Vida de Fray Servando [2 ed.] 9786077244455, 9786079974770


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Créditos
Índice
Dedicatoria
Agradecimientos
Agradecimientos de la segunda edición
Libro primero | El arte de la predicación (1763-1795)
El apóstol
1. De Santo Tomás al licenciado Borunda
Quetzalcóatl y Tomás
Piedras y claves: egiptología
Borunda, jeroglífico americano
2. La juventud de un predicador
La expulsión de los jesuitas
Linaje, no niñez
La Orden de Santo Domingo
Pontificio, universitario, elocuente y sedicioso
3. 12 de diciembre de 1794
Hechos de Servando
Fray Gerundio, Valeriano y la virgen
Libro segundo | Vida de pícaro (1796-1805)
4. Introducción a la Leyenda Negra
El complejo de liliputiense
Códice extraviado
La cueva de los papirófagos
Ciencia milagrosa
Mier, mierda
5. En la Francia del abate Grégoire
Judíos, monstruos tiernos de Bayona
París bien vale una misa... y un plagio
Retrato perdido de un abate
El párroco de Santo Tomás
Servando y Grégoire en el concilio
6. En busca de Pío VII
El rey que jamás fue príncipe
Crónicas italianas
Recreo con los jesuitas expulsos
La vida por un breve
La comedia del arte conventual
7. Otra temporada en el purgatorio
La ciudad excrementicia
Anacarsis en el pudridero
“Mi historia le pareció una novela, y seguramente fingida...”
El purgatorio de los niños
Versificador de las almas en pena
De la inconveniencia de realizar ejercicios literarios en el convento
La gran fuga
Libro tercero | El prodigio de la historia (1805-1816)
8. Enigma en Lisboa
Cándido en la batalla de Trafalgar
Niño perdido en el Niño-Dios de las naciones
9. El año I de la guerra de España
La zarzuela de los tres reyes
1808 o el carisma de la nación
Servando en combate
Curas y guerrilleros
10. Viaje a las Cortes
La peste en Cádiz
Testigo en las Cortes
La comunidad secreta
11. Juan Sin Tierra en Londres
Semana santa en Sevilla
Dr. Mier and Mr. White
El atardecer de un clérigo
Libro cuarto | La última disputa por el Nuevo Mundo (1816-1820)
12. Historia e Historia
1808 o la intriga del Nuevo Mundo
1810: de la soberanía...
...al derecho divino de los reyes
Servando, el historiador
El doctor Constancio, fantasma
13. La gran aventura (1814-1817)
La huida de los Cien Días
“Irse a Mina”
La expedición a México
Soto la Marina, el fin de la aventura
El tesoro del marqués
La ordalía
14. El proceso (1817-1820)
Expiación del pecado original
Causa formada al Dr. Servando Teresa de Mier
15. De la biblioteca a la obra, el palacio vacío
Fraile en el diván
Inventario de una biblioteca
El narrador: la ley del pícaro
Un cura correctamente vestido
Libro quinto | Profeta en su tierra (1820-1827)
16. El Imperio de la x
De la revolución de España y de su fracaso
La fiera de San Juan de Ulúa
Despedida en falso
17. Soplo republicano desde Nueva York
De un castillo a otro
Prueba íntima de la existencia del doctor Mier
En el país de los hoganitas
Fin de sus viajes por el mundo
18. Capricho con fraile y emperador
La no persona y su conciencia
El año del pico de oro
19. Abuelito de la patria
Un israelita en la asamblea
La comedia de la muerte
Epílogo | Las aventuras de una momia
Notas
Cronología
Bibliografía
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Vida de Fray Servando [2 ed.]
 9786077244455, 9786079974770

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Vida de fray Servando

Vida de fray Servando

CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

Segunda edición, corregida

Primera edición, Ediciones ERA, 2004 Segunda edición, corregida, 2022

Diseño de portada: León Muñoz Santini y Andrea García Flores Ilustración de portada: Pau Masiques Fotografía de solapa: María Baranda

D. R. © 2022, El Colegio Nacional Luis González Obregón 23, Centro Histórico, 06020, Ciudad de México [email protected] | [email protected] | www.colnal.mx

D. R. © 2022, Libros Grano de Sal, SA de CV Av. Río San Joaquín, edif. 12-B, int. 104, Lomas de Sotelo, 11200, Miguel Hidalgo, Ciudad de México, México [email protected] | www.granodesal.com GranodeSal

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Todos los derechos reservados. Se prohíben la reproducción y la transmisión total o parcial de esta obra, de cualquier manera y por cualquier medio,

electrónico o mecánico —entre ellos la fotocopia, la grabación o cualquier otro sistema de almacenamiento y recuperación—, sin la autorización por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-724-445-5 (El Colegio Nacional) ISBN 978-607-99747-7-0 (Grano de Sal)

Índice

Agradecimientos

Agradecimientos de la segunda edición

Libro primero | El arte de la predicación (1763-1795)

El apóstol

1. De Santo Tomás al licenciado Borunda Quetzalcóatl y Tomás Piedras y claves: egiptología Borunda, jeroglífico americano

2. La juventud de un predicador La expulsión de los jesuitas Linaje, no niñez La Orden de Santo Domingo Pontificio, universitario, elocuente y sedicioso

3. 12 de diciembre de 1794 Hechos de Servando Fray Gerundio, Valeriano y la virgen

Libro segundo | Vida de pícaro (1796-1805)

4. Introducción a la Leyenda Negra El complejo de liliputiense Códice extraviado La cueva de los papirófagos Ciencia milagrosa Mier, mierda

5. En la Francia del abate Grégoire Judíos, monstruos tiernos de Bayona París bien vale una misa... y un plagio Retrato perdido de un abate El párroco de Santo Tomás Servando y Grégoire en el concilio

6. En busca de Pío VII El rey que jamás fue príncipe Crónicas italianas Recreo con los jesuitas expulsos La vida por un breve La comedia del arte conventual

7. Otra temporada en el purgatorio La ciudad excrementicia Anacarsis en el pudridero “Mi historia le pareció una novela, y seguramente fingida...” El purgatorio de los niños Versificador de las almas en pena De la inconveniencia de realizar ejercicios literarios en el convento La gran fuga

Libro tercero | El prodigio de la historia (1805-1816)

8. Enigma en Lisboa

Cándido en la batalla de Trafalgar Niño perdido en el Niño-Dios de las naciones

9. El año I de la guerra de España La zarzuela de los tres reyes 1808 o el carisma de la nación Servando en combate Curas y guerrilleros

10. Viaje a las Cortes La peste en Cádiz Testigo en las Cortes La comunidad secreta

11. Juan Sin Tierra en Londres Semana santa en Sevilla Dr. Mier and Mr. White El atardecer de un clérigo

Libro cuarto | La última disputa por el Nuevo Mundo (1816-1820)

12. Historia e Historia 1808 o la intriga del Nuevo Mundo 1810: de la soberanía... ...al derecho divino de los reyes Servando, el historiador El doctor Constancio, fantasma

13. La gran aventura (1814-1817) La huida de los Cien Días “Irse a Mina” La expedición a México Soto la Marina, el fin de la aventura El tesoro del marqués La ordalía

14. El proceso (1817-1820) Expiación del pecado original Causa formada al Dr. Servando Teresa de Mier

15. De la biblioteca a la obra, el palacio vacío

Fraile en el diván Inventario de una biblioteca El narrador: la ley del pícaro Un cura correctamente vestido

Libro quinto | Profeta en su tierra (1820-1827)

16. El Imperio de la x De la revolución de España y de su fracaso La fiera de San Juan de Ulúa Despedida en falso

17. Soplo republicano desde Nueva York De un castillo a otro Prueba íntima de la existencia del doctor Mier En el país de los hoganitas Fin de sus viajes por el mundo

18. Capricho con fraile y emperador La no persona y su conciencia El año del pico de oro

19. Abuelito de la patria Un israelita en la asamblea La comedia de la muerte

Epílogo | Las aventuras de una momia

Notas

Cronología

Bibliografía

A Octavio Paz

Agradecimientos

El autor agradece al Sistema Nacional de Creadores (1993-2000) del Fonca y a la Beca para Historia Cultural “Gramática de la Memoria” de la Universidad Iberoamericana y la Fundación Rockefeller (1998-1999) los fondos recibidos que permitieron realizar buena parte de esta Vida de fray Servando. De igual manera quisiera mencionar la hospitalidad de las siguientes bibliotecas y archivos: The Spanish Reading Room of the Library of Congress, el Archivio Segreto Vaticano, The Latin American Benson Collection of the University of Austin, la Biblioteca del Colegio Mayor del Niño Jesús (Coyoacán) y la Biblioteca Nacional de Portugal (Lisboa), así como, en Madrid, la Biblioteca Nacional, el Archivo Histórico Nacional, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores y el Instituto de México en España. Quiero mencionar con especial gratitud el apoyo de don Carlos Aguiar, obispo de Texcoco; del padre Manuel Olimón Nolasco, de la Comisión de Arte Sacro del Episcopado Mexicano; de don Sergio Pagano, padre prefecto del Archivio Segreto del Vaticano, y de los doctores Mauricio Beuchot, OP, del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, y Luis Ramos, OP, del Templo de Santo Tomás de Aquino en la Ciudad de México. Numerosos amigos estuvieron presentes, de manera directa e indirecta, en la década que duró la preparación de este libro y sin sus variados estímulos jamás habría terminado mi trabajo. Ellos son, a riesgo de olvidar a alguno: Antonio Alatorre [†], Luz del Amo [†], Reinaldo Arenas [†], César Arístides, José Balza, Agustín Basave Benítez, Carmen Boullosa, Yael Bitrán Goren, María Jimena Cancino Villanueva, María Luisa Capella, Rafael Castanedo [†], Adolfo Castañón, Alejandro Cervantes, Alberto Dallal, José María Espinasa, Enrique Fuentes Castilla [†], Cecilia García-Huidobro, Jaime Gutiérrez Casillas, SJ, Adriana Jaramillo Seligman, María Virginia Jaua, Gerardo Kleinburg, Édgar Kraus, Enrique Krauze, Sandra Kuntz, José Luis Martínez [†], Blas Matamoro, Armando Mena, Angelina Muñiz-Hubermann, Manuel Ortuño Martínez [†], José Luis Rivas, Boris Rosen Jélomer [†], Jaime E. Rodríguez O., Antonio Saborit, Raquel Serur, Javier Sicilia, Verena Teissl, Rafael Tovar de Teresa [†], Elena Urrutia [†], Francisco Valdés Ugarte, Javier Vásconez, Enrique Vila-Matas

y José Javier Villarreal. Y también agradezco la exhaustiva y paciente revisión que mis editores de ERA hicieron del manuscrito: sin el oficio de Paloma Villegas, David Huerta, Marcelo Uribe y Héctor Manjarrez, este libro nunca habría llegado a manos del lector. Asistieron mi investigación, sucesivamente, Ana García Bergua, Mónica Delgado y Patricia Sánchez Aramburu. Sin esta última me habría sido imposible avanzar en el último trecho. Las traducciones del latín, dispuestas a pie de página, se deben a Jorge A. López Ramos, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Agradezco la hospitalidad de Mayte Méndez Baiges y Héctor Subirats en Madrid, Tanya Huntington y Álvaro Enrigue en Washington, así como la brindada en París por Brontis Jodorowsky, Aurelia Álvarez y Guillermo Sheridan. Roger Bartra, Carlos Castillo Peraza [†], Jean Meyer, Luis Ramos, OP, e Ilán Semo leyeron versiones preliminares de algunos capítulos de esta obra y les reitero mi gratitud por su paciencia y entusiasmo. Quisiera recordar, también, a Mauricio Molina [†], mi cómplice en la servandosofía, y a Alma Lilia Roura, quien durante la niñez cultivó en mí el afecto por la historia. Ninguno de ellos, como es de rigor decirlo, es responsable de los numerosos defectos que el lector hallará en esta obra.

OTOÑO DE 2004

Agradecimientos de la segunda edición

A lo largo de los años transcurridos desde la primera edición de esta vida de fray Servando, recibí numerosos comentarios y reseñas, positivas y negativas, que agradezco puntualmente. Entre otras, las de Roger Bartra, David Brading, Roberto Breña, Jean Franco, Tulio Halperín Dongui [†], Miguel Martínez-Lage [†], Jean Meyer, Benjamín Palacios Hernández y Ernesto de la Torre Villar. Esta segunda edición, a su vez, la presento acompañada del recuerdo de mis primeros editores, Neus Espresate y Vicente Rojo. Agradezco a su vez la información faltante que me proporcionaron Guadalupe Jiménez Codinach, Javier Garciadiego, Rosario Inés Granados Salinas e Iván Jaksić, así como el auxilio de Astrid López Méndez para la puesta al día de este libro. Finalmente, mientras preparaba yo esta nueva edición, recibí la noticia, no menos desoladora por esperada, de la muerte de Mauricio Molina, quien en el curso de una larga amistad compartió conmigo el amor por fray Servando y sus andanzas.

VERANO DE 2021

Presumo, en consecuencia, que aquel ser no te representaba a ti, sino a tu genio. JEAN PAUL, La edad del pavo

¿En qué consisten vuestros datos históricos y vuestros datos biográficos? ¿Se puede conocer a un hombre y, sobre todo, a la humanidad, ensartando esas cuentas a las que llamáis datos? El hombre es el espíritu con que trabajó; no lo que hizo sino lo que llegó a ser. Los datos son jeroglíficos grabados, cuya clave pocos poseen. THOMAS CARLYLE, Sartor Resartus

Libro primero

El arte de la predicación (1763-1795)

No hay tiempo que perder, porque al cura no se le pegan las sábanas y pudiéramos encontrar el nido caliente, pero sin el pájaro. FREDERIC HARDMANN, “El Empecinado visto por un inglés”, en Peninsular Scenes and Sketches [1846]

El arte de la predicación es tan poco restaurable como un imperio o una catedral destruida. HANS URS VON BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica. La percepción de la forma, I [1961]

El apóstol

24 Empero Tomás, uno de los doce, que se dice el Dídimo, no estaba con ellos cuando Jesús vino. 25 Dijéronle pues los otros discípulos: Al Señor hemos visto. Y él les dijo: Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré. 26 Y ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás. Vino Jesús, las puertas cerradas, y púsose en medio, y dijo: Paz a vosotros. 27 Luego dice á Tomás: Mete tu dedo aquí, y ve mis manos: y alarga acá tu mano, y métela en mi costado: y no seas incrédulo, sino fiel. 28 Entonces Tomás respondió y díjole: ¡Señor mío, y Dios mío!

29 Dícele Jesús: Porque me has visto, Tomás, creíste: bienaventurados los que no vieron y creyeron.

JUAN, 20:24-29 [versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera]

Santo Tomás Apóstol estuvo lejos de la taumaturgia y de la traición. Su fama proviene de una calidad más mundana, la duda. No creyó en la resurrección de Lázaro y vaciló ante la de Jesús, hasta que éste lo sometió a la prueba del tacto. La incredulidad de Tomás parece poca cosa junto a las negaciones de Simón Pedro. Pero, gracias a las tradiciones apócrifas, Tomás aparece ligado al oficio de escritor, que los modernos sustentaron en el arte de dudar. Parco en el Nuevo Testamento, Santo Tomás se explaya en los Evangelios apócrifos y gnósticos. Se dan por suyos relatos de la infancia de Jesús, donde Tomás, llamado el Israelita, cuenta desde el episodio de los gorriones de barro hasta la escena con los doctores. También se le atribuye un libro sobre las enseñanzas del nazareno. Los hiperbólicos Evangelios apócrifos, no todos ellos gnósticos, fueron el hervidero de una religiosidad en nacimiento que, con armas que provenían del helenismo y del judaísmo, popularizaron y complicaron, al mismo tiempo, vida, milagros y naturaleza de Jesucristo. Una vez establecido el cuarteto evangélico de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, las narraciones heréticas o simplemente legendarias endulzaron los oídos de quienes encontraban seco o escueto el canon. Entre la literatura apócrifa, Tomás posee un lugar prominente, no sólo porque su Evangelio es el único que se conserva completo, sino por sus excitantes poderes como apóstol que duda y testifica. En la cueva de Nag Hammadi, en 1945, fue descubierto otro Evangelio de Tomás, en copto, que tiene la particularidad de ser una obra sapiencial y no hagiográfica.¹ El sirio Taciano, que abrió escuela en el siglo II, vivió en Roma, fue alumno de San Justino y, encabezando a los encratitas, reprobó el matrimonio y la reproducción de la especie, que duplicaba en cada ser el pecado, la obra del

demonio. Espíritu sintético, escribió el llamado Diatessaron, resumen de los textos canónicos que, utilizado por la liturgia siriaca hasta el siglo V, sólo añade a la incredulidad de Tomás la pregunta sobre qué pensó aquellos ocho días que hubo de esperar para creer. Más importante, entre la herejía y la protortodoxia, fue la obra de Valentín o Valentino, primer doctor de la gnosis alejandrina en el siglo II, quien predicó en Roma hacia 155. En el Libro de la Fiel Sabiduría o Evangelio de Valentino, refutado por Ireneo y Tertuliano, atribuido a Valentino o a su escuela, se dice que Jesús pasó, tras su resurrección, once años en la tierra enseñando a los apóstoles los enigmas que encontró en las esferas celestes. Jesús les cuenta la historia de Pistis Sophia, la Fiel Sabiduría, y cómo ésta, arrastrada por el deseo imprudente de conocer la luz entrevista en lontananza, cae en el caos material. Pistis Sophia se salva por haber creído en Jesús, al contrario que Tomás, antes de haberlo visto. Ernest Renan consideraba que los apóstoles jugaban un “papel casi ridículo” en el texto valentiniano, una historia tan bella como prolija, propia de la gnosis, esa adolescencia ilusa y extravagante del cristianismo. Durante las sesiones, el Cristo, quien a los tres días de su resurrección regresó a Galilea para reunirse con algunos de sus apóstoles, interroga a los elegidos. Así, en el Evangelio de Valentino, Tomás es llamado a interpretar el primer misterio y a explicar la salvación de la Fiel Sabiduría. Valentín añade un nuevo detalle. Para aminorar la incredulidad de Tomás, cuenta que el apóstol fue curado por Jesús de una enfermedad, acaso de una quebradura en el brazo derecho (XXIII, 26).² Tomás significa “abismo” y “duplicado”. La segunda acepción coincide con un término griego que pasó al Nuevo Testamento y por ello se le presenta como Tomás el Dídimo, de dídymos, que en griego es “gemelo”. Algunos filólogos leen esa división en cuanto que partición, puesto que hay semejanza entre la palabra latina Thomas y la griega thómos. Son diversas acepciones que dejan ver una imagen abismal del apóstol, por haber gozado del privilegio de abismarse en la carne divina de Jesucristo. Mientras el resto de los discípulos sólo conoció la divinidad de una manera, Tomás lo vio resucitado y lo palpó. Se hundió en sus heridas. Su acto de fe fue individual y recibió, en opinión de los exegetas, por duplicado la prueba de la resurrección del Señor. Siguiendo la expresión latina del término totum means, que significa “el que vio todo”, Próspero, en De la vida contemplativa, afirmó que Tomás deseó mirar al

Señor en toda su dimensión. También cabe suponer que el sustantivo Tomás proceda de theos, “Dios”, y de meus, “mío”, que fue precisamente lo que el apóstol dijo al verificar la resurrección. La leyenda dorada o áurea es una compilación de cuentos y sucedidos derivados del Nuevo Testamento y de las vidas de los primeros mártires. Muchas tramas con fama de ser bíblicas en realidad provienen de este libro, uno de los más discretamente populares de la historia. Esta obra de Santiago o Jacobo de la Vorágine (c. 1230-1298), arzobispo de Génova en el siglo XIII, acaba de convertir a Tomás en un excéntrico, más cercano a las andanzas del taumaturgo que a la severa piedad del apóstol. Estando en Cesarea, el Señor se le aparece para decirle que Gondóforo, rey de la India, busca un arquitecto, y Tomás, tras suplicar no ser enviado al país de los indios, acaba por viajar porque será recompensado con la palma del martirio. El predicador ganará fama de violento e impaciente castigando a un escanciador de vino, quien, al darle un coscorrón por abstemio, es castigado por Tomás con la aparición de un león, bestia que lo devora. Finalmente, la mano del blasfemo es colocada por un perro negro a los pies del apóstol.³ San Agustín descartó esa visión, más cómica que maniquea, de Tomás. Ésas eran, dice, estratagemas de predicador para sembrar el temor de Dios entre los indios orientales, a quienes convirtió y bautizó. Con su fama de arquitecto, dibujó el mapa de un riquísimo palacio para Gondóforo y, premiado, desapareció. Pese a la posterior apostasía del rey, su hermano Gad se prosternó ante el apóstol. La leyenda no puede descartarse del todo, pues en el año 46 de nuestra era hubo, en lo que ahora es Afganistán, Beluchistán y el Punjab, un soberano de nombre Gondofernes o Gudufara.⁴ En la India, Tomás curó a los enfermos con el poder del trueno y bautizó a nueve mil personas. Frecuentemente preso, Tomás escapa milagrosamente de sus perseguidores y la providencia divina lo salva una y otra vez del escarnio y de la muerte. También le pidieron que cometiera idolatría, exigiéndole sacrificios al sol. Se hincó y pidió a un demonio que destruye ra el ídolo. Así fue. Cuando los frailes y letrados del Nuevo Mundo aseguren tener pruebas de una visita de Tomás al Nuevo Mundo, apelarán a la reputación del santo como iconoclasta, cazador de almas y enemigo de los sacrificios humanos. Al fin, un alto sacerdote de los paganos atravesó el corazón de Santo Tomás y lo mató.

En La China ilustrada o el viaje a Oriente (1667), de Athanasius Kircher, el libro preferido de Servando Teresa de Mier, observamos, ante un grabado de la cruz milagrosa del apóstol en Mylapore, que ésta fue grabada con su sangre en la piedra Calurmine, pues allí acostumbraba el santo hacer oración. Kircher recoge la interpretación de Juan de Lucena, también llamado el teólogo de Éfeso, monofisista y autor de una Vida de los santos orientales:

Treinta años después de la publicación de la Ley cristiana en todos los confines del universo, el Apóstol Santo Tomás murió en Meliapor el día 21 de diciembre, después de haber propagado el conocimiento de Dios por todos estos pueblos, después de haberles hecho cambiar de religión, después de haber, por consiguiente, destruido al demonio. Dios ha nacido de la Virgen María y ha vivido treinta años bajo su obediencia, aunque es Dios sin fin. Este Dios enseñaba la Ley a doce de estos apóstoles, de los que uno ha venido a Meliapor portando un cayado en la mano. El rey de Meliapor, de Coromandel y de Pandare, como también otros príncipes de diversas naciones y de diferentes sectas abrazaron al mismo tiempo (celosos los unos de los otros, con santa emulación) la doctrina que predicaba nuestro Santo Apóstol, después de que hubieron visto un prodigio asombroso. Por fin llegó el tiempo en que un Brachmán tiñó sus manos con la sangre de Santo Tomás y por una crueldad absolutamente repugnante derramó la sangre del inocente, la cual sirvió a este apóstol como materia para formar una cruz con su propia mano, quedando perfectamente grabada en la forma en que todavía se ve.⁵

En el año 230 el emperador Alejandro Severo autorizó a los sirios el traslado de los restos del apóstol a Edesa, a la cual Tomás protegerá milagrosamente de toda invasión. Antes de esa fecha ya existían las Actas Thomae o Hechos de Tomás, apócrifo gnóstico conservado en siriaco y griego, datado hacia el año 220 en la propia Edesa, sede de la cultura siriaca. En esta narración se insiste en que el apóstol, cumpliendo las instrucciones del Señor, había evangelizado, supra Gangem, a los pueblos de la India. En otras versiones, Tomás aparece en Roma misma, a la cabecera de un moribundo emperador Tiberio tentado de creer en los poderes taumatúrgicos de la nueva religión judía de Palestina. La investigación contemporánea afirma que la llamada “escuela apócrifa” de

Tomás se difundió en Egipto, antes que en la India, en el siglo III. Antes de esa fecha, “pese a que esta indianización de la prédica cristiana aparece temprano en la literatura patrística (la mencionan San Ambrosio, Efrén Siro, Paulino, San Jerónimo y, sorprendentemente, Gregorio de Tours)”, dice Ernesto de la Peña, “es difícil aceptar una misión tan distante, sobre todo si se toma en cuenta que el universo hindú no entraba en el esquema del mundo que se tenía en el entorno judío”.⁷ En La descripción del mundo, Marco Polo habla del sepulcro de Santo Tomás, que acaso visitó en 1293, y atribuyó la conservación de la fe en esas tierras al preste Juan, rey legendario que retaba al mismo Gengis Kan a discutir sobre la superioridad del cristianismo. Los franciscanos, y luego los jesuitas —con San Francisco Xavier por delante—, se sorprendieron de hallar antiguos cristianos, aislados de Occidente, en la India. Hay abundancia de menciones y huellas de esa temprana peregrinación hacia Oriente realizada en el siglo IV por los cristianos nestorianos. Estos disidentes del Concilio de Éfeso de 431 dejaron en la región india de Mylapore o Meliapor, hoy Madrás, una cruz de granito donde habría sido sacrificado algún seguidor de Tomás, quien acaso tomó el nombre del apóstol. El llamado ciclo tomasiano, por su naturaleza apócrifa y gnóstica, fue muy popular, lo cual no es ninguna paradoja, dada la afición del vulgo por los papeles de reputación hermética. Los Hechos de Tomás, además, novelizaron el mensaje cristiano entre el creciente público gentil, ávido de las intrincadas novedades de la nueva religión.

Su textura nada rígida [dice Peter Brown] los hacía tan abiertos como la prueba de Rorschach a las más diversas interpretaciones. Generación tras generación de cristianos los leyeron con gusto y los reelaboraron con entusiasmo [...] Los Hechos nos revelan una cristiandad muy distinta de la de Tertuliano y de la de Clemente de Alejandría. Es una cristiandad épica, una cristiandad de choque. Los apóstoles peregrinos atraviesan ciudades soberbias causando estragos en el orden pagano establecido: los altares explotan, los templos se desmoronan, las tormentas ponen un ignominioso final al estruendo perverso del circo [...] Los Hechos apócrifos exploraban con ahínco y atención los temas de la vocación, de la vulnerabilidad y de la supervivencia en un ambiente dramáticamente hostil. Por esta razón, la elección de la novela bizantina como modelo de tantos Hechos

fue una genialidad.⁸

El fraile dominico novohispano Servando Teresa de Mier (1763-1827) seguramente leyó esa literatura, ya desprestigiada en su tiempo, pero que formaba parte del escaso acervo novelesco, por así llamarlo, del que disfrutaban los estudiantes y los lectores de teología en la Real y Pontificia Universidad de México. Mier, empero, no requería de apócrifos ni de relatos bizantinos. Era heredero de una de las grandes novelas de la historia, la predicación de Tomás en América, de la que fue el último gran apologista. Tema controvertidísimo en las discusiones criollas de los siglos XVI y XVII, fue Servando quien lo llevó hasta el límite del virreinato, pues aun en 1820 contemplaba, ya con creciente criticismo, la factibilidad, más teológico-política que historiográfica, de esa misión. Hijo del convento de Santo Domingo, Servando no podía ni quería desligar su propia vida de la fuerza mítica, poética o religiosa del mensaje evangélico. Cuando De la Peña, por ejemplo, habla del “horizonte de Tomás”, limitándose al apóstol que presentan los cuatro Evangelios canónicos, sorprende que su descripción sea tan útil para introducirnos al doctor Mier:

La personalidad contradictoria e inquietante de este apóstol, su relativa excentricidad en el conjunto de los discípulos de Jesús (se dan en él, en efecto, altibajos de devoción y rechazo, de proselitismo incondicional y dudas inclementes, que llegan a exigir sumergir la mano en la herida reciente como el único medio para desvanecerse) pronto dieron origen a una flora extraña, pero previsible: la literatura apócrifa tomasiana.

Servando, el heterodoxo guadalupano, como lo llamó Edmundo O’Gorman, dio comienzo a su periplo criticando las apariciones de la Virgen en 1531. Creyó ver la capa histórica del Apóstol Tomás atrás de lo que tildó de leyenda. Pero así como éste descreyó de Jesús, Mier llegó a descreer de Tomás, prueba necesaria para emprender una predicación más ambiciosa, la Independencia de América. Esa misión la vivió Mier como un retorno a la imaginaria república apostólica del Anáhuac, establecida cientos de años antes de la Conquista. Y al ser el

primer hispanoamericano que teorizó la crisis iniciada en 1808 como una revolución, la de Nueva España, el dominico fue revolucionario tanto en el viejo como en el moderno sentido de la palabra: retorno astronómico a los orígenes e invención del futuro. Al fin, preso en el Santo Oficio en 1817, Servando contó su vida en unas Memorias, que con fama de apócrifas son una flor tan extraña como los Hechos de Tomás. Estamos, sin duda, ante formas de emulación que, propias de la experiencia religiosa, son difíciles de comprender para quienes, como yo, vivimos como agnósticos en un mundo secularizado. Empero, desde que comencé este libro hace más de una década, me convencí de que para ofrecer, al menos, un perfil de Mier, se requería asomarse, no a la historia patria, sino a la del catolicismo romano, de la Iglesia hispanoamericana y de las órdenes religiosas. Leí, como muchos de mis contemporáneos, antes a Borges que a los evangelistas; acaso ello me disculpe de creer en la teología como una rama de la literatura fantástica. Mier, admirador de Simón Mago, leyó a Ireneo de Lyon y a Hipólito de Roma, los heresiarcas que expusieron a Valentino, detectando la oscura línea donde el santo, interrogado por Jesucristo, acaso gemelo de un hermano suyo, habla de su brazo roto. O acaso esa herida era tan sólo el cayado, báculo pastoral de los obispos, que Tomás llevaba en la mano, la misma con la que escribió y grabó con sangre la cruz del predicador, palabra y escritura. Nunca sabré si Servando fue consciente de su emulación, fracasada como todo espejeo entre el ser y el mito, de Tomás Apóstol. El santo fue la causa de su desgracia y de su gloria, como corresponde, supongo, a quien se pone bajo la advocación de esas potestades en las complejas condiciones del cristiano y su fe. Pero sin Tomás Apóstol no puede comprenderse la vida de Servando, ni lo que refleja en última instancia: el drama político y espiritual de la cristiandad que descubrió, en 1492, la otra mitad del mundo. El origen verdadero de esa cara oscura del orbe y su inédita, por sufriente, relación con el cristianismo fue la obsesión del doctor Mier. Así, el primer capítulo de la biografía de un orador sagrado como Servando está en la perplejidad de los primeros cristianos ante los versículos 20:24-29 del Evangelio de Juan, texto donde son llamados a actuar en consecuencia con la predicación allí ordenada. Para Isidoro, el último de los padres de la Iglesia de Occidente, los viajes de Tomás “más allá del Ganges” fueron una realidad:

Tomás, discípulo de Cristo y físicamente muy parecido a él, oyendo fue incrédulo, pero viendo fue fiel; predicó el Evangelio a los partos, medos, persas, hircanos y bactrianos; recorrió el Oriente y estableció contacto con los pueblos más remotos, sumidos hasta entonces en la gentilidad, predicando entre ellos hasta el mismo momento en que fue martirizado. Murió lanceado.¹

Fray Servando Teresa de Mier creyó en la peregrinación de Santo Tomás Apóstol y, como él, fue incrédulo, viajero y prisionero. Con el brazo roto, usó la pluma como báculo, predicó por todo el orbe y aprendió a conjurar demonios.

1. De Santo Tomás al licenciado Borunda

Hasta tal punto, que no hubo rincón de la tierra, por remoto que estuviese, donde no penetrase la religión de Dios y ningún pueblo de costumbres tan bárbaras que, tras la adopción del culto de Dios, no se humanizase por la acción de la justicia. Pero, después, esta larga paz se vio truncada. LACTANCIO, Sobre la muerte de los perseguidores [321 d. C.]

Los jeroglíficos son ciertamente una escritura, pero sólo la escritura que se compone de letras, palabras y determinadas partes del discurso que usamos habitualmente. Son una escritura mucho más excelente, sublime y próxima a las abstracciones, la cual mediante un encadenamiento ingenioso de símbolos o su equivalencia propone de un solo golpe a la inteligencia del sabio un razonamiento completo, elevadas nociones o algún insigne misterio escondido en el seno de la naturaleza o la divinidad. ATHANASIUS KIRCHER, Produmus coptus sive Aegyptiacus [Roma, 1636]

QUETZALCÓATL Y TOMÁS

Luego presurosos vinieron a dar cuenta a Moctecuzoma. Al saberlo, también de prisa envían mensajeros. Era como si pensara que el recién llegado era nuestro príncipe Quetzalcóatl. Así estaba en su corazón: venir solo, salir acá: vendrá para conocer su sitio de solio y trono. Como que por eso se fue recto, al tiempo que se fue. Informantes de SAHAGÚN en el Códice florentino [c. 1580]

Del ídolo llamado Quetzalcóatl, dios de los cholultecas, padre de los toltecas, y de los españoles, puesto que anunció su venida. FRAY DIEGO DURÁN, Historia de las Indias e islas de Tierra Firme [1570]

La naturaleza polisémica del panteón mesoamericano, rico en dioses mutantes entre Teotihuacan, Tula y Tenochtitlan, tiene en Quetzalcóatl su figura más compleja, dada su conversión en uno de los mitos proféticos más asombrosos de la historia universal. Quetzalcóatl es un demiurgo que desciende al inframundo, donde rescata el hueserío de la vieja humanidad, para preservar la semilla del Quinto Sol, era actual del mundo. El calendario y la escritura dependen de él, deidad civilizatoria, vigía de los astros y de los hombres. La diarquía sacerdotal que presidía los ritos y los sacrificios tomaba su título de Quetzalcóatl. Mientras el sacerdote llamado Quetzalcóatl Totec Tlamacazqui (Serpiente Emplumada Nuestro Señor Sacerdote) estaba al servicio de Huitzilopochtli, el Quetzalcóatl Tláloc Tlamacazqui (Serpiente Emplumada Tláloc Sacerdote) se debía al dios de la lluvia. Los aztecas hicieron del tolteca Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl el arquetipo del sacerdote. Este personaje histórico acaso gobernó Tula entre 873 y 895 d. C. Sus

enemigos, valiéndose de la nigromancia, lo habrían hecho perder la virtud. “A la manera de Satán con Cristo y de Mara con Buda”, escribió Octavio Paz, “Tezcatlipoca es el tentador de Quetzalcóatl y de su ciudad, sólo que, más astuto y afortunado que aquéllos, valido de sus artes de hechicería logra que el dios asceta se embriague y cometa incesto con su hermana”.¹ Desterrado, Quetzalcóatl profetizó su retorno, algún día, por el oriente. En el siglo X, antes del florecimiento de Tenochtitlan, en Tula, Chichén-Itzá y los reinos quichés y cakchiqueles, la identidad quetzalcoatliana se amplió al ungírsele no sólo como héroe civilizatorio, sino como símbolo del Estado y jefe militar, gobernante de la ciudad universal, Tollan. Y para acabar de complicar el cuadro, desde el siglo VII los mayas consideraban a Quetzalcóatl, junto a Hun Nan Ye y Hun Hunanpú, un dios humanizado, víctima del engaño y de la persecución, muerto y resucitado.² Los aztecas tenían una relación conflictiva con Quetzalcóatl, misma que se convirtió en el drama cosmológico de Moctezuma II, quien habría de ser la víctima, propiciatoria o histórica, de las diversas profecías que anunciaban la vuelta del dios. Pese a todas las precisiones, sigue imperando entre los estudiosos la noción de que los aztecas, insertos en una concepción circular del tiempo, interpretaron la humillación de Quetzalcóatl como un agravio que exigiría una reparación, pues, potencia nueva en el altiplano, el Imperio azteca sufría por la oscuridad de sus orígenes, sahumados de ilegitimidad. Su soberano padecía con esa ambigüedad, preguntándose si para honrar el abolengo tolteca de su reino no habría sido mejor advocarse al dios de los cholultecas antes que a Huitzilopochtli. En 1505 hizo construir Moctezuma II en Tenochtitlan un extraño templo circular para Quetzalcóatl. Siete presagios funestos recibió Moctezuma II antes de la llegada de los españoles. Ninguna explicación es capaz de matizar el asombro ante esas prodigiosas concordancias entre historia y profecía. Medio siglo después de la caída de Tenochtitlan, los ancianos informantes de fray Bernardino de Sahagún (1501-1590) le relataron al padre etnógrafo esa cuenta de catástrofes que anunciaron el fin de una civilización. En el Códice florentino, obra en castellano y náhuatl de la que se serviría Sahagún para componer hacia 1570 la Historia general de las cosas de la Nueva España, leemos que durante una década los aztecas vieron, sucesivamente, una espiga de fuego en el cielo, el incendio inexplicable de la casa mandona de Huitzilopochtli, un rayo que fulminó el templo de Tzomolco, un cometa y una inundación, los gritos de una mujer que

llora por sus hijos en la noche, un pájaro con diadema en forma de espejo con el cual observábanse guerras, así como hombres con dos cabezas y un solo cuerpo, todos ellos prodigios que aterrorizaron a Moctezuma II. Cuando la expedición de Hernán Cortés, pasando por Puerto Deseado, Potonchán, isla de Sacrificios, San Juan de Ulúa, acabó de costear el litoral del golfo de México y se detuvo en la que sería Villa Rica de la Vera Cruz, la fecha resultó fatal para los aztecas. Todo ello ocurría en 1-ácatl (caña), año siniestro para los reyes, “flecha para los grandes señores”, como se lee en los Anales de Cuautitlán. Era el año 1519 del nacimiento de Cristo. En la primavera de 1518, un horrible macehual, proveniente de Mictlancuahtla, el bosque del infierno, testificó ante Moctezuma II la aparición en el mar de los barcos españoles, cerros grandes que se movían en el mar, tripulados por hombres blancos y barbados. Ese mito estaba presente desde tiempos inmemoriales en todas las civilizaciones del Nuevo Mundo, por medio de fábulas y leyendas que Georges Dumézil asocia al ciclo arcaico de la muerte y la resurrección periódica de los dioses.³ La identificación de los forasteros atormentó y dividió a Moctezuma y su corte, lo mismo que a los aliados y los enemigos de los aztecas. Fueron manejadas cuatro posibilidades. En el orden más profano, se creyó que sólo eran nuevos invasores ansiosos de rapiña y conquista, quienes, a diferencia de los chichimecas del norte, habían cruzado el mar. Moctezuma II, rey de prodigios, descartó esa simpleza, lo mismo que la opinión de algunos optimistas que la consideraban una embajada exógena, pero de buena voluntad. Los totonacas, sin cuyo apoyo Cortés jamás habría derrotado a los tenochcas, identificaron a los recién llegados como teules, quienes, enviados desde el cielo, eran dioses ajenos al universo mesoamericano, seres que nada tenían de santos o piadosos, como no lo eran tantas divinidades de su panteón. Moctezuma II sospechó de inmediato que se trataba del desterrado príncipe Quetzalcóatl, o del despiadado Huitzilopochtli —que compartía con las tropas cortesianas el color azul como estandarte—, o del travieso Tezcatlipoca, amigo de disfraces y artilugios.⁴ Hacia 1528 la versión de que Moctezuma II había identificado a Cortés con Quetzalcóatl empezó a imponerse entre indios y españoles. Fue ratificada por fray Toribio de Benavente, alias Motolinía, por los Anales de Tlatelolco, por el

letrado indígena Fernando Alvarado Tezozómoc en sus crónicas mexicanas en latín y en náhuatl, y por los informantes de Sahagún, ya bien entrado el siglo XVI. En opinión de Serge Gruzinski, esa analogía fue el resultado de un cuidadoso trabajo de relectura, maquillaje y selección realizado al alimón por la escuela franciscana y sus discípulos indios.⁵ La versión más temprana del primer diálogo entre Cortés y Moctezuma II, en el fuerte de Xólotl, el 8 de noviembre de 1519, es la del propio conquistador, quien en las Cartas de relación habría trastocado, cual historiador clásico, la temerosa cortesía de su anfitrión para convertirla en una declaración de vasallaje ante Carlos V. Para no sobrevalorar la terrible y cautivadora analogía entre los conquistadores y los antiguos dioses, basta recordar que, pese a las dudas —más de Moctezuma que de otros señores de su casa—, los españoles terminaron por ser combatidos como hombres. La esencia del drama se transparenta: los pueblos mesoamericanos, antes y después de la caída de Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521, nunca pudieron identificar, en la medida de su concepción del mundo, a esos invasores brutales y obsequiosos, tramposos y malignos. Esa perplejidad los derrotó militar, religiosa y moralmente. Se discute si entre los aztecas había una tentación dualista, que tendía a encarnar, mediante una incómoda subordinación, a Quetzalcóatl como dios civilizador frente al guerrero Huitzilopochtli. Interesa aquí la velocidad con que los frailes franciscanos explotaron esa veta benigna y esperanzadora en la teogonía náhuatl, que debió contar con la aquiescencia de sus brillantes alumnos de la escuela de Santa Cruz de Tlatelolco. Motolinía, fallecido en 1569, esculpió en su Historia de los indios de la Nueva España (1541) una imagen de Quetzalcóatl como asceta que, inspirado por la religión natural, habría de llevar a cabo, para los fines del milenarismo franciscano, la misma función, entre adivinatoria y profética, que algunos sabios de la antigüedad cumplieron “preparando” la venida de Cristo. El mismo Jesús, antes de resucitar, habría salvado de los infiernos a esos buenos paganos, inocentes de haber vivido antes de la Revelación. De igual manera, Motolinía rescataba en Quetzalcóatl al penitente, quien, al practicar la autoflagelación y repudiar los sacrificios humanos, resultó ser un espantador de demonios. Jacques Lafaye afirma, en Quetzalcóatl y Guadalupe (1977), que Motolinía

confundió al Quetzalcóatl histórico con sus variantes divinas, asumiendo el significado sagrado de ese dios como figura calendárica asociada a Venus, estrella del alba, promesa o mensaje de civilización.⁷ El mismo Cortés le dijo a Carlos V en las Cartas de relación que Moctezuma tomó al emperador por Santo Tomás, según recordó Mier en 1821. Sahagún, a su vez, se interesó más por el Quetzalcóatl perseguido por los nigrománticos, figura eumerística que sumaba el favor de los vientos con el linaje tolteca de Tenochtitlan. Fundador de la antropología cultural, Sahagún pensaba como los investigadores de nuestra época: no hubo cristianismo precolombino, ni retorno de los brujos, ni dioses blancos de Creta tras las civilizaciones indias. Todas las coincidencias que conquistadores y adelantados hallaron entre su Iglesia y la espiritualidad americana, incluidos los tristes augurios que atormentaron a Moctezuma II, se debían al origen común de todas las manifestaciones religiosas. Sahagún se adelantó al sacerdote napolitano Giambattista Vico, quien en el siglo XVIII comenzó a introducir el pluralismo cultural en el pensamiento occidental. El lector ya se imaginará lo que se cocinaba tras la buena prensa de Quetzalcóatl. Aunque Sahagún rechazó cualquier evidencia de algún cristianizador del Nuevo Mundo previo a la llegada de Colón, un contemporáneo suyo, fray Andrés de Olmos, muerto en 1571, avanzó, en su Hystoire du Méchique (así titulada en 1543 por un arcaizante traductor al francés), hacia la pronta identificación de Quetzalcóatl con Santo Tomás Apóstol, presentando al príncipe tulqueño como un personaje casi crístico y sin duda apostólico, que podría ser San Brandán, monje expulsado de Irlanda en el siglo VI y parte de una peregrinatio pro Christo que descubrió las islas Afortunadas, entre las que podía estar, por qué no, América.⁸

Surge así la fábula de San Brandán y las Siete Ciudades, acaso última formulación occidental del arquetipo atlante [dice Fernando Sánchez Dragó, para quien] el ciclo de San Brandán es obra de marquetería entre gentiles, árabes y cristianos. Sus versiones proceden siempre de lugares atlánticos, dolménicos y emparentados con la cultura sumergida: Bretaña, Irlanda, litoral cantábrico, África septentrional, pueblos precolombinos y archipiélago canario. “Refiere el Panteón de Godofredo de Viterbo que unos monjes partieron de la costa bretona rumbo al paraíso, que (según es fama) está en el confín del océano. Llegaron a una ciudad con murallas de cristal, donde el aire era fragante. Ciervos de plata y caballos de oro bajaron a recibirlos y los condujeron a un árbol en cuyas ramas

había más pájaros que hojas. Un día entero les fue permitido pasar en el paraíso. De vuelta en Bretaña, los monjes buscaron en vano la iglesia en que antes sirvieron. Había un nuevo obispo, un nuevo pueblo, una nueva grey. Las cosas viejas habían muerto y habían nacido otras nuevas. No conocían los lugares ni los hombres ni el lenguaje.”

Relaciones como las sugeridas entre San Brandán y Tomás nos recuerdan que todo viaje a los orígenes es, alternadamente, génesis y escatología, apocalipsis y soteriología. En su Carta de despedida a los mexicanos, uno de sus últimos textos sobre el asunto, Mier pareció inclinarse, siempre voluble, a pensar que San Brandán podría haber sido ese obispo que, según otras fuentes, habría evangelizado en América en el siglo VI.¹ La fundación apostólica de México será para los frailes mendicantes un nuevo corte en las jerarquías eclesiales y políticas, un olvido del hogar y de la antigua casa, desmemoria sin la cual no puede comenzar la historia. La leyenda de San Brandán —absolutamente pagana: es inaudito que un monje busque el paraíso terrenal— impone una mitología de la fundación y del destino, rompe las barreras entre historia y naturaleza para crear una nueva cultura, sea atlántida o americana. Tal pareciese que era muy difícil de soportar —salvo para los milenaristas franciscanos— un pasado sin historia bíblica o leyenda áurea, casi un sinsentido gramatical, pesadilla de la que pretendieron escapar los apologistas de la evangelización precolombina. La profecía del retorno confirmaba —previa apropiación de la llamada visión de los vencidos— la naturaleza providencial de la empresa misionera, mientras que para los indios —o para sus letrados cristianizantes— un regreso de Quetzalcóatl sería la única compensación metafísica por la catástrofe cósmica de 1521. Inspirados en el milenarismo de Joaquín de Flore o en el sebastianismo portugués, los franciscanos prefirieron adueñarse del protagonismo mesiánico de la conquista espiritual, variable muy incómoda para la teología de San Agustín, quien en La ciudad de Dios había separado a la Iglesia terrestre de la celeste, descartando cumplimientos históricos y cronológicos de la Providencia. Los franciscanos sugerían que Dios, nada menos, se había guardado a los indios del Nuevo Mundo como una reserva espiritual para reconquistar, con la evangelización, las almas perdidas por el demonio, en Europa, con la Reforma

luterana. E incluso la aparición de ese continente espiritual de almas prestas al bautismo podría leerse en clave milenarista: el segundo reino de Cristo había llegado. Los dominicos —y tras ellos muchos otros católicos— rechazaron como impía y blasfema esa suposición, pues Dios no podía haber privado de la fe, en su infinita misericordia, a la mitad del universo. En ese momento el pasaje de Juan 20:24-29 se convierte en una pieza clave para el debate sobre la naturaleza intelectual y teológica del descubrimiento y de la Conquista. Estaba escrito que Jesucristo había ordenado a sus apóstoles, y a Tomás el incrédulo en particular, la predicación evangélica urbi et orbi. En esa circunstancia la verdadera providencia fue la profecía de Quetzalcóatl, molde que el genio dominico utilizó para rechazar la ultrajante idea del “olvido de Dios”: tras la máscara del príncipe de Tula, el Evangelio había sido predicado en América. La manera en que aquello había ocurrido, materia sin duda relevante, pasó a segundo término ante la necesidad de exculpar a la Sagrada Escritura de su literalidad y al Dios de los cristianos de inadvertencia. Así, toda la trama de lo que será la aventura intelectual de Servando Teresa de Mier cabe en la evangelización precolombina, que daba una historicidad común a conquistadores y conquistados, siendo, dice Lafaye, como

un puente no sólo sobre el abismo de la metahistoria, sino también sobre la falla jurídica de la Conquista. Si los soberanos aztecas habían justificado su dominación mediante un supuesto parentesco con los antiguos toltecas, los españoles podían reivindicar a México en nombre de la profecía de Quetzalcóatl [...] Si había existido una verdad positiva independiente de la verdad revelada, si el Nuevo Mundo había sido “nuevo para el mismo Dios”, todo el pensamiento europeo, desde San Agustín hasta Suárez, se hubiera destruido.¹¹

Contra ese peligro, que cuestionaba de manera radical las relaciones dogmáticas entre la gracia de Dios y la historia de los hombres, se lanzaron al debate los teólogos más eminentes del siglo XVI, que como Bartolomé Sybilla, Trihenius y Claudio Seysell no ayudaron demasiado, al grado de que el Quinto Concilio de Letrán (1512-1517) se abstuvo de manifestarse sobre la fe sobrenatural, el alma de los naturales y el supuesto olvido de Dios, a pesar de que a sus sesiones ya

asistieron misioneros del Nuevo Mundo. Hubieron de ser los dominicos españoles Francisco de Vitoria (1483-1546) y Domingo de Soto (1495-1560) quienes, al mismo tiempo, justificaran tanto la falla jurídica de la Conquista como el problema de la salvación de los indios.¹² Una vez verificada la controversia de Valladolid (1550-1551) entre Bartolomé de Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, aceptados los indios como hombres libres ante la fe, los historiadores eclesiásticos comenzaron a averiguar el cómo y el cuándo del fenómeno evangélico americano. La frase antes citada de fray Diego Durán que encabeza un capítulo de su Historia referido al “ídolo llamado Quetzalcóatl, dios de los cholultecas, padres de los toltecas, y de los españoles, puesto que anunció su venida”, nos ofrece una respuesta. Otorgada la razón natural a los indios, España podía apropiarse de algunos de sus cultos y profecías. El dominico Durán (1537-1588), de quien no es fútil decir que llegó niño a la Nueva España, inició la apología de México como patria a la vez bíblica y novísima, separando a Quetzalcóatl de toda connotación divina y presentándolo como un santo varón de Dios, afirmando que “los indios descendían de las Diez Tribus perdidas y que los toltecas habían sido parcialmente evangelizados por un apóstol cristiano, tal vez Santo Tomás, cuyo recuerdo se conservaba con el nombre de Topolitsin-Huémac”.¹³ Durán, probablemente un cristiano nuevo, deseaba convertir, a su vez, a los indios, que habían sido “judíos escondidos” como él. Los indios no sólo tenían alma; eran las ovejas descarriadas del rebaño de Cristo, heredad de un apóstol. Alguno de sus informantes le otorgó a Durán la coartada final: Quetzalcóatl era, en sentido figurado, un “gemelo precioso”, como Tomás en griego, gemelo también. Sumado a las apariciones de la Virgen de Guadalupe en 1531, como detalla Lafaye, Quetzalcóatl se convirtió en el gran punto de acuerdo intelectual entre la república de los indios y la de los españoles. Los últimos escépticos ante la evangelización precolombina, versión que se tornó oficiosa sin llegar a ser nunca doctrina de la Iglesia, fueron Las Casas y José de Acosta. Fray Bartolomé, siempre tratando de apoyarse en la autoridad de San Agustín, pensó que Dios, guiado por su misericordia, advirtió a los paganos mediante un demonio (Quetzalcóatl) de la llegada fatal y liberadora de los europeos. Cuando Las Casas trataba de conciliar el agustinianismo con la religión natural, no solía tener mucho éxito y esa tesis, tal como su explicación

de los sacrificios humanos en cuanto que una hipóstasis grotesca de la eucaristía, fue descartada. El jesuita Acosta (1540-1600) se apoyó en el Evangelio de Mateo (“hay gentes a quienes Cristo no se les ha anunciado”, 27:19) para insistir en que la Revelación tardía para los indios era una gracia de Dios, aunque veía en Quetzalcóatl a un sabio de la antigüedad, tan respetable como Platón y Virgilio. El olvido del milenio franciscano se formalizó durante el Concilio de Trento, reunido en tres periodos (1545-1547, 1551-1552 y 1562-1563), donde la Contrarreforma, o Reforma católica, replanteó su papel político y teológico tras las guerras de religión. Temeroso de toda agitación escatológica que pusiera en riesgo a Roma y volviese a desgarrarla, el espíritu tridentino cerró, con la muerte de los apóstoles y evangelistas, el canon de las Sagradas Escrituras, de manera que ningún hecho o doctrina posterior ausente de los libros divinos o de las tradiciones apostólicas podría aumentar el depósito de la fe. Esto significaba que milagros posteriores —como las apariciones guadalupanas de 1531— se volvían devociones opcionales para los creyentes y que la novedad de América, no pudiendo ser negada del todo, quedaba maquillada con lecturas alegóricas de la Escritura, capaces de hallar anunciada, por ejemplo, la hazaña náutica de Colón en el Antiguo Testamento. Las brasas de la fogata franciscana fueron apagadas con la ceniza de la certidumbre: Dios no olvida ni sorprende con revelaciones históricas, y la Iglesia no se pronuncia explícitamente sobre las formas inescrutables que la Divina Providencia escogió para presentar el Evangelio a los indios. El resto fue obra de la Compañía de Jesús, pues el viaje de San Francisco Xavier (1506-1552) por la India, Japón y China ratificó los vestigios cristianos en Mylapore. Si la predicación en las Indias Orientales había ocurrido, la evangelización precolombina se dio por un hecho y los propios jesuitas encontraron pruebas en sus misiones en Brasil y Paraguay. A los beatos les bastó con creer que, si había santos voladores en la tradición milagrosa de la Iglesia, nada evitaba que Tomás hubiese sido transportado por los ángeles hacia cualquier lugar de la tierra para cumplir con la encomienda del Señor, mientras que los happy few, como el agustino peruano Antonio de la Calancha, argumentaron contra el eurocentrismo, afirmando que, más allá de las complicaciones históricas y geográficas, el mundo era una totalidad comprendida por los Evangelios. Al fin, en 1607, el fraile dominico Gregorio García (1575-1627) publicó Origen de los indios del Nuevo Mundo e Indias

Occidentales, que se convirtió en obra de referencia para los criollos americanos, libro que estuvo en la cabecera de sor Juana Inés de la Cruz, Carlos de Sigüenza y Góngora y fray Servando. García resumió toda una tradición, remontada a Colón, Benito Arias Montano y Américo Vespucio, para quienes los naturales eran veteranos del jardín del Edén, América una tierra poblada por los hijos de Noé tras el diluvio, y el Perú, Ofir. La legitimidad bíblica de América se volvió una verdad incuestionada hasta que la Ilustración francesa y escocesa decidió arremeter, por otras razones, contra ella. Antes del siglo XVIII, Gregorio García unió a la teología racional con la Escritura y, con la serenidad que daba el Imperio de los Austrias, volvió a las disputas del descubrimiento y la conquista espiritual, preguntándose otra vez sobre “si la realidad americana participaba o no de la misma naturaleza que el resto de las cosas”.¹⁴ García, pese a la inverosimilitud de tantas de sus tesis, fue un buen hombre del Renacimiento. Creía que todo ser humano era capaz de crecer saludable en comunión con la naturaleza variada y templada del Nuevo Mundo, a la espera del mensaje bíblico. Estaba convencido de que muchos habían sido los caminos emprendidos por los hijos de Adán hacia América, desde las migraciones cartaginesas y romanas hasta su hipótesis preferida, basada en el apócrifo libro IV de Esdras: los indios eran hijos de Israel. Todo el libro III de la obra de García es una comparación entre las supersticiones de judíos e indios que, con todo, los preparaban para recibir la Revelación cristiana, transitando del Antiguo al Nuevo Testamento.¹⁵ Para García no había duda de la visita de Santo Tomás, pues a principios del siglo XVII las evidencias se desparramaban, por medio de recuerdos de misioneros, costumbres análogas y ruinas arqueológicas, hasta la Patagonia. Quetzalcóatl mismo desaparecía del panorama, pues sus múltiples versiones eran sólo el recuerdo confuso que los indios tenían del apóstol. García, a quien fray Servando tomó como guía, aseguró que la palabra México derivaba de la palabra hebrea mexi, que significa “jefe” o “cabeza”.¹ Enterados de que una de sus tribus perdidas había aparecido, los judíos de Ámsterdam entraron al debate y Menassen ben Israel publicó Origen de los americanos, esto es, esperanza de Israel (1650), donde festejaba la localización de esos hermanos, cuyo retorno a la tierra prometida marcaría la hora del Mesías. Los monoteísmos, gracias al Nuevo Mundo, recuperaban su universalidad, una vez pasada la grave crisis que el descubrimiento había significado para el pensamiento europeo.

Hacia 1675 se compuso El Fénix de Occidente. Santo Tomás descubierto con el nombre de Quetzalcóatl, obra atribuida al sabio barroco novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700). Poco importa, como dice Lafaye, saber si el autor fue Sigüenza o el jesuita Manuel Duarte, pues este libro es la suma de la predicación apostólica, piedra de fundación de México como nación criolla, superación y síntesis de la vieja España y del Imperio azteca. Fervoroso admirador del santo, Sigüenza se las arregló para que el náufrago que protagoniza su narración pseudohistórica Infortunios de Alonso Ramírez (1690) se diese una vuelta por la tumba de Tomás en la India. A lo largo de toda su obra, don Carlos combinó hábilmente la casi santificación de Hernán Cortés con la analogía entre las vírgenes indias prestas al sacrificio y las vestales romanas. Por medio de varios de los géneros del siglo XVII —la educación del príncipe cristiano, la erudición astronómica, las obras históricohagiográficas y la crónica histórica contemporánea—, el polígrafo novohispano presentó a su patria como un “paraíso occidental”.¹⁷ En El Fénix de Occidente, Sigüenza, quien había heredado los manuscritos, los legajos y los códices del historiador mestizo Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (1578-1650), reunió todas las piezas dispersas necesarias para edificar una conciencia nacional a la que podemos empezar a llamar mexicana. En primer término, a Sigüenza no le bastó con situar el origen de los antiguos pobladores de América en Cartago e Israel. Él mismo diseñador de túmulos y arcos virreinales, hizo a los indios herederos del saber ancestral de Egipto y convirtió a los reyes aztecas en césares, al grado de que el supuesto vasallaje de Moctezuma ante Carlos V aparecía como una segunda puesta en escena de la conversión de Constantino al cristianismo. Incluso, los soberanos toltecas y aztecas pasaban a un limbo dinástico y México-Tenochtitlan quedaba en una nueva Roma. Mientras que a las generaciones anteriores les incomodaba el mutante Quetzalcóatl, a veces apóstol, a veces demonio, para el ingenio barroco era fácil devolverle su dignidad, en calidad de fénix, pues la serpiente hacía mucho que había perdido veneno y plumaje. En agosto de 1692 los indios de la Ciudad de México, hambrientos, se amotinaron, protagonizando el estallido social más peligroso del siglo. Sigüenza, protegido del virrey conde de Gálvez, escribió un panfleto condenando el alboroto. El sabio, como es lógico, no encontraba ninguna relación entre esos indios y los valerosos defensores de Tenochtitlan que él mismo había exaltado en sus libros. Admitiendo que la influencia diabólica había afeado la religión de los mexicanos

y juzgando merecido el castigo en 1521, don Carlos encontró que en la raíz religiosa de los indios aparecían todas las características cristianas: la confesión, el ayuno, la circuncisión, el Dios único, la Virgen madre y el simbolismo de la cruz. Ello no podía ser sino obra de Santo Tomás Apóstol, ese fénix de Occidente que los naturales llamaron Quetzalcóatl, Zumé, Viracocha, Bochicha, Kukulkán, según la documentada investigación que hizo entonces Manuel Duarte.¹⁸ “Lo tengo averiguado”, concluyó Sigüenza en El Fénix de Occidente, obra que aunque no pudo publicar por falta de patrocinio, sobrevivió hasta la Independencia como un río subterráneo y rumoroso.¹ A Sigüenza, como a su amiga sor Juana Inés de la Cruz, les tocaba cerrar, en la Nueva España, el Siglo de Oro de la literatura castellana. En 1700 murió sin descendencia el último rey de la casa de Habsburgo, Carlos II el Hechizado. El Imperio español marchó hacia su ocaso con una guerra de secesión que acabaría por convertirlo, con un rey Borbón, en una potencia antañona al arbitrio político e intelectual de Francia. Con el siglo XVIII, el mundo barroco cayó en el desprestigio y la mitología de Tomás y Quetzalcóatl, con escaso impacto fuera del mundo literario y eclesiástico, se convirtió en un grutesco. Pero por medio de la Virgen de Guadalupe el fénix volvería a resucitar de sus cenizas en 1794.

PIEDRAS Y CLAVES: EGIPTOLOGÍA

Toda mi vida había tenido el deseo de hacer el viaje a Egipto; pero el tiempo, que todo lo gasta, también había desgastado esa voluntad. DOMINIQUE VIVANT DENON, Voyage dans la Basse et la Haute Égypte pendant les campagnes du général Bonaparte [1802]

A todo el mundo le sorprenderá como a mí que el efecto de este prodigioso monumento, la Gran Pirámide, disminuya a medida que uno se acerca. Es absolutamente necesario tocar este monumento con las manos para darse cuenta por fin de la enormidad de los materiales y de la enormidad de la masa que el ojo mide en ese momento. A diez metros de distancia, la alucinación —su aparente pequeño tamaño— recupera el poder. Verdaderamente, uno lamenta haberse acercado. JEAN-FRANÇOIS CHAMPOLLION, EL JOVEN, Lettres et journaux écrits pendant le voyage à Égypte [1830]

Don José Gómez, un alabardero que consignó en un Diario curioso las cosas memorables ocurridas durante el gobierno del virrey Revillagigedo (1789-1794), escribió que “en su tiempo fueron las revoluciones de la Francia en que le quitaron la vida a su rey y reina, cosa bien memorable. En su tiempo se minó o abugeredó toda la ciudad y se sacaron varios ídolos del tiempo de la gentilidad.”² El 13 de agosto de 1790, 269 años después de la caída de Tenochtitlan, los trabajadores encargados de la remodelación de la plaza de armas, hoy Zócalo, de

la Ciudad de México, descubrieron la Coatlicue. En diciembre de ese año le vino a hacer compañía otro “ídolo de la gentilidad”, la Piedra del Sol, mal llamada calendario azteca. Gracias a la oportuna intervención del sabio ilustrado Antonio de León y Gama (1735-1802), quien publicó poco después un opúsculo admirable por la objetividad con que analizó las piedras, nació la arqueología americana. Pero el descubrimiento acarreaba un simbolismo que inquietó a los espíritus, locos o sagaces, que poblaban el otoño del virreinato. El destino de ambas piedras, como lo señala Eduardo Matos Moctezuma, expresó inmediatamente la ambivalencia novohispana hacia el pasado indígena.²¹ Tras la Independencia esa dualidad persistió. Puede verse, de manera plástica, en los muralistas del siglo XX: la barbarie sanguinaria del azteca, apenas dionisiaca, de Orozco, contra la apolínea México-Tenochtitlan, paraíso vegetal, transparente y líquida casa de astrónomos, de Rivera. La Coatlicue asustó a sus descubridores, que la arrumbaron en el patio de la Real Universidad y acabaron por enterrarla. En 1803 le permitieron verla al barón de Humboldt. Mientras esperaba ocupar su arquidiócesis en el Alto Perú, Benito María de Moxó escribió en 1804 sus Cartas mejicanas, donde cuenta cómo

los indios, que miran con tan estúpida indiferencia todos los monumentos de las artes europeas, acudían con inquieta curiosidad a contemplar su famosa estatua. Se creyó al principio que no se movían en esto por otro incentivo que por el amor nacional, propio no menos de los pueblos salvajes que de los civilizados, y por la complacencia de contemplar una de las obras más insignes de sus ascendientes, que veían apreciada hasta de los cultos españoles. Sin embargo se sospechó luego que en sus frecuentes visitas había algún secreto motivo de religión. Fue pues indispensable prohibirles absolutamente la entrada; pero su fanático entusiasmo y su increíble astucia burlaron del todo esta providencia.²²

La Coatlicue era un monstruo y exhalaba rencor vivo, mientras que la Piedra del Sol, depósito del saber, complacía al patriotismo criollo, al grado de que la empotraron en el muro de la Catedral, como ratificación de continuidad entre los hijos de los toltecas y los hijos de Carlos V, entre la gentilidad y el cristianismo.

Muy poco después Dominique Vivant Denon, sabio de Napoleón en Egipto, sufrirá de contrariedades semejantes: entre el Alto y el Bajo Egipto su opinión sobre la aberración o el buen gusto de los antiguos egipcios varía según las ruinas que visita. Y leyendo a Moxó, un catalán inteligente y ambiguo, se percibe la radical divergencia entre la percepción de ambas piedras. Una vez condenada la Coatlicue como infernal, pasa a hacer el elogio de la Piedra del Sol que, descifrada por León y Gama, refutaba la Leyenda Negra montada por la Ilustración contra las civilizaciones mesoamericanas. La dualidad latente entre la Coatlicue y la Piedra del Sol preocupaba a los criollos, pero el virrey Revillagigedo aceptó la conservación y el estudio de las piedras. Gobernaban desde la Villa y Corte los últimos Borbones, reyes a la moda, como Carlos III, que habían ordenado la recuperación de Herculano y Pompeya. Recordemos que la Revolución Francesa fue vivida teatralmente como la culminación de un viaje a la antigüedad grecolatina, austera o grandiosa, que había comenzado desde el Renacimiento. El Siglo de las Luces lo fue también de los historiadores y de los anticuarios: Voltaire, Gibbon, Winckelmann, Clavijero. Si 1789 significó el principio de la irrefutable occidentalización del mundo, su corolario napoleónico reafirmó esa apropiación, sobre el terreno, de los vestigios de la antigüedad y su puesta en escena como signo de los nuevos tiempos. El obelisco no era sólo un trofeo neoclásico, también era un signo de revolución: vuelta a los orígenes. Como tanta empresa guerrera, la ocupación de Egipto por Bonaparte en 17981799 fue una pérdida de sangre y tiempo. Pero al desembarcar con soldados... y sabios, el futuro emperador reorganizaba el lugar de las ruinas en la historia. Los dibujantes, lingüistas y arqueólogos que sobrevivieron a la expedición, y al propio Napoleón, consumaron con la Description de l’Égypte (1809-1828) el último gran libro de la Ilustración y uno de los monumentos editoriales más fascinantes de la historia. Podría establecerse una relación comparativa entre la conquista espiritual de América y el hallazgo de la civilización egipcia como un proceso simultáneo de desciframiento cultural. Los primeros en autorizar esa analogía fueron los misioneros etnólogos que evangelizaron las Indias Orientales y Occidentales desde antes del siglo XVI. Franciscanos, dominicos y jesuitas, asombrados ante la pluralidad civilizatoria abierta por los marineros portugueses y españoles, especularon sobre el origen común, sin duda adánico, de los ritos chinos y de los sacrificios mesoamericanos, descubriendo que esos pueblos practicaban formas

de escritura o pintura que había que leer. De esa lectura dependía la comprensión de Egipto, el pasado absoluto y el jeroglífico madre que daría un nuevo sentido a una historia universal ya difícilmente resguardada por la teología cristiana. La egiptomanía comenzó en 1419 con el descubrimiento de la Hieroglyphica, de Horapollo, manuscrito griego del siglo IV o v d. C. La obra dedicaba 189 secciones a igual número de jeroglíficos, nombre identificado desde ese momento con toda la escritura egipcia, fuese en inscripciones o en papiros. Heródoto ya había dejado un registro de los remotos vestigios egipcios, que asoció correctamente a la enumeración de hechos históricos y dinásticos, idea corroborada en el siglo I por el viajero Diodoro Sículo, el primero en sugerir la naturaleza ideográfica de esa escritura. Pero fue Plutarco, en el capítulo de la Moralia dedicado a Isis y Osiris, quien impuso la interpretación, propiamente hablando, platónica, de Egipto.²³ Algo sabía Horapollo del antiguo Egipto, pero sus fantasías estimularon el amor renacentista y barroco por los símbolos, ya estuviesen ocultos o visibles en los sueños, el paisaje o los cometas. El helenismo desbordado y decadente de su Hieroglyphica llegó para quedarse en un Renacimiento rendido ante Hermes Trismegisto, padre inmemorial del saber. Apoyándose en la ascendencia egipcia de Moisés, los sabios italianos paganizaron la historia cristiana, caminando en el túnel del tiempo por los seis mil años de antigüedad que la Escritura autorizaba para la humanidad. En la misma época se evangelizaba el Nuevo Mundo, y ambos recorridos se cruzaron. Igual que a Quetzalcóatl, a Osiris se le otorgaron cualidades precristianas como dios civilizador; Isis, como la Tonantzin, apareció como una manifestación profética de la Virgen madre. Entre muchos otros, Giovanni Nanni, alias Annius (1432-1502), o el narrador Francesco Colonna, autor del Sueño de Polífilo (1499), falsificaron el significado de las inscripciones, que conocían gracias a los obeliscos egipcios en Roma y a ciertos frisos conservados en el templo de Vespasiano. De esa forma legitimaban el carácter hermético de Egipto, igual que los dominicos Durán y García identificaron a Quetzalcóatl como dídimo de Santo Tomás. Michele Mercati (1541-1593) comparó los jeroglíficos egipcios con los “mexicanos”, en detrimento de los segundos, “meras pinturas”. Aunque fue el primero en ver el jeroglífico como una combinación entre fonetismos e ideogramas, Mercati prefirió, como toda su época, creer que la sabiduría egipcia sería hermética o no sería. La contribución americana tomó fuerza gracias a José de Acosta, el jesuita que se había opuesto a los dominicos, quien aventuró en su propia Historia

natural y moral de las Indias (1590) que la complejidad de la escritura indígena se debía a que carecía de estructura fonética.²⁴ El jeroglífico, entonces, fue entendido como una imagen de objeto, animal o planta, cuyo carácter ideográfico es simbólico por inmanencia, lenguaje encriptado al que hay que hallarle, a como dé lugar, una equivalencia hebrea, griega o latina. Esas equivalencias llevan a una explicación frecuentemente soteriológica del universo, siempre y cuando no contradiga abiertamente la verdad revelada en las Sagradas Escrituras. Esta noción renacentista de jeroglífico sobrevivirá, con algunas mutaciones, hasta el desciframiento de la escritura egipcia realizado por Champollion en 1822. Y aunque parezca extrañísimo, en ella creyeron, hasta su muerte, célebres investigadores del mundo maya en el siglo XX, como Sylvanus G. Morley y sir Eric Thompson, desmentidos radicalmente sólo en el curso de los últimos 25 años. Tras el mito del jeroglífico subyace la resistencia a entender la riqueza fonética de las culturas desaparecidas o moribundas, así como su capacidad de seguir hablando. Y sin la jeroglifomanía es inexplicable ese año de 1794 cuando fray Servando, poco después de los descubrimientos de la Coatlicue y la Piedra del Sol, aparece ante nosotros. El eslabón perdido entre la egiptomanía y el universo criollo novohispano es el jesuita alemán Athanasius Kircher (1602-1680), el último de los polímatas — pretendidos detentadores de la sabiduría absoluta— y el intelectual europeo más popular del siglo XVII. Ya Octavio Paz y Elías Trabulse estudiaron la influencia decisiva de Kircher sobre sor Juana Inés de la Cruz, Carlos de Sigüenza y Góngora y la ciencia mexicana, de tal forma que me limitaré a recordar su vida y milagros. Kircher, en su día corresponsal del propio Sigüenza, fue decisivo para sus últimos e infortunados discípulos americanos, el licenciado Ignacio Borunda y el fraile Mier.²⁵ Este último lo citó escasamente, pero tenía presente “la predicación [en China] de San Bartolomé en el siglo VII, explicada en Roma por el padre Kircher”.² Nacido en una aldea en el actual oriente de Alemania e hijo de un polímata aficionado, Kircher combinó durante su asombrosa vida las milagrerías del santo varón con la audacia de los grandes hombres de ciencia. Niño curioso, destripador de maquinarias y explorador de la obra entera de Dios, Kircher siempre estaba a punto de morir víctima de los molinos de viento, las patas de los caballos, los duendes del bosque, las hernias y las gangrenas. Pudo, pese a

todo, acabar su noviciado con los jesuitas y en 1620 empezar sus estudios teológicos en Paderborn, mismos que se interrumpieron con rapidez pues las tropas del duque Christian de Brunswick, enemigo de la Compañía de Jesús, se acercaron al seminario de Kircher. La Guerra de los Treinta Años sólo acentuó el fervor misionero de Athanasius, quien cruzando el Rin, tan congelado, vio cómo la capa de hielo se abría a sus pies. Sobrevivió a los rigores del frío y reapareció como atleta en la otra orilla. Al cruzar los territorios protestantes, se negó, a riesgo de su vida, a vestir de seglar, argumentando que “preferiría morir con el hábito de mi orden a viajar sin peligro con atuendo mundano”. Los soldados enemigos, como lo indica el tópico, acabaron por atraparlo, desnudarlo y robarlo, pero tras escuchar la elocuencia de Kircher, basada en la calma apostólica, lo dejaron seguir su camino en paz. Tras haber estudiado matemáticas, hebreo y siriaco, Kircher, un hombre del Barroco acostumbrado a los espectáculos vistosos, impresionó al arzobispoelector de Maguncia con sus escenarios móviles y sus fuegos artificiales, al grado de que el paisanaje lo tuvo por brujo y el jesuita hubo de explicar sus ciencias y artes. El Elector se lo llevó a la corte de Aschaffenburg donde Kircher publicó su primer libro, Ars magnesia, en 1631. Ordenado sacerdote desde 1628, Kircher habría querido ir a China, como tantos sabios aventureros de la Compañía. Se conformó con recolectar las antigüedades enviadas por sus hermanos desde el lejano oriente, pues por razones poco conocidas se quedó en casa, donde adquirió fama de visionario de alcoba, al soñar con exactitud la inminente invasión sueca de las tierras del Elector. A cambio, fue a perfeccionar sus conocimientos a Aviñón, donde comenzó a descifrar jeroglíficos. Muerto Johannes Kepler en 1631, se llamó a Kircher a ocupar su cargo como matemático en la corte de los Habsburgo, pero las envidias se lo impidieron. Roma tenía que ser el destino final del hombre que todo lo sabía. Antes de desembarcar en Civitavecchia estuvo a punto de ahogarse, pues esas aguas procelosas siempre ponen a prueba a los peregrinos y por trance similar pasaron los novohispanos Francisco Xavier Clavijero y fray Servando. Antes de encerrarse en lo que sería el Museo Kircheriano, el primero de su tipo en la historia, Athanasius tuvo tiempo de apersonarse, año de 1638, en la erupción del Vesubio. Con mayor fortuna que Plinio el Viejo subió a la cima del volcán y se

introdujo en el cráter, hazaña tan indisputada como la del conquistador Diego de Ordaz, quien en 1519 hizo lo propio en el Popocatépetl. Entre 1638 y su muerte, el 27 de noviembre de 1680, Kircher se dedicó a la enseñanza y a la erudición en el Colegio Romano, rodeado de los artefactos científicos y las curiosidades de historia natural que conformarían su museo abierto al público. Entre sus asiduos estuvieron Nicolás Poussin, a quien enseñó perspectiva, y Diego Velázquez, que del jesuita aprendió los secretos de la linterna mágica. En su vejez abandonó un tanto su pasión por los milenios precristianos y, como pionero de la restauración arqueológica, descubrió las ruinas de una iglesia construida por el emperador Constantino, en el lugar donde San Eustaquio, antiguo general romano al servicio de Trajano, tuvo su visión de un crucifijo en la cornamenta de un ciervo. Kircher, cuidadoso de su amplia bibliografía, encargó a sus discípulos la compilación de su Physiologia kircheriana experimentalis.²⁷ Aunque se acostumbra llamar “un Kircher” al sabio que descarrila durante décadas la locomotora del saber, todo científico que lo tome a broma debe poner sus barbas a remojar, pues en ninguna rama del conocimiento como en la ciencia es tan fácil pasar de la admiración universal al ultrajante ridículo. Una vez superado el positivismo decimonónico, a su vez plagado de supercherías, sabemos que hombres como Kircher, epocalmente divididos entre las supersticiones y la ansiedad empírica, fundaron, con frecuencia apoyados en la magia, la ciencia moderna durante el Renacimiento. El Itinerarium exstaticum de Kircher comienza con la descripción de su autor transportado en viaje estático a través de las esferas celestes tras escuchar un trío de laúd. El jesuita, a su vez, creía en la infalibilidad histórica de las Escrituras, en la generación espontánea de los insectos, en las sirenas, y presumía de conocer los secretos de la palingénesis, al pretender la resurrección de las plantas de sus cenizas. En su obra más ambiciosa, Ars magna sciendi, presentó un frontispicio donde muestra el ojo de Dios guiándolo a través de la teología, la metafísica, la lógica, la medicina, las matemáticas, la ética y la teología morales, la ascética, la jurisprudencia, la política, la controversia y la retórica, gracias al arte combinatorio de Raimundo Lulio. Fue, con mayor amplitud y menos tino que Leonardo Da Vinci, un emblema del

Renacimiento y el hombre que rescató, para la Contrarreforma católica y para los jesuitas, un universalismo que sin él habría quedado resguardado únicamente entre los protestantes. Y eliminando buena parte de la polimatía kircheriana, queda como el empirista precursor, el enciclopedista musical del Barroco temprano, el padre de la geología moderna, un pionero de la microbiología, el primer museógrafo y, desde luego, como el abuelo loco de la egiptología. La competencia de Kircher en lenguas orientales, particularmente en copto, pese a su propia insistencia en el jeroglífico como herencia de Hermes Trismegisto, abrió el largo camino que llegaría hasta Champollion. Y mientras afirmaba que sólo el Espíritu Santo podía iluminar al lector de jeroglíficos, él mismo redactó en “forma jeroglífica” elogios banales y disparatados de reyes y pontífices. El Barroco creía en el mundo como ilusión y engaño, pero estaba bien dispuesto a aceptar la verosimilitud de las imágenes. Así, los libros de Kircher, como el Oedipus aegyptiacus (1656), lujosamente ilustrados, presentaban realidades que, soñadas por el público, dejaban de ser fantasmagóricas aunque fueran tan inexactas.²⁸ Si técnicamente Kircher retrasó el desciframiento un par de siglos, su contribución —y con él la del resto de los jesuitas— fue decisiva para abrir la conciencia católica hacia los mundos imaginados entre el diluvio universal y el nacimiento de Cristo. Interpuesta entre el Génesis e Israel, Kircher colocó una pieza sujeta a examen historiográfico: Egipto. A riesgo de disolver el cristianismo en una emblemática platónica y neopitagórica, las andanzas de Kircher estimularon, en sus miles de lectores, esa noción de desciframiento cultural que, con fines a veces más etnográficos que misionales, realizaban los jesuitas en China y los frailes en el Nuevo Mundo. Antes de Kircher hubo sabios, como Piero Valeriano, protonotario apostólico del papa Clemente VII, quien con Hieroglyphica sive de sacris Aegyptiorum literis commentarii (Basilea, 1556), creyó que esos símbolos bien podían ser meramente históricos. En 1605 Lorenzo Pignoria publicó Mensa isiaca, que rechazaba la moda neopitagórica y aseguraba, como los publicistas de la predicación apostólica en América, que esos caracteres fueron compuestos en griego durante la época cristiana. El resto le parecía superstición peligrosa para la Iglesia. Pero la equivalencia entre el enigma y el jeroglífico, tan prestigiada, sobrevivió a esos embates. La figura decisiva fue William Warburton (1698-1779), en su día obispo de

Gloucester, quien con The Divine Legation of Moses (1741) afirmó que la escritura jeroglífica fue pública y no secreta. Batallaba contra Isaac Newton, quien en una disparatada cronología se atrevió a fechar la invención de la carpintería por Dédalo en 989 a. C. o la construcción de la pirámide de Gizeh en 834 a. C. Que Newton, en pleno siglo XVIII, cometiese esos disparates exculpa a hombres como Kircher y a sus lectores novohispanos. Junto a la defensa de la historicidad de la escritura egipcia, Warburton agregó el complemento indispensable: la lingüística. Los egipcios, como los chinos y los mexicanos, se comunicaban mediante sonidos y sus formas de escritura no podían ser, humanos al fin, sino fonéticas. El ilustrado graduó la complejidad de ese fonetismo, desde la complejidad egipcia (simbólica) a la simpleza mexicana (pictórica), pasando por las marcas chinas dadas a multiplicarse prodigiosamente. En Francia, la Academia de las Inscripciones, creada en 1716, será el antecedente del Instituto de Egipto que fundará Napoleón en El Cairo. Uno de sus académicos, el abate Jean-Jacques Barthélemy (1716-1795), cuyas Réflexions sur quelques monuments phéniciens et sur les alphabets qui en résultent (1758), completaron la tarea de Warburton al introducir la noción de alfabeto como arma de desciframiento. Al fin del siglo, Georg Zoëga (17551809), danés que vivió en Roma y figuró en el llamado renacimiento hebreo dieciochesco, dijo que todo jeroglífico era, al menos parcialmente, un fonetismo. El 19 de julio de 1799 el general Bonaparte designó a los matemáticos Joseph Fourier y Louis Costaz para dirigir el estudio científico y el registro exacto de los antiguos monumentos del Alto Egipto, mientras Dominique Vivant Denon dibujaba las piedras jeroglíficas halladas en Dendera o Tebas. Ese día, un grupo de soldados, al reforzar las defensas de la fortificación de Rachid, descubrió la célebre piedra bautizada con el nombre francés de esa ciudad, Rosetta, un monolito de 1.20 metros de altura que presentaba inscripciones en tres formas diferentes, una en griego, otra jeroglífica y la tercera en un tipo entonces desconocido de escritura. El texto griego resultó ser un edicto de los sacerdotes de Menfis, fechado el 27 de marzo de 196 a. C., que conmemoraba a Ptolomeo V Epífanes. Tanto en Egipto como en México, entre 1791 y 1799, el milenario recorrido paralelo entre la historia y la lengua, la escritura y el lenguaje, había encontrado un punto de intersección. Coatlicue y la Rosetta, la piedra y la clave, dialogaban.

BORUNDA, JEROGLÍFICO AMERICANO

La escritura fonética fue entonces usada entre todas las clases de la nación egipcia, y ellas la emplearon durante un largo tiempo como un auxiliar obligado en sus tres métodos ideográficos. Cuando, por el efecto de su conversión al cristianismo, el pueblo egipcio recibió de sus apóstoles la escritura alfabética griega, se vio obligado a escribir todas las palabras de su lengua materna con ese alfabeto. La adopción aisló para siempre a esa lengua de la historia y de las instituciones de sus ancestros. Por ese hecho, los monumentos enmudecieron para los neófitos y sus descendientes. JEAN-FRANÇOIS CHAMPOLLION, EL JOVEN, Lettre à M. Dacier [1822]

The name of the Mexican Champollion who has discovered it is Borunda. WILLIAM H. PRESCOTT, History of the Conquest of Mexico [1843]

Miles de años después de la invención de los caracteres permanece el convencimiento de las virtudes mágicas de no importa qué alfabeto. De Champollion a Yuri V. Knórosov, el descifrador ha conservado, aunque su éxito sea obra del rigor científico, la aureola del mago. Ese halo de misterioso viaje a los orígenes también pertenece a la nutrida legión de los descifradores fracasados, cuya derrota, haya sido resultado del mal fario, la precipitación o la charlatanería, empedró el camino que permitió leer las piedras y las claves. José Ignacio Blas Borunda, el anticuario novohispano que acaso nació en 1741 y quien, tras haber hundido involuntariamente a fray Servando Teresa de Mier en el oprobio, desapareció de la faz de la tierra, conserva intacta esa reputación de

aprendiz de brujo que, al insistir en métodos e ideas ya anticuados en sus días, se obsesiona con el significado secreto de los símbolos e impone un desorden fatal para los pretenciosos y los incautos. Cuando Champollion, espíritu ilustrado y escéptico que caminaba hacia el liberalismo, descifró la escritura egipcia, se cuidó de respetar la edad del mundo datada por la Biblia. Lo hizo por prudencia, negándose a librar una batalla inoportuna con la Iglesia Católica. Pero algo quedaba en Champollion del respeto al desciframiento como una reafirmación de la autoridad bíblica. Los descifradores, desde antes de Kircher, se jactaban de enriquecer la verdad revelada en sus sentidos literal, anagógico o tropológico. Así, los jesuitas en China y los frailes en América se complacían, al hallar por doquier las huellas de Santo Tomás, en ratificar científicamente la predicación urbi et orbi, honrando por igual a la religión y a la ciencia. Cuenta la leyenda que el 14 de septiembre de 1822, cuando Champollion descubrió al fin la clave, corrió al despacho de su hermano y benefactor JacquesJoseph y, antes de desmayarse de emoción, gritó “Je tiens l’affaire !” Tras años de vericuetos, un paso adelante, otro atrás, Champollion comprobó empíricamente que los signos jeroglíficos fonéticos se extendían a lo largo de toda la historia de la escritura egipcia. Su profundo conocimiento del copto, una lengua viva hablada en el Egipto de 1800, había rendido frutos, como lo sospecharon antes que él, pero sin demostrarlo, Warburton y Zoëga. La piedra de Rosetta del México antiguo fue descifrada tan pronto los franciscanos y los dominicos, junto con sus discípulos indios, empezaron a traducir los fonemas nahuas al alfabeto latino, antes del mediodía del siglo XVI. Muchos de los investigadores actuales se niegan a validar el mito de la quemazón del pasado indígena e incluso sostienen que nunca hubo conquista más preocupada por conservar, en la medida de las siempre categóricas exigencias políticas y religiosas, la memoria de los vencidos. Tan sólo Motolinía realizó la hazaña lexicográfica de rescatar 24 mil vocablos, para no hablar de la enciclopedia sahaguniana. En el caso de los mayas, la Relación de las cosas de Yucatán, del obispo Diego de Landa, es una auténtica piedra de Rosetta del mayismo, cuyo descrédito como fuente documental retrasó un siglo el desciframiento de los glifos mayas.² Quien lea a Motolinía, a Sahagún y a Landa con el mismo desapasionamiento con que se lee a Heródoto, Polibio o Tácito, se encontrará con etnógrafos

involucrados en una guerra de conquista. Contra las rutinarias vociferaciones hispanófilas, la llamada etnografía misional no es hija de la bondad intrínseca de la fe católica, y ni siquiera de la probidad, acaso indudable, de algunos de esos predicadores. A diferencia de Kircher, para quien descifrar era lograr, casi como alquimista, la resurrección del Fénix del saber perdido, para los frailes investigación, lectura y traducción eran una necesidad metodológica, la encuesta práctica y cotidiana requerida por la evangelización. A su vez, lo que hoy conocemos por literatura náhuatl es esa visión de los vencidos que presentó Miguel León-Portilla pero también, y en medida abrumadora, obra de los conversos o, si se prefiere, de los colaboracionistas. Los alumnos del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, Fernando Alvarado Tezozómoc o Antonio Valeriano, se convirtieron no sólo en intérpretes y feudatarios de las culturas derrotadas en 1521, sino en humanistas del Renacimiento que traducían al español y al latín. Su patriotismo criollo nació no sólo de su orgullo como nobles indígenas castellanizados, sino de su lectura de las obras latinas sobre el origen de los mismos hispanos, en su día paganos sojuzgados por la Roma precristiana y, sólo más tarde, bautizados.³ Ese otro desciframiento los colocó en un plano de igualdad, acaso ilusoria, dentro de las fuentes del universalismo bíblico, realizando lo que algunos teólogos llaman parénesis, es decir, el diálogo, siempre conflictivo, entre el predicador y el converso. No es ninguna casualidad que uno de estos humanistas, Antonio Valeriano, haya sido el probable primer cronista de las apariciones guadalupanas, con el Nican mopohua, texto madre de la devoción.³¹ Volviendo a la analogía egipcia, digamos que en la Nueva España del siglo XVI se aceptó universalmente que el náhuatl, a la manera del copto de Champollion, era la clave contemporánea y viva para descifrar los misterios de las civilizaciones indígenas. En este punto comienza la involución, a ratos grotesca, que nos llevará a Ignacio Borunda. Comenzando el siglo XVII, ocurrido ya ese momento espectacular en la conciencia crítica de Occidente que fue la disputa de Valladolid, la Iglesia postridentina abandona la audacia de las primeras generaciones de franciscanos y dominicos, cierra el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, desecha la formación del clero indio y comienza a estimular la extinción, desprestigiándolas como adquisición de la alta cultura, de las lenguas indígenas. Los clérigos de Trento, y más tarde los últimos Austrias, sancionaron la división espiritual de México en una república de indios y otra de españoles.

Pedro Mártir de Anglería (1457-1526), el primer europeo que examinó los códices indígenas, no dudó en calificarlos de documentos históricos. Un siglo después, obras como las de Sahagún, Las Casas y muchos otros cronistas de Indias se encontraban archivadas o casi inéditas, de tal forma que su desconocimiento permitió que las antigüedades americanas se convirtieron en una rama más ¡de la egiptomanía kircheriana! Desaparecidos los europeos y los indios que habían protagonizado el mutuo desciframiento del siglo XVI, el simbolismo barroco descartó sus formidables descubrimientos etnográficos y lingüísticos. No es extraño así que la fábula de Santo Tomás Apóstol quede ya establecida del todo en 1605 por fray Gregorio García: el depósito cultural parenético pasó a ser antigüedad, materia de anticuarios. Este oscurecimiento veloz y dramático del mundo indígena también fue resultado de la catástrofe epidemiológica, del mestizaje y de la entusiasta aceptación india del cristianismo. Pero para sabios barrocos como Sigüenza y Góngora, que tanto admiraban a su romanizado Imperio azteca, contó otro aspecto. En la Nueva España sobrevivieron, mal que bien, las claves en los códices, venturosamente transcritos durante el siglo XVI, mientras que las piedras, más peligrosas por su visibilidad como ídolos, desaparecieron del horizonte cultural. Mientras que la piedra de Rosetta nos lleva a Champollion, en la Nueva España se separó la herencia lingüística de su expresión en las inscripciones. Digamos que la clave de los jeroglíficos americanos se quedó en la mesa, como la carta robada, mientras que en el suelo los letrados abrían los grandes mapas polimáticos de Kircher en busca de explicaciones desaforadas. Dos personajes antagónicos, Francisco Xavier Clavijero e Ignacio Borunda, el genio y el pobre diablo, intentaron reanudar el diálogo destruido entre claves y piedras. El ambiente del Siglo de las Luces no podía ser más desfavorable para rescatar al México antiguo y a todo el continente, como puede leerse en La disputa del Nuevo Mundo, de Antonello Gerbi.³² La imaginería barroca, que festejaba las mezclas, fue sustituida por el racionalismo eurocentrista de la Ilustración, que en nombre de la universalidad de los valores decretó la inferioridad física y moral de los americanos, cuya condición relativista de cultura precristiana había sido tolerada dada la necesidad impuesta por la conversión de los gentiles. Clavijero, cuya frecuente ausencia en las historiografías anglosajonas de la Ilustración es una pena, batalló en dos frentes. El más visible fue la disputa con De Pauw y Buffon en defensa del Nuevo Mundo. Menos eficaz —y poco exitosa

dada la permanencia de personajes como Borunda— fue su labor para alejar a Kircher y su escuela del pensamiento novohispano, a pesar de contar en la Ciudad de México con discípulos entusiastas como León y Gama, José Antonio Alzate e Ignacio Bartolache. Como Feijoo en España, Clavijero se empeñó en desarraigar las manías intelectuales del Barroco, ese estilo churrigueresco y gerundiano que trataron de barrer, no sin cometer groseras injusticias, los ilustrados. Contra lo narrado por la leyenda piadosa, al jesuita veracruzano Clavijero (17311787) los indígenas de carne y hueso le eran indiferentes, al grado de que en 1761 fue reprendido por la negligencia de su trabajo pastoral, probatorio de “desamor y desafecto a los indios”.³³ En cambio, Clavijero dedicó muchos años a comprender el náhuatl, el arma más poderosa para defender a México —pues con él ya podemos llamar así a la Nueva España— tanto de los americanistas europeos como de la decadencia barroca. Sólo en 1974 se publicaron sus Reglas de la lengua mexicana con un vocabulario. Expulsado junto con todos los jesuitas de los reinos de Carlos III, Clavijero tuvo la fortuna de ir al destierro italiano, donde sus hermanos expulsos de España y de América defendieron las ciudadelas de la Ilustración católica. Bajo la influencia de Vico, por medio del filólogo Lorenzo Hervás y Panduro, Clavijero redactó y tradujo al italiano su Storia antica del Messico, publicada en Cesena en 1780 y pronto leída en inglés y francés. En esencia, Clavijero asumía que las civilizaciones amerindias habían sido iguales, por origen y destino, vicios y virtudes, a todas aquellas sociedades anteriores al cristianismo. Trabajando en Bolonia, sin acceso a muchas de las crónicas de Indias, Clavijero puso especial énfasis en la lingüística comparada del náhuatl —al que siempre llamó megicano— y el resto de las lenguas antiguas y modernas, concluyendo que, por sus consonantes, superlativos y diminutivos, el mexicano sólo podía compararse con el griego. Ambas lenguas, dijo, podían combinar en una palabra la significación de cinco distintas y refutó la pretendida escasez de palabras numéricas y términos metafísicos entre los aztecas.³⁴ “De esta erudición en lenguas tan diversas”, escribió Juan Luis Maneiro, “adquirió singular pericia para descifrar las mudas pinturas de los indios”.³⁵ Contra los kircherianos y los eurocentristas, Clavijero insistió en que esas pinturas sólo eran simbólicas en cuanto requerían, para que los jóvenes sacerdotes y escribas indígenas las escribieran y leyeran, de una sofisticada

educación. Las pinturas mexicanas parecían mudas únicamente para todos aquellos que ignoraban el náhuatl, pero quienes las leyesen encontrarían allí los anales históricos de una nación gloriosa. Con detallado criticismo, Clavijero recuperó la herencia menospreciada de Sahagún y Torquemada. La única clave para descifrar las piedras era la lengua indígena, que para Clavijero era el náhuatl “clásico” de la corte de Moctezuma II. Es probable que Maneiro, su primer biógrafo, exagere al presentar a Clavijero como expositor de Bacon, Descartes y Franklin en Valladolid (Michoacán), pero lo cierto es que el jesuita fue, como tantos de los ilustrados alemanes, un formidable ecléctico decidido a conciliar la providencia cristiana con la historia humana. Ese eclecticismo es notorio en el guadalupanismo de Clavijero, autor en 1782 de la Breve ragguaglio della prodigiosa e rinomata immagine della Madonna de Guadalupe del Messico, versión oficiosa y didáctica de la leyenda. El 12 de diciembre de 1756, la Virgen de Guadalupe fue consagrada patrona de la Nueva España. Su devoción era la esencia del protonacionalismo criollo y Clavijero, como toda la Iglesia mexicana comprometida con la Compañía de Jesús, creía fervorosamente en las apariciones. Si la expulsión de los jesuitas en 1767 fue la primera crisis de la conciencia mexicana, como escribió Gabriel Zaid, no olvidemos que en la querella del siglo XVIII los modernos eran guadalupanos y los antiguos, antiaparicionistas.³ Guadalupano, Clavijero descalificaba toda identificación entre Tomás Apóstol y Quetzalcóatl, pues el antiguo Imperio mexicano jamás había estado, como ningún pueblo sabio de la antigüedad, bajo el dominio de las tinieblas. La historia, para este discípulo de Vico, discurría sobre bases seculares y la divina providencia decidía cuándo presentaba a cada tierra pagana la Revelación. Y con Borunda, al fin, hemos topado. En un oscuro apartado de su Clave general de jeroglíficos americanos, el licenciado Borunda, dijo Edmundo O’Gorman,

tuvo la ocurrencia extraordinaria de vincular en un único y grandioso suceso histórico la predicación evangélica en el Nuevo Mundo por el Apóstol Santo Tomás y la tradición piadosa de las apariciones de la Virgen de Guadalupe al indio Juan Diego. Para el logro de tan inusitada combinación, Borunda llevó a

extremo de delirio su ingeniosidad a fin de ofrecer, con base en su desciframiento de aquellas piedras y torturadas interpretaciones de antiguos ritos, costumbres, recuerdos y etimologías, la prueba que —según él— dejaba fuera de duda la milagrosidad y enorme antigüedad de la imagen guadalupana, como que era estampamiento de la Virgen en persona en la capa del Apóstol.³⁷

Borunda nació en 1741, el mismo año en que Warburton publicó The Divine Legation of Moses y en que murió la primera esposa de don Joaquín de Mier, padre de Servando. Borunda, nacido en Querétaro, fue bautizado en Guanajuato. Colegial en la Purísima Concepción de Celaya, obtuvo grado de bachiller universitario el 12 de mayo de 1757 y se matriculó para leyes en 1761. Aunque su licenciatura no consta en actas, la Real Audiencia de México siempre le dio trato de licenciado.³⁸ En su juventud —1761— Borunda habría tratado a Clavijero, al que no le aprendió gran cosa, como veremos. Pero el licenciado escribió tres libros, el Alfabeto para la inteligencia actual de los caracteres con que escribieron los naturales de este valle de México, recién conquistados (1768), Descubrimiento legal, histórico y natural del más célebre mineral de azogue del Imperio mexicano (1788) y la fatídica Clave general de jeroglíficos americanos, publicada apenas en 1898 por un americanista francés en Roma. En 1906 la Clave, incluida en la Bibliografía mexicana del siglo XVIII, de Nicolás León, conoció su primera edición nacional.³ Tras sus peripecias como indiciado en el proceso contra Mier de 1794-1795, Borunda desapareció, e ignoramos la fecha de su muerte. Uno de los pocos retratos hablados de su persona lo debemos al canónigo penitenciario José Patricio Fernández de Uribe (1742-1796), autor de la censura contra el sermón guadalupano de Servando del 12 de diciembre de 1794, quien a petición del arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta lo describió así: “El licenciado Borunda, hombre de muy buenas costumbres, aplicado y que no carece de talento es, por otra parte, de un genio oscuro, tétrico y recóndito, que desde su juventud en el Real Colegio de San Ildefonso daba no pocos anuncios de una fantasía expuesta a perturbarse.”⁴ Sin la paciencia de O’Gorman habría sido imposible comprender la obra maestra de Borunda y causa de este embrollo, su Clave general de jeroglíficos

americanos, pues

no será fácil encontrar un texto que iguale a la Clave en lo farragoso, en lo intrincado de sus explicaciones, en la oscuridad de la secuencia general de la argumentación y en la dificultad de la prosa, plagada de extravagancias etimológicas y de párrafos literalmente incomprensibles. La claridad y la distinción no eran, ciertamente, el fuerte del licenciado Borunda, aunque debe decirse en su descargo que la obra no sólo quedó en estado de apuntamientos, sino que, como el empeño del autor estaba tan sembrado de escollos históricos y cronológicos, el intento de superarlos inevitablemente conduciría al extravío de la mente más lúcida que quiera imaginarse.⁴¹

El cazador sutil de especies filológicas deberá consultar el pequeño tratado que O’Gorman dedica al “Cuaderno de Borunda”. Sintetizando su pesquisa, reiteremos que la Clave, en efecto, era un manuscrito en proceso de elaboración que a Borunda se le fue de las manos. Acicateado por las excavaciones de 17901791 preparó el opúsculo en el curso de 1792, pues el descubrimiento de la Coatlicue y de la Piedra del Sol le dieron una oportunidad inmejorable para demostrar su “método” de desciframiento jeroglífico. Acto seguido, el licenciado le escribió una carta al virrey Revillagigedo, con la intención de hacer llegar la Clave al rey Carlos IV y a sus sabios. Pero en 1793 Borunda decidió retrabajar su obra, amenazado por la claridad ilustrada de la Descripción histórica y cronológica de las dos piedras que con ocasión del nuevo empedrado que se está formando en la plaza principal, se hallaron en ella el año de 1790 (1792), de León y Gama. Primer trabajo de campo de la arqueología nacional, esta obra, como lo señala Brading, comprobaba de manera empírica las ideas de Clavijero sobre la suficiencia de las fuentes indígenas, previo estudio del náhuatl, para comprender los supuestos arcanos del México antiguo.⁴² Era tarde para que Borunda, retado por el criticismo, renunciase a sus teorías. Pero el licenciado, como lo conjetura O’Gorman, era consciente de la peligrosidad de una ocurrencia que implicaba a la Virgen de Guadalupe, a Santo Tomás Apóstol y a Quetzalcóatl. Empero, él mismo mostró la Clave a los

agustinos Chávez y Leucona; los rumores sobre sus investigaciones se difundieron entre los letrados de la Ciudad de México, hasta que en noviembre de 1794 llegaron a oídos del joven orador sagrado Servando Teresa de Mier, a quien se le había encomendado predicar, en honor de la patrona de México, el 12 de diciembre, en la Colegiata de Guadalupe. Para profundizar en el contenido de la Clave es más fácil operar por la vía negativa y ofrecer los puntos de vista de quienes la demolieron, en especial, Fernández de Uribe. Pero concedamos a Borunda el derecho a la palabra:

Semejantemente usaron los mexicanos con sus esculpidas figuras, de símbolos, y jeroglíficos, comprendiendo en cada uno, varios conceptos, según lo ejecuta su idioma y para ello también los distintos grupos de sus bosquejados dibujos. En la Asia se sirvieron las naciones, sin abandono de símbolos, de caracteres tan escasos que apenas comenzaron en las de América, por haber dejado la religión cristiana introducida en parte con los siriocaldeos, habiendo sido cruelmente sacrificados quienes usaron de ellos, a los veinte años de haberla abrazado, pero quedando su memoria en tradiciones alegóricas, y la historia cronológica desde la creación del mundo, transferida a la escritura simbólica, y jeroglífica, como también su alusión a aquella apostasía, y regreso al establecimiento de sus antiguas, ambiciosas y terrenas costumbres en el de esta ciudad, según el valor de los tres monumentos ahora hallados con la auténtica y permanente pintura del tiempo de aquellos caracteres, en que todavía se manifiesta uno de ellos.⁴³

Borunda partía, como Clavijero, de una tesis justa: a los aztecas sólo podía comprendérseles desde el conocimiento de su lengua. Pero de la misma manera en que, tras conectar al copto con el antiguo egipcio, Kircher desanduvo el camino, Borunda trató de leer la Coatlicue y la Piedra del Sol como si fuesen códices simbólicos y alegóricos. Más extravagante aún es saber que Borunda, según Gutierre Tibón, fue un excelente nahuatlato, apto para relacionar etimologías como la que une a tlaxicco con Mexicco. Por ello mismo —y quien añade ciencia, añade dolor—, Borunda también fue capaz de decir que Tomatlán era la tierra de Santo Tomás por mera eufonía, tras corroborar que en esos lares nunca se había cultivado tómatl, detalle que provocó las carcajadas de Fernández de Uribe en 1795.⁴⁴

Que el licenciado pensase que las piedras halladas en 1790-1791 eran esotéricas puede perdonársele, si recordamos que los mayistas del siglo XX dijeron lo mismo de los glifos mayas, hasta que el soviético Yuri V. Knórosov los encaminó hacia la etnolingüística. Pero para efectos de finales del siglo XVIII, ilustrados católicos novohispanos como Clavijero y Fernández de Uribe dieron a las piedras su valor histórico y calendárico. El nahuatlato Borunda hizo con los frasismos nahuas lo que Kircher con su avasalladora polimatía: dibujar un jeroglífico sobre otro. De esa forma quiso ver en las piedras una carta alegórica del Anáhuac, inspirada en el mapa del valle de México realizado por el ingeniero holandés Adrian Boot en 1614, donde las figuras de ríos y montañas mostraban a la bestia del Apocalipsis. En un libro que Mier apreciaba, el Viaje a la Nueva España (1770), del aventurero Giovanni Francesco Gemelli Careri, se dedica un capítulo a esa carta holandesa donde “se refiere la comparación que algunos hacen de la monarquía mexicana con la visión de San Juan en el capítulo 13”.⁴⁵ Borunda inventó en su Clave dos nuevos jeroglíficos para poder unirlos después: la Virgen de Guadalupe y Tomás/Quetzalcóatl. En el primer caso, afirmó que la costumbre anual de los antiguos mexicanos de desollar a una mujer en memoria de haberlo hecho con la hija del señor de Culhuacán, escondía la profanación alegórica que los indios realizaban de la imagen virginal milagrosamente estampada en la capa apostólica, “alusión de haber intentado adorar aquella primera pintura juntamente con el demonio”.⁴ El segundo jeroglífico venía de la antigua tradición de la predicación apostólica, a la que Borunda agregó que la imagen de la Guadalupana era un monumento siriocaldeo contemporáneo de la cruz sepulcral de Santo Tomás en Mylapore, según una lámina que el anticuario pretendía incluir en su edición, nunca aparecida, de la Clave. El galimatías borundiano concluía con una idea que habría fascinado a Borges: las piedras aztecas desenterradas eran un mapa encriptado de la geografía mistérica del valle del Anáhuac. Fernández de Uribe reconoció que para entender cabalmente la Clave hubo de leer primero el sermón de Servando, un buen resumen de las ideas borundianas. El Dictamen (1795) realizado por Fernández de Uribe merecería ser editado aparte como una obra decisiva en la historiografía ilustrada novohispana; el opúsculo da fe de la liquidación del guadalupanismo crítico y la condena al olvido de la fábula de Tomás en América, que el canónigo penitenciario consideró muy improbable.⁴⁷ De hecho, durante el siglo XVIII, sólo la sostuvieron con alguna insistencia Lorenzo Boturini, Mariano Veytia, Borunda y

fray Servando. En efecto, concluye Fernández de Uribe en su informe para el arzobispo Núñez de Haro,

el licenciado don Ignacio Borunda nos parece un don Quijote histórico mexicano, que imaginándose, como el manchego que se dolía tanto de ver enteramente perdida la caballería, no haber historia alguna fiel mexicana, haber sido todos sus historiadores unos ignorantes del idioma, tradiciones, religión y costumbres de las naciones del Nuevo Mundo, quiso él resucitar esta muerta y perdida historia. [...] A este fin ha leído, según se colige de sus citas, a Torquemada, Clavijero, Boturini y algún otro de esta clase de autores; pero ha tenido la desgracia de entresacar lo que ellos mismos califican, o de menos probable, o de enteramente infundado y falso. Ha dado otro paso, y éste ha sido su mayor precipicio. El idioma mexicano, como todos o casi todos los más, tiene palabras que significan cosas muy diferentes. [...] Gobernado de estas ideas, el licenciado Borunda se vale de una palabra, e interpretándola no según su vulgar y común significación, sino según otra que pueda tener, busca alguna alegoría y semejanza, y como cuantas cosas hay en este mundo, por disímbolas y distintas que sean, se parecen en algo, las interpreta por aquella parte en que se asemejan y que es conforme a la idea que se propone, y da por cierto que el sentido alegórico que él inventa ha sido el de los indios.⁴⁸

Más que a Borunda y a Servando, el canónigo penitenciario pretende sepultar en su Dictamen la cultura histórica del Barroco, apoyándose en la seriedad de los testimonios directos y de las informaciones recabadas por Motolinía, Sahagún y Acosta. Reconociendo a León y Gama como la gran autoridad erudita de su tiempo, Fernández de Uribe aclara que los toltecas florecieron en el siglo V o VI después de Cristo, imposibilitando la visita del apóstol gemelo. El censor apunta más lejos, culpabilizando, tras presentarle sus respetos, a Sigüenza y Góngora de la “disparatadísima” identificación entre Quetzalcóatl y Tomás, en El Fénix de Occidente. Fernández de Uribe alega que la historiografía barroca fue un fraude, pues jamás miró a través de la cronología y la geografía, los dos ojos de la historia. Fernández de Uribe murió en Tlalpan en 1796, poco después de la publicación de su Dictamen. En una paradoja propia del siglo XVIII

novohispano, esa obra fue escrita como una exhibición de sentido común para espantar a todos aquellos que pretendían variar la tradición milagrosa de las apariciones de 1531. Borunda, quien contribuyó a identificar la etimología de México como el ombligo de la luna, creció y murió en el lado oscuro de la historia intelectual. La alta cultura del Renacimiento caminó hacia el Barroco con Kircher y acabó por empantanarse, durante una larga fase terminal, en sabios pueblerinos como Borunda. Pero mientras los detractores europeos hallaban en las lenguas americanas dialectos ininteligibles, el licenciado conocía el idioma náhuatl. Careció Borunda, a diferencia del expulso Clavijero, de las semillas cosmopolitas necesarias para hacer florecer su laborioso jardín. Poco sabemos de sus lecturas contemporáneas, que, según sus propias citas, incluían a escritores como el carmelita Blaise Vauzelle (1651-1729), conocido como Honorato de Santa María entre los españoles y autor de unas Reglas y uso de la crítica tocante a la historia de la Iglesia, que se tradujeron en México en 1792. También leyó al conde de Buffon y sin duda a Kircher o a sus abundantes vulgarizadores novohispanos. Cuando la Enciclopedia ya había desplazado de los estantes a la polimatía, Borunda seguía creyendo, contra las pruebas que sus propios contemporáneos le arrojaron al rostro y pese a su propio conocimiento de los frasismos nahuas, que “la literatura jeroglífica no se compone de letras alfabéticas, sílabas y periodos como ocurre en las demás lenguas, ni ha de leerse literalmente de la manera acostumbrada, sino antes bien con un concepto simbólico e ideal”.⁴ En la Clave de Borunda sobrevive una idea figural del mundo basada en las correspondencias entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Kircher había colocado a Moisés como puente entre el origen de los tiempos e Israel; Borunda, acaso inspirado en alguna línea de Becerra Tanco, unía a Santo Tomás con Guadalupe.⁵ Confundiendo las pruebas con las señales, haciendo del léxico un acto de fe, llegó a creer que el propio calendario azteca era obra del apóstol. Los adversarios de la predicación apostólica —o de las apariciones de Guadalupe— llamaban fábulas a esas narraciones. Al hacerlo, más que ser peyorativos, destacaban la retórica de un género impermeable a las referencias históricas y geográficas, ávido de nutrirse solamente de la información conveniente para demostrar su moraleja. Un siglo atrás, la fábula de Borunda habría sido tan prestigiosa como las de

Sigüenza y Góngora, pero le tocó vivir los días peligrosos en que rodaban en París las cabezas reales. En un ambiente crispado por un criticismo latente que osaba pronunciarse, fue el payaso de las bofetadas y la causa motriz del efecto Servando Teresa de Mier. Aunque el censor se cuidó de exculpar a Borunda del mal uso que Servando había hecho de sus “quimeras” en el púlpito, la suerte del licenciado fue, hasta donde sabemos, amarga. El doctor Mier no le guardó rencor y en 1819 lo recordaba como un buen hombre incapaz de haber atentado contra la tradición, “porque era tan devoto de la Virgen guadalupana, que ante cualquier estampa suya se echaba a llorar de ternura”.⁵¹ Inclusive, Servando le dedicó en sus Memorias un elogio oblicuo, al anotar que los desatinos de Borunda resultaron tan incomprensibles para quienes ignoraban “el genio de la lengua americana”, como la traducción que del Libro de Job hizo fray Luis de León para los neófitos en hebreo.⁵² Hombre valiente, como lo destaca O’Gorman, Borunda interpuso “recurso de fuerza” contra el nuevo virrey Branciforte y el arzobispo Núñez de Haro, buscando recuperar la Clave confiscada, que se salvó de ser quemada como lo demandó la Colegiata de Guadalupe. En julio de 1796, tras la apelación de Borunda al Consejo Real de Indias, se resolvió “devolvérsela”, quedando en custodia en el archivo secreto del virrey. Absuelto por la triste comisión de una inadvertencia erudita, a Borunda se le pidió que no volviera a meterse en problemas. Joaquín Traggia, quien exoneraría a Servando en la Real Academia de Historia en 1800, solicitó alguna reparación para Borunda, quien “cargado de años y familia [...] Se ve casi reducido a la mendicidad.” Ésa es la última noticia que escucharemos del licenciado.⁵³ A Borunda, dice O’Gorman, debemos otorgarle simpatía por el atrevimiento de su tesis y conmiseración por las desgracias que le acarreó.⁵⁴ Al gunos años más tarde Borunda debió morir de tristeza, despojado de los papeles que trabajaba desde sus veinte años. No vivió para saber de Champollion ni mucho menos se enteró que el gran historiador norteamericano Prescott, en un despiste proveniente de un comentario de Carlos María de Bustamante, lo llamó, en un pie de página, “the Mexican Champollion”.⁵⁵ Si la predicación de Santo Tomás provenía de un polémico versículo de Juan, si sus andanzas por la tierra se difundieron por medio de los textos gnósticos y apócrifos, era lógico que sus peripecias acabaran en un pie de página, pues eso fue el licenciado Borunda, una de las más enigmáticas y traviesas notas al calce en la historia mexicana.

Pero esta historia sólo comenzará cuando veamos a Servando Teresa de Mier tocando la puerta de José Ignacio Borunda, el jeroglífico americano que convirtió al fraile dominico, según sus propias palabras, en un códice extraviado.

2. La juventud de un predicador

Amén de esto, por grave que sea el capítulo de un libro, ¿lo será tanto como el capítulo de una religión? JOSÉ FRANCISCO DE ISLA, Fray Gerundio de Campazas, I, IX, 3 [1758]

No se había visto en la historia del mundo una sociedad tal. El antiguo Senado romano no había trazado planes para la conquista del mundo con mayores seguridades de éxito. Nunca se había pensado con más firme entendimiento en la realización de una más grande idea. Eternamente será esta sociedad modelo de todas las que sientan orgánico anhelo hacia la infinita propagación y la duración eterna [...] pero también será eternamente una prueba de que el tiempo sin medida frustra las empresas más prudentes y de que el natural crecimiento de toda especie inevitablemente aniquila el artificial crecimiento de una de sus partes. NOVALIS, Europa o la cristiandad [1799]

Los jesuitas podrán decir a San Ignacio: Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Lo que me parece notable es que la destrucción de estos fantasmas, a los que se creía tan temibles, se haga con tan poco ruido. D’ALEMBERT, carta a Voltaire, 14 de mayo de 1762

LA EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS

La expulsión de los jesuitas es uno de los acontecimientos más asombrosos del siglo XVIII y de la historia de la cristiandad. Portugal, Francia y España, tras más de una década de presiones, lograron que el 21 de julio de 1773 el papa Gregorio XIV firmara el breve Dominus et redemptor y extinguiese la Compañía de Jesús. Todos los partidos y facciones fueron acusados de haber contribuido a cortar de tajo la temida mano negra jesuítica. Nunca se ha visto tan simétrico trueque de atributos, pues pareciera que jansenistas, philosophes, francmasones y reyes ilustrados expropiaran las artes de la conspiración atribuidas a los jesuitas y las utilizaran, mediante eficaz sortilegio, para destruirlos. Tantos fueron los acusados de haber triunfado contra la Compañía como numerosos quienes se atribuyeron el mérito de una victoria que 20 años después se volvió en contra de casi todos los que la festejaron. Fue un acto de autoinmolación que dejó al papado desprovisto de la milicia que lo habría defendido, con la razón, la intriga o la fuerza, cuando entre 1789 y 1794 la Iglesia Católica sufrió la derrota más concluyente, pese a todas las restauraciones posteriores, en su existencia milenaria. Por su vocación universalista, la naturaleza multicultural de su enseñanza, su apertura al guadalupanismo en México o a los ritos chinos, o tan sólo por su condenado laxismo moral, la Compañía de Jesús aparecía como una aliada natural de las Luces. Pero su naturaleza internacional se estrelló sin remedio con los jóvenes y vigorosos Estados nacionales, autoritarios y centralistas, que, no pudiendo saquear Roma como lo había hecho Carlos V, mejor obligaron a un papado débil a renunciar a la guardia de San Ignacio de Loyola. Superadas las interpretaciones conspirativas o exculpatorias de la expulsión, hoy se concluye que la Societas Jesu fue víctima del regalismo —galicanismo en Francia, josefinismo en Austria—: la doctrina política para la cual la jurisdicción eclesiástica debía estar subordinada, en todo sentido, a la autoridad económica y legal de la monarquía.¹ El marqués de Pombal, hombre fuerte de Portugal, dio el primer paso en 1759, enredando a los jesuitas en una serie de intrigas palaciegas de sanguinario

desenlace. El 6 de agosto de 1762, el Parlamento de París sentenció la dispersión de cuatro mil jesuitas franceses, la expoliación de sus bienes, iglesias y bibliotecas, así como la prohibición de obedecer a su regla, vivir en comunidad y llevar su hábito. Voltaire, quien había festejado el castigo al orgullo de los jesuitas, sus antiguos maestros, protestó al verlos bajo maltratos tan indignos.² Durante varios meses los libelistas portugueses y franceses inundaron Roma de tantos papeles antijesuitas que había que barrerlos cada mañana. A los jesuitas se les acusó de tiranicidas, tanto porque algunos de sus doctores habían sostenido el derecho a la rebeldía contra el mal príncipe como por el asesinato de Enrique IV, atribuido fantasiosamente a un fanático de la Compañía. También su actividad misional, cuya tierra prometida estaba en el llamado “Imperio jesuítico” del Paraguay, fue denunciada por portugueses y españoles como imperialismo teocrático. Sus negocios, algunos de ellos fraudulentos, y su presencia al oído de tantos príncipes, católicos o no, los volvieron intolerables. La casuística jesuita, proyectada para las necesidades espirituales del mundo crecientemente secularizado de los siglos XVII y XVIII, fue rechazada por nociva. La colosal batalla entre los jesuitas y el resto de la Iglesia, iniciada con las Cartas provinciales de Pascal, culminó. Mientras la expulsión de Portugal podía atribuirse a un acto despótico y la de Francia a la tradicional defensa galicana del Estado contra las intromisiones eclesiásticas exteriores, lo ocurrido en España hizo enmudecer al universo. El rey Carlos III, amigo de la Compañía que en su reino había nacido, cambió de bando. Tras el motín de Esquilache en 1766, provocado por un ministro napolitano que osó prohibir a los madrileños el uso de la capa y del sombrero, Carlos III nombró como ministro al ilustrado conde de Aranda, quien encabezó una cruzada para convencer al rey de que los jesuitas planeaban derrocarlo, envenenarlo o acusarlo de bastardía. Nunca una medida de dimensiones tan dilatadas y trágicas fue tomada por tan pocas personas. El rey, Aranda, un par de ministros y José de Moñino, marqués de Floridablanca y embajador en Roma, utilizaron como escribanos a niños y a mudos para garantizar la confidencialidad absoluta del expediente. Tras una investigación secreta de varios meses, Carlos III firmó el 27 de febrero de 1767 la Pragmática Sanción, que expulsaba a los jesuitas de España y de todos sus reinos, posesiones y territorios de Ultramar. Lorenzo Ricci, prepósito general de los jesuitas durante las expulsiones, cuenta cómo, contra toda esperanza, entre marzo y abril de 1767, los jesuitas españoles fueron echados de sus casas como malhechores, arrojados en vehículos

destartalados y enviados hacia los Estados del Papa, donde Clemente XIII les impidió el desembarco en Civitavecchia y los devolvió a Córcega, donde pasaron grandes privaciones. Carlos III amenazó con la muerte a cualquier comandante que permitiese que un solo jesuita, por más viejo y enfermo que estuviese, permaneciera en los confines del Imperio. Quedó prohibido hablar a favor o en contra de la expulsión. Carlos III se negó a responderle en privado al atribulado Clemente XIII las verdaderas razones de su inaudito rigor, mismas que se llevó a la tumba. En 1775 Ricci murió en una celda del Castel Sant’Angelo, obediente al papa, pero proclamando la inocencia de la orden ignaciana.³ El nuevo papa, Clemente XIV, electo en 1769, trató de decidir en un concilio la suerte de los jesuitas. Los agentes del rey de España se lo impidieron. Al fin, Clemente XIV firmó la extinción de la Compañía, mediante un breve y no una bula, lo cual dejaba abierta, en términos canónicos, la posibilidad de su restauración. El papa murió poco después, en 1774, convencido de que la destrucción de la orden de Ignacio de Loyola lo condenaría al infierno. Se acusó, naturalmente, a los jesuitas de haberlo envenenado. No ha habido desde entonces ningún otro pontífice que haya elegido llamarse Clemente. Tras discretísimo coloquio con el arzobispo Francisco Antonio Lorenzana y otras autoridades, el virrey marqués de Croix mandó ejecutar en la Nueva España, la madrugada del jueves 25 de junio de 1767, víspera de la festividad del Sagrado Corazón de Jesús, la Pragmática Sanción de Carlos III. Los comisionados del virrey se presentaron en colegios y residencias de la Compañía, instando a los superiores a que pusiesen en capilla a sacerdotes y novicios para que escuchasen la noticia de su expulsión. En México, tampoco se dio explicación a los jesuitas de las razones de su extrañamiento ni mucho menos posibilidad alguna de defenderse.

