Violencia segmentaria: consideraciones sobre la violencia en la historia de América Latina 9783954878420

Estudio sobre la violencia colectiva en la historia de América Latina que aborda los diversos modos de describirla, desd

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Spanish; Castilian Pages 168 Year 2015

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Table of contents :
Índice
Prefacio
1. Introducción
2. Depósitos del saber
3. Segmentos
4. Violencia liminar
5. La «era de la modernidad»
6. Narración
Bibliografía
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Violencia segmentaria: consideraciones sobre la violencia en la historia de América Latina
 9783954878420

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Michael Riekenberg

Violencia segmentaria Consideraciones sobre la violencia en la historia de América Latina

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Tiempo emulado Historia de América y España La cita de Cervantes que convierte a la historia en «madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir», cita que Borges reproduce para ejemplificar la reescritura polémica de su «Pierre Menard, autor del Quijote», nos sirve para dar nombre a esta colección de estudios históricos de uno y otro lado del Atlántico, en la seguridad de que son complementarias, que se precisan, se estimulan y se explican mutuamente las historias paralelas de América y España. Consejo editorial de la colección: Walther L. Bernecker (Universität Erlangen-Nürnberg) Arndt Brendecke (Ludwig-Maximilians-Universität München) Jorge Cañizares Esguerra (The University of Texas at Austin) Jaime Contreras (Universidad de Alcalá de Henares) Pedro Guibovich Pérez (Pontificia Universidad Católica del Perú) Elena Hernández Sandoica (Universidad Complutense de Madrid) Clara E. Lida (El Colegio de México) Rosa María Martínez de Codes (Universidad Complutense de Madrid) Pedro Pérez Herrero (Universidad de Alcalá de Henares) Jean Piel (Université Paris VII) Barbara Potthast (Universität zu Köln) Hilda Sabato (Universidad de Buenos Aires)

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Michael Riekenberg

Violencia segmentaria Consideraciones sobre la violencia en la historia de América Latina Traducción del alemán por Laia Miralles Ribera

Iberoamericana - Vervuert - 2015

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El presente texto constituye una versión abreviada del libro Staatsferne Gewalt. Eine Geschichte Lateinamerikas (1500-1930), publicado en el año 2014 por la editorial Campus (Frankfurt/New York) y premiado por «Geisteswissenschaften International» en Alemania.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47)

© Iberoamericana, 2015 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2015 Elisabethenstr. 3-9 - D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-914-3 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-454-5 (Vervuert) E-ISBN 978-3-95487-842-0

Diseño de cubierta: Carlos Zamora

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Índice

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Prefacio ......................................................................................................

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1. Introducción ........................................................................................ 1.1. Objeto ............................................................................................. 1.2. Método ............................................................................................

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2. Depósitos del saber ............................................................................. 2.1. Mito y archivo ................................................................................ 2.2. Escritura y cuerpo ..........................................................................

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3. Segmentos............................................................................................... 3.1. Teoría ............................................................................................... 3.2. Miedo .............................................................................................. 3.3. Guerra ............................................................................................. 3.4. Topografías .....................................................................................

43 43 55 59 64

4. Violencia liminar ................................................................................

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5. La «era de la modernidad»................................................................ 5.1. Política ............................................................................................. 5.2. Tecnología ....................................................................................... 5.3. Ciencia ............................................................................................. 5.4. Civilización ..................................................................................... 5.5. Expertos ..........................................................................................

91 91 102 112 118 134

6. Narración .............................................................................................. 6.1. Ayer ................................................................................................. 6.2. Hoy..................................................................................................

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Bibliografía ..............................................................................................

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Prefacio

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ste libro está lleno de teoría, pues de otro modo es imposible decir algo significativo sobre la violencia. Por eso no solo trata de la violencia colectiva en la historia de América Latina, sino que también plantea qué podemos decir de la violencia y cómo lo decimos. He estudiado el fenómeno de la violencia desde que viví en Guatemala en la década de los ochenta y lo he hecho tanto desde el punto de vista de la historia de América Latina como de la historia comparada, así como desde una perspectiva teórica. En este libro he vertido mis trabajos anteriores (siempre y cuando hoy siga creyendo en lo que entonces escribí) y mis recientes investigaciones sobre el tema en un cúmulo de relatos. Espero, de este modo, ofrecer una revisión del estado de la cuestión que no podría lograrse sin una sinopsis así. Para ello no incluiré aquí, de nuevo, toda la literatura de la que hice uso en trabajos anteriores, sino que solo indicaré los títulos a los que me refiero. Algunas citas bibliográficas han sido (re)traducidas al español a partir de su versión alemana. El presente texto constituye una versión abreviada del libro Staatsferne Gewalt. Eine Geschichte Lateinamerikas (1500-1930), publicado en el año 2014 por la editorial Campus (Frankfurt/New York) y premiado por «Geisteswissenschaften International» en Alemania. Le agradezco a Laia Miralles Ribera la traducción del texto al español.

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1. Introducción

1 . 1 . O b j e to En este libro no me interesa tratar el presente de la violencia en América Latina. En las páginas que siguen tampoco se describirán las evoluciones de la violencia que desembocan en la actualidad. Pues la violencia no evoluciona; tan solo cambia su presencia. Este libro sigue un razonamiento distinto. Me planteo comprender la violencia desde la base del conocimiento que tenían de ella las personas que la practicaron. Sin embargo, precisamente por eso no podemos prescindir del presente, puesto que justo el presente en el que vivimos es lo que nos plantea las preguntas y permite que surjan los conceptos en los cuales generamos la historia. En este sentido, el presente sigue siendo el punto de partida de nuestra reflexión, es el único que tenemos. Por eso, lo único cabal es poner ante el lector, para empezar, dos o tres apuntes de la violencia contemporánea o, mejor dicho, de la violencia en la historia contemporánea de América Latina, para mostrarle los vestigios de violencia de los que partí al empezar a escribir este libro. Pues nada de lo que en él figura se habría escrito si no fuese por estos vestigios, y en ese sentido, a su vez, todo va a parar a ellos. Por consiguiente, el presente está inscrito en este libro con mucha más profundidad que si simplemente se quisiera explicarlo.

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Vi o l e n c i a s e g m e n ta r i a

En su principio se encuentran vivencias personales como las de la estación lluviosa del año 1985. Entonces, en la Ciudad de Guatemala se produjeron disturbios que duraron varios días, provocados por las medidas de ahorro adoptadas por el Fondo Monetario Internacional. Fue sobre todo el aumento del precio del transporte urbano lo que llevó a la protesta en las calles. En los barrios periféricos de la ciudad se agruparon habitantes pobres y jóvenes alborotadores, y los estudiantes de la mayor universidad del país, la de San Carlos, se solidarizaron con ellos. Cuando una multitud marchó hacia la universidad, una unidad de la Policía Nacional se puso enfrente en una calle de salida. Una cámara de televisión transmitió lo sucedido. Quien esperase un brutal estallido de violencia cuando la masa rebelde se encontró con la cadena policial se vio defraudado. El oficial de policía al mando y el líder de los manifestantes se ubicaron entre ambas líneas. No se oyó lo que decían, pero se les vio charlar entre sí, reír y fumar, antes de volver a separarse como si hubiesen llegado a un acuerdo. Así, la cámara grabó una imagen que confundió a los espectadores, pues dejó la impresión de que había sido un encuentro entre iguales. No mostró la asimetría que cabría esperar del encuentro entre el oficial de policía y el líder de los manifestantes: ya sea distancia entre el poder estatal y los sediciosos o entre el experto y los legos en actos de violencia, la distancia social entre ricos y pobres o la distancia en el habitus. Al pasar los años y trabajar más de cerca con la historia de la violencia colectiva (pues este, y no otro, es el objeto de este libro) en América Latina, se sumaron a este recuerdo otras imágenes y relatos. Una que permanece especialmente en mi memoria es un reportaje que escribió la periodista Eva Karnofsky sobre una prisión venezolana. En su investigación, Karnofsky (2000) se centró en la topografía de la violencia. Describía cómo los vigilantes de la prisión tan solo controlaban las escaleras que unían las distintas plantas en que estaban los módulos de celdas, mientras que en las plantas propiamente dichas dominaban las bandas. Estas peleaban entre sí a la mínima ocasión y atentaban contra la vida de los demás. Los vigilantes eran incapaces de contener esta violencia. No se atrevían a ir más allá de las escaleras: «En cada uno de los rellanos entre planta y planta hay dos guardas de uniforme marrón claro y rostro petrificado, en posición de tiro por si acaso sucede algo en la escalera. Los vigilantes no se atreven a entrar en los pasillos por miedo a los presos» (Karnofsky 2000: 6).

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1. Introducción

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Por poner un último ejemplo mencionaré un texto de James Holston (2008) sobre la violencia de bandas en las grandes ciudades de Brasil que leí recientemente. Hace unos años, allí se formaron los llamados comandos, primero en São Paulo y luego en otras metrópolis del país. Se trata de grupos armados originariamente surgidos en las cárceles antes de que trasladaran su actividad al espacio urbano. En la ciudad asaltaban comisarías de policía, edificios de la administración y bancos y detenían los medios de transporte, lo que llevaba a la paralización temporal del espacio público. Destaca especialmente que, al hacerlo, los comandos empleaban un lenguaje jurídico al hablar al mismo tiempo que negaban al Estado la legitimidad de decidir sobre justicia e injusticia, porque el Estado pisoteaba la ley promulgada por él mismo. ¿Qué tienen en común estas historias, que se pueden añadir a un sinnúmero de otras narraciones del mismo tipo, a pesar de sus diferencias? Si analizamos las relaciones de violencia que se manifiestan en ellas y prescindimos en lo posible de momentos eventuales, y sin querer adelantar las consideraciones de método, en este capítulo se revela una regularidad. Al menos en las historias relatadas, el Estado no tiene el monopolio del ejercicio del poder y la organización de la violencia no presenta, en lo que respecta a su legitimidad, una jerarquía firme y de base jurídica. En cambio, predominan las relaciones simétricas establecidas entre distintos actores de la violencia de distintos orígenes, que reclaman para sí el mismo derecho a practicarla. En estas reivindicaciones en las que convergen distintos actores de la violencia cada uno de ellos parece autorizado a ejercerla, al igual que el Estado. En consecuencia, diferenciaciones que son habituales aunque no por eso claramente definidas como aquella entre la violencia política y la violencia criminal o, como veremos más adelante, entre la bélica y la civil, se desdibujan, pues la violencia admite otros significados sin que estos se perciban sencillamente desde fuera. En la literatura, la regularidad que se ha esbozado aquí se ha descrito como «violencia entre iguales o casi iguales» (Deas 1997: 356). En este libro yo la denomino, de forma provisional, violencia en Staatsferne1. Y digo que es de forma provisional porque este concepto es, en primer lugar, una mera metáfora, necesaria en lo sucesivo

1. Staatsferne es un concepto de difícil traducción al español. La traducción literal sería «distante al Estado». En este texto se utiliza con la intención de ver al Estado desde una perspectiva etnográfica.

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para teorizar. Sin embargo, esta sensación de Staatsferne constituye el punto de partida y el hilo conductor que nos conducen hacia la historia. Se podría objetar que las tres historias narradas tratan de situaciones excepcionales —una revuelta urbana; la topografía de una prisión donde, sin embargo, la ley estatal se halla suspendida; la organización de violencia de bandas que alega que refleja como un espejo las violaciones de la ley cometidas por el Estado— y que, por eso mismo, solo hablarían del reverso del orden de la violencia imperante. Como excepción, como una presencia vaga, solo confirmarían la existencia de otro orden violento y superpuesto a él, el del Estado y su reivindicación del monopolio hegemónico del ejercicio de una violencia legítima. Esta objeción es innegable. Nos exige ponderar cuidadosamente la intuición y el concepto y llama la atención, en teoría, sobre que la Staatsferne es impensable sin el Estado: más bien, ambas violencias están entretejidas y solo coexisten en mezclas recíprocas que llamaré sincretismos. El propio concepto de Estado es tan discutido e impreciso — cuánto más discutido no será, entonces, el de Staatsferne— que algunas ramas de las ciencias proponen prescindir de él. En su lugar, hablan por ejemplo de gouvernementalité y de ese modo acercan, en lugar de la institución, los procedimientos del dominio político al centro de su reflexión. Sin embargo, no me parece que prescindir del concepto de Estado sea un buen camino para evitar el dilema conceptual existente. En este contexto, me viene a la memoria una historia de John Lloyd Stephens (1969), quien del año 1839 al 1842 recorrió el sur de México y Centroamérica, donde llevó a cabo estudios arqueológicos y a la vez ejerció de delegado del Gobierno de Estados Unidos. En su papel de diplomático, recayó en él la tarea de entregar un escrito al Gobierno de la Federación Centroamericana, lo que se reveló una empresa extraordinariamente difícil. En aquellos tiempos revueltos y en medio de las guerras internas de la época, Stephens se esforzó mucho en encontrar un representante de un Estado en el territorio de una federación que se acababa de desintegrar. Finalmente, en el interior del país encontró a un grupo de jinetes comandados por Rafael Carrera, que entonces se preparaba para gobernar el país, y le entregó a él el escrito. Lo que Stephens buscaba no era, sin duda, una gouvernementalité. Buscaba el Estado, aunque solo fuese en forma de oficina de correos, porque tenía una idea concreta del Estado. En nuestras reflexiones tampoco deberíamos renunciar a la búsqueda

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del Estado y su concepto, pues era y es demasiado importante, también en América Latina, por lo que no podemos dejarlo fuera, sin más, en nuestra reflexión.2 Examinemos un poco más de cerca las relaciones que aquí determinamos de forma provisional como Staatsferne y centrémonos para ello en las relaciones de la violencia. Pues no se puede pensar en Staatsferne sin preguntarse cómo vivían las personas en la violencia. América Latina se considera una región en que la violencia está muy extendida y se produce con especial frecuencia; una impresión, por lo demás, cuyos orígenes se remontan hasta la temprana Edad Moderna. Ya en el siglo xvi, las primeras representaciones de América en las alegorías de la época —pensemos en el grabado América de Adriaen Collaert— se caracterizaron por expresar una violencia especialmente descarnada, que se consideraba una particularidad de la región. En ellas confluyen imágenes de la guerra y la antropofagia con el mito de las amazonas (cf. Kohl 2008: 38). Desde entonces, la imagen de una América Latina violenta surge una y otra vez, como en oleadas. Y realmente, en este punto, al mirar la historia reciente de América Latina, prescindiendo por una vez de las distinciones, en sí necesarias, entre sus diferentes regiones, podrían citarse todo tipo de cifras de las que se desprenden, relativamente, altos niveles de ejercicio de la violencia. No negaremos del todo el sentido de tales estadísticas, aunque la violencia no puede comprenderse a través de conteos. Las cifras no dicen nada de las razones por las que existe la violencia. Es más revelador otro punto si nos atenemos a la lógica de los números: en América Latina se produjeron o se producen con especial frecuencia algunas formas de violencia colectiva; actualmente se pueden citar, por ejemplo, los enfrentamientos armados entre grupos de narcotraficantes. Sin embargo, en América Latina era y es poco frecuente otro tipo de violencia, como por ejemplo las guerras entre Estados que han marcado la historia moderna europea. En América Latina apenas las hubo y su importancia, ya de por sí escasa, siguió disminuyendo desde el siglo xix. En general, la violencia organizada por el Estado en América Latina nunca alcanzó las dimensiones de la violencia aniquiladora estatal generada en Europa. Por consiguiente, no debemos limitarnos

2. En este libro el Estado se presenta con frecuencia como una persona o agente. Esto se debe al estilo lingüístico, y en modo alguno se pretende cosificarlo.

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a buscar la característica típica de la violencia colectiva en América Latina en su cantidad o en la especial intensidad que supuestamente tiene. Lo que en ella destaca y sobre lo que hay que reflexionar es, más bien, la manera en que las personas se relacionan con ella. Si queremos comprender la violencia, debemos describir estas relaciones. El concepto de Staatsferne debería ayudar a ello. Desde la filosofía de Hegel sabemos que primero creamos un mundo en conceptos (términos) para luego hablar de él. La Staatsferne es una creación conceptual artificial realizada con la esperanza de que nos presente algo que, sin ella, no veríamos bien. Sin embargo, no se puede afirmar que toda violencia colectiva en la historia moderna de América Latina se pueda incluir en la imagen de la Staatsferne. No es así, como se ve en las sociedades esclavistas de la Edad Moderna en el Caribe o algunas partes de Brasil. Pues estas estructuras de economía forzada presentan formas organizativas de la violencia para las que la relación entre Estado y Staatsferne tendría relativamente poca importancia. Más bien era el control forzoso de la rutina laboral lo que estructuraba la organización de la violencia. Así pues, la Staatsferne no incluye toda la violencia de la historia reciente de América Latina. Y, aparte de eso, también falta prestar atención a las diferencias regionales en la Staatsferne; volveremos a ello. El sociólogo Max Weber propuso crear términos como tipos ideales. Desde esta perspectiva se puede responder a qué «es» el Estado o la Staatsferne sin ninguna duda. El Estado sería, por consiguiente, una asociación política que ejerce con éxito el monopolio de la legítima fuerza coercitiva para la ejecución de los reglamentos. Siguiendo el mismo esquema, la Staatsferne se podría definir integrando la ausencia o, al menos, la debilidad de un monopolio de la violencia en la delimitación del Estado. Pero ¿qué ocurre cuando las personas que vivían en un Estado no esperaban que este les diera protección y se hicieron con un monopolio de la violencia porque buscaban la seguridad en otras comunidades o asociaciones en las que confiaban más que en el Estado? Y entonces, ¿no deberían cambiar nuestro concepto de Estado y las definiciones que le atribuimos? Pues, si las personas no esperan protección alguna del Estado y este les parece más lejano que otras comunidades (Gemeinschaften) que prometen protección, su concepto de poder y gobierno cambia, es decir, cambia su actitud política y, con ello, también cambia el propio Estado. Es esta consideración sobre

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lo que sucede cuando el Estado no es capaz de ofrecer protección ni seguridad y a la gente no le importa porque no esperaba recibirlas de él la que se encontró en el principio de la reflexión sobre la violencia en la Staatsferne. Cuando empecé a escribir este libro, el lenguaje de las fuentes al que los historiadores suelen recurrir para establecer conceptos terminológicos y comunicarse entre ellos y con otras personas era de poca ayuda para comprender la Staatsferne, pues en las fuentes predomina la del Estado. Los historiadores trabajan principalmente con fuentes de archivos estatales o similares, como los archivos eclesiásticos o municipales, que reproducen como en una ley natural la memoria de la institución y en ella, las denuncias de sus representantes de las violaciones de la idea de dominio del Estado y la demanda allí conservada. Y si en estas fuentes aparece la voz de personas a las que el Estado les era extraño por su cultura o por otras razones o que lo veían con evidente enemistad, es porque así se comunicaban con él y si tenían algo que decirle lo hacían con los términos y convenciones lingüísticas de la justicia y la administración (cf. Gruzinski 1993). Escribanos o juristas profesionales les brindaron las palabras y fórmulas necesarias para ello. De ese modo la Staatsferne termina reflejándose en los archivos solo en el lenguaje del Estado. La historia, que debe creer en la fiabilidad de la fuente porque es esta creencia la que garantiza su identidad como ciencia, a menudo solo ha captado y repetido estas convenciones del lenguaje. Muchas veces eso ha llevado lo que aquí se ha descrito como Staatsferne a una categoría deficitaria. La Staatsferne aparecía como deficiencia en la realidad del dominio estatal. Como prueba se aducía principalmente la abundancia de casos de corrupción en la administración o la habitual práctica de compra de cargos en tiempos de los Habsburgo. En suma, todas estas deficiencias parecen confluir en el principio administrativo «Obedézcase, pero no se cumpla», muy citado en la era colonial, que en la literatura ya se entendió de forma errónea como prueba del rechazo al deber de obediencia por parte de los funcionarios locales frente a la Corona. Pero, de hecho, esta frase solo reflejaba un principio legal decretado por la propia Corona, no la manifestación de desobediencia de sus funcionarios (cf. Brendecke 2012). Antes, si retrocedemos en el tiempo hasta la Edad Media, en la Península Ibérica,

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este principio había fortalecido la autonomía municipal frente a las pretensiones legales de la monarquía (cf. González Alonso 1980). En estos estudios en que se describían las deficiencias de la lógica y la organización estatal encontramos, hasta cierto punto, la visión clásica de la Staatsferne. Se caracteriza por aferrarse a la primacía del Estado como señor del orden político. Esta literatura sobre la falta de dominio estatal en América Latina seguía una perspectiva vectorial que adopta una conceptualización espacial jerárquica dividida en centro y periferia, y que fue producto de la expansión europea en el siglo xv. Visto así, la Staatsferne era una forma de descentración y solo se podía describir en la medida en que existía la imagen de un centro desde el cual se señalaba la Staatsferne y al que, al mismo tiempo, ella no pertenecía. Esta centralización de la perspectiva desde la que se veía el mundo era tan eficaz que, a continuación, también monopolizó las ciencias. Así, estas la emplearon cada vez más y, de esta manera, a la vez, fue ratificada de nuevo y reproducida simbólicamente. Charles Maier (2000) lo mostró, entre otras cosas, poniendo como ejemplo la física. Esta centralización de la perspectiva en que escribió la ciencia y las convenciones de pensamiento que generó en ella estuvieron acompañadas por una generalización de sus conceptos que no solo reclamaba validez vinculante para la historia europea, sino para todo el mundo. De nuevo hay que mencionar al sociólogo Max Weber, quien creó el influyente modelo del término puro (tipo ideal) en que habrá que medir la realidad. Pero este método no solamente es dudoso desde un punto de vista epistemológico: en su libro sobre Max Weber, Wolfgang Mommsen (1974: 26) habló de forma benévola de «ciertas dificultades epistemológicas que ni siquiera en Weber son aclaradas por completo». Pues ¿cómo queremos medir un mundo con un término si este término, según Hegel, es el que crea el mundo? ¿No debemos, a fin de cuentas, decir algo más que soliloquios? Sin embargo, en este punto todavía es más importante otra objeción, para lo que vale la pena echar un vistazo a la filosofía del lenguaje de Ludwig Wittgenstein. Según Wittgenstein, el significado de los conceptos no existe hasta que se utilizan; él los llamaba juegos lingüísticos, que a su vez diferenciaba en formas del saber y de la certeza (empleo esta división para escribir este libro). La diferencia se halla en la duda: el saber solo existe allí donde hay duda, mientras que donde no la hay no puede haber saber. La certeza,

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en cambio, con excepción de un motivo conceptual, existe sin ningún cuestionamiento; por eso Wittgenstein también la describe como una especie de mitología (cf. Grayling 1999). Según Wittgenstein, los juegos lingüísticos no son meros fenómenos lingüísticos, sino que más bien forman parte de mundos de la vida en el sentido de que aquellos a la vez conciben estos y les dan forma para el ser humano. Ambos, el juego lingüístico y el mundo de la vida, están entretejidos; por eso no podemos hablar de términos de forma aislada. Si hoy en día en el norte de México, por ejemplo, jóvenes que ejercen la violencia en los grupos de narcotraficantes llaman a sus armas de fuego automáticas «cuernos de chivo», se trata de un elemento de un juego lingüístico local y de un mundo de vida concreto. Podemos hablar largamente sobre estos juegos lingüísticos en tipos ideales como animal o arma de fuego, según Max Weber, sin entender qué ocurre en ellos y qué significado posee esta lengua para sus usuarios. Las ciencias se han ocupado una y otra vez de este dilema conceptual, sobre todo la antropología (etnología), porque esta tiene que ver, por lo general, con procesos de traducción cultural y lingüística. Wittgenstein propuso como solución no pretender definir el término en forma pura, sino solo en la forma de su «parecido de familia» (cf. Grayling 1999: 94) válido para delimitarlo. En cuanto a la historia de América Latina es una idea útil. Metodológicamente nos lleva por un camino distinto al de la formación de tipos ideales; en cierto modo, se trata de un método etnográfico que sigue del planteamiento de Wittgenstein. El concepto de Staatsferne puede ayudarnos a acercarnos a esta perspectiva etnográfica. Naturalmente, es una empresa difícil y no solo porque los sistemas de trabajo y las fuentes del historiador son, en gran medida, distintos de los del etnógrafo. Ya el propio concepto de Staatsferne es equívoco, pues nos incita a adoptar un punto de vista espacial. Nos anima a describir la Staatsferne como por un reflejo, al igual que el perro de Pavlov, desde el Estado, para ver desde el Estado a lo lejos, la desilusión, la excepción, el fracaso, la anomia. Así, Veena Das y Deborah Poole (2004: 4), en la introducción a su antropología del Estado, propusieron considerar este desde sus márgenes. Es un poco como si la Staatsferne fuera un espacio en el que el ojo del observador se desplaza del centro hacia un margen, cada vez más vacío de representantes, instituciones y principios del Estado. Pero la Staatsferne no es un espacio

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en cuyos márgenes terminaría la presencia de las instituciones, símbolos o agentes del Estado. Más bien es un significado en el que, en los mundos de la vida locales, la gente entiende el poder, la institución e, incluso, la violencia (colectiva) a su manera y actúa basándose en ella. Asi perfilado, la Staatsferne significa ver el Estado en una dimensión etnográfica. Eso implica describirlo en la estructura de significado en que las personas hablan de orden, política y violencia, y en la cual incluyen y definen al Estado para, de este modo, darle su existencia. Sin embargo, no debemos hacernos ilusiones. No dejaremos de hablar sobre mundos de la vida y juegos lingüísticos locales en nuestra lengua, pues no poseemos ninguna otra. Es decir, no podemos simplemente dejar de adentrarnos en lo desconocido y de escribir en mundos conceptuales extraños. No lo lograremos al igual que tampoco lo logran los etnógrafos cuando describen otras culturas (cf. Clifford 1988). Pero al hablar de Staatsferne, sí podemos preguntar qué les era cercano a las personas si el Estado les resultaba lejano porque no esperaban de él protección alguna. De eso debemos hablar al tratar la violencia en la Staatsferne; si no, no podemos comprenderla. Esta es la tesis en la que se basa este libro. 1 . 2 . Mé todo La violencia no se agota en el saber del que surge, pues, de lo contrario, las personas no podrían perder la razón para ejercerla de forma inconsciente o como fieras (berserk syndrom). Sin embargo, la violencia también está recogida en el saber de las personas y en los conceptos que se crean sobre ella. ¿De qué conceptos se trata? Respecto a la Amazonia, la etnografía nos muestra culturas en las que las personas consideran cualquier muerte que se produzca dentro de su familia de forma inesperada como un homicidio que debe ser compensado mediante una agresión violenta a un grupo vecino para, de este modo, mantener el equilibrio de la vida (cf. Descola 2011). O nos muestra mundos de la representación en que las diferencias categoriales entre ser humano, animal y planta se recogen en una cosmología de la continuidad, por lo que la tendencia a las lesiones corporales que relacionamos con el concepto de violencia posee filiaciones distintas (cf. Descola 2011). En estas áreas de investigación de la etnografía

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existen, pues, juegos lingüísticos en los que el concepto de violencia, o más bien, las palabras y los conceptos relacionados con los actos violentos poseen significados totalmente distintos de los que nos resultan habituales. La violencia también puede estar presente allí donde para nosotros es inimaginable. Dejemos el objeto de la etnografía y preguntémonos cómo se relaciona con el concepto de violencia en las zonas de América Latina organizadas de forma estatal. Si tomamos como fuente los diccionarios oficiales en los que se refleja la lengua bajo la custodia de la ciencia y que también se supedita al lenguaje administrativo del Estado, se puede constatar que la palabra ‘violencia’ se refiere más bien a las corrientes destructivas de la misma (cf. Diccionario 1734). Su significado se diferencia así de otros idiomas, como por ejemplo el alemán, en el que la palabra Gewalt (gewalth) puede referirse tanto a fuerzas ordenadoras como destructoras (cf. Hofman 1985). A diferencia de gewalth, la violencia no genera nada y tampoco protege nada; solo destruye. Esta misma semántica la comparten también los conceptos de violencia que no llegaron a América Latina desde el español o el portugués, sino que se crearon allí. El término correspondiente en quechua en el que, a lo largo del tiempo, se han plasmado influencias del español destaca, en la imagen de la violencia, la acción humana; el concepto dirige la atención especialmente al «tipo de movimiento» en que se ejecuta la violencia, así como a la velocidad a la que se produce (Schneider 2007: 104). La violencia constituye un acto humano. El verbo «chingar», de uso habitual en México, está impregnado de vandalismo. «Denota violencia, salir de sí mismo y penetrar por la fuerza en otro. Y también, herir, rasgar, violar cuerpos, almas, objetos, destruir» (Paz 1990: 80). En América Latina, la lengua define la violencia como una práctica de las personas. A la absurda idea de que hay una violencia «estructural» en que toda discrepancia entre lo que la persona es y lo que podría ser desemboca en violencia, solo podía llegar la ciencia. Si en los campos de investigación clásicos de la etnografía la violencia es un componente de orden cosmológico, en las comunidades organizadas de forma estatal en América Latina ha perdido esta característica. Allí no implica ningún orden, sino que destruye, aniquila y supone un peligro mortal. Solo podemos suponer por qué es así. Octavio Paz (1990) atribuye el concepto de «chingada» a la violación de la mujer indígena por el conquistador español que se halla en la base

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de la historia contemporánea de América Latina (cf. Fowler 2006: 9). Por lo tanto, en la lengua se ocultaría un profundo recuerdo de la guerra, el sometimiento y la violación que hubo en el inicio de la historia moderna de América Latina. Sin embargo, no se sabe con certeza si estas tradiciones realmente existieron o, por el contrario, fueron obra de los narradores literarios posteriormente. ¿Qué podemos decir de esta violencia? En literatura reciente sobre sociología de la violencia, que protagoniza un intenso debate desde hace unos años especialmente en la zona de habla germana, se lee que se quiere erigir en objeto la violencia «misma» en lugar de limitarse a hablar de sus móviles o de las circunstancias de su origen. Pero esto es un error. Es cierto que también en nuestras narraciones, si podemos describir la violencia en la forma en que un médico forense desecciona un cuerpo. Así, por ejemplo, los eruditos y científicos que en el año 1879 acompañaron al ejército argentino en la guerra contra los cacicazgos en la Pampa fueron a parar al escenario de una batalla donde hallaron los restos de yndios3 caídos. Los científicos describieron sus «cadáveres» en estado de «descomposición» y explicaron que solo se pudo reconocer al cacique por los restos de sus ropas, y tomaron fotos de los cuerpos (cf. Yujnovsky 2008: 114). Aquí hallamos vestigios de la violencia misma. Podemos recogerlos y a partir de ellos describir el aspecto de la violencia tal como lo hacían los científicos en la época. Pero, ¿para qué serviría? Pues si quisiéramos describir esta violencia «misma», no haríamos otra cosa que repetirnos continuamente y dar vueltas en círculo en nuestras narraciones de cuerpos lacerados, heridos y putrefactos, porque esta violencia misma se dio en el pasado innumerables veces en esta u otras formas y también se dará en el futuro innumerables veces en esta y otras formas. Una vez relatada la violencia «misma», ya ha sido relatada para siempre: por eso no reviste interés para el historiador. Se podría objetar que la violencia solo puede existir sobre la base de su corporeidad, aunque esta pueda descomponerse, y por eso no podemos prescindir de considerar esta corporeidad si queremos ponernos de acuerdo respecto a la violencia. Esto es innegable. Todos los intentos científicos de construir un concepto de la violencia al margen de la corporeidad del ser humano llevan a engaño. Pero esta violencia 3. Empleo esta palabra como concepto utilizado en las fuentes.

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que amenaza físicamente al ser humano en su existencia es un proceso de contracción. Ante la violencia, el ser humano se reduce totalmente a sus funciones de supervivencia elementales. En el momento en que se produce la violencia, sus efectos secundarios, como el miedo o el dolor corporal, reprimen todas las demás percepciones sensoriales humanas. De este modo, todo lo que ocurre fuera del momento de la violencia se desvanece: «En la circunstancia del dolor corporal, es evidente el predominio de su incisión y la impotencia de estar indefenso ante él. El dolor es no poder evitar ser devuelto al propio cuerpo, de modo que si ya no se encuentra ninguna relación con él, es una violencia que se arremolina a una profundidad abismal» (Plessner 1970: 143). En ese momento de contracción, la violencia no es significativa porque se reduce a sí misma y la persona se queda sin habla. En consecuencia, quien quiera describir la violencia misma habla de algo que no posee ningún significado. Por eso, en la historiografía tampoco podemos decir absolutamente nada de ella. La violencia solo se reviste de significado cuando las personas la narran y así se la muestran a sí mismos y a otras personas. La narración es un proceso opuesto a la contracción. Supone un desarrollo en el tiempo, más allá del momento puntual. La narración genera algo que en la violencia en sí no es importante, es decir, un antes y un después y a través de estos, también un porqué y un para qué. Así, en el relato de la violencia hay dos tiempos enfrentados. Roland Barthes (1967) los llama tiempo crónico, en el que sucede la violencia, y tiempo del discurso o tiempo papel, en que las personas hablan de ella. Naturalmente, esta diferencia temporal existe en todo relato histórico, pero en el caso de la violencia está especialmente marcada porque el acto violento se caracteriza por una oposición especialmente fuerte entre contracción y narración. La distancia que se establece entre ellas es ambivalente. Por un lado, nos abre una oportunidad que la persona que se ve cohibida en la violencia misma no posee, pues nos permite decir cosas sobre la violencia, una posibilidad de la que esa persona no dispone en el momento en que sucede el acto violento. Por otro lado, esta distancia nos impide traducir la violencia a la lengua en una relación de igualdad. En estado de contracción, la violencia contiene algo que no podemos decir. La violencia es indecible, destroza el habla, se diluye en meros ruidos (cf. Scarry 1992). En la violencia, la gente grita, balbucea, resuella. Nada más.

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Así pues, nada nos permite suponer que la violencia simplemente se pueda traducir en palabras. Epistemológicamente, este es un problema considerable: pues la violencia es más de lo que podemos decir sobre ella. Sin embargo, hasta ahora la ciencia le ha prestado poca atención; volveré a ello en el último capítulo del presente libro. Sería distinto si la lengua se definiera como la violencia misma y, de ese modo, partiéramos, como ya se hace en algunas ramas de la ciencia, de que «hablar hiere nuestro cuerpo» (Butler 2006: 149). Pero el acto de habla solo no es un acto de violencia, y hablar de un golpe no es equiparable a golpear en sí. Hacer como si la lengua fuese violencia solo demuestra la incapacidad del científico de ver y nombrar la realidad de la violencia. En la historiografía no podemos hablar de la violencia «misma», sino solo de lo que las personas cuentan sobre ella. Pero, al igual que buscamos algo que es más que la violencia misma, también buscamos algo que es más que la representación de la violencia en las narraciones de su época. Queremos saber más sobre la violencia de lo que las personas que se vieron involucradas en actos violentos y los contaron sabían de ella. Si fuese de otro modo, no tendríamos que cultivar ninguna ciencia, nos contentaríamos con leer viejas narraciones y volver a escribir lo que las personas ya entonces contaron sobre la violencia. Para llegar a saber más sobre la violencia de lo que sabían de ella las personas que la cometieron la ciencia ha hecho numerosas propuestas. Para el objeto de este libro recurrimos al concepto del hecho social total que el antropólogo francés Marcel Mauss concibió en 1923-1924 en su Ensayo sobre el don respecto al intercambio de regalos. La razón es que este concepto nos incita a leer la violencia en su organización recíproca, una sucesión similar de dar y tomar, es decir, responder. Para el objeto de este libro esta idea resulta de gran utilidad porque en América Latina el principio de organización recíproca en las relaciones de violencia tiene una fuerte significación, al menos más fuerte que en aquellas regiones del mundo en que las relaciones de violencia simétricas entre distintos actores son invalidadas por el ejercicio monopólico de la misma. Mauss (1990) entendía por hecho social total algo «completo», un estado de las relaciones sociales en que se concentran las reglas que mantienen en funcionamiento una sociedad o cultura y sus instituciones. Por eso el hecho social total sería a la vez un indicio de todas las instituciones de tipo jurídico, moral o económico que existen en una sociedad o cultura. Así, de la observación de un hecho social

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total se puede llegar a conclusiones sobre las relaciones fundamentales de significado de tipo social o cultural o, en lo que concierne al tema de este libro, la inscripción de la violencia en esta urdimbre de saber, símbolo y hecho. Aquí retomamos estas ideas, pero el concepto de hecho social total no es transferible a la violencia y su interpretación de forma equivalente. El don, tal como lo entendía Mauss, es la negociación de un acuerdo. Sin embargo, en la violencia se aplica solo en parte porque también hay una violencia que no está sujeta a ningún acuerdo y en la que puede suceder cualquier cosa, incluso lo inimaginable. Además, en la definición del hecho social total de Mauss se incluyen todos los miembros de una «cultura»: es vinculante para todos y todos forman parte de ella, pero esto no vale para la violencia. También, en América Latina —donde, como se lee en la literatura, la violencia en las relaciones sociales en ocasiones se vuelve nómada en tal medida que termina convirtiéndose en rutina para quienes están forzados a vivir en ella— , hay incontables personas que, pese a todo, jamás llegan a ejercerla. Otras huyen de la violencia porque no la soportan. Sabemos por la literatura que moverse en la violencia no les resulta fácil en absoluto a todas las personas, pues una persona que ataca a otra ve, como en un espejo, lo que puede sucederle a ella misma. Por eso las personas deben decidirse, finalmente, antes de cometer un acto de violencia. No existen las simples causalidades. Por consiguiente, la violencia no implica la obligatoriedad de la que se constituye el hecho social total, ni es universal. Habrá que considerar estas limitaciones conceptuales cuando tratemos de aplicar el concepto de Mauss a la reflexión sobre la violencia en la Staatsferne. El concepto de hecho social total es un enfoque estructuralista. En la estructura esperamos ver los rasgos comunes. En la ciencia, el método estructural ha caído en descrédito porque un método que se plantea la serie de las relaciones y las operaciones formales en que se ordenan estas les parece ahistórico a los historiadores, o se le recrimina que en las reflexiones estructurales las personas no son actuantes, sino meros figurantes. Tal vez sea así, pero en la sociedad occidental actual un poco de humildad no puede hacernos daño. Y si hay «regularidades en los distintos modos en que las personas viven y perciben su posición en el mundo» (Descola 2011: 145), ¿por qué no deberíamos intentar tener presentes también estas regularidades, junto a las contingencias

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que nos contamos en historias, para hacernos comprensibles, al menos según un patrón, relaciones que, de lo contrario, no veríamos y de las que, a menudo, tampoco son conscientes quienes actúan en ellas? Precisamente aquí se encuentra la particular tarea de comprensión de la ciencia. Y todavía hay algo más. Quien investiga la violencia durante muchos años y no solo de forma esporádica, en algún momento sentirá el cansancio que sobreviene al leer las historias, siempre parecidas, de muertos y heridos. Cada una de estas historias es importante de por sí, y a pesar de eso, al final todas pierden su significación porque terminan hartándonos. En cuanto comenzamos a leer una historia de violencia ya nos figuramos cómo terminará. En ese momento a más tardar llegamos al punto en que queremos entender algo más allá de la historia particular: una relación, una estructura. Una última observación. La violencia no es un objeto claramente definido, sino un mero concepto genérico para numerosos actos y sucesos. No tiene una historia independiente, por lo que tampoco podemos escribir «una historia de la violencia», ni para América Latina ni para ningún otro lugar. Solo podemos contar una cantidad de diferentes historias que, en conjunto, llamamos violencia. Por eso, sin embargo, también en este libro debemos volver a narrar la violencia en su existencia puramente episódica, pues no hay otra. Por eso vamos y volvemos entre historias y estructura. Así esperamos que las historias que narramos nos lleven en nuestra reflexión a una estructura que nos permita comprender mejor, a su vez, el suceso aislado. Así cambiamos continuamente el nivel de abstracción de la narración e intentamos, apoyándonos en la antropología estructural, inferir la violencia señalada en la estructura de las experiencias organizadas por las personas en su mundo de vida. Este es el procedimiento que seguiremos.

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2 . 1 . Mi to y a r c h i vo Las personas ejercen la violencia teniendo conocimiento de ella, por eso quiero comenzar este capítulo ocupándome de este tema. El conocimiento es un concepto del cognitivismo que, en referencia a las relaciones sociales, sugiere que las personas solo actuarían de forma consciente y por ende cometerían actos de violencia de forma consciente. Pero no es así, pues, de lo contrario, las personas no se horrorizarían ante la violencia porque de repente vieron algo de sí mismos que antes no conocían. Por lo tanto, el conocimiento debería entenderse aquí en un sentido amplio. Según Philipp Sarasin (2011: 163), el saber se presenta como un conglomerado de estructuras semióticas y procesos «discursivos», que establece relaciones orientativas entre actores, actos y artefactos, y que es distinto de los belief systems (que es algo similar a la certeza de Wittgenstein). El saber se puede considerar desde distintas perspectivas. En este capítulo me centraré en los depósitos del saber y me propongo examinar detalladamente tres de ellos con respecto a la violencia: el archivo, la escritura (el texto) y el cuerpo. Pero no abordaremos directamente los depósitos del saber, sino que antes discutiremos aquello que Wittgenstein llamaba la certeza y que, por la ausencia de la duda, no es lo mismo que el saber.

