El ascenso del hombre 9788412259445

Este clásico del doctor Bronowski traza el desarrollo de la sociedad humana a través de nuestra comprensión de la cienci

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Spanish Pages [481] Year 2020

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Portada
El ascenso del hombre
Prólogo de Richard Dawkins
Introducción
01. Entre animal y ángel
02. La cosecha de las estaciones
03. La veta en la piedra
04. La estructura oculta
05. La música de las esferas
06. El mensajero sideral
07. Un majestuoso mecanismo de relojería
08. La búsqueda del poder
09. La escalera de la creación
10. Un mundo dentro de otro mundo
11. Conocimiento o certidumbre
12. Generación tras generación
13. La larga infancia
Bibliografía
Índice
Sobre este libro
Sobre Jacob Bronowski
Créditos
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El ascenso del hombre
 9788412259445

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Prólogo

Richard Dawkins

La expresión «el último hombre del Renacimiento» se ha convertido en todo un cliché, pero perdonamos su uso en esas raras ocasiones en las que la expresión es cierta. Es muy difícil pensar en un candidato mejor para ese elogio que Jacob Bronowski. Se podrán encontrar otros científicos que puedan exhibir un conocimiento profundo en humanidades, o —en un caso concreto— que combinen un prestigio ganado en el mundo de la ciencia con una preeminencia en historia china. Pero ¿quién mejor que Bronowski entrelaza un conocimiento profundo en historia, arte, antropología, cultura, literatura y filosofía con un exhaustivo conocimiento de la ciencia? ¿Y que además lo haga fácilmente, sin ningún esfuerzo y sin sucumbir nunca a parecer pretencioso? Bronowski usa la lengua inglesa —que no es su lengua materna, lo que es aún más extraordinario — tal como un pintor usa su pincel, con maestría tanto en la creación de grandes lienzos como de exquisitas miniaturas. Inspirado por la Mona Lisa, esto es lo que tenía que decir al hablar sobre el primero y el más grande hombre del Renacimiento, cuyo dibujo del bebé en el útero abría la versión televisiva de El ascenso del hombre:

El hombre es único no porque hace ciencia, y es único no porque crea obras de arte, sino porque tanto la ciencia como el arte son igualmente expresiones de la maravillosa plasticidad de su mente. Y la Mona Lisa es un ejemplo muy bueno, porque después de todo, ¿qué es lo que hizo Leonardo la mayor parte de su vida? Hizo dibujos anatómicos, como el bebé en el útero de la Royal Collection en Windsor. Y es justo en el cerebro y en el bebé donde la plasticidad de la conducta humana empieza.

Bronowski enlaza con asombrosa destreza el dibujo de Leonardo con el niño de Taung: un espécimen de nuestro género ancestral Australopithecus, víctima — como sabemos ahora, algo que Bronowski desconocía cuando realizó su análisis matemático del diminuto cráneo— de un águila gigante hace dos millones de años. Hay un aforismo digno de ser citado prácticamente en cada página de este libro, algo para guardar como un tesoro, algo para pegar en una nota en la puerta para que todo el mundo pueda verla, puede que incluso un epitafio para la lápida de un gran científico: «El conocimiento […] es una aventura sin fin en el filo de la incertidumbre». ¿Edificante? Sí. ¿Inspirador? Sin ninguna duda. Pero leído en su contexto es impactante. La tumba en la que se podría poner esa lápida resulta que pertenece a toda una tradición investigadora europea, destruida por Hitler y sus aliados prácticamente de la noche a la mañana:

Europa dejó de ser un lugar acogedor para la imaginación —y no solo la imaginación científica—. Toda una concepción de la cultura estaba en retirada: la concepción de que el conocimiento humano es personal y responsable, una aventura sin fin en el filo de la incertidumbre. Se hizo el silencio, de igual manera que después del juicio a Galileo. Los grandes hombres se vieron inmersos en un mundo amenazado. Max Born. Erwin Schrödinger. Albert Einstein. Sigmund Freud. Thomas Mann. Bertolt Brecht. Arturo Toscanini. Bruno Walter. Marc Chagall.

No es necesario pronunciar unas palabras tan poderosas a voz en grito o con lágrimas ostentosas rodando por la cara. Las palabras de Bronowski obtuvieron un gran impacto, en parte debido a su tono calmado, humano, comedido, y a esa forma encantadora de pronunciar las «erres» mientras miraba directamente a la cámara, con sus gafas parpadeando con los reflejos de la luz como faros en la oscuridad. Pasajes oscuros como ese constituyen algo excepcional en este libro lleno de luz y de genuina y sincera inspiración en la mayoría de sus páginas. Casi se puede oír la peculiar voz de Bronowski a lo largo y ancho de este libro, y ver asimismo su expresiva mano cortando de arriba abajo la complejidad para de repente decir

algo importante. Permanece de pie enfrente de una gran escultura, el Filo de cuchillo de Henry Moore, para decirnos,

La mano es el borde cortante de la mente. La civilización no consiste en un conjunto de artefactos acabados, es la elaboración de los procedimientos que llevaron a su fabricación. Al fin y al cabo, la marcha del hombre es la sofisticación de su mano en acción. El estímulo más poderoso que ha impulsado el ascenso del hombre es el placer que siente con cada ejercicio de sus habilidades. Ama lo que hace bien, y una vez lo ha hecho bien, ama hacerlo todavía mejor. Ese espíritu se puede ver en su ciencia. Se puede ver en la magnificencia con la que talla y construye, en su cuidado amoroso, su regocijo, su descaro. Se supone que los monumentos fueron construidos para homenajear a reyes y a religiones, a héroes y dogmas, pero, al fin y al cabo, al hombre al que homenajea es al constructor de dicha obra.

Bronowski era un racionalista y un iconoclasta. No se conformaba con disfrutar de los logros a los que había llegado la ciencia, sino que pretendía provocar, estimular, pinchar.

Esa es la esencia de la ciencia: haz una pregunta impertinente, y estarás en camino hacia una respuesta pertinente.

Eso no se aplica únicamente a la ciencia, sino a todo modo de aprendizaje, lo cual, según Bronowski, estaba encarnado por una de las universidades más grandes y más antiguas del mundo, casualmente en Alemania:

La universidad es como la Meca a la cual acuden los estudiantes con poco más que una fe inquebrantable. Es importante que los estudiantes aporten cierta picardía, una irreverencia virginal hacia sus estudios; no están aquí para venerar lo conocido, sino para cuestionarlo.

Bronowski se refería a las especulaciones mágicas del hombre primitivo con simpatía y comprensión, pero al final:

La magia es solo una palabra, no una respuesta. La magia, en sí misma, es una palabra que no explica nada.

Hay magia —la clase correcta de magia— en la ciencia. También hay poesía, y poesía mágica en cada página de este libro. La ciencia es la poesía de la realidad. Si Bronowski no dijo eso, es la clase de afirmación que habría hecho este polifacético, elocuente, discreto erudito, cuya sabiduría e inteligencia simbolizan lo mejor que hay en el ascenso del hombre.

Introducción

El primer borrador de El ascenso del hombre fue escrito en julio de 1969 y la última secuencia de la serie fue rodada en diciembre de 1972. Un proyecto tan enorme como este, aunque sea maravillosamente estimulante, no puede llevarse a cabo a la ligera. Requiere un vigor físico e intelectual infatigable, una absoluta inmersión en el proyecto de la que se ha de estar absolutamente seguro, que será llevada a cabo y mantenida durante todo el proceso con gusto; por ejemplo, tuve que dejar de lado investigaciones que ya había empezado; y me veo obligado a dar las explicaciones oportunas de los motivos que me impulsaron a hacer algo así. El talante de la ciencia había sufrido un cambio profundo en los últimos veinte años: el foco de su atención había cambiado. De las ciencias físicas había pasado a las ciencias de la vida. Como resultado de dicho cambio, la ciencia se vio atraída cada vez más hacia el estudio de la individualidad. Pero el espectador interesado apenas se da cuenta de lo lejos que llega el efecto de cambiar la imagen del hombre que la ciencia va moldeando. Como matemático entrenado en el campo de la física, a mí también me habría pasado desapercibido dicho cambio si no se hubieran dado una serie de acontecimientos casuales que me introdujeron en el mundo de las ciencias de la vida a mi mediana edad. Tengo una deuda de gratitud por la suerte que he tenido al poder dedicarme a dos ramas fundamentales de la ciencia durante mi vida; y dado que no sé a quién le debo esa deuda, concebí El ascenso del hombre como agradecimiento para compensarla. La invitación que me hizo la British Broadcasting Corporation era para presentar el desarrollo de la ciencia en una serie de programas de televisión al estilo de los que hizo lord Clark en la serie Civilisation. La televisión es un medio excelente para poder exponer cualquier tema por diversas razones: su visualización es poderosa e inmediata, es capaz de hacer que el espectador se sienta transportado a los lugares y los hechos que se están describiendo, y resulta lo suficientemente familiar para que sienta que lo que está presenciando no son solo hechos descritos, sino el resultado de la acción de la gente. De todos estos méritos, el último es el que me resulta más convincente, y es el que más peso tuvo a la hora

de aceptar presentar una biografía de ideas en formato de ensayos para la televisión. El asunto es que el conocimiento en general y la ciencia en particular no consisten en ideas abstractas, sino en ideas artificiales, fabricadas por el hombre, desde sus comienzos hasta los modelos más modernos e idiosincrásicos. Por lo tanto, el conocimiento de los conceptos subyacentes que encierra la naturaleza debe de haber aparecido pronto, en las culturas humanas más simples y a partir de sus facultades más básicas y específicas. Y el desarrollo de la ciencia que une todos esos conceptos en combinaciones cada vez más complejas parece ser un atributo igualmente humano: los descubrimientos los hacen los hombres, no gracias únicamente a sus mentes, ya que se trata de seres vivos dotados de individualidad. Si la televisión no se usa para expresar estos pensamientos de forma concreta, se desperdiciará su uso. En cualquier caso, desentrañar ideas es una empresa íntima y personal, y eso nos lleva al espacio común que comparten la televisión y los libros impresos. A diferencia de una conferencia o de una película de cine, la televisión no va dirigida a un público masivo. Está dirigida a dos o tres personas sentadas en una habitación, como una conversación cara a cara entre dos personas —una conversación en la que habla solo una persona, de la misma manera en que lo es un libro, sin embargo más familiar y socrática—. Para mí, absorbido por el trasfondo filosófico que subyace al conocimiento, este es el regalo más atractivo que ofrece la televisión, mediante el cual puede llegar a ser una fuerza tan persuasiva e intelectual como el libro. El libro impreso posee una libertad añadida: no está despiadadamente unido al sentido direccional del tiempo, de la forma en la que sí lo está un discurso hablado. El lector puede hacer lo que ni el espectador ni el oyente pueden hacer, que es hacer una pausa en su lectura y reflexionar, volver hacia atrás en las páginas y en el argumento, comparar un hecho con otro y, de forma general, apreciar los detalles de las pruebas presentadas sin distraerse por el modo en que se le presentan. He procurado usar la ventaja que supone esta forma más pausada de razonar siempre que he podido, poniendo por escrito lo que ya había dicho en el programa televisivo. Lo que se dijo en esos programas requirió un gran volumen de investigaciones, que me llevaron a descubrir muchos vínculos y curiosidades inesperados, y habría sido una pena no capturar parte de esa riqueza en este libro. De hecho, me habría gustado haber hecho mucho más, e intercalar el texto con el material y las citas originales en las que se fundamenta. Pero eso habría cambiado el destinatario de este libro, en lugar de al lector general debería haber sido dirigido a estudiantes.

Al transcribir el texto usado en el programa de televisión, he procurado seguir el texto al pie de la letra, básicamente por dos razones. Primero, a la hora de hacer cualquier discurso quería preservar la espontaneidad del pensamiento, algo en lo que me esforcé allí donde fui. (Por la misma razón, intenté ir a lugares que fueran tan estimulantes para mí como para el espectador). Segundo, y más importante, quería preservar de igual forma la espontaneidad del argumento. Un argumento verbal es informal y heurístico; identifica el centro mismo de la materia tratada y muestra de qué forma es crucial y nuevo; y al mismo tiempo, proporciona la dirección que nos lleva a la solución, de modo que, hasta en su forma simplificada, su lógica siga siendo correcta. Para mí, este modo filosófico de argumentación es el fundamento de la ciencia, y no se debería permitir que nada lo oscureciera. El contenido de estos ensayos abarca, de hecho, mucho más que el campo de la ciencia, y no lo habría titulado El ascenso del hombre si no hubiera tenido también en mente otros pasos que se han dado en nuestra evolución cultural. Mi ambición ha sido aquí la misma que con mis otros libros, tanto de literatura como de ciencia: crear una filosofía para el siglo XX que fuera una filosofía unificada. De la misma forma, esta serie habla más de filosofía que de historia, y de una filosofía de la naturaleza más que de ciencia. El tema de esta obra es una versión contemporánea de lo que se solía llamar filosofía natural. A mi modo de ver, estamos en la actualidad mejor preparados intelectualmente para concebir la filosofía natural que en los últimos trescientos años. Y eso se debe a que los recientes descubrimientos en biología humana han dado una nueva dirección al pensamiento científico, lo han desplazado de lo general a lo individual, por primera vez desde que el Renacimiento abrió las puertas del mundo natural. No puede existir una filosofía, ni siquiera una ciencia decente, sin humanidad. Deseo que el sentido pleno de esa afirmación sea palpable a lo largo y ancho de este libro. Para mí, la comprensión de la naturaleza tiene como finalidad la comprensión de la naturaleza humana, y de la condición humana dentro de la naturaleza. Presentar una visión de la naturaleza a la escala a la que se hace en esta serie es tanto un experimento como una aventura, y estoy muy agradecido a aquellos que hicieron ambas cosas posibles. Mi primera deuda es con el Instituto Salk de Estudios Biológicos, que ha apoyado mi trabajo sobre la especificidad humana durante tanto tiempo, y que además me concedió un año sabático para poder realizar la serie de televisión. También estoy en deuda con la British

Broadcasting Corporation y con sus asociados, y de manera muy particular con Aubrey Singer que ideó este enorme proyecto y que estuvo durante dos años animándome a que me hiciera cargo de él hasta que me convenció. La lista de todos aquellos que ayudaron en la elaboración de los capítulos de la serie es tan enorme que debo usar una página para ellos solos, así les puedo dar las gracias a todo el equipo conjuntamente; fue un auténtico placer trabajar con todos ellos. Sin embargo, no puedo pasar por alto los nombres de los productores que encabezan esa lista, y particularmente Adrian Malone y Dick Gilling, cuyas imaginativas ideas lograron dar vida a las palabras. Dos personas trabajaron conmigo en este libro, Josephine Gladstone y Sylvia Fitzgerald, e hicieron mucho más que eso, me alegra poder darles las gracias aquí por su gran trabajo. Josephine Gladstone se encargó de todas las investigaciones necesarias para la serie de televisión desde 1969, y Sylvia Fitzgerald me ayudó a planificar y preparar cada uno de los guiones. No habría podido tener unos colegas más estimulantes.

J.B. La Jolla, California Agosto de 1973

01

Entre animal y ángel

El hombre es una criatura singular. Tiene toda una gama de cualidades que lo convierten en único entre todos los animales; por lo tanto, a diferencia de ellos, no es una mera figura del paisaje: es un modelador del paisaje. En cuerpo y en alma es el auténtico explorador de la naturaleza, el animal ubicuo, que no encontró, sino que hizo su hogar en cada continente. Se ha documentado que cuando los españoles atravesaron el continente americano y llegaron al océano Pacífico en 1769, los indios nativos de California decían que cuando había luna llena los peces llegaban a sus playas y bailaban en ellas. Y es cierto que existe una variedad local de pez, el pejerrey californiano, que sale del agua y deposita sus huevos por encima de la línea de marea alta. La hembra deposita los huevos enterrando primero la cola, hasta que apenas asoma la cabeza, mientras el macho da vueltas alrededor y los va fertilizando a medida que la hembra los va depositando. Que haya luna llena es muy importante, ya que proporciona el tiempo necesario para que los huevos fertilizados permanezcan húmedos en la arena sin ser perturbados, nueve o diez días, el espacio que hay entre un periodo de marea alta y el siguiente, durante el cual los peces recién nacidos podrán retornar al mar. Cada paisaje del mundo está lleno de estas adaptaciones tan bellas y exactas, gracias a las cuales los animales encajan a la perfección en su medio ambiente como una rueda dentada en otra. El erizo hiberna hasta que llega la primavera, momento en el cual su metabolismo se vuelve a poner en marcha. El colibrí bate sus alas en el aire y mete su finísimo pico en el interior de las flores. Las mariposas se mimetizan con hojas e incluso con criaturas nocivas para engañar a sus depredadores. El topo atraviesa el suelo lentamente como si hubiera sido diseñado como una perforadora mecánica. Así es como millones de años de evolución moldearon al pejerrey californiano

para que desempeñara su función acorde al movimiento de las mareas. Pero la naturaleza —en otras palabras, la evolución biológica— no ha moldeado al hombre para que encaje en ningún medio ambiente en concreto. Por otro lado, comparándolo con el pejerrey tiene un equipamiento para la supervivencia bastante tosco; y aun así —esta es la paradoja de la condición humana— es uno que le capacita para encajar en cualquier medio ambiente. Entre la multitud de animales que corren a toda velocidad, vuelan, excavan o nadan a nuestro alrededor, el hombre es el único que no está encadenado a su medio ambiente. Su imaginación, su razón, su sutil emotividad y su tenacidad hacen que no tenga por qué aceptar su medio ambiente, sino que lo capacita para cambiarlo. Y toda la serie de inventos e invenciones, mediante los cuales época tras época el hombre ha cambiado su medio ambiente, conforman una clase diferente de evolución —una que no es biológica, sino que se trata de una evolución cultural —. Llamo a esa brillante secuencia de cumbres culturales alcanzadas el ascenso del hombre.

Utilizo la palabra ascenso con un significado muy concreto. El hombre se distingue del resto de animales por sus capacidades imaginativas. Traza planes, elabora inventos, hace nuevos descubrimientos, todo ello aunando diferentes talentos; y sus descubrimientos se vuelven cada vez más sutiles e influyentes, a medida que consigue combinar sus talentos de formas cada vez más complejas y profundas. Por lo tanto, los grandes descubrimientos de las diferentes épocas y de las diferentes culturas, en tecnología, en ciencia, o en arte, expresan en su progresión una conjunción más rica e intrincada de las facultades humanas, una escalera ascendente de sus cualidades. Sin duda resulta tentador —muy tentador especialmente para un científico— que las proezas más originales alcanzadas por la mente humana sean las más recientes. De hecho nos sentimos muy orgullosos de algunos logros modernos. Piense en el descubrimiento del código de la herencia hallado en la espiral de ADN; o los últimos hallazgos sobre las facultades especiales del cerebro humano. Piense en las connotaciones filosóficas que trajeron consigo la teoría de la relatividad o el comportamiento minucioso de la materia a escala atómica. Pero si admiramos nuestros éxitos como si estos no tuvieran un pasado y una historia detrás, y damos por sentado un futuro a expensas de esos logros, estamos haciendo una caricatura de lo que es el auténtico conocimiento. Y es que

los logros humanos, y en especial los científicos, no constituyen un museo con todas y cada una de sus salas finalizadas. Siempre está progresando, mejorando, creciendo, y hay incluso un lugar para los primeros experimentos de los alquimistas, y para la sofisticada aritmética que los astrónomos mayas de Centroamérica inventaron por sí mismos, independientemente del Viejo Mundo. La ciudad de piedra del Machu Picchu en los Andes y la geometría de la Alhambra en la España musulmana nos parecen, cinco siglos después, trabajos de una exquisitez asombrosa en el arte decorativo. Pero si nuestra valoración y admiración acaba ahí, nos perderemos la originalidad que supusieron esas dos culturas que construyeron esas maravillas. En su tiempo, fueron construcciones tan llamativas e importantes para sus pueblos como resulta la arquitectura del ADN para nosotros. En cada época hay un punto de inflexión, una nueva forma de ver y reivindicar la coherencia del mundo. Está en las estatuas de la isla de Pascua que marcaron el fin de una era —y en los relojes medievales de Europa, que una vez también pareció que decían la última palabra sobre los cielos—. Cada cultura intenta congelar su momento visionario en el tiempo, cuando es transformado por una nueva concepción o de la naturaleza o del hombre. Pero retrospectivamente, lo que llama poderosamente nuestra atención son las continuidades: pensamientos que aparecen o reaparecen de una civilización a otra. No hay nada más inesperado en la química moderna que conseguir aleaciones con propiedades nuevas; y eso fue descubierto poco después de la época del nacimiento de Cristo, en Sudamérica, y mucho antes en Asia. El hecho de separar y juntar átomos deriva, conceptualmente, de un descubrimiento hecho en la prehistoria: que la piedra y toda la materia tienen una estructura tal que puede romperse y volver a juntarse de formas nuevas y diversas. Y el hombre también logró innovaciones biológicas casi por la misma época: la agricultura —por ejemplo, el cultivo del trigo silvestre— y la improbable idea de domar y posteriormente montar un caballo. A la hora de seguir los puntos de inflexión y las continuidades de la cultura, procuraré seguir un estricto orden cronológico, porque lo que me interesa es la historia de la mente humana como un despliegue de todos sus diferentes talentos. Contaré la historia de sus ideas, en especial sus ideas científicas, desde los orígenes de esos dones con los que la naturaleza dotó al hombre, y con los que lo hizo ser único. Lo que relataré, lo que me ha fascinado durante muchos años, es la forma en que las ideas del hombre expresan lo que hay de esencialmente humano en su naturaleza.

Por lo tanto, estos programas o ensayos constituyen un viaje a través de la historia intelectual, un viaje personal hacia los puntos álgidos de los logros humanos. El hombre asciende a medida que va descubriendo la plenitud de sus dones (sus talentos o facultades) y lo que va creando mientras asciende son monumentos de cada una de las etapas en su comprensión de la naturaleza y de sí mismo; aquello que el poeta W.B. Yeats llamó «monumentos de un intelecto que no envejece».

¿Dónde debería empezar? Con la creación —concretamente con la creación del hombre—. Charles Darwin señaló el camino con El origen de las especies en 1859, y posteriormente con su libro de 1871, El origen del hombre. Se da por sentado que el hombre apareció por primera vez en África cerca del ecuador. Su evolución empezó en la zona de la sabana africana que se extiende a lo largo del norte de Kenia y el suroeste de Etiopía, cerca del lago Turkana. El lago cubre una franja en dirección norte-sur a lo largo del Gran Valle del Rift, confinado durante más de cuatro millones de años por sedimentos que se depositaron en el fondo de lo que en sus orígenes fue un lago mucho más extenso. La mayor parte de su agua proviene del lento y tortuoso río Omo. Este es probablemente el lugar donde situar el origen del hombre: el valle del río Omo en Etiopía, cerca del lago Turkana. Los antiguos relatos situaban la creación del hombre en una época dorada y en un paraje idílico, hermoso y legendario. Si estuviera relatando la historia del Génesis, debería estar en el jardín del Edén. Pero no estoy allí, estoy en el ombligo del mundo, el lugar del nacimiento del hombre: en el Gran Valle del Rift en África oriental, cerca del ecuador. Los desniveles de la cuenca del río Omo, sus acantilados, su delta desértico, guardan el registro del pasado histórico del hombre. Y si esto en alguna época fue el Jardín del Edén, se marchitó hace millones de años.

La cabeza es el resorte que impulsa la evolución cultural. Gráfico que muestra las etapas en la evolución de la cabeza.

He escogido este lugar porque tiene una estructura única. En este valle se fueron depositando capa tras capa de ceniza volcánica durante los últimos cuatro millones de años, interestratificadas con anchas bandas de pizarras y lutitas. Ese depósito profundo se formó en épocas diferentes, un estrato sobre otro estrato, separados visiblemente según su edad: el de hace cuatro millones de años, el de hace tres millones de años y luego el de algo más de dos millones y el de algo menos de dos. Posteriormente, el Gran Valle del Rift lo retorció y lo mantuvo casi en posición vertical, gracias a lo cual ahora constituye un mapa de un tiempo pasado, ya que lo que vemos a lo largo de su longitud es su historia en el tiempo. Vemos un auténtico registro temporal a lo largo de sus estratos. Algo que suele ocurrir en capas enterradas bajo tierra, aquí está a plena vista en los acantilados que flanquean el río Omo, y se extiende a lo largo de sus paredes como las varillas de un abanico. Estos acantilados hacen visibles los estratos: en primer plano, el nivel más profundo, el de hace cuatro millones de años; luego viene otro menos profundo, con algo más de tres millones de años. Los restos de una criatura parecida al hombre aparecen un poco más abajo, junto a los restos de los animales que vivieron en su misma época. Los animales son sorprendentes, porque resulta que han cambiado muy poco a lo largo del tiempo. Cuando encontramos en el lodo de hace dos millones de años los fósiles de la criatura que se iba a convertir en el hombre, nos quedamos impresionados por las diferencias que existen entre su esqueleto y el nuestro; por ejemplo, el desarrollo del cráneo. Por lo tanto, es lógico que esperemos que los animales de la sabana hayan cambiado en igual grado. Pero resulta que el registro fósil de África demuestra que eso no es así. Fijémonos en la siguiente escena: un cazador está observando a un topi de la actualidad. El antepasado del hombre que cazó a su antepasado de hace dos

millones de años reconocería inmediatamente al topi de hoy. Pero, en cambio, no reconocería al cazador, ya fuera blanco o negro, como su propio descendiente. Sin embargo, no es la caza, o cualquier otra actividad concreta, la que ha hecho que cambie el hombre, ya que encontramos que, entre los animales, el cazador ha cambiado tan poco como el cazado. El serval sigue siendo muy veloz a la hora de perseguir a su presa, y el órix u órice sigue siendo igualmente rápido para huir; ambos han perpetuado la misma relación entre sus dos especies de la misma forma en que lo hacían mucho tiempo atrás. La evolución humana empezó cuando el clima africano cambió debido a una gran sequía: los lagos redujeron paulatinamente sus niveles, y los bosques fueron disminuyendo y transformándose en sabanas. Evidentemente fue una fortuna que el antepasado del hombre no se hubiera adaptado a aquellas condiciones que de repente estaban desapareciendo. Y es que el medio ambiente exige un precio por la supervivencia de los más aptos; los convierte en rehenes. Cuando animales como la cebra de Grévy se adaptaron a la sabana árida, dicha adaptación se convirtió en una trampa tanto en el espacio como en el tiempo; se quedaron allí donde estaban, y apenas han cambiado. El animal que se adaptó con más elegancia es la gacela de Grant; sin embargo, su grácil salto nunca la llevó más allá de la sabana.

Los animales son sorprendentes, porque resulta que han cambiado muy poco a lo largo del tiempo. Cuernos modernos y fósiles del antílope africano encontrados en el Omo. Los cuernos fósiles tienen más de dos millones de años de antigüedad.

En un paisaje tan seco como es el Omo fue donde el hombre puso por primera vez su pie en tierra. Parece una forma un poco pedestre de empezar el ascenso del hombre, y aun así resulta crucial. Hace dos millones de años, el primer antepasado indiscutible del hombre caminó sobre estos paisajes pisando con un pie que es prácticamente indistinguible del pie del hombre moderno. El hecho es que cuando puso el pie en tierra y caminó erguido, el hombre adquirió un compromiso con una nueva forma de integrarse en la vida y, por lo tanto, una nueva forma de usar sus extremidades. El órgano en el que nos vamos a concentrar es, por supuesto, la cabeza, porque de todos los órganos humanos es el que ha experimentado los cambios más trascendentales y estructurales. Afortunadamente, la cabeza deja un fósil duradero (a diferencia de los órganos blandos), y aunque nos da mucha menos información acerca del cerebro de la que desearíamos, al menos nos da una medida aproximada de su tamaño. En los últimos cincuenta años se han encontrado un buen número de cráneos fósiles en el África meridional, con los cuales hemos podido establecer una estructura característica de la cabeza en los primeros homínidos. La imagen de la página siguiente ilustra cómo debió ser una cabeza hace dos millones de años. Es una cabeza histórica, que no se encontró en Omo, sino al sur del ecuador, en un lugar llamado Taung, por un anatomista llamado Raymond Dart. Es de un niño, de 5 o 6 años de edad y, aunque la cara está prácticamente completa, por desgracia nos falta una parte del cráneo. En 1924 fue un descubrimiento bastante desconcertante, el primero de ese tipo, y se trató con mucha cautela incluso después del trabajo pionero de Dart sobre él. Sin embargo, Dart reconoció inmediatamente dos características extraordinarias. Una es que el foramen magnum (es decir, el orificio que hay en el cráneo a través del cual la médula espinal sale del cerebro) está en un plano paralelo al

suelo: eso implica que este era un niño que mantenía erguida su cabeza. Esa es una característica humana: tanto en los monos como en los simios, la cabeza se articula con la columna vertebral en un plano oblicuo, y no se sitúa justo encima de ella. La otra característica que llamó su atención fue la dentadura. Los dientes son siempre reveladores. En este caso son pequeños, cuadrados —todavía se trata de los dientes de leche de un niño—; no son los dientes grandes, caninos prestos a morder que los simios poseen. Eso implica que se trata de una criatura que obtenía su comida con las manos y no con la boca. De esos dientes también podemos deducir que probablemente ese niño comía carne, carne cruda; y de igual forma es casi seguro que esa criatura habría usado sus manos también para fabricar herramientas a partir de guijarros, cuchillas de piedra, con las que cortar y cazar.

No sé cómo empezó la vida del niño de Taung, pero a mí me sigue pareciendo el niño primordial, a partir del cual empezó toda la aventura del hombre. Cráneo del niño de Taung.

El antecesor del hombre tenía un pulgar corto y, por lo tanto, no podía manipular las cosas con mucha delicadeza. Hallazgos de los huesos de algunos dedos y del pulgar del Australopithecus de los lechos inferiores de la garganta de Olduvai, superpuestos sobre los huesos de una mano moderna.

Dart llamó a esta criatura Australopithecus. No es un nombre que me entusiasme; simplemente significa «simio meridional», pero es un nombre bastante confuso para una criatura africana que por primera vez en su historia no era un simio. Sospecho que Dart, natural de Australia, fue un poco pícaro a la hora de escoger el nombre. Pasaron diez años hasta que se encontraron otros cráneos —en este caso, cráneos adultos— y no fue hasta el final de la década de los cincuenta cuando la historia del Australopithecus pudo ensamblarse coherentemente a partir de todos los descubrimientos previos. Empezó en Sudáfrica, luego emigró en dirección norte hacia la garganta de Olduvai en Tanzania, y los hallazgos más recientes de fósiles y herramientas han aparecido en la cuenca del lago Turkana. Esta historia es una de las maravillas científicas del siglo. Es de cabo a rabo tan excitante como los descubrimientos hechos en física antes de 1940, y los hechos en biología desde 1950; y supone una recompensa tan grande como las aportadas por esas ciencias por el hecho de arrojar luz sobre la historia de nuestra naturaleza como seres humanos. Para mí, este pequeñín Australopithecus tiene una historia particular. En 1950, cuando no se había aceptado su humanidad en absoluto, se me pidió que hiciera un ensayo matemático. ¿Podría establecer una relación matemática entre el tamaño de la dentadura del niño de Taung con su forma, para así poder demostrar que no se correspondía con la dentadura de los simios? Nunca había sostenido entre mis manos un cráneo fósil, y de ningún modo era un experto en dientes. Pero funcionó bastante bien, y me transmitió una sensación de emoción de la que me acuerdo hasta hoy. Yo, cumplidos ya los cuarenta, y habiendo pasado la mayor parte de mi vida trabajando con matemáticas abstractas sobre

las formas de las cosas, de repente veía cómo mi conocimiento se dedicaba a algo de hace cuatro millones de años e intentaba proyectar algo de luz sobre la historia de la humanidad. Era algo fenomenal. Y desde ese mismo momento me vi obligado a pensar sobre qué es lo que hace que el hombre sea lo que es: en el trabajo científico que he hecho desde entonces, en la literatura que he escrito, y en esta serie de programas de televisión. ¿Cómo se había transformado un homínido en la clase de hombre que es en la actualidad con los atributos que admiro: hábil, observador, atento, apasionado, capaz de manipular con su mente la simbología tanto del lenguaje como de las matemáticas, el aspecto visual del arte, la geometría, la poesía y la ciencia? ¿Cómo logró el ascenso del hombre conducirlo desde esos orígenes animales hasta esa creciente curiosidad sobre el funcionamiento de la naturaleza, esa pasión por el conocimiento, de todo lo cual estos ensayos son una expresión? No sé cómo empezó la vida del niño de Taung, pero a mí me sigue pareciendo el niño primordial, a partir del cual empezó toda la aventura del hombre.

El bebé humano, el ser humano, es un mosaico de animal y de ángel. Por ejemplo, el reflejo que hace que el bebé dé una patada ya existe cuando está en el útero —todas las madres conocen esa sensación— y está presente en todos los vertebrados. El reflejo es autónomo, pero prepara el camino para poder realizar movimientos más elaborados, que tendrán que practicarse antes de que se transformen en automáticos. A los once meses impulsa al bebé a que gatee. Eso tendrá como consecuencia nuevos movimientos, que se irán asentando e irán consolidando así las rutas cerebrales necesarias (específicamente en el cerebelo, donde se integran la acción muscular y el equilibrio), lo que conllevará un nuevo repertorio de movimientos sutiles, complejos, que se convertirán en instintivos. Ahora el cerebelo está al mando. Todo lo que tiene que hacer la mente consciente es dar una orden. Y a los catorce meses esa orden es: «¡Levántate!». El niño ha adquirido el compromiso humano de caminar erguido. Cada acción humana tiene su origen en algún lugar de nuestro pasado animal; seríamos criaturas frías y solitarias si nos hubiéramos salido de la corriente de la vida. Sin embargo, es justo hacer una distinción: ¿cuáles son las cualidades físicas que el hombre comparte con los animales, y cuáles son las que lo convierten en alguien diferente? Considere cualquier ejemplo, cuanto más directo, mejor; como la acción simple que ejecuta un atleta cuando corre o salta.

Cuando oye el pistoletazo de salida, la respuesta inicial del corredor es exactamente la misma respuesta que la de la gacela cuando sale huyendo a toda velocidad. Parece un animal en plena acción. El latido del corazón se incrementa; cuando esprinta a toda velocidad, el corazón está bombeando cinco veces más sangre de lo normal, y el 90% está destinada a los músculos. Necesita 75 litros de aire por minuto para gasificar su sangre con el oxígeno que debe llevar a sus músculos. Ese flujo sanguíneo y esa inspiración de aire tan violentos se pueden hacer visibles a través de detectores de calor que dejan constancia de esa radiación. (Las zonas azules o claras son las más calientes; las rojas u oscuras, las más frías). El rubor que apreciamos en el atleta y que la cámara infrarroja capta, es una consecuencia secundaria que señala que la acción muscular está al límite. Y es que la acción química más importante es conseguir energía para los músculos quemando azúcar; pero tres cuartas partes se pierden en forma de calor. Y hay otro límite, tanto para el corredor como para la gacela, y este es mucho más serio. A una velocidad alta, el proceso químico de quemar el azúcar es demasiado rápido para que pueda completarse. Los productos de desecho de esa combustión incompleta, principalmente, contaminan la sangre. Eso es lo que causa la fatiga, y bloquea los músculos hasta que la sangre se pueda limpiar con oxígeno fresco. Hasta ahora, no hay nada que distinga al atleta de la gacela; todo lo visto hasta ahora, de una u otra forma, constituye el funcionamiento normal del metabolismo de cualquier animal a la hora de salir huyendo a toda velocidad. Pero hay una diferencia crucial: el atleta no estaba huyendo. El disparo que le hizo salir corriendo a toda velocidad era el del juez de salida, y lo que estaba experimentando, deliberadamente, no era miedo, sino excitación. El corredor es como un niño que está jugando; sus acciones son una aventura deliberada, y el único propósito de poner a todo ritmo su química es el de explorar los límites de su propia fortaleza. Evidentemente, hay diferencias físicas entre el hombre y el resto de animales, incluso entre el hombre y los simios. El atleta sujeta su pértiga con el agarre necesario, cosa que ningún simio puede ni siquiera igualar. Además, esas diferencias son secundarias a la hora de compararlas con la diferencia más importante, que es que el atleta es un adulto cuya conducta no está impulsada ni condicionada por su medio ambiente más cercano, cosa que sí ocurre en el caso de las acciones de los animales. Por sí mismas, esas acciones no tienen ningún

sentido en absoluto; son un ejercicio que no está dirigido al presente. La mente del atleta va por delante de él, ejecutando mentalmente su habilidad; y salta en su imaginación en el futuro. A punto para saltar, el saltador de pértiga es un conjunto de habilidades humanas: el agarre de la mano, el arco del pie, los músculos del hombro y de la pelvis; la pértiga en sí misma, en la cual se almacena la energía y se libera de igual manera que un arco dispara una flecha. De todos los protagonistas que intervienen en este proceso, la característica más radical es el sentido de previsión, es decir, la habilidad de fijar un objetivo delante, y de mantener rigurosamente la atención fijada en él. La ejecución del salto del atleta revela la existencia de un plan continuado, desde un extremo hasta el otro, desde la invención de la pértiga hasta la concentración de la mente en el momento previo al salto, y es ese plan desarrollado el que confiere al proceso el sello de humanidad.

La cabeza es algo más que una imagen simbólica del hombre; es el lugar que aloja nuestra distintiva capacidad previsora y, en ese aspecto, es el resorte que impulsa la evolución cultural. Por lo tanto, si he de empezar el ascenso del hombre desde sus comienzos en el mundo animal, hay que seguir el rastro de la evolución de la cabeza y del cráneo. Desgraciadamente, de los aproximadamente cincuenta millones de años de los que estamos hablando, solo hay seis o siete cráneos esencialmente distintos que podemos identificar como etapas claras en esa evolución. Enterrados en el registro fósil deben existir muchos más ejemplares que sean pasos intermedios, algunos serán descubiertos en el futuro; pero ahora, básicamente, lo que debemos hacer es conjeturar sobre qué es lo que pasó aproximadamente, haciendo una interpolación entre los cráneos que conocemos. La mejor forma de calcular esas transiciones geométricas de cráneo a cráneo es con ordenadores; por lo tanto, a la hora de trazar esa continuidad, he elaborado un gráfico que muestra esas etapas de la evolución de la cabeza.

Este es probablemente el lugar donde situar el origen del hombre. Disposición de los estratos a lo largo del lecho del río Omo: el nivel inferior tiene cuatro millones de años de antigüedad. En estratos que superan con creces los dos millones de años de edad se encontraron restos de los primeros homínidos.

Empieza hace cincuenta millones de años con una pequeña criatura arborícola, un lémur; el nombre, apropiadamente, es el de los fantasmas o espíritus de la muerte en la mitología romana. El cráneo fósil pertenece a un lémur de la familia Adapis, y se encontró en depósitos calcáreos en las afueras de París. Cuando se le da la vuelta al cráneo, se puede apreciar el foramen magnum en la parte trasera; se trata de una criatura en la que el cráneo está en un plano oblicuo respecto a la columna vertebral y no situado sobre ella. Es muy probable que se alimentara tanto de insectos como de frutas, y posee más dientes que las treinta y dos piezas características de los humanos y la mayoría de los primates. El fósil del lémur posee algunos rasgos característicos de los primates, es decir, la familia que engloba a los monos, simios y al hombre. De los restos conservados de su esqueleto completo sabemos, por ejemplo, que tiene dedos con uñas, no con garras. Tiene un pulgar oponible, al menos en parte. Y en su cráneo hay dos características que señalan indudablemente el camino hacia el inicio del hombre. El hocico es corto; los ojos son grandes y muy separados. Todo ello significa que la selección ha operado desfavoreciendo el sentido del olfato y favoreciendo el sentido de la vista. Las cuencas de los ojos están todavía en una posición bastante lateral del cráneo, a cada lado del hocico; pero si lo comparamos con los ojos de anteriores animales insectívoros, en el lémur los ojos han empezado a desplazarse hacia la parte frontal para conferirle una visión estereoscópica. Se trata de pequeños signos de un desarrollo evolutivo que conduce hacia la estructura sofisticada que es una cara humana; y en efecto, desde ese momento, el hombre empieza su camino. Eso ocurría hace unos cincuenta millones de años. En los siguientes veinte millones de años, la rama evolutiva que llevaría hasta los monos se separó de aquella que conduciría hasta los simios y el hombre. La siguiente criatura en la

línea evolutiva que estamos siguiendo, hace unos treinta millones de años, es el cráneo fósil que se encontró en El Fayum en Egipto, y recibió el nombre de Aegyptopithecus. Tenía el hocico más corto que el lémur, la dentadura parecida a la de los simios, y era de un tamaño mayor —a pesar de lo cual seguía viviendo en los árboles—. Pero de aquí en adelante, los ancestros de los simios y del hombre ya pasaban una parte de su tiempo en el suelo. Pasaron diez millones de años más y nos situamos hace unos veinte millones de años, cuando nos encontramos con lo que se podría llamar simios antropoides, en el este de África, Europa y Asia. A un descubrimiento muy famoso de Louis Leakey se le dio el solemne nombre de Proconsul, y había como mínimo otro género muy extendido, el Dryopithecus. (El nombre Proconsul es un ejemplo de humor antropológico; se le bautizó así para sugerir que era un ancestro de un chimpancé muy famoso del zoo de Londres en 1931, al que se había bautizado con el nombre de Cónsul). El cerebro es marcadamente más grande, los ojos ya están completamente situados en la parte frontal, dotándole de visión estereoscópica. Estas características nos muestran hacia dónde iba la principal línea evolutiva de simios y hombres. Es posible que ya se hubiera ramificado otra vez, y en ese caso, esta criatura pertenecería a la rama evolutiva de los simios. La dentadura es una prueba de que se trata de un simio, ya que la forma en la que la mandíbula queda cerrada por los grandes caninos no es como lo hace la de un hombre. La señal de que la rama que conduce hasta el hombre se ha separado de la de los simios la veremos en la dentadura. El primer herbívoro que vemos es el Ramapithecus, que se encontró en Kenia y en la India. Esta criatura tiene unos catorce millones de años de antigüedad, y solo disponemos de fragmentos de su mandíbula. Pero es evidente que los dientes tienen características más humanoides. Han desaparecido los grandes caninos típicos de los simios antropoides, la cara es mucho más plana, y está claro que nos estamos acercando a la separación de una rama del árbol evolutivo; algunos antropólogos osados situarían al Ramapithecus entre los homínidos.

Nos encontramos ahora con un vacío en el registro fósil que abarca de cinco a diez millones de años. Inevitablemente, ese vacío esconde la parte más fascinante de esta historia, el momento en que la rama de los homínidos se separó definitivamente de la de los simios modernos. Pero aún no hemos

encontrado pruebas inequívocas de ello. Cuando lo hagamos, puede que entonces, en el registro de hace unos cinco millones de años, nos encontremos a los parientes del hombre. Un primo del hombre, que no se halla en la línea evolutiva directa que conduce hasta nosotros, es un corpulento Australopithecus, que resultó ser vegetariano. El Australopithecus robustus tiene aspecto humanoide, pero su línea evolutiva no conduce a ninguna parte; simplemente se extinguió. La prueba palpable de que se alimentaba de plantas está de nuevo en su dentadura, y es bastante clara: los dientes que han sobrevivido al paso del tiempo están picados a causa de las piedrecitas que había en las raíces que luego se comían. El primo que sí pertenece a la misma rama evolutiva que el hombre es mucho más ligero —se puede apreciar incluso observando la mandíbula— y probablemente se trate de un carnívoro. Es el ejemplar más cercano que tenemos al que podríamos denominar el «eslabón perdido»: Australopithecus africanus, uno de los muchos cráneos fósiles encontrados en Sterkfontein en el Transvaal y en otros lugares de África, una hembra adulta completamente formada. El niño de Taung, con el que empecé este relato, se habría parecido a ese esqueleto una vez hubiera crecido; caminando completamente erecto, y con un cerebro más grande, con un peso que oscilaba entre los 450 y los 700 gramos. Ese es justamente el tamaño del cerebro de un simio en la actualidad; pero sin duda alguna, se trataba de una criatura pequeña que erguida medía solo unos 130 centímetros. De hecho, descubrimientos recientes llevados a cabo por Richard Leakey sugieren que hace dos millones de años el cerebro era aún más grande de lo que creemos. Gracias a ese cerebro más grande, los antepasados del hombre hicieron dos inventos principales; de uno de ellos tenemos pruebas visibles y del otro solo pruebas inferidas. Vayamos primero con el invento del que tenemos pruebas visibles. Hace dos millones de años el Australopithecus fabricó herramientas de piedra rudimentarias, que consistían simplemente en guijarros afilados gracias a un simple golpe. Y durante los siguientes millones de años, el hombre en su posterior evolución, no hizo mejoras evidentes en ese tipo de herramienta. Había fabricado el invento fundamental, el acto deliberado de preparar y guardar un guijarro para un uso posterior. Supuso un salto cualitativo en sus habilidades y en su capacidad de previsión del futuro, una herramienta que suponía un descubrimiento simbólico de la existencia de un futuro, con la que se podía liberar del freno que el medio ambiente impone a todas las demás criaturas. El

uso continuado de la misma herramienta durante tanto tiempo es una muestra del poder de dicho invento. Lo sostenía de una forma sencilla, presionando su lado más grueso contra la palma de la mano en una posición de agarre prensil cilíndrico. (Los antepasados del hombre tenían un pulgar corto, por lo que no podían manipular las cosas con mucha delicadeza, pero sí que podían usar el agarre prensil). Y, sin lugar a dudas, se trata de la herramienta de un carnívoro, con la que ablandar y cortar la carne.

El uso continuado de la misma herramienta durante tanto tiempo es una muestra del poder de dicho invento. Todos los animales dejan pruebas de lo que fueron; el hombre deja pruebas de lo que ha creado. Hacha de mano achelense del Homo erectus.

El otro invento es social, y lo deducimos a partir de cálculos aritméticos mucho más sutiles. Los cráneos y los esqueletos del Australopithecus que se han encontrado últimamente en gran número muestran que la mayoría de ellos murieron antes de alcanzar los veinte años de edad. Eso implica que debía de haber una gran cantidad de huérfanos. El Australopithecus debía de tener una infancia bastante larga, como la mayoría de los primates; a la edad, digamos, de diez años, los supervivientes eran todavía niños. Por lo tanto, debía existir una organización social en la que se cuidase a los niños (como si se les adoptase), donde formaran parte de la comunidad y, en un sentido muy amplio de la expresión, fuesen educados. Ese constituye un paso importantísimo hacia una evolución cultural. ¿En qué momento podemos afirmar que los precursores del hombre eran hombres en sí mismos? Esa es una pregunta muy delicada, y es que esos cambios no ocurren de la noche a la mañana. Resultaría estúpido hacer creer que esos cambios fueron más rápidos de lo que fueron en realidad — estimando la transición entre los diferentes pasos más abruptamente o discutiendo sobre poner nombres diferentes a especies que no lo son—. Hace dos millones de años no éramos todavía hombres. Hace un millón de años sí que éramos hombres, porque hace un millón de años apareció una criatura que puede denominarse Homo —el Homo erectus—. Se propagó mucho más allá de África. De hecho, los primeros descubrimientos se hicieron en China. Es el conocido como hombre de Pekín, de unos cuatrocientos mil años de antigüedad, y es, con toda seguridad, la primera criatura que usó el fuego. Los cambios que sufrió el Homo erectus durante un millón de años, que lo condujeron hasta lo que somos, son cuantiosos, pero parecen graduales en comparación con todos los cambios que ocurrieron antes. El sucesor que conocemos mejor se encontró por primera vez en Alemania en el último siglo: otro cráneo fósil clásico, hablamos del hombre de Neanderthal. Ya tenía un

cerebro de unos 1.300 gramos, tan grande como el del hombre moderno. Es muy posible que algunas líneas evolutivas a partir del Neanderthal se extinguieran; pero parece muy probable que una de esas ramas evolutivas en Oriente Medio le condujera hasta nosotros, el Homo sapiens. En algún lugar durante ese último millón de años, el hombre logró un cambio en la calidad de sus herramientas; lo que presumiblemente fue causado por un sutil perfeccionamiento biológico en la estructura de su mano durante ese periodo, y especialmente en los centros cerebrales que controlan dicha mano. La criatura más sofisticada (biológica y culturalmente) del último medio millón de años hizo algo más que copiar las herramientas de piedra que el Australopithecus usaba para cortar. Elaboró herramientas que requerían una manipulación mucho más refinada en su fabricación y, por supuesto, en su uso. El desarrollo de unas habilidades tan refinadas como estas y el uso del fuego no son acontecimientos aislados. Por el contrario, debemos recordar siempre, que el verdadero contenido de la evolución (tanto biológica como cultural) es la elaboración de nuevas conductas. Estamos obligados a buscar evidencias evolutivas en huesos y dientes solo porque los cambios en la conducta no dejan rastro fósil. Los huesos y los dientes no tienen interés por sí solos, ni para la criatura a la que pertenecen; le sirven como parte del equipamiento para ejecutar una acción; y resultan interesantes para nosotros porque, como equipamiento que son, revelan las acciones para las que sirven, y los cambios en el equipamiento de una criatura implican cambios en su conducta y en sus habilidades. Es por esa razón que los cambios sufridos por el hombre durante su evolución no tuvieron lugar separadamente. No se ensambló el cráneo de un primate con la mandíbula de otro —esa idea es demasiado ingenua para ser real, y solo sería una estafa más como la del cráneo del hombre de Piltdown. Cualquier animal, y especialmente el hombre, es una estructura altamente integrada, cuyas partes deben cambiar conjuntamente a medida que su conducta se modifica. La evolución del cerebro, de la mano, de los ojos, de los pies, los dientes, toda la estructura humana, constituye un mosaico de dones especiales —y en cierto sentido estos capítulos tratan cada uno de ellos de alguno de esos dones especiales del hombre—. Gracias a ellos el hombre ha llegado a ser lo que es, una criatura con una evolución más rápida y una conducta más rica y más flexible que la de cualquier otro animal. A diferencia de otras criaturas (por ejemplo, algunos insectos) que han permanecido intactos durante cinco, diez, incluso cincuenta millones de años, el hombre ha cambiado tanto en ese periodo

de tiempo que resulta irreconocible. El hombre no es la criatura más majestuosa de todas. Los dinosaurios fueron criaturas muy espléndidas, mucho más incluso que los mamíferos. Pero el hombre tiene lo que no posee ningún otro animal: un mosaico de facultades que por sí solas, después de tres mil millones de años de vida, le han convertido en un ser creativo. Todos los animales dejan pruebas de lo que fueron; el hombre deja pruebas de lo que ha creado.

Los cambios en la dieta son importantes en una especie que ha ido cambiando durante un periodo de tiempo tan amplio como son cincuenta millones de años. Las criaturas más tempranas en esa rama evolutiva que conduce hasta el hombre eran criaturas de mirada ágil y dedos delicados que se alimentaban de insectos y de fruta, como son los lémures. Se cree que los primeros simios y homínidos, desde el Aegyptopithecus y el Proconsul hasta el robusto Australopithecus, pasaban sus días rebuscando alimentos, principalmente vegetales. Pero el Australopithecus, más ligero, rompió con esa antigua costumbre del vegetarianismo típica de los primates. Una vez que se cambió la dieta vegetariana por una omnívora, persistió en el Homo erectus, en el hombre de Neanderthal y en el Homo sapiens. A partir del antiguo y ligero Australopithecus, hacia adelante, la familia del hombre comía algo de carne: primero animales pequeños, y luego algunos más grandes. La carne supone un aporte más concentrado de proteínas que las plantas, y el hecho de comer carne disminuye en dos tercios el volumen y el tiempo que se gasta en comer. Las consecuencias para la evolución del hombre que eso supone fueron trascendentales. Disponía de más tiempo libre, y lo podía pasar de formas más indirectas, como obtener comida de otras fuentes (por ejemplo, animales grandes) que no podría derribar con el uso de fuerza bruta si estaba hambriento. Evidentemente, eso ayudó a que se estableciera (por selección natural) la tendencia en todos los primates de interponer mentalmente una pausa interna entre el estímulo y la respuesta, y el desarrollo de esa tendencia acabó constituyendo con el tiempo la habilidad humana de posponer la gratificación del deseo. Pero el efecto más señalado de una estrategia indirecta para aumentar el aporte de comida es, sin duda, promover acción social y comunicación. Una criatura lenta como el hombre puede acechar, perseguir y acorralar a un animal grande de la sabana que está perfectamente adaptado para la huida únicamente gracias a la

cooperación. La caza requiere trazar un plan consciente y una organización, y todo ello se consigue gracias al lenguaje tanto como gracias a armas especiales. De hecho, el lenguaje tal como lo utilizamos tiene algo del carácter de un plan de caza, en el aspecto de que (a diferencia de los animales) nos informamos unos a otros mediante frases que se construyen a partir de unidades movibles. La caza es una tarea comunitaria en la cual el clímax, pero solo el clímax, es la muerte de la presa.

La caza no puede soportar una población creciente en un único lugar; el límite en la sabana era poco más de dos personas por milla cuadrada. Con esa densidad, la totalidad de superficie terrestre de la tierra solo podría soportar una población como la de California,[1] alrededor de los 20 millones de personas, y no podría soportar la población, por ejemplo, de Gran Bretaña. La elección para los cazadores era muy cruel: o pasas hambre o te pones en movimiento. Y se pusieron en movimiento alcanzando distancias prodigiosas. Hace un millón de años estaban en el norte de África. Hace setecientos mil años, o incluso hace menos, estaban en Java. Hace unos cuatrocientos mil años se habían dispersado en dirección norte, hacia China en el este y hacia Europa en el oeste. Estas increíbles migraciones hicieron del hombre, desde muy temprano, una especie ampliamente dispersa, incluso teniendo en cuenta que en número eran muy pocos —puede que alrededor de un millón—. Lo que resulta mucho más imponente es que el hombre se dirigió hacia el norte justo después de que el clima empezara a helarse. Durante la gran glaciación el hielo parecía brotar del suelo. Desde tiempos inmemoriales el clima del norte había sido templado —de hecho, durante varios cientos de millones de años—. Pero cuando el Homo erectus se estableció en China y en el norte de Europa, había empezado la secuencia de tres glaciaciones separadas. La primera alcanzó su momento más virulento cuando el hombre de Pekín vivía en cuevas, hace unos cuatrocientos millones de años. No es sorprendente que encontremos vestigios del uso del fuego por primera vez en esas cuevas. El hielo se desplazó hacia el sur y se retiró tres veces, provocando cada vez cambios en la tierra. Los casquetes polares contenían en su momento más álgido tal cantidad de agua que el nivel del mar bajó más de cien metros. Después de la segunda glaciación, hace unos doscientos millones de años, apareció el hombre de

Neanderthal con su gran cerebro, y pasó a ser importante durante la última glaciación. Las distintas culturas del hombre que mejor reconocemos empezaron a formarse a partir de la glaciación más reciente, dentro de los últimos cien mil o incluso cincuenta mil años. Es en esa época en la que encontramos las herramientas elaboradas que condujeron a modos sofisticados de caza: la lanza, por ejemplo, y el garrote que debía usarse para golpear; el arpón con púas; y, por supuesto, las herramientas de sílex que se necesitaban para fabricar las herramientas de caza. Está claro que, tanto entonces como ahora, los inventos pueden resultar extraños, pero se esparcen rápidamente a lo largo de su cultura. Por ejemplo, los cazadores Magdalenienses del sur de Europa inventaron hace cincuenta mil años el arpón. En la época inmediata a su invención, el arpón no tenía púas; luego empezó a haber arpones con púas hechas con una simple hilera de anzuelos de pescar; y ya al final de esa época, cuando floreció la pintura rupestre, estaban completamente armados con una doble hilera de anzuelos. Los cazadores Magdalenienses decoraban sus armas óseas, y se pueden circunscribir a periodos concretos y a localizaciones geográficas exactas por el estilo tan sofisticado del que eran portadores. Son, en el sentido más amplio de la palabra, fósiles que nos relatan la evolución cultural del hombre en una progresión ordenada. El hombre sobrevivió al test más violento de las glaciaciones gracias a que tenía una flexibilidad mental con la que reconocer posibles inventos y ponerlos al servicio de la comunidad. Evidentemente, las glaciaciones supusieron un cambio profundo en la forma de vida de los hombres. Hicieron que dependieran mucho menos de las plantas y mucho más de los animales. Los rigores de la caza sobre el hielo también motivaron que cambiara la estrategia de caza. Pasó a ser menos interesante acechar animales sueltos, aunque fueran grandes. La mejor alternativa era seguir a manadas enteras y no perderlas de vista —para aprender como poder anticiparse y al final adoptar sus hábitos, incluyendo sus migraciones errantes—. Esta es una adaptación peculiar: el modo de vida trashumante. Posee algunas de las primeras cualidades del modo de vida del cazador, ya que es una búsqueda; el lugar y el ritmo vienen determinados por el animal que desean cazar. Y también posee algunas de las características del futuro modo de vida del pastoreo; porque el animal tiende a considerarse, en un sentido amplio de la palabra, una reserva de comida en movimiento.

Hoy en día, el modo de vida trashumante es en sí mismo un fósil cultural, y apenas ha sobrevivido al paso del tiempo. Las pocas personas que todavía viven de acuerdo a este modo de vida son los lapones en el norte de Escandinavia, que siguen a los renos de la misma forma que durante el periodo de la glaciación. Los antepasados de los lapones debieron de llegar al norte desde las áreas pobladas de cuevas de la zona pirenaica entre Francia y Cantabria, siguiendo la estela de los renos mientras los casquetes polares se retiraban del sur de Europa, hará unos doce mil años. Hay treinta mil personas y trescientos mil renos, y su forma de vida está ahora al borde de la extinción. Las manadas siguen sus migraciones atravesando los fiordos desde un helado pasto de líquenes hasta el siguiente, y los lapones van con ellos. Pero los lapones no son pastores: no controlan a los renos, no los han domesticado. Simplemente van allá donde van las manadas de renos.

Fósiles que nos relatan la evolución cultural del hombre en una progresión ordenada.

Arpón Magdaleniense hecho de cuerno de reno. El arpón pasó de tener una sola hilera de púas a tener dos durante la última glaciación.

Utensilio perforado de Santander (España), decorado con cabezas de ciervos. Pintura rupestre representando la caza del reno, en la cueva de Los Caballos, barranco de la Valltorta, Castellón (este de España). La invención del arco y de las flechas apareció al final del periodo de la última glaciación.

A pesar de que los renos son salvajes a todos los efectos, los lapones tienen algunos inventos tradicionales para controlar a animales individualmente que también descubrieron otras culturas; por ejemplo, pueden manipular a algunos machos como animales de tiro simplemente castrándolos. Es una relación ciertamente extraña. Los lapones dependen completamente de los renos: comen su carne, una libra por cabeza y por día, usan sus tendones, su pelaje, su piel y sus huesos, beben su leche, e incluso usan su cornamenta. Y aun así, los lapones son más libres que los renos, pues su modo de vida es una adaptación cultural y no biológica. La adaptación que han sufrido los lapones, la vida trashumante, en movimiento constante en un paisaje helado, es una elección que pueden cambiar; no es irreversible, en cambio sí que lo son las mutaciones biológicas. Y es que la adaptación biológica es una conducta innata; pero una adaptación cultural es una conducta aprendida —preferentemente aprendida en la comunidad, lo cual (como otros inventos) ha sido adoptado por toda una sociedad—. Ahí es donde reside la diferencia fundamental entre una adaptación cultural y una biológica; y ambas pueden ser demostradas en el caso de los lapones. Fabricarse un refugio a partir de las pieles de los renos es una adaptación que los lapones pueden cambiar mañana mismo —muchos de ellos ya lo están haciendo —. Por otro lado, los lapones o líneas evolutivas humanas anteriores a ellos, también sufrieron una cierta cantidad de adaptaciones biológicas. El Homo sapiens no ha sufrido grandes adaptaciones biológicas; somos una especie bastante homogénea, debido a que nos expandimos muy rápido a lo largo y

ancho del mundo desde una única zona central. Sin embargo, sí que existen diferencias biológicas por todos conocidas entre distintos grupos humanos. Podemos denominarlas diferencias raciales, lo que quiere decir exactamente que no pueden revertirse cambiando de hábitos o de hábitat. No puedes cambiar el color de tu piel. ¿Por qué los lapones son blancos? El hombre empezó teniendo una piel oscura; el sol produce vitamina D en su piel, y si hubiera sido de tez blanca en África, habría producido demasiada. Pero en el norte, el hombre necesita aprovechar toda la luz solar posible para producir suficiente vitamina D, y por eso la selección natural favoreció a aquellos que tenían la piel más blanca. Las diferencias biológicas entre comunidades diferentes son así de discretas. Los lapones no han vivido gracias a sus adaptaciones biológicas, sino a sus inventos: mediante el uso imaginativo de los hábitos de los renos y aprovechando todos sus productos, convirtiéndolo en un animal de tiro; y por sus utensilios y trineos. La supervivencia en el hielo no dependía del color de la piel; los lapones sobrevivieron, el hombre sobrevivió a las glaciaciones, gracias a la invención más importante de todas: el fuego.

El fuego es el símbolo del hogar, y desde la época en la que el Homo sapiens empezó a dejar la marca de su mano, hace treinta mil años, su hogar era la cueva. Durante al menos un millón de años, el hombre, de alguna forma reconocible, había vivido como recolector y como cazador. No tenemos prácticamente ningún monumento de ese inmenso periodo de la prehistoria, un periodo mucho más largo que cualquier otro de nuestro registro. Únicamente al final de esa época, en los límites de la capa de hielo que cubría Europa, encontramos en cuevas como Altamira (y en otros lugares de España y del sur de Francia) lo que predominaba en la mente del hombre cazador. Vemos en esas cuevas qué es lo que constituía su mundo y qué le preocupaba. Las pinturas rupestres, que tienen unos veinte mil años de antigüedad, grabaron para siempre lo que era la base universal de su cultura, el conocimiento que tenía el cazador del animal al que acechaba y del que se alimentaba. Se puede pensar que es extraño que un arte tan vívido como el de las pinturas rupestres fuera, comparativamente, tan joven y tan escaso. ¿Cómo es que no hay más monumentos producto de la imaginación visual del hombre, en el mismo grado que sí que los hay de su ingenio? De hecho, cuando reflexionamos, lo que es sorprendente no es que haya tan pocos monumentos, sino que no haya

ninguno en absoluto. El hombre es un animal enclenque, lento, torpe y desarmado —tuvo que inventar el guijarro, el pedernal, el cuchillo, la lanza—. Pero ¿por qué a esas invenciones científicas, que eran esenciales para su supervivencia, añadió desde los primeros momentos esas representaciones artísticas que ahora nos asombran: decoraciones con formas de animales? Y, por encima de todo, ¿por qué se refugió en cuevas como esta, vivió en ellas y luego hizo esos dibujos de animales no donde vivía, sino en lugares oscuros, secretos, remotos, escondidos, inaccesibles? Lo único obvio que podemos decir es que en esos lugares los animales eran mágicos. No hay duda de que es así; pero magia es solo una palabra, no una respuesta. En sí misma, la magia solo es una palabra que no explica nada de nada. Nos dice que el hombre creía que esas pinturas tenían poder, pero ¿qué poder? Todavía queremos saber qué poder creían los cazadores que obtenían de esas pinturas.

Encontramos en cuevas como la de Altamira lo que predominaba en la mente del hombre cazador. Creo que el poder de lo que aquí vemos expresado, por primera vez, es el poder de la anticipación; la imaginación con miras al futuro. Bisonte recostado.

Solo puedo dar mi opinión personal. Creo que el poder que vemos aquí expresado por primera vez es el poder de la anticipación: la imaginación con miras al futuro. En estas pinturas el cazador se familiarizaba con los peligros que sabía que tenía que afrontar pero que aún no los había sufrido. Cuando el cazador entraba en esta oscuridad secreta y la luz de repente iluminaba esas pinturas, veía al bisonte como si lo tuviera delante de él, veía a los venados a la carrera y al esquivo jabalí. Y se veía a solas, frente a ellos, como si estuviera de caza en el mundo real. El sentimiento de miedo se hacía presente en él; su brazo se flexionaba para atacar con su lanza, experimentando una sensación que iba a sentir en un futuro próximo y de la que era necesario que no sintiera miedo. El pintor había inmortalizado un momento de temor, y el cazador se había adentrado en él a través de la pintura como si esta fuera una esclusa que conectara dos mundos. Para nosotros, las pinturas rupestres recrean el modo de vida del cazador, es como si viéramos un breve destello de la historia de esa época; a través de ellas vemos el pasado. Pero intuyo que para el cazador eran como mirar hacia el futuro a través de un agujerito en la pared; miraban hacia delante. En cualquiera de las dos direcciones, las pinturas rupestres funcionan como una especie de tubo telescópico de la imaginación: dirigen la mente a partir de lo que está viendo hacia lo que puede deducirse o conjeturarse. De hecho, eso ya funciona así en el mismo momento de dibujarlas; a pesar de su magnífica percepción, la pintura estampada en la pared solo significa algo para el ojo porque la mente le da vida y movimiento, crea una realidad por inferencia de algo que, aunque no se ve, se imagina. El arte y la ciencia son atributos únicos del hombre, fuera del alcance de las capacidades de lo que puede hacer un animal. Y aquí hemos visto que ambas derivan de la misma facultad humana: la habilidad de visualizar el futuro, prever

qué es lo que puede ocurrir y elaborar un plan para anticiparse, y representarlo en figuras que nos imaginamos en el interior de nuestra cabeza, o proyectarlo en unos metros cuadrados de luz sobre una pared en una cueva o en una pantalla de televisión. También aquí estamos mirando a través del telescopio de la imaginación; la imaginación es un telescopio en el tiempo, miramos hacia atrás con la experiencia vivida en el pasado. Los hombres que hicieron estas pinturas, los hombres que estaban presentes, estaban mirando hacia el futuro, usando ese telescopio de la imaginación. Estaban mirando un retazo del ascenso del hombre porque lo que nosotros llamamos evolución cultural es básicamente un crecimiento constante y una expansión de la imaginación humana.

En todas esas cuevas, la huella de la mano dice:

«Esta es mi marca. Este es el hombre». Contorno de una mano. Cueva de El Castillo, Puente Viesgo (España).

Los hombres que fabricaron las armas y los hombres que dibujaron las pinturas estaban haciendo lo mismo: anticipar un futuro del modo en que solo lo puede hacer el hombre, infiriendo lo que va a pasar a partir de lo que hay en el presente. Hay muchas cualidades del hombre que son únicas; pero en el centro de todas ellas, la raíz a partir de la cual crece todo el conocimiento, yace la habilidad de extraer conclusiones de lo que no vemos a partir de lo que sí vemos, mover nuestra mente a través del espacio y el tiempo, y reconocernos a nosotros mismos en el pasado, dirigiéndonos hacia el presente. En todas esas cuevas, la huella de la mano dice: «Esta es mi marca. Este es el hombre».

[1] El dato de población en California en 2013 era de algo más de 38 millones de habitantes. (N. del T.)

02

La cosecha de las estaciones

La historia del hombre se ha dividido de forma muy desigual. Primero tenemos su evolución biológica: todos los pasos que nos separan de nuestros antepasados simios. Esa parte ocupa varios millones de años de su historia. Y luego está su evolución cultural: oleadas de civilizaciones que nos separan de las pocas tribus cazadoras de África, o de los recolectores de alimentos de Australia. Y ese segundo intervalo, el cultural, está comprimido, de hecho, en unos pocos miles de años. Se remonta a hace aproximadamente solo unos doce mil años —algo por encima de los diez mil, pero bastante por debajo de veinte mil—. De aquí en adelante me referiré solo a ese periodo de tiempo que cubre los últimos doce mil años y que engloba prácticamente todo el ascenso del hombre tal como lo concebimos en la actualidad. Aunque la diferencia entre esos dos números, es decir, entre la escala temporal biológica y la cultural, es tan grande que no la puedo dejar pasar sin echar una mirada hacia atrás. Al hombre le costó casi dos millones de años pasar de ser una pequeña criatura oscura con una piedra en la mano, el Australopithecus en África Central, a ser lo que es hoy en día, el Homo sapiens. Ese es el ritmo de la evolución biológica — aunque cabe decir que la evolución biológica humana ha sido mucho más rápida que la de cualquier otro animal—. Pero el Homo sapiens ha necesitado bastante menos de veinte mil años para llegar a ser el tipo de criatura que usted y yo aspiramos a ser: artistas y científicos, constructores de ciudades y planificadores del futuro, lectores y viajeros, exploradores entusiastas, tanto del mundo natural como de las emociones humanas, inmensamente más ricos en experiencias y con una imaginación mucho más atrevida que cualquiera de nuestros antepasados. Ese es el ritmo de la evolución cultural; una vez que ha arrancado, sigue el ritmo del cociente de aquellos dos números a los que antes nos hemos referido, al menos cien veces más rápida que la evolución biológica. Una vez que ha arrancado, esa es la frase crucial. ¿Por qué los cambios

culturales que convirtieron al hombre en el amo del mundo empezaron tan recientemente? Hace veinte mil años el hombre de todos los lugares del mundo a los que ya había llegado era un recolector y un cazador, cuya técnica más avanzada era seguir a una manada en su migración de la misma manera en que lo siguen haciendo los lapones. Hace diez mil años eso ya había cambiado, y en algunos lugares se había empezado a domesticar a algunos animales y a cultivar algunas plantas; y ese es el cambio que necesitaba la civilización para arrancar. Resulta extraordinario pensar que solo en los últimos doce mil años consiguió por fin despegar la civilización tal como la entendemos. Debió de ocurrir una explosión extraordinaria sobre el año 10000 a.C. —y la hubo—. Pero fue una explosión silenciosa. Era el final de la última glaciación. Podemos, por así decirlo, revivir ese momento de cambio en algún paisaje glacial de hoy en día. La primavera llega a Islandia de la misma forma año tras año, pero una vez aconteció algo parecido en toda Europa y Asia cuando se retiró el hielo. El hombre, que había pasado por increíbles dificultades, que había estado deambulando desde África durante el último millón de años, que había luchado contra las diversas glaciaciones, de repente se encontró con que el suelo florecía y se vio rodeado de animales, y cambió a una forma de vida distinta. A ese periodo se le suele llamar «la revolución agrícola». Pero yo lo veo como algo mucho más amplio: la revolución biológica. Y entrelazado con ella, el cultivo de plantas y la domesticación de animales supusieron un salto hacia delante. Y de ello extraemos la comprensión esencial de que el hombre domina el medio ambiente en su aspecto más importante, no físicamente, sino al nivel de las cosas vivientes —las plantas y los animales—. Con ello viene una revolución social igualmente poderosa. Y es que entonces se hizo posible —y mucho más que eso, se hizo necesario— que el hombre se estableciese en un lugar. Y esta criatura que había deambulado y caminado durante un millón de años tuvo que tomar una decisión crucial: plantearse si tenía que dejar de ser un nómada y transformarse en un aldeano. Disponemos de un registro antropológico que muestra la lucha interna que sufrió un pueblo al tomar una decisión como esa; el registro es la Biblia, el Viejo Testamento. Creo que la civilización descansa sobre esa decisión. Y respecto a aquellos que no tomaron esa decisión, aún quedan algunos supervivientes. Hay pequeñas tribus nómadas que todavía siguen esas vastas rutas trashumantes que van de una zona de pastos a otra; por ejemplo, los bakhtiari en Persia. Y si se viaja con ellos y se vive con ellos el día a día, se comprende realmente por qué era imposible que la civilización evolucionara con una vida en constante movimiento.

Todo lo referente a la vida nómada es inmemorial. Los bakhtiari siempre viajan solos, prácticamente pasan desapercibidos. Al igual que otros nómadas, se ven a sí mismos como una gran familia, los hijos de un único padre fundador. (De la misma forma, los judíos se solían referir a sí mismos como los hijos de Israel o de Jacob). Los bakhtiari tomaron ese nombre a partir de un pastor legendario de los tiempos de los mongoles, Bakhtyar. La leyenda que ellos mismos cuentan de su propio origen empieza así:

Y el padre de nuestro pueblo, el hombre de la colina, Bakhtyar, salió en la antigüedad de su refugio de las montañas del sur. Su simiente fue tan numerosa como las rocas de las montañas, y su pueblo prosperó.