Éste era el estado de las cosas [escribió Francisco Xavier Alegre, uno de los doctores jesuitas novohispanos que moriría desterrado en Bolonia] cuando a la mitad de junio de 1767 se supo haber llegado a los señores virrey y visitador pliegos misteriosos de la corte, en cuya virtud se despachaban comisarios con despachos secretos, que no debían abrirse hasta tal o cual parte, conforme a los destinos de cada uno. Muchos que observaban que dichos comisarios iban a todas y solas aquellas en que había casas de la Compañía, no dejaron de

sospechar que la tempestad caería sobre los jesuitas. Cesó toda duda la mañana del 25 del mismo mes. La instrucción dada a dichos comisarios prevenía que la víspera de la ejecución preparase la tropa del lugar, u otros hombres de armas, que examinase con atención la situación interior y exterior de la casa, y a la hora ordinaria de abrirse las puertas o antes, se apoderase de ellas por dentro, sin dar lugar a que se abriese la puerta; que en todas las puertas de la casa, iglesia o campanario, se pusiese centinela doble, y juntando en nombre del rey al superior y a los sujetos todos de la casa, se les intimase el real decreto en que eran mandados salir de todos los dominios de la Corona.⁴

La expulsión mexicana fue tan violenta y expedita como la española, pero en la Nueva España los indígenas y otros súbditos salieron a defender a los jesuitas. Se registraron motines en Michoacán, Guanajuato y San Luis Potosí. Una y otra vez las poblaciones se negaron a entregar a los padres, y éstos, para evitar el derramamiento de sangre, acabaron por suplicarle a su feligresía la obediencia a las autoridades. El visitador general José de Gálvez, hombre fuerte del virreinato, tomó represalias contra las comunidades que habían tratado de impedir la expulsión. Para noviembre de 1767 unos 500 jesuitas se habían hecho a la vela en Veracruz. Unos cien no alcanzaron a llegar vivos a su destino final en Bolonia y Ferrara. En las misiones del norte de México, el proceso de expulsión fue más largo, tanto por la distancia como por la resistencia civil que los protegió, desde las Californias hasta Durango. Las narraciones piadosas de su calvario son abundantes, y casi siempre conmovedoras, pues pocos espectáculos afligen más que la desgracia súbita de los poderosos.⁵ Una vez extinta oficialmente la Compañía en 1773, sólo 17.5 por ciento de los 5 046 jesuitas expulsos del Imperio español aceptó secularizarse, es decir, abandonar la Compañía para convertirse en sacerdotes ordinarios. Los jesuitas provenientes de la Nueva España, junto con los toledanos y los castellanos, eran la mayoría, y aunque obligados por sus constituciones a obedecer al papa “como un cadáver”, aceptaron la humillación mas se negaron a dispersarse por completo. Los jesuitas novohispanos hicieron de su círculo italiano una academia informal de ciencias y artes, al grado de que puede decirse que la cultura novohispana

esplendió por última vez en Bolonia, donde se escribieron la Historia antigua de México, de Clavijero, las memorias jesuíticas de Alegre, la Rusticatio mexicana, de Rafael Landívar, o los Tres siglos de México, de Andrés Cavo. Todas las fuentes coinciden en que la expulsión de los jesuitas fue un desastre para la educación en la Nueva España. Y aunque su extrañamiento desató tan vivas protestas en las misiones, fue en los centros urbanos donde las familias echaron de menos a los padres, mismos a quienes habían mandado llamar para reencauzar a los descarriados jóvenes dieciochescos. Desaparecidos de golpe los 22 colegios, los 10 seminarios, las 19 escuelas menores y las 152 cátedras de la Compañía, nadie podía llenar ese hueco. Las viejas órdenes religiosas — franciscanos, agustinos y dominicos— estaban hundidas en una decadencia moral e intelectual que hasta sus más celosos cronistas se ven obligados a admitir. Era común que, antes de la expulsión, los frailes cerraran sus colegios en las ciudades donde los abrían los jesuitas, pues no podían competir con ellos. En 1767 la educación quedó en manos del clero secular, laborioso, pero incapaz de crear instituciones y métodos pedagógicos atractivos.⁷ El destino de muchos niños novohispanos, sobre todo los hijos de los burócratas, los militares y los comerciantes, cambió radicalmente tras la expulsión de los jesuitas. Uno de ellos fue Servando Teresa de Mier, nacido el 18 de octubre de 1763 en el número 26 de la calle del Comercio, en Monterrey, capital del Nuevo Reino de León, situado en el noreste de la Nueva España.⁸ Esa casa estaba frente al antiguo colegio jesuita, que había cerrado temporalmente desde 1750 por falta de fondos, desinterés vecinal y escasa concurrencia, y que tras 1767 no volvería, lógicamente, a abrirse. Sin los jesuitas, la gente pudiente de Monterrey buscó otra manera de dotar de primeras letras a sus hijos. Cuando Servando tenía cinco años, murió doña Leonor Gómez de Castro, quien dejó en donación seis mil pesos para la fundación de un curso de gramática latina. Antonio Martínez y Francisco Cuevas habrían sido los maestros de esa escuela que, bajo la dirección de Juan José Paulino Fernández de Rumayor, habría tenido en Servando a un alumno aventajado, pues de lo contrario su familia no lo habría enviado después a estudiar con los dominicos de México. Después hubo clases de filosofía y retórica en el convento de San Francisco, a cargo de fray Cristóbal de Guido Fajardo. Uno de los escasos recuerdos infantiles de Mier, contado en la quinta de

las Cartas a Juan Bautista Muñoz, remite a esa época: compareció vestido de angelito “en varios diálogos y certámenes poéticos”.¹ La expulsión de la Compañía de Jesús es el gran acontecimiento histórico que, ocurrido apenas un lustro después de su nacimiento, marcará, si no la vida de Servando, al menos las coordenadas entre la religión y la política en que ésta transcurrió. Las particularidades del extrañamiento, entre 1759 y 1773, son únicas en la historia de la cristiandad. A diferencia de otras persecuciones ocurridas en el seno del cristianismo, la de los jesuitas no admitió motivos teológicos —extirpar una herejía— ni raciales, como limpiar la sangre. Fue un golpe de Estado internacional que pasó por las cortes católicas de Lisboa, París, Viena y Madrid, ante la debilitada posición del papado y sin la colaboración del Santo Oficio de la Inquisición. A diferencia de este tribunal, Carlos IV no instruyó proceso alguno, privando a los jesuitas tanto de la infamia de la acusación como del derecho a la defensa, despojándolos del consuelo inquisitorial de la confesión, el arrepentimiento o la contumacia. Otra de sus características fundacionales fue, sobre todo en el caso de España, el concurso del ejército y de la armada para organizar y ejecutar la expulsión al margen de la corte. Se utilizó la inteligencia policiaca sin intenciones de eliminar individuos o corporaciones, sino de extrañar a una parte esencial de la sociedad política, arrojándola al asilo eclesiástico del que la Compañía, orden religiosa y milicia a la vez, había logrado escapar desde su origen. El secreto de Estado estuvo bajo llave durante muchísimos años y una vez que fue revelado se había especulado tanto sobre él que la verdad resultó insípida: ¿la todopoderosa Compañía había sido derrumbada como un castillo de naipes por un puñado de ministros francmasónicos e ilustrados? La expulsión de los jesuitas, concertada, selectiva y secreta, fue la primera represión política de corte moderno, ejercida por una burocracia nueva y poderosa que, habiendo ganado una autonomía inédita, no optó, como durante la Reforma, por romper con Roma, sino que se planteó algo más ambicioso: subordinarla. Episodios posteriores a la Revolución Francesa como los protagonizados por Napoleón, quien secuestró a los papas Pío VI y Pío VII, obligando a este último a ser testigo en 1804 de su autocoronación, son el desenlace del camino abierto por Pombal, el Parlamento de París y los aristócratas españoles Aranda y Floridablanca. Al ser educado, como toda su generación, en el antijesuitismo, Servando heredó

una serie de paradojas que iremos examinando. Su intento por reformular la tradición de Guadalupe recurriendo a Tomás era propio del espíritu jansenista, ansioso por volver a la pureza apostólica, que el probabilismo de los jesuitas habría negado, cultivando las devociones marianas, de las que los dominicos dudaron hasta que Roma los mandó callar. Siendo los jesuitas quienes habían intentado, con mayor o menor éxito, sintetizar la Ilustración y la Iglesia, el dominico Mier se volverá, al final de su vida, un republicano sin formación ilustrada. Como independentista, entrará en las sociedades paramasónicas, contramodelo calcado de las imaginarias conspiraciones jesuíticas. Nueve días después de la muerte de Servando, el 12 de diciembre de 1827, se celebró una vez más la fiesta de la Virgen de Guadalupe en México. Ese mismo día, Stendhal, contemporáneo del fraile, expresó, ante la iglesia del Gesú en Roma, un deseo que Servando habría compartido: “Me gustaría que un ateo escribiera la historia de los jesuitas sine ira et studio.”¹¹

LINAJE, NO NIÑEZ

¿Quién me hará comprender el pecado de mi niñez, ya que delante de ti nadie está sin pecado, aunque sea niño de un solo día sobre la tierra? SAN AGUSTÍN, Confesiones, I, 7

En todas edades somos niños y somos viejos, mirando a lo antojadizo de las pasiones; en todo tiempo vivimos con inclinación a las libertades y a los deleites forajidos, y valen poco para detener su furia las correcciones ni las advertencias. El palo y el azote tienen más buena gente que los consejos y los agasajos; finalmente, en todas edades somos locos, y el loco por la pena es cuerdo. DIEGO DE TORRES VILLARROEL, Vida [1743]

Servando Teresa de Mier fue un fraile novohispano. Imito, adrede, la primera frase de la Historia de Inglaterra de Jules Michelet: “Inglaterra es una isla.” Las obviedades son fundamentales para el conocimiento histórico. Pero poco o nada sabemos de cómo Servando se transformó en un fraile novohispano. Preso en 1819, Mier escribió un puñado de textos que apenas en 1865 se conocieron como “recuerdos, aventuras y viajes” y, tiempo después, como memorias. Esas memorias de Mier fueron un recurso, cuya fortuna literaria el fraile ignoraba en su celda, para defenderse del proceso que el Santo Oficio había abierto en su contra. Servando no tiene ni tiempo ni interés retórico en contarnos su infancia, ni los caminos que lo condujeron a la Iglesia. Al recordar que de niño deseó usurpar el lecho de su padre para compartirlo con su madre, Stendhal, en La vida de Henry Brulard (1835-1836), abrió el camino a la era presentida por los románticos; así, infancia es destino. Hasta la aparición de Las confesiones, de Jean-Jacques Rousseau, en 1782, los hombres del siglo XVIII concedían escasa importancia a los recuerdos infantiles. Giacomo

Casanova, nacido en 1725, por ejemplo, se atiene a la regla ciceroniana al iniciar sus Memorias: “Como mi historia debe empezar por el hecho más lejano que me pueda ofrecer mi memoria, se iniciará a la edad de ocho años y cuatro meses. Antes de esa época, si es cierto que vivere est cogitare (“Vivir es pensar”, Cicerón, Tusculanas), no vivía aún: vegetaba.”¹² Otras visiones de la infancia, como la del polígrafo español Diego de Torres Villarroel (1694-1770), apelaban a un caos barroco común a todos los hijos de Dios:

Criéme, como todos los niños, con teta y moco, lágrimas y caca, besos y papilla. No tuvo mi madre, en mi preñado ni en mi nacimiento, antojos, revelaciones, sueños ni señales de que yo había de ser astrólogo o sastre, santo o diablo. Pasó sus meses sin los asombros o las pataratas que nos cuentan de otros nacidos, y yo salí del mismo modo, naturalmente, sin más testimonios, más pronósticos ni más señales y significaciones que las comunes porquerías en que todos nacemos arrebujados y sumidos.¹³

Juan Antonio Posse (1766-1822), el cura liberal, quien como Mier estuvo en las Cortes de Cádiz en 1812, manifestó, en sus Memorias, semejante igualitarismo que, derivado del Libro de Job (7:1), nos recuerda que todos los días se pasan en la pena y en el trabajo. Un estricto contemporáneo de Mier, antagonista suyo en cuestiones religiosas y compañero político después, José Miguel Guridi y Alcocer (1763-1828), escribió a principios del siglo XIX unos Apuntes autobiográficos, donde vemos una curiosa combinación entre la confesión rousseauniana y la expiación del pecado. Guridi, cuya ludomanía estuvo a punto de arruinar su carrera como sacerdote, reconstruye su infancia recordando que el balero y el trompo, juegos infantiles mexicanos, lo indujeron al vicio. En este caso, la memoria de infancia es sólo materia de confesionario.¹⁴ Mier, como la mayoría de los clérigos de su generación, se involucró en la política. Ajeno por temperamento a la vida piadosa del fraile o al estado contemplativo del monje, intuía que las anécdotas infantiles sólo sirven para presentar, hagiográficamente, a santos y guerreros ante la posteridad. El esfuerzo, más apologético que memorioso, de Agustín de Hipona en las

Confesiones estaba reservado a los príncipes de la Iglesia y a los dueños del mundo. Servando no fue un santo y aunque, a diferencia de Hidalgo y Morelos, murió tranquilamente reconciliado con la Iglesia Católica, ésta prefirió olvidarlo, junto con la aborrecible época de cismas y revoluciones que encarnó. Pero los escritores católicos fueron compasivos con Mier, a quien perdonaron sus heterodoxias políticas, convirtiéndose, desde Lucas Alamán hasta Artemio de Valle-Arizpe y Alfonso Junco, pasando por José Eleuterio González, en sus biógrafos. Algo quedó, por fortuna, de su mala fama, y hoy son pocos quienes saben que, de alguna forma, Mier fue uno de los primeros demócrata-cristianos de México.¹⁵ Tampoco, otro golpe de suerte, gozó Servando de mucho predicamento en las hagiografías patrias, pues, aunque los liberales lo recordaron con cariño, su supuesta oposición al federalismo, en 1824, le cerró las ortodoxas puertas del Empíreo republicano. Tan aventurera fue la vida de Servando que a nadie se le ocurrió inventarle alguna milagrería laica para aderezar su infancia. Es curioso que Mier, admirado por los liberales y consecuentado por los conservadores, siga estando sujeto a esa mezcla de indulgencia y desconfianza que suscita la figura del fraile. Sobre todo desde el siglo XVIII los frailes, a menudo confundidos con sus primos los monjes, son considerados, por católicos y no católicos, como personajes bufos. El cuadro bucólico, con todo lo que tiene de mediana tristeza, fue la única manera que encontraron los primeros servandistas para suplir la escasa documentación que rodeaba el nacimiento de un héroe republicano más recordado por sus extravagancias que por sus obras. Así, el Nuevo Reino de León, donde nació Servando en 1763, es dibujado como un mundo de ensueño, dividido entre la carabina y la parroquia, la solemnidad militar del padre y la devota ternura materna. Más allá del arquetipo, podemos decir que Servando creció entre la desolación y la violencia, en una tierra ansiosa de riqueza y apenas recompensada por la religión. En 1767, el pueblo vivió un penoso episodio: el embargo judicial por fraude de la tienda de José López, dueño del único expendio comercial de la villa. En ese año, también, llegaron las noticias de la expulsión de los jesuitas de la Nueva España. La educación recibida por Servando debió ser la comúnmente impartida por los religiosos franciscanos o los curas seculares: alfabeto y latín. Los niños llegaban

a la escuela a las ocho de la mañana. Mientras el preceptor preparaba las plumas, seleccionándolas y tajándolas con una línea de plomo —habilidad manual indispensable para el magisterio—, los alumnos se acomodaban en dos cuartos separados según se tratase de lectura o escritura, considerados entonces procesos pedagógicos diferentes y no necesariamente subsecuentes. El preceptor vestía de negro. Privaban su violencia y su incultura, salpimentada de latinajos, fábulas, oraciones y algún verso o alabanza. No había libros de texto e inclusive el Catecismo de Ripalda, el Catecismo histórico del abate Claude Ferry o las fábulas ilustradas de Samaniego eran un lujo en provincia. Al amanecer se cantaban las alabanzas y se repetían tras la comida del mediodía. Por las tardes el cura daba alguna charla moral o llamaba a los vecinos a obedecer las disposiciones de las autoridades. La noche llegaba rápido y el sueño era precedido por historias de comanches. A mediados del siglo XVIII, Monterrey era poco más que una gendarmería de frontera, gobernada por hombres sin escrúpulos, enviados desde el centro para someter a la Nueva Santander, hoy Tamaulipas, plagada de indios insumisos y expuesta tanto a los bucaneros como a las naves inglesas y francesas. Pese a las eventuales corridas de toros, Monterrey era sólo un punto de paso hacia la Nueva Santander, cuya conquista era la única posibilidad de hacer fortuna para los mercenarios. En 1752 se temió la despoblación total de Monterrey, cuya guarnición llegó a tener apenas 23 soldados. La atención de los regnícolas se centró en las rapacerías del aventurero Antonio Ladrón de Guevara, sargento mayor de las fronteras orientales de la Nueva España. En 1757 se localizó una mina de plata, La Iguana, pero su explotación fue un fiasco. Todavía en 1843, un siglo después, Manuel Payno, tan dado a exaltar las bellezas provincianas, lamentaba que Monterrey, pese a su belleza de trazo, fuese vista, dada su lejanía, “con cierta indiferencia, y puede decirse aversión y encono”.¹ Una inundación devastó la villa cuatro años después. Los franciscanos imploraron el silencio del cielo. Una mujer india vio caer la corriente fluvial desde la loma de Chepe Vera (hoy cerro del Obispado) y detuvo las aguas con una imagen de la Virgen. Al milagro siguió la fundación de una venerada capilla. En las Cartas a Juan Bautista Muñoz, Mier rememora esa milagrería provinciana como repulsiva, explicando que desde entonces buscó en la historia y en la razón, guiado por el tomismo, la verdadera fe católica. Sólo en esa disertación crítico-teológica, Servando se permite algún recuerdo de infancia, hablando de las narraciones piadosas de su abuela materna, María Iglesias, y la tía Matiana,

“abogada de imposibles”.¹⁷ Tampoco era fácil la vida institucional de la Iglesia en el norte. Dependientes del obispo de Guadalajara, en el otro extremo del país, curas y religiosos actuaban sin autorizaciones cabales. De tarde en tarde aparecían visitantes del occidente que anulaban sacramentos masivos de dudosa pertinencia canónica o realizaban destituciones injustas. Apenas en 1777 se estableció el obispado en la villa de Linares, contigua a Monterrey. Pero el primer prelado murió enseguida y hacia 1800, en una maniobra que preocupó a fray Servando entonces en Madrid, se pretendió trasladar la sede a Saltillo.¹⁸ En tiempos de la reina doña Urraca, pasado el año 1000, se establecieron unos caballeros en un sitio llamado Mier. Vivieron en el sur de Asturias, en los pueblos de Tres Palacios, Guerra, Alles y Buelna, donde no hubo iglesia parroquial hasta que los Mier novohispanos la costearon. En el siglo XVII había descendientes de ellos en La Habana y Cartagena de Indias. Los primeros Mier llegaron a la América septentrional a principios del siglo XVIII. Tres de ellos alcanzaron nombre en la Nueva España: Cosme de Mier y Trespalacios, alcalde del crimen en la Real Audiencia de México en 1776, caballero de la Orden de Carlos III en 1797 y protector fiscal de Indias; el padre Juan de Mier, canónigo en las catedrales de Guadalajara y México, e inquisidor que algo supo de los erráticos asuntos de su sobrino Servando Teresa de Mier, el más célebre de una casa cuyas armas son un escudo amartelado de oro, con una cruz de guales, parecida a la de Calatrava, cargada de plata, otro de azur, con una espada de plata y cinco estrellas.¹ La única relación de los Mier con la nobleza novohispana fue el matrimonio de Cosme Antonio de Mier y Trespalacios (1747-1805) con Juana María Práxedes, primogénita de los condes de Santiago Calimaya, en 1786. En 1790, don Cosme, oidor de la Audiencia desde 1785, fue “mecenas” de su “ahijado” Servando de Mier en su graduación universitaria —acto de borla— como doctor en sagrada teología. Más allá de ello, ningún otro Mier, de esa rama, fue noble en la Nueva España. La familia se expandió en el clero y en la administración burocrática y militar del norte de México. En 1710 fue nombrado gobernador y capitán general del Nuevo Reino de León Francisco de Mier y Torre, bisabuelo paterno de Servando, a quien le tocó la rebelión de los indígenas neoleoneses, defendidos por franciscanos, contra la secularización de los curatos. En 1713 las insurrecciones indias se extendían hasta Querétaro y en el lejano norte se multiplicaban los ataques de los comanches.

El hijo del gobernador, Francisco, fue escribano público del cabildo local y se casó con Margarita Buentello, quien era descendiente de un conquistador llamado Juan Buentello Guerra, dato que no pasó inadvertido para las ínfulas de su nieto Servando.² Joaquín, el hijo del matrimonio Mier y Buentello, estudió en México y regresó a Monterrey en 1744 para ser alcalde, regidor y oficial de milicia hasta encumbrarse políticamente en 1773 y 1787. Joaquín, padre de Servando, se casó en primeras nupcias con Joaquina de Sandi y Carrillo, quien probablemente murió al parir. El 10 de diciembre de 1745, Joaquín contrajo segundas nupcias con Antonia Francisca Guerra Iglesias y Santa Cruz, quien murió en 1772, cuando su hijo Servando Teresa tenía nueve años. Artemio de Valle-Arizpe se inventa un matrimonio cristiano de fe firme y sencilla que sobrevive en la rudeza bucólica.²¹ Pero don Joaquín se casó por tercera vez con María Josefa de la Garza y Elizondo. Fray Servando tuvo alrededor de 14 hermanos, nueve carnales —cinco mujeres y cuatro hombres— y cinco medios hermanos. Durante la vida del doctor Mier, sólo mencionó a su sobrino franciscano Juan Rosillo de Mier, hijo de su hermana María Josefa, y a su hermano José Froylán, nacido en 1760 y de quien recibió dinero en algunos episodios de su aventura europea. El 26 de octubre de 1763 fue bautizado nuestro personaje con los nombres propios de José Servando de Santa Teresa y los apellidos Mier, Noriega y Guerra. Su padre, al testarlo, sustituyó el “Santa Teresa” por el de “Domingo”, atendiendo al estado religioso que su hijo había tomado.²² En 1763, año del nacimiento de Servando, Francia, España e Inglaterra firmaron la Paz de París. Los británicos se apoderaron de la Florida y del territorio de Belice, y los españoles recibieron a cambio la Luisiana francesa, que acabarían por vender a Napoleón en 1804. Era virrey de la Nueva España, el número 44 de esa sucesión, el marqués de Cruillas, Joaquín de Montserrat (1700-1771), quien permaneció en el cargo entre 1760 y 1766. Ese virrey hizo frente a las sublevaciones indias de los seris, los pimas, los pápagos y la muy famosa de Canek en Yucatán. Cayó en desgracia desde el principio, en cuanto que figura decorativa junto al visitador José de Gálvez (1729-1787), quien llegó en 1761 a reformar el reino: hizo y deshizo tribunales, dividió el país en intendencias y comandancias, introdujo una contabilidad rigurosa de las rentas reales, numeró las casas, creó el ahorro público, estancó el tabaco y supervisó personalmente la expulsión de los jesuitas. Gracias al estilo de Gálvez la historia familiar de los

Mier se entrelaza con la del Nuevo Reino de León. En 1773 las reformas borbónicas llegaron a Monterrey con un hombre de Gálvez, el gobernador Melchor Vidal de Lorca y Villena, teniente coronel de los ejércitos reales. Fue él quien nombró a Joaquín Mier teniente general, puesto equivalente a vicegobernador, durante cinco años que concluyeron en 1777. Junto a Vidal de Lorca y Villena, Joaquín Mier aprendió el estilo de los militares de la Ilustración: reorganización del servicio de correo, promoción de la higiene pública, profesionalización de las fuerzas armadas y estipendios para los estudiantes de gramática latina. Joaquín Mier, por encargo de su jefe, hizo censar Monterrey, contando 258 vecinos: 120 españoles y 138 mestizos y otras castas.²³ En esas tierras olvidadas, pendientes de las guerras contra los indios, debieron sonar fantásticas las noticias de las revoluciones en Norteamérica y en Francia. En 1795 se tomaron precauciones, confiscando bienes de franceses y reforzando la milicia, pues se temían agresiones extranjeras en el golfo de México. En 1780, el padre de Servando volvió a gobernar el reino a la espera del nuevo enviado del virrey. Siguió con esmero la política de Vidal de Lorca y Villena, apegada a la modernización de Carlos III. En la cumbre de su carrera pudo enviar a Servando, como él lo había hecho 40 años atrás, a estudiar a la Ciudad de México. Sólo Artemio de Valle-Arizpe sugiere que Joaquín acompañó a Servando en su viaje a México. A menos que mediase alguna diligencia indispensable para don Joaquín, es improbable que lo hiciera. A principios de 1780 Servando ingresó al noviciado del Colegio Grande de Santo Domingo de México. Finalmente, en 1787, Joaquín de Mier y Noriega fue, con todos los honores pero sólo por un año, gobernador y capitán general del Nuevo Reino de León, justo premio a toda una vida de servicio a la monarquía. Murió en 1791, seguramente al tanto de los primeros éxitos (o escándalos) de su hijo Servando como predicador dominico.²⁴ Hasta 1780, cuando Servando entra a sus 17 años con los dominicos, su vida nos dice muy poco. Hijo de una familia de lejanos orígenes nobiliarios en Asturias, Mier debió su privilegiada educación, primero en Santo Domingo y luego en la Real y Pontificia Universidad de México, a las reformas borbónicas que permitieron que un hombre de clase media como don Joaquín sirviera al virreinato como alto funcionario público con competencia militar. Huérfano de madre, Servando, anterior al siglo que exaltó a la familia burguesa, jamás concedió importancia a sus primeros años. Si vio en su padre una versión rústica

del estilo político de la Ilustración borbónica, no lo sabemos. Para Servando familia es ascendencia, es decir, honra. Aunque la meritocracia se fue instalando con los Borbones, gobernantes desde 1700, en España y en los reinos de Ultramar, la honra no estaba necesariamente relacionada con el dinero ni con el poder. La honra provenía de la limpieza de sangre que, aunque en el siglo XVIII tenía mucho de simbolismo burocrático, era la vieja garantía que hacía del vasallo, fuese noble o plebeyo, parte originaria y legítima del cuerpo de la monarquía. Mier sólo menciona a su familia en las numerosas ocasiones en que, desesperado por las persecuciones, trataba de defenderse apelando a su supuesto origen noble. En ese sentido, hasta el final de su vida, incurrió en una contradicción típicamente novohispana: sentirse orgulloso de sus orígenes nobles en la vieja España, al mismo tiempo que se presentaba como el criollo que había sido perseguido por un ingenio que, ganado en las aulas universitarias, era insoportable para los peninsulares. En 1822, llegó a presentarse como “descendiente del último emperador de México Quatemoczin”, lo cual expresa, aunque de manera aparatosa, la orfandad en que vivían, una vez ganada la Independencia, los mexicanos.²⁵ Si para Servando familia significaba linaje o alcurnia, ésta no le sirvió de nada cuando buscó favores de los Mier de España, sujetos más bien imaginarios, pues el memorialista se cuida, en la mayoría de las ocasiones, de darnos sus nombres completos. En 1803, preso en Madrid en una de las circunstancias más angustiosas de su existencia, trató de impresionar a sus carceleros reviviendo a su padre como gobernador vigente del Nuevo Reino de León, su tierra nativa, misma que sólo recordaba para pedir socorro de amigos y parientes, o cuando se enteraba de mudanzas episcopales que podían serle útiles.² Al fin, los bandazos de la expedición de Mina en 1817 lo hicieron desembarcar en la rada de Soto la Marina, en la Nueva Santander, relativamente cerca de Monterrey, villa a la que al parecer nunca volvió, aunque en el último periodo de su vida se esforzó por representarla como parlamentario y político, no sin sacar provecho, al fin, de su solar. El verdadero linaje de Mier, así como el universo de sus amores y odios, virtudes y fobias, estará ligado a la familia de los frailes dominicos, la Orden de Predicadores. En esa renuncia a los afectos temporales y a los nexos de sangre, Servando demostró su condición de religioso y predicador.

LA ORDEN DE SANTO DOMINGO

Yo te digo, hermano, que lo principal de la religión verdadera, que es la cristiana, no consiste en meterse a fraile, pues sabes que el hábito no hace al monje. ERASMO DE ROTTERDAM, Enchiridion [1504]

...el joven Tomás de Aquino se fue un día del castillo de su padre y anunció que se había hecho fraile mendicante de la nueva Orden fundada por Domingo el Español; algo así como si el hijo mayor del conde fuese a casa e informase desaforadamente a su familia que se había casado con una gitana, o como si el heredero del duque de Tory manifestase que se unía mañana a las marchas hambrientas organizadas por supuestos comunistas. Por esto podemos medir el abismo entre el monacato antiguo y el nuevo, y el terremoto de la revolución de los dominicos y de los franciscanos.

Tomás parecía querer ser monje; las puertas le estaban abiertas y las espaciosas avenidas de la abadía, la misma alfombra, por decirlo así, tendida para él hasta el trono del abad mitrado. Pero dijo que quería ser fraile, y su familia voló hacia él como ave selvática; sus hermanos lo persiguieron en las calles públicas, le rompieron la túnica frailesca y, por último, lo encerraron en un torreón como a un lunático. G. K. CHESTERTON, Santo Tomás de Aquino [1933]

Hernán Cortés pidió al emperador Carlos V, en la segunda de las Cartas de relación, frailes para la evangelización de los naturales de la Nueva España. Acorde con el espíritu de cruzada del conquistador, la petición era lógica. Deseoso de romper amarras con las autoridades españolas de las Antillas, Cortés nada quería saber de un obispo, cuyo clero secular habría demandado la

propiedad, no sólo de las almas, sino de las tierras del derrotado Imperio azteca. En cambio, los frailes mendicantes de San Francisco y Santo Domingo estaban atados a los votos de pobreza, castidad y obediencia, y, en cuanto que sus órdenes eran “institutos de derecho pontificio”, como serían llamados más tarde, sólo le rendían cuentas al papa. Los frailes, en suma, quedarían a disposición de la benevolencia de las autoridades del nuevo reino y de su capacidad para hacerse querer por los neófitos. Precedidos por el flamenco Pedro de Gante, en mayo de 1524 llegaron los primeros doce franciscanos, encabezados por fray Martín de Valencia. Los frailes predicadores —llamados desde mediados del siglo XV dominicos en honor al fundador, Domingo de Guzmán— hicieron lo propio más tarde, entrando a la Ciudad de México a mediados de 1526. En honor a la tradición de los apóstoles también se habla de doce dominicos, quienes se habrían alojado durante tres meses con los franciscanos, sus hermanos-enemigos. Hacia 1532, gracias al apoyo del obispo dominico de Tlaxcala, Julián Garcés, y de algunos particulares, así como del trabajo inmisericorde al que fueron sometidos los indios, la Orden de Predicadores estrenó el convento de Santo Domingo de México, a donde veremos ingresar como novicio a Servando Teresa de Mier a principios de 1780. A diferencia de la legendaria, por beatífica, llegada de los franciscanos, la aparición de la Orden de Predicadores en la Nueva España estuvo ligada a los demonios mundanos de la intriga política, la división doctrinal y las disputas jurisdiccionales. Escindidos de sus hermanos en las Antillas, los dominicos llegan a tierra firme decididos a constituir su propia Provincia, la entidad territorial propia de las órdenes. Los precedía una fama sulfurosa.²⁷ En el invierno de 1511, el dominico fray Antonio de Montesinos predicó en la isla de La Española un sermón furioso contra la crueldad de los conquistadores y de los encomenderos en su trato con los indios. Desde el púlpito el predicador inquirió a su audiencia: “Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muerte y estragos nunca oídos, habéis consumido?” Y por si fuera poco, Montesinos amenazaba a sus compatriotas con la condenación: “¿Éstos no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No os sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Cómo

estáis en tanta profundidad de sueño tan dormidos? Tened, por cierto, que en el estado en que estáis no os podéis más salvar...”²⁸ Este sermón se ha perdido. Si lo conocemos es gracias a Bartolomé de Las Casas, en quien caló hondo la interpelación de Montesinos, al grado de que se ordenó sacerdote en 1512 y dominico en 1522. El resto de los españoles, encabezados por Diego Colón, hijo del descubridor, increparon a la Orden entera, que respaldó a Montesinos. Éste y fray Pedro de Córdoba fueron a España a defender su causa y la ganaron.² Empero, los dominicos llegados a la Nueva España eran en su mayoría conservadores u observantes, como los llama Daniel Ulloa, frailes que compartían escasamente el humanismo erasmiano de Montesinos y Las Casas. A fray Domingo de Betanzos (1475 [?]-1549), padre de los predicadores novohispanos, le interesaba más la observancia que la misión, la meditatio contra la quaestio. Su Orden privilegió el estudio intramuros y la perfección apostólica antes que tomar demasiados riesgos en la predicación entre los indios. Los dominicos, a diferencia de los entusiastas franciscanos que crearon el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, ni siquiera pensaron en atrevimientos como la consagración de un clero indígena.³ Excepciones fueron fray Diego Durán y, por supuesto, Las Casas, este último un tipo conflictivo de dominico novohispano. Entró fray Bartolomé a la Orden a la tardía edad de 48 años; su espíritu misionero lo alejó de la vida conventual, dominada en Nueva España por los observantes. Los mayores logros políticos de Las Casas —el obispado de Chiapas en 1544 y la controversia de Valladolid en 1551— los obtuvo al margen, aunque no en contra, del resto de los dominicos. A cambio, por su genio controversista, su fondo teológico y su amor por la escritura, Las Casas estaba predestinado a encarnar, como pocos, las virtudes intelectuales de una orden que, según algunos de sus apologistas, fue su morada vital.³¹ Las Casas, el profeta de los indios, también supo ser inclemente a la manera dominica. Betanzos, primer maestro de la Orden en Nueva España, fue obligado a retractarse, en el lecho de muerte, de sus opiniones antiindias. El grupo de Las Casas en Madrid necesitaba de un cambio de opinión de Betanzos en vísperas de la disputa de 1550. Betanzos se había opuesto a la educación de los indios: los creía condenados a la extinción, al grado de que pidió al arzobispo Juan de Zumárraga ser enviado a China pues se decía que aquellos nativos tenían más

futuro evangélico. Había sido Betanzos quien convenció a Las Casas en 1522 de ingresar a la Orden de Predicadores y no a los franciscanos. Fray Bartolomé pudo ser el autor intelectual de la retractación de Betanzos, el 18 de septiembre de 1549 en Valladolid. Mortalmente enfermo, fue cruelmente presionado por los lascasianos para declarar que su condena de los indios había sido producto de un “error por causa de no saber su lengua o por alguna otra ignorancia”. El documento, misteriosamente, fue encontrado en Sucre, Bolivia, lo que ha provocado dudas sobre su autenticidad, mismas que tuvo el Consejo de Indias desde 1549. Apenas una semana después de la retractación, se le consideró sospechosa y se pidió ratificación notarial. El notario Antonio Canseco requirió a los cuatro frailes testigos de la redacción para corroborar su veracidad. Convencido el Consejo de Indias y muerto Betanzos, Las Casas estaba listo para combatir a Juan Ginés de Sepúlveda.³² En 1535 los dominicos constituyeron la Provincia de Santiago de México, a la que siguieron la de Oaxaca (San Hipólito Mártir) en 1595, la de ChiapasGuatemala en 1543 y la de los Santos Ángeles de Puebla en 1656. A fines del siglo XVI la Orden de Predicadores contaba con 40 casas y unos 210 religiosos; pese a las críticas de los propios historiadores dominicos, se admite que evangelizaron a los mixtecas, a los zapotecas y a varios pueblos indígenas del antiguo mundo maya. ¿Qué es exactamente una orden? El cristianismo es una religión de salvación necesitada del sustento de una congregación religiosa. Para cumplir con la evangelización de los gentiles, al cristianismo le fue muy pronto insuficiente la figura del obispo, al principio el único autorizado para dar los sacramentos. Los obispos confirmaron sacerdotes para atender a los fieles. Empero, quedaban miles de entusiastas que, no aptos para el sacerdocio, buscaban, ya en soledad (eremitas), ya en grupos (cenobitas), alcanzar el llamado estado de perfección cristiana. Nació el monacato cristiano. Procedente del griego monakhos (solo), la palabra monje adquirió peso congregacional con San Pacomio (287-346), organizador del cenobitismo. De la regla monástica, establecida por San Benito (480-527), proviene la expresión regulares, aplicada a los monjes y después a los frailes. Cada monje hacía votos individuales (pobreza, castidad, humildad, obediencia, silencio) y los monasterios se convirtieron en escuelas dedicadas a la ascesis, el trabajo manual,

la oración y la contemplación. Paradójicamente, estos imitadores de la vida apostólica, “hombres separados del mundo”, se convirtieron en un pilar de la civilización europea, cuyo símbolo fue la monumental iglesia de Cluny. Hacia el siglo XIII, el monasterio se había convertido en una institución conservadora, cuya concentración de riqueza, saber y poder político generó una severa oposición entre un nuevo tipo de cristianos, ávidos —como le ocurre periódicamente a la Iglesia Católica— de regresar a la pureza de los tiempos apostólicos. Nuevas necesidades de congregación religiosa dieron origen a las órdenes mendicantes, al principio sospechosas de cisma y herejía. Se trataba de hacer del estático monje un fraile, es decir, un predicador dispuesto a mendigar para llevar la palabra divina más allá de los monasterios que, opulentos o miserables, llenos de sabiduría o corrupción, ya no respondían a esa nueva oleada de entusiasmo. Hasta ese momento, la mayoría de los monjes no eran sacerdotes y por ello los frailes se propusieron una vida mixta, que conservase los perdidos rigores monásticos e inaugurase una forma persuasiva, efectiva e itinerante de predicación de la fe. En 1210 San Francisco de Asís logró del papa Inocencio III el reconocimiento verbal de su regla, la de los frailes más tarde llamados menores o franciscanos, basada en la imitación de los apóstoles, la penitencia y la tonsura. El privilegio reclamado por los franciscanos, y después por los dominicos, de no tener rentas fijas y apelar a la caridad pública, alarmó a la curia, pero el temor de que los frailes, desengañados de la Iglesia, fuesen a engrosar las filas de la herejía, permitió la aprobación de las reglas de los mendicantes, decididos a salir a los caminos para evangelizar, dando y recibiendo caridad, sin menoscabo de la vida conventual, cuya regla, a diferencia de la monástica, dependía de los votos colectivos de una comunidad. Sobreviven actualmente 17 órdenes, que son, entre otras, los franciscanos (y sus diversas denominaciones), los dominicos, los agustinos, los carmelitas, los trinitarios y los mercedarios, sin hablar de las órdenes femeninas, bien llamadas de monjas, pues las mujeres, en el catolicismo, no pueden administrar los sacramentos. Hay que tomar en cuenta la opinión de los historiadores católicos cuando dicen que el nacimiento de las órdenes mendicantes fue una revolución religiosa en el interior del cristianismo tan importante como la Reforma luterana. Al encauzar el entusiasmo reformista, y a veces revolucionario, de los mendicantes, la Santa Sede se dotó de congregaciones cuya fuerza y movilidad fue un contrapeso ejemplar contra los poderosos y mundanos obispos, a menudo más apegados a

las autoridades principescas o feudales que al papa. Por ello, diez años después de la muerte de Santo Domingo de Guzmán en 1221, los dominicos fueron comisionados para la inquisición de la herejía. Las características mixtas de los frailes —monacato y sacerdocio— fueron decisivas a la hora de enfrentar al protestantismo en el siglo XVI. Y en cuanto las órdenes empezaron a decaer de manera ostentosa, fueron desplazadas por un tipo superior de congregación religiosa: la Compañía de Jesús. Los frailes no son monjes. Sólo los miembros de las órdenes mendicantes deben ser llamados frailes (fratres; el apócope de fraile es fray). Dichas órdenes están dirigidas actualmente por jefes llamados “maestro”, “ministro”, “prior” o “prepósito”, todos ellos generales de sus denominaciones. A fines de la Edad Media, el desprestigio popular del monacato hizo extensiva la calificación frecuentemente peyorativa de monje para todo religioso con voto y hábito particular. Bartolomé de Las Casas o Servando Teresa de Mier se habrían sentido ofendidos de ser llamados monjes. Este último, como veremos, compartía la monacofobia del Renacimiento y de la Ilustración, que se extendía también a frailes, religiosos o regulares, palabras que se utilizan indistintamente para nombrar a los individuos de las órdenes mendicantes. Fundados por el español Domingo de Guzmán en 1215, los hermanos predicadores (ordo predicatorum, Orden de Predicadores, OP) tuvieron, a diferencia de los franciscanos, un origen agresivamente evangelizador. Trataban de combatir la herejía cátara en su propio terreno, la pobreza y la humildad. Impedidos por el Cuarto Concilio de Letrán para dotarse de una regla propia, adoptaron, modificándola, la de San Agustín. Habitantes de conventos, los dominicos se organizaron como una orden destinada a la exaltación de la palabra divina mediante la predicación. A ésta quedan supeditados implícitamente el resto de los votos como la pobreza, la humildad o la obediencia. Al oficio divino y al silencio, por ejemplo, se agregaban las facilidades necesarias para el estudio, garantía primera del éxito del predicador. La OP es así la primera congregación cristiana dedicada de manera expresa a la vida intelectual y académica, estrechamente ligada a Santo Tomás de Aquino (1225-1774), el más ilustre e influyente de sus doctores. En la Suma teológica (1268), el también llamado Aquinate o Aquinatense, habló de la OP misma como un instrumento decisivo para la labor de la Iglesia. Los dominicos y el tomismo llevan vidas paralelas y durante largos periodos históricos se han confundido en un solo afluente.

Los dominicos se jactan de su naturaleza “democrática”, inspirada en las comunas medievales. A diferencia del abate monástico, autoridad incontestable y vitalicia, los dominicos eligen al prior de su convento y son los delegados conventuales quienes votan al prior de una provincia. El Capítulo General, que se reúne cada tres años, elige a su vez al maestro general de la Orden, mismo que no requiere de la confirmación del papa y responde ante el cuerpo colegiado al que debe su apostolado.³³ La autonomía dominica, hasta entonces nunca reglamentada en la historia eclesiástica, resulta lógica para una orden de intelectuales que hicieron del libro un arma, de la biblioteca una fortaleza y del debate teológico una guerra: ratio studiorum que, además, está en el origen de varias de las universidades medievales. Usando su libertad de discusión, los dominicos pueden y deben disentir del papa mientras éste no les ordene expresamente el silencio, como ocurrió con la Inmaculada Concepción de María, que hasta 1854, cuando fue declarada dogma de fe por Pío IX, fue combatida como herética por los dominicos, quienes seguían al dedillo las enseñanzas de Tomás de Aquino, preocupado por la pretensión, al final triunfante, de hacer a Jesucristo hijo de una familia de dioses. Volviendo a la historia, al mediodía del siglo XVI se reunió el Concilio de Trento (1545-1563) para reorganizar a la Iglesia Católica frente al ya ineluctable cisma protestante. Reforma o Contrarreforma católica, las decretales de Trento uniformaron la liturgia, los textos pastorales y algunos puntos doctrinarios, dando particular importancia a la educación integral del sacerdote, por medio del seminario. La hora de las órdenes mendicantes —progresivamente sustituidas por los jesuitas— había pasado. Durante el siglo XVIII —basta con leer a los historiadores católicos para comprobarlo—, las órdenes mendicantes se hundieron en la decadencia. Como les había ocurrido a los monjes varios siglos atrás, los frailes eran considerados como una rémora para el progreso, un nido de incultura y zafiedad, un peso muerto. La política regalista de los monarcas europeos los tomó como ejemplo de una contrasociedad a la que había que eliminar o, por lo menos, sacar del campo visual de la Ilustración. Luis XV y Luis XVI crearon una comisión de regulares para reformar las órdenes, que en todo lugar fueron puestas a examen. Las rutinarias querellas entre jesuitas y jansenistas eran la diversión de París: exhibían a un Tartufo bicéfalo.

Las órdenes, sin duda, habían contribuido a esa reputación al monacalizarse, violando y reformando sus votos, volviéndose propietarias, renegando de la pobreza. La Revolución Francesa arrasó con las órdenes monásticas y regulares. La Orden de Predicadores, por ejemplo, no fue restablecida sino hasta 1840 en Francia, por el reformador Henri-Dominique Lacordaire. Al hallarse oficialmente disuelta la Compañía de Jesús, se libró, en el exilio o en el anonimato, de la liquidación revolucionaria y napoleónica. En 1814 los jesuitas reaparecieron, sonrientes, al frente de la Restauración. La situación era peor en España y en sus reinos de Ultramar. Las crónicas del siglo XVIII novohispano abundan en incidentes chuscos y vergonzosos protagonizados por frailes, al grado de que una de las preocupaciones que llevaron al arzobispo Francisco Antonio Lorenzana a organizar el cuarto y último Concilio Provincial Mexicano, en 1771, fue la lamentable situación de los regulares, incluidas las monjas, algunas de ellas señoritas retiradas de la sociedad por razones inconfesables, quienes ejercían en los conventos lo que hoy llamaríamos vida privada. Pero de poco sirvió un concilio que tantas horas dedicó a la moralización de la vida conventual. Entre 1752 y 1780, agustinos y franciscanos escandalizaron públicamente en la Ciudad de México; durante la siguiente década los frailes de San Hipólito agarraron a palos a los del Espíritu Santo y todos los rijosos fueron a dar a la Real Audiencia. El siglo se cerró con una causa criminal, pues el 29 de octubre de 1793 el fraile mercedario Jacinto Miranda asesinó al prior de su convento.³⁴ Los dominicos, cuya concentración en la vida universitaria los salvaba un tanto del escarnio, tampoco rindieron buenas cuentas y en 1786 el visitador Juan de Ulbach recorrió las provincias de la Orden y reportó corrupción generalizada, simonía y otras faltas a la observancia, incluida la proverbial violación del voto de castidad. Tan sobrepoblados estaban los conventos de diversas órdenes, que desde 1754 se había solicitado al rey Carlos III que prohibiese los nuevos ingresos durante diez años. El trigo almacenado se pudre, había dicho Domingo de Guzmán, fundador de la OP. Siguiendo esa sentencia, Daniel Ulloa habla directamente de “la extinción de los dominicos en México” una vez que éstos abandonaron la misión a favor de la observancia, ignorando la radical novedad pastoral y apostólica de América, tal cual la habían entendido los predicadores dominicos del siglo XVI. Esta opinión es propia de otro entusiasmo: el que seculares y regulares sintieron en la segunda mitad del siglo XX por la teología de la liberación, cuyas fuentes pueden

hallarse, sin duda, en Montesinos y Las Casas.³⁵ Para observar la decadencia de las órdenes con mayor distancia es preferible la visión de Kolakowski, quien dice que “la desintegración religiosa del siglo XVIII” no ocurrió en los territorios donde florecieron los movimientos anticonfesionales de la Reforma —la Ilustración protestante fue religiosa—, sino en las tierras católicas, indefensas ante la crítica libertina. Tan es así que, antes de la Revolución Francesa, Roma estimuló las congregaciones de sacerdotes, desligadas de las observancias monástica y regular. Había llegado la hora del curador de almas, del cura, figura más propia del siglo XIX.³ La ausencia de Reforma —de una nueva ortodoxia— dañó con gravedad a las partes más conservadoras de la Iglesia Católica. No es casual que la palabra secularización tenga un doble uso, refiriéndose tanto a la extinción, individual o colectiva, de los clérigos regulares, desde los monjes hasta los jesuitas, como al desprendimiento de las sociedades modernas del dominio terrenal y espiritual de la Iglesia. El joven Servando de Mier —como entonces se lo conocía— entró a la Orden de Predicadores en un triste momento de su historia. Los grandes doctores tomistas del siglo XVI habían sido petrificados por una escolástica decadente basada en la llamada “teología segura”, que evadía cualquier riesgo de interpretación, condenando a dominicos y jesuitas —las dos órdenes españolas archirrivales— a esquinarse en el tomismo esclerótico y conservador, los unos, y en un moralismo práctico y acomodaticio, los otros.³⁷ Personajes como el benedictino Benito Jerónimo Feijoo o los “novatores” valencianos, al perseverar en una respuesta católica a la Ilustración en España, eran despachados calumniosamente como “jansenistas”. El mayor espectáculo dado por los frailes eran las grescas entre maculistas o inmaculistas, es decir, defensores o adversarios de la Inmaculada Concepción de María. La imagen, tanto popular como ilustrada, de los frailes a fines del siglo XVIII era la grabada por Goya en Los caprichos. A contrapelo, en la Real y Pontificia Universidad de México se concentraba la vida intelectual de los dominicos, al grado de que escasamente abrían colegios propios para no duplicar funciones. Sufragados sus gastos de admisión y profesión por don Joaquín, su padre, Servando hizo su noviciado en el convento de Santo Domingo de México, donde se cruzaban los ecos del tomismo, del Santo Oficio o de las más bastas milagrerías populares.

Cuando estuvo preso en el Santo Oficio en 1817, Mier, al explicar su rebeldía ante la Orden, adujo que desde joven había dudado de tomar o no los hábitos como fraile dominico:

Estuvo [anotaron quienes le tomaron declaración] en Monterrey hasta la edad de dieciséis años, y entonces pasó a México a tomar el hábito como tiene dicho, siendo provincial el maestro fray Gerónimo Cans, y prior el maestro Córdoba, quienes ya por cartas a su padre lo tenían admitido, que pasó su noviciado con mucha estimación de sus superiores y hermanos, y gusto de parte del confesante, sino que tenía muchos escrúpulos en orden a la exactitud de la observancia regular, por lo que detuvo dos días la profesión, pero que habiéndole asegurado el maestro León en una conferencia de cinco horas, que se esperaba inmediatamente una reforma, profesó al día siguiente con plena voluntad y deliberación a la edad de diecisiete años.³⁸

Carecemos de cualquier otro dato sobre las dudas que Mier habría tenido al profesar en 1780. Siempre hay que recordar que durante siglos el sacerdocio, lo mismo que el estado regular, fueron oficios no necesariamente emanados de una auténtica vocación pastoral. Era natural que la familia Mier destinase a varios de sus hijos a la Iglesia y, si Servando fue enviado con los Predicadores, pudo deberse tanto al prestigio universitario de la Orden como a su predisposición intelectual. Pero sostengo que Mier fue un fraile con una vocación no por conflictiva menos intensa. A diferencia de tantos religiosos o “abates de corte” de la época, él jamás rompió con el catolicismo y siempre procuró desvincularse legalmente de la OP; nunca abandonó el sacerdocio y, habiendo violado algunos preceptos, evitó la relajación, como admiten hasta los comentaristas menos amistosos. Habiendo sido, durante los primeros 15 años del siglo XIX, un dominico obsesionado por dejar de ser dominico, es natural que haya colocado en el origen de su profesión la rebeldía ante una orden mendicante condenada por su época. Como tantos hombres tentados por los demonios de la política, la religión y la ideología en la historia contemporánea, Mier amó y odió con igual intensidad a su congregación o partido; tan grande fue su deseo de abandonar la regla como su orgullo por haber sido formado en ella.

Nadie mejor que Servando expresó esa ambigüedad cuando en su primera escapatoria del convento de las Caldas, en 1796, tuvo la humorada de dejar como recuerdo “una carta escrita en verso y rotulada ad fratres in eremo,† dando las razones justificadas de mi fuga”. Dice la primera décima:

Mi Orden propia, ¡oh confusión!, que más me debía amparar, siquiera por conservar su fuero y jurisdicción, aplica con más tesón la espada de su hijo al cuello; o presta para el degüello la cruel madre su regazo; me ata el uno y otro brazo, que es de la barbarie el sello.³

Asociados a la universidad y a la Inquisición, los dominicos son una orden cuyas paradojas definieron, en buena medida, el pensamiento occidental entre los siglos XIII y XVI, como represores de la herejía y promotores de la deliberación sobre la fe. Incluso, dado que los dominicos eran llamados jacobitas o jacobinos en Francia, no deja de ser una coincidencia inquietante que los revolucionarios jacobinos hayan sido nombrados de esa manera porque su club se reunía en 1789 en el antiguo convento de Santo Domingo en la rue Saint-Honoré. Personajes antitéticos como el propio Tomás de Aquino y Giordano Bruno, Tomasso Campanella y Girolamo Savonarola, Melchor Cano y Bartolomé Carranza, Francisco de Vitoria y Las Casas fueron todos ellos dominicos, es decir, inspirados, feroces y trágicos controversistas.

A esa familia llegó el joven Mier en 1780. Pocos han buscado en la genealogía dominica varias de las características fundamentales de la personalidad de fray Servando. De la Orden de Predicadores proviene su rabia polémica y su oficio natural de escritor, su desprendimiento ante los bienes materiales y el amor extravagante por las ropas talares, la pasión justiciera y la altanería aristocrática, la falta de humildad propia del universitario y la desobediencia, que hoy llamaríamos “crítica”, del intelectual, la noción de la historia como lugar sagrado y el desprecio por las supersticiones marianas junto a ese espíritu de inquisición que lo llevó a dudar en 1794 de la tradición de Guadalupe. Fue el único fraile dominico de su época que estuvo a la altura de la grandeza de la Orden de Santo Domingo.

PONTIFICIO, UNIVERSITARIO, ELOCUENTE Y SEDICIOSO

—¡Ya vienen los doctores! —¡Con los padres dominicos: mira el opositor qué afable! —Es un gran sujeto. Pero, ¿a dónde vamos a dar si queremos entrar en el aula todos a un tiempo? —Di más bien ¿cómo haremos para que quepa en ella tanta gente? —¡Imposible! Cabrá la más principal y laus Deo. —No obstante, vamos entrando. —Ya que fuimos llamados, procuremos ser de los escogidos. En ese momento el gentío que se agolpaba a la entrada del general se abre formando calle para dejar paso a los doctores, a muchos seglares distinguidos, a las religiones y entre ellas a la de Santo Domingo, a quien pertenece el opositor. No bien acababan de entrar todos, cuando invaden de golpe el local y los asientos vacíos los colegiales y demás convidados y curiosos, produciendo en la entarimada una trápala descomunal. MANUEL RAMÍREZ APARICIO, Los conventos suprimidos de México [1861]

El bullicio estudiantil perturbó la plaza de Santo Domingo y las arterias circunvecinas durante cinco siglos. Vecina del convento de los dominicos estaba desde 1594 la Real y Pontificia Universidad de México (RPUM), cuyos primeros cursos se dieron el 25 de enero de 1553. El patio central de la universidad estaba custodiado por las columnas simbólicas de las siete artes liberales de la tradición

clásica y las cinco facultades universitarias de origen medieval: teología, derecho canónico, derecho civil, medicina y artes. A diferencia de la Universidad de Salamanca, la novohispana se mantuvo apegada a la búsqueda del saber total, la enkyklios paideia de la que hablaba Quintiliano.⁴ Sólo la RPUM otorgaba títulos de bachiller, licenciado, maestro y doctor como privilegio exclusivo, que incluía para cada aspirante el juramento de obediencia al rector y la obligación a presentarse a título de suficiencia, cuando se requería “revalidar” estudios de otras escuelas. A las facultades se añadían las cátedras, algunas de naturaleza propedéutica, como la de gramática, pues, dado que todas las clases se daban en latín, a menudo era necesario preparar a los estudiantes, de manera previa o simultánea. Para obtener un bachillerato en artes, el más accesible, se requería, por ejemplo, de dos años de asistencia a clase, buenas calificaciones en Aristóteles y en Domingo de Soto, el gran teólogo dominico del Concilio de Trento, a quien en 1571 se trató de expurgar del programa de estudios pues “sus inútiles dificultades [...] desmayan y espantan a los oyentes”.⁴¹ Las relaciones entre la OP y la universidad eran tan conflictivas como endogámicas. Dueños de Tomás de Aquino, los dominicos dieron clase de teología y filosofía hasta que los jesuitas, modernizadores del tomismo, lograron dos cátedras a mediados del siglo XVIII. Desde 1521, año del decreto real que creaba la RPUM, los dominicos lamentaron que la universidad estuviera extramuros de su sitio natural, el convento de Santo Domingo. Que la RPUM se rigiese con sus propias constituciones, “autónoma” de la OP, tampoco gustó a los dominicos, quienes tuvieron que esperar hasta 1634 para poder ofrecer, en Puebla de los Ángeles, estudios generales con validez universitaria. El Colegio de Porta Coeli, que recibiría a Servando de Mier en 1780, sustituyó al viejo convento de Santo Domingo como casa de novicios. Su pequeña matrícula quedaba compensada con su prestigio, pues estaba destinado desde 1609 a los alumnos más brillantes, puestos en manos de las eminencias académicas de la OP. Inaugurado en 1603 para preparar las misiones dominicas rumbo a las islas Filipinas, Porta Coeli es hoy día una Iglesia administrada por los católicos maronitas del rito melquita. Así, la cercanía geográfica y la hermandad de origen hacían que la vida conventual de un dominico en formación como Mier se desarrollase confundida con la jurisdicción universitaria. Digamos que una vez que estudió en Porta

Coeli y en Santo Domingo, Servando fue admitido, por ello, en la RPUM y, tras titularse de manera administrativa, pasó a ser profesor universitario. No parece que a la Nueva España le hayan afectado las medidas que Carlos IV tomó contra los religiosos peninsulares, a quienes obligó a ir a las aulas universitarias como requisito de graduación, aun cuando hubiesen cursado esas materias en sus conventos.⁴² ¿Cómo se formaba un fraile dominico a finales del siglo XVIII? Poco después de los 16 años, como le ocurrió a Mier en 1780, se ingresaba como novicio durante un año, tiempo que se daba al candidato y a la comunidad para decidir su incorporación a la vida religiosa. A diferencia de otras órdenes, los novicios dominicos toman el hábito de inmediato, para que prueben vivir bajo la piel del predicador. Poco ha cambiado el hábito dominico desde la fundación de la Orden: una túnica blanca, ceñida con una correa o cinturón del mismo color, un escapulario y una capucha, todo de lana. Durante la cuaresma y el adviento se ha usado una capa negra y basta, sin olvidar el rosario, que la Orden tiene en gran estima. Los dominicos consideran su hábito un signo de austeridad y sobriedad, pero quien los haya visto, en comparación con el sayal pardo de los franciscanos o el corte de alzacuello del clero secular, lo encontrará imponente. Durante el noviciado, los futuros dominicos son confiados a un padre maestro y con él llevan las actividades litúrgicas y comunitarias, sin seguir un programa de estudio al estilo de los ejercicios espirituales ignacianos y absteniéndose, también, de ejercer cualquier ministerio apostólico. Concluido ese año, más litúrgico que cronológico, en que los novicios han estado aislados del resto de los frailes, los aspirantes han leído intensamente la Biblia, conocido la historia y las constituciones de la Orden, así como la naturaleza de los votos a tomar. Una vez que la comunidad ha excluido a quienes de manera patente no están preparados, finaliza el noviciado y empieza el periodo de profesión. Este periodo da comienzo una vez que el novicio asiste a la misa conventual, donde demanda la misericordia de Dios y de sus hermanos. Entonces coloca sus manos sobre las de un superior de la Orden y formula sus votos menores o “profesión simple”. Esta profesión consiste en honrar la regla de San Agustín, referente espiritual de los dominicos y una simplificación de la establecida por los premostratenses. En ese momento, según recomienda Domingo de Guzmán, cada novicio debe conocer, al menos, un libro del Nuevo Testamento. La profesión solemne ocurrirá después, cuando el profeso ha decidido ligarse de

manera definitiva a los votos solemnes de la Orden, que son totales y perpetuos e implican la obediencia, y que jurídicamente incluyen la pobreza, la castidad y la predicación de la fe. Se trata de un compromiso libre y voluntario con Dios por medio de su Iglesia, bajo la autoridad del papa, sucesor de Pedro y última autoridad para todas las órdenes religiosas. Más que una renuncia, dicen los exegetas católicos, los votos solemnes son una oblación, una ofrenda y un sacrificio que debe estar precedida de una larga e intensa meditación durante los estadios previos de vida conventual.⁴³ No todos los frailes predicadores están obligados a dar el siguiente paso, como lo hizo Mier, obteniendo las ordenaciones subdiaconal y diaconal, mismas que precedían entonces a la ordenación propiamente dicha del sacerdote. Servando salió del Colegio de Porta Coeli convertido en un religioso dominico, se ordenó como sacerdote en 1786 en el Colegio de la Piedad y fue confirmado hacia 1787 como sacerdote por el arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta, pocos años después su peor enemigo. A esas alturas Servando ya era maestro de estudiantes o “regente de estudios” en Santo Domingo, pues entonces, como ahora, el alumno aventajado sustituía como ayudante a los profesores importantes. Muy duros debieron ser esos meses de formación para Mier pues pronto se reportó seriamente enfermo.⁴⁴ De los colegios de las órdenes a las instituciones de educación superior había una transición que no era igual de fácil para todos. Pobretón y provinciano, Guridi y Alcocer, que venía de Tlaxcala al Ilustre y Real Colegio de la Academia de abogados, decía en 1790:

Observé una diferencia bien notable entre los colegios y las religiones: en éstas el hábito no hace al monje: pero en aquéllos, la beca hace al estudiante. Cada uno no tiene por hábil, ni por sabio, sino al que estudió en su colegio: y aunque llegue a conocer la ignorancia del que pisó sus patios, o la doctitud del que frecuentó los extraños, con dificultad confiesa lo que juzga, trocando o disminuyendo, cuando no puede menos, una y otra, y procurando engañar a los demás, ya que no puede engañarse a sí. Esta manía, fanatismo, entusiasmo, bobera, o llámese como se quiera, se conserva hasta la vejez y se lleva a los puestos elevados, originando funestísimos efectos en lo físico y en lo moral. No entraré en la cuestión de cuál de los partidos es más sangriento, los tengo por

igualmente culpables en la sustancia...⁴⁵

El 29 de agosto de 1789 quedaron certificados los seis años de estudios de teología de Mier en el convento, también llamado Imperial, de Santo Domingo. El 1° de diciembre se hizo constar que Servando, habiendo depositado 1 100 pesos como cuota, era acreedor a la borla universitaria, que le asignó el rector Francisco García Berdeja. El 10 de febrero de 1790, el prior de la Provincia de Santiago de México de la OP autorizó a Servando a presentarse en la RPUM a recibir el grado de doctor en sagrada teología. En el curso de los días siguientes obtuvo los grados de bachiller y licenciado, lo que en realidad era revalidación de sus estudios como dominico. Así, estuvo en condiciones reglamentarias para graduarse en la RPUM mediante cuatro autillos que tuvieron lugar los días 1°, 3, 5 y 6 de marzo de 1790.⁴ Se trataba de una serie de exámenes a título de suficiencia que en el caso de Mier versaron sobre la divinidad, la encarnación, la necesidad del bautismo y el pecado original. Estos exámenes eran públicos y, frecuentemente, auténticos torneos de ingenio oratorio o elocuencia sacra, donde los graduados salían de las aulas de la RPUM en hombros de sus camaradas, o bendecidos por las damas pías que se acercaban a escuchar a los futuros padres de la predicación cristiana. Una fuente del siglo XIX, desmentida por las investigaciones de Edmundo O’Gorman, aseguraba que la Orden, que “tan honrada se creía con un hijo tan esclarecido, lo hizo ser todavía más, facilitándole de sus fondos los cuantiosos gastos que tenía que hacer para recibir los grados académicos”.⁴⁷ Los últimos trámites fueron las llamadas “propinas”, tan sólo las cuotas que el alumno o su protector pagaba a los sinodales por su trabajo. El 25 de marzo de 1790, el oidor de la audiencia, don Cosme de Mier y Trespalacios, cuyo tío paterno era el inquisidor Juan de Mier y Villar, pudo hacer imprimir la invitación “al Acto de Borla en sagrada teología de su sobrino y ahijado el reverendo padre lector fray Servando de Mier”.⁴⁸ En 1820 Mier dijo que don Cosme murió porque le fue provocada “una apoplejía artificial”, un gran disgusto “por haberse opuesto al voto real de las obras pías, o por mejor decir, a la destrucción del Banco Nacional de la Nueva España”.⁴ Cosme de Mier y Trespalacios era un universitario de fuste, pues había sido rector de la Universidad de Valladolid, ante cuyo consejo se quejó en 1775 del

lujo con el que asistían a clase algunos estudiantes. De haber leído las Memorias del sobrino cuya graduación sufragaba en 1790, se habría escandalizado del amor maniaco, no siempre correspondido, de Servando por las ropas talares más vistosas. En tanto, la graduación del nuevo doctor Mier habrá sido, en 1790, tan vistosa y exaltada como lo eran esos festejos.⁵ La universidad de México, en la que Mier se estaba titulando y a la que serviría como profesor hasta 1794, nunca fue popular, si por ello se entiende la admisión, como ocurría en la península, de estudiantes pobres. En el antiguo régimen español, la nobleza no equivalía a riqueza, de forma que personas de escasos recursos pecuniarios bien podían estar generosamente educadas. Algunos de ellos, tan sabios como míseros, se convertían en esos bachilleres llamados a formar filas en la literatura picaresca, personajes prestos a utilizar sus conocimientos universitarios para acercarse al poder político o eclesiástico. En México, la RPUM apenas contaba con unos 150 estudiantes a fines del siglo XVIII, la mayoría hijos de buenas familias. A cambio debe constar que, durante los 222 años de existencia de la universidad colonial, salieron de sus aulas 22 882 graduados, cifra nada desdeñable. Se discute mucho si los protagonistas de las Cortes de Cádiz en 1810, a las que Servando asistió como testigo y cronista, fueron intelectuales tomistas. En el caso del doctor Mier, como en el del valenciano Joaquín Lorenzo Villanueva, la respuesta es afirmativa. Como parte de la historia de la filosofía en la Nueva España, apunta Mauricio Beuchot, Servando Teresa de Mier fue un filósofo político tomista, el único que habiendo egresado de la RPUM asoció directamente esa formación a su vida como conspirador y constituyente. De las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino, que seguramente recibió en Santo Domingo de fray Domingo Barreda, se armó Mier para afrontar, desde 1808 hasta su muerte, la guerra en España, la Independencia de América y la fundación de la república en México, gracias a ideas escolásticas precisas como las del régimen tiránico, la tiranía originaria y el pacto de transferencia, así como la teoría de la representación popular por medio de las cortes.⁵¹ Servando, como varios de los frailes dominicos, llevaba una vida bastante más abierta y activa que el resto del estudiantado de la RPUM. Su agenda debió semejarse a la de algunos universitarios contemporáneos nuestros: estudiaba y daba clases. Trabajaba como religioso al servicio de la OP y de la Iglesia Católica, joven de crecientes y animadas preocupaciones políticas que muy pronto lo colocarían entre el poder y la rebeldía. Mientras, las clases dadas o

recibidas transcurrían presididas por el reloj de arena que en la mesa de profesar marcaba “una hora de ampolleta” como duración de cada lección. Para mantener la disciplina en la RPUM se recurría a visitas de inspección que lo mismo atendían puntualidad y aseo que prohibición de debates estudiantiles fuera de las aulas o la penadísima lectura en romance. En 1618 los dominicos recibieron un duro golpe, pues se estableció como parte del protocolo de graduación un juramento en defensa de la Inmaculada Concepción de María; en 1628 los doctores de la OP renunciaron a su cátedra al negarse a desmentir a Tomás de Aquino, opositor de ese milagro, y poco después el papa Urbano VIII dispensó a los dominicos de ese juramento. Mier no sólo juró por la Inmaculada en 1790, como él lo contó en sus Memorias, sino que había predicado por ella en Monterrey, prueba de la escasa importancia que él daba a esas batallas perdidas o del decaimiento del celo aquinatense de la OP novohispana.⁵² La juventud del predicador, reconstruida por O’Gorman, indica que Mier empezó a lucir su talento como orador en provincia. En 1788-1789 visitó Monterrey al menos en dos ocasiones, acaso las últimas en su vida. Muerta su madre en 1772, Servando predicó, ante una villa orgullosa del retorno del hijo pródigo, durante la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, en diciembre de 1788. El obispo del Nuevo Reino de León, fray Rafael José Verenguer, lo habría honrado como examinador sinodal del obispado, el único cargo que Mier recibió de su diócesis natal. El 24 de junio de 1789 lo encontramos predicando en Cadereyta en honor de San Juan Bautista.⁵³ La primera incursión política del universitario Mier parece prototípica del siglo XX, pero 200 años atrás fue una extravagancia profética. El 13 de enero de 1794 los obreros de la fábrica de cigarros protestaron de manera pública contra los maltratos del administrador. Tan insólito movimiento fue reprimido como sedicioso, pero los trabajadores encontraron inspiración, eco o solidaridad en un grupo de jóvenes criollistas exaltados que escuchaba a Mier como “un oráculo”. El 16 de enero, cuenta O’Gorman, recibió el virrey Revillagigedo

una denuncia firmada por un tal Eustaquio Camarena y Verdad en contra de Mier. Se le acusó de haber inspirado el “recurso tumultuario de los tabaqueros”, y de haber pronunciado en la Alameda palabras sediciosas en una conversación con Martín de Sessé, Mariano Aznares y Francisco Javier Balmis. Se le imputó haber dicho “que si se presentaban en América los turcos, los ingleses o

franceses, el primero que levantaría la bandera de rebelión contra España, su despotismo y gobierno tiránico” sería él. En la denuncia se afirma que Mier se vanagloriaba de su intervención en el tumulto de los tabaqueros [...] el denunciante dijo que fray Servando era “un fraile enredador que tiene revuelta su comunidad en la que no hay individuo que no lo mire con abominación por alborotador y sedicioso”.⁵⁴

Citados por el alcalde, Martín de Sessé, director del Jardín Botánico, y Mariano Aznares acusaron a Mier de demente pero aclararon que aquella conversación pública había tenido lugar tres años antes, en 1791. El eminente cirujano y botánico Balmis (1753-1819) estaba ocupado en España divulgando sus remedios contra la sífilis, de tal forma que no rindió testimonio. Una vez de regreso de su tierra natal, el buen doctor Balmis disculpó a Mier, recordando que aquélla había sido tan sólo una discusión fuerte, entonces tan comunes entre criollos y peninsulares, sobre los méritos de cada reino. El virrey Revillagigedo pidió a fray Domingo de Gandarías, maestro prior provincial de Santo Domingo de México y responsable de la conducta de los dominicos ante las autoridades, un informe reservado sobre Servando de Mier. Ni tardo ni perezoso, Gandarías interrogó a fray Antonio Cárdenas, quien delató a su amigo Servando; tras una investigación policial entre los religiosos más “recatados y noticiosos”, el prior de los dominicos nos entrega, el 29 de enero de 1794, el primer retrato que tenemos de nuestro sujeto:

Que en la misma noche del lunes como a las diez y media, cuando ya se iba a acostar, entró en su celda el padre lector Mier y después de congratularle de su mejora de una fluxión de ojos, y preguntarle [Cárdenas] de las novedades que ocurrían y respondido por éste que ninguna sabía, le mencionó Mier el alboroto de la fábrica, añadiendo por remate, que él mismo había tenido algún influjo o parte en dicha conmoción [...] Le respondió [Mier], que teniendo algunos ahijados en la fábrica y quejándose éstos de las continuas vejaciones y multiplicadas órdenes, que cada instante les intimaban, le preguntaron [a Mier qué podían hacer].

Según le confesó Cárdenas al prior Gandarías, Servando aconsejó a los obreros la protesta pública. Otros dominicos requeridos por su prior confirmaron la denuncia que Gandarías estaba poniendo ante los ojos del virrey y que así prosigue:

De todo lo relacionado hasta aquí consta que no hay más testigo contra el padre Mier que el mismo Mier [...] El padre lector Mier es mozo de talento, estudioso y expedito, pero acompaña estas dotes con los vicios de locuaz, intrépido, presumido de su saber y elocuencia, sedicioso, y armador de chismes, popular, y acompañado de la gente de la menor clase y edad en la religión, con quienes tiene su partido y es escuchado como oráculo. En su conducta religiosa ha tenido varias reconvenciones y aun agrias reprehensiones de sus prelados, y aun de los señores Mier, de quienes se llama pariente; por su desahogado y despreciador modo con que trata principalmente a los religiosos, aun condecorados, está mal mirado en la Provincia, y aun entre los doctores de la Universidad, y en fin, no me admira que haya sido denunciado de sedicioso, y amotinador, pues además de que con sus malos modales tiene granjeados muchos enemigos, su audacia, intrepidez, facilidad de producirse, verbosidad y descaro, junto con que, como hijo del país que mira con poca pía regularmente las providencias de los europeos, se resintiese de la tomada con los fabricantes, le ponen en sospecha de haberse maculado en tan horrendo crimen.⁵⁵

Los adjetivos utilizados por Gandarías contra fray Servando sólo fueron leídos por algunos cortesanos y eclesiásticos en 1794-1795 y quedaron guardados bajo llave casi 200 años, hasta que O’Gorman tuvo acceso al llamado Manuscrito de la Basílica, donde se encuentra una parte de la causa guadalupana. Empero, las mismas palabras —elocuencia y sedición, locuacidad y presunción, hombre de talento y oráculo intrépido— serán reiteradamente repetidas a lo largo de todos los textos referidos a Mier, durante su vida y después de su muerte. Víctima de la burla eclesiástica, de la compasión cristiana, de la censura amistosa, de la simpatía literaria o del regocijo político, no cabe duda que Servando fue un testigo contra sí mismo desde la primera vez que llamó la atención de sus semejantes. El papel jugado por este agitador universitario precursor en el pequeño motín

tabacalero debió limitarse a la natural indignación juvenil contra los atropellos, como al odio que él y sus amigos sentían por los europeos —españoles—, quienes seguramente eran los administradores y dueños de la fábrica. Salvo para recordar que la inquina española en su contra era anterior, incluso, al sermón del 12 de diciembre de 1794, Mier no volvió a ocuparse de los tabacaleros...⁵ Ni de ningún otro tema de índole social. A diferencia de Hidalgo y Morelos, Mier — obviando la repulsa de su generación contra la esclavitud— nunca desarrolló argumentos teológicos sobre la igualdad ni volvió a ser precursor involuntario de la abogacía laborista. Revillagigedo, que ya iba de salida, no dio importancia a los corrillos de la Alameda ni a la denuncia del prior dominico, dejando el caso a su sucesor, el marqués de Branciforte, llegado a México el 12 de julio de 1794. El recurso siguió en la Audiencia, donde el testimonio favorable a Mier del doctor Balmis cerró el caso. Se pidió de manera formal al prior Gandarías que amonestase públicamente a Servando en presencia del virrey y se dejó expreso que el caso de los tabacaleros jamás debía utilizarse para obstaculizar la carrera del joven predicador. En presencia de don Miguel, marqués de Branciforte, Mier fue amonestado “en tiempo y forma” por su maestro prior superior, quien acaso sugirió que la mejor oportunidad para que el dominico demostrase su celo eran las exequias de Hernán Cortés, a verificarse el siguiente 8 de noviembre. En tanto, fray Servando fue obsequioso con el virrey y le hizo llegar dos de sus sermones, el del 1° de enero de 1792 contra el sistema de Rousseau y la Revolución de los franceses, y el del 19 de mayo de 1793 contra la horrorosa decapitación de Luis XVI. Branciforte, cuyo reino estaba en guerra con la República Francesa y quien dedicó 1795 a cazar franceses en la Nueva España, aplaudió a Servando y lo despidió como dignísimo vasallo de Su Majestad Carlos IV. En sus Memorias, Mier dijo haberse encontrado en el exilio a Branciforte (muerto en 1812), con quien habría comentado la injusticia cometida en su contra, a lo que el marqués habría respondido que su principal ocupación esos días era la Revolución de Francia. El encuentro es factible, pues ambos pasaron por Madrid en 1809, huyendo de Bonaparte.⁵⁷ Mier no desaprovechó el súbito cambio de su suerte y el 8 de noviembre de 1794 se lució, pico de oro, en las exequias del conquistador, de cuya entrada a la antigua Tenochtitlan en 1519, se celebraba un aniversario más. Ese sermón está desaparecido, pero sabemos que en él Mier elogió a los españoles por la

destrucción de la idolatría y la abolición de los sacrificios humanos, y contrapuso la evangélica luz portada por Cortés con las “exageraciones” de Las Casas.⁵⁸ Nada indica doblez en la conducta del joven Mier, predicador novohispano que estaba haciendo una veloz y arriesgada carrera eclesiástica, y que, ahíto de su propio talento, trataba de complacer, al mismo tiempo, a sus amigos y seguidores criollos, y al virrey Branciforte. La tensión ostensible en Servando era la de muchísimos novohispanos: sentirse los mejores súbditos de la monarquía, más españolistas que España, y sufrir por las humillaciones borbónicas respecto del empleo y el ascenso social. En la carta-denuncia de fray Domingo de Gandarías queda claro que el problema con Mier no era tanto su carácter ingobernable, sino su desconfianza de los europeos y sus pretensiones de emparentarse con la nobleza española, por medio de don Cosme de Mier y Trespalacios. Con mala leche, Gandarías hiere a Servando en el punto débil: pese a su elocuencia de doctor universitario, su relación con la nobleza peninsular se limita sólo a su tío y padrino, un asturiano viudo de la condesa de Santiago Calimaya, a la que desposó moribunda. El patriotismo criollo de Mier, como lo llamó David Brading, necesitaría de una crisis política y religiosa como la de 1808-1814 para encaminarse hacia el independentismo.⁵ En 1794, aun si consideramos el sermón guadalupano como una provocación, Mier estaba muy lejos de americanos verdaderamente independentistas como el neogranadino Antonio Nariño (1765-1823) o el peruano Juan Pablo Viscardo (1748-1798), quienes en esos mismos días estaban excitadísimos con la Revolución Francesa. Varios de los ministros ilustrados de Carlos IV en Madrid habrían tenido mayores coincidencias intelectuales con los primeros independentistas que con un hombre que, como Mier, seguía habitando mentalmente en el Antiguo Régimen, como lo prueban sus sermones contra Rousseau y Robespierre. No fue Servando sino sus enemigos quienes, como veremos, se dieron cuenta de que los tiempos estaban cambiando y hallaron la concordancia entre la obsolescencia y la revolución. El doctor Mier, universitario, asistió por última vez a los claustros plenos de la RPUM el 21 de octubre de 1794, donde se manifestó contra la asistencia de los estudiantes a las corridas de toros. Polémico y justiciero, vanidoso y lisonjero, venía saliendo bien librado de dos audiencias conflictivas con el virrey Branciforte. En ese momento era la promesa de la predicación novohispana y su objetivo individual no era otro que hacer valer, ante la Villa y Corte, el ingenio

americano. Muchos años después, siendo un sobreviviente, será el único graduado universitario de la RPUM que jurará en 1824 la primera Constitución federal de México. La guerra devoró a Hidalgo y a Morelos, un rector provinciano y un cura de aldea; fusilados murieron el liberal Xavier Mina y el emperador Iturbide, personajes mutantes, mientras que Servando arrastró hasta el siglo XIX el aliento medieval de la Orden y de la universidad. El hábito del dominico lo acompañó, a su pesar, durante décadas, y él obtuvo de esa segunda piel la tozudez del predicador; pero sólo a un universitario se le ocurre escribir una Historia de la revolución durante la revolución y abismarse al vértigo de sus teoremas.

Nota † “a los hermanos [del] en el desierto”. La palabra eremus es un grecismo que tiene como significado fundamental solitario, deshabitado. Pero pasó a designar casi exclusivamente tierra desolada, desierto, debido principalmente al auge del movimiento monástico que tuvo lugar en Egipto y Siria durante los siglos IV y V d. C.

3. 12 de diciembre de 1794

El sermón alcanza su mayor poder en épocas de excitación profética. Max Weber, Sociología de la religión [1922]

La elocuencia escrita es una especie de monstruo. ALAIN, Système des beaux-arts [1920]

HECHOS DE SERVANDO

Todas las cosas, la historia del pueblo de Israel en Egipto, eran sombras de las cosas futuras: en nosotros, empero, están los productos de las imágenes y las realidades de los tipos y, en el lugar de las sombras, la exactitud y la certeza de la verdad. HIPÓLITO DE ROMA [muerto en 225 d. C.]

El diálogo entre Borunda y Mier

Según todos los cronistas, el viernes 12 de diciembre de 1794, fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, fray Servando Teresa de Mier predicó ante los dignatarios de la Nueva España, entre ellos el virrey Branciforte y el arzobispo Núñez de Haro, quienes se reunieron en el Tepeyac para homenajear a la Patrona de México. Tras saludar a la imagen de María como “la nueva y mejor Arca de la Alianza del Señor y su Madre con el pueblo escogido, la nación privilegiada y la tierna prole de María, los americanos”, el doctor Mier repitió los tropos y las convenciones de la aceptada tradición guadalupana. El predicador tomó aire y declaró entonces que las recientes excavaciones arqueológicas realizadas en la plaza principal de la Ciudad de México, “más hermosa que las de Herculano y Pompeya”, habían esclarecido la historia antigua de la patria. La lectura correcta de la Piedra del Sol, dijo fray Servando, demostraba cuatro proposiciones: que la imagen había sido impresa en la capa de Santo Tomás, “apóstol de este reino”, y no en el sayal del indio Juan Diego; que la Virgen había sido venerada por los indios en la sierra de Tenayuca desde hacía 1750 años, donde Santo Tomás había levantado un templo; que, al tornarse apóstatas los indios, el apóstol mismo ocultó la imagen hasta que María llamó a Juan Diego para revelarle su paradero. La imagen, concluía Mier, era una pintura del siglo I, milagrosamente impresa

por la Virgen antes de su asunción, mientras que Santo Tomás, conocido por los antiguos mexicanos como Quetzalcóatl, había enseñado a su feligresía la doctrina cristiana, incluida la veneración de la madre de Dios. El sermón del 12 de diciembre concluyó con una súplica a Nuestra Señora de Guadalupe, “Teotenanzin enteramente virgen, fidedigna tonacayona”, para que protegiese a México de los horrores de los filisteos de Francia y su Revolución.¹ El sermón arrojó a su sorprendido autor, Servando Teresa de Mier, a la prisión en México y en España, al exilio itinerante por Francia, Italia, Inglaterra y los Estados Unidos. En junio de 1817, fray Servando volvió al fin a su patria, tras 22 años de ausencia. Venía como capellán del guerrillero liberal navarro Xavier Mina, cuya expedición fue exterminada y Mier conducido a las cárceles secretas del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en la Ciudad de México. Aunque había tocado el tema en numerosas ocasiones durante su ordalía, fue en esa prisión donde Servando al fin pudo escribir y contar varias versiones del origen de sus persecuciones, principiadas ese 12 de diciembre de 1794. Las Memorias, editadas por primera vez en 1865 y así bautizadas más tarde por Alfonso Reyes, se componen de una Apología y de una Relación, a la que deben agregarse las controvertidas Cartas a Juan Bautista Muñoz. La principal fuente de noticias sobre la vida de Servando sigue siendo, para desesperación de los historiadores, sus escritos autobiográficos. Estos hechos del fraile Mier narrados en la Apología arrancan con una acusación directa contra el arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta (1729-1800), en cuanto que autor de la “persecución que me perdió”, “pues poderosos y pecadores son sinónimos en el lenguaje de las Escrituras”. Nunca olvidemos que quien escribe la Apología y la Relación es un preso político de 54 años que en 1819 ve derrotada su causa, la Independencia de América, en ambas orillas del Atlántico. La Apología es un alegato canónico para explicar la vida propia —tal cual lo pedía el Santo Oficio a sus encausados— y, con ello, procurar la sanción inquisitorial menos grave. Gracias a O’Gorman se conocieron a carta cabal, apenas en 1981, los papeles de la acusación en 1794-1795, conservados en la Colegiata de Guadalupe. “Aunque con veinticuatro años de persecución”, dice Mier en el célebre arranque de la Apología, “he adquirido el talento de pintar monstruos, el discurso hará ver que no hago aquí sino copiar los originales. No tengo ya contra quién ensangrentarme; todos mis enemigos desaparecieron de este mundo. Ya habrán dado su cuenta al Eterno, que deseo les haya perdonado.”²

Tras garantizar su honra con una “nobilísima” familia en México y en España — que nunca apareció para socorrerlo—, su borla de orgulloso doctor teológico de la universidad y su carácter de fraile dominico de la Orden de Predicadores, el viejo Servando nos advierte que su narración apologética constará de la cronología de los hechos, la demostración de la ortodoxia de su exposición de la tradición de Guadalupe y las inquinas procesales a las que fue sujeto. Servando habla de 24 y no 22 años de persecución pues, como hemos visto en el capítulo anterior, sus conflictos con las autoridades virreinales habrían arrancado en 1791-1793 mientras el joven predicador alcanzaba sus primeros triunfos. Y 17 días antes del 12 de diciembre, el regidor Antonio Rodríguez de Velasco convidó a Mier, por parte del Ayuntamiento de la ciudad, a predicar en honor de Guadalupe en la fiesta de la Colegiata del Tepeyac. Dado el éxito de su sermón previo, dedicado a Hernán Cortés, todo se encaminaba hacia la consagración del doctor Mier, una vez olvidados en el púlpito y durante sus dos entrevistas con el virrey Branciforte sus pecadillos juveniles antiespañoles, hasta ese momento más propios de la alharaca que de la política. En ese momento el padre dominico Mateos tuvo a bien poner en contacto a Mier con el licenciado Ignacio Borunda, a quien ya conocemos y con quien se habría entrevistado por primera vez el 28 de noviembre. Fue entonces cuando el fraile escuchó decir al anticuario: “Yo pienso que la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe es del tiempo de la predicación en este reino de Santo Tomás, a quien los indios llamaron Quetzalcóhuatl.”³ Acto seguido Mier dice no sorprenderse pues conocía esa “predicación” desde niño, aprendida de la “boca de mi sabio padre”. La declaración filial carece de importancia; Servando escasamente nos habló de su padre, el teniente gobernador Joaquín Mier. A Mier le interesa hacer notoria la difusión universal de la predicación precolombina en el reino, lo cual estaba lejos de ser verdad en el siglo XVIII. Ni la iconografía ni la piedad popular han demostrado que la leyenda del apóstol tuviese mayor crédito un siglo atrás. Tomás Apóstol en América fue siempre asunto de académicos y de no haber sido por el borlote servandiano de 1794 estaríamos sólo ante una curiosidad erudita. En cambio, todo lo relacionado con Guadalupe era noticia. Al encontrarse con Borunda, Mier fue, al mismo tiempo, crédulo y oportunista. Los materiales sobre la formación intelectual servandiana son muy escasos y en ninguno demostró interés, antes de 1794, por las antigüedades mexicanas. En

1819 Mier ya se había vuelto, como tantos perseguidos, un especialista en su causa, habiendo leído todo aquello que ignoraba cuando conoció a Borunda. Servando, hombre de pocos pero doctos libros, habráse sentido culpable, durante todo su destierro, de esa ignorancia, al grado de que en 1800 y en 1811 revisó públicamente sus hipótesis y, por ello, fechó en 1819 las Cartas a Juan Bautista Muñoz como de 1797, intentando engañarse (y engañarnos) con la fábula de que habría presentado a Muñoz, gran cosmógrafo de Indias y crítico del guadalupanismo, una versión menos ingenua del apostolado de Tomás. La “genial ocurrencia” de Borunda, como llamó O’Gorman a la puesta en escena de Tomás y Guadalupe en un mismo acto, era extravagante en 1794, pero no del todo desconocida entre los apologistas barrocos del cristianismo precolombino. Novedad fue para Mier, quien se encontró con un informante decisivo para darle lustre oratorio y fuerza política al sermón del 12 de diciembre. Durante esos 15 días, Mier no tuvo tiempo de estudiar, por su cuenta, los textos criticistas más recientes, como la Descripción (1792) de León y Gama sobre las piedras o el agresivo opúsculo que José Ignacio Bartolache escribió en 1790 contra la tradición de Guadalupe, y tampoco al propio Borunda, una parte de cuya Clave pidió desde el claustro, una vez arrestado, para enterarse de las dimensiones de su problema. Me permitiré parafrasear, sin agregar más, el diálogo entre Mier (M) y Borunda (B) tal cual se lee en la Apología:

B: Mi opinión no contradice la suya pues la imagen ya estaba pintada cuando la Virgen se la envió a Zumárraga. M: No estaría en la capa de Juan Diego, que entonces no existía. B: No es capa de indio. Yo creo más bien que está en la capa misma de Santo Tomás, que la daría a los indios como símbolo de la fe, escrito a su manera, pues es un jeroglífico americano, de los que llaman compuestos, que lo cifra y lo compone. M (dubitativo): No sería pues la pintura sobrenatural... B: No, por el contrario, mi sistema prueba que la imagen es sobrenatural. El doctor Bartolache ha arruinado todos los fundamentos que tuvieron los pintores

en 1666; pero los fundamentos que yo veo en la imagen están ligados a los frasismos más finos del idioma náhuatl, con tal primor y delicadeza, que parece imposible que los indios neófitos, en tiempos de Santo Tomás, como después de la Conquista, pudiesen cifrar los artículos de la fe de manera tan sublime. Aun la conservación de la imagen sólo puede ser milagrosa en el transcurso de tantos siglos. Y si es que está maltratada, como ya lo estaba en 1666, pudo provenir de algún atentado de los apóstatas, cuando la persecución de Huémec, rey de Tula, contra Santo Tomás y sus discípulos. Y a eso puede aludir tal vez la alegoría del degüello de la Tetehuinan, tan célebre en las historias mexicanas. Los cristianos la esconderían y la Virgen se la envió al obispo con Juan Diego, etcétera, conforme a la corriente tradición.

Borunda aseguró a Mier su sabiduría como nahuatlato con 30 años de experiencia en el desciframiento de frasismos y le mostró entonces la inédita Clave general de jeroglíficos americanos. Y colgándose de los descubrimientos de 1790-1791, pero criticando la Descripción de León y Gama, cosa que no hizo por escrito por ser tan irreconciliable con su sistema, el licenciado continuó aleccionando al dominico:

B: Los tres monumentos excavados en la plaza mayor han sido explicados como alusivos a las supersticiones indianas, pero no hay tal cosa; lo que contienen son las épocas de los sucesos principales de la Escritura y de la religión cristiana. M: Entonces son monumentos preciosísimos en su abono, porque no podrán decir los incrédulos que los cristianos los hemos fingido. Eso debería imprimirse. B: Yo reclamé a su tiempo en la gaceta literaria; pero me han faltado caudales para la impresión. Si usted quisiera dar noticia al público en su sermón, para excitar la curiosidad, acaso se lograría lo necesario para su impresión. M: Yo lo haría gustoso pero era necesario que tuviese certeza de los fundamentos, y ya ve usted que no tengo tiempo de examinar su obra pues creo que sólo faltan nueve o diez días para el sermón.⁴

Mientras Borunda carecía de caudales o prestigio para hacerse publicar en la Gaceta de Literatura de México (1788-1797), dirigida por el ilustrado José Antonio Alzate y Ramírez (1737-1799), Servando tenía citada a toda la élite mexicana el 12 de diciembre en el Tepeyac para hablarle de la evangelización de los naturales por Tomás en el siglo i de nuestra era, prodigio probado milagrosamente por la impresión de Nuestra Señora en la capa apostólica. El único reparo que Mier puso a Borunda fue en cuanto a la impresión milagrosa de la imagen, uno de los argumentos centrales, desde el siglo XVII, del antiaparicionismo, que hace del pintor indio Marcos de Aquino, divinamente inspirado o no, el autor del lienzo. Una vez salvado ese escollo, Mier reconoció en 1819:

Soy también sencillo; me ha cabido esta pensión de los grandes ingenios [Mier se refiere a su estancia en la Inquisición], aunque yo no lo tenga. Vi un sistema favorable a la religión, vi que la patria se aseguraba de un apóstol, gloria que todas las naciones apetecen, y especialmente España, que siendo un puño de tierra no se contenta menos que con tres apóstoles de primer orden, aunque todos se los disputen: vi, en fin, que sin perjudicarse a lo sustancial de la tradición, se exaltaba la imagen y el santuario, y sobre todo que se abría un rumbo para responder a los argumentos contra la historia guadalupana, de otra suerte, en mi juicio, irresolubles.⁵

Crédulo pero no ingenuo, Mier sabía en 1794 que el antiaparicionismo del arzobispo Núñez de Haro era público y notorio. Conocedor del príncipe de la Iglesia que lo había confirmado como sacerdote, Servando hizo del sermón del 12 de diciembre un arma de doble filo. Apoyado en las invenciones de Borunda, el fraile presentaría a Tomás como el eslabón perdido que hacía a México una república apostólica desde los orígenes. Ese mismo movimiento salvaría, oportunamente, a la Virgen de Guadalupe del creciente escarnio que tanto complacía a Núñez de Haro, enemigo de los criollos, quien apoyaba la crítica ilustrada de la tradición, abierta en México por Bartolache y en España por Muñoz. Servando —y por ello O’Gorman lo bautizó como el “heterodoxo guadalupano”— quiso salvar, más que la tradición guadalupana en sí, su

naturaleza como fundamento del patriotismo criollo. La Apología se convierte así en la defensa canónica de Mier en 1794 y de toda la nación criolla humillada en 1819 por la restauración absolutista de Fernando VII. Pero estamos ante un escritor, entonces de sermones, que nos lleva de la mano a su celda de predicador en el convento grande de Santo Domingo de México, donde trabaja en 1794 como San Juan Crisóstomo o Agustín de Hipona, esos “picos de oro” de la predicación, guardados en sus ergástulas hasta que la Escritura afinase la voz apostólica. Tenía, nos dice, que “enlazar las pruebas, dar a todo el tono oratorio, y [como] no poseía la materia, borroneé más de lo que suelen borronear todos los oradores antes de sacar una pieza perfecta”. Las siguientes entrevistas entre Mier y Borunda, calcula O’Gorman, fueron los días 1° y 9 o 10 de diciembre. Al día siguiente, el predicador —según dijo ante la Inquisición en 1819— consultó el sermón con “varios doctores amigos”, entre quienes mencionó a su íntimo Agustín Pomposo Fernández de San Salvador, a su maestro fray Domingo Barreda y a un doctor Alcalá.⁷ A esta consulta volveremos a la hora de calibrar la hipótesis de la conspiración criolla de la que Mier habría sido vocero o instrumento. Es natural que Mier, habiendo sufrido deshonra y destierro por el sermón, se cuide de aclarar en la Apología que dudó y temió, mientras preparaba su texto, las consecuencias que podría desencadenar. Pero se presentó en la Colegiata de Guadalupe quitado de pena, ensoberbecido por el hallazgo que le regaló Borunda y esperando que las molestias causadas por la aparición de Santo Tomás en la tradición de Guadalupe, que preveía, fuesen en abono de su gloria. El 12 de diciembre, una vez predicado el sermón, recuerda haber tenido

como siempre lo que llaman galas y no faltó, entre los canónigos de la Colegiata, quien me lo pidiese para archivarlo como una pieza erudita que hacía honor a la América, ni entre los individuos del Ayuntamiento de la ciudad, quien me aconsejase no lo diera, porque se trataría de imprimirlo. Yo, aunque tenía que predicar en las Capuchinas de México a los sereneros, y no tenía sermón (de que al cabo no alcancé a componer sino la primera parte), preferí andar por los lugares más públicos, y visitar varias casas respetables, para observar la impresión que había hecho mi sermón. No encontré escándalo ninguno, salvo

entre algunos la noticia de que había predicado una especie nueva.⁸

El momento más grave

Predicar el 12 de diciembre en la Colegiata era el más alto honor al que podía aspirar un orador sagrado en la fecha más significativa del calendario litúrgico del siglo guadalupano. Una consagración que un espíritu menos temerario e irresponsable hubiese vuelto una soporífera medianía. Pero el sermón no provocó gran escándalo en la Ciudad de México. Al contrario de lo que Mier y otros cronistas asegurarían después, ese 12 de diciembre terminó sin motines ni sombrerazos. El doctor Mier predicó ante una audiencia selecta y los numerosos fieles que rodeaban la Colegiata nada escucharon ni entendieron de sus temerarias proposiciones. Fuera de los oídos atentos que mandaron suspender el permiso de Servando para predicar tan pronto amaneció el 13 de diciembre, quizá sólo hubo murmuraciones y malos presagios. Aparte del expediente abierto contra Mier por el arzobispo Núñez de Haro, los testimonios sobre el efecto inmediato del sermón son tan escasos como convencionales y ninguno ofrece miga noticiosa pues fueron escritos e impresos tiempo después. Uno de ellos es de Guridi y Alcocer, quien reflexionó sobre el escándalo sin haber leído el sermón, que no circulaba impreso.

“No hay más”, exclamé por último, “sino procurar proporcionarme una prebenda o un curato de la ciudad, no omitiendo salir a oposición alguna.” A este fin, hallándose vacante la doctoral de Puebla, resolví para proporcionarme a su concurso, graduarme de licenciado en cánones. Tratando de los preparativos y comenzando a formar la refutación, dedicada a Nuestra Señora de Guadalupe, predicó fray Servando Mier, en su santuario, aquel exótico y escandaloso sermón, que le concitó la ira del público en vez de aplausos, y le labró su ruina, cuando creía erigirse un nombre inmortal. Este incidente me hizo variar en la refutación el primer pensamiento que había concebido para ella, dedicándome a impugnar lo que me refirieron de aquel sermón, que no oí, ni leí.

Posteriormente me impuso en el negocio la sentencia pronunciada en él, que se publicó en un edicto del arzobispo. Predicó, pues, que la imagen de Nuestra Señora no fue pintada en el ayate de Juan Diego, sino en la capa de Santo Tomás Apóstol y dio por sentado que publicó el Evangelio en estos países, a causa de leerse, predicó a los indios, confundiendo los orientales con los occidentales. Se [le] arrestó inmediatamente, y se le tomó su declaración, de que resultó haber bebido la especie en un tomo manuscrito sobre antigüedades de América, que formó y le comunicó el licenciado Borunda, abogado viejo y medio fatuo, que se había metido a anticuario. Con conocimiento de causa, en una junta de eclesiásticos doctos, nombrados por el arzobispo, se declaró aquella opinión errónea, como opuesta a la tradición y documentos auténticos, condenándose los expresados libro y sermón, y remitiendo a fray Servando, bajo partida de registro, a España. Fue puesto en el convento de las Caldas, que lo es de recolete de su Orden de Predicadores. De allí hizo fuga, pero fue restituido a él, habiéndose aprehendido cerca de la raya de Francia, adonde se encaminaba.

Estos Apuntes datan de 1800 y sólo expresan la contraemulación que el desaguisado servandiano podía provocar en clérigos provincianos como Guridi, quien en 1804 se animó a refutar a Servando con un sermón para los abogados, su gremio.¹ Guridi era alumno de Francisco Javier Conde y Oquendo (17331799), canónigo poblano nacido en La Habana. Este último cerró su Disertación histórica sobre la Virgen de Guadalupe mencionando lo ocurrido el 12 de diciembre durante el sermón de “don Fernando Mier, fraile y criollo”. Dice Conde y Oquendo:

Dio de ojos el venerable doctor Mier en tan tenebrosos y enmarañados escritos; y recalentado su brío juvenil con la fogosa y vana idea de producir en el púlpito cosas nuevas y nunca oídas, que dieron golpe y sacaron a la gente de quicio, aventuró (según él mismo predicó) cuatro proposiciones [...] Arrojólas con efecto, y conmocionóse el auditorio en términos que el señor arzobispo, que celebraba la misa pontificia, se contuvo de no hacer callar al predicador, y mandarlo bajar de aquella cátedra, por no exponerle al pueblo a que lo apedreasen en medio del templo, perdiendo así el respeto a tremendo sacrificio y

el virrey presente.¹¹

Conde y Oquendo visitó el Tepeyac en octubre de 1795 junto con el pintor José de Alcíbar, y allí, seguramente, les fue referida la historia ya exagerada.¹² De haber sido víctima de un conato de apedreamiento, Servando no nos habría ahorrado la anécdota de semejante humillación pública, ajena, como veremos, al carácter del arzobispo y a sus intenciones expeditas: silenciar al fraile para evitar la interpretación pública y política de su sermón. En la Relación, Mier trató de equipararse, no sin cierta envidia, con un canónigo Calvo de sangriento recuerdo, quien en 1800 fue víctima de un complot del gobierno de Madrid que, pretextando sus errores religiosos, le amotinó al populacho en su contra. Mier no provocó ningún desorden público, aunque eso fue lo que contó más tarde en la Europa napoleónica, ya familiarizado con el recién adquirido prestigio revolucionario de los motines. Su efímera carrera en la Nueva España transcurrió bajo techo: empezó en la gendarmería de su padre y terminó en los palacios del virrey y del arzobispo, previo paso por el convento dominico y la universidad. La suya fue la ascensión y la caída, oficial y palaciega, de un joven predicador, con aspiraciones a ser lo que en la Francia de entonces llamaban un “abate de corte”, es decir un sacerdote histriónico y bien instruido, más interesado en hablar al oído del príncipe que en difundir la palabra de Dios. El sábado 13 de diciembre el Diario curioso del alabardero José Gómez, fuente periodística a la mano, sentenció brevemente que Mier había negado las apariciones de la Virgen. Y según el testimonio que el propio Servando comenzó a divulgar desde su Historia de la revolución de Nueva España (1813), Núñez de Haro ordenó a los predicadores del Anáhuac que declamasen contra él por haber negado la tradición.¹³ No hay pruebas de esa campaña pública; a mí me extraña que la homilética — ciencia o acervo de la predicación— guadalupana, tan estudiada, no haya arrojado ningún sermón escrito contra Mier en las semanas y meses siguientes al 12 de diciembre. Tampoco conocemos el “solemne pregón” que se habría mandado decir contra el heterodoxo. Acaso se alentaron —y así se lo advirtió el provincial de la Orden— las calumnias, que según Servando pasaron del “mitote a la solemnidad del teponaztle”. Más bien se procedió con tanta discreción y

celeridad que la tarde del día 13 José Patricio Fernández de Uribe, uno de los grandes doctores guadalupanos del reino, pasó por la Colegiata a informarse del caso, mismo que le permitiría escribir una virulenta refutación de los errores de Borunda y Mier. Según la cronología de O’Gorman, a las ocho y media de la mañana del domingo infraoctavo, 14 de diciembre, el provincial de Santo Domingo, el padre maestro fray Domingo Gandarías, interrumpió a Mier, quien salía para predicar ante los sereneros en la iglesia de las Capuchinas. Gandarías le recogió a Mier su licencia de predicar y los apuntes que entonces tenía del sermón, tan sólo nueve fojas. El provincial llegó prestísimo con Núñez de Haro, quien dio comienzo formal al procedimiento, teniendo por amanuense a Manuel Antonio Flores, a quien en 1817 le tocaría procesar a Mier en la Inquisición. En tanto, la pinza se cerraba en la Colegiata de Guadalupe, cuyos 17 miembros, encabezados por su canónigo magistral, el doctor Francisco Vélez, se instalaron en la sala del Pelícano —“se untó en pelícano”, dice Mier: así la llamaban por haber habido allí algún pelícano vivo o disecado— y levantaron acta contra Servando, a quien se invitó, sólo por formulismo, a explicar el motivo del escándalo y cooperar para su aclaración.¹⁴ Servando siempre creyó que la Colegiata había intentado defenderlo. Gracias a O’Gorman sabemos que la posición oficial de la Colegiata, los custodios del culto y la tradición de Guadalupe, fue respaldar de inmediato a Fernández de Uribe, ya enterado o a punto de enterarse de que el arzobispo le encomendaría la censura del sermón. El acta del Pelícano acusaba a fray Servando Mier, de la op, de haber delirado con un tema que para todos “había sido tan sensible, y más en un tiempo tan crítico y revuelto por el veneno con que la Francia intenta inficionar a las naciones todas, con más particularidad a la parte de católicos, así en su perfidia y maldad contra los soberanos, como contra la religión y sus santos dogmas”.¹⁵ El jueves 18 de diciembre, el Cabildo de la ciudad, que había corrido la invitación a Mier a dar el sermón, fue convocado para sumarse a la querella del arzobispo y los doctores guadalupanos contra el fraile. En este caso, los representantes de la ciudad presentaron sus reservas —lo que se ha tomado como prueba de conspiración— pues, sujetándose a derecho, se negaron a intervenir hasta realizar su propio examen del sermón. El 23 de diciembre, al fin, por boca del doctor Francisco Beye de Cisneros, el Cabildo de la ciudad condenó las proposiciones del fraile, considerando que una parte del escándalo estaba

resuelto pues Núñez de Haro ya había mandado recoger el sermón, restando que se publicitase su explícita condena por negar una tradición calificada como tal por la Silla Apostólica desde 1756.¹ Fray Servando tuvo una amarga Nochebuena, pues el día 24 fue nombrado el feroz e inteligente Fernández de Uribe como censor del sermón. Hasta el 25 de diciembre, Servando, por decisión propia, se mantuvo recluido en su convento, tratando de leer, ahora sí con detenimiento, todos los papeles que el pobre licenciado Borunda pudo enviarle. Estaba obligado, dijo, a “devorar en silencio mi descrédito, el odio y las imprecaciones del pueblo, y para dar lugar a su ira y evitar un atentado”, en su opinión probable si se salía a la calle. Puesto en jaque por casi todas las autoridades del virreino, Mier recuerda el consejo del Espíritu Santo de “no entrar en litigio con un hombre poderoso, no sea que caigamos en sus manos”. Tras la pascua de Navidad se atrevió a visitar algunas casas con la comprensible intención de buscar a los pocos amigos que debían quedarle para preparar su defensa, que debía presentar como recurso a la Real Audiencia. Don Cosme de Mier y Trespalacios, su padrino y oidor de la audiencia, hizo mutis en ese instante de la vida de Servando, quien ni siquiera se atrevió a involucrarlo en el escándalo. Y su tío el inquisidor Juan de Mier, quien, afortunado, no tenía jurisdicción sobre el asunto, tampoco dijo una palabra. Alegando una indiferencia que nadie puede creerle, Mier justificó su negativa a pedir ayuda diciendo:

Yo era tan simple, que no escribí a nadie, porque me pareció que en un asunto tan de poca entidad como un yerro de historia que sólo había predicado como probable, ofreciéndome desde entonces a retractarlo si se me probaba ser falso, sobraba ya con haberlo retractado, y no era necesario incomodar a mis amigos. Ignoraba yo el poder de la envidia, y cuán grande era la que habían excitado cuatro aplausos dados a mis sermones.¹⁷

Este párrafo define la línea maestra de la autobiografía servandiana: el candor es la causa de sus desgracias y la única manera de usarlo a su favor será transformándolo en “picardía cristiana”, algo así como la astucia con la que Dios favorece a los candorosos. La mayoría de sus comentaristas han hecho suya esta

vindicación de Servando, convirtiéndola en un principio indubitable, pues la prosa del fraile parece ser la única explicación de su personalidad. Y volviendo a los efectos de su condena, contra lo afirmado en la Apología, nadie en Monterrey movió un dedo por el hijo pródigo: el obispo del Nuevo Reino de León publicará también el edicto final contra Servando, el 7 de abril de 1795, en la catedral regiomontana. La mala leche de fray Domingo de Gandarías cuando se dirigió al virrey tras el episodio de los tabacaleros estaba sustentada en la fragilidad de los nexos del joven Mier con la nobleza novohispana. Su carrera se debía a su talento y éste, sobredimensionado por una combinación de soberbia e ingenuidad, lo había traicionado. Mier dibujó más tarde su situación como de indecisión entre “el abandono general de mis tímidos amigos y las tropelías de los frailes”.¹⁸ La verdadera pesadilla se inició el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, cuando

a las oraciones de la noche, se presentó en mi celda el padre superior del convento, fray Domingo Barreda, a pedirme la llave de mi celda de orden del provincial. Yo debía haber respondido que no tenía autoridad inmediata sobre mí, sino en caso de visita, en que no se hallaba, pues entre los dominicos toda la autoridad inmediata y económica de cada convento pertenece exclusivamente al prior, que por eso ocupa en toda función el lado derecho, aun presente el provincial; y es por ese proverbio entre ellos que el Orden de predicadores es orden de priores.¹

Flaco favor a su causa hace Servando al reconocer, a renglón seguido, que si se aparecía el prior la cosa hubiese sido aún más grave, pues era europeo y mandadero del provincial Gandarías. Si enviaron a fray Domingo Barreda a encerrarlo fue una consideración, pues éste era su maestro y amigo. Lo que a Mier le interesaba saber, como lo detectó O’Gorman, era si su causa venía del Ordinario —del arzobispo— o de la OP. Quizás intentó provocar un pleito de jurisdicción, pero fue inútil: sus hermanos dominicos lo entregaron a Núñez de Haro. ¿Fue legal o fue justa la medida de la OP contra fray Servando? Dado que en

1800 la Real Academia de Historia en Madrid falló a su favor, lamentando la desafortunada imprudencia del doctor Mier pero descartando cualquier comisión de herejía e inclusive de desacato a la doctrina, podemos afirmar que la causa abierta por el arzobispo Núñez de Haro fue injusta, mientras que la decisión tomada por la OP se ajustó a la legalidad, en la medida de la anchurosa discrecionalidad canónica, sujeta a criterios de benevolencia ajenos al derecho actual. A Servando lo requería el arzobispo con la aprobación de dos superiores jerárquicos sucesivos, el provincial de la Orden en la Nueva España y el prior del convento por medio del padre superior, persona con autoridad moral sobre él. Servando, como veremos, pensaba otra cosa. Pero lo ocurrido ese día de los Inocentes fue la incurable herida supurante de su vida. Había sido desprovisto de la honra como fraile dominico, como universitario y como supuesto noble novohispano de raíces peninsulares. Ese triple ataque contra su condición, la real y la imaginaria, de eminencia criolla, lo arrojaba a una cuneta de la que sólo lo sacaron, y maltrecho, los honores de la República Federal de 1824. Cada mordisco que dio al Imperio español como periodista y conspirador entre 1811 y 1817 acrecentó en él la ansiedad de reparación, misma que no mermó viéndose preso entre 1817 y 1820, y que una vez liquidado el dominio hispánico tornó su carácter novelero en megalomanía, como dicen todos sus intérpretes. Su primera reacción, tal cual lo recuerda en la Apología de 1819, fue contra la Orden. Le dijo a Barreda que

los dominicos, así como no emiten otro voto expreso en la profesión que el de obediencia, así tampoco la prometen sino bajo la cláusula expresa secundum regulam et constitutiones fratrum prœdicatorum,† que, según Santo Tomás [de Aquino], limita a su tenor nuestra obediencia; que según nuestras constituciones de forma judicii‡ a ningún religioso se puede arrestar, sin previo proceso en la Orden, de que haya resultado plena o semiplena probanza: y ni así permiten arrestarle si es religioso de distinción, y no hay peligro de fuga, por la nota que siempre queda; que a mí no se me había hecho proceso en la Orden, y que tampoco había peligro de fuga, y era religioso de distinción, no sólo como lector, sino como doctor, cuyos privilegios estaban obligados a guardarme, así por haberlo jurado los prelados a la Universidad cuando me gradué, como por estar recibidos sus grados en nuestra provincia de Santiago de México por nuestra Constitución: Ordinationes pro Provincia Sancti Jacobi de Mexico.§²

Al día siguiente, 29 de diciembre, demostró que sus superiores habían hecho bien al arrestarlo, encerrándolo en el convento, quedando probada así su incurable propensión a la fuga, pues lo vemos forzando ventanas clausuradas para comunicarse, desesperado, con un mundo cuyo fasto lo abandonaba. En la Apología, Mier se justifica citando su “origen notorio” basado en parentescos falsos o remotísimos con los duques de Granada, Altamira y Mioño. Ello, junto a su pretensión de descender de los primeros conquistadores del Nuevo Reino de León, lo convertía en

“caballero hijodalgo de casa y solar conocido con todos los privilegios y fueros anexos a este título en los reinos de España”. Claro estaba que el hábito de Santo Domingo, que han vestido tantos santos, obispos, patriarcas, papas, príncipes y reyes, no me había quitado la sangre, y yo podía alegar, como San Pablo, los privilegios de mi nobleza nativa contra las prisiones y atropellamientos.²¹

La honra estaba por encima del hábito, afirma Mier en 1819. A casi ningún acusado sapiencioso en derecho le faltan buenas razones para defenderse, y sin duda Servando tiene razón al decir que su Orden no le había formado proceso, pero al mencionar que las medidas cautelares pueden aplicarse habiendo peligro de huida, el dominico justifica las precauciones de sus superiores. Destruidos muchos archivos tras un par de siglos de revoluciones, carecemos de la documentación que habría elaborado la op al considerar, al menos en el invierno de 1794-1795, el caso como asunto del Ordinario. Nunca sabremos si la humillación a la honra hizo de él un escapista, o si Servando era desde 1791 un pájaro de cuenta cuya osadía exigía la jaula. Antes de que el destierro lo obligara a violar su voto de obediencia como fraile predicador, el doctor Mier, una vez enterado que estaba preso por orden del arzobispo, intentó defenderse con las constituciones de la op en la mano, extractando ocho bulas pontificias donde, según él, quedaba claro que ni cometiendo delitos fuera del claustro los dominicos podían quedar a disposición del Ordinario. Sus argumentos sólo sirvieron para que se mandase quitarle los libros de la biblioteca del convento utilizados para defenderse. El 30 de

diciembre concentró todos sus argumentos en una carta al provincial Gandarías. El propio Servando concede a su provincial, en la Apología, el privilegio de la duda, pues éste le aconsejó que le escribiese a sus relaciones políticas para que intercediesen ante el arzobispo y, a cambio de la sumisión, le “prometía todo el influjo y protección de la Orden”.²² Fueron y vinieron propios y extraños de Santo Domingo al palacio arzobispal sin ningún éxito y al propio Servando le tocó reconocer que Núñez de Haro, “una vez embrazado el escudo, como su paisano don Quijote, no era capaz de aplacarse hasta sepultar en una entera ruina al criollo follón y malandrín que se le ponía entre las cejas. Sobresalía yo demasiado por el favor de mis paisanos, para merecer misericordia”.²³ Los censores Fernández de Uribe y Manuel Omaña, el mismo día 29, presentaron en autos un dictamen suspensivo que, reseñado por O’Gorman, consideraba “increíble” que, “dadas las circunstancias y la solemnidad de la ocasión, el padre Mier no hubiere escrito el sermón a la letra, ‘tomando por materia una cosa nueva e inaudita, tejida de términos del idioma mexicano que el padre ni entiende ni sabe hablar ni escribir’”.²⁴ Fernández de Uribe necesita saber si la “herejía” de Santo Tomás estaba difundida entre los criollos y cuando se toparon con el aterrado, confuso y al final valeroso licenciado Borunda, debieron respirar tranquilos. Lo ocurrido el 12 de diciembre había sido solamente una extravagancia peligrosa, pero el rigor al castigarla debía ser ejemplar. Habiendo desacreditado a Mier —que en efecto nunca supo mucho náhuatl— y confiscado toda la papelería del caso, los censores arrancaron al renuente Cabildo de la ciudad un ocurso —copia certificada— que facilitaba el arresto legal de Mier gracias a un mandato secreto del arzobispo. Servando se defendió con los cánones respectivos del Concilio de Trento —“sólo en caso de haber predicado herejías puede un obispo proceder en derecho contra un predicador exento”—, pero lo cierto es que el martes 30 de diciembre de 1794 el fraile se dio por vencido e inició el camino de la retractación. Un notario del Provisorato de Indios, Juan Mariano Díaz, le hizo jurar “in verbo sacerdotis tacto pectore et corona,† so cuyo cargo y el santo hábito que viste, ofreció decir verdad”. Servando declaró primero, pues la retórica manda, cómo había escrito el sermón:

Que a estilo de todos los oradores, hizo por sí mismo varios apuntes y borradores sin pies ni cabeza, que ahora entrega, y que el más formado y el mismo que llevó al púlpito fue el que entregó días pasados a su reverendísimo provincial; pero, como no lo predicó así al pie de la letra, ha hecho después otro sacándolo de su memoria, fielmente y al tenor preciso en que lo dijo, el cual entrega ahora al presente notario en fojas ocho, rubricado.²⁵

Esta declaración desenreda uno de los misterios que debió preocupar a los censores, a saber: ¿Mier sometió a la censura de sus superiores el sermón que pensaba leer el 12 de diciembre, como lo hacían los predicadores novatos o inseguros en alguna materia? No, no hay constancia de que lo haya hecho, y si algo remitió fue un fragmento inocuo, como su primer sermón guadalupano, absolutamente ortodoxo, del 15 de diciembre de 1793. Sólo hasta el 13 de diciembre de 1794, Mier entregó a Gandarías sus borradores, mismos que probaban, según los censores, su ligereza como intérprete de antigüedades mexicanas. O’Gorman dice que Servando entregó primero ese galimatías para tratar de rehuir la inculpación; 15 días después, acorralado, soltó la versión más pulida del sermón, la que inspiró directamente el escándalo.² Servando “denunciará” entonces al licenciado Borunda, como la persona que le proporcionó la materia del sermón, asegurando que 1] el licenciado era persona conocida entre los anticuarios de la ciudad y que 2] admitía su propio desconocimiento de la lengua mexicana. De manera implícita, Mier aceptaba, al menos, su imprudencia. Su última triquiñuela fue “olvidar” la entrega de la parte de la Clave que Borunda le había enviado hacia el 15 de diciembre, papeles indispensables para seguirse defendiendo. En ese momento Mier ya estaba reducido a absoluta prisión. La op justificó, en carta del provincial al arzobispo, las supuestas irregularidades cometidas contra Mier, desarmándolo en cuanto a la violación que aducía de las constituciones dominicas por haber sido entregado al Ordinario. Al parecer, dijo Gandarías, Servando desobedeció la orden de mantenerse enclaustrado cuando el 25 de diciembre salió a visitar amigos, como él mismo confesó. Parece natural que Mier haya sido conminado a recluirse desde el 13y que habiendo desobedecido, lograra que su Orden se lavase las manos con su propia regla.

El 31 de diciembre, Mier le escribió, al fin, al arzobispo Núñez de Haro una carta donde se coloca bajo su jurisdicción y benevolencia. Insiste, con el debido respeto, en que su “delito” no fue previamente calificado, de tal forma que, entregadas sus licencias de predicar y los papeles del sermón, estaba bien dispuesto “a retractar aquello en que hubiere errado, o reformar cualquier proposición que haya vertido con equivocación o falta de discernimiento”.²⁷ Aceptando ser juzgado, Servando también le pidió al arzobispo licencia para nombrar procurador y abogado, y así amaneció el año nuevo de 1795. El 4 de enero Borunda es encarcelado, pues en primera instancia se negó a entregar sus papeles, aduciendo, con toda veracidad, que la mitad los tenía Mier. En tanto que súbdito ajeno a la Iglesia, Borunda prefirió dirigirse al virrey Branciforte:

Otrosí: hago presente a la superioridad de vuestra excelencia que yo ni conocía al reverendo padre doctor Mier, ni le he visitado jamás, sino, sabedor él mismo de que yo tenía apuntes de antigüedades regionales, ocurrió a mi casa como cuatro tardes, y tomó los que le parecieron para formar su sermón, no obstante de haberle dicho que ellos exigían el tratado difuso, de cuyos borradores consta mi exhibición, y cuya calificación, para predicables, no me toca y fue (esa calificación) de dicho reverendo padre doctor, por todo lo cual reitero a vuestra excelencia mi rendida súplica, como que yo y mi pobre familia nos hallamos tan necesitados.²⁸

Borunda argumentaba inadvertencia de su parte al poner en manos de un fraile papeles científicos cuya predicación había resultado tan peligrosa. Conmovió a Branciforte la petición del licenciado, pese a su inicial negativa a entregar su amada Clave, y anotó al calce que sólo se le permitiera volver a casa tras amonestación severa. Borunda actuó con honradez, trató de auxiliar a Servando antes y después del 12 de diciembre, se querelló sin miedo ante las altas autoridades y fue absuelto en 1796, para desaparecer, como ya lo hemos visto. En 1819, Servando sólo reconoció de mala gana que el sabio licenciado, que había leído mucho y mal, le sirvió de poco para defenderse. Y le perdonó la vida asegurando que él, Servando, “viendo fraguado el rayo, quise más bien recibir yo todo el golpe, que hacerlo resentir sobre un infeliz padre de familia, que si me había sorprendido y engañado, era con buena intención”.²

El domingo 11 de enero la celda de Servando fue allanada y éste quedó privado de todos sus papeles, incluida la parte de la Clave que conservaba. La trama judicial siguió sin otro contratiempo que la nueva negativa del Ayuntamiento capitalino a presentarse como parte querellante. El sábado 17 de enero, Gandarías le habló claro a Mier: si no presentaba una sumisión al gusto de Núñez de Haro, sería desterrado al convento de las Caldas, cerca de Santander, en España. Es decir, la op había cedido sólo temporalmente su jurisdicción sobre uno de sus miembros al Ordinario y, una vez juzgado, lo recluiría penitencialmente en un convento. “Fue tal mi abatimiento”, recuerda Mier en la Apología, “que [...] le ofrecí en mi sumisión toda satisfacción, y aun la de componer e imprimir a mi costa una obra contraria a mi sermón. Y lo hubiera cumplido, aunque habría quedado tan mal como Bartolache, porque no hay peores defensores de una patraña que hombres de talento: malœ causae peius patrocinium.”†³ Un mes de reclusión, voluntaria y forzosa, había quebrantado al otrora facundo predicador. Si entonces hubiera sabido los días y los años de prisiones que le quedaban... La comparación con Bartolache no era muy acertada, pues éste murió en 1790, justo cuando empezaban a llover las impugnaciones en su contra, una vez que adujo que los defectos técnicos de la pintura de Guadalupe hacían dudosa su atribución divina. Médico expulsado en su juventud del seminario por ilustrado, Bartolache no era víctima, como Mier, de la doble represión del arzobispado y de una orden religiosa. Así que Servando se rindió ante Núñez de Haro, pues “creyendo ya aplacada su justa indignación me echo a sus pies para implorar su paternal piedad, confesando que he errado, y pidiendo humildemente perdón”.³¹ Para la Iglesia, retractarse es una obligación que previene males mayores y no una virtud que aligera las cadenas, como lo veremos al examinar los procedimientos propiamente inquisitoriales. En otra situación política, Núñez de Haro habría, sin duda, ejercido su derecho a la benevolencia, como acaso Servando, ignorante del berenjenal en que se había metido, esperaba. El proceso continuó y el 19 de enero la Colegiata recibió una nueva retractación de Mier, que pecaba, otra vez, de una altanería que sus enemigos ya no estaban dispuestos a tolerarle. En síntesis de O’Gorman, el dominico aseguró a los doctores guadalupanos que pretendió

darle al milagro guadalupano un fundamento histórico que acallara el general escepticismo que reinaba entre los eruditos y letrados respecto al de la tradición popularmente aceptada. Y también advierte el no menos injusto agravio de la completa falta de atención respecto a la condicionalidad a la que Mier había sujetado la validez de aquel nuevo fundamento. Y en esto, nos parece, y no en el bizantinismo interpretativo de la sumisión al arzobispo radicaba la verdadera defensa de Mier.³²

Un tal doctor Leyva Lerma hizo sentir a Servando que las cosas iban en camino de arreglarse, siempre y cuando fuese tan humilde ante la Colegiata como lo había sido con el arzobispo. Pero Mier había confundido a los custodios de Guadalupe con los universitarios que él humillaba en las disputas escolásticas y aquéllos no le perdonaron su negativa a una rendición total. Otro tipo de hombre habría evitado esa tentación, no un hijo de Tomás de Aquino, hermano de religiosos que, como Bartolomé Carranza o Las Casas, habían sufrido cárceles y vejaciones hasta no verse rehabilitados por papas y emperadores. Mier ratificó su retractación, que según él era condicional, o sea, sujeta a que se admitiese que el 12 de diciembre él había manejado tan sólo una hipótesis. Mier recibió, una vez ratificada su retractación el 21 de enero, una noticia desalentadora: el doctor Fernández de Uribe, cuya altura intelectual debió hacerlo sensible a la desgracia del autor que censuraba, le rogó al dominico que a nadie dijese que su retractación era forzada. Servando entendió que todo México sabía que se estaba arrepintiendo por miedo y no por convencimiento. Y, por otro lado, Mier tomó la provisión de consultar a un abogado, que debió ser su amigo conservador Pomposo Fernández de San Salvador, quien le aseguró que, como sucesor de los apóstoles, el arzobispo tenía jurisdicción sobre su caso. Que el autor de la Apología reconozca haber realizado esa consulta prueba que ni él mismo estaba seguro de cómo actuar.