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Empecemos con un breve relato. Quien se interese por la historia de la guerra en América Latina en el siglo xix y lea las Memorias del general José María Paz, hallará la narración de un curioso episodio que tuvo lugar en la región andina en el año 1829. Paz cuenta cómo sus soldados montan su campamento en la víspera de una «batalla» (aunque este término provoca, como veremos más adelante, asociaciones que no siempre se corresponden con lo que llamamos la realidad de la guerra en América Latina en el siglo xix). Paz relata cómo, sin embargo, durante la noche, sus soldados, presos del pánico, abandonan de repente el campamento y huyen. La razón es que entre ellos se ha extendido el rumor de que en el campamento del enemigo hay capiangos. Estos, según las creencias extendidas en la zona andina en aquella época, eran hombres que habían bebido sangre de jaguar y que por eso, durante la noche o en un combate, podían convertirse en un jaguar que atacaba y mataba a las personas (cf. Fuente 2000: 139). En las guerras internas que se libraron en prácticamente toda América del Sur y América Central y México a principios del siglo xix como consecuencia del movimiento independentista, el general Paz encarnaba, tal como escribieron sus admiradores, el «espíritu europeo» de la guerra (Sarmiento 2007: 175). Paz había estudiado Derecho en la ciudad universitaria de Córdoba y en el movimiento independentista ascendió a «general de la revolución». Siguió la política centralista que emanaba de la ciudad de Buenos Aires y que en muchos lugares del interior de la región del Río de la Plata fue rechazada a causa de las divergencias entre los intereses económicos regionales, pero también por objeciones de carácter cultural contra la Ilustración, el liberalismo y la urbanidad. Paz, a causa de sus orígenes y sus convicciones revolucionarias, consideró el episodio relatado una prueba de las supersticiones extendidas en los mundos de la vida andinos que, a sus ojos resultaban retrógrados. Seguimos en la geografía de la zona de los Andes centrales. Dejemos por un momento la historia moderna y retrocedamos en el tiempo, a pesar de ser un tema ajeno a este libro, hasta la cultura precolombina nasca, de la cual se poseen conocimientos arqueológicos detallados gracias a las piezas cerámicas conservadas. Para nuestro objeto resultan de especial interés los motivos figurativos que decoran las vasijas. Entre ellos destaca una criatura medio humana, medio animal, compuesta por una cabeza de felino, presuntamente de jaguar, y cuerpo de

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ser humano (cf. Clados 2002). A causa de estos rasgos anatómicos la figura se conoce como «hombre felino». Entre sus atributos se cuentan una maza y unas cabezas que lleva en las manos a modo de trofeo. De esta manera, la figura habla de la guerra. El hombre felino, una figura guerrera, es «como muchas otras figuras míticas de Nasca, una imagen relacionada con el botín de cabezas como trofeo» (Clados 2002: 135). ¿Qué une estas dos figuras: el capiango del siglo xix y el hombre felino de dos milenios antes? En ambos casos nos encontramos en el territorio de la mitología, que en un caso tiene un fuerte carácter religioso, ya que el hombre felino de Nasca era «divino» (Clados 2002: 127) y en el otro tiende más hacia la leyenda. Claude Lévi-Strauss (1980) calificó el mito de «pensamiento salvaje». En oposición al pensamiento conceptual el pensamiento salvaje aportaría una comprensión total del mundo, que se engarza con imágenes. El mito es un refugio de la certeza. En nuestros ejemplos, las interpretaciones mitológicas muestran cómo las personas entendían la violencia en una forma de vida preconceptual, en el estado de certeza de Wittgenstein, y mediante qué operaciones formales se llegaba a esta comprensión. Puesto que para este libro hemos optado por seguir un método estructural examinaremos más de cerca estas operaciones formales. De acuerdo con Claude Lévi-Strauss (1967: 240), en el mito se trata «siempre de la pregunta de cómo puede nacer uno a partir de dos». Al escribir esto, Lévi-Strauss hacía referencia a las narraciones de procreación. En el caso del hombre felino, también es evidente este principio dual. Sin embargo, aquí no se trata de un acto de procreación, sino del origen simbólico del acto de violencia, o más concretamente, de la generación de la figura del guerrero, personificación de la violencia, a partir de dos mitades. Estas se pueden entender como persona y animal o como cultura y naturaleza. Como todos los mitos la figura felina también admite variadas interpretaciones. Desde una perspectiva naturalista, podemos entenderla como parte de un continuo. Así, el hombre felino o el capiango formarían parte de una cosmología en que la naturaleza y la cultura no se consideran entidades separadas, sino de idéntica índole. Serían «narraciones del tiempo en que las personas y los animales todavía no estaban separados unos de otros» (Lévi-Strauss 1989: 201; cf. también Descola 2011).

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Desde una perspectiva funcionalista el mito se presenta de forma distinta. Desde este punto de vista el mito produce una objetivación de lo inquietante y lo aterrador. Su objetivo es conjurar el miedo: «Las historias se cuentan para hacer desaparecer algo. En el caso más inocuo, pero no por eso más nimio, el tiempo. En otro caso, y más oneroso, el temor» (Blumenberg 2003: 194). El mito relativo a la guerra y la violencia, por consiguiente, trata de ahuyentar lo aterrador de la violencia. También el mito del hombre felino aspira a dar a aquello que provoca pavor una «forma comprensible» para la razón humana, para «hacérselo soportable hasta cierto punto» (Merz 1978: 246). Pues la figura felina, medio humana, medio animal, nos resulta, en la parte que representa lo animal, ajena y aterradora, y familiar en su otra parte, en sus rasgos humanos. Es, de este modo, una figura liminar que muestra al hombre el espanto de la violencia en una imagen mitológica y, a la vez, lo reconcilia con su temor. En la historia de América Latina —al igual que en otras regiones del mundo— el motivo del felino apareció de forma constante durante largos periodos de tiempo, cuando las personas tenían que ponerse de acuerdo respecto a la violencia en un imaginario preconceptual. Por eso, junto al capiango y el hombre felino de la cultura nasca podemos citar figuras semejantes de otras regiones y épocas de América Latina. La más conocida es el guerrero jaguar u ocelopilli de la cultura azteca (mexica). En esta, los guerreros que eran miembros de la unión guerrera del jaguar se vestían con atributos del animal con la certeza de que a través de una metamorfosis simbólica se apoderaban de la fuerza y la potencia del mismo (cf. Thiemer-Sachse 1993). Las figuras felinas están extendidas en la historia de América Latina y aparecen casi constantemente tanto en la mitología como en las tradiciones populares. Esto se debe probablemente a que la imagen del jaguar poseía un fuerte significado en las religiones indígenas de América del Sur y América Central. Funcionaba como «una especie de mediador entre la esfera sobrehumana y la humana-animal» (Lindig/Münzel 1978: 198) y por esta razón era especialmente adecuado asociar imágenes de violencia con este animal y sus atributos de fuerza y agilidad. Ahora, siguiendo el método estructural nos interesa especialmente la cuestión de cómo los mitos llegan a hacer comprensible la violencia para quienes los escuchan. ¿De qué modo llevan, como escribe Claude Lévi-Strauss, a generar uno a partir de dos? En los estudios

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culturales prevalecen conceptos complejos, como el de hibridez, para indicar aquellos procesos de mezcla. Se entenderá como una mezcla indiferenciable, difusa y ambigua; en la hibridez no hay nada que se pueda separar; el mundo se compone solo de transiciones. Sin embargo, los mitos que aquí se tratan y que también se componen de mezclas funcionan de un modo distinto. Las operaciones formales que aplican son más sencillas. Así, el hombre felino de la cultura nasca es una figura que «llama la atención por la sencilla adición de su estructura corporal» (Clados 2002: 136). Son igualmente aditivas las operaciones en los otros dos ejemplos aquí mencionados; por una parte, en el capiango se trata de un cambio temporal, concretamente en el ritmo del día y la noche; por otra parte, en el caso del guerrero jaguar se añaden atributos del animal (pelaje, dientes, orejas) al hombre a modo de máscara para modificar su ser. Así, las operaciones formales que se aplican para representar en imágenes mitológicas la violencia, o mejor dicho, la figura del actor de la violencia, no producen mezclas híbridas, como propone la teoría. Más bien muestran un conjunto de construcción muy sencilla que se crea mediante la combinación de partes separadas en la que estas generan una nueva entidad, pero, a diferencia de lo híbrido, cada una sigue pudiendo describirse por sí misma. En este sentido, sin embargo, también siguen pudiendo aislarse y separarse. Probablemente en este punto se halla la función que tienen todavía más importante de expresar la violencia en imágenes de certeza: el patrón aditivo ofrece, a la vez, la opción de volver a disgregar lo unido en divisiones y separaciones, si se habla de violencia o si se muestran imágenes de ella. Por consiguiente, el mito salvaguarda el saber sobre el reverso de la violencia y, con él, la experiencia humana. Pues la violencia desune. En la violencia, los cuerpos se mutilan, la piel se arranca, los huesos se parten. Desde el punto de vista del psicoanálisis —aunque esto escapa a las pretensiones de este libro, por lo que no iré más allá de este apunte— también se podría hablar del «despedazamiento» que es la violencia y que se muestra en sus «fantasmagorías» (Hammermeister 2008: 44). La violencia es una operación de despedazar, separar y disgregar. Solo en órdenes simbólicos como el mito (o la ciencia) se integrará y se convertirá en una totalidad. En este punto dejamos la certeza de la mitología —más adelante volveremos a ella en nuestra comparativa— y en su lugar nos centramos,

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siguiendo la distinción conceptual de Wittgenstein, en los depósitos en los que se custodia el saber de la violencia. En la historia reciente, el Estado moderno es la institución en que se concentra el saber sobre la violencia; y sin ir más lejos, este Estado se funda principalmente en el saber de la violencia, al menos desde la perspectiva de la teoría política. El texto más conocido al respecto es el Leviatán (1651) de Thomas Hobbes. Para explicar la fundación del Estado, Hobbes se apoyó en la etnografía del momento y su conocimiento de los «pueblos salvajes en muchos lugares de América», que «carecen de gobierno en absoluto» (cf. Helbling 2009: 99). Allí, en «estado natural», las personas vivían, según la antropología de Hobbes, en un miedo incesante a la violencia del otro, de lo que se originó la necesidad de «ejercer la violencia para anticiparse a la violencia de los demás» (Helbling 2009: 103). Fue el Estado el que reprimió esta violencia de todos contra todos. De esa manera, según esta teoría, es como llegó a establecerse. En este sentido, el Estado se asemeja a un etnógrafo que en su devenir reúne y archiva el saber sobre mundos locales para tomar perspectiva sobre ellos. Visto de esta manera, también es, naturalmente, un coleccionista del saber de la violencia, una función para la que el Estado español (o portugués) de la temprana Edad Moderna creó y usó distintos medios e instrumentos. Uno de los más importantes fue la Inquisición, que recopilaba información sobre mundos de vida, mentalidades y costumbres locales y la reunía como un etnógrafo (cf. Ginzburg 1992) en sus archivos. Al principio, la autoridad inquisitorial se ejerció en América mediante obispos o clérigos regulares delegados, antes de que se formase el tribunal de la Inquisición en el año 1569 en México y Perú, los dos centros del poder español en América, y en 1610 también en Cartagena de Indias. En la literatura, la Inquisición se describe como una autoridad en cuestiones de religión, como institución de disciplinamiento social y como poder sancionador adjunto al Estado. En este sentido, ejercía una influencia considerable sobre la formación de un (auto)control de la violencia estatal. Respecto a la sobreabundancia de normativas y disposiciones de la actuación del Estado, a la construcción de una jerarquía de cargos y a la formalización de la comunicación oficial, la Inquisición representaba la «más moderna» de las burocracias de la época (Silverblatt 2004: 6). Como tal contribuyó a crear la estatalidad en el sentido de que fijó actuaciones y estructuras oficiales. Por eso, podemos discutir

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la Staatsferne en América Latina, en lo que respecta a la era colonial, no solo en cuanto al Estado mismo, sino que, vista la estrecha relación entre Estado e Iglesia, también hay que tomar en consideración el papel y la función de esta última. De hecho, a menudo, para las poblaciones indígenas, el reglamento del Estado colonial estaba simbolizado en primer lugar por la figura del sacerdote y no por la del funcionario real, aunque al mismo tiempo, el Estado y la Iglesia representaban dos espacios jurídicos diferentes (cf. Benton 2001; Comaroff 2001; Ruiz Medrano 2010). En el campo de la organización de la violencia, la Inquisición desempeñó un papel importante en la conversión de la violencia bélica existente en tiempos de la conquista, a medio plazo, en una violencia estatal de estructura burocrática. Contribuyó en particular a fortalecer la seguridad jurídica general (cf. Specht 2001). Naturalmente, a la vez posibilitó la comisión de violencia por parte de algunos funcionarios por el fervor de la fe o simplemente por hacer carrera. Así, el obispo fray Juan de Zumárraga fue destituido de su autoridad inquisitorial en México en el año 1543 porque en su lucha contra lo que llamaba doctrina herética había procedido con demasiada violencia contra los nahualli (del náhuatl: saber), nobles y sacerdotes de la población indígena (cf. Lopes Don 2010). Poco después, a partir del año 1561, el padre franciscano Diego de Landa desempeñó competencias obispales como autoridad inquisitorial en la península mexicana del Yucatán. También su mando eclesiástico se caracterizó por la violencia abierta, ya bien conocida en aquella época, en la persecución de manifestaciones religiosas no cristianas, por lo que la Corona también ordenó realizar una investigación contra él que, sin embargo, terminó resolviéndose a su favor (cf. Tedlock 1993). Con vistas al objeto de este libro cabe plantearse la cuestión de si la Inquisición realmente tuvo en América la importancia que se le atribuye, puesto que ya en el año 1571 la población indígena fue excluida de su jurisdicción. En este sentido, de acuerdo con la objeción que se desprende de esto, la Inquisición en América no habría tenido el peso que sí tuvo en España porque desde entonces solo fue responsable de una minoría de la población que allí habitaba. Pero esta objeción pasa por alto que la influencia, tanto social como política, de la Inquisición abarcaba mucho más que su propio ámbito de competencias. Puesto que era tarea de la Inquisición llevar a cabo la prueba de la «limpieza de sangre», ejerció una profunda influencia sobre el orden social y su

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jerarquía no solo en España, sino también en América. Y en lo que respecta a la vigilancia tanto religiosa como política de la población indígena, actuó como una institución modelo. Esto queda documentado, entre otros, en las visitas pastorales que se llevaron a cabo y cuyos procedimientos se aproximaban a los de la Inquisición. El objetivo de las visitas era recopilar información entre la población indígena y perseguir la idolatría (cf. Wenker 2003). En Perú, en el año 1610, además, se introdujo la institución del juez visitador de idolatrías, un cargo eclesiástico que recorría los pueblos del altiplano para detectar y erradicar, mediante la inspección e interrogatorio de la población in situ, cualquier vestigio de creencias prehispánicas. A partir de este modo de proceder, se describe la institución de las visitas como una «Inquisición para los indios americanos» (cf. Griffiths 1996; Gareis 1999: 233). A través de ellas se aplicaron diversas formas de coacción: en el año 1617 se construyó en Lima una prisión dirigida por jesuitas y destinada a la reclusión de quienes hubiesen levantado sospechas en las visitas. Sin embargo, a causa de su deficiente ejecución arquitectónica, la prisión no tardó en ser abandonada de nuevo (cf. Gareis 1999: 234). En cualquier caso, la «aniquilación de cultos locales» (Gruzinski 1993: 151) que practicaron el clero secular y el regular albergaba un potencial de violencia similar al de la Inquisición. Por eso no resulta sorprendente la existencia de innumerables pruebas de que los indígenas intentaron evitar la comunicación con el Estado y la Iglesia, resistiéndose a revelar su saber. Demostrar su monolingüismo e inherente incapacidad de habla frente a los españoles era un modo de conseguirlo. Por otra parte, no pocas veces se produjeron actos de violencia contra clérigos o su expulsión de pueblos, así como el hostigamiento o la agresión física de funcionarios. El Estado reunía el saber de la violencia y dejaba constancia de este en distintas instituciones, la más importante de las cuales era el archivo. El archivo estatal moderno se estableció en relación directa con el proceso de expansión europea en el siglo xv y principios del xvi. Con la expansión de Portugal hacia Asia y la colonización de más zonas de América por los españoles y los portugueses, el ámbito de poder de los Estados de la Península Ibérica se amplió enormemente y a la vez aumentó a un ritmo vertiginoso la necesidad de todo lo relacionado con «procedimientos administrativos, géneros descriptivos de la tierra y la cultura de la comunicación política mediante la indagación,

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descripción e información precisa» (Brendecke 2012: 28). Esto llevó al establecimiento del archivo. El término archivo entró a formar parte del léxico del idioma español o, mejor dicho, castellano a finales del siglo xv (cf. Aguirre/Villa Flores 2009). El primer archivo estatal central de la historia de Europa fue fundado en 1540 en Simancas (cf. Grebe 2010: 26). Puesto que los archivos estatales modernos surgieron como consecuencia del avance europeo hacia Asia y América, en la literatura se han descrito como «producto de la violencia colonial» (Aguirre/Villa Flores 2009: 6), lo que, sin embargo, supone una descripción demasiado parcial de sus funciones. El archivo reviste un interés especial para la metodología estructural. En una reflexión histórico-cultural sobre el archivo, Jacques Derrida se ocupó de las operaciones formales que se aplican en él. El archivo es el «lugar desde el cual el orden es dado» (Derrida 1997: 9). El principio de orden del archivo es la clasificación y la unificación que es el «poder arcóntico». Este se alinea junto al «poder de consignación», que es el acto de «reunir los signos» (Derrida 1997: 13): «La consignación tiende a coordinar un solo corpus en un sistema o una sincronía en la que todos los elementos articulan la unidad de una configuración ideal». Y sigue: «En un archivo no debe haber una disociación absoluta, una heterogeneidad o un secreto que viniera a separar, compartimentar, de modo absoluto. El principio arcóntico del archivo es también un principio de consignación, es decir, de reunión» (Derrida 1997: 13). De forma comparable a los modelos de Claude Lévi-Strauss sobre las operaciones formales por las cuales en la mitología se genera una interpretación dual de la violencia, Jacques Derrida delimita aquí los esquemas formales en que el Estado organiza el saber. La colección y unificación así como la sincronización son lo más importante para, tal como lo describe Derrida, generar una «configuración ideal» que no conozca división alguna. Es evidente que estas operaciones difieren considerablemente de las que se aplicaron en los mundos de vida preconceptuales, sobre todo porque de forma ideal no admitían ninguna separación ni fractura, mientras que las imágenes de la mitología sí las contemplaban. Mito y archivo se presentan, vistos así, como dos polos de capacidad organizativa simbólica mediante distintos procedimientos.

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Desde este punto de vista los enfrentamientos entre órdenes de violencia de orígenes distintos también pueden leerse como conflictos entre formas rivales del saber de la violencia. Por eso no es sorprendente que los distintos depósitos del saber fueran disputados, y no solo en sentido simbólico, sino también de forma violenta. Los conquistadores españoles, después de ocupar el territorio que hoy es México, destrozaron los manuscritos de escritura ideográfica en los que las culturas mesoamericanas habían trazado su historia y su cultura, entre otras cosas porque los consideraban una forma de expresión de su heterodoxia. Pero no solo eso: en las sublevaciones de la era colonial en Hispanoamérica se destrozaron y se quemaron, una y otra vez, archivos estatales, municipales o eclesiásticos. También los archivos de las sedes de la Inquisición fueron destruidos repetidas veces, como en la Ciudad de México en 1692, en Lima en 1769 y en Cartagena en 1786 (cf. Aguirre/Villa Flores 2009: 10). La destrucción de archivos podría seguir objetivos concretos, como la eliminación de documentos comprometedores sobre delitos jurídicos cometidos o sobre títulos de propiedad. Pero, más allá de esto, constituía una manifestación de enemistad hacia el Estado en la que se hacía patente el derecho a discrepar ante la tendencia de este a reunir, ordenar y unificar. La destrucción de los archivos tenía como objetivo arrebatar al Estado su saber sobre mundos locales y, de este modo, privarlo de su pretensión de poder. Este propósito resulta especialmente evidente cuando la destrucción del archivo iba acompañada de otras simbolizaciones de la violencia de forma abiertamente hostil al Estado. Si se cortaban a funcionarios del Estado o eclesiásticos sus manos o se arrancaba su lengua, esta violencia dejaba a sus víctimas incapacitadas para ejercer el poder, pues en el futuro no podrían escribir ni hablar. 2 . 2 . Es c r i t ur a y c ue rp o Proseguimos con las operaciones formales y, para concluir, en las siguientes páginas examinaremos otros dos depósitos del saber: la escritura y el cuerpo. Empezaremos una vez más con una breve historia. Sucede en la década de 1870 en la región andina y trata de una rebelión rural. Se cuenta que al inicio de su sublevación, milicianos rebeldes en la zona del interior insistieron en recibir la orden de insurrección

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comunicada por escrito. Querían, al menos, ver antes de sublevarse un documento en el que figuraran las instrucciones que deberían seguir (cf. Fuente 2000: 87). Esta historia no deja de ser curiosa, puesto que los propios insurrectos no sabían leer ni escribir. Sin embargo, este episodio no narra un caso especial; lo mismo se relata a propósito de una sublevación acaecida unas décadas antes en la provincia de Buenos Aires (cf. Santos 2008). También en este caso los actores de la violencia provenían de grupos ajenos al Estado y su escritura. No obstante, «la palabra escrita era importante para ellos» (Santos 2008: 114) y sin ella se negaban a actuar. Pero ¿por qué, en la preparación de la violencia, los actores insistían en poseer un documento que no podían leer? Juan Santos (2008: 114) señala esta conducta como un ritual: los insurrectos conocían la orden escrita de cuando habían servido en la milicia, así que también insistían en recibirla antes de sublevarse. Según Ariel de la Fuente (2000: 87), en cambio, el requerimiento de la orden escrita se fundamentaba en que los rebeldes, en caso de ser derrotados, podían esperar recibir un castigo. De este modo, en caso necesario habrían podido alegar obediencia debida presentando el documento y, así, podrían evitar o suavizar una sanción. Sin embargo, me parece que esta explicación se basa demasiado en los debates del siglo xx y no en los del xix, en los que la expresión ‘obediencia debida’ todavía no tenía el papel que adoptaría más adelante, tras la Segunda Guerra Mundial y los juicios de Núremberg, tanto en la jurisprudencia como entre la opinión pública. Además, para los insurrectos no era tan importante el contenido del documento, que solo podrían entender si se lo leía una tercera persona, como la existencia del documento en sí. Por lo tanto, deberíamos leer la insistencia en contar con el texto escrito como lo que demuestra, es decir, como un reconocimiento otorgado a la autoridad del Estado en el entorno de la Staatsferne. La antropología nos dice que debemos leer las instituciones estatales como el archivo, los actos culturales como la escritura y los actores como los funcionarios como si se tratase de símbolos y las prácticas a ellos asociadas, a modo de rituales del Estado (cf. Lomnitz 1995: 35). Solo sus rituales y sus símbolos nos permiten comprender la existencia del Estado en tanto en cuanto este se refleja y se encuentra en ellos. En este sentido, al insistir en recibir un escrito los insurrectos reconocían la autoridad de los símbolos estatales. Pero, puesto que esto sucedía en el contexto de

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un levantamiento, debemos leer la conducta de los rebeldes, a la vez, como un intercambio de rituales a través del cual se intercambiaban prácticas culturales de distintos orígenes y se insertaban en nuevos contextos de significado. En estos desplazamientos y transmisiones de significados se crearon sincretismos, pero ¿de qué significados se trataba y cómo se transformaban al pasar de un ritual, el del Estado, a otro, el de la Staatsferne? Para responder a estas preguntas debemos retroceder un poco. La historia de la demanda de los insurrectos de recibir un escrito remite a la autoridad del lenguaje escrito. Por lo visto, a lo largo de la era colonial, en las zonas de América Latina que consideraba bajo su gobierno, el Estado consiguió crear con eficacia, mediante la escritura por él organizada, formas de autoridad que también fuesen reconocidas por grupos analfabetos, monolingües o ajenos al propio Estado en otros aspectos, y tal vez incluso consideradas superiores desde un punto de vista simbólico. En la ciencia es muy habitual conceder una función de dominio a la escritura, puesto que su posesión y conocimiento otorgan a las personas un poder sobre las palabras e ideas de aquellos que no saben escribir (cf. Chartier 1993). En cualquier caso, Serge Gruzinski (1993: 100) destaca el hecho de que, inmediatamente después de la conquista española, en los pueblos indígenas del altiplano mexicano se dio a los documentos y papeles escritos una significación casi «sagrada». En México, las comunidades indígenas mantenían a sus propios archiveros, llamados guardapapeles, cuyo cometido era conservar y administrar todos los documentos importantes para el pueblo. Esta atención otorgada a los escritos del día a día se debía a motivos, lejos de lo sagrado, bien pragmáticos. Era la forma de comunicación con el Estado que los caciques de las comunidades rurales o étnicas estaban obligados a aceptar cuando querían informar de sus intereses o demandas a tribunales o administraciones locales o bien defenderse ante sus pretensiones. En el caso de las sublevaciones y revueltas encontramos una atención similar a la escritura, aunque esta servía a unos objetivos distintos al uso diario de la administración. Por eso, conviene tener en cuenta las operaciones que se aplicaban en la organización de la violencia desde una perspectiva simbólica, aunque los levantamientos tenían sus propias rutinas. Así, al inicio de una sublevación, con regularidad casi absoluta, como si de una ley se tratase, se ajusticiaba

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a un funcionario local, en la horca o de otro modo. Sin embargo, al margen de tales costumbres violentas, en las revueltas se producían sucesos no cotidianos en los que se desplazaba por un momento la coyuntura de duración y transformación y, en lugar de la continuidad del día a día, lo disyuntivo ocupaba temporalmente el primer plano. En esta operación simbólica de separación, el afán por lo escrito tomó un significado distinto al anterior: los actores analfabetos veían en la lectura de un documento un símbolo cultural del Estado como un ritual fijado en él. Ahí no cambió nada. Pero a la vez, apoderándose y haciendo uso de la escritura que simbolizaba el poder del Estado, en la sublevación los insurrectos interrumpían la autoridad de este, puesto que, al emplearla en una revuelta, estaban dirigiendo su uso contra el Estado. Y así, al fin y al cabo, reclamaban para sí igualdad respecto a él. Así pues, mediante la posesión de un documento, comunidades insurrectas cuyos miembros eran incapaces de leer y escribir se apoderaban de la escritura y así, se ponían al mismo nivel que el Estado desde un punto de vista simbólico. El mensaje era: nosotros también leemos. Así, los sediciosos quebraban la autoridad del Estado y, a la vez, se igualaban a él. Probablemente, en esta operación doble de separación y equiparación subyacía el mismo significado de la historia narrada al inicio de este capítulo. Antes de profundizar en el motivo al que se debe la autoridad del lenguaje escrito y teniendo en cuenta el método estructural que se aplica en este libro, hay que añadir que tales interrupciones y separaciones eran componentes indisolubles del carácter sincrético de América Latina. En su historia reciente aparecieron, sobre todo, en dos formas más que conciernen al orden simbólico de la violencia: el monolingüismo y el aislamiento territorial. El monolingüismo estaba extendido en las zonas de asentamiento de las poblaciones indígenas. En ocasiones, en la organización de la violencia, grupos étnicos o de otro tipo recurrían deliberadamente al monolingüismo, lo que fue interpretado como una amenaza por los españoles o portugueses. Por ejemplo, en el año 1803 un alcalde en México reportó que una masa de insurrectos se habían congregado en la plaza mayor de su comunidad y «murmuraban» entre sí en una lengua que solo ellos comprendían (cf. Van Young 1993: 25). Sobre lo mismo informó poco tiempo después un juez de un lugar vecino. Es decir, la sensación de amenaza

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de los funcionarios españoles aumentó cuando al monolingüismo se le sumó el inicio de la violencia, lo que no resulta sorprendente: una violencia que se anuncia en un idioma ajeno parece especialmente peligrosa, pues se presenta de forma desconocida. Junto al monolingüismo, otro medio de separación e interrupción fue el aislamiento del territorio. En el campo de la organización de la violencia, esto resulta especialmente patente en el linchamiento. También este se puede considerar un medio para «interrumpir» el significado y los objetivos de la ley en su propia lengua (Snodgrass Godoy 2006: 11): una legislación cesa de forma temporal, mientras que otra hace su aparición. Un medio habitual para ello es impedir durante un tiempo limitado al Estado o, mejor dicho, a sus representantes, el acceso a un lugar donde la justicia se organiza por cuenta propia y donde se realizan los linchamientos (cf. Snodgrass Godoy 2006). Mediante estas operaciones formales de separación, división y disociación, otros actores de la violencia interrumpen y disgregan la «sincronía» (Jaques Derrida) a la que aspira el Estado en su legislación. En eso, imitan al Estado y al mismo tiempo derogan temporalmente a este y la validez de sus leyes en un territorio limitado. Regresemos a la escritura y a los motivos a los que se debe la autoridad del lenguaje escrito. Para hallar una respuesta debemos volver al comienzo de la conquista europea de América. En su libro sobre el devenir de las sociedades humanas, Jared Diamond (2000) plantea por qué a principios del siglo xvi no fueron los incas los que partieron hacia Europa y conquistaron la Península Ibérica, sino que, al revés, los españoles invadieron el Perú y en poco tiempo destruyeron el Estado incaico. Diamond halla la respuesta en los distintos depósitos del saber y de las formas de comunicación de los que disponían europeos y americanos. En España, a la cabeza del Estado se encontraban grupos letrados que disponían de textos en los que figuraba lo registrado hasta entonces y la transmisión de saber que se consideraba valioso sobre territorios y culturas desconocidas. La escritura y el libro facilitaron el acceso a un saber que abría los límites al propio espacio de la experiencia y permitía acercarse a lo extraño. En comparación, el saber de los grupos dirigentes guerreros y políticos en los Estados indígenas de América se basaba más bien en la transmisión oral. Esta diferencia dio a los españoles una gran ventaja, tal vez incluso decisiva, en la conquista de México y Perú. Sea como fuere, la posesión de la escritura

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confirió a los españoles, desde el comienzo, un fuerte sentimiento de superioridad (cf. Greenblatt 1995: 21). Puesto que las culturas sin escritura no aprenden la violencia leyendo sobre ella, sino viéndola e imitándola, en ellas se favorece una organización de la violencia mimética. Tzvetan Todorov (1985) se ocupó de esta relación en el caso del México prehispánico tomando también la lengua como punto de partida. Los mexicanos disponían de una escritura ideográfica o en pictogramas, que, sin embargo, no representaba una forma temprana del lenguaje escrito. Al contrario, la reproducción del saber se realizaba mediante memorización y soliloquios rituales. La consecuencia fue la formación de una «cultura narrativa e interpretativa» cuyo orden estaba «sobredeterminado» (Todorov 1985: 98). Por consiguiente, la violencia en el antiguo México no era tanto un medio para crear un orden como principalmente una expresión simbólica de este orden mismo. A partir de la significación de la violencia como emblema del orden se explica la importancia del ritual bélico que los mexicanos solían llevar a cabo. Los españoles lo observaron y lo denominaron cultura: la violencia de los indios se basaba en sus «tradiciones», se dice en un tratado militar (Milicia 1599: 6). La guerra de los nahuas (mexicas) estaba, al igual que la propia sociedad, dominada por el ritual. La guerra formaba parte de la religión, pues tenía como objetivo realizar una ofrenda y tenía una interpretación cosmológica (cf. Díaz de Arce 2000: 17). En cambio, los mexicas no entendían la guerra que llevaban a cabo los españoles porque estos abolieron los esquemas de reciprocidad que estructuraban la guerra en su imaginario. Esto arrebató a los mexicas el «equilibrio» (Clendinnen 1991: 81) en su idea de guerra y que tenían de sí mismos y del enemigo. De esta manera, de lo desconocido de la violencia surgió el terror que cundió en gran manera en México, como se puede leer en el Códice Florentino. Esta violencia que rompía antiguos equilibrios en su idea de la guerra (violencia) se encuentra en el inicio de la historia moderna de América Latina. No podemos soslayar esto. Muchos aspectos de las situaciones de violencia, tal como se establecieron a partir de 1500, como en el orden político en general, se pueden interpretar también como un intento de reencontrar (nuevos) equilibrios en la formación de sincretismos. De otro modo, por lo demás no se habría podido alcanzar ninguna estabilidad política en la situación colonial. Y todavía

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hoy poblaciones indígenas del altiplano andino buscan un equilibrio, de carácter cosmológico en la guerra ritualizada que comunidades vecinas disputan entre sí en determinados días del año (cf. Montoya Rojas 2009). La organización de la violencia sin escritura en el antiguo México que se centraba en el ritual de la guerra era relativamente compleja. Eruditos que trabajaban para el Estado describieron una organización del poder dividida entre la administración, los eclesiásticos y el ejército. Sin embargo, tras la conquista del territorio por los españoles otro Estado tomó el lugar del imperio tributario indígena. El Estado colonial asoció sus principios burocráticos con la habilidad de leer que tenían sus funcionarios, lo que remitía, a su vez, al archivo. También la organización de la violencia de este Estado se basaba en la escritura. Y en la medida en que el Estado organizaba su saber de la violencia en la escritura, la simbología de la violencia estructurada sin escritura, tal como la habían conocido el Estado azteca o el incaico, se desplazaba hacia actores no estatales. En lo sucesivo, surgían comunidades de la violencia de distintos tipos y orígenes en las que el saber sobre la violencia y las convenciones contenidas en él, así como sus tabúes, se aprendían y se transmitían mediante formas no escritas de comunicación. En eso no resulta sorprendente que en estas comunidades de la violencia sin escritura el cuerpo tuviera una importancia especialmente grande como portador simbólico de dicha violencia. Esto no solo se aplica a marcas corporales que narran la violencia en imágenes y símbolos, también el cuerpo en sí mismo puede narrar la violencia al ser representado herido, mutilado o violentado de otro modo. Las culturas sin escritura ajenas al Estado se pueden describir, en la medida en que el cuerpo funciona como depósito del saber y portador de significado, como culturas somáticas. Tomo prestado este concepto de un estudio de la antropóloga Nancy Scheper-Hughes (1992) sobre las condiciones de vida en el sertão brasileño. El concepto de la cultura somática hace referencia a la subordinación de las personas en condiciones naturales inhóspitas, con formas de vida pobres y en las que se mezclan el analfabetismo y la memoria oral. Según Nancy ScheperHughes (1992: 231), es típico de las culturas somáticas que las personas piensen el mundo en su corporeidad: imaginan el mundo «con sus cuerpos». Tal vez el concepto de cultura somática sea algo simplista

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porque pone de relieve el cuerpo de forma demasiado parcial y de ese modo sugiere que las personas solo podrían vivir en su corporeidad. Sin embargo, el escaso nivel de desarrollo tecnológico en las comunidades de cultura somática condiciona que el cuerpo no solo represente un medio importante de reproducción económica, sino que, además, sea portador de significado en no menor medida. En la literatura, las marcas corporales de la violencia se describen como medio de intimidación y propagación del miedo y el terror. Esto no sucede sin un motivo, pues también los contemporáneos actuaban según este saber. Pero en el caso de las culturas sin escritura hay que reconocer que las marcas corporales de la violencia, más allá del cometido de atemorizar o intimidar a terceros, cumplen una sencilla función de comunicación. Un cuerpo marcado por la violencia narra violencia y lo hace con más fuerza de lo que la lengua es capaz. Hoy sabemos, a partir de la psicología cognitiva, que en el acto de violencia los recuerdos marcados en el cuerpo son más intensos que los puramente lingüísticos. En el cuerpo están presentes los recuerdos de la violencia sufrida, mientras que en la lengua deben generarse siempre de nuevo mediante la narración. En las historias de las que trata este libro este saber llevó a las personas a aplicar técnicas perfeccionadas de violencia. Lo vemos en la tortura institucionalizada (cf. Scarry 1992) y en actos de los que nos informa la antropología. Un ejemplo son los cortes o heridas visibles que el actor violento infligía de forma sistemática a su víctima con un machete o cuchillo. La antropóloga María Uribe (1990) califica los cortes de patrón habitual en la violencia para la «clasificación» del cuerpo. Las marcas corporales implican mensajes que se intercambian los actores de la violencia y otorgan significado al acto violento. En el mismo patrón se incluyen las peleas a cuchilladas en las que se enzarzaban los gauchos del Río de la Plata o los llaneros de Venezuela. En ellos, el objetivo no era matar al adversario en duelo, sino que más bien se trataba de «herir el rostro del contrario para, así, dejar una señal visible de superioridad» (Chasteen 1990: 85). Todas estas formas de violencia se pueden considerar manifestaciones de una cultura somática. A lo largo de este libro veremos que la violencia, en cuanto transmisora de mensajes, cambia su presencia con el uso de nuevas formas de saber.

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Mientras que el lenguaje escrito, que es una estructura ideal por su propia sintaxis y gramática, favorece la sincronía y la producción de un orden ideal tal como lo pretende el Estado, el idioma corporal de la violencia apunta más bien, en comparación, hacia la desintegración. A diferencia del orden abstracto de la escritura, que es imperecedero, el cuerpo es efímero. Los cuerpos mueren, desaparecen, se descomponen. Si el propio cuerpo muestra la violencia, este testimonio más bien separa que reúne y ordena la violencia. Esta función separadora del acto violento corporal se manifiesta especialmente en la mutilación, que implica la disgregación del cuerpo humano. Prueba de esto son también las incisiones que los gauchos se infligían en la cara mutuamente con el cuchillo, cortando la superficie de la piel y abriéndola de esta manera en dos partes. Y, en fin, lo mismo se puede decir incluso de las cicatrices en las que se cierran las heridas del cuerpo y que hablan de la violencia sufrida. Pues en las cicatrices (sigo aquí la definición de cicatriz que encontré en Wikipedia) la estructura del tejido cutáneo original es desgarrada y ya no se entreteje para formar una nueva unidad, sino que este queda imbricado «en paralelo». Así, también aquí predominan las operaciones disyuntivas y aditivas. Vemos que el idioma corporal de la violencia se aproxima más al mundo de la vida preconceptual que en el caso del conglomerado de escritura, archivo y sincronía. En cierto modo, solo con estas líneas llegamos al final de la introducción de este libro, porque solo ahora hemos adquirido una visión de conjunto aproximada sobre los distintos depósitos del saber de la violencia y las contradictorias operaciones formales que se aplicaron en ellos y tuvieron su efecto en la organización de las relaciones de la violencia. A continuación trataremos de concretar estas reflexiones, en parte abstractas, y de plantearnos qué relaciones de la violencia se pueden describir y qué operaciones formales predominaban en ellas. Sobre todo nos interesa investigar en qué espacios de tiempo prevalecieron ciertas operaciones y cómo cambió su interacción cuando se modificaron los mundos de vida.