El eco bíblico resuena una y otra vez a medida que el relato de su historia continúa. El patriarca Jacob tuvo dos esposas, y trabajó como pastor durante siete años para cada una de ellas. De forma similar, el patriarca de los bakhtiari:

La primera esposa de Bakhtyar tuvo siete hijos, padres de los siete linajes hermanos de nuestro pueblo. Su segunda esposa tuvo cuatro hijos. Y nuestros hijos deberán tomar como esposas a las hijas de los hermanos de sus padres, para que los rebaños y las tiendas no se dispersen.

De la misma forma que con los hijos de Israel, los rebaños eran importantes; el narrador de la historia (o el consejero matrimonial) no se olvida de ellos ni por un momento. Antes del año 10000 a.C., los pueblos nómadas seguían las migraciones naturales de las manadas salvajes. Pero tanto las ovejas como las cabras carecen de rutas naturales de migración. Fueron domesticadas hará unos diez mil años — solo el perro pasó a ser fiel compañero de campamento antes—. Y cuando el hombre las domesticó, pasó a tener la responsabilidad que antes tenía la

naturaleza; el nómada debía guiar al desamparado rebaño. El papel de la mujer en las tribus nómadas está estrictamente definido. Por encima de todo, la función de la mujer es la de engendrar hijos varones; demasiadas hijas se considera una desgracia inmediata, porque a largo plazo presagia un desastre. Aparte de eso, su función reside en la preparación de la comida y la ropa. Por ejemplo, las mujeres de los bakhtiari hornean el pan —al estilo bíblico, en tortas ácimas sobre piedras calientes—. Pero tanto las niñas como las mujeres esperan para comerlo a que primero acaben los hombres. Al igual que la de los hombres, la vida de las mujeres está centrada en el rebaño. Ordeñan el ganado, y fabrican una especie de yogur espeso a partir de la leche, removiéndola en una bolsa hecha de piel de cabra en una estructura rústica de madera. Tienen una tecnología sencilla que puede ser transportada en sus viajes diarios de un lugar a otro. La sencillez no es romántica; es una cuestión de supervivencia. Todo debe ser lo más ligero posible para ser transportado con más facilidad, y para ser descargado y montado cada tarde y cargado de nuevo cada mañana. Cuando la mujer hila la lana en sus máquinas simples y antiguas, es para un uso inmediato, para reparar lo necesario para el viaje del día siguiente, nada más. En la vida nómada no es posible fabricar cosas que no vayan a ser necesarias en las próximas semanas. No podrían ser transportadas. Y, de hecho, los bakhtiari no sabrían cómo fabricarlas. Si necesitan recipientes de metal, los intercambian con gente de diversos asentamientos o con una casta de gitanos especializados en el metal. Un clavo, un estribo, un juguete o un cascabel son cosas que se intercambian con alguien que no pertenezca a la tribu. La vida de los bakhtiari está demasiado limitada como para tener el tiempo o las habilidades necesarias para la especialización. No hay sitio para la innovación, porque en movimiento no hay tiempo, entre la tarde y la mañana, entre el ir y venir constante, para desarrollar nuevos instrumentos o nuevos pensamientos —ni siquiera para una nueva canción—. Las únicas costumbres que sobreviven son las viejas costumbres. La única ambición del hijo es llegar a ser como el padre. Es una vida sin cambios. Cada noche marca el final de un día que ha sido como el día anterior, y cada mañana es el comienzo de un viaje igual que la mañana anterior. Cuando despunta el día, solo existe una pregunta en la mente de cada miembro de la tribu: ¿podrá el rebaño atravesar el siguiente paso de montaña? Una vez en cada viaje, el paso de montaña más alto de todos tendrá que ser cruzado, no hay alternativa. Hablamos del paso Zadeku, a tres mil seiscientos

metros de altura en los montes Zagros, donde, de alguna manera, el rebaño tendrá que abrirse paso a través de él, o rodear sus cotas más altas. Dado que la tribu tiene que moverse, el pastor tiene que encontrar pastos nuevos cada día, porque a estas alturas el pasto se acaba en un solo día. Cada año los bakhtiari cruzan seis cordilleras montañosas en su viaje (y las cruzan de nuevo en su viaje de vuelta). Avanzan a través de la nieve y en primavera a través de las corrientes de agua procedentes del deshielo. Y en un aspecto, solo en uno, su vida ha avanzado respecto a cómo era hace diez mil años. Los nómadas de aquella época tenían que viajar a pie y cargar ellos mismos su equipaje. Los bakhtiari de ahora tienen animales de carga —caballos, burros, mulas— que han sido domesticados en este espacio de tiempo. No hay nada más en su vida que sea nuevo. Y nada es digno de ser recordado. Los nómadas no tienen monumentos, ni siquiera para recordar a sus muertos. (¿Dónde está Bakhtyar, dónde está enterrado Jacob?). Los únicos montículos que levantan son para marcar el camino en lugares como el llamado paso de las Mujeres, peligroso pero más asequible para los animales que el paso elevado de Zadeku. La migración primaveral de los bakhtiari es una aventura heroica; y eso que los bakhtiari no son tan heroicos como estoicos. Son conformistas porque la aventura no conduce a ninguna parte. Los pastos estivales en sí mismos son solo una parada en el camino —a diferencia de los hijos de Israel, para ellos no existe una tierra prometida—. El cabeza de familia ha trabajado durante siete años, al igual que hizo Jacob, para formar un rebaño de cincuenta ovejas y cabras. Cree que, si las cosas van bien, perderá unas diez en la migración. Pero si van mal, puede llegar a perder veinte de las cincuenta. Esos son los riesgos de la vida nómada, un año sí y el otro también. Y más allá de eso, al final del viaje, seguirá sin haber nada más que una inmensa y tradicional resignación. ¿Quién sabe si, cualquier año de estos, cuando los ancianos hayan conseguido cruzar todos los pasos montañosos, serán capaces de enfrentarse a la prueba final: cruzar el río Bazuft? Tres meses de deshielo han aumentado el caudal del río. Los hombres y mujeres de la tribu, los animales de carga y el rebaño están exhaustos. Llevará un día manejar el rebaño para que pueda cruzar el río. Esta, aquí y ahora, es la prueba definitiva. Hoy es el día en el que los jóvenes se vuelven hombres, porque la supervivencia del ganado y la de la familia depende de su fortaleza. Cruzar el río Bazuft es como cruzar el Jordán; es el bautismo hacia la madurez. Para los jóvenes, la existencia, por un momento, cobra vida. Y

para los ancianos..., para los ancianos, la existencia llega a su final. ¿Qué pasa con los ancianos si no pueden cruzar ese último río? Nada. Quedan atrás y mueren. Solo el perro se queda perplejo al ver cómo abandonan a un hombre. El hombre acepta la costumbre nómada; ha llegado al final de su viaje, ya no tiene sitio en la tribu.

El paso más grande en el ascenso del hombre es el cambio de la vida nómada a la agrícola. ¿Qué lo hizo posible? Seguramente, fue un acto voluntario por parte del hombre; pero con él, un secreto y extraño acto de la naturaleza. En pleno estallido de nueva vegetación al final de la glaciación, una especie de trigo híbrido apareció en Oriente Medio. Sucedió en varios lugares: uno típico es el antiguo oasis de Jericó. Jericó es más antigua incluso que la agricultura. Los primeros que allí llegaron y se establecieron durante la primavera en la que hasta entonces era una tierra desolada eran personas que recolectaban trigo, pero todavía no sabían cómo plantarlo. Lo sabemos porque fabricaron herramientas para la recogida del trigo silvestre, y ello ya supone un acto extraordinario de previsión. Fabricaron unas hoces a partir de pedernal que han perdurado hasta nosotros; John Garstang encontró unos ejemplares cuando estaba excavando en esa zona en la década de los treinta. El borde afilado de esa antigua hoz debía de estar montado sobre un trozo de cuerno de gacela, o puede que de un hueso. Esa clase de trigo silvestre que recolectaban los primeros habitantes de esa zona no ha sobrevivido ni en la parte alta de la colina ni en las laderas. Pero los pastos que siguen aquí deben parecerse mucho al trigo que ellos encontraron, que cogieron por primera vez con sus manos y cortaron con ese movimiento característico que acompaña al uso de las hoces que los segadores hicieron, desde ese momento, durante los siguientes diez mil años. Esa era la civilización natufiense preagrícola. Y, por supuesto, no perduró. Estaba a punto de pasar a ser agrícola. Y eso fue lo siguiente que ocurrió en la colina de Jericó. El punto de inflexión en la dispersión de la agricultura por todo el Viejo Mundo fue casi seguro la coexistencia de dos clases de trigo que poseían una gran cantidad de semillas. Antes del año 8000 a.C., el trigo no era la planta exuberante que es hoy en día; solo era uno más de los diversos pastos silvestres

dispersos a lo largo y ancho de Oriente Medio. Debido a algún accidente genético, el trigo silvestre se cruzó con unas hierbas del género Aegilops y formó un hibrido fértil. Ese accidente debió de ocurrir muchas veces en la emergente vegetación que apareció después de la última glaciación. Si hablamos en términos de la maquinaria genética que regula el crecimiento, combinó los catorce cromosomas del trigo silvestre con los catorce cromosomas de la hierba del género Aegilops, y produjo la variedad emmer con veintiocho cromosomas. Eso es lo que hace que el trigo de la variedad emmer sea tan grueso. El híbrido podía diseminarse de forma natural porque sus semillas están unidas a la cáscara de tal forma que se dispersan con el viento.

Jericó es monumental, más antigua que la Biblia, capa sobre capa de historia, una ciudad.

Del asentamiento de Jericó: cráneo decorado con yeso y con incrustaciones de conchas de cauri. La torre de la colina de Jericó. Su mampostería está trabajada en piedra y es anterior al año 7000 a.C. La rejilla moderna cubre el hueco interior de la torre.

Que un híbrido así sea fértil no es habitual, pero no es un caso excepcional en el mundo de las plantas. Pero ahora la historia de la vida de las plantas después de las glaciaciones se vuelve rica y mucho más sorprendente. Hubo un segundo accidente genético, que se produjo a causa de que ya se cultivaba la variedad emmer. El emmer se cruzó con otra hierba del género Aegilops y produjo un híbrido aún más grande, con cuarenta y dos cromosomas, que es el trigo común. Eso ya era bastante improbable por sí mismo, y ahora sabemos que además el trigo común no habría sido fértil si no hubiera sido por una mutación genética específica en un único cromosoma. Y aún hay algo más extraño. Ahora tenemos una hermosa espiga de trigo, pero una que nunca se dispersará por la acción del viento porque es demasiado compacta para separarse por sí misma. Si soy yo el que tiene que romperla, entonces la cascarilla vuela y cada grano cae en el mismo sitio en el que había crecido. Déjeme recordarle que eso es muy diferente si hablamos del trigo silvestre o del primer híbrido, el primitivo emmer. En esas variedades primitivas, la espiga está mucho más abierta, y si se rompe, se produce un efecto bastante diferente: tendremos granos que volarán con el viento. El trigo común ha perdido esa facultad. De repente, el hombre y la planta aúnan esfuerzos. El hombre dispone de un trigo del que vive, pero el trigo también puede pensar que la misión del hombre en la vida es para con el trigo, porque solo gracias a él puede propagarse. Y es que el trigo común solo puede multiplicarse con ayuda; el hombre debe cosechar las espigas y esparcir sus semillas; y las vidas de ambos, el hombre y la planta, dependen del otro. Es un auténtico cuento de

hadas genético, como si la llegada de la civilización hubiera estado bendecida por adelantado por el espíritu del abad Gregor Mendel.

Una feliz conjunción de acontecimientos naturales y humanos creó la agricultura. En el Viejo Mundo eso ocurrió hará unos diez mil años, y ocurrió en el Creciente Fértil de Oriente Medio. Pero seguramente ocurrió más de una vez. Casi con toda certeza, la agricultura se inventó de nuevo y de forma independiente en el Nuevo Mundo —o al menos eso creemos por las pruebas de las que disponemos, que nos dicen que el maíz, como el trigo, necesitó igualmente de la mano del hombre—. Y en cuanto a Oriente Medio, la agricultura se difundió aquí y allá a lo largo de sus laderas montañosas, de las cuales la pendiente que va del mar Muerto hasta Judea, la zona interior de Jericó, es, como mucho, solo un lugar característico donde ocurrió, pero nada más. En un sentido literal, es muy probable que la agricultura haya tenido diversos comienzos en el Creciente Fértil, algunos de ellos antes que en Jericó. A pesar de ello, Jericó tiene una serie de características que la convierten en un lugar históricamente único y que le confieren un valor simbólico propio. A diferencia de todas las aldeas olvidadas de tantos lugares diferentes, Jericó es monumental, más antigua que la Biblia, con capas y capas de historia, una ciudad. La antigua Jericó de agua dulce era un oasis al lado del desierto, cuyo manantial ha brotado desde tiempos prehistóricos hasta la ciudad moderna que es hoy en día. Llegaron juntos trigo y agua y, en ese sentido, aquí empezó el hombre la civilización. También aquí, los beduinos vinieron con sus caras oscuras y tapadas, salidos del mismo desierto, mirando celosamente el nuevo modo de vida. Esa es la razón por la que Josué trajo a las tribus de Israel hasta aquí en su camino hacia la tierra prometida —porque el trigo y el agua crean civilización: hacen la promesa de la tierra que mana leche y miel—. El trigo y el agua convirtieron esa ladera yerma en la ciudad más antigua del mundo. De repente, por aquella época, Jericó se transformó. La gente llegaba y rápidamente empezó a aparecer la envidia de los pueblos vecinos, por lo que Jericó tuvo que fortificarse, convirtiéndose en una ciudad amurallada, y construyeron una magnífica torre, hace unos nueve mil años. La torre mide algo más de novecientos metros a lo largo de su base y, de forma correspondiente, otros novecientos en profundidad. Y excavando a través de sus paredes, se han revelado capas y capas de civilizaciones pasadas: los primeros hombres del

periodo precerámico, los hombres del siguiente periodo precerámico, la llegada de la cerámica hace siete mil años; la edad del cobre, la edad del bronce antiguo, la edad del bronce mediano. Cada una de estas civilizaciones llegó, conquistó Jericó, la enterró y la levantó de nuevo; razón por la cual la torre se levanta a unos catorce metros sobre el suelo, que son catorce metros de civilizaciones pasadas. Jericó es un microcosmos de historia. Habrá otros sitios en el futuro (ya hay algunos bastante importantes) que aportarán nuevos datos sobre el comienzo de la civilización. Aunque la fuerza que te hace sentir este sitio cuando estás en él y poder mirar hacia atrás el ascenso del hombre, es enorme tanto mental como emocionalmente. Cuando era joven, el pensamiento dominante era que la supremacía provenía del control que el hombre había logrado ejercer sobre su entorno físico. Ahora hemos aprendido que la auténtica supremacía proviene de la comprensión y modelado del medio ambiente vivo. Así es como empezó el hombre en el Creciente Fértil cuando puso su mano sobre plantas y animales y, al aprender a vivir con ellos, cambió el mundo según sus necesidades. Cuando Kathleen Kenyon redescubrió la torre antigua en la década de los cincuenta, descubrió que estaba hueca; y para mí, su escalera es una especie de raíz primaria, una mirilla en la base rocosa de la civilización. Y la base rocosa de la civilización es el ser vivo, no el mundo físico. Hacia el año 6000 a.C., Jericó ya era un gran asentamiento agrícola. Kathleen Kenyon cree que albergaba unas tres mil personas, y que su extensión rondaba los cuarenta mil metros cuadrados dentro de las murallas. Las mujeres segaban el trigo con las pesadas herramientas de piedra que caracterizan a una comunidad sedentaria. Los hombres amasaban, daban forma y moldeaban el barro para fabricar ladrillos, algunos de los primeros conocidos. Las huellas de los dedos de los que fabricaban los ladrillos todavía se pueden ver allí. El hombre, al igual que el trigo común, dejó su marca. Una comunidad sedentaria también tiene una relación diferente con los muertos. Los habitantes de Jericó preservaban algunos cráneos y los cubrían con decoraciones muy elaboradas. Nadie sabe por qué, a no ser que se tratara de una acción reverencial.

Nadie que haya crecido leyendo el Nuevo Testamento, tal como yo hice, puede abandonar Jericó sin hacerse dos preguntas: ¿destruyó finalmente Josué esta ciudad?, ¿y se desplomaron realmente sus muros? Estas son la clase de

preguntas que hacen que la gente venga a este lugar y lo conviertan en una leyenda viviente. Respecto a la primera pregunta hay una respuesta fácil: sí. Las tribus de Israel luchaban para poder entrar en el Creciente Fértil, que va desde la costa mediterránea, atraviesa las montañas de Anatolia y baja hacia el Tigris y el Éufrates. Y en Jericó estaba la llave que cerraba su paso hacia las montañas de Judea y más allá, hacia la tierra fértil del Mediterráneo. Tenían que conquistarla, y lo hicieron alrededor del año 1400 a.C. —hará entre tres mil trescientos y tres mil cuatrocientos años—. La Biblia no fue escrita, quizá, hasta el año 700 a.C.; es decir, como registro escrito tiene unos dos mil seiscientos años de antigüedad. Pero ¿se derrumbaron los muros de Jericó? No lo sabemos. No existe ninguna prueba arqueológica en este lugar que sugiera que todo un conjunto de muros de repente, un día, se derrumbaron al unísono. Pero sí se derrumbaron diferentes conjuntos de muros, en distintos momentos. Durante el periodo de la Edad de Bronce se reconstruyó un conjunto de murallas, al menos, dieciséis veces. La causa es que se trata de una zona sísmicamente muy activa. Hay temblores casi a diario; y suele haber cuatro grandes terremotos por siglo. Ha sido solo en los últimos años cuando hemos llegado a comprender la razón por la cual hay tantos terremotos a lo largo de este valle. El mar Rojo y el mar Muerto están a lo largo de la prolongación del Gran Valle del Rift, al este de África. Es aquí donde dos placas continentales están flotando una al lado de la otra, sobre el denso manto terrestre. A medida que se van empujando una a la otra a lo largo de esta grieta, la superficie de la tierra parece un eco de ese choque que se produce más abajo. El resultado es que los terremotos aparecen a lo largo del eje sobre el que descansa el mar Muerto. Y bajo mi punto de vista, esa es la razón por la que la biblia está llena de recuerdos de milagros naturales: algunas inundaciones antiguas, el descenso de las aguas en el mar Rojo o en el Jordán, y el colapso de las murallas de Jericó. La Biblia es una historia bastante curiosa, parte es folclore y parte es una crónica real. La historia, por supuesto, está escrita por los vencedores, y los israelitas, cuando emergieron a partir de este lugar, se transformaron en los portadores de la historia. La Biblia es su historia: la historia de un pueblo que tuvo que dejar de ser nómada y dedicado al pastoreo, y pasar a ser una tribu agrícola.

La agricultura y la cría de animales parecen tareas bastante sencillas, pero la hoz natufiense es una señal que nos demuestra que no quedó todo ahí. Cada etapa en

la domesticación de plantas y animales requiere nuevas invenciones, que empiezan siendo solo instrumentos técnicos y a través de los cuales fluyen auténticos principios científicos. Los artefactos básicos de la mente hábil permanecen tirados, menospreciados, en algún pueblo de algún lugar del mundo. Su cornucopia de pequeños y sutiles artificios es tan ingeniosa, y en un sentido profundo tan importante en el ascenso del hombre, como cualquier aparato de física nuclear: la aguja, el punzón, el cazo, el brasero, la pala, el clavo y el tornillo, el fuelle, la cuerda, el nudo, el telar, el arnés, el gancho, el botón, el zapato...; podríamos citar un centenar de ejemplos sin parar ni para respirar. La riqueza llega a partir de la interacción de los distintos inventos; una cultura es un multiplicador de ideas, en el que cada nuevo aparato acelera y agranda el poder de los demás. La agricultura sedentaria creó una tecnología a partir de la cual despegó toda la física, toda la ciencia. Podemos apreciarlo observando el cambio que hubo desde la primera hoz hasta la última. A primera vista son bastante parecidas: la hoz de hace diez mil años del recolector, y la hoz de hace nueve mil años de cuando el trigo era cultivado. Pero observemos más de cerca. El trigo cultivado era segado con un filo dentado, porque si golpeas el trigo, los granos caerán al suelo; pero si lo cortas cuidadosamente, los granos permanecerán en la espiga. Y desde entonces, las hoces se han seguido fabricando de esa forma hasta hoy en día — por ejemplo, en mi niñez, durante la primera guerra mundial, cuando las hoces curvas con el borde dentado eran todavía lo que se usaba para segar el trigo—. Una tecnología como esa, un conocimiento físico como ese, aparece en todas las facetas de la vida agrícola de manera tan espontánea que llegamos a pensar que son las ideas las que descubren al hombre, más que a la inversa.

Una cornucopia de pequeños y sutiles artificios tan importante en el ascenso del hombre como cualquier aparato de la física nuclear.

Carpintero trabajando con una sierra una pieza de madera torneada. Grecia, siglo vi a.C.

Clavo de arcilla. Sumeria, 2400 a.C.

Horno de panadero con pan. Modelo en arcilla. Islas griegas. Siglo vii a.C.

Juguete griego que representa un mono exprimiendo aceitunas en un mortero. Anciano con un lagar. Modelo de terracota, periodo romano.

Sin duda, el invento más poderoso de toda la agricultura es el arado. Pensamos en el arado como en una cuña que va resquebrajando el suelo. Y el arado fue uno de los primeros inventos mecánicos importantes. Pero el arado es fundamental también por otra cuestión: es una palanca que levanta el suelo, y está entre las primeras aplicaciones que se hicieron del principio de la palanca. Cuando, mucho tiempo después, Arquímedes explicó la teoría de la palanca a los griegos, les dijo que con un punto de apoyo podría mover el mundo. Pero miles de años antes, los labradores de Oriente Medio ya decían: «dadme una palanca y alimentaré a la tierra». He remarcado que la agricultura fue inventada como mínimo una vez más, mucho después, en América. Pero no lo fueron ni el arado ni la rueda, porque dependían de los animales de tiro. El paso que sigue a partir de la agricultura rudimentaria de Oriente Medio fue la domesticación de los animales de tiro. El

hecho de no poder realizar esa mejora biológica mantuvo al Nuevo Mundo atrasado, al nivel del palo para cavar y el fardo, y ni llegaron a la rueda de alfarero.

«Dadme una palanca y alimentaré a la tierra». Arando con ayuda de bueyes, Egipto.

La rueda y el eje son la raíz doble a partir de la que crece el invento.

Modelo de cobre de un carro de guerra. Mesopotamia, 2800 a.C. Mosaico romano de un carro con ruedas sin radios.

La rueda se encuentra por primera vez antes del año 3000 a.C. en lo que ahora es el sur de Rusia. Estos primeros descubrimientos consisten en ruedas sólidas de madera enganchadas a una especie de balsa o trineo para poder tirar de una carga, lo que de este modo se convierte en una carretilla. Desde este momento y en adelante, la rueda y el eje se convierten en la raíz doble a partir de la que crece el invento. Por ejemplo, se convierte en un instrumento para moler el trigo —y usando las fuerzas de la naturaleza para lograrlo: primero la fuerza de los animales, y más adelante, la fuerza del viento y del agua—. La rueda se convierte en un modelo para todas las formas de movimiento en rotación, una explicación de lo más habitual y un símbolo celestial de algo más que el poder humano tanto en la ciencia como en el arte, por igual. Desde los tiempos en que los babilonios y los griegos hacían mapas de los cielos estrellados, el sol se representa como un carro y el mismo cielo como una rueda. En la ciencia moderna, el movimiento natural (es decir, el movimiento uniforme) va en línea recta; pero para la ciencia griega, la forma de movimiento que era natural (es decir, la inherente a la naturaleza) y, de hecho, perfecta era el movimiento circular. Hacia el año 1400 a.C., cuando Josué arrasó Jericó, los ingenieros mecánicos de Sumeria y Asiria colocaron la rueda sobre una polea para extraer agua. En la misma época, diseñaron sistemas de irrigación a gran escala. Los soportes verticales de los pozos todavía sobreviven como si fueran marcas de puntuación que salpican el paisaje persa. Descienden algo más de noventa metros hacia los qanats o canales subterráneos que componen el sistema, hasta un nivel donde el agua natural está a salvo de la evaporación. Tres mil años después de que fueran hechos, las aldeanas de Juzestán todavía sacan su ración diaria de agua a partir de los qanats para proseguir con las tareas rutinarias típicas de las comunidades

antiguas. Los qanats son una construcción tardía de una civilización basada en una ciudad, e implican la existencia, ya por entonces, de leyes para regular el uso del agua y la tenencia de tierras y otras relaciones sociales. En una comunidad agrícola (por ejemplo, la agricultura tradicional a gran escala de Sumeria), el papel de la ley tiene un sentido bastante diferente del de la ley nómada que sanciona el robo de una cabra o una oveja. Ahora la estructura social está cohesionada con las regulaciones de los asuntos que afectan a la comunidad en su conjunto: el acceso a la tierra, el mantenimiento y control de los derechos sobre el agua, el derecho de uso, la regulación de los turnos, las valiosas construcciones de las que depende el buen funcionamiento de la cosecha de las estaciones. A estas alturas, el artesano de la aldea se ha convertido por derecho propio en inventor. Combina los principios mecánicos básicos en herramientas sofisticadas que son, de hecho, las primeras máquinas. Son tradicionales en Oriente Medio; el torno de arco, por ejemplo, que es uno de los diseños clásicos para transformar el movimiento lineal en giratorio. En este ejemplo, el diseño depende, ingeniosamente, de enrollar una cuerda alrededor de un tambor y atar su cabo a las dos puntas de una especie de arco de violín. La pieza de madera con la que trabajaremos se fija al tambor; girará al mover el arco hacia delante y hacia atrás; de esta manera, la cuerda hace rotar el tambor que sostiene la pieza de madera, que se va modelando con un cincel. Esta combinación tiene varios miles de años de antigüedad, pero yo mismo he visto a un grupo de gitanos utilizarla para fabricar patas de silla en un bosque de Inglaterra en 1945.

El torno de arco es uno de los diseños clásicos para transformar el movimiento lineal en giratorio. Carpinteros de mitad del siglo xix trabajando con un torno de arco, región central de la India.

Una máquina es un aparato con el que se aprovecha la fuerza de la naturaleza. Eso es cierto desde el caso del huso más sencillo que llevan consigo las mujeres bakhtiari, hasta el famoso primer reactor nuclear y toda su atareada progenie. Y aunque las máquinas han aprovechado grandes fuentes de energía, han sobrepasado su uso original. ¿Por qué las máquinas en su forma actual nos parecen una amenaza? Esta pregunta tan preocupante depende de la escala de potencia que la máquina pueda desarrollar. Podemos reformular la pregunta planteando una alternativa: ¿Está esa potencia dentro de la escala necesaria para realizar el trabajo para el que originalmente fue diseñada esa máquina, o es tan desmedida que puede llegar a dominar al usuario y distorsionar su uso? La pregunta, por lo tanto, se remonta mucho tiempo atrás, empieza cuando el hombre empleó por primera vez una fuerza mayor que la suya propia, la fuerza de los animales. Todas las máquinas son una especie de animal de tiro —incluso un reactor nuclear—. Incrementa el excedente que el hombre ha ganado a partir de la naturaleza desde el comienzo de la agricultura. Por lo tanto, cada máquina recrea de nuevo el dilema original: ¿libera la energía en respuesta a la demanda de su uso específico, o es una indomable fuente de energía que va más allá de los límites de su uso constructivo? El conflicto en la escala de energía viene de lejos, desde los tiempos de las primeras invenciones en la historia de la humanidad.

La agricultura es una parte de la revolución biológica; la domesticación y aprovechamiento de los animales de granja es la otra. La domesticación siguió una secuencia ordenada. Primero fue el perro, puede que incluso antes del año 10000 a.C. Luego fueron los animales para consumo, empezando por las cabras y ovejas. Y luego vinieron los animales de tiro como el onagro, una especie de

burro salvaje. Los animales proporcionan un excedente, ya que producen más de lo que consumen. Pero es cierto solo si los animales cumplen humildemente con su cometido, como sirvientes de la agricultura. Es muy poco probable que el animal domesticado se transforme en una amenaza para el excedente de grano a partir del cual vive y sobrevive una comunidad sedentaria. Muy poco probable, porque después de todo son el buey y el burro, como animales de tiro, los que han ayudado a crear ese excedente. El Antiguo Testamento insta cuidadosamente a que los animales sean tratados correctamente; por ejemplo, prohíbe al granjero que junte en un arado a un buey y a un burro, dado que trabajan de forma muy diferente). Pero hace unos cinco mil años apareció un nuevo animal de tiro: el caballo. Y es muchísimo más rápido, fuerte y dominante que cualquier otro animal anterior. El caballo empezó tirando de carretas, como los bueyes, pero bastante más grandes, tirando de carros en desfiles de reyes. Y entonces, alrededor del año 2000 a.C., el hombre descubrió cómo montarlo. La idea debió de resultar tan sorprendente en su día como lo fue la invención de la máquina voladora. Por un lado, requería un caballo más grande y más fuerte —originalmente, el caballo era un animal bastante pequeño y, al igual que la llama de Sudamérica, no podía llevar sobre su lomo a una persona durante mucho tiempo—. Montar a caballo, ya como un uso serio y no anecdótico, empezó con las tribus nómadas que criaban caballos. Eran los hombres de Asia Central, Persia, Afganistán y más allá; en el oeste se les llamaba simplemente escitas, como nombre colectivo para una criatura nueva y aterradora, un fenómeno de la naturaleza. Y es que el jinete es, visiblemente, mucho más que un hombre: su cabeza sobresale por encima de la de cualquier otro hombre, y se mueve con un poderío desconcertante, con el que domina el mundo viviente. Cuando las plantas y los animales de la aldea ya habían sido domesticados para el uso humano, montar a caballo era algo más que un gesto humano, era un acto simbólico de dominio sobre la totalidad de la creación. Lo volvimos a comprobar por el asombro y el miedo que inspiró el caballo en tiempos históricos, cuando los jinetes españoles arrasaron a los ejércitos de Perú (que no habían visto jamás un caballo) en 1532. Así que, mucho antes, los escitas fueron un terror que se extendió por todos los países que no conocían la técnica de montar a caballo. Cuando los griegos vieron a los jinetes escitas pensaban que jinete y caballo eran uno; así es como inventaron la leyenda del centauro. De hecho, ese otro híbrido medio humano, producto de la imaginación griega, el sátiro, era originalmente no parte cabra,

sino parte caballo; tan profunda era la ansiedad que evocaba la veloz criatura del este.

Cuando los griegos vieron a los jinetes escitas, pensaban que jinete y caballo eran uno; así es como inventaron la leyenda del centauro. Jarrón pintado griego, 560 a.C. Centauros y el acto del armado de un guerrero.

No podemos esperar recuperar hoy en día el terror que los jinetes a caballo infundieron en Oriente Medio y en Europa del Este cuando aparecieron por primera vez. Es porque hay una diferencia de escala que solo puedo comparar con la llegada de los tanques a Polonia en 1939, arrasando todo a su paso. Creo que la importancia del caballo en la historia europea siempre ha sido subestimada. En cierto sentido, la guerra fue creada por el caballo, como una actividad nómada. Eso es lo que trajeron los hunos, lo que trajeron los frigios, y lo que finalmente también trajeron los mongoles, y mucho más tarde llegó hasta su cénit con Gengis Kan. En particular, las hordas móviles transformaron la organización de la batalla. Concibieron una nueva estrategia de guerra: una estrategia que es igual que un juego de guerra; ¡cuánto les gusta jugar a los señores de la guerra!

La estrategia de la horda móvil depende de la capacidad de maniobrar, de la rápida comunicación y de movimientos tácticos aprendidos por práctica que pueden ejecutarse conjuntamente, siguiendo distintas secuencias para sorprender. El recuerdo de eso permanece en juegos de guerra que todavía se juegan y que nos llegan de Asia, como el ajedrez o el polo. La estrategia de batalla siempre es vista como un juego para aquellos que ganan la guerra. Y todavía hoy se juega en Afganistán a un juego llamado buzkashi que proviene de la competitividad a la hora de montar a caballo que ya exhibían los mongoles. Los hombres que juegan al buzkashi son profesionales; es decir, reciben un dinero por eso, y tanto ellos como los caballos son entrenados y mantenidos simplemente por alcanzar la gloria de la victoria. En una gran ocasión, podrían llegar a acudir trescientos hombres de diferentes tribus para competir, algo que no ha pasado en los últimos veinte o treinta años, hasta que no lo organicemos.

Los participantes en el juego del buzkashi no forman equipos. El objetivo del juego no es demostrar que un grupo es mejor que otro, sino encontrar un campeón. Hay campeones famosos del pasado, y son recordados por ello. El presidente, que supervisa este juego, es un antiguo campeón que, ahora ya no juega. El presidente da las órdenes a través de un mensajero, que puede ser también un exjugador jubilado, aunque lógicamente menos distinguido. Esperaríamos ver una pelota, pero lo que hay en su lugar es un ternero sin cabeza. (Y ese macabro juguete ya nos dice algo sobre el juego, como si los jinetes estuvieran jugando con el sustento de los granjeros). El cadáver pesa alrededor de veinticinco kilos y el objetivo del juego es agarrarlo, defenderlo del resto de competidores y llevarlo a través de dos escenarios. La primera etapa del juego consiste en cabalgar llevando el cadáver hasta una bandera fijada en un lugar determinado, y dar la vuelta alrededor de ella. Después viene la etapa crucial, que es el regreso; cuando da la vuelta alrededor de la bandera, es asediado constantemente por todos los competidores y, para ganar, ha de dirigirse a la meta, marcada con un círculo en el centro de la multitud. El juego se gana por un simple tanto, es una lucha sin cuartel. No se trata de un acontecimiento deportivo; no hay nada en sus reglas que hable del juego limpio. Las tácticas son muy típicas de los mongoles, una disciplina de choque. Lo más asombroso del juego es lo mismo que desconcertaba a los ejércitos que se enfrentaron a los mongoles: lo que parece una línea de ataque completamente desordenada está, de hecho, formada mediante maniobras bien ejecutadas, y se disuelve rápidamente cuando el ganador se dirige claramente a la meta para puntuar. Observando el partido, uno tiene la sensación de que el grado de excitación es mayor entre el público que entre los propios jugadores y se les ve mucho más implicados emocionalmente. Por el contrario, a los jugadores se les ve comprometidos pero más fríos; cabalgan con una brillante y brutal intensidad, pero no se les ve absortos por el juego, lo que les absorbe es la victoria. Solo cuando ya se ha acabado el juego, se ve al ganador llevado por la euforia. Aunque antes de celebrarlo, debería haber pedido la validez del gol al presidente, y olvidando esa parte del protocolo en medio del alboroto popular, ha puesto en peligro la victoria. Es un alivio ver que al final le dan por válido el tanto obtenido. El buzkashi es un juego de guerra. Lo que lo convierte en eléctrico es la ética del cowboy: cabalgar como acto de guerra. Es una expresión de la cultura

monomaníaca de la conquista; el depredador aparentando ser un héroe porque lo destroza todo a su paso como si fuera un torbellino. Pero el torbellino está vacío. Ya sea caballo o tanque, Gengis Kan o Hitler o Stalin, ese torbellino se alimenta del trabajo de otros muchos hombres. El nómada en su último papel romántico como señor de la guerra todavía resulta un anacronismo y, aún peor, lo es en un mundo que ha descubierto, en los últimos doce mil años, que la civilización la construyeron pueblos sedentarios, no nómadas.

A lo largo de este ensayo subyace constantemente la lucha entre el modo de vida nómada y el sedentario. El último intento para imponer la supremacía del modo de vida nómada yace en la alta, ventosa e inhóspita meseta de Soltaniyeh en Persia y fue llevado a cabo por la dinastía mongola de Gengis Kan. El hecho es que la invención de la agricultura hace doce mil años no estableció o confirmó por sí misma el poder del modo de vida sedentaria. Por el contrario, la domesticación de animales que llegó de la mano de la agricultura le confirió un nuevo vigor a la economía nómada; la domesticación de la oveja y la cabra, por ejemplo, y luego, por encima de todo, la domesticación del caballo. Fueron precisamente los caballos los que le otorgaron a las hordas de Gengis Kan el poder y la organización para conquistar China y los países musulmanes y alcanzar las mismísimas puertas de Centroeuropa. Gengis Kan fue un nómada y el inventor de una portentosa maquinaria de guerra; y la conjunción de ambos aspectos dice algo importante sobre los orígenes de la guerra en la historia humana. Desde luego, resulta tentador mirar hacia otro lado y obviar lo que nos dice la historia, y en lugar de eso especular sobre las posibles raíces de la guerra en los instintos de algunos animales; como si, al igual que el tigre, aún tuviésemos la necesidad de matar para sobrevivir, o, como el mirlo americano, para defender un territorio de anidación. Pero la guerra, la guerra organizada, no es un instinto humano. Es una forma altamente planeada y cooperativa de pillaje. Y esa forma de pillaje empezó hace diez mil años cuando los cosechadores de trigo acumularon un excedente, y los nómadas salieron del desierto para robar aquello de lo que por sí mismos no podían proveerse. Lo pudimos comprobar en las evidencias que vimos en la ciudad amurallada de Jericó y en su torre prehistórica. Ese fue el comienzo de la guerra.

El último intento para imponer la supremacía del modo de vida nómada yace en la alta, ventosa e inhóspita meseta de Soltaniyeh en Persia. La tumba de Öljeitü Kan, quinto en la línea de sucesión de Gengis Kan, quien gobernó de 1304 a 1316 las tierras persas del Imperio mongol.

Gengis Kan y su dinastía mongol trajeron su modo de vida basado en el pillaje a nuestro propio milenio. Del 1200 al 1300 d.C., llevaron a cabo casi el último intento para establecer la supremacía del ladrón que nada produce por sí mismo y que viene a robar al campesino (que no tiene adónde huir) el excedente acumulado gracias a la agricultura. Sin embargo, el intento fracasó. Y fracasó porque al fin y al cabo la única salida que tenían los mongoles era la de aceptar el modo de vida de los pueblos que acababan de conquistar. Cuando conquistaron a los musulmanes, se hicieron musulmanes. Se convirtieron en sedentarios porque el pillaje, la guerra, no es un estado permanente que pueda sostenerse por sí mismo. Por supuesto, los huesos de Gengis Kan todavía eran portados a modo de reliquia por sus ejércitos en el campo de batalla. Pero su nieto Kublai Kan ya era un monarca sedentario y constructor en China, como recordará del poema de Coleridge:

En Xanadú se hizo construir Kubla Kan una fastuosa cúpula.

El quinto en la línea de sucesión de Gengis Kan era el sultán Öljeitü, que arribó a la intimidatoria meseta de Persia para construir la ciudad sede de su nueva capital, Soltaniyeh. Lo único que ha sobrevivido es su propio mausoleo, que más tarde fue un modelo para la mayoría de la arquitectura musulmana. Öljeitü era un monarca liberal, que trajo hasta aquí a hombres de todas partes del mundo. Él mismo fue cristiano, en otro tiempo budista y finalmente musulmán, e intentó

establecer en Soltaniyeh una verdadera corte mundial. Eso fue con lo único con lo que realmente pudieron contribuir los nómadas a la civilización: reunir de las cuatro esquinas del mundo las diferentes culturas, mezclarlas y de nuevo esparcirlas para fertilizar la tierra. Esta fue la apuesta final que los nómadas mongoles hicieron para ostentar el poder, y es una tremenda ironía que, después de su muerte, Öljeitü fuera conocido como Öljeitü el Constructor. El hecho es que la agricultura y el modo de vida sedentario se establecieron como escalones en el ascenso del hombre, y fraguaron un nuevo nivel para una forma de armonía humana que iba a dar fruto en un futuro lejano: la organización de la ciudad.

John Milton describió, y William Blake pintó, cómo se formó la tierra con un simple movimiento del compás de Dios. Acuarela de William Blake de 1794, del frontispicio de su libro Europa: una profecía.

03

La veta en la piedra

(…) y su mano asió el compás de oro, preparado en el taller eterno del Señor, con que circunscribir el Universo y todo lo creado; un pie centró, girando el otro alrededor por la profundidad oscura y vasta, y dijo: «Llega tú hasta aquí, aquí tus límites; sea esta tu circunferencia justa, oh Mundo».

Milton, El paraíso perdido,[2] Libro VII

John Milton describió, y William Blake pintó, cómo se formó la tierra con un simple movimiento del compás de Dios. Pero esta resulta una imagen excesivamente estática de los procesos de la naturaleza. La tierra ha existido desde hace más de cuatro mil millones de años. A lo largo de este tiempo, ha sido modelada y cambiada por dos tipos de acciones. Las fuerzas ocultas del interior de la tierra han doblado los estratos, y elevado y desplazado las masas de tierra. Y en la superficie, la erosión producida por la nieve, la lluvia y las tormentas, las corrientes de agua y el océano, el sol y el viento, han forjado una

arquitectura natural. El hombre también se ha convertido en un arquitecto de su medio ambiente, pero no dirige unas fuerzas tan poderosas como las de la naturaleza. Su método ha sido selectivo y exploratorio, una aproximación intelectual en la que la acción depende de la comprensión. He venido a rastrear la pista de su historia en las culturas del Nuevo Mundo, que son más jóvenes que las de Europa y Asia. He centrado mi primer ensayo en el África ecuatorial, porque es allí donde empezó la historia del hombre, y mi segundo ensayo en el Cercano Oriente, porque es donde empezó la civilización. Ahora es el momento de recordar que el hombre también alcanzó otros continentes en su largo camino sobre la tierra. El cañón de Chelly en Arizona es un valle secreto apasionante, que ha sido habitado por una tribu india tras otra, prácticamente sin descanso durante los últimos dos mil años, desde, digamos, la época del nacimiento de Cristo; más tiempo que cualquier otro lugar en Norteamérica. Sir Thomas Browne tiene una frase muy relevante: «Los cazadores ya se han levantado en América, y en Persia ya han pasado su primer sueño». En la época del nacimiento de Cristo, los cazadores se estaban estableciendo como agricultores en el cañón de Chelly, y empezando a subir los mismos peldaños en el ascenso del hombre que ya se habían subido en el Creciente Fértil de Oriente Medio.

¿Por qué empezó la civilización mucho más tarde en el Nuevo Mundo que en el Antiguo? Evidentemente porque el hombre tardó más en llegar al Nuevo Mundo. Llegó antes de que se inventaran los barcos, lo que implica que pasó a pie enjuto el estrecho de Bering cuando se formó temporalmente un amplio puente de tierra durante la última glaciación. Las pruebas de ese acontecimiento apuntan a dos posibles momentos en los que el hombre pudo pasar desde los promontorios más orientales del Viejo Mundo, más allá de Siberia, hacia los parajes yermos y rocosos de Alaska, en el Nuevo Mundo. Una posible época fue entre el año 28000 a.C. y el 23000 a.C., y la otra entre el 14000 a.C. y el 10000 a.C. Después de aquello el flujo del agua procedente de la descongelación de los hielos al final de la última glaciación elevó de nuevo el nivel del mar varios cientos de metros y, por lo tanto, cerró el paso terrestre entre el Viejo y el Nuevo Mundo. Esto quiere decir que el hombre pasó de Asia a América como mínimo hace diez mil años, y como máximo hace treinta mil años. Y no vino de una sola vez

necesariamente. Hay pruebas en hallazgos arqueológicos (como primeros asentamientos y herramientas) que demuestran que hubo dos oleadas culturales que llegaron a América en épocas distintas. Y, lo que es más significativo para mí, hay pruebas biológicas sutiles pero persuasivas, que solo puedo interpretar como indicativas de que hubo dos migraciones pequeñas en número y sucesivas. Las tribus indígenas del norte y el sur de América no contienen todos los grupos sanguíneos que se encuentran en poblaciones de otros lugares. Se abre ante nosotros una fascinante perspectiva sobre su linaje gracias a esta peculiaridad biológica. Y es que los grupos sanguíneos son heredados de tal forma que, en el conjunto de una población, nos proporcionan algún registro genético del pasado. La ausencia total del grupo sanguíneo A en una población implica, con casi toda certeza, que no había ningún antepasado con grupo sanguíneo A entre sus antepasados; y lo mismo se puede decir del grupo B. Y, de hecho, es lo que pasa en América. Las tribus de Sudamérica y Centroamérica (en el amazonas, por ejemplo, en los Andes, y en Tierra del Fuego) pertenecen por completo al grupo sanguíneo 0; lo mismo pasa con la mayoría de las tribus de Norteamérica. Otros (entre ellos los sioux, los shippewa, y los indios pueblo) tienen el grupo sanguíneo 0 mezclado con entre un 10 y un 15 por ciento de grupo sanguíneo A. Resumiendo, la prueba es que no hay grupo sanguíneo B en ningún lugar de América, al contrario que en la mayoría de lugares del mundo.

En Centroamérica y Sudamérica, todas las poblaciones indígenas son del grupo sanguíneo 0. En Norteamérica, son de los grupos sanguíneos 0 y A. No veo otra posible interpretación que no sea que hubo una primera migración de un grupo pequeño, emparentado (todos del grupo sanguíneo 0), hacia América, se multiplicaron y se expandieron hacia el sur. Luego, una segunda migración, de nuevo de grupos pequeños, pero que en esta ocasión poseían o el grupo sanguíneo A o tanto el A como el 0, que siguió a la primera solo hasta Norteamérica. Los indios americanos del norte, por lo tanto, contienen con certeza una parte de esta última migración y son, en comparación, los últimos en llegar. La agricultura en el Cañón de Chelly refleja este retraso. Mientras el maíz llevaba ya tiempo cultivándose en Centro y Suramérica, aquí llegó solo en la época del nacimiento de Cristo. La gente es muy sencilla, no tienen casas, viven

en cuevas. Sobre el año 500 d.C. aparece la cerámica. Las viviendas son excavadas en las mismas cuevas, y son cubiertas con un tejado moldeado a base de barro o adobe. Y en esa época la situación en el cañón no sufrió cambios hasta que sobre el año 1000 d.C. llegó la gran civilización de los indios pueblo con la mampostería de piedra. Estoy haciendo una separación básica entre lo que es la arquitectura como moldeadora del ambiente y lo que la arquitectura como un simple ensamblaje de piezas. Parece una distinción bastante sencilla: la cabaña de barro, y la mampostería de piedra. Pero, de hecho, representa una diferencia intelectual fundamental, no solo una diferencia técnica. Y creo que se trata de uno de los pasos más importantes que el hombre tomó, cuando fuera y donde fuera que lo hizo: la distinción entre la acción moldeadora de la mano por un lado y, por el otro, la acción analítica o examinadora de la mano. Parece lo más natural del mundo coger un poco de arcilla, moldearla y formar con ella una bola, una figurita de arcilla, una taza, o una cabaña. Al principio tenemos la sensación de que todo eso es un reflejo de la forma de la naturaleza, pero es la forma que el hombre le ha dado. Lo que refleja una vasija es la mano que le ha dado forma; lo que refleja una cabaña excavada en el suelo es la acción moldeadora del hombre. Y cuando el hombre da a la naturaleza esas formas cálidas redondeadas, femeninas, artísticas, no refleja absolutamente nada acerca de la naturaleza en sí misma. Lo único que refleja es la forma de su propia mano. Hay otra acción de la mano humana que es diferente y opuesta. Es la fragmentación de la madera o de la piedra; y ejerciendo esa acción, la mano (armada con una herramienta) sondea y explora por debajo de la superficie, y de este modo se convierte en un instrumento usado para descubrir. Es un gran paso intelectual hacia adelante cuando el hombre fragmenta un pedazo de madera o de piedra, y deja al descubierto la imprenta que la naturaleza imprimió en ese pedazo que él tiene entre las manos, antes de que lo fragmentara. Los indios pueblo dieron ese paso en los peñascos de areniscas rojas que se levantan unos trescientos metros sobre los asentamientos de Arizona. Los estratos tabulados estaban ahí cuando se produjo el movimiento de tierra; y los bloques se extendieron en lechos estratificados de la misma forma que se depositaron en los peñascos del cañón de Chelly. Desde tiempos antiguos el hombre ha fabricado herramientas trabajando la piedra. A veces, la piedra tenía una veta natural, y a veces el artesano creaba las

líneas de escisión aprendiendo cómo golpear la piedra. Puede que la idea apareciera, en primer lugar, al resquebrajar madera, porque la madera es un material con una estructura visible que se abre fácilmente a lo largo de la veta, pero que es muy difícil de romper atravesando la veta. Y a partir de ese sencillo comienzo el hombre empieza a abrir (haciendo palanca) la naturaleza de las cosas y descubre las leyes dictadas y reveladas por la estructura. A partir de ahora la mano ya no se impone sobre la forma de las cosas. En lugar de eso, es un instrumento de descubrimiento y placer, ambas cosas al unísono, donde el instrumento trasciende a su uso inmediato, y al entrar en ese mundo oculto a la vista revela las cualidades y las formas que yacen escondidas en el interior de los materiales. Como un hombre que corta un cristal, encontramos en la forma interior de la materia las leyes secretas de la naturaleza.

La idea de descubrir un orden subyacente en la materia es el concepto básico que impulsa al hombre a explorar la naturaleza. La arquitectura de las cosas revela la existencia de una estructura por debajo de la superficie, una veta oculta que, cuando se deja al descubierto, hace que sea posible separar formaciones naturales de ese material, y volverlos a juntar siguiendo disposiciones muy diferentes. Para mí este es el paso en el ascenso del hombre donde empieza la ciencia teórica. Y es algo tan inherente al modo en que el hombre concibe sus distintas comunidades como lo es a su concepción de la naturaleza. Nosotros los seres humanos nos reunimos en familias, las familias se reúnen en grupos afines; esos grupos, en clanes; los clanes, en tribus; las tribus, en naciones. Y ese sentido de jerarquía, como una pirámide donde cada capa se dispone sobre la anterior, se da en todos los lugares de la naturaleza, miremos donde miremos. Las partículas fundamentales forman los núcleos, los núcleos forman los átomos, los átomos se reúnen en moléculas, las moléculas forman las bases nitrogenadas, las bases nitrogenadas dirigen el ensamblaje de los aminoácidos, y los aminoácidos se reúnen en proteínas. De nuevo encontramos en la naturaleza algo que se asemeja profundamente al modo en que se organizan nuestras relaciones sociales. El cañón de Chelly es una especie de microcosmos de culturas, y su punto álgido lo alcanzó cuando los indios pueblo construyeron sus grandes estructuras, justo después del año 1000 d.C. Representan no solo una comprensión de la naturaleza con su trabajo en piedra, sino también de las relaciones humanas; porque los

indios pueblo formaron aquí, y en todos los lugares donde estuvieron, una especie de ciudad en miniatura. Las viviendas de los riscos a veces eran construidas hasta los 5 o 6 pisos de altura, quedando los niveles superiores escalonados respecto a los inferiores. La parte frontal era plana respecto al acantilado, y la posterior quedaba dentro de él. Estos complejos arquitectónicos tan grandes a veces ocupaban una extensión de entre ocho mil y doce mil metros cuadrados, y estaban compuestos por cuatrocientas o más habitaciones.

Con piedras se forma un muro, con los muros se hace una casa, con las casas se crean las calles, y las calles forman una ciudad. Una ciudad son piedras y una ciudad es gente; pero no es un montón de piedras, y no es una masa de gente. El paso de la aldea a la ciudad implicó la aparición de una nueva forma de organización comunal, basada en la división del trabajo y en la cadena de mando. La única forma de revivir aquello es paseando por las calles de una ciudad que ninguno de nosotros ha visto, una ciudad de una cultura que desapareció. Machu Picchu está en la parte más alta de los Andes, en Sudamérica, a una altura de unos dos mil quinientos metros. Fue construido por los incas en el momento de más esplendor de su imperio, alrededor del año 1500 d.C., o quizás un poco antes (casi al mismo tiempo que la llegada de Colón a las Indias Orientales), cuando su logro más importante fue la planificación de una ciudad. Cuando los españoles conquistaron y saquearon Perú en 1532, subestimaron, por así decirlo, Machu Picchu y sus ciudades hermanas. Después de eso fue olvidada durante cuatrocientos años, hasta que en un día de invierno de 1911, Hiram Bingham, un joven arqueólogo de la Universidad de Yale, se topó con ella. Había estado abandonada durante siglos y se encontraba en un estado de conservación pésimo: casi solo quedaba su estructura básica. Pero incluso en ese «esqueleto» de ciudad yace la estructura de toda civilización urbana, de cualquier época y de cualquier lugar del mundo.

Las calles de una ciudad que ninguno de nosotros ha visto, en una cultura que desapareció. Bloques graníticos de superficie suave y asentados sin argamasa típicos de la mampostería incaica.

Una ciudad debe vivir sobre unos cimientos, una tierra interior con una producción agrícola que proporcione un excedente, y los cimientos visibles sobre los que se apoyaba la civilización inca eran los complejos agrícolas de terrazas de cultivo. Por supuesto, ahora, en esas terrazas desnudas no crece más que hierba silvestre, pero en su tiempo era donde se cultivaban patatas (que son un producto originario de Perú) y maíz, que para entonces ya llevaba mucho tiempo allí, proveniente del norte. Y ya que esta era una ciudad ceremonial de algún tipo, no hay duda de que entre los productos que cultivaban los incas estaban esos lujos tropicales característicos de este clima como la coca, que es una hierba embriagante que solo la aristocracia inca podía masticar, y a partir de la cual nosotros hemos fabricado la cocaína. El corazón de la cultura de terrazas es un sistema de irrigación. Eso es lo que construyeron los imperios preincaicos y el Imperio inca; corre a lo largo de estas terrazas, a través de canales y acueductos, a través de los grandes barrancos, llega al desierto en dirección al Pacífico y lo hace florecer. De la misma forma que en el Creciente Fértil, lo que importa es el control del agua, por lo que aquí en Perú, la civilización inca se construyó sobre el control de la irrigación. Un sistema de irrigación de proporciones considerables extendiéndose a lo largo y ancho de un imperio requiere la existencia de una autoridad central fuerte. Así fue en Mesopotamia. Así fue en Egipto. Y así fue en el imperio de los incas. Y eso quiere decir que tanto esta ciudad como todas las demás dependían de una invisible red de comunicación por la que la autoridad podía estar presente y ser escuchada en cualquier lugar, dictando órdenes desde el centro y recibiendo información desde todos los lugares. Tres inventos sostuvieron la red de la autoridad: los caminos, los puentes (en un país agreste como este) y los mensajes. Llegaban hasta un punto central, que estaba situado aquí en la época de los incas, y desde aquí se dirigían a todas partes. Son los tres tipos de

conexiones mediante los cuales toda ciudad está comunicada con todas las demás y que, nos damos cuenta repentinamente, en esta ciudad son diferentes. En un gran imperio, los caminos, los puentes y los mensajes son siempre inventos avanzados, porque si se cortan, la autoridad no llega a todas partes y se derrumba —en los tiempos modernos siempre son el primer objetivo de cualquier revolución—. Sabemos que los incas les confirieron gran importancia y cuidado. Incluso aunque en los caminos no hubiera ruedas, o bajo los puentes no hubiera arcos, o los mensajes no fueran escritos. Los incas no habían hecho estos inventos en el año 1500 d.C. Y eso es porque en América la civilización empezó varios miles de años más tarde, y fue conquistada antes de tener el tiempo suficiente para realizar todos los inventos que ya se habían hecho en el Viejo Mundo. Parece bastante extraño que una arquitectura que movía enormes piedras sobre rodillos para sus construcciones, pudiera haber olvidado la invención de la rueda; nos olvidamos de que lo que resulta fundamental en el invento de la rueda es el eje fijo. También es extraño construir puentes en suspensión y olvidar los arcos. Y lo que resulta más extraño de todo es que una civilización que guardaba un cuidadoso registro de información numérica, no lo hubiera puesto por escrito —los incas eran tan analfabetos como el más pobre de sus ciudadanos, o como el asaltante español que los derrocó—. Los mensajes en forma de datos numéricos llegaron a los incas mediante un sistema de cuerdas y nudos llamados quipus. El quipu solo registra números (donde los nudos funcionan como nuestro sistema decimal) y me gustaría decir claramente, como matemático, que los números son tan informativos y tan simbólicos como las palabras; pero no es así. Los números que describían la vida de un hombre en Perú se guardaban en una especie de tarjeta perforada a la inversa, una tarjeta de computadora braille en forma de cuerda con nudos. Cuando el hombre se casaba, la cuerda se trasladaba a otro lugar en el manojo de quipus de la familia. Todo lo que se guardaba en los ejércitos incas, en los graneros y almacenes se anotaba en estos quipus. El hecho es que Perú ya era la temida metrópolis del futuro, el almacén de memoria en el que un imperio lista los actos de cada ciudadano, lo mantiene y le asigna sus trabajos, y lo plasma todo de forma impersonal en números. Era una estructura social extraordinariamente cohesionada. Todo el mundo tenía su lugar; se proveía a todos los ciudadanos; y todos ellos —campesinos,

artesanos o soldados— trabajaban para un único hombre, el inca supremo. Era la cabeza civil del estado y al mismo tiempo era la encarnación religiosa de la deidad. Los artesanos que con tanto cariño tallaban una piedra para representar el símbolo de la unión entre el sol y su dios y rey, el inca, trabajaban a su servicio. Por lo tanto, inevitablemente, se trataba de un imperio extraordinariamente frágil. En menos de cien años, desde 1438 en adelante, los incas conquistaron casi cinco mil kilómetros de litoral, casi todo lo que había entre los Andes y el Pacífico. Sin embargo, en 1532 un aventurero español prácticamente analfabeto, Francisco Pizarro, llegó a Perú con no más de sesenta y dos terroríficos caballos y ciento seis soldados a pie; y de la noche a la mañana conquistó ese gran imperio. ¿Cómo lo hizo? Cortando la cúspide de la pirámide: capturando al inca. Y desde ese mismo instante, el imperio cayó, y las ciudades, esas hermosas ciudades, estuvieron a merced de los saqueadores de oro y de los buitres. Pero, por supuesto, una ciudad es mucho más que su autoridad central. ¿Qué es una ciudad? Una ciudad es gente. Una ciudad es algo vivo. Es una comunidad que vive sobre la base de la agricultura, mucho más rica que una aldea, y que puede afrontar el sustento de toda clase de artesanos y hacer de ellos auténticos especialistas de por vida. Los especialistas han desaparecido, su trabajo ha sido destruido. Los hombres que construyeron Machu Picchu —el orfebre, el artesano del cobre, el tejedor, el alfarero— han visto cómo robaban su trabajo. Las fábricas de tejidos han sido destruidas, el bronce se ha echado a perder, el oro ha sido robado. Todo lo que queda es el trabajo de los albañiles, el fruto de la hermosa destreza de los hombres que construyeron la ciudad —ya que los hombres que construyeron la ciudad no fueron los incas, sino los artesanos—. Pero lógicamente, si trabajas para un inca supremo (si trabajas para cualquier otro hombre), sus gustos son los que condicionan tu trabajo y no puedes innovar. En la época final del imperio estos hombres aún trabajaban con vigas; nunca inventaron el arco. Esta es una buena medida del desfase temporal entre el Nuevo Mundo y el Viejo, porque este es el mismo punto al que los griegos llegaron dos mil años antes, y también en el que se pararon.

Paestum, en el sur de Italia, era una colonia griega cuyos templos son más

antiguos que el Partenón: datan de alrededor del año 500 a.C. Su río quedó obstruido por sedimentos y ahora está separada del mar por unas salinas opacas. Pero su esplendor sigue siendo impresionante. Aunque fue saqueada por los piratas sarracenos en el siglo IX, y por los cruzados en el XI, las ruinas de Paestum son una de las maravillas de la arquitectura griega. Paestum es de la misma época en la que se inició la matemática griega; Pitágoras se exilió en otra colonia griega que está situada no muy lejos de aquí, Crotona. Al igual que con la matemática de Perú dos mil años después, los templos griegos estaban concebidos con regla y escuadra. Los griegos tampoco inventaron el arco, por lo que sus templos son avenidas llenas de pilares. Parecen abiertos cuando los vemos en ruinas, pero en realidad son monumentos sin espacios. Y eso es porque estaban atravesados por vigas individuales, y el espacio que puede ser sostenido por un conjunto de vigas está limitado por la resistencia de las mismas.

Los templos griegos estaban concebidos con regla y escuadra. Templo de Poseidón en Paestum, en el sur de Italia. Las dos filas de columnas era el recurso utilizado para que la estructura fuera más ligera.

Si dibujamos una viga descansando sobre dos columnas, un análisis informático nos mostrará cómo crece la tensión sobre la viga a medida que vamos separando las columnas. Cuanto más larga es la viga, más grande es la compresión que su peso produce sobre la parte superior, y más grande es la tensión que produce en la base. Y la piedra es débil en cuanto a soportar tensión; las columnas no caerán porque están comprimidas, pero las vigas caerán cuando la tensión crezca demasiado. Caerán, a no ser que las columnas estén muy cerca unas de otras. Los griegos podían ser muy ingeniosos a la hora de conseguir que las estructuras fueran ligeras, por ejemplo, usando dos hileras de columnas. Pero esos recursos solo eran provisionales; en cualquier sentido, las limitaciones físicas que implicaba el uso de piedra no podían resolverse sin la aparición de una nueva invención. Dado que los griegos estaban fascinados por la geometría, es desconcertante que no concibieran el arco. Pero el hecho es que el arco es una invención de la ingeniería, y es un descubrimiento más característico de una cultura mucho más funcional y popular que la griega o la peruana.

El acueducto de Segovia en España fue construido por los romanos hacia el año 100 d.C., bajo el reinado del emperador Trajano. Conduce el agua del manantial de la Fuenfría, que fluye desde lo alto de la sierra a unos dieciséis kilómetros de distancia. El acueducto cruza el valle a lo largo de casi diez kilómetros, apoyado en casi un centenar de arcos de orden doble, hechos de sillares de granito asentados sin argamasa. Sus proporciones colosales asombraron tanto a los españoles como a los musulmanes en épocas posteriores mucho más supersticiosas, lo que les llevó a ponerle el nombre de puente del diablo. La estructura nos parece tan prodigiosa como espléndida, mucho más allá de lo que su cometido hubiera exigido, que era simplemente traer agua. Pero eso es

porque estamos acostumbrados a tener agua simplemente abriendo un grifo, y olvidamos con mucha facilidad los problemas universales que han tenido las ciudades de cualquier civilización. Toda cultura avanzada que concentra a sus individuos más cualificados en ciudades depende tanto del tipo de inventos como de la organización de los que es un ejemplo el acueducto romano de Segovia.

El arco es el descubrimiento de una cultura más práctica y plebeya. «El puente del diablo», el acueducto de Segovia.

Los romanos no inventaron el arco por primera vez en piedra, sino en una construcción fabricada con un tipo de hormigón. Estructuralmente, el arco es solo un método para atravesar el espacio de tal manera que el centro no soporte más peso que el resto; la tensión que soporta se reparte equitativamente a lo largo de toda su superficie. Esta es la razón por la que el arco puede estar hecho de distintas partes: bloques separados de piedra que son comprimidos por su propio peso. En este sentido, el arco representa el triunfo del método intelectual que separa las piezas de la naturaleza y las vuelve a juntar en combinaciones nuevas y más poderosas. Los romanos siempre hicieron los arcos semicirculares; tenían una forma matemática que funcionaba bastante bien, y no eran muy inclinados a experimentar. El círculo siguió siendo la base del arco incluso cuando se utilizó de forma masiva en los países árabes. Eso se puede ver en la arquitectura enclaustrada y religiosa que usaron los musulmanes que llegaron a la península ibérica; por ejemplo, en la gran mezquita de Córdoba, también en España, construida en el año 785 d.C., después de la conquista árabe. Es una estructura mucho más espaciosa que el templo griego de Paestum, aunque visiblemente se haya topado con las mismas dificultades; es decir, otra vez está recargada con mampostería, de la que no se podrá prescindir si no es mediante un nuevo invento.

El círculo siguió siendo la base del arco cuando se utilizó a gran escala en los países árabes.

La Gran Mezquita de Córdoba

Los descubrimientos teóricos que tienen consecuencias fundamentales pueden resultar, generalmente, llamativos y originales a la vez. Pero los descubrimientos prácticos, incluso cuando puedan resultar trascendentales, a menudo tienen un aspecto mucho más modesto y menos memorable. Llegó, probablemente desde fuera de Europa, una innovación estructural que iba a romper las limitaciones que presentaba el arco romano, y al principio apareció casi a hurtadillas. El invento consiste en una nueva forma de arco, pero esta vez, en lugar de basarse en el círculo, lo hace en el óvalo. A simple vista no parece un gran cambio, y a pesar de eso, su efecto sobre la articulación de los edificios es espectacular. Por supuesto, un arco apuntado es más grande, y por lo tanto abre más espacio y permite el paso de más luz. Pero, de una forma mucho más radical, el impulso del arco gótico permite sostener el espacio de una nueva forma, como en Reims. El peso ya no recae sobre las paredes, por lo que ya puede decorarse con vitrales, y el efecto global que produce es como si el edificio entero estuviera colgando del techo abovedado como lo haría una jaula. El interior del edificio ahora es abierto, porque el esqueleto está en la parte exterior. John Ruskin describe de forma admirable el efecto del arco gótico:

Los edificios egipcios y griegos se sostienen, en su mayor parte, debido a su propio peso y masa, encajando pasivamente cada piedra con las demás; pero en las bóvedas y tracerías góticas hay una solidez análoga a la de los huesos de una extremidad, o a la de las fibras de un árbol; una tensión elástica y una comunicación de la fuerza de parte a parte, y también una expresión aplicada de esto a lo largo de cada línea visible del edificio.

De todos los monumentos al descaro humano, ninguno iguala a estas torres de tracería y vidrio que irrumpieron en la Europa septentrional antes del año 1200. La construcción de estos enormes y desafiantes monstruos es un logro deslumbrante de la visión humana —aunque, debería decir, dado que fueron construidos antes de que cualquier matemático supiera cómo evaluar las fuerzas que actúan en él, son un logro del conocimiento humano—. Por supuesto, esto no se consiguió sin toda una serie de errores y fracasos notables. Pero lo que más impacta a los matemáticos sobre las catedrales góticas es lo profundo que debía de ser el conocimiento, y cómo progresó fluida y racionalmente desde la experiencia de construir una estructura a la siguiente. Las catedrales se construyeron de común acuerdo con los ciudadanos, y a cargo de albañiles corrientes. No guardan relación alguna con la arquitectura del momento y del lugar, y la improvisación se transforma en invención en cada momento. En cuanto a la mecánica, el diseño ha cambiado el arco semicircular romano por el gran arco apuntado gótico, de tal forma que el peso fluye a través del arco hacia la parte exterior del edificio. Y entonces, en el siglo XII llegó el cambio revolucionario que trajo el medio arco: el arco arbotante. La presión recae sobre el contrafuerte de la misma forma que recae sobre mi brazo cuando levanto la mano y empujo sobre el edificio como si lo estuviera sosteniendo — no hay mampostería allí donde no hay tensión—. No se añadió ningún principio básico de arquitectura a ese sistema tan pragmático hasta la invención de los edificios de acero y de hormigón armado. Uno tiene la sensación de que los hombres que concibieron estos enormes edificios estaban embriagados con el recién descubierto dominio de la fuerza en la piedra. ¿Cómo, si no, habrían podido proponerse construir bóvedas de cuarenta y cinco metros en una época en la que no podían calcular ninguna de las tensiones que intervenían en una construcción? Bien, la bóveda de cuarenta y cinco metros —en Beauvais, a menos de doscientos kilómetros de Reims— se derrumbó. Más tarde o más temprano los constructores estaban destinados a toparse con algún desastre: hay un límite físico para el tamaño, incluso para las catedrales. Y cuando se desplomó el techo de Beauvais en 1284, algunos años después de su finalización, la gran aventura gótica se desinfló: no se volvió a intentar la construcción de una estructura tan alta como esta. (Sin embargo, puede que el diseño empírico fuese acertado; probablemente el suelo de Beauvais no fuera lo suficientemente sólido; y se movió bajo un peso como ese, ocasionando su caída). Pero la bóveda de 38 metros de Reims se mantuvo en pie. Y desde el año 1250 en adelante, Reims se convirtió en un centro artístico de

Europa. El arco, el contrafuerte, la cúpula (que es una especie de arco en rotación) no son los últimos pasos en desgranar las reglas de la naturaleza para nuestro propio uso. Pero para poder ver más allá necesitamos hilar más fino: tenemos que buscar los límites de los materiales que conforman la materia. Es como si la arquitectura desplazase su foco de atención al mismo tiempo que lo hacía la física, hacia el nivel microscópico de la materia. De hecho, el problema actual ya no es diseñar una estructura a partir de los materiales, sino el diseñar los materiales para una estructura.

Las catedrales se construyeron de común acuerdo con los ciudadanos, y a cargo de albañiles corrientes. Nave principal y lateral de la catedral de Reims.

Los albañiles tenían en mente un conjunto, no tanto de modelos, sino de ideas, que iban acumulando con la experiencia de obra en obra. También llevaban consigo un equipo de herramientas ligeras. Dibujaban con compases las formas ovaladas para las bóvedas y los círculos para las ventanas circulares. Definían sus intersecciones con calibradores para así alinearlas y encajarlas en patrones repetitivos. Las verticales y horizontales se trazaban con la regla T, de igual manera que en la matemática griega, usando el ángulo recto. Es decir, la vertical se fijaba con la plomada, y la horizontal se fijaba, no con un nivel, sino con una plomada unida a un ángulo recto. Esos constructores errantes constituían una aristocracia intelectual (lo mismo que pasó con los relojeros quinientos años más tarde) y se podían mover a lo largo y ancho de Europa, seguros de obtener un trabajo y una agradable bienvenida fueran adonde fueran; se llamaron a sí mismos masones al principio ya del siglo XIV. El talento que portaban en sus manos y cabezas les parecía a los demás tanto un misterio como una tradición, una fuente secreta de conocimiento que estaba alejada del formalismo monótono de la enseñanza que se impartía desde los púlpitos de las universidades. Cuando el trabajo de los masones empezó a escasear, allá por el siglo XVII, empezaron a aceptar a miembros honorarios, a los cuales les gustaba creer que su oficio se remontaba a la época de las pirámides. En realidad, no se trataba de una leyenda atractiva, porque las pirámides se construyeron con una geometría mucho más primitiva que la de las catedrales. Sin embargo, hay algo en la visión geométrica que es universal. Déjenme que les explique qué es lo que me preocupa de esos lugares con arquitecturas tan hermosas, como la catedral de Reims. ¿Qué tiene que ver la arquitectura con la ciencia? Y de forma más particular, ¿qué tiene que ver con la ciencia tal y como

nosotros solíamos entenderla al principio del siglo XX, cuando la ciencia era solo números —el coeficiente de expansión de este metal, la frecuencia de aquel oscilador—? La verdad es que nuestra concepción de la ciencia en la actualidad, hacia el final del siglo XX, ha cambiado radicalmente. Ahora vemos la ciencia como una descripción y una explicación de las estructuras subyacentes de la naturaleza; y palabras como estructura, patrón, plan, disposición o arquitectura aparecen constantemente en cualquier descripción que intentemos hacer. Por casualidad, he vivido con esto toda mi vida, y me produce un placer especial: la disciplina matemática que he practicado desde mi infancia es la geometría. Sin embargo, ya no se trata de una cuestión de gusto personal o profesional, ahora es parte del lenguaje común de cualquier explicación científica. Hablamos de la forma en que los cristales se unen, la forma en que los átomos están constituidos a partir de sus componentes; y, por encima de todo, hablamos de la forma en que las moléculas de la vida están formadas a partir de sus constituyentes. La estructura espiral del ADN se ha convertido en los últimos años en la imagen más vívida de la ciencia. Y ese simbolismo vive en esos arcos.

Los albañiles llevaban un juego de herramientas ligeras. La vertical se fijaba con la plomada; y la horizontal se fijaba, no con un nivel, sino con una plomada unida a un ángulo recto. Albañiles trabajando, siglo XIII.

¿Qué hizo la gente que construyó este edificio y otros tantos como él? Cogieron un montón de piedras sin vida, que no son una catedral, y lo transformaron en una catedral explotando las fuerzas naturales de la gravedad, el modo en que las piedras se depositan de forma natural según sus planos de estratificación, la brillante invención del arco arbotante, etc. Y crearon una estructura que surgió del análisis de la naturaleza y se convirtió en esta magnífica combinación de elementos. La clase de hombre que hoy en día se interesa por la arquitectura de la naturaleza es la misma clase de hombre que hace cerca de ochocientos años creó estas arquitecturas. Hay una cualidad que por encima de todas las demás hace que el hombre sea único entre los animales, y es una cualidad que se puede ver aquí, en cualquier lugar, mires donde mires; el placer inmenso que siente el hombre al ejercitar y hacer crecer su talento.