Humillado y ofendido

Ante estos hechos aparece el Servando con que nos toparemos a lo largo de su periplo europeo. Obligado a retractarse a cambio de una libertad que estaba lejos

de ser inmediata, víctima de una confabulación y herido en su orgullo, tildado de cobarde por sus enemigos y hasta por sus admiradores, el doctor Mier se inventa a sí mismo como un personaje picaresco y decide trasgredir ese orden que había tratado de dominar mediante la elocuencia:

Melancólico, por tanto, y desvelado sobre la ventana de mi celda, vi a un fraile que a deshora de la noche escapaba del convento para ir a ver a una vestal que había sacado de casa de mi barbero. Me ocurrió entonces que yo también podría salir a dar un poder con que interponer recurso de fuerza ante la Real Audiencia, retractando las dos retractaciones que se me habían sacado por violencia y engaño. Y llamando a un religioso amigo le encargué se informase de aquel fraile por dónde salía y cómo no hallaba otra dificultad. Pero al mismo tiempo escribí consultando al Dr. Pomposo, quien me respondió no convenía que saliese, aunque mi ánimo era volver en la misma noche a mi celda. Mi amigo el religioso vino a decirme anoche que el pillo aquel se había escapado temprano del convento por [la capilla de] el Tercer Orden; pero que yo podía salir, porque no había dificultad en la salida. Yo le respondí que había consultado a un abogado y no convenía. Empero el que había dormido fuera del convento estaba picado, porque yo en tono de compasión le había preguntado a mi barbero a dónde se había llevado aquel pícaro la infeliz muchacha que había sacado de su casa. Por eso vino por la mañana a decir al provincial que yo, por medio de otro religioso, estaba haciendo diligencia para irme a San Francisco o San Agustín. Ciertamente no hubiera sido un delito, estando preso ilegalmente por autoridad incompetente y oprimido hasta el extremo de negárseme todo recurso a los tribunales del rey, tomar para hacerlo un asilo que a los religiosos conceden los cánones. Pero tampoco para salir de una vez del convento necesitaba yo salir de noche ni auxilio de religioso. Mi puerta se abría por dentro, y aunque el provincial, sabiendo que yo la abría muchas veces para recibir algo, había mandado poco antes poner un candadillo a mi puerta, mi criado lo habría quitado por fuera, o yo, descolgándome por mi ventana, habría salido entre las cuatro y las cinco de la mañana, en que la iglesia está abierta y el convento dormía.³³

La página, escrita en 1819, presenta por vez primera una composición de lugar

que encontraremos una y otra vez. A fuerza de ver pícaros, de sufrirlos, Mier se vuelve uno de ellos. Que carezcamos de la fecha exacta de la estampa poco importa, lo mismo que carece de relevancia la contradicción del narrador, quien primero pregunta cómo le hace para fugarse el fraile vecino y luego asegura que él podía hacerlo gracias a su propio ingenio. Importa retener al doctor Mier imaginándose descolgado de la ventana de su presidio. Las consecuencias de la ideación o intento de fuga resultaron, previsiblemente, fatales. Delatado o no, Mier fue trasladado por Gandarías a una celda del convento menos cómoda para el escapista. El 21 de febrero, Fernández de Uribe presentó su censura de las ideas de Borunda y Mier, medio centenar de páginas que fueron la última gran defensa de la tradición aparicionista del siglo xviii. El implacable dictamen hizo que el censor fiscal de la causa, José Nicolás de Larragoiti, justificara así su pedimento al arzobispo: 1] Aseguraba que Borunda y Mier eran los únicos autores del nuevo sistema predicado el 12 de diciembre de 1794. 2] Para satisfacer a la vindicta pública y acallar el notorio escándalo era necesario acusar a Mier de una conducta “verdaderamente criminal”. El acusado no sólo había propagado una falsa doctrina atentatoria contra la sólida tradición de Guadalupe, sino que lo había hecho

estando presente vuestra excelencia [Núñez de Haro], el excelentísimo señor virrey, la Real Audiencia con los demás tribunales y los sujetos más condecorados de la República, que todos iban a venerar a María Santísima de Guadalupe, según la tradición que tenemos, se atrevió a impugnarla públicamente en el púlpito, en el teatro más respetable y en medio del concurso más numeroso, tratándolos a todos de ignorantes por necesaria consecuencia.³⁴

3] Habiendo tomado nota de las retractaciones tanto del licenciado Borunda como de Servando, el fiscal solicitaba benevolencia, misma que consistía en pedir para el fraile

algunas aunque leves [penas], pero que sean capaces de hacerlo entrar en el conocimiento humilde de sus deberes religiosos, de contener su espíritu orgulloso y propenso a la inflación y a novedades perniciosas [...] A este efecto considera justo el promotor que vuestra excelencia prive al padre Mier de toda enseñanza pública por cátedra, púlpito y confesionario, pues un espíritu tan débil y propenso a extravagancias y novedades perniciosas está expuesto a incurrir fácilmente en mil errores y propagarlos por cualquiera de aquellos medios; y que así mismo, y previo auxilio del excelentísimo señor virrey, le remita vuestra excelencia a España, conforme previenen las leyes 71 y 74, libro 1°, título 14 de la Recopilación de Indias, para que por espacio de diez años se mantenga recluso en el convento de recolección de Las Caldas, que tiene su religión [los dominicos] en la provincia de Castilla, pues por este medio podrá aprender allí la humildad y demás virtudes propias de su instituto [...] Las citadas leyes, la 28 y 85 del mismo título y libro y otras muchas constantemente ordenan que no queden en estas partes religiosos escandalosos, y que se remitan a España a buen recaudo, interviniendo en ello los señores arzobispos y obispos en los casos y conforme a lo dispuesto por el santo Concilio de Trento. Y en verdad que atentas todas las circunstancias de la presente causa, difícilmente se habrá verificado o podrá verificar otra ocurrencia en que deban mejor tener lugar estas reales disposiciones, pues no ha tenido y es muy difícil que en lo futuro tenga ejemplar el escándalo que ha dado el padre Mier.³⁵

El 21 de marzo Alonso, arzobispo de México, firmó la sentencia, y el 25 de marzo, día de la Encarnación, se publicó un edicto que recogía la condena de Servando al destierro, previa inhabilitación del fraile como predicador y maestro. La sentencia era, sin duda, desproporcionada, si nos atenemos solamente al contenido del sermón del 12 de diciembre. La benevolencia, que puede escandalizarnos, consistía en ofrecer al predicador, precisamente porque se había arrepentido, la oportunidad de sanar su alma durante diez años de oración y destierro, que al fin, como dicen, “el silencio es para el fraile lo que el desierto al monje”. En conclusión, Mier había sido suspendido en sus derechos, pero no expulsado de su corporación, y pudiendo haber sido enviado al Santo Oficio de la Inquisición —donde, paradójicamente, habría gozado de garantías procesales más claras—, se le mantenía en la comunión de la Iglesia mientras se reeducaba, prisionero, en Las Caldas. Ningún recurso le quedaba a Servando. La Colegiata agradeció al arzobispo el

castigo y éste informó al virrey Branciforte de la sentencia, que fue publicada en la Gaceta de México del 30 de marzo. El edicto se publicó inter missarum solemnia,† según Mier, en todas las iglesias de México. Fray Baltazar Quiñones, maestro general de la Orden de Santo Domingo, recibió en España la noticia de que un dominico iba escoltado rumbo a Veracruz, tratado con el respeto que como sacerdote, que lo seguía siendo, merecía. Como sus aborrecidos jesuitas casi 30 años atrás, Mier conocerá el calvario del viaje en mula y escoltado por soldados, a Veracruz. El 31 de marzo Mier fue internado en el castillo de San Juan de Ulúa. Los gastos de prisión y envío los sufragarían los dominicos novohispanos. A petición del prisionero, la comandancia del castillo accede a que un notario le permita otorgar poderes para que algún familiar ventile sus asuntos durante su ausencia de la Nueva España. El 7 de junio Mier fue embarcado rumbo a Cádiz en la fragata La Empresa, también llamada Nuestra Señora de la Concepción. El prisionero, aquejado de fiebres, estaba en Cádiz el 28 de julio de 1795. En la Apología, tras protestar por el atropello, volver a presumir de nobleza y contar la indignación que su condena causó en propios y extraños, Servando reconoce que, cuando le comunicaron su destino, “no me hizo impresión alguna; estaba ya insensible; como hombre de honor y de nacimiento, había recibido con el edicto el puñal de muerte”.³

Los conspiradores

Servando fue enviado a Las Caldas por una causa política antes que doctrinaria o teológica. Si Fernández de Uribe cubrió la indispensable defensa de la tradición aparicionista, el arzobispo Núñez de Haro entendió que tras el sermón, fuese Mier un sedicioso o un tonto útil, estaba la desestabilización de la monarquía católica en la Nueva España. Quizá sólo hasta 1811-1813, poseedor en Londres de una visión más anchurosa de la historia contemporánea, Mier entendió que él, sincero enemigo de Rousseau y Robespierre, había sido tenido como agente involuntario de la impiedad francesa. Y dado que el fraile nunca abandonó el catolicismo, ningún orgullo ni beneficio le habría hecho pasar por una más de las víctimas del celo contrarrevolucionario, de tal forma que insistió, aunque cada vez con menor vigor, en el origen esencialmente guadalupano de su persecución.

La pobreza de la tradición biográfica mexicana, que en el caso del alto clero se reduce a la hagiografía, dificulta que podamos acercarnos a la personalidad de Alonso Núñez de Haro y Peralta, nacido en Cuenca el 31 de octubre de 1729, arzobispo de México desde 1772 y arzobispo-virrey entre mayo y agosto de 1787 tras la muerte de Bernardo de Gálvez. Habiendo sido bibliotecario mayor del rey Fernando VI, Núñez de Haro fue un letrado en el contexto de esa insuficiente y paralítica Ilustración católica española. Su gran obra, durante su breve interinato como virrey, fue la creación del seminario de Tepotzotlán para la preparación del clero. El historiador jesuita Mariano Cuevas, inclemente con todos aquellos que promovieron la expulsión de la Compañía, dice que ese soberbio colegio, habiendo sido de los jesuitas, fue expropiado por Núñez de Haro para hacer de él una casa de retiro para la corrección penal del clero secular, una cárcel donde imperó la mayor crueldad.³⁷ Si a Cuevas no lo ciega el partidismo, Núñez de Haro tenía sobrada experiencia como perseguidor y en el caso de Mier, con rapidez y maestría, cerró en pocos días toda posibilidad de salvación para el fraile, a quien con seguridad conocía bien, por haberlo confirmado, por las quejas del provincial Gandarías antes del sermón e, incluso, porque, ya estando su víctima camino de Las Caldas, se cuidó de dar al provincial dominico de Castilla los antecedentes del prisionero como agitador contra los virreyes Revillagigedo y Branciforte.³⁸ Servando se complació en citar los siguientes versos sobre Núñez de Haro, que atribuye a la vox populi:

Si mei fuissent dominati. tunc emundaret a delicto maximo.† ¿Qué bien hizo este prelado? Su familia enriqueció del vellón que trasquiló, aunque aborreció el ganado. Su paisano fue su amado,

el criollo su encantador que persiguió con furor: ¿dónde se iría don Quijote? ¿A España? Al infierno al trote: ¿dónde ha de ir un mal pastor?

Son creíbles las denuncias de Mier sobre el especial encono que le tenía este príncipe de la Iglesia, todas éstas —caso único en la vida servandiana— validadas como justas por la Real Academia de Historia en 1800, la cual pidió, como veremos, que Núñez de Haro reparara no sólo la honra sino el perjuicio pecuniario causado al fraile. Muy indignante debió parecerle a la ilustrada academia la conducta de Núñez de Haro pues falló contra un personaje poderoso que murió reteniendo sus honores como antiguo virrey. Escamilla González, biógrafo de Fernández de Uribe, dice, al contrario, que la actuación de Núñez de Haro no fue distinta a las habituales en esos casos, pero la denuncia de Servando tornóla excepcional. Y más dudoso, aunque no del todo descartable, es que Núñez de Haro dedicase los últimos cinco años de su vida —murió en 1800— a perseguir a Servando, por medio de su fantasmagórico agente Francisco Antonio León, por todos los caminos y conventos de España. Lo que sabemos de León, empleado del negociado de México en el Consejo de Indias, proviene esencialmente de la pluma de Servando. En la Historia de la revolución de Nueva España, Mier todavía tenía fresco el recuerdo del “caribe don Francisco Antonio León, criado antes en un convento de Granada con los mendrugos de un pobre fraile”. Y pareciese que este perseguidor es una sombra en cuya oscuridad y omnipresencia se concentra todo el mal que Mier sufre, o dice sufrir.³ El proceso de Núñez de Haro contra Mier plantea una paradoja ya brillantemente puesta sobre la mesa por O’Gorman. Anticriollo y antiguadalupano, el arzobispo, anteponiendo la razón de Estado, se vio obligado a defender la tradición de Guadalupe, tan amada por los criollos. Al preguntarse sobre sus motivaciones, O’Gorman concluye:

El arzobispo ciertamente percibió, como dice Mier, una conspiración criolla detrás del sermón, pero no para privar a los españoles de una gloria que de todos modos podían reclamar, ni para desfundar un título jurídico al que ya nadie concedía validez, sino encaminada, por la vía del criticismo histórico, a fortalecer la autoafirmación del criollo frente al español peninsular. Lo sabio, lo prudente para la autoridad eclesiástica virreinal era no permitir que se agitara tan peligroso oleaje; mantener la tradición que por sí misma se hallaba en crisis e incluso capitalizar el suceso para ostentarse como protectora de un culto inmensamente popular y que, en definitiva, fortalecía la postura católica y tradicionalista que servía de cimiento a la monarquía española y a su amenazado Imperio. La actitud del arzobispo se explica no ya como la del energúmeno volcado a la perversidad que pinta Mier, y si no podemos aplaudir la arbitrariedad y el despotismo de sus procedimientos, debemos tratar de entenderlo y hacernos cargo, además, de la manipulación de que fue objeto.⁴

O’Gorman, el primero en hacer historiografía con Mier, salvó al fraile del reducto picaresco y legendario al que los editores, comentaristas y lectores de sus Memorias lo sometieron hasta que el propio don Edmundo inició en 1945 sus estudios servandianos.⁴¹ Sin embargo, difiero en dos puntos. En primer término, dudo de que la tradición guadalupana estuviese en una verdadera crisis a fines del siglo XVIII sólo porque algunos letrados españoles y novohispanos, refrescados por las Luces, pusieron sobre la mesa las insuperables contradicciones que las apariciones suscitaron desde el siglo XVI y cuyo eco no ha cesado. La reforma de la tradición que Mier propugnó en mala hora venía — de manera implícita en 1794 y abierta desde 1800— de la simpatía del fraile por el jansenismo, que aun en su segunda etapa, más política que espiritual, propugnaba un catolicismo limpio de las leyendas piadosas que oscurecían el mensaje apostólico y daban la razón a los protestantismos. Al fechar las Cartas a Juan Bautista Muñoz en 1819 O’Gorman coloca todos los textos guadalupanos de Mier, salvo el sermón, como posteriores a 1813. Se olvida así que la versión entera del fraile fue contada desde el jansenismo. Mier reinterpretó su obsolescencia barroca de 1794 en términos comprensibles, no sin cierta dificultad, para sus amigos jansenistas europeos. Salvo por el sermón y las cartas privadas de 1795 no conocemos, por falta de documentos servandianos de

ese momento, al heterodoxo guadalupano en estado puro. Dudo de que Mier haya tratado, en el fondo de su corazón —si se permite utilizar esa expresión—, de salvar la tradición guadalupana, en la que nunca creyó, sino que quiso supeditarla a un milagro de mayor envergadura histórica: la predicación de Tomás. Tan es así que en 1813, en su primer libro —la Historia de la revolución de Nueva España—, Servando incluyó un apéndice sobre el apóstol donde planteaba la posibilidad de que la predicación hubiera sido en el siglo VI y en persona de otro obispo, descartando por completo al guadalupanismo como autor en la historia cristiana de México. A Servando y a Núñez de Haro los unía su desafección por la tradición guadalupana; el primero la consideraba, al menos en 1794, una fábula que ocultaba el sustento apostólico de México, mientras que al segundo le parecía una devoción peligrosísima por ser la base de una identidad novohispana creciente, ajena y hostil a la península. Ambos incrédulos, empero, recibieron peculiares disgustos en ese sentido, provenientes, cosa curiosa, de sus propios partidos. Al fraile conspirador le tocó enterarse, en Cádiz, que el cura Miguel Hidalgo se había levantado tras el pendón de la morena del Tepeyac, gesto que los independentistas ilustrados como Bolívar vieron, para vergüenza de Mier, con un asombro no desprovisto de ternura y suspicacia. En cuanto al arzobispo, la cuidadosa lectura que O’Gorman hizo del proceso delata que, ni en la sentencia ni en el edicto contra Mier, Núñez de Haro no hizo reconocimiento expreso alguno del milagro guadalupano, limitándose a condenar a quien había intentado enmendar la tradición. Su actuación fue premiada con el entusiasmo de los fieles, al grado de que el obispo de Oaxaca, Gregorio José de Omaña y Sotomayor, llamó a Núñez de Haro no sólo atleta, héroe o Héctor de los defensores del Tepeyac, sino que lo nombró “doctor guadalupano”, regalo que debió sentarle pésimo al antiaparicionista.⁴² Núñez de Haro leyó mejor que nadie el sermón del 12 de diciembre. La suya fue una lectura profética propia del genio de un político imperial; entendió que la historia de Tomás, vieja alharaca criolla, debía ser tratada como perniciosa novedad pues ocurría de manera simultánea a la Revolución Francesa. Si el apóstol había traído el cristianismo a los indios, coligió el arzobispo, la presencia de los españoles salía sobrando. Pocos entre los que asistieron al Tepeyac ese día viernes habrían entendido la relación entre los philosophes, Guadalupe y el Terror, y menos que nadie el fatuo orador dominico. El arzobispo percibió la

amenaza de la Independencia y advirtió que la configuración histórica era desfavorable para España. El 15 de septiembre de 1810 el cura Hidalgo le dio la razón en el pueblo de Dolores. Mi segundo desacuerdo con O’Gorman es en relación con su hipótesis — planteada con su habitual prudencia— de que Servando fue el instrumento de una suerte de conspiración criolla. Al preguntarse por qué el Ayuntamiento de la Ciudad de México, bastión de los criollos, recomendó a Servando, un cura tan “follón y malandrín” (Miguel Ramos Arizpe), para predicar sobre la Virgen, el historiador mexicano aventura:

Sería de pensar que esos rasgos del carácter de fray Servando habrían sido impedimento para su elección, pero como no fue así y es imposible suponer ignorancia de ellos, surge la sospecha de que, precisa y paradójicamente, eso fue lo que inclinó la balanza en su favor. Insinuamos, en otras palabras, que su designación se inspiró en el propósito de elegir a un predicador capaz del atrevimiento del que dio muestra tan cabal el padre Mier y para el cual, sin duda, estaba que ni mandado hacer. El atrevimiento, en efecto, de proponer desde el púlpito de la Colegiata y en ocasión tan solemne y extraordinaria, las enmiendas a la historia de Guadalupe que le había comunicado Borunda y que —como lo reconocerán los censores mismos del sermón— eran recibidas con simpatía por un selecto grupo de criollos literatos. Visto así, la oficiosa intervención del padre Mateos en poner a Mier al habla con Borunda no sería sino en ejecución de un plan fraguado en el seno de aquel grupo de criollos y en el cual sería forzoso incluir a los concejales del Ayuntamiento directamente responsables de la elección del predicador. Todo eso no pasa de ser una conjetura, no desprovista, sin embargo, de cierta confirmación en dos hechos de los que tenemos testimonio. El primero, que Mier y Borunda concibieron el sermón a modo de golpe estratégico calculado, precisamente, para provocar un debate en torno a la historia tradicional guadalupana, y el segundo, que antes de predicar el sermón, Mier lo sometió a la opinión de algunos doctos amigos suyos que lo animaron a lanzarse, ofreciéndole el apoyo de sus plumas en aquel debate.⁴³

Si pudiese comprobarse algún indicio de esa conspiración sería refrescante, pues cambiaría el perfil solitario y megalomaníaco que todos los intérpretes le hemos atribuido a Mier. Pero la conspiración que conjetura O’Gorman no se atisba por ninguna parte ni se sustenta en los “hechos” que el historiador aduce. Salvo el de Fernández de Salvador, un criollo conservador, no tenemos un solo nombre importante de los amigos, doctos o no, que Servando dice, con su habitual facundia, que estaban dispuestos a defenderlo. Quienes escuchaban al fraile, “como un oráculo” según lo denunció Gandarías en enero de 1794, carecen de rostro, de biografía y de intenciones. Si estos sujetos se asustaron tras el desastre del 12 de diciembre y desaparecieron, ¿por qué Servando, al escribir desde 1819 cuando ya todos los protagonistas del escándalo —como él dice al comienzo de la Apología— habían muerto, no los denunció, tan presto como era para señalar a todos sus enemigos, reales o imaginarios, entre los que cabría agregar a esos “amigos tímidos” que entonces lo abandonaron? Habiendo sido escrita en prisión la Apología, podría argumentarse que Mier no deseaba hundirse aún más presentándose como conspirador desde 1794. Pero un año después, dado que los inquisidores retuvieron ese y otros manuscritos, Servando escribió una nueva versión exagerada, ampulosa y violentísima de sus Memorias, el Manifiesto apologético (1820), donde insiste en su ordalía guadalupana sin agregar nuevos personajes entre sus bestias negras. Y siendo un republicano triunfador, tras la caída de Iturbide, jamás agregó nada a la versión que conocemos del 12 de diciembre. Si la relación entre Servando y el enigmático Borunda ha dado pie a estupendas páginas novelísticas de Reinaldo Arenas y Arturo Uslar Pietri, convertir al licenciado en un conspirador que planea golpes estratégicos, basándose en lo poquísimo que sabemos de él, es una temeridad literaria impropia de O’Gorman. Borunda no tenía recursos ni relaciones para publicar sus libros, estaba excluido del círculo ilustrado de Alzate y nadie, salvo algunos frailes que provenían del convento tomista de Santo Domingo, como Servando, le daba mucho crédito al licenciado entre los letrados novohispanos. Sin duda, el Ayuntamiento prestó una resistencia, tan breve como pacata, al deseo de Núñez de Haro de que esa corporación, responsable de haberlo invitado a la Colegiata, lavara su error presentándose en la querella contra Mier. Pero deducir de ese pudor una fracasada maniobra criolla, me parece algo excesivo, si tomamos en cuenta que los pleitos de jurisdicción eran el pan de cada día en el virreinato y más aún en esos meses, cuando el poder mudaba entre el moderado

Revillagigedo y el autoritario Branciforte. Finalmente, ¿cómo saber las causas de una conspiración sin conocer a uno solo de los conspiradores? ¿Qué ganaban esos criollos poniendo a discusión el tema guadalupano? ¿No había probado el fervoroso aparicionista Fernández de Uribe que el fraile y el sabio eran los únicos implicados en la oprobiosa heterodoxia? A O’Gorman, supongo, le atrae la conspiración porque se excede en el ejercicio de una virtud historiográfica, que exige que cada acontecimiento histórico —en este caso la Independencia de México— goce de antecedentes verificables, como lo sería la disidencia criolla que habría usado a fray Servando de anzuelo. Pero, ¿qué querían pescar esos fantasmas criollos en un río revuelto de donde sólo saldría dañada Guadalupe como imago de la Nueva España? Tan sutil es O’Gorman en dilucidar las finezas de la tradición guadalupana como parco en su definición de “criollo”, expresión que en la crisis de 1808-1812 demostró ser una generalidad que incluía posiciones políticas y religiosas tan diversas como antagónicas. Es probable que Servando haya tenido amigos que lo alentaron a predicar el sermón, pero sólo los archivos probarán si hubo una conspiración. Desconcierta que O’Gorman omita que, mientras discurría el proceso contra Mier, una aparente conspiración independentista, o que al menos simpatizaba con vehemencia con la Revolución Francesa, rondó las mismas calles, “chanchillerías” y palacios de la Ciudad de México, cobrándose varias víctimas mortales y poniendo en riesgo, de manera más grave que el sermón del 12 de diciembre, la estabilidad de la Nueva España. Desde 1793 algunos grupos de conspiradores fueron detectados en diversos sitios del reino. Uno de ellos estaba compuesto por los llamados “franceses” llegados con el séquito del virrey Revillagigedo, entre los que se contaban el médico Esteban Morel, Juan de Murguier, Manuel Enderica y el cocinero Juan Laussel. Éstos hablaban sin rubor de la posibilidad de establecer en México un régimen semejante a la Asamblea Nacional de Francia. Pronto se hicieron de seguidores entre los novohispanos, como Juan José Pastor Morales (1773-1838), uno de los pocos amigos que conocemos de Borunda, o el guardián del convento de Texcoco, fray Juan Ramírez de Arellano, quien reconoció ante el Santo Oficio afición y comercio de libros revolucionarios franceses. Otros sacerdotes, algunos de ellos frailes dominicos, agustinos y franciscanos, comulgaban, de manera más incierta, con esas ideas y cubrían varias poblaciones del occidente, del centro y del sur del país.⁴⁴

Esos servidores de Revillagigedo —para algunos, protegidos suyos por afinidad ideológica— acapararon la atención de los capitalinos cuando el nuevo virrey Branciforte los tomó prisioneros en el Café de la Profesa. Enderica, un verdadero corifeo de la asamblea de 1789, abjuró de vehementi ante el Santo Oficio, mientras que el capitán francés Juan de Murguier se suicidó el 11 de noviembre de 1794, un mes antes del sermón servandiano, siguiéndolo Esteban Morel, el 15 de febrero de 1795. Ambos, acusados de “cizaña e infidelidad”, se mataron para rehuir la hoguera. Los quemaron en efigie; Laussel fue supliciado. Por lo menos la primera de las sentencias fue firmada por Juan de Mier.⁴⁵ Estos hombres murieron por sus simpatías republicanas antes que por planear algún tipo de independencia de la Nueva España. En cambio, otro conspirador arrepentido —Manuel Velasco— se presentó ante la Inquisición para delatar, entre septiembre y octubre de 1793, a un grupo más atrevido, encabezado por el licenciado Juan Antonio Montenegro (1764-1824), que planeaba convertir a México en una república independiente. Precisamente en septiembre de 1794, el tío de Servando, Juan de Mier, como inquisidor decano, ordenó prender a Montenegro, quien, como tantos súbditos del reino, solía sostener disputas públicas de actualidad política en la Alameda.⁴ En ese otoño, el gobierno virreinal tenía preocupaciones más serias que los temas que avinieron al joven Servando con Branciforte, fuese el viejo asunto tabacalero o las exequias de Hernán Cortés. Un empleado del licenciado Francisco Primo de Verdad, mártir de la autonomía en 1808, confesó ante la Inquisición, el 18 de diciembre de 1794, en pleno escándalo servandesco, su pertenencia al grupo de supuestos conspiradores. Montenegro mismo, a cuya sombra habría escrito Primo de Verdad el primer boceto de Constitución política mexicana, estaba siendo interrogado a fines de noviembre de 1794, entre otros, por el calificador fray Domingo Gandarías, quien al fin salvó al conspirador de la hoguera, enviándolo —pues era licenciado en teología— al habitual destierro de diez años, en este caso en el Colegio de Santa Cruz de Querétaro. Ello fue en octubre de 1795. A Montenegro lo reencontraremos, victorioso, como diputado en el Primer Congreso Constituyente de México en 1822. ¿Los acusados de 1793-1794 sólo fueron víctimas de una mera cacería de disidentes políticos o protagonizaron la primera conspiración por la Independencia de México? El asunto no es claro. Pero sorprenden las diversas tensiones que atravesaban, sin chocar, la sociedad novohispana, provocando que el episodio guadalupano de Servando parezca ocurrir en otro tiempo y otro siglo,

pues los mismos personajes que lo estaban juzgando se ocupaban de asuntos que, en idéntico espacio, eran ajenos al predicador de la Colegiata. Si hubo, como supone O’Gorman, una conspiración atrás del sermón de Mier, es fascinante descubrir cómo en la pequeña Ciudad de México de 1794 coexistían dimensiones distintas, condenadas a no encontrarse. Sólo hasta la Historia de la revolución de Nueva España, Servando reparó en las víctimas inquisitoriales del virrey Branciforte, quizá consciente de que su caso había ocurrido en el interior de la élite y no en las descampadas orillas de la corte virreinal.⁴⁷ Como los franceses de Revillagigedo, cuyas ideas republicanas le eran repulsivas a Mier en 1794, el doctor dominico fue también víctima de la onda expansiva de la Revolución Francesa. Aceptando todas las particularidades guadalupanas, antiaparicionistas y criollistas del caso de Servando, creo que, habiendo actuado solo el 12 de diciembre, Mier pronunció el famoso sermón en el peor de los momentos y en el más impropio de los lugares. La severidad inusitada a la que lo hizo acreedor su extravío apostólico se debió a que el provincial Gandarías, que calificaba a los presuntos herejes en el Santo Oficio, y el arzobispo Núñez de Haro se enfrentaban a enemigos mucho más peligrosos que Servando, y que nuestro fraile fue medido con esa misma vara, manejada por una mano helada de pavor. La silueta de fray Servando, el 12 de diciembre de 1794, se ajusta con más precisión a la del rebelde barroco que a la del crítico ilustrado o el empecinado romántico. José Lezama Lima tiene razón al decir que Servando fue nuestro primer escapado, el hombre que salta del Barroco hacia la modernidad. Pero al predicar su sermón, Mier aparece como uno de esos hijos extraviados del talento individual que, infatuados por el valor invertido en conciliar la honra con el mérito en sociedades estáticas, pierden de vista sus limitaciones y caen intempestivamente de la escalera. Al tropezar, Servando provoca que el sonido hueco de una antigualla se transforme en eco de una novedad perniciosa. Una vez que ha sido humillado y ofendido, el fraile va al destierro en busca de la clave de su fracaso y encuentra fórmulas insospechadas que alimentarán, con otras sustancias, el fuego de la revancha.

FRAY GERUNDIO, VALERIANO Y LA VIRGEN

Cuando te encomienden el sermón de un santo, o de tiempo, &c., lo primero has de echar mano de la Invención especulando, discurriendo, y buscando, por lo que ya sabes, y de nuevo lees en los libros, en las explicaciones de los Evangelios, en los Hechos, &c., toda la idea de tu sermón, que te formará, cuando la imaginativa propusiere al entendimiento, para que discurra, materias a propósito; Divisiones para los Discursos; y conceptos, para las pruebas. FRAY MARTÍN DE VELASCO, Arte de sermones para saber hacerlos y predicarlos [1728]

Apuntes de historia de la predicación

“La predicación cristiana”, dice un teólogo católico contemporáneo, “no es ningún invento de la Iglesia, no proviene de la iniciativa de los primeros cristianos, sino que es de institución divina, fundada en la autoridad y en el poder divino de Jesucristo [...] todas las naciones o gentes, judíos y gentiles, han de ser ganadas para el Evangelio. Lo serán por la palabra en un doble sentido: primero, por la instrucción sobre las cosas pertenecientes a la revelación” y luego por el sacramento del bautismo recibido en la confesión de fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; segundo por la enseñanza a obrar en consecuencia según la condición de cristiano.⁴⁸ Este párrafo interesa pues fray Servando creía en la predicación como institución divina, y debemos entender al personaje de 1794 como un tipo específico de clérigo —tanto en el sentido eclesiástico como intelectual— que ejercía la oratoria sagrada. Dedicarle algunas páginas a la historia de la predicación cristiana delineará el perfil biográfico de Mier, tanto como algún conocimiento de la poesía occidental es meritorio para entender, por ejemplo, las vidas de Byron o Hugo.

Las Iglesias cristianas creen en el carácter revolucionario de su predicación, maravilla nunca antes vista, pues dar testimonio del hecho histórico de Jesús es tan grande novedad como el Cristo mismo. Así, incluso los exegetas ecuménicos se resisten a equiparar la predicación, tanto de Jesús como de sus apóstoles, con cualquier otra propaganda religiosa previa. El mensaje crístico sería entonces una prédica distinta a la enseñanza de una doctrina filosófica o moral, “tema ordinario de tantos y tantos sermoneadores ambulantes” de la época helenística. Los propios apóstoles fueron presentados como figuras de transición entre la tradición griega y la antigua historia de Israel. Más tarde, los padres del siglo ii asumieron la influencia de la Segunda Sofística, religiosa y moralizante, y se convirtieron en conferencistas armados de la retórica helenística, que les fue muy útil para establecer las concordancias entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Con esa formación, la panegírica cristiana pudo sostenerse en cuatro pilares: la proclamación o kerygma, la instrucción inicial o catequesis, la formación ulterior o didascalia, y la exhortación moral o parénesis.⁴ El predicador primitivo, y en ello radica la fuerza motriz del cristianismo, no hablaba en nombre propio, ni se presentaba como un filósofo ordinario o un filántropo que abarataba un sistema de perfección estoica o de convivencia social. Ese predicador era un sacerdote dispensador de misterios divinos quien, mediante un sacramento, ejercía novedades litúrgicas cuya naturaleza es materia de discusión entre los teólogos. Para el modernista Alfred Loisy, la eucaristía es, por ejemplo, una prueba del carácter mistérico del cristianismo. Para otros, en cambio, los antiguos obispos, consagrados para trasmitir el milagro de la palabra y que luego la delegaron en los presbíteros (sacerdotes o curas), son figuras que escapan del mundo de los misterios paganos. En abono de la tesis que encuentra una cesura radical entre paganismo y cristianismo, se ofrece una paradoja al estilo de Chesterton. Los apóstoles (en nuestro caso pensemos en Tomás) y sus sucesores (un Servando) tienen la autoridad de ser testigos directos (en el primer caso) y depositarios (en el segundo) de hechos históricos concretos como la encarnación, la muerte y la resurrección. Quien descrea de la historicidad de Cristo, y de la historicidad de sus milagros, aunque acepte de buena fe el mensaje evangélico, no es exactamente un cristiano, sino un pagano o gentil que aprueba, sólo intelectualmente, una doctrina ética como hay otras. La paradoja está en que se necesita de la fe para creer que Jesús resucitó, mientras que un devoto de Apolonio de Tiana, o de Simón Mago, habría exigido, en calidad de cliente, que

le comprobasen la naturaleza mágica y taumatúrgica, antes que histórica, de este o aquel milagro. Una vez establecidos los Evangelios, el predicador ya no puede completar la Revelación, de la que sólo es mensajero. Pero la predicación se va construyendo junto con la Iglesia, necesitada de un arsenal dogmático más poderoso que el almacenado en las fuentes evangélicas y paulinas. El debate novohispano y mexicano sobre las apariciones de la Virgen de Guadalupe es un ejemplo extraordinario de esas tensiones acumuladas entre la Escritura y la patrística. Tanto aparicionistas como antiaparicionistas coinciden en que la Revelación se cerró con las Escrituras pero, siendo inescrutable el plan de la Providencia, ésta puede, dada la libertad radical de Dios, enviar mensajes o hacer milagros para excitar las virtudes teologales en cualquier tiempo o lugar. En la interpretación y las formas de esa libertad da comienzo la guerra. Empero, la propia Iglesia Católica, de manera notable entre Tomás de Aquino y el Concilio de Trento del siglo XVI, hubo de fortalecer la naturaleza histórica, verificable, de las manifestaciones divinas, pues la forma romana del cristianismo alienta una tendencia hacia el paganismo o el polimorfismo. Los milagros históricos y los falsos milagros deben diferenciarse. Esa preocupación exige de Roma reglamentaciones periódicas, siempre insuficientes para disidencias evangélicas en el interior de la Iglesia, como el erasmismo y el jansenismo. El predicador u orador sagrado es un homileta, es decir, el comentarista verbal de la palabra divina en el sentido más estricto.⁵ También es un político, intérprete de la historicidad de la fe, que pregona una doctrina pública y abierta cuya discusión es obligatoria dentro de la esclessia, y por ello se reúnen, varias veces a lo largo de un milenio, los concilios. Y finalmente, el orador sagrado es un escritor. Para terminar con el análisis del 12 de diciembre de 1794, recordemos que la predicación es la escucha de una palabra escrita en espacios sagrados como lo fue la Colegiata para Mier. Los primeros predicadores fueron los mártires ante los tribunales, como lo prueba la Segunda carta de Clemente, la homilía apostólica extracanónica más antigua que se conoce. Más tarde, el castrado Orígenes, quien vivió en el siglo ii en Alejandría y predicó en lengua griega, fue el teólogo de formación helenística responsable de invitar a la interpretación múltiple de la Escritura. Siendo infinitas las riquezas del Logos, infinita es la interpretación de la Escritura. Ese

exceso platonizante le costó mucha sangre a la Iglesia. Orígenes, escritor de genio y filósofo deslumbrante, entendió la predicación como parénesis, esa exhortación moral que deberá implicar un contrato entre el predicador y su público. Sin esta teología de la predicación, no podemos entender la llamada conquista espiritual de México, pues franciscanos y dominicos, con o sin el auxilio de Guadalupe, se salieron con la suya, al contar con la aprobación, tan entusiasta como atrita, de sus catecúmenos. Una vez descartadas las tesis barrocas sobre la presencia de Tomás u otro obispo en América, a partir del siglo XIX es unánime la idea de que, desde el punto de vista cristiano, la conversión de los indios americanos fue una exitosa parénesis, predicación original ajustada al modo de ser y de pensar de una gentilidad ajena a los Evangelios. Mier murió sin aceptar esto último. El arte de la predicación propuesto por Orígenes, quien llegó a pensar en la homilía como algo más que la exégesis escritural, una suerte de ascensión o anábasis, se politizó sin remedio debido a la libertad de expresión y al abandono de la clandestinidad producidos por la cristianización del Imperio romano. El predicador se volvió un político y, al provocar un desorden que amenazaba con la legitimidad española sobre el virreinato, Servando fue fidelísimo a la tradición oratoria cristiana. Su voluntad de cristianizar la elocuencia pagana —que en su caso equivalía a los frasismos nahuas—, el ardor por la pública instrucción de los fieles y catecúmenos —los criollos—, así como su enfrentamiento con obispos convertidos en poderosos dignatarios, hacen del fraile novohispano un paradigma de predicador, rodeado de teólogos gravísimos o charlatanes, autores de sermones festivos, lectores de autores paganos apenas cristianizados, agitadores políticos. El paradigma puede ampliarse. Así como la predicación antigua necesitó del decreto de Éfeso que convertía a María en theotokos, madre de Dios, el siglo XVIII novohispano requirió de la Virgen de Guadalupe. En ambos la mariofonía era imprescindible como tónico para los predicadores. Servando buscó la antigua fuerza del predicador, al grado de que, como de Gregorio de Nacianzo, autor de una Fuga y autobiografía, de Mier puede decirse lo que de este padre de la retórica bizantina:

En sus discursos, como en sus poemas, habla tanto de sí que llega a ser desagradable. Se nota que, en la selección que hizo de sus escritos retóricos, procuró que permaneciera lo que en ellos había de más autobiográfico. Gregorio es de aquellos oradores que, consciente o inconscientemente, suponen — necesitan— un adversario; [...] esto no le impide ser un buen panegirista, por más que [...] se muestra a veces exageradamente retórico, patético, cuando no reiterativo y difuso.⁵¹

Diez siglos después de Gregorio de Nacianzo, cuando Mier llegó al convento de Santo Domingo, en 1780, el arte de la predicación en España estaba en una situación lastimosa y los virulentos esfuerzos, de Erasmo al padre José Francisco de Isla, por reformarla habían tenido sólo un éxito parcial. El mal fue detectado desde la decadencia helenística, cuando nacieron las reprobadas “discusiones bizantinas”, escenificadas con bellezas iconográficas y ceremonias fastuosas, donde el arte figurativo, la poesía y la narración hagiográfica tenían más importancia que la doctrina de la Iglesia. La oratoria barroca del siglo XVII llegó a excesos similares partiendo de un uso intensivo de la exuberancia decorativa, la tendencia hiperbólica y la ruptura del equilibrio formal renacentista. Considerados “trompetas de Cristo”, los predicadores no sólo eran políticos y eclesiásticos, sino actores, dramaturgos, escritores y bufones.⁵² Antes del Barroco, Erasmo de Rotterdam (1466-1536) ya se había opuesto a ese teatro monástico y frailuno que alcanzaba su clímax entre los oradores. La famosa sentencia del Enchiridion de Erasmo alentó durante siglos a todos aquéllos deseosos de recuperar la simplicidad apostólica del cristianismo: “Yo te digo, hermano, que lo principal de la religión verdadera, que es la cristiana, no consiste en meterse fraile, pues sabes que el hábito no hace al monje [...] Creo que en esos argumentos y sofismas es donde se pierde el niño Jesús.”⁵³ El erasmismo se convirtió en un estado de ánimo que compartieron cristianos de diversas corrientes teológicas, y en España, como lo dijo Marcel Bataillon, adquirió la forma de una fronda antimonástica. Por medio del monje Pánfilo, gracioso de la comedia contra el monacato, o de los Coloquios donde el franciscano y el cartujano compiten en un torneo de insensateces, Erasmo manchó para siempre la reputación de las órdenes mendicantes. Al fundar la Compañía de Jesús, el futuro San Ignacio tomó nota.

Gracián mismo, a menudo acusado de haber propiciado ese manierismo, llamó a “la razón y a la cordura” y pidió a los predicadores el ejercicio de la diferencia entre lo sagrado y lo profano. Figuras como fray Luis de Granada, Carlos Borromeo o Francisco de Sales, protagonistas de una oratoria agradable sin ser abstrusa, tuvieron escaso predicamento ante la popularidad de un circo ambulante donde se reunían la alta y la baja cultura, como ocurría con los autos sacramentales, dramas alegóricos frecuentemente predicados por frailes. No es extraño que, al volverse profana y popular, la predicación se conectase con la novela picaresca, que en sus libros menos logrados no es otra cosa que una retahíla de sermones mal hilvanados. El poeta José Ángel Valente ha llamado la atención sobre “el reflujo e influencia de la prosa narrativa sobre el predicador”, pues en novelas picarescas tan influyentes como el Guzmán de Alfarache encontramos “dos movimientos difícilmente reductibles a unidad: las digresiones moralizantes y asermonadas, de un lado, y la narración de la vida del pícaro, de otro. Tal unidad no existe si se aplican los criterios estructurales de la novela como género moderno.” Muchos personajes picarescos son predicadores frustrados, aunque por causas distintas que Servando. Pero unos y otro, partiendo del coloquio erasmiano, revelan el espejeo entre el sermón y la picaresca, padres de la autobiografía aventurera de la lengua española.⁵⁴

Un libro tormentoso

El trinitario y predicador del rey Félix Hortensio Paravicino y Arteaga (15801633) desbordó a tal grado el pudor deseable en un mensajero de la palabra divina, que sus sermones y panegíricos, parodiados sanguinariamente por Calderón de la Barca, crearon lo que más adelante sería bautizado como “gerundianismo” y que algunos filólogos prefieren llamar predicación culteranoconceptista. El influyente estilo de Paravicino se basaba en

sorprendentes dudas dogmáticas tramadas adrede para interesar, y luego resueltas a base de ingeniosos pero superficiales argumentos teológicos; agudezas gracianescas, convertidas ya en meros equívocos y retruécanos;

epítetos mitológicos para referirse a personajes bíblicos; metáforas, alegorías, paradojas, antítesis, hiperbatones y paralelismos, cuyos lazos significantes y gramaticales se esfuman cada vez más...⁵⁵

Peor fue el remedio que la enfermedad, y algunos oradores, temerosos de incurrir en excesos verbales, pasaron directamente a las tablas, predicando con ayuda de cráneos y toda suerte de tocados —birrete, peluca, yelmo, corona—, a fin de reforzar esa actuación. En esa línea histriónica cabe recordar al jesuita Paolo Segneri, estrella en la Italia del XVII, quien caminaba con una túnica de cilicios, descalzo, mendicante, con el bordón en la mano; la gente se postraba a su paso y él aparecía con una corona de espinas.⁵ El fraile predicador se convirtió en una caricatura para toda la cristiandad. El siglo XVIII exacerbó esa vergüenza y la Iglesia entera, empezando por la española, la más afectada, tomó medidas severas para erradicar lo que a partir de la novela satírica del jesuita Francisco José de Isla (1703-1781), Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas alias Zotes, publicada en 1758, se llamó “gerundianismo”, la burla de una homilética que se había convertido en

un cúmulo de necedades increíbles, verdadera literatura de manicomio que haría reír al más grave, si no fuera tan triste ver aquella princesa religiosa, hija de Dios, como llamaba La-Nuza a la palabra del Evangelio, cubierta de los harapos de frases y cuentecillos soeces o adornada como ramera con los afeites y galas de la comedia, indignos de la majestad, compostura y religión de la grave matrona.⁵⁷ Isla, sacerdote ilustrado y discípulo de Feijoo, escribió esta novela didáctica, bastante rústica, valiéndose de la retórica picaresca, denunciando con ella el gerundianismo imperante. Para escribir Fray Gerundio no necesitó otra cosa que inventar a Zotes, un fraile bruto, e intoxicarlo con los sermones en boga hasta mediados del siglo XVIII, como éste de fray Francisco Soto y Marne: “Fueron mentidas tinieblas de superficiosa ignorancia, que se ven hoy iluminadas en el teatro glorioso de la ciencia, pues se gloria objeto de estos reverentes cultos al Júpiter milagroso San Antonio, autorizado con la real presencia de ese Sol divino en las brillantes finezas del Adonis soberano”.⁵⁸ Pese a que Carlos III, rey de España, no paró de reír leyendo Fray Gerundio,

hubo de prohibirlo con prontitud, pues era otra ofensa de la Compañía de Jesús contra las órdenes mendicantes. Medida inútil, pues la lectura del padre Isla se convirtió en un signo de modernidad, incluso cuando cayeron en desgracia los jesuitas, y evitar el gerundianismo fue un deber ser para todo sacerdote de mediana cultura y cierto entendimiento. Fray Gerundio es, junto al Quijote (citado frecuentemente en sus escritos), una de las pocas novelas de las que tenemos certeza que leyó Mier. Al menos en dos ocasiones, en sus Memorias, Servando cita al padre Isla: una al acusar de “gerundísimo” al bachiller Miguel Sánchez, teólogo barroco de Guadalupe, y otra al burlarse de un “fray Gerundio de Campazas” que escuchó en la corte de Carlos IV.⁵ A Servando, escritor de sermones, debió de atormentarlo esa novela que actualizaba la monacofobia erasmiana y la convertía en caricatura al carbón de los odiosos frailes dieciochescos. El Fray Gerundio era, al mismo tiempo, una fuente de odio a sí mismo y una sátira tan feroz de la vida conventual que indicaba un camino seguro de escapatoria. Acaso el ejemplo más conmovedor del impacto de Isla sobre esa generación esté en el abate Marchena, el verdadero (y acaso el único) hereje de la generación española de 1808. Apenas recibió las órdenes menores, José Marchena (1768-1821) abandonó la Iglesia para convertirse en predicador revolucionario al servicio de Robespierre, a quien encantó como una serpiente, hasta que fue a dar a prisión; libre, fue el más afrancesado de los afrancesados, secretario de Murat. Falsificador de algunas páginas de El Satiricón petroniano, traductor de Voltaire, Rousseau y Lucrecio, Marchena mereció el elogioso insulto de Menéndez Pelayo, quien, para convertirlo en la presa mayor de su zoológico de herejes, lo llamó “sabio inmundo y aborto lleno de talento”. Era el año 1813. Hablando con el librero Faulí de Valencia, le dijo Marchena, mostrándole un libro que llevaba en el bolsillo:

¿Ve usted este volumen que por lo ajado muestra haber sido tan manoseado y leído como los breviarios viejos en que rezan diariamente nuestros clérigos? Pues está así, porque hace veinte años que le llevo conmigo, sin que se pase día en que deje de leer en él alguna página. Él me acompañó en los tiempos del Terror en las cárceles de París; él me siguió en mi precipitada fuga con los girondinos; él vino conmigo a las orillas del Rin, a las montañas de Suiza, a todas partes. Me pasa con este libro una cosa que apenas sé explicarme. Ni lo puedo leer, ni lo puedo dejar de leer. No lo puedo leer porque convence mi

entendimiento y mueve mi voluntad de tal suerte, que mientras lo estoy leyendo me parece que soy tan cristiano como usted y como las monjas y como los misioneros que van a morir por la fe católica a la China o al Japón. No lo puedo dejar de leer, porque no conozco en nuestro idioma libro más admirable. ¹

Se refería el abate Marchena a la Guía de pecadores, de fray Luis de Granada. ¿Por qué viajaba el sulfuroso abate Marchena con el piadoso libro de Granada? No sólo por su belleza literaria, sino porque era el antídoto, según él mismo lo confesaba, contra el gerundianismo, la enfermedad mortal que acechaba a cualquier hombre educado por la Iglesia hispánica, por más tierra que pusiese entre su solar natal y la modernidad. A pesar de que Isla estuvo lejos de hacer de Fray Gerundio una autobiografía picaresca, la conclusión de la novela era para preocupar a Marchena, a Mier y a muchos otros fugados del estado eclesiástico o de la vida conventual: del hábito y de su lenguaje nadie escapa nunca. Fray Gerundio, libro sin trama, es un involuntario antecedente de “la novela donde nada pasa” que soñó escribir Flaubert, pero lejos está de ser un divertimento. Los sermones de Zotes se repiten uno tras otro con una precisión sadeana, torturando a las almas en un infierno retó-rico del que no hay remisión, e incluso Isla abandona su novela en el arroyo cuando descubre que la peste gerundiana puede trasmitirse, gracias al demonio de San Jerónimo, la traducción, a todas las lenguas de Babel.

“¡Pobre nación mexicana educada por los gerundios!”

El padre Agustín Rivera (1824-1916), el olvidado historiador eclesiástico que tanto se empeñó en conciliar el catolicismo con el liberalismo y la independencia, culpaba al gerundianismo de haber sido una de las causas del atraso cultural de la Nueva España. Los Principios críticos sobre el virreinato de la Nueva España y sobre la Revolución de Independencia, de Rivera, que José Vasconcelos reeditó en 1921, pretendieron ser un complemento antológico del viejo Fray Gerundio y una extraña explicación homilética del fracaso español en América, atribuido a la lamentabilísima forma de predicar los Evangelios. Rivera acusó, con dudosa justicia, al jesuita portugués António de Vieyra (1608-1697),

criticado por sor Juana Inés de la Cruz, de haber infestado nuestra lengua de gongorismos cuyo efecto encontró más pernicioso en el virreinato que en la metrópoli. Se burla, al antologarlos, de los sermones de Vieyra “sobre el entierro de los huesos de los moribundos” y de otras decenas de textos escritos por quienes llamó gerundios. Aseguraba el cura de Lagos de Moreno, tan apreciado después de la guerra de 1910 por liberales católicos como Mariano Azuela, que la peste se extendió hasta el último tercio del siglo XVIII gracias a

los monjes desarrapados, llamados conventuales, los curas de pueblo, sus vicarios y demás clérigos de misa y olla, que no contenían más erudición que uno que otro verso de Ovidio [...] los sermones de los gerundios, peripatéticamente sutiles, oscuros como la linterna del mono, indigestamente eruditos, chocarreros hasta la inmoralidad, y supersticiosos en sus consejas y doctrinas, con las que afeaban y ponían en ridículo la religión católica, ¿en qué se parecían a las predicaciones de los Bartolomé de Las Casas, los Sahagún, los Vasco de Quiroga, los Antonio de Segovia, los Motolinía, los Mendieta y demás sabios y santos misioneros que aparecen en el grande escenario de los tiempos apostólicos de México? ¿En qué se parecen los sermones de los gerundios a las predicaciones de los misioneros, a aquellas predicaciones claras, sencillas, sólidamente instructivas, en que el predicador, ora en idioma castellano, ora en azteca, ora en tarasco, en otomí, en totonaco, en mixteca, en zapoteca, en pima y en todos los idiomas indígenas, y siempre con un hilo de lágrimas que surcaba sus mejillas, tronaba contra los abusos de los españoles y consolaba, catequizaba y civilizaba a los indios? ¡Pobres indios!, ¡pobres negros!, ¡pobres criollos!, ¡pobre nación mexicana educada por los gerundios! Con razón estabas tan instruida en la verdadera religión y tan civilizada en 1810, después de tres siglos de dominación española. ²

En Rivera el gerundianismo es la expresión retórica de la decadencia novohispana, y en su nómina de malos oradores aparecen lo mismo antiaparicionistas que guadalupanos, el doctor Mier incluido; ejemplo del desastre le parece un Andrés de Arce y Miranda, quien en 1739 negó el milagro de Nuestra Señora burlándose, con citas del emperador Justiniano, de los

magueyes y de sus indios macilentos. ³ En la presentación de la Maravilla americana (1756), del pintor Miguel Cabrera, leemos otra prueba de la persistencia escarnecida por Rivera:

Vemos ya augustamente descifrados los enigmas del mantuano: reducido todo el cielo al espacio corto de menos de tres varas: estampado el nombre de la Reina del Universo en las flores [...] volara la pluma hidropónica de luces, si no le sujetara lastre el plomo de mi ingenio; y así dígolo todo en una palabra: que siendo la Guadalupana imagen delicioso concepto del ingenio de Dios, por usar de la frase de Tertuliano, es la pintura toda de la mano de María [...] Y si nuestro Atanasio Kirquerio se ha granjeado los aplausos de los sabios, por haber enriquecido al orbe literario con aquel grande volumen de Miraculis lucis et umbra, es acreedor a no vulgares elogios. ⁴

La forma de su sermón, una vez conocidas las ideas que lo alimentaron y las condiciones en que se predicó, acaba por fechar la obsolescencia de Mier y de muchos de sus contemporáneos predicadores. Para el padre Rivera, sólo ilustrados novohispanos y españoles, como José Mariano Beristáin, Núñez de Haro, Gregorio Mayans y Síscar, Juan José de Eguiara y Eguren, Antonio de Capmany, se salvaban del gerundianismo, fenómeno que este crítico decimonónico extiende a toda oratoria sagrada ajena a la pastoral francesa del siglo XVII, encarnada por Louis Bourdaloue, predicador de Luis XIV. Pero el sermón de Mier, leído superficialmente, destaca por su prosa limpia de los grutescos habituales del gerundianismo. Conocedor del gusto gerundiano de su siglo, que tan efectivo resultaba para hablar de Guadalupe, el motivo más sublime, Servando se cura en salud en el exordio del sermón: “Mi estilo será mediano y sencillo como corresponde a una historia, bien que, aunque quisiera sublimarlo, ha sido un tiempo muy insuficiente el de diecisiete días que corren desde que se me encomendó este sermón”. ⁵ Instalado en el púlpito, con la multitud expectante y acaso un discípulo sentado en la grada para apuntar los dichos más jugosos (pensando en una posible edición), Mier predicó con la estructura clásica: exordio, proposición, confirmación y peroración o conclusión. Tenemos, nos indica O’Gorman, dos versiones del sermón del 12 de diciembre. La primera es ciertamente un borrador

y fue la que Mier entregó inmediatamente después del escándalo, un texto donde las proposiciones más escandalosas no aparecían con la contundencia que se escuchó en la Colegiata. La versión realmente predicada el 12 de diciembre fue requisada durante el allanamiento de enero y Servando, al verse sorprendido en la mentira, inventó que esa segunda versión la había escrito de memoria. Servando, según explicó en el invierno de 1794-1795, se ajustó al modelo conocido de escritura de un sermón, borroneando páginas, puliendo un estilo oratorio bello y claro, y, como solían hacer los predicadores ayunos de ideas atractivas, recurrió a los rollos del mar muerto del licenciado Borunda. En ese sentido, Servando no es distinto de los gerundianos ridiculizados mucho antes de que el padre Isla los bautizara, rodeados de poetas, novelerías y discursos académicos, ansiosos por adornar pasajes testamentarios o lecciones teológicas con “un par de empresas y de emblemas de peregrina intención”, como se quejaban, desde fray Luis de Granada, todos los adversarios de la patética sermonaria. ⁷ Pero pese a la claridad, que si fuese necesario hacerlo llamaríamos neoclásica, del sermón servandiano, estamos ante una pieza que llama la atención por su gerundianismo mental o estructural. No puede ser juzgado de otra manera un sermón donde la Coatlicue aparece como un bizarro libro de Dios escrito en siriocaldeo y esculpido por americanos, mientras que la Piedra del Sol es “ese relicario que nos dejó el Santo Apóstol” y Tomás aparece transformado en un sacerdote mesoamericano que oculta ídolos en las sierras y barrancas de Chalma para librarlos de la profanación de los apóstatas. Mier pensaba en 1794 como gerundio y redactó su sermón abusando de alegorías paganas para explicar un versículo neotestamentario, donde las disparatadas equivalencias nahuas se justificaban con tropos cristianos. Para muchos de los herederos liberales de Servando, toda la aventura del 12 de diciembre no fue sino un latoso galimatías. Un historiador radical, ya entrado en el siglo XIX, la despachará entera con una frase lapidaria, pues al proponerse Mier probar la falsedad de la tradición de Guadalupe, incurrió, dijo Lorenzo de Zavala, en “¡ridículo empeño, tanto quizá como el de persuadir el mentido milagro!” ⁸ Mier tomó sus precauciones dando sólo como probable la historia que Borunda le platicó. Se apoyó, en el sermón, en un llamado de San Agustín a conocer las lenguas de los gentiles en bien de la palabra de Dios. También intentó, con ánimo criticista, desmontar una alegoría por medio de las categorías históricolingüísticas que le proporcionó el licenciado. Pero la prédica del 12 de diciembre

de 1794 era demasiado barroca para los ilustrados y harto peligrosa para quedar en un mero delirio gerundiano. Lo que importaba, para la vida de Servando, era cómo había sido escuchado su sermón por Núñez de Haro. Habría resultado muy embarazoso para Servando enterarse que la posteridad, por medio del padre Rivera, reivindicaba a Núñez de Haro como portaestandarte de la buena filosofía en Nueva España, en su medida de protector de Clavijero, Gamarra, Alzate y Fernández de Uribe, mientras que su sermón era enviado al archivo muerto y pestilente del gerundianismo. Según Rivera el sermón de Mier es malo “porque el orador se propuso la gerundiada de negar la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe a Juan Diego”. Desde 1776 Núñez de Haro predicaba en sus pastorales contra el gerundianismo, suplicando a los oradores que

procuren cultivar sus talentos con la frecuente lección de las obras de los padres; que saquen de estas fuentes sagradas, que son los manantiales puros de la verdadera doctrina, el modo de interpretar las divinas Escrituras; que no se complazcan en buscar discursos sutiles, nuevos y extravagantes; porque éstos, a más de no ser sólidos, son por lo regular efecto de una imaginación viva y ansiosa de complacer a los hombres.⁷

El sermón de Servando le pareció al señor arzobispo una llamarada que amenazaba con incendiar la legitimidad española sobre el Nuevo Mundo. También, descreído como era de las apariciones guadalupanas, le horrorizó ver a los criollos mirándose en la capa de Tomás. Finalmente, creo que la gerundiada del doctor Mier provocó en ese cultivado príncipe de la Iglesia una abominación retórica que en no poco contribuyó al destierro y persecución de Servando. Ni Mier ni Núñez de Haro, en la paradoja de O’Gorman, creían en la tradición oficiosa de las apariciones de la Virgen morena. Su incredulidad provenía de puntos equidistantes de la élite novohispana. El fraile y el arzobispo libraron una breve escaramuza literaria, retórica y política donde se impuso el más ágil y el más fuerte. De igual manera, ambos personajes consideraban al gerundianismo una maldición. Ésa es una de las razones por las cuales Servando dedicó muchas páginas, entre 1811 y 1820, a reescribir su “historia” guadalupana, escapando

hacia adelante del Fray Gerundio que había en él, fantasma que asociado al horror de la condición conventual, hicieron del vagaroso dominico un hombre que huye de su sombra. Siendo así, queda meditar qué lugar ocupa el sermón del 12 de diciembre de 1794 en la tradición de Guadalupe. Sus consecuencias fueron de escasa importancia para ese culto mariano y pasaron de un claustro a otro: de la Colegiata a la Real Academia de Historia. Servando, y en ello creo que Brading es más exacto que O’Gorman, más que fundar la heterodoxia guadalupana acabó con ella. Tan disparatada era esa tercera vía apostólica que durante los siglos XIX y XX se ha discutido dentro y fuera de la Iglesia otra cosa: la historicidad de las apariciones y la crónica de su documentación. Aparicionistas y antiaparicionistas concordarían en que, milagro históricamente verificado o no, mariofonía o mito de fundación, con Guadalupe nace una nación cristiana de características nuevas en la historia espiritual y secular. Mier pensaba de otra manera y se equivocó por completo. Ni Tomás evangelizó en América ni a nadie sedujo esa leyenda político-teológica. Empero, sería injusto despachar a Mier, como lo hizo de un plumazo ese ilustrado tardío que fue el padre Rivera, considerándolo uno más de los gerundios o gerundianos dieciochescos. Desde el sermón hasta las Cartas a Juan Bautista Muñoz, Mier colocó una pieza que ha resultado decisiva para el frente antiaparicionista. Se trata del examen crítico que hizo Servando del hoy conocido como Nican mopohua, la historia de las apariciones guadalupanas al parecer escrita, entre 1552 y 1560, según la mayoría de los exegetas, por Antonio Valeriano. Este letrado indígena nació en Azcapotzalco hacia 1531 y murió en la Ciudad de México en 1605, tras haber sido un ilustre alumno trilingüe del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, colaborador de Sahagún, cuñado de Fernando Alvarado Tezozómoc, maestro de Torquemada y, si hemos de creerle a este último, traductor de Catón al náhuatl. Llamado despectivamente por Mier “el indio Valeriano”, don Antonio merece su lugar como uno de los fundadores mejor identificados de la cultura novohispana, al haber escrito en náhuatl el relato primigenio de la tradición guadalupana. El bachiller Luis Lasso de la Vega publicó y tradujo en 1649 el Nican mopohua, junto con otros textos cuyo carácter y origen siguen siendo materia de discusión; el material pasó por las manos de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, Sigüenza y Góngora, Lorenzo Boturini, José Fernando Ramírez. La existencia de una copia anterior en un siglo a la traducida por Lasso de la Vega es un hecho utilizado por

aparicionistas y antiaparicionistas como argumento en sus ya rutinarias campañas.⁷¹ Pero nuestro asunto es la lectura que Mier hizo de Valeriano y para ello escuchemos a O’Gorman: “Hasta donde sabemos, fue el padre Servando Teresa de Mier quien se propuso por primera vez examinar a fondo el problema del objetivo que animó a Valeriano a componer su célebre relato de las apariciones del Tepeyac. Las observaciones de Mier a ese respecto son agudas y valiosas por más de un motivo, pero la solución a la que llegó es inaceptable”, al abonar la predicación apostólica.⁷² O’Gorman cree que el misterio literario de Valeriano está, antes que en destacar el origen sobrenatural de la imagen de Guadalupe, en su carácter historiográfico, cuya debilidad ha sido impugnada desde Juan Bautista Muñoz. Descartando la opinión de fray Francisco de Bustamante, quien en el siglo XVII culpó a los bachilleres criollos Miguel Sánchez y Lasso de la Vega de alucinar con un testimonio de escasa fiabilidad por ser de origen indígena, O’Gorman ubica a Antonio Valeriano en su contexto, y para ello “viene a nuestro socorro la perspicacia de una observación del padre Mier en un punto clave de su exhaustivo análisis crítico del relato de las apariciones”.⁷³ Aunque O’Gorman se nutre de las Cartas a Juan Bautista Muñoz, fue desde el sermón cuando Mier entendió —en este caso sin ayuda de Borunda— la naturaleza retórica —y tratándose de homilética guadalupana todo deviene en mito e historia— del relato de Valeriano.

El padre Mier [dice O’Gorman] rastreó con su habitual buen olfato las heterogéneas fuentes de las que echó mano Valeriano para componer su narración, y pudo discernir en ella alusiones bíblicas y mitológicas mexicanas y referencias a pasajes de las historias sagrada y novohispana, abigarrada mezcolanza que lo indujo a advertir que se trataba de una composición literaria del género de los autos sacramentales tan en boga, por otra parte, durante el primer siglo de nuestra historia colonial. Y en verdad, la secuencia de los prodigiosos episodios relatados por Valeriano; los ingenuos tropiezos que tuvo Juan Diego para cumplir el mandato de la Virgen; la inicial incredulidad del obispo Zumárraga, y en fin, la actitud y el comportamiento del prelado ante el espectacular desenlace del florido estampamiento de la imagen de la Virgen, le

comunican a toda la obra un corte teatral tan innegable como candoroso que abona el acierto de la perspicaz observación del padre Mier.⁷⁴

La contribución de Servando, nada menos, es haber detectado que la narración de Valeriano era un auto sacramental destinado a recordarles a los indios, que “la Virgen María aparecida a Juan Diego era el mismo numen que ellos reverenciaron bajo el nombre de Tonantzin, lo que inevitablemente lo condujo a sostener que la imagen de Guadalupe del Tepeyac era una especie de jeroglífico mexicano con hermética clave sólo inteligible para los indios sabios”.⁷⁵ Esa identificación entre Guadalupe y Tonantzin era cosa sabida desde el siglo XVI, pero el primero en desentrañar la naturaleza literaria de la analogía fue el doctor Mier, lector de Valeriano. Nadie sabe para quién trabaja: la heterodoxia guadalupana de Servando no fue la leyenda de Tomás, sino un argumento del orden textual que sigue atormentando a los devotos, a los académicos, a la Iglesia mexicana y al Vaticano. Esa lectura servandiana, de cuya importancia él estaba lejos de estar consciente, nos devuelve, de manera caprichosa, al arte de la predicación. Mier fue, al mismo tiempo, un inventor de autos sacramentales y un crítico de esas teatralidades religiosas. En el sermón, el joven predicador escribió una escena digna de Santiago de la Vorágine y de su Leyenda dorada: María, madre de Dios, se descubre ante Tomás y graba en la capa apostólica su imagen para facilitar la misión del santo entre los gentiles. Creador de ese auto sacramental, Servando advertirá en Valeriano un primer auto sacramental y lo someterá no a la apología, sino a la crítica. Esa manera de proceder, de la credulidad en un cuento apostólico derivado de una frase literal del Nuevo Testamento al desmontamiento criticista de una narración piadosa, es típica de la tensión no resuelta que vivió Servando, a lo largo de toda su vida, entre su herencia barroca y sus tentaciones modernas. No se trata de una continuidad, sino de un péndulo que oscila y, al hacerlo, casi siempre produce resultados alarmantes. Cuando Mier parece entrar sin remedio en el siglo XIX, algo lo llama hacia el pasado y, cuando lo creemos atrapado en las telarañas de la obsolescencia, nos sorprende con una pirueta. Esas dubitaciones o mañas no forman parte tanto de un carácter como de una retórica. Quien predica sermones se entrega a la exaltación y la exégesis de la

palabra de Dios, y al hacerlo se convierte en un artista del bricolage que usa, según la variedad de su ingenio y la fuerza de las circunstancias, distintas herramientas retóricas que provienen del tropo, de la alegoría, de la literalidad. Sólo un profundo conocedor, no de las antigüedades mexicanas, sino de la predicación novohispana, pudo detectar la ambigüedad latente en el Nican mopohua, de Valeriano. Pero esas libertades del púlpito, que el Barroco llevó a esa decadencia repudiada como gerundianismo, rigen todas las piezas que Mier escribió, concebidas desde el arte de la predicación. Ese arsenal, en el caso servandiano como en el de otros clérigos rebeldes de su época, se adaptó al periodismo revolucionario, a la nueva historia apologética de las Indias y a la profecía republicana, formas mutantes y acaso irreversibles de la controversia político-teológica. Cabe enfrentar, al fin, una pregunta ineludible: ¿el fraile predicador Servando Teresa de Mier creía en la Virgen de Guadalupe? ¿En sus numerosos momentos de angustia y persecución se encomendó, sacerdote y creyente, a la protección de Nuestra Señora, aquella que había honrado a los mexicanos por intercesión de Tomás Apóstol? ¿Sintió ese afecto íntimo que tantos de sus compatriotas, aun los no creyentes, sentimos por la Guadalupana? Católico mexicano, el doctor Mier siempre se cuidó de negar expresamente las apariciones del Tepeyac, advirtiendo de manera tan puntillosa como obsesiva que había ejercido su derecho indiscutible a criticar una tradición. El padre Servando Teresa de Mier, capaz de decirles a los inquisidores, en 1819, que la religión católica le parecía la mejor de las religiones, pese a sus numerosos defectos, no se atrevió, una vez que observó cómo la “victoriosa” nación mexicana se identificaba con Guadalupe, a volver a tocar el tema de aquel 12 de diciembre de 1794. Por su formación y por su destino, sospecho que Servando sólo le rezaba a Santo Tomás Apóstol, incrédulo y aventurero, predicador ante el Altísimo, y a Santo Tomás de Aquino, escritor y doctor dominico que reconcilió la fe con la razón. Teniendo a la vista los escritos que de Mier sobreviven e inseguros como estamos para penetrar en los secretos de una mente ajena a las efusiones del orden espiritual, la respuesta es no: fray Servando no creía en la Virgen de Guadalupe. Pero el arte de la predicación es tan difícil de restaurar, ya se ha dicho, como los imperios y las catedrales góticas, y lo mismo se aplica para un artista de la predicación, funámbulo bien dispuesto a caer de la cuerda floja cada vez que ve aletear al verbo.

Notas al pie † “de acuerdo con la regla y con las disposiciones de los hermanos predicadores”. ‡ “forma del juicio, proceso”. § “decretos para la provincia de Santiago de México”. † “bajo palabra de sacerdote y con la mano en el pecho y ante la asamblea”. † “a un proceso perverso corresponde una peor defensa”. † “en medio de la ceremonia de la misa”. † Salmo 18:14: “Si no me hubieran dominado, entonces me limpiaría del mayor pecado.”

Libro segundo

Vida de pícaro (1796-1805)

Y el fraile iba y venía más que nunca por donde se le antojaba, y repasaba el tiempo, y se adentraba en él y volvía a salir, libre, como nunca en sus días de agobio (como lo habían sido todos) lo había podido lograr. Y de no haber sido por aquellas odiosas cadenas que le apretaban las comisuras de los labios, introduciéndose por los intersticios de los dientes y atándole la lengua, se hubiera visto dentro de aquella armazón, semejante a un pájaro fantástico, la sonrisa de Servando, tranquila, agitada por una especie de ternura imperturbable. REINALDO ARENAS, El mundo alucinante [1968]

4. Introducción a la Leyenda Negra

La detención sazona los aciertos y madura los secretos; que la aceleración siempre pare hijos abortivos sin vida de inmortalidad. Hase de pensar de espacio y ejecutar de presto; ni es segura la diligencia que no nace de la tardanza. Tan presto como alcanza las cosas, se le caen de las manos, que a veces el estampido del caer fue aviso del haber tomado. Es la espera fruta de grandes corazones y muy fecunda de aciertos. En los hombres de pequeño corazón ni caben el tiempo ni el secreto. BALTASAR GRACIÁN, El discreto [1646]

Quien no haya visto este país, difícilmente podrá hacerse una idea de tan horrible desierto. WILHELM VON HUMBOLDT, Diario de viaje a España [1799-1800]

La Leyenda Negra, consecuencia del conflicto entre Felipe II e Isabel de Inglaterra, fue propalada tras la derrota de la Armada Invencible en julio de 1588. El cisma entre catolicismo y protestantismo quedó trazado geográficamente y la Leyenda Negra, de origen británico, convirtió a España en la tierra de las tinieblas, donde el Santo Oficio de la Inquisición mandaba por encima de toda caridad evangélica. Fue esa leyenda, en principio, la venganza ideológica del anglicanismo por el fracaso continental de la Reforma así como una forma primaria de antiimperialismo. La crueldad del duque de Alba durante el Saco de Amberes en 1572 no sólo provocó la reacción libertaria de Guillermo de Orange, el Taciturno, sino presentó a España, desde la conciencia protestante, como un azote a borrar de la historia. Paralela al comienzo de la decadencia del Imperio español, la Leyenda Negra fue

introyectada por los peninsulares y, gracias a la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Las Casas —traducida al inglés en 1699 como The Tears of the Indians—, la conquista católica de América fue reinterpretada como la obra capital de la ambición, la codicia y la tortura. Poco importó (e importa) a los propagandistas la disputa de 1550, convocada en Valladolid por Carlos V, que enfrentó a Las Casas con Juan Ginés de Sepúlveda. Fue la primera e insólita ocasión en que un imperio discutió en público la legitimidad jurídica y religiosa de sus conquistas. Como la república imperial estadounidense después, el Imperio español ha sido el único en nutrir liberalmente de argumentos a sus enemigos. La parálisis progresiva de España, entre el desastre de la Armada Invencible y el 2 de mayo de 1808, alimentó a los heterodoxos peninsulares e hispanoamericanos en su crítica de una nación que dio veracidad a varios de los tópicos de la Leyenda Negra. Víctimas del absolutismo de los Austrias y de los Borbones o reos de la Inquisición, como Bartolomé Carranza, arzobispo de Toledo, el malogrado infante don Carlos (1545-1548) o el secretario Antonio Pérez (1540-1611), todos ellos se convirtieron en mártires venerables de la leyenda. El asco por España se convirtió en dogma para todo viajero durante los siglos XVII y XVIII. Las Luces magnificaron la Leyenda Negra, al grado de que los ilustrados españoles empezaron a peregrinar por su patria en búsqueda de optimismo. La Leyenda Negra, convertida en pasión criollista desde Las Casas, tendrá en fray Servando Teresa de Mier, si no al último, al menos al más simpático de sus libelistas. Absorbiendo el odio anglosajón contra “el antro papista”, los independentistas americanos acabaron de encadenarse, inadvertentes, a la desdicha de su propia cultura, negada con violencia de expósitos. No pocos de los historiadores modernos atribuyen a la riqueza de los virreinatos de la Nueva España y del Perú la decadencia irremediable de la metrópoli, situada por fuerza de espaldas a esa Europa a la que Servando llega el 28 de julio de 1795.

EL COMPLEJO DE LILIPUTIENSE

La naturaleza ha adaptado los ojos de los liliputienses a todos los objetos de manera propia para ver con mucha precisión, mas no a gran distancia. JONATHAN SWIFT, Los viajes de Gulliver [1722]

Estupendo retórico, Servando dividió lo que hoy conocemos como sus Memorias en expositio y narratio. Mientras la primera parte es una apología dedicada a justificar de manera dramática y erudita la predicación del sermón guadalupano del 12 de diciembre de 1794, la segunda es una “Relación de lo que sucedió en Europa al Doctor don Servando Teresa de Mier, después de que fue trasladado allá por resultado de lo actuado contra él en México, desde julio de 1795 hasta octubre de 1805”. Ésta es la más famosa de las piezas servandianas, reimpresa en numerosas ocasiones desde que Manuel Payno la rescató como Aventuras, escritos y viages en 1865. Sin duda, esas peripecias valen como la última de las cimas de la literatura novohispana: Hernán Cortés, Bernal Díaz, Alva Ixtlilxóchitl, Sigüenza y Góngora, sor Juana Inés y fray Servando.¹ La Relación es un texto cuyo fascinante brío supera a casi toda la prosa mexicana del siglo XIX y sólo con ella bastaría para tornar inolvidable a su autor. Antes de Servando los novohispanos conocían poco el arte de narrar y, tras la inédita Relación, los románticos se tropezaron durante décadas en la búsqueda de valores narrativos que, como la tensión dramática y el desprendimiento irónico, el fraile descubrió intuitivamente, ajeno de raíz a la invención de la novela europea moderna. Da comienzo la Relación con Mier llegando a Cádiz en julio de 1795 y termina con la escapatoria del fraile hacia Portugal, en las vísperas de la batalla de Trafalgar, en octubre de 1805. En la década que la Relación cubre está la imagen casi completa que Servando decidió dejarnos de sí mismo y esa pieza es la fuente de todas las recreaciones novelescas que de su obra se han hecho, desde Artemio de Valle-Arizpe hasta Reinaldo Arenas.

“Efectivamente”, afirma Mier, “cuando habiendo zarpado de Veracruz un día infraoctava de Corpus de 1795, arribé a Cádiz, a los cincuenta días.” Salió advertido por el procurador español de los dominicos de la Provincia mexicana, fray Domingo Arana, de que le esperaba algo terrible, “alguna causa de Estado [porque] yo había ensuciado el hábito ante el Gobierno”.² Honra manchada, hábito sucio. Ésa será la impronta del prisionero desembarcado en Cádiz y esa letra escarlata lo marcará hasta su muerte. Tan pronto toca tierra en la madre patria, Servando entiende que las injusticias procesales cometidas en su contra en la Ciudad de México son un sambenito que lo acompañará por España para “perderlo para siempre”. En el puerto gaditano le es prohibido dirigirse a sus supuestos valedores, Juan Bautista Muñoz —el cronista de Indias que lo habría recomendado al ministro de Gracia y Justicia, Eugenio Llaguno y Amírola— o el “incorruptible” fiscal indiano Ramón Soto Posadas. En el frontispicio del círculo del purgatorio al que está entrando, Mier coloca una sentencia barroca: “El mundo vive engañado bajo de nombres.”³ En Cádiz se abre ante Servando un laberinto colmado de endriagos; todos los seres que se le acercan son maestros en la ilusión y el engaño. Al principio de su estadía, Mier no estuvo propiamente preso, sino retenido en el convento de Santo Domingo de ese puerto en espera de órdenes superiores. Es el prior del convento gaditano, su custodio, quien le informa, pasado un mes, que Francisco Antonio León, el agente del arzobispo Núñez de Haro, ha dado orden de ponerlo preso, pues es público y notorio, se queja Servando, que “yo era propenso a la fuga”. La fuga será, desde esa fecha, el tema servandiano ante el Altísimo. Sin haberse estrenado como escapista, Mier ya padece o disfruta de esa fama. Durante el invierno de 1794-1795 se salía de su celda para ganar aire, tiempo y justicia, pero se resistió a seguir al fraile libidinoso que se le ofrecía como compadre de fuga. Tantas veces como escapa Mier, repite la injusticia de la acusación como la causa primera: cada vez que se fuga, repite que no es propenso a la fuga. Salvo los agraciados momentos en la Francia del abate Grégoire y durante su jornada italiana tras Pío VII, entre 1801 y 1803, toda la Relación es la crónica de una estancia en el purgatorio conventual donde cada uno de sus hermanos “los frailes tienen complacencia especial en oprimir” a su semejante. Personaje en un coloquio de Erasmo, Servando a veces vuelve a la cárcel por “afecto al hábito” o para mejorar deportivamente sus propias marcas de evasión.

El equívoco de la justicia convierte a cada acusado en letrado sapientísimo de su propia causa:

Con gran sorpresa mía, que creía, como tantos otros buenos americanos, que bastaba tener justicia y exponerla al rey para obtenerla, se contestó a la demanda interpuesta por mi agente de pasar a la corte y ser oído en justicia ante el Consejo de Indias, que obedeciese al arzobispo en ir al convento de Las Caldas, y a los dos años recordase mi pretensión por mano del prelado local. Esta orden no estaba dada para realizarla, como después se verá, sino para ganar tiempo, a estilo de corte, cuando la cosa que se pide no se puede negar redondamente sin una injusticia manifiesta.⁴

La ordalía judicial de fray Servando enseña que en el mundo hispanocatólico la ley funciona para entretener al reo con la ilusión de su inocencia. En cada testimonio de obstrucción, ineficacia y llana maldad, más que la persecución política o la paranoia, encontramos un espejo en cuyas figuras invertidas los mexicanos nos seguimos reconociendo en cada detalle, cada gesto... Las Caldas, primer círculo. El venerable Marfaz, según la crónica que el propio Mier nos brinda de su presidio, puso ese conventillo al pie de las montañas, entre Cartes y Buelna, a orilla del río Besaya, para que “algunos religiosos de buen espíritu” conocieran la vida común que prueba y edifica. Una fuentecilla —Las Caldas— dio el mismo nombre a otros tres conventos circunvecinos. Aquello, como toda la vida conventual y monástica del siglo XVIII, degeneró de su primitiva institución y volvióse cárcel eclesiástica, concluye Servando. La víspera de Navidad de 1795 el portón de Las Caldas se cierra tras él. Lo reciben con el cuento de una virgen, Señora de Las Caldas, que era célebre hasta en las Indias. Apenas se está instalando y ya Servando debe debatir contra las vírgenes milagreras y sus apariciones, como si de esas imágenes piadosas se desprendiese el hilo de sus desgracias. Pero no acababan los necios frailes de contarle la historieta de la Virgen lugareña, cuando aparece un criticista como él, quien lo tranquiliza, alejándolo del gerundianismo. El ministro Martín de Dios,

buen religioso e instruido, me dijo: no consta tal [la Señora de Las Caldas] de los papeles del convento; la cruz la puso un lego por ser el picacho tan elevado y sobresaliente a la orilla del camino, que como el primer convento estuvo abajo, y dicen que Santa Rosa recién canonizada hizo allí un milagro [...] cuando hicieron el camino real se suplicó hiciesen allí una capilla para [su] memoria. Así se trastueca todo con el tiempo, para confirmar apariciones, de que el vulgo es amiguísimo, como sin ellas las imágenes no fuesen dignas de veneración o ellas se la debiesen aumentar. Lo que aumentan es la concurrencia y limosnas y hoc opus.⁵

Mier padece del complejo del liliputiense, reproduciendo en miniatura la trama de sus sufrimientos, como si el mundo se redujese súbitamente a escala. En cada convento y en cada celda se repiten no sólo los autos sacramentales y los sermones gerundianos, sino las devociones fraudulentas que le remiten a la Nueva España que lo expulsa. Todas las estancias diminutas por las que Servando arrastra sus huesos tienen una población representativa de clérigos montaraces y frailes embrutecidos, encarnaciones de quienes lo humillaron en México. A esa familia arquetípica de torturadores se suma la presencia invariable de un buen religioso dispuesto a auxiliarle, personaje erasmizante o jansenista, que le da fuerzas para combatir la incuria. Ese replicante, me temo, es el propio doctor ante el espejo. Pero como sólo la picardía salva, Servando prefiere narrar su Pascua de Navidad que pasó “muy bien” en compañía de once religiosos, pues el visitante debe ser, según la Constitución de San Benito, el doceavo a la mesa. Los liliputienses que acompañan a Servando en los conventos, haciéndolo sentir diminuto, son un tópico narrativo, una fauna estable que deviene en tipología. En Las Caldas, Mier ha de convivir con “dos franceses de Vannes, un loco, un solicitante in confessione predicador del rey, enviado allí por el Santo Oficio; dos otros pájaros dignos de jaula, y cuatro legos, de ellos uno enfermísimo, por haberlo tenido cinco años, a causa de apostasía, en un subterráneo muy húmedo”. Recluido en su celda, el fraile liliputiense elabora una de las imágenes memorables de su prosa, describiendo aquello como el lugar “de donde se me sacaba para coro y refectorio y me podían también sacar en procesión las ratas. Tantas eran y tan grandes, que me comieron el sombrero, y yo tenía que dormir

armado de un palo para que no me comiesen.”⁷ Ése es el purgatorio conventual, sitio de tránsito especialmente diseñado para el fraile pécoro y vagaroso, aula terrible donde cada alma depende de las preces de los vivos y de los cálculos de Dios, realidad dúplice donde la calidez del pecador contiguo va pareja a la presencia de otros seres, esos animales que serán su compañía en las prisiones: las ratas que lo sacan en procesión, las chinches, el gatito que tanto quiso y le fue arrebatado. Servando es un Gulliver que amanece reducido al tamaño de sus captores, antiguo gigante que ve cerrada la enorme leyenda de los siglos, esa perspectiva bíblica de la predicación precolombina, que está llamada a reproducirse a escala en pocilgas deleznables. En esas estancias diminutas, Mier es más fraile que nunca, pues su rebeldía sólo puede ser el grito de un ánima del purgatorio, esperanzada en hacerse oír entre los mortales. La utopía de Tommaso Campanella, el Convento Universal, aparece en la Relación como una estrecha celda donde no falta ninguno de los elementos constitutivos de la vida conventual. Escaparse, más que moverse en el espacio, es dejar testimonio del tiempo sin secuencia de la reclusión purgativa:

Entonces vi que no había otro remedio contra mi persecución, que lo que Jesucristo aconsejó a sus discípulos: cum persecuti fuerint vos in hac civitate, fugite in aliam.† Las rejas de mi ventana asentaban sobre plomo, y yo tenía martillo y escoplo. Corté el plomo, quité una reja, y salí a la madrugada cargado con mi ropa, dejando una carta escrita en verso y rotulada ad fratres in eremo, dando las razones justificadas de mi fuga.⁸

Con las décimas cuyas primeras estrofas dicen “Mi Orden, ¡oh confusión!”, que ya leímos en el capítulo 2, comienza propiamente la “novela” de fray Servando, quien deja así su primera constancia oficial de escapatoria de una prisión conventual. Ese poemita, memorizado o inventado casi un cuarto de siglo después en otra cárcel eclesiástica, es, si no destino, al menos ocurrencia perdurable de escritor. Ante la incomprensible dureza que sufre la otrora flor de la predicación novohispana, el fraile convierte su pasión en literatura. Pero sólo un frailón pícaro se escapa del convento de la Orden dejando un poemita junto a sus amigos, los pájaros de cuenta, el apóstata humedecido y las procelosas ratas.

En Mier, el arte de la fuga es un movimiento en falso, pues ocurre en un mundo estático, regido por la fijeza barroca. Toda huida resulta ilusoria, narrada en la Relación como si fuese un auto sacramental ilustrativo de la cristiandad como presidio. Mier da por sentada la libertad cristiana —el uso del libre albedrío en la obra de salvación— y en ese contexto se bate por esa reparación de la honra que sólo puede obtener haciéndose respetar ante las leyes eclesiásticas. ¿La reparación del honor es incompatible con la fuga? Aunque en 1819 será acusado en calidad de clérigo vagus,† aquel que se aleja del convento sin intención de volver, el doctor se va para regresar, insistir y apelar. Es la búsqueda ancestral del tribunal de los justos, de la reparación a los pies del Rey Cristianísimo o de Su Santidad, que da al injustamente perseguido la reintegración a la gracia, la comunión como el bálsamo que cura las heridas de la incuria o del malentendido. Personajes como Servando se cuentan por miles en la historia del cristianismo. En Servando advertimos al pícaro deshonrado por accidente o maldad, quien sigue el entonces no pronunciado consejo de Kafka: “Si el mundo está en contra tuya, únetele”, usa sus medios, aprende su lengua. Y el fraile Mier, recordando una frase suya en el sermón de 1794, resuelve “sacudir sobre esta tierra rebelde el polvo de sus sandalias”, que fue lo que hizo Tomás Apóstol al verse rodeado de indios apóstatas. Durante toda su aventura, Mier, llevando como Gulliver una ínsula de enanos en la palma de la mano, busca esa reparación que lo devolverá a su verdadero tamaño.

CÓDICE EXTRAVIADO

Oh, Egipto, Egipto, de tus religiones sólo quedarán las fábulas y aun éstas no las creerán las generaciones venideras. Nadie habrá que les narre tus piadosas gestas, salvo las letras esculpidas en piedra que se lo contarán, no a dioses ni hombres —pues éstos se habrán muerto y la divinidad se habrá trasladado al cielo—, sino a escitas y a indios, o a otros salvajes semejantes. ASCLEPIO, 24, fragmento latino del Corpus hermeticum [siglos I-III], citado por Athanasius Kircher, Oedipus aegyptiacus [1650]

Servando se concibe como un “códice extraviado”, archivado una y otra vez en las prisiones conventuales. Bajo ese símbolo, el fraile extiende el misterio americano de su destino, esa identidad barroca con los arcanos del Nuevo Mundo que para él será el más viejo de todos. Cuando el licenciado Borunda, lector de Athanasius Kircher, lo introduce en tan sólo 15 días en esas truculencias, Mier queda marcado en clave simbólica. Códice extraviado: conjunto de predicados sujetos a desciframiento. Signos y jeroglíficos de lectura ardua. Servando predicador, conjunto de predicados. Veamos el resultado infructuoso de su primera fuga:

Como yo no sabía camino ninguno, iba more apostolico, incertus quo fata ferrent,† y sin más viático que dos duros, me estuve todo el día por entre los matorrales de aquel monte, mientras un lego, como llaman de agibilibus,‡ corría a caballo buscándome por el camino de Madrid. Por la tarde bajé a una casa inmediata al monte, y un hombre por los dos duros me condujo a Zaro de Carriedo, a casa de un indiano que fue embarcado conmigo. Si yo hubiera tomado el camino de Cartes, presto hubiera llegado a Buelna de Asturias, donde

está la casa solariega de mi familia, y ella me hubiera amparado. Pero el mismo mozo que me condujo a Carriedo [...] avisó mi derrotero; y como llevaba el hábito patente, luego se me halló. Se presentó la orden real al alcalde mayor del Valle de Carriedo, y tuve que volver a ser archivado en Las Caldas, como un códice extraviado.¹

El fraile, códice extraviado, no conoce España y vagabundea buscando la corte que le devolverá la honra, espejismo en el camino que se disuelve fatalmente ante la torpeza del huidizo, quien se delata fácilmente ante los comarcanos o se tropieza indefenso ante su reputación de peligrosidad, señuelo que despierta la sospecha de los alguaciles. Esa primera vuelta por Asturias establece los tópicos de sus viajes siguientes por la España negra. En ella, a diferencia de lo que ocurrirá en Francia y en Italia, al fugado poco le importan el paisaje y las personas, se ahorra la capacidad de observación y, mientras busca atajo, se topa con los españoles, sabuesos universales de su humillada persona. Si el itinerario servandiano por Europa nada tiene de “viaje sentimental” y poco de turismo ilustrado, es en España donde aprende a no mirar otra cosa que la huella de sus sandalias. Al comparar los apurados recuerdos de Mier con los aburridos diarios de Gaspar Melchor de Jovellanos, que también hablan de Asturias a fines del siglo XVIII, nos descubrimos oteando planetas distintos. Don Gaspar trata de sacar, con encomiable esfuerzo, el agua del progreso y de la industria de esos desiertos, mientras que Servando, realmente sediento, sabe que su refresco está muy lejos. En esos lares, al doctor Mier lo apremia su genuina sorpresa ante la saña desplegada en su contra: “Había escrito en mi fuga a mi agente, y también escribió el provincial de Castilla al Ministerio que no había en aquel convento resguardo suficiente para un criminal tan grave y tan tremendo.” En esa carta interceptada —cosa que escandaliza al todavía inexperto perseguido— se le descubre hablando “muy mal de Godoy y su querida [...] cuando toda España hablaba mal de tales personas”.¹¹ Sí, toda Europa hablaba pésimo de don Manuel Godoy (1767-1851), valido de Carlos IV, cuya fama de amante de la reina María Luisa ha resistido todas las tradiciones y las revisiones. Primer español que recibió el fatídico mote de “generalísimo”, Godoy fue uno de los últimos graciosos de la Leyenda Negra, pero, además de su bufonesco papel en 1808, el valido supo ser también un

déspota ilustrado, a quien artistas, intelectuales e instituciones debieron reconocimiento. Tuviese o no que ver “el visir de Castilla” con el caso Mier, en ese reino, con una corte malbarnizada de Ilustración y ajena a todas las grandezas de los Austrias, las autoridades querían enjaular a fray Servando en sitio más severo, lejos de Santander, en el convento de San Pablo de Burgos, a donde llega entre las nieves y vigilado por un lego de Las Caldas. Eso ocurre justo un año después de su expulsión de la Nueva España, el 23 de mayo de 1796: “Se me recibió en una prisión, aunque el prior, que estaba enfermo en cama, se admiró de verme tan fino y menudo, cuando se me había pintado como un facineroso, y aun decían los frailes de Las Caldas, por haber yo levantado la reja, que debía de tener pacto con el diablo.”¹² Mier se va desplegando a sí mismo, escapista antes de serlo y ahora reo de demonologías, códice extraviado que se adapta a la geografía de la España frailuna y covachuela. El complejo de liliputiense se repite. En Burgos, otro prior educado —Rubín— se levanta del lecho como Lázaro para testificar que los caldeos —monjes de Las Caldas— son unos bárbaros al maltratar al salvífico Servando. Allí se le concede cierta libertad de movimientos, al grado de serle confiado el cuidado de la casa cuando el claustro salía a recreaciones. Obsesionado por la vida clerical, tan propia del gusto conventual, y doméstico de los dominicos, Servando da comienzo a la página con un retrato del vecino monasterio monjil de Las Huelgas, donde el doctor exalta a las vírgenes nobles, abadesas de horca y cuchillo que lo gobiernan, recordando que el derecho canónico de los tiempos apostólicos las autorizaba, como supuestas descendientes de las infantas de Castilla, a bendecir y confesar. Eso viene a cuento porque dos primas suyas “habían sido” abadesas de Las Huelgas, sitio otrora famoso por su hospitalidad para con los peregrinos de Santiago de Compostela. Una de esas primas aún vivía en 1796 pero Mier no consigna el nombre. El homenaje al monacato femenino lo lleva a renegar de su propia condición frailuna, que en la España negra se vuelve más repugnante de llevar pues, como la porquería adquirida en las prisiones, es una segunda piel. Así lo quiso San Juan Casiano al formular ese estado de perfección:

Se esparció la voz de que yo era noble, y con tanta sorpresa mía como de las gentes del país, decían: ¿Cómo es fraile si es noble? Tan baja es la ralea de los

reverendos de España. Son algunos infelices que, como ellos mismos dicen, van a hacer harina en los conventos, aprenden allí a ponerse y quitarse el trapo puerco de la capilla, a dar gritos en solfa, y algunos párrafos arabescos de Aristóteles.¹³

La vergonzosa contraposición entre el doctor teólogo, hombre de estudio, y el fraile predicador, bastísimo charlatán, que deberían ser una sola persona intelectual en opinión de los críticos, jansenistas o jesuitas, del catolicismo hispánico del siglo XVIII, es uno de los motivos del Fray Gerundio, la novela de la que Servando quiere huir. En esos sitios, donde el monje o fraile era frecuentemente un campesino entenado en el convento para no morir de hambre o frío, el doctor Mier se ve como un universitario en desgracia. Tan calamitosa es la España de los frailes, dice Servando, que durante siglos se ignoró en Burgos la existencia de la servilleta y el cubierto para comer. Pero pronto las alharacas del doctor lo rodean de la nobleza de Burgos, que no es decir gran cosa, y de esos eclesiásticos franceses, que serán decisivos para sacarlo varios meses de los dominios de la Leyenda Negra, que “me dieron mucho crédito de literatura; y como yo por divertirme diese lecciones de elocuencia a los jóvenes que venían de las universidades a vacaciones, adquirí tanta fama, que se me consultaba en todo asunto literario”.¹⁴ Acaso el doctor diese buenas lecciones de elocuencia teológica a los emigrados en Burgos y a los clérigos españoles. Sin duda anticuada para fines del siglo XVIII —ése era el carácter general de toda la teología hispánica—, la erudición de Mier queda constatada pues todas sus autoridades y citas teológicas se encuentran, con exactitud y relevancia, en la tratadística católica moderna. Pero la sapiencia universitaria no era suficiente para liberarse del fardo del hábito y de la pestilencia de la Leyenda Negra. Durante esa estancia en Burgos entrará en contacto, todavía indirecto, con la Ilustración española. Luego de quejarse de los connubios de Francisco Antonio León, su sabueso, con el ministro Eugenio Llaguno, Mier aplaude el nombramiento de Jovellanos como ministro de Gracia y Justicia, tras la primera caída en desgracia de Godoy, el 13 de noviembre de 1797. Llaguno protegía a los jansenizantes españoles, como lo cuenta Joaquín Lorenzo Villanueva, uno de los que descollaban en esa secta tantas veces tachada de imaginaria o hechiza.¹⁵

El recuerdo de Servando es fiel, pues llegado a Burgos en mayo, y habiendo tenido que esperar dos años desde el sermón guadalupano para que caducara la Real Orden remitida a Cádiz, estaríamos en diciembre de 1796. Dado que las maniobras de León lo retuvieron ocho meses en la cartuja de Burgos, llegamos al otoño de 1797. Francisco Corbera, privado de Jovellanos y, como él, comendador de la Orden de la Calatrava, consiguió audiencia para Mier con el mostrenco príncipe de las Luces españolas.

Me recomendó a él [aclara Servando, en el tono apologético del padre Isla contra fray Gerundio], advirtiéndole que no era dominico, porque bajo este nombre en Castilla se entiende un hombre de instrucción tan grosera como su trato; meros escolásticos rancios, sin ninguna tintura de bellas letras u otros conocimientos amenos y sustanciales. Es frase entre los literatos de Castilla para expresar que alguna pieza está muy tosca y macarrónica, decir que está muy dominica. Y algunos dominicanos emigrados de Francia me decían que habiendo salido de ella a fines del siglo XVIII, estaban atónitos de hallarse en España a mediados del siglo XIV [...] En una palabra: los dominicos españoles han abandonado absolutamente el estudio de las humanidades, que son el fundamento de escribir bien. De aquí es que en doscientos años no han podido dar a luz nada de provecho, sino algún panarra, como Theologia sacratiss. Rosarii. ¡Y al infeliz que, como yo, trae las bellas letras de su casa, y por consiguiente, se luce, pegan como en un real de enemigos, hasta que lo encierran o destierran!¹

Tengo talento y lo luzco, nos dice Servando, códice que guardaba la obsolescente riqueza barroca, ese saber que los egipcios y Tomás Apóstol trasmitieron a los antiguos mexicanos. El dominico novohispano hubo de saltar hacia adelante en el tiempo para entrar en conversación con el bienintencionado don Gaspar Melchor.

LA CUEVA DE LOS PAPIRÓFAGOS

Al día siguiente se levantó un servidor de ustedes de malísimo humor, y su primera idea fue salir de El Escorial lo más pronto que le fuera posible. Para pensar en los medios de ejecutar tan buen propósito, fuese a pasear a los claustros del monasterio, y allí, discurriendo sobre su situación, se acaloró la cabeza del pobre muchacho, revolviendo en ella mil pensamientos que cree poder comunicar al discreto lector. BENITO PÉREZ GALDÓS, La corte de Carlos IV [1873]

Las inútiles gestiones para obtener justicia llevan a Mier hasta la puerta de Jovellanos, pues descubre que “yo no caía en el gato que aquí había encerrado, porque no sabía yo que los verdaderos reyes de España son los covachuelos, y los ministros nada saben sino lo que ellos les dicen y quieren que sepan”.¹⁷ Se allega a Jovellanos siguiendo los consejos de Saavedra y Fajardo, quien en su Idea de un príncipe político cristiano representada en cien empresas (1640), recomienda al cortesano ansioso de favor presentarse con una prenda de su ingenio. Obedeciendo al tratadista barroco, Servando agrega unos escuálidos versillos a sus cartas de presentación. En ellos celebra la exaltación de Jovellanos al ministerio como “Una luz, cual aquella con que Venus / usa anunciar el alba en el estío.”¹⁸ El bardo que presume “esta improvisación [que] le dio celebridad” se autorretrata allí: “En el Anáhuac, en mi amada patria / era libre y canté; hoy es distinto: [...] Soy náufrago infeliz que una borrasca, / la más oscura que exhaló el abismo, / arrojó hasta las playas de la Hesperia...”¹ ¿Quién fue el hombre a quien Servando rogaba en verso gracia y justicia? Pocos los hubo tan tristes en la historia de España como Jovellanos (1744-1811). Todo en él es buena voluntad e incompletud. Polígrafo y hombre de leyes, es la pálida luz con que la península contribuye al caleidoscopio ilustrado. Cultivó todos los géneros literarios en la época más rancia de su literatura y como político peregrinó por su patria buscando hacerla progresar mediante el sentido común y

la actividad económica. Cercano por hidalguía e interés a la corte, fue alejado de ella por Godoy en 1790. Desterrado en su Asturias natal, estudia las minas de carbón y funda el Instituto Asturiano de Gijón. Crítico y revisionista, enemigo de las “ridículas distinciones y discriminaciones” de la superstición, fue un católico liberal —acaso el primero en el mundo hispánico— cuya decencia y discreción fueron suficientes para tenerlo como elemento antirreligioso y masonizante. En 1797, justo cuando Servando lo celebra, Jovellanos es llamado al Ministerio. Ante las alarmantes victorias francesas en Italia, Godoy se inicia como comparsa de Napoleón en España y necesita de un ministro más acorde con el siglo. Poco duró don Gaspar en el Ministerio. Hasta intentaron darle veneno. Entre 1801 y 1808 sufrió destierro severísimo en el castillo de Bellver, de donde lo mandó sacar Fernando VII para atraerlo a su bando. A diferencia de otros ilustrados de su generación, como el marqués de Urquijo, Jovellanos, tras alguna vacilación prudente, se negó a servir a José Bonaparte. En principio neutral ante la guerra de Independencia, Jovellanos, poco antes de morir, representó a Asturias en la Junta Suprema, demostrando a hombres como Servando que se podía ser liberal y patriota al mismo tiempo. Preparó los documentos de las Cortes de Cádiz, que habrían sido la consecuencia natural de su obra. Por su honrado esfuerzo por borrarla, el fracaso de Jovellanos resalta la Leyenda Negra. Si Mier no retrata a hombres con los que tuvo mayor privanza, como el abate Grégoire, el obispo Scipione de’ Ricci o José María Blanco White, es absurdo pedirle mayor precisión sobre Jovellanos. En sus Diarios, Jovellanos habla, en esa época, de la deshonestidad del virrey Branciforte, pero no menciona a Servando; ignoramos si se entrevistó personalmente con él, aunque dice el fraile que “con ánimo de realizar mi sueño” Jovellanos intercedió por él, dejándolo en libertad de escoger convento distinto al de Burgos. La ayuda sirvió de poco pues el covachuelo León no transmitió la verdadera petición servandiana: apelar al Consejo de Indias. León añadió de su “caletre” que el traslado del doctor criollo estaba condicionado a que no saliese de su nueva reclusión y se diese informe reservado de su conducta cada seis meses. Da la impresión, a veces, que el agente León nunca se separaba de Mier, volviendo aún más extraña la situación. Jovellanos fue cesado por Carlos IV poco después, el 15 de agosto de 1798. ¿Cuántos poemas celebratorios habrá recibido por parte de importunos y peticionarios como Servando? Y de haber escuchado la historieta de Tomás Apóstol, la habría rechazado como una más de las indignas supersticiones frailunas.

Servando logró salir de Burgos, eligiendo regresar con los dominicos gaditanos, pero “con ánimo de pasar por Madrid, de maniobrar y de componer las cosas”. Un año y medio antes, León le había impedido conocer la Villa y Corte. En este segundo y exitoso intento, a Mier le es negado cobijo en el convento dominico matritense y se hospeda en una posada, a la espera de contactar a los amigos de Jovellanos. Recorre al fin la corte imperial de la que es súbdito pero

el día siguiente mandó el provincial a las oraciones de la noche dos religiosos con un escribano para traerme al convento, como si fuese ilícito a un religioso pernoctar fuera de él. No lo es in via o cuasi in via,† y más fuera de poblado. A más de que todos tienen vacaciones en las ciudades mismas y debía hacerse cargo aquel déspota que después de casi tres años de prisión, la idea sola de estar fuera del convento era un consuelo.²

El día de vacación termina en una celda. Esta vez el escapista ya no pide permiso. Sólo da explicaciones: “Yo, que había traído la llave de mi posada y dejado en ella todas mis cosas en desorden, salí del convento otro día por la mañana, tomé en la posada una mula y me puse en camino. A la noche me alcanzó el coche de Vizcaya”.²¹ El provincial castellano había informado de la nueva fuga de Mier y se quejó “porque no fui a besar la correa de ese sultán extraño antes de salir”. Servando se defiende con su conocimiento de la regla dominica. Nunca hubo situación que no tratase de resolver con una argucia ingeniosa, ya fuese canónica o teológica, lo que lo hace un personaje tan gerundiano. En Madrid, nos dice ahora, no había provincial legítimo, pues éste recién había muerto, y su perseguidor, titular del convento de Toledo, quería usurpar un puesto que correspondía en esa situación, antes del capítulo general, al provincial de Lombardía. Servando alcanza a entrevistarse correctamente con el provincial castellano, quien le permite seguir su camino, aunque nuestro fraile considera esa libertad como una trampa. En esas fechas se hace presente en el relato un sabio que Mier admiraba rendidamente y de quien se sirvió para engañar a la posteridad con las cartas que dijo haberle escrito, durante su estancia en Burgos en junio de 1797. Juan Bautista Muñoz, fantasma bienhechor en la vida de Mier, probablemente no

conoció a su admirador. Nació en Museros, Valencia, en 1745 y murió en 1799. Cosmógrafo mayor del Nuevo Mundo en 1770, fue comisionado por Carlos III para escribir una nueva historia general de las Indias. Tras un litigio contra la celosa Academia de Historia, le fue abierto el archivo. Su Historia del Nuevo Mundo (1793) fue leída por sus enemigos como una pieza ilustrada en exceso. Buena parte de su obra permaneció inédita aunque fue copiada parcialmente por el erudito mexicano don Joaquín García Icazbalceta. A este último le interesaba Muñoz como autor de un texto capital del antiaparicionismo, la Memoria sobre las apariciones y el culto de Nuestra Señora de Guadalupe. Sucede que Mier escribió, como preámbulo a la Apología y a la Relación, unas Cartas a Juan Bautista Muñoz que fechó en 1797. O’Gorman desechó meticulosamente esa fecha de autoría. Esas falsas Cartas a Juan Bautista Muñoz fueron el texto madre de la Apología y la Relación, de tal forma que deberíamos al inadvertente cosmógrafo real de Indias alguna responsabilidad en la escritura de la suprema autobiografía novohispana.²² Escritas en 1819, las Memorias, como toda obra de su tipo, son una realización del presente a través del pasado. Nada habría soñado con más fervor el fraile de 1797 que cartearse con don Juan Bautista, ejemplo de ciencia y religión, honra y mérito. Era ser un Muñoz, no un Jovellanos, la aspiración del joven Mier. Presumiblemente, la gente de Jovellanos le habló a Muñoz del caso Mier y, según este último, la curiosidad del cronista por las antigüedades americanas lo salvó. David Brading, en un resumen un tanto apretado, da por hecho que gracias a las conexiones familiares de Mier en Asturias —nunca probadas como eficaces — pudo conocer a Jovellanos, quien lo puso en contacto con Muñoz y el inquisidor Yéregui, que abogaron por él ante la Real Academia de Historia. Aparte de la palabra de Mier, carecemos de pruebas que delaten una triangulación tan fácil entre él y esos personajes.²³ La caída de Jovellanos no impidió que Servando fuese recomendado con su sucesor, José Antonio Caballero (1770-1821), una especie de Fouché español, pues sirvió a Urquijo, Godoy, Fernando VII y José Bonaparte, desde el Ministerio del Interior, combinando su habilidad para la intriga, su dominio sobre la policía política y una impermeable devoción por Roma. Casado con una de las damas de la reina María Luisa, Caballero murió como afrancesado en el destierro. Aunque Servando lo incluiría entre sus perseguidores, Caballero lo envió con su oficial mayor, Antonio Porcel —más tarde diputado en Cádiz—, y éste, tras cerciorarse del interés de Muñoz en su caso, lo puso a salvo de los

frailes y de los covachuelos. Y Servando, como un testarudo que ignora Menosprecio de corte y alabanza de aldea (1539), donde el padre Guevara advierte del sinsentido de semejantes peregrinaciones, toma camino de El Escorial, sede de la corte, distante siete leguas de Madrid. El dominico escala algunas estancias del castillo y ratifica que los covachuelos dominan el orbe:

Pero soy desgraciadísimo: a poco cayó Porcel, es decir, pasó al Consejo de Indias; ésta es la caída de un covachuelo de la Secretaría de Indias. Y, en efecto, pasar a cualquier Consejo llaman en Madrid ir al panteón, porque es sepultar a un hombre con honor; allí terminó su carrera.²⁴ Muñoz le escribió que antes que llegase su sucesor pasase los autos al Consejo de Indias para que se me oyese en justicia, y se puso la orden.²⁵

Los caminos para llegar a El Escorial eran los mismos, tan polvorientos como en el siglo de fray Antonio de Guevara, pero la corte ha mudado de actitud ante los frailes, aquella caballería celestial que a fines del siglo XVIII era vista, al mismo tiempo, como causa y efecto de la Leyenda Negra. Estamos ante una extraña novela picaresca donde Mier busca la honra en ese universo deshonrado y eternamente premoderno que dejó inconcluso el despotismo borbónico. Nada queda tampoco de la libertad cristiana del pícaro, ejercida por Guzmán de Alfarache o la pícara Justina ante ese endriago escasamente filantrópico que Mier intuye magistralmente: el Estado centralizado, para el que las recomendaciones del cosmógrafo de Indias o la sapiencia de un dominico con doctorados y luces son un códice extraviado. Esa modernización, detectada por Diego de Torres Villarroel, el último gran autor picaresco, es la que sufre Servando. La ambigüedad jurídica que Mier padece, cercana a un certificado de inexistencia, habría sido menos grave un siglo atrás, cuando el asunto del alborotador de poca monta habría sido resuelto por alguno de los estamentos. La orden religiosa o el brazo secular habrían hundido o salvado a Servando. A lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, todo va quedando en manos de una burocracia menor, los covachuelos, quienes como termitas arruinan, entre el tedio y la gula, el maderamen del Antiguo Régimen.

El doctor Mier ya sabe que como fraile nada vale, pues esa figura es detestada lo mismo por Godoy y Carlos IV que por Jovellanos y Goya, como la prueba más pestífera de esa Leyenda Negra que unos disimulaban y otros denunciaban. Falta recordar su condición de americano para completar el agravio:

Fue cuando yo abrí los ojos para conocer la práctica de nuestro gobierno y el remedio de los americanos [...] será bien que yo se los abra a mis paisanos, para que no se fíen absolutamente en que tienen justicia, cosa sólo valedera si media gran favor o mucho dinero, y procuren acá transigir sus pleitos como puedan, aunque sea a mala composición. Porque allá el poder es más absoluto, más venal es la corte y los tribunales, mayor el número de los necesitados, de los malévolos e intrigantes, los recursos más difíciles, por no decir imposibles, para un pobre, y, en una palabra, allá no se trata de conciencia, sino de dinero y de política, que en la inteligencia y práctica de las cortes es precisamente lo inverso de lo moral. Con esta noticia se entenderá mejor lo perteneciente a mí.²

Intentaremos entenderte, Servando. La ratificación en El Escorial de la Leyenda Negra no sólo es nostalgia de la utopía americana, sino descubrimiento de una vida cortesana ajena al sentido que le dieron los libros de Baltasar Castiglione o Diego de Saavedra Fajardo, quienes jamás habrían considerado dinero y política como contrarios de la moral. La antigua cortesanía hablaba de fausto e intriga como sustento de la virtud palaciega. La Leyenda Negra, cuyo relato terminal e interior está en Goya, empezó por ser una fantasía propagandística inglesa contra el reino de Felipe II. Con la decadencia imperial se convirtió en la primera de una larga serie de autoflagelaciones peninsulares, una explicación de la singularidad española: el horror y la perversa alegría de no ser Europa. En Servando, como en Goya, la Leyenda Negra es una caricatura, poblada de asnos, covachuelos, alimañas. Pero a Goya, español, hombre de pesadillas, España le da pavor. A fray Servando, americano ajeno a los horrores premonitorios del alma romántica, España, que casi lo mata, le da risa. Escribiendo desde 1819, en calidad de enemigo político derrotado de los españoles, Mier fue honesto con la idea de patria que tenía a principios de siglo. Criollo de odios subidísimos, a la hora de la verdad, ante la invasión napoleónica

en 1808, Servando tomará las armas por el trono y el altar. Goya, en los Caprichos, está tan adolorido por la falta de ilustración de España que, en 1808, como toda la élite, acepta la solución radical, los franceses: la letra con sangre entra. A Servando, que no entiende bien la Ilustración, la Leyenda Negra le funciona, en el sentido político, como la execración de una corte borbónica que ha renunciado a los valores caballerescos, apostólicos y clericales de una imaginaria república cristiana regida por Tomás de Aquino, la cual, estando fuera de la historia, aguarda su oportunidad en América: la vieja España reencarnará en la Nueva España, la España verdadera. Tras intentar arreglar su asunto “legalmente”, por medio del Consejo de Indias o de la vía reservada y discrecional del Ministerio, y habiendo fracasado por ambos caminos, Servando es arrojado a una zona oscilante entre la tolerancia y la clandestinidad. El noble doctor al fin se asume “pobre” y, como americano, inhabilitado para recibir justicia. No queda más que actuar de “mala composición” como rebelde barroco y como pícaro, figura que Mier encarna a su pesar. En El Escorial, Mier mira de frente al covachuelo, su perseguidor y verdugo, y lo diseca como taxonomista. Se ha convertido en el escritor que invierte la crónica de Indias, realizándola en la España de la Leyenda Negra, convirtiendo a sus habitantes en esos salvajes ante el espejo que Roger Bartra ha sabido mostrarnos.²⁷ Haciendo la sátira involuntaria de las fantasías de conquistadores y cronistas ante los dragones del Nuevo Mundo, y más aún, refutando las teorías climatológicas de la Ilustración, Servando retrata al covachuelo:

Llámanse covachuelos, porque las secretarías donde asisten están en los bajos o covachas del Palacio. Y cada uno tiene el negociado de una provincia o reino, así de España como de las Indias [...] A estos empleos se va, como a todos los de la Monarquía, por dinero, mujeres, parentesco, recomendación o intrigas; el mérito es un accesorio, sólo útil con estos apoyos. Unos son ignorantes, otros muy hábiles; unos, hombres de bien y cristianos; otros, pícaros y hasta ateístas. En general son viciosos, corrompidos, llenos de concubinas y deudas, porque los sueldos son muy cortos. Así, es notoria su venalidad.²⁸

Esos seres de la cueva, que Reinaldo Arenas imaginó como murciélagos en El mundo alucinante, su novela sobre Servando, son en realidad papirófagos. Se trata de seres nutridos por los papeles que van por la vía reservada —la que hunde a Mier en el purgatorio conventual—, documentos nutricios sustraídos sistemáticamente a la antigua legalidad del cabildo abierto, más medieval que barroco. Éste es el papirófago, creatura del Averno:

A la mesa de aquel covachuelo que tiene el negociado de un reino va cuando se dirige de él a la vía reservada. Y, o se limpia con el memorial, o le sepulta si no le pagan, o informa lo contrario de lo que se pide. En fin, da cuenta cuando se le antoja, y el modo de darla es poniendo cuatro rengloncitos al margen del memorial, aunque éste ocupe una resma de papel, y si pone seis rengloncitos, ha tenido empeño sobre el asunto.²

El papirófago sólo habita la amplia base donde se levanta la torre estatal, en cuyo ascenso Mier todavía se empeña temerariamente. Con tardanza criolla descubre lo que los jansenistas franceses detectaron medio siglo atrás combatiendo a los ministros de Luis XIV: la delegación del poder, esencia de la monarquía ilustrada, escandalosa para la cultura política horizontal de las viejas órdenes mendicantes. Arropado con una pobre realeza sagrada, casi idiota, el rey Carlos IV reparte sus ocios, según la estación, entre los sitios reales de Aranjuez o El Escorial, pues sólo pasa dos veces por Madrid, donde casi no despacha. A la buhardilla real de la corte van a dar

los memoriales, con los informes de los covachuelos, a veces carros de papel. El oficial mayor que está al lado del ministro los recibe, y cuando éste ha de tener audiencia del rey, que la da dos o tres veces a cada ministro cada semana, por la noche, mete una porción de aquellos memoriales en un saco que lleva el papel de bolsa. En cada memorial el ministro lee al rey el informito marginal del covachuelo. El rey a cada uno pregunta lo que se ha de resolver; el ministro contesta con la resolución puesta por el covachuelo, y el rey echa una firmita. A los cinco minutos decía Carlos IV: “Basta”, y con esta palabra queda despachado cuanto va en la bolsa, según la mente de los covachuelos, a cuyo poder vuelve

todo desde el Sitio para que extiendan las órdenes. Ellos entonces hacen decir al rey cuanto les place, sin que el rey sepa ni lo que pasa en su mismo palacio, ni el ministro en el reino.³

Un Saavedra Fajardo llamaría la atención sobre un príncipe cristiano engañado por sus cortesanos. Saint-Simon habría insinuado que el rey era un estúpido. Tom Paine denunciado la injusticia aborrecible del absolutismo. Mier no reacciona ante el rey y los covachuelos de ninguna de las tres maneras. Ese retrato, sin duda, le será de provecho cuando se convierta, en fecha imprecisa, al republicanismo: Carlos IV y Godoy, el príncipe de los covachuelos, cayeron al fango, víctimas de la abominación popular. Pero en 1797, Servando no habría soportado escuchar que Alfonso el Sabio o Carlos V vivían rodeados de una corte papirófaga, pues la soberanía del monarca correspondía a su capacidad para distinguir el mérito de la toga, de la espada o de la fe. La visión de los papirófagos todavía depende en Mier de la fijeza emblemática padecida por el rebelde barroco: “Y la corte siempre es y será el foco de las pasiones, el teatro de las intrigas y la reunión de los malévolos.”³¹ Los covachuelos lo deshonran impidiéndole el derecho de audiencia que tiene, ante el rey, un predicador dominico. El protocolo de Carlos IV impide que hidalgos y doctores de la Iglesia se acerquen al soberano para denunciar las tropelías de la papirofagocracia. Servando no fue el primero ni el último en presentar a los covachuelos como una auténtica obstrucción en el funcionamiento del Estado. Melchor de Macanaz (1670-1760), el funcionario regalista de Felipe IV, quien por su desmedido compromiso con la reforma borbónica fue víctima de la Inquisición, le advirtió a su rey que “ningún monarca, señor, debe mantener más de lo necesario ni zánganos en la colmena de su reino [...], de esto resulta el recto despacho y el destierro del ‘galimathias’ que llaman los franceses y nosotros, confusión”.³² Galimatías, además de ser un discurso o escrito embrollado, es una palabra que alude a Garimatía, el país donde habría nacido José de Arimatea. Los reinos españoles serán, durante el largo ocaso del Imperio, la tierra del papeleo más infernal, el país del Galimatías. Y si los covachuelos devoran papel, a sus víctimas toca producirlo. Macanaz, como Servando, no tuvo más que emplear la lengua bárbara de los covachuelos para defenderse, en los infinitos alegatos que escribió, al grado de que Carmen Martín Gaite, biógrafa del burócrata, no ha

dudado en llamar “empapelamiento” a todo el proceso de Macanaz.

Vamos ahora a ver [dice Mier], ¿qué es lo que se ha de hacer contra un demonio covachuelo, que se le pone a uno en contra por malevolencia o venalidad, y lo cotunde a órdenes iniquísimas en el nombre del rey? Pongamos que uno tenga con qué ir al Sitio; alojarse allí, donde todo es carísimo, y procurar hablarle al rey al pie de la escalera, al tomar el coche, que es casi cuanto puede conseguir uno que no sea grande de España. El rey oye, si oye, como quien oye llover, las tres o cuatro palabras que uno le puede decir al paso, rodeado de una porción de gentes, y responde siempre: “Bien está”. Coge con una mano el memorial que se le presenta, y con la otra se lo da a su ayuda de cámara, quien lo envía a la Secretaría que corresponde, y va derecho a las manos del covachuelo de la mesa. Si uno tiene dinero para mantenerse en el Sitio, y aguarda a la audiencia que da el ministro dos veces a la semana por la noche, parado a la puerta de su despacho —éste da audiencia a diez personas en siete minutos, como se la vi dar a [José Antonio] Caballero—, responde a todo como el rey: “Bien está”; toma el memorial, y sin verlo él para nada va también derecho a las manos del covachuelo, que si se alarma con estos recursos, pone una orden a rajatabla, arrebata con el recurrente hasta dos mil leguas, y lo pone donde no lo vea ni el sol. Así, todo el mundo enciende a los señores covachuelos una vela, como los brujos a la peana de San Miguel; y es tanta su arrogancia y prosopopeya, que para hablarles es menester empeño; y he visto a tenientes generales, no sólo pasar horas en su antesala aguardando a que su Señoría tenga la dignidad de hablarles, sino que los he visto por mucho honor dando conversación dos horas en pie a un covachuelo repantigado.³³

En ese estado de ánimo, Mier, por primera vez en las Memorias, vuelve a un tema latente desde su Historia de la revolución de Nueva España: la urgente necesidad de “constitucionalizar”, a la inglesa, a la monarquía española, pues los funcionarios “están en España revestidos de la inviolabilidad del monarca. Si fuesen responsables a la nación, como en Inglaterra, donde el Parlamento les obliga a dar cuenta de todo, y los juzga y castiga, tendrían más cuidado y no estaría la nación abandonada a discreción de unos pícaros”.³⁴

Hábitos antiguos y juicios modernos se suceden así en Servando. Pasa de El cortesano, de Castiglione, donde se tiene a la monarquía de España por la más estricta, a sorprenderse de la burocracia borbónica, a la que se refiere con el estupor de quien descubre una patología inesperada. El maltrato citado de los tenientes generales acaso le recuerde a su padre, don Joaquín Mier, que lo fue del Nuevo Reino de León, y se identifica lo mismo con el marqués Mariano Luis de Urquijo (1768-1817), volteriano y afrancesado, depuesto del ministerio por Godoy gracias a un motín antijansenista, que con aquellos generales patriotas a quienes los covachuelos quisieron fusilar tras la Restauración de 1814. Más allá de los tiempos y de las posiciones políticas, Servando observa una fronda de hidalgos, letrados, sacerdotes o militares que, siendo la honra de España, fueron pisoteados en la cueva de los papirófagos. La Relación nos cuenta cómo el códice extraviado acaba por regresar al despacho de Antonio Porcel. A este último, pese a sus simpatías por los americanos y los jansenizantes, culpa Mier de haber empapelado su asunto en el Consejo Real de Indias, institución que aplicaba “las máximas del príncipe de Maquiavelo” contra los reinos de Ultramar. En El Escorial, Servando se encuentra en la cúspide de la Leyenda Negra, aquella infamia que se derrama por los caminos y los conventos donde se verá, una y otra vez, deshonrado. Sin darse cuenta cabal, su pensamiento político va madurando. De reivindicar el derecho de audiencia pasa a pedir la revisión parlamentaria de los ministros y de la crítica de la burocracia borbónica llega a la descalificación de Carlos IV y su monarquía. Se permite soñar, al fin, con la república cristiana: “Mientras no se organice de otra manera el Gobierno, la injusticia prevalecerá, porque un hombre solo no puede hacer justicia a millones de hombres.”³⁵ Servando, fray Nadie, quería entrevistarse con Carlos IV cuando el hada de la Ciencia, por única vez en su vida, lo visitó.

