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Spanish Pages [115] Year 2014
La cuenta progresiva
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Ari Paluch
La cuenta progresiva El camino de ascenso del hombre Prólogo de Eduardo Chaktoura
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Índice de contenido Portadilla Legales Agradecimientos Prólogo, por Eduardo Chaktoura Introducción La cuenta progresiva 1. Mejor que ayer, peor que mañana 2. Desde el alma 3. El crecimiento espiritual 4. Las escalas de la cuenta progresiva 5. Voy a ver si con el tiempo mejoro o me joro… bo 6. Un día en la vida 7. Hagámonos cargo, la culpa no es de los demás 8. Valorar la vida, vivirla, no morirla 9. Los enemigos de la vida como cuenta progresiva 10. Yo te conozco 11. Me muero y vuelvo 12. Apuntes de la muerte. Y al final, ¿la vida sigue igual?
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Paluch, Ari La cuenta progresiva. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Planeta, 2015. E-Book. ISBN 978-950-49-4657-1 1. Autoayuda. 2. Superación Personal. I. Título CDD 158.1
© 2015, Aarón Fabián Paluch Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Grupo Editorial Planeta S.A.I.C. Todos los derechos reservados © 2014, Grupo Editorial Planeta S.A.I.C. Publicado bajo el sello Planeta® Independencia 1682, (1100) C.A.B.A. www.editorialplaneta.com.ar Primera edición en formato digital: junio de 2015 Digitalización: Proyecto451 Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático. ISBN edición digital (ePub): 978-950-49-4657-1
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Gracias a la Editorial Planeta por una nueva oportunidad, a mi familia por ser mi entorno voluntario más deseado, a los maestros de la vida y a Dios por permitirnos una nueva Cuenta progresiva.
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Prólogo Por Eduardo Chaktoura (*)
Si hay algo que celebro cada mañana es que «el cambio es posible y permanente». Todo está en movimiento. Nuestros genes, nuestras células, neuronas, energía, creencias, emociones, relaciones… se transforman a cada momento. El gran misterio radica en ser conscientes de hacia dónde vamos, hacia dónde podemos y queremos ir. He aquí la fundamental importancia de la «espiritualidad». Más allá de cualquier fuerza superior y de cualquier realidad que parezca imponerse, cada uno de nosotros elige (y reafirma o puede redefinir a cada paso) la dirección y el sentido de nuestra existencia. Por eso siempre digo que elegimos, más allá de lo que no elegimos. De poco ayudará creer que nuestro pasado y el presente que pareciera imponerse nos condenan a ser esto o aquello que no deseamos. Solemos pensar y sentir la vida en torno a una cuenta regresiva; muchas veces vista como el tiempo que pasa, el que nos queda para cumplir nuestros sueños; muchas veces interrumpidos por la sensación de fracaso o imposibilidad. ¿Quién dijo que no es posible? ¿No será que somos nosotros los que nos proponemos o imponemos objetivos sin sentido? ¿Qué es lo que tanto deseamos…? Por qué no pensar en «el tiempo que se nos ofrece como parte de un proceso para la evolución», para vivir cada día con mayor sabiduría y plenitud. Si aprendemos a orientar nuestra marcha en torno a una dirección auténtica y sentida, siempre habrá esperándonos toda una serie de oportunidades, aunque algunas veces aparezcan disfrazadas de crisis o piedras en el camino. Así como de lo que se trata es de ser conscientes de nuestros propósitos, deberíamos considerar la fundamental importancia que tiene disponernos en torno a una actitud positiva, curiosa, creativa, transformadora. Por eso es que así como celebro la posibilidad permanente del cambio, también celebro la creación y difusión de cualquier obra, responsable y sentida, que nos ayude en la inspiración, el diseño y la creación de la vida que queremos para nosotros. Hoy, más allá de lo que resulte, propongámonos hacer foco en todo aquello que nos gustaría que ocurra y preguntémonos qué estamos haciendo para que sea parte de nuestra realidad. Este nuevo libro de Ari, así como lo fueron Combustible espiritual y Corriéndose al interior, tiene las mejores intenciones en el despertar y en el «ir en busca» de todo lo que creamos posible y conveniente para nosotros, para nuestros afectos, nuestros proyectos, nuestro país, el mundo. Cada día tenemos una oportunidad. Así como cada página de este libro, que por algún motivo, en este preciso momento, está llegando a nuestras manos. 7
A cada momento, y más allá de las redundancias y otras aparentes reiteraciones y adversidades, siempre hay un preciso y valioso momento para el cambio. Enhorabuena. Mis mejores deseos para esta nueva obra y cada uno de sus lectores dispuestos a trascender.
* Psicólogo, periodista y escritor. Falleció de un infarto el 7 de marzo de 2015, dos días después de escribir este prólogo. Tenía 43 años.
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Introducción «Uno enseña lo que tiene que aprender», me dice en su consultorio de la calle Gorostiaga, en la ciudad de Buenos Aires, Ana Isabel Dokser, mi terapeuta, cuando observa la angustia que me genera escribir un libro más sobre espiritualidad. No lo digo victimizándome; además, no es obligatorio, le cuestiono. ¿Puedo aplicar todo lo que intento comunicar? ¿Qué es lo que no puedo implementar? Siempre me propuse escribir acerca de una espiritualidad práctica, de uso cotidiano, y lejana de un manual teórico. Consciente de la perpetuidad de los temas a tratar y de la vigencia siempre asegurada de aquello que se escribe y que es atemporal, ese objetivo me deja muchas veces aterrado y, en tantas otras ocasiones, esperanzado. Los cínicos suelen decir que los libros de autoayuda se llaman así porque solo ayudan y, en particular, favorecen materialmente a quien los escribe. Debo decirles que en este tipo de obras a las que me gusta llamar de superación personal, donde lo espiritual va de la mano de lo psicológico, lo filosófico y lo religioso, el autor muchas veces siente que la escritura le permite exorcizar sus demonios interiores, pero también comprobar cuán latentes están y cuán difícil es conjurarlos. Soy una persona absolutamente agradecida por todo lo bueno que me pasa permanentemente con lectores de todo tipo, que destacan lo que algún libro de mi autoría les ha ayudado a la hora de intentar alguna mejora en sus vidas. Entiendo perfectamente cada vez que alguien me lo dice, no por jactancia, sino porque como lector empedernido de este tipo de material celebro la posibilidad de buscar en un pedazo de papel una orientación en medio de mis extravíos. Soy feliz al llevarme a la cama o al sillón algún libro del que pueda aprender, sin sentir responsabilidad alguna por lo que leo, y sin verme obligado a estar a la altura de lo que mis ojos registran. Sin embargo, en el proceso de la escritura hay otra responsabilidad. Lo que me atraviesa es una especie de catéter espiritual que va detectando, con el dolor que esto conlleva, y luego va destapando, con el alivio que esto significa, la «chatarra» que aún obtura mis canales de luz. Una vez más escribo haciendo referencias constantes a aquellos sabios de distintas épocas a los que cito y cuyas enseñanzas intento tomar. Agradezco enormemente al rabino Shlomo Levi por haberme obsequiado dos maravillosas obras de gran influencia para la escritura de este libro. Una de ellas, Vuelve a ser quien eres; la otra, La vida después de la vida, ambas del rabi Dovber Pinson. Al momento de obsequiármelas, el rabino Levi me dedicó una de ellas, con el deseo expreso de que me sirviera para descubrir mi misión de iluminar el mundo a través de las enseñanzas bíblicas. Hoy, un par de años después, recuerdo aquella noche y caigo en la cuenta de que su deseo, en parte, se hizo realidad. Más allá de transitar diversas enseñanzas espirituales de grandes maestros, deseo 9
comenzar con un ejemplo, alguien a quien admiro no precisamente por motivos espirituales sino artísticos, y quien es el disparador de este libro: el escéptico y genial Woody Allen. Por último, solo Dios sabe por qué razón convoqué pocos días antes de su inesperada muerte a Eduardo Chaktoura para la realización de este prólogo. Naturalmente, quería que Eduardo lo escribiese, aunque no fuera una persona con quien me uniera una estrecha relación. Nos prodigábamos afecto mutuo y cierta admiración, y nos habíamos visto una sola vez en nuestras vidas. Su amabilidad fue inmensa. Lo llamé la mañana del 2 de marzo de este año, y lo sorprendí en el Aeropuerto de Ezeiza, bajando de un avión que lo traía desde Estados Unidos. Le conté de qué trataba el libro e inmediatamente me respondió que el fin de semana me enviaría el prólogo. Así fue. Luego de recibirlo el viernes 6, le comuniqué textualmente por whatsapp «Sos crack, gracias». La madrugada del domingo 8 de marzo me enteré de su fallecimiento… Tal vez lo único predecible de la vida sea lo impredecible. El reconocido psicólogo y escritor que había hecho horas antes el prólogo de La cuenta progresiva, había llegado al «epílogo» de la suya. Misión cumplida para Edu, enorme e interminable dolor para su hermosa familia y afectos. Su muerte es otra ratificación más de la necesidad que tenemos quienes lo sobrevivimos de dejar de postergar nuestra búsqueda eterna. En paz descansa. No los demoro más. La cuenta progresiva está por comenzar.
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La cuenta progresiva Una de las personas que más admiro en el mundo es Woody Allen. Cuando comencé a escribir estas líneas acababa de devorarme la entrevista que el genial cineasta concedió al diario El País Semanal de España (edición 1988), del 2 de noviembre de 2014. Allí señala: «Me gustaría que hubiera algo mágico en la vida, en el universo. Desafortunadamente, parece que lo que ves es lo que hay». Prosigue: «La mayor parte del tiempo estás deprimido, en vez de estar feliz. Es triste la condición del ser humano, tener que pasar por esto. Vivimos en un mundo que no tiene sentido ni propósito. Somos mortales. Entonces, me pregunto: ¿por qué estamos aquí? ¿Qué significa la vida? Y si no significa nada, ¿de qué sirve?». Entonces admite que hay gente cuyo punto de vista se modifica según pasan las décadas. Empiezan creyendo en Dios y cuando son mayores ya no creen porque la vida los ha desilusionado. Otros se hacen mayores y empiezan a creer en Dios, porque su experiencia los fue llevando a creer en un poder superior, en que existe algo más allá de ellos. Woody asegura que ese no es su caso, que tiene una visión pesimista, según él, «realista» de los hechos. «Creo que lo que ves es lo que hay», insiste. Va más allá. Asegura que la vida es muy trágica, y que solo se sobrevive negando la realidad. «Naces, no sabes por qué; puedes morir en cualquier momento, nunca vas a sentirte seguro y relajado. Siempre tienes que estar alerta; finalmente vas a morir, estás condenado a muerte desde el nacimiento. En el instante en que naces. Y todo, ¿para qué? Así que muchas gracias». Paradójicamente, en la misma entrevista algunos segundos después o algunos centímetros abajo acota: «Soy sano, gracias a Dios, y sigo trabajando. Es muy grato». Es muy interesante poder reflexionar sobre los conceptos vertidos por el genial cineasta para pensar en aquellas personas que han sufrido pérdidas personales, que sobrevivieron a campos de concentración, o que conviven con distintos tipos de discapacidades y aun así creen en Dios, agradeciendo el regalo de la vida, sin obsesionarse por que la vida, algún día, llegará a su fin. Qué muestra más acabada de la existencia del libre albedrío. Por fortuna, nada es lineal ni nos ha sido impuesto. El éxito material, tal como lo demuestra Woody Allen, no necesariamente viene acompañado de la felicidad. Las personas felices tienen la predisposición a serlo. Una vez más se reafirma la importancia de las actitudes por sobre las circunstancias. Nuestras vidas pueden ser orientadas por el Rey Ego, el Dios visible y falso que nos puede llevar al «éxito» (aunque resulte insuficiente) o guiarnos por el verdadero ser, donde el alma se realiza, con dudas y penurias, en un movimiento en espiral, volviendo siempre a la conexión con la fuente divina. La muy respetable opinión sobre el propósito y sentido de la vida que nos aporta 11
Woody Allen, la comparten muchas personas, especialmente en Occidente, a quienes comúnmente se les llama «intelectuales». Muchos de ellos suelen ser cínicos y reacios a aceptar que algo superior a su ego sea el regente de sus vidas. En la mayoría de los casos, se trata de personas talentosas que, más allá de sus padecimientos o merced a ellos, realizan aportes magníficos a la sociedad, con sus películas, pinturas, canciones, libros, entre otros aspectos artísticos. Suelen considerarse propietarios exclusivos de sus logros, sin contemplar la posibilidad de que algo que no sea la casualidad o el esfuerzo haya impulsado su obra. En el mundo espiritual no se pretende convencer a nadie, de igual modo en este libro. Aquí el dogma brilla por su ausencia. En todo caso lo que intento es «convidarles» algunas páginas que puedan mitigar las desdichas, sin pretender que el «yo inferior» tenga la última palabra. No se trata de negar la realidad. En todo caso, tal vez poder mostrar que puede haber otra. Artistas como Woody Allen nos brindan su arte, su mirada, su lectura de la vida. Un gran aporte para poder sentir que nuestra existencia no debe ser necesariamente «una cuenta regresiva». Como lo mencionara en la entrevista: «Gracias a Dios». En el mundo intelectual es moneda corriente el sarcasmo y las burlas a quienes creen en Dios, en la necesidad consciente de la divinidad y en la gratitud por el hecho de estar vivos sin cuestionarse cuándo sobrevendrá el fin de sus días. Ironizan sobre el concepto de justicia divina y la existencia de una causa para todas las causas. Nadie está obligado a creer en lo que no siente. La mayoría de las personas que se ven impedidas de creer suelen ser temerosas y apegadas. Tienen una gran dificultad para aceptar, con humildad, que pueda existir algo más allá de la comprensión de su intelecto. Requiere una gran dosis de generosidad aceptar que alguien más poderoso que uno nos haya dado la vida y el don con el que hemos sido beneficiados. El mismo Woody Allen, que exuda talento por cada uno de sus poros, sostiene que «hubiera tenido una vida mejor si no hubiera sido por mi timidez». No hay duda de que una persona que se inhibe es mucho más desdichada que alguien que se vincula sanamente. La cuestión parece ser mucho más profunda. Seguramente hubiera tenido una vida mejor, tal como le podría suceder a cualquiera de nosotros, si el ego y la neurosis no hubieran sido sus compañeros de ruta. Dios no nos fuerza a creer en lo que no creemos, aunque él cree en quien no cree. No solo cree sino que «se vale de» dudas y temores como un canal hacia la creación humana. Qué mejor ejemplo que el de Woody Allen. A Dios no le interesa el copyright, ni los créditos. No es grave que el hombre no crea en Dios; grave sería que Dios no creyese en el hombre. Nada sería más opresivo que un Dios obligatorio y un creyente obligado. No hay gozo mayor que vivenciar espiritualmente (y no intelectualmente) la existencia divina, la experiencia más pura, que no necesita intermediarios. Te propongo en esta saga espiritual que constituye mi cuarto libro, que juntos disfrutemos la posibilidad de vivir la vida como una cuenta progresiva. El nuestro será un viaje hacia adentro, hacia arriba y hacia adelante. 12
Fuimos creados para purificar este mundo material con la verdad y la virtud como herramientas. Con nuestras acciones podemos sembrar la tierra con pizcas de divinidad. Esta es nuestra misión. Sin egos que nos quieran convencer de que estamos condenados a morir desde el día en que nacemos. Algo tan valioso no es dado en vano; estamos en el mundo para embellecerlo. Y esto no es negar la realidad ni inventarnos una mentira para vivir con menos temores. Cuando alguien nos hace un regalo, le estamos sumamente agradecidos. Supongamos que nos regalan una importante suma de dinero. Estaríamos más que agradecidos. Sin embargo, nos regalan la vida y todo lo que ella trae aparejado, pero nos cuesta creer en el dador, y además le reprochamos que nos condene a muerte. La vida es una toma permanente de decisiones. Día tras día somos dueños de decir «sí» y de decir «no». Aquello en lo que nos enfocamos es aquello que veremos crecer; podemos optar por quejarnos o por agradecer lo que nos ha sido dado. En función de una u otra determinación, la vida será una cuenta progresiva o una cuenta regresiva. La espiritualidad es una maravillosa alternativa disponible que podemos elegir. Dice el rebe Menajem Mendel Schneerson: «Hemos sido condicionados para ver el paso del tiempo como un adversario. Pero si aprovechamos, disfrutamos el momento, llenándolo de proyectos y realizaciones, vive para siempre». Como dice aquella vieja canción de los Rolling Stones: «Time is on my side». El tiempo está de tu lado.
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1 Mejor que ayer, peor que mañana Desde que el hombre tomó conciencia de la finitud de su cuerpo, el ego lo condenó a vivir en una insoportable cuenta regresiva, donde el paso del tiempo, lejos de enriquecerlo, lo va empobreciendo a medida que incrementa el temor a tener cada vez menos años de vida por delante; por ende, menos oportunidades, y sueños escasos. Esta actitud nos quitó aptitud para disfrutar de la vida y nos sometió a una desdichada espera, acompañada de la certeza de que lo peor estaba por venir. La decisión de vivir a contramano del «orden real» de la vida le quitó sentido a nuestra existencia, haciéndonos vivir en el sentido inverso al de la evolución, el crecimiento y la purificación. Como seres espirituales que vivimos la experiencia humana, reducimos el papel del ser a un segundo plano, frente al rol primordial que le concedemos al ego. Recordemos que, para el ego, la dimensión del tiempo solo es observable en un reloj que el alma ignora, aunque finalmente arrastrada por el cuerpo termina padeciéndolo. Esa alma individual, hija del alma universal, se ve apresada por nociones inversas a las que rigen su existencia. Si todos los sabios maestros coinciden en pensar la vida como experiencia de crecimiento y aprendizaje, entonces no sería necesario vivirla como cuenta regresiva. Precisamente, al cumplir años se supone que no vamos hacia un proceso de inmadurez y falta de conocimientos. Todo lo contrario. A través de la historia se ha demostrado que el paso del tiempo nos permite sacar provecho de lo que nos pasa. El gran aprendizaje, ser nuestros propios maestros, eso justamente sucede cuanto más tiempo pasa. Sin duda, los comportamientos neuróticos nos inducen a repetir conductas que nos llevan a la infelicidad. Asimismo, es cierto que el libre albedrío nos permite decidir cuándo es hora de cambiar patrones arraigados y empezar a aprender. La vida es una «cuenta progresiva», cuyo propósito es que el último día de nuestras vidas ofrezcamos nuestra mejor versión, después de haber eliminado lo peor y atesorado lo mejor a lo largo de nuestros días. Esto nos ayudará a cambiar nuestra actitud hacia la vida, y así evitar enfocarnos en la carencia, en lo dejado atrás, y dirigirnos hacia la abundancia. Aunque repitamos una y otra vez determinados conceptos, no necesariamente los comprenderemos. Se deben experimentar, vivenciar. Si no percibimos, no vibramos. El momento presente es el momento pleno, es cuando ponemos atención y actitud para enfocarnos en el aquí y ahora, y lograr así un «estado de conciencia absoluta». Reforcemos la idea de la vida como «cuenta progresiva» sacando lo mejor del pasado 14
para aplicarlo hacia un futuro mejor. De este modo, captaremos el presente sin grandes esfuerzos. Shakespeare decía que no hay nada bueno o malo en sí mismo, sino que es el pensamiento lo que lo convierte en una cosa o en la otra. Pues bien, un pensamiento en modo «cuenta progresiva» convierte lo que nos sucede en una experiencia más agradable y valiosa que lo que sucede con la «cuenta regresiva». El gran Viktor Frankl, sobreviviente de campos de concentración entre 1942 y 1945, autor del libro El hombre en busca de sentido, mentor de la Logoterapia, sostenía que la última de las libertades humanas es elegir la actitud a tener en la vida, cualquiera sean las circunstancias a enfrentar. Frankl no fue precisamente un teórico. Sus palabras y los hechos de su vida escalaron la misma montaña. Vos, yo, cada uno de nosotros puede decidir qué actitud tomar frente a las circunstancias que nos toque vivir. En todo caso, lo que no podremos evitar son las consecuencias de nuestras decisiones. El novelista español Manuel Vincent asegura que todos los días tenemos la posibilidad de someternos a un examen rigurosísimo: mirarnos al espejo. Ese rostro que ves ahí, afirma, es un examen. La tarea no es sencilla, pero sí posible y muy valiosa. «Debemos hacerle ver al ego que la cuenta de la vida no es regresiva, sino progresiva». El ego y el conflicto caminan de la mano. Nada es suficiente para el ego y su apetito insaciable. Por tal razón, la vida se torna en una cuenta regresiva, donde el tiempo nunca parece alcanzar. Si no sometemos al ego a la necesidad del ser, de emprender causas más edificantes, no nos será posible experimentar el verdadero sentido de la vida. Esclavizados por el «yo inferior», la vida suele ser un cúmulo de padecimientos interrumpidos por euforias efímeras, que nos llevan a una constante insatisfacción. En los libros anteriores ya he descrito que nuestros pensamientos y acciones son responsables directos de los hechos que vivimos. Actuar y pensar en la medida de nuestros deseos de cambio, como una oportunidad de aprendizaje y de acumulación de aprendizaje, es la llave que enciende la vida en cuenta progresiva. El ego es una poderosa víctima que encuentra en la vida como «cuenta regresiva» una herramienta magnífica para profundizar aún más su victimización. El pensamiento luminoso nos modifica el sentido de la vida; accionar positivamente interrumpe el timer. Desde los tiempos más recónditos, los maestros nos han enseñado que todo tiene un propósito. Si la vida es aprendizaje, que lo es, tengamos en cuenta que ninguna maestría debería desarrollarse contra reloj. El alma que ha encarnado en nuestro cuerpo no cuenta con tiempo de más o de menos. Su presencia en este plano está signada por la necesidad de acercarse a la luz, de volver a la luz, de volver a casa. El alma peregrina el plano físico y se complementa con el cuerpo, que es el vehículo que le asiste en el cumplimiento de la misión. Esta tarea no va de mayor a menor escala. En sus experiencias terrenales, el alma avanza en forma progresiva. Hace su camino solo regida por las leyes del universo. Si, como muchas veces nos sucede, tomamos la vida con temor, como una carrera inútil donde el ego ilusoriamente cree retener el tiempo, 15
viviremos en cuenta regresiva. Es paradójico: retener no es una acción ni beneficiosa ni espiritual. Dios es dador, en mayor medida, de quien menos retiene y hace espacio para seguir recibiendo. Él nos dio la vida y nos concedió una misión; para la Divinidad el tiempo es suficiente, para el ego, no. Siglos de enseñanzas nos han demostrado que lo importante para el mundo material no lo es para el universo espiritual. La vida espiritual no se mide en tiempos, sino en evoluciones. Avanzamos en conquistas que nuestro potencial hizo realidad en función de la misión que nos ha sido asignada. En ese camino, la paciencia es la «ruta divina». Deberíamos, por tanto, entrenar la paciencia. Entrenar la paciencia es ensayar el camino a Dios. Dios ha creado el universo con la intención de que los humanos lo civilizáramos y lo perfeccionáramos. El proceso de perfeccionamiento es sutil. Se trata de una tarea progresiva, que tiene a la vida como reflejo de ese proceder. La vida no es manifestación de un cuerpo que cumple años, no es puntualmente una cifra. La vida es manifestación de Dios, la divinidad se introduce en nosotros a través del alma, que no se caracteriza precisamente por soplar velitas. Sería necio no admitir que el cuerpo es visible y tangible. El alma, en cambio, es trascendencia. No hay realización posible del ser sin un alma bien alimentada, al igual que su templo, el cuerpo, al que debemos nutrir. Cuando transitamos el camino ascendente, la vida es una cuenta progresiva. El alma, inspirada por el espíritu, va hacia lo más alto. No hay relojes del alma, y si los hubiese, siempre darían la misma hora. Un pequeño juego de palabras nos permitiría decir que el ego suele estar más pendiente del almanaque que del alma.
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2 Desde el alma Las escrituras hindúes describen que antes de la creación del mundo existía la conciencia cósmica, el espíritu o Dios, el Absoluto. En el comienzo de la existencia, la conciencia cósmica descendió al universo físico y se manifestó como conciencia crística, conciencia de Dios. Cuando la conciencia crística desciende al cuerpo físico del hombre se convierte en alma. El alma es la supraconciencia o conciencia de Dios, que se torna individual cuando se recluye en cada uno de nuestros cuerpos. Podemos, cual recipientes, nutrirnos e hidratarnos de esa conciencia divina. Ya ungidos, expresamos lo más puro y elevado de Dios en la tierra. Sin embargo, en muchas ocasiones optamos por ser repulsivos y no receptivos de la conciencia pura. Y así, el alma se identifica con el cuerpo y se manifiesta en forma de ego o de conciencia mortal. Llegamos al mundo para cumplir una misión, munidos de nuestras capacidades y talentos únicos. De manera progresiva, cuerpo y alma se van asociando; el alma es la brújula del cuerpo para concretar la misión. La mayoría de las personas cree tener un alma; algunos, incluso, sostienen que pesaría 21 gramos, aun cuando nos cueste pensar en su «corporeidad», y que se manifieste. Muchas veces el alma expresa sus necesidades. Lejos de gratificarla, simulamos calmarla con algo material, cuando precisamente no es eso lo que está necesitando. Inevitablemente surge el vacío existencial, la ansiedad nos colma, el alma no encuentra calma y entra en acción el ego, que puede enfermar y extenuar el alma. Todos hemos incurrido en el error de querer darle el alimento equivocado. El alma es humilde y se nutre de nuestras buenas acciones, actos amorosos, meditaciones, pensamientos luminosos y comportamientos virtuosos. Si el cuerpo se alimenta y el alma no, o a la inversa, los problemas golpearán nuestras puertas. El cuerpo es el vehículo para la expresión del alma, que necesita del cuerpo para concretar la voluntad divina. El cuerpo es la fuerza material; el alma es la expresión, el movimiento, la más acabada manifestación de la fuerza espiritual. Entendamos que el cuerpo protege el alma vulnerable en el mundo material. El desafío es espiritualizar lo material. Dice el rebe Mendel Schneerson: «Lo que el cuerpo y el alma deben comprender es que son más fuertes con el otro que sin el otro». Caemos en la arrogancia espiritual cuando nos jactamos de alimentar el alma y la usamos como «pretexto» para vivir de manera ermitaña, tendiendo a descuidar el cuerpo. En esta experiencia humana que nos 17
toca vivir, tal comportamiento no es el que Dios nos ha encomendado. El cuerpo, compañero del alma en esta peregrinación, requiere ser cuidado y preservado como preservaríamos un templo. Nuestro combustible espiritual comienza a escasear cuando el alma anhela algo superior a aquello con lo que creemos nutrirlo, el alma languidece y nuestra voz interior nos susurra desesperanza, desazón. Una buena salida de «emergencia» para esos casos es tomar nota y corrernos de lo exclusivamente superfluo para focalizar en aquello que es trascendente.
Engordar el alma A menudo experimentamos malestar, vacío espiritual. Intentamos llenar ese vacío comprándonos algo material, como nuestras golosinas favoritas, o buscando mero placer en una relación carnal de ocasión. ¿Quién podría juzgarnos por comprarnos lo que nos gusta, disfrutar de un manjar o darle a nuestro cuerpo el sabor de la pasión? La cuestión es que, cuando el alma llora, es a ella a la que necesitamos complacer. Una buena acción, hacer lo que corresponde, tener un gesto de gratitud, de arrepentimiento, de disculpa o procurar reparar un daño, nos darán la paz y el alimento que el alma necesita para reanimarse (alma = anima). La hermosa sensación de volver el alma al cuerpo y no seguir alejándonos de ella es tan gratificante como la plenitud en la que nos instala. Todo lo contrario del vacío que habíamos experimentado. Es maravilloso observar cómo la virtud regenera el alma y una vez que ello sucede y recobra existencia, sentir en el cuerpo el bienestar que le proporciona. La meditación y la oración, especialmente a primeras horas de la mañana, y cuando finaliza el día, son herramientas muy valiosas para darle existencia al alma. La virtud es el alimento del alma. No viviremos en paz si nos dejamos engañar por la ilusión del ego, alejándonos de nuestras necesidades y valores espirituales. La búsqueda del bienestar espiritual es eterna. La gran llave del tesoro se deposita en un cuerpo alineado con un alma superior, impulsada por su vehículo en la tierra: el cuerpo. Como dice el rebe: «El cuerpo es el pájaro, las alas, el espíritu». La mayoría de nosotros ha crecido bajo la noción asimétrica de cuerpo y alma. Nos inculcaron enfocarnos en lo físico, mientras el concepto del alma quedaba relegado a lo inalcanzable, a que somos almas eternas encarnadas en un cuerpo «inferior». Si es mayor la equidistancia de nuestra percepción de cuerpo y alma, será menor la complementación de estos dos actores principales de nuestra vida. Cuando alma y cuerpo se asocian en armonía, incrementamos el desarrollo de nuestra misión y activamos nuestro potencial. Miles de años atrás, el hombre inició su incesante búsqueda espiritual luego de descubrir que, si vivía en un estado interno de insatisfacción, no habría una «buena suerte externa» capaz de compensarlo. La vida sin propósito es mera supervivencia. La vida con un fin es trascendencia. En el preciso momento de nuestro nacimiento comienza la encarnación: el alma entra en 18
el cuerpo, «se hace carne». Encarnados, la vida es quien nos lleva a nuestro destino, aunque a veces nuestras decisiones lo convierten en un «desatino». La mayor o menor realización del potencial marcará ese destino. La finalidad superior del alma, la que nos da un propósito, es la concreción de la misión. El «para qué» nos han mandado a la cancha a jugar este partido, a vivir esta aventura, a superar este desafío. Dice el rebe Mendel Schneerson: «Podemos estar biológicamente vivos o estar vivos de verdad, espiritualmente vivos». Hay una marcada diferencia entre vivir cual fetos, comer, beber y dormir o estar plenamente vivos. De niños solemos ser más inocentes, curiosos y puros; esas conductas suelen acercarnos a Dios. Cuando renacemos, es decir, cuando ya adultos experimentamos el despertar espiritual, recuperamos esos valores que nos acercan a lo divino. El único «niño» que nos aleja de Dios es el ego. Este, aunque es una criatura, no es precisamente ni puro ni inocente. Cuando optamos por no dejarnos dominar por esa criatura egocéntrica es cuando revive en nosotros nuestra condición de criaturas divinas. Releo la página 55 de Hacia una vida plena de propósito: «No hay lugar para el ego cuando se crea a un niño». Ciertamente, un niño caprichoso como el ego no debería ser el maestro o tutor de un niño puro e inocente.