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3 . 1 . Te or í a Si examinamos de cerca la Staatsferne y la organización de la violencia en la historia moderna de América Latina y nos concentramos en el siglo xix, no podemos evitar, por motivos que expondré más adelante, la impresión de hallarnos ante unas circunstancias como las que la historiografía de la temprana Edad Moderna describe para Europa. Parece haber, si no coincidencias, sí parecidos. Sin embargo, no por eso hay que abogar por una teoría de la modernización como si América Latina estuviese hoy o hubiese estado en el siglo xix en el lugar que Europa habría ocupado quinientos años atrás. Querer establecer tal relación sería absurdo y, de hecho, las teorías de la modernización referidas a América Latina no dicen tanto del tema en sí como de sus protagonistas y su confianza en sí mismos. Además, solo puede describir los rasgos de una modernización rezagada quien crea que la historia se puede pensar como una evolución. Si nos liberamos de esta idea y nos planteamos qué aspectos de la temprana Edad Moderna europea nos recuerdan a las relaciones de violencia de América Latina del siglo xix, tenemos que considerar el feudalismo en Europa. Según Jenö Szücs (1990: 27), en la formación de estas relaciones no se trataba de un proyecto político, sino del resultado de un «dilema deplorable», porque tras la desintegración de un poder central «solo podía haber una protección de la relación de dependencia

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del derecho privado». Las relaciones «sociales» reemplazaron al Estado. En la América Latina del siglo xix encontramos procesos análogos, pero naturalmente también numerosas diferencias. La más importante con respecto a las relaciones en Europa consistía en que en el orden feudal europeo los deberes recíprocos, incluso los que estaban fijados por la costumbre, estaban sujetos a obligaciones contractuales y de ese modo la obligatoriedad jurídica subyacente era relativamente elevada. Esta forma contractual y la seguridad jurídica que se desprendía de ella pertenecían a los «condicionamientos característicos de Occidente», escribe Szücs (1990: 28). El carácter contractual del feudalismo entró en la esfera estatal y materializó los «principios del derecho y el poder», que ayudaron a crear una «variedad de pequeños círculos de libertades» (Szücs 1990: 29, 35) en el orden político de la época. Esta relación entre seguridad jurídica, organización estatal y libertades descrita para ciertas etapas de la historia europea estaba ausente, en cambio, en las relaciones de violencia tal como se desarrollaron en América Latina a principios del siglo xix. Estas se caracterizaron más bien porque, tras la ruptura del Estado colonial, las disposiciones legales generales perdieron su vigencia y distintos actores de la violencia establecieron abiertamente, en su lugar, legitimaciones divergentes del ejercicio colectivo de la violencia. En consecuencia, el Estado que se instauró en América Latina a principios del siglo xix, a diferencia del caso europeo, no se fundamentó en una «unidad en la variedad» (Szücs 1990: 35), sino en una variedad disociativa que solo con dificultades se pudo aunar por medio del acto violento. Por eso, los tiempos de acopio y sincronización en que lo conseguido por la organización estatal se impuso sobre fuerzas separadoras y disociativas, en la historia moderna de América Latina, no se asemejaban a los de Europa. En América Latina el Estado no era el chantajista que surgió en Europa. Charles Tilly (1985) definía la formación del Estado moderno (europeo) como racketeering, es decir, como un acto de ejercicio de la violencia chantajista contra terceros. Como racketeer o «estafador» el Estado en formación primero había amenazado a otros grupos para luego, a cambio de no cumplir su amenaza, imponer su protección a la sociedad (Tilly 1985). Pero esta situación no puede aplicarse del todo a América Latina. También aquí el Estado había conseguido introducir, en la época de las reformas borbónicas, a finales del siglo xviii, al menos en los núcleos establecidos, es decir, en

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3. Segmentos

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los centros urbanos, una consolidación de la organización estatal relativamente fuerte en comparación con el periodo anterior. Pero la crisis producida con los movimientos emancipadores a principios del siglo xix llevó a un profundo hundimiento de la legitimación del dominio político, así como al quebrantamiento y, en algunas regiones, incluso a la disolución temporal del Estado en lo que denominamos sociedad. Este Estado fue totalmente incapaz de «chantajear» a la «sociedad» (cf. Waldmann 1999: 65). Las luchas por la independencia desembocaron en muchas partes de América Latina en guerras internas que se extendieron durante las décadas siguientes. El movimiento independentista se transformó en un largo periodo, sin fisuras, de guerras civiles que en algunos casos no finalizaron hasta entrado el siglo xx, por lo cual la Staatsferne subió otro nivel respecto a la época colonial y solo entonces tomó plena forma. Como consecuencia del traslado de los recursos del poder a las zonas rurales, así como al entorno de las guerras interinas, se multiplicaron los «focos de violencia» (Sabato 2009: 195). Los actores de la guerra que desde entonces iban a luchar contra los otros, a la par que con los otros, se multiplicaron y los movimientos de violencia simétricos tuvieron una fuerte expansión. El Estado también estaba implicado en estos conflictos y se convirtió en un actor más de la violencia, lo cual era una principal característica de las relaciones segmentarias de la violencia que surgieron. Se estableció un escenario en el que «bandas armadas» y actores de la violencia que estaban organizados en «redes de parentesco, clanes familiares o locales y otras formas jerárquicas» (Sabato 2009: 195), asi como comunidades de la violencia de origen local, se combatían mutuamente en alianzas y confrontaciones cambiantes. En este contexto cabe mencionar especialmente los sistemas caudillistas, que tuvieron una fuerte expansión y se incrementaron en algunas regiones de América Latina y que posteriormente, al unir recursos del poder del Estado y otros ajenos a este y estructurarse de forma sincrética, aparecen como forma verdaderamente ideal de organización de la violencia en la Staatsferne a principios del siglo xix (cf. Riekenberg 2010; Ayrola/Míguez 2012). Sin embargo, al mismo tiempo, estas distintas asociaciones de la violencia intentaron en mutua rivalidad y por medio de la violencia «establecer alguna forma de violencia estatal» (Sabato 2009: 195). En lugar de imponerse mediante estructuras estatales fuertes, el territorio hispanoamericano empezó a

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ser atravesado, a principios del siglo xix, por una red de círculos organizativos locales de la violencia que en muchos lugares consiguieron establecerse como fuerza política hegemónica. Esta estructura es la que generó lo que denomino relaciones segmentarias de violencia en América Latina y la que imprimió con fuerza las nuevas formas de relaciones de violencia en las costumbres, hasta entonces tradicionales, de la Staatsferne. De hecho, había diferencias regionales. Sobre todo hay que diferenciar si la Staatsferne se creó por efecto de una comunidad relativamente cerrada y fuerte, a menudo con vínculos étnicos internos; o si, en cambio, la Staatsferne era el resultado del hecho de que la idea y las instituciones del Estado no encontraron apoyo en asociaciones sociales apenas estructuradas, dispersas, o si el Estado simplemente desapareció en el vacío demográfico de una zona. Se encuentran ejemplos del primer caso en las zonas centrales del dominio español en América, en los altiplanos de México o Perú, con una elevada densidad de población, mientras que el segundo caso se dio sobre todo en las zonas fronterizas poco pobladas, como el norte de México, los pastizales del Río de la Plata o en los Llanos de Venezuela y las zonas selváticas del Amazonas. Sin embargo, si prescindimos de tales diferencias nos damos cuenta de que el siglo xix constituyó el tiempo del auge de los segmentos de la violencia. Es por eso por lo que quien se plantee comprender la violencia en la historia reciente de América Latina debe dirigir su mirada hacia esa época, porque entonces las relaciones de violencia segmentarias alcanzaron su máximo apogeo, probablemente con fuertes repercusiones hasta el día de hoy. En el entorno de la guerra interna y la tan combatida como reñida estatalidad, las relaciones de violencia segmentarias alcanzaron su pleno despliegue. Generaron órdenes de interdependencia de forma simétrica entre comunidades de violencia particulares que incluían también al Estado. En muchos lugares, el Estado se convirtió solo en un segmento de violencia más. A veces, incluso tuvo que temer por su existencia bajo el peso de estas circunstancias, hasta en centros urbanos en los que debido a la mayor densidad institucional y por motivos culturales estaba sólidamente establecido, y buscar protección. Así, el lema bajo el cual las milicias fueron movilizadas en Buenos Aires a principios del siglo xix era: «Por la seguridad del Estado» y no «Por la seguridad del gobierno» (cf. Di Meglio 2006: 132).

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Viendo las relaciones de violencia segmentarias como una estructura y teniendo en cuenta las operaciones formales que convergían en ellas, estas se asemejaban a una figura rizomática (cf. Deleuze/Guattari 1977). En lugar de ordenarse de forma jerárquica, el rizoma aparece como una figura entretejida e inconclusa, de aspecto polifacético. «Todo rizoma comprende líneas de segmentaridad según las cuales está estratificado, territorializado, organizado, significado, atribuido; pero también líneas de desterritorialización por las que se diluye de forma inevitable» (Deleuze/Guattari 1977: 16). Los rizomas pueden presentar estructuras compactas y a la vez establecer relaciones más bien esporádicas; son tanto sólidos como fluidos. Integran operaciones formales tanto de unión como de separación. Todo esto también es perfectamente aplicable a las relaciones de violencia segmentarias de las que tratamos, de modo que también podemos imaginar estas relaciones de violencia segmentaria con la figura de un rizoma. En la ciencia, los segmentos aparecen sobre todo como objeto de la etnología. Desde este punto de vista se definen como comunidades compuestas por grupos de idéntico rango político que no disponen de una institución estatal central y que en su interior no se diferencian de modo significativo por la división social del trabajo. Los segmentos se consideran el producto de una sociedad simple. Sin embargo, los segmentos de la violencia que se desarrollaron a principios del siglo xix en América Latina no estaban fundamentados, a diferencia de sus predecesores en la etnología, en relaciones preestatales acéfalas. Cuando tratamos aquí sobre las relaciones de violencia segmentarias no hablamos de un objeto clásico de la etnografía, sino más bien de la caracterización de las relaciones políticas en las nuevas naciones a comienzos del siglo xix y bajo las condiciones de la Staatsferne. En estas relaciones, los segmentos de la violencia no representaban necesariamente una sociedad simple, aunque alcanzaron su pleno despliegue en zonas rurales y aisladas. Pero la razón de su existencia no se debía a la estructura de lo que llamamos sociedad. No fue responsable de la formación de los segmentos de violencia el estado de la sociedad, sino las relaciones de violencia que surgieron en la crisis política a principios del siglo xix. La crisis del Estado, la ruptura de la legitimación alcanzada por el dominio político, el traslado de los recursos de poder de las ciudades a las zonas rurales y la expansión de las guerras internas y las consiguientes movilizaciones de combatientes fueron

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las principales variables que impulsaron la difusión de las relaciones de violencia segmentarias. Pero ¿eran por eso los segmentos de violencia solo producto de la crisis política a principios del siglo xix o apenas la consecuencia de deserciones y desintegraciones de la organización militar, como en ocasiones se ha escrito? Sería inexacto querer reducir únicamente a esto la razón de su existencia; también habría que prestar atención a lo que posibilitó durante largo tiempo la formación de las relaciones de violencia segmentarias. Esto se aplica, en primer lugar, a la falta de separación entre lo público y lo privado. En la época colonial, esta separación apenas se había establecido. Ni siquiera quedaban excluidos de ella poderes cercanos al estatal como la justicia municipal y virreinal. Una investigación de Tamar Herzog (2007) sobre los tribunales de la ciudad de Quito muestra que allí los jueces nombrados por el Estado dejaban ejercer la jurisprudencia a sus parientes, amigos o vecinos, que a su vez, por su parte, lo asumían sin extrañeza alguna. El sistema judicial colonial en Quito, según Herzog (2007: 256), era un «sistema abierto» en el que nunca estaba claro quién era un funcionario estatal y quién no lo era: «It was never clear, or known, who was an officeholder and who was not». No había una distinción clara entre lo público y lo privado y, lo que es más, a nadie le importaba, de modo que tampoco había ninguna voluntad de marcar este límite. Con vistas al objeto de este libro, es de suponer que por eso se reforzaron las disposiciones mentales que reproducían la Staatsferne y que a largo plazo también favorecieron la formación de relaciones segmentarias en la organización de la violencia. Algo similar causó la política de la Corona misma, que estructuró el orden político en Hispanoamérica —un esfuerzo que también se dio en Brasil— según el principio de las dos repúblicas, que preveía la separación espacial y política de la población española de la indígena. Al principio se llevó a cabo de forma sistemática en el año 1567 por Juan de Matienzo, jurista y oidor de la Real Audiencia de Lima y Charcas, que diferenciaba el gobierno de los yndios del de los españoles y propuso una legislación para cada grupo. En términos similares se expresó Juan de Solórzano Pereira, miembro del Consejo de Indias en Castilla, que tuvo una participación determinante en la redacción del derecho indiano, el cual en el año 1647 retomó esta diferenciación con respecto a la constitución política en América (cf. Levaggi 2001).

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Si tenemos presente que el concepto de república en el orden colonial se empleaba de forma más o menos equivalente al de Estado, se hace patente que, más allá de la legislación y la justicia, se produjeron rupturas en el orden político. En la época colonial estas no se dieron porque quedaron cubiertas por la autoridad de la Corona y su poder paternal frente a los indios y porque las comunidades indígenas de los altiplanos de México, Centroamérica o Perú aceptaron un «pacto de reciprocidad» (Serulnikov 2003: 139) con el Estado. De este modo, la existencia del orden político quedó salvaguardada siempre y cuando ambas partes se atuvieran a sus obligaciones y promesas mutuas. Sin embargo, respecto a la tradición de las dos repúblicas, no resulta sorprendente que en el siglo xix, en la época de la nación, hubiese numerosas comunidades indígenas que se pusieron al mismo nivel que el Estado y de ese modo participaron de forma decisiva en la formación de las relaciones de violencia segmentarias. Y el hecho de que la autoridad del Estado fuese reconocida por las comunidades indígenas no excluye que estas pusieran empeño, a la vez, en volver a apoderarse de antiguas funciones en el campo de la jurisdicción y de la autoadministración para fundar a partir de entonces una nueva república de indios republicana («a republican república de indios»), tal como escribe Greg Grandin (2000: 104). Esto hace suponer que mucho tiempo antes de la crisis independentista, el principio de las dos repúblicas ayudó a desarrollar ideas y disposiciones que prepararon el camino para posteriores relaciones de violencia segmentarias. Puesto que las relaciones de violencia segmentarias son de gran importancia para el objeto de la Staatsferne, pasamos a analizarlas en mayor detalle. Desde una perspectiva teórica se pueden incluir entre ellas relaciones por las que se establecen adversarios colectivos que se diferencian por su estatus como actores de la violencia y por la legitimación de la violencia que esgrimen, pero que se parecen en que enarbolan el mismo derecho a cometer actos de violencia y lo imponen, a su vez, por medio de dicha violencia. En las relaciones de violencia segmentarias, las diferencias que caracterizan el estatus de un actor de la violencia respecto a la razón jurídica de la violencia que comete pierden fuerza distintiva, y las jerarquías de organización de la violencia entre las distintas comunidades que la practican son derogadas en su mayor parte o por completo. En este sentido, los actores de la violencia segmentaria mantienen entre sí una relación de simetría, aunque no por ello son

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todos igual de fuertes. Las relaciones de violencia segmentarias no pueden confundirse con una situación de equilibrio de poder. De hecho, estos equilibrios de poder pueden coexistir con los actores de la violencia segmentaria siempre y cuando tengan más o menos la misma fuerza. Pero este equilibrio de poderes no es constitutivo para la relación de violencia segmentaria. Para la formación de relaciones de violencia segmentarias, lo decisivo es el hecho de que no haya un poder central u otra instancia superior que pueda definir la violencia de forma vinculante para todos. Esto también se aplica al Estado, que no consigue reservarse el monopolio de la violencia, o en ocasiones incluso renuncia a él para, en su lugar, negociar y repartir con otros actores su disposición del ejercicio de la violencia colectiva y su legitimidad. En las relaciones segmentarias, el Estado solo es un actor más entre iguales, con los que en parte está en rivalidad y, en parte, ensamblado. Este es el rasgo más importante de las relaciones de violencia segmentarias y, a la vez, uno de los componentes principales de la Staatsferne. Desde la perspectiva etnológica, los segmentos se consideran portadores de relaciones rituales y recíprocas de violencia (cf. Whitehead 1992). También en las relaciones de violencia segmentaria de las que hablamos aquí tenían una fuerte significación tanto los rituales de la violencia como las relaciones de reciprocidad. Hasta ahora, la antropología social y la económica son las que se han dedicado de forma más exhaustiva al concepto de reciprocidad. Llama la atención que para esta antropología, la violencia, tal como escribe Marshall Sahlins, solo existe como reciprocidad negativa. La violencia solo surgiría en situaciones en que una parte pueda forzar a la otra a aportar un rendimiento sin una contraprestación (cf. Riekenberg 2003: 27). Sin embargo, si no consideramos la reciprocidad en sentido estrictamente antropológico como principio de organización política preestatal, sino en un sentido más amplio como fundamento de las relaciones sociales, y no vemos el acto de violencia como el sometimiento unilateral de otro, sino como una relación de reciprocidad entre adversarios, la situación cambia. Ambas, la reciprocidad y la violencia, ya no se presentan como opuestos incompatibles, sino entretejidas entre sí. Algunas relaciones de violencia están construidas por completo a partir del principio de reciprocidad, como la venganza, en la que un acto de violencia sufrido obliga a la víctima a llevar a cabo otro acto de violencia para reparar su

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reputación y su honor. En caso contrario, la persona atacada perdería toda su seguridad, porque renunciar a la venganza sería interpretado por su adversario, pero sobre todo por terceros, como prueba de debilidad y como invitación a un nuevo acto de violencia. Las relaciones de violencia segmentarias se asemejan a los tres pasos sucesivos del intercambio de dones descrito por Marcel Mauss (1990); es decir: dar, recibir y devolver. La venganza es como un «sistema de don y contradon», escribe Alain Caillé (2008: 144). Para ello, naturalmente, los adversarios deben verse como iguales entre sí. En algunas teorías de la violencia, por ejemplo en la investigación sobre el genocidio, está muy extendida la opinión de que las personas deben ser deshumanizadas para poder aplicar una violencia hostil contra ellas, lo que se basa en la idea de que las personas «en realidad» no están capacitadas para ejercer la violencia. Según tales teorías habría que reducir mentalmente a las personas a algo inferior, de escaso valor, para poder matarlas. Pero en las relaciones de violencia segmentarias como son las que predominan en la Staatsferne no era este el caso. La violencia recíproca y la venganza se basaban más bien en el reconocimiento de la igualdad del otro y en el intercambio de violencia y contraviolencia. Los segmentos se definían unos a otros como iguales; de otro modo no habría podido existir en absoluto. En la Staatsferne, los actos de violencia eran regulados por patrones de reciprocidad en la organización de la violencia, que proporcionaban a las personas los conocimientos necesarios sobre qué «es» la violencia y cómo utilizarla sin correr el peligro de caer en la autodestrucción. En ese sentido, la organización de la violencia recíproca no había nacido de la necesidad, ya que faltaba el Estado como ente de control de la violencia, sino que se basaba en la conformidad. El historiador social inglés Edward Thompson (1971) lo definió como economía moral. Las economías morales fijaban la justicia no documentada. Comprendían un conocimiento exacto de organización preestatal sobre lo bueno y lo malo, sobre lo correcto y lo incorrecto. Reclamaban la tradición y el antiguo derecho y defendían las autonomías locales, a veces con tendencias abiertamente hostiles al Estado (cf. Scott 1976). Pues, al estar atrapado en su economía moral, la idea del Estado siguió siendo ajena para mucha gente debido a la carencia de un control estable, central y apersonal de la violencia. Su lealtad se dirigió en primera línea a otras estructuras establecidas mediante

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la solidaridad comunal, a través de sistemas de parentesco rituales o bandas. Eran estos órdenes y Gemeinschaften, y no el Estado, los que prometían seguridad a las personas. En cierto modo, los patrones de reciprocidad de la violencia constituían el espejo en el que los segmentos se reflejaban para reconocerse a sí mismos y a otros como iguales. De ese modo, la organización de la violencia segmentaria se lee como un acto de definición mediante el cual los actores de la violencia trataban de regular las relaciones que mantenían entre sí en el entorno de la Staatsferne. Desde este punto de vista, los rituales y patrones de reciprocidad que se aplicaron a la violencia constituían medios simbólicos, también requeridos por los segmentos para reclamar y manifestar en ella la simetría de las relaciones violentas de las que dependía su propia existencia. Por lo demás, por este motivo, en numerosas ocasiones también se produjo violencia fruto de la venganza o las represalias en situaciones totalmente insospechadas como la guerra. Con frecuencia, en coyunturas segmentarias, las guerras (también esto recuerda a la temprana Edad Moderna en Europa) parecían altercados, no porque lo fuesen, sino porque las relaciones de violencia estaban regidas por patrones de reciprocidad. Las relaciones de violencia segmentarias se parecían a las relaciones establecidas por los «enemigos del Estado», que el antropólogo Pierre Clastres (1976; 2008) describió mediante «sociedades primitivas» (que son, en su definición, sociedades sin Estado). El planteamiento de Clastres ha recibido críticas por no ser realmente antropológico (cf. Das/Poole 2004: 7), pero estas críticas no deben detenernos, porque en este caso no leemos los escritos de Clastres como textos antropológicos, sino como textos de teoría política. En las comunidades primitivas predomina, según Clastres, la guerra «primitiva», como la describió Thomas Hobbes. Clastres (2008: 65) interpreta esta guerra como manifestación de una «lógica centrífuga de la división en pequeños trozos, de la dispersión, de la escisión». La guerra primitiva tendría la función de «asegurar la permanencia de esta dispersión, el despedazamiento y la desintegración de cada grupo en partes mínimas. La guerra primitiva es el trabajo de una lógica de la fuerza centrífuga, una lógica de la separación» (Clastres 2008: 77). El Estado, por el contrario, existe mediante una «fuerza centrípeta dirigida al centro», que lleva a la «unificación» (Clastres 2008: 65, 77). En cambio,

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la guerra primitiva es como una fuerza centrífuga, porque mantiene la diferencia e impide la unificación. He citado extensamente el concepto de Pierre Clastres de la enemistad al Estado porque en él volvemos a encontrar las distintas operaciones formales de las que ya hablé en el capítulo sobre metodología. Por eso el planteamiento de Clastres es muy valioso para este libro. También en las relaciones de violencia segmentarias vemos el efecto de las fuerzas centrífugas: la desintegración, el despedazamiento y la división. Las relaciones de violencia segmentarias son también —pues, como veremos más adelante, no se limitan a esto— relaciones de segregación y división, de modo que aquí hallamos analogías entre los juegos de lengua, las operaciones formales y los mundos de vida que analizamos con el método estructuralista. Por supuesto, no podemos aplicar sin más las reflexiones de Clastres al objeto de este libro, pues en nuestra historia el Estado ya existía en América Latina, mientras que en la etnografía de Clastres se trata de evitar su existencia. Sin embargo, en este sentido (siempre y cuando se quiera aplicar este concepto) la «guerra primitiva» que llevaron a cabo los segmentos de la violencia en el siglo xix no se dirigía única y simplemente contra el Estado, lo que no habría correspondido a las circunstancias de la situación postcolonial. Fue más bien en el siglo xix, al empezar a aliarse el Estado con la idea de la nación, cuando segmentos e institución se unieron en distintos sincretismos, a través de los cuales se generó, de nuevo, la Staatsferne. Si hubiese sido de otro modo, los segmentos no habrían podido existir y presumiblemente el Estado se habría disuelto bajo el dominio de las relaciones segmentarias. Sin embargo, en ese sentido, al ser sincréticas, las relaciones de violencia segmentarias no se basaban únicamente en operaciones de separación y reemplazo, sino que a la vez formaban parte de alianzas, uniones y nuevas sincronizaciones. En ese sentido, debilitaron al Estado, pero al mismo tiempo lo mantuvieron con vida. Para ilustrarlo, demos un vistazo al caso de Francisco Pires, un gran terrateniente que vivía en Santa Catarina, en el sur de Brasil. En octubre del año 1914 una unidad del ejército que se encargaba de perseguir a los «bandidos» de la zona acampó en su propiedad. Al poco, Pires se presentó en el campamento militar. A su llegada, le sorprendieron en gran manera la bandera brasileña y el himno nacional, porque nunca antes los había visto ni oído. Durante la conversación subsiguiente

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ofreció a los oficiales un intercambio: apoyarlos en la lucha contra los bandidos que el ejército perseguía, a condición de que los soldados le ayudaran a él en su contienda contra sus enemigos en las cercanías (cf. Diacon 1995). Esta historia muestra cómo Pires, que dirigía un segmento de violencia local (es decir, los peones de sus tierras) acudió al Estado, para él desconocido y en la organización de la violencia, lo trató como a un cómplice más entre otros, tal como correspondía a la lógica segmentaria de la simetría entre actores de igual estatus y a su concepción de poder y violencia como acto de dar y recibir. El Estado aceptó no pocas veces este ofrecimiento de complicidad, porque, de otro modo, no habría conseguido «sobrevivir», como Paul Vanderwood (1992: 49) escribió con gran acierto refiriéndose al caso de México, en el entorno de la Staatsferne. Así pues, paradójicamente, fue la propia figuración segmentaria la que mantuvo con vida al Estado en el entorno de la Staatsferne; en ocasiones fue incluso lo que le permitió acceder a este. Así, las relaciones de violencia segmentarias no solo tenían un efecto de separación y disociación, sino que, a la vez, tendían hacia la unión y la conexión y a través de estas operaciones también implicaban una fuerza de formación del Estado. Esta característica ambivalencia de las relaciones de violencia segmentarias en el entorno de la Staatsferne merece que la tengamos en consideración. Si hubiese sido de otro modo y no hubiera existido esta ambivalencia, en América Latina el Estado habría fracasado en el siglo xix. Al menos habría dejado de existir de forma temporal. Naturalmente, en tales circunstancias el Estado no se basaba en su idea, sino en el principio de supervivencia segmentario que estaba obligado a compartir si quería existir. De este modo, en la Staatsferne encontramos ambos: una mentalidad del Estado en que este era deseable, y un hábito de enemistad al Estado en que se lo rechazaba y combatía. Naturalmente, los enemigos del Estado del siglo xix no eran del tipo descrito por Pierre Clastres, puesto que los suyos nunca habían conocido un Estado.

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3 . 2 . Mi e do En la base de las relaciones de violencia segmentarias se hallaba el miedo recíproco de los actores de la violencia. Lo ilustraremos de nuevo mediante un ejemplo: el auge del caucho en el noroeste de la región amazónica a finales del siglo xix y principios del xx. En aquella época, los caucheros penetraban en las selvas del alto Amazonas y allí, al margen del Estado, imponían su propia ley no escrita (cf. Stanfield 1998). Aquí la Staatsferne coincidía de hecho con una ausencia total del Estado y la violencia, cuyo control debería estar, en principio, en manos de este, era ejercida por actores (empresas) privadas. Los caucheros atacaron y saquearon asentamientos indígenas, violaron a las mujeres y esclavizaron a los hombres y jóvenes. Los líderes de las comunidades indígenas denunciaron que los caucheros habían llevado una «mala violencia» a sus zonas de asentamiento, con lo que se referían a una violencia que no se atenía a los equilibrios tradicionales y simétricos del intercambio. Pero ¿a qué se debía esta violencia que no era buena? Michael Stanfield (1998) escribe que la difusión del miedo es lo primero que generó los actos de violencia: el miedo habría sido el principal acicate del acto de violencia, y no la codicia de riquezas, poder o mujeres. A la vista del impenetrable y sobrecogedor espacio natural, la reacción de los caucheros, su pensamiento y su ánimo acusaron una «falta de poder» (Stanfield 1998: 168), y apareció un profundo temor entre ellos. No pocos caucheros, de por sí hombres curtidos, vivían con miedo permanente a su entorno, a los animales salvajes y a las plantas venenosas, a poderosos espíritus y demonios que cometían excesos en medio de la maleza y por los senderos de la selva de los que solo se distinguían unos pasos. En medio de una naturaleza hostil e incontenible, la vida del ser humano estaba marcada por el miedo. Así, la violencia era una especie de antídoto para compensar la falta de poder y control propios y defenderse en un entorno percibido como enemigo. Un panorama similar al descrito por Michael Stanfield es el que traza Michael Taussig (1984), quien describe, a partir de un informe de investigación redactado en el año 1911 para el Parlamento británico, la formación de la violencia en las empresas caucheras del Putumayo, que eran de propiedad británica. Explica que allí se desarrolló una «cultura del terror» y que los gerentes (europeos) de las plantas

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estaban «obsesionados» por la muerte en su entorno; no veían más que amenazas de muerte por todas partes en forma de serpientes, jaguares y caníbales: «They saw the danger everywhere [...] thought surrounded by vipers, tigers and cannibals». El sentimiento de superioridad así como la creencia en la supremacía de la civilización sobre lo salvaje se perdieron. Esto los habría horrorizado y habría sembrado en ellos un miedo horrible, por el que habrían estado dispuestos a todo. El único modo que tenían de sobrevivir en el mundo terrorífico de la selva habría sido aterrorizar mediante la violencia (Taussig 1984: 492). En estas historias es el miedo lo que lleva a las personas a la violencia; pero el miedo —no entraré aquí en la diferencia que establece la psicología entre miedo y ansiedad— no se debía principalmente a otras personas, sino a un espacio natural abrumador, el cual se trasladaría a otras personas en forma de violencia. ¿Podemos transferir el papel del miedo del comportamiento en medio de la naturaleza a las relaciones sociales segmentarias en la violencia? Desde la perspectiva de la investigación de las emociones, Randall Collins (2011) ha estudiado el papel del miedo en las relaciones de violencia. Según Collins, la violencia está fuertemente impregnada de emociones que inhibirían su ejercicio. Por consiguiente, para ejercerla, las personas deberían controlar y modificar el sistema emocional según el cual actúan. Por eso Collins parte de la base de que, en general, serían los fuertes los que atacarían a los débiles, mientras que, en cambio, entre actores de fuerza equivalente pocas veces se produciría violencia. Las «interacciones violentas» llevarían al «miedo a la confrontación» y para superar este miedo la persona buscaría la «agresión a una víctima débil» (Collins 2011: 35, 203). Sin embargo, analizada en más detalle, esta argumentación no solo supone una tautología, lo que resulta irritante desde el punto de vista teórico, sino que, además, en referencia a las relaciones segmentarias de violencia, es dudosa porque estas relaciones de violencia se caracterizan por unos equilibrios aproximados de poder, no por desniveles parciales del mismo entre contrincantes desiguales. Respecto a las relaciones segmentarias de violencia, la tarea teórica consiste precisamente en describir unas relaciones en que no existe una clara superioridad de uno sobre el otro. También hay que plantearse si entonces, en los casos en que existe un marcado desnivel de poder, el que es superior a todos los demás

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está obligado a mostrar violencia y el inferior se atreve a responder. Es dudoso que así sea. En opinión del sociólogo Norbert Elias (1977), no por eso es la superioridad patente de una parte sobre la otra lo que da lugar a la violencia, como opina Collins, sino más bien la relativa disminución de la «diferencia de poder» entre distintos actores. Lo más probable no es que la violencia esté allá donde hay un «fuerte» y un «débil», sino allá donde los rivales se aproximan en su potencial de poder: «Las tensiones y conflictos abiertos entre grupos no son mayores y más frecuentes donde la desigualdad de los medios de presión de grupos interdependientes es muy elevada e inevitable, sino precisamente allí donde empieza a cambiar algo a favor de los grupos con menos poder» (Elias 1977: 130). Este punto de vista me parece más plausible que el planteado por Collins. Elias también concede al miedo un papel clave en la formación de las relaciones de violencia. Pues si se confrontan dos adversarios más o menos igual de fuertes que no son retenidos por un poder coercitivo superior, la consecuencia es un incesante «aumento del miedo a otras violencias» (Elias 1977: 145). Es esta sensación de inseguridad mutua que nace del miedo y que a su vez genera miedo lo que se halla en la base de las relaciones segmentarias de violencia. Desde el punto de vista de la etnología, Jürg Helbling expuso esta coyuntura como un dilema de seguridad y argumentó que los grupos que se hallan en un equilibrio de fuerzas inestable deben tratar de granjearse una «reputación de temidos». Cada parte intenta «atacar la primera para anticiparse a la violencia de la otra» (Helbling 2006: 499). Grupos vecinos hacen uso de la guerra porque las estrategias pacíficas de conducta en las relaciones de miedo mutuo serían «demasiado arriesgadas» (Helbling 2006: 498). Aquí vemos un miedo que no se origina de la visión de la naturaleza, sino de la relación entre personas. Este miedo es mutuo y constante, lo que lo diferencia de la explosiva e inusual grande peur de la Revolución francesa. En su permanencia constituye un principio estructural de las relaciones de violencia segmentarias. Naturalmente, el miedo puede llevar a reacciones totalmente diferentes: a la huida y la elusión, así como a un ataque desesperado que asume la posibilidad de la propia muerte. Las personas pueden lidiar con su miedo de formas muy distintas. Este es, por lo demás, el motivo más importante de que la violencia siga siendo imprevisible también en las relaciones de violencia segmentarias, a pesar de su patrón de reciprocidad y de las regulaciones de la violencia

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que se derivan de este, y que pueda terminar, dado el caso, en agudos estallidos de violencia. Las relaciones segmentarias de violencia no producen formas especiales de violencia, es decir, una «violencia misma» que no hubiese en ningún otro lugar. Pero generan relaciones de violencia particulares. En las relaciones segmentarias de violencia, la violencia está enmarcada por patrones de reciprocidad y a menudo su cultivo recibe más atención que la propia organización o ejecución de la violencia. A ello se debe la impresión de que la violencia es ubicua, sin olvidar que también los rumores de violencia que se extienden contribuyen a ello. Puesto que las relaciones segmentarias de violencia estaban dominadas por el miedo recíproco a una agresión del otro, los rumores tenían un papel importante en su organización. En este tipo de relaciones, la amenaza de la violencia es en muchos casos más importante que su ejecución real. Los rumores son narraciones del miedo y por eso son especialmente idóneos para dar noticia de una amenaza permanente sin por eso ser actualizada de forma continua. Esto es algo característico de las relaciones segmentarias de violencia y de la tensión nerviosa de la violencia que contienen. Por eso, en ellas se cultivan los rumores, y por el mismo motivo, sus actores otorgaban un valor similar al del rumor al uso de la violencia demostrativa, que al observador se le antoja, en ocasiones, teatral o ritual. Mediante aparatosas puestas en escena de la violencia se simboliza la propia fuerza y encubre la propia debilidad. Por eso la violencia, allá donde se ejerció con eficacia, tuvo que exhibirse de forma conveniente en nuestras historias. De este modo, la violencia se convirtió en un espectáculo que llamaba la atención y que tenía que demostrar su propia fuerza y superioridad, las cuales, no obstante, de hecho estaban continuamente amenazadas y solían ser frágiles. Es fácil que todos los efectos ceremoniales y actos rituales que se incorporaban a la violencia den la impresión de ser obra de actores de la violencia «tradicionales» en las relaciones segmentarias de violencia, pero sería desacertado pretender situar los segmentos de la violencia del siglo xix en el reino de la tradición o incluso del arcaísmo. Los espectáculos de violencia que se llevaban a cabo en forma de amenazas y rumores, en exhibiciones o mutilaciones, se habían originado más bien por necesidad. Mitigaban el miedo de quienes tenían el mando en la violencia y que debían ser conscientes de que también ellos podían

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ser agredidos. Y al mismo tiempo eran el espejo en que los segmentos de la violencia se miraban para reconocerse a sí mismos y a los demás como iguales. Pues el mundo de los segmentos de la violencia era un mundo inestable, porque habían perdido la naturalidad de su existencia que los segmentos etnográficos en otros mundos de vida más antiguos todavía tenían. 3 . 3 . G ue r r a La capacidad de sostener guerras, es decir, conflictos armados metódica y sistemáticamente en uniones extrafamiliares para hacerse con el control de regiones y poblaciones, era una característica de los segmentos de la violencia. Hasta el fin de la época colonial, las guerras en América Latina estuvieron marcadas, en gran parte, por los conflictos europeos. Se disputaron en la periferia de las zonas de asentamiento español, en concreto en la geoestratégica zona de paso del Caribe, primero en forma de ataques piratas y guerras contra los filibusteros; más tarde, con la primera guerra mundial que supuso la Guerra de los Siete Años. América y las Indias Occidentales fueron la «región terrestre» donde «el despotismo europeo encontró y todavía encuentra la chispa que hace prender algunas guerras», escribió el historiador y geógrafo alemán Johann Christoph Gatterer en el año 1789 (cf. Riekenberg 2010: 10). Todo esto cambió con el movimiento independentista. La guerra se desplazó hacia el interior de América Latina y de ese modo se modificaron sus características. Desde entonces, raras veces se produjeron guerras estatales y, además, si contemplamos el periodo desde 1810 hasta hoy, su cantidad y significación se redujeron todavía más. Solo pocas guerras estatales como la de la Triple Alianza alcanzaron grandes dimensiones en el siglo xix. Por eso, Marcos Cueva Perus (2006: 61) habla de la «guerra ausente» en América Latina. A ello contribuyó que después del movimiento independentista hubiese intentos de Estados europeos, aunque ocasionales y poco decididos, de intervenir de forma militar en América Latina. No obstante, en la mayoría de los casos no generaron ninguna amenaza real exterior para los nuevos Estados. La excepción fue México, que entre 1838 y 1840 estuvo en guerra contra Estados Unidos. A causa de estos conflictos con el vecino del norte, ajeno también desde un punto de vista cultural, la sensación

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de estar amenazado desde fuera era mayor en los círculos políticos de México que en los países de América del Sur, lo que, a su vez, ayuda a explicar por qué en México surgió un nacionalismo político antes que en otros países de América Latina. En lo que respecta a la temprana Edad Moderna europea, al estudiar la guerra, la historiografía se interesa especialmente por las capacidades organizativas estructurales y fiscales del Estado. Las ineludibles necesidades financieras para llevar a cabo la guerra llevaron a un aumento de la presión fiscal, a la consolidación de la burocracia y, como consecuencia, al fortalecimiento de la organización estatal de la violencia. De este modo, de la guerra nació el Estado moderno europeo. En cambio, en América Latina tuvo lugar a principios del siglo xix un procedimiento más bien contrario en el que la guerra se desvinculaba del Estado. En las relaciones segmentarias numerosos actores colectivos podían hacer la guerra y el Estado era solo un actor con capacidad bélica más entre otros. Por eso, John Chasteen (1995: 93) describe la guerra a principios del siglo xix como una «especie de mercado competitivo» en el que ejércitos y policías nacionales rivalizaban con otros actores violentos «en idénticas condiciones» (la cursiva es mía). Sin embargo, esto solo es otra forma de describir la existencia de las relaciones de violencia segmentarias. Por lo tanto, en la mayoría de los casos, en América Latina el Estado no consiguió utilizar la guerra para hacerse con los recursos de la violencia. Y por este motivo tampoco es útil querer considerar la guerra únicamente desde la perspectiva del Estado, pues se trata de un enfoque poco productivo para el caso de la guerra en el entorno de la Staatsferne, y puede incluso llevar a confusión. Por eso, en lugar de los impuestos o el número de movilizaciones y reclutamientos, esta reflexión debería partir de otro conjunto de datos para inferir el tema: la cantidad de víctimas mortales que se cobraron las guerras en América Latina en el siglo xix. Vale la pena plantearse qué conocimientos pueden extraerse sobre la naturaleza de las guerras que se llevaban a cabo entonces. Sin embargo, debemos tener en cuenta que no conocemos exactamente el número de personas que perdieron la vida en las guerras del siglo xix en América Latina y tampoco podremos averiguarlo. Esto se debe, entre otras causas, a que las fuentes sobre la guerra registran datos reunidos mayoritariamente por el Estado y sus archivos. Sin embargo, ¿para qué sirven estos registros si el Estado solo conocía de oídas la guerra de la

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que sus funcionarios debían dejar constancia y si quienes participaron en la guerra no dejaron ningún documento porque para ellos no significaba nada escribir al respecto? No obstante, si examinamos los datos numéricos conservados con la debida precaución se pone de manifiesto una situación distinta. Para evitar malentendidos, en América Latina, en el siglo xix, hubo, desde luego, guerras violentas, pero es poco probable que lo habitual fuesen guerras en las que muriese un gran número de personas. Hay numerosos indicios de que este no era el caso, sino que más bien predominaban guerras de escasas dimensiones. A diferencia de Europa o Norteamérica en la misma época, las guerras en América Latina no conocían las dimensiones de las tácticas bélicas industrializadas ni la inclinación nacionalista hacia las contiendas. En comparación con Europa, la guerra en América Latina parece haber sido más bien pobre en violencia, al menos según indica una serie de estudios, como el que se centró en la Honduras del siglo xix (cf. Earle 2000: 88). También Wil Fowler concluye, a partir de una investigación sobre las sublevaciones y guerras internas en México en el siglo xix, que el mayor número de víctimas entre la población o los contendientes se produjo en la menor parte de los casos («When fighting did take place, it was seldom sanguinary»). Muchas de las revueltas y guerras internas en México no se cobraron, según Fowler, una sola víctima mortal (en Earle 2000: 70). Y Alejandro Rabinovich (2013: 172) favorece para la región del Río de la Plata la imagen de killing zones de pequeño tamaño. No se habrían formado grandes killing zones, ni siquiera en la guerra abierta. Da la impresión de que en el siglo xix no todas las guerras, pero probablemente la mayor parte de ellas, eran bastante menos violentas de lo que supone la antigua investigación y partes de la bibliografía actual (en la que, a pesar de todo, se ve un peculiar deseo de escribir de forma cada vez más exagerada sobre la violencia y hacerla cada vez más monstruosa1). Aunque añadamos a la cuenta las cifras de población total, o mejor dicho, la escasa demografía en algunas partes de América 1. La expresión se queda corta para hablar de espacios de violencia, habría que referirse a «bloodlands» (Timothy D. Snyder); o desde hace poco se emplea en publicaciones el concepto de holocausto para la Guerra Civil española de 1936-1939; o para el terrorismo de Estado en Argentina de 1976 a 1983, de un tiempo a esta parte hay científicos que hablan de genocidio. Da la impresión de que distintas partes de la ciencia tratan de superarse unas a otras en sus descripciones de la violencia.