CIENCIA MILAGROSA

La calidad de un milagro es misteriosa pero su modo de producirse es sencillo. G. K. CHESTERTON, El candor del padre Brown [1911]

La muerte súbita de Juan Bautista Muñoz, víctima de una apoplejía, el 19 de julio de 1799, cambió el destino de Servando. Ese sabio cronista de Indias a quien la narración apostólica del novohispano le habría parecido harto dudosa; el más temido, por ortodoxo, de los católicos antiaparicionistas; el cosmógrafo real que Mier habría soñado ser, le dio la absolución y la libertad, aunque una y otra fuesen, como todo en la comedia frailuna, relativas. Ateniéndome a la rigurosa reconstrucción de O’Gorman, el fallecimiento de Muñoz, a quien el fiscal del Consejo Real de Indias había pedido un peritaje del caso guadalupano de Mier, permitió que el códice extraviado fuese a dar a manos más benévolas. Servando acusa de obstruir su causa al académico Francisco Cerdá y Rico (1739-1800), oficial del Despacho Universal de Indias, erudito en Alfonso el Sabio, Ginés de Sepúlveda y Lope de Vega. Es dudoso que Cerdá y Rico, amigo de Muñoz y de Joaquín Lorenzo Villanueva, tuviera interés político en maltratar a Servando. Como fuese, el fiscal Ramón Soto Posadas, impermeable a los agentes de Núñez de Haro, permitió al perseguido consultar los autos indispensables para escribir su defensa en el “cuarto de Indias” del convento de San Francisco en Madrid, misma que terminó en una hostería cerca de San Isidro. O’Gorman nunca localizó el recurso de revisión preparado y presentado por Mier ante el Consejo, que acaso sean los borradores de las falaces Cartas a Juan Bautista Muñoz. No es descartable, añado, que antes de la muerte de Muñoz, Servando haya intentado escribirle al cronista, o que incluso lo haya hecho. Perdidos esos papeles, Mier decidió restituir en 1819 —de memoria, según dijo— una conversación soñada o interrumpida en 1797.³ Tras distraerse en un nuevo arresto provocado por León, que sólo duró siete días, Mier se queja de Cerdá y de un nuevo covachuelo, Jacinto Sánchez Tirado y Flórez. Y se compromete, al fin, a volver “ahora a atar el hilo de mi narración”

que lo coloca a las puertas de la Real Academia de Historia. Sólo entonces, para preparar su defensa, Mier pudo leer las acusaciones de 1794, que consistían en la censura del doctor Fernández de Uribe y en el pedimento fiscal de Nicolás Larragoiti, piezas en que se apoyaron la sentencia y el edicto de 1795, firmados por el arzobispo Núñez de Haro, que terminaron por expulsarlo de la Nueva España. El viernes 11 de octubre de 1799, Antonio de Capmany y Montpalau (17421813), secretario de la Academia, recibe un oficio del Consejo Real de Indias para que se haga cargo del doctor Mier. Capmany, autor de una Filosofía de la elocuencia (1777), fue un letrado purista que pidió ser el corrector de estilo de las Cortes de Cádiz, durante las cuales se mantuvo en contacto amistoso con Servando, pues firmó una copia de su absolución académica cuando éste la requería para hacer su oposición a la canonjía en la Catedral de México, en 1811. Hacia el 18 de octubre de 1799, la secretaría académica, al mando de Capmany, comisiona a sus señores miembros, el ex escolapio Joaquín Traggia, fray Liciano Sáenz y fray Manuel Risco a ejercer la censura, es decir, a dictaminar el expediente servandiano. El primero era doctor en teología, cronista eclesiástico de Aragón y bibliotecario de la institución, y el segundo, benedictino anticuario y bibliotecario del duque de Osuna. Del tercer censor conservamos un currículum más brillante: fue el continuador de La España sagrada, o Teatro geográfico histórico de la Iglesia en España, 51 volúmenes comenzados a publicar en 1747 y obra original de un arqueólogo agustino, Enrique Flórez. La tremenda justificación de toda burocracia es que a veces funciona. De covachuelo en covachuelo, el cuaderno Mier llegó a su destino sin que el fraile y sus escasas relaciones hubiesen influido demasiado. Y fray Nadie fue, por primera vez en el Viejo Mundo, el doctor Servando Teresa de Mier, dominico de la Real y Pontificia Universidad mexicana. Su asunto se alejaba de las manos sucias de los frailes y de los covachuelos para encontrar su lugar en el muy cristiano teatro crítico universal. El códice extraviado salía fuera del dominio de la Leyenda Negra y entraba, para ser descifrado, al gabinete de los doctores modernos, expertos en antigüedades americanas y teologías remotas. Primero dictaminó Risco, quien aprobó la condena del arzobispo de México, alabó la memoria ilustrísima del recién difunto Muñoz y despachó a Servando (y al licenciado Borunda, segundo encausado) como meros ignorantes. El 2 de noviembre, en cambio, Traggia comienza una serie de tres dictámenes, que

concluirán el 13 de diciembre, seis años exactos después del escándalo en la lejana colegiata guadalupana, con una absolución de toda falta grave cometida por Servando. Sáenz se sumó al voto de Traggia desde el 8 de noviembre, cuando los censores leyeron al resto de los académicos, con elemental y decisiva justicia, sus conclusiones. Joaquín Traggia leyó con atención y benevolencia tanto el sermón como sus condenas y la defensa escrita de Mier. Aceptó como honradas y válidas sus autocríticas y retractaciones. Tras examinar la cuestión más grave —involucrar al Apóstol Santo Tomás en una gerundiada—, Traggia concluye:

El autor del discurso [Mier] no está satisfecho de sus argumentos y los propone modestamente para excitar las plumas de los sabios a apoyar por aquel camino o por otro la sustancia de la tradición guadalupana. En esto no fue culpable ni contra los principios teológicos, ni contra las reglas de la prudencia, el predicador. En el sermón hay argumentos débiles, como sucede en semejantes asuntos a cuantos, faltando testimonios irrefragables, quieren defender opiniones populares a fuerza de ingenio, o conjeturas. Mas no se halla proposición alguna que merezca censura de escandalosa, temeraria [...] los censores, buscados y escogidos contra el padre Mier, no citan una proposición siquiera del sermón predicado para hacer ver que faltó e incurrió en alguna censura teológica.³⁷

El canónigo ilustrado censura no a Servando, sino a Borunda y, con éste, a las baratijas barrocas en que se inspiró. Traggia compadece a ese letrado piadosísimo que vive en la mendacidad y exculpa a ambos de todo libertinaje. Y va más lejos, denunciando las irregularidades procesales incoadas contra Mier desde 1794, resaltando que no se tomó confesión al reo, ni se le hicieron cargos, cometiéndose en su contra la maña judicial de confundir su “deseo de replicar” con una “confesión”, que Servando estaba dispuesto a hacer si se le comprobaban sus errores. Un académico “independiente” condena a Núñez de Haro, arzobispo de México:

Por lo que toca a la Academia, es de parecer que al padre Mier se le deben resarcir a costa del muy reverendo arzobispo todos los daños y perjuicios, indemnizándole las pérdidas completamente; resarciendo con alguna pensión las tropelías que se le han causado; recogiendo el edicto del reverendo arzobispo y obligándole a que, con la misma solemnidad, se le vuelvan las licencias de confesar y predicar y enseñar, y el honor que se le ha quitado. Y que para librarlo en su país distante de nuevos atropellamientos se le ponga bajo la salvaguardia inmediata del Superior Consejo, y que para resarcirlo vuelva a su patria con el título de predicador del rey. La academia, por su parte, lo podrá honrar con el de académico correspondiente y decidirá lo que mejor le parezca. 21 de febrero de 1800. J. Traggia. [Rubricado.]³⁸

Era la más hermosa reparación de la honra. Acostumbrados a escuchar a Mier hablando de sí mismo, sorprende esta voz de ultratumba, rescatada por O’Gorman del archivo de la Real Academia de Historia, que confirma la inocencia del fraile en los hechos de 1794. Libre de cualquier sospecha de herejía y error teológico, no sólo se le absuelve, sino se conmina al maléfico Núñez de Haro a que lo resarza de su pecunio, mandando se arrepienta de su edicto de manera pública y solemne. Servando, la víctima de los covachuelos y de los monjes, debería volver a México amparado como predicador del rey y como candidato a académico de la historia, una vez desautorizada implícitamente la ilegal pretensión del arzobispo Núñez de Haro de privarlo hasta de su título universitario. Había ocurrido el milagro: era la ciencia, antes que el rey o la Iglesia, quien le devolvía su honor. O’Gorman llama al dictamen de la Real Academia la “victoria pírrica” de fray Servando. Tiene razón si leemos el caso sólo a través de la heterodoxia guadalupana. Exculpado por ignorancia, Servando era arrojado al siglo con su predicación apostólica seriamente desvalijada. Al ser absuelto, como dice O’Gorman, Mier sufrió la humillación de las Luces. Pese a la generosa oferta de ser miembro de la Real Academia —que nunca se realizó—, el doctor dominico salía desprovisto de todo crédito intelectual. Por ello pondrá al día, en la fecha tan lejana como inoportuna de 1819, su deseada correspondencia con Juan Bautista Muñoz, para evitar la verdad sospechosa de haber sido absuelto por sostener “opiniones populares” y “conjeturas” inaceptables para el criticismo académico.

Honrado como sacerdote criollo, Mier sale deshonrado como intelectual y como predicador. El dictamen de Traggia obligó a Servando a modificar muchas de sus aficiones barrocas, como lo muestran sus esfuerzos por remozar una parte de la predicación precolombina del naufragio académico, en la Historia, en las Cartas a Juan Bautista Muñoz, en la Apología, obsesión que perduró hasta el Manifiesto apologético de 1820. Al considerarlo anticuado y aberrante, los académicos lo hallaron, pobre, muy gerundiano. Pero al hinchar su autodesprecio como fraile mendicante forzaron, venturosamente, su fuga hacia el mundo moderno. Servando comprenderá en 1799, al ejercitar la autocrítica antes que la mera confesión del desvarío teológico, que él mismo era una creatura de la Leyenda Negra. Tratará entonces de escapar de ella, como quien huye, sin verdadero éxito, de sus propios demonios. Tras la lectura de la honrosa reparación, la Real Academia de Historia comisionó al doctor Vicente González Arnao, más tarde traductor del Ensayo político sobre el reino de la Nueva España (1814), de Alexander von Humboldt, para que redactase el informe que habría de volver al Real Consejo de Indias. El 7 de marzo los académicos, apoyándose en la Memoria sobre las apariciones y el culto de Nuestra Señora de Guadalupe, de Muñoz, concluyeron que la historia guadalupana tradicionalmente aceptada por los mexicanos es fabulosa, pero que no les parece más satisfactoria la “corrección” apostólica tramada por Mier y Borunda, invención barroca que lamentablemente excitó al vulgo desde el púlpito. El 22 de marzo de 1800 la Academia termina su misión, que fue únicamente la de dictaminar sobre una opinión histórico-teológica controvertida para uso discrecional del consejo indiano. La pérdida del expediente donde el Real Consejo de Indias acusó recibo de la recomendación impide saber cómo reaparecieron los covachuelos aceptando el dictamen, pero no la reparación suplicada. Los papirófagos hicieron su trabajo. Los covachuelos leyeron el fallo: acátese, pero no se cumpla. Se había hecho justicia, como pedían la Academia y el fiscal, pero consideraron que “aún no era tiempo” de liberar a su víctima. Servando debería pasar al convento de Salamanca, “teatro digno de su talento”, como predicador dominico.³ En una interpretación sujeta a la discrecionalidad eclesiástica —ejercicio de esa excepción llamada benevolencia—, la inocencia doctrinal de Servando no implicaba la suspensión de su castigo. La exculpación del delito no aminoraba la duración de la pena ni su rigor. En Salamanca se le mantendría a costa de la

Provincia de Santiago de México, para que cumpliese, solamente, los cuatro años que le restaban para llegar a los diez años de destierro mandados en su edicto por el arzobispo Núñez de Haro.

MIER, MIERDA

Prólogo fue del libro de mis desgracias esta melancólica aventura, porque detrás de ella se vino paso a paso mi ruinoso destierro, en el que padecí prolijas desconveniencias, irregulares sustos y consideraciones infelices; pero fui tan afortunadamente dichoso, que vi sobre mí una lástima universal de los nacionales y de los extraños. DIEGO DE TORRES VILLARROEL, Vida [1743]

¿Qué ocurrió? ¿Cómo fue que la Leyenda Negra se adueñó nuevamente de la vida de Servando? Nunca lo sabremos con certeza. Las chicanerías canónicas seguramente fueron obra de Núñez de Haro y sus agentes que, enfurecidos por el dictamen de los académicos, lo acataron sin cumplirlo, pues nada los obligaba a hacerlo. Y siendo Francisco Antonio León empleado a su vez del ministro José Antonio Caballero, enemigo y sucesor de Jovellanos, quiso probar en Mier la ineficacia de las redes políticas del patricio en desgracia. Servando, dueño por primera vez de un documento exculpatorio, lo blandió sin éxito ante el marqués de Urquijo e intentó, quizá por segunda vez, irrumpir frente a su majestad Carlos IV. La pesadilla recomenzó. Retrocedamos un poco en las Memorias. Mientras el dictamen se ventilaba, Mier vivía en

el conventillo de la Pasión, de Madrid, donde se hospeda a los dominicos forasteros, y se les da cara y malditamente de comer por su dinero, es una zahúrda donde los procuradores de las diferentes provincias pagan a perpetuo asiento algunas celdas razonables. A mí, que no lo era, se me dio una celdilla donde me abrasaba de calor, me comían las chinches, no me dejaban estudiar las gallinas, y no podía trabajar en reposo para mi defensa, porque allí no se oía reloj y yo tenía que decir la misa de once y media cada día en San Isidro el Real para ayudar a mis gastos. A todo se agregaba mi poca salud.⁴

Servando recibe licencia del prior para hospedarse en San Isidro, en un ambiente más propicio para el trabajo. Pero en esa posada, el hospedero gustaba de las mujeres y, mediante habitaciones interconexas, recibía a ciertas damas durante la noche. La oportunidad no fue desaprovechada por los enemigos de Mier y de su anfitrión, quienes les cayeron de noche para que “resultase el escándalo que siempre resulta contra eclesiásticos en semejante materia. Por ahí se les procura hacer siempre el tiro para deshonrarlos.”⁴¹ Inducidos, los alcaldes de Madrid se presentaron a deshoras en San Isidro, sin encontrar ilícito, pero causando el natural alboroto en el vecindario. No hay dato fidedigno en la vida de Mier que pruebe violación abierta o contumaz del celibato. Y dada su posición de fraile en entredicho permanente, fueron pocas y sin grandes consecuencias las insinuaciones en ese sentido, tan comunes tratándose de abates. Pero la escena en San Isidro es la primera de una serie de secuencias donde la comedia frailuna convierte a Mier en su socorrida víctima, hasta que éste decide, francamente, escribirla en verso. Servando regresa, al concluir su defensa, al claustro en la Pasión, primero, y después a San Francisco, advertido de que continuando en la casa de huéspedes los gendarmes lo tomarían preso. Se trataba, según Mier, de involucrarlo en un incidente bochornoso para expulsarlo de Madrid y arruinar su reputación ante la Real Academia de Historia. Previsor, el padre se acuerda de un pariente, Luis Trespalacios y Mier, ayuda de cámara del infante Antonio Pascual de Borbón, segundo hijo de Carlos IV, quien le da ciertas garantías. Ésta es la única ocasión en que Servando obtiene ayuda precisa de un pariente español, al grado de que, sin ningún temor, lo identifica ante sus lectores. Luis Trespalacios y Mier debió de ser hijo de don Cosme, padrino de Servando. La persecución de los covachuelos se torna cómica. Mientras los bondadosos hombres de ciencia preparan su exculpación, los papirófagos multiplican sus estratagemas, a las que Servando, esta vez con cartas que jugar, responde con picarona soberbia. Esa “España de la ínfima calaña” y sus frailes no entendían que el tratamiento académico devolvía a Mier su nobleza “demasiado autentificada” de doctor mexicano. Libre y esperanzado, Mier frecuenta la tertulia jansenizante de los condes de Montijo en Madrid. El conde, Eugenio Eulalio Palafox y Portocarrero, era un

personaje equívoco. Enemigo de Godoy, fue uno de los “fernandistas” que atizaron el motín de Aranjuez en 1808. Doble agente, se inclinó ante Fernando VII en 1814; seis años después aparece entre la masonería cultivando la sublevación liberal de Riego. A principios del siglo, Montijo y su señora departían con los enemigos del valido y con heterodoxos jansenizantes. Dos de ellos requieren de presentación en la vida de Mier: don José Yéregui, “inquisidor de la suprema y maestro que fuera de los infantes de España, mi amigo y bienhechor, cuya mesa siempre tuve”, y Joaquín Lorenzo Villanueva. Se sabe poco de José Yéregui, que Servando da por muerto hacia 1803. Don Juan Antonio Llorente, en su Historia crítica de la Inquisición en España, lo presenta en el número 118 de la “Noticia de los literatos que han padecido por causa de la Inquisición” con la siguiente ficha:

Presbítero secular, doctor en teología y cánones, natural de Vergara, de Guipúzcoa, maestro de los infantes Gabriel y Antonio de Borbón, caballero de la Real Orden de Carlos III, autor de un catecismo y capaz de serlo de muchas obras de buena teología y disciplina eclesiástica por su grande ciencia. Fue delatado tres veces a la Inquisición de corte como hereje jansenista por ciertos clérigos y frailes ignorantes del partido jesuítico. Se le asignó, año de 1792, la villa de Madrid por cárcel, que duró medio año, pero satisfizo a todos los cargos, de modo que los inquisidores de corte le absolvieron de la instancia. En el Consejo había contrarios que deseaban decretase solamente suspensión del proceso, y las intrigas se multiplicaron de manera que verosímilmente prevalecerían si no fuera por haber fallecido entonces mismo el inquisidor general Rubín de Cevallos, obispo de Jaén, y nombrándose luego para sucesor a Manuel Abad y la Sierra, arzobispo de Selimbra, cuyas opiniones eran conformes con las de Yéregui, a quien por fin se dio testimonio de haber sido absuelto y puesto en libertad.⁴²

Henri Grégoire menciona a Yéregui en sus Mémoires como autor de la Idea de un catecismo nacional, que acaso confunda con el folleto de título similar que escribió Villanueva. Enemigo de los constitucionalistas franceses, Yéregui murió mientras tomaba las aguas salutíferas en Baguières, sitio donde alcanzó a predicar en la misa de la Asunción e impresionó tanto al magistrado de la ciudad

que le ofreció una diputación. Joaquín Lorenzo Villanueva, por su parte, incluido más tarde por Menéndez Pelayo en su bestiario de heterodoxos españoles, ejerció una influencia intelectual formidable sobre Mier como sacerdote y discípulo de Juan Bautista Muñoz. Jaime, hermano menor de Joaquín Lorenzo, fue autor de un Viaje literario a las iglesias de España (1803-1852) en 22 tomos, Villanueva fue un “ortodoxo tocado de jansenismo”. Don Joaquín Lorenzo también escribió un Catecismo de Estado (1793) contra la Revolución Francesa y defendió a la Inquisición —en la que trabajó— contra la carta de Grégoire en 1795. Dejó una magnífica autobiografía, Vida literaria de don Joaquín Lorenzo Villanueva, y murió en Dublín, reconciliado con la Iglesia Católica. Poco antes de su muerte, el propio Mier recomendó a Bernardino Cantú, su agente en Monterrey, la lectura de la Vida literaria de Villanueva, aparecida en Londres en 1825. Canónigo de Cuenca, Villanueva fue patriota durante la guerra y diputado valenciano a las Cortes de Cádiz; giró hacia el regalismo y el liberalismo, al grado de pretender en 1811 un Concilio Nacional Español hostil a Roma. Preso en el convento de la Salceda al regreso de Fernando VII, reaparece entre los liberales del Trienio, quienes lo enviaron como embajador ante la Santa Sede. Ésta le negó la acreditación, lo que provocó un conflicto entre el régimen liberal y el papa. Exilado en Gran Bretaña, tradujo la Biblia al valenciano. Intervino en la discusión de un concordato mexicano entre 1827 y 1829.⁴³ En la Vida literaria de Villanueva se registra la correspondencia —animada y polémica— que la tertulia de los Montijo sostenía con Grégoire, antes de que Godoy la reprimiese en 1801-1802. Todas las relaciones matritenses de Mier giran en torno a los Montijo, quienes acaso lo recomendaron en 1799 con el obispo Grégoire. También es probable que gracias a ellos el novohispano alcanzara a saludar a Muñoz y, sin duda, fue ésa la tertulia que intercedió por él ante Jovellanos y el ministro Eugenio Llaguno. Gran teólogo y polemista jansenizante de la generación de 1808, Villanueva fue una figura central en las Cortes de Cádiz, estableciendo la relación entre éstas y la tradición jurídica tomista. Es imposible no ver en la formación política de Mier al lector cuidadoso de Las angélicas fuentes o el tomista en las Cortes (1813), panfleto donde Villanueva sustentó en Tomás de Aquino la vindicación de la soberanía nacional. Tacaño, Servando se refirió en pocas ocasiones a Villanueva, aunque en 1820 lo llamó “sabio y piadoso presbítero”.⁴⁴

También con los Montijo, Mier conoció a los funcionarios Porlier, padre e hijo. El primero, gobernador en el Consejo de Indias, le ofrece la repatriación a la Nueva España. La respuesta de Servando habla de su creciente confianza en el fallo favorable de los académicos: “Yo le respondí con firmeza que no quería volver sin la restitución de mi honor, aunque me costase el pellejo. El gobernador suspendió por eso su diligencia.” Y recapitulando desde 1819, se lamenta:

Yo me fundaba en la justicia de mi causa, porque no sabía que ésta es la que menos importa ante los tribunales, principalmente cuando se litiga contra un poderoso. Tarde he conocido con cuánta razón rebosa toda la Escritura Sagrada en castigos y amenazas contra los jueces que hacen acepción de personas, y conocen las caras en sus juicios, reciben dones, y con su peso hacen inclinar la balanza a favor de los poderosos.⁴⁵

El doctor Mier estaba ausente, por razones de procedimiento, en las sesiones de la Real Academia dedicadas a su caso. El protocolo nos privó de leer la vista servandesca de ese capítulo de la comedia conventual donde el saber, como habría “coloquiado” Erasmo, triunfa contra la inequidad frailuna. La discusión académica, según Mier, duró ocho meses. O’Gorman precisa que ocurrió entre el 27 de mayo de 1799 y el 22 de marzo de 1800; pero sólo hasta octubre Francisco Cerdá y Rico, en el Real Consejo de Indias, dio por recibida la absolución. Casi veinte años después, Mier carecía de humor para recordar su reacción ante el triunfo de su virtud. Más que alegre, brincando por las calles del Madrid de Carlos IV, lo imagino soberbio y vengativo, restaurado como el pico de oro que era en 1794. Cuando se leyó el infamante edicto de Núñez de Haro de 1795, recuerda que “la indignación [de los académicos] los transportó hasta tratar al arzobispo de ignorante, fanático e indigno de su plaza. Llamó al edicto libelo infamatorio, atestado de superstición, disparates, calumnias y necedades. Se hubiera muerto Haro de confusión y vergüenza si hubiese oído a la Academia”, y cuando González Arnao resumió el veredicto de Traggia, fue cosa “de admirar cómo los agentes del Sr. Haro, atónitos, corrían de consejero en consejero para conjurar el golpe”.⁴

Mier, quien recompuso mediante la evolución autocrítica su versión de Tomás en América, jamás admitió sentirse humillado intelectualmente por los académicos. Explicará, en la Relación, que el benévolo fallo de Joaquín Traggia se debió a una instrucción póstumamente realizada de Juan Bautista Muñoz, protector de Servando. Y cuando le volvieron a caer los covachuelos, su reaparición fue tan apabullante que el memorialista se olvida de los frustrados festejos absolutorios. El momento exacto en que vuelve a caer en la desgracia no está registrado. Sí lo está la infamación decisiva. El oficial mayor Porcel lo regresa con los dominicos y Servando escucha que los covachuelos lo llamaban “padre Mier, o mierda”.⁴⁷ En el infortunio se reconoce al pícaro. Los astros cuyos pronósticos vendió, sin creer en ellos, don Diego de Torres Villarroel, desfavorecieron a Mier, mierda al fin. La ciencia, maravillosa por honrada, poco valía ante la contumacia de la Leyenda Negra. A partir de esa vejación y durante el resto de su vida, la caracterología de Servando vio acentuarse sus rasgos barrocos: sólo la rebeldía contumaz permite sobrevivir en un mundo que es vana ilusión, sin ceder al optimismo de los ilustrados ni caer en el pesimismo romántico. Esa vía media, llámese candor o picardía cristiana, le convierte en una persona difícil de entender para nosotros. Ello no impide que el lamento sea tan desesperado como sardónico:

Aunque todo era en lo actuado a mi favor después de habérseme oído, con este corte gubernativo empeoré de suerte, porque antes tenía por orden real libertad para elegir convento a mi gusto y ahora se me quitaba. ¿Qué importaba el prescindir de si era fábula o no la tradición de Guadalupe, si constaba que yo no la había negado, y que aun cuando la hubiese negado, el arzobispo no tenía jurisdicción en mí, su sentencia era nula y contraria al patronato real? Y ¿no se me hacía agravio en mantenerme desterrado a dos mil leguas de mi patria, después de seis años de prisiones injustas y tantos atropellamientos, con mi honor perdido en la materia más delicada y grave, confiscada mi biblioteca, que bien valía mil duros, y mis utensilios, perdida mi carrera en mi Provincia, mis privilegios en ella, la renta de mi borla, y otras obvenciones de mi Orden que me daban de entrada anual más de mil pesos largos? Entrad, cerdos, gritó desesperado un pastor de marranos, que largo tiempo se habían resistido a enfilar para la zahúrda, entrad como entran los jueces en el infierno; y se precipitaron todos de tropel a la puerta, entrando hasta unos sobre otros.⁴⁸

Recurre a medidas apremiantes, como entrevistarse con su perseguidor, León, quien “se puso hecho un demonio, diciendo que yo lo era” o inventarse una diligencia con su hermano Froylán, a través de quien impide que el obispo Andrés de Llanos y Valdés mude la mitra de Monterrey a Saltillo (!).⁴ Y pretende llegar hasta la cumbre del castillo, intentando una súplica ante Carlos IV, cuya inutilidad ya conocía. En esa zozobra sólo le queda al hijodalgo violentar los Sitios Reales y presentarse ante el rey “montando atrevidamente contra todos los obstáculos y órdenes, arriba de la escalera, para ver si podía sacar mi asunto de la Secretaría de Gracia y Justicia a la primera de Estado”.⁵ Sólo la ciencia de los historiadores hace milagros. En cuanto al rey: “Bien está”. Todo fue y será ilusión y comedia. El infortunio en el teatro del mundo exige una máscara. El apoderado de la provincia dominica le da dinero a Servando para que se establezca resignado en Salamanca. Mier confiesa un pecado venial que se volverá capital para su destino. Engaña al apoderado, roba una onza de oro en colusión con el calesero, hace a la madrugada “semblante de partir” a Salamanca y se oculta. El señor de la calesa lo chantajea con denuncia. Mier compra su libertad con doce duros. Servando Teresa de Mier se autorretrata al fin: “Ésta es la única intriga que he intentado en esta vida, y me salió tan mal como se ha visto. Mi candor excluye todo fraude. En vano mis amigos me han exhortado siempre a tener un poco de picardía cristiana, como ellos decían. No está en mi mano tener malicia.”⁵¹ Con picardía cristiana o no, la víctima candorosa se transforma en malicioso conspirador. Suspende su voto de obediencia como dominico, convirtiéndose, canónicamente, en un fraile apóstata, aquel que escapa de la obediencia a la regla, condenado a ser un clérigo vagoroso. Se mantiene oculto en Madrid con amigos americanos. El agente León, enterado de la nueva fuga, lo denuncia por haber intentado matar al ministro Caballero durante su última y trompicada visita a El Escorial:

¡Pobre de mí [dice], que cuando hay hormiguitas en el camino, voy saltando para no despachurrar sus figuritas! Para salvar la mía, que al cabo no podía ocultarse largo tiempo, tomé una mula y partí para Burgos, a ver si entre los amigos que

allí tenía podía juntar algún dinero y entrar en Francia. Todo lo que conseguí fue una onza de oro, y a los dos días determiné marchar a Ágreda, donde estaba un clérigo francés contrabandista, que también era mi amigo, para que me auxiliase con más dinero y arbitrios para penetrar por Francia y llegar hasta Roma, con el objeto de secularizarme.⁵²

¡Entre pícaros y cristianos, fray Servando! Durante esa fuga cambiará nuestro héroe. Tras aclarar su franciscano amor por las hormiguitas, y una vez iniciado en las minucias del chantaje de los carreteros, nos enteramos que tiene amigos contrabandistas, obviamente clérigos, que lo cruzarán allá lejos, donde intentará mudarse del hábito apestoso, para “secularizarse” en Roma, es decir, seguir sirviendo a la Iglesia, pero como sacerdote secular, lejos de la regla mendicante, que a Servando, como a toda la tradición antimonástica que arranca con Erasmo, le acabó por parecer consustancial a la Leyenda Negra. El códice extraviado se desenrolla:

Mientras tuviese el hábito no me cabe duda que estarían jugando a la pelota conmigo, porque como se mira a los frailes en España con el último desprecio, como a las heces del pueblo, su honor no importa nada, y cuanto mal se les haga se considera como buena presa. Toda la dificultad para archivar a uno en cualquier destino consiste en los medios de proveer a su manutención, y teniendo Provincia a quien mandar que se los dé, los opresores quedan expeditos.⁵³

Ocurrirá un nuevo y, por fortuna, breve contratiempo, pues Mier respeta el falso movimiento que rige al mundo picaresco, donde todo se muda y se revoluciona para volver a fijarse. La peste subía desde Andalucía y tomando como pretexto la necesidad de cuarentena, el alcalde mayor de Burgos lo atrapa en el mesón y lo encarcela otra vez en San Francisco. Es tarde para detenerse, las secuencias se vuelven más rápidas por necesidad y “al día siguiente un religioso se me brindó para sacarme, tirándome por la ventana a un corredor de arriba. Pero yo no lo admití, porque siempre cándido y animal, no acababa de conocer a León.”⁵⁴

Servando convenció a sus biógrafos de su candidez. Alfonso Reyes, que tanto hizo por rescatar obra y figura de Mier, relaciona esa candidez con la levitación: “Bien es cierto que parece haber sufrido las persecuciones casi con alegría. Algo así como una alegría profética lo acompaña en sus infortunios, y aprovecha todas las ocasiones que encuentra para combatir por sus ideales. Es ligero y frágil como un pájaro, y posee esa fuerza de ‘levitación’ que creen encontrar en los santos los historiadores de los milagros.”⁵⁵ Levitando, Mier se deja caer hasta en paraguas. Entre más cándido le parece su propio retrato —caricatura más que retrato, la llamará Reyes—, mejor pícaro resulta. La última tentativa de León por retenerlo en Las Caldas fracasa por la indiscreción de un covachuelo:

Un golpe de rayo paralizó por cuatro horas mis potencias y sentidos. Pues vamos a perderlo todo, dije yo en reviniendo, es necesario aventurarlo todo; y comencé a arbitrar los medios de escapar. Mi primer pensamiento fue echarme a volar con el paraguas, cuyas puntas llegué a atar [...] pero era mucha la altura; debían recibirme abajo unas piedras enormes, y podría tener mi vuelo el éxito de Simón Mago.⁵

Servando, magnífico fraile volador en la novela de Reinaldo Arenas o inventor del paracaidismo para don Artemio de Valle-Arizpe, lo que desea es alcanzar la tierra de las máscaras, antes que ser Mier, mierda, y como tal resecarse en el calabozo. No le queda mal tomar el disfraz de Simón, llamado “el Mago”, que según los Hechos de los apóstoles y también en la opinión de un paisano suyo, Justino el mártir, vivió en la Samaria durante los años de Cristo. Fue uno de los taumaturgos que habiendo competido con relativo éxito contra Jesús, se impresionó con los primeros cristianos. Simón, impulsado por su clientela maravillada y devota, aceptó el bautismo que le impuso el diácono Felipe. Ávido, quiso comprar a los apóstoles la transmisión del don de Dios, lo que lo convirtió en quien dio nombre a la simonía, es decir, el tráfico de santas reliquias. Los gnósticos acabaron por vindicarlo, a él y a Helena, su compañera divina, entre su vasta progenie. Tertuliano, el primer gato al que mató la curiosidad, o el heresiólogo que terminó

de hereje, se quejó de Simón Mago, pues se presentaba entre los judíos como Hijo, en Samaria como Padre y ante otras naciones como el Espíritu Santo, lo que no deja de ser prueba de fidelidad trinitaria. Justino creyó, injustamente, que en Roma se le tenía por Dios dado. Y el doctor Mier se refiere a la leyenda pseudoclementina, cuando el Apóstol Pedro reta a Simón a demostrar sus poderes mágicos volando frente al césar Nerón. Simón Mago logró volar un rato para acabar estrellándose sin remedio. Desangrándose, fue enterrado en vida pues los judíos samaritanos confiaban en su pronta resurrección. Servando, ajeno a la experimentación aerostática de las Luces, prefiere el recurso caballeresco de descolgarse de su celda “con el cordel que formaba el catre de mi cama”, aunque sin evitar del todo el trompicón de Simón Mago.

En el punto de media noche [dice Mier], hora en que el fraile centinela se retiraba con ocasión de los maitines; y mientras hubo ventanas en qué estribar, bajé bien, pero después, con el peso del cuerpo, las manos se me rajaron, y sin saber de mí bajé más aprisa de lo que quisiera. Cuando por lo mismo pensé hallarme hecho tortilla en el suelo, me hallé a horcajadas en la extremidad del cordel.⁵⁷

Su “volatería”, esa caída libre del Barroco a la modernidad, lo dejará libre. Trasmontando hasta llegar a un cuarto de legua de Burgos, se oculta un día en el hospital de los comendadores del rey. Todo averiado, confiesa que “allí colgué los hábitos por necesidad” y, malherido, se “disfrazó” de Simón Mago. Así, un extraño moderno anda suelto con una bolsa de cazador provista “de algún malotaje y ocho duros”, pero libre al fin, salvaje en metamorfosis que no se habría reconocido ante un espejo, caminando hasta Madrid, temblando de miedo por los ladrones que capitaneados por un tal Chafaldín, entonces asolaban a Castilla la Vieja. Frankenstein escapado del laboratorio conventual, Servando, antiguo doctor en México, recuerda que aquél

era mi primer ensayo de caminar a pie, y mis pies y piernas se hincharon de

manera que, después de dos noches de camino, tardé casi un día en andar una legua, hasta llegar a un pueblo tres leguas distante de Torquemada, donde me puse a llorar. Compadecióse de mí un arriero que iba para esta villa, me puso sobre un borrico y me llevó a alojar a casa de un buen hombre, su bienhechor.⁵⁸

Sólo en ocasiones como ésta, pocas en sus trasiegos, Servando confiesa haber llorado, siempre por dolor físico. Escapa adolorido del hábito y de sus fantasmas, pero nunca apela a la oración para pedir la mitigación de su sufrimiento. Su intimidad con la misericordia divina en la que fue educado nunca se expresa en sus Memorias: ¿severidad de jansenista o incredulidad bien escondida? En tanto, las complicidades que facilitarán su salida hacia Francia combinan la jactancia del pícaro con la disposición del hampa de los contrabandistas a recibir los ocho duros que el fraile carga. Se hace de mula guiada hasta Valladolid y ya presume de ser reconocido en la legua como “el padre que estaba en San Francisco”. Hospedado en Valladolid por dos discípulos suyos en elocuencia, de los que se hizo en Burgos, Mier hace vida clandestina, ocultándose durante el día, mientras recibía noticia de que el covachuelo León, furioso por su escapatoria, arrestó a todo el convento de San Francisco. El perseguidor obligó a los frailes a mostrarle las huellas de sangre que las manos de Servando dejaron durante la caída libre, y mandó levantar requisitorias en su contra por toda España, tratándolo de asesino, reo de lesa majestad y salteador de caminos. León decomisa las defensas y los papeles servandianos. Esa medida precautoria permitió la reconstrucción parcial de su caso ante la Real Academia en 1799. Ahora disfrazado de clérigo francés émigré, Servando Mago regresa a Madrid y se oculta en casa de Juan Cornide, sacerdote veracruzano con quien nuestro héroe ya había compartido otras aventuras. Poco antes, Servando y Cornide habían sido víctimas de un picaresco chantaje, tras un préstamo de 500 pesos. Un tal Saturnino de la Fuente utilizó a su esposa para denunciar a Mier y a Cornide como americanos deseosos de matar al rey y levantarse con España, según dice la Relación. Juan Cornide era hermano del presbítero Gregorio Cornide, entonces “provisor en Francia” y más tarde, en diciembre de 1811, independentista denunciado en Veracruz por dudar de la devoción guadalupana. Don Gregorio fue a dar a

presidio en San Juan de Ulúa donde la prolongada exposición a la humedad lo sumió en la demencia. Fue en casa de los Cornide donde Servando decide no cruzar por Cataluña. Un cómplice suyo le franqueará el paso por allá, al no regir en esas tierras la requisitoria ordenada por León. Pero Mier, escaso de fondos, advierte que entre los catalanes la falta de dinero es peligrosísima. En ese lapso, vuelve a comunicarse al Nuevo Reino de León, donde su hermano Froylán, única presencia familiar a la que Mier apela en Monterrey, le escribía para que tomase dinero y librase crédito contra él a simple vista. Pero las guerras contra Inglaterra y la codicia peninsular impedían a los americanos socorrer a sus familiares en España. Al fin se decide que Servando saldrá hacia Navarra vía Ágreda, ayudado por Filomeno —su fantasmal criado— y por los hermanos Cornide. Sale de la Villa y Corte por la puerta de Fuencarral en cochesimón. Ahora toma la identidad del difunto doctor Maniau, por ser de su edad y graduación. Así “montó en un mulo el nuevo Maniau, y a la noche fuimos a posar en el mesón de los arrieros, extramuros de Alcalá de Henares”.⁵ ¿Quién fue el misterioso doctor Maniau? Xalapeño, Joaquín Maniau y Torquemada fue diputado por Veracruz en las Cortes de Cádiz, de las que presidió algunas sesiones. Liberal, fue apresado en 1813 y excarcelado en 1815, previo pago de multa. Maniau fue uno de los protagonistas del proceso absolutista de 1814 contra los constituyentes de Cádiz. Se le acusó de “crímenes” cometidos en septiembre de 1810 —cuando Maniau estaba en la Nueva España—, como haber colaborado con el barón de Kolly, agente inglés, o de haber humillado a Pedro Quevedo y Quintano, obispo de Orense. Alamán, al contarlo entre los liberales americanos que se beneficiaron en Madrid de la Revolución de 1820, dice que Maniau fue nombrado director del Tabaco en México, puesto que había sido de su padre, don Francisco. Desterrado en Córdoba, España, murió poco después. Se conserva un Compendio de la historia de la Real Hacienda de Nueva España (1794), obra suya. Mier lo hace pasar por “difunto” para usar su pasaporte. Las Memorias servandianas dicen que hacia 1799 el “Dr. D. Romualdo Maniau” llegó a Madrid. Dado que están registrados otros Maniau entre los independentistas, Mier se refiere a algún pariente de Joaquín, o se equivoca dado que es la única vez que menciona su nombre de pila. El disfraz del pícaro rebasa la usurpación de la personalidad y los títulos de un falso difunto, convirtiéndose en una operación, un tanto incómoda, de

travestismo. Mientras se tratase de ropas talares, Servando aceptaba toda moda y cosmética, pero hacerse pasar por una bruja le parece demasiado:

A las ocho de la noche me asustó un tropel, y eran los mismos Cornide y Filomeno, que habiendo obtenido de don Zenón una copia de la requisitoria, venían a mudarme de señas. En efecto: me transformaron diabólicamente, hasta ponerme con piedra infernal un lunar sobre la nariz y otro sobre el labio superior. No me habría conocido la madre que me parió. Y con todo, respecto de que León decía en la requisitoria que era bien parecido, risueño y afable, me exhortaron a ponerme taciturno, triste y feo. Por eso yo, en divisando guardias, torcía los morros, y me ponía bizco, y ejecutaba a la letra el último grito del ejercicio portugués: “poner las caras feroces a los enemigos”. ¹

A nadie debe gustarle entrar en Francia en calidad de veracruzano y vestido de Rey Feo. Pero sin hábito, nuestro fraile es Legión. Y así se despide de España con un comentario más propio de Jovellanos que suyo: “Al salir de Aragón para Navarra vi las extravagancias despóticas y ruinosas de España, pues se hace un registro más riguroso del dinero que uno lleva de reino a reino que en las fronteras.” ² Las suplicaciones previas al debate en la Real Academia de Historia habrían contaminado al doctor de política española. Intuitivamente se descubre como parte de una Ilustración española ávida de reformar la monarquía católica sin caer en el terror francés. La manera natural para Servando de estar en la oposición sin compartir las Luces es reafirmar su jansenismo, pues jansenistas “se llaman en Europa todos los hombres sólidamente instruidos en la religión y amigos de la antigua y legítima disciplina de la Iglesia”. ³ “Jansenista” era, como Mier dice, el sinónimo utilizado para toda la oposición religiosa antiabsolutista, antijesuítica y antirromana. Así que por jansenista, o mejor jansenizante, léase lo que en 1800 se entendía por tal: un opositor político y religioso de Roma, los jesuitas y la monarquía absoluta. Ni Jovellanos ni el marqués de Urquijo tenían nada que ver con el jansenismo, siendo ilustrados ajenos de origen a esa heterodoxia católica, pero coincidían con esos clérigos en el regalismo, la deturpación de Roma y de los jesuitas, así como en ser todos

víctimas de Manuel Godoy. Y dentro de esa confusa coalición novatora, Servando distinguía perfectamente entre el sambenito colgado a toda la disidencia y su propia tendencia católica, el jansenismo, como lo descubrirá en Francia. Mier ubica con toda precisión su arribo a Pamplona cuatro días después que el marqués de Urquijo, quien llegó allí preso, en diciembre de 1800, por orden de Godoy. Un arriero especialista en clérigos emigrados lo cruza “por encima de los Pirineos” y el Rey Feo, en mula, pasa por Taconero, Hostiz y el valle de Bastan. Al fin, muerto de frío, Servando ve, desde Cincovillas, el mar y más allá, a lo lejos, Bayona, la ciudad de los judíos. Confiesa, en ese instante, una ignorancia suficiente del francés que lo descalificará como presunto traductor de Chateaubriand, pues cree confirmado su aspecto de clérigo francés: su “fisonomía y pelo, mis lunares y el acento mexicano (que ellos decían ser extranjero, y que en Andalucía hace pasar a los mexicanos por portugueses o castellanos, y en Castilla por andaluces) me pusieron en salvo”. ⁴ Servando, reo de la Leyenda Negra, la combatió desde sus entrañas con los anticuerpos que esta misma generó desde el siglo XVII, la picaresca, método del impuro y del deshonrado para mofarse de la pureza de sangre. Las burlas y veras de Simón Mago, de la bruja y del Rey Feo, anteponen a la superstición y a la crueldad, la milagrería y el humor, formas más calurosas y perdurables, por blasfemas, de la fe. Contra la España horrísona sólo quedan el corral de la comedia y su degradación picarona, que lleva la teatralidad a las prisiones y a los caminos, carnaval donde el intercambio de máscaras anula, como medida de seguridad, toda identidad confiable. La Leyenda Negra y la picaresca son tan indisociables como la dialéctica del amo y el esclavo, y, tratándose de un fraile enfermo de hábito, son el remedio y la enfermedad en un mismo trago. Así nos cuentan las Memorias esa liberación:

A otro día pasamos por Ordaz, último lugarcito de España por aquel lado, y mi afán era saber dónde era la raya de Francia. “Ésta es”, me dijo el arriero, señalándome un arroyito muy pequeño y somero. Lo pasé, me apeé y tendí de bruces en el suelo. “¿Qué hace usted?”, me dijo él. “He pasado el Rubicón”, le respondí, “no soy emigrado sino mexicano, y no traigo sino este pasaporte [era el de Maniau] de México para España.” “No importa”, dijo, “los gendarmes no

entienden castellano, y en viéndolo tan grande le quitarán a usted el sombrero como a un gran personaje.” Y así fue. ⁵

Muertos estaban Juan Bautista Muñoz y Francisco Cerdá, quienes habían llevado su caso a la Real Academia de Historia. Y don Alonso Núñez de Haro y Peralta, arzobispo de México, había fallecido en la antiguamente llamada Tenochtitlan, en el Nuevo Mundo, el lunes 26 de mayo de 1800. Mier, al menos para sí mismo, dejaba de ser mierda. Limpio, mal o bien rehabilitado, acomete el viaje sentimental hacia la Francia ya napoleónica, donde lo deslumbrará la blancura del clero constitucional. Al cruzar la frontera, Mier hace de la Relación sus recuerdos de exotismo, pues la tierra de los modernos es asaz extravagante junto a las rutinas de la España negra. Dejemos a fray Servando Teresa de Mier tirado de bruces, feliz, en el país vasco francés. Era el viernes de Dolores del año 1801.

Notas al pie † “Mas cuando os persiguieren en esta ciudad, huid a la otra”, Mt 10:23. † “errante”. † “según el principio apostólico, sin saber dónde me conducirían los hados”. ‡ Un lego de los que manejan con facilidad. † “en el camino o casi en el camino”.

5. En la Francia del abate Grégoire

En tiempos de revolución, los sacerdotes se funden en los ciudadanos como las campanas en monedas y en cañones. VICTOR HUGO, Quatrevingt-treize [1874]

El Tiempo, ese gran e infatigable sepulturero, entierra todo lo que puede las cosas que quedan de pie en la superficie; con las iglesias, por cierto, resulta más visible su esfuerzo, pues teniendo a la Eternidad por testigo la deja continuar su tarea, dejándolas profundas, huecas y húmedas como una tumba. SAINTE-BEUVE, Port-Royal, I, I [1840-1859]

JUDÍOS, MONSTRUOS TIERNOS DE BAYONA

Habría que construir una ciudad judía cerca de la frontera de España, en algún lugar apto para el comercio como San Juan de la Luz o Cibourne. Acudirían allí en tropel y así traerían sus riquezas a este reino. BARÓN DE MONTESQUIEU, Défense de l’esprit des lois [1750]

No es extraño que fray Servando, émulo de Simón Mago y de otros viajeros de la Antigüedad, indignos de confianza por su amor a las rarezas y maravillas, se haya topado, tan pronto como cruzó la raya de Francia el viernes de Dolores del año 1801, con el más extraño y aborrecido de los pueblos que habitan la historia, los judíos. Pero entre ellos, el fraile novohispano probará felizmente la escasa pócima de la tolerancia. Alegre por haberse librado de la pestífera España, de sus covachuelos e inquisidores, Servando, en las puertas de la “ciudad judía” de Bayona, se lamenta una vez más en sus Memorias: “¿Qué hacer para vivir especialmente siendo yo muy pundonoroso, conforme a mi nacimiento, e incapaz no sólo de pordiosear, sino de manifestar mi miseria? Sufría tragos de muerte, y no los hubiera pasado si fuese libertino. Una casualidad me hizo entrar, sin saberlo, en la sinagoga de los judíos del barrio de Sancti-Spiritus.”¹ Me resisto a creer que el doctor Mier, clérigo perseguido que había contemplado a los indios americanos como una de las improbables tribus per didas de Israel, haya gozado sólo por casualidad de las leyes semíticas de la hospitalidad. Los judíos de Bayona le tienden a Servando un puente áureo entre la Ley de Moisés y la modernidad. A través de ellos, el vilipendiado exegeta del Nuevo Testamento se convierte, de una extraña y momentánea manera, en un verdadero hombre de la Ilustración. Pero no nos adelantemos. Lo primero que le agrada es escuchar la lengua española, pues

se estaban cantando los salmos en castellano, y se predicó en castellano. Todos los judíos de Francia y casi toda Europa, excepto Alemania, son españoles de origen, y muchos de naturaleza; porque yo los veía llegar a Bayona a circuncidarse; todos hablan español, hombres y mujeres; en español están sus Biblias, en español todos sus rezos, y tienen sobre esto tal etiqueta, que habiéndose casado en Bayona un judío alemán que no entendía español, aunque el contrato matrimonial se le puso también en hebreo para que lo entendiera, se le leyó primero en castellano, y éste fue el que firmó. Y aún conservan en todo las costumbres españolas, como también son los que principalmente comercian con España, por la cual todos han paseado. La causa de tanto empeño en conservar todo lo español es porque dicen que los que vinieron a España enviados por el emperador Adriano son de la tribu de Judá.²

El conocimiento de las antigüedades judías le fue dado a Mier por el personaje central de este capítulo. Antes de llegar a él, es preciso decir que la descripción de los judíos de Bayona es la primera, en las Memorias, donde aparece una realidad contemporánea y verosímil, ajena a los motivos picarescos, gerundianos y eclesiásticos del mundo hispánico del que provenía. El florecimiento de Bayona como enclave judío en el golfo de Vizcaya, entre los siglos XVII y XIX, fue un hecho histórico que nuestro viajero constata. Censados en 1784, los judíos franceses contaban 3 913 familias con 19 707 miembros. Entre Bayona y Burdeos, vivían quienes Mier conoció, sefardíes escapados de la península Ibérica, conocidos popularmente como “portugueses” y detestados, dada su condición privilegiada, por los askhenazíes de Alsacia, auténticos parias. Por su orden y prosperidad, ligados estrechamente al tráfico comercial en la costa atlántica, los también llamados “bordeleses” fueron escogidos por el barón de Montesquieu como prueba de que los judíos franceses se habían salvado de la superstición y no volverían a ser perseguidos por motivos de conciencia. Muy distinta era la opinión de Voltaire y de toda la segunda generación de philosophes, cuyo antisemitismo reforzó la tradición antijudía de la Iglesia francesa. El tristemente recordado antisemitismo volteriano fue una forma extrema y paradójica de anticristianismo. Crítico, Voltaire viajaba a las raíces y encontraba en la sinagoga, no sin razón, a la madre de la Iglesia. ¿Quiénes eran aquellos judíos que recibían a fray Servando en la primavera de

1801? Siguiendo el ejemplo del emperador José II de Austria, Luis XVI semblanteó en 1787 al ministro Malesherbes para emprender una liberalización de la vida judía. Paradójicamente, los “portugueses” de Bayona y Burdeos, en tanto que judíos excluidos de facto de las leyes discriminatorias, no tenían interés en la emancipación. Y aunque fue convocada a los Estados Generales en 1789, la conducta de la comunidad judía ante la Revolución Francesa estuvo lejos de ser unánime. Mientras que en la costa atlántica conservaron su estatuto, relativamente indiferentes al decreto del 17 de septiembre de 1791, cuando la Asamblea Constituyente, antes de disolverse, dispuso por amplísima mayoría la emancipación total de los judíos, en Alsacia el terror jacobino y el terror blanco, la “descristianización” y la chuanería, sucesivamente, prendieron el antisemitismo.³ Un rabino, Salomon Hesse, siguiendo el ejemplo de otros clérigos católicos y protestantes, ofreció sus “fruslerías judías” al Dios de la Libertad el 20 de brumario del año II. Fue un caso aislado. La tibieza de los judíos del Atlántico, en cambio, tranquilizó a la Gironda, que había multado al banquero Charles Peixotto, cuyas augustas y sincréticas pretensiones nobiliarias —ser de la familia Ha-Levi alias Santa María— no concordaban con el monto de sus generosas donaciones a los sans-culottes. Durante momentos álgidos de la década revolucionaria, los sefardíes franceses jugaron a tres bandas previendo ganar mayor autonomía. El inefable Fouché, ministro de la policía, alcanzó a interceptar una oferta bordelesa al partido del rey en Londres, para constituir en las Landas un feudo autónomo bajo soberanía de la Corona, ese país de los judíos que el buen barón de Montesquieu había soñado medio siglo antes. Aunque compartía muchos de los prejuicios católicos e ilustrados contra los judíos, el primer cónsul que gobierna Francia cuando el doctor Mier la visita era, en buena medida, ese “liberador de los judíos” que el pueblo de la Antigua Alianza exaltó. Napoleón Bonaparte consideraba que los hebreos habrían de regenerarse y desjudaizarse para integrarse lealmente al Imperio. Pero sus sueños orientales románticos —que lo llevaron a juguetear en Egipto con su conversión al Islam— lo hacían variar caprichosamente de actitud ante los viejos monoteísmos. La República de Batavia, impuesta por la Revolución en las tierras holandesas, otorgó todos los derechos de ciudadanía a los judíos, asunto que disgustó a la judería de Ámsterdam, feliz con su antiguo estatuto que la eximía de pagar al fisco. Pero en la zona cisalpina y en los Estados Papales, la emancipación convirtió a los judíos en francófilos y republicanos. Todavía en Portugal, durante la intervención napoleónica de 1809, unos 200 mil marranos

fueron liberados por el mariscal Junot, a quien sirvieron con lealtad. Cuando Napoleón se convirtió en emperador en 1804, retomó varios de los proyectos borbónicos que la Revolución había interrumpido. La cuestión judía estaba en el aire y Bonaparte, partidario de un supragalicanismo —el Imperio como organizador y garante de todas las religiones—, fue demasiado lejos. El 3 de mayo de 1806 ratificó la emancipación constituyente y el 9 de marzo de 1807 convocó al Gran Sanedrín de los judíos franceses. Su tío, el cardenal Joseph Fesch (1763-1839), se alarmó. Le recordó la conseja de que las Escrituras anunciaban el fin del mundo para cuando los judíos fueran reconocidos como nación. A la reputación continental del emperador como “Anticristo” sólo le faltaba la de erigirse en rey de los judíos. Era impropia, dijo Fesch, la bendición de los viejos deicidas por los nuevos regicidas. Un año después su sobrino retrocedió parcialmente con el “decreto infame”, que volvía a obstaculizar las actividades comerciales judías y reglamentaba corporativamente al Sanedrín. Los judíos franceses nunca habían dado utilidad práctica a ese consistorio y respiraron aliviados al ver alejarse al omnipresente emperador de sus asuntos. Bonaparte, en fin, fue una figura decisiva en la emancipación judía que concluiría Luis XVIII diez años después.⁴ Ésos eran los tiempos felices de los judíos de Bayona cuando el intruso novohispano nos cuenta que entró

puntualmente a la sinagoga, a otro día de haber llegado, y era puntualmente la Pascua de los ázimos y el cordero. El rabino predicó probando, como siempre se hace en esa Pascua, que el Mesías aún no había venido, porque lo detienen los pecados de Israel. En saliendo de la sinagoga todos me rodearon para saber qué me había parecido el sermón. Ya me habían extrañado, porque yo llevaba cuello eclesiástico, y porque me quité el sombrero, cuando al contrario todos ellos lo tienen puesto en la sinagoga, y los rabinos que eran de oficio, un almaizal además sobre la cabeza. El mayor respeto en el Oriente es cubrirse la cabeza. Sólo en el cadí o conmemoración de los difuntos, que entona siempre un huérfano, se suelen descubrir las cabezas en la sinagoga.⁵

La escena retrata a un Servando fiel, en la menos misionera de las épocas y ante

la audiencia más insólita, al motivo apostólico de la predicación. Convertido en un Pablo picaresco antes que en un taumaturgo, Mier, curioso de toda eclesiología y erudito bíblico, no sólo entra en la sinagoga con el hábito albo, sino desafía a los rabinos a sostener una disputa pública sobre las competencias y milagrerías del judaísmo frente a su perverso y exitoso hijo, el cristianismo. La desfachatez del fraile refleja extrañamente la herencia medieval de la Nueva España. No estamos en 1801, sino en la España anterior a la expulsión de los judíos en 1492. Hacia 1265, el rey don Jaime el Conquistador envió predicadores cristianos a las sinagogas, becó a dominicos y franciscanos para que aprendieran el hebreo y el árabe, y, accediendo a los deseos de su arzobispo, autorizó las controversias teológicas de Barcelona entre el converso Pablo Christiá y los rabinos Mosén-ben-Najman y Ben-Astruch de Porta. Esa esgrima doctrinaria fue un creciente espectáculo de humillación antisemita, que culminó cuando el antipapa Benito XX organizó la vil disputa de Tortosa (1414) para quebrar la fe de los judíos de España. Más cercano al espíritu de Barcelona que al de Tortosa, fray Servando nos cuenta:

Y el modo que tienen para conocer si uno es judío es preguntarle en hebreo: ¿Cómo te llamas? Yo deshice en un momento todos los argumentos del rabino predicador, y me desafiaron a una disputa pública. La admití, y como tenía en las uñas la demostración evangélica del obispo Huet, me lucí tanto en la disputa, que me ofrecieron en matrimonio una jovencita bella y rica llamada Raquel, y en francés Fineta, porque todos usan de dos nombres, uno para entre ellos, y otro para el público; y aun me ofrecían costearme el viaje a Holanda, para casarme allí, si no quería hacerlo en Francia.⁷

La anécdota, incomprobable, pierde crédito pues fue deformada más tarde por el propio Mier. Pero fue jubilosamente recreada por sus biógrafos católicos, como José Eleuterio González, alias Gonzalitos, y don Artemio de Valle-Arizpe.⁸ En las variaciones de Mier la “disputa” se convierte en “conversión de judíos” y cambia de escenario: ocurrió en Madrid (nada menos) o en Portugal, más apropiadamente sospechoso. En el Manifiesto apologético, continuación insensata y pormenorizada de las Memorias, el doctor Mier se presenta como

autor de la conversión de dos rabinos ingleses. El interés de Mier por los judíos, como en el caso de todos los gentiles prosemitas del siglo XVIII, era del orden misionero: amar a los judíos para convertirlos. Además del listón que para un sacerdote dominico significaba presentarse como conversor de judíos, el motivo del “retorno de los judíos” invadió la Europa finisecular dieciochesca, y Servando aprendió que cada una de las épocas revolucionarias ve pasar el fantasma del Judío Errante. El ilustrado judeoalemán Moses Mendelssohn cautivó a Mirabeau, el futuro tribuno, quien le dedicó un folleto a favor de la tolerancia en 1787. E impresionados por la amistad que Napoleón ofrecía a los judíos, semitizantes y antisemitas combatieron hasta la Restauración. El ultramonárquico Louis Bonald advirtió sobre la imposibilidad de la integración de los judíos a cualquier sociedad cristiana, mientras que la obra de François Malot (Dissertation sur l’époque du rappel des juifs, 1776) alentaba la visión de San Agustín, quien anunció “que habrá un día, tiempo que será el fin de la duración del mundo, cuando todo Israel creerá”. Dos escritores que fray Servando leyó, el jesuita chileno Manuel Lacunza (La venida del Mesías en gloria y majestad, 1816) y el último de los enciclopedistas, Volney, argumentaron a favor y en contra de esa “judeización” de la catolicidad. Este último destacó en 1814 que las fuentes del filosemitismo francés eran Pascal y Bossuet, autores de “novelas judías”. Tras rehusar la oferta de matrimonio con la bella Fineta, Servando se jacta de quedar

desde aquel día con tanto crédito entre ellos, que me llamaban Jajá, es decir, sabio; era el primer convidado para todas sus funciones; los rabinos iban a consultar conmigo sus sermones, para que les corrigiese el castellano, y me hicieron un vestido nuevo. Cuando yo iba por curiosidad a la sinagoga como otros españoles, los rabinos me hacían tomar asiento en su tribuna o púlpito. Y acabada por la noche la función, yo me quedaba solo con el rabino que estaba de oficio, para verle estudiar lo que se había de leer a otro día. Sacaba entonces la Ley de Moisés, que cuando está el pueblo se saca con gran ceremonia y acatamiento, inclinándose todos hacia ella. Está en rollos, y sin puntos, con solas las letras consonantes, y la estudiaba el rabino, leyéndole yo en la Biblia con puntos. Y luego apagaba yo las velas de las lámparas, porque ellos no pueden hacerlo, ni encender fuego para hacer de comer o calentarse los sábados. Se

sirven para todo esto de criadas cristianas, y yo les decía por lo mismo que su religión no podía ser universal.

Tan amigo de los judíos resultó Servando que se prestaba como shabbos goï — criado gentil para el sabbat— de los rabinos de Bayona, apagándoles las lámparas, no sin antes recordarles el acertijo del particularismo judío. Servando jamás convirtió a rabino alguno: la Iglesia no nos habría dejado sin noticia documentada de semejante milagro. Acaso a los judíos ricos de Bayona les haya caído bien ese extraño visitante, al grado de querer contar con un ingenio americano entre los circuncisos. Esta familiaridad del doctor Mier con el judaísmo podría llevarnos hacia especulaciones no por manidas menos sabrosas. En su tierra natal, nada menos que el primer gobernador del Nuevo Reino de León, Luis de Carvajal el Viejo (1537-1590), murió en prisión tras haber sido procesado como judaizante, en lo que fue el primer gran auto de fe del Santo Oficio de la Inquisición en América. Su sobrino, Carvajal el Mozo (1565 [?]-1596), falleció por garrote vil camino del quemadero de San Hipólito, tras haber hecho una rotunda defensa, que consta en autos, de la fe judía. Y como familiar de aquellos infortunados criptojudíos se cuenta al dominico fray Gaspar, nacido en 1556, que, convertido por los Carvajal a la Ley de Moisés, se fugó, antes de su proceso, del convento de Santo Domingo. Servando pudo tener, como tantos regiomontanos, genealogía de cristiano nuevo, aunque es atrevido ir más lejos, pues los Mier llegaron de la metrópoli al Nuevo Reino de León apenas a principios del siglo XVIII, cuando el criptojudaísmo, falso o verdadero, había desaparecido casi por completo. Y, nota curiosa, en el Manifiesto apologético, al reconstruir la ordalía tras su rendición en Soto la Marina en 1817, Servando recuerda que el paisanaje, burlón o condolido, lo llamaba “gachupín judío”. Sin embargo, en esta ocasión no hay materia para novelar la vigilancia y el castigo. Esta historia nos aleja de la Inquisición y nos lleva hacia la tolerancia, deja atrás las catacumbas y nos aventura en la más costosa de las aventuras modernas: la libertad de culto. Es una buena y hermosa historia. Cuando Mier redactó la escena judía en 1819, ya había sido ésta permeada por el encuentro más decisivo de su vida, el ocurrido en 1801 con el abate Henri Grégoire. Antiguo jansenista y jefe del clero constitucional, el “cismático” Grégoire (1750-

1831), obispo de Blois, creyó con fidelidad apostólica que la cristiandad era incompatible con el despotismo, no con la Revolución de 1789, que intentó “cristianizar” a costa de su reputación y casi de su vida. Odiado por los monárquicos y los jacobinos, Grégoire se abstuvo de votar la decapitación de Luis XVI —aunque aprobó su enjuiciamiento— por considerar que un sacerdote estaba inhabilitado para sancionar el derramamiento de sangre. Idolatrado en Haití como liberador de los negros, a quienes presentó en la Convención, y difusor de Las Casas, Grégoire se dio a conocer con un opúsculo, el Essai sur la régéneration physique, morale et politique des juifs, que provocó en 1788 la gran discusión ilustrada sobre la tolerancia religiosa. Fue el obispo Grégoire quien educó, durante escasos y oscuros días, a fray Servando en el arte de la tolerancia. Pero así como escogió atender sólo algunas de las lecciones de su maestro, el doctor Mier podría haber obviado el tema judío, tema algo anticuado en la Nueva España. Servando, sin duda, tenía presentes las teorías de Gregorio García sobre el origen hebreo de los indios americanos, pero fue mérito propio y solitario de su sensibilidad dibujar en las Memorias esas escenas de la sinagoga, dignas de la imposible Hermandad de Abraham y que son tanto más significativas por encender el filosemitismo en un clérigo que apenas librado de la asfixia hispánica y cuya piel barroca jamás acabó de mudar en esa democracia cristiana que profetizó Grégoire. El doctor Mier, alejado de todo milenarismo, vio a los judíos como los parientes remisos que practicaban la antigua Ley. Sin embargo, a la influencia de Grégoire en Servando debe agregarse el filosemitismo de grandes doctores dominicos, como Juan de Torquemada, quien en 1450 escribió, contra los propagandistas toledanos de la limpieza de sangre, la defensa católica más rotunda de los judíos y de los cristianos nuevos. También está en Juan de Torquemada, a quien no hay que confundir con su sobrino el inquisidor, la simpatía por la hermana Iglesia ortodoxa griega. Servando la compartía al grado de que, en la “Nota ilustrativa”, apéndice a su Historia de la revolución de Nueva España, tras ver fracasado su empeño en una evangelización precolombina de linaje apostólico, presentó como probable predicador a un obispo oriental del siglo V o VI, sucesor de Tomás y “judío helenizado” de la Iglesia griega.¹ En el libro XIV de la Historia, justifica la insurrección americana y no deja de recordar, entre las infamias peninsulares, la expulsión y el exterminio de moriscos y judíos en los siglos XV y XVI. Cuando defiende a los “pardos” de América de la limpieza de sangre con la que se pretendía minimizar la

representación americana en las Cortes de Cádiz, a Servando sólo le falta conectar la expulsión de 1492 con la destrucción de las Indias para aparecer como un “antirracista” moderno. En una ocasión, en cambio, para poner en duda la ortodoxia de su enemigo Juan López Cancelada, dijo que éste había elogiado a Napoleón por la restauración del Sanedrín de los judíos.¹¹ Pero nunca consideró a los judíos —en contraste con Grégoire y otros ilustrados cristianos— instrumentos de ninguna salvación universal. Y como heredero involuntario de la picaresca, literatura atribuida a veces a los cristianos nuevos para humillar socarronamente la pureza de sangre de los hidalgos, fray Servando reintegra honorablemente al judío a la literatura hispánica, expulsado como estaba desde la sofocante Execración contra los judíos (1633) de Francisco de Quevedo y Villegas. Las páginas dedicadas por Mier a los judíos bordeleses son un momento insólito e inadvertido de las letras de la lengua. ¿Algún desván guardará la disputa de Bayona entre el doctor tomista y los rabinos sefardíes? Nos falta ese pintor que retrate para siempre la alegría de “Fray Servando en la sinagoga de Bayona”, rodeado de esos judíos que se le muestran hospitalarios, etimológicos monstruos que encontraron en él a un huésped extraviado. Quiero creer que lo recordaron con ternura cuando mandaban apagar las lámparas en su templo del barrio del Sancti-Spiritus.

PARÍS BIEN VALE UNA MISA... Y UN PLAGIO

¡Cuidado con los detalles! ¡La posteridad los desdeña; son las ratas que socavan las grandes obras! VOLTAIRE, Carta a Dubos [1738]

No hai experiencia cruel que no hayamos hecho. SIMÓN RODRÍGUEZ, Pródromo de Sociedades Americanas [1828]

Los judíos, pueblo especialista en papelería migratoria, le dicen a su amigo Servando, a la hora de internarse tierra adentro, que su pasaporte es falsificable. Después del renglón que dice “España” se puede agregar, por qué no, “y Francia” de tal forma que el fraile marchará, “legalmente”, como tantos hijos de las ilusiones perdidas, rumbo a París. La hospitalidad semítica, aderezada con la belleza no por rechazada menos estimulante de la hebrea Fineta, permiten al doctor Mier mirarse al espejo por primera vez en varios años y descubrirse joven, pues

como yo estaba todavía de buen aspecto, tampoco me faltaban pretendientes entre las jóvenes cristianas, que no tienen dificultad en explicarse, y cuando yo les respondía que era sacerdote, me decían que eso no obstaba si yo quería abandonar el oficio. La turba de sacerdotes que por el terror de la Revolución, que los obligaba a casarse, contrajeron matrimonio, les había quitado el escrúpulo.¹²

El reposo en la sinagoga de Bayona convirtió a Servando, no en un abate libertino, pero sí en ese religioso a la francesa que erraba sin callar su admiración por la belleza de las mujeres de los Bajos Pirineos. Pero pasando el Dax, desaparecidas las blancas mujeres vascongadas, Mier se permite ese racismo climatológico que el abate Raynal había recetado como maldición del Nuevo Mundo.

Nunca sentí más el influjo del clima [nos dice el viajero] que en comenzando a caminar para París, porque sensiblemente vi desde Montmarsan, a ocho o diez leguas de Bayona, hasta París, hombres y mujeres morenos, y éstas feas. En general las francesas lo son, y están formadas sobre el tipo de las ranas. Malhechas, chatas, boconas, y con los ojos rasgados. Hacia el norte de la Francia ya son mejores.¹³

Entre feas o bonitas, qué más da, a Servando le queda poco tiempo para la relajación. El hábito, el suyo y el ajeno, lo atrae sin tregua. Peor que las mujeres feúchas son los monjes y los frailes, los mismos que Goya dibujará, apretujados y diabólicos, en los Caprichos. En Bayona Mier conservó la amistad con los clérigos franceses emigrados a España, quienes lo habían auxiliado previamente en Burgos. Amenazados por la amistad del Príncipe de la Paz con Napoleón, que había pedido su confinamiento en las islas Baleares o Canarias, correspondieron a la generosidad previa de fray Servando:

Yo dirigí a su nombre una súplica-circular al clero burgalés para ayudarlos a fin de hacer su viaje. Gustó tanto que el clero, entusiasmado, salió con bandejas por las calles a hacer una colecta, y se juntó muy bastante para transportar con decencia sesenta sacerdotes, que, en obsequio mío, vinieron a montar ante el convento de San Pablo, donde yo estaba. Los infelices me enviaron a Bayona cuarenta francos, con que determiné, al cabo de dos meses, internarme en Francia.¹⁴

La información es preciosa y me obliga a detener el itinerario de Servando a

París. La circunstancia equívoca que el doctor Mier vivirá poco después en esa ciudad, como supuesto párroco de Santo Tomás, con devociones divididas entre los cleros constitucional y refractario, alcanza cierta explicación en ese párrafo. El exilio de los sacerdotes franceses en España fue muy complicado, tanto para los refractarios que huyeron desde 1792 como para quienes, a pesar de haber jurado la Constitución Civil del Clero, sufrieron los terrores de la descristianización entre 1793 y 1797. Los curas que auxiliaron a Servando en su escapatoria de España hacia Bayona pertenecían, seguramente, a este segundo grupo, engrosado por quienes habían jurado por logreros, miedosos o indiferentes. Este clero componía un exilio hoy diríamos que de baja intensidad, refugiado en España por la cercanía geográfica y no por la identidad católica, pues el reino de Godoy y Carlos IV era aliado, en virtud de la paz de Basilea de 1795, de la República revolucionaria. Entre esa fecha y el dramático año de 1808, España volvió a la órbita francesa, con el desenlace conocido. Incluso la breve Guerra del Rosellón de 1793-1794, la frustrada réplica borbónica contra la ejecución del primo capeto, como cuenta Antonio Alcalá Galiano en sus Memorias, contaminó de “liberalismo” a los ejércitos españoles. Y, por fuerza, de eso estaban contaminados los clérigos franceses que Mier conoció en el País Vasco español, juramentados arrepentidos o perseguidos que no podían encontrar refugio en los nidos ultras de Londres o en los ejércitos de los príncipes, destartalados más allá del Rin. Entre esos sacerdotes, Servando escuchó las primeras referencias directas, críticas entusiastas, al obispo Grégoire. Alguna carta de presentación, proveniente de los amigos del País Vasco, podría haberle abierto a Mier las puertas del Segundo Concilio de 1801, donde acudió como observador. También debió ampararse en la recomendación de los jansenizantes matritenses de la tertulia de los Montijo. La situación de esos curas ilustra algunas paradojas revolucionarias. Mientras que la anglicana Inglaterra recibió al clero católico emigrado con creciente emoción, hasta motivar aquel elogio de Edmund Burke —“nunca vi humildad tan magnánima, ni tanta dignidad en la paciencia, ni tanta elevación en los sentimientos del honor”—, en España las cosas fueron distintas. La catolicidad ibérica, desde los arzobispos hasta el populacho, recibió con espanto a aquellas víctimas del Terror, portadores incurables de las nocivas “ideas francesas”, agentes del jansenismo y del galicanismo. En Zaragoza, durante la fiesta de la Virgen del Pilar, los padres franceses no se inclinaron ante la procesión, como el resto de los fieles. Quizá temían ensuciar

sus sotanas. La muchedumbre los apedreó. Y don Rafael Menéndez, obispo de Santander, había justificado esa conducta:

En Francia, clérigos, padres, curas, religiosos, se empolvaban y se frotaban como los hijos del siglo más imbuidos del espíritu del siglo [...] Se presentaban en España descaradamente empolvados y vestidos de gala [...] ¡Oh, escándalo! ¡Oh, eterno oprobio del clero francés! Oprobio que no puede ser lavado con las lágrimas más ardientes. Sólo con el agua fría puede deshacerse esa pomada.¹⁵

Al inclemente obispo santanderino no le faltaban sus razones. Bruto, el clero español no distinguía, entre la clerecía francesa, a los juramentados de los refractarios, a los constitucionales remisos de los ultramontanos, a los galicanos de los jansenistas... Entre la abominación y la servidumbre ante Francia, la España borbónica desconocía matices. Fray Servando, veloz ante el conocimiento, entendió claramente el enjambre, y caminaba hacia París para implicarse en él. Y como hombre enamorado de las ropas talares, criollo a la moda cuando se podía, Mier debió admirar el raído recato de esos abates de corte que, por más fieles al decapitado Luis XVI que hayan sido, no se iban a postrar ante la primera peregrinación de pueblo que les saliera al paso. Volvamos al camino de París:

Proseguí [desde Bayona] a pie para Burdeos, distante más de treinta leguas, en compañía de dos soldados desertores de España, zapateros. Como todo el camino es un arenal, padecí infinito, y al cabo no hubiera podido llegar a Burdeos, por lo muy inflamado de mis pies, si no me hubiese embarcado en otro río. Mis zapateros comenzaron inmediatamente a trabajar, y ganaban dinero como tierra, mientras que yo, lleno de Teología, moría de hambre y envidia. Entonces conocí cuán bien hicieran los padres en dar a sus hijos, aunque fuesen nobilísimos, algún oficio en su niñez, especialmente uno tan fácil y tan necesario en todo el mundo. Esto sería proveerlos de pan en todos los accidentes de la vida.¹

La instantánea remite al autodesprecio erasmiano que fray Servando sufrió, en todo tiempo y lugar, por su propia condición de fraile, figura de la inutilidad, peso muerto y manos torpes. Y el par de zapateros desertores ilustra la facilidad con que las Memorias reproducen la narración picaresca, pues sólo a un escritor de esa estirpe se le ocurre bosquejar a lápiz ese microcosmos andariego con la exhibición del gerundiano predicador mal calzado, ridiculizado por el contrapunto de los laboriosos zapateros, colocados allí para ponerlo en solfa, por necesitado. El camino termina, sin mayor trámite, en París. Infiel tanto al viaje sentimental a lo Sterne, como a la bitácora ilustrada y diplomática de un Jovellanos, Mier funciona como pícaro y lo primero que busca es cobijo. Informa de inmediato que sus tres valedores en Lutecia son el embajador español José Nicolás de Azara (1730-1804), el botánico colombiano Francisco Antonio Zea (1770-1822) y José Sarea, conde de Gijón, ilustrado quiteño y muchacho desbalagado. Sarea debió ser hijo de Miguel Gijón y León (1717-1794), empresario y benefactor de las sociedades económicas españolas, amigo de Olavide y de Diderot. Gijón el Viejo trató de colonizar Ecuador hacia 1750 con inmigrantes europeos, en un proyecto conjunto con el marqués de Maenza, que la Corona rechazó. Finalmente, el primer conde de Gijón, perseguido por la Inquisición de Lima por sus ideas ilustradas, murió en Jamaica, de camino hacia España.¹⁷ El embajador Azara, especialista en Garcilaso de la Vega y con una larga trayectoria diplomática al servicio de los Borbones, fue una presencia circunstancial, mientras que Zea será el primer prohombre de la Independencia americana que el fraile recordará haber conocido. Nacido en Medellín, en el Reino de Nueva Granada, su precocidad científica coloca a Zea junto a don José Celestino Mutis en la expedición botánica de 1789-1794. Abogado y teólogo, Zea le enseñaba sus latines al virrey-arzobispo granadino cuando quedó implicado en la temprana conspiración de Antonio Nariño, en 1794. Todos aquellos revolucionarios neogranadinos fueron procesados y remitidos a Cádiz. Este contemporáneo de Servando en las prisiones peninsulares era para él uno “de los doctores jóvenes de Cundinamarca (éste es el antiguo nombre de Nueva Granada), que habiendo impreso un librito de los derechos del hombre, había puesto en prisión la Audiencia de Santa Fe de Bogotá”.¹⁸ El caso de Zea cayó en manos más liberales que las que se ocuparon del de Mier y, favorecido por su fama e ilustración, marchó desterrado a París. En 1801, al encontrarse con él, regresaba a Madrid —se le tenía prohibido pisar América—

para dirigir el Jardín Botánico. Testigo del 2 de mayo de 1808, pareció inclinarse por los patriotas, pero se afrancesó hasta ser el prefecto de Málaga de José Bonaparte. Se reunió con Bolívar en Londres hacia 1814 y lo alcanzó en Haití, ya como independentista. Presidió el Congreso que proclamó la República de la Gran Colombia el 17 de diciembre de 1819. Finalizó su carrera tras haber incumplido la misión diplomática que Bolívar le encargó en Europa, donde agravó la deuda externa y derrochó dineros de la embajada. Negoció una abortada confederación entre España y los nuevos Estados hispanoamericanos que habría de ser regida por Fernando VII. El botánico Zea confrontó a Mier con un hombre representativo de su generación y con un puente hacia su todavía lejano futuro político. A pocos meses de haber cruzado la raya de Francia, el fraile ya sabe lo que es disputar con los sabios de Sión y ahora se topa con ilustraciones científicas y heterodoxias políticas impensables para él. En la legación del embajador Azara, nos dice la Relación, Mier se sintió incómodo o atemorizado por los empleados. Los covachuelos de la Inquisición habían sido sustituidos por las lechuzas de la Ilustración. El cónsul español remitió al recomendado mexicano con su secretario, con órdenes de que dispusiese su alojamiento. Pero

éste era un español que se empeñó en hacerme ateísta con la obra de Fréret, como si un italiano no hubiese reducido a polvo sus sofismas. He observado que se leen con gusto los libros impíos, porque favorecen las pasiones, y no sólo no se leen sus impugnaciones, sino que se desprecian, porque el tono fanfarrón absoluto y satisfecho de los autores incrédulos pasa al espíritu de sus lectores. Y la verdad es que los tales fanfarrones son los ignorantes y los impostores. Hablan con la satisfacción que, en su interior, no tienen, para imponer, y si la tienen, es por su misma ignorancia. Qui respicit ad pauca, de facili pronuntiat.†¹

Contra lo que se piensa, en aquella época los espíritus genuinamente ateos eran muy pocos. Fray Servando, como todo católico en problemas con su Iglesia, se cuidará siempre de esquivar toda acusación de impiedad. Y en este caso el doctor Mier se equivoca, pues los libros del muy erudito Nicolas Fréret (1688-1749) le habrían gustado. Era un anticuario de su estilo que, careciendo de verdaderas ideas antirreligiosas, cometió la imprudencia de afirmar que la virtuosa

civilización china era 2 575 años anterior a Cristo, lo que le valió su temporada en La Bastilla. Mier confundía a los criticistas barrocos —como él— con los horribles impíos de la propaganda contrarrevolucionaria. El secretario ateizante, una vez fracasada su misión de adoctrinamiento, descubre que el fraile carga dinero y, desobedeciendo la hospitalidad consular, le cobra 20 duros de alojamiento. Dada la fortuna que habría heredado de su padre, es posible que José Sarea, segundo conde de Gijón, natural de Quito, fuese el alegre derrochador que completa la galería de excéntricos con quienes el dominico hace su “París era una fiesta”. De Sarea sabemos solamente lo que Mier nos cuenta. Era un señorito dedicado al contrabando que “tiraba el dinero como si estuviese en América”. A Servando, convencido que los salvajes eran los europeos, aquello le parecía afrentoso “considerando que se había de ver en gran miseria en Europa, donde todos se conjuran para despojar al americano recién venido, le iba a la mano, aun cuando quería gastar en mi obsequio. Él se enfadó de esto y me abandonó casi luego que llegamos a París.”² A sus virtudes como cristiano ecuménico y fraile impermeable al ateísmo agregamos el espíritu ahorrativo de Servando, pues advierte que el conde de Gijón se arrepintió de sus derroches “porque le sobrevinieron los trabajos que yo le había predicho” y fue víctima de un fraude comercial con el azúcar que exportaba de La Habana. En una declaración rara en el memorialista, se despide de José Sarea como un hombre que al conocer “mi hombría de bien” se convirtió en su mejor amigo. Gijón habría heredado de su ilustrado padre los negocios azucareros.²¹ Mier jamás abandonó su conciencia y sus obligaciones de sacerdote:

No quiero omitir que un francés al servicio de España, que se hizo mi amigo en Bayona, me recomendó desde Burdeos con eficacia a su hermano, que ocupaba una plaza de influjo en París, porque aunque sacerdote, le decía de mí, es hombre de bien. Me enseñó esta cláusula y me dijo que era necesario, porque todos ellos eran unos libertinos. Después vi que era cláusula corriente en la recomendación de un sacerdote. Tanto habían declamado los incrédulos contra la religión y sus ministros como unos impostores, que llegaron a impresionar al pueblo, el cual salía a cazarlos en los bosques, adonde huían cuando la Revolución, diciendo que iban a matar bestias negras.²²

Llegar a la Francia posrevolucionaria fue para Servando una comprobación amarga: la Iglesia Católica estaba en ruinas, víctima de su propia disipación y de la derrota filosófica. En España era fácil culpar a la Inquisición y a sus covachuelos del desastre, mientras que en Francia imperaba la disyuntiva entre el libertinaje o el martirio. A esa constatación se sumaba el horror por el propio hábito: ser “religioso y fraile” era aún peor que ser solamente sacerdote. Quizá fue ese amigo francés al servicio de España, precisamente, quien lo recomendó en París desde Burdeos, pero es esa recomendación con cláusula de buena conducta la que provoca la página más triste de la Relación:

Si el francés hubiera sabido que yo era religioso, no me hubiera recomendado, porque el sobrenombre de fraile me constituía incapaz. Entre católicos e incrédulos es un oprobio, o, por mejor decir, el compendio de todos los oprobios, y con decirle a uno que lo es creen haber agotado las injurias. Equivale a hombre bajo, soez, malcriado, ocioso, pordiosero, ignorantísimo, impostor, hipócrita, embustero, fanático, supersticioso, capaz de todas las vilezas e incapaz de honor y hombría de bien. Parece increíble y es ciertísimo. Aun en los buques de los católicos es menester no decir uno que es fraile, porque si hay alguna borrasca lo echan al agua, como ha sucedido varias veces. Por eso los franceses en España los mataban sin remordimiento, dentro y fuera de los conventos. Por eso ya casi no existen en Europa. José Napoleón los había extinguido en España, y allá iban las Cortes. Donde existen se les ve con el mayor vilipendio, y no se les da entrada en ninguna casa decente. [...] Lo peor es que el frailazgo imprime carácter indeleble. Nada se avanza con secularizarse, ser obispo ni Papa. Siempre lo frailean desdeñosamente, y en Roma, para despreciar al Papa, o alguna providencia suya, dicen hombres y mujeres: “Oh è un frate”.²³

En el episodio siguiente veremos incurrir a fray Servando en al menos tres o cuatro de los trece adjetivos que cuelga a los religiosos. Y aunque no lo vamos a tirar por la borda, tendremos que reconocer que obró frailunamente contra una de las escasas personas cándidas y sabias en la crudelísima historia americana: Simón Rodríguez (1771-1854), el pedagogo ilustrado que fue maestro y confidente de Simón Bolívar.

Tras recibir un “socorrito” del señor inquisidor José Yéregui, el jansenista español que intervendrá varias veces en su vida, Servando anuncia que

a poco de estar yo en París llegó Simón Rodríguez, un caraqueño que, con el nombre de Samuel Robinsón, enseñaba en Bayona, cuando yo estaba, inglés, francés y español, como también enseñaba este último un fraile trinitario descalzo, llamado Gutiérrez, apóstata y libertino²⁴ [...] Robinsón se fue a vivir conmigo en París y me indujo a que pusiésemos escuela de lengua española, que estaba muy en boga.²⁵

En 1801 Simón Rodríguez, rousseauniano, nadaba mar adentro en un siglo en el que Servando apenas se mojaba la sotana. Servando y Simón vivieron en el número 165 de la rue St. Honoré, muy cerca de la rue de Poulies, o al menos en esa dirección se imprimió la discutida traducción de Chateaubriand. Pero el fraile pagó esas clases de Ilustración y Romanticismo con la impostura, el abuso de confianza y el plagio:

Por lo que toca a la escuela de lengua española que Robinsón y yo determinamos poner en París, me trajo él a que tradujese, para acreditar nuestra aptitud, el romancito o poema de la americana Atala, de M. Chateaubriand, que está muy en celebridad, la cual haría él imprimir mediante las recomendaciones que traía. Yo la traduje, aunque casi literalmente, para que pudiese servir de texto a nuestros discípulos, y con no poco trabajo, por no haber en español un diccionario botánico y estar lleno el poema de los nombres propios de muchas plantas exóticas de Canadá, etcétera, que era necesario castellanizar.²

El doctor Mier, teólogo de la Real y Pontificia Universidad de México, donde no enseñaban francés, se solaza en explicar que

Se imprimió con el nombre de Robinsón, porque éste es un sacrificio que exigen

de los autores pobres los que costean la impresión de sus obras. Así el barcelonés don Juan Plá es el autor de la Gramática y Diccionario de Cormón, que costeó la impresión y no sabía español [...] Ródenas en Valencia hizo apuesta de traducir la Atala al castellano en tres días, y no hizo más que reimprimir mi traducción, suprimiendo el prólogo en que Chateaubriand daba razón de dónde tomó los personajes de la escena, pero reimprimiendo hasta las notas que yo añadí.²⁷

Todavía Alfonso Reyes, con buena fe y pocas luces, sostuvo la autoría servandiana. Pero el erudito Pedro Grases puso en orden las cosas, al analizar la traducción “de Mier”, publicada en 1801, pero no en París, sino en Bayona. El texto, según Grases, es una versión de buena factura, en absoluto literal y con algunos galicismos.²⁸ Nada hay del esfuerzo crítico que Mier se adjudica, en defensa de reproches imaginarios, pues el fraile no sabía francés o apenas lo farfullaba en 1801, como lo muestra su propia confesión de ¡haber hablado como mexicano para hacerse pasar como clérigo francés en la frontera española! Manuel Payno, descubridor de las Memorias, nunca prueba su afirmación de que el joven Servando “sabía el idioma francés, algo de italiano y tenía una librería bien surtida”.² Meses después aparece milagrosamente un Servando políglota en calidad de negro y víctima de Rodríguez, que nada tenía de empresario y estaba tan desguarecido o más que su amigo mexicano, pues carecía de sus relaciones eclesiásticas. El resto de los argumentos de Grases son casi irrebatibles. Mier agrega que “su” traducción le fue robada después por Pascual Genaro Ródenas en Valencia (1803) y por el inglés Walton para su Exposé on the Dissentions of Spanish America. Grases leyó una y otra cosa: la traducción de Ródenas es distinta de la que Mier se atribuye y el libro de Walton tan sólo la cita. Más tarde, Servando fue víctima de verdaderos plagios. Su Historia de la revolución de Nueva España fue saqueada por Walton y Manuel Palacio Fajardo. Simón Bolívar, finalmente, sólo lo cita una vez en su Carta de Jamaica del 6 de septiembre de 1815 y luego toma párrafos enteros. Mier se queja de que Ródenas quiso enmendarle la plana desacentuando sabanas en vez de sábanas. No hay tal cambio en la versión valenciana. Yo agregaría: ¿para qué necesitaba entonces Mier de un diccionario botánico cuando convivía con un botánico americano tan importante, el francoparlante Zea? Pues porque la

traducción ya había sido hecha en Bayona por Simón Rodríguez, quien dedicó el trabajo a sus alumnos en esa ciudad y ofreció, a los compradores de Atala, su nueva dirección en París, 165, rue Saint-Honoré. A principios del siglo XIX la noción de derecho de autor era bastante laxa, pero no son lo mismo los plagios de Stendhal, sobre textos de personas desconocidas, historiadores de la música y la pintura, que la treta de Servando contra Simón Rodríguez, su amigo y anfitrión. Al entrar en el desván de los detalles, esas ratas que maldecía Voltaire, Mier no sólo trata vanamente de ocultar su deshonestidad, sino manifiesta una mutación decisiva en su personalidad. El encuentro con las ideas modernas y sus propagandistas lo enriqueció intelectualmente de manera irreversible, pero agudizó su sentimiento de inferioridad frailuna, estimulando su metamorfosis picaresca, la forma que mejor conocía de sobrevivir al infortunio. Servando no tenía motivo alguno para perjudicar a Simón Rodríguez —al que seguramente ayudó en la escuela parisina—, ni al traductor valenciano o al publicista inglés. Pero, durante la redacción de las Memorias en 1819, al doctor debió dolerle que tantas partes de su vida carecieran de documentación, justo cuando era sometido a un proceso inquisitorial. Incluso, durante las primeras declaraciones del reo, en septiembre de 1817, dice que el viejo Robinsón era un “angloamericano católico”, lo que prueba que casi había olvidado quién fue su camarada parisino. Entre 1814 y 1820, los nombres de Servando Teresa de Mier y de Simón Rodríguez podrían haberse perdido como máscaras desechables del carnaval de esa revolución hispanoamericana que parecía aplastada por la Restauración. Así que plagiar la traducción de Chateaubriand era fácil e inofensivo, un detalle que la posteridad desdeñaría.³ La argumentación final de Mier, plagada de erudición frailuna y salpicada de las migas de la cena conventual, no deja de conmoverme:

Cuando murió el abate Gándara, todos decían: ya murió el Cicerón de [José Nicolás] Azara, porque de aquél era la vida de Cicerón, traducida del inglés, que no sabía Azara. Mil otras intrigas se hacen. La Apologia jesuitarum a Fr. Daniele Concina es notoriamente obra de un jesuita veneciano. El ex jesuita Zacarías añadió el suplemento a la obra de Natal Alejandro, callando su nombre, porque nadie le daría fe sobre las materias de gracia. Y es costumbre de los jesuitas callar por eso su profesión, como lo hizo Berault-Bercastel,³¹ que dicen en

Francia dio por historia eclesiástica los anales de su Compañía.³²

Esas parrafadas escolásticas a propósito de Chateaubriand, el autor moderno por antonomasia en 1800, traídas a cuento “para contrarrestar la inicua maniobra de las gentes que no reparan en robos y ficciones”,³³ muestran a ese Mier desesperado entre la erudición y la paranoia, en esa pesadilla de quien por huir hacia adelante retorna al origen. ¿Qué habrá aprendido de Simón Rodríguez, llamado por la bobería republicana Sócrates de Caracas o Diógenes de América? Tal parece que cuando Servando topa con esos gigantes que lo colman de admiración, vuelve a ser el prisionero que cuida de las arañas en su celda, contándolas como su única heredad. Ese Robinsón, en cambio, caminó entre dos siglos tras un ejemplar vivo del Emilio de Rousseau y lo creyó encontrar en el joven Bolívar, a quien vio morir en el fango; fue un loco de las Luces que fundó falansterios en las imposibles repúblicas de América Latina. Ambos son creaturas desdeñadas por la biografía y arropadas por la novela. Mier tiene en Reinaldo Arenas a su custodio y Simón Rodríguez a Arturo Uslar Pietri, autor de La isla de Robinsón (1981) que, dado que creo en la realidad novelesca, acaso sea la única fuente verosímil sobre el encuentro.³⁴ Uslar Pietri camina tras el par de prodigios, escucha al barroco disertar sobre Santo Tomás, mientras Robinsón le da sus primeras lecciones sobre la Revolución Francesa, Robespierre y Bonaparte, esas formas de despotismo que Servando desconocía. En esas conversaciones debió escuchar las primeras opiniones políticas, estrictamente contemporáneas, en boca del Aristóteles de Alejandro-Bolívar, un intelectual ajeno al clero. Con mejor maestro informal no pudo toparse el fraile. Y Uslar Pietri se atreve a contrastar el Atala con la imaginación de sus traductores. Ninguno de los dos americanos conocía bien la cultura indígena de su tiempo. Para Servando los indios contem poráneos eran los comanches que su padre mandaba colgar en los caminos del Nuevo Reino de León, mientras que en Rodríguez el indio es sólo el buen salvaje. Para ambos el indio americano era una creatura tan mitológica como para el vizconde de Chateaubriand, nueva estrella de la literatura francesa. ¿Por qué traducir a Chateaubriand? Era el hombre de la hora. El 6 de abril de 1801 la imprenta de Mignaret daba a luz los primeros ejemplares de Atala ou les amours de deux sauvages dans le désert. Su autor había nacido en 1768, 17 años después que Rodríguez, sólo un lustro menor que Mier. Hijo segundón de la

nobleza bretona, François-René alcanzó a ser presentado en la corte de Luis XVI durante una cacería. Se entusiasmó, como les ocurre a los jóvenes, con el aliento libertario de 1789, pero fue de los primeros en retroceder ante las cabezas paseadas en picas por la turba parisina. Amigos y familiares suyos conocieron el cadalso. Chateaubriand escapó al Nuevo Mundo, donde recorrió muchas leguas entre los Estados Unidos y Canadá, territorio que su imaginación extendió hasta la península de la Florida. Perdido en esas inmensidades, dijo haber leído en un periódico viejo que su rey, juzgado como Luis Capeto, había sido guillotinado el 21 de enero de 1793. Regresó a Londres para ver la derrota militar de los hermanos del rey y en 1800 lo tenemos de regreso en Calais, tras haber publicado su Essai sur les révolutions, donde se debate entre la “vieja” Ilustración y el “nuevo” catolicismo. El Consulado, en un tris de convertirse en Imperio, necesitaba de Chateaubriand para legitimar entre la inteligencia la restauración del culto católico. Eso ocurrirá con El genio del cristianismo, de 1802, el bestseller del Concordato. Es natural que a Mier y Rodríguez, más allá de la oportunidad editorial, les sedujese Atala. La antigua Ilustración sonrió con amargura ante esa sanción pública de la cursilería de los románticos. El cuento se interrumpe en 33 ocasiones debido a las lágrimas del narrador, mientras el viejo Chactas cuenta a René ese romance piadoso y exótico. Por ser una invención del origen, sin la cual el exiliado enloquece, Atala debió conmover también a sus traductores al español pues Chateaubriand, cristianizador de Rousseau, había viajado al Nuevo Mundo huyendo de los horrores del contrato social, a la caza del Buen Salvaje, que para el vizconde, como para fray Servando, no podía ser sino cristiano. Atala es una tragedia cristiana entre gentiles, la historia de amor de un indio apóstata —Chactas— por una india cristiana —Atala—, desplegada ante la mirada enternecida de un sacerdote ideal, el padre Aubry, que habrá de morir martirizado. Un ignorante de la literatura moderna como lo era Mier —y tantos de los lectores franceses del día— comprendía fácilmente el catecismo de Chateaubriand: la Virtud, arrancada del mundo por la furia deísta, se reconquista en las antípodas, en el corazón de una princesa indígena cristiana, cuya castidad es una ofrenda a Dios, a la naturaleza y al amor, trinidad romántica elemental que en 1801 garantizó el éxito popular. Por más antecedentes que tuviera en Rousseau y en Bernardin de Saint-Pierre (Pablo y Virginia, 1787), Atala, por su cristianización del motivo, era una auténtica novedad. ¿También lo era para Mier, que estaba aprendiendo francés

junto al pedagogo Rodríguez? No del todo. ¿No era acaso la leyenda de Santo Tomás Apóstol otra tragedia cristiana entre gentiles? ¿No había narrado fray Servando, en su célebre sermón, el amor de una indianidad apóstata por la Tonantzin, madre de Dios antes de ser bautizada por los españoles como Virgen de Guadalupe? ¿No se identificaría él mismo con el padre Aubry, quien siembra la verdadera religión en el corazón entusiasta pero desordenado del pagano? Mier no volvió a ocuparse de Atala, salvo para presumir que la había traducido. Nuestro fraile, para dolor de sus biógrafos, fue ajeno al arte del retrato literario. No lo ejerce ni como barroco, ni como romántico. Tiene demasiada prisa por desahogar sus diligencias. Alaba a pocas personas y tizna a sus enemigos. Se es covachuelo o se es fraile, el resto no es humanidad. En la Relación, un personaje de la riqueza de Simón Rodríguez sólo merece seis líneas de presentación. Más importante le parece la currícula, una nuez abierta, del zutano Gutiérrez, trinitario, libertino y ajusticiado. Que Mier le haya perdido la pista a Rodríguez en 1819 es lógico; no lo es su indiferencia ante Chateaubriand, uno de los escritores más famosos de su época. Pero sólo nos dice que “en cuanto a la Atala, el primero que vino a comprárnosla fue su mismo autor”.³⁵ Las biografías de Chateaubriand coinciden en que en abril de 1801 el vizconde estaba en París. Es muy probable que se haya hecho de la versión española de Atala que vendían un par de hispanoamericanos, aunque, en el prefacio de la edición de 1805, Chateaubriand consigna sólo “dos traducciones inglesas de Atala aparecidas en América”.³ El novelista Uslar Pietri también se queda hambriento ante la imperdonable reticencia del memorialista. Imagina a Simón Rodríguez increpando a Servando por no haberle contado completa a Chateaubriand su historia de Santo Tomás Apóstol en América. Quizá Mier tuvo, durante sus exitosos años veinte del siglo XIX, alguna noticia de los cuadernos de Simón Rodríguez, donde su espíritu matemático trataba de resolver la ecuación entre la anarquía y el despotismo con un resultado favorable para América. Mier se habría reconocido en la contrita maldición lanzada por Simón Rodríguez: los hispanoamericanos han experimentado con todas las formas de la crueldad.³⁷

RETRATO PERDIDO DE UN ABATE

¿Y quién es el cristiano convencido, el genio poético que interpela a estos ilustres desconocidos, como antaño en Esparta yo llamaba en vano a Leónidas? Es el antiguo obispo de Blois, el juez de Luis XVI. CHATEAUBRIAND, Vida de Rancé [1844]

Desde las ruinas de Port-Royal

¿Qué os parece esta interpretación de la caridad que tras ese arrobamiento de un alma, y el éxtasis más poderoso de su plegaria, no tiene nada más presente que el perdón de sus perseguidores? Es esta inspiración común a todo verdadero cristiano la que poseyó después al abate Grégoire, ese hombre de bien y de cólera, que no pudo terminar sus Ruinas de Port-Royal sin formular un voto de clemencia por los destructores mismos, al rezar, desde el fondo del alma, por los jesuitas. SAINTE-BEUVE, Port-Royal, I, II [1840-1859]

La noche del 28 al 29 de octubre de 1709, 300 hombres armados asaltaron el convento de Port-Royal des Champs. El desenlace de este golpe de Estado fue el arresto de 22 religiosas. La menor de ellas tenía 50 años. Una enmarañada conspiración llevó a la escritura de la lettre de cachet de Luis XIV ordenando el arresto preventivo de los jefes jansenistas de Port-Royal. En 1711 la iglesia fue borrada de la faz de la tierra y de la tierra exhumados los cuerpos de su cementerio. Rompiendo con la tradición galicana que sostenía la autonomía de la Iglesia de Francia, en 1713 el Rey Sol exigió al papa Clemente XI la firma de la bula Unigenitus, que erradicaba oficialmente la herejía jansenista y obligaba a todo el clero francés —incluyendo, por primera vez en un procedimiento de ese

tipo, a las monjas— a firmar la condena de las proposiciones de Jansenio y su escuela. Voltaire mismo, quien deseaba colgar al último jansenista con las tripas del postrero de los jesuitas, se pregunta, en El siglo de Luis XIV, cuál fue la causa de tamaña inquina contra la casa de Racine y Saint-Cyran, de Pascal y Arnauld. Un siglo después, cuando el águila napoleónica alcanzaba el mediodía, Henri Grégoire, obispo dimisionario de Blois, publicó Les ruines de Port-Royal des Champs (1809) para recordar el año secular de la destrucción del monasterio. Sólo él entendía la significación de una fecha que ya entonces parecía una gresca entre reyes y monjes más cercana a la Edad Media que a la “modernidad” imperial. Pero Henri Grégoire quería unir en un mismo túmulo las cenizas de Port-Royal con las de la Revolución de 1789, destruida por Robespierre y Bonaparte; el antiguo abate clamaba en el desierto por trazar, contra la arena del olvido, una línea directa entre el primer jansenismo y esa Iglesia Constitucional de 1790 de la que fue heresiarca. Ya examinaremos esas sutilezas. Detengámonos, como el padre Mier debió de hacerlo, ante ese obispo defenestrado, a quien Napoleón ocultó en la oscuridad del Senado vitalicio, junto a otras antiguallas revolucionarias. Hay en el panfleto conmemorativo de Grégoire un motivo estético y otro ético. A diferencia del conde de Volney, quien dijo en Las ruinas de Palmira (1791) que los escombros de la historia y de la religión han de ser barridos para edificar el progreso, Grégoire lloró sobre las ruinas de una época más virtuosa. El obispo de Blois, como lo vio Sainte-Beuve en su majestuoso Port-Royal, hizo ante aquel monasterio suprimido un acto de contrición extensible a todos los horrores del poder político. La suerte de los jansenistas, humillados en 1709, se repetirá, amplificada a toda la cristiandad, con sus peores enemigos, los jesuitas, quienes en 1767 marcharon a la extinción como víctimas de la misma brutalidad que urdieron contra PortRoyal. Ambas facciones serán devoradas por el monstruo que su rivalidad tanto consintió en crear, esa Revolución que Grégoire trató, con paradójico éxito, de cristianizar, atemperando todo vandalismo —él inventó esa palabra—, al intentar conciliar la libertad del ciudadano con la fraternidad del cristiano. En su memorial de 1809, Grégoire les pide perdón a los jesuitas, asumiendo que el siglo de los philosophes y de la guillotina los derrotó lo mismo que a él, necio en evangelizar a los modernos. Pero el llanto de Grégoire ante Port-Royal no es

cualquier llanto. Es un dolor extensivo a todas las víctimas de la impunidad del Estado absolutista, cuya siniestra capacidad de cálculo nace al devorar diligentemente a sus clérigos, primero los jansenistas, luego los jesuitas. Entre la lejana noche de San Bartolomé en 1572 y la coronación de Napoleón en 1804, Grégoire atisba el rostro pétreo del Estado, a través de cuyas almenas enrejadas, lo mismo nos observa Luis XIV que los terroristas que lo descabezaron. La súplica ante Port-Royal podría ser ante cualquier otra ruina, pero no sería la misma si no viniera de Grégoire, quien sintetizó en buena medida lo que hoy entendemos como “tolerancia”. Fue más lejos que Voltaire, que consideró que sólo contra los jesuitas la intolerancia era un derecho humano. Antes de Grégoire, la palabra tolerancia sólo se entendía por su acepción negativa. Grégoire también llora por todas las veces, pretéritas y futuras, en que la tiranía arrojará a los ojos de sus enemigos la cal de los epítetos: judío, negro, jesuita, jansenista, juramentado, refractario...³⁸ El rezo de Grégoire, en fin, viene de un hombre de fe, que comprendió que no se podía matar en nombre de la tolerancia. Hace cien años el historiador judío Jacques Godechot paseaba con su madre en la Place des Carmes en Lunéville cuando la vio detenerse ante la estatua de Grégoire. “Hijo mío”, le dijo, “éste es el abate Grégoire, el hombre a quien le debemos ser lo que somos”. En 1998 yo mismo caminé por el Marais rumbo al Museo Carnavalet, para mirar el retrato pintado por J. B. Mauzaisse en 1820, donde Grégoire, obispo, aparece de pie con su biblioteca de fondo. Cansado de buscar el cuadro sin éxito, pedí ayuda a las empleadas del museo, que con toda amabilidad demostraron no saber quién era Grégoire ni dónde había ido a parar su retrato. Todas esas muchachas eran, curiosamente, negras. Supongo que causé un pequeño revuelo pues minutos después me llamó la directora del museo, quien con cierta vergüenza profesional admitió que su Grégoire estaba embodegado desde las fiestas del bicentenario en 1989. Y mirando a sus empleadas negras, dijo maliciosamente: “Las pobres no saben dónde está quien les quitó las cadenas.” Henri Grégoire nació el 4 de diciembre de 1750 en Veho, cerca de Lunéville, en la Lorena, hijo único de un sastre eclesiástico y de una madre piadosa. La expulsión de los jesuitas interrumpió sus estudios con ellos y fue admitido en la Universidad de Nancy en 1768. Tras borronear elogios de la poesía, su vocación sacerdotal lo lleva al seminario de Metz, donde será discípulo de Adrien Lamourette, futuro obispo constitucional de Rhône-et-Loire y diputado a la

Asamblea Legislativa, víctima mortal de los jacobinos en 1794. Ordenado predicador el 6 de enero de 1776, Grégoire adopta de inmediato las maneras del cura ilustrado y abre biblioteca en su parroquia de Emberménil. En la época de la fisionomía de las siluetas, el pastor Jérémie-Jacques Oberlin, especialista, lo dibuja así, de perfil: por la frente y la nariz se distingue felicidad e ingenio, mal juicio y mucho espíritu, capacidad satírica y cordialidad evangélica. Un hombre escasamente tranquilo que hará el bien en sociedad.³ Grégoire comenzó por manifestar la extraña obsesión de integrar a los judíos mediante la reforma de su condición civil. “Los hombres de letras”, dirá él mismo, “se sorprendieron de ver a un cura católico convertido en defensor de una nación proscrita”.⁴ Más allá de la curiosidad y la fraternidad, el origen de la judeofilia de Grégoire está en los medios jansenistas “radicales” que frecuentaba. Voltaire llamaba a Pascal “ese geómetra de las religiones oscuras”, mientras que, para el sabio de Port-Royal, la persistencia de la Sinagoga era una figura deseada por Cristo para señalar que la obra de la Iglesia estaba incompleta. Sus herederos figuristas, lectores de la Biblia en su doble sentido literal y espiritual, buscaban en la anagogía el futuro del jansenismo, que como “secta” perseguida se identificaba no sólo con los primeros cristianos, sino con los judíos. Los jansenistas hebraizantes le enseñaron a Grégoire que el antisemitismo de los philosophes pretendía el descrédito del Antiguo Testamento. Por ello los judíos eran el cuerpo de reserva de la cristiandad, destinado a sustituir a los cristianos desfallecientes. Otros jansenistas fueron más lejos que Grégoire: como los fieles del abate Vailland, quienes esperaban al profeta Elías para desligar a los judíos de la Ley de Moisés. Hubieron de esperarlo en La Bastilla, presos por órdenes superiores. Es así como, asesorado por Dom Calmet y el rabino Isaac Beer-Bing de Metz, el abate Grégoire concurre al premio convocado por P. L. Roeder sobre la utilidad de los judíos para la Francia ilustrada y lo gana en 1788 con su famoso ensayo sobre la regeneración. Católico, Grégoire nunca perdió la esperanza de que los judíos se convirtieran, pero nada hizo para lograrlo cuando fue jefe de la Iglesia revolucionaria, pues creía que la dispersión de los judíos era un acontecimiento único en la historia de los hombres. Los judíos eran depositarios del archivo del mundo y dueños de la prueba de la Nueva Alianza, que los convertirá en miembros de la familia universal de la fraternidad entre todos los pueblos.⁴¹

El 5 de mayo de 1789, Grégoire llega a los Estados Generales electo como representante del clero de Lunéville-Nancy. El memorialista Thibaudeau lo recuerda cargado de buena fe, candor, coraje. Sin ser propiamente republicano, devino patriota y revolucionario, e hizo mucho por unir, como ocurrió, al clero con el resto de los diputados del Tercer Estado. Y según Bernard Plongeron, su biógrafo, la vida de Grégoire se confundirá con la historia de la Asamblea Constituyente hasta el 30 de septiembre de 1791. Louis David lo pintará en primer plano en el Juramento del Juego de Pelota, entre el pastor protestante Rabaut Saint-Étienne y el monje cartujo Dom Gerle —en realidad ausente de la escena. La marea revolucionaria convertirá a Grégoire en el primer arquetipo de “cura rojo”. Preside la Asamblea Nacional durante las 72 horas siguientes al 12 de julio de 1789, durante la sesión permanente de los asambleístas y la toma de La Bastilla. En agosto ganó las discusiones sobre la igualdad de los judíos, los negros y los mestizos, así como la ciudadanía para los habitantes de la isla de Santo Domingo. Su intervención fue decisiva para abolir, junto con el abogado canonista Gaston Camus y el librepensador Jean-Baptiste Treilhard, los títulos de nobleza. Hasta aquí era solamente uno más de los constituyentes. Pero la marea lo colocó en el ojo del huracán revolucionario: la Iglesia Constitucional, posibilidad de cisma escasamente estudiada en la historia religiosa de Occidente.