Reloj, no marques las horas Muchas veces pensé —probablemente al lector le haya pasado lo mismo— cómo sería la vida a la inversa, como una verdadera cuenta regresiva: llegar al mundo ya ancianos e irnos del mundo como bebés. Precisamente, el filme El curioso caso de Benjamin Button así lo plantea. Del mismo modo, el ego nos hace vivir y nos hace creer que esto sería mejor, ya que como bebés no podríamos ser capaces de sufrir al momento de partir, como lo hacemos de adultos. Dios es la causa de toda causa, la causa mayor. Nada que proceda de él sucede porque sí. Llegamos al mundo siendo bebés y partimos ya ancianos. La vida es aprendizaje, evolución y pureza, porque Dios obra a través de nosotros, sus canales de luz y conciencia, y necesita que vivamos, primeramente, la experiencia de la infancia, puros, libres e inocentes, para luego, a medida que vamos creciendo con el libre albedrío, poder elegir si queremos volver a ser quienes éramos. Volver a ser criaturas, recuperando la inocencia perdida, pero esta vez dotados de experiencia y sabiduría para volver a casa. Afortunadamente no estamos aquí para ser títeres de un poder superior y predeterminado. Disponemos de la posibilidad de ser individuos con deseos propios y con la opción, no la obligación, de ser nobles, bondadosos, amables, compasivos; en definitiva, vivir una vida virtuosa. Llegamos con la necesidad de aprender, de ser recipientes vacíos que buscamos sumergirnos en la profundidad de las enseñanzas que «la fuente» nos ofrece. Los maestros nos conducen hacia ella, son obreros de Dios que permiten que esta nos entregue el conocimiento que inunda el universo. Podemos ser niños curiosos, 19
absorbiendo la enseñanza que nos brindan, en función de nuestras inquietudes y carencias. La tarea encomendada es la de aprovechar, en la mayor medida posible, el potencial que nos han otorgado en este plano para «este viaje». De acuerdo a las vivencias como niños, y luego como adultos, podremos beneficiarnos con el don que nos ha sido entregado. El «trabajo» de la vida es finalmente la acción sublime que el alma desarrolle para la concreción de la misión, uniendo la mente individual (yo) con la mente universal (Dios). Hay un fluido divino: la conciencia pura. Es el lubricante y aditivo del motor de nuestra travesía. Podemos abrir el tapón del recipiente y abrir paso al fluido, u obturar su llegada. Podemos atraer y fluir con el fluido o podemos alejarlo y repelerlo. La vida es una cuenta progresiva dotada de reglas magistrales. Cuando tu niñez dio paso a tu juventud, te sentiste pletórico de energía, aunque no contaste con la orientación suficiente. Al llegar a la adultez, la dirección estaba mejor alineada y balanceada, aunque la energía no era suficiente. Si pudiéramos preparar el trago ideal para estos casos, necesitaríamos combinar dosis de sabiduría creciente, elixir de la existencia, con la porción inevitable de la pasión decreciente que el reloj pretende robarnos. Más allá de lo que la espiritualidad nos ha enseñado todos estos años, acerca de que las personas pueden tornarse más sabias con los años, un reciente informe científico publicado en el New York Times parece confirmar esta afirmación. Un paper editado por la revista Psychological Science demuestra que aspectos cognitivos de nuestro cerebro recién logran cristalizarse en la edad adulta. Algunos tests realizados con personas de entre 10 y 84 años han dado como resultado que ciertas habilidades, como las necesarias para mantener mejores relaciones personales, como los juicios que emitimos y la resolución de situaciones engañosas, están más desarrolladas en los individuos de mayor edad.
Pelea de fondo: egoísmo versus amor Cuánto nos cuesta evitar identificarnos con nuestros egos. Una y otra vez nos dejamos llevar más de la cuenta por lo que el falso ser nos propone. El «ego es separación»; el amor universal es unidad. Pese a que nos hayan inculcado el temor a Dios, Dios es amor. El alma trasciende al cuerpo, porque es amor puro y eterno. Como dice el rebe Menajem Mendel Schneerson: «El amor es el componente singular más vital de la vida humana». Al decir «Dios es amor», no pretendemos instalar un eslogan o consigna; nos estamos refiriendo a su esencia, su lenguaje, al sostén del alma. Suelo repetir que Dios no habla en ego, su lenguaje es otro. Pretender comunicarse con él desde el ego es como intentar realizar una llamada desde un teléfono descompuesto. No valoraríamos la luz si no existiera la oscuridad. El egoísmo es una acción que 20
nos aleja, aunque sea involuntariamente, del amor. Sin embargo, las consecuencias de nuestros actos egoístas pueden ser el impulso de la necesidad de un anhelo amoroso. Algunas «máximas» surgen de las enseñanzas que nos da la vida: «el que no aprende, se joroba» y «no le hagas al otro lo que no te gustaría que te hagan a vos». Estamos a tiempo de empezar a darles a los demás lo que desearíamos para nosotros mismos, de brindarle al prójimo lo que desearías que te diera. No hablamos solo de lo material. Todos tenemos algo para dar, para ayudar, ya sea tiempo, amor, escucha, comprensión. Finalmente, recibiremos aquello que dimos, que brindamos. Nadie está obligado a amar de modo forzado, condicionado o interesado; no es nutritivo para el alma y no alimentará ni a quien dice amar, ni al supuesto amado. El amor egoísta es, en sí mismo, una gran contradicción. Sería como el «hambre opípara». Solo estaremos en paz merced al amor que prodiguemos a los demás, «amor altruista» y amor que nos concedemos naturalmente a nosotros mismos, amor al propio ser. Todos somos conscientes, en nuestro fuero interior, de nuestras acciones egoístas y de nuestras acciones amorosas. Un examen de conciencia, a solas, sin intermediarios ni interferencias, revelará cuánto nos respetamos y cuánto respetamos a los demás, cuánto nos engañamos y cuánto engañamos a los demás. Quienes respetan su «veredicto» interior suelen ser respetuosos de los otros. No hay grandes asimetrías entre aquello que solemos perdonarnos, lo que realmente creemos de nosotros y las críticas y juicios que hacemos a los otros. Cuando solemos hablar de los otros, estamos, en realidad, hablando de nosotros mismos. Una buena receta sería: intentar tratar a los demás como nos gustaría ser tratados. El amor egoísta (la gran contradicción) es una consecuencia lógica de las luchas de nuestro ego interno, entre priorizar a Dios y después a sus criaturas. Si hiciéramos un lugar en nuestro interior, podríamos amar simplemente al otro, y no someter este sentimiento a prueba cada vez que suceda algo. El amor es la unidad y la interrelación de las almas en el cosmos, y no el caos de la división de los hombres. Las acciones amorosas, el dar sin esperar retorno, sin el vuelto, son alimentos del alma. Un alma alimentada, gratificada, pone en marcha el cumplimiento de la misión. El amor que se da y el amor que se recibe son decisivos para elevar nuestro potencial a las máximas alturas y a los brillos más luminosos. Progresamos en la vida espiritual cuando, día a día, vamos procurando darle existencia al alma desde la introspección. Después de todo, no somos más que almas inspiradas por el espíritu divino. En la cuenta progresiva cada acción, por más mínima que sea, «cuenta» progresivamente, tanto sea para nuestra evolución o la realización de nuestra misión, o para su retraso y alejamiento.
Volver a casa 21
Hay un destino circular en cada uno de nosotros. Somos enviados al plano físico procedentes del hogar divino, vivimos una experiencia humana y regresamos a nuestra fuente de inspiración, a la que volveremos con nuestra última exhalación. Mientras permanecemos aquí (hay algo extraño), sentimos la necesidad de volver a casa. El desasosiego que experimentamos en muchas ocasiones es una muestra de nuestra añoranza y surge una inevitable melancolía. Nos sentimos lejos de casa. El alma exiliada no se siente a gusto en la «habitación de huéspedes» que el ego le ha preparado. Una sensación contrapuesta nos invade cuando reconectamos y se manifiesta el bienestar espiritual, que nos devuelve al camino, al encuentro del objetivo interno con el objetivo externo. Cuando la «sensación térmica» de estos fines es semejante en ambos lados del «vidrio», este no se rompe. El hogar divino que tanto añoramos es la «morada del alma», donde, a diferencia del que nos propone el ego, sentimos que no hay nada que temer y que todo es para amar. Los ventanales de esa casa disponen de vidrios hacia el exterior que manifiestan nuestro yo interno, el que nos permite ver y nos hace visibles al mundo material. Y vidrios internos que reflejan nuestro yo verdadero. Si hay armonía entre ambos, nos sentiremos en paz en nuestro hogar. Es cuando logramos estar a gusto con nosotros mismos. Podemos ser nuestro invitado favorito o nuestro peor huésped. Hay una enorme relación entre nuestro nivel de fatiga o de inspiración y la forma en que nos estemos relacionando con nosotros mismos. A menudo se dice que una persona que ya no se soporta a sí misma «no puede con su alma». Por el contrario, quien se siente a gusto consigo mismo está «de buenas con su alma». En ese punto, emerge la inspiración (conexión con el espíritu) en nuestra vida. No hay espacio para la habitación del ego en el hogar divino. Necesitamos generar espacios para contribuir a la presencia de Dios en nuestras vidas, para permitirnos que nos proteja, y no sobreproteja. Dios es protector, no sobreprotector. Si no dejamos a nuestros hijos crecer, elegir, tomar riesgos o equivocarse, no permitiríamos su desarrollo. Asimismo, un Dios sobreprotector no permitiría nuestro crecimiento y, por ende, no podríamos vivir la vida como cuenta progresiva. No tendría sentido volver al hogar divino si no eligiéramos hacerlo. No hay razón para elegir a Dios en forma compulsiva y por imposición dogmática, cuando él nos dio la opción de elegirlo. La espiritualidad es la necesidad consciente de Dios, reitero, la necesidad, no la obligación. Cuando sentimos verdadera necesidad de Dios y en esa necesidad aprendemos, es cuando decidimos nuestra propia elección.. Es lógico pensar a un Dios que nos necesita felices por elegirlo y no temerosos en caso de no hacerlo. Cuando nos comportamos según lo que otros predican, no somos nosotros mismos. Siempre es bueno recordar que evolucionamos en la medida en que desarrollamos la habilidad de manifestar todo lo que somos.
El traje prestado 22
La vida material, el cuerpo en el que encarnamos el alma son limitados. El alma es noble e incorruptible. El cuerpo tiene fecha de vencimiento, pero es mucho lo que podemos hacer para complementarlo con el alma y no tener que reintegrarlo antes del horario de devolución. Supongamos que nos invitan a una fiesta, alquilamos un esmoquin, las mujeres piden prestado un vestido. Lo ideal es que nos quede bien y que lo podamos usar cómodamente durante toda la fiesta. Nosotros podemos trabajar mucho y bien durante nuestra existencia para sentir nuestras vestiduras a la medida de nuestras tallas, y cuidarlas para que nos acompañen digna y elegantemente toda la velada. Decía el viejo testamento que uno no tiene derecho a lastimar su cuerpo, ya que no es de su propiedad sino de Dios, ese cuerpo que nos ha sido concedido, bien cuidado y bien alimentado, es el que el alma necesita para su paso por este plano. El alma debe sentirse a gusto en el cuerpo que encarna. Somos seres espirituales que residimos en un cuerpo. Si el cuerpo físico es maltratado, no viviremos bien, tal como sucedería en un lugar que no cuidamos, que no honramos. El cuerpo alberga al alma y el alma es la línea de contacto del hombre con Dios, es como una línea invisible de puntos que nos conecta al alma universal. Hay sufrimiento en el alma cuando hay sufrimiento en el cuerpo. Si el alma no encuentra lugar para expresarse, esa tensión entre alma y cuerpo se convertirá en enfermedad. En otras palabras, podríamos decir que la cincha se ha cortado, y caen los contendientes de ambos lados. El alma que no se manifiesta no evita la emoción que la está inquietando. Ese desequilibrio de emociones y energías no permite que se complemente con el cuerpo y que este, inevitablemente, se manifieste, enfermándose. El cuerpo no requiere de un culto, sino de la responsabilidad y la conciencia de la importancia de estar sanos, de ser saludables. En algunos idiomas la etimología de la palabra «salud» es la misma que la de la palabra «santidad». Santificar el cuerpo no significa que debamos ser físico-culturistas ni pasar horas y horas haciendo dietas y esfuerzos físicos denodados en gimnasios y pistas. Honrar el cuerpo es cuidarlo armoniosamente para sumarle años a la cuenta progresiva y darle sostén al alma para que pueda concretar su misión. Hoy ya no se discute que un alma gratificada le da al cuerpo un espíritu saludable, que la meditación, el yoga, la respiración consciente fortalecen nuestro sistema inmunológico y son generadores de serotonina. Así como el ego es un gran inmunodepresor con sus dosis de miedo, envidia, rencor y orgullo, el proceso inverso se desata en nuestro organismo cuando lo fortalecen las acciones virtuosas. La «mezquindad» del ego es «generosa» en la aparición de enfermedades. Es habitual que nos enfermemos luego de un disgusto que deprime nuestras defensas, y es lógico que así sea. Imagino al lector pensando a la distancia alguna circunstancia desagradable e inesperada que luego devino en alguna enfermedad, en algunas ocasiones muy grave, como acontece en muchos casos con el cáncer. Ninguno de nosotros está exento de enfrentarse por problemas inesperados y, por ende, con enfermedades que, en gran medida, somatizamos por esos episodios. Es muy importante entender que, salvo en situaciones extremas, el manejo de las emociones nos 23
puede ayudar no sólo a no enfermarnos sino también a sanarnos. No se trata solo de la mera desaparición de síntomas, sino también de comprender las razones que nos enfermaron y la posibilidad de no volver a padecerlas. El cuerpo no nos pide demasiado: alimentarse medianamente bien, descansar lo necesario y cuidarlo no solo cuando enferma. El cuerpo pide ser escuchado: generalmente nos avisa acerca de algo que lo está incomodando. Admitamos que muchas veces, lejos de escucharlo, lo acallamos, camuflando o eclipsando el dolor sin tener en cuenta lo que nos quiere expresar. No solemos encontrar en los supermercados, góndolas con alimentos para el alma, tampoco en clubes y gimnasios, rutinas para su «musculación». El alma se fortalece con combustible espiritual, la energía divina surgida de los actos que hacemos y que convierten a la tierra en un lugar más parecido al cielo. Dice el rebe Schneerson: «Alimentar solo el cuerpo pero no el alma es alimentar a la mitad de una persona». El cuerpo necesita dormir, Dios aprovecha nuestro descanso nocturno para escindir el alma del cuerpo y purificarlo, así una vez depurado, tras pasar por el fuego divino, podamos empezar un nuevo día. He sufrido y sufro ocasionalmente insomnio como consecuencia de eventuales preocupaciones que algunas noches el rap machacante del ego convierte en obsesión. Por mi trabajo, que me obliga a levantarme poco después de las cuatro de la mañana, he ido más de una vez a la radio, como se dice vulgarmente, «sin pegar un ojo». Supe luego de un par de noches en vela, y más allá de inductores del sueño, lo que es el temor a no volver a conciliar el sueño. La preocupación original que me impedía dormir dio lugar a la preocupación principal, el temor a no dormir. No dormir o no hacerlo bien nos enrarece el alma. Solo el sueño profundo le permite a esta regenerarse y nutrirse, abrevando en las aguas de la fuente del espíritu. El cuerpo físico es la habitación del alma: debemos revisar la habitación que le estamos ofreciendo. Si es luminosa y espaciosa u oscura, pequeña y destemplada. Pues bien, el cuarto que le des al alma refleja el cuidado que le das al cuerpo.
Tira y afloje En un principio, cuerpo y alma conviven cual pareja inexperta; lejos de complementarse, tratan de imponerse el uno al otro simultánea y recíprocamente. El cuerpo, aliado con el ego, procura someter al alma a fuerza de caprichos e incomprensión, cree estar ganando la pelea pero inevitablemente su salud flaquea y comienza entonces a entender que depende del alma. Abrumado por las evidencias y más allá de la férrea resistencia del ego, necesita dejar de luchar con el alma para asociarse con ella. Un cuerpo sano es la plataforma de un alma que puede manifestarse a sus anchas. Por sí sola, la energía física no nos lleva a ningún lado, dado que es el alma la que se encarga de encauzarla. Así es como la energía física da paso a la energía del alma, 24
retroalimentación que cuerpo y alma ofrecen para nuestro bienestar físico y espiritual. La liberación de endorfinas nos hace sentir en plenitud física y mental. El cuerpo sano no es un valor en sí mismo. El regocijo que experimentamos, por ejemplo, después de correr es también el que nos proporciona un alma que se oxigena, y como tal disfruta de los beneficios que este le genera. Somos almas individuales que llegamos a este plano material para refinarlo e introducir pizcas de divinidad. El alma nos proporciona el crecimiento espiritual y el cuerpo es el gran cómplice para alcanzarlo. Nuestro crecimiento espiritual se desarrolla hasta el último minuto de nuestra existencia física, necesitamos un traje lo más impecable posible para «lucirlo» la mayor cantidad de tiempo posible.
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3 El crecimiento espiritual Todos nosotros tenemos, en mayor o menor medida, un concepto, una idea acerca de Dios. La mayoría desea vivir la experiencia de la instancia superadora, una percepción directa divina. El concepto de Dios, no el sentido intelectual. Dice Paramahansa Yogananda, una de las personalidades espirituales más prominentes que el siglo XX nos trajo desde la India a Occidente: «No busques a Dios con un fin secundario, el día que tu amor al señor sea tan grande como el apego a tu cuerpo mortal, él vendrá a ti». Suelo decir que en la vida espiritual el orden de los factores sí altera el producto, y en esta dimensión la secuencia marca la diferencia. Primero es tiempo de devoción, luego de actividad; primero hacemos bien el bien, generamos espacio para Dios en nuestras vidas y luego él se presenta. Hacer bien el bien no es simplemente concretar una acción especulando con el resultado que esta trae aparejado. Hacer bien el bien es enfocarse en lo que hacemos, independientemente de lo que obtendremos, con pensamientos amorosos que ofician como «llamadores divinos». No estamos obligados a hacer lo que no queremos. Se nos ha concedido la facultad de actuar, pensar y sentir por la senda que nos aleja de quienes somos esencialmente. El plan que ejecutemos será más o menos edificante, espiritualmente hablando, cuando actuemos con espíritu constructivo. No sólo la divinidad se revela sino que esta se canaliza a través de nuestras acciones. Pasamos a ser los pies, las manos y la voluntad de Dios para la concreción de sus designios. Asimismo, podemos obrar como canales exclusivos de nuestros egos para la concreción de sus incesantes demandas. En Proverbios está escrito: «El que se empeña en la caridad y la generosidad encuentra vida, bondad y honor». Se dice que la caridad empieza por casa, y también podemos decir que la caridad empieza como expresión auténtica de un alma humilde. La arrogancia y caridad no son compatibles. La caridad es hija de la necesidad de quien recibe, pero también de quien tiene el anhelo de dar para gratificar su alma. El libre albedrío se manifiesta en nuestra voluntad de dar o no dar y en la forma en que, en todo caso, lo hagamos. Con abnegación y humildad o con desconfianza y especulación. Seguramente, Dios podría haber distribuido en porciones más parejas riquezas y pertenencias. Si así sucediese, cabría preguntarse: ¿quién sería generoso? Dice el rebe Menajem Mendel Schneerson: «Necesitamos compartir lo que nos ha sido dado; lo que damos no es nuestro, nos lo prestó Dios con el fin de permitirnos el don de dar». Cuanta mayor prosperidad nos estén proporcionando, mayores oportunidades y 26
privilegios de dar nos estarán enviando. El hombre más rico del mundo, Bill Gates, y su esposa llevan donados a la fecha a través de su fundación más de treinta mil millones de dólares. Lejos de empobrecerse, cada día son más ricos en todos los sentidos. Si logramos éxito y riquezas es por decisión y bendición de Dios, no sólo por el esfuerzo y talento que hayamos puesto para lograrlo. Nos pueden dar el poder de alcanzar la prosperidad, que no se convierte necesariamente en una bendición. Si no somos capaces de discernir cuál es nuestra misión, la prosperidad terminará por empobrecernos. El hombre que no es consciente de que lo recibido debe ser honrado y merecido, no vive en paz, más allá de lo que haya logrado. Sin conciencia pura, la riqueza material termina por provocar un temor constante a que no sea suficiente o a que podamos perderla en su totalidad. Como dice el rebe, si usamos la riqueza con fines caritativos y filantrópicos en lugar de gastarla sólo en el deseo del momento, lograremos que el dinero se vuelva eterno. La tradición judía sostiene que la Tzedaká (solidaridad) abre nuevos canales de riqueza desde lo alto. Digamos que así como se hace camino al andar, se abren nuevos canales al dar. Antes de decidir con cuánto ha de bendecirnos en el futuro, Dios observa cuánto hemos dado de nuestra riqueza anterior. Cuenta la leyenda que un rabino le aconsejó a un empresario afligido por sus escasas ganancias que empezase de una buena vez a ser caritativo; en definitiva, que convirtiera a Dios en su socio, que como cualquier socio haría todo lo posible para asegurarse que a la empresa le fuera bien. El crecimiento espiritual es la cabal comprobación de que los logros materiales nunca resultan ser suficientes. Buscamos algo más allá, el hombre sale al encuentro del ser, el ser por el camino del alma lo conduce a Dios. El poder terrenal, material, las riquezas nos atraen, pero no debemos olvidar que no se trata de atracciones perdurables. Más tarde o más temprano necesitamos satisfacer demandas que no perezcan, que sean trascendentes, que nos salvan del vacío existencial y regeneran nuestro ser. En el mundo espiritual, la noción de tiempo no queda registrada en relojes sino en las porciones de cada una de las existencias que nos lleve a aprender. Necesitaremos más vidas para aprender, que otros; hay almas que son opacadas una y otra vez por nuestra constante predilección por la materia. El ego aletarga al alma, el temor y el sufrimiento van dejando marcas en la existencia de millones de personas, que tendemos a repetir los mismos errores una y otra vez. En esa condición, la vida es una cuenta regresiva; sin embargo, el proceso de crecimiento espiritual nos va permitiendo abandonar identificaciones vanas y comenzar, con mayor o menor intensidad, a evolucionar y a aprender. Cada humano termina por elegir cuándo decide abrirse camino por sí mismo hacia el ser.
Escalera al cielo La vida es una cuenta progresiva ascendente, jalonada por peldaños que nos irán 27
llevando al reencuentro con Dios. Cada vez que damos amor, que actuamos correctamente, que nos ponemos al servicio, nos vamos elevando, vamos progresando. El ego te propone trepar, pero lo que el alma necesita es elevarse plácidamente. Cada vez que meditamos ascendemos hacia Dios, a través de lo que los maestros llaman la «senda interna». Podríamos decir entonces que la escalera al cielo tiene una senda interna, la de la meditación, y una externa, la de la acción. Si meditar es «dar existencia al alma», su activación le da vida a lo que mora en nuestro interior y enciende la chispa divina. Paramahansa Yogananda señala: «Quien conoce su alma entiende que existe más allá de todo lo finito y puede ver que el espíritu se ha manifestado como el vasto cuerpo de la naturaleza». El crecimiento espiritual nos permite recuperar la divinidad. Decimos y enfatizamos el verbo recuperar, ya que pone de manifiesto el hecho de volver a sentir algo que ya sentimos, algo que ya tuvimos, que nos había sido dado y que sin embargo habíamos olvidado o dejado de lado. El camino espiritual es un sendero de reconexión, por intermedio del «ojo espiritual» volvemos a ver a Dios. El alma es intuitiva; la intuición, ya que hablamos de ojo espiritual, es la «visión esotérica». A la hora de intuir con nuestros cinco sentidos, el alma puede prescindir de ellos. Cuando hablamos de intuición, hablamos de un sexto sentido. La vida como cuenta progresiva nos da la oportunidad de ir afilando y calibrando nuestras capacidades intuitivas. Todos las tenemos, algunos las desarrollan y otros aún no han optado por hacerlo. También podemos recibir inspiración aunque no todos trabajamos de igual modo para ser uno con el espíritu. Recordemos que, cuando estamos en espíritu, estamos inspirados, y como seres intuitivos hacemos lugar a la manifestación del alma. Inspiración e intuición son dos tesoros que nos han sido dados, que siempre pueden ser recuperados, y son de gran ayuda para nuestro crecimiento espiritual. La inspiración nos conecta con la posibilidad de desarrollar nuestra misión, nos dejamos usar creativamente para oficiar de canales divinos. Inspirados, conectamos con el WiFi de Dios, que nos permite navegar por los sitios del universo, donde se encuentra disponible lo que necesitamos para su obra. La intuición hace del ser una persona segura de su fe y de su acción, que no teme el camino a seguir ni las decisiones a tomar y que puede enfocarse en el presente, sin perder la concentración, el paso previo a la llegada de la información que le envía el «ojo espiritual». La escalera a Dios por la que asciende el alma es la escalera de la conciencia, que va iluminando, escalón por escalón, el sendero espiritual ascendente.
Celebra la vida Deseo que muy pronto podamos enseñarles a las nuevas generaciones (y desde muy pequeños) a disfrutar la vida sin sentir culpa por hacerlo, a hacerles saber que, si quieren ser felices, intenten apegarse lo menos posible a aquello con lo que se crucen y obtengan. 28
En general, incurrimos en la necesidad material de apego con el argumento de gozar de la vida, que se termina convirtiendo en la razón por la que precisamente nos vemos impedidos de hacerlo. Miles de años atrás, Buda nos enseñaba que el sufrimiento es hijo del deseo. Solemos pensar que el remedio para nuestras desdichas debe ser un antídoto contra nuestras carencias materiales, nos aferramos férreamente a nuestras riquezas, temerosos de perderlas y terminamos por convertir el remedio de la posesión en la enfermedad de la envidia, la avaricia y la insatisfacción. El ego nos adjudica logros que, por un lado, siempre le resultan insuficientes, pero a su vez no puede concebir perderlos. Si aprendiésemos a tomar lo obtenido como una bendición que nos ha sido dada con un propósito, no temeríamos tanto ni preservaríamos denodadamente lo ganado. A mayor dependencia de las necesidades egocéntricas, menor libertad. Sepamos agradecer los dones, y las energías que nos ayudaron en nuestras conquistas las disfrutaremos con mayor plenitud y menos culpa. Es lógico y muy humano lamentarse por el paso del tiempo, pero no es recomendable perderlo en lamentos, en lugar de vibrar con cada momento presente. El alma nunca envejece, se torna más vibrante, lo que somos esencialmente no tiene edad y siempre ocupa el mismo espacio espiritual, más allá de la edad del cuerpo de quien la porta. Hemos dicho en más de una ocasión que el alma se alimenta a través de la luminosa energía que emana de las acciones nobles, por lo tanto, independientemente de nuestra edad, siempre podremos tener el alma bien alimentada. Sólo ella nos conecta con Dios, un alma bien alimentada nos asegura una buena conexión. El alma es el camino, no la mente. Así lo explican los hindúes: «Dios no es la mente. Es verdad que Dios la creó, pero él es superior a ella, de modo que no podemos concebir a Dios en nuestras mentes». Una madre puede dar a luz a un hijo, no un hijo a una madre. El lugar por el que Dios se «filtra» en nosotros no es la mente, es la conciencia divina, que se ha diseminado y condensado en nuestros cuerpos. Somos, por excelencia, un campo energético de gozosa energía. Sin embargo, para el ego, gozar de la vida es reprochable y nos mortifica con dosis de culpa que aparecen cuando estamos en pleno disfrute. Un gran antídoto para estas circunstancias es aprender a percibir la bendición que se oculta en cada cosa que Dios nos envía para que disfrutemos conscientemente. La conciencia nos permite obtener la sabiduría necesaria para discernir qué es lo erróneo, por lo que podemos percibir que estamos haciendo lo correcto y que es muy disfrutable. La conciencia nos orienta como una brújula para establecer que nuestro goce no es egoísta, y también sabrá enseñarnos a no disfrutar comportamientos que terminen siendo generadores de sufrimiento y enemigos de la felicidad. En La búsqueda eterna, Paramahansa Yogananda describe que el egoísmo es la causa primordial de los infortunios del mundo, ya que sólo se trata de satisfacer el propio interés del individuo y así se pone en marcha la ley kármica de causa y efecto que termina por destruir inevitablemente su felicidad personal y la de los demás. Aunque nos 29
hayan inculcado todo lo contrario, no es lo mismo «celebrar la vida» y ser egoístas. Si no disfrutamos qué somos y con qué contamos, y solo nos enfocamos en lo que los otros tienen, construiremos una usina del resentimiento. La felicidad suele comenzar cuando damos y deseamos a los otros lo mismo que quisiéramos recibir. Los testimonios de las personas que llegan a edades avanzadas en paz suelen coincidir. Afirman que lo más importante de sus vidas son los vínculos, y que los momentos de mayor felicidad fueron aquellos en los que sintieron dicha por hacer dichosos a los demás. De hecho, en algunas páginas más adelante observaremos un interesante estudio que así lo ratifica. El mayor gozo es el gozo divino, es la sensación de no sentir el alma aprisionada, y la hermosa experiencia del bienestar espiritual que supera en trascendencia cualquier euforia material. El gozo divino no viene acompañado ni de culpas ni de remordimientos, no genera «resaca». Quien pueda gozar con el alma podrá disfrutar dignamente de sus conquistas materiales. No hay satisfacción externa que perdure si no hay satisfacción interna. La disconformidad del hombre egoísta proviene de una insatisfacción mucho más profunda: no haber encontrado real significado a sus propias metas. Y en este caso, no habrá dinero suficiente ni prosperidad que alcance. Todos podemos aprender a buscar y a encontrar el verdadero gozo y celebrar la vida. Una forma de orientarnos en ese sentido es poder llegar a comprender el concepto de la vida como una cuenta progresiva. Venimos aquí a progresar. La muerte no marca el final —aunque es duro aceptar la ausencia física—; para el alma es tan solo un nuevo comienzo. La ley de la evolución es la que impulsa al alma a encarnar varias veces en vidas progresivamente superiores que sólo se pueden ver «demoradas» por el efecto kármico de las acciones desacertadas y «aceleradas», gracias a los avances espirituales que finalmente nos permitan alcanzar la realización del ser y la unión con su creador. Lograda la liberación, son pocas las almas que regresan a la tierra por su propia voluntad, y adquieren la «maestría» para ayudar a otros seres en su liberación. Cabe destacar que se trata de encarnaciones excepcionales. Todo está en constante proceso de evolución, todo lo que existe está en constante evolución. Permanentemente se está operando un cambio progresivo. Nada en el universo permanece estático. La evolución es Ley Universal, Ley Divina. Todo lo que existe evoluciona para progresar, para perfeccionarse. Dice Madu Jess, en su libro Conocimiento de la vida, que la meta que nuestra alma persigue es la perfección, y que cada vida humana debe proporcionarnos un adelanto que nos coloque en un lugar más avanzado en el camino hacia la perfección anhelada. Celebrar la vida no es vivirla sin dolor. Una existencia carente de ese tipo de emociones no es propia de un mundo con Dios. Si imaginásemos un mundo despojado de Dios, el sufrimiento y el dolor serían estériles, sin propósito alguno de aprendizaje. El dolor es un gran impulsor, un elevador del compromiso espiritual. Lo expresa el 30
rebe Menajem Mendel Schneerson al sostener que el dolor es un síntoma a corto plazo, de un dolor a largo plazo que debemos enfrentar. Muchas veces sucede que el dolor se convierte en una «bendición disfrazada». Si bien el dolor y el sufrimiento forman parte del misterio de la vida (ignoramos su sentido), finalmente son formas que Dios utiliza para comunicarse con nosotros. Tememos a la muerte porque el ego mortal es el que nos induce a experimentar esa emoción. Por lo tanto, tengamos presente que el ego es ignorado por el espíritu y el espíritu no conoce al temor, no conoce a la muerte.
