero, por sus aspavientos y gestos desmesurados, supongo que anduvieron a vueltas con sus temas de siempre, el policía Machuca, la Reverta, los amores de Azucena Beltrán o los cuernos de Carlitos» (1995: 84). De esta alusión se deduce que la novela relata hechos posteriores cronológicamente a las historias de Extranjeros. Sin embargo, existen algunas diferencias en las características del narrador Solé: en este caso no es un hombre bala sino un escritor frustrado, un antiguo guionista de seriales radiofónicos que se dedica a la transcripción de cartas a quien Rinela, el ciego de la taberna, dicta la declaración de cómo fue testigo de un asesinato frustrado. En Las bailarinas muertas (1996) apareció nuevamente Solé. En este caso es el niño que narrra, basándose en cartas y fotografías, las penas y glorias de su hermano, aspirante a estrella, en un cabaret de Barcelona. Su recuerdo desordenado provoca una amalgama de tiempos. A pesar de las diferencias geográficas y cronológicas es imposible no relacionar a Antonio Soler con el universo de las obras de Marsé con la diferencia de que el malagueño ambienta su novela en su ciudad durante los años sesenta, no en la Barcelona de los cincuenta. De esta forma, «Las fronteras del infierno» y Las bailarinas muertas relatan la pérdida de la infancia de forma parecida a Si

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te dicen que caí y, por otro lado, El camino de los ingleses trata el paso a la edad adulta de forma semejante a Las últimas tardes con Teresa. 137 Evidentemente, en todos estos libros el lector no puede pasar por alto la resonancia entre el nombre del autor y este personaje tránsfuga, Solé, con tilde y sin «r». Además, tanto en Extranjeros como en Los héroes, los narradores son a la vez escritores de novelas. Con la repetición Solé aparece consolidado como un personaje independiente: ya no es solo la máscara que oculta al autor, sino que tiene una serie de características, un pasado y un futuro de historias que están por ocurrir, por lo que se amplían los significados de sus relatos. Dombodán de Manuel Rivas: de los cuentos a los libros Manuel Rivas, al igual que Antonio Soler, tiene la costumbre de reutilizar algunos de sus personajes en sus distintas obras. En una entrevista para la Revista de Cultura Lateral, con el título «Mi obra hasta ahora está hecha de harapos cosidos», explicaba: «Las mías son historias que crecen de distinta forma, pero existen hilos invisibles entre ellas. Podríamos coserlas y formarían un mismo tapiz. Imperfecto. Me gustan esos tapices baratos que hay en Portugal, llamados harapos, que se cosen, y están hechos de harapos cosidos» (Rivas, 2000). La metáfora que emplea refleja el ideal de obra total posmoderna, ya que recoge la unidad y la fragmentación simultáneamente. Un personaje es un hilo visible, perfecto para conseguir unir las piezas, es bastante fácil de captar, aún más si se repite un nombre tan llamativo como Dombodán con unas características muy singulares. Isabel Castro-Vázquez, quien reparó en estas repeticiones, constataba sus particularidades: «Suele ser un hombre de clase baja, sin voz, que vive en el campo y es despreciado como inferior por los demás» (2004: 59). Rivas lo dio a conocer en «Mi primo, el robot gigante» aparecido en Un millón de vacas (1990), su primer libro de cuentos. El narrador de este relato describe con detalle el proceso que sigue para demostrar que su primo realmente se trata de un androide. Durante la comida, por ejemplo, observa atentamente sus movimientos: «En los postres, la tía se acercaba a Dombodán con un frasco del color que tienen los cristales ahumados y la daba una cucharada de un líquido aceitoso, de aspecto repugnante, que el gigante aceptaba de buen grado. Evidentemente, cavilaba yo, se trataba de una sustancia para engrasar circuitos» (1999: 30). Su punto de vista es inocente ya que no acaba de comprender la extraña naturaleza de ese grandullón al que todos tratan como un niño. 137   El libro comienza con la siguiente frase: «En el centro de nuestras vidas hubo un verano». Uno de los componentes del grupo, que normalmente permanece en un segundo plano, nos habla de Miguel Dávila, Amadeo Nunni el Babirusa, Paco Frontón, Luli Gigante y los demás y también de los adultos que les rodean, algunos tan decisivos y extraños como la Señorita del Casco Cartaginés, la profesora de mecanografía de la Academia Almi. La acción transcurre en un barrio de Málaga donde viven los personajes, sin fecha concreta. Ese mismo barrio mítico aparecía en El espiritista melancólico (2001), con la diferencia de que está ambientada en 1971. En esta novela trataba otra vez un tema propio de novela negra.

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Dombodán aparece de nuevo en otro de los relatos del mismo volumen, «Uno de esos tipos que viene de lejos», con unas características similares al texto anterior: un hombre enorme, silencioso, que parece ser tonto y que, por la alusión a las escamas pegadas a su chaqueta, deducimos que es pescador. Dombodán es presentado por su novia Marga en una fiesta en la playa: «Mirad, mirad. Es un tipo cojonudo. No habla. Es encantador. No dice nada». El grupo de jóvenes se divierte mofándose del muchacho al que comparan con un animal, de hecho, es aludido como un «ejemplar de dos metros que sonreía con timidez» (1999: 53). Su actitud complaciente contrasta con los comentarios despectivos que le hacen los demás, incluida su pareja: «Huele mal. A estas alturas con chaqueta de pana, añadió Pachi. Está lleno de caspa, observó Virginia. Raúl tenía una duda: ¿No habla o es tonto? Esta nena, se quejó Marijé, ya no sabe qué hacer para sorprendernos; primero se lía con un moro y ahora con un palurdo» (1999: 53). El grupo de jóvenes que le juzga pertenece a una clase social media-alta pues se pueden permitir pasar el verano ociosamente en la playa, matando el tiempo con entretenimientos crueles. Esa noche se les ocurre bromear con una pistola y jugar a la ruleta rusa. Cuando acaba la broma macabra, ya que en realidad el arma no está cargada, Dombodán rompe su silencio y dice con contundencia: «—Mierda —dijo el mudo—. Sois una mierda» (1999: 59). El personaje invoca ese tipo del campesino sensato y sabio frente a los que pretenden conocerlo todo, o del loco que conserva la cordura frente al mal. La siguiente aparición de Dombodán fue en Los comedores de patatas (1991), la segunda novela del escritor gallego. Su protagonista es Sam, un adolescente enganchado a la droga que habita en los límites de la delincuencia. Es un urbanita con todos los vicios que una ciudad puede proporcionar. Tras pasar una temporada en el hospital debido a un accidente automovilístico, la madre y su hermano, Nico, deciden que se vaya a la aldea donde todavía vive su abuela para que se aísle de su ambiente habitual. La vida de Sam, retratada desde el profundo lirismo que emana la literatura de Rivas, se mueve entonces a caballo entre dos espacios, entre dos culturas —la urbana y la rural— que se juntan en la cotidianidad del protagonista adolescente. Dombodán forma parte de los elementos que contrastan con las costumbres de Sam. Se trata de un cazador que conoce el protagonista durante su estancia en la aldea donde es famoso por su perseverancia en la captura de las piezas. También en esta ocasión es mudo, sin embargo el narrador reconoce la paradoja: «Da gusto hablar con Dombodán. Tú hablas y él asiente con un sonido gutural lleno de matices, en el que se distingue el bien, el mal o el regular, el grande y el grandísimo, el pequeño y el pequeñito» (1999: 22). En la novela titulada En salvaje compañía (1994), ambientada en una Galicia contemporánea, pero impregnada de la magia de lo ancestral, Manuel Rivas vuelve a utilizar el tipo del ingenuo. Su trama mantiene diversas historias, figuras narradoras y tiempos. Los personajes principales son los habitantes de una aldea perdida cuyas vidas son observadas por otros lugareños del pasado reencarnados en animales

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(el cura, don Xil, es un ratón; el último rey de Galicia, un cuervo blanco…). En realidad, todo habla: personas, animales y pájaros. La acción se centra en la historia de Rosa, antigua guardesa del Pazo de Arán. Su hermano Simón es un nuevo Dombodán rebautizado, pues comparte las mismas características: es un campesino que no habla, muy fuerte, y que, a diferencia de los demás casos, tiene contacto con el otro mundo. Tras estas tres apariciones, Dombodán no es solo un personaje rivasiano con unas características determinadas, sino que ha entrado a formar parte de su repertorio particular, constituyendo un tipo personal al que puede aludir sin necesitar demasiadas aclaraciones. De hecho, así sucede en sus siguientes apariciones. En el relato «Qué me quieres amor», nos encontramos a un tal «Dombo», hipocorístico de ese nombre, que encarna al amigo del protagonista y tiene algunas características comunes con el tipo ya que es un chico grande, bondadoso y tonto: «Dombo, el gigantón leal de Dombo, estuvo aquí. “Lo siento en el acompañamiento”, le dijo compungido a mi madre. No me digan que no es gracioso. Parece de Cantinflas. Para llorar de risa. Y me miró con lágrimas en los ojos. “Dombo tonto, vete, vete de aquí, compra con la pasta una casa con salón acristalado y un televisor Trinitrón de la hostia de pulgadas”» (1996: 18). En El lápiz de Carpintero (1998) Dombodán también representa al amigo fiel del Doctor da Barca. La historia está narrada por un guardia civil, Herbal, un ser desequilibrado, resentido y cargado de miseria, arquetipo con el que Rivas retrata a los que fueron sujetos activos de la represión. Nadie como él, que fue la sombra del doctor, su peor pesadilla, conoce la vida de Da Barca en el infierno penitenciario franquista. Herbal cuenta lo sucedido a una joven prostituta en el club de alterne donde, ya decrépito, ejerce de «gorila». En ese momento comprende que, a lo largo de su miserable existencia, lo único digno de ser recordado es que conoció a un doctor, un individuo íntegro, y a Dombodán, el joven a quien, ni su inocencia evidente ni su retraso mental, le salvará del pelotón de fusilamiento. Manuel Rivas, más allá de los libros de cuentos publicados en los noventa, ha seguido usando este tipo. Por ejemplo, en «El partido de Reyes», aparecido en Las llamadas perdidas, le cambia el nombre y en este caso es: «Félix, o Feliz, le llamábamos como insulto Mongol. A mí me borró esa tendencia mi madre de una bofetada en los morros» (2002: 54). Desde entonces se vuelve más benévolo con su compañero, a diferencia de otros niños que se siguen burlando de él. El relato cobra tintes épicos cuando le piden a Félix participar en un importante evento: el partido del día de Reyes. Como le necesitan para comenzar el contencioso, ya que les falta un jugador, le explican muy pormenorizadamente lo que ha de hacer. El juego está muy reñido, están a punto de perder, parece que no tienen ninguna posibilidad hasta que el niño se apropia del balón sorprendiéndolos a todos. Sin embargo, cuando llega a unos metros de la portería se detiene. La acción queda en suspenso, todos tardan en reaccionar hasta que el mismo que le explicó las reglas le dice: «¡Pasa la raya!». Félix marca el gol de la victoria convirtiéndose en el héroe del día.

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En conclusión, Dombodán ha dejado de ser un personaje único, a convertirse en un carácter arquetípico en la narrativa de Rivas, con una clara coherencia entre sus distintas manifestaciones. Una vez consolidado, el autor lo reutiliza en cualquier otro contexto pudiendo acortar o alargar su descripción según sus intereses narrativos. 6.2. El periodismo es puro cuento Aunque ya no se exprese contemporáneamente en litigios teóricos, la polémica por las diferencias entre la Literatura y el periodismo todavía llena las páginas de los escritores a un lado y a otro de la profesión en una absurda pugna que, realmente, como sucedía con el «auge» del cuento, lo único que consigue es mantener el asunto en el punto de mira. La rivalidad, juzgada racionalmente, parece un absurdo, y nace de la necesidad de defender el valor de sus creaciones reivindicando su estatuto literario. Existe casi unanimidad en admitir que el periodismo no es un pariente pobre. Juan José Millás, por ejemplo, ha insistido en resaltar la misma procedencia de sus artículos y ficciones: «Yo desde luego sí tengo estos dos géneros completamente confundidos. No sé dónde empieza el periodismo y termina la literatura. Para mí el periódico es un artefacto literario. Otra cosa es que sea un buen o un mal artefacto. Cuando escribo periodismo, pues, no tengo la impresión de no estar haciendo literatura. Escribo mis columnas y mis novelas desde un mismo sitio» (2001c). La continuidad o falta de límites entre un ámbito y otro es expresada por Julio Llamazares con una hermosa metáfora: «Hace tiempo que alimento la sospecha de que la literatura no es más que el horizonte que empieza donde acaba el periodismo y, en cualquier caso, es en esta zona neutra, en esa tierra de nadie en la que los dos se unen, en la que yo he pasado —y espero seguir pasando— todos los días de mi vida» (1991: 5). Por último, Antonio Muñoz Molina, al recibir el premio Mariano de Cavia ante un grupo de profesionales de la prensa, reconocía interesadamente: «lo que se escribe en los periódicos no es ni más ni menos que literatura. Literatura con rasgos variados y peculiares. Literatura volcada sobre el presente y la realidad, y no sobre el pasado y la ficción. Literatura, sobre todo, buena o mala, escrita sin red, con la prisa de los acontecimientos, del espacio medido y de los plazos ineludibles, pero que no requiere menos reflexión ni ofrece a quien la cultiva menos posibilidades creativas que la novela» (2003). En estas pocas líneas recoge casi todos los asuntos que pueden enfatizar, pero también desprestigiar, el valor del género al compartir un espacio común. Sobre la actitud creativa, el mismo Antonio Muñoz Molina, en otra ocasión, recalcaba la semejanza entre la redacción de un artículo y la de una novela: «porque aunque sean géneros diferentes, en ambos casos me enfrento a exigencias técnicas parecidas, a la necesidad de descubrir lo que sucede, de captar las sensaciones y las imágenes, de indagar en el alma de la gente» (Barbería, 1998: 36). Manuel Rivas expresaba una opinión semejante destacando la importancia del papel del escritor:

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«Hay textos que, aunque se hacen contando sucesos de un tiempo concreto, tienen el mismo valor que un relato, que un cuento. La mirada del periodista tiene que ser literaria, tienes que escribir un reportaje con el mismo cariño con el que escribes un cuento» (Rubio, 2000: 8-9). El autor gallego consideraba que los autores, independientemente de su profesión oficial, tienen un mismo material, objetivo e intención: «El periodista es un escritor. Trabaja con palabras. Busca comunicar una historia y lo hace con una voluntad de estilo. La realidad y parte de mis colegas se empeñan en desmentirme. Pero sigo creyendo lo mismo» (Rivas, 1997: 22). Esa «realidad» de la que habla seguramente esté relacionada con la situación que le tocó vivir: «Durante la carrera tuve profesores que me decían en todo despectivo: Eso es literatura; si bien también hay profesionales de la literatura que desprecian el periodismo por considerarlo algo de segundo orden» (Rivas, 1997: 22). El problema es que, aunque los escritores sientan la semejanza y la proximidad entre la literatura y el periodismo en la medida en la que parten desde los mismos propósitos creadores, son dos sistemas distintos con inevitables interferencias. El principal índice de estas diferencias es el distinto horizonte de expectativas en juego en cada ámbito. Por eso, la única actitud discrepante con las opiniones anteriores es la de Rosa Montero quien resalta acertadamente este punto: El periodismo y la narrativa son géneros muy distintos, incluso muchas veces antitéticos. Por ejemplo, en periodismo la claridad es un valor; cuanto más clara, más precisa y más alejada del equívoco sea una pieza periodística, mejor será. Y en la novela, en cambio, lo que es un valor es la ambigüedad. Digamos que en periodismo hablas de lo que sabes, y en novela de lo que no sabes que sabes. Conociendo bien los límites de uno y otro género, puedes pasar de uno a otro sin problemas, como aquellas personas que conocen dos idiomas y pasan de uno a otro sin más conflictos. (Montero, s.f.).

La escritora menciona la especificidad del periodismo y la necesidad de conocer bien las reglas para evitar dobles sentidos y confusión en un lector que requiere ser informado. Frente a esto, la novela, que en este caso es utilizada como representante de lo narrativo y literario, tiene la virtud de la «ambigüedad», de la apertura de significados, un territorio que, contrariamente a lo que opina la madrileña, han intentado reivindicar otros autores. Los que han tenido que someterse a las restricciones de las columnas, del número de palabras o páginas, dicho de otra manera, a la hegemonía de la brevedad y la minuciosidad, reivindicarán su trascendencia. Antonio Muñoz Molina señalaba el singular alcance de sus escritos y les concedía un importante papel en el interior de su obra: «cada artículo es el capítulo de un libro muy largo que uno escribe sin darse mucha cuenta y en el que, a diferencia de la novela, el autor no sabe cuando pondrá la palabra fin» (Muñoz Molina, 2003). Este mismo espíritu recorre las poéticas del periodismo de Manuel Vicent o Juan José Millás como se verá a continuación. La imposición de escribir en un tiempo y en un espacio muy restringido requiere cierta maestría, aunque, en realidad, la capacidad de observación, con-

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cisión, y concentración es característica imprescindible para los buenos narradores ya sean de cuentos o de noticias. Por otro lado, no hay que olvidar que la profesión de periodista no es uniforme, al igual que no lo es el periódico. No es homogéneo ni en el contenido, ni en su aspecto formal, como así tampoco la naturaleza de sus públicos. ¿Se escribe de igual manera una noticia, un artículo de opinión o un reportaje? Dentro del periódico hay muchas secciones que responden a necesidades distintas de los receptores, por ejemplo, el lector de prensa diaria tiene unas expectativas muy concretas fomentadas por la periodicidad temporal diaria y actual. Manuel Rivas, a quien antes he mencionado por defender lo literario del periodismo, sin embargo, es consciente de que ha de ser rápido y responder a las exigencias del día a día, aunque eso no siempre haga que el texto escrito sea eterno. Creo que cuando haces periodismo y escribes un reportaje, tienes algunos condicionantes, por ejemplo un condicionante suele ser el tiempo. El tiempo tanto en el sentido de que hay una entrega en tiempo limitado, que está condicionada por el reloj, como el tiempo real. Eso se puede también subvertir, pero el periodismo suele responder siempre a un cierto sentido de tiempo, pues hay temas que nada más que por olfato ves que interesan solamente en su momento. (Bollo Panadero, 2002: 392).

El lector de una noticia espera ver satisfecha su demanda de información y buscará, si es posible, cierto entretenimiento (García Posada, 2003: 61). Por ello, poco a poco ha habido una aproximación entre las posturas de los narradores de ficciones y de los periodistas, unificándose el espacio del cuento y el de la noticia. Este fenómeno ha estado muy vinculado con una tendencia general en los medios: la subjetivización y ficcionalización de la información a partir del Nuevo Periodismo, una etiqueta que dio nombre, durante los años sesenta, a una serie de periodistas con deseo de ser literatos (Muñón, 2003: 55). Desde entonces lo que interesa a los redactores no es tanto presentar unos datos y una simple información, sino contar una historia para aproximarla al receptor, con la intención de que el lector se identifique con un destino ajeno a sus condiciones de vida y que piense: «a mí también puede pasarme eso». El fenómeno de la subjetivización responde, en verdad, al gran reto del periodismo escrito ante el desafío de los medios audiovisuales. Su propuesta es descubrir, donde antes había solo un hecho, a la persona de carne y hueso afectada. Para lograr esta meta, la noticia deja de ser objetiva y se vuelve individual, o dicho de otro modo, será mejor aquella que, a través de la experiencia de una sola persona, logre transmitir todo lo que hace falta saber. Según esos propósitos, el periodista no es un agente pasivo que observa la realidad y la comunica, sino una voz que piensa la realidad, reconoce las emociones y entiende cómo son las cosas. Esto ha provocado que cada vez se le dé más importancia al enfoque del redactor. Francisco Umbral, un autor con un grupo de seguidores que buscaban encontrar en sus lineas las marcas de su pensamiento singular, sus-

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cribía la opinión de González Ruano: «Mi experiencia personal me dice que es la intimidad, la confidencia, la confesión de lo que a mí me pasa lo que resulta más atractivo para los otros, más popular, de éxito más seguro» (De Miguel, 2004: 19). En ocasiones el receptor lee no solo para obtener información, sino que busca trabajos creativos, en los que abunden recursos propios de una obra literaria. Estas expectativas se verán saciadas en los denominados «artículos literarios» donde se reúnen las características de ambos géneros: por un lado, muestran historias verídicas pero con un estilo que va más allá del lenguaje tradicional periodístico, y además permiten un espacio de libertad en el cual el autor puede incluir sus emociones, ideas y vivencias, e incluso adoptar la posición de un narrador de ficciones, semejándose el resultado a verdaderos cuentos. La discusión terminológica se tiende a soslayar proponiendo una visión más abierta de los géneros. Así, cuando el artículo literario se aleja de la función meramente informativa y se inserta en la ficción, algunos escritores prefieren hablar de un término distinto e híbrido. Para Juan José Millás sus textos se adentran en los campos del artículo y del cuento, de forma que los denomina articuentos (vid. apdo. 6.2.C del cap. III). Una misma condición ambigua recorría La mano del emigrante de Manuel Rivas, un libro compuesto por diferentes tipos de textos. En su prólogo defendía su propósito: «En este libro hay un “cuerpo a cuerpo”, buscado de forma intencionada, entre el relato de ficción y el relato periodístico. Me apasiona el contrabando de géneros, ¡Otra vez la frontera!, y este encuentro es la mejor respuesta que se me ocurre a la cuestión recurrente sobre el lugar de lo real y de la “verdad” en el periodismo» (2001: 10). La tercera parte de este volumen está elaborada, en efecto, con muchas historias reales de náufragos. Son relatos tristes que brotan en los puertos, llenos de ausencias y de muertes y que, al aparecer en un libro, necesitan estar respaldados por una mayor conciencia creativa que la espontaneidad y falta de plan propias de la escritura hecha a golpe de actualidad. Un año después, reconocía: «Esa clasificación de los géneros [refiriéndose a la distinción entre la literatura y el periodismo] puede tener una utilidad para establecer un método a la hora de estudiarlos, pero a mí en particular no me interesa mucho. Tampoco es una actitud consciente de decir vamos a transgredir los géneros» (Bollo Panadero, 2002: 392). El autor apunta entonces que la mezcla no es algo buscado, ni forma parte de una posición ante la literatura, sino que es un recurso al que acude de manera espontánea. De todas formas, hay que ser precavidos ante todas estas opiniones ya que los nombres aquí recogidos son una pequeña muestra de los privilegiados dentro de la profesión que han visto publicados alguno de sus productos periodísticos bajo las portadas de un libro. Esto ha sido posible porque algunos textos han podido aparecer como artículos, pero también como cuentos, dentro de volúmenes ambiguos. El reciclaje está motivado por las presiones de las editoriales que exigen a sus firmas una periodicidad libresca. Las presentaciones de sus contraportadas son muy variadas —cuentos, relatos, articuentos, artículos, etc.— todo depende de la colección en la

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que aparezcan englobados. Estos ejemplos son interesantes puesto que, al salir fuera de su contexto original, los creadores deben defender en sus poéticas el prestigio de sus composiciones a la par que justificar su permanencia. A)  Los prólogos a las ediciones y la ficcionalidad El problema de la disolución de fronteras entre el periodismo y la ficción es un arma de doble filo que a veces las instituciones y el mercado literarios saben manejar a su favor. Por ejemplo, Juan Bonilla, cuya actividad como creador ha estado muy unida a la prensa periódica, se encontró ante una tesitura muy curiosa: defender la no-ficcionalidad de sus textos. En el prólogo a El arte del yo-yo, una colección de artículos periodísticos, confesaba su manera de escribirlos: «El de la columna literaria era mi género preferido por entonces (compraba tres o cuatro periódicos al día, les echaba un vistazo y recortaba las páginas que me interesaban, tiraba lo demás y entonces leía las páginas seleccionadas como si fuesen una pequeña revista literaria)» (Bonilla, 1996: 10). Algunos de los textos que componían este volumen habían aparecido inicialmente en su libro de artículos Veinticinco años de éxitos, sin embargo, cuando se presentó a cierto concurso en el cual se premiaba la primera obra de ficción de un escritor novel, el tribunal no tuvo en consideración su libro de cuentos, El que apaga la luz, debido a que pensaron que constituía su segunda incursión en la ficcionalidad. No es ningún secreto que la mayor parte de los escritores de artículos se inspiran en la realidad, en la sección de sucesos, o bien en temas de actualidad política o social. El problema es que, una vez extraídos del entorno de publicación primigenio, deben defender la pertinencia de la reedición de sus relatos cuando han perdido la frescura de la actualidad. El principal argumento empleado, tal y como hace Manuel Vicent, consiste en reivindicar su atemporalidad: «Yo me he asistido de la realidad, o de algunos hechos reales para, a partir de ahí, hacer, más o menos, literatura. Y de hecho mis columnas periodísticas semanales, precisamente por ser semanales, tal vez se refieran a la actualidad, pero no dependen de ella. Son como un polvo en suspensión que quedara en la atmósfera social cuando la actualidad desaparece» (Ochoa Hidalgo, 1997). Otro medio para darles una segunda vida a los artículos y permitirles sobrevivir a la fugacidad del periódico consiste en recogerlos en un libro de cuentos. En ese caso, tendrán que subrayar su ficcionalidad, para lo cual emplearán los prólogos de sus colecciones. Por ejemplo, las Crónicas del Madrid oscuro, segundo libro de Juan Madrid, forman un catálogo de historias miserables extraídas de la realidad circundante: «Para mis cuentos (y mis novelas) yo me baso en la única vida que tenemos, la vida real o esa parte de la vida real que yo he elegido, que no es toda, sino un pequeño trozo. Me gusta deambular por las calles, entrar en los bares y sentarme al fresco mirando a la gente que va por la vida a pie. Muchas veces no sé bien lo que busco o si busco algo en realidad». En las páginas que dan comienzo al libro y que

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podemos leer «como si fuera un prólogo», pues así lo tituló el autor, este reconocía que: «Muchos de estos cuentos fueron saliendo en Diario 16 con ese epígrafe y con dibujos del gran Alfredo, que retrata mejor que nadie que yo conozca las calles y la vida de esta jodida ciudad» (Madrid, 1994: 11). Apuntada esta procedencia, el autor insistía en orientar la recepción ficcional de los textos, a pesar de que el libro hacía alusión a un escenario geográfico muy concreto: las calles del centro de Madrid durante los años de la «movida». De hecho, incluía un pequeño mapa del barrio de Malasaña o de Maravillas, con comentarios en los márgenes que ponían en contacto las historias con espacios sobradamente conocidos como el quiosco de la calle Fuencarral, la plaza del Dos de Mayo… Sin embargo, el autor intenta en las páginas de inicio poner cierta distancia con el escenario real: «Aquí Madrid es un territorio inventado, lo mismo que los personajes, mi barrio, los bares, la plaza y todas las calles que salen en estos cuentos. Estoy seguro que alguien me preguntará si me lo he imaginado todo o si, por el contrario, he copiado a la realidad con un magnetofón y un cuaderno» (Madrid, 1994: 11). Sus historias pueden ser universales, pero ha preferido utilizar un lugar que conoce bien: «Podría haberme inventado las calles, los bares, las plazas y no hubiera pasado nada, sin embargo, he preferido poner nombres verdaderos a cosas que no son otra cosa que ficciones» (Madrid, 1994: 11). El escritor pretende conducir la lectura del receptor para que busque un sentido más allá de los datos anecdóticos. B)  Los relatos de Manuel Vicent El autor de Vilavella (Castellón) lleva desde 1969 compaginando su carrera literaria con su labor como articulista, por lo que sobre todo es famoso por sus magistrales columnas en El País, donde se ha convertido en una cita ineludible para sus lectores. En una ocasión, cuando le preguntaron sobre si consideraba apropiado el calificativo «periodístico» para esos escritos, respondió que solo si se refería a todo lo que era publicado en tal medio, evitando todas las connotaciones negativas vinculadas al mismo. Claro que, pocas líneas después, encomiaba la labor difusora de la prensa gracias a la que: «ha aparecido La España invertebrada, ha aparecido prácticamente todo Valle-Inclán, ha aparecido la mayor parte de la generación del 98, ha aparecido Dostoievski, ha aparecido Dickens, prácticamente todo Hemingway... El soporte no tiene ninguna importancia, el papel que hay debajo de las palabras no importa» (Ochoa Hidalgo, 1997). En línea con esto, tampoco reconoce la diferencia entre profesiones, ya que admite actuar igual: «a la hora de escribir un artículo o una novela mi actitud ante el texto es la misma» (Ochoa Hidalgo, 1997). Con esta postura el autor busca evitar la jerárquica distinción entre sus obras. Las únicas diferencias entre unos géneros y otros dependen de las circunstancias de enunciación. Por ejemplo, para el redactor de columnas diarias: «cualquier noticia, cualquier hecho, cualquier sensación que tengas, cualquier idea, te sirve para llenar ese folio o ese folio y

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medio; sin embargo, se supone que los domingos lo que ha sucedido durante la semana ya está escrito, dicho, repetido, visto en imágenes, en la radio y en la prensa» (Montesa, 2003: 240). Como está acostumbrado a publicar sus textos en fin de semana, es muy consciente de que este público es muy distinto porque tiene unas expectativas muy concretas: «es un lector que no está cabreado, que no quiere estar cabreado, que lee, a lo mejor, tomando café en pijama rascándose la espalda, es un lector al que no hay que molestar demasiado… entonces en esa columna lo que trato de hacer es resumir algo que está en el ambiente, algo que es noticia, algo que es actual… en dos mil caracteres» (Montesa, 2003: 240). Para Vicent el género del artículo procede de una larga tradición en nuestras letras en la que los narradores recalaban por una cuestión económica: «Antes, el autor consagrado, el novelista, el autor de teatro o el ensayista bajaba desde su altura, desde su nivel, al periódico y escribía un artículo —un artículo que prácticamente era una forma de poder ir al día siguiente a la compra, una cosa alimenticia—». Sin embargo, con el tiempo el origen de los textos ha cambiado: «Y ahora el periodismo literario es al revés, el articulismo que actualmente se ha multiplicado nace del fondo de las redacciones, periodistas que más o menos escriben bien, o que tienen una idea literaria de la vida, empiezan a firmar» (Cabañas, 2001: 100). A lo largo de su trayectoria el autor ha publicado textos de ficción, además de aquellos Retratos de la transición en los que recogía las semblanzas de importantes personajes del periodo y de numerosos reportajes y entrevistas, aunque ha declarado sentir predilección por dicho género. 138 Me siento cómodo con el artículo corto, y sobre todo, dentro del artículo corto, con la pequeña historia. Tengo la sensación de que todo lo que se puede decir en cien folios se puede también decir en cincuenta, en diez y en uno. A esto se añade que, al comprimir una historia en un folio, se entra en un terreno donde la palabra adquiere un especial valor; se entra casi en el terreno de la poesía. Hacer poesía y a la vez relato condensa todo desde el punto de vista de la necesidad de escribir. (Ochoa Hidalgo, 1997).

Unos años después expresaba en una charla sus ideas sobre la columna periodística en la senda de la poética chejoviana, aquella que defiende que cualquier elemento de un texto ha de ser relevante: «Todo lo que sucede en ella como todo lo que sucede en el relato, tiene que tener un sentido: así como en las películas vemos que 138  Además de este volumen (1981), Manuel Vicent ha recogido sus semblanzas literarias en Espectros (2000). En una entrevista con Pilar Cabañas, el autor explica cómo concibió la idea de estos textos: «El origen está en mi deseo de hacer un artículo, o un pequeño reportaje, sobre la habitación del vis-àvis de Carabanchel, para ver la energía que había en ese lugar. Y a partir de ahí, y de una propuesta del redactor jefe, me surgió la idea de hacer una serie sobre cosas, objetos, lugares que concentraran mucha energía, sitios donde pasan o hayan pasado cosas muy fuertes. Y empecé así, y después continué con el sótano del banco de España, con la cámara de gas aquí, en Austria, con la habitación de Freud, un confesionario..., sitios así. Ahí tiene que haber algo» (2001: 108). También ha publicado Retratos (2005) en los que se recrea en la descripción e imagen de algún personaje de actualidad.

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si la cámara enfoca un rifle, ese rifle tiene que disparar; si un protagonista abre un cajón y dentro de ese cajón hay una pistola, esa pistola hay que usarla; si la cámara enfoca un carta encima de una mesa esa carta ha de tener un mensaje, etc.» (Vicent, 2003: 240). Llama la atención que estas palabras le sirvieran también para valorar los Cuentos Completos de Juan Benet: El cuento o relato corto para ser perfecto debe ahorrarse cualquier mínima caída. Se sabe que la literatura va adquiriendo mayor intensidad a medida que se reduce su espacio, hasta el punto de que esta comprensión convierte el relato en poesía cuando el valor de lo narrado se confunde con el sentido de los vocablos. […] La escritura al servicio del arte sólo se descubre en el relato corto, donde la visión del mundo se concentra en el sonido que emite cada palabra. (Benet, 1998: 13).

Tales declaraciones ponen de relieve que para el autor ambos géneros parten de la misma intención, algo que se percibe en sus textos. Con el tiempo Vicent recopiló algunas de sus mejores piezas y publicó, entre finales de los ochenta y los noventa, tres libros que fueron presentados como de «artículos periodísticos»: Arsenal de balas perdidas (1989), A favor del placer (1993), y Las horas paganas (1998). Finalmente, en 1999 recogió algunas de sus aportaciones en un volumen titulado propiamente Los mejores relatos, indicando su proximidad al género cuentístico. En la entrevista que le hizo Javier Ochoa Hidalgo reconocía su origen: «Es que estás dentro de una factoría; hoy no hay ya escritores de culto. Si no vendes no vuelves a publicar, y si no vuelves a publicar desapareces como escritor, no existes. Como rigen unas leyes terribles de mercado, tienes que mantenerte dentro de esa factoría» (1997). El autor confesaba, de forma bastante evidente, las presiones a las que se vio sometido para sacar dicho libro. Efectivamente, el conjunto estaba formado por textos de diferente procedencia, aunque en la edición no se menciona explícitamente el medio en el que fueron publicados. La mayor parte de esos Mejores relatos habían aparecido en el periódico El País, salvo «No pongas tus sucias manos sobre Mozart» con el que había ganado el premio González Ruano en 1980, y que había visto la luz con anterioridad en la revista Triunfo y en el volumen con el mismo nombre. 139 Llama la atención que, aunque el libro es de 1999, los relatos que lo componían son mucho anteriores (19821987). La mayor parte fueron incluidos en una sección llamada «Tribuna» que Manuel Vicent compartió durante esos años con autores como Francisco Umbral (que entonces colaboraba en El País), José Jiménez Lozano, Pedro Laín Entralgo, Antonio Colinas, Mario Benedetti, Gabriel García Márquez, Agustín García Calvo, Al139   En el volumen Los mejores relatos, Manuel Vicent seleccionó piezas dispersas que luego presentó mezcladas entre sí. Gracias al trabajo realizado por Arias Aisa, quien en 1993 presentó su tesis doctoral sobre la literatura en prensa del escritor valenciano, y a la hemeroteca en línea de El País, se ha podido reconstruir el origen de la mayoría de las piezas (véase el cuadro G incluido en los anexos). Concretamente, fueron publicados en dicho medio 43 de las 45 piezas. Las dos excepciones son: el relato mencionado arriba y «La casa solariega», cuya procedencia es desconocida.

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fonso Sastre o Fernando Savater. Por aquellos tiempos el rotativo tenía establecidas unas reglas para esta sección que aparecían recogidas en su Libro de estilo y que permitían a los redactores actuar con bastante libertad. La definición reflejada en la edición de 1990 decía: «Los artículos estrictamente de opinión (tribunas) responden al estilo propio del autor, y no serán retocados salvo por razones de ajuste o errores flagrantes (incluidos los ortográficos)». Vicent aprovechó dicho contexto y fue redactando Los mejores relatos que aparecieron inicialmente publicados bajo cuatro marbetes diferentes. Los primeros cronológicamente fueron los pertenecientes a «Estampas de una década», a los que le siguieron sus «Crónicas urbanas», sus «Historias de fin de siglo» y, finalmente, sus «Relatos». Mientras las «Estampas», como su propio nombre indica, tenían una orientación costumbrista y se incluían únicamente en la sección de «Sociedad», los relatos fueron recogidos exclusivamente en «Opinión». Por el contrario, tanto las «Historias de fin de siglo» como las «Crónicas urbanas» no tenían una sección fija y se insertaron en ambos espacios. Aunque estas narraciones tuvieron en su momento un contexto de aparición muy concreto y un sobretítulo al que se ajustaban, en general suponen un viaje de ida y vuelta de la realidad a la ficción que recoge las preocupaciones de una época. 140 Para no presentar un problema social específico o una reflexión, lo concretiza en una historia que el lector puede comprender y que sigue una estructura tradicional tripartita quedando totalmente clara su narratividad. Por ejemplo, «El cementerio desnudo» comienza con la descripción de Don Paquito, un pobre aficionado a los toros que es enterrado con un traje en el que conservaba el boleto ganador de una quiniela que había jugado con sus compañeros de peña. Estos apelan a la autoridad para conseguir exhumar el féretro y recuperar el premio. Ante el asombro de todos los presentes, el cadáver está desnudo puesto que los enterradores trafican con las vestimentas de los difuntos. Manuel Vicent, aunque a lo largo del texto ha hecho girar toda la atención del lector ante lo sorprendente de la anécdota y la avaricia de los colegas, renuncia a dar una conclusión a este respecto, enfatiza el hecho miserable de los robos y concluye con una denuncia aún mayor: «El policía metió los dedos en el bolsillo de la solapa y sacó el papel: se trataba del boleto premiado. Pero este es el asunto. Esta historia sólo viene a demostrar que el cementerio está lleno de cadáveres desnudos» (1997: 28). Por otra parte, el autor representa una sociedad en la que las clases sociales siguen marcando las diferentes formas de vida. Así en «Live-sex show», cuenta una tragedia de una pareja de inmigrantes que acaba ganándose la vida haciendo un es  Sobre el origen de estos textos, en primer lugar, Manuel Vicent recogió algunas de sus «Estampas de una década» publicadas entre el 13 de febrero de 1982 y el 24 de junio del mismo año (de ellas eligió seis de veintitrés). En segundo lugar, seleccionó dieciséis de sus «Crónicas urbanas» (inicialmente había publicado treinta y seis entre el 11 de septiembre de 1982 y el 23 de julio de 1983). En tercer lugar, escogió diez de sus «Historias de fin de siglo» (de veintiséis publicadas entre octubre de 1983 a diciembre de 1984). Por último, incluyó casi la totalidad de sus doce «Relatos» (aparecidos del 5 de enero de 1985 al 23 de febrero de 1986). Tan solo excluyó el relato «Bajo los tilos de Berlín». Para mayor detalle véase cuadro G de los anexos. 140

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pectáculo pornográfico en directo y para la que el mero hecho de tener un hijo y amarse ha supuesto la ruina. En «Una historia de amor», refleja la sordidez de los locutorios de una prisión como Carabanchel a través de la historia de unos novios enamorados que tienen allí su primer encuentro, ante la imposibilidad de comprarse un piso para estar juntos y casarse. En contraste con estas situaciones, un grupo de ricos e intelectuales superficiales celebran una fiesta de final de año. Mientras ellos están rodeados de lujos, no sospechan el macabro final de un ladrón de joyas que se ha quedado atrapado en su huida y está viendo el «Fin del mundo en la chimenea». La marquesa de «Una dama en la noche» sale de su encierro privilegiado para asistir a un baile en el palacio real pero, debido a su demencia senil, acaba viviendo una velada de peregrinaje por las zonas más oscuras de la capital, hasta que un coche de las basuras la lleva de regreso a su casa. En general, en los relatos de Vicent la ciudad es un espacio donde el hombre se siente solo e inseguro. La intención de Vicent era hacer ficción gracias a la crónica de sucesos como queda de manifiesto, por ejemplo, en «Unidad móvil» donde se inspiraba en un grupo de música que atracó un banco con el fin de poder ser captados por una cámara. Detrás de este relato quería criticar la importancia extrema que se le ha dado a la televisión y los medios de comunicación de masas en la sociedad a partir de los ochenta. Tanto para estos protagonistas como para la «La chica que quería un reportaje», triunfar significa aparecer en pantalla independientemente de lo que haga falta para conseguirlo. Estas dos historias reflejan a su vez la crueldad de una sociedad cada vez más violenta. En «No sonrías a un desconocido», un padre, cuya hermosa hija acaba de sufrir un intento de violación, arremete contra un pobre hombre que está en una cabina, creyendo que es el culpable de la llamada obscena que ha recibido. Otro ejemplo extraído de las páginas de sucesos es «Depósito general de mercancías». En este lugar aparece cincuenta años después el cadáver de fray Bonifacio, un novicio que, para huir durante la Guerra Civil, fue remitido por correo a su familia en el bando republicano. Pero Vicent a veces parte de lo anecdótico hasta derivar en lo simbólico. En «Amor y otros muebles», recoge la importancia de lo material en una sociedad de consumo que convierte los objetos en trampas. Una pareja, tras verse desposeída de todas sus pertenencias al sufrir un robo, se encuentra ante la situación de tenerse que relacionar y retomar el contacto. La interacción es tan difícil que mirarse a la cara y compartir una conversación se convierte en un suplicio para ambos, necesitan llenar el piso de nuevos objetos para que vuelva a llegar la tranquilidad. En «Grandes almacenes», una mujer que entra a por unos calcetines se acaba encontrando encerrada entre las paredes de esa tienda. El lugar acaba representando el consumismo de la sociedad actual; es un espacio donde todo está disponible y por eso nadie entiende el deseo de huir de esa señora. El timo de los viajes programados que facilitan emociones y satisfacciones a una nueva clase social adinerada aparece parodiado en «Viaje iniciático al Nilo». Manuel Vicent no ofrece valoraciones sobre sus personajes, pero las situaciones llegan a tal absurdo que acaba proporcionando una descripción de nuestros vicios clara y cruel. Otro ejemplo, «Ejecutivos de usar y

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tirar», refleja el abuso hacia los trabajadores del sector informático, que se pueden sustituir como si de piezas de recambio se trataran. La denuncia lleva a Vicent a utilizar incluso lo fantástico en «Terror de año nuevo». Una noche los mendigos comienzan a explotar y se convierten en bombas callejeras, por lo que se prohíbe que se les dé limosna. Lo curioso del hecho es que la gente que los rodea deja de sorprenderse ante ese acto tan atroz. Tanto se ha acostumbrado a la pobreza, la miseria y la violencia que prefiere encerrarse antes de reconocer la injusticia del mundo que le rodea. En este relato aparece reflejado de nuevo el contraste entre una clase social acomodada y los vagabundos condenados a vivir en unas calles adversas donde conviven el dolor y el lujo. También de un simbolismo desquiciado es el relato «Seres o enseres», cuyo protagonista es un hombre residente en uno de esos barrios de viviendas unifamiliares idénticas habitadas por personas con costumbres semejantes, uno de esos espacios tan comunes en los relatos de Cheever o Carver. El protatonista se mete en la casa de su vecino y nadie de la familia se da cuenta hasta la mañana siguiente. De nuevo la indiferencia ante lo extraordinario cierra la conclusión del relato: «En el camino hacia la ciudad pensó en la clase de ser o enser que le habría sustituido en su propia casa o en ese elemento al que él había suplantado en el hogar desconocido. Pero éstas eran cuestiones sin demasiado interés. Tenía por delante otro día muy duro» (Vicent, 1999: 328). C)  La poética del Articuento de Juan José Millás Su primer libro de relatos, Primavera de luto y otros cuentos, en el cual ya me he detenido en apartados anteriores, fue publicado por la editorial Destino (vid. apdo. 5.3 del cap. III). Parte de esos textos habían sido fruto del encargo y ya habían aparecido previamente en otros medios. Por ejemplo, los tres primeros textos del volumen —«El pequeño cadáver de R. J.», «Trastornos de carácter», «La nochebuena más feliz»— tuvieron su primer nacimiento en El País en la misma sección llamada «Tribuna» en la que colaboraba Manuel Vicent. El madrileño consiguió así recoger esos relatos que inicialmente habían visto la luz durante épocas vacacionales (verano o Navidad). 141 Así que la recopilación fue, en primera instancia, un acto de piedad para evitarles la muerte diaria de la prensa y, en segundo lugar, permitió su lectura independiente del calendario y de las circunstancias de aparición. Estos primeros relatos tratan de personajes muy familiares, que buscan su identidad personal a través de la fantasía y de lo ilógico, en ambientes muy dramáticos. Todos acaban con una corta frase —«En fin»—, dicen sus narradores, resignados, siendo esta una curiosa expresión de conformidad frente a la extrañeza de los acontecimientos. La lectura en conjunto de estos cuentos, llenos de semejanzas y vecindades, ya configu Dos de los escritos son relatos de circunstancias: «El pequeño cadáver de R. J.» apareció en la sección «Lecturas de verano» de El País el 31-08-1987. Por otro lado, «La nochebuena más feliz» fue publicado el 24-12-1986 en la sección «Lecturas: Año Nuevo». 141

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ra una panorámica muy exacta de la narrativa de Millas, de sus historias, personajes y obsesiones. Al final del libro se encuentran catorce relatos de título similar «Ella estaba loca», «Ella era ancha», «Ella era desdichada»… que conforman toda una galería de personajes desorientados. En suma, sus primeras contribuciones a la prensa se inscribían en el territorio de la ficción literaria y en el género del cuento. Juan José Millás siguió colaborando en diferentes periódicos hasta 1990. Todo cambió de rumbo cuando ese mismo año logró el Premio Nadal por La soledad era esto, lo cual supuso no solo un punto de inflexión en la apreciación de su obra por parte de la crítica, sino que permitió que se incorporara a la labor periodística profesional. A partir del 23 de febrero del mismo año, el autor comenzó a publicar a razón de un artículo semanal destinado a la última página del periódico El País, un espacio privilegiado con un gran número de lectores y en el que, como ya he explicado, está permitida la creatividad. Claro que, por el contrario, este contexto imponía una columna compuesta por un número muy restringido de líneas (treinta y dos). En una entrevista con Katarzyna Olga Beilin ha señalado que gracias a su contacto con estos condicionamientos ha tenido una buena experiencia de la brevedad: ¿Te parece que el trabajo periodístico ha influido de alguna manera en tu labor literaria? Me ha enseñado cosas, por ejemplo, me ha enseñado a ser muy económico. Por lo tanto, me ha hecho valorar más el género del cuento y el de la novela corta, que son los géneros hacia los que me dirijo cada vez con más intensidad. Ha habido un intercambio de materiales porque también la labor periodística se ha enriquecido de la literaria. Básicamente no son cosas distintas para mí. (Beilin, 2003: 75-76).