Viaje por el país de Jansenio

Jansenismo: No se sabe lo que es, pero queda muy bien hablar de él. GUSTAVE FLAUBERT, Dictionnaire des idées reçues

El término jansenista apareció en 1641 para designar, de manera peyorativa, a los corifeos del obispo de Ypres, el holandés Cornelius Jansenius (1585-1638) que pretendió con L’Augustinus, obra póstuma, un retorno vigoroso a la ortodoxia de San Agustín. Los jansenistas reivindicaban la valencia primordial del pecado original y la corrupción inalterable del hombre, frente a la idea renacentista, apoyada por el jesuita español Luis Molina, del hombre como

maestro de sí mismo y dueño de su destino. Entre los movimientos basados en la observancia religiosa, pocos como el jansenismo provocaron trastornos políticos de semejante magnitud, ni ningún otro desarrolló mutaciones tan paradójicas. Entre Jansenius y Grégoire, el jansenismo viaja de la Tradición a la Revolución. En qué medida se traicionó a sí mismo o esa evolución estaba en su origen, es materia de discusión infinita entre los teólogos. Para Roma y los jesuitas, el jansenismo fue la abominable quinta columna del protestantismo en la Iglesia Católica. Esa acusación nunca pudo ser probada. Paralelos, jansenismo y protestantismo nunca confluyeron en un mismo río. La teología de los Sacramentos, esencial entre los patriarcas de Port-Royal, los defendió de cualquier acusación seria de herejía. El último de los grandes abates letrados, Henri Bremond (1865-1933), dedicó muchas páginas de su Histoire littéraire du sentiment religieux en France a desacreditar a la galera jansenista, reunión de forzados consagrados a remar contra la fe, la esperanza y la caridad, el corazón de la devoción humanista.⁴² En cambio, el sociólogo polaco Leszek Kolakowski definió al jansenismo maduro como una Contrarreforma anticalvinista, asimilación polimorfa de esa herejía por el catolicismo. Kolakowski defiende la ortodoxia agustiniana del jansenismo, al grado de afirmar que, con su condena en 1713, la Iglesia Católica firmó su abdicación ante el mundo moderno.⁴³ La discusión se complica al examinar los jansenismos italiano y español, que florecieron en el siglo XVIII bajo una forma casi exclusivamente política, de tal manera que su relación legítima con el arruinado Port-Royal queda en entredicho. Pero no podemos comprender al obispo Grégoire y a esa Iglesia Constitucional que deslumbró al doctor Mier sin un breve viaje por el país de Jansenio. Este periplo explicará varios de los tópicos teológicos, históricos y políticos de la obra servandiana. La desaprobación de fábulas o tradiciones como la guadalupana es sólo la parte más visible del jansenismo de Mier. Mientras que el antiaparicionismo es común a muchos católicos ajenos a la amistad jansenista, Servando fue el jansenista mexicano, si lo hay, por numerosos motivos políticos y teológicos.⁴⁴ Desde sus orígenes, la espiritualidad jansenista de los monasterios de PortRoyal, en París y tierra adentro, entró en conflicto con el poder político. No eran

una orden mendicante, como los dominicos, ni una compañía de la Contrarreforma, como los jesuitas, sino una sensibilidad difundida en todas las esferas eclesiásticas y laicas de la sociedad francesa del siglo XVII. Las Provinciales (1656), obra de Pascal contra los jesuitas, dio al movimiento un prestigio intelectual que, en una sociedad donde toda teología era política, resultó irresistible para muchos espíritus contestatarios. Tocó al cardenal Richelieu rodear a los primeros jansenistas de esa atmósfera irrespirable que da aliento a los conspiradores. Y alrededor de 1680, Pasquier Quesnel (1634-1719) dará al jansenismo una verdadera teología política, imbricándolo con otra tradición, el galicanismo, que sostiene que la autoridad de la Iglesia francesa radica en sus obispos, responsables ante el rey y ante los fieles, quienes conceden solamente su autoridad doctrinaria y su báculo espiritual al pontífice romano. La destrucción de Port-Royal en 1709 hubiera debido excitar el ultramontanismo de los jansenistas, agredidos brutalmente por la monarquía absoluta de Luis XIV. Pero los encolerizó la autorización romana de esa tropelía. Mientras que los jesuitas, víctimas medio siglo después de esa misma combinación, se vieron obligados a la obediencia, los jansenistas, al estar ligados por la amistad como valor casi apostólico, se convirtieron en una intelectualidad virtualmente clandestina, que empezó a competir con los philosophes por el dominio de la opinión pública. Los viejos amigos de Port-Royal, arrastrando su convento suprimido, se parecen más a los intelectuales modernos e independientes que a Voltaire en la corte de Prusia. Su batalla contra la bula Unigenitus, despojados de licencias para predicar y hasta de un entierro cristiano cuando se negaban a retractarse de las Cinco Proposiciones heréticas de Jansenio, convirtió a estos religiosos seculares en grandes periodistas. Por medio de las Nouvelles ecclesiástiques ou mémoirs pour servir à l’histoire de la Constitution Unigenitus, fundarán en 1728 el primer periódico militante de Occidente, más tarde llamado los Annales de la Religion. Con ese medio impreso se ubicaron en el centro de la vida cultural europea. Lo que ocurrirá a partir de 1790 entre la Iglesia Constitucional de Grégoire, amiga, cómplice y víctima de la Revolución, y los clérigos refractarios, fieles a los Borbones, esa cruenta guerra entre juramentados y refractarios, sólo continuaba la querella, igualmente dolorosa y mezquina, entre quienes apelaban (appelants) contra la Constitución Unigenitus y quienes la aceptaban, los constitucionarios. Entre el solemne “act d’appel” de los irredentos de 1711 y el juramento constitucional de 1790, priva la lógica del conciliarismo: el obispo jura ante sus iguales, el resto de

los apóstoles. Durante el siglo XVIII la Iglesia francesa sufrirá uno de esos dramáticos trueques de atributos que caracterizan a la modernidad. De la Tradición a la Revolución, el jansenismo luchará por encarnar a la verdadera ortodoxia. El combate contra las Luces será una tarea cotidiana del jansenismo. Pero Voltaire, para quien jansenistas y jesuitas eran “la même merde détrempée de sang corrompu”, no podía ignorar las crecientes coincidencias de sus philosophes con el jansenismo. Ambas fuerzas detestaban las supersticiones del vulgo, la idolatría por las reliquias, la corrupción de los frailes y la servidumbre ante Roma, así como el horror eclesiástico ante la ciencia y los jansenistas eran, además, hijos orgullosos del científico Pascal. En 1767, ilustrados y jansenistas festejarán juntos su gran obra común: la expulsión de los jesuitas. La liquidación de la Compañía de Jesús fue la victoria legendaria del jansenismo, laboriosamente planeada desde las Provinciales pascalianas. Según Monique Cottret, el único complot verdaderamente probado contra los hijos de San Ignacio fue el jansenista. Tras el fallido atentado de Robert-François Damiens contra el rey Luis XV en 1757, la prensa jansenista revivió con eficacia la convincente reputación regicida del jesuitismo. Su propia condición de perseguidos colocaba a los jansenistas en una situación magnífica: ellos, que oficialmente carecían de todo poder, denunciaban a quienes lo ostentaban. La facilidad con que la Compañía de Jesús fue aniquilada sólo completó el arquetipo: son tan poderosos que se dan el lujo de esfumarse en la niebla.⁴⁵ ¿Cómo comprender el embrollo antijesuítico? En las condiciones francesas se trataba de una querella de origen medieval por el Estado-nación. El jesuita era el Diablo, pues no se le parecía: era más peligroso que el monje gordo y lúbrico; creyéndose modernos, los jesuitas eran los antiguos, envenenadores adiestrados en la corrupta corte romana. Representaban al poder absoluto del papa contra la otra tradición francesa, la derrotada por Richelieu y Mazarino durante las guerras de la Fronda, el parlamentarismo de las regiones y de la nobleza. Por esa vía, la mayoría de los jansenistas, admirados ante los Estados Generales, la Asamblea y la Convención, se convirtieron en revolucionarios, tras un siglo de revanchas contra la monarquía absoluta. Una vez destruidos los jesuitas, el jansenista es el partido del patriotismo. Aunque la noción de “patria” pueda rastrearse en Maquiavelo y hasta en la defensa “nacional” de los hugonotes vindicada por Enrique de Navarra, fueron

los ingleses quienes la introdujeron en el debate dieciochesco. Bollingbroke, autor de The Idea of a Patriot King (1749), hará de la nostalgia por las antiguas monarquías consensuales del Medioevo un puente hacia nuevas formas de contrato entre la patria —comunidad de corporaciones encabezada por el clero— y su rey.⁴ Aquí ya aparece, casi íntegra, la Iglesia Constitucional de Grégoire, una suerte de anglicanismo popular y radical que trepa desde el Tercer Estado hasta el poder. Y un jansenista anglófilo, Pierre Barral (1724-1772), acabará haciendo la apología de esa monarquía más contractual que constitucional, encarnada en San Luis Rey y Enrique IV, y que funde jansenismo y galicanismo, patriotismo y parlamentarismo. Eso ocurrirá en el contexto del despotismo ministerial de Charles-Augustin de Maupeou, quien intentará sin éxito la destrucción del poder parlamentario de la aristocracia. Semejante reafirmación del Estado absoluto fracasará en 1775 y conducirá a Luis XVI a llamar a los Estados Generales. En esa batalla, otra vez ganada por los jansenistas, su enemigo será Voltaire, el amigo del Gran Federico y Catalina de Rusia, defensor de los actos de autoridad del despotismo ilustrado. Si hubo un cambio de élite en la Francia de mediados del siglo XVIII fue la sustitución de los jesuitas por los philosophes, mientras que el jansenismo siempre estuvo más cerca de la sociedad civil que de la sociedad política. El jansenismo rechazaba originariamente toda emancipación política del hombre, pues ésta equivale a reconocer el libre albedrío, contrario al poder de la gracia sobre el pecador. En ese sentido, ante la destrucción de Port-Royal, los jansenistas deberían haber permanecido pasivos. En el peor de los casos aquel drama era obra de la libertad individual del cardenal Richelieu. ¿Cómo se volvieron sediciosas esas almas piadosas? Ésa es la pregunta que nos lleva al abate Grégoire, quien encabezaría, según Plongeron, la tercera generación de jansenistas.⁴⁷ Antes cabe distinguir la simpatía de Grégoire y los teólogos jansenistas del siglo XVIII por la tolerancia de cualquier tentación democrática basada en la noción positiva de libertad. Exigiendo la tolerancia religiosa llegaron consecuentemente a la tolerancia civil, pero jamás apoyaron secularización alguna de la sociedad. El lado oscuro de la Iglesia Constitucional es haber pretendido salvar al catolicismo, unciéndolo, en una versión radical del galicanismo, al nuevo Estado, suplicando por esa unidad absoluta de los poderes espiritual y temporal que provenía del contractualismo medieval. El obispo Grégoire aspiraba a dirigir

una Iglesia sometida a la República, siempre y cuando el catolicismo constitucional fuera una nueva religión de Estado capaz de tolerar la libertad de cultos. Esa aspiración fue la que resultó impracticable para todos los bandos. El viraje del jansenismo hacia la seditio tomista se debió a la negativa del siglo —de los jesuitas y de los philosophes, de los reyes y sus ministros— a aceptar el contrato divino que debía unir a los poderes del cielo y de la tierra. Sustentar su beligerancia en una “Iglesia invisible”, basada en una politización de la comunión: es decir, sólo “la amistad jansenista” valida los sacramentos, gracias a la apelación de 1713 o el juramento de 1790. Aquí ocurrirá la mutación de un argumento tradicionalista en oferta revolucionaria. Al tratar de conciliar a los ultramontanos y a los constitucionalistas, el abate Nicolas Bergier (1718-1790) dirá que los llamados “derechos del hombre” ya están íntegramente contenidos en los Evangelios... pero ocurrió que esa idea rodó hasta el campo constitucionalista, que identificó al Evangelio con la Revolución y a ésta con el clero rebelde. Más allá de la antigua reputación tiranicida y soberanista de los tomistas españoles, es sorprendente constatar que la Iglesia Católica fue la madre de la sedición desde mediados del siglo XVIII. La palabra sedición tiene, en las lenguas neolatinas, una acepción siniestra e ilegítima frente a su gloriosa rival, la revolución. La seditio, en esa clave tomista que acabaron por adoptar jesuitas y jansenistas por igual, busca restaurar un derecho divino o una servidumbre voluntaria, contra la noción moderna de revolución, asociada a la soberanía popular. La sedición es, desde entonces, privativa del partido de la tradición, mientras que los revolucionarios actúan en nombre del progreso. Nunca fue tan difícil para los católicos como en los años de la Revolución y el Imperio distinguir lo que era de Dios y lo que era del César. El argumento tomista de la seditio, el derecho soberano del pueblo de Dios para rebelarse contra quienes blasfeman, volaba entre las barricadas como una pelota de pingpong. Los refractarios convocaban al Terror Blanco contra el Estado diabólico de la guillotina promoviendo un vandalismo tan descarado que resultó inaceptable para Roma, que con su sabiduría inmemorial se limitó a condenar a la Revolución sin excomulgar a ninguna de las clerigallas en disputa, en paciente espera del vencedor. El cardenal Maury, hombre de Roma ante los ejércitos de los príncipes, interrogado en Coblenza por el príncipe de Condé sobre cuándo excomulgaría el papa a los clérigos constitucionales, le respondió con un tono bien expresivo del talante de la curia: “El decreto será publicado cuando ustedes

derroten y dispersen al ejército revolucionario. El Papa necesita de vuestras espadas para afilar su pluma.”⁴⁸ La complejidad de esa seditio eclesiástica que concluirá en Grégoire se origina en la doble obediencia del maestro de fray Servando: un ideólogo de la tolerancia que lucha por un orden imaginario que integre lo espiritual y lo temporal en una república cristiana. Como Grégoire, en el otro extremo del arco, el ultramontano Louis de Bonald reivindicará, durante la Restauración de 1814, que la esencia de la verdadera cristiandad es su sociedad civil, comunión de los hombres de buena voluntad en la unanimidad intelectual, religiosa y política.⁴

La Iglesia del regicida

El obispo Grégoire se quedó en la Convención durante todo el Terror, solo sobre su escaño y con su traje violeta. Nadie osaba sentarse cerca de él y ha dejado la memoria del carácter más firme que quizá haya aparecido nunca. Estos hombres intrépidos y puros no fueron la menor de las tentaciones de la Revolución. [...] Sus opiniones eran buenas, pero viejas: “Así fueron los primeros cristianos.” Triste argumento. Estaba mejor dotado para los tiempos de Tiberio que para la época de Luis XVI, dieciocho siglos después. JULES MICHELET, Histoire de la Révolution française [1852]

La Constitución Civil del Clero francés, el 12 de julio de 1790, nació de la decisión de la Asamblea Constituyente de confiscar la enorme fortuna eclesiástica. En noviembre de 1789, los bienes del clero se convirtieron en bienes nacionales y se suprimieron la mayoría de las órdenes religiosas. Grégoire, junto con los abogados Camus y Treilhard, escribió esa constitución civil, que mandaba la elección de arzobispos, obispos y curas por la ciudadanía, investidura canónica de la que sólo se daría aviso al papa. Para entrar en funciones, todo clérigo debía prestar juramento de fidelidad al rey, a la nación y a la Constitución. Tras sufrir angustiosas dudas, Luis XVI avaló la Constitución Civil del Clero el 24 de agosto. Se arrepintió inútilmente cuando Roma la condenó. Todos los obispos, salvo siete, se negaron a jurarla y tras ellos, 70 por

ciento de los sacerdotes. Los constitucionalistas arguyeron que sólo estaban aplicando con rigor los cuatro artículos de Bossuet, quien en 1682 proclamó las libertades galicanas frente a Roma: los actos de la Santa Sede sólo valen cuando son confirmados por la autoridad civil. Y ellos tenían la firma del rey. La conservación escrupulosa de la unidad de la fe salvó de la excomunión sumaria a quienes llamaremos ahora gregorianos, dado que ninguno de los dogmas fue puesto en duda. Pero el asunto más grave fue la unidad del sacerdocio y la elección de los sacerdotes, una trifulca. Según la Iglesia Constitucional, la esencia del sacerdocio era la predicación del Evangelio y la administración de los sacramentos, apostolado que estaba por encima de cualquier disputa jurisdiccional. La ordenación —y en ese sentido seguían siendo jansenistas ortodoxos— es una donación del Cristo. La tesis, tan peligrosa que el Concilio de Trento evitó discutirla, llevaba a la herejía de Edmond Richer, que postulaba que todos los sacerdotes son herederos de los supuestos 72 discípulos de Jesús. El obispo sería sólo el representante de la comunidad de los ordenados. Los refractarios jamás aceptaron que se tratase de un mero pleito de jurisdicción, pues todo lo que afecta a la sucesión apostólica, el sacramento del sacerdocio y la institución canónica atañe a la fe. El viejo Adrien Lamourette, maestro de Grégoire, afirmaba que se trataba de elegir administradores, antes que guías espirituales, pues la custodia de la fe estaba en los obispos: las funciones sacerdotales no son propiedad de quien las ejerce, sino del episcopado que responde ante los fieles. ¿Fue una experiencia profética de cristianismo de base? ¿O, como advirtió Michelet, una confusión perversa entre la tierra y el espíritu? Dios lo sabe. Los gregorianos se protegieron, al fin, con la unidad de comunión: durante las discusiones, Grégoire logró enmendar el artículo cuarto, para preservar la confirmación del soberano pontífice. Aun sin recibir respuesta, todo obispo constitucional estaba obligado a enviarle su carta de comunión. A Grégoire no le faltaron escrúpulos frente a las dudas de fe de sus hermanos refractarios. Sus Mémoires (1808) son enfáticas en ese sentido. Pero la Revolución es la Revolución. Elegido y proclamado en febrero de 1791, será el primer obispo constitucional que organizará en París las jornadas patrióticas. Su propia carta de comunión será un intento inútil de conciliación, porque Pío VI, con el breve Quod aliquantum condenaba sin taxativas la Constitución Civil del

Clero, llamaba a toda la mitra y la feligresía a desobedecerla, pero se reservaba para otros tiempos una excomunión, pues el rey de Francia había aprobado esa atrocidad... que no era la primera de las groserías galicanas. El jefe reconocido del clero constitucional —aunque Grégoire nunca ejerció ningún patriarcado canónico— resultó inelegible —como todos los constituyentes— para la segunda Asamblea, la Legislativa, que sesionó entre el 1° de octubre de 1791 y el 20 de septiembre de 1792. Más tarde ocupará su escaño en la Convención Revolucionaria tras declarar que quien no ama la República es un mal ciudadano y, por consecuencia, un mal cristiano. A Grégoire se le presentaban problemas cotidianos como el siguiente: el Directorio del departamento de Loir-et-Cher invitó a los miembros de su consejo episcopal a omitir la fiesta de San Luis Rey de Francia. Grégoire sintió su corazón dividido entre el culto a los santos y las ideas republicanas. No le quedó otra que encuestar a su feligresía sobre si distinguía al santo del rey. La solución, por fuerza salomónica, fue realizar la fiesta humildemente y sin pompa propiamente monárquica. Pero ésas eran naderías ante la guillotina. ¿Votó o no votó Grégoire la decapitación de Luis XVI? Estaba ausente durante la sesión del regicidio, comisionado para organizar los departamentos de Saboya y Niza. Pero el 13 de enero de 1793, Grégoire y tres colegas hicieron llegar su sufragio a la Convención: “Declaramos que nuestro voto es por la condena a muerte de Luis Capeto sin apelación alguna ante el pueblo.” Pero las palabras “a muerte” aparecen rayadas en una de las copias. Y en una carta certificada como auténtica por Camus, guardián de los Archivos Generales en 1801, Grégoire aclara que reconoció el derecho de la Convención a juzgar a Luis XVI pero aclara que su religión le prohibía autorizar cualquier derramamiento de sangre. Hoy los estudiosos conceden que, desde la sesión del 15 de noviembre de 1792, Grégoire solicitó que se desterrase la bárbara pena de muerte contra cualquier ciudadano, incluido el rey defenestrado, pues al convertir a Luis en el primer beneficiado de esa abolición, quedaría “condenado a la existencia”.⁵ Grégoire murió marcado con la letra escarlata del regicidio. En 1820 su acta de diputado fue rechazada por los monárquicos y al joven Victor Hugo, entonces católico ferviente, se le atribuye esta viñeta:

Grégoire, hoy senador, es liberal odioso

y compasión merece su verbo escandaloso de regicida cruel. Si modesto y contrito renegase del crimen, tendría mi amor bendito.⁵¹

El párrafo regicida de su carta fue agregado por sus enemigos. Pero esa comprobada falsificación no lo libra de haber legitimado el tiranicidio. En esa encrucijada, Santo Tomás y la Enciclopedia se encontraron. Ambas fuentes distinguen entre un tyran d’exercice y un tyran d’usurpation: uno es legítimo, el otro no. Mientras que la legitimidad es tolerable, no lo es la usurpación, que debe combatirse con la seditio tomista, el derecho de los representan tes calificados contra una falsa autoridad. Fueron los jansenistas y los philosophes, tras un siglo de batalla cultural, quienes lograron volver ilegítima la monarquía absoluta. Pero ni Tomás de Aquino, ni Bossuet, ni Voltaire imaginaban esa seditio más allá de la revuelta palaciega o comunal. “Una circunstancia de mi vida”, dirá en sus Mémoires, “ha sido odiosamente desnaturalizada: jamás voté la muerte de persona alguna”.⁵² De nada le sirvió condenar la destrucción de monumentos y bibliotecas, así como el asesinato de sabios, artistas y hombres de letras, fenómeno que bautizó en sus Rapports sur le vandalisme (1794), para librarse del sambenito de regicida. Adelantándose a sus tiempos, desde 1793 Grégoire consideró absurdo que 20 millones de católicos franceses no le rezaran a Dios en su propia lengua. Ordenó, para el Concilio Nacional de 1797, un sermonario vernáculo y la liturgia francesa para la diócesis de Versalles. Quiso ser una suerte de ministro de Cultura de la Revolución y fundó el Conservatorio de las Artes y los Oficios en 1794. Su clemencia reiterada para con todos los sacerdotes refractarios casi le costó la vida durante el Terror, del que salió proscrito. Conservó la tonsura y el hábito violeta frente a las agresiones del Club de los Jacobinos. Lo acusaban de querer cristianizar la Revolución. De eso se trata, respondía, pues “mi profesión de fe católica no es problemática. Parte del entendido de admitir los principios mismos de la tolerancia civil. Yo creo, con toda seguridad, que el judío, el protestante y el teofilántropo están en el error, pero como miembros de la sociedad civil tienen los mismos derechos que yo a erigir un templo y a frecuentarlo públicamente...”⁵³

Era el buen abate solitario de la Nueva Esparta. Él, que había pensado que la fuga de Varennes fue el momento providencial para establecer la República, sin sangre y sin odio, se refugió en el Comité de Instrucción Pública cuando los vándalos y los blasfemos tomaron la Convención. Y contra la Iglesia Constitucional que, vista desde la tribuna jacobina, era sólo una manera de amaestrar al catolicismo, se impuso la batalla por descristianizar a la sociedad. El viejo deísmo volteriano, que consideraba a la religión un sedante de la plebe, se convirtió en furia anticlerical. De la tolerancia se pasó a la irrestricta intromisión del poder en las formas de la libertad religiosa y, en cuestión de semanas, a su negación. La aventura que tiene a Grégoire como heraldo y chivo expiatorio es el curso propedéutico que los modernos se negaron a tomar, al precio de millones de muertos: la revolución y la democracia acaban por ser, más temprano que tarde, dramáticamente incompatibles. Los llamados del abate Sieyès y del obispo apóstata Talleyrand por separar a la Iglesia del Estado no fueron escuchados ni por los revolucionarios jacobinos ni por los clérigos gregoria nos. Las sublevaciones de la Vendée y la actividad sediciosa de la chuanería convirtieron a la Revolución en otra guerra de religión. Es fácil simpatizar con Grégoire, defensor de las antigüedades y de los derechos de las minorías, pero es necesario escuchar a los derrotados. Un historiador marxista, Albert Sorel, dijo que el crimen religioso de la Asamblea fue el peor de todos, para los propios intereses revolucionarios y para la vida popular. La abolición forzosa del celibato —que Grégoire nunca apoyó— ofendió a los refractarios. Tras la negación protestante de la presencia real de Cristo en la eucaristía, así como de los sacramentos del bautismo y del sacerdocio, prohibir el celibato era el paso final para destruir moralmente a los curas y exhibirlos ante la turba, como ocurrió cuando el abate Joseph Godel, tras haber sido ungido arzobispo de París por la Guardia Nacional, dejó en la Asamblea su cruz pectoral, su anillo y su mitra, para acabar protagonizando una zarabanda de matrimonio. Las cifras más prudentes hablan de 920 sacerdotes y 126 religiosas ejecutados durante el Terror. El traslado de las cenizas de Voltaire al Panteón, el 11 de julio de 1791, autorizó el aplastamiento de la Infame. Del anticlericalismo se pasó a la exaltación de la monacofobia, del deísmo al ateísmo. No hubo forma de horror que no se ejerciese contra los católicos: dos mil matrimonios forzados por la ley del 15 de noviembre de 1793, que abolía el celibato, cierre de conventos,

humillaciones públicas de toda laya, violaciones de monjas, deportación de clérigos a la Guayana. El clero colaboracionista osciló entre la indiferencia y el pavor: tras los refractarios seguían ellos. Sólo se oyó la indignación de Grégoire, cuya valentía al negarse a cualquier forma de apostasía de su dignidad episcopal o de su carácter sacerdotal, el 9 de noviembre, le valió el reconocimiento de sus peores enemigos. Robespierre, antes de ver rodar su propia cabeza, alertó a Francia contra el ateísmo y exaltó la religión del Ser Supremo. El Directorio le devolvió la respiración al obispo de Blois, lo hizo miembro del Consejo de los Cinco y autorizó, en febrero de 1795, tras escuchar su discurso de la Nochebuena anterior, la restauración de la libertad de cultos. Quedaba en manos de Grégoire reorganizar su Iglesia Constitucional, que había dejado de ser oficial: junto a la libertad de cultos, se abolió —sensatez al fin— el sueldo estatal de los sacerdotes. Pero sin contar a los refractarios, víctimas del Terror, emigrados o desertores, 70 por ciento de los sacerdotes gregorianos se había esfumado. Sólo la mitad de los obispos constitucionales que juraron en 17901792 continuaba en funciones. Las negociaciones privadas entre Grégoire y los refractarios que se negaron a abandonar a su rebaño y permanecieron en Francia fueron una tarea de supervivencia para unos y otros, por más escandaloso que les pareciera a los puros de ambos partidos. Jacques-André Émery (1732-1811), quien jugará un papel en la vida de Mier, será uno de los refractarios dispuestos a hablar con Grégoire, cuya Iglesia pudo abrir 32 mil parroquias en 1796 y prepararse para su Primer Concilio Nacional, celebrado entre agosto y noviembre de 1797, con la presencia nada desdeñable de 31 obispos, 70 sacerdotes delegados y una entusiasta delegación de jansenistas italianos. La narración del segundo y último Concilio Constitucional, en agosto de 1801, se la dejaremos a fray Servando Teresa de Mier, testigo presencial. El Concordato, al reestablecer las relaciones entre París y la Santa Sede, terminó con la vida episcopal de Grégoire. En distintas medidas, todos los involucrados en la guerra religiosa fueron obligados, por Pío VII o por Napoleón, a torcer el brazo. El episcopado del Imperio será elegido prudentemente entre refractarios, constitucionales y jóvenes clérigos. Bonaparte habría querido que Grégoire, a quien llamaba “tête de fer”, ocupara un lugar destacado junto a Émery, la figura romana. Pero el antiguo abate jansenista dijo no. Había sido un puro contra Luis

XVI, contra Robespierre y ahora lo sería contra el emperador. Asqueado del cesarismo triunfante, aceptó una pensión vitalicia en el Senado imperial, donde el corso enviaba a los viejos republicanos, a los ateos y a los ideólogos. Y tuvo los arrestos de escandalizar, el 19 de diciembre de 1808, contra el divorcio de Napoleón y Josefina. Cuando el “tout Paris” brindaba en las Tullerías por el divorcio autorizado por el papa, Grégoire los llamó “adúlteros” y se retiró. Cuando un tirano es sorprendido con semejante irreverencia, palidece y calla. Eso hizo Bonaparte. Henri Grégoire, hombre del siglo XVIII, se refugiará en la literatura. Redacta sus memorias, escribe la oración centenaria de Port-Royal y continúa sus investigaciones ecuménicas con la Mémoire sur les moyens de parvenir à la réunion des Églises grecque et latine (1814). Durante la Restauración llegará a la Cámara como diputado republicano por Isère en 1819. Electo, no se le perdonó su reputación regicida, como le ocurrió al policía Fouché, ministro de Luis XVIII y muerto como duque de Otranto. Pero junto a la viñeta indignada de Victor Hugo, Grégoire recibió un honor del que jamás se enteró. Henri Beyle, antes de ser Stendhal, viajó exclusivamente a su natal Grenoble para votar al abate, “el hombre más honesto de Francia”. Las Jornadas Gloriosas de 1830 y la Independencia de Bélgica fueron el último consuelo de Grégoire a sus 80 años. El cura de su parroquia en l’Abbaye-auxBois, enterado de su solicitud de extremaunción, consulta el caso con monseñor de Quélen, arzobispo de París, quien resuelve que los sacramentos sólo se le concederán previa abjuración de su juramento constitucional de 1790. “Eso nunca”, dice el agonizante. Comienza el siniestro desfile de clérigos sobre su cabecera. A los viejos amigos les ruega una extremaunción discreta. De nada sirven los buenos oficios de Luis Felipe, el nuevo rey, ni de su ministro Casimir Périer. Al fin apareció un valiente, el abate Guillon de Montléon, confesor de la reina María Amalia y viejo sacerdote contrarrevolucionario, quien absolvió al más aborrecido de sus enemigos la noche del 27 al 28 de mayo de 1831. No había razón canónica alguna para negarle los auxilios espirituales, pues Grégoire jamás fue excomulgado y la naturaleza “cismática” de su Iglesia implicaba una discusión detallada, tan es así que el cardenal-arzobispo de París en 1804, JeanBaptiste de Belloy, le devolvió sus licencias para decir misa. Pero esa caridad le costó a Guillon de Montléon el obispado de Beauvais, al que acababa de ser nominado.

En 1989, cuando el presidente François Mitterrand conmemoró el bicentenario de la Revolución Francesa, una de sus decisiones fue el traslado de los restos de Grégoire al Panteón. La polémica volvió a rodear al obispo de Blois, oponiéndose a su “panteonización” tanto los defensores de la pluralidad lingüística —que protestaron por las campañas de Grégoire contra el patois— como los judíos ortodoxos, por su asimilacionismo. No faltó una opinión desdeñosa del cardenal Joseph Lustinger contra el jefe del clero constitucional, acaso consciente de que muchas de las opiniones de Grégoire fueron recogidas, sin darle mayor crédito, por el Segundo Concilio Ecuménico Vaticano del siglo XX.⁵⁴ Repudiado por la Iglesia de Roma, Grégoire fue enterrado como un revolucionario moderno. Velado en la vieja comunidad cisterciense de l’Abbayeaux-Bois, a su entierro asistieron miles de obreros y recibió los honores de la nueva Guardia Nacional, tricolor, monárquica y constitucional. Un antiguo convencionista, Antoine Thibaudeau, y el cura Bisette, encadenado por la Revolución en La Martinica, hablaron a los pies de su tumba. La República de Haití detonó una salva de cañón cada media hora en su memoria y el clero negro dicta desde entonces un oficio solemne cada aniversario. Grégoire donó 220 volúmenes a Puerto Príncipe y sus obras sobre la esclavitud a la Biblioteca del Arsenal. Algunos judíos se encerraron a llorarlo como a un hijo de Israel. Enterrado en el cementerio de Montparnasse, su epitafio lleva, por su propia voluntad en codicilo, la siguiente inscripción: “Dios mío, ten misericordia de mí y perdona a mis enemigos”.

EL PÁRROCO DE SANTO TOMÁS

Porque, a fin de cuentas, todo lo que no es pensamiento es ceremonia. JEAN-PAUL RICHTER, La edad del pavo [1805]

El 15 de abril de 1801, cuando fray Servando llegaba a París, el periódico Annales de la Religion presentó a sus lectores la amarga gráfica que separaba al prêtre constitutionnel del bon prêtre, papista y ultramontano. A las puertas del país de Jansenio imagino al doctor Mier leyendo y evaluando esa doble tabla de la ley:

La soberanía es popular El gobierno es soberano La ley es efecto de la voluntad del gobernante Es la voluntad de Dios Dios da libre albedrío a los hombres para cambiarlos Sólo el papa cambia los gobiernos Los principios evangélicos son republicanos La monarquía es divina Cristo fundó una nueva alianza El Antiguo Régimen se justifica por la bi Lo temporal domina a lo espiritual Viceversa El cura ama a la patria La ciudad de Dios es universal La voz de la conciencia La teología segura⁵⁵

Desde ese día Servando llevó esa tabla en la memoria. Espíritu caprichoso, hizo durante el resto de su carrera eclesiástica y política las combinaciones necesarias entre las dos columnas para sobrevivir como católico entre las guerras y las revoluciones, lo mismo que para comprender esa Nueva España que se transformaría en México. Jamás fue un pensador sistemático; tampoco fue servil ante ninguno de sus héroes intelectuales ni de sus caudillos políticos. La manera en que Mier se introdujo al avispero eclesiástico francés en los meses previos al Concordato de 1802 entre Napoleón y Pío VII es característica tanto de la confusión de los tiempos, como de su habilidad frailuna para caer de pie. No en balde ya era un curtido escapista. La rendija hacia la Iglesia le permite salirse de la escuela de Simón Rodríguez:

En ésta, por la noche, a una hora dada enseñaba yo, y Robinsón daba lecciones a todas horas fuera, porque yo tenía que atender a mi parroquia. Es el caso que yo, viendo que los delirios de los incrédulos como Volney se extendían a negar o dudar la existencia de Jesucristo, escribí una disertación para demostrarla. Cayó en manos del Gran Vicario de París, y se me encargó la parroquia de Santo Tomás, rue Filles St. Thomas, que hoy ya no existe, y era la iglesia de las monjas dominicas de ese nombre en el centro de París.⁵

Como ocurre cada vez que Servando resume sus actividades en un párrafo, nos encontramos ante un acertijo. Así que empecemos con el conde de Volney (Constantin-François Chassevouef, 1757-1820), leído como el último de los enciclopedistas. Volney, aunque no es interesante como escritor, fue el primer orientalista que juzgó el Medio Oriente más allá del prestigio de la Antigüedad, en términos de miseria, atraso y lo que hoy llamaríamos “subdesarrollo”. Sus viajes por Egipto y Siria inspiraron Las ruinas de Palmira, alegato sobre las revoluciones del pasado e inventario de sus devastaciones. Amigo de Mirabeau y después encarcelado como girondino, Volney sobrevivió al Terror gracias a su vieja relación con la familia Bonaparte. Desde 1792, cuando visitó la isla de Córcega para echar a andar una empresa agrícola, trató a la futura familia imperial y a Napoleón, oficial de artillería, quien no se olvidará del conde

orientalista cuando se aventure en Egipto. Pero su privanza con el primer cónsul terminó, dado el ateísmo feroz de Volney, con la firma del Concordato. La refutación de Mier nos es desconocida, pero, de existir, debió dirigirse contra La loi naturelle (1793), de Volney, su catecismo ateizante que volvió a predicar, ya sin éxito, en vísperas del Concordato. Al atacarlo, Servando hacía gala de oportunismo político, pues el conde acababa de sufrir en carne propia las iras del primer cónsul. Cuando Volney escuchó decir a Bonaparte que era el pueblo quien demandaba la reconciliación con el papa, el enciclopedista se atrevió a desafiarlo con una ironía: “Y si el pueblo demanda el regreso de los Borbones, ¿se lo concederéis?”⁵⁷ Napoleón le dio una patada en el bajo vientre y Volney rodó por el suelo, desde donde fue a dar al Senado, para hacer oposición leal junto a Grégoire, Tracy y Cabanis. En 1814 aceptó la abdicación de su antiguo protector y recibió de Luis XVIII el título de par de Francia. Las ruinas de Palmira, de Volney, fue tan célebre que Mary Shelley hizo leerlo al monstruo de Frankenstein en su famosa novela de 1819. Pero las razones de la elección de Volney como objeto de disputa antiatea también se debían a las heridas del letrado americano. El conde, siguiendo los pasos de Chateaubriand, visitó los Estados Unidos entre 1793 y 1795. Y regresó con una teoría típicamente ilustrada sobre la inferioridad, dictada por la ley natural, de las sociedades americanas. Volney, iniciador de los modernos estudios orientales, los aplicó al Nuevo Mundo, contribuyendo intensamente a la culminación de su Leyenda Negra. El conde arqueólogo no sólo negaba la divinidad de Cristo y su existencia histórica, sino la capacidad de los americanos para superar sus fatales condiciones climáticas: dos motivos más que suficientes para ganarse esa encendida filípica de Mier que, según él, le abrió las puertas de una parroquia en París. El gran vicario de París que habría leído su disertación fue Jacques-André Émery, superior general de la Compañía de San Sulpicio desde 1782, rival de Grégoire y la figura “romana” más audaz del clero durante la Revolución. En sus Memorias de ultratumba, Chateaubriand recuerda vivamente al abate Émery como hombre dueño de una voluntad inquebrantable: esperaba sentado sobre su tumba. Negociador del Concordato en 1801 y defensor intransigente del papa en la crisis de 1811, Émery fue uno de los obispos refractarios de los que echó mano Napoleón para reconciliarse con Roma y finiquitar a la Iglesia Constitucional. La figura de gran vicario y, más exactamente, la de vicario de la sede apostólica se instituye a causa de las contingencias sufridas por la autoridad

papal y los derechos pontificios en regiones muy lejanas o políticamente inestables. Desplazada la autoridad romana por el clero constitucional, monseñor Émery se hizo cargo del “derecho estable de la representación pontificia”, hasta que el Concordato nombró cardenal-arzobispo de París a Jean-Baptiste de Belloy. Es incoherente pensar que Mier, recomendado por los jansenistas españoles y por los exiliados constitucionales en el País Vasco, y a punto de asistir como observador al Segundo Concilio —disuelto ásperamente por el bonapartismo—, haya recibido una parroquia de Émery, enemigo de sus amigos. Es sospechoso que Mier, afecto a las pruebas documentales tan caras al perseguido político, se encargue de borrar inmediatamente las huellas de su sacerdocio parisino, aclarando que aquella parroquia de Santo Tomás ya no existía. Y hasta la elección del nombre de Tomás —aunque esa advocación sea tan común en el ámbito dominico— parece expresar más un deseo servandiano que una realidad. Siguiendo la documentada revisión de Bernard Plongeron sobre el clero regular de París durante la década revolucionaria, no se encuentra pista alguna del paso de Servando, quien, dado que todavía no se “secularizaba” en Roma, estaría privado de toda licencia para predicar, pues era un religioso dominico y las órdenes religiosas habían sido suprimidas desde 1789. En 1791 los dominicos contaban con tres conventos en París: el Colegio Real de la rue St. Jacques, el convento de la Anunciación de la rue St. Honoré, sumando 69 religiosos en ese año, de los cuales 65 por ciento juró la Constitución Civil del Clero, aunque más de la mitad abandonó la Orden poco después.⁵⁸ La parroquia de Mier existió. Estaba situada en la sección 39, Fontaine de Grenelle, en la rue St. Dominique, haciendo esquina con el actual boulevard Saint-Germain. Iglesia de los Jacobinos Reformados o de Santo Domingo, se convirtió en parroquia el 4 de febrero de 1791. Se llamó Saint-Sulpice, e inmediatamente después Santo Tomás de Aquino. Es difícil saber qué ocurrió con la parroquia diez años después, y si tenía un apartado para las monjas dominicas, probable según las constituciones de esa Orden. Tras los pasos de Servando, el abate José María González de Mendoza y Alfonso Reyes recorrieron el barrio en 1924, averiguando que el edificio original de Santo Tomás junto con el convento femenino fueron demolidos en 1808 para dar lugar a la construcción del Palacio de la Bolsa. El abate y Reyes también localizaron el sitio donde estuvo el café Borel, donde Mier se había sorprendido de las habilidades de un ventrílocuo.⁵

Servando volvió a París en 1815 y es natural pensar que recorrió sus sitios evocadores, tomando nota de la devastación del tiempo. Pero ninguno de los regulares cuya biografía presenta Plongeron parece haber tenido relación con esa parroquia, salvo el monje premostranense Pierre Lancereaux, registrado en julio de 1791. Hasta el momento no hay evidencia alguna de que Servando haya oficiado en la parroquia de Santo Tomás. Estas líneas de las Memorias parecen confirmar la impostura:

Ya varios pueblos en mi viaje me habían ofrecido sus parroquias, porque había escasez de sacerdotes; pero no admití sino la de París, donde estaba de asiento, [pues] el clero católico estaba en cisma, dividido en sacerdotes jurados y no jurados, republicanos y realistas, jansenistas y jesuitas o constitucionales y refractarios, como aquéllos llamaban a éstos, o como éstos se llamaban a sí mismos católico-apostólico-romanos.

Aunque la Francia rural que cruzó Servando desde Bayona abundaba en parroquias abandonadas e incendiadas, resguardadas clandestinamente por la chuanería o regenteadas por sacerdotes casados, no queda claro quién habría podido ofrecerle un puesto tan disputado como el “vicariato parroquial” por el que se esperaba hasta 20 años y para cuyo ejercicio se requería de una lettre d’aptitude otorgada por un obispo. ¿Serían los refractarios, a quienes debía parecerles muy sospechoso ese religioso perseguido por la Inquisición? ¿O los constitucionales se fiaban de un amigo de los curas desterrados en España? ¿Quién lo recomendaba: su pasado o su futuro? El doctor Mier había sido sujeto a una prohibición universal de predicar y sacramentar con motivo de la condena del arzobispo Núñez de Haro en 1795. Contra lo que el desesperado Servando sostenía, la Real Academia de Historia sólo lo había exonerado de opiniones heréticas o peligrosas sobre la Virgen de Guadalupe en 1794. Esa exoneración, emitida por el Consejo de Indias, no lo libraba de acabar de cumplir su condena de dos años de oración y disciplina en el convento de Salamanca, al que Mier nunca llegó, pues tomó el camino de Bayona. Dicho sea con toda claridad, era un cura sin papeles para trabajar, en la Nueva España o en Francia. Y como el clero constitucional hacía una defensa

acérrima de su “unidad de comunión” parece difícil que incurriera con frecuencia en la contratación de aventureros. Pero era una época de revoluciones. Cuando escucho al pícaro Mier decir que “no preví el trabajo que iba a cargar sobre mí, sin otra renta que las oblaciones voluntarias de los fieles”, lo creo capaz de haber engañado a monseñor Émery y al abate Grégoire en virtud de su calidad de extranjero sin partido. ¿O casos como el suyo entraban en la zona de cooperación discrecional que privaba entre refractarios y constitucionales? La pluma del fraile hace vacilar mis objeciones: “Yo tenía que pagar cuatro eclesiásticos que me ayudasen, el sacristán, el suizo que con su fornitura y alabarda impide cualquier escándalo o tropelía en la iglesia, los dos cantores que, revestidos de capa pluvial, dirigen los coros del pueblo y el músico que, con un bajo en figura de serpentón, les da los tonos, a más de todos los gastos necesarios al culto.” ¹ La narración servandiana regresa aquí a uno de sus tópicos más simpáticos. Ese complejo de Liliput que le permite convertirse en soberano absoluto de un espacio minúsculo, imponiendo la ley de la verdad novelesca... para desmentirla de inmediato con lo inverosímil: “Así nada me sobraba y el oficio por todas partes me ceñía, porque en Francia sería un escándalo ver un clérigo en un teatro, en el paseo público, especialmente los días festivos, y aun en un café.” ² ¿En dónde estás, mi alma? ¿En tu perdida corte virreinal o en el París disoluto del Consulado? Hasta el más riguroso de los jansenistas sabía que el siglo XVIII perteneció a los abates de corte, a esos empolvados que asqueaban a los españoles, que se movían en los salones, los teatros, los cafés y los burdeles, y que esa situación tan relajada, contra la que lucharon lo mismo constitucionales que refractarios, sólo terminó con el rigor del Concordato y la pacatería del Imperio. Fray Servando fue toda su vida un zoon ekklesiastikon: cuando habla del siglo es miope y cándido. Tras aclarar su satisfactoria situación eclesiástica en París, Mier, a quien acabamos de dejar como probable párroco del refractario Émery, se define, al fin, con toda claridad en la guerra de los abates:

Yo pertenecía a éstos [los católico-apostólico-romanos] por mi Iglesia, pero no

pensaba enteramente como ellos. Admitía en mi iglesia [la parroquia de Santo Tomás] a los fieles constitucionales, pues yo no creía excomulgados a sus ministros. Ni las excomuniones ipso facto valen en la Iglesia galicana, ni alguna sin el pase de su gobierno, ni la Constitución Civil del Clero contenía herejía ninguna (antes había sido un esfuerzo para volver a la primitiva disciplina), ni su condenación había sido sino en virtud del informe de la Sorbona, que en los últimos tiempos ya no valía nada, porque la persecución molinista, y especialmente la del hipócrita Tournelli, había echado fuera a los miembros verdaderamente sabios. Me constaba, por otra parte, que los constitucionales estaban en comunión con los obispos más sabios de la Europa, de que algunos los habían defendido perfectamente, como el sabio dominicano Benedicto Solari, obispo de Noli, en su apología contra el cardenal [Hyacinthe-Sigismond] Gerdil, y apoyándolos universidades católicas célebres. ³

Esta declaración de fe es galicana y jansenista. La firma un sacerdote novohispano, católico, apostólico y romano, quien no había, por razones de tiempo y nacionalidad, jurado la Constitución Civil del Clero pero que, atendiendo en una supuesta parroquia refractaria, admitía en comunión a los fieles constitucionales, porque ésa era la política preconcordatorial de monseñor Émery. Las autoridades italianas que Mier cita son las de apologistas del jansenizante Sínodo de Pistoya (1786), condenado por el papa ocho años después. En el remoto caso de que Émery haya premiado a Servando por una disertación contra Volney con la parroquia de Santo Tomás, ¿habría abierto su casa a un amigo de Grégoire, signo de la inminente reconciliación o candidez del vicario ante el pícaro americano? La descripción servandiana del mundo eclesiástico francés de 1800 ratifica su presencia física, secundaria pero activa, en París. Reconoce que los gregorianos tenían en su poder la mayoría de las parroquias, pero las compartían con los “calvinistas” y los teofilántropos. Estos últimos, dirigidos desde el Directorio por Louis-Marie de La Révellière-Lépeaux (1753-1824), integraban la “Iglesia” del deísmo ilustrado —culto al Dios único y a la inmortalidad del alma, pero rechazo del pecado original—, a la cual pertenecieron Bernardin de Saint-Pierre y Tom Paine. Napoleón prohibió la teofilantropía en 1801. Como Grégoire, La Révellière, antimonárquico y antijacobino, aceptó poca cosa del Imperio, al grado de que el ex emperador lo recordó en Santa Elena como un ciudadano ejemplar, el único y verdadero incorruptible.

Al internarse en la vida del Consulado, Servando se va rindiendo ante la visión de la Iglesia Constitucional, que entre 1795 y 1801 trató de disociar a la Revolución de los horrores de la persecución religiosa. Napoleón se convertirá, para el obispo Grégoire, en un nuevo Rey Sol y las ruinas de Port-Royal quedarán identificadas con las de la Constitución Civil del Clero, gracias a la necesidad del emperador de recuperar su legítima majestad ante los católicos franceses. Corso al fin, no podía haber prescindido de un cura en la familia, y su tío, el cardenal Fesch, acabó por reconducirlo hacia Roma. El doctor Mier, deslumbrado ante Grégoire y su clero, descubre una inesperada e idílica forma de civilización católica. Ante el espectáculo de la feligresía galicana, se olvida de los problemas irresolubles que arruinaron al obispo de Blois, y pasa a lo suyo: la descripción de los usos y costumbres del clero. Le conmueve que en Francia se predique sin falta cada domingo, con el presbiterio revestido del sobrepelliz, es decir, con sus mejores galas. Se asombra de que cada fiel, hombre, mujer o niño, lleve su sermonario en versión bilingüe francés/latín. El cura, nos dice, sube al púlpito y lee el Evangelio en francés, exhortando a orar por el papa, por el obispo diocesano y por la República. Aunque llegó a Francia preparado por los jansenistas españoles y los exiliados en Vasconia, no deja de ser admirable que Servando se haya afiliado, con las dubitaciones probatorias de su independencia de espíritu, a la más radical de las herejías de la Revolución Francesa: el catolicismo constitucional. Habría sido más lógico ver al fraile convertido en un abate incrédulo como Marchena o a la expectativa, dado que el clero romano estaba a punto de vencer. Entre 1794 y 1801 hay un puente por transitar. Servando amaba las síntesis arriesgadas. Era cronológicamente imposible colocar a Tomás Apóstol predicando entre los indios americanos en el siglo I, pero esa locura contribuyó a legitimar la Independencia. Y al entregarse a la causa perdida de los constitucionales, Mier se convirtió en uno de los pocos clérigos hispánicos que leyó en ella la profecía de una reforma católica moderna; aunque, cuando llegó al poder, ese diputado mexicano que se carteaba con el viejo Grégoire consideró inoportuno “constitucionalizar” a la Iglesia mexicana. En su veneración por la liturgia galicana y republicana, vemos a un fraile novohispano cayendo de rodillas ante el espectáculo, siempre añorado por los cristianos rebeldes, de la resurrección de la Iglesia pobre de los tiempos apostólicos de Tomás el incrédulo. Volver a la fe preconstantina fue el sueño de

Grégoire y de Mier.

El pueblo [precisa Servando] nunca se arrodilla sino al incarnatus, costumbre introducida por San Luis, rey de Francia, en la Iglesia, aunque antiguamente sólo era al homo factus est. Tampoco se arrodillan sino al homo factus est los dominicos, cuyo rito es el galicano, según se usaba cuando se fundaron en Tolosa de Francia; y en Santiago de París se guardaba un gran libro del rito dominicano, arreglado en tiempos de Santo Tomás [de Aquino] y asistiendo él. La gente le llama rito griego, y es verdad que los apóstoles de Francia fueron griegos, y el día de San Dionisio, primer obispo de París, se dice la misa en griego. Pero lo cierto es que el rito galicano antiguo, lo mismo que el mozárabe de España, introducido por sus hombres apostólicos, era el primitivo de la Iglesia romana, que es la que ha variado muchísimo el suyo, y se empeñó en destruir el galicano desde el tiempo de Carlo Magno, y después el mozárabe de España, que sólo se usa en una capilla de Toledo, por orden del cardenal Cisneros. Todos esos ritos son más devotos que el actual romano. ⁴

El párrafo ilustra una conexión esencial para comprender el jansenismo español e italiano: fue la monarquía española de los Austrias y de los Borbones, guardiana de la fe romana, la responsable del abandono progresivo de todo vestigio apostólico. Al contrario que el dominico Tommaso Campanella, quien vio en la monarquía universal el corazón del imperio cristiano, los jansenistas culpaban a Carlomagno, Carlos V y Luis XIV de haber negado el presbiterio de los obispos a favor de sus intereses nacionales e imperiales. Se trata de una contradicción típica del matrimonio entre el jansenismo y el galicanismo (regalismo en su forma española), pues la autonomía de Roma requería de esas monarquías absolutas poderosas. Pero Mier supone que los ritos de la antigua Corona de Aragón eran los que Grégoire había restaurado, antes de la triple corrupción religiosa del Imperio español en 1492: la expulsión de los hermanos abramitas —judíos y musulmanes—, la herejía de la monarquía romana y la destrucción de las Indias. En esa trinidad acabaron de identificarse Servando y el obispo de Blois, al grado de que, en estas páginas de la Relación, Mier llega a citar verbatim expresiones de las obras de Grégoire, algunas de las cuales tenía en su celda del Santo Oficio en 1819. Tras su encuentro con el obispo constitucional, la naturaleza barroca del fraile novohispano, nunca extinta,

quedará severamente fracturada. Y Mier, tan lejano de toda forma afectiva de espiritualidad, se conmueve al fin:

Pero la función más grave y tierna de las iglesias de Francia es la de la primera comunión de los niños, cuya instrucción en la religión no se fía, como por acá, a cualquiera, sino que se hace de ella la importancia que merece [...] Cuando ya están debidamente instruidos, el cura señala el día de la primera comunión, y los sigue instruyendo en el modo de confesarse bien. Él mismo los confiesa a todos, y la víspera de la primera comunión reciben la que llaman seca de hostias sin consagrar, para que estén diestros en recibir las consagradas. El concurso es inmenso el día de la comunión, y no faltan los padres y las madres. Las niñas se presentan todas vestidas de blanco, cubiertas las cabezas con sus sombreritos y velos... ⁵

Por ser más propia de la sensibilidad pedagógica del siglo XIX que del rito galicano, la escena expresa una añoranza autobiográfica, la de ese humanismo devoto del que careció, bajo el rigor contrarreformista, el Barroco mexicano tardío. El niño Servando, mal instruido en Monterrey por un cualquiera y luego “obligado” a profesar en Santo Domingo, quisiera ser, de origen, un cristiano puro como los niños franceses. Y, abusando, esos niños podrían haber sido los indios imaginarios felizmente evangelizados por Tomás Apóstol, 15 siglos antes de los multitudinarios bautizos por aspersión, realizados por los franciscanos. Ése era el catecismo fracasado de Grégoire, educar a los cristianos por la bondad de la fe y no mediante la ensangrentada letra “jesuítica”. Y, tras condenar el breviario romano por bárbaro y antipoético, concluye que no ha querido omitir esas “noticias edificantes, porque la Iglesia de Francia, a fuerza de resistir a las continuas innovaciones de Roma, ha logrado conservar más de los devotos ritos y santas antigüedades de la Iglesia primitiva”. Las relaciones de Mier con la Europa napoleónica se caracterizan por momentos de contagio, ideas nuevas e intermitentes cuya aritmética sólo se entiende en el balance final de su vida. Mientras los encuentros con Simón Rodríguez, Henri Grégoire o José María Blanco White ocurren a veces como accidentes propios de la narrativa picaresca, continúa el itinerario de un predicador suspendido en

funciones de canonista en tránsito. En una época menos turbia Mier habría sido un magnífico historiador de la Iglesia; un par de siglos atrás, un agente del emperador o del papado. La geografía trazada es eclesiástica. Más católico que cristiano, como tantos clérigos nacidos de la Contrarreforma, fray Servando nunca deja de informar a esa autoridad inquisitorial que lo observa escribir en 1819. Con ese ánimo periodístico que tanto contribuyó a la vitalidad y a la posteridad de su prosa, Mier, antes que sobre la Revolución Francesa, nos habla de esa civilización católica cuyo descubrimiento lo maravilla, como si la historia atribuida a Santo Tomás Apóstol en América tuviera una continuidad interrumpida por la apostasía no tanto de los indios, sino de los cristianos franceses —víctimas de los cetros de Carlomagno, Luis XIV o Napoleón—, para quienes la Iglesia Constitucional fue una oportunidad de revivir, en la pureza originaria de la fe, los tiempos apostólicos. Se entiende, mirando a Servando ante Europa, que la idea de la predicación precolombina fue algo más que rencor criollista. Era nostalgia por los tiempos apostólicos, por ese verdadero cristianismo obligado a pecar con la historia. Tras examinar la conmovedora primera comunión de los hijos de Grégoire, Servando se ocupa del siguiente sacramento, el matrimonio, destacando la frugalidad que los constitucionales dan a una ceremonia en la que “nada hay de particular sino el bouquet, esto es, el ramillete de flores naturales que los novios llevan al pecho, y el novio es quien lo regala a la novia”. ⁷ El fraile Mier, oficiando en su parroquia de Santo Tomás, afirma que mientras tanto

los sacerdotes realistas daban el sacramento, sin cuidarse de que el contrato se hubiese antes verificado ante la municipalidad conforme a las leyes de la República. [...] En esto nunca los imité, y siempre exigí que precediese el contrato en la municipalidad. El Concilio de Trento no está admitido en Francia, y lo que se observaba de su disciplina era por las Cortes de Blois. Habiendo cesado las leyes reales, el contrato se debía hacer según las leyes civiles, sin las cuales el matrimonio era nulo, como lo ha sido siempre en Francia sin el consentimiento de los jefes de familia. El matrimonio, hablando con propiedad, no es sacramento: es un contrato, aunque es cierto que hay un sacramento para

bendecirlo y santificarlo. Es necesario, pues, que preceda la materia circa quam,† que es el contrato sobre el cual tiene jurisdicción el Estado, como la Iglesia en el sacramento. Éste se hace en la misa nupcial, cuando. volviéndose el sacerdote y extendiendo las manos hacia los contrayentes, ora para ellos. Las oraciones son la forma; la imposición de manos, la materia ex qua.‡ Ésta es la doctrina más sólida y propia para responder a los argumentos de los protestantes. ⁸

La página servandiana sobre el matrimonio es otra prueba de la naturalidad con que se movía al ritmo de las controversias de su tiempo. El matrimonio fue el menos prestigiado de los siete sacramentos finalmente establecidos por el Concilio de Trento. Considerado por los Padres de la Iglesia un mal menor necesario contra la lujuria o como un “estado de imperfección” frente a la castidad, la espiritualización sacramental del matrimonio fue progresiva, obra de los siglos XIX y XX. Mier sugiere que si fue el concilio tridentino (decreto Tam etsi) el que confirió valor vinculante a la forma eclesiástica de matrimonio, transformándolo en un acto público ajeno a la secrecía o el clandestinaje, la republicanización gregoriana del rito aromatizó de “espiritualidad civil” el contra to. Por ello, tras el Concordato, tanto el apresurado y secreto matrimonio entre Josefina y Napoleón antes de la coronación como su posterior divorcio fueron tachados de blasfemos por Grégoire y los antiguos clérigos constitucionales, quienes vieron en esa casuística papal un retorno a las corruptelas romanas anteriores a Trento. Los sacramentos constitucionales le sirven a Mier para elogiar los derechos galicanos vindicados por Grégoire. El Concilio de Trento, dominado por españoles e italianos, estuvo al borde del cisma por sus problemas con Francia, la Hija Predilecta de la Iglesia. Mier resalta una experiencia más radical que el galicanismo y el regalismo: el josefinismo austriaco. El hijo de María Teresa de Austria, José II, emperador entre 1780 y 1790, constituyó en los hechos una Iglesia nacional, que se reservó la potestad secular sobre el matrimonio y numerosos asuntos eclesiásticos. Ése fue el “rey sacristán” cuya muerte hundió, por cierto, a Mozart. Apoyándose en la autoridad del dominico Petrus Maria Gazzaniga (1722-1799), ilustrado y antimolinista, quien convenció al papa Pío VI de tolerar el

josefinismo, Mier dice que las características autonómicas, conciliaristas y hasta cismáticas de las Iglesias romanas del siglo XVIII fueron una tendencia europea encabezada por sus católicas majestades de España, Francia y Austria. Esta noción, aceptada por la generalidad de los historiadores católicos, reformula la tragedia de la Iglesia de Grégoire, quien, impulsado por la Revolución, practicó un sueño de los reyes europeos: aceptar la dignidad espiritual del papa y romper toda intrusión de éste en los Estados nacionales. Ése fue el sentido de la expulsión de los jesuitas, consentida de manera suicida por el papado. Y fue la propia radicalidad de la Revolución Francesa lo que dio al traste con ese ritmo acelerado de desromanización de la catolicidad. De Napoleón a la Restauración y la Santa Alianza se da marcha atrás, ya sin mucho éxito, con la experiencia que los clérigos juramentados llevaron hasta sus últimas consecuencias, siempre bajo la sumisión espiritual al papa. La mayor de las herejías conciliaristas, el febronianismo alemán, condenado desde 1764, iba más lejos que Grégoire: convertir al papa en un mero símbolo de la cristiandad, monarca “constitucional” sujeto al parlamento de los obispos nacionales. Fray Servando, recién liberado en Francia de las persecuciones barrocas, formó parte de la minoría de clérigos católicos que entendieron esa ruptura anunciada y fracasada. Y la vivió no sin contradicciones. Nótese que, al decir que exigía la precedencia del contrato municipal en los matrimonios, aclara que en eso nunca imitó a los sacerdotes realistas. Párroco o no de Santo Tomás en París, inclinado por el corazón y el pensamiento a favor del clero galicano-republicano, Mier no olvidaba que era un dominico novohispano de obediencia romana.

SERVANDO Y GRÉGOIRE EN EL CONCILIO

Cuando herejías y cismas estaban desgarrando el sosiego público, los oradores sagrados, a fuer de pregoneros, fomentaban la discordia y a veces las sediciones. GIBBON, Historia de la decadencia y la ruina del Imperio romano, II [1781]

La disertación servandiana sobre el clero constitucional sólo prepara al lector para conocer las actividades del fantasmagórico párroco de Santo Tomás en París, pues Servando asistirá como testigo al Segundo Concilio Nacional, celebrado en esa ciudad a partir del 29 de junio de 1801. La reunión fue precedida por un concilio provisional —victoria pírrica de Grégoire— que condenó como contraria a la Escritura y a los Santos Padres la opinión de los refractarios, quienes consideraban inválidos los actos de la Iglesia Constitucional por carecer de la aprobación papal. Para el inadvertido visitante novohispano ese concilio era “la restitución solemne de la religión católica” en Francia. Amante de los jeroglíficos, Mier se distrae elogiando el arte “chino” de la taquigrafía, que descubre durante las sesiones conciliares, para pasar a hacer el elogio de un espectáculo inaudito, no sólo por su excepcionalidad política, sino por ser la única ocasión en su vida que el dominico vio semejante asamblea de la Iglesia. El Cuarto Concilio Provincial Mexicano se había celebrado en 1771 y fue el último del virreinato y el penúltimo hasta la fecha. Las actas de ese concilio, reunido, por cierto, para reforzar la expulsión de los jesuitas, no fueron aprobadas ni en Madrid ni en Roma, acaso por su desbordante regalismo.

En cuanto al Concilio Nacional [clama Mier], ¡cuánto me edificaron aquellos verdaderos obispos, pobrísimos, que habían venido hasta a pie de sesenta leguas, ricos de virtudes y de sabiduría! Algunos traían sobre sí las marcas de la confesión de Jesucristo, ya del tiempo del Terror y ateísmo, ya de la persecución

del domingo. Para entender esto último, es de saber que la novelería de los franceses republicanos estableció un nuevo calendario, dividiendo por dieces o décadas los meses. Y los deístas, que desde Robespierre sucedieron a los ateístas, y ahora, con el nombre de teofilántropos o amantes de Dios, estaban capitaneados (como ya dije) por el director Revellière Lepaux, movieron con el brazo del gobierno una violentísima persecución para abolir los domingos, obligando a feriar en ellos y vacar los decadis. El clero constitucional se opuso, publicando ochenta opúsculos en defensa del domingo, e hicieron muy bien, porque aunque no consta que lo instituyesen los apóstoles, desde muy inmediato a ellos se hizo ley general en la Iglesia. La persecución hizo caer a muchísimos sacerdotes en las prisiones y arrojó algunos desterrados a la Guayana Francesa en América. Pero el pueblo, que leía en su catecismo por tercer mandamiento de Dios: “Guardarás los domingos”, se obstinó en guardarlo, y hasta las tiendas de prostitutas se cerraban los domingos, cuando el decadi todas estaban abiertas.⁷

Fue el clero constitucional, aclara Mier, el que sufrió el peso del Terror y de las persecuciones, aunque olvida a los mártires realistas y a los refractarios desterrados. El catolicismo sin la Iglesia de Grégoire “se hubiera acabado, y, por más que digan, casi todo lo sabio del clero quedó en Francia: en mi tiempo ascendía al número de 17 000”. Converso entusiasta, fray Servando omite sus propias explicaciones sobre la dispersión y la extrema debilidad del clero tras el Terror, que hicieron posible la experiencia gregoriana. Entrado en confianza, Mier asume las viejas reyertas dominicas contra el molinismo —desde Pascal la variante más anatemizada del jesuitismo— y descubre que su odio novohispano por la Compañía coincidía venturosamente con el jansenismo de Grégoire. Encadenado a la persecución que toda revolución desata, Mier se muestra satisfecho de que hayan salido de Francia, después de La Bastilla, casi todos los molinistas, que “fueron a perecer desterrados o fugitivos en la Saboya o la Holanda”.⁷¹ Mier recuerda que es católico romano, y como escribe desde una celda de la Inquisición, se cuida de deslindarse de los “embrollos y pretextos de Jansenio y de Quesnel”, condenados en 1713, y dice, extrañamente, que le “consta que hoy todos los calvinistas, luteranos y todos los protestantes son arminianos, o meros molinistas”.⁷²

Justo cuando lo deseamos, Mier nos tranquiliza y,

volviendo al Concilio, [recuerda que] estaba dividido en comisiones, conforme a los puntos que debían tratarse, y eran muy importantes. Se discutían después los informes de las comisiones en sesiones tenidas en la iglesia de San Sulpicio, y cuando estaban maduras para la definición, se tenía la sesión solemne y general en la catedral o iglesia de Nuestra Señora, que los republicanos dedicaron al Ser Supremo, como si todos los templos no lo estuviesen a él, aunque sea en memoria de algún santo. Pero no se llegaron a tener sino una o dos sesiones generales, en que el Concilio declaró el primado del sucesor de San Pedro, y su adhesión a la Silla Apostólica, para evitar calumnias. El resto de las actas no contiene más que discusiones, aunque muy interesantes.⁷³

El espectáculo del concilio galicano debió conmover intensamente a Mier. Como religioso novohispano conocía la desvencijada teología del convento de Santo Domingo de México, la vida universitaria en la Real y Pontificia, la predicación cortesana y su endiablada secuela; pero esa forma de discusión colectiva, que hoy llamaríamos “democrática”, de los obispos constitucionales fue decisiva para formar al testigo de las Cortes de Cádiz y al diputado del México independiente. Por más testimonial que haya sido su presencia en Saint-Sulpice o en Notre-Dame, Servando, otra vez, caía del cielo en un momento privilegiado, cuando la vieja historia patrística de los concilios y las novedosas asambleas revolucionarias se encontraban... por última vez. A medio párrafo, Mier nos presenta al fin a la figura más importante en su formación y destino:

El célebre Grégoire, obispo de Blois, fue el alma de este Concilio, como del primero, y el sustentáculo de la religión en Francia. A nombre de los obispos reunidos en París como agentes del clero, dio cuenta al Concilio de todo lo ocurrido desde el Primer Concilio, dentro y fuera de Francia, y el artículo tocante a la España es mío. Ha escrito muchas obras, entre ellas la Historia de las sectas religiosas del siglo XVIII, que es muy curiosa. Los Anales de la religión, obra muy apreciable, casi todos son suyos, y él es cuando se anuncia bajo el

título anónimo de “un obispo de Francia”.⁷⁴

Mier cita una obra muy posterior de Grégoire (esa Historia aparecerá hasta 1810) y engloba bajo un mismo título (los Anales) toda la obra periodística, a menudo anónima, desarrollada por su mentor hasta 1801. No tengo motivo para dudar que fray Servando se acercó a Grégoire y lo embelesó con la narración de sus peripecias como supuesto perseguido de la Inquisición. El obispo de Blois, lector de Las Casas y apóstol de la Independencia de Haití, seguramente prestó atención a las palabras tartamudeadas en francés por el dominico mexicano, en algún receso conciliar. Una razón de peso para garantizar la simpatía de Mier por Grégoire estaba en su pública condena de la Inquisición española. En el invierno de 1798 escribió la Lettre du citoyen Grégoire, evêque de Blois, à don Ramon-Joseph de Arce, archêveque de Burgos, grand inquisiteur d’Espagne, que se conoció ampliamente hasta en la Nueva España. Numerosos predicadores españoles fueron al púlpito para condenar esa herética intromisión de los cismáticos franceses. Otros, como la tertulia de los Montijo, quien pudo recomendar a Mier con el “citoyen Grégoire”, mantenían una admiración reticente por el obispo revolucionario, aunque en un contexto de desprestigio generalizado del Santo Oficio, la petición gregoriana de liquidación del tribunal parecía un tanto anticuada. El propio inquisidor a quien estaba dirigida, Arce, fue masón, volteriano y afrancesado en 1808 y con toda seguridad estaría de acuerdo con el obispo Grégoire, quien aprovechaba para presentarse como amigo de todas las causas justas y preparaba la exportación napoleónica de la Revolución, una década más tarde, a España.⁷⁵ Don Ramón José de Arce no ignoraría que las visiones del horror inquisitorial narradas por Grégoire eran también otra forma de condenar los terrores revolucionarios de 1793. Pero como en aquellos días circulaba la aparatosa retractación de una de las últimas víctimas ilustradas de la Inquisición, Pablo de Olavide (El Evangelio en triunfo, 1798), quien, tras su experiencia en Francia durante el Terror, había decidido escribir la alabanza de sus verdugos, un fray Servando debió leer entusiasmado la carta de Grégoire que lo justificaba. Y el 12 de mayo de 1800, Grégoire presentó al Instituto Nacional —que sustituía a la Academia Francesa— una Apologie de don Barthélemi de las Casas, figura desconocida en Francia y que el obispo estudió gracias a su curiosidad por la historia y la explotación de las Antillas.⁷

Todavía en 1827, año de la muerte de Mier, Grégoire, que lo sobrevivió, atosiga a Louis David con un proyectado monumento a Las Casas para las repúblicas americanas. ¿Servando profundizó en el dominico Las Casas gracias a Grégoire o fue al revés? No olvidemos que la obra entera de fray Bartolomé sólo se conoció a lo largo del siglo XIX. Sin duda el dominico criollo conocía la apología de Las Casas escrita por Antonio de Remesal en 1619 y había consultado la inédita Historia de las Indias de la que Antonio de Herrera se sirvió con abundancia. Pero la resurrección de Las Casas como apóstol de las Indias es paralela a la Independencia de México, y se debe en buena medida a fray Servando, quien ligó desde 1813 su propia Historia de la revolución de Nueva España con la Brevísima relación. Más tarde Manuel José Quintana, el poeta patriótico de 1808, incluyó a Las Casas en sus Vidas de españoles célebres (1807-1833), presentándolo entre los prohombres del liberalismo hispánico. En 1822 Juan Antonio Llorente publicó en París las Œuvres de don Barthélemi de las Casas, évêque de Chiapas, défenseur de la liberté des naturels de l’Amérique, entre cuyos apéndices estaban la Apologie de Grégoire y una “Lettre écrite en 1806 par le docteur don Servando Mier, de Mexico, à M. Henri Grégoire, ancien évêque de Blois, à l’appui de l’apologie de don Barthélemi de las Casas publiée par ce prélat”. Más allá de la alegría de ver juntos en un libro a Llorente, Grégoire y Servando, el libro exige algún examen.⁷⁷ La apología de Grégoire, para empezar, es un poco decepcionante. Salvo algunas frases emblemáticas sobre la lucha de los sabios y de los justos contra la calumnia, el texto del obispo de Blois se concentra, previsiblemente, en defender a Las Casas de la vieja acusación de haber solicitado negros en 1517 para aliviar a los indígenas de los trabajos forzados. Grégoire desecha por absurdo el sambenito difundido por historiadores que como Robertson habrían dicho que fray Bartolomé había sido incluso el padre de la esclavitud de los africanos en América, negocio de los portugueses desde fines del siglo XV. Sin interesarse demasiado en los indios, Grégoire exonera a Las Casas de la pendenciera suspicacia. Silvio Zavala aclara al respecto:

El debate, en el que terciaron después el deán de Córdoba de Tucumán, Gregorio Funes, el mexicano fray Servando Teresa de Mier y el español Juan Antonio Llorente, tiene hoy un escaso valor documental porque todos los contendientes

ignoraron el párrafo entonces inédito de la Historia de las Indias en que el propio Las Casas explica que, efectivamente, propuso la introducción de negros para aliviar la condición de los indios; pero más tarde se arrepintió al advertir la injusticia con que los portugueses los tomaban y hacían esclavos, y desde entonces los consideró esclavizados injusta y tiránicamente, “porque la misma razón es dellos que de los indios”.⁷⁸

Es sospechoso que Servando feche su carta en apoyo de Grégoire en 1806. En ese año, sin duda, Mier gozaba de tranquilidad en Lisboa y pudo haberla bosquejado. Al citar a Cortés, a Herrera y a diversas bulas pontificias y al propio Las Casas, Servando demuestra haber tenido a la mano una biblioteca. Pero da la impresión que es otro de los textos que Mier escribió en 1818-1820 y fechó años atrás, a partir de 1818, pues se traiciona extrapolando en una carta de 1806 su propia Historia, publicada en Londres hasta 1813. No sería la única ocasión en que Servando modifique arbitrariamente la datación de su bibliografía. Pero más allá de la probable edición que Mier hiciese de un borrador previo —que afincaría la fluidez de su relación con el ex obispo constitucional en 1806—, la carta completa con erudición americana el texto gregoriano. Concluyo que Grégoire y Mier se conocieron hablando de Las Casas y se nutrieron mutuamente sobre él entre 1799 y 1825. El francés puso al día al novohispano en la batalla antirracista y el novohispano desempolvó los papeles de su ilustre hermano y antecesor. Aunque las ideas sobre Las Casas —en esencia un ataque a los eurocentristas De Pauw y Robertson— son las mismas en las ediciones inglesa, estadounidense y mexicanas de la Brevísima relación promovidas por Servando (1812, 1821 y 1822), la carta en francés publicada por Llorente no ha sido traducida en su totalidad.⁷ Servando, por desgracia, sólo describe —o más bien zoomorfiza— a sus enemigos. A quienes admira apenas los esboza. No hay más que la constancia de la visita de Chateaubriand en abril de 1801, y del retrato de Grégoire, a quien habría conocido en agosto, no nos dejó ninguna pincelada, aunque las ropas moradas del obispo francés jamás se borrarían de su memoria. Pese al vigor picaresco que traía en las venas y la dignidad feijoniana de su prosa, nunca olvidemos que Mier era esencialmente un clérigo perseguido que redactaba su defensa.

La conversación con Grégoire que narra nos regresa, intempestivamente, a la ambientación barroca, pues el jefe de la Iglesia Constitucional le dijo que

era muy probable la predicación de Santo Tomás Apóstol en América, después que vio la carta latina que sobre esto escribí a Langlés, célebre orientalista, de quien yo creía que eran las notas a las cartas americanas de Carli, en las cuales su autor, aunque deísta, dice que es evidente el antiguo cristianismo de América. Las notas de Carli, como otras de Ulloa, son del señor Wite-Brune. Grégoire, después de haber leído la disertacioncita que sobre lo mismo puse al fin de la historia de la revolución de Nueva España, me exhortó a averiguar la cosa más de raíz en volviendo a América, para gloria de la religión y refutación de los incrédulos. También el barón de Humboldt me dijo en París: “Yo creía que era invención de los frailes, y así lo dije en mi estadística; pero después que he visto la curiosa disertación de usted veo que no es así.”⁸

Mi querido Grégoire ha quedado, por el momento, sepultado por la erudición y las contradicciones servandianas. Tal pareciera que en las Memorias de Mier conviven dos tiempos: el hispánico y el europeo. Según su dilatadísima defensa del sermón de 1794, para 1801 el fraile ya dudaba de la predicación apostólica. Por otro lado, la historieta era perfectamente llamativa para entretener tanto al obispo Grégoire como al sabio Humboldt. La conversación conciliar con el abate confunde las cronologías. Si Grégoire leyó “la disertación que sobre lo mismo puse al fin de la historia de la revolución de Nueva España”, ello debió ocurrir una vez publicada ésta, es decir, después de 1813, y si el antiguo obispo le comentó algo debió ser por correspondencia o durante su segunda entrevista, la de 1815, cuando Mier y Lucas Alamán también pudieron conocer a Humboldt. Grégoire, tan preocupado por conciliar razón y fe en una filosofía cristiana, sobrestimaba, para rechazar las pretensiones papales, la legitimidad apostólica de la Iglesia primitiva, así que pudo interesarse en las aventuras del Dídimo. Eso, más su execración de España y su Inquisición, así como su apoyo decidido a la Independencia americana, hacen probable que la idea de la predicación precolombina, más allá de su factibilidad histórica, le haya sido interesante de escuchar.

La amistad con Grégoire es una de sus escasas aventuras europeas documentables, gracias a las cartas enviadas por el ex obispo Grégoire al republicano Mier en 1824 y 1825. Conociendo los modos epistolares dieciochescos de Grégoire, esa breve correspondencia —sin duda parte de un expediente desgraciadamente perdido— habla de una indudable privanza y de una vieja camaradería, acaso refrescada durante la segunda visita de Servando a París, con Lucas Alamán, antes de los Cien Días de 1815. Mier no aparece en las Mémoires gregorianas de 1808, pero éstas son muy escasas en referencias a personalidades de su tiempo. A reserva de examinarlas como parte del último periodo de la vida de Mier, en la primera carta de Grégoire, del 17 de marzo de 1824, destaca el elogio del ya mexicano: “Sus escritos y su carta llevan la marca de su alma siempre religiosa y virtuosa, de su carácter que no se ha desmentido jamás a través de las persecuciones.”⁸¹ Servando, obsequioso, le habría mandado decir a Grégoire que sus ideas sobre las libertades católicas iban a ser adoptadas por la República Federal de México, en cuya “asamblea” se discutían. Grégoire le envía a Servando cuatro obras de interés común, una sobre la religión revelada, otra sobre el matrimonio y el divorcio, así como un opúsculo sobre el Mesías. Mier le había pedido algunos libros viejos sobre Port-Royal que Grégoire no había podido conseguir, evidenciando un circuito común de libreros entre París y México. Al mandar saludar a personajes del círculo londinense de hispanoamericanos de 1811-1816, como José Francisco Fagoaga, y refiriéndose a José Miguel Ramos Arizpe, quien lo acababa de visitar personalmente, Grégoire demuestra haber visto a Servando en 1815 o estar muy al tanto de su vida política. Lo cierto es que el ejemplar de la Historia de la revolución de Nueva España que conserva la Biblioteca Nacional de París está dedicado “À M. Gregoire ancien évêque de Blois el autor Dr. Dn. Servando José de Mier y Guerra”. El propio doctor, quien corrigió numerosas erratas de puño y letra, subrayó el nombre (José) y apellido (Guerra) con el que había firmado su libro, para que su maestro captara de inmediato su autoría. En la primera carta el viejo abate le dice que “desde que usted se marchó de Europa, amigo mío, ésta ha cambiado mucho de aspecto, y sobre todo Francia. El clero que ha regresado de la emigración, con muy pocas excepciones, nos ha traído sus prejuicios, sus pretensiones y sus venganzas. La persecución asola

actualmente diversas diócesis, donde se persigue y se tortura al clero juramentado...”⁸² Escribiendo en 1824, ¿a qué estancia de Mier se refiere, a la de 1801 o la de 1815? ¿Y de qué “emigración” habla? ¿De la que regresó tras el Concordato en 1802 o con la Restauración en 1815? Por la frase parece que a la primera, pero hablar de “juramentados” durante el reinado de Luis XVIII suena un tanto anacrónico. La segunda carta, del 30 de septiembre de 1825, hace acuse de recibo de una de Servando “del 26 de marzo último”. En ella Grégoire repite algunos temas de la primera, más olvidadizo que insistente. Lamenta la muerte en el exilio español del obispo rebelde de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, nada menos. Se indigna de que los libreros de Burdeos envíen a México “obras obscenas e impías” y felicita al doctor Mier por haber sido nombrado “historiógrafo de la República” y extiende el encomio al “país [que] goza de libertad bajo un gobierno paternal [...] y que un día la libertad, atravesando el Atlántico, venga a vacunar políticamente esta Europa decrépita, donde nosotros hemos soñado la libertad”.⁸³ Al despedirse de Servando, el antiguo obispo de Blois lo exhorta a escribir un tratado sobre las libertades católicas de la Iglesia en América. Quizá Mier, al solicitarle antigüedades jansenistas y galicanas un año atrás, había alimentado las esperanzas del viejo de ver seguir su fracasada aventura en el Nuevo Mundo, ahora libre. Pero la hora política impidió esa obra, sueño de maestro que Grégoire se ofreció cariñosamente a traducir al francés. Su adiós lo retrata:

La Iglesia de Francia, tan brillante en tiempo de Bossuet, ha caído hoy en día en un estado deplorable. La ignorancia, el jesuitismo y, en consecuencia, el ultramontanismo, nos han invadido. [...] Si varios años de Revolución no pudieron educarla políticamente, es menester enviarla a los incurables. [...] No me cansaría nunca de hablarle, pero mi pecho muy debilitado me ordena acabar. Usted envejece, mi querido señor Mier, y yo soy viejo. Tengamos confianza en vernos en un mundo más feliz que éste.⁸⁴

Es menester dejar a los viejos amigos meditando sobre el arte del buen morir y volver a los sucesos de 1801.

“La causa de no haberse seguido el Concilio Nacional, fue el Concordato entre Napoleón y el Papa”, anota Servando. La explicación histórica y política del fraile es clara y concisa, destacando la labor del cardenal legado Giovanni Battista Caprara (1733-1810) para formalizar el Concordato que restauraba el rito católico, apostólico y romano en Francia, pues “Bonaparte quería hacerse cónsul perpetuo y determinó ganar al pueblo por las dos cosas que deseaba, y eran la paz [de Amiens] y el restablecimiento público de la religión”.⁸⁵ Es igualmente franco ante el triste destino de un concilio que algunos párrafos atrás había exaltado como un retorno triunfal a la pureza apostólica:

Los obispos del Concilio, apenas oyeron que había Concordato renunciaron a una voz sus mitras y consignaron sus renuncias en manos de sus metropolitanos. El Papa exigió dentro del término de tres meses que todos los obispos que se decían católico-romanos renunciasen sus mitras; y renunciasen o no, dio por vacantes todas las iglesias, y suprimiendo mucho obispado, y erigiendo otros, los redujo a 50, con 10 arzobispados. Antes eran las mitras 134. Porción de obispos franceses que estaban en Inglaterra no quisieron renunciar, y protestaron contra la organización hecha por el Papa, como contraria a las libertades de la Iglesia galicana, aunque el obispo de Londres los suspendió por eso injustamente.⁸

El Concordato fue firmado el 15 de julio de 1801 y proclamado solemnemente al siguiente Día de Pascuas, el 18 de marzo de 1802. Cuatro días antes había aparecido El genio del cristianismo, escrito por un cliente de Mier y Robinsón, el vizconde de Chateaubriand. El Segundo Concilio, fechado en agosto, fue un último y fallido intento de presión del obispo constitucional Grégoire contra una decisión ya tomada, en cuyas primeras discusiones participó. La inflexibilidad del obispo de Blois convenció a Bonaparte de voltear hacia el otro extremo del arco eclesiástico, y fue el abate Jean-Baptiste-Marie Bernier, antiguo chuán, su consejero. Mier resume el desenlace político, aunque es extraño que el testigo omita el operático final del Concilio, cuando el 14 de agosto, tras una misa fúnebre en Saint-Sulpice, fue clausurado por los policías del ministro Fouché, quienes todavía alcanzaron a arrestar a una delegación de padres conciliares. El propio Grégoire no explica en sus Mémoires por qué convocó ese concilio in

extremis. Otras fuentes opinan que Napoleón estimuló esa reunión para presionar a Roma ante el Concordato. Pero al disolver a la Iglesia Constitucional, Napoleón logró, como dice Mier, que “entre los nuevos obispos elegidos por el Concordato [hubiese] varios constitucionales”⁸⁷ y que el derrotado Grégoire se retirara humillado, pero en orden, dándose hasta el lujo de rehusar una entrevista con el papa en 1804. La descripción de esa retirada dice mucho del carácter de Mier y del propio clero constitucional que lo enamoró. Ese mismo 19 de agosto, el Conse jo de Estado, presionado por el primer cónsul, votó la insólita publicación de un breve papal que concedía a son très cher fils, Talleyrand, obispo apóstata de Autun, la posibilidad de secularizarse y comulgar como laico. A una humillación de esa naturaleza contra el Antiguo Régimen y sus príncipes beligerantes refugiados en Londres, se sumaban las bofetadas en el rostro de los militares republicanos, obligados a asistir al Te Deum del Concordato, esa “capuchinada”, como la llamó, para su desgracia, el general Delmas. El conde de Thibaudeau (1765-1854), uno de los oradores ante la tumba de Grégoire, en sus Mémoires sur le Consulat (1827) recuerda el castigo sufrido por el cura de Saint-Roch, que se negó a admitir el cortejo fúnebre de la señorita Chamareau, bailarina de la ópera, por considerarla persona blasfema. El propio primer cónsul instruyó al arzobispo de París para que ese sacerdote, enemigo de la nueva unidad religiosa, fuese cesado y enviado a clausura. El cortejo rechazado fue a dar a la parroquia de Santo Tomás, en la calle de las Hijas de Santo Tomás, la de Servando, donde un presbítero “instruido de la verdad del Evangelio” ofreció el servicio con las solemnidades ordinarias. ¿No sería el doctor Mier?⁸⁸ Crítico del Concordato, Servando recuerda la oferta papal de una absolución “gratis” a los constitucionales que aceptasen el nuevo orden, la firmeza del obispo de Angulema a quien el legado Caprara no se atrevió a enviarle el deshonroso salvoconducto, la aceptación pontificia de los bienes eclesiásticos comprados o robados por la Revolución y, para su mayor escándalo, la aprobación de Pío VII de “todos los casamientos hechos de obispos, clérigos, frailes y monjas, con condición de no ejercer aquéllos su ministerio”.⁸ Así pudo casarse el canciller Talleyrand. La claridosa lectura servandiana del episodio constitucional y concordatorio, viniendo de un clérigo extraño a la Revolución, quizá prueba que la rebelión de

Grégoire fue, antes que una transformación específicamente revolucionaria, el honroso final del jansenismo francés. Al intentar esa paradójica fusión entre el Estado republicano y la religión católica, Grégoire aprovechó la caída de La Bastilla para inventar —más que restaurar— el sueño de la Iglesia galicana, unidad de los poderes temporal y espiritual al margen de Roma. En unos cuantos meses de 1801-1802, fray Servando ve fracasar esa experiencia radical de república cristiana. Resignado, el doctor Mier anota: “En efecto: no había sido más que un esfuerzo para volver a la antigua disciplina de la Iglesia.” El fracaso constitucional le dio un olfato político-eclesiástico del que careció notoriamente durante sus sufrimientos previos en la Nueva y en la vieja España. Y si bien jamás introdujo en su noción tomista de república cristiana los contenidos radicales de Grégoire, no olvidó ese ejemplo de pureza apostólica agredida por la corte, la intriga y la política. En su Historia de la revolución de Nueva España, publicada en Londres bajo la vigilancia intelectual de los whigs, Servando fue menos entusiasta: “La Constitución Civil del Clero de Francia, digan lo que quieran, no fue en realidad sino un esfuerzo generoso pero imprudente para restituir la antigua disciplina, y sólo sirvió para aumentar los horrores de la guerra civil.” ¹ Desde la prisión, sus recuerdos gregorianos se volvieron más tiernos. Su persecución guadalupana debió parecerle una desgracia similar a la sufrida por Grégoire. El papa, hubiera dicho, era el Gran Covachuelo. Como ejemplo de ello, recuerda la llegada de Pío VII a Florencia, regresando de la coronación de Napoleón. En esa ocasión, con admirable hipocresía curial le arrancó una retractación al condenado obispo jansenista de Pistoya, Scipione de’ Ricci. “La religión”, concluye Mier, “toda es política, me decía un jesuita en Roma. Ellos lo saben bien, y es un dolor que se mezcle tanta cábala e intriga.” ² La lección constitucional y republicana quedará en la memoria de Servando, siempre presta a regresar a las viejas obsesiones jansenistas: el galicanismo, el odio contra Roma y los jesuitas, su desconfianza ante la legitimidad del celibato: “En cuanto yo he andado del mundo no he visto en este punto sino escándalos y flaquezas en uno y otro sexo eclesiástico. Non omnes capiunt verbum istud, sed quibus datum est.”† ³ Pero el catolicismo había sido restaurado y el camino era hacer cábala e intriga mediante su anchurosa y paradójica democracia.

Despedida desde el vestidor

Sólo a uno se exceptúa de esta regla general. Éste es el retrato del Barbadiño, a quien se le quita el sagrado disfraz de que indignamente se vistió; se le arrancan las barbas postizas, que se pegó como vejete de entremés; y se le hace salir al público con su cara lampiña natural, o a lo menos barbihecha; con un peluquín blondo y redondo, u ovalado por lo menos; con su cuellivallona almidonada y de azul a la italiana; con su muceta de martas, terciada a la izquierda a lo de arcediano majo; con su cruz caballeral bien hendida de astas; con su roquete a puntas delicadas, que le podía traer un padre santo de Roma [...] Éste es el retrato del señor pseudocapuchino que tengo en mi estudio para divertirme con él cuando me da la gana. FRANCISCO JOSÉ DE ISLA, “Prólogo con morrón”, Fray Gerundio de Campazas [1758], 21

Cada vez que el doctor Mier se interna en los meandros de la modernidad, algo le recuerda casi melancólicamente que él sólo es Servando, el fraile que no quiere ser un gerundiano. Tras retratar, en un solo movimiento, la gloria y la caída del clero constitucional, Mier, sin transiciones, como suele escribir, pasa a su pasión indumentaria: “En fin: se contrató en el Concordato que los obispos pudiesen llevar públicamente las medias moradas, los cuellos y las toquillas a ejemplo de los obispos italianos, aunque éstos llevan la toquilla verde, y morada sólo los prelados domésticos y los protonotarios apostólicos.” ⁴ ¿Ésta es tu conclusión, Servando, del drama de la Constitución Civil del Clero? Aunque parezca mentira, el párrafo es una radiografía del alma servandesca: la política es la continuación, utilizando otros medios, de la lucha por la honra. Una cosa es conmoverse intelectualmente como clérigo ante la imitación constitucional de la pureza evangélica y otra sacar, como consecuencia visual, inmediata y al parecer preponderante del Concordato, un contrato para el uso público de las prendas moradas. Esa cuestión de maneras es, al mismo tiempo,

profundamente barroca y muy propia del futuro republicanismo mexicano. La preocupación de un fraile como Servando por la vestimenta de curas y obispos es, más que una excentricidad, un emblema en el sentido barroco: el sello de la honra. La obsesión de Servando por las ropas talares es un problema de identidad, pero no en el sentido en que los contemporáneos lo entendemos. Mier, fraile y doctor sin una verdadera nobleza de la cual valerse, siempre estuvo convencido de su identidad, proyección del emblema que incluía su origen y sus estudios. Hacer valer públicamente esa doble heráldica, universitaria y “aristocrática”, fue el mecanismo que le permitió sobrevivir. Y en el origen de sus males está una causa heráldica: dotar a la nación mexicana del emblema de Santo Tomás Apóstol. El violeta o morado claro es el séptimo color del espectro solar. Cada religión y cada secta da a cada color una simbología. En el cristianismo, el morado es el color de la devoción. Y entre los masones emblematiza al que vuela. Durante su prisión en el Santo Oficio, Mier incluye esta alusión ¿irresponsable? a su comedia de arzobispo morado de Baltimore, antes de su detención en Soto la Marina en 1817. Los obispos, nos dice, pueden llevar medias moradas, y sólo los prelados domésticos y los protonotarios apostólicos usan la toquilla morada. Mier tomó de los obispos franceses esa vestimenta morada que exhibirá como emblema por las calles de la Ciudad de México entre su regreso triunfal en 1822 y su muerte:

En Francia el vestido de los obispos era una túnica morada, de gran cauda, abotonada por delante de alto abajo, y ceñida con una banda ancha del mismo color, que se ataba al lado izquierdo, colgando de las puntas unas borlas de oro; un roquete con cuello como sobrepelliz, y un manteo morado colgado sobre la espalda; el sombrero negro de tres picos, con una toquilla ancha de oro, y, ya se supone, el pectoral pendiente de una cinta de seda. ⁵

¡Magnífico desvergonzado que estando preso se prueba ante el espejo las prendas de una libertad remota! Aquí Servando es el abate Faria donando el plano del tesoro de la isla de Montecristo a Edmond Dantés; es el prisionero

desdoblado en dueño del mundo, es el miserable con el brazo roto que se sabe mitrado por designio de su imaginación. Pero también vuelve a ser el ridículo fray Gerundio, cuya depravación culterano-conceptista es una manera de travestir la oratoria sagrada, y la persona misma del predicador. Todavía leemos un largo párrafo sobre la manera de vestirse que le fue autorizada por el Concordato “al resto del clero”, que iría de corto negro como los italianos. Los obispos y sacerdotes andaban muy empolvados y “rizado el pelo con chorizos por detrás, que distingue su peinado del de los seglares”. A Mier le complacía el Concordato, con su restauración de la vestimenta emblemática:

Esto era de una etiqueta indispensable, y ningún clérigo se atrevería a presentarse sin eso a su obispo. El pueblo está tan acostumbrado, que habiendo ido a París, cuando nuestra escuadra estaba en Brest, un religioso capellán, el pueblo no quería oír su misa, diciendo que estaba impropio, porque no estaba empolvado. En mi tiempo cada cual andaba como podía, y aun se excusaba lo posible el parecer sacerdote, por evitar las blasfemias y las befas. Pertenece, decían los del gran mundo, a la p[r]etraille, voz inventada para decir que era canalla sacerdotesca, como quien entre nosotros diría sacerdotalla.

Pese a sus ropas talares a la moda del Antiguo Régimen, si vemos a Servando de cuerpo entero, estuvo lejos de ser un cura ejemplar según el deseo galicano y jansenista. Luis XVI condenó el uso festivo del morado entre los eclesiásticos durante los Estados Generales, pidiéndoles el color negro como indumentaria. Un apenado Grégoire respondió que no era el violeta lo escandaloso sino los vestidos, recomendando los modestos roquetes o mucetas. Hijo de sastre eclesiástico, Grégoire conocía de corte y confección y seguramente instruyó a Servando en la materia. Pero pese a su admiración política y eclesiástica por la Iglesia Constitucional, Mier fue lo contrario del sacerdote ideal, moralista y práctico, diseñado por el siglo XVIII francés. “Pasando de lo eclesiástico a contar algunas cosas seculares”, ⁷ Mier vuelve a dejar clara la distinción entre el claustro y la calle. Observador maniático de las ropas talares, pasa a ser un reportero inteligente y bien informado cuando se trata

del siglo. Aclara que a Bonaparte se le otorgaron diez años más como cónsul en recompensa por la paz de Amiens, pero que él destruyó violentamente el Directorio, los dos Consejos de los Quinientos y de los Ancianos para perpetuarse en el Consulado y planear el Imperio.

Entonces vi que todo es fraude en el mundo político. Se abrieron registros para que el pueblo concurriese a dar su voto. Ocurren a firmar los interesados; y los que no concurren, porque no quieren consentir, pero tampoco quieren declararse por enemigos, se dan por favorables, conforme a la regla qui tacet, consentire videtur,† o quien calla otorga. Y luego se publica que hubo en su favor tantos millones. Y ¿quién podrá o se atreverá a desmentir públicamente la especie? ¡Pobre pueblo! ⁸

Acaso sea una de las primeras declaraciones democráticas, en el sentido moderno de la palabra, firmada por un escritor mexicano. Un fraile de la Nueva España, quien en 1801 hacía sólo unos meses que conocía la trama política de la Revolución Francesa y sus consecuencias, resume y censura la naturaleza plebiscitaria que afirmará el triunfo del despotismo napoleónico. Con la Constitución del año X, proclamada, junto con la perpetuidad del Consulado, el 4 de agosto de 1802, Napoleón barría con las libertades electorales revolucionarias. El ciudadano activo volvía a ser nuevamente el propietario — que ya no era el mismo que antes de 1789 gracias a la venta y renegociación de los bienes nacionales— y se imponía un modelo de elección indirecta —sujeta a censura por el Consejo de Estado— de grandes electores, previamente censados, a través de las asambleas cantonales. Escritas en 1819, estas páginas de las Memorias colocan a Mier en el tono de los enemigos liberales y anglófilos del bonapartismo, como madame de Staël y Benjamin Constant. La queja, tan mexicana, contra el fraude electoral como conculcación de la libertad política por el Estado comienza en esas líneas proféticas de fray Servando, que estaba lejos de creer en el sufragio universal, obra de la Revolución de 1848. Mier, hijo de una sociedad cortesana donde imperaba cierta división de poderes entre el virreinato, el arzobispado y las audiencias, jamás toleró la dictadura cesarista. Su lucha contra el infortunado emperador Iturbide a principios de los años veinte representó la condena de una repetición cómica de

la coronación de Napoleón. La perspicacia histórica de Mier me sigue asombrando: su rechazo del bonapartismo no le impidió admirar el Código napoleónico (“Es un código excelente”), cuya aprobación sintetiza puntualmente, incluyendo el debate sobre el divorcio. Fray Servando, como lo dijo Brading, fue un whig, un liberal conservador y autoritario. Del destino del Código napoleónico aclara que el rey Luis XVIII “lo ha mudado todo, dando a la Francia casi la misma Constitución de Inglaterra, con sus dos Cámaras de Pares y Comunes, que son los diputados del pueblo”.¹ Mier, preso en el Santo Oficio, parece estar bien informado de la Carta Constitucional de la Restauración borbónica, que aprueba la solución a la inglesa del contencioso entre las libertades públicas y el poder político; su último viaje a los Estados Unidos, en 1821, lo acabará inclinando hacia el republicanismo. Pero su república jamás será la francesa de 1790 ni la federación estadounidense, sino la vieja e ilusoria república cristiana. El comentario sobre la Francia de 1819 le interesa para reivindicar, de paso, uno más de sus títulos imaginarios, una vez que Luis XVIII va a restaurar las academias. “Yo he sido el único americano que tuve el honor de ocupar en él [el Instituto Nacional] un lugar como corresponsal, en la tercera clase, que era la de la historia.”¹ ¹ El Instituto Nacional de Ciencias y Artes fue creado por la Convención el 25 de octubre de 1795, para sustituir a la Academia Francesa, enferma de “decrepitud” e hija dilecta de la monarquía. El nuevo cenáculo fue dividido en tres clases (física y matemáticas, letras y bellas artes, ciencias morales y ciencias políticas) y Napoleón suprimió la última categoría —refugio de los ideólogos—, vistió de verde a los 144 miembros y, tras la negativa de Chateaubriand a rendirle honores en 1811, el emperador sólo autorizó el ingreso de sus adeptos. La reorganización napoleónica del Instituto data de la ley del 3 de enero de 1803. Mier abandonó Francia en el curso del año anterior. Nada prueba que el fraile tuviera oportunidad ni merecimientos para formar parte de esa élite imperial. Las mentiras procrean mentiras: si las conclusiones favorables de su caso lo habían convertido en “miembro” de la Real Academia de Historia, al fraile se le hizo fácil adscribirse al Instituto francés. Tras condenar el despotismo de Napoleón, Mier incurre en la caracterización costumbrista de ese “pobre pueblo”: “Y ciertamente nunca vi uno más ligero,

mudable y fútil que el de Francia. Basta para arrastrarlo, hablarle poéticamente, y mezclar por una parte algunas agudezas que son su ídolo, y contra la contraria el ridículo, que es el arma que más temen.”¹ ² Tocqueville pensaba de la misma manera. A Servando se le daba la ontología de la nacionalidad, esa diversión del viajero tan imprecisa como pertinente. Su idea de los franceses, admirados ante la agudeza y atemorizados por el ridículo, es muy vieja y ha sobrevivido a sus persistentes mudanzas políticas. El dominico Campanella, a mediados del siglo XVII, describió a Francia como una monarquía capaz de conquistar pero no de retener: Napoleón le daría la razón. Y un contemporáneo de Montaigne, el señor de Brantôme (1540 [?]-1614), admiraba a los españoles por su persistencia como conquistadores, obra de su indiferencia ante la agudeza y el ridículo: no usan la primera y no temen lo segundo. Lamentando que en Francia sólo las mujeres vayan a la iglesia, nuestro fraile regresa a su pasión indumentaria, aunque esta vez dirigida a la gente del siglo:

En orden a modas, las más veces ridículas, noté una cosa en mi tiempo que me pareció racionalísima, y era que no había entonces moda determinada en París, y cada mujer se vestía diferentemente, conforme convenía a su figura. El peluquero, como nadie usaba polvos, era un hombre de gusto, que después de observar atentamente el gesto de la persona, su fisonomía, color y ojos, iba ordenando los adornos propios para hacer sobresalir la hermosura; cabellos largos o cortos, rubios y negros, turbante o flores, tal color de vestido, de arracadas, de gargantilla, etcétera. Así en el baile que dio el ministro del Interior al príncipe de Parma, que pasó a tomar posesión del reino de Etruria, había 500, y nadie emparejaba con otra.¹ ³ Así entonces también me parecieron las mujeres hermosas en París, cuando en 1814, que volví a él, me parecieron demonios con la chinoasa o vestido y peinado a lo chinesco. A proporción de las mujeres variaban los hombres, especialmente el corte de pelo, y conocí claramente por qué a veces una misma mujer que hoy nos parece bella, mañana no tanto o fea. No conviene el traje a su fisonomía.¹ ⁴

Educado en una cultura de corte donde el abate no sólo podía sino debía exaltar

la belleza de las mujeres, Servando flanea por las calles de París, descubriendo obviedades de claustro —que las mujeres varían según su vestido— o anotando características de la moda femenina del Consulado. La admiración servandiana por la naturalidad de una nación que se había deshecho no sólo del calendario cristiano, sino de los pelucos y de sus polvos, no la compartía el viajero inglés Henry R. Yorke, quien visitó Francia en 1802 y tuvo que salvar a su mujer de la poda republicana a la que quería someterla un peluquero parisino.¹ ⁵ Es curiosa la distinción que hace Mier entre el fasto que deben denotar las ropas talares —las propias, reales o soñadas— y la simplicidad —la ausencia de moda determinada— que exalta como cosa “racionalísima” entre las parisinas. En el espacio de la civilidad, Servando descubre en París que la sociedad debe ser libre y cada ser, dueño de su individualidad. En cambio, tras el hábito que hace al monje y el color morado que consagra al obispo, está el orden permanente que garantiza la relación entre lo demótico y lo sagrado. Servando queda rendido de admiración al pasearse por el Palais Royal,

formado en el antiguo jardín del palacio del duque de Orléans. [...] En sus columnas se ponen todos los avisos de obras, novedades, etcétera, y en sus tiendas, que están bajo las galerías, se vende lo más pulido en todo género, aun de libros. No hay persona en París que no se vea alguna vez por allí, y están paseando también como por sus casas las más hermosas y galantes cortesanas, que por eso pagan una contribución especial al gobierno. Sin salir jamás del circuito del Palais Royal se puede tener todo lo necesario a la vida, al lujo y a la diversión. Había allí once cocinas, catorce cafés, dos teatros grandes y tres pequeños, etcétera, y hasta secretas con su bureau o mesa de cambio de monedas, y gente de peluca que ministraba servilletas para limpiarse, y agua de lavande o alhucema para salir con el trasero oloroso.¹

Al descubrir la capital del siglo XIX, Mier goza de la “modernidad” como una gloria inesperada del universo secular, un lugar donde

En los cafés hay todos los diarios de París, que son muchos, fuera de la gaceta

oficial, que se llama Monitor. Y los diarios extranjeros también. Todo lo lee uno de balde [gratis], y todo café es un refugio contra el frío para la gente pobre decente, porque allí no se siente, con las estufas. Después de la guerra de España más se toma chocolate que café, excepto después de comer. Y hasta de las malas mujeres venden por allí a hurtadillas almanaques, ya en prosa, ya en verso, con sus nombres, habitaciones, dotes y propiedades.¹ ⁷

Fray Servando visita París, esa sociedad libre y disoluta que separa al Terror del Imperio, en un momento privilegiado, los años preciosos en que se formó un Stendhal. De la libertad de prensa a la vida tertuliana, pasando por la eficacia y el garbo de las prostitutas, Mier ve un tipo transitorio de sociedad que desaparecerá de manera veloz, pero no impunemente. El fraile lo sabe y antes de despedirse de su “París era una fiesta” nos regala su descubrimiento de un “ventrílocuo, un hombre que hablaba del vientre, cosa que, si ya no fuese un arte, se creería una hechicería”. Su alma barroca sonríe ante los teatros donde cantan las mujeres, se representan entremeses o se practica “la fantasmagoría, o el arte de los sacerdotes gentiles para hacer aparecer y obrar los dioses y las sombras o manes de los muertos que venían hasta echársele a uno encima”. Y la novedad del “galvanismo o electricidad animal” no deja de ser registrada.¹ ⁸ Su vindicación de París, como la del clero constitucional, responde finalmente a su búsqueda del contraste condenatorio de la España negra. Si alaba la sencillez de la moda femenina consular, lo hace para decir que

también noté entonces cuán ridículos son los monos. Los españoles son el mono perpetuo en sus vestidos y costumbres de los otros europeos, principalmente los franceses, cuyas modas adoptan sin distinguir tiempos ni ocasiones, y por eso son más ridículos. [...] En tiempos del sansculotismo y pobretería se inventaron las levitas, que los italianos llaman cubre-miseria; pero en Francia es un déshabillé, esto es, un vestido sin ceremonia, de casa; nadie se presentará con él en tertulia. El español lo ha hecho un vestido solemne y general.¹

La preferencia indumentaria de Mier oscila entre la pompa y la simplicidad. Sus ínfulas de aristócrata criollo se confunden con la conversión republicana. Y

llama “monos” a los españoles, como simios imitadores de lo verdaderamente humano, mozos de poco seso pero afectados de modales, usuarios de un peto de cuerpo completo. Se ríe de la importación de la moda de las botas francesas, que se utilizan en invierno y contra el lodo —por eso, dice, París era Lutetia en latín —, mismas que los españoles no se quitan ni para dormir. Y París será París, pero fray Servando tiene que recordar, al despedirse, su megalomaníaco orgullo de americano:

Del plano de las ciudades nada hay en Europa que se pueda comparar a las ciudades de nuestra América ni de los Estados Unidos. Todas aquéllas parecen que fueron fundadas por un pueblo enemigo de las líneas rectas. Todas son calles y callejuelas tuertas, enredijos sin orden y sin apariencia. Todas las casas son hechas con piedras, ladrillos y maderas, y arden las paredes como los techos. Éstos son de tejas, y no planos, como los nuestros. En España sólo se ha introducido alguna regularidad y hermosura en los puertos que comercian en América, por su ejemplo, como Cádiz, puerto de Santa María, Bilbao, Barceloneta. Sus templos son góticos, excepto en Roma. En fin: en cada reino venden libritos de los caminos, sus distancias, lugares y cosas dignas de ver en cada uno. En las grandes ciudades venden el plano de ellas en forma de librito, para dirigirse el forastero, con la noticia de cuanto contienen. Sólo en España no hay nada de todo esto. Y sería inútil, porque sólo el cura y el sacristán saben leer en los pueblos. Camina uno como bárbaro por país de bárbaros, temblando de los salteadores que salen a robar a los viajeros, y sólo siguen al coche tropas de mendigos y muchachos, pidiendo a gritos limosna.¹¹

Un aficionado a las guías turísticas ya no puede ser un viajero de la Ilustración. Mier lo sabe y desalienta al lector hipotético: “Se extrañará que deje París sin decir nada de la ciudad en general, de su población, ni de la Francia. Esto pertenece a la estadística o la geografía, y hay libros donde estudiarla.” Escribiendo en 1819, Servando aclara que aquello ha mudado mucho y que “las guerras de Napoleón han arruinado la población de la Europa”. Preso en el Nuevo Mundo, sin saber qué le espera, el dominico todavía novohispano mira con pesimismo el resultado de esa experiencia que él vio nacer con el siglo. Para 1814, asegura, París había perdido 300 mil almas. Ofrece cifras similares de

despoblamiento por devastación bélica para Roma, Nápoles y Lisboa. El Viejo Mundo, parece decirnos, perdió su oportunidad sobre la tierra. Se despide de París tras alabar la Biblioteca Real, la del cardenal Richelieu, la del Instituto y la Mazarina, así como esos gabinetes de lectura, “muy compuestitos y abrigados contra el frío” donde descubrió los “libros portátiles, esto es, de poco volumen”. Y cierra el capítulo gruñendo: “Nada de esto hay tampoco en España. Pero basta de París.”¹¹¹ Esos días feriados no se repetirán en la vida de Servando. Para él, como para pocos, París bien valió una misa.

Notas al pie † “Quien no considera todas las posibilidades se expresa sin mayor detenimiento.” † “a partir de la cual”. ‡ “en torno a la cual, con relación a la cual”. † “No todos aceptan este voto, sino únicamente aquellos a los que les fue otorgado.” † “Quien calla otorga”, como traduce el propio Mier, o “Quien permanece en silencio, parece estar de acuerdo”, máxima procedente de una decretal de Bonifacio VIII.

6. En busca de Pío VII

Pío VII, pálido, triste y religioso, ha sido el verdadero pontífice de las tribulaciones. CHATEAUBRIAND, Memorias de ultratumba, I, 14, 7 [1846]

El 15 de mayo de 1796 entró en Milán el general Bonaparte al frente de aquel ejército joven que acababa de pasar el puente de Lodi y de enterar al mundo que, al cabo de tantos siglos, César y Alejandro tenían un sucesor. STENDHAL, La cartuja de Parma [1842]

EL REY QUE JAMÁS FUE PRÍNCIPE

La forma democrática de gobierno adoptada por nosotros, mis muy queridos hermanos, no se opone a ninguna de las máximas arriba expuestas y no es repugnante al Evangelio. BARNABA CHIARAMONTI, cardenal de Imola, futuro papa Pío VII, homilía de la Navidad de 1797

Sólo el genio político de Stendhal, grandioso por distraído, podía trazar una silueta del sumo pontífice como la que leemos al comenzar sus Paseos por Roma (1829). El papa, dice allí, es el único soberano que no fue príncipe en su juventud pues es aquel quien durante los primeros cincuenta años de su vida les hace la corte a hombres más poderosos que él. Cualquier cortesano del papa — incluso no siendo cardenal— tiene la esperanza de sustituir algún día a su amo. Y cuando el nuevo papa alcanza el poder es anciano o vetustísimo. Su hora es aquella en que todos los dueños del mundo se preparan para morir. Stendhal, ajeno a las codas metafísicas, se limita a detallar esa característica de la carrera pontificia. Puede agregarse que la soberanía del papa es la tragedia devastadora del viejo, tarea de los demonios, pues tendrá que hacer de su agonía una obra de arte. El poder del papado es cruel. Pero cuando la historia humilla a los papas leemos el cuento más triste, pues la piedad se convierte en la única coartada del orgullo. Pío VI y Pío VII, pontífices durante la Revolución y el Imperio, encarnaron la ordalía arquetípica del poderoso: cuando la realeza sagra da muerde el polvo. Es un espectáculo doloroso hasta para el más rebelde de los espíritus. Al abandonar Francia en la primavera de 1802, fray Servando sigue el mismo curso que la Revolución seis años atrás. A la República proclamada el 22 de septiembre de 1792 la salvó la guerra revolucionaria y la victoria del general Dumouriez en Valmy tendió la alfombra por donde rodaría la cabeza del rey el 23 de enero de 1793. Los demagogos bramaban desde el Hôtel de Ville por la

jacobinización de Europa. Apareció el general Bonaparte, cruzó los Alpes y una a una fueron cayendo a sus pies las posiciones italianas desde Arcola hasta Rivoli. Las repúblicas hermanas de Italia nacían en carrera de relevos hacia la libertad, la igualdad y la fraternidad. Esas guerras cisalpinas fueron, según el escéptico Stendhal, el único episodio genuinamente hermoso de la historia moderna. Debieron serlo pues fueron el material de los sueños que tejió La cartuja de Parma. La Santa Sede de la Infame fue ocupada por los jolgoriosos herederos de los Gracos el 15 de febrero de 1798, justo cuando Pío VI cumplía 24 años de reinado. Alcanzaría a reinar casi durante los 25 años legendarios de San Pedro. Nacido Giannangelo Braschi en Cesena en 1717, el sexto Pío había sido electo papa durante el invierno de 1774-1775. Suavizó la persecución de los jesuitas pero fue implacable contra las ambiciones regalistas de sus católicas majestades de España, Francia y Austria. Aconsejado por el cardenal Maury, su agente en París, Pío VI fue prudente con la Revolución, pues más allá de la condena sin excomunión de la Iglesia Constitucional, el papado tenía intereses geopolíticos que defender, como el enclave pontificio de Aviñón en Francia. Se perdió no sólo Aviñón sino también el Véneto. La tempestad revolucionaria sobrepasó la legendaria sabiduría de los sumos pontífices y cuando Pío VI aceptó la precaria paz de Tolentino, sólo dio descanso al ejército francés, que se derramaba desde Milán, en un afluente crecido por el entusiasmo del republicanismo italiano. El dominio sobre los Estados pontificios culminó con la proclamación, en el antiguo foro romano, de una república jacobina que exigió el amparo del embajador francés, José Bonaparte. El asesinato del general Léonard Duphot, herido mortalmente por los papistas, dio a los franceses el pretexto que estaban esperando para pedir las llaves de la Puerta Angélica y alojar una república en el corazón de la cristiandad. Sin otros bienes que el Santísimo colgado del cuello y el breviario en la mano, Pío VI fue enviado al destierro. Se dice que el mago Cagliostro lo despidió desde las torres del castillo de Sant’Angelo festejando la profecía cumplida de la caída de la Infame Babilonia. Una sublevación antifrancesa, el Día de los Inocentes, permitió repetir el proverbial Saco de Roma. Pío VI, un príncipe del Renacimiento desahuciado por la Revolución, partió rumbo a la muerte con estaciones en Viterbo, Bolonia, Parma y Turín. En Siena

un terremoto anunció su fin o fue la profecía de su venganza. El Gran Duque de Toscana habría preferido verlo fuera de sus dominios y enviarlo a la fortaleza de Monk, cerca de Viena, donde el emperador Francisco II lo habría recibido de mala gana. Paralítico, “el último papa” murió en la ciudad de Valence de la Drôme, en el antiguo Delfinado, el 29 de agosto de 1799. El clero constitucional, poderoso en esos lares, huyó despavorido, incapaz de velar a su pontífice olvidado. Sólo hasta 1802 el cónsul Napoleón autorizó el retorno de su osamenta a Roma, aunque su corazón fue conservado como reliquia en Valence. Acompañó al moribundo monseñor Spina, el devoto cardenal que inventarió sus bienes, desplegó su testamento y le compuso una elegía.¹ Cuando el comisario Haller, banquero de Zúrich y jacobino poco escrupuloso, arrestó a Su Santidad en el castillo de Sant’Angelo, le pidió sus anillos. “Puedo daros uno”, dijo Pío VI, “pues es propiedad mía; pero el otro tengo que entregarlo a mi sucesor.” “No lo habrá, cardenal Braschi”, gruñó Haller. Como él, muchos hombres, desde los sans-culottes hasta los reyes, pasando por los últimos philosophes, soñaban, contritos o ingenuos, con amanecer sin papa en el siglo XIX. Enterada de la muerte de Pío VI, la prensa parisina anunció que aquello era prodigio pues sellaba con gloria el triunfo de la filosofía moderna. Pero, desde las arenas de Egipto, alguien pensaba distinto: Napoleón Bonaparte. Pío VI no sólo heredó su anillo, sino sus persecuciones. El nuevo papa, Pío VII, sostendría con Napoleón una batalla psicológica que ejemplarizó una nueva fábula del cordero y el león. Barnaba Chiaramonti (1742-1823) también nació en Cesena, como su predecesor, aunque su familia no tenía otros lazos con los Braschi que la amistad. Fue electo tras cuatro meses de cónclave, que se realizó en Venecia a partir del 30 de noviembre de 1799, bajo protección del emperador austriaco y gracias a los 1 600 ducados que donó Lorenzana, el antiguo arzobispo novohispano. Mientras debatían los zelanti —partidarios de un papa virulento— y los politicanti —amigos de la moderación— se dio en Francia el golpe de Estado del 18 brumario que concentró el poder de Bonaparte. Las esperanzas de Francisco II de colocar a su candidato se esfumaron y las negociaciones entre el enviado español, monseñor Despuig, y el cardenal Consalvi concluyeron con la elección de un tercero en discordia, Chiaramonti, un monje benedictino con un sospechoso expediente de heterodoxia. El emperador, dueño de Venecia, negó enfadado la basílica de San Marcos para la coronación y ésta se realizó discretamente en el pórtico del monasterio de Giorgio Maggiore, cuando los

venecianos estaban más entusiasmados por las mascaradas que por el humo blanco. Electo en una isla, entre un golpe de Estado en París y un carnaval veneciano, Pío VII llevó la insularidad como santo y seña durante su cuarto de siglo de pontificado. Gobernó a la Iglesia como una isla a merced del océano, invadida, abandonada y, alternativamente, recuperada y al fin sobreviviente geológica de todo cataclismo. Pero cuidémonos de parodiar a Chateaubriand; como antídoto está Stendhal. “Monseñor Chiaramonti”, dijo un cardenal derrotado y suspirante, “podrá saber morir pero no reinar.” Este cortesano, educado por Castiglione, carecía de la distancia de Stendhal, en su día diplomático en un cónclave, quien nos repite que para ser papa hay que saber reinar y morir al mismo tiempo. Eso hizo Pío VII, un hombre que, más que ningún otro de los cardenales, jamás fue príncipe. Hijo de la condesa Giovanna Ghini, a la que hizo venerable, Chiaramonti fue creado obispo de Tívoli y cardenal de Imola por Pío VI, quien lo arrancó de los maltratos del convento benedictino donde profesó. Casi cualquier papa, en la pluma de los melosos historiadores eclesiásticos, resulta “bonísimo, piadoso, dulce y erudito” cuando es electo. Pero Chiaramonti tenía un pasado políticamente oscurecido por su homilía de las navidades de 1797, cuando declaró, sin inmutarse, que el Evangelio era compatible con la democracia, mandando a sus fieles, ciudadanos de la República Cisalpina, la obediencia a las nuevas autoridades republicanas: “Sean buenos demócratas para ser buenos católicos.” La homilía de Imola fue guardada bajo siete llaves en el Vaticano durante muchos años. Chiaramonti sólo hizo cuatro copias del documento. La mayoría de los cronistas católicos del papado pasan rápido esa página. Artaud de Montor, primer biógrafo de Pío VII, declara en 1837 que la tinta que trazó esa homilía pertenecía a los impíos que lo rodearon y abusaron de su dulzura. En el otro extremo, quienes se escandalizaron por la coronación papal de Napoleón en 1804 se atrevieron a la suspicacia. ¿No habría sido Chiaramonti el candidato del corso gracias a esa homilía? ¿La muñeca de Antonio Despuig y Dameto (17451813), antiguo arzobispo de Valencia y de Sevilla, el aliado español, no habría movido a la marioneta durante el cónclave? Es improbable. Tras el 18 brumario y su veloz regreso de Egipto, Napoleón tuvo que esperar a la victoria de Marengo, el 14 de junio de 1800, para convertirse en árbitro de Europa. Pío VII

ya había sido electo. Chiaramonti, dicen los historiadores más rigurosos, no sólo predicó esa homilía, sino aceptó de buen grado el trato de “ciudadano-arzobispo de Imola”.² Pero no fue un jacobino emboscado ni un criptojansenista, tampoco un simple oportunista que se colocó al lado de los vencedores. El examen de sus papeles, realizado hasta 1891 con la publicación de los escritos del cardenal Giuseppe Antonio Sala, prueba que Pío VII era un político de la Iglesia con ánimo reformador, cuyos planes —que habrían significado cierta “constitucionalización” de Roma— fueron archivados ante la amenaza de Napoleón.³ Grégoire festejó en grande la homilía de 1797 como un guiño a la tambaleante Iglesia Constitucional. La mandó traducir en la versión que fray Servando leyó. En las Memorias y en la Memoria político-instructiva (1822), Mier citó, primero con precaución y luego con entusiasmo republicano, la Homilía del cardenal Chiaramonte, como la tituló Juan Germán Roscio, su traductor al español en 1817.⁴ Pese a la incómoda discreción de los historiadores eclesiásticos parece natural creer que la “homilía democrática” fue discutida en la isla de San Giorgio. Aunque ninguno de los obispos que trataron a los invasores republicanos saludaron la compatibilidad entre el Evangelio y la democracia, éstos, al reunirse en sabio cónclave, ponderaron la actitud de Chiaramonti. Sabían que había inscrito en un extremo de su papelería la palabra libertad y en el otro la palabra igualdad, aunque colocando al centro, en vez de fraternidad, “Paz en Nuestro Señor Jesucristo”. Pero recordaron que jamás permitió elecciones de obispo al estilo “constitucional”.⁵ Los cardenales, como sea, leyeron en la conducta de Chiaramonti un mensaje para el nuevo César, y dos papables, Bellisomi y Mattei, se retiraron con sus 18 y 9 votos, respectivamente. Ungido quedó Pío VII, el papa de las tribulaciones. Establecido ese modus vivendi con la Revolución Francesa se despejaba el camino al Concordato de 1802. En Italia, decía Stendhal, un papa hábil puede reanimar la hoguera del catolicismo durante siglos. El propio Beyle, anticlerical de polendas, se inclinó gustoso ante Su Santidad durante un paseo por el Pincio. Pero ese aggiornamento redundante habría sido imposible sin el cardenal Ercole Consalvi (1757-1824), el cardenal que nunca fue papa, y el más inteligente y astuto de los príncipes de la Iglesia desde el Renacimiento, a quien Napoleón apartó de Pío VII entre 1809 y 1814, y cuya cabeza soñó con guillotinar.

El Concordato, negociado por el cardenal Consalvi y el nuncio Caprara con Talleyrand, resultó en 17 artículos, entre los que destacaban el libre ejercicio de la religión católica, apostólica y romana en Francia, el concierto entre la Santa Sede y la República para redistribuir las diócesis, la nominación conjunta de los nuevos obispos por el primer cónsul y el papa, un juramento de fidelidad de los sacerdotes a la República Francesa, la renuncia papal a los bienes alienados durante la Revolución y, desde luego, el reconocimiento de la República como heredera de todas las prerrogativas y derechos del ancien régime. No era el primer concordato en la historia de la Iglesia. Tampoco otra victoria del galicanismo. Para el papa, más allá del altísimo costo a pagar, no sólo significaba la restauración del cristianismo, sino un verdadero golpe de Estado en el interior de la Iglesia. Al disolver el episcopado francés —toda la jerarquía religiosa de un Estado— y recomponerlo según su acuerdo con Napoleón, Pío VII anuló de forma decisiva la autonomía apostólica de los obispos. El papa dejó de ser primus inter pares para convertirse, al fin, en monarca absoluto. El ultramontanismo, como dijo Daniel Rops, comenzó su carrera luminosa gracias a la Francia revolucionaria. Algunos sacerdotes emigrés, que sobreviven hasta la fecha como la petite église, consideraron a Pío VII un Anticristo. Y para Napoleón el Concordato significaba ser nada menos que el segundo Carlomagno. Poco después, traicioneramente, el emperador estableció una legislación secundaria, los artículos orgánicos, que tornó más riguroso el dominio galicano. Quizá nadie entendió mejor las inmediatas intenciones imperiales de Napoleón que Pío VII. Y acostumbrado desde Imola a tratar con revolucionarios, accedió, pese a todas las advertencias, a coronarlo en Notre-Dame. Pipino el Breve, le recordó Consalvi, fue rey de los francos, en el siglo viii, por unción papal, aunque en Ravena. Y la coronación era condición irreductible para devolver los Estados Papales. El cáustico teócrata Joseph de Maistre, entonces embajador de Saboya en las Rusias, escribió que al coronar al usurpador, Pío VII superaba todos los crímenes de Alejandro Borgia. En Roma la ciudad se llenó de pasquines que decían: “Para conservar la fe, Pío VI perdió la sede; para conservar la sede, Pío VII perdió la fe”. Y el mundo se hundió para los Borbones: a su empeñoso portavoz, el cardenal Maury, le bastaron cinco minutos de entrevista con Bonaparte para caer a sus pies. Monsieur Garnerin, aeronauta imperial, la tarde del 16 de diciembre de 1804 mandó elevar un aeróstato hacia Roma con la noticia del sacré.

Premonitorios por naturaleza, los vientos lo derribaron y apareció desinflado sobre el lago Bracciano. Napoleón y Pío VII se conocieron “accidentalmente” durante una cacería consular en Fontainebleau. Fue una travesura del corso, a la que siguieron otras, que hicieron de la vida del papa ese arte de la agonía del que hablamos. Cuando, tras sufrir humillaciones políticas sin fin, el papa lo excomulgó el 10 de junio de 1809, Napoleón abrogó el Concordato y fue por él. Mandó al fogoso general Étienne Radet al Palacio del Quirinal. Consummatum est, dijo el Pío y se entregó sin equipaje. Mientras Carlos V se desentendió del Saco de Roma en 1527, culpando del desastre a los mercenarios hambrientos, Bonaparte insistió en que él sólo había ordenado la prisión del cardenal Pacca, presunto autor de la excomunión. Felipe el Hermoso y el propio Carlos V habían detenido a los papas Bonifacio VIII y Clemente VII, pero sólo el ímpetu de la Revolución Francesa había logrado secuestrar y desterrar a dos pontífices en una década. Sin saber bien qué hacer, consciente de su descrédito como emperador excomulgado mientras se batía con dificultades en la católica España, Napoleón encerró a Pío VII en una jaula de oro, en Savona, donde pretendió sin éxito dotar al papa de una corte deslumbrante para entretenerlo. Poco después el papa fue obligado a residir en calidad de prisionero en Fontainebleau. Monje benedictino, al papa móvil le caían bien la contemplación y la austeridad. Pero la salud y la convicción de Pío VII parecieron quebrarse. Desde Savona, inhabilitado físicamente para consagrar obispos, se negó a conceder ese derecho a Napoleón. Medio año después, ya preso en Fontainebleau, cambió de opinión. El milagro, dicen, se debió al doctor Porta, médico personal de Su Santidad, quien lo estuvo atarantando con opio. Sólo existe una prueba documental que permite la insinuación: el doctor Porta recibía sueldo secreto del emperador. Pero justo cuando el león parecía doblegar al cordero, su suerte cambió. Durante el falso concilio de 1811, cuando Napoleón se disponía a sustituir el antiguo Concordato con uno que realizaba de forma extravagante todos los sueños de la Iglesia Constitucional, los obispos, tanto los rojos —incondicionales— como los negros —fieles al papa—, se negaron a autorizar la investidura canónica del episcopado, que Napoleón, en un alarde de cesareopapismo, demandaba. Hasta su tío, ese cardenal Fesch que lo había casado precipitadamente con Josefina en la víspera de la coronación, lo abandonó. “El Papa se ha salvado”, dijo, “pero mi sobrino está perdido.” La guerrilla en España, el general invierno en Rusia y el fracaso de la alianza

austriaca tejida mediante su matrimonio con la piadosa María Luisa se encargaron de disolver su sueño de instalar eternamente al papa en París, en calidad de símbolo de su imperio. Y la traición de Murat, su rey de Nápoles, lo obligó a liberar a Pío VII, quien regresó a Roma el 24 de mayo de 1814, donde se encontró el Palacio del Quirinal paganamente remodelado para servir de jardín de niños al malogrado hijo de Napoleón y María Luisa, el reyecito de Roma. ¿Cuál fue la religión de Napoleón? Ese falso misterio atormentó a los católicos lo mismo que a los jacobinos. El corso Bonaparte, mientras gustaba de sembrar la sospecha de ser musulmán en Egipto y judío en el Sanedrín, siempre fue, más que un discípulo de Rousseau, un católico latino que, como varios señores del mundo antes que él, humilló al papa y saqueó Roma, pero jamás dio una verdadera muestra de impiedad. Se dijo que durante la entrevista del 19 de febrero de 1813, la cumbre más secreta de la historia, Napo león vejó físicamente a Pío VII. Éste lo negó. La Revolución, sin duda, dio al emperador una discrecionalidad en la grosería que jamás tuvo rival alguno del papa. Pero Napoleón —coinciden todos los testimonios— albergaba una fe inquebrantable en una Providencia que no podía ser otra que la cristiana. Su religiosidad sentimental, a ratos supersticiosa, era más fuerte que la mediocre observancia de un Luis XVIII. Murió en la religión católica. Había aceptado los auxilios de un sacerdote corso, quien no fue autorizado a viajar a Santa Elena. Esa debilidad en el corazón del león la leyó el cordero, quien, aun desfalleciente, confiaba en esa llama, que, tan amenazada como la propia, oscilaba en Napoleón. Cuando fue excomulgado, el emperador se preguntó, bravucón, si el papa esperaba que con ese breve se cayesen las armas de los brazos de sus soldados. Quizá recordó su blasfemia al ver las figuras congeladas de sus guerreros en la retirada de Moscú. En los bestiarios cristianos de la Antigüedad y de la Edad Media, el león emblematiza la resurrección de Cristo, mientras que el cordero encarna a la víctima redentora. Una imagen ensalza la ciencia del Salvador, su poder más allá de la muerte, mientras que en la otra descansa su sufrimiento, la voluntad de sacrificio. Ambos símbolos engendran ese ser bicápite, endriago de Occidente, en que la historia suele reconocerse, por medio de la guerra y la paz, la ferocidad y la mansedumbre, el sable y el espíritu, los poderes de la tierra y del cielo. No es extraño que los historiadores hayan asociado la fabulosa batalla diplomática y psicológica entre Napoleón y Pío VII con el león y el cordero. Al cordero fue al que le tocó perdonar. El restaurado Pío VII brindó hospitalidad

a Leticia, la madre del antiguo emperador desterrado en Santa Elena, y a su tío, el simpático cardenal Fesch. Los hermanos imperiales, Luciano, José y la ingrata Elisa que le había negado una cama al pontífice en 1809, fueron admitidos cerca de Roma. Pío VII, que llegó al poder junto a Bonaparte, jamás olvidó a su Carlomagno. Él, el cordero, advertía en el león su segunda naturaleza. En octubre de 1817, el papa pidió a Consalvi el envío de la siguiente carta al príncipe regente de Inglaterra:

La familia de Napoleón nos ha hecho saber, por medio del cardenal Fesch, que esa escabrosa isla de Santa Elena es mortalmente dañina para la salud del pobre exiliado que está desfalleciendo paso a paso. Nos sentimos profundamente heridos al escucharlo. Recordemos, sin ninguna duda y ante Dios, que es a él a quien debemos el restablecimiento de la religión en el gran reino de Francia. Esa pía y valerosa iniciativa de 1801 nos permite olvidar y perdonar todos los daños y perjuicios que haya cometido. Savona y Fontainebleau fueron solamente errores debidos al temperamento, a la humana ambición. El Concordato fue un acto celestial, cristiano y heroico. La madre de Napoleón y su familia apelan a su piedad y a su generosidad. Nosotros creemos correcto que responda a ese llamado. Nada nos placería más que ver reducidos los sufrimientos de semejante exiliado. Él, se nos dice, ya no puede ser un peligro para nadie. Nosotros queremos que él no sea un remordimiento para nadie.⁷

Mario Praz, el delicado crítico y anticuario, vivió esa doble admiración por el león y el cordero. En el último departamento de Praz, situado en el Palacio Primoli, junto al Museo Napoleónico y a orillas del Tíber, el autor de La casa de la vida (1972) dispone, en cada mueble y en tantos de sus cuadros, un homenaje al Consulado y al Imperio. Por ello, la cama de su hija Lucía quedó resguardada de los malos espíritus por un retrato de Pío VII, realizado en 1807 y amorosamente enmarcado por un baldacchino. Ése fue Pío VII, el hombre que fray Servando buscaba desesperadamente.

CRÓNICAS ITALIANAS

La franqueza y la rudeza, consecuencias naturales de la libertad que sufren las repúblicas, y el hábito de las pasiones francas no reprimidas aún por las costumbres de la monarquía, mostráronse al descubierto en el primer paso dado por el señor de... STENDHAL, Crónicas italianas [1855]

“Nunca perdía yo de vista a México, deseando volver a la patria”,⁸ dice Servando cuando abandona París en la primavera de 1802 con destino a Roma, donde tratará de dejar de ser fraile. Mier relaciona su partida con un correo que llamaba de regreso a la patria al ministro español en Roma, Vargas Laguna, para sustituir “en nuestra corte” al titular de Gracia y Justicia, José Antonio Caballero, enfermo de la vista. La suplencia resultó innecesaria, pues aquel servidor de Godoy fue curado de las cataratas por el padre Recacho de Guadalajara. Es notorio que Mier hable siempre de “nuestra corte”, sea la de Carlos IV o la de su desgraciado hijo. La corte es la casa del padrastro, el sitio real donde todo puede repararse. Así, al abandonar su vacación en París, decide “partir a Roma para secularizarme” y regresar a España en compañía (y con la protección) de su amigo el embajador Vargas Laguna. Esa primera estancia suya en la Europa transpirenaica sólo podía ser temporal. Mier se comportará, desde ese momento, como un conspirador político cuyos exilios, forzados o tácticos, son sólo estaciones para regresar a su México, donde espera reestablecer una honra que pasará de ser la propia a tornarse en la de la nación. El experimentado viajero ya se permite dosificar al lector la crónica de sus aventuras:

Emprendí mi viaje de 300 leguas con una onza de oro, doble de lo que saqué de

Madrid para París, y así como llegué a éste en coche, también entré en Roma. Se deseará saber cómo sucedía esto, especialmente siendo yo incapaz de trampa, engaño o intriga. No acabaría de contar las aventuras a que daban lugar mi pobreza y mi sencillez. Pero había mucha caridad, especialmente en el sexo compasivo y devoto de las mujeres, con los sacerdotes, tan desgraciados y perseguidos en la Revolución.