El peso ya no recae sobre las paredes, y el edificio cuelga del techo abovedado como lo haría una jaula. Arco arbotante, catedral de Reims.

Hay un cliché muy popular en filosofía que dice que la ciencia es análisis puro o reduccionismo, como coger el arcoíris y desmontarlo en sus partes constitutivas; y el arte es puro síntesis, ensamblando de nuevo el arcoíris. Y eso no es así. Todo acto de imaginación empieza analizando la naturaleza. Miguel Ángel lo dijo de forma muy clara, implícitamente, en sus esculturas (está particularmente claro en las esculturas que no finalizó), y también lo dijo de manera explícita en sus sonetos sobre el acto de la creación.

Cuando aquello que es divino en nosotros intenta dar forma a un rostro, cerebro y mano se unen para dar, partiendo del mero modelo frágil y leve, vida a la piedra por la energía libre del Arte.

«Cerebro y mano se unen»: los materiales se reafirman a través de la mano, y de este modo prefiguran la forma del trabajo para el cerebro. El escultor, tanto como el albañil, siente la forma que existe dentro de la naturaleza, y para él ya está ahí antes de que la cree. Ese principio es constante.

El mejor artista no tiene que pensar qué encierra la piedra bajo su superflua concha:

romper el hechizo del mármol es todo lo que la mano que sirve al cerebro podrá hacer.

En la época en la que Miguel Ángel esculpió la cabeza de Bruto, otros hombres extraían el mármol para él. Pero Miguel Ángel había empezado como cantero en Carrara, y aún sentía cómo el martillo acariciaba la piedra en busca de una figura que ya estaba ahí. Los canteros de Carrara trabajan ahora para los escultores modernos que vienen aquí —Marino Marini, Jacques Lipchitz y Henry Moore—. La descripción que ellos hacen de su trabajo no es tan poética como la que hacía Miguel Ángel, pero son portadores del mismo sentir. Las reflexiones de Henry Moore son particularmente opuestas si las comparamos con las del primer genio de Carrara.

Antes de nada, como joven escultor, no me podía permitir piedras caras, así que obtenía la mía dándome una vuelta por canteras y encontrando lo que llamaban «un bloque al azar». Luego tenía que pensar del mismo modo en que lo hubiera hecho Miguel Ángel, esperar hasta que me viniera una idea que se ajustara a la forma de la piedra y se pusiera de manifiesto en ese bloque.

Por supuesto, no hay que tomar en sentido literal que lo que el escultor imagina y talla ya está ahí, escondido en el bloque. Sin embargo, la metáfora sí dice la verdad sobre la relación de descubrimiento que existe entre el hombre y la naturaleza; y es muy típico que filósofos de la ciencia (en particular Leibniz) volvieran a la misma metáfora de la mente estimulada por una veta en el mármol. En cierto sentido, todo lo que descubrimos ya estaba ahí: tanto una figura escultórica como una ley de la naturaleza ya estaban ocultos en el material puro original. Y en otro sentido, lo que un hombre descubre ha sido descubierto por él; no habría tenido esa misma forma exacta en manos de cualquier otro —ni la figura escultórica ni la ley de la naturaleza habrían resultado una copia idéntica cuando son producidas por dos mentes diferentes en dos épocas distintas —. El acto del descubrimiento es una relación doble de análisis y síntesis conjuntamente. Como análisis, es una prueba de lo que hay ahí; pero luego,

como síntesis, une los componentes de una forma mediante la cual la mente trasciende los límites básicos, el esqueleto básico, que proporciona la naturaleza.

«Romper el hechizo del mármol / es todo lo que la mano que sirve al cerebro podrá hacer». Cabeza de Bruto. Miguel Ángel. Museo Bargello, Florencia.

La escultura es un arte sensorial. (Los esquimales hacen pequeñas esculturas que no están destinadas a ser contempladas, solo manejadas). Por lo tanto, puede resultar extraño que escoja como mi modelo de ciencia, que se considera habitualmente como una empresa abstracta y fría, las acciones cálidas, físicas de la escultura y la arquitectura. Y aun así, es cierto. Debemos comprender que podremos escarbar en el conocimiento del mundo solo mediante la acción, no mediante la contemplación. La mano es más importante que el ojo. No somos una de esas civilizaciones conformistas, contemplativas como las del Lejano Oriente o las de la Edad Media, que creían que el mundo solo puede ser visto o meditado —y quizás por ello no practicaban ningún tipo de ciencia en la forma en la que esta es característica para nosotros—. Somos activos; y, de hecho, sabemos que es la mano la que dirige la evolución subsiguiente del cerebro, no es simplemente un accidente simbólico de la evolución humana. Hoy en día todavía encontramos herramientas hechas por el hombre antes de que se convirtiera en hombre. Benjamin Franklin en 1778 llamó al hombre «animal fabricante de herramientas», y es completamente cierto. He descrito a la mano cuando usa una herramienta como un instrumento para el descubrimiento; ese es el tema de este ensayo. Lo vemos cada vez que un niño aprende cómo coger una herramienta con la mano —cómo atarse los zapatos, enhebrar una aguja, hacer volar una cometa o hacer sonar una flauta—. A la acción práctica va añadido el placer del descubrimiento por sí mismo, en la habilidad que uno va perfeccionando cada vez más por el mero hecho de sentir esa satisfacción. Esto, en el fondo, es el responsable de cada obra de arte, y también de cada obra de la ciencia: nuestro disfrute poético en aquello que hacemos simplemente por el hecho de que podemos hacerlo. Lo más excitante de eso es que el uso poético tiene como resultado final auténticas y profundas consecuencias. Incluso en la prehistoria el hombre fabricaba herramientas que tenían un borde más afilado que el que necesitaban tener. Ese borde tan afilado otorgaba a la herramienta la posibilidad de un uso más fino, una sofisticación y

una ampliación de su uso, para procedimientos que no estaban previstos en su diseño original. Henry Moore llamó a su escultura Filo de cuchillo. La mano es el borde cortante de la mente. La civilización no consiste en un conjunto de artefactos acabados, es la elaboración de los procedimientos que llevaron a su fabricación. Al fin y al cabo, el camino del hombre es la sofisticación de su mano en acción.

El estímulo más poderoso que ha impulsado el ascenso del hombre es el placer que siente con cada ejercicio de sus habilidades. Ama lo que hace bien, y una vez lo ha hecho bien, ama hacerlo todavía mejor. Ese espíritu se puede ver en su ciencia. Se puede ver en la magnificencia con la que talla y construye, en su cuidado amoroso, su regocijo, su descaro. Se supone que los monumentos fueron construidos para homenajear a reyes y a religiones, a héroes y dogmas, pero al fin y al cabo al hombre al que homenajea es al constructor de dicha obra.

La mano es el borde cortante de la mente. Filo de cuchillo de Henry Moore (2 piezas), 1962.

Así pues, la arquitectura de los templos de todas las civilizaciones es una expresión de la identificación del individuo con la especie humana. Llamarlo culto a los antepasados, como en China, es simplificarlo mucho. El hecho es que el monumento habla en nombre del fallecido a los vivos y, de este modo, crea una sensación de permanencia que es una forma de ver las cosas típicamente humana; el concepto de que la vida humana forma un continuo que trasciende y fluye a través del individuo. El hombre enterrado con su caballo o reverenciado en su barco en Sutton Hoo se transforma, en los monumentos de piedra de épocas posteriores, en un altavoz de su creencia de que existe algo llamado humanidad, de la que cada uno de nosotros es su representante —en la vida y en la muerte—. No puedo acabar este ensayo sin retornar a mis monumentos favoritos, construidos por un hombre que no tenía un equipamiento científico mayor que el de cualquier albañil gótico. Son las Torres Watts en Los Ángeles, construidas por un italiano llamado Simon Rodia. Vino a Estados Unidos desde Italia cuando contaba con tan solo doce años. Y entonces, a la edad de cuarenta y dos años, habiendo trabajado de alicatador y reparando lo que fuese, de repente decidió construir, en el jardín trasero de su casa, estructuras enormes a partir de alambradas, trozos de vigas de vías férreas, barras de acero, cemento, conchas marinas, trozos de vidrios rotos y, por supuesto, baldosas —cualquier cosa que pudiera encontrar o que los chavales del vecindario le pudieran llevar—. Tardó treinta y dos años en construirlas. Nunca tuvo quien le ayudara porque, tal como dijo, «la mayor parte del tiempo no sé lo que voy a hacer». Las acabó en 1954: por entonces tenía setenta y dos años. Le dejó la casa, el jardín y las torres a un vecino y, simplemente, se fue andando. «Tenía en mente hacer algo grande —dijo Simon Rodia—, y lo hice. Tienes que ser muy bueno o muy malo para ser recordado». Había aprendido ingeniería sobre la marcha, con la práctica y saboreando el placer que ello le proporcionaba. Por supuesto, el Departamento Municipal de Urbanismo decidió

que las torres no eran seguras, y en 1959 las pusieron a prueba. Intentaron derribar una de las torres. Y me alegra mucho decir que no lo consiguieron. Así que las Torres Watts sobrevivieron, el trabajo elaborado por las manos de Simon Rodia, un monumento en pleno siglo XX que nos transportaba hacia el talento sencillo, feliz y fundamental a partir del cual surge todo nuestro conocimiento de las leyes de la mecánica.

Monumentos construidos por un hombre que no tenía un equipamiento científico mayor que el de cualquier albañil gótico. Torres Watts, Los Ángeles. Detalle de un mosaico con impresiones de herramientas.

La herramienta que extiende la mano del hombre es también un instrumento de revelación. Revela la estructura de las cosas y hace posible que se ensamblen de nuevo en combinaciones nuevas e imaginativas. Pero, por supuesto, lo visible no es la única estructura que existe en el mundo. Hay una estructura más sutil por debajo de la superficie. Y el siguiente paso en el ascenso del hombre es descubrir una herramienta que pueda abrir la estructura invisible de la materia.

[2] Trad. cast.: El paraíso perdido. Trad. de Bel Atreides, Galaxia Gutenberg. 2005. (N. del T.)

04

La estructura oculta

Solo con fuego el herrero el hierro extiende por hacer su trabajo igual a su concepto, ni sin fuego artista alguno el oro al sumo grado lo refina y vuelve; ni el singular fénix se rehace si no ardió primero.

Miguel Ángel, Soneto 59

Lo que se forja con el fuego es alquimia, ya sea en un horno o en la estufa de la cocina.

Paracelso

Existe un misterio y una fascinación especial en torno a la relación del hombre con el fuego, el único de los cuatro elementos griegos en el que no habita ningún

animal (ni siquiera la salamandra). La principal preocupación de la ciencia física moderna es la estructura fina e invisible de la materia, a la cual se accede en primera instancia mediante el instrumento afilado que es el fuego. Aunque ese método de análisis empezó hace varios miles de años con procedimientos prácticos (por ejemplo, la extracción de sal o metales), seguro que se inició influido por el halo de magia que surge del mismo fuego: el sentimiento alquímico de que las sustancias pueden transmutarse de modos impredecibles. Esta es la cualidad sobrenatural que parece que hace del fuego una fuente de vida y algo vivo que nos transporta a un inframundo oculto dentro del mundo material. Así lo expresan muchas recetas antiguas.

La esencia del cinabrio es tal que cuanto más se calienta, más exquisitas son sus sublimaciones. El cinabrio se convierte en mercurio, y después de sufrir toda una serie de sublimaciones, se vuelve a convertir en cinabrio, y de este modo permite al hombre gozar de la vida eterna.

Este es el experimento clásico que utilizaban los alquimistas en la Edad Media para inspirar asombro en aquellos que los estaban observando, desde China hasta España. Cogían un pigmento rojo, el cinabrio, que no es más que sulfuro de mercurio, y lo calentaban. El calor extrae el sulfuro y deja una exquisita perla de un misterioso líquido plateado y metálico de mercurio, para asombrar e impresionar a su mecenas. Cuando el mercurio se calienta al aire libre, se oxida y se transforma, no (como creía la receta antigua) en cinabrio de nuevo, sino en óxido de mercurio que también es de color rojo. Aunque la receta no estaba equivocada del todo; el óxido puede transformarse de nuevo en mercurio, de rojo a plateado, y el mercurio en su óxido, plateado a rojo, todo por la acción del calor. Este experimento carece de importancia por sí mismo, aunque resulta que tanto el sulfuro como el mercurio eran, según los alquimistas anteriores al año 1500 d.C., dos elementos componentes del universo. Pero esto nos muestra algo muy importante, que el fuego siempre ha sido considerado no como un elemento destructor, sino como un elemento transformador. Esa ha sido la magia del fuego.

Recuerdo un largo atardecer que pasé charlando con Aldous Huxley en el que me decía, acercando sus manos sobre el fuego: «Esto es lo que transforma. Estas son las leyendas que lo enseñan. Por encima de todas, la leyenda del fénix que renace a través del fuego, y vive una y otra vez, generación tras generación». El fuego es la imagen de la juventud y de la sangre, el color simbólico que tiñe el rubí y el cinabrio, y el ocre y la hematita con los que el hombre se pintaba en las ceremonias. Cuando, según la mitología griega, Prometeo trajo el fuego al hombre, le dio vida y lo convirtió en un semidiós; razón por la cual los dioses castigaron a Prometeo.

En un sentido más práctico, creemos que el hombre conoció por primera vez el fuego hará unos cuatrocientos mil años. Eso implicaría que el Homo erectus ya habría descubierto el fuego; como ya he señalado, y así se demostró en la cueva del Hombre de Pekín. Desde entonces, todas las culturas han usado el fuego, aunque no está del todo claro que todas ellas supieran cómo hacerlo; en tiempos más recientes se encontró una tribu (los pigmeos en el bosque tropical de las islas Andamán, al sur de Birmania) cuyos miembros atendían con sumo cuidado fuegos espontáneos porque no tenían ninguna técnica para hacer fuego por ellos mismos. Como norma general, las diferentes culturas han usado el fuego con los mismos propósitos: calentarse, alejar a los depredadores y despejar claros en el bosque, y para realizar las transformaciones sencillas del día a día —cocinar, secar y endurecer madera, calentar y partir piedras—. Pero, sobre todo, la gran transformación que permitió a nuestra civilización profundizar más: el uso del fuego para revelar toda una nueva clase de materiales, los metales. Este es uno de los pasos técnicos más importantes, una gran zancada en el ascenso del hombre, que se equipara con la invención crucial de las herramientas de piedra; se produjo por el descubrimiento de que el fuego era una herramienta más sutil para desmenuzar la materia. La física es el cuchillo que penetra en la veta de la naturaleza; el fuego, la espada llameante, es el cuchillo que corta por debajo de la estructura visible, dentro de la piedra. Hace casi diez mil años, no mucho después de la aparición de las primeras comunidades agrícolas sedentarias, los hombres de Oriente Medio empezaron a usar cobre. Pero el uso de los metales no se podía generalizar hasta que no se descubriera un procedimiento sistemático para poder obtenerlos. Es decir, la

extracción de los metales a partir de sus minerales, que ahora sabemos que empezó hará unos siete mil años, sobre el año 5000 a.C. en Persia y Afganistán. Por aquella época, el hombre puso una piedra de color verdoso, la malaquita, en el fuego, y de ella surgió un metal rojizo, el cobre —afortunadamente, el cobre se libera a una temperatura no muy alta—. Reconocieron que era cobre porque a veces lo encontraban en terrones crudos que afloraban a la superficie, y lo usaban en esa forma, golpeándolo y trabajándolo desde hacía casi ya dos mil años. En el Nuevo Mundo también se trabajaba el cobre, y se fundía ya en la época del nacimiento de Cristo, pero no se fue más allá. Solo en el Viejo Mundo se siguió progresando para convertir el metal en la columna vertebral de la vida civilizada. De repente, el rango del control del hombre se incrementó inmensamente. Tenía a sus órdenes un material que podía ser moldeado, recogido, martilleado, lanzado; que se podía transformar en una herramienta, un ornamento, una vasija; y que se podía devolver al fuego para transformarlo en otra cosa con otra forma muy diferente. Solo tenía un defecto: el cobre es un metal blando. Tan pronto se ponía bajo presión, por ejemplo si se estiraba para tener la forma de un alambre, empezaba a deformarse visiblemente. Y eso es porque, como cualquier metal, el cobre puro está formado por capas de cristales. Y son estas capas cristalinas, cada una de ellas, como una placa en la que los átomos están dispuestos siguiendo un entramado regular, y que se deslizan una sobre otra hasta que finalmente se separan. Cuando el alambre de cobre empieza a doblarse (lo que significa debilidad), no tarda mucho hasta que falla en tensión, conforme cede por el deslizamiento interno de capas. Desde luego, el artesano del cobre de hace seis mil años no pensaba así. Se enfrentaba a un problema complejo: que el cobre no se podía afilar. Durante un corto periodo de tiempo el ascenso del hombre se detuvo, esperando el siguiente paso: fabricar un metal duro que pudiera tener un borde afilado. Si da la impresión de que es mucho pedir para un avance técnico, es porque, como descubrimiento, el siguiente paso es paradójico y hermoso.

Si imaginamos el siguiente paso desde la perspectiva moderna, lo que necesitaba hacerse era bastante sencillo. Hemos oído que el cobre como metal puro es blando porque sus cristales están dispuestos en planos paralelos que se deslizan unos respecto a otros con cierta facilidad. (Se puede endurecer algo

martilleándolo, para así separar los cristales grandes y transformar sus bordes suaves en abruptos, serrados). Podemos deducir que si logramos introducir algo áspero o grumoso en la estructura cristalina, acabaría con el deslizamiento de los planos y haría que el metal fuera duro. Por supuesto, el nivel de estructura del que estamos hablando es tan delgado que ese algo áspero tendrá que ser una clase diferente de átomos que sustituyan a algunos de los de cobre en los cristales. Tenemos que conseguir una aleación cuyos cristales sean más rígidos debido a que no todos sus átomos sean iguales. Esa es la imagen moderna; solo en los últimos cincuenta años hemos llegado a comprender que las propiedades especiales de las aleaciones derivan de su estructura atómica. No obstante, por suerte o por experimentación, los fundidores antiguos encontraron una solución; concretamente, que cuando añades al cobre un metal aún más blando, estaño, consigues una aleación que es más fuerte y más duradera que cualquiera de los dos: bronce. Probablemente fue una suerte que los minerales de estaño en el Viejo Mundo se encontraran junto a los minerales de cobre. La cuestión es que casi todos los materiales puros son blandos, y que cualquier impureza los hace más fuertes. Lo que hace el estaño no es algo único, sino bastante común: añadir a un material puro una especie de arenilla de átomos, puntos de aspereza diferente que se adhieren al entramado cristalino e impiden su deslizamiento. Me he esmerado en describir la naturaleza del bronce en términos científicos porque se trata de un descubrimiento maravilloso. Y también es maravilloso como revelación del potencial que un nuevo procedimiento conlleva y representa para aquellos que lo manejan. El trabajo del bronce alcanzó su más alta representación en China. Con casi toda certeza, llegó a China procedente de Oriente Medio, donde el bronce se había descubierto allá por el año 3800 a.C. El periodo álgido del bronce en China también marca el inicio de la civilización china tal y como nosotros la entendemos —la dinastía Shang, antes del año 1500 a.C.—. La dinastía Shang gobernó sobre un grupo de dominios feudales en el valle del río Amarillo, y crearon por primera vez una cultura y un estado unitarios en China. En todos los aspectos se trata de un periodo de formación, durante el cual también se estaba desarrollando la cerámica y la escritura quedó asentada. (Es la caligrafía, tanto en la cerámica como en el bronce, lo que resulta muy sorprendente). Los objetos de bronce en este periodo álgido eran fabricados con la atención oriental por el detalle que ya en sí misma resulta fascinante.

Vasijas para vino y comida, con una función en parte práctica y en parte divina. Una vasija para el vino con forma de búho. Bronce chino, 800 a.C.

Los chinos fabricaron el molde para la fundición del bronce a partir de unas piezas largas colocadas alrededor de un núcleo de cerámica. Y gracias a que esas piezas todavía se encuentran, sabemos cómo funcionaba todo el proceso. Podemos seguir la preparación del núcleo básico, el grabado del patrón y, en particular, de la escritura inscrita en las piezas alrededor del núcleo. Estas piezas forman un molde exterior de cerámica que es horneado a alta temperatura para que se funda el bronce. Podemos incluso seguir la preparación tradicional del bronce. Las proporciones de cobre y estaño que usaban los chinos eran bastante exactas. El bronce se puede obtener a partir de cualquier proporción que esté, digamos, entre un 5 y un 20 por ciento de estaño añadido al cobre. Pero los mejores bronces de la dinastía Shang se fabricaron con un 15 por ciento de estaño, y por eso la finura de la fundición es perfecta. Con esa proporción, el bronce es casi tres veces más duro que el cobre. Los bronces de la dinastía Shang son objetos ceremoniales considerados divinos. Son la expresión de un culto monumental en China como el que, por aquella misma época, estaba construyéndose con Stonehenge en Europa. El bronce se convierte, desde este momento en adelante, en un material para toda clase de funciones; era el plástico de la época. Posee esa cualidad universal sea donde sea que se encuentre, ya sea en Europa o en Asia. Pero en el punto culminante de la artesanía de China, el bronce expresa algo más. El deleite de estas obras chinas, vasijas para vino y comida —con una función en parte práctica y en parte divina— es que forman parte de un arte que crece espontáneamente a partir de su propia habilidad técnica. El creador se rige y es dirigido por el material; en su forma y en su superficie, su diseño emana del proceso. La belleza que él crea, la maestría que comunica, proviene de su propia devoción hacia su oficio.

El contenido científico de estas técnicas clásicas está muy claro. Con el descubrimiento de que el fuego funde los metales viene, con el tiempo, el descubrimiento más sutil de que el fuego los fusionará de nuevo para conseguir una aleación con propiedades nuevas. Eso es tan cierto con el hierro como con el cobre. De hecho, el paralelismo entre los metales se mantiene en cada etapa. El hierro también se empezó a utilizar en su forma natural; el hierro bruto llega a la superficie de la tierra con los meteoritos, y por esa razón su nombre sumerio es «metal procedente del cielo». Cuando, más tarde, se fundió el hierro presente en los minerales, reconocieron el metal porque ya lo habían usado. Los indios de Norteamérica usaron hierro procedente de los meteoritos, pero nunca pudieron fundir el mineral. Debido a que la extracción del hierro a partir de sus minerales es mucho más dificultosa que la del cobre, el hierro fundido es, por supuesto, un descubrimiento mucho más tardío. La primera prueba positiva de su uso práctico probablemente sea una parte de una herramienta que quedó adherida a una de las pirámides; eso nos da una fecha anterior al 2500 a.C. Pero el uso extendido del hierro empezó realmente con los hititas cerca del mar Negro, alrededor del año 1500 a.C. —la misma época en la que el bronce más fino aparece en China, la misma época de Stonehenge—. Y al igual que el cobre llega a su mayoría de edad con su aleación, el bronce, al hierro le sucede lo mismo con su aleación, el acero. Quinientos años después, allá por el año 1000 a.C., el acero se fabrica en la India, y se dan a conocer las exquisitas propiedades de diferentes clases de acero. Sin embargo, el acero siguió siendo un material especial y, en cierto sentido, raro para un uso limitado hasta hace relativamente poco tiempo. Hará como mucho unos doscientos años, la industria acerera de Sheffield aún era pequeña y retrasada, y el cuáquero Benjamin Huntsman, en su deseo de fabricar un muelle espiral de reloj, se tuvo que convertir en metalúrgico y descubrir por sí mismo cómo fabricar acero. Dado que he vuelto al Lejano Oriente para contemplar la perfección del bronce, utilizaré también un ejemplo oriental para hablar de las técnicas que producen las propiedades especiales del acero. Para mí, alcanzan su punto álgido en la fabricación de la espada japonesa, que se ha ido elaborando de una u otra manera desde el año 800 d.C. La fabricación de la espada, al igual que toda la metalurgia antigua, está rodeada de todo un ritual, y es por una razón evidente. Cuando no dispones de lenguaje escrito, cuando no tienes nada que pueda considerarse una fórmula química, debes tener un ceremonial preciso que muestre la secuencia de

operaciones necesarias, de tal forma que sean exactas y fáciles de recordar. Es como una imposición de manos, una sucesión apostólica, por la que una generación bendice y entrega a la siguiente los materiales, bendice el fuego y bendice al fabricante de espadas. El hombre que fabricó la espada que ahora tengo en mis manos ostenta el título de «Tesoro Nacional Viviente», una concesión oficial del gobierno japonés a los maestros destacados en artes antiguas. Su nombre es Getsu. Y en un sentido formal, es un descendiente directo en su oficio del fabricante de espadas Masamune, que perfeccionó el proceso de fabricación en el siglo XIII, para repeler el ataque de los mongoles. O así lo cuenta la tradición; sí que es cierto que durante esa época los mongoles trataron repetidamente de invadir Japón desde China, bajo las órdenes del nieto de Gengis Kan, el famoso Kublai Kan. El hierro es un descubrimiento posterior al cobre porque en cada etapa necesita mucha más temperatura —para fundirlo, para trabajarlo y, naturalmente, para procesar su aleación, el acero—. (El punto de fusión del hierro ronda los 1.500 ºC, casi 500 ºC más que el cobre). Tanto en su tratamiento con calor como en su respuesta ante elementos añadidos, el acero es un material infinitamente más sensible que el bronce. En él, el hierro se alea con un pequeño porcentaje de carbono, generalmente menos del 1 por ciento, y las variaciones en ese porcentaje dictan las propiedades subyacentes del acero resultante. El proceso de fabricación de la espada refleja el delicado control del porcentaje de carbono y del tratamiento con calor necesarios mediante los cuales la fabricación de un objeto de acero se ajusta a la perfección a la función requerida para ese objeto. Incluso para una hoja de acero no es sencillo, porque una espada debe combinar dos propiedades diferentes e incompatibles de los materiales. Debe ser flexible y, a pesar de eso, debe ser dura. Esas no son propiedades que pueda aportar un único material, a menos que este conste de capas. Para poder lograr algo así, la barra de acero se corta, y se dobla una y otra vez para así lograr una multitud de espacios internos. La espada que fabrica Getsu requiere que doble la lámina de acero quince veces. Eso significa que el número de capas de acero será 2¹⁵, que es bastante más de treinta mil capas. Cada capa debe estar unida a la siguiente, que tiene unas propiedades diferentes. Es como si estuviera tratando de combinar la flexibilidad del caucho con la dureza del vidrio. Y la espada, esencialmente, es un inmenso sándwich de estas dos propiedades. En la última etapa, la espada se prepara cubriéndola de arcillas de diferentes

grosores, para que así, cuando se caliente y se sumerja posteriormente en agua, se enfríe con velocidades diferentes. La temperatura del acero para este momento final debe ser muy exacta, y en una civilización en la que esto no se hace con medidas, «la práctica consiste en observar la espada calentarse hasta que brille con el color del sol de la mañana». Para ser justos con el fabricante de espadas, debería decir que ese color también servía de pista para los herreros de Europa: hasta el siglo XVIII, el momento correcto en el que había que templar el acero era cuando brillaba con ese color amarillo, o púrpura, o azul, de acuerdo con los diferentes usos para los que se construía el objeto. El punto culminante, no tanto en el aspecto emocional, sino en el aspecto químico, es el proceso de enfriamiento, que endurece la espada y fija las diferentes propiedades en ella. Según las distintas velocidades de enfriamiento se producen diferentes formas y tamaños de cristales: por un lado, cristales grandes y regulares en el corazón flexible de la espada, y cristales pequeños y dentados en el borde cortante. Se han logrado fusionar finalmente las propiedades del caucho y del vidrio en la espada recién acabada. Se hacen patentes en la apariencia de su superficie: un resplandor asedado muy valorado por los japoneses. Pero la prueba para la espada, la prueba práctica, la misma prueba que ha de pasar una teoría científica, se resume en la pregunta: «¿funciona como corresponde?». ¿Podrá cortar el cuerpo humano del modo que impone el ritual? Los cortes tradicionales están distribuidos tan cuidadosamente como lo están los cortes de un filete en un dibujo de un libro de cocina: «Corte número dos: el Ojo-dan». Hoy en día, se simula el cuerpo humano con balas de paja. Pero en el pasado, una espada nueva se probaba de una forma mucho más literal, se usaba para ejecutar a un prisionero. La espada es el arma del samurái. Gracias a ella sobrevivieron a innumerables guerras civiles que dividieron Japón desde el siglo XII en adelante. Todo lo referente a ellas es metalistería fina: la armadura flexible hecha de bandas de acero, los arreos de los caballos, los estribos. Aunque el samurái no sabía cómo fabricar nada de todo eso. Al igual que los jinetes en otras culturas vivían del uso de la fuerza, y dependían incluso para su suministro de armas de las habilidades de los aldeanos a los que por un lado protegían y por otro robaban. Con el tiempo, los samuráis se transformaron en una especie de mercenarios que vendían sus servicios a cambio de oro.

Nuestra comprensión de cómo está formado el mundo material a partir de sus elementos deriva de dos fuentes. Una, que he descrito, es el desarrollo de las técnicas para fabricar y alear metales útiles. El otro es la alquimia, y tiene una naturaleza bien distinta. Es a escala pequeña, no está dirigida a un uso cotidiano, y contiene un abundante cuerpo de teoría especulativa. Por razones que son indirectas pero no accidentales, hay un metal que ha sido muy importante para la alquimia, y este metal es el oro, que en la práctica es un metal inútil. Aunque el oro haya fascinado a las sociedades humanas, sería perverso por mi parte si no tratara de aislar las propiedades que le confirieron ese poder simbólico. El oro es la recompensa universal en todos los países, en todas las culturas, en todas las épocas. Leer la lista de una colección representativa de utensilios de oro es como leer una crónica de civilizaciones. Rosario de oro esmaltado, siglo XVI, inglés. Broche dorado en forma de serpiente, 400 a.C., griego. Corona triple de Abuna, siglo XVII, abisinio. Brazalete de oro con forma de serpiente, Roma antigua. Vajillas rituales de oro aqueménido, siglo VI a.C., persa. Tazón para beber de oro, siglo VIII a.C., persa. Cabeza de toro de oro… Cuchillo ceremonial de oro, chimú, preincaico, peruano, siglo IX... Saleros esculpidos en oro, Benvenuto Cellini, figuras del siglo XVI, fabricados para el rey Francisco I. Cellini recuerda lo que dijo al respecto su mecenas francés:

Cuando presenté ante el rey este trabajo, dio un grito ahogado de asombro y no pudo quitarle el ojo de encima, y exclamó emocionado: «¡Es cien veces más celestial de lo que jamás habría podido imaginar! ¡Qué maravilloso es el hombre!».

Los españoles saquearon Perú en busca de su oro, que la aristocracia inca había recolectado de la misma forma que nosotros coleccionamos sellos, con el toque de Midas. Oro para la codicia, oro para el esplendor, oro como ornamento, oro para la veneración, oro como poder, oro para el sacrificio, oro vivificante, oro para la ternura, oro bárbaro, oro voluptuoso… Los chinos pusieron el dedo en la llaga a la hora de saber por qué el oro

resultaba tan irresistible. Ko Hung dijo: «Aunque se funda cien veces, el oro amarillo no se estropeará». En esa frase nos damos cuenta de que el oro tiene una cualidad física que lo convierte en un elemento singular; que puede probarse y ensayarse en la práctica, y describirse con la teoría.

Es fácil ver que el hombre que fabrica un utensilio de oro no es solo un técnico, también es un artista. Pero es igualmente importante, aunque no tan fácil de reconocer, que el hombre que experimenta con el oro también es algo más que un técnico. Para él, el oro es un elemento científico. Desarrollar una técnica es algo muy útil, pero, como pasa con cualquier habilidad, lo que le da la vida es su lugar dentro del esquema general de la naturaleza: una teoría. Los hombres que probaban y refinaban el oro hicieron visible una teoría de la naturaleza; una teoría en la que el oro es único, aunque podría obtenerse a partir de otros elementos. Esa es la razón por la que se invirtió tanto tiempo e ingenuidad desde la antigüedad en innumerables intentos para obtener oro puro. Al comienzo del siglo XVII Francis Bacon planteó la cuestión directamente:

El oro posee estas naturalezas: grandeza de peso, compactibilidad, fijación, ductilidad o maleabilidad, inmunidad a la corrosión, color o matiz amarillento. Si un hombre puede crear un metal que posea todas estas propiedades, dejad que los hombres discutan si es oro o no.

Entre las muchas pruebas a las que se somete el oro, una en particular hace que el diagnóstico sea más visible. Es una prueba precisa por copelación. La copela (una vasija formada por huesos calcinados) se calienta en el horno hasta una temperatura mayor que la requerida por el oro puro. El oro, con sus impurezas o escorias, se coloca en la vasija y se funde. (El oro tiene un punto de fusión relativamente bajo, algo por encima de los 1.000 ºC, casi el mismo que el cobre). Lo que ocurre ahora es que las impurezas abandonan el oro y son absorbidas por las paredes de la vasija; por lo tanto, hay al mismo tiempo una separación visible entre, si las hubiera, las impurezas de este mundo y la pureza oculta del oro en la llama. El sueño de los alquimistas, fabricar oro sintético, tenía al final que pasar

la prueba de la realidad de la perla de oro que superaba el ensayo. La capacidad del oro para resistir lo que se llamó descomposición (y que nosotros llamaríamos ataque químico) era excepcional; por lo tanto, era valiosa y característica. También llevaba consigo una gran carga de simbolismo, lo cual está explícito incluso desde sus primeras fórmulas. La primera referencia escrita que tenemos de la alquimia es de hace solo unos dos mil años, y nos llega desde China. Cuenta cómo fabricar oro y cómo usarlo para prolongar la vida. Se trata de una extraordinaria conjunción. Para nosotros, el oro es valioso porque es escaso; pero para los alquimistas de todo el mundo, el oro era valioso porque era incorruptible. Ningún ácido o base conocidos en esa época podían atacarlo. Y, de hecho, así era como los orfebres del emperador evaluaban el oro o, como decían ellos, lo partían, mediante un tratamiento ácido que era menos laborioso que la copelación. En una época en que se creía que la vida era (y para mucha gente lo era) solitaria, pobre, desagradable, salvaje y breve, el oro representaba para los alquimistas la única llama eterna del cuerpo humano. Su búsqueda incansable de un método para fabricar oro y del elixir de la vida es, en el fondo, una misma empresa. El oro es el símbolo de la inmortalidad; pero no debería decir símbolo, porque en el pensamiento de los alquimistas el oro era la expresión, la encarnación de la incorruptibilidad, en el mundo físico y en el mundo vivo al mismo tiempo.

El oro es la recompensa universal en todos los países, en todas las culturas, en todas las épocas.

Oro griego: máscara de un rey aqueo, del pozo de una cueva en Micenas, siglo XVI a.C.

Oro persa: dinar de oro de Kushrau II, acuñado en Irán.

Oro peruano: Puma mochica, estampado con un diseño de una serpiente de dos cabezas.

Oro africano: insignia de oro, usada por el «lavador de almas» del rey (Asantehene) como insignia distintiva, un disco decorado con incisiones de bandas concéntricas coronadas por una pirámide central; Ghana, antes de 1874. Oro moderno: receptor de entrada, Calculadora Múltiple Concorde, Edimburgo, siglo XX.

Así que cuando los alquimistas trataron de transmutar metales básicos en oro, la transformación que ellos esperaban ver en el fuego era de lo corruptible a lo incorruptible; intentaban extraer la cualidad de la permanencia a partir de materiales de uso ordinario. Y lo mismo se puede decir de la búsqueda de la eterna juventud: cada medicina con la que luchaban contra el envejecimiento contenía oro, oro metálico, como ingrediente esencial, y los alquimistas instaban a sus mecenas a que bebieran en copas doradas para prolongar su vida.

La alquimia es algo más que un conjunto de trucos mecánicos o una creencia imprecisa en una magia empática. Es desde su inicio una teoría de cómo se relaciona el mundo con la vida humana. En un tiempo en que no había una clara distinción entre sustancia y procedimiento, elemento y acción, los elementos alquímicos eran considerados también aspectos de la personalidad humana —de la misma forma en que los elementos griegos eran también los cuatro humores que se combinaban, produciendo los distintos temperamentos humanos—. Por lo tanto, subyace en todo su trabajo una profunda teoría: una que deriva en primer lugar, por supuesto, de las ideas griegas sobre la tierra, el fuego, el aire y el agua, pero que en la Edad Media habían adoptado una forma nueva y muy importante. Por lo tanto, para los alquimistas había una simpatía entre el microcosmos del cuerpo humano y el macrocosmos de la naturaleza. Un volcán era como un forúnculo; una tempestad y una tormenta eran como un mar de lágrimas. Bajo estas analogías superficiales yace un concepto mucho más profundo: que tanto el universo como el cuerpo están compuestos de los mismos materiales, o principios, o elementos. Para los alquimistas había dos principios. Uno era el mercurio, que simbolizaba todo aquello que era denso y permanente. El otro era el sulfuro, que simbolizaba todo lo que era inflamable y temporal. Todos los cuerpos materiales, incluyendo el cuerpo humano, estaban hechos de estos dos principios y podían rehacerse a partir de ellos. Por ejemplo, los alquimistas creían que todos los metales crecían en el interior de la tierra a partir del mercurio y del sulfuro, de la misma forma que los huesos crecen en el interior del embrión a partir del huevo. Y creían realmente en esa analogía. La medicina actual aún mantiene esa misma simbología. Aún hoy usamos para la mujer el signo alquímico del cobre, es decir, lo que es suave: Venus. Y usamos para el hombre el signo alquímico del hierro, es decir, lo que es duro: Marte. Hoy en día parece una teoría terriblemente infantil, una mezcolanza de fábulas y comparaciones falsas. Pero nuestra química parecerá infantil dentro de quinientos años. Toda teoría se basa en alguna analogía, y más tarde o más temprano la teoría falla porque resulta que la analogía es falsa. Una teoría ayuda a resolver los problemas de su época. Y la resolución de los problemas médicos estaba paralizada hasta más o menos el año 1500, debido a la creencia anterior a esa fecha de que todas las curas debían provenir o de las plantas o de los animales —una clase de vitalismo en el que no tenía cabida la idea de que las sustancias químicas del cuerpo eran como cualquier otra sustancia química y que, por lo tanto, confinaba completamente la medicina a los remedios creados a partir de plantas—.

Los alquimistas introdujeron, sin ningún tipo de reserva, minerales en el uso de la medicina: sal, por ejemplo, que se convirtió en el eje alrededor del cual se produjo un cambio de sentido en la alquimia, y un nuevo teórico del gremio la convirtió en su tercer elemento. También desarrolló una cura muy característica para una enfermedad que asolaba Europa en el año 1500 y que no se conocía hasta entonces: el azote de la sífilis. A día de hoy aún desconocemos de dónde provino la sífilis. Es posible que los marineros de los barcos de Colón la trajeran en su viaje de vuelta; o puede que se esparciera desde el este con las conquistas de los mongoles; o puede que simplemente no se reconociera como una enfermedad separada hasta ese momento. Resultó que la cura dependía del uso del metal alquímico más potente: el mercurio. El hombre que realizó ese procedimiento de curación es una figura de referencia en el paso de la vieja alquimia a la nueva, que la situaba en el camino hacia la química moderna: la iatroquímica, la bioquímica, la química de la vida. Trabajó en Europa en el siglo XVI. El lugar era Basilea, Suiza. Era el año 1527.

Hay un instante en el ascenso del hombre en el que sale de las sombras del conocimiento secreto y anónimo para entrar en un nuevo sistema de descubrimiento abierto y personal. El hombre que he escogido como símbolo de este paso en el ascenso del hombre fue bautizado como Philippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim. Menos mal que él mismo se puso el nombre mucho más corto de Paracelso, para dar a conocer públicamente su menosprecio hacia Celso, y otros autores que llevaban muertos más de mil años, y cuyos textos médicos seguían vigentes en el medievo. En el 1500 aún se creía que los trabajos de autores clásicos contenían la inspirada sabiduría de una época dorada, tanto en medicina y en ciencia como en arte.

El universo y el cuerpo están compuestos por los mismos materiales, o principios o elementos.

Figura de Paracelso del horno anatómico a escala para el estudio de la orina en el diagnóstico de enfermedades, de «Aurora thesaurusque philosophorum», Basilia, 1577.

Figura de Paracelso de los tres elementos, tierra, aire y fuego. Correspondencia de las formas anatómicas y astronómicas en la teoría alquímica de la naturaleza.

Paracelso nació cerca de Zúrich en el año 1493, y falleció en Salzburgo en 1541, a la temprana edad de cuarenta y ocho años. Desafiaba continuamente todo aquello que fuera académico; por ejemplo, fue el primer hombre en identificar una enfermedad industrial. Hay episodios a la vez grotescos y adorables en la continua e impertérrita lucha de Paracelso contra la tradición más antigua de la época, la práctica de la medicina. Su cabeza era una fuente inagotable de teorías, muchas de ellas contradictorias, y la mayoría escandalosas. Era un personaje rabelaisiano, picaresco, salvaje, que bebía con los estudiantes, perseguía a las mujeres, viajaba por buena parte del Viejo Mundo y, hasta hace poco, figuraba en las historias de la ciencia como un charlatán. Pero no lo era. Era un hombre de un genio dividido pero profundo. El caso es que Paracelso era todo un personaje. Nos transmite, quizás por primera vez, la sensación de que un descubrimiento científico emana de una personalidad, y vemos que ese descubrimiento cobra vida porque una persona se encarga de que así sea. Paracelso era un hombre práctico, que entendía que el tratamiento de un paciente depende del diagnóstico (área en la que era brillante) y de la aplicación directa de este en manos del propio doctor. Rompió con la tradición existente según la cual el médico era un académico que había

aprendido leyendo un libro muy antiguo, y el pobre paciente estaba en manos de algún ayudante que simplemente hacía lo que le decían. Paracelso escribió: «No puede haber un cirujano que no sea a su vez médico»; «Si el médico no es también cirujano, es solo un ídolo, que no es más que un monigote». Con aforismos como esos Paracelso no se granjeaba el cariño de sus rivales, pero sí que lo convertían en alguien atractivo para otras mentes independientes en la época de la Reforma. Fue por eso que se requirieron sus servicios en Basilea a pesar de que, aparte de por un año triunfal, su carrera había sido un desastre. En Basilea, en el año 1527, el gran protestante y editor humanista Johann Frobenius tenía una infección importante en una pierna —se la tenían que amputar— y en pleno desespero pidió ayuda a sus amigos del movimiento, que le mandaron a Paracelso, quien inmediatamente echó a los académicos fuera de la habitación, le salvó la pierna y efectuó una cura de la que se habló en toda Europa. Erasmo le escribio, diciendo: «Nos has traído de vuelta a Frobenius, que es la mitad de mi vida, de entre las tinieblas».

Paracelso era un personaje rabelaisiano, picaresco, salvaje. Retrato de Paracelso, atribuido a Quentin Massys.

No es accidental que las ideas nuevas, iconoclastas, en medicina y en el tratamiento químico vengan de la mano, en tiempo y en espacio, de la Reforma que Lutero empezó en 1517. El foco central de ese momento histórico fue Basilea. El humanismo ya había florecido allí incluso antes de la Reforma. Había una universidad con una tradición democrática, gracias a la cual, aunque los médicos miraban con desconfianza a Paracelso, el Consejo de la Ciudad podía insistir en que se le permitiera enseñar allí. La familia de Frobenius publicaba libros, entre ellos algunos de Erasmo, que difundieron las nuevas opiniones por todas partes y en todos los campos. Había estallado en Europa un gran cambio, más grande incluso que la revuelta religiosa y política que Martín Lutero había puesto en marcha. El año simbólico que iba a marcar el destino de Europa estaba a la vista: 1543. En ese año, se publicaron tres libros que cambiaron la forma de pensar de Europa: los dibujos anatómicos de Andrés Vesalio; la primera traducción de la matemática y física griega de Arquímedes; y el libro de Nicolás Copérnico, Sobre las revoluciones de las esferas celestes, que situaba el sol en el centro del cielo e inició con ello lo que resultó ser la Revolución científica. Toda esa batalla entre el pasado y el futuro se resumía proféticamente en 1527 en un simple hecho que estaba ocurriendo en las afueras de la Universidad de Basilea. Paracelso, en público, arrojó en la tradicional fogata estudiantil un antiguo canon de medicina de Avicena, un seguidor árabe de Aristóteles.

Hay algo simbólico en esa fogata veraniega que intentaré evocar en el presente. El fuego es el elemento alquímico mediante el cual el hombre puede cortar y penetrar en las profundidades de la materia. ¿Es el fuego, entonces, en sí mismo una clase de materia? Si usted cree eso, deberá otorgarle toda clase de propiedades imposibles —como, por ejemplo, que es más ligero que cualquier

otra cosa—. Doscientos años después de Paracelso, sobre el año 1730, era justamente eso lo que los químicos intentaban demostrar con la teoría que decía que el flogisto era la encarnación última del fuego material. Pero no existe tal sustancia llamada flogisto, como tampoco existe el principio llamado vital — porque el fuego no es algo material, no más material que la vida—. El fuego es un proceso de transformación y cambio, mediante el cual elementos materiales se reúnen en nuevas combinaciones. La naturaleza de los procesos químicos solo se comprendía cuando el fuego en sí mismo se entendía como un proceso. Ese gesto de Paracelso decía: «La ciencia no puede mirar al pasado. Nunca hubo una edad dorada». Y desde la época de Paracelso tuvieron que pasar doscientos cincuenta años para que se descubriera el nuevo elemento, el oxígeno, con el que por fin se pudo explicar la naturaleza del fuego, y sacó a la química del medievo. Lo curioso es que el hombre que realizó el descubrimiento, Joseph Priestley, no estaba estudiando la naturaleza del fuego, sino otro de los elementos griegos: el invisible y omnipresente aire. La mayor parte de lo que aún queda del laboratorio de Joseph Priestley está en el Instituto Smithsonian de Washington D.C. Ahí no pinta nada, debería estar en Birmingham, en Inglaterra, el centro de la Revolución industrial, donde Priestley llevó a cabo su espléndido trabajo. ¿Por qué está ahí? Porque una turba furiosa expulsó a Priestley de Birmingham en 1791. La historia de Priestley es otro ejemplo característico del conflicto entre la innovación y la tradición. En 1761 fue invitado, a la edad de veintiocho años, a enseñar lenguas modernas en una de las academias disidentes (Priestley era un unitario) que ocuparon el lugar de las universidades para aquellos que no estaban conformes con la iglesia de Inglaterra. En solo un año, Priestley se inspiró en las conferencias científicas de uno de sus colegas profesores para escribir un libro sobre electricidad; y de ahí pasó a los experimentos químicos. También se sintió atraído por la Revolución norteamericana (fue alentado por Benjamin Franklin) y más tarde por la Revolución francesa. Y así, en el segundo aniversario de la toma de la Bastilla, los ciudadanos leales incendiaron lo que Priestley describió como uno de los laboratorios mejor equipados del mundo. Se trasladó a Norteamérica, pero no fue bien recibido. Solo los intelectuales de su talla le apreciaban; cuando Thomas Jefferson se convirtió en presidente, le dijo a Joseph Priestley: «La tuya es una de las pocas vidas valiosas para la humanidad».

Priestley era un hombre bastante difícil, frío, cascarrabias, meticuloso, remilgado y puritano. Joseph Priestley dibujado por Ellen Sharples en 1794 cuando Priestley vivía en Norteamérica, después de que la muchedumbre saqueara su casa y su laboratorio en Birmingham.

Me gustaría poder decir que la turba que destruyó la casa de Priestley hizo añicos el sueño de un hombre adorable, encantador y fascinante. Desafortunadamente, creo que sería faltar a la verdad. No creo que Priestley fuera una persona encantadora, no más que Paracelso. Sospecho que se trataba de un hombre bastante difícil, frío, cascarrabias, meticuloso, remilgado y puritano. Pero el ascenso del hombre no se ha logrado gracias a hombres encantadores y adorables. Lo han logrado personas que tienen dos cualidades: una inmensa honestidad y al menos algo de genialidad. Priestley gozaba de ambas. El descubrimiento que realizó fue que el aire no era una sustancia elemental: estaba compuesto de diversos gases y, entre ellos, el oxígeno —al que llamó «aire desflogisticado»— es el único esencial para la vida de los animales. Priestley era un buen experimentador, y avanzó cuidadosamente varios pasos. El 1 de agosto de 1774 consiguió un poco de oxígeno, y observó atónito cuánto brillaba una vela que ardía en él. En octubre de ese mismo año fue a París, donde comunicó a Lavoisier y a otros su hallazgo. Pero no fue hasta que regresó, el 8 de marzo de 1775, y colocó un ratón en una campana con oxígeno, que se dio cuenta de lo bien que se respiraba en esa atmósfera. Uno o dos días después, Priestley escribió una deliciosa carta a Franklin en la que decía: «Hasta el momento, solo dos ratones y yo mismo hemos tenido el privilegio de respirarlo». Priestley también descubrió que las plantas verdes expulsaban oxígeno a la luz del día, y eso era fundamental para que los animales lo pudieran respirar. Los siguientes cien años iban a demostrar lo crucial que era ese punto; los animales no habrían podido evolucionar si las plantas no hubieran producido primero el oxígeno. Pero en la década de 1770 nadie se había puesto a pensar en ello.

La mente clara y revolucionaria de Antoine Lavoisier (que pereció en la Revolución francesa) dio sentido al descubrimiento del oxígeno. Lavoisier repitió un experimento de Priestley que es casi una caricatura de uno de los experimentos clásicos de la alquimia que he descrito al principio de este ensayo. Ambos hombres calentaron el óxido rojizo de mercurio, usando un espejo ustorio (el espejo ustorio estaba de moda por entonces), en un recipiente en el que podían apreciar cómo se producía un gas y capturarlo. El gas era oxígeno. Ese fue el experimento cualitativo; pero a Lavoisier le inspiró inmediatamente la idea de que la descomposición química se podía cuantificar. La idea era simple y radical: desarrollar el experimento alquímico en las dos direcciones, y medir con exactitud las cantidades que se intercambian. Primero, en una dirección: se quema mercurio (lo que absorbe oxígeno) y se mide la cantidad exacta de oxígeno absorbido de un recipiente cerrado en el espacio de tiempo que va desde el inicio al final de la combustión. Ahora el proceso inverso: se coge el óxido de mercurio que se ha producido, se calienta a altas temperaturas y se desprende oxígeno en el proceso. El mercurio queda en el recipiente, y el oxígeno flota en el recipiente cerrado, y la pregunta crucial es: «¿Cuánto hay?». Exactamente la misma cantidad que se había absorbido antes. De repente, el proceso se revela como lo que es, un proceso material de acoplamiento y desacoplamiento de cantidades exactas de dos sustancias. Esencias, principios, flogisto; todo había desaparecido. Se habían juntado y separado real y demostrablemente dos elementos concretos: mercurio y oxígeno.

El espejo ustorio estaba de moda en esa época.

Grabado que muestra el espejo ustorio gigante que Lavoisier construyó para la Real Academia de Ciencias en las afueras de París en 1777.

Puede parecer una esperanza ingenua el trazar el camino desde los procedimientos primitivos de los primeros artesanos del cobre y las especulaciones mágicas de los alquimistas hasta llegar a la idea más poderosa de la ciencia moderna: la idea de los átomos. Aunque esa ruta es directa. Solo falta un paso más allá de la noción de los elementos químicos que Lavoisier cuantificó, hasta llegar a su expresión en términos atómicos dada por el hijo de un tejedor de Cumberland, John Dalton.

«No existe hombre que pueda separar el átomo». Retrato de John Dalton.

Después del fuego, del sulfuro, del ardiente mercurio, era inevitable que el punto culminante de esta historia tuviera lugar en el frío húmedo de Manchester. Aquí, entre 1803 y 1808, un profesor de escuela cuáquero, llamado John Dalton, mejoró de repente el conocimiento confuso que se tenía de la combinación química (producto de una brillante idea de Lavoisier), hacia la concepción precisa y moderna de la teoría atómica. Era una época de descubrimientos maravillosos en química —en esos diez años se descubrieron diez nuevos elementos, aunque Dalton no estaba interesado en ninguno de ellos—. Dalton era, a decir verdad, una persona apagada. (En realidad, tenía problemas en la percepción de color, y el defecto genético de confundir el rojo con el verde que él describió a partir de su propia experiencia se llamó después «Daltonismo»). Dalton era un hombre de hábitos regulares, que salía cada jueves por la tarde a jugar a bolos en la campiña. Y en lo que estaba interesado era en las cosas propias de la campiña, los aspectos que aún hoy caracterizan el paisaje de Manchester: agua, metano, dióxido de carbono. Dalton se hacía preguntas concretas sobre las formas en que esas sustancias se combinaban cuantitativamente. ¿Por qué, dado que el agua está compuesta de hidrógeno y oxígeno, lo hacen siempre en las mismas cantidades para dar lugar a una cantidad dada de agua? ¿Por qué, cuando se forma el dióxido de carbono, o cuando se forma el metano, se dan siempre estas constantes en el peso? A lo largo del verano de 1803, Dalton trabajó sobre esa cuestión. Escribió: «Interrogarse sobre los pesos relativos de las partículas últimas es, hasta donde yo sé, algo completamente nuevo. Últimamente he estado estudiando este tema con un éxito notable». Y su conclusión fue que la anticuada teoría atómica griega era cierta. Pero el átomo no es solo una simple abstracción; en un sentido físico, tiene un peso concreto que caracterizaba a este o a aquel elemento. Los átomos de un elemento (Dalton los llamó «partículas últimas o elementales») son todos iguales, y son diferentes de los átomos de otro elemento; y un modo en el que exhiben esas diferencias existentes entre ellos es físicamente, mediante una

diferencia en el peso. «Hay que entender que existe un número considerable de lo que deberían llamarse, con propiedad, partículas elementales, que nunca pueden transformarse en otras». En 1805, Dalton publicó por primera vez su concepción de la teoría atómica, y en pocas palabras decía así: si una cantidad mínima de carbono, un átomo, se combina para formar dióxido de carbono, lo hace invariablemente con una cantidad prescrita de oxígeno: dos átomos de oxígeno.

Si luego se forma agua a partir de los dos átomos de oxígeno, se combina en cada caso con la cantidad necesaria de hidrógeno, y así tendremos una molécula de agua a partir de un átomo de oxígeno y otra molécula de agua a partir del otro átomo de oxígeno.

Los pesos son correctos: el peso de oxígeno que produce una unidad de dióxido de carbono producirá dos unidades de agua. ¿Tenemos ahora los pesos correctos para un compuesto que no contiene oxígeno; para el gas del pantano o metano, en el que el carbono se combina directamente con el hidrógeno? La respuesta es que sí. Si se extraen los dos átomos de oxígeno de la molécula de dióxido de carbono, y de las dos moléculas de agua, entonces el balance de materia es preciso: tenemos las cantidades exactas de hidrógeno y carbono para formar metano.

Las cantidades en peso de diferentes elementos que se combinan con otros expresan, por su regularidad, un esquema subyacente combinatorio entre sus átomos. Es la aritmética exacta de los átomos lo que hace de la teoría química el fundamento de la teoría atómica moderna. Esta constituye la primera lección profunda que surge de toda esa especulación sobre el oro, el cobre y la alquimia, hasta que llega a su punto culminante con Dalton. La otra lección se refiere al método científico. Dalton era un hombre de hábitos regulares. Durante cincuenta y cinco años salía paseando de Manchester cada día; medía la lluvia, la temperatura —una empresa singularmente monótona en un clima como ese—. Nunca salió nada provechoso de toda esa montaña de datos. Pero de la otra búsqueda, la pregunta casi infantil sobre los pesos que intervienen en la construcción de estas simples moléculas, de esa búsqueda salió la teoría atómica moderna. Esa es la esencia de la ciencia: haz una pregunta impertinente y estarás en el camino de obtener una respuesta pertinente.

Pitágoras encontró una relación básica entre la armonía musical y las matemáticas.

Una cuerda vibrante produce una nota base. Situando el nodo en la mitad de la longitud de la cuerda, esta produce una octava superior. Si el nodo se sitúa a una distancia de un tercio del total, la cuerda produce una quinta superior; en un cuarto del total, produce una cuarta, que es una octava superior; en un quinto de la distancia total, una tercera mayor.

05

La música de las esferas

Las matemáticas son, en muchos sentidos, la disciplina científica más elaborada y sofisticada —o al menos es lo que a mí me parece, como matemático que soy —. Así que siento un placer especial y a la vez una obligación al describir el progreso de las matemáticas, un proceso en el que ha habido mucha especulación humana: una escalera para el pensamiento místico y también para el pensamiento racional en el ascenso intelectual del hombre. Sin embargo, hay algunos conceptos que no pueden faltar en cualquier explicación sobre las matemáticas: la idea lógica de la comprobación, la idea empírica de la existencia de leyes exactas de la naturaleza (particularmente en lo referente al espacio), la aparición del concepto de operaciones matemáticas y el movimiento que se ha dado en las matemáticas de una descripción estática a una dinámica de la naturaleza. Todo ello conforma el tema de este ensayo. Incluso los pueblos más primitivos tenían un sistema numérico; puede que no contaran más allá de cuatro, pero al menos sabían que dos unidades de una misma cosa más otras dos unidades de esa misma cosa daban cuatro, y eso siempre, no solo algunas veces. A partir de ese paso tan fundamental, muchas culturas elaboraron su sistema numérico propio, por norma general basado en un lenguaje escrito con convenciones similares. Los babilonios, los mayas y el pueblo de la India, por ejemplo, inventaron fundamentalmente el mismo método para escribir números largos con una secuencia de dígitos que usamos ahora, a pesar de que todos ellos vivieron muy alejados tanto en el espacio como en el tiempo. Así que no hay ni un lugar ni un momento en la historia en el que me pudiera situar y decir: «Aquí y ahora empezó la aritmética». En cada cultura, la gente ha hecho cuentas, de la misma manera que ha hablado. La aritmética, como el lenguaje, empieza con una leyenda. Pero las matemáticas tal como nosotros las concebimos, el razonamiento con números, es harina de otro costal. Y para mirar

en su origen, donde nacen su leyenda y su historia, tengo que ir navegando a la isla de Samos.

En tiempos legendarios, Samos era un centro griego de adoración de Hera, la reina del cielo, la legítima (y celosa) esposa de Zeus. Lo que queda de su templo, el Hereo, data del siglo VI a.C. En esa época nació en Samos, sobre el año 580 a.C., el primer genio y fundador de las matemáticas griegas, Pitágoras. Vivió en los tiempos en que el tirano Polícrates tomó la isla. Cuenta la tradición que antes de que Pitágoras huyera, estuvo enseñando durante un tiempo en la clandestinidad en una pequeña cueva blanca en las montañas que aún se muestra a los crédulos. Samos es una isla mágica. El aire huele a mar, a árboles y a música. Otras islas griegas serían un buen escenario para La tempestad, pero para mí esta es la isla de Próspero, la costa donde el estudiante se convirtió en mago. Puede que Pitágoras fuera una especie de mago para sus seguidores al enseñarles que la naturaleza está gobernada por números. Existe una armonía en la naturaleza, decía, una unidad en su variedad, y tiene un lenguaje: los números son el lenguaje de la naturaleza. Pitágoras encontró una relación básica entre la armonía musical y las matemáticas. La historia de su descubrimiento solo sobrevive de forma confusa, como el relato de una leyenda. Pero lo que descubrió era algo muy preciso. Una única cuerda estirada que vibra como un todo produce una nota base. Las notas que suenan armónicas resultan de dividir la cuerda en un número exacto de segmentos: en dos segmentos exactos, en tres segmentos exactos, y así sucesivamente. Si el punto donde la cuerda está fija, el nodo, no está situado en uno de esos puntos concretos, el sonido será discordante. A medida que movemos el nodo a lo largo de la cuerda, reconocemos las notas armónicas cuando llegamos a esos puntos concretos. Empecemos con toda la cuerda: esa es la nota base. Movemos el nodo hacia la mitad de la longitud de la cuerda: esa es la octava superior. Movemos el nodo a una distancia de un tercio del total: esa es una quinta superior. Si colocamos el nodo en un punto que es un cuarto de la longitud, tenemos una cuarta, que es una octava más. Y si lo colocamos en un punto que es la quinta parte del total, es (algo que no logró alcanzar Pitágoras) la tercera mayor.

Arpista ciego, Egipto, 1579-1293 a. C.

Pitágoras había descubierto que las cuerdas que suenan agradablemente al oído —al oído occidental— corresponden a divisiones exactas de la longitud de la cuerda en números enteros. Para los pitagóricos, ese descubrimiento poseía una fuerza mística. El entendimiento entre naturaleza y números era tan convincente que esa idea les persuadió de que no solo los sonidos de la naturaleza, sino todas sus dimensiones características, deben ser números simples que expresan armonías. Por ejemplo, Pitágoras o sus seguidores creían que debíamos ser capaces de calcular las órbitas de los cuerpos celestes (que los griegos se habían figurado que eran transportados alrededor de la tierra en esferas de cristal), relacionándolos con intervalos musicales. Creían que todas las regularidades de la naturaleza eran musicales; los movimientos de los cielos eran, para ellos, la música de las esferas. Estas ideas le otorgaron a Pitágoras el estatus de un profeta en filosofía, casi como un líder religioso, cuyos seguidores constituyeron una secta secreta y puede que revolucionaria. Es muy probable que una gran parte de los últimos seguidores de Pitágoras fueran esclavos; creían en la transmigración de las almas, lo que para ellos era una puerta a la esperanza de poder gozar de una vida mejor después de su muerte.

He estado hablando del lenguaje de los números, que es la aritmética, pero mi último ejemplo era la música de las esferas, que son formas geométricas. La transición no es accidental. La naturaleza se nos presenta en formas: una onda, un cristal, el cuerpo humano, y somos nosotros quienes hemos de encontrarles el sentido y buscar las relaciones numéricas que contienen. Pitágoras fue un pionero a la hora de enlazar la geometría con los números, y dado que esa ha sido la rama que escogí para mis estudios en matemáticas, debo ser capaz de explicar lo que hizo. Pitágoras demostró que el mundo del sonido estaba gobernado por números exactos. Y quiso probar que lo mismo ocurría en el mundo de la visión. Es un logro extraordinario. Miro a mi alrededor, aquí estoy, en este colorido y

maravilloso paisaje de Grecia, entre todas estas formas naturales silvestres, estas cañadas órficas, el mar. ¿Dónde, debajo de este hermoso caos, puede existir una sencilla estructura numérica? Esa pregunta nos obliga a retroceder hasta llegar a las constantes más primitivas en nuestra percepción de las leyes naturales. Para contestar correctamente, está claro que debemos empezar por las experiencias más universales. Hay dos experiencias en las que se basa nuestro mundo visual: que la gravedad es una vertical, y que el horizonte se dispone en un ángulo recto respecto a ella. Y es esa conjunción, ese cruce de líneas en el campo visual, que constituyen la naturaleza del ángulo recto; de tal forma que si girásemos este ángulo recto (en dirección a «abajo» y dirección «lateral») cuatro veces, regresaría a la misma posición, a la cruz que forman la gravedad y el horizonte. El ángulo recto está definido por esta operación cuádruple, y eso le distingue de cualquier otro ángulo arbitrario. En el mundo de la visión, así, en la imagen plana vertical que nuestros ojos nos presentan, el ángulo recto está definido por su rotación cuádruple sobre sí mismo. La misma definición sirve en el mundo horizontal de la experiencia, en la que, de hecho, nos movemos. Considere ese mundo, el mundo de la tierra plana y el mapa y los puntos de la brújula. Ahora mismo, estoy mirando el estrecho que une Samos con Asia menor, dirección sur. Utilizaré una baldosa triangular que señale hacia el sur. (Las baldosas triangulares que uso tienen un ángulo recto, para poder demostrar el efecto de las cuatro rotaciones poniendo una baldosa al lado de la otra en cada giro). Si giro esa baldosa triangular un ángulo recto, apuntará hacia el oeste. Si la vuelvo a girar otro ángulo recto, apuntará hacia el norte. Y si la vuelvo a girar un tercer ángulo recto, apuntará al este. Finalmente, el cuarto y último giro volverá a señalar hacia el sur, hacia Asia menor, en la dirección en la que hemos empezado. No solo el mundo natural tal como lo experimentamos, sino también el mundo tal como lo construimos, está basado en esa relación. Así ha sido desde los tiempos en que los babilonios construyeron los Jardines Colgantes, y antes de eso, desde los tiempos en que los egipcios construyeron las pirámides. Estas culturas ya conocían en un sentido práctico la existencia de una escuadra de constructor en la que las relaciones numéricas dictan y crean el ángulo recto. Los babilonios conocían muchas, quizás cientos de fórmulas para esto, allá por el año 2000 a.C. Los hindúes y los egipcios conocían algunas. Parece ser que los egipcios usaban casi siempre una escuadra con los lados del triángulo hechos de

tres, cuatro y cinco unidades. No fue hasta aproximadamente el año 550 a.C. cuando Pitágoras elevó el conocimiento por encima del mundo de los hechos empíricos hasta llegar al que deberíamos llamar mundo de la demostración. Pitágoras se hacía la pregunta: «¿Cómo surgen esos números que forman esas escuadras de constructor a partir del hecho de que un ángulo recto que gira cuatro veces retorna al mismo punto?». Su demostración, creemos, siguió más o menos esta lógica. (No es la demostración que está en los libros escolares). Los cuatro puntos principales — sur, oeste, norte, este— de los triángulos que forman la cruz de la brújula son las esquinas de un cuadrado. Muevo los cuatro triángulos de forma que el lado más largo de cada uno termine en el punto principal del triángulo vecino. Ahora, pues, he construido un cuadrado a partir del lado más largo de los triángulos rectángulos respectivos: la hipotenusa. Solo para saber qué forma parte del área comprendida y qué no, voy a colocar una baldosa adicional en el cuadrado interno pequeño que no había quedado cubierto. (Uso baldosas porque desde este momento en adelante muchos modelos de baldosas, en roma, en Oriente, derivaban de esta especie de matrimonio entre la relación matemática y la concepción que tenían de la naturaleza). Tenemos ahora un cuadrado formado a partir de la hipotenusa, y podemos, por supuesto, relacionarlo mediante cálculo con los cuadrados creados a partir de los otros dos lados más cortos. Pero eso nos haría pasar de largo sin apreciar la estructura natural de la figura y reflexionar sobre ella. No necesitamos ningún cálculo. Un juego sencillo, al que juegan niños y matemáticos, nos dará más información que un simple cálculo. Movamos dos triángulos a dos nuevas posiciones. Movemos el triángulo que apuntaba hacia el sur de tal forma que su lado más largo esté apoyado en el lado más largo del triángulo que apuntaba al norte. Y movamos el triángulo que apuntaba al este de tal manera que su lado más largo descanse sobre el lado más largo del triángulo que apuntaba al oeste. De este modo hemos construido una figura en forma de L con la misma área (es evidente, ya que está formada por las mismas piezas) cuyos lados se puede ver que son los lados pequeños del triángulo rectángulo. Haré visible la composición de la figura en L: trazo una separación que parta en dos trozos la figura en L, la parte final más pequeña de la L, separada de la parte más larga. Queda claro que el final de la figura en L es un cuadrado formado por el lado más pequeño del triángulo; y la parte más larga de la figura en L es un cuadrado formado por las dos partes más largas que formaban en el triángulo el ángulo recto.

Pitágoras elevó el conocimiento por encima del mundo de los hechos empíricos hasta llegar al que deberíamos llamar mundo de la demostración. Demostración pitagórica, descrita en el texto, de que en un triángulo rectángulo, el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados.

Pitágoras había demostrado así un teorema general: no solo para los triángulos egipcios con las proporciones 3:4:5, o para cualquier triángulo babilónico, sino para cualquier triángulo que contuviera un ángulo recto. Probó que el cuadrado del lado más largo o hipotenusa es igual al cuadrado de uno de los otros dos lados más el cuadrado del otro si, y solo si, el ángulo que contienen es un ángulo recto. Por ejemplo, los lados de proporciones 3:4:5 componen un triángulo rectángulo porque:

5² = 5 x 5 = 25 = 16 + 9 = 4 x 4 + 3 x 3 = 4² + 3²

Y lo mismo es cierto para los lados de los triángulos encontrados por los babilonios, ya sea para los más sencillos como los de proporciones 8:15:17, o los más imponentes como los de proporciones 3367:3456:4825, lo que deja bien claro que eran muy buenos en aritmética. A día de hoy, el teorema de Pitágoras sigue siendo el teorema más importante de todas las matemáticas. Decir eso puede parecer un atrevimiento, pero no es una extravagancia; porque lo que estableció Pitágoras es una descripción fundamental del espacio en el que nos movemos, y es la primera vez que eso se traduce en números. Y el ajuste perfecto de los números describe las leyes

exactas que cohesionan el universo. De hecho, se ha propuesto que los números que componen los triángulos rectángulos se manden como parte de un mensaje que deberíamos dirigir hacia planetas del espacio exterior como un test de la existencia en esos lugares de vida racional. La cuestión es que el modo en el que he probado el teorema de Pitágoras es una elucidación de la simetría del espacio plano; el ángulo recto es el elemento de simetría que divide el plano en cuatro. Si el espacio plano tuviera otro tipo de simetría, el teorema no sería cierto; en ese caso serían ciertas otra clase de relaciones entre los lados de otros triángulos especiales. Y el espacio es una parte tan fundamental de la naturaleza como lo es la materia misma, aunque (como lo es el aire) sea invisible; eso es de lo que trata la ciencia de la geometría. La simetría no es simplemente una exquisitez descriptiva; al igual que otras ideas pitagóricas, penetra en la armonía de la naturaleza. Cuando Pitágoras probó su gran teorema, ofreció cien bueyes a las musas como agradecimiento por la inspiración. Es a la vez un gesto de orgullo y humildad, lo mismo que siente todo científico hasta el día de hoy cuando los números encajan y le dicen: «Esto es parte de, la clave de, la estructura de la naturaleza misma». Pitágoras era un filósofo, y también una especie de figura religiosa para sus seguidores. Había en él algo de esa influencia asiática que fluye a lo largo de toda la cultura griega y que por regla general solemos obviar. A menudo pensamos en Grecia como una parte de occidente; pero Samos, el límite de la Grecia clásica, está a tan solo un kilómetro y medio de la costa de Asia Menor. Desde allí fluyó una parte del pensamiento que al principio inspiró a los griegos; y, sorprendentemente, fluyó de nuevo hacia Asia en los siglos posteriores, incluso antes de que alcanzara Europa Occidental.

Pitágoras había demostrado así un teorema general: no solo para los triángulos egipcios con las proporciones 3:4:5, o para cualquier triángulo babilónico, sino para cualquier triángulo que contuviera un ángulo recto.

Página de una versión árabe del año 1258 d. C., y una xilografía china del teorema.

El conocimiento realiza viajes prodigiosos, y lo que a nosotros nos parece un salto en el tiempo, a menudo, resulta ser una larga progresión de un lugar a otro, de una ciudad a otra. Las caravanas llevaban junto a sus mercancías los métodos comerciales típicos de sus países de origen —los pesos y medidas, los métodos de cálculo— y tanto las técnicas como las ideas iban allá donde las llevaran, a través de Asia y de África del Norte. Un ejemplo de los muchos que hay nos muestra que las matemáticas de Pitágoras no llegaron hasta nosotros directamente. Las matemáticas de Pitágoras encendieron la imaginación de los griegos, pero el lugar en el que se convirtieron en un sistema ordenado fue en la ciudad del Nilo, Alejandría. El hombre que creó ese sistema, y que lo hizo famoso, fue Euclides, que probablemente lo llevó a Alejandría alrededor del año 300 a.C. Euclides pertenecía, evidentemente, a la tradición pitagórica. Cuando, una vez, un oyente le preguntó cuál era el uso práctico de un teorema, se dice que Euclides dijo con desprecio a su esclavo: «Quiere lucrarse del conocimiento, dale un céntimo». El reproche es posible que sea una adaptación de un lema de la hermandad pitagórica, que se traduce más o menos como: «Un diagrama y un paso, no un diagrama y un céntimo» —un «paso» se refiere a un paso en el conocimiento o lo que yo he llamado el ascenso del hombre—. El impacto de Euclides como modelo de razonamiento matemático fue inmenso y duradero. Desde entonces hasta ahora, su libro Elementos de geometría se ha traducido y copiado más que cualquier otro libro, a excepción de la Biblia. Cuando empecé a estudiar matemáticas, a la hora de estudiar los teoremas de geometría, el profesor que las impartía todavía usaba para ello los números que

les había asignado Euclides; y no era algo extraño ni siquiera cincuenta años después, ya que era el modelo convencional de referencia en el pasado. Cuando John Aubrey, allá por el año 1680, relató cómo Thomas Hobbes se había «enamorado de la geometría» y en consecuencia de la filosofía, explicaba que empezó cuando Hobbes vio «en la librería de un noble, el libro de los Elementos de Euclides, abierto por la página donde estaba el elemento 47, libro I». La proposición 47 del libro primero de los Elementos de Euclides es el famoso teorema de Pitágoras.