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4 Las escalas de la cuenta progresiva Recurro a un magnífico material que aportó, años atrás, José Trigueirinho, notable filósofo espiritualista, autor de decenas de libros. En este caso, me centraré en su descripción sobre los septenios, períodos de siete años en los que divide la vida cronológica. Trigueirinho asegura que nuestra concepción del tiempo se va relativizando cada vez más, y que el nacimiento y la muerte obedecen a causas cósmicas superiores al entorno físico material del hombre. Agrupa el desarrollo de las características que hacen a nuestro comportamiento y evolución en ciclos de siete años de duración. Primer septenio (0 a 7 años) En este tramo nos rige la tierra y lo que prevalece es el instinto. Es el tiempo del cuerpo físico, el espíritu solo permanece abocado a la creación de la forma corporal humana. Segundo septenio (7 a 14 años) Regido por Mercurio, predominan los hábitos. Es el septenio del cuerpo etérico. Las enfermedades febriles infantiles son las encargadas de acelerar el proceso de depuración de «restos etéricos» materiales. El cerebro termina de formarse, y es «abandonado» por las fuerzas del crecimiento, que se transforman en las del pensamiento. En esta etapa se forman los órganos del aprendizaje que nos permitirán recibir al mundo espiritual. Tercer septenio (14 a 21 años) Regido por Venus, dominado por el deseo, es el ciclo del cuerpo astral. Desarrollamos interés por él. Los juicios que elaboramos en esta etapa están impregnados, sin escalas, de simpatía o antipatía. Cuarto septenio (21 a 28 años) Regido por el Sol y dominado por el motivo, esta escala de la vida es la del alma sensible, es tiempo de sol en el alma. El Yo termina su acción sobre el cuerpo físico. El hombre se hace responsable; se empiezan a discernir las relaciones familiares y las sociales. Es el momento en el que solemos elegir entre el camino de la estabilidad o la rebelión, 32
y los juicios se empiezan a tomar con más seguridad. A los 21 años hay una crisis de identidad sin un «yo» equilibrado. Pueden generarse estados de inmadurez permanentes. Se presentan sensaciones que no se manifiestan con claridad y que el individuo tiene inconvenientes para sentir. Es un tiempo, si se quiere, peligroso, se presenta un vacío del alma que puede conducirnos a la neurosis existencial. Quinto septenio (28 a 35 años) Regido por el Sol, vuelve a estar dominado por el motivo, este septenio es el del alma racional. Era considerado el de la mitad de la vida: cuando la persona y su estructura se cristalizan o se abren al camino espiritual. Aquí las fuerzas anímico-espirituales que ayudaron al máximo despliegue físico durante el crecimiento comienzan a «invertir» su dirección. Es importante señalar que es la época en que la acción intensiva del pensar no tiene parangón con ninguna otra. En esta etapa, el yo se emancipa del alma, todo se metaboliza a través de la razón. Se califica al mundo según lo que el yo considera lógico o no. Surge una crisis originada en el «sentir envejecer» que puede llevar a valorar lo logrado, y consolidarse y autoafirmarse, o por el contrario, a enfocarse en aquello que aún no se ha obtenido, por lo que ese razonamiento nos puede llevar a la depresión. Sexto septenio (35 a 42 años) Regido por el Sol, el motivo sigue siendo dominante. Es el septenio del alma consciente. Precisamente, es la expansión de la conciencia la que permite el desarrollo de una voluntad creciente. Irrumpimos en un nuevo espacio, el suprasensible. Si en esta etapa logramos superar algunas perturbaciones anímicas como la depresión, es factible un acceso más profundo al mundo espiritual, el que ya está iluminando el alma humana. Se da una verdadera transmutación de fuerzas: el ser humano finalmente se descubre como parte del todo. Este septenio es un escalón al mundo divino. Séptimo septenio (42 a 49 años) Regido por Marte, domina la aspiración y la fuerza de la palabra. Es el septenio del yo espiritual. Es el primero de desarrollo espiritual: el alma se pone al servicio del espíritu, conecta con el mundo físico para que el espíritu pueda expresarse. Son años de acción pero, a su vez, son años destinados a superar nuevas crisis provocadas por la ofensa, la ambición y el orgullo. Es el momento de enfrentarlas. En este tiempo el amor, emergente de la autoafirmación que surge con un nuevo sentido, tiende a desarrollarse en plenitud. Se habla de un nuevo desprendimiento del cuerpo astral y de un «nuevo nacimiento» de este, anticipando el desprendimiento final de la organización física (la muerte). Se trata, por excelencia, de un período creativo con posibilidades de contacto con otros seres más allá de sus características. Hay una búsqueda de una nueva juventud, si 33
no se transforma en pasión de espíritu. Esa búsqueda de nueva juventud implica nuevas crisis, que traen aparejados divorcios o alcoholismo, por citar algunos casos. Octavo septenio (49 a 56 años) Aclaro que se trata de la etapa de la vida en la que me encuentro al ser editado este libro. Lo rige Júpiter; el propósito y la fuerza de la imagen constituyen lo dominante. Es el septenio del espíritu vital, es el tiempo de la transformación consciente del cuerpo etérico. De 49 a 56 años, es el espejo de la etapa que va de los 7 a los 14. No se pueden modificar los hábitos, el individuo los lleva consigo hasta después de la muerte. La típica frase «Yo soy así y no voy a cambiar más», es funcional al favorecimiento de la cristalización prematura en todos los ámbitos. Esta etapa de conocimiento intelectual se puede transformar en sabiduría; así como el niño comienza a aprender a los 7 años, aquí el hombre puede enseñar. Convertido en maestro, puede revisar en este septenio los hábitos desarrollados entre los 7 y los 14 años. Para transitar el período que va de los 49 a los 56 años, debemos evitar la tentación del rejuvenecimiento ficticio. Aquí la vida espiritual y el desarrollo artístico son de incalculable valor para recorrer este período. Es una etapa de curación, la sabiduría combinada con Mercurio se transforma en terapéutica. Noveno septenio (56 a 63 años) Regido por Saturno, lo dominante es la resolución, que se expresa mediante la realización. Es el septenio del «hombre espíritu» o transformación consciente del cuerpo físico. Se resume en la siguiente frase: «La realización es la fuerza para que el Yo pueda hacer lo que el espíritu quiera en mí». Aquella forma física del primer septenio (0 a 7) regido por la Luna es ahora vivida espiritualmente. La transformación del cuerpo físico otorga una mayor transparencia al espíritu. El cuerpo físico es un receptáculo de fuerzas espirituales. Las fuerzas creadoras en el cuerpo físico se transforman en fuerzas de la conciencia. En esta etapa de la vida podemos transformarnos en viejos egoístas y malhumorados, en autómatas semiconscientes o en ancianos. Esto es sabiduría, reflexión, prudencia, meditación, cosmovisión del universo. En esta etapa hay, ni más ni menos, un renacer. Se ilumina la vida infantil y tiende a disminuir la memoria reciente. Es una era de reconciliación con la vida y sus objetivos. Es válido aclarar que hoy las expectativas de longevidad son notablemente superiores a las existentes al momento de ser confeccionada la lista de los septenios, de modo que no me referiré al próximo, o sea al décimo, estrictamente como la etapa de 63 a 70 años, limitándome a señalar lo que acontece más allá del noveno. En este período se hace hincapié en la necesidad de tener y mantener objetivos de vida. Se observa además que tenemos ante nosotros «una gracia divina»: se abre el cosmos. Es importante no aferrarse al recuerdo de devastadores detalles de la vida terrena. Van desapareciendo recuerdos, al igual que van desapareciendo amigos y familiares. 34
El espejo de esta etapa es la vida prenatal, expandida en el cosmos y necesitada de «condensarnos» antes de penetrar el cuerpo físico. Aclaro que la «vaguedad» del período posterior al noveno septenio abarca un grupo etario muy amplio para la vida de hoy. No es lo mismo tener 64 que 85 años, independientemente de que almas y espíritus no tienen edad. En las etapas postreras de la vida terrenal, ser ancianos sabios en lugar de ser viejos malhumorados permitirá un tránsito mucho mejor en el período final, y facilitará la recuperación del contacto con nuestra estrella en el cosmos. Si vivimos la vida como una cuenta progresiva, podremos ir hacia el nivel más elevado de la conciencia: el de la reflexión y la contemplación. Dice la «Ley de la Reencarnación» que toda la vida del hombre es el resultado de sus anteriores experiencias. Podemos enmarcar el concepto de la vida como cuenta progresiva en el de «la tierra como escuela». Nadie va, por lo menos conscientemente, a la escuela cada día para saber menos. Trigueirinho hace mención a los exámenes que la vida nos toma. Para graficarlo, se refiere a una madre difícil y exigente que fuerza a su hijo a valerse de todas las energías espirituales para sortear una infancia aparentemente desdichada. Se trata de circunstancias que solemos ver como castigos pero que, según opina, permiten el fortalecimiento del yo. De no atravesar situaciones adversas, no sería posible el progreso espiritual. Quien vence la adversidad y transforma el dolor y el resentimiento en amor y perdón, transmuta su destino y encuentra armonía y paz interior. La resistencia del ego al aprendizaje de la lección no hace más que tornar más y más dificultoso cada nuevo intento. Trascender la lección del «problema» es una acción de gran ayuda para facilitar nuestro destino. La dificultad que trascendemos no tiende a cruzarse nuevamente en nuestro camino. Recordemos que la vida es un proceso constante de sanación, un devenir terapéutico en el cual ciertos desafíos se tornan recurrentes, apareciendo una y otra vez con distintas caras, lugares y nombres propios. Lejos de frustrarnos, podemos y debemos entender que, para la mayoría de nosotros, el aprendizaje adquiere forma de espiral, las cosas no son tan lineales como muchas veces pretendemos. Logramos monitorear nuestros progresos, conscientes de esta secuencia, observando la repetición de ciertos hechos, cuáles son nuestras actitudes y las emociones que estas nos generan. Si nos vemos estancados es bueno admitirlo; al observar las razones de nuestro estancamiento, podremos ponernos en movimiento. Claramente, la neurosis del ego nos conduce a la reiteración de los hechos que nos frustran y de las emociones que nos paralizan. Brindar consciente y voluntariamente nuestras acciones al ser nos ayudará a moderar los actos que nos conducen a la infelicidad. Hoy vemos cómo la expectativa de vida se ha prolongado considerablemente. Aún así, hubo y habrá gente que fallecerá joven y otros que morirán añosos. Espiritualmente hablando, la longevidad es hacer de cada uno de nuestros días un día completo. El rabino Dovber Pinson dice en su magistral libro Vuelve a ser quien eres: «El 35
sentido de la vida se encuentra en el vivir mismo y no en lo que pueda suceder después». Lo que hoy vivimos es fruto de lo que previamente hemos hecho. Lo que nos pase mañana será consecuencia de lo que hagamos hoy. Quien vive en el pasado no puede avanzar, y quien teme por el futuro no podrá evadirse de su inevitable llegada. Seguir centrados en el presente es siempre la mejor forma de dejar de robarle momentos al ahora.
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5 Voy a ver si con el tiempo mejoro o me joro… bo Es uno de los arquitectos más famosos del mundo, el argentino César Pelli, a la hora en que escribo este libro. Tiene 88 años, una carrera pródiga en éxitos y una personalidad propia de quien desarrolla su vocación como una misión y toma la vida como una cuenta progresiva. En una entrevista en la sección Conversaciones del diario La Nación señala: «Qué pérdida de energía jactarse de lo que uno hace. Lo mío fue compromiso, tesón y llevarme bien con la gente». Tal vez sin darse cuenta, Pelli sintetiza con su testimonio y experiencia de vida la esencia del perfume de la realización, la humildad del ser, la fuerza de voluntad del ego que te hace salir cada mañana de la cama, la misión del alma junto a la gracia divina que hace posible la coronación del potencial. Si bien hablamos de un arquitecto, de lo que estamos hablando, en realidad, es de nuestra condición de obreros del día a día, de nuestra tarea de irradiar luz y de no gastar energía en la jactancia del propio yo. El miedo es un gran debilitador de nuestra energía, la tensión emocional que genera el temor nos debilita enormemente. Consumidos por esta emoción, nos congela la duda, nos sentimos oprimidos por la angustia, nuestro espíritu parece menguar sin remedio. El miedo hace que nuestros juicios se distorsionen, empezamos a ver al otro como al enemigo, la confianza en nosotros y en los otros se desvanece y proyectamos así nuestras miserias. Dice el rebe Menajem Mendel Schneerson: «La clave es desandar pacientemente las dudas que nos atan, el miedo que prospera en la oscuridad de la confusión se disipa a la luz de la claridad». En la cuenta progresiva, la paciencia asfalta la ruta divina. Cuando entrenamos la paciencia, ensayamos el camino a Dios. A todos nos ha tocado enfrentar con miedo las dudas que nos atrapan en las redes del pensamiento rumiante y machacador, una especie de «pájaro carpintero» de la mente humana. En estos casos, la salida es por afuera de esos pensamientos. En general, hay una sobrestimación de los pensamientos. No hay necesidad de pensar a menudo las cosas correctas, sino que, por el contrario, suelen suceder de manera natural. Debemos usar la mente para darnos cuenta de que somos seres de luz y energía pura; lo recomendable es que la mente lo entienda y experimente. El miedo, puedo afirmarlo, es mayor en la oscuridad, y la noche se convierte en su mayor escenario. Los sabios supieron decir que soñamos de noche lo que pensamos durante el día; las pesadillas nocturnas reflejan nuestros temores diurnos.
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Pienso y, según lo que pienso, existo o no Es una muy buena noticia que la fuerza de nuestros pensamientos mueva nuestra vida hacia uno u otro lado. Los pensamientos positivos, creativos y amorosos tienen un tremendo poder, notablemente superior a lo que creemos. Cuanto más podamos despojarnos de ideas negativas y destructivas, mejor nos irá. Querido lector, no quiero que estas líneas que acabo de escribir suenen a verdad de perogrullo, y de difícil concreción. Pero podemos ayudarnos con una formulita o mantra que podemos incorporar a nuestra vida: «Pensemos bien sistemáticamente y las cosas irán bien». A mayor alegría y amor irradiado, mayor alegría y amor recibido. Cuando elegimos el camino de la luz, le estamos negando a la oscuridad fuerza, poder y existencia. El miedo nos ensordece, nos impide oír el alma. El ser sin alma es una especie de zombie. Según sean nuestros pensamientos, será nuestro desarrollo espiritual. Para todos aquellos que sentimos ansiedad y un sentido de la preocupación grave, excesiva e innecesaria, procurar el contacto con nuestra porción divina es un gran ansiolítico que debemos tomar con regularidad. Con la quietud del alma, desde el silencio interior, reseteamos, restablecemos la dignidad original del alma. Si quisiéramos conversar con otra persona en un lugar muy ruidoso, con estallidos de volumen que cascan nuestros oídos, pediríamos que apaguen o bajen el volumen. Así sucede con nuestras almas, que necesitan quietud para escuchar a Dios. Luego de esas conversaciones, nos sentimos en paz; nuestra naturaleza original, la esencia interior marca nuestra existencia externa. Siempre es tiempo de meditación. Meditar es interactuar con nosotros mismos. Lógicamente, en la etapa inicial de la meditación se percibe una previsible tensión entre nuestro objetivo de concientizarnos y la dispersión que generan los pensamientos. Sin embargo, de a poco, la concentración va en aumento y lo hace de manera perceptible. Meditando en silencio, logramos contactarnos con nosotros mismos, así como no existe lugar en el mundo donde podamos escaparnos de nosotros mismos. Cuando meditamos, vamos al encuentro amoroso con quienes somos y trascendemos, para concretar una verdadera fusión con nuestro ser real. La magnífica experiencia de sentir luz y amor marca el restablecimiento de nuestra grandeza espiritual. En ese estado, somos canales de luz, a través de los cuales Dios obra y nos bendice.
Es la meditación, estúpido El asesor del otrora candidato a presidente y posteriormente presidente de los Estados Unidos Bill Clinton, el muy recordado James Carville, popularizó en campaña una frase destinada a resaltar la importancia de la economía para los votantes. «Es la economía, estúpido» constituyó un gran hit. 38
Hoy me permito parafrasearlo, no con la intención de hablar de finanzas, sino de una de las acciones más maravillosas que los hombres podamos llevar a cabo en beneficio propio y ajeno. Cada vez que Dios me regala la posibilidad de escribir un libro sobre espiritualidad, le dedico una porción a la imperiosa necesidad de la meditación en nuestras vidas. Coincidentemente, el acto de meditar y el tiempo que le concedamos, según pasan los años, pueden constituirse también en una cuenta progresiva. El monje inglés Laurence Freeman, gran impulsor de la meditación cristiana, cuenta que la cantidad de minutos que le proporcionamos a la meditación guarda relación directa con nuestra edad, y sugiere no más de diez minutos para chicos de 10 años. Lógica y progresivamente, con el correr de las décadas, podemos dedicar mucho más tiempo al ritual de «Da existencia al alma». Freeman cuenta que meditar es algo fundacional del Cristianismo. Recuerda que, cuando Jesús enseñó a orar, explicó lo que hoy llamaríamos un ejercicio de meditación. Y revisa esos consejos: «Entra a tu cuarto, cierra la puerta, no digas muchas palabras, deja atrás tus posesiones, deja atrás la principal posesión, el propio yo». Cuando meditamos, destronamos al ego, ponemos a Dios como centro de nuestra atención y del propio corazón. Estas enseñanzas que enfatiza Freeman están en el Evangelio. En una entrevista, en la sección Sociedad del diario La Nación, destaca que la meditación no es patrimonio exclusivo de las religiones de Oriente. Más allá de su origen y creencias, observamos de qué modo el hombre ha encontrado en la meditación la posibilidad de experimentar la existencia del alma y alimentar su necesidad consciente de trascendencia espiritual y conexión divina. Como ya he dicho en otras ocasiones, medito cada mañana, según me han enseñado los maestros de meditación trascendental en Buenos Aires allá por 1984. De todos modos, esa ha sido mi experiencia; cada uno elegirá una escuela, un método y un camino. Más tarde o más temprano nos llevará a un lugar. Hace miles de años, permanecemos en silencio, buscamos una posición cómoda y repetimos lenta y constantemente un mantra, oración o sonido, un «llamador del alma». Hace miles de años, terminamos de meditar, llenos de paz y regocijo. No hace demasiado tiempo que los médicos descubrieron los beneficios saludables de la meditación. Inclusive en la actualidad los genetistas advierten sobre la mutación favorable que, en este aspecto, la meditación genera. El ser humano no es uno hasta que el ser no se alinea con el humano. Mientras tanto, el ser espiritual que viene a vivir una experiencia humana siente que vive una experiencia que le resulta ajena. El humano consciente de su finitud, vive con ansiedad en estado de cuenta regresiva, se siente acechado por el falso ser y no encuentra la calma hasta que no conecta con el alma. El ser se alinea con el humano por medio de la meditación, las acciones virtuosas, las gratificaciones espirituales que permiten iniciar la conexión divina. Dios irrumpe en nuestros días, a través de esas vibraciones. Pensemos en momentos de nuestras vidas en los que sentimos cerca a Dios, seguramente fue en situaciones límites o en las que acabo de enumerar. 39
Cualquiera de nosotros está capacitado para emitir vibraciones de amor y paz, de gran luminosidad y de alta irradiación. Se trata de emisiones hacia el universo que son fuente de inspiración para los demás. Dios purifica el mundo recurriendo a nosotros, «los instrumentos de su sinfonía». Los actos nobles de la humanidad son las creaciones más grandes del creador a través de nosotros, sus criaturas, su más elevada invención. En la película Diario de un seductor, que narra la vida del periodista norteamericano Hunter S. Thompson, encarnado por el actor Johnny Depp, dice: «Los seres humanos son las únicas criaturas en la tierra que dicen tener un Dios y actuar como si no lo tuvieran». No es posible la realización del ser sin conexión con el alma; no hay receta, propósito de vida ni felicidad probable sin dar lugar a lo que somos. En el viaje de la vida, el cuerpo es el vehículo, pero el alma es la brújula. Si no la escuchamos y no seguimos su voz, continuaremos desorientados. Vuelvo al rebe Schneerson: «Dios arrancó nuestra alma de un cómodo ambiente espiritual y lo trasplantó a un mundo extremo y material». Vivir negando los pedidos del alma es sinónimo de vivir perdidos y desconectados.
«El infierno son los otros» Definición del notable pensador francés del siglo XX, Jean Paul Sartre. Se refiere a nuestra intrasubjetividad y refleja la dificultad con la que lidiamos a lo largo de la vida, con nuestro propio infierno, la relación que trabamos con nosotros mismos y el lugar y la responsabilidad que les damos a los otros. La psicología encuentra cada vez más fundamentos para relacionar la felicidad de las personas con la capacidad que muestran en el manejo emocional de los vínculos. Al final de la cuenta progresiva, mucho de quien fuimos estará definido por cómo fuimos con los demás. En su libro La felicidad de las naciones, la socióloga argentina Marita Carballo reseña que, a nivel mundial, los parámetros de felicidad declarada de las personas están altamente conectados con la calidad de sus vínculos, en particular con sus seres queridos y familiares. La amistad y la familia crecen en la mayoría de los países como factor de felicidad, por encima del ingreso material. La soledad, no por elección propia sino como circunstancia no elegida, surge como un gran impedimento para la felicidad. Es de destacar que muchos de los entrevistados señalan que las palabras que mejor sintetizan su idea de ser felices son: familia, paz y tranquilidad. Somos seres fuertemente sociales. La mayoría prefiere estar en compañía la mayor parte del tiempo; la amistad y la pareja parecen hacer más felices a las personas. De los testimonios recabados concluimos que, en gran medida, nuestros lazos sociales terminan por definir nuestra identidad (suelo decir que nuestro entorno nos define) y dan sentido a nuestra vida. Un estudio recientemente presentado en la Universidad Católica Argentina consigna que el 84,6% de los ciudadanos mayores de 60 años, residentes en ese país, se define como una persona feliz. Para llegar a tal conclusión se analizaron las respuestas de unos seis mil individuos, sobre un universo de seis millones de mayores de 60 años. A juzgar 40
por los resultados, el proceso de envejecimiento no tiene una incidencia tan directa como se sospechaba en el aumento del nivel de infelicidad. Los investigadores concluyeron que en la franja etaria superior a esa edad hay apenas un 8% más de personas infelices que entre quienes tienen entre 18 y 35 años. Según el estudio, a medida que pasan los años no necesariamente seremos más felices, pero en cambio alcanzaremos mayor paz espiritual. Si bien es una etapa de la vida en la que puede incrementarse, en un determinado momento, un sentimiento de infelicidad, atravesada la crisis, el sentimiento se desacelera y se empieza a ser feliz de otra manera. En el estudio, casi el 84% de las personas mayores de sesenta años declara sentir paz espiritual, una especie de bonus que sólo parece conseguirse con el tiempo. Son importantes los recursos afectivos, de salud, psicológicos y económicos para salir al encuentro de la felicidad. La felicidad en la edad adulta se relaciona mayormente con quién y dónde se viva. El informe asevera que vivir con alguien generalmente aleja a uno de la infelicidad. De todos modos, a esa altura de la vida lo ideal es vivir con quien se elige como compañero o compañera, y no así con hijos o con nietos. Es increíble que, aun con estados de salud críticos, una de cada dos personas mayores se consideró como alguien muy feliz. Es estimulante confirmar que el paso del tiempo es generoso con quienes han buscado durante toda su vida el bienestar espiritual. Cada vez más, las investigaciones enfatizan la importancia de nuestra «inteligencia social», es decir, nuestra capacidad para relacionarnos como elemento determinante para una vida en plenitud. Paradójicamente, nuestra capacidad para encontrar momentos en los que podamos estar muy bien a solas con nosotros mismos permitirá mejores momentos en compañía de los otros. La tendencia a quejarnos debilita y aleja nuestras chances de «lubricar» relaciones saludables. Por el contrario, si somos proclives a actos de gratitud consciente, seremos capaces de «aceitar» nuestros vínculos. Nuestra autoinsatisfacción boicotea en gran medida la posibilidad de encontrar satisfacción en el contacto con los otros. La incapacidad para aceptar al «uno mismo» es simétrica a nuestra aceptación de los otros. Vemos a los demás según como nos vemos a nosotros mismos. Quien se desprecia tiende a hacerlo con los otros o, en todo caso, termina por sobrestimarlos, como producto de su baja autoestima. Despreciar o sobrestimar a los demás no generará vínculos saludables ni con uno ni con el prójimo. Nuestro nivel de aceptación es una medida del nivel de aceptación de y hacia los demás. Podemos trabajar en aquellos aspectos que conocemos, que nos avergüenzan, nos atemorizan y nos quitan confianza, para de ese modo temer menos y confiar más en otras personas. Esta es la secuencia: entrego, confío, acepto y agradezco. El Ho’oponopono, sistema hawaiano destinado a despejar la mente de los bloqueos que impiden cumplir nuestros deseos, nos enseña que, siendo conscientes de nuestro proceso de limpieza y conexión con la divinidad, podemos limpiar de nuestro subconsciente aquellos datos que interfieren nuestra conexión con nosotros, los otros y Dios. 41
La vida es un regalo que Dios nos ha hecho y que debemos aprovechar para rescatarnos a nosotros mismos y convertirnos en lo que somos en realidad. Mucho más que un cuerpo físico, mucho más que nuestros pensamientos, no somos este cuerpo, sino que tenemos este cuerpo. El «infierno somos nosotros» cuando no podemos ser nosotros mismos. Sin embargo, cuando limpiamos traumas, hábitos dañinos y conductas desvalidas arraigadas, pasamos a recibir la «información», ya no de nosotros (el subconsciente) sino de la fuente divina, tal como lo define el doctor Hew, uno de los grandes difusores del Ho’oponopono. Esto significa que podemos actuar y vincularnos con los demás procediendo de nuestros datos, que no son otra cosa que nuestros prejuicios y apegos, la llamada experiencia de vida, o podemos ir a buscar información pura acerca de cómo obrar desde la divinidad. La limpieza nos vuelve a cero, desaprendemos lo innecesario para aprender lo necesario. El infierno ya no son los otros ni nosotros. Empezamos a conectar con la gente adecuada y el lugar apropiado para la concreción de la misión que nos ha sido asignada en la cuenta progresiva. Es decir que lo que termina por suceder es un alineamiento con el plan que la divinidad tiene para uno. Lao-Tsé así lo sintetizó: «Si quieres ser experto en conocimiento recibe información constantemente, pero si quieres ser sabio, lo que necesitas es dejar ir la información constantemente». Hoy mismo podemos empezar la «limpieza»: perdón, por favor, lo siento, gracias. No olvidemos la impecabilidad de las palabras, lo que decimos resuena en el universo y vuelve potenciado. Volvemos al doctor Hew: «Tenemos mucha basura acumulada, pesa una hipoteca sobre nuestras almas; arrojando la basura, levantamos la hipoteca». El infierno no son los otros o, en todo caso, es mucho menos posible que lo sean cuando convivimos en paz. William Shakespeare expresó: «El origen del problema siempre es uno mismo». Lo que percibimos de los otros es consecuencia, en gran medida, de la data que nos dispara el subconsciente. Sin embargo, la inspiración procede del espíritu y sólo llega cuando vaciamos la «data», cuando dejamos la página en blanco. Aquello que en física cuántica denominan «fuerza fantástica de la nada». Del vacío surgen la inspiración, la iluminación, el origen de la luz. La inspiración permite que hagamos aquello que de otra manera no se nos hubiera ocurrido hacerlo.
Cuando creemos que el problema es el otro Comparto con el lector un párrafo de Kryon. Los vientos del cambio, de Marina Mecheva: «Cada vez que piensas en una situación que involucre a otra persona le estás entregando la conciencia a esto. La solución es mantener la conciencia adentro y trabajar desde ti. Esto es lo que cambia a los demás, es la manera silenciosa en que trabaja la energía. La realidad es sólo una extensión de quien tú eres, cuanto más de tu yo superior 42
sea parte de tu mundo, las extensiones empezarán a mostrarte diferentes proyecciones. La realidad no es lo que aparenta ser, es energía en movimiento que cambia permanentemente y es definida continuamente por el observador interior». En cierta ocasión me escribieron en un papelito una frase que llevo conmigo y que te recomiendo que utilices cuando estés en conflicto con otra persona. Se trata de ordenar y decretar, por el poder de tu voluntad, cortar todo lazo emocional con esa persona, devolverle su energía y recuperar uno nuestra energía original. En la cuenta progresiva podemos trabajar para evitar conflictos innecesarios y entender que nada es personal. En El combustible espiritual decíamos que finalmente las cosas no son entre las personas, sino entre Dios y cada uno de nosotros. En muchos casos, solemos considerar las conductas de los demás como ataques hacia nosotros, aunque no lo sean. Somos susceptibles en exceso a los dichos de los otros, pero no mostramos igual sensibilidad en aquello que les decimos. Francesc Miralles explica, en su sección de psicología de El País Semanal, que nos ofendemos al presuponer que el otro debe tener nuestro patrón de conducta y sacamos conclusiones apresuradas, generalmente erradas, que nos llevan al conflicto. Prosigue Miralles: «El ofendido se asume en un papel de víctima con la consiguiente merma de autoestima que esto implica, a partir de la idea de que aquello que ha pasado ha sido intencional para humillarme». De ahí al deseo de venganza por el daño recibido, o al «silencio castigador», suele haber apenas un paso. Entendamos que los otros no son como nosotros, por lo que no actuarán como actuaríamos nosotros. Es el ego el que nos hace vivir pendientes de la valoración ajena, pero mucho más de la desvalorización que los otros puedan hacernos. Miguel Ruiz, autor del magnífico libro Los cuatro acuerdos, basado en la sabiduría tolteca, nos dice: «No te tomes nada personalmente, nada de lo que los demás hacen es por ti, lo hacen por ellos mismos. Todos vivimos en nuestra propia mente, los demás están en un mundo completamente distinto de aquel en el que vive cada uno de nosotros». No tomar nada a título personal implica poder ser quien elija manejar mis emociones. De esta manera nos permitiremos ser menos rencorosos, celosos y envidiosos. Una cosa es querernos y aceptarnos, y otra muy distinta concedernos una «importancia personal» de tal magnitud que nuestro egocentrismo nos lleve a pensar que el otro vive pendiente de cómo lograr ofendernos.
«La vida es sueño» Admito que, en mi vida, el «no ofenderme» es una de las tantas cuestiones en las que debo trabajar, al igual que la excesiva preocupación y ansiedad que me genera anticiparme, indebida y angustiosamente, a hechos que ni siquiera sé si tendrán lugar. Esta actitud suele provocarnos diversos trastornos. Uno de ellos es el insomnio. Cuando dormimos, rejuvenecemos el alma. Y la devolvemos a un sitio separado 43
de las preocupaciones materiales. Así es como el alma puede volver renovada para un nuevo día, cuando por las preocupaciones y temores no le cedemos nuestra alma a Dios para que la purifique. Más que perder horas de sueño, en realidad nos estamos privando de la posibilidad de renovar el alma. Al despertar no solo lo hacemos físicamente, sino espiritualmente. Los primeros minutos del día marcan la hora del elixir. Con el alma libre de impurezas, nos encontramos en el momento adecuado en territorio fértil para la práctica espiritual que marcará la impronta del día. Cuando dormimos, logramos una relajación involuntaria de la energía de nuestros nervios. Cuando morimos existe una total relajación, la energía se aleja del cuerpo. En la antigua India se analizaba la muerte como el retiro de la electricidad vital de la lámpara de carne humana, cuyos cables de nervios sensoriales y motores conducen a los diferentes canales de expresión externa. Así lo describieron los rishis, que, en el marco del hinduismo, es la denominación que se les da a los grandes sabios de la antigüedad védica. Durante el sueño, la mente consciente deja de operar, la corriente se retira temporalmente de los nervios. Paramahansa Yogananda nos enseña que hace muchos siglos los sabios hindúes describieron las técnicas que en primer lugar nos permiten enseñar a estar conscientes durante el sueño, y luego a ser capaces de crear sueños voluntariamente. Mediante prácticas de relajación se puede alcanzar voluntariamente el mismo estado de desconexión durante el estado de vigilia. Dormir es entregarle a Dios el tiempo que nuestra alma necesita para su reparación. Al dormir le damos más vida a la vida pero, a la vez, ensayamos la muerte. Esto no debe aterrarnos. El cineasta Alejandro Jodorowsky se preguntó: «¿Qué es un muerto? Un muerto es una jaula de donde el ave se ha ido». Dejemos partir cada noche a nuestra «ave», nuestra alma. Al dormir, la liberamos de la prisión del cuerpo y, al despertar, regresa gozosa a acompañarnos para un nuevo día. No solamente al conciliar el sueño podemos lograr la relajación de nuestros nervios. En las próximas líneas nos dedicaremos a una de las prácticas que nos ayudarán a lograrlo.