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Latina a principios o mediados del siglo xix, nada cambia en esta valoración. No fue la violencia misma lo que produjo gran cantidad de víctimas humanas en las guerras, sino las narraciones de esta, sin olvidar los rumores, de cuya significación ya tratamos en el capítulo anterior. Por eso, Miguel Centeno (2002) habla del predominio de la limited war para América Latina en el siglo xix. Este concepto quiere reflejar que las dimensiones de la violencia bélica eran reducidas, que las guerras eran de corta duración y que estaban limitadas localmente en su extensión espacial, que poblaciones comparativamente pequeñas participaban en la contienda o resultaban afectadas por esta y, finalmente, que la vida cotidiana de las personas se resintió poco por la guerra. La vida en la guerra habría continuado como hasta entonces: «Life goes on much as before» (Centeno 2002: 21). Si nos preguntamos por sus causas, lo primero que miramos son las condiciones materiales de la guerra. Malcolm Deas (1997) escribe que en Colombia, en el siglo xix, era difícil hacer guerras porque apenas había infraestructuras y las personas vivían dispersas por el territorio. Así, para los colombianos del siglo xix no habría resultado nada fácil matarse unos a otros en un número considerable: «It was not easy in the nineteenth century for Colombians to kill each other in large numbers» (Deas 1997: 393). Para la zona del Río de la Plata, Alejandro Rabinovich (2013: 172) argumenta de forma similar que para los soldados —muchos de los cuales preferían el cuchillo a causa del equipamiento armamentístico y la estrategia de combate— era difícil establecer una killing zone grande y densa en el combate. La consecuencia era que en la guerra se producían escasas víctimas en el combate directo. Si las condiciones materiales no eran favorables para una gran guerra, las relaciones segmentarias de violencia se ocupaban de evitarla, pues su lógica suponía que había que mantener la apariencia de la guerra, pero no su dimensión real. Los actores de la violencia segmentaria vivían en relaciones de violencia fugaces y pasajeras, y las guerras segmentarias no se caracterizaban por grandes batallas, sino por la combinación de amenazas, rumores y refriegas. Sobre todo, por lo general, el Estado, en el entorno de la Staatsferne, no era capaz de organizar una gran guerra, por lo que, como volante de inercia de la violencia, no consiguió desempeñar el papel que cumplió en Europa en el siglo xix. Visto así, la lógica proporcional de la guerra y la vida cotidiana civil también se presenta de un modo distinto a como Miguel Centeno la describe en su concepto de

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limited war: el día a día de las personas cambiaba poco en la guerra, no solo a causa de sus pequeñas dimensiones; de igual manera, la cotidianidad se acostumbró a la guerra e hizo que esta no dejara de ser pequeña, «cotidiana» y banal. Los juegos lingüísticos de la época no son de gran ayuda para comprender esta guerra. En aquel entonces, la lengua no contaba con ningún concepto para la guerra segmentaria. En la lengua de aquel tiempo, la guerra, de acuerdo con lo que quedó reflejado en los textos escritos, era grande, inequívoca y europea. Desde el principio del orden colonial, los oficiales y funcionarios enviados por España a América daban por sentada una clara idea conceptual de la guerra. En diccionarios impresos a principios del siglo xix, la guerra se definía como una «disputa entre gobernantes, países o estados» (Núñez de Taboada 1820: 703) y el Estado era considerado creador tanto de la guerra como de la paz. En la Península Ibérica, esta interpretación se había introducido tiempo atrás; ya en el siglo xvi, guerra, paz y Estado habían establecido una estrecha relación en la lengua política en Castilla y Aragón (cf. Fernández-Santamaria 1997: 69). Este concepto sobre el orden de la guerra en un mundo de Estados llegó a América en la época colonial de la mano de los soldados y funcionarios enviados desde España. Por eso, las guerras internas que se produjeron en el tiempo de la nación fueron consideradas como guerras en un Estado, es decir, como guerras civiles y como tales fueron descritas. Sin embargo, este concepto lleva a confusión, pues mientras que en las relaciones segmentarias de violencia hay presentes numerosos actores de la violencia que a menudo solo sirven a círculos locales de organización de la violencia, por el contrario, la guerra civil suele caracterizarse porque dos adversarios o grupos se enfrentan y mantienen un conflicto armado por el poder en un Estado, lo que muestra que tenían una concepción de un orden que incluía a toda la sociedad (en el siglo xix, por lo general, era la idea de un orden nacional). Las guerras civiles son mayoritariamente conflictos entre dos grupos dentro de una comunidad que, como define Charles Tilly (1993), pretenden hacerse con el poder en el Estado. A diferencia de la guerra civil, las guerras segmentarias en América Latina no (solo) se hacían por conseguir el poder en un Estado, sino que en igual medida servían para debilitar la influencia del Estado en órdenes locales y mantenerlo en situación de Staatsferne.

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Por eso, el Estado, solo en cuyo seno reconocemos la guerra civil, en el entorno de la Staatsferne ya no era capaz de decidir el carácter de la guerra de forma vinculante. No podía otorgar el carácter de guerra civil al acto de violencia colectivo que tenía lugar. Pocas cosas lo ilustran más claramente que el debate constitucional en Colombia en el año 1863. Allí, en el Parlamento, se debatió la propuesta de, en adelante, tratar las guerras internas del país —que aún se denominaban guerras civiles— como guerras interestatales para, de ese modo, poder brindar a los combatientes la protección del Derecho internacional (cf. Orozco Abad 1988: 234). Aquí, el Estado y su idea capitularon abiertamente ante la realidad de una guerra que no eran capaces de definir sin que de ello surgiera el deseo de darle un nuevo nombre. 3 . 4 . Top ogr a fí as Si abandonamos la guerra y examinamos las relaciones de violencia segmentarias desde el punto de vista societal, es de utilidad diferenciar dos espacios en América Latina, el altiplano y las tierras bajas. En el altiplano se concentraban desde tiempos prehispánicos tanto la población como los asentamientos urbanos, por lo que esta zona era en general, a excepción de la comunidad política de los mayas, el refugio de la estatalidad en América Latina. En cambio, en las tierras bajas se formaron las fronteras en las que el proceso colonizador europeo a menudo se desdibujó y tanto la estatalidad como la Staatsferne cambiaron de forma. En primer lugar analizaremos el altiplano y para ello retomaremos la investigación de David Nugent (1997) sobre la provincia de Chachapoyas, en el norte de Perú. En esta región dominaron, hasta bien entrado el siglo xx, poderosas alianzas familiares que no reconocían ningún señor por encima de ellas y que, por la misma razón, no habían recibido su poder y sus recursos del Estado. Estas familias controlaban la provincia y conseguían forzar el establecimiento de relaciones de violencia segmentaria en la rivalidad entre ellas y en su relación con el Estado; en caso necesario, amenazaban al gobierno de Lima con su secesión (cf. Nugent 1997: 178). En el entorno de la Staatsferne estas familias, que se enorgullecían de su antiguo linaje español, solían mirar al Estado con desprecio. Aun así, lo utilizaban y las propias familias

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se convirtieron en un Estado allí donde les fue posible. El Estado y su idea no tenían ninguna importancia para las alianzas familiares locales en su sometimiento de las poblaciones inferiores, rurales y dependientes en la jerarquía social y étnica del altiplano, tal como sugieren las teorías marxistas, que interpretan el Estado como instrumento del poder de una clase dominante en lucha contra otra oprimida. En aquella época, los segmentos de la violencia no dependían del Estado a la hora de controlar a las comunidades locales o entrar en guerra unos contra otros. En las relaciones de violencia segmentarias, el Estado era necesario, más bien, en relación con el rival, porque en el caso de que se hubiese ignorado al Estado y sus recursos dentro de la red de relaciones segmentarias con sus amenazas recíprocas, no se podía estar seguro de que una familia rival no lo habría aprovechado para sacar ventaja. Por eso era necesario apropiarse de los recursos del Estado y de sus símbolos y rituales. Si un grupo de poder local renunciaba a apoderarse de estos recursos y símbolos o, mejor dicho, a controlarlos, se arriesgaba demasiado a que sus vecinos y rivales ya lo hubiesen hecho y hubieran obtenido el consiguiente provecho. Sin embargo, a pesar de sus debilidades institucionales, el Estado ofrecía en el siglo xix recursos de no poca importancia en los conflictos locales y regionales en los que las distintas alianzas familiares estaban implicadas. Se trataba de cargos en el brazo jurídico y ejecutivo o en la recaudación de impuestos, sin olvidar los recursos de tipo simbólico. En el siglo xix se hicieron corrientes entre la opinión pública política de la nación nuevos conceptos, como el de ciudadano y el de soberanía popular y, a partir de entonces, quien quería gobernar tenía que ganar las elecciones para que su dominio estuviese legitimado. Este simbolismo y el nuevo lenguaje político de la época tampoco dejaron indiferentes a las familias poderosas del altiplano, pues, a partir de entonces solo se conseguía la habilitación para el ejercicio legal del poder in situ si se tenía el control de los rituales y símbolos políticos que el Estado había aportado en la era de la nación y de los que había que apoderarse. Por eso, las ansias de conseguir un cargo aumentaron en la medida en que el Estado nacional y sus juegos de lengua, símbolos y rituales políticos no solo se convertían en un proyecto de desarrollo político de grupos urbanos influyentes, sino, al mismo tiempo, en una trampa de legitimización de los grupos de poder rurales.

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En el clima de las relaciones de violencia segmentarias, el control de los recursos estatales se tomaba mediante la violencia física directa. Los cargos se tomaban por la fuerza, las elecciones se ganaban mediante la violencia y los rivales eran eliminados en un enfrentamiento directo. En provincias como Chachapoyas o Hualgayoc, situada también esta última en el altiplano peruano, las rivalidades de las alianzas familiares poderosas (clanes) se combatían en forma de guerra abierta. Cada grupo familiar importante o fracción política (ambos eran sinónimos entonces), en palabras del subprefecto de Hualgayoc en julio de 1912, tenía su propia «banda armada» (cf. Taylor 1987: 45). En jornadas electorales, estas bandas de guerra —en general se trataba de grupos de unas decenas de jinetes— ocupaban los municipios de la provincia y allí se aseguraban de que se emitieran los votos «adecuados» apoderándose con violencia de las mesas electorales para su partido o familia. Puesto que las alianzas familiares, una vez ganadas las elecciones y asumido el puesto de alcalde, juez o prefecto para el propio partido, convertían a estos grupos clientelares armados en fuerzas policiales, no tiene sentido buscar en estos hechos una diferenciación entre la violencia de los segmentos y la violencia del Estado. Esta no existía. En cualquier caso, la violencia era necesaria para controlar cargos y prebendas y debía ejercerse con dureza y de forma patente y ostensible para demostrar que quien hacía valer sus pretensiones de poder era capaz y estaba dispuesto a imponerse a otros y no dejarse arrebatar sus pretensiones de poder. La norma que se aplicaba era: «Cuanto más poderoso y peligroso se considerase a un hombre en público, más improbable era que él y su familia fuesen amenazados y más segura era su posición» (Nugent 1997: 30). La violencia estaba estrechamente unida a la imagen y el honor,2 era directa, corporal, tendente al combate y extremadamente visible (cf. Nugent 1997: 31). Para mantener el propio poder frente al rival era necesario demostrar que se podía atentar contra él y contra sus derechos en público y con violencia, sin recibir un castigo por ello (cf. Nugent 1997: 143). En la mayoría de los conflictos políticos y enfrentamientos de las bandas armadas se ocultaban viejas rencillas familiares. Por eso, la 2. Esto es similar a las relaciones descritas en la literatura sobre la mafia siciliana (cf. Blok 1985). Sin embargo, a diferencia de esta, los segmentos de la violencia en América Latina de los que tratamos aquí no eran «intermediarios de tipo violento» entre el Estado y la población rural dependiente (Blok 1985: 286).

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violencia no se detenía ni siquiera ante el honor de las más prestigiosas familias (cf. Taylor 1987). Al contrario: estas eran un objetivo preferente. Las mujeres de familias rivales eran raptadas y a veces eran no solo violadas sino también mutiladas. De ese modo, la imagen de una familia rival quedaba destrozada a la vista de todos porque la mutilación y su propio lenguaje simbólico mostraban que esa familia no era capaz siquiera de proteger a sus miembros más cercanos y vulnerables. Y, por tanto, ¿cuán incapaz no sería de proteger a su clientela rural? Si el Estado no ofrecía protección alguna, las personas le otorgaban una significación distinta que hacía que cambiase. Nada lo ilustra con más claridad que las innumerables demandas, presentadas como en un ritual, sobre el abuso de los recursos de violencia estatales que Lewis Taylor (1987) cita en su investigación. Taylor describe cómo las personas interponían quejas de que los clanes y bandas en las guerras recurrían a la violencia policial y la autoridad estatal, y así, perseguían y combatían a sus adversarios «con las armas del Estado». La fórmula «con las armas del Estado» se convirtió en una frase hecha cuando en los relatos de la época se hablaba de los combates de los segmentos de la violencia en el altiplano de Perú. Pero ¿cómo debemos leer este juego lingüístico? Seguramente no hay que interpretar estas quejas en el sentido de que observadores «neutrales» hubiesen requerido la intervención del Estado en las guerras segmentarias. Pues ¿qué clase de Estado tendría que haber sido para poder asumir este cometido en la Staatsferne, y qué observadores neutrales habría habido en el altiplano peruano? Las demandas deben leerse más bien como una confirmación de las propias relaciones de violencia segmentarias. Documentan que el Estado no estaba por encima de las rivalidades de las bandas armadas, sino que también estaba involucrado en estas, y que en la guerra de los segmentos no poseía la capacidad de controlar sus propios recursos de la violencia. Por consiguiente, en su acusación al Estado como un igual entre iguales los segmentos legitimaban su propia existencia. Como los milicianos rebeldes que solicitaban un escrito, aquí nos encontramos reiteradamente el mecanismo, aparentemente típico de las relaciones de violencia segmentarias, de apoderarse de signos, símbolos y recursos del Estado y, al mismo tiempo, dirigirlos contra este. De nuevo, el Estado es un igual entre iguales.

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Estas relaciones de violencia segmentarias estuvieron presentes en el altiplano de Perú hasta la década de 1930. En Colombia encontramos un caso similar, en que los conflictos entre ejército, bandas («pájaros»), encargados de la custodia de grandes propiedades y grupos de autodefensa campesinos en la década de 1930 se parecían a una «auténtica guerra» (Betancourt/García 1991: 31). Asimismo, también en algunas zonas de México, en el Estado posrevolucionario, en la década de 1930, hubo redes de poderosos clanes familiares y sus grupos de apoyo que eran capaces de organizar «bandas de hombres armados» para atacar a grupos vecinos como en la guerra, devastar e incendiar sus casas y pueblos y conquistar el «territorio enemigo» (Gillingham 2012: 92). En los años treinta, en Veracruz o en Guerrero combatían unidades del ejército, fuerzas policiales, la «guardia blanca», milicias (defensas rurales) y bandas armadas (pistoleros) en combinaciones variables. La ley estatal no era respetada, ni siquiera por el ejército o la policía, que, por el contrario, actuaban fuera del marco jurídico y mataban a sus adversarios a discreción y según su albedrío (cf. Gillingham 2012: 101). ¿Quién cometía esta violencia? En las reflexiones sociológicas, se identifica con el típico criminal la figura del hombre joven inquieto e inmaduro, que trata con sus semejantes en la comunidad. Llama la atención que este tipo de actor de la violencia en América Latina también apareció, por ejemplo, en los Männerbünde, grupos de hombres seminómadas que vivían entre los pastizales o en las ciudades mineras de México. Sin embargo, en las comunidades rurales prevalecía la organización de la violencia intergeneracional y centrada en la familia. Su base social era la casa, no el campamento militar o la taberna. No obstante, esto no es nada sorprendente teniendo en cuenta las relaciones de violencia segmentarias en las que, debido al predominio de las pautas de violencia recíprocas, los combatientes solitarios habrían tenido pocas posibilidades de sobrevivir. Especialmente el precepto de venganza, que ayudó a estructurar el toma y daca de la violencia, solo resultaba convincente, como se ha escrito en la sociología de la violencia (cf. Gould 1999: 375), si el individuo formaba parte de un grupo estable y fiable al que se sentía perteneciente y al que defendía en caso de necesidad. En otro caso, la venganza y el rechazo de un futuro peligro inherente a la venganza no habrían podido funcionar.

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Por eso no sorprende que el actor de la violencia promedio en las zonas rurales de América Latina en el siglo xix fuese mayor de lo que describe la sociología para las llamadas subculturas de la violencia, donde este suele ser un adolescente. Para el caso de México, Eric van Young (2002: 45) describe, para principios del siglo xix, que el «típico» rebelde no era un muchacho o un hombre joven, sino que tenía una media de treinta años: era adulto, casado, padre de familia y sedentario. Algo similar se reportó sobre los grupos bélicos no-estatales en la zona andina. Ariel de la Fuente (2000: 275) realizó una investigación sobre los que actuaron en la provincia argentina de La Rioja a mediados del siglo xix, de la que se desprendía que entre sus miembros se contaba una mayoría de hombres con empleo fijo, de entre veintiuno y treinta años y casados, y que fuera de la guerra llevaban una «vida ordenada». Así pues, en el altiplano, donde vivían poblaciones sedentarias, los segmentos no formaron agrupaciones de jóvenes dispuestos a ejercer la violencia, sino que representaban una forma de organización de la misma basada en el hogar. Por cuanto en esta organización de la violencia dominaba una mentalidad de «cercanía a casa», la movilidad de estos actores de la violencia era más bien poca. En actores de la violencia móviles no se producía dispersión o se producía solo de forma moderada, como ocurría en el pandillaje. Los actores de la violencia estaban relativamente poco dispuestos a iniciar nuevos espacios abiertos de violencia (cf. Van Young 1993: 261). Por el mismo motivo, la dispersión y fragmentación de la violencia que se practicaba en las relaciones de violencia segmentarias no eran absolutas sino limitadas. También esto contribuyó a mantener la estatalidad en condiciones segmentarias. Como respaldo a la organización de la violencia, el hogar garantizaba la sensación de amparo y seguridad y, de ese modo, poseía un fuerte valor simbólico. En este orden, el hogar se oponía a otros lugares que inspiraban poca confianza y se consideraban ajenos y amenazadores, lo cual se aplicaba tanto a la «calle» como al campamento (los barracones) del ejército. Este último, que con frecuencia se componía de reclutas forzados y exprisioneros, conformaba un «espacio social sospechoso» en relación con el hogar (Beattie 1996: 441). Los campamentos militares eran considerados en el mundo de los hombres como el equivalente a los burdeles en el mundo de las mujeres (cf. Beattie

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1996: 442). A diferencia del miliciano, que tenía una vida sedentaria junto a su familia, el soldado no gozaba de gran consideración social. A menudo era despreciado porque la gente consideraba el ejército una institución vil (cf. Beattie 1996: 443). Naturalmente, no por eso el mundo del hogar se libraba de la violencia. Hacia el exterior, su violencia se dirigía contra extraños; en los pueblos podía resultar en masacres de migrantes, como la ocurrida en el año 1912 en Naranja, México, que los ancianos aún narrarían décadas después con una «fina sonrisa en los labios» (Friedrich 1970: 51). También el odio hacia el Estado podía ser inmenso y manifestarse mediante ataques a funcionarios o sacerdotes. No pocas veces la violencia del hogar se descargaba en el marco de fiestas y celebraciones religiosas (cf. Castro 2002). Cuando esto sucedía, la violencia se unía con el entretenimiento, como era también el caso del toreo. En su puesta en escena, presentaba diversos paralelismos con la ejecución pública de una persona (cf. Hardouin-Fugier 2010: 37) que abarcaban desde el aislamiento y la preparación del condenado (el toro) hasta su ejecución (la corrida) y el golpe de gracia (clavando el estoque en la cerviz del animal). Así, la lidia pasó a imitar en su simbolismo el espectáculo público de torturas y castigos de personas tal como era escenificado por el Estado europeo de principios de la Edad Moderna y en el que las personas solían participar con entusiasmo. El toreo en América Latina tuvo gran aceptación no solo en las ciudades con población española, sino también en comunidades indígenas: cuando, en el año 1756, en Tlayacapan, México, tanto el cura como el alcalde prohibieron una corrida de toros porque se iba a celebrar en una festividad religiosa, se produjeron disturbios entre la población, que prendió fuego a la casa del cura y a la del funcionario y expulsó a ambos del pueblo (cf. Rangel 1924: 142). En general, la violencia del hogar albergaba un saber de la violencia que también resultaba de utilidad en otros contextos, como la política. Dejemos el altiplano y observemos las zonas fronterizas de las tierras bajas. Las zonas fronterizas no deben confundirse con fronteras en el sentido de una línea como la que se traza entre dos Estados. En la historiografía anglosajona se denomina frontier, y se define más bien como una zona de transición sin una extensión exactamente delimitada que se halla entre una comunidad de organización estatal y el espacio vital de poblaciones de organización extraestatal, habitualmente de tipo indígena. Desde una perspectiva ecológica, se trataba

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de zonas en las que coincidían comunidades o culturas que poseían conceptos divergentes respecto al uso de los recursos naturales (cf. Dean 1995). En general, se establecían frontiers en aquellas zonas donde disminuían los procesos de colonización o, al contrario, tomaban una fuerza nueva. En América Latina en la época colonial y en el siglo xix encontramos típicas frontiers, en tanto que zonas abiertas de colonización, en el norte de México, en los Llanos (Venezuela) y en la región del Río de la Plata. La situación es distinta en cuanto a las frontiers en zonas selváticas como el Amazonas, donde el espacio natural impuso desde el principio un límite al afán colonizador de españoles y portugueses. En la literatura historiográfica, las frontiers se consideraban lugares abiertos para la violencia porque no existían instituciones represoras y, además, las personas no habrían podido sobrevivir en estos lugares si no estaban dispuestas a ejercerla. De acuerdo con la formulación de Ana María Alonso (1995: 237), refiriéndose a las tierras áridas del norte de México, allí la organización de la violencia tenía un papel clave en la reproducción del orden social y político. Respecto a los Llanos de Colombia, Jane Rausch (1984: 230) escribe que todas las relaciones culturales de la población se establecían mediante la violencia. Y John Chasteen (1995: 74) habla, en referencia a los pastizales de la zona del Río de la Plata, de que allí la violencia era una «condición endémica» de la vida. Acerquémonos más a una de las frontiers clásicas, la del Río de la Plata, una zona a la que la administración colonial se refería de forma despectiva. En la época de la Ilustración se convirtió, a ojos de grupos literarios y funcionarios estatales, en refugio de la barbarie, como se decía entonces. Al territorializar la barbarie, la frontier se convirtió en una tierra de oportunidades construida de forma simbólica, pero no en el sentido de una utopía política, como era el caso en Norteamérica —donde en la historiografía, la frontier fue calificada por Frederick Jackson Turner (quien en el año 1893 dio una conocida conferencia sobre el tema ante la Asociación de Historia norteamericana) como fuente del individualismo—, ni en el sentido de los esfuerzos políticos democráticos, sino en el de la destrucción de los mundos de vida locales que se mostraban poco complacientes frente a las ideas de Estado, Ilustración y civilización. La frontier se consideraba el espacio vital de la «gente perdida», como se denominaba en el lenguaje de la administración.

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Esto fue favorecido por la escasa densidad de población. Tulio Halperin Donghi (1996: 19) habla de que, a principios del siglo xix, en el Río de la Plata y debido a la poca densidad demográfica no existía una «sociedad», sino apenas su «esbozo». Por eso, funcionarios y oficiales españoles y, más tarde, en la época republicana, los círculos políticos liberales o jacobinos de la ciudad de Buenos Aires, se veían liberados en sus proyectos políticos de la obligación de tomar en consideración una «sociedad» que no existía verdaderamente como tal. Más bien fantaseaban con una reorganización violenta del territorio, refundían la frontier como «desierto» en sus juegos de lengua y con su concepto de orden y civilización y amenazaban la existencia de las poblaciones que allí vivían. De hecho, como veremos después, la expansión militar realizada por el Estado argentino en la región pampeana a finales del siglo xix se denominó Conquista (o Campaña) del Desierto. Estas fantasías de violencia se formularon abiertamente por primera vez en tiempos de la reforma política borbónica, cuando el Estado se esforzó en establecer una nueva ordenación espacial en la frontier. Este empeño formaba parte de un propósito general de establecer un nuevo orden político de los territorios y del trazado de fronteras como se impuso en la historia europea desde el siglo xvii. Además, la mentalidad ilustrada impuso esta pretensión aún más, en parte porque aumentó el deseo de cultivar el conocimiento. Así, a finales del siglo xviii, en la zona del Río de la Plata, volvieron a llevarse a cabo diferentes exploraciones científicas casi siempre relacionadas con objetivos militares. De ese modo, el Estado como idea, la ciencia y el deseo de apoderarse del espacio quedaron engranados (cf. Nouzeilles 1999). Este proyecto político de una nueva ordenación espacial en la frontier culminó en el concepto de exterminación, que suponía una interpretación de la frontier según categorizaciones étnicas. En el año 1777, le fue encomendado al oficial español Pedro de Cevallos el gobierno del virreinato del Río de la Plata, que había sido fundado un año antes en la ciudad de Buenos Aires. Después de su exitoso combate contra los portugueses (brasileños) en la orilla norte del Río de la Plata, en el año 1778 propuso al cabildo de Buenos Aires «esterminar a estos yndios enemigos bárbaros» en la frontier en lo sucesivo (cf. Biedma 1924: 127). Cabe destacar el empleo del concepto de exterminio. Desde las ordenanzas de Felipe II del año 1573, en la guerra en Hispanoamérica había predominado, por parte del Estado, el concepto de, como se decía, la «pacificación de

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los yndios» beligerantes (cf. Altamira y Crevea 1987: 228). A pesar de que esta palabra era un eufemismo, el modelo de pacificación representaba un concepto, en principio, defensivo de la guerra. En la época de la reforma política borbónica, se estableció en cambio el plan de llevar a cabo un exterminio de la población indígena dirigido por el Estado, planificado de forma sistemática y llevado a cabo por la fuerza militar. Este fue el caso, por cierto, no solo en las zonas de frontera de América del Sur, sino también, casi al mismo tiempo, en las del norte de México (cf. Riekenberg 1996: 68). En este sentido, el concepto de exterminio no solo representaba una fórmula retórica a la que no debemos atribuir ninguna otra significación, como se lee en la literatura (cf. Weber 2005: 326), sino que era un juego de lengua que apuntaba a reordenar el mundo de vida en la frontier. El virrey Cevallos hablaba de yndios a los que había que exterminar pensando en los cacicazgos de los pastizales de la pampa, aunque, de hecho, los miembros que los formaban no solo eran indígenas. Originariamente, los cacicazgos surgieron de las migraciones: desde principios del siglo xvii, habían llegado grupos indígenas del sur de Chile a través de los Andes, atraídos por la riqueza ganadera de la pampa. En la frontier se mezclaron personas de distintas procedencias: milicianos desertores, esclavos africanos huidos o emigrantes del éxodo urbano de Buenos Aires hartos del orden estatal se incorporaron a las filas de los cacicazgos. Según calculaban oficiales británicos, a principios del siglo xix más de la mitad de los integrantes de los cacicazgos tenían su origen en la población no indígena. Esto produjo numerosos sincretismos: españoles (criollos) y mestizos se comportaban como los indígenas y aprendían sus costumbres, mientras que los indígenas, al contrario, se adaptaban a la cultura y el orden «blancos» en su lenguaje, en el nombre que tomaban o que daban a sus hijos, en su vestimenta y en su forma de entender la política (cf. Quijada 2011: 211). Como resultado, surgieron bandas bélicas «multiétnicas» (León Solís 1990: 41) que se denominaban cacicazgos. Al derrumbarse el orden colonial y como consecuencia de la extensión de las guerras internas que comenzó en el movimiento independentista, los cacicazgos consiguieron consolidar su poder de forma considerable a la vez que aumentaba su grado de institucionalización. Los caciques empleaban como escribanos a españoles o mestizos, a los que, en ocasiones, tomaban como prisioneros en combate únicamente para poseer el don

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de la escritura a través de ellos y, con su uso, ponerse al mismo nivel que el Estado colonial. En la frontier se construyeron «formaciones jerárquicas y político-militares» (Jones 1995: 110), es decir, estructuras estatales o similares a las estatales, que no tenían un origen europeo. También esto formaba parte de la Staatsferne y dio un fuerte impulso a la formación de relaciones de violencia segmentarias en la región. En la frontier se forjó una estrecha unión entre la economía y la violencia. El robo y el contrabando de ganado estaban muy extendidos en el Río de la Plata, a los que se añadieron posteriormente el secuestro de personas y la extorsión con el rescate que se pedía por ellas. En otras frontiers, como la del norte de México, se extendieron, además, los cazadores de recompensas profesionales (cf. Orozco 1992: 60) y, en ocasiones, la trata de esclavos. En la Guerra de Castas de Yucatán, que se extendió durante toda la segunda mitad del siglo xix, comerciantes ingleses que se habían establecido en la Honduras Británica cultivaron un próspero negocio basado en el tráfico de armas con los mayas alzados, los cruzoob. Por otra parte, los cruzoob que eran hechos prisioneros en la guerra fueron vendidos por las autoridades mexicanas desde 1849, como esclavos en las plantaciones de caña de azúcar de Cuba (cf. Rodríguez Pinto 1990). El secuestro de personas, en particular de mujeres, constituía entre los indígenas una de las pautas de conducta tradicionales en la guerra. Las estructuras polígamas de sus comunidades hacían posible la inserción de las mujeres raptadas en las propias agrupaciones familiares o de clanes; además, el secuestro y la posesión de mujeres conferían a un guerrero un estatus más elevado. Un oficial proveniente de Irlanda que luchó en las guerras internas en Chile y el Río de la Plata reportó que no se podía impedir la práctica del secuestro de mujeres y niños en la frontier. Semejante medida habría ido en contra de las costumbres bélicas de los cacicazgos y habría herido el orgullo de sus guerreros (cf. Goldman/ Salvatore 1998: 300). Sin embargo, en adelante, en el Río de la Plata, se entremezclaron cada vez más los motivos comerciales en la tradicional práctica del secuestro de personas: los prisioneros empezaron a ser usados para intercambiarlos por alcohol, armas, dinero o caballos. De ese modo, el secuestro se comercializó y se convirtió en un componente fijo de la economía regional. Por eso Raúl Mandrini (1986) considera los conflictos bélicos en la frontier del Río de la Plata y en el sur de Chile como parte de un sistema empresarial. En diciembre de 1790, el consejo

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de Buenos Aires alertaba en un comunicado oficial de que el rapto y la extorsión en la frontier amenazaban con convertirse en un «sector comercial regular» (cf. Socolow 1992: 82). Si bien en las distintas partes de la frontier del Río de la Plata había diferentes grados de seguridad personal (cf. Salvatore 2003: 104), al final de la época colonial y al principio del siglo xix, por lo visto, se formaron relaciones que podemos llamar, recurriendo a un concepto acuñado por el etnólogo Georg Elwert (1997), mercado de la violencia. Los mercados de la violencia forman «un campo de acción determinado por unos objetivos lucrativos, en el que aparecen tanto el robo y el intercambio de mercancías como formas intermedias y combinadas como la extorsión, el bandolerismo, el chantaje económico, etcétera» (Elwert 1997: 88). El mercado de la violencia constituía un componente importante aunque no indispensable, como se revela en otros territorios distintos de la frontier, de las relaciones de violencia segmentarias. Comprendía instituciones propias como los llamados parlamentos, que consistían en encuentros de varios días de indios, funcionarios y oficiales, así como de comerciantes o misioneros. Negociaciones políticas, acuerdos comerciales, juegos a caballo y el consumo de alcohol daban a estos parlamentos un tono especial. Se intercambiaban regalos a modo de transacciones y se daba a los hijos de los caciques patente de oficial de la milicia española para, de este modo, reforzar las alianzas políticas con cacicazgos amigos. Al igual que todos los órdenes sociales y culturales en el entorno de la Staatsferne, también el mercado de la violencia era un sincretismo o, como lo denomina Mónica Quijada (2011: 212), un «contexto cultural mestizo» independiente. En los parlamentos de la frontier también se tomaban decisiones respecto a la guerra y la paz. Por eso el gobierno en Buenos Aires concedió licencias a terratenientes en esas zonas para que negociaran acuerdos de paz con los caciques (cf. Jones 1995: 111), una práctica que perduró hasta el año 1835. Solo a partir de entonces el propio Estado pasó a asumir la responsabilidad de declarar la guerra y firmar tratados de paz en la frontier. La concesión del derecho a decidir sobre la guerra y la paz a actores que no desempeñaban un cargo estatal muestra en qué medida el Estado se sometía en la frontier a la realidad de la Staatsferne y a la existencia de las relaciones de violencia segmentaria.

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Durante largo tiempo, mientras fue lo suficientemente lucrativo como para mantener a sus miembros, el mercado de la violencia resistió el intento del Estado de invalidar, mediante el concepto de exterminación, el poder de las redes originadas en la frontier. El concepto de exterminación llevó a la etnización de las enemistades en la frontier. Sin embargo, en el mercado de la violencia se paralizó este concepto porque en él las relaciones no conocían ni favorecían ningún motivo étnico de la violencia. Pero esto no impidió que los contrarios se enfrentasen en la guerra con rabia y odio. Las actas de los cabildos de estas zonas fronterizas del Río de la Plata que hablan de las pequeñas guerras llamadas malocas lo documentan con gran claridad (cf. Riekenberg 1996). Sin embargo, las diferencias étnicas no eran la causa de la violencia, como lo preveía el concepto de exterminación, porque en el mercado de la violencia la etnicidad no poseía ningún significado estructurador de las relaciones de violencia. Solo el Estado intentó introducir la etnicidad como motivo de violencia en el mundo de vida local. En resumen, la extendida imagen en la bibliografía de la frontier como espacio abierto a la violencia es simplificada. Este espacio estaba «abierto» para la violencia solo en la medida en que no hubiese un monopolio de la violencia estatal. Pero la violencia en la frontier tenía sus propias reglas y órdenes, y probablemente tampoco era particularmente intensa. En la frontier se intercambiaba «protección por protección» (Quijada 2011: 208). De ese modo, había un conocimiento de la violencia al margen del Estado que contenía tanto acuerdos como tabúes de la violencia, como correspondía a la lógica de reciprocidad en las relaciones de violencia segmentarias y que resultaba ajena al Estado en su idea. Los oficiales enviados desde España o los que venían de las guerras napoleónicas primero tuvieron que tratar de adquirir este conocimiento paulatinamente si querían consolidarse en la organización de la violencia local y tener influencia en la guerra. También en las guerras en la frontier, como sucede en todas las guerras, se llegó a lo que llamamos embrutecimiento. Los episodios de violencia de este tipo, al menos los que nos han llegado de forma fidedigna, son significativos porque nos ayudan a comprender la violencia en la lengua de la época y en sus signos. John Chasteen (1995: 76) escribe que los gauchos temían que les cortaran el cuello con un cuchillo en combate porque ser matado como una cabeza de ganado se consideraba una forma especialmente infame de perder el honor. También los gauchos, al final de

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las operaciones militares, les arrancaban el corazón o tomaban la piel de sus enemigos muertos para hacerse tabaqueras (cf. Salvatore 2003: 257). Queda patente que los actores de la violencia trataban a sus enemigos del mismo modo en que estaban habituados a tratar el ganado que sacrificaban en su trabajo cotidiano. Para nosotros resulta desconcertante. Nuestra perplejidad se debe a que dos áreas que consideramos separadas, la naturaleza (el ganado) y la cultura (la guerra), aquí aparentemente se mezclan o, mejor dicho, se unen, pero, debemos suponer que en el comportamiento de los gauchos se ocultaba otra cosmología en la que la distinción que conocemos entre personas y no personas se trazaba de forma distinta o, al menos, se diferenciaba con menor intensidad de lo que, hoy y aquí, resulta habitual (cf. Descola 2011). Parece que los gauchos establecieran en la violencia una suerte de continuum entre naturaleza y cultura. Pero ¿era esta violencia, por tratar el cuerpo de una persona como el de un animal, particularmente cruel o despreciable? ¿Era un embrutecimiento producto de la habituación a la violencia que, como dice la historiografía, en la frontier era mayor que en otros lugares? Puede que fuese así, pero tal vez sucedía más bien lo contrario. Desde la perspectiva de la etnografía, Philippe Descola (2011: 376) interpreta la apropiación de partes del cuerpo del enemigo como un acto metafísico que se realizaría en la creencia de que «solo se puede crear un propio yo asimilando de forma concreta personas y cuerpos ajenos». Sin embargo, este acto no es un «confuso enaltecimiento de la violencia» (Descola 2011: 466), sino más bien una parte de la construcción de la propia identidad. Tal vez en el comportamiento de los gauchos había algo parecido. Las frontiers eran espacios de sincretismo. En este sentido, debemos reconocer otras cosmologías si queremos comprender cómo las personas veían la violencia y se la mostraban a otros. A su vez, estas cosmologías se entretejían con las relaciones de violencia segmentarias. En algunas teorías de la violencia, como ya he mencionado, está muy extendida la opinión de que la deshumanización y la bestialización del otro es una condición previa indispensable para poder matarlo sin tener mala conciencia. Por el contrario, en las relaciones de violencia segmentarias no encontramos este mecanismo, pues en ellas se presupone más bien que el enemigo es un igual. Sin embargo, solo porque consideraban al otro como un igual los actores

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de la violencia también podían querer adueñarse de los cuerpos de sus enemigos muertos para así, como escribe Philippe Descola, poder crear un propio yo. Naturalmente, las condiciones de las fuentes no nos permiten saber a qué se debía: ¿era la cosmología lo que movía a las personas, o eran las relaciones de violencia segmentarias en las que vivían y luchaban lo que las incitaba a igualarse con el enemigo, incluso una vez muerto?

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4. Violencia liminar

En la época de las relaciones de violencia segmentarias, cada región de América Latina poseía un período que los observadores percibían como especialmente turbulento. En la región del Río de la Plata fue el año 1820 el que pasó a la historia como el «año de la anarquía». El alcalde de barrio y antiguo tesorero del Real Cuerpo de Artillería Juan Manuel Beruti redactó minuciosamente un diario sobre los acontecimientos de su tiempo; en él reflejó lo que entonces veía y oía en Buenos Aires en una frase: el pueblo estaba cansado de las continuas guerras. Escribió que había innumerables grupos y partidos que se combatían mutuamente, y que el gobierno se mostraba impotente. No había seguridad, aseguraba, no solo en el interior del país, sino que incluso en la ciudad de Buenos Aires las milicias tampoco defendían el «orden, el respeto ni la disciplina». Tanto oficiales como soldados «hacían lo que querían», escribe, se emborrachaban e iban por las calles saqueando lo que encontraban. Las mujeres cuyos maridos estaban en la guerra preferían pernoctar en las iglesias de la ciudad, porque en sus casas, solas, se sentían inseguras ante la amenaza de ser violadas (cf. Beruti 2001: 308, 315). Aquí la iglesia funcionaba, pues, como espacio de protección ante la violencia desatada.1

1. En México, milicianos desertores huían a la iglesia para hacerse con un asilo sagrado. En cambio, parece ser que este comportamiento no se dio en la zona del Río de la Plata, donde la Iglesia no tenía el peso institucional del que gozaba en México. Agradezco esta indicación a Agustina Carrizo de Reimann.