La otra ciencia practicada en Alejandría en los siglos cercanos al nacimiento de Cristo fue la astronomía. De nuevo, podemos rastrear su origen y veremos de nuevo unidas historia y leyenda: cuando la biblia dice que tres hombres sabios siguieron a la estrella de Belén, resuena en la historia el eco de una época en la que los hombres sabios eran «observadores de estrellas». El secreto de los cielos que buscaban los hombres sabios en la antigüedad fue interpretado por un griego llamado Claudio Ptolomeo, que trabajaba en Alejandría allá por el año 150 d.C. Su trabajo llegó a Europa a través de textos árabes, ya que los manuscritos griegos originales hacía ya mucho tiempo que se habían perdido, una gran parte de ellos en el saqueo de la gran biblioteca de Alejandría a cargo de cristianos fanáticos en el año 389 d.C.; otros, en las guerras e invasiones que sumieron el este del mediterráneo en una profunda Edad Oscura.

Desde entonces hasta ahora, el libro Elementos de geometría se ha traducido y copiado más que cualquier otro libro, a excepción de la Biblia. Esta copia fue hecha en Italia al final del siglo XV.

El modelo de los cielos que construyó Ptolomeo es maravillosamente complejo, pero empieza a partir de una simple analogía. La luna gira alrededor de la tierra, es algo obvio; y era casi igual de obvio para Ptolomeo que el sol y los planetas hacen lo mismo. (Se creía entonces que tanto la luna como el sol eran planetas). Los griegos creían que la forma perfecta del movimiento era el círculo, y por eso Ptolomeo hizo que los planetas giraran siguiendo orbitas circulares, o en orbitas circulares alrededor de otros círculos. Para nosotros, ese sistema de ciclos y epiciclos nos parece tan ingenuo como artificial. Aunque, de hecho, el sistema fue una invención hermosa y factible, y un axioma para árabes y cristianos hasta la Edad Media. Se mantuvo durante mil cuatrocientos años, que es muchísimo más que lo que cualquier teoría científica reciente puede esperar sobrevivir sin sufrir un cambio radical. Es relevante que expliquemos por qué la astronomía se desarrolló tan pronto y de un modo tan elaborado, y que, de hecho, se convirtió en el arquetipo de las ciencias físicas. Es posible que las estrellas, en sí mismas, sean los objetos naturales con menos probabilidades de atraer la curiosidad humana. El cuerpo humano debería ser un candidato mucho mejor para atraer ese temprano interés metódico. Entonces, ¿por qué la astronomía fue la ciencia que primero avanzó, por delante de la medicina? ¿Por qué la misma medicina se fijó en las estrellas en busca de presagios con los que predecir las influencias positivas y negativas que intervenían en la vida del paciente, cuando ese acercamiento a la astrología es una abdicación de la medicina como ciencia? Para mí, una razón más importante es que los movimientos observados de las estrellas, de repente, se podían calcular, y desde tiempos pretéritos (puede que desde el año 3000 a.C. en Babilonia) ese deseo conducía a las matemáticas. La preeminencia de la astronomía se basa en la peculiaridad de que puede tratarse matemáticamente; el progreso de la física, y más recientemente de la biología, ha dependido igualmente de haber encontrado formulaciones de sus leyes que pueden expresarse como modelos matemáticos.

Muy a menudo, la propagación de las ideas exige un nuevo impulso. La aparición del islam seiscientos años después de Cristo fue el impulso nuevo y poderoso que se necesitaba. Empezó como un hecho local, con una aparición algo incierta; pero una vez que Mahoma conquistó la Meca en el año 630 d.C., fue un éxito rotundo en el hemisferio sur. En cien años, el islam se hizo con Alejandría, creó un maravilloso centro de estudios en la ciudad de Bagdad, y estableció su frontera más allá del este de Isfahán, en Persia. Hacia el año 730 d.C., el imperio musulmán abarcaba desde España y el sur de Francia hasta la frontera de China y la India: un imperio pletórico de fuerza y sabiduría, mientras Europa se paralizaba en su Edad Oscura. En esta religión proselitista, la ciencia de las naciones conquistadas era absorbida con entusiasmo. Al mismo tiempo, había una liberación de habilidades sencillas y locales que habían sido menospreciadas. Por ejemplo, las primeras mezquitas con cúpulas se habían construido sin la utilización de ningún utensilio sofisticado, sino con la única ayuda de la antigua escuadra de constructor de la que hemos hablado —y que todavía se usa—. La Jama Masjid o mezquita del viernes en Isfahán es uno de los primeros monumentos esculturales del islam. En centros como este, los conocimientos procedentes de Grecia y Oriente se atesoraban, se absorbían y se diversificaban. Mahoma había afirmado que el islam no iba a ser una religión de milagros; vino a ser, en lo que respecta a su contenido intelectual, un modelo de contemplación y análisis. Los escritos mahometanos despersonalizaron y formalizaron la imagen de la divinidad: el misticismo del islam no es sangre y vino, carne y pan, pero si un éxtasis sobrenatural.

Alá es la luz de los cielos y la tierra. Su luz es como una hornacina en la que hay una lámpara; la lámpara está dentro de un vidrio que es como un astro radiante, luz sobre luz. En los templos que Alá ha designado que sean construidos para que su nombre sea recordado, los hombres le alaban mañana y tarde, hombres de los que ni el comercio o el beneficio pueden nublar su recuerdo.

Uno de los inventos griegos que el islam perfeccionó y difundió fue el astrolabio. Como aparato de observación, resulta primitivo; solo mide toscamente la elevación del sol o de otra estrella. Pero uniendo esa sencilla observación a un par de mapas estelares, el astrolabio permitía al viajero realizar un esquema elaborado de cálculos con los que podía determinar la latitud, el amanecer, el ocaso, la hora para rezar y la dirección en la que estaba la Meca. Y por encima del mapa estelar, el astrolabio se adornaba con detalles astrológicos y religiosos, por supuesto, para dotarlo de una mayor mística. Durante mucho tiempo, el astrolabio fue el reloj de bolsillo y la regla de cálculo del mundo. Cuando el poeta Geoffrey Chaucer escribió en 1391 un manual básico para enseñar a su hijo cómo usar el astrolabio, lo copió de un astrónomo árabe del siglo VIII.

El cálculo suponía un deleite sin fin para los eruditos árabes. Les encantaban los problemas, disfrutaban buscando métodos ingeniosos para resolverlos, y algunas veces transformaban sus métodos en artefactos mecánicos. Un aparato de cálculo mucho más sofisticado que el astrolabio era la computadora astrológica o astronómica, algo parecido a un calendario automático, fabricado en el califato de Bagdad en el siglo XIII. Los cálculos que hace no son muy complejos, alinea unas esferas para realizar una predicción, aunque es un testimonio de la destreza mecánica de aquellos que lo construyeron hace setecientos años, y de su pasión por jugar con números. La innovación individual más importante que trajeron de lejos los entusiastas, curiosos y tolerantes sabios árabes fueron los números escritos.

La notación numérica europea era todavía en esa época al estilo tosco romano, según el cual el número se forma a partir de una sencilla suma de sus componentes; por ejemplo, 1.825 se escribe MDCCCXXV, porque es la suma de M=1.000, D=500, C+C+C= 100+100+100, XX=10+10, y V=5. El islam sustituyó esa notación por el moderno sistema de notación decimal que todavía hoy llamamos «arábigo». En la nota al margen de un manuscrito árabe, los números en la fila superior son 18 y 25. Reconocemos inmediatamente el 1 y el 2 como nuestros propios símbolos (aunque el 2 está tumbado). Para escribir

1.825, los cuatro símbolos se deben escribir simplemente uno al lado del otro, en un orden establecido, formando todos juntos un único numero; porque el lugar donde se coloca cada símbolo ya es un indicativo de si se trata de millares, centenas, decenas o unidades. Sin embargo, un sistema que describe magnitudes según el lugar que ocupa el dígito en el número debe ofrecer la posibilidad de que existan espacios vacíos. La notación arábiga requiere la invención del cero. Las palabras cero y cifra son palabras árabes; de la misma forma que también lo son álgebra, almanaque, cénit y una docena más de palabras de las matemáticas y la astronomía. Los árabes trajeron el sistema decimal desde la India alrededor del año 750 d.C., pero no echó raíces en Europa hasta que pasaron otros quinientos años más.

Puede que sea el enorme tamaño del Imperio musulmán lo que hizo de él una especie de bazar del conocimiento, entre cuyos eruditos había herejes cristianos nestorianos en el este y judíos infieles en el oeste. Es posible que sea una característica del islam como religión el que, aunque se esfuerza por convertir a la gente, no desprecia su conocimiento. En el este, la ciudad persa de Isfahán es su monumento. En el oeste sobrevive un ejemplo igual de sobresaliente, la Alhambra, en el sur de España. Vista desde fuera, la Alhambra es una fortaleza cuadrada, poderosa, que no nos sugiere las típicas formas árabes. Pero en su interior, no es una fortaleza, sino un palacio, y un palacio diseñado deliberadamente para simbolizar en la tierra la dicha celestial. La Alhambra es una construcción tardía. Es un edificio que muestra el desfallecimiento de un imperio que ya ha visto pasar su apogeo, poco osado, y al que creían seguro. La religión de la meditación se ha vuelto sensual y autocomplaciente. Resuena con el sonido del agua, y sus líneas sinuosas tienen la musicalidad de las melodías árabes, aunque estas están basadas abiertamente en la escala pitagórica. Resuena en cada patio el eco y la memoria de un sueño, en el que levitaba el sultán (dado que no caminaba, sino que siempre lo llevaban). La Alhambra es la descripción más cercana al paraíso del Corán.

Bendita es la recompensa de aquellos que trabajan pacientemente y depositan su confianza en Alá. Aquellos que abrazan la verdadera fe y obran correctamente

serán alojados eternamente en las mansiones del Paraíso, donde los ríos correrán a sus pies […] y serán honrados en los jardines del placer, sentados sobre divanes cara a cara. A aquellos que beben, les será portada una copa de una fuente, límpida, deliciosa […] y sus esposas sentadas sobre suaves almohadas verdes y hermosas alfombras se reclinarán ante ellos.

La Alhambra es el último y más exquisito monumento construido por la civilización árabe en Europa. Aquí reinó el último rey de Granada hasta el año 1492, cuando la reina Isabel de Castilla ya estaba patrocinando la aventura de Colón. Es un laberinto de patios y cámaras, y la sala de las Camas es el lugar más secreto de todo el palacio. Aquí venían las mujeres del harén después de su baño, y se reclinaban, desnudas. Músicos ciegos interpretaban sus melodías en la galería, y los eunucos deambulaban vigilantes por el palacio. Y el sultán observaba desde arriba, y soltaba una manzana para señalar a la mujer elegida para pasar la noche con él. En la civilización occidental, una habitación como esta estaría llena de maravillosos dibujos eróticos que reflejaran la silueta femenina. Pero aquí no. La representación del cuerpo humano estaba prohibida para los mahometanos. De hecho, incluso el estudio de la anatomía estaba completamente prohibido, y esa era una desventaja muy grande de la ciencia musulmana. Por eso, lo que aquí encontramos son diseños geométricos coloridos pero extraordinariamente simples. En la civilización árabe, el artista y el matemático eran uno. Y quiero decir que era así, literalmente. Estos patrones representan el apogeo de la exploración árabe de las sutilezas y simetrías del espacio en sí mismo: el espacio plano de dos dimensiones que ahora llamamos plano euclídeo, que fue descrito por primera vez por Pitágoras.

La Alhambra es el último y más exquisito monumento de la civilización árabe en Europa. La galería de los músicos y los aseos del harén.

Dentro de toda esta riqueza de patrones, empezaré con uno muy fácil de ver. Repite un motivo de dos niveles, uno de hojas oscuras horizontales, y otro de hojas verticales más claras. Las simetrías obvias son traslaciones (es decir, giros paralelos del patrón) y reflejos especulares tanto horizontales como verticales. Pero fijémonos en un detalle más concreto. A los árabes les gustaban mucho los diseños donde las unidades oscuras y claras de los patrones fueran idénticas. Por lo tanto, si por un momento ignoramos los colores, podremos ver que, si giramos en ángulo recto una hoja oscura, esta pasará a ocupar la posición de una hoja clara vecina. Por lo tanto, si siempre rotamos alrededor del mismo punto de unión, podemos girar hasta la siguiente posición, y (rotando de nuevo alrededor del mismo punto) de nuevo hasta la siguiente y finalmente llegar a su posición inicial. Y la rotación hace girar todo el patrón correctamente; cada hoja del patrón alcanza la posición de otra hoja, aunque esté muy lejos del punto de rotación.

El reflejo especular en una línea horizontal es una simetría doble del patrón de color, y lo mismo pasa con el reflejo especular en vertical. Pero si de nuevo ignoramos los colores, vemos que lo que hay es una simetría cuádruple. Se crea por la operación de rotación de un ángulo recto, y se repite cuatro veces, proceso mediante el cual expliqué anteriormente el teorema de Pitágoras; y de esta manera, el patrón sin color se comporta en su simetría de la misma forma que el cuadrado de Pitágoras. Pasaré ahora a un patrón mucho más sutil. Estos triángulos ondulados de cuatro colores poseen solo un tipo de simetría clara, en dos direcciones. Podemos girar el patrón horizontalmente o verticalmente y ocuparán posiciones idénticas. El hecho de que su forma sea ondulada no es relevante. No es muy común encontrar un sistema simétrico que no permita los reflejos especulares. Sin embargo, este es uno de ellos, porque los triángulos ondulados son todos de movimiento dextrógiro, y no los podemos reflejar si no es haciéndolos levógiros. Supongamos que obviamos la diferencia entre el verde, el amarillo, el negro y el azul, y pensemos que sus diferencias en color son simplemente entre los triángulos que son oscuros y los que son claros. En ese caso hay también una simetría de rotación. Fijemos la atención de nuevo en un punto de intersección: allí se unen seis triángulos y se van alternando oscuros y claros. Un triángulo oscuro puede rotar a la posición del siguiente triángulo oscuro, luego a la posición del siguiente, y finalmente de nuevo a su posición original —una simetría triple que hace rotar todo el patrón—. Y, de hecho, las simetrías posibles no tienen por qué parar aquí. Si nos olvidamos por completo de los colores, hay una rotación menor mediante la cual podemos mover un triángulo oscuro al lugar de un triángulo claro contiguo porque tienen una forma idéntica. Esta operación de rotación va de uno oscuro a uno claro, a uno oscuro, a uno claro, y finalmente vuelve de nuevo al triángulo oscuro original —una simetría del espacio séxtuple que hace rotar todo el patrón —. Y la simetría séxtuple es, de hecho, la que todos conocemos mejor, porque es la simetría de los cristales de nieve.

Llegados a este punto, los no matemáticos tienen todo el derecho a preguntar: «¿Y qué? ¿Es de esto de lo que tratan las matemáticas? ¿Es en esto en lo que invierten su tiempo los profesores árabes o los matemáticos modernos, en esta clase de juegos elegantes?». Y la respuesta inesperada es: bueno, no es un juego. Nos enfrenta cara a cara con algo que es difícil de recordar, y es que vivimos en una clase especial de espacio —tridimensional, plano— y las propiedades de ese espacio son inquebrantables. Cuando nos preguntamos qué operaciones harán que un patrón rote sobre sí mismo, estamos descubriendo las leyes invisibles que gobiernan nuestro espacio. Solo hay ciertas clases de simetrías que puedan soportar nuestro espacio, no solo en cuanto a los patrones hechos por el hombre, sino también en las regularidades que la propia naturaleza impone en sus estructuras atómicas y fundamentales. Las estructuras que engloban, por así decirlo, los patrones naturales del espacio son los cristales. Cuando miramos un cristal prístino, que no ha sido tocado nunca por el hombre —digamos, por ejemplo, espato de Islandia—, nos llevamos una sorpresa al darnos cuenta de que no es en absoluto evidente que sus caras sean regulares. Ni siquiera es evidente que sean planas. Así es como se presentan los cristales. Estamos acostumbrados a que sean regulares y simétricos; pero ¿por qué? No fueron hechos de esa forma por el hombre, sino por la naturaleza. Esa cara plana refleja la forma en que los átomos se tuvieron que unir —y lo mismo ocurre en las demás—. La planitud y la regularidad han sido forzadas por el espacio sobre la materia con la misma finalidad con la que el espacio dotó a los patrones musulmanes con las simetrías que he analizado antes. Cojamos un hermoso cubo lleno de piritas. O, si no, el que es para mí el cristal más exquisito de todos: la fluorita, un octaedro. (También es la forma natural del cristal de diamante). Sus simetrías le son impuestas por la naturaleza del espacio en el que vivimos —las tres dimensiones, la planitud en la que vivimos—. Y ninguna forma de ensamblar los átomos puede romper esa ley esencial de la naturaleza. Al igual que las unidades que componen un patrón, los átomos en el cristal están apilados en todas direcciones. Por lo que un cristal, al igual que un patrón, debe tener una forma que pueda extenderse o repetirse en todas las direcciones indefinidamente. Es por eso que las caras de un cristal solo pueden tener ciertas formas; no pueden tener nada más que las simetrías propias de sus patrones. Por ejemplo, las únicas rotaciones que son posibles son de dos o cuatro pasos en cada giro completo, o de tres y seis pasos; nada más. Cinco, por

ejemplo, es imposible. No puedes conseguir un ensamblaje de átomos que formen triángulos que encajen en el espacio regularmente si son cinco de golpe. El mayor logro de las matemáticas árabes fue el hecho de reflexionar sobre las posibles formas de estos patrones, agotando en la práctica todas las posibilidades de las simetrías en el espacio (al menos en dos dimensiones). Y fue indiscutible durante mil años. El rey, la mujer desnuda, los eunucos y los músicos ciegos formaban un modelo formal maravilloso en el que la exploración de lo que existe era perfecta, pero que, por desgracia, no perseguía cambio alguno. No hubo nada nuevo en matemáticas, porque no hubo nada nuevo en el pensamiento humano, hasta que el ascenso del hombre avanzó hacia una nueva dinámica.

El cristianismo empezó a resurgir de nuevo en el norte de España sobre el año 1000 d.C., gracias a lugares a los que no había llegado la conquista musulmana, como la villa de Santillana en la franja costera. Allí se venera la tierra, lo que se expresa en imágenes sencillas del pueblo: el buey, el asno, el Cordero de Dios. Sería impensable ver imágenes de animales en el rito musulmán. Y no solo se permiten formas animales; el Hijo de Dios es un niño, su madre es una mujer y es objeto de una devoción personal. Cuando la Virgen es llevada en procesión, estamos en un universo visual diferente: no compuesto de patrones abstractos, sino de vida rebosante e irreprimible. Cuando el cristianismo volvió para recuperar España, la excitación de la batalla estaba en la frontera. Aquí, moros y cristianos, y también judíos, se mezclaban y conformaron una extraordinaria cultura, mezcla de diferentes fes. En el año 1085, el centro de esta mezcla de culturas estaba situado en la ciudad de Toledo. Toledo era el puerto intelectual de entrada a la Europa cristiana de todos los clásicos que habían traído consigo los árabes desde Grecia, Oriente Medio y Asia. Para nosotros, Italia es el lugar de alumbramiento del Renacimiento. Pero su concepción se gestaba ya en España en el siglo XII, y está simbolizada y expresada en la famosa escuela de traductores de Toledo, donde los textos antiguos se traducían desde el griego (que Europa había olvidado por completo) al árabe y al hebreo y de estos al latín. En Toledo, entre otros avances intelectuales, se trazaron las primeras tablas astronómicas, una enciclopedia de las posiciones de las estrellas. Las tablas eran cristianas dadas las características

de la ciudad y de la época, pero los números son arábigos, y claramente modernos. El traductor más famoso y más brillante era Gerardo de Cremona, que había venido desde Italia expresamente para encontrar una copia del libro de astronomía de Ptolomeo, el Almagesto, y se quedó en Toledo para traducir a Arquímedes, Hipócrates, Galeno, Euclides..., los clásicos de la ciencia griega. Sin embargo, en mi opinión, el hombre más extraordinario y, a largo plazo, más influyente que fue traducido en Toledo no era griego. Eso es porque estoy interesado en la percepción de los objetos en el espacio. Y ese es un tema en el que los griegos estaban completamente equivocados. Esa materia fue comprendida por primera vez alrededor del año 1000 d.C. por un matemático excéntrico al que llamamos Alhacén, que fue realmente la única mente científica original que produjo la cultura árabe. Los griegos creían que la luz iba dirigida desde los ojos a los objetos. Alhacén reconoció por primera vez que podemos ver los objetos porque cada uno de sus puntos refleja y dirige un rayo de luz hacia nuestros ojos. La teoría de los griegos no podía explicar cómo es posible que un objeto, por ejemplo, mi mano, parece que cambia de tamaño cuando se mueve. En la explicación de Alhacén está claro que el cono que forman los rayos que provienen del contorno y la forma de mi mano se hace más estrecho a medida que alejo mi mano de usted. A medida que acerco mi mano hacia usted, el cono de rayos que penetra en su ojo se hace más grande y delimita un ángulo mayor. Y eso, solo eso, explica la diferencia de tamaño. Es un concepto tan sencillo que es increíble que los científicos no le prestaran la más mínima atención durante seiscientos años (Roger Bacon es una excepción). Pero los artistas sí que le prestaron atención mucho antes, y además de un modo práctico. El concepto del cono de rayos que van de un objeto hasta el ojo fue el fundamento de la perspectiva. Y la perspectiva es la idea nueva que ahora reaviva las matemáticas. El entusiasmo por la perspectiva llegó al arte en el norte de Italia, concretamente en Florencia y Venecia, a lo largo del siglo XV. Hay un manuscrito traducido de óptica de Alhacén en la biblioteca vaticana en Roma en el que hay anotaciones de Lorenzo Ghiberti, autor de las famosas perspectivas en bronce de las puertas del baptisterio de la catedral de Florencia. No fue el primer pionero de la perspectiva —ese honor se lo deberíamos adjudicar a Filippo Brunelleschi— y había los suficientes como para formar una escuela identificable de los «Perspectivi». Era una escuela de pensamiento, ya que su aspiración no era solo

crear figuras realistas, sino crear la sensación de movimiento en el espacio. El movimiento se hace evidente tan pronto como comparamos un trabajo de los Perspectivi con alguno anterior. La pintura de Carpaccio de Santa Úrsula partiendo de un puerto vagamente veneciano fue pintada en 1495. El efecto obvio es dotar al espacio visual de una tercera dimensión, de la misma manera que el oído de esa época percibe una profundidad y una dimensión diferentes en las nuevas armonías de la música europea. Pero el efecto fundamental no es tanto la profundidad como el movimiento. De la misma manera que en la nueva música, la pintura y sus habitantes parecen dotados de movimiento. Tenemos la sensación, por encima de todo, de que el ojo del pintor está en movimiento. Podemos compararlo con un fresco de Florencia pintado cien años antes, alrededor del año 1350 d.C. Es una vista de la ciudad desde las afueras, más allá de las murallas, y da la impresión de que el pintor mira inocentemente por encima de las murallas y los tejados de las casas, como si estuvieran dispuestos en hileras sobre una grada. Pero no se trata de una cuestión de destreza artística; es una cuestión de intención. No hay ninguna intención de perspectiva porque el pintor siente que tiene que retratar las cosas, no como parecen, sino como son: una visión desde los ojos de Dios, un mapa de la verdad eterna.

El pintor que apuesta por la perspectiva tiene una intención bien diferente.

La pintura y sus habitantes parecen dotados de movimiento. Encuentro de los novios de Vittorio Carpaccio, Galería de la Academia, Venecia, 1495.

El pintor que apuesta por la perspectiva tiene una intención bien diferente. Nos aparta deliberadamente de cualquier punto de vista absoluto y abstracto. No retrata tanto un lugar, sino más bien un momento, un momento fugaz: un retrato de un instante en el tiempo más que en el espacio. Todo esto se logró mediante métodos exactos y matemáticos. El método fue documentado cuidadosamente por el artista alemán Alberto Durero, que viajó a Italia en el año 1506 para aprender «el secreto arte de la perspectiva». Está claro que Durero retrató un instante en el tiempo; y si recreamos su escena, vemos al artista escogiendo el momento dramático concreto. En su recorrido visual alrededor de la modelo podría haberse parado al principio. O podría haberse movido, y congelar esa visión en un momento posterior. Pero escogió abrir los ojos, y al igual que una cámara fotográfica, dibujar a la modelo en el momento claramente más impactante, cuando la ve de cara. La perspectiva no es un punto de vista; para el pintor es una operación activa y continua.

El buey y el asno, el rubor juvenil en la mejilla de la Virgen.

Adoración de los Magos, de Durero. Uffizi, Florencia (detalle).

En los primeros cuadros dibujados con perspectiva era costumbre usar una mirilla y una rejilla que ayudasen a capturar el instante visual. La especie de mirilla desde la que se observaba la escena tiene su origen en la astronomía, y el papel cuadriculado en el que se dibujaba la escena es ahora de uso común en matemáticas. Todos los detalles naturales con los que Durero nos deleita son expresiones de la dinámica del tiempo: el buey y el asno, el rubor juvenil en la mejilla de la Virgen. El cuadro es la Adoración de los Magos. Los tres sabios de Oriente han encontrado su estrella; y lo que anuncia es el nacimiento del tiempo.

El cáliz que hay en el centro del cuadro de Durero se ha usado como modelo en la enseñanza de la perspectiva. Por ejemplo, tenemos el análisis que hizo Uccello del cáliz en cuestión; podemos hacerlo girar en el ordenador tal como hizo el artista de la perspectiva. Su ojo funcionó a modo de plataforma giratoria para seguir y explorar la forma de la figura en su giro, la elongación de los círculos en elipses, y para capturar el instante temporal como un trazo en el espacio.

Un instante en el tiempo como un trazo en el espacio. Análisis de la perspectiva de un cáliz, por Paolo Uccello.

Para las mentes griegas e islámicas, analizar el movimiento cambiante de un objeto, tal como ahora podemos hacer en el ordenador, era algo bastante extraño. Para ellos la observación se centraba en aquello que era invariable y estático, un mundo atemporal de un orden perfecto. Creían que la forma perfecta era el círculo, el movimiento debe avanzar suave y uniformemente en círculos; esa era la armonía de las esferas. Esa es la razón por la que el sistema ptolemaico se erigió sobre esferas, por las cuales el tiempo pasaba uniforme e imperturbablemente. Pero los movimientos en el mundo real no son uniformes. Cambian de dirección y de velocidad a cada instante, y no pueden analizarse hasta que no se inventen unas matemáticas en las que el tiempo sea una variable. Ese es un problema teórico en los cielos, pero es un problema práctico e inmediato en la tierra: en el vuelo de un proyectil, en el crecimiento acelerado de una planta, en la simple salpicadura de una gota de líquido que va sufriendo cambios abruptos de forma y dirección. El Renacimiento no tenía el equipamiento teórico para poder parar una imagen instante a instante. Pero sí que tenían el equipamiento intelectual: el ojo interno del pintor y la lógica del matemático. Fue de esta manera como Johannes Kepler se convenció después del año 1600 de que el movimiento de un planeta ni es circular ni es uniforme. Es una elipse a lo largo de la cual se mueve el planeta con una velocidad variable. Eso significa que las viejas matemáticas de modelos estáticos no iban a ser suficientes, ni las matemáticas ni el movimiento uniforme. Se necesitaban unas nuevas matemáticas para definir y operar con el movimiento instantáneo.

Las matemáticas del movimiento instantáneo fueron inventadas por dos mentes magníficas de finales del siglo XVII —Isaac Newton y Gottfried Wilhelm Leibniz. En la actualidad nos es tan familiar que pensamos que el tiempo es un

elemento natural en la descripción de la naturaleza; pero no siempre fue así. Fueron ellos los que trajeron la idea de la tangente, la idea de la aceleración la idea de la inclinación, la idea del infinitesimal, o la del diferencial. Existe una palabra que ya ha sido olvidada pero que es el mejor nombre para ese flujo del tiempo que Newton detuvo: fluxiones era el nombre que dio Newton para lo que habitualmente llamamos (después de Leibniz) el cálculo diferencial. Pensar en él simplemente como en una técnica mucho más avanzada es pasar por alto su contenido auténtico. En él, las matemáticas se convierten en una forma dinámica de pensamiento, y ese constituye un enorme paso mental en el ascenso del hombre. El concepto técnico que hace que funcione es, aunque parezca mentira, el concepto de paso infinitesimal; y el avance intelectual consistió en dotarlo de un significado riguroso. Pero dejemos el concepto técnico a los profesionales, y conformémonos con considerarlas como las matemáticas del cambio. Las leyes de la naturaleza siempre han estado compuestas de números, desde que Pitágoras afirmó que ese era el lenguaje de la naturaleza. Pero ahora el lenguaje de la naturaleza tiene que incluir números que describan el tiempo. Las leyes de la naturaleza se transforman en leyes del movimiento, y la naturaleza misma se transforma no en una serie de imágenes estáticas, sino en un proceso dinámico.

El ritual maya estaba obsesionado con el paso del tiempo, y esta preocupación formal dominó su astronomía.

Pieza del altar Q, Copán, conmemorando la reunión de los astrónomos mayas para corregir el desfase de sus dos calendarios. La parte superior está tallada con glifos que muestran las nuevas lunas del siglo VIII d.C. La fecha de la reunión aparece entre las cabezas de los astrónomos situados en los laterales de las piedras.

06

El mensajero sideral

La primera ciencia, según el concepto moderno de la palabra, que creció en la civilización mediterránea, fue la astronomía. Es algo bastante natural llegar a la astronomía desde las matemáticas; después de todo, la astronomía se desarrolló primero, y llegó a ser un modelo para todas las demás ciencias, únicamente porque se podía expresar con números exactos. No es fruto de mi idiosincrasia. Lo que sí lo es, es empezar a contar el drama de la primera ciencia mediterránea en el Nuevo Mundo. Los rudimentos de la astronomía existen en todas las culturas, y evidentemente tenían su importancia entre las preocupaciones de los primeros pueblos a lo largo y ancho de este mundo. Una razón está bastante clara. La astronomía es el conocimiento que nos guía a través del ciclo de las estaciones; por ejemplo, por el movimiento aparente del sol. De esta forma nos permite fijar el momento adecuado para sembrar plantas, para cosechar, para mover los rebaños, etc. Por lo tanto, todas las culturas sedentarias tienen un calendario que guía sus planes, y eso era tan cierto en el Nuevo Mundo como en las cuencas de los ríos de Babilonia y Egipto. Un ejemplo es la civilización de los mayas, que floreció antes del año 1000 d.C. en el istmo de América entre los océanos Atlántico y Pacífico. Merece ser considerada la cultura que más lejos llegó de entre todas las americanas; tenían un lenguaje escrito, destreza en ingeniería, y poseían artes originales. Los complejos de los templos mayas, con sus empinadas pirámides, alojaron a muchos astrónomos, y tenemos retratos de un grupo de ellos en una gran piedra de un altar que ha sobrevivido hasta nuestros días. El altar conmemora un antiguo congreso astronómico que tuvo lugar en el año 776 d.C. Dieciséis matemáticos llegaron hasta este famoso centro de la ciencia maya, la ciudad sagrada de Copán, en Centroamérica.

Los mayas tenían un sistema aritmético que estaba a años luz del europeo; por ejemplo, tenían un símbolo para el cero. Eran buenos matemáticos; a pesar de eso, no trazaron mapas del movimiento de las estrellas, solo los más sencillos. En su lugar, su ritual estaba obsesionado con el paso del tiempo, y esta preocupación formal dominó su astronomía e inspiró sus poemas y leyendas. Cuando tuvo lugar la gran reunión en Copán, los sacerdotes astrónomos mayas estaban en dificultades. Podríamos suponer que la dificultad que obligó a llamar a consulta a delegados instruidos de muchos centros era algún problema real en sus observaciones. Pero estaríamos equivocados. El congreso se reunió para resolver un problema aritmético de computación que preocupaba constantemente a los guardianes mayas del calendario. Llevaban dos calendarios, uno sagrado y otro profano, que nunca estaban sincronizados mucho tiempo, e intentaban ingenuamente detener el desfase existente entre ambos. Los astrónomos mayas tenían solo reglas sencillas para el movimiento de los planetas en los cielos, y no tenían ninguna idea de su funcionamiento. La idea que tenían de la astronomía era meramente formal, una herramienta para poder mantener correctamente sus calendarios. Eso era todo lo que se había hecho en el año 776 d.C. cuando los delegados posaron orgullosamente para sus retratos.

El asunto es que la astronomía no se detiene en el calendario. Hay otro uso que se le dio entre esos primeros pueblos que, sin embargo, no era universal. Los movimientos de las estrellas en el cielo nocturno sirven de guía al viajero, y particularmente al viajero marítimo que no tiene ningún paisaje con el que orientarse. Eso es lo que significaba la astronomía para los navegantes del Mediterráneo en el Viejo Mundo. Pero hasta donde sabemos, los pueblos del Nuevo Mundo no usaron la astronomía como una guía científica para los viajes terrestres y oceánicos. Y sin la astronomía es realmente imposible orientarse a lo largo de grandes distancias, o incluso desarrollar una teoría sobre la forma del planeta y del mar y la tierra que lo forman. Colón trabajaba con una astronomía antigua y, para nosotros, muy simple, cuando zarpó hacia el otro lado del mundo; por ejemplo, creía que la tierra era mucho más pequeña de lo que es en realidad. Y aun así, Colón encontró el Nuevo Mundo. No puede ser casual que el Nuevo Mundo nunca pensara que la tierra es redonda y que podía ir en busca del Viejo Mundo. Fue el Viejo Mundo el que zarpó y circunnavegó la tierra para descubrir el Nuevo Mundo.

La astronomía no es el ápice de la ciencia o de la innovación. Pero sí que es una prueba de la clase de temperamento y de la clase de mente que sustenta a una cultura. Los marineros del Mediterráneo ya desde los tiempos de los griegos tenían una curiosidad que combinaba la aventura con la lógica —lo empírico con lo racional— en un modelo único de investigación. El Nuevo Mundo carecía por completo de él. Entonces, ¿el Nuevo Mundo no inventó nada de nada? Claro que sí. Hasta una cultura tan sencilla como la de la isla de Pascua realizó una invención formidable: esculpir unas estatuas enormes y uniformes. No hay nada en el mundo que se les asemeje, y la gente formula, como es habitual, toda una clase de preguntas marginales e irrelevantes sobre el tema. ¿Por qué las hicieron de este modo? ¿Cómo las transportaron? ¿Cómo llegaron a los lugares donde están actualmente? Pero ese no es el problema importante. Stonehenge, creado por una civilización mucho más temprana, supuso una dificultad mayor para levantarlo; y lo mismo pasa con Avebury y con muchos otros monumentos. No, las culturas primitivas han sabido abrirse camino lentamente para llevar a cabo estas enormes empresas comunitarias. La pregunta crítica que nos hemos de hacer acerca de estas estatuas es: ¿por qué las hicieron todas similares? Las ves allí sentadas, como Diógenes en sus barriles, mirando hacia el cielo con los ojos vacíos, observando cómo se mueven el sol y las estrellas por encima de ellas sin ni siquiera intentar comprenderlo. Cuando los holandeses descubrieron la isla el Domingo de Pascua de 1722, dijeron que tenía todos los ingredientes de un paraíso terrenal. Pero no lo es. Un paraíso terrenal no está hecho de repeticiones vacías como estas, como si fueran animales enjaulados que van de lado a lado de la jaula sin parar, y haciendo siempre las mismas cosas. Estas caras congeladas, estos fotogramas congelados de una película en decadencia, retratan una civilización que fracasó a la hora de dar el primer paso en el ascenso del conocimiento racional. Ese es el fallo de las culturas del Nuevo Mundo, muriendo en su glaciación simbólica.

Un paraíso terrenal no está hecho de repeticiones vacías. Fila de estatuas en la isla de Pascua.

La isla de Pascua está a algo más de mil seiscientos kilómetros de la isla habitada más cercana, que es la isla de Pitcairn, hacia el oeste. Está a unos dos mil quinientos kilómetros de las siguientes, que son las islas de Juan Fernández hacia el este, donde Alexander Selkirk, el auténtico Robinson Crusoe, quedó aislado en 1704. No se puede navegar a través de distancias como esas a no ser que dispongas de un buen modelo de los cielos o conozcas las posiciones de las estrellas, mediante las cuales podrás orientarte. Mucha gente suele preguntarse cómo llegó la gente a la isla de Pascua. Llegaron de forma accidental, eso es incuestionable. La pregunta que nos hacemos es: ¿por qué no pudieron irse? Y no pudieron irse porque carecían del conocimiento sobre el movimiento de las estrellas mediante el cual trazar su ruta. ¿Por qué no? Una razón obvia es que en el cielo del hemisferio sur no hay Estrella Polar. Sabemos que es muy importante porque, por ejemplo, juega un papel en la migración de las aves, que encuentran su camino gracias a esta estrella. Puede que esa sea la razón por la cual la migración de muchas aves tiene lugar en el hemisferio norte y no en el sur. La ausencia de una Estrella Polar puede que sea importante en el hemisferio sur, pero no en todo el Nuevo Mundo. Porque hay casos como el de Centroamérica, México y muchos otros lugares, que no tenían astronomía aunque están al norte del ecuador. ¿Qué es lo que falló en esos lugares? Nadie lo sabe con certeza. Creo que les faltó esa imagen dinámica que puso en marcha al Viejo Mundo: la rueda. La rueda era solo un juguete en el Nuevo Mundo. Pero en el Viejo Mundo era la gran imagen de la poesía y de la ciencia; todo se fundamentaba en ella. Esa sensación de los cielos moviéndose alrededor de su eje inspiró a Cristóbal Colón cuando zarpó en 1492, y el centro era la tierra redonda. Esa imagen le llegó de los griegos, que creían que las estrellas estaban fijas en unas esferas que producían música cuando giraban. Ruedas dentro de ruedas. Ese era el sistema

de Ptolomeo que funcionó durante más de un milenio.

Más de cien años antes de que zarpara Cristóbal Colón, el Viejo Mundo había sido capaz de elaborar un magnífico mecanismo de relojería que reproducía el movimiento de los planetas en el cielo estrellado. Fue fabricado por Giovanni Dondi en Padua, alrededor del año 1350. Tardó dieciséis años, y es una pena que el original no sobreviviera. La buena noticia es que fue posible construir un duplicado a partir de sus dibujos, y el Instituto Smithsoniano de Washington guarda ese maravilloso modelo de la astronomía clásica que diseñó Giovanni Dondi.

Magnífico mecanismo de relojería que reproducía el movimiento de los planetas en el cielo estrellado. Reconstrucción del reloj astronómico de Giovanni Dondi de Padua.

Pero mucho más importante que la maravilla mecánica es la concepción intelectual, que culminó una idea ya iniciada por Aristóteles, Ptolomeo y los griegos. El reloj de Dondi es una imagen de cómo veían los cielos desde la tierra. Desde la tierra se ven siete planetas —o eso se creía en aquella época, ya que contaban el sol como otro planeta más que giraba alrededor de la tierra—. Por lo que el reloj tiene siete caras o esferas, y en cada una de ellas va un planeta. La órbita que sigue en su esfera es (aproximadamente) la órbita que observamos que sigue el planeta vista desde la tierra —el reloj es tan exacto como lo era la observación que se hizo de los cielos cuando se fabricó—. Allá donde la órbita parece circular vista desde la tierra, es circular en la esfera del reloj; esa era la parte fácil. Pero donde la órbita del planeta hacía un giro invertido sobre sí mismo visto desde la tierra, el reloj de Dondi tenía una combinación mecánica de ruedas que imitaban esos epiciclos (es decir, el giro de círculos sobre círculos) mediante los cuales Ptolomeo describió esos movimientos. Primero, entonces, el Sol: una órbita circular, que es lo que creían entonces. La siguiente esfera es la de Marte: su movimiento está impulsado por una rueda dentro de otra rueda. Luego Júpiter: más ruedas complejas dentro de más ruedas. Después Saturno: ruedas dentro de ruedas. A continuación llegamos a la Luna: su esfera es sencilla, ya que en este caso sí que es cierto que es un planeta de la tierra, y su órbita se muestra como circular. Y por último llegamos a los dos planetas que están entre nosotros y el Sol; es decir, Mercurio y, finalmente, Venus. Y de nuevo se repite el mismo esquema: la rueda que lleva a Venus gira dentro de otra hipotética rueda más grande. Es una concepción intelectual maravillosa: muy compleja; pero lo que la hace aún más maravillosa es que en el año 150 d.C., no mucho después del nacimiento de Cristo, los griegos fueran capaces de concebir y de expresar con matemáticas esta soberbia construcción. Entonces, ¿qué es lo que hay de malo en

todo esto? Solo una cosa: que hay siete esferas para los cielos, y los cielos deberían funcionar con un solo mecanismo, no con siete. Pero ese mecanismo no fue descubierto hasta que Copérnico colocó el sol en el centro de los cielos en el año 1543.

Copérnico colocó el Sol en el centro de los cielos en el año 1543. Nicolás Copérnico de joven en Toruń (Polonia).

Nicolás Copérnico fue un clérigo distinguido y un intelectual humanista nacido en Polonia en el año 1473. Estudió leyes y medicina en Italia; asesoró a su gobierno en la reforma monetaria que llevó a cabo, y el papa pidió su ayuda para la reforma del calendario. Durante al menos veinte de años de su vida, se comprometió con el estudio de la proposición moderna que postulaba que la naturaleza debe ser sencilla. ¿Por qué las órbitas de los planetas eran tan complicadas? Porque, decía Copérnico, las observamos desde un lugar que creemos que está quieto, la Tierra. Del mismo modo que los pioneros de la perspectiva, Copérnico se preguntó: ¿por qué no los miramos desde otro lugar? Había buenas razones renacentistas, más emocionales que intelectuales, que le llevaron a escoger el dorado sol como ese otro lugar desde donde mirar.

En el centro de todo se aposenta el sol entronado. Pues ¿quién en este bellísimo templo pondría esta lámpara en otro lugar mejor, desde el que se pudiera alumbrar todo? Se le llama con propiedad la Lámpara, la Mente, la Regla del Universo: Hermes Trismegisto lo llama el Dios Visible, en Electra, Sófocles lo llama el que todo lo ve. Así que el Sol se sienta sobre su trono real, gobernando a sus hijos, los planetas, que giran a su alrededor.

Sabemos que Copérnico llevaba pensando desde hacía mucho tiempo colocar el sol en el centro del sistema planetario. Debió de escribir el primer intento de esbozo no matemático de su diseño antes de cumplir los cuarenta. Sin embargo, esta no era una propuesta que se pudiera hacer a la ligera en una época de tanta agitación religiosa. En 1543, cerca ya de los setenta años, Copérnico ya estaba preparado para publicar su descripción matemática de los cielos, a la que llamó De revolutionibus orbium coelestium, Sobre las revoluciones de las esferas celestes, como un sistema único que se mueve alrededor del sol. (La palabra

«revolución» tiene un matiz que no es del todo astronómico, y no es por casualidad. Es fruto del tiempo en que vivió y del tema que trataba). Copérnico falleció ese mismo año. Se cuenta que solo pudo ver una copia de su libro, cuando se la pusieron en sus manos en su lecho de muerte.

Dos páginas de «De revolutionibus orbium coelestium».

El Renacimiento llegó a todas las disciplinas —la religión, el arte, la literatura, la música, la ciencia matemática— y supuso un choque frontal contra el sistema medieval en todo su conjunto. Para nosotros, el lugar de la mecánica de Aristóteles y la astronomía de Ptolomeo en el sistema medieval nos parece meramente incidental. Pero para los contemporáneos de Copérnico, representaba el orden natural y visible del mundo. La rueda como representación del ideal griego del movimiento perfecto se había convertido en un dios petrificado, tan rígido como el calendario maya o las figuras esculpidas en la isla de Pascua. El sistema de Copérnico parecía antinatural en su época, aunque se creyera que los planetas orbitaban en círculos. (Fue un joven, Johannes Kepler, quien, trabajando más tarde en Praga, demostró que las órbitas son realmente elípticas). No era eso lo que le preocupaba al hombre de la calle, o en el púlpito. Estaban convencidos de la existencia de la rueda de los cielos: las huestes de los cielos debían marchar alrededor de la tierra. Se había convertido en un axioma, como si la iglesia hubiera decidido que el sistema de Ptolomeo fue ideado no por un griego del este, sino por el Todopoderoso mismo. Está muy claro que el asunto no era una cuestión de doctrina, sino de autoridad. No se volvió a reflexionar sobre el tema hasta al cabo de setenta años, en Venecia.

En el año 1564 nacieron dos grandes hombres; uno fue William Shakespeare en Inglaterra, el otro fue Galileo Galilei en Italia. Cuando Shakespeare escribe acerca del drama del poder en su propia época, sitúa dos veces el drama en la república de Venecia: una en El mercader de Venecia, y otra en Otelo. Eso es porque en el año 1600 el Mediterráneo seguía siendo el centro del mundo, y Venecia era el centro del Mediterráneo. Aquí venían hombres ambiciosos de todas partes para trabajar, porque aquí podían ser libres a la hora de ejercer su trabajo, sin restricciones: mercaderes, aventureros e intelectuales, una pléyade de artistas y artesanos copaban estas calles, igual que pasa ahora. Los venecianos tienen la reputación de ser un pueblo secreto y taimado. Venecia era, como diríamos ahora, un puerto libre, y en él flotaba esa especie de aire

conspiratorio que flota sobre ciudades neutrales como Lisboa o Tánger. Fue en Venecia donde un falso mecenas atrapó a Giordano Bruno en 1592 y lo entregó a la Inquisición, que lo quemó en Roma ocho años después. Desde luego, los venecianos eran un pueblo práctico. Galileo había hecho muchos trabajos de ciencia fundamental en Pisa. Pero lo que atrajo a los venecianos para contratarlo como profesor de matemáticas en Padua sospecho que fue su talento para los inventos prácticos. Algunos de ellos aún sobreviven en la colección de la Accademia del Cimento en Florencia, y se trata de unos inventos concebidos y ejecutados con exquisitez. Hay un aparato de vidrio retorcido para medir la expansión de los líquidos, algo así como un termómetro; y una delicada balanza hidrostática para determinar la densidad de objetos preciosos, basándose en el principio de Arquímedes. Y hay algo a lo que Galileo, que tenía un don especial a la hora de saber venderse, llamó «brújula militar», aunque se trata realmente de un instrumento de cálculo no muy diferente de cualquier regla de cálculo moderna. Galileo la fabricó y la vendió en su propio taller. Escribió un manual para su «brújula militar» y lo editó en su propia casa; fue uno de los primeros trabajos de Galileo que se imprimieron. Esta era la ciencia sensata, comercial, que los venecianos admiraban. Por lo tanto, no ha de sorprender a nadie que más tarde, en 1608, algunos fabricantes de lentes de Flandes que inventaron una versión primitiva de un catalejo, vinieran a intentar venderlo a la República de Venecia. Pero, por supuesto, la república tenía a su servicio, en la persona de Galileo, a un científico y matemático inmensamente más poderoso que cualquier otro del norte de Europa —y también mejor publicista, que, cuando fabricó un telescopio, reunió a todo el senado veneciano en la azotea del campanile de San Marcos para demostrarles cómo funcionaba. Galileo era un hombre de baja estatura, robusto, pelirrojo y muy activo, que tenía más hijos de los que debería tener un hombre soltero. Tenía cuarenta y cinco años cuando le llegaron las noticias de la nueva invención flamenca, y fue como una descarga eléctrica para él. Pensó en una sola noche el diseño de un instrumento tan bueno como ese, y consiguió uno con tres aumentos, que viene a ser algo superior al aumento que se consigue con unos binoculares. Pero antes de subir al campanile para hacer su demostración, incrementó el alcance hasta llegar a entre ocho y diez aumentos, y fue entonces cuando ya se puede decir que disponía de un auténtico telescopio. Con un aparato como ese, desde la azotea del campanile, donde el horizonte está a unos treinta kilómetros, no solo puedes

visualizar un barco que esté en el mar, puedes identificarlo cuando ya lleve dos horas navegando, e incluso con más distancia. Y eso significaba mucho dinero para los comerciantes del Rialto.

Galileo era un hombre de baja estatura, robusto, pelirrojo y muy activo. Retrato de Galileo Galilei dibujado ocho años antes de celebrarse su juicio, pintado por Octavio Leoni.

Galileo describió esos hechos a su cuñado en una carta que tiene fecha del 20 de agosto de 1609:

Debes saber que hace ya casi dos meses que se extendió la idea de que en Flandes le habían presentado al conde Mauricio un catalejo, hecho de tal forma que al mirar a su través, cosas que están distantes parece que están muy cerca, y que se puede distinguir perfectamente a un hombre que esté a tres kilómetros de distancia. Me pareció un efecto tan maravilloso que me puse inmediatamente a pensar sobre ello; y como me pareció que su explicación debía hallarse en la ciencia de la perspectiva, empecé a pensar acerca de su fabricación; y finalmente conseguí fabricar uno de manera tan perfecta que sobrepasaba la reputación del artilugio flamenco. Cuando llegó a Venecia la noticia de que había conseguido fabricar uno, tardé solo seis días en recibir la llamada de la señoría, al que debía enseñar mi invento juntamente con el Senado entero, para gozo infinito de todos ellos; y también estaban presentes numerosos caballeros y senadores que, aunque ya mayores, han subido más de una vez las escalinatas de los campaniles más altos de Venecia para observar a los barcos y veleros navegar tan lejos que, navegando a toda vela hacia puerto, tardaban más de dos horas en poder verlos sin mi catalejo. Porque de hecho, el efecto de este instrumento es representar un objeto que está, por ejemplo, a ochenta kilómetros de distancia, tan grande y tan cercano como si solo estuviera a ocho.

Galileo es el creador del método científico moderno. Y lo creó en los seis meses siguientes a su éxito en el campanile, logro que habría sido suficiente para cualquier otro. Tuvo la ocurrencia de que el artilugio de Flandes podría ser algo más que un instrumento de navegación. Podría ser también un instrumento de

investigación, una idea que era completamente novedosa en esa época. Mejoró la ampliación que conseguía el telescopio hasta llegar a treinta aumentos, y entonces lo dirigió hacia las estrellas. De ese modo, hizo por primera vez lo que pensamos ahora que es el método de actuación de cualquier ciencia práctica: construir el aparato necesario, hacer el experimento y publicar los resultados. Y eso hizo entre septiembre de 1609 y marzo de 1610, cuando publicó en Venecia su espléndido libro Sidereus nuncius, El mensajero sideral, que traía un informe ilustrado de sus observaciones astronómicas recientes. ¿Qué es lo que decía?

He visto estrellas por miríadas, que nunca habían sido vistas hasta ahora, y sobrepasan en más de diez veces en número a las que antes veíamos. Pero lo que, de sobra, causará más asombro, y que, de hecho, me hizo llamar la atención de todos los astrónomos y filósofos es, concretamente, que he descubierto cuatro planetas, ninguno de los cuales ni era conocido ni había sido observado por ningún astrónomo hasta la fecha.

Galileo incrementó la ampliación hasta llegar a entre ocho y diez aumentos, y fue entonces cuando ya se puede decir que disponía de un auténtico telescopio.

Telescopio que fue el que probablemente Galileo enseñó a la señoría en 1609.

Eran los satélites de Júpiter. El mensajero sideral también nos cuenta cómo dirigió su telescopio hacia la misma Luna. Galileo fue el primer hombre que publicó mapas de la luna. Tenemos sus acuarelas originales.

La visión más hermosa y deliciosa es la procedente de la observación del cuerpo de la luna […] Definitivamente, su superficie no es lisa y pulida, sino rugosa e irregular, y al igual que la superficie de la misma tierra, está llena por doquier de protuberancias, abismos profundos y sinuosidades.

El embajador británico en la corte del dogo de Venecia, sir Henry Wotton, informó a sus superiores en Inglaterra el día en que se publicó El mensajero sideral:

El profesor de matemáticas de Padua ha […] descubierto cuatro nuevos planetas que giran alrededor de la esfera de Júpiter, además de toda una serie de estrellas fijas desconocidas; asimismo […] que la luna no es esférica, sino que está dotada de muchas prominencias […]. El autor se lo ha jugado todo para ser excesivamente famoso o excesivamente ridículo. En el próximo barco mandaré a su majestad uno de los instrumentos [ópticos], tal como lo ha fabricado este hombre.

Las noticias eran sensacionales. Se labró una reputación mucho mayor que el triunfo sobre la comunidad comercial. Y a pesar de eso no era del todo bienvenido, porque lo que Galileo vio en el cielo, y reveló a todo aquel que deseara mirar, era que el cielo ptolemaico sencillamente no funcionaba. La poderosa suposición de Copérnico era correcta, y ahora se revelaba a todo el mundo. Y al igual que muchos otros resultados científicos recientes, no satisfizo del todo los prejuicios de las instituciones de su época. Galileo pensaba que todo lo que tenía que hacer era demostrar que Copérnico tenía razón, y entonces todo el mundo escucharía. Ese fue su primer error: el error de ser ingenuo sobre la motivación de la gente, algo que suele ocurrir con los científicos de todas las épocas. También pensó que su reputación era lo suficientemente grande para que pudiera regresar a su Florencia natal, dejar la enseñanza en Padua, que se había convertido en una tarea bastante deprimente y aburrida, y abandonar la protección de esta segura república de Venecia, fundamentalmente anticlerical. Ese fue su segundo error que, a la larga, resultó fatal.

Los éxitos de la Reforma protestante en el siglo XVI obligaron a la Iglesia católica romana a organizar una feroz Contrarreforma. La reacción contra Lutero estaba en pleno apogeo; la lucha en Europa era por la autoridad. En 1618 empezó la guerra de los Treinta Años. En 1622 Roma creó la Sagrada Congregación para la Propagación de la Fe, de donde proviene la palabra actual propaganda. Los católicos y los protestantes estaban enfrascados en lo que ahora llamaríamos una guerra fría, en la cual no se daba cuartel a ningún hombre, grande o pequeño, algo que Galileo desconocía en aquel momento. El juicio era muy sencillo por ambos lados: aquel que no está con nosotros es un hereje. Incluso un intérprete de la fe tan ingenuo como el cardenal Belarmino creía que las especulaciones astronómicas de Giordano Bruno eran intolerables, y lo mandó a morir en la hoguera. La Iglesia ostentaba un enorme poder, y en esa época tan amarga estaba luchando en una cruzada política en la que el fin justificaba todos los medios: la ética del estado policial. Galileo me parece que fue extrañamente inocente en lo que respecta al mundo de la política, y fue aún más inocente al pensar que podía aventajarlos por ser inteligente. Durante más de veinte años avanzó por un camino que conducía inevitablemente a su condena. Costó mucho tiempo debilitarlo; pero no hubo

nunca la menor duda de que Galileo iba a ser silenciado, porque la separación entre él y la autoridad era absoluta. Creían firmemente que la fe prevalecería; y Galileo creía que la verdad persuadiría. Ese choque de principios y, por supuesto, de personalidades se hizo patente en su juicio de 1633. Pero todo juicio político tiene una larga historia oculta de lo que ocurre detrás del telón. Y la historia no contada de lo que pasó antes del juicio permanece bajo llave en los archivos secretos del Vaticano. Entre todos estos pasillos llenos de documentos, hay una modesta caja fuerte donde el Vaticano guarda los que considera documentos cruciales. Aquí está, por ejemplo, la solicitud de divorcio de Enrique VIII —el rechazo del cual trajo la Reforma a Inglaterra, y finalizó su unión con Roma—. El juicio de Giordano Bruno no dejó muchos documentos, ya que la gran mayoría fueron destruidos; pero lo que queda está ahí. Y ahí está el famoso Códice 1181, Proceso contra Galileo Galilei. El juicio fue en 1633. Y el primer detalle que nos llama la atención es que el documento empieza... ¿cuándo? En 1611, el año en que Galileo triunfó en Venecia y Florencia, y mientras tanto en Roma se recopilaba información secreta en contra de Galileo antes de llevarla ante el Santo Oficio de la Inquisición. El testimonio que aparece en el primer documento, no en este archivo, es que el cardenal Belarmino alentó acusaciones contra él. Los informes archivados tienen fecha de 1613, 1614 y 1615. Para entonces, el mismo Galileo se alarmó. Sin tener invitación, se presentó en Roma para intentar persuadir a los amigos que aún tenía entre los cardenales para que no prohibieran el sistema copernicano del mundo. Pero era demasiado tarde. En febrero de 1616, estas son las palabras oficiales tal como aparecen en el borrador del códice, traducidas libremente:

Proposiciones que tienen que prohibirse: que el sol es inamovible en el centro de los cielos; que la tierra no está situada en el centro de los cielos, y que no es inamovible, pero que se mueve siguiendo un movimiento doble.

Parece que Galileo pudo evitar una censura severa contra él. Sin embargo, fue llamado ante el gran cardenal Belarmino para convencerle (y se le comunica en una carta del propio cardenal) de que no debía mantener ni defender el sistema copernicano del mundo; pero ahí finaliza el documento. Desafortunadamente, hay allí, en el registro, un documento que va mucho más allá, y que fue vital para el juicio. Pero eso ocurrió diecisiete años más adelante. Mientras tanto, Galileo regresa a Florencia y se da cuenta de dos cosas. Una, de que el momento para defender a Copérnico en público todavía no ha llegado. Y la segunda, que cree que ese momento llegará. Respecto a la primera cuestión, está en lo cierto. Respecto a la segunda, no. Sin embargo, Galileo decide esperar el momento oportuno, ¿hasta cuándo? Hasta que un cardenal intelectual fuera elegido papa: Maffeo Barberini.

Eso ocurrió en 1623, cuando Maffeo Barberini se convirtió en el papa Urbano VIII. El nuevo papa era un amante de las artes. Le encantaba la música; encargó al compositor Gregorio Allegri escribir un miserere para nueve voces, que estuvo mucho tiempo reservado exclusivamente para el Vaticano. Al nuevo papa le encantaba la arquitectura. Quería hacer de San Pedro el centro de Roma. Puso al escultor y arquitecto Gian Lorenzo Bernini al mando para completar el interior de San Pedro, y Bernini diseñó con mucha audacia un enorme baldaquino (el dosel sobre el trono papal), que es la única incorporación digna del diseño original de Miguel Ángel. En sus años de juventud, el papa intelectual también había escrito poemas, uno de los cuales era un soneto de alabanza a los escritos astronómicos de Galileo. El papa Urbano VIII se creía él mismo un innovador. Era de mente segura e impaciente:

¡Sé más que todos los cardenales juntos! La sentencia de un papa vivo es mejor que todos los decretos de cien papas muertos,

dijo imperiosamente. Pero, de hecho, Barberini como papa resultó ser auténticamente barroco: nepotista generoso, extravagante, dominante, preocupado por sus planes, y hacía oídos sordos a cualquier idea de los demás. Incluso hizo matar a todos los pájaros de los jardines del Vaticano porque le molestaban. Galileo vino a Roma en 1624 cargado de optimismo, y tuvo seis largas charlas en los jardines con el papa recién elegido. Tenía la esperanza de que el papa intelectual anularía, o al menos ignoraría, la prohibición de 1616 del esquema del mundo de Copérnico. Resultó que Urbano VIII ni siquiera lo consideró. Pero Galileo aún esperaba —y los funcionarios de la corte papal igualmente esperaban— que Urbano VIII permitiera que las nuevas ideas científicas penetraran lentamente en la Iglesia hasta que, sin apenas darse cuenta, reemplazaran a las viejas. Después de todo, así es como primero se introdujeron en la doctrina cristiana las ideas paganas de Ptolomeo y Aristóteles. Así que Galileo fue a Roma creyendo que el papa estaría de su lado, dentro de los límites exigidos por su cargo, hasta que llegara el momento de dar testimonio en el juicio. Resultó que en eso Galileo estaba profundamente equivocado. Las opiniones habían sido intelectualmente irreconciliables desde el principio. Galileo siempre había mantenido que la prueba definitiva de una teoría se debía encontrar en la naturaleza.

Creo que a la hora de discutir sobre problemas físicos deberíamos empezar no por la autoridad de los pasajes bíblicos, sino por la experiencia de los sentidos y de las demostraciones necesarias […] Dios no se manifiesta de manera menos excelente en las acciones de la naturaleza que en las declaraciones sagradas de la Biblia.

Urbano VIII objetó que no puede haber una prueba definitiva del diseño de Dios, e instó a Galileo a que así lo dijera en su libro.

Sería un atrevimiento extravagante para cualquiera el pretender limitar y confinar el poder y la sabiduría divinos a una conjetura de su invención.

Esta condición impuesta era de especial interés para el papa. De hecho, fue el bloqueo que impidió a Galileo sacar cualquier conclusión definitiva (incluso la conclusión negativa de que Ptolomeo estaba equivocado), porque infringiría el derecho de Dios a hacer funcionar el universo de forma milagrosa, más que debido al conjunto de leyes naturales. La comprobación vendría en 1632 cuando Galileo imprimió finalmente su libro, Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo. Urbano VIII estaba indignado.

Vuestro Galileo se ha aventurado a inmiscuirse en cosas en las que no debería y en los más graves y peligrosos asuntos que puedan agitarse en estos días.

Esto escribió al embajador toscano el 4 de septiembre de ese año. En ese mismo mes llegó la funesta orden:

Su Santidad encarga al Inquisidor de Florencia que informe a Galileo, en nombre del Santo Oficio, de que debe presentarse tan pronto como le sea posible en el curso del mes de octubre en Roma ante el Comisario General del Santo Oficio.

El papa, el amigo Maffeo Barberini, Urbano VIII, le había entregado personalmente al Santo Oficio de la Inquisición, cuyo proceso era ya irreversible.

El claustro dominico de Santa María Sopra Minerva era donde la Sagrada Congregación de la Romana y Universal Inquisición procedía contra aquellos cuya lealtad estaba cuestionada. Había sido creada por el papa Pablo III en 1542 para cortar de raíz la propagación de las doctrinas reformistas, y fue

especialmente constituido «contra la corrupción herética a lo largo y ancho de toda la cristiandad». Después de 1571 también se le concedió el poder para juzgar la doctrina escrita, y para ello se instituyó el Índice de Libros Prohibidos. Las reglas del procedimiento eran estrictas y precisas. Se formalizaron en 1588 y no eran, por supuesto, las reglas de una corte de justicia. El prisionero no tenía una copia ni de los cargos contra él ni de las pruebas existentes; y no tenía derecho a un abogado para su defensa. Había diez jueces en el juicio a Galileo: todos cardenales y todos dominicos. Uno de ellos era el hermano del papa y otro era su sobrino. El juicio estaba dirigido por el comisario general de la Inquisición. El salón donde se juzgó a Galileo es ahora parte del Servicio de Correos de Roma, pero sabemos qué aspecto tenía en 1633: la sala de reuniones de una comisión fantasmal en un club para caballeros. También sabemos con exactitud los pasos que dio Galileo para llegar hasta esta difícil posición en la que ahora se encontraba. Empezaron en esos paseos por el jardín con el nuevo papa en 1624. Estaba claro que el papa no permitiría que la doctrina copernicana fuera reconocida abiertamente. Pero había otra forma, y al año siguiente Galileo empezó a escribir, en italiano, el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, en el que un interlocutor pone objeciones a la teoría, y los otros dos interlocutores, que eran bastante más inteligentes, le responden. Porque, desde luego, la teoría de Copérnico no es obvia. No está claro cómo la tierra puede vagar alrededor del sol una vez por año, o girar sobre su propio eje una vez al día, y que nosotros no salgamos despedidos. No está claro cómo es posible tirar un objeto desde lo alto de una torre y que este caiga verticalmente hacia una tierra que está girando sobre sí misma. A todas estas objeciones Galileo respondía, por así decirlo, en nombre de Copérnico, que ya hacía un tiempo que había fallecido. No hemos de olvidar nunca que Galileo desafió a la institución religiosa en 1616 y en 1633 defendiendo una teoría que no era suya, sino la de un hombre que había fallecido, porque creía que era verdadera. Pero lo que sí puso Galileo en el libro es ese sentimiento que nos produce toda su ciencia desde que, siendo un joven pisano, se tomó el pulso y se fijó en un péndulo. Es el sentimiento de que las leyes que funcionan aquí, en la tierra, alcanzan el universo y desgarran las esferas cristalinas. Galileo afirma que las fuerzas que operan en el cielo son de la misma clase que las que operan en la

tierra; por lo tanto, los experimentos mecánicos que ejecutamos aquí nos pueden dar información acerca de las estrellas. Dirigiendo su telescopio hacia la luna, hacia Júpiter y hacia las manchas solares, puso final a la creencia clásica de que los cielos eran perfectos e inmutables, y que solo la tierra estaba sometida a leyes cambiantes.

Había diez jueces. Uno de ellos era el hermano del papa y otro era su sobrino. Aguada de Urbano VIII dando la bendición. Su hermano Antonio le sujeta la vela. El tercer cardenal es su sobrino Francisco, que se abstuvo de votar en el juicio de Galileo.

Finalizó el libro en 1630, pero no fue fácil para Galileo obtener el permiso necesario para publicarlo. Los censores sentían cierta empatía hacia Galileo, pero enseguida fue evidente que había fuerzas poderosas en contra de la publicación del libro. Sin embargo, Galileo contó al final con el visto bueno de no menos de cuatro imprimátur,[3] y al principio de 1632 se publicó el libro en Florencia. Fue un éxito inmediato, y para Galileo un inmediato desastre. Casi de repente, llegó la orden de Roma: que pararan las imprentas. Que se recompraran todos los ejemplares, que por entonces ya se habían agotado. Y Galileo debía venir a Roma para responder por ello. Y nada que pudiera decir haría que cambiasen de opinión: su edad (por entonces estaba cerca de los setenta años), su enfermedad (que era real), el patrocinio del gran duque de la Toscana; nada de todo esto sirvió para evitar el viaje. Debía acudir a Roma. Estaba claro que el papa se sentía profundamente ofendido por el libro. Había encontrado al menos un pasaje en el que había insistido mucho, y que en el libro aparece en boca de un personaje que daba la impresión de ser un mentecato. La comisión preparatoria del juicio lo deja bien claro: que la condición que había sido impuesta por orden del papa había sido expresada «in bocca di un sciocco» (en boca de un estúpido) —el defensor de la tradición al que Galileo llamó «Simplicio». Puede que el papa creyera que Simplicio era una caricatura de él mismo; desde luego se sintió insultado. Creía que Galileo le había embaucado, y que sus propios censores le habían abandonado. Así pues, el 12 de abril de 1633, trajeron a Galileo a la habitación donde ahora me encuentro, se sentó ante la mesa que tengo frente a mí, y respondió las preguntas del inquisidor. Las preguntas iban dirigidas con cortesía de acuerdo a la atmósfera intelectual que reinaba en los juicios de la Inquisición —en latín, y en tercera persona—. ¿Cómo le trajeron a Roma? ¿Es este su libro? Galileo

esperaba que le hicieran todas esas preguntas, y esperaba poder defender el libro. Y entonces vino una pregunta que no esperaba.

Inquisidor: ¿Estaba él en Roma, concretamente en el año 1616, y con qué propósito? Galileo: Estaba en Roma en el año 1616 porque, al llegar a mis oídos que había dudas acerca de las opiniones de Nicolás Copérnico, vine para comprobar qué opiniones se podían sostener. Inquisidor: Dejad que él diga qué se decidió entonces y qué se le dio a conocer. Galileo: En el mes de febrero de 1616, el cardenal Belarmino me dijo que mantener la opinión de Copérnico como hecho comprobado era contrario a las Sagradas Escrituras. Por lo tanto, no podían ni ser mantenidas ni defendidas; pero se podían utilizar como hipótesis. Como comprobación de esto, tengo un certificado del cardenal Belarmino, fechado el 26 de mayo de 1616. Inquisidor: ¿Hubo en ese tiempo alguna otra persona que le diera a él otro precepto? Galileo: No recuerdo que se me dijera o se me exigiera nada más. Inquisidor: Si se le manifestó, en presencia de testigos, la instrucción de que no debía mantener ni defender la susodicha opinión, o enseñarla de cualquier forma, dejemos que él diga qué es lo que recuerda. Galileo: Recuerdo que la orden era que no podía ni mantener ni defender la susodicha opinión. En cuanto a los otros dos detalles, es decir, ni enseñarla, ni considerarla de ninguna de las maneras, no están expresados en el certificado en el que he confiado. Inquisidor: Después del precepto antes mencionado, ¿obtuvo él permiso para escribir el libro? Galileo: No pedí permiso para escribir el libro porque considero que eso no desobedecía la instrucción que se me había dado.

Inquisidor: Cuando él pidió permiso para imprimir el libro, ¿reveló él la orden de la Sagrada Congregación de la que hemos hablado? Galileo: No dije nada cuando pedí permiso para publicar, puesto que en el libro ni mantenía ni defendía la opinión.

Galileo tenía en su posesión un documento firmado que decía que le estaba prohibido únicamente mantener y defender la teoría de Copérnico, lo que venía a decir que lo que tenía prohibido era reconocer que era una materia probada de hecho. Esa prohibición era extensible a todos los católicos de la época. La Inquisición proclama que hay un documento que prohíbe a Galileo, y solo a Galileo, enseñarla de cualquier forma posible; es decir, por medio de una discusión o de una especulación o como una hipótesis. La Inquisición no tenía por qué mostrar dicho documento. No forma parte de las reglas del procedimiento. Pero nosotros sí que tenemos ese documento; está en los archivos secretos, y es a todas luces una falsificación —o, siendo muy benévolos, un borrador de sugerencias surgido de una reunión en la que fue desestimado—. No está firmado por el cardenal Belarmino. No está firmado por los testigos. No está firmado por el notario. No está firmado por Galileo como prueba de haberlo recibido. ¿Tuvo realmente la Inquisición que rebajarse al uso de objeciones legales como «mantener o defender», o «enseñar de cualquier forma posible», en documentos que no se habrían podido sostener ante cualquier juzgado posible? Sí, tuvo que hacerlo. No había nada más que se pudiera hacer. El libro ya había sido publicado; había sido aprobado por varios censores. El papa podía enfadarse con los censores —de hecho, arruinó la carrera de su propio secretario porque había ayudado a Galileo—. Pero había que hacer alguna representación pública para demostrar que el libro tenía que ser condenado (estuvo en el Índice de Libros Prohibidos durante doscientos años) porque Galileo los había engañado. Esa es la razón por la que durante todo el juicio se evitó cualquier cuestión sustancial, ni siquiera sobre el libro de Copérnico, y se empeñaron en hacer juegos malabares con fórmulas y documentos. Galileo debía ser mostrado públicamente como el que había engañado deliberadamente a los censores, y que además había actuado no solo de forma desafiante, sino también deshonesta.

El tribunal no se volvió a reunir; para nuestra sorpresa, el juicio acabó aquí. Es decir, a Galileo le trajeron dos veces más a esta sala y se le permitió testificar en su propia defensa; pero no se le hizo la más mínima pregunta. El veredicto se alcanzó en una reunión de la Congregación del Santo Oficio presidida por el papa, donde se estableció absolutamente todo lo que había que hacer. El científico disidente tenía que ser humillado; la autoridad debía mostrar su fuerza no solo en la acción, sino también en la intención. Galileo tenía que retractarse; y, si era necesario, se le mostrarían los instrumentos de tortura por si fuera preciso su uso. Podemos imaginarnos lo que supuso esa amenaza para alguien que había empezado siendo doctor, leyendo el testimonio de un contemporáneo suyo que, de hecho, había sufrido el potro de tortura y había sobrevivido. Era William Lithgow, un inglés que fue torturado en 1620 por la Inquisición española.

Fui llevado hasta el potro, y luego me subieron en él. Colocaron mis piernas a ambos lados de los tres tablones que conformaban el potro. Me ataron una cuerda en los tobillos. A medida que movían las palancas, la fuerza que ejercían mis rodillas sobre los tablones me rompió los tendones de los muslos, y mis rodillas estallaron. Mis ojos empezaron a parpadear involuntariamente, de mi boca salía espuma, y mis dientes castañeaban como los redobles de un tambor. Mis labios temblaban, mis gritos eran intensos, y sangraba abundantemente por los brazos, por los tendones rotos, por las manos y las rodillas. Cuando me soltaron de estos pináculos del dolor, me tiraron en el suelo mientras imploraban incesantemente: «¡Confiesa! ¡Confiesa!».