Su aprendizaje periodístico le ha influido en su literatura y a la inversa, de este modo Juan José Millás siente agradecimiento por la relevancia de la economía que el contexto le ha inculcado, la importancia de utilizar las palabras justas para provocar el efecto deseado y así sorprender convirtiendo un hecho cotidiano en una aventura, o para reflexionar sobre un tema anodino llevándolo a la frágil línea que separa lo real de lo irreal. Su mirada recuerda mucho a Valle Inclán puesto que, al igual que el creador del esperpento, opina que hay que manipular la realidad para mostrarla: «de tal modo que ni ella se pueda reconocer sin avergonzarse» (Millás, 2001: 285). Como sus creaciones no cuadran bien en los límites del cuento y el artículo han sido llamadas: Articuentos. Este peculiar nombre, que ya cité anteriormente, fue popularizado gracias a la publicación de la antología de textos editada por Fernando Valls con el susodicho título, aunque el propio autor lo había empleado anteriormente en una presentación de su volumen Cuerpo y prótesis en Bilbao, en el 2000. Juan José Millás es, por tanto, el responsable de esta creación léxica para referirse a un híbrido genérico. En la mencionada antología, Fernando Valls definió la doble naturaleza de estos textos: por un lado, son artículos de opinión aparecidos en prensa, su contenido versa sobre lo que ocurre hoy en España o fuera de sus fronteras, comenta cuestiones de la existencia cotidiana, lo que atañe a todo el mundo o bien los eventos lejanos

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que le preocupan. Por otro lado, muchas de sus estrategias, de sus recursos retóricos, y motivos acercan estos textos a las ficciones puesto que acaban teniendo algo de fábula, o microrrelato fantástico… (Millás, 2001: 10). El crítico, en aquella ocasión, recogió un conjunto de textos que bien podrían aparecer tanto en un periódico como en un libro de cuentos, de hecho, algunos de ellos ya habían sido publicados en el interior de Cuentos a la intemperie o en Cuerpo y prótesis. El autor ha reconocido, incluso, que su actitud ante la creación es la misma: Sé que durante los últimos años estás conjugando también la literatura con el periodismo. Ambos forman la percepción que la gente tiene de la realidad. ¿En qué difieren para ti? Yo, de verdad, cuando hago periodismo no tengo la impresión de no estar haciendo literatura. La única diferencia para mí es que tengo que entregar a fecha fija y que tengo un espacio predeterminado. El tipo de periodismo que yo hago es muy literario. Escribo muchos cuentos de una columna. No soy como esos escritores que se quitan el sombrero de hacer literatura y se ponen el de hacer periodismo. Yo trabajo con el mismo sombrero todo el rato. (Beilin, 2003: 75).

No obstante, en sus temas y en la estructura de alguno de ellos se trasluce su concepción para las páginas de un periódico. En «Los insectos» Juan José Millás dice: «Me preguntó un periodista que por qué mis columnas solían componerse de tres párrafos, le dije que porque tenía la pretensión de parecerse a un insecto de los dotados, como viene siendo habitual por otra parte, de cabeza, tórax y abdomen. Lo dije por decir, la verdad, pero después de colgar el teléfono me di cuenta de que pocas veces había sido tan sincero. Si algo me gusta de la columna es su caducidad» (Millás, 2001: 192-193). La división a la que se refiere no es más que la tradicional segmentación en introducción, desarrollo y conclusión. El autor continúa la metáfora al comparar su interior y sus vísceras con la acción de sus artículos: «Lo que menos me gusta de los insectos es el abdomen, pero reconozco que se trata de un prejuicio biológico injustificado. Hay menos entresijos en el abdomen del insecto más grande que seamos capaces de imaginar que en el paquete intestinal del mamífero más pequeño» (Millás, 2001: 193). Por otra parte, estos animales poseen cuerpos que son construcciones casi perfectas, pues tienen un diseño funcional que les permite respirar a través de los poros, lo cual, traducido al ámbito literario, significa que las líneas de un artículo pueden destilar verdad en cada palabra. El asunto sobre el que tratan estos articuentos puede ser muy variado. En ocasiones ironiza sobre realidades tan cotidianas de la pareja como sucede en «Confusión», en el que una mujer utiliza el móvil para hablar con su marido con el que finge ser su amante. El juego de identidades acaba en un absurdo puesto que ella le dice que le tiene que dejar por querer mucho a su esposo. En «Bienvenido a casa», nos muestra la triste realidad de algunos matrimonios más unidos por la convención y por la cuenta bancaria que por el amor. Todos estos textos tienen en común el personaje que el escritor ha construido en torno a su persona y que comparte rasgos con-

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sigo mismo, aunque a veces se enajene y cobre otras personalidades. Por ejemplo, el espacio predilecto de ese narrador es el barrio de «la Prospe» y las calles del centro madrileño. También tiene algunas manías como su hipocondría, su afición por los efluvios del «Frenadol», y la sublimación de la gripe. Incluso en algunas líneas explicita las premuras de su profesión: Llaman del periódico diciendo que no me tome al pie de la letra lo de hablar de la realidad. Me salen unas últimas páginas tan tristes que parecen la primera. —Cuando queramos que la última página sea la primera, ya nos encargaremos nosotros de darle la vuelta al periódico. Tú a lo tuyo. Tomo nota de la llamada de atención y voy con los ojos muy abiertos para detectar cualquier movimiento irreal. (Millás, 2001: 20).

Un hecho que se percibe en las columnas de Millás es que solían aparecer el viernes. En «La asociación de amigos de la claustrofobia» habla de cómo sus creaciones se deben adecuar a ese contexto: «Me dijo el redactor jefe que pensara algún tema ligero, refrescante, que la gente acaba de volver de vacaciones y bastantes problemas tiene ya con la tarjeta de crédito» (Millás, 2001: 132). Animado por el encargo, acude a dicha asociación y concluye: «Le conté la historia al redactor jefe, pero no le pareció refrescante, así que me ha encerrado en el cuarto de erratas de la redacción que es muy oscuro. Lo curioso es que, aunque paso mucho miedo, creo que ya no podría vivir en otro sitio» (Millás, 2001: 133). Estas son, crudamente, las condiciones del escritor de columnas: realista, pero sin caer en excentricidades. Como estos textos fueron fraguados al hilo de la actualidad, la relación entre la realidad y la ficción se convierte en una de las claves de esta narrativa. En «Escribir II», recopilado en Articuentos, hablaba de las víctimas del Kursk y recogía las palabras que una de las víctimas escribió en un papel: «13.15. Todos los tripulantes de los compartimentos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas» (Millás, 2001: 279). Esta anécdota le permite al autor reflexionar sobre la ausencia y la elisión en la literatura, puesto que el horror y lo desgarrador de esas líneas se encontraba en lo que aquel oficial ruso no decía. Pero, por otro lado, el narrador se compara con ese pobre marino puesto que él se siente también «a ciegas» escribiendo sobre lo que le rodea. El autor defiende que a veces la realidad puede ser demasiado dura para que el lector la quiera reconocer, y por este motivo la ficción le ayuda a encararse con ella: «Llega un punto en que la materia informativa pierde toda su capacidad simbólica para explicarnos la realidad y entonces nos refugiamos en otros ámbitos donde lo que leemos colabora de forma más o menos imperfecta a construirnos una imagen del mundo» (Ruíz de la Peña, 1995: 190). El escritor hace que el público se enfrente a los hechos a veces de forma más directa a través de la indirecta ficción que mostrándola sin aderezos. Para Millás, la única diferencia entre ambas reside por tanto en la lógica causal entre los hechos:

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Porque es verdad que la literatura es una representación de la realidad, o una metáfora de la realidad, pero la literatura y la realidad son territorios autónomos, tienen leyes propias. En la realidad todo es contingente, mientras que en la literatura todo es necesario. Todo lo que sucede en una novela o en un cuento —sobre todo en un cuento, porque es un mecanismo de relojería— tiene que ser necesario, no puede haber nada que sea gratuito —si es gratuito sobra, hay que quitarlo—, mientras que la realidad se caracteriza porque todo lo que sucede en ella lo es. Nada de lo que sucede en la realidad es necesario, y no nos lo planteamos, además, desde ese punto de vista, sino que lo aceptamos. (Cabañas, 1998).

Además de esto, los límites de la realidad a veces superan lo que uno podría esperar. En «Peor para ella» acaba concluyendo que en ocasiones se materializa todo lo que nos pasa por la cabeza: «lo que hace diez o quince años nos habría parecido un cuento de ciencia ficción empieza a ser realismo costumbrista» (Millás, 2001: 92). Como resultado de esas constantes colaboraciones en prensa, han surgido de forma secundaria sus libros de cuentos, tal y como él mismo reconoce: «Yo nunca he escrito un libro de relatos específicamente concebido como tal, sino que he recopilado los que tenía publicados en periódicos, etc. Lo que pasa es que luego siempre tienen cierta unidad porque son relatos escritos en un tiempo determinado, bajo una atmósfera parecida, bajo un estado de ánimo similar» (Cabañas, 1998). Frente a esta opinión donde parece que la unidad sea fortuita, en esta entrevista reconoce preocuparse por esa hilazón: «Generalmente, el tipo de intención que busco al agruparlos es que tengan un cierto ordenamiento temático, con la fantasía de que esos cuentos, además de ser unidades autónomas, sumados uno detrás de otro constituyan una unidad de mayor significado» (Cabañas, 1998). Ciertamente ha publicado volúmenes con un claro hilván temático como sus Cuentos de adúlteros desorientados (2003), Ella imagina (1994) o Cuerpo y prótesis (2001b). En este último aparece un compendio de artículos construido como un cosmos literario. Juan José Millás destina unas primeras páginas, a las que titula irónicamente «Suburbio»: «para no convertir en verdadero prólogo lo que ha intentado ser más bien un suburbio, un arrabal, un barrio periférico…» (2001b: 16). Es voluntad del escritor que no se pueda encontrar un centro. La mayor parte de las veces el único nexo unificador de sus libros son las circunstancias comunes del canal empleado ya que se puede dividir su producción en dos subconjuntos: a) por un lado, los relatos ficcionales publicados en revistas especializadas o en las secciones de los periódicos destinadas a la ficción como su Primavera de luto, Ella imagina, La viuda incompetente, y las colecciones temáticas Cuentos de adúlteros desorientados o Los objetos nos llaman, b) por otro lado, recoplilaciones de columnas literarias como Cuentos a la intemperie, Algo que te concierne o Cuerpo y prótesis. En conclusión, ya sea al hilo de un acontecimiento, con intención crítica o por el mero hecho de recrearse en una ficción, Juan José Millás escribe relatos en los que desborda la narratividad, la imaginación y la realidad. Su vínculo con el periodismo, lejos de ser un impedimento, ha sido un impulso creativo que le ha llevado a compo-

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ner algunas pequeñas piezas que dan en el clavo sobre la vida contradictoria y absurda del hombre contemporáneo. D) Los Malos tiempos de Juan Madrid Según él mismo reconocía en el prólogo a sus cuentos completos, el periodismo fue un oficio que abandonó: «dejé, o él me dejó a mí en 1995». A pesar de todo también admitía que el esfuerzo: «no fue del todo inútil para enfrentarme a los múltiples rostros de la maldad y su banalidad, a la mentira institucional, la soledad, la miseria moral y de la otra, la explotación inmisericorde y, por qué no, la ternura y el amor que no pocas veces surgen como florecillas en el cemento» (2009: 8). Seguramente como resultado de esa experiencia del mundo Juan Madrid publicó esos libros de cuentos caracterizados por un realismo atroz comentados en el apartado anterior (vid. apdo. 4.3 del cap. III): Un trabajo fácil (1985), Crónicas del asfalto (1991) y Crónicas del Madrid oscuro (1994). Sus historias podrían estar sacadas del lado más oscuro de la sección de sucesos de un periódico, esa en la que se recogen tales hechos que por crueles, indignos o tristes el lector se niega a creer. Allá por el año 1995, precisamente el año de su despedida periodística, sacó a la luz también unos textos en la línea de la «no ficción», un género caracterizado por basarse en materiales surgidos de investigaciones policiales o periodísticas. Concretamente, el autor indagó en algunos casos de tremenda actualidad en los noventa, en algunos de los crímenes más sangrientos que dejaron una honda huella en la conciencia popular del momento. Por ejemplo, Juan Madrid vio el potencial narrativo del caso de los asesinatos de Puerto Hurraco, por lo que se documentó y logró reunir la suficiente información para dar forma y volumen a la historia. En su investigación, sigue paso a paso la vida del pequeño pueblo, esboza retratos de los asesinos (se mete en su cabeza y recrea su discurso) y, sobre todo, se concentra en la tragedia de las dos familias hasta construir unos precedentes totalmente perfilados que ayudan a comprender el origen de los hechos. El escritor pretende realizar una reconstrucción del escenario de lo ocurrido, describiendo las acciones y caracterizando a los personajes. Al hablar de los asesinos recoge aspectos simbólicos que les dan una cercanía a los dos hermanos: hábitos como ir a comprar queso, comportamientos como sus visitas habituales a la cafetería, su gusto por el dulce... La versión que ofrece resulta tan vívida, tan llena de detalles, tan coherente que parece dar luz real a los hechos, y proporciona al lector la impresión de estar presenciando la versión más cercana a lo acontecido. Para conseguir este efecto Juan Madrid otorga una gran importancia a la forma de transmitir la noticia, sobre todo al uso de la perspectiva. En esta historia refleja el monólogo interior de uno de los hermanos asesinos: «Aquí la comía es buena, pero no me dan calamares, bueno, el otro día sí me dieron calamares y huevos fritos y ensalada y arroz con leche» (2009: 455). El autor logra así involucrar al receptor en el momento descrito. En «La endemoniada», Juan Madrid escoge sabiamente como

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narrador a un niño, a un amigo de «la gordi», la muchacha a la que su madre y sus tías asesinaron en un exorcismo puesto que la creían poseída por «el Malo». El muchacho siente una empatía desgarradora hacia lo que tuvo que sufrir su amiga y también se siente frustrado puesto que no se dio cuenta de lo que ocurría aquella noche. Uno de los aspectos que recoge es el acoso que sufren los testigos de los hechos por parte de los medios que ansían recopilar detalles macabros: «—Cojonudo —dijo el periodista de las gafas y el bigote—. Dime, majo, ¿y has hablado de esto con otros periodistas?» (2009: 488). Juan Madrid, como ya hiciera el máximo precedente del género, Truman Capote, presenta al lector el proceso de buscar la verdad, de llegar hasta el final de la historia. En «Papá querido» usa un narrador en primera persona que relata los problemas del asesino de dos prostitutas y refleja el drama de una familia en la que la madre era una borracha que maltrataba y vejaba al padre con problemas físicos y mentales. El autor hace que, contrariamente a lo que uno pudiera esperar, sea comprensible su actitud de odio hacia el género femenino originada en ese entorno. A través del estilo indirecto libre, recoge la visión del personaje, con la precaución de adoptar un salto de párrafo para que sea perceptible ese cambio desde un enunciador exterior, en la mayor parte del relato, a la adopción del punto de vista interno. En otras ocasiones, Juan Madrid crea un personaje al que le da la función de narrador. En «Muerte de tres toreros» es un escritor de novelas: «Quizás sea el momento de decir quién soy. Es muy posible que cualquiera de ustedes haya leído alguna de mis novelas. Y si no las ha leído, es muy posible que las haya visto en los quioscos. Yo son Ralf Nadher y llevo escritas más de doscientas novelas del Oeste, unas cuarenta del FBI y alrededor de tres docenas de ciencia ficción». El protagonista reconoce que se ha construído una máscara y un nombre ficticio con el que ocultarse: «Como ustedes habrán comprendido, yo no me llamo en realidad Ralf Nadher. Mi nombre verdadero es otro, pero muy poca gente me conoce por mi nombre. Soy un verdadero desconocido con mi nombre auténtico» (2009: 499). Este investigador se entrevista directamente con los sujetos, intentando dar una versión de los hechos lo más cercana posible, incluso ofrece una solución que todos aceptamos como definitiva, pero de la que el propio personaje duda, por lo que se cierra el relato con esa sensación de incertidumbre: «El caso es que ahora mismo nadie sabe, excepto sus protagonistas más directos por qué fueron aquella noche de luna llena los tres toreros a la finca Charco Lejano. Ni por qué los mataron, ni quién los mató» (2009: 517). En «El extraño caso de la vidente asesinada», hace uso de la categoría del metaperiodismo puesto que el narrador es un investigador que, sobre todo, se lamenta ante la situación de la justicia y acentúa los errores del trabajo policial y judicial. En conclusión, tales relatos en la senda de esa literatura emparentada con el auge del «nuevo periodismo» se acercan a la noticia puesto que se llenan de informes, sumarios policiales, actas judiciales, cuadernos de notas... El discurso contiene fechas, horas, nombres propios que contribuyen a dar a la versión escrita una sensación

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de máxima proximidad a lo factual. Con todo, la aportación del autor, el uso de los narradores ficcionales o incluso la excesiva clarividencia ante unos hechos dudosos, insertan estos textos en el terreno de la ficción. Así sucede en «El oscuro crimen de los Urquijo» donde el protagonista se reúne con un hombre para que le proporcione un informe policial desconocido por los medios donde se recoge una posible solución a los famosos asesinatos. 6.3. El cuento y la poesía La relación entre el cuento y la poesía tiene algunos valedores que recogieron la larga tradición heredada de Poe, Cortázar, Faulkner o Azorín. De este último se ha difundido mucho la idea de que: «El cuento es a la prosa lo que el soneto al verso» (Azorín en Ezama, 1992: 62). ¿Cuál es el punto de contacto entre ambos? Supuestamente comparten el peso de unas reglas que miden su composición, así lo interpreta Antonio Muñoz Molina quien parafrasea la frase citada: «Tal vez sea a la narrativa lo que el soneto a la poesía: la concentración absoluta y casi químicamente pura de sus normas, sus tareas y sus artificios» (1991: 152). Esta manera de entender el cuento implica, a su vez, una concepción de la poesía como terreno invadido por la normatividad. Gonzalo Caldedo se pregunta con nostalgia: «¿dónde queda el cuento abierto, dueño de sí mismo, sin más normas que las de un poema?» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 64). ¿A qué se refiere el autor? ¿Cuáles serían dichas obligaciones en común? Para responder a esto no hay acuerdo. Por un lado, Juan José Millás dice: «Tradicionalmente se relaciona al cuento con la novela; sin embargo, se exige de él que tenga la tensión del poema», una lección aprendida de la mano de Edgar Allan Poe, quien «comprendió esta contradicción enriquecedora al utilizar para sus cuentos determinadas reglas procedentes de la Poética de Aristóteles» (Encinar y Percival, 1993: 155). Antonio Pereira, buen poeta y cuentista, es consciente de que en ambos casos la fase creativa es muy parecida y que la lírica proporciona habilidades bastante útiles para el cuento: «La aportación que me hizo la poesía está en dos puntos: uno, el potencial de sugerencia de las palabras; otro, el sentido de la “economía procesal”. Un instinto, podría decirse más bien. Son réditos de la disciplina del poema, operante en la aspiración del cuento al efecto inmediato, en el destino manifiesto del progresar del cuento hacia una final emoción intensa» (1995: 168). Frente a estos autores que le exigen esa tensión relacionada con la poética del efecto, Francisco Umbral libera al relato de ese requisito, lo cual provoca una consecuencia inusitada que lo acerca a ese otro repertorio de textos inconclusos: «el cuento está o debe estar más cerca de la poesía que de la novela, más cerca de la lírica que de la épica. Efectivamente, el cuento no debe escribirse para contar algo, ni tampoco para no contar nada, sino precisamente para contar nada» (1977: 7). Obviamente, esta diferencia de pareceres es reflejo de esas dos maneras de entender el relato distanciadas por el final impactante.

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Por otro lado, Mercedes Abad sublima las posibilidades estilísticas del cuento puesto que «bebe [de la poesía] su intensidad, su mordiente, el grado máximo de libertad del lenguaje»; aunque le exige al género breve: «la necesidad de alcanzar la máxima expresividad en la distancia más corta y esa “alta presión espiritual y formal” a la que alude Cortázar, sin lugar a dudas uno de los grandes campeones del cuento», una restricción que limita fuertemente el estilo (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 20). En el mismo camino está Jose Antonio Millán quien conecta ambos géneros ya que el cuento: «admite grados de condensación casi poéticos», sin embargo, opina claramente que: «nunca es un poema: conserva siempre su esencial ritmo narrativo, su voz es viva voz de la prosa y, por lo tanto, natural y no artificiosa, transparente y no traslúcida, como las voces que oímos en los versos». Su narratividad implica el siguiente requisito relacionado con la poética tradicional: «Para que un cuento sea bueno tiene que ser perfectamente circular y tiene que contener un elemento de enseñanza, tiene que servir de ejemplo de algo…» (1991: 135). El prestigio artístico que proporcionan el cuidado estético y formal en el relato, el reto intelectual de su producción, tienen su contrapartida. Según Del Rey, las comparaciones entre el relato y la poesía condenan al cuento «por así decirlo, a tener también una forma de transmisión, un destino editorial parejo» (1999: 93). Ambos tienen dificultades para ser publicados de ahí que las antologías sirvan para dar a conocer a determinados autores cuyas composiciones no podrían ver la luz de otra manera. A)  Los cuentos líricos Hay un conjunto de relatos que la crítica ha preferido englobar bajo el calificativo de «líricos» (Martín Nogales, 1994: 63-64). Entre los escritores afectados se encuentran: Clara Janés, Eloy Tizón, Elena Santiago, y Ana Rossetti. ¿Pero qué significa dicho adjetivo en este sintagma? Como todos ellos han escrito bastantes versos y a su vez han proporcionado comentarios sobre estas creaciones, a continuación, me centraré en apreciar similitudes y diferencias entre su concepción de la lírica y del cuento. Clara Janés Clara Janés ha tenido una trayectoria poética vinculada a los novísimos en la que sus prosas son un elemento secundario. En 1969 publicó su primera novela Desintegración. Años después, en una entrevista con motivo de la aparición de su siguiente libro de poemas, Los caballos del sueño (1989), confesaba cómo se había debatido entre dos géneros: «Es un paso que se ha ido produciendo desde un principio. Cuando empecé a escribir, además de poemas hacía algún cuento. Después ya en la Uni-

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versidad tomé conciencia de la escritura como algo serio, no como un mero juego. Lo que pasa es que aquellos pequeños relatos no acababan de cuajarme, y en la poesía podía avanzar más. Pero nunca abandoné la prosa, simplemente no me cuajaba de un modo que me interesase» (Rodríguez-Fischer, 1989: 40). Realmente su libro de relatos, Espejos de agua (1997), fue una flor rara en su carrera. La escritora en sus páginas finales explicaba que cada texto tuvo un origen diferente.

Relatos

Procedencia (año de composición, medio, fecha de aparición)

I.  Trayectos —  Un punto de humedad en el aire

(1989) Antología Cuentos barceloneses, 1989

— Estambul

(1989)

II.  Conos de luz —  Tentativa de encuentro

(1963/1972) revista Rey Lagarto, 2, 1989

—  Tentativa de olvido

(1972) Antología Doce relatos de mujeres 1982

—  Un comienzo

(1976/1991) revista Rey Lagarto, 10, 1991

III.  Espejos de agua —  La voz

(1992) revista Turia, 27, 1994

—  El pájaro

(1991) revista Rey Lagarto, 18, 1994

—  Corazón de nieve

(1991) revista Rey Lagarto, 21, 1995

—  El naipe

(1992)

— Amantes

(1992)

—  El caballo alado

(1991)

— Versos

(1992) revista Rey Lagarto, 19-20, 1994

—  El unicornio

(1991) (Premio Barcelona de cuento), revista Barcarola, 49, 1995

— Siabash

(1992), revista Sibila, 4, 1996

—  El anillo

(1991) revista Rey Lagarto, 15, 1993

— Irach

(1991)

—  El brazo

(1992)

—  El arbusto

(1992), revista El signo del gorrión, 11, 1996

IV.  Coda —  A cinco brazas

(1996)

Aunque siete de los diecinueve relatos eran inéditos, ello no quiere decir que fueran elaborados expresamente para el volumen, de hecho, las fechas de composición son muy dispersas. En la contraportada la autora invita a creer que su aparición en un único volumen no tiene ninguna explicación racional, simplemente surgen de un único impulso creativo: «Espejos de agua nació de este modo: tres cuentos lleva-

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dos a cabo por encargo atraparon inesperadamente el hilo de mis primeras prosas y lo ensartaron en una serie de relatos y de acontecimientos inusitados que seguían el mandato de la belleza tal como lo entiende Rilke, es decir, como aquel grado de lo terrible que todavía podemos soportar». Sin ser cita exacta, la autora se refiere a la primera Elegía de Duíno (1922) del poeta austro-germánico, donde hablaba de cómo a veces las obras de arte pueden ser tan bellas como dolorosas. 142 En la misma contraportada, Clara Janés continuaba explicando que todos estos textos tenían el siguiente origen: Si Orfeo podía cambiar de lugar las selvas, detener los ríos y amansar a las fieras, la voz de un cantor persa desveló para mí un istmo, una zona imaginal, donde confluían lo pensado y lo vivido para convertirse en algo revelador e incluso provocador de vida. Y como la música es tanto poder como transitoriedad, las sucesiones de estos relatos me dejaban en suspenso. Era, sin embargo, consciente de la verdad de los versos de Rilke: «Aunque a menudo el reflejo en el agua se nos borra ¡experimenta la imagen!» (1997).

En realidad, estas palabras que daban cierre al libro conectaban con su concepción de la lírica, un proyecto en el que ha sido bastante coherente. 143 En este breve párrafo aparecen expresados los principios que vertebran la poética de Clara Janés: la música, el conocimiento y el misticismo de la imagen, además de la idea de la unión de lo interno y lo externo en el poema. La autora reconoce que sus primeras composiciones surgieron del contacto con los ritmos vitales cotidianos, por eso para ella la poesía resuena dentro de nuestro organismo. En una entrevista de los años ochenta se expresaba en los siguientes términos: «Yo siento que la poesía primero es música. [...] Al escribir mis primeros poemas tuve conciencia ya de que nacían de un ritmo. Empecé a escribir en la calle, el poema me venía dado por el rimo del paso. El ritmo era a la vez el esqueleto del transcurrir del tiempo» (Golanó, 1985: 4-5). La autora barcelonesa ha traducido dicha experiencia iniciática a través de los matices que contiene «la metáfora del corazón», un símbolo que le sirve para explicar el impulso creativo en el mundo subterráneo de las entrañas, utilizando las ideas de María Zambrano. Según la filósofa, el corazón tiene vida, tiene música, tiene secretos; las vísceras simbolizan el principio y origen de gran parte de nuestro conoci  El poema dice: «¿Quién, si yo gritase, mediría desde los coros de los ángeles? Y aun suponiendo que algunos de ellos me acogieran de pronto en su corazón; yo desaparecería ante su existencia más poderosa. Porque todo lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, ése que todavía podemos soportar; y lo admiramos tanto porque, sereno, desdeña destruirnos» (Rilke, 2002, 33). 143   He extraído la poética de la autora de dos fuentes distintas pues son las que ofrecen de una manera más amplia sus ideas en torno a la lírica: por una parte, la entrevista realizada por Ana Rodríguez Fischer (1989) y, por otra parte, el ensayo «Tanteos» recogido al comienzo de su libro Emblemas (1991). A lo largo de las siguientes consideraciones iré contrastando sus ideas con otros escritos. 142

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miento, es nuestro primer contacto con la periodicidad del ritmo. 144 A diferencia de los otros órganos (que simplemente producen ruidos), el corazón (que produce sonidos) se convierte en el lugar de la subjetividad y la expresión; en suma, es la más bella metáfora de la comunicación y de la creación poética como pulsión interna. Clara Janés utiliza esta expresión porque le permite ubicar el origen corporal de la poesía: «Desde que llevé a cabo mi primer libro de poesía supe que ésta nacía fundamentalmente de un ritmo —unión del ritmo interno del ser y del externo del propio cuerpo— que se traducía en palabras» (1993: 116). Esta no es la única idea que Clara Janés retoma de la pensadora española pues también recoge las palabras de su ensayo «¿Por qué se escribe?». En esas páginas Zambrano planteaba las relaciones conflictivas del autor en la comunicación con los lectores y el deseo de defender su privacidad, así que la «poesía es un secreto». Hay cosas que no se pueden decir hablando, por eso el poema permite un tipo de comunicación más verdadera que necesita ser revelada: «Al escribir se retienen las palabras, se hacen propias, sujetas a ritmo, selladas por el dominio humano de quien las maneja» (Zambrano, 1934: 54). El acto de escritura supone para el creador un descubrimiento para sí mismo y para los demás. Según Clara Janés el poeta no es verdaderamente libre ya que tiene que encontrar las palabras exactas fruto de ese ritmo propio, personal, por eso suscribe también la cita de T. S. Eliot según el cual «no hay verso libre para quien quiere hacer una obra grande» (Scaramuzza, 1990: 111-112). 145 Clara Janés está de acuerdo con la idea de que la poesía permite ponernos en contacto con lo que no sabemos tanto de las cosas como de lo desconocido. En sus reflexiones recoge uno de los pasajes más complejos de Haidegger: «la poesía es el decir de la desocultación del ente». 146 Esta cita es una de las conclusiones a las que llega el filósofo en una de las secciones más oscuras de El origen de la obra de arte, donde explica que el objeto artístico se acerca a la cosa por su soporte material y porque no presenta ningún sentido utilitario, pero también porque puede revelar lo que las cosas son. Para el alemán la poesía es el arte de la verdad ontológica de las cosas. En este sentido, la escritora barcelonesa utiliza las reflexiones del pensador para incidir en la idea de que la poesía desvela, puede transmitir algo más allá de la propia cosa, de la propia palabra. Relacionándola con la música dice de esta que: «El sonido que genera, gracias al instante que se detiene para cobrar aliento, lo revela en su ser, y este revelarse es la palabra» (Janés, 1991: 9). Bien es cierto que Heidegger no apunta quién y 144   María Zambrano le dedicó un pequeño ensayo a la cuestión titulado propiamente «La metáfora del corazón», recogido en su obra de 1977 Claros del bosque (1986). 145   Clara Janés explica en un encuentro con Mariarosa Scaramuzza Bidón: «Esta afirmación es de T.S. Eliot y creo que es acertada, pero tal vez habría que empezar por establecer el concepto de libertad en poesía, y en la vida misma. Yo creo que el hombre está muy condicionado entre otras cosas por su biorritmo, su libertad es muy poca» (1990: 116). 146  La frase de Haidegger pertenece a su ensayo «El origen de la obra de arte», recogido en Arte y poesía (1958, 113 y 37-123. La autora recurre a esta cita cada vez que explica su poética tanto en la entrevista con Ana Rodríguez Fischer: «Repetidamente he citado —porque expresa con toda exactitud mi propio sentir— la frase de Heidegger «La poesía es el decir de la desocultación del ente; la poesía es, en esencia, “instauración del ser en la palabra”» (1989: 36-38), como en el ensayo «Tanteos» (1991: 9-14).

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cómo se pone en marcha la operación. Esto es algo que, sin embargo, sí que le preocupa a Clara Janés y para lo que María Zambrano también obtiene respuestas. Pero este ser, y esta instauración del ser —que comporta un conocimiento—, se produce a través de un ser concreto. Y cabe preguntarse, ¿cómo acontece el salto a través del cual el poeta llega al poema, por qué medios logra desde su nebulosa, atrapar la chispa del saber? María Zambrano, en sus Claros del bosque, resalta dos conceptos: el primero es el del abandono a la pasividad, a la sensibilidad, el segundo es el carácter de revelación que atribuye a este modo de conocimiento. (Rodríguez-Fischer, 1989: 36).

En estas líneas Clara Janés recoge el pensamiento de la filósofa en el mencionado ensayo, donde planteaba el acercamiento a la divinidad a partir del saber. Esta metáfora del «claro», como ha señalado Ana Budgaard, tiene su antecedente en las Meditaciones del Quijote orteguianas, aunque también conecta con la Lichtung (claro) de Heidegger (2005: 72). El conocimiento se adquiere en pasividad y por revelación, hay que crear «claros» en la conciencia para que sucedan visiones de lo que está oculto. De esta manera, el poeta debe tener una actitud expectante ante la revelación. En consonancia con esto, para Clara Janés la poesía implica: «un modo de estar en el mundo abierto a la sensación más sutil, recibiendo del entorno incluso aquello que no se sabe qué es, para recogerlo y, al entregarlo, descifrarlo a veces, otras no», o dicho con otras palabras, una manera de estar abiertos a los claros del bosque (Rodríguez-Fischer, 1989: 38). Ahora se entienden las palabras de la autora en la contraportada, sorprendida por la aparición de esos relatos que nacen, en realidad, de la misma pulsión que su poesía: la música y la necesidad de expresar lo vivido. Este parentesco entre las historias y su experiencia está potenciado por la insistente aparición de una voz en primera persona. Rodríguez Fischer le preguntó por qué siempre depositaba la responsabilidad en un narrador personificado: —Porque detesto la omnisciencia del autor, es algo que no puedo soportar. Me gusta dar una visión interior de lo que sucede, pero que no sea la del autor, sino la del personaje. Lo que intento al utilizar la primera persona es dar a al vez la visión interior y la exterior, intento que el paisaje vaya perfectamente entroncado en lo que está sucediendo en el interior que el paisaje vaya perfectamente entroncado en lo que está sucediendo en el interior del personaje, algo que tiene mucho que ver con el arte de la memoria. Es una mezcla de memoria y realidad, de acontecimientos y de fantasía. Es todo esto lo que quiero unir, y esto hace que el resultado sea circular. La estructura circular de la novela responde a esta visión de varios planos de la realidad que se dan juntos, unidos. (1989: 40).

Lo cierto es que este punto de vista subjetivo invade todos los aspectos de lo relatado, descrito o representado y transmite directamente sus distintas angustias y

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miedos, lo cual provoca que, tal y como explica Marta Altisent: «El personaje del relato lírico no se considera como totalidad; es una sensibilidad, un temperamento de intensa vida interior para quien lo exterior es prolongación de su estado de ánimo o reflejo de su conciencia perceptiva. Seres, objetos y situaciones pierden realidad objetiva acabando por disolverse en el mundo de sus fabulaciones» (1988: 159). De hecho, la metáfora del espejo que da título a su volumen de cuentos, tan común a partir del romanticismo, se sustenta en la identificación entre el poeta y el paisaje. La cita inicial que abre el libro, del filósofo francés Henry Corbin, conecta con el tema de la revelación tratado anteriormente: «En el centro geométrico del recinto hallamos un estanque cuya agua fresca es perpetuamente renovada. Es un espejo de agua que refleja a la vez la cúpula celeste, que es la cúpula real del templum, y los coloreados azulejos que cubren las superficies. Mediante ese espejo el templum hace que tenga lugar el centro del cielo y la tierra. [...] El fenómeno del espejo nos permite entender la dimensión interna de un objeto» (Janés, 1997: 23). La escritora en su literatura pretende destacar lo que la imagen le suscita interiormente, es decir, el reflejo interior de lo sentido. De esta forma, en sus relatos hay que descubrir el significado de las constantes imágenes más que indagar en tramas leves, es decir, la autora propone un pacto de lectura lírico y no tanto ficcional. Sus cuentos, como señalé en el cuadro, están divididos en cuatro conjuntos: Trayectos, Conos de luz, una homónima Espejos de agua, y su correspondiente Coda. El bloque incial está compuesto por dos textos que se complementan. El primero es «Un punto de humedad en el aire», que tiene como espacio narrativo la ciudad condal y de hecho fue concebido para el volumen temático Cuentos barceloneses (1989). Se trataba de un relato de infancia y primeros descubrimientos. La autora intentaba captar el pensamiento de ese personaje: en su fragmentación hay bastantes frases nominales sin predicado aparente. El pasaje inicial comienza con una visión desde el aire: «Reconozco la costa desde la altura, esa costa que sobrevolada se va configurando de playa en ciudad... y allí está el puerto, Montjuich, más al fondo las estructuras bien dispuestas de las calles y, en un plano posterior, el Tibidabo» (Janés, 1997: 11). La primera persona recoge hechos actuales y pasados, pero utilizando siempre tiempos verbales del presente, lo cual provoca en el lector un cierto desconcierto a la hora de determinar el orden cronológico. El relato termina con una alusión al lugar y el tiempo: «Y ahora, al sobrevolar Atenas o Estambul, descubro Barcelona: una pincelada de luz blanca, un punto de humedad en el aire» (Janés, 1997: 18). Esta referencia le sirve para unir este texto con el siguiente, titulado «Estambul», concebido por las mismas fechas, aunque no lo publicó hasta este volumen. Lo primero que aparece en él es una descripción de la ciudad. La escena se llena de sensaciones no solo visuales, sino también vinculadas con el olfato: Las primeras imágenes de la ciudad son borrosas, una luz blanquecina, contornos chatos, sensación de polvo, de descuido, casas con el revoque en mal estado; sólo al cruzar el estrecho —un mar hermoso, sembrado de barcos, como de una

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estampa antigua— se adivina lo que pudo ser. Y veo ya un cartel que indica Balat, unas murallas; veo fugazmente por las callejuelas de Osmanbey, donde está determinada casa que busco. (Janés, 1997: 19).

El fragmento está narrado por esa primera persona que, en presente de indicativo, va explicando sus emociones dejando la sensación de que la escritura va surgiendo espontáneamente. El argumento del relato es mínimo: la narradora acude a la ciudad turca y allí pasea por sus calles dejándose empapar por el ambiente que le rodea, lo único que le persigue es el recuerdo de un hombre que ha dejado atrás. Son descripciones basadas en impresiones sensoriales, en las que solo falta el oído, hasta que..., como en una llamada mística, escucha la llamada al rezo. Visión, música y emociones se vuelven un todo en la imagen literaria que nos transmite la autora, en un movimiento de fuera hacia adentro, de acuerdo con su concepción de la imagen poética: «Oigo al muecín llamar a los fieles desde un alminar. ¿Por qué me invade ese anhelo siempre que escucho estas cadencias? Después se oye otro, y otro. La visión del Bósforo, sin embargo, no es suficiente para mí, ni el crepúsculo en las mezquitas, ni el agua y sus barcas» (1997: 19). Puede que esta voz sea la del cantante persa al que aludía en la contraportada: «He vivido siempre en este cielo y en la entonación de la voz orante» (1997: 26). La segunda parte del volumen, Conos de luz, está compuesta por tres relatos que fueron escritos y publicados con varios años de diferencia, así que, aunque entre ellos hay un cierto hilo argumental, puesto que hablan del acercamiento y ruptura de una pareja, tal y como evidencian los títulos de los textos («Tentativa de encuentro», «Tentativa de olvido» y «Un comienzo»), el vínculo entre ellos es sutil. Son relatos que no se pueden reducir a sucesos cruciales puesto que lo más importante sigue siendo el lenguaje empleado en ellos y tampoco poseen una estructuración lógica principio-nudo-desenlace. En el primero aparece un diálogo superficial entre la narradora y su enamorado. Ambos se han encontrado casualmente en un tren años después de que se rompiera su relación. Las palabras que se cruzan son inconexas y no parecen tener ningún sentido para el lector. Al final del encuentro entre la narradora y su ex-pareja, él le regala un ramo de dalias. En el segundo relato las flores adquieren su simbología tradicional y sirven para hacernos entender cómo ha afectado entre ellos el paso del tiempo y la caducidad del amor. La narradora se encuentra con el diario de su pareja por lo que su discurso salta de su pensamiento a las palabras del otro, la diferencia está marcada a través de la cursiva. El agua contenida en el jarro de vidrio acosaba al rostro, a los ojos. La nariz inspiraba levemente un olor fétido, un olor que hacía patente el final, el final de las dalias; un olor que establecía un límite y un nexo entre lo vivo y lo muerto, que ponía de manifiesto la comprensión y la incomprensión de la caída de los pétalos ya secos. Al principio yo estaba solo. ¿Sabes? Entonces no era amor. No lo era. Era el pozo oscuro. Tal vez un vacío sin fin. (Janés, 1997: 38).

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En el tercer relato, ella se encuentra en la ciudad de Westmisnter, paseando por sus calles y buscando la casa en la que, en su día, él vivió y, como ya sucediera en el relato titulado «Estambul», recoge las reflexiones internas que le suscita vagar por un espacio rico en emociones. La tercera parte del libro, la más extensa también, está compuesta por textos en los que el sentido de lo simbólico alcanza su grado máximo. En «La voz», una vez más lo que sucede en el cuento es mínimo: se trata de la última noche que la narradora va a pasar con su amado, es un momento de despedida, tristeza y melancolía... Durante este periodo ella tiene un sueño en el que aparece el «ave del espejo de agua» reflejado sobre una inmensa superficie líqueda, una imagen que conecta con el título: No sé cuanto rato me quedé mirando aquellas simas que se hacían tangibles. De pronto, allí, en lo hondo, apareció un pájaro, cruzó de punta a punta las aguas y desencadenó la vibración de una nota. Era el latido de una cuerda ondeante, libre en su fluir, que condensó el azul del cielo en turquesa, en geométricos dibujos como sobre una cerámica. Así era la música del ala tocada con púa, color de Ispahán. Y era su ritmo lentísimo el progresivo adelantarse hacia la voz, semejante al del pavo real que avanza brevemente y se detiene dejando atrás una pata, guardando el equilibrio en la figura, o fiera llevando la cola con enorme majestad. (Janés, 1997: 64)

El pájaro es el encargado de sacar al exterior sus sentimientos: «El ave del espejo de agua se había adentrado en el espejo del corazón y tiraba de la voz, de sus destellos inesperados, sus facetas múltiples, su hálito creador, su envoltura penetrante, su salir de un interior al exterior para albergarse en el interior del otro» (Janés, 1997: 63). El siguiente párrafo comparte los rasgos mencionados hasta el momento, pero aporta una novedad: la importancia de la simbología oriental manifestada abiertamente a través de citas intertextuales. ¿Entonaba ese verso de Rumi: «yo soy tú, tú eres yo»? La palabra seguía siendo un enigma sin fin, pensaba al alejarme de la orilla quieta. Todo, sin embargo, lo llevaba conmigo con el cuerpo de aquella voz. Luego abarcó el espejo el espacio entero contemplé en la diafanidad del aire el fluir de las imágenes mágicas de la invisible garganta. Y se pobló de lavandas en flor y de escaramujos y saltó una liebre entre matas de romera, y una gacela acudió a beber en el seno de una fuente, ligera en su gesto como una fuga. (Janés, 1997: 65-66).

Estos relatos contienen universos abiertos puesto que, al igual que en la poesía, el lector puede sentir empatía por las emociones de ese enunciador airado. En conclusión, el lirismo de la autora consiste en un narrrador personificado, un estilo ambiguo y sus imágenes llenas de expresiones sensoriales.

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Eloy Tizón Desde que Eloy Tizón publicó su libro La velocidad de los jardines, la crítica lo ha inscrito en la corriente más lírica del cuento. De hecho, José Luis Martín Nogales señalaba que estaba compuesto por «once cuentos escritos con una preceptiva lírica, basados en la evocación de situaciones diversas, que van trazando historias de personajes aparentemente banales, sacados de la realidad, pero cuyas peripecias reciben un tratamiento lírico» (1994a). Ciertamente, a raíz de la aparición de su volumen de poemas en prosa, La página amenazada (1984), el autor reconocía su relación con la poesía: «Creo que no he dejado de cultivarla porque, como no creo en los géneros puros, todo lo que hago tiene un componente lírico. La poesía no está sólo en los poemas, la prosa tiene un componente poético que me interesa explorar» (Vivas, 2001). El relato que da título al volumen trata un asunto menor, casi ridículo, la elección de optativas: «Muchos dijeron que cuando pasamos al tercer curso terminó la diversión. Cumplimos dieciséis, diecisiete años y todo adquirió una velocidad inquietante. Ciencias o letras fue la primera aduana...» (Tizón, 1991: 141). El cuento va sumando anécdotas, personajes, episodios de adolescencia fácilmente reconocibles: «Fue una especie de hecatombe. Media clase se enamoró de Olivia Reyes» (Tizón, 1991: 141). En la última página, el narrador se lamenta con melancolía: No he vuelto a ver a ninguno. Tercero de letras no existe. He oído decir que las gemelas Estévez trabajan de recepcionistas en una empresa de microordenadores. ¿Por qué la vida es tan chapucera? Daría cualquier cosa por saber qué ha sido de Christian Cruz o de Mercedes Cifuentes. Adónde han ido a parar tantos rostros recién levantados que vi durante un año, dónde están todos esos brazos y piernas ya antiguos que se movían en el patio de cemento rojo del colegio, braceando entre el polen. (Tizón, 1991: 141).

El párrafo no termina ahí, le sigue una frase breve: «Los quiero a todos». Estas cuatro palabras son el epicentro emocional del relato, su origen y su fruto. El estilo empleado por Tizón en este cuento es mucho más llano que en el resto del libro, lo que ayuda a percibir la naturaleza excepcional de lo que está contando. Años más tarde en una conferencia presentada para el Taller de Escritura de Madrid, el autor confesaba que se trataba de un relato singular en su creación, relacionado no solo con una experiencia muy concreta de su autobiografía, sino con un aprendizaje literario que caló profundo: Es raro: yo sabía que tarde o temprano escribiría un cuento sobre estudiantes, igual que otros saben que heredarán un álbum de sellos. Tenía listos los decorados —un instituto de barrio—; tenía el argumento (basado en una anécdota autobiográfica); tenía el sentimiento (de pérdida) que quería reflejar; y por último tenía lo que siempre me ha acompañado durante toda mi vida como una sombra, desde que

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tengo uso de razón, y ha determinado en gran medida que me dedique a escribir: la obsesión por el tiempo y lo irreversible de su transcurso y la pregunta de si existe alguna manera, la que sea, por irracional que parezca, de detenerlo en la prosa; de congelar los relojes. Es decir, que lo tenía todos. Todo, excepto el cuento. Lo único que me faltaba era encontrar el tono adecuado con que escribirlo, ni muy serio ni demasiado cómico. Tuve suerte, he de admitirlo. Un día, por azar, encontré el tono. Encontré mi voz. Agridulce. Un tono de voz agridulce, envuelto en poesía, hecho a partes iguales de humor, tristeza y ternura. En esa voz me reconocí, reconocí mi voz, reconocí mi mundo, desde entonces tengo voz y puedo hablar y escribir y dirigirme al mundo y estar aquí con vosotros y a partir de ese momento me he dedicado a explorar y ampliar sus posibilidades fonográficas. Todos mis libros son la historia de una voz, la autobiografía de una mirada. Todas las historias que he escrito tratan, en mayor o menor medida, sobre la orfandad del ser humano. (Tizón, 2006).

Este ejemplo nos muestra que Tizón parte para la creación de una idea, de un sentimiento, y luego pasa a darles una expresión apropiada: «Como mis relatos suelen tener anécdotas mínimas (o no tener ninguna), dependo poco de los giros argumentales y estoy poco atado a la trama. En cambio, para mí es de vital importancia encontrar el tono y la atmósfera adecuados, sin los cuales estoy perdido y soy incapaz de trazar ni una línea» (Tizón, 2006). El autor se esfuerza por encontrar el estilo más certero para transmitir lo deseado, lo cual a veces sucede de manera espontánea: Velocidad de los jardines fue un cuento generoso en este sentido; recuerdo que lo escribí en dos fines de semana consecutivos de primavera —separados por un paréntesis de infierno laboral— en una especie de trance alucinógeno y, en contra de mi costumbre, apenas lo corregí después, porque considero que en cuentos así las posibles imperfecciones son una virtud, forman parte de su encanto y el exceso de retoques es contraproducente; para escribir algo así me atrevería a decir incluso que no hace falta ser escritor; cuanto menos «escritor» —entre comillas— se sea, mejor; se trata de dejarse penetrar por el tema y abrir todos los poros; basta con mantener la concentración a toda costa y levitar y mantenerse en vilo en el aire, a pocos centímetros del suelo, flotando, que es lo que constituye la verdadera dificultad. (Tizón, 2006).