Mier sugerirá más tarde que pedía caridad amparándose en la confusión de su triple identidad como dominico novohispano, como sacerdote constitucional o como cura refractario, pues traía disfraces como para presentarse con cualquiera de esas personalidades. Y la verdadera caridad no pide patentes ni títulos. La relación con Grégoire, esa parroquia en París donada por monseñor Émery o su expedita admisión como miembro del Instituto no resultaban suficientes para respaldar sus avatares de pícaro. Debe esbozar su propia guía turística al abandonar París, destacando la comodidad y el bajo costo de las diligencias francesas, de los carritos cubiertos de mimbre, que “vuelan”, así como de los coches de agua que “parten a horas regladas”. Mier habría salido de París por vía pluvial hasta Sens, donde volvió a embarcarse rumbo a Lyon. Se asombró de parar en el enclave perdido de Aviñón, “antigua residencia de los papas cuando la tuvieron en Francia los setenta años que llaman los italianos de cautividad babilónica”. Atraviesa la Provenza “en la zaga de un coche, abrasado del sol, hasta Marsella, y vi en Viena cien pasos fuera el sepulcro de Pilatos”.¹ Fray Servando, que se estaba convirtiendo en un abate éclairé en el París del Consulado, regresa a sus fantasías barrocas tan pronto se acerca a Italia. Cuentan las leyendas que Pilatos fue desterrado a Viena, donde fue ajusticiado por órdenes de Nerón. Otros narran que se volvió cristiano y que fue Tiberio quien lo mató. La Iglesia de Abisinia lo tiene por santo y la posibilidad del suicidio ha fascinado a todos sus biógrafos y hagiógrafos. Pero no es históricamente inverosímil que haya tenido una muerte violenta: una inscripción latina descubierta hace medio siglo en Cesarea parece probarlo. Esta clase de precisiones acaso aburran al lector; el doctor Mier las habría agradecido. Tras meditar ante el sepulcro del más enigmático de los jueces, quien falló involuntariamente por el nacimiento del cristianismo, Mier decide repentinamente autorretratarse:

Tenía la fortuna de que mi figura, todavía en la flor de mi edad, atraía a mi favor los hombres y las mujeres; el ser de un país tan distante como México me daba una especie de ser mitológico, que excitaba la curiosidad y llamaba la atención; mi genio festivo, candoroso y abierto me conciliaba los ánimos, y en oyéndome hablar, para lo que yo procuraba comer en mesa redonda, todos eran mis amigos y nadie podía persuadirse que un hombre de mi instrucción y educación fuese un hombre ordinario.¹¹

Así como Casanova, el caballero de Seingalt, se las arreglaba para convertir la seducción en una conspiración femenina felizmente realizada en su contra, Mier convence aquí a la posteridad de su “genio festivo, candoroso y abierto” y de su incapacidad de “trampa, engaño o intriga”. No dudo de que así haya sido mi héroe, pero sorprende la unanimidad de sus comentaristas al aceptarlo como tal. En 1802, este apóstol americano de Santo Tomás “evangelizaba” las Europas con sus ya no tan juveniles 39 años, jactándose de ser florero de todas las mesas, presentado en esas casas amigas, orgullosas de tener a un hombre de fundamento como invitado. Acompañado de un enigmático “literato sardo”, Mier cruza la frontera entre Francia y las nuevas repúblicas italianas sin ignorar que carece de fama o fortuna. La única conspiración a realizar era la suya propia. Pero su trama, como en París, debió fascinar a sus eventuales anfitriones: se remontaba a tiempos bíblicos y a ordenanzas apostólicas, pasando por la descripción seguramente minuciosa de la tribu perdida de los antiguos mexicanos. El autorretrato es picaresco. También lo es su facilidad para confesar pecadillos: indiferente a los inquisidores que lo califican en 1819, escribe que durante ese viaje “yo me ayudaba con la limosna de la misa que decía, no en virtud de mis títulos, que el covachuelo León se tenía y tiene...”¹² Comienza aquí la tragicomedia de los papeles perdidos de Servando. Si no tenía títulos ¿cómo fue que el severo monseñor Émery le dio una parroquia en París? Culpa al doctor Maniau y al enigmático Juan Cornide de haberlo despojado de sus “testimonios o dimisorias de París”, lo que embrolla más las cosas, pues carecía de toda licencia desde 1795. ¿No fue él quien utilizó los papeles de

Maniau para cruzar Francia? Olvida momentáneamente que misar sin licencia es delito gravísimo. A Mier le sobraba candor, pero no en el sentido caritativo que alega. Además de dudar de la autoridad dogmática de los obispos sobre los sacerdotes, tentación jansenista, Servando gozaba de la discreta arrogancia del escritor: su personaje solía colocarse por encima de sus intereses. La escritura le es tan indispensable como la actuación. Todavía en Marsella se detiene a mirar a las mujeres, que usan mantillas como en España, así como a los comerciantes griegos y a los pescadores catalanes. Su insistencia en la admiración y catálogo del sexo femenino, invariable hasta el viaje a Filadelfia en 1816, es hora de aclararla, nada dice sobre su vida erótica. Es improbable que Mier haya respetado el celibato —que no justificaban ni sus ideas jansenistas ni las costumbres del sacerdocio de la época—, pero lo contrario también puede ser cierto. Si lo rompió fue muy discreto y, con toda seguridad, el erotismo tuvo un papel harto secundario en su vida. De lo contrario, un fraile como él, carne de calumnia desde antes de 1794, habría sido, de forma tan fácil como reiterada, acusado de libertinaje o solicitación, falta muy común entre el clero católico. Preso en Soto la Marina, o tras la última detención en San Juan de Ulúa, se insinuó que viajaba en compañía de mujeres. Eso nada prueba, pues como el propio Servando lo dijo: “Todo eclesiástico tiene su ama, que va con él por todas partes, hasta en sus viajes, y al cura se la paga el lugar. A veces tienen dos y a veces tres: una es el ama, otra la costurera y otra la criada, y son, en lo general, lo mejor parecidito de todos los alrededores.”¹³ Volvamos al fraile, varado por falta de viento y rodeado de piratas moros, frente a Civitavecchia, el puerto del Estado pontificio, sitio inmundo donde Stendhal vivirá 30 años después:

Ya estamos [advierte] en el país de la perfidia y el engaño, del veneno; el del asesinato y el robo. Es necesario en Italia estar listos con sus cinco sentidos, porque allí se mantienen de collonar, como ellos dicen, los unos a los otros, es decir, engañarse. Y nada iguala al contento que ellos muestran cuando se han burlado de alguno. Lo celebran como una hazaña de su ingenio. La lengua es la más a propósito para mentir, porque toda es cortesía y exageraciones. Italia es la patria de los tratamientos y los superlativos; todos son ilustrísimos y excelencias, y se la dan a uno con sólo estar un poco decente. Si uno manda hacerse un par de zapatos, por ejemplo, se los llevan juntamente con el recibo de la paga; y es

necesario tomarlo, porque si no aunque la reciban, vuelven otro día a cobrarla con desvergüenza, y lo obligan a pagar de nuevo ante la justicia, sin detenerse en perjurios.¹⁴

El desprecio servandiano por esa Italia sin unidad política y sin dueño fijo delata al caballero castellano. Lo que hoy llamamos Italia le parece una mujerzuela mal vestida con los trapos sucios y los zurcidos baratos de la Contrarreforma. Salvo por el papa —que Carlos V y Napoleón humillaron cuando fue necesario—, para un súbdito español aquella península, cuya propiedad estaba sometida al eterno litigio entre ibéricos, franceses y austriacos, valía menos que la propia Nueva España. Nuestro amigo es un viajero a quien disgusta la similitud, y en aquellos antiguos reinos católicos conquistados y abandonados por los españoles, sólo encuentra lo peor de la naturaleza católica, admitiendo la centralidad de la civilisation francesa, como luego admirará Inglaterra. Y al abandonar Italia, embarcándose en Génova hacia Barcelona en 1803, Servando se burlará de la servidumbre italiana ante Napoleón: “Entramos en la capital en otro tiempo de una república floreciente, entonces llena de miseria por los saqueos de los franceses, y sus delirios de la igualdad republicana en países viejos y corrompidos.”¹⁵ Servando no es Winckelmann, Goethe ni Stendhal, pero las magníficas páginas que dedicó a Roma, Nápoles y Florencia lo convierten en un hombre de su tiempo para quien el tourisme es italiano o no es. En su itinerario se combina esa doble actitud ante Italia, tierra al mismo tiempo de la belleza y de la perfidia. Anota que en Francia ser extranjero es la mayor recomendación, salvo si se es italiano, notoriamente pérfido y hampón donde se encuentre. Comprueba que tomar el cabriolé en Italia es arriesgar la bolsa y la vida. Los conductores cobran el tanto y la buena mano, y corren a una velocidad escandalosa, al revés de lo que ocurre en España, poniendo en peligro la vida del pasaje. Peor aún es detenerse en el camino, pues todo son “pantanos infectos” donde se puede adquirir “una terciana”.¹ Menos hospitalaria resulta ser la Ciudad Eterna, cuyo verano es pestífero, propio para que los monjes se enclaustren: “Ni se sale de las casas por la noche, sino una hora después de anochecido, por la aria cativa que llaman, aire infecto, y así el paseo en verano comienza a medianoche. Todos andan en ese tiempo mascando quina, y el aspecto de la gente es como si acabaran de salir de un

hospital.”¹⁷ Fray Servando, “recién llegado”, nos cuenta que “no atina uno con las horas, porque le dicen, verbigracia, que son las quince o las dieciocho, pues no cuentan como nosotros, sino como gran parte de la Alemania, veinticuatro horas seguidas, comenzando a contar media hora después de anochecer, y cuando es una hora sueltan un repique”.¹⁸ Pero lo más detestable acaso sea que Roma está en el mismo paralelo de Toledo: en el paralelo de la injusticia.

Ya estoy en Roma, sin títulos de orden, sin conocimientos y sin dinero. El sargento de España, pensando que lo tenía, me alojó algunos días. Se llama sargento de España el que lo es de la guardia de su ministro, que tiene una compañía de soldados a sus órdenes, así como jurisdicción en el distrito de la plaza de España, que es muy grande. No puede entrar allí la justicia de Roma sin su licencia, por lo cual las prostitutas, que no se permiten en Roma, y si mueren en el oficio se entierran fuera de sagrado, se refugian en dicha plaza.¹

Como puta en Roma, que él lo ha dicho. Es significativa su insistencia en carecer de títulos de orden para refugiarse, como sería probable, en algún convento dominico, quejándose de que

no tenía hábitos, ni papeles; porque en Europa es menester pagar lo que uno come en los conventos; porque con lo que yo había padecido en ellos me causaban horror, como cuevas de cíclopes; y porque estaban arruinados por los franceses, y en los que no lo estaban del todo se habían refugiado los cardenales, a quienes la mesa pontificia, también destruida, no podía dar los 2 000 pesos o escudos romanos de alimentos. Toda Roma estaba en la miseria.²

Mier visita Roma poco después del Concordato, cuando Pío VII recupera por poco tiempo el poder temporal sobre sus Estados. Recordando las invasiones francesas de 1798 y 1809, a Mier le sorprende la pasividad de los romanos ante

los abusos de la autoridad, mientras se toleran las andanzas del crimen con naturalidad. Pero lo que le preocupa es carecer de títulos de orden y de papeles (las cursivas son suyas), pues ha viajado a Roma con la intención de secularizarse, es decir, dejar de ser fraile dominico. Si sus títulos, papeles o dimisorias se los sacaron con engaños Joaquín Maniau y Torquemada, o el enigmático Juan Cornide, o si ya le habían sido confiscados en Santander o incluso en México, da igual. La ausencia de esa documentación le era útil como polizonte eclesiástico en el París de las dos Iglesias, pero cerca de la tiara papal, el problema se agrava. ¿Cómo podía tramitar una secularización alguien que no podía demostrar pertenecer a una Orden? Ya lo veremos. Servando oscila en Roma entre sus pretensiones aristocráticas e intelectuales y su infeliz condición de pícaro. Frecuenta “gentes muy distinguidas, especialmente literatas; pero incapaz siempre de descubrir a nadie mi miseria, pasaba hambres mortales”.²¹ Y entretiene el hambre, exiliado ya experto, en la biblioteca del cardenal Casanate en la Minerva, convento matriz de los dominicos, o en la Biblioteca Angélica. Es hora de pedir ayuda. “El cardenal Lorenzana, que por sus rentas en Toledo no estaba en ella [Roma], me mandó hacer un vestido”, dice Servando. El antiguo arzobispo de México (1766-1772) y luego cardenal-arzobispo de Toledo (1772-1804), Francisco Antonio de Lorenzana y Buitrón, reputado como el más ilustrado de los príncipes de la Iglesia novohispana durante el siglo XVIII, pasó, en efecto, los últimos años de su vida como cardenal en Roma. Allí murió en 1804, tras haber sido prestamista de Pío VI y donante generoso para el cónclave de Venecia que eligió a su sucesor. Fue, también, uno de los conjurados antijesuíticos que ofrecieron algún signo de contrición. Aunque fray Servando tenía menos de diez años cuando Lorenzana abandonó la Nueva España, es probable que su casa haya auxiliado al desgraciado dominico mexicano. Leyendo la Vida literaria, de Villanueva, registramos que Lorenzana mimó al círculo de los Montijo e introdujo al tomista valenciano en los asuntos americanos. Entre el Antiguo Régimen y la Restauración privaron los valores de la amistad jansenista, de la obediencia jesuita o del saludo masónico, formas sobreentendidas del espíritu de partido que la sociedad decimonónica transformó.²² Mientras se regularizaba entre cardenales y arzobispos, Mier pasaba miserias. Vivía en un cuarto decente en Villa Borghese,

hasta que durando una vez la inedia absoluta cuatro días, me entró fiebre, y fui llevado con un dolor terrible de cabeza al hospital de los españoles, llamado Monserrate [...] Me quisieron dar vomitorio en el hospital, y yo les dije me diesen primero papa (así llaman en Italia a la sopa) para tener algo que echar. En efecto: con solas las sopas me vomité por la debilidad de mi estómago; pero algo debió de quedar; dormí y estuve bueno. Estando allí me llegó la noticia de una libranza de 300 pesos que me enviaba mi hermano de Monterrey, porque con la paz de Amiens se abrió la correspondencia. Con esto un italiano, hijo de un ex jesuita español, me llevó a su casa; pero yo soy tan desgraciado que la libranza se frustró por un accidente raro. Yo había escrito a mi hermano mis trabajos, y eso motivó la libranza; pero escribí también al doctor Pomposo, de México, y le decía que estaba bien, ya porque él no había de remediar mi pobreza, ya porque con ella, si veían mi carta, no se alegrasen mis enemigos. Éste le envió la carta a mi hermano, y creyendo más lo que decía a un extranjero que a él mismo, revocó la libranza.²³

El pícaro, con su hambre y su honra, desconfiaba de quien aparentemente fue su más fiel amigo mexicano, Agustín Pomposo Fernández de San Salvador (17561842), descendiente del último rey de Texcoco, Ixtlilxóchitl. El doctor Pomposo fue rector de la Real y Pontificia Universidad en tres ocasiones. Nacido en Toluca, fue un decidido partidario de los españoles, aunque tuvo un hijo que se asoció con Andrés Quintana Roo; su sobrina y pupila fue la heroína independentista Leona Vicario. Una vez muerto Servando en 1827, a Pomposo, poeta y polemista, le dio por imitar hasta su manera de morir. Repuesto de su indisposición, según él ya secularizado, Mier decide partir para Nápoles, “con el fin de introducirme en la comitiva de la infanta que iba a España para ser mujer de Fernando VII”.²⁴ Pero cuando el supuesto ex fraile llega a su destino, la infanta María Antonieta, princesa de Nápoles e hija de los reyes de las Dos Sicilias, ya había partido a su compromiso con el entonces príncipe de Asturias. Ese viaje a Nápoles fue autorizado por el embajador Vargas Laguna, quien el 21 de septiembre de 1802 le concedió pasaporte para que pasase a Nápoles.²⁵ Servando sólo desea volver a la vieja España, camino de la Nueva, con la misma

necedad con la que luchó por abandonarla hasta 1801. A la distancia, su conducta parece natural. México —y uno de sus inventores, Mier— es una nación sin exilios políticos prolongados ni masivos. El destierro de Mier, uno de los más largos en nuestra historia, se veía únicamente atenuado —como lo demostrará al luchar con los ibéricos contra Napoleón en 1808— por la idea de que las Españas eran, fatalmente, un solo reino. Las aventuras servandianas continúan camino de Nápoles. Socorrido por “el ex jesuita americano Noriega”, se embarcó en el río Tíber en un “barquichuelo calabrés” que, lastrado por cajas de fusil (“cureñas”), estuvo a punto de zozobrar. Las dejaron en la isleta de Portolanzó, pues “por un tris no nos ahogamos”, pero Mier agradece guarecerse “al pie del monte Circeo, donde yo pasé el resto de la noche recordando los pasajes de Homero sobre Ulises y la encantadora Circe, que debió de dar su nombre a aquel monte. Por la mañana fuimos a tener a la isla Poncia, que es una roca con una fuente y una casa propia para destierro de mártires, y creo que lo fue de San Marcelino Papa.”² Marcelino fue un extraño pontífice cuya fiesta se celebra el 2 de junio, recordado por haberse plegado al primer edicto de persecución de Diocleciano (25 de febrero de 303), al grado de destruir copias de las Escrituras y ofrecer incienso a los dioses paganos. Su caso es histórico, aunque los rigoristas lo excluyen de la lista oficial del papado porque fue utilizado como ejemplo de mal sacerdocio por los herejes donatistas. Según la leyenda, murió martirizado. Y desde la roca que acogió a San Marcelino, fray Servando otea el mundo antiguo, en uno de los pocos momentos en que reflexiona sobre lo que él llamaba, con propiedad, las humanidades. Nunca fue un viajero ilustrado y el gusto por el paisaje —no digamos la naturaleza—, esa mirada transitiva entre neoclasicismo y romanticismo, le era ajena. Pero el desembarco en Ná-poles lo conmueve por la belleza de una vista al mar sólo comparable a la de Constantinopla, dice, aunque nunca estuvo por allá. Punto y seguido, y el doctor ya volvió a la cueva del Cíclope:

Yo había comprado un hábito viejo en la Minerva de Roma; me lo puse, y extrañándome, un lector de Santo Domingo de Nápoles en la calle famosa de Toledo, nombre que le dio el virrey Toledo, que ahorcó al último inca del Perú, llamado

Sayri Tupac, porque así conviene, me llevó a presentar a su provincial. Era puntualmente un español criado desde niño en Nápoles, y me recomendó al convento del Rosario, a quien toca la hospitalidad de los que vienen por agua. Los frailes de Italia tienen educación y son afables. Habiendo conocido mi instrucción, corrieron la voz, y logré entre ellos una estimación general.²⁷

En esta nuez Mier cabe entero: la obsesión por el hábito, la aparición de un bienhechor misterioso (dominico), una pulla de paso contra los virreyes españoles y la ejecución de los incas, la consideración sobre el estado del monacato en Italia y, al fin, la estimación inmediata de su instruida persona. Cómodo en su viejo hábito, durmiendo en una casa de su Orden, Servando explica que, después de los reinados napolitanos de José Napoleón y de Murat, disminuyeron los frailes en Nápoles, pero que en 1802 eran una “chusma mayor”. Informa que los dominicos tenían conventos de tres provincias en la ciudad, con 12 conventos de frailes y 14 de monjas, sin contar a las beatas dominicas que en Italia llaman mantelatas. Madame de Staël, la gran escritora europea del Imperio, dejó en su novela Corina o Italia (1807) un testimonio de la Roma de principios del siglo XIX que contrasta con las opiniones servandianas sobre el estado eclesiástico en la Ciudad Eterna. Hija de Necker, el ministro de finanzas de Luis XVI, madame de Staël, exiliada por Napoleón en 1803, vio Roma con los ojos, más curiosos y estetizantes que reprobatorios, de la intelectual protestante que fue. Usando la Semana Santa como motivo, dice:

Es en la noche, y con las luces apenas encendidas, cuando los predicadores de Roma se hacen escuchar, durante la Semana Santa, en las iglesias [...] Hay también una manera de lograr efecto de la que se sirven con frecuencia los predicadores ordinarios. Levantan el bonete cuadrado que llevan sobre la cabeza y lo mueven con una rapidez inconcebible. Uno de ellos acusaba a Voltaire, y sobre todo a Rousseau, de la irreligión del siglo. Se quitaba el bonete en medio de la cátedra y lo usaba para representar a Jean-Jacques, y en esa calidad, lo arengaba, diciéndole: Y bien, filósofo ginebrino, qué tiene usted que objetar a mis argumentos.²⁸

Servando, antes del 12 de diciembre de 1794, cuando predicaba contra los impíos, usaba maneras semejantes, mismas que a madame de Staël le parecían “retóricas exageradas” al estilo gerundiano, que en no pocas ocasiones faltaban al decoro debido, se dice en Corina o Italia, a la propia Virgen. A la escritora de origen suizo, prerromántica, le enamoraba esa devoción popular, que a su contemporáneo novohispano, por serlo, le era indiferente. Una vez contabilizado el estado eclesiástico, Mier se ocupa, con su invariable desdén, de la gente del siglo, los llamados lazzaroni, populacho especializado, durante las guerras napoleónicas, en decapitar nobles y arrastrarlos frente a sus casas, “pidiendo a gritos que les echasen de ella pan para comérselo, y se lo comían. Se vendía en la plaza pública a cuatro granos (cuartos) la lonja de carne humana, ancha de cuatro dedos. Sólo a un obispo no se lo comieron; antes tuvieron muy a mal que el rey lo ahorcase, cuando a los nobles seculares se cortaba sólo la cabeza.”² Este apunte coloca a un Mier confundido en medio de la situación política italiana. Políticamente favorable a la Revolución Francesa, gracias al obispo Grégoire, el cura novohispano se escandaliza de las barbaridades, no tanto de los lazzaroni sino de sus jefes, la Congregación de la Santa Fe (los sanfedisti), forma de bandolerismo contrarrevolucionario que prefiguró lo mismo a la guerrilla antibonapartista española (y a los Mina) que a los carbonarios de 1820. Católicos pero patriotas, papistas y anticlericales, fueron dirigidos por Michele Pezza —el legendario Fra Diávolo a quien Daniel Auber dedicará una ópera en 1830— y por el arzobispo antijansenista Zondadori.³ Las actividades de estos neogüelfos, antiimperialistas precursores de Mazzini y Garibaldi, preocuparon, más que a los invasores franceses, a las autoridades pontificias, que acabaron por usarlos y abandonarlos. Esos lazzaroni, también acaudillados por el cardenal Ruffo, previnieron a Servando contra el bandolerismo revolucionario que, santificado por vírgenes en el estandarte, hará inaceptable a Hidalgo entre los primeros liberales europeos. Si, como dice Roger Bartra, el salvajismo es creación del imaginario occidental, la descripción de los lazzaroni napolitanos como caníbales prueba la profunda inversión que realizó Mier durante sus viajes por Europa, creyéndose enviado de la civilización obligado a perderse y reencontrarse entre los salvajes. En la

siguiente página, la Relación va más lejos en ese sentido.³¹ El episodio napolitano es el más rico entre las crónicas italianas de Servando. Sus lecturas del abate Grégoire, ilusionado con un esperanto católico que a la vez desapareciera las jerigonzas y el latín litúrgico y colocara al hombre antes de Babel, estimulan en Mier al lingüista aficionado. La lengua latina, nos explica, era la usada en los reinos de España, Italia y Francia, pero los bárbaros del norte la bestializaron, al grado de que la “jerga o patán” que habla el populacho es “muy desagradable”. El novohispano se compadece de la gente culta de esas latitudes, rodeada de graznidos. Mier reprueba la degeneración del latín por las lenguas romances y re gresa al argumento político. Hasta en la propia Francia, nos dice, las “pequeñas soberanías” hablan lo que se les da la gana: los gascones y los borgoñeses no se entienden con los parisinos, para no mencionar el “antiguo lenguaje céltico” de los bretones, o el catalán de Provenza y Languedoc. Ni la propia España, por supuesto, se salva de la docta censura servandiana. En Burgos, La Mancha y Castilla la Nueva hablan “aunque muy mal” el castellano, pero nunca como en Madrid, la ciudad abominable donde las calles se llaman Arrastraculos o Majaderitos Anchos y hablan así: “Ve a llamar al médicu que vengan a luna a curar a Manolo del estómago, y le daremos veinte maíz, por decir maravedises”. En las Andalucías, Extremadura y Murcia todo está “mixturado con términos árabes”. Maldito sea el catalán, el “lemosín” aragonés o el “patán” que pasó de Galicia a Portugal, que se llama portugués.³² Casi 20 años de exilio refuerzan en Mier esa leyenda idílica que provocó su expulsión de la Nueva España: por órdenes de Nuestro Señor Jesucristo la verdadera cristiandad y la auténtica civilización fueron americanas. Su crítica de una Europa corrompida en su lengua y en sus costumbres recuerda las teorías del dominico Campanella a principios del siglo XVII: debe haber una monarquía universal que, encabezada por los grandes reyes de la cristiandad, imponga la utopía renacentista, esa Ciudad del Sol, un convento en donde quedará desterrada tanto la confusión de Babel como ese mundo de pequeñas soberanías irresponsables, herederas de la desobediencia de Adán y Eva. No es inútil recordar que el conocimiento que Mier tenía de su vieja patria era limitado. Adolescente, abandonó Monterrey, esa gendarmería, y se instaló en la Ciudad de los Palacios, a la que volvió para habitar una celda en el edificio de la Inquisición. Era, como tantos de sus predecesores, un europeo de América que

abominaba, caprichosamente, de Europa por lo que tenía de “americana”. Madrid o Nápoles eran el pasado en el peor de los sentidos, mientras que “la utopía en acto”, como la llamará Alfonso Reyes, estaba en esa América universal y paradisiaca, el futuro absoluto en su medida de tierra de la profecía de TomásQuetzalcóatl, predicador en una lengua de probable origen semítico o siriocaldeo, ese náhuatl en cuyos frasismos lo instruyó Borunda. El resto era el siglo despreciable que prestaba oídos al feísimo sonsonete, latín bestializado, de los napolitanos. En Nápoles, donde hasta el reino de Carlos III las leyes se publicaban en español, Mier descubre, reconfortado, que la Leyenda Negra es universal. Un canónigo le dice en un café que no sabe castellano pues es lengua de bárbaros. En Bayona salvó a un clérigo francés emigrado de unos rapaces que lo perseguían por creerlo español. Y un judío que pasaba le dijo que ser español equivalía a ser “tonto, ignorante, supersticioso, fanático y puerco”.³³ En el mundo anglosajón, dice Servando, las madres, cuando tratan a sus hijos de puercos, los llaman españoles. Misericordioso al fin, concede que más sucios son los portugueses y los moros. El doctor Mier fue más que un propagandista de la Leyenda Negra. Él mismo la enriqueció con un costumbrismo que coloreó la imagen pestilente de los españoles en la huérfana imaginación liberal de las repúblicas bobas latinoamericanas. Servando fue más lejos y extendió el mapa peninsular a toda Europa, invirtiendo la doctrina de Campanella: la monarquía hispánica era el mal ejemplo sobre el que descansaba la latinidad, condenada política y lingüísticamente. El europeo es el Salvaje, concluye Mier.

RECREO CON LOS JESUITAS EXPULSOS

la vela que los marineros llaman latina había quedado extendida impidiendo que la embarcación se fuera completamente a pique. Los hermanos jesuitas, tantos cuantos eran, imploraron el auxilio de la Virgen de Guadalupe. Este naufragio de los mexicanos en el mar Mediterráneo, junto con su salvación —que debe atribuirse al patrocinio de la Virgen de Guadalupe—, había sido predicho en México cuando aún no habían sido expulsados los jesuitas: predicción que tuvo muchos testigos dignísimos de fe entre los mexicanos más honorables. JUAN LUIS MANEIRO y MANUEL FABRI, Vidas de mexicanos ilustres del siglo XVIII [1956]

El encuentro entre Servando y los últimos jesuitas americanos en Italia es una estampa rica y tardía. El dominico estaba más cerca, en 1802, de los viejos jesuitas expulsos de 1767 de lo que él habría admitido. Los separaba la Revolución Francesa, que fulminó a esos reyes de la Ilustración que habían creído protegerse de los demonios del mundo con la extinción de la Compañía de Jesús. El doctor Mier fue antijesuita por educación y convencimiento, ignorante de que en aquellos a quienes alcanzó a tratar en Roma y Nápoles estaba el puente que le habría permitido cruzar el abismo de 1794 entre el Barroco y el republicanismo. Pero sólo hasta que llegamos a ese punto de la Relación encontramos a Mier dialogando, de tú a tú, con otros clérigos de habla española que, a diferencia de los “sabios dominicos” que lo refrescaban en los conventos, seres sin rostro imaginados por el deseo de comunión, eran hombres con una obra y una personalidad. Y se sentó a la mesa con ellos. Mier, previsiblemente, los presenta con una nota crítica: “Los ex jesuitas españoles se mataban escribiendo para defender a sus paisanos de la nota común de bárbaros. Pero no advertían que donde habían ellos mismos dejado de serlo era en Italia...”³⁴ No le falta cierta razón a fray Servando. Las grandes obras de los jesuitas, sobre

todo de los americanos, fueron escritas en el exilio italiano. Clavijero publicará su Storia antica del Messico en Cesena (1780-1781); Francisco Xavier Alegre tuvo que compendiar “casi de memoria” su Historia de la Compañía de Jesús en la Nueva España, en Bolonia; Andrés Cavo dejó inéditos en Roma sus Anales de la Ciudad de México desde la Conquista española hasta el año de 1776; Juan Luis Maneiro, que alcanzó a regresar a México, redactó en el exilio su biografía de Clavijero. Todos ellos —cito nada más a los mexicanos más ilustres de ese destierro— salieron expulsados frisando los 30 años, y la mayoría murió hacia 1800. Encadenados, los jesuitas permanecieron inclinados sobre la mesa de trabajo. Arrastrando su bola de hierro, fray Servando era fiel a la predicación del mendicante. El destierro prodigó a los jesuitas tiempo y tedio para la investigación y la escritura, mientras que, hombre de la siguiente generación — la de Napoleón, la de Chateaubriand—, Servando escribió como revolucionario, a salto de mata. Luego de explicar el frustrado intento de la Compañía por retornar a España tras la captura del antijesuítico Pío VI en Valence, Mier, ni más ni menos, se queja de los alborotos de los jesuitas contra los poderes, de modo que fueron devueltos a la otra península. Pero “ya muchos se habían marchado proprio motu desde que vieron a España con ojos racionales. Los demás se amontonaron en Alicante y repetían representaciones para que los acabaran de sacar de la tierra de los bárbaros.”³⁵ Los jesuitas, como Mier, se habían convencido de que España era la tierra de los verdaderos bárbaros. Idea compartida por jesuitas españoles como Pedro Montegón (1745-1824), Lorenzo Hervás y Panduro (1735-1809) y Juan Francisco Masdeu (1744-1817), a los que Servando trató. El primero, alicantino, fue autor de dos novelas pedagógicas y humanitarias (Eusebio, 1786-1788, y Eudoxia, hija de Belisario, 1793) que tradujeron las ideas de Rousseau, moderándolas, para el público hispánico. Sin Montegón, por ejemplo, es incomprensible un Fernández de Lizardi. Masdeu era un escritor de mayor profundidad, jesuita de origen catalán nacido en Palermo, traductor de la poesía del Siglo de Oro al italiano, y un importante crítico literario, autor de una Historia crítica de España y de su cultura (1783-1805). Hervás y Panduro, nacido en Cuenca, fue un sabio lingüista, autor de seis volúmenes de un Catálogo de las lenguas de las naciones conocidas (18001805). Su influencia sobre el novohispano Clavijero fue notoria. Precursor de la ciencia-ficción, Hervás había publicado un Viaje estático al mundo planetario, en

1794. Su ambición enciclopedista lo contagió de las ideas francesas, si hemos de creerle a Villanueva, quien refutó desde Cádiz, en 1812, su Historia de la vida del hombre, donde siguiendo a Grégoire infamó el poder de los monarcas con “feroz bestialidad” y describió la condición de súbdito como “inhumana esclavitud”.³ Con Montegón, Masdeu y Hervás, Servando platicaba en español con sacerdotes de su nivel, con quienes llegó a la confirmación deseada, ese desprecio común que sentían él y esos excéntricos españoles por la barbarie española, a la que diseccionaban con “ojos racionales”:

“¡Jesús qué bárbaros!”, me decía en Roma Montegón, autor del Eusebio. “Se me ha caído la pluma de la mano. No vuelvo a escribir más en castellano. Estoy escribiendo la historia romana en italiano.” El entusiasmado Masdeu contaba pasajes que le habían sucedido en España, que ni en la Siberia, decía. Hervás me contaba que lo que escribió en Horcajo, su patria, no lejos de Madrid, lo había hecho sobre sus apuntes, y habiendo necesitado una Biblia para citar un texto, sólo se pudo hallar entre los curas de los alrededores una sin principio ni fin. “No se puede escribir en España, no hay libros”, me decía.³⁷

Varias páginas después —tras describir Nápoles y Roma—, Mier vuelve a sus tres amigos. Olvida que ya los citó y da mayor testimonio de su privanza: “Conocí a Masdeu, a Montegón y a Hervás, ex jesuitas españoles, y éste me hizo el honor de mandar a Madrid no se imprimiese ninguna obra suya sobre cosas de América sin mi aprobación.”³⁸ Más allá de la jactancia servandesca, de la que el lector ya tiene harto conocimiento, es preciso anotar la felicidad del dominico al descubrir que no sólo en la Real Academia de Historia de Madrid y en la erudición revolucionaria del abate Grégoire estaba la salvación por el saber. Con los antiguos jesuitas españoles y americanos, fray Servando se describe, por primera vez, como parte de una comunidad intelectual, lejos de la soledad del pícaro. Contra lo que su autobiografía parece contar, Servando no era una persona de carácter solitario. Su persecución hizo de él un fraile errático y desamparado, propenso a la picaresca. Pero la educación comunitaria, tan propia de la

conventualidad dominica y de la amitié jansenista, lo hace sentirse a gusto entre clérigos. Con igual espíritu de comunión, capellán de las tropas españolas en 1808, compartirá los sufrimientos de la nación que detesta y será un hombre de partido durante las conspiraciones independentistas, acompañando al guerrillero Mina en su aventura mexicana. Servando fue siempre un predicador brillante, ansioso de audiencia. Las soledades de su destino, la condena a caminar en el páramo, fueron una paradoja típicamente frailuna. Dialogando con los jesuitas expulsos entendió que habitar la Leyenda Negra era una experiencia común a muchos clérigos de diversas órdenes y sociedades. Se preparó para enfrentarse, de oídas o leídas, pero con creciente admiración, a los jesuitas americanos. Habla de Pedro José Márquez (1741-1820):

Por su sabiduría en arquitectura [pues] ha explicado los dos monumentos mexicanos [sic] célebres: el templo del Inca y la fortaleza de Xochicalco. Los americanos Juárez y [José Ignacio] García [Jove y Capelón] tenían gran nombre, aquél en botánica y éste en medicina. Era muy mi amigo Iturri, americano del Paraguay, que le dio una valiente zurra a [Juan Bautista] Muñoz, porque en el cuadro de su historia fundió algunos dislates de Paw, Raynal y Robertson.³

La mención de Francisco Iturri (1738-1808) cobrará importancia en la indignación de Servando ante el antiamericanismo de las Cortes de Cádiz. En esa ocasión recordará otra vez la Carta crítica que el jesuita paraguayo dirigió a los prejuicios de Muñoz, lo que prueba que su admiración por el cosmógrafo real de Indias, su supuesto protector, nada tenía de servil. El doctor Mier se alegra de haber leído al guadalajareño Andrés Cavo, muerto en 1803, que “tradujo al latín el cuaderno de Gama sobre el Calendario y la Teoyamiqui, y escribió en latín y castellano la historia civil de México”. Y gracias a otro ex jesuita español, Raymundo Diosdado (1740-1820), profundizó en Clavijero, fallecido en Bolonia en 1787. Al parecer, el padre Diosdado, que quiso continuar la obra de su maestro con unas Observaciones americanas, traicionó a Clavijero, que le “daba su mesa e hizo leer su historia, y él la delató al Consejo, escribiendo contra él”,⁴ pero la siempre providencial intervención de Muñoz lo salvó.

Entre los jesuitas, la suprimida mano enemiga, Mier vive un ambiente de inusual libertad intelectual. Rinde homenaje a Clavijero, pero le reprocha haber condescendido con los españoles al atacar a Las Casas, de la misma manera en que defiende la Storia antica del Messico de las impugnaciones de su amigo Masdeu. Pero su admiración por la cultura jesuítica nunca rebasará el límite impuesto por la violencia mendicante del siglo XVIII contra la Compañía: en la biblioteca confiscada a Servando en 1817 son escasas las obras de los ilustrados jesuitas. Los libros de Manuel Lacunza (1731-1801), por lo que tenían de escatológicos, llamaron la atención de Servando:

Pero la obra que hacía más ruido en Roma, y luego lo ha hecho por todas partes, es la de nuestro americano ex jesuita Lacunza, que desgraciadamente amaneció muerto en un charco, porque le acometió uno de los vahídos que solía padecer, y no tuvo quien lo auxiliara. La obra es sobre el milenio. Se sabe que por aquellas palabras de San Juan en el Apocalipsis de [la] primera y segunda resurrección, después de mil años, se ha creído entre muchos, desde el principio de la Iglesia, que Jesucristo, al fin del mundo, vendría a reinar mil años sobre la tierra con los justos, antes de la última resurrección.⁴¹

Lacunza, jesuita chileno, era un personaje cercano a la herejía por esa pasión filojudía que no podía serle indiferente a Mier. La venida del Mesías en gloria y majestad, su erudita interpretación escrituraria, firmada con el pseudónimo hebreo de “Juan Joshafat ben Ezra”, fue perseguida por la Inquisición. Pese a que su tomismo le impedía veleidades milenaristas de dimensiones arriesgadas, a Servando ya lo había seducido el espíritu de la tolerancia teológica: “Y como es máxima entre los jesuitas sostener o favorecer todo lo que alguno de ellos avanza, esta opinión, desde entonces, ha tenido favor entre ellos, y a la obra de Lacunza le han dado una boga inmensa, que, en mi concepto, no merece, aunque está escrita con la claridad, orden y elocuencia más seductores.”⁴² Los jesuitas prepararon a Mier para regresar a Roma con otra andanada contra España, aquel país donde apenas si el cura y el sacristán saben leer, donde creen que los americanos son negros y dudan si profesan la religión católica.

Camino de Nápoles, Servando parece hacer su viaje ilustrado, pero no entre las antigüedades romanas y griegas, sino hacia... América.

Volviendo a los napolitanos [nos dice tras aburrirse de injuriar a España], llaman al Vesubio, cuyo cráter está ya muy rebajado, Montezuma. En ninguna parte he hallado más cosas de América que allí. Se venden piñas y elotes por las calles, porque como los virreyes de América en aquellos primeros tiempos solían pasar a virreyes de Nápoles, llevaban muchas cosas de acá. Pero la comida general de los napolitanos son macarrones arriba y macarrones abajo. Al entrar uno en Nápoles le parece a uno que entra en un pueblo de indios, porque tiene el pueblo el mismo color. Especialmente son morenas y feas las mujeres, y mucho más bien parecidos los hombres comparativamente, cosa que notan todos los viajeros. Pero en general son muy ladrones, y se les reputa por los manchegos de Italia.⁴³

Al sabio italiano Antonello Gerbi le hace gracia que Servando traduzca “Monte Somma” por “Montezuma”, a la azteca.⁴⁴ Servando describe breve y despectivamente a la corte napolitana, con Fernando IV de Nápoles y III de Sicilia (1751-1825) y su mujer, que era “una de las tres yeguas reales de la Europa, y su Godoy ni sabían allí si era florentín o inglés”. El fraile asegura haber estado allí cuando Isabelita, “bella pero demasiado gruesa”, llegó a Nápoles para casarse, hazmerreír del pueblo, con el rey Franciscone, quien había sido arrojado y restaurado en el poder a placer de los franceses en 1799 y en 1802. Le parece simpático a Servando ver a ese príncipe inepto pescando para vender su propio pescado a los caníbales lazzaroni, de los que ya tuvimos noticia.⁴⁵ Mier vuelve a abandonar sus impresiones meramente turísticas para examinar al frailerío local. Ése es un procedimiento narrativo esquemático que se repite a lo largo de sus Memorias. Advierte que en Nápoles se practican los ritos latino y griego, pues aquello fue la Magna Grecia. Y en Roma cerca del mismo palacio del papa pueden verse las habitaciones de los sacerdotes griegos colmadas de “niños y pañales”, pues a los clérigos orientales se les permite el matrimonio. Esa imagen perduró en Mier, al grado de que llegó a imaginar a Tomás Apóstol

en América como obispo griego o judío helenístico. Como en la sinagoga, el ecuménico doctor Mier se mete feliz “a sus oficios y misa de sus sacerdotes, que llevan el pelo largo hasta media espalda, y sus barbas igualmente largas, su túnica negra y un manteo sin cuello con sus vueltas moradas, y su sombrero ancho con una cruz de cinta en la parte anterior de la copa”.⁴ A madame de Staël, que recorría Roma en los mismos días que Servando, también le impresionó el rito oriental: “Los antiguos trajes que sirven todavía hoy de vestido de los eclesiásticos concuerdan mal con el tocado moderno; el obispo griego, con su larga barba, es aquel en quien la vestimenta parece más respetable.”⁴⁷ Servando, viajero de la tolerancia siempre y cuando no se trate de las gentilezas y de las bravuconadas de los españoles, dedica una página a ejercer su pasión comparatista frente a ese rito oriental que observa con profundo respeto. Entonces se repite el esquema retórico y los otros se van para dejar al yo: “En cuanto a mí, lo pasaba muy bien en el convento del Rosario, y cuando iba a ver al provincial, que me hizo varios regalos de ropa, me trataba de Sría. Ilma. [Su Señoría Ilustrísima]. Tan común es este título por allá. Yo era el que llevaba a pasear a los jóvenes del noviciado del convento del Rosario.”⁴⁸ El doctor Mier fue una especie de marinero eclesiástico desbalagado que, en cada puerto, en vez de conquistar una mujer se ganaba un título, o así se lo contaba a sus amigos, tras la travesía inverificable. Ese título estará siempre asociado al hábito. Dejándose llevar por los novicios a Portici, “sitio de los reyes”, Servando visita los colegios de música, “la gran y magnífica cartuja que está sobre el monte que domina Nápoles”, la biblioteca pública de Sant’Angelo in Guido y el venerable teatro de San Carlo. Mier nunca demostró interés por la música, ni siquiera la religiosa, y el arte profano, si acaso, lo escandalizaba. Y el cronista clerical literalmente se asoma a las ruinas de la antigüedad, a la gruta de Pausílipo por el camino abierto a pico por Cocceyo, en cuya entrada están el sepulcro de Virgilio y otras tumbas interesantes. “En el mismo cerro, a no mucha distancia, está el sepulcro de Sincero San Nazario, célebre por su poema ‘De partu virgineo’, con el epitafio puesto por el cardenal Bembo: ‘De sacro cineri flores: hae ille Maronis / Sincerus musae proximus ut tumulo’.† Pasada la gruta vi el Elisio, hoy mortífero por el aire infecto, y [el] Averno, que nada tiene hoy de terrible. Lo sombreaba antes un bosque.”⁴

Acto seguido, Mier extiende su identificación con Tomás Apóstol hacia la figura de Tomás de Aquino, el doctor angélico: “En el convento de Santo Domingo de Nápoles veneré el brazo derecho de Santo Tomás, y vi de su letra, que es muy igual y muy menudita, su exposición de San Dionisio De divinis nominibus. Se le enseña en la sacristía bajo una vidriera.”⁵ Venerar el brazo derecho del primero de los doctores dominicos será realzar el poder literario del autor de la Suma teológica (1275-1281) y con ésta, de la filosofía medieval cristiana. En 1817, tras desembarcar en Soto la Marina, el capellán Mier y una guardia de guerrilleros de Mina caen en manos del brigadier realista Joaquín Arredondo. Servando es arrestado y enviado a esa cárcel de la Inquisición donde escribirá sus Memorias. Pero, enfermo y malherido, “en Zacualtipan se me puso inhumanamente sobre un caballo que al ensillarlo había respingado con violencia, y repitiendo su maña me hizo volar por los aires, dejándome hecho pedazos el brazo derecho, de que aún hoy apenas puedo servirme”.⁵¹ Esa identificación, anterior inclusive al accidente en Zacualtipan, deja leer en Mier su fidelidad decisiva, aunque soterrada, por Tomás, el apóstol aventurero, asociado por la literatura apócrifa a un brazo roto curado para quitarle lo incrédulo. Pero en 1819 el fraile se recordará recorriendo con veneración las reliquias del otro Tomás en Santo Domingo de Nápoles: “La cabeza del Santo, de un tamaño extraordinario, está en una capillita que cuida un monje cisterciense, y esto es todo lo que resta del célebre monasterio de Tosanova [sic por Fossanova], donde murió. Su cuerpo está en Tolosa, de Francia, y escapó de la quema de las reliquias que hicieron los revolucionarios.”⁵² La emulación entre su estancia napolitana y las andanzas de los dos Tomases continúa, aunque de manera implícita, con una página más. Mier condena, apoyándose en ¡Voltaire!, la supervivencia en Calabria, así como en regiones apartadas de Francia y Alemania, del derecho de pernada, que obligaba a los vasallos a ceder al señor sus esposas núbiles la primera noche. Estando en Nápoles, Mier escucha y apoya la andanada del dominico Minacci, calabrés y catedrático de botánica en la Universidad de Palermo, contra el impío derecho de cunnatico, que en Calabria beneficiaba al príncipe Sguila. Su hermano Minacci ganó el pleito para satisfacción de fray Servando, quien no olvidaba una de las versiones del martirio del Apóstol Tomás, atribuido a su apostólica reprobación de las costumbres eróticas de los indios orientales. Pasados tres meses en Nápoles, volverá a Roma por la ansiada secularización.

De viaje en barco a Civitavecchia, el capitán sufre un “incordio” y Servando lo cura. Por “incordio” Mier se refiere a una buba o tumor del pecho. No sabíamos que el fraile se las diera de médico o que gozase de poderes taumatúrgicos, como los que repartió generosamente el apóstol en la vieja India. Pero aquel capitán, natural de las islas Baleares, debió de sentirse aliviado, pues lo regresó hasta Roma.

LA VIDA POR UN BREVE

Parece cuento, pero es un hecho positivo que el hombre, cuando se viste un hábito, se reviste con él de los hábitos de sentir, de pensar y de obrar que le son anexos o pegadizos. La naturaleza no cría esos monstruos que se llaman abates; abórtalos la sociedad: la naturaleza cría hombres. BARTOLOMÉ JOSÉ GALLARDO, Diccionario crítico-burlesco [1811]

Fray Servando fue a Roma para dejar de ser fraile. Su secularización, o más propiamente exclaustración, fue su obsesión personal más poderosa desde 1802. Junto con la predicación precolombina de Santo Tomás, su propia secularización es el tema más socorrido de su obra. Al exclaustrarse, el doctor Mier deseaba pasar del estado regular (religioso sujeto a las Constituciones de la Orden de Predicadores, los dominicos) al estado secular, para ser presbítero o cura sujeto únicamente a su obispo diocesano. Desterrado en Europa y prófugo de los dominicos españoles, Servando pretendió hacer ese trámite en los palacios papales en Roma. Pero ocurre que Mier jamás pudo demostrar, con los papeles en la mano, la factura de esa diligencia. Su Breve de secularización, hoy llamado dispensa o licencia de exclaustramiento, no consta en actas o archivos, ya sea porque le fue confiscado, o porque sencillamente nunca existió. La primera posibilidad, denunciada por Mier en numerosas y confusas situaciones, se enfrenta a la suspicacia de todos los comentaristas, en el sentido de que esa secularización jamás se llevó a cabo o nunca tuvo buen fin. Un breve es un papel común y corriente que otorga, en el caso de los frailes, el superior de la Orden, o el papa, según la constitución de cada instituto religioso de derecho pontificio, entre los que se cuentan, naturalmente, los dominicos. Materialmente, estamos ante un papelito que lleva en el encabezamiento

protocolario el nombre del papa con su número ordinal, seguido de la fórmula ad perpetuam (o futuram) rei memoriam,† al calce lleva un pequeño sello rojo y está refrendado por el secretario de Estado del papa. A diferencia de la bula, documento más importante y extenso, el breve puede tratar cualquier asunto eclesiástico de competencia pontificia. En el Archivo Secreto del Vaticano, mirando alguno de los miles y miles de breves coleccionados a través de los siglos, uno ve la menudencia y lo deleznable de aquellas papeletas, a menudo simples notas del pontífice, del secretario de Estado o, más frecuentemente, de sus amanuenses. Los llamados casos de regularización —dispensa de la condición secular para el ingreso a una orden religiosa— se archivan junto a los que indican el procedimiento contrario, esa secularización que Mier tramitaba. Además, en la sección Breves a-z de Pío VII nos encontramos con una miscelánea de dispensas o de negaciones que atañen a una variedad tal de asuntos eclesiásticos, que van desde la demostración de la consanguinidad de un pariente para hacerlo heredero de un beneficio hasta la solicitud de toda clase de favores en el cielo y en la tierra. Así, la posibilidad de que el breve concedido a Servando (o la solicitud de éste) se haya extraviado es tan probable como la desaparición de un acta de nacimiento, un expediente médico o hasta de una multa de tránsito. En contra de la posibilidad de una pérdida del documento, puede argumentarse que, en ese índice de breves, las dispensas de exclaustración llevan una numeración consecutiva: 142, 143, 144.⁵³ ¿Cómo pudo Mier, con su memoria de elefante, olvidar los tres dígitos de su papeleta? Pero hay que decir, a su favor, que durante ese medio siglo, Roma generó miles de breves de secularización, dado que tras 1767 cientos de jesuitas fueron obligados precisamente a secularizarse. El más famoso de los breves, el Dominus ac redemptor, firmado el 21 de julio de 1773 por Clemente XIV para suprimir a la Compañía de Jesús, llevaba consigo una sutileza. Debía aplicarse tan pronto fuese leído. En Rusia y en Polonia el breve “se recibió pero no se leyó” y los jesuitas continuaron existiendo en esos reinos. Más allá de las guerras y las mudanzas, la Iglesia Católica dio por inválido o inexistente ese breve que secularizaba a fray Servando el 31 de mayo de 1817, cuando el cabildo de Monterrey publica su edicto. Desde la diócesis natal del indiciado fue descalificada rotundamente su supuesta secularización, así como todas las prebendas y canonjías que dijo haber obtenido de Pío VII en 1802. Es presumible, dado el legalismo canónico, que, entre la aprehensión de Mier y el

edicto, la diócesis regiomontana haya averiguado si estaba o no ante un “influyente”. Servando declaró ante los inquisidores en 1817 haber hecho el trámite en la covacha adjunta al Sacro Colegio Cardenalicio, donde despachaba el cardenal Giulio Maria della Somaglia (1744-1830), sucesor de Consalvi en 1823 como secretario de Estado de León XII.⁵⁴ En ese cargo le tocó atender la impaciencia de los primeros diplomáticos mexicanos, ansiosos de que su república fuese reconocida por la Santa Sede, lo que no ocurrió sino hasta 1836, una vez muerto Fernando VII. Della Somaglia trabajaba en 1803 con los procuradores generales de cada orden. Según el canon de la Iglesia Católica, en su título XV de “La salida de la religión”, la exclaustración es temporal mientras que la secularización, perpetua, sólo la concede la Santa Sede. Secularizarse significa separarse totalmente de la religión (de la Orden), dejando el hábito y, durante la misa, el uso y la administración de los sacramentos y las horas canónicas, quedando asimilado a los seculares y liberado de los votos anexos a la regla de la Orden, pero no a su ordenación mayor como sacerdote, in sacris, y de votos perpetuos como el celibato. Si ese ex religioso quisiese volver a su Orden o ingresar a otra, tendrá que hacer, previo indulto pontificio, nueva profesión. Consulté en el Archivo Secreto Vaticano el expediente de Della Somaglia. Tras algunos días, el archivo se abrió literalmente y de su puerta salió un ujier con una caja de cartón duro, amarrada con un nudo de cuero. La tomé, tembloroso de emoción, y me senté junto a un carmelita descalzo que descifraba con su Power Book un manuscrito de los merovingios. No encontré nada sobre Servando, pero corroboré que sólo Della Somaglia pudo efectuar una secularización a su favor entre 1800 y 1803, pues, una vez electo Pío VII en Venecia, lo envió a San Pedro como gobernante de la Santa Sede, vicario provisional de Roma o legato a latere, puesto administrativo en el que permaneció hasta 1809, siendo Consalvi el secretario de Estado. Cardenal ultra y funcionario eclesiástico menor, Della Somaglia sólo suscitó la atención de un especialista en la Roma pontificia: Stendhal. Cuando el escritor participó en 1829 como informante diplomático en el cónclave que eligió al sucesor de León XII, dijo que esperaba un escultor capaz de erigir una estatua a la medida de la mediocridad del cardenal Della Somaglia.⁵⁵ El cardenal Della Somaglia anotó, durante los meses indicados por Mier, los

dineros de la raya pagada a la Guardia Suiza. En otro folio, el obispo de Tuy, desde España, le pide “sírvase disimular”, ante una petición de empleo de origen dudoso. Sólo encontré un caso que se asemeja al de Mier: Della Somaglia intercede ante el papa por el sacerdote Battista Pasquini, arcipreste de la catedral de Sinigaglia, para hacerlo “prelado doméstico” en 1801, pues el cura se destacó en la lucha contra Napoleón, el “nuevo ídolo que ataca Roma”.⁵ De haberse secularizado totalmente, Servando, según el canon, debería haber regresado a su propia diócesis. Mier sólo se acercará a ella, y con muy otras intenciones, en 1817 al desembarcar en Tamaulipas. Una vez en su diócesis, el secularizado deberá ser recibido por el ordinario —la jurisdicción de un eclesiástico sobre un territorio— y sólo si allí se encontrase con un “obispo benévolo” podrá ser “probado” para actuar como sacerdote secular. De las prohibiciones a las que queda expuesto el secularizado, Mier intentó, de haberlo estado, violar dos. Una le impide todo beneficio en las basílicas mayores y menores, y en las iglesias catedrales, así como todo oficio o cargo en las curias episcopales. Servando solicitó a la Regencia de España, en 1811, una canonjía en la Catedral de México, y se hizo pasar por arzobispo de Baltimore desde 1816. Otra, la capellanía militar ejercida por Mier en Valencia en 1809, al servicio de los patriotas, también queda prohibida para un secularizado.⁵⁷ Si Mier no se secularizó, habría abandonado su Orden como apóstata, aquel que se marcha del claustro con la intención de no volver. Mi hipótesis, corroborada por la exactitud con que Servando ubica a Della Somaglia en Roma, es que pretendió u obtuvo solamente un indulto de exclaustramiento, que le habría permitido alejarse indefinidamente de los dominicos, dejando el hábito, pero manteniéndose ligado a la Orden mediante los votos y demás obligaciones de su profesión. Ése sería el caso, por ejemplo, de un arzobispo de origen franciscano o dominico, exclaustrado y sólo parcialmente secularizado. Me apoyo en la quinta declaración de Servando al Santo Oficio, por fuerza más sincera o menos confusa, verificada el 27 de septiembre de 1817, donde el acusado dice que su fin “era vivir fuera del claustro, y evadir las persecuciones, y no la sustancia de la observancia regular, a que nunca tuvo aversiones”.⁵⁸ La confesión con cargo, parte del proceso de 1817 donde los calificadores de la Inquisición anotan y explican las declaraciones del reo, parece confirmar ese mero permiso de exclaustración:

Fuele dicho [a Mier] que el documento que cita y vincula su secularización no la prueba, pues en él sólo se concede al confesante el indulto de que entretanto que viva fuera de los claustros de su religión pudiere permanecer en hábito secular, y esto no es concederse indulto de vivir fuera de su religión perpetuamente por lo que debe confesar que ante Dios y los hombres no está secularizado.⁵

Volvamos al relato de Servando, recordando que la Relación fue terminada poco después de esas declaraciones procesales. Dice:

Luego que volví a Roma por habérseme frustrado con la partida anterior de la infanta mi regreso a España, comencé a tratar de que Su Santidad mismo ejecutara su rescripto en orden a mi secularización, dirigido al arzobispo de Toledo, cardenal Borbón. Fácil me hubiera sido alegar para ella nulidad de profesión, y exigir mi reposición en el estado secular o, como llaman, restitución in pristinum statum, porque yo no había profesado sino por engaño. Habiendo observado desde novicio la relajación de la Provincia de México Dominicana, aunque en ningún periodo la he vuelto a ver con mejor apariencia que en aquel trienio del prior fray Juan de Dios Córdova, detuve mi profesión dos días, no creyéndola lícita en conciencia.

Ese cardenal Borbón fue Luis María de Borbón (1777-1823), sobrino de Carlos III, cuñado de Manuel Godoy y dueño del capelo cardenalicio de Toledo gracias a Pío VII. ¿Intervino don Luis en Roma a favor de Servando, al grado de alojarlo con “su antiguo amigo” Domingo Navázquez, quien junto a su hermano Sebastián pudieron ser sus agentes en Roma? Es probable esa complicidad, si recordamos el liberalismo del cardenal De Borbón, afrancesado y luego patriota de Cádiz, condición refrendada en la Restauración y durante el trienio constitucional. ¹ Pero acaso lo más importante sea saber que De Borbón fue pupilo del celebrado arzobispo Lorenzana, a cuya pro tección Mier se encomendó. Si Villanueva atestigua el favor que sus amigos gozaban con Lorenzana, también lo hace respecto del cardenal De Borbón, quien en la Vida literaria aparece nombrado por Pío VII como “reformador de las órdenes españolas”. ²

Fray Servando Teresa de Mier llevaba buenas recomendaciones de España en 1803 y acaso habrá besado, gracias a ellas, el anillo de Pío VII, la joya que su antecesor defendió del hurto revolucionario. En 1819, su opinión sobre Su Santidad —cuyo pontificado finalizó en 1823— era bastante mala y, al dejar testimonio de ésta en la Relación, Mier una vez más prueba su temeridad o su ingratitud: “El Papa actual es un bendito varón de pocas luces, que nada se atreve a hacer sino lo que quieren los cardenales.” ³ El fraile razona la manera en que habría de presentarse, abandonando el argumento de la “nulidad de profesión”, pues era sacerdote y estaba obligado a la continencia moral. Decide alegar únicamente la “persecución padecida”, solicitando un “rescripto común de secularización”, haciendo compatibles (quoad substancialia votorum)† y transferibles sus votos a la “obediencia debida a los prelados regulares, en obediencia al diocesano. El Papa actual, que es benedictino y él mismo estuvo secularizado, aunque después volvió a su Orden, sabía lo que pasa en los conventos, y viendo además el aborrecimiento que en toda la Europa profesan a los frailes, los secularizaba, sin otra causal que el descontento que alegaban.” ⁴ Pío VII, monje benedictino que había sido librado de la crueldad conventual gracias a la intercesión de su predecesor, sabía tanto de la vida monástica y frailuna que deseaba reformarla. El descubrimiento del Piano di riforma circa a separare lo spirituale dal temporale, memoria encargada al cardenal Giuseppe Antonio Sala, reafirma la sospecha del temple reformador de Pío VII, estimulado por la Revolución Francesa y frenado por Napoleón. Sala comenzó a tomar notas durante la primera ocupación de Roma en 1798 y en 1814 presentó su plan al papa, quien lo archivó a la espera de mejores tiempos. No fue sino hasta 1839 cuando el libro de Sala fue depositado en la Biblioteca Pontificia, donde permaneció inadvertido hasta que el sobrino del cardenal, Giuseppe Cugnoni, lo dio a la imprenta en 1907. El capítulo XVI del Piano di riforma, conservado como “relazione segreta”, está dedicado a los sacerdotes regulares y contiene malas noticias para Mier:

Debe recordarse que sea rigurosa la observancia de las antiguas constituciones, pues de lo contrario la reforma quedará incompleta. Antes, debe vigilarse que no se introduzcan en otra orden los abusos de las primeras. Para impedirlo

sugerimos otros medios. Es necesario recurrir a los indultos de secularización, pero sin resolverlos con muchísima facilidad, pues a menudo se perpetran por falsas causas. ⁵

Imaginando la entrevista entre Servando y Su Santidad es difícil creer que ganara otra cosa que su indulto de exclaustramiento, pues Pío VII odiaba los cambios de orden, la falta de respeto a las constituciones religiosas y se oponía a las secularizaciones impulsadas por una falsa causa. Junto al recuerdo de su observancia benedictina, a Pío VII le interesaba separar lo espiritual de lo temporal para impedir la repetición de esa secularización masiva provocada tras la extinción de los jesuitas, a quienes restauró tan pronto como pudo, en 1814. En 1816 el papa declaró nulas muchas de las secularizaciones irregulares realizadas bajo el tutelaje bonapartista, pero muchos jesuitas, frailes y monjes ya no volvieron a sus casas o conventos. Fray Servando Teresa de Mier afirma que “el día 6 de julio de 1803 se realizó mi completa secularización”. ⁷ Siendo fieles a la narración servandiana deberíamos dejar de llamarlo “fray” desde este momento. El supuesto ex religioso relata sus trámites: “Para lo primero, por la distancia que dificultaba llevar pruebas de México, se me admitió por prueba bastante el juramento, y por patrimonio se me admitieron las propinas de doctor, que regularmente llegaban en mi tiempo por año a 200 pesos; y probé que esto excedía hasta la cuota sinodal, con testimonio del doctor don José Joaquín del Moral...” ⁸ Según Mier el personaje citado fue luego canónigo de México y prelado doméstico del papa y vicerrector del Colegio de Lila hacia 1819. En el proceso de 1817 dijo que tan pronto lo secularizó el papa, le envió a hacer sus preces con el anciano cardenal Della Somaglia, cuya senilidad, decía Chateaubriand, quien lo conoció siendo embajador de Francia ante el cónclave de 1829, ocultaba defectuosamente la lentitud de su espíritu. Tan clara como la mala prensa del cardenal entre los literatos es la constatación de que Della Somaglia no tenía ninguna simpatía política por Servando o sus amigos. Lo habrá recibido como funcionario. En sus Memorias, Mier presentará a Della Somaglia como cortesano de una archiduquesa austriaca, que lo obligaba a proteger a los jesuitas. ¿Tenía tiempo Su Santidad Pío VII de atender personalmente la secularización

de un dominico novohispano tan insignificante como escandaloso, mientras Napoleón se disponía a coronarse con la verdadera secularización, la modernidad? No lo sé. Mier aparece en la corte de Roma cuando los historiadores están concentrados en la trama del Concordato, dejando poco espacio a asuntos menores. Pero en 1817 uno de los soldados de Mina, el desertor Domingo Andreis, natural “de la Italia de Trento” e hijo de romano, mos trando un conocimiento básico y justo de la curia, testificará contra Mier y descalificará su privanza en Roma. Andreis declara que él mismo,

por estar bien emparentado, conoció a Su Santidad el señor Pío Séptimo, al secretario de Estado cardenal Pacca, y al que le sucedió cardenal Consalvi, como también a otros muchos del consistorio, a moverle muchas veces conversación de estos conocimientos de Roma al dicho padre Mier, y éste se excusaba de entrar en tal conversación, abochornándose, pareciéndole al que declara, por esto, y porque no oyó decir en Roma su nombre alguna vez, que no sea cierto el título de prelado de Su Santidad; y aun duda por no haber querido entrar en conversación de las cosas de Roma que le provocó varias veces, el que no haya estado en ella...⁷

Muy distintas eran las conclusiones que Mier sacaba de su viaje a Roma. Afirma que “desde España ya tenía pedido, dirigido al cardenal De Borbón, y otro de habilitación para curatos, beneficios y prebendas, dirigido al arzobispo mexicano”.⁷¹ Y de Roma no sólo sale secularizado, sino con un titipuchal de honores. Hay que tomar aire:

Ya Su Santidad me había concedido un rescripto de indulgencias para mí y mis parientes hasta el segundo o tercer grado, con varios jubileos, altares de ánima, y la facultad de aplicar 4 000 indulgencias plenarias in articulo mortis,† la mitad sobre medallas y rosarios, y mitad ad libitum.‡ Esto no cuesta más que pedirlo en un memorialito de fórmula. De rore Cœli,§ Roma es tan liberal como mezquina de pinguedine terræ.¶ Obtuve igualmente dispensa del Oficio Divino, que me ha sido siempre muy gravoso por el calor del pulmón, conmutándomele con el Oficio parvo de la Virgen, o media hora de oración mental. Se me

concedió igualmente la continuación del rito dominicano, con un rescripto a propósito de la Congregación de Ritos. Para lo que hubo dificultad, y se dejó al Papa sobre la mesa mi memorial (como se le deja todo lo que ofrece dificultad especial), fue sobre vestir el hábito dominicano para predicar y decir misa.⁷²

¿Dónde quedó el devoto admirador de la austeridad apostólica de la Iglesia Constitucional de Grégoire? ¿El erasmista enemigo de los fastos y las supercherías de las órdenes? Otra vez aparece fray Gerundio, de quien Isla, su creador, se burlará en líneas que parecen dedicadas a Mier: “Otra cosa es cuando los títulos no son verdaderos y reales, sino puramente simbólicos o alegóricos, inventados por el ingenio del autor; que entonces, para que se penetre bien toda la gracia y toda la oportunidad de la invención, conviene mucho ponerlos llana y sencillamente”.⁷³ La figura se impone sobre la persona. Nos dice que pidió la gracia de seguirse vistiendo de dominico “por la necedad de mis paisanos, que miran con malos ojos a un secularizado; lo que al Papa le chocó mucho, porque en Italia es al revés...” Esta gracia, obtenida o no, será considerada como atenuante por los inquisidores durante el proceso de 1817-1820. Liberal o mezquina, gratis o pagando, Roma convierte al fraile secularizado casi en un príncipe de la Iglesia. Continuemos con el repertorio de títulos y honores gerundianos concedidos a Mier. Por supuesto que el procurador general de su Orden lo autoriza a seguir llevando el albo hábito porque “yo era conocido en Roma por mi literatura y mi nobleza, que allá se estima mucho, y un noble con hábito es cosa rara. Había obtenido ya el grande honor de teólogo de las congregaciones del Concilio de Trento e Inquisición Universal, que no lo es cualquiera. Se me expidió el rescripto, y por el ministro del Sacro Palacio la licencia para leer libros prohibidos sin alguna excepción.”⁷⁴ Incontenible, Mier agrega al listín el título, nada menos, que de protonotario apostólico extra urbem. “Los protonotarios apostólicos visten el mismo traje de los prelados domésticos de Su Santidad, y éstos el de los obispos, con el mismo tratamiento de monseñor e ilustrísimo [...] Los prelados domésticos se distinguen de los protonotarios en que éstos están sujetos a los obispos y aquéllos no. [...] La prelatura es grado inmediato para el cardenalato. Ése es el grado de los nuncios, y los obispos que han sido prelados se lo ponen.”⁷⁵

El protonotario apostólico fue en su origen una institución ligada a San Clemente (verdadero fundador del papado en el año 91) y destinada a notariar la administración territorial de las siete regiones de Roma. Julio I (337-354) los convirtió en cronistas eclesiásticos y sólo hasta el siglo X recibieron denominación apostólica. J. L. Brunet, en Le parfait notaire apostolique (1730), considera que sus funciones son educar nuevos notarios, conferir doctorados y legitimar bastardos. En el siglo XVI fueron agrupados en un colegio, en el que eran admitidos primero cuatro y luego ocho al año. Se consideraba “honorarios” a los protonotarios apostólicos que vivían fuera de Roma, capacitados para intervenir como jueces sinodales en beatificaciones, juicios apostólicos y causas benéficas. Hasta mediados del siglo XIX, los protonotarios apostólicos fueron una suerte de agentes especiales del papa para atender alguna situación conflictiva y temporal, al margen del dominio diocesano. Podía ser, frecuentemen te, un mero título honorario, como lo era el de prelado doméstico, a veces un obispo en tránsito en la casa pontificia. Todos los servandistas han rechazado como patrañas semejantes títulos: resulta increíble que un prófugo de la autoridad eclesiástica española, americano de escaso pero irritante nombre, y simpatizante de la recién rematada Iglesia Constitucional francesa, gozase de esos honores. Algunos, como Reyes y ValleArizpe, los han desechado con una sonrisa condescendiente. Los biógrafos ultramontanos son más virulentos. Dice Alfonso Junco: “Como fray Servando Teresa —gran imaginativo y megalómano— conjugaba el verbo fantasear en todos sus tiempos y modos, casi seguro es que su prelacía o protonotariado pertenezca al mundo rutilante de las quimeras.”⁷ El obispo de Querétaro, Francisco Banegas Galván, destaca cuerdamente la contradicción entre las ínfulas aristocráticas de Mier y sus ideas republicanas, y al fin el jesuita Mariano Cuevas lo llama “puntilloso hasta el ridículo por los timbres y cuarteles de su casa solariega, y enemigo al mismo tiempo de las monarquías; jura en Francia la Constitución Civil del Clero [sic], y en Roma se desvive por sacar privilegios pontificios, y hábito de monsignore que no se quita ni para acostarse...”⁷⁷ En este caso puedo afirmar que Servando no fue protonotario apostólico. Los papeles del Colegio de Protonotarios Apostólicos incluyen una lista cronológica de sus miembros y, entre 1799 y 1807, sólo fueron admitidos sucesivamente el

presbítero portugués Antonio de Vieira, un prelado corso, el cura Guido Angelus Maggio y el sacerdote diocesano Antonio Goglia.⁷⁸ Cuando en 1811, licenciado del ejército patriota español, Mier volvió a apelar a su condición de protonotario apostólico para la canonjía en la Catedral de México, quizás ignoraba que los franceses, al apoderarse de Pío VII, lo obligaron a disolver su corte y con ella el Colegio de Protonotarios, reestablecido hasta 1814. En 1819, como veremos, estando casi perdido su proceso y con una crecida lista de delitos más o menos comprobados, Servando siguió negándose a abjurar de sus ficciones romanas. Y cuando México alcanzó la independencia, Mier se hizo elegir diputado por el Nuevo Reino de León de manera ilegal, pues a los frailes les estaba prohibido presentarse. Pero Mier o convenció a sus paisanos de su secularización o éstos se hicieron de la vista gorda, como lo denunciaron los iturbidistas durante todo el año de 1822. Durante la República, Mier se siguió jactando de sus honores en privado, aunque sabía que con esas fantásticas credenciales vaticanas no podía ir demasiado lejos y se cuidó de exponerse al ridículo. Y a muy pocos, en un país que en 1829 se quedó sin la antigua jerarquía eclesiástica, al morir el obispo de Puebla, les importó insistir en el significado de la ficción episcopal de Mier, quien nunca cejará en el dibujo de su figura: “El vestido de los obispos es una túnica morada, ceñida con una banda del mismo color con borlas de oro. También están bordadas de lo mismo las vueltas de la manga...”⁷ Recordemos al imberbe novicio que duda de su profesión a los 17 años. Haber profesado sin convencimiento es una confesión grave y más para quien está solicitando llegar, in pristinum statum, al clero secular. Desde las primeras páginas de la Apología, Mier habla de que detuvo su profesión dos días por dudas en cuanto al estado de la Orden dominicana, y en el Manifiesto apologético afirma, furibundo, que “no profesé sino por engaño”.⁸ Servando recuerda que en el viejo Santo Domingo de México,

uno echa la firma de su profesión en una religión relajada, echa la de su condenación, con muy pocas excepciones. Los votos en ella son casi impracticables, las tentaciones muchas, y el mal ejemplo acaba por arrastrar al mejor. No quiero decir más por no escandalizar; pero en toda aquella Orden que no se vive de común, que los religiosos tienen dinero [...] A la hora de la muerte son los apuros, y ¡cuántas veces los he oído exclamar entonces: “Mejor era yo de

secularito”!⁸¹

¿Por qué le urgía a Servando secularizarse o exclaustrarse? Aquella medida lo libraría en 1803 de la persecución de los dominicos. No fue así. Creyéndose protegido por la intervención directa de Pío VII, monje benedictino y obispo republicano de Imola, Mier documenta, de manera literaria, su contradicción existencial más hiriente: el amor/odio por el hábito. Para hacerlo, escenifica en Roma una comedia antimonástica tan propia del catolicismo hispánico que comprueba una vez más aquella antigua máxima religiosa, más tarde expropiada por el psicoanálisis, que considera la blasfemia como una forma extrema de intimidad con lo sagrado. Juega así con la idea de una profesión regular viciada de origen por inepcia o temor, anécdota que aun siendo verdadera para el fraile, fue negada o desmantelada por su vida y por sus actos. Creo que Servando obtuvo en Roma, con el cardenal Della Somaglia, una dispensa de exclaustración, o la promesa de ésta, y que la persecución política interrumpió el trámite antes que el breve fuera debidamente expedido. Durante el proceso iniciado en 1817, Mier presentó un informe de Manuel Valentín de Nicolás, arcediano de Cádiz, que enlistaba los beneficios obtenidos en Roma por el doctor. Aunque nadie prestó atención a ese documento, probablemente fruto de la locuacidad o del dinero de Servando, en él se habla de una “suplicación” para obtener un “rescripto apostólico” de secularización. Al pedirle al arcediano que describa el breve —y teniendo en cuenta la exactitud con que sitúa a Della Somaglia—, Mier vuelve a demostrar saber qué cosa tramitaba.⁸² En 1822 un panfleto firmado bajo pseudónimo por los enemigos de Servando describió con bastante exactitud en qué consistía esa dispensa de exclaustración, sin secularización, que permitía obtener de manera temporal y condicionada “una habilitación interina para vestir hábitos clericales en los lugares en que no haya conventos de su orden, o en que sean frailes perseguidos como hemos visto mucho en España en estos últimos diez años”.⁸³ Pese a sus comentaristas, a pesar de los gazapos que Servando comete a la hora de explicar su papelería perdida, fui a Roma para concederle el privilegio de la duda a la silueta, que no hombre, que me ha acompañado durante 15 años. Me precedió en la pesquisa el historiador estadounidense Bedford Keith Hadley (1913), quien tras hacer la campaña de Italia para los aliados, se dedicó a Servando. Al doctor Hadley le contestó por escrito, el 23 de marzo de 1953,

Edward L. Heston, csc, procurador general de la Orden de la Santa Cruz, quien habiendo inquirido al Secretariado por los Breves de la Secretaría de Estado del Vaticano y al entonces procurador de la Orden de Predicadores y sus archivistas, no encontró huella alguna de nuestro amigo en el Archivo Secreto del Vaticano.⁸⁴ Pero fui a Roma por un breve y regresé con una vida... pues mientras hojeaba esa biblioteca milenaria, a la que han ido a dar las ofensas justas y las ambiciones mezquinas, las esperanzas o las alegrías de tantos creyentes, mientras pasaba página tras página en los enormes tomos de la Sala de Índices, creí entender el dolor de fray Servando, tan humilde y profundo como el de cualquier desamparado que se ve privado de esa identidad virtual que cabe en las tres o cuatro líneas de un breve. Sólo en la letra E están las excepciones, las excomuniones, las exclaustraciones y los exorcismos... Mayor atención requiere, empero, la naturaleza de la privación en Mier: se ha perdido no la prueba de su identidad, sino la de su deseada metamorfosis, en ese archivo de la piedad y el interés, de la misericordia y de la corrupción, allí donde el banco de la fe hace sus intrincadas sumas y restas de beneficios y privaciones en este mundo y en el otro. A mí, como a los lectores, me parecía monomaniaca la obsesión de Servando por sus papeles. Pero la insistencia del fraile tenía que volverse la mía. Al ver, en el Archivo Secreto Vaticano, desesperado por mi incompetencia en latines y paleografía, tanta suplicación dirigida a cardenales secretarios de Estado y pontífices, entendí también la dimensión política de la biografía de Mier: toda la naturaleza burocrática del universo hispano y romano católico, cuyo patrimonialismo soldó —no siempre para mal— a las repúblicas latinoamericanas, cabe en la dialéctica de la súplica y la dilación, del breve expedido y de la minuta extraviada, esencia de la legalidad ecle siástica, dueña de una combinación infalible entre la minucia criminal y la amorosa discrecionalidad del perdón y la dispensa. La Iglesia es extraña en sus hábitos, bestia perezosa y sabia, capaz de ocultar durante centurias algún secreto insignificante. Queda la ilusión de encontrar el breve de secularización en Sevilla, en algún convento dominico montañés o en Roma. Es muy probable que yo mismo haya estado a centímetros o a metros de encontrar el talismán que nos obligaría a devolver su credibilidad a Servando en el punto más doloroso para él: la incompleta separación de la piel y el hábito. Hablando en cristiano, puede decirse que Roma tal vez sólo le concedió en 1803 la dispensa de vivir fuera del convento sin dejar de ser fraile.

Vuelvo a la caja del cardenal Della Somaglia. Vi que dibujaba, en el margen de su nómina de la Guardia Suiza, dagas —“siciabolas ricurvas turcas”—, no sé si para estimular la imaginación de los proveedores de los suizos o la suya. Cuando Della Somaglia, “viejo e imbécil” según Stendhal, trazó mal una daga, acaso fue a dar al basurero la minuta que secularizaba a Mier. Quizás aparezca, como una partitura para guitarra de Paganini, envolviendo verduras en un mercado. Pero me curo en salud de semejante prodigio asegurando que la biografía de Servando no cambiaría esencialmente: sin serlo, regresó a la Nueva España como un príncipe de la Iglesia. Exclaustrado o religioso apóstata, en la ambigüedad de su sufrimiento, siempre será fray Servando.

LA COMEDIA DEL ARTE CONVENTUAL

No es un gran mérito haber estado seis veces en Roma. El pueblo de Roma, testigo de todas las ridiculeces de los cardenales y otros grandes señores de la corte del papa, tiene una piedad más esclarecida; toda especie de afectación pronto es ridiculizada por un soneto satírico. STENDHAL, Paseos por Roma [1829]

Así, de la visita que hizo Amonio a Roma se celebra expresamente que no vio nada fuera de las basílicas de San Pedro y San Pablo. SÓCRATES EL ESCOLÁSTICO [280-344 d. C.], Historia eclesiástica, IV, 23

Algunos desearían [dice fray Servando en el capítulo VII de la Relación] que yo, antes de partir de Roma, diese noticia más particular de sus cosas, como de sus templos y antigüedades sagradas y profanas. Pero éstas son infinitas, como sus templos, los más magníficos del mundo, especialmente San Pedro, Santa María la Mayor y San Juan de Letrán, y hay infinito que decir. Algo notaré, remitiéndome en lo demás a libros que tratan de eso. A mí nada me edificó en Roma, porque todo es pompa y poca sustancia: La città è sancta —dicen los romanos— ma il popolo corruto.⁸⁵

No soy un viajero de la Ilustración, insiste el doctor Mier para desalentarnos. Ni Jovellanos, peregrino de buena voluntad que busca el borbotón del progreso en cada aldea, ni Antonio Ponz, interesado en catalogar y enumerar todas las grandezas arquitectónicas. Tampoco tiene Servando la paciencia de los jesuitas,

condenados a morir desterrados y, por ello, entregados a la Ilustración de los viejos y de los nuevos mundos. Mier es un conspirador —aunque todavía ignore su verdadera causa— y tiene prisa, pasajero en tránsito incapaz de ocuparse de antigüedades sagradas o profanas, que para eso están los libros. El escritor entra a Roma una vez más, como el vestuarista eclesiástico que prepara los autos sacramentales. Explica a su público, que imagina tan clerical como barroco, los tres vestidos ceremoniales de los cardenales, la blancura talar del papa y el aspecto general del clero, que “va todo de corto y con cuello negro cubierto de una telita blanca”. Franciscanos y dominicos, frailes y monjas son, ya lo sabemos, el motivo de su curiosidad más aplicada.⁸ Por ese camino de perfección, Servando repite y afina los comentarios ya esbozados durante su anterior visita a Roma. Esa ciudad, un monumento junto al asqueroso Madrid, comparte algunos de los atributos de la Leyenda Negra, a veces aplicables a casi cualquier lugar que no sea su soñada República Anahuacense. En la Ciudad Santa, cuya fama incrédula y blasfematoria se remonta al tiempo de los Césares,

hay muy buenas almas, pero también infinidad de bellacos, ladrones y asesinos, ya del país, ya de todas partes, que se refugian en Roma como asilo sagrado. Todas las iglesias lo dan y en mirando los pillos los escudos de armas que están sobre las puertas en bastante número, exclaman cuando son muchos: Buena iglesia es ésta, porque antes de extraerlos de ella es necesario sacar tantas licencias cuantos son los escudos, y mientras, ellos se escabullen. El gobierno es blandísimo, y hay suma libertad e impunidad.⁸⁷

Servando está obligado, por patriotismo criollo, a reprobar a la vieja Europa. Pero pocos como él fueron tan lejos al regatear a las ciudades europeas — particularmente Madrid y Roma, la Defensora de la Fe y la anfitriona de la Santa Sede— su prestigio civilizatorio, para abonarlo en la cuenta de MéxicoTenochtitlan. Su reportaje es alarmante:

Tropas de mendigos asquerosos y de jóvenes de uno y otro sexo acometen a uno

en todas partes: en las calles, en los cafés, en las casas de comer, etcétera, y son importunísimos. Y es necesario rogarles mucho que dejen a uno per carità, porque decir per Dio, o por Dios, es juramento entre los romanos. En ninguna parte he visto más muchachos estropeados, y dicen los estropean sus padres a propósito, para vivir a costa de las limosnas que juntan. También puede ser que provenga del opio de adormideras que continuamente dan a los niños de pecho para que se duerman y no incomoden. También los castran sus padres, a pesar de repetidas órdenes que lo prohíben, para proporcionarles acomodo ventajoso en las capillas pontificias, etcétera. El mejor modo de remediar esta maldad era prohibir que en la iglesia de Dios cantasen los eunucos.⁸⁸

Stendhal, admirador del bel canto, se quejará de que aquel arte tuvo su cenit en 1778 y que, “desde que no se hicieron más soprani, cayó”. La castración de jovencitos para que conservaran el timbre infantil de la voz se fue extinguiendo justamente en esos años y, cuando Manuel García cantó El barbero de Sevilla en 1816, los castrati ya habían pasado de moda. Estas curiosidades no interesaban a Mier, pero lo introducen a la parte más jugosa de su destino romano, esa crítica implacable de la corte pontificia, obra de un hombre de quien, según él, había recibido todas las distinciones, dispensas, breves y privilegios imaginables, Pío VII. Para Servando, el dios cuatrino es el eterno dios de los romanos, quienes lo celebran con un dístico (Est unus trinusque Deus, qui regnat in Orbe: / Unus quatrinus regnat in urbe Deus).† Ese “quatrino” debe ser el quadrans, moneda que valía tres onzas, la cuarta parte del as, la unidad monetaria romana que valía doce onzas. Mier se escandaliza, en nombre de su inestable trasfondo erasmista y jansenista, de la corrupción pontificia. En Roma, nos dice, “se vive de la intriga, de la pintura, y principalmente de la escultura, de la música, que todos saben, y de la carta pécora (esto es, el pergamino de las bulas, breves, etcétera), mina en otro tiempo la más opulenta del mundo...”⁸ Cuenta a la intriga como la primera de las artes, antes que la música y la pintura, y concluye con la carta pécora, el pergamino, en efecto, donde se escribían esas bulas y breves —como el que dizque acababa de seculari zarlo— que gozaban de pésima reputación entre la opinión cristiana. Mencionar la intriga y la corrupción en su cuarteto de musas es un gesto que habría encantado a Beaumarchais o a Casanova. Pero a diferencia de los libertinos, Mier no sólo

debía ser cristiano, sino parecerlo, así que se lamenta, como tantos católicos o reformados, de que Roma sea Babilonia. Y no son gratos los tiempos en que fray Servando se pasea por Roma, a punto de ser nuevamente humillada por Bonaparte. El viajero remacha el escándalo romano con la causa de todos los males: la Leyenda Negra, pues la decadencia económica de los imperios ibéricos llevó a la bancarrota, dice Mier, a la curia romana. Acusa a los españoles de pagar

muchas pensiones a varios cardenales de treinta y de veinte mil duros, a alguna princesa amiga de los embajadores, y hasta el lego que servía al papa Ganganelli [Clemente XIV, 1769-1774] tenía sus seis mil pesos de pensión para que influyera sobre el negocio de los jesuitas. Otros muchos italianos viven de España en toda la Italia, como el duque de Monteleone en Nápoles tira sus rentas de México como heredero de Hernán Cortés, aunque cuando yo estuve andaba fugitivo por republicano, y sólo por empeño del Papa escapó su pescuezo.

Ese duque fue Diego María Pignatelli, hermano del heredero de Terranova y Monteleone, quien negoció en 1792 el sexto traslado de los restos mortales de Cortés. ¹ Tras involucrar a los inadvertentes herederos napolitanos del conquistador, cuyos negocios llevará desde 1826 en México Lucas Alamán, su amigo personal, Mier afirma que varios cardenales son canónigos de España como lo es hasta el papa, para vivir del beneficio real de Toledo. Roma entera, nos asegura Servando, está en las manos inescrupulosas de los ministros españoles, quienes a través de sus covachuelos controlan todas las agencias. “Los agentes de Roma, en general, son unos pícaros como los de todas las Cortes. Y en la de Roma se negocia como en las otras, por empeños, mujeres y dinero.” ² El religioso novohispano repite la antigua y siempre renovada execración de Roma por el propio catolicismo, costumbre que con la Reforma se salió de madre, pero que sobrevivió, como la prueba casi dogmática de la Iglesia como primera pecadora. Al narrar Servando repite sus arquetipos y dibuja a Roma como el más extenso de los universos donde reina el covachuelo:

Los monseñores o la Prelatura es el eje de todo el gobierno, pues ellos son los que están a la cabeza de las Secretarías. Los cardenales ministros despachan exaudientia Ssmi., como los ministros de los reyes de orden de S. M., sin que el Papa tampoco sepa sino lo que le quieren decir. Nos estamos matando en pensar las palabras, por ejemplo, de un rescripto de indulgencias, y he visto presentar en audiencia a S. S. una gran mesa llena de memoriales para indulgencias, y echar la bendición sin decir otra palabra que: “A las Secretarías”, donde todo se vendimia. ³

¡Fray Servando, covachuelo de Su Santidad Pío VII! De tanto sufrir o imaginar que sufre las complicaciones burocráticas, el frailecito perseguido que llega a Roma por un breve acaba de quejoso tinterillo del papa. Pero más allá de su novelesco afán de protagonismo, reencuentra la simetría claustrofóbica propia del poder. En los palacios novohispanos del virrey y del arzobispo, en los claustros y los pasillos de los conventos, en la corte de Carlos IV y, desde luego, en la Ciudad Santa, reina el espíritu negro del covachuelo, la ineficacia y la holgazanería. Al doctor Mier sólo puede hacerle justicia el Sumo Pontífice, también engañado por sus covachuelos, pero el único capaz de reconocer la ordalía del justo y ponerle término. Pero no por haber salido ganancioso en sus asuntos vaticanos, como nos lo asegura, Servando deja de abominar de esa inmensa burocracia. Todo poder temporal que oprima ese paraíso, a veces apostólico, otra veces medieval, que Mier coloca como pasado relativo, le repugna, sea el cesaropapismo de Carlos V o el de Napoleón. Como novohispano siente que esa autoridad torna “católica” la aborrecible dominación española de Occidente. Tras presentar los cargos, Servando vuelve a sus apuntes turísticos, describiendo los tres palacios papales de San Juan de Letrán, el Vaticano propiamente dicho y la residencia privada de Montecaballo, en esa época situada en el centro de la ciudad, junto a Santa María la Mayor. Anota que aquellos lares están decorados por “pinturas al temple de Rafael” y se detiene, previsiblemente, ante la guardia de alabarderos suizos, cuyas armas diseñaba y mandaba comprar Della Somaglia. Describe a los hambrientos saludando al papa cuando están contentos porque la pagnotta está barata y gruesa, y describe al vicario de Cristo

celebrando de frente al pueblo, hincándose para recibir la eucaristía y “comulgarse” con una mitad de la hostia mientras ofrece la otra parte a sus ministros. Al detallar la liturgia, Servando anota asuntos lingüísticos y morales de su interés, como el bilingüismo de la misa del papa, a cuya epístola latina sigue una cantata en griego por el subdiácono; recuerda que cantan los “capones” (castrati) sin ningún “instrumento músico”, pues aquéllas son “basílicas” y no templos paganos. Molesta al fraile novohispano ver mezclados, en las iglesias romanas, a los hombres y las mujeres, y peor aún que éstas tengan descubierta la cabeza como si estuvieran en un teatro. Apenas se propone contemplar con medida admiración neoclásica “el atrio” o plaza de San Pedro y darnos una lección sobre la geografía carismática de la Ciudad Santa, cuando se distrae al ver al papa dando bendiciones rodeado de “dos grandes plumeros como para espantar moscas” y en medio la cátedra sostenida por los “cuatro doctores de la Iglesia en estatuas colosales tan grandes, que en la mitra de San Agustín cabe un muchacho de ocho años”. ⁴ Periodista involuntario, Mier recuerda en 1819 sus andanzas romanas, combinando el examen de las antigüedades con la preocupación del religioso por las reliquias: que si de la casa de Santa Elena, quien trajo la cruz de Nuestro Señor de Jerusalén, de cuyas “muy menudas partículas” se compone el inagotable relicario romano, que si están allí el título de la Cruz, o Jesus-Christus rex judeorum, el travesaño del Buen Ladrón, la columna donde fue azotado el redentor o la cueva que guarda el santo pesebre... El hombre que había ido a Roma a quitarse el lastre del hábito dominico, buen repórter al fin, alimenta a sus lectores imaginarios con una sin duda genuina estampa sentimental, ante Santa Sabina,

convento primitivo de los dominicos, donde están enterrados los 64 cardenales que ha tenido su Orden. Sobre una columna está atada con hierro una piedra negra muy pesada, que dicen tiró el diablo a Santo Domingo. Allí vi el naranjo que plantó Santo Domingo, y después de 600 años, está fresco y hermosísimo, y ha echado un hijo, que ya está muy grande. Los dominicos tenían nueve conventos en Roma. A la entrada de Santa María la Mayor está la estatua de

Felipe II. Será porque el techo de la iglesia se doró del primer oro que fue de América. ⁵

La comedia conventual exige de la traición y de la intriga, o al menos, de la ingratitud. Pío VII, benefactor hace unas páginas, se convierte, en el recuerdo de Servando, en un pobre diablo que

Todo lo debe a su sobrino Pío VI, que lo hizo obispo de Imola y cardenal, y para recibir sin nota estas promociones fue que se volvió a la Orden de San Benito. El papazgo lo debió, según se dice en Roma, al influjo de Bonaparte. Cuando los franceses establecieron la República Cisalpina, él se mostró muy republicano, y en el día de Navidad publicó una homilía pastoral, que he leído y tradujo al francés el obispo Grégoire, en que exhorta a su pueblo de Imola a abrazar sin escrúpulo el gobierno republicano, que prueba ser más conforme al espíritu del Evangelio, y exhorta al clero para que lo persuada a lo mismo. Habiendo dado en Imola un convite a Bonaparte y su oficialidad, recogió bajo sus brazos los sables que habían dejado en una silla, y les dijo: “Son mis prisioneros; ahora ¿qué harán para libertarse?” “Volver este solideo —dijo Bonaparte, tomándole el de cardenal de encima de la cabeza— y ponerlo al revés a usted.” Es decir, con lo blanco para arriba, color del solideo pontificio.

El amigo de Grégoire ya nada tiene que agradecerle a Pío VII y siendo su prelado o protonotario, o tinterillo, retoza frailunamente en la antigua costumbre carnavalesca, tan romana, de hacer del papa un burro, aunque sea por unas horas. Incapaz de ligarse a su época de manera total, pues el tiempo servandiano es el siglo de la Iglesia, encuentra que la debilidad más grave de Pío VII no fue tolerar las humillaciones de Napoleón, sino su impotencia ante lo horrible, los jesuitas. Sin vacilar, el jansenista reaparece:

Los jesuitas son en el mundo los agentes de Roma. Ellos le atraían, con el Colegio o Seminario romano y el Colegio germánico-hungárico, la más lucida

juventud de Italia y Alemania. Ellos ocupaban aún sus antiguas casas, no dejaban de enseñar todavía y componían casi toda la literatura de Roma. Tenían a su favor las casas de más influjo. Todo es jesuita en Roma, y a los papas les hacían prestar juramento, antes de su elección, de reestablecer la Compañía, aunque después se habían negado a cumplirlo. ⁷

Entre la vasta bibliografía antijesuita escrita y difundida por el clero secular y las otras órdenes religiosas, las páginas servandianas son de alguna manera ejemplares, por lo que tienen de doxa, odio y una admiración al fin musitada. En primer término, fray Servando ofrece una defensa de partido, que ya era anticuada en 1803 y francamente obsoleta después de la Restauración, en 1819:

Los jesuitas han logrado hacer creer a Roma y a los pueblos que son necesarios contra los jansenistas, herejes de su creación, y contra los incrédulos. Y yo pienso que sus disputas contra los que no eran molinistas y la persecución cruel que excitaron contra ellos y ejercieron con el poder de los reyes de Francia hicieron ridícula la religión, y con eso comenzaron a triunfar los incrédulos. Igualmente han logrado persuadir a los reyes que existiendo ellos no habrían tenido sus tronos el vaivén que padecieron, aunque precisamente fueron echados de todos los reinos por conspiraciones contra los tronos y vidas de los reyes que se les imputaron. El regicidio y el tiranicidio es opinión que nació con ellos, y es célebre el libro del padre Mariana De rege et regis institutione, donde lo enseña claramente. ⁸

Al condenar, con el grueso de la Iglesia y de las órdenes antiguas, las teorías soberanistas de Mariana, fray Servando le hacía un flaco favor a la causa de la Independencia americana por la que se hallaba preso en 1819. Pero ya lo veremos. Amigo de jesuitas, fray Servando, al fin, no podía ocultar su admiración por la Compañía de Jesús con triple celo de monje, clérigo y militante:

Esta Orden florecerá otra vez, no hay duda. Ella profesa la enseñanza, y

especialmente de las bellas letras, que es un estudio general y necesarísimo, sin que las demás órdenes les puedan competir, porque han abandonado las humanidades, que son el fundamento de escribir bien. Toda Orden dada a la enseñanza dentro de algunos años forma un plantel de sabios que se granjean el respeto y la estimación pública.

Pero esa ofrenda en el altar de San Ignacio, gratitud de religioso que había conocido a algunos de los ilustradísimos sobrevivientes de la expulsión, llevaba sus hierbas emponzoñadas:

Pero a mí me parece que su florescencia tendrá otra vez mal éxito. Luego que acumule riquezas volverá a su sistema de que la religión no es más que política. Éste es un orden de negocios, decía Melchor Cano, y se puede decir, de intriga, de arcano y de misterio. Ella tiene mil singularidades ajenas del sistema común de la Iglesia y de las órdenes monásticas, como la renuncia de la corrección fraterna, etcétera. Ella no ha tenido desde su institución constituciones fijas, sino que se le concedió que conforme vaya dictando la experiencia, las vayan haciendo. No hay, pues, áncora por donde llamarle a su espíritu primitivo, y se tiene experimentado que las constituciones de todas las órdenes que se van añadiendo con el tiempo son menos santas que las primeras. Como San Ignacio era soldado, traspasó a su Compañía la disciplina militar: la obediencia que prometen los jesuitas es ciega, y su gobierno el de la monarquía más absoluta. [...] Ésta es una francmasonería verdaderamente temible...

Ya enardecido, Servando arremete contra el probabilismo, el gran pecado teológico de la Compañía, que les

sirve admirablemente para todo esto. Ellos no se atreven a decir hoy que lo defienden, porque el grito universal de la Iglesia y las opiniones monstruosas a que los ha conducido los detiene; pero no cesan de alabar a sus autores, tratar de jansenistas a los de la sana moral, y han logrado hacer beatificar a monseñor

Ligorio, acérrimo defensor del probabilismo, para canonizarlo indirectamente, al mismo tiempo que han hecho con fruto los mayores esfuerzos para impedir la beatificación de Palafox.¹

Mier saca a cuento la causa por excelencia del antijesuitismo hispanoamericano. El arzobispo-virrey Juan de Palafox y Mendoza (1600-1659), a quien un Grégoire no dudaba en llamar “el venerable”, fue un clérigo humanista expulsado en 1649 de la Nueva España, de una manera escandalosa, por los jesuitas. La beatificación de Palafox fue una de las grandes banderas antijesuitas. Una vez disuelta la Compañía, Pío VI interrumpió en 1790 su ascenso a los altares, pues se había convertido en una reivindicación criollista. Y para terminar, como perla de fray Gerundio, Mier se despide con un chistorete: “En cuanto ellos puedan, aunque por sus constituciones están obligados a seguir la doctrina de Santo Tomás, resucitarán los alborotos y persecuciones antiguas, se echarán encima todos los órdenes tomistas, y al cabo volverán a sucumbir. Los conozco y he tratado; en nada han mudado sus antiguas opiniones...” Y Mier cierra su andanada con un tópico: cuando un juez eclesiástico es benigno, le basta con llamar a un jesuita para “mudar de dictamen”, de tal forma que “un jesuita es siempre teólogo de la penitenciaría, y un agustino, sacristán del Sacro Palacio”. O sea, que el jesuita interpreta las leyes contra los débiles para que el agustino las presente a los poderosos.¹ ¹ Ante la Compañía de Jesús, a Servando le sale lo más característico de la condición frailuna que tanto decía detestar, encarnándose como gracioso de la comedia conventual. Al identificar al jesuitismo con la política, “lo maquiavélico”, Mier ignora, usando la típica retórica de los clérigos, que él mismo, como independentista —y de manera grotesca en el desembarco de Mina en 1817—, se sirvió de formas propias de la intriga “jesuítica”, del arcano y del misterio, al grado de adherirse en 1811 a una sociedad paramasónica. No se puede ver mejor ejemplo de la coincidentia opositorum entre los jesuitas y sus enemigos masonizantes, hidra autófaga que habita en tantas conspiraciones modernas. Ser antijesuita es para Mier una impronta formativa dieciochesca, casi genética, de protesta contra una Iglesia regida por la casuística del poder y las probabilidades del interés, antes que por las constituciones apostólicas. Servando es un saltimbanqui que a cada párrafo brinca de un siglo a otro.

Apenas lo dejamos como lector gruñón de las Provinciales pascalianas, aparece chocolateando con los jesuitas desterrados, o lanzando contra el papado opiniones subidísimas propias de la desvergüenza dieciochesca. Si todos los hombres vivimos en “épocas de transición”, Servando gozó del dichoso extravío de no darse cuenta de esa fugacidad de los individuos en la historia. Como devoto de las antigüedades mexicanas, Mier no podía ser indiferente al saqueo republicano e imperial de los tesoros vaticanos. Y frente al Coliseo de los romanos, Servando recuerda el arca de la catolicidad y rememora a Benedicto XIV dedicando allí un templo a los mártires echados a las fieras. Despliega ante sus lectores el mapa básico de Roma, se detiene ante el Panteón, el Palacio Farnesio, las columnas Antonina y Trajana, que “Napoleón hizo imitar”, así como los arcos de Septimio Severo, Tito y Constantino. Prefiere la estatua ecuestre de bronce de Marco Aurelio el Filósofo, para recordar que las tropas francesas se llevaron las

más bellas estatuas, así de bronce como de mármol, y las mejores pinturas de Roma y de toda la Italia. Éste fue un robo y un despojo general. También de la librería insigne del Vaticano (donde todos los manuscritos están cerrados con llave, y es muy difícil verlos) se llevaron 700 manuscritos escogidos, y todos los camafeos sagrados. Hasta el archivo pontificio que estaba en el castillo de Sant’Angelo, y constaba de más de 700 rollos. Con todo se habían quedado, aun vuelto Luis XVIII a su reino. Pero a la segunda vuelta de éste, cuando Bonaparte fue despojado del Imperio [por] segunda vez en 1815, se determinó quitarles lo robado, y gran parte habrá vuelto a Italia.¹ ²

Tras los monumentos, las costumbres. El fraile se queja de las estatuas impúdicas, que “las hay por todas partes, aunque choca muchísimo al pudor de los forasteros la multitud de Venus desnudas y en diferentes actitudes; pero los romanos se ríen de nuestra delicadeza porque su vista ya está acostumbrada a semejante espectáculo”. Y ninguna gracia le hace la costumbre del caballero servente, quien sigue a la mujer bien casada como una sombra, día y noche, paga por ella cuando pierde en el juego y frecuentemente es su amante. El caballero servente, delicia de Casanova, a Servando lo escandaliza.

Y al tiempo hace las observaciones, si no de un abate libertino, sí de un clérigo galante:

En cuanto a costumbres modernas, las mujeres en Roma y en todo el Estado Pontificio tienen bastante hermosura, y hay muchas bonitas, lo mismo que en la Toscana y en el Estado veneciano. En el resto de Italia son raras. Ya dije que las napolitanas son feas y morenas, las parmesanas son chatas y feas, las genovesas feas y triponas. Las romanas tienen mal pecho, pero buen cuerpo y bien puesta la cabeza. Su vestido es una túnica con una pequeña cauda, como la llevan los prelados y cardenales, a diferencia de la que usaban las francesas, que era muy larga. El pelo corto y unos sombreritos o bonetillos de seda. Los hombres en toda la Italia, aunque generalmente son más blancos que los españoles, se les parecen mucho en la cara, y se conoce bien que casi arruinada la población de España con las guerras de los romanos, la repoblaron con colonias de Italia. Su cara es larga, las narices grandes y los ojos parados. Sólo se distinguen de los españoles en que éstos tienen el aire orgulloso y fiero, que ha hecho en toda Europa el proverbio “Fiero como un español”. Para América los suelen escoger. Así me decían en las montañas: “¿Qué le parece a usted este muchacho: no es bien parecido? Lo estamos criando para que vaya a América y se case con alguna mulata a quien le guste, y nos envíe dinero.”¹ ³

Cuando Mier equipara los vestidos de las mujeres con los de prelados y cardenales, como si unos y otros formasen parte de una estética mundana, el fraile se coloca más allá de sus fijaciones eclesiásticas: estamos entrando al vestidor, a esa “intimidad” que en Mier está en la indumentaria, en aquello que vive y se mueve en la dimensión cosmética de las mujeres, de los varones y de los clérigos, que para él son otro género. El ajuar, diría Servando, hace al monje. Esa pasión barroca se extiende a través de las modas dieciochescas, como signo de una sociedad que, moribunda, tarda en entender que la Revolución Francesa desplazó la esencia de los hombres y de las mujeres del aspecto hacia los méritos. Será Napoleón, el dictador puritano, quien cierre los escotes de las cortesanas en Fontainebleau, ante el disgusto de sus ministros y generales educados en la ligereza del Antiguo Régimen y del Consulado. En la Italia por la que Mier pasea, esos vigores imperiales nunca se

impondrán del todo —no en balde un Stendhal la preferirá siempre— y vemos al fraile novohispano disfrutando del encanto de las apariencias, su mayor placer. Escritor que sabe lo que hace, Mier se despide de Roma con el carnaval, cuyo ambiente le recordó las mojigangas barrocas novohispanas. Su corazón picaresco debió verse reconfortado con ese espectáculo del mundo al revés, cesación en el rigor de la religión y de la historia que en Roma dura tres meses, una venturosa eternidad para el perseguido:

En los tres días últimos del carnaval, a las tres de la tarde, la campana del Capitolio toca a máscaras y se llena Roma de ellas, mudando hombres y mujeres de traje y vistiéndose de mil figuras. La calle del Corso, que es muy larga, se cuelga toda de damascos, y allí concurren las máscaras. Se ven en carros paseando, figuradas, varias fábulas; allí va un barco con marineros; aquí está una orquesta representada por animales, y el burro hace de maestro; allí disputa uno sobre teología; allí otro sobre filosofía; a los teatros van todos, hombres y mujeres, de máscara, y en los patios se baila toda la noche, hasta amanecer el miércoles de Ceniza.¹ ⁴

Le hace feliz la fiesta de la Girándola en el castillo de Sant’Angelo y le gratifica, a él, negado para la música, el empeño de los fieles por escuchar el Miserere de Pergolesi, en la capilla paulina, el Jueves y el Viernes Santo... Pero acaba condenando al pueblo romano pues “como es tan miserable, sueña con la lotería”, que ni el papa ha podido prohibir. Luego execra, como el benedictino Feijoo, a esos “matemáticos [que] hacen mil cálculos sobre las virtudes de los números”, para concluir su escena romana de la comedia frailuna con el rostro cubierto, otra vez, con el severo antifaz del jansenista, fastidiado por la proliferación luminosa de vírgenes: “Sobre todas esas imágenes se creen y hay escritas mil paradojas que dan vergüenza.”¹ ⁵ En la ciudad non sancta, fray Servando cambia de puntos de vista, matiza, seguido por las precauciones religiosas y distraído por una mundanidad que lo asombra. ¡Cómo debía divertir una mascarada a este fanático de los hábitos y los vestidos! Lo que el carnaval y las óperas tienen de “pleitos medievales”, inversión en que las cosas hablan y los hombres callan, donde el burro al fin

predica sin máscara, deberá remitirlo a la riqueza de su propia prosa. Sólo hasta el Miércoles de Ceniza entran los romanos en juicio. Distingue lo que Italia tiene de negra, de española, de su condición de catolicidad latina, “porque en Italia y Francia se repiten los sermones mismos, y las gentes se convidan unas a otras diciendo que el predicador tiene un buen sermón, y cuando se imprime, se pone todas las veces que se ha predicado, como una prueba de su bondad y aceptación”. Y no olvida distraerse con sus judíos, baremo de civilización, haciéndonos escuchar los cañonazos en el Corso durante los tres días de Carnestolendas, cuando sueltan por las calles a “cuatro caballos indómitos” que “allá, cerca del Capitolio, que termina la calle del Corso, los cogen; pero el que poco antes pasó primero el cabestro tendido en el suelo, gana, y su amo lleva en premio uno de los tres estandartes bordados de oro que tributan los judíos cada año por su alojamiento en Roma, en el barrio que llaman Ghetto, donde se les encierra de noche”.¹ Mier, por única vez, muestra esperanza de que los judíos identifiquen, al fin, a la cristiandad con el segundo templo:

Son unos 26 000 [los judíos], llevan un trapillo encarnado por distintivo, y al frente de la puerta principal del Ghetto está pintado un crucifijo con el letrero: Tota die expandi manus meas ad populum non credentem et contradicentem.† Yo borraría el Cristo para evitar blasfemias, y pondría el vaticinio de Daniel sobre las setenta semanas, y la profecía de Ageo sobre la gloria del segundo templo a que había de venir el Mesías.¹ ⁷ Éstas son pruebas rotundas, que representándoseles continuamente, podrían al fin surtir buen efecto.¹ ⁸

Es la hora de dejar la Italia. Pero antes de hacerlo menciona una relación menos espectacular que la establecida con Grégoire, pero acaso más decisiva en el sentido teológico. Servando había conocido en Florencia, en 1801, al “sabio obispo de Pistoya”, Scipione de’ Ricci (1741-1810). En este caso poco importan los detalles de un encuentro que parece lógico y que incluso, si no fue personal, conserva íntegramente su importancia. Ese jansenismo italiano fue absolutamente dieciochesco. No se originó en un trauma político del siglo XVII como Port-Royal, ni fue víctima o protagonista de

una devastación histórica como la Revolución Francesa, que desbordó el tiempo de la Iglesia. Fue consecuencia de una irradiación intelectual y espiritual más pura, basada en raíces propiamente italianas, una suerte de protonacionalismo anticlerical que se asociará después al movimiento carbonario. Como el galicanismo francés o el josefinismo austriaco, aquel jansenismo preparó el catolicismo liberal del siglo XIX y fue también un instrumento monárquico para deslindar a una Iglesia “nacional” de la Santa Sede, asunto asaz complicado al ocurrir muy cerca de los Estados Papales. El rey Víctor Amadeo de Saboya (1675-1730) fue un precursor del despotismo ilustrado, defensor acérrimo de sus derechos contra el papado y preparó a su sucesor, Carlos Manuel III (1730-1773), para firmar el primer concordato moderno entre un reino italiano y la Santa Sede. Surgido de ese ambiente, el jansenismo italiano establecerá relaciones oficiales con la Iglesia de Grégoire, al grado de asistir a los dos concilios constitucionales en la persona de Eustachio Degola (1761-1826), personaje que no pudo pasar inadvertido para Mier en París. Antes de la Revolución Francesa, esos disidentes italianos habían convocado a un sínodo reformista en Pistoya en 1786, que el papa toleró en atención al gran duque Leopoldo. Pero una vez muerto ese príncipe, Pío VI hizo revisar los cánones de Pistoya para condenarlos en 1794 con la bula Auctorem fidei. Tolerables antes de la tragedia de Luis XVI, esos cánones resultaron insostenibles después. Ricci, el sabio obispo de Pistoya, fue obligado por Pío VII a someterse en 1805, en una escena tan prepotente como piadosa. Y su sucesor, el obispo Falschi, aplastó al movimiento. Degola, el más radical de esos clérigos, declaró, tras la insurrección genovesa del 16 de junio de 1797, que la igualdad y la libertad eran la aplicación verísima del Evangelio. Sin llegar a esos extremos gregorianos, el jansenismo de Lombardía y el Trentino, resultaba, tanto por su culta latinidad como por su negativa política a romper con Roma, muy atractivo para Mier. Con su mejor tono periodístico, Mier describe Florencia como “cuna de la literatura moderna” y admira una limpieza arquitectónica que sólo puede ser parecida a la mexicana. Allí comprueba que Ricci

hizo laicales todas las órdenes de su obispado, sin permitir hacer votos sino por un año, tiempo en que un hombre, con un auxilio regular de Dios, puede

prometerse sin temeridad cumplir los votos, mediante un esfuerzo sobre sus pasiones. [...] Los que sabemos por experiencia lo que cuestan los votos, y lo que pasa en los claustros de uno y otro sexo, donde una infinidad de víctimas forzadas muerden rabiando su cadena, no pueden menos que aplaudir la prudencia del obispo.¹

Hondo como en pocas ocasiones, fray Servando viaja hacia el dolor de la condición regular, felicitándose de que los carmelitas renueven, en esa verdadera república cristiana, sus votos por devoción, así como otros regulares lo hacen anualmente si se sienten con espíritu y fuerzas para cumplirlos. Mier nunca fue ningún tipo de humanista. No podía serlo, porque no buscaba en la historia ni en la geografía al hombre, sino al sacerdote; no le interesaba el corazón, sino el hábito. Ignoraba la caridad, la más terrenal de las virtudes teologales, a favor de la fe y, escasamente, de la esperanza. Y al tocar aquí, en las interpósitas personas de los clérigos italianos, la fibra de un servicio eclesiástico determinado por la espiritualidad, y no por la coerción, nos otorga la más íntima de sus confesiones —si es que Mier puede confesarse a lo Rousseau: una confesión pública y profana—, ese sufrimiento de un adolescente obligado por los tiempos a morder la tela del hábito. Esgrimiendo las viejas dudas patrísticas contra el celibato eclesiástico, institución formalizada gradualmente desde el siglo V, Mier recuerda que es ajena a Cristo y a San Pablo esa necedad de hacer “unos votos superiores a las fuerzas humanas [...] los cuales si no cumples te condenas, cuando sin hacerlos te podías salvar lo mismo y más fácilmente”. La insistencia en los sacramentos como nudo gordiano de la teología eclesiástica es la prueba decisiva del recio núcleo jansenista de Mier, más allá de sus debilidades biográficas y de sus condiciones históricas. Al defender el Sínodo de Pistoya, en cuyos “116 padres estaba la flor de la Italia”,¹¹ como una tribuna de la sapiencia cuya verdad evangélica hizo temblar a Roma, Mier parece estar al tanto de que esa reunión, antes de la explosiva experiencia de Grégoire, discutió por primera vez la distancia entre la Iglesia y el Estado, la separación entre el cuerpo de los obispos y la autoridad espiritual del papa, la simplificación de la liturgia y el cuestionamiento de los cultos populares, así como las indulgencias, los estipendios y la abundancia nefasta de las órdenes religiosas. El jansenismo italiano fue mucho más allá de la secularización de los regulares —que podía ser también un ultraje, como en el caso jesuita— y al proponer la disolución del

sacramento ex opere operato, una suerte de divorcio pactado entre la Iglesia y el cura, abrió el camino de la laicización de la comunidad cristiana. En Génova, con las cartas de presentación de Grégoire, Mier ampliará su red de contactos italianos, no con el célebre dominico Vignolli, fallecido la víspera, pero sí con otros personajes, como los obispos de Dania y de Noli, Bechetti, y Vicente Palmieri, tratadista contra el escándalo de las indulgencias. Todos ellos ratifican su cariño por el círculo sobreviviente de Pistoya. Fray Servando, una vez que escribía sus recuerdos antes de cumplir los 60 años, miraba con reticencia muchas de las renovaciones propuestas por Scipione de’ Ricci o Henri Grégoire, así como los destrozos causados por la República napoleónica en Génova, en 1798. Pese a su desprecio de “hidalgo” por las Italias, Mier no podía olvidar que ese pueblo era más similar al novohispano que el francés, y entre los jansenistas italianos, tan elocuentes como disciplinados, se sintió más a gusto, al grado de cargar consigo un recuerdito del Sínodo de Pistoya. Los jansenistas italianos, a diferencia del revolucionario Grégoire, acataron humillados y obedientes la prueba de la sumisión que el sacerdote debe a Roma. Mier no olvidó la desagradable imagen del obispo de Pistoya arrodillándose enfermo ante Pío VII. De la misma manera que el jansenismo italiano no podía romper con el papa, el predicador antiaparicionista hubo de morir en comunión con la Iglesia de la Virgen de Guadalupe. Entre la burla de los lazzaroni, caníbales del país de la perfidia y el asesinato, y el elogio de los jardines y las librerías florentinas, pasando por esa corrupción en Roma de la que se beneficia, Mier admite, como muchos otros viajeros, católicos o no, la identificación angustiosa y polivalente de los Estados Papales (los reales y los circunvecinos) con la cristiandad como nación. Su admiración por la Francia de Grégoire es histórica; su valoración del liberalismo anglosajón, política; su execración de España, familiar. Pero Roma, por más que se disfrace de Babilonia durante el carnaval, no deja de ser la madre de esa otra Roma, México-Tenochtitlan, de la que el doctor Mier se siente portavoz y legatario. Cuando se va de Florencia, recuerda que estuvo allí recomendado por el obispo Grégoire y se emociona en el Jardín Botánico de la ciudad, pues allí se conserva nuestro maguey, llamado “Alve mexicano”. También hace Servando el elogio del chocolate mexicano al que “los italianos le han compuesto mil canciones

[pues] forma sus delicias, siempre convidan por gran regalo a tomar la ciocolatta.”¹¹¹ Entre todos sus párrafos autobiográficos, el dedicado a Florencia y a Ná-poles es el único en que Mier piensa, así sea de paso, en olvidarse de España y América, y establecerse como administrador de una hacienda, empleo propio para un eclesiástico. Italia, al fin, tenía las virtudes y los defectos del mundo español y novohispano, con la gracia de que allí Mier se sentía beneficiado por la protección del papa y realmente libre de persecuciones. Pero tras el comentario al margen, la errancia siguió su curso. Según sus cuentas, Mier estuvo 19 días en Florencia, acompañado de un napolitano y de un flamenco que hubo de dejar en el camino, “envenenado con una comida de hongos”, y pasará por Liorna, donde vuelve a festejar la sinagoga de los judíos, en la que ve “el arbitrio” del que éstos se sirven para comer caliente en sábado, caldeando una estufa desde la víspera. Allí se compra un diccionario geográfico, el Gacetero americano, de Antonio de Alcedo.¹¹² Es extraño que Mier hable de adquisiciones bibliográficas, cura a salto de mata y siempre escaso de caudales, pero tratándose de su despedida de Italia, algo creo comprender. No parece inverosímil que Servando, en Génova, requiera de la cartografía americana: es la patria de Cristóbal Colón, el aventurero de Dios que hizo posible la reanudación de los nexos apostólicos entre la antigua y la nueva Roma. Sin la hazaña colombina, pensará Mier, la predicación leal de Tomás nunca se habría conocido en Roma y la unidad del mundo cristiano —la obsesión que le ha costado su juventud— sería aún más imperfecta. Fray Servando nunca conoció Tierra Santa. Y no lo imagino allá. Más católico que cristiano, es más hijo de Pedro que de Pablo. No le interesa el desierto, sino la Piedra, prefiere la Iglesia antes que el camino que lo separa de ella. Es un predicador eclesiástico, no un cenobita. Si todos los caminos conducen a Roma, para salir de esas latitudes el predicador necesita el auxilio de una brújula, como Tomás requirió de una orden urbi et orbi, de ese mapa que lo conducirá, pero mucho más tarde de lo que él esperaría, de regreso a casa. Acabemos el paseo de Servando por Roma con esta estampa de la aristocracia romana:

Alguno querrá saber qué son estos príncipes romanos. Lo mismo que nuestros grandes de España, familias decentes de los antiguos patricios romanos, o de familias que se han enriquecido por ser nepotes de algún Papa, o haber tenido cardenales en su familia [...] Condes y marqueses son títulos baratísimos en Italia; se compran por muy poco, y suelen ser unos hambrientos. Con algunos pocos pesos se consiguen cruces y la llave dorada del Sacro Romano Imperio; el título de doctor de la Sapiencia, que es la Universidad de Roma, lo envían unas monjas por el correo a quien les manda cincuenta duros; y una casa magnaticia da el título de protonotario apostólico extra urbem, por poco más o lo mismo. En otro tiempo era título importantísimo, porque dependían de él todos los notarios.¹¹³

¿Y a usted, doctor Mier cuánto le costó su título de protonotario apostólico? ¿Qué casa magnaticia, Servando, te vendió por pocos pesos aquello que “era importantísimo en otro tiempo”, pobre hombre de Dios? No acierto a deducir qué motivos tuvo Mier para cometer, en esa línea que subrayo, semejante gazapo. Treinta páginas atrás el memorioso había festejado con nosotros el caudal de títulos con los que salió de la audiencia papal, entre los que se contaba, precisamente, el de protonotario apostólico extra urbem, pues el dominico “secularizado” no lo ejercería en Roma. En el mejor de los casos el fraile trató, torpemente, de decir en esa frase que él, supuestamente beneficiado por Pío VII, no era de los que compraban títulos. En el peor, como se diría en romance, se echó de cabeza como uno más de los cleriguillos que, por medio de gestores y propinas, tramitaban breves y baratijas en Roma. Está en el carácter del rebelde barroco esa contradicción entre quien presume un caudal de títulos de origen pontificio y, después, deplora en la capital de la cristiandad que todo sea pompa y poca sustancia. Eso entiendo por la comedia del arte conventual, una fronda en que cada fraile actúa su propia descalificación. Es, en una sola figura, el cantante que se cree sublime y el parterre que lo abuchea: “Yo viví en Génova con un pobre sacerdote que daba posada y se mantenía, fuera de su misa, amolando tijeras y navajas desde que amanecía Dios [...] los criados salen para curas, especialmente los de los conventos.”¹¹⁴ La verdad estará situada a la mitad del camino, en el dominio teatralizado de la comedia conventual, donde el límite entre realidad y ficción es dudoso, antes que

nadie, para el propio protagonista, religioso presumiblemente exclaustrado gracias a Pío VII, el papa de las tribulaciones, quien se sometió, otra vez atribulado, a las veleidades dramáticas y narrativas de fray Servando.

Notas al pie † Sincero San Nazario es un santo de dudosa existencia histórica. El epitafio en latín sería obra del cardenal Pietro Bembo (1470-1547), quien fue lo mismo un excelente poeta latino que un defensor célebre de la lengua italiana. Dice el epitafio, resaltando la cercanía de las tumbas de Sincero y de Virgilio (Publio Virgilio Marón): “De la ceniza sagrada nacen las flores: a tal grado se encontraba cerca aquel famoso Sincero del sepulcro de la musa de Marón.” † “para el recuerdo de la posteridad”. † “haciendo compatibles los votos”. † “en el momento decisivo de la muerte”. ‡ “a voluntad”. § “del rocío del cielo”. ¶ “las grosuras de la tierra”, Gn 27:28, 27:39. † “Dios, que gobierna al mundo, es uno y trino y otro es el dios cuatrino que gobierna en la urbe.” † “Durante todo el día extendí mis manos hacia el pueblo incrédulo y opositor.”

7. Otra temporada en el purgatorio

España es el yermo de la naturaleza, una cueva de lobos, el asiento mismo del hambre y la miseria. Nadie ha sido movido por la curiosidad a emprender una segunda visita. ANÓNIMO, The Character of Spain: Or, An Epitome of Their Virtues and Vices [Londres, 1660]

Este camino corre el mundo. No comienza de nuevo, que de atrás le viene el garbanzo al pico. No tiene remedio ni respuesta. Así lo hallamos, así lo dejaremos. No se espere mejor tiempo ni se piense que lo fue el pasado. Toda ha sido, es y será una misma cosa. MATEO ALEMÁN, Guzmán de Alfarache [1604]

Resaltar la inmundicia que priva en España es una de las características de la Leyenda Negra. Madrid, particularmente, apesta, y Camilo Borghese, después Paulo V papa, la llama “villa maloliente”. Los viajeros de los siglos XVI y XVII sostendrán, como el sacerdote romano Juan Bautista Confaloneri, que no hubo rey de España capaz de mantener las calles madrileñas libres de mierda. Hasta George Borrow, melancólico propagandista de la Biblia y buen amigo de España, dirá en 1840 que el clima de la Villa y Corte es frío y cruel, de forma que era “la corte de la muerte... Y la causa de ello está en el clima.” Alexandre Dumas, denunciado por un propagandista español como mulato obeso, ebrio de Martinica, zumbón de rumba y cacopirata de la historia, jurará que la pulmonía es el silbido de Madrid. Los indignados han recurrido a Lope de Vega como antídoto, citando los versos de El acero de Madrid que dicen:

Frescos vientos de Madrid que en las mañanas y tardes venís de las altas sierras a refrescarle y bañarle...¹

La opinión de Servando iguala o supera la de los panfletistas de Inglaterra y, junto a la suya, es pálida y tierna la mirada folclórica del romanticismo francés. Ningún americano se ha referido a España en términos semejantes. Si los covachuelos le hicieron la broma fácil de llamarlo “mierda”, Mier devolverá el insulto: España toda es el reino de la caca. “Héteme aquí otra vez en el país del despotismo, a meterme yo mismo entre las garras del león, para que devore su presa”, dice Mier al comenzar el capítulo VIII de la Relación, pues “no había otro medio para procurar mi regreso a la patria”. Y anota, un tanto enfadado, “desde aquí ya esperará el lector que yo haga, según mi costumbre, una descripción del país”.² Pero es un terrible regreso, repetición y agravamiento de tópicos. Le gusta Barcelona y aprecia —no podía ser de otra manera— la venerable tradición autónoma catalana, con su Constitución y sus usatges. Asomado desde el castillo de Montjuïc, hace algún comentario arquitectónico o militar y vuelve a reafirmar su inversión del salvajismo, que de americano se vuelve español.