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Lo que Beruti dejó registrado en su diario era una rutinización de la violencia. Pero, ¿por eso se habituaban las personas también a ella? En la sociología de la violencia se dice que los seres humanos se familiarizan con una violencia que llega para quedarse e impregna por completo la vida cotidiana, de modo que se embrutecen y actúan como autómatas en un clima de violencia permanente. Se trata de la imagen de una violencia que en ciertos momentos y en ciertos lugares se extendió en tal medida que lo paralizó todo y obligó a las personas a habituarse a ella hasta la insensibilidad. En esta imagen está presente la violencia, de tal modo que nadie consigue escapar a ella; domina todos los sentidos y comportamientos e impregna la vida cotidiana. Sin embargo, en la descripción de Beruti no da la impresión de que la violencia hubiera dejado de ser algo espantoso solo por ser permanente durante un largo período de tiempo. Para las mujeres que vivían con miedo a sufrir una violación tanto la amenaza de la violencia como el acto de violencia en sí seguían siendo horribles, ya se sintieran obligadas a buscar amparo en una iglesia pocas veces o muchas. No por eso la violencia se volvía cotidiana. Solo que en su presencia las personas terminaban exhaustas porque la violencia rebasaba la línea del agotamiento. Beruti describió una violencia que amenazaba con abandonar un orden, lo que seguramente ya había sucedido con frecuencia en las guerras internas de la época y la violencia inherente a estas. En la ciencia predomina el empeño de considerar la violencia desde la perspectiva de un orden, incluida la destrucción de este. Esta búsqueda de un orden se origina en que la sociología debe hablar de órdenes; en caso contrario, no tiene nada que decir. Para evitar malentendidos, aclararé que no pretendo desacreditar, en ningún caso, esta búsqueda del orden en la violencia. Sería absurdo, pues al fin y al cabo este libro no es más que un intento de formar un orden, es decir: una estructura. Además, el afán de encontrar un orden respecto a la violencia está siempre justificado ya que la sociología, al igual que la historiografía, tradicionalmente tiende a ver la violencia desde el punto de vista del estado para clasificar cualquier «otra» violencia como salvaje, anómala o caótica. Por eso, la búsqueda, estimulada por la antropología cultural, de órdenes (ocultos) en o de la violencia constituye una esperada corrección de estas perspectivas unilaterales en las que no deberíamos recaer. Sin embargo, se plantea la pregunta de si en ello no se pasa por alto o no se llega a ver que la violencia no solo se manifiesta en órdenes o, mejor

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dicho, en sus representaciones culturales, puesto que una característica de la violencia es que en ella las personas abandonan los órdenes (cf. Riekenberg 2014). Esto es lo que me planteo tratar en este capítulo, para lo cual examinaremos el milenarismo. Pero comencemos echando un vistazo a la teoría y preguntándonos cómo se consideran en esta las transgresiones del orden en la violencia. Uno de los pocos teóricos que se ha dedicado a este tema es el francés Georges Bataille (cf. Riekenberg 2014). En sus reflexiones, Bataille se dejó conducir por la etnografía de su época: «Les faits et les théories de l’ethnologie ont toujours exercé sur Georges Bataille une sorte de fascination», escribió Alfred Metraux (1963: 677), etnólogo y amigo de Bataille. Bataille se interesaba especialmente por la cultura del México precolombino que, sin embargo, si creemos a Alfred Metraux, solo conocía través de una fuente, el Códice Florentino. Bataille estuvo fuertemente influenciado por la obra de Marcel Mauss y su concepto del intercambio de dones. En su Ensayo sobre el don Mauss (1990) analizó el intercambio de regalos en comunidades indígenas de América del Norte. Puso de relieve el carácter derrochador del potlatch en contraste con el principio utilitario de lo administrativo en las sociedades occidentales. Para Bataille, que leyó el Ensayo en el año 1925, el intercambio de dones representaba un derroche, lo que aplicó de forma análoga a la interpretación de la violencia. También definió la violencia como un «gasto incondicional» (Bataille 1985: 12) del ser humano. De ese modo, la violencia toma un carácter completamente distinto al que tiene en las teorías que se fijan en ponderaciones de coste-beneficio, o en teorías que entienden la violencia como un recurso de la comunicación, o en las que definen la violencia como la actitud de «perdedores» que quieren compensar su propia impotencia en la violencia. Bataille situaba la violencia fuera de todas aquellas teorías que le adscriben un carácter instrumental. Para él, la violencia no tenía más meta que la violencia misma. Puesto que los seres humanos se muestran en ella, existe para que se encuentren a sí mismos. No quiero dejar de mencionar aquí, pese a que excede el objeto de este libro en sentido estricto, que salta a la vista que Bataille diseñó su teoría de la violencia en un período en el que, en Alemania, el sociólogo Norbert Elias estaba trabajando en su teoría de la civilización. Las diferencias entre ambos enfoques son sorprendentes. ¿A qué se debía?

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Bataille se apoyaba en la tradición de la sociología francesa, que se interesaba por la etnografía. Aparte de la crítica a la civilización occidental, un motivo común en la escuela de Durkheim, esto se relacionaba con el hecho de que Francia aparecía desde el siglo xvi como una nación colonizadora en el mundo no europeo. Por eso, la importancia de la etnografía en las humanidades era mayor en el país galo que en Alemania. En Alemania, desde Karl Marx la sociología se interesaba más por los procesos históricos de larga duración en la historia europea que por la etnografía. Si comparamos el planteamiento de Georges Bataille con el de Norbert Elias, la concepción de la violencia resultante era completamente distinta. Elias suponía que la pasión de los seres humanos y con ella la violencia misma fue aplacada en el transcurso de la civilización para posibilitar la vida social. Para Bataille, por el contrario, la pasión no era una carga de la civilización progresiva que se considera apaciguadora, sino un refugio de la creatividad humana en la que las personas se encuentran. La historia científica apenas da indicios para explicar tal diferencia. Pero quizás no deberíamos buscar sus causas en la historia, sino en las tradiciones literarias, puesto que en la literatura —en Francia al igual que en Inglaterra— había una «mayor familiaridad» con la narración de la violencia que en Alemania. Como ejemplo, los historiadores de la literatura (cf. Nieraad 1994: 114) citan sobre todo la obra del marqués de Sade, que también ejerció una gran influencia en Bataille. Desde esta perspectiva de la historia de la literatura el concepto de violencia de Bataille se debería a que procede de una tradición literaria específica y no de la historia científica. Bataille era un teórico de la escalada de la violencia que se interesaba en por qué la violencia siempre sobrepasa los límites de los órdenes. En la literatura se hallan distintas respuestas a esta pregunta. La teoría política remite al fracaso del control de la violencia por parte del Estado o, al revés, a la obsesión de ordenar de un Estado jardinero que en sí produciría una violencia inmensurable. La psicología habla de frustración y agresión o de trastornos patológicos. La etnografía nos muestra expresiones teatralizadas de la violencia en las cuales se le hace ver temporalmente al ser humano los horrores de un mundo anárquico para así reconciliarlo con la existencia del poder (cf. Balandier 1986). Finalmente, la antropología cultural menciona la fantasía y la capacidad imaginativa del ser humano para inventar nuevas formas de violencia.

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Bataille también responsabilizaba a la imaginación humana de la escalada de la violencia. Pero no encontró su verdadera causa en la fantasía, sino en el sufrimiento. Según Bataille, la razón que rige la organización social organiza un mundo alienado en el cual los seres humanos son ajenos entre ellos. Pero, al contrario que Karl Marx, quien atribuía las relaciones de reificación (Verdinglichung) en que viven los seres humanos al carácter de la economía capitalista, Bataille veía las causas de la alienación (Entfremdung) que se extiende entre los seres humanos en su mortalidad. La consciencia de su muerte hace que el ser humano se sienta solo. Esta discontinuidad que le separa del mundo y de los demás solo puede superarse en el éxtasis en el que el ser humano alcanza por poco tiempo un estado de satisfacción. En la violencia, al igual que en el éxtasis, los seres humanos consiguen olvidar, por un instante, como escribió Bataille, su «desamparo total» en el mundo (Bataille 1980: 45). No es extraño que esa opinión, que se puede interpretar como un alegato a favor de la violencia, deparara a Bataille en los años treinta el reproche de ser un pensador fascista. En cualquier caso, la teoría de Bataille es una provocación para todos aquellos que no quieren creer que los seres humanos aplican la violencia para verse reflejados en ella y que no hay otro motivo para ejercerla. El etnólogo Victor W. Turner se ha dedicado con más intensidad (1989; 1998) al proceso de transición. Turner se remite a observaciones etnográficas según las cuales numerosos ritos se basan en una secuencia compuesta de una fase de separación, una fase liminar y una fase de agregación. Le interesa sobre todo la intermedia, la fase liminar, en la que las llamadas entidades liminares se separan de las leyes y convenciones. La «red de clasificaciones que normalmente fijan los estados y posiciones en un espacio cultural», escribe Turner (1998: 251), ya no sería válida en estas situaciones liminares. En su lugar, los actores formaban de manera provisional una «comunidad de iguales» marcada por una «intensa camaradería e igualitarismo» (Turner 1998: 252). En esta communitas los actores estarían acompañados por una «experiencia de una fuerza sin precedentes» y por un «desbordamiento del exceso» (Turner 1998: 260). Por eso en la communitas los seres humanos «sobrepasan», por un momento limitado, las normas y las relaciones estructuradas. Aquí se encuentra el principal punto de contacto de mayor importancia con la sociología de la violencia: según Turner, la violencia que sobrepasa límites puede aparecer en el ritual mismo, o

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bien en el acto de violencia colectivo los seres humanos pueden formar una comunidad de actores violentos que abandona un orden durante un breve periodo de tiempo. Si buscamos ejemplos de esto fuera del ritual mismo, Turner (1998: 257) remite al milenarismo, que considera una de las «manifestaciones más notables de la communitas». Según Turner (1998: 258), los movimientos milenarios nacen en las fases de la historia «en que los principales grupos o categorías sociales de sociedades estables pasan de un estado cultural a otro». En este sentido son, como lo liminar, «fenómenos de transición». Sin embargo, para la historia de América Latina, el modelo de crisis de Turner no resulta del todo convincente, puesto que allí aparecieron movimientos milenarios una y otra vez entre principios del siglo xvii y finales del siglo xix y en ocasiones hasta más tarde. En algunas regiones como Brasil se produjeron incluso con más frecuencia. Aun así, esta continuidad del milenarismo durante un largo periodo de tiempo indica que sus causas no deben buscarse tanto en situaciones de crisis como, más bien, en tensiones relativamente constantes de tipo tanto social como cultural. En América Latina, los movimientos milenarios se fundamentaban en mundos de la vida sincréticos y de religiones populares, como ya hemos tratado varias veces a lo largo de este libro. En el milenarismo se mezclaban creencias cristianas con imaginarios religiosos cíclicos según los cuales el mundo se renovaría por periodos, o con otras cosmologías o vestigios de religiones precolombinas. Los conceptos cíclicos favorecieron el milenarismo mediante las profecías e imaginarios apocalípticos que contenían. Al «mundo mental» (Rugeley 2009: 15) del milenarismo pertenecían, además de las creencias cristianas y católicas, los relatos sobre lugares prohibidos, sobre deidades que traían la lluvia, sobre personas que podían ver la muerte, o la fe en santos milagrosos y espíritus del bosque. Costumbre, mitología y religiosidad se unían en el sincretismo y aportaban certidumbre al pensamiento de los seres humanos. Es esta certidumbre lo que explica por qué los seres humanos practicaban con frecuencia en los movimientos milenaristas una violencia especialmente despiadada contra ellos mismos y a menudo combatían convencidos de ser invulnerables y de estar a salvo de las balas del enemigo. Así pues, el elemento guerrero de la autodestrucción no era ajeno a estos movimientos. Por eso, en la revuelta quechua que estalló en Azángaro (Perú), en el año 1916, bajo el mando de un

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oficial del ejército, el mestizo Teodomiro Gutiérrez, y cuyo objetivo era la restauración del imperio incaico, se habrían registrado tendencias suicidas (cf. Blanchard 1982). El comportamiento de los movimientos milenaristas ante la religión cristiana y la Iglesia católica no fue homogéneo en absoluto. En la Guerra de Castas de Yucatán, a mediados del siglo xix, por ejemplo, entre los mayas y los mestizos que combatían al Estado se perfiló la fundación de una «religión anticolonial» propia (Careaga Viliesid 1998: 150), y en la rebelión chamula de 1869-1870 en Chiapas (México) fueron asesinados los sacerdotes (cf. Köhler 1999). En cambio, en la rebelión de los tzoltiles y tzeltales del año 1712, también en Chiapas, parece que se trataba de la «defensa de una concepción maya del catolicismo» (Gosner 1998: 61). Allí los españoles fueron combatidos como judíos, demonios y diablos (cf. Gosner 1998: 63), lo que muestra que la población indígena se había adueñado de la lengua de los católicos y sabía cómo emplearla para conseguir sus objetivos. Los movimientos milenaristas aparecen como momentos de gran violencia que rehuyen los principios de orden segmentarios de la violencia. En un resumen comparativo de estos movimientos en América Latina, Nicholas A. Robins (2005) también llega a la conclusión de que las mayores cotas de violencia se produjeron cada vez que coincidían milenarismo y genocidio en un entorno étnico, puesto que había surgido un «milenarismo indígena exterminador» (Robins 2005: 2) en el que también tomaron parte otros grupos distintos de los indígenas. No pocos de estos movimientos fueron liderados por personas mestizas o de raíces africanas, pues a menudo era necesario un impulso externo para que se formara una corriente milenarista. De modo similar al descrito en el planteamiento de Turner, según Robins (2005: 68), en América Latina surgieron movimientos milenaristas genocidas en momentos «complejos de estrés» en los que ciertas poblaciones, particularmente las de clases inferiores o indígenas, veían amenazada su supervivencia cultural o física y, al mismo tiempo, apareció un líder carismático que prometía instaurar un nuevo orden que la comunidad llevaba mucho tiempo esperando, fundamentado en las costumbres nativas. Como ejemplo de los componentes genocidas del milenarismo, Robins (2005) apunta la revuelta de los indios pueblo en 1680 en la frontier del norte de México, en la que grupos indígenas intentaron

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lograr la aniquilación de la religión cristiana y la cultura hispana. Se destrozaron iglesias y altares, se arrancó la cabellera a figuras de Cristo, y sacerdotes y clérigos regulares misioneros fueron asesinados. La violencia tenía un elevado contenido simbólico: a veces, los cadáveres de los religiosos se disponían sobre el suelo en forma de cruz, otras veces se ponían corderos sobre sus cuerpos (cf. Robins 2005: 68) de modo que se recreaban mitos bíblicos de sacrificios que, a su vez, se esgrimían como amenaza contra los españoles y su religión. La violencia organizada y ejercida en los movimientos milenaristas era, así pues, muy demostrativa. Probablemente tenía que ver con el hecho de que estos movimientos poseían fuertes contenidos culturales (en el sentido estricto del significado de la palabra cultura) y por eso los actores de la violencia se afanaban en exponer y manifestar suficientemente las bases culturales de la violencia. Esto concernía en primer lugar al simbolismo religioso, que así era disputado. Y, puesto que el Estado también era percibido como un poder simbólico desde el punto de vista de sus enemigos o en el entorno de la Staatsferne, sugería asimismo combatir a este y al orden que representaba especialmente en este terreno. Estaba destinado, así, a destruir, si no al Estado mismo, sí a su poder simbólico. Esto puede explicar también por qué los contemporáneos que escribieron sobre el milenarismo prestaron especial atención al contenido simbólico de estos movimientos, dado que los juzgaban especialmente amenazadores para su propio orden cultural y para los conceptos inherentes de identidad, pertenencia y autoridad. Analicemos con mayor profundidad un movimiento milenarista, el que estalló en noviembre del año 1761 en Cisteil, en la península mexicana de Yucatán. En el atestado de los interrogatorios de los rebeldes apresados así como en las declaraciones de participantes y testigos de los sucesos se brindan relatos muy detallados al respecto (cf. Patch 2002). Aun así, hay que tener en cuenta que las narraciones e informes de lo sucedido que nos han llegado fueron redactados por españoles y bajo la impresión de la violencia, por lo que su valor como fuente es cuestionable. El líder de la revuelta fue Jacinto Uc, que tenía raíces indígenas y procedía de la ciudad yucateca de Campeche. Se le conocía con el nombre de Jacinto Canek, sobrenombre que él mismo adoptó en honor a Can-Ek, el último rey del pueblo maya de los itzáes, que vivían en el Petén, en la actual Guatemala, y que no fueron sometidos

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por los españoles hasta el año 1697. En la localidad de Cisteil se celebró en noviembre de 1761 una fiesta religiosa y en la celebración se fue articulando una sublevación en la que Jacinto Canek se proclamó rey de los mayas. Según otros textos, había estado recorriendo Yucatán como predicador ambulante antes de que llegara a Cisteil «viniendo del este». Robert Patch justifica las leyendas que estos sucesos originaron en que Jacinto Canek se encontró con la coyuntura adecuada. En la época de la rebelión, la disposición de los mayas de Yucatán de seguir a quien decía ir a salvarles del yugo español parecía ser grande. A ello contribuyó que Canek supo utilizar los recuerdos de la época prehispánica que habían quedado contenidos en creencias populares sincréticas y tradiciones orales, entre ellas la creencia oculta y legendaria de los mayas en un rey dios que habría regresado a su tierra procedente del este y habría tomado posesión de su legítimo poder en la península del Yucatán (cf. Patch 2002: 145). Esta atmósfera puede explicar los elementos mágicos que parece contener el movimiento y que son habituales en el milenarismo. Por lo visto, Canek aseguró que podía volar y, además, dijo a todos —lo cual es más plausible porque este patrón se presenta repetidamente en estos movimientos— que quienes le siguieran serían invulnerables ante las armas de los españoles siempre que se atuvieran a ciertos rituales durante el combate. Con respecto a la autoridad de la escritura extendida entre las poblaciones analfabetas, de la que ya hemos hablado, también cabe mencionar que, por lo visto, Canek consiguió dar la impresión de que podía llenar «un papel vacío» mediante «magia con letras» (Moßbrucker 1992: 23), lo que habría impresionado profundamente a quienes le escuchaban. Canek se declaró en Cisteil legítimo rey de los mayas, cuya llegada desde el este había anunciado la profecía. Según algunas fuentes, prometió la abolición de los tributos y exigió la matanza de todos los españoles, sobre todo los sacerdotes, así como la matanza de todos los cerdos, puesto que las almas de los españoles seguirían viviendo en estos animales (cf. Patch 2002: 137). A los españoles muertos se les sacaban los ojos, que Canek empleaba en ceremonias religiosas que llevaba a cabo en la iglesia del pueblo. Del mismo modo, se cuenta que le cortó un brazo a un comandante español caído justo al comienzo de los enfrentamientos y luego se colgó a la espalda el miembro amputado y que lo llevó consigo a modo de rabo durante varios días (cf. Patch 2002: 151).

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Patch ve en este episodio elementos del chamanismo. Sin embargo, desde el punto de vista de la teoría de Turner, el comportamiento y los juegos de lengua de Canek también pueden tener otra explicación. Pues, al igual que las historias de que era capaz de volar o de escribir a través de la magia, la actitud de Canek tenía ciertos tintes de burla. Sin embargo, lo bufonesco, lo extraño e incluso lo deforme, según Turner, representan en conjunto una expresión de lo liminar. Figuras ambiguas como el bufón, el profeta u otras «figuras marginales» representan los «valores morales de la communitas en oposición al poder opresivo de los gobernantes políticos superiores» (Turner 1998: 256). En la persona de Jacinto Canek se combinaron ambas: tanto la figura del profeta como la del bufón, y los actos sagrados que llevaba a cabo suponían apenas el reverso de la violencia liminar misma que apuntaba contra el Estado y el orden vigente, así como contra la cultura marcada por el catolicismo. En su libro sobre el genocidio y el milenarismo, Robins llama la atención sobre una dimensión de la violencia que no es compatible con los órdenes segmentarios. Sin embargo, la imagen que traza Robins requiere una diferenciación, pues no todos los movimientos milenaristas eran violentos, sino que también existió un milenarismo pacífico. Un caso especialmente destacado era la comunidad de Canudos, situada en el sertão del noroeste de Brasil, que, de acuerdo con los criterios de Turner, realmente puede considerarse un típico movimiento milenarista. Surgió a principios de la década de 1890 en una fase de transición crítica —la abolición de la esclavitud en Brasil en el año 1888; la derogación de la monarquía en 1891— y presenta todos los rasgos y características de la communitas citados por Turner (1998: 257), es decir: homogeneidad social y falta de posesiones de sus miembros; nivelación de su estatus; identidad sagrada y, finalmente, total obediencia de los miembros ante el profeta. Pero en el caso de Canudos, la violencia no surgió del milenarismo sino del Estado, que pretendía instaurar uniformidad y sincronía y para conseguirlo no dudó en masacrar a la población que habitaba Canudos (cf. Levine 1992). Así pues, en el milenarismo había grandes diferencias con respecto a la organización y las dimensiones de la violencia. Eric van Young (1989: 98) trató de hacer un recuento sistemático de estas diferencias respecto al caso de México. Concluyó que en la frontier del norte, donde el Estado colonial pretendía instaurar su dominio en territorios

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áridos y escasamente poblados, las esperanzas milenaristas eran «más radicales» que en el altiplano central. El milenarismo se habría mantenido con moderación allá donde más se habían mezclado los indígenas con otras poblaciones y donde se habían formado los mayores sincretismos culturales, lo que se manifestaría en que en las zonas fronterizas el milenarismo tomó como emblema figuras indígenas, mientras que en el altiplano, durante la época colonial, se siguió considerando al rey español como figura salvadora. Todavía a principios del movimiento de independencia circulaba por los pueblos de la altiplanicie mexicana un relato según el cual el rey español Fernando VII —quien en aquel momento, tras la invasión napoleónica de España en el año 1808, cumplía arresto domiciliario en el sur de Francia— se hallaba en México. Se contaba que el monarca recorría el país en un carruaje negro y, ocultando su rostro tras una máscara plateada, llamaba a los mexicanos a sublevarse y a expulsar o matar a todos los españoles (cf. Van Young 1989: 79). Si fuese correcta la argumentación de Van Young de que el milenarismo en las frontiers era capaz de ejercer una violencia extrema y genocida, mientras que en las tierras del interior, de dominio colonial, era más moderado, supondría una adición importante al planteamiento de Turner. Este se basa en el factor temporal: según Turner, lo liminar constituye un breve periodo de transición en el que la violencia quebranta todo orden. En cambio, la diferenciación de Van Young tiene en cuenta un concepto espacial. En consecuencia, lo liminar se liberaría especialmente en los espacios de transición entre distintos órdenes políticos, culturas y sistemas ecológicos. Pero es conveniente dudar que realmente fuese así, porque el radicalismo de un movimiento milenarista, como ocurre en toda rebelión o revolución, también dependía de las interacciones que se desarrollaban entre el rebelde y la autoridad estatal o eclesiástica. Dependiendo de estas se producía una escalada o bien se detenía la violencia. Así, sigue siendo dudoso que el intento de Van Young de relacionar el radicalismo de un movimiento milenarista con su presencia en núcleos o en zonas fronterizas sea correcto. En esta confrontación más bien parece ocultarse la vieja diferenciación entre centro y periferia que hasta hoy viene filtrándose como una certeza subliminal en la narración de la historia de América Latina.

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5 . 1 . Pol í t i ca Hasta ahora nos hemos ocupado de la estructura de las relaciones de violencia segmentarias en el entorno de la Staatsferne; en lo sucesivo, nos centraremos en su disolución. Para ello dirigimos la mirada hacia la era de la modernidad y su repercusión en las relaciones de violencia. Sin embargo, en este libro no nos interesan tanto los parámetros empleados habitualmente para tal era, es decir, la demografía, la urbanización o la industrialización, como las operaciones formales en las que se concibe la violencia. Al mismo tiempo, «era de la modernidad» (en alemán: Moderne) es un concepto curioso, ya que, al fin y al cabo, se aplica a épocas de lo más diversas, incluso para la Edad Media en China. Y puesto que implica distintas valoraciones, en la terminología científica es difícilmente aplicable a regiones o culturas no europeas. Sin embargo, llegado a este punto, retomo este concepto porque en los estudios de ciencias sociales sigue estando muy extendido. En el caso que nos ocupa, servirá únicamente para delimitar un margen temporal; en este libro no se le quiere dar ninguna otra función ni significado. Para ello, utilizaré la periodización propuesta por Charles Maier (2000), según la cual, en las dos últimas décadas del siglo xix, comenzó una era de la modernidad que se extendió con todas sus irregularidades y fricciones internas hasta la década de 1960, cuando

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finalmente se extinguió. Esta periodización también se puede aplicar a América Latina. Naturalmente hay que tener en cuenta que la curva temporal de la era de la modernidad que abarcó más de ocho décadas, en América Latina no se desarrolló del mismo modo que en Europa y tuvo momentos clave distintos, en particular en lo que se refiere a su vértice. En el caso de la historia europea corresponde al año 1914 y la Primera Guerra Mundial, que se considera una profunda cesura en Europa. En cambio, en América Latina el punto de inflexión no se dio hasta la década de 1930, cuando las consecuencias de la crisis económica mundial condujeron a la formación de regímenes autoritarios, por lo que la Staatsferne de la que tratan amplias partes de este libro fue desapareciendo paulatinamente. La Primera Guerra Mundial, que en América Latina solo se conocía por relatos e imágenes, supuso para muchas personas allí una revelación. Fue interpretada como un signo de que un orden antiguo y heredado había quedado inservible y de que ya era hora de renovar y revitalizar tanto la política como la cultura. De ese modo, también en América Latina contribuyó a explotar nuevos recursos simbólicos de la violencia y a posibilitar el acceso de nuevos actores, como un cuerpo de mando joven así como grupos de intelectuales, a la organización e interpretación de la violencia colectiva. En este sentido, desde luego que se encuentran analogías al comparar América Latina con Europa. Sin embargo, en general, la influencia que la guerra tuvo en América Latina no es comparable con la que ejerció en Europa, porque en América Latina las personas no sufrieron ningún conflicto bélico. A pesar de que Cuba y Haití, al igual que varios Estados de América Central y Brasil, entraron en la guerra al lado de la Entente en los años 1917 y 1918, en América Latina la guerra no supuso una matanza masiva de soldados que habría afectado prácticamente a todas las familias y, después de la guerra, tampoco dejó en las calles de sus ciudades una gran cantidad de mutilados en el cuerpo y en el alma, como fue el caso en Europa. Por eso, nada apunta a que en América Latina la guerra supusiese un trastorno para amplias franjas de la población de forma similar a lo que significó en Europa (cf. Sondhaus 2011). De ese modo, el principal significado de la Primera Guerra Mundial para las relaciones de violencia en América Latina se encuentra en su ausencia. Probablemente no puede otorgarse a esta circunstancia un valor suficientemente alto ya que, por consiguiente, allí no se dio lo

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que ocurrió en la «catástrofe primigenia» (George F. Kennan) europea de la guerra y que puede describirse como el trazo profundo y duradero marcado por la guerra tanto en los individuos como en comunidades enteras. Así pues, a partir de la experiencia bélica surgió en Europa una mentalidad en la que las personas empezaron a concebir un nuevo orden político que estaban dispuestas a instaurar con violencia. Para ello planificaron el exterminio de poblaciones enteras con una «voluntad de imposición impregnada de violencia» (Reichardt 2004: 144) y, finalmente, lo llevaron a cabo. Esta mentalidad, en la que se mezclaban utopía, voluntad de orden y propósito genocida, y que se puede leer, en gran parte, como consecuencia mental de la Primera Guerra Mundial, seguramente también se puede encontrar en América Latina. Pero allí no alcanzó, ni en la era de la modernidad ni durante los regímenes del terrorismo de Estado al final de esta, la fuerza y la intensidad que tuvo en la historia europea del siglo xx. De ese modo, junto con la historia de las relaciones de violencia segmentarias, la ausencia de la Gran Guerra de 1914 a 1918 minimizó, relativamente, las dimensiones de la violencia colectiva en la era de la modernidad en América Latina. La era de la modernidad generó nuevas imágenes teleológicas en la narración de la violencia, en las que los segmentos de la violencia no participaron, pues no conocían ninguna modernidad hacia la que mereciera «desarrollarse». La violencia segmentaria no se produjo esperando la llegada de nuevos tiempos que hubiese valido la pena crear. Por el contrario, es la ciencia la que ha aportado variadas ideas de desarrollo a la reflexión sobre la violencia. De ese modo, consiguió producir, con toda eficacia, la impresión de que la violencia se desarrollaría o podría desarrollarse; sobre todo contribuyeron a ello las teorías histórico-sociológicas de que el curso de la violencia ocupa largos periodos de tiempo. Pero también los historiadores que se las arreglan sin grandes teorías han tratado de describir procesos, en vista de las variaciones de la violencia, aunque fuese «solo» respecto a una franja temporal intermedia más abarcable. Sin embargo, salta a la vista que tales conceptos teóricos, llamémoslos modelos evolutivos de la violencia a nivel medio, no suelen referirse a América Latina tan a menudo como a la historia europea, lo que puede deberse a dos motivos. Con frecuencia, los modelos científicos de evolución de la violencia defienden los

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debilitamientos, y más raramente incrementos, de la violencia que se habrían producido en el transcurso del tiempo. No obstante, estos debilitamientos no pueden representarse tan fácilmente para América Latina en el caso del presente al que hacen referencia estos modelos de evolución. Ante todo, deben tenerse en cuenta las historias coloniales de América Latina y la dificultad que supone para la historiografía y en concreto para la sociología histórica unir una situación colonial con otra postcolonial y obviar la fractura entre el Estado y el orden político que hay entre ambas en un panorama de evolución más amplio y continuo. Por eso, en la investigación historiográfica sobre América Latina están más extendidas las comparaciones que la formulación de teorías para conceptualizar los procesos de violencia. Este procedimiento no es tan ambicioso como establecer teorías histórico-sociológicas. Recientemente Jeremy Adelman (2010) presentó un esquema de desarrollo de la violencia sencillo e interrelacionado con una contraposición de conceptos para la historia de América Latina en el que diferenciaba entre moral y política. Según Adelman, en la época colonial (habla explícitamente del siglo xviii) la violencia colectiva que se daba en América Latina habría servido para «la defensa de una economía moral»; a partir de 1810 se habría transferido a un lenguaje republicano y se habría «politizado». En esta politización, argumenta Adelman, la curva de la violencia habría descrito una subida vertiginosa; la violencia se habría convertido en una «operación de limpieza». Masas militarizadas, que se consideraban a sí mismas legitimadas para ejercer la violencia, asumieron las funciones del Estado en la organización de la violencia y, como resultado, se habría producido una violencia extrema de actores difusos de la guerra (Adelman 2010: 410, 412). Evidentemente, Adelman se refiere a lo que en el presente libro se denomina relaciones segmentarias, dentro de las cuales él se interesa por la violencia que se habría separado de estas relaciones porque era «política» (es decir, porque su fin y objetivo era el Estado). Así pues, ¿fue la política la palanca que llevó a la violencia a la era de la modernidad y disolvió las relaciones segmentarias? Observemos con más detenimiento la imagen trazada por Adelman. Las economías morales tenían, de hecho, una gran significación para la organización de las relaciones de violencia en el orden colonial de América Latina, al igual que para el establecimiento de relaciones de violencia

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segmentarias. El secreto de la estabilidad del Estado colonial español, que en el entorno de la Staatsferne no contaba con instituciones sólidas ni con asociaciones militares fuertes y coercitivas, se debía a que supo concertar un tráfico político con la comunidad o, mejor dicho, con sus portavoces y representantes y de este modo integró a las poblaciones rurales y étnicas en el orden político de forma endeble, aunque segura, durante largo tiempo. En eso consistía básicamente el «pacto de reciprocidad» (Serulnikov 2003: 139) que era necesario para la organización y consolidación del poder estatal y que funcionó con gran efectividad durante más de tres siglos. Este pacto de reciprocidad no solo estabilizó el orden colonial, sino que siguió influyendo en el Estado nacional independiente en el siglo xix, aunque disfrazado a partir de entonces por el nuevo lenguaje político de la época y los rituales políticos que trajo consigo. Sin embargo, en el orden republicano, el Estado solo consiguió demostrar su legitimidad frente a los pueblos del altiplano mexicano durante largos periodos del siglo xix y consolidarse como autoridad «reconstruyendo viejas solidaridades» (Guardino 1996: 184) derivadas de la época colonial. De este modo, se granjeó complicidades entre las familias poderosas y los caciques de los pueblos. Lo mismo se puede afirmar de Perú o del altiplano de América Central. Así se establecieron en la nación, como ya se habían producido antes en el orden colonial, relaciones recíprocas entre el Estado y las comunidades que dejaron su huella en el saber de la gente. En América Latina, en cualquier caso, a diferencia de Europa, si lo comparamos con el estalinismo en la Unión Soviética en la época de entreguerras (cf. Baberowski 2012), siguió siendo impensable querer aniquilar al pueblo con sus economías morales para abrir paso a las fantasías de orden del Estado. Sin embargo, si este tráfico de poder no funcionaba o si las economías morales de poblaciones locales o étnicas resultaban profundamente vulneradas por demandas exteriores, se producían enfrentamientos y también actos de violencia evidentes. John Tutino (1986), en una sinopsis sobre la protesta rural en México entre 1750 y 1940, llega a la conclusión de que las amenazas o vulneraciones de la propia autonomía, seguridad y movilidad (en el sentido de la oportunidad de emigrar por motivos laborales) provocaban la resistencia de las poblaciones rurales y étnicas. Es un hecho constatado que las comunidades y, en concreto, sus portavoces, la mayoría de las veces intentaron validar sus peticiones

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y quejas primero por la vía judicial y ante los juzgados. Por lo general, los pueblos solo dirigían su violencia contra el Estado cuando la vía jurídica no daba resultado y tenían la impresión de que el Estado y los jueces o funcionarios competentes les eran hostiles. Por eso, la vía jurídica y el acto violento solo representaban dos caras de la misma medalla. Puesto que el Derecho estatal ya había sido reconocido, estas relaciones de violencia no eran de tipo segmentario. La mayoría de estas revueltas representaban sublevaciones locales con objetivos concretos, cuyo detonante era, en la práctica totalidad de los casos, la prevaricación por parte de funcionarios subalternos, las cargas fiscales y tributarias o disputas por la utilización de las tierras. En este sentido, estas revueltas, que se extendieron en las postrimerías de la época colonial y en el siglo xix, correspondían a lo que Charles Tilly (1979) describió en una tipología de formas de violencia colectiva como «violencia reaccionaria», es decir, como una violencia que formaba parte de la política municipal y que habría sido alimentada mediante solidaridades «tradicionales», concretamente las economías morales, pero que no tenía como objetivo un cambio político. El historiador peruano Alberto Flores Galindo (1994: 160) describió este alzamiento, de forma algo despectiva, como violencia «estéril», ya que no perseguía ningún objetivo más amplio. Se constatan, sin embargo, diferencias regionales. De acuerdo con la literatura, el tipo de revuelta limitada se produjo sobre todo en México (cf. Van Young 1989; 1993), mientras que en la región andina habría derivado ligeramente hacia la «política» (cf. Serulnikov 2005: 273). Como motivo de ello se citan las extendidas reminiscencias en la región andina de la historia imperial de los incas, que permanecían en los lugares de la memoria de las poblaciones locales, además de la constitución política de comunidades andinas en el Estado colonial y las redes de comunicación horizontal que se establecieron en la región andina mediante la minería, los mercados y las rutas comerciales. Todo ello, según Serulnikov (2005), llevó a finales del siglo xviii a una politización de las poblaciones indígenas y a una extensión de las revueltas locales. El ejemplo más significativo de la ampliación de los conflictos locales hasta la «gran» política fue la Gran Rebelión de 1780 y 1781 en la región andina (cf. Cahill 2002; Garrett 2004; Serulnikov 2005). Sin embargo, esto no da pie a suponer, como hace Jeremy Adelman (2010), que el ejercicio de la violencia sobre la base de las economías

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morales fuese de tipo prepolítico. En los movimientos milenaristas, en cualquier caso, no lo era, como vimos en el capítulo anterior. Es más acertado afirmar que las economías morales albergaban una concepción propia de la política que no coincidía con la del Estado. Aun así, no por eso la violencia se politizó en el siglo xix simplemente como la sustitución de una violencia vieja por una nueva o incluso como el establecimiento de formas de violencia cada vez más excesivas. Adelman (2010) opina que la politización de la violencia se evidenciaba en que en el ejercicio de la misma a principios del siglo xix (se refiere a las luchas por la independencia en Venezuela) con frecuencia se practicaban mutilaciones al enemigo. Pero eso no es demostrable empíricamente basándose en las fuentes. Y, además, lleva al error de querer buscar variaciones de la violencia en la violencia «misma»; ya hablamos sobre esto al principio del libro. La violencia que se produjo en las guerras de independencia no era nada especial o singular. Lo que cambió en el temprano siglo xix fueron los símbolos en los que se integraba la violencia y mediante los cuales las personas se mostraban la violencia a sí mismas y a otras y la proveían de significado, y no la forma en que la violencia se llevaba a cabo. En este sentido, la politización de la violencia supuso una lucha por los significados de la violencia. Significó la imposición de otra jerarquía de juegos de lengua, universos de símbolos y rituales que estaban relacionados con la violencia y de los que los distintos actores de la misma no consiguieron escapar. Nada más. Pero, ¿por qué logró imponerse esta politización de la violencia a lo largo del siglo xix? El detonante fueron las guerras internas, mediante las cuales las nuevas definiciones «políticas» de la violencia se hicieron vinculantes, porque, desde entonces, en la guerra interna, toda violencia se consideró política y, además, porque la guerra interna arrebató a los distintos actores de la violencia la posibilidad de escapar de la política. «Estoy combencido de q. no hay enemigo pequeño en la campaña», escribió el intendente de la hermandad de Los Ranchos, que tenía funciones policiales, en agosto de 1820 (cf. Carrizo de Reimann 2013: 34). En la guerra interna ya no había enemigos «pequeños», pues toda violencia ejercida en ella era una acción bien amistosa o bien hostil, y como tal, era política. Toda violencia formaba parte de «propósitos» y «experimentos para la constitución de comunidades políticas» (Sabato 2009: 195), que eran tan controvertidos como imprecisos. En esta

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violencia no había ninguna otra posibilidad y ya no hubo violencia que pudiera escapar a esta interpretación y existir en sectores que no fueran políticos. De este modo, la guerra generó política, y la violencia se hizo política a pesar de que la violencia no se modificó y siguió produciéndose como antes. En la concatenación de política y violencia y la producción de los significados políticos de la violencia, tuvo un papel importante la transferencia de conocimiento entre Europa y América Latina que se llevó a cabo desde finales del siglo xviii mediante las migraciones, el intercambio de lecturas, la institución de nuevos foros de diálogo (cafés, tertulias) y la formación de sociedades patrióticas o de logias masónicas. Pues en el pensamiento europeo a finales del siglo xviii, que al parecer desde América Latina se seguía con atención en los círculos literarios de comerciantes y juristas, de altos funcionarios y eclesiásticos, la violencia perdió la naturalidad que había poseído en el pensamiento cíclico de sociedades anteriores en la historia y en concepciones de la violencia ritualizadas. En círculos ilustrados y entre grupos literarios se midió en lo sucesivo con el postulado de la razón de que ya no suponía una parte obvia de un orden natural, fruto de la voluntad divina, como antes (cf. Hüppauf 1994: 18). En su lugar, se difundió la idea de una violencia dirigida al futuro, una violence progressive, tal como Robespierre formuló el concepto en un discurso en la Convención Nacional francesa en el año 1793. Esta violencia fue resultado del convencimiento de que en ella se podrían fundar nuevos órdenes. De ese modo, la idea de violencia se emancipó del «ritual, mito y religión» (Hüppauf 1994: 20) y, se puede añadir, de su carácter cíclico. Para sus seguidores, la violence progressive quería cambiar el mundo, no mantener la existencia de un orden o simplemente pagar ojo por ojo. Por eso era totalmente ajena a las relaciones segmentarias. Esta idea de la violencia también encontró seguidores en América Latina en grupos de liderazgo social, en logias masónicas y sus milicias (cf. Vázquez Semadeni 2010) o en fracciones políticas como los jacobinos. Para todos estos grupos, puesto que no podían concebir una vida sin Estado, no cabía duda de que la política pertenecía a este y que se le debía lealtad. De este modo, la nueva violencia revolucionaria se dirigía hacia el Estado. Algunos revolucionarios consideraban que los enemigos del Estado no merecían vivir. Santiago Mariño, masón y uno de los líderes del movimiento independentista de Venezuela, que

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provenía de una familia acomodada, escribió que había que ejecutar a todas las personas cuya vida y existencia fuesen «incompatibles con la existencia del Estado» (cf. Adelman 2010: 408). Sin embargo, sería demasiado simple suponer por eso que las transferencias de conocimiento desde Europa sencillamente anularon los órdenes locales de la violencia en América Latina o los sustituyeron con «política». Como es sabido, los nuevos juegos de lengua de la revolución en América Latina también estaban influenciados por la teoría política española medieval. Así, el pueblo no podía entenderse como comunidad de ciudadanos, sino como un gremio corporativo. De este modo se impulsaron las fragmentaciones políticas y las descomposiciones en la organización de la violencia, las cuales apoyaban a la difusión de la violencia segmentaria. Y la forma en que también los actores de la violencia segmentaria fueron capaces de poner los nuevos juegos de lengua de la política al servicio de sus objetivos (y de hacerlo durante largos periodos de tiempo), se puede demostrar con especial claridad mediante las comunidades indígenas. Cuando algunos grupos aymaras participaron en el año 1870 en la «revolución» en Bolivia, lo hicieron sin renunciar a su distancia respecto al Estado, que trataba de establecer la «homogeneidad» en el interior del país (Irurozqui 2004: 173). Más bien siguieron considerándose comunidades «múltiples» en el orden estatal (Irurozqui 2004: 173), lo que solo es una reformulación más para la continuidad de las estructuras rizomáticas en las redes segmentarias. O, en el año 1886, en los disturbios que siguieron a la Guerra del Pacífico, que se había librado contra Chile, unas comunidades indígenas del altiplano peruano dirigieron a los pueblos vecinos un escrito en el que reivindicaban la formación de una libre confederación de pueblos basada en el principio ciudadano (cf. Mallon 1983: 111). Así, los pueblos se situaban abiertamente al mismo nivel que el Estado y le declaraban la guerra. De este modo, los portavoces de las comunidades indígenas, asesorados por juristas de las ciudades, hablaban en el nuevo lenguaje de la época de las confederaciones que se querían establecer y de las revoluciones que se quería hacer sin renunciar por ello a la mentalidad de la Staatsferne y la concepción segmentaria de las relaciones de violencia oculta tras ella. Por lo demás, algunos contemporáneos eran totalmente conscientes de ello. Así, el gobernador de Chiapas (México) que en el año 1869 informó al gobierno de la capital sobre la rebelión chamula