«Respirar, respiramos todos, pero…» Cada mañana podemos dedicarle unos minutos a alguna técnica básica de respiración consciente. Los maestros de la India denominaron Prana a la fuerza misteriosa que se halla en el aire como elemento vital. Es una energía que algunos describían como «pequeñas chispas de luz». Respirar de manera consciente esas chispas va generando una paulatina y magnífica transformación en nuestro ser. Las chispas de luz son sanadoras, equilibradas y transmutadoras de energías no armónicas. Respirar, respiramos todos, pero a la respiración autómata e inconsciente podemos sumarle la inhalación y la exhalación en forma voluntaria. De esta forma, 44
podremos eliminar, al exhalar, residuos de oxígeno de los pulmones y, al inhalar, energizarlos por medio del aire que recibimos. La energía contenida en el aire que retenemos por unos segundos se va distribuyendo armoniosamente en nuestro organismo. Diversas son las técnicas de respiración, pero el proceso elemental con el que podemos iniciar cada día consiste en hacer una profunda inhalación (recibir inspiración al inspirar, recibir a Dios) y una profunda exhalación (entregarse a Dios), y eliminar el aire residual. Los especialistas proponen que la técnica respiratoria constituya un proceso lento y profundo que no exceda las doce inhalaciones por minuto. La respiración consciente y programada es de gran ayuda para equilibrar nuestro cuerpo energético y evitar desequilibrios que se puedan manifestar a nivel físico. Estas alteraciones en nuestro organismo se localizan previamente en chakras y auras. La llamada sanación pránica se basa en la ley de autorrecuperación, que hace que el cuerpo sea capaz de sanarse, y en la ley de Fuerza de Vida, que se sostiene en la necesidad del cuerpo físico de tener Prana, Chi, energía vital que hace posible que viva. Podemos mejorar el proceso de sanación en la medida en que aumentemos la energía vital en la parte o las partes afectadas. Los problemas físicos, emocionales o mentales son manifestaciones de las alteraciones del cuerpo energético. Respiración, meditación, relajación, autoevaluación y concientización son herramientas fundamentales para que el cuerpo pueda sanar, porque nos permiten eliminar la energía estancada que, una vez liberada, se transforma en energía vital. Un ejercicio simple de respiración que nos da «aire» para salir del «ahogo». En Vuelve a ser quien eres, el rabino Dovber Pinson sostiene que la respiración nos permite profundizar nuestra conciencia de creación continua. Con cada exhalación, nos vaciamos de nuestro viejo estado de existencia, mientras que con cada inhalación nos llenamos de un nuevo estado de existencia. «La pausa momentánea entre cada segmento de la respiración es la calma refrescante de la nada. Observar y contemplar de esta manera el proceso de respiración nos permite volver a despertar nuestra fuerza vital, aumentar nuestra creatividad y revelar la hermosa posibilidad de comenzar de nuevo», reafirma. Cada vez que respiramos, renovamos el milagro de la vida. Cada vez que respiramos conscientemente somos testigos de ese milagro.
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6 Un día en la vida Hace algunos años, un amigo me regaló una guía que lleva como título El ritual de la felicidad, que sintetiza, en quince consejos, aquellas acciones que día a día pueden llevarnos al puerto de la felicidad. Me he permitido, en cada caso, aportarle una visión espiritual. 1. Levántate temprano. No es ociosa la sugerencia: el amanecer, las primeras horas del día marcan el tiempo de mayor fertilidad para el alma purificada tras el descanso. 2. Visualiza tu día. Al comenzar la jornada, podemos marcar la impronta del día por venir y proyectar nuestra energía renovada hacia lo que viene. En gran medida, sería la manera en que empezamos el día y cómo lo terminamos. 3. Quiérete mucho. Como hijos de Dios, sería sumamente reprochable no querernos a nosotros mismos como él nos quiere. Nuestra capacidad de querernos se proyectará hacia nuestra capacidad de querer a los demás. 4. Come sano y variado. El alma necesita un templo bien cuidado, un cuerpo bien alimentado que pueda complementarla. Alimentar solo el alma, y no el cuerpo, implica alimentar a la mitad de la persona. 5. Persigue tus sueños. Ir detrás de nuestros propios deseos y desarrollar nuestra misión es, en definitiva, la aventura que emprendemos cada día. Perseguir sueños ajenos es una buena receta para derrochar el día. 6. Medita a diario. Quien medita da «existencia al alma», un alma que no se manifiesta es símbolo de un ser que no se expresa. 7. Crea hábitos saludables. El hábito puede convertirte en amo o en esclavo. Somos amos de nuestros hábitos saludables y acciones acertadas. Si por fortuna las tendemos a repetir, fortaleceremos el músculo de la voluntad y con el tiempo podremos llevar a cabo buenas acciones naturalmente y sin esfuerzos. 8. Regálate tiempo. La excusa de la falta de tiempo siempre está a mano, independientemente de cuán ocupados estemos. Podemos «robarnos» minutos de gratificación que, paradójicamente, no serán una pérdida, y que nos ayudarán a optimizar nuestro tiempo de mejor manera que cuando nos negamos a perderlo. 9. Rodéate de tus seres queridos. Este consejo tiene innegable relación con el anterior. Independientemente de nuestras obligaciones, buscar la oportunidad de encontrarnos con quienes queremos más y quienes más nos quieren es de enorme importancia para «reforzarnos» de afecto, y luego poder retomar la tarea. 46
10. Sonríe. Las sonrisas que día a día les brindamos a aquellos con quienes oportunamente nos cruzamos son las muecas de Dios, que busca complacernos y, por medio de nuestra actitud, complacer a los demás. Cada vez que complacemos al prójimo estamos complaciendo a Dios. 11. Cree en ti. Creer en uno mismo nos permite crear; fuimos creados por quien cree en nosotros. No hay razones para no creer en uno mismo, cuando se es uno mismo. El falso ser no merece, dada su condición, credibilidad alguna, mientras que el ser real es la verdad y su credibilidad es absoluta. 12. Aprende algo nuevo. Empezamos a generar hábitos en nuestra mente desde los tres años de edad. Y que estas conductas se den en forma reiterada no implica necesariamente que sean aconsejables. Una actitud flexible que no sea esclava de la experiencia de vida nos brindará nuevas y mejores sensaciones. Observar con nuevos ojos y renovar nuestros conocimientos harán de nuestra vida una verdadera cuenta progresiva. En un mundo cambiante, la fuerza que no sea elástica se tornará frágil. Lo nuevo y lo bueno siempre están por venir. 13. Da, recibe y agradece. Todo lo que podemos dar es lo que hemos recibido. Dar y recibir se fusionan en el mismo momento en que hacemos cualquiera de las dos acciones. Podemos dar aquello que nos ha sido dado, volver a recibir para agradecer y volver a dar. Todo lo que viene a nosotros tiene el propósito de ser recibido, agradecido y reintegrado. Es un destino circular que no deberíamos detener. 14. Haz lo que amas y ama lo que haces. La vida es algo más que hacer lo que se puede, como sucede con la rutina. Si nos enfocamos en lo que hacemos, podemos hacer cosas ordinarias de manera extraordinaria. La vocación, amar lo que uno hace, junto con el don que nos han concedido para hacerlo, te permitirán hacer lo que ames. 15. Celebra tus logros. El hecho de no jactarnos por desarrollar habilidades y, en consecuencia, concretar conquistas no implica dejar de celebrar los avances que, gracias a Dios y a nuestro esfuerzo, podamos alcanzar. El hombre es socio de Dios en la realización de sus metas. Agradece a tu socio la gracia divina, pero no olvides valorar el empeño que pusiste en cada logro.
Probá el camino espiritual La espiritualidad es una gran aliada para aquellos que pretendemos vivir en plenitud. Cotidianamente elegimos entre la integridad que requiere el ser y la fragmentación que propone el ego. El ego es separación, una imagen estática que no revela genuinamente quiénes somos, porque no somos nuestro ego. Dice el rabino Dovber Pinson: «El ego es una experiencia y no quien la experimenta». El ego querrá convencerte de que la vida es una cuenta regresiva; cuando el ser se alinea con el humano, el ego queda descartado. Es cierto que los hombres aspiramos a la longevidad. Sin embargo, no nos servirá de mucho si la vida se toma como un tiempo de descuento, en el que unos años más solo 47
servirán para demorar el encuentro con la muerte. La longevidad es una bendición si podemos vivirla centrados en disfrutarla y no obsesionados en lo que suceda después. Longevidad en el mundo espiritual no significa agregar una vela cada año a la torta. En su enseñanza de Teshuva, la religión judía considera el presente (el hoy) como el día en que has nacido, como el primer día de tu vida. Vive cada momento como una nueva creación, una nueva realidad. Afortunadamente, la esperanza de vida ha crecido en el último siglo. Aun así, no debemos olvidar «honrar la vida», ni tampoco ponerle «vida a los años». No es casual que sea Japón el país del mundo con mayor expectativa de vida, siendo el promedio de 86 años. Claramente, esto no se debe exclusivamente al consumo de algas, pescados crudos o ceremonias de té. Estamos hablando de un país con una sociedad de ego colectivo diluido, en la que el anciano es considerado un sabio y no un viejo decrépito, una carga con fecha de vencimiento. Más adelante repasaremos la filosofía japonesa que hace posible esta forma de vida tan admirable, espiritualmente hablando. Vivir más años es tener mayores posibilidades para aprender y evolucionar. Envejecer se torna inevitable, evolucionar es opcional. La vida es una cuenta progresiva cuando comprendemos que el alma desciende a este ámbito de existencia y se inviste en un cuerpo tan solo para experimentar el maravilloso fenómeno de crecimiento, evolución y refinamiento humano. Vivir inconscientemente de manera autómata nos lleva a recrear la «ruedita giratoria» del hámster, donde el pasado gira afectando el presente y este sigue rodando, prediciendo el mismo futuro.
«Cambio, cambio» En las esquinas del centro de la ciudad de Buenos Aires se escucha a los «arbolitos» vociferar «cambio, cambio». Se trata de vidriosos vendedores de divisas; a metros se observan oficinas y marquesinas de sociedades de bolsa que se dedican a la compra y venta de acciones. Curiosamente, la combinación de ambos hechos puede transformar nuestras vidas. No me estoy refiriendo a la economía, sino a un cambio en nuestras acciones, que nos devolvería a la senda. Muchas veces los cambios generan, primero, rechazo, luego enojo y finalmente, resignación. Sin embargo, en el mundo espiritual los cambios son el lubricante de nuestro crecimiento. En más de una ocasión nos resistimos a cambiar y a hacernos cargo de la necesidad de modificar nuestras vidas y, ante nuestro temor, la vida se termina haciendo cargo. Lo lamentable es que en muchas ocasiones esto sucede cuando ya parece ser demasiado tarde. En Vuelve a ser quien eres, Dovber Pinson sostiene: «Cuando uno desvía el rumbo, 48
la vía más efectiva de retorno suele ser, a menudo, una ruta verdaderamente nueva en la búsqueda de transformación. Al principio será necesario modificar la perspectiva y no lidiar con aquello que nos llevó fuera de curso. Debemos encontrar un nuevo centro de atención y a veces opuesto, con el fin de avanzar. Redireccionar nuestra atención hacia otros genera sentimientos de productividad y vitalidad. Esta es la llave del calabozo del ego, en la búsqueda del autodescubrimiento, el camino de regreso a casa puede ser diametralmente opuesto al camino que nos llevó al aislamiento». Nuestras acciones son la línea troquelada del camino que llevamos adelante. En El combustible espiritual decíamos que la vida suele asemejarse a la Bolsa de Comercio, donde, más allá de ciclos y vaivenes, las buenas acciones siempre rinden buenos dividendos. Cada vez que actuamos, podemos enfocarnos en la acción y no en sus resultados. La recompensa a la buena acción es la buena acción en sí misma. Son las buenas acciones las que nos mantienen en sincronía con el propósito interior. Dicho de otro modo, es la buena acción la que nos conecta con «la fuente» que la origina genuinamente. Llamamos «la fuente» al lugar donde nosotros tomamos, como «recipientes», un baño de divinidad. Por el contrario, nuestros comportamientos necios son los que nos alejan de la fuente de la sabiduría. Cuenta Borja Vilaseca, autor español de libros como Encantado de conocerme y Qué harías si no tuvieras miedo, la historia de un importante catedrático universitario que oyó hablar de un sabio que había llegado a la ciudad para impartir cursos de autoconocimiento. Harto de escuchar que las personas hablaban sobre lo novedoso de sus enseñanzas, el catedrático de mente científica consideró que se trataba de un engaño destinado a gente desesperada. Por tal razón, acordó una cita con aquel sabio y lo conminó de manera soberbia a que en diez minutos le resumiera sus enseñanzas. El sabio le pidió que, primero, lo invitara a beber una taza de té. Inmediatamente, comenzó a llenar la taza del catedrático hasta que la infusión la desbordó y se derramó sobre la mesa. Lógicamente molesto, el erudito lo increpó: «¿No ves lo que haces? ¡La taza de té está llena, no cabe nada más en ella!». Sin perder la calma, el sabio le respondió: «Por supuesto que lo veo, y de igual modo veo que tu mente está demasiado llena de prejuicios. A menos que la vacíes un poco, no podré enseñarte nada nuevo». Como el erudito de esta historia, podemos actuar como muros, cuando nuestros actos y pensamientos son cerrados y transformamos nuestras mentes en paredones infranqueables. Sin embargo, nuestros pensamientos y acciones virtuosas nos convierten en una gran puerta abierta que nos hace permeables a la llegada de la sabiduría, convirtiéndonos en recipientes. Dios puede ser hallado en todo lugar. Somos nosotros como seres humanos los que sentiremos la presencia divina donde sea que la dejemos entrar, al ser puertas y no muros. Al desalinearnos, levantamos barreras y reforzamos la idea de separación que nos ofrece el ego. No olvidemos que este es un gran «piquetero» o cortador de caminos que conducen a la sabiduría. 49
En el mundo de la política observamos a supuestos líderes que cometen y profundizan actos desacertados e injustos y, lejos de querer mostrarse equivocados, aparentan ser cada vez más poderosos. La realidad es que el complejo de inferioridad, arraigado en determinadas personas desde la infancia, los hace sentir poderosos, aun cuando lleven a cabo las peores acciones. El poder genuino no es lo mismo que la fuerza, cuyo uso para la realización de acciones coercitivas es síntoma de impotencia y de pobreza de espíritu. Al actuar así, mostramos que en nuestro fuero íntimo somos débiles y muy inseguros, por lo que demandamos ser servidos, obedecidos y, en el caso puntual de esos «líderes», ser temidos y reconocidos en exceso. No en vano en sus países suelen ser objeto del culto a la personalidad. El culto a la personalidad es directamente proporcional a la forma en que el líder hace de su personalidad un culto. A lo largo de la historia hemos observado muchos ejemplos de este tipo de individuos, poseedores de un bajísimo nivel de autoestima, de una necesidad narcisista de compensar ese amor que no recibieron o que en todo caso consideraron escaso. Ese faltante los lleva a un deseo incesante de conquista de logros, que nunca les resultan suficientes. Se recurre a la fuerza para tornarse poderoso sin otra intención que dominar la voluntad ajena para, de esa manera, poder someterla a la propia. Hablamos de la existencia de una necesidad neurótica de ser venerado. Se trata de conductas propias de los intolerantes, que intentan, con su accionar, tapar u ocultar el hecho de que en su interior no son capaces de tolerarse a sí mismos. Es necesario entender que el poder auténtico es el poder sobre nosotros y no sobre los otros. Del aeropuerto de la impotencia despegan los aviones que nos llevan a la omnipotencia. Se da un proceso en el cual hay una imperiosa demanda del ego por controlarlo todo y por acumular más y más riquezas, y más y más influencias. Aun así, y más allá de lo acumulado y de lo controlado, estas personas viven constantemente con miedo a perder y a fracasar. Dice el rabino Dovber Pinson: «Las personas verdaderamente poderosas imitan al creador al tolerar y apoyar la abundante diversidad de la creación». Las conductas egocéntricas van a contramano del universo, que fue diseñado para que actuemos de forma interdependiente, colaborando cada uno de nosotros con su energía, en una virtual sinfonía de la concreción de la voluntad de Dios. Las fuerzas egocéntricas nos desvían del gran coro, nuestras acciones pasan a ser como notas disonantes, que no nos permiten armonizar con la totalidad de la existencia. Son las acciones las que dibujan gran parte de nuestro destino. Procedemos a autoengañarnos cuando actuamos en disidencia con la voluntad divina. Nos estamos robando a nosotros mismos tajadas de nuestro rico potencial. En la cuenta progresiva, el tiempo es, de alguna manera, solo un parámetro de aprendizaje y evolución. Si bien nada es lineal, los años deben servir, aun con algún retroceso o estancamiento, para mejorarnos. Tal vez la medición más recomendable sea 50
la de ser conscientes de quiénes somos, cómo fuimos y quiénes podemos llegar a ser. Es bueno monitorear el potencial que nos ha sido dado y cuánto de él estamos aprovechando. Las personas más irresponsables e irreflexivas, de menor madurez emocional y escaso o nulo crecimiento espiritual suelen ser aquellas que no consideran el alcance y las consecuencias de sus acciones. La vida no puede ser una cuenta progresiva cuando, con el paso de los años, seguimos esclavizados con comportamientos nocivos y hábitos destructivos. Lamentamos resultados, repetimos recetas y seguimos sin analizar las razones o motivos que son hijas de nuestras conductas «momificadas». Al alejarnos con nuestras acciones de quienes somos, lógicamente generamos consecuencias. Los actos negativos nos van quitando oxígeno espiritual. Nuestros egoísmos nos van separando de lo que somos, dando lugar a nuevos deseos cada vez más egoístas, generando nuevos estímulos y nuevas insatisfacciones. La ley universal que mejor explica la secuencia y consecuencia de lo que hacemos es la ley de «causa y efecto». Cada acción produce un efecto, cada vibración que emana genera un efecto dominó en todo el universo. Así lo explica el rabino Dovber Pinson: «Las ondas que emiten nuestras acciones afectan cómo nos percibimos a nosotros mismos, cómo otros nos perciben y cómo ellos eligen interactuar con nosotros». Un ejemplo: las expresiones de enojo que emitimos hacia otros nos envuelven en un aura negativa y, de esa manera, dejamos sentadas las condiciones para que nos respondan de manera desagradable. Una persona crónicamente enojada produce antipatía en los demás y termina odiándose a sí misma. Cuando escogemos ver lo bueno en los demás y lo acompañamos de acciones que emiten ondas de bondad, estamos creando un ambiente cargado positivamente, destinado a aumentar el amor y los buenos sentimientos. Si observamos la realidad como nuestra extensión, concluimos, como Pinson, que lo que proyectamos es lo que se torna nuestra realidad. Y vos, ¿qué película estás proyectando en el cine de tu vida? ¿Qué película te estás haciendo? En definitiva, ¿qué película estás viendo? Finalmente, las acciones no son otra cosa que decisiones. Se nos ha concedido el libre albedrío para decidir aquello que depende de nosotros. Mayormente somos dueños de nuestros «sí» y nuestros «no». Sometidos por el ego, solemos considerar a todos, y a todo en la vida, como una extensión de nosotros. En España suele decirse que tanta paz vives como dejas. La persona que somos se define por las elecciones que hacemos, las decisiones que tomamos y las acciones que emprendemos. Es natural llevar a cabo algunas actividades egocéntricas a la hora de buscar relativa seguridad, prosperidad y abundancia. Sin embargo, con el transcurrir de las décadas, llega el momento de «viajar» de la cabeza al corazón, y del ego al espíritu. Con los años, aquel ego dominante de nuestros tiempos más impulsivos puede, afortunadamente, diluirse y opacarse para que sea simplemente un vehículo útil de gran ayuda para la luminosidad del alma. Nuestro nivel de identificación con el ego es 51
parámetro del desarrollo, la evolución y la pureza que alcanzamos. Para entender mejor el concepto del ego o yo inferior podemos recordar que ha sido definido como el «alma animal», la que sólo actúa por instinto y carece de sutilezas y otro tipo de «búsqueda». Para continuar con la metáfora, podemos trabajar en la domesticación del ego o «alma animal», y ponerle incluso un bozal. Podemos evaluar la importancia y consecuencias de nuestras decisiones y analizar si, al menos las más significativas, estuvieron impulsadas por la necesidad de gratificación inmediata o si apuntaron hacia algo más trascendente. No se puede vivir dominado por el ego como único nivel posible de conciencia. Tan solo nos estaríamos orientando hacia formas básicas y superficiales de vida, como el conflicto y la confrontación, lo que nos quitaría importantes oportunidades de realización trascendente.
¿Lo hago o no lo hago? Todos hemos dudado a la hora de tomar decisiones importantes. En mi caso, a riesgo de perder dinero, hecho que me sucedió. Luego de un duro aprendizaje, decidí elegir la paz interior, la que me suele abandonar y a la que procuro recuperar tras haber actuado impulsivamente llevado por el ego. Esto no significa que necesariamente todo propósito interior nos lleve a la pérdida material, ni que todos los impulsos nos conduzcan a errores espirituales. Un termómetro para la toma de decisiones es el hecho de poder medirlas, mensurarlas. ¿Cuánta paz sentimos con la decisión tomada y el hecho consumado? Es genial sentir paz y alegría luego de haber tomado una determinación importante, poder experimentar la sensación de haber actuado con inspiración e intuición, sentir que hemos hecho lo que corresponde y que seremos correspondidos. Cuenta una historia que el científico Albert Einstein esbozó su gran teoría sobre la gravedad apoyándose, no tanto en los datos concretos, sino sobre todo en la intuición, partiendo, por decirlo de otro modo, del puerto del conocimiento al de la imaginación. Einstein tomó la decisión más importante, calificándola como «la idea más feliz de mi vida». Cuenta que estaba sentado en la oficina de patentes de Berna, en 1907, cuando de repente le sobrevino una idea: «Una persona en caída libre no siente su propio peso». Quedó sorprendido y esa sencilla idea fue la que le causó una profunda impresión y lo impulsó hacia una teoría de la gravitación. A diferencia de este magnífico hombre de ciencia, muchas veces decidimos por una acción que nos genera excitación y euforia pero que, sin embargo, algún tiempo después nos deja atrapados en una inquietante sensación de frustración y arrepentimiento. La fuente de nuestras acciones más importantes es nuestra «porción eterna», aquello que viene de Dios. No nos equivoquemos. Jesús supo explicarlo: no confundamos lo que es de Dios con lo que es del César. En este caso, podríamos decir: no confundamos lo que es de Dios con lo que es del ego. En muchas ocasiones, recurrimos a la fuente errónea y, aun siendo conscientes de que la decisión tomada no nos hace bien (y 52
contamos con cierto margen de tiempo para echarnos atrás), es el ego y sus distintas facetas las que nos fuerzan a no retroceder. Solemos cometer un doble error. Primero, le concedemos al ego el poder de nuestras decisiones. Y cuando dudamos de ellas, cometemos el segundo error, el de no volver sobre nuestros pasos porque el ego no lo permite. No hay una receta infalible para no equivocarnos en las decisiones que debemos tomar, pero ayuda el hecho de preguntarnos: ¿aquello que estamos por elegir es genuinamente lo que queremos?, ¿es funcional a un bien mayor?, ¿para la satisfacción de quién estoy haciendo esto? Se trata de preguntas que pueden orientarnos mucho. Pero si la duda persiste y el diálogo interno no cesa en su agobio, tenemos la posibilidad de volvernos más humildes y pedirle a Dios que nos envíe señales. Estas llegarán si les hacemos espacio, recordemos que, cuando la luz divina enciende nuestro interior, la oscuridad de la duda y el temor se disuelve inmediatamente. El ego no debe tomar partido en las decisiones más importantes de nuestras vidas, solo puede ser un mero auxiliar, nunca nuestro guía.
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7 Hagámonos cargo, la culpa no es de los demás Volvemos a la técnica de resolución de problemas denominada Ho’oponopono, que mencionamos capítulos atrás, la que nos enseña a limpiarnos por dentro, tomando el total de la responsabilidad. La frase es: «El problema está en mí». Para crear un conflicto, al igual que para bailar tango, hacen falta siempre dos personas. Incluso cuando nos peleamos con nosotros mismos, e irrumpe la duda que corroe el diálogo interior. El problema está siempre en mí, pues yo soy parte del conflicto, participo en él sin ser la causa evidente. En mí hay una vibración que atrajo la perturbación. Corregimos errores y logramos detener los «discos» que hacemos sonar en nuestro interior. Pensémoslo así: en mi interior anida una parte que sabe qué es lo correcto y apropiado, por lo que puedo conectar con esa maravillosa fuente objetiva, ecuánime y verdadera. Una de las principales impulsoras del Ho’oponopono es Marta Katz, nacida en la Argentina y residente en Los Ángeles. En sus libros nos ayuda a comprender que podemos «volver a cero», a mantenernos más presentes, a tomar mayor conciencia de quiénes somos y, por sobre todas las cosas, que los otros y las circunstancias aparecen en nuestras vidas para darnos una oportunidad. Volver a cero es volver al vacío. Llega un momento en que estamos tan atiborrados por hábitos, creencias y comportamientos que resetearnos se torna imperioso. El ego nos hace testarudos, repetimos memorias arcaicas con la que nos identificamos, pero esa no es la realidad. Debemos hacer espacio a nuevas ideas y proceder al borrado de algunas memorias del disco rígido. Una vez más recordemos que, cuando vaciamos el recipiente, permitimos la llegada de la inspiración. No nos definimos por lo que hicimos alguna vez. Somos una trayectoria, no una anécdota. Somos lo que hacemos una y otra vez, somos nuestros hábitos y nuestras costumbres. Afortunadamente, podemos cambiar para ser mejores, modificando algunos de nuestros hábitos y algunas de nuestras costumbres. Para el ego, la culpa siempre es ajena, el otro siempre está equivocado. La necesidad de estar siempre en lo cierto nos quita energía. Al pretender tener razón todo el tiempo, lejos de lo que suponemos, nos hace equivocarnos con mayor frecuencia. Si ponemos nuestra fuerza en argumentaciones y prejuicios, no estamos abiertos a la recepción de inspiración, sabiduría e intuición. Cuando me desprendo de preconceptos y ya no me aferro a sentencias, creencias y juicios categóricos, me predispongo a reencontrarme con lo que soy. 54
Cada juicio, cada condena, cada queja no solo nos quita energía, nos conduce a la enfermedad y a la separación, cada acción armoniosa, sincera y compasiva nos lleva a la sanación y a la unidad. En su libro sobre Ho’oponopono, Ulrich Emil Duprée dice: «Cuando vuelvo a entrar en la armonía, participo activamente en el proceso de curación del mundo».
«Como nos llevamos con los otros, nos llevamos con Dios» Nuestras acciones marcan nuestras relaciones con los demás y con nosotros mismos. Cada acción que una persona realiza a lo largo de su vida crea un campo energético que se le queda adherido. Esa energía nos acompañará por siempre. De todos modos, podemos transformarla con mejores acciones y mejores relaciones. Podemos lograr, con un cambio interior, que la baja vibración del pasado se eleve y fluya positivamente hacia nuestro presente. Debemos empezar a observar ya el pasado sin culpas ni arrepentimientos, como un escalón de la vida que puede servirnos para elevarnos a una etapa de superación personal y espiritual. La forma en que nos relacionamos es también una oportunidad para vivir la vida como una cuenta progresiva. Podemos trabajar en lograr mejores relaciones y de esta forma retomar el equilibrio cósmico de nuestros vínculos con los demás y con Dios. Las relaciones basadas en acciones virtuosas son de gran utilidad para revertir las energías negativas y hacer más resplandeciente la luz divina que iluminará nuestro camino. Las buenas acciones constituyen la receta para rectificar desequilibrios cósmicos. Como maridos, esposas, amigos, padres, empleados, jefes o parientes siempre podemos mejorar nuestras actitudes y, con ello, nuestros vínculos y entorno. El perdón, la grandeza, aceptar errores y la admiración sincera hacia los demás se convierten en acciones rectificadoras. Los juicios duros, carentes de amor pueden ser transformados con una mirada compasiva, que permitirá aliviar traumas personales. ¿Por qué nos llevaríamos bien con Dios si nos llevamos mal con la mayoría de las personas? ¿Por qué deberíamos recibir de Dios y de los otros algo distinto de lo que brindamos y deseamos? ¿Por qué no respetar el equilibrio cósmico? ¿O acaso preferimos desequilibrarnos? Cada acción que llevamos a cabo en detrimento de los demás es espiritualmente destructiva y nos aleja de la mirada de Dios. Si ese es nuestro patrón de conducta, no debemos esperar más que oscuridad y energías negativas fluyendo hacia nosotros. Tenemos una enorme dificultad para entender que cuantos más sean los puntos de bondad en nuestro interior, mayores puntos de bondad encontraremos en los otros. Cultivar relaciones armoniosas y recordar que solo damos aquello que tenemos nos ayudará en la tarea. Somos mejores con los demás cuando somos conscientes de nuestra condición de almas interconectadas y de que en el intercambio retroalimentamos relaciones saludables. De eso se trata: ser felices y ayudar a otros a serlo. Finalmente, ser felices nos rodea 55
de felicidad. Todo termina siendo entre nosotros y Dios. Debemos entender que, así como nos llevemos con el prójimo, nos llevaremos con Dios. Porque nunca dejamos de ser instrumentos de Dios. Es muy importante entender la relevancia de nuestras elecciones a la hora de crear nuestro entorno voluntario. Las personas que elegimos terminan por definirnos; sí, nuestro entorno habla mucho de quiénes somos. A la hora de elegir nuestras compañías nos podemos equivocar y, si se convierte en un mecanismo sostenido, termina por enfermarnos. Las compañías que escogemos es un factor determinante. El desarrollo espiritual de las personas que nos rodean es de gran influencia para lo que seremos. Paramahansa Yogananda nos advierte que los aduladores no sirven. Es habitual que se trate de personas que sobreactúan sus elogios para compensar que, a nuestras espaldas, sean nuestros más despiadados críticos. Un entorno de personas moderadas y prudentes ayuda a no incurrir en descalificaciones ni juicios para los que generalmente no estamos preparados. Nuestro entorno voluntario no debería afectar nuestra paz interior. Si así sucediera, puede ser de gran ayuda cambiar las personas que solemos frecuentar. De todos modos, debemos analizar qué nos sucedería si cambiamos con frecuencia nuestro entorno, una parte importante de nuestras vidas. Seguramente, la dificultad no radique en ellos. Si debemos modificar constantemente nuestro grupo de amigos, nuestra pareja, nuestros socios, no debemos victimizarnos; tal vez lo que haya que cambiar es la forma como nos vinculamos. Más allá de nombres propios (hoy, María; mañana, Juan), lo cierto es que esto habla a las claras de la necesidad que tenemos de cambiar las formas en las que nos relacionamos y, por ende, la manera en que somos percibidos. Una de las conductas más desagradables en las que incurrimos es la de vivir haciendo notar los errores a los demás. Este accionar, puedo aseverarlo, le resulta muy tentador al ego. Sin embargo, cuando es a la inversa y es el otro el que tiene por costumbre describir nuestros errores, nuestro ego no se siente precisamente a gusto. Tampoco debemos hacer amistad con aquellos que, por su debilidad, tienden a creer que se fortalecen criticándonos en exceso, necesitados de reducir sus traumas y complejos.
SRI: somos una Sociedad de Responsabilidad Ilimitada Debemos comprender que cada uno de nosotros es el creador de lo que ocurre en su mente. El hecho de estar vivos trae aparejada una enorme responsabilidad. Dios nos ha enviado aquí con una misión. Nuestra primera responsabilidad es la de hacernos cargo y, con el correr de los años y con una mayor conciencia, trabajar en domar nuestra vida. En muchas ocasiones esa vida puede ser muy dura, sobre todo cuando consideramos que no hemos hecho nada para que así sea. En esos casos podemos pensar que, por más 56
doloroso que sea, Dios no nos pondría ningún obstáculo en nuestro camino sin darnos finalmente la capacidad de superarlo. De todos modos, aun así resulta inevitable el dolor por el que debemos atravesar. Dios toma nota de nuestros pesares y esfuerzos; a su vez, nosotros debemos tomar conciencia de la responsabilidad que nos cabe por nuestras acciones y omisiones. Es estimulante el solo hecho de pensar que lo que hacemos con sincero esfuerzo puede tener un efecto muy positivo en personas a las que conocemos y en otras a las que, aún sin llegar a ver o conocer, podremos ayudar. Espero que esto pueda sucederme con este libro, aunque no conozca a los lectores, aunque ellos no me conozcan a mí. Hasta el último segundo de la «cuenta progresiva» somos responsables de nuestra existencia. Dios es la existencia primera, y hasta el final de nuestros días somos canales de su expresión. Si estuviéramos aquí sin un propósito, solo por el hecho de estar, tal circunstancia nos ayudaría a no tomar responsabilidades. Ser responsables por nuestras vidas y respetuosos de la integridad de los otros no solo hace posible encontrar a Dios, sino que él nos encuentre a nosotros. Vivimos, esa es la forma que Dios escogió para que existamos, a cambio nos pide, pero no nos impone, que cada uno de nosotros haga de este mundo un lugar mejor, por medio de nuestros actos. El propósito que Dios supo darle a nuestra existencia es el de refinar y transformar este mundo material, y perfeccionarlo. No es casual que la presencia de Dios no sea «obvia»; precisamente es ahí donde radica la calidad de nuestras elecciones, elecciones de las que no somos títeres, sino titiriteros. Dios se muestra de manera sutil y nos deja un gran margen para que, merced al libre albedrío, optemos por no verlo. Percibir a Dios es un magnífico desafío, su presencia no nos es regalada. Dios crea al hombre sin la certeza de que el hombre crea en Dios, pero a su vez nos proporciona la libertad y las herramientas para que podamos experimentar su existencia. La vida como cuenta progresiva nos va proporcionando la experiencia que nos permita ir atravesando los distintos niveles de comprensión, que van de menor a mayor y nos acercan a la energía divina. Cuanto más progresamos —si el paso de los años no es en vano—, más nos estamos acercando y comprendiendo a Dios. No es a través del intelecto humano, no es a través del conocimiento, ni de la erudición como nos acercaremos a Dios; la sabiduría procede de la mente universal. Con la mente humana no alcanza, ya que es de percepción limitada; la mente humana es un peldaño más, previo pero no suficiente hacia y para la «elevación». Podemos pasar de la realidad humana y limitada a la realidad divina cuando la necesidad de unirnos a Dios, que surge de nuestros corazones, se une con nuestros pensamientos en ese sentido. Una vez que reconocemos la existencia de una realidad mucho más grande que nosotros, una realidad que nos trasciende y es extensión de la energía divina, admitimos que Dios está por encima y por adentro de todos los hombres. La cuenta progresiva nos permite ir de las capas inferiores de la compresión humana hacia las capas internas de nuestra unión con el creador. Así es como empezamos a vivir fusionando nuestra realidad con la realidad divina. De esta forma, podemos hacer de este 57
mundo un lugar para Dios, hermoso desafío para la humanidad. De acuerdo con lo que venimos hablando, comencemos a darle y a buscarle un sentido a todo lo que nos sucede; dejar de ser meras existencias humanas y revelarnos como una manifestación de lo divino. Si dejamos que la divinidad se manifieste en la tierra, este mundo material e imperfecto será la morada de Dios.