Aunque reconocía rápidamente: «Pero estos casos son raros. Lo normal, para mí, es el trabajo constante, el esfuerzo sostenido y cotidiano, la corrección infinita, la paciente espera de que un instante de gracia aparezca y me ilumine» (Tizón, 2006). El autor aprendió desde un principio tanto que la escritura requiere esfuerzo como que el relato literario es una unidad sólida inamovible, lo que le ha llevado a suscribir la siguiente frase que atribuye al dramaturgo y novelista argentino Abelardo Castillo: «Un cuento es una historia contada de la única manera posible» (Tizón, 2006). La condición irrepetible del texto lírico lo aleja del cuento oral, pensado para ser repro-

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ducido ante un público en el que, si falla uno solo de sus elementos, el conjunto se desmorona. Esta idea concuerda perfectamente con la definición que cita Eloy Tizón de Gaston Bachelard: «Un cuento es una imagen que razona» (Tizón, 2006). Esta expresión recuerda la metáfora cortaciana de la fotografía pero, a diferencia de esta, la narración cobra una dimensión dinámica gracias a la razón. El lector es el responsable de proporcionar a la imagen la capacidad de expandirse. Al igual que Clara Janés, esta forma de entender el relato parte de su manera de crear: «Soy muy visual (lo era ya antes de dedicarme a escribir; mi primera vocación fue la pintura), por lo que siempre necesito apoyarme en imágenes. Todo lo que he escrito hasta ahora, bueno o malo, está perforado por una mirada, la mía, y confío en que el temblor de esa mirada aporte la intensidad a la prosa» (Tizón, 2006). Así que, para este autor, el espacio del cuento se encuentra entre esa naturaleza irrepetible y su dinamismo visual, tal y como se va a ver a continuación (Tizón, 2006). En «Los viajes de Anatalia» un niño cuenta cómo su familia sube a un tren: Mamá en el andén paga lo justo al taxista, al maletero, vigila cómo el enorme equipaje pardo, el cajón de las partituras, sus cajas y sombrereras, la ropa de los niños, nuestra, va siendo engullido trozo a trozo por el vagón mercancías. Sin rostro. Mi madre y su portamonedas conceden un beso a tía Berta, corre un viento frío, partamos, partamos, mamá asciende escalones, esto se llama departamento y es de oscura madera densa, yo preferiría viajar en barco, mamá aspira el barnizado, corrige un portafolios, ¿cómo has dicho que se llama? (Tizón, 1991: 14).

De este fragmento llama la atención la mezcla de frases extensas con una extremadamente breve: «Sin rostro». Por otro lado, la figura de la madre aparece oculta tras la metonimia de un «portamonedas». Esto tiene mucho que ver con sus ideas sobre el arte que ha recogido en la poética «Velocidad de los cuentos», aparecida en El arquero inmóvil, según la cual en el lenguaje se ocultan hechos inexplicables: «no hay que pretender “entenderlo” todo; es bueno que haya zonas de penumbra». Existe algo misterioso en la creación que consiste en: «El relámpago alucinatorio que aparece por sorpresa, nos acelera el pulso y nos advierte: “Ahora”» (Becerra, 2006: 105). Este aspecto está acentuado en el relato ya que el narrador, por su edad, no comprende del todo lo que le sucede aunque, a veces, cobra una omnisciencia aterradora, como un pequeño oráculo. A esa hora, en el otro extremo del mundo, una espiga cae tronchada por el peso de la calma. Se producen besos. Tío Néstor estará intentando cazar becadas inútilmente, volverá empapado como un río, morirá sangrando majestuosamente. Cuando me haga viejo y torpe y sin respuesta, tal vez recuerde este instante en que me siento triste o bostezo. (Tizón, 1991: 19).

En un mismo fragmento intercala hechos extraídos de la lectura del libro que tiene en sus brazos («El capitán Nemo estará luchando en la sala de máquinas»), al

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lado de conjeturas sobre el futuro de seres conocidos («la profesora de francés que tuve en 5º curso beberá su leche cada tarde») o pensamientos sobre lo que hará el universo («un astro entra en mutación y el cielo se interrumpe»). El narrador tiene estas visiones antes de caer en un sueño en el que: «una pupila se esconde tras un párpado» (Tizón, 1991: 19). Como se ha visto, el estilo del autor se distancia del relato oral tradicional ya que pretende descubrir los fenómenos fantásticos de la vida cotidiana que son imposibles de explicar a través de la razón y por eso su expresión se vuelve oscura, indirecta, llena de metáforas. En realidad, el lirismo de Tizón es la consecuencia de una deficiencia del lenguaje para expresar fenómenos extraños. Elena Santiago En 1986 Santos Alonso en su estudio sobre Literatura leonesa actual ya caracterizaba el estilo de la escritora por la personal voz que dotaba a sus personajes, sobre todo en tanto en cuanto reflejaba su perspectiva de la infancia (1986: 287-295). Nicolás Miñambres, quien reseñó ese mismo libro, también destacaba dos ejes: en primer lugar, la temática de la soledad humana y, en segundo, la poetización de objetos prácticos (1986: 410-411). Poco después Isabel Paraíso subrayaba la virtud de la autora pues «empuja la lengua española hacia parcelas coloquiales de una misteriosa poesía, de una rara fascinación» (1987: 12). Eladio Cortés en 1990 decía de su escritura: «tiene una prosa llena de imágenes […] en sus cuentos la acción no es realmente importante». El estudioso ponía énfasis en uno de los procedimientos más llamativos de Elena Santiago consistente en recurrir a las repeticiones ya que: «tienen como objeto el insistir e imponer al lector lo más importante del relato tratado» (Cortés, 1990: 17). Este mismo aspecto ha sido destacado también por Ángeles Encinar: «reiteración de palabras, exacta en algunas ocasiones, en otras modificando los tiempos verbales, y a veces repetición exacta de frases» (1997: 75). No es casual esta insistencia por parte de la crítica ya que en 1981 la autora había señalado, en una entrevista, que este rasgo era una de sus marcas diferenciales: El uso de las palabras repetidas en el relato lleva una fuerza. A mí me pide mi forma de hacer o de escribir, en determinados momentos, repetir, insistir, recoger determinada palabra, una frase o un color, como has visto. Insisto porque esa insistencia es como si yo fuera calando en ese personaje o en ese mundo. Es algo no premeditado pero que necesito hacer para mí misma, porque es una manera de dar la fuerza que necesito dar en el párrafo. Es una manera mía. No me lo propongo, no digo: «voy a hacer esto porque es bonito», no. Es algo instintivo y espontáneo en mí. Al acabar el diálogo y pasarlo a limpio, corrijo muy poco porque yo me he sentido dentro de la obra. (Muncy, 1981: 135).

La escritora reconoce que su estilo tiene una intencionalidad muy concreta: dotar a los párrafos de cierta intensidad. Pero además, es consciente de la buena recepción de

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este aspecto de su repertorio: «La crítica ha sido muy favorable a mi obra y se han fijado en ese estilo tan particular. Hasta alguien lo ha llamado estilo santiago. Una cosa es repetir y otra repetir cuando se debe hacer para que no sea pesado» (Muncy, 1981: 135). Ciertamente, en sus cuentos completos, que publicó en 1997, son tantos los ejemplos de repetición que no es posible reseñarlos por completo en estas páginas. Por poner un ejemplo, la autora suele comenzar y terminar sus relatos con una misma frase, lo cual dota al texto de un efecto circular. En «Paca mujer» aparece la misma expresión en la primera y la última línea: «Paca, mujer, carajo, qué chapuza». Esta frase, en boca de un marido quejica y agraviado, resalta no solo la oralidad del discurso, sino también intensifica el contenido puesto que la «chapuza» no es otra que el suicidio de su mujer. Por otra parte, reproduce exactamente las mismas palabras buscando la musicalidad y el ritmo. En el siguiente texto que fragmentado en versos bien podría ser un poema al uso, destaca no solo la anáfora de las primeras líneas, sino también varios paralelismos y el polisíndeton. La niña a callar La niña a no preguntar La niña a rezar, a comer bien, a dormir pronto, a saber el catecismo, a obedecer, a no mentir, a ser pura, a no morderse las uñas, a saber saludar, a saber decir adiós, a no hablar muy alto, a no tener pensamientos feos, o palabras, o deseos, o sentimientos. La niña a ser muy, muy, pero que muy buena y vería como así nunca sería feo tener un hijo. (Santiago, 1997: 169).

Al igual que Clara Janés y Eloy Tizón, la escritora explicaba el origen visual de sus relatos puesto que localiza la fuente de sus emociones creativas en lo recibido por los sentidos. […] al ir yo por la vida, me va impresionando el color, el olor, el tacto. Voy recibiendo en mí misma todas esas sensaciones y luego las vuelco en un personaje, aunque esas percepciones las haya recibido yo insensiblemente. Debo de tener una sensibilidad muy acentuada y a veces me llegan sensaciones íntimas de la gente. Te diré algo sobre los colores. Un color determinado me puede definir un sentimiento, o a una persona. (Muncy, 1981: 139).

De acuerdo con esto, su escritura destaca por ser muy plástica. La autora ha utilizado la pintura como fuente de inspiración. En su libro de poemas en prosa, Valladolid desde la noche, colaboró con Justino Díez para ofrecer un volumen que combinaba fotografías con pequeños textos líricos en torno a la capital vallisoletana, tal y como ya hiciera años atrás con Eduardo Cuadrado en el libro Ventanas y palabras (1983). En estos trabajos partía de la imagen para recrearse en su contemplación y transmitirnos sus sensaciones sobre lo observado. 147 Su gusto por la pintura se mani147   En 2003 publicó una colaboración con Pablo Ransa titulada Lo tuyo soy yo. En esta ocasión el diálogo imagen-texto fue el inverso. Basándose en los cuentos de la autora, el ilustrador creó unas imá-

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fiesta en que las expresiones son muy coloristas como se percibe en el siguiente texto: «Parecía perdido en algún lugar que no pertenecía a aquel mundo del parque verde, bancos verdes, pájaros —quizá verdes— en un cielo escondido tras los gigantescos árboles. Cielo, pájaros y árboles que existían de día; haciéndose tenebrosa noche en la oscuridad. Una oscuridad que palpitaba en las horas de noche, y que hacía noche del día en cualquier momento» (Santiago, 1997: 57). Este párrafo es la antesala a un relato en el cual predominan las emociones visuales: «se sabía una sombra, tan vestida de negro», «el hombre de la pelliza color pajizo, que arropaba su cabeza lampiña, desolada, con una visera negra de paño que le sombreaba más la oscuridad de su mirada ya ennegrecida» (Santiago, 1997: 57). Esto provoca que sus cuentos tengan referentes muy pictóricos, tal y como reconocía en la misma entrevista de 1981: «Este mundo que yo veo es tan íntimo que a veces pienso que es mi realidad, una realidad clara que va apareciendo a través de un expresionismo, o a través de un impresionismo» (Muncy, 1981: 139). Como un pintor, Elena Santiago somete la realidad a su particular punto de vista. La escritora quita importancia a la acción a favor de las emociones. Lo que interesa en sus relatos no es tanto un devenir de acontecimientos externos a los que el personaje se ve sometido o tiene que acometer, sino su desarrollo interior y sus sentimientos. Esto se puede ver claramente en «El desencuentro» en el cual la narradora habla de su soledad a lo largo de años de matrimonio, en los que no ha logrado romper el silencio de su marido. El símbolo que emplea para expresar esta emoción es la sal de la comida que el médico le desaconseja por problemas de salud y que, sin embargo, usa en exceso para que su esposo se fije en ella. No hay apenas acciones sino, sobre todo y por encima de todo, los sentimientos de una conciencia dolorida. A diferencia de los cuentos de Clara Janés que sacaban a la palestra el problema de la identidad del «yo» enunciador-lírico, estos relatos no juegan con tal confusión. En la mayor parte de ellos se identifica a un narrador con una voz adaptada a la manera de hablar de sus personajes. «Un cuento pequeño, hálito de penumbra» trata de una niña que tiene la obsesión de convertirse en ángel o pájaro. En su discurso mezcla los pensamientos de una mente infantil con una realidad cruda: Un día, un día torcido, extravagante, tanto que la niña entendió que los gatos deberían andar volando y las nubes haciendo olas y espuma en la playa, las gentes caminando hacia atrás, lo niños escupiendo lo aprendido, los árboles poniéndose zapatos, el tío desembocando en un libro, la ternura cambiando de nombre, el rosario de la abuela escondiéndose en un cajón, escandalizando, madre, tapándose con aquel agujero, y las palabras, todas, de chocolate, resbalando, despeñándose, negras, cubriendo las horas de indigestión, aquel día, tan torcido y extravagante en el que Tina, la Tinilla en su pueblo, se levantó hinchada, por culpa de un soldado, con genes que reflejaban tanto el argumento, puesto que en la mayor parte de las ocasiones representan alguna acción o momento de los personajes, o el sentimiento anímico. Las diecisiete historias trataban de amor y ausencia, con un claro sentimiento melancólico. El pintor, de acuerdo con esto, acogió con asombrosa sensibilidad las atmósferas de estos relatos en trazados de tonos fríos: grises, violeta o añiles.

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un niño dentro tan grande que llenó el mundo. Tina, la Tinilla allá por el pueblo de adobe y tiempo, tenía en la tripa al mundo y esto, que era algo prohibido, rompió el caleidoscopio derramándose todos los colores y hasta los días. Aquellos arrodillados en el huerto, se pusieron en pie. (1997: 44-45).

En este párrafo se perciben otras curiosidades del estilo de Elena Santiago, tal y como ha señalado M.ª Ángeles Encinar (1997: 77), como es la personalización de los objetos, ese rosario de la abuela al que le duele el escarnio de la nieta, y se escandaliza por su embarazo. Por otra parte, el chocolate deseado por la niña adopta connotaciones negativas, y el caleidoscopio se convierte en símbolo indudable de la niñez que, por el ultraje, se ha roto. La autora también concede la voz a la primera persona en «Este vivir injusto» y «El ángel malo». En ambos relatos aparece la interioridad de los personajes que comparten sus historias de soledades y sacrificio. En el primer caso, una mujer protesta por tenerse que callar todas las cosas que le disgustan y su «supuesta» conformidad choca ante unas palabras que delatan sus verdaderos sentimientos: «El peso de la espalda me sube hasta la nuca y allí, tañe y tañe, en un dolor insulso, pero que es dolor. Y es por este peso que me ha ido dejando la vida. Vida, que tañe y tañe, como una campana estropeada, sin una fatiga en el sonido. No creas que soy una mujer de esas que se quejan» (Santiago, 1997: 71). A lo largo del texto se repite varias veces esta expresión «tañe que tañe» ante las quejas del marido, de la madre, y de su propia voz que resuena en todo el cuento. En la segunda historia, la narradora se queja del protagonismo que ha tenido siempre su hermana, tetrapléjica. A estos ejemplos hay que añadir «El deseo», en el cual el narrador es un hombre, Pep, que recuerda la primera humillación amorosa ante una prostituta. En este caso, aunque la historia sea la de un niño, es transmitida por una voz adulta. En estos tres cuentos la ficcionalidad es innegable a pesar de la primera persona. En cuanto a su poética, Elena Santiago dedicó a Miguel Delibes un estudio en el que resumía el objetivo que determina la creación: «Escribir sobre la vida es pulsar el peso de la roca y la levedad de la nube. Ahondar en ella, es encontrar el cántico y el miedo de lo que va aconteciendo. Es dar respuestas a cuanto significa vivir o perderse, conmoviendo hasta lo más tenue. Y es consumar la esperanza de lo encontrado y el temblor de lo perdido» (2003b: 197). De sus palabras se percibe una relación entre literatura, secreto y revelación que es independiente del género. Esta forma de entender la escritura se asemeja mucho a la de Clara Janés, de hecho Elena Santiago ha compuesto también varios libros de poesía, incluidos dos volúmenes de poemas en prosa: Ventanas y palabras (1986) y Valladolid desde la noche (1998). En relación con la lírica, la autora opina que: Escuchar o leer al poeta (que es escucharlo también) significa aproximar la emoción de lo creativo. El maestro regala su mundo, mundo incesantemente sentido. Sentimiento y experiencia, ajustándose a la realidad y a cuanto esconde. Lo que cautiva, lo que hace a uno mismo y lo que se va perdiendo. Era encontrarse dentro

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de un círculo nunca cerrado absolutamente, como el bosque rebosante de ramaje y de sonidos, apretado y pleno, y abierto, sin embargo, a caminos dibujados en cualquier punto. Siempre más que decir, más que apuntar. (Santiago, 2003a: 98).

En estas hermosas palabras, donde utiliza la metáfora y la sugerencia, Elena Santiago señala que el acto de la recepción pone en contacto al lector con una creación muy personal del poeta llena de sentimientos, pero también de realidad, aunque sea secreta. Ese «bosque» tupido, pero a la par con «caminos» para orientarse, es lo fascinante de la poesía. En el caso de sus cuentos, aunque no aparecen sus sentimientos y experiencias, la autora emplea un narrador que impone sus reacciones subjetivas. Así en «Realidad (sin fantasía) de una realidad» aparece un «yo» que representa a una mujer disgustada con la manera en la que se ha desarrollado su vida. Esta voz nos traslada su desolación desde el primer párrafo: «Tengo un nombre. Desde las mismas aguas bautismales lo tengo. Incluso antes. Desde las mismas aguas de mi madre. Y tengo ese nombre cuando en realidad bien quisiera tener otro. Con otro nombre —y en el nombre otro destino— pudiera haber ocurrido algo distinto a este adiós, a esta despedida sin enmienda posible» (Santiago, 1997: 249). En conclusión, Elena Santiago localiza su lirismo en dos aspectos: el tratamiento estilístico y retórico y, por otra parte, la proximidad con la enunciación lírica de sus personajes. Ana Rossetti Ana Rossetti llamó la atención, sobre todo desde su libro Devocionario (1986), porque abordaba el erotismo desde el punto de vista cultural de la mujer: exaltando la virilidad del amante y describiendo minuciosamente el deseo hacia el cuerpo masculino (Escaja: 1995). Ese mismo año Antonio Núñez le hacía ver a la autora una suerte de continuidad temática en sus escritos: «El sexo —le digo—. El erotismo. La bisexualidad. Esa insistencia tuya, ese volver a comenzar la cosa desde distinto ángulo» (1986: 1). Ana Rossetti, por aquellos tiempos, se mostraba sorprendida de que su obra mereciera tanto interés y aclaraba: «no hay en mis poemas intención de escandalizar o de sorprender, porque, para mí, no hay motivo de escándalo en esa materia» (Núñez, 1986: 1). En su poesía, la mujer deja de ser el objeto del deseo, como lo era en la tradición petrarquista, para convertirse en sujeto activo, experimentador, preso de las pasiones... Uno de los recursos de la escritora es la utilización de un lenguaje ambiguo, donde en ocasiones se hace muy difícil para el lector, cuando no imposible, deducir la identidad sexual del sujeto o del objeto dentro del poema. Otro de los rasgos de su literatura es la sugerencia y la ironía, así como la burla que hace la autora de la moral convencional y de los códigos comúnmente aceptados. En Devocionario partía de la imaginería de los santos y los mártires para, de manera casi blasfema, convertirlos en el origen de sus sueños de lujuria erótica y

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sangrienta, en el detonador de la imaginación incontinente de una niña (la propia autora) que obtiene un placer pecaminoso en la lectura de esas historias. En los siguientes años su poesía, tal y como ha señalado Tina Escaja, dio un giro pasando del barroquismo erótico a vincularse más con la confesión real del placer, aproximándose a la poética de la experiencia tan en boga en los noventa (1995a: 33). De hecho, sus textos fueron recogidos en la Antología de la poesía realista de fin de siglo coordinada por Germán Yanke (1996). En las páginas iniciales la escritora nos ofrecía una poética de la confusión donde negaba, casi uno por uno, gran parte de los tópicos sobre la definición del género poético: No es desfigurar las circunstancias, delicada o violentamente, en una ocupación tan vana —y tan apremiante— como la de enviar una carta a la conciencia. Ni la de inventar un diccionario para todos los instantes del lenguaje. Ni cazar sus momentos para el álbum de las pasiones extinguidas. Ni intentar un shock artificial de los sentidos. No se trata de revelar la última profecía, ni de difundir la primera edición de un código para todos. Ni de predicar la doctrina necesaria, ni de preservar la clave y el misterio de los signos. No es hacer del idioma un esclavo de los vaivenes del corazón. Ni de encerrar en la tipografía el torrente de la sangre. No es la insobornable observación del tiempo, ni la interpretación de la estadística de las palabras y sus funciones, ni su misión es la de establecer un rango entre las sensaciones o la desolación. No es tampoco el instinto de un ebrio que vive en la música de la escritura su propia existencia. Ni la insistente reflexión del que se entrega a escudriñar el propio laberinto. No es mundo carnavalesco y mítico ni un paraíso inarrebatable ni un infierno asegurado. Ni un dulce hombre donde verter las lágrimas. Ni un refugio fiable contra la locura o el hastío. Ni un pacto vitalicio con la belleza. No es un diván donde tenderse para divulgar estigmas y recitar resentimientos. Ni un perchero para colgar cuidadosamente las prendas del estriptís. No es una garantía de salvación, ni un detergente para las miserias ni un desinfectante para las heridas. No es la solución al jeroglífico de la existencia, ni siquiera las instrucciones para acercarse a la meta final. De verdad que, exactamente, no sé lo que es. (Benítez Reyes et alii., 1996).

Estas palabras demuestran el desconcierto de Rossetti ante la definición de su propio oficio. Entre estas afirmaciones, renuncia a la capacidad de revelación de la literatura que defendían tanto Clara Janés como Elena Santiago. En cuanto a sus relatos, cinco años después de Devocionario, ganó el premio La sonrisa vertical con su libro de cuentos Alevosías (1991). En estas piezas la autora adoptaba el género erótico tradicional, producido por hombres, y lo trataba desde un enfoque distinto (Alborg, 1994). En lugar de centrar su atención en lo meramente sexual, utilizaba un lenguaje cuidado y metafórico. Esta peculiaridad inserta en un género con otros objetivos bien específicos, junto con una sólida trayectoria poética, hicieron que se asociara el adjetivo «lírico» a estos cuentos. Es cierto que en el primero, «Del diablo y sus hazañas», el adolescente llamado Bubi nos habla de su inocente descubrimiento de la sexualidad a partir de ricas expresiones pues el pecho se

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convierte en «aureolas de café con leche», «botones de caramelo», «montañitas», «lentejas», «guisantes»… (Rossetti, 2001: 261-271). 148 Sin embargo, más allá del estilo rico en imágenes, sus relatos presentan unas historias donde los personajes desarrollan una evolución dramática con un planteamiento tradicional. Su siguiente libro, Una mano de santos (1997), supuso un cambio importante ya que se alejaba de la temática erótica. En esta ocasión Ana Rossetti se inspiró en las pinturas de Paolo Uccello, Zurbarán o Robert Champin. El ejercicio de su escritura no consistió en describir las sensaciones plásticas de sus colores o imágenes, sino que recreó con gran originalidad la historia de los personajes retratados, santos y santas que son arquetipos simbólicos y culturales, y los trasladó a un mundo medieval de dragones, de princesas secuestradas que se rebelaban contra esa tiranía de gigantes, de codiciosos caballeros, de ángeles y de demonios. En su prosa se vislumbra el mundo de la infancia, la religión, los deseos y la fantasía, colindando con el cuento folclórico. En este libro la autora hace un recorrido por la pintura iconográfica, la historia y, ante todo, por la literatura. En «La niña extranjera», como ya hiciera en Devocionario, parte de la hagiografía cristiana al reutilizar la historia de Santa Bárbara. La versión heredada cuenta que su padre, para protegerla de las influencias malignas del mundo exterior, la encerró en una torre. A pesar de ello, durante ese tiempo se convirtió secretamente al cristianismo. Al ser descubierta, ella no se retractó por lo que fue decapitada por su propio padre que no podía tolerar su traición. Inmediatamente después del crimen, este fue fulminado por un rayo. La versión de Ana Rossetti conserva un tono oral desde su comienzo: «Ella era una niña muy muy guapa. Y muy muy inteligente» (1997: 145). En la transformación del relato inicial, el proceso de conversión es sustituido por el de alfabetización. Finalmente, el patriarca ajusticia a su hija por leer libros. Pese a los cambios, la autora mantiene la moraleja final. En este caso aprovecha para intercalar unos comentarios sobre la situación de la mujer en determinados países en los que simbólicamente todavía existen torres y padres vengadores que intentan coartar la libertad femenina. La autora, con motivo de la publicación de su antología, explicó entonces en una entrevista la concepción de sus libros: «Cuando me enfrento a la creación literaria, a la génesis de un cuento por ejemplo, normalmente la idea está, surge a cada momento. […] Hay cuentos que han salido de una impresión plástica, simplemente o de la sugerencia de una frase o de una intuición, pero qué más da: la cuestión es darle forma» (García, s.f.). Como concluye, lo importante del género, más allá del hecho que lo origina, consiste en encontrar la manera de contarlo: «Todo el mundo puede tener conciencia de que los cuerpos caen verticalmente o de que se acorta el camino cruzando una calle en diagonal. Pero hasta que no ha 148   He utilizado la edición completa de sus relatos Recuento. Cuentos completos publicada en Páginas de Espuma puesto que alguno de sus volúmenes resultan hoy en día casi imposibles de encontrar (2001). Sin embargo, hay que tomarlos con precaución puesto que la escritora reconoce que para esta edición retocó e incluso completó algunos de los textos. Precisamente por este motivo para el apartado dedicado a Pruebas de escritura he empleado la versión publicada en Hiperión en 1998.

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descubierto la manera de formular eso no se ha hecho nada». Esta búsqueda pone de relieve la relación del cuento con la lírica ya que la autora dice: «Esto vale también para la poesía... para la creación en general. Pero un científico puede contestarte lo mismo, estoy segura» (García, s.f.). En este párrafo la escritora habla con mayor sencillez de sus ideas literarias que en el largo párrafo aparecido en la antología poética antes citada, seguramente porque se pudo expresar con otro talante ante el crítico que al acometer un encargo destinado a los lectores de poemas. De esta manera, frente al desconcierto definitorio que sentía al tratar la lírica, sobre el cuento ofrece unas ideas más claras. La autora relaciona el género breve con su funcionalidad, con la capacidad de explicar el mundo, pero también con la tensión narrativa del conjunto que el autor debe mantener para conseguir la atención de su receptor: ¿Qué es el cuento para Ana Rossetti? El cuento es el inicio de un universo mágico. Los cuentos «contados» en la infancia, nos están explicando la realidad de otra manera: desde el placer. Mediante un lenguaje simbólico están poniendo en contacto con otro significante nuestras perplejidades, nuestros miedos, nuestra aún descodificada e incompleta noción del mundo, y nos ayuda a resolverlos y a liberarlos. El cuento nos alimenta de las palabras necesarias para convocar o conjurar. (García, s.f.).

Si el relato lírico suponía la suspensión del argumento y, quizá, una poética basada en la imagen, el caso de esta escritora se aproxima a los esquemas de la oralidad. Los relatos incluidos en los libros anteriores ya reflejaban su gusto por recrear motivos de la tradición anterior aprovechando al máximo las sugerencias e implicaciones a su alrededor, e intentando darle la vuelta al lugar de las mujeres en esta literatura. Por ejemplo, en «La cueva de la Doncella», un desprevenido Jorge se encuentra a una muchacha que se ha encariñado con su dragón. Este es el tema también de «Esto es mi cuerpo», un relato que sirvió de apoyo para uno de los cursos de verano y que fue publicado originariamente en 1988 en Monografías universitarias de San Roque. El cuerpo femenino. En este caso la protagonista se presenta al comienzo: «Soy la princesa que habita en los “Érase una vez”. No tengo nombre ni voz» (Rossetti, 2001: 77). Este personaje basado en los tópicos de los relatos de hadas entra en conversación con las «otras princesas», las que habitan los libros de Historia, y también con las Repudiadas Genuinas (representantes de las mujeres despreciadas socialmente). Este simbólico cuento le sirvió a la autora para tratar el problema de los diferentes papeles que se le ha dado a la mujer en la literatura. En 1998 apareció el volumen Pruebas de escritura en la editorial Hiperión, normalmente dedicada a la poesía, por lo que cabría esperar un contenido en consonancia. Sin embargo, los textos allí recogidos poco tenían que ver con esa tendencia lírica. El título del volumen remitía al origen de sus materiales puesto que fueron compuestos con anterioridad: fueron esbozos de proyectos mayores o de iniciativas

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truncadas. 149 En este conjunto se aprecian dos tendencias de la autora ya apuntadas: la creación de relatos de una marcada estructura narrativa donde lo más relevante es la historia, junto con otros que desarrollan aspectos más líricos. Al primer conjunto pertenece «El reino de Maud». La historia presenta a unos niños que fantasean y juegan a reconstruir un mundo a caballo entre la realidad y el sueño, pero en el que se repiten a pequeña escala coordenadas y jerarquías calcadas de los adultos. Sobre su nacimiento la autora explicaba: «El reino de Maud» es un texto hecho a partir de una fotografía mía de cuando era niña, estaba en la playa y había hecho un círculo a mi alrededor. Me concentré en el círculo y en su valor simbólico y me olvidé de mí. Es un cuento de aprendizaje, el aprendizaje de una niña ante la vida y las relaciones de poder que se le imponen, el lenguaje del que manda. Lo que importa en ese cuento no son los datos biográficos, que no existen como tales, importa la alegoría. (García, s.f.).

Del conjunto, quizá el texto con mayor lirismo es «Bitácora inmóvil». En la introducción a su antología Recuento explicaba, por ejemplo, el motivo por el cual fue creado: «En el año 1986, el pintor Pablo Sycet y yo recibimos un encargo del Ministerio de Transporte para hacer un trabajo sobre los lugares colombinos: La Rábida, Palos y Moguer. El proyecto no se materializó jamás aunque Sycet y yo tuvimos la intención de finalizarlo por nuestra cuenta» (Rossetti, 2001: 9). Seguramente por ese encargo inicial el texto contiene apartados puramente descriptivos: Apenas entrando en Moguer, en sus calles empinadas y blancas, el negro capirote de un penitente se alza puntiagudo. Tiene en sus manos enguantadas una alcancía y va de casa en casa pidiendo limosna. Ya es Semana Santa y el azahar aún no ha estallado y están verdes las fresas de los alrededores. Sin olor a naranjo en flor, qué extraño me parece el nazareno, su túnica sombría, el ancho fajín de estameña alargándole el talle. Sin olor a naranjo en flor, qué extraña la luna llena de esta noche. Qué extraña la nube de incienso desparejada y sola diluyendo en el aire su borbotón blanco. Sin olor a naranjo en flor, qué extraña primavera. Sin embargo el sol, obediente a marzo, ha decretado que un cielo luminoso y altísimo entolde cada plaza. (Rossetti, 2001: 11).

Este fragmento, con el que da comienzo el relato, describe una escena llena de repeticiones, exclamaciones, metáforas y símbolos, donde cobra de nuevo importancia lo plástico y sensorial. Hete aquí que unos años después la escritora explicaba su origen como un ejercicio de perspectivismo: 149  La autora en la introducción a su volumen Recuento reconcía que estos textos fueron publicados inicialmente en italiano: Prove di scrittura (Il Fauno, Sª María i Licodia Catania, 1996). En este volumen incluyó «Peripecias de un alma femenina», «Los misterios de Gloria», «La cueva de la doncella» (recogido también en Una mano de santos, 1996). Los demás textos aparecidos en Pruebas de escritura fueron: «Aquellos duros antiguos», «Atracciones infantiles», «Hasta mañana, Elena», «Bitácora inmóvil», «Apuntes de ciudades» y «Las tres cartas de una vedette»

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Recuerdo que avanzaba por un lado e inmediatamente había una voz interior que me remitía a otro lado del tiempo. Tiene un primer plano que puede ser biográfico, de hecho fui a escribir ese cuento a los lugares colombinos; me habían encargado un texto que debía salir en el 92. El segundo plano puede ser el de la hablante, alguien coetánea a Colón y por último el diario de a bordo de Colón. Me parece de una poesía bellísima el diario de Colón, pero en «Bitácora inmóvil» lo he precedido de unas crónicas que cuentan otros viajes que tuvieron lugar en ese mismo año: la expulsión de los judíos. [...] En el cuento me pregunto por quienes se marcharon y quienes se quedaron y a costa de qué: quién perdió más el que se quedó renunciando a sí mismo para adoptar la cultura de sus perseguidores o el que se fue renunciando a lo que había sido su patria tras malvender todo lo que tenía. (García, s.f.).

Ese párrafo inicial pertenece, entonces, a ese primer plano denominado autobiográfico lo cual explica su tono. En las siguientes páginas sigue predominando esa subjetividad puesto que se recogen varias reflexiones sobre las consecuencias del viaje de Colón y sobre el sufrimiento de los judíos expulsados. La segunda mitad del texto, compuesta por once páginas (de treinta y tres), presenta el diario del navegante de una de las famosas carabelas, junto a las palabras de una mujer enamorada que añora a su amante mientras se siente encerrada en Santa Clara. El día 12 de octubre ambos logran una conquista: él llega a otro mundo y ella lo consigue olvidar. Este juego de perspectivas no es único en el volumen, tanto «Hasta mañana Elena» como «Las tres cartas de una vedette» explotan también las diferentes visiones de un mismo hecho. En el primer caso, Elena relata cómo le ha afectado el abandono de su pareja quien se despidió únicamente con una nota. Tras su versión de la historia, aparece el discurso de él truncado por un accidente. En el segundo, las primeras aventuras de una bailarina en París son narradas en tres cartas: a sus padres, a su novio y a una amiga. Son tres versiones de unas mismas aventuras que no solo van descubriendo diferentes detalles de lo sucedido, sino que además adquieren vocabularios específicos según el destinatario. Otro de los textos, «Atracciones infantiles», es interesante ya que un narrador dialoga con una segunda persona («te convenciste»), con un muchacho siempre preocupado por la opinión de su primo y el amor de una chica rubia (una Olvido que al final del relato se sabe que es Alaska) (Rossetti, 1998: 57). El relato está lleno de referencias a la cultura de «la movida» y cuenta la evolución de ese chico hasta ser el batería de un grupo de rock. Elena Soriano Elena Soriano definía: «un cuento es una novela condensada; o mejor, que el cuento es la esencia de la novela», con lo cual destacaba la narratividad del género por encima de todo (1988: 92). Aunque la mayor parte de sus relatos cumplen con esta poética, en 1996 publicó su volumen Tres sueños y otros cuentos en el

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que sorprendía con tres curiosas piezas. El libro, como su propio nombre indica, estaba dividido en dos apartados. El segundo de ellos estaba compuesto por una selección de relatos de extensión desigual y temática muy diversa, algunos de ellos inéditos y otros que ya habían sido publicados en La vida pequeña: Cuentos de antes y de ahora (1989). La primera parte, esos «sueños» que daban comienzo al conjunto, tenía una naturaleza muy diferente debido a su origen. En el prólogo la autora se esforzó en distinguir que: «no son cuentos fantásticos ni tienen el menor sentido esotérico o simbólico, al menos consciente. Se trata de auténticos sueños míos reproducidos con toda la fidelidad con que el lenguaje puede expresar lo vivido oníricamente». A la creadora le había costado darlos a la luz ya que era consciente de las dificultades de su recepción: «sé que el lector medio prefiere las ficciones voluntarias, las mentiras conscientes, los “sueños despiertos” del escritor, artificiosamente elaborados, a los “sueños verdaderos”, como estos míos, que yo he vivido real e intensamente —mucho más que mis cuentos y novelas—» (Soriano, 1996: 13). En estos textos hay verdaderamente un problema con el pacto de lectura: ficción o realidad, fantasía o realidad... Tras esas reticencias Elena Soriano esconde la preocupación de ser tomada como una narradora fantástica, por eso dice poco después: Yo soy —y acaso sea siempre— una escritora de imaginación exclusivamente realista, incluso demasiado razonable, en estado de vigilia. Pero «el sueño de la razón engendra monstruos» y, dormida, mi imaginación es otra, capaz de aventuras más extrañas y absurdas, si bien conservando cierta lógica en la ilación de disparates. (1996: 13).

Estos tres primeros textos son resultado de la plasmación fidedigna de lo que la autora ha visto o experimentado oníricamente. Por poner una pieza de ejemplo, en «Los hijos anfibios» va a visitar a unos amigos que la esperan al borde de la piscina de su casa. Ellos llaman a sus hijos para que le saluden pero, cuando se acerca, se da cuenta de que, a pesar de sus caras de niños, el resto de su cuerpo es el de un pez. Los padres orgullosos hablan de los logros de sus pequeños, sin darle la menor importancia a su peculiar naturaleza. La pregunta con la que se cierra es: «¿cómo parecen todos tan felices?» (Soriano: 1996: 20). Como ya he dicho, estos «Sueños» no resultan representativos de la poética de la escritora ya que las dos citas que abren el volumen nos indican que su posicionamiento se aproxima más al realismo del segundo bloque. La primera, de Sherwood Anderson, dice —«Prefiero contar la vida pequeña de la gente del pueblo a las historias de grandes personajes»—, y la segunda, de Octavio Paz señala: «El tejido de la verdadera literatura está hecho con los sentimientos y los sucesos cotidianos, en el mundo relativo de cada día: solo a través de lo relativo y cotidiano podemos entrever lo perdurable». Ambas conducen a una visión muy orteguiana de la historia. El tema con el que se siente más identificada Elena Soriano desde los años cincuenta en ade-

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lante es España y su tiempo. Por este motivo, los cuentos de su primer periodo de creatividad destacan por su tratamiento de los asuntos y preocupaciones que latían en esa época, en la línea de la literatura mediosecular. B)  Características de los cuentos líricos A partir de las aportaciones de estos autores se pueden establecer algunas de las características comunes a los relatos líricos. En general, haciendo caso omiso a la diferencia entre la prosa y verso, todos han privilegiado el criterio del cuidado de la función poética del lenguaje en términos jakobsonianos. En todos ellos se optimizan los ecos de cada expresión y se explota su simbología. De hecho, en las poéticas de Clara Janés, Eloy Tizón y Elena Santiago, la expresión lírica tiene la capacidad de transmitir todo aquello para lo que el lenguaje cotidiano es insuficiente. Por otra parte, salvo en el caso de Ana Rossetti, estos cuentos desdeñan el efecto final. En ellos tiene menor importancia la secuenciación de eventos, es decir, la intriga y el argumento, por lo que se diferencian del relato tradicional entendido como la continuación de los cuentos orales. Para estos tres escritores lirismo y sentimiento de la imagen permanecen unidos en el origen de muchos de sus escritos. Tras estos textos hay una sensación que luego es seguida de una construcción narrativa. Algunos de ellos no se pueden resumir como un inventario de sucesos o de anécdotas pues en realidad son una amalgama de imágenes. Esto es debido a que, como dice Carlos Bousoño en la poesía: «Lo que se comunica no es […] un contenido anímico real, sino su contemplación» (1976: 20), una cuestión relacionada con la mirada del poeta ya que, según esto, en el lirismo interesa casi tanto lo que el enunciador quiere transmitir como su particular punto de vista. Como señalaba Fernando Cabo en su introducción a la antología Teorías de la lírica (Agamben G, et alii., 1999: 10-11), junto con las reflexiones sobre el lenguaje y la forma, muchos han sido los que se han ocupado de la actitud básica del enunciador del texto lírico. Él mismo analizó sus particularidades: la subjetividad, el presente como su dimensión temporal y la soledad o aislamiento del enunciador (Cabo, 1990: 216). Los relatos estudiados cumplían estos presupuestos ya que, por un lado, aparecían impregnados por el discurso del narrador, en ellos el centro era el sujeto hablante y la recreación de sus sentimientos. Por otro lado, los autores también conseguían la contemporaneidad al recurrir preferentemente a las formas de presente. En general los relatos cumplen la teoría de José María Pozuelo Yvancos, según la cual la enunciación lírica está caracterizada por la creación de un espacio de indeterminación enunciativa: «no especifica casi nunca la situación de habla, ni el contexto situacional preciso para situar los objetos, las acciones, los espacios y los tiempos. El texto lírico se halla por voluntad de género, y precisamente por su inespecificidad o falta de nitidez en la situación interna de enunciación por mucho menos estructurado y completo» (1998: 55). Esta postura conlleva

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una especie de actualización de todas las vivencias contenidas en el poema como «presencia absoluta de un yo ejecutivo», pero a la vez una subjetivización de todos los objetos del poema. En las últimas décadas se ha generalizado la idea de que la lírica requiere el esquema de comunicación de la cita o del monólogo indirecto de un sujeto ficticio, a la manera en que ha sido utilizada la instancia del narrador en los estudios narratológicos. Sin embargo, suele ser corriente la interpretación de que es el género en el cual habla el propio poeta. 150 Apuntado únicamente este problema, lo cierto es que el lirismo en estos relatos está acentuado precisamente cuando parece que nos encontramos más próximos al pensamiento original del autor. 6.4. El cuento y el poema en prosa Cuando el lirismo prescinde de la expresión versada, el poema colisiona con los límites del cuento. Su definición, más allá de la obviedad de que es un género que prescinde de la marca formal característicamente relacionada con la lírica, todavía está en fase de asentamiento. Estos textos con un ritmo distinto también incorporaron en su interior temas y motivos prosaicos o incluso desagradables, rompiéndose la estética tradicional del poema. Para que fueran posibles todas estas transgresiones hizo falta, sin duda, la llegada del espíritu de la modernidad, que autorizaba y legitimaba la libertad creadora. La pionera en los estudios de este género, Suzanne Bernard (1959), propuso una tríada para su delimitación: integridad (o autonomía textual), unidad y brevedad. El problema de estos rasgos es que también podrían aplicarse por igual a un libro de aforismos, o cuentos breves por lo cual no resuelve su definición. Estas tres características recuerdan inevitablemente a los términos que han aparecido en torno la definición del cuento. El criterio de la extensión ha sido retomado y reformulado por Pedro Aullón de Haro para el que depende del «grado de adecuación», es decir, el espacio que se estima históricamente que ha de ocupar según el género al que se adscriba. La brevedad está determinada por los usos de una época y cultura determinadas y las expectativas del lector, factores cambiantes y dependientes de las tradiciones (Aullón de Haro, 2004: 26-27). Con el tiempo se ha concedido más importancia a la pragmática del poema en prosa tanto desde el punto de vista de la intención del autor y el proceso de escritura, sin preocupaciones rítmicas, como al tipo de lectura, que implica una estructura en forma de párrafo frente al verso. Para María Victoria Utrera Torremocha desde el punto de vista de la creación y la recepción el poema en prosa: «al tiempo que se vincula al ámbito de la poesía por ciertas características —atemporalidad, autonomía y coherencia significativa en 150   Ángel Luis Luján Atienza apunta que las distintas posturas defendidas por corrientes teóricas tan dispares como el formalismo ruso, el estructuralismo y el New criticism han ayudado a la consolidación de la ficcionalidad del discurso lírico (2005: 23). Entre los que defienden lo contrario, la no ficcionalidad del discurso lírico, se encuentra el propio investigador.

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un nivel simbólico, etc—. Asume, gracias al empleo de la prosa, y a los rasgos que se atribuyen tradicionalmente, los valores de naturalidad y autenticidad» (1999: 18). Para el creador el ritmo de la prosa permite una prosodia más parecida a la oralidad con el cual podrá encontrar su lenguaje individual alejado del constreñimiento de la métrica y expresar sin trabas las modulaciones de sus ideas. Por otra parte, según Pedro Aullón de Haro, el poema en prosa puede tender hacia lo paremiológico, la sentencia o la greguería o bien hacia lo narrativo o ensayístico. Podemos distinguir tres tendencias: a) la lírica, más cercana al género poético, retoma la temática, el estilo y la presentación formal o paratextual del poema. Hay casos que utilizan más los recursos formales del verso como estribillos, repeticiones, expresiones que dotan al texto de una mayor musicalidad. b) Otra posibilidad es que se aproxime al discursivismo, a la reflexión, e inserte la lógica argumentativa, acercándose al discurso ensayístico. c) Por último, la tendencia narrativa o descriptiva remite directamente a la verbalidad de esas clases de discurso. No obstante, las tres tendencias distinguidas pueden combinarse entre sí (Aullón de Haro, 2005: 25). En este extremo, el poema en prosa se aproxima al cuento muy breve por una apropiación paródica de las reglas genéricas de la parábola o la fábula, o incluso del aforismo, la definición, el instructivo, la viñeta y muchos otros géneros extraliterarios. Buen testimonio de la ambigüedad genérica de algunos de estos textos es que en 1998 Joseluís González recogió el texto de Leopoldo María Panero «Blancanieves se despide de los siete enanos» en su antología Dos veces cuento: antología de microrrelatos, un poema aparecido inicialmente en Así se fundó Carnaby Street (1970). En la antología Campo abierto (2005) que recogía poemas en prosa de los noventa y que complementaba a la realizada por Benigno León Felipe (2005b), aparecieron algunos textos que sería cuestión de fe definirlos categóricamente como poemas y no como microrrelatos. 151 Algunos ejemplos son: «Mi familia vive en un castillo...», de Miguel Ángel Bernat, «Debe de dormir ahora» de Rafael José Díaz o «Taller del pintor», de Antonio Jiménez Millán, o los textos de Nacho Fernández. Los editores, sin embargo, se apoyan en la intención y en el paratexto, y aseguran que todos los materiales recopilados, incluso los inéditos, fueron concebidos como poemas y no como narraciones o ensayos. En cuanto a la evolución del género en España, el poema en prosa tuvo un gran predicamento durante los setenta, cuando los novísimos, junto con otros escritores, lo recuperaron (Leopoldo María Panero, Jenaro Talens, José Miguel Ullán, Jorge Urrutia, Andrés Sánchez Robayna y César Antonio Molina), mientras que en los ochenta no tuvo tanta difusión puesto que en esos años se prestaba bastante atención a la factura del verso. Marta Agudo y Carlos Jiménez Arribas hablan de la renova151   Este volumen de Benigno León Felipe (2005b) recogía a los escritores de poemas en prosa durante el siglo xx hasta los años 90. Marta Agudo y Carlos Jiménez Arribas optaron, en Campo abierto (2005), por seleccionar a los autores nacidos después de 1950 que publicaron a partir de los noventa, excluyendo intencionadamente a los escritores dentro de la poesía novísima puesto que ya había recibido suficiente atención por parte de crítica y público.