Galileo no fue torturado. Solo se le amenazó con esa posibilidad, dos veces. Su imaginación haría el resto. Ese era el objeto del juicio, mostrar a los hombres imaginativos que no eran inmunes a sentir ese miedo primitivo, animal, que era irreversible. Pero Galileo ya había aceptado retractarse.

Yo, Galileo Galilei, hijo del difunto Vincenzo Galilei, florentino, de setenta años de edad, comparezco en persona ante este tribunal, arrodillado ante vos, muy

Eminentes y Reverendos Cardenales, inquisidores generales en toda la República cristiana contra la perversidad herética, teniendo ante mis ojos los sacrosantos Evangelios que toco con mis propias manos, juro que he creído siempre, que creo ahora, y que, con la ayuda de Dios, seguiré creyendo en el futuro, todo lo que por verdadero tiene, predica y enseña la Santa Iglesia Apostólica y Romana. Considerando que este Santo Oficio me había comunicado jurídicamente la orden de abandonar tanto la falsa creencia según la cual el Sol, inmóvil, ocupa el centro del mundo, como que la Tierra, se mueve y ya no sería el centro del universo; y que yo no podía mantener, defender ni enseñar en modo alguno, ni oralmente ni por escrito, la susodicha teoría, y después de que se me notificase que era contraria a las Sagradas Escrituras, escribí e imprimí un libro en el que trato esa misma doctrina ya condenada, aportando en él poderosos argumentos en su favor, sin presentar solución alguna a dichos argumentos; y que por esa causa he sido declarado por el Santo Oficio como gravemente sospechoso de herejía, es decir, de haber mantenido y creído que el Sol está inmóvil en el centro del mundo, mientras que la tierra no ocupa tal centro y se mueve. Por consiguiente, deseando apartar de las mentes de Vuestras Eminencias y de todos los fieles cristianos esta vehemente sospecha, concebida razonablemente contra mí, con sinceridad de corazón y fe no fingida, tengo a bien abjurar, maldecir y detestar los antedichos errores y herejías y, en general, cualquier otro error, herejía o secta contraria a la Santa Iglesia; y juro que en lo sucesivo nunca más diré o afirmaré, ni verbalmente ni por escrito, nada que pueda ocasionar la más mínima sospecha sobre mi persona; pero que si conociese a cualquier hereje o sospechoso de herejía, lo denunciaré al Santo Oficio, o al inquisidor local, estuviese donde estuviese. Además, he jurado y prometido cumplir y observar íntegramente todas las penas que han sido, y que pudieran ser, impuestas contra mí por el Santo Oficio. Y, en el caso de que incumpliera (¡que Dios no lo quiera!) cualquiera de estas promesas, protestas y juramentos, me someteré a todas las penas y castigos impuestos y promulgados según los cánones sagrados y otras constituciones, en general y en particular, contra tales delitos. Con la ayuda de Dios, y estas Sagradas Escrituras, que toco con mis manos. Yo, Galileo Galilei he abjurado, jurado, prometido y me he comprometido con lo que antes precede; y como testimonio de la verdad he firmado de mi puño y letra esta declaración de abjuración, y la he recitado literalmente en Roma, en el convento de Minerva, este 22 de junio del año 1633. Yo, Galileo Galilei, he abjurado, como antes he dicho, por mi propia mano.

Galileo fue confinado de por vida en su villa de Arcetri, a cierta distancia de Florencia, bajo estricto arresto domiciliario. El papa fue implacable. No se iba a publicar absolutamente nada. La doctrina prohibida no se iba a discutir. Galileo no podía hablarles ni siquiera a los protestantes. El resultado fue el silencio de todos los científicos católicos en todas partes y desde ese momento en adelante. El contemporáneo más importante de Galileo, René Descartes, dejó de publicar en Francia y finalmente emigró a Suecia. Galileo tomó una decisión. Iba a escribir el libro que el juicio había interrumpido: el libro de las Nuevas ciencias, con lo que se refería a la física, no de las estrellas, sino la referente a la materia aquí, en la tierra. Lo acabó en el año 1636, es decir, tres años después del juicio, cuando ya contaba con setenta y dos años. Por supuesto no pudo publicarlo, hasta que, finalmente, unos protestantes en Leyden (Holanda), lo imprimieron dos años después. Por entonces, Galileo estaba ya totalmente ciego. Escribe acerca de sí mismo:

¡Ay de mí! […] Galileo, vuestro devoto amigo y servidor, hace un mes que se ha quedado irremediablemente ciego; así que ese cielo, esa tierra, ese universo, que gracias a mis maravillosas observaciones y claras demostraciones he ampliado más de cien, no, más de mil veces con respecto a los límites que les suponían los sabios de los siglos precedentes, a partir de ahora se reducirán para mí a un espacio poco mayor que el que ocupa mi persona.

Entre los que acudieron a Arcetri a visitar a Galileo estaba el joven poeta John Milton, que fue desde Inglaterra preparándose para el trabajo de su vida, un poema épico que tenía en mente. Es irónico que en la época en la que Milton se puso a escribir su gran poema, treinta años después, estaba totalmente ciego, y también dependió de sus hijos para que le ayudaran a acabarlo. Milton, al final de su vida, se identificó con Sansón Agonista, Sansón entre los filisteos,

Ciego en Gaza, en el molino entre esclavos,

quien destruyó el Imperio filisteo en el momento de su muerte. Y eso es lo que hizo Galileo, en contra de su propia voluntad. El efecto del juicio y el de su encarcelamiento supusieron un frenazo a la tradición científica del Mediterráneo. Desde entonces, la Revolución científica se trasladaría al norte de Europa. Galileo murió, siendo todavía prisionero en su propia casa, en el año 1642. El día de Navidad de ese mismo año, en Inglaterra, nacía Isaac Newton.

Newton en Cambridge.

Retrato de Isaac Newton, con su pelo natural, pintado en Cambridge por Godfrey Kneller en 1689.

[3] Para poder publicar en época de la Inquisición, era necesario un imprimátur, una licencia que otorgaba la Iglesia católica después de asegurarse de que la obra no tenía errores en materia de doctrina y moral católica. (N. del T.)

07

Un majestuoso mecanismo de relojería

Cuando Galileo escribió las páginas iniciales del Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo alrededor del año 1630, dijo dos veces que la ciencia italiana (y el comercio) estaba en peligro de ser adelantada por los rivales del norte. Qué cierta fue esa profecía... El hombre quien más tenía en mente cuando aseveró tal cosa era el astrónomo Johannes Kepler, que llegó a Praga en 1600, a la edad de veintiocho años, y pasó allí su época más productiva. Concibió las tres leyes que transformaron el sistema de Copérnico, de una descripción general del sol y de los planetas a una precisa fórmula matemática. Primero, Kepler demostró que la órbita de un planeta es solo vagamente circular: es una elipse ancha en la que el sol está ligeramente desplazado del centro, en un foco de la elipse. Segundo, un planeta no viaja a una velocidad constante: lo que sí es constante es el ritmo en el que la línea de unión entre el planeta y el sol barre el área que forman su órbita y el sol. Y tercero, el tiempo que tarda un planeta en particular para completar su órbita alrededor del sol —su año— se incrementa con su distancia (media) al sol de forma exacta. Así es como estaban las cosas cuando Isaac Newton nació, en el año 1643, el día de Navidad. Kepler había fallecido doce años antes, y Galileo ese mismo año. Y no solo la astronomía, sino también la ciencia en general, estaban estancadas en un momento crítico, esperando un nuevo impulso: la llegada de una mente nueva que intuyera el paso crucial que había que dar desde las descripciones que habían servido en el pasado hacia las explicaciones dinámicas y causales del futuro.

En el año 1650, el centro de gravedad del mundo civilizado se había desplazado desde Italia al norte de Europa. La razón obvia es que las rutas comerciales del mundo eran diferentes desde el descubrimiento y la posterior explotación de América. El Mediterráneo ya no hacía honor a su nombre, en medio del mundo. El centro del mundo se había desplazado hacia el norte, hacia la costa atlántica, desde el mismo momento en que a Galileo se le amenazó. Y con un comercio diferente llegó un cambio de perspectiva en política, mientras Italia y el Mediterráneo seguían siendo gobernados por autocracias. Las ideas y los principios nuevos avanzaron en las naciones protestantes marineras del norte, Inglaterra y los Países Bajos. Inglaterra se había convertido en republicana y puritana. Los holandeses fueron al mar del norte para drenar las marismas inglesas; y eso convirtió esa zona en una tierra firme. Creció un espíritu independentista a lo largo de los paisajes llanos y húmedos de Lincolnshire, donde Oliver Cromwell reclutó a sus Ironsides.[4] En 1650 Inglaterra era una república que había decapitado a su monarca reinante.

Cuando Newton nació en casa de su madre en Woolsthorpe en 1642, hacía unos meses que su padre había fallecido. En muy poco tiempo, su madre se había vuelto a casar, y Newton se quedó bajo el cuidado de una abuela. No se puede decir que fuera un chico sin hogar, aunque bien es cierto que desde edad temprana manifestaba esa falta de cariño que todos los hijos reciben en el seno familiar. Toda su vida dio la impresión de ser un hombre sin amor. Nunca se casó. Nunca pareció tener esa capacidad de saber desenvolverse en sociedad que hace que los logros individuales sean una consecuencia natural del pensamiento perfeccionado en compañía de los demás. Todo lo contrario, los logros de Newton siempre eran en solitario, y siempre estaba temeroso de que alguien se los robara como (puede que pensara) le habían robado a su madre. No tenemos prácticamente noticia alguna suya ni de su época escolar ni como estudiante universitario. Los dos años posteriores a su graduación en Cambridge, 1665 y 1666, fueron los años de la peste, y pasó en su casa todo ese tiempo en el que estuvo cerrada la universidad. Su madre había enviudado y estaba de vuelta en Woolsthorpe. Allí es donde encontró su mina de oro: las matemáticas. Ahora que sus cuadernos de notas han sido leídos, está claro que Newton no había gozado de una buena enseñanza, y que aprendió la mayoría de las matemáticas que sabía de forma

autodidacta. Y de ahí pasó a sus descubrimientos originales. Inventó las fluxiones, lo que ahora conocemos con el nombre de cálculo. También fue allí donde Newton concibió la idea de la gravitación universal, y la puso a prueba calculando el movimiento de la luna alrededor de la tierra. La luna era un símbolo muy poderoso para él. Newton razonaba que, si sigue su órbita como consecuencia de la atracción que la tierra ejerce sobre ella, entonces la luna es como una pelota (o una manzana) que se ha lanzado con mucha fuerza: está cayendo sobre la tierra, pero va tan rápido que de esa manera logra evitarlo; mantiene su movimiento alrededor de la tierra porque esta es redonda. ¿Cuán grande ha de ser la fuerza de la gravedad?

Yo deduje que las fuerzas que mantienen a los planetas en sus órbitas debían ser recíprocas a los cuadrados de sus distancias desde los centros alrededor de los cuales giran; y de este modo comparé la fuerza necesaria para mantener a la luna en su órbita con la fuerza de la gravedad en la superficie de la tierra; y descubrí que eran bastante parecidas.

Esa precisión es característica de Newton; su primer cálculo dio, de hecho, un periodo de la luna muy cercano a su verdadero valor, sobre 27¹/⁴ días. Cuando los cálculos salen así de exactos, se sabe, como sabía Pitágoras, que se ha abierto un secreto de la naturaleza en la palma de la mano. Una ley universal gobierna la maquinaria majestuosa de los cielos, en la que el movimiento de la luna es un acontecimiento armonioso. Es una llave que se ha de introducir en la cerradura y girarla, y la naturaleza mostrará en números la confirmación de su estructura. Pero, si eres Newton, no lo publicas. Cuando regresó a Cambridge en 1667, Newton ya era miembro de su universidad, Trinity College. Dos años después, su profesor dejó la cátedra de matemáticas. No fue, como se suele pensar, explícitamente en favor de Newton, pero el resultado fue el mismo: se nombró sucesor a Newton. Tenía por entonces veintiséis años.

Newton publicó su primer trabajo sobre óptica. Fue concebido al igual que todas sus grandes ideas «en los dos años de la peste, 1665 y 1666, ya que en esos tiempos estaba en la plenitud de mi etapa inventiva». Newton no estaba en casa, ya que había regresado al Trinity College, en Cambridge, durante un corto periodo de tiempo, cuando la peste disminuyó un poco. Resulta curioso descubrir que la persona que consideramos como el maestro de la explicación del universo material empezara pensando sobre la luz. Existen dos razones para ello. En primer lugar, este era un mundo de marineros, en el que las mentes brillantes de Inglaterra estaban ocupadas en todos aquellos problemas referentes a la navegación. Hombres como Newton no se veían a sí mismos haciendo investigación técnica, por supuesto —sería muy ingenuo pensar que eso era lo que cautivaba su interés—. Se vieron atraídos hacia los temas que preocupaban a sus antecesores, como les pasa a todos los jóvenes. El telescopio era uno de los problemas destacados de esa época. Y, de hecho, Newton fue el primero en darse cuenta de los problemas que había con los colores en la luz blanca cuando estaba puliendo unas lentes para su propio telescopio. Pero, por supuesto, hay una razón subyacente mucho más fundamental. El fenómeno físico consiste siempre en la interacción de la energía con la materia. Vemos la materia gracias a la luz; y somos conscientes de la presencia de la luz por la interrupción que supone la materia en su camino. Y ese pensamiento conforma el mundo de todo gran físico, que comprende rápidamente que no puede profundizar en el conocimiento de uno de esos campos sin hacerlo también en el otro. En 1666 Newton empezó a reflexionar sobre qué era lo que causaba las franjas que aparecían en los bordes de las lentes, y observó el efecto, habiéndolo simulado con un prisma. Toda lente en su borde se comporta como un pequeño prisma. El hecho de que un prisma nos dé luz coloreada es hoy en día algo conocido desde muy antiguo, incluso desde los tiempos de Aristóteles. Por desgracia, las explicaciones que se daban para esos fenómenos eran igual de antiguas, porque no hacían ningún tipo de análisis cualitativo. Decían, simplemente, que la luz blanca atraviesa el vidrio, se oscurece un poco al atravesar el borde fino, por eso se transforma solo en rojo; se oscurece un poco más donde el vidrio es más grueso, y se transforma en verde; se oscurece otro poco más en el punto de mayor grosor del vidrio, y se transforma en azul. ¡Maravilloso! Porque aunque parezca una explicación plausible, en el fondo no explica absolutamente nada de nada. Tal como señaló Newton, el aspecto obvio

que no explicaban hasta entonces fue evidente en el momento en que dejó pasar luz solar a través de una rendija para que atravesara su prisma. Su explicación era esta: la luz solar llega en forma de disco circular, pero sale de él en una forma alargada. Todo el mundo sabía que el espectro era de forma alargada; era algo conocido desde hacía mil años por todo aquel que se molestara en mirar. Pero hacía falta una mente poderosa como la de Newton, que reflexionara, para poder explicar aquello que era obvio. Y Newton dijo que lo obvio era que la luz no se modificaba; la luz se separaba físicamente. Esa es una idea fundamentalmente nueva en la explicación científica, bastante inaccesible para sus contemporáneos. Robert Hooke discutió con él, toda clase de físicos discutieron con él; hasta que Newton se aburrió tanto con todos los argumentos que le presentaban que escribió a Leibniz:

He sido tan perseguido por las discusiones que siguieron a la publicación de mi teoría de la luz, que me reprocho la imprudencia de haber abandonado esa verdadera bendición que es mi sosiego para dedicarme a perseguir sombras.

Desde ese momento en adelante rehusó entrar en cualquier tipo de debate y especialmente con polemistas como Hooke. No publicó su libro sobre óptica hasta 1704, un año después del fallecimiento de Hooke, avisando al presidente de la Royal Society:

No voy a dedicarme más a asuntos filosóficos y espero que no se tome a mal si no me vuelve a encontrar haciendo algo en ese campo.

Pero empecemos desde el principio, con las palabras del propio Newton. En el año 1666:

Me procuré un prisma de vidrio triangular, con el que probar el celebrado

Fenómeno de los colores. Y habiendo oscurecido mi habitación, y haciendo un pequeño agujero en la ventana, para dejar pasar una cantidad suficiente de luz del Sol, coloqué mi prisma en la entrada, a fin de que la luz fuera refractada en la pared opuesta. Al principio resultó ser un pasatiempo muy agradable, poder ver los vivos e intensos colores que se producían; pero después de considerar el fenómeno con más atención, me sorprendió ver que tenían forma oblonga; pero esa forma, según las leyes actuales de la refracción, tendría que haber sido circular. Y vi […] que la luz, sufría una refracción considerablemente mayor hacia uno de los extremos de la imagen que la que ocurría en las demás zonas. Y, por lo tanto, la verdadera causa de la longitud de esa imagen detectada era que la luz consistía en rayos diferentemente refrangibles, los que, sin relación alguna con su diferencia en incidencia, eran transmitidos a diferentes partes de la pared de acuerdo a sus grados de refrangibilidad.

Por fin se explicaba la elongación del espectro; era causada por la separación y dispersión de los colores. El azul se desvía o refracta más que el rojo, y esa es una propiedad absoluta de los colores.

Entonces coloqué otro prisma […] para que la luz […] también pasara a través de él, y fuera refractada de nuevo antes de llegar a la pared. Hecho esto, cogí el primer prisma entre mis manos y lo giré lentamente en un movimiento de vaivén, alrededor de su eje, para que todas las partes de la imagen enviadas sobre la segunda tabla […] pasaran sucesivamente […] por el orificio practicado en ella, de tal forma que pudiese observar los lugares sobre la pared en los cuales el segundo prisma las refractaba. Cuando cualquier clase de rayo era separado de los de otras clases, conservaba obstinadamente su color, por mucho que yo me esforzase en intentar cambiarlo.

Con todo lo dicho, la opinión tradicional quedaba hecha añicos; según la cual si la luz se modificaba mediante un cristal, el segundo prisma produciría colores nuevos, y convertiría el rojo en verde o en azul. Newton llamó a este el

experimento crítico. Probaba que una vez separados los colores mediante la refracción, no pueden volver a cambiar.

He refractado un rayo de luz con prismas, y lo he reflejado en cuerpos que a la luz del día eran de otros colores; lo he interceptado con la película de colores que se forma en el aire entre dos placas muy juntas de vidrio, lo he transmitido a través de medios coloreados, y a través de medios irradiados con otra clase de rayos, y lo he delimitado de diversas maneras; y sin embargo, nunca pude producir un color nuevo a partir de él. Pero la composición más sorprendente y maravillosa fue la del blanco. No existe ni una sola clase de rayos que por sí sola pueda exhibirlo. El blanco siempre es compuesto, y para su composición se requieren todos los colores primarios antes mencionados, mezclados en una proporción adecuada. He contemplado frecuentemente con admiración cómo al hacer converger todos los colores del prisma, y por lo tanto al mezclarlos de nuevo, reproducen una luz enteramente y perfectamente blanca. Por lo tanto, lo que ocurre es que esa luz blanca es el color habitual de la Luz; ya que la Luz es un agregado confuso de Rayos dotados con toda clase de colores, que son emitidos desde las distintas partes de los cuerpos luminosos.

Esa carta fue escrita a la Royal Society poco después de que Newton fuera elegido miembro, en 1672. Se demostró a sí mismo que con él nacía una nueva clase de investigador, que entendía a la perfección cómo construir una teoría y cómo ponerla a prueba firmemente contra varias alternativas. Estaba bastante orgulloso de su logro.

Un naturalista difícilmente esperaría ver que la ciencia de esos colores se tornase matemática y, a pesar de ello, me atrevo a afirmar que hay en ella tanta certeza como en cualquier otra parte de la óptica.

Newton había empezado a gozar de una buena reputación en Londres, como la que ya tenía en la universidad; y parece que empezó a esparcirse un sentido del color a lo largo de ese mundo metropolitano, como si el espectro dispersase su luz sobre las sedas y especias que traían los comerciantes a la capital. De repente, la paleta de los pintores se enriqueció con colores más variados, había un aprecio hacia los objetos tan coloridos que venían de Oriente, y se volvió algo natural el usar en el lenguaje muchas palabras referentes al color. Esto último es muy evidente en la poesía de la época. Alexander Pope, que contaba con dieciséis años cuando Newton publicó su Óptica, es seguramente, un poeta menos sensual que Shakespeare, y a pesar de ello usa de tres a cuatro veces más palabras relacionadas con el color en su obra que el mismo Shakespeare. Por ejemplo, la descripción que hace Pope de la pesca en el Támesis:

La perca de ojos brillantes con aletas teñidas de púrpura de tiro; la anguila plateada, en brillantes colores voluminosos laminados; las carpas amarillas, arropadas por sus escamas doradas; truchas veloces, diversificadas con manchas carmesí, [...]

Esto sería del todo inexplicable si no lo entendemos como un ejercicio del uso de palabras referentes a colores. Una reputación metropolitana implica, inevitablemente, nuevas polémicas. Los resultados que Newton resumió en cartas que mandó a científicos de Londres fueron de conocimiento público, ya que se hablaba constantemente de ellas. Así es como empezó, después de 1676, una larga y amarga disputa con Gottfried Wilhelm Leibniz sobre quién había sido el primero en inventar el cálculo. Newton nunca creería que Leibniz, que también era un gran matemático, lo había concebido independientemente.

Newton en la Casa de la Moneda. Retrato de Newton con peluca tal como lo vio Godfrey Kneller en Londres en 1702.

Newton incluso llegó a pensar en retirarse completamente de la ciencia en su claustro de Trinity. El edificio del Gran Patio era un escenario espacioso que ofrecía a un investigador unas circunstancias confortables; tenía su propio pequeño laboratorio y su propio jardín. En el patio de Neville se construyó la gran biblioteca Wren. Newton aportó 40 libras al fondo de financiación. Daba la impresión de que buscaba dedicarse a una vida de estudio privado. Pero, al fin y al cabo, si evitaba el ajetreo de los científicos londinenses, vendrían a Cambridge a presentarle sus argumentos. Newton concibió la idea de la gravitación universal durante el año 1666, el año de la peste, y la utilizó, exitosamente, para describir el movimiento de la luna alrededor de la tierra. Parece increíble que en los casi veinte años que siguieron no hiciera ninguna tentativa de publicar nada acerca del gran problema que suponía el movimiento de la tierra alrededor del sol. Es difícil saber cuál era el obstáculo, pero los hechos son claros. Hemos de esperar hasta el año 1684, momento en el que surgió una discusión entre sir Christopher Wren, Robert Hooke y el joven astrónomo Edmond Halley, como resultado del cual Halley fue a Cambridge a visitar a Newton.

Después de haber estado un tiempo juntos, el doctor [Halley] le preguntó cómo creía que sería la curva que describían los planetas, suponiendo que la fuerza de atracción hacia el sol fuera proporcional al cuadrado de la distancia que les separa. Sir Isaac contestó inmediatamente que sería una elipse. El doctor, contento y a la vez asombrado por esa respuesta, le preguntó cómo era que lo sabía. «Porque —dijo él—, «lo he calculado». Con lo cual, el doctor Halley le pidió que le enseñara esos cálculos sin perder ni un minuto más. Sir Isaac buscó entre sus papeles, pero no los encontró. Le prometió que los reescribiría, y que se los mandaría.

Tuvieron que pasar tres años, desde 1684 hasta 1687, para que Newton escribiera la demostración por completo, y resultó ser tan larga como..., bueno, como son los Principia. Halley fomentó, halagó, e incluso financió los Principia, y Samuel Pepys los aceptó como presidente de la Royal Society en 1687. Como sistema del mundo, evidentemente, fueron sensacionales desde el mismo momento de su publicación. Es una descripción maravillosa del mundo que incorpora un conjunto sencillo de leyes. Pero es mucho más, es un punto de referencia del método científico. Pensamos en la ciencia como en un conjunto de proposiciones, una detrás de otra, derivadas de las matemáticas de Euclides. Y eso es lo que es. Pero no es hasta que Newton las convierte en un sistema físico, cambiando las matemáticas desde una forma estática a una dinámica, que el método científico moderno empieza a ser riguroso de verdad. Y podemos ver en el libro dónde estaban realmente los obstáculos que le impedían continuar después de desarrollar tan bien los cálculos sobre la órbita de la luna. Por ejemplo, estoy convencido de que es porque no pudo resolver el problema de la Sección 12, titulada «¿Cómo atrae una esfera a una partícula?». En Woolsthorpe ya había hecho los cálculos aproximadamente, considerando la tierra y la luna como partículas. Pero ambas (y el sol y los planetas) son esferas enormes; ¿puede la atracción gravitacional entre ellas ser sustituida con exactitud por la atracción entre sus centros? Sí, pero solo (lo que resulta irónico) para atracciones que decrecen con el cuadrado de la distancia. Y es ahí donde vemos las enormes dificultades matemáticas que tuvo que superar antes de poder publicarlo.

Cuando se desafiaba a Newton con planteamientos como «no ha explicado por qué actúa la gravedad», «no ha explicado cómo se puede ejercer una acción a distancia», o incluso «no ha explicado por qué los rayos se comportan de la forma en que lo hacen», siempre respondía de la misma forma: «Yo no hago hipótesis». Con lo que realmente quería decir: «no trabajo con especulaciones metafísicas. Establezco una ley, y de ella deduzco los fenómenos». Eso es exactamente lo mismo que había dicho en su libro sobre óptica y eso era exactamente lo que sus contemporáneos no habían comprendido como una nueva visión de la óptica.

Pasaron tres años, desde 1684 hasta 1687, hasta que Newton acabó la demostración completa. Halley fomentó, halagó e incluso financió los Principia.

Carta de Halley a Isaac Newton cuando amenazó con abandonar el libro antes que aceptar cualquier reclamación de Robert Hooke, escrita el 29 de junio de 1686. «Señor, debo rogarle de nuevo que no deje que sus resentimientos se acrecienten tanto como para privarnos de su tercer libro. Una vez que dé el visto bueno al escrito, me pondré a trabajar enérgicamente en su publicación».

Si Newton hubiera sido un hombre sencillo, apagado, insulso, todo eso sería fácilmente explicable. Pero debo decir que no era así. Era una persona de un carácter extraordinariamente impetuoso. Practicaba la alquimia. Escribió, en secreto, tomos enormes sobre el libro de las Revelaciones. Estaba convencido de que la ley cuadrática inversa ya se podía encontrar en Pitágoras. Y para un hombre así, que en privado estaba muy ocupado con esas especulaciones metafísicas y místicas, mantener en público que «yo no hago hipótesis» es una demostración extraordinaria de su personalidad secreta. William Wordsworth en El preludio emplea una expresión brillante:

Newton, con su prisma y su silenciosa cara,

con la que lo expresa claramente. Bueno, su cara pública era, por supuesto, muy exitosa. Newton no podía ascender en la universidad porque era un cristiano unitario —no aceptaba la doctrina de la Trinidad, y eso a los científicos de esa época les sentaba bastante mal—. Por lo tanto, no podía llegar a ser clérigo, razón por la cual seguramente

no podía llegar a dirigir la universidad. Así pues, en 1696, Newton fue a Londres, a la Casa de la Moneda. En poco tiempo llegó a dirigirla. Después de la muerte de Hooke aceptó la presidencia de la Royal Society en 1703. Fue nombrado caballero por la reina Ana en 1705. Cuando falleció en 1727, dominaba el panorama intelectual londinense. El chico de pueblo no lo había hecho nada mal. Lo triste es que creo que lo hizo bien según los cánones de su época, el siglo XVIII, pero no según su propio criterio. Y es más triste aún que aceptara los criterios de esa sociedad cuando deseaba convertirse en dictador en los consejos de varias instituciones, y eso sí que lo contó como éxito. Un dictador intelectual no es una figura simpática, aunque haya surgido de unos orígenes humildes. Incluso en sus escritos privados, Newton no era tan arrogante como lo parecía en público en tantas y variadas ocasiones.

Explicar toda la naturaleza es una labor demasiado difícil para cualquier hombre, o incluso para cualquier época. Es mejor hacer poco con certeza, y dejar el resto para los que tienen que venir después, que explicar todas las cosas.

Y en una frase más famosa dice lo mismo aunque más vagamente y con un indicio de autocompasión.

No sé lo que le puedo parecer al mundo; pero yo me siento como si hubiera sido un niño jugando a la orilla del mar, recogiendo aquí y allá una piedra más o menos lisa, o una concha de rara belleza, mientras el gran océano de la verdad permanece completamente invisible ante mí.

Cuando Newton llegó a los setenta años, se había hecho muy poco trabajo científico en la Royal Society. La Inglaterra gobernada por los Jorges se preocupaba del dinero (estos eran los años de la burbuja de los Mares del Sur), [5] de la política y de los diversos escándalos que se producían. En las cafeterías,

hombres de negocios astutos creaban compañías con las que explotar inventos ficticios. Los escritores se mofaban de los científicos, en parte desde el resentimiento, en parte por motivos políticos, porque Newton era un pez gordo del estamento gubernamental. En el invierno de 1713, un grupo de escritores conservadores decepcionados formaron una sociedad literaria. Hasta que la reina Ana falleció el verano siguiente, sus reuniones tenían lugar en las habitaciones que tenía su médico, el doctor John Arbuthnot, en el palacio de St. James. La sociedad se llamó club Scriblerus, y pretendían ridiculizar a las sociedades ilustradas de su tiempo. Jonathan Swift atacó a la comunidad científica con su tercer libro de Los viajes de Gulliver, que surgió fruto de las reuniones del club. El grupo de los conservadores, que posteriormente ayudaron a John Gray a satirizar al gobierno en su obra La ópera del mendigo, también lo ayudaron en 1717 a escribir la obra Tres horas después del matrimonio. En esta, el blanco de la sátira es un científico envejecido y pomposo con el nombre de Dr. Fósil. Estas son algunas escenas típicas de la obra entre él y un aventurero, de nombre Plotwell, que tiene un romance con la señora de la casa:

Dr. Fósil: Le prometí a la señora Longfort mi piedra de águila. La pobre mujer parece que va a abortar, y pensé que este amuleto le iría bien. ¡Ah! ¡Mira quién está aquí! No me gusta el aspecto de este individuo. Procuraré no ser muy crítico. Plotwell: Illustrissime domine, hue adveni. Dr. Fósil: Illustrissime domine, non usus sum loquere Latinam. Si no sabe hablar inglés, no podemos tener una conversación oral. Plotwell: Yo sé hablar un poco de inglés. Tengo conocimiento de la fama que la gran celebridad que es el ilustre Dr. Fósil ha alcanzado en todas las artes y ciencias. Mantendré una comunicación (o como quiera que usted lo llame), intercambiaré algunos de mis pensamientos por algunos de los suyos.

Nos parece una irreverencia que Newton fuera objeto de sátira durante su vida. Dibujo de la época satirizando la teoría de la gravedad de Newton.

El primer tema de diversión es, por supuesto, la alquimia; la jerga técnica es bastante correcta en toda la escena.

Dr. Fósil: Os ruego me digáis, señor, ¿de qué universidad sois? Plotwell: De la famosa universidad de Cracovia… Dr. Fósil: … y ¿en cuál de los arcanos es usted un maestro, señor? Plotwell: Vea, señor, esa caja de tabaco. Dr. Fósil: Tabaquera. Plotwell: Exacto. Tabaquera. Es de oro realmente auténtico. Dr. Fósil: ¿Cómo dice? Plotwell: ¿Cómo digo? Yo mismo hago ese oro, a partir del plomo de la gran iglesia de Cracovia. Dr. Fósil: ¿Mediante qué operaciones? Plotwell: Mediante calcinación; reverberación: purificación; sublimación; aleación; precipitación; volatilización. Dr. Fósil: Tenga cuidado con lo que dice. La volatilización del oro no es un proceso obvio. Plotwell: No necesito explicar al Dr. Fósil que todos los metales no son sino oro

aún por madurar. Dr. Fósil: Habla como un filósofo. Y por eso debería existir un acta del parlamento contra la excavación de las minas de plomo, como la hay contra la tala de árboles jóvenes.

Las referencias científicas ahora pasan de un tema a otro rápidamente: desde el problema que supone descubrir la longitud en el mar, hasta la invención de las fluxiones o cálculo diferencial:

Dr. Fósil: No estoy en el momento actual muy dispuesto a hacer experimentos. Plotwell: … ¿Trata usted con longitudes, señor? Dr. Fósil: No trato con imposibilidades. Solo busco el gran elixir. Plotwell: ¿Qué piensa usted del nuevo método de fluxión? Dr. Fósil: No conozco otro que no sea con mercurio. Plotwell: ¡Ja, ja! Yo me refería a la fluxión de las cantidades. Dr. Fósil: La cantidad más grande que he conocido ha sido tres cuartas partes por día. Plotwell: ¿Hay algún secreto en la hidrología, la zoología, la mineralogía, la hidráulica, la acústica, la neumática, la logaritmotecnia, que usted quiera que le explique? Dr. Fósil: Eso no entra en mis intereses.

Nos parece irreverente que Newton fuera objeto de sátira durante su vida, y también objeto de críticas muy severas. Pero el hecho es que cualquier teoría, por muy majestuosa que sea, lleva consigo presunciones escondidas que son

susceptibles de ser desafiadas y, de hecho, con el tiempo será necesario reemplazarlas. Y la teoría de Newton, a pesar de ser muy hermosa como una aproximación a la naturaleza, llevaba en su seno el mismo defecto. Newton lo reconoció. La primera presunción que hizo fue esta: tal como dijo al principio, «doy por hecho que el espacio es absoluto». Con eso quería decir que el espacio es en todas partes plano e infinito, tal como lo es a nuestro alrededor. Y Leibniz lo criticó desde el principio, y hemos de decir que correctamente. Después de todo, no es ni siquiera probable que lo sea en nuestra propia existencia. Estamos acostumbrados a vivir en un entorno local en un espacio plano, pero tan pronto como miramos a grandes distancias en la tierra, nos damos cuenta de que eso no es del todo cierto. La tierra es esférica. Eso quiere decir que un punto del polo norte puede ser señalado por dos observadores que estén en el ecuador separados por grandes distancias, y cada uno de ellos pueda asegurar: «Estoy viendo el Norte». Esa situación es inconcebible para un habitante de una tierra plana, o uno que crea que la tierra es tan plana por todas partes como lo es a su alrededor. Newton se estaba comportando realmente de esa manera, como un habitante de una tierra plana a una escala cósmica: navegando por el espacio con su regla en una mano y su reloj de bolsillo en la otra, trazando un mapa del espacio como si fuera por todas partes como es aquí. Y eso no tiene por qué ser necesariamente así. Ni siquiera el espacio tiene por qué ser esférico en todas partes; es decir, con que tenga una curvatura positiva. El espacio podría perfectamente ser localmente desigual y ondulado. Podemos concebir una clase de espacio que tenga puntos de ensilladura en él, en los cuales los cuerpos masivos se deslicen más fácilmente en unas direcciones que en otras. Los movimientos de los cuerpos celestes, por supuesto, deben seguir esas mismas pautas —cuando los observamos, nuestras explicaciones deben encajar en lo que vemos—. Pero las explicaciones pueden ser de otra clase. Las leyes que gobiernan la luna y los planetas serían geométricas y no gravitacionales. En aquella época, todo esto no eran más que especulaciones lanzadas hacia el futuro, e incluso si hubieran sido explicaciones completas, las matemáticas de la época no las podrían haber satisfecho. Pero las mentes reflexivas y filosóficas se daban cuenta de que, al desplegar el espacio como una red absoluta, Newton había dotado de una simplicidad irreal a nuestra percepción de las cosas. En el lado opuesto, Leibniz había pronunciado las palabras que resultaron proféticas: «Mantengo que el espacio es algo puramente relativo, como lo es el tiempo».

El tiempo es el otro concepto absoluto en el sistema newtoniano. El tiempo es fundamental a la hora de trazar un mapa de los cielos: para empezar, no sabemos lo lejos que están las estrellas, solo sabemos el momento en el que se cruzan por delante de nuestra línea de visión. Así que el mundo de la mar demandaba el perfeccionamiento de dos clases de instrumentos: los telescopios y los relojes. Vayamos primero con las mejoras en los telescopios. El punto central es el Real Observatorio de Greenwich. El ubicuo Robert Hooke lo planeó cuando estaba reconstruyendo Londres con sir Christopher Wren después del gran fuego.[6] El marinero que quiera fijar su posición —longitud y latitud— lejos de cualquier costa desde ahora en adelante comparará sus lecturas de las estrellas con las de Greenwich. El meridiano de Greenwich se convirtió en una señal fija en los mundos de todo marinero: el meridiano y el tiempo medio de Greenwich o GMT (Greenwich Mean Time).

Podemos concebir una clase de espacio que tenga puntos de ensilladura en él. Gráfico hecho por ordenador de la inversión de una esfera para producir una curvatura negativa.

La segunda ayuda fundamental a la hora de fijar una posición fue la mejora del reloj. El reloj se convirtió en el símbolo de la época y en su problema central debido a que las teorías de Newton solo se podrían poner en práctica en la mar si se pudiera fabricar un reloj para controlar el tiempo en el barco. El principio es bastante sencillo. Dado que el sol recorre la tierra en veinticuatro horas, cada uno de los 360 grados de longitud ocupa cuatro minutos de tiempo. Un marinero que compare el mediodía en su barco (el punto más alto del sol) con el mediodía en un reloj que tenga el tiempo de Greenwich sabrá, por lo tanto, que cada cuatro minutos de diferencia le sitúan un grado más lejos del meridiano de Greenwich. El gobierno ofreció un premio de 20.000 libras por un reloj que demostrara ser lo suficientemente preciso hasta el medio grado en un viaje de seis semanas. Y los relojeros de Londres (por ejemplo, John Harrison) construyeron uno tras otro relojes ingeniosos, diseñados de tal forma que sus varios péndulos pudieran, entre todos ellos, corregir las sacudidas del barco. Estos problemas técnicos dieron lugar a un auténtico estallido de invenciones, y fue el inicio de la preocupación por el tiempo que ha dominado la ciencia y nuestra vida diaria desde entonces. Un barco, de hecho, es una especie de modelo de estrella. ¿Cómo surca el espacio una estrella, y cómo sabemos qué tiempo ha pasado? El barco es un punto de partida para empezar a reflexionar acerca del tiempo relativo. Los relojeros de la época eran aristócratas entre obreros, como eran los maestros albañiles en el medievo. Es una curiosa reflexión que el reloj, tal como lo conocemos ahora, el marcapasos que controla nuestro pulso o el reloj de bolsillo que dicta la vida moderna, ha supuesto desde la edad media un incentivo para el desarrollo y mejora paso a paso de las habilidades de los artesanos. En esa época, los primeros relojeros querían, no saber la hora del día, sino reproducir los movimientos de los cielos estrellados.

El universo de Newton continuó estando vigente sin escollo alguno en su camino durante casi doscientos años. Si su fantasma hubiera aparecido en Suiza en cualquier época antes de 1900, todos los relojes habrían repicado el aleluya al unísono. Y entonces, justo después del año 1900 en Berna, a casi doscientos metros de la antigua torre del reloj, un joven que fue a vivir allí iba, en unos años, a cambiarlo todo: Albert Einstein.

Trabajando como empleado de la Oficina de Patentes de Suiza. Albert Einstein en su mesa en la Oficina de Patentes de Berna, 1905.

Fue en esta época cuando el tiempo y la luz empezaron a desviarse. En el año 1881, Albert Michelson llevó a cabo un experimento (que repitió al cabo de seis años con Edward Morley) en el que enviaba luz en distintas direcciones, y la recogía en un mismo punto para ver que independientemente de si el aparato se movía o no, la velocidad de la luz siempre daba el mismo resultado. Eso estaba muy lejos de respetar las leyes de Newton. Y fue ese pequeño soplo en el corazón de la física que provocó confusión y asombro en los científicos, allá por el año 1900. No es cierto que el joven Einstein estuviera al día en estas cuestiones. No fue, ni mucho menos, un estudiante universitario muy atento. Pero sí que es cierto que cuando se trasladó a Berna ya se había cuestionado años atrás, cuando era un chiquillo adolescente, cómo seria nuestra experiencia desde el punto de vista de un rayo de luz. La respuesta a esa cuestión está llena de paradojas, y la convierte en una cuestión realmente complicada. Y aun así, con todas sus paradojas, la parte más difícil no es responder, sino concebir la pregunta. La genialidad de hombres como Newton y Einstein radica en esto: hacen preguntas transparentes, inocentes, que resultan tene respuestas catastróficas. El poeta William Cowper llamó a Newton el «sabio infantil» precisamente por esa cualidad, y describe a la perfección el aire de sorpresa que reflejaba Einstein perennemente en su cara. Ya estuviera hablando de ir sobre un rayo de luz o de caer a través del espacio, Einstein siempre aportaba ejemplos hermosos y sencillos de los principios que quería explicar, y seguiré su ejemplo. Voy a la base de la torre del reloj, y cogeré el tranvía que él solía coger a diario en el trayecto a su trabajo en la Oficina de Patentes de Suiza.

La reflexión que se había hecho Einstein en su adolescencia era esta: «¿Cómo se

vería el mundo si yo viajara montado en un rayo de luz?». Supongamos que este tranvía se está alejando de la torre del reloj en el mismo rayo gracias al cual podemos ver la hora que marca ese reloj. Entonces, está claro que el reloj se pararía. Yo, el tranvía, esta caja viajando sobre un rayo de luz, estaríamos fijos en el tiempo. El tiempo se pararía. Permítanme que intente explicarlo más detalladamente. Supongamos que el reloj que hay detrás de mí marca las doce del mediodía cuando parto. Ahora viajo a una distancia de 300.000 kilómetros a la velocidad de la luz; eso me llevaría un segundo. Pero el reloj que estoy viendo todavía marca las doce, porque tarda en llegar hasta mí lo mismo que he tardado yo en llegar hasta donde estoy. Hemos tardado lo mismo. En cuanto al reloj que veo desde aquí, y al universo que hay dentro del tranvía, al desplazarme a la velocidad de la luz me he apartado del paso del tiempo. Esta es una paradoja extraordinaria. No profundizaré en sus implicaciones, ni en otras paradojas que preocupaban igualmente a Einstein. Solo me concentraré en este punto: que si viajo sobre un rayo de luz, el tiempo se habrá parado para mí. Y eso debe significar que, a medida que me acerco a la velocidad de la luz (que es lo que voy a simular en este tranvía), estoy aislado en mi caja de tiempo y espacio, que cada vez está más y más alejada de lo que los que están a mi alrededor entienden por tiempo y espacio. Tales paradojas dejan claras dos cosas. Una es evidente: no existe el tiempo universal. Pero hay una más sutil: que la experiencia es muy diferente entre el viajero y el que está parado en el andén; y lo mismo se puede decir para cada uno de nosotros en su particular trayectoria. Mis experiencias dentro del tren son congruentes: he descubierto las mismas leyes, las mismas relaciones entre el tiempo, la distancia, la velocidad, la masa y la fuerza, que cualquier otro observador descubriría. Pero los valores reales que he obtenido del tiempo, distancia, etc., no son los mismas que los que ha obtenido el hombre que está en el andén esperándome. Ese es el núcleo de la teoría de la relatividad. La pregunta obvia es: «Bien, ¿qué es lo que mantiene su caja y la mía unidas?». El paso de la luz: la luz es el portador de información que nos une. Y es por eso que este hecho experimental fundamental desconcierta a la gente desde 1881: porque cuando intercambiamos señales, vemos que la información fluye entre nosotros al mismo ritmo. Siempre obtenemos el mismo valor para la velocidad de la luz. Y entonces, es normal que

el tiempo, el espacio y la masa deban ser diferentes para cada uno de nosotros, porque tienen que dar las mismas leyes para mí aquí, en el vagón que va a la velocidad de la luz, que para el hombre que está en el andén, de forma congruente con el hecho de que la velocidad de la luz es la misma para los dos. La luz y otras radiaciones son señales que se dispersan a partir de un suceso, como ondas a lo largo y ancho del universo, y no hay forma posible de que las noticias de ese suceso puedan avanzar más rápido de lo que van. La luz o las ondas de radio o los rayos X son los últimos portadores de noticias o mensajes, y forman una red básica de información que mantiene unido el universo material. Aunque el mensaje que queremos mandar sea tan sencillo como preguntar qué hora es, no podemos mandarlo de un lugar a otro más rápidamente que la luz o la onda de radio que lo porta. No existe un tiempo universal para el mundo, no hay una referencia como la de Greenwich mediante la cual podamos ajustar nuestros relojes sin que afecte a la velocidad de la luz. En esta dicotomía, algo tiene que ceder. La trayectoria que sigue el rayo de luz (como la trayectoria que sigue una bala) no le parece la misma a un transeúnte casual que a la persona que lo disparó en movimiento. La trayectoria parece más larga para el transeúnte; y, por lo tanto, el tiempo que tarda el rayo de luz debe parecerle mayor, dando por hecho que la velocidad del rayo es la misma para los dos. ¿Es eso real? Sí. Sabemos lo suficiente sobre los procesos cósmicos y atómicos para saber que a altas velocidades eso es cierto. Si realmente estuviéramos viajando, digamos, a la mitad de la velocidad de la luz, entonces lo que yo veo viajando en el tranvía de Einstein, como algo más de tres minutos en mi reloj, sería medio minuto más para el hombre parado en el andén. Aceleraremos el tranvía, acercándonos a la velocidad de la luz, para comprobar cuál es la apariencia del mundo a esas velocidades. El efecto de la relatividad es que las cosas cambian de forma. (También hay cambios en el color, pero no son debidos a la relatividad). La parte alta de los edificios parece encogerse hacia dentro y dilatarse hacia delante. También parece que los edificios se amontonan unos con otros. Estoy viajando horizontalmente, por lo tanto, las distancias horizontales parecen más cortas; pero las alturas permanecen iguales. Los coches y las personas se distorsionan también de la misma forma: estrechos y altos. Y lo que es cierto para mí, mirando hacia el exterior del vagón, es igualmente cierto para el hombre de afuera cuando mira hacia el interior. El mundo de la

relatividad de Alicia en el país de las maravillas es simétrico. El observador ve el tranvía aplastarse: estrecho y alto. Evidentemente esta es una imagen del mundo completamente diferente a la que tenía Newton. Para Newton, el tiempo y el espacio formaban un marco completo, dentro del cual los sucesos materiales del mundo seguían su rumbo con un orden imperturbable. La suya es una visión del mundo desde el punto de vista de los ojos de Dios: parece la misma a cada observador, esté donde esté y viaje como viaje. Por el contrario, la visión de Einstein es desde el punto de vista de los ojos de una persona, según la cual lo que yo veo y lo que usted ve es relativo según la situación de cada uno, es decir, según nuestro lugar y nuestra velocidad. Y esta relatividad no se puede evitar. No podemos saber qué aspecto tiene el mundo realmente, solo podemos comparar lo que nos parece a cada uno de nosotros, mediante el procedimiento práctico de intercambiar mensajes. Yo en mi tranvía y usted en su silla, no podemos compartir una visión de los sucesos divina e instantánea; lo único que podemos hacer es comunicar al otro nuestra visión de los hechos. Y la comunicación no es instantánea; no podemos quitarle el retraso temporal que conllevan todas las señales, que viene establecido por la velocidad de la luz.

El tranvía no alcanzó la velocidad de la luz. Se paró, muy amablemente, cerca de la oficina de patentes. Einstein se bajó, pasó su jornada laboral, y luego, como hacía muy a menudo, por la tarde se paró en el café Bollwerk. El trabajo en la oficina de patentes no era muy agotador. A decir verdad, la mayoría de las solicitudes ahora parecerían bastante ridículas: una solicitud para una forma mejorada de pistola de juguete; una solicitud para controlar la corriente alterna, sobre la que Einstein escribió brevemente: «Es incorrecta, inexacta y confusa». Por las tardes, ya en el café Bollwerk, hablaría un poco de física con sus colegas. Fumaría algunos cigarros y bebería café. Pero era un hombre que pensaba por sí mismo. Fue directo al corazón de la cuestión: «¿Cómo se comunican en realidad, no los físicos, sino los seres humanos en general? ¿Qué señales nos mandamos los unos a los otros? ¿Cómo alcanzamos el conocimiento?».

Y ese es el punto crucial de todos sus artículos, abrir el corazón del

conocimiento, casi pétalo a pétalo. Así que su gran artículo de 1905 no es solo sobre la luz o, como reza su título, «Sobre la electrodinámica de cuerpos en movimiento». Continuó en el mismo año cuando en una posdata decía que la energía y la masa son equivalentes: E=mc². A nosotros nos resulta extraordinario que el primer informe que se publicó sobre la relatividad implicara inmediatamente una predicción práctica y arrolladora sobra la física atómica. Para Einstein, era simplemente una parte de su intento por conseguir una imagen de un mundo unificado; al igual que Newton y otros pensadores científicos, era, en un sentido muy profundo, un unitario. Eso proviene de un conocimiento profundo de los procesos de la naturaleza misma, pero particularmente de las relaciones entre los hombres, del saber y la naturaleza. La física no son sucesos sino observaciones. La relatividad es la comprensión del mundo, no como sucesos, sino como relaciones. Cuando Einstein recordaba esos años, lo hacía con satisfacción. Muchos años después le comentó a mi amigo Leó Szilárd: «Aquellos fueron los mejores años de mi vida. Nadie esperaba de mí que pusiera huevos de oro». Por supuesto, siguió poniendo huevos de oro: sus estudios sobre los efectos cuánticos, la relatividad general, la teoría de campos. Todo ello conllevó la confirmación de los primeros trabajos de Einstein y la constatación de sus predicciones. En 1915 predijo, en la teoría de la relatividad general, que el campo gravitacional cercano al sol produciría que los rayos de luz se desviaran curvándose hacia dentro — como una distorsión del espacio—. Dos expediciones enviadas por la Royal Society a Brasil y a la costa oeste de África comprobaron esa predicción durante el eclipse del día 29 de mayo de 1919. Para Arthur Eddington, que estaba al mando de la expedición africana, la primera medida que hizo de las fotografías que tomó allí quedó grabada para siempre en su memoria como el gran momento de su vida. La noticia iba pasando de miembro a miembro de la Royal Society; Eddington se lo contó por telegrama al matemático Littlewood, este en una nota apresurada a Bertrand Russell:

Estimado Russell: La teoría de Einstein se ha confirmado por completo. La desviación prevista era 1”·72 y la observada 1”·75 ± ·o6.

Atentamente, J.E.L.

Einstein unió la luz al tiempo, y el tiempo al espacio; la energía a la materia, la materia al espacio, y el espacio a la gravitación. Su gran artículo de 1905.

La relatividad era un hecho, tanto en la teoría especial como en la general. La ecuación E=mc² se confirmó a tiempo, por supuesto. Incluso el punto de la teoría que decía que los relojes irían más lentos se demostró por fin por una suerte inexorable. En 1905 Einstein había escrito una presentación ligeramente cómica para un experimento ideal con el que probarlo.

Si tenemos dos relojes sincronizados en el punto A y uno de ellos se mueve a lo largo de una curva cerrada con una velocidad constante v hasta que regresa a A, y suponemos que ha tardado t segundos, entonces el reloj que ha hecho ese recorrido mostrará un retraso al llegar a A de ½t (v/c)² segundos, en comparación con el reloj que permanece estacionario. Deducimos de todo esto que un reloj situado en el ecuador de la tierra irá más despacio, por una diferencia muy pequeña, que un reloj idéntico situado en uno de los polos de la tierra.

Einstein murió en 1955, cincuenta años después del gran artículo de 1905. Pero por entonces se podía medir el tiempo hasta una mil millonésima de segundo. Y, por lo tanto, se podía ver si la vieja propuesta de «imaginemos dos hombres que están en la tierra, uno en el polo norte y otro en el ecuador. El que está en el ecuador va más rápido que el que está en el polo norte; por lo tanto, su reloj se retrasará» era cierta. Y exactamente así es como resultó ser. El experimento fue realizado en Harwell por un joven llamado H. J. Hay. Imaginó la Tierra aplastada y plana sobre un plato, con lo que el polo norte estaba en el centro y el ecuador circundaba el borde. Puso un reloj radiactivo en el borde y otro en el centro y los puso en marcha. Los relojes miden el tiempo de

forma estadística, contando el número de átomos radioactivos que decaen. Y con bastante seguridad, el reloj del borde del plato de Hay iba más lento que el reloj del centro. Y eso se puede aplicar a cualquier plato giratorio de cualquier tocadiscos. En este momento, en todos los discos que estén girando en los gramófonos de todo el mundo, con cada giro el centro estará envejeciendo más rápido que el borde.

Einstein fue el creador de un sistema más filosófico que matemático. Era un genio a la hora de encontrar ideas filosóficas que aportaran un nuevo punto de vista de la experiencia práctica. No observaba la naturaleza como si fuera un dios, sino como un explorador, es decir, un hombre en el interior del caos aparente que son los fenómenos de la naturaleza, y que creía que hay un patrón común visible en ellos si miramos con ojos nuevos. Escribió en El mundo como yo lo veo:

Hemos olvidado qué características del mundo de la experiencia nos hacen formular conceptos (pre-científicos), y tenemos gran dificultad a la hora de representarnos el mundo de la experiencia sin las gafas de la interpretación conceptual de la vieja escuela. Hay una dificultad añadida porque nuestro lenguaje se ve obligado a trabajar con palabras que están conectadas inseparablemente con esos conceptos primitivos. Estos son los obstáculos con los que nos encontramos cuando intentamos describir la naturaleza esencial del concepto precientífico del espacio.

En el tiempo que dura una vida, Einstein unió la luz al tiempo, y el tiempo al espacio; la energía a la materia, la materia al espacio, y el espacio a la gravitación. Al final de su vida, todavía estaba trabajando en busca de la unificación de la gravitación con las fuerzas de la electricidad y el magnetismo. Así es como yo le recuerdo, dando una conferencia en Senate House en Cambridge vestido con un viejo jersey y zapatillas sin calcetines, para contarnos qué clase de unión estaba intentando descubrir y con qué dificultades se estaba encontrando.

El jersey, las zapatillas, su aversión por llevar tirantes y calcetines, no era por querer aparentar algo en concreto. Lo que parecía querer decir Einstein, cuando uno lo veía, era el famoso axioma de William Blake: «Malditos tirantes, bendita relajación». Era bastante despreocupado respecto a los éxitos mundanos, o respecto a la respetabilidad o la conformidad: la mayor parte del tiempo no tenía ni idea de qué era lo que se esperaba de un hombre de su prestigio. Odiaba la guerra, la crueldad, la hipocresía, y por encima de todo odiaba el dogma; aunque odio no es la palabra correcta para ese sentimiento de triste repugnancia que sentía; Einstein pensaba que el odio mismo era una clase de dogma. Rechazó la presidencia del estado de Israel porque (y así lo explicó) no tenía cabeza para lidiar con los problemas humanos. Era un criterio modesto, que otros presidentes deberían adoptar; y si así fuera, pocos quedarían.

«Deja de decirle a Dios lo que ha de hacer». Albert Einstein y Niels Bohr en la Conferencia Solvay de 1933.

Sería casi una insolencia hablar del ascenso del hombre en presencia de dos hombres, Newton y Einstein, que más que pasos dieron zancadas como dioses. De los dos, Newton es el dios del Antiguo Testamento; y Einstein sería el del Nuevo. Era un hombre de gran humanidad, compasivo y bondadoso. Su visión de la naturaleza era la de un ser humano que está en presencia de algo divino, y eso era lo que decía siempre que se le interrogaba acerca de la naturaleza. Le gustaba hablar de Dios: «Dios no juega a los dados», «Dios no es malicioso». Un día, Niels Bohr llegó a decirle: «Deja de decirle a Dios lo que ha de hacer». Pero eso no es del todo justo. Einstein era un hombre que podía formular preguntas inmensamente sencillas. Y lo que nos mostraron su vida y su trabajo, es que cuando las respuestas son igual de sencillas, entonces se escuchan los pensamientos de Dios.

[4] Era el nombre dado a las tropas de caballería de Cromwell, famosas por su agresividad y fervor religioso. El nombre deriva de uno de los apodos del propio Cromwell: Old Ironsides. También se les conoce en castellano como «costillas de hierro». (N. del T.) [5] Burbuja especulativa originada por la Compañía de los Mares del Sur en 1720 que, al estallar, causó una grave recesión en Inglaterra. (N. del T.) [6] El llamado gran fuego o gran incendio de Londres que arrasó la ciudad, duró del 2 de septiembre de 1666 hasta el día 6 del mismo mes. (N. del T.)

08

La búsqueda del poder

Las revoluciones no las hace el destino, sino los hombres. A veces se trata de hombres solitarios e ingeniosos. Pero las grandes revoluciones del siglo XVIII fueron llevadas a cabo por hombres de mucho menor talento aunque unidos. Lo que les impulsó a ello fue la convicción de que cada hombre es dueño de su propia salvación. En la actualidad damos por hecho que la ciencia tiene una responsabilidad social. Esa idea no se le ocurrió ni a Newton ni a Galileo. Ellos veían la ciencia como una descripción de cómo es el mundo, y la única responsabilidad que conocían era la de contar la verdad. La idea de que la ciencia es una empresa social es moderna, y empieza con la Revolución industrial. Nos sorprende que no podemos encontrar ese sentido social antes de esa época, porque hemos alimentado la ilusión de que la Revolución industrial acabó de un plumazo con una edad dorada. La Revolución industrial es una concatenación de cambios que empezaron allá por el año 1760. No se trata de un hecho aislado: forma parte de una tríada de revoluciones, de las que las otras dos fueron la Revolución norteamericana, que empezó en 1775, y la Revolución francesa, que empezó en 1789. Puede parecer extraño que metamos en el mismo saco una revolución industrial y dos revoluciones políticas. Pero el hecho es que las tres fueron revoluciones sociales. La Revolución industrial es sencillamente el modo inglés en el que se llevaron a cabo esos cambios sociales. Yo la considero la Revolución inglesa. ¿Qué es lo que la caracteriza como inglesa? Obviamente, empezó en Inglaterra. Inglaterra ya era la principal nación industrial. Pero se trataba de una industria artesanal o casera, y la Revolución industrial empezó en las aldeas. Los hombres que la llevaron a cabo eran artesanos: el constructor de molinos, el relojero, el que construía canales, el herrero. Lo que hace de la Revolución industrial algo

tan típicamente inglés es que sus raíces están en la campiña. Durante la primera mitad del siglo XVIII, cuando Newton ya era un anciano y la Royal Society estaba en declive, Inglaterra disfrutaba de su último «veranillo de San Martín» en la industria aldeana y en el comercio de ultramar de aventureros mercaderes. El verano se desvaneció. El comercio se volvió mucho más competitivo. Al final del siglo, las necesidades de la industria eran mucho más severas y apremiantes. La organización del trabajo en la industria artesanal ya no era lo suficientemente productiva. En dos generaciones, aproximadamente entre 1760 y 1820, el funcionamiento rutinario de la industria había cambiado. Antes de 1760, era habitual llevar el trabajo a las casas de los aldeanos. Hacia 1820, lo normal era llevar a los trabajadores a las fábricas y tenerlos así supervisados.

Soñamos con que el campo era idílico en el siglo XVIII, un paraíso perdido como La aldea abandonada que Oliver Goldsmith describió en 1770:

Dulce Auburn, la aldea más encantadora de la llanura donde la salud y la plenitud animaron al zagal laborioso.

Bendito aquel que corona en lugares así una vida laboriosa con una época de reposo.

Se trata de una fábula, y George Crabbe, que era un clérigo de campo y conocía la vida de los aldeanos de primera mano, se enrabietó tanto al leerlo que escribió un poema ácido y realista como respuesta:

Sí, de este modo las musas cantan a los zagales felices,

porque las musas no conocen sus sufrimientos.

Abrumado por tanto trabajo y encorvado por el tiempo, ¿sentirías los halagos estériles de una rima?

El campo era un lugar donde los hombres trabajaban desde el amanecer hasta el anochecer, y no era el sol lo que regía la vida del trabajador, sino la pobreza y la oscuridad. Las ayudas que había para aligerar el trabajo eran ancestrales, como el molino, que ya era antiguo en tiempos de Chaucer. La Revolución industrial empezó con tales máquinas; los constructores de molinos fueron los ingenieros de la época venidera. James Brindley de Staffordshire empezó su carrera autodidacta en 1733, trabajando en la mejora de las ruedas de los molinos, cuando contaba con diecisiete años, y habiendo nacido pobre en una aldea. Las mejoras de Brindley fueron prácticas: perfeccionó e incrementó el rendimiento del molino de agua como máquina. Fue la primera máquina multiusos para las nuevas industrias. Brindley trabajó, por ejemplo, en la mejora de las piedras de moler, que se usaban en la creciente industria de la cerámica. Alrededor del año 1750 había otro movimiento mucho mayor que flotaba en el aire. El agua se había convertido en el elemento de los ingenieros, y hombres como Brindley estaban obsesionados con ella. El agua brotaba y se dispersaba por toda la campiña. No era simplemente una fuente de energía, era parte de un nuevo movimiento. James Brindley fue un pionero en el arte de hacer canales o, como se decía en su tiempo, «navegación» (navigation). (La razón por la que todavía hoy a los hombres que cavan zanjas o canales se les llama «navvies» (peones de obra) es porque Brindley no sabía deletrear la palabra «navegador» (navigator). Brindley había empezado por cuenta propia, y más bien por curiosidad, el examen de los canales por los que viajaba mientras iba de aquí para allá con sus proyectos de ingeniería de molinos y minas. Por entonces, el duque de Bridgewater le encargó construir un canal por el cual poder enviar el carbón desde las minas del duque en Worsley hacia la creciente ciudad de Manchester. Era un diseño prodigioso, tal como atestigua una carta enviada al Manchester

Mercury en 1763.

Últimamente he estado viendo las maravillas artificiales de Londres y las maravillas naturales del Peak, pero ninguna de ellas me proporcionó en este país tanto placer como el canal del duque de Bridgewater. Su diseñador, el ingenioso Sr. Brindley, ha hecho unas mejoras en este campo que son realmente extraordinarias. Ha erigido en Barton Bridge un canal navegable que va por el aire; ya que es tan alto como las copas de los árboles. Mientras lo estaba observando con una mezcla de asombro y deleite, pasaron cuatro barcazas en un espacio de tres minutos, dos de ellas enganchadas y tiradas por dos caballos, que iban por la explanada paralela al canal, en la que apenas me atrevería a aventurarme […] a caminar, ya que casi me estremecí al contemplar el gran río Irwell correr por debajo de mí. Allí donde Cornebrooke atraviesa el canal del duque […] más o menos a kilómetro y medio de Manchester, los trabajadores del duque han hecho un muelle donde venden carbón a tres centavos y medio penique la cesta […]. El próximo verano esperan poder desembarcarlo ya en Manchester.

Brindley siguió con su idea de conectar Manchester con Liverpool de una manera aún más audaz, y al final construyó más de seiscientos kilómetros de canales que formaban una red que se extendía por toda Inglaterra. Hay dos características extraordinarias en la creación del sistema inglés de canales, y que a su vez caracterizan toda la Revolución industrial. Una es que los hombres que llevaron a cabo la revolución eran hombres prácticos. Al igual que Brindley, habían recibido poca educación y, de hecho, la educación escolar de la época solo podía aburrir a una mente inventiva como las de estos hombres. Las escuelas de secundaria solo podían, por ley, enseñar las materias clásicas para las que fueron fundadas. Las universidades (solo había dos, una en Oxford y otra en Cambridge) tenían muy poco interés en los estudios modernos o científicos; y además estaban cerradas para aquellos que no comulgaran con la Iglesia de Inglaterra. La otra característica sobresaliente reside en que los nuevos inventos estaban destinados a un uso diario. Los canales eran arterias de comunicación: no se

construyeron para transportar botes recreativos, sino barcazas. Y las barcazas no se construyeron para transportar artículos de lujo, sino ollas y sartenes, fardos de ropa, cajas de cintas y toda esa clase de cosas que la gente compra por un penique. Todos esos objetos se habían fabricado en aldeas que estaban transformándose en ciudades lejos de Londres; era un comercio a escala nacional.

La tecnología en Inglaterra era práctica para todo el país, lejos de la capital. Y eso es exactamente lo que no era en los oscuros confines de las cortes europeas. Por ejemplo, los franceses y los suizos eran tan inteligentes como los ingleses (y mucho más ingeniosos) a la hora de hacer artilugios científicos. Pero derrocharon esa genialidad de relojero en hacer juguetes para sus mecenas ricos o de la realeza. El autómata en el que gastaron años es hasta el día de hoy el más exquisito en la fluidez de movimientos que jamás se haya hecho. Los franceses fueron los inventores de la automatización; es decir, la idea de hacer que cada paso en una secuencia de movimientos controle el siguiente. Incluso el control moderno de máquinas muy posteriores que funcionarían con tarjetas perforadas ya había sido ideado por Joseph Marie Jacquard alrededor del año 1800, para los telares de seda de Lyon, y languideció en un uso tan lujoso como ese. Habilidades tan excelentes como estas podían hacer prosperar a un hombre en Francia antes de la Revolución industrial. Un relojero, Pierre Caron, que inventó una nueva rueda de escape para el mecanismo de los relojes y complació con ello a la reina María Antonieta, prosperó en las cortes y llegó a ser el conde Beaumarchais. Tenía talento musical y literario, y más tarde escribió una obra en la que Mozart basó su opera Las bodas de Fígaro. Aunque una comedia parece poco adecuada como libro de consulta sobre historia social, las intrigas en y sobre la obra reflejan en qué se invertía el talento en las cortes europeas. A primera vista, Las bodas de Fígaro parece un espectáculo de marionetas francés, con resonantes maquinaciones secretas. Pero el hecho es que es una primera señal de la tormenta que se avecinaba: la revolución. Beaumarchais tenía un olfato político muy fino para reconocer qué era lo que se estaba cocinando y observaba la situación con cautela. Fue contratado por los ministros reales en varios negocios turbios y, de hecho, en representación suya, participó en un tratado armamentístico secreto con los revolucionarios norteamericanos para ayudarles a combatir a los ingleses. El rey debía creer que estaba

interpretando a Maquiavelo, y que podía mantener tales ardides políticos únicamente en su política exterior. Pero Beaumarchais era más susceptible y más astuto, y se olió que la revolución estaba a punto de llegar. Y el mensaje que puso en boca de Fígaro, el criado, es claramente revolucionario:

Bravo, Señor. Ahora empiezo a entender todo este misterio, y a apreciar vuestras intenciones más generosas. El rey os nombra embajador en Londres, yo voy como mensajero y mi Susana, como embajadora secreta. No, me cuelgan si así fuera... Fígaro lo sabe muy bien.

La famosa aria de Mozart, «Conde, condesito, si quiere puede bailar, pero yo tocaré la música» (Se vuol ballare, Signor Contino…) es todo un reto. Así sigue con las palabras de Beaumarchais:

No, mi señor conde, no la vais a tener, no. Porque vos seáis un gran señor, pensáis que sois un gran genio. ¡Nobleza, salud, honores, emolumentos! ¡Hacen que un hombre esté muy orgulloso! ¿Qué habéis hecho para gozar de todas estas ventajas? Os tomasteis la molestia de nacer, nada más. Aparte de eso, sois un hombre bastante corriente. Empezó un debate público sobre la naturaleza de la riqueza, y desde el momento en que uno no necesita poseer algo para debatir sobre ello, siendo incluso, de hecho, indigente, escribí sobre el valor del dinero y el interés. Inmediatamente, me encontré mirando […] el puente levadizo de una prisión […]. Las tonterías escritas son peligrosas solo en aquellos países donde la libre circulación de ideas está obstaculizada; sin el derecho a criticar, la alabanza y la aprobación son inútiles.

Eso es lo que estaba ocurriendo en el distinguido modelo de la sociedad francesa, tan formal como el jardín del castillo de Villandry.

Nos parece ahora inconcebible que la escena del jardín de Las bodas de Fígaro, el aria en la que Fígaro apoda a su señor «Signor Contino», señor condesito, fuera en su tiempo considerada tan revolucionaria. Pero hay que tener en cuenta cuándo fue escrita. Beaumarchais acabó la obra de Las bodas de Fígaro alrededor del año 1780. Le costó cuatro años de lucha contra un montón de censores, incluido el propio Luis XVI, poder representarla. Cuando por fin se representó, fue un escándalo que recorrió Europa. Mozart la iba a representar en Viena, convirtiéndola en una ópera. Tenía por entonces treinta años; era el año 1786. Y tres años más tarde, en 1789, estalló la Revolución francesa. ¿Fue Luis XVI destronado y decapitado a causa de Las bodas de Fígaro? Claro que no. La sátira no es una dinamita social. Pero sí que es un indicador social: nos dice que hombres nuevos están llamando a la puerta. ¿Qué hizo que Napoleón llamara al último acto de la obra «la revolución en acción»? Era el mismísimo Beaumarchais, en la persona de Fígaro, señalando al conde y diciendo: «Porque sois un gran noble, creéis que sois un gran genio. No os habéis tomado ninguna molestia, solo la de nacer». Beaumarchais representaba una aristocracia diferente, una formada por hombres de un talento trabajador: los relojeros de su época, los mamposteros del pasado, los impresores. ¿Qué es lo que tanto entusiasmaba a Mozart de esta obra? El ardor revolucionario, que para él estaba representado por el movimiento de los masones a los que él pertenecía, y a los que glorificó en La flauta mágica. (La masonería era entonces una creciente sociedad secreta cuyo trasfondo era antisistema y anticlerical, y debido precisamente a que se sabía que Mozart era uno de sus miembros, fue muy difícil conseguir que un sacerdote acudiera a su lecho de muerte, en 1791). O piense en el masón más grande de todos en esa época, el impresor Benjamin Franklin. Era embajador norteamericano en Francia en la corte de Luis XVI en 1784, cuando Las bodas de Fígaro se interpretaron por primera vez. Y Franklin representaba más que nadie a esos hombres convincentes, seguros, ambiciosos y con visión de futuro, que empezaban una nueva época.

Benjamin Franklin fue inmensamente afortunado en un aspecto concreto. Cuando fue a presentar sus credenciales a la corte francesa en 1778, resultó que en el último momento la peluca y las vestimentas formales le resultaban demasiado pequeñas. Así que se presentó con atrevimiento, vestido con su ropa

y con su propio pelo, y de forma inmediata fue apodado como el hijo de una naturaleza exótica. Todos sus actos tienen el sello de un hombre que conoce su mente a la perfección, y sabe qué palabras ha de decir en cada momento. Publicó un anuario, El almanaque del pobre Richard, que está lleno de material para futuros proverbios: «El hambre nunca vio pan malo», «Si quieres saber cuál es el valor del dinero, trata de conseguirlo prestado». Franklin dijo sobre su Almanaque:

En 1732 publiqué por primera vez mi almanaque […] lo había estado escribiendo durante 25 años […] me propuse que fuera entretenido y útil, y por consiguiente hubo una gran demanda y obtuve un beneficio considerable de él; vendía anualmente unos diez mil ejemplares […]. Casi ningún vecindario de la provincia carecía de un ejemplar. Consideré que era un vehículo apropiado para transmitir instrucciones a la gente común, que apenas compraba cualquier otro libro.

Para aquellos que dudaban de la utilidad de los nuevos inventos, Franklin replicó (en París, en la ascensión del primer globo de hidrógeno, en 1783): «¿Cuál es la utilidad de un recién nacido?». Su personalidad se condensa en esta respuesta, optimista, recapacitada, concisa y lo suficientemente memorable para que la usara de nuevo un gran científico, Michael Faraday, un siglo después. Franklin estaba muy atento a cómo se decían las cosas. Fabricó el primer par de gafas bifocales para sí mismo, cortando sus lentes por la mitad porque no podía seguir el francés que se hablaba en la corte, a menos que pudiera ver la expresión del orador. Hombres como Franklin sentían pasión por el conocimiento racional. Si contemplamos la montaña de logros que alcanzó a lo largo de toda su vida, los folletos, las caricaturas, los sellos de imprenta, nos sobrecoge la amplitud y riqueza de su mente creativa. El entretenimiento científico de la época era la electricidad. A Franklin le encantaba la diversión (era un hombre bastante indecoroso), a pesar de lo cual se tomó la electricidad muy en serio; la reconoció como una fuerza de la naturaleza. Propuso que el rayo era electricidad, y en 1752 lo demostró —¿cómo podía un hombre como Franklin demostrarlo?— colgando

una llave de una cometa durante una tormenta. Al ser Franklin, la suerte le sonrió; el experimento no le mató, solo a aquellos que intentaron repetirlo. Por supuesto, de su experimento sacó un invento práctico, el pararrayos; y con él consiguió, de paso, iluminar la teoría de la electricidad, argumentando que toda estaba formada por una sola clase y no, como se creía por entonces, por dos clases de fluidos diferentes.