En lo demás [advierte], no se puede decir la verdad de España sin ofender a los españoles. Como ellos no viajan para poder hacer comparación, y los que vienen para América vienen de niños, sin haber visto a su patria con ojos racionales, España es lo mejor del mundo, el jardín de las Hespérides, aunque la mayor parte está sin cultivo, y las tres [cuartas] partes del terreno son infecundas. Raro es el año que no tienen falta de pan, aunque la mayor parte de España se mantiene de maíz y pan de centeno o de mijo. Su clima es el del paraíso terrenal, aunque en unas partes el frío es intolerable, y las mujeres y los hombres, especialmente hacia los Pirineos, tienen por eso buche, que les sale en el pescuezo. Y en otras partes el calor es insoportable. Las estaciones se distinguen perfectamente con muertes repentinas, y tal mortandad en el tránsito de una estación a otra, que parece una epidemia.³

Los españoles no sólo viven en un clima extremoso, sino incurren en prácticas contranatura con los caballos, pues “hay gente destinada a hacerlos procrear, alterándolos con la mano para que engendren”. Esa tierra infértil sólo produce a fuerza de estiércol,

que en Madrid el humano se vende en sacos a peso de oro; en Cataluña forman el estercolero dentro de las mismas casas, teniendo casi siempre anegado el patio y echando allí la basura y los excrementos, que tienen siempre perfumada la habitación. En lo demás de España, el primer oficio de los niños es andar con un capacho al brazo y una escoba, recogiendo cagajones por los caminos y por los campos, para hacer el pan y calentarse, porque apenas se encuentra un árbol en muchos días de camino.⁴

Fray Servando aprovechará su registro coprológico para burlarse de la creencia española de que la ruina de su imperio es obra y gracia de “la maldita América”, que empobrece a la madre patria nada menos que con los 5 500 “millones fuertes” derramados, según el barón de Humboldt, sobre ella. Mier va más lejos y recuerda que no bastaron los 100 millones de consumidores americanos y toda la producción agrícola de la tercera parte del mundo para sacar a España de la mierda. Alude a la relación lascasiana de la destrucción del Nuevo Mundo y se pregunta: si la causa de la ruina hispánica es América, ¿por qué no la dejan? Se apoya, en fin, en la autoridad del ilustrado Capmany, cuya promoción de las sociedades agrícolas e industriosas demuestra que la miseria española es hija de su holganza y de su pereza. Empero, en una contradicción típica, culpa a los philosophes de la incredulidad reinante. El fraile novohispano conoce bien la diversidad geográfica y humana de las provincias y los reinos españoles, pero afirma que

sólo convienen en ser todos fieros y soberbios más o menos, en ser ignorantes y

supersticiosos. En este último punto hablo del vulgo, en que se comprenden los frailes y los soldados. En los demás sucede lo que en el resto de la Europa: el deísmo es el dominante, sin excluir el ateísmo. La culpa de esto tienen los abusos y los libros de los filósofos. Los inquisidores lo equivocan, poniendo todo su empeño contra los francmasones.⁵

LA CIUDAD EXCREMENTICIA

Que los críticos de arte me perdonen la barbaridad que voy a decir. (No ha de ser, espero, tan bárbara como la de otro americano, fray Servando Teresa de Mier, quien, al llegar al Escorial, miró esa masa de 206 metros de largo por 161 de ancho, apuntó en sus papeles: “Un montón de piedras”, y no dijo más.) Y es que al monasterio del Escorial mis piernas, más que mis ojos, le descubrieron su sentido. Mis piernas fueron las que, de entrada, comprendieron que allí había que aprender a obedecer. ENRIQUE ANDERSON IMBERT, Los domingos del profesor [1965]

Servando se embarca en Génova rumbo a Cataluña. Deja su baúl a cambio de un dinerillo para el pasaje. Mientras cruza el turbulento golfo de León se da tiempo para contener, gracias a su don de lenguas, un motín de los reclutas italianos, franceses y flamencos, hartos del bacalao podrido que les ofrecía el patrón de la nave como único sustento. Cae parado enseguida en Barcelona, donde se apresura a juzgar a los catalanes, que le parecen feos pero industriosos. Su leyenda roñosa la conoce el fraile a la perfección, tratándose de un pueblo que no habla “otra cosa que de sueldos, libras y dineros”. Y recuerda que cuando él mismo fue capellán del ejército patriota, en 1809, el marqués de Albaida, Grande de España y coronel de Almansa, se alojó en una finca solariega, se mandó hacer un cinturón de lienzo con onzas de oro cosidas y cuando le mandaron cobrar confesó a Mier que le dieron ganas de tirarle la silla por la cabeza a la costurera: “Pero no hay remedio, allí no se da paso sin linterna.” Ya se imaginará el lector el regocijo de Servando al narrar que en aquella comarca hasta los sacerdotes, para decir misa, tienen que llevar su vino y su cera. Los curas catalanes están educados litúrgicamente a la francesa; no saben castellano, a lo que agregan la costumbre local de hacer de las viudas sus mujeres naturales. Asunto que permite al cronista recoger otra muestra de la

corrupción clerical hispánica, pues “cuando los papas se empeñaron en quitar a los clérigos sus mujeres legítimas, las Leyes de España les concedieron las barraganas, para que estén, dicen, seguras las mujeres de los vecinos”. Condenadas por naturaleza a repetirse, las negras obsesiones del autor reaparecen en el capítulo viii de la Relación. Encuentra mostrencas las costumbres de la nobleza, pues las órdenes de San Juan o Malta ya nada valen y hasta los comerciantes usan el precioso don, que ya lo lleva hasta el aire, “como decía Quevedo de donaire”. Servando narra desde el bajo mundo: quedó atrás el aspirante a audiencia con Carlos IV. Más que un supuesto descendiente de Moctezuma, Servando es un Restif de la Bretonne, frailuno y americano, más a gusto quejándose de la mierda que pisando alfombras reales que resultan frecuentemente movedizas. Mier, sin proponérselo, va más allá de la Leyenda Negra y ofrece un esquema de la decadencia política española que se extenderá a lo largo del siglo XIX. En Cataluña nota el odio nacionalista contra los castellanos y considera la variedad o “diferencia de lenguas” como un grave obstáculo a la unidad a la que debe aspirar toda república cristiana. Encuentra, profético, en la España de 1803 lo que serán las vejaciones, las corruptelas y las trapisondas de la vida pública en la América independiente, dividida, como aquella península, en multitud de leyes, monedas y valores. Valores que aprendió a respetar en su trato con Grégoire y más tarde con José María Blanco White, como la dignidad del trabajo, los encuentra ausentes en la vida española. Se execran, dice, “oficios inocentes y necesarios” como el de mesonero y carnicero. Tras relatar la desesperación de los extranjeros que viajan por ese país, perseguidos por los limosneros y extorsionados en las posadas, Mier aprovecha para protestar contra el proverbial “¡coño!”: “¿No es un escándalo que el pueblo español no pueda hablar tres palabras sin la interjección de una palabra tan torpe, cosa que no se ve en otra nación?”⁷ La Leyenda Negra o la geografía de la desgracia. Las mujeres, allí, podrían ser bonitas de no ser tan pequeñas. Los españoles no conocen otra manera de irrigar sus tierras áridas y sus montes infecundos que esperar en una balsa el agua del cielo. Por si fuera poco, el revisionista guadalupano los remata diciendo que la predicación de Santiago en España fue negada por Benedicto XIV y Natal Alejandro, así como por su consejero en la Real Academia de Historia, el doctor Traggia. Otra autoridad a la que respeta, el doctor Yéregui, “inquisidor de la

Suprema y maestro de los infantes de España”, decía que rezar a las Vírgenes del Pilar o de Loreto era una fábula intolerable, pues jansenistas y jansenizantes eran extremadamente severos contra las tradiciones o fábulas locales que la Iglesia toleraba o exaltaba. Mientras peregrina una y otra vez por España, Mier remeda al viajero ilustrado como cuando dice que “en Castilla hay pan y vino, y nada más; la olla son nabos; y la falta de comercio en la distancia a que está de los puertos la tiene en la miseria, y sus lugares son miserables y puercos. La arquitectura de las casas me hacía reír...”⁸ Pero la verdadera cloaca purgatoria es Madrid. Desde la puerta de Fuencarral advierte unas “columnas de mármol, yo vi dos muy elevadas, y pregunté qué eran. Estiércol para hacer el pan”, alimento de “un pueblo de potrosos, y no lo es sino de una raza degenerada, que hombres y mujeres hijos de Madrid parecen enanos, y me llevé grandes chascos jugueteando a veces con alguna niñita que yo creía ser de ocho o nueve años, y salíamos con que tenía sus dieciséis”. Servando repite su frenología del matritense, se burla del lenguaje de la canalla que se expresa con majaderías sexuales y aberraciones gramaticales o se asombra de que paseen una virgen puta para atraer parroquianos para la alcahueta que la porta. Indecentes le parecen los Manolos y Curros, ese Juan Pueblo cuyas mujeres se empeñan en enseñar los senos con una inverecundia única en Europa. No será el primer mexicano que, orgulloso de la plaza central de México, se burle de la prominencia local de la Puerta del Sol, “una placita ante el correo, y es el lugar más público de Madrid”, rodeada de alcahueterías, meaderos públicos a los que es menester “entrar por un caminito que queda en medio, recogiendo la ropa para no ensuciarse”.¹ El desprecio de Servando por la vida popular lo aleja de los narradores picarescos. Pero lo traicionan sus ínfulas de aristócrata novohispano y resulta pícaro a su pesar, como en la más famosa de sus estampas matritenses:

De los balcones se arrojaban los bacines a la calle diciendo “¡Agua va!”, como todavía se hace en Portugal. Carlos III se empeñó en quitar esa porquería de la calle, y los madrileños se resistieron, diciendo el protomedicato que por ser el aire muy delgado convenía impregnarlo con el vapor de la porquería. Carlos III

decía por eso que los madrileños eran como los muchachos, que lloraban cuando les limpiaban la caca.¹¹

Esta escena regocijó a Reinaldo Arenas y expresa la imposibilidad de ser un narrador picaresco sin aparecer irremediablemente como un pícaro. Arenas admitió de buen grado que su ambientación para El mundo alucinante, su novela sobre Mier, provenía de la trilogía de José Deleito y Piñuela sobre la mala vida en la España de Felipe IV.¹² La facilidad con que Arenas ambientó a Servando en un mundo más de un siglo anterior a su vida, habla de la inmovilidad barroca del autor de las Memorias. Quien cuenta que la gente arroja caca por las ventanas se enmierda alegremente. No fue Servando un humorista en el sentido británico de la acepción, ni conoció la ironía francesa. Cultiva ese ingenio barroco que en su caso es indignación cómica. Mientras nosotros nos reímos de Miermierda, ¿él se ríe verdaderamente de sí mismo? La vida popular le parece una condena que más vale sobrellevar con cierto humor. En Madrid, la ciudad salvaje, encuentra mal dispuestas hasta las instituciones más venerables del Imperio. El Patriarcado de Indias, la Inquisición y las órdenes militares o monásticas ocupan emplazamientos y jurisdicciones indignas de su aprobación. Las más repugnantes entre las creaturas matritenses son, por supuesto, los frailes, cuya asistencia a teatros y comedias resultaba tan escandalosa, nos cuenta, que el arzobispo de Toledo mandó subir el precio de las entradas al espectáculo “para retraerlos de asistir: tan miserables son”.¹³ La Relación puede leerse como una crítica criolla de la sociedad cortesana en el momento de su extinción. Se detesta al vulgo como a los Grandes de España, magnates o “ricos-homes” caracterizados por su pequeñez moral, su ignorancia y sus vicios. No podía ser otra su consideración de la élite borbónica a la que achacaba todas sus desgracias y las de su atribulada nación. Pero de esa España gemebunda, a punto de ser desbaratada por el ogro de Córcega, Mier toma la costumbre tan hispanoamericana de cul par al otro extraterritorial, la madre patria o el imperio a la moda, de todos los males del terruño. Servando, con sus arrebatos de pasión historiográfica, acaba por achacar los desórdenes cortesanos a la naturaleza hereditaria de la Corona española. La obediencia y la servidumbre, el sustento del fasto real, bajan como una bola de mierda desde la

realeza hasta el tercer Estado. Todo se compra en ese reino de cincuenta Grandes de España, monteros mayores del país de los salvajes. La ansiedad servandiana por dotar a México —y a sí mismo— de un abolengo apostólico es inversamente proporcional a su desprecio por un reino cuya aristocracia lo es más por el dinero que por la sangre. El Palacio Real de Madrid, concluye Mier, es un congal de donde van saliendo mal casadas hasta las monjas. Más aún: habla de un tal Obregón, un buen mozo mexicano de 26 años, a quien una cortesana alemana compró como prostituto “porque las viejas siempre gustan de jóvenes que no las pueden querer, porque nadie puede querer a la muerte, que representa una vieja”.¹⁴ No muy distintas son las condenas españolas de la época contra esa corte, la que conoció Mier, dominada por el valido Manuel Godoy. Pero debe decirse que el fraile carecía de un ejemplo de virtud palaciega que oponer al real burdel y mingitorio de los últimos Borbones. Fray Servando idealizó tanto su patria que la olvidó, y así Carlos III y Carlos IV aparecen como unos holgazanes que se la viven cazando en los Sitios Reales, torturando bellacamente a sus monteros y a sus guardias de Corps. Mientras, tanto la fábrica de vidrio de La Granja como la factoría de la China lucen abandonadas. Si Mier lamenta la ramplonería de la Ilustración peninsular, tampoco tiene en mucha estima las antigüedades españolas. El intérprete de Quetzalcóatl dice que “los dioses antiguos de los españoles” son “figuras ridiculísimas” y San Lorenzo del Escorial, aun con su buena colección de pintura italiana, le parece a este lector de piedras y frasismos americanos, ¡“un montón de piedras”! Alguna tristeza le produce el estado de la biblioteca, ya medio quemada, de los manuscritos árabes; pero como el bibliotecario es un monje jerónimo “y con decir jerónimo ya se dice que es un bárbaro”, se desentiende del asunto, rematando con: “Hice del bibliotecario el mismo juicio que un embajador de Francia, a quien habiéndole preguntado el rey qué le parecía su biblioteca, respondió: ‘Excelente; pero al bibliotecario lo debe hacer V. M. ministro de Hacienda, o tesorero general, porque no toca el depósito que se le confía’.”¹⁵ Tras las visitas culturales, Servando vuelve a describir la máquina de los covachuelos, así como el desprecio borbónico por las ya entonces llamadas “colonias”, recordando la base de su teoría política: los reinos americanos gozaban de “las prerrogativas de los más distinguidos reinos de España [pues]

dades y villas, y señalados los votos de ellas”.¹ Mier sentía nostalgia por la grandeza perdida del orden medieval. España se condenó con la Conquista de México: el Imperio destruye a la comunidad. El “despótico” cardenal Jiménez de Cisneros invade la Ceuta africana y Carlos V hace las guerras de Alemania para que más tarde el segundo Felipe se adueñe de Europa teniendo en “su bolsa el dinero de América”. La Constitución de Cádiz, para Servando como para otros liberales de 1812, era una vuelta a los orígenes, a la España de las Cortes, donde los reyes eran electivos o sin designación de primogénitos ni “exclusión de las hembras”. Tampoco vale nada la arquitectura eclesiástica: “Allá las iglesias no son templos magníficos y elevados como por acá, sino una capilla. Ninguna tiene torre, y la ponderada Giralda de Sevilla es más baja que la torre de Santo Domingo de México”. En esos antros se lleva a cabo la liturgia española, que al fraile novohispano le parece remedo de religión, casi como cuando Bernardino de Sahagún encontró diabólica la semejanza entre los ritos mesoamericanos y el cristianismo: “Los predicadores del rey apenas pasarían por sabatinos en México. Son unos bárbaros. Asistí al sermón de uno que tenía crédito, era monje basilio, y me reía a taco tendido de oír a fray Gerundio de Campazas. La gente me decía: ‘Se ríe usted porque le gusta, ¿no? Es un pico de oro.’”¹⁷ Mier se burla del rey creyente en las mentiras piadosas de los frailes dominicos cuando le cantan la letanía de la Virgen de Atocha, a la que atribuyen haber volado desde Jerusalén huyendo de los mismísimos moros. En el trayecto no se apagaron las velas del tocado. Y se alegra de que entre tantas “absurdas pajarotas”, el conde de Floridablanca haya tratado de poner en orden a los padres clérigos del Salvador y a los canónigos de San Isidro. Tenemos la versión servandiana de la nefasta monacalización de España. Según él, fueron los franceses, cuando ocuparon las catedrales hispánicas en el siglo XI, introductores de la institución de San Crodegando, obispo de Metz (muerto en 166), cuya Regla de los canónigos impuso a los agustinos. Estos monjes suplantaron a los obispos belicosos que andaban en guerras y cruzadas, imponiéndose a un clero analfabeto y usurpando el gobierno eclesiástico, atrincherados en la sacristía o sacriarium, en donde vivían de los diezmos de la feligresía. Esta explicación histórica, poco fiable, sólo le sirve a Mier para exaltar la semirreforma monástica de Floridablanca, una reproducción a escala del experimento constitucional de Grégoire: los canónigos de San Isidro

cobraban directamente sueldo del rey. Y Servando filtra un dato biográfico: “Yo tenía entre ellos mucha aceptación, y decía en San Isidro la misa de once por seis reales.”¹⁸ Mier repite su esquema narrativo: paisaje, clero y siglo, monasterio y sociedad. Sabe cansado a su público imaginario e interrumpe la comedia conventual con notas de color. Habla, por primera vez en sus Memorias, de la prensa, considerando a la Gaceta de Madrid “la más infeliz de Europa”, prensa redactada por la Secretaría de Estado. Cita a El Mercurio, algo más independiente, como obra de un “americano pretendiente”. Esa apreciación es resultado de dos recuerdos de su posterior vida política e intelectual en Londres: la colaboración como polemista en El Americano, de Blanco White, y su conocimiento de la Ley de Libertad de Imprenta promulgada en Cádiz. Tras las Cortes, antes de la Restauración, habrá en Madrid hasta 23 periódicos. Un año después, en 1815, sólo quedarán cuatro. Pasando a los museos, Servando se jacta de la osamenta del mamut conservada en el Museo de Historia Natural, pues aquella bestia por desgracia desaparecida era propia de la América y, por ser un tanto más gigantona que el elefante, es otra comprobación de la superioridad del Nuevo Mundo. Lamenta el turista que la espada que Francisco I entregó a Carlos V cuando cayó prisionero en la batalla de Pavía haya sido reclamada (y robada) por Napoleón. Alaba nuevamente a Floridablanca por la fundación de aquel Jardín Botánico que dirigió Zea, el amigo de Mier.

ANACARSIS EN EL PUDRIDERO

Y en la actualidad si alguien recaba información sobre Anacarsis, los escitas aseguran que no lo conocen. HERÓDOTO, Historia, IV, 76-78

Hojeando la literatura española, Servando aparece como bibliófilo quisquilloso y crítico severo de libros y librerías matritenses. Allí, dice, sólo se publican malas traducciones del francés, editadas con bárbaro descuido. Entre la bibliografía marraneada por los hispánicos, Servando cita dos nombres útiles para documentar las escasas lecturas profanas del fraile: el abate francés Charles Batteaux (1713-1780) y el retórico escocés Hugh Blair (1718-1801), ambos autores de manuales literarios de amplia difusión. Mier acierta en la minucia bibliográfica: Batteaux y Blair fueron destrozados en las respectivas traducciones de José Luis Munárriz y de Agustín García de Arrieta. Curiosamente, se ignoran las fechas de nacimiento y de muerte de ambos traductores, que florecieron hacia 1798. Más intrigante es saber que uno y otro tradujeron, en competencia simultánea, por lo menos a Blair. Finalmente, probando su buen conocimiento de la escena literaria de la época, Servando ubica correctamente a Batteaux como la bandera del clasicismo retrógrado, mientras que su rival escocés defendía las nuevas posiciones retóricas. Leandro Fernández de Moratín se batía por el tratadista francés.¹ Para completar su galería picaresca con un traductor falaz e incompetente, Mier cuenta una anécdota de Pedro de Estala, nacido en Ciudad Real en 1757, sacerdote ex escolapio que en 1786 comenzó a publicar una Colección de poetas castellanos, ocultándose tras la personalidad de su barbero, don Ramón Fernández. Fue traductor de Sófocles y Plauto. Pues bien, según el maledicente, Estala traducía por hambre a un folletinista francés, llamado el Viajero Universal, a quien defraudó así:

Discurrió venderlo dándolo a peseta para que el vulgo lo comprara; y sacó un dineral. Pero acabándose el autor y deseando él que no se acabasen las pesetas, determinó viajar a América. Para esto preguntaba a cualquier gachupín en cuya compañía fingía viajar, ayudándose también de algunos diccionarios, obras por su naturaleza incompletas e inexactas. Apenas se embarcó en La Habana, comenzó a dar tropezones fortísimos, y se apareció en el diario un habanero que lo apaleó, hasta que lo obligó a cantar la palinodia.²

No terminaron allí las aventuras del falsario. Don Pedro fue a dar a México, donde abusó de la ayuda del doctor Joaquín Maniau, el amigo cuya identidad le había servido a Mier para entrar a Francia. Estala estuvo, según Servando, 26 años en México, contando despropósitos y mentiras sobre la América septentrional, calumniando al obispo Las Casas y repitiendo los dichos antiamericanos de Raynal, Robertson y La Harpe. La indignación servandiana llegó al extremo de denunciar por carta a Estala con don Luis Trespalacios, quien le dio la razón al español, según dice la Relación. La bronca de Mier contra Estala llegó más lejos. Gracias a un tal Garviso, “europeo”, el padre Berstad, librero, denunció al impostor ante el vicario de Madrid quien dio a Estala el privilegio de defenderse. “Yo”, afirma Mier, “comencé a escribir contra el viajero, para poner en el diario, Cartas de Tulitas Cacaloxochitl Cihuapiltzin Mexica, o señorita mexicana, al Viajero Universal.”²¹ Pero al temer ser confundido con Berstad, servidor de Fernando VII, Mier renunció a la publicación, mientras Trespalacios y Estala comenzaron a perseguirlo. No quedan rastros de aquellas cartas polémicas de Servando. Pero por las misivas que se conservan del obispo Grégoire a Mier, en 1824 y 1825, parece que había en el fraile una faceta de editor y distribuidor por desgracia poco conocida. Ni Batteaux, ni Blair, ni ninguno de sus traductores figuran en el inventario de los cien libros decomisados a Mier en 1817, en Soto la Marina, algunos de los cuales le fueron devueltos en la cárcel inquisitorial. La lista, levantada por escribanos semianalfabetos, debe ser inexacta. Pero sorprende la memoria que Mier tenía no sólo de los propios agravios, sino de las batallas literarias españolas del fin del siglo XVIII.

Menéndez Pelayo ratifica la importancia de Pedro de Estala, helenista a quien considera superior al romántico Wilhelm Schlegel, anatemizado por haber sido ayo de los hijos de una protestante, madame de Staël. Pero nada dice Menéndez Pelayo de los avatares mexicanos de Estala, cuya fecha de muerte se desconoce. Para Servando, Pedro de Estala pretendió repetir el viaje de Anacarsis a Grecia en el siglo VI a. C. La referencia es útil. Anacarsis, según Heródoto, fue un príncipe escita que hizo del viaje una fuente de sabiduría. Escritores posteriores lo consideran, al contrario, ejemplo de buen salvaje que se sirve de bravuconadas cínicas contra una civilización corrupta. Su influencia llegó hasta Montesquieu y Oliver Goldsmith. ¿No fue fray Servando, a su vez, un Anacarsis americano en la Europa del Imperio? Nuestro Anacarsis, con su infinita sabiduría, despacha a las academias españolas de la Lengua y de la Historia, olvidando ya el milagro que ésta le concedió, aunque se expresa con prudencia. La Academia Española, en cambio, es una tumba cuyo túmulo —el diccionario— está incompleto: “Mejor es el Diccionario de Terreros.”²² El viajero deja los libros y vuelve a condenar el clima tan extremoso, pues cuando hace frío compra las cenizas del estiércol azufroso para darse calor y, cuando éste llega, hasta las señoritas andan “en pelota”.²³ Los españoles, esos salvajes, dice la Relación, festejan el nacimiento de Nuestro Señor emborrachándose, vomitando en la iglesia y se alegran tirando frutas, huesos y troncos de col al altar. Varias veces le han roto así la cabeza al padre en la misa. En Madrid todo es mondongo, comida indigesta. Cualquier loca alcanza crédito de santa, como aquella —nada alucinada si a la historia nos remitimos— que gritaba que Dios quería la restitución de los jesuitas para acabar con la Revolución de Francia y los males de la Europa. Profetizaba mendigando y aseguraba nutrirse sólo de cinco granos de naranja. A la noche, bien encerrada, se atragantaba cenando con las limosnas. Acusada ante la Inquisición por impostura, ésta no actuó contra ella porque hasta las personas más “ilustradas”, nos dice Servando Anacarsis, son “tan crédulas sobre una materia tan resbaladiza”.²⁴ En Madrid busca alojamiento con la tía Bárbara, posadera de corte que lo favorecía, pero había muerto. Su defensor de antaño, el doctor Traggia, se murió “por haberse fatigado demasiado para la oración fúnebre de Campomanes, encargada por la Academia de Historia”. En esta ocasión. su “insigne bienhechor” Yéregui tomaba las aguas de Baguières en Francia, mientras

imprimía su catecismo nacional y refutaba a Joaquín Lorenzo Villanueva, mostrando que las diferencias políticas y teológicas habían fracturado el círculo de los Montijo. Por primera vez en las Memorias, Servando menciona a Villanueva, cuya influencia intelectual fue tan importante en él en los años de Cádiz y Londres. Varios amigos estaban en Madrid, como un tal Manuel González del Campo, el canónigo Navas, el catalán Magín Gomá, el quiteño conde de Gijón y el botánico Zea, pero ninguno vivía en la abundancia, y Servando debe prorratear las invitaciones a comer. Aparece un noble bruto, el animal frailuno que lo lleva a alquilar un colchón, pero “estando allí me conoció por la voz, al pasar, mi infatigable perseguidor y antiguo agente del arzobispo Haro, Jacinto Sánchez Tirado. Entró con pretexto de preguntar por alguno, a certificarse y tomarme las señas para enviarlas a su cómplice el venalísimo y brutal covachuelo don Francisco Antonio León, que estaba de oficial mayor al lado del ministro Caballero...”²⁵ Aunque sabía que volver a España era riesgoso pero inevitable, siendo el único punto de retorno a casa, Servando se sorprende de una inquina que en su relato toma las proporciones de esa persecución dialógica gogoliana o dostoievskiana, con que las figuras de la nariz, el capote o el eterno marido cobran vida propia más allá del realismo. A Mier ya no lo persiguen por una causa. Son los efectos, liberados de todo control, los que se mueven por Madrid en su cacería. “¿Qué objeto tenía este hombre, se me dirá, en perseguir a usted, si ya el arzobispo había muerto? Los españoles, tenaces por su naturaleza, no varían de odio una vez que lo conciben, ni concluyen la persecución de uno, aun cuando ya lo han echado en el sepulcro.”² Sólo queda culpar al odio negro de los covachuelos y a la maldición guadalupana. Intenta dar una explicación venal a su desgracia; al describirse se asume como un ser cuya única alternativa es la dimensión de la sombra: “Yo estaba vestido de negro, con un sobretodo algo pardo y sombrero redondo. Pero como era de noche y mis ojos no dejaban fijarse los suyos, no tomó muy bien las señas.”²⁷ El fraile se oculta pues sospecha que “el bribón de Sánchez Tirado” lo siguió de oficio para cobrar los diez mil reales que le ofreció el arzobispo. Acabará por creerse víctima de la maldición guadalupana, que convierte a meros agentes en gendarmes deseosos de ganarse a las autoridades de América como adalides de

la Virgen morena. La acusación es tan grave como desmesurada:

Saben los pícaros que así como con pretexto de religión se subyugó a la América, así la Virgen de Guadalupe es el cabestro con que se llevan los mexicanos a beber agua en la fuente del burro. Y así como Haro pendoleó acá al pueblo la capa de Juan Diego, de que él se reía, para ocultarle bajo ella la persecución de un paisano suyo, precisamente porque era brillante, y alegaron para prender a Iturrigaray (que no aborrecía a los americanos) que había querido quemar el Santuario de Guadalupe con unos cirios de pólvora; así hacen allá todos para que se dejen montar y robar como caballos. El picarón caco de Branciforte le puso por eso acá Guadalupe a su hija; pero luego que volvió a España le mudó el nombre.²⁸

Mier inventa en las Memorias, y lo sostendrá un año después en el Manifiesto apologético, un dudoso “guadalupanismo de Estado” sostenido por los arzobispos y virreyes para mantener la dominación sobre la América mexicana y, sobre todo, para arruinar a un paisano tan brillante como Servando. Olvida, acaso inconscientemente, que la tradición de Guadalupe había ganado la batalla en 1810 y pertenecía al bando independentista. Si las cofradías guadalupanas españolas carecían de devotos en 1803 o si el virrey Branciforte se avergonzó en Madrid del nombre de su hija, ésas ya eran lascas de piedra olvidada. ¿Por qué continuó la persecución contra Mier en España? Por la sencilla razón, ignorada a ratos por el memorialista, de que nunca había terminado. La condena final de Servando, una vez cerrado el expediente en la Real Academia de Historia y en el Consejo de Indias, fue la reclusión conventual de dos años en Santander. Regresaba a España como fraile apóstata y clérigo vago: tan lo sabía que, desde Roma, ansiaba y temía volverse a meter a la boca del lobo. Que los covachuelos León y Sánchez Tirado le tuvieran inquina por razones extralegales es harto probable, pero se le persigue de oficio. Sus enemigos, que según Mier ya habían perdido jurisdicción sobre él, recurrieron como cualquier policía a sus antecedentes penales: “¿Qué medio inventará ahora el infernal covachuelo para echarme de la corte? Ya se supone: la baraja acostumbrada de los informes reservados de Haro, como si fuese oráculo infalible, y su dicho una prueba irrefragable.”²

El fantasma del “masón” Núñez de Haro perseguirá, después de muerto y con saña jesuítica, a fray Servando, poniendo a funcionar a “los venales de la covachuela” porque “los malos se conocen, y (como los demonios, dice Santo Tomás) no se aman, pero concuerdan para hacer mal”. Mier reproduce el conventículo de Liliput: un amigo que no le sirve de nada —don Zenón Alonso — se bate contra los covachuelos, ahora sostenidos por José de Marquina y Galindo, alcalde de corte, a quien su víctima presenta como un antiguo abogado distraído, tropellón y brutal, siervo de Godoy que murió linchado a la caída del valido. Esta vez el conventículo se vuelve concilio: Mier registra, por primera ocasión, una auténtica operación policiaca para prenderlo en noviembre de 1803, cuando los covachuelos fabrican “una orden real, que sólo al diablo podía ofrecerse, pues decía que interesaba a la vida y tranquilidad de sus majestades que fray Servando Mier fuese preso en el momento”.³ Y así parece haber ocurrido:

Rodeado de aquella multitud de fariseos fui llevado al trote para la cárcel pública. Adentro me desataron, y cuando a la puerta de un calabozo me iban a registrar, advirtiendo que tenía un papelillo en francés que había quitado a un guardia de Corps, lo rasgué por medio. El alcaide se me echó encima para quitarme el papel, y me reí mucho después cuando lo vi muy pegado en los autos. Era una cartita que leída seguida era muy buena, y se intitulaba Carta de un vicario general a una joven convertida; pero leída no más hasta la mitad de la llana, doblado a lo largo el papel, era una carta indecentísima de un ajo a una col. El ignorante alcaide había creído que era una cosa de Estado o conspiración. [...] Luego me preguntó el alcaide por mi edad, y respondiéndole era de cuarenta años. “Muy bien cuidado ha estado”, me dijo. De México salí de treinta y dos años, aunque apenas representaba veinticinco. A los cuarenta representaba treinta y dos; pero salí viejo y con canas de aquella terrible prisión. Las de los españoles no son para detener a los hombres como deben ser, sino para matarlos.³¹

Al declarar tener 40 años a fines de 1803, quien solía ser escrupuloso con las

fechas destierra la duda sobre si nació en 1763 o 1765 a favor de la primera, ofreciéndonos otra entre sus escasas miradas en el espejo: aquel joven, más carismático que atractivo, que había predicado entre la élite criolla se dirigía, no sin vanidad, a una vejez lastrada de sufrimientos. El arresto tiene su colorido picaresco. ¿A Servando le “siembran” aquel panfleto pornográfico los covachuelos, o lo traía consigo? La primera opción forma parte de las proverbiales prácticas de nuestras gendarmerías; la segunda, no me extrañaría. Mier tenía algo de abate del Antiguo Régimen, aquel que el obispo apóstata de Autun, Talleyrand, exaltó como la más divertida de las épocas. Y en plena crónica de esa detención —que será la más cruel en su vasto expediente carcelario—, el eterno indiciado, con motivo del papelillo indecente, se permite traer a cuento que, estando en Valladolid, un prior jerónimo mandó revisar la correspondencia de tres sacerdotes franceses emigrados. Abriendo una carta vio un dibujo que creyó un croquis del puente de Valladolid, presunto secreto militar que los clérigos remitían a su patria. Tras conseguir un lector “inteligente de francés” resultó que “toda la carta se reducía a pedir un braguero, porque el clérigo estaba quebrado, y después de explicar las condiciones que debía tener el braguero, lo dibujaba. Éste era el puente del prior de San Jerónimo. La risa y la chacota fueron inmensas en Valladolid, y hasta los muchachos daban gritos a los jerónimos sobre el braguero.” El braguero era un vendaje que requería el francés para contener una hernia.³² Tras la anécdota, Mier volverá a ocuparse de rememorar esa urgencia: “Yo no sabía, ni podía imaginar el contenido de la orden real, y respondí que no tenía qué. Él quería que a lo menos dijese dónde estaba mi baúl, pues me habían cogido la llave...”³³ Seguramente Servando ignoraba el contenido exacto de la nueva orden de aprehensión, pero desde que salió de Italia ansiaba reanudar, tanto como la temía, su guerra con los covachuelos. Absuelto del embrollo de 1794 pero sentenciado a una pena disciplinaria y huido por la raya de Francia, Mier no tenía motivo, esta vez, para quejarse de la injusticia. Como todos los perseguidos se declara inocente; pero como narrador olvida que él mismo ofrece los elementos para considerar, en buen romance, merecida su detención. No obstante se pasma —y nosotros con él— ante las proporciones inusuales del operativo de la gendarmería. Mier había acumulado, al menos desde su salida de España, una cantidad ya

apreciable de suspicacias y delitos ante la autoridad. Prófugo reincidente, había desobedecido la clausura ordenada por su Orden en Santander. Para escapar de ella, justamente había acelerado, más allá de la finiquitación canónica del asunto —el famoso y nunca visto breve—, su secularización. Antes, había asistido al Concilio de la Iglesia “cismática” francesa, y después cultivó relaciones con los condenados jansenistas italianos, estas últimas verificables por la lámina del herético concilio pistoyano que Mier traía consigo. Ello, más el hambre de los papirófagos, ya le daba un expediente digno de una orden real. Tan preocupado debería estar el timebunt gentes† de Madrid, Marquina, que Mier por primera vez arriesga la seguridad de sus protectores. Al pobre lego juanino de Quito que le había conseguido el colchón “fueron a prenderlo, y lo tuvieron cuarenta días en un cepo” y hasta al Ecuador lo acabaron por desterrar.

Con el atropellamiento del lego [confiesa Servando] estaban temblando todos los amigos que me habían hecho alguna caridad; pero ni aquél los había mentado, ni menté a ninguno, por más que el juez inquirió. Yo ya suponía que todo era maldad de León, y no debía envolver a ninguno en mi desgracia, ni creo que me obligase el juramento contra la caridad. El juramento no es vínculo de iniquidad. Bien que yo, cuando llegaron las declaraciones, se lo eludí al juez “¿Jura usted?”, etcétera. [...] Él supuso con esto el juramento, y yo no. El único amigo mío a quien mortificó, fuera del lego, fue a don Francisco Zea, de quien yo no sé cómo llegó a saber que me conocía. Lo envió a llamar a las diez y media de la noche, y lo tuvo solo en un camaranchón, alumbrado con una débil luz hasta la medianoche, para intimidarlo, y que descubriera, aunque sólo confesó que me había conocido en París, en casa del embajador de España [José Nicolás de Azara].³⁴

¿Qué tenía que ocultar el doctor Zea? ¿Por qué sólo “confesó” cómo había conocido a Mier? Sabemos que el botánico no estaba en situación de poner a buen recaudo el nombre de Servando. Precisamente entre 1801 y 1808, era director del Jardín Botánico de Madrid, pues se le había prohibido regresar a América por haber conspirado en 1794 con el independentista Antonio Nariño. ¿Mier nos estaba tratando de decir que desde comienzos de siglo participaba en

planes revolucionarios? ¿O desde la retrospección de 15 años se inventa un pasado independentista? Los amigos americanos y europeos de Mier formaban parte, sin duda, de variadas heterodoxias políticas y religiosas. Pero más allá de su criollismo y de su abominación de España, no hay indicios de que en 1803 el fraile tuviese ideas independentistas. Volvamos al covachuelo ganoso de hundir a Mier con su baúl. Pero

yo no tenía más que libros y mis breves, que eran siete, y una lámina que me habían regalado del Concilio [de] Pistoya. Con esto le bastaba a León para hacerme daño, el cual sabía yo que había de pedir todos mis papeles, como hizo en Burgos, para quedarse con ellos, dejarme sin documentos, para atacarme desprovisto, y dejarme sin arbitrios para comer con mi misa, o para hallar algo sobre qué acriminarme.³⁵

El duelo entre Servando y Francisco Antonio León repite la pauta conocida. León no encuentra entre los papeles incautados el título doctoral de Mier. Lo acusa de impostura. Se utiliza en su contra el papelillo soez del guardia de Corps. Da comienzo otro proceso contra Mier, quizás el único que estuvo a punto de destruirlo. España es y será siempre para el Anacarsis americano el pudridero de los Austrias y de los Borbones:

Allí están también —en El Escorial— los sepulcros de los reyes, junto a la sacristía. Es una pequeña bóveda toda cubierta de jaspe de aguas, a la que se baja por escalones de lo mismo, y en unas urnitas de lo mismo están con sus letreros los huesos de los reyes, reinas e infantes que dejan sucesión. He dicho los huesos, porque a los reyes en muriendo los llevan al pudridero. Allí los ponen bajo un goteadero de agua que va cayendo gota a gota y pudriendo la carne, hasta que quedan los huesos blancos como el papel. Todavía cuando yo estuve decían que estaba Carlos III en el pudridero. Yo estuve en aquella bóveda haciendo las reflexiones correspondientes sobre la fragilidad de las cosas humanas.³

“MI HISTORIA LE PARECIÓ UNA NOVELA, Y SEGURAMENTE FINGIDA...”

Un prisionero que se evade no despierta jamás, en el espíritu de quienes lo condenaron, sentimientos de cólera. Inspira más bien su piedad, pues fugándose acrecienta ciegamente sus propias desgracias, prohibiéndose toda esperanza de regresar a su patria. Entonces su culpa es mayor de lo que era antes de empezar a expiar su delito. CASANOVA, El duelo [1780]

Fray Servando, de no haber sido una personalidad de la historia americana, sería recordado como un gran escritor, el primero entre nosotros que memorizó su vida como literatura. Que sus palabras hayan sido tomadas como una verdad absoluta por la mayoría de sus biógrafos y comentaristas es un homenaje que el fraile jamás habría solicitado ni imaginado, una prueba de la nobleza de la imaginación sobre las miserias de la historia. Las Memorias de Mier son el testimonio de un hombre angustiado y perseguido pero dueño de la locura de la ficción. Por su formación eclesiástica y por sus modos de orador sagrado, el doctor Mier habría rechazado ofendido una lectura solamente novelesca —es decir, mentirosa— de su vida, en la proporción otorgada por el hecho de que él, letrado del siglo XVIII, no tuvo tiempo ni espacio para conocer la novela ni su aún escaso prestigio. No era lo suyo, como tampoco lo fue para un Casanova. Pero en Mier, como en el caballero veneciano, nace una figura novelesca de las fronteras borrosas entre la autobiografía y la ficción. Si Casanova se sirvió de la rica tradición galante, el padre Mier lo hizo adoptando la escritura picaresca, que, si no conocía de primera mano, al menos era una profunda corriente de aire a la que estaba expuesto. Volviendo a los hechos, encontramos que por órdenes de Marquina se le traslada a una celda más estrecha y hedionda. Se le amenaza de tortura. Mier se dice hijo del “gobernador y comandante general del Nuevo Reino de León”.³⁷ Según él nadie cree que un fraile asqueroso pueda ser “sujeto distinguido”. Pensará el

alcaide que es una estratagema para evadir su juicio como religioso. Preso durante 40 días —cifra emblemática: como el lego juanino que lo había socorrido o como Jesús en los infiernos en algunas tradiciones—, sale para rendir un testimonio completo. “León”, dice, “echó aquí el resto de la baraja, guardándose sólo una sota miserable. Comenzó por el sermón de Guadalupe, como si esto no fuese un asunto terminado en autoridad de cosa juzgada. Luego siguió con los informes reservados del arzobispo, a cuya sombra, como si fuesen cargos auténticos y probados, había estado jugando conmigo a la pelota diez años.”³⁸ Mier vuelve a defenderse citando la absolución académica. Pero su fama ya era de temer: dos virreyes —Revillagigedo y Branciforte— lo habían procesado; “propenso a la fuga” se había largado de Las Caldas, lanzaba maledicencias sobre Manuel Godoy y su querida —como toda Europa, por cierto—, se vestía de seglar siendo religioso, le faltaba su título de doctor y, lo más grave, León lo acusaba de planear el asesinato del ministro Caballero. Los cargos son tan abundantes como confusos. La insistencia en el sermón más que una acusación es, sencillamente, un antecedente criminal presentado por el fiscal; las fugas son incuestionables, lo mismo que los dos procesos, aunque aparentemente Mier se había reconciliado con el “conde de Gijedo” (el antiguo virrey Revillagigedo) desde Burgos y éste le había dado una carta exculpatoria. Que no trajese su título de la Real y Pontificia Universidad es harto comprensible. Lo más grave atañe a la impostura de hábito, el drama teatral y psicológico central de la vida servandiana. ¿Por qué se vestía de seglar siendo religioso? Porque se había secularizado en Roma. ¿Entonces, se habrá preguntado León, cómo era posible que entre ¡los siete breves! que Servando decía cargar no estuviera el de secularización, firmado por Su Santidad Pío VII? La situación, es notorio, ponía en serios aprietos la credibilidad del doctor Mier. Toda la huida a Roma, pasando por París, tenía un solo objetivo: el breve de secularización, necesario para librarse en España de la persecución como religioso dominico. ¿A qué horas lo perdió? ¿No habría sido lógico que acusase a León y a cualquiera de los covachuelos de haber destruido o escondido ese supuesto pasaporte de salvación? Quizá consciente del aprieto, Mier dice que refutó las inepcias y acusaciones “citando sobre el cargo de ser religioso mis breves, que tenía, de completa secularización”. ¿Si los traía por qué no tuvieron ninguna utilidad? En este punto es necesario reiterar que es remota la posibilidad de que Servando haya logrado secularizarse por completo en Roma.³

El resto de las acusaciones —maledicencia, conspiración e intento de homicidio — eran desde luego tonterías. ¿Cuál era entonces la sota miserable guardada por León? ¿La inverosímil historieta del presunto intento de homicidio del ministro José Antonio Caballero o la pública inexistencia —una vez decomisado el baúl — del breve? Ante el alcalde, el vicario y el escribano de Madrid, Servando lamenta que la cuenta de su vida, que el amanuense anota mientras él narra, sea escuchada como una tergiversación literaria. Paradoja de un narrador prisionero cuya libertad está, aunque no lo sepa, en un ejercicio literario que es, al mismo tiempo, una acusación judiciaria contra su veracidad. “Mi historia le pareció una novela, y seguramente fingida...”,⁴ afirma un Servando que está a punto de vivir su reclusión más atroz y sabe que sus aventuras, reales o imaginarias, han sido descalificadas como mera literatura. Preso mientras escribe en 1819 sobre sus antiguas prisiones, Mier sabe que ni el alcalde Marquina del Madrid de Godoy, ni los inquisidores novohispanos darán otro valor a su testimonio que el del “fingimiento”, pues la desvergüenza no sólo es una forma de vida, sino una retórica. Nadie le cree nunca, como al despistado que entra de visita a un manicomio y a la hora de la clausura, al pretender salir, aclara inútilmente que él no está loco. Su manicomio es esa particular vivencia religiosa de la historia que sufrió Mier, y el loco no es exactamente Servando Teresa, del que tan poco sabemos, sino su proyección o su sombra, esa creatura novelesca, el prisionero. Para fortuna del fraile, sus Memorias se difundirán en una época, que aún no termina, donde la mentira romántica es la más apetecida de las narraciones. Todos hemos sido cómplices de fray Servando. En mala hora, sin duda, cuando ninguno de sus lectores o de sus comentaristas puede cruzar el espejo para rescatarlo. Él sabrá hacerlo. Si su historia es una novela, si finge, ello no le evitará volver a su “chinchero” donde duerme

sobre los ladrillos, sin otra ropa que mi mismo vestido, y por cabecera mi pañuelo de narices. El alcaide hace un registro a las siete de la noche y otro a las doce. Yo me tiraba en medio del calabozo para huir de las chinches; pero ellas

bajaban al olor del cuerpo y me acometían por todas partes. El alcaide, en la visita de medianoche, solía con los pies matar la procesión que hacían en hileras para venir sobre mí. A aquello de las cuatro de la tarde se me daba, como a los demás presos, un pedazo incomible de paladar de vaca, duro como una piedra, y un pedazo de pan negro y hediondo, que a veces no había, porque el hambre era tanta en Madrid [...] Este calabozo era separado y sin que allí se pudiese oír voz humana.⁴¹

Pasados los 40 días escriturales, el covachuelo León envía, como sabemos, los cargos.

Bajáronme a oírlos una tarde, llevándome entre dos, porque mi debilidad era ya tal, que no podía tenerme en pie. Con mis barbotas, porque en la cárcel no se afeita a los incomunicados, debía de presentar un aspecto de muerto, porque habiéndome desmayado luego que llegué a la audiencia, oí que el alcalde dijo al vicario de Madrid: “Es necesario pasar a éste a la cárcel de Corona, no se nos vaya a morir aquí y luego tengan qué hablar en Madrid”. El mismo alcalde envió por vino y bizcochos para mí y me animó; se rió al leerme los cargos ridículos de León, se fue y me dejó solo con el escribano para que respondiera.⁴²

Servando carece de autoconmiseración. Podría decirse de él lo que Borges afirmó de las memorias de Diego de Torres Villarroel (1693-1770), un “documento insatisfactorio, ajeno de franqueza espiritual que [...] tiene mucho de naipe de tahúr y casi nada de corazón”.⁴³ Eso son, según creo, los papeles servandianos. A los herederos del romanticismo nos parece que Mier es un escritor sin corazón. Su narración como prisionero no produce mayor aflicción en sus lectores, pues la deshonra es un pudor sentimental que lo arropa, volviéndonos inmunes a su sufrimiento. Nosotros, como sus carceleros, creemos que Servando finge, que escribe una novela. A los covachuelos ese fingimiento les parece una autodelación, mientras que, en el lector romántico o en el practicante del realismo mágico, da lugar a un efecto de distanciamiento, que conserva, congelado como un cadáver, el enigma de la

literatura picaresca. El covachuelo y el lector desprecian, inevitablemente, la densidad de un dolor del que somos separados por una cortina de humo retórica. Tendrán que pasar décadas para que la literatura moderna llegue al clímax de la autoconmiseración y de allí se deslice hacia esas formas degradadas del gusto que hoy rechazamos como melodramáticas. Mier está antes de todo eso. Fuera de la literatura, Servando escoge una de las formas clericales de autobiografía religiosa, aquella que Erasmo —por ello la relación entre el erasmismo y la picaresca— se empeñó, sin mayor éxito, en expulsar de la espiritualidad católica. Mier no sufre como los mártires ni se presenta como inquilino que paga renta mística a la Iglesia. Lo suyo, propio de algunas órdenes mendicantes y cofradías seculares, es la negativa jansenizante a ostentar el dolor mientras Cristo siga sufriendo en la cruz. Y la ausencia de autoconmiseración, ese gracejo “pícaro”, es una manera devota de la resignación. La resignación servandiana es ante el dolor —o desde el cuerpo—, pero jamás frente a la injusticia. Porque le faltó corazón, fue un rebelde y no un místico. Acaso me explique mejor comparando la figura servandiana con la de otros prisioneros. Silvio Pellico (1789-1845) escribió uno de los libros más famosos del siglo XIX —Mis prisiones (1832)—, donde narra su reclusión de ocho años en la fortaleza austriaca de Spielberg. Carbonario, fue a dar allí como resultado de la conmutación de la pena de muerte ordenada por el canciller Metternich. Memoria de un independentista y de un conspirador romántico que morirá reconvertido al orden católico, Mis prisiones es una narración piadosa sobre la resignación ante el infortunio. El Bien invade trascendentalmente el universo de Pellico, al grado de que tanta es la perfección encontrada durante su prisión política —desde luego injusta— que asistimos a una inversión de los valores. Se cuenta la vida carcelaria como una purgación ígnea de la vanidad del rebelde, mostrando el hambre, el frío, los piojos o las amputaciones como meros accidentes en la búsqueda de la fe. No hay en Spielberg nadie que sea éticamente reprochable. Desde su camarada ateo hasta el más cruel de sus carceleros, Pellico sólo encuentra hombres buenos que hacen su trabajo, unos de rehenes, otros de custodios. No es Dostoievski encontrando la bondad lucífuga en el criminal más abyecto, tampoco el conde de Montecristo calculando la más bella de las venganzas. La cárcel de Pellico acaba por ser tan perfecta como la soñada por Bentham. Pellico dejó un mensaje ambiguo. Sus memorias carcelarias son el certificado de buena conducta de un renegado, lo mismo que una denuncia de la represión

austriaca contra la unidad italiana. Entre esta resignación jubilosa ante el dolor y el pudor desvergonzado de Mier hay una diferencia abismal. Transido por el romanticismo, Pellico recristianiza el sufrimiento y su autoconmiseración es tan escandalosa que se vuelve alegría de flagelante. Son las mismas chinches las que torturan a Pellico y a Mier. Pero uno las considera enviadas de Dios para liberar su corazón, mientras que el fraile Servando se rasca, rodeado de alimañas, cuya procesión mira con amistosa resignación. Pellico detestó el mundo al grado de que, romántico al fin, cambió el Mal por el Bien. Mier, como todos los grandes desvergonzados del siglo XVIII, ve en la prisión una sola ventaja: sólo de allí uno se puede fugar con certidumbre. Ahora descubro, pensando en lo repugnante que me fue leer la resignada clausura de Silvio Pellico, que mi atracción por fray Servando proviene del más infantil de los recuerdos literarios: la admiración por el escapista. Y cuando arriba mencioné, de pasada, El conde de Montecristo, descubrí que la relación, sin duda elemental, entre la novela más perfecta jamás escrita, como dice García Márquez, y las Memorias de Mier fluyó de manera subterránea e involuntaria hacia la necedad de escribir esta biografía. A diferencia de la novela de Dumas, cuya perfección radica en satisfacer del todo la ansiedad de secuela que late en todo lector infantil, siempre encontré incompletas y por ello misteriosas las apologías y relaciones servandianas, de tal forma que decidí, como el niño que queda insatisfecho con el desenlace de una película, obra por lo común infortunadamente abierta, continuar y concluir yo mismo la vida de Servando. Sacando partido de mi asociación, ¿algo une a Servando con Edmond Dantès? Sin duda, la fuga. Ambos son temperamentos lógicos que requieren de una educación para escapar. ¿El abate Faria es al infortunado Edmond lo que la experiencia moderna para Mier? Quizá. Pero para ambos, sin duda, la cárcel es el punto de partida de la libertad, opción que ambos escogen sin dudarlo, a riesgo de morir, pues tienen una cuenta pendiente. La venganza de Edmond Dantès es tan apabullante como el Juicio Final. La de Mier, hijo de la vida más que de la literatura y por ello creatura más imperfecta, es la fundación de una república. En los cabeceos del anciano Mier en Palacio Nacional, el cumplimiento criollo de la predicación apostólica podría confundirse con los millones de doblones atesorados en la inhóspita isla de Montecristo. Y para llevar a buen puerto sus tesoros, tanto Edmond Dantès como Servando se sirvieron de las máscaras y los disfraces, derrochando sin preocupación una fortuna que sabían pasajera en comparación con la victoria de ver cumplidos los tiempos bíblicos de la venganza.

Como Pellico, un tercer personaje —y con eso cierro mis comparaciones—, el vendedor de Biblias inglés George Borrow (1803-1881), no deseaba fugarse. Este hombre, más un pragmático agente de ventas que un predicador, recorrió España entre 1836 y 1840, pagado por la Sociedad Bíblica británica. Dejó La Biblia en España (1842), un libro notable por la negativa del autor a seguir los tópicos de la Leyenda Negra. Borrow nunca se detuvo ante ningún obstáculo en el cumplimiento de su deber, al grado de que su actividad protestante tuvo un éxito insólito para la España intolerante de esos días. Ni la cárcel madrileña detuvo a don Jorgito, quien una vez preso se negó a fugarse con la ayuda del cónsul británico, pues deseaba estudiar a fondo la psicología de los cautivos para divulgar entre ellos la Biblia. A este precursor del espíritu positivista lo sacaron a fuerza del presidio. Ni Edmond Dantès ni Mier describen a sus compañeros de prisión. Al héroe de Dumas le es imposible, dado que estará largamente incomunicado hasta la aparición tierna y milagrosa del abate Faria. Al fraile memorioso sólo le interesan sus enemigos covachuelos y las pequeñas bestias que lo enchinchan. Están desesperados por cumplir una misión y carecen de esa cómoda predestinación que permite a Borrow vivir por elección entre los presos. Como Pellico, el vendedor de Biblias dedica toda su atención a los otros: el católico italiano y el comerciante protestante hacen de la cárcel una fábrica. Uno produce bondad y el otro utilidades: Pellico es un romántico y Borrow un empirista. Antes que ellos, Edmond Dantès y fray Servando son rehenes de lo inexplicable. El joven Edmond Dantès, engañado por un rival celoso, es involucrado en una conspiración para que Napoleón vuelva de Elba. No lo sabrá hasta mucho tiempo después de abandonar el castillo de If; todas las evidencias serán insuficientes para Servando a la hora de reelaborar las causas de su detención y proceso a partir del sermón del 12 de diciembre de 1794. Ambas historias, con final feliz, transforman la celda en la matriz de la vida.

EL PURGATORIO DE LOS NIÑOS

Todo ha quedado disperso, todo tirado por tierra. Las nuevas auras se llevan las esperanzas antiguas. ¿Dónde huir? ¿No habréis de acogerme, fieras? Que, a lo que me parece, es posible encontrar entre ellas mayor lealtad. GREGORIO NACIANCENO, Fuga (Semo apologeticus de fuga) [362 d. C.]

La resignación de Servando ante el dolor es aprecio por la honra. El juez lo defiende, según Mier, ante el vicario: “‘Señor, los cargos no son más que una colección de pasajes trastornados. Está visto lo que es: una persecución del covachuelo’.” Y el fraile insiste en denunciar el origen de todas sus desventuras: el arzobispo Núñez de Haro, a quien acusa de mal obispo, “reprendido por el rey y por la Silla Apostólica”, sujeto que nunca predicaba y que derramaba sobre su familia todas las rentas del arzobispado. La andanada contra Núñez irrita al vicario. Acaso se le recordó al religioso el respeto que debía al prelado que lo había confirmado en el colegio mexicano de Porta Coeli en 1786. Y para atajarle el camino a Mier, el juez le dio un consejo: “‘Diga usted que tiene una cosa gravísima que revelar al ministro [Caballero] en persona. Irá usted allá, y cuéntele usted la maldad del covachuelo’. ‘Es inútil, o sería peor, porque León es su oráculo’.”⁴⁴ La incuria del covachuelo impedirá, acto seguido, que Servando se atienda de sus quebrantos en la enfermería de la cárcel pública, que al parecer era un hospital de nota, y León temía que el fraile lo utilizara para escandalizar. El juez le ofrece el socorro en las habitaciones del vicario. Y Mier se arrepentirá de desaprovechar esa posible entrevista con el ministro Caballero: “Hice mal de no haber admitido la propuesta de lo que me aconsejaba, porque aunque creo que León lo hubiera estorbado o informado al ministro mal de mí, podía haber hablado a los parientes que tenía en el Sitio Real, y ganado tiempo, etcétera.”⁴⁵ Puesta en duda tanto su secularización como su doctorado en teología, detenido

y enfermo, el fraile podía perderlo todo, como lo pensó al instante, pues cualquier ayuda del ministro Caballero dependería de la verificación que éste hiciese de la supuesta parentela influyente de Mier en los Sitios Reales. Desde las dos primeras estancias en Madrid en 1797 y 1800, comprobamos que Servando no tenía parientes de peso en la Villa y Corte, y, de tenerlos, poco les importaba su suerte. Presentarse desamparado ante el ministro era lo único que le faltaba para entregarse ante los covachuelos. El protestante Borrow se niega a salir de la cárcel pues no ha cumplido su misión, mientras que el criollo novohispano prefiere cerrar la última puerta antes que deshonrarse. Algo hay también, en Servando, de esa tozudez política de los antiguos padres del desierto, que antes de la espiritualidad dolorista de la Edad Media, vivían las persecuciones y el martirio con la fortaleza de una fe que no requería de sentimentalidad para justificarse. Por lo menos, gracias a la compasión del juez y del propio vicario,

mejoré de calabozo, por las chinches; pero a título de darme el más claro, aunque la claridad no alcanzaba para leer, me dieron uno cuya ventana caía a un ventorrillo del norte, y el frío era insoportable. El vicario de Madrid me hizo un vestido, que reservé para cuando saliera, y me mandó poner un colchón con su manta. El señor inquisidor Yéregui había vuelto de Francia, me mandó dar tabaco, costeaba una cenilla, y recogió mi baúl de la posada donde lo tenía, aunque creo que todos los libros curiosos que había traído de Italia y estaban fuera del baúl perecieron.⁴

Es una narración de clausura cuyo horror es idéntico al que Edmond Dantès y Pellico sufrirán en el castillo de If y en la fortaleza de Spielberg:

Todo el rigor del invierno, sin fuego ni capote, pasé en la nevera de aquel calabozo. La ropa se me había podrido en el cuerpo, y me llené de piojos, llené con ellos la cama, tan grandes y gordos que la frazada andaba sola; peor era que por el frío y no tener otro abrigo, me era preciso estar lo más en ella. Pedí un cajete con agua, y echaba allí a puñados los piojos, de los que me cogía por el pecho, el cuello y la cara; y realmente llegué a creer que me resolvía todo en

piojos de alguna enfermedad, como otros en gusanos. Con el frío, aunque tenía siempre atado mi pañuelo de narices en la cabeza, se me reventó el oído izquierdo, y sufría dolores que me tenían en un grito. Veía bajar a la enfermería por cualquier indisposición a los facinerosos, a los ladrones, a los reos de muerte y a los azotados públicos; y yo me veía morir en el calabozo, aunque había resultado inocente.⁴⁷

A Silvio Pellico lo salva la fe en la bondad evangélica y Edmond Dantès habría desfallecido sin la aparición maravillosa del conocimiento por medio del abate Faria. En Mier no hay autoconmiseración mística ni romántica, en ésa, la única ocasión que estuvo a pocos metros del tormento. De esos sufrimientos se escapa otra vez una de sus imágenes más afortunadas, esa procesión de alimañas que más que atormentarlo parecen ser su única compañía, prueba de la continuidad sarcástica de la vida. Sospecho que la maldición erasmiana se realiza en esa tortura tan propia de los llamados estados de perfección, esa ropa que se confunde con el cuerpo, propia de la autoflagelación como del arquetipo del monje apestoso. Servando nunca es tan fraile como cuando otra clausura —la cárcel— sustituye a la clausura de la que huía sin éxito. La prisión parecería ser consecuencia de la ineficacia o inexistencia de su secularización. Pero la cárcel pública es sólo una antesala del purgatorio al que Mier será remitido sin piedad.

En fin [nos dice abreviando la crónica de sus sufrimientos], a fines de enero de 1804 bajó la orden real del pícaro León para que se me llevase a la casa de Los Toribios de Sevilla. Cinco o seis días antes de partir, el inquisidor [¿Yéregui?] consiguió con el alcaide que secretamente me bajase a la enfermería para poder darme los breves de Roma, que, en efecto, me entregó. Para bajar me quité toda la ropa, y me vestí la que me había hecho el vicario de Madrid. Cesaron entonces los piojos; pero a la cama entera, con la ropa que me quité, tuvieron que quemarla. Me afeitaron en la enfermería, y de oso comencé a parecer gente. Pero estaba muy malo, y, no obstante, un día muy de madrugada se me obligó a montar con un alguacil en un calesín escoltado de tres soldados a pie de

infantería ligera.⁴⁸

No será la última vez que veremos a Servando viajando en mula, preso y herido, por los vericuetos de la viña del Señor. Esos cuadros, pinceladas de una prosa libre, casi lo santifican en la memoria. Preso parecería dueño, si no de su destino, al menos de las coordenadas de su existencia, situado temporalmente en un lugar del que sabemos, aliviados, que escapará. En descampado, en cambio, sus cadenas se ven indestructibles y su cuerpo parece condenado a desaparecer entre los andrajos de un hábito y la miseria de la corrupción.

Moría [nos dice] con el dolor de estómago y del oído, y fuimos a dormir en las inmediaciones del Sitio Real de Aranjuez, a donde actualmente estaba la corte. Aquella noche me apretaron tanto los dolores, que pedí confesor y médico. “Señor”, me dijo el alguacil con mucha sorna, “encomiéndese usted a Dios para que le alivie y le dé paciencia, porque aunque usted se muera, morirá sin confesión ni médico.”

El descenso al purgatorio, le dice su vigía, terminará en el infierno... Pero Servando tiene todavía fuerza para protestar y pedir explicaciones:

“¡Hombre!” [le dice.] “¿Por qué ha de ser esta barbarie?” “La razón es clara”, me respondió. “León sabe que todo lo que está haciendo con usted es una iniquidad; usted tiene parientes en el Sitio y en el mismo palacio del rey. Si lo saben, León lo pasaría mal; pero mañana, si usted vive, luego que nos alejemos del Sitio un par de leguas, le doy a usted palabra que nos detendremos hasta que usted se cure.”⁴

Pensaría que el propio Mier, mientras rodeaban Aranjuez, habría alardeado ante sus custodios de la fabulosa parentela que lo llevaría, indignada, ante los pies de Carlos IV reclamando justicia. Pero esa fantasía de salvación quedará atrás.

Como sugirió el alguacil “así lo cumplió, y yo mejoré del oído con leche de mujer, aunque en el camino me retentaba, y con tal vehemencia, que yo, no pudiendo aguantar a que se entibiase el agua de malvavisco con que se me curaba, metía la cabeza toda en el agua hirviendo, y se me peló de la parte donde la clavaba en el cazo del agua, hasta hoy”. Y en un giro de talento novelístico, Mier interrumpe la narración de sus pesares para contarnos la historia del purgatorio de los niños que habitará: “Cuando llegamos a Andújar acabé de sanar; y mientras llegamos a Sevilla, caminando por entre nieve, en lo que tardamos dieciséis días, voy a contar lo que se llaman Toribios en Sevilla.”⁵ En la narración de su estancia en Los Toribios de Sevilla, Servando une en un solo espacio varias de sus obsesiones: la Leyenda Negra, la tristeza de la condición religiosa y el cuadro picaresco de ese purgatorio infantil al que va a dar el infortunado fraile. Tomando la pluma con ese alivio con que un escritor sabe emprender su propia curación, Mier nos cuenta que

Ésta era la más bárbara de las instituciones sarracénicas de España. Un tal Toribio, librero viejo en Sevilla, aunque él era asturiano, tercero de las órdenes de Santo Domingo y San Francisco, viendo la multitud de muchachos anónimos que andaban ladroneando por el mercado de Sevilla, determinó recogerlos, educarlos y darles oficio. Para esto vendió sus libros, tomó una casa a propósito, y con bizcochos y merengues fue atrayendo a ella los muchachos, como para enseñarles la doctrina. Cuando hubo atraído una porción considerable, los tomó por asalto y encerró en su casa: y regalando y acariciando a los más grandecitos, éstos le sirvieron de guardianes y escolta para la gente más menuda, a quienes sujetaba al vapuleo frecuentísimo. Les daba de comer y los llevaba cada día al palacio del arzobispo a rezar a coro la doctrina, y al palacio del asistente.⁵¹

La historia de esa “institución sarracénica” está bien documentada. Según informe del polígrafo español Vicente de la Fuente en 1880, ese correccional tuvo su precedente en la empresa del piadoso albañil Juan Borgi, quien en la Roma del siglo XVIII llegó a recoger a más de cien muchachos menesterosos a los que alojó en las ruinas del Teatro de Pompeyo. Hubo en España, como Mier dice, un tío Toribio dedicado al cuidado y la protección de los predelecos. Empresa de la Leyenda Negra, se lamenta el cronista, esta casa de caridad y

beneficencia fracasó, al grado de que hasta medio siglo después de la estancia de Servando, cada vez que un sevillano se topaba con un joven indócil, lamentaba que ya no hubiese toribios para meterlo en cintura. Toribios se llamaba popularmente a los “frailes” dedicados a corregir a esos mozalbetes mediante el látigo y el hambre en lóbregos calabozos. Y después por Los Toribios se entendió tanto a la institución como a su emplazamiento. De la Fuente aclara que ésos son los recuerdos de la decadencia de una institución cristianísima fundada en 1723 por el varón honrado que los bautizó, don Toribio Velasco, natural de San Pedro de Pinares en Oviedo, dedicado a corregir a los “niños abandonados, vagos, holgazanes, perezosos, ladronzuelos, desvergonzados, procaces, soeces, que abundan en todos los grandes centros de población, el gamin francés, el que llamamos ahora granuja: cuesta trabajo escribir esta palabra ante una corporación respetable, pero la palabra pilluelo tampoco satisface, es demasiado blanda”.⁵² Esos granujas, de tan rancio abolengo castellano que inspiraron Rinconete y Cortadillo, así como el curioso diálogo de los perros Cipión y Berganza, en Cervantes, fueron reducidos por don Toribio al régimen de casahogar, con tal éxito que esa caridad se extendió por otros pueblos de Andalucía. Muchos desconsuelos causaron a don Toribio los rapaces, que en una ocasión escaparon en desbandada. Pero impuso en Los Toribios de Sevilla un “régimen republicano” basado en la sencillez de la más impoluta doctrina cristiana. El arzobispo los bendecía cada vez que salían de procesión y Carlos IV no se olvidó de dotarlos con un beneficio de dos mil pesos. Alguna vez un torero, ansioso de seducir a una viuda devolviéndole a su creatura presa en Los Toribios, se atrevió a levantarle la mano a don Toribio, lo que provocó que los muchachos se lanzasen contra él como “traílla de perros”.⁵³ Toribio Velasco murió en 1730. Y lo sucedió, con beneplácito del arzobispo, el hermano Antonio Manuel Rodríguez que, de acuerdo con el temple ilustrado, dotó al instituto de talleres de ciencias y manualidades. Pero el éxito social y económico de Los Toribios, ahora habitado por granujas convertidos en ejercitantes, que dotaban al rey de comerciantes, marinos y soldados regenerados, atrajo la proverbial envidia española y Rodríguez fue depuesto a favor de un tal Hernández, persona de fundamento que malversó fondos. Para 1766 la casa estaba en decadencia y un episodio de sangre provocó su clausura en 1829. Siendo una obra pía solamente autorizada por el arzobispo de Sevilla, y no un instituto religioso, los hermanos que la administraban no eran frailes.

Ignoramos exactamente cuándo se convirtieron Los Toribios en prisión política, aunque la Vida literaria de Villanueva, al hablar del caso Malaspina, arroja alguna luz. Fue Alejandro Malaspina (1754-1809) un expedicionario italiano que recorrió América de Alaska a Tierra del Fuego, conspiró contra Godoy y fue preso en La Coruña en 1795. Su castigo se extendió a impedir la publicación de su Viaje político-científico, donde abundaban las alusiones a la catastrófica política borbónica en las Indias. Un espía de Godoy, el amanuense franciscano José Gil (1747-1815), clérigo menor de Sevilla, ofreció sus servicios a Malaspina como editor. Gil era considerado “un engreído semisabio” por intelectuales como Blanco White. Gil, a quien honra haber cortejado a Lady Holland, sabía demasiado y fue encerrado en Los Toribios poco antes que Mier.⁵⁴ El legendario Toribio es uno de los verdaderos personajes de la “novela” servandiana, tan escasa en caracteres dada su concentración egolátrica. Es una anticipación picaresca del Abel Tiffauges de Michel Tournier en El rey de los alisos, secuestrador y corruptor de niños, también justificado por una legalidad tan piadosa como crudelísima: “Aunque todo era una violencia, el asistente y el arzobispo disimulaban por el bien que se seguía, pues aquellos muchachos no eran sino el semillero de los bandoleros de que siempre está infestada Andalucía.” Y como el gigante cazador de niños para el semillero nazi en Prusia, “Toribio salía de noche con sus muchachos grandes a hacer capturas de anónimos, no sólo en Sevilla, sino en los lugares inmediatos. En vano reclamaban las madres; no había quien las oyera.”⁵⁵ Esta jaula es el Anti-Emilio que Mier elige para rematar su arquitectura de la Leyenda Negra en su forma de convento panóptico:

Toribio había formado en senado a sus muchachos prisioneros. Ante él presentaba al nuevo prisionero que caía, y lo acusaba de una multitud de delitos. Las sentencias de los muchachos eran a cuales más crueles. Él las rebajaba, prometiendo la enmienda de parte del muchacho prosélito, y las reducía a venticuatro azotes, que quedaron asentados por pensión del ingreso.⁵

Los Toribios horrorizaron al distinguido alumno de los dominicos novohispanos. Servando nos presenta la casa de los locos de la Contrarreforma, la sede de la

vigilancia y el castigo. La Leyenda Negra convirtió la obra pía en purgatorio: “La cosa fue progresando con las limosnas, y los muchachos fueron sabiendo leer y escribir, y aprendieron oficios de tejedores, o fabricantes, de zapateros, etcétera. Pero también progresó en barbarie, y se acreditó en ésta de tal manera, que de todas partes se comenzaron a enviar a Berbería todos los muchachos indómitos y traviesos y luego hasta los hombres.”⁵⁷ El doctor Mier ya está utilizando el componente más propiamente volteriano de la Leyenda Negra: tanto España como su catolicismo pertenecen ignominiosamente al dominio del Gran Turco, Berbería, que comienza en los Pirineos. En el Mahomet (1739), Voltaire usa el mahometanismo como mascarada para opinar contra jansenistas y jesuitas, pues, dice, el fundador del Islam fue un charlatán y un fanático, y, peor aún, un parricida, cuyo reino empieza en España. Imitando a Montesquieu, el prerromántico José Cadalso escribirá esas Cartas marruecas (1788) con la intención de equilibrar, desde la mirada de unos sabios marroquíes, las visiones negras de los viajeros de la Ilustración contra la facundia clerical hispánica. Pero la fuente principal de Mier será “el arzobispo de Malinas”, el funambulesco abate Pradt, que fue diputado del clero en los Estados Generales de 1789, Gran Limosnero de la corte de Napoleón en 1802 y después influyente propagandista de la Independencia americana. Citando otra vez las Mémoires historiques sur la Révolution d’Espagne (1816), Servando pregunta: “¿No tiene razón el arzobispo de Malinas cuando dice que España se cuenta en Europa por un error de geografía?”⁵⁸ La frase antiespañola que coloca a una España salvaje como parte de África y no de Europa, atribuida comúnmente a Voltaire, se remonta a la rebelión de Guillermo el Taciturno en el siglo XVI. Recordando la emoción de fray Servando frente al saludable y albo niñerío que bendecía la liturgia de la Iglesia Constitucional, apenas es necesario contrastar a la España negra confirmando a un pelón de hospicio cuyo malhadado destino lo ha llevado con Los Toribios:

Se le rapa al momento la cabeza; antiguamente se le marcaban los veinticuatro, luego se le ponen grillos y comienzan el hambre y el rezo. Antiguamente se seguían todo género de atropellamientos. A una salutación se respondía con un bofetón, que bañaba en sangre al saludador. A una razón se satisfacía con una

pateadura. De ahí dobles grillos, potro, mordaza, cadenas, barras de hierro, palizas, látigo. Y no hay a quien quejarse, porque no se permite allí escribir, ni recibir carta ni otra comunicación.⁵

La transformación de Los Toribios en prisión y manicomio queda documentada:

Un tal Mier [Servando nada dice de la homonimia] realzó de crédito a la institución. Tuvo a sus órdenes algunos inválidos, que allá llaman culones, y hasta hoy luego que alguna mujer se queja de su marido, una hermana de su hermano, etcétera, al mayordomo de Los Toribios, juez supremo y árbitro de policía en Sevilla, con tal que tengan que pagar la peseta diaria para la manutención del preso envía sus culones y se lo traen atado como un cohete. [Los locos, dice Servando, eran ascendidos a] hermanos de Los Toribios (así por irrisión se llaman aquellos arraeces), y me decían ellos que se quedaban espantados del exceso que había con Los Toribios respecto del mal tratamiento de los locos. Esto les valía algunas cuchilladas de varios que los encontraban en la calle después que habían salido de Los Toribios. Y si alguno moría en la demanda, se cumplía con enviar la partida del entierro, como entregan los arrieros el fierro de la bestia que se les muere con la carga.

Pocas veces la prosa servandiana es tan dúctil como al entrar al purgatorio de Los Toribios: redactadas en 1819, las Memorias de Servando culminan una tradición narrativa de la lengua que fue la de Feijoo, Cadalso, Torres Villarroel, José Francisco de Isla y Bartolomé José Gallardo. Y el episodio de Los Toribios en Mier revela que, al lograr salirse del interminable alegato canónico, el fraile forma microcosmos narrativos que a veces explican su experiencia mejor que sus pesares más íntimos e intransferibles. Un párrafo más abajo, Mier tendrá la honestidad de decir que a su llegada a Los Toribios aquellos rigores habían amainado. Esa confesión realza la presentación de aquel hospicio como su metáfora espacial más acabada de la España negra, la que tenía presos a Jovellanos y a Servando. Hablando desde la Restauración (“como ahora, después del regreso de Fernando”), Mier recuerda que, a comienzos del siglo, Los Toribios eran uno de

los depósitos preferidos de Manuel Godoy y del “bárbaro ministro Caballero”, y que, “a tiempo que yo iba para Los Toribios, el célebre ministro Jovellanos, honor de la nación, yacía en una cartuja para aprender la doctrina cristiana; el famoso doctor Salas Salmantino, estaba en un convento de Guadalajara; y el célebre padre Gil, clérigo menor, que después fue de la Junta de Sevilla, en Los Toribios, de donde salió poco antes de entrar yo”. ¹ En sintonía con sus malas compañías hispanoamericanas, aquí ya Mier se presenta no sólo junto al noble Jovellanos, sino a otros opositores al reino mangoneado por Godoy, como Ramón Gil de la Cuadra (1775-1860), protagonista liberal en 1820, quien en 1804 estaba en Los Toribios. Para Servando su remisión al purgatorio de los niños, de los inválidos y de los locos era una condena a muerte: “Allí me enviaba León para que me despachasen de esta vida; pues en la finura de mi constitución, en mi edad y en la debilidad suma que traía de la cárcel de Madrid, claro está que no podría resistir a tales maltratamientos.” ²

VERSIFICADOR DE LAS ALMAS EN PENA

El purgatorio sobrepasa en poesía al cielo y al infierno, porque representa un futuro que les falta a los dos primeros. CHATEAUBRIAND, El genio del cristianismo [1802]

¿Un fraile en el purgatorio? Nada más lógico. Casi deseable. Tal como lo cuenta Jacques Le Goffen El nacimiento del purgatorio, la invención del purgatorio no pudo menos que ser obra de clérigos que vieron, imaginaron y poblaron ese refrigerio entre la condenación y la salvación. San Gregorio Magno dejaba morir a los monjes enfermos, culposos por relapsos, para que se arrepintiesen, mediante los rezos y fervores de sus colegas vivos, en la dura incertidumbre del purgatorio. Servando, salvado por la ironía antes que por la religión, se sabe en el purgatorio en Los Toribios. Situado en un nuevo emplazamiento, “un gran caserón viejo en el barrio de La Macarena”, la institución correccional conserva como anfitriones distinguidos a un hervidero de chinches. En la planta alta se ubican el oratorio y la vivienda del capellán. Los “ejercitantes distinguidos” o presos acomodados pagan diez reales para contar con criado y portero, un “toribión fatuo e imbécil”. Eso no quiere decir que pese a ya no haber “azotes ni para los toribios”, no se les reciba “con un par de grillos o un grillete, por algunas horas o algunos días, conforme venían recomendados, un par de horas de encierro en una de las tres viviendillas, y acabóse. Bien que todo esto dependía del buen placer del clérigo mayordomo, que podía (si quería) renovar toda la antigua barbarie...” ³ Como acostumbra nuestro doctor, tan pronto es recibido en su nueva reclusión presenta, ahora al clérigo mayordomo, sus inútiles o dudosas credenciales. Otra vez enseña sus “breves y el discessum, como llaman en Roma, o dimisorias del Sumo Pontífice, que aseguraba ser mi conducta irreprensible”. Otra vez su carcelero se queda “atónito” de que hombre tan recomendado ingrese al purgatorio. Pero “la orden real del pícaro León decía que se me enviaba allí por soberbio, y haberme hallado vestido de secular siendo religioso”. ⁴

Seguimos en problemas. Según Mier, se vestiría de secular —siendo religioso— por pura humildad. ¿No que estaba secularizado?, se preguntará el desconfiado lector. Ocurre, nos recordará el fraile, que Su Santidad lo autorizó a seguir vistiendo de dominico. ¿Entonces para qué disfrazarse de secular? ¿Y de qué sirven las dimisorias de Pío VII que carga? Servando se escandaliza de ser llamado apóstata, pues ése es el término exacto para llamar a los frailes o monjes que escapan del convento, e intenta otra explicación:

En cuanto a habérseme hallado vestido de seglar, siendo religioso ¿cómo no se atrevía León a llamarme apóstata? ¿Habría dejado este malvado de acriminar un delito tan malsonante? Ya yo había declarado ante el alcalde de corte, que estaba secularizado. La respuesta, si León lo dudaba, era pedir los breves que citaba. Pero él se guardó bien de eso, porque entonces quedaba sin arbitrio para enviarme a un destino arbitrario, porque era necesario proveer a mi manutención, y la Secretaría de Hacienda no estaba a su disposición. Le convenía, pues, suponerme religioso (aunque sin atreverse a llamarme apóstata) para mandar al procurador de México pagase mi transporte y mis dietas en Los Toribios. ⁵

El clérigo mayordomo, como usted y yo, entiende poco, salvo que el covachuelo León, amparado por una ordenanza real, solicita a Los Toribios suficiente resguardo en aquella casa “para reos de semejante criminalidad”. Él mismo ignora la utilidad de los breves que trae, si es que los carga. Interesa o fascina saber que fray Servando entra al purgatorio en la penosa —él la sabe ridícula— calidad de travestido eclesiástico. Por milésima vez culpa al arzobispo Núñez de Haro, pues en el origen de su persecución lo tildó de soberbio, lo que remite a Mier a recordar la teología moral (“dice el Espíritu Santo que ‘el principio de todo pecado es la soberbia’”) y a escribir una notable frase de autojustificación: “Pero las pasiones no son pecados graves, mientras por ellas no se quebranta algún mandamiento del Señor, ni a ningún juez de la tierra toca castigar los afectos del ánimo. Entonces se podría responder con Jesucristo: Qui sine peccato est, primus in eam lapidem mittat.”† Su viejo superior, el padre Gandarías de Santo Domingo de México, podría habérsele aparecido, a las puertas del purgatorio, para poner en regla a su

alborotado discípulo. Sólo un religioso soberbio podría considerar —con una argumentación sobradamente molinista para estar en boca de un dominico— que las pasiones no son pecados graves y que nadie en la tierra puede juzgar los afectos del ánimo. Pero la soberbia del travestido es motivo suficiente para ir a dar con sus huesos a la purgación. La vida religiosa —la pertenencia a una orden —, lo mismo que la vida del presbítero —autorizado a sacramentar—, exige, en el primer caso, vivir “un estado de perfección” y en el segundo, al menos, la resignación ante los castigos eclesiásticos. Cuando Servando apela a las pasiones y a los “afectos del ánimo” se cruza otra raya en sus Memorias. Quedó atrás la víctima candorosa, el reo de su propia inocencia. Estamos en enero de 1804. Ya son casi diez años de dolor y de persecución, de azorado descubrimiento no sólo de la injusticia, sino de las fugaces alegrías que pueden purgarla, sea la visión de los niños tan limpios del abate republicano Grégoire o esas mujeres tan feas tijereteadas en el paisaje romano. Pero Mier es avaro. Nuestra expectación quedará defraudada. “Ni crean”, parece decirnos, “que verán nacer un romántico. Nada de confesiones. No soy Rousseau ni Chateaubriand. Soy un cura de aspecto dudoso que tramita su papelería con el mayordomo del purgatorio, en el barrio de La Macarena, con los toribiones fatuos e imbéciles.” Así que debe continuar la comedia frailesca de los vestuarios. El covachuelo ordena que Servando se vea sujeto a “la pobreza del religioso”, a llevar “túnico de lana a raíz de la carne”, humillación para un elegante doctor dominico. Roma —afirma Mier— dispensó a la Provincia dominicana de México de llevar esa vestimenta de monje apestoso. ¿Pero qué otro aspecto esperabas tener, Servando, a la hora de entrar al purgatorio? Pero aun en semejante puerta, vigilada por una calaca —la sublime advertencia— según las tradiciones medievales, un clérigo hispánico puede cabildear, que para eso inventó la catolicidad las purgaciones. Gracias a la presentación de los breves, “autentificados por tres notarios, y que entre todos tenían 19 sellos parlantes”, Mier convence al mayordomo de Los Toribios de purgar sin ponerle el grillete y sin conocer “el corto encierro de costumbre”. ⁷ Servando se la toma con calma —es el tiempo de la espera— y describe, esta vez como si fuera novelista, a sus ocho compañeros de encierro. Dos de ellos gozaban de un régimen de semirreclusión, pues salían a la calle y volvían para dormir: Clementillo, el hijo de un portero de Medinaceli en Sevilla, y un joven toribio llamado Gaspar Montoya, capitán de honor y antiguo paje del rey. Uno

estaba preso “porque tuvo la humorada de tomar para su fábrica por diseño la casa de Pilatos en Jerusalén, donde no falta aún hoy sino el pilarito que tenía en el balcón donde presentó a Jesucristo en Ecce homo”. El otro más bien parece haber sido un soplón del mayordomo, a quien había prometido esposar a una de sus hijas. Entre los verdaderos reclusos aparece un homosexual (“un abogado joven y tonto, que estaba apesadumbradísimo porque Dios no le había hecho mujer”), un tratante americano de negros, un guardia de Corps simplemente feo y bárbaro, y dos jerónimos del Escorial, uno medio loco y el otro “gordo como un cochino, y del cual se puede decir que había nacido de la cabeza del diablo, como decían los poetas que Minerva había nacido de la de Júpiter”. ⁸ Ese engendro le tocará a Mier como compañero de cuarto. Es quien Servando no quiere ser y sin embargo es: el monje como aberración de la naturaleza. Será su martirizante espejo.

No he visto hombre más malo, más desaforado, ni más infatigable revolvedor e intrigante [se nos dice de ese] hijo del monasterio de Salamanca, de donde lo echaron: fue a un pueblo de Extremadura, de donde era natural, y levantó al pueblo contra su señor. Pasó a un monasterio, donde era prior un hermano suyo, e incitó a su hermano y a todos los monjes a hacer tales escándalos y alborotos, que el monasterio entero fue desterrado por el rey. A él lo desterraron a un convento fuera de Burgos, desde donde escribió contra los frailes a todos los reyes de Europa y a todos los grandes de España. Hizo, por fin, tales diabluras, que al cabo lo encerraron. Se les escapó y fue a acusarlos de contrabandistas ante el intendente de Burgos. [...] Como el intendente no hizo caso al fraile, se fue a la catedral, y agarrado de una reja del coro predicaba a gritos contra los frailes. Los canónigos lo separaron con dulzura y lo entregaron. Estos pasajes no son raros entre los frailes de España, como que son plebeyos.

Retratos semejantes se habían hecho y se seguirán presentando con Mier como sujeto, desde el informe de sus superiores dominicos en 1791 hasta aquel que dará cuenta de su salida del Santo Oficio en 1820. Servando, coincidirán sus enemigos, era malo, desaforado e infatigable revolvedor e intrigante. Lo echaron de la Nueva España por pretender levantar al pueblo contra las ortodoxas apariciones de la Virgen de Guadalupe. Fue de convento en convento por toda la

península, como preso y escapista, y dedicó su vida a escribir contra los frailes, apesadumbradísimo por serlo él mismo, y su voz desaforada llegó a los oídos de los reyes de Europa y los grandes de España, a quienes acusó de contrabandear los dineros y la honra de los americanos. Tras este autorretrato en negativo, Mier se lamenta de la comedia de frailes que enfrenta a los franciscanos observantes contra los alcantarillos o dieguinos, “a quienes ellos llaman descalzillos”, olvidando que él es un dominico siempre alerta contra la jesuitería. Y recuerda esas habituales escenas dieciochescas de grescas a pedradas, durante las procesiones, entre las diferentes órdenes. Pero lo más apasionante es que su sosías en Los Toribios, según Mier, “me acusó también a mí por medio del chismoso porterillo Clemente, de haber hecho en unos versos la descripción de Los Toribios”.⁷ Sólo ese monje, su aborrecible otro yo, puede acusarlo del delito de paliar “el tedio de la ociosidad” con ese poema dividido en 36 décimas, que Mier titulará “Gritos del purgatorio que padecen los ejercitantes distinguidos de la casa de corrección de Los Toribios de Sevilla. Escribíalos un cofrade, en la cuaresma de 1804, para excitar la compasión de las almas piadosas”. Los versos resumen la historia ya narrada del Toribio fundador:

Vendió cuanto había comprado de su vieja librería; y con una intención pía, aunque turca, almacenó cuanto anónimo encontró, o que a él se lo parecía.

Y recalan en la triste condición del alma prisionera:

Tal de chinches no vi afluencia ni de mosquitos Faraón, no tuvo la Inquisición tan descomunal pulguero; ni acometen a un trapero los perros con más tesón.

Décimas menores pero ingeniosas y simpáticas que revelan que la antigua literatura picaresca fluía por las venas servandianas y que Los Toribios de Sevilla había excitado en Mier no tanto al poeta anecdótico y circunstancial, sino al apuntador satírico. Servando se hace poeta en esos antros para escapar, de una vez y para siempre, a cualquier forma de desesperación religiosa. Al contar sus décimas, fray Servando versifica —en el sentido juglaresco de endulzar— una ordalía que quiere hacer pasar por tragicomedia. Toda evolución hacia el alma romántica queda cancelada en Los Toribios. Sumido en su condición frailuna y en la institución eclesiástica, Mier parece decidir, en estos versos, que su vida como aventurero moderno tomará la forma del incurable abate dieciochesco, valeroso ante los riesgos políticos exigidos por el nuevo siglo, confundido entre el Barroco y la Ilustración, pero indispuesto a mudar de piel. La cárcel en Servando no será ni la experiencia evangélica de Pellico ni el conocimiento para la venganza con el que Dumas dota a Edmond Dantès. No saldrá de Los Toribios, ni de ninguna de sus posteriores prisiones, convertido en otro hombre, madurado o encallecido por el sufrimiento. El dolor es un accidente del que sólo salva lo que nosotros llamamos ironía, y Mier nombra, nada desorientado etimológicamente, candor, es decir “ponerse incandescente, arder”, negándose a las purgaciones que enfrían el alma, y aceptando aquéllas, pues en el purgatorio estamos, que conservan el aura, la confianza del pícaro en la absolución:

A las seis de la mañana vuelven a sonar cerrojos, y oímos misa con los ojos a rejas de una ventana. Luego de maldita gana una parte nos mascamos del rosario, y dejamos para la noche otra parte, con una estación aparte que no está cuando nos vamos. [...] Este tan devoto diario se dice en el refectorio, de que hacemos oratorio por tener allí un calvario. Y no es juicio temerario que por tan mal rezadura está el Cristo en catadura mohína asaz, y de cansada está la Virgen sentada,

no en pie, como en la Escritura.

Ante el regustillo jansenista y dominico de las últimas cuatro líneas, Mier aclara con un asterisco que “un ejercitante aprendiz pintó el tal calvario, en que el Cristo está de malísima gana, y la Virgen sentada al pie de la cruz”. Y tras dibujar la desgraciada vida en aquella casa “morisco-hispana”, escribe la décima que le retrata, inolvidable como ese escritor prisionero que aprendió a ser:

El callar a todo pero es preciso; nada escribas, porque aunque estás entre escribas no se permite tintero

Y su condena del despotismo —Mier nunca sirvió a ninguno— queda grabada en esa celda:

Almacenes infernales hay de grillos, de cadenas, de mordazas y otras penas, con barras de buques reales. Culones y otros que tales ministros del despotismo, que como los del abismo

no tienen gusto cabal sino cuando, haciendo mal, le rompen a uno el bautismo.

“Seguían ahora”, es Mier quien nos interrumpe, “las historias de las ánimas que estábamos en el purgatorio, aunque sin nombrar a nadie, y concluía como gritan en España por las ánimas”:

Última Haced bien por las benditas ánimas del Purgadero, pues puedes ser compañero de nuestras penas y cuitas. Aunque títulos repitas, fraile, clérigo o guerrero, si te coge caballero,⁷¹ a pesar de tu inocencia, sin remisión ni indulgencia, caíste en el agujero.⁷²

DE LA INCONVENIENCIA DE REALIZAR EJERCICIOS LITERARIOS EN EL CONVENTO

Aquí la envidia y mentira me tuvieron encerrado. Dichoso el humilde estado del sabio que se retira de aqueste mundo malvado. FRAY LUIS DE LEÓN [1527-1591] al salir de prisión en 1576

Ese descubrimiento de la naturaleza liberadora de la escritura, se haya producido en la cuaresma de 1804 o durante la redacción de 1819, muestra el uso que Mier hará de su candor. Lo que jamás le dan a Mier esos breves pontificios que aparecen y se esfuman, valiosos o inválidos, se lo brinda su travesura poética, que agrava temporalmente su situación penitenciaria, pero que lo convierte, milagrosamente, en un escritor que ha elegido serlo, más allá del orador sagrado, del historiador o del profeta político. A finales del siglo XVIII, Servando, como todos los predicadores instruidos, preparaba por escrito sus sermones. Sabemos, gracias a su testimonio, que la intervención tan desgraciada del 12 de diciembre fue antecedida de un buen número de borradores. Pero no es sino hasta la redacción de las 36 décimas en Los Toribios de Sevilla cuando Mier descubre su capacidad para recrear, como artista, sus agravios y sufrimientos. Quizás el soplo de las Memorias, de la Apología y de la Relación provenga de las décimas, que están lejos, lo repito, de toda autoconciencia romántica. Son la imitación neoclásica que salvó una vida. Repasemos la explicación detallada que Mier da de las condiciones en que se pone a escribir:

Allí nuestro principal martirio, fuera del hambre, era el tedio de la ociosidad, sin ocupación alguna, ni libro en que entretenerse. El intendente de Marina, don Juan Antonio Enríquez,⁷³ me había recomendado a su hermano, tesorero del rey en Sevilla, el cual solía ir a visitarme, y me recomendó a un clérigo, antiguo mayordomo de Los Toribios, que vivía allí jubilado con el título de administrador. Éste me dio tintero y papel, y yo para entretenerme me puse a hacer versos...⁷⁴

La explicación viene a cuento pues es acusado por el monje de denigrar al reclusorio con las décimas. Mier aclara que tintero y papel vienen a dar a sus manos como resultado de influencias que van de los ministerios a la buena voluntad de un jubilado, cuya cercanía desconocíamos y que, de ser ésta cierta, habría podido ayudar a Servando con urgencias menos creativas. Las Memorias fueron escritas en 1819 por todo un “intelectual”, preso político, quien además se consuela con la versificación. Antes de 1804 había escrito cartas y empapelamientos para defenderse contra el arzobispo y sus agentes e instancias en España, pero nunca para paliar el tedio. Y por si fuera poco, las décimas complicaron aún más su prisión en Los Toribios. Pero Mier se divierte. No carga su título de doctor teológico de la Real y Pontificia, pero le basta cualquier pluma para burlarse, con unas décimas, de sus celadores frailunos, llevando al máximo un regocijo donde es notoria la influencia retórica del Fray Gerundio, del padre Isla.

Se ve [que sus versos] no eran más que una chanzoneta, y entre gentes racionales se habría reído y celebrado como un rasgo de ingenio; pero yo estaba en Tetuán. Aún estaba todo en borrón cuando el fraile se lo dijo al porterillo, que corrió a avisarlo al capitanejo Montoya; y a la noche, mientras estábamos en el oratorio, vino éste con el mayordomo a registro y hallaron las décimas.⁷⁵

Presenciamos una divertida escena entre frailes sobre la esencia última de toda crítica literaria: la vanidad. El tal Montoya, a quien Servando había llamado “cómitre de Tetuán. [...] Que en dos años que ya va / de ejercitante o galeote, /

sin calzones ni capote, / ha parado en sacristán”, ofendióse. Ese capitán “se picó en extremo sobre la falta de capote y calzones, porque aunque era cierto que había que prestarle uno y otros para que saliera a la calle, era vanísimo y presumido en extremo”.⁷ Mier entiende por ejercitante al alumno aplicado de Los Toribios que realiza alguna tarea manual remunerada. Pero también se llama así a quien se ve obligado —en este caso por reclusión— a ejercitar prácticas devotas que no reúnen las condiciones requeridas para constituir una acción litúrgica. Y ese pleito literario entre ejercitantes, provocado por un fraile ingenioso, demuestra lo cómodo que Servando se sentía dentro de la vida conventual, en la que se educó y donde no temía las represalias por unas décimas destinadas a paliar no sólo su tedio, sino el de sus compañeros de encierro. Los gritos en el purgatorio serán los de las vanidades monacales ofendidas. La escena regocija a fray Servando, quien se burla gerundianamente de quien, como Montoya,

mandaba al necio mayordomo, lo alborotó contra mí. Subió éste al otro día, y con su boca de sopas y media lengua andaluza, me dijo: “Zeñó en todo ze mete uzté, hazta con la Virgen zantízima: zi eztá parada o zentada; eztará como ze le antoje. ¿Y por qué ze mete uzté con mi cabeza, zi ez grande? ¿Querría uzté que con ezte colpachón tuvieze una cabeza de molinillo?” Cuando yo vi que aquel majadero no entendía que lo que yo le llamaba en la décima 26 era tonto, le respondí con sorna: “Señor, todo está remediado con sólo mudar los últimos cuatro pies de la décima. ¿De dónde es usted?” “De Alpechín, y fui monaguillo aquí en esta parroquia de Santa María, donde soy ahora cantor.” “Pues ya está todo compuesto; hélo aquí:

De Alpechín es esta pieza, monago de profesión; solo hombre según Platón, dos pies y alta la cabeza.”

Salió peor el remedio que la enfermedad. El mayordomo, “que no las había visto más gordas en su vida”, le dijo a Mier: “¿Con que antez quería uzté que tuvieze cabeza de molinillo y ahora dize uzté que la tengo de Platón? La tendré como Dios me la dio. Vaya a que le pongan grillos.” De nada sirvió la erudita defensa servandiana, apelando a que “cualquiera sabe que Platón definió al hombre: Animal sin plumas, de dos pies, con la cabeza erguida; y que Diógenes de Sinope, pelando un gallo vivo, le echó en la Academia, diciendo: Ahí va el hombre de Platón”.⁷⁷ Ajenos a la mayéutica, los ejercitantes mandaron aherrojar al doctor Mier a una barra de hierro, con grillos y grilletes. Encadenado y encerrado en una torre de dos altos por crimen de lesa crítica literaria e ironía versificada, fray Servando anota que su cruel mayordomo “me visitó a las oraciones de la noche creyendo hallarme abatidísimo, y se asombró de hallarme contento. Yo tomaba todo esto con la zumba que merecía a los ojos de un filósofo que se halla entre hotentotes...”⁷⁸ Las citas de Platón y Sócrates lo han liberado tanto como esas décimas, pues entre picarones, Mier ha descubierto esas libertades de la escritura que van parejas con las del espíritu. Se compara con el sofista Anaxarco, quien acompañó a Alejandro Magno como consejero, aconsejándole respeto a la humanidad y a quien “cuando el tirano Necroción lo mandaba moler en un mortero: ‘Machuca —le decía— la vestidura de Anaxarco; a él no le tocas’.” E igualmente invoca, “entre todos mis atropellamientos, esta bella sentencia de San Cipriano: Non facit martyrem pæna, sed causa.”†⁷ Cipriano de Cartago (200/210-258) fue el primer obispo africano mártir y, dada la comprobada sapiencia teológica de Mier, debió de serle simpático, más que por ser el autor de un tremendo apotegma (“Fuera de la Iglesia no hay salvación”), por su negativa a aceptar la supremacía del obispo de Roma sobre el resto de los obispos. Mier refuta la afirmación del mayordomo cabezón de que el rey lo autoriza a encadenarlo por ser Los Toribios un colegio real. Y aunque le recuerda que “el rey nunca pone grillos a los sacerdotes, salvo el rey imaginario de los mandarines de América”, Servando, felizmente inspirado en Anaxarco y Cipriano, escribirá que “grillos y prisiones no infaman a nadie, pues los padeció Jesucristo, los Santos, los hombres más grandes, y siempre han sido el

patrimonio de la virtud y el mérito. La causa es la que infama, y yo no tenía ninguna, sino muy presentes los grillos de Motecuzoma.”⁸ ¿Descubrió Mier en Los Toribios que la honra es vanidad? ¿Qué tan lejos estamos del fraile acongojado por la pérdida de la respetabilidad? Ocurre que Servando, educado por el siglo y las prisiones políticas, presiente un nuevo tipo de honra, que viene del ejemplo socrático, de la sabiduría helenística y del martirio cristiano, pero que sólo activarán las crueldades revolucionarias de la modernidad: el honor de ser preso político, creación jacobina y romántica. Y en la última línea está la clave: sumados al peso de los grillos de los sofistas y de los mártires, son los grilletes del emperador Moctezuma los que le dan esa paradójica libertad. Es un clérigo perseguido, pero, antes que nada, un americano encadenado por serlo. Y si la causa es justa, más vale tomar la infamia con alegría. Pero las teologías y las filosofías no impiden que el grillete le hinche una pierna a los dos días. Le quitan las cadenas y se transforma en un príncipe del purgatorio, pues su torre tenía cuatro balcones desde donde atisbaba el vecindario y una bella vista de las huertas aledañas. Tras estudiar con ojo experto de escapista sus nuevas condiciones de reclusión, Mier, picarón, nos pregunta:

¿Por qué no me salí?, me dirán. Yo mismo estoy admirado, y no sé responder sino que soy el mayor benditón del mundo. El arzobispo había informado que era propenso a la fuga, y sobre esto insistió siempre León para tenerme en cadenas. Y puntualmente soy tan propenso a sufrir con tal paciencia los injustísimos encierros, que ha sido necesario reducirme a la última desesperación para pensar en salvar mi vida, conforme al consejo de Jesucristo: Cum persequentur vos, fugite.†⁸¹

Como había ocurrido cuando se fugó de Las Caldas y dejó un verso de despedida, Servando vuelve a amparar su escapatoria en el consejo de Jesucristo. Alimentando esa peculiar forma de vanidad que padecía, el candor, Servando no pudo fugarse por impedimentos técnicos. A uno de los frailes ofendidos por los versos lo vuelve a insultar, acusándolo de envidioso, pues cuando aquél llegó a Los Toribios lo tuvieron hasta ocho días agrilletado. Esos “dos pícaros”, el fraile

y el capitán Montoya, inventan otra argucia para clavar las puertas de los cuatro balcones desde donde Servando admira la villa. Un día baja de su torre para oír misa en el oratorio, pero manda a pedir su pañuelo olvidado en su antigua celda, lo cual se interpreta, no sé por qué, como señal de nueva fuga. Para no hacerlos quedar mal, Servando, una vez más, decide que las circunstancias ameritan que “el mayor benditón del mundo” vuelva a demostrar su incurable propensión a la fuga, misma que “ya lo comencé a pensar, aunque con indecisión. Nunca he podido persuadirme que los hombres hagan mal por hacer mal, ni se les deje de presentar en la conciencia la cuenta que tienen que dar a Dios de haber perjudicado a su prójimo.”⁸² Tan piadoso razonamiento, precedido de la posibilidad de que esta vez León sólo lo tenga preso poco tiempo en Los Toribios, decide la búsqueda feliz de un guardia corrompible, velador del hospicio de mujeres pobres ajeno a la prisión. Servando le da un peso para que le compre una lima: “El picarón avisó en Los Toribios que yo me quería escapar, y se cogió el dinero. Inmediatamente volví al encierro de los distinguidos.”⁸³ De poco le sirve enfermarse o fingir estarlo para mudar a situación más propicia. La comedia conventual se torna violenta. Pasaron los felices días de las décimas. Entre los dimes y diretes de la reclusión, el guardia de Corps decide acabar con el doctor Mier, pues

muy descuidado estaba yo, sin haber hecho ofensa alguna al guardia, cuando éste me cogió el pañuelo del cuello, que retorció hasta ponerme negro. El porterillo Clemente, que vio esto, corrió gritando que me mataban, a llamar al fraile que estaba inmediato, y éste respondió que estaba rezando, porque ya se ve [que] todo era de su orden. Cuando yo estaba en la última pavesada de la vida, mordí la mano de mi verdugo; me soltó, y me llevaron de allí a mi cama. El fraile supo trastornar de modo la especie que, en lugar de castigar al guardia y a él mismo, a mí me pusieron grillos y me encerraron.⁸⁴

En 1819 Servando sale con explicaciones no pedidas sobre su candor, un poco inoportunas, como cuando se delata como protagonista de riña penitenciaria:

Yo soy tan enemigo de cuentos, enredos y chismes, que jamás he reconvenido por ninguna calumnia que se me haya levantado, ni tomádome el trabajo de ir a desengañar a aquel de quien decían que yo había hablado mal. Me he contentado con el testimonio de mi conciencia, y despreciado todas las habladurías. He hecho mal, sin duda, porque así crecían las calumnias sin freno, me desacreditaban y me hacían muchos enemigos.⁸⁵

No podemos tomarnos el trabajo de ir a desengañar a fray Servando recordándole que, por reproducir cuentos y enredos, pasó de joven promesa de la oratoria sacra novohispana a preso político y que escribió para defenderse de la calumnia, haciendo con el testimonio de su conciencia la última gran obra literaria del virreinato... Mejor pasemos a describir la más famosa de sus fugas.

LA GRAN FUGA

Pocas veces viene el bien puro y sencillo sin ser acompañado o seguido de algún mal que le turbe o sobresalte. CERVANTES, Quijote, I, XLI, citado por Artemio de Valle-Arizpe, Fray Servando [1933]

—¿Cómo sabe usted todo? —exclamó—. ¿Es usted un demonio? —Soy un hombre —respondió gravemente el padre Brown—. Y, por tanto, tengo dentro de mí todos los demonios. G. K. CHESTERTON, El candor del padre Brown [1911]

Era verano en Sevilla, es decir, que el sol cae allí derretido, y mi prisión siempre ardía. Para que a la hora de comer o de cenar el criado loco toribio que me servía, no la tuviese abierta algún rato, se ponía mientras a la ventanilla que estaba al extremo del callejón Montoya, de quien temblaba el loco, porque lo batía. Ponía ante mí por eso el plato de la comida o cena, y pegaba un brinco fuera, gritando: “Fuego, que se abrasa uno aquí”. Tal era el vapor que despedía la hornaza. Yo, para respirar, derramaba agua sobre los ladrillos, y me tendía sobre ellos desnudo. Al fin resolví salvar mi vida.⁸

Las consideraciones previas y reiteradas sobre su candor se olvidan ante la urgencia de sobrevivir al horno de Los Toribios. Los grillos y grilletes le habían parecido ya una purgación suficiente. Así que:

Una noche, a las once, bañando con agua la pared, comencé a desmoronarla con un clavo alrededor de la ventanilla de hierro y alambres de mi prisión. A la una, puntualmente, acabé de arrancarla. Pero me hallé con una gran ventana de hierro. No obstante, me pareció que dándole garrote, fácilmente saldría; y sacando al colchón la lana, eché la ropa y toda la cama sobre una azotea para hacer después algún dinero, quedándome sólo con las fundas de las almohadas para dar el garrote. ¿Cuál fue mi susto cuando vi que por estar muy juntas las rejas y también los atravesaños casi nada cedió la reja? El estrago que debía padecer en amaneciendo me dio entendimiento y resolución; con lo cual di garrote a la otra reja, y viendo que cabía mi cabeza, forcé de vela; el pecho se unió a mi espinazo, di un grito terrible, involuntario, que no sé cómo no oyeron los culones que a mi vista estaban durmiendo, y me hallé del otro lado. Eran las dos de la mañana del día de San Juan de 1804, en que ya alboreaba. Cogí mi ropa, y un hortelano que ya trabajaba en la huerta me puso un palo para que bajara deslizándome.⁸⁷

Como Edmond Dantès, fingiéndose cadáver y cayendo al mar desde las alturas de If, Servando grita y nadie lo oye, porque, como al héroe de Dumas, sus carceleros lo creen muerto. Por su concisión narrativa y la enjundia del escapista, este párrafo ha fascinado a los novelistas que se han ocupado del doctor, convirtiéndose en la fuga tópica. Don Artemio de Valle-Arizpe, en su biografía novelada (Fray Servando Teresa de Mier y Noriega, 1933), presentada como discurso de recepción a la Academia Mexicana, resume esta fuga y la siguiente en una sola. En las cinco versiones que don Artemio trabajó de su Fray Servando, no cambió nada de la descripción tan fina del autobiógrafo, limitándose a recrudecer los adjetivos contra León, la bestia negra. Previsiblemente, en El mundo alucinante, Reinaldo Arenas convierte las fugas de Los Toribios en una sola metáfora: las cadenas que rodean y fijan el cuerpo prisionero de Servando son todas las imaginables, pero los carceleros olvidan atar su pensamiento, que al liberarse, hace caer, como en un terremoto, toda la cárcel. La liberación de Servando es, para el escritor cubano, obra prometeica. De la síntesis de Valle-Arizpe a la explosión de Arenas, transcurren los 30 años que vuelven protagónica la literatura latinoamericana, y uno de sus héroes novelescos, nuestro Servando, pasa de la galería colonialista de frailes revoltosos a símbolo de la libertad del pensamiento. Pero la Gran Fuga de Mier sobrevive en nosotros, sus

comentaristas, en su medida de clímax de las Memorias, cuando la purgación demuestra no ser infinita.

Puse el fardo de mi ropa sobre mi cabeza, que no era pequeño, sin llevar yo otro vestuario que la camisa, los calzones y los zapatos, y eché a correr siguiendo la muralla, hasta encontrar la puerta de San Fernando. Me senté cerca a aguardar que la abrieran, y creo que nunca la abrían. Ya eran las siete, y viendo pasar unas mulas, las seguí y salí por la puerta de Chiclana, barrio de los gitanos, que separa de Sevilla un puente de barcas sobre el Guadalquivir.⁸⁸

Era la media mañana del 24 de junio de 1804, festividad de San Juan Bautista, cuando Servando vio el escudo de Santo Domingo en la puerta del convento de San Jacinto. Y el fraile pide asilo en su Orden. Como en las narraciones medievales de Gregorio el Magno, es entre sus hermanos donde el religioso en purgación sabe aparecerse... y desaparecer. “El padre de mejor genio” escucha su “cuita” y le sugiere “poner tierra de por medio hasta los pueblos donde de noche recalan los barcos.” Suponemos que Mier le ahorró la trama secularizante porque en esta ocasión los dominicanos son misericordiosos y le franquean el paso hasta el embarcadero del Guadalquivir. Hospedado por unas buenas mujeres, Servando espera un largo rato. Al fin se embarca hacia Cádiz, pasando por Sanlúcar. Convence al barquero de que su equipaje es ropa y no trabucos o escopetas.

Navegamos seis horas, porque los barcos bajan de Sevilla con la marea que baja cada seis horas, y suben con ella de la mar lo mismo, parando, por consiguiente, de seis en seis horas. Yo vendí entre los pasajeros mi ropa de cama e hice algún dinerillo. Compré un sombrero en llegando a San Lúcar. [...] Al momento me embarqué para Cádiz; en su bahía tomé posada en la plaza de San Juan de Dios, sin saber qué hacer de mí, porque no hay cosa más embarazada que un hombre sin dinero y con vergüenza.⁸

Sin dinero, con vergüenza y sombrero nuevo, el doctor Mier ha cambiado una vez más de identidad después de su gran fuga. Tras la primera temporada en Los Toribios, Servando siente la necesidad imperiosa y fugaz de recuperar el calor de su Orden: “Estando en la Alameda, [...] vi un fraile dominico solo, sentado, y por el afecto que conservaba al hábito me llegué a hablarle y preguntarle en qué había parado el pleito del provincial de Castilla sobre el viejo vicariato general de la Orden, y entre la conversación dije que era un mexicano que venía de Sevilla. Él sospechó que era yo.” ¿Autodelación o petición de auxilio? Aquel fraile dominico sentado en la Alameda era nada menos que ¡el procurador de los dominicos de México!, quien finge otra identidad para que Servando desembuche. Era, nos explicará el candoroso, un fraile ahijastro —un religioso que tenía una hija— y, naturalmente, “a no ser un gachupín malignante se hubiera explicado conmigo, le hubiera mostrado mis breves, instruidole de todo, y ahorrado a su Provincia el gasto de mi manutención”. ¹ Sospecho que Mier, desesperado, decidió jugársela ante sus hermanos de Orden. Como los dominicos pagaban su manutención en Los Toribios —otra prueba de que para efectos eclesiásticos su secularización era inválida o desconocida—, el doctor escapista quiso negociar con el procurador —a quien obviamente conocía antes de acercársele en la Alameda gaditana— algún arreglo a su situación. El desenlace es previsible: otra prisión. Mier se dice engañado, pues

el negocio es perseguir al criollo, y él se lo propuso. Para eso me dijo que él gustaba mucho de tratar con los hombres instruidos; que a otro día comeríamos juntos, si yo quería decirle mi posada. Se la dije, y quiso que se la mostrase para no equivocarse. Yo con santa sencillez me fui con él a enseñársela, y ya en el camino me quiso prender, pues me suplicó le aguardase un momento a una puerta, mientras decía una palabra de paso a un amigo suyo. Después supe que era la casa del alguacil mayor, sino que no estaba en casa. Le mostré, en fin, mi posada, y de allí pasó a casa del gobernador a pedir mi prisión, como apóstata y escapado de Los Toribios, donde estaba de orden del rey. ²

Con indudable autoridad ese procurador dominico lo entrega al alguacil mayor,

quien lo encierra en la cárcel pública de Cádiz, y escribe inmediatamente, como era su obligación, a Los Toribios, diciéndoles “que el brazo de la justicia era muy largo, y no escaparía, porque ya me tenía preso”. Como única defensa, Servando escribe una carta al obispo afirmando estar secularizado, reclamándose como presbítero secular, “aunque con el nombre de Ramiro de Vendes, anagrama exacto de mi nombre y apellido, nombre que tenía en la posada, y que di también al alguacil mayor.” ³ Como prófugo de una orden real debe permanecer preso en Cádiz aunque logra liberarse de la jurisdicción dominica. Él mismo no sabía exactamente qué camino legal tomar para aliviar su situación: al insistir en su exclaustramiento huía de la férula de sus hermanos, pero quedaba en manos de la justicia ordinaria (Los Toribios). Peligrando su vida en Los Toribios —donde según la propia argumentación servandiana su prisión sería justa pues éste era un correccional público—, Mier se arriesgó a negociar su situación con ese procurador novohispano de los dominicos. Al fracasar la maniobra, se delata como portador de un nombre falso y, al fin, saca otra vez los breves a relucir para librarse de los dominicos. ¿Qué valor podían tener unos breves a nombre de otra persona? Más allá del papeleo, Servando era religioso o secular según su conveniencia ante el prestigio o el peligro. Los breves eran el truco de prestidigitación, que le permitía circular, como bufón, pícaro o víctima, por los entreactos de la comedia conventual. La cárcel pública de Cádiz, para un experto en habitarlas y en describirlas, resulta hasta hermosa, con una enfermería muy espaciosa, tres ventanas al mar y excelente comida. Estas vacaciones le sirven a Mier para mudar de ajuar — mucha falta le hacía— gracias a su amigo Manuel González, quien por medio del vicario lo pone en contacto con México, desde donde el fiel doctor Pomposo le había enviado 25 duros. Solicita la intermediación del “señor inquisidor Yéregui; pero había muerto, y la pesadumbre me puso en cama”. ⁴ La forma narrativa repite el esquema utilizado al llegar a Los Toribios: mientras el maldito León, ese “pícaro, como ya se supone, me vuelve a enviar a Los Toribios, contaré algo de los presos”. El purgatorio gaditano exhibe personajes de mayor nota —como un rico comerciante que se había fingido ministro del Santo Oficio contra un “clérigo travieso”—, a quienes los inquisidores tratarán, sin fortuna, de robar. Rodeado de pícaros, él mismo uno de ellos, fray Servando se adiestra en la vida criminal.

Sus inquisidores —a los que llama “zorras” siguiendo su manía zoomorfizante— lo adiestran para falsificar documentos (¿no sería al revés?) y hasta se entera de la caligrafía de las firmas de todos los ministros, sobre todo la de Caballero, maña que podía serle útil. Y desenfadado confiesa que “me enseñó cómo se falseaba la letra, poniendo debajo de una vidriera, entre dos sillas, una luz, y sobre la letra que se quiere falsear un papel delgado. Ni tanto se necesita si uno tiene principios de dibujo.” ⁵ Y como cualquier presidiario se hace de malas amistades en la enfermería, hablándonos de un “italiano ladrón-ganzuero” cuyas habilidades le permiten abrir puertas y ventanas. Se planea una fuga, “y yo hubiera ido con la comitiva. Pero la noche proyectada, a fines de agosto, vino el alguacil mayor a sacarme para Los Toribios...” El veraneo en Cádiz, que según su valiosa precisión duró del 24 de junio hasta fines de agosto, le sienta bien al reo recontrarreincidente, quien al embarcarse de regreso hacia la bahía Chiclana de Sevilla hace amistades entre la guardia que León le disponía “para honrarme y asegurarse”. Compadrea con un marinero y los soldados le arreglan su ropa y hasta le cosen los 16 duros restantes del regalo de su amigo don Agustín Pomposo en un cinturón de lienzo que llevará a ras de carne. Maleado, el fraile volador se jacta de haber ocultado “una buena navaja y unas tijeras, como mis breves, en las vueltas de mi citoyén; y cátame otra vez, a los dos meses, en Los Toribios, por disposición maligna del gachupín fraile procurador de México”. ⁷ Con los años y las prisiones, fray Servando se hace más fraile. Son esas estancias las más desesperadas, las que hacen que el hábito se pegue a su piel, más allá de sus contradictorios esfuerzos por desvestirse, o despellejarse. Esa segunda piel se la dio el arzobispo Núñez de Haro en su juvenil confirmación y será este príncipe de la Iglesia quien va abrigando a Mier de vestiduras y más vestiduras, hasta volverlo —como lo imaginó paradójicamente Reinaldo Arenas— una creatura esquelética rodeada de cadenas pero dueño de una fuerza sobrehumana. Servando, Houdini del convento. Encerrado y aherrojado de nuevo en Los Toribios en septiembre, fray Servando planea inmediatamente su fuga. La soldadesca lo ha equipado, durante la travesía, para hacerlo. Se lamenta de no haber aprovechado cuatro horas para esconder tras un ladrillo navajas y tijeras. Le caen los carceleros mientras cena y le quitan la lima. Un supuesto nuevo amigo vizcaíno, “a quien llamábamos

Rompiendas”, le advierte que se apoderarán de sus breves. Mier cae en la engañifa y los pone a recaudo con Rompiendas —el hombre de los calzones rotos— y este hombre —fraile, desde luego— se queda con los breves, las armas punzocortantes y los 16 duros. Con las cosas en su poder, el vizcaíno lo chantajea a cambio de un almuerzo y acaba fugándose con el dinero: “Rompiendas, yéndose, dejó, sin embargo, mis breves y papeles en poder del fraile. Yo salí desalado de mi prisión cuando lo supe; fui a ver en el cuarto lo que había dejado el fugitivo. Y viéndome sin breves, [...] y yéndose Montoya a Madrid, se los dio que se los llevara.” ⁸ La misteriosa historia de los breves termina... Por ahora.

¡Qué maldad tan cruel! ¡Dejarme sin pruebas de mi secularización y sin defensa contra León! ¡Dejarme sin dimisorias y sin las pruebas de todos mis privilegios! ¿Cómo lograr otros breves, y tan autentificados? Me costaron muchos pasos, empeños y trabajos. ¿Dónde coger dinero para procurarme otros? Sólo a demonios se les podía ocurrir tal maldad contra un infeliz perseguido y desvalido, que no les había hecho la más mínima ofensa. [...] Algunos de mis rescriptos conseguí después desde Lisboa, por empeño del secretario de la embajada de España. Los más respondió Montoya que los había quemado. ¡Qué iniquidad!