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resumió que los indios «no tenían como objetivo conseguir el triunfo de una opinión o un partido» (cf. Reina 1980: 53). Con estas palabras venía a decir que la política en la Staatsferne poseía unos objetivos y seguía unas reglas diferentes de las previstas por la constitución del Estado y las normas políticas fijadas en ella. En el empeño de «politizar» la violencia que se propagó a principios del siglo xix, a las milicias (guardias nacionales) les correspondió un papel clave. Como ente, simbolizaban el pretendido nuevo pacto entre Estado, política y violencia. Esta simbiosis confluyó en el concepto ciudadano que tendría que unir las naciones de América Latina, en su interior políglotas y étnicamente ajenas unas a otras, y por eso, finalmente, constituyó la esencia del nuevo principio nacional. En el movimiento independentista y siguiendo el modelo de la revolución norteamericana, también en América Latina surgió a principios del siglo xix la imagen de un soldado ciudadano que se consideraba garante del nuevo Estado y su Constitución. En el movimiento independentista norteamericano se había elaborado un modelo de Estado que concedía una gran importancia a la autonomía del ciudadano frente al Estado (a diferencia del modelo de Estado soberano westfaliano) y en el que se formó el derecho de los ciudadanos a portar armas, un «pilar del nuevo sistema» (Sabato 2009: 194). De este modo, no solo se «complicó notablemente el problema del monopolio de la violencia» que el Estado reclamaba para sí (cf. Sabato 2009: 194), sino que lo que generalmente llamamos sociedad ganó en fuerza y poder frente a este, en lo que las milicias consiguieron servir tanto a uno como al otro, a la sociedad y al Estado. Este modelo también influyó al movimiento independentista y las consideraciones de la teoría del Estado en América Latina, donde, de modo similar a Estados Unidos, el armamento de los ciudadanos y la formación de milicias se convirtieron en la base del nuevo orden político. Así, en una declaración de la Junta Revolucionaria de Buenos Aires del año 1811 se decía que todos los ciudadanos nacieron como soldados y que la guerra era su disposición natural (cf. Halperin Donghi 1975: 191). Las milicias eran los ciudadanos en armas y eran consideradas el fundamento de la nación. De este modo, la milicia (guardia nacional) se consideraba la institución que mejor encarnaría la vinculación entre el derecho de ejercer la violencia y el principio cívico. Las milicias se habían fundado en la época colonial y experimentaron una fuerte expansión y revalorización,

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primero en los tiempos de las reformas borbónicas y luego en las guerras de independencia. A los esclavos de origen africano se les prometió la libertad a cambio de servir en la guerra (cf. Blanchard 2008). En América Latina, más bien pobre en instituciones estatales, la milicia supuso, en cambio, una fuente importante de prestigio y de buenas oportunidades laborales también para grupos de clase alta. Familias enteras ingresaron a finales de la época colonial en los cuerpos de mando de las milicias y se facilitaron puestos unos a otros. Surgieron «familias militares» (Garavaglia 2003: 164) que eran capaces tanto de servir al Estado como de sostener las relaciones de violencia segmentarias. A diferencia de la época colonial, en el siglo xix, en las guerras internas también se sumaron poblaciones indígenas en gran medida a la movilización militar. En América Latina, las comunidades que tenían tierras comunales, gremios corporativos y jerarquías basadas en la edad ya fueron descritas en la literatura antropológica como comunidades cerradas (closed corporated comunities). En comparación, la organización de las milicias tenía una gran influencia. Para demostrarlo citaremos la comunidad de Momostenango, ubicada en el territorio de los quichés, en el Altiplano Occidental de Guatemala. En el siglo xix, se hizo una llamada masiva a su población masculina para que se sumara a las movilizaciones que tuvieron lugar en las guerras interiores en la región de América Central. Las milicias de Momostenango y sus alrededores se ganaron fama de temibles en estas guerras; sus contemporáneos los consideraban, como escribe Robert Carmack (1995: 139), «fierce soldiers». Durante amplios periodos del siglo xix, las milicias (indígenas) de Momostenango siguieron estando controladas por los caciques y se sometieron a las tradicionales jerarquías religiosas y civiles de sus comunidades (cf. Carmack 1995: 137), en este sentido un típico actor de la violencia segmentaria. Sin embargo, en los casos en que los quichés más jóvenes recibían cada vez más puestos de oficial en la milicia y se producía una «native militia leadership» (Carmack 1990: 130), estas relaciones y lealtades tradicionales se debilitaban. Jóvenes oficiales de la milicia, algunos de ellos aún niños, ofendían la autoridad de los mayores y de esta forma aparecieron en las comunidades conflictos generacionales y fraccionamientos hasta entonces desconocidos (cf. Carmack 1990). Para los oficiales indígenas, la milicia era un medio de ascenso social y de ese modo, a la vez, una forma de ladinización, es decir, de modificar su

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filiación racial.1 Dirigían su lealtad al Estado porque este era la fuente de su poder en el pueblo y utilizaban el nuevo lenguaje y los nuevos símbolos que este ponía a su disposición. De ese modo, pasaban de ser indios a ladinos y así se ubicaban, al mismo tiempo, fuera de las tradiciones heredadas del pueblo. Así pues, conviene no olvidar la doble tendencia de las milicias en el siglo xix, pues no solo representaban la violencia del Estado, sino que al mismo tiempo podían funcionar como instrumento de la Staatsferne. De este modo, en las milicias se mezclaron economías morales y política, institución y segmento, en diversos sincretismos. Así pues, la política no era un juego de lengua en el que una concepción de orden y violencia orientada al Estado se hubiese encajado en las relaciones sociales de las personas y las hubiese entretejido con su significación de estatalidad, política y legitimación de la violencia. En el entorno de la Staatsferne, la política no era un proceso de definición unilateral. De hecho, la historiografía social se inclina a entender la formación de Estados y naciones en América Latina en el siglo xix como un proyecto de desarrollo político creado e impuesto desde arriba. Sin embargo, estudios más recientes muestran en qué medida las poblaciones ajenas al Estado, subalternos e indígenas, participaron en la nueva creación de lo político. Las milicias fueron la clave de este devenir. Allanaron el camino hacia la política a amplios sectores de la población, en ocasiones incluso en contra de su voluntad, y gracias a ellas también la política se convirtió en un sincretismo. En este sentido, la política nos resulta de poca ayuda para buscar el camino que emprendieron las relaciones de violencia en América Latina entrando en la era de la modernidad. 5 . 2 . Te c nol ogí a Nos planteamos indagar en la cuestión de cómo se llegó a la violencia colectiva en la era de la modernidad en América Latina desde una perspectiva distinta a la política, para lo cual empezaremos de nuevo con la presentación de dos historias breves. La primera —pese a que 1. En Guatemala, el concepto de ladino describía originariamente a los integrantes de las comunidades indígenas que tenían conocimientos del español. Con el paso del tiempo, el concepto se extendió hasta abarcar a la población no indígena del país, con excepción de la procedente de África.

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trata de un suceso violento individual y no colectivo, la cito porque constituye un ejemplo especialmente esclarecedor— se desarrolla en México, donde, en la década de 1880, un tal Francisco Guerrero, apodado El Chalequero, atacó y degolló a varias mujeres en los barrios pobres de la capital. Francisco Guerrero es considerado el primer asesino en serie de la historia de México. La prensa, pero también la policía y los primeros criminólogos mexicanos lo compararon en su momento con Jack el Destripador, el asesino de mujeres de Londres. Cabe destacar que esta comparación se hacía con «cierto orgullo» (Piccato 2001: 625), ya que parecía probar que México no solo se estaba modernizando en la economía, la tecnología o la arquitectura, sino también en la práctica de la violencia. La opinión de los críticos fue distinta. No consideraron la matanza de mujeres una muestra de la civilización de México, sino una expresión de la barbarie que se producía constantemente (cf. Piccato 2001: 626). Sin embargo, cabe rebatir a estos críticos que Guerrero formaba parte, de hecho, de la nueva modernidad del fin de siècle mexicano en la medida en que la serialidad se considera una de sus características. Es irrelevante si Guerrero fue el primer asesino en serie de México o no. Lo decisivo es más bien que en los juegos de lengua que se formaron hacia finales del siglo xix en la opinión pública política del país, de tendencia liberal, la serialidad —que constituye en sí misma un signum de la era de la modernidad (Beil 2013: 10)— se convirtió en una categoría que halló acomodo en la reflexión sobre la violencia y ayudó a organizarla. En lo sucesivo, el principio de serialidad acompañó a la organización de la violencia y su significado y los influenció, lo que se manifiesta especialmente en el área de la tecnología en sentido estricto. A pesar de su apariencia de repetición, la serialidad, en tanto que representa una progresión lineal, apunta al futuro. Por eso, su imagen se sumó a las nuevas ideologías relacionadas con los conceptos de progreso y desarrollo. Sin embargo, como principio rector de la violencia, en la organización de la violencia en América Latina la serialidad no alcanzaría las dimensiones que tuvo en Europa, donde la violencia aniquiladora contra otras poblaciones adoptó cotas inusitadas. En América Latina el Estado, como consecuencia de su historia de la Staatsferne, no logró alinear los actos de violencia de tan grandes dimensiones en un orden de base ideológica o de otro tipo en modelos seriales. Tampoco lo logró en el terrorismo

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del Estado, como discutiremos más adelante. Sin embargo, el principio de la serialidad en América Latina contribuyó a debilitar las relaciones de violencia segmentarias en las que predominaban el ciclo y la repetición, puesto que proporcionó a las personas nuevas orientaciones de la violencia y su significado, y de ese modo ayudó de forma simbólica a poner a la violencia en nuevas sucesiones de actuación. Una figura serial típica del actor de la violencia que surgió en la era de la modernidad era el recluta, puesto que siempre se regeneraba como siguiendo una línea y de forma ideal, uno podía sustituirse por otro. En casi todos los países de América Latina, con la excepción de México, a finales del siglo xix o principios del xx se introdujo el servicio militar obligatorio general. Desde entonces, se podía evitar cumplirlo mediante sobornos o esgrimiendo diferencias de rango social, pero esta medida supuso un paso importante para la debilitación de los segmentos en las relaciones de violencia. Debemos tener en cuenta, una vez más, que en América Latina, en el siglo xix, el ejército no gozaba de buena reputación entre el pueblo. A menudo era odiado y considerado una banda más y, a menudo, una especialmente peligrosa. En el ejército solía presionarse a los hombres contra su voluntad, o sus filas se llenaban con presos que así conseguían la libertad. La exención del servicio militar (obligatorio) era un privilegio concedido por el Estado y, quien podía, generalmente evitaba cumplirlo. Para conseguirlo, muchachos y hombres buscaban protección en otras asociaciones de la violencia. Por ejemplo, en Brasil, aunque en los países de Hispanoamérica ocurría algo similar, el servicio militar se eludía ingresando en la guardia nacional, cuyos miembros no podían ser obligados a servir en el ejército. Las unidades de la guardia nacional estaban subordinadas a los coronéis, figuras que representaban a poderosas asociaciones familiares locales y que, a la vez, ostentaban los cargos más altos de oficial en la guardia nacional. De ese modo, tenían la posibilidad de proteger del reclutamiento forzado a amigos y parientes, así como a su clientela de grupos de población subalternos y dependientes de ellos llamándolos a las filas de la guardia nacional. En la rivalidad con el ejército a causa de compromisos y lealtades locales, así como de su promesa de protección a su propia clientela que respondía con una promesa de fidelidad, el coronelismo se convirtió en un importante apoyo a las relaciones de violencia segmentarias en la Staatsferne. La introducción del servicio militar obligatorio general en Brasil

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desbarató este monopolio de protección de los coronéis (cf. Beattie 1996). Además, la posición y la imagen del ejército en la opinión pública de Brasil cambiaron a principios del siglo xx, lo que sucedió tanto como consecuencia de la Primera Guerra Mundial como debido al trabajo de una nueva generación de jóvenes oficiales que valoraban su profesionalización y la reputación asociada a esta. Se produjo así una revalorización del ejército y de los soldados entre la opinión pública. Según Beattie (1996), en la época de la Primera Guerra Mundial, se popularizó en Brasil un culto a los valores militares que durante la posguerra se extendió también a la vida civil cotidiana y que se manifestó, entre otros aspectos, en la fundación de los scouts uniformados, en el desfile de organizaciones juveniles en días feriados nacionales o en ceremonias de carácter militar en asociaciones deportivas.2 Todo esto contribuyó, de acuerdo con Beattie (1996), a reforzar la imagen del ejército entre la población y a otorgarle una presencia nacional, no local, a través de la cual se debilitaron las relaciones de violencia segmentarias. Para la segunda historia, sin abandonar México, avanzamos en el tiempo hasta el año 1919. Pero antes, nos remontaremos brevemente a sus precedentes: a mediados del siglo xvi, Gonzalo Pizarro se sublevó contra la Corona en Perú. Tras su captura fue decapitado y su cabeza expuesta en una jaula en la ciudad de Lima. También al sacerdote Miguel Hidalgo, que en 1810 lideró en el Bajío mexicano una rebelión antiespañola que es considerada el comienzo del movimiento de independencia mexicano, tras su fusilamiento se le cortó la cabeza, que luego fue exhibida en una jaula de hierro en los pueblos y ciudades cuyos habitantes se hubiesen sumado a la insurrección. Sin embargo, cuando más de cien años después, Emiliano Zapata, que había encabezado la llamada Revolución del Sur en la Revolución mexicana, fue traicionado y abatido a disparos por una unidad del ejército en 1919, su cadáver quedó intacto. Por eso, el oficial responsable de la emboscada ordenó, tal como escribió en una carta al presidente de México, fotografiar el cuerpo sin vida de Zapata y enviar las imágenes a la capital (donde 2. En México sucedió algo parecido. En el Estado posrevolucionario de la década de 1920, en las clases escolares o en nuevas modalidades deportivas como el baloncesto, se produjo un culto al cuerpo que, sin embargo, a diferencia de lo que sucedía en Brasil, no se refería tanto a los valores bélicos como a los de una cultura masculina «campesina» (cf. Vaughan 1999: 293).

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se facilitaron a la prensa), para que todo aquel que dudase de que el «famoso caudillo del sur» estaba realmente muerto pudiese verlo (cf. Brunk 2004: 147). Este relato ilustra cómo la fotografía modificó la imagen y, con ello, la ejecución y representación de la violencia. La fotografía permitía a las personas ver una violencia en la que no habían participado. Esto las llevó, al mismo tiempo, a modificar su forma de ejercerla, puesto que las hacía reflexionar sobre cómo querían mostrar a los demás la violencia que habían cometido. Es algo destacable también desde el punto de vista de la teoría, porque da pie a suponer que narrarla no tiene tanta influencia sobre la violencia como mostrarla. También puede ser debido a que las imágenes suelen afectar a las personas con más profundidad que las palabras, algo que la psicología aplica en sus terapias. Sin embargo, esta diferenciación teórica entre narrar y mostrar (la violencia) solo se puede sostener hasta cierto punto en las relaciones sociales, ya que las imágenes siempre aparecen «entretejidas en redes lingüísticas», es decir, narradas en su significado (Boehm 2008: 15). De este modo, la imagen se explica mediante el lenguaje y así, desaparece. Regresemos a la foto del cadáver de Emiliano Zapata. Al mostrar la violencia de una forma nueva y distinta a como se había mostrado antes, una innovación tecnológica como la fotografía cambió la ejecución y, como consecuencia, la representación de la violencia. Pero no por eso hay que abogar por el determinismo, como si una nueva técnica llevase forzosamente a ciertos cambios en el comportamiento o en sus patrones de pensamiento y mentalidades típicos. En primer lugar, la fotografía ya solo albergaba la opción de modificar la violencia. En nuestro caso, la influencia de la fotografía sobre el ejercicio y la representación de la violencia solo se manifestó en que la fotografía se convirtió en una nueva forma de autoridad de la muestra, en lo que por cierto —si volvemos a observar el papel del lenguaje escrito en la organización de la violencia— no es muy distinta al papel de la escritura en el campo de la narración de la violencia. Pues, al igual que la facultad de escribir otorgaba superioridad a aquel que la poseía frente a grupos iletrados, también la fotografía lo exigía al reclamar una «superioridad tecnológica» frente a un mundo de vida determinado por el cuerpo (cf. Edwards 1992: 6). Por eso mismo no sorprende que no todas las personas, especialmente aquellas marcadas por las culturas somáticas, creyesen el testimonio fotográfico. También la muerte de Emiliano Zapata fue puesta

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en duda por sus contemporáneos y antiguos compañeros de batallas. El antropólogo Robert Redfield (1949), que en los años 1926 y 1927 desarrolló sus investigaciones en la provincia mexicana de Morelos, comprobó que en los pueblos de la zona se había extendido la convicción de que Zapata no había caído en la trampa del ejército y por tanto no había sido asesinado, ya que era «demasiado listo» como para eso. Los rumores aseguraban que Zapata seguía con vida y en los corridos que circulaban por los pueblos del altiplano se cantaba la creencia de que estaba en Arabia y algún día regresaría a México cuando lo «necesitasen» (cf. Redfield 1949: 204). En estos relatos hallamos de nuevo un «patrón mesiánico» (Brunk 2004: 152) del que ya nos ocupamos en la reflexión sobre el milenarismo y que ascendió al topos de un salvador mítico que en cierto momento regresaría de su exilio y restauraría una era dorada. La imagen fotografiada tampoco pudo acabar con este mito, porque la relación entre el saber y la certeza en las culturas somáticas era distinta a la de las culturas tecnológicas que surgieron en la era de la modernidad. Por ende, el modo de autoridad de la fotografía no siempre bastó, en absoluto, para demostrar la violencia que se veía en la imagen. Por eso los actores recurrieron a las operaciones aditivas, que ya conocemos, para generar confianza en la imagen de la violencia y su relato y, de este modo, hacer constar el saber de esta. Esto explica por qué en el año 1938, después de que una temida banda se hubiese enfrentado a la policía en el sertão brasileño y once de sus miembros hubiesen muerto a disparos, sus cadáveres fueron decapitados por los agentes. Luego de cortadas las cabezas, estas, junto con los sombreros, las armas y las joyas que habían pertenecido a los integrantes de la banda y que estos habían llevado puestas, fueron alineadas y expuestas en una estantería de madera en la plaza mayor de la municipalidad. Y además, toda esta disposición fue fotografiada a modo de colección de trofeos (Chandler 1978: 239). Así se mostraba al espectador de la violencia tanto la cabeza cortada como su imagen fotografiada. La decapitación, hasta entonces un acto aceptado en el entorno de la violencia segmentaria, se había convertido, además, en algo que había que justificar. Probablemente, la principal causa no era que, en su acción, los policías habían vulnerado el orden jurídico estatal, lo que de todos modos apenas llamaba la atención de la gente que vivía en la Staatsferne, que era característica del sertão. Se debió más bien a la

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crítica reacción de la prensa (internacional) ante lo ocurrido. Por eso, el oficial de policía al mando tuvo que justificar la decapitación de los miembros de la banda; más tarde escribió en sus memorias que a los bandidos se les había cortado la cabeza y se habían expuesto en la plaza municipal porque había que mostrar a la gente del sertão la «prueba» de su muerte (Chandler 1978: 226). Vemos, pues, que en el entorno de una cultura somática la sola imagen fotográfica no era suficiente para convencer a la gente de la violencia ejercida, porque no confiaban en esta imagen que se podía trasladar de un lado a otro. La violencia no era digna de crédito hasta que uno la había visto con sus propios ojos y/u otras personas en las que se confiaba la habían narrado. De lo contrario, no podía tratarse más que de un rumor o un engaño; es decir, formas de representación de la violencia en que las personas en relaciones de violencia segmentarias confiaban especialmente y que, por eso, también consideraban lógicas. La cuestión de cómo modificó la fotografía la forma de ver la violencia y la ejecución de la violencia implícita en ella está estrechamente relacionada con el modo en que el espectador y su posición en el acto de violencia cambiaron. Desde una perspectiva general, Michel Foucault (1977) lo definió como la formación del sujeto, que consideraba tanto un componente del discurso moderno como técnicas de poder. Para Foucault, se trataba de cómo, en la cultura, las personas son convertidas en sujetos y aprenden a verse como tales. También la fotografía es un «procedimiento de subjetivación» (Crary 1996: 16). Jonathan Crary (1996: 13) habla de la formación de un «nuevo tipo de espectador» mediante la fotografía. Esta muestra una imagen de la violencia producida por ella misma y propone al espectador supeditarse a esta imagen y a la perspectiva que adopta. En ese sentido, en cierto modo, la fotografía es similar a la figura del «otro significante» que muestra a otra persona, que es importante para ella, un orden cultural a través del cual esta persona ve el mundo y aprende a comprenderlo (cf. Berger/Luckmann 1980). Así pues, desde que se inventó la fotografía las personas no tuvieron que limitarse a contemplar la violencia, sino que también podían decidir cómo (la perspectiva), con qué intensidad (la distancia según la teoría de Norbert Elias) y con qué frecuencia (el principio de la serialidad) verla. Pero ¿cómo repercutía exactamente la fotografía en la existencia de las relaciones de violencia segmentarias? Recordemos que las

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relaciones de violencia segmentarias se pueden describir como estructuras rizomáticas; en este contexto, la mayor influencia que la fotografía ejercía sobre el orden de las relaciones de violencia consistía en el aislamiento de un suceso en virtud de la foto. En efecto, la fotografía no solo multiplica imágenes que se alinean y se hacen circular, en este sentido, de forma similar a un acto en serie, sino que, al mismo tiempo, en su representación, anula el movimiento y congela el objeto en una imagen. La fotografía fija un acontecimiento, produce «segregación y aislamiento» (Crary 1996: 29). Es un «procedimiento antinómada» (Crary 1996: 29). Son estas operaciones formales en que se hallaba su contribución más importante a la ordenación de la violencia. Para comprender mejor estas operaciones de aislamiento y su significado para el cambio de las relaciones de violencia, volveremos una vez más al ya citado artículo de Charles Maier (2000). En su disertación sobre el inicio de la era de la modernidad y su periodización, Maier trata el concepto espacial de aquella época. En su explicación, recurre a la investigación sobre campos magnéticos que llevó a cabo el físico escocés James Clerk Maxwell a mediados del siglo xix, a partir de la cual establece analogías con la concepción política contemporánea del espacio. Expone que en la era de la modernidad, al igual que en la física, también en la economía y la política se empezó a ver y estructurar el espacio a partir de un centro y a conceptualizarlo desde este; en la materialidad del especio, las rutas de navegación marítima, las vías de ferrocarril y las líneas telegráficas tenían el papel correspondiente al de las líneas de fuerza y los vectores en la física (Maier 2000: 819). A través de esto, habría aparecido una ordenación territorial central simbólica y físicamente, lo que Charles Maier, por otra parte, considera un signo típico de la incipiente era de la modernidad. Si obviamos la objeción de que una ordenación espacial central no solo fue fruto de una percepción física del mundo en el siglo xix, cabe suponer que la imagen esbozada por Maier es de utilidad para comprender la desaparición de los órdenes segmentarios. Sobre todo los espacios de seminomadismo que habían ofrecido refugio a mundos de vida segmentarios ya no poseían ninguna justificación en la perspectiva vectorial. Las nuevas tecnologías que se aplicaron en la ordenación del territorio también desempeñaron una función fuertemente simbólica en la organización de la violencia. En la Guerra de los Cristeros, que

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prendió, entre otras causas, al calor de la política anticlerical del gobierno revolucionario en México y que dividió la meseta central mexicana entre 1926 y 1929, el ejército colgaba a los rebeldes «católicos» de los postes del telégrafo que se extendían a lo largo de las líneas del ferrocarril y luego, fotografiaba la exhibición de violencia que había dispuesto.3 Tales patíbulos se extendían a lo largo de kilómetros y en su patrón seriado y lineal, siguiendo el trazado del ferrocarril, simbolizaban en gran medida y de forma patente la victoria de la era de la modernidad sobre los rebeldes, segmentos y enemigos (clericales) del Estado (posrevolucionario). Aun así, el ferrocarril o la línea de telégrafo no siempre fueron las innovaciones tecnológicas más importantes para invalidar las relaciones de violencia segmentarias y los mundos de la Staatsferne. En el Río de la Plata, por ejemplo, nada fue más efectivo para la destrucción de las relaciones de violencia segmentarias que la importación de alambre de espino desde Inglaterra, que llevó en la segunda mitad del siglo xix al vallado de las fincas ganaderas y, con ello, a la destrucción de los mundos de vida seminómadas de la región. Al igual que la fotografía, el alambre de espino eliminó las relaciones de violencia segmentarias en la medida en que ayudó a levantar órdenes antinómadas. El alambre de espino lo consiguió mediante el cercado de un espacio, con lo cual se impedía que animales y personas atravesaran el paisaje abierto; la fotografía despojaba de su movimiento a la imagen de la violencia y la fijaba en el tiempo. Como operaciones formales, los cercados y aislamientos espaciales y temporales y demás practicas antinómadas eliminaban las estructuras rizomáticas propias de las relaciones de violencia segmentarias. Naturalmente no debería dar la impresión de que se trataba de una política totalmente nueva. Desde la primera fase del orden colonial, el Estado dedicó grandes esfuerzos a impedir los movimientos nómadas y a imponer el principio de sedentarismo en la población. También en la lucha contra las epidemias, el aislamiento espacial gozaba de una larga tradición. Pero también en este caso la gente opuso resistencia. Un ejemplo de ello es la rebelión en el sureste de Guatemala del año 1837 (cf. Riekenberg 1993; Woodward 1993).

3. Véase la foto «Católicos ahorcados Jalisco» (en: Meyer 2010: 128; cf. también Reyes 2009).

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Los motivos de este movimiento fueron diversos. Sin embargo, comparto el parecer de Greg Grandin (2000: 83) de que la epidemia de cólera que se propagó en Guatemala en la primavera de 1837 desde la costa caribeña fue el detonador de la revuelta. En ello tuvo un papel importante la biopolítica. Ante la epidemia, la Academia de Estudios Médicos de la Ciudad de Guatemala, influenciada por la medicina francesa, declaró que el comercio, el desplazamiento de tropas y las congregaciones religiosas, así como las peregrinaciones, eran responsables de la propagación del cólera (cf. Grandin 2000: 96 s.). En consecuencia, el Gobierno ordenó la instalación de cordones sanitarios vigilados por el ejército en el sureste del país. Sin embargo, este intento de aislar sus territorios enfrentó a la población local contra el Gobierno definitivamente. Los sacerdotes de los pueblos insinuaron a los habitantes que el personal médico enviado por el Gobierno desde la capital envenenaría las fuentes de la región. Todo esto atizó el odio al Estado liberal y desembocó en la revuelta. Las operaciones formales como el aislamiento, la interrupción o la fijación que se aplicaron en el establecimiento de órdenes antinómadas eran semejantes a las operaciones que se trataron en la primera parte del presente libro. Sin embargo, en el mundo de vida de la era de la modernidad tuvieron un efecto totalmente distinto, puesto que operaciones como la adición, la separación o la división favorecieron o acompañaron la formación de relaciones rizomáticas y, en este sentido, también contribuyeron a la formación de relaciones de violencia segmentarias. Al menos eran compatibles con estas. En cambio, operaciones como la fijación y el aislamiento se dirigieron contra el carácter rizomático propio de los segmentos. La relación de reciprocidad y el compromiso mutuo de los actores de la violencia de igual rango que estructuraban las relaciones de violencia segmentarias desaparecieron en estas operaciones de aislamiento y fijación. Por eso no queremos sobrevalorar la significación de tales operaciones y hacer como si la historia pudiese explicarse según reflexiones estructurales. Pero si en el método estructural nos interesamos por las analogías existentes entre juegos de lengua y mundos de vida, las hallaremos en estas operaciones formales. Si hablamos de estas operaciones formales y no sobre tecnología, industria o urbanización, nos conducen a otra concepción de la era de la modernidad como sucede en parte de la literatura. En esta, la

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era de la modernidad ya se consideró un acontecimiento que en algún momento lo abarcó y lo impregnó «todo» y se introdujo en todos los sectores sociales y culturales. En cambio, aquí sobreviene una imagen distinta en virtud de la cual la organización de la violencia moderna en América Latina no solo fue una época de reunión, implantación y unificación, sino que también constituyó un periodo de formación de sistemas heterogéneos, e incluso de separaciones y diferencias más acentuadas que antes. Pues en el siglo xix el principio segmentario de la organización de la violencia se había extendido a la sombra de la Staatsferne de forma relativamente hermética y completa en el orden político, la cultura y las relaciones sociales. En comparación, las formas modernas de la organización de la violencia que surgieron entonces eran más fragmentadas y se manifestaban con más fragilidad. La era de la modernidad no llegó a tener en América Latina una implantación y sincronización homogéneas de las relaciones de violencia. Tal vez al respecto solo podamos especular si también fue resultado de su historia segmentaria. Más bien la era de la modernidad generó una nueva coexistencia de relaciones de violencia de distinta génesis y origen, y en lo sucesivo permitió todo tipo de asincronismos en la fundamentación y disposición de las relaciones de violencia. O, como escribe Charles Maier (2000: 819), las «nuevas líneas de fuerza» separaban tanto como unían. 5 . 3 . Ci e nc i a Cuando el ejército argentino se movilizó en los años 1879 y 1880 para destruir los últimos cacicazgos de la Pampa y agrupar y aislar a los supervivientes en campamentos, se denominó a esta guerra Campaña del desierto. Pero ¿cómo se les ocurrió entonces a los políticos y militares que tenían delante un espacio vacío y despoblado, después de que en este territorio hubiesen surgido mezclas tanto sociales como culturales durante siglos y de que no pocas veces políticos y militares españoles y criollos hubiesen buscado alianzas con los cacicazgos y establecido con ellos «estructuras de alianza» (Jones 1995: 114), para consolidar su propia existencia en este lugar? La ciencia nos proporciona la respuesta a esta pregunta. Unos cien años después de que el virrey Cevallos hubiese sugerido el exterminio

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de los indígenas de la pampa, en 1879 unos médicos argentinos informaron en un memorando al Gobierno de su país de que la ley de Malthus precisaba «terminar» por fin con los indígenas del sur y «limpiar de bárbaros» el territorio del Estado (cf. Bartolomé 1985: 43). Entre las tropas que se movilizaron hacia la pampa, en el sur, no solo se contaban los soldados y las mujeres y niños que los acompañaban en la comitiva, sino también ingenieros, fotógrafos y un «cuerpo de científicos». Este estaba integrado, entre otros, por el zoólogo Adolf Döring y el botánico Paul Lorentz, ambos de origen alemán y miembros de la Academia de Ciencias de la ciudad de Córdoba, además de Estanislao Zeballos, un jurista y político muy apreciado en los círculos aristocráticos de Buenos Aires, que fundó, en 1879, el Instituto Geográfico Nacional. En la Campaña del desierto, tanto la ciencia como la fotografía desempeñaron una importante función en la creación de la imagen de un espacio vacío que solo se podía organizar mediante el Estado y la modernidad. Estanislao Zeballos documentó la naturaleza y la geografía del territorio además del físico y la cultura de los indígenas, a los que llamó araucanos, en un libro publicado inmediatamente después de la Campaña al desierto, en el año 1881, por la editorial Peuser de Buenos Aires.4 Para la edición no solo se eligieron las imágenes que mostraban el paisaje desierto. Además, las (pocas) fotografías reproducidas en el libro en los que aparecían indígenas fueron tratadas para su publicación de forma que estos y su cultura parecían situarse en el pasado y, de ese modo, pertenecer a un «estado prehistórico» (Yujnovsky 2008: 115). Los indígenas y su cultura que Zeballos mostró en su libro eran vestigios del pasado. De este modo, a ojos de la ciencia, los indígenas, o más bien los habitantes de los cacicazgos en general, no existían en el presente, sino que eran más bien una pieza de museo que, como mucho, servían como objeto de estudio de un tiempo pasado ajeno al mundo contemporáneo (cf. Yujnovsky 2008). Visto así, en los discursos que la geografía sostenía respecto al territorio y la antropología acerca de las personas, el territorio que se pretendía conquistar estaba, de hecho, realmente desierto. Si bien esto tuvo precedentes en la época de la Ilustración, la era de la modernidad integró la ciencia y sus discursos en los nuevos juegos de lengua de la violencia en una medida hasta entonces desconocida. 4. Zeballos, Estanislao (1881). Viaje al país de los araucanos. Buenos Aires: Peuser.

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Esto afectó, en primer lugar, tanto a la geografía como a la cartografía, colindante con aquella, que tenían una gran importancia como herramientas del Estado en su afán de conseguir una ordenación espacial nueva y, llegado el caso, impuesta de forma violenta tanto hacia el exterior como hacia el interior en el saneamiento y la remodelación de las ciudades (cf. Nouzeilles 1999; Radcliffe 2011). También aumentó la influencia de las ciencias que se ocupaban de las personas y de su vida en común sobre la concepción de la violencia y la justificación de su aplicación. Cabe citar especialmente la antropología, que reflexionaba sobre la naturaleza del ser humano y atribuía su disposición a la violencia a etapas tempranas del desarrollo de la humanidad. De ese modo, la barbarie o lo primitivo se presentaban como refugio de una violencia que había que doblegar mediante la civilización y, en caso necesario, mediante la violencia. En Estados como Argentina surgidos en una frontier, la antropología no fue tan significativa para la formación de nuevos juegos de lengua de la violencia como la sociología. Probablemente esto se explique porque tras la violenta supresión de la frontier, los mundos de vida indígenas que eran de interés para la antropología tenían menos importancia política (desde el punto de vista del Estado) que los problemas de orden social que surgieron en las ciudades del país a finales del siglo xix. A comienzos de la era de la modernidad, en el periodo posterior a 1880, en Argentina vio aumentar vertiginosamente la llegada de la inmigración europea, sobre todo proveniente de España e Italia; la mayor parte de los que llegaban iban a parar a las ciudades del país. Eso provocó desde entonces la ampliación y densificación de los espacios urbanos, lo que conllevó la aparición de problemas de orden tanto social como político hasta entonces desconocidos que obligaron al Estado a comprobar su conocimiento de la violencia y reorganizarlo. Para ello buscó una conexión con la ciencia, entre otras razones, porque la difusión del pensamiento positivista que acompañó a la incipiente era de la modernidad incluía la creencia en un control y mando de fundamento científico de lo que se llamaba sociedad. En Argentina esto llevó relativamente pronto al establecimiento de la sociología como disciplina científica en las universidades del país. Bajo la influencia del Derecho y, en concreto, de la criminalística de Cesare Lombroso, que llegó a América Latina a través de libros y de los inmigrantes italianos, el interés de la sociología se dirigió hacia la

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cuestión del origen y las formas de desviación social y comportamiento criminal, que en la época contemplaban también el anarquismo político. La ciencia alimentó su reflexión al respecto con los juegos de lengua de la opinión pública política y los artículos de prensa de los periodistas y apostó por la higiene social o, como se decía entonces, la higiene de razas (cf. Scarzanella 2004). Así, la ciencia acompañó a la política de ordenación del Estado y con ello impulsó una definición del control y la organización de la violencia respecto a la Administración. El Estado y el conocimiento o la ciencia se potenciaron recíprocamente, y la ciencia se convirtió en uno de los peores enemigos de la Staatsferne. La ciencia también impulsó la subjetivación de los conceptos de violencia de forma decisiva, lo que se manifestaba especialmente en la formación de nuevas disciplinas como la psicología y el psicoanálisis, que aportaron conceptos y categorías subjetivados (histeria; neurosis), es decir: enfocados al individuo, cuando se trataba de violencia. Tales conceptos no definían las conductas violentas en las relaciones sociales como parte de un orden recíproco, como sucedía en las relaciones segmentarias, sino como consecuencia o como parte de un trastorno de salud, de una deformación del carácter o, en el mejor de los casos, de una desviación social. En cualquier caso, ponían al sujeto en el primer plano de la reflexión. En estas formaciones del sujeto se produjo una especie de aburguesamiento de la violencia en lo que respecta a su concepción. En América Latina nos encontramos considerables diferencias regionales, puesto que las formaciones del sujeto que practicaron la psicología y el psicoanálisis no tuvieron el mismo eco en todas las partes de la región; también hubo diferencias entre la ciudad y el campo, así como entre los distintos grupos de población en particular. Sin embargo, en las grandes ciudades como Buenos Aires o Río de Janeiro, que se convirtieron en metrópolis a principios del siglo xx, sus habitantes se identificaron cada vez más como «burgueses» o ciudadanos (cf. Plotkin 1997), en el que también se pudo integrar el concepto de la violencia. Las personas que hacían suya esta idea lo consideraban prueba de su propia modernidad, que en las ciudades de los años veinte buscaban y encontraban representada, entre otros, en la arquitectura del espacio urbano o en nuevos medios de transporte como el metro, sin olvidar la oferta de ocio, en la que ahora se proponían el cine o nuevas disciplinas deportivas.

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Esta subjetivación de la concepción de la violencia se percibe claramente en sencillas variaciones conceptuales. Así, a principios de la Edad Moderna, en el español de Castilla la palabra «impotencia» aún poseía un significado político. En el Manual de confesores y penitentes, escrito por el teólogo y jurista Martín Navarro de Azpilueta en el año 1553, la impotencia se consideraba una categoría política y se refería a la incapacidad de obedecer a un gobernante («que lo hace impotente para obedecer»). También hallamos este significado político del concepto al principio de la historia colonial en América, cuando los cronistas españoles hablaban de «yndios impotentes» porque en la guerra estaban sometidos a los españoles (cf. Boyd-Bowman 1971: 483). Sin embargo, al llegar la era de la modernidad se perdió este significado político de la palabra. En su lugar, «impotencia» pasó a integrar una categoría médica y, desde finales del siglo xix, psicológica, que se refería al estado de ánimo de un individuo. En un artículo publicado en 1937, en el exilio, en la revista Zeitschrift für Sozialforschung, el psicólogo alemán Erich Fromm (1993: 141) describió la impotencia como parte de la cultura burguesa. En su texto, el concepto se despolitizaba y quedaba establecido como categoría psicológica o médica del individuo burgués. Esta modificación conceptual tuvo probablemente una motivación política: la imagen del ciudadano que se veía como individuo político no era compatible con el mantenimiento de la impotencia como categoría abierta. En lo sucesivo, la impotencia dejó de formar parte de un acto de violencia contra grupos y pasó a tener que ver con un estado de ánimo individual. A principios del siglo xx en América Latina ciencias como la psicología y el psicoanálisis solo llegaban a un círculo relativamente reducido de personas en grupos de población urbanos y, al menos hasta cierto punto, adinerados. Sin embargo, la subjetividad de la concepción de la violencia se extendió a grupos de población más amplios gracias a nuevos medios como los periódicos y revistas, la radio e incluso el cine, pero, sobre todo, merced a la prensa, que apareció en los grandes países de América Latina en la década de 1920 y no tardó en tener gran aceptación. Para la prensa sensacionalista («nota roja»), al igual que para las primeras revistas o folletines, la representación de la violencia, por lo general en forma de criminalidad, fue uno de los temas principales para ganar lectores y aumentar sus ediciones. Para ello, en la reflexión se daba el protagonismo tanto al autor del delito en particular

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como a la víctima concreta de la violencia y en el modo de redactar se empleaba un lenguaje «fuertemente visual» (Piccato 2012: 51) para narrar la violencia. La violencia se comprendía mediante imágenes y se representaba desde el punto de vista de criminales concretos cuyas biografías se trataban con todo detalle; en ocasiones, los periódicos publicaban entrevistas en las que daban la oportunidad de presentarse a determinados delincuentes. Así, la violencia era un hecho cometido por un individuo y, de igual modo, también su víctima era un individuo. La prensa invitaba a sus lectores a compartir esta perspectiva. En el año 1936, el ministro mexicano del Interior propuso prohibir la «nota roja» porque, tal como lo justificó, la escandalosa y detallada narración de la violencia llevaría a una descripción apologética de la «personalidad» de cada autor de un crimen (Piccato 2012: 53). El ministro temía que la narración de la violencia generase más violencia por imitación que pudiese terminar volviéndose contra el orden estatal mismo. En las subjetivaciones de la violencia se prestaba más atención que antes al estado de ánimo del individuo, no solo en lo referente a los espacios civiles (urbanos), sino también en tiempos de guerra. Así, en la guerra que libraron Paraguay y Bolivia por la posesión del Chaco Boreal entre 1932 y 1935 surgieron las madrinas de guerra. Estas eran muchachas escolares, animadas por sus maestros a entablar y cultivar una amistad por correspondencia con soldados que servían en el frente (cf. Fracau 1996: 39). Con la figura de la madrina y la correspondencia epistolar se pretendía mantener la cohesión de las tropas y su motivación bélica, mediante un establecimiento de vínculos emocionales que fue organizado por el Estado. Lo hizo siguiendo el ejemplo europeo: en la Primera Guerra Mundial se creó un sistema de amistades epistolares, una idea que más tarde los asesores militares europeos trasladaron a América Latina.5 La madrina de guerra era una figura moderna de y en la organización de la violencia: sabía leer, guardaba cierta distancia respecto a los sucesos violentos que no

5. Después de la Primera Guerra Mundial, algunos asesores militares europeos se dedicaron a divulgar en América Latina sus experiencias bélicas. Un ejemplo especialmente conocido es el de Wilhelm Faupel, un oficial alemán, que en 1919 estuvo al mando del cuerpo de voluntarios (Freikorps) de Görlitz, de 1921 a 1926 fue asesor militar en Argentina y luego se desempeñó como inspector general del ejército peruano. En 1934 fue nombrado director del Instituto Ibero-Americano de Berlín.