Benjamin Franklin representa más que nadie a esos hombres convincentes, seguros, ambiciosos y con visión de futuro que empezaban una nueva época. Benjamin Franklin pintado en París por Joseph Duplessis en 1778.

Hay un detalle en la invención del pararrayos que nos recuerda de nuevo que la historia social se esconde en los lugares más insospechados. Franklin razonó, correctamente, que el pararrayos funcionaría mucho mejor con un extremo puntiagudo. Otros científicos no estaban de acuerdo, y abogaban por un extremo redondeado, y la Royal Society de Inglaterra tuvo que arbitrar en dicha disputa. Sin embargo, la discusión se resolvió en un nivel mucho más elevado y primitivo: el rey Jorge III, lleno de rabia contra la revolución americana, apostó por los extremos redondeados de los pararrayos en los edificios reales. Cuando hay una interferencia política en la ciencia, el resultado suele ser trágico; resulta gracioso el ejemplo cómico de dicha disputa en la guerra «entre los dos grandes imperios de Liliput y Blefuscu» en Los viajes de Gulliver, en la que todo empieza con la discusión de cómo cascar los huevos hervidos del desayuno, si por el lado más angosto o por el más redondeado.

Un pararrayos de la época de Franklin.

Franklin y sus amigos vivían la ciencia; era una constante en sus pensamientos, casi tanto como lo era entre sus manos. La comprensión de la naturaleza suponía para ellos un intenso placer práctico. Estos eran hombres de sociedad: Franklin era un político, cuando imprimía dinero o sus atrevidos folletos interminables. Y sus políticas eran tan categóricas como sus experimentos. Cambió el adornado preámbulo de la declaración de independencia para que se leyera con sencilla confianza: «Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales». Cuando estalló la guerra entre los revolucionarios norteamericanos e Inglaterra, escribió abiertamente a un político inglés que había sido su amigo, con palabras cargadas con fuego:

Habéis empezado a quemar nuestras ciudades. ¡Mirad vuestras manos! Están manchadas con la sangre de vuestros familiares.

El resplandor rojizo se convirtió en la imagen de la nueva era en Inglaterra —en los sermones de John Wesley, y en el cielo abrasador de la Revolución industrial, como el paisaje ardiente de Abbeydale en Yorkshire, uno de los primeros centros para los nuevos procedimientos en la fabricación de hierro y acero—. Los grandes industriales de la época eran los llamados señores del hierro, que gozaban de un gran poder, pero que aparentaban aún más del que tenían, figuras demoníacas de los que el gobierno sospechaba, con toda la razón, que creían sinceramente que todos los hombres eran creados iguales. Los trabajadores del norte y del oeste ya no eran trabajadores agrícolas, ahora formaban parte de una comunidad industrial. Ya no cobraban en especias, sino en monedas. El gobierno de Londres estaba muy alejado de todo esto. Rechazaron acuñar demasiadas monedas pequeñas, por lo que señores del hierro como John Wilkinson acuñaron sus propias monedas para pagar los salarios, con sus caras en ellas. La alarma

saltó en Londres. ¿Era eso una conspiración revolucionaria? No, no era una conspiración. Pero sí que es cierto que surgieron inventos radicales, obra de cerebros radicales. El primer modelo de puente de hierro que se exhibió en Londres fue propuesto por Tom Paine, considerado un agitador tanto en Norteamérica como en Inglaterra, protagonista de Los derechos del hombre.

Señores del hierro como John Wilkinson acuñaron sus propias monedas (con sus caras impresas en ellas) para poder pagar los salarios de sus trabajadores. Un token de Wilkinson, 1788.

Mientras tanto, el hierro fundido ya se usaba de formas muy revolucionarias por los señores del hierro como John Wilkinson. Construyó el primer buque de hierro en 1787, y se jactaba de que llevaría su ataúd cuando muriese. Y fue enterrado en un ataúd de hierro en 1808. Por supuesto, el barco zarpó pasando por debajo de un puente de hierro; Wilkinson había ayudado a construirlo en 1779 en una ciudad cercana a Shropshire que aún hoy se llama Ironbridge («puente de hierro»).

Los monumentos de la Revolución Industrial tienen una grandeza digna de la época romana, la grandeza de los republicanos. Primer puente de hierro erigido sobre el río Severn entre 1775 y 1779, en Coalbrookdale.

¿Pudo la arquitectura en hierro rivalizar con la arquitectura de las catedrales? La respuesta es sí, lo hizo. Esta era una época heroica. Así lo sintió Thomas Telford cuando sus construcciones de hierro se extendieron por todo el paisaje. Nació siendo un pastor pobre, luego trabajó como albañil asalariado, y por iniciativa propia se convirtió en ingeniero de caminos y canales, y un gran amigo de poetas. Su gran acueducto que lleva el canal Llangollen sobre el río Dee demuestra que se trataba de un maestro del hierro fundido a gran escala. Los monumentos de la Revolución industrial tienen una grandeza digna de la época romana, la grandeza de los republicanos.

Se suele imaginar a los hombres que llevaron a cabo la Revolución industrial como hombres de negocios inflexibles que no tenían otra motivación que no fuera el propio interés. Eso es completamente erróneo. Primero, muchos de ellos eran inventores que se habían introducido de ese modo en el negocio. Y por otro lado, una gran mayoría de ellos no eran miembros de la Iglesia de Inglaterra, pero pertenecían a una tradición puritana en el movimiento unitario u otros similares. John Wilkinson estaba muy influido por su cuñado Joseph Priestley, que más tarde se hizo famoso como químico, pero que era un ministro unitario y que probablemente fuera el pionero del principio: «la mayor felicidad del mayor número de personas». Joseph Priestley era, a su vez, consejero científico de Josiah Wedgwood. Recordamos a Wedgwood habitualmente como un hombre que fabricó magníficas vajillas para la aristocracia y la realeza; y eso hizo, pero en raras ocasiones, cuando se lo encargaban. Por ejemplo, en 1774 fabricó un servicio de casi mil piezas decoradas generosamente para Catalina la Grande de Rusia, que costó más de 2.000 libras —una gran cantidad de dinero en la moneda de esa

época—. Pero la base de esa vajilla era la cerámica que fabricaba Wedgwood, una loza de barro de color crema (loza creamware); y, de hecho, todas y cada una de esas mil piezas, sin decorar, costaban algo menos de 50 libras, aunque se parecieran a las de Catalina la Grande en todos los aspectos, menos en los paisajes idílicos pintados a mano. La loza creamware que hizo famoso y rico a Wedgwood no era porcelana, sino una cerámica de barro cocido de color blanco para uso común. Eso es lo que podía comprar el hombre de la calle, al precio aproximado de un chelín. Y con el tiempo eso es lo que transformó las cocinas de la clase trabajadora en la Revolución industrial. Wedgwood era un hombre extraordinario: innovador en su propio campo, y también en las técnicas científicas que harían que su trabajo fuera mucho más preciso. Inventó un método para medir las altas temperaturas mediante unas reglas metálicas que se deslizan entre sí y entre las que se coloca una pieza de arcilla que, deslizándose entre las dos reglas, nos indicará la temperatura del horno. La medición de las altas temperaturas ha supuesto siempre un antiguo problema y difícil de resolver en la fabricación de cerámicas y metales, y lo demuestra el hecho de que (tal como iban las cosas entonces) Wedgwood fuera elegido para la Royal Society. Josiah Wedgwood no era una excepción: había docenas de hombres como él. De hecho, pertenecía a un grupo de unos doce hombres, la Sociedad Lunar de Birmingham (Birmingham era por entonces todavía un grupo de aldeas industriales desperdigadas), nombre que se pusieron debido a que sus reuniones tenían lugar en noches de luna llena. Gracias a eso, gente como Wedgwood, que venía de distancias lejanas como la de Birmingham, podía hacer el viaje de vuelta por caminos precarios que de noche eran un auténtico peligro, pues al menos contaban con la luz de la luna llena. Pero Wedgwood no era el industrial más importante allí presente: ese era Matthew Boulton, que trajo a James Watt a Birmingham porque allí podría construir el motor de vapor. A Boulton le encantaba hablar de cómo realizar mediciones; decía que la naturaleza le había destinado a ser ingeniero haciéndole nacer en el año 1728, porque ese es el número de pulgadas cúbicas que hay en un pie cúbico. La medicina también era una materia importante en ese grupo, ya que se habían hecho avances nuevos e importantes. El doctor William Withering descubrió en Birmingham el uso de la digitalina. Uno de los doctores que perteneció a la Sociedad Lunar y que siguió siendo famoso, fue Erasmus Darwin, el abuelo de Charles Darwin. ¿Cuál fue el otro abuelo? Josiah

Wedgwood. Sociedades como la Sociedad Lunar representan el sentimiento de aquellos que llevaron a cabo la Revolución industrial (ese sentimiento tan inglés) de que tenían una responsabilidad social. Lo llamo sentimiento inglés, aunque no es del todo justo; la sociedad lunar estaba muy influida por Benjamin Franklin y por otros americanos asociados con ellos. Creían en un principio bastante simple: la buena vida es algo más que la dignidad material, pero la buena vida debe basarse en la dignidad material. Tuvieron que pasar cien años antes de que los ideales de la Sociedad Lunar fueran una realidad en la Inglaterra victoriana. Cuando eso pasó, la realidad parecía algo común y corriente, incluso cómica, como una postal con una imagen victoriana. Resulta cómico pensar que algo tan sencillo como la ropa interior de algodón y el jabón pudieran iniciar una transformación en la vida de los pobres. Aunque estas cosas simples —carbón en una era donde dominaba el hierro, vidrio en las ventanas, o el optar a alimentos variados— supusieron un maravilloso auge del nivel de vida y de la salud de las personas. Según nuestros estándares, las ciudades industriales eran pocilgas, pero para la gente que venía del campo, una casa con suelo firme era una liberación del hambre, del polvo y de la enfermedad; les ofrecía el lujo de poder elegir. Un dormitorio con un pasaje bíblico en la pared nos parece divertido y patético, pero para el ama de casa de clase trabajadora era su primera experiencia de decencia privada. Puede que la cama con armazón de hierro salvara a más mujeres de la fiebre puerperal que el maletín negro del doctor, que en sí mismo era también una innovación médica. Estos beneficios se consiguieron gracias a la producción en masa de las fábricas. Y el sistema de fábricas era espantoso; en eso no se equivocan los libros de texto. Pero era espantoso en el sentido más tradicional de la palabra. Las minas y los talleres ya eran fríos y húmedos, atestados de gente y gestionados de forma tiránica mucho antes de que llegara la Revolución industrial. Las fábricas se gestionaban como siempre se había hecho con las industrias de las aldeas, con un menosprecio inhumano hacia aquellos que trabajaban en ellas. La contaminación en las fábricas no era algo nuevo. De nuevo, era la continuación de la tradición de la mina y de los talleres, que siempre habían ensuciado sus ambientes. Pensamos en la contaminación como en un deterioro estrictamente moderno, pero no lo es. Es otra expresión de la miserable indiferencia hacia la salud y la dignidad que era práctica común en los siglos

pasados y que hizo que la peste fuera una visita prácticamente anual. El nuevo mal que hizo que las fábricas siguieran siendo espantosas era diferente: la vida de los hombres estaba controlada por el ritmo de las máquinas. Por primera vez, los trabajadores eran dirigidos por un reloj inhumano: primero, el poder del agua, y luego, el del acero. Nos parece una locura (y lo era) que los fabricantes se intoxicaran por el poder que emanaba a chorros de la caldera de la fábrica día tras día. Se predicaba una nueva ética en la que el nuevo pecado capital no era la crueldad o el vicio, sino la ociosidad. Incluso las escuelas dominicales advertían a los niños de que:

Satanás encuentra travesuras para que las ejecuten las manos ociosas.

El cambio en la escala del tiempo en las fábricas era horrendo y destructivo. Pero el cambio en la escala de la energía abrió las puertas del futuro. Matthew Boulton, de la Sociedad Lunar, por ejemplo, construyó una fábrica que era a la vez un sitio de interés turístico, porque la clase de trabajo metalúrgico que hacía Boulton dependía de la destreza de los artesanos. Es aquí adónde vino James Watt a construir la máquina que revolucionaría la obtención de energía, la máquina de vapor, porque solo aquí podía encontrar los estándares de precisión que necesitaba para hacer que su máquina fuera perfectamente hermética. En 1776 Matthew Boulton estaba muy entusiasmado por su asociación con James Watt para construir la máquina de vapor. Cuando James Boswell, el biógrafo, fue a ver a Boulton ese año, le dijo solemnemente: «Lo que vendo aquí, señor, es lo que todo el mundo desea tener: energía». Bonita frase. Pero también es cierta.

La energía (en cierto sentido una idea nueva) es una nueva preocupación para la ciencia. La Revolución industrial, la Revolución inglesa, resultó ser la gran descubridora de energía. Las fuentes de energía se buscaban en la naturaleza: viento, luz solar, agua, vapor, carbón. Y pronto se gestó una pregunta muy

concreta. ¿Por qué todas son lo mismo? ¿Qué relación existe entre ellas? Nunca antes se había formulado esa pregunta. Hasta que la ciencia se centró completamente en la exploración de la naturaleza tal como es. Pero ahora, la concepción moderna de transformar la naturaleza para obtener energía de ella, y cambiar de una forma de energía a otra, era la tecnología punta de la ciencia. Concretamente, quedó claro que el calor es una forma de energía, y que se convertía en otras formas según una tasa exacta de intercambio. En 1824, Sadi Carnot, un ingeniero francés, contemplando los motores a vapor, escribió un tratado de lo que llamó la puissance mortrice du feu (la potencia motriz del fuego), en el que fundó, esencialmente, la ciencia de la termodinámica —la dinámica del calor—. La energía se había convertido en un concepto fundamental en la ciencia; y la principal preocupación de la ciencia era en ese momento la unidad de la naturaleza, de la que la energía es su núcleo. Y era una preocupación fundamental no solo para la ciencia. Se puede observar igualmente en las artes, y ahí está la sorpresa. Mientras todo esto está pasando, ¿qué ocurre en la literatura? El auge de la poesía romántica llegó alrededor del año 1800. ¿Cómo podían estar interesados los poetas románticos en la industria? Muy sencillo: el nuevo concepto de la naturaleza como portadora de energía les pilló de sorpresa, como una tormenta de verano. Les encantaba la palabra «tormenta» como sinónimo de energía, por ejemplo, la vemos en expresiones como Sturm und Drang (tormenta e ímpetu).[7] El punto álgido de la obra de Samuel Taylor Coleridge, Rima del anciano marinero,[8] es presentado por una tormenta que rompe la calma total y libera de nuevo la vida:

En lo más alto el aire estalla en vida, y un centenar de lustrosos gallardetes de un lado a otro se agitan con premura; y de un lado a otro, y yendo y viniendo entre ellos bailan las estrellas.

El fuerte viento nunca alcanzó al barco,

¡pero ahora el barco seguía adelante! Bajo el relámpago y la Luna los muertos lanzaron un gemido.

Un joven filósofo alemán, Friedrich von Schelling, empezó hacia 1799 una nueva forma de filosofía que se ha mantenido con fuerza en Alemania, la Naturphilosophie —filosofía de la naturaleza—. Coleridge la importó a Inglaterra. Los poetas de los Lagos la tomaron de Coleridge, y de los Wedgwoods, que eran amigos de Coleridge y que, de hecho, lo financiaban con una anualidad. De repente, poetas y pintores se vieron atrapados por la idea de que la naturaleza es la fuente de poder, cuyas diferentes formas son todas expresiones de la misma fuerza central o energía. Y no solo la naturaleza. La poesía romántica dice de la forma más sencilla posible que el hombre mismo es portador de una energía divina o como mínimo natural. La Revolución industrial proporcionó libertad (en la práctica) a los hombres que querían desarrollar su potencial interior —un concepto completamente inconcebible cien años antes—. Al mismo tiempo, el pensamiento romántico inspiró a esos hombres a darle un nuevo sentido a su personalidad a través de su libertad. Quien mejor lo expresó de todos fue William Blake, el más grande poeta romántico, de forma muy sencilla: «La energía es el eterno deleite».

La palabra clave es «deleite», el concepto clave es «liberación»: el sentimiento de diversión como derecho humano. Naturalmente, los hombres dinámicos de la época expresaron ese impulso a través de sus inventos. Así que produjeron un pozo sin fondo lleno de ideas excéntricas de las que las familias trabajadoras pudieran disfrutar los sábados por la tarde. (Hasta el día de hoy, la mayoría de las solicitudes que colapsan las oficinas de patentes son bastante alocadas, al igual que sus inventores). Podríamos pavimentar una avenida que fuera desde aquí hasta la Luna con estas locuras, y sería más o menos tan inútil y tan espectacular como el hecho de llegar a la Luna. Considere, por ejemplo, la idea del zoótropo, un tambor circular con una tira de dibujos victorianos en su interior que al

hacerlo girar daban la ilusión de movimiento, cuando pasaban uno detrás del otro delante del ojo del espectador que miraba a través de una rendija hecha en el tambor. Es tan excitante como pasar una tarde en el cine, y consigue su objetivo más rápidamente. O la orquesta automática, que tenía la ventaja de tener un repertorio muy corto. Todo esto fue elaborado de manera casera con ganas y bastante ingenuidad pero sin pizca de buen gusto.

Cada invento inútil para uso doméstico, como el cortador mecánico de verduras, está seguido de otro soberbio, como el teléfono. Y finalmente, al final de esa avenida del placer, pondríamos sin duda la máquina que es la esencia de todas ellas: ¡una que no hace nada en absoluto! Tanto los hombres que hicieron esos inventos alocados como los que hicieron los inventos de gran categoría vienen del mismo molde. Piense en el invento que completó la Revolución industrial del mismo modo que los canales la empezaron: las vías férreas. Fueron posibles gracias a Richard Trevithick, que era un herrero de Cornualles y un luchador gracias a su gran fuerza. Transformó la máquina de vapor en una unidad móvil con suministro de energía, cambiando la máquina de vapor de Watt por una máquina de alta presión. Fue algo revitalizador, que llenó el mundo de arterias que comunicaban unas partes con otras, e Inglaterra era su corazón.

Seguimos en mitad de la Revolución industrial; y menos mal que es así, ya que quedan todavía muchas cosas que ubicar en ella. Pero sí que es cierto que lo conseguido hasta ahora ha hecho que nuestro mundo sea más rico, más pequeño y, por primera vez, que sea realmente nuestro. Y lo es literalmente: nuestro mundo, el mundo de todos.

Así que produjeron un pozo sin fondo lleno de ideas excéntricas de las que las familias trabajadoras pudieran disfrutar los sábados por la tarde. Una plataforma elevadora patentada.

Desde sus comienzos, cuando todavía dependían de la energía procedente de la fuerza del agua, la Revolución industrial era extremadamente cruel con aquellos cuyas vidas y subsistencia dependían de ella. Así son las revoluciones: está en su naturaleza ya que, por definición, se mueven demasiado deprisa para aquellos a los que afecta. Sin embargo, con el tiempo se convirtió en una revolución social y estableció los principios de igualdad social, igualdad de derechos y, por encima de todo, de igualdad intelectual de la que dependemos. ¿Dónde estaría un hombre como yo, dónde estaría usted, si hubiéramos nacido antes de 1800? Aún estaríamos en mitad de la Revolución industrial y sería difícil vislumbrar sus implicaciones, pero el futuro diría de ella que es un paso, una zancada tan poderosa en el ascenso del hombre como lo fue el Renacimiento. El Renacimiento instauró la dignidad del hombre. La Revolución industrial instauró la unidad de la naturaleza. Lo lograron los científicos y los poetas románticos que vieron que el viento y el mar, las corrientes del agua y el vapor, el carbón…, todo ello es creado gracias al calor del sol, y ese mismo calor es una forma de energía. Muchos hombres buenos pensaron en ello, pero fue establecido por encima de todos por un hombre, James Prescott Joule, de Manchester. Nació en 1818, y desde que cumplió los veinte años pasó su vida haciendo experimentos con los que determinar el equivalente mecánico del calor; es decir, establecer la tasa exacta de intercambio según la cual la energía mecánica se transforma en calor. Y dado que esa tiene pinta de ser una tarea demasiado seria y aburrida, contaré una anécdota graciosa sobre él.

Richard Trevithick transformó la máquina de vapor en una unidad móvil con suministro de energía.

En el verano de 1847, el joven William Thompson (más tarde conocido como el gran lord Kelvin, el mandamás de la ciencia británica) estaba caminando —¿qué ruta haría un caballero británico por los Alpes?— desde Chamonix hasta el Mont Blanc. Y allí conoció —¿a quién conocería un caballero británico en los Alpes? — a otro británico excéntrico: James Joule, quien llevaba un enorme termómetro e iba seguido a corta distancia por su mujer en un carruaje. Durante toda su vida, Joule quiso demostrar que cuando el agua cae desde una altura de 237 metros, aumenta un grado Fahrenheit de temperatura. Y ahora, en su luna de miel, podía visitar Chamonix como dios manda (de la misma manera que las parejas norteamericanas suelen ir de luna de miel a las cataratas del Niágara) y dejar que la naturaleza hiciera el experimento por él. La cascada aquí era ideal. No tenía esos 237 metros, pero al menos disponía de la altura suficiente para conseguir medio grado Fahrenheit. Como aclaración, debo decir que, por supuesto, no tuvo éxito; desgraciadamente, la catarata es demasiado abrupta y hay demasiada agua pulverizada como para que el experimento tenga éxito. La historia de los caballeros británicos con sus excentricidades científicas no es irrelevante. Fueron hombres así los que dotaron a la naturaleza de ese matiz romántico; el movimiento romántico de la poesía les acompañó paso a paso. Lo vemos en poetas como Goethe (que también era un científico) y en músicos como Beethoven. Lo vemos por primera vez en Wordsworth: la visión de la naturaleza como un nuevo estímulo para el espíritu, porque su unidad conectaba directamente con el corazón y la mente. Wordsworth había atravesado los Alpes en 1790, cuando vino al continente atraído por la Revolución francesa. Y dijo en 1798, en su poema «Versos compuestos unas millas más arriba de Tintern Abbey»,[9] lo que no se podría haber dicho de mejor manera:

Pues la naturaleza entonces… lo era todo para mí. No puedo pintar

cómo era entonces. La sonora catarata me embrujaba como una pasión.

«La naturaleza entonces lo era todo para mí». Joule nunca lo expresó tan bien. Pero sí que dijo: «Los grandes agentes de la naturaleza son indestructibles», y en el fondo quería decir lo mismo.

La teoría de la evolución fue concebida dos veces, de manera independiente,

por dos hombres en la misma época y en la misma cultura.

Alfred Wallace con treinta años. Charles Darwin.

[7] Movimiento literario nacido en Alemania en la segunda mitad del siglo XVIII. (N. del T.) [8] Poema incluido en el libro Baladas líricas, traducción de Santiago Corugedo y José Luis Chamosa. Ediciones Cátedra, 1990. (N. del T.) [9] Poema incluido en el libro Baladas líricas, traducción de Santiago Corugedo y José Luis Chamosa. Ediciones Cátedra, 1990. (N. del T.)

09

La escalera de la creación

La teoría de la evolución por medio de la selección natural fue propuesta en la década de 1850 por dos hombres. Uno era Charles Darwin; el otro era Alfred Russel Wallace. Ambos tenían, evidentemente, alguna preparación científica, pero en el fondo ambos eran naturalistas. Darwin estudió medicina en la Universidad de Edimburgo durante dos años, antes de que su padre, que era un médico adinerado, le propusiera ser pastor anglicano y lo mandara a Cambridge. Wallace, cuyos padres eran pobres y que dejó la escuela a los catorce años, había asistido a cursos de aprendiz de topógrafo y de maestro auxiliar en los institutos para trabajadores de Londres y Leicester. El hecho es que hay dos tradiciones que explican aspectos distintos del mundo y que van de la mano en el ascenso del hombre. Una es el análisis de la estructura física del mundo. La otra es el estudio de los procesos de la vida: su exquisitez, su diversidad, los ciclos ondulantes que van desde la vida hasta la muerte de los individuos y de las especies. Y estas tradiciones no se juntaron hasta que apareció la teoría de la evolución; porque hasta entonces había una paradoja que no se podía resolver, sobre cómo podía empezar la vida. La paradoja de las ciencias de la vida, que hace que sean muy diferentes de las ciencias físicas, es que la naturaleza está presente por todas partes. La vemos en los pájaros, en los árboles, en la hierba, en los caracoles, en todo ser vivo. Es todo esto. Las manifestaciones de la vida, sus expresiones, sus formas, son tan diversas que deben contener un importante elemento fortuito. Al mismo tiempo, la naturaleza de la vida es tan uniforme que debe estar restringida por muchas necesidades. Por lo tanto, no debe resultar sorprendente que la biología tal como la entendemos empezara con los naturalistas en los siglos XVIII y XIX: observadores de la campiña, observadores de pájaros, clérigos, doctores,

caballeros extravagantes que vivían en casas de campo. Estoy muy tentado de llamarlos, simplemente, «caballeros de la Inglaterra victoriana», porque no puede ser accidental que la teoría de la evolución fuera concebida dos veces de manera independiente, por dos hombres que vivieron en la misma época y en la misma cultura —la cultura de la reina Victoria en Inglaterra—. Charles Darwin contaba con algo más de veinte años cuando el Almirantazgo se preparaba para enviar un barco de investigación llamado Beagle para cartografiar la costa de Sudamérica, y se le ofreció el puesto no remunerado de naturalista. Debía esa invitación al profesor de botánica con el que había trabado amistad en Cambridge, aunque Darwin no se interesó por la botánica en Cambridge hasta que no empezó a coleccionar escarabajos.

Daré una prueba de mi entusiasmo: un día, al romper la corteza vieja de un árbol, vi dos extraños escarabajos, y cogí uno con cada mano; luego vi un tercero de una clase diferente, que no podía dejar escapar, en vista de lo cual me metí en la boca el que llevaba en la mano derecha.

El padre de Darwin se opuso a su marcha, y al capitán del Beagle no le gustó el aspecto de su nariz, pero su tío por parte de los Wedgwood habló en su favor y le dejaron marchar. El Beagle zarpó el 27 de diciembre de 1831. Los cinco años que pasó en el barco transformaron a Darwin. Había sido un sutil y entendido observador de aves, flores y de la vida en general en su campiña natal y entonces en Sudamérica todo ese talento se convirtió en pasión. Volvió a casa convencido de que las especies se desarrollan de formas diferentes una vez que se han aislado geográficamente; las especies no son inmutables. Pero cuando regresó, no se le ocurrió ningún mecanismo que las separara. Era 1836. Cuando Darwin dio con una explicación para la evolución de las especies dos años después, era bastante reticente a publicarlo. Y es posible que lo hubiera dejado de lado definitivamente si no hubiera aparecido un hombre muy diferente a él que no solo había seguido los mismos pasos experimentales y de razonamiento que él había seguido, sino que además había llegado a la misma teoría. Él es el gran olvidado de la teoría de la evolución mediante selección

natural y también el personaje vital, una clase de hombre de Porlock[10] a la inversa.

Su nombre era Alfred Russel Wallace, un hombre imponente con una historia familiar muy dickensiana, tan cómica como aburrida era la de Darwin. En esa época, año 1836, Wallace era un adolescente; había nacido en 1823, y eso le convierte en catorce años más joven que Darwin. La vida de Wallace no fue nada fácil ni siquiera entonces:

De haber sido mi padre un hombre razonablemente rico […] toda mi vida habría sido bastante diferente, y creo, sin dudarlo, que aunque habría prestado algo de atención a la ciencia, parece muy poco probable que hubiera emprendido […] un viaje hacia los bosques casi desconocidos del Amazonas para observar la naturaleza y ganarme la vida con las colecciones.

Así escribía Wallace sobre los primeros años de su vida, cuando tenía que buscar un modo de ganarse la vida en las provincias inglesas. Emprendió la profesión de topógrafo, que no requería de una educación universitaria, y que además podía aprenderla de su hermano mayor. Su hermano murió en 1846 a causa de un resfriado que cogió cuando viajaba de regreso a casa, en un carruaje abierto, después de una reunión de la Comisión Real sobre empresas ferroviarias rivales. Evidentemente, aquella era una vida en la que se pasaban muchas horas al aire libre, y Wallace se interesó por las plantas e insectos. Cuando estaba trabajando en Leicester, conoció a un hombre que tenía los mismos intereses que él, pero que había podido disfrutar de una mejor educación. Wallace se entusiasmó cuando su nuevo amigo le contó que había coleccionado varios cientos de especies diferentes de escarabajos en el vecindario de Leicester, y que había muchas más esperando ser descubiertas.

Si me hubieran preguntado antes cuántas clases diferentes de escarabajos se encontrarían en un distrito pequeño cercano a mi ciudad, seguramente habría

dicho unas cincuenta […] ahora he aprendido […] que puede que haya unas mil clases diferentes en un radio de dieciséis kilómetros.

Supuso toda una revelación para Wallace, que condicionó su vida y la de su amigo. El amigo era Henry Bates, que más adelante sería el autor de un famoso trabajo sobre el mimetismo de los insectos. Mientras tanto, nuestro joven amigo tenía que ganarse la vida. Afortunadamente, aquella era una buena época para un topógrafo, ya que los aventureros de las locomotoras de la década de 1840 los necesitaban. A Wallace se le contrató para cartografiar una posible ruta para una línea en el valle Neath en Gales del Sur. Era, al igual que su hermano lo había sido, un técnico muy concienzudo, una cualidad muy victoriana. Pero sospechaba, con razón, que solo era un peón en un juego de poder. A muchos de los topógrafos solo se les mandaba para poder establecer un derecho de reclamación sobre esos lugares en contra de otros magnates ladrones. Wallace calculó que solo una decena de todas las líneas que se habían cartografiado ese año se llegaron a construir. La campiña de Welsh suponía una auténtica delicia para un naturalista aficionado, tan feliz por poder desarrollar su pasión como lo sería un pintor aficionado pudiendo pintar esos paisajes. Wallace podía observar y coleccionar por sí mismo, sintiendo una creciente excitación por la diversidad de la naturaleza que le rodeaba, que quedó grabada cariñosamente en su memoria para el resto de su vida:

Incluso cuando estábamos muy ocupados, podía tener algún domingo completamente libre, y lo empleaba en dar largos paseos por las montañas, llevando mi caja para las colecciones, que llevé a casa llena de tesoros […]. En ocasiones como esas, experimentaba la felicidad que cada descubrimiento de una nueva forma de vida inspira a todo amante de la naturaleza, casi equiparable a aquellos arrebatos que sentiría más adelante en el Amazonas, con cada captura de una nueva mariposa.

Wallace encontró una cueva uno de esos fines de semana en un lugar en el que el

río era subterráneo, y decidió en ese momento pasar allí la noche. Fue como si inconscientemente ya se estuviera preparando para vivir al aire libre:

Queríamos probar al menos una vez dormir al aire libre, sin cobijo ni cama alguna, sino solo con aquello con lo que nos proveyera la naturaleza […]. Creo que habíamos decido premeditadamente hacerlo sin preparación previa, acampando donde nos pillase accidentalmente la noche, como si estuviésemos en un país desconocido.

De hecho, casi no durmió nada de nada.

Cuando tenía veinticinco años, Wallace decidió convertirse en naturalista a tiempo completo. Era una profesión victoriana bastante extraña. Significaba que tendría que mantenerse coleccionando especímenes que recogía en parajes extranjeros para luego venderlos a museos y coleccionistas de Inglaterra. Y Bates iría con él. Así pues, los dos hombres partieron en 1848 con 100 libras entre ambos. Zarparon hacia Sudamérica, y luego recorrieron mil millas a lo largo del Amazonas hasta la ciudad de Manaos, donde el Amazonas se junta con el río Negro. Wallace apenas se había alejado de Gales, pero no estaba intimidado por el exotismo del lugar a donde iban. Desde el momento de su llegada, sus comentarios demuestran su firmeza y su seguridad en sí mismo. Por ejemplo, respecto al tema de los buitres, recogió sus pensamientos en su obra, escrita cinco años después, Una narración de viajes por el Amazonas y el río Negro.

El buitre negro común era muy numeroso, pero como la comida escaseaba, se veía obligado a comer frutos de palmeras en el bosque cuando no podía encontrar nada más. Estoy convencido, después de repetidas observaciones, de que los buitres dependen por completo de su vista, y en absoluto de su olfato, a la hora de

buscar comida.

Los amigos se separaron en Manaos, y Wallace siguió río arriba el cauce del río Negro. Buscaba lugares que no hubieran sido explorados en profundidad por otros naturalistas; ya que, si tenía que ganarse la vida gracias al coleccionismo, necesitaba encontrar ejemplares de especies desconocidas o, al menos, raras. El río se había desbordado a causa de las lluvias, por lo que Wallace y sus indígenas pudieron usar la canoa nada más llegar a la selva. Las ramas de los árboles llegaban hasta el agua. Wallace se sintió algo intimidado por el tiempo tan gris que encontraron, pero, al mismo tiempo, eufórico por la enorme variedad que presentaba el bosque, y se preguntaba cuál sería su aspecto visto desde el aire.

Lo que podemos asegurar de la vegetación tropical es que hay un número muchísimo más grande de especies, y una mayor variedad de formas, que en las zonas templadas. Puede que no haya país en el mundo que contenga tanta cantidad de materia vegetal en su superficie como la que hay en el valle del Amazonas. A lo largo de toda su extensión, con la excepción de algunas pequeñas áreas, está cubierto con un denso y primigenio bosque, el más extenso y continuo que existe sobre la faz de la tierra. Toda la gloria de estos bosques solo se puede apreciar desde un globo que vuele suavemente por encima de la superficie ondulante y florecida: un privilegio como ese puede que esté reservado para el viajero de épocas futuras.

Estaba entusiasmado y asustado al mismo tiempo cuando entró por primera vez en una aldea indígena; pero es característico de Wallace que el sentimiento que prevalece al final es el placer.

La […] sensación más inesperada de sorpresa y deleite fue mi primer encuentro y convivencia con un hombre en su estado primigenio, ¡salvajes absolutamente

puros, sin contaminación alguna! […]. Seguían con sus trabajos o placeres que no tenían nada que ver con los del hombre blanco, eran independientes y caminaban con el paso ligero típico de los habitantes de los bosques, y […] no nos prestaban la más mínima atención, solo éramos meros extranjeros de una raza alienígena. Eran originales y autosuficientes en cada detalle de su vida, de la misma forma que lo son los animales salvajes de los bosques, absolutamente independientes de la civilización, y que podían vivir, y de hecho vivían, a su manera, como habían hecho durante incontables generaciones antes de que América fuese descubierta.

Resultó que los indígenas no eran violentos, sino cooperativos. Wallace los atrajo al arte de coleccionar especímenes.

Durante el tiempo que estuve aquí (cuarenta días), encontré como mínimo cuarenta especies diferentes de mariposas que eran nuevas para mí, además de una colección considerable de otros órdenes. Un día me trajeron un curioso cocodrilo de pequeño tamaño perteneciente a una especie rara, que tenía numerosas crestas y una especie de tubérculos cónicos, Caiman gibbus, que despellejé y rellené, para divertimento de los indígenas presentes, media docena de los cuales observaron fijamente la ope-ración.

Más tarde o más temprano, entre los placeres y trabajos propios de la vida en la selva, una pregunta punzante empezó a revolotear en la mente aguda de Wallace. ¿Cómo había aparecido toda esta variedad, tan similar en su diseño y a pesar de ello tan variable en los detalles? Al igual que a Darwin, a Wallace le sorprendieron las diferencias existentes entre especies vecinas y, al igual que Darwin, se empezó a preguntar cómo se habían desarrollado de maneras tan diferentes.

No existe parte de la historia natural que sea más interesante e instructiva que el estudio de la distribución geográfica de los animales. Lugares que están separados por no más de cien o ciento cincuenta kilómetros a veces tienen especies de insectos y aves que están presentes en una de esas zonas, pero no en la otra. Debe de existir alguna frontera que determine el ámbito de cada especie; alguna peculiaridad externa que marque la línea que cada una de ellas no puede cruzar.

Siempre le habían atraído los problemas de geografía. Más adelante, cuando trabajó en el archipiélago malayo, demostró que los animales de las islas occidentales se parecían a especies de Asia, y los de las islas orientales a las de Australia: la línea que las divide todavía se la conoce con el nombre de la línea de Wallace. Wallace era un observador tan agudo del hombre como lo era de la naturaleza, y con el mismo interés en el origen de sus diferencias. En una época en la que los victorianos llamaban a la gente del Amazonas «salvajes», Wallace manifestaba una curiosa simpatía hacia su cultura. Comprendió lo que significaba para ellos el lenguaje, tal o cual invención o las diferentes costumbres. Puede que fuera la primera persona en entender el hecho de que la distancia cultural entre su civilización y la nuestra es mucho menor que la que creemos. Después de que concibiera el principio de la selección natural, eso ya no solo parecía cierto, sino que era biológicamente obvio.

La selección natural únicamente podría haber dotado al hombre salvaje de un cerebro solo unos grados superior al de un simio, mientras que realmente posee uno que es solo un poco inferior al de un filósofo. Con nuestra llegada ha visto la luz un ser en el que esa fuerza imperceptible que denominamos «mente» tiene una importancia mucho mayor que la que tenía cuando se la consideraba simplemente parte de la estructura del cuerpo.

Era firme en su consideración hacia los indígenas, y escribió un relato idílico de su vida cuando se quedó en la aldea de Javíta en 1851. Es en este momento

cuando en el diario de Wallace empieza a aparecer poesía..., bueno, mejor dicho, versos.

Existe una aldea indígena; por todas partes, el oscuro, eterno, infinito bosque propaga su variado follaje.

Aquí residí por algún tiempo, el único hombre blanco entre puede que doscientas almas vivas.

Cada día una labor les llama. Ahora se marchan para sentir el orgullo de la selva, o en canoa con anzuelos, y lanzas, y flechas, para atrapar peces;

una palmera dispersa sus hojas, proveyéndoles de un techo de paja impermeable a las tormentas y lluvias invernales.

Las mujeres cavan en pos de la raíz de la mandioca, y con mucho trabajo de ella elaboran su pan.

Y cada mañana y cada atardecer se bañan en el arroyo,

y se muestran como sirenas sobre olas centelleantes.

Los niños más pequeños van desnudos, y adolescentes y hombres solo llevan un pequeño trapo. ¡Cómo disfruto viendo a esos niños desnudos! Sus extremidades bien formadas, su brillo, su suavidad, el pelo castaño rojizo, y cada movimiento lleno de gracia y salud; y mientras corren, gritan, y saltan, o nadan y se sumergen en las rápidas corrientes,

me apenan los niños ingleses; sus activas extremidades apretadas y confinadas en ropas ceñidas;

pero aún me compadezco más de las doncellas inglesas, sus cinturas, torsos, senos, todos confinados ¡por ese instrumento vil y torturador llamado corsé!

Aquí sería un indígena, y viviría contento al pescar, cazar, y remar en mi canoa, y ver a mis hijos crecer, como cervatillos silvestres,

con salud en el cuerpo y paz en la mente, ¡rico sin riqueza, y feliz sin oro!

El sentimiento que inspiraron los indígenas sudamericanos en Charles Darwin fue bastante diferente. Cuando Darwin conoció a los nativos de Tierra del Fuego se horrorizó: queda claro en las palabras que acompañaban a sus dibujos en el libro El viaje del Beagle. No albergaba duda alguna respecto a que el clima tan duro tenía una clara influencia en las costumbres de los fueguinos. Pero las fotografías del siglo XIX muestran que no eran tan horribles como le parecieron a Darwin. En el viaje de vuelta a casa, Darwin publicó un folleto con el capitán del Beagle en Ciudad del Cabo para recomendar el trabajo que llevaban a cabo los misioneros para cambiar la vida de los salvajes.

Wallace pasó cuatro años en la cuenca del Amazonas; luego empaquetó sus colecciones y partió de vuelta a casa.

De nuevo me ataca la fiebre intermitente, y he pasado varios días sintiéndome bastante mal. Tenemos lluvia casi constantemente, y suponía un gran inconveniente para poder atender a mis numerosos pájaros y animales, debido a que la canoa estaba atestada, y a la imposibilidad de limpiarla correctamente durante la lluvia. Mueren algunos a diario, y a menudo me gustaría no tener que hacer nada con ellos, pero, una vez que los tenía entre mis manos, decidí perseverar. De un total de unos cien animales que había comprado o me habían regalado, solo quedaban treinta y cuatro.

El viaje fue mal desde un principio. Wallace siempre fue un hombre con mala suerte.

El 10 de junio dejamos Manaos, empezando nuestro viaje de una manera muy desafortunada para mí; porque, nada más embarcar, después de haberme despedido de mis amigos, eché en falta a mi tucán, el cual, sin ninguna duda, había salido volando del barco, y al no tener noticia de que alguien lo hubiera visto, seguramente se había ahogado.

La elección del barco para el regreso tampoco fue afortunada, dado que llevaba una carga muy inflamable de resina. Tres semanas después de haber zarpado, el 6 de agosto de 1852, el barco se incendió.

Bajé a mi camarote, que estaba extremadamente caliente y lleno de humo, para ver qué valía la pena salvar. Cogí mi reloj y una pequeña caja de hojalata que contenía algunas camisas y un par de cuadernos de notas antiguos, con algunos dibujos de plantas y animales, y subí gateando hasta la cubierta. En mi litera quedó mucha ropa y una gran carpeta llena de dibujos y esbozos; pero no me quería arriesgar a bajar de nuevo, y de hecho no tenía gana alguna de salvar nada más, ya que apenas lo pude contar. El capitán ordenó que todo el mundo subiera a los botes, y él fue en último en abandonar la nave. ¡Con cuánto placer había encontrado cada insecto raro y curioso que había añadido a mi colección! ¡Cuántas veces, cuando casi estaba ya derrotado por las fiebres, me había arrastrado por la selva y había sido recompensado con alguna especie bella y desconocida! ¡Cuántos lugares, que jamás habían sido pisados por un europeo, volverían a mi memoria gracias a los insectos y pájaros raros que habían acabado formando parte de mi colección! Y ahora todo ha desaparecido, ¡y no tengo ni un solo ejemplar con que ilustrar estas tierras desconocidas por las que he caminado o con que rememorar las escenas salvajes que había contemplado! Pero sé que esos recuerdos son inútiles, he intentado pensar lo menos posible en lo que podría haber sido y ocuparme de las cosas que realmente me quedan.

«He finalizado mi borrador de mi teoría de las especies», escribió el 5 de julio de 1844 en Downe. Esquina del estudio de Darwin en Down House. Un retrato de su abuelo, Erasmus, está a la derecha de la ventana, junto a la silla de Darwin.

Alfred Wallace regresó de los trópicos, al igual que Darwin, convencido de que las especies relacionadas divergen a partir de un linaje común, y estaban desconcertados acerca del porqué de esa divergencia. Lo que Wallace no sabía era que Darwin había dado con la explicación dos años después de regresar a Inglaterra de su viaje en el Beagle. Darwin relata que en 1838 estaba leyendo el Ensayo sobre el principio de la población del reverendo Thomas Malthus («por diversión», dice Darwin, con lo que quería recalcar que no formaba parte de sus lecturas serias) y le chocó una idea en particular de Malthus. Malthus decía que la población se multiplica más rápidamente que la comida. Si eso es cierto con los animales, entonces deben competir para sobrevivir; por lo tanto, la naturaleza actúa como una fuerza selectiva, matando a los débiles, y creando especies nuevas a partir de los supervivientes que mejor se adapten a su medio ambiente. «Aquí tengo por fin una teoría con la que trabajar», dice Darwin. Y lo lógico es pensar que un hombre que dice algo así se pondría inmediatamente a trabajar, escribiría los artículos pertinentes y acudiría a dar conferencias. Nada de eso. Durante cuatro años, Darwin ni siquiera puso la teoría por escrito. Solo en 1842 escribió un borrador de treinta y cinco páginas. Y ese borrador lo guardó a buen recaudo junto a una suma de dinero y unas instrucciones para su mujer para que lo publicara si moría. «He finalizado mi borrador de mi teoría de las especies», escribió en una carta formal para ella, datada el día 5 de julio de 1844 en Downe, y seguía:

Por lo tanto, escribo esto para que, en caso de muerte repentina, como mi último y más solemne deseo, que estoy seguro que considerarás con la misma validez

que habría tenido escrito en mi testamento legal, dediques 400 libras para su publicación y, posteriormente, tú misma, o a través de Hensleigh (Wedgwood), te tomes la molestia de promocionarlo. Me gustaría que mi borrador fuera dado a alguna persona competente, con la suma de dinero que incluyo, para inducirle a que se tome la molestia de mejorarlo y ampliarlo. Con respecto a los editores, el Sr. (Charles) Lyell sería el mejor si desea aceptarlo; creo que encontrará el trabajo satisfactorio, y aprenderá algunos conceptos novedosos para él. El Dr. (Joseph Dalton) Hooker sería muy adecuado.

Tenemos la sensación al leer esto de que Darwin realmente deseaba morir antes de publicar la teoría, siempre y cuando después de su muerte se le atribuyera a él la primicia. Se trata de una personalidad bastante extraña. Corresponde a un hombre que sabía que lo que decía su teoría era bastante chocante para el público (eso es lo que le pareció a su mujer cuando la leyó) y que a él mismo le sorprendía hasta cierto punto. La hipocondría (sí, tenía alguna infección de los trópicos que le servía de excusa), los botes de medicinas, el encierro, la atmósfera algo sofocante de su casa y de su estudio, las siestas vespertinas, el retraso en la escritura, el rehusar a debatir en público: todo esto corresponde a una mente que no quería enfrentarse al público.

Tenemos la sensación al leer esto de que Darwin realmente deseaba morir antes de publicar la teoría, siempre y cuando después de su muerte se le atribuyera a él la primicia. Fotografía de Charles Darwin hecha en sus últimos años en Downe.

Wallace, más joven que Darwin, no estaba lastrado por ninguna de estas inhibiciones. A pesar de todas las adversidades, su ímpetu le hizo viajar hasta el lejano oriente en 1854, y durante los ocho años siguientes viajó por todo el archipiélago malayo para coleccionar especímenes de la vida salvaje del lugar que luego vendería en Inglaterra. A estas alturas estaba convencido de que las especies no son inmutables; publicó un ensayo en 1855 titulado Sobre la ley que ha regulado la introducción de nuevas especies; y desde ese momento «la cuestión de cómo se producen los cambios en las especies estaba muy pocas veces ausente de mi pensamiento». En febrero de 1858, Wallace cayó enfermo en la pequeña isla volcánica de Ternate, una de las islas Molucas (las islas de las especias), entre Nueva Guinea y Borneo. Tenía una fiebre intermitente, a ratos estaba frío y a ratos caliente, y pensaba de manera irregular. Y allí mismo, en una noche de fiebre, se acordó del mismo libro de Malthus y le vino a la mente la misma explicación que había despertado la curiosidad de Darwin algún tiempo atrás.

Se me ocurrió formular la pregunta: ¿por qué algunos mueren y otros viven? Y la respuesta era muy clara, que considerando todo el conjunto, viven los que están mejor adaptados. Los más sanos escapan de los efectos de las enfermedades; los más fuertes, los más veloces o los más ingeniosos escapan de los enemigos; los mejores cazadores o aquellos con una mejor digestión son los que escapan de la hambruna; etc. Entonces, de repente, vi que la siempre presente variabilidad de todos los seres vivos proporcionaba el material para que, por el mero hecho de eliminar a los menos adaptados a las condiciones del momento, solo los más adaptados sigan

en la carrera. Fue en ese momento cuando de repente se me ocurrió la idea de la supervivencia de los más aptos. Cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba de que había encontrado la ley de la naturaleza tanto tiempo buscada que resolvía el problema del Origen de las especies […]. Esperé ansiosamente la finalización de mi ataque febril para poder tomar notas para un artículo sobre el tema. Esa misma tarde lo acabé, y durante las dos tardes siguientes lo redacté con sumo cuidado para mandárselo a Darwin con el siguiente correo, que saldría en uno o dos días.

Wallace sabía que Darwin estaba interesado en la materia, y sugirió que Darwin le enseñara el artículo a Lyell si creía que tenía sentido. Darwin recibió el artículo de Wallace en su estudio de Down House cuatro meses más tarde, el 18 de junio de 1858. Estaba desconcertado por el paso que tenía que dar. Durante veinte cuidadosos y silenciosos años había estado poniendo en orden los hechos para que apoyasen la teoría, y ahora allí estaba, encima de su escritorio, un artículo que había venido desde no sabía dónde, sobre el que ese mismo día escribió:

Nunca había visto una coincidencia más llamativa; si Wallace hubiera tenido el borrador de mi manuscrito que acabé en 1842, ¡no podría haber hecho un resumen mejor!

Fueron los amigos de Darwin los que resolvieron el dilema. Lyell y Hooker, que en ese momento ya habían visto una parte de su trabajo, llegaron a la conclusión de que tanto el artículo de Wallace como el de Darwin se leerían en ausencia de los dos en la siguiente reunión de la Sociedad Linneana en Londres, en el mes posterior.

Cuando la tormenta de necedades y ridiculeces que se había desencadenado por fin amainó, el mundo viviente era diferente. Caricatura de Charles Darwin aparecida en «Hornet» el 22 de marzo de 1871.

Los artículos no despertaron mucho interés. Pero Darwin se vio forzado a actuar. Wallace era, según Darwin, «generoso y honrado». Por lo tanto, Darwin escribió El origen de las especies y lo publicó a finales de 1859, y fue inmediatamente una sensación y un best-seller.

La teoría de la evolución por medio de la selección natural fue con toda seguridad la innovación científica individual más importante del siglo XIX. Cuando la tormenta de necedades y ridiculeces que se había desencadenado por fin amainó, el mundo viviente era diferente, porque era visto como un mundo en movimiento. La creación no es estática, sino que cambia con el tiempo de una manera en que no lo hacen los procesos físicos. Hace diez millones de años, el mundo físico era igual que hoy, y sus leyes eran las mismas. Pero el mundo viviente no es igual; por ejemplo, hace diez millones de años no había seres humanos que pudieran discutir dicho argumento. A diferencia de la física, cualquier generalización en biología es un pequeño intervalo de tiempo; y es la evolución la auténtica generadora de originalidad y novedad en el universo. Si esto es así, entonces cada uno de nosotros es el resultado de un proceso evolutivo que se remonta hasta los inicios de la vida. Darwin, sin duda, y Wallace se fijaron en la conducta, observaron los huesos tal como son hoy en día y cómo eran en los fósiles, para trazar un mapa de puntos en el camino por el que usted y yo hemos venido. Pero la conducta, los huesos y los fósiles ya son sistemas complejos de la vida, formados a partir de unidades que son mucho más simples y antiguas. ¿Cómo pudieron aparecer las primeras unidades? Se trata, presumiblemente, de moléculas químicas que son características de la vida. Así que cuando buscamos el origen común de la vida, nos fijamos hoy en día, aún con más profundidad, en la química que todos compartimos. La sangre que

corre por mi dedo en este momento forma parte de mí después de haber dado millones de pasos desde las primeras moléculas primigenias que eran capaces de reproducirse, hace ya más de tres mil millones de años. Eso es la evolución en su concepción moderna. Los procesos mediante los cuales ha ocurrido dependen de la herencia (que ni Darwin ni Wallace comprendían realmente) y en parte de la estructura química (que, de nuevo, era parte del campo de estudio de los científicos franceses más que del de los naturalistas británicos). Las explicaciones fluyeron desde distintos campos, pero todas ellas tenían algo en común. Imaginaban a las especies separadas unas de otras, en etapas sucesivas —eso está implícito cuando se acepta la teoría de la evolución—. Y desde ese momento ya no fue posible creer que la vida se pudiera recrear en cualquier momento.

Cuando la teoría de la evolución implicó que algunas especies animales eran más recientes que otras, los críticos respondieron a menudo echando mano de la Biblia. Sin embargo, mucha gente creía que la creación no se había quedado en la Biblia. Creían que el sol era quien creaba a los cocodrilos a partir del fango del Nilo. Se suponía que los ratones se formaban a montones a partir de ropas viejas y sucias; y era obvio que el origen de la mosca azul era la carne en mal estado. Los gusanos se creaban dentro de las manzanas —¿cómo, si no, se metían ahí dentro?—. La creencia popular era que todas las criaturas nacían espontáneamente, sin la necesidad de padres. Las fábulas sobre criaturas que nacen espontáneamente son muy antiguas y mucha gente todavía cree en ellas, aunque Louis Pasteur lo refutó excelentemente en la década de 1860. Una gran parte de ese trabajo lo realizó en la casa donde pasó su niñez, en Arbois, en el Jura francés, un lugar al que le encantaba volver cada año. Había trabajado sobre la fermentación antes de eso, particularmente sobre la fermentación de la leche (la palabra «pasteurización» nos lo recuerda). Pero estaba en el apogeo de su fama en 1863 (tenía cuarenta años) cuando el emperador de Francia le pidió que estudiara qué era lo que fallaba en la fermentación del vino, y resolvió ese problema en dos años. Resulta irónico recordar que el vino de ese año está entre los mejores que ha habido; hasta el día de hoy, el año 1864 es recordado en cuanto a calidad vinícola como un año único. «El vino es un mar de organismos —decía Pasteur—. Merced a algunos vive,

merced a otros se descompone». Hay dos cosas que llaman la atención en ese pensamiento. Una es que Pasteur encontró organismos que vivían sin oxígeno. En esa época, eso era un fastidio para los viticultores, pero desde ese momento resultó ser fundamental para la comprensión del comienzo de la vida, porque en esos tiempos la tierra no tenía oxígeno. Y segundo, Pasteur tenía una técnica sobresaliente mediante la cual podía ver los indicios de vida presentes en el líquido. Cuando contaba con algo más de veinte años, se labró una reputación demostrando que hay moléculas que tienen una forma característica. Y con eso demostraba que esa era la huella de su devenir por el proceso de la vida. Resultó ser un descubrimiento muy profundo, y todavía nos resulta desconcertante, así que mejor echemos un vistazo al laboratorio de Pasteur y fijémonos en sus propias palabras:

¿Cómo se explica el envejecimiento en la cuba, o que la masa crezca, o que se agrie la leche cortada, o que las hojas y plantas muertas enterradas en el suelo se conviertan en humus? Debo confesar que mi investigación hace tiempo que está dominada por la idea de que la estructura de las sustancias, desde el punto de vista de si es dextrógira o levógira (si todo lo demás es igual), juega un papel muy importante en las leyes más profundas de la organización de los seres vivos, y se introduce en los rincones más oscuros de su fisiología.

El emperador de Francia le pidió que estudiara qué era lo que fallaba en la fermentación del vino. Laboratorio de Pasteur.

Mano derecha, mano izquierda; esa era la idea más profunda que siguió Pasteur en sus estudios sobre la vida. El mundo está lleno de cosas cuya versión hacia la derecha (dextrógira) es diferente de su versión hacia la izquierda (levógira): un destornillador para diestros es diferente y opuesto a uno para zurdos, la espiral de la concha de un caracol que gira hacia la derecha es contraria a la que gira hacia la izquierda. Y por encima de todo está el ejemplo de las dos manos; son imágenes especulares una de la otra, pero no se puede conseguir que girando una, esta sea igual a la otra y, por lo tanto, no son intercambiables. En el tiempo de Pasteur se descubrió que eso era cierto incluso con algunos cristales, cuyas facetas están dispuestas de tal forma que existen versiones en que están orientadas hacia la derecha y versiones en las que lo están hacia la izquierda. Pasteur fabricó modelos en madera de tales cristales (era hábil con las manos y un excelente dibujante), pero hizo mucho más que eso, hizo modelos intelectuales. En su primera investigación tuvo la ocurrencia de que también debe haber moléculas dextrógiras y moléculas levógiras; y que lo que conocemos de los cristales debe ser un reflejo de las propiedades de sus moléculas. Y eso debe demostrarse por la conducta de las moléculas en una situación asimétrica. Por ejemplo, cuando las colocas en una disolución y haces pasar un rayo de luz polarizada (es decir, asimétrico) a través de ellos, las moléculas de un tipo (digamos, por convenio, las moléculas que Pasteur llamó dextrógiras) deben hacer rotar el plano de polarización de la luz hacia la izquierda. Una solución de cristales de una única clase se comportará asimétricamente respecto al rayo de luz asimétrico producido por el polarizador. Cuando giramos el disco polarizador, la solución irá viéndose alternativamente oscura, clara, oscura y clara de nuevo. El hecho extraordinario es que una disolución química de células vivas se comporta exactamente de la misma forma. Todavía no sabemos por qué la vida

tiene esa extraña propiedad química. Pero esa propiedad establece que la vida tiene un carácter químico específico que se ha mantenido a lo largo de la evolución. Por primera vez, Pasteur había conectado todas las formas de vida con una única clase de estructura química. De ese pensamiento tan poderoso se deducía que debíamos ser capaces de conectar la evolución con la química.

Mano derecha, mano izquierda; esa era la idea más profunda que siguió Pasteur en sus estudios sobre la vida. Modelos de madera de Pasteur de cristales de tartrato, dextrógiros y levógiros.

La teoría de la evolución ya no es un campo de batalla. Y eso es porque las pruebas a su favor son más ricas y variadas que en los días de Darwin y Wallace. Las pruebas más interesantes y modernas provienen del ámbito de la química. Déjenme que les ponga un ejemplo práctico: puedo mover mi mano en este momento porque sus músculos contienen un depósito de oxígeno, y este ha sido creado allí por una proteína llamada mioglobina. Esta proteína está constituida por más de ciento cincuenta aminoácidos. El número es el mismo tanto en mí como en todos los animales que poseen mioglobina. Pero los aminoácidos que la conforman son un poco diferentes. El chimpancé y yo solo nos diferenciamos en un único aminoácido; entre un gálago (un primate inferior) y yo hay varios aminoácidos diferentes; y entre una oveja o un ratón y yo, el número se incrementa.

El número de aminoácidos diferentes es una medida de la distancia evolutiva entre los demás mamíferos y yo. Está claro que debemos observar el progreso evolutivo de la vida como una construcción que va añadiendo moléculas químicas. Y la construcción debe empezar a partir de los materiales presentes en el nacimiento de la tierra. Si queremos hablar sensatamente sobre el comienzo de la vida, tenemos que ser muy razonables. Tenemos que hacernos una pregunta sobre la historia de la tierra. Hace cuatro mil millones de años, antes de que empezara la vida, cuando la tierra era aún muy joven, ¿cómo era la superficie de la tierra? ¿Cómo era su atmósfera? Muy bien, tenemos una respuesta aproximada. La atmósfera había sido expelida desde el interior de la tierra, y por entonces era como cualquier zona volcánica

—una caldera de vapor, nitrógeno, metano, amoníaco y otros gases reductores, y también algo de dióxido de carbono—. Un gas no estaba presente: no había nada de oxígeno libre. Eso es fundamental, porque el oxígeno es producido por las plantas y no existió en su forma libre antes de que apareciera la vida. Estos gases y sus productos, disueltos ligeramente en los océanos, formaron una atmósfera reductora. ¿Cómo iban a reaccionar ante la acción de los relámpagos, de las descargas eléctricas y, particularmente, ante la acción de la luz ultravioleta, que es muy importante en cualquier teoría sobre la vida, porque puede penetrar en ausencia de oxígeno? Esa cuestión fue respondida con un experimento diseñado elegantemente por Stanley Miller en Norteamérica, hacia el año 1950. Puso los componentes que formaban la atmósfera primigenia en un matraz (metano, amoníaco, agua, etc.) y prosiguió, día tras día, hirviéndolo, provocando burbujas, produciendo descargas eléctricas a través del matraz, simulando los relámpagos y otras fuerzas violentas de la naturaleza. Y la mezcla se oscureció. ¿Por qué? Al analizarlo se comprobó que se habían formado aminoácidos. Se trata de un paso crucial, ya que los aminoácidos son los bloques esenciales con los que se construye la vida. A partir de ellos se fabrican las proteínas, y las proteínas son los componentes de todos los seres vivos.

Solíamos pensar, hasta hace unos años, que la vida tuvo que empezar en esas condiciones eléctricas y sofocantes. Y entonces, a unos pocos científicos se les empezó a ocurrir que hay otras posibles condiciones extremas que pueden resultar igualmente poderosas: la presencia de hielo. Es un pensamiento curioso, pero el hielo tiene dos propiedades que hacen que sea muy apropiado para la formación de moléculas básicas, sencillas. Primero de todo, el proceso de congelación concentra el material, que en la época en la que debió de empezar la vida estaba muy diluido en los océanos. Y, segundo, puede que la estructura cristalina del hielo haga posible que las moléculas se alineen de la forma correcta, algo que resulta de una importancia crucial en todas las etapas de la vida. En todo caso, Leslie Orgel hizo una serie de experimentos elegantes de los cuales solo describiré el más sencillo. Tomó algunos constituyentes básicos que estamos seguros de que formaban parte de la atmósfera primigenia de la tierra: el cianuro de hidrógeno es uno, el amoníaco es otro. Hizo con ellos una solución muy diluida en agua, y luego la congeló durante varios días. El resultado fue que

el material concentrado era empujado, formando un minúsculo témpano hacia la parte superior, y allí la presencia de pequeñas zonas coloreadas revelaba que se habían formado moléculas orgánicas. Sin duda, había algunos aminoácidos, pero mucho más importante, Orgel descubrió que se había formado uno de los cuatro constituyentes fundamentales del alfabeto genético que conducen directamente a la creación de la vida. Había conseguido adenina, una de las cuatro bases que forman el ADN. De hecho, es muy posible que el alfabeto de la vida que es el ADN se formara en condiciones parecidas a estas, y no en condiciones tropicales.

El problema del origen de la vida no se centra en las moléculas complejas, sino en las moléculas más sencillas que se reproducirán por sí mismas. Son este tipo de moléculas las que caracterizan la vida; y la cuestión del origen de la vida estriba, por lo tanto, en saber si las moléculas básicas que han sido identificadas por el trabajo de la presente generación de biólogos podrían haberse formado por procesos naturales. Sabemos qué es lo que estamos buscando en el momento del origen de la vida: moléculas sencillas, básicas, como las llamadas bases nitrogenadas (adenina, timina, guanina, citosina) que componen las espirales de ADN que se autorreplican durante la división de cualquier célula. El rumbo posterior que siguen los organismos para volverse cada vez más complejos es entonces un problema diferente, estadístico; en concreto, la evolución de la complejidad mediante procesos estadísticos. Es natural preguntarse si las moléculas que se autorreplican surgieron muchas veces y en muchos lugares diferentes. No tenemos respuesta salvo por inferencias, que tienen que basarse en nuestra interpretación de las evidencias proporcionadas por los seres vivos en la actualidad. La vida en la actualidad está controlada por unas pocas moléculas —concretamente, las cuatro bases nitrogenadas del ADN—. Deletrean el mensaje de la herencia en cada criatura que conocemos, desde una bacteria hasta un elefante, desde un virus hasta una rosa. Una conclusión que se puede sacar de esta uniformidad en el alfabeto de la vida es que estas son las únicas disposiciones atómicas que permitirán la secuencia de replicación de sí mismas. Sin embargo, no hay muchos biólogos que crean esto. Muchos biólogos creen que la naturaleza puede inventar otro tipo de disposiciones que puedan autorreplicarse; seguramente, las posibilidades serán más numerosas que las

cuatro que tenemos. Si eso es correcto, entonces la razón por la que la vida tal como la conocemos está dirigida por cuatro bases es porque dio la casualidad de que la vida empezó con ellas. Según esa interpretación, las bases son la prueba de que la vida solo empezó una vez. Después de eso, cuando apareció algún otro tipo de disposición atómica, simplemente no se podía acoplar a las formas de vida que ya existían. Ciertamente, nadie cree en la actualidad que la vida en la tierra todavía se siga creando a partir de la nada.

La biología ha sido afortunada al descubrir en un margen de cien años dos ideas grandes y trascendentales. Una fue la teoría de la evolución mediante selección natural de Darwin y Wallace. La otra fue el descubrimiento de cómo expresar los ciclos de la vida mediante una forma química que los enlaza con la naturaleza en su conjunto. ¿Eran esas sustancias que estaban presentes en el comienzo de la vida exclusivas de la tierra? Creemos que así fue. Pero las pruebas más recientes no dicen eso. En los últimos años se han encontrado en espacios interestelares trazas espectrales de moléculas que nunca habríamos imaginado que pudieran formarse en esas regiones: cianuro de hidrógeno, cianoacetileno y formaldehído. Estas son moléculas que, se supone, no pueden existir en ningún otro sitio que no sea la tierra. Puede que la vida tenga más comienzos variados y en más variedad de formas. Y eso no quiere decir en absoluto que el camino evolutivo que siga la vida en cualquier otro sitio (si lo descubrimos algún día) se tenga que parecer al nuestro. Puede que incluso no lo reconozcamos como algo vivo; o que eso no nos reconozca.

El modelo del átomo necesitaba ser mejorado. Niels Bohr y Albert Einstein paseando por las calles de Bruselas, octubre de 1933.

[10] Expresión inglesa, adaptada de una anécdota de Samuel Taylor Coleridge, que sirve para expresar la intromisión de alguien de manera inesperada e indeseada en un momento inoportuno. (N. del T.)

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Un mundo dentro de otro mundo

En la naturaleza existen siete formas básicas de cristales y una gran variedad de colores. Las formas siempre han fascinado a los hombres, como las figuras en el espacio o como descripciones de la materia; los griegos creían que sus elementos tenían realmente las formas de los sólidos regulares. Y es cierto que los cristales de la naturaleza nos dicen algo de los átomos que los componen: nos han ayudado a distribuir los átomos en familias. En nuestro siglo, esto es tarea de la física, y los cristales son una puerta de entrada a ese mundo. De toda la variedad de cristales, el más modesto es el sencillo cubo incoloro de la sal común; sin embargo, seguramente se trate de uno de los más importantes. En la gran mina de sal de Wieliczka, cerca de Cracovia, la antigua capital de Polonia, la sal se ha extraído durante casi mil años, y todavía se conservan algunos de los utensilios de madera y de la maquinaria tirada por caballos del siglo XVII que allí se utilizaban. Paracelso, el alquimista, debió de venir hasta aquí en sus viajes hacia el este. Cambió el devenir de la alquimia después del año 1500 d.C., al insistir en que entre los elementos que forman el hombre y la naturaleza debía incluirse la sal. La sal es esencial para la vida, y siempre ha tenido una cualidad simbólica en todas las culturas. Al igual que los soldados romanos, todavía decimos «salario» para referirnos a la paga que recibe un trabajador, aunque significa «dinero en sal». En Oriente Medio, todavía, cuando se cierra un trato, este se ratifica con sal según lo que el Antiguo Testamento llama «un pacto de sal perpetuo». Respecto a la sal, Paracelso estaba equivocado en un aspecto, la sal no es un elemento según el concepto moderno. La sal es un compuesto de dos elementos: sodio y cloro. Resulta bastante increíble que un metal blanco gaseoso como el sodio, y un gas venenoso amarillento como el cloro acaben formando una estructura estable como la sal común. Y aún más extraordinario es que tanto el sodio como el cloro pertenezcan a lo que llamamos familias de elementos. Existe

una gradación ordenada de propiedades similares dentro de cada familia: el sodio pertenece a la familia de los metales alcalinos, y el cloro a la de los halógenos. El cristal permanece inalterable, cuadrado y transparente, mientras cambiamos un miembro de una familia por otro. Por ejemplo, el sodio puede reemplazarse por potasio: cloruro potásico. De forma similar, en la otra familia el cloro puede ser reemplazado por su elemento hermano, el bromo: bromuro sódico. Y, por supuesto, podemos hacer un cambio doble: fluoruro de litio, en el que el sodio ha sido reemplazado por litio y el cloro, por flúor. Y aun así, los cristales son indistinguibles a simple vista. ¿Qué es lo que hace que existan estas semejanzas entre elementos dentro de las familias? En la década de 1860, todo el mundo se estaba devanando los sesos con este tema, y diversos científicos dieron respuestas bastante similares. El hombre que resolvió este problema con más éxito fue un joven ruso llamado Dmitri Ivánovich Mendeléiev, que visitó la mina de sal de Wieliczka en 1859. Este joven pobre, modesto, trabajador y brillante tenía por entonces veinticinco años. Era el más joven de una familia muy numerosa de, al menos, catorce hijos, y había sido el preferido de su madre enviudada, quien lo condujo hacia la ciencia gracias a la ambición que tenía puesta en él. Lo que distinguió a Mendeléiev no fue solo su genialidad, sino también su pasión por los elementos. Se transformaron en sus amigos íntimos; conocía cada peculiaridad y cada detalle de su comportamiento. Los elementos, por supuesto, se distinguían cada uno de ellos por solo una propiedad básica, algo que John Dalton ya había propuesto originalmente en 1805: cada elemento tiene un peso atómico característico. ¿Cómo es que las propiedades que los hacen similares o diferentes surgen de ese simple parámetro o constante? Ese era el problema subyacente y Mendeléiev se puso a trabajar en ello. Escribió cada elemento en una tarjeta, y luego las barajaba en un juego al que sus amigos solían llamar Paciencia.

En cada tarjeta, Mendeléiev escribía el nombre de un átomo junto a su peso atómico correspondiente, y las iba colocando en columnas verticales, ordenándolas de acuerdo a su peso atómico. No tenía muy claro qué hacer con el elemento más ligero de todos, el hidrógeno, así que, con buen juicio, lo dejó fuera de su diseño. El siguiente según el peso atómico era el helio, pero,

afortunadamente, Mendeléiev no lo sabía porque todavía no se había encontrado en la tierra habría sido un molesto disidente hasta que se hubieran encontrado sus elementos hermanos, mucho después—.

Lo que distinguió a Mendeléiev no fue solo su genialidad, sino también su pasión por los elementos. Dmitri Ivánovich Mendeléiev.

Por lo tanto, Mendeléiev empezó su primera columna con el elemento litio, uno de los metales alcalinos. Así pues, tenemos el litio (el más ligero que se conocía después del hidrógeno), luego el berilio, el boro, luego los elementos familiares, carbono, nitrógeno, oxígeno, y luego el séptimo en la columna, el flúor. El siguiente elemento en orden ascendente en cuanto a peso atómico era el sodio, y dado que a partir de ahí venía una familia parecida al litio, Mendeléiev decidió que sería el lugar idóneo para empezar de nuevo y formar una segunda columna paralela a la primera. La segunda columna continúa con una secuencia de elementos familiares: magnesio, aluminio, silicio, fósforo, azufre y cloro. Y con total seguridad, formaban una columna completa de siete elementos, así que el último elemento, el cloro, se situaba en la misma fila horizontal que el flúor. Evidentemente, hay algo en la secuencia de pesos atómicos que no es accidental, sino sistemático. Se ve con total claridad cuando empezamos la siguiente columna, la tercera. Los siguientes elementos en orden de pesos atómicos después del cloro son el potasio y luego el calcio. De esta manera, en la primera fila tenemos litio, sodio y potasio, que son todos ellos metales alcalinos; y la segunda fila contiene berilio, magnesio y calcio, que son metales con otro conjunto de semejanzas familiares. El hecho es que las filas horizontales en este diseño tienen mucho sentido: agrupan familias. Mendeléiev había encontrado una clave matemática entre los elementos, o al menos había encontrado una prueba de ello. Si los ordenamos de acuerdo a su peso atómico, cada siete pasos se forma una columna vertical, y empieza de nuevo la creación de la siguiente columna, y así obtenemos disposiciones en las que tenemos familias de elementos agrupadas en las filas horizontales.

Podemos seguir, hasta cierto punto, el esquema de Mendeléiev sin toparnos con ningún problema, tal como lo estableció en 1871, dos años después de su

primera idea. Nada está fuera de lugar hasta la tercera columna; entonces, inevitablemente, aparece el primer problema. ¿Por qué decimos que es inevitable? Porque, como se puede ver con el caso del helio, Mendeléiev no tenía todos los elementos. Tenía sesenta y tres de un total de noventa y dos, por lo que más tarde o más temprano tenían que aparecer huecos en su esquema. Y el primer hueco con el que se topó fue en el que me he parado, en el tercer lugar de la tercera columna.

El juego de la paciencia de Mendeléiev. Las tarjetas se colocan siguiendo el orden del peso atómico del elemento escrito en ella: los elementos se agrupan así en familias.