Yo tengo fe Algunos califican de irracional el hecho de creer en Dios y tener fe. Creer en la existencia superior y experimentar lo definitivo no nos aleja de la razón. Supo decir el rebe Menajem Mendel Schneerson: «La fe no es la ausencia de la razón, la fe es una habilidad por derecho propio». Precisamente, la fe acompañada de la razón nos ayuda a modelar nuestros impulsos egocéntricos y a reorientar nuestras acciones hacia Dios, no para ser menos sino para ser más. Prosigue el rebe: «La fe no es ingenuidad infantil, ni pereza intelectual, se trata de una fuerza positiva para el alma humana, es una facultad que reconoce verdades incomprensiblemente más grandes que nosotros y las acepta como reales y significativas». La fe y la razón se complementan tan maravillosamente como el cuerpo y el alma. La experiencia de Dios empieza en el hombre con la razón, en las capas inferiores de la comprensión, y sigue con la fe, en las capas superiores de conexión divina. Con la razón iniciamos el recorrido que nos puede llevar a Dios, con la fe completamos el tramo que nos conduce a él. La razón es un gran instrumento para vivir, la fe, una gran guía del porqué vivir. La fe y la razón son nuestros socios para una vida plena de sentido. Tener fe no implica quedarse de brazos cruzados y aceptar sin más todo lo que suceda. Dios ayuda al que se ayuda. Podemos mantener la fe sin perder la razón y obrar como corresponde sobre los hechos que nos inquietan; lo contrario no sería un acto de fe, sino de ingenuidad. No se deja de beber por comer y no se deja de comer por beber. Una y otra acción son necesarias, así como el cuerpo necesita el alimento para saciar el hambre, depende de la bebida para apagar la sed. Como el alimento no basta por sí solo, de igual modo pasa con la bebida. La fe necesita la gracia divina, pero si no es acompañada por nuestras acciones y nuestro esfuerzo no servirá de nada. No es aconsejable cultivar una fe ciega o la fe de la ignorancia. Sí, en cambio, podemos estimular la fe con la que vibramos cuando, conectados con nuestra esencia divina, sentimos que Dios finalmente hará aquello que sea funcional a su plan. Es la fe del conocimiento, del que sabe que no puede conocer a Dios. Eso es comprender, es mostrar humildad desde la razón y llegar a los umbrales de la fe, con el objetivo de alcanzar la verdad. La verdad está más allá de lo que conocemos. Por ello, es la razón la que, en última instancia, nos lleva a la fe.
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Las palabras de la fe, las oraciones Los poderes en la vida material son extremadamente limitados; cuando somos conscientes de esto, buscamos otros caminos. Una de esas búsquedas consiste en orar, como lo dice sabiamente Paramahansa Yogananda: «La oración es una orden del alma». Si Dios nos hizo a su imagen y semejanza, no debemos rogarle como mendigos, sino como hijos de un padre acaudalado. Si el poder del espíritu yace en el interior de cada uno de nosotros —somos seres espirituales—, nuestra tarea será desarrollar dicho poder en nuestro interior. Debemos aprender a pedir y a orar correctamente y no a mendigar: pidamos como hijos del padre celestial, con ese nivel de conciencia. Lo que podríamos definir como regla número uno, a la hora de rezar, es que «como nos vinculemos con Dios dependerán, en gran medida, las respuestas que obtengamos». En libros anteriores puse énfasis en mencionar que «Dios no habla en ego», por lo que tampoco «le responde» (al ego). Si nos vinculamos a Dios con ansiedad y nerviosismo no atraeremos su poder, si lo hacemos con serenidad aplicada a la fuerza de voluntad podemos atraer la respuesta de la existencia superior. Podemos orar serenamente y con la persistencia de nuestra propia voluntad, abrir las puertas al infinito, sometiendo esa voluntad a la voluntad de Dios. Es imprescindible orar por aquello que creemos posible, de lo que nos sentimos dignos merecedores. Rezar no es «tirarse un lance», rezar es elevar una plegaria a Dios, plegaria que ya hemos incorporado interiormente. En esas circunstancias, es emitir una orden del alma hacia el mismo interior desde donde ha partido, nuestra porción eterna. La oración y su respuesta deben ir en sintonía con nuestras acciones y pensamientos. Tomo una canción del último disco de Madonna, denominado «Rebel Heart»; la canción en cuestión se llama «Devil Pray» y allí dice: «Quita mis pecados, enséñame a rezar, perdida en la oscuridad, derriba estas paredes, nadando en el océano casi me ahogo, dame algo en qué creer, enséñame a rezar, podríamos consumir drogas, fumar hierba y beber whisky… pero siempre estaríamos perdidos sin un camino para volver a nuestro hogar». El hombre se conecta con Dios cuando su voluntad es tan fuerte que procede de Dios, es una misma voluntad la que nos conecta con el creador y la que genera en nosotros la necesidad de hacerlo. Nuestro poder para lograr objetivos yace en nuestra voluntad. Alinearla con la voluntad divina completa la tarea. El poder de las oraciones se incrementa con el tiempo, así como el concepto «cuenta progresiva». Rezamos una y otra vez, despejamos los pensamientos negativos y hacemos cada vez más efectivas nuestras oraciones. Vamos fortaleciendo nuestra voluntad, al igual que podemos fortalecer nuestros músculos en un gimnasio. La voluntad inalterable suele atraer, con el tiempo, la respuesta divina al pedido necesario. El hecho de aprender a estar a solas diariamente con nosotros mismos nos ayuda a trabajar en la concentración de nuestros pensamientos, nos prepara para orar mejor. Leemos en La búsqueda eterna que el pensar recogido y concentrado es la fábrica 59
interior que manufactura el éxito en todos los niveles. Es la mente la que nos entrena la voluntad. Es la fuerza de voluntad la que orienta nuestros pensamientos hacia nuestras metas, hacia la resolución de nuestros problemas. La palabra «problema» proviene del griego y remite a una tarea o a un punto de litigio. Su traducción literal es: «Los dioses nos tiran una piedra a los pies». El sentido es que lo hacen para hacernos crecer y no para hacernos enojar. Ulrich Emil Duprée dice que los problemas y las personas que consideramos hostiles son pruebas en las que debemos trabajar: «La vida consiste en una serie de pruebas que nos muestran dónde estamos». Es importante «cotizar» nuestras oraciones, medir la necesidad y la utilidad de aquello que consideramos valioso pedirle al cielo. No le pidamos a Dios lo que ni siquiera sabemos si deseamos profundamente. En mi caso, admito que suelo incurrir en una actitud excesivamente pasiva y reiterativa, «lo dejo en manos de Dios, me encomiendo a él», sin llevar adelante en muchas ocasiones, y de forma activa, el poder de mi voluntad. Sin embargo, termino por comprender que sin el poder de la voluntad no se obtienen resultados. Debemos hacer primero las cosas bien para que «Dios haga el bien». Si no somos una puerta abierta al poder infinito de Dios, no llegarán las respuestas desde el cielo. Ser receptivo a Dios es ser visible, salir de la oscuridad. Cuando oramos, debemos asegurarnos de que nuestro deseo o interés no sea egoísta, a contramano de los deseos genuinos de Dios o de la persona a la que incluimos en nuestra oración. Se suele decir (suele comprobarse) que la oración que se hace con determinación e intensidad nos conecta profundamente con Dios. Jamás debemos presumir del resultado o respuesta que hayamos logrado con las oraciones. Pretender demostrar el supuesto poder de nuestras plegarias ante los demás es la mejor receta de perder ese «poder», ahuyentando a Dios de nuestros «pedidos». No conectamos con Dios para ser más vanidosos, sino más humildes. ¿Por qué Dios vendría a nosotros si nosotros fuéramos a él solo para enriquecer nuestro ego? No pongamos a Dios a prueba. Cuando meditamos, rezamos o nos concentramos en un deseo o acción, no debemos distraernos poniendo nuestra mente en los resultados. Un buen ejercicio en el que todos podemos trabajar es el de mantener nuestra necesidad de Dios y hacer lo que podamos para satisfacerla. No es conveniente rezar ni meditar con un ojo cerrado, dejando el otro abierto para «espiar» lo que Dios nos envía. Hablando de ojos, dice Paramahansa Yogananda: «La puerta del cielo se encuentra en el entrecejo (tercer ojo) o centro de la conciencia crística, localizado en el cerebro, es el asiento de la voluntad». Al rezar o meditar, se recomienda concentrar la energía en ese espacio. Es importante no utilizar la fuerza de nuestra voluntad con un propósito errado. Cuando el propósito interno (voluntad divina) se alía con el propósito externo (deseo humano) la intención es la correcta. No reces pidiendo el mal, no desperdicies tu energía, no pierdas el poder de conexión de la oración. No debemos pedir aquello que no es 60
posible bajo ningún punto de vista, aquello que altera el orden natural de la vida y, como dijimos previamente, aquello que realmente no necesitamos. Al respecto nos sugiere Paramahansa: «Aprende a diferenciar entre necesidades necesarias e innecesarias». La satisfacción y el gozo que experimentamos al orar y pedir la cristalización de nuestros deseos legítimos es señal de que Dios escucha nuestro mensaje. Al rezar, seamos sinceros y directos y no nos desviemos de aquello que pedimos, enfoquémonos. La palabra enfocarse viene de la palabra foco. Imaginemos un foco de luz, pues bien, donde pongas luz a tus deseos estarás iluminando aquello que quieras que Dios haga realidad.
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8 Valorar la vida, vivirla, no morirla Nadie viene aquí en vano, cada hombre es una oportunidad. La esencia vital que nos permite vivir esta encarnación es rica en energía que no debe ser disipada innecesariamente y que nos permitirá vivir con salud física, vitalidad y desarrollo espiritual. Los sabios hindúes sostienen que, con condiciones favorables, sin despilfarro de la energía vital, con alimentación adecuada y un manejo adecuado de nuestras emociones y pensamientos, podemos vivir muchísimos años. La aventura comienza con la lucha del alma por entrar en un útero al momento de la concepción. Debemos considerarnos afortunados. En el mundo astral existen millones de almas que se esfuerzan por «retornar» a la tierra e ingresar en la célula formada por la unión del óvulo con el espermatozoide. El momento de la concepción es explicado por Paramahansa Yogananda con estas palabras: «Tanto los pecadores como los santos, a menos que hayan alcanzado la redención final, abrigan un intenso deseo de reencarnar en este mundo». Resulta paradójico. Nosotros, los seres encarnados, vamos maldiciendo en más de una ocasión y haciendo resonar en el universo la frase tóxica «me quiero morir», mientras que quienes desencarnaron pugnan por volver a encarnar. En el instante en que somos concebidos se produce un destello en el éter y con él, el milagro de la vida. Un alma se acaba de integrar al óvulo y el espermatozoide. Debemos luchar para ingresar en el útero materno. Tras lidiar con otras almas, fuimos finalmente vencedores de la primera batalla, tal vez la más difícil de nuestras vidas. No es casual que lleguemos al mundo llorando. Luego de esta ardua pelea, hemos sido «atrapados» por el mundo físico, material. Acabamos de dejar un cuerpo etéreo para adaptarnos forzosamente al espacio de una nueva encarnación, el «traje limitado». Se presume que en los nueve meses que pasamos en el vientre materno nos sentimos aprisionados y totalmente dependientes. Según los maestros hindúes, debemos considerar esos meses de la gestación como una especie de infierno o purgatorio. Lógicamente, en ese estado, la criatura quiere liberarse y el alma convive con el dilema de seguir el camino de regreso a la tierra o, por el contrario, volver a experimentar la libertad de no depender de ninguna forma física. Soy un agradecido padre de dos hijos, pero también, junto con mi esposa, hemos perdido dos embarazos, uno de ellos muy avanzado. Muchos años después, aún con dolor al momento de recordarlo y escribirlo, creo humildemente empezar a comprender que mi esposa tuvo en sus entrañas 62
a almas que optaron por experimentar la libertad de no depender de este mundo material. El hecho de que esas almas nos hayan elegido para esta experiencia no fue precisamente nada grato. Pero trajeron una enseñanza, una misión y un aprendizaje muy especial. El feto siente que su alma está confinada. Los yoguis cuentan que ocasionalmente pueden aparecer recuerdos de la vida pasada y en esas circunstancias el embrión se agita. A su manera, el alma parece decir que quiere salir, que ya ha peleado demasiado para integrarse a la concepción, y previamente, durante la gestación. Paramahansa Yogananda nos enseña que, cuando el feto desea salir intensamente del vientre materno, se produce el nacimiento. Y en el caso de niños prematuros, se trata de almas dotadas de una voluntad extremadamente fuerte, que no desean permanecer nueve meses dentro del cuerpo de su madre. Según afirman los santos, y no los obstetras, lloramos al nacer porque el alma recuerda sus encarnaciones anteriores y se resiste en ese instante a volver a la tierra. Al nacer y llorar, además, abrimos los pulmones e iniciamos nuestra dinámica respiratoria. Como ya hemos dicho en más de una ocasión, cuando inspiramos recibimos a Dios y cuando exhalamos nos entregamos a él. La inspiración es la conexión con el espíritu; en hebreo se llama Ruaj, es el aliento de vida, la esencia vital. El ser se nutre de Prana, la energía vital. El alma no llega con el nacimiento del bebé sino que lo acompaña desde su concepción. En los casos en que el alma abandona al embrión antes del nacimiento se produce una fuerte contradicción: la criatura nace muerta. Parecería no existir mayor paradoja que la de «nacer muerto». El aliento de vida que Dios puso en nuestras narices al nacer es lo que exhalaremos al partir. La primera inhalación del bebé pone fin al «infierno» del encierro, el temor y la resistencia de la vuelta al mundo físico se termina en ese instante. La respiración lo «devuelve» a la experiencia voluntaria de la existencia terrenal. Sin embargo, no perdemos el recuerdo que el alma guarda del pasado. Nuestro mayor temor, el miedo a la muerte, no viene de nuestra infancia, sino de otras muertes, de otras desencarnaciones. La vida es una cuenta progresiva que cuenta nuestro progreso espiritual y dónde avanzamos sin privarnos del dolor. Desde la concepción debemos luchar, y durante la gestación no cesamos de dudar. Sufrimos por las memorias de existencias previas y nos angustiamos por no poder liberar el alma. Verdaderamente, hemos combatido para estar nuevamente en la vida, nuestra presencia aquí tiene la marca de la intención divina, que pone a prueba nuestra capacidad de hacer, o no, de esta tierra una morada de Dios. No somos solo un cuerpo físico. La tarea más valiosa que podemos desarrollar es la de comprender la inmortalidad del alma, conectar con ella y aprender a controlar la mente. Nuestra existencia evoluciona cuando fortalecemos nuestra mente, progresamos en nuestras luchas y avanzamos en la comprensión de los propósitos que las dificultades traen aparejados. Nuestra existencia humana va desde el nacimiento hasta la muerte, 63
cuando transformamos nuestro estado del cuerpo en el estado del alma. No existen dos almas con iguales propósitos. Cada uno de nosotros irá progresando o no, de acuerdo con su rango de confort y desafíos. Como dijimos previamente, cada alma tiene su propósito, pero el universo ilimitado e interconectado hace posible que nuestra transformación personal repercuta cósmicamente y genere un efecto favorable en el mundo. La manera en que actuemos, sostiene el rabino Dovber Pinson, acrecienta o disminuye la presencia manifiesta de Dios en la tierra. Cuanto más amorosos sean nuestros comportamientos, mayor presencia de Dios notará el mundo. Tomar conciencia cotidiana del valor de la vida logrará que seamos más agradecidos y más espirituales. Las dificultades que experimentamos pueden ser de gran ayuda para vencer la resistencia del ego. Cuando padecemos, los obstáculos nos permiten contactar con la vivencia de lo trascendente. Los hechos dolorosos no nos hacen necesariamente felices, pero, ante su inevitable aparición, el camino espiritual termina siendo la mejor forma de transitarlos y trascenderlos. Frente a la soledad y la angustia que plantean algunas incertidumbres, surge en el hombre la necesidad de buscar algo más importante que su propia existencia, para tratar de entender lo que le sucede. En la mayoría de los casos, las situaciones más complejas nos vuelven más humildes. Cuando nos desprendemos de grandes dosis de arrogancia, el ego se diluye y se expande la manifestación de lo divino. En situaciones límite volvemos a cero; lo aprendido en demasía se «desaprende»; lo arraigado tiende a soltar raíces. Luego del desasosiego y el vacío, pegamos un nuevo estirón espiritual. No es necesario esperar que sobrevenga la tragedia, y mucho menos forzarla para dar lugar al famoso «clic». Rara vez, en situaciones de comodidad o de euforia, el hombre tiende a plantearse o replantearse cosas trascendentes. En tales circunstancias no suele ser consciente de su condición espiritual ni del hecho de poseer un alma inmortal. Nuestro desarrollo espiritual surge de las preguntas que nos formulamos y las respuestas que vamos recibiendo. Muchas veces, nos enfrentamos a las mismas preguntas una y otra vez. Nuestro progreso espiritual no es lineal: así como se fortalece nuestra fe, también se debilita. Eso no debe frustrarnos. El crecimiento toma forma de espiral, en la forma circular (espiral) cualquier movimiento que nos aleja del punto inicial, más allá de lo que podamos sentir, no deja de ser un movimiento hacia el punto de origen. No crecemos en vano. Enfrentamos la vida con mayor madurez, vamos elevando nuestro nivel de conciencia y comprendemos la inevitable secuencia por la cual, a la tensión, seguirá la resolución. Si bien cada alma vive su propia experiencia en función de un fin, Dios quiere para todas las almas lo mismo: evolución y transformación. No debemos caer en la trampa de separación que nos propone el ego; avanzamos en la cuenta progresiva cuando nos integramos al todo y a todos. Formamos parte de la interconexión del universo 64
cuando estamos interconectados, comprendemos que nuestras acciones alcanzan, afectan o benefician a los demás. Así, vamos avanzando en la cuenta progresiva. Muchas veces nos sentimos frenados; parece irrumpir alguna secuela del pasado y permanecemos en un estado que podríamos denominar «estado del aún», una etapa de transición. Sin embargo, si no nos rendimos, si no nos frustramos y si somos conscientes de que es un hecho superador, volveremos a percibir que estamos en camino y que ese estado abrirá paso al «estado del presente». Los sabios dicen que no hay brillo mayor que el que surge de la oscuridad. El camino al autoconocimiento, la ruta de la «cabeza al corazón» no es un camino rápido ni de fácil deslizamiento; el clima no es precisamente apacible. Muchos nubarrones y horas tormentosas aparecerán y se dispararán desde nuestro yo interior, hasta que lleguemos a nuestro despejado cielo interior. La recompensa es muy buena. Así lo sintetizaba el rabino Pinson en Vuelve a ser quien eres: «El despertar espiritual hace que el ser vuelva a su núcleo y suelte la fragmentación». Nótese que usa la palabra fragmentación, sinónimo de separación. Cuando el hombre suelta el ego (el ego es separación), vuelve a su esencia. Damos valor a la vida y apreciamos su valor intrínseco, advertidos de su propósito y de nuestro potencial. La travesía que cada uno realice se torna única e irrepetible, pero nuestro viaje puede ser una gran fuente de inspiración para los demás y el viaje de los demás, una gran fuente de inspiración para nosotros.
La próxima gran revolución: la evolución de la conciencia El precursor de toda transformación es el deseo: «no se cambia lo que se tolera». Cuando se alinean nuestros anhelos con los del creador, la evolución se pone en marcha. Según la Torah (Antiguo Testamento), Dios quiere que unifiquemos nuestro aspecto animal con el espiritual, de modo que se puedan complementar en un contexto de crecimiento. Existen muchas muestras de las facetas del comportamiento animal del hombre, lo que sigue es trabajar en la unificación con la faceta espiritual. Las acciones virtuosas, la autoevaluación, la meditación, la oración nos reconectan con nuestro aspecto espiritual. Es fundamental hacer una profunda tarea de autoconocimiento sincero acerca de nuestro potencial, expectativas, limitaciones y acerca de nuestro nivel de demanda de satisfacciones. Ser honestos con nosotros mismos a la hora de evaluar logros y frustraciones, ser capaces de admitir errores y de destacar los avances y cambios que hayamos hecho sobre nuestras conductas nocivas y arraigadas. Debemos preguntarnos si necesitamos aquello que deseamos, revisar qué nos está impulsando a determinadas búsquedas y, por último, si realmente estamos preparados espiritualmente para recibir aquello que ansiamos. Debemos practicar el difícil oficio de la ecuanimidad y desarrollar la capacidad de enfocarnos, de ser conscientes. Quien se conoce realmente tiende a ser más sencillo y 65
decide qué batallas debe emprender y cuáles son las ollas en las que deberá poner la cuchara. Se dice vulgarmente que uno sabe bien dónde le aprieta el zapato. No hay peor incomodidad que la de estar incómodo con uno mismo. La autoevaluación es el mejor camino para evitarlo. Elevar nuestro nivel de conciencia es mucho más revolucionario que elevar el tono de nuestras voces externas. La voz interior, en cambio, adquiere verdadera resonancia en el momento de cambio; el grito del silencio interior genera la real transformación.
Analízate Por más elemental que parezca, el hombre sigue intentando saciar su apetito espiritual con elementos materiales, como la ingesta desmedida de alcohol y comida, el consumo de drogas y otras adicciones. El intento que hacemos de llenar el vacío existencial con estos elementos nos deja más insatisfechos y desilusionados, nos sentimos más vacíos y se va profundizando «el agujero interior». Si el vacío que experimentamos no es de raíz material, nunca podrá ser cubierto con «cosas». El alma energiza al cuerpo, es energía espiritual que tan bien nos hace, y procede de un alma en calma. La calma del alma permite que nos relajemos, logrando vivir en el único tiempo que reconoce la conciencia: el presente. Cada vez que trabajamos en la tarea del autoconocimiento, sentimos conscientemente lo que nos sucede, inspira o atormenta. El alma «oye» nuestra introspección y también nos habla. La voz del alma lleva por nombre «intuición». Carl Gustav Jung, notable médico psiquiatra, psicólogo y ensayista suizo, sostenía que la intuición explora lo desconocido y adivina posibilidades que a veces no nos resultan evidentes. Cuando aplicamos la intuición, procesamos los hechos de manera dual. Ponemos a trabajar conjuntamente al consciente y al inconsciente, de modo tal que podemos saber mucho más de lo que creemos saber. Por lo general, ignoramos la «voz del alma» y silenciamos su maravilloso aporte, sobrestimando a la mente racional. La intuición puede ser nuestra gran aliada, lo que no implica que releguemos por completo el pensamiento racional. Más aún, nuestro sexto sentido se potencia complementado con el análisis racional, tal como lo hace el cuerpo con el alma, y la fe con la razón. Dice el neurólogo Antonio Damasio: «En lugar de oponerse, la emoción y la razón están profundamente relacionadas entre sí. Es necesario realizar primero un procesamiento racional para que a continuación sean nuestras emociones las que puedan acelerar la toma de decisiones, en forma de intuiciones, corazonadas o presentimientos». Podemos trabajar en el fortalecimiento de nuestra intuición, conectando con nuestras emociones, aquietando nuestra mente y aprendiendo a practicar la atención. Dice Francesc Miralles en su artículo «Tengo una corazonada», publicado por El País Semanal: «Es muy valioso incorporar el poder de la intuición a nuestra vida diaria, pero 66
no debemos obcecarnos hasta el punto de medirlo todo por estos mensajes sutiles. Enriquecer nuestro análisis racional con la magia del inconsciente es el binomio perfecto para una vida profunda, despierta y creativa». Cada vez que estamos conectados en sintonía con el espíritu, estamos recibiendo inspiración. La inspiración nos permite sincronizar nuestras actitudes con nuestra misión o masterplan de vida. En calma, disfrutando del silencio interior, disolviendo los malos pensamientos, la intuición encuentra su espacio e impulsa la voluntad. Solemos derrochar energía mental en procesos intelectuales poco creativos que quitan espacio y posibilidad a la aparición de la intuición. El pensamiento rumiante y compulsivo que destinamos a la solución de nuestros problemas bloquea nuestra sabiduría interna. Si bien la «conversación mental» es más ruidosa que la «voz del alma», cuando logramos silenciar el «rap del pensamiento machacante» surge la intuición y, en ese estado, podemos percibirla. Hasta tanto «el crítico gritón» que vocifera en nuestro interior no desconecte el megáfono, la creatividad seguirá sin aparecer. El ego no es amigo del autoconocimiento, por lo tanto será otra prueba que debemos superar frente a la resistencia que también el ego impone. A medida que se diluye, la conciencia se ilumina, impidiendo que el alma se identifique con el falso ser. Un ego sumiso da lugar a que aflore un poder trascendente, se hace carne la humildad y la necesidad consciente de creer en una existencia superior. Esto es espiritualidad práctica. Cede la resistencia del ego, irrumpe el poder de la trascendencia y pasamos a creer en el acercamiento a la fuente de vida, luz y verdad. Es la intuición la que nos empieza a orientar, Dios nos habla y no debemos permitir que interfieran otras voces. En la cuenta progresiva el tiempo es un instrumento de crecimiento, una medición del avance del alma hacia una mayor expansión espiritual. Paramahansa Yogananda, considerado el padre del yoga en Occidente, decía que el auténtico autoanálisis constituye el supremo arte del progreso del hombre. Por lo tanto, las personalidades negadoras que se ven impedidas de analizar sinceramente sus comportamientos son aquellas que, a su vez, se verán impedidas de progresar, ya que no procederán al autoanálisis, sino al autoengaño. Es aconsejable trabajar en el aprendizaje de un autoanálisis desapasionado, destinado por medio de nuestros pensamientos y aspiraciones a descubrir quiénes realmente somos. Sócrates dijo que la vida que no se examina no vale la pena ser vivida. Los hindúes destacan la importancia de la comprensión del hombre como un alma individual que llega a esta encarnación con rasgos peculiares de sus vidas pasadas. Por tal razón, en las familias hallamos semejanzas hereditarias, pero notamos que a su vez cada individuo tiene un carácter diferente. Más allá, entonces, de la herencia y el medio ambiente en el que nos desarrollemos, la práctica de autoanálisis sobre nuestros hábitos e intereses de esta vida será de suma importancia para predecir qué seremos en la próxima. Quien se autoanaliza realiza una labor determinante para el progreso de su alma, logrando desterrar debilidades para transformarse en lo que debe ser. 67
Asimismo, podemos trabajar en el autoconocimiento y la introspección desde un punto de vista psicológico. De hecho, en los últimos años los psicólogos complementaron lo aprendido en la universidad con herramientas del mundo espiritual. En mi caso, hago terapia hace muchos años con diversos profesionales y siempre han sabido despertar en mí la necesidad de completar la charla del consultorio con los elementos del alma y el espíritu. Cuando analizamos y conocemos nuestra verdadera naturaleza, perfeccionamos el potencial que yace en cada uno de nosotros. Los frutos de un sincero autoanálisis, que muestra nobleza en el pensar, permiten que manifestemos buena voluntad hacia los demás, que no suframos innecesariamente y que el ego no gobierne nuestros juicios. El concepto de vida como una «cuenta progresiva» tiene como objetivo ser mejor de lo que éramos. A tal efecto, el autoanálisis es una gran herramienta de perfeccionamiento. Quien se evalúa con valentía se está preparando para el escrutinio de los demás. Si nos hemos autoevaluado correctamente, el consejo generoso o la crítica humilde no nos deberían dañar. El nivel de realidad es proporcional al nivel de comprensión a la hora de autoevaluarnos. Quien se conoce y comienza por tomar conciencia de sus actos es un ser mucho menos propenso a hacer maldades. Quien se conecta con su esencia no hace otra cosa que vincularse con el espíritu primordial del hombre, espíritu absolutamente inextinguible.