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conociera por su propia experiencia y, además, tenía una perspectiva subjetiva y parcial de la violencia, la que le proporcionaban las cartas. La era de la modernidad llevó a una fuerte consideración de los sentimientos individuales en la violencia; al menos, los juegos de lengua al respecto se multiplicaron. Sin embargo, ni la integración ni el cultivo de los sentimientos eran algo nuevo en la visión y organización de la violencia. Ya los encontramos en épocas anteriores en relatos literarios; en este libro ya hemos debatido el tema detalladamente en el capítulo sobre el miedo. Pero en las relaciones de violencia segmentarias la consideración del mundo emocional de una persona en particular había sido algo más bien insólito. De igual modo, el ansia de venganza, dependiente de las emociones, solo había tenido importancia en cuanto al estado emocional de un grupo (cf. Gould 1999) que se manifestó en los patrones de relaciones recíprocas, no de un individuo. A partir de la era de la modernidad los sentimientos empezaron a tener una consideración más individualizada que antes, lo que se debía en buena parte a la influencia de las ciencias. Un informe de la policía nacional de Guatemala del año 1932 (cf. Riekenberg 1995: 178) decía que el cuerpo tendría que empezar a trabajar de forma «más científica» y aprender a indagar y conocer el carácter de las personas aún mejor que antes. Solo así podría trabajar «correctamente». El Estado y la ciencia se unían en la voluntad de controlar al ser humano en la violencia. 5 . 4 . Ci v i l i z ac i ón La era de la modernidad cambió el Estado en América Latina, del mismo modo que el Estado contribuyó a la creación de la era de la modernidad, pues le dio la oportunidad de convertirse en un Estado civilizado. Tomo este concepto de la antropología de Pierre Clastres (2008). En el concepto de Estado civilizado, Clastres marca una distinción similar a la que conocemos de la contraposición entre imperio y Estado en la historiología en general. Los imperios se consideran estructuras que, en la medida en que poseen en su seno interno polisemias culturales, étnicas y políticas, les falta todo lo que Clastres llama civilización en su reflexión sobre el Estado. Clastres da a la civilización del Estado un contenido específico. Para él significa que se alcanza un nuevo «grado en la capacidad etnocida de los aparatos del Estado» (Clastres 2008: 19).

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Clastres parte de la suposición de que todo Estado es etnocida porque insiste en neutralizar las diferencias y en nivelar la cultura, que Clastres entiende como un sistema de normas. El Estado quiere suprimir las diferencias, escribe Clastres (2008: 19). Este anhelo lo caracteriza por principio, pero solo se le da «rienda suelta» en el Estado civilizado, el cual ya no está dispuesto a tolerar una autonomía, ni siquiera una limitada, de múltiples comunidades locales o étnicas. También podemos decir que el Estado civilizado no es compatible con la existencia de segmentos políticos. El responsable de la civilización del Estado es, según Clastres (2008: 19), el «sistema de producción económica», es decir, el capitalismo que, empujado por el principio competitivo que lo caracteriza, crea un espacio de «huida hacia adelante permanente». Bajo la influencia de la teoría marxista, Clastres describe un triángulo de economía, Estado y violencia del que resultan lo económico como fuerza motriz, la expansión de los aparatos estatales y la violencia que surge de estos. Sin embargo, es dudoso que existiera semejante automatismo, pues solo el aumento del comercio transatlántico en la segunda mitad del siglo xix, la ampliación de los mercados o la intensificación de la transferencia de capital no provocaron necesariamente una descomposición de los segmentos de la violencia en América Latina. Más bien, si pensamos en los mercados de la violencia en las frontiers, estos habrían sabido utilizar con eficacia la comercialización de los mundos de vida locales. En las frontiers el mercado de la violencia que llevó a vínculos especialmente estrechos entre economía y violencia era perfectamente compatible con la existencia de las relaciones de violencia segmentarias. Esto se debía a que el cálculo económico de la violencia estaba sujeto, en última instancia, a relaciones sociales de mayor significación que la mera economía para la organización de la violencia. Pues los robos y saqueos no son solo formas violentas del proceso económico, sino también modos de comunitarización social (Vergemeinschaftung) y vinculación cultural. Así, la influencia de la economía en la organización de la violencia fue poco directa e inmediata. Sin embargo, hay excepciónes como las sociedades de esclavos del Caribe, Brasil o el norte de Venezuela, aunque no a causa de una economización ilimitada de la violencia, sino del cuerpo humano. La trata de esclavos puede definirse como la transformación violenta del cuerpo humano en una mercancía de

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venta libre. De este régimen de propiedad surgieron fuertes relaciones de violencia. Los sistemas judiciales decretados por el Estado solían permitir —aunque había diferencias entre los distintos sistemas judiciales respecto a la esclavitud como entre el Derecho español y el francés— los castigos corporales a los esclavos «en cualquier forma» (Craton 1997: 227). Estas relaciones de violencia relativamente abiertas también podían extenderse a otros territorios. De este modo los encontramos, por ejemplo, en las incursiones de los bandeirantes paulistas en el interior de Brasil. Pero si prescindimos de esta objeción y observamos de cerca el concepto de Clastres de Estado civilizado, cabe plantearse qué se puede entender por Estado civilizado y sus antecesores incivilizados con respecto a la historia reciente de América Latina. Para ello vale la pena dar un vistazo a la historia de la policía en el siglo xix (cf. Riekenberg 1995). En Guatemala, para tomar un ejemplo, a finales de la época colonial, al igual que en España, la policía aún funcionaba en consonancia con los esfuerzos pedagógicos del Estado en el absolutismo ilustrado. Pero en el movimiento independentista este sistema policial dejó de existir, y en la época de las guerras internas se suspendió temporalmente. Solo en el año 1845 se formó en la Ciudad de Guatemala un nuevo cuerpo policial sujeto a la supervisión estatal. Pero, a partir de entonces, los policías ya no procedían de familias ilustres de la ciudad, sino que eran de origen social más bajo. No pocos fueron obligados a integrar las filas policiales a pesar de tener antecedentes criminales. Este procedimiento no era poco habitual en la época, entre otras cosas porque se esperaba ganar, así, a los enemigos del Estado. Esta policía no poseía una cualidad civilizadora en el sentido en que Clastres emplea el concepto; al contrario, se constituyó como una especie de comunidad segmentaria dentro de los «aparatos» del Estado, como evidenciaba ya su modo de vestirse. De hecho, la prensa se mofaba de que, además de una guerrera que simbolizaba la autoridad del Estado, los policías llevaban en señal de sentimiento de grupo «colgantes y cadenas» de todo tipo que les daban un aspecto algo «ridículo» (cf. Riekenberg 1995: 174). Esta lealtad grupal recibía más alabanzas que su vinculación al Estado, por lo que, a principios de la década de 1890, unos funcionarios municipales expresaron su preocupación de que la policía pudiera «oponerse a la autoridad» del Estado (cf. Riekenberg 1995: 175). En este sentido cabe plantearse en qué medida podemos

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hablar del Estado entendido como un sustantivo colectivo en singular cuando nos referimos a un Estado incivilizado, es decir, a un Estado en situación de Staatsferne. En su indiferencia ante la ley y de forma similar a lo que los sociólogos llaman hoy subcultura, la cohesión interna del cuerpo de policía no se basó en la disciplina del cargo, sino en lealtades personales y relaciones de fidelidad particulares. Esto se manifiesta en un acontecimiento, entonces no poco común, como el sucedido en mayo de 1873, cuando en la capital guatemalteca se produjo un enfrentamiento violento entre un grupo de policías y soldados de la guarnición en que los policías salieron perdiendo. En una demanda redactada por un escribano para los policías, que no sabían leer ni escribir, estos se quejaban de forma vehemente contra el consejo municipal de que «nuestro comandante» no hubiese intervenido en el combate y no los hubiese protegido de los soldados (cf. Riekenberg 1995: 173). Este suceso habla de la economía moral de los policías, que se hallaba fuera de los estatutos burocráticos y que en su idea de honor tradicional unían el sentimiento de comunidad y los patrones de violencia recíproca. En una visión general, las fuentes sobre la historia de la policía guatemalteca documentan una pérdida de orden burocrático que impregnó todo el siglo xix y que podemos interpretar como un signo de la Staatsferne. No se trató de ninguna excepción, como se revela al observar a la policía de otros lugares. También la policía de Lima seguía principios segmentarios, estaba sujeta a la clientela y hacía caso omiso de la ley escrita (cf. Aguirre 2005: 72). De igual modo, en la ciudad de Buenos Aires había policías que procedían de grupos de población subalternos, que no conocían la ley y que, además, eran sospechosos a ojos del Gobierno municipal por no hablar español, es decir, el lenguaje del Estado, sino un «idioma propio» (Galeano 2009: 18). Las autoridades municipales responsabilizaron de ello al origen y la mentalidad de los policías; consideraron que estos estaban tan «alejados» del Estado, de su ley y sus ideas porque procedían de las capas más bajas de la sociedad urbana (Galeano 2009: 18). En todos estos casos, la policía no actuó como una fuerza estatal civilizadora en el sentido que refiere Clastres, pues sus miembros carecían para ello de conocimiento, organización y mentalidad. En efecto, es más que dudoso que los policías se considerasen a sí mismos parte de un aparato estatal o actores estatales.

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Por ese motivo, la civilización del Estado necesitaba una nueva organización del conocimiento cuyo requisito elemental era, a su vez, que los agentes del Estado aprendiesen a leer y escribir, lo que afectó, en primer lugar, a la justicia. En los nuevos Estados republicanos que se fundaron en América Latina a principios del siglo xix la justicia poseía una significación política especialmente fuerte por una serie de motivos, y no solo porque el Estado estuviese simbolizado por el Derecho. Como consecuencia del movimiento independentista, que desde el punto de vista político fue equivalente a una revolución, los grupos políticos dirigentes de los Estados-naciones que se estaban construyendo sintieron un fuerte impulso legitimador ante las relaciones internacionales y la amenaza de las monarquías europeas, tras el Congreso de Viena, de intervenir militarmente en América Latina para restaurar el Antiguo Régimen. De todos modos, en los grupos políticos dirigentes de América Latina en el siglo xix figuraban numerosos juristas que, de igual modo que sus precursores, los letrados, habían desempeñado cargos políticos y administrativos en la época colonial. Así, tanto la presión política legitimadora hacia afuera como la socialización laboral de los grupos políticos dirigentes sirvieron para otorgar especial atención a la justicia a principios del siglo xix. Por esa razón, en los comienzos del orden nacional, los nuevos gobiernos de México o del Río de la Plata empezaron a reemplazar a los jueces legos, muchos de ellos analfabetos, por juristas formados. Esto sucedió en consideración, tal como notificó el Gobierno de Buenos Aires en el año 1821, de que solo los juristas que hubiesen estudiado y supiesen leer podrían conocer y aplicar correctamente las leyes del Estado (cf. Candioti 2011: 101). Desde entonces los jueces, a quienes se asignaba un escribano, estaban encargados de informar mensualmente sobre su trabajo al Tribunal Superior de Justicia; los informes que redactaban eran archivados en un registro estadístico de nueva creación (cf. Candioti 2011: 107). También se trató de inculcar las aptitudes de la lectoescritura a la policía, lo que naturalmente llevó aún más tiempo. Sin embargo, cuando al principio de la era de la modernidad en distintos países de América Latina se empezaron a crear nuevas fuerzas policiales, alfabetizadas al menos en parte, estas desarrollaron de inmediato en su rutina laboral una actividad de redacción y recolección de textos y documentos sorprendentemente intensa. Paul Vanderwood (1992: XIV) se asombra de «cómo les gustaba a estos burócratas [de la

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policía] llenar papeles» en una investigación sobre la policía rural mexicana, que fue fundada en el año 1861 y cuyas extensas memorias hoy llenan los archivos. Lo mismo señala Diego Galeano (2009) respecto a la policía de Buenos Aires. Por eso la escritura, incluso el furor de la escritura que entonces se desató, no era un mero instrumento para registrar información y trasladar conocimientos mediante nuevas vías de comunicación. En el espejo del texto escrito, los policías se distanciaban de su origen y se reinventaban como actores de la violencia estatal. En Lima, a finales del siglo xix, la policía empezó a reunir «información sistemáticamente» (Aguirre 2005: 72), pero, lejos de limitarse a la referente a delincuentes o sospechosos, empezó a compilar datos sobre la población de la ciudad al completo. Todo este conocimiento quedó documentado: en Lima se fundó un archivo policial, así como un laboratorio fotográfico para organizar la recopilación de huellas dactilares; en 1912 se creó una oficina de identificación y desde 1916 se añadieron fotos del individuo en cuestión a las fichas de huellas dactilares (cf. Aguirre 2005: 73). Esta nueva organización del conocimiento en escritura y fotografía culminó en el año 1922 con la fundación de la academia de policía como centro de enseñanza profesional para los aspirantes a ingresar en el cuerpo. Estas medidas organizativas de la policía en Lima no fueron un caso especial; lo mismo sucedió en Buenos Aires, donde también se instauró un laboratorio de fotografía en la Jefatura Superior de Policía de la ciudad en el año 1880 (cf. Galeano 2009: 118). En lo que respecta a las medidas de modernización de la policía a finales del siglo xix y principios del xx, resulta especialmente interesante el caso de Guatemala, puesto que fracasaron a causa del analfabetismo de los miembros del cuerpo y de su poca disposición a sentirse agentes del Estado (cf. Riekenberg 1995). En el año 1899 el Gobierno de Guatemala nombró director de la Jefatura de Policía al oficial norteamericano Gustav Joseph, que hasta entonces se había desempeñado en Washington, para emprender por fin la reforma policial que a ojos de la opinión pública política llegaba con mucho retraso. Así, Joseph elaboró un completo programa de reformas que presentó en un memorando en el año 1900 y cuyo objetivo era conseguir tanto la disciplina social de los policías como la efectividad en el ejercicio de su cargo. Sus objetivos y planes quedaron especialmente bien documentados en la nueva disciplina

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horaria que Joseph exigió para la labor policial y que había tomado de la disciplina laboral industrial. El memorando rezaba que, en lo sucesivo, la policía estaría en acción «sin descanso»; la ciudad ya no estaría vigilada solo de forma esporádica, sino «continuamente»; los policías que observaran un suceso «correrían» al teléfono más próximo para comunicarlo a la comisaría, donde se dispondría lo necesario «en unos instantes» y se enviarían refuerzos «con urgencia» (cf. Riekenberg 1995: 178). Entre las medidas de la nueva economía temporal que trataba de inculcar a los funcionarios, Joseph también exhortaba a los policías a mirar más allá del momento presente y, en el futuro, ahorrar una parte de su salario para su pensión de jubilación. Esta nueva organización horaria no solo tenía como objetivo mejorar la eficacia de la vigilancia policial de la ciudad, sino que, en la misma medida, Joseph se proponía estimular la autodisciplina y previsión de los policías. De acuerdo con su estrategia, obligándolos a coordinar y compaginar mejor su actuación y a seguir un horario estricto, aprenderían a ser disciplinados. De ese modo, Joseph esperaba que el control de la policía, que tanto tardaba en imponerse, pasara de ejercerse mediante órdenes y coerciones externas a, tal como escribió en su memorando, ser dictado por la «voz interior de la conciencia» (cf. Riekenberg 1995: 177) de cada policía. De ese modo, las consideraciones de Joseph sobre la reforma policial se leen a posteriori como una ilustración de la teoría de la civilización de Norbert Elias (1979), en la que el sociólogo alemán establecía relaciones sistemáticas entre la extensión de la organización estatal, la densidad e intensidad de las interdependencias sociales y los estándares de comportamiento y la medida de la autodisciplina humana. La civilización, de acuerdo con Elias, se realizaría sustituyendo la presión ejercida por otros por el autocontrol moral del individuo. Esta es precisamente la idea que perseguía Joseph. La civilización del Estado en América Latina a finales del siglo xix se basaba en la formación de un autoconocimiento biopolítico de la política del orden estatal. Según Michel Foucault (2006), quien acuñó este concepto, la biopolítica se instauró en el siglo xviii. En España, sin embargo se encuentran precursores ya en el siglo xvi cuando los consejeros de la Corona asociaron la imagen de higiene urbana a la de higiene política. También en América Latina el urbanismo siguió ya en la época colonial concepciones ideales de racionalidad, orden social

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e higiene (cf. Kagan 2000) con las que el Estado trataba de influir en el bienestar de sus súbditos. No obstante, en América Latina la biopolítica no empezó a tener efecto político hasta el comienzo de la era de la modernidad, entre otras razones porque entonces el positivismo que se extendía en la ciencia contribuyó a allanar el camino a las nuevas medidas de orden. La biopolítica se dirigió sobre todo al urbanismo, la política demográfica y la higiene y prevención de epidemias (cf. Miranda/Girón Sierra 2009). Al mismo tiempo, en América Latina el Estado moderno halló su identidad en la biopolítica, ya que en las regulaciones burocráticas de esta también se vigiló y disciplinó más que antes a los funcionarios del Estado y otros colectivos profesionales como, por ejemplo, los médicos que participaron en la organización e implementación de estas medidas. Desde un punto de vista similar al de Pierre Clastres, si bien en un contexto distinto, la biopolítica del Estado conduce en Michel Foucault a una unificación y estandarización de los mundos locales. Por eso, en América Latina se producían con regularidad revueltas de poblaciones urbanas o rurales cuya resistencia contra las nuevas medidas reguladoras del Estado o de las municipalidades se basaba en sus economías morales tradicionales. La remoción de los cementerios a las afueras de las localidades, que se dispuso de acuerdo a consideraciones de higiene, la realización de campañas de vacunación, a las que se sometía a la población en contra de su voluntad, o el saneamiento urbanístico, que fue aparejado por el derribo de edificios de viviendas y traslados forzados de sus pobladores, fueron medidas que desataron la ira de amplios grupos de población, lo que hizo que se recrudeciera por enésima vez la tradicional Staatsferne de las poblaciones subalternas y, con ella, sus utopías milenaristas (cf. Meade 1997; Armus 2011). Al igual que en las zonas rurales, en las ciudades estas revueltas y disturbios se dirigieron contra la intrusión del Estado en los mundos de vida locales y por este motivo defendieron durante largo tiempo su apego a las «tradiciones de la rebelión rural» (Coatsworth 1998: 24), es decir, a las economías morales tradicionales. En estas rebeliones, para la población era de especial importancia una «geografía del honor» que se refería a la inviolabilidad de sus viviendas y que privaba al Estado del derecho a entrar mediante sus empleados y funcionarios en casas ajenas (Beattie 1996: 440). Durante el proceso de civilización del Estado se modificaron las relaciones de violencia que produjo, por lo que, de nuevo, otros actores

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no estatales se vieron obligados a aceptar nuevas relaciones en la concepción y organización de la violencia. En eso consistió, en el fondo, la asi llamada modernización de la violencia que empezó a introducirse en torno al cambio de siglo, aunque con considerables diferencias regionales dentro de América Latina. A diferencia de las fuerzas segmentarias anteriores, a partir de la era de la modernidad los actores de la violencia no estatales dirigieron todos sus esfuerzos hacia el Estado. Este se convirtió, para los actores de la violencia circundantes, en el punto de referencia de su actuación, por lo cual, al mismo tiempo, otros agentes de la violencia le concedieron autoridad política; y eso, a su vez, aumentó el poder del Estado. Esta fijación con el Estado desde las filas de los actores de la violencia no estatales se manifestó, en primer lugar, naturalmente, entre los seguidores de la idea del Estado como eran los vigilantes. Los vigilantes eran actores de la violencia junto al Estado que lo acompañaban en su organización de la violencia y que requerían más violencia (cf. Huggins 1991). Los vigilantes sospechaban que el Estado tenía una debilidad extrema en la lucha contra sus adversarios, contra los movimientos obreros o grupos sociales marginales, y trataron de establecer o defender las leyes y el orden por su propia cuenta e incitar al Estado a emplearse con más dureza contra sus oponentes. Una de las mayores organizaciones vigilantes de América Latina fue la Liga Patriótica, que se fundó en Buenos Aires en el año 1919 en el contexto de los disturbios sociales que se produjeron al final de la Primera Guerra Mundial en las grandes ciudades de Argentina y a la que pertenecían, además de estudiantes, militares y policías, también numerosos miembros de la oligarquía rural, como los dueños de grandes propiedades rurales, grandes comerciantes o banqueros (cf. McGee Deutsch 1986). Los vigilantes establecieron una complicidad con el Estado que, naturalmente, ya no era de carácter segmentario, sino que desde ahora seguía el principio de connivencia. Así, en Argentina la Liga utilizó las comisarías de policía de la capital para reunirse y preparar sus acciones contra anarquistas y trabajadores en huelga, algo que el Estado no prohibió hasta finales de 1919 porque temía que la proximidad del ejército y la policía al pudiese originar un golpe de Estado en su contra. Además, encontramos una inclinación hacia el Estado entre sus propios enemigos. Haciendo referencia al cambio social, Alan Knight escribió (2012: 128), en un estudio panorámico de las rebeliones y revoluciones en

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la historia reciente de América Latina, que en la era de la modernidad estas fueron haciéndose cada vez menos «políticas» y más «sociales». Knight pensaba, sobre todo, en los movimientos obreros que aparecieron en las grandes ciudades como consecuencia de la inmigración desde Europa. En la era de la modernidad surgieron nuevos movimientos y organizaciones que, a diferencia de sus antecesores segmentarios, trataron de cambiar la estructura y las jerarquías de la sociedad y que, además, dirigieron todas sus energías a ganarse al Estado para, a partir de este, accionar el cambio político-social que anhelaban. En este sentido, puesto que intentaban modificar órdenes enteros y consolidar su importancia en la opinión pública, estos movimientos no eran solo sociales sino, en la misma medida, culturales. Da la impresión de que el Estado civilizado se hubiese creado a partir del conflicto con estos movimientos y organizaciones, porque estas interacciones cambiaron la propia identidad del Estado. Lo dirigieron, en una medida hasta entonces desconocida, a la dimensión vertical en el establecimiento y mantenimiento del poder en lugar de la horizontal, como había sucedido en el entorno de la Staatsferne y en las relaciones de violencia segmentarias de grupos de fuerzas rivales y poderes locales. Para obtener una visión de conjunto de estos movimientos podemos guiarnos por un modelo de David C. Rapoport (2004) que para la era de la modernidad diferencia tres «oleadas» sucesivas de movimientos de inclinaciones violentas que él denomina «terroristas». Según Rapoport, estos surgieron con el anarquismo en la década de 1880, alcanzaron en la segunda oleada a los movimientos anticoloniales de principios del siglo xx y llegaron hasta la «nueva izquierda» a finales de la era de la modernidad como tercera y última oleada. Para la era de la modernidad en América Latina podemos observar una sucesión similar de oleadas de organizaciones o movimientos dispuestos a ejercer la violencia, aunque hay que tener en cuenta ciertas modificaciones y el concepto de terrorismo en particular no es fácil de encajar. De ese modo, los movimientos anticoloniales se manifestaron como nacionalistas o «antiimperialistas». Además, entre estas oleadas se produjeron transiciones y mezclas y, siguiendo el modelo de Rapoport, también adelantos y retrasos. Así, encontramos la primera guerrilla moderna de América Latina ya en tiempos de la segunda oleada, cuando en el año 1926, en Nicaragua, Augusto César Sandino organizó la lucha contra la ocupación estadounidense del país con un grupo de mineros (cf. Wünderich 1995). De acuerdo con

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Rapoport, podemos incluir esta guerra de guerrillas dentro de la segunda oleada de movimientos anticoloniales y nacionalistas. Prácticamente todos estos movimientos (con la excepción del anarquismo político) de las tres oleadas fijaron su atención en el Estado, puesto que generalmente tenían como objetivo obtener el poder estatal. Por eso, en la organización de la violencia que adoptaron y en la disciplina que reclamaban en sus comunidades de la violencia con frecuencia copiaron la jerarquía del Estado. El Estado aparecía como modelo y como garante de un futuro mejor. Ernesto Che Guevara (2013: 127) escribió más adelante, haciendo referencia a la guerra de guerrillas, que la formación del futuro aparato del Estado empezaba ya en las zonas «liberadas». De ese modo, en su profundo respeto hacia el Estado estos enemigos del Estado del momento fortalecían el principio de estatalidad y así contribuyeron en las tres oleadas a la «civilización» (Clastres) del Estado. En estos nuevos movimientos, los actores de la violencia tampoco fueron defensores de los mundos de vida locales, como había sido el caso en las relaciones de violencia segmentarias, sino que eran actores universales en el sentido de que exigían que su actuación tuviera una vigencia general. Su horizonte era el mundo y su ideología se refería a su totalidad, no a su región con sus economías morales. Tal vez suene extraño, pero si seguimos el modelo de Clastres, el Estado civilizado halló en América Latina su mayor desarrollo hasta el momento en el terrorismo de Estado. El concepto de «terrorismo de Estado» —que en América Latina está muy extendido, pero, en cambio, para otras regiones del mundo es de uso poco corriente o controvertido— se aplica a Estados que dejan a su propia población o partes de esta en la incertidumbre de si podrían ser o si serán víctimas de una violencia ilegal en pos de sus propósitos de orden político (cf. Menjívar/Rodríguez 2005: 17). En el terrorismo de Estado, el Estado se presenta como defensor del orden frente a fuerzas destructivas. Su principal significado es el homicidio de miembros de su propio pueblo sugerido por el Estado y llevado a cabo por sus órganos, lo que supone que este pasa por alto su propia justicia y legislación. En la literatura se ha escrito que el terrorismo de Estado se remonta mucho tiempo atrás en la historia de América Latina y siempre se dio de forma más o menos continuada. Sin embargo, ante un empleo tan amplio del concepto hay que atenerse a que el establecimiento del

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terrorismo de Estado tuvo como condición previa la creación de nuevos sistemas de organización de la violencia. Debía producirse «algo distinto» (Kalmanowiecki 2006: 43) a lo anterior, lo que incluía, y no solo en sentido estricto, la consolidación de la burocracia, la profesionalización de las fuerzas de seguridad del Estado y la difusión de una identidad gerencial entre los altos mandos de la policía, la policía secreta y el ejército (cf. Huggins/Haritos-Fatouros 1998). Al mismo tiempo, se trataba de generar un nuevo conocimiento de la violencia que estaba sujeto a un control tanto científico como técnico. Figuras como la del médico que supervisaba la tortura física representaban la nueva organización del conocimiento en el terrorismo de Estado de forma especialmente clara. Desde la perspectiva de la teoría de la civilización (Elias 1979), esta civilización del Estado, que fue acompañada de la ampliación de sus «aparatos» burocráticos, puede identificarse como una nueva regulación del comportamiento de sus miembros. De hecho, hallamos fuentes para escribir tal historia, y no solo sobre los grandes países de América Latina con instituciones estatales relativamente fuertes, sino también para otros. De nuevo resulta ilustrativo dar un vistazo a Guatemala, donde, a finales del siglo xix, el liberal Justo Rufino Barrios, un terrateniente adinerado del altiplano occidental y resuelto militar, se convirtió en presidente de la República tras una revolución (se trataba de una guerra interna, en la que se disputaban sobre todo viejos conflictos regionales entre la capital y el altiplano occidental). Barrios fue conocido por su brutalidad: Federico Lainfiesta (1975: 332, 340), que más tarde sería ministro en su gabinete y presidente del Parlamento del país, escribió en sus memorias que Barrios cedía una y otra vez al «juego de sus pasiones» y golpeaba con sus propias manos e intimidaba mediante la violencia tanto a personas de confianza de su entorno como a adversarios políticos. Para comparar vale la pena observar el patrón de comportamiento del general Jorge Ubico, que gobernó Guatemala medio siglo más tarde, de 1931 a 1944, y de cuya forma de trabajar y estilo de gobernar poseemos más conocimiento gracias a los apuntes de su secretario, Carlos Samayoa Chinchilla. También Ubico era proclive a la violencia; sus prójimos lo consideraban «cruel» y «sembrar el miedo era una de sus aficiones más pronunciadas», se lee en Samayoa Chinchilla (1950: 76, 94). Sin embargo, a diferencia de Barrios, Ubico no practicaba esta

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violencia por sí mismo, de modo que en su repertorio de reacciones no se cuentan ataques físicos violentos a subordinados o a enemigos. Más bien observaba a sus empleados como enemigos «con desconfianza» y temía la traición y la enemistad en su entorno más íntimo, pero tenía una conducta sobria y «calculadora»: «Estudiaba a quien tuviera enfrente con el objetivo de descubrir debilidades con las que pudiese tomarlo por sorpresa» (Samayoa Chinchilla 1950: 10, 63). Si Barrios se consideraba apasionado y bravo, Jorge Ubico contaba con grandes dosis de autodominio. Desde la perspectiva de la teoría de la civilización de Norbert Elias, el contraste entre ambos comportamientos podría leerse como un indicio del proceso de civilización del Estado incivilizado. Mientras que Barrios habría tendido a representar el prototipo de autócrata que podía dar rienda libre a sus impulsos, Ubico ya parecía más bien formar parte de un aparato (estatal), lo que implicaba una presión que habría regulado el comportamiento y habría influido en el modelado de los afectos del individuo y, de ese modo, lo habrían llevado a una mayor moderación y control de sus inclinaciones e impulsos. Pero si dejamos de lado el hecho de que no podemos saber si la diferencia entre el comportamiento de Barrios y el de Ubico no se debía simplemente a sus distintos caracteres, la imagen esbozada por la teoría de la civilización resulta demasiado simplificada. Pues los «aparatos» no siempre mitigan (como se comprueba a lo largo de la historia europea del siglo xx) la disposición a la violencia de los actores estatales, sino que en ocasiones más bien la promovieron y, como sabemos, posibilitaron su ampliación, lo que condujo a la violencia a dimensiones hasta entonces desconocidas. También en tiempos del terrorismo de Estado en América Latina aumentó entre los miembros de las fuerzas de seguridad la disposición a ejercer la violencia al borde o fuera de la legalidad, por lo que la violencia podía extenderse y volverse más arbitraria que antes. En ello no siempre se puede distinguir claramente si en la ejecución de la violencia en el terrorismo de Estado eran especialmente activas instituciones enteras o individuos de tipo «lobo solitario» (Huggins/ Haritos-Fatouros 1998), que actuaban en la sombra de la impunidad para cometer actos de violencia ilegales contra los «subversivos». Si examinamos la literatura sobre el tema, la zona centroamericana y el Cono Sur se revelan como los centros del terrorismo de Estado en América Latina, entre otras razones, porque la guerra interna que tuvo

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lugar en el terrorismo de Estado de Perú ha sido relativamente poco estudiada hasta hoy. Ambas regiones representan, a la vez, dos formas distintas de terrorismo de Estado: una, en América Central, sobre todo en Guatemala, que surgió en una guerra interna y se dirigió, en gran medida, contra las poblaciones indígenas; la otra, en Argentina, Chile y Uruguay, en que la represión estatal institucionalizada se concentró en las ciudades y en los actores de círculos obreros y sindicalistas y del ambiente estudiantil especialmente sospechosos para el Estado. Esta diferencia también impregnó el tratamiento científico del tema, que en la región centroamericana presenta estrechas conexiones con la investigación sobre el genocidio (cf. Sanford 2003), mientras que en América del Sur, especialmente en Argentina, la psicología individual y la psicotraumatología asumen un papel de importancia considerable en la investigación (cf. Robben 2005). Sin embargo, esto no se debe únicamente a la propia historia. En Argentina existía desde principios del siglo xx, en sectores de la población que se veían a sí mismos como burgueses, un fuerte interés por la psicología; de hecho, Buenos Aires se consideró durante mucho tiempo «capital mundial» (France 1998: 44) del psicoanálisis. Al parecer, esto tuvo influencia en que allí la ciencia se interesara más por el destino del individuo en el terrorismo de Estado de lo que sucedía en el altiplano centroamericano con respecto a las zonas de asentamientos indígenas, donde se trataba como víctimas de la violencia a grupos étnicos, y no a individuos. El Estado civilizado adquirió la capacidad de ejercer la violencia de forma calculadora o, en cambio, de ocultarla y así disfrazar la naturaleza de su violencia ante sus observadores. Mediante esta capacidad de hacer ver o, por el contrario, esconder la violencia del modo en que quisiera, el Estado creó nuevas topografías del conocimiento sobre la violencia. En Chile, por ejemplo, la violencia ilegal del Estado fue exhibida sin tapujos, mientras que en Argentina se ocultó a los ojos de los observadores en espacios aislados. «Unlike the Chilean case, there [en Argentina] was no curfew, uniformed soldiers were not photographed rounding up or executing people, and most of the bodies were never seen» (Wright 2007: 228). Especialmente allá donde prohibió ver la violencia, el terrorismo de Estado siguió operaciones formales de demarcación y aislamiento. Abram de Swaan (2000) resume en el concepto de encapsulación estas formas de organización de la violencia, que hallamos de modo

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especialmente elaborado en el terrorismo de Estado argentino. La encapsulación oculta la violencia a miradas ajenas. Mediante un «estricto aislamiento» (Swaan 2000: 197) crea espacios de aplicación más limitada y controlada de la violencia, donde quienes la ejercían generaban una sensación de omnipotencia y abolían la empatía con el otro y las consideraciones morales sobre sus propios actos (cf. Swaan 2000). El acto de violencia se deshace de los límites en la medida en que el espacio en que se comete se estrecha y se aísla. Como forma de orden de la violencia, la encapsulación es una operación de «aislamiento» (Swaan 2000: 197) que corresponde a las de separación y apartamiento y que, así, encaja con el patrón de las operaciones antinómadas que el Estado aplicó para disolver las relaciones de violencia segmentarias y terminar con la Staatsferne. En estos aislamientos se basaron, por emplear un concepto acuñado por Hannah Arendt, los laboratorios de la violencia. Cierto es que en el terrorismo de Estado en América Latina no se dieron sucesiones de ensayos de actos de violencia, como sucedió, por ejemplo, en los campos de concentración nacionalsocialistas. Sin embargo, puesto que en el terrorismo de Estado la violencia se llevó a cabo en espacios aislados bajo supervisión científica, concretamente médica, también poseía un componente experimental que parece justificar el empleo del concepto de laboratorio. Además del laboratorio, nos encontramos el aislamiento de espacios en los que se organizaba la violencia, sobre todo en la construcción de reducciones o campos de detención. Esta práctica se había extendido en el siglo xix en las guerras coloniales de África y en el establecimiento de reservas en EE.UU. En la era de la modernidad llegó también a América Latina; el ejército argentino transportó a los supervivientes de sus campañas militares contra los cacicazgos en la década de 1880 a una reducción en la isla Martín García, ubicada en la desembocadura del Río de la Plata. Otros fueron empleados como mano de obra en las plantaciones de caña de azúcar de la provincia de Tucumán, mientras que los niños fueron repartidos entre familias establecidas en la ciudad por la Sociedad de Beneficencia, que estaba en manos de las mujeres de la clase alta urbana de Buenos Aires (cf. Alimonda/Ferguson 2004: 20). En las guerras de independencia de Cuba, a finales del siglo xix, se produjo una construcción masiva de campos de reconcentración, a los que el Gobierno español ordenó el

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traslado forzoso de la población civil para impedir que apoyara a sus enemigos. En total se levantaron unos ochenta centros de traslado; se trataba de ciudades y pueblos fortificados con vigilancia en la entrada y de asentamientos protegidos junto a haciendas o bases militares a los que fueron conducidas unas cuatrocientas mil personas (cf. Stucki 2012). La combinación entre los traslados forzados y la construcción de campos también fue entendida por sus contemporáneos como una medida de «aislamiento» (Stucki 2012: 145). Las operaciones de aislamiento de la organización de la violencia tal como se manifestaban en forma de campos (clandestinos) de detención y en la construcción de laboratorios de violencia, formaban parte de redes internacionales en que los expertos intercambiaban su conocimiento sobre la violencia más allá de las fronteras nacionales y donde los gobiernos y las fuerzas de seguridad se asesoraban sobre la organización de la violencia. Pero, al margen de esto, en América Latina tales operaciones de aislamiento también poseían una historia local: allí eran especialmente idóneas para disolver las estructuras rizomáticas. Mediante el aislamiento y la encapsulación, el Estado obtenía una visión de conjunto de la violencia y, a la vez, trataba de controlar la información visual sobre ella que entraba en circulación. En este sentido, la encapsulación de un espacio que se implementó en el terrorismo de Estado representó la máxima expresión de la organización de la violencia estatal o, tal como refiere Clastres, civilizada, de la historia de América Latina. Sin embargo, al mismo tiempo, el aislamiento de un espacio de la violencia delimitado en que el Estado era omnipotente también suponía un indicio de que el Estado no era capaz, como hasta entonces, de gestionar una organización de la violencia general y completa que llegara a todos los espacios de las relaciones sociales de forma permanente y vinculante para todos los actores. La encapsulación en el terrorismo de Estado generó «islas» de violencia controlada por el propio Estado (Swaan 2000: 200), nada más. En este sentido, sin embargo, el terrorismo de Estado en el que este se civilizaba, de acuerdo con el concepto de Clastres, también era un signo de las nuevas fricciones en las relaciones de violencia producidas en la era de la modernidad en América Latina. Tal vez, aunque no lo sabemos, fue una consecuencia de la historia de la Staatsferne. Al menos podría ayudar a explicar por qué, en la organización de la violencia, el Estado civilizado en América Latina, a pesar de todos

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los excesos que se dieron en el terrorismo de Estado, no desarrolló una voluntad de exterminio equivalente a la que se dio en la era de la modernidad europea. 5 . 5 . E x p e r tos La historia europea evidencia que la construcción de las naciones fue un proceso lleno de violencia. En el siglo xix estuvo acompañado por el surgimiento de nacionalismos políticos con un fuerte poder de movilización. De ello se derivó la formación de nacionalismos étnicos en las que la demarcación étnica y los símbolos de comunitarización social étnica relacionados con esta se convirtieron en un criterio decisivo o incluso en el único criterio para la nación que se había creado o que se estaba creando. Estos nacionalismos de base étnica abarcaron desde la conservación, al principio más bien pacífica, de las características culturales en las pequeñas naciones de Europa, pasando por movimientos regionales que se constituían a pertir de rasgos étnicos, hasta formas de violencia etnonacional (cf. Hobsbawm 1996). En comparación, las «diferencias étnicas más evidentes» en América Latina desempeñaron en la «génesis del nacionalismo moderno un papel bastante irrelevante» (Hobsbawm 1996: 82). Cabe mencionarlo como algo destacado, puesto que la mezcolanza demográfica existente habría hecho esperar, al menos, la posibilidad de un estallido de conflictos violentos étnicos. Sin embargo, el hecho es que la aplicación de violencia étnica en América Latina desde principios del siglo xix se dio, descontando unas pocas excepciones, a un nivel más bien bajo o, como máximo, mediano. Un motivo de ello fue la falta de etnizaciones de la nación, porque el factor de la etnicidad y sus marcadores culturales característicos como el idioma o la religión no representaban un medio apto para diferenciar a las nuevas naciones respecto a los españoles u otros pueblos a principios del siglo xix. En cambio, las naciones se aglutinaron en torno a la figura del ciudadano, que desde el punto de vista jurídico también englobaba a la población indígena. En este sentido, en América Latina hallamos una lógica distinta a la del caso europeo, donde a menudo se forzaron las etnizaciones durante la construcción nacional; en cambio, en América Latina el discurso nacional fue desetnizado precisamente porque allí el

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sentido y la sensibilidad de las élites políticas ante las diferencias internas de la nación en cuanto a etnias, razas o culturas eran especialmente grandes. La otra causa de la etnización más bien esporádica y, a fin de cuentas, menos efectiva de las relaciones de violencia en América Latina debe buscarse en la difusión de los sentimientos de comunidad particulares. En general, en América Latina hallamos en el siglo xix, en el momento culminante de la construcción nacional, un auge de identidades locales. Este fue el caso no solo en cuanto a los españoles y criollos (que en el movimiento independentista partieron de una «patria chica» que, a menudo, no comprendía más que una ciudad y sus alrededores), sino también en cuanto a las poblaciones indígenas, ya de por sí sospechosas de ser especialmente étnicas. Sin embargo, en el altiplano de América Central o México la principal magnitud de referencia para la formación de grupos no era un espacio cultural, un grupo lingüístico ni un sentido de pertenencia basado en la región de origen (América, África, Europa). Más bien predominaban pequeñas identidades que, por norma general, tenían un origen comunal y no preveían ningún tipo de comunitarización suprarregional. El antropólogo Sol Tax fue el primero en apuntar, en el año 1937, en la revista American Anthropologist, al marco comunal de la identidad indígena que, huelga decirlo, favorecía tanto la Staatsferne como el establecimiento de relaciones de violencia segmentaria. En cualquier caso, para conseguir la etnización fueron necesarios esfuerzos especiales; sobre todo se requirió, por lo general, de mentores que introdujeron identidades étnicas ajenas en los mundos de vida locales y las presentaron como ventajosas. Entre estos mentores se cuentan diversas figuras. Podían ser transfronterizos culturales como José M. Leyva, de Sonora, que nació en 1837 en el seno del pueblo yaqui y se movió entre distintas culturas y lugares desde temprana edad. A los doce años se marchó con su padre a California siguiendo la fiebre del oro. A su regreso se alistó en el ejército mexicano, donde desarrolló una notable carrera hasta que en la década de 1870 volvió a ponerse del lado de los yaquis y los lideró en la guerra contra el Estado (cf. Hu-Dehart 1984: 97). En cambio, en la guerra de castas de Yucatán fueron los mestizos los primeros en impulsar la etnización entre las poblaciones mayas. Los cruzoob de Yucatán vivían en partidas que eran vínculos suprafamiliares, pero de parentesco.