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ción que supuso No amanece el cantor, de José Ángel Valente (1992): «hasta ese momento, el poema en prosa acostumbraba a ser expresionista, urbano, narrativo, mientras que Valente escribe ya un poema en prosa elegíaco y erótico, y apuesta por el metricismo». Otro hito fue cuando este autor ganó el Premio Nacional de poesía con un libro plagado de prosa, lo que demostraba su valoración por parte de las instituciones. 152 Finalmente, es en los años noventa cuando los poetas españoles empiezan a poblar sus libros con estos textos y así lo han hecho algunos de los autores de nuestro corpus: Eloy Tizón, Elena Santiago, Ana Rossetti… Con los años, el componente transgresor del poema en prosa se ha ido diluyendo y se ha consolidado como un género con sus convencionalismos y tradiciones, así que ya no es necesariamente un repertorio de juventud ni de hastío. Lo cierto es que en torno al auge de este género pesa el predicamento de los cuentos ultracortos con los que fácilmente se puede confundir. El asunto no está exento de influencias del sistema, como bien señala el mismo Carlos Jiménez Arribas, en un tono muy socarrón, la adscripción de un texto bajo tal nombre supone un intento de incluirse en el campo de la poesía lírica con sus inconvenientes: «Lo que quizá nadie le diga es que el verso es y ha sido el salvoconducto, la contraseña para ser admitido en la gran fiesta de la Poesía, algo así como el uniforme homologado, emblemático, garante inmediato de condición poética. Al lado de estos oropeles, la prosa parece lo equivalente a querer entrar en el local con deportivas y, para más INRI, ¡calcetines blancos!» (2005: 79). Por el contrario, la minificción pertenece a otro sistema, el de la narrativa, dentro del cual está teniendo una gran expansión. En realidad, hay bastantes intereses en la mezcla entre el poema en prosa y el microrrelato pues pocos poetas reciben la misma atención editorial y lectora que los cuentistas de lo hiperbreve. 6.5. El cuento y el microrrelato Cuando David Langmánovich redactó la entrada «Microrrelato» para el «Diccionario de géneros» (2005: 63-64) programado por la revista Quimera, tuvo en cuenta rasgos como la evidente extensión, pero por otro lado destacó que se trata de un género en proceso de canonización dentro del sistema literario. La base de su existencia consiste no tanto en peculiaridades formales sino en su utilización por los usuarios: público, mercado e instituciones. 153 El género ha entrado a formar parte del 152   José Ángel Valente incluyó poemas en prosa en El inocente (1970), Treinta y siete fragmentos (1972), Interior con figuras (1976), Material memoria (1979) y Mandorla (1982). Asimismo, publicó los siguientes volúmenes compuestos exclusivamente por poemas en prosa: Tres lecciones de tinieblas (1980) y No amanece el cantor (1992). Sobre estos poemas véase el estudio de Benigno León Felipe (2005a). 153  David Langmánovich dice en esta entrada: «En todas las épocas, desde las más remotas, se han escrito narraciones brevísimas, ya sea que fueran autónomas o que se intercalaran dentro de narraciones más extensas. Sin embargo, la conciencia de un género que cultive tales formas, muchas veces subsumidas en el “fragmento”, solo comienza a insinuarse con el Romanticismo del siglo xix, pervive de forma un tanto subterránea en el simbolismo, y alumbra definitivamente en las vanguardias surgidas a

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repertorio gracias a la progresiva atención que ha recibido por parte de los medios. La misma revista citada arriba ha destinado bastantes páginas a la difusión de estos minicuentos fruto de las cuales apareció la antología titulada Ciempiés, una de tantas que proliferaron en la década. 154 También se puede observar el auge del género en un medio como Internet donde funciona muy bien por su brevedad, de hecho cada vez hay más talleres y premios en este medio. 155 Por ejemplo, en 2001, El mundo digital convocó el primer concurso de microrrelatos en torno a la figura de Francisco Umbral, una iniciativa que pronto dio paso a toda una tradición con numerosas citas, competiciones y premios al hilo de los distintos eventos del calendario. Otra iniciativa paralela fue la del programa de Juan José Millás en el espacio radiofónico de la cadena Ser, «La ventana», en donde lanzaban un reto a sus oyentes para que redactaran sus minicuentos. Posteriormente, en el siguiente programa, eran valorados y mejorados por el escritor. 156 Así que, el mejor reflejo de la incorporación de este género al sistema consiste en la cantidad de narradores que lo cultivan en la década de los noventa, entre ellos algunos de los autores del corpus. Gonzalo Suárez, por ejemplo, reunía en El asesino triste (1994) relatos mínimos de un párrafo, con otros tan extensos como «La verdadera historia de H. y J. (o tras la trama de un tapiz)» que bien podría considerarse una novela corta. Igualmente, para Quim Monzó o Enrique Vila Matas se trata de un paréntesis en sus trayectorias, puesto que no le han dedicado ningún libro completo, tan solo algunas minificciones esporádicas sortean sus libros. El autor barcelonés, por ejemplo, combinó en Hijos sin hijos sus historias kafkianas con relatos en los que partir de la segunda década del siglo xx. [...] En las letras contemporáneas el microrrelato se escribe con asiduidad y puede decirse que ha sido legitimado no solo por la atención de los lectores, sino inclusive por su incorporación a la esfera de la preocupación crítica en ámbitos tanto periodísticos como, sobre todo, académicos» (2005: 63-64). 154   En el mes de febrero de 2003 apareció una sección en la revista Quimera dedicada al microrrelato en español, coordinada por Neus Rotger. La revista había dedicado el año anterior dos entregas. «La minificción en Hispanoamérica: De Monterroso a los narradores de hoy» (2002, 211-212) y «El microrrelato en España» (2002, 222) y también un especial a Augusto Monterroso (2003, 230). La coordinadora de este proyecto junto a Fernando Valls ha dado a la imprenta la recopilación de todas las aportaciones hechas a la revista por treinta escritores en Ciempiés: Los microrrelatos de Quimera (2006). Los editores, además de reunir 135 textos, pidieron a cada uno de los veintiocho autores una poética con sus ideas sobre este género de nombre y naturaleza polémicos. Por otra parte, ha aparecido el especial «El cuento en red: Estudios sobre la Ficción breve», publicado en la revista digital mexicana http://cuentoenred.org (dirigida por Lauro Zavala) en el 2000. También apareció el Monográfico Relato hiperbreve de la revista digital coordinada por José Ignacio Fernandez (www.literaturas.com en su número correspondiente al mes de noviembre del 2002). 155   Algunos de ellos son www.ficticia.com, que dirige el Dr. Alfonso Pedraza; la mencionada revista www.cuentoenred.org, que dirige Lauro Zavala; www.escrituracreativa.com de Clara Obligado junto al convocado por el Círculo Cultural Faroni www.literaturas.com. 156   Esta iniciativa comenzó en la temporada 2000-2001. En principio el programa estaba dedicado a «contar historias» aunque más tarde, decidieron encargárselas a los oyentes. Desde entonces, todas las semanas proponían un asunto y seleccionaban, de entre los textos, los que cada viernes, a partir de las cinco de la tarde, se leían en antena. Estos textos también eran publicados en la página web de la emisora, en donde permanecían durante unos quince días. A partir de 2002 El País llevó a las páginas de Babelia el experimento radiofónico.

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resumía todos sus propósitos en una escueta página. Quim Monzó nos regaló algunas escenas brevísimas en El por qué de las cosas. Nuria Barrios publicó su colección «Textículos» en el interior de sus Amores patológicos. Luis Mateo Díez también tuvo que reunir sus Males menores junto con El álbum de esquinas para que sus minicuentos vieran la luz. José María Merino y Antonio Pereira recalaron en el género en el nuevo siglo (en ellos me detendré en el siguiente apartado). Otros adeptos a estas formas hiperbreves son Javier Tomeo, Medardo Fraile, José Jiménez Lozano o Juan Eduardo Zúñiga… escritores poco conocidos en el mercado editorial, aunque con bastante reconocimiento crítico. En estos años las antologías sirvieron como intermediarias entre los escritores noveles y la publicación. Precisamente en estas selecciones se dio a conocer la obra hiperbreve de Hipólito G. Navarro. Otros nombres recurrentes en las mismas son Andrés Neuman o Pedro Ugarte que convirtieron la hiperbrevedad en uno de sus emblemas. Por otra parte, algunos de estos textos surgieron entre las restricciones de las páginas de un periódico, nos referimos a los mencionados articuentos de Juan José Millás y su Algo que te concierne o las columnas de A favor del placer de Manuel Vicent, ya comentadas (vid. apdo. 6.2. de este capítulo). Además de este impacto en los medios, el género se fue consolidando crítica y teóricamente gracias a las aportaciones que diferentes estudiosos hicieron en torno a sus límites genéricos y su historia. 157 Tanto es así que resulta, dada la bibliografía existente sobre este asunto hoy en día, casi imposible de abarcar. Lo que voy a tratar a continuación será tanto la relación del microrrelato y el cuento en las poéticas de los autores analizados en estas páginas, como sus incursiones concretas. Para ello ha hecho falta recurrir no solo a las fuentes empleadas hasta el momento, sino a las propuestas que estos escritores elaboraron para la revista Quimera y que fueron recogidas en la mencionada antología Ciempiés (2006), puesto que es el mejor testimonio encontrado sobre su pensamiento. Hay que decir, antes de abordar esta tarea, que en los textos sobre el cuento estudiados en las páginas anteriores apenas existen reflexiones sobre los límites con el microrrelato, seguramente porque este género ha tenido su propio cauce. Es de entender que cuando un autor publica un libro de cuentos no comente la hiperbrevedad. El primer problema en las poéticas sobre este asunto es que ni siquiera existe acuerdo sobre su denominación: microcuentos, microrrelatos, minificciónes... 158 157   Ingentes son desde esas fechas los trabajos sobre el género. Un hito importante en su evolución supusieron los volúmenes de Peter Fröhlicher y Georgs Güntert (1997), y José Romera Castillo y Francisco Gutiérrez Carbajo (2001). También ha favorecido su consolidación crítica y teórica la convocatoria de congresos como el organizado en la Universidad de Salamanca por Francisca Noguerol, durante el mes de noviembre de 2002 y del que salió como resultado último Escritos disconformes: Nuevos modelos de lectura (2004). 158   Dolores Koch, una de las pioneras en su estudio, a partir del análisis histórico de esta forma, distingue dos manifestaciones: por una parte, los relatos de marcado carácter narrativo, muy semejantes a los cuentos tradicionales (a los que ella denomina «minicuento») y, por otra parte, la ruptura de las formas tradicionales que llama «relato» (Koch, 1986). Langmánovich (2004) realiza una distinción muy semejante entre microrrelatos (narrativos) y microtextos (aquellos basados en la hibridación gené-

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Neuman prefiere «microcuento», porque conecta con el género tradicional, mientras Luis Mateo Díez opta por «microrrelato», al igual que Hipólito G. Navarro que empezó a emplearlo para deslindarse del modelo infantil. Por último, el veterano José Jiménez Lozano decía desconocer el término: «El nombre mismo de microrrelato me es extraño, puedo entender que la teoría literaria, o la necesidad de clasificación denominen así las cosas, incluso entiendo menos que, en un ámbito literario, tenga mucho que hacer una categoría como la res extensa, que se puede medir y expresar con dígitos» (Mars Checa, 2002: 12). 159 En cuanto a las características del género, el principal problema es que gran parte de los rasgos que se le atribuyen los comparte con el cuento y derivan de sus reducidas dimensiones (Andrés Suárez, 1997a: 87-99). José María Merino señala que defender sus límites confusos y su capacidad por incluir otros subgéneros, lo dejan en una situación de indefensión: «Hay quien apuesta por que el género venga a ser un cajón de sastre, lo que lo pondría en conexión con aquellas misceláneas, “silvas de varia lección”, “jardines de flores curiosas” de siglos pretéritos, por mucho que otros se empeñen en ver en él el colmo de la posmodernidad» (Rotger y Valls, 2006: 43). Esto refleja su preocupación por la autonomía de un género en proceso de ser aceptado gracias a la publicación de antologías y a la convocatoria de congresos especializados. 160 El problema, según apuntó Ignacio Martínez de Pisón, es que el auge del género está manipulado por los medios y por los propios autores con el fin de que este se encuentre en plena vigencia: Si en vez de calificarlo de relato más breve de la literatura universal, hubieran dicho de él que es una revisión de la tradición del haiku o de la greguería, ¿se habría lanzado la gente a escribir haikus o greguerías? Hay algo de papanatismo en todo esto. Lo único que me interesa de esta nueva tendencia es la certidumbre de que todo relato breve puede ser aún más breve. Esa búsqueda de lo esencial, de una economía narrativa y condensación absoluta sí me parece que tiene que ver con el género. (Mars Checa, 2002: 12).

Sucede que, tanto los testimonios de los escritores, como sus poéticas son muy dispares. En los treinta testimonios recogidos en la antología, tan solo dos escriben unas reflexiones indicadas únicamente para su obra, la mayor parte tiende a la abstracción, no obstante, intentan que su propuesta se ajuste a sus relatos, que son muy rica). En una línea semejante, Irene Andrés Suárez diferencia también tres subconjuntos de microrrelatos: los narrativos, las formas híbridas o los teatrales (2001: 660). 159   En estas páginas aparecen recogidas otras opiniones de escritores fuera del corpus. Entre ellas también se aprecia la diversidad de opiniones ante la nomenclatura. Para Antonio Fernández Molina hablar de microrrelato era un uso demasiado técnico, Luisa Valenzuela lo prefiere microrrelato por razones bien distintas, por su capacidad de englobar mayor número de textos puesto que su referencia es mucho más flexible. Guillermo Samperio emplea el mismo argumento, pero propone que se use ficción breve (Rotger y Valls, 2006: 17, 43 y 123). 160   Este fenómeno era apuntado por Juan Eduardo Epple en el interior de la antología Ciempiés (Rotger y Valls, 2006: 103).

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diversos: desde las paradojas planteadas por Juan Pedro Aparicio, a las sentencias de Andrés Neuman. José Manuel Benítez Ariza, haciendo alusión a sus peculiares preocupaciones, se centra en diferenciar la colisión entre: «¿Artículos o relatos?» (Rotger y Valls, 2006: 241). Como decía Dolores Koch (2004), el problema de en­ globar bajo el término «microrrelato» expresiones que van desde textos fundamentalmente narrativos, hasta greguerías o fábulas, es que resulta difícil aplicar las mismas características a unos y otros. Además, al compartir tantos rasgos con el cuento, se repiten muchos de ellos por lo que su problemática se ha convertido en una cuestión de grado. En estas propuestas el asunto de la extensión queda, por fin, en un segundo plano. 161 José María Merino es el único que determina que ha de ser «por lo general no superior a las dos páginas, a menudo desarrollada en muy pocas líneas» (Rotger y Valls, 2006: 43). La inutilidad de este criterio viene demostrada, por ejemplo, por un volumen como el de Hipólito G. Navarro, Los tigres albinos (2000) en el que aparecen piezas de la más diversa extensión ordenadas por la «talla» de los relatos en forma de «un libro menguante». Por otro lado, el rasgo hegemónico en estas reflexiones es la síntesis de la narratividad a través de la elisión. Así Andrés Neuman dice: «Concibo el relato breve como una elipsis de su propio desarrollo, como una reducción de sí mismo. La escritura comienza en lo narrado y continúa en sus omisiones, que son las verdaderas decisiones que debe tomar el hacedor de cuentos. El cuento, en este sentido, aspira a una sencillez hermética» (Rotger y Valls, 2006: 287). Según Juan Pedro Aparicio en este género: «Estamos ante una especie singular de lo narrativo, gobernada por la elipsis y la invención, en la que el humor suele estar muy presente —a veces como pura ingeniosidad—, constituyendo una literatura que podríamos denominar cuántica, por lo mismo que hay una física convencional o aristotélica (de los cuperos grandes) y una física cuántica o de los cuerpos diminutos». El autor, además de la consabida brevedad y depuración en los detalles, añade la importancia de la risa, del juego, del guiño humorístico con el que un cuento puede abrir sus posibles interpretaciones. Realmente el relato no se puede quedar estático, «requiere movimiento», un objetivo cada vez más difícil «en progresión geométrica con cada palabra que le restamos. De ahí la relevancia del título que no sólo distingue, sino que guarda una relación dialéctica con el texto» (Rotger y Valls, 2006: 95). La técnica de la alusión consiste en decir menos de lo que está pasando, así para Hipólito G. Navarro el género parece: «No el rincón del iglú, aunque también, sino la grandísima elipsis donde cabe la vasta y secreta cavilación de toda la especie esquimal hasta alcanzar el fogonazo de esa pregunta» (Rotger y Valls, 2006: 198).

161   En cuanto a su definición también plantea muchos problemas tanto sobre su condición genérica y estética como sobre su extensión: ¿qué tan breve puede ser un cuento muy breve? Lauro Zavala (1996) ha distinguido entre tres tipos de relatos: el cuento corto (de 1000 a 2000 palabras), el cuento muy corto (de 200 a 1000 palabras) y el cuento ultracorto (de 1 a 200 palabras).

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A)  Sobre algunas poéticas y trayectorias Aunque se podría pensar que este género, por su modernidad, sería patrimonio de las generaciones más jóvenes, también lo han practicado algunos de los más veteranos. Por ejemplo, Medardo Fraile en 1998 intercalaba en Contrasombras textos de longitud habitual con otros de extensión brevísima, una costumbre que repitió en su siguiente volumen Ladrones del paraíso (1999). Para el escritor estas narraciones formaban parte de un mismo hilo ya que no creó para ellas una poética en consonancia. Afortunadamente, a lo largo de los años sí que nos ha dejado algunos testimonios sobre el cuento, donde podemos apreciar una evolución. En el prólogo a Cuentos con algún amor (1954) declaraba: «No sé lo que es un cuento» (2004: 35). Con esta aserción quería evitar que sus ideas sobre el relato al que requiere propiedades tan abstractas como las siguientes: sinceridad, esfuerzo, generosidad, humor… fueran tomadas como un manifiesto. Medardo Fraile defendía que «el cuento no es necesariamente risueño, pero guarda siempre algo de risa, aunque sea dentro de una lágrima. Si no existiera Dios, habría que inventar un dios para los cuentos, porque son creyentes. El cuento —que nos hace meditar con suavidad y nos muestra el mundo como desde una vidriera policromada— camina con soltura por el corazón y la metafísica» (2004: 35). Desde entonces el autor ha tomado la costumbre de abrir sus libros con algunas palabras sobre su contenido. Por ejemplo, en el texto con el que comenzaba sus Cuentos de verdad (1964) intentaba contravenir la convención de que «siempre han solido ser cuentos de mentira —los infantiles sobre todo— o “historias”». Con esto apuntaba a que el género podía tratar no solo de fantasías o cuestiones alejadas de la realidad, sino de lo más cotidiano, por eso: «Si algo seguro caracteriza a los cuentos de hoy es su pluralidad, su identidad con el hombre y los hechos de la calle, su aire “corriente”. Digámoslo: su verdad» (2004: 151). Eran tiempos propicios para el cultivo de una narrativa fuertemente politizada, y aunque Medardo Fraile ha permaneció siempre libre de ser incluido en la nómina de los «sociales», sus cuentos poseen algunos ingredientes que recuerdan a sus coetáneos. En este prólogo defendía un relato sin anécdota: Los cuentos se acercan hoy, más que a la «historia», a la confidencia fugaz, angustiosa o ilusionada, al ‹timo› de la entrega, al ser del hombre, al último reducto humano de esperanza o protesta, a la euforia o frustración colectiva, al momento raro pero real, a la soledad pensante al servicio de todos. No ayudan a soñar, sino a realizar. Puede que, para algunos, tengan mala cabeza. Pero tienen buen corazón. Por eso quizá no acaban del todo; porque no acaban cuando acaba el cuento, sino cuando acaba el hombre. (2004: 152).

Estas declaraciones concordaban con las que había hecho para la revista Interacciones en 1955, según las cuales el cuento verdaderamente bueno «no se rellena con sucesos. Tiene para cualquier lector una atracción irresistible y aguanta lecturas y lecturas sin apenas ajarse. El buen cuento, como el mundo, como las altas empresas,

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surge de la nada» (Fraile, 1992: 101). Su teoría del género, desde una visión poco académica, más propia del creador, propone que el cuentista «cuida la vista de su lector, y entre uno y otro le ofrece la ventana de la meditación, le empuja a ver la nube que pasa, el farol que encienden o el cuadro de la pared» (Fraile, 1992: 101). Realmente sus relatos no cuentan ninguna historia y, por lo tanto, carecen de secuencias narrativas. Para Ángel Zapata el autor vacía el relato de sus requisitos clásicos a través de dos procedimientos: por un lado «la ruptura de la linealidad» y, por otro, «la destitución de la instancia de la representación a favor de la instancia simbólica, lingüística y netamente temporal, del discurso» (2004: 19). Algunos de sus textos son meras etopeyas en las que el personaje no hace nada. En estos textos Medardo Fraile jugaba con el estilo y, tal y como años más tarde declaró en su ensayo «Ochenta cuentos en busca de su autor» en estas primeras narraciones: «Mi tarea era contar, y contar bien, “sacrificando lo insólito a lo eficaz”, como dijo Borges, sin olvidarme ni un instante de las demandas más genuinas y definitorias del cuento: la amenidad, interés» (Fraile, 1991: 141). En los siguientes años el escritor dejó de prologar sus colecciones por lo que no existe guía alguna sobre su libro de minificciones Contrasombras. Sin embargo, en una entrevista explicaba su derivación hacia las formas mínimas por una defensa de la anécdota ya sea expresada en cuarenta páginas o un par de líneas. En sus textos a veces el argumento se adelgaza hasta casi desaparecer, como si lo importante estuviera fuera de lo que se narra: «Creo que el lector tiene que buscar lo esencial del cuento, que pueden ser dos frases, pero que tienen que estar abrigadas por el resto. No hay que contarlo todo, contarlo todo es el modo de aburrir a la gente» (Vivas, 2001). En este libro Medardo Fraile combina diversos tonos y técnicas, como bien señala su título, con luces y sombras, por eso quizá juega a combinar extensiones. La metáfora que aparece en la portada en realidad se refiere al contenido del volumen puesto que el autor busca oponer una luz de choque a las fuerzas negativas de nuestra sociedad, sus relatos tienden siempre a acrecentar en el lector la comprensión y el amor. En estos textos, con cierta influencia del gran Ramón Gómez de la Serna logra, a pesar de la parquedad de palabras, trascender al argumento. Su tema, no obstante, sigue siendo la sociedad española, aunque a veces también trata ambientes ingleses o escoceses. Al igual que Medardo Fraile, Juan Eduardo Zúñiga tampoco ha dejado escrita una poética sobre la hiperbrevedad a pesar de que recaló en el género con Misterios de las noches y los días (1992). Este libro, en el que me detuve al hablar de lo fantástico, supuso un cambio en su trayectoria dirigiéndose hacia el mencionado microrrelato (vid. apdo. 5.2 del cap. III). De esta manera se sumaba a una tendencia vigente en los noventa, aunque sus textos tenían mucho que ver con las leyendas del romanticismo. Por otro lado, estas narraciones no alcanzan el extremo de la hiperbrevedad, en su mayoría tienen tres páginas, a veces dos o una, por lo que no tienta los límites. En general sus historias tienen una introducción, núcleo y desenlace bien desarrollados, en las que no domina tanto la incompletud que ha de suplir el lector,

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sino la inquietante sorpresa final. El autor, por tanto, no concibe estos relatos de manera diferente a sus composiciones más extensas. José Jiménez Lozano, como cité antes, no entendió a los que se esforzaban por deslindar un subgénero diferente. Sin embargo, en El grano de maíz rojo (1988) y en el irónicamente titulado Los grandes relatos (1991), lograba resumir una historia en dos o tres páginas, aunque para él sus ficciones brevísimas formaban parte de un mismo impulso narrativo cada vez más condensado. Claro que, cuando publicó las breves narraciones de El cogedor de ancianos (1993) o Un dedo en los labios (1996), los editores sí que procuraron inscribirlos en la corriente de la hiperbrevedad. El primer libro era presentado como: «cien narraciones cortas, cortísimas: casi el tiempo de un suspiro solamente. Y un suspiro, un guiño, una sonrisa, una compasión o una alegría por las cosas que les ocurren a los hombres, y ahí se cuentan con las menos palabras posibles». Estos textos trataban el tema de la guerra civil, por ejemplo, la historia de un cura que evita un fusilamiento o un hijo que asiste al juicio en el que condenan a su padre. En general presentaban una visión diferente de la contienda que recuerda al cubismo por la fragmentación en breves escenas o facetas del desgarro de una sociedad. Para Nuria Carrillo, José Jiménez Lozano logra mostrar «la punta del iceberg» de un drama (2002b: 37). En su segundo libro (1996), se ocupaba de numerosos retratos femeninos a modo de catálogo de mujeres. Muchas de estas historias tienen un origen bíblico (María, Lot, Abigail, Tamar, Bethsabé, etc.)… Son a veces pequeñas escenas en las que transcribe una conversación o bien refleja la lucha por la supervivencia. De esta manera, en la contraportada aparece relacionado con la lírica («en un decir que convierte cada relato en un poema») y otros géneros («He aquí, juntos, parábola, fábula, historia y poesía, retratos llenos de amor y compasión, donde respira la incomparable sensibilidad de José Jiménez Lozano»). A diferencia de los tres narradores citados, Javier Tomeo se encuentra entre los pocos escritores que han publicado libros enteramente compuestos por unos microrrelatos que llevan hasta sus últimos términos su condición hibridatoria que para Noemí Montetes Mairal es, precisamente, el principal valor del género mínimo en la actualidad: «Porque probablemente la característica más específica del género del microrrelato sea precisamente esta […] la seña de identidad, asimismo, más distintiva del siglo xx: el mestizaje entre los géneros, las artes, las disciplinas» (2002). Lo cierto es que se ha adoptado como una costumbre la ruptura de los límites genéricos ya sea con el cuento tradicional (puesto que el lenguaje se vuelve más estilizado y la estructura se ve adelgazada al máximo) o bien con otros géneros a través de la parodia y el pastiche. En este sentido Lauro Zavala ha observado la combinación con géneros canónicos (como el ensayo, el cuento clásico, teatro, artículo, fábula), con géneros literarios de extensión mínima (poema en prosa, prosas poéticas, epigra-

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ma…), o con géneros extraliterarios (la definición, diario, confesión), series textuales o subgéneros de la minificción. 162 Así, las Historias mínimas de Javier Tomeo, aparecidas en 1988 y reeditadas en 1996, parten de las posibilidades que permite el microcuento creando unos curiosos textos a medio camino entre lo teatral y lo narrativo, de hecho en principio iban a ser presentados con el título Microteatro psicopático (Encinar, 1994: 16). 163 La obra constaba de pequeños diálogos protagonizados por parejas de caracteres absurdos, introducidas por breves didascalias. 164 El origen de dicha similitud con lo dramático no se debe a que conciba sus obras para ser representadas, sino porque en general le interesan los espacios únicos, tan frecuentes en la escenografía contemporánea y la creación de un universo a partir de la comunicación entre los personajes. Mis novelas son casi siempre cerradas. Es decir, ocurren en espacios cerrados, en una habitación, un despacho, una ciudad vacía, un teatro. Normalmente, hay un personaje central que habla y, naturalmente, hay otro que le responde. Hay una réplica, una contrarréplica, y poco a poco los personajes, a través de sus diálogos, van configurando todo un universo, y hablan sin ninguna inhibición. Diciendo lo que sienten, que más o menos puede coincidir con lo que siento yo, pero no necesariamente. (Encinar, 1994: 17).

El efecto dramático es entonces debido a la unidad ambiental en la que se ponen a hablar. Insertos entre estos diálogos, Javier Tomeo introduce algunas acotaciones que utiliza tanto por su función creacional de un tiempo y un espacio, como por ser un paréntesis para la reflexión del receptor: «Muchas veces, para que el lector des162  La relación completa de estas hibridaciones es: «a) Versiones mínimas de géneros canónicos: como el minicuento clásico, microrrelato (moderno) microensayo, minicrónica, artículo, miniteatro, fábula, metaficción ultracorta, narrativa infantil mínima, narrativa alética mínima, narrativa enigmática mínima. b) Géneros literarios de extensión mínima: poema en prosa, porsas poéticas, apólogo, epigrama, ejemplo, soneto, canción, articuento, ecfrasis, haiku, lipograma, y los géneros literarios propuestos por el colectivo OuLiPo (liponimia, perverbio, panorama, teatro alfabético, tautograma, etc.) c) Géneros extra-literarios de extensión mínima: definición, instructivo, entrada de diario, confesión, sistemas oraculares, grafitti, anécdota, viñeta, aforismo, wellerismo, acertijo, parábola, palíndromo, colmo, autorretrato, solapa, reseña, chiste, dedicatoria, prefacio, nota, subtexto, adivinanza, mito, reflexiones filosóficas, juegos verbales. d) Series textuales: fractales (minificciones integradas en forma de cuento o novela), bestiarios (alegóricos), hipertextos (interactivos). e) Subgéneros de la minificción: greguería (Gómez de la Serna), mitología (Roland Barthes), periquete (Arturo Suárez), canutero (periquete de literatura), caso (Enrique Anderson Imbert), varia invención (Juan José Arreola)» (Zavala, 2004b: 89-90). 163  Ramón Acín opina: «en esas fechas, el concepto de novela exigía una mayor extensión que la que caracteriza todas las entregas del aragonés —alrededor del centenar de páginas—, hábil practicante de la novela corta» (1991b: 49). 164   José Ignacio González Hurtado ha investigado la procedencia de estos relatos, la mayor parte de ellos fueron compuestos tres décadas atrás para ser rescatados en 1988. Javier Tomeo conoció el éxito tras la publicación de Amado monstruo, a pesar de que años antes había dado a la luz una de sus mejores obras: El castillo de la carta cifrada. La novela de 1985 supuso que comenzaran a conocerse sus anteriores libros y a publicarse, con una periorididad sorprendente, sus nuevos textos llegando, en 1990, a producir tres diferentes entregas. Según el investigador esto hace suponer que el autor retomó materiales creados con anterioridad, tal y como sucedió con sus Historias mínimas. (Gutiérrez Hurtado, 2001: 678).

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canse, como recurso casi técnico y también para situarle en el mundo donde están dialogando esos personajes, hago referencias a la materialidad de las cosas que rodean a estas dos personas» (Encinar, 1994: 18). Por último, el autor apunta a otra característica que hace posible la representación teatral de sus textos: «porque ofrezco una situación dramática. Mis novelas carecen de argumento entendido como se entiende tradicionalmente: planteamiento, desarrollo, desenlace, historias complicadas, estructuras muy complejas. Además, hago breves referencias que también son pistas para el montaje, para la puesta en escena de la obra» (Encinar, 1994: 18). Gracias a la flexibilidad del género hiperbreve, que suele basarse en la perversión genérica (ya sea poemática, ensayística o en este caso teatral), puede inscribir estos textos en el sistema narrativo con un círculo mayor de lectores. Junto con este volumen, el escritor zaragozano publicó su Bestiario (1988) y Nuevo Bestiario (1994) donde recogía textos que no superaban la página y media (comentados en el apdo. 5.3 de este capítulo). Por último, Javier Tomeo en Patíbulo interior sorprendió con un nuevo género, a caballo entre el humor gráfico y el epigrama. Aunque anteriormente ya había ilustrado la edición de algunos de sus libros —Zoopatías y zoofilias (1993) y El alfabeto (1997)—, en estas páginas introdujo sus propios dibujos. 165 Si Zoopatías se parecía a La Oveja negra y demás fábulas de Monterroso (1969), Patíbulo interior recuerda ese Movimiento perpetuo, cuya primera edición estaba construida con una parte gráfica (una mosca se posaba en las distintas páginas con diferentes tamaños y posiciones) y una literaria. El autor denomina este invento «reflexiones gráficas con un comentario adicional». Algunos de estos textos son más parecidos a viñetas con vida propia. Tomeo repite algunos de los animales de su bestiario particular a los que pone a dialogar con los humanos, sembrando la duda sobre la condición humana. Los defectos físicos, como unas orejas de soplillo, unos bigotes ridículos, unas corbatas impresentables, un cuello de jirafa que estropea un buen tipo, dos pelos solitarios en la soberana cabeza de quien se cree afortunado... aparecen dibujados en las imágenes que acompañan a sus comentarios. En estas reflexiones gráficas sus escenarios narrativos son el campo abierto, las calles de la ciudad, con soles brillantes, que recuerdan dibujos infantiles. Otro autor veterano que incurrió en el microrrelato fue Antonio Pereira. Ya desde su primer libro de cuentos, Una ventana en la carretera (1967), fue adelgazando sus textos hasta culminar en 1991 con sus Picassos en el desván donde algunas de sus narraciones no llegaban a una página. Esta evolución no ha pasado por alto entre los críticos, aunque cuando le preguntaron —«Tus cuentos son breves, ¿lo bueno si breve, dos veces bueno?»—, Antonio Pereira contestó: «Hay en mis cuentos, de todo. 165  En El alfabeto, las letras cobran vida y el autor las ilustra con sus dibujos (1997). Ramón Acín (2000), en su monografía sobre el escritor, ha logrado extraer algunos temas que vertebran su obra: el análisis de la anécdota y su función, el valor del azar, la permanente presencia del contraste, el uso literario y técnico de la deformación, la importancia de la soledad y de la incomunicación como reflejo de la sociedad actual, el uso técnico del diálogo o la significación y la fuerza de la mirada.

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Últimamente tiendo mucho a la brevedad, pero pienso cuidarme porque tampoco el cuento puede quedarse en el chasis» (2001). El humor no le falta cuando comenta, con bastante sorna, su indiferencia ante las divisiones en diferentes subgéneros. Soy un modesto cultivador —o cultor, si ustedes lo quieren más breve— de un arte breve, y comprometido, donde todo resulta aleatorio: desde la propia denominación, que será cuento, narración, relato, historia corta, según le pete al dicente, hasta lo meramente instrumental de la extensión, que oscilará entre una línea (ya es un tópico sacar el dinosaurio de Monterroso: «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí») y decenas, a veces muchas decenas de páginas. (Pereira, 1995: 167).

Sus cuentos brevísimos en realidad parten de una misma manera de hacer únicamente diferenciada por su depuración. Lógicamente, el autor no ha modificado ni especificado sus opiniones sobre el género para adaptarlas a lo hiperbreve, así su poética es la misma que resume en el prólogo a Me gusta contar, una especie de decálogo donde hace una divertida y paródica reflexión. Maduros periodistas o jóvenes periodistas en prácticas suelen pedirte una definición del cuento. A veces habré dicho razonablemente que es el resultado de saber una buena historia y saber contarla con brevedad e intensidad; otras veces, que escribir un cuento supone una salida para un golpe de mano que fracasa si se lleva exceso de munición. Esta última gusta más y suelen ponerla en el titular. El caso es que defiendo una modalidad literaria que me apasiona y que les viene como anillo al dedo a los lectores de nuestro tiempo, sobre todo si son lectores interactivos, casi compinches del fabulador… (Pereira, 1999: 9-10).

Las dos definiciones que recoge recuerdan tanto a las ideas poenianas del relato, como a la metáfora cortaziana del «golpe». Al señalar que la segunda es mejor recibida que la primera en estas líneas, insinúa que sus respuestas no siempre son homogéneas, sino que dependen de las modas literarias. En otra ocasión, Antonio Pereira había expresado la creatividad como «un chispazo que puede producirse en cualquier parte y ser atrapado en unas pocas palabras sobre un papel de fortuna, a veces sobre la servilleta del bar» (1995: 169). Su forma de componer los relatos no dista mucho de aquella minuciosidad de recursos que es propia tanto del género breve como del hiperbreve, pues en ambos la intención es la misma, atraer y conquistar al lector: «En la brevedad del cuento todo importa. El resultado de un cuento, su eficacia, se logra con pequeños guiños de ojo, con recursos verbales mínimos pero muy intencionados, y da lo mismo que el lector no los capte de una manera plenamente consciente. Casi siempre —siempre, cuando el cuento es bueno—, esas arterias, digamos, del narrador están trabajando sinuosamente al destinatario en busca del efecto final» (Pereira, 1995: 169). De esta forma, el autor en Picassos en el desván (1990) mantenía en vilo al lector intercalando textos brevísimos (en total siete) con sus narraciones más extensas. Con esto logra un ritmo discontinuo que hace que el receptor

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esté al acecho porque puede que el próximo relato acabe en la siguiente página. En tres de ellos recoge reflexiones metaliterarias. Por ejemplo, el que da título al libro tiene como protagonista a un escritor que encuentra un magnífico argumento en una breve noticia del periódico, sin embargo, él ignora todas sus posibilidades. En «Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos», bromea sobre el papel del «poeta inspirado» que solo ha llegado a escribir una línea. Los restantes van desde la imagen recreada («La violinista» o «La esquela»), al ambiente fantástico («El escalatorres» y «Los pasadizos»). Luis Mateo Díez fue el primero de los «sobrinos de Diego Ordás» en recalar en el cuento hiperbreve. En 1993 logró sorprender a sus lectores con Los males menores, un libro con dos partes. La primera se titulaba Àlbum de esquinas y era un compendio de cuentos de asunto adolescente que, años más tarde, fueron merecedores de ser recogidos en El pasado legendario (2000b), un libro donde se ocupa, como ya expliqué, de retratar la doble cara de la leyenda: personal y colectiva (vid. apdo. 4.3 del cap. III). La segunda parte está compuesta de treinta y ocho microrrelatos. Estas breves composiciones guardan en común ese parentesco intrínseco con el cuento puesto que en ellos predomina siempre lo narrativo. El siguiente minicuento muestra cómo en pocos párrafos se puede plantear todo el misterio de lo fantástico y lo extraño. Se trata de un relato en busca de la sorpresa final. EL POZO Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió un apequeña botella con un papel en el interior. «Este es un mundo como otro cualquiera», decía el mensaje. (Díez, 1993: 160).

En varios de ellos consigue la ambigüedad de significados gracias a la simultaneidad de dos acciones posibles. Pasado y presente se unen, por ejemplo, en «Sabiduría» donde el narrador recuerda aquella vez que se perdió siendo niño, una sensación que recuerda ya al final de su vida desde la ancianidad. El caso más claro es «El crimen» donde el narrador mata a una mosca mientras su vecino asesina a una mujer. El texto concluye: «—La he matado —dijo mi vecino / —Yo también —musité para mí sin comprenderle» (Díez, 1993: 126). Por otra parte, estos relatos están protagonizados por una primera persona como sucede en «El sueño», de indiscutible reminiscencia monterrosiana: «Soñé que un niño me comía. Desperté sobresaltado. Mi madre me estaba lamiendo. El rabo todavía me tembló durante un rato» (1993: 195). En varios de ellos el autor deriva hacia la metaliteratura, incluso cinco ya habían aparecido en su conjunto de ensayos titulado El porvenir de la ficción. Así en «Amantes», trata el tema de la falta de comu-

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nicación entre el hombre y la mujer pues él ladra a su novia y ella le responde con maullidos. A pesar del éxito conseguido con este volumen, y a diferencia de sus compañeros de generación, Luis Mateo Díez no ha vuelto a ejercitar este género. Esto lo explica en la siguiente entrevista: L.G. Después llegaron «Brasas de Agosto», una incursión en el relato, y «Los males menores», una vuelta de tuerca al relato hiperbreve... ¿Para cuando va a volver Luis Mateo Díez a este género? L.M.D. El microrrelato es un género de moda pero muy peligroso, parece que cualquier chiste, gracia o ingeniosidad ya vale. No estoy muy interesado en volver, pero seguro que lo haré, aunque sea parcialmente. En ese riesgo está también su reto. L.G. Porque ha demostrado defenderse igual de bien en dicho género, el hiperbreve, a pesar de ser usted un creador de mundos novelescos... L.M.D. He tenido siempre mucha inclinación a lo significativo y a lo intenso, a la posibilidad límite de llegar lo más lejos posible con el menor armamento. Tampoco es mal conducto a la hora de la novela, de la frase a frase, de la página a página. (García, 2005).

Sin embargo, se puede pensar en sus textos de La ruina del cielo como sucedáneos de esta forma de componer. En cierta manera Luis Mateo Díez ha ido aplicando esta búsqueda de lo intenso en sus siguientes novelas en las que se aprecia un importante cambio en su estilo. En Fantasmas de invierno (2004) el texto está dividido en párrafos muy cortos, a veces de solo dos líneas, entremezclados con otros de longitud media, y está formado por capítulos compuestos por segmentos desordenados de la historia en boca de narradores escurridizos. Toda esta densidad es empleada en función de un efecto: dotar de un cierto tono legendario la época de la posguerra. Estos mismos recursos aparecen también en la segunda novela corta recogida en El fulgor de la pobreza (2005), «La mano del amigo», en la cual, una vez más, Luis Mateo Díez se adentra en el tema de la infancia, ese periodo que suele formar parte de nuestra leyenda personal, y emplea el contexto de los años que siguieron a la contienda civil. El lejano conflicto entre dos adolescentes, Elio y Roncel, en el límite de la amistad, es descrito en sus distintas fases, sin que se llegue a comprender el verdadero origen de su odio. Así el estilo fragmentario es la clave de la evolución narrativa del leonés, aquella que antaño había abogado por la vuelta a las antiguas estructuras narrativas. En el año 2000 defendía la actualización del relato precisamente gracias a «la medida» pues: «Lo moderno es lo que está bien medido, y la novela moderna, si buscamos la contraposición a su imagen decimonónica, soslaya la desmesura que proviene de la información o del mero pensamiento del novelista, en tanto en cuanto no coadyuva a la estricta fortaleza estructural» (2000: 66). El caso de José María Merino es muy diferente al de su compañero. Durante los noventa publicó algún microrrelato esporádico en las antologías del género como «Tres historias de viajeros» en La mano de la hormiga, o «Ecosistema» en Dos veces

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cuento, de modo que su dedicación a este género ha sido posterior a las fechas de este estudio. 166 Sin embargo, sí que ha proporcionado varias definiciones del mismo: en su aportación a la revista Quimera (Rotger y Valls, 2006), en el ensayo «Sobre relatos mínimos» para Revista de libros (2002) y en la introducción a Cuentos de los días raros (2004d). 167 Como ya cité, una de sus preocupaciones consiste en que el microrrelato, precisamente por su flexibilidad, se acabe convirtiendo en una especie de «cajón de sastre». El autor, en el caso del cuento, ha destacado siempre la importancia de que sea «narración pura», donde «lo sintético predomina sobre lo analítico, que tiende a la máxima expresividad en el menor espacio dramático posible y que, se plantee como se plantee el desenlace —quiero decir, con independencia de que el autor tienda a ser ambiguo o explícito—, resulta siempre un final exhaustivo, que concluye o, mejor, remata la intensidad de lo narrado» (Merino, 1993: 466-467). Por otra parte, también ha señalado la necesidad de que haya cierto movimiento, a diferencia de la prosa poética, que por lo general viene dado por «la tensión y conflicto en personajes, un proceso dramático o cierta culminación suya» (Merino, 1997: 18). Así al microrelato le exige esos mismos requisitos. En el ensayo para la Revista de libros se preocupaba de que la excesiva disolución de las fronteras genéricas podía: «llevar consigo el abandono de la imprescindible tensión que debe estar en la sustancia misma del relato, banalizando la creación narrativa y dando pie a la instauración de un cierto “género menor”, más que corto, infectado de ocurrencias y desahogos más o menos ingeniosos» (2004c: 237). El autor concluyó su panorama del género para Quimera enfatizando su singularidad: «Que sea pequeño, pero que sea volátil, que ascienda rápidamente, que desaparezca enseguida de nuestro campo de visión, pero que nos deje una intensa imagen de ese mundo paralelo, certero, hecho sólo con palabras, que tiene que suscitar la narrativa verdadera» (Rotger y Valls, 2006: 80). Juan Pedro Aparicio es otro veterano y compañero de Luis Mateo Díez y José María Merino que llegó al género en los últimos años de la década lo cual le hizo ser incluido en el especial convocado por la revista Quimera (VV. AA., 2002a). El escritor presentó en 1975 la recopilación El origen del mono y otros relatos, título que modificó años después en su segunda antología Cuentos del origen del mono (1989). En realidad, según señala Asunción Castro Díez, la práctica totalidad de sus relatos aparecieron ya recogidos en este primer volumen (2002: 47). Tras este cultivo esporádico, muchas veces motivado por el encargo, el escritor siguió publicando libros de cuentos muy próximos cronológicamente. En 2005 recibió el II Premio Setenil de Cuentos al mejor libro de relatos publicado en el año por La vida en blanco. Aunque la mayor parte de estos textos tienen una medida convencional, alrededor de la decena de páginas, el libro tiene como cierre un microrrelato de tan solo cuatro líneas. 166  Desde hace años se ha convertido en un maestro de la hiperbrevedad: en sus últimos libros nos ha dado excelentes muestras en Días imaginarios (2002), Cuentos de los días raros (2004) y en Cuentos del libro de la noche (2006). 167  Aunque el ensayo fue publicado inicialmente en 2002, he utilizado la versión revisada proporcionada en el interior del volumen Ficción contínua (2004d).

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Finalmente, ya en este siglo, ha recalado en el género hiperbreve con La mitad del diablo (2006), su primer libro de minificción, o literatura cuántica, según él mismo propone: sus elementos narrativos son partículas brevísimas que obedecen a una mecánica menguante basada en los principios de la elipsis, la riqueza de invención y el humor. Aunque Juan Pedro Aparicio no es un escritor muy amante de dar sus opiniones literarias, ha explicado la condición de estas narraciones: «Me gusta definir el cuento como aquella narración que empieza pronto y termina enseguida. Así que el cuántico, por su condición de hiperbreve, ha de empezar todavía antes y terminar también antes, lo que tiene tanto misterio como la cuadratura del círculo, y de ahí deriva su atractivo» (Azancot, 2006). Andrés Neuman ha dejado clara su afición por lo hiperbreve en poesía en sus dos colecciones de haikus: Alfileres de luz (1999) y Gotas negras (2003). Pero es en narrativa donde ha destacado y ha ejercido un importante papel en su canonización. Para el autor el microrrelato va a ser el género del siglo xxi pues: «Dada su naturaleza radicalmente contemporánea (su velocidad de transmisión, su construcción fragmentaria, su parentesco visual con el flash), la comprensión y valoración de la micronarrativa habrán de crecer pronto. ¡Seguro!» (López-Vega, 2001). Para consolidar su condición se ha preocupado por realizar una reflexión sobre la técnica del relato. En una entrevista justificaba esta dedicación ya que: «La teoría muestra los descubrimientos hechos durante la escritura. Es como un diario de rodaje: hay cosas que no pueden salir en la película, pero interesan». Según su opinión hace falta mucho trabajo en España para defenderlo: «Con mis manifiestos he pretendido abrir un espacio de debate teórico sobre el cuento, que es algo que en este país no existe» (López-Vega, 2001). Así ha tomado la costumbre de cerrar sus libros con un epílogo relativo al cuento. Uno de sus textos más famosos es el «Dodecálogo de un cuentista» aparecido tanto en la primera edición de El que espera (2000), compilado en sus Pequeñas resistencias (VV. AA., 2002), y reimpreso en las ediciónes de 2001 y 2007 de El último minuto. Con los años corrigió este texto y creó un «Nuevo dodecálogo» para la antología de la cual era responsable y que reapareció en Alumbramiento (2006). Ni la nueva versión ni la antigua tienen, por su tono o por su contenido, intención alguna de erigir barreras o alzar escudos protectores, sino tan solo dar algún consejo. 168 Andrés Neuman resalta la mezcla del género con otras formas: «El microcuento entra en mestizaje con el poema en prosa, con la reflexión breve, con el diario o el apunte, sin dejar a la vez de arrojar un nuevo subgénero, si bien híbrido, identificable» (Rotger y Valls, 2006: 268). Esta definición sirve para incluir tanto los cuentos como los microcuentos que aparecen dentro de El que espera (2000). En las páginas finales de este último volumen también realiza un «Epílogo-manifiesto» donde señala que el género requiere una «sencillez hermética», ya que «sabe guardar un secreto». El autor, en esta ocasión, condensa una serie de referencias teóricas:   Sobre la poética narrativa del autor, existe un trabajo con el que comparto materiales, pero no conclusiones: Francisco Álamo Felices, «Andrés Neuman y su teoría de la narrativa breve (el microrrelato y el cuento)» (2001-2002). 168

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apela a un lector activo, que coopera en la imaginación de alguno de los probables finales, y finalmente concluye diciendo que los microcuentos son un subgénero específico «puesto que poseen sus pequeñas pero rigurosas leyes internas», entre ellas menciona solamente «el total desmantelamiento de la tradicional progresión tripartita». Sin embargo, en su interior distingue dos secciones: «Miniaturas» y «Brevedades». En las primeras busca la esencia del microcuento a partir de la elipsis, tal y como señalaba en su poética. El caso más extremo es «Adolescente», relato que se reduce a una frase: «Y vio desvanecerse su inocencia mientras esperaba alguna noticia del tiempo». En su siguiente libro, Alumbramiento (2006), de nuevo divide el volumen en tres bloques titulados «Otros hombres», «Lecturas» y un nuevo grupo de «Miniaturas». Además de su teoría del microrrelato, el autor se ha preocupado por otras cuestiones del género. En El último minuto (2001), recogía, junto al mencionado dodecálogo, otros tres apartados sobre la cuestión. En el segundo, «El cuento del género y la teoría de los procedimientos», defiende una poética de la hibridación en la que no existe ningún género puro, sino una mezcla entre la narrativa y la poesía. En el texto «Técnica del minuto y otros procedimientos», dice que el escritor debe vivir en la simultaneidad, ha de saber callarse a tiempo, es un sprinter experto en la condensación y la velocidad. Por último, en «Homenaje al secreto», repite las estrategias que se deben seguir en torno a la síntesis, la intensidad, la condensación y la capacidad evocadora, recursos que entroncan con la lírica. 169 Andrés Neuman no es el único cuentista joven que ha cultivado esta forma literaria, sin embargo, por una cuestión de proyección literaria, ha sido el único con una poética tan difundida. Algunos de estos autores son: Hipólito G. Navarro (Los tigres albinos, 2000), Neus Aguado (Paciencia y barajar, 1990) o Felipe Benítez Reyes (Un mundo peligroso, 1994). Fuera del corpus utilizaron este género escritores como Ángel Guache (Sopa nocturna, 1994), Julia Otxoa (Kískili-káskala, 1994 y Un león en la cocina, 1999), Carmela Greciet (Descuentos y otros cuentos, 1995), David Roas (Los dichos de un necio, 1996), F.M. (Cuentos de X, Y, Z, 1997), Gustavo Martín Garzo (El amigo de las mujeres, 1992), Anelio Rodríguez (Relación de seres imprescindibles, 1999), y Pedro Casariego Córdoba (Verdades a medias, 1999). 170 6.6. El cuento y otros géneros colindantes Hasta aquí ha llegado la búsqueda de vínculos entre el cuento y algunos de los géneros que han aparecido mencionados en las poéticas. Quizá llame la atención que no se hayan comentado otras proximidades. La razón de estas ausencias ha sido una 169   Este abundante material sobre el cuento ha sido ampliado con su intervención para la mencionada antología sobre poéticas del cuento El arquero inmóvil (Becerra: 2006). 170  Para una relación completa de los autores que han escrito microrrelatos durante los noventa véase el corpus recopilado por Irene Andres-Suárez para la revista El Cuento en Red (2013).