Sabiduría made in Japan La vida es una cuenta progresiva cuando evoluciona la personalidad. Todos hemos venido aquí para lograr cultivarnos y purificarnos. Será nuestra tarea evitar aquellas interferencias que quieran impedirlo. El espacio del universo es bueno y benevolente en su origen; al nacer, el hombre manifiesta las mismas características que el universo, por lo que debe volver al origen y retornar a la verdad. Ese es el verdadero propósito. Mokichi Okada, notable filósofo japonés nacido en 1882 y fallecido en 1955, desarrolló un maravilloso método que plantó las bases del Japón que hoy tanto admiramos, y nos dejó enseñanzas que se imparten en todo el mundo, gracias al MOA International. Okada sostiene que las relaciones humanas plenas se basan en el sentimiento de gratitud como generador de mayor gratitud, y el amor y la sinceridad son claves para resolver los diversos problemas del mundo, la nación y el individuo. Así como la gratitud genera gratitud, los lamentos atraen más lamentos. La gratitud nos torna felices; las quejas, infelices. Podríamos refutar que no se puede agradecer en general lo que se lamenta, así como tampoco lamentar lo que se agradece. Pero podemos convenir en que, más allá de las circunstancias, hay básicamente dos tipos de personas que tienen mayor predisposición a quejarse y las que tienen una mayor tendencia a agradecer. 68
Entre los primeros, parece haber casi un disfrute en el lamento, que se expresa para ser compadecidos, y en algún punto también sirve como elemento supersticioso: si me quejo no me envidian y evito la llegada de malas noticias. Sin embargo, el universo no entiende segundas intenciones y a quien se queja suele darle la razón con nuevos elementos o acciones de las que puedan lamentarse. Por el contrario, a quienes tienen por costumbre ejercer la gratitud les sigue enviando más razones para poder agradecer. El origen de la felicidad reside en hacer felices a los demás. Dice Mokichi Okada: «La persona será feliz en proporción a las buenas acciones que realice». La satisfacción de alegrar al prójimo es tal vez la experiencia de felicidad más grande que el hombre pueda sentir. Las personas que manifiestan frecuentemente un espíritu de amor altruista son mucho más felices y menos conflictivas que aquellas que se caracterizan por su egocentrismo. No se es feliz hasta que no se hace feliz al prójimo; esa es la recompensa que marca el inicio de nuestra propia felicidad. Sucede lo contrario con las personas que solo ansían su propio bienestar, a costa del sacrificio de otros. Terminan generando infelicidad a los otros y a ellos mismos. En un discurso notable de octubre de 1949, Okada declaraba que al hombre moderno no le importa resultar ser desagradable frente a los demás. Y que lejos de tratarse esto de una libertad democrática, era una exageración nociva y un abuso de egoísmo. Por aquellos días, en otra de sus alocuciones, Okada sostenía que todos los hombres debemos decir la verdad, aunque es entendible que en algunos casos no lo hagamos. Aquellas personas que saben diferenciar ambas circunstancias, son sabias. Los que usan la mentira como una conducta habitual terminan fracasando. Más allá de que a veces creemos que la mentira permanente es buen negocio, son muchos más los que fracasan a causa de ella que aquellos que fracasan «por culpa de la honestidad». En sus ensayos, Okada insistía en la necesidad de que el hombre progrese y evolucione. Él mismo se pone de ejemplo: «Me empeño constantemente en evolucionar más que el día anterior y este año más que el año pasado. Sin embargo, progresar solamente en el aspecto material (negocios, profesión o posición social) no sería otra cosa que algo sin fundamento. Algo demasiado superficial, como una planta sin raíz. Es indispensable el progreso del espíritu, la elevación de la personalidad. Bastaría con progresar poco a poco, así a la larga habremos conseguido un gran avance. De esta manera, esa actitud de constante progreso conquistará la confianza del prójimo, facilitará sus emprendimientos y uno será feliz. La juventud actual tal vez tome estas palabras como una moral anticuada, pero en realidad, poniéndolas en acción, los hombres se hacen verdaderamente actuales». Se trata de un discurso de hace casi setenta años, pero su contenido es más vigente y necesario que nunca. Okada destacaba la sinceridad como la llave que solucionaría todos los problemas para el hombre, y aseguraba que, si el hombre no era sincero, aunque poseyera otras 69
cualidades, no le servirían de nada. Solía aseverar que un hombre es sincero, ante todo, cuando cumple sus compromisos. Qué maravilla observar el desarrollo registrado en Japón en los últimos sesenta años, expandido, en gran medida, por este tipo de enseñanzas. Otra de sus máximas: «Cuando las cosas no marchan normalmente, la causa es el desorden». Los japoneses conceden enorme importancia a la simpatía. Okada decía que una persona simpática le cae bien a la gente, se lleva bien con todos y actúa con gentileza, buscando que los demás se sientan bien en su compañía, y de esa forma pueda despertar emociones positivas. Esto hace que sea una persona respetada, porque deja sus intereses en segundo plano y se interesa por la felicidad de los demás. Para él no existía un término que sonara tan agradable como la palabra «simpatía». Sin embargo, dejaba en claro que podía parecer simple pero en realidad no lo era. La verdadera simpatía no es superficial, debe aflorar del interior y es indispensable que la persona sea sincera. En síntesis, lo que proponía era una simpatía cuya base fuera el espíritu del amor al prójimo. En Japón, a la simpatía se le suman la sensatez y aquello a lo que llaman el «hodo», lo que en español sería «la justa medida». Uno de los grandes obstáculos que debemos superar a lo largo de nuestra vida es la inclinación a ir hacia los extremos. Las ciclotimias a las que somos tan propensos se conectan con esta actitud. Nuestros fracasos tienen mucho que ver con nuestros malos pensamientos, un contrapeso para nuestra elevación espiritual. Las acciones extremas como la ostentación y, en el sentido opuesto, la inhibición terminan siendo grandes socios de nuestras frustraciones. El accionar criterioso, la «línea intermedia» que proponía Confucio, es a su vez medida y objetivo de equilibrio cósmico. En Japón se considera que quien tiende a respetar la justa medida, el «hodo», encuentra éxito en su emprendimiento.
La solución está en el problema El ser humano manifiesta en su carácter, egoísmo y apego, rasgos afines que parecen hermanos. Generalmente, aquellos problemas a los que no les encontramos solución suelen tener origen en esta hermandad. En la vida material, muchos pierden, en su afán desmedido por el dinero, aquello a lo que se aferraron en la vida. En la vida sentimental, cuanto más nos apegamos, más nos desprecian. Claramente, el apego y el egoísmo nos hacen sufrir y hacen sufrir a otros. Quien se esmera por aprender e intenta ser menos egoísta y apegado, alivia sufrimientos. Okada nos recuerda un viejo proverbio: «No sufras por lo que aún no ha ocurrido, ni sufras por lo que ocurrió». Explica que la preocupación es un gran acto de apego, que influye negativamente sobre todo. La preocupación que tanto mostramos por lo que vendrá es una muestra de sufrimiento en relación al futuro y frena nuestro progreso espiritual en el presente. En un discurso de 1951, el sabio japonés decía: «Las personas jamás consiguen en el 70
momento aquello que desean intensamente. Sin embargo, muchas veces, cuando se resignan y parecen desistir, es cuando alcanzan el éxito». Absolutamente comprobable, en muchas ocasiones concretamos un deseo de manera repentina, cuando ya lo habíamos olvidado. En el amor, el apego y la obsesión enfrían el corazón. Paradójicamente, nos aferramos a algo, a alguien para no perderlo y precisamente el apego hace que lo terminemos perdiendo. El hombre se preocupa por lo que mañana pueda preocuparlo y esta es la causa principal de sus preocupaciones. En los países occidentales admiramos el hecho de que los nipones sean, en general, tan pacientes y tolerantes. Mokichi Okada señala que la verdadera tolerancia es aquella que permite tolerar lo que consideramos intolerable y recurre a aquel proverbio que reza: «Carga siempre contigo la bolsa de la paciencia y cada vez que se rompa, cósela». Aprender a dominar nuestros raptos de iracundia nos hará más pacientes y más tolerantes. En estado de ira nos alejamos del estado del espíritu; cuanto más rápido volvamos a él estaremos más protegidos. Como dice Okada, quien está destinado a cumplir una misión muy importante se verá sometido, en más de una oportunidad, a la prueba de contener su ira. Si tenemos muchos motivos para enojarnos y podemos aprender a resistir la tentación es que estamos cumpliendo con nuestra labor de cultivadores de refinamiento y perfeccionamiento. Es muy importante no odiar, pero también el hecho de no ser odiados. El creador del MOA sostiene que, a través de los «hilos espirituales», los odios, envidias y venganzas nos son restituidos. Es decir que estas emociones no solo nos llegan, sino que nos atrapan, instalan el mal humor, nos perturban y hacen imposible el éxito de nuestra misión. Tal como señalamos, el autoanálisis es de gran ayuda. Okada propone, por medio de la terapia depurativa, una autoevaluación, un examen consciente de la causa de nuestros fracasos, que de otro modo no percibiríamos. A su vez, le otorga al factor tiempo un valor absoluto, aunque aclara que todo proceso tiene su época de maduración. La falta de paciencia que mostramos la mayoría de nosotros en el mundo occidental refleja el desencuentro entre el proyecto elaborado y el tiempo requerido. Nuestras derrotas se basan, en gran medida, en ese desequilibrio. No solemos esperar el momento oportuno, la ocasión propicia para cada cosa. Los hombres pasamos por todo tipo de tentaciones que debemos enfrentar; es lógico tener ambiciones, pero si no las podemos satisfacer honestamente, nos causarán graves perjuicios. Cuando conseguimos dominarlas es cuando nos convertimos en hombres fuertes, disfrutamos de un poder real, el de superarnos, sin jactarnos por ello y acercándonos a Dios. Según Okada, quien se acerca a Dios se identifica con lo divino, con la fuerza verdadera. Cierra su ensayo del 29 de octubre de 1949 con la frase: «Hombre débil, tu verdadero nombre es perverso». Cuanto mayor sea el rechazo al mal, más firme y sólido será el carácter del hombre. No debemos rechazar el mal haciendo el mal. No significa 71
que no debamos sentir indignación frente a las injusticias, sino que no debemos repararlas cometiendo nuevas injusticias. La vida como cuenta progresiva se refleja en el ensayo «El esfuerzo por aproximarse paso a paso a la perfección». En este escrito, nuestro admirado filósofo japonés señala con notable capacidad: «Si suponemos que la verdad es el esqueleto, la existencia del ser humano vendría a ser la carne. Es decir que ha de guardar en su interior un espíritu firme con sentimientos magnánimos, con palabras y actos cotidianos adaptables con flexibilidad al tiempo, lugar y circunstancias. Sin obstinaciones, adaptándose con facilidad, esforzándose por causar una buena impresión en los demás, anhelando la felicidad ajena, sirviendo a los otros y poniéndose en manos de la voluntad superior. No es posible obtener la perfección humana en todos los sentidos, pero el esfuerzo por acercarse paso a paso a ese ideal nos convierte en seres dignos del mayor respeto, verdaderos seres felices, poseedores de la dicha de vivir». De eso se trata, de ser perfectibles (no perfectos), de tomar la vida como una «cuenta progresiva», a la que vinimos a perfeccionarnos, no por la exigencia del ego implacable que nos obliga a ser mejores que otros, sino por la evolución espiritual, que nos hace mejores de lo que éramos. Quiero agradecer especialmente a mi compañera de trabajo de mi programa de radio, la locutora Marina Moroni, y a su madre, Cristina, por haberme acercado a las maravillosas enseñanzas del sistema MOA, que ignoraba y que hoy admiro, y que, con las dificultades y limitaciones propias de quien esto escribe, intento aplicar en mi vida cotidiana.
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9 Los enemigos de la vida como cuenta progresiva El gran contendiente del progreso espiritual del hombre es el ego y sus diversas facetas paralizantes. El miedo es uno de ellos. Cada vez que lo experimentamos, alteramos el equilibrio cósmico y nuestra armonía orgánica. Cuando somos víctimas del miedo, nuestra vida no progresa. Es lógico temer frente a determinadas circunstancias; el problema es cuando llegamos a temer incluso «por las dudas». El miedo es un pensamiento negativo decretador de sucesos negativos. No alimentarlo y mentalizarnos en contra de su amenaza produce contenidos favorables que nos alejan de esa lamentable experiencia. Para quienes somos creyentes, la posibilidad de entregarle a Dios nuestros miedos ayuda notablemente a ahuyentarlos. Dios puede protegernos, pero no sobreprotegernos. Hacer lo que esté a nuestro alcance, sumado a la hermosa sensación de la protección divina, es un gran antídoto contra el miedo. Cuando hablamos de hacer lo que está a nuestro alcance nos referimos a obrar con un nivel de conciencia suficiente que no genere miedo. Aun así, si el temor persistiera, podremos invocar la existencia suprema. La verbalización de nuestros temores es una vibración que termina convirtiéndose en la vibración de nuestros pensamientos. Paramahansa Yogananda sostiene que el miedo es otra de las formas de estática que afectan nuestra «radio mental». Cuando sintamos temor, podemos inhalar y exhalar profundamente con lentitud y constancia, y lograremos aquietar nuestro corazón. Los hindúes aseguran que, si el corazón está tranquilo, no sentiremos miedo alguno, porque el miedo proviene del corazón. El temor es uno de los más grandes inmunodepresores que nuestras defensas deben enfrentar. Tiene por costumbre disminuir la vitalidad del organismo y abre las puertas a las enfermedades. Cuando el temor es lógico, funciona como alarma y evita daño, dolor o sufrimiento. La cautela en su justa medida es una forma de sabiduría. El miedo le quita soberanía al sujeto y parece estar siempre buscando ocasiones nuevas para que temamos. Cuanto más tememos, más nos atemoriza el hecho de perder el control y tener que depender cada vez menos de nosotros y cada vez más de los otros. El miedo irracional nos enferma y atrae lo peor, siendo más propensos a retroalimentarlo. Uno de los motores de la vida, la voluntad del hombre, se ve paralizado por el miedo. 73
El poder del pensamiento es enorme: una cosa es ser cauteloso y otra muy distinta es ser temeroso. La mayoría de nuestros problemas se originan en el miedo. Admitirlo, enfrentarlo y diluirlo reduce dolencias y preocupaciones. Me reconozco valientemente como un ser más temeroso que cauteloso, y trabajo cotidianamente en la mayoría de mis aprehensiones. Fui criado por una típica idishe mame. La mezcla de lo genético con lo adquirido dejó su marca. Pero en los últimos diez o doce años de mi vida, me ha sido y me es de gran ayuda la espiritualidad como antídoto a mis miedos. La protección consciente que experimento de Dios me ayuda enormemente. No es jactancia, es humildad para admitir mis temores y, a su vez, manifestar gratitud al padre por su ayuda. Una técnica que enseña Paramahansa Yogananda en La búsqueda eterna es imaginarnos circundados por el espíritu y su energía cósmica y pensar que todo germen (temor) será electrocutado. Nos recomienda, además, colocar nuestra mano a la altura del corazón y frotarla en contacto con la piel, diciendo «Padre soy libre, elimina este temor del medio de mi corazón». No hay mejor modo de disipar los temores que por medio del contacto divino. En sintonía con Dios, «la naturaleza entera comulga conscientemente con nosotros», y el temor se evapora. Generalmente, cuanto más egoístas somos, más temerosos nos mostramos; a mayores apegos, mayores miedos. Jesús decía que quien se «aferre» a la vida, a la necesidad de preservarla, la perderá. Una actitud predominantemente temerosa tiene un origen común con las depresiones no circunstanciales, y se vincula con pensar, por sobre todas las cosas, o exclusivamente, en nuestras necesidades. Una actitud amorosa, el hecho de correrse de la necesidad constante de pedir para uno y pensar más en los demás, gratifica el alma y espanta miedos innecesarios. Creer en Dios y conocer a Dios aleja cobardías. El temor es una de las principales causas del trastorno nervioso. Cuando meditamos, sentimos la presencia del alma, y experimentamos conexión, tal como nos sucede con la respiración consciente o la práctica del yoga. Cuando perdemos la calma y creemos ser nosotros, y no Dios, los amos del universo, experimentamos un desequilibrio de nuestra energía vital que nos dificulta la concentración. Serenar la mente es consecuencia de la práctica de la meditación, es el resultado y no la búsqueda. Ser conscientes de nuestra constitución, mente-cuerpo, nos permite manejar temores en base a esta capacidad y trae beneficios a nuestra salud física y psíquica. Una profunda confianza en Dios es un gran «ansiolítico» que, aun siendo creyentes, no siempre tomamos. El miedo puede ser de gran ayuda para evitar el peligro, pero no debe convertirse en la emoción que termine por controlar nuestras vidas. A menudo armamos la siguiente secuencia: comenzamos temiendo algo, luego depositamos toda nuestra energía en eso, y finalmente nuestro pensamiento termina por crear la situación tan temida. Aquello que focalizamos, y que atraemos, sucede, por nuestra energía vital. 74
Podríamos traducirlo de la siguiente manera: somos nosotros los que energizamos nuestros temores. Dice John Columbus Taylor en su libro Momentos de silencio: «Estamos donde estamos debido a nuestros temores, el miedo es nuestra propia creación, pero el poder del amor nos eleva por encima del miedo». La calma es un gran requisito para la vida como cuenta progresiva. En calma somos menos injustos, agresivos y temerosos. Calmados somos más objetivos y ecuánimes, menos inseguros y menos soberbios. En la página 118 de La búsqueda eterna leemos que es un hecho comprobado que la leche de una madre que ha perdido la calma puede tener efectos nocivos en su pequeño hijo. La calma es un gran «amamantador» de la felicidad. La meditación proporciona ese bienestar que nos acerca y termina por asemejarnos a Dios. El alma requiere calma, sus demandas satisfechas son sinónimo de paz y armonía.
La culpa de sentir culpa Otro enemigo de la vida como cuenta progresiva es la culpa. Se trata de una emoción devastadora, que se apodera de nuestra vida y la estanca en un mar de amargura y arrepentimiento. El sentimiento de culpa que nos suele atravesar no necesariamente se ajusta a la realidad y buscamos «alivio» en decisiones que, lejos de liberarnos, nos harán más manipulables, pero no menos culpables. Solo cuando enfrentamos convenientemente el sentimiento de culpa es posible nuestra transformación personal. Superar ese sentimiento que nos atormenta nos hará inocentes, no frente al tribunal del ego sino ante Dios. Sentimos culpa de manera dual, por lo que hacemos y por lo que no hacemos. Cuando nos sentimos culpables, aun sin motivos, experimentamos rencor contra nosotros mismos. En estos casos, es muy difícil desarrollar la autoestima, es decir, el hecho de poder pensar positivamente, ya que la culpa persiste en hacernos sentir malas personas. No debemos dar más valor a los demás que el que nos damos a nosotros mismos. El patrón de conducta basado en un sentimiento de culpa anticipado nos lleva a preferir atravesar una situación no deseada con tal de no experimentar sentimientos de culpabilidad. Xavier Guix describe en su columna de El País Semanal, del domingo 22 de marzo de 2015, que para algunas personas el tema del merecimiento no está nada claro. Pasan por la vida como deudoras y creen en verdad que no merecen nada. Y mucho menos si, por lograr sus propósitos, fastidian a otros. Toda la atención, agrega, la tienen puesta en un único objetivo: no molestar. Ante la aparición de un frecuente sentimiento de culpabilidad, Guix nos propone, entre otras, las siguientes preguntas: ¿Siento que no voy a poder ver sufrir al otro? ¿Me estoy haciendo cargo del dolor ajeno? ¿Anticipo algún sentimiento de culpa? ¿Me siento mal por ser yo mismo? Sería bueno responderse estas dudas cada vez que la culpa nos invade, sin que haya 75
méritos propios y reales para sentirla. Cuando este sentimiento nos invade, creemos que prácticamente estaríamos dispuestos a casi todo con tal de cambiar esa amarga emoción. Pasamos de la autoestima al autoresentimiento, la persona se va devaluando a sí misma. No hay cuenta progresiva posible cuando uno se siente inmóvil y no hay evolución. No estamos hablando de quien siente culpa por haber matado, traicionado o engañado, sino de aquellas experiencias en las que nos sentimos responsables, aun sin haber tenido ninguna participación en el hecho. Cuando sentimos culpa por haber logrado un objetivo, triunfar y disfrutar de lo que hemos hecho, debemos evaluar los méritos y esfuerzos que hemos realizado, de manera tal de sentirnos dignos de lo obtenido. El ego nos impone estándares tan exigentes que a veces nos sentimos responsables de las expectativas, frustraciones y envidias ajenas. Como padres, sentimos culpa, y por esa razón no educamos bien a nuestros hijos. El rabino Dovber Pinson, en uno de los libros que hemos citado y disfrutado en varios capítulos, Vuelve a ser quien eres, nos enseña que el sentimiento de culpa aparece porque se transgrede un ideal interno. Hay una culpa que aflora por no ser mejor de lo que uno cree que puede ser. Una paradoja: nadie será mejor de lo que pueda ser, si es la culpa la que lo atormenta. Muy distinto es el sentimiento de amargura y arrepentimiento que nos puede impulsar de manera favorable a fortalecernos y aprender a ser responsables de nuestras acciones. Recapacitar sobre alguna palabra o hecho de los que nos arrepentimos puede devolvernos la armonía y aquietar nuestra conciencia. Debemos diferenciar entre una cosa y la otra, y ver a dónde nos conduce el sentimiento de culpa. Y desprendernos, en todo caso, de aquel que solo nos deprime y desalienta. Una cosa es tener en cuenta a los otros y otra es convertirnos en los otros. No es bueno eclipsar nuestro «yo auténtico» y convertir a nuestro «yo» en el «yo» del otro. Hay una inevitable sensación de infelicidad cuando actuamos y sentimos de la manera en que otros creen que deberíamos hacerlo. De esa forma, vivimos para cristalizar la imagen del ser que los demás esculpieron para nosotros. Hay un triunfo categórico del ego: solo importa lo que el otro cree y quiere de mí. En esa condición, actuamos desde afuera, no hay conexión con el adentro, se pierde la convicción interior. La Torah habla de vergüenza y de arrepentimiento, pero no hace mención al sentimiento de culpa. Se trata de un sentimiento irredimible que solo desvía el juicio severo a nuestro interior, pero no va acompañado de la necesidad de corregir o alterar la conducta. Hablamos de un sentimiento negativo del que no surge nada loable que permita rectificarnos. Congelados en esta emoción, la vida pierde su carácter de cuenta progresiva, ya que no evolucionamos hacia la acción y la resolución. Por otra parte, incurrimos en un sentimiento egoísta dado que sentimos culpa porque nos juzgamos a nosotros mismos de manera desamorada, tan despiadadamente como lo haríamos con los demás. No es casual que, cuanto más críticos y despiadados seamos con las conductas 76
ajenas, lo seamos en nuestro fuero íntimo con nuestros comportamientos. Espiritualmente, podemos pasar del «yo tengo que…» a «soy capaz de…». Se trata de dejar de lado el «yo debo» para entrar en el campo del «yo puedo». Una vez más, las acciones buenas, genuinas y espontáneas, que sean parte de nuestra identidad, son un muy buen adversario para el mortificante sentimiento de culpa. No es reprochable en muchas ocasiones sentirse culpable, pero sí lo es si nos quedamos atrapados en la narración interior y no usamos esa sensación como plataforma de lanzamiento hacia una acción reparadora. Si solo intentamos aplicar un cúmulo de teorías idealistas que no contemplen nuestra condición de «experimentadores humanos», no podremos implementar ninguna forma de espiritualidad. No debemos soslayar el contexto en el que surgen nuestras reacciones y sentimientos. Lo que nos pasa es entendible, lo que hacemos con lo que nos pasa, una y otra vez, va definiendo nuestro progreso espiritual. Se trata de un proceso magnífico en el que, a partir de lo que nos suceda, sucederá lo que elijamos vivir. Podríamos explicarlo así. Cuando actuamos con bondad, se nos abren el corazón y la mente. No olvidemos que el corazón sigue a nuestras acciones, por lo tanto, las buenas acciones ayudan a crear un buen corazón, a expandirnos y transformarnos interiormente. Recordemos cómo sigue la secuencia: como es adentro será afuera; lo interno y lo externo son simbióticos. El tan mentado sentimiento de culpa debe dar paso a la acción constructiva; lo que hagamos en esa instancia se convertirá en parámetro de nuestro crecimiento espiritual. Podemos elevarnos, librarnos de la emoción negativa y encarar una acción positiva.
¿No te da vergüenza? El ego lucha con tenacidad para que nos identifiquemos con él. Vampiriza nuestra identidad con poderosas armas, descriptas previamente como el miedo y la culpa. Sumaremos ahora otro elemento con el que el ego suele torturarnos: la vergüenza. Miedo, sentimiento de culpa y vergüenza son múltiples rostros del falso ser. Si permitimos que nos atrapen, nos convertirán en esclavos de la opinión ajena. En mayor o menor medida, a todos nos regocija ser aprobados por los demás, aunque la excesiva necesidad de su buena calificación terminará por desalinearnos con nuestro ser. La saludable conciencia del otro no debería dar lugar a la enfermiza necesidad del otro, como factor de aprobación constante. Por otro lado, no deja de ser un acto siempre insuficiente y abstracto, ya que es de enorme amplitud y diversidad el concepto al que denominamos «los otros». Necesitamos confiar en nosotros mismos, sin incurrir en conductas soberbias, autoevaluándonos de la manera más objetiva posible, y sin poner la mira en la imperiosa necesidad de impresionar a los demás. La energía que solemos poner en tratar exageradamente de agradar la expectativa ajena termina por degradar el propio potencial. Estamos al servicio de la misión que nos toca y no al servicio de ningún ego, ni 77
propio ni ajeno. Cuando sintamos que lo que estamos haciendo resuena con aquello que vinimos a hacer, ni las críticas ni las burlas ni las adulaciones nos importarán como antes. Para el ego, todo es personal; para el espíritu, en cambio, como dice aquella vieja canción de Soda Stereo, «nada personal». Cuando nos damos cuenta de que no vamos por buen camino, la conciencia y la voz interior nos alertan de que estamos haciendo algo impropio. El rabino Pinson sostiene que pareciera que el común denominador que une a las personas es la vergüenza que se produce cuando, ante un tropiezo, sentimos que somos imperfectos. En lugar de avergonzarnos, deberíamos darnos cuenta de que la imperfección es parte de la experiencia humana. El origen de la vergüenza es la creencia en la perfección. Podemos dejar de avergonzarnos al reconocer y aceptar que los demás no deben esperar de nosotros que seamos perfectos, ya que ellos tampoco lo son. Se suele decir que del ridículo no se vuelve. Sin embargo, en el Antiguo Testamento se usa para la palabra vergüenza las mismas letras en hebreo que para la palabra «retorna». En la página 239 de Vuelve a ser quien eres se describe que la reparación de la vergüenza consiste en «retornar» a una forma distinta de conciencia, iniciar y experimentar reintegración, dentro del mundo y dentro de uno mismo. El miedo, el sentimiento de culpa y la vergüenza son grandes enemigos de la vida como cuenta progresiva; debemos trabajar para que no se enquisten en nuestras existencias. El letargo y la inmovilidad que nos causan impiden nuestro progreso espiritual. En las ocasiones en las que nos animamos a quitarle el comando al ego, emprendemos aquellas acciones que nos permiten evolucionar y que no nos darán ni miedo ni culpa ni vergüenza.
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10 Yo te conozco La espiritualidad es la herramienta más inmaculada de autoconocimiento y evolución que Dios nos haya dado, para poder ser uno con él y con nosotros mismos. Dicen que Dios nos observa con ojos piadosos, no tanto por lo que somos o hemos hecho sino por lo que queremos ser. Hartos de no encontrarle sentido a la vida, de vivirla como una mera cuenta regresiva, solemos suplicar por un cambio. El kilómetro cero de la ruta a la felicidad es la infelicidad. La neurosis, que no es otra cosa que la incapacidad de sentirse digno de ser amado, es la causa principal de nuestra desdicha. Sentimos que nos hemos estancado, que nuestras conductas reiteradas nos llevan a pensar que es eso lo que somos, patrones de comportamiento que se van arraigando, que nos hacen creer que siempre repetiremos los mismos fracasos. Perdemos el poder espiritual, desperdiciamos nuestro potencial, no buscamos una conexión más profunda y nos transformamos en empleados de esos patrones de conducta. Afortunadamente, cuando ya no nos sentimos cómodos buscamos una salida. Es bueno recordar que «no se cambia lo que se tolera». Hay un momento en el que nuestro yo espiritual ya no soporta nuestros comportamientos nocivos. Como bien dice Tim Laurence en Usted puede cambiar su vida, sabemos más lo que no queremos que lo que queremos. La buena noticia es que los pensamientos arraigados no son parte esencial de nuestro ser, no vinieron con nosotros, simplemente fueron adquiridos, de modo que los podemos modificar. Es más importante lo que realmente somos que la manera en la que nos comportamos. En otras palabras, siempre estamos a tiempo de cambiar. El proceso Hoffman, programa sumamente eficaz de sanación emocional, nos ayuda a extirpar patrones negativos de conducta, recuperar nuestra condición de seres espirituales y vivir la vida alimentados de una nueva manera de ser. Es importante no intentar retener nada, pero mucho menos permitir ser retenidos por nuestro pasado. Conocerse es fundamental para mejorarse. Es sumamente recomendable dedicar algunos minutos del día a escuchar a nuestro yo espiritual, lo que nos permitirá transcender emociones negativas y cultivar las positivas. El yo espiritual anida en cada uno de nosotros, no es privativo de personas superiores, todos tenemos un yo espiritual. Al comienzo, el camino correcto de la sincera introspección es muy duro. Enfrentarse a nuestras miserias no es sencillo. Solemos decir que queremos cambiar, pero no siempre estamos conscientemente dispuestos a modificar hábitos, soltar lo 79
aprendido y abrirnos a nuevas formas. La brújula interior nos ayudará. Superado un primer momento de resistencia, una vez que perforemos la superficialidad, el equilibrio del punto interior ya no sufrirá graves alteraciones. Así como los japoneses hablan del Hodo (justa medida), la Torah menciona el punto justo, al que denomina Tzadik. En proporciones equilibradas, el viaje espiritual requerirá humildad (no humillación) y confianza en nosotros mismos (no jactancia). Siempre es bueno conocer nuestras virtudes y defectos. Se ha popularizado aquello de «como te ven, te tratan», y podemos agregar: «como te ves, te tratas», y «como te percibas será como te comportes». Erróneamente se cree, en particular en los ámbitos de mayor exigencia y competitividad, que la humildad es un impedimento para el crecimiento. Sin embargo, no es más que un rumor que el ego nos ha hecho creer. Podríamos definir a la humildad como a un lente de aumento que nos permite observar nítidamente el hecho comprobado de que la vida espiritual facilita el progreso permanente. Es de destacar que, en la faz de la tierra, la humanidad parece demorar su progreso por su escaso avance moral. La puerta de entrada a la humildad es la de la admisión de una existencia real más importante que nosotros, una realidad divina de la que somos una manifestación. El hombre tiene la posibilidad de orbitar entre la realidad divina y la realidad humana, pero tiene la obligación de diferenciarlas y saber aprovechar las oportunidades ilimitadas de la primera y las limitadas de la segunda. En noches como esta, en la que me encuentro escribiendo, y más allá de ciertos pesares, encuentro la vida mucho más significativa cuando le hallo un sentido a lo que me está sucediendo. Con humildad se pueden deponer las armas del egocentrismo y ser más y mejores en todos los ámbitos de nuestras vidas. No es una metáfora la figura de la unión entre el hombre y Dios. Es una necesidad real, pero no forzosa; tampoco es una acción delegable. La misión para la que cada uno de nosotros ha sido elegido no puede ni debe ser realizada por ningún reemplazante.
Dios, ¿por qué me cuesta tanto? Vamos perdidos por la vida hasta que entendemos que Dios quiere que, primero, lo busquemos y, luego, le encontremos sentido a nuestro devenir. En los momentos más aciagos podemos preguntarnos si realmente queremos elevarnos y construir así la escalera que nos lleva de la vida material a la espiritual. Luego de una larga serie de experiencias en el mundo físico, el hombre adquiere conciencia de lo que quiere para sí mismo y hace uso de su libertad de acción. Dice el rebe Mendel Schneerson: «Dios quiere que nuestro mundo oscuro e inferior oculte su conexión con lo divino, de modo que el hombre, por su propio libre albedrío, elija arrancar las sucesivas capas del continente para revelar la luz». 80
La mayoría de las personas no se conocen, ignoran prácticamente todo lo importante con respecto a ellas, desconocen el motivo por el cual están vivas y se resisten a aceptar que son almas encarnadas que han llegado a este mundo para progresar. En general, se carece de conocimiento espiritual y el hecho de querer amarse a uno mismo mucho más de lo que se ama a los otros termina por atraer a nuestras vidas una serie de padecimientos que nos restan energía y tiempo para disfrutar la vida y evolucionar. Podemos conocernos y comprendernos mejor si logramos entender que mucho de lo que pensamos, sentimos y hacemos está vinculado con pensamientos, sentimientos y hechos de vidas anteriores por las que ya hemos pasado. De igual modo, lo que actuemos en esta vida será origen de diversas circunstancias de nuestras futuras existencias. Quien se conoce deberá empeñarse menos en corregir defectos, y más en mejorar cualidades. También debemos tener mayor tolerancia en el juicio a los otros, y menos indulgencia en el análisis de nuestras acciones. Es mejor buscar las causas verdaderas de nuestros comportamientos y cerciorarnos de haberlas encontrado, que encargarse de buscar las excusas que los justifiquen. Millones de personas se aferran al escepticismo, sin embargo nada es casual entre el proceso de la concepción y el instante de la desencarnación. Todo acontece merced a una existencia superior y tiene un objetivo que trasciende el mundo de las formas. Dios hace encarnar el alma en un cuerpo, une la carne con el alma, la materia con la energía. Cuando esa alma está preparada para cumplir con su misión en el mundo físico, se considera que entonces el alma ya está capacitada. El alma eterna pertenece al espacio infinito, es energía. El cuerpo es materia y pertenece al mundo físico. Podríamos decir que, para todas las almas, la vida en la tierra requiere el esfuerzo necesario para poder progresar y pasar a una instancia superior. Cuando el alma no supera las pruebas a las que fue sometida en su paso por la tierra, reencarnará para enfrentar las mismas pruebas una otra vez, hasta haber asimilado aquello que tanto le cuesta aprender. Se nos encomienda una misión y, junto con ella, el desafío de volver a reunirnos con Dios, a fundir lo humano con lo divino. Los momentos de mayor realización de cada uno de nosotros se producen cuando no nos sentimos «tironeados» y experimentamos la paz que nos da la inexistencia de grandes diferencias entre lo que decimos y hacemos, lo que creemos y actuamos. Somos los que mejor podemos llegar a conocernos, los que mejor sabemos aquello que sentimos cuando hacemos lo que hacemos. «Yo te conozco» implica saber de uno mismo, si vamos en una dirección pero nuestro pensamiento va en la dirección opuesta. Cuando el alma percibe que el cuerpo no la complementa, no existe afinidad y somos víctimas de una bifurcación que nos desequilibra energéticamente. Conocerse implica interpretar lo que el cuerpo nos dice. Cuando actuamos a contrapelo del alma, terminamos por enfermarnos físicamente. Cuando el cuerpo o continente se vacía del contenido del alma, es inevitable enfermarse. Solemos decir que nos «hacemos malasangre». Esto es literal. El psiquiatra 81
argentino Arturo Eduardo Agüero, en su libro Emociones que enferman, describe las enfermedades vinculadas con la sangre, como leucemia e interrupción injustificada de la menstruación, entre otras, que padecieron aquellos que se vieron sometidos a la tragedia de ser esclavizados en los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial. El filósofo Santiago Kovadloff ha señalado con precisión que la tragedia es un estado o condición que nunca finaliza, a diferencia del drama, que es un suceso que tiene fin. El alma en conflicto y sometida a situaciones traumáticas impregna el cuerpo de diversas dolencias que se originan en el espíritu, potencial inherente a cada individuo, la sustancia o médula que lo impulsa y sostiene. El cuerpo sana cuando vuelve a ser un continente abierto a la luz que el alma proyecta y que disuelve la oscuridad que generan el temor, la amenaza, la humillación y la opresión. La espiritualidad es sanadora, es la conexión a la que el hombre puede recurrir para vincularse con su esencia, es el mecanismo por el cual se experimenta la maravillosa sensación de reconocer lo extraordinario desde lo ordinario. Cuanto más nos observemos a nosotros mismos, no con un fin narcisista sino espiritual, más nos conoceremos. Don Miguel Ruiz Junior, autor de Los cinco niveles del apego, señala que podemos alcanzar la maestría de la conciencia por medio de la observación y el autoconocimiento. Los toltecas señalaban que gracias a la conciencia dejamos de ser víctimas para convertirnos en cazadores y finalmente, en guerreros. La víctima se deja someter por el apego a una creencia; el cazador, por el contrario, busca oportunidades para practicar un nuevo punto de vista. En la tradición tolteca, al guerrero no solo se lo llama así por el hecho de luchar, sino porque mantiene la disciplina por la cual vive de manera consciente, y comprende que la práctica hace al maestro. Miguel Ruiz Junior es hijo de Don Miguel Ruiz, autor del magnífico libro Los cuatro acuerdos, que son de gran utilidad para conocernos más y vivir mejor. 1. 2. 3. 4.