Digo que Mendeléiev llegó a un hueco, porque esta forma abreviada de usar las palabras oculta el aspecto más formidable de su pensamiento. En el tercer lugar de la tercera columna, Mendeléiev se encontró con una dificultad, y la solventó interpretándola como un hueco. Tomó esa decisión porque el siguiente elemento conocido, llamado titanio, simplemente no tiene las propiedades necesarias para encajar en ese lugar, en la misma fila horizontal de la familia del boro y del aluminio. Así que dijo: «Aquí falta un elemento, y cuando se descubra, su peso atómico lo situará antes del titanio. Situar aquí un hueco hace que los siguientes elementos de la columna estén en la posición correcta respecto a las filas horizontales; el titanio pertenece a la familia del carbono y del silicio», y, de hecho, así es en el esquema básico.

La secuencia de los pesos atómicos no es accidental, sino sistemática. Uno de los primeros dibujos de la tabla periódica de los elementos de Mendeléiev en 1869.

La concepción de los huecos o elementos ausentes fue toda una inspiración científica. Expresa de forma práctica lo que Francis Bacon propuso de forma general hace mucho tiempo, la creencia de que los ejemplos nuevos de una ley de la naturaleza se pueden adivinar o inducir por adelantado a partir de los ejemplos antiguos. Y las suposiciones de Mendeléiev demostraron que la inducción es un proceso mucho más ingenioso en manos de un científico de lo que Bacon y otros filósofos supusieron. En ciencia no seguimos simplemente una progresión lineal que nos lleve desde los casos conocidos hacia los casos desconocidos. Más bien, trabajamos de forma similar a como se resuelve un crucigrama, analizando dos progresiones separadas a partir de los puntos en que se cruzan; que es precisamente donde los casos desconocidos deben de estar escondidos. Mendeléiev analizó la progresión de pesos atómicos en las columnas, y las semejanzas familiares de las filas, para localizar los elementos ausentes en esas intersecciones. Haciendo eso, realizó predicciones prácticas, y también puso de manifiesto (algo que aún hoy se entiende muy poco) cómo los científicos llevan a cabo el proceso de inducción. Muy bien, los puntos de mayor interés son los huecos que hay en la tercera y la cuarta columna. No voy a continuar construyendo la tabla a partir de ahí, excepto para decir que si contamos los huecos y seguimos bajando, la columna seguramente acabará donde tocaría, en el bromo, en la familia de los halógenos. Había una serie de huecos, y Mendeléiev señaló tres. El primero es el que he indicado de la tercera columna y tercera fila. Los otros dos están en la cuarta columna, concretamente en la tercera y cuarta fila. Y de ellos Mendeléiev profetizó que, cuando se descubrieran, se vería no solo que tienen pesos atómicos que encajen en la progresión vertical, sino que también tendrán las características apropiadas para encajar con las familias de la tercera y cuarta fila horizontal. Por ejemplo, la predicción más famosa de Mendeléiev, y la última en ser

confirmada, fue el tercer elemento: lo que él llamó eka-silicio. Predijo las propiedades de este extraño e importante elemento con gran exactitud, pero lo hizo casi veinte años antes de que se descubriera en Alemania, y se le diera el nombre de germanio. Partiendo del principio de que «el eka-silicio tendrá propiedades intermedias entre el silicio y el estaño», predijo que sería 5,5 veces más pesado que el agua; y así fue. Predijo que su óxido sería 4,7 veces más pesado que el agua; y así fue. Y así podríamos seguir con otras propiedades químicas. Estas predicciones hicieron muy famoso a Mendeléiev por todas partes; excepto en Rusia: allí no era conocido porque al zar no le gustaban sus ideas políticas liberales. El posterior descubrimiento en Inglaterra de una fila entera de elementos, empezando por el helio, el neón y el argón, agrandó su triunfo. No fue elegido miembro de la Academia de Ciencias de Rusia, pero en el resto del mundo su nombre era mágico.

Está claro que el patrón subyacente de los átomos es numérico. Pero eso no puede ser todo; algo debemos de estar pasando por alto. Sencillamente, no tiene sentido creer que todas las propiedades de los elementos estén contenidas en un simple número, el peso atómico: ¿qué es lo que esconde? El peso de un átomo podría ser una medida de su complejidad. Si es así, debe de esconder alguna estructura interna que genere esas propiedades, alguna forma mediante la que el átomo se mantiene unido físicamente. Pero, por supuesto, como idea era inconcebible mientras se creyera que el átomo es indivisible. Y por eso el punto de inflexión llegó en 1897, cuando J.J. Thompson en Cambridge descubre el electrón. Sí, el átomo tenía partes constituyentes; no es indivisible como implica su nombre griego. El electrón supone una pequeña parte de su masa o peso, pero es una parte real, y porta una única carga eléctrica. Cada elemento se caracteriza por el número de electrones que hay en sus átomos. Y su número es exactamente igual al número del lugar que ocupa en la tabla de Mendeléiev cuando el hidrógeno y el helio se incluyen en el primer y segundo lugar. Es decir, el litio tiene tres electrones, el berilio tiene cuatro electrones, el boro tiene cinco, y así sucesivamente y de forma constante a lo largo de la tabla. El lugar que un elemento ocupa en la tabla se denomina número atómico, y representa una realidad física dentro del átomo: el número de electrones que tiene. El foco de atención ha pasado del peso atómico al número atómico, y esto

implica, esencialmente, a la estructura atómica. Este es el logro intelectual que da comienzo a la física moderna. Podemos decir que empieza una gran era. En esos años, la física se transforma en la obra colectiva de la ciencia más grande de todas; no, mucho más que eso, en la gran obra de arte colectiva del siglo XX.

Digo «obra de arte» porque la idea de que existe una estructura subyacente, un mundo dentro del mundo del átomo, atrajo de inmediato la imaginación de los artistas. El arte a partir del año 1900 es diferente del arte antes de 1900, y eso es algo que puede verse en cualquier pintor original de la época; por ejemplo, Umberto Boccioni, en su obra Las fuerzas de una calle, o en su Dinamismo de un ciclista. El arte moderno empieza al mismo tiempo que la física moderna porque empieza a partir de las mismas ideas.

Empieza una gran era. En esos años, la física se transforma en la obra de arte colectiva más grande del siglo XX.

Dos reuniones de los creadores de la nueva física atómica.

Primera foto: la primera Conferencia Solvay de 1911. Rutherford está sentado el segundo por la izquierda, y J.J. Thompson el cuarto. Einstein es el undécimo en la fila de atrás desde la izquierda y Marie Curie la séptima. Segunda foto: fotografía de la quinta Conferencia (en 1927) Einstein y Marie Curie han pasado a la fila de delante. (Él está en medio y ella es la tercera por la izquierda). La fila de atrás está formada por las próximas generaciones. Louis de Broglie, Max Born y Niels Bohr son los tres de la derecha de la segunda fila, mientras que Schrödinger es el sexto por la izquierda y Heisenberg, el tercero por la derecha de la fila trasera.

Desde los tiempos de la Óptica de Newton, los pintores estaban fascinados por las superficies coloreadas de las cosas. El siglo XX cambió ese sentimiento. De la misma manera que las imágenes obtenidas gracias a los rayos X de Röntgen, que penetraban a través de la piel para visualizar los huesos, se buscaba la estructura sólida, profunda, que construye desde dentro la forma total de un objeto o de un cuerpo. Un pintor como Juan Gris está comprometido con el análisis de la estructura, tanto si está observando unas formas naturales en Naturaleza muerta o si lo que observa es el cuerpo humano en Pierrot. Los pintores cubistas, por ejemplo, están inspirados obviamente en las familias de cristales. Ven en ellos la forma de una aldea sobre una colina, como Georges Braque hizo en su obra Casas en l´Estaque, o un grupo de mujeres como las que pintó Picasso en Las señoritas de Avignon. En la famosa obra con la que Picasso se inició en el cubismo —una única cara, el Retrato de Daniel-Henry Kahnweiler

—, el interés había traspasado la piel y las características externas para centrarse en la geometría subyacente. Dibuja la cabeza aparte, compuesta de formas matemáticas, y luego la recoloca como una reconstrucción, una recreación, desde dentro hacia afuera. Esta nueva búsqueda de la estructura oculta es muy llamativa en los pintores del norte de Europa: Franz Marc, por ejemplo, observando el paisaje natural en Ciervo en el bosque; y (uno de los favoritos de los científicos) el cubista Jean Metzinger, cuyo cuadro Mujer a caballo perteneció a Niels Bohr, que coleccionaba cuadros en su casa de Copenhague.

Hay dos diferencias claras entre una obra de arte y un artículo científico. Una es que en la obra de arte el pintor desmenuza claramente el mundo en piezas y luego las ensambla en el mismo lienzo. Y la otra es que puedes ver lo que piensa mientras lo está creando. (Por ejemplo, Georges Seurat, colocando un punto de un determinado color al lado de otro de un color diferente para lograr el efecto conjunto en Mujer joven empolvándose o en Le Bec du Hoc, Grandcamp). En ambos aspectos, el artículo científico suele ser bastante deficiente. A menudo es solo analítico, y casi siempre esconde el proceso del razonamiento en su habitual lenguaje impersonal. He escogido hablar de uno de los padres fundadores de la física del siglo XX, Niels Bohr, porque era un consumado artista en ambos sentidos. Nunca tenía respuestas preparadas con antelación. Solía empezar sus cursos de conferencias diciéndole a sus alumnos: «Cada frase que pronuncie la debéis considerar no como una aseveración, sino como una pregunta». Lo que Bohr cuestionaba era la estructura del mundo. Y la gente con la que trabajaba, tanto en su juventud como cuando ya era mayor (habiendo llegado a los setenta), eran otros que también desmontaban el mundo en piezas, pensaban sobre ello y las volvían a ensamblar. Cuando tenía algo más de veinte años, trabajó con J.J. Thompson, y con su antiguo alumno Ernest Rutherford, el cual, alrededor del año 1910, era el físico experimental más excepcional del mundo. (Tanto Thompson como Rutherford se iniciaron en la ciencia por el interés de sus madres, al igual que Mendeléiev, y ellas también eran viudas). Rutherford era por entonces profesor en la Universidad de Manchester. Y en 1911 propuso un nuevo modelo de átomo. Dijo que la mayor parte de la masa del átomo está localizada en un núcleo pesado en

el centro, y los electrones orbitan en círculos a su alrededor, de la misma forma que lo hacen los planetas alrededor del sol. Era una concepción brillante; y una curiosa ironía de la historia, ya que en solo trescientos años la extravagante imagen propuesta por Copérnico, Galileo y Newton se convirtió en el modelo más natural para todo científico. Como suele pasar en ciencia, la teoría increíble para una época se convierte en una imagen habitual para sus sucesores. Sin embargo, había algo erróneo en el modelo de Rutherford. Si el átomo es realmente como una pequeña máquina, ¿cómo puede explicar su estructura el hecho de que no se pare? ¿Acaso es una máquina de movimiento perpetuo, la única existente? Los planetas, a medida que se mueven a lo largo de sus órbitas, van perdiendo energía continuamente, por lo que sus órbitas son año tras año algo más pequeñas —aunque la disminución es muy poca, con el tiempo llegarán a caer sobre el sol. Si los electrones se comportan exactamente como los planetas, entonces llegarían a caer sobre el núcleo. Debe de haber algo que impida que los electrones pierdan energía continuamente. Y eso requiere un nuevo principio de la física, uno que limite a unos valores fijos la energía que un electrón puede emitir. Solo para que haya un criterio definido, una unidad precisa que mantenga a los electrones en unas órbitas de tamaño fijo. Niels Bohr descubrió la unidad que estaba buscando en el trabajo que Max Planck publicó en Alemania en el año 1900. Lo que Planck había demostrado, una docena de años antes, es que en un mundo en el que la materia viene en paquetes o unidades discretas, la energía debe venir en paquetes o cuantos. A toro pasado no nos parece una idea tan extraña. Pero Planck sabía lo revolucionaria que era la idea en su época, porque ese mismo día llevó a su hijo pequeño a dar uno de esos paseos que los académicos de todo el mundo dan después de comer, y le dijo: «Hoy he tenido una idea tan revolucionaria y tan grande como la que tuvo Newton». Y así era. En cierto modo, el trabajo de Bohr era fácil. Tenía el átomo de Rutherford en una mano y los cuantos en la otra. ¿Qué había de excepcional en que un joven de veintisiete años en 1913 juntara esas dos concepciones y formulara con ello la imagen moderna del átomo? Nada, salvo el proceso de razonamiento maravilloso y evidente que siguió; nada salvo el enorme esfuerzo de síntesis. Y la idea de buscar su confirmación en el único lugar en el que se podía encontrar: la huella del átomo, es decir, el espectro mediante el cual su conducta se vuelve visible para nosotros, que lo miramos desde fuera.

Esa fue la maravillosa idea de Bohr. El interior del átomo es invisible, pero hay una ventana por la que podemos mirar, una ventana que es una vidriera de colores: el espectro del átomo. Cada elemento tiene su espectro característico, que no es continuo como los espectros que Newton obtenía a partir de la luz, pero que sí tiene una serie de líneas brillantes que caracterizan a ese elemento en particular. Por ejemplo, el hidrógeno tiene tres líneas bastante marcadas en su espectro visible: una línea roja, una línea verde azulada y una línea azul. Bohr las justificó diciendo que cada una correspondía a la cantidad de energía que se libera cuando el electrón del átomo de hidrógeno salta de una órbita exterior a una más interior.

El interior del átomo es invisible, pero hay una ventana por la que podemos mirar, una ventana que es una vidriera de colores: el espectro del átomo. Espectro del gas hidrógeno, las bandas que Niels Bohr interpretó en 1913 como los saltos de los electrones entre orbitales dentro del átomo. Louis de Broglie interpretó estas órbitas como bandas de ondas resonantes, en las que las órbitas son los lugares donde hay un número entero y exacto de ondas alrededor del núcleo.

Mientras el electrón de hidrógeno se mantenga en una órbita, no emite energía. Siempre que salte de una órbita exterior a una más interior, la diferencia de energía entre los dos orbitales será emitida como cuantos de luz. Estas emisiones de muchos miles de millones de átomos de forma simultánea es lo que vemos como una de las líneas características del hidrógeno. La línea roja representa el salto del tercer orbital al segundo; la verde azulada cuando el electrón salta del cuarto orbital al segundo. El artículo de Bohr «Sobre la constitución de átomos y moléculas» se convirtió inmediatamente en un clásico. La estructura del átomo era ahora tan matemática como el universo de Newton. Pero contenía el principio adicional de los cuantos. Niels Bohr había construido un mundo dentro del átomo, yendo más allá de las leyes de la física tal como habían permanecido durante dos siglos después de Newton. Regresó a Copenhague triunfante. Dinamarca volvía a ser su hogar, un nuevo lugar en el que trabajar. En 1920 construyeron el Instituto Niels Bohr en Copenhague para él. Venían jóvenes de Europa, América y del Lejano Oriente para discutir sobre física cuántica. Werner Heisenberg venía a menudo desde Alemania y allí se le alentó a concebir algunas de sus ideas cruciales: Bohr nunca permitía que alguien dejase una idea a medias.

Resulta interesante seguir el rastro de los pasos que siguieron para la confirmación del modelo del átomo de Bohr, porque en cierto sentido es una recapitulación del ciclo vital de cualquier teoría científica. Primero aparece el artículo. En él, los resultados conocidos se usan para apoyar el modelo

presentado. Es decir, el espectro del hidrógeno, en este caso en particular, se demuestra que contiene líneas, algo conocido desde hacía tiempo, cuyas posiciones corresponden a las transiciones cuánticas del electrón al pasar de un orbital a otro. El siguiente paso es que esa confirmación se aplique a un nuevo fenómeno: en este caso, las líneas en el espectro de rayos X de alta energía, que no es visible al ojo humano pero que se forma del mismo modo, a partir de los saltos de los electrones. Ese trabajo se estaba llevando a cabo en el laboratorio de Rutherford en 1913, y cosechó hermosos resultados que confirmaban exactamente lo que Bohr había pronosticado. El hombre que realizó ese trabajo fue Harry Moseley, de veintisiete años de edad, que no hizo más trabajos brillantes porque falleció en el tristemente conocido ataque británico en Gallípoli en 1915 —una campaña que costó, indirectamente, la vida de otro joven muy prometedor, el poeta Rupert Brooke—. El trabajo de Moseley, al igual que el de Mendeléiev, sugería la ausencia de algunos elementos, y uno de ellos fue descubierto en el laboratorio de Bohr. Se le dio el nombre de hafnio, por el nombre latino de la ciudad de Copenhague. Bohr anunció el descubrimiento a propósito en su discurso de aceptación del premio Nobel de Física en 1922. La temática del discurso es memorable, ya que Bohr describió detalladamente algo que ya había resumido casi poéticamente en otro discurso: cómo el concepto del cuanto había…

…conducido gradualmente a una clasificación sistemática de los tipos de enlaces de cualquier electrón en un átomo, ofreciendo una explicación completa de las relaciones extraordinarias entre las propiedades físicas y químicas de los elementos, tal como se expresan en la famosa tabla periódica de Mendeléiev. Una interpretación de las propiedades de la materia como esa, fue toda una constatación que sobrepasaba incluso los sueños de los pitagóricos acerca de su ideal antiguo de reducir la formulación de las leyes de la naturaleza a concepciones elaboradas con simples números.

Y justo en ese momento, cuando parecía que todo iba como la seda, empezamos a darnos cuenta de que la teoría de Bohr, al igual que le pasa a cualquier otra teoría más tarde o más temprano, está alcanzando el límite de sus posibilidades. Empiezan a surgir puntos débiles bastante irritantes, una especie de dolor

reumático. Y entonces nos damos cuenta claramente de que no hemos resuelto en absoluto el auténtico problema de la estructura atómica. Hemos roto la cáscara. Pero dentro de la cáscara, el átomo es un huevo con una yema, el núcleo; y todavía no hemos empezado ni siquiera a comprender qué es ese núcleo.

Niels Bohr era un hombre con gusto por la contemplación y la tranquilidad. Cuando ganó el premio Nobel, gastó el dinero en comprarse una casa en el campo. Su gusto por el arte también incluía la poesía. Le dijo a Heisenberg: «En lo que se refiere a los átomos, el lenguaje solo puede usarse de la misma forma que en poesía. El poeta, también, se dedica más a crear imágenes que a describir hechos». Este era un pensamiento inesperado: en lo referente a los átomos, el lenguaje no describe hechos, sino que crea imágenes. Pero así es. Lo que subyace al mundo visible siempre es algo imaginario, en sentido literal es un conjunto de imágenes. No hay otra forma posible para hablar de lo invisible, tanto en la naturaleza como en el arte o en la ciencia. Cuando penetramos en el mundo del átomo, estamos en un mundo en el que nuestros sentidos no sirven. Existe una nueva arquitectura, una forma que desconocemos, mediante la cual las cosas están unidas: únicamente podemos imaginarla a partir de analogías, un nuevo acto de la imaginación. Las imágenes sobre la arquitectura provienen del mundo real que captan nuestros sentidos, porque ese es el único mundo que describen las palabras. Pero todos los modos que hallemos para describir lo invisible son metáforas, semejanzas que extraemos del mundo que sí pueden captar nuestros sentidos. Una vez que hemos descubierto que los átomos no son los bloques esenciales que componen la materia, únicamente podemos intentar elaborar modelos sobre cómo se unen esos bloques y cómo actúan conjuntamente. Los modelos deben mostrar, por analogía, de qué se compone la materia. Por lo tanto, para poner a prueba esos modelos, tenemos que desmontar la materia en sus piezas constitutivas, igual que el cortador de diamantes tantea buscando la estructura del cristal. El ascenso del hombre es una síntesis cada vez más rica, pero cada paso supone un esfuerzo de análisis: un análisis más profundo, el de un mundo dentro de otro mundo. Cuando se vio que el átomo se podía dividir, pareció que debía de tener

un centro indivisible, el núcleo. Y resultó que, alrededor del año 1930, el modelo del átomo necesitaba ser mejorado. El núcleo en el centro del átomo tampoco era el último fragmento de la realidad.

En el crepúsculo del sexto día de la creación, según cuenta la interpretación hebrea del Antiguo Testamento, Dios hizo para el hombre una serie de herramientas que le conferían a él también el don de la creación. Si los intérpretes hebreos estuvieran hoy vivos, escribirían: «Dios hizo el neutrón». He aquí, en Oak Ridge (Tennessee), el brillo azul que es el rastro de los neutrones: el dedo visible de Dios tocando a Adán en la pintura de Miguel Ángel, no con aliento, sino con energía. No debo empezar tan atrás en el tiempo. Empecemos alrededor del año 1930. En esa época, el núcleo del átomo todavía parecía invulnerable, de la misma manera que anteriormente lo había parecido el propio átomo. El problema estribaba en que no había forma posible de separar sus partes constitutivas eléctricas: los números sencillamente no cuadraban. El núcleo tiene una carga positiva (para contrarrestar la carga de los electrones del átomo) que equivale a su número atómico. Pero la masa del núcleo no es un múltiplo constante de la carga: tiene un rango que va desde un valor igual a la carga (en el átomo de hidrógeno) a un valor de más del doble en los elementos pesados. Resultaba inexplicable, hacía mucho tiempo que se daba por hecho que la electricidad era la base para la construcción de la materia. Fue James Chadwick quien rompió con esa idea tan enraizada, y probó, en el año 1932, que el núcleo está formado por dos clases de partículas: no solo por el protón, que aporta la carga eléctrica positiva, sino también por una partícula sin carga, el neutrón. Las dos partículas tienen aproximadamente la misma masa, y coinciden más o menos con el peso atómico del hidrógeno. Únicamente el núcleo sencillo de hidrógeno no contiene neutrones, y está compuesto por un único protón. Por esa razón, el neutrón pasó a ser una nueva posibilidad para sondear el núcleo, una especie de llama de alquimista, porque, al no tener carga eléctrica, se podía bombardear con neutrones el núcleo de los átomos sin que sufrieran ninguna perturbación eléctrica que los pudiera alterar. El alquimista moderno, el hombre que sacó ventaja de esa nueva herramienta más que ningún otro, fue

Enrico Fermi en Roma. Enrico Fermi era una criatura extraña. No le conocí hasta mucho más adelante, porque, en 1934, Roma estaba en manos de Mussolini, Berlín en manos de Hitler, y hombres como yo no iban a sitios como esos. Pero cuando, mucho después, le conocí en Nueva York, me impresionó y me pareció el hombre más inteligente que había conocido jamás —bueno, puede que el hombre más inteligente con una excepción—. Era pequeño, poderoso, penetrante, muy deportista, y siempre con las ideas muy claras de hacia dónde tenía que ir, como si pudiera ver mucho más allá de lo que vemos los demás. Fermi disparó neutrones a prácticamente todos los elementos de uno en uno, y la fábula de la transmutación se hizo realidad en sus manos. Los neutrones que usaba los podemos ver saliendo de un reactor, que se conoce popularmente con el nombre de reactor «piscina», pues los neutrones se ralentizan en su paso a través del agua. Su nombre concreto es: reactor de isótopos de alto flujo,[11] y se desarrolló en Oak Ridge (Tennessee).

Desde luego, la transmutación era un sueño inmemorial. Pero para hombres como yo, supuestamente con una mente resuelta, lo más fascinante de los años treinta era que se estaba empezando a extender la idea de la evolución de la naturaleza. Debo explicar esto. Empecé hablando del día de la creación, y lo haré de nuevo. ¿En qué punto debería comenzar? Hace mucho tiempo, allá por el año 1650, el arzobispo James Ussher de Armagh, dijo que el universo había sido creado en el año 4004 a.C. Armado con el dogma y la ignorancia, nadie se atrevió a rebatirle. Él y todos los demás clérigos sabían el año, la fecha, el día de la semana e incluso la hora y, afortunadamente, lo he olvidado. Pero la incógnita sobre la edad del mundo siguió vigente, y fue una paradoja hasta bien entrado el año 1900; porque, aunque está claro que la tierra tenía muchos, muchísimos millones de años, no podíamos concebir de dónde venía la energía del sol y de las estrellas que les permite durar tanto tiempo. Y entonces llegaron las ecuaciones de Einstein, que demostraron que la pérdida de materia producía energía. ¿Pero cómo se reorganizaba la materia? Muy bien, ese es realmente el aspecto esencial de la energía y la puerta de entrada al conocimiento que abrió el descubrimiento de Chadwick. En 1939, Hans Bethe, que trabajaba en la Universidad de Cornell, explicó por primera vez

con términos bastante precisos cómo se producía la transformación de hidrógeno en helio en el sol, el resultado de la cual era una pérdida de masa, que era, expulsada en forma de un flujo continuo de energía que suponía todo un regalo para nosotros. Hablo de estos temas con un tono bastante pasional porque los recuerdo no solo porque estén en mi memoria, sino por haberlos vivido personalmente. La explicación de Hans Bethe está tan fresca en mi memoria como el día de mi boda, y los pasos que siguieron, tanto como el nacimiento de mis hijos. Y es que lo que se reveló en los años que siguieron (y que finalmente se concretó en lo que creo que fue su análisis definitivo en 1957) es que en todas las estrellas están en marcha procesos mediante los cuales se generan átomos, uno a uno y en formas cada vez más complejas. La materia misma evoluciona. La palabra proviene de Darwin y de la biología, pero es la palabra que cambió la física en el curso de mi vida. El primer paso en la evolución de los elementos tiene lugar en estrellas jóvenes como nuestro sol. Es el paso que transforma el hidrógeno en helio, y precisa del enorme calor que hay en su interior; lo que vemos en la superficie del sol son solo tormentas producidas por esa acción. (El helio se identificó por primera vez gracias a una línea espectral durante el eclipse de sol del año 1868; es por esa razón que se llama helio, porque, hasta ese momento, no se conocía su presencia en la tierra). Lo que pasa realmente es que de vez en cuando un par de núcleos de hidrógeno pesado colisionan entre sí y se fusionan, produciendo un núcleo de helio. Con el tiempo, el sol estará formado mayoritariamente por helio. Y entonces se convertirá en una estrella mucho más caliente, en la que los núcleos de helio colisionarán entre sí para formar átomos cada vez más pesados. El carbono, por ejemplo, se forma en estrellas en las que colisionan tres núcleos de helio en un único punto en un intervalo de menos de una millonésima de millonésima de segundo. Cada átomo de carbono presente en cada criatura viva se ha formado mediante esa colisión salvaje e improbable. Más allá del carbono, se forma el oxígeno, el silicio, el azufre y elementos más pesados. Los elementos más estables son los que ocupan las posiciones centrales en la tabla de Mendeléiev, aproximadamente entre el hierro y la plata. Pero el proceso de construcción de los elementos sigue y llega mucho más lejos. Si los elementos se van formando uno a uno, ¿por qué se detiene la naturaleza? ¿Por qué encontramos solo noventa y dos elementos, de los cuales el último es el uranio? Para poder contestar a esa pregunta tenemos, evidentemente, que

construir elementos más allá del uranio, y confirmar que a medida que los elementos se hacen más grandes, son más complejos y tienden a deshacerse en pedazos. Sin embargo, cuando hacemos eso, no solo estamos formando nuevos elementos, sino que estamos fabricando algo que es potencialmente muy explosivo. El plutonio, que Fermi logró fabricar en el primer e histórico reactor de grafito (en esos viejos tiempos lo llamábamos coloquialmente «pila»), fue el elemento fabricado por el hombre que demostró a todo el mundo la peligrosidad de esos nuevos elementos. En parte se trata de un monumento a la genialidad de Fermi; pero por las cuatrocientas mil personas que murieron en Nagasaki a causa de la bomba de plutonio que estalló allí, yo lo veo más como un tributo al dios Plutón del inframundo. Una vez más en la historia del mundo, un monumento conmemora a la vez a un gran hombre y a muchos muertos.

El primer e histórico reactor de grafito.

Pila experimental de grafito y uranio diseñada por el grupo dirigido por Enrico Fermi, que empezó a operar por primera vez el 2 de diciembre de 1942 en el Chicago Pile-1, un reactor construido sobre una antigua pista de squash en West Stands, Stagg Field, Universidad de Chicago.

Debo regresar ahora brevemente a la mina de Wieliczka porque hay una contradicción histórica que debo explicar. Los elementos se forman continuamente en las estrellas y, sin embargo, solemos pensar que el universo está decayendo. ¿Por qué? ¿O cómo? La idea de que el universo está decayendo surge de una simple observación del funcionamiento de las máquinas. Cada máquina consume más energía que la que produce. Alguna se gasta en la fricción de sus partes, otra se gasta por el uso. Y en algunas máquinas más sofisticadas que los antiguos cabrestantes de madera de Wieliczka, se gasta de otras formas igualmente necesarias; por ejemplo, en un amortiguador o en un radiador. Todas estas son formas en las que la energía se degrada. Hay un pozo de energía inaccesible en la que una parte de la energía que allí introducimos siempre está en marcha, y desde donde nunca se puede recuperar.

Una vez más en la historia del mundo, un monumento conmemora a la vez a un gran hombre y a muchos muertos. Fermi (el segundo por la derecha) en la inauguración de la placa conmemorativa de la primera pila nuclear controlada, 2 de diciembre de 1942.

En 1850 Rudolf Clausius sintetizó ese pensamiento en un principio básico. Dijo que hay energía que está disponible, y que también hay un residuo de energía que es inaccesible. A esta energía inaccesible la llamó entropía, y formuló la famosa segunda ley de la termodinámica: la entropía siempre aumenta. En el universo, el calor tiende a un estado de equilibrio en el que se disipará. Hace cien años se trataba de una idea atractiva, porque eso permitía seguir pensando en el calor como en un fluido. Pero el calor no es más material que, por ejemplo, el fuego o la vida. El calor es el movimiento al azar de los átomos. Y fue Ludwig Boltzmann en Austria quien sacó partido de forma brillante de esa idea para dar una nueva interpretación sobre qué es lo que pasa en una máquina, o en un motor de vapor, o en el universo. Cuando la energía se degrada, decía Boltzmann, es porque los átomos asumen un estado más desordenado. Y la entropía es una medida del desorden; esta es la concepción profunda que proporcionó la nueva interpretación que hizo Boltzmann. Por extraño que parezca, se puede realizar una medida del desorden; es la probabilidad de un estado en particular —definido aquí como el número de formas posibles en las que se puede ensamblar a partir de sus átomos—. Boltzmann lo expresó con bastante precisión:

S= K log W;

S, la entropía, es representada de forma proporcional al logaritmo de W, que es la probabilidad de un estado dado (K es la constante de proporcionalidad que

ahora se conoce como la constante de Boltzmann). Por supuesto, los estados desordenados son más probables que los estados ordenados, ya que casi todos los ensamblajes aleatorios de los átomos serán desordenados; en líneas generales, cualquier disposición ordenada decaerá. Pero «en líneas generales» no es «siempre». No es cierto que los estados ordenados decaigan constantemente hacia el desorden. Es una ley estadística, lo que significa que el orden tiende a desaparecer. Pero la estadística no dice que eso ocurra «siempre». La estadística permite que el orden crezca en algunas islas del universo (aquí en la tierra, en usted, en mí, en las estrellas, en toda clase de lugares) mientras que el desorden gobierna en otros.

Es un concepto hermoso. Pero todavía queda una cuestión que tiene que ser respondida. Si es cierto que la probabilidad nos trajo hasta aquí, ¿no es esta una probabilidad demasiado baja para que no tengamos derecho a estar aquí? La gente que hace esta pregunta siempre sigue este razonamiento. Piense en todos los átomos que componen mi cuerpo en este momento. Cuán terriblemente improbable es que se hayan ensamblado aquí y ahora para formar lo que yo soy. Si, ciertamente, fue así como pasó, no sería solo improbable; sería virtualmente imposible. Pero está claro que no es así como funciona la naturaleza. La naturaleza funciona escalonadamente. Los átomos forman moléculas, las moléculas forman bases nitrogenadas, las bases nitrogenadas dirigen la formación de los aminoácidos, los aminoácidos forman proteínas, y las proteínas trabajan en las células. Las células primero fabricaron todos los animales sencillos y, posteriormente, los más sofisticados, escalando paso a paso. Las unidades estables que componen un nivel o estrato son la materia prima para encuentros al azar que producirán configuraciones superiores, algunas de las cuales serán estables. En tanto que siga habiendo un potencial de estabilidad que no se haya llevado a cabo, existirá alguna posibilidad de que el azar actúe. La evolución es un proceso que se parece a la ascensión por una escalera, que va, peldaño a peldaño, de lo sencillo a lo complejo, y cada uno de esos pasos es, en sí mismo, estable. Dado que este es el tema de mi trabajo, le he puesto un nombre adecuado: lo llamo estabilidad estratificada. Es lo que ha formado la vida subiendo peldaños

lentamente, pero de manera constante, y cada peldaño supone un incremento de la complejidad; lo que constituye la esencia de la evolución. Y ahora sabemos que es cierto, no solo para la vida, sino también para la materia. Si las estrellas tienen que fabricar un elemento pesado como el hierro, o un elemento superpesado como el uranio, mediante el ensamblaje instantáneo de todas sus partes constitutivas, sería prácticamente imposible. No. Una estrella forma helio a partir de hidrógeno; posteriormente, en otra etapa y en una estrella diferente, el helio se ensambla, formando carbono, luego viene el oxígeno, y así hasta llegar a la formación de los elementos pesados; y paso a paso se va subiendo toda la escalera hasta formar los noventa y dos elementos presentes en la naturaleza.

No podemos imitar todo el proceso que se lleva a cabo en las estrellas porque no podemos disponer de las inmensas temperaturas que se necesitan para poder fusionar muchos de esos elementos. Pero, al menos, sí que hemos empezado poniendo el pie en uno de los peldaños de la escalera: hemos copiado el primer paso, del hidrógeno al helio. En otro lugar de Oak Ridge se intentó la fusión del hidrógeno. Evidentemente, es difícil recrear la temperatura que hay en el interior del sol — más de diez millones de grados centígrados—. Y es todavía más difícil fabricar algún tipo de contenedor que pudiera sobrevivir a esas temperaturas y que pudiera contenerlas al menos durante una fracción de segundo. No hay materiales capaces de hacerlo: un contenedor para un gas en ese estado tan violento solo puede ser en forma de trampa magnética. Esta es una clase nueva de física: la física del plasma. Es muy fascinante, sí, y muy importante, ya que se trata de la física de la naturaleza. Por una vez, las reestructuraciones que hace el hombre no van en contra de la dirección que sigue la naturaleza, sino siguiendo los mismos pasos que da la naturaleza con el sol y las estrellas.

Quiero acabar este ensayo hablando del contraste entre inmortalidad y mortalidad. La física en el siglo XX es un trabajo inmortal. La imaginación humana trabajando conjuntamente no ha producido monumentos que la puedan igualar, ni las pirámides, ni la Ilíada, ni las baladas, ni incluso las catedrales. Los hombres que idearon estas concepciones una tras otra son los héroes pioneros de nuestra época. Mendeléiev, barajando sus tarjetas; J. J. Thompson, que derrocó

la creencia griega de que el átomo es indivisible; y Niels Bohr, que hizo que el modelo funcionara. Chadwick, que descubrió el neutrón, y Fermi, que lo utilizó para abrir y transformar el núcleo. Y en el corazón de todos ellos están los iconoclastas, los primeros fundadores de las nuevas concepciones: Max Planck, que dio a la energía un carácter atómico al igual que la materia; y Ludwig Boltzmann, a quien debemos más que nadie el hecho de que el átomo —el mundo dentro del mundo— sea tan real para nosotros como lo es nuestro propio mundo. Quién pensaría que, allá por el 1900, la gente estaba peleándose, uno diría que hasta la muerte, sobre el dilema de si los átomos son reales o no. El gran filósofo Ernst Mach, en Viena, dijo que no. El gran químico Wilhelm Ostwald dijo que no. Aunque un hombre, en ese cambio crítico de siglo, luchó a favor de la realidad de los átomos con fundamentos teóricos esenciales. Fue Ludwig Boltzmann, a cuya memoria quiero rendir homenaje. Boltzmann era un hombre irascible, extraordinario, difícil, un temprano seguidor de Darwin, combativo y encantador, y todo aquello que un ser humano debería ser. El ascenso del hombre titubeó en aquel momento debido a la lucha intelectual que suponía ese tema, y, si las doctrinas antiatómicas ganaban, nuestro avance se habría retrasado décadas, puede que incluso un centenar de años. Y no solo habría ocurrido en la física, sino también en biología, que depende crucialmente de la anterior. ¿Se limitó Boltzmann a argumentar sus teorías? No. Vivió apasionadamente su lucha y murió en ella. En 1906, con sesenta y dos años, sintiéndose aislado y derrotado, justo en el momento en el que la doctrina atómica estaba a punto de ganar, pensó que todo estaba perdido y se suicidó. Lo que nos queda para poder conmemorarle es su fórmula inmortal, grabada en su tumba:

S = K log W

No tengo palabras que puedan igualar la belleza penetrante y compacta de la fórmula de Boltzmann. Pero tomaré prestada una cita del poeta William Blake, que empieza los Augurios de inocencia con estas cuatro líneas:

Para ver un mundo en un grano de arena y un cielo en una flor silvestre sostén el infinito en la palma de tu mano y la eternidad en una hora.

[11] Conocido como HFIR del inglés High Flux Isotope Reactor. (N. del T.)

Estos dibujos, más que intentar reflejar un rostro, lo que intentan es explorarlo. Retrato de Stephan Borgrajewicz por Feliks Topolski, Londres, 1972.

11

Conocimiento o certidumbre

Uno de los objetivos de las ciencias físicas ha sido aportar una descripción exacta del mundo material. Un logro de la física del siglo XX ha sido demostrar que ese objetivo es inalcanzable. Tomemos un objeto concreto, por ejemplo, el rostro humano. Escucho a una mujer ciega mientras recorre con las yemas de sus dedos el rostro de un hombre al que conoce por primera vez, pensando en alto: «Diría que es mayor. Creo, obviamente, que no es inglés. Tiene la cara más redondeada que la mayoría de ingleses. Y diría que probablemente es continental, posiblemente de Europa del Este. Las arrugas de su cara serían arrugas fruto de un posible sufrimiento. Al principio he pensado que eran cicatrices. No es una cara feliz». Es el rostro de Stephan Borgrajewicz, que, igual que yo, nació en Polonia. En «Retrato de Stephan Borgrajewicz» está pintado como lo ve el artista polaco, Feliks Topolski. Sabemos que este tipo de dibujos, más que intentar reflejar un rostro, lo que intentan es explorarlo; el artista traza cada detalle como si lo estuviera palpando; y cada línea que añade refuerza el retrato, pero nunca es definitivo. Lo aceptamos como método personal del artista. Pero lo que ahora ha hecho la física es mostrarnos que este es el único método de conocimiento. No existe un conocimiento absoluto. Y aquellos que lo afirman, ya sean científicos o dogmáticos, están abriendo la puerta a la tragedia. Toda información es imperfecta. Tenemos que manejarla con humildad. Esa es la condición humana; y eso es lo que dice la física cuántica, literalmente.

Observemos esa cara a lo largo de todo el espectro de información electromagnética. La pregunta que voy a formular es: ¿cuán sutil y exacto es el

detalle que podemos percibir con los mejores instrumentos del mundo, incluso con el instrumento perfecto, si pudiésemos concebirlo? Y para ver ese detalle tan fino no es obligatorio que tenga que ser con luz visible. James Clerk Maxwell propuso en 1867 que la luz es una onda electromagnética, y las ecuaciones que formuló para ella implicaban la existencia de otras ondas. El espectro de luz visible, desde el rojo hasta el violeta, solo es una octava parte más o menos en el rango de radiaciones invisibles. Hay todo un conjunto de información, que cubre todo el espectro, desde las longitudes de onda más grandes de las ondas de radio (las notas bajas) hasta las longitudes de onda más pequeñas de los rayos X y más allá (las notas más altas). Alumbraremos el rostro humano con todas ellas, paso a paso. Las ondas invisibles más largas son las ondas de radio, cuya existencia demostró Heinrich Hertz en 1888, y fueron confirmadas por la teoría de Maxwell. Debido a que son las más grandes, también son las menos finas. Un radar que trabaje con longitudes de onda de unos pocos metros no vería para nada la cara, a no ser que hiciéramos que la cara tuviera un tamaño de varios metros, como las cabezas mexicanas de piedra. Únicamente cuando acortamos la longitud de onda aparece algún detalle de la cabeza gigante: cuando es una fracción de un metro, aparecen las orejas. Y prácticamente ya en el límite de las ondas de radio, de unos pocos centímetros, detectamos el primer trazo del hombre. A continuación observaremos la cara, la cara del hombre, con una cámara que es sensible al siguiente rango de radiación, la de longitudes de onda de menos de un milímetro, los rayos infrarrojos. El astrónomo William Herschel los descubrió en el año 1800, cuando se dio cuenta del calor que desprendía su telescopio cuando apuntaba más allá de la luz roja, ya que los rayos infrarrojos son rayos de calor. La placa de la cámara los traduce en luz visible mediante un código bastante arbitrario, haciendo que las zonas más calientes parezcan azules y las más frías sean oscuras o de color rojo. Vemos las características más peculiares de la cara: los ojos, la boca, la nariz; vemos el calor de la respiración saliendo de los orificios nasales. Sí, hemos aprendido algo nuevo sobre la cara humana. Pero lo que aprendemos no es muy detallado. Con las longitudes de onda más cortas, de algunas centésimas de milímetro o incluso menos, el infrarrojo se va concentrando en un rojo visible. La película fotográfica que usamos ahora es sensible a ambas, y la cara de repente está llena de vida. Ya no es solo la cara de un hombre, es el hombre al que reconocemos:

Stephan Borgrajewicz. La luz blanca nos revela la cara de forma clara, muy detallada; los pelos cortos, los poros de la piel, una mancha aquí, un capilar roto allá. La luz blanca es una mezcla de longitudes de onda, desde el rojo al naranja, al amarillo, al verde, al azul y finalmente al violeta, las ondas visibles más cortas. Deberíamos ver detalles más exactos con las ondas cortas de color violeta que con las ondas largas rojas. Pero, en la práctica, una diferencia de aproximadamente una octava no ayuda mucho.

El pintor analiza el rostro, considera cada característica por separado, separa los colores, agranda la imagen. Es natural preguntar: ¿no debería el científico usar un microscopio para aislar y analizar las estructuras más finas? Sí, debería. Pero hemos de entender que el microscopio agranda la imagen, pero no puede mejorarla: la agudeza del detalle está fijada por la longitud de onda de la luz. El hecho es que podemos interceptar un rayo a cualquier longitud de onda con objetos que sean tan grandes como la longitud de onda específica; un objeto más pequeño simplemente no formará una sombra. Una ampliación de más de doscientas veces puede visualizar una célula individual de la piel con luz blanca ordinaria. Pero para obtener más detalle necesitaremos una longitud de onda más corta. El siguiente paso, entonces, es la luz ultravioleta, que tiene una longitud de onda de diez milésimas de milímetro e incluso menos —es más corta en un factor mínimo de diez respecto a la luz visible—. Si nuestros ojos fueran capaces de ver con luz ultravioleta, verían un paisaje fantasmal de fluorescencia. El microscopio de luz ultravioleta mira a través del resplandor que produce la célula, ampliada tres mil quinientas veces, hasta el nivel de cromosomas individuales. Pero hay un límite: no hay ninguna luz que pueda ver los genes humanos dentro de los cromosomas. De nuevo, para profundizar más, debemos acortar la longitud de onda: la siguiente radiación es la de los rayos X. Sin embargo, son tan penetrantes que ningún material los puede enfocar; no podemos fabricar un microscopio de rayos X. Nos tenemos que contentar con dispararlos sobre la cara humana y obtener una especie de sombra. El detalle dependerá ahora del grado de penetración. Podemos atravesar la piel y ver el esqueleto; por ejemplo, vemos que el hombre ha perdido sus dientes. La exploración del cuerpo humano hizo que los rayos X

se convirtieran en algo fascinante tan pronto como Wilhelm Konrad Röntgen los descubrió en 1895, porque este era un descubrimiento de la física que parecía diseñado por la naturaleza para ser usado por la medicina. Hizo de Röntgen una especie de figura paterna entrañable, y fue el héroe que ganó el primer premio Nobel en 1901. A veces tenemos la suerte de que la naturaleza nos permite investigar alguna de sus características que no vemos mediante un movimiento indirecto, es decir, infiriendo una disposición que no puede verse directamente. Los rayos X no nos mostrará un átomo individual porque este es demasiado pequeño para producir una sombra incluso con una longitud de onda tan corta como esta. Sin embargo, podemos mapear los átomos que hay en un cristal porque su espaciado es regular, por lo que los rayos X formarán un patrón regular de ondas a partir del cual podremos inferir las posiciones de los átomos que interceptan los rayos. Así es el patrón de los átomos en la espiral de ADN; ese es el aspecto que tiene un gen. El método lo inventó Max von Laue en 1912, y fue una doble demostración de genialidad, ya que era la primera prueba de que los átomos son reales, y al mismo tiempo era la primera prueba de que los rayos X son ondas electromagnéticas.

La exploración del cuerpo humano hizo que los rayos X se convirtieran en algo fascinante tan pronto como fueron descubiertos por Röntgen. Placa original de Röntgen de un hombre calzado, y con las llaves en el bolsillo de sus pantalones.

Aún nos queda un paso más por dar, el microscopio electrónico, en el que los rayos se concentran tanto que ya no sabemos si llamarlos ondas o partículas. Los electrones son disparados hacia un objeto, y trazan el contorno de este como si lo hiciera un lanzador de cuchillos en una feria. El objeto más pequeño que se haya podido ver jamás es un átomo individual de torio. Es espectacular. Y, sin embargo, la imagen suavizada nos confirma que, al igual que los cuchillos que casi rozan a la chica en la feria, ni siquiera los electrones nos brindan un contorno sólido. La imagen perfecta todavía está tan lejos como las distantes estrellas.

Los rayos X forman un patrón regular de ondas a partir del cual se puede inferir la posición de los átomos que interceptan los rayos. Patrón de difracción de rayos X de un cristal de ADN.

Nos hallamos, pues, cara a cara frente a la paradoja crucial del conocimiento. Año tras año aparecen instrumentos que son más precisos, con los que observamos la naturaleza con muchísimo más detalle. Y cuando nos fijamos en las observaciones, nos sentimos desconcertados al comprobar que todavía son bastante borrosas, y sentimos que son tan inciertas como siempre… Parece que estuviéramos persiguiendo un objetivo que se aleja de nosotros hacia el infinito cada vez que lo vemos en el horizonte. La paradoja del conocimiento no está limitada a la diminuta escala atómica; todo lo contrario, es igualmente convincente a escala del hombre, e incluso a escala de las estrellas. Déjenme que la ponga en el contexto de un observatorio astronómico. El observatorio de Karl Friedrich Gauss en Gotinga se construyó hacia el año 1807. A lo largo de su vida y desde ese momento (durante la mayor parte de los últimos doscientos años) se han ido mejorando todos los instrumentos astronómicos. Miramos la posición de una estrella tal como se determinó entonces y ahora, y nos da la impresión de que cada vez estamos más cerca de encontrar su posición con precisión. Pero cuando comparamos nuestras observaciones individuales de ahora, nos asombra y nos inquieta encontrarlas tan desperdigadas como siempre. Teníamos la esperanza de que los errores humanos desaparecieran, y que nosotros mismos pudiéramos gozar de la visión de Dios. Pero resulta que los errores no se pueden eliminar de las observaciones. Y eso es cierto respecto a las estrellas, a los átomos, o simplemente mirando la foto de alguien, o escuchando el discurso de alguien.

La paradoja del conocimiento no está limitada a la minúscula escala atómica; todo lo contrario, es igualmente convincente a escala del hombre, e incluso a escala de las estrellas. La campana de Gauss.

Gauss reconoció este hecho con su genialidad maravillosa y juvenil, que mantuvo hasta su fallecimiento, cuando contaba casi con ochenta años de edad. Cuando, en 1795, ingresó en la universidad de Gotinga con solo dieciocho años, ya había resuelto el problema de la mejor estimación de una serie de observaciones que tenían errores internos. Elaboró un razonamiento estadístico que sigue vigente en la actualidad. Cuando un observador mira hacia una estrella, sabe que existen muchas posibles causas de error. Por lo que toma diferentes lecturas, y espera, naturalmente, que la mejor estimación de la posición de la estrella es la media —el centro de la dispersión—. Hasta aquí es bastante obvio. Pero Gauss siguió adelante para preguntar qué es lo que nos decía la dispersión de los errores. Ideó la campana de Gauss en la que la dispersión se resume por la desviación, o extensión, de la curva. Y de esto vino una idea trascendental: la dispersión señala un área de incertidumbre. No estamos seguros de que la posición verdadera sea el centro. Todo lo que podemos decir es que está en el área de incertidumbre, y el área se puede calcular a partir de la dispersión advertida en las observaciones individuales. Con esta sutil visión de lo que es el conocimiento humano, Gauss estaba bastante resentido con los filósofos que proclamaban que ellos sí que conocían un camino hacia el conocimiento, mucho más perfecto que el camino que aportaban las observaciones. De los muchos ejemplos posibles escogeré uno. Resulta que hay un filósofo llamado Friedrich Hegel, el cual, he de confesar, me resulta singularmente detestable. Y me alegra saber que comparto ese profundo sentimiento con un hombre de mayor grandeza, Gauss. En 1800, Hegel presentó una tesis, si se puede llamar así, probando que, aunque la definición de los planetas ha cambiado desde los tiempos antiguos, solo pueden existir, filosóficamente, siete planetas. Bien, no solo Gauss sabía cómo había que

responder a eso: Shakespeare le había respondido hacía mucho tiempo. Hay un pasaje maravilloso en El Rey Lear, en el que, quién sino el bufón, le dice al rey: «La razón por la que las siete estrellas no son más que siete es una buena razón». Y el rey le responde sabiamente: «Porque no son ocho». Y el bufón dice: «Sí, así es, y vos seríais un bufón excelente». Y eso hizo Hegel. El 1 de enero de 1801, con puntualidad exquisita, antes de que hubiera dado tiempo a que se secase la tinta de la disertación de Hegel, se descubrió un octavo planeta: el planeta enano Ceres.

La historia lleva consigo muchas ironías. La bomba de relojería de la campana de Gauss radica en que después de su muerte descubrimos que no existe esa tan ansiada visión perfecta y divina de las cosas. Los errores están indisolublemente unidos a la naturaleza del conocimiento humano. Y la ironía es que ese descubrimiento se hizo en Gotinga. Las universidades antiguas son todas maravillosamente parecidas. Gotinga es como Cambridge en Inglaterra o Yale en Estados Unidos: muy provincial, no en el sentido de que esté en medio de la nada, pero nadie viene a estos remansos si no es por la compañía de los profesores. Y los profesores están convencidos de que este es el centro del mundo. Hay una inscripción en la cantina subterránea de Gotinga que dice: «Extra Gottingam non est vita», «Fuera de Gotinga no hay vida». Este epigrama, o quizás debería llamarlo epitafio, no se lo toman más en serio los profesores que los estudiantes universitarios. El símbolo de la universidad, en el exterior de la cantina subterránea, es una estatua de hierro de una niña descalza con un par de gansos a la que todos los estudiantes besan el día de su graduación. La universidad es como la Meca a la cual acuden los estudiantes con poco más que una fe inquebrantable. Es importante que los estudiantes aporten cierta picardía, una irreverencia virginal hacia sus estudios; no están aquí para venerar lo conocido, sino para cuestionarlo. Al igual que cualquier otra ciudad universitaria, en el paisaje de Gotinga se pueden observar por todas partes profesores dando largos paseos después de su almuerzo, y a veces acompañados por algún alumno eufórico por haber sido invitado. Puede que en el pasado Gotinga fuera una ciudad algo más aletargada. Las pequeñas ciudades universitarias alemanas se remontan a un tiempo anterior

a la unificación del país (Gotinga fue fundada por Jorge II como gobernante de Hannover), lo cual le confiere un aire de burocracia local. Incluso después de la época militar y de que el káiser abdicara en 1918, eran mucho más convencionales que las universidades de fuera de Alemania.

No están aquí para venerar lo conocido, sino para cuestionarlo. La fuente de bronce de la niña de los gansos en la plaza del mercado de Gotinga.

La conexión de Gotinga con el mundo exterior era a través del ferrocarril. Ese era el medio escogido por los visitantes que venían de Berlín y de lugares más lejanos, ávidos de intercambiar opiniones sobre las nuevas ideas de la física que surgían a un ritmo vertiginoso. Era una creencia popular en Gotinga que la ciencia nacía en ese tren hacia Berlín, porque allí era donde la gente discutía, tenía desacuerdos e ideas nuevas. Y, también, donde se planteaban nuevos desafíos. En los años de la Primera Guerra Mundial, la ciencia estaba dominada en Gotinga, como en cualquier otra parte, por la relatividad. Pero en 1921, Max Born fue elegido como catedrático de física, y empezó a impartir una serie de seminarios que traían a Gotinga a todo el mundo que estuviera interesado en la física atómica. Es bastante sorprendente que Max Born tuviera casi cuarenta años cuando le nombraron para ese puesto. Por lo general, los físicos realizan sus mejores trabajos antes de los treinta (los matemáticos incluso antes, y los biólogos puede que un poco más tarde). Pero Born poseía un extraordinario don socrático. Atrajo a hombres jóvenes, sacó lo mejor de ellos, y las ideas que tanto ellos como él intercambiaban y con las que se desafiaban también produjeron lo que fue su mejor trabajo. Más allá de la fama de todos esos nombres, ¿con quién me debería quedar? Obviamente con Werner Heisenberg, que hizo su trabajo más perspicaz aquí con Born. Por entonces, cuando Erwin Schrödinger publicó una forma diferente de física atómica básica, fue aquí donde los argumentos nacieron. Y desde todas las partes del mundo la gente venía a Gotinga para participar. Resulta bastante extraño hablar en estos términos de una materia que, después de todo, es fruto de trabajar a diario hasta bien entrada la noche. ¿Consistió la física realmente en la década de 1920 en argumentaciones, seminarios, discusiones y disputas? Sí, de eso se trataba. Y aún sigue siendo así. La gente que se conoció allí, la gente que se sigue conociendo en los laboratorios, solo da por finalizado

su trabajo cuando encuentra una formulación matemática que lo respalde. Empiezan intentando resolver algunos enigmas conceptuales. Los enigmas de las partículas subatómicas —de los electrones y de las otras partículas— son enigmas mentales. Piense en los misterios que suponía el electrón en esa época. La broma entre los profesores era (debido a cómo estaban dispuestos los horarios universitarios) que los lunes, miércoles y viernes el electrón se comportaría como partícula; los martes, jueves y sábados, se comportaría como onda. ¿Cómo se pueden encajar esos dos aspectos, provenientes del mundo a gran escala y aplicarlos a una entidad individual, dentro de este Liliput de Los viajes de Gulliver que es el mundo del interior del átomo? De esto es de lo que iban las especulaciones y las discusiones. Y esto requiere, no cálculos, sino introspección, imaginación...; si lo prefiere dicho de otra forma, de metafísica. Recuerdo una frase que solía decir Max Born cuando vino a Inglaterra muchos años después, y que está presente en su autobiografía. Decía: «Estoy ahora convencido de que la física teórica es realmente filosofía». Max Born quería decir que las nuevas ideas de la física tenían que ver con una visión diferente de la realidad. El mundo no es una colección fija y concreta de objetos, porque no podemos separar del todo lo que son de la percepción que tenemos de ellos. Cambia ante nuestra mirada, interactúa con nosotros, y el conocimiento que atesora es el que interpretamos. No existe forma posible de intercambiar información que no exija un enjuiciamiento. ¿Es el electrón una partícula? Se comporta como tal en el átomo de Bohr. Pero en el año 1924, de Broglie elaboró un hermoso modelo de onda, en el que las órbitas son los lugares en los que hay un número exacto de ondas que rodean el núcleo. Max Born imaginaba una especie de tren de electrones, como si cada uno estuviera montando en un cigüeñal, y así, de forma colectiva, constituirían unas series de campanas de Gauss, una onda de probabilidad. Había nacido una nueva concepción, en el tren de Berlín y en los paseos de los profesores a través de los bosques: sean cuales sean las unidades fundamentales a partir de las que se crea el mundo, son más discretas, más fugaces, más sorprendentes que lo que atrapamos con el cazamariposas de nuestros sentidos.

Todos esos paseos y conversaciones por el bosque llegaron a un brillante clímax en 1927. Al principio de ese año, Werner Heisenberg ofreció una nueva

descripción del electrón. Sí, decía, es una partícula, pero una partícula que nos proporciona solo información limitada. Es decir, podemos especificar dónde se encuentra en este preciso instante, pero en ese caso no se le puede asignar una velocidad y una dirección específicas en el momento de la medida. O a la inversa, si se insiste en que se le va a disparar con una cierta velocidad y en una cierta dirección, entonces no se puede especificar cuál es su punto de partida exacto; o, por supuesto, su punto final. Parece una descripción muy torpe. Pero no lo es. Heisenberg le dio profundidad haciéndola muy precisa. La información que aporta un electrón está limitada en su totalidad. Es decir, por ejemplo, su velocidad y su posición encajan de tal manera que están limitadas por la tolerancia de los cuantos. Esa es la profunda idea: una de las ideas científicas más grandes, no solo del siglo XX, sino de toda la historia de la ciencia. Heisenberg lo llamó principio de incertidumbre. En cierto sentido, es un principio sólido de nuestro día a día. Sabemos que no podemos esperar que el mundo sea exacto. Si un objeto (por ejemplo, una cara familiar) tiene que ser exactamente el mismo de antes de que lo reconociéramos, nunca lo podríamos reconocer de un día a otro. Reconocemos que el objeto es el mismo porque es muy parecido; nunca es exactamente igual que era, es tolerablemente parecido. En el acto del reconocimiento, se lleva a cabo un juicio: una zona de tolerancia o de incertidumbre. O sea, el principio de Heisenberg dice que no hay acontecimientos, ni siquiera acontecimientos atómicos, que puedan describirse con absoluta certeza, es decir, con tolerancia cero. Lo que hace que el principio sea profundo es que Heisenberg especifica la tolerancia a la que se puede llegar. La vara de medir son los cuantos de Max Planck. En el mundo del átomo, la zona de incertidumbre está siempre delimitada por los cuantos. Sin embargo, el principio de incertidumbre es un mal nombre. Tanto en ciencia como fuera de ella, no somos inciertos; nuestro conocimiento está simplemente delimitado dentro de una cierta tolerancia. Deberíamos llamarlo principio de tolerancia. Y propongo ese nombre en dos sentidos. Primero, en el sentido de la ingeniería. La ciencia ha progresado paso a paso, la empresa más exitosa en el ascenso del hombre, porque ha entendido que el intercambio de información entre el hombre y la naturaleza, y entre los mismos hombres, puede llevarse a cabo dentro de cierta tolerancia. Y en segundo lugar, también uso esa palabra de forma apasionada respecto al mundo real. Todo conocimiento, toda información entre seres humanos solo puede ser intercambiada dentro de un marco de

tolerancia. Y eso es cierto tanto si el intercambio es en ciencia como si es en literatura, en religión, en política, o incluso en cualquier forma de pensamiento que aspire a constituir un dogma. Es una gran tragedia de mi vida y de la de todos que, aquí en Gotinga, los científicos estuvieran refinando el principio de tolerancia hasta la más exquisita precisión, y dándole la espalda al hecho de que a su alrededor la tolerancia estaba siendo destrozada en mil pedazos de forma irreparable. El cielo se estaba oscureciendo sobre toda Europa. Pero había una nube en particular sobre Gotinga que ya llevaba allí cien años. Al principio de la década de 1800, Johann Friedrich Blumenbach reunió una colección de cráneos que había obtenido gracias a distinguidos caballeros a lo largo y ancho de toda Europa con los que mantenía correspondencia. No había nada en el trabajo de Blumenbach que sugiriese que los cráneos eran para apoyar una teoría que propusiera una división racista de la humanidad, aunque ya había usado medidas anatómicas para clasificar a las distintas familias humanas. De todas formas, desde la muerte de Blumenbach en 1840, la colección se fue incrementando y llegó a ser el centro de una teoría racista pangermánica, que fue aprobada por el partido nacionalsocialista cuando llegó al poder. Cuando Hitler apareció en 1933, la tradición investigadora de Alemania fue destruida, casi de la noche a la mañana. Ahora el tren hacia Berlín era un símbolo de huida. Europa dejó de ser un lugar acogedor para la imaginación —y no solo la imaginación científica—. Toda una concepción de la cultura estaba en retirada: la concepción de que el conocimiento humano es personal y responsable, una aventura sin fin en el filo de la incertidumbre. Se hizo el silencio, de igual manera que después del juicio a Galileo. Los grandes hombres se vieron inmersos en un mundo amenazado. Max Born. Erwin Schrödinger. Albert Einstein. Sigmund Freud. Thomas Mann. Bertolt Brecht. Arturo Toscanini. Bruno Walter. Marc Chagall. Enrico Fermi. Leó Szilárd, quien llegó finalmente, después de muchos años, al Instituto Salk en California.

Europa dejó de ser un lugar acogedor para la imaginación.

Leó Szilárd (primera foto). Enrico Fermi (segunda foto).

El principio de incertidumbre o, según mi versión, el principio de tolerancia hizo que por fin nos diéramos cuenta de que todo conocimiento es limitado. Es una ironía de la historia el que, al mismo tiempo que se estaba dilucidando este principio, estuviera surgiendo, bajo el poder de Hitler en Alemania y de otros tiranos en otros lugares del planeta, la concepción de un principio completamente contrapuesto: un principio de monstruosa certidumbre. Cuando en el futuro se mire hacia atrás, hacia la década de 1930, se verá como una época de una confrontación crucial de la cultura tal como lo he estado exponiendo, el ascenso del hombre, contra el retroceso causado por la creencia de los déspotas en que son poseedores de una absoluta certeza. He de situar estas abstracciones en términos concretos, y lo quiero hacer centrándome en una persona en concreto. Leó Szilárd estaba profundamente comprometido con los temas de los que he hablado, y pasé muchas tardes durante el último año de su vida hablando con él sobre esos temas en el Instituto Salk. Leó Szilárd era un húngaro que pasó su vida universitaria en Alemania. En 1929 publicó un artículo importante y novedoso sobre lo que ahora se llamaría teoría de la información, la relación entre el conocimiento, la naturaleza y el hombre. Pero por entonces Szilárd estaba convencido de que Hitler llegaría al poder, y que la guerra era inevitable. Tenía dos maletas siempre preparadas en su habitación, y hacia el año 1933 las cogió y se fue a Inglaterra. En septiembre de 1933, lord Rutherford, en una reunión de la Asociación Británica, hizo algunos comentarios sobre que la energía atómica nunca se

convertiría en algo real. Leó Szilárd era de esa clase de científicos, quizá solo de esa clase de hombres que siempre están de buen humor, a quienes molesta cualquier afirmación que contenga la palabra «nunca», especialmente si la hace un distinguido colega. Así que empezó a darle vueltas en su cabeza. Contaba una historia que todos los que le conocimos nos la podemos imaginar a la perfección. Vivía en el Strand Palace Hotel —le encantaba vivir en hoteles—. Iba caminando hacia su trabajo en el Bart’s Hospital, y cuando pasaba por Southampton Row se paró ante un semáforo. (Esta es la parte de la historia que me parece más improbable; nunca vi a Szilárd pararse ante un semáforo). Sin embargo, antes de que el semáforo se pusiera verde, se dio cuenta de que si golpeas un átomo con un neutrón, y resulta que lo rompe y libera dos, lo que obtienes es una reacción en cadena. Rellenó en 1934 un formulario para una patente que contiene las palabras «reacción en cadena». Y llegamos ahora a una parte de la personalidad de Szilárd que era muy común entre los científicos de esa época, pero que él manifestó alto y claro. Quería mantener la patente en secreto. Quería evitar que la ciencia se usase incorrectamente. Y, de hecho, asignó la patente al Almirantazgo Británico, con tal de que no se publicara hasta después de la guerra. Pero, mientras tanto, la guerra se estaba volviendo cada vez más amenazante. El progreso en física nuclear y la marcha de Hitler iban paso a paso, al mismo ritmo, de un modo que ya hemos olvidado en la actualidad. A principios de 1939 Szilárd escribió a Joliot-Curie, preguntándole si uno mismo podía prohibir que se publicara algo. Intentó que Fermi no lo publicara. Pero finalmente, en agosto de 1939, escribió una carta que Einstein firmó y mandó al presidente Roosevelt, diciendo (aproximadamente): «La energía nuclear está aquí. La guerra es inevitable. Compete al presidente decidir qué es lo que los científicos han de hacer al respecto». Pero Szilárd no se paró ahí. Cuando, en 1945, se había ganado la guerra europea, y se dio cuenta de que se iba a fabricar la bomba y se iba a usar contra los japoneses, Szilárd encabezó una protesta en todos los lugares que pudo. Escribió comunicación tras comunicación. Uno de esos comunicados iba dirigido al presidente Roosevelt y falló únicamente porque Roosevelt falleció en la época en que Szilárd se lo mandó. Szilárd siempre había querido que la bomba se probase abiertamente ante los japoneses y ante un público internacional, para que, una vez conocido su potencial, los japoneses se rindieran antes de que muriese toda esa gente.

Finalmente, Szilárd escribió una carta que Einstein firmó y mandó al presidente Roosevelt. Texto de la carta del 2 de agosto de 1939 al presidente de Estados Unidos.

Como todos sabemos, Szilárd fracasó, y junto a él fracasó toda la comunidad de científicos. Hizo lo que cualquier hombre íntegro habría hecho. Abandonó la física y volvió a la biología —así es como vino al Instituto Salk— y persuadió a otros de hacer lo mismo. La física había sido la pasión de los científicos los últimos cincuenta años, y su obra maestra. Pero ahora sabían que era el momento de dedicarle atención a la comprensión de la vida, de forma particular a la vida humana, con la misma determinación que habían empleado para la comprensión del mundo físico. La primera bomba atómica fue lanzada sobre Hiroshima, en Japón, el 6 de agosto de 1945 a las 8:15 de la mañana. No mucho después de regresar de Hiroshima oí a alguien decir, en presencia de Szilárd, que esa era la tragedia de los científicos, el que sus descubrimientos se usaran para la destrucción. Szilárd replicó, y nadie tenía más derecho que él a hacerlo, que no era la tragedia de los científicos: «es la tragedia de la humanidad».

Hay dos partes en el dilema del ser humano. Una es que el fin justifica los medios. Esa filosofía, que deliberadamente hace oídos sordos ante el sufrimiento, se ha convertido en el monstruo que hay detrás de la máquina de guerra. La otra es la traición al espíritu humano: la afirmación del dogma que cierra la mente, y transforma a una nación, a una civilización, en un regimiento de fantasmas —fantasmas obedientes, o fantasmas torturados—. Se dice que la ciencia deshumanizará a la gente y la transformará en números. Es falso, trágicamente falso. Mire usted mismo. Fíjese en el campo de concentración y en el crematorio de Auschwitz. Ahí es donde a la gente se la convirtió en números. En el estanque que allí se encuentra fueron arrojadas una gran parte de las cenizas de unos cuatro millones de personas. Y eso no lo hizo el

gas. Lo hizo la arrogancia. Lo hizo el dogma. Lo hizo la ignorancia. Cuando la gente cree firmemente que es poseedora del conocimiento absoluto, sin ponerlo a prueba a través de la realidad, así es como se comportan. Esto es lo que hacen los hombres cuando aspiran a tener un conocimiento propio de los dioses. La ciencia es una forma muy humana de conocimiento. Estamos siempre en el umbral de lo conocido, siempre sentimos que hemos de ir tras lo que se puede esperar. Cada juicio hecho en la ciencia está erigido en el límite del error, y es personal. La ciencia es un tributo a lo que podemos saber, a pesar de que somos falibles. En definitiva, las palabras fueron dichas por Oliver Cromwell: «Te suplico, por la sangre de Cristo, que pienses que es posible que estés equivocado». Ahora estoy en ese estanque del que hablé, como superviviente y como testigo. Se lo debo, como científico, a mi amigo Leó Szilárd, se lo debo como ser humano a los muchos miembros de mi familia que murieron en Auschwitz. Tenemos que curarnos nosotros mismos de esa ansia de conocimiento absoluto y de poder. Tenemos que reducir la distancia entre la orden de pulsado del botón y la toma humana de decisiones. Tenemos que estar en contacto con las personas.

El sexo produce diversidad, y la diversidad es el impulsor de la evolución. Dos es el número mágico. Esa es la razón por la cual la selección sexual y el cortejo han evolucionado tanto en especies diferentes. Pavo real desplegando su cola.

12

Generación tras generación

En el siglo XIX, la ciudad de Viena era la capital de un imperio que comprendía una multitud de naciones y lenguas. Era un famoso centro de música, literatura y arte. La ciencia era sospechosa en la conservadora Viena, en particular la ciencia de la biología. Pero, inesperadamente, Austria también fue el semillero de una idea científica (y biológica) que fue revolucionaria. En la antigua universidad de Viena, el fundador de la genética y, por lo tanto, de todas las ciencias de la vida moderna, Gregor Mendel, obtuvo una limitada educación universitaria. Llegó en un momento histórico en el que había una lucha entre la tiranía y la libertad de pensamiento. Poco después de su llegada, en 1848, dos jóvenes publicaron lejos de allí, en Londres y en alemán, un manifiesto que empezaba con la frase: «Ein Gespenst geht um Europa», «un fantasma recorre Europa», el fantasma del comunismo. Desde luego, Karl Marx y Friedrich Engels en El manifiesto comunista no crearon las revoluciones de Europa; pero les pusieron voz. Fue la voz de la insurrección. Un torrente de desafección recorría Europa en contra de los Borbones, los Habsburgo y los gobiernos de cualquier parte. En febrero de 1848, París estaba viviendo un estado de agitación, y le siguieron Viena y Berlín. Estando así las cosas, en la plaza de la universidad de Viena, en marzo de 1848, los estudiantes se manifestaron y se enfrentaron a la policía. El imperio austríaco, como otros, tembló. Metternich dimitió y huyó a Londres. El emperador abdicó. Los emperadores se van, pero los imperios permanecen. El nuevo emperador de Austria era un joven de dieciocho años, Francisco José, que reinó como un déspota medieval hasta que el destartalado imperio se desmoronó por completo durante la primera guerra mundial. Aún recuerdo a Francisco José cuando yo era un crío; al igual que otros Habsburgos, tenía el labio inferior grueso y una

mandíbula prominente que Velázquez capturó en sus cuadros de reyes españoles, y que ahora se reconoce como un rasgo genético dominante.

Cuando Francisco José llegó al trono, los discursos de los patriotas se acabaron; la reacción ante el joven emperador fue absoluta. En ese momento, el ascenso del hombre partió silenciosamente hacia una nueva dirección por la llegada a la universidad de Viena de Gregor Mendel. Nació como Johann Mendel, el hijo de un granjero; Gregor fue el nombre que recibió cuando se hizo monje, frustrado por la pobreza y la falta de educación. En el fondo, siguió siendo un granjero por la forma en que afrontaba su trabajo, no como un profesor o un caballero naturalista como sus contemporáneos en Inglaterra; él era un naturalista de huerto. Mendel se convirtió en monje para poder acceder a una educación, y su abad le mandó a la universidad de Viena para que obtuviera un título oficial de profesor. Pero se ponía nervioso y además no era un estudiante muy listo. Su examinador escribió que «le falta perspicacia y la claridad necesaria de conocimiento» y le suspendió. El chico de granja que se había convertido en monje no tenía elección salvo retirarse de nuevo al anonimato del monasterio en Brno en Moravia, que ahora es parte de la República Checa. Cuando Mendel regresó de Viena en 1853 era, a la edad de treinta y un años, un fracaso. Había sido enviado por la orden agustina de Santo Tomás en Brno, una orden dedicada a la enseñanza. El gobierno austríaco quería que los monjes acogieran a los jóvenes brillantes que encontraban entre los campesinos. Su biblioteca era más propia de una orden dedicada a la enseñanza que de un monasterio. Y Mendel no había conseguido obtener el título de profesor. Tuvo que decidir si pasar el resto de su vida como el monje Gregor, el profesor fracasado, o ¿como qué? Igual que el chico al que llamaban Hansl en la granja, sería el joven Johann de la granja, decidió. Pensó en todo lo que había aprendido en la granja y en aquello que desde siempre le había fascinado: las plantas.

El ascenso del hombre partió silenciosamente hacia una nueva dirección gracias a Gregor Mendel. Mendel en 1865.