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cuestión estadística ya que no son excesivamente citadas en los textos analizados, lo cual no significa que no puedan ser territorios por explorar. Por ejemplo, el cuento también se relaciona con el teatro en la medida en que sus escenarios a veces son inmóviles o cuando predomina el diálogo (como en la narrativa de Javier Tomeo o en los relatos que imitan la enunciación oral). Un caso en el que me voy a detener, aunque sea brevemente, es en la relación entre el cuento y la novela corta. Ya en 1949 Baquero Goyanes procuraba distinguir entre los siguientes conceptos: cuento, novela corta, y novela. Para el estudioso la segunda era equivalente a cuento literario mientras que «cuento», sin ningún adjetivo calificativo, correspondía a lo popular. 171 Javier Huerta Calvo, en su amplio análisis sobre los diferentes géneros históricos, en colaboración con el profesor García Berrio, presentaba un sistema semejante, aunque mucho más completo (1992: 180). 172 En nuestro idioma, y en la actualidad, los términos «cuento», «relato», «historia» y «novela corta» no esconden lo mismo que antaño, pero en esta década comparten la referencialidad del ámbito de lo literario. ¿Cuándo es utilizado por los escritores recogidos en este trabajo? La proximidad entre el cuento y la novela corta era apuntada, precisamente, por aquellos autores que sentían que la brevedad a veces les sabía a poco. El primer caso era Almudena Grandes, quien expresaba la necesidad de controlar sus palabras: «Cuando escribo un cuento, debo conocer desde el principio su argumento, su estructura, su extensión —este es un capítulo especialmente importante, porque si no me vigilara, cada uno de mis cuentos se acabaría convirtiendo en una novela corta—, su nivel de intensidad, su principio y su final» (VV. AA., 2002: 206). Del mismo modo, Antonio Soler opinaba que sus textos eran más cercanos al género, y de hecho, no se siente muy cómodo con el concepto de cuento y huye de esa denominación por otra: «Mis relatos tienen vocación de río navegable, un río narrativo por el que puedan fluir abiertamente esos seres que acuden a mí con algo que contar. A los que yo acudo para que me cuenten la historia de unas vidas que, según ellos, no caben en pocas páginas ni en la herética estructura de un cuento» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 246). El género en cuestión es percibido como un espacio en el que no es precisa la economía de medios y por ello la metáfora del río al que todo va y en el que todo fluye. Por último, Cristina Fernandez Cubas, que en 2000 publicó Sangre, un ejemplo extraño en su trayectoria puesto que ha sido una de las escasas incursiones en la narrativa extensa de la autora, señalaba que lo hizo porque su historia sobrepasaba los límites del cuento: «la idea de Sangre desbordaba ampliamente incluso una novela corta y enseguida vi que era una novela» (Alcaina, 2001). Ambos tienen

171  Un recorrido semejante realizaron Enrique Anderson Imbert (1979: 17) y Juan Paredes Núñez (1986: 12). 172   Según él, en castellano existirían las siguientes correspondencias: para referirnos a la novela corta de tradición oral se utiliza tanto cuento como historia; es en el terreno literario de la narración corta donde coincide el uso de cuento y novela corta.

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en común la brevedad y la narratividad, aunque estos rasgos significan una reducción de su complejidad. José María Merino le dedicó a esta relación todo un espacio singular en su ensayo «Un viaje al centro: cuento y novela corta» (2004e). En primer lugar, plantea que ambas son formas de ficción imprescindibles en cualquier cultura. Con esto, intenta nuevamente que el cuento adquiera la misma jerarquía dentro del sistema global de los géneros. Otra vez recurre al argumento de la dificultad lectora, como se ha visto arriba: «Lo sintético, lo concentrado, plantean al lector mayoritario, común, al menos avisado y formado, dificultades de mera comprensión» (sobre su poética vid. apdo. 5.2 del cap. III). A continuación, el autor se plantea los tópicos poenianos como la relación entre la brevedad y la intensidad, la economía… ya que son características comunes. La diferencia radicaría en el momento de la concepción pues la novela implica un largo proyecto y el cuento surge «de súbitas iluminaciones o fogonazos inventivos», o bien en los «intermedios». Con esto se refiere a que en la novela pueden abundar los «pasadizos, las zonas de transición» sin que el conjunto se resienta, mientras que en la novela corta están rigurosamente prohibidos. Merino como paradigma de este género acude a «El celoso extremeño» de Cervantes, mientras que para el cuento se detiene en describir algunos relatos de Baroja, Valle Inclán, Aldecoa, Tolstoi, Chéjov y Steinbeck. El autor convence a los lectores de que ambos tienen unas mismas cualidades, aunque más adelante afirma la necesidad de mantener esta nomenclatura por tradición, e incluso intenta buscar alguna diferencia: «El viaje al centro que la narrativa breve propone es en la novela corta un poco más dilatado que en el cuento, pero suele resultar inolvidable» (Merino, 2004e: 84). Con todo, la denominación «novela corta» no abunda en las estanterías de las librerías. Antonio Muñoz Molina, cuyo volumen Carlota Fainberg he analizado por extenso, se quejaba de la mala situación que tiene el género en el ámbito de su difusión. Recordando sus palabras: «Muchas novelas que se publican ahora son, técnicamente, novelas cortas, pero sus autores y sus editores procuran no decirlo, sabiendo que aquí lo breve se califica de menor y se considera secundario» (Muñoz Molina, 1994: 13). Efectivamente, la suerte editorial que tienen estos textos es incierta a pesar de que el género ha ido teniendo sus propios concursos, por ejemplo: el Premio novela corta «Ciudad de Barbastro» o el premio CAM «Ramón Sijé» o el «Mario Vargas Llosa». 173 Los criterios expresados en sus convocatorias sirven para entender los límites formales de estos textos: el primero permite los noventa folios, el segundo entre cincuenta y setenta y cinco, y el último no puede superar las ciento cincuenta. Irónicamente, los escasos volúmenes aparecidos de forma exenta no lograrían participar en estos certámenes: Antonio Muñoz Molina y su Carlota Fainberg (184 págs.), o El desorden de tu nombre de Juan José Millás (176 págs) o Antonio Soler y 173   Vargas Llosa ha apadrinado sendos premios que reciben su nombre. Anteriormente cité el convocado por la cadena de hoteles NH dedicado al relato, en esta ocasión me refiero al premio de novela concedido por la Universidad de Murcia junto con la Fundación Caja Mediterráneo y la Cátedra Vargas Llosa.

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su opera prima, La noche (128 págs). Lo más frecuente ha sido encontrarlos, como le sucedió al primer libro de Soler (incluido en Extraños en la noche), dentro de volúmenes mayores en los que, a veces, guardan un hilo conductor. Así sucedía en el caso de Exposición de la carta del canónigo Lizardi con la que Bernado Atxaga había ganado el premio Ciudad de San Sebastián en 1982 y con la que inauguraba Obaba, o El oscurecer de Luis Mateo Díez, inserto en El reino de Celama. En realidad, el destino más habitual de estos textos es, como ha venido haciendo el autor leonés, su publicación en pequeños ciclos: El diablo meridiano (2001), El eco de las bodas (2003), El fulgor de la pobreza (2005) y Los frutos de la niebla (2008) que ha resuelto reunir finalmente en Fábulas del sentimiento (2013). Para terminar con las relaciones entre el cuento y otros géneros, hace falta recalar en su vínculo con el ensayo. Este último, entendido como una composición de tipo expositivo, debe reunir la búsqueda de objetividad y la expresión subjetiva, entre el afán por la estética y el impulso didáctico (Gómez Martínez, 1981: 82). En principio no puede incluir procedimientos novelescos, sin embargo, como ha sucedido en todos los géneros, se ha ido ficcionalizando. En pos de una buena expresión, el pensamiento se narrativiza. El resultado es que los autores nos dejan piezas de dudosa índole. Ambos géneros parten también de una extensión limitada y de cierta voluntad de estilo por parte del escritor. Lo que define al ensayo es la actitud del creador que a veces es errático y otras es conciso. Por otra parte, como la meditación profunda sobre la vida, la naturaleza o la literatura, habitual en el género reflexivo, está en la base de la mayor parte de los textos literarios, también aparecerá en la brevedad. Así el término «ensayo», que tan solo aparecía en las poéticas en sustitución a «intento de narración», acaba adquiriendo para los autores ese significado de «ensayo de lecciones de vida» pues permite recoger con flexibilidad su conocimiento intuitivo de un tema. Cuando el pensamiento se torna literario, el género entonces conecta con la metaficción, asunto del que tratará el siguiente apartado. Uno de los libros más curiosos incluidos en las listas de volúmenes de cuentos, pero en cuyo interior predomina la reflexión, es Lista de locos y otros alfabetos (1998) de Bernardo Atxaga. El autor, en el primer texto de la colección, «Cuento sorprendente en forma de alfabeto», explicaba el origen de los medievales Alphabeta exemplorum utilizados por los monjes para entretener a su público a veces reacio ante las lecciones teológicas: «Se trataba de que el peso de los discursos estuviera bien repartido, y de que cada una de las veintitantas letras del alfabeto correspondiente arrimara su diminuto hombro y contribuyera a llevar la carga» (1998: 13). Desde entonces el escritor vasco ha dedicado algunos de estos «artilugios» a la literatura infantil, al plagio, a los fantasmas, a la literatura vasca... Gracias a la addenda proporcionada por el propio autor en las últimas páginas, se podía seguir el hilo del origen de cada uno de esos textos. En general fueron piezas pensadas para leer ante un público al que debía entretener e informar, igual que les sucedía a aquellos religiosos, por lo que el marco ficcional le servía para unir pensamientos y dar al conjunto un aspecto de hábil construcción. Aunque en todas ellas aparece la voz de un

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narrador al que por las inquietudes intelectuales que refleja no se puede desvincular de la personalidad del escritor vasco, se percibe la consciencia de una máscara ocultadora sobre todo acentuada por el sentido del humor y la fantasía. Esa primera persona dialoga con sus amigas las letras, les hace bromas, acepta sus consejos y recoge sus intervenciones en una divertida polifonía: «Yo me quedaría aquí con mucho gusto, porque la mesa redonda me parece genial —dijo la G—. Sin embargo, debo bajar a ver el partido. Sin mí puede haber buenas jugadas y aplausos, pero no puede haber goles» (1998: 49). Cuando Miguel Munárriz en 2014 explicó el origen de uno de ellos, «Un cuento para Violante», recordaba que un año antes había asistido a la lectura pública de «Desde Groenlandia con amor» y que le había impactado: «la puesta en escena, la música, la interpretación a varias voces, la poesía, etc.». Estos textos estaban pensados para fascinar en la oralidad y por ello el recurso ficcional le servía de soporte. 7. Los relatos del juego literario Como ya apunté, uno de los aspectos que más ha llamado la atención por parte de la crítica es la existencia durante los noventa de un bloque importante de relatos metaficcionales (vid. apdo. 3 del cap. III). Del Rey en 1999 apuntaba el énfasis de los autores en plantear: «la elaboración escritural del cuento, en mostrar sus mecanismos y su lenguaje, en privilegiar no lo que podrían ser sus vínculos con una realidad más o menos verosímil, sino con la propia literatura» (97). David Lodge señalaba la importancia de esta tendencia en la literatura contemporánea: «el discurso metafictivo no es tanto una escapatoria o coartada mediante la cual el escritor puede rehuir de vez en cuando las obligaciones que impone el realismo tradicional; es más bien una preocupación central y una fuente de inspiración» (2002: 327). Es decir, la metaficción es una posibilidad más dentro del repertorio en la que el autor se apropia de algunas ideas de la literatura y de su experiencia lectora de la misma manera que utiliza sus vivencias, sus sueños o la historia. 174 Esta opción ha sido elegida por, como mínimo, la mitad de los escritores estudiados. 175 174   La mayor parte de los autores del corpus han hecho alguna incursón en el relato metaficcional: Gonzalo Suárez, Juan Pedro Zúñiga, Medardo Fraile, José Jiménez Lozano, Javier Tomeo, Ana María Navales, Juan José Millás, Carme Riera, Soledad Puértolas, Marina Mayoral, José María Merino, Luis Mateo Díez, Enrique Vila-Matas, Ana Rossetti, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Pedro Zarraluki, Juan Bonilla, Manuel Rivas, Quim Monzó, Bernardo Atxaga, Julio Llamazares, Felipe Benítez Reyes, Eloy Tizón, Pedro Ugarte, José Carlos Llop, Nuria Amat, Isabel del Río, Antonio Soler, Sergi Pamies, Juan Manuel de Prada, Neus Aguado, Care Santos, Hipólito G. Navarro. 175   Marco Kunz (1994: 83-99) y Antonio Gil (1999: 239-244) abordaron varios relatos vinculados entre sí por este rasgo. El primero estudia los «cuentos que hablan del cuento» en «Relato de noche» de Luis Fernández Roces, «Relato de noche» de Pedro Zarraluki y «Para escribir un cuento en cinco minutos» de Bernardo Atxaga. Antonio Gil, desde una perspectiva teórica, analiza las implicaciones del relato autorreflexivo en la definición del cuento, partiendo de las obras de autores españoles como Juan Marsé o Antonio Muñoz Molina. Por otro lado, Asunción Castro (2001) y Noemí Montetes (2001) estudiaron este fenómeno en las obras de Bernardo Atxaga y Juan Bonilla, respectivamente.

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En verdad los recursos metaficcionales aportaron en los noventa al caso del cuento un nuevo dinamismo en las técnicas narrativas de tal manera que se fue distanciando de las formas tradicionales. En cierta medida, los escritores de relatos han acudido a ellos para integrar el género en las estrategias de la experimentación. A pesar de esto, en los últimos tiempos existe un cierto cansancio frente a esta literatura, el recurso de hacer literatura de la literatura también es visto como rasgo caduco. 176 Jordi Llovet ha planteado la sustitución de un repertorio por otro: «Hubo una mímesis cargada de inocencia tiempo atrás, pasaron muchos siglos de metaliteratura preñada de admiración o de nostalgia, y parece que asistiremos, cada vez más, a la restauración de una literatura de ficción por fin liberada tanto del peso del canon literario como de la neurótica pasión de hacer literatura sólo sobre la base de la literatura misma» (2006). En los noventa los cuentistas se prestan a incluir en sus propias ficciones buena parte de la reflexión literaria que fundamenta su manera de concebir la escritura. Esta costumbre deja un abundante y extraño corpus de textos. En realidad, la metaficción interesa porque «el género», entendido en todas sus acepciones, se convierte en material de la trama y del discurso; aún es más, en algunos relatos se plantea la selección del repertorio genérico delatando los entresijos del sistema. Antes de tratar estos cuentos, no puedo obviar que la razón de que la nómina de los incluidos en esta sección sea tan numerosa es que he adoptado el sentido más amplio del término. El problema del concepto «metaficción» es que ha tenido unos límites bastante imprecisos desde que lo empleara por primera vez William H. Gass en su ensayo titulado: «Philosophy and the Form of Fiction». 177 El autor lo creó para llamar así a un conjunto de textos experimentales que surgieron con objeto de romper la tradición del realismo literario y que compatibilizaban dicha labor con su propio comentario. Desde ese momento hasta nuestros días, el término se ha ido consolidando gracias a su uso por parte de los teóricos y la crítica. Muchos han investigado este mismo campo y han fraguado una amplia terminología que designa, de forma más o menos laxa, partes del mismo fenómeno: «ficción autorreflexiva» (Robert Scholes), «surfiction» (Raymond Federman), «ficción autoconsciente» (Robert Alter), «introverted fiction» (John Fletcher y Malcolm Bradbury), «ficción narcisista» (Linda Hutcheon), «parafiction» (James Rother). 178 Aunque, en principio, cada estudioso emplea su concepto 176  Por ejemplo, Ricardo Senabre cuando fue publicada Bartleby y compañía señalaba su originalidad y su calidad: «Bartleby y compañía es un texto impregnado de literatura y dirigido a lectores impenitentes, capaces de sentir la fruición de una literatura sin fronteras, concebida como un inmenso campo de goce» (2000), sin embargo, tres años más tarde cuando apareció París no se acaba nunca este juego metaliterario ya no era tan bien recibido por su excesiva repetición: «El lector de Enrique Vila-Matas sabe muy bien que el tema central —y acaso único— de su literatura es, precisamente, la literatura. Cualquiera que sea el envoltorio escogido, las obras del escritor catalán son variaciones sobre el mismo tema» (Senabre, 2003). 177   William Gass (1970) utilizó este término para referirse a las obras de autores como Jorge Luis Borges, John Barth y Flann O’Brien. 178   En 2005 apareció el especial de la revista Anthropos titulado Metaficción literaria y autorreferencialidad interartística en el que se recogía una revisión bibliográfica de los principales trabajos so-

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con una intención específica, poco a poco se han ido usando indiscriminadamente diluyéndose así sus matices. El término «metaficción» es quizá el menos marcado etimológicamente, tal y como señaló Francisco G. Orejas, ya que el prefijo «meta-», aunque según el Diccionario de la Real Academia significa, «junto a, después, entre o con», también ha extendido su uso a «detrás, más allá, en medio de», de modo que este significa aquello que está más allá o dentro de la ficción y que llama la atención sobre esta (2003: 23). 179 Este nombre apunta a la doble referencialidad de estos discursos, de la que habla Domingo Ródenas, hacia el exterior o el interior de sí mismos (1994-1995). Por otra parte, su condición ficcional está implicada en dicha modalidad en tanto en cuanto es el material cuestionado en todas sus dimensiones. Gran parte de los trabajos sobre la cuestión intentan concretar qué aspectos de la ficción entran en juego y busca un orden en los posibles virtuales que ofrece basándose en distinciones narratológicas, o semióticas, según el nivel estructural de la novela o relato en que se den. Como señala Domingo Ródenas de Moya, lo cierto es que conforme la teoría literaria ha evolucionado en la comprensión de los niveles de la ficción, el propio metadiscurso ha ido incorporando estas innovaciones (2005: 43). En efecto, la metaficción afecta a cuestiones relativas a todos los rangos implicados: su naturaleza narrativa y su naturaleza lingüística pero no solo como producto sino también en su proceso de enunciación. 180 El fenómeno ha sido explicado como una especie de «cortocircuito» entre elementos paradójicos e irreconciliables de ahí el interés por definir los ámbitos en colisión. Por ejemplo, según Robert Spires sería la inclusión de aspectos del mundo real en la ficción (y a la inversa). 181 Para aplicar esta definición hace falta, entonces, una clara distinción entre los elementos que trabre la cuestión (2005: 208). Los nombres arriba citados conforman en conjunto una revisión de los principales estudiosos que han trabajado la metaficción literaria: Robert Scholes (1979); Raymond Federman (1975); Robert Alter (1975); John Fletcher and Malcolm Bradbury (1976); Linda Hutcheon (1981 y 1988); James Rother (1976). En España también es abundante la bibliografía sobre la cuestión: Ana M. Dotras (La novela española de. metaficción,1994) y Carlos Javier García Fernández (Metanovela: Luis Goytisolo, Azorín y Unamuno,1994). Con el fin de acercar estas teorías a los estudiosos, Francisco G. Orejas hizo una revisión de estos escritos metaficcionales de las últimas décadas (La metaficción en la novela española contemporánea, 2003). Del mismo año es el libro de Antonio Sobejano Morán en el que también ofrece un estado de la cuestión antes de darnos una taxonomía de las instancias metaficcionales: Metaficción española en la posmodernidad (2003). 179   Francisco G. Orejas lo compara con el significado que ha adquirido este mismo prefijo en los términos «metafísica» y «metalenguaje». En estos casos se aprecian diferencias de base. La metafísica designa aquella parte de la filosofía que las cuestiones de primer nivel mientras que metalenguaje, de forma paralela al uso que nos ocupa, es aquel que concentra su atención sobre el código mismo (2003: 23). 180   Siguiendo el concepto más amplio de metaficción, como señala Linda Hutcheon, este engloba fenómenos que afectan a su dimensión de constructo narrativo o a la lingüística (1981). Para Spires existen tres categorías generales de novela autorreferencial: novelas que se centran en el acto de escribir y, por tanto, en el mundo del autor, novelas que centran su atención en el acto de leer (mundo del lector) y las que se ocupan del producto (1984: 15). 181   Robert Spires defiende que «If we accept the fictional mode as a triad consisting of the world of the fictive autor, the world of the story and the world of the text reader—subject of course to interior duplication by means of embedded stories—a metafictional mode results when the ember of one world violates the world of another» (1984: 15).

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dicionalmente pertenecen al mundo real (referencial) y los del mundo ficcional. Menos restrictiva es la concepción de Linda Hutcheon: «is fiction about fiction —that is, fiction that includes within itself a commetary on its own narrative and/or linguistic identity» (1981: 1). 182 Varias propuestas como la de Waugh, que hereda Ana M. Dotras, tienen en común destacar que el resultado u objetivo de la metaficción consiste en volverse hacia sí misma, incluyendo un comentario o delatando las reglas del juego, ya sea la relación entre ficción y realidad o cualquier otra herramienta o recurso. 183 De lo que no cabe duda es que la metaficción es una propiedad y no un género independiente, así el término puede ser operativo en otros dominios fuera del relato. Se trata, pues, de una categoría transversal que puede darse en las restantes formas literarias en tanto entra en juego la ficción como es el caso del cuento o el teatro. Lo cierto es que dentro del fenómeno se pueden establecer varias categorías o posibilidades. Por ejemplo, Lucien Dällenbach se centró en las «novelas de la novela», las «novelas autogeneradoras» o las «novelas especulares» con mise en abyme. 184 De un modo más abarcador, Antonio Sobejano estableció una ecléctica tipología con cinco clases que recoge gran parte de las posibles representaciones en el caso de la novela, basándose en la «función» de la «instancia metaficcional» (2003: 23-31). 185 Esta 182   En realidad muchas definiciones se parecen, por ejemplo para Patricia Waugh la metaficción era «a term given to fictional writing which self-conciously and systematically draws attention to its status as and artefact in order to pose questions about the relationship between fiction and reality» (1984: 2). Muy semejante a esta es la propuesta de Ana María Dotras para quien la novela de metaficción es aquella: «que se vuelve hacia sí misma y, a través de diversos recursos y estrategias, llama la atención sobre su condición de obra de ficción y pone al descubierto las estrategias de la literatura en el proceso de creación» (1994: 27-28). 183  Dado que la metadiscursividad es algo propio de todas las artes, Antonio J. Gil González propone una gran categoría, la autorreflexividad (2005). Michael Boyd fraguó el concepto de novela reflexiva que es aquella que destaca: «the act of writing itself, to turn away from the project of representing and imaginary world and to turn inward to examine its own mechanisms» (1983, 7). La metaficción sería entonces una posibilidad de esta tendencia, de modo que los casos de obras narrativas se incluirían en el subconjunto de metaficciones de base literaria. La metaficción, sin restricción alguna, podría englobar tanto a la metaficción literaria como, por otra parte, la metaficción historiográfica. El problema de esta clasificación estaría en la inclusión o no de la poesía en tal subconjunto debido a la discusión sobre si entra o no en el estatuto ficcional (Casas, 2005). Lo cierto es que algunos autores como Francisco G. Orejas y Domingo Ródenas relacionan el fenómeno únicamente con la narración, por lo que excluyen lo lírico. Francisco G. Orejas establece una definición operativa en la que metaficción se refiere a las: «Obras de ficción (fundamentalmente en prosa, de carácter narrativo)» (2005: 113). Por otra parte, Gonzalo Sobejano también meciona que la metaficción es fundamentalmente un modo narrativo (2003: 23.) 184  Lucien Dällenbach, en El relato especular (1977), ofrecía una clasificación en la que distingúa entre la inclusión simple, la regresión al infinito y la inclusión paradójica. También atendía a otros criterios: si rompe o no las leyes de la verosimilitud; si los personajes son conscientes de ella, si sirve o no como elemento interpretativo del relato, y a quién (personajes, lector, o ambos), etc. 185  Antonio Sobejano Morán distingue : 1. Función reflexiva: «Se produce cuando la instancia metafictiva reflexiona crítica o teóricamente sobre las convenciones narrativas que intervienen en la construcción de la novela en curso». 2. Función autoconsciente: «Esta función se materializa cuando los personajes del mundo novelado reconocen explícitamente su identidad fictiva, cuando una de las voces narrativas o lector fictivo reflexionan abiertamente sobre el papel que desempeñan en la ficción, o cuando los sistemas de significación textual revelan abiertamente su constitución fictiva».3. Función metalingüística: «opera cuando la instancia metafictiva teoriza explícitamente sobre los sitemas de signifi-

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taxonomía enfatiza su dimensión pragmática, es decir, la intención por parte del escritor y el efecto en el emisor. Claro que, si metaficción, desde el punto de vista temático es simplemente ficción sobre la ficción, es bastante razonable buscar la diferencia en el nivel de la enunciación y de la lectura. En esta línea Robert Alter se basa en la intención del autor a la hora de distinguir entre la novela realista que «seeks to maintain a relatively consistent illusion of reality», y la novela autoconsciente en la que el autor es un «intermitently illusionist» (1984: 13). En contra de la perspectiva realista que enmascara el papel del autor o bien muestra la obra como el efecto de su creador, en la imaginación metaficcional se invierten los papeles y se establece una relación paradójica entre la obra y su origen. Linda Hutcheon incidía en la figura del lector y diferenciaba entre metaficción «overt» (o explícita) y «covert» (o implícita) según el grado de implicación en la misma. 186 Cada una de estas posturas, que tan solo he apuntado para que quede reflejada la complejidad del debate, implica una serie de inclusiones y exclusiones cuestionable, así he adoptado, como ya anuncié, el sentido más abarcador del término y he analizado toda aquella literatura en la que aparece cuestionado y presentado cualquier aspecto del sistema literario en un sentido amplio. 187 Así he examinado los relatos en los que la cuestión literaria aparece dentro de su argumento y se convierte en un mero tema de conversación del narrador y los personajes, quedando al margen del desarrollo de la acción. Ejemplos de este tipo de metaficción son frecuentes en el corpus puesto que entre los cuentistas se observa la costumbre de convertir a sus narradores en literatos. Estos personajes-autores además se cuestionan su oficio, su entorno, sus problemas... Una tendencia que se observa en esos casos es el recurso al humor y la ironía, seguramente para reducir la tensión que cación, o cuando hace ostentación de su identidad lingüística» 4. Función especular: equiparable a la reduplicación interior o mise en abyme de Dällenbach. 5. Función iconoclasta «cuando la instancia metafictiva acarrea consigo algún tipo de subersión o violación narrativas, y normalemente entraña el desafío a una lógica racional cartesiana». Esta puede ser: A) Paradójica. B) Juegos con la voz narrativa. C) Violaciones de niveles ontológicos. (2003 : 23-31). 186   Para Hutcheon (1981) en la metaficción «overt», el lector es consciente de su participación en la creación del universo ficticio. Uno de los ejemplos de los procedimientos narrativos más usados de esta variedad abierta es la parodia cuya comprensión requiere por parte del lector el conocimiento del texto parodiado y así la localización de la desviación de este. La novela es auto-reflexiva si su contenido incluye comentarios sobre la ficcionalidad, la estructura o lenguaje que se tematiza (es parte de su contenido). En la metaficción «covert» la auto-reflexión es implícita, está internalizada en la estructura del texto. El problema es que la variedad cubierta puede englobar cualquier texto pues todos tienen un origen, un modelo. Por eso quizá es la que ofrece mayores dudas a los restantes teóricos. El problema es que además, en estos casos, el mundo de los personajes (el mundo ficcional) permanece ajeno al recurso metaficcional, el juego es responsabilidad del autor. El lector, aunque en principio asume la responsabilidad del «descubrimiento», puede no percatarse del recurso si, por ejemplo, no parte de un conocimiento idóneo. 187   Si la única restricción de la metaficción consiste en el cuestionamiento del estatuto o la lógica ficcional de la obra en la ficción, es decir, una especie de «camino de ida y vuelta» de la tematización sobre la ficción hacia la ficción misma, se pueden incluir dos fenómenos diferentes: la intertextualidad y la inserción narrativa. En los términos de Kristeva la intertextualidad supone la inclusión de otras ficciones en el nivel de la textualidad, esto permite en realidad una «relectura» de un texto precedente, una nueva consideración de sus límites (1978: 67).

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recoge la desgarrada crítica porque, todo hay que decir, en la mayoría aparecen reflejadas de forma negativa las miserias del mundo de las letras. Por ejemplo, dos escritoras muy diferentes en cuanto a su prestigio y veteranía, Carme Riera y Neus Aguado, emplean este recurso para desenmascarar las reglas del ambiente literario en Contra el amor en compañía y otros relatos (1991) y Paciencia y barajar (1990), respectivamente. El primero es un libro de relatos publicados entre 1983 y 1990. Como suele ser habitual en la autora, sus personajes están sacados del «mundillo», un subterfugio que le permite jugar con los sobreentendidos, criticar a sus colegas y dar un retrato de la gente del gremio un tanto esperpéntico. Por ejemplo, en «La seducción del genio», se atreve a hablar sobre personajes reales como la agente literaria Carme Balcells, o de los poetas de la escuela de Barcelona, y de otras compañeras: Rosa Chacel, Carmen Conde, Carmen Martín Gaite, Esther Tusquets, Ana María Matute y Ana María Moix. El personaje principal, Juanita Chamorro, se ha cambiado de sexo para poder casarse con algún escritor de renombre y así acompañarle indirectamente en la fama. Cuando Carme Riera fue entrevistada por Neus Aguado acerca de este volumen, declaró: «Me apetecía utilizar esa faceta humorística, casi sarcástica, que por otro lado es una faceta también personal, porque yo puedo ser en muchos aspectos bastante corrosiva» (1991: 32). La catalana reconocía que utilizaba el ingenio para mitigar lo que de otra manera no se atrevería a decir. Por su parte, Neus Aguado (1990) también aborda casi todos los problemas del sistema literario: los agentes aparecen animalizados en «El loro perserverante» como pajarracos parlanchines que consiguen los contratos solo por cansancio, una escritora abusa de la malformación del paratexto en «A los tomates tempraneros», cuando compone un libro solo hecho de dedicatorias, cuenta los peligros de las contraportadas que pueden difundir un error… El juego metaficcional apela al sentido del humor del lector y encubre una crítica hacia la propia literatura a través de la parodia, donde el escritor puede expresar su opinión más hiriente sobre su contexto. Aceptar estos divertidos relatos como mero reflejo de la realidad, aunque a veces destilen algunas gotas de verdad, supone partir de la teoría clásica mimética, es decir, del presupuesto cuestionable de que la literatura refleja lo que nos rodea. Lo que no cabe duda es que los autores están preocupados por sus actuaciones en el sistema literario y por su postura ante determinados tipos de escritura. De hecho, otro de los asuntos problemáticos que aparecen recogidos en esos ambientes literarios reales/ficticios es el de la selección de repertorio, tema que aparece de nuevo tratado en clave irónica y paródica. Así Carme Riera se plantea una cuestión tan delicada como la opción de un idioma en «Mon semblable, mon frère». Desde sus comienzos en los años setenta, la autora ha redactado en catalán, sin embargo, en los noventa aparecieron simultáneamente dos versiones en sendos idiomas de Contra el amor en compañía y otros relatos (1991). Desde su posición de escritora veterana y buena conocedora del medio y de los circuitos académicos (pues compaginó su carrera literaria con la de profesora de la Autónoma de Barcelona), Riera es

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consciente de los matices y vicisitudes que rodea la selección de una lengua y así trata este asunto en el relato, cuyo título se basa en una conocida frase de Baudelaire. La autora plantea una historia en torno al tema del «doble» literario y a la identidad del creador ante su valoración social, institucional y de mercado. Dos amigos, el narrador y Rafael, tienen ambiciones tan parecidas desde el punto de vista poético que desde sus inicios escriben obras paralelas en muchos sentidos, sin embargo, su diferente relación con el medio lingüístico les lleva por caminos diferentes en cuanto a la fama y al reconocimiento. En el fondo este argumento acaba siendo una reflexión sobre los motivos que pueden llevar al denostado plagio. Como curiosidad, este cuento en torno a la copia se basa en un juego intertextual, tal y como ha constatado Hina Horst (1995: 123) con «El pequeño cadáver de R. J.» de Juan José Millás (1992) y «Autorretratos» del argentino Ángel Bonomini (1985). Rafael es un escritor culto, inteligente (pues es capaz de redactar en lengua gala con la corrección de Baudelaire), pero quizá demasiado elitista, por lo que el narrador le traduce al catalán para que logre publicar. Gracias a esta versión de sus textos, Rafael consigue un gran éxito, mientras que los poemarios en castellano del narrador permanecen ignorados por la crítica y el público a pesar de su calidad literaria. Riera bromea sobre el reconocimiento académico e institucional que consiguen algunos autores en lenguas minoritarias ya que el libro en catalán pasa pronto a ser lectura recomendada en los colegios y logra un gran público. Rafael, aunque consigue grandes éxitos, se da cuenta de que depende de su traductor sin el cual no sería nadie. Por desgracia, la fortuna no trata bien al narrador de la historia pues, por una broma del destino, se ve perjudicado cuando aparece su libro de poesías un poco después del de su amigo, de modo que la crítica piensa que se trata de un emulador de su colega. Angustiado por la dependencia entre ambos y por la identificación entre sus ideas poéticas, Rafael acaba finalmente convencido de que son la misma persona. Mientras en este relato aparece reflejado el problema de la selección del idioma, Felipe Benítez Reyes en «El mundo como juego de billar» se acerca a la cuestión de la literatura femenina y su apreciación por parte del mundillo literario. El narrador es un abogado de prestigio que se gana la vida defendiendo a salvajes asesinos. Su mujer, una condesa catalana, se convierte con los años en escritora de folletines, de novelas rosa y novelas históricas. Inesperadamente, con esta «compota como para dar saltos de alegría» consigue bastante éxito (1997: 60). Su discurso no puede ser más despectivo hacia las narraciones de su mujer a las que acusa de estar llenas de tópicos caballerescos. Este libro, para enfado del marido, se vende extraordinariamente bien: «Parecía que todos los españoles estaban esperando ansiosamente desde hacía siglos aquella ración de folletín medieval y lacrimógeno». En realidad, el autor se burla de «ciertas lectoras»: A Lori —mi dama Ginebra— la veía cada vez menos, porque siempre estaba metida en viajes de promoción, firmando ejemplares en los grandes y medianos

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almacenes ante colas de señoras que se «identificaban plenamente» con las tías medievales que mi mujer sacaba en su «trilogía». Y es que la gente es rara: la heroína de la «trilogía» de mi mujer (la hija del hechicero que ecétera) era rubia y estaba estupenda (tan estupenda que la dejó embarazada el hijo del sultán que etcétera), y las marujas gordas, sesentonas y casadas con un electricista o cosa por el estilo, se «identificaban plenamente» con la hija del hechicero que etcétera. (Benítez Reyes, 1997: 65).

Tras la gloria y un premio, llega la realidad: los saldos, los tratos con los editores y las críticas. Cambian las modas hacia lo que denomina «las historias contemporáneas de sexo, droga y separaciones matrimoniales», por lo que las novelas de su mujer acaban fracasando. La moraleja que extrae es la siguiente: «Desde entonces tengo un lema: “La vida es una puta carambola”. No es muy adecuado para el escudo heráldico de un noble medieval, pero yo sé lo que me digo» (1997: 74). La costumbre de crear antologías destinadas a mujeres es tratada por Carme Riera en el mismo volumen de 1991. La autora refleja la apuesta del mercado literario por la publicación de numerosas creadoras como muestra de contemporaneidad y como estrategia para ganar lectores. La narradora es Maria Jaquetti una consagrada escritora italiana que desprecia a sus compañeras pero que participa en numerosos eventos para así no descuidar su imagen, ya que es plenamente consciente de que para poder publicar no solo hace falta conocer las reglas de la narración, sino también el comportamiento social necesario para darse a conocer. La autora también parodia la rivalidad y la envidia puesto que la narradora desprecia a una joven, apellidada Guarini, cuyo relato precede al suyo en la colección. Sin duda, intuye que pronto va a ser desbancada por esa veinteañera, y por eso niega cualquier influencia mutua. Cuando lee el relato, le recuerda a uno que ella misma redactó hace muchos años pero que nunca vio la luz por motivo de la censura. Al final del cuento descubre que ha sido su propia hija quien lo ha publicado y quien es su verdadero contrincante. En resumen, en el trasfondo de estos textos está la decisión que ha de asumir cada escritor entre la cultura de masas o la cultura de producción restringida. Esta cuestión se convierte en el tema de «Conflicto» de Juan José Millás (1997). El cuento, de no más de dos páginas, consigue resumir toda la crudeza del sistema bipolar entre la producción en serie o para minorías. El relato, en tercera persona, trata de un tipo que «tenía dentro de sí un escritor bueno y un escritor malo que trabajaban a horas distintas». Esta especie de esquizofrenia literaria tiene como consecuencia que «Estaban tan cerca, en fin, que no podían dejar de influirse. […] Nadie, excepto el propio sujeto, advirtió nunca que aquel conflicto era el resultado del choque entre dos individuos diferentes que vivían en el mismo cuerpo y escribían con el mismo bolígrafo» (Millás, 997: 113). El autor metaforiza la subdivisión entre la buena literatura, la «proteína pura», y la «bazofia». Mientras una de sus facetas mejora y gana lectores, la otra, la que produce textos de calidad, cae en decadencia hasta el punto de dejar toda redacción. En este relato, claramente, lo positivo se identifica con la

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literatura para minorías, y lo negativo, con aquello que atrae a las masas, una representación de la realidad quizá simplista y maniquea pero latente, tanto es así que se encuentra en la base de las decisiones genéricas de los personajes-autores. Entre los factores que salen a relucir se desvela la importancia que adquiere cada forma literaria en los sistemas literarios reflejados en sus relatos. Por ejemplo, en dos textos como «Reconocimento» de Soledad Puértolas (en La corriente del golfo, 1993) y en «La novela incorrupta» de Julio Llamazares (En mitad de ninguna parte, 1995) aparece el contraste entre el mundo poético y el campo de la narrativa. En el primero, el protagonista fracasa al cambiar de género de lo que puede deducirse que no todo el mundo puede concebir un buen cuento, lo cual conduce a la reivindicación de la «exclusividad» de la redacción del relato. En el segundo, aparece otro poeta que prefiere cambiar sus versos por el género de la novela realista. Julio Llamazares, a través de la ironía, degrada su labor ya que es un escritor tan excesivamente prolífico que: «había dedicado todo su tiempo a la construcción solitaria y paciente de un edificio lírico cuya originalidad es solo comparable a la ciclópea extensión de sus medidas. Cientos, miles de versos y de poemas salieron de la pluma febril de Toño Llamas en noches de pasión y de vigilia atormentada y muchos más se perdieron para siempre en el anonimato de bares y tabernas» (1995: 58). Su «fluidez», sin embargo, no es recompensada, el personaje solo ha logrado sacar a la luz dos volúmenes despreciados tanto por la crítica como por el mercado. El primero, publicado en 1967, pertenece al subconjunto de obras contra el Régimen franquista, con el que tan solo ganó «cinco mil pesetas de multa y la revista que se atrevió a editarlo el cierre gubernativo». Su título nos deja suponer e imaginar el contenido: Baladas para una guerra fría. Su segundo libro, No amanece, dice haber sido «acogido con el mayor de los silencios por sus antiguos compañeros de aventuras, ya aupados al poder y atacados de amnesia repentina». Estos sarcásticos comentarios no hacen sino chocar, he aquí la ironía, con la certeza del narrador sobre su valía: «hoy tengo la convicción, al margen de lo que digan los críticos, que es uno de los pocos poetas españoles de este siglo que merecen realmente ser leídos», lo cual es una parodia de las manidas afirmaciones que se emplean para vender algunos ejemplares (1995: 58). Así que este personaje, al igual que el de Puértolas, tampoco reconoce estar preocupado por el éxito: «No fue, pues, la falta de reconocimiento lo que empujó a Toño Llamas a pasarse a la novela abandonando a su hasta entonces compañera de infortunios». Todo comienza a partir del descubrimiento del cadáver incorrupto de su bisabuela, una historia que desea relatar empleando los requisitos de toda narración: «una tercera voz, objetiva y ajena al propio texto y una sólida esctructura narrativa». Basándose en este material y en los modelos hagiográficos, construye un argumento en el que: [...] las viejas son procaces y vuelan por las ventanas, la bisabuela Lucila habla en latín y en otras lenguas extrañas (recita, por ejemplo, a Villon y a William Blake subida en los tejados), los hombres son corifeos, los animales hablan y los curas,

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pelirrojos y rijosos todos ellos, persiguen a las mujeres por un paisaje fantástico poblado de hojalateros, titiriteros, gitanos y teatros que ponen siempre en escena la representación obligada en ese tipo de plazas: Genoveva de Bravante. (Puértolas,1995: 65).

Una vez ha concluido el texto, Toño se da cuenta de la carencia de ficcionalidad de su obra pues para redactarla se ha basado en abundantes documentos de archivo y en las vidas de personajes que siguen vivos, de modo que tiene que esperar a que todos fallezcan para publicarla y que no se conozca la verdad. Durante esta larga espera, el escritor protagonista observa el cambio de corrientes literarias. Así pasan los años del experimentalismo (pues acaba su obra en 1975): «que él tanto aborrecía y que en aquel momento situaba su novela, a caballo entre la tradición oral y el realismo mágico, muy lejos de los intereses editoriales» (1995: 68). Cuando llegan los noventa, Toño, angustiado porque no se muere su último testigo, el mudo Lupicinio, decide matarlo y no solo no lo consigue, sino que del susto el anciano recupera el habla. En clave de humor el protagonista decide pasarse a la novela experimental: «sobre la incorruptibilidad de la literatura» (1995: 71). Una voz colectiva concluye esta desafortunada tragedia: «Nadie le ha vuelto a ver, pero, según algunos, permanece escondido en algún lugar de Asturias, donde da clases de conducir mientras escribe otra novela, ésta ya experimental del todo, es decir, sin puntos ni comas, ni argumento, ni estructura —y, por supuesto, sin un solo personaje—, sobre la incorruptibilidad de la literatura» (1995: 59). Los escritores reflejan en sus textos que la elección entre unos géneros y otros está muy influida por la consideración social de cada uno. De este modo, el protagonista de «Borrador de una historia» de Antonio Muñoz Molina, un periodista que, al ser despedido, cambia su orientación vital, y se dedica a escribir libros en serie con los que logra una considerable fortuna, tiene sentimientos encontrados ante su propia obra: por una parte, no le confiesa ni a su mujer ser el autor de las novelas policíacas que tanto le gustan, pero por otra, intenta defender sus obras retando a sus colegas a igualarle en ventas. A ver quién ha escrito y vendido más libros que él, cuál de esas luminarias que reciben premios está en los quioscos de todas las estaciones, en las calles de cualquier ciudad: Espectros y torturas, novela, por Frank Blatsky, Las calientes vampiros de las SS —ilustrada—, Los pioneros de Alfa-Centauro, y también novelas policíacas, las que él prefiere escribir, aunque en la editorial le exigen que tengan algo más de sexo que de crímenes, Un muerto en la basura, por ejemplo, o El expreso del terror… (Muñoz Molina, 1993: 194).

En realidad sufre lo que muchos escritores de estos géneros tienen que vivir: el menosprecio social. Para no ser criticado por su esposa, opta por el pseudónimo pues: «qué diría ella, tan formal, si supiera que hace meses que perdí el otro trabajo, que por las mañanas no voy al periódico, sino a ese cuarto alquilado en el que no hay

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más que una ventana y una mesa con una máquina de escribir y un teléfono» (Muñoz Molina, 1993: 194). Este personaje también delata una de las características de los géneros paraliterarios que está en la base del rechazo por parte de la crítica: la utilización de moldes o estructuras preestablecidas. La clave de su éxito reside en que ha aprendido los recursos básicos del género (como incluir, además del obligatorio crimen, algún elemento erótico) de modo que puede multiplicar sus producciones. Así, la creación se convierte en una producción automática en la que se aplican estos elementos de modo que el escritor puede transformar una noticia del periódico en una novela salpicándola con algunos detalles morbosos: «Pero podría añadirla, tal vez una venganza por celos, o una red de prostitución internacional: en una alacantarilla aparece la cabeza cortada de ese delincuente y alguien encarga a un detective que busque al asesino, alguien que no tienen confianza en la policía, un hombre poderoso y oculto que paga en dólares y no hace preguntas…» (1993: 195). Estas repeticiones y la falta de originalidad han sido algunos de los argumentos empleados para inscribir la novela negra en el fenómeno de la paraliteratura. El desencanto frente a las innovaciones forzadas en busca del éxito y la experimentación son objeto de crítica tanto en los relatos de Julio Llamazares («La novela incorrupta», 1995) o de Juan Bonilla («El mejor escritor de su generación», 1999), de los que hablé anteriormente, como en otro de los cuentos de Carme Riera: «La novela experimental» (1991). En él realiza toda una parodia de los escritores que buscan la cumbre literaria empleando recursos extremados. El protagonista, un ex seminarista y funcionario de Correos, dialoga con una prostituta sobre su próxima obra con la que cree que alcanzará la fama. Para conseguir su pieza maestra, el personaje pretende romper de forma simultánea todas las convenciones literarias conocidas. En primer lugar, busca tratar el tiempo narrativo como «un flash continuo» y también aspira a la sencillez de estilo y a la subversión de la página, en la que el lector tenga que ordenar las letras. Su ilusión es una locura pues quiere que el texto tenga sonidos y olores… Entre estas fórmulas no puede faltar, claro, la hibridación genérica: Cada página por separado puede ser representada, declamada o leída en voz alta par ser luego discutida o, por el contrario, sólo leída con los ojos del pensamiento. […] Representada, eso quiere decir que sirve para la escena, para el teatro. Las acotaciones surgen del propio contexto. ¿Lo vas captando? Declamada, porque a pie de página doy diversas instrucciones y rimas para que el lector por sí mismo pueda ponerlo en verso. Leída como si fuera una novela, porque es historia y ficción y, finalmente, entendida como ensayo porque ofrezco una particular y sintética visión del mundo… (Llamazares, 1991: 91).