Sé impecable con tus palabras. No te tomes nada personalmente. No hagas suposiciones. Haz siempre lo máximo que puedas.
El conocimiento espiritual permite que el hombre se conozca y reconozca. Pero solo nos será de utilidad si se convierte en una necesidad y no en una obligación. El máximo conocimiento al que el hombre puede aspirar es el conocimiento de la verdad, de forma tal que el conocimiento verdadero (Ley Divina) no llegue a nosotros distorsionado por nuestro ego o el de los «intermediarios».
¿Qué es lo que somos? Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, Dios te conoce, conocerse es reconocerse en él. Somos seres espirituales, estamos dotados de un alma que, para vivir 82
una experiencia humana, necesita un cuerpo material que la recubra y contenga. Al morir, el que muere es el cuerpo, el alma no perece y permanece conectada a Dios. Es parte de Dios, es la porción divina que nos acompañó durante nuestra experiencia humana. Sobre ella recayó un baño de conciencia pura, sabiduría divina de la que podemos elegir beber o no. Por medio de la autointrospección, podemos reconocer en nosotros el aliento de vida que Dios nos insufló. Él supo «soplar» dentro de cada uno su espíritu, la chispa que brota desde la divinidad. Cuando fuimos imbuidos de su espíritu, nos convirtió en espirituales y nos conectó con él a través del alma. El alma (ánima) es la que anima al hombre, es el «viento detrás de sus alas».Inconscientemente, a veces nos convertimos en el viento delante de las alas, el que frena nuestros sueños. Múltiples son las ocasiones en las que elegimos compañías equivocadas, que se transforman en el viento en contra que detiene el movimiento de nuestras alas. En lo personal, siempre destaco de la persona que he elegido y que me ha elegido para compartir la vida, su generosidad para estimular mis ilusiones. Conozco esposas o esposos, parejas en general que frenan el desarrollo de las personas que dicen querer. No es recomendable desperdiciar el espíritu que Dios nos ha insuflado, la manifestación de su energía divina, el impulso vital, dado que las inseguridades de egos que dicen quererte en verdad no desean ni soportan que puedas desplegar tu potencial. Ir por la vida con el espíritu menguado es como viajar en un auto con el motor apagado o cuando menos averiado. El alma se alimenta del espíritu, es el que le da vida. En síntesis, somos seres animados por el alma y movidos por el espíritu. El alma es espiritual, todos somos un alma en un cuerpo, todos somos espirituales. Pero no todos desarrollamos idéntico nivel de espiritualidad. Un espíritu apagado, un alma insatisfecha paga consecuencias físicas; en ese estado, nuestros órganos no reciben suficiente impulso vital. El alma es una porción de Dios en nosotros, el cuerpo es la mansión del alma, y así ya lo entendían los egipcios hace siglos. Te conoces a ti mismo cuando comprendes que, si bien el alma es invisible, afortunadamente es perceptible, la puedes sentir. El alma que portamos necesita varias encarnaciones para terminar de alcanzar a Dios y ser crística. Cada uno de nosotros cuenta con cada virtud que Dios posee, por lo tanto todos podemos hacer realidad nuestra condición de hijos del creador. Todos llevamos a Cristo en nuestro interior. Hubo un único Jesuscristo; maestros iluminados, hijos de Dios, muchos. La conciencia crística manifestada puede hacer que haya Juan Cristo, Fernando Cristo, Marta Cristo, y así sucesivamente. Dios nos envía a la tierra como una muestra o porción de divinidad en este plano, para volver a él, evolucionados y purificados, tras una nueva experiencia humana. El nivel de progreso espiritual que alcanzaremos dependerá del «uso» que hayamos hecho de nuestra alma. Los maestros védicos de la India sostenían que, tal como el alma es parte de Dios, su misión es estar a su servicio, manifestar luz y divinidad en el mundo terrenal. La condición única de cada alma explica por qué somos todos distintos, con rasgos 83
diferentes de personalidad, que van marcando nuestra actitud de vida. Dicho nivel de individualidad, sostiene el rabino Dovber Pinson, además es investido en nuestra forma física particular y mantiene su existencia como fuerza espiritual específica en la posvida. «La ola vuelve al océano y, sin embargo, conserva su forma de ola», concluye el rabino. A la mencionada personalidad de cada alma debe sumarse la voluntad del alma, el impulso que vaya a transformar, o no, nuestro potencial en cristalización o en postergación. El nivel de evolución del alma determina cómo estamos, en qué punto nos encontramos. Cuando el alma llega a una instancia superior, la conexión con el creador es comparable a la del cordón umbilical que nos une al vientre materno. La individualidad de cada alma, la existencia del libre albedrío nos permite ver en qué escala o nivel del alma vibraremos, si en los de mayor opacidad o en los de mayor brillantez. Si bien el alma individual es un fragmento del alma universal, tiene el margen de elección para decidir qué experiencia vivirá en esta encarnación. Disponemos de la posibilidad de elegir servir o no a Dios; no tendría sentido hacerlo por imposición. Lo que hace aún más maravillosa la tarea es el regocijo de elegir hacerla sin dogmas o axiomas. Según con quién opte por identificarse, a quién «seguir», el alma vivirá su propia experiencia. Hay almas que se alejan de su pertenencia original y se identifican con el yo inferior. Mi amiga Federica Zosi, autora de magníficos libros sobre registros akáshicos, se retrotrae a los maestros hindúes para recordarnos que así como el alma es inmortal, lógicamente, es «innacida»; no puede nacer lo que no ha muerto. El libro maestro hebreo Zohar no solo habla del alma encarnada; asegura que chispas del alma peregrinan a nuevas formas de vida. Para el rabino Dovber Pinson, «una experiencia de muerte negativa debe ser enterrada a fin de avanzar en la vida». Los principios de reencarnación y transmigración nos dicen que existen muchas oportunidades en la vida y que nuestro gran desafío puede cambiar. Pero solo podremos avanzar si dejamos atrás el espacio de nuestra encarnación anterior. Entender este proceso nos ayuda a ser conscientes del alcance de nuestros actos. Ese darnos cuenta del impacto eterno de nuestra conducta nos lleva a obrar con mayor cautela, atención y escrúpulos en el presente. La respuesta a quienes somos es: «el alma». Somos quienes sentimos, no solo lo que sentimos. La manifestación espiritual del hombre es el alma, la lente individual y espiritual a través de la cual todos experimentamos la existencia. El alma es el único y profundo documento de identidad de una persona, es nuestra identidad única y superior. El ego es nuestra «credencial» apócrifa. La individualidad de las almas se ve en la necesidad de cada una de ellas de expresarse y experimentar de diferentes formas. Cada uno de nosotros demanda una necesidad única que, de no ser atendida, genera en nosotros grandes dosis de frustración. Un ego diluido y menos voluminoso es un «agente de supervivencia», esa es su tarea. De este modo se vuelve más transparente a la luz del alma. Vive en cada uno de nosotros un impulso innato de egoísmo cuando el ego se hace cargo de la mayoría de las decisiones e identificaciones que llevamos a cabo. 84
Si el ego se termina mimetizando con el alma, esta pierde la capacidad de empatía, de ponerse en el lugar del otro, de comprender su dolor. Y la vida es tomada como una sucesión de acontecimientos que se viven y proyectan como mera prolongación de uno mismo. Esto impide la posibilidad de verse a sí mismo; no existe el sentimiento de compasión hacia los otros. Solo existe el yo; el otro ha sido suprimido. Podemos trabajar con el «egómetro», medirnos y chequearnos, tal como nos pesamos por la mañana en la balanza. Podemos monitorear el poder y el alcance de nuestro ego. Disminuir el egoísmo e incrementar acciones que consideren al prójimo (esto no significa hacernos cargo de sus vidas y misiones) reflejará un cambio sustancial en el «marcador» del ego. El alma es la que inclina la balanza hacia el bien y la trascendencia, el ego la inclina hacia la actitud más superficial y egoísta. Convivimos con ambas tendencias. Somos ambas cosas. El Talmud —obra que resume en gran medida la sapiencia hebrea— expresa: «Lo que el ego propone puede ser dulce al comienzo pero se torna amargo al final, sus recompensas son momentáneas». Llega un momento en que entendemos que el ego no es más que una ilusión, una ilusión que no debemos combatir, ya que alcanza con no creerle, con no identificarse con ella. El ego es un vehículo básico para ser utilizado en caminos elementales de la vida, pero debe ser descartado a la hora de transitar las rutas trascendentes de nuestra existencia. El rabino Dovber Pinson sugiere: «Primero, ingresa por completo al cuerpo la faceta egocéntrica, que es la que sostiene y refuerza la identidad; luego, solo cuando la persona ha adquirido un elevado nivel de conciencia, en la temprana adolescencia, puede ingresar al cuerpo la dimensión trascendente del alma». La raza humana es un híbrido de ego y trascendencia, podemos elegir qué es lo que prevalecerá y marcará nuestra vida. El ego (yo separado) es domesticable e integrable, esa labor es la que a todos nos toca. Una vez que conocemos la experiencia de la armonía, procuramos reencontrarnos con ella. El sentimiento de armonía siempre proviene del interior, no debemos buscarla en el afuera. El agua viene del mar, no busques su fuente en la arena, aunque esta luzca húmeda. El cuerpo es el recipiente potencialmente sagrado del alma, que el alma penetra e inunda. Sin embargo, decimos «potencialmente» porque en muchas ocasiones elegimos ser «repelentes» (no recipientes) del alma. Cuando actuamos así, la existencia queda reducida a hábito e instinto, y la conexión con Dios pasa a ser una aspiración remota. En el pasado, los maestros talmúdicos concluyeron que, para el alma, hubiera sido más sencillo no habitar el cuerpo. Recordemos que algunas páginas atrás mencionamos las contradicciones del alma durante la gestación y su dilema acerca de seguir con el proceso u optar por volver al mundo etéreo. Luego, con la madurez, el alma ya no considera al yo físico como una prisión, y una vez aclimatada al cuerpo se complementa y combina adecuadamente. Es así; luego de haber querido abandonar el cuerpo durante la gestación, a la hora de desencarnar se 85
resiste a hacerlo. Pero de eso hablaremos en el próximo capítulo.
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11 Me muero y vuelvo Los humanos somos los únicos seres u organismos vivos conscientes de su finitud. Esa ha sido la raíz de todos sus miedos, pero también el origen de la filosofía, de la búsqueda de sabiduría que nos conduzca a lo trascendente. Es la carne la que muere, es el alma la que siempre vive, noble e inalterable a todas las experiencias de desintegración corporal. Millones de cristianos en todo el mundo veneran desde hace veintiún siglos a Jesús, quien se presentó ante sus discípulos después de la muerte en forma física. En la tradición hindú se cuentan casos de maestros que atravesaron experiencias semejantes. La mayoría de los mortales no se cree inmortal y, pese a todas las experiencias por las que hemos pasado de muerte y renacimiento, no es frecuente que seamos conscientes de ellas y, consecuentemente, le tememos a la propia muerte y más aún a la de nuestros seres queridos. Ese temor es el gran mentor de la vida como cuenta regresiva. En el mundo espiritual se sostiene que a la muerte —ni la propia ni la ajena— no se la debe desear, pero tampoco se la debe temer. Aunque parezca contradictorio, nuestra meta en la vida debe ser que, así como cuando nacimos, lloramos y el resto sentía regocijo, al partir podamos hacerlo con una sonrisa, aunque el resto llore. Existe una leyenda de un joven moribundo que, al escuchar a su alrededor a quienes lloraban por su partida, gritó: «¡No me insulten con llantos de compasión, ahora que vuelvo hacia el reino de la luz y del amor eterno. Soy yo quien debería condolerme de ustedes!». Naturalmente, todos deseamos vivir muchos años, al igual que anhelamos que así suceda con nuestros seres queridos. Pero poder comprender, independientemente de nuestros apegos, que quien se va no sufre y se libera nos puede aliviar enormemente del dolor. El alma, tras la muerte del cuerpo (la funda, el traje), encarna en una nueva forma. Muere también el ego, ya que no persiste la necesidad de ese vehículo terrestre, destinado a que el alma viva una experiencia humana. La evolución del alma es natural, ascendente, sin regresión a formas inferiores. No nos iremos de aquí como personas para volver como animales, piedras o plantas. Las escrituras sagradas hindúes sostienen que el alma va evolucionando desde el reino mineral, con escalas en el vegetal y el animal, antes de pasar a la encarnación de la 87
forma humana. De ahí en más, son reiterados los ciclos de nacimientos y muertes, con las consiguientes lecciones que debemos aprender, hasta finalmente poder alcanzar la realización divina. La reencarnación es la expresión más acabada del progreso álmico, el que se va desarrollando a través de sucesivas vidas. Volvemos una y otra vez hasta lograr el aprendizaje total. Cada vez que regresamos, van surgiendo nuevas identificaciones con el ego, deseos, tentaciones e imperfecciones que dificultan la tarea, pero a su vez generan el desafío de cada alma de volver para siempre al hogar espiritual y honrar su herencia espiritual. Cada uno de nosotros irá viviendo su experiencia y, al no ser nuestros respectivos potenciales cristalizados, una nueva encarnación nos dará la oportunidad de continuar la labor. Al morir, solo perdemos nuestro cuerpo; en nuestra próxima encarnación tendremos otro, pero en nuestra forma de ser regresaremos muy parecidos a quienes hemos sido, especialmente en la etapa final. Como hayamos sido en el cierre de nuestra vida anterior, en gran medida así seremos en la próxima vida. Los sabios de la India aseveraban que se requiere un millón de años de vida armoniosa, libre de enfermedades, para que el alma alcance la liberación. De ser así, sería lógico suponer que los cambios que hagamos de una vida a la siguiente serán acotados. Volvamos a la Ley de Causa y Efecto. Toda acción produce una reacción. En la Ley de Encarnación, todo lo que nos sucede en el presente es resultado de lo que hemos hecho en el pasado. Si no encontramos en esta vida la respuesta, tal vez la podamos hallar en la anterior. Muchas veces decimos que la vida que nos toca vivir no es justa, pero obviamos que solo vemos una parte y que esta vida fue precedida por otras. Paramahansa Yogananda menciona, en La búsqueda eterna, que los rasgos temperamentales más intensos y las preferencias que forman nuestro carácter no comienzan con nuestra vida presente, y han quedado arraigados en nuestro consciente mucho antes. De esta manera, podemos entender por qué algunos individuos, ya desde su más tierna infancia, poseen ciertas capacidades. La Biblia dice: «Si superas la ilusión de esta vida, retornarás a Dios y no reencarnarás más». Con cada regreso del alma individual a este plano, Dios nos da la opción de aumentar nuestra individualidad al máximo. Tal como la vida es una prolongación de vidas anteriores, somos la continuación de nuestros padres, abuelos, bisabuelos, de nuestros ancestros. Se suele decir que estamos marcados por las siete generaciones que nos precedieron en el árbol genealógico. En la religión judía se realiza una buena acción en homenaje y memoria de quien ha fallecido, como la de entregar dádivas en nombre de un ser querido fallecido. También, encender velas para el deleite del alma por el placer que recibe de la luz. La síntesis o resumen de la vida aparece de la siguiente manera en La vida después de la vida: «Un alma desciende para habitar una forma humana, cuerpo y alma trabajan juntos, hasta que llega el momento en que han de separarse. El alma se remonta a lo alto, 88
en tanto que el cuerpo se fusiona con los elementos más densos de la creación». Producido el fallecimiento de la forma física, el alma retorna a su fuente, donde se funde en la unidad del creador. Luego de vivir en el plano terrenal, el alma se ha vuelto más sabia, tras haber recogido más años de experiencias humanas.
Casi me muero Cuando una persona atea, escéptica y de gran reputación científica termina por comprobar la existencia de un mundo que trasciende el de las formas, y admite una presencia superior a la de su expandido ego, se le suele dar mayor crédito y prestigio que el que se les concede a sabios maestros de la espiritualidad que hace siglos se anticiparon a la ciencia. El doctor Eben Alexander basó su vida de neurocirujano en la lógica científica, hasta que su experiencia cercana con la muerte (ECM), con un coma profundo incluido, lo llevó a dar fe de aquello que ya no consideraba una fantasía: ni más ni menos que la existencia de Dios y el alma. En su libro La prueba del cielo, número uno en ventas en la lista de best sellers del New York Times, Alexander reseña su viaje a «la vida después de la vida», y afirma haber comprobado que la muerte del cuerpo y la del cerebro no supone el fin de la conciencia. Asegura, además, que existe un mundo de consciencia ajeno al de las limitaciones del cerebro físico. Su relato de la experiencia cercana a la muerte nos remonta a la vivida por el querido periodista argentino Víctor Sueiro, quien supo contar en sus libros su ECM y el de decenas de personas que regresaron del más allá con relatos fascinantes y estimulantes de sus trances. En los que el denominador común es un enorme mensaje de esperanza para enfrentar el momento de nuestro desenlace. Claro que, si se trata de impacto, que quien narre con lujo de detalles su inesperada experiencia espiritual sea uno de los neurocirujanos más reconocidos de los Estados Unidos y que además antes de vivirla haya sido una persona que no creía en nada de esto, hace todo más increíble. Al principio del libro comentamos la visión de Woody Allen acerca de la vida. Pues bien, la del doctor Eben Alexander antes de su ECM no difería demasiado de la del famoso director de cine. No obstante, tras permanecer siete días en un estado de coma profundo, experimentó la sensación de ascender por un valle estrecho y oscuro, hasta llegar a otro en el que había una luz espléndida, donde había colores indescriptibles. Un lugar maravilloso y reconfortante, lleno de amor. Alexander dice en su libro: «No tengo miedo a morir porque ahora sé que no es el final». Este profesional graduado en la Escuela Médica de Harvard describe diálogos en los que le manifiestan que lo aman, que lo aprecian y que no tiene nada que temer. Para eludir los inevitables cuestionamientos y reacciones sarcásticas de sus colegas, Eben Alexander aclara que no es un bobo sentimental, que conoce qué aspecto tiene la muerte, 89
que sabe cómo funciona la fisiología de su propio cuerpo, y la diferencia entre realidad y fantasía. Naturalmente, hace referencia al hecho de que, como cirujano, ha estado en contacto con personas con las que estuvo hablando y bromeando y poco después las vio convertirse en un objeto inerte en la mesa de operaciones. En su experiencia convertida en libro, nos cuenta que durante su encuentro cercano con la muerte una voz le indicó que no hay un solo universo sino muchos, que el amor reside en el centro de todos ellos y que el mal también está presente, necesariamente porque, sin él, el libre albedrío no sería posible y, por lo tanto, no podría haber crecimiento ni posibilidad de convertirnos en aquello que Dios quiere que lleguemos a ser. En La prueba del cielo, el autor describe su aventura como una visita, un recorrido por el lado invisible y espiritual de la existencia, donde el mensaje recibido cada vez que atravesó el «Portal» tal vez pueda resumirse en una línea. El mensaje fue: «Te aman». Que un científico sostenga que tuvo una experiencia cercana a la muerte perfecta, con su neocórtex desconectado por completo, que el hecho de ser neurocirujano le haya permitido estar, tal como dice, «en una posición privilegiada para juzgar no solo la veracidad de lo que vivió sino también todas sus implicancias», es un aporte extraordinario, en el que el lado limitado y racional se abre al aspecto ilimitado y trascendente. Por años, el doctor Eben Alexander escuchó numerosos relatos de gente que, después de sufrir algún ataque cardíaco, contaba que había viajado a lugares misteriosos donde había hablado con parientes muertos e incluso con Dios. Sin embargo, para él, esos relatos eran producto de la fantasía propia de quien está alucinando. Hoy, luego de su ECM, señala: «El amor es sin ninguna duda la base de todo, no es una especie de amor abstracto e inescrutable, sino el amor cotidiano y sencillo, ni celoso ni egoísta, tan solo incondicional». Para Alexander, esta es la realidad de las realidades, la incomprensiblemente gloriosa verdad de las verdades que vive y respira en el centro de todo lo que existe o existirá alguna vez. Ante las previsibles críticas que puedan surgir del mundo académico, se pregunta: «¿Te parece poco científico?, permíteme que disienta, yo he regresado de aquel lugar y nada podría convencerme de que esta afirmación no es la verdad más importante del universo, desde el punto de vista emocional, pero también desde el científico». Qué maravilla observar a una persona que creía tener todo el conocimiento acerca del funcionamiento de la vida, comprender que no basta la acumulación de conceptos sin la aplicación de sabiduría. Pasar del mundo de la ciencia, respetado pero acotado, al ilimitado y universal poder de Dios representa un gran salto de calidad. Así lo manifiesta Alexander al expresar: «Podemos recuperar nuestra conexión con el reino idílico, simplemente lo hemos olvidado, porque durante la parte físico-cerebral de nuestra existencia, nuestra mente bloquea o al menos vela el trasfondo cósmico superior». Explica que sólo podemos ver aquello que nuestro cerebro filtra; el cerebro, sobre todo el hemisferio izquierdo, la parte lingüística, lógica, que es la que genera nuestro sentido racional y la sensación del ego, es una barrera que nos impide experimentar cosas 90
superiores. Luego de experimentar su transformación, el doctor Alexander hace referencia a sus pares y asegura que hay determinados miembros de la comunidad científica (él era uno de ellos) aferrados a una visión materialista que han insistido una y otra vez en el concepto de que ciencia y espiritualidad no pueden coexistir. Dios sabrá por qué ha elegido precisamente a un científico para que viva y experimente «la prueba del cielo», y le encomienda la tarea de contarla y compartirla con el mundo. De hecho, Alexander la considera como la tarea más importante que le hayan encomendado. Cuando nos liberamos de la carga de nuestro yo inferior, ofrecemos lo mejor de nosotros a los otros. Hasta un consagrado neurocirujano pasa a ser aun más valioso al desprenderse de sus apegos y, con toda sinceridad, admitir que sintió dolor y tristeza al regresar a la tierra, más allá de que aquí lo esperaba con desesperación su querida familia. En su antigua concepción, admite Eben Alexander, espiritualidad era una palabra que jamás hubiera utilizado en el transcurso de una conversación científica. Pasó años estudiando el cerebro humano, pero hoy considera que «el auténtico pensamiento no es obra del cerebro». En el mundo espiritual proclamamos la existencia de una mente universal a la que cada mente física puede conectarse. Ojalá el hombre, especialmente el más instruido, no tuviera que llegar a hablarle de tu a tu a la muerte, para recuperar su yo espiritual. Es deseable que cualquiera de nosotros, sin llegar a un ECM, pueda activarlo a fuerza de amor y compasión. Mientras tanto, la experiencia que Dios le dio a un científico para poder difundirla es una bendición para el doctor Eben Alexander y para sus millones de lectores. Expandir las conciencias de las personas hacia una conciencia universal que nos saque del estancamiento de la conciencia limitada terrenal es un gran aporte que podemos hacer como difusores espirituales. Alexander parafrasea a sir John C. Eccles: «Debemos reconocer que somos criaturas espirituales, dotadas de almas que moran en un mundo espiritual, así como somos seres materiales cuyos cuerpos y cerebros existen en un mundo material». Cambia la vida para quien activa su yo espiritual; pasa de la cuenta regresiva a la cuenta progresiva; cambia la noción del tiempo. En la página 192 del magnífico libro La prueba del cielo podemos leer: «Como durante el tiempo que pasé en el mundo espiritual experimenté la naturaleza no lineal del tiempo de un modo tan intenso, ahora puedo comprender por qué es tan fácil que los escritos sobre la dimensión espiritual parezcan tan distorsionados (o sencillamente absurdos) desde la perspectiva terrenal. En los mundos que se extienden por encima de este, el tiempo no se comporta como aquí. Allí las cosas no se suceden necesariamente de una manera secuencial, un momento puede parecer una vida entera y una o más vidas pueden parecer un simple momento». Podemos ver a Dios con los ojos de la conciencia, nunca vemos su rostro pero percibimos su presencia. No estamos obligados a una situación empírica extrema para conocer a Dios, no solo lo conoceremos de esa manera; son muchas las formas, más sutiles y hasta menos traumáticas, que hemos mencionado en este libro y que son activadoras de la existencia del alma. 91
Tenemos la posibilidad de regresar nuestras almas a su fuente, aun estando en nuestros cuerpos. La meditación nos llevará a la acción que pondrá al alma en acción. Pero volvamos al relato del encuentro cercano con la muerte del doctor Alexander, que emocionado relata haber estado en comunicación directa con Dios: «Así expresado, suena a megalomanía, pero cuando estaba sucediendo yo no lo percibí así. De hecho, me daba la sensación de que solo estaba haciendo lo que toda alma es capaz de hacer cuando abandona el cuerpo y lo que podemos hacer ahora mismo por medio de distintas técnicas de plegaria o de meditación profunda. Comunicarse con Dios es la experiencia más natural del mundo y, a su vez, la más extraordinaria. Dios está presente en todos nosotros en todo momento, todos estamos conectados como uno solo a través de nuestro divino enlace con Dios». No supeditemos nuestro encuentro cercano con Dios a la llegada de una experiencia cercana a la muerte. Cada día, en nuestra experiencia cercana a la vida, podemos dejar que aflore la necesidad del alma y experimentar nuestra conexión con Dios. El rabino Dovber Pinson revela que la descripción secular más antigua de Occidente acerca de un ECM aparece en La república de Platón, en la que un soldado griego, a punto de ser cremado, cuenta la historia del abandono de su cuerpo y el viaje que realiza junto con otros, en el sitio en el que habría de ser juzgado. Cifras confiables consignan que se han reportado más de trece millones de ECM, solamente en Estados Unidos.
Las diez etapas posibles de un ECM Primera: Podemos experimentar la sensación de no encontrarnos entre los vivos y hasta escuchar voces de personas que así lo indican. Segunda: Entramos en un estado de absoluta tranquilidad, sin dolor o angustia. Tercera: Podríamos escuchar un zumbido desagradable. Cuarta: Tomamos conciencia de la separación. Despojados de la forma física, sentimos otra especie de cuerpo, que algunos describen como un campo energético o una especie de nube, un torbellino de colores. El doctor Alexander menciona la aparición de un arcoíris. En esta etapa la conciencia se expande. Quinta: Se produce el paso por el tantas veces mencionado «túnel» que atravesamos en la oscuridad. Sexta: Encuentro con entidades etéreas que nos parecen conocidas, como familiares o amigos fallecidos con anterioridad, que parecen llegar para asistir al alma. Algunos reportan incluso la aparición de figuras angélicas. Séptima: Es posible que nos encontremos con un ser luminoso al que inmediata e inevitablemente asociaremos con Dios. Se trata de una luz que emana vibración amorosa, poderosa e incondicional. Octava: Experimentación del individuo de una exhaustiva revisión de su vida, una 92
sensación de autoevaluación. Así lo ilustra el rabino Dovber Pinson: «Una revisión instantánea panorámica de lo que ha vivido, una recopilación profunda y pasional de la vida». Al morir, el individuo vuelve a vivir sentimientos, momentos y detalles de su paso por la tierra. Novena: Se experimenta con intensidad la ausencia del tiempo y del espacio, pero esto no es vivido como una privación, pues sucede de manera integral. Décima: Llegamos a una especie de puerta, barrera o puente, una forma de impedimento que parece separar la vida en este mundo con la del mundo que sigue. Es necesario aclarar que no todas las personas que reportan un ECM atraviesan todas estas etapas, y además no siempre la secuencia tiene el mismo orden. Cuanto más lejos llegue el individuo dependerá del hecho de haber sufrido muerte clínica y, de ser así, por cuánto tiempo. A mayor duración de esa experiencia, más lejano y profundo el viaje. Todos hemos de morir y no precisamente por un rato. Todos hemos de sufrir la muerte de seres queridos. El aporte de las personas que relatan sus ECM puede ser de gran ayuda para saber con qué nos enfrentaremos y con qué se enfrentarán nuestros afectos. Si bien hay quienes simplifican la definición de muerte como la de «dormir para siempre»; en cierto modo el sueño se semeja a «un ensayo de partida». Cuando dormimos, importantes porciones del alma toman distancia del cuerpo. Esos viajes nocturnos son propicios para que los niveles superiores del alma puedan informar a los niveles inferiores que permanecen en la tierra. En efecto, muchas personas reciben, merced al registro consciente de sus sueños, sabiduría impartida, que comprenderán o no en función del desarrollo espiritual que hayan alcanzado. La vida después de la muerte nunca generará adhesiones absolutas, cada uno de nosotros, impregnado por subjetividades, prejuicios y formaciones de distinto tipo, impedirá unanimidades a la hora de llegar a una conclusión. Precisamente esto lo torna un tema apasionante para la humanidad, ya que nos deja la posibilidad de desentrañar el gran misterio de la muerte. Consciente de este límite, que a su vez es un gran motivo de búsqueda y aprendizaje, cerraremos este libro con un capítulo final dedicado a la muerte.