En Viena había estado muy influenciado por uno de los mejores biólogos que pudo conocer, Franz Unger, que tenía una idea muy concreta y práctica sobre la herencia: nada de esencias espirituales, ni fuerzas vitales, se ceñía a los hechos reales. Y Mendel decidió dedicar su vida a los experimentos prácticos en biología allí, en el monasterio. Diría que fue un golpe maestro, silencioso y secreto, porque el obispo local jamás habría permitido que los monjes enseñaran biología.

Mendel empezó sus experimentos formales dos o tres años después de que regresara de Viena, alrededor del año 1856. Dice en sus artículos que trabajó durante ocho años. La planta, que había escogido muy cuidadosamente, fue el guisante de jardín. Escogió siete caracteres que iba a comparar: la forma de la semilla, el color de la semilla, etc., y cerró su lista con el carácter de tallo alto frente a tallo corto. Y este último carácter es el que he escogido como el ejemplo que seguiremos: alto frente a corto. Haremos el experimento exactamente de la misma forma en la que lo hizo Mendel. Empezaremos creando un híbrido de alto y corto, escogiendo las plantas parentales siguiendo las especificaciones de Mendel:

En experimentos con este carácter, para poder discriminar correctamente, las plantas con tallos de seis a siete pies de longitud se cruzarán siempre con plantas de tallos cortos de ¾ de un pie a 1 ½ pies.

Para asegurarnos de que las plantas de tallo corto no se autofecundan, las emascularemos. Y posteriormente las inseminaremos artificialmente con la planta de tallo largo. El proceso de fertilización sigue su curso. Los tubos polinizadores crecen hacia donde se encuentran los óvulos. El núcleo generativo (el equivalente al esperma en los animales) baja a través de los tubos polínicos y alcanza el óvulo de la misma forma que hacen en cualquier otro guisante fertilizado. La planta es portadora de vainas que, evidentemente, todavía no revelan sus caracteres. A continuación plantamos los guisantes de las vainas. Al principio, su desarrollo es indistinguible de cualquier otro guisante de jardín. Pero ya que son solo la primera generación de descendencia híbrida, cuando hayan crecido completamente, su apariencia será una prueba de la teoría tradicional de la herencia en la que creían los botánicos, entonces y durante mucho más tiempo. La teoría tradicional era que los caracteres de los híbridos promediaban los caracteres de los padres. La opinión de Mendel era radicalmente opuesta, y en esa época empezaba a vislumbrar una teoría para explicarla. Mendel intuía que un carácter simple está regulado por dos partículas (nosotros las conocemos como genes). Cada padre contribuye con una de esas dos partículas. Si dos partículas o genes son diferentes, una será dominante y la otra recesiva. El cruzamiento de tallos largos con tallos cortos es un primer paso para averiguar si esto es cierto. Y, miren por dónde, la primera generación de híbridos, cuando han crecido completamente, son todos altos. En el lenguaje de la genética moderna, el carácter alto es dominante sobre el carácter corto. No es cierto que los híbridos promedien el tamaño de los padres; todos tienen el tallo largo.

Todo lo que vemos en el manuscrito de Mendel es auténtica genética moderna, fundamentalmente tal como se trabaja ahora, pero elaborada hace más de cien años por un desconocido. Dibujo de los caracteres que Mendel analizó en su artículo de 1866.

Ahora viene el segundo paso: formamos la segunda generación del mismo modo en que lo hizo Mendel. Fertilizamos los híbridos, esta vez con su propio polen. Permitimos que se formen las vainas, plantamos las semillas, y dispondremos de la segunda generación. No es de un solo tipo, no es una generación uniforme; hay una mayoría de plantas altas, pero una minoría significante de plantas cortas. La fracción del total que componen las plantas cortas sería calculable a partir de lo que Mendel presagiaba sobre la herencia; si él tenía razón, cada híbrido de la primera generación era portador de un gen dominante y de un gen recesivo. Por lo tanto, en un cruzamiento de cada cuatro de la primera generación de híbridos, se unirán dos genes recesivos, y el resultado será que una planta de cada cuatro será corta. Y eso es lo que ocurrió: en la segunda generación, una planta de cada cuatro es corta y tres son altas. Esta es la famosa proporción de uno de cuatro, o de uno a tres, que todo el mundo asocia, con toda la razón, con el nombre de Mendel. El informe decía así:

De 1.064 plantas, en 787 casos el tallo era largo, y en 277 era corto. Por consiguiente, hay una proporción mutua de 2,84 a 1 […]. En todo el conjunto de experimentos encontramos que existe, entre el número de individuos con el carácter dominante y el recesivo, una proporción media de 2,98 a 1, o de 3 a 1. Está claro ahora que los híbridos forman semillas con uno o más caracteres diferentes, y, de estos, la mitad desarrolla de nuevo la forma híbrida, mientras que la otra mitad forma plantas que siguen siendo constantes y que reciben el carácter dominante o el recesivo (respectivamente) equitativamente.

Mendel publicó sus resultados en 1866 en la revista de la Sociedad de Historia Natural de Brno, y cayó inmediatamente en el olvido. Nadie entendió su trabajo. Incluso cuando escribió a una figura distinguida y bastante remilgada de ese campo, Karl Nägeli, estaba claro que este no tenía ni la más remota idea de lo que Mendel le estaba contando. Es evidente que, si Mendel hubiera sido un científico profesional, habría podido hacer mucho más para que los resultados fueran conocidos y, al menos, habría podido publicar el artículo ampliamente en Francia o en Inglaterra, en una publicación que los botánicos y biólogos leyeran con asiduidad. Intentó que científicos del extranjero le hicieran caso, mandándoles reimpresiones del artículo, pero eso es pedir demasiado para un artículo desconocido publicado en una revista desconocida. Sin embargo, en esa época, en 1868, dos años después de que se publicara el artículo, ocurrió algo totalmente inesperado en la vida de Mendel. Fue elegido abad del monasterio. Y hasta el final de su vida cumplió con sus obligaciones con un entusiasmo encomiable y un toque de meticulosidad neurótica. Le contó a Nägeli que esperaba poder seguir haciendo experimentos reproductivos. Pero lo único que ahora podía hacer crecer eran abejas —siempre había tenido el deseo de hacer con los animales el mismo trabajo que hizo con las plantas—. Y por supuesto, como era Mendel, tuvo su habitual mezcla de espléndida en el plano intelectual y mala suerte en la práctica. Consiguió una línea híbrida de abejas que daban una miel excelente; pero, desgraciadamente, eran tan feroces que picaban a todo el mundo en kilómetros a la redonda y tuvieron que ser destruidas. Parece que Mendel era mucho más experto en las obligaciones fiscales del monasterio que en liderazgo religioso. Y hay indicios de que la policía secreta del emperador lo consideraba poco fiable. La impresión era que el abad siempre estaba dándole vueltas a algún pensamiento.

El rompecabezas de la personalidad de Mendel es de índole intelectual. Nadie podría haber concebido esos experimentos a menos que tuviera muy claras en su mente las respuestas que estaba esperando obtener. Es una situación extraña, y debería explicarla con todo lujo de detalles. Primero, un aspecto práctico. Mendel escogió siete diferencias entre los guisantes para ponerlas a prueba, como tallo largo frente a corto, y las otras seis.

Y, de hecho, el guisante tiene siete pares de cromosomas, por lo que se pueden hacer pruebas para siete caracteres diferentes en genes que están situados en siete cromosomas diferentes. Pero ese es el número más alto que podría haber escogido. No podría haber probado ocho caracteres diferentes sin que hubiera dos genes en el mismo cromosoma y, por lo tanto, estuvieran relacionados al menos en parte. Por entonces, nadie había pensado en genes o había oído nada de ligamientos. Nadie había ni siquiera oído hablar de cromosomas en la época en la que Mendel estaba redactando su artículo. Es posible que uno esté destinado a ser abad de un monasterio, puede ser escogido por Dios, pero no se puede tener tanta suerte. Mendel debía de tener un gran bagaje de observaciones y experimentos previos al momento en que hizo su trabajo formal, para hacer pruebas y convencerse de que no podría observar más de siete caracteres. Ahí vemos el resplandor de la mente de Mendel, con su cara secreta, oculta, en la que flotan tanto su artículo como su hazaña. Y se ve, se ve en cada página de su manuscrito: el simbolismo algebraico, la estadística, la claridad a la hora de exponer el tema. Todo es auténtica genética moderna, fundamentalmente, tal como se trabaja ahora, pero elaborada hace más de cien años por un desconocido. Y es obra de un desconocido que tuvo una inspiración crucial: que los caracteres se separan siguiendo la ley del todo o nada. O se manifiesta el carácter o no se manifiesta. Mendel lo ideó en una época en la que los biólogos tenían como axioma que el cruzamiento produce un resultado intermedio de los dos caracteres de los padres. Resulta difícil de creer que nunca apareciera un carácter recesivo, y solo podemos especular que cada vez que los experimentadores observaban su aparición en un híbrido, los despreciaban porque estaban absolutamente convencidos de que la herencia funcionaba por el promedio de las características paternas. ¿De dónde sacó Mendel su modelo de una herencia que seguía la ley del todo o nada? Creo que lo sé, pero está claro que no puedo mirar dentro de su cabeza para asegurarlo. Pero sí que existe un modelo (y ha existido desde tiempo inmemorial) que es tan obvio que es posible que ningún científico se hubiera percatado de su existencia; pero es posible que sí se hubiera dado cuenta un niño, o un monje. Ese modelo es el sexo. Los animales han estado copulando durante millones de años, y machos y hembras de la misma especie no producen monstruos sexuales o hermafroditas: producen machos o hembras. Hombres y mujeres llevan teniendo relaciones sexuales durante más de un millón de años, y

¿qué producen? Hombres o mujeres. Mendel debió de estar dándole vueltas a un modelo tan simple y poderoso de distribución hereditaria del todo o nada como este, y así los experimentos y el razonamiento encajaban en su mente a la perfección desde el inicio de sus famosos experimentos. Diría que los monjes lo sabían. Y creo que les disgustaba lo que Mendel estaba haciendo. Al obispo sin duda no le gustaba, y había puesto impedimentos a los experimentos con la reproducción de los guisantes. No les gustaba en absoluto su interés por la nueva biología; por ejemplo, por el trabajo de Darwin, que impresionó a Mendel nada más leerlo. Por supuesto, recibió hasta el final el cariño de sus colegas revolucionarios checos a quienes a menudo acogía en su monasterio. Cuando murió, en 1884, apenas con sesenta y dos años, el gran compositor checo Leoš Janáček tocó el órgano en su funeral. Pero los monjes eligieron un nuevo abad, y quemaron todo el material escrito de Mendel que había en el monasterio.

El gran experimento de Mendel permaneció en el olvido durante casi treinta años hasta que lo rescataron (varios científicos de forma independiente) en el año 1900. De esta manera, sus descubrimientos pertenecen al siglo XX, cuando el estudio de la genética germinó de repente a partir del trabajo de Mendel. Empecemos por el principio. La vida en la tierra empezó hará unos tres mil millones de años o más. Durante dos terceras partes de ese tiempo, los organismos se reproducían únicamente mediante división celular. La división produce, por lo general, una descendencia idéntica, y las nuevas formas de vida aparecen rara vez, mediante mutación. Por lo tanto, durante todo ese tiempo, la evolución fue muy lenta. Los primeros organismos que se reprodujeron sexualmente fueron, al parecer, unos parientes de las algas verdes. Eso fue hace menos de mil millones de años. La reproducción sexual empieza entonces, primero en las plantas, y luego en los animales. Desde ese momento, y gracias a su enorme éxito, se convierte en la estrategia biológica habitual, así que, por ejemplo, definimos dos especies como diferentes si los miembros de una especie no pueden reproducirse con miembros de la otra. El sexo produce diversidad, y la diversidad es el impulsor de la evolución. La aceleración de la evolución es la responsable de la existencia en la actualidad de la deslumbrante variedad de formas, colores y conductas de las especies. Y

también debemos atribuirle la responsabilidad en la proliferación de las diferencias individuales dentro de las especies. Todo esto fue posible por la aparición de los dos sexos. De hecho, la dispersión del sexo por todo el mundo biológico es en sí misma la prueba de que las especies se adaptaron a un nuevo ambiente mediante selección. Para el sexo no era necesario que los miembros de una especie heredasen los cambios requeridos mediante los cuales los individuos se adaptan. Al final del siglo XVIII, Lamarck propuso un modo ingenuo y, por así decirlo, solitario, de herencia; pero si era cierto, funcionaría mejor por división celular. Dos es el número mágico. Esa es la razón por la cual la selección sexual y el cortejo han evolucionado tanto en especies diferentes, de formas tan espectaculares como las alcanzadas por el pavo real. Y es porque la conducta sexual está adaptada con precisión al ambiente del animal. Si el pejerrey californiano se hubiera podido adaptar sin selección natural, no tendría que molestarse en efectuar su bailoteo en las playas de California para sincronizar la incubación con la fase lunar. Para él, el sexo no sería necesario. Y el sexo mismo es un modo de selección natural de los más adaptados. Los ciervos no pelean para matar, lo hacen solo para establecer su derecho a elegir hembra. La multiplicidad de formas, colores y conductas, tanto en los individuos como en las especies, es producida por el acoplamiento de los genes, tal como Mendel había supuesto. En cuanto al aspecto mecánico, los genes están unidos a lo largo de los cromosomas, que se hacen visibles solo cuando la célula se está dividiendo. Pero la pregunta no era cómo están dispuestos los genes; la cuestión era: ¿cómo actúan? Los genes están formados por ácidos nucleicos. Ahí es donde se produce la acción.

En 1953 se descubrió cómo pasaba el mensaje de la herencia de una generación a la siguiente, y su descubrimiento es el relato de la gran aventura científica del siglo XX. Supongo que el momento cumbre es en otoño de 1952, cuando un joven veinteañero, James Watson, llega a Cambridge y forma equipo con un científico de treinta y cinco años, Francis Crick, con la misión de descifrar la estructura del ácido desoxirribonucleico, que abreviado es ADN. El ADN es un ácido nucleico, es decir, un ácido presente en la parte central de las células, y en la década de los setenta se hizo bastante evidente que los ácidos nucleicos son los portadores del mensaje químico de la herencia de generación

en generación. Los investigadores de Cambridge y otros de laboratorios tan alejados como los de California afrontaron dos cuestiones concretas: ¿qué química es esa? ¿Y cuál es su arquitectura?

Los genes están unidos a lo largo de los cromosomas, que se hacen visibles solo cuando la célula se está dividiendo. Cromosomas grandes de células de piel de cebolla.

¿Qué química es esa? Lo que quiere decir: ¿cuáles son los componentes del ADN que se pueden ensamblar de maneras distintas? Eso se sabía bastante bien. Estaba claro que el ADN estaba formado por azúcares y grupos fosfato (estaban seguros de su presencia por motivos estructurales), y cuatro pequeñas moléculas específicas de bases nitrogenadas. Dos de ellas eran moléculas muy pequeñas, timina y citosina, en cada una de las cuales los átomos de carbono, nitrógeno, oxígeno e hidrógeno están dispuestos en forma de hexágono. Y dos de ellas son bastante grandes, la guanina y la adenina, en cada una de las cuales los átomos están dispuestos en un hexágono y un pentágono unidos. Es habitual en el trabajo estructural representar a cada una de las bases pequeñas mediante un hexágono, y a las largas mediante una figura mayor (un pentágono unido a un hexágono), para dejar constancia de las formas más que de los átomos individuales. ¿Y cuál es su arquitectura? Lo que quiere decir: ¿cuál es la disposición concreta de las bases nitrogenadas que confieren al ADN su habilidad para expresar diferentes mensajes genéticos? Al igual que un edificio no es una simple acumulación de piedras, la molécula de ADN no es una acumulación de bases. ¿Qué es lo que le confiere su estructura y, por lo tanto, su función? Por entonces se tenía claro que la molécula de ADN era una larga cadena extendida pero bastante rígida —una especie de cristal orgánico—. Y parecía bastante probable que fuera una hélice (o espiral). ¿Cuántas hélices en paralelo? ¿Una, dos, tres, cuatro? Había una división de opiniones al respecto que se repartían en dos grupos: el grupo que apostaba por una doble hélice y el que creía que se trataba de una triple hélice. Y entonces, a finales de 1952, el gran genio de la química estructural, Linus Pauling, propuso en California el modelo de la triple hélice. La columna vertebral compuesta por el azúcar y el grupo fosfato que están dispuestos en la parte central a lo largo de la cadena, y las bases están unidas a ella en todas direcciones. El artículo de Pauling llegó a Cambridge en febrero de 1953, y fue bastante evidente para Crick y Watson que algo fallaba en ese

modelo desde el principio. Puede que fuera simplemente una especie de alivio o un toque de perversidad maliciosa lo que hizo que Jim Watson decidiera ahí y en ese momento que iba a apostar por la doble hélice. Después de una visita a Londres:

[...] cuando regresé en bicicleta a la universidad y entré por la puerta de atrás, había decidido construir modelos de dos cadenas. Francis tendría que estar de acuerdo. Aunque él fuera un físico, sabía que todos los objetos biológicos importantes vienen en pares.

Además, Crick y él empezaron a buscar una estructura en la que la columna vertebral estuviera dispuesta a lo largo de la parte exterior: una especie de escalera de caracol, con los azúcares y los grupos fosfato soportándola como dos pasamanos. Hicieron experimentos extenuantes con moldes artificiales para ver cómo encajarían mejor las bases en ese modelo. Y entonces, después de un error particularmente grave, de repente todo resultó evidente.

Levanté la vista y vi que no estaba Francis, y empecé a mezclar las bases dentro, fuera y de otras formas, siempre en pares. De repente me di cuenta de que el par adenina-timina se mantenía unido por dos puentes de hidrógeno que eran idénticos en su forma al par guanina-citosina.

Está claro: en cada escalón debe haber una base pequeña y una base grande. Pero no cualquier base grande. La timina debe ir emparejada con la adenina, y si tenemos citosina, esta debe ir emparejada con la guanina. Las bases van juntas en pares de tal manera que la presencia de una determina la de la otra. De esta manera, el modelo de la molécula de ADN es una escalera de caracol. Una espiral dextrógira en la que cada escalón es del mismo tamaño y está a la misma distancia del siguiente, y que gira de manera constante —treinta y seis grados entre cada escalón—. Y si la citosina está en un extremo de un escalón, la

guanina está en el otro, y lo mismo se puede decir del otro par de bases. Eso quiere decir que cada mitad de la espiral es portadora del mensaje completo, por lo que se podría entender que el otro es redundante. Podemos construir la molécula en un ordenador. Esquemáticamente, empezamos por un par de bases; usamos líneas de puntos entre sus extremos para representar los puentes de hidrógeno que mantienen unidas las dos bases. Las situamos en la posición final en la que las vamos a ir apilando. Y ahora la colocamos en la parte inferior izquierda de la figura en el ordenador, donde vamos a ir construyendo toda la molécula de ADN, literalmente paso a paso. Luego va un segundo par; podría ser de la misma clase que el primero, o de la clase contraria. Lo apilamos sobre el primer par y lo giramos treinta y seis grados. Luego viene un tercer par, con el que hacemos lo mismo. Y así sucesivamente. Estos escalones forman un código que le dirá a la célula paso a paso cómo producir proteínas necesarias para la vida. El gen se está construyendo de forma visible delante de sus ojos, en la figura que estamos fabricando, y los pasamanos de azúcares y grupos fosfato mantienen la escalera de caracol rígida en cada lado. La molécula espiral de ADN es un gen, un gen en acción, y los escalones son los pasos mediante los que actúa. El 2 de abril de 1953, James Watson y Francis Crick enviaron a la revista Nature el artículo que describe esta estructura del ADN, en la que llevaban trabajando solo dieciocho meses. En palabras de Jacques Monod, del Instituto Pasteur de París y del Instituto Salk de California:

La invariable biológica fundamental es el ADN. Es por ello que la definición de Mendel del gen como el portador invariable de los rasgos hereditarios, su identificación química lograda por Avery (y confirmada por Hershey), y la explicación final de Watson y Crick de la base estructural de su invariancia replicativa, constituyen sin ninguna duda los descubrimientos más importantes hechos jamás en la biología. A los que, por supuesto, hay que añadir la teoría de la selección natural, cuya certeza e importancia fueron establecidas únicamente gracias a estos últimos descubrimientos.

Es evidente que el modelo de ADN se presta al proceso de replicación que es fundamental para la vida, antes incluso que el sexo. Cuando una célula se divide, las dos espirales se separan. Cada base está situada frente al otro miembro del par al que pertenece. Ese es el punto de redundancia de la doble hélice: porque cada mitad es portadora del mensaje (o instrucción) completo, cuando una célula se divide, se reproduce el mismo gen. El número mágico que decíamos que es el dos, aquí lo es porque cada célula pasa su identidad genética a otras dos cuando se divide. La espiral de ADN no es un modelo. Es una instrucción, un mensaje viviente que le dice a la célula cómo llevar a cabo los procesos de la vida paso a paso. La vida sigue un programa, y los escalones de la espiral de ADN codifican y señalan la secuencia en la que se debe desarrollar ese programa. La maquinaria de la célula lee los escalones siguiendo un orden, uno detrás de otro. Una secuencia de tres escalones actúa como una señal que le dice a la célula que produzca un aminoácido. Y los aminoácidos se van formando siguiendo un orden, gracias al cual formarán proteínas en el interior de la célula. Y las proteínas son los agentes y los pilares de la vida en la célula. Cada célula del cuerpo es portadora del potencial completo para construir el animal entero, excepto el esperma y los óvulos. El esperma y el óvulo son incompletos, y fundamentalmente son media célula: son portadores de la mitad del número total de genes. Posteriormente, cuando el óvulo sea fertilizado por el esperma, los genes de cada uno se unirán en pares, tal como predijo Mendel, y el conjunto de instrucciones estará completo de nuevo. El óvulo fertilizado será entonces una célula completa, y es el modelo de cada célula del cuerpo. Y es que todas las células se han formado por la división del óvulo fertilizado y, por lo tanto, son idénticas a él en su composición genética. Al igual que un embrión de pollo, el animal es poseedor del legado del óvulo fertilizado a lo largo de toda su vida. A medida que el embrión se va desarrollando, las células se van diferenciando. Entre todos los rasgos primitivos que van apareciendo, está el esbozo de lo que será el sistema nervioso. Masas de células irán formando a cada lado la columna vertebral. Las células se especializan: células nerviosas, células musculares, tejido conectivo (ligamentos y tendones), células sanguíneas, vasos sanguíneos. Las células se han especializado porque han recibido las instrucciones del ADN

de fabricar proteínas que sean apropiadas para el funcionamiento de esa célula especializada en concreto y no otra. Es fruto de la acción del ADN.

El bebé es un individuo único desde su nacimiento. El acoplamiento de los genes de sus progenitores agitó el mar de la diversidad. El hijo hereda dones de ambos padres, y el azar ha combinado estos dones en una disposición nueva y original. El hijo no es prisionero de su herencia; posee esa herencia en una nueva creación que irá desarrollando mediante sus futuras acciones. El hijo es un individuo. La abeja, en cambio, no lo es, porque cada zángano es uno de entre una serie idéntica de réplicas. En cualquier colmena, la abeja reina es la única hembra fértil. Cuando copula con un zángano en pleno vuelo, partirá, habiendo acumulado su esperma; el zángano, en cambio, muere. Si la reina libera el esperma en un ovulo que ella haya depositado, producirá una obrera, una hembra. Si deposita un huevo, pero no libera esperma sobre él, se formará un zángano, un macho, en una especie de nacimiento virginal. Es un paraíso totalitario, siempre leal, siempre inalterable, porque él mismo se ha prohibido la aventura de la diversidad que dirige y cambia a los animales superiores y al hombre. Un mundo tan rígido como el de las abejas se podría crear entre los animales superiores, incluso entre los hombres, mediante clonación; es decir, haciendo crecer una colonia de clones idénticos de animales a partir de células de un único progenitor. Empecemos con una población mezclada de un anfibio, el ajolote. Supongamos que decidimos fijar un único tipo, el ajolote con manchas. Cogemos algunos huevos de una hembra con manchas y hacemos crecer un embrión que está destinado a tener manchas. A continuación separamos algunas células del embrión. Da igual el lugar de donde las cojamos, ya que todas las células del embrión son idénticas en su contenido genético, y cada una de ellas está capacitada para desarrollarse en un animal completo —nuestro procedimiento lo demostrará—. Vamos a hacer crecer animales idénticos, uno a partir de cada célula. Necesitamos un portador en el que hacer crecer las células: cualquier ajolote nos servirá como portador; en este caso, una hembra de la variedad blanca. Cogemos huevos no fertilizados del portador y destruimos el núcleo de cada huevo. Y en su lugar insertamos una de las células idénticas del progenitor manchado que

vamos a clonar. Estos huevos crecerán, dando ajolotes con manchas. Los clones de huevos idénticos conseguidos gracias a este procedimiento crecen todos al mismo tiempo. Cada huevo se divide en el mismo momento —se divide dos veces, después cuatro veces, y así sucesivamente—. Todo esto es lo normal, exactamente tal como ocurre en cualquier otro huevo. En la siguiente etapa, las divisiones celulares individuales ya no serán visibles. Cada huevo se ha transformado en una especie de pelota de tenis, y empieza a crecer de dentro hacia fuera —aunque sería más correcto decir de fuera hacia dentro—. De momento, todos los huevos van al mismo ritmo. Cada huevo se va plegando para formar el animal, siempre de forma acompasada: como un regimiento en el que todas las unidades obedecen cada orden de la misma forma en el mismo momento, excepto (como podemos comprobar) un desafortunado que ha sido desfavorecido y se está retrasando. Y finalmente obtenemos los clones de ajolotes individuales, siendo cada uno de ellos una copia exacta de su progenitor y, cada uno de ellos, con un nacimiento virginal al igual que la abeja reina. ¿Deberíamos hacer clones de seres humanos, copias de una mujer hermosa quizás, o de un padre inteligente? Por supuesto que no. Mi opinión es que la diversidad es el aliento de la vida, y que no debemos abandonarla por ninguna otra posibilidad que atraiga a nuestra imaginación —incluso a nuestra imaginación genética. La clonación es la estabilización de una única forma, y eso va en contra de toda la corriente de la creación —por encima de todo, de la creación humana. La evolución se fundamenta en la variedad y crea la diversidad; y, de todos los animales, el hombre es el más creativo, porque es el portador y la expresión del almacén de variedad más grande de todos. Cada intento por hacer que seamos uniformes, biológicamente, emocionalmente o intelectualmente, es una traición al impulso evolutivo que ha hecho del hombre su cúspide.

Además, es raro que los mitos de la creación en las culturas humanas parezcan casi todos anhelar un clon ancestral. Hay una extraña supresión del sexo en las historias antiguas acerca de nuestros orígenes. Eva es clonada a partir de la costilla de Adán, y hay una preferencia hacia los nacimientos virginales. Felizmente, no somos copias idénticas de un clon. En la especie humana, el sexo se ha desarrollado ampliamente. La hembra es receptiva de forma continua, tiene

pechos permanentemente, y es una parte activa de la selección sexual. La manzana de Eva, por así decirlo, fertiliza a la humanidad; o, al menos, la incita hacia su obsesión eterna.

Eva es clonada a partir de la costilla de Adán. La creación de Eva de Andrea Pisano.

Es obvio que el sexo es una característica especial de los seres humanos. Una característica biológica especial. Utilicemos un criterio simple, terrenal: somos la única especie en la que la hembra tiene orgasmos. Parece increíble, pero es así. Es una señal del hecho de que, en general, hay mucha menos diferencia entre hombres y mujeres (en el sentido biológico y en la conducta sexual) que la que hay en otras especies. Parece una afirmación un poco extraña. Pero en el gorila y en el chimpancé, donde hay enormes diferencias entre el macho y la hembra, sería obvio. Utilizando el lenguaje de la biología, diremos que el dimorfismo sexual es reducido en la especie humana. Hasta aquí la biología. Pero hay un punto que está en la frontera entre la biología y la cultura que realmente muestra la simetría existente en la conducta sexual y, diría que, muy sorprendentemente. Es uno muy obvio. Somos la única especie que copula cara a cara, y eso es universal en todas las culturas. A mi modo de ver, es una expresión de una igualdad general que ha sido importante en la evolución del hombre, diría, desde los tiempos del Australopithecus y de los primeros fabricantes de herramientas. ¿Por qué digo eso? Bien, tenemos algo que explicar. Tenemos que explicar la velocidad de la evolución humana, que duró uno, tres o, como mucho, cinco millones de años. Eso es terriblemente rápido. La selección natural simplemente no actúa tan rápido en las especies animales. Nosotros, los homínidos, debemos haber aportado una forma de selección propia; y la elección obvia es la selección sexual. Hay pruebas en la actualidad de que las mujeres se casan con hombres que intelectualmente son parecidos a ellas, y los hombres se casan con mujeres que son intelectualmente parecidas a ellos. Y si esa preferencia ya existía algunos millones de años atrás, entonces significa que la selección por talentos concretos siempre ha sido importante para ambos sexos.

El sexo fue inventado como instrumento biológico por las algas. Célula de un alga verde, la Spirogyra, durante el proceso de fusión. Los antepasados de esta especie aportaron la primera prueba de células que se fusionan para formar óvulos fértiles.

Creo que tan pronto como los predecesores del hombre empezaron a ser diestros con sus manos a la hora de fabricar herramientas y a ser listos con su cerebro para planificarlas, la habilidad manual y la inteligencia supusieron una ventaja selectiva. Eran capaces de tener más parejas y engendrar y criar a más hijos que el resto. Si mi especulación respecto a este asunto es cierta, explica por qué los que eran hábiles con las manos y de pensamiento rápido fueron capaces de dominar la evolución biológica del hombre y de conferirle tal velocidad. Y muestra que incluso en su evolución biológica, el hombre ha sido impulsado y conducido por un talento cultural, la habilidad de fabricar herramientas y planes comunitarios. Creo que dicha cualidad se sigue viendo en el cuidado con que se toman las familias y las comunidades en todas las culturas, y en el caso de las culturas humanas, en la atención por arreglar lo que reveladoramente llaman una buena unión de pareja. Aunque ese fuera el único factor selectivo, entonces, está claro que seríamos mucho más homogéneos de lo que somos en realidad. ¿Qué es lo que mantiene viva la variedad entre los seres humanos? Ese es un aspecto cultural. En todas las culturas hay también salvaguardas especiales que conducen hacia la variedad. El más llamativo de todos ellos es la prohibición universal del incesto (para el hombre de la calle, no siempre se aplica en las familias reales). La prohibición del incesto solo tiene sentido si está pensada para prevenir que machos viejos dominen un grupo de hembras, como ocurre (digamos) en los grupos de simios. La preocupación en la elección de pareja tanto por parte del hombre como por parte de la mujer me suena como el eco presente de la fuerza selectiva principal gracias a la cual hemos evolucionado. Toda esa sensibilidad, el aplazamiento del matrimonio, las preparaciones y preliminares que podemos observar en todas las culturas, son una expresión del valor que hemos otorgado a las cualidades ocultas en una pareja. Los conceptos universales que se extienden a lo largo de

todas las culturas son escasos e indicativos. La nuestra es una especie cultural, y creo que nuestra atención única a la elección sexual ha ayudado a moldearla. Una gran parte de la literatura mundial, la mayoría del arte, se sumerge en el tema de chico conoce chica. Tendemos a creer que es una preocupación sexual que no necesita explicación. Pero creo que es un error. Todo lo contrario, expresa el hecho más profundo e inusual de nuestra preocupación por la elección, no de quién nos llevamos a la cama, sino de con quién criamos a nuestros hijos. El sexo fue inventado como instrumento biológico por (digamos) las algas verdes. Pero como instrumento en el ascenso del hombre, que es básico para su evolución cultural, fue inventado por el propio hombre. El amor espiritual y el amor carnal son inseparables. Un poema de John Donne dice exactamente eso; lo llamó «El éxtasis», y cito ocho líneas de un total de casi ochenta:

Todo el día, en la misma postura estuvimos, y nada dijimos, en todo el día.

Mas, oh, tanto tiempo, tan distanciados, ¿nuestros cuerpos hemos olvidado?

Este éxtasis nos ilumina (dijimos) y nos revela lo que amamos.

Los misterios del amor en las almas crecen, pero aun así el cuerpo es su libro.

Nuestra civilización adora por encima de todo el símbolo del niño. La Virgen de las Rocas, de Leonardo, Louvre, Paris.

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La larga infancia

Empiezo este último ensayo en Islandia porque es el hogar de la democracia más antigua del norte de Europa. En el anfiteatro natural de Thingvellir, donde nunca hubo un edificio, el Althing o asamblea legislativa de Islandia (la comunidad entera de los nórdicos de Islandia) se reunía cada año para elaborar leyes y aplicarlas. Y esto empezó alrededor del año 900 d.C., antes de que llegase el cristianismo, en la época en que China era un gran imperio, y Europa era saqueada por monarcas y barones ladrones. Es un comienzo extraordinario para una democracia. Pero hay algo todavía más sorprendente en torno a este neblinoso y desapacible lugar. Se eligió porque el granjero que lo poseía había matado, no a otro granjero, sino a un esclavo, y había sido proscrito por ello. La justicia raramente era tan equitativa en las culturas que permitían la esclavitud. Pero la justicia es un bien universal de todas las culturas. Es una cuerda floja por la que camina el hombre, tambaleándose, entre las ganas de satisfacer sus deseos y su reconocimiento de una responsabilidad social. Ningún animal se enfrenta a esta disyuntiva: un animal es social o es solitario. Solo el hombre aspira a ser ambas cosas, un solitario social. Y, para mí, esa es una característica biológica única. Esa es la clase de problema con el que me enfrento en mi trabajo sobre la especificidad humana, y trataremos de analizarlo a continuación.

Pensar que la justicia forma parte del equipamiento biológico del hombre es algo que causa una especie de asombro. Y es exactamente esa reflexión la que me llevó de la física a la biología, y la que me enseñó que la vida del hombre, el hogar del hombre, es un lugar propicio en el que estudiar su unicidad biológica. Es algo natural que por tradición la biología sea considerada de un modo

diferente: que lo que domina en ella son las semejanzas entre el hombre y los animales. Antes del año 200 d.C., el gran autor clásico de la medicina antigua, Claudio Galeno, estudió, por ejemplo, el antebrazo del hombre. ¿Cómo lo estudió? Diseccionando el antebrazo de un macaco. Así es como se tiene que empezar, usando necesariamente las evidencias que se hallan en los animales, mucho tiempo antes de que la teoría de la evolución apareciera para justificar la analogía. Y en las últimas décadas aparecieron trabajos fantásticos como el de Konrad Lorenz sobre conducta animal, que nos hacen buscar de forma natural analogías, por ejemplo, entre el pato, el tigre y el hombre; o el trabajo psicológico de B. F. Skinner sobre las palomas y las ratas. Esos trabajos nos dicen algo sobre el hombre. Pero no nos lo cuentan todo. Debe de haber algo que sea único en el hombre porque de otra forma, serían los patos los que darían conferencias sobre Konrad Lorenz, y las ratas escribirían artículos sobre B.F. Skinner. No nos andemos por las ramas. El caballo y el jinete tienen muchas características anatómicas comunes. Pero es la criatura humana la que cabalga sobre el caballo, y no al revés. Y el jinete es un muy buen ejemplo, porque el hombre no fue creado para montar a caballo. No hay ningún cableado en el cerebro que nos convierta en jinetes. Montar a caballo es comparativamente una invención bastante reciente, ya que tiene menos de cinco mil años de antigüedad. Y, sin embargo, ha tenido una influencia inmensa, por ejemplo, en nuestra estructura social. La plasticidad de la conducta humana lo ha hecho posible. Eso es lo que nos caracteriza; en nuestras instituciones sociales, por supuesto, aunque para mí, sobre todo en los libros, porque son el producto permanente de todo lo que interesa a la mente humana. Están frescos en mi memoria igual que lo está el recuerdo de mis padres: Isaac Newton, el gran hombre que dominaba la Royal Society a principios del siglo XVIII, y William Blake, escribiendo sus Cantares de inocencia a finales de ese mismo siglo XVIII. Son dos aspectos de una mente única, y ambos son lo que los biólogos conductuales denominan conducta específica de especie. ¿Cómo podría explicarlo de forma más sencilla? No hace mucho escribí un libro titulado La identidad del hombre. No había visto la cubierta de la edición inglesa hasta que me enviaron el libro impreso. Y, sin embargo, el artista había comprendido qué era lo que había en mi mente, poniendo en la cubierta un dibujo del cerebro y de la Mona Lisa, uno encima del otro. Con esa acción

demostraba de qué iba el libro. El hombre es único, no porque hace ciencia, y es único, no porque crea obras de arte, sino porque tanto la ciencia como el arte son igualmente expresiones de la maravillosa plasticidad de su mente. Y la Mona Lisa es un ejemplo muy bueno, porque después de todo, ¿qué es lo que hizo Leonardo la mayor parte de su vida? Hizo dibujos anatómicos, como el bebé en el útero de la Royal Collection en Windsor. Y es justo en el cerebro y en el bebé donde la plasticidad de la conducta humana empieza.

Tengo un objeto que guardo como un tesoro: un molde del cráneo de un niño de hace dos millones de años, el niño de Taung. Por supuesto, no es estrictamente un niño humano. Sin embargo, si ella —siempre he pensado que era niña— hubiera vivido lo suficiente, podría haber sido mi antepasado. ¿Qué es lo que diferencia su pequeño cerebro del mío? Dicho de forma sencilla, el tamaño. Ese cerebro, si la niña hubiera crecido, hubiera pesado quizás algo menos de quinientos gramos. Y el mío debe de pesar alrededor de un kilo y cuatrocientos gramos, que es el peso medio de los cerebros humanos actuales. No voy a hablar de estructuras neuronales, de la conducción del impulso en un único sentido en los tejidos nerviosos, o de las características del cerebro antiguo y del nuevo, porque ese órgano es lo que tenemos en común con muchos animales. Voy a hablar de las características del cerebro que son específicas de la criatura humana. La primera pregunta que nos hacemos es si el cerebro humano es una mejor computadora, una computadora más compleja. Desde luego, los artistas en particular suelen pensar en el cerebro como si este fuese una computadora. Tanto es así que en su Retrato del Dr. Bronowski, Terry Durham utiliza símbolos del espectro y de la computadora, porque es así como un artista imagina que es el cerebro de un científico. Pero está claro que eso no puede ser correcto. Si el cerebro fuese una computadora, realizaría un conjunto de acciones programadas en una secuencia inflexible.

Es justo en el cerebro y en el bebé donde la plasticidad de la conducta humana empieza. Notas anatómicas de Leonardo da Vinci sobre el feto humano.

A modo de ejemplo, piense en un hermoso relato sobre la conducta animal descrito en el trabajo de mi amigo Dan Lehrman sobre el apareamiento de la tórtola doméstica. Si el macho arrulla de la forma correcta, si se inclina en la forma correcta, entonces la hembra se excita enormemente, todas sus hormonas son segregadas en masa, e inicia toda una secuencia de movimientos en la que una de las fases es construir un nido perfecto. Sus acciones son detalladas y ejecutadas en orden; son innatas y, por lo tanto, invariables. La tórtola nunca las cambia. Nadie le entregó nunca un conjunto de bloques para que fuera aprendiendo a construir un nido. En cambio, no puedes conseguir que un ser humano construya nada, a menos que de niño hubiera aprendido a apilar una serie de bloques de juguete. Ese es el comienzo del Partenón o del Taj Mahal, de la cúpula de Soltaniyeh y de las torres Watts, de Machu Picchu y del Pentágono.

El hombre es único, no porque hace ciencia, y es único, no porque crea obras de arte, sino porque tanto la ciencia como el arte son igualmente expresiones de la maravillosa plasticidad de su mente. El autor en su casa con un molde del cráneo del niño de Taung. Un ejemplar de su libro La identidad del hombre está sobre la mesa. La Jolla (California), 1973.

No somos computadoras que siguen rutinas impuestas desde el nacimiento. Si fuéramos alguna clase de máquina, seríamos una máquina de aprender, y nuestro aprendizaje más importante se ejecuta en áreas específicas del cerebro. Por eso no podemos decir simplemente que el cerebro ha duplicado o triplicado su tamaño durante su evolución. Ha crecido en áreas muy especiales: la zona que controla la mano, por ejemplo, la zona donde se controla el habla, o la que controla la capacidad de previsión y planificación. Observémoslas de una en una. Fijémonos primero en la mano. La evolución más reciente del hombre empezó con el avance del desarrollo de la mano, y por la selección de un cerebro que era particularmente apto con la manipulación de la mano. Sentimos el placer en cada una de sus acciones fruto de esa evolución; por eso, la mano es para el artista el símbolo más importante: la mano de Buda, por ejemplo, entregándole al hombre el regalo de la humanidad con un gesto sosegado, el regalo de la valentía. Pero también para el científico la mano ejecuta un gesto especial: podemos oponer el pulgar a los demás dedos. Bueno, los simios pueden hacerlo. Pero nosotros podemos oponer el pulgar exactamente al dedo índice, y eso es un gesto específicamente humano. Y lo podemos hacer porque hay una zona del cerebro tan grande que puedo describir su tamaño de la siguiente forma: usamos más materia gris del cerebro a la hora de manipular el pulgar que en el control total del tórax y del abdomen. Recuerdo, cuando era un joven padre, ir de puntillas hasta la cuna de mi primera hija cuando solo tenía cuatro o cinco días de vida, y pensar: «Estos maravillosos deditos, desde unas articulaciones perfectas hasta las uñas de los dedos. Nunca podría haber realizado un diseño tan detallado ni en un millón de años». Pero fue exactamente un millón de años lo que me costó, un millón de años lo que le

costó a la humanidad, contar con una mano que respondiese a las capacidades del cerebro, y al cerebro evolucionar y dirigir a la mano para que llegase a su actual estado evolutivo. Y todo esto tiene lugar en una zona muy específica del cerebro. La totalidad de la mano está controlada fundamentalmente por una parte del cerebro que se puede delimitar, cerca de la parte superior de la cabeza.

Pasemos ahora a una parte del cerebro que es incluso mucho más específica del ser humano, ya que no existe en absoluto en los animales: la zona dedicada al habla. Esa zona está localizada en dos áreas conectadas del cerebro humano; un área está cerca del centro auditivo, y la otra está situada más hacia delante y más arriba, en los lóbulos frontales. Esas áreas vienen preconectadas, y están así, intactas, para acabar su desarrollo mediante el aprendizaje. Si no estuvieran intactas, no podríamos hablar. Hay que aprender. Hablo inglés, algo que solo aprendí a partir de los trece años; pero no podría haber aprendido inglés si previamente no hubiera aprendido a hablar. Si se dejase a un niño sin aprender ninguna lengua hasta la edad de trece años, le resultaría casi imposible aprender a hablar a partir de entonces. Hablo inglés porque aprendí polaco cuando tenía dos años de edad. He olvidado cada palabra del polaco, pero aprendí a hablar. Este es otro don humano que el cerebro es capaz de aprender.

Solo el hombre puede oponer el pulgar exactamente al dedo índice. Autorretrato, Alberto Durero.

Las áreas del habla son particularmente humanas también en otro sentido. Sabemos que el cerebro humano no es simétrico en sus dos mitades. Se hace evidente simplemente mediante la observación de que, a diferencia de otros animales, los hombres son marcadamente diestros o zurdos. El lenguaje también está controlado por una de las mitades del cerebro, pero el lado no cambia. Tanto si se es diestro como zurdo, la zona que controla el lenguaje está casi con toda seguridad situada a la izquierda. Hay excepciones, de la misma manera que hay personas que tienen el corazón situado a su derecha, pero las excepciones son raras: la inmensa mayoría tiene situada la zona que controla el habla en la mitad izquierda del cerebro. ¿Y qué es lo que hay en las zonas equivalentes situadas a la derecha? Todavía no lo sabemos con exactitud. No sabemos qué es lo que hace el lado derecho del cerebro en las áreas que se dedican al habla en la parte izquierda. Pero parece ser que se encarga de registrar la información proveniente del exterior a través de los ojos —el mapa del mundo bidimensional que capta la retina— y transformarla u organizarla en una imagen tridimensional. Si eso es correcto, para mí está claro que el lenguaje es también una forma de organizar el mundo a partir de sus partes constituyentes y conjuntarlas de nuevo a modo de imágenes móviles.

La organización de la experiencia tiene mucha visión de futuro en el hombre, y está almacenada en una tercera área de especificidad humana. La principal organización del cerebro está en los lóbulos frontales y prefrontales. Soy, somos, de frente ancha y vertical, porque es así como nuestro cerebro se desarrolló. Por el contrario, sabemos que el cráneo de Taung no es el de un niño que murió recientemente y que hemos confundido con un fósil, porque todavía tiene una frente bastante inclinada. ¿Qué es lo que hacen exactamente esos grandes lóbulos frontales? Puede que, de hecho, tengan diversas funciones. Sin embargo, se encargan de algo muy

específico e importante. Nos permiten pensar en acciones futuras, y esperar una gratificación fruto de esas acciones. Algunos de los primeros experimentos sobre la respuesta retrasada fueron realizados por Walter Hunter, alrededor del año 1910, y, posteriormente, fueron perfeccionados por Jacobsen en la década de 1930. Lo que hizo Hunter fue lo siguiente: cogía alguna recompensa, se la enseñaba a un animal y luego la escondía. Los resultados que se produjeron en la preferida de los laboratorios, la rata, son típicos. Si coges una rata y, habiéndole enseñado la recompensa, la dejas suelta, está claro que la rata se dirige inmediatamente hacia donde se ha escondido la recompensa. Pero si haces esperar a la rata unos minutos, ya no es capaz de saber hacia dónde se debería dirigir para obtener su recompensa. Por supuesto, los niños son bastante diferentes. Hunter hizo el mismo experimento con niños, y podía hacer esperar a niños de cinco o seis años durante media hora, incluso una hora. Hunter tenía una niña pequeña a quien intentaba mantener entretenida mientras estaba esperando, hablando con ella. Finalmente, ella le dijo, «¿Sabes?, creo que lo que intentas es hacer que me olvide». La habilidad de planear acciones en las que la recompensa es muy lejana es una elaboración de la respuesta retardada, y los sociólogos lo llaman «gratificación pospuesta». Es un don primordial que es característico del cerebro humano y del que no hay un símil rudimentario en los cerebros animales hasta que se volvieron más sofisticados, bastante más arriba en la escala evolutiva, como en nuestros primos los monos y los simios. Ese desarrollo humano significa que nos preocupamos ya en nuestra educación más temprana de la posposición de las decisiones. Los sociólogos no están de acuerdo con lo que estoy diciendo. Tenemos que posponer el proceso de toma de decisiones para poder acumular suficiente conocimiento como preparación para el futuro. Parece una afirmación extraordinaria. Pero de eso trata la niñez, de eso trata la pubertad, de eso trata la juventud. Quiero remarcar mi insistencia en la postergación de decisiones. Lo haré de forma dramática, literalmente. ¿Cuál es el mayor drama en lengua inglesa? Hamlet. ¿De qué trata Hamlet? Es una obra sobre un joven —un niño— que se enfrenta a la primera gran decisión de su vida. Y es una decisión que está fuera de su alcance: matar al asesino de su padre. No tiene sentido que el fantasma le siga alentado y diciendo: «venganza, venganza»; el hecho es que Hamlet, como joven que es, sencillamente no es maduro. No está preparado ni intelectualmente

ni emocionalmente para el acto que se le pide que haga. Y toda la obra es una eterna posposición de su decisión mientras lucha consigo mismo. El punto álgido es en mitad del acto III. Hamlet ve al rey rezando. La situación en el escenario es incierta y podría ser incluso que escuchara al rey rezando, confesando su crimen. ¿Y qué es lo que dice Hamlet? «¡Debo hacerlo ahora mismo!». Pero no lo hace; simplemente no está preparado para un acto de tal magnitud para un adolescente. Así que, al final de la obra, Hamlet es asesinado. Pero la tragedia no es que Hamlet muera; es que muere justamente cuando está preparado para convertirse en un gran rey.

El cerebro del hombre, antes de ser un instrumento para la acción, tiene que ser un instrumento para la preparación. En ese fin hay implicadas algunas zonas específicas; por ejemplo, los lóbulos frontales tienen que estar ilesos. Pero, profundizando un poco más, depende de la larga preparación de la infancia humana. En términos científicos somos neoténicos; salimos del útero siendo aún embriones. Y puede que sea por eso que nuestra civilización, nuestra civilización científica, adora por encima de todo el símbolo del niño, incluso desde el Renacimiento: el niño Jesús pintado por Rafael y recreado de nuevo por Blaise Pascal; el joven Mozart y Gauss; los niños en Jean-Jacques Rousseau y Charles Dickens. Nunca me había percatado de que otras civilizaciones eran diferentes hasta que navegué hacia el sur desde california durante cuatro mil millas hasta la isla de Pascua. Allí lo que sí que me impactó fue la diferencia histórica. Muy a menudo aparece algún visionario que inventa una nueva utopía: Platón, Tomás Moro, H. G. Wells. Y siempre la idea es que la imagen heroica permanece, como dijo Hitler, durante mil años. Pero las imágenes heroicas siempre se parecen a las caras toscas, muertas, ancestrales de las estatuas de la isla de Pascua —¡vaya, si es que hasta se parecen a Mussolini!—. Esa no es la esencia de la personalidad humana, incluso en lo relativo a la biología. Biológicamente, un ser humano es voluble, sensible, cambiante, adaptado a muchos ambientes y nada estático. Todo eso se ve reflejado en el desarrollo de un niño. Cuando era un adolescente, solía ir caminando los sábados por la tarde desde el

East End de Londres hasta el Museo Británico, para poder mirar la única estatua de la isla de Pascua que tenían y que por alguna razón no habían metido en el interior del museo. Así que le tengo cierto cariño a estas antiguas caras ancestrales. Pero, al fin y al cabo, ni todas ellas valen lo que vale la cara de un niño. Si me he dejado llevar a la hora de comentar lo anterior sobre la isla de Pascua, era por un motivo. Piense en las mejoras que la evolución ha alcanzado en el cerebro de un niño. Mi cerebro pesa casi kilo y medio, y mi cuerpo pesa cincuenta veces más que eso. Pero cuando nací, mi cuerpo era un simple apéndice de mi cabeza; pesaba solo cinco o seis veces lo que pesaba mi cerebro. Durante la mayor parte de la historia, las civilizaciones han ignorado cruelmente ese enorme potencial. De hecho, la infancia más larga ha sido la de la civilización, que la ha pasado aprendiendo a comprender ese hecho. Durante una gran parte de la historia, se ha esperado que los niños simplemente se ajusten a la imagen del adulto. Hemos viajado con los bakhtiari de Persia en su migración primaveral. Son el pueblo más cercano al modo de vida nómada común en el hombre de hace diez mil años. En pueblos con un modo de vida tan antiguo puedes ver por todas partes que la imagen del adulto brilla en los ojos de los niños. Las niñas son pequeñas madres en proceso. Los niños son pequeños pastores. De hecho, actúan de igual forma que sus padres.

Por supuesto, la historia no se quedó quieta entre la época de los nómadas y el Renacimiento. El ascenso del hombre nunca se ha llegado a parar. Pero el ascenso de la juventud, el ascenso de los talentosos, el ascenso de los imaginativos: esos sí que han tenido un ascenso dubitativo en muchas ocasiones. Desde luego que ha habido grandes civilizaciones. ¿Quién soy yo para subestimar las civilizaciones de Egipto, China, la India, incluso la de Europa en la Edad Media? Y, sin embargo, todas ellas fallaron en una prueba: limitaron la libertad de imaginación de los jóvenes. Son culturas estáticas y minoritarias. Estáticas, porque el hijo hace lo que hacía el padre, y el padre lo que hacía el abuelo. Y minoritarias, porque solo una pequeñísima fracción de todo el talento que produce la humanidad se usa en realidad; aprendes a leer, aprendes a escribir, aprendes otro lenguaje, y escalas lentamente la terrible pendiente que conduce a mejorar tu vida, a ascender.

En la Edad Media la escalera que te llevaba a ascender era a través de la Iglesia, no había ninguna otra forma para que un niño inteligente y pobre ascendiese. Y al final de la escalera siempre está la imagen, el icono de la divinidad que dice: «Ahora ya has llegado al último mandamiento: no cuestionarás». Por ejemplo, cuando Erasmo de Róterdam quedó huérfano en 1480, se tuvo que preparar para hacer carrera en la Iglesia. Los servicios eran tan hermosos como son ahora, puede que el mismo Erasmo interviniese en la conmovedora misa Cum Giubilate del siglo XIV, que he oído en una iglesia que es incluso más antigua, San Pedro en Gropina. Pero para Erasmo la vida de monje era una puerta de hierro que lo separaba del conocimiento. Cuando leía por sí mismo los clásicos, desafiando las órdenes, la puerta se abría para él. «Un pagano escribió esto para un pagano —decía—; aun así, tiene justicia, santidad, verdad, apenas puedo abstenerme de decir: “¡San Sócrates, reza por mí!”». Erasmo hizo dos amistades para toda la vida, Tomás Moro en Inglaterra y Johann Frobenius en Suiza. De Moro obtuvo lo que yo obtuve cuando vine por primera vez a Inglaterra: la sensación del placer de la compañía de mentes civilizadas. De Frobenius aprendió el sentimiento del poder que tiene un libro impreso. Frobenius y su familia fueron los grandes editores de los clásicos en la primera década del siglo XVI, incluyendo los clásicos de medicina. Su edición de los trabajos de Hipócrates es, en mi opinión, uno de los libros más hermosos jamás editados, en el que la pasión del editor se hace presente en cada página con tanta fuerza como el conocimiento que hay en ellas. ¿Qué han aportado esos tres hombres y sus libros, los trabajos de Hipócrates, Utopía de Moro, y El elogio de la locura de Erasmo? Para mí, es la democracia del intelecto; y es la razón por la que Erasmo, Frobenius y Tomás Moro están en mi memoria como los grandes representantes de su época. La democracia del intelecto llegó gracias a los libros impresos, y los problemas que trajo consigo en el año 1500 han seguido estando presentes desde entonces hasta los disturbios de estudiantes de nuestra época. ¿De qué murió Tomás Moro? Murió porque su rey creía que era un manipulador del poder. Y lo que Moro deseaba ser, lo que Erasmo deseaba ser, lo que cualquier gran intelectual quiere ser, es guardián de la integridad.

Hay un conflicto inmemorial entre el liderazgo intelectual y la autoridad civil.

Me di cuenta de lo antiguo y amargo que es cuando salí de Jericó por el mismo camino que tomó Jesús, y vi las primeras luces de Jerusalén en el mismo horizonte que vio cuando se dirigía hacia una muerte segura. Muerte, porque entonces Jesús era el líder intelectual y moral de su pueblo, pero se enfrentaba a unas instituciones en las que la religión era simplemente una rama del gobierno. Y esa es una dolorosa elección que los líderes tienen que afrontar una y otra vez: Sócrates en Atenas; Jonathan Swift en Irlanda, debatiéndose entre la compasión y la ambición; Mahatma Gandhi en la India; y Albert Einstein, cuando rechazó la presidencia de Israel.

Hay un conflicto inmemorial entre el liderazgo intelectual y la autoridad civil.

Me di cuenta de lo antiguo y amargo que es cuando, saliendo de Jericó, vi las primeras luces de Jerusalén en el horizonte. Vista panorámica de la ciudad antigua de Jerusalén, Israel.

Saco el nombre de Einstein deliberadamente porque era un científico, y el liderazgo intelectual del siglo XX recae en los científicos. Y eso plantea un gran problema porque la ciencia es también una fuente de poder que sigue un camino paralelo al gobierno y que el estado quiere utilizar. Pero si la ciencia se permite ir por ese camino, las creencias del siglo XX se derrumbarán en pedazos a causa de ese cinismo. Nos quedaríamos sin ellas, porque en este siglo no puede construirse ninguna creencia si no está basada en la ciencia como reconocimiento de la unicidad del hombre, y como muestra del orgullo que producen sus aptitudes y obras. No es tarea de la ciencia heredar la tierra, sino heredar la imaginación moral; porque sin ella, el hombre, sus creencias y la ciencia perecerán juntos.

Debo trasladar este asunto al presente de una forma concreta. El hombre que para mí personifica estos temas es John von Neumann. Nació en 1903, hijo de una familia judía en Hungría. Si hubiera nacido cien años antes, nunca habríamos sabido de su existencia. Habría estado haciendo lo que hacían tanto su padre como su abuelo, hacer comentarios rabínicos sobre el dogma. En lugar de eso, fue un niño prodigio de las matemáticas, conocido como «Johnny» hasta el final de su vida. Cuando era adolescente ya escribía artículos matemáticos. Sus grandes trabajos sobre los temas que lo hicieron famoso los realizó antes de cumplir los veinticinco.

Ambos temas tienen que ver, supongo que debería decirlo, con el juego. Hay que entenderlo en el sentido de que toda la ciencia, todo el pensamiento humano, es una forma de juego. El pensamiento abstracto es la neotenia del intelecto, mediante la cual el hombre es capaz de realizar actividades que no tienen una recompensa inmediata (otros animales juegan solo cuando son jóvenes) para prepararse para estrategias y planes a largo plazo. Trabajé con Johnny von Neumann durante la Segunda Guerra Mundial en Inglaterra. La primera vez que me habló de su Teoría de juegos fue yendo en taxi por Londres —uno de sus lugares favoritos en los que le gustaba hablar de matemáticas—. Y, naturalmente, le dije, dado que soy un entusiasta ajedrecista, «te refieres a la teoría de juegos como el ajedrez». «No, no —me respondió—. El ajedrez no es un juego. El ajedrez es una forma bien definida de cálculo. Puede que no seas capaz de dar con las respuestas, pero en la teoría debe haber una solución, un movimiento correcto en cualquier posición. —Y prosiguió—: los juegos reales no son en absoluto así. La vida real no es así. La vida real consiste en faroles, tácticas basadas en el engaño, en preguntarte a ti mismo qué es lo que la otra persona va a pensar que yo voy a hacer. Y eso es de lo que tratan los juegos en mi teoría». Y de eso es de lo que va su libro. Puede parecer muy extraño encontrar un libro, enorme y serio, titulado Teoría de juegos y comportamiento económico, en el que hay un capítulo titulado «el póker y los faroles». Y resulta aún más sorprendente e intimidante encontrarlo respaldado por ecuaciones que parecen muy grandilocuentes. Las matemáticas no son una actividad grandilocuente, y aún menos en manos de mentes tan extraordinariamente veloces y penetrantes como la de Johnny von Neumann. Lo que encontramos en cada página es una línea intelectual clara, como si fuera una melodía, y todo el peso de las ecuaciones son simplemente las orquestaciones que aportan los tonos graves. En las postrimerías de su vida, John von Neumann elevó este tema a lo que yo llamo su segunda gran idea creativa. Se dio cuenta de que las computadoras serían técnicamente importantes, pero también se empezó a dar cuenta de que debemos entender claramente que las situaciones de la vida real son diferentes a las situaciones que pueda procesar un ordenador, exactamente porque la vida no tiene las soluciones precisas que el ajedrez o los cálculos de ingeniería sí que tienen. Usaré mis propias palabras para describir los logros de John von Neumann, en

lugar de sus palabras, que pueden resultar algo más técnicas. Distinguía entre tácticas a corto plazo y estrategias a largo plazo. Las tácticas se pueden calcular con exactitud, pero las estrategias no. El éxito matemático y conceptual de Johnny fue mostrar que, sin embargo, hay modos de encontrar estrategias mejores. Y en sus últimos años escribió un hermoso libro titulado La computadora y el cerebro, para las conferencias Silliman que debió haber pronunciado en 1956, pero desgraciadamente ya estaba demasiado enfermo para darlas. En ellas concibe el cerebro como si este tuviera un lenguaje en el que las actividades de sus distintas partes estuvieran de algún modo conectadas y de tal forma que podemos elaborar un plan, un método de actuación, como un sistema general de vida —lo que en humanidades llamaríamos un sistema de valores—. Había algo entrañable y personal en Johnny von Neumann. Era el hombre más inteligente que he conocido, sin excepción. Y era un genio, en el sentido en el que un genio es un hombre que tiene grandes ideas. Cuando falleció en 1957, fue una gran tragedia para todos nosotros. Y no lo fue porque fuera un hombre modesto. Cuando trabajé con él durante la guerra, una vez tuvimos que afrontar juntos un problema, y me dijo de inmediato: «oh no, no, no lo estás viendo. Tienes una mente visual que no es la apropiada para poder verlo. Piensa en ello de forma abstracta. Lo que está pasando en esta foto de una explosión es que el primer coeficiente diferencial desaparece de forma idéntica, y por eso lo que se vuelve visible es el rastro del segundo coeficiente diferencial». Como él dijo, no es la forma en la que pienso. Sin embargo, cuando él ya se fue a Londres, volví a mi laboratorio en el campo. Trabajé hasta tarde, hasta la noche. Alrededor de medianoche tenía la respuesta para él. Bueno, John von Neumann siempre se iba a dormir muy tarde, así que fui amable y no le desperté hasta bien pasadas las diez de la mañana. Cuando llamé a su hotel en Londres, descolgó el teléfono aún en la cama, y le dije: «Johnny, tienes toda la razón». Y él me respondió: «¿Me levantas pronto por la mañana para decirme que tengo razón? Por favor, espera a que esté equivocado». Puede que eso suene bastante superficial, pero no lo es. Es una declaración de cómo vivía su vida. Y aun así hay algo en ella que me hace recordar que desperdició sus últimos diez años de vida. Nunca finalizó su gran obra, que ha sido muy difícil poder continuar desde su fallecimiento. Y no lo hizo porque dejó de preguntarse a sí mismo cómo otras personas veían las cosas. Se comprometió

cada vez más en trabajos para la empresa privada, para la industria, para el gobierno. Eran empresas que lo situaban en el centro del poder, pero que no le hacían avanzar en su conocimiento o su conexión con la gente —que hasta el día de hoy no han comprendido del todo el mensaje de lo que estaba tratando de hacer con las matemáticas humanas de la vida y de la mente. Johnny von Neumann estaba enamorado de la aristocracia del intelecto. Y esa es una creencia que solo puede destruir la civilización tal como la conocemos. Si hemos de ser algo, seremos una democracia del intelecto. No debemos perecer a causa de la distancia existente entre la gente y el gobierno, entre la gente y el poder, razón por la que cayeron Babilonia, Egipto y Roma. Y esa distancia solo puede ser acortada y eliminada si el conocimiento se aposenta en las casas y mentes de la gente, sin la ambición de controlar a los demás, y no en los sillones aislados del poder.

Esa parece una lección difícil. Después de todo, este es un mundo llevado por los especialistas: ¿no es eso lo que queremos decir cuando hablamos de una sociedad científica? No, no es eso. Una sociedad científica es una en la que los especialistas pueden hacer cosas como hacer que funcione la luz eléctrica. Pero es usted, soy yo, quienes tenemos que saber cómo funciona la naturaleza, y cómo (por ejemplo) la electricidad es una de sus expresiones en la luz y en mi cerebro. No hemos avanzado en la resolución de los problemas de la vida y de la mente que en un tiempo preocuparon a John von Neumann. ¿Será posible encontrar cimientos consistentes para las formas de conducta que apreciamos en un hombre íntegro y en una sociedad plena? Hemos visto que la conducta humana está caracterizada por un gran retraso interno en la preparación para acciones aplazadas. La base biológica para esta inacción se extiende a lo largo de toda la infancia prolongada y el lento proceso de maduración del hombre. Pero la postergación de la acción en el hombre va mucho más lejos. Nuestras acciones como adultos, como tomadores de decisiones, como seres humanos, están mediatizadas por los valores, lo que yo interpreto como estrategias generales mediante las que compensamos impulsos opuestos. No es cierto que gobernemos nuestras vidas gracias a un esquema similar al de una computadora a la hora de resolver problemas. En ese aspecto, los problemas de la vida son irresolubles. En lugar de eso, modelamos nuestra conducta buscando principios que la guíen.

Divisamos estrategias éticas o sistemas de valores para asegurarnos de que lo que nos resulta atractivo a corto plazo se sopese con las máximas satisfacciones a largo plazo. Y aquí estamos, en el maravilloso umbral del conocimiento. El ascenso del hombre, siempre titubeando en ese equilibrio. Siempre está presente un cierto sentido de incertidumbre, sin saber si cuando el hombre levanta su pie para dar el siguiente paso, caerá o no mientras mira hacia delante. ¿Y qué hay en el horizonte para nosotros? Por fin, poder unir todo lo que hemos aprendido, en física y en biología, hacia una comprensión de quiénes somos y de dónde venimos.

El conocimiento no es una colección de hechos inconexos. Por encima de todo, es el responsable de la integridad de lo que somos, fundamentalmente de lo que somos como criaturas éticas. No se puede mantener esa integridad instruida si se permite que otras personas dirijan el mundo por nosotros mientras pasamos el resto de nuestra vida según una mezcolanza de morales provenientes de creencias pasadas. Eso es, hoy en día, esencial. Podemos ver que es inútil intentar que la gente aprenda ecuaciones diferenciales, o que hagan un curso de electrónica o de programación. Y si, dentro de cincuenta años, la comprensión de los orígenes del hombre, su evolución, su historia, su progreso, no son un tema común en los libros de texto, no existiremos. El tema principal de los libros de texto de mañana es la aventura del presente, y eso es en lo que estamos involucrados. Y me siento infinitamente triste al encontrarme en occidente de repente rodeado de un sentimiento de pérdida terrible de valentía, un alejamiento del conocimiento hacia… ¿hacia qué? Hacia el budismo zen; hacia cuestiones profundas falsas, como que en el fondo no somos realmente animales; hacia percepciones extrasensoriales y misterio. Todo eso no está en la línea de lo que somos capaces de saber si nos dedicamos con decisión a ello: el conocimiento del hombre como tal. Somos el único experimento de la naturaleza que demuestra que la inteligencia racional es más valiosa que el acto reflejo. El conocimiento es nuestro destino. El autoconocimiento, uniendo por fin la experiencia de las artes y las explicaciones de la ciencia, nos espera en el horizonte.

Suena muy pesimista hablar de la civilización occidental con un sentimiento de retirada. Si he sido tan optimista sobre el ascenso del hombre, ¿voy a rendirme en este momento? Claro que no. El ascenso del hombre continuará. Pero no conviene asumir que quien lo portará será la civilización occidental tal como la conocemos. En este momento estamos siendo pesados en la balanza. Si desistimos, el siguiente paso será dado, pero no por nosotros. No se nos ha dado ninguna garantía que no se le diera a Asiria, Egipto y Roma. Estamos esperando ser también el pasado de alguien, y no necesariamente ser el pasado de nuestro futuro. Somos una civilización científica; esto significa que somos una civilización en la que el conocimiento y su integridad son asuntos esenciales. Ciencia es solo la palabra usada en latín para el conocimiento. Si no damos el siguiente paso en el ascenso del hombre, lo darán otras personas en cualquier otro lugar, ya sea en África o en China. ¿Debería sentirme triste por eso? No, no tengo por qué. La humanidad tiene el derecho a cambiar su color. Sin embargo, casado como estoy con la civilización que me educó, eso debería hacerme sentir infinitamente triste. Yo, educado en Inglaterra, de la que aprendí su lenguaje y su tolerancia y excitación por los logros intelectuales, debería sentir (yo y todos nosotros) un profundo sentimiento de pérdida si, de aquí a cien años, Shakespeare y Newton son fósiles históricos en el ascenso del hombre, de la forma en que lo son Homero y Euclides.

Empecé esta serie en el valle del río Omo en África oriental, y debo volver allí, por algo que pasó en esos días que ha permanecido en mi mente desde entonces. En la mañana del día en que íbamos a grabar las primeras frases del primer programa, una avioneta despegó de nuestra pista de aterrizaje con el cámara y el ingeniero de sonido a bordo, y se estrelló a los pocos segundos de despegar. Gracias a algún milagro, el piloto y los dos hombres salieron ilesos. Pero, lógicamente, el suceso me causó una profunda impresión. Estaba aquí, preparándome para desentrañar el espectáculo del pasado, y el presente, silenciosamente, puso su mano sobre la página impresa de la historia y dijo: «Es el aquí, es el ahora». La historia no son sucesos, son personas. Y no son solo personas recordando, son personas actuando y viviendo su pasado en el presente. La historia es la decisión instantánea del piloto, que cristaliza todo el conocimiento, toda la ciencia, todo lo que se ha aprendido desde que el hombre

inició su camino. Nos quedamos en el campamento durante dos días esperando a que llegara otra avioneta. Y le dije al cámara, amablemente, aunque ahora que lo pienso no con mucho tacto, que a lo mejor él prefería que otro rodara las imágenes desde el aire. Y me respondió: «Lo he pensado. Cuando ascendamos mañana, estaré asustado, pero haré mi trabajo. Es lo que tengo que hacer». Todos tenemos miedo, por nuestra seguridad, por el futuro, por el mundo. Esa es la naturaleza de la imaginación humana. Aunque cada hombre, cada civilización, ha ido más lejos por su compromiso con lo que se tenía que hacer. El compromiso personal del hombre con su talento, el compromiso intelectual y el compromiso emocional, trabajando codo con codo como si solo fueran uno, han conseguido el Ascenso del Hombre.

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Índice

Portada El ascenso del hombre Prólogo de Richard Dawkins Introducción 01. Entre animal y ángel 02. La cosecha de las estaciones 03. La veta en la piedra 04. La estructura oculta 05. La música de las esferas 06. El mensajero sideral 07. Un majestuoso mecanismo de relojería 08. La búsqueda del poder 09. La escalera de la creación 10. Un mundo dentro de otro mundo 11. Conocimiento o certidumbre 12. Generación tras generación 13. La larga infancia Bibliografía

Sobre este libro Sobre Jacob Bronowski Créditos

El ascenso del hombre

Este clásico del doctor Bronowski traza el desarrollo de la sociedad humana a través de nuestra comprensión de la ciencia. Publicado en 1973 junto con una innovadora serie de televisión de la BBC, es considerado una de las primeras obras de divulgación científica, que ilumina el contexto histórico y social del desarrollo científico para una generación de lectores. Bronowski analiza la invención humana desde la herramienta de pedernal a la geometría, desde la agricultura a la genética y desde la alquimia a la teoría de la relatividad, mostrando cómo todas ellas son expresiones de nuestra capacidad de comprender y controlar la naturaleza. Un viaje a través de la historia intelectual con el fin de encontrar «los grandes monumentos de la invención humana»: la isla de Pascua, Machu Picchu, la biblioteca de Newton y el observatorio de Gauss, la Alhambra y las cuevas de Altamira. En cada lugar, Bronowski considera las cualidades del pensamiento y la imaginación que hicieron que el hombre, primero, analizara el mundo físico para, a continuación, explorar las leyes y estructuras invisibles por encima y por debajo de su superficie. El hombre asciende al descubrir la plenitud de sus propios dones, y lo que va creando en el camino son «monumentos» en las etapas de su comprensión de la naturaleza y de sí mismo.

Jacob Bronowski. Łódź (Polonia), 1908 - Nueva York (EE.UU.), 1974. Matemático polaco de origen judío y nacionalizado británico, Bronowski es célebre sobre todo por su serie televisiva de divulgación científica El ascenso del hombre, emitida por la BBC, a partir de la cual se publicó un libro oficial con el mismo título, que ahora presentamos. Esta obra, que describe en 13 capítulos la historia del desarrollo intelectual del ser humano, sus ganancias y sus pérdidas, sus dolores y sus aciertos, lo convirtió en uno de los más importantes divulgadores de la ciencia y, a la vez, en uno de los pocos representantes (el primero, quizá) de un humanismo renacentista en pleno siglo XX. Con motivo de la gran herida causada a la humanidad por la equívoca aplicación de los avances teóricos de la física atómica durante la Segunda Guerra Mundial (el gran número de pérdidas humanas, en particular el causado por las bombas atómicas arrojadas sobre Nagasaki e Hiroshima), cambió su campo de interés, al igual que muchos otros físicos teóricos y físicos aplicados de su época, por las ciencias humanas y las ciencias de la vida (la biología). Bronowski fue también poeta, inventor, autor teatral, humanista y publicó un total de once libros antes de su muerte.

Título original: The Ascent of Man

© Del libro: Jacob Bronowski © De la traducción: Pedro Pacheco Edición en ebook: octubre de 2020

© Capitán Swing Libros, S. L. c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid Tlf: (+34) 630 022 531 28044 Madrid (España) [email protected] www.capitanswing.com

ISBN: 978-84-122594-4-5

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