El personaje sueña con crear un texto en el que se recojan todas las esencias de los géneros, donde todo sea posible... aunque el lector percibe la burla ya que este ideal se convierte en una especie de «cuento de la lechera» en clave literaria. En verdad, todo su esfuerzo está encaminado hacia alcanzar el reconocimiento público,

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fase que sintetiza en dos actos simbólicos: en primer lugar, se imagina a sí mismo diciendo su discurso de ingreso en la Real Academia y recibiendo el Planeta. Más tarde, en analogía con la literatura religiosa, reconoce haber tenido una visión en la que se le aparecía «don Miguel»: «Soy el manco inmortal —me dijo en cuanto reparó en que le había visto—; no temas. He venido para augurarte grandes éxitos, nobles hazañas que sólo para ti han sido guardadas desde los siglos de los siglos. A mi imagen habrás de renovar la novela demostrando a todos tu valor. […] Yo viviré en ti, triunfaré en ti y con mi aliento te daré vida y ser» (Llamazares, 1991: 104-105). En general, dentro de estos cuentos se critica a aquellos que se dejan vapulear por las corrientes del mundo académico o del gran mercado. El caso más extremo aparece en el relato de Care Santos, «Un principio» (Cuentos cítricos, 1995), donde un escritor modifica de arriba abajo su obra con el fin de ajustarse a esa «literatura urbana» que tuvo tanto éxito en los noventa. Ha reconvertido su drama rural con protagonista fornido y pastoril en crónica urbana de la postmodernidad madrileña. Ha hecho crecer su Villatortas novelesco hasta un Madrid de fin del milenio, en el que las mulas se han vuelto utilitarios, los rebaños de ovejas manadas de estudiantes de bachiller visitando El Prado y el Jacinto, su protagonista, se ha metamorfoseado en Señor Ruipérez, funcionario —eso sí, vinculado al Ministerio de Agricultura y Pesca—. Ha matado a su coprotagonista femenina, que antes moría de parto en la cama, atropellada por un autobús de la línea cincuenta y seis y ha sustituido a los labriegos pueblerinos por un puñado de asesores poco creíbles, que actúan como un coro de tragedia griega. No le gusta nada, pero a su editor —incitador de todos los cambios— le encantará. (Santos, 1995: 71).

Los cambios que introduce afectan a todos los niveles de la historia: el protagonista, los personajes, el espacio, el tiempo, la conclusión… A pesar de ello, al final del cuento el protagonista se encuentra con que, tras haber desvirtuado toda su obra para que pudiera ver la luz, finalmente es publicada en una novedosa tirada con un título representativo: «“Papel higiénico novelado”, espeta el editor, “único en Europa. Ya conoce la habitual costumbre de leer en el servicio. Nosotros facilitamos un papel que, además de cumplir perfectamente con su natural función, sirve de lectura. Enhorabuena por haber sido tenido en consideración. Su obra es muy apropiada para su lanzamiento”» (Santos, 1995: 72). Este satírico comentario no pone sino de manifiesto la saturación del mercado que busca nuevos medios para su publicación y que no consigue sino hacer productos de consumo fugaz. 7.1. Las poéticas ficcionales Todos los relatos recogidos hasta ahora utilizaban el entorno literario como paisaje y a los escritores como personajes. Recogidos entre las voces ficcionales apare-

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cen retazos de pensamiento literario. Estas pinceladas que ofrecen los autores, como ya expuse en el capítulo anterior (vid. apdo. 4.1 del cap. II), son síntoma en ocasiones de sus poéticas, de hecho, he empleado el material recabado en ellas equiparándolo a las definiciones y poéticas del cuento halladas en antologías o en ensayos. Sin embargo, su naturaleza fictiva las hace singulares puesto que, si en cualquiera de los contextos más tradicionales ya cabe la duda sobre si el autor nos está engañando, en estas ocasiones la inestabilidad es mayor y el horizonte de expectativas de los lectores es diferente. Por poner un ejemplo, en Episodios nacionales de José Jiménez Lozano, el personaje narrador habla sobre lo que para él supone la escritura realista de memorias en clara alusión al ciclo galdosiano que le da título. Así es su comienzo: Yo ya le digo a usted y a todos que esto de contar lo que pasó y de lo que se acuerda uno, o se acuerdan otros y te espolean para que te acuerdes tú mismo, es un asunto que según se mire. Siempre te quedas no sé cómo decir, después de haberlo contado; porque se te olvida algo o qué sé yo [...]. Siempre tienes miedo, porque es como si anduvieses vertiendo el agua de una vasija a otra y luego a otra, que siempre algo se pierde o se evapora o qué sé yo. (Jiménez Lozano, 2005: 245).

El principal problema a la hora de interpretar este texto consiste en localizarlo en un género concreto, por lo que tampoco se puede establecer un pacto ficcional claro. Por un lado, bien podría pasar por un ensayo literario puesto que su único asunto es la creación y la perspectiva empleada. Además, utiliza un narrador en primera persona tan común a este género subjetivo. El asunto que trata es la redacción a partir de la memoria, es decir, los problemas que tiene el creador para hablar de algo o alguien conocido: las lagunas de conocimiento, la posible falsificación de los hechos por su mediación, el decoro necesario para no desvelar más de lo necesario… En realidad, el objeto central de su reflexión es la selección de materiales cuando la experiencia es la fuente de lo narrado. En este sentido, intenta diferenciar sus creaciones memorialistas: «Pero no son novelas ni figuraciones lo que yo cuento, sino lo que yo recuerdo que pasó y cómo eran las personas, una por una, sin meterme yo a nada en lo que cuento». La referencia intertextual que aparece en el título, nos indica la analogía, ya sea temática o ideológica, entre el escritor y Galdós. Con todo, se aprecian diferencias entre las posturas de ambos puesto que para el narrador su intención no es hablar de la Historia con mayúsculas, como hiciera el autor decimonónico, combinando narraciones imaginarias con una serie de hechos o acontecimientos verídicos. Tampoco le interesa la «trama» en tanto en cuanto invención de un argumento para conseguir el interés puesto que: «Bastante misterio tienen las personas como para, encima, andar con madejas y tramas o episodios nacionales, ¿no?» (Jiménez Lozano, 2005: 245 y 246). El volumen en el que apareció este ejemplo se titulaba Los mejores relatos y allí Jiménez Lozano eludió el término «cuento» para dejar abierta la posibilidad de incluir cualquier narración. Como se aprecia en el párrafo recogido arriba, todo el texto representa una situación de comunicación singular pues una primera persona narradora se dirige, utilizando un tono oral y confesional,

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a una segunda persona explícita. Frente a un ensayo objetivo y aséptico, el discurso adquiere el ritmo de la oralidad pues la puntuación es prosódica, intentando reflejar de la mejor manera posible el tempo del habla, sobre todo en el último párrafo donde la voz del personaje adquiere un tono peculiar de gran sencillez y emotividad: Nada de esto, sino sólo lo que pasó a cada uno, como el agua clara o el pan recién hecho de los de antes, que con un currusco o cortecilla de vástago, y era lo mejor; mejor que la torta y todos los otros ringorrangos para sacar cuartos y como si se quisiera disimular que el pan es pan, la única verdad del mundo, que es lo que tienes que contar y acordarte de los muertos; y sólo por esto, y porque te revives siempre recordando como si estuvieras bebiendo en un manantial, sigo yo contando todas estas cosas. (Jiménez Lozano, 2005: 246).

La metaficción, desde el punto de vista creador, permite aumentar las posibilidades de la literatura realista y entrar en un juego cuyo objetivo es que el receptor entre en un diálogo intelectual con el libro y que ocupe una posición participativa, una actitud de sospecha que le lleve a la búsqueda de significado. ¿Pero... quién es ese narrador? ¿Se puede reconocer el pensamiento del escritor bajo sus enunciados? El juego metaficcional continúa pues aparecen algunos guiños que ponen en relación al emisor ficcional con Jiménez Lozano puesto que se identifica como el autor del «piano de la señorita Eulalia», una referencia a una de las protagonistas de otro cuento del escritor. Además, hace alusión al señor Benito, personaje principal de «La luz del alma», recogido en el mismo libro. La máscara del narrador se cae y deja entrever al creador que, por ejemplo, declara sobre el estilo: «y a mí me ha gustado siempre, por eso, la limpieza misma en el hablar y la claridad del agua clara de un manantial, y así cuento yo estas cosas, ya lo advierto» (2005: 246). Esta idea concuerda con la obra de Jiménez Lozano en la que se aprecia un gusto deliberadamente cultivado por la brevedad y por la depuración de la expresión, de toda palabra superflua. En este caso la correspondencia entre el pensamiento del narrador y del autor se ha contrastado gracias a los recursos intertextuales. En alguna contada ocasión, como en el siguiente caso de Soledad Puértolas, se puede acudir a la intención del escritor a la hora de plantear su relato. La autora en «Reconocimiento» creó, aparentemente, un cuento paródico sobre la necesidad de un poeta de ser valorado y apreciado ante los demás, sin embargo, la historia trataba de la desgarradora experiencia de la falta de inspiración. El protagonista, un escritor llamado Minch, sufre una crisis de creatividad, sus poemas son más bien oscuros y difíciles, también muy breves puesto que lo suyo no es expandir sus líneas. Sorprendentemente, un día se siente invadido por la inspiración y comienza a escribir en un género que no es el suyo: un cuento. En pocos meses concluye el relato y busca que sea leído por su mujer, que miente diciendo no haberlo comprendido; un amigo suyo tampoco quiere reconocer que no le gusta. La mayor parte de sus colegas de profesión le invitan a que se dedique únicamente a la lírica: «No es este tu terreno. No hay por qué extrañarse. Todos

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sabemos que eres un excelente poeta, pero las historias no tienen por qué salirte bien. Nadie exige eso de ti. Hazlo si te divierte, pero no pasa de ser eso, mero entretenimiento» (Puértolas, 1993: 48). Finalmente encuentra a un embriagado compañero de instituto en una taberna al que le lee el relato y le dice: «Es exactamente eso que uno quiere leer y nunca ha visto escrito». Satisfecho ya puede conciliar el sueño. En este entorno de borrachera sí que localiza a su público por lo cual «durante noches y noches, en tabernas, en burdeles, en medio de la calle, Minch había hecho leer aquella historia a las personas más diversas. Al fin habían llegado las palabras deseadas» (Puértolas, 1993: 53). El cuento parece estar escrito en clave de humor, sin embargo, la autora en el prólogo explicaba el contenido y el alcance del mismo: Aquí ya no me apoyo en un personaje ajeno a mí, por muy querido que sea, sino en alguien que, como yo, estaba pasando, lo digo con solemnidad, porque éste es un cuento bastante serio, por una crisis de creación. La salida que le di fue la que él, el poeta Minch, me pidió, pero la conclusión, las últimas frases, eran mías y a través de ellas me desahogué, por lo que este relato es uno de los que recuerdo con mayor agradecimiento. (Puértolas, 1993: 11).

Soledad Puértolas en el proceso de redacción se planteó un texto sobre un problema externo a ella, y sin embargo, al final se acabó encontrando con su propio reflejo. La escritura, en tanto proceso intelectual, desvela sentimientos y pensamientos a veces ocultos, otras veces difusos, otras veces cambiantes o incluso incoherentes. El siguiente relato de Rosa Regás, «La inspiración y el estilo», retrata la inestabilidad del pensamiento literario. Este texto versa además sobre el problema de la creación de una poética. La autora pone a su protagonista ante la tesitura de tener que inventarse sobre la marcha unas ideas literarias ya que tiene como objetivo ir a dar una conferencia sobre La inspiración y el estilo de Juan Benet en una Caja de Ahorros de una ciudad cuyo nombre nunca aparece. En aquel libro el autor de Una meditación expresaba sus reflexiones acerca de lo que supone el oficio y lo que significa bajo su óptica el objeto artístico que es la escritura. El título no va desencaminado respecto al rumbo que toma su autor a lo largo del ensayo: Benet hace una defensa apasionada del estilo como el resorte más férreo al que se puede sujetar un novelista. Precisamente, el deseo de la protagonista del relato de Regàs es rebatir estas teorías y defender el trabajo metódico del escritor, sin embargo… cuando se enfrenta a su auditorio se sorprende al comprobar que, llevada por el momento, repite palabras muy parecidas a las del autor: «acaso la inspiración sea aquel gesto de la voluntad más distante de la conciencia» (1996: 168). La autora no solo ridiculiza las circunstancias de estos eventos culturales promovidos por las instituciones, es decir, la presentación del encargado de la Caja de Ahorros, que poco sabe de su trayectoria literaria, la falta de asistencia por haber un partido de fútbol a la vez… Por otro lado, también demuestra que a veces las poéticas se escapan de lo que el escritor verdaderamente cree o pretende decir puesto que también son discursos sujetos a las restricciones y ambigüedades de la creativi-

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dad. Las causas pueden ser externas o internas, los autores pueden decidir entre un repertorio inmenso y por ello sufren muchas dudas. 7.2. Los cuentos del cuento Un subtipo dentro de las metaficciones es aquel en el que el proceso de creación de la obra aparece incluido en la misma, de manera que el relato de la selección de recursos aparece de forma paralela al desarrollo de la historia. Estos casos son más problemáticos que los anteriores ya que suponen un desafío para el lector a la hora de interpretar su lógica interna, principalmente por el juego con la voz del narrador. Sus discusiones de estética o de crítica literaria pueden convertirse para el receptor en un comentario sobre las páginas que los contienen. Estos cuentos están generalmente protagonizados por escritores que van comentando la elaboración de los cuentos. 188 Uno de los ejemplos más llamativos es «El viajero perdido» de Jose María Merino, donde el autor nos habla del extrañamiento que supone la creación. 189 El mensaje del texto concuerda con sus propias sensaciones ya que en 1986 el gallego había comentado que a veces a la hora de redactar sufría un sentimiento de alejamiento con respecto a la historia: «empiezo a sospechar que no soy yo realmente quien guía el aparato. Me parece comprender que es ella, la historia brumosa, quien quiere ser novela; que las palabras pugnan por organizarse y quedar escritas, formando el conjunto de una narración, de un relato. Que son ellas mismas quienes de verdad manejan el volante» (Merino, 1986: 32). En el cuento en cuestión, el protagonista es un escritor que encuentra la inspiración tras cruzarse con un hombre perdido en una estación de tren. Al llegar a su casa, imagina la historia de este individuo, se centra en su desasosiego y en las causas de esa mirada aterrorizada: «Un hombre recorre una ciudad al atardecer. Viajero habitual, proviene de un lugar lejano y es del todo extraño a unas calles donde el viento arremolina billetes viejos de lotería, hojas y colillas. En sus ojos hay tal expresión de fijeza desolada, que los transeúntes con los que se cruza lo observan con sorpresa y hasta los vendedores ambulantes y los mendigos lo miran con recelo, sin decidirse a interpelarle» (Merino, 1997: 279). El protagonista comenta sus progresos con su pareja, Berta, quien alcanza una empatía tal con el personaje de la novela que llega incluso a soñar con él: «Tienes que sacarle de ahí» (Merino, 1997: 280). Este es el primer indicio de que la vida del hombre y su novia pueden estar relacionadas. Durante un viaje de Berta, el protagonista continúa con la historia. En la primera versión del relato, ese individuo se encuentra atrapado 188  A los siguientes ejemplos habría que añadir el caso de «La verdadera historia de H. y J. (o tras la trama de un tapiz)» de Gonzalo Suárez (El asesino triste, 1994) explicado al tratar los relatos fantásticos. 189   Cheng Chang Lee ha realizado un pormenorizado análisis de los recursos metaficcionales del escritor tanto en sus libros de cuentos como en sus novelas: Metaficción y mundos posibles en la narrativa de José María Merino (2005: 70).

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en un aeropuerto junto a una mujer que bien podría ser la compañera del autor. Conforme avanzan sus páginas sus dos personajes parecen sentirse atraídos el uno hacia el otro. El escritor, extrañado y asustado ante el cariz que está tomando el argumento, decide redactar una nueva versión que, sin embargo, no le convence. Parece que las acciones de su narración estén marcadas o predestinadas y sean autónomas, de esta manera José María Merino plantea que, hasta cierto punto, la creación es independiente de la razón. Pedro Zarraluki ha expuesto sus ideas literarias tanto de forma directa, en la antología de Ángeles Encinar y Anthony Percival (1993: 299), como a través de la metaficción, en Para amantes y ladrones (2000), y en «La inspiración caótica» un relato especular (1989). 190 En este segundo caso enfatiza la tarea del escritor, quien primero ha de seleccionar el material y conseguir el punto exacto de imprecisión. En el cuento, a la vez que el narrador expone sus opiniones sobre el género breve (esta vez en primera persona), como si lanzara consejos al público, nos hace partícipes de las decisiones que adopta: Para escribir un relato necesitamos un buen escenario. Podemos escoger lugares remotos o concebir lugares propicios, pero soy partidario de instalarme en aquellos que, habitados desde siempre por la literatura, nos resultan cercanos y terribles como el recuerdo de algo que ya no existe. Nunca faltarán decorados cargados de referencias en los que podremos hacer posible hasta lo más improbable. A esto se añade que un castillo en la niebla, una joya extraviada o un barco sin timonel acomodan al lector en la mejor butaca del pensamiento, pues cree saber lo que puede ocurrir. En nuestras manos reposa el placer de demostrarle que estaba equivocado. (Zarraluki, 1989: 13).

La tradición tiene, entonces, un papel importante en la selección del espacio, aquellos paisajes empleados en otros textos pueden suscitar un mayor número de sugerencias. El narrador es consciente de que algunos tópicos fantasmagóricos y fantásticos desencadenan en los lectores unas expectativas con las que el creador puede jugar y da el primer paso: «Ya tenemos el escenario: un tren se acerca desde el horizonte, y su avance le llevará inevitablemente hasta nosotros» (Zarraluki, 1989:  La mayor aportación a la poética del cuento de Zarraluki ha sido con su libro titulado Para amantes y ladrones que, tal y como señaló Ernesto Ayala-Dip (2000), se trata de «un homenaje explícito al cuento» (2000: 11). El tema de libro es el siguiente: un editor que vive apartado en el campo propone a un grupo de escritores un fin de semana en su masía para plantearles la tarea literaria de escribir un cuento que luego publicará en un pequeño opúsculo. Los escritores se ven sometidos a la gesta de imaginar historias al tiempo que se arrastran durante unos días que tan solo les descubren la realidad de sus propias vidas. El narrador es un muchacho llegado allí por casualidad, encargado de las tareas de la casa, que asume un papel de voyeur, casi invisible para los demás invitados. Sin embargo, este personaje también pretende convertirse en escritor, por lo que el editor intenta enseñarle las normas para moverse no solo en el mundo de la escritura sino también en el de la vida. Este punto de partida permite que el Pedro Zarraluki introduzca gran número de comentarios sobre la literatura, el mundo editorial, las razones para escribir..., de hecho así describe la obra: «Para amantes y ladrones la considero poética, y una poética es lo más importante para cualquier escritor» (Ayala-Dip, 2000 : 11). 190

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14). Tras estas decisiones el creador debe elegir los personajes. Antes de escogerlos plantea su predilección por esos héroes cotidianos ya que muchas veces pueden sorprender al receptor. Demos entrada ahora a los personajes. Un recurso infalible es que sean algo anodinos, y que bajo su apariencia mediocre escondan un gran secreto. Muchas de las mejores obras de la literatura están basadas en individuos de este tipo, y para todos sirve la misma norma: nunca te fíes de su apariencia, pues los volubles caprichos del escritor son casi tan amplios como los deseos de sus lectores. El relato podría entonces comenzar de esta manera. (Zarraluki, 1989: 14).

La descripción que propone de su protagonista en las siguientes líneas cumple perfectamente estos requisitos por su atuendo gastado y gris. Como el narrador quiere dejar patente el poder que ejerce sobre el mundo que está creando, pues él va administrando la información de la historia, detiene la etopeya: «Hasta aquí, nada nos interesa de este hombre como no sea la esperanza que en él depositamos. Sabemos que algo va a pasar, pero creemos que nada puede sucederle mientras permanezca solo» (Zarraluki, 1989: 14). Ha llegado el momento de que comience la acción puesto que todavía no ha aparecido ningún elemento que rompa el equilibrio. Como detonante decide introducir a una muchacha en el argumento. Antes de continuar se plantea una definición del género: «A fin de cuentas el relato es un breve episodio en el continuo de los sucesos posibles, y no tiene otra validez que esa permanencia ingrávida —casi milagrosa— entre un pasado y un futuro inabarcables en los que todo ha sucedido ya y en los que todo volverá a suceder» (Zarraluki, 1989: 15). La escritura consiste normalmente en limitar un camino de la historia entre todos los posibles, en tomar una decisión y definir un pasado y un futuro abierto a la imaginación y la recreación, pero este texto plantea cómo unas mismas acciones pueden conducir por diferentes derroteros. En una de las versiones él le pregunta a la chica por la cartera que lleva en su regazo. Ella no quiere admitir que contiene un gato porque prefiere fantasear con que lleva un maravilloso tocado de perlas y plumas. Pero el secreto del hombre es aún peor pues en el interior de su maleta guarda una bomba. En la otra opción él le pregunta por el café que están tomando; ella le confiesa que porta un gato y a él le cuesta reconocer que lo único que contiene su bonita maleta es una simple muda. Tras estos dos desarrollos el escritor se da cuenta de que puede utilizar el siguiente recurso: «Los dos personajes se ponen a pensar». Esta circunstancia permite al creador dejar el argumento en suspensión: «Nada hemos avanzado, pues ese pensamiento paralelo contiene todos los pensamientos del mundo» (Zarraluki, 1989: 20). El problema, en tal caso, consiste en elegir la versión que mayor impacto tenga en el receptor y por eso cierra con esta pregunta: «¿Cuál de estas historias le permitirá sorprender a sus lectores?» (Zarraluki, 1989: 23). Los dos cuentos mencionados suponen un juego intelectual fascinante al adentrarse en ese momento tan oscuro de la creación. Isabel del Río superó estos casos y

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convirtió el reto literario en el elemento unificador de La duda, subtitulado otros apuntes para escribir una colección de relatos (1995). En todos ellos la voz narrativa, que se puede confundir con la propia autora, expone unas premisas, generalmente unas ideas sobre el género, para, a continuación, ponerlas en práctica. Con esta estrategia sitúa al lector en el corazón mismo de la trama y lo involucra así en su desarrollo. El cuento que da título al libro parte de una extensa poética del relato breve: Cuando la definición se hace laboriosa, se tiende entonces a describir el objeto de estudio por negación de otros, y así todo lo que o es real es ficticio, todo lo perverso no es virtuoso, en eso se está de acuerdo (en este argumento habría que olvidarse de gradaciones; estamos hablando en blanco y negro). Aplicando este principio, la hipótesis no puede corroborarse más que contradiciendo lo opuesto. Sin embargo, en una premisa también pueden darse elementos de su contrario: así, en la ficción hay fenómenos reales (y en este caso por real se entienden dos cosas, lo que obedece a los parámetros definidos de antemano para esa particular disciplina, y lo que responde meramente a situaciones que suceden a diario), es más, algunas expresiones de la invención son más reales que otras (léase, se adecuan más a los criterios aplicados o son más intensamente verídicas). (Del Río, 1995: 15).

La autora plantea que para toda definición literaria basada en la exposición de contrarios se puede crear un texto que la contradiga. Por eso un poco más adelante se centra explicar el caso del género de la novela y del cuento para comparar sus características básicas (la apertura y el cierre de significados respectivamente); una propuesta contraria a todos aquellos que postulan que, precisamente, la brevedad permite una mayor significación. Si contrastamos novela y cuento, dos manifestaciones de supuestamente la misma realidad, nos encontraremos con que la primera permite una veracidad mayor, pues difunde lo que podría suceder o ha sucedido; el segundo, entretanto, se refiere siempre a lo que está a punto de suceder, pero de alguna manera esa gestación de realidad no puede llegar jamás a término (ni en la ficción, ni en el mundo real). La novela no tiene por qué ofrecer conclusión alguna al ser un fragmento arrancado al azar de un episodio mayor que no empieza ni termina (la propia eternidad si se quiere); el relato corto, por su parte, ha de estar siempre provisto de un principio y un fin, en otras palabras, se basta a sí mismo. El cuento no es más que una pregunta que ha de responderse in situ; sin despejar incógnitas no hay cuento, del mismo modo que no hay origen sin final. Sí puede existir enigma sin desenlace, pero no vida sin perecimiento, por lo que la novela es el enigma aún por resolver y el cuento un perenne recordatorio de la muerte. (Del Río, 1995: 15-16).

Independientemente de que esta definición sea acertada o no, el propósito de la escritora consiste en crear esa «excepción que confirme la regla» empleando una de las formas primigenias de la narración: el cuento de hadas. La historia comienza a

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modo de los cuentos populares, en una localización remota e inexacta: «En un mismo palacio del Oriente, en un reino desconocido en los anales pero que sin duda existió según lo confirma la tradición oral, habían vivido todos los reyes de aquella dinastía» (Del Río, 1995: 26). El rey de este país, fascinado por la magia negra, se ha gastado toda su fortuna en extraños conjuros que un brujo le ha vendido. Su pobreza ha llegado hasta tal punto que acepta el trueque que le propone: cambiar a su hija por un cofre lleno de perlas. Afortunadamente, la princesa se da cuenta del juego de espejos que hay detrás del intercambio de las falsas perlas y se escabulle entre la tramoya del montaje. A lo largo del relato la acción discurre con un orden cronológico pero, de vez en cuando, interviene el narrador con alguna reflexión sobre el transcurso del texto que interrumpe la lectura lineal: «Miró de nuevo en derredor suyo (y recuérdese que todo esto ocupa apenas unos instantes, que fueron por otra parte decisivos) y no vio más que las alturas imposibles y lo inalcanzable de los capiteles» (Del Río, 1995: 26). En este punto, la estructura del relato aparece ya cerrada puesto que han pasado las diferentes fases de equilibrio, ruptura del equilibrio, y reestablecimiento… Sin embargo, al final la princesa se encuentra en una encrucijada que abre las posibilidades de ese desenlace: «Y en ese momento en que todo estaba listo para llevarse a cabo, la decisión tomada, la justicia hecha, la libertad ganada, entonces —en esos pequeños instantes— la princesa se puso a pensar… en su padre, el rey; en el palacio; en el avaro; y se quedó pensando […] Y la princesa pensó y pensó, pensó y pensó» (Del Río, 1995: 32). En «El parapeto», Isabel del Río emplea dos niveles en el discurso: por un lado, el narrador plantea la materia de la acción usando el presente de indicativo y, por otro lado, expone las posibles realizaciones textuales ya sea en condicional o en subjuntivo. Por ejemplo: «Hay un hombre que decidió un día erigir un parapeto en torno suyo: de gestos y palabras, pero también de sentimientos. Para hablar de este hombre podría iniciarse el relato con algo meramente anecdótico (al menos así eran para él estas cosas): fue una confesión que le hiciera alguien a ese hombre, pongamos por caso una mujer» (Del Río, 1995: 41). Este diseño es interesante en tanto que expone el problema de la intención del creador a la hora de optar por una realización concreta: «El relato se dilatará a propósito porque el tema requiere un tratamiento confuso o laberíntico, esto es, emprender un rumbo, seguir por otro, intercalar un texto (que aquí se facilitará en la versión definitiva como sueño narrado, y no en forma de apuntes), todo ello con pasajes de exposición que contendrán información detallada y en la que no nos adentraremos pues se dejará a la discreción del autor» (Del Río, 1995: 42). A veces no cierra las versiones y recurre al lector para que escoja entre los diferentes tipos de locura que se han empleado en la tradición: «se explicará que ella ha perdido la noción de la realidad temporalmente, empujada por el frenesí, el delirio u otro diagnóstico literario» (Del Río, 1995: 46). El narrador tiene en cuenta la reacción del receptor e incluso deduce las consecuencias que podría suponer: «La narración del sueño será un habitual recurso literario, o el cuento dentro del cuento, y con ello se indicará que la fantasía es insaciable, o que

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hay otras fantasías dentro de cada fantasía; en resumen, se insinuará con el texto que nunca se pisa tierra firme porque cuando uno despierta de un sueño es que está entrando en otro» (Del Río, 1995: 49). Sergi Pàmies en «Diez párrafos» trata sobre los aprietos que viven los creadores de relatos fantásticos. La protagonista decide «escribir un cuento sobre una mujer que cose un botón» pero se acaba cosiendo a sí misma (Pàmies, 1998: 52). Este reto le plantea serias dificultades, así tiene que elegir bien la razón por la que su personaje se despista tanto como para que no se percate de lo que está sucediendo: se le ocurre que quizá esté pensando en un plato de sopa o en un hombre. Todas las piezas deben encajar con cuidado para que la historia sea verosímil. Pàmies utiliza un narrador omnisciente y apunta la diferente naturaleza que tienen los personajes de los artículos de prensa comparándolos con los de la ficción; en el relato se pueden omitir detalles y sentimientos: Evidentemente, si, como cuando trabajaba en la agencia Europa Press, la escritora tuviese que redactar una noticia, a la fuerza tendría que referirse a la sangre y al dolor que siente la mujer que cose cuando la aguja le atraviesa el índice de la mano izquierda. Pero resulta que la protagonista lo es de un cuento, no de una noticia, y que está demasiado embobada pensando en un plato de sopa para sentir nada. (Pàmies, 1998: 58).

Alguno de los relatos metaficcionales más ricos y complejos pertenecen a la obra de Bernardo Atxaga (Joseba Irazu). Mientras las dos primeras partes de Obabakoak —Infancias y Nueve palabras en honor del pueblo de Villamediana— carecen de elementos metaliterarios, este recurso resulta vertebrador en el apartado En busca de la última palabra tanto en la historia marco que le da unidad como dentro de los relatos que la componen. En la narración principal el protagonista y su amigo se encaminan hacia un encuentro en Obaba en donde van a una sesión de lectura. Antes de llegar se preguntan: «¿Qué le hace falta a un cuento para que sea bueno?» (1988: 197). En respuesta a este interrogante no aparece una preceptiva cerrada, sino que los personajes nos exponen un breve resumen de sus relatos favoritos. Lo llamativo es que en ningún caso terminan de contarnos la historia, casi dándola por supuesta. Lo que consigue el escritor suprimiendo la conclusión es subrayar el valor que tienen esos finales que no desvelan. Se trata de un procedimiento para intensificar una de sus principales conclusiones sobre la definición del género: «un cuento necesita un final fuerte» (1988: 205). Tras comparar a sus maestros favoritos, parecen extraer otras conclusiones. Los dos amigos destacan la semejanza entre el relato breve y la poesía: «En primer lugar, nos pareció evidente el paralelismo que existe entre el cuento y el poema. Como dijo mi amigo al hacer el resumen de lo hablado, ambos provienen de la tradición oral, y suelen ser breves. Además, y debido quizás a esas dos características, ambos han de cumplir el requisito de ser muy significativos» (1988: 104). Lo importante no es tanto la historia, puesto que hay muchas, sino la mirada del autor quien: «Si es realmente bueno, tomará como ma-

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terial su propia experiencia, y captará en ella algo que sea esencia; extraerá de ella algo que tenga validez para cualquiera. Si es malo nunca traspasará la frontera de lo meramente anecdótico. Por eso son buenos los cuentos que hoy hemos recordado. Porque expresan cosas esenciales, y no simples anécdotas» (1988: 204). El cuentista debe tener la capacidad para convertir lo meramente anecdótico en algo trascendente que haga que estas historias adquieran esa universalidad que da calidad a los textos. Inserto en este marco aparece «Para escribir un cuento en cinco minutos» donde el autor construye una parodia de los famosos «manuales». El narrador da instrucciones sobre los pasos que debe seguir el futuro cuentista pero, en lugar de dirigirse directamente al trabajo, indica que el escritor debe dedicar la mitad del tiempo a poner una música adecuada, visitar el escusado, buscar el diccionario... por lo que durante el resto de los cinco minutos le apremiará el tiempo y la certeza siguiente: «Tienes que elegir, es doloroso, pero tienes que elegir» (1988: 265). Así que, puede que lo que mejor defina al género, según Atxaga, sea el afán de síntesis, algo así como encerrar un universo en una palabra. Fuera de este volumen, durante los noventa, Bernardo Atxaga elaboró sus Alfabetos incluidos junto con aquella Lista de Locos de los que hablé en relación con el ensayo (vid. apdo. 6.6 del cap. III). En uno de ellos «Un cuento para Violante», expresión que recuerda el aprieto y el encargo, utilizó el género medieval para hilvanar sus opiniones presentadas, según reconoce en la «Addenda»: «Para unas jornadas literarias que con el título “Ejercicios de estilo”, se celebraron en Oviedo» (1998: 252). El texto era uno de los cuatro homenajes a Raymond Queneau que Munárriz encargó también a Rosa Montero, Luis Sepúlveda y Manuel Rivas. El cuento debía titularse «Viaje a Vetusta» y debía comenzar con una frase: «Aquel viaje solo empezó a tener sentido ante la visión de las piedras que se amontonaban a espaldas de la Catedral», aunque Atxaga añadió en su interior el nombre de la ciudad imaginada por Clarín. A partir de estas líneas el autor vasco convoca a sus amigas las letras. 191 Entre ellas la A, de adivina, señala: Las dos frases más importantes de un cuento son la primera y la última —dijo la A con cierta arrogancia—. Esa característica, prueba palpable del origen no literario, es decir, oral, de esta forma de narración, permite hablar del cuento como de un discurso con dos puertas. La primera puerta, puerta de entrada, permitiría el paso del silencio a la palabra, de la realidad a la ficción, del aburrimiento a la alegría; la segunda, puerta de salida, tendría, por decirlo así, forma de tobogán, pues su función consistiría en suavizar la vuelta al silencio, a la realidad y al aburrimiento. (Atxaga, 1998: 33).

La idea parece clara: lo importante es preparar y proporcionar una buena entrada y salida para el lector, llegado el momento de habitar el mundo ficcional incluido en   Miguel Munárriz recordaba las circunstancias de enunciación de este «Alfabeto» en 2014.

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el texto. Sin embargo, el escritor le responde: «Es usted una adivina muy académica» (aludiendo a que esta es una definición procedente de la tradición crítica). La letra continúa con su discurso, explica la importancia del comienzo y el final en los relatos tradicionales, y expresa su comprensión ante la ardua tarea planteada: Sé muy bien lo que le ocurre a nuestro autor. Como acaba de decir él mismo, debe inventar un cuento con una puerta de entrada, una puerta que, como acabo de explicar, es importantísima, le viene dada por el ordenante, este tal Violante. Es decir que no le viene dada por la tradición, que tanto facilita las cosas, ni tampoco por su propia inteligencia. [...] Esa obligación le ata de tal manera que no es capaz de añadir una línea a esas que firma Violante. (Atxaga, 1998: 34).

En realidad, la poética del principio impactante no es muy coherente con las propuestas del escritor vasco ya que son pocos los relatos en los que abre con un comienzo rotundo, más bien todo lo contrario, prefiere optar por largos párrafos introductorios que no anuncian el tema principal, sino que lo postergan, manipulando la paciencia de los lectores.

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Conclusiones El objetivo de estas páginas ha sido abordar dos materiales de estudio que merecían interés: por un lado, el cuento literario español durante la década de los noventa, la denominada «Cenicienta de nuestras letras» y, por otro lado, los discursos de los narradores sobre el cuento. Esta tarea completa sendas lagunas existentes en los trabajos críticos, pero además presenta una novedad en lo que respecta al tratamiento del género breve puesto que mi propósito no ha sido definir su esencia sino observar lo que es entendido como tal por un conjunto de autores a partir de sus declaraciones y sus creaciones. Para realizar esta descripción, la Teoría de los Polisistemas de Itamar Even-Zohar me ha proporcionado un marco apropiado ya que permite abordar de una forma global las situaciones culturales. 1 El teórico israelí señalaba que la literatura es un sistema compuesto por diferentes factores (consumidor, productor, mercado, institución, repertorio, producto). El núcleo de interés para el investigador son las diferentes normas o reglas que regulan el susodicho sistema, así que me he preguntado por las que afectan a la creación de los citados textos. De acuerdo con esto, aunque me he centrado en el «producto» (en su doble naturaleza), no dejan de estar presentes los demás factores: el «productor» y el contexto (llamado «instituciones» y «mercado»). Entre ellos, me ha resultado especialmente útil la noción de «repertorio», muy relacionada con el concepto de género. A lo largo de este trabajo me he interesado por la competencia del escritor, es decir, por el conjunto de conocimientos del productor para la creación de sus poéticas y sus obras. Contrariamente a las teorías románticas, he considerado que no se suele concebir un producto desde 1  En el primer capítulo he analizado las diferentes aportaciones, correcciones y matizaciones que el teórico ha ido realizando en torno a estos conceptos desde su primera aportación en 1978 hasta sus dos textos fundamentales «Polysystem Theory» cuya edición edición original fue de 1979 (1990a) y «The Literary System» (1990b), además del artículo «Factores y dependencias en la cultura: una revisión de la teoría de los polisistemas» aparecido inicialmente en 1997 y traducido al castellano en 1999.

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cero, por el contrario, lo más habitual es poner en práctica modelos conocidos extraídos de esa «caja de herramientas» o conjunto de elementos, reglas y relaciones entre elementos a disposición del productor y que conforman el mencionado repertorio (en este ámbito, los géneros son un subconjunto de estas herramientas para la escritura, quizá más institucionalizados). Dichos instrumentos no imponen maneras de actuación, sino posibilidades de acción, modelos que pueden ser puestos en práctica incluso de forma errónea. El creador puede actuar, y también innovar, aunque siempre interaccionando, consciente o inconscientemente, con todo lo aprendido o interiorizado. El problema consiste en que el contenido de la «caja» resulta inabarcable al englobar no solo todo el conocimiento transmitido a través de la escritura, sino por el aportado por otras artes, y otras tradiciones. Las poéticas explícitas han permitido, entonces, un contacto con los repertorios declarados por parte de algunos cuentistas, pero, también han demostrado que conforman un «producto» con sus propios repertorios, una matización relevante que me ha llevado a dividir metodológicamente el presente estudio en dos capítulos principales. En lo que respecta al primer material, las «poéticas», no me he limitado en señalar «lo que los autores dicen que es el cuento» sino que, partiendo del enfoque planteado, me he preguntado por las razones que hacían que fuera definido de una determinada manera, con esto he conectado «el producto» de estos discursos con el resto del sistema. La primera precaución derivada implica tener en consideración que lo que nos llega a los lectores está muy mediatizado por «lo que los escritores tienen la oportunidad de decir». Hay que apuntar, en efecto, el diferente acceso de los «productores» al mercado editorial y académico, así como su situación dentro de la consagración del canon. En el corpus he contado con narradores como Sergi Pámies o José Carlos Llop que estaban iniciando su carrera y por ello disponían de escasas ocasiones para hablar de sus obras. Por otra parte, algunos autores reconocidos apenas dedicaron unas líneas o páginas al cuento; al ser encasillados en un género en concreto no tuvieron ocasión de hablar sobre los demás (Clara Janés, Ana Rossetti, Manuel Vicent, Juan Madrid, Ana María Matute, Rosa Regás, Julio Llamazares o Josefina R. Aldecoa). Frente a los que no se les dio la oportunidad de expresar sus ideas sobre este asunto, hay otros que han proporcionado abundante material. Esta es la razón que explica la quizá desproporcionada aparición de Almudena Grandes, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Rosa Montero, Juan Bonilla, Manuel Rivas o Bernardo Atxaga ya que por su proliferación en los medios de comunicación han aportado una mayor cantidad de referencias al presente estudio. Por otro lado, gracias a la perspectiva adoptada no se ha podido pasar por alto que «lo que los autores dicen que es el cuento» está muy influido por «lo que las circunstancias les permiten decir», por lo que está implicado «el mercado», entendido como todos los factores que están relacionados con la difusión del producto, y «las instituciones». Lo que he entendido como poética no siempre ha aparecido bajo tal nombre, en ocasiones ha formado parte de las diferentes entrevistas, artículos y relatos demandados o difundidos por los medios de comunicación social. La dispo-

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nibilidad de tales materiales depende mucho de los medios que los apoyan, y esto provoca una distribución desigual de los ejemplos y las referencias. En este sentido, ha hecho falta distinguir con claridad la procedencia de cada discurso ya que, como conclusión, se ha comprobado que «las poéticas del cuento» no son un único producto, sino varios. A pesar de que comparten un mismo entorno literario y contexto económico, cada cual tiene sus singularidades. Ha sido importante analizar y matizar la procedencia de los comentarios sobre el cuento ya que, aunque la crítica emplea con frecuencia estos textos para justificar el pensamiento literario de los cuentistas, no se puede perder de vista que cada expresión, cada metáfora, cada definición, en suma, fue creada para un momento y un ámbito (aunque luego la realidad editorial, como se vio en el caso de Luis Mateo Díez, haga que se reciclen las declaraciones y se pierda el origen de un determinado fragmento). No olvidemos que Poe escribió algunas de sus reflexiones intentando defender tanto su obra como a algunos colegas en un medio adverso a la brevedad y al periodismo, Cortázar presentó sus ideas ante un auditorio que desconocía su trayectoria, Chéjov intentaba aconsejar a sus amigos y familiares... Los textos localizados en las antologías de cuentos partían del modelo de las compilaciones líricas y recogían, entre otros asuntos, algunas opiniones sobre el género. Estos libros, con una función «canonizadora», no entraban en polémicas ni controversias (como es habitual en las recopilaciones poéticas), sino que mantenían entre sí una suerte de continuidad, ya que todos trabajan en el mismo esfuerzo: conseguir un cierto impacto tanto mediático como económico dentro del mercado. Estos volúmenes dirigidos a un público muy concreto partieron, según el caso, de unas condiciones de emisión muy precisas. Por ejemplo, sabemos que en el libro de Ángeles Encinar y Anthony Percival se interesaron por el asunto del auge del género y su historia, lo cual justifica la relevancia que tienen tales cuestiones entre las respuestas de sus autores. Aunque los editores preguntaron por la definición del género, tan solo dos les concedieron una respuesta con rotundidad: Ana María Navales y Antonio Pereira (Encinar y Percival, 1993: 211 y 233). En contraste, Lourdes Ortiz, Javier Tomeo y Juan Eduardo Zúñiga optaron por no contestar a los requerimientos de los antologadores. 2 En lo que respecta a Pequeñas resistencias, promovido por Andrés Neuman y José María Merino (2002), existe entre sus autores un espíritu de contienda justificado desde el propio título. Los editores les pidieron a los involucrados que dijeran lo que era para ellos un buen cuento o bien que proporcionaran algún testimonio o enseñanza sobre el oficio. Tales requerimientos causaron que una autora como Mercedes Abad rechazara la invitación y reconociera su incapacidad para emitir juicios críticos (VV. AA., 2002: 26). Se ha observado que estas poéticas que acompañan a un relato, suelen presentar una afortunada coincidencia entre presupuestos y resultado. Por otra parte, las declaraciones de los escritores delatan diversos objetivos: tanto juzgar la calidad de la producción y la historia del género, o bien 2  El caso de este último autor es sorprendente ya que dos años antes sí que había publicado una poética para la revista Lucanor (Zúñiga, 1991: 195).