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12 Apuntes de la muerte. Y al final, ¿la vida sigue igual? Compartiré algunos conceptos referidos a la «partida», basándome en relatos de libros y escrituras sagradas. Una vez que el alma abandona el cuerpo experimenta un tremendo estado de conciencia potenciada, que permite percibir la realidad con mayor intensidad. La percepción es más lúcida y la conciencia se expande en su totalidad. Es el maravilloso proceso por el cual el alma se libera de la constricción o encarcelamiento del cerebro material. Ya no hay lugar para el ego, la conciencia expandida no le permite filtrarse. El alma percibe todo lo que se dice frente al cuerpo sin vida, la sensación es como si estuviera contemplando el cuerpo de otra persona. Según la tradición judía, incluso luego del entierro, durante los primeros tres días, el alma ronda al cuerpo y lo observa. Independientemente del miedo que en vida le hayamos tenido a la muerte, cuando el alma abandona el cuerpo, a esta la invade una completa ausencia de todo tipo de angustia o pánico. Sin embargo, esto depende fundamentalmente del nivel de preparación espiritual con el que lleguemos al momento de la muerte. Supuestamente son unos pocos los que experimentan temor y agobio cuando su alma, identificada por demás con el ego, pugna por abandonar la «cárcel» del cuerpo. Registrado todo aquello que una persona ha hecho en vida, el efecto de sus acciones y pensamientos no será inocuo, ya que vibramos de una manera al actuar bien y refinar el alma y de otra cuando obramos en sentido contrario. En la página 133 de El saber judío acerca de la vida después de la vida se puede leer: «La naturaleza del cuerpo de posvida que asume el alma es un reflejo directo del desempeño del individuo aquí en la tierra. Estas proyecciones externas son el cuerpo espiritual en la vida después de la vida». Según como pensemos, sintamos y actuemos en este mundo, así será la silueta del «cuerpo espiritual» que portemos en el otro plano. Por ejemplo, un individuo que reporta un encuentro cercano con la muerte, con un cuerpo etéreo carente de dolor e incapacidades, puede asumirse como una buena persona. Queda de manifiesto que «creamos» lo que nos tocará vivir. Según la Torah y sus enseñanzas esotéricas, parientes cercanos, amigos y ocasionalmente maestros vienen a acompañar el alma y sirven como guías para iniciarla en el universo de conciencia incorpórea. Maridos y esposas se reencuentran en la posvida y, por lo general, las familias se vuelven a unir. Una inmensa alegría espiritual invade los 94
cielos cuando las almas descubren que sus seres queridos, sus amados, están a punto de unirse con ellas. Los textos tradicionales señalan que una de las personas que el alma percibe en el proceso de defunción es la de Adán, el ser humano primordial, la raíz de todas las almas, la fuente genética de toda la humanidad. Convengamos que, después de todo, la muerte no es otra cosa que un individuo que se ha reunido con sus ancestros, es decir, que se ha reunificado espiritualmente.
Los Ángeles, pero no California Según el Antiguo Testamento, los ángeles existen, son mensajeros y transmisores de energía, que están despojados de toda materialidad. Luego del fallecimiento de una persona, esta es recibida por los ángeles que se unen a ella. Hay dos o tres que viajan junto a nosotros durante la vida, son aquellos a los que habitualmente llamamos «ángeles de la guarda», «los que nos acompañan dondequiera que vayamos. Ellos se encargan de registrar nuestras acciones, pensamientos, palabras y experiencias, eso que hacemos crea una energía y es la cápsula precisa de nuestro paso por la vida. Acostumbramos decir que «Dios toma nota de todo», pues bien, parece ser que sus escribientes son los ángeles guardianes, cronistas de nuestras vidas, los biógrafos que trabajan a pedido de Dios. Estas figuras angélicas son una especie de réplica espiritual de lo que somos. No debemos olvidar que todo pensamiento, acción y palabra es usina de energía angélica en un nivel cósmico. Lo que hacemos físicamente, aquello que es tangible, influye en el mundo físico y es causa de transformación material de la energía. En el mundo material, cada vez que nos movemos, por mínimo que sea el movimiento, generamos un efecto de reverberancia en la atmósfera. Con una simple onda causamos una vibración continua e incesante. A nivel espiritual, cada pensamiento, emoción y acción continúa mucho después de su primera aparición, incluso después de que el individuo que haya realizado estos actos fallezca físicamente. Dice el rabi Dovber Pinson que las acciones negativamente cargadas desaparecen y son destruidas en el proceso de la posvida, en tanto que las experiencias positivas, las buenas obras, viven por la eternidad. Nuestra intención, propósito y emociones crean una fuerza espiritual y una creación angelical puras. Con acciones positivas estamos creando «ángeles» concebidos con energías perfeccionadas. Nos recomiendan estar totalmente presentes en la vida activa, de modo de producir «ángeles desarrollados». Las acciones desganadas generan seres dislocados y desfigurados. Los maestros de la vieja tradición judía aseguraban que con cada mitzvot (buena acción) creamos un ángel. Los sabios del Talmud intuyen que la forma humana está subdividida en 613 partes que se corresponden con las 613 buenas acciones delineadas en la Torah. El número en cuestión es el resultado de la sumatoria de los 248 órganos principales y las 365 venas y 95
arterias fundamentales del cuerpo. Tal vez esta enumeración —nos dice el rabi Dovber Pinson— esté relacionada con los 365 puntos de acupuntura mencionados en el Nei Ping chino. El alma que anima al cuerpo también se compone de 613 energías y atributos. Volviendo a las 613 mitzvot o buenas acciones, estas se dividen en mandamientos positivos (harás) y negativos (no harás). El conjunto de ellas en pleno nos concede la oportunidad de un completo desarrollo de varios aspectos del alma. Cada una de las 613 acciones en particular es atinente a una reserva de energía espiritual distinta y libera al alma para su expresión más completa. Si como decía el sabio rey Salomón, «el alma del hombre es una vela de Dios», suena lógico que al morir veamos luces radiantes dando existencia a la «vela», sin que siga vigente la restricción del cuerpo. No abandonaremos este plano de existencia hasta tanto nuestra alma vea a Dios. Producido el encuentro, el alma se mueve naturalmente hacia la luz. Si el alma se siente una con la luz, esta le parecerá acogedora; en el caso de aquellas almas a las que les cueste despegarse del yo inferior, la luz será un tanto encandilante y cegadora. Nada de lo que hemos hecho a nuestro paso se pierde, todo queda registrado. La vida entera es transcripta con exactitud y un día vuelve a ser proyectada delante de nosotros. Al morir, toda nuestra trayectoria es traída a nuestra alma para ser evaluada, se realiza la estimación de lo actuado, pensado y sentido y la forma en que esto ha afectado a la gente que nos rodeó. Según el Midrash (libro de investigación que facilita la comprensión de la Torah), los ángeles acompañantes que viajan con nosotros durante toda la vida son quienes atestiguarán sobre nuestra conducta. No faltan quienes señalan que el alma es el testigo que percibe su propio «currículum» y se encarga de hacer una autoevaluación de lo actuado. Nuestra vida queda impresa en la psiquis humana, su codificación se ve en el aura circundante, la sombra que proyectamos. Despojados del cerebro humano, sin interferencia del ego, con conciencia unificada, procedemos a recordar y observar lo que fuimos e hicimos en vida. Una vez que el alma desencarna, se enfrenta a su reflejo. Si la negatividad irrumpiera en el espejo, se tornaría necesario limpiarlo. Se hace una purificación que permite que el alma vuelva a brillar. El Talmud señala que la vida y la posvida son indivisibles: una es la prolongación de la otra. Lo que ocurre en la posvida no deja de ser una extensión de lo que ocurrió en la vida. Nuestras acciones son las que determinan si el alma ascenderá o si la negatividad nos seguirá hundiendo sin poder remontarlo. A la hora de lo que se ha llamado «Juicio final», el ego ya no podrá oficiar de abogado defensor. Inevitablemente, luego de ser proyectada la película de la vida, el fallo será justo, la persona objetivamente se juzga a sí misma y es ella quien sin saberlo da el veredicto. Cuánto más categóricos y críticos seamos en esta vida, cuanto menos compasivos y amorosos seamos, así seremos a la hora de «fallar» sobre nosotros mismos. Si hemos sido misericordiosos e indulgentes con los demás en nuestra vida, actuaremos de igual 96
modo con nosotros en la posvida. Independientemente de las creencias que tengamos sobre la muerte y lo que esta significa, siempre es bueno resaltar que, cuanto más justos seamos, mejor viviremos y mejor moriremos. La recompensa espiritual que se nos concede no admite demasiadas dudas. Las personas que han reportado encuentros cercanos con la muerte coincidieron en líneas generales en el carácter placentero de la vivencia que les ha tocado experimentar. Y lo más relevante es que han regresado a sus vidas con notables mejoras, una vez superado el trance. Me permito, una vez más, retornar al famoso «si sucede, conviene». No le deseamos a nadie un ECM, ni mucho menos provocarlo, pero si la persona fuera elegida para atravesarlo y «regresa» mejorada, con un mensaje de vida desde la «muerte», bienvenido, y bendecido sea.
Crónica de un final anunciado Cuando fallecemos, el alma abandona al cuerpo por etapas. El alma conscientemente «retrocede» del cuerpo, pero igual quedan residuos de su energía espiritual unidos al cuerpo físico. Se dice que el proceso espiritual del alma, abandonando al cuerpo, se inicia antes de la muerte clínica. Las energías del alma comienzan a elevarse con antelación al deceso. El aura o sombra circundante partiría unos treinta días antes del momento de la muerte. Hay personas que han sido preparadas y que gozan de una alta dosis de percepción que les permite discernir el aura, observar el alma de las personas y establecer si el aura ya las ha abandonado. Incluso sin ser sabios, algunas personas, a través de las acciones o pensamientos que expresan, pueden tener un profundo conocimiento de que su muerte se les avecina. Se trata de individuos que poseen una marcada hipersensibilidad espiritual. Una vez que la sombra abandona el cuerpo, es solo cuestión de días antes de que otros aspectos ostensibles del alma comiencen su partida. Sin embargo, estas muertes presagiadas en algunos casos pueden ser detenidas gracias al poder del arrepentimiento, la reintegración y la reconstrucción, como si el alma volviera al cuerpo. Durante el desarrollo de este libro, hemos contado cómo, al encarnar, el alma se resiste a integrarse a la forma física y cómo, al desencarnar, luego de un largo período el alma se resiste a abandonar su condición de «fisicalidad». En el transcurso de los primeros tres días posteriores a la muerte, el alma ronda su propio cuerpo y desea regresar. Pasado ese período, ante la creciente desfiguración y descomposición del cuerpo, comienza a alejarse de su presencia. Durante los primeros siete días que suceden a la muerte, el alma deambula de aquí para allá, de la casa en la que vivía hacia la tumba donde ahora reside su cuerpo y de ahí 97
nuevamente a la casa. Así lo explica el libro sagrado judío Zohar. En los treinta días que siguen a la muerte, el alma se va acostumbrando gradualmente a la realidad espiritual y va soltando sus lazos con el mundo físico. De todos modos, en este período puede estar rondando los planos terrenales de la existencia y alzándose progresivamente más allá de estos. Una vez transcurrido el primer año, el alma ha ascendido y descendido, se ha elevado y ha regresado. El cuerpo ya se ha disipado y el alma ahora se siente libre para remontarse hacia lo alto sin nada que la arrastre hacia abajo. Puede ascender sin la molesta necesidad de tener que volver a descender una vez más. Con el tiempo, el alma deja de merodear este universo; la gente que el alma conoció y amó también comienza a abandonar este mundo. Las almas que se han ido, lógicamente, tienen cada vez menos interés en este mundo.
Lo que viene, nunca llega antes de lo que es Ser conscientes de la existencia de una posvida puede tener efectos transformadores en cada uno de nosotros. Para algunas personas, la posibilidad o certeza de la existencia de un futuro que trasciende la muerte física es un disparador destinado a sumar el valor de la trascendencia y la realización espiritual a sus actos cotidianos. Para otras, sospechar que lo realizado en esta vida no es gratuito puede ser un gran motivo para vivir de manera más responsable y respetuosa, en comparación con las formas con las que se venían manejando. Unos, impulsados por el regocijo de la vida eterna, reaccionarán con la intención de elevarse y progresar en el ámbito espiritual, convencidos de que esa es la razón de su estadía en este mundo. Se trata de individuos que, movidos fundamentalmente por el amor, comienzan a intentar la evolución en el presente enfocados en la acción que traerá como consecuencia nuevas y mejores acciones. Otros, empujados por el miedo, mortificados por supuestos castigos de los que se consideran merecedores, especularán con cambiar sus acciones, las que aparecerán más enfocadas en resultados convenientes que en el valor intrínseco que ello entraña. Bien dice Dovber Pinson, en La vida después de la vida, que la exploración de la posvida no debe ser un ejercicio mental o intelectual, sino un medio para adquirir sabiduría. Solo cuando miramos al futuro en busca de ayuda para el presente es cuando esta actividad tiene sentido. No lo tendría el hecho de no experimentar verdaderamente la vida, para enfocarnos en lo que el futuro incierto pueda traer aparejado. Solo se puede tomar conciencia de la vivencia del presente. No podemos vivir el «ahora» en el futuro. En todo caso, el mundo por venir surge de esta vida, en la que debemos concentrarnos, para no perdernos la maravillosa experiencia de estar vivos en este instante. No hay existencia posible sin presencia palpable. No estar presentes hoy es quitarle existencia a la vida, ninguna posvida amerita la supresión de nuestra presencia en el momento presente. Días más plenos en cada jornada de nuestras vidas constituyen el 98
verdadero concepto de longevidad que todos deseamos. Desconocer el regalo que significa cada nuevo día, opacándolo con hábitos y rutinas que lo tornan igual al anterior y semejante al posterior, convierten a la vida en algo poco memorable. En ese estado, nuestra existencia no deja marcas de su presencia. Como dice el rabi Dovber Pinson, «el tiempo avanza más rápidamente cuando nada memorable se registra en el cerebro».
La vida como una cuenta progresiva A lo largo de todas estas páginas hemos desarrollado el proceso de la vida del hombre bajo la noción espiritual de que la vida debe ser vivida y puede ser vivida como una «cuenta progresiva». Desde la concepción hasta la desencarnación, hemos viajado en el tiempo y revisado lo que los sabios de todas las épocas han señalado, coincidentemente, sobre la condición progresiva de la existencia del ser. Judíos, cristianos, hindúes, musulmanes y orientales, en general, supieron marcar el carácter ascendente del devenir humano. Vivir plenamente la vida no ha sido ni será otra cosa que ver cada nuevo día como una renovada oportunidad de crecimiento y expansión. El crecimiento continuo nos permitirá que, en lugar de hacernos viejos, podamos tornarnos más sabios y más refinados. Como dice Pinson, cambiar nuestra actitud y, en lugar de «volvernos viejos», optar por envejecer y hacer. La vida como cuenta progresiva no es llegar a viejo «entrado en años», sino haberle «entrado» a cada uno de los años que surcan nuestra vida. Podemos evitar que, al llegar el tiempo de nuestra partida, sintamos más temor de haber vivido una vida sin sentido que el hecho de perderla. La vida es un tesoro y nadie debe salir empobrecido. La riqueza espiritual que implica haber sido elegidos para vivir una nueva encarnación debe permitirnos volver a nuestro hogar mucho más acaudalados, con los bolsillos llenos de aprendizaje y progreso. Llegamos a este mundo con enorme dolor y resistiéndonos a volver a vivir una experiencia humana. Podemos partir en paz, satisfechos por haberle dado significado a nuestro paso y entregándonos a Dios para volver a habitar en el plano celestial. Si así lo hiciéramos, habremos vivido la vida como una cuenta progresiva. *** Una vez más se reafirma la importancia de las actitudes por sobre las circunstancias. *** A Dios no le interesa el copyright, ni los créditos. No es grave que el hombre no crea en Dios; grave sería que Dios no creyese en el hombre.
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*** Nada sería más opresivo que un Dios obligatorio y un creyente obligado. *** Se ha demostrado que el paso del tiempo nos permite sacar provecho de lo que nos pasa. El gran aprendizaje, ser nuestros propios maestros, eso justamente sucede cuanto más tiempo pasa. *** «Debemos hacerle ver al ego que la cuenta de la vida no es regresiva, sino progresiva». *** La vida espiritual no se mide en tiempos, sino en evoluciones. *** Entrenar la paciencia es ensayar el camino a Dios. *** La vida sin propósito es mera supervivencia. *** El único «niño» que nos aleja de Dios es el ego. *** Dios es la causa de toda causa, la causa mayor. *** Hay un fluido divino: la conciencia pura. *** Dios no habla en ego. ***
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No valoraríamos la luz si no existiera la oscuridad. *** El amor egoísta es, en sí mismo, una gran contradicción. Sería como el «hambre opípara». *** Progresamos en la vida espiritual cuando, día a día, vamos procurando darle existencia al alma desde la introspección. *** Hay una enorme relación entre nuestro nivel de fatiga o de inspiración y la forma en que nos estemos relacionando con nosotros mismos. *** Dios es protector, no sobreprotector. *** Es lógico pensar a un Dios que nos necesita felices por elegirlo y no temerosos en caso de no hacerlo. *** Evolucionamos en la medida en que desarrollamos la habilidad de manifestar todo lo que somos. *** El alma que no se manifiesta no evita la emoción que la está inquietando. *** La caridad es hija de la necesidad de quien recibe, pero también de quien tiene el anhelo de dar para gratificar su alma. *** Así como se hace camino al andar, se abren nuevos canales al dar. ***
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En el mundo espiritual, la noción de tiempo no queda registrada en relojes sino en las porciones de cada una de las existencias que nos lleve a aprender. *** Cada humano termina por elegir cuándo decide abrirse camino por sí mismo hacia el ser. *** El ego nos adjudica logros que, por un lado, siempre le resultan insuficientes, pero a su vez no puede concebir perderlos. *** La felicidad suele comenzar cuando damos y deseamos a los otros lo mismo que quisiéramos recibir *** Celebrar la vida no es vivirla sin dolor. Una existencia carente de ese tipo de emociones no es propia de un mundo con Dios. *** Si imaginásemos un mundo despojado de Dios, el sufrimiento y el dolor serían estériles, sin propósito alguno de aprendizaje. *** La resistencia del ego al aprendizaje de la lección no hace más que tornar más y más dificultoso cada nuevo intento. *** La dificultad que trascendemos no tiende a cruzarse nuevamente en nuestro camino. *** Podemos y debemos entender que, para la mayoría de nosotros, el aprendizaje adquiere forma de espiral, las cosas no son tan lineales como muchas veces pretendemos. *** «La tierra como escuela».
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*** Seguir centrados en el presente es siempre la mejor forma de dejar de robarle momentos al ahora. *** Cuando entrenamos la paciencia, ensayamos el camino a Dios. *** Cuando elegimos el camino de la luz, le estamos negando a la oscuridad fuerza, poder y existencia. *** Cuando meditamos, destronamos al ego. *** El ser humano no es uno hasta que el ser no se alinea con el humano. *** Paradójicamente, nuestra capacidad para encontrar momentos en los que podamos estar muy bien a solas con nosotros mismos permitirá mejores momentos en compañía de los otros. *** Cuando dormimos, rejuvenecemos el alma. *** Nuestro nivel de aceptación es una medida del nivel de aceptación de y hacia los demás. *** Somos susceptibles en exceso a los dichos de los otros, pero no mostramos igual sensibilidad en aquello que les decimos. *** No tomar nada a título personal implica poder ser quien elija manejar mis emociones. De esta manera nos permitiremos ser menos rencorosos, celosos y envidiosos.
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*** Dormir es entregarle a Dios el tiempo que nuestra alma necesita para su reparación. Al dormir le damos más vida a la vida pero, a la vez, ensayamos la muerte. *** Los especialistas proponen que la técnica respiratoria constituya un proceso lento y profundo que no exceda las doce inhalaciones por minuto. *** Los problemas físicos, emocionales o mentales son manifestaciones de las alteraciones del cuerpo energético. *** No hay razones para no creer en uno mismo, cuando se es uno mismo. *** Longevidad en el mundo espiritual no significa agregar una vela cada año a la torta. *** Cada vez que respiramos, renovamos el milagro de la vida. Cada vez que respiramos conscientemente somos testigos de ese milagro. *** Envejecer se torna inevitable, evolucionar es opcional. *** Muchas veces los cambios generan, primero, rechazo, luego enojo y finalmente, resignación. *** En más de una ocasión nos resistimos a cambiar y a hacernos cargo de la necesidad de modificar nuestras vidas y, ante nuestro temor, la vida se termina haciendo cargo. ***
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Nuestras acciones son la línea troquelada del camino que llevamos adelante. *** La recompensa a la buena acción es la buena acción en sí misma. *** El culto a la personalidad es directamente proporcional a la forma en que el líder hace de su personalidad un culto. *** Es necesario entender que el poder auténtico es el poder sobre nosotros y no sobre los otros. *** Lamentamos resultados, repetimos recetas y seguimos sin analizar las razones o motivos que son hijas de nuestras conductas «momificadas». *** La ley universal que mejor explica la secuencia y consecuencia de lo que hacemos es la ley de «causa y efecto». *** Con el transcurrir de las décadas, llega el momento de «viajar» de la cabeza al corazón, y del ego al espíritu. *** Nuestro nivel de identificación con el ego es parámetro del desarrollo, la evolución y la pureza que alcanzamos. *** No confundamos lo que es de Dios con lo que es del ego. *** Solemos cometer un doble error. Primero, le concedemos al ego el poder de nuestras decisiones. Y cuando dudamos de ellas, cometemos el segundo error, el de no volver sobre nuestros pasos porque el ego no lo permite. ***
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Cuando la luz divina enciende nuestro interior, la oscuridad de la duda y el temor se disuelve inmediatamente. *** El ego no debe tomar partido en las decisiones más importantes de nuestras vidas, solo puede ser un mero auxiliar, nunca nuestro guía. *** Una vez más recordemos que, cuando vaciamos el recipiente, permitimos la llegada de la inspiración. *** No nos definimos por lo que hicimos alguna vez. Somos una trayectoria, no una anécdota. Somos lo que hacemos una y otra vez, somos nuestros hábitos y nuestras costumbres. Afortunadamente, podemos cambiar para ser mejores, modificando algunos de nuestros hábitos y algunas de nuestras costumbres. *** Para el ego, la culpa siempre es ajena, el otro siempre está equivocado. La necesidad de estar siempre en lo cierto nos quita energía. Al pretender tener razón todo el tiempo, lejos de lo que suponemos, nos hace equivocarnos con mayor frecuencia. *** Nuestras acciones marcan nuestras relaciones con los demás y con nosotros mismos. *** ¿Por qué nos llevaríamos bien con Dios si nos llevamos mal con la mayoría de las personas? ¿Por qué deberíamos recibir de Dios y de los otros algo distinto de lo que brindamos y deseamos? *** Las compañías que escogemos es un factor determinante. El desarrollo espiritual de las personas que nos rodean es de gran influencia para lo que seremos. *** Nuestro entorno voluntario no debería afectar nuestra paz interior. Si así sucediera, puede ser de gran ayuda cambiar las personas que solemos frecuentar. ***
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Si debemos modificar constantemente nuestro grupo de amigos, nuestra pareja, nuestros socios, no debemos victimizarnos; tal vez lo que haya que cambiar es la forma como nos vinculamos. *** Ser responsables por nuestras vidas y respetuosos de la integridad de los otros no solo hace posible encontrar a Dios, sino que él nos encuentre a nosotros. *** Dios crea al hombre sin la certeza de que el hombre crea en Dios, pero a su vez nos proporciona la libertad y las herramientas para que podamos experimentar su existencia. *** Cuanto más progresamos —si el paso de los años no es en vano—, más nos estamos acercando y comprendiendo a Dios. *** Si dejamos que la divinidad se manifieste en la tierra, este mundo material e imperfecto será la morada de Dios. *** La fe y la razón se complementan tan maravillosamente como el cuerpo y el alma. *** Con la razón iniciamos el recorrido que nos puede llevar a Dios, con la fe completamos el tramo que nos conduce a él. *** Dios ayuda al que se ayuda. *** No es aconsejable cultivar una fe ciega o la fe de la ignorancia. *** El poder de las oraciones se incrementa con el tiempo, así como el concepto «cuenta progresiva».
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*** Es la mente la que nos entrena la voluntad. Es la fuerza de voluntad la que orienta nuestros pensamientos hacia nuestras metas, hacia la resolución de nuestros problemas. *** Es importante «cotizar» nuestras oraciones, medir la necesidad y la utilidad de aquello que consideramos valioso pedirle al cielo. No le pidamos a Dios lo que ni siquiera sabemos si deseamos profundamente. *** Debemos hacer primero las cosas bien para que «Dios haga el bien». *** No conectamos con Dios para ser más vanidosos, sino más humildes. ¿Por qué Dios vendría a nosotros si nosotros fuéramos a él solo para enriquecer nuestro ego? No pongamos a Dios a prueba. Cuando meditamos, rezamos o nos concentramos en un deseo o acción, no debemos distraernos poniendo nuestra mente en los resultados. Un buen ejercicio en el que todos podemos trabajar es el de mantener nuestra necesidad de Dios y hacer lo que podamos para satisfacerla. *** No es conveniente rezar ni meditar con un ojo cerrado, dejando el otro abierto para «espiar» lo que Dios nos envía. *** La palabra enfocarse viene de la palabra foco. Imaginemos un foco de luz, pues bien, donde pongas luz a tus deseos estarás iluminando aquello que quieras que Dios haga realidad. *** Cada hombre es una oportunidad. *** El aliento de vida que Dios puso en nuestras narices al nacer es lo que exhalaremos al partir. *** No somos solo un cuerpo físico. La tarea más valiosa que podemos desarrollar es la de comprender la
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inmortalidad del alma, conectar con ella y aprender a controlar la mente. *** Cuanto más amorosos sean nuestros comportamientos, mayor presencia de Dios notará el mundo. *** Dios quiere para todas las almas lo mismo: evolución y transformación. *** Damos valor a la vida y apreciamos su valor intrínseco, advertidos de su propósito y de nuestro potencial. La travesía que cada uno realice se torna única e irrepetible, pero nuestro viaje puede ser una gran fuente de inspiración para los demás y el viaje de los demás, una gran fuente de inspiración para nosotros. *** Quien se conoce realmente tiende a ser más sencillo y decide qué batallas debe emprender y cuáles son las ollas en las que deberá poner la cuchara. *** Si el vacío que experimentamos no es de raíz material, nunca podrá ser cubierto con «cosas». *** Por lo general, ignoramos la «voz del alma» y silenciamos su maravilloso aporte, sobrestimando a la mente racional. La intuición puede ser nuestra gran aliada, lo que no implica que releguemos por completo el pensamiento racional. *** Cada vez que estamos conectados en sintonía con el espíritu, estamos recibiendo inspiración. *** En la cuenta progresiva el tiempo es un instrumento de crecimiento, una medición del avance del alma hacia una mayor expansión espiritual. *** El concepto de vida como una «cuenta progresiva» tiene como objetivo ser mejor de lo que éramos. A tal efecto,
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el autoanálisis es una gran herramienta de perfeccionamiento. Quien se evalúa con valentía se está preparando para el escrutinio de los demás. *** Así como la gratitud genera gratitud, los lamentos atraen más lamentos. *** Los que usan la mentira como una conducta habitual terminan fracasando. *** El hombre se preocupa por lo que mañana pueda preocuparlo y esta es la causa principal de sus preocupaciones. *** La falta de paciencia que mostramos la mayoría de nosotros en el mundo occidental refleja el desencuentro entre el proyecto elaborado y el tiempo requerido. *** De eso se trata, de ser perfectibles (no perfectos), de tomar la vida como una «cuenta progresiva», a la que vinimos a perfeccionarnos, no por la exigencia del ego implacable que nos obliga a ser mejores que otros, sino por la evolución espiritual, que nos hace mejores de lo que éramos. *** El miedo es un pensamiento negativo decretador de sucesos negativos. *** Para quienes somos creyentes, la posibilidad de entregarle a Dios nuestros miedos ayuda notablemente a ahuyentarlos. *** El miedo le quita soberanía al sujeto y parece estar siempre buscando ocasiones nuevas para que temamos. *** Generalmente, cuanto más egoístas somos, más temerosos nos mostramos; a mayores apegos, mayores miedos.
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*** Una profunda confianza en Dios es un gran «ansiolítico» que, aun siendo creyentes, no siempre tomamos. *** Somos nosotros los que energizamos nuestros temores. *** La calma es un gran «amamantador» de la felicidad. *** Sentimos culpa de manera dual, por lo que hacemos y por lo que no hacemos. *** Nadie será mejor de lo que pueda ser, si es la culpa la que lo atormenta. *** Una cosa es tener en cuenta a los otros y otra es convertirnos en los otros. *** A partir de lo que nos suceda, sucederá lo que elijamos vivir. *** Miedo, sentimiento de culpa y vergüenza son múltiples rostros del falso ser. Si permitimos que nos atrapen, nos convertirán en esclavos de la opinión ajena. *** La energía que solemos poner en tratar exageradamente de agradar la expectativa ajena termina por degradar el propio potencial. *** El kilómetro cero de la ruta a la felicidad es la infelicidad.
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*** «No se cambia lo que se tolera». *** Al comienzo, el camino correcto de la sincera introspección es muy duro. Enfrentarse a nuestras miserias no es sencillo. *** Erróneamente se cree, en particular en los ámbitos de mayor exigencia y competitividad, que la humildad es un impedimento para el crecimiento. Sin embargo, no es más que un rumor que el ego nos ha hecho creer. *** La misión para la que cada uno de nosotros ha sido elegido no puede ni debe ser realizada por ningún reemplazante. *** Cuando el alma no supera las pruebas a las que fue sometida en su paso por la tierra, reencarnará para enfrentar las mismas pruebas una otra vez, hasta haber asimilado aquello que tanto le cuesta aprender. *** La maravillosa sensación de reconocer lo extraordinario desde lo ordinario. *** En síntesis, somos seres animados por el alma y movidos por el espíritu. *** El máximo conocimiento al que el hombre puede aspirar es el conocimiento de la verdad, de forma tal que el conocimiento verdadero (Ley Divina) no llegue a nosotros distorsionado por nuestro ego o el de los «intermediarios». *** El alma es espiritual, todos somos un alma en un cuerpo, todos somos espirituales. Pero no todos desarrollamos idéntico nivel de espiritualidad.
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*** Cada uno de nosotros cuenta con cada virtud que Dios posee. *** El nivel de progreso espiritual que alcanzaremos dependerá del «uso» que hayamos hecho de nuestra alma. *** La respuesta a quienes somos es: «el alma». Somos quienes sentimos, no solo lo que sentimos. *** Disponemos de la posibilidad de elegir servir o no a Dios; no tendría sentido hacerlo por imposición. Lo que hace aún más maravillosa la tarea es el regocijo de elegir hacerla sin dogmas o axiomas. *** El sentimiento de armonía siempre proviene del interior, no debemos buscarla en el afuera. *** No supeditemos nuestro encuentro cercano con Dios a la llegada de una experiencia cercana a la muerte. Cada día, en nuestra experiencia cercana a la vida, podemos dejar que aflore la necesidad del alma y experimentar nuestra conexión con Dios. *** Según como pensemos, sintamos y actuemos en este mundo, así será la silueta del «cuerpo espiritual» que portemos en el otro plano. *** Nada de lo que hemos hecho a nuestro paso se pierde, todo queda registrado. *** Registrado todo aquello que una persona ha hecho en vida, el efecto de sus acciones y pensamientos no será inocuo, ya que vibramos de una manera al actuar bien y refinar el alma y de otra cuando obramos en sentido contrario. ***
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Acostumbramos decir que «Dios toma nota de todo», pues bien, parece ser que sus escribientes son los ángeles guardianes, cronistas de nuestras vidas, los biógrafos que trabajan a pedido de Dios. *** Una vez que el alma desencarna, se enfrenta a su reflejo. Si la negatividad irrumpiera en el espejo, se tornaría necesario limpiarlo. *** Cuanto más justos seamos, mejor viviremos y mejor moriremos. *** Solo se puede tomar conciencia de la vivencia del presente. No podemos vivir el «ahora» en el futuro. *** Desconocer el regalo que significa cada nuevo día, opacándolo con hábitos y rutinas que lo tornan igual al anterior y semejante al posterior, convierten a la vida en algo poco memorable. *** Podemos evitar que, al llegar el tiempo de nuestra partida, sintamos más temor de haber vivido una vida sin sentido que el hecho de perderla. *** Aunque parezca contradictorio, nuestra meta en la vida debe ser que, así como cuando nacimos, lloramos y el resto sentía regocijo, al partir podamos hacerlo con una sonrisa, aunque el resto llore. ***
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Índice Portadilla Legales Agradecimientos Prólogo, por Eduardo Chaktoura Introducción La cuenta progresiva 1. Mejor que ayer, peor que mañana 2. Desde el alma 3. El crecimiento espiritual 4. Las escalas de la cuenta progresiva 5. Voy a ver si con el tiempo mejoro o me joro… bo 6. Un día en la vida 7. Hagámonos cargo, la culpa no es de los demás 8. Valorar la vida, vivirla, no morirla 9. Los enemigos de la vida como cuenta progresiva 10. Yo te conozco 11. Me muero y vuelvo 12. Apuntes de la muerte. Y al final, ¿la vida sigue igual?
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