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Los mestizos, habitualmente soldados desertores, tenían una función articuladora entre las distintas partidas y por esa razón algunos de ellos se convirtieron en los principales líderes de los cruzoob en la guerra (cf. Bracamonte y Sosa 1994: 120). De ese modo, desempeñaron un papel determinante en la generación de una identidad general entre los cruzoob que la ciencia describe hoy como étnica. Sin embargo, la figura más importante que, a semejanza de los mediadores anteriores, poseía un conocimiento que transcendía el mundo de vida local y que por eso estaba en disposición de integrar las relaciones de violencia en nuevos juegos de lengua pasó a ser la del intelectual en la era de la modernidad (cf. Palma Behnke/Riekenberg 2013). Más allá de la capacidad de leer, el intelectual no tenía nada en común con el letrado de la época colonial que había estudiado la carrera de Derecho y a menudo, desde los tiempos de la política reformista borbónica, también había desarrollado una carrera militar en las milicias. La principal característica del intelectual en el ámbito de las relaciones de violencia era que vinculaba la ciencia, o al menos su teoría, con la violencia y aplicaba, dentro de lo posible, la racionalidad científica al establecimiento de la violencia. Mediante sus juegos de lengua y su contribución a la organización de la violencia los intelectuales contribuyeron de forma considerable a eliminar actores de la violencia de las relaciones tradicionales a nivel local y de aislamientos espaciales y sociales y a vincularlos, mediante un nuevo tipo de lealtad, a un compromiso hacia una idea general y universalmente válida. Sobre todo generaron una disposición de motivación ideológica hacia una gran violencia que era incompatible con la contracción segmentaria típica de la pequeña violencia. En este caso, el concepto de ideología no debería entenderse más que como la certidumbre de servir a una idea política que exige una validez general más allá del mundo de vida local y parte de una idea exacta de un orden futuro, aún por establecer, vinculante para todas las personas. Además, la mayoría de los intelectuales se orientaron hacia el Estado, aunque lo combatieran y quisieran reemplazarlo por un Estado mejor. En cualquier caso, la Staatsferne resultaba ajena a la mayoría de los intelectuales y era rechazada por ellos. Nos acercaremos a una carrera intelectual, la de Ricardo Feijóo Reina. Esta resulta de especial interés para los propósitos del presente libro, porque Feijóo Reina procedía de la provincia de Chachapoyas,

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que, como ya hemos apuntado en páginas anteriores, representó un refugio de las relaciones de violencia segmentarias en el altiplano peruano hasta bien entrado los años treinta del siglo xx. A pesar de que Feijóo Reina provenía de una familia adinerada, sus padres no se contaban entre los cuatro o cinco clanes familiares poderosos de Chachapoyas que se disputaban el control político de la provincia y que libraron entre sí una guerra tras otra. Puesto que no veía ninguna posibilidad cierta de progresar en su tierra (Nugent 1997: 179), Feijóo Reina se marchó en el año 1919 a Lima, donde estudió Derecho en la Universidad de San Marcos. Allí ingresó en una organización estudiantil que simpatizaba con la APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana) y desde 1926 fue coeditor de la publicación Amazonas, lectura habitual de estudiantes y miembros de la clase media urbana limeña. David Nugent (1997: 179) considera a Ricardo Feijóo Reina, de acuerdo con la terminología de Antonio Gramsci, quien trazó una tipología de intelectuales en sus Cuadernos de la cárcel, un típico intelectual «orgánico» de origen provincial. Por eso Feijóo Reina nunca renunció a sus vínculos con Chachapoyas. Todo lo contrario: buscó establecer contacto con los grandes clanes familiares que volvían a estar en inferioridad respecto a sus rivales en la provincia y quedaban excluidos del poder y les prestó su voz en el periódico Amazonas. El lenguaje empleado era el de los teóricos de la evolución (cf. Nugent 1997: 263): a ojos de Feijóo Reina, la violencia debía servir para impulsar una evolución a semejanza de las leyes de la física. Cuando se produjo el golpe de Estado en Lima que acabó con el gobierno de Augusto B. Leguía, en 1930, Feijóo Reina supo aprovechar el momento. Envió un telegrama en el que hacía un llamamiento a derrocar a los «viejos tiranos» de Chachapoyas. Una alianza de clanes familiares, estudiantes del Colegio Nacional de Chachapoyas y miembros de la APRA se alzó en armas y consiguió arrebatar el control de la prefectura a las familias que hasta entonces habían gobernado y que huyeron a sus propiedades rurales (cf. Nugent 1997: 261). Así, la historia de Feijóo Reinas ilustra de qué modo una carrera intelectual llevó, mediante nuevas formas de organización y juegos de lengua y una alianza política de distintos actores sociales, a diluir el orden segmentario. Aun así, no pudo realizarse por completo, dado que las familias perdedoras en este conflicto se retiraron a sus propiedades y desde allí amenazaron al nuevo Gobierno de Lima con la separación

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de algunas partes de la provincia. Así, las antiguas relaciones de violencia segmentarias siguieron existiendo, aunque bajo una forma distinta, en el secesionismo político. Los intelectuales ejercieron su mayor influencia como intérpretes de la violencia (este nivel no volvió a alcanzarse hasta los movimientos de la guerrilla de la tercera oleada, de acuerdo con Rapoport, a finales de la era de la modernidad, es decir, en torno a la década de 1960) durante la Revolución mexicana, cuya fase de guerra abierta tuvo lugar entre 1910 y 1920, antes de dispersarse en numerosos conflictos internos de tipo local o regional. Las causas fueron el establecimiento de un nuevo orden político, la reforma agraria y el empeño del Estado posrevolucionario en alcanzar la «hegemonía cultural» del pueblo frente a la Iglesia y frente a la jerarquía tradicional por edad (cf. Purnell 1999: 12). La consecuencia fue la aparición de conflictos violentos en los pueblos entre los seguidores y beneficiarios del nuevo orden revolucionario y sus oponentes. La violencia se convirtió en un recurso sólido del conflicto político en el Estado posrevolucionario. Puesto que también fue una «revolución cultural» (Bantjes 2006), la Revolución mexicana representó un periodo favorable para la génesis de intelectuales. Como el lenguaje político cambió, se combatió la religión y se generaron nuevas ideas en la sociedad y la cultura, las personas necesitaban portavoces que las ayudasen a interpretar y utilizar los nuevos signos y juegos de lengua de la época. Los intelectuales dominaban un lenguaje que la gente de los pueblos solo conocía de oídas. Esta fue la condición previa que permitió la génesis de un tipo especial de intelectual local que, a diferencia del intelectual de los salones de las metrópolis europeas, debía conocer tanto la cultura política de la revolución como la economía moral de los pueblos y ser capaz de unir ambas. A menudo obtuvo las competencias necesarias para ello en la migración: jornaleros de los pueblos del altiplano mexicano que, durante sus estancias temporales en Estados Unidos, entraron en contacto con las ideas revolucionarias y organizaciones anarquistas y, al regresar a sus pueblos de origen en la época de la Revolución, desempeñaron allí el papel de portadores de nuevos mensajes. A diferencia de lo que sucedía en la ciudad, la autoridad de este tipo de intelectuales se basaba en que eran de origen local, estaban familiarizados con la cultura del pueblo y eran bilingües, es decir, además del español hablaban un idioma indígena (cf. Mallon 1998; Palma Behnke/Riekenberg 2013).

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5. La «era de la modernidad»

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El antropólogo Paul Friedrich (1970: 58) describió esta figura del intelectual ligado al pueblo como «revolucionario indígena»; en los juegos de lengua de la época fueron referidos como revolucionarios y, en raros casos, incluso como bolcheviques. En la literatura está muy extendida la opinión de que los intelectuales no suelen prestarse a ejercer la violencia con sus propias manos (cf. Waldmann 2004: 254), sino que su función en el desarrollo de la violencia tiene más que ver con el trabajo organizativo y con la legitimación y la propagación de la violencia. Sin embargo, los intelectuales locales del altiplano mexicano que estaban dispuestos a impulsar la revolución y a imponerse ante sus enemigos, a los que llamaban católicos, poseían una «voluntad de aplicar la violencia» (Boyer 2003: 122). Y de hecho, se vieron obligados a ejercerla si en el pueblo con la cultura somática que lo caracterizaba querían ganarse el respeto y la autoridad o a veces, simplemente, querían sobrevivir. A los intelectuales les correspondió un papel clave en la acumulación de recursos de la violencia modernos tanto simbólicos como materiales. Sin embargo, para poner en práctica sus ideas de violencia de base científica, requerían de aliados o simplemente, cómplices. Los hallaron sobre todo en el ejército, en los círculos de los oficiales jóvenes, así como en las organizaciones sindicales y en los colectivos de trabajadores. La joven alianza entre intelectuales, militares y representantes sindicales que surgió en la década de 1920 se extendió como un hilo conductor a lo largo de la era de la modernidad latinoamericana. La encontramos en el aprismo peruano y el peronismo argentino, hasta en la revolución boliviana de 1952. A pesar de algunas diferencias, todos estos movimientos políticos tenían en común el hecho de que tenían aspiraciones nacionalistas —lo que se corresponde con la clasificación de Rapoport de la «segunda oleada»— y trataban de que el significado de la violencia transcendiera los contextos locales. También creían en el Estado. En este punto se encuentra su contribución más importante a la disolución de las relaciones de violencia segmentaria y a la deslegitimación de la Staatsferne. Esta alianza de intelectuales con otros grupos generó nuevos sincretismos y, por lo tanto, no estuvo exenta de malentendidos. Cuando las utopías revolucionarias de la violencia que asesores de la Internacional Comunista llevaron a América Latina (cf. Spenser 2011) se mezclaron con las solidaridades étnicas y las economías morales, los distintos actores de la violencia dejaron de entenderse. Sucedió,

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entre otros lugares, en el aplastamiento del levantamiento campesino salvadoreño conocido como la Matanza de 1932, cuando líderes sindicales comunistas, con la colaboración de «mentores» bilingües y mediante la «promesa de la revolución proletaria», trataron de continuar los mundos de la representación milenarios para conseguir que los indios del país se sumaran al levantamiento contra el Gobierno (cf. Suter 1996: 401). Intelectuales y poblaciones rurales y étnicas convergieron aquí en la movilización de la violencia, al mismo tiempo que se producían malentendidos y equívocos. Las personas no consiguieron entenderse. Solo se reencontraron en la violencia.

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6. Narración

6 . 1 . Ay e r En el presente libro hemos trabajado con un concepto de violencia somática. Sin embargo, la violencia se relata. En caso contrario, no tendría significado Y puesto que la violencia física representa un proceso de contracción no entraría en relación con el poder, la sociedad o el Estado. No es sino en la narración donde, de una «vivencia desconcertante, confusa, peligrosa», como suele ser el acto de violencia, surge una historia con sentido (Bendix 1996: 170) y el acto de la violencia pasa de la experiencia directa a ocupar una dimensión temporal más larga. Las vivencias terminan cuajando en estructuras. Por esa razón no podemos hablar de violencia sin tomar en cuenta su narración. Al ocuparnos de la narración de la violencia en la historia de América Latina, es imprescindible revisar el papel que desempeñó la mujer. Se trata de un papel complejo, puesto que las mujeres no solo relataron la violencia, sino que también eran objeto de la violencia masculina o incluso la ejercieron, aunque probablemente en menor medida que los hombres. Sin embargo, en el relato de la violencia la mujer tenía importancia principalmente como narradora. En los estudios literarios se debate si existe un «women’s language» de la narración (cf. Lanser 1992), es decir, un modo de narrar especialmente emocional que fuese propio de la naturaleza de la mujer y que la habría predestinado a narrar la violencia. Queda claro de que se trata de un mero estereotipo.

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Entonces, ¿de qué otro modo se puede explicar la significación de la mujer como narradora de la violencia? Probablemente un motivo era que las mujeres solían acompañar a las comunidades de violencia masculinas y por eso eran especialmente adecuadas para desempeñar el papel de observadoras de la violencia, no solo en el caso de comunidades fugitivas o bandas que, por norma general, parecían comunidades nómadas de hombres, mujeres y niños, sino también en el caso del ejército regular. De este modo, se calcula que en las campañas del ejército argentino contra los cacicazgos de la Pampa que se llevaron a cabo en los años 1879 y 1880, junto a los seis mil soldados habrían participado unas dos mil mujeres. El ingeniero francés Alfred Ebelot, que acompañó entonces a las tropas como parte del «cuerpo científico», escribió que el Estado y, en concreto, los altos cargos del ejército apoyaban y fomentaban esta «necesidad». Argumentaba que la presencia de mujeres era necesaria para mantener la logística de la tropa y para educar a los niños. Un regimiento sin acompañamiento de mujeres, según Ebelard, «se ahogaría en el aburrimiento y la suciedad», los hombres desertarían y las tropas terminarían por perder la moral. Además, Ebelot indicaba explícitamente que se trataba de mujeres decentes y no prostitutas o mujeres de la calle (cf. Alimonda/Ferguson 2012:12). Aun así, era habitual que los soldados raptaran mujeres y las obligaran a ponerse al servicio del ejército (cf. Alimonda/Ferguson 2012: 13). Sin embargo, para comprender la función de la mujer en el proceso de narración de la violencia es todavía más importante el simbolismo que entrañaba la figura femenina. A pesar de algunas diferencias, en todos los grupos de población y capas sociales la mujer tenía una fuerte significación religiosa. El ejemplo más conocido es la Virgen de Guadalupe, patrona de México. El culto a la Virgen de Guadalupe en México y otros cultos marianos locales en América Latina se emplearon en la organización de la violencia para establecer un espacio de representación simbólica en que la mujer es misericordiosa con el acto pecador (cf. Brading 2002; Hall 2004). La violencia cometida por el hombre constituye un acto pecaminoso; por eso, a quien la comete solo le queda tener esperanza en la compasión y el perdón de María. María es la figura de la madre piadosa y, en ese sentido, en el imaginario masculino la mujer constituye la figura permisiva que, a diferencia del hombre o de un Dios castigador, concede el perdón. Esta función fundamentó la significación de la mujer en la narración de la violencia.

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En las páginas que siguen examinaremos distintas figuras de la narración de la violencia. Para ello, empezaremos con un ejemplo de la provincia de Chumbivilcas, en el sur de Perú. De modo similar a Chachapoyas o Hualgayoc en el norte del país, también Chumbivilcas, donde algunas familias poderosas gobernaban desde siempre como gamonales o jefes políticos, se considera hasta hoy una región con una tradición de violencia especialmente fuerte (cf. Poole 1994). Esta violencia se escenifica de forma teatral y se centra en cultos masculinos, aunque hoy en día se realiza de forma sublimada: en el centro están el toreo y la figura del qorilazo, el torero, en lugar del acto sangriento dirigido directamente contra las personas. El origen de los relatos actuales de la violencia en Chumbivilcas se remonta a la aparición de la figura local de poder clientelar y estructura de parentesco en el siglo xix. En las relaciones de violencia segmentaria de la época, como ya hemos explicado, los clanes familiares y sus bandas armadas se convirtieron en los verdaderos señores del altiplano. La violencia de las bandas se escenificaba en actos de brutalidad representada, lo que Deborah Poole (1994) atribuye a que, en el entorno local de la sociedad rural y de lo que aquí se describe como cultura somática, la reproducción del poder dependía de la visibilidad y la corporeidad de la exhibición pública del acto violento. Como en otros lugares, también en Chumbivilcas las bandas actuaban como poder estatal una vez que la hegemonía local había sido conquistada por la fuerza y las asociaciones familiares rivales y sus bandas habían sido derrotadas. Los poderosos cabezas de familia y líderes de las bandas, que a finales del siglo xix aún llevaban a cabo actos de violencia, se retiraron con el paso del tiempo hasta ocupar un segundo plano, lo que, desde la perspectiva de la teoría de la civilización, podemos leer, a su vez, como un proceso civilizador. Se distanciaron del ejercicio personal de la violencia, al menos en la esfera pública, y en cambio se centraron, según explica Deborah Poole, en el desempeño de cargos civiles. A principios del siglo xx regían sus bandas exclusivamente a distancia y dejaron de participar en la violencia directamente, en persona, como venía siendo habitual. Así mismo, dejaron de exigir a sus vástagos que tomaran parte en la violencia y, en cambio, empezaron a enviar a sus hijos y, más, tarde, también a sus hijas, a escuelas y universidades de la provincia o, como hemos visto en el ejemplo de Ricardo Feijóo Reina, a Lima, por lo que a partir del entorno del gamonalismo surgió

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la figura local del intelectual, que ya conocemos, denominado aquí intelectual orgánico o de provincia. En lo sucesivo los intelectuales de provincia y los maestros de escuelas rurales integraron en Chumbivilcas, como en otras zonas del altiplano peruano, la infraestructura necesaria para transformar en folklore la violencia de las bandas en la que sus padres y abuelos aún habían intervenido de forma directa. Los intelectuales de provincia mezclaron en sus relatos y textos, como escribe Deborah Poole (1994), las imágenes heredadas de la violencia, el lenguaje de la fuerza masculina y las reminiscencias nostálgicas de la vida de la población ganadera, campesina e indígena en el altiplano. Así, surgió la imagen de una cultura regional que se dirigía contra el Estado como forastero y en su lugar creó sus propias tradiciones locales, entre las que se contaba la práctica del toreo como expresión del valor masculino y como signo del enfrentamiento del ser humano a una naturaleza implacable. En suma, todo esto dio origen al mito del chumbivilcano valiente, aguerrido e indomable que a día de hoy sigue circulando en la cultura local y aún se reproduce y celebra en la prensa suprarregional. En el entorno de la Staatsferne, en culturas somáticas, las mujeres también son portadoras de símbolos y mensajeras de la violencia. Para explicarlo, revisaremos unos episodios de la violencia que sucedieron en la guerra constitucionalista de Nicaragua en los años 1926 y 1927 (cf. Schroeder 1996). En el norte del país, en la zona fronteriza con Honduras, se formaron entonces bandas políticas de soldados que no querían o no podían regresar a la vida civil. Estas bandas, de modo similar a las del altiplano peruano, si bien organizadas, al parecer, de forma autónoma, fueron utilizadas por las familias influyentes de la región para eliminar a rivales y adversarios. Esta violencia ocurría en las zonas rurales y se dirigía contra la población que allí habitaba. Las bandas desplegaban un considerable espectáculo de la violencia. Una de las de peor fama que aparecieron entonces era, como describe Schroeder (1996), la llamada banda Hernández, que escenificaba el acto de violencia como una representación, a modo de espectáculo teatral. En los pueblos o granjas que las bandas asaltaban, la gente era torturada o asesinada a machetazos ante la vista de otras personas, mientras otros miembros de la banda tocaban el acordeón y bailaban. Esta forma de ejercicio de la violencia admite distintas interpretaciones. Mediante la teoría de Victor Turner hemos visto que lo bufonesco

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o lo carnavalesco puede ser parte o expresión de una violencia que sucedía en la frontera simbólica del orden o lo abandonaba por un momento. Al parecer, esta vivencia de una violencia liminar no era poco habitual. El combate y la guerra constituían experiencias conmovedoras que se relacionaban con emociones intensas. Los soldados vivían la guerra, según escribe Alejandro Rabinovich (2013: 155), como una gran fiesta; como en un carnaval, el combate ofrecía la oportunidad de «derrocar» completamente el orden por un momento y olvidarlo todo. Por eso, la batalla no habría sido únicamente una vivencia cruel, sino también un espectáculo excitante. Es posible que en la violencia de la banda Hernández encontremos el mismo patrón y la excitación propia del ser humano ante la violencia, aunque el estado de las fuentes no permite concluirlo claramente. La influencia de las culturas somáticas también tuvo un papel: en los acontecimientos que describe Michael Schroeder (1996) tanto el ejecutor como la víctima de la violencia procedían de un entorno social ignorante de la lectura y la escritura, por lo que también basaron el simbolismo de la violencia en la oralidad y la visualidad, no en la textualidad. La significación de la violencia se generaba y se mostraba en secuencias dramáticas y acciones especialmente físicas. En ello encontramos la preponderancia de una cultura dirigida hacia la corporeidad de la comunicación y la memoria, típica de comunidades rurales analfabetas en el entorno de la Staatsferne. Por esta razón, la violencia de las bandas y su pavoroso espectáculo eran públicos, no secretos ni escondidos, para crear narradores que dieran noticia de ellos. En el caso de la banda Hernández, estos narradores eran las mujeres que tenían que ver cómo sus maridos o hijos eran despedazados al son de un acordeón o cómo sus cabezas cortadas eran dispuestas sobre la mesa de madera de algún tugurio para, a continuación, forzar a las mujeres a beber alcohol y bailar alrededor a compás de la música. Tales hechos no eran raros: el general irlandés Daniel Florence O’Leary (1970: 69) narró, más de cien años antes, cómo los lanceros venezolanos celebraban rituales de la violencia similares entre la población. En su confluencia de música, baile y muerte, esta violencia se asemejaba a las llamadas danzas macabras que se extendieron en Europa en la época de las grandes epidemias de peste. ¿Se ocultaba también en ella, pues, cierta actitud del ser humano hacia la muerte que posiblemente hacía más fácil el ejercicio de la violencia? ¿Se trataba, en las formas de violencia que aquí nos ocupan, de una «perversa fascinación

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por la muerte», como a veces se encuentra en la literatura, que se «desacraliza» a propósito y con la que se «juega» porque la propia vida se considera banal? (Sánchez 2002: 9) En todo caso, el antropólogo Paul Friedrich (1970) establece tal relación. Tras su investigación en un valle del altiplano mexicano sobre la postura de la población tarasca respecto a la muerte, llegó a la conclusión de que para estas personas, la muerte era un componente familiar de su identidad cultural. Por eso los tarascos trataban a la muerte con ironía (Friedrich 1970: 76, 139); de este modo, se le despojaba de parte de su horror y la violencia, consecuentemente, se vivía y se ejercía casi como un juego. En América Latina no es raro que se atribuyan a la muerte elementos irónicos y carnavalescos, lo que se refleja especialmente pronunciado en el Día de Muertos, que se celebra todos los años en México. Ese día, a modo de fiesta popular, la muerte es agasajada como «invitada ilustre» (Westheim 1987: 127). Claudio Lomnitz escribe (2005: 19) que en México surgió una «alegre familiaridad» con la muerte, un «juego exagerado con lo macabro, conocido del catolicismo medieval». Paul Westheim atribuye a formas de vida prehispánicas el origen de esta «mentalidad» de la muerte, como él la llama, que persiste en México hasta la actualidad. Según Westheim, el elemento vinculante de la intimidad con la muerte se encuentra en que en la religión mexicana precolombina la muerte no tenía nada «aterrador», sino que se consideraba «una señal alentadora» (Westheim 1987: 46). De ello surgió una «actitud específicamente mexicana» respecto a la vida y la muerte (Westheim 1987: 126) que perdura aún hoy. Sin embargo, esto no es cierto. En opinión de Claudio Lomnitz (2005: 43), fue la Revolución mexicana la que originó el culto a los muertos en México. A principios del siglo xx, en el Estado posrevolucionario, los intelectuales retomaron el discurso de la victimización de la cultura mexicana precolombina y lo convirtieron en un puntal de la identidad nacional de México. Por consiguiente, el culto mexicano a los muertos con sus rasgos carnavalescos es una creación de principios del siglo xx y no fruto de un continuum originado en tiempos prehispánicos. No es un elemento de una cultura popular de tradiciones inquebrantables, sino una creación de utopías de violencia y fantasías de muerte modernas y revolucionarias; a fin de cuentas, una veneración del acto de matar y morir de motivaciones políticas.

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6 . 2 . H oy Este libro trata sobre la violencia en la Staatsferne. Quien describe la violencia habla sobre personas y mentalidades, sobre rituales, tabúes y sus heridas, sobre instituciones y sobre muchas otras cosas; en caso contrario, lo narrado se queda en un suceso vacío sin importancia. Pero además, quien describe la violencia va más allá, puesto que al mismo tiempo habla sobre sí mismo y sobre las sensaciones que la visión de la violencia provoca en su fuero interno. Por eso el modo en que interpretamos las imágenes, leemos las fuentes y contamos las historias está relacionado, como el antropólogo Eric J. Wolf (1998: 260) formuló con gran acierto, con «cuidarnos a nosotros mismos». Es decir, también debemos hablar sobre nosotros mismos cuando escribimos sobre la violencia. Sin embargo, si tomamos textos científicos de sociología o historia sobre la violencia, apenas reflejan este punto de vista. Lo que sentimos al vernos confrontados con la violencia y lo que significa para nosotros su imagen parecen carecer de importancia para el método científico. Los sociólogos o historiadores tienden a escribir sobre la violencia como si esta formase parte de un mundo distinto al suyo. Lo mismo se puede decir de la escritura empática, que se jacta de compasiva, ya que solo podemos sentir empatía por algo ajeno al yo. La violencia nos sigue resultando ajena. Pocas cosas nos resultan tan ajenas como una violencia que no consideramos que nos corresponda. La utilidad de esta postura para la ciencia es evidente. La violencia es ambigua; solo al describirla desde fuera y clasificarla mediante conceptos, comparaciones o estadísticas logramos hallar en ella un orden que no habría sin esta distancia en nuestra mirada. Pero, ¿qué queda fuera de nuestra comprensión si estudiamos la violencia con una reducción selectiva de nuestros sentimientos para mantenerla alejada de nosotros? Uno de los primeros que se plantearon esta cuestión fue el filósofo y sociólogo francés Georges Bataille (cf. Riekenberg 2014). Para Bataille era impensable que las personas pudieran hablar sobre la violencia desde una perspectiva distante. Cuando Bataille hablaba de la violencia no tenía ante los ojos una violencia liviana, sino una violencia terrible que hizo tambalearse los fundamentos de la humanidad. Bataille partía de que esta violencia terrible estaba vinculada a una «excitación anónima» generada por el miedo que emana de la violencia. Sin embargo,

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esta excitación no solo cimienta, a ojos de Bataille, la relación entre el verdugo y su víctima, sino que se extiende también a quien contempla y narra la violencia. De acuerdo con Bataille, esto se debe a que en la violencia nos encontramos con nosotros mismos: «La violencia no nos asombraría tanto si no supiéramos, si no fuéramos por lo menos un poco conscientes de que nos puede llevar a lo peor» (Bataille 1994: 64). En el espejo de la violencia, los seres humanos presienten sus lados oscuros. Ni siquiera el científico, según Bataille, queda excluido de ello, desde el momento en que es, como formuló en un artículo para Critique, un ser humano vivo, es decir, «temeroso», porque es mortal (Bataille 1950: 83). Puesto que el ser humano no puede hablar desde un punto de vista distante sobre violencia, no existe ningún orden en su narración de la violencia. Esa opinión genera cierta confusión para la ciencia, ya que no solo cuestiona la creencia positivista en el poder de las fuentes (lo que no sería difícil de superar), sino que también cuestiona la convicción constructivista según la cual al narrar creamos un orden en el objeto narrado, y así damos al mundo en el que vivimos la confianza que necesitamos para vivir en él. Confiamos en que al narrar seamos capaces de transformar vivencias desconcertantes y atemorizantes en una historia razonable para devolver el orden a nuestro mundo, que se ve amenazado por la aparición de lo desacostumbrado. Pero Bataille no sentía la fuerza saludable del narrar; no confiaba en el potencial de la lengua de representar la violencia. En cierto modo esto desconcierta al observador, ya que no sabemos cómo podemos hablar sobre una violencia terrible en estas circunstancias. Esta cuestión de cómo hablamos o podemos hablar en la ciencia de manera ordenada sobre la violencia sigue sin tener apenas importancia en la sociología de la violencia en particular. Esto se aplica, en cualquier caso, a los trabajos sobre la violencia en América Latina, la mayoría de los cuales se ubican en el tiempo presente y evitan referirse a la historia. Pero también se puede aplicar a la «nueva» sociología de la violencia, que durante los últimos años ha tenido una notable influencia en la investigación sobre este tema. Debido a que sus protagonistas se creían seguros del tema, solo fue tematizada la violencia misma. En cuanto a la metodología, la «nueva» sociología de la violencia se apoyó en el método de la descripción densa de la antropología cultural, según la cual la violencia debía describirse minuciosamente para así poder

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entenderla. La «descripción densa» (thick description) se convirtió en el método de análisis por excelencia de la «nueva» sociología de la violencia. Sin embargo, en él subyacía un malentendido, ya que en el método de la descripción densa —hay quien pone en duda que se trate realmente de un método— no se trata de una descripción detallada del objeto en sí, sino que más bien busca el tejido de los significados ocultos de la cultura que se expresan en los objetos. Por eso, a lo que podemos observar, en este caso la propia aparición de la violencia, se le da poca importancia; no se considera significativo. Pero, ¿qué ocurre cuando esta impresión externa, supuestamente solo anodina, es tan poderosa y estremecedora que, como escribió Bataille (1985: 36) poniendo como ejemplo la tortura china, no deja indiferente a quien observa la violencia, sino que lo «chamusca»? Bataille esbozó con ello un problema significativo para la sociología de la violencia, porque toca sus basas epistemológicas. Bataille se planteaba las sensaciones del narrador confrontado a la violencia. Pero la identificación de la capacidad de controlar las emociones representa en la ciencia un rito de iniciación. De esto podemos interpretar cómo aprendió la ciencia a tratar los afectos humanos como una expresión de «oscuras» concepciones o cómo, desde un punto de vista genético, los atribuían a los «salvajes» (Cassirer 1949: 36). En la ciencia solo se han tolerado los sentimientos de expresión débil, como la empatía. Norbert Elias llamó civilización a esta convención de la ciencia; aunque no debemos confundir este concepto con el empleado por Pierre Clastres. La civilización, según Elias (1979: 325), no surge de la supresión de las emociones, sino que en lo que se refiere a su fuerza oscila en una «línea media». Hoy en día, en la ciencia ya no queremos prescindir de esta civilización. Sin embargo, al mismo tiempo, suponemos que nuestra capacidad de entendimiento se puede resentir por ello. Así, el historiador francés Alain Corbin (1996: 191), con respecto a la historiografía sobre la guerra civil en el siglo xix en Francia, abriga la sospecha de que sus colegas, «igual que los propios espectadores, fueron atrapados por el horror» cuando leyeron en las fuentes al respecto de la terrible violencia. Por eso habrían renunciado a describir el horror en sus escritos. El resultado es un «discurso pudoroso y sentimental», que llamamos ciencia, sobre la violencia (Corbin 1993: 194). De hecho, conocemos

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suficientes libros científicos en los que se trata la violencia sin que se hable de ella. Hasta ahora, es la antropología la que se ha ocupado más extensamente de este problema. La antropología parece ser más sensible ante el papel de la emoción en la narración de la violencia que otras disciplinas. Esto tiene que ver, supuestamente, con que la antropología, a diferencia de la historiología, no trabaja con fuentes, sino directamente con personas. El trabajo de campo de los etnógrafos, particularmente en espacios abiertos de violencia donde tampoco los científicos están a salvo (cf. Nordstrom/Robben 1995), no es simplemente transferible al trabajo de archivo del historiador, muy sosegado en comparación. Además, a diferencia de los etnólogos, los historiadores no pueden transmitir directamente a su objeto de investigación las sensaciones que les evoca la violencia. En el archivo, el historiador no puede convertirse en un nativo (es una preocupación, que discute la antropología para su disciplina). Sin embargo, las reflexiones de la antropología pueden ser de utilidad para los historiadores. En la antropología se pregunta qué sensaciones se producen en el observador «en el campo» (cf. Avruch 2001). El resultado no siempre es alentador. Michael Taussig, quien ha trabajado sobre la violencia en la región amazónica, levantó ampollas en la ciencia cuando, hace unos años, en The New York Times (edición del 21.04.2001) se reprodujeron sus palabras en las que se confesaba una especie de «yonqui de la violencia» a quien le excita la violencia y quien, por esa razón, añora la violencia en el objeto: «I started becoming a kind of violence junkie. I wanted the material to get wilder and more violent, and I started wondering about that: What is it in me?». Esta confesión es aún más reveladora si se tiene en cuenta que Taussig no solo se considera un pionero en la investigación de la antropología de la violencia, sino, además, una autoridad moral: «Taussig’s work has been compelling to anthropologists who want to write against terror because of his ability to take a principal moral stance against political torture and murder, while maintaining the highest standards of anthropological research» (Sluka 2005: 12). En la cuestión del papel de la emoción a la vista de la violencia, Bataille formuló un problema básico de la sociología de la violencia. Suponía que deberíamos ceder a la excitación que sentimos contemplando la violencia; de otro modo, no podríamos comprenderla. Pero de cara a criterios

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metódicos, esa suposición es problemática. Las emociones fuertes no son la panacea en la materia, sino un indicio de la naturaleza del pensamiento humano. Cierto es que en el afecto o en el éxtasis el ser humano puede tener sensaciones que, de otra manera, no puede experimentar. Si no fuera así, las personas consumirían menos drogas y alcohol. Pero no tiene por qué ser así; igualmente, se puede hablar sobre la violencia con absoluta indiferencia. El psicólogo Alexander Mitscherlich (1983: 337) lo indicó en su diferenciación entre el «placer de la crueldad» saturado afectivamente y el sobrio «trabajo de la crueldad». Por eso no necesitamos empatía para comprender la violencia; podemos comprender por qué un hombre siente odio y rabia o ataca y mata a otro, sin tener que sentir compasión por la víctima o por el verdugo. Podemos mirar la violencia de forma totalmente indiferente y, aun así, comprenderla. Si queremos narrar la violencia, es necesario algo más que la excitación y no podemos renunciar a un trabajo conceptual. Sin embargo, Bataille no confiaba en la capacidad conceptual del lenguaje, sino que consideraba la violencia una forma de comunicación superior a la lengua porque nos abre a lo indescriptible. Esta perspectiva sobre la relación entre la violencia y el lenguaje no nos resulta tan ajena como puede parecer en un principio. En la sociología de la violencia se distinguen dos constelaciones en las cuales la lengua es incapaz de narrar la violencia, ya que permanece callada por la impresión que esta causa. La primera constelación fue descrita por Elaine Scarry (1992: 13) con respecto a la tortura corporal, en que el dolor físico derrota a la lengua. La segunda constelación es el pánico, porque «[...] el pánico les quita a las víctimas de la violencia toda capacidad de dar sentido y significación» (Isaac 1994: 120). La lengua pierde su significado. No obstante, la diferencia es que Bataille, con sus dudas sobre la lengua y su capacidad de narrar la violencia para explicarla, no solo hacía referencia a situaciones limitadas o pasajeras. Para Bataille, en principio, la violencia es más bien lo indecible, porque la excitación intrínseca al acto de la violencia humana no puede ser expresada con palabras. Jean-Paul Sartre rechazó esa crítica a la lengua y su escepticismo inherente respecto a la ciencia y describió a Bataille, en un artículo de 1943, como un «nuevo místico» (cf. Riekenberg 2014: 8). Sin embargo, tal crítica es insuficiente, ya que Bataille no se salió de las normas del trabajo científico. «Sería desatinado», escribió, «violar la normativa de la lógica, que requiere método y sensatez» (Bataille

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1985: 37). Lo que cuestionaba era más bien la suposición de un principio de subjetividad autónoma, que hoy en día caracteriza la identidad propia de las sociedades occidentales y sus ciencias. Es muy revelador que Bataille describiera esta oposición entre el hecho y la lengua como un punto de discrepancia entre la civilización y la barbarie. Por eso, la violencia misma es «muda» y, por ende, una cualidad de la barbarie, ya que esta no domina la lengua de la civilización. La civilización es la única que habla sobre violencia, aunque sin comprenderla, ya que la violencia no le es intrínseca. No es difícil adivinar que Bataille tenía la ciencia en la mente cuando criticaba el «prejuicio» de la lengua civilizada que habla sobre violencia y que también hallamos en nuestras fuentes. Así, un periodista que visitó en el año 1919 las cárceles de la capital peruana escribió posteriormente que la jerga de los presos le había parecido una «lengua de pueblos primitivos» (Aguirre 2005: 167). La violencia, pues, se torna en algo ajeno y la ciencia debe esbozar teorías para explicar qué es lo que su discurso volvió incomprensible. Para Bataille, en este caso se trata de un discurso de la civilización; la violencia misma habla otra lengua. Las personas que ejercen la violencia no se sienten desconcertadas. Se entienden a sí mismas dentro de la violencia, pero no entienden el modo en que se habla de ella porque donde ellas viven esta lengua no tiene importancia. De ese modo, la ciencia que habla sobre la violencia se convierte, con demasiada frecuencia, en un monólogo. Bataille era consciente de este problema y creía que podría esquivarlo mediante la excitación; solo que la excitación no es un correctivo metodológico, como suponía Bataille. Pues, ¿quién nos impide narrar la violencia, que en nuestra excitación nos «chamusca», como escribió Bataille, de forma que de noche soñamos con ella, en términos de dominación y hegemonía? Bataille no da ninguna respuesta a esa pregunta. ¿Deberían por eso los historiadores que escriben sobre la violencia, como los etnógrafos, llevar un diario en el que rindan cuenta de las sensaciones que despiertan en ellos narraciones pasadas de la violencia? ¿Y debería figurar un relato así al término de este libro? Me parece que estaría fuera de lugar. El historiador lee fuentes históricas para comprender acontecimientos pasados. A diferencia del etnólogo, el historiador tiene la ventaja (a menudo, la gracia) de la ausencia del suceso. Pues las fuentes no solo nos conducen hacia la historia,

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sino que al mismo tiempo nos protegen de ella. Como historiadores podemos apartar las fuentes cuya lectura o vista (si se trata de imágenes) nos inquieta para retomarlas más adelante. Podemos repetir este procedimiento con la frecuencia que queramos. La repetición no nos brinda ningún control sobre la fuente, que por eso sigue siendo más importante que su narrador, pero sí nos brinda control sobre las condiciones bajo las cuales queremos entender la fuente. Esto nos ayuda, ya que el modo de leer las fuentes y de narrar la historia depende en gran medida del motivo, ya citado, de «cuidarnos a nosotros mismos» (Wolf 1998: 260). Visto así, la comprensión de la violencia no se ve reducida porque la violencia nos resulta ajena a quienes hablamos de ella, sino porque la ciencia crea una lengua con la que nos mantenemos a distancia de la violencia. Solo de este modo podemos sentirnos científicos. Lo mismo se puede decir con respecto a este libro. Habla de la violencia en Staatsferne en la historia de América Latina. Pero probablemente ninguno de los actores de la violencia mencionados se reconocerían en lo aquí escrito si tuviesen la posibilidad de leer o escuchar a alguien leer este libro.

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