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dictar las reglas de su composición, así como definirlo. Aunque se trata de textos hechos por encargo, aparecen algunas respuestas contrarias a las imposiciones de sus responsables, ya que esta actitud es, en lugar de castigada, bien admitida. De hecho, lo mismo sucedió con la encuesta que he empleado de Rebeca Martín y Fernando Valls, donde nuevamente Mercedes Abad respondió a las preguntas requeridas con una curiosa evasiva: se inventó un elenco de escritoras (Valls y Martín, 2004a). Aunque propiamente este cuestionario no puede considerarse una poética, me ha sido bastante útil a la hora de conocer los autores predilectos de una parte de los escritores del corpus. Gracias a sus respuestas, he podido recoger el repertorio de sus lecturas y modelos que comprende tanto la literatura universal como la española. En este contexto, mientras algunos autores se ciñen a las preguntas hechas por sus responsables, en varias ocasiones redactan su respuesta derivando en textos argumentativos donde aparecen algunas disquisiciones sobre el género. Los interrogados saben que, a diferencia de la encuesta sociológica, sus escritos van a aparecer directamente con su firma, por lo cual, como sucedía en las antologías, también deben cuidar su estilo. En estas palabras explican su disconformidad ante la tarea (Ana Luisa Baquero Escudero y José Manuel Caballero Bonald), tanto por la amplitud de las preguntas (Hipólito G. Navarro y Luis Antonio de Villena), como por la dificultad de escoger libros con piezas irregulares (Juan Bonilla y Asunción Castro). También manifiestan su desagrado ante los límites impuestos: ya sea de carácter geográfico (Ángeles Ezama, Hipólito G. Navarro y Germán Gullón), cronológico (José Carlos Mainer), o lingüístico (Juan Pedro Quiñonero) (Valls y Martín, 2004a). En el caso de las entrevistas, los comentarios sobre el cuento estaban muy mediatizados por diferentes factores. Estos discursos sometidos a las condiciones de la oralidad están limitados por el conocimiento de los responsables del encuentro que a veces contribuyen a difundir los tópicos que giran en torno a un autor. Los asuntos que salen a la palestra demuestran las preocupaciones del sistema tanto por parte de las empresas que influyen sobre qué preguntar, como por los intereses académicos subyacentes. Entre estos temas se ha observado, por ejemplo, una abundante discusión en torno al feminismo y al bilingüismo. Además, los entrevistadores se sienten muy interesados por entender cómo escriben los creadores y en sus respuestas estos reconocen la importancia de adoptar una posición ante la experiencia vital, fuente principal de muchas de sus obras, planteándose el problema del realismo mimético. Como son conscientes de los peligros que implica recurrir a los materiales vividos, ya que menoscaban el mérito que da la creatividad de un autor, para aumentar su prestigio, acaban sublimando la gracia o el don del genio que es capaz de eliminar el sedimento de lo experimentado, lo conocido y lo imaginado. A pesar de todo, son frecuentes los relatos de marcado cariz autobiográfico (Carlos Blanco Aguinaga, Antonio Pereira, Luis Mateo Díez y Medardo Fraile). En lo que respecta a las cuestiones genéricas, los entrevistadores se interesan por las razones que hacen que un autor se decante por una forma u otra, tal y como les sucedió a Antonio Muñoz Molina (Scarlett, 1994: 70) o a Nuria Amat (Ballesteros, 1998: 684). Claro que, en los

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casos en los que la dedicación al cuento es escasa, su aportación apenas tendrá espacio en las preguntas. En algunas ocasiones, como le sucedió a Juan Bonilla (Velázquez Jordán, 2003) o a Mercedes Abad (2002), se les insistió en que cambiaran de género y adoptaran la novela. En lo que respecta a los prólogos analizados en busca de reflexiones sobre el cuento, la mayor parte fueron creados por la presión de la obligatoriedad, concretamente en los libros de Antonio Muñoz Molina (1993), Julio Llamazares (1995), Almudena Grandes (1996), Álvaro Pombo (1997), Javier Marías (1998) y Rosa Montero (1998). Casualmente se ha observado que estos narradores con una relación pasajera con la brevedad, ya que son novelistas consagrados, aprovechan los preludios a sus obras para justificar su incursión y poner de relieve la dificultad de dicha tarea. Además, todos ellos emplean los párrafos iniciales para evidenciar la unidad del volumen, un requisito cada vez más frecuente en los libros de cuentos. Se puede deducir que se trata de un recurso para facilitar al lector el tránsito de un universo ficcional a otro cada vez que se cambia de relato, o bien para acercar con fines comerciales el género a la novela. Otra función de dichos prólogos consiste en explicar la condición hibridatoria y el origen de los textos como en Tres sueños y otros cuentos de Elena Santiago (1997) y El pasado legendario de Luis Mateo Díez (2000b). Cuando los prólogos están escritos para libros ajenos, es habitual encomiar el modelo genérico del autor al que acompañan sus páginas. Así Manuel Vicent realizó una de las defensas más feroces del género breve en sus párrafos introductorios a Juan Benet (1998). Los que se enfrentan a un volumen compuesto por textos de varios autores, como José María Merino en sus Cien años de cuento (1998), tienen que ofrecer una definición muy amplia que comprenda la heterogeneidad recogida entre sus portadas. En cuanto a las reseñas creadas para los suplementos culturales, los escritores valoran, juzgan y comentan obras ajenas de actualidad para un público no necesariamente especializado, lo cual impide que utilicen conceptos y tecnicismos propios de la crítica académica. Estos textos a menudo solo están disponibles en recopilaciones que los rescatan de la fugacidad de la prensa. Quizá por tal recepción desviada, he encontrado pocas recensiones a libros de cuentos, aunque late la sospecha de que la verdadera razón es la escasa publicación de relatos en las editoriales y el poco impacto de estos libros en los medios. Con esto también ha habido que valorar que los autores que llegan a ver sus artículos en un libro son una minoría afortunada con un apoyo por parte del público. Para conseguir dicho éxito han tenido que crear un estilo, criterio y gusto personal que haga fieles a sus lectores. Por otra parte, en los textos para publicaciones académicas, los escritores pueden expandirse un poco más y, al no sufrir el apremio de la actualidad como en las entrevistas, utilizan un discurso más reflexivo y conceptos más especializados. De este modo José María Merino (2004b) se permitió relacionar, por ejemplo, varias publicaciones sobre el cuento y hacer una amplia reflexión casi como en un ensayo. En este caso el escritor se concede la licencia de contradecir aquello que unas líneas antes acaba de manifestar. Así, Merino nos

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convence de que la novela corta y el cuento tienen unas mismas características, para más adelante defender la necesidad de mantener esta nomenclatura por tradición. Siguiendo con las precauciones adoptadas para valorar los discursos de las poéticas, cuando los escritores definen el género ha habido que tener en cuenta «lo que la institución les ha dicho que debe ser un género» y «lo que la institución les ha enseñado que es», es decir, todo el conjunto de ideas adoptadas bien sea de forma autónoma, bien a través del sistema educativo. Las palabras de los cuentistas han estado marcadas no solo por el pulso editorial, sino en gran medida por los usos y comportamientos del mundo académico. Por ejemplo, para fundamentar sus propuestas, muchos recurren a los estudios teóricos aportados por aquellas figuras con cierta autoridad sobre la cuestión, entre ellas: Anderson Imbert, Baquero Goyanes, Juan Bosch, Julio Cortázar, Horacio Quiroga... Sin duda dos de las figuras más reiteradas han sido Poe y Cortázar. Entre las diferentes opciones de definición del género extraídas de todos esos contextos, se ha observado que hay algunas que prevalecen sobre otras, que hay unos repertorios teóricos más consolidados que no solo se repiten, sino que se siguen en relaciones de exclusión-inclusión. Por ejemplo, los rasgos poenianios de brevedad, intensidad, efecto único y economía aparecen citados con frecuencia en los discursos de los escritores y subyacen detrás de las reflexiones sobre la corrección del estilo o la importancia de la elisión. Este hecho demuestra que las poéticas no son solo conjuntos de rasgos aislados, sino que entre ellos se establecen una serie de relaciones que recogen las preocupaciones de los autores más allá de la mera descripción. Bien es sabido que el género se ha visto degradado frecuentemente en su consideración literaria a causa de su tamaño (Pratt: 1994), o porque muchas veces está supeditado al encargo, y también porque se identifica con cierto tipo de cuento infantil. De esta forma en gran parte de las poéticas se ha observado una preocupación transversal que rige la mayor parte de los comentarios al respecto: salvaguardar su prestigio destacando precisamente su papel minoritario y marginal, subrayando su desinterés por el aspecto económico y, entre otras cuestiones, enfatizando la dificultad del mismo desde diferentes puntos de vista (la creación, la recepción, la difusión…). La impresión que se transmite es la siguiente: solo unos privilegiados pueden escribir relatos cortos, sus requisitos son tales que suponen un gran esfuerzo para el creador. Estas alusiones tienen como fin aumentar la consideración de un género que, desde este punto de vista, es producto de maestros. En el mismo sentido, mientras que para el campo literario el carácter de esbozo tiene consecuencias negativas, los escritores transforman esta característica en un valor positivo al relacionarlo con la libertad creativa, un reclamo eficaz lleno de connotaciones positivas. 3 Los autores con igual intención discuten sobre la actualidad del género, es decir, su vigencia para recoger la originalidad impuesta por las exigencias del medio  Los escritores que difunden la idea del cuento como propicio para las pruebas literarias son Agustín Cerezales o José Ovejero (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 65 y 14) y Care Santos (VV. AA., 2002: 402-403). 3

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literario. Otra estrategia consiste en mantener viva la cuestión de su «auge». 4 La falta de acuerdo sobre dicho asunto beneficia al cuento que así está en constante discusión, demostrando, además, que se encuentra en un «limbo» ideal entre la marginalidad y el reconocimiento. Con el fin de revalorizar el capital simbólico del género, José María Merino o Marina Mayoral insisten en colocarlo como un hito de la cultura, dentro de una tradición literaria rica. 5 Este asunto lleva a que se cuestione su carácter tradicional, entroncando entonces con el problema de su origen oral y la historia de su desarrollo como género y sus relaciones con la novela, el periodismo o la poesía. En estas definiciones, llama la atención la escasa alusión a la ficcionalidad que ni siquiera es mencionada para contrastar el cuento con todos los restantes géneros, salvo cuando se quiere destacar, utilizando el símil de Las mil y una noches, la capacidad de un cuento de crear un mundo paralelo desconectado de la realidad (Soledad Puértolas e Isabel del Río Percival en Encinar, 1993: 260 y Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 234). Su naturaleza ficcional tan solo aparece insinuada en relación con ese concepto tradicional de la «verosimilitud», ya sea para insistir en su vigencia (Andrés Neuman o Josán Hatero) o para contravenir su necesidad (Isabel del Río). 6 En cuanto al rasgo de su escritura en prosa, sí que es empleado para establecer el contraste con la poesía (Merino, 1998: 15-16; Pombo en Percival y Encinar, 1993: 243; Tizón en VV. AA., 2002: 441 y Vidal-Folch en Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 342). Por supuesto, entremezclados con estos asuntos, aparecen algunas alusiones en torno al espacio, el tiempo y los personajes, sobre todo en relación con la limitación de las líneas que pueden utilizarse para describirlos. La razón de tales reflexiones puede que se deba a la tradición narratológica que respalda estos términos. En cuanto al tiempo de la historia, están difundidas dos ideas contrapuestas que implican diferentes maneras de entender el cuento: mientras para algunos un relato tan solo puede detener un instante, para otros puede contener toda una vida. 7 En lo que respecta a la temática, también hay diferentes opiniones: desde los que entienden que se puede abarcar cualquier asunto, a los que lo vinculan con los problemas de la sociedad actual. 8 Bajo el punto de vista de la estructura del género, algunos autores destacan la importancia del final, sobre todo aquellos que valoran el efecto, ya sea clarividente (Juan Manuel de Prada en Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 216) o espectacu4  El debate sobre el auge, analizado en el segundo capítulo, heredado de los ochenta, aparece mencionado en las poéticas de Tomeo (1991: 181) y Mayoral (Percival y Encinar, 1993: 135). 5   Estas reflexiones sobre el prestigio del género aparecieron en: Merino, 1991: 125 y Mayoral en Percival y Encinar, 1993: 136. 6  Estas ideas han sido extraídas de las siguientes fuentes (y repito la cita): Andrés Neuman en VV. AA., 2002: 314; Josán Hatero e Isabel del Río en Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 146 y 234. 7  Los autores que tratan este asunto son: Juan Manuel de Prada (VV. AA., 2002: 378), Luis Mateo Díez (1991a: 107), Juan Bonilla (VV. AA., 2002: 95) y Nuria Barrios (VV. AA., 2002: 51). 8  Sobre la actualidad del género hablaban Marina Mayoral, Esther Tuxquets (Percival y Encinar, 1993: 136 y 285) y Pedro Ugarte (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 312).

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lar (Nuria Barrios en VV. AA., 2002: 51). Si alguno advierte la importancia del principio, esto siempre es para obtener un buen resultado en la última línea y está condicionado por las circunstancias de comunicación oral en las que el autor debe captar la atención de un público con un inicio atractivo y cerrarlo con un final sorprendente (Muñoz Molina, 1991: 152). Dicha estructura circular, con la que está de acuerdo Álvaro Pombo (1991: 161), entra en contraste con el gusto de aquellos que denostan su artificialidad y prefieren, como Juan José Millás (1993: 251-253), un resultado más natural. Estas oposiciones guardan una relación profunda entre sí que nace de las diferentes concepciones de su historia, su origen y, finalmente, de las consecuencias debidas a su consideración como un género menor, lo cual demuestra la fuerza del sistema en el que están inscritas. Los escritores no solo han repetido algunas ideas sobre el cuento, sino que también se han recreado en torno a algunos modelos de discurso que reflejan «la manera en la que han aprendido que deben expresarse». Un ejemplo llamativo es el famoso decálogo de Horacio Quiroga quien expuso de esta original forma sus consejos de carácter retórico, y explicó cómo el creador debía meditar su relato y apoyarse en los maestros precedentes. Después han aparecido otros intentos de aproximación que le siguen y refutan como el de Jorge Luis Borges o, dentro de nuestro corpus, los de Andres Neuman o Antonio Pereira. 9 Otra de las costumbres que se ha consolidado en las poéticas ha sido la de utilizar la metáfora para describir el género y el proceso creativo, tal y como hizo, entre otros, Cortázar. Concretamente, el argentino fraguó varias imágenes que han tenido bastante impacto: la comparación entre el cuento con una fotografía y la novela con una película, además de la plástica definición del efecto como un knockout. Este autor, muy de moda en la década analizada, apoyó otras ideas como que la creación es una mezcla entre la irracionalidad y la consciencia. De este modo, encontramos retazos de su poética en las opiniones de algunos de nuestros cuentistas como Luis Mateo Díez, Antonio Pereira, Juan Manuel de Prada o Antonio Muñoz Molina. 10 Además se han popularizado otras comparaciones como por ejemplo que la novela es una carrera de largo recorrido, en contraste con el cuento, que requiere a un velocista (Antonio Muñoz Molina, Juan José Millás y Almudena Grandes). 11 Debido a esta tradición, los autores se enfrentan a la escritura de una poética como si fuera un poema, esto se puede deber a dos razones: o bien al no encontrar palabras para definir el género recurren a elementos metafóricos, o bien porque aspiran a la originalidad de su expresión. En aras de la renovación del repertorio,  9  Abundantes han sido las impresiones y reimpresiones de los dodecálogos del Andrés Neuman. En este trabajo sobre todo he empleado la recogida en la antología Pequeñas resistencias de 2002. Sobre estas poéticas véase el apartado dedicado al microrrelato en el tercer capítulo. El segundo caso citado es el de Antonio Pereira (1999: 9-10). 10   La influencia de la poética y las metáforas cortacianas se ha observado en los textos de: Mercedes Abad (en VV. AA., 2002: 26), Antonio Pereira (en Percival y Encinar, 1993: 233) y Juan Manuel de Prada (en VV. AA., 2002: 378). 11  La metáfora del cuento como una carrera de fondo la emplean: Antonio Muñoz Molina (en Percival y Encinar, 1993: 193) Juan José Millás (en Percival y Encinar, 1993: 155) y Almudena Grandes (en VV. AA., 2002: 206).

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introducen alguna aportación original como hace Juan Manuel de Prada al poner a «dieta» el género, en lugar de hablar de la técnica de la elisión, o bien como Nuria Barrios al mencionar el mismo recurso a través de la «pértiga» (VV. AA., 2002: 377 y 51). El resultado de esta búsqueda de la definición más novedosa e impactante ha hecho que Hipólito G. Navarro se rebele ante la excesiva artificiosidad a la que conduce este camino (VV. AA., 2002: 167). Otros escritores, como Agustín Cerezales, Felipe Benítez Reyes y Josán Hatero llegan al extremo y convierten sus poéticas en pequeñas ficciones en las que plantean problemas sobre la escritura del propio género sin insinuar rasgos representativos. 12 En realidad, para los dos primeros autores esta técnica les sirve para solventar la incomodidad que les provoca la tarea de explicitar sus ideas. Estos dos últimos casos no son demasiado extraños; entre las actitudes demostradas por los cuentistas está bastante difundida la costumbre de evitar dar su opinión personal. Para ello, o bien se apoyan en autoridades, o bien circunscriben sus aserciones al corpus limitado de sus propias creaciones. Los casos más extremos son el de Gonzalo Calcedo, quien reproduce un relato completo de John Cheever, y el de Juan Bonilla, quien incluye un listado de los mejores cuentos acompañando a su poética (VV. AA., 2002: 126 y 93). Recurrir a la experiencia les sirve, además, para presentar al lector una justificación pública de sus escritos. La impresión global que se desprende de todas estas disquisiciones es que existen diferentes posiciones ante los géneros: algunos los aceptan de forma positiva como herramientas para la crítica, así por ejemplo, Enrique Vila-Matas, acostumbrado a romper los límites formales en sus creaciones, emplea los conceptos tradicionales en sus reseñas. Autores como Ana María Navales, Antonio Pereira, Vidal-Folch, Marina Mayoral no dudaron en aportar para las diferentes antologías ideas sobre el cuento. Otros tantos como Luis Mateo Díez o José María Merino en sus prólogos y ensayos no solo lo definen, sino que subrayan otros asuntos como la influencia de la oralidad en la brevedad. Todos estos todavía confían en la pertinencia de las clasificaciones. Por el contrario, otro subconjunto de escritores, aunque no rebate taxativamente los géneros, opina que son unas instituciones con connotaciones negativas. En consonancia con esto, Juan José Millás considera que son como un «corsé» que coarta la libertad creadora (Pacheco y Barrera, 1997: 253). Esta actitud aparece reflejada cuando los escritores demuestran su incomodidad ante las preguntas directas sobre los mismos (como los casos citados de las antologías y la encuesta). Como se vio, cuando los creadores se sienten acorralados por las preguntas de, por ejemplo, un entrevistador o editor de antología, intentan desviar la atención o conseguir la benevolencia del lector. Estos cuentistas se resisten a las connotaciones de carácter normativo. Por otra parte, también existen autores que se oponen al propio propósito de las poéticas. El motivo, según Eloy Tizón, es que ya se ha dicho todo por lo que solo cabe una expresión diferente, lo   Los casos de poéticas ficcionales han sido extraídos de las siguientes fuentes: Agustín Cerezales en Percival y Encinar, 1993: 65; Felipe Benítez Reyes en VV. AA., 2002: 83 y Josán Hatero en VV. AA., 2002: 239. 12

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cual ha desencadenado una carrera por la retórica más difícil (VV. AA., 2002: 441). Otra solución ante el descrédito de los géneros consiste en resaltar su naturaleza híbrida, lo cual dio como resultado un abanico de materiales donde abunda el juego con los límites. Con todo lo dicho se ha aportado una imagen completa de lo que los escritores «dicen que es el cuento». Sin embargo, con el fin de llevar a cabo la descripción de los cuentos de los noventa, ha sido necesario dar un salto a «lo que los narradores hacen». Una puesta en práctica en la que, del mismo modo que en las poéticas, los creadores también parten de un repertorio que ha sido necesario abordar con todas las precauciones adoptadas en el caso anterior. Por ejemplo, ha sido pertinente partir de la situación sociocultural, los medios de difusión y de las principales tendencias del periodo relacionadas con el cuento. En este sentido, el contexto que vivieron estos autores de los noventa, visto ya con cierta distancia, estuvo marcado por una apariencia de cierta inmovilidad frente a los años ochenta. La cultura se había convertido en un mercado de consumo sujeto a las mismas leyes que cualquier otro producto cotidiano, por lo que se encontraba en pleno proceso de «trivialización» y «mercantilización». Los ochenta habían sido los años del best-seller, de la globalización de ventas, de la producción en masa y la década siguiente fue su continuación. Durante estos años también se produjeron algunos fenómenos como el auge de la literatura de mujeres, la difusión de las antologías y la potenciación de la literatura de los jóvenes, sobre todo desde el terreno de los premios literarios. Así que, tras esa apariencia de quietud, se produjeron ciertas modificaciones que pueden interpretarse como modas. En cuanto al terreno editorial, los tiempos seguían sin ser muy favorables a la publicación de libros de relatos por la escasa salida comercial que tenían. A pesar de todo, subsistieron algunas iniciativas que apoyaron a los cuentistas con tiradas modestas. Esta situación propició, según José Luis Martín Nogales (2001: 36), la independencia del escritor de cuentos frente a la lucha por las ventas, permitiendo sospechosamente su autonomía y libertad creativa. Esta segunda característica es un rasgo destacado por algunos sobre todo debido a esa pugna por conseguir la supervivencia del género. Probablemente ni el cuento permaneció totalmente al margen de los vaivenes del mercado, ni vivió un momento de exagerado rupturismo; simplemente tuvo un poco más de flexibilidad. Como explicaba en el primer capítulo, una de las cuestiones a tener en cuenta en relación con los productores es su asociación con los «grupos» creados por la crítica para un periodo (corrientes, generaciones o tendencias), puesto que estos vínculos son el reflejo de cierta existencia de unos repertorios. Por este motivo, ha sido necesario repasar las agrupaciones vigentes de escritores que compartieron entorno en los noventa. En primer lugar, los más veteranos convivieron o incluso pertenecieron a la llamada «generación del medio siglo». Hay que decir, que durante estos años algunos colaboraron a consolidar la noción de «grupo». Otros se dieron a conocer en los sesenta, unos años en los que se produjo la continuación del realismo social, a la par que se desarrolló la novela estructural y los experimentalismos. En los setenta, mien-

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tras algunos eran ya figuras de renombre, otros se formaban en aquellos años de novelas sin argumento, o bastante debilitado, con personajes difuminados, que usaban el perspectivismo, el monólogo interior, los laberintos narrativos llenos de saltos temporales. Aparecieron algunas agrupaciones como aquella polémica nómina de los jóvenes poetas a los que José María Castellet colocó una exitosa etiqueta: los «novísimos». Los veteranos, que fueron en mayor o menor medida, partícipes y testigos de estas tendencias, se encontraron en los noventa en diferentes momentos de actividad. Tras medirse con unas circunstancias del mercado y unas modas literarias diferentes, se adaptaron a los nuevos tiempos y llegaron con todo su bagaje, sorprendiendo a sus lectores. Así sucedió, por ejemplo, con Ana María Matute o Juan Eduardo Zúñiga. Elena Soriano, Rosa Regas o Carme Riera, tras distintas carreras, llevaron a la imprenta en estos años algunas de sus principales obras. Durante los ochenta se percibió la coexistencia de la generación del realismo (García Hortelano, Martín Gaite y Marsé), con los experimentalistas (Benet), y el núcleo de esos creadores recién descubiertos bajo el nombre de «Nueva narrativa», que tuvieron una respuesta desigual entre la crítica. Estos escritores, como Rosa Montero, Félix de Azúa, Jesús Ferrero, Juan José Millás, Muñoz Molina, Javier Marías y Eduardo Mendoza, en los noventa ya habían logrado su consagración y su mercado. Algunos de estos narradores nacidos en los cuarenta, ya no se podían llamar muy «nuevos» pues su juventud había quedado atrás y este adjetivo resultaba irónico. Fueron unos tiempos favorables para la libertad creativa más allá de las dos estéticas vigentes. Las editoriales empezaron a favorecer la publicación de los libros de autores españoles y surgió, con apoyo de Alfaguara, el «grupo de León», una literatura castellana y austera. En la década de los noventa, estos escritores ya habían superado el concepto y se comenzaban a desmarcar o incluso a oponer a él. En este contexto donde se potenciaron las firmas jóvenes apareció la «generación X», bautizada así por el libro del escritor norteamericano Douglas Coupland y formada por los sucesores de los yuppies con ingresos con un importante despliegue en los medios y muy cercanos al dirty realism de David Leavitt, Paul Auster, Tobías Woolf y otros. Conforme pasaron los años la crítica dejó de buscar nombres para ese continuum literario, y se detuvo en advertir algunos fenómenos como el auge de las escritoras (que ya se habían incorporado al mundo literario en los ochenta). Otra tendencia del mercado editorial que influyó en el cuento a partir de los sesenta y, más intensamente, en los setenta y que ha continuado, ha sido la fluidez en el intercambio de obras a ambos lados del océano a raíz del famoso boom hispanoamericano. Por otro lado, el panorama que ofrece el mercado, y que el lector contempla en los escaparates de las librerías, está caracterizado por el auge de los subgéneros pues todo tiene cabida: la novela lírica, memorial, histórica, negra, policíaca o de intriga, psicológica... Para algunos esta heterogeneidad de formas, la tolerancia a la inclusión de la literatura de masas, sobre todo en la novela de género, o el énfasis en la autoconciencia, son consecuencia de los cambios estéticos de la posmodernidad. La vigencia y características de esta corriente fue uno de los debates estéticos del momento. Este término aparece mencio-

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nado en gran parte de las descripciones de época. Lo cierto es que la critica literaria española concibió el posmodernismo como un movimiento de compleja definición. En la medida en que las ideas de la posmodernidad se fueron difundiendo, también se convirtieron en tópico en la discusión literaria. Lo cierto es que los autores reaccionaron frente a estos conceptos y corrientes fraguados por la crítica, y fueron dejando, con los años, testimonio sobre las obras de sus coetáneos. Sus comentarios reflejan no solo la situación literaria en España, sino su valoración de los restantes narradores y repertorios aportados. Para conocer sus opiniones ha sido muy relevante el uso de la encuesta realizada por Fernando Valls y Rebeca Martín (2004a) ya que ponía de relieve los gustos literarios de un buen conjunto de escritores. Entre los resultados destaca, por ejemplo que, a pesar del aparente desprestigio de la literatura del medio siglo, existía el voto favorable casi unánime a Ignacio Aldecoa. Las formas del realismo no habían sido totalmente olvidadas, muy por el contrario, seguían estando vigentes, simplemente adquirieron nuevos matices propiciados por los modelos anteriormente mencionados. Resulta llamativo el rechazo bastante evidente hacia la escritura experimental, tal y como manifiestan a través de artículos e incluso dentro de sus propias ficciones (Fernandez Cubas en Beilin, 2004: 146; Llamazares, 1995; Bonilla, 1999). Los autores del 68 que eran los que más habían empleado estas técnicas alejadas de la esencia tradicional del género, a pesar de todo, no abandonan el modelo y de hecho sigue existiendo una marcada tendencia hacia la metaficción y la hibridación. En la misma encuesta, los más jóvenes incluyeron en su nómina de autores idolatrados tanto a sus compañeros de generación, recién ingresados en el campo literario, como a las autoridades y clásicos del género como Unamuno, Baroja, Aub o Gómez de la Serna. Claro que algunos, como Juan Manuel de Prada, Bernardo Atxaga o Cristina Fernández Cubas, se negaron a juzgar a sus contemporáneos alegando la necesidad de permanecer «impermeables» a los estilos ajenos. Con sus lecturas y experiencias literarias, los escritores han aprendido «lo que el cuento es» y han adoptado unos modelos, han adquirido unas técnicas, recursos, temas, estructuras... Para buscarlos y comprenderlos ha hecho falta volver sobre el primer material, las poéticas, puesto que a través de ellas nos han ido dando algunos «indicios» sobre sus gustos literarios. Los restantes modelos ha sido necesario hallarlos en los propios ejemplos aportados por los cuentistas. 13 El problema para estudiar dicho bagaje aprendido o heredado consiste en que la procedencia del mismo es bastante heterogénea. Como se ha visto, la historia del género es larga y antigua, lo cual hace que entronque con las fuentes de la oralidad, por lo que la diversidad de los 13   Hay que decir que no todos los escritores declararon abiertamente sus influencias literarias. Se ha percibido cierto desinterés a la hora de reconocer las fuentes dado el peligro de ser adscritos bajo determinadas etiquetas generacionales y corrientes, o al menos así reaccionaron Juan Bonilla (1999: 9) y Medardo Fraile (Zapata, 2007). A pesar de que con la posmodernidad ha quedado de manifiesto el apogeo y aceptación del eclecticismo y la intertextualidad, en el fondo los autores siguen persiguiendo diferenciarse de sus coetáneos por lo que se muestran reacios a reconocerse en otros.

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repertorios disponibles va a ser enorme. Como señalaba Even-Zohar, en estos casos donde existen unos repertorios tan antiguos y diversos, hay que valorar la interacción entre lo que es considerado como «viejo» y lo «innovador» (1990b: 15). La oralidad ha influido notablemente en el aprendizaje del cuento en esas primeras historias que autores como Isabel del Río, Mercedes Abad, Antonio Muñoz Molina o Cristina Fernández Cubas escucharon de viva voz y que asocian con las connotaciones positivas detrás de lo natural y lo espontáneo. Algunos intentaron incluso capturar la frescura y el léxico de los mensajes hablados (Carmen Martín Gaite, José Jiménez Lozano o Juan Madrid). Sin embargo, hay que aclarar que en torno al concepto de oralidad gravita otro significado diferente: no solo es un modo de enunciación, sino que también está relacionada con la cultura popular. De esta forma, para algunos escritores el relato ha heredado no solo unas condiciones de presentación ante un público inmediato, sino también las características del conocimiento así transmitido. Según cada uno conceda una mayor relevancia a dicho legado u otro, cambiará también su relación con los conceptos de normatividad y libertad. Aunque el bagaje de la oralidad tradicional precisa estar asentado en unas bases firmes, o al menos así lo ha expresado Luis Mateo Díez (2000b), para los autores el género conserva la espontaneidad de su aprendizaje y la ausencia de intermediarios, a pesar de que la cercanía de su público imponga otras restricciones contextuales. Bajo este punto de vista, el cuento hereda la poética que consiguió fascinar al sultán de las Mil y una noches (Isabel del Río en Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 234 y Soledad Puértolas en Percival y Encinar, 1993: 260). Para Cristina Fernández Cubas la narración oral es algo especial, aunque sea irreproducible (Nichols, 1993: 5960). Soledad Puértolas de igual modo opina que esta forma de comunicación implica un espacio singular en el que se produce la continua retroalimentación entre el público y el creador (1991: 173). El relato literario acarrea la característica de su inflexibilidad ya que no puede modificarse ni una coma, tiene un aspecto fijo, es decir, las nuevas creaciones se han distanciado tanto de sus orígenes que ya no se pueden recitar ante un auditorio (Merino, 2004f: 57 y 53). A pesar de todo, para Javier Marías el cuento literario puede traspasarse a lo oral (1993: 294). Detrás de estas reflexiones sobre el origen del cuento se ha advertido, a su vez, una concepción diferente de su estructura ya que, conforme más cercano sienten el parentesco con lo oral, los escritores enfatizan la importancia del final en aras de conquistar a su público. Antonio Muñoz Molina (Percival y Encinar, 1993: 193), Agustín Cerezales (1991) y Ana Rosetti (1997) emplearon en sus creaciones las fórmulas tradicionales y los tópicos en torno a los personajes heredados de estos relatos. La oralidad tradicional aparece reflejada en los textos de aquellos que tuvieron unas vivencias más cercanas al mundo rural, a las leyendas, romances e historias contadas al amor de la lumbre (Luis Mateo Díez, José María Merino, Antonio Muñoz Molina o Cristina Fernández Cubas), mientras que para el resto forma parte de un residuo anacrónico o un mero documento antropológico.

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Siguiendo con el asunto de los modelos literarios, los datos que ha reflejado la encuesta de Fernando Valls y Rebeca Martín, en lo que respecta a los maestros universales demuestran la hegemonía absoluta de los hispanoamericanos Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, seguidos de los decimonónicos Chéjov y Poe, muy cerca de Hemingway y Carver. Estas preferencias han puesto de manifiesto un fenómeno que demuestra el cambio en la poética del cuento ya que una visión de conjunto permite observar la existencia de dos tradiciones: una hispanoamericana y otra anglosajona. La primera ancla sus orígenes en el norteamericano Edgar Allan Poe, cuyos relatos en busca del efecto, la sorpresa y el final imprevisible están marcados, precisamente, por la mencionada oralidad del género y los rasgos con ella imbricados. Sus seguidores y difusores fueron los autores del boom, Cortázar sobre todo. Sin embargo, algunos testimonios como el de Gonzalo Calcedo pusieron de manifiesto el cansancio de estas formas (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 64). Juan José Millás, Martínez de Pisón o Antonio Muñoz Molina reflejaban la existencia de una propuesta alternativa a los cuentos circulares con un principio y un final deslumbrantes. 14 Esta nueva tradición se nutría del dramaturgo y cuentista ruso Chéjov, cuyo magisterio había dejado el lugar común de que todo lo que aparece en un relato ha de cumplir una función. Su modelo son unos textos dominados por la elisión, con finales abiertos y tema realista. Las poéticas en esta línea se caracterizan por sublimar la tensión sin final culminante, tal y como admiraba Bernardo Atxaga (1998: 33). Otros escritores que lo han seguido en su poética son Luis Mateo Díez, Andrés Neuman o Medardo Fraile. 15 Sin embargo, han tenido mayor impacto los difusores norteamericanos del ruso que formaron parte de la beat generation, como por ejemplo, Heming­ way con su metafórica correlación entre el cuento y un iceberg donde permanecen ocultas muchas cosas. Pero sobre todo la alternativa estética la han proporcionado los escritores del dirty realism, quienes con Carver a la cabeza, crean relatos de gran sencillez argumental pero con unos tópicos muy singulares. Otros escritores con unas ideas semejantes son John Cheever, cuyo magisterio han retomado tanto Gonzalo Calcedo como Juan José Millás (VV. AA., 2002: 126 y 2001a: 98). Por otra parte, Charles Bukovski, cuyos textos están caracterizados por un alto contenido erótico y temática irreverente, tuvo una buena acogida entre los por entonces jóvenes como Juan Bonilla (1994), Lucía Etxebarría (1999) o Nuria Barrios (1998). La influencia de estos movimientos literarios norteamericanos se manifestó en un lenguaje plagado de coloquialismos, con un enorme componente oral en sus textos evidenciado en diálogos y monólogos cotidianos y sin sentido (Calcedo, Etxeberría, Barrios o González). Esta literatura estuvo vinculada también con una escritura en la que adquiere una gran importancia la violencia a veces totalmente gratuita. De hecho, tal 14  Estos tres escritores recogieron sus comentarios en los que defendían una alternativa al cuento: Milllás, 1991: 145, Martínez de Pisón, 1991: 285 y Antonio Muñoz Molina en Percival y Encinar, 1993: 193. 15  Estos comentarios aparecen en: Andres Neuman en VV. AA., 2001: 14; Medardo Fraile en Zapata, 2007; y Luis Mateo Díez en Juristo, 1994: 11.

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relación con un modelo sirvió para dar cierta legitimidad a la mencionada etiqueta «Generación X» que contó con el apoyo de las editoriales y los medios de comunicación. Sin embargo, esta dependencia también fue objeto de duras críticas desde los círculos literarios por la manipulación del mercado que explotaba y exageraba las similitudes con los norteamericanos. A pesar de que a sus detractores no les faltaba razón, pues se ha constatado la forzada comparación con estos modelos en sendos libros de Javier González (1998) y Gonzalo Calcedo (2002), estos comentarios negativos formaron parte del tradicional rechazo a las formas respaldadas por el éxito de ventas ya que esta literatura había logrado realmente conectar con los lectores jóvenes. Finalmente, tal sistema de ideas estaba vinculado con la mencionada alternancia entre el cuento oral y el cuento literario donde la elipsis adquiere tanta importancia que el resultado acaba siendo irreproducible. Para abordar la utilización de los diferentes repertorios por parte de los cuentistas, he optado por ordenar este extenso conjunto de producciones en cuatro bloques diferentes que están relacionados, a su vez, con cuatro problemas literarios —el realismo, lo fantástico, la mezcla de géneros y la metaficción—, sobre los que los escritores también han ido emitiendo sus juicios y opiniones marcando su manera de concebirlos. En primer lugar, la primera tendencia apuntada es esa importante y fructífera corriente realista que siguió vigente durante la década. Hay que tener en cuenta que la impresión de conjunto puede estar distorsionada por la aparición en estos años de volúmenes compilatorios de varios autores que recogían creaciones pertenecientes a otros periodos y momentos literarios. Así sucedió con Elena Soriano quien publicó por fin sus relatos de los cincuenta junto con otros de reciente factura que demostraban unos intereses diferentes (1996). En estos años también presentaron sus colecciones Carmen Martín Gaite (1994) y Ana María Matute (1990), recogiendo, en el segundo caso, cuentos con un enfoque que posteriormente abandonó. Por otro lado, la extremada polisemia del término «realismo» ha permitido en­ globar bajo tal denominación perspectivas bien diversas y ha dificultado la organización de las ideas de los escritores ya que el concepto es la suma de dos facetas: una corriente literaria y una abstracción teórica. Los cuentistas del corpus, influidos por la crisis de la oposición realidad / ficción, se hacían eco del rechazo hacia la concepción mimética de la literatura. Lo que buscaban no era reflejar el mundo exterior, sino que mostraban su preocupación por crear un mundo posible coherente. Por último, una vez más, incidían en la importancia del lector como intérprete y constructor último de ese artificio. Estas inquietudes se reflejan en el cuidado que tienen a la hora de clausurar esos universos narrativos o en el establecimiento del pacto ficcional. 16 16  La problemática en torno al término «realismo» aparece recogida en la introducción al apartado dedicado a estos relatos del tercer capítulo. Muñoz Molina denunciaba la lectura excesivamente mimética (1998: 23). Sin embargo, Javier Marías destacaba la importancia del pacto ficcional en busca de la «huella del animal», de la impronta del autor (1998: 168). Bernardo Atxaga señalaba que la utilización de la realidad debe aspirar siempre a la universalidad así usará la experiencia de una forma anecdótica (1988: 204).

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Los relatos resultantes son finalmente diversos: desde el realismo simbolista de José Jiménez Lozano (1991), hasta el retrato sórdido de los ambientes oscuros de Antonio Soler (1992). Por otra parte, varios de los escritores del corpus publicaron sus cuentos en prensa periódica por lo que sus textos adquirían el papel de documento social. Así sucedió con las macabras narraciones de Juan Madrid (1995), las eróticas historias de Francisco Umbral (1998), y los textos sobre las rutinas y sorpresas de nuestra sociedad de Manuel Vicent (1999) o Juan José Millás (1997). José Antonio Millán (1990) se interesaba por una cotidianidad ausente en los libros, por reflejar aquello que se nos hace invisible. Con frecuencia salían a colación temas como la Guerra Civil, por ejemplo en las obras de Luis Mateo Díez (2000b) o Manuel Rivas (1996). Juan Eduardo Zúñiga ha destinado varios volúmenes al conflicto tratándolo con un estilo que lo alejaba del realismo testimonial (1980, 1983 y 2003). A medio camino entre el autobiografismo y la ficción se encontraban las obras de algunos autores a los que también les tocó vivir esa triste época: Carlos Blanco Aguinaga (1990), Antonio Pereira (2000), Luis Mateo Díez (1997) y Medardo Fraile (2000). Lo cierto es que algunos creadores, sobre todo relacionados con la generación del 68, reconocían rechazar el paradigma realista del medio siglo. 17 Mientras tanto, otros más jóvenes, como Josán Hatero (1996), Gonzalo Calcedo (1999) o Lucía Etxebarría (1999), adoptaron ese realismo crudo de ascendente norteamericano apuntado, tratando asuntos como el sexo, la juventud, la angustia vital… Evidentemente, los escritores no se limitan a una de estas tendencias; así Manuel Rivas combina relatos en la senda de lo popular tradicional, con otros que retratan los fenómenos más recientes de nuestra sociedad. Aunque he encontrado un importante conjunto de obras que tratan las complejidades de la existencia actual y los problemas de las relaciones humanas, resulta difícil identificar esta tendencia con unos nombres concretos ya que, en realidad, este tema recorre las vértebras de la mayor parte de los cuentos analizados. Por ejemplo, los personajes de Josefina R. Aldecoa en Fiebre (2000), generalmente pertenecientes a la clase acomodada, se enfrentan a delicados momentos vitales y los Modelos de mujer (1996), de Almudena Grandes, sufren diferentes metamorfosis hacia la madurez. El primer volumen de Esther Tusquets, Siete miradas sobre un mismo paisaje (1981), tenía el carácter de libro iniciático; en su siguiente ejemplar, La niña lunática y otros cuentos (1996), sus protagonistas igualmente recorren una especie de aprendizaje vital muchas veces relacionado con sus experiencias sentimentales. En verdad, el amor pasa a ser la temática central de los relatos de Rosa Regàs, Marina Mayoral, Adelaida García Morales, Rosa Montero, Esther Tusquets, Lourdes Ortiz, Nuria Barrios o Care Santos, tratando tanto sus vertientes más platónicas como las más carnales. Al contrario de lo que a veces opina la crítica, este interés de bastantes escritoras por la intimidad no implica que reflejen ex  José María Merino señalaba la «desconexión con la realidad» de sus contemporáneos (1988a: 24-25) y Javier Marías reconocía que su generación había dado la espalda a la generación del medio siglo (1993: 57). 17

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clusivamente la femenina, por el contrario, Soledad Puértolas se interesa por la psicología masculina (2000). Por otra parte, esta materia tampoco es patrimonio de las mujeres, como lo demuestran Sergi Pàmies, Javier Marías, Bernardo Atxaga y Álvaro Pombo. Partiendo de un marco realista, Soledad Puértolas enfrenta a sus personajes a experiencias inusitadas que les hacen plantearse su rutina diaria. Los libros de Mercedes Abad concluyen en lo macabro, ya que para ella lo importante es sorprendernos con unas existencias inusuales. En la misma línea se encuentran Pedro Ugarte, Ignacio Vidal Folch, José Ovejero, Juan Bonilla o Quim Monzó cuyos protagonistas sufren la colisión de lo raro con lo cotidiano, lo cual acerca estos relatos a lo fantástico, una corriente con buena salud durante estos años. Resultan representativas las trayectorias de José María Merino o Cristina Fernández Cubas que jamás han abandonado esta senda. Muñoz Molina (1993) y Almudena Grandes (1996) realizan incursiones esporádicas en sus trayectorias principalmente realistas, utilizando el recurso de la sorpresa sobrenatural o extraordinaria. Algunos incorporaron la tradición del género, mientras que otros optaron por la corriente de la extrañeza. Por ejemplo, Juan Eduardo Zúñiga (1992) o Mercedes Abad (1995) escriben relatos de corte decimonónico. Un autor inquietante es Eloy Tizón quien logra a través de sus narraciones líricas sin apenas esquema argumental, romper la lógica del lenguaje creando un efecto fantástico en el seno de una frase (1991). Felipe Benítez Reyes opta por la recreación de un futuro hipotético en el cual no existe una tecnología avanzada adentrándose así en el denostado subgénero de la ciencia-ficción (1997). La totalidad de estas manifestaciones aparecen recogidas en la obra de un solo escritor, Agustín Cerezales, pues sondea tanto lo fantástico cotidiano como las conjeturas del futuro (1991a). Escritores como Ignacio Martínez de Pisón o José Ferrer Bermejo han unido el placer por contar anécdotas con el pilar básico de la literatura fantástica. Sus personajes, seres anómalos, de comportamientos estrambóticos y hasta grotescos, extraños o extraordinarios, tienen unas vidas que reflejan la irrealidad que puede encerrar la aparente normalidad. En cuanto a la poética de lo fantástico, el gallego Manuel Rivas rechaza su inclusión dentro de un realismo maravilloso asociado a su tierra natal, ya que concibe esta denominación como un reflejo de la incomprensión por parte de los críticos de la realidad humana en la que lo extraño no tiene tanto de popular, sino que es el fruto de la incursión de lo raro en lo cotidiano (Tejeda: 2003). Siguiendo el paradigma borgiano con un fantástico intelectual y complejo se encuentran Luis G. Martín o Ignacio Martínez del Pisón mientras que Bernardo Atxaga engarza con las raíces del género. Frente a los autores que adoptan modelos del realismo o de lo fantástico, hay otros que prefieren acercarse a los proporcionados por otros géneros distintos del cuento. En estos casos los escritores conectan el repertorio del relato breve con la valoración que tiene cada forma sacada a relucir. Así las poéticas de Nuria Amat y Javier Marías ponían de relieve la apertura de la novela al disolverse las trabas formales para tratar un tema o insertar la autobiografía, la realidad, la poesía o el ensayo

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en su interior (Amat, 1998: 219 y Marías, 1993: 271). Este fenómeno explicaba la fractura de la ancestral unidad del argumento en múltiples pedazos desordenados no solo por una cierta actitud posmoderna sino también debido una moda literaria apoyada por las instituciones. De esta forma, se acaba produciendo un movimiento de influencia entre ambos géneros, y así Javier Marías reconocía que los cuentos aceptan recursos propios de lo novelístico, aproximando sus poéticas (Encinar y Percival, 1993: 127). Dando un paso más allá, Antonio Soler proponía una nueva denominación en la que el término «relato» tenía unas implicaciones diferentes al «cuento» y era más cercano a la «novela corta» (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 246). Debido a esta influencia, el género breve se ha distanciado de la exigencia de una sorpresa final o una moraleja a favor de sucesos que mantengan la ilusión de que hay vida más allá de la palabra final, en consonancia con el cambio de poética señalado. El resultado es que en estos años proliferaron libros de cuentos o novelas fragmentarias: los Amores patológicos (1998) de Nuria Barrios y Nosotras que no somos como las demás (1999) de Lucía Etxebarría. En ambos volúmenes las escritoras presentaron conjuntos con un hilo transversal (aunque no siempre bien conseguido). La presentación de los libros de cuentos como un bloque conjunto y coherente favorecía su comercialización, al menos así lo reconocían Esther Tusquets y Gonzalo Calcedo (Encinar y Percival, 1993: 283 y Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 64). Una de las costumbres más habituales para conseguir esta unidad ha sido la utilización del prólogo donde se explicaban las relaciones temáticas del volumen, tal y como se ha observado en los casos analizados de Julio Llamazares, Rosa Montero, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Álvaro Pombo o Almudena Grandes. Otro truco paratextual para conseguir el efecto deseado ha consistido en mencionar las claves interpretativas en el título. En suma, los escritores españoles han heredado un nuevo requisito al que se deben ajustar sus volúmenes: la unidad. Por esta razón, ha surgido el término «ciclo de cuentos» donde cada pieza puede ser autónoma, pero también puede conservar un hilo que la ata a las restantes del conjunto. Semejante manera de concebir los libros de cuentos no es únicamente posmoderna tal y como nos hace ver Bernardo Atxaga quien había retomado en Obabakoak (1988) el modelo medieval de los relatos con marco. El género periodístico y el cuento también se han contagiado de ciertas maneras de hacer. Cada vez más se busca que las noticias sean narradas para que el lector las sienta cerca, así los textos resultantes se encuentran en un ámbito intermedio entre la ficción y la realidad aportándose mutuamente recursos. El problema en este caso, a diferencia de la novela, es que los autores parten del escaso reconocimiento que tiene el periodismo; de hecho, he encontrado bastantes opiniones en el bando de alinear esta disciplina con la literatura (Antonio Muñoz Molina, Juan José Millás y Manuel Rivas). 18 Entre sus argumentos se encuentra la falta de diferencia a la hora de crear estos escritos. Para ello intentan ensalzar el género señalando las limitaciones de su 18  Estos comentarios favorables al periodismo aparecían en: Antonio Muñoz Molina (2003), Juan José Millás (2001c), Julio Llamazares (1991: 5) y Manuel Rivas (1997: 22 ).