Poco importa ya saber si allí perdió al fin su documentación o si como narrador tomó la decisión de deshacerse de unos papeles que le habían costado tantas piruetas novelescas y existenciales. Es un fraile indocumentado y su condición antigua de dominico sigue siendo su única identidad. El hábito hace al monje. Preso en una cárcel pública, su caso pertenece —y pertenecerá— a la Orden de los Predicadores. Ocurrida la desgracia que invalidaba toda la ordalía de 18011804 entre Francia, Italia y España, Servando pasa, a párrafo seguido, a preocuparse de una minucia dominica, súbitamente resignado al destino conventual. Lo volverán a dispensar, meses después, del calabozo. Durante una cena en el refrigerio de Los Toribios, defiende a un joven preso español que en Londres habíase entregado a “la herejía y el libertinaje”. El mayordomo le reprocha que

“había vivido entre esos perros herejes que negaban la Concepción en gracia de María Santísima”. Don Servando desempolva sus glorias como doctor teológico de la Real y Pontificia Universidad de México, y sale a defender al falso hereje, argumentando que Su Santidad Gregorio XIII autorizó a la Orden dominicana la expresión de su viejo repudio, iniciado por Tomás de Aquino, contra la Inmaculada Concepción de María. Se ríe de la ignorancia supina del mayordomo. Sólo hasta el 8 de diciembre de 1854, Pío IX convertirá en dogma de la Iglesia lo que era solamente una opinión controvertible durante aquellas meriendas en Los Toribios. Sin sus títulos forrados en la ropa, Servando será más dominico que nunca y defenderá a un inocente con su risa estridente en el refrigerio. Pero tratándose de él ya nada puede ser tomado a broma. Es acusado de hereje y enemigo de la Virgen. Él se defiende con argumentos que ya conocemos: el Concilio de Trento aclaró que el libro de las revelaciones se cerró con el Nuevo Testamento, que afirmar o negar públicamente esa Concepción en gracia es herejía, error, impiedad, escándalo y hasta pecado mortal, pues es materia reservada a la libertad de especulación de los teólogos, y un largo etcétera que nos recuerda que había sido muy propio de un dominico lanzarse contra la leyenda guadalupana, asunto de controversia similar al inmaculantismo. Aunque Servando oculta que él mismo juró de joven por la Inmaculada, importa verlo aquí, otra vez, como predicador entre bárbaros, verdadero católico y teólogo cultivado entre frailes ignaros y covachuelos criminales. En las tierras medias del purgatorio, las llamas del infierno despiertan a los penitentes con asombrosas y terroríficas visiones que confunden el pasado y el porvenir. Antes de ponerse bravo y quisquilloso, Mier se reprocha haber olvidado que Sevilla es el lugar más fanático de España y que durante 40 años quemaron a los hombres con tanto entusiasmo que “aún dura el quemadero de cal y canto, como la plaza de toros, para asistir a la fiesta”. Que allí fue donde se inventó el bendito, que consistía en alabar antes del sermón a la “limpia Concepción”, lo que a los puntillosos doctores dominicos les pareció superstición pues reúne un artículo de fe con una mera opinión. Para evitar protestas el papa Julio III, de disoluta memoria, mandó decir un amén entre el sacramento y la Concepción. Previamente, cuenta Mier, un “teólogo de garrote” mandó callar a un muchacho que cantaba mal el bendito y, como éste siguió, lo asesinó de un garrotazo, colocándole un “silogismo en barbara que lo hizo callar para siempre”. La Virgen hubo de ser desagraviada tras esa muerte. El rey tomó cartas en el asunto. Ese amén, recuerda Servando, fue introducido contra la

cadencia del verso, y cuando era novicio le dificultaba la vocalización correcta del cántico.¹ Entre cronicones y bravatas teológicas, Servando la pasa mal, condenado

a ir a dormir todas las noches donde Los Toribios, en un calabocillo de dos pasos de ancho, sin respiración alguna. Y casi no dormía, porque siempre he sido delicado en artículo de sueño, y no me dejaba dormir el rosario de los toribios y los gritos de su arráez.¹ ¹ [...] Las infelices criaturas, levantadas desde las cinco de la mañana al oratorio, que dura una hora, como otra por la noche, muertas de hambre y cansadas del trabajo de todo el día, se caen dormidas sobre las camas. Despierta el arráez, da gritos, vuelven los pobres muchachos a cantar algunas avemarías, y vuelven a caer. Así están toda la noche, y yo la pasaba en vela.¹ ²

Las almas del purgatorio ya no componen décimas. Son frailes, niños y adolescentes que gritan entre las avemarías. El insomne Mier, viendo agravadas sus condiciones de reclusión, asume conductas indignas de su orgullo y de su estado, como colocarse de criado de un señorito arrimado a la institución toríbica, a quien le hace “mil servicios” con la intención, claro está, de comunicarse con el exterior. Esa mano hace llegar las súplicas del preso al solidario provisor de Cádiz, quien le envía una onza por medio del capellán — que ocupaba el sitio del fraile que se fugó con los dineros de don Pomposo— y éste, como dicta la picaresca, se queda diez duros y le deja sólo diez a fray Servando, quien indispuesto por oficio de prisionero a los actos de caridad, ahora les arroja algunas monedas a Los Toribios torturados. Una nueva inspección en el cuarto lo deja sin sus restantes ocho duros. Llega, al fin, la hora de la plegaria. Hasta Mier, educado para ser predicador de ocasiones solemnísimas y ordenado en una época en que la espiritualidad cristiana —y señaladamente la de las órdenes mendicantes— evadía los sentimientos piadosos en favor de la educación o la política, siente necesidad de rezar. Y reza más como creyente que como religioso, en la página más conmovedora de toda su obra:

No es ponderable todo el mal que me hizo este hombre. Yo me veía de repente encerrado, con dos pares de grillos, sin poder adivinar absolutamente por qué. Pedía al mayordomo me lo dijese, pues no podía ser más sabio que Dios, y aunque sabía la futilidad de las excusas que habían de dar Adán, Eva y Caín, no los castigó sin oírlos primero. [...] Fue la iniquidad de este hombre hasta mandarme quitar un gatito que era toda mi diversión, porque no le faltaba más que hablar. Yo nací para amar, y es tal mi sensibilidad que he de amar algo para vivir. Así en mis prisiones, siempre he cuidado aunque no sea sino de una arañita, unas hormiguitas, algún ser viviente; y cuando no, de una plantita siquiera. Sentí mucho mi gatito.¹ ³

Esta plegaria es lo que resta al escapista inverecundo. Su cariño por los animales, ternura visible en su manera de referirse a los bichos que lo atormentaban, es su único consuelo durante la purgación. Pero Mier no nació para amar y vivió sin hacerlo. El biógrafo se ve obligado a entenderlo como figura antes que como persona, porque sus Memorias —y lo que de él dijeron sus contemporáneos— evaden toda sensualidad y todo afecto hacia los hombres, hacia las mujeres o, siendo sacerdote, hacia Dios. Su amor a la patria —lo que eso quiera decir— es una devoción escolástica por las Sagradas Escrituras: un apóstol y una nación nunca deben interrumpir la parénesis, ese acuerdo entre quien predica y quien se convierte. En semejante escatología, aun conmoviéndonos ante la plegaria de Mier, no caben las formas consagradas del amor. La prisión, para fortuna de la picaresca y de la heterodoxia, no hizo de fray Servando un Silvio Pellico. Montecristo siempre reaparece. Servando, por segunda vez en sus Memorias, se siente morir, pues “aquel malvado atacó de tal manera mi sensibilidad, e hizo multiplicar tanto los atropellamientos por la imbecilidad del clérigo mayordomo, que dieron con mi humanidad en tierra. Al sangrarme del pie quedaron atónitos de ver mi sangre negra como el carbón; tan requemada estaba mi alma. Me mandó el médico sacramentar a toda prisa, y se hizo.”¹ ⁴ Ese hombre de bien en una zahúrda de bribones, como Mier se presenta, se

alegra de despertar mejorado al día siguiente de los sacramentos. El médico lo considera fuera de peligro. Se alimenta de tunas, a las que debe, dice, su recuperación. Pero se levanta “tan cadavérico y débil, que no había pícaro que no se atraviese a insultarme”. Otra vez utiliza al señorito hijo del pañero y se dirige, sin éxito, a otra de sus conocencias, don Zenón, “oficial de la mesa de México”, para que “me sacase por Dios de aquella pocilga”.¹ ⁵ El mayor de Los Toribios da respuesta, en informe reservado, diciendo que Servando estaba allí por hablar mal de la religión y de María Santísima. Nuevo giro legal: ya no se juzga al dominico —la secularización se esfumó—, sino a un blasfemo cualquiera, con lejanos antecedentes de haber iniciado su profanación de la tradición mariana desde la Nueva España. Se indigna él, se enfurecen los más “distinguidos” entre los toribios y no queda más que repetir el tópico y el desenlace: “Y ya entonces vi que no había otro remedio para mí que el del Evangelio: fugite.”¹ La segunda gran fuga, ocurrida el 11 de septiembre de 1805, es una imitación de la primera, como lo demuestra la natural economía narrativa que utilizaron Valle-Arizpe y Arenas. La misma ventana arrancada, la ropa de vestuario empacada como equipaje, y en esta ocasión, una soga de esparto, pero infortunadamente podrida. Como en la otra vez, el primer intento falla pero la concupiscencia del fraile celador, “aquel Asmodeo” interesado en una mujer bonita, le abre las puertas. Cualquier duda sobre la tenacidad del preso queda descartada gracias a un documento localizado por David Brading, donde José María Rodríguez, alcaide de Los Toribios, se queja de Servando, quien “me hace creer tiene leso el cerebro porque de otro modo no se produciría en otros términos, ni el creer unos disparates como persuadirse en medio de su abatimiento que ha de salir de aquí para deán u obispo”. Su escapatoria definitiva de Los Toribios en septiembre de 1805 provocará que don José María pida su relevo como guardián, dado que “no tiene ya fuerza para lidiar con semejantes criaturas [...] todo es inútil con esta clase de monstruos por no decir hombres”.¹ ⁷ Aparecerá, para consumarlo todo, un extraño “clérigo preso por jansenista”, acaso otro desdoblamiento narrativo del propio Servando, quien dará complemento a sus incapacidades físicas y emocionales. Ese Otro viene “bien recomendado”, es “dominante, y dominó a la toribiada” y tiene esa lima que Mier ya no conserva. Milagrosamente, “abrieron por las secretas a las once de la

noche un agujero competente, valiéndose del pestillo de mi calabozo, que era largo y puntiagudo, y salimos los tres [Mier, el jansenista y un portero cómplice], llevando yo la ropa de mi cama para venderla y tener algo. Iban ya trece meses desde mi vuelta a Los Toribios.”¹ ⁸ La salida del purgatorio es una sola. Casi todo se repite: el refugio con los gitanos, la venta de la ropa —esta vez gracias a una borrachera del jansenista—, el encuentro feliz con el marinero que lo había traído de Cádiz, la ausencia de sombrero —ahora remediada con uno de copa rescatado de la basura—, la ayuda de la familia Enríquez en Sevilla y el viaje por río hasta el puerto gaditano. Parecería que el narrador, más que el personaje, corrige y sintetiza la primera versión de la gran fuga, auxiliado con un misterioso sosías que justifica su verdadera identidad religiosa —el jansenismo— e impide la comisión de errores anteriores. Pero los tópicos de ambas fugas, que son una sola en su medida de viaje circular ascendente, son estrictamente picarescos: las mañas aprendidas del escapista, fracaso inicial rápidamente reparado por un error de conducta en el carcelero (el fraile enamoradizo), las buenas amistades espontáneas (el marinero) y las relaciones con gente de pro (eficaces en buena hora), la necesidad de cubrir la deshonra (con el sombrero), y la mítica separación entre tiempo y espacio simbolizada por las aguas en toda narración fugada. A principios de octubre de 1805 se despide del purgatorio en un solo párrafo: “Debía haberme ido por tierra a Ayamonte, que está cerca y no lo divide de Portugal sino un riachuelo. Pero yo no he aprendido la topografía de España sino a golpes y palos.”¹

Notas al pie † Timebunt gentes viene de timeo / timor: “miedo, pavor, pánico”, y gentes es el plural de gens. Es el Salmo 102, versículo 15, de la vulgata: “Entonces temerán las gentes el nombre de Jehová, Y todos los reyes de la tierra tu gloria.” Mier quiere decir que el alcalde Marquina es el Terror de Madrid. † “El que de vosotros esté sin pecado, arroje contra ella la piedra el primero”, Jn 8:7.

8:7. † “El tormento no es el que hace al mártir, sino su causa.” † “Mas cuando os persiguieren en esta ciudad, huid a la otra”, Mt 10:23.

Libro tercero

El prodigio de la historia (1805-1816)

Fray Servando fue el primer escapado, con la necesaria fuerza para llegar al final que todo lo aclara, del señorío barroco, del señor que transcurre en voluptuoso diálogo con el paisaje. Fue el perseguido que hace de la persecución un modo de integrarse. Desprendido, por una aparente sutileza que entrañaba el secreto de la historia americana en su dimensión de futuridad, de la opulencia barroca para llegar al romanticismo de principios del siglo XIX, al fin realiza un hecho, toca la isla afortunada, la independencia de su país. El paisaje del señor barroco, navegando con varia fortuna, se había volatilizado con lentitud que pocos asimilaban. Fray Servando es el primero que se decide a ser el perseguido, porque ha intuido que otro paisaje naciente viene en su búsqueda, el que ya no contaba con el gran arco que unía el Barroco hispánico y su enriquecimiento en el Barroco americano, sino el que intuye la opulencia de un nuevo destino, la imagen, la isla que surge de los portulanos de lo desconocido, creando un hecho, el surgimiento de las libertades de su propio paisaje, liberado ya del compromiso con un diálogo mantenido con un espectador que era una sombra. JOSÉ LEZAMA LIMA, La expresión americana [1955]

8. Enigma en Lisboa

Lisboa carece de los defectos de la luz: es serena, imperturbable, silenciosa. Quiere su inviolabilidad, evita las heridas terribles. Tiene la sensatez, la prudencia, la economía, el miedo. No quiere iluminar, para no luchar; no quiere pensar, para no sufrir. No quiere crear, pensar, apostolizar, criticar. Escucha y aplaude toda vez, ya sean las imprecaciones de Danton o los versos del poeta Nerón. A veces, sin embargo, realiza el mal, enterrando ideas. ¿Dónde? En la oscuridad, en el silencio, en el desprecio. ¡Lisboa es una sepulturera de almas! EÇA DE QUEIROZ, Prosas bárbaras [1903]

CÁNDIDO EN LA BATALLA DE TRAFALGAR

“Well, Hardy”, asked Nelson, “how goes the battle? How goes the day with us?” “Very well, my Lord; we have got twelve or fourteen of the enemy’s ships in our possession; but five of their van have tacked, and show an intention of bearing down upon Victory. I have therefore called two or three of our fresh ships round us, and have no doubt of giving them a drubbing.” “I hope none of our ships have struck, Hardy.” “No, my Lord, there is no fear of that.” Then, after a pause, Nelson said: “I am a dead man, Hardy. I am going so fast; it will be all over with me soon.” WILLIAM JAMES, Naval History of Great Britain [1837]

Los cabellos blancos que hoy cubren mi cabeza se erizan todavía al recordar aquellas tremendas horas, principalmente desde las dos hasta las cuatro de la tarde. Se me presentan los barcos, no como ciegas máquinas de guerra obedientes al hombre, sino como verdaderos gigantes, seres vivos y monstruosos que luchaban por sí, poniendo en acción, como ágiles miembros, su velamen, y cual terribles armas, la poderosa artillería de sus costados [...] me parece oír el rumor de la tripulación, como la voz que sale de un pecho irritado, a veces alarido de entusiasmo, a veces sordo mugido de desesperación, precursor de exterminio; ahora, himno de júbilo que anuncia la victoria; después, algazara ruidosa que se pierde en el espacio, haciendo lugar a un terrible silencio que anuncia la vergüenza de la derrota. BENITO PÉREZ GALDÓS, Trafalgar [1873]

Fray Servando, como Gabrielillo, el pequeño héroe de Galdós en el primero de los Episodios nacionales, regresa felizmente al puerto de Cádiz la víspera de la batalla de Trafalgar. Ambos, en la historia y en la ficción, recorren aliviados la plaza de San Juan de Dios. Mier busca hospedaje y Gabrielillo, gaditano de nacimiento, compra dulces y saluda viejos amigos. Servando se ha fugado, esta

vez para siempre, de Los Toribios y evade a un barbero preguntón, pues se sabe perseguido. Gabriel Araceli, a sus 14 años, está por embarcarse a combatir a los ingleses. La felicidad los une. Ambos encontrarán, tras arriesgar sus vidas, la liberación en el mar. Mier, bien rasurado, espera tres días para salir de Cádiz. Afortunado a su manera, encuentra en la calle a su amigo Filomeno, de La Habana, quien le consigue pasaje para Ayamonte, en el reino de Portugal. Otro conocido, un comerciante alemán, le presta 20 pesos.

Estaba tan turbado y miedoso, que no busqué el barco que me había procurado Filomeno, sino que me metí en el primer ayamontino que encontré a la caída de la tarde. A la noche atracamos a Rota, porque el barco iba pegadito a la costa por miedo de los ingleses, que estaban a la vista con veintinueve navíos de línea y cuarenta y cuatro fragatas de guerra. A otro día seguimos, y se batían casi a nuestra vista la escuadra inglesa y la combinada de España y Francia, con treinta y dos navíos y cinco fragatas. Ésta fue la célebre batalla de Trafalgar, donde pereció infinita gente, porque sólo a bordo de nuestra escuadra había 30 000 hombres, y murió el general Gravina que la mandaba. También murió de una bala de fusil el general inglés Nelson; pero ganaron los ingleses por la pericia de aquél, que dispuso su armada en ángulo, y haciendo él punta, rompió nuestra línea recta, y dejó la mitad de nuestra escuadra fuera de combate.¹

El 21 de octubre de 1805 libraron combate la flota inglesa, al mando del almirante Horatio Nelson, y la escuadra franco-española, dirigida por PierreCharles de Villeneuve y por Federico Carlos Gravina. Napoleón, que no era un hombre de mar y que después de ese desastre lo fue menos, ordenó a Villeneuve que saliese de Tolón junto con los barcos españoles para desorientar a los ingleses, fingiendo dirigirse a las Antillas. Intentaba que sus naves, una vez entrando al Atlántico, tomaran rumbo al norte, por la costa de Bretaña hasta desembarcar en la Pérfida Albión. Nelson salió en persecución suya. Entre abril y junio recorrió dos veces el océano sin encontrar a los aliados. Se toparon al fin frente a Galicia, el 22 de julio, pero Villeneuve, pese a ser superior, rehuyó el

combate. Y entre la niebla, el vicealmirante Calder apresó el San Miguel y el Firme, de bandera española. Villeneuve, herido en su orgullo, desobedeció dos veces al emperador, quien en el ínterin lo destituyó. Se refugió en Cádiz —y no en Brest como se le ordenó— y salió a la caza de Nelson. Los enemigos se avistaron el 20 de octubre. Un día después, los ingleses entraron en cuña contra las 40 naves francesas y españolas, derrotándolas al precio de perder al almirante Nelson, herido mortalmente por el Redoutable. El barón de Collingwood tomó el mando. La victoria sobre los franco-españoles fue rotunda: perdieron 22 barcos, 4 408 hombres murieron o desaparecieron, 2 549 quedaron heridos y 7 000 fueron hechos prisioneros. Esa batalla cambió el curso de la historia. De nuestra historia americana. Apenas 15 días antes de Trafalgar, Napoleón había bautizado sus tropas, al cruzar el Danubio, como la Grande Armée. Embriagado por su victoria simultánea en Ulm, que le abrió el camino hacia el triunfo en Austerlitz el 2 de diciembre de 1805, el emperador no entendió el significado de la victoria naval inglesa. Ya habría tiempo para invadir la Gran Bretaña, se dijo, cuando veía caer, una tras otra, las ciudades alemanas. Nunca hubo tiempo para cruzar el Canal de la Mancha. Napoleón —lo dijo Léon Bloy— nació en una isla, fue derrotado por una isla y murió en una isla. Ese destino se decidió en Trafalgar. El mensaje estaba escrito en la muerte de cada uno de sus protagonistas. Lord Nelson fue informado de la victoria poco antes de morir en el Victory: vio, como Moisés, la tierra prometida sin pisarla. La suerte de sus enemigos no fue mejor. Desobediente y orgulloso, el almirante Villeneuve —nacido, como Mier, en 1763— fue hecho prisionero y liberado bajo palabra; al no soportar la vergüenza de presentarse en la corte, se suicidó durante su regreso, el 13 de abril de 1806, en Rennes. Federico Carlos Gravina (1756-1806), que había sido testigo de la coronación de Napoleón como almirante embajador de Carlos IV en París, fue gravemente herido en el brazo izquierdo durante la batalla. Gangrenado, murió medio año después en Cádiz. Las consecuencias del desastre fueron inmediatas y simbólicas para el Imperio español, cuyo largo ocaso puede situarse entre dos batallas navales libradas ante los ingleses: el desastre de la Armada Invencible en 1588 y Trafalgar en 1805. Tras la batalla de Trafalgar esa alianza antinatural, convalidada desde los Tratados de Aranjuez (marzo de 1801) y de París (octubre de 1803), acabó de subordinar a los Borbones españoles al dictado de Napoleón. Y Trafalgar

impulsa al emperador a olvidarse del mar Mediterráneo, apropiándose de Portugal para bloquear continentalmente a Inglaterra. Para ello, hay que cruzar España, “esa amiga útil y enemiga peligrosa de Francia”, según el emperador. Divide la corte de Carlos IV, aquella que hizo las delicias galdosianas, apostando un día por el valido Godoy y otro por el heredero Fernando VII. Al fin los engaña a todos y, avalado por el Tratado de Fontainebleau (treta para dividir Portugal entre Francia y España), manda cruzar la marca a Andoch Junot, primero, y luego a Joachim Murat. El motín de Aranjuez, ocurrido el 19 de marzo de 1808, le da el pretexto para apoderarse del trono borbónico. El corso atrae al rey abdicante Carlos IV y a su hijo Fernando a Bayona, donde consigue la doble cesión en favor de su hermano José Bonaparte, quien jura como rey constitucional el 7 de julio de 1808. En esos meses de 1808 nace aquello que la modernidad conoce por nacionalismo, forma política extrema del alma romántica. Francisco de Goya reconoce, al pintar, algo nuevo en esa sangre: sus fusilados del 3 de mayo de 1808 son los primeros fusilados que gritan como románticos. Una nación identifica la violación de su territorio y la usurpación de su trono con una agresión contra la religión y la tradición, lo que después se llamará identidad nacional. España, huérfana de reyes, recurre al antiguo arsenal teológico-político de la soberanía popular. Galdós, utilizando la voz de su mozuelo, lo dice en Trafalgar con precisión e ingenuidad:

Por primera vez entonces percibí con toda claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma [...] la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu, iluminándolo, y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche y saca de la oscuridad un hermoso paisaje. Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos [...] me hice cargo de un pacto establecido entre tantas gentes para ayudarse y sostenerse [...] para defender la patria,²

que lo es todo, según enumera el novelista: el surco regado por el sudor de los

labriegos, la casa solariega de los ancianos padres, el almacén donde se depositan las riquezas generadas por el trabajo, la iglesia, sarcófago de sus mayores, en fin, ese reino cristiano que va del pesebre de las bestias domésticas hasta el trono de los patriarcas. Ese pacto dará origen a la tortuosa Independencia de la América española, expulsada, entre maderámenes y velas, como un hombre casi ahogado, del desastre naval de Trafalgar. Es milagroso para el biógrafo que sea el mismísimo fray Servando Teresa de Mier, testigo presencial de la batalla, quien nos cuente los saldos del naufragio en la Historia de la revolución de Nueva España, obra publicada en Londres, la ciudad salvada en Trafalgar, por el yacente Lord Nelson, de la invasión napoleónica. La interminable comedia frailuna de Mier, drama cilíndrico que marea, termina ante una secularización muy distinta a la soñada entre fuga y fuga por el vagaroso dominico. Esa Providencia, en la que Servando creía, le regaló un día harto significativo para entrar al siglo.

NIÑO PERDIDO EN EL NIÑO-DIOS DE LAS NACIONES

“E o Senhor arrasou a cidade com todos os seus moradores e os seus arrabaldes e todo viço das terras.” Assim aconteceu a Sodoma, assim aconteceu a Lisboa. O terremoto durou cinco anos (1755-1760); e subverteu as ruas e as casas, os templos, os monumentos, as instituições, os homens, e até as suas ideais. E sobre as ruínas e destroços de cidade maldita, levantou-se a Jerusalém do utilitarismo burguês; sobre as migalhas de Síbare, a efémera Salento do Marquês de Pombal... ANTÔNIO DE OLIVEIRA MARTINS, História de Portugal [1879]

El 1° de noviembre de 1755, medio siglo antes de que Servando la conociese, la ciudad de Lisboa fue destruida por un terremoto. Era día de Todos los Santos, un domingo soleado que no alcanzaba el mediodía, cuando el sismo, fenómeno oscilatorio, sepultó a miles bajo los escombros y logró que el mar retrocediese para regresar con una ola terrorífica. El conjunto de testimonios reunidos durante el siglo puede leerse en la História de Portugal del romántico Antônio de Oliveira Martins (1845-1894), epitafio cuya lectura sobrecoge. En todas las casas, nos dice, ardían las velas de los oratorios y las iglesias tocaban a misa. Pero pronto, casas, palacios, conventos, monasterios, campanarios, fortalezas y pórticos se vinieron abajo, dejando, entre las entrañas de la tierra, montones de cadáveres y pozos de sangre, pues “Dios juzgará y condenará a Lisboa, como otrora lo hiciera con Sodoma”.³ No fueron suficientes las 15 mil víctimas del terremoto para hacer amainar las peores maneras ibéricas. A la Casa Real portuguesa, a salvo desde el principio en su Quinta de Belém, no se le ocurrió mejor cosa para evitar tanto el desaliento moral como el pillaje que amenazar a los sobrevivientes con un pavoroso auto de fe, pues la Universidad de Coimbra consideró edificante quemar a algunas personas a fuego lento para prevenir otro terremoto. Y de ese horror nació un tirano filántropo cuya energía al reconstruir Lisboa desencadenó la expulsión de

los jesuitas de Europa y América: Sebastián José de Carvalho y Mello (16991782), marqués de Pombal y dueño de Portugal entre el sismo y 1776. Para los portugueses, melancólicos enamorados de la Providencia, aquel castigo inaudito fue la suprema prueba del abandono de esa nación, “Niño-Dios de las naciones”, tras la desaparición del legendario rey Sebastián en 1578 en Alcazarquivir, batalla que simbolizó la desintegración ineluctable del Imperio portugués. El resto de Europa vivió el terremoto de Lisboa de otra manera. A principios de 1756, por primera vez en la historia, fluyó hacia Portugal lo que hoy conocemos como ayuda internacional. Los gobiernos de Inglaterra, España y Francia fletaron víveres, condonaron deudas, levantaron alcabalas y enviaron dinero en efectivo. Y la eficacia con que el ministro Carvalho —marqués de Pombal desde 1759— emprendió la salvación de las víctimas, por encima de los apremiantes intereses mercantiles y la reconstrucción, fue aprobada, no sin razón, como la conducta de un político moderno e ilustrado. El terremoto de Lisboa fue el primer acontecimiento en la historia que puso en jaque al pensamiento de la Ilustración, desatando la autocrítica en la prensa londinense, en los salones de París y en la asamblea ginebrina. Voltaire, aterrado, tomó la iniciativa y se internó, por primera vez en su vida, en el pesimismo. Escribió uno de los escasos poemas suyos que han sobrevivido a la criba de la posteridad, el elocuente “Poema del desastre de Lisboa”, donde condena la crueldad de los optimistas que creían, como Alexander Pope, que “Todo está bien”, y contra él Voltaire se lamenta:

Lisboa, que ya no existe, ¿tuvo acaso más vicios que Londres, o París, sumidos en las delicias? Lisboa está destruida, y se baila en París, espectadores tranquilos, espíritus intrépidos, al contemplar los naufragios de vuestros pobres hermanos, investigáis en paz las causas de las tormentas [...] Él es libre, Él es justo, Él no es implacable.

¿Por qué entonces sufrimos bajo un Señor equitativo? He aquí el nudo fatal que habría que desatar.⁴

Ese nudo estrangula toda la religiosidad occidental desde que Epicuro señaló que Dios o no quiere o no puede evitar el mal. Si no quiere, no es bueno; si puede y no lo impide, entonces no es omnipotente. Daría la impresión que todas las teologías cristianas son un manual de instrucciones diseñado para desfacer ese entuerto. Y Voltaire se levantó, ante la tragedia lisboeta, contra la ingenuidad de las Luces, que había sido la suya. El benedictino español Feijoo, más racionalista que el futuro señor de Ferney, reaccionó buscando la causa científica de los terremotos. Kant escribió un texto balbuceante del que se retractaría en Sobre el fracaso de todas las tentativas filosóficas de la teodicea (1791). Goethe recordará que a sus seis años despertó a la razón meditando sobre las ruinas de Lisboa. Descubrí, dijo, “el demonio del miedo”. Fue Jean-Jacques Rousseau, entonces un joven y desconocido colaborador musical de los enciclopedistas, quien dio respuesta a Voltaire, iniciando el debate que cimbraría al siglo. 18 años menor que su maestro y rival, Jean-Jacques le escribió una carta, el 18 de agosto de 1756, donde inicia su separación de Voltaire e instala las bases de su propia filosofía. Para empezar, Rousseau le reprocha el haber hecho editar el lamento por Lisboa junto al Poema sobre la Ley Natural, escrito desde 1752 para Federico II. Cada texto del dístico contradice flagrantemente al otro, como si Voltaire hubiese querido mostrar, mediante una sinuosa autocrítica, la crueldad del optimismo junto al horror de la catástrofe. A Rousseau no le falta sentido común para rebatir el desasosiego volteriano, exponiendo una idea harto comprensible para nosotros: el terremoto, obra de la Providencia o de la Ley Natural, causó tanta mortandad pues los hombres, al juntarse caóticamente en las ciudades, violan el orden cósmico. Y les pegó a los philosophes donde más les dolía, recordándoles que la Providencia siempre tiene razón para los beatos y siempre se equivoca para los filósofos, quienes, como ya decía Séneca, suelen dejar a Dios el cuidado de su equipaje. Rousseau culpa al hombre de su desgracia. Voltaire respondió a su carta con una nota de cortesía: su sobrina —y amante— estaba enferma y sus cuidados lo distraían de la correspondencia filosófica.

Obsesionado en su papel de salvador de Portugal, el ministro Carvalho dejó de ser un aristócrata humanitario para convertirse en un crudelísimo déspota ilustrado. Ordenó que la historia de la ciudad se reescribiera al paso de su reconstrucción arquitectónica, desterró a quienes negasen su protagonismo. Noble togado y ministro de José I, un rey distraído, Pombal sabía que la antigua aristocracia era el principal obstáculo para la modernización económica y procedió contra ella con métodos inquisitoriales al parecer olvidados. El rey sufrió un atentado en 1758, enfermó y se acusó al duque de Aveiro de envenenamiento: el palacio del infortunado fue destruido y sus cenizas esparcidas en el jardín como símbolo de esterilidad. Peor fue el destino de la influyente familia Távora, cuyo jefe fue atormentado al estilo medieval en la rueda mientras se obligaba a la esposa a presenciar la ejecución de sus hijos. La reforma ilustrada, lo demostraba Pombal, podía ser una forma de barbarie. Tras aterrar a la antigua nobleza, el marqués comenzó la sucesión de accidentes y conspiraciones que culminarían con la extinción universal de los jesuitas. Empezó despojándolos de su lugar como confesores reales y amenazó al nuncio apostólico con el cisma si Roma se oponía. En 1759 fue el primer gobernante en expulsarlos de sus tierras. A cambio, se adueñó de las universidades y fundó un sistema estatal de educación destinado a difundir la nueva filosofía francesa; obligó a los funcionarios a aprender matemáticas y ciencias; inauguró instituciones médicas, así como un jardín botánico y un observatorio. Declaró fuera de la ley la discriminación racial contra los judíos portugueses, a quienes dio la ciudadanía en absoluta igualdad con los cristianos viejos. Abolió en la práctica la Inquisición. Víctima de una intriga palaciega tras la muerte de José I en 1776, Pombal murió en su cama seis años después. Cada vez que Servando dubita ante Carlos IV, Napoleón, Fernando VII e Iturbide, acaso ve esas sombras de horror y esperanza, las producidas cuando el sol baña el poder, en la figura de un Pombal. Entre la caída del marqués y la llegada de Servando a Portugal en 1807, gobernó, con más pena que gloria, la reina María I. La modernización portuguesa —como la de Carlos III, bastante más prudente, en la vecina España—, más que fracasar, envejeció sin madurar. Ésa era la península recorrida, entre la prisión y la fuga, por el doctor Mier: una tierra donde las intenciones ilustradas se estancaron, pues los monarcas y sus ministros construían sobre paja, aislados de una inmensa sociedad tradicional que se alegraba en silencio de cada uno de sus fracasos. Esas contradicciones políticas y espirituales las comparte Servando, atrapado en la típica disfunción

entre una época que no quiere morir y otra que no acaba de nacer, a través de esa “topografía de España [que no había aprendido] sino a golpes y palos” y de la que escapará cruzando hacia Portugal por un riachuelo.⁵ Regresando a la última hoja de las Memorias propiamente dichas y de esa Relación, su segunda parte, Mier aparece en Portugal:

Cátame ya en reino extranjero sin ropa, sin dinero, sin títulos, sin breves, sin conocimiento y sin arbitrios. Aquí comienza el hambre y apuro y nuevos trabajos. Pero la libertad, más preciosa que el oro, los hace más tolerables. Es menester empero no considerarse en todo país extranjero fuera de las uñas reales. A la menor requisición de un embajador o de un cónsul lo prenden a uno y lo entregan, aunque según los reinos hay su más o su menos de dificultad.

Mier se entretiene defendiendo la legalidad anglosajona, recordando al general Washington —obligado en plena gloria a pagar los gastos de su tropa a un posadero— y a Napoleón, quien si hubiera pisado Inglaterra, tras su segunda abdicación en 1815, habría sido puesto preso sin la infamia del destierro a Santa Elena, pues así lo dictan las leyes inglesas de asilo. Tras dar su particular opinión de la posibilidad de ver al corso refugiado en Albión, Servando corta su narración de una manera misteriosa: “Hagamos alto aquí sin internarnos en Portugal, porque según mi costumbre debo contar lo que noté desde que salí de Madrid hasta salir de España.”⁷ Y concluye abruptamente su Relación, segunda parte de las Memorias. Entre la llegada a Portugal, un día después de la batalla de Trafalgar, el 22 de octubre de 1805, y el desembarco en Soto la Marina en junio de 1817, transcurren los doce años y cinco meses más oscuros de la vida de Mier. El biógrafo pierde la principal fuente de información, sus propias Memorias, y debe atenerse a las actas del proceso de 1817-1820, a ese Manifiesto apologético, a la vez hinchado y poco sustancioso, así como a otros documentos, incluida su obra cumbre, la Historia de la revolución de Nueva España. Estas dos últimas obras agregan poco a su biografía. Peor aún. La dramática escasez de testimonios sobre Servando durante esa década pone en duda la verosimilitud de sus primeros recuerdos europeos.

¿Preparaba Mier su capítulo portugués cuando fue liberado de Santo Domingo el 30 de mayo de 1820 y trasladado, previa estancia en la Cárcel de Corte, a Veracruz? En el Manifiesto apologético dice escuetamente que, perseguido por los covachuelos, se salva “entrándome en Portugal, donde obtuve un curato y varios empleos en la diplomacia. Por haber convertido allí dos rabinos de Inglaterra con sus familias, S. S. me nombró su prelado doméstico. Ya era, desde Roma, protonotario apostólico y teólogo de las Sagradas Congregaciones.”⁸ En la séptima declaración a los calificadores del Santo Oficio, del 2 de octubre de 1817, Mier precisa su estancia portuguesa, diciendo, según anota el amanuense, que:

Es de advertir que casi desde que llegó a Lisboa administró como párroco la capilla del Señor Jesús de las Ánimas contigua al consulado de España, en la parte de la ciudad que llaman Buenosayres, que habita la mayor parte de los ingleses, a quienes solía dar algunas lecciones de español, y con esto conoció allí a un famoso rabino, venido de Londres con toda su familia y le convirtió con toda ella, y la de su cuñado inglés, a principios de mil ochocientos siete. El señor nuncio de Su Santidad bautizó a ambas familias, y le consiguió al confesante, de Su Santidad, en premio, el título de su prelado doméstico en el mismo año.

El único testimonio de la estancia de Servando en Lisboa proviene de un tercero, Antonio Díaz y Mendieta, y dice que “desde que [Mier] estuvo en Lisboa” expuso opiniones de subida heterodoxia política y religiosa, recordando con cierta precisión sus conversaciones ante alguien llamado José Sarría. Díaz y Mendieta fue encausado por el Santo Oficio y su declaración fue intercalada en el expediente de Mier para efectos del proceso de 1817-1820. Este sujeto, cuyo nombre no encontré entre los papeles de la embajada española en Lisboa, dijo “haber sido compañero de fray Servando Mier en el consulado general donde fui (como anteriormente expuse) ayudante”, y además compartió con él sus habitaciones.¹ Fuera de ese indicio, no hay otros documentos que aclaren la estancia de Mier en Portugal entre la batalla de Trafalgar y la entrada de las tropas de Junot a Lisboa, el 30 de noviembre de 1807. Seguramente se ayudó dando clases de español o

hasta de francés, y acaso obtuvo un curato provisional, aunque la repetición del modelo de la conversión de los rabinos, que ahora resultan ser ingleses, así como la prelatura doméstica, parezcan obsesiones narrativas de índole mitomaniaca. Las declaraciones de Servando a la Inquisición novohispana fueron dictadas a amanuenses descuidados. Perdonará el lector la sintaxis a menudo enrevesada. Dice Mier:

Llegó a Lisboa a tiempo que el ministro Urquijo urgía al cónsul general Lugo para que presentase la obra que había prometido a S. M. para norma de todos los consulados de la Nación. No era hombre para eso [Lugo], y el confesante, entrando de secretario del consulado general desempeñó, resultando instruido en todos los ramos de la diplomacia, que pasó a la embajada de España a enseñarla a los Jóvenes de Lenguas en la misma embajada de España; y como la embajada de Francia estaba contigua y en grande unión con la nuestra sirvió también la Secretaría de Francia un poco de tiempo, lo que le proporcionó hacer grandes servicios a los españoles prisioneros bajo el general francés Junot a principios de ochocientos ocho, cuando se comenzó a revolver la España, porque habiendo quedado con las casas y de España, Francia, cuando los embajadores se retiraron declarando la guerra a Portugal, escondía en la embajada de Francia todos los prisioneros que escapaban de los barcos donde los tenían presos, y los iba enviando a España. De lo que instruido por el marqués de Casteldorices,¹¹ grande de España, y por el cónsul general, el señõr don Gregorio Laguna, general que fue enviado por la Junta Suprema de Badajoz, a tomar el mando de las tropas españolas que habían quedado prisioneras en Portugal, ofreció al confesante en agradecimiento una plaza en su división, y éste aceptó la de capellán de Voluntarios de Valencia, infantería ligera, porque deseaba servir a la justa causa de España, y mostrar a León, Caballero, y otros traidores, que era más leal que ellos.¹²

Esta declaración me permitió obtener un indicio de la presencia de fray Servando en la embajada española en Lisboa durante esos años. El cónsul general era efectivamente José o Joseph de Lugo (1756-1835), quien llegó a Lisboa, tras estancias previas en los Estados Unidos, Dunkerque y París, el 25 de octubre de 1803, para suplir al fallecido José del Río.

El expediente personal de este diplomático profesional de segundo nivel parece comprobar la declaración de Mier en 1817. En efecto, Lugo había presentado a su embajador en París, José Nicolás de Azara, un plan “para una nueva organización de los consulados en esa República” en 1799. Al menos dos años atrás, el ministerio de Godoy planeaba esa modernización, proyecto que subsistió bajo las presidencias del Consejo de Estado de Urquijo (1799-1800) y de Pedro de Cevallos (1800-1808), este último protector de Lugo.¹³ Sólo un empleado como Servando podía conocer un proyecto administrativo de segundo orden y poco futuro, al que Lugo dedicó, como lo prueba su expediente, mucho tiempo de su larga carrera diplomática. Sirviéndome de rudimentos grafológicos comparé numerosas notas de trabajo del expediente Lugo con fotocopias de la caligrafía de fray Servando, y obtuve semejanzas alentadoras. Pero es comprometedor sacar conclusiones, dada la unidad caligráfica propia de los frailes educados en el siglo XVIII. Además, la cursiva de los dominicos es particularmente dura; se distingue por su aversión por las curvas y por una tensión constante de la pluma sobre el papel para lograr efectos de profundidad. Es una caligrafía que no fluye a lo largo de las páginas, semejando una laceración. Y dada la ausencia de autógrafos servandianos hacia 1805 —los que tenemos son 15 años posteriores—, es aventurado dar por hecho que el doctor Mier haya sido el amanuense de José de Lugo. Pero otros datos de la declaración de Mier del 2 de octubre de 1817 apuntan a que Servando trabajó con Lugo. Como dice el fraile, el cónsul Lugo quedó, según su propia declaración, “obligado a permanecer en esa corte cuando las tropas españolas fueron desarmadas, he hecho con motivo de esto los mayores servicios a la patria”.¹⁴ Tanto el ministro Cevallos como el general Laguna agradecieron los servicios de Lugo en noviembre de 1808. Ya entonces Servando había salido de Lisboa para enlistarse en España, donde el 20 de junio de 1809 José de Lugo fue nombrado “comisario ordenador de los ejércitos de Valencia”. Ese cargo era idóneo para quien desde 1788 formaba parte de la rama militar de la diplomacia. Dependiente de la Secretaría de Estado —que sólo tomó naturaleza de auténtico ministerio gracias a Godoy—, el cuerpo diplomático español tenía carácter militar y era común que sus funcionarios tuviesen grado de teniente o capitán en comisión. Ello explica la fidelidad de los cuadros medios a Fernando VII y a quienes lo representaban durante la guerra de 1808. Quienes se afrancesaban, como el embajador Campo Alange, eran generalmente “diplómatas per saltum”, es decir, políticos o familiares nombrados por dedazo desde la corte y ajenos al espíritu de cuerpo ya entonces muy arraigado en la

carrera diplomática.¹⁵ Fue Lugo, en funciones de agregado militar, quien habría contactado a Servando con el general Gregorio Laguna, para salvarlo de las penosas condiciones lisboetas y también para que preparase el viaje posterior del cónsul a Valencia. Servando debió de salir de Portugal a fines de junio, pues el día 11 Junot había decretado desarmar y apresar a las tropas españolas. La operación es simétrica a la de Lugo. En octubre de 1808, el fraile aparece en Cataluña proveniente de Valencia, y allí lo alcanzará su jefe en mayo de 1809. La guerra los separó pero, aunque dudase de las aptitudes del cónsul, Servando recuerda en 1817 con toda exactitud las funciones y las urgencias de Lugo, quien permaneció en las filas liberales durante la Revolución y la Restauración, al grado de haber sido electo diputado a las Cortes de 1814, que Fernando disolvió. El expediente termina presentando a un Lugo, ya incapacitado para escribir, enviando súplicas firmadas por su sobrino Sebastián para que le sea remitida su pensión a Bagnères-deBigorre, donde murió hacia 1835 en calidad de emigrado patriota. Había nacido en las islas Canarias y se casó con María Rosa Soulé y Dumoret, hija de un coronel español de ascendencia francesa.¹ Las memorias de la duquesa de Abrantes no sólo reconstruyen la vida diplomática en Portugal a principios del siglo XIX, sino ambientan la presencia de Servando en esos lares. Autora de los Recuerdos de una embajadora, LaureAdélaïde-Constance Permon (1784-1838) casó en 1800 con el general Andoche Junot (1771-1813), duque de Abrantes. Temerario desde las primeras campañas de Napoleón, Junot será, durante la primera década del siglo, el látigo del emperador sobre la península ibérica. Gobernador de París en dos ocasiones, Junot es nombrado embajador en Lisboa en marzo de 1805, puesto que abandonará para combatir en Austerlitz. Extravagantes y dispendiosos, los Junot fueron un dolor de cabeza para Napoleón.¹⁷ Será Junot quien encabece el ejército que conquistará el anglófilo Portugal en 1807. Tras cruzar España en octubre, entra a Lisboa y allí recibe el título de duque de Abrantes y la misión de gobernar una nación portuguesa abandonada por sus reyes, refugiados en Brasil. Vencido en agosto de 1808 por los diez mil ingleses comandados por Wellesley, futuro Lord Wellington, a Junot le toca firmar la capitulación de Cintra que permite la repatriación del ejército francés. Regresará a España, bajo las órdenes del general Masséna, pero sólo para ser herido gravemente en Río Mayor el 19 de enero de 1811.

Tras un error catastrófico en Rusia, el general Junot perdió la razón. Desterrado en calidad de gobernador de las Provincias Ilíricas, se presentará en un baile oficial casi desnudo, portando apenas sus condecoraciones. El 29 de julio de 1813 se arrojó de una ventana. Su viuda intentó sin mayor éxito abrir un buen salón durante la Restauración. Escritora prolija, a quien ayudó el joven Balzac, uno de sus amantes, la duquesa de Abrantes murió en la miseria. Dumas y Chateaubriand siguieron la humilde carroza fúnebre de una de las mujeres más hermosas y sensibles del Imperio. Cuando la villa de París negó una concesión para ella, que había sido su gobernadora, en el cementerio del Père-Lachaise, Victor Hugo escribió un epitafio contrito: “Hubiese sido grande y bello que Francia concediera / La limosna de una fosa a tu noble ataúd.” Para madame Junot, Portugal estaba asociado a sus más caros recuerdos de fasto y triunfo. A ella, que había recorrido toda Europa, nada le parecía más entrañable que Lisboa, puesto que allí la belleza se asociaba con el recuerdo de la muerte, con esas ruinas desperdigadas del terremoto de 1755. Por esas saudades se entiende la admiración que le dispensaron los poetas románticos. Medio año antes que el oscuro fray Servando, la embajadora Junot llegó a un país, según ella, dominado todavía por la Inquisición y por los bandidos callejeros. Ninguna gracia le hacían a la madama los frailes, ocultos tras la caída del sol en sus conventos, indiferentes a la vida. Pero cultivó la amistad del nuncio del Papa en Lisboa, monseñor Galeppi, a quien llega a llamar, irrespetuosamente, su chevalier-servant, pues le cortaba sus plumas, le enviaba flores y golosinas azucaradas de Italia. Si Mier estuvo allí, haciéndose pasar por prelado doméstico de Su Santidad, seguramente acompañó al enamoradizo Galeppi, de 77 años de edad, a cumplimentar a la duquesa de Abrantes. La buena sociedad lisboeta se reunía en casa de otro matrimonio peculiar, los condes de Ega. Él, segundo con ese título, fue Aires José María de Saldanha Albuquerque Coutinho (1755-1827), gentilhombre de la reina María y del rey Juan VI. Viudo en 1806, casó nuevamente con Juliana María Luiza Cardoso de Oyehausen y Almeida, hija de una poetisa famosa. Esta segunda condesa de Ega dejó picante recuerdo, pues, según un chisme de la agraviada duquesa de Abrantes, su marido Junot se puso a los pies de ella y acabó en su lecho tan pronto se adueñó de Portugal. Cuando los bonapartistas fueron derrotados, la familia Ega marchó al exilio como encarnación del afrancesamiento portugués. En 1811, el conde de Ega fue condenado en ausencia al garrote vil, porque sirvió a Junot como encargado de negocios y justicia. En París, Napoleón los pensionó

con 6 mil francos que dilapidaron con presteza. Muerto el conde de Ega, su mujer doña Juliana se casó con un noble ruso y murió en San Petersburgo en 1864.¹⁸ Los Ega eran más alcurniosos que ricos. El conde de Ega, sebastianista y masón, reunía a los interesados en el arte y la poesía, así como a las personas agradables que hablaban el francés. A esas reuniones asistía el embajador español al que sirvió Mier en Portugal: José Antonio Hilario Negrete (1736-1818), conde de Campo Alange, quien ya había representado a Carlos IV en Viena y había sido ministro de la Guerra. Según la duquesa de Abrantes, Campo Alange era tan digno como inepto, dueño de una devoción estrecha y fanática que poco tenía de cristiana. Viudo y dispendioso, era un “cristiano viejo” cuyo “Estado Mayor diplomático, en Lisboa, componíanlo varios jóvenes de opiniones muy distintas, pero algunos de ellos de gran talento”.¹ Confío en la sensibilidad de madame Junot y creo que Servando era uno de aquellos jóvenes talentosos y de posiciones radicales que llamaron su atención y que rodeaban al conde de Campo Alange, cuyo destino acaso explique el silencio portugués de Mier. Como embajador de España en Portugal, Campo Alange, apodado “Vulcano” en la correspondencia secreta de la época, fue engañado por Godoy en enero de 1806, cuando el Príncipe de la Paz intentó por última vez negociar la cuestión portuguesa con Inglaterra a espaldas de Napoleón. Godoy operó en Lisboa por medio de Agustín Argüelles, su agente secreto y más tarde diputado en Cádiz. Campo Alange murió en París, tras haber sido miembro del gabinete de José Bonaparte, quien lo hizo duque y alférez mayor.² Uno de los sobrinos del embajador Campo Alange, Rafael, destacado crítico musical, formó parte del exilio liberal de 1823 en Londres. Curiosamente, el héroe de Vargas. Una novela española (1822), de José María Blanco White, va a dar, en pleno siglo XVI, al feudo de Alange, situado en las alturas del río Guadiana, en Badajoz. Allí, un antiguo conde brinda hospitalidad a Vargas, perseguido por la Inquisición. Al describir el entorno de la “triste” legación española, la duquesa de Abrantes nos conduce hacia el primer secretario de la embajada: Evaristo Pérez de Castro (1778-1848), futuro diputado en Cádiz y uno de los primeros secretarios de las Cortes, electo a los 39 años. En 1808 fue de los liberales que dudaron entre el patriotismo y la colaboración. Habilitado como correo de Carlos IV en la frontera hispano-francesa, se decidió en el último minuto. Aquel sufrimiento determinó el perfil político de este hombre, liberal moderado y autor del decreto

de indulto a los afrancesados. Según la duquesa de Abrantes, Pérez de Castro era un hombre destinado a la rebeldía —“el tiempo hubo de demostrarlo”, dice ella—, mientras que el otro secretario de la embajada, Camilo de los Ríos, era hijo natural del conde de Fernán Núñez (José Francisco de Paula y de los Ríos, 1779-1822), embajador de España en Londres entre 1812 y 1814, durante parte de la estancia de Servando en esa ciudad. De los Ríos protestó contra la detención de Carlos IV y, pese a su educación francesa, lo encerraron en la prisión de Pierre Chalet por desafección al emperador. Otro indicio del trabajo consular de Servando en Lisboa es el informe confidencial que Pérez de Castro envió, en 1809, a Aranjuez sobre la situación de América, donde se leen párrafos en favor del virrey Iturrigaray que sólo un Mier pudo escribir, como del novohispano parece provenir la extrema sensibilidad que Pérez de Castro mostró hacia la diputación americana en las Cortes de Cádiz.²¹ “Puedo decir que es mi padre”, dijo Servando en 1820 de Pérez de Castro, entonces ministro de Gracia y Justicia, cuando, preso en San Juan de Ulúa, el fraile apeló ante el general José Dávila, jefe político y militar de Veracruz.²² La vehemencia de esa declaración, inusitada en Servando, me parece capital. La duquesa de Abrantes sabía de lo que hablaba: reconstruir la historia de la embajada española en Lisboa durante esos días aciagos es abrir una nuez donde cabe toda la decadencia de los Borbones y sus fieles funcionarios, desesperados entre la huida, el tráfico de armas y la falta de alimentos. Una vez que se retiró Campo Alange, quedaron al frente de la legación Lugo, Pascual Tenorio y Moscoso, así como Pérez de Castro. Este último fue encargado de negocios desde febrero de 1806 hasta diciembre de 1809, auxiliado por Santiago de Usoz, Juan Peñuelas de Zamora y el joven sobrino de Pérez de Castro, Benito. Todos ellos fueron fieles a la Junta Central y ninguno siguió los pasos del embajador Campo Alange, quien abandonó Lisboa, junto con el embajador francés, el 1° de octubre de 1807.²³ Pero el nombre de Mier no aparece en la documentación de la embajada. Sobran, en cambio, las buenas razones para que, en 1817, en plena Restauración y ante el Santo Oficio, Mier omitiese narrar sus días portugueses. Más valía pasar como patriota —de lo que nadie dudaba— que implicarse sin necesidad en la historia de Campo Alange, quien con Urquijo trató de atraer a los conservadores al

bando del rey José, acompañándolo en su retirada de Burgos. Desde el 12 de agosto de 1808, la Regencia colocó sin contemplación ni disimulo a Campo Alange en la lista negra de los afrancesados. En Cádiz la prensa servil lo presentaba como francmasón. Desterrado, Campo Alange, ya duque, alcanzó a ser en 1813 el último embajador josefo en París y efímero marqués de Torremanzanal. Si Mier presumía de una privanza con Campo Alange, pasaría como sospechoso de afrancesamiento; escudándose en Pérez de Castro se colocaba el baldón de liberal constitucionalista de 1812. En ese berenjenal, más valía ocultar el pasaje portugués. Solamente atribuye su decisión de unirse a las tropas patrióticas a un capítulo más de su batalla personal contra el covachuelo León y el ministro Caballero, este último un notorio afrancesado. Es menester dejar de soñar con la amable escena de un Servando contertulio de la chismosa duquesa de Abrantes, ambos ridiculizando al conde de Campo Alange por haber mandado destruir una preciosa porcelana ornamentada con paganos Cupidos y Psiques, para volver a la historia sangrienta de los cristianos. Napoleón, antes de decidir la invasión de Portugal, firmó con España un tratado secreto con la intención de privar a los ingleses de Lisboa, su último acceso a la bloqueada Europa continental. Quiso dividir Portugal en varias partes. El norte se convertiría en un protectorado español autónomo y se entregaría a un rey italiano afín a los napoleónidas. El sur y el reino de Algarve serían confiados a un príncipe español —Godoy era el candidato— y la zona lisboeta se preservaría para una eventual restauración de la casa de Braganza, encabezada por Juan VI y la loca reina María, huida con las sirvientas y los animales domésticos a Brasil. Pero las extravagancias de Junot dieron al traste con la reorganización gala de Iberia. Aunque recibido de buena manera por los políticos portugueses, que lo apreciaban como antiguo embajador francés ante los Braganza, el duque de Abrantes hizo ondear la bandera francesa e insultó al consejo de Regencia reunido en el Palacio de la Inquisición. Además, requisó la casa del hombre más opulento del país, el barón de Quintella, a quien exigió diariamente mesa puesta y bien servida para cuarenta personas. Se calcula que el “hospedaje” del postrer nudista y suicida Junot le costó al aristócrata unos 30 millones de réis. La prudencia o la cobardía de la Regencia portuguesa duró poco. En junio de 1808 la rebelión nacionalista estalla en Portugal: se producen los levantamientos de Braga, Melgaço y Braganza, convocados por panfletos, canciones o telégrafos

rudimentarios que comunican a los rebeldes.²⁴ Entre junio y noviembre de 1808, tras las derrotas en las batallas de Roliça y Vimeiro, en la Alta Extremadura, los franceses abandonan momentáneamente Portugal. Manuel Godoy jamás será príncipe del Algarve, ni Junot, como soñaba, rey de Portugal. En cambio, a Junot le tocó capitular: el futuro duque de Wellington le perdonará la vida y transportará ileso, en naves británicas, al ejército derrotado (con todo y botín) hacia Francia. La insólita generosidad de Wellington, considerada una traición en Inglaterra, se debió a la esperanza inglesa de que Napoleón se diera por bien servido con los lingotes de oro de Portugal y aflojara el bloqueo. Las cuatro invasiones francesas fueron derrotadas por la alianza británicoportuguesa, cuyo desenlace natural fue la conversión de Portugal en un protectorado inglés bajo el mando del vizconde William Beresford, quien gobernó el país, como mariscal de campo, hasta 1820. Saqueado por los bonapartistas y humillado por Inglaterra, el imperio del rey Sebastián no volvería a ser el mismo. Servando vuelve a escapar. Investigo, especulo e infiero pero ni en los relativamente abundantes legajos que se conservan en el Archivo Histórico Nacional de Madrid ni en el tratadillo que dedicó a los diplomáticos durante la guerra el marqués de Dosfuentes se menciona expresamente a Servando Teresa, Ramiro de Vendes —uno de sus pseudónimos—, José Guerra o cualquier otro sujeto tras cuya identidad pudiera ocultarse el maldito fraile. Cruzando la pesquisa documental con la psicología del doctor Mier, concluyo que sí estuvo en Lisboa trabajando para el cónsul Lugo como secretario privado. Y ése fue el sitio desde donde cultivó las relaciones suficientes para regresar a España bajo su protección. Pero más allá de los riesgos políticos que sopesó al declarar en 1817, Servando desdeñó su estancia portuguesa porque no estaba a la altura de su vanidad. Sin duda buscó polemizar con los judíos portugueses e imaginó rabinos ingleses sujetos a convertirse. Debió conocer, también, a los primeros francmasones de carne y hueso. Invitado de piedra en las tertulias de la duquesa de Abrantes y de la condesa de Ega, o fraile que malvivía de un curato o de enseñar español, algo resulta diáfano en la oscuridad del interregno: Mier no fue perseguido en Portugal, pues, de haber ocurrido, ninguna consideración política lo habría privado del placer y del horror de contárnoslo. Servando sabe escapar, pero no ocultarse, es decir que cuando tiene la oportunidad de reafirmar su identidad

carece de empacho en hacerlo. Rasgo de desvergonzado. ¿Gozó de la saudade de aquella belleza en ruinas? ¿Habrá meditado sobre el terremoto de Lisboa, que motivó la gran pregunta de la Ilustración sobre el sentido del Mal sobre la Tierra? ¿Por qué no mencionó que las portuguesas, entre más hermosas, más bigotonas? Como en Cándido o el optimismo, ¿a fray Servando le tembló la Tierra en Portugal, creyó ver el fin del mundo y se contentó con pensar en el libre albedrío y la caída mientras escanciaba vino de Porto, o de Oporto? Servando, ¿fuiste Cándido o el Niño Perdido?

9. El año i de la guerra de España

Esta desafortunada guerra de España me ha perdido; ha dividido mis fuerzas, multiplicado mis esfuerzos, atacado mi moral. Todas las circunstancias de mis desastres están ligadas a este nudo fatal. NAPOLEÓN BONAPARTE, Memorial de Santa Elena, i [1823]

LA ZARZUELA DE LOS TRES REYES

Hace tres meses había en Aranjuez un mal ministro sostenido por un rey bobo, y dijisteis: “No queremos ese ministro ni ese rey”, y Godoy se fue y Carlos abdicó. Después Fernando VII puso sus tropas en manos de Napoleón, y las autoridades todas, así como los generales y los jefes de guarnición, recibieron orden de doblar la cabeza ante Joaquín Murat, pero los madrileños dijeron: “No nos da la gana de obedecer al rey, ni a los infantes, ni al Consejo, ni a la Junta, ni a Murat”, y acuchillaron a los franceses en el parque y en las calles. ¿Qué pasa después? El nuevo y el viejo rey van a Bayona, donde les aguarda el tirano del mundo. Fernando le dice: “La Corona de España me pertenece a mí; pero yo se la regaló a usted, señor Bonaparte.” Y Carlos dice: “La Coronita no es de mi hijo, sino mía; pero para acabar disputas yo se la regalo a usted, señor Napoleón, porque aquello está muy revuelto y usted sólo lo podrá arreglar.” Y Napoleón coge y se la da a su hermano, mientras volviéndose a ustedes les dice: “Españoles, conozco vuestros males y voy a remediarlos.” Pero ustedes se encabritan con aquello, y contestan: “No, camarada, aquí no entra usted. Si tenemos sarna, nosotros nos la rascaremos: no hay más rey de España que Fernando VII” [...] ¿Estamos? ¿Lo comprendéis? Pues esto, ni más ni menos, es lo que está pasando aquí. Y ahora contéstenme los alcornoques que me oyen: ¿quién manda, quién dispone las cosas, quién hace y deshace, el rey o el reino? BENITO PÉREZ GALDÓS, Bailén [1873]

El fin del Imperio español, como su nacimiento tres siglos antes, cambió el destino de la civilización occidental. Los acontecimientos de 1808 son a menudo ignorados como el origen del mundo hispanoamericano tal cual existe desde hace 200 años. El futuro de la península Ibérica y de sus antiguos reinos de Ultramar durante los siglos XIX y XX quedó escrito durante una zarzuela discurrida entre el 19 de marzo y el 8 de julio del año infausto de 1808. Las escenas tuvieron lugar en Aranjuez, Madrid, Bayona y Valençay. Fueron alteraciones graves ocasionadas por acontecimientos ridículos. El gran teatro del mundo levantado por los barrocos abandonó los ingenios y un pequeño

desfile de reyezuelos se adueñó del corral de las comedias. Algunas décadas después el novelista Galdós pudo comenzar a desenredar la madeja, gracias a su ecuanimidad política y a la sapiencia popular que preside algunos de sus Episodios nacionales. La silenciosa ocupación de España, dice el conde de Toreno, fuente principal de Galdós, ocurrió como desenlace fatal del dominio sobre la Europa continental que Napoleón logró tras la paz de Tilst, de la que salió aliado del zar de las Rusias.¹ Quedaba doblegar a Inglaterra y para lograrlo la isla fue bloqueada por decreto imperial el 21 de octubre de 1806. Portugal, aliado de los ingleses desde 1703, se opuso y su invasión fue decidida. Para hacerlo, Napoleón contaba con la docilidad de Manuel Godoy, llamado Príncipe de la Paz precisamente por haber subordinado España a la República Francesa desde 1795. Tocó al conde de Campo Alange, embajador de España en Lisboa y superior de fray Servando, declararle la guerra a Portugal el 1° de septiembre de 1807. El mariscal Junot, como hemos visto, invadió el país lusitano y, muy pronto, 25 mil soldados franceses, pretextando problemas de comunicación y abasto, se dispersaron desde San Sebastián y Vitoria hasta Burgos, Valladolid y Barcelona. España había sido invadida sin necesidad de un solo disparo. Napoleón tenía en tan poco aprecio a la corte de Madrid que ni siquiera planeó previamente qué haría con ella una vez conquistada la península. Su embajador en la Villa y Corte, François de Beauharnais, le relató la soledad de Fernando, príncipe de Asturias y heredero al trono, quien vivía aislado y amenazado en El Escorial. El partido de Godoy sometía al joven de 23 años a una orfandad virtual. Los agentes de Napoleón cultivaron su resentimiento y se decidieron a apoyar sus pretensiones cuando Carlos IV, su padre, se negó a reconocer a José Bonaparte como rey de Nápoles. Al cambiar su punto de apoyo del caprichoso Godoy al inocente Fernando, Napoleón desencadenó una comedia dinástica que culminaría, seis años más tarde, con su derrota española. La abominación de Godoy, compartida por el bajo pueblo y por casi toda la nobleza, predispuso a los comediantes, empezando por el propio valido, quien, tentado por la oferta de un reino en los Algarves para su persona, olfateó las intenciones napoleónicas y recomendó a los reyes salir hacia América desde principios de marzo. Fingiendo un viaje a Asturias, Carlos IV y María Luisa levantaron la sospecha de pretender su castiza fuga de Varennes, lo que provocó el motín de Aranjuez, donde se escenificó, al mismo tiempo, la conspiración

fernandista, el odio a Godoy y el temor a que Murat se hiciese del poder. La turba rodeó el palacio de Godoy y, cuando la amante del valido, la actriz Pepita Tudó, salió a la calle, sonó un disparo que dio comienzo al saqueo. Mientras el populacho se hacía lumbre con el mobiliario de su casa, Godoy no había salido de ésta, donde permaneció escondido 36 horas, hasta que la búsqueda desesperada de un vaso de agua lo delató. Semidesnudo, Godoy supo que se había producido un golpe de Estado —el primero en la historia moderna de España— que convertía en rey a Fernando VII, con la aquiescencia de Napoleón, obligado su padre a abdicar por primera vez la tarde del 19 de marzo. Para entender este primer acto de la zarzuela hay que figurarse a los tres grupos de actores que la componían. El primero reunía a Fernando y sus consejeros, encabezados por Juan Escoiquiz (1762-1820), quien ya se imaginaba paje en una boda de su rey con alguna princesa napoleónida; el segundo, a Carlos IV, su esposa María Luisa y Manuel Godoy, su privado; finalmente estaba Murat, quien también se soñó rey de España, al frente de los cinco ejércitos invasores franceses y asentado en Madrid desde principios de año. La zarzuela de Aranjuez, narrada por Murat, hizo que Napoleón se decidiese a eliminar a los Borbones españoles, impuestos por Francia un siglo atrás. El destronado Carlos IV clama venganza contra su hijo traidor y protección para Godoy. El emperador apela a la dudosa legitimidad de Fernando VII y lo llama a encontrarse con él en la raya de Francia. El 24 de marzo salen el duque de Medinaceli y el conde de Fernán Núñez como avanzada para recibir a Napoleón. Sus enemigos, encabezados por ese ministro José Antonio Caballero, a quien ya conocemos gracias al doctor Mier, piden la pena capital para el hijo que ha destronado a su padre. Hubo que recordarle a Caballero que estaba acusando al hijo de una reina: además de su fama de casquivana, María Luisa no querría pasar como una filicida propia de la Roma cesárea. Caballero, durante la crisis de marzo, jugó con ambos partidos, primero con Fernando y luego con Godoy. Antes de arrepentirse, los amotinados fernandistas lo utilizaron de correo, pidiéndole que llevara al regio aspirante a la habitación de sus padres, los señores reyes, para ofrecerles garantías. Fracasada la huida de Godoy, “profanador del tálamo real”, Fernando despide a Caballero del ministerio de Gracia y Justicia. José María Queipo de Llano (1786-1843), el conde de Toreno, historiador liberal de la guerra de 1808, coincidirá con Mier en

el carácter ominoso y mutante del ministro Caballero: “Enemigo del saber, servidor atento y solícito de los caprichos licenciosos de la reina, perseguidor del mérito y de los hombres esclarecidos, había sido hasta entonces universalmente despreciado y aborrecido.”² Ésos fueron los días que gestaron la leyenda pía de Fernando VII, comparado con San Hermenegildo Mártir, perseguido en el año de la castaña por su padre, Leovigildo, el rey arriano de los visigodos. La plebe aclamaba al joven rey, quien, desvalido por haber echado al valido Godoy de palacio, tenía que ir a rendirle cuentas al tirano del mundo. El 10 de abril sale Fernando VII de Madrid. Escoiquiz, su Leporello, juró —y no hay razón para no creerle— que “todos” confiaban en el napoleónico reconocimiento del nuevo rey. En Vitoria, los aldeanos trataron de impedir que abandonase el reino y en la frontera algunos de sus consejeros dudaron de la prudencia de cruzar hacia Bayona, pues suponían que Murat podría valerse de la regia ausencia para devolverle el trono a Carlos IV. Pero Murat se limitó a escribir el 21 de abril: “Por fin se encuentra España sin soberano.”³ El emperador había calculado todas las contingencias y planeaba ir por él hasta Vitoria si Fernando se arrepentía de pasar la marca. El segundo acto comienza el 20 de abril, cuando Juan Escoiquiz advierte que han cruzado el Rubicón... El Imperio español había dado su paso hacia el abismo. Casi de inmediato los fernandistas se descubrieron en el puño de Napoleón y, reunidos en consejo, se preguntaron si su rey tenía facultades legales para renunciar a la Corona, en favor de otra dinastía, pues eso es lo que deseaba el emperador. La respuesta unánime fue negativa. Siendo así, quedaba legitimada, dada la ausencia forzada de Fernando VII, la Junta Suprema nombrada por él a su salida de Madrid. Encabezada por su tío don Antonio de Borbón, esa institución protocolaria planteará el acertijo jurídico de 1808, pues las mudanzas reales y su comedia de enredos convirtieron a la Junta en depositaria legal de la soberanía del reino. Esa cesión estaba inspirada, según muchos intérpretes, en el pactum translationis que habían reivindicado desde el siglo XVI los escolásticos Francisco Suárez y Juan de Mariana. Reunido con Fernando, Bonaparte le presenta un ultimátum de nueve puntos, cuya esencia es la renuncia tanto del padre como del hijo a la Corona de España y las Indias. A cambio recibirían el pequeño reino italiano de Etruria, pensiones harto satisfactorias y la promesa de la unidad del Imperio bajo el dominio de

alguno de los hermanos imperiales. Se elimina de la “negociación” a los leguleyos fernandistas y entra en escena Carlos IV, quien, feliz con el arreglo, se retracta de su abdicación del 19 de marzo, obtenida mediante la fuerza y la violencia. Las cartas de Napoleón a su familia desde Bayona son muy divertidas: el desprecio que sentía por los Borbones prisioneros compensaba la ausencia de bufones en su corte. Fernando VII se mantiene firme hasta el 4 de mayo. Todavía alcanza a ratificar la soberanía cedida a la Junta de Madrid y fija el comienzo de las hostilidades con Francia a su regreso. Pide al Consejo de Castilla la convocatoria de las Cortes, legalizando la llamada “guerra de Independencia”. Esos últimos actos de soberanía lo convertían en el primer resistente. Los historiadores concuerdan en que hasta ese momento los fernandistas, pese al motín de Aranjuez, no habían traicionado al reino ni sus leyes. Solamente habían caído en la trampa de Bayona. El tercer acto, por convención dramático, ocurre enseguida. Al encontrarse con su hijo, Carlos lo “azota”, acusándolo de usurpación así como de intentar tanto el parricidio como el regicidio. Al tanto ya de los acontecimientos del 2 de mayo —la sublevación de Madrid contra Murat—, el rey padre culpa a su hijo, en cuyo nombre se rebela el reino, del derramamiento de sangre. Fernando se somete a la voluntad de Carlos IV y a la de Napoleón. No hay acuerdo sobre qué fue exactamente lo que doblegó a Fernando VII. Por su trayectoria, amiga de la humillación y no del martirio, basta pensar que Bonaparte lo amenazó con la muerte. Como ninguna tradición política o jurídica los autorizaba a enajenar la Corona, padre e hijo dieron pie en esos días a una doble legalidad y una doble legitimidad. Para los patriotas, ésta significaba que el poder había sido cedido a la Junta Suprema, al Consejo de Castilla y, en su momento, a las Cortes ya convocadas: las instituciones del reino estaban obligadas a guerrear contra los franceses. Pero, renunciando, padre e hijo liberaban a los españoles de toda obediencia a la dinastía borbónica abdicante y autorizaban el llamado afrancesamiento, esa nueva obediencia al rey José Bonaparte, al que ellos, como tempranos afrancesados, fueron los primeros en reconocer. Nunca una guerra civil gozó de una justificación tan legal y legítima para ambas partes beligerantes. Esa elección moral y política hizo morir a miles y miles de españoles y americanos durante los siguientes 15 años.

El 10 de mayo, el Consejo de Castilla —institución cuya precedencia sobre la Junta Suprema implica otra complicación— hace circular de oficio la abdicación de los Borbones y nombra a Murat, el duque de Berg, lugarteniente general del reino, a la espera de recibir a José Bonaparte. Napoleón apuesta a su vez a legitimar, política e ideológicamente, a la dinastía imperial. Impone la Constitución de Bayona, jurada el 7 de julio de 1808 por un centenar de notables españoles enfrentados a una decisión entonces inédita en la historia: mutar la soberanía de un reino por su perfeccionamiento constitucional, pues en esa carta se cumplía el programa de la Ilustración española del siglo XVIII. La Constitución de Bayona prometía el restablecimiento de las Cortes como garantes de la libertad española, disminuía drásticamente el insultante fasto de la monarquía, reconocía las deudas contraídas por el Antiguo Régimen, abolía la Inquisición y sostenía a la religión católica como única en el reino sin tolerancia de ninguna otra. Un día después, José Bonaparte recibe los juramentos de su primer ministerio, encabezado por el marqués de Urquijo. Al negarse Jovellanos a entrar en avenencia o negociación con Napoleón, la Ilustración, devorada por su extraña hija, la Revolución Francesa, acaba por desaparecer, autorizando una insospechada mutación ideológica: el nacionalismo moderno. El epílogo de la zarzuela nos muestra a Fernando marchando hacia Valençay, residencia campestre de Talleyrand, príncipe de Benevento. El resto del elenco se dirige a Compiègne: Carlos y la reina, y desde luego Godoy. Carlos IV y María Luisa murieron en 1819. Ella pretendió dejar sus bienes a Godoy. Al primero de los dictadores hispánicos le esperaba una larga vida: se pudo casar con Pepita Tudó y, rehabilitado por la hija de Fernando VII aunque olvidado por el mundo, falleció en París en 1851. Hasta los desahuciados Borbones franceses quisieron pescar en el río español. Ante los diputados asturianos rebeldes se presentó el entonces conde de Blacas, en nombre de Luis XVIII, para reclamar el derecho familiar al trono español, que asistía a la casa de Francia, autoliquidada la heredad de Felipe V. Luis XVIII, con ese disparate, estaba lejos de imaginar que la insurrección española sería el primer escalón hacia su restauración. En Valençay le esperaba a Fernando VII un erial propio de esa Leyenda Negra que se empeñó en encarnar. Desolado, su primer mayordomo, Ayerbe, consignó en sus Memorias que aquello era “un pueblo tan malo como el peor de nuestra península, situado en un arenal sin hierba, sin flores, sin arbustos... El palacio, a

pesar de la estrechez de sus habitaciones, no deja de ser grande, de manera que ha podido acomodarse toda la servidumbre.”⁴ Talleyrand, el anfitrión, relataba a Napoleón la agradable aunque austera vida que se daba a Fernando y a sus hermanos, a quien madame Talleyrand ofrecía boleros y fandangos y, eventualmente, señoritas para el fornicio. Como se lo informó el príncipe de Benevento a Napoleón, lo esencial era mantener al Deseado en la ignorancia de que los españoles se levantaban en su nombre: “Todas las medidas de vigilancia están bien tomadas, y el castillo y sus alrededores gozan de perfecta tranquilidad. No creo exista lugar en el mundo donde se sepa menos de lo que ocurre en Europa.”⁵ Juan Escoiquiz y sus amigos se vieron defraudados: los cajeros del emperador les escamotearon las millonarias rentas prometidas en Bayona. Las alegrías de Fernando en Valençay fueron disminuyendo con la ruinosa guerra de España y los desastres napoleónicos. No tuvo empacho en denunciar ante sus carceleros al barón de Kelly, agente inglés, que lo invitó a fugarse. Napoleón lo consideró indigno de matrimonio con alguna dama de su corte y le negó un castillo en Navarra. Pero Fernando VII reanudó la correspondencia con su dueño: “Mi gran deseo es ser hijo adoptivo de S. M. el Emperador, nuestro augusto soberano. Yo me creo digno de esta adopción, que será, verdaderamente, la felicidad de mi vida dado mi amor y mi perfecta adhesión a la sagrada persona de su S. M. I. y R. y mi sumisión y entera obediencia a sus pensamientos y a sus órdenes.”

1808 O EL CARISMA DE LA NACIÓN

Tal libertad sería más dura que el dominio extranjero. TUCÍDIDES, Historia de la guerra del Peloponeso, IV, 86

Así pues, de uno y otro lado avanzan los escuadrones a la carrera con igual arranque de cólera: a unos les excita el miedo a la tiranía, a otros, la esperanza en ella. LUCANO, Farsalia, VII, 380

La representación de las abdicaciones en Bayona tuvo como telón de fondo la matanza del 2 de mayo en Madrid. Consecuencia del vacío de poder sufrido por el reino, aquélla fue, al mismo tiempo, un motín xenófobo y un acto de autoridad. La Junta de Gobierno y Murat habían discutido acremente sobre el destino del resto de la familia real, que Napoleón reclamaba desde Bayona para completar el secuestro de la dinastía. El 1° de mayo el duque de Berg gana la partida y ordena que el hijo más joven de Carlos IV, el infante Francisco de Paula, de 12 años, salga hacia Francia en compañía de su hermana María Luisa. La extracción del último Borbón descendiente directo del rey, para colmo sospechoso de ser hijo de Godoy, aturdió al vulgo. Sin el niño, el cuerpo de la monarquía quedaba descabezado y el monstruoso injerto bonapartista, de todos tan temido, era un hecho. La muchedumbre inutilizó el carruaje del Coco y la guardia de Murat abrió fuego contra los súbditos, matando a una docena. Los madrileños tomaron la ciudad y la resistencia se concentró en la Puerta del Sol y en el parque del Monteón. La escena se recuerda como un episodio de ferocidad tumultuaria nunca visto en el reino. Todos los agravios estallaron y la llamada “locura de España” convirtió a los vasallos en rebeldes. En descargo de los franceses, y contra lo que dice la

literatura de gesta, hasta ese momento la invasión de la península había sido pacífica y frecuentemente aplaudida por un pueblo que creía que Napoleón lo libraría de la tiranía de Godoy.⁷ Murat arrojó 30 mil hombres sobre la ciudad e impuso el fusilamiento indiscriminado, así como el incendio de toda propiedad sospechosa de resguardar a los asesinos de franceses. Murat estaba enfermo con los “cólicos de Madrid”, infectado por la Leyenda Negra, que casi le impidieron dar órdenes el día infausto. Su médico español, al parecer, fue linchado. El conde de Toreno recordará que el propio Murat, dos o tres veces traidor, morirá indefenso, como las víctimas del 2 de mayo, cuando desembarque en la costa calabresa, en 1815. Un maestro cerrajero llamado Molina Soriano se adjudicó en 1816 la iniciativa del asalto al coche del infante y la mecha del vocinglerío que gritaba “¡traición!” y “¡mueran los franceses!” De ser así, tendríamos en el cerrajero del 2 de mayo al primer practicante de la violencia nacionalista. La doble legitimidad generada en Bayona hundió a España en una guerra civil de características nuevas. No se enfrentaban dos reyes o dos dinastías. Tampoco era una guerra de religión. Eran dos legalidades disputando salvajemente la posesión de la soberanía política que, al debatirse, creaba una nación. Huérfana, la rebelión popular invocaba simultáneamente un pacto primigenio, por fuerza ideal, entre el rey y sus vasallos, y al hacerlo generaba una revolución singular, moderna por nacionalista. A diferencia de la Revolución Francesa de 1789, la Revolución Española de 1808 no comienza con la oposición ideológica entre un antiguo y un nuevo régimen. Fue la metamorfosis de la idea que un reino tenía de sí mismo. Desde los debates de las Cortes de Cádiz en 1810, empezará a plantearse la discusión, hasta la fecha irresoluta, de si lo predominante en el levantamiento de 1808 fue la revolución liberal amparada en la soberanía popular o la defensa reaccionaria del trono y del altar. La verdad, sin duda, está a mitad de camino entre Rousseau y Alfonso el Sabio, las ideas modernas o la tradición medieval, escolástica y tomista. El 2 de mayo se rompió ese protocolo rutinario que une al pasado con el futuro, por medio de una “tragedia llena de terror” que pasmó a las inteligencias de todos los bandos. Los primeros en apreciar la naturaleza mutante del fenómeno fueron los generales del Imperio, cuya doctrina militar, exitosa desde 1796, se tropezó con una realidad cruda e incomprensible sobre el campo de batalla. Los “levantamientos en masa que podrán eternizarse”, como temió el general Daniel

Savary, se transformaron en una guerra popular que negaba el dogma estratégico de Napoleón: la guerra se paga con la guerra. El desastre, antes que militar, fue financiero. En el origen de todas las desavenencias entre el emperador y el rey José, la corte y los generales, está la imposibilidad de extraer de España los dineros para pagar a los ejércitos. Desconcertado, Napoleón llamó en noviembre de 1808 al abate Pradt, arzobispo de Malinas, futuro asesor de la Independencia americana y ya desde entonces experto en pueblos irredentos. En nada lo ayudaron los consejos de Pradt, pues el emperador culminó la entrevista afirmando: “No conocía yo España: es un país más hermoso de lo que pensaba. Buen regalo he hecho a mi hermano; pero los españoles harán con sus locuras que este país vuelva a ser mío; en tal caso lo dividiré en cinco virreinatos.”⁸ El problema se alejaba del paisaje, de la magnificencia o de la locura. Ocurría que la doctrina militar de Napoleón se basaba en elevar el aire de marcha —la velocidad de la infantería— a 120 pasos por minuto contra los usuales 70 pasos de las tropas tradicionales. Para sostener la velocidad napoleónica se requería de un intenso aprovisionamiento sobre el terreno, basado en alimentar la guerra con los recursos de la población conquistada o en la cercanía de una retaguardia móvil y bien provista de alimentos, pertrechos y enfermería. Los campesinos españoles se negaron a colaborar con el invasor y la guerrilla destruyó los nexos entre la avanzada y su sustento. Una guerra dinástica era el peor de los escenarios en los cálculos de Napoleón, quien confió entonces en que su inferioridad numérica se vería compensada por la sofisticación de armas y pertrechos. Pero, como lo cuenta Galdós en Zaragoza, el más emotivo de sus Episodios nacionales, la Grande Armée cayó en la trampa de lo insólito: el sitio de Zaragoza en 1809 sólo se ganó en la segunda ronda, pasando sobre la defensa civil de una ciudad abierta, cuyos habitantes disputaron casa por casa hasta que la destruyeron los bombardeos. La cláusula de la rendición, intocable desde las guerras del Peloponeso, había sido desahuciada. Se conocía el acoso numantino, pero no una batalla absurda donde no había ni sitio ni rendición, sino francotiradores y barricadas. Los augures debieron decirle a Napoleón lo que a Moctezuma II en 1519: te enfrentas a un horror que no conoces. Así se escribió la primera derrota mundial del Ejército Imperial, el 21 de julio de

1808, en Bailén. Napoleón tomó en sus manos la campaña y en diciembre logró asegurar a José en el trono. Sucedió otro prodigio: la toma de la corte no significó la abdicación del reino. Antes al contrario. Incrédulo, el rey José y los generales esperaron que los rebeldes entablaran negociaciones. Dialogaron, si acaso, los españoles divididos. Pero Napoleón, hijo de la Revolución Francesa, ignoró que la soberanía ya no estaba en la corte sino en las juntas revolucionarias. Miguel Artola señala que en 1815, durante los Cien Días, el emperador tampoco recordó la lección española: recuperó París a toda costa. De haber resistido a la Santa Alianza desde la Francia profunda, quizá su destino habría sido otro distinto que Santa Elena. Sabemos cómo resistieron los patriotas españoles, pero no por qué lo hicieron de manera tan obcecada y feroz. Ángel Ganivet, escritor y suicida, tras considerar que el enigma de España está en el dogma de la Inmaculada Concepción, quiso ver en 1520 y en 1808 la esencia de su Idearium español (1897): el español es el mejor guerrillero y el peor soldado, sólo capaz de ser heroico en la adversa oscuridad de las montañas de Navarra o cruzando las selvas mesoamericanas. La guerra de España, según Ganivet, la habían ganado no los españoles, sino su carácter hosco y peninsular.¹ La vulgarización romántica del pueblo se difundió en el pensamiento decimonónico gracias en buena medida a la resistencia española. La leyenda ya aparece plenamente en Jules Michelet. Sobre ella cabe aclarar que 1808 creó algo más poderoso que cualquier “pueblo en armas”: su mitología. Las juntas provinciales de Asturias, Galicia, Sevilla, Zaragoza, y sus réplicas americanas, se levantaron negando la delegación divina del poder en el rey y trasladando ese carisma a la soberanía popular. Proponiéndose lo contrario, finiquitaron la destrucción del Antiguo Régimen iniciada en 1789 por los republicanos franceses, a cuyos herederos combatían. En ese traslado del carisma del rey al pueblo se entiende el nacimiento del nacionalismo moderno durante la guerra de España. Esa operación carismática —el pueblo es rey— explica la mutación en las maneras de hacer la guerra. El terruño deviene nación, transformando los intereses particulares en una misión colectiva de índole religiosa y de consecuencias sacrificiales. Naturalmente, durante esa fuga sin fin, las ideologías revolucionarias —hijas indeseables y adulterinas de la Ilustración— se mezclan con los anhelos más añejos. Y comienza el ciclo revolución/contrarrevolución, una novedad histórica. La mitología carismática del nacionalismo surge de una resistencia mayoritaria a la

invasión y crea la tensión entre resistencia y colaboración, patriotismo y universalismo, características dramáticas de las guerras y revoluciones venideras. La otra legitimidad, representada por los 12 mil afrancesados que calcula Miguel Artola, reunía a la vieja aristocracia ilustrada, el alto clero y los súbditos colaboracionistas. Ellos tenían a su favor la razón, el culto al progreso y la tolerancia, valores intelectuales y morales que, como lo demostró el siglo XX, naufragan fácilmente ante el nacionalismo. Los afrancesados no sólo fracasaron por su devoción a la monarquía ilustrada, sino por su incomprensión radical de ese nuevo poder carismático.¹¹ Jugaron a favor del carisma nacionalista —bautizado entonces como patriotismo — muchos de los elementos arcaicos de la sociedad española, aquellos que los Borbones habían tratado de modernizar, con escaso éxito, durante el siglo XVIII. La dispersión económica y poblacional de la península permitió, paradójicamente, que fuera el regionalismo el soporte de la nación divinizada. Al descubrir su diversidad —mediante movimientos poblacionales catastróficos—, los patriotas construyeron una imagen atractiva de España. En muchos tramos de la guerra de Independencia, los franceses parecen ser solamente un incómodo tercero en discordia mientras riñen las juntas regionales y los impotentes poderes “nacionales” de las Juntas Suprema y Central, la Regencia o los constituyentes gaditanos. La invasión napoleónica reveló, a quienes le resistían, una nación imaginaria cuya dirección le había sido sustraída, durante siglos, por la monarquía. La resistencia más fiera fue obra de los cacicazgos inmemoriales, para quienes el pillaje, tan necesario para los franceses, era intolerable. Los ejércitos napoleónicos que entraron a España ya no estaban integrados por los jóvenes y ardientes republicanos de las campañas de Italia. El termidor bonapartista —lo dice bien Marx en La Revolución española— convirtió a Francia en una potencia imperialista cuyo mensaje libertario —inspirado en sus leyes y códigos— quedaba desmentido cotidianamente por la crueldad y el saqueo practicados, piramidalmente, desde los mariscales hasta la soldadesca. Al revés de lo que creían afrancesados como el abate Marchena, la Revolución Francesa había dejado de ser exportable y sus promesas de cortar las cadenas de la superstición sólo estimulaban a la reacción carismática, que llamaba al asesinato de esos “semihombres”, los franceses. Y entre los invasores, el espíritu jacobino resonaba en las palabras del mariscal Soult: “Luchamos contra la nación entera: todos los habitantes, hombres, mujeres, niños, ancianos y

sacerdotes, estaban en armas, las aldeas abandonadas, los desfiles custodiados.”¹² Pese a ello, liberales patriotas como el conde de Toreno seguían admirando, no sin una profunda tristeza, el “carácter popular y nacional” del ejército francés, hijo hasta entonces invicto de los valores de 1789. Muchos de los liberales que festejaron la ruina de los Borbones y aplaudieron la modernización napoleónica, se sumaron al ejemplo de Jovellanos y lo radicalizaron, al descubrir que se podían y se debían sostener los valores de 1789 contra su degeneración imperial. El ciclo de la Revolución Francesa se había agotado y comenzó el trueque de atributos entre las ideologías modernas. Los patriotas, para vencer, también contaron con la alianza inglesa. El cuerpo expedicionario británico, encabezado por el futuro Lord Wellington, desembarcó en Portugal en julio de 1808. Aunque los ingleses estaban más preocupados por defender la isla que por hundirse en España, su intervención ha sido frecuentemente subvaluada por quienes defienden la hazaña nacionalista. El mismo Galdós, tan ponderado desde su liberalismo, reduce al mínimo en sus novelas la participación británica. En Londres, durante una función de ópera, estando los primeros juntistas asturianos en el palco del duque de Queensburry, los aplausos suspendieron la representación durante una hora. Lord Canning, el 12 de junio de 1808, brinda por la rebelión del principado de Asturias contra la “feroz ocupación” del bonapartismo. ¿En qué medida el catolicismo garantizó el triunfo del levantamiento en 1813? Era falso que Napoleón, el concordatario, fuese el impío destinado a sembrar el ateísmo en la tierra de Santiago Apóstol. Tampoco es cierto que los instigadores de la resistencia fueron clérigos fanáticos, anhelantes de eternizar la Inquisición. Pero la clerofobia de los bonapartistas, no menos que la idea de Guerra Santa, fueron armas propagandísticas letales en ambos sentidos. La cultura católica popular sustentó, por espíritu de cruzada, al nacionalismo. La alta jerarquía, salvo excepciones, colaboró con Napoleón y la mitad de los curas de aldea le obedeció, en aras del miedo o de la concordia. Y si se hubieran entablado negociaciones serias entre las dos Españas, el primer punto de acuerdo habría sido la abolición de la Inquisición. No se olvide que el último gran inquisidor del Antiguo Régimen, aquel que había polemizado con el abate Grégoire en 1798, Ramón José de Arce, fue uno de los primeros afrancesados. Y al final, el fantasmón. La nación usurpó el carisma de un caudillo imaginario:

Fernando VII, el joven príncipe de Asturias a quien sus súbditos apenas conocían en marzo de 1808, y en quien vieron encarnada la orfandad de España, obra del valido Godoy y de los reyes. Cuando se confirmó la cobardía del Deseado, el carisma de la nación ya lo había coronado, gracias a su ausencia física. Al hablar de “la máscara de Fernando” para justificar diversas formas constitucionales de liberalismo, los rebeldes americanos y los constituyentes de Cádiz reconocieron esa usurpación de carisma. Cuando Fernando VII desconoce en 1814 la Constitución de Cádiz, el populacho que había sostenido a las juntas, harto de hambre y guerra, festejó masivamente el regreso del absolutismo. Al final, las élites intelectuales, tanto patriotas como josefinas, fueron derrotadas por una nación cuyo carisma necesitaba, tras la máscara, al caudillo. Estas consideraciones son esenciales para la biografía de Servando Teresa de Mier. Las cuestiones esbozadas fueron el drama de su generación en ambas orillas del Atlántico, generación que ha sido bautizada con fortuna como la de “1808”. La elección que hicieron en esa fecha clérigos, militares, burócratas y poetas —la élite intelectual en su sentido más amplio— fue un drama que sobrecoge precisamente por haberse repetido desde entonces una y otra vez. Arruinada la generación anterior, la de los viejos ilustrados como Floridablanca, Cabarrús, Urquijo o Azanza, la generación de 1808 percibió que una nueva diosa, la Revolución, gobernaba el mundo. Tuvieron que elegir entre España y Francia o entre América y España, entre la nación y el Imperio, entre el patriotismo y el internacionalismo, entre el catolicismo y la tolerancia, entre la tortura y la piedad, entre la resistencia o la colaboración, y al final murieron ante la disyuntiva de perdonar o maldecir. Los josefinos acompañaron a su rey temerosos de que los militares franceses se adueñaran del raquítico Estado español. Casi todos creyeron que, malgré tout, Bonaparte encarnaba la aceleración de la historia hacia el progreso. Muchos de ellos murieron en la miseria, abominados en 1814. Fernando desobedeció la clemencia solicitada por el misericordioso Luis XVIII y los persiguió con saña. Sufrieron embargo de bienes, privación de todo honor y cargo público. Sus esposas fueron castigadas por seguirlos y sólo se permitió volver a las viudas con el acta de defunción en la mano. Cuando el Séptimo Fernando cayó sobre los liberales de Cádiz, pocos de ellos buscaron la mano de los afrancesados en el destierro. Apestados, fueron las primeras víctimas del nacionalismo carismático que rechazaron y que, al triunfar, no reconoce méritos ni ideologías. En ellos,

dicen los historiadores, se cebó Fernando para olvidar que él había sido el primer y acaso el único traidor. Entre los josefinos recordemos a Goya, el único genio de la generación de 1808, quien con la misma mano pintó a Godoy y la matanza del 2 de mayo, y sustituyó en un lienzo el rostro de Fernando por el de Wellington. O al abate Marchena, “ateo” militante que seguía a las tropas napoleónicas y a la noche pulía el estilo con fray Luis de León. Y sobre todo cabe mencionar a Juan Antonio Llorente (1755-1823), autor de la primera Historia crítica de la Inquisición, y por ello, precursor de la denuncia sistemática del totalitarismo. Llorente, antiguo secretario de la Inquisición, se volvió contra ella estudiándola. Tras afrancesarse, suplicó perdón a Fernando VII de esta forma:

Me obligaron por orden expresa, sin anterior noticia ni gestión de mi parte, a pasar al Congreso de Bayona donde juré, como todos, obediencia y fidelidad a José Napoleón Bonaparte [...] Creí acertar, Señor, siguiendo el único gobierno que se conocía con el concepto de legítimo, y huyendo de la anarquía en que quedaban Madrid y demás pueblos por desenfreno de la plebe [...] cuando las naciones están divididas en partidos, los individuos de cada uno de ellos han podido sin crimen elegir y seguir el que les pareciese más útil a la patria. Éstos son los casos en que, aun errando el entendimiento, queda recta la voluntad. Pero el modo con que cada individuo se haya conducido, es susceptible de crímenes como de virtudes.¹³

Llorente, como fray Servando, sólo se salvó cuando el Deseado volvió a jurar la Constitución en 1820 y el Santo Oficio quedó abolido. Otros hombres de 1808, como José María Blanco White, amigo y maestro del doctor Mier, tomaron el camino de la resistencia y lo convirtieron en una heterodoxia. Entre los patriotas de 1808 hubo dos grupos generacionales con una política distinta: los constitucionalistas históricos, más viejos, y los jóvenes liberales. Estos últimos —como el poeta Manuel José Quintana (1772-1857) o los políticos Agustín Argüelles (1776-1844), Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862) y el conde de Toreno— lograron que la Constitución de Cádiz absorbiese las ideas patrióticas y afrancesadas para formular un liberalismo español, cuya tragedia subsecuente fue el desprecio de América. Por esa herida, Servando se integrará a

la generación de 1808 como el novohispano mayor. Servando, como Llorente o los americanos fray Melchor de Talamantes, los Fagoaga o Primo de Verdad, fue un constitucionalista histórico que decidió seguir a su admirado Jovellanos. Don Gaspar Melchor murió en 1811. El general Sebastiani lo había tentado en mayo de 1809, pidiéndole reconsiderar su patriotismo y unirse al ministerio de José. La respuesta del anciano Jovellanos es tan ejemplar como la súplica de Llorente, exiliado en Francia tras una falsa derrota:

Yo no sigo un partido, sigo la santa y justa causa que sigue mi patria [...] No lidiamos, como pretendéis, por la Inquisición ni por soñadas preocupaciones, ni por los intereses de los grandes de España; lidiamos por los preciosos derechos de nuestro rey, nuestra religión, nuestra Constitución y nuestra Independencia [...] Acaso no pasará mucho tiempo sin que la Francia y la Europa entera reconozcan que la misma nación que sabe sostenerse con tanto valor y constancia contra una agresión tanto más injusta, cuanto menos debía esperarla de quienes se decían sus amigos, tiene bastante celo, firmeza y sabiduría para corregir los abusos que la condujeron insensiblemente a la horrorosa suerte que le preparaban [...] En fin, señor General, yo estaré muy dispuesto a respetar los humanos y filosóficos principios que, según decís, profesa vuestro rey José, cuando vea que ausentándose de nuestro territorio, reconozca a una nación cuya desolación se hace actualmente a su nombre por vuestros soldados [...] Éste sería, ciertamente, un triunfo digno de su filosofía...¹⁴

¿Llorente o Jovellanos? Ése fue el dilema para los liberales y los ilustrados de 1808.

SERVANDO EN COMBATE

De modo que todos los soldados y aun señores, cuando me ven, me llaman el Padre de la Victoria, y hubo cabo que dijo que importó tanto esto como si les hubiesen añadido 4 000 hombres más. BALTASAR GRACIÁN, al regresar de la batalla de Lérida [1646]

Siendo más propio en los eclesiásticos el ejercicio de la caridad y oración que el de las armas, dará su orden el gobierno a sus prelados para que nombren un competente número que alivien a los combatientes en el socorro de bebidas, que el gobierno y la piedad del pueblo se sirvan suministrarles, en particular el agua, empleándose los demás en la oración durante los ataques. Tarja para eclesiásticos de la segunda comandancia del reino, Valencia, 20 de febrero de 1809¹⁵

Servando, oscuro empleado del embajador Campo Alange en Lisboa, recibió de primerísima fuente las noticias de la primavera y el verano de 1808. La cuestión portuguesa fue el pretexto de la invasión de España. Campo Alange mismo, junto con los diplomáticos franceses, advirtió al reino lusitano, el 12 de agosto de 1807, que de no romper con Inglaterra el 1° de septiembre, España le declararía la guerra, como ocurrió. El doctor Mier permaneció en Lisboa, junto con otros diplomáticos, un año más. Su permanencia en el país enemigo como empleado de embajada se debió a su subordinación administrativa al cónsul Joseph de Lugo, quien quizá, siendo Mier sacerdote y novohispano, lo comisionó en tareas humanitarias. Las cumplió, como lo dijo, atendiendo a los soldados víctimas de Junot, gracias a lo cual ingresó al ejército angloespañol. Servando habría sido enviado a Valencia como avanzada del propio Lugo, quien

abandonó el puesto el 27 de mayo de 1809, para seguir el itinerario de su amanuense.¹ Dada su condición de perseguido, aunque contase ya con nuevos protectores, la Revolución Española de 1808 no garantizaba al doctor Mier variación en el celo de sus enemigos. Al contrario, esas querellas nacionales resultan ríos revueltos ideales para el cumplimiento de venganzas personales o asesinatos políticos. Servando esperó hasta tener la oportunidad de regresar, al resguardo de un ejército, a España, de la que había huido en 1805. Si Mier ocultó su vida portuguesa porque Campo Alange se afrancesó, ¿sufrió dilemas similares a los de otros personajes de su generación? Nunca mencionó a Campo Alange, ni siquiera para denunciarlo como josefino. ¿Le debía favor y cobijo al embajador y a otros personajes sospechosos en 1819? Seguramente. ¿El propio Servando habría dudado, como Jovellanos y miles de españoles, entre la Junta y Bayona? ¿No era lógico que él, víctima desde 1795 de la persecución eclesiástica, jurase una Constitución que abolía la Inquisición? No, no lo era. A diferencia de peninsulares como el abate Marchena, Servando no tenía ninguna razón biográfica que respaldase una adhesión al bonapartismo. Por su formación dominica en la Nueva España, Servando no fue contagiado por la Ilustración ni mucho menos por los escasos virus intelectuales de la Revolución Francesa que cruzaron hacia la Nueva España. No era, como Antonio de Nariño o Primo de Verdad, un “intelectual independiente” en condiciones de formarse una visión moderna del mundo en 1795. A diferencia de Abad y Queipo, un obispo ilustrado, carecía del grado de libertad espiritual suficiente para escuchar a Rousseau. Religioso predicador, Servando había crecido aislado, desde Monterrey hasta la Real y Pontificia Universidad, de las pavorosas modificaciones que sufría el mundo. Antes del sermón guadalupano, lo vemos predicando, con naturalidad, por la gloria y la fama de Hernán Cortés y contra los filósofos impíos que habían llevado a Luis XVI al cadalso. Sin duda era un patriota criollo, pero eso no implicaba ni siquiera un antiespañolismo radical ni, mucho menos, coqueteos con el siglo. Antes al contrario. En esas condiciones se encontró con la Iglesia Constitucional francesa, experiencia que él disoció casi totalmente de su origen directo en 1789 y emparentó, como Grégoire mismo lo quería, con la restauración apostólica del cristianismo. Y lo que a Mier le toca vivir en París es precisamente la destrucción de la experiencia constitucional por Napoleón en vísperas del

Concordato. En la mente teológico-política de Servando, el cónsul vitalicio era un nuevo Luis XIV dispuesto a destruir las libertades de la Iglesia galicana. Nunca tuvo simpatía por ningún tirano y menos la habría de tener por quien había humillado al obispo de Blois. Servando fue republicano antes de saberlo: su creencia en la república cristiana de los apóstoles se trasladó, con los años, a la lucha por las repúblicas americanas. No hay en Mier vivencias ilustradas ni jacobinas que lo predispusieran al afrancesamiento. Quien abra la Historia de la revolución de Nueva España se sorprenderá, durante los primeros capítulos, del patriotismo hispánico de Mier en 1811. En su caso, la Leyenda Negra es un desgarrador pleito de familia, pero nunca una justificación para pasarse al campo del invasor. La picaresca exaltación de la Leyenda Negra en las Memorias proviene de recuerdos tan dolorosos como legítimos, emponzoñados por la trágica derrota de 1814: no sólo toda la clase política española —liberal y servil— había abofeteado a los leales americanos, sino que Fernando VII había vuelto del exilio para encarcelar a todos sus amigos liberales. Pero para Mier, España era, hasta 1821 y a pesar de todos los pesares, el sueño imperial del siglo XVI. ¿Servando dudó entre patriotas y josefinos? No lo creo. Por su formación como teólogo tomista estaba predispuesto a ser un patriota liberal. En Lisboa, como le ocurrirá después en Londres, estaba, al fin, en el centro de la historia. Las prisiones conventuales en España habían quedado atrás. Con información de primera mano —como lo prueba la Historia—, el doctor Mier decidió jugarse la vida por su cultura política, hispánica, medieval y barroca; así sucederá con tantos de los constitucionalistas de Cádiz, quienes creyeron que la reforma de España estaba en su milenaria tradición. Mier, como la gran mayoría, odiaba a Godoy, percibido antes de 1808 como un agente de Napoleón: los sueños del valido de recibir una corona en el sur de Portugal, de manos del emperador, debieron ser la comidilla de la embajada. ¿Cuál era la situación militar en España cuando Servando apareció en Cataluña el 2 de octubre de 1808? Fueron las Juntas Provinciales, al seguir las últimas disposiciones “en libertad” de Fernando VII, las que declararon la guerra en el verano de 1808. Las hostilidades comienzan ante unos 110 mil franceses comandados por Murat, de los cuales la mayoría eran conscriptos y sólo una tercera parte veteranos de la Grande Armée. El objetivo estratégico de Napoleón era pacificar España dominando el camino que conducía a la capital del reino. Había que ocupar también Sevilla y Valencia. El 15 de agosto entraron a la

península otros 50 mil hombres. Enfrentaban a un ejército español que apenas unos meses antes era aliado suyo y se componía de 100 mil soldados regulares, sin contar a la milicia urbana y al cuerpo de mutilados hábiles. Para romper la defensa de Madrid, fue formado un ejército gallego, que más tarde dio lugar a la Segunda División de la Derecha, encabezada por el general Joaquín Blake (1739-1827), a cuyas órdenes sirvió fray Servando. Militar malagueño de origen irlandés, Blake fue derrotado en Valencia en 1812, estuvo preso en Vincennes y en 1814 sirvió al gabinete absolutista de Fernando VII. Nombrado de emergencia por la baja de su jefe, Blake salió mal parado de la batalla de Medina de Rioseco, el 14 de julio de 1808. Pero la victoriosa resistencia de Zaragoza inflamó a los patriotas. Los bombardeos fueron la única manera de vencer a la ciudad y, una vez que entraron los franceses, el general español Rebolledo de Palafox ordenó la “guerra a cuchillo”. En ese mes, el 19 de julio, en la batalla de Bailén, Andalucía, se rindieron 17 635 franceses. Las inesperadas derrotas del verano obligaron a la intervención personal del emperador, que inició la segunda parte de la guerra, las llamadas “campañas de Napoleón”, que culminaron con la instalación de su hermano en Madrid. Para lograrlo, Napoleón dispuso los ocho cuerpos destinados a combatir en España, encabezados por los generales Claude-Victor Perrin (I), Jean-Baptiste Bessières (II), Jeannot de Moncey (III), François Lefebvre (IV), Édouard Mortier (V), Michel Ney (VI), Laurent Gouvion (VII) y Jean-Andoche de Junot (VIII). Estos hombres o sus sucesores serían los verdaderos dueños de España hasta 1813. De los ocho, seis se avinieron con Luis XVIII en 1815. Junot enloqueció y Ney, tras arrepentirse de haber traicionado al emperador, fue fusilado por la Restauración. A Blake le tocaría defenderse de Lefebvre. La batalla de Valmaseda, a principios de noviembre de 1808, acaso fue la primera acción donde participó el capellán Servando Teresa de Mier. Perseguido por el mariscal Soult, Blake se ve obligado a cruzar los Picos de Europa, el macizo montañoso español entre las provincias de Oviedo, Santander y León. Entre la nieve y las deserciones, Servando vivía las crudelísimas circunstancias de la “guerra de aniquilamiento” que Napoleón había decidido. Desde Madrid, los franceses abrieron un frente con el único ejército que no había entrado en combate, el inglés que, encabezado por el general John Moore, miraba con pasmo y reticencia una guerra ajena. En febrero de 1809, mientras el capellán Mier actúa con heroísmo en la batalla de Castel Cisbal, Napoleón ha vencido en todos los frentes, aunque Galicia y Murcia han

quedado fuera de su control, y sufre con la resistencia, en el mejor de los casos pasiva, de los derrotados. Su campaña de ocupación penetrará Levante, Andalucía y Portugal, que más tarde se convertirá en la zona dominada por Wellington. En el otro extremo de la península se inicia la campaña de Cataluña. La rebelión en Barcelona, cuenta el conde de Toreno, fue violenta, dada la capacidad militar instalada. El 31 de junio de 1808 se desgarraron los carteles que anunciaban la nueva dinastía. Con todo, fue difícil unificar el mando y al principio no hubo Junta. El 2 de mayo de 1809 se inició el tercer sitio de Gerona, que terminó en diciembre con una capitulación honrosa para los patriotas. El general suizo Teodoro Reding, quien combatía a Napoleón por convicción, cayó herido en combate y su responsabilidad pasó a Blake, quien, pese a su comprobado heroísmo, perdió la batalla decisiva en Belchite, cerca de Puebla de Albortón, el 18 de junio, donde cayeron 3 mil españoles, dando fin a la invasión de Aragón planeada por el Ejército de la Derecha. Adolphe Thiers, en su Histoire du Consulat et de l’Empire (1855), asegura que fueron muchos los prisioneros tomados por Suchet en Belchite. Uno de ellos fue Mier. El conde de Toreno hace puntualísima relación de los hechos, ocurridos tras la caída de Zaragoza, que pusieron fin a la exitosa jefatura de la Junta Central entre abril y agosto de 1808. Cuando Servando se reporta capellán en Cataluña, Blake todavía está bajo las órdenes de Reding. Combatirán a Suchet, nuevo general de la cuarta división, y el español lo hará con 8 176 infantes y 481 caballos. Acaso en uno de ellos montaba uno de los capellanes, el fraile americano Servando Teresa de Mier. Pasadas las lluvias, ambos ejércitos estuvieron a la vista y, al no retroceder Blake, lo barrieron los franceses, primero en María y luego en Belchite, haciendo preso al general O’Donojú, que sería 11 años después el último e infortunado virrey de la Nueva España. Y de la batalla de María, el 15 de junio, salió Blake sin buena parte de su caballería.¹⁷ Cuenta el conde de Toreno los acontecimientos de Belchite:

Está Belchite situado en unas alturas que lo circuyen de todos lados, excepto por el frente y camino de Zaragoza, en donde yacen olivares y hermosas vegas, que riegan las aguas de la cuba o pantano de Almonacid. Don Joaquín Blake puso su derecha en el Calvario, colina en que se respalda Belchite [...] Guarneciéronse

los olivares con tiradores, y se apostó la caballería camino de Zaragoza. Apareciéronse los franceses por las alturas de la Puebla de Albortón, atacando principalmente nuestra izquierda la división del general Musnier. Amagó de lejos la derecha el general Habert, y tropas ligeras entrevieron el centro con varias escaramuzas. [...] nuestros fuegos respondieron bien al principio, a los de los contrarios, y por todas partes se manifestaron al menos deseos de pelear honradamente. Más, a poco, incendiándose dos o tres granadas españolas, y cayendo una del enemigo en medio de un regimiento, espantáronse unos y cundió el miedo a otros, y terror pánico se extendió a todas las filas, siendo arrastrados en el remolino, mal de su grado, aun los más valerosos. Solos quedaron, en medio de la posición, los generales Blake, Lazán y Roca, con algunos oficiales; los demás, casi todos huyeron o fueron atropellados. Sentimos, por ignorarlo, no estampar aquí, para eterno baldón, el nombre de los causadores de tamaña afrenta. Como la dispersión ocurrió al comenzarse la refriega, pocos fueron los muertos y pocos los prisioneros, ayudando a los cobardes el conocimiento del terreno. [...] Aunque es cierto que no fue don Joaquín Blake quien dio inmediata ocasión a la derrota, censuróse, con razón, en aquel general la extremada confianza...¹⁸

Servando nos dejó cuatro narraciones de sus andanzas militares. La primera, en una carta a su viejo amigo Agustín Pomposo Fernández de San Salvador, del 12 de noviembre de 1809, cuenta la victoria de Alcañiz. Lo hace mientras acampa en Espinelves, a la vista de Gerona. Al parecer don Pomposo hizo pública la carta, pues fue obtenida del Diario de México (10 de febrero de 1810). Dice Mier, corresponsal de guerra:

Avanzamos en mayo hacia Aragón, en número de 14 000 hombres, 20 cañones y 400 caballos, dejando fuerte guarnición en Mequinenza, castillo donde en ese mes se estrelló catorce veces el furor de los franceses, inútilmente. El día 15 arrojamos sin resistencia a los gabachos de la ciudad de Alcañiz; yo sólo hice aquel día un prisionero y entraron en nuestra jurisdicción 25 pueblos; pero el día 23 nos atacaron desde las siete de la mañana los franceses con 15 000 hombres, 1 000 caballos y la correspondiente artillería. Hicieron especialmente los aragoneses aquel día prodigios de valor, y nunca los franceses pudieron avanzar por la izquierda; pero en la derecha y el centro estaban tropas bisoñas de

Valencia que era el primer día que veían el fuego, y comenzaron a huir en pelotones. Todo nuestro campo se replegó al ímpetu de la caballería; ya las balas de cañón enemigas penetraban hasta el río de Alcañiz, y una me hizo a mí volar por los aires, pero caí sin lesión. A las tres de la tarde todo era perdido, y los franceses estaban a la puerta de la ciudad, y subían a tomar la primera batería, que ya no les ofendía. Guardábamosla los Voluntarios de Valencia, y recibiendo orden de acometer a bayoneta calada, porque ya no había lugar para más, fue tal el ímpetu de mi batallón, que ellos no aguardaban, que recularon como doscientos pasos, lo que les puso al tiro de la artillería a metralla, que en un instante barrió toda la división de granaderos del Vístula, puso en fuga al resto del ejército francés y se decidió la victoria. Yo no sabía qué hacerme, porque los míos me habían entregado los prisioneros, y era necesario auxiliar a los heridos expirando. Al fin, me desembaracé, y bajo las balas y granadas que todavía cruzaban, me interné en el campo para auxiliar a los nuestros moribundos, y entre montones de cadáveres. Luego subí a la batería, y sobre el cañón de la victoria, que todavía disparó veinte granadas, prorrumpí en esos vivas poéticos que van a lo último, y aunque resonaron en todo el ejército, no tienen más mérito que el improvisamiento y circunstancias. No tuvimos sino cincuenta muertos, cien y tantos heridos, y los franceses nos dejaron noventa prisioneros y cerca de tres mil tendidos en el campo de batalla, sin contar ochenta carros de heridos de a seis y siete cada uno, y muchísimos que no cupieron en ellos.¹

En la misma carta Mier cuenta la desgraciada batalla de Belchite:

Acaecida en 18 de junio, y malograda por una granada enemiga, que incendió el cajón de un obús nuestro y cincuenta y dos granadas, que obligó al centro de nuestro ejército a retroceder precipitadamente, creyendo que también había volado el depósito de municiones que allí cerca estaba: entonces se dispersó, cayendo en poder del enemigo nueve cañones, municiones, bagajes, etcétera, y por milagro sólo seiscientos prisioneros, de los que yo fui uno. El día 19 estuve para ser arcabuceado, y ya estaban ante mí seis fusileros, como otros seis delante

del comandante de la vanguardia del ejército, teniente coronel don Pedro [Hernández] Tejada, ingeniero habilísimo y valiente, que cayó a mi lado y absolví. Valióme la pericia del idioma francés, y cuando aquella chusma de bárbaros de todas naciones me oyeron hablar en todas sus lenguas (pues sé nueve), me tomaron tal cariño que al otro día salvé la vida a quince soldados y dos oficiales en el acto de irlos a fusilar; a otro día salvé a cuatro; otro, al mayor de Caballería de Santiago y al brigadier coronel de Olivenza: hice llevar a curar a setenta y dos heridos, que salvé: vestí a todos los prisioneros, que habían quedado desnudos, y los alimenté un mes: hice mil otras cosas, porque mi instrucción para los gabachos era un prodigio; y me daban una canonjía del Pilar, con una pensión del “tío Pepe” [José Bonaparte], para que me quedase de intérprete general del ejército. Yo los entretuve hasta que vi salir a todos mis comprisioneros para Francia, y el día 27 de julio escapé por las montañas de aquella miserable Zaragoza, de que la mitad está por el suelo, y donde los pocos habitantes que restan viven en la miseria, la opresión y [el] sobresalto. Sin embargo, los franceses no han tocado en nada el templo del Pilar, que está intacto y servido como siempre, ni en la Catedral ni parroquias.²

Una segunda versión de la batalla de Belchite fue redactada entre octubre de 1811 y octubre de 1812 para su Historia de la revolución de Nueva España. Allí viene a cuento porque Blake y Félix María Calleja habían sido condiscípulos. El historiador Mier trata de demostrar que la guerra de Calleja contra los americanos es más cruel que la peninsular. Para hacerlo habla de su experiencia como prisionero de guerra:

500 prisioneros marchábamos a Zaragoza después de la dispersión de Belchite, de ellos 45 oficiales; y vistos en sus inmediaciones del otro lado del Ebro algunos paisanos armados como que intentasen salvarnos, se nos puso ante un cañón a metralla con mecha encendida, estando a punto toda la guardia para hacernos fuego en el caso. Aunque temblábamos y nos resolvíamos a hacer por nuestra parte un esfuerzo de desesperación, no dudábamos de su derecho sobre nuestras vidas; nosotros habíamos intentado otro tanto con los prisioneros que tomamos en el Molino de García, en Cataluña. Cuando los franceses reconvinieron al comandante coronel Saraza sobre haber degollado a 79 músicos el oficial que los conducía prisioneros a Lérida respondió que, habiéndole hecho

causa, le absolvió, porque habían intentado escaparse; y ya se ve que los músicos no eran combatientes para merecer tal rigor.²¹

La tercera versión es parte de su defensa ante los calificadores del Santo Oficio a partir del 4 de octubre de 1817. En ella, naturalmente, Mier exagerará su heroísmo.²² Y la última resume, en el Manifiesto apologético de 1820, la esencia de los hechos: “Cuando la felonía de Napoleón contra nuestros reyes electrizó la cólera de la nación, respirando yo la misma indignación, vine en socorro de Cataluña con las tropas españolas prisioneras de los franceses en Portugal, en calidad de capellán, cura castrense del batallón de Infantería ligera de Voluntarios de Valencia.”²³ José Eleuterio González, el primer biógrafo de Mier tras la publicación de sus Memorias por Manuel Payno en 1865, afirma que el fraile sale de Portugal con el general Laguna. Siguiendo al conde de Toreno, tal parece que así fue:

La convención entre franceses e ingleses llamóse malamente de Cintra, por no haber sido allí ni ratificada. [...] Los españoles detenidos en pontones o barcos en el Tajo se entregaban a disposición del general inglés, en trueque de los franceses que, sin haber tomado parte de la guerra, hubieran sido presos en España. [...] El número de españoles que gemían en Lisboa presos ascendía a 3 500 hombres, procedentes de los regimientos de Santiago y Alcántara, de caballería, de un batallón de tropas ligeras de Valencia, de granaderos provinciales y varios piquetes; los cuales, bien armados y equipados, desembarcaron en octubre, a las órdenes del mariscal de campo don Gregorio Laguna, en la Rápita de Tortosa y en los Alfaques [...]²⁴

La convención llamada de Cintra fue firmada entre los generales George Murray y François Étienne Kellermann, el 30 de agosto de 1808. Mier llegó desde Lisboa, con el mariscal Laguna, el 2 de octubre de 1808, como dice Edmundo O’Gorman apoyado en la fecha del regreso de ese militar a España. En compañía de Laguna, Servando se reportó en Tortosa (Tarragona) e ingresó al regimiento valenciano de Blake.

El batallón de Voluntarios de Valencia, dice Manuel Ortuño Martínez, formaba parte de la columna de Pedro Hernández de Tejada. Tras la batalla de Alcañiz, Blake decidió avanzar hacia Zaragoza, reorganizando sus tropas, de tal modo que los Voluntarios de Valencia —entre ellos Servando— se incorporaron a la división del mariscal de campo Juan Carlos Aréizaga.²⁵ En 1820 Mier tuvo a bien embrollar su participación en Belchite, aduciendo que “poseía un certificado, firmado por los generales O’Donojú y Menchaca”, que cayeron también prisioneros en Belchite, “de haber salvado 500 vidas y de otros servicios hechos a mis compatriotas”.

Esta afirmación [dicen dos calificados historiadores catalanes] resulta notablemente rara; de una parte, Menchaca no era general sino coronel y conjuntamente con O’Donojú no fue hecho prisionero en la batalla de Belchite sino en la que tuvo lugar el día 15 de junio de 1809 con el nombre de batalla de María, en las proximidades de Zaragoza. La de Belchite fue tres días después y constituyó un gran descalabro para el ejército de Blake. ¿Basta esta irregularidad para sospechar la inexistencia del título de que tanto nos habla en todos sus manuscritos? Lo que resulta evidente es que el certificado de sus méritos, si es que estaba firmado por los prisioneros de Belchite, no podían signarlo O’Donojú y Menchaca.²

Mientras Miquel i Vergés y Díaz-Thomé dudan de la exactitud de los recuerdos militares de Mier, a Ortuño Martínez le parecen fiables. En mi opinión el valor guerrero de Servando no va reñido con su habitual manipulación de documentos, necesaria para acomodarse mejor a las circunstancias. En 1820 don Juan de O’Donojú era un connotado político liberal camino de convertirse en el último virrey de la Nueva España. Es natural que Mier haya querido aparecer relacionado con él frente a los militares españoles que lo tenían detenido en San Juan de Ulúa. Existiendo otros documentos que acreditan su presencia en el frente, creo que puede fecharse la guerra española del fraile exactamente entre el 2 de octubre de 1808 y el 27 de julio de 1809, cuando escapa en Zaragoza de los franceses. Fueron diez meses en el frente. En agosto y septiembre gestionará con Blake y Capmany su frustrado regreso a la Ciudad de México y no volveremos a tener noticia de él hasta 1810, cuando pasa a Cádiz en compañía de su batallón,

en una información harto imprecisa. ¿Qué tanto ha cambiado la guerra a nuestro hombre? La carta a don Pomposo nos lo muestra como un políglota valeroso. Y aun sopesando su bendita egolatría no cabe dudar de su presencia en Belchite, pues en su “Carta a la Regencia”, del 18 de mayo de 1811, documento oficial, Mier abandona su habitual charlatanería y expone un conocimiento preciso de la vida y las necesidades de su batallón. Así, la captura de Servando ocurre durante un episodio militar bochornoso para el frecuentemente comprensivo conde de Toreno, en medio de aterrorizados y desertores. Durante la batalla de Belchite, el valor de Mier debió de ser visible para el general Blake, dado que lo recomendó después. Sin lugar a dudas Servando combate por patriotismo, como lo prueban los versos guerreros que acompañaron su carta de 1809 a don Pomposo, titulados “Vivas de Alcañiz”.²⁷ Versificador ripioso, Mier pergeña esas décimas, propias del cancionero patriótico. Pero en Belchite, Servando no sólo habla de los horrores de la guerra. Simpático ante el dolor, hace de su batalla otro paso a la restauración del honor. Habría que buscar en La leyenda dorada a un “santo” batallador como Servando, cuyo concurso hubiera deseado Juana de Arco: el capellán que cura las heridas, despide a las almas y viste a los menesterosos, además de haber sido bendecido por el don de lenguas y de ser incorruptible. En la guerra, Servando encuentra el viejo ideal de las órdenes religiosas que las comodidades, la corrupción y los criticismos del siglo XVIII habían vuelto detestables. En Alcañiz y en Belchite gozó de la bendición legendaria de Santo Domingo de Guzmán, un fraile dominico combatiendo a los herejes con la cruz y la espada.

CURAS Y GUERRILLEROS

Si os dicen que son ilustrados responded que su luz es semejante a la que dan las llamas del infierno, que queman y no alumbran. Gaceta de la Junta Superior de la Mancha [1813]

El ser guerrillero es, moralmente, una ganga; es como ser bandido con permiso, como ser libertino a sueldo y con la bula del Papa. Guerrear, dedicarse a la rapiña y al pillaje, preparar emboscadas y sorpresas, no es una ocupación muy moral, pero sí muy divertida. PÍO BAROJA, Memorias de un hombre de acción, III [1912-1934]

La aparición del carisma nacionalista provocó que la guerra de 1808 fuese vivida como una guerra de religión como no la había desde el siglo XVI. La muralla pirenaica que con tanta habilidad y paciencia habían levantado Carlos V y Felipe II había sido destruida. Los patriotas combatían por la integridad de su monarquía católica contra los herejes. Y el cristianismo galicano revitalizado por el emperador se veía felizmente obligado a aplastar a la infame Iglesia Católica española, con sus monjes y su Inquisición. Napoleón le cumplía a la Ilustración con la destrucción de su bestia negra. Y aunque las élites políticas de Cádiz y Bayona tenían ideas comunes sobre la cuestión religiosa, ambas provenientes del acervo ilustrado, muy distinta era la vida confesional de una y otra durante la guerra. Miguel Artola hace una precisión esencial:

Una visión tan simplista como extendida nos describe un siglo XVIII totalmente hostil a la Iglesia, cuando la realidad es que fue un valedor decidido y constante de los derechos de los seculares, especialmente del párroco, al que elevarán a condición paradigmática. De aquí el denominarlos curas, apelativo elogioso, por cuanto se refiere a la alta función, considerada superior a cualquier otra, de la cura de almas.²⁸

La peculiaridad de Servando es la de haber sido un fraile exclaustrado, que combatía a los monjes sin ser únicamente un cura, como sí lo fueron Hidalgo, Morelos o Blanco White. Imaginarlo con furor dominico en Belchite le habría desagradado, pues como patriota liberal entendía la guerra de 1808 como una nueva fronda antimonástica. Todas las medidas de Bayona, y más tarde de Cádiz, solicitando la clausura de monasterios y conventos o su reducción radical, la enajenación de obras pías, órdenes militares y bienes de regulares gozaban de su simpatía. Era un fraile que deseaba ser cura, despojándose con descaro del hábito en plena batalla como no lo había podido hacer en Roma. La Iglesia española, reblandecida por el siglo XVIII al grado de tener a un sospechoso de francmasonería como Gran Inquisidor, reaccionó ante 1808 con el ultramontanismo. Agredidos la nación y el rey, abandonó toda veleidad regalista o ilustrada e hizo de la guerra santa por el trono y el altar su razón de ser, haciéndole desde luego un flaco favor al liberalismo patriota y preparando, en las peregrinaciones y en las parroquias, el retorno absolutista de Fernando en 1814. Al abrazar la causa del monje —lo dice Artola— la Iglesia perdió toda oportunidad de jugar un papel moderador entre 1812 y 1814. En contra de ella, la Constitución de Cádiz reflejó a la Ilustración: la Iglesia debe ser útil a la sociedad. Para ello el sacerdocio —con los frailes y monjes como su cara más envilecida por delante— debía dejar de ser una contrasociedad enemiga del progreso, caracterizada entonces por su “derecho estéril” a la ciudadanía. El anuncio de la ruptura vino tan pronto como las juntas decretaron que la soberanía, ante la ausencia regia, residía en la nación. Uno de los miembros de la Regencia, el obispo de Orense (Pedro Quevedo Quintano, 1736-1818), se opuso ruidosamente. En esas condiciones, las juntas fueron muy precavidas en 1808 a la hora de llamar al sacerdocio a auxiliar a los ejércitos regulares. Liberales como el conde

de Toreno se engañaban creyendo unánimemente colaboracionista al clero español, pues, habiendo visto que Napoleón había levantado los derribados altares, muchos sacerdotes preferían su imperio y señorío a la irreligiosa dominación de Robespierre que lo había precedido. Otra cosa pensaba el presbítero Blanco White al salir de España en 1810: liberal y patriota, dejaba a España sumida en una guerra de monjes enardecidos. Los gobiernos patriotas aplicaron, inicialmente, las ideas tridentinas sobre la vida militar del sacerdocio: se aceptaba la caridad eclesiástica y se pedía a los clérigos patriotas que resistieran sin derramar sangre. Los obispos prohibieron a los sacerdotes la portación de armas de fuego. Pero hacia 1810, cuando el levantamiento popular alcanzó rango carismático, el gobierno aceptó la urgencia, reclutando capellanes, reconociendo a los célebres curas guerrilleros y, al final, ordenando que todos los eclesiásticos, aun los sacerdotes, tomaran las armas.² Pero esa batalla de curas contra monjes cruzaba los dos ejércitos sin que hubiera verdaderos monjes que combatir. Los liberales combatían al monje ventrudo y apestoso que España llevaba dentro, mientras que los franceses y los colaboracionistas imaginaban una verdadera quinta columna de frailes, monjes y monjitas atrás de cada emboscada guerrillera. En 1810 José Bonaparte parecía, al fin, seguro en el trono de España. Desde la caída de Gerona, el 28 de diciembre de 1808, la actividad guerrillera se convirtió en la única manera de desgastar a los franceses. La desconfianza natural de los políticos juntistas ante fuerzas irregulares y caciquiles que frecuentemente confundían la resistencia con el bandidaje se fue diluyendo ante los fracasos de los ejércitos regulares. Y cuando los patriotas decidieron usar todas las medidas de venganza contra quienes “habían profanado los hogares españoles”, la carnicería indiscriminada cayó sobre la retaguardia. En