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redacción en un tiempo y en un espacio muy restringido, unas condiciones que requieren cierta maestría. Las poéticas recogidas en sendos prólogos a las recopilaciones de Juan Bonilla (1996) y Juan Madrid (1994) resaltan su perdurabilidad, esteticismo, universalidad, e independencia mientras que su ficcionalidad queda en entredicho ya que, en verdad, las únicas diferencias entre unos géneros y otros dependen de las circunstancias de enunciación. El peligro de que los relatos sean calificados de periodísticos, es que se establezca una jerarquía entre los productos a pesar de que fueron creados para dos sistemas en los que, por ejemplo, el público tiene diferentes horizontes de expectativas. Un caso diferente ha sido la relación del cuento con la poesía. En lo que respecta a los discursos de las poéticas, existe cierta tradición en establecer dicha comparación potenciada por la enseñanza azoriniana (Jose Antonio Millán, Juan José Millás, Antonio Pereira, Francisco Umbral y Antonio Muñoz Molina). Los principales argumentos para justificar la igualdad entre ambos son: el estilo, la condensación y el efecto. En contra de este hermanamiento está la polémica cuestión sobre si la poesía se trata o no de un terreno propicio para la libertad creativa. Por eso no existe acuerdo: mientras que Antonio Muñoz Molina opina que es un territorio reglado, y por eso saca a relucir la comparación entre el soneto y el relato (1991: 152), por el contrario, para Gonzalo Calcedo es un ámbito donde todo vale (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 64). Pero, como bien pone de relieve Mercedes Abad, tras estas comparaciones existe la intención de alabar las posibilidades del género breve (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 20). La herencia de la lírica ha quedado de manifiesto en un subconjunto de cuentos que la crítica ha calificado con el mismo adjetivo. A partir de las poéticas de los autores que reciben semejante etiqueta he visto que, al margen de la clásica diferencia entre prosa y verso, Clara Janés, Eloy Tizón y Elena Santiago destacan el criterio del lenguaje poético, a pesar de la inexactitud de esta afirmación ya que, como es sabido, en todos los textos se cuida la expresión. En sus discursos la palabra tiene una capacidad simbólica que el lenguaje cotidiano no puede expresar. Estos ejemplos se caracterizan no solo porque no se le da tanta importancia al argumento ni a la intriga, sino también por carecer de un efecto final. Para estos tres escritores, lirismo y sentimiento de la imagen permanecen unidos en el origen de muchos de sus cuentos. Por otra parte, las relaciones entre el cuento, el poema en prosa y el relato hiperbreve tienen en común que los dos últimos presentan un desarrollo reciente ya que son géneros vinculados con la modernidad. Curiosamente, en las poéticas del primero, se observa la escasa alusión a su posible condición narrativa ya que los autores intentan alinearse en el terreno de la lírica. Así mismo, los escritores de cuentos tampoco observan la proximidad con el poema en prosa, pero sí se plantean la problemática relación con el microcuento ya que pertenece al mismo sistema de la narrativa, dentro del cual está teniendo una gran expansión por parte de las instituciones, público y mercado. En realidad, hay razones interesadas en la confusión entre el poema en prosa y el microcuento pues pocos poetas reciben la misma atención edi-

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torial y lectora que los creadores de formas hiperbreves. La historia y tradición del microrrelato se encontraba en pleno proceso de consolidación en la década de los noventa puesto que lo cultivaron una gran cantidad de autores incluidos algunos de nuestro corpus: Quim Monzó, Enrique Vila Matas, Nuria Barrios, Luis Mateo Díez, José María Merino, Antonio Pereira, Javier Tomeo, Medardo Fraile, José Jiménez Lozano o Juan Eduardo Zúñiga, Hipólito G. Navarro, Andrés Neuman y Pedro Ugarte. Esta nómina recorre desde escritores encumbrados a otros poco conocidos en el mercado editorial, pero con bastante reconocimiento crítico. La hiperbrevedad suele ser una buena plataforma de salida para los más jóvenes al tener en las antologías el perfecto instrumento para darse a conocer. Quizá por la juventud del género, los escritores están preocupados por su autonomía y delegan en el lector la responsabilidad de dirimir su catalogación. Entre otras ideas destacan la importancia de la elipsis, pero también su capacidad hibridatoria. Llama la atención que, a diferencia de los escritores de poemas en prosa, que no citaban la vertiente narrativa del género, casi todas las poéticas del microrrelato aludían a su relación con la poesía. En resumen, en este sistema cada vez es más frecuente la permeabilidad de repertorios entre géneros. Este fenómeno ha recibido el nombre de «hibridación», un concepto que da título de legitimidad a un sin fin de recursos, y ha servido para calificar ese amplio conjunto de materiales en los límites, además de dejar el camino abierto a la relatividad de las clasificaciones. Hay que decir que en un estudio como este, en el cual se ha intentado dar prioridad a la figura del autor, resulta llamativo que en estos casos ambiguos, finalmente los escritores deleguen la mayor parte de la responsabilidad clasificatoria en el lector. En casi todos los temas tratados en torno a las nociones genéricas he comprobado que los creadores conceden el beneficio de la última decisión al receptor, quien impone su hegemonía taxonómica. Para cerrar este libro, me he centrado en un nutrido grupo de relatos que plantean el juego literario como núcleo de su materia narrativa. La nómina de los que han tratado la metaficción ha sido tan extensa que merecía una atención aparte: José María Merino, Pedro Zarraluki, Bernardo Atxaga, Sergi Pàmies, Isabel del Río, Juan José Millás, Ana Rossetti, Juan Manuel de Prada, Felipe Benítez Reyes, Juan Bonilla, Pedro Ugarte, Hipólito G. Navarro, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Marina Mayoral, Luis Mateo Díez. En estos textos, Neus Aguado, Pedro Zarraluki o Carme Riera aprovechan para ofrecernos su opinión sobre el sistema literario. Otros, como Ana María Navales o Juan Manuel de Prada, se recrean en personajes incluidos dentro de la Historia de la Literatura, mientras que Nuria Amat utiliza los tópicos en torno a algunos personajes para construir sus teorizaciones ficcionales y Enrique Vila-Matas salpica sus obras con guiños intertextuales. Estas poéticas aparecidas en un contexto de enunciación tan particular parten de unas bases distintas para su interpretación. Tal recurso tiene por objetivo que el lector entre en un diálogo intelectual con el libro donde, por ejemplo, tiene el desafío de desenmascarar al autor, tal y como sucede en «Episodios nacionales» de José Jiménez Lozano (2005). Además, el juego permite la parodia y la crítica del mundo literario, así dos escritoras muy dife-

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rentes en cuanto a su situación en el campo, Carme Riera y Neus Aguado, emplean este recurso para desentrañar las reglas del mundillo de las letras en Contra el amor en compañía y otros relatos (1991) y Paciencia y barajar (1990). En realidad, cualquier aspecto del sistema literario puede ser planteado como tema. De esta manera Rosa Regás en «La inspiración y el estilo» escribió un argumento en torno a la propia creación de una poética (1996). Los escritores a través de la metaficción se plantean la selección de repertorio lingüístico (Riera, 1991), pero sobre todo genérico. Algunos textos especulan sobre la jerarquía que adquiere cada forma literaria en los sistemas que reflejan, así en «Reconocimento» de Soledad Puértolas (1993) y en «La novela incorrupta» de Julio Llamazares (1995), los personajes muestran el contraste entre el mundo poético y el campo de la novela. Con sentido del humor Felipe Benítez Reyes («El mundo como juego de billar», 1993) bromea sobre los gustos del público femenino y Carme Riera aborda la costumbre de crear antologías para mujeres («De Eva a María», 1991). Juan José Millás («Conflicto», 1997) pone sobre el tapete la elección de la cultura de masas y Antonio Muñoz Molina la escritura de libros en serie («Borrador de una historia», 1993). En general, dentro de estos cuentos se critica a aquellos escritores que se dejan vapulear por las corrientes del mundo académico o del gran mercado. Dentro de estos relatos metaficcionales hay varios ejemplos en los que los personajes, usualmente escritores, se plantean la propia redacción por lo que reflejan su opinión sobre los propios rasgos de repertorio que van seleccionando. Uno de los casos más llamativos es «El viajero perdido» (1997) de Jose María Merino, donde el escritor nos habla del proceso de extrañamiento que supone la creación: las acciones de su cuento parecen autónomas al narrador. De esta manera, defiende que, hasta cierto punto, la creación es independiente de la razón. Este texto supone para el escritor y el lector un reto intelectual fascinante que nos lleva hacia ese momento tan oscuro de la concepción literaria. Bernardo Atxaga en «Para escribir un cuento en cinco minutos» (1998) y Sergi Pàmies en «Diez párrafos» (1998) construían sendos relatos en torno al propio acto de escritura de los mismos. Isabel del Río ha llegado más allá en estos juegos y los ha convertido en el elemento unificador de La duda, subtitulado otros apuntes para escribir una colección de relatos (1995). Por último, este trabajo, en el que partía de dos materiales tan diferenciados que reflejaban «lo que los autores dicen que es el cuento» y «lo que los escritores conciben», no puede terminar sin una reflexión sobre la relación entre ambos, es decir, entre la teoría (en este caso las poéticas) y la práctica. En este sentido son relevantes las preguntas que se hizo Gustavo Luis Carrera al mismo respecto y que, tras todo lo visto, pueden servir de guía. La primera de ellas planteaba lo siguiente: «¿Precede la práctica a la teoría, o en el comienzo de toda práctica hay una teoría?» (1997: 53). 19 19   Gustavo Luis Carrera, cerrando su trabajo «Aproximación a supuestos teóricos para un concepto del cuento», ofrecía seis preguntas de las cuales he retomado únicamente cuatro. Las que se han quedado fuera han sido las siguientes: «5.º ¿Es la teoría un arquetipo integral, o es la suma de aplicaciones fragmentarias, de aspectos parciales llevados a la práctica en distintas obras? / 6.º ¿Si la teoría es efec-

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Algunos ejemplos delataban que detrás de su composición había una intención concreta de rebatir o demostrar alguna idea (y los casos más evidentes han sido, por supuesto, esos relatos metaficcionales de Isabel del Río que seguían la estructura teoría-ejecución). Sin embargo, no siempre ha estado tan clara la cronología entre ambas producciones y, aunque hubiera sido deseable conocer el momento de creación de cada escrito, no siempre ha sido posible. En el caso de Antonio Soler el orden fue el siguiente: después de publicar Extranjeros en la noche redactó una defensa de su peculiar utilización de sus personajes (1992). Esta ha sido en general la forma de proceder de los cuentistas llegando incluso, como en textos destinados a las antologías, a construirse a la medida de las circunstancias, así lo dejaba entender Nuria Barrios: «Me piden que explique por qué y cómo escribo relatos» (VV. AA., 2002: 51). Los ejemplos analizados han demostrado que, salvo excepciones, la teoría «explícita» ha aparecido a posteriori, puesto que está motivada por causas externas en casi la totalidad de las ocasiones. Las razones para ello han sido abundantes y han hecho necesario diagnosticar el acontecimiento que motivó cada caso: algunas fueron redactadas para justificar la unidad de un volumen, encomiar a un compañero, presentar un texto o para contestar a una difícil entrevista... La primera parte de este trabajo reflejaba la estrecha relación entre los discursos y el contexto de emisión. Los escritores, a pesar de la artificiosidad del proyecto, han entrado en el juego de explicar sus teorías «precedentes» a la creación, es decir, las ideas que circulan en su mente en ese momento difuso de la redacción y con sus comentarios nos han hecho saber el papel que desempeñan las ideas sobre el género. Entre ellos existe diversidad de opiniones: algunos defienden tener en cuenta los modelos genéricos (Díez, 2000b), mientras que otros reconocen partir de intuiciones (Cerezales, 1991: 161). Con todo, los pasos que a veces les llevan a adoptar un género u otro pueden ser erróneos como les sucedió a Vila-Matas, Muñoz Molina y Javier Marías, quienes tuvieron que trasladar y adaptar sus materiales a diferentes contextos y necesidades. El problema es que, por todo lo que se ha explicado en el segundo capítulo, estas declaraciones de los narradores son, como manifiesta el título de este trabajo, «un cuento». Al fin y al cabo, la importancia de las modas, el mercado, los gustos personales, la retórica, la presión de la originalidad, el peso de las autoridades, la influencia de los repertorios ya manidos... hace que «lo que los autores dicen que el género es» sea una construcción tan artificiosa como los propios relatos. Esta duda sobre la relación entre los presupuestos y las realizaciones le hacía a Carrera plantearse lo siguiente: «¿No se inicia Quiroga tratando de aplicar la teoría de Poe?» (1997: 53). En el caso de los escritores estudiados se ha visto que la mayoría eran conocedores de los grandes nombres del género y que en buena medida tiva en la medida en que es avalada por una práctica, dura entonces lo que está y solo vale para ella, no pudiendo ser general? Es decir, que cada teoría duraría lo que la práctica que la respalda o demuestra, y no habría teorías generales universales, sino una para cada práctica, es decir una para cada autor. No habría entonces proyección real en el tiempo para las teorías del cuento» (1994: 53-54). Como se verá, estos interroganes están imbricados indirectamente en los primeros por lo que la reflexión sobre los mismos lleva inevitablemente a dar también respuesta a los últimos.

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partían de las ideas y modelos de unos maestros. Los cuentistas han tenido una gran variedad de vías para expresar sus preferencias y en general no han dudado en hacerlo, aunque también se ha visto la reacción contraria y cauta ante cualquier hermanamiento que les pudiera encasillar. La presión por la originalidad es tal que las etiquetas causan un fuerte rechazo, por fortuna el juego posmoderno ha dado paso al reciclaje literario y, de este modo, bajo el nombre de intertextualidad, se acepta con mayor libertad. Gracias a los hilos que han dejado aquí y allá los escritores han puesto de manifiesto que, a pesar de todo, tienen en su haber unos modelos que recorren las más diversas fuentes literarias desde la oralidad a las tendencias más recientes. La siguente pregunta que se cuestiona Carrera es la siguiente: «¿Conduce la práctica a la modificación de la teoría? ¿No lleva el ejercicio práctico a modificar la teoría inicial?» (1997: 53). Se ha observado, sobre todo en aquellos casos en los que los autores han tenido la oportunidad de dar varias opiniones literarias a lo largo de su trayectoria, que sus aportaciones metacreativas van cambiando. Un ejemplo como el de Juan Manuel de Prada, quien con los años fue modificando su visión sobre las propias poéticas, que primero rechazaba y luego llegó a aceptar, nos hace dudar sobre la estabilidad de las opciones adoptadas (Masoliver Ródenas y Valls, 1998: 216 y VV. AA., 2002: 378). Es evidente que los cuentistas tienen derecho a equivocarse, corregirse y buscar la perfección conforme van teniendo mayor contacto con la escritura. Por otro lado, como sospecha Carrera, los narradores suelen presentar teorías acordes a sus creaciones puesto que detrás late el deseo de concebir una obra en la que unos textos se justifiquen entre sí. No he querido llegar a juzgar si una determinada propuesta de un autor ha sido mejor o peor llevada a la práctica, no obstante, hay algunos que sí han sometido sus máximas a ciertas tensiones con sus escritos. En la medida en que cada discurso estaba justificado por un contexto peculiar, unas preguntas, unos requerimientos... estos escritos se adaptan a las circunstancias y de ahí que puedan encontrarse algunas divergencias con el producto final. Javier Marías creó una firme defensa del cuento de raigambre oral para prologar los textos de Isak Dinesen, pero presenta unas narraciones bien asentadas en su carácter textual (1993: 293). No hay que perder de vista la probable falibilidad del cuentista. Estos materiales han expresado a menudo deseos, proyectos o modelos, por lo que exigirles una validez universal resulta impropio de la ambición para la que fueron elaborados. Siguiendo con esta idea Carrera se preguntaba: «¿No es la teoría, otra cosa que la justificación de una práctica?» (1994: 53). El citado ejemplo de Marías ha demostrado que, por encima de todo, en las poéticas predomina la intención de encomiar el producto resultante (ya sea propio, o ajeno, como era el caso). La gran mayoría de las poéticas tenidas en cuenta —Cristina Fernández Cubas, Juan Bonilla, Muñoz Molina, Juan José Millás, Manuel Rivas, Manuel Vicent, Almudena Grandes...— ha revelado la feliz coincidencia entre las propuestas y las realizaciones. El caso más llamativo ha sido la aportación de Bernardo Atxaga, quien ha creado toda una esté-

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tica y justificación del plagio coherente e idónea para sus intereses más allá de lo literario. Evidentemente, tras esta coincidencia late la sospecha de que somos los propios investigadores los que forzamos la búsqueda de concordancias, dejando de lado las disonancias que rompen la ilusión de totalidad. Esta afortunada coherencia es debida no solo al impulso de los autores de crear un ideario acorde con la propia literatura, sino que también es originada por la prudencia y parcialidad de las descripciones que aventuran. En general los cuentistas acaban teorizando sobre «su» tipo de cuento o, incluso, para «algunos cuentos» vinculados con el momento de emisión de sus discursos. El apartado dedicado a las teorías demostraba que existen una infinidad de propuestas al problema que se solapan y que, incluso, a veces ni siquiera tienen el mismo objeto de estudio, ya que dependiendo de la segmentación de la historia del género que hubiera detrás, sus características y concepción cambiaban. Así cada cual, siguiendo su particular subdivisión de la trayectoria del cuento, habla de un momento concreto de su evolución. La prudencia llega al límite en aquellos casos que rechazan la tarea de manifestar sus ideas ante el peligro de equivocarse (o de ser criticados) y se niegan a exponer afirmación general alguna, limitando sus opiniones a un pequeño nicho. Se ha visto, además, que la diversidad de soluciones teóricas está motivada artificialmente por un mercado necesitado de nuevas propuestas. Los esfuerzos por parte de los artistas por asentar un rasgo o una definición son infructuosos puesto que, motivados por la disconformidad intrínseca en la creatividad, siempre van a estar abiertos a la inventiva, a la contrargumentación y al debate. Termino estas reflexiones con el siguiente interrogante de Carrera que pone el acento en una de las bases teóricas del presente trabajo: «¿La teoría, como punto de partida, previa a la práctica, es apenas un conjunto de preferencias y de rechazos, es decir, de gustos o prejuicios?» (1994: 53). Como se puede apreciar, en esta ocasión la pregunta del estudioso intenta ir más allá de las «teorías explícitas» y se aproxima a la relación entre el autor y la naturaleza interna de sus ideas genéricas sobre el cuento. ¿Cómo funcionan? ¿En qué consisten? Se ha observado que los escritores elaboran sus cuentos partiendo de un conjunto de aspiraciones aprendidas en su contacto con la literatura que les hacen tener unas preferencias en cuanto al tema, contenido, estructura, argumento, intención, modelos a los que semejarse, e incluso sobre el género al que se pretenden ajustar, es decir, parten de ese «repertorio». Puede que haya escritores, que actúen de otra manera, o que así lo afirmen (aunque su sinceridad esté bajo sospecha), sin embargo, los casos analizados en torno a lo fantástico y al realismo, a la literatura anclada en lo oral o la influida por la novelización, han dejado de manifiesto la existencia y pervivencia de unos modelos sobre los que gravita la creación, de ahí su repetición y coincidencia. Las presentes páginas han sido, en definitiva, una aproximación a la descripción de la mencionada «caja de herramientas» de los escritores de los noventa. Con esta tarea podremos comprender mejor y valorar las cualidades de este género tan fascinante que ha embelesado a tantos y las habilidades de los artistas que lo siguen poniendo en juego. A estas alturas no

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se puede decir que se haya acabado el cuento, pues ha continuado con buena salud hasta nuestros días, aunque con altibajos (las nuevas tecnologías, cambios en la difusión editorial, el recorte en premios, los hábitos lectores de este nuevo milenio...). A pesar de todo, un hecho es evidente: los escritores mantienen la polémica alimentando este sistema ávido de nuevas «poéticas» para las que «nunca se acaba ni se acabará el cuento».

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Anexos

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Cuadros y Gráficos encuesta realizada por Valls y Martín (2004a)

Ángela Vallvey

Juan Bonilla

Andrés Neuman 1977

Pedro Ugarte 1963

1966

Vicente Gallego 1963

1964

Fernando Iwasaki

Hipólito G. Navarro 1961

Gonzalo Calcedo 1961

1961

José Ovejero

Mercedes Abad

1955

1961

Juan José Flores

1954

1958

Luis Antonio de Villena

Javier Quiñónez

1951

Alfons Cervera

Manuel Talens 1948

Gonzalo Navajas 1946

1947

Manuel Longares 1946

Juan Pedro Quiñonero

Germán Gullón 1945

Ángel Zapata

José María Merino 1941

1946

Ana María Navales 1939

1946

Julio Manuel de la Rosa

Fernando Aínsa 1937

Juan Eduardo Zúñiga 1929

1935

Medardo Fraile

José Manuel Caballero Bonald 1926

Antonio Pereira

1925

Arturo del Hoyo

Fecha

1923

Autor

1917

Crítico

A)  Cuadro de la pregunta 1.—Autores de los diez mejores libros de cuentos.

Unamuno, Miguel de

1864-1936

3

Valle-Inclán, Ramón del

1866-1936

7

Baroja, Pío

1872-1956

7

Martínez Ruiz, José (Azorín)

1873-1967

4

Miró, Gabriel

1879-1930

3

Fernández Flórez, Wenceslao

1885-1967

2

Gómez de la Serna, Ramón

1888-1963

5

Espina, Antonio

1894-1972

2

Dieste, Rafael

1899-1981

2

Sender, Ramón J.

1901-1982

Aub, Max

1903-1972

6

1906

11

Cunqueiro, Álvaro

1911-1081

4

Cela, Camilo José

1916-2002

4

Ayesta, Julián

1919-1996

2

García Pavón, Francisco

1919-1989

Ayala, Francisco

2

3

Delibes, Miguel

1920

5

de Ory, Carlos Edmundo

1923

2

Pereira, Antonio

1923

4

Fraile, Medardo

1925

6

Aldecoa, Ignacio

1925-1969

22

Martín Gaite, Carmen Matute, Ana María Fernández Santos, Jesús Sánchez Ferlosio, Rafael Benet, Juan García Hortelano, Juan Zúñiga, Juan Eduardo Quiñones, Fernando

1925-2000

3

1926

9

1926-1988

5

1927

2

1927–1993

7

1928-1992

6

1929

7

1930-1998

5

Goytisolo, Juan

1931

Sueiro, Daniel

1932-1986

3

1933

4

Marsé, Juan Tomeo, Javier

2

1935

3

Pombo, Álvaro

1939

4

Merino, José Maria

1941

10

1942

10

Díez, Luis Mateo Fernández Cubas, Cristina

1945

6

Millás, Juan José

1946

2

Conget, Jose María

1948

2

Vila-Matas, Enrique

1948

4

Atxaga, Bernardo

1951

2

Monzó, Quim

1952

2

Cerezales, Agustín

1957

2

Rivas, Manuel

1957

4

Castán, Carlos

1960

2

Martínez de Pisón, Ignacio

1960

2

Calcedo, Gonzalo

1961

2

Tizón, Eloy

1964

4

Bonilla, Juan

1966

5

464

cristina bartolomé.indb 464

21/10/19 10:58

B)  Gráfico de la pregunta 1. 2 2 2 2 2 2 2 2 2 2 2 2 2 2 2

Fernández Flórez, Wenceslao Espina, Antonio Dieste, Rafael Sender, Ramón J. Ayesta, Julián De Ory, Carlos Edmundo Sánchez Ferlosio, Rafael Goytisolo, Juan Millás, Juan José Atxaga, Bernardo Monzó, Quim Cerezales, Agustín Castán, Carlos Martínez de Pisón, Ignacio Calcedo, Gonzalo Unamuno, Miguel de Miró, Gabriel García Pavón, Francisco Martín Gaite, Carmen Sueiro, Daniel Tomeo, Javier Martínez Ruiz, José (Azorín) Cunqueiro, Álvaro Cela, Camilo José Pereira, Antonio Marsé, Juan Pombo, Álvaro Vila-Matas, Enrique Rivas, Manuel

Tizón, Eloy

3 3 3 3 3 3

4 4 4 4 4 4 4 4 4

5 5 5 5 5

Gómez de la Serna, Ramón Delibes, Miguel Fernández Santos, Jesús Quiñones, Fernando Bonilla, Juan Aub, Max Fraile, Medardo García Hortelano, Juan Fernández Cubas, Cristina Valle-Inclán, Ramón del Baroja, Pío Benet, Juan Zúñiga, Juan Eduardo Matute, Ana María

6 6 6 6

7 7 7 7

9

Merino, José Maria Díez, Luis Mateo Ayala, Francisco

10 10

11

22

Aldecoa, Ignacio

0

5

10

15

20

465

cristina bartolomé.indb 465

21/10/19 10:58

C)  Cuadro de la pregunta 3 - Autores de la literatura universal que han influido en el cuento. Autor

Iniciales de los escritores

N.º

Arreola

FA, PU

2

Bécquer

GN

1

Bioy Casares

FA, JMR

2

Bocaccio

GN

1

Borges

FA, JB, GC, JJF, MF, VG, GG, FI, ML, GM, AMN, HGN, AN, AP, JPQ, JQ, JMR, PU

Bowles

JO

18 1

Bradbury

AN

1

Bukovsky

PU

1

Calders

PU

1

Calvino

GN, AMN, JPQ, JMR, MT

Carver

JB, GC, VG, GG, JMM, AMN, AN, JO, AP, MT, PU, AZ

Cervantes

GN, JQ, PU

5 12 3

Clarín

GN, JMR

Cortázar

GC, AC, JJF, VG, GG, FI, ML, JMM, GN, AMN, HGN, AN, JO, JPQ, JQ, JMR, PU, AZ, JEZ

2

Cheever

GC, AN

Chéjov

AC, JJF, MF, VG, FI, ML, JMM, AMN, HGN, AN, JO, AP, JQ, JMR, MT, PU, AV, AZ

Chesterton

FI

1

Darío, Rubén

JMM

1

Dostoievski

JPQ

1

Faulkner

MF, FI, ML, JPQ, JMR, AZ, JEZ

7

Fitzgerald

MF

1

19 2 18

Galdós

JQ

1

García Márquez

GN, AN, JMR

3

Gógol

AN

1

Gorki

JEZ

1

Hemingway

GC, AC, MF, FI, JMM, GN, AMN, AN, JPQ, JMR, MT, AZ, JEZ

Joyce

MF, JO, JQ

3

Kafka

AC, JJF, GG, GN, AMN, HGN, AN, JPQ

8

Kipling

AN

1

Mansfield

MF, AZ

2

Maupassant

AC, JJF, MF, AN, JO, AP, MT, PU, JEZ

9

Mc Cullers

MF

1

Monterroso

FA, MF, JMR, PU

4

13

466

cristina bartolomé.indb 466

21/10/19 10:58

Autor

Nabokov

Iniciales de los escritores

N.º

MF, PU

2

Nerval

JJF

1

O’Henry

MF

1

Pavese

JPQ, JMR

2

Pitol

FA

1

Poe

JJF, GG, ML, GN, AMN, AN, JO, JPQ, JQ, PU

Pratolini

JPQ

1

Proust

MF

1

Quevedo

JQ

1

Quiroga

GN

1

Ribeyro

PU

1

Rulfo

JJF, MF, JPQ

3

Salinger

JJF, AN, JO

3

Sartre

GM

1

Steinbeck

MF

1

Stevenson

MF

1

Sthendal

MF

1

Tolstoi

JPQ

1

Wilde

GN

1

Woolf

JPQ

1

10

467

cristina bartolomé.indb 467

21/10/19 10:58

D)  Gráfico de la pregunta 3. Borges Cortázar Chéjov Carver Hemingway Poe Kafka Maupassant Calvino Faulkner García Márquez Monterroso Rulfo Salinger Cervantes Joyce Arreola Bioy Casares Clarín Cheever Nabokov Pavese

5 5

4 4 4 4 2 2 2 2 2 2 0

11 11

8 8

17

12

18 18

3 3

5

10

15

20

468

cristina bartolomé.indb 468

21/10/19 10:58

Otros gráficos E)  Gráfico sobre las antologías de cuento — Número de apariciones de cada autor en las antologías. Amat, N. Benítez Ariza, J.M. Busutil, G Caso, A. Casariego, M. Castán, C Cercas, J. Díez, L. M. De Prada, J. M. F.M. Ferrero, J. González Sainz, J. A. Hatero, J. Izquierdo, P. Janés, C. Martín Gaite, C. Martí, L. G. Molina Foix, V. Monzó, Q. Navarro, H. G. Pereda, R. M. Peri Rossi, C. Regás, R. Riestra, B. Roig, M. Rubio, F. Salaverri, M.ª E. Satué, F. J. Soriano, M. Vidal Folch, I. Wolfe, R. Aldecoa, J. R. Barrios, N. Benítez Reyes, F. Calcedo, G. Castro, L. Cibreiro, P. Escudero, A. Etxebarría, L. González San Martín, M. Grandes. A. Marías, J. Millán, J. A. Miñana, J. Montero, R. Navales, A. M.ª Navarro, J. Pombo, A. Sánchez, C. Sorela, P. Zúñiga, J. E. Ferrer-Bermejo, J. Giralt Torrete, M. Merino, J. M.ª Millás, J. J. Muñoz Molina, A. Riera, C. Rosetti, A. Tomeo, J. Ugarte, P. Bonilla, J. Moix, A. M.ª Vila Matas, E. Zarraluki, P. Cerezales, A. Freixas, L. García Sánchez, J. Mayoral, M. Tizón, E. Abad, M. Díaz-Mas, P. Fernández Cubas, C. Martínez de Pisón, I. Ortiz, L. Tusquets, E. Puértolas, S.

0

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

469

cristina bartolomé.indb 469

21/10/19 10:58

F)  Cuadro sobre las antologías de cuentos de los noventa. Autores

1

2

3

4

Abad, M.

5 1

6 1

7  

8

9

10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20

1

1

Adón, P.

1

1

1

1

1

Amat, N.

1

del Amo, J.

2

1

1

1

Antolín, E.

1

1

Álamo, A

1

1

Aldecoa, J.R.

1

1

3

1

Alonso, E.

1

1

Aparicio, J. P.

 

1

1

Aramburu, F.

1

1

Azpeitia, J.

1

1

Azúa, F. de

1

1

Baquero, G Barrios, N

1

1

1

1

1

3 1

Beccaria, L. Benítez Ariza, J. M.

1

Benítez Reyes, F. Benítez, J. J.

7

1

1

1

2 3

1

1

1

Bonilla, J.

1

1

1

1

Brito, J. M. Busutil, G

1

Caso, A.

1

Calcedo, G.

5

1

1

1

2 2

1

1

Cansino, E.

1

1

3

1

1

1

1

Carrero, L. M.

1

Casariego, M.

1

Casariego, N.

1

1

Casavella, F.

1

1

Castán, C

1

Castro, L.

1

Cercas, J. Cerezales, A.

1 1

1

1

2

1

3

1

2

1 1

1

1

Chacel, R., Cibreiro, P.

2

1

1

 

1

1

6 1

1

3

1

Clemente, M. J.

1

1

Coll, A.L.

1

1

470

cristina bartolomé.indb 470

21/10/19 10:58

Autores

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20

Company, F. Constante, S. Díaz-Mas, P.

1

1

1

1 1

1

 

1

Díez, L. M.

 

1

Delgado, J.

 

1

1

1

1

1

2 1

1

Del Río

1

1

De Prada, J. M.

1

2

1

Desmonts, J. A.

1

Doménech, R.

 

Escudero, A.

1

1

Etxebarría, L.

1

Etxenike, L.

1

Ezquerra, I.

1

1

1

1

1

3 3

1

1 1

F. M.

1

2

1

Falcón, L.

1

1

Fernández Cubas, C. 1

1

Fernández Roces, L.

 

Ferrer-Bermejo, J.

1

1

Ferrer Vidal, J.

 

1

1

1

1

1

1

1 1

7 1

1 1

4 1 2

1

Fraile, M.

1

1

Freire, E.

1

1

Freixas, L.

1 1

1

Enrique, A.

 

1

1

1

1

1

Fresán, R. Gándara.A.

7 1

de Arteaga, M

Ferrero, J.

1

1

6 1

1

1

1

Gallego, V.

1

1

Gallegos, J.C.

1

1

García Galiano, A.

1

1

García Montalvo, P.

 

1

1

García Morales, A. García Hortelano, J.

1

 

García Jambrina, L. García Sánchez, J.

1

1 1

1

1 1

1

1

1

1

García Valiño, I.

1

Garrido Palacios, M.

6 1

1 1

1

471

cristina bartolomé.indb 471

21/10/19 10:58

Autores

1

2

3

4

5

6

7

8

9

Gil Feito, T.

10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 1

1

Giralt Torrete, M.

1

Gironella, J. M.

1

1

4

1

1

1

Gistaín, M.

1

1

González Ascansio, J. E. R.

1

1

González Gonzálbez, R.

1

1

1

1

2

1

1

3

González Sainz, J. A. González San Martín, M.

1

Gopegui, B.,

1

1

Goytisolo, L.

 

Grandes. A.

1

1

1

1

1

1

Greciet, C Hatero, J.

1

Ibáñez, A.

1

1

1

1

2 1

Iwasaki, F.

1

1

Izquierdo, P.

1

2

1

Jaén, M. Jiménez Frontín, J. L.

1

1

Grasa, I.

Janés, C.

3

1

Gracia, I.

1

1 1

2

1

1

1

Longares, M.

 

1

1

Loriga, R.

1

1

Llamazares, J.

1

1

Luca de Tena, T.

1

1

Luque de Diego, A.

1

1

Luque Ortiz, H.

1

1

Magrinyà, L. Mañas, J. A. 1

1

3

1

Martín Gaite, C.

1

Martí, L. G. Mayoral, M.

1

1

Marías, J.

Martínez de Pisón, I.

1

1

2

1

1 1 1

1

1

1

1

1 1

Méndez Guédez, J. C.

1

1

1

1

2

1

7

1

6 1

1

Mendicutti, E.

1

1

472

cristina bartolomé.indb 472

21/10/19 10:58

Autores

1

2

3

4

5

6

Merino, J. M.ª

7 1

8

9

10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20

1

1

1

4

1

1

1

4

Millán, J. A.

1

1

1

3

Miñana, J.

1

1

1

3

Millás, J. J.

Moix, A. M.ª

1

1

1

Molina Foix, V. Montero, R.,

1

1

1

5

1

2

1

1

1

Monzó, Q.

3

1

1

Morales, G.

1

Morán González

1

1

Moreno, M. C. Moura, B.de

1

1

1 1

1

1

Navales, A. M.ª

1

1

1

Navarro, H.G.

1 1

1

Neuman, A

1

3

1

1 1

Obligado, C.

1

1

Orejudo, A.

1

1 1

1

1

1

1

1

7

1

Ovejero, J.

1

1

Pagés, A.

1

Palma, F.J.

1

Pedraza, P., 1

1

Pérez Azaustre, J

1 1

1 2

1

Pertierra, T. Pombo, A.

1 2

1 1

Peri Rossi, C.

1 1

1

Pereira, A.

Pesarrodona, M.

1

1

Ordoñez, M.

1 1

1

Oleoso, A.

2

1

Nogales, P.

Pereda, R. M.

1

1

Navarro, J.

4 3

1

Navarro, F. R.

Ortiz, L.

1 1

1

Múgica, D. Muñoz Molina, A.

2 1

1

1

1

1

1 1

1

Posadas, C.

3

1

1

1

Pottecher, B.,

1

1

473

cristina bartolomé.indb 473

21/10/19 10:58

Autores

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20

Prado, B. Puértolas, S.

1

1 1

1

1

1

1

1

1

1

1

Puntí, J. Ravelo, A.

1

Regás, R.

1 1

1

Riestra, B.

1 1

1

4

1

1

1

1 1

1 1

2

1

Romeo, F. Rosetti, A.

1 2

Riviere, M. Roig, M.,

1 1

Rigalt, C Rodoreda, M.

1

1 1

1

Royela, F.

1

1

1

1

4 1

1

Rubio, F. Ruíz, R.

2 1

1

Salaverri, M.ª E.

1

1

Salabert, J. Salmerón, J. M. Sampedro, J. L.

1

1

1 1

Sánchez, C.

1

Santiago, E.

1

3

1

1

1

Santos, C.

1

1

Sanz, M.

1

1 1

2

1

Soler, A.

1

Sorela, P.

1

1

Soriano, E. 1

1 2

1

Talens, M.

1

1

Taylhardat, K.

1

1

Téllez Rubio, J. J. Tizón, E.

1

Tomeo, J.

1

Torrente Ballester, G.

1

1

1

1

1 3

1

1

Soriano, M.

2

1 1

Satué, F. J.

1 2

1

Reyes Fernández, J. Riera, C.

9 1

1

1

1

1

1

1

1

6 4

1

1

Torres, M.

1

1

474

cristina bartolomé.indb 474

21/10/19 10:58

Autores Tusquets, E.

1 1

2

3

4

5

1

6

7

8

1

Ugarte, P.

9 1

1

10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 1

1

7

1 1

1

1

4

Valdés, Z

1

1

Vallejo-Nájera, A.

1

1

Vázquez Montalbán, M.

1

1

Verdú, V. Vidal Folch, I. Vila Matas, E.

1

1 1 1

1

1

2

1

1

Villena, F. Vizcaíno Casas, F.

1

1 1

1

1

Zaldua, I.

1

Zapata, A.

1

Zúñiga, J. E.

5

1

Wolfe, R.

Zarraluki, P.

1

1

1 1

1 1

1

1

2 1 1

1

5 3

Referencias

  1. Navajo, Ymelda (ed.) (1982), Doce relatos de mujeres, Madrid: Alianza.

  2. VV.  AA. (1988), Cuentos eróticos, Barcelona: Grijalbo.   3. VV.  AA. (1989a), Cuentos de terror, Barcelona: Grijalbo.   4. VV.  AA. (1989c), Siete narraciones extraordinarias, Barcelona: Planeta.   5. VV.  AA. (1990), Los pecados capitales, Barcelona, Grijalbo.   6. Estévez, Carmen (ed.) (1990), Relatos eróticos, Madrid, Castalia.   7. Javier González y Pedro de Miguel (eds.) (1993), Últimos narradores. Antología del relato breve español, Pamplona: Hierbaola.   8. Valls, Fernando (ed.) (1993), Son cuentos. Antología del relato breve español, 1975-1995, Madrid: Espasa-Calpe.   9. Encinar, Ángeles y Percibal, Anthony (eds.) (1993), Cuento español contemporáneo, Madrid: Cátedra. 10. Gil Feito, Teresa (ed.) (1994), Ni Ariadnas ni Penélopes: quince Escritoras Españolas Para El Siglo Veintiuno, Madrid: Castalia, 1994 Esta antología recoge además poemas y textos de teatro. 11. VV.  AA. (1995), Cuentos de este siglo: 30 narradoras españolas contemporáneas, Ángeles Encinar (ed.), Barcelona: Lumen, 1995. Recoge cuentos desde 1957 hasta la fecha de publicación de autoras de diferentes generaciones. Hemos incluido aquellas autoras que publican después de 1980. 12. Freixas, Laura (ed.) (1996), Madres e hijas, Barcelona: Anagrama. 13. VV.  AA. (1997), Páginas amarillas, Sabas Martín (ed.), Madrid: Lengua de Trapo. 14. Masoliver Ródenas, Juan Antonio y Valls, Fernando (eds.) (1998), Los cuentos que cuentan, Barcelona: Anagrama.

475

cristina bartolomé.indb 475

21/10/19 10:58

15. Monmay, Mercedes (ed.) (1998), Vidas de mujer, Madrid: Alianza. 16. VV.  AA. (1999b), Hijas y padres, Martínez Roca. 17. VV.  AA. (1999c), Mujeres al alba, Madrid: Alfaguara. 18. Rodríguez Fischer, A. (ed.), (2001) Cuentos contemporáneos, Boadilla del Monte: SM (Gran Angular) (se trata de una edición destinada a un público juvenil). 19. VV.  AA. (2002), Pequeñas resistencias: antología del nuevo cuento español, Andrés Neuman Galán (ed.lit.) y José María Merino (prol.), Madrid: Páginas de Espuma. 20. VV.  AA. (2003), Relato español actual, Raúl Hernández Viveros (ed. y prol.), México: Fondo de Cultura Económica. G)  Cuadro sobre la procedencia de los textos incluidos en Los mejores relatos de Manuel Vicent (1999).

Título

Fecha

Título de la sección del periódico en la que fue publicado

La casa solariega

(desconocido)

El cementerio desnudo

11 de septiembre de 1982

Crónicas urbanas

Dinero para un yate

9 de julio de 1983

Crónicas urbanas



La rata que amaba la pintura

23 de febrero de 1986

Relatos

La hormiga de oro

12 de octubre de 1985

Relatos

Depósito general de mercancías

5 de febrero de 1983

Crónicas urbanas

El nieto de Ulises

9 de febrero de 1986

Relatos

La chica que quería un reportaje

22 de mayo de 1982

Estampas de una década

La noche de Rumasa

26 de febrero de 1983

Crónicas urbanas

Fin del mundo en la chimenea

7 de abril de 1984

Historias de fin de siglo

Live-sex show

9 de febrero de 1985

Relatos

Vaqueros de asfalto

29 de septiembre de 1984

Historias de fin de siglo

El caballo amante

28 de abril de 1984

Historias de fin de siglo

Retrato de un ecologista

3 de abril de 1982

Estampas de una década

No sonrías a un desconocido

29 de mayo de 1982

Estampas de una década

Terror de año nuevo

8 de nero de 1983

Crónicas urbanas

No ardió el café Gijón

10 de marzo de 1984

Historias de fin de siglo

El rey de la feria

28 de mayo de 1983

Crónicas urbanas

Una dama en la noche

4 de junio de 1983

Crónicas urbanas

El desván de Juliette

13 de julio de 1985

Relatos

Mendigos mecánicos

14 de abril de 1984

Historias de fin de siglo

La chica de la valla

1 de diciembre de 1984

Historias de fin de siglo

La sopa de Ulises

29 de enero de 1983

Crónicas urbanas

¿Quiere usted una magdalena?

9 de marzo de 1985

Relatos

476

cristina bartolomé.indb 476

21/10/19 10:58

Título

Fecha

Título de la sección del periódico en la que fue publicado

Amor y otros muebles

8 de septiembre de 1984

Historias de fin de siglo

Unidad móvil

12 de febrero de 1983

Crónicas urbanas

Ascensión a una columna dórica

11 de mayo de 1985

Relatos

Estofado de toro

15 de mayo de 1982

Estampas de una década

La bicicleta estática

5 de enero de 1985

Relatos

Laberinto para un conde siciliano

15 de junio de 1985

Relatos

Una historia de amor

26 de marzo de 1983

Crónicas urbanas

Area. 157 Hudson St. New York

27 de octubre de 1984

Historias de fin de siglo

Misa en Aravaca

25 de sept. 1982

Crónicas urbanas

Grandes almacenes

25 de junio de 1983

Crónicas urbanas

Antena colectiva

22 de enero de 1983

Crónicas urbanas

La historia de Ingrid Holm

13 de abril de 1985

Relatos

Fiesta en Nueva York

27 de noviembre de 1982

Crónicas urbanas

Viaje iniciático al Nilo

29 de mayo de 1982

Estampas de una década

Muda de verano

23 de julio de 1983

Crónicas urbanas

Ejecutivos de usar y tirar

8 de diciembre de 1984

Historias de fin de siglo

La mosca (El viejo y la mosca)

24 de julio de 1982

Estampas de una década

La señora inglesa de Fátima

12 de enero de 1986

Relatos

Seres o enseres

11 de junio de 1983

Historias de fin de siglo

Servicio de urgencia

15 de enero de 1983

Crónicas urbanas

No pongas tus sucias manos...

20-26 de marzo 1980 Detrás del espejo en Triunfo



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cristina bartolomÉ porcar

la década de los noventa

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cristina bartolomé porcar

el cuento de las poéticas o las poéticas del cuento en españa

la década de los noventa

Durante la última década del siglo xx, el cuento literario español vivió una etapa de un sospechoso auge que contribuyó a que pasara de ser «la Cenicienta de nuestras letras» a uno de los géneros más atractivos y versátiles en la actualidad. Los responsables de este fenómeno fueron las editoriales, los medios de comunicación, las instituciones, la proliferación de premios... pero, sobre todo, los escritores. Ellos fueron quienes, desde diferentes opciones estéticas y con las más diversas motivaciones, optaron por el cuento y produjeron un conjunto de textos con una pluralidad de tendencias que recorren lo fantástico, lo realista, lo experimental o lo metaficcional, entre otras. El presente trabajo pretende contribuir a la descripción de este conjunto tan heterogéneo y de las circunstancias que rodearon a sus creadores. Por otro lado, durante el mismo periodo y a raíz de distintos compromisos y circunstancias, los cuentistas reflexionaron sobre la forma de componer dichos relatos, sus principales modelos, la cuestión de su definición, de sus límites, de sus principales características... Estas poéticas también han merecido un prudente estudio, pues en ellas los creadores nos ofrecen una ventana a su mundo narrativo que muestra, a veces, una realidad que puede llegar a ser más ficticia que los propios cuentos.

anejos de revista de literatura

66.  De grado o de gracias. Vejámenes universitarios de los Siglos de Oro, por Abraham Madroñal Durán, 532 págs. 67.  Del simbolismo a la hermenéutica. Recorrido intelectual de Paul Ricoeur (1950-1985), por Daniel Vela Valloecabres, 192 págs. 68.  De amor y política: la tragedia neoclásica española, por Josep Maria Salla Valldaura, 552 págs. Diez estudios sobre literatura de viajes, por Manuel Lucena 69.  Giraldo y Juan Pimentel Igea (eds.), 260 págs. 70.  Doscientos críticos literarios en la España del siglo xix, por Frank Baasmer y Francisco Acero Yus (dirs.), 904 págs. 71.  Teoría/crítica. Homenaje a la profesora Carmen Bobes Naves, por Miguel Ángel Garrido y Emilio Frechilla (eds.), 464 págs. 72.  Modernidad bajo sospecha: Salas Barbadillo y la cultura material del siglo xvii, por Enrique García Santo-Tomás, 280 págs. 73.  «Escucho con mis ojos a los muertos». La odisea de la interpretación literaria, por Fernando Romo Feito, 208 págs. La España dramática. Colección de obras representadas 74.  con aplauso en los teatros de la corte (1849-1881), por Pilar Martínez Olmo, 652 págs. Escenas que sostienen mundos. Mímesis y modelos de fic75.  ción en el teatro, por Luis Emilio Abraham, 192 págs. 76.  De Virgilio a Espronceda, por José Luis Bermejo Cabrero, 200 págs. Estructura y teoría del verso libre, por María Victoria Utrera 77.  Torremocha, 232 págs. 78.  Mundos perdidos: una aproximación tematológica a la novela postmoderna, por Íñigo Barbancho Galdós, 296 págs. El Quijote y su idea de la virtud, por Ángel Rubén Pérez Mar79.  tínez, 280 págs. 80.  El enigma sobre las tablas. Análisis de la dramaturgia completa de Juan Benet, por Miguel Carrera Garrido, 324 págs. El sujeto difuso. Análisis de la socialidad en el discurso lite81.  rario, por Federico López-Terra, 264 págs. 82.  El mito de Atalanta e Hipómenes. Fuentes grecolatinas y su pervivencia en la literatura española, por María Jesús Franco Durán, 352 págs. Tormentos de amor. Celos y rivalidad masculina en la no83.  vela española del siglo xix, por Eva María Flores Ruiz, 380 págs. 84.  Del teatro al cine: hacia una teoría de la adaptación, por María Vives Agurruza, 336 págs. El teatro de los poetas. Formas del drama simbolista en Espa85.  ña (1890-1920), por Javier Cuesta Guadaño, 488 págs. 86.  Tránsitos, apropiaciones y transformaciones. Un modelo de cartografía para la dramaturgia de Juan Mayorga, por Germán Brignone, 368 págs. 87.  El personaje literario en el relato, por María del Carmen Bobes Naves, 208 págs. Teatro: no pasar. Rendimiento crítico del teatro de Roberto 88.  Suárez en su contexto de producción, por Ignacio Gutiérrez Muiño, 200 págs. 89.  Familia y exilio en la dramaturgia de la gran Cuba. Una perspectiva dramatológica, por Abel González Melo, 326 págs. 90.  El poder de la palabra: la sátira política contra el condeduque de Olivares, por Shai Cohen, 184 págs.

el cuento de las poéticas o las poéticas del cuento en españa

ANEJOS DE LA REVISTA DE LITERATURA Últimos títulos publicados

Cristina Bartolomé Porcar estudió Filología Hispánica en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza. Gracias a una beca FPU, comenzó su labor investigadora en el Instituto de Lengua, Literatura y Antropología (ILLA) del CSIC en Madrid y completó sus estudios de doctorado en la Universidad Complutense de la misma ciudad, en la especialidad de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. A lo largo de estos años realizó estancias en la Universidad de la SorbonaParís y en el Graduate Center de la City University of New York. También completó el Curso de Alta Especialización en Filología Hispánica en el ILLACSIC. Sus investigaciones siempre se han centrado en el estudio del cuento literario de las últimas décadas, tema que trató en su tesis doctoral, de la que nace el presente trabajo con el que obtuvo Premio Extraordinario. En relación con este asunto, ha abordado la obra de autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, Luis Mateo Díez o Javier Marías. Desde el año 2006 es profesora de enseñanza secundaria en la especialidad de Lengua y Literatura en diferentes centros de la Comunidad de Madrid y Aragón.

Ilustración

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS Imagen de cubierta: Caja de herramientas, retoque fotográfico de Jorge Rabadán sobre fotografía de Jesse Orrico extraída de Unsplash.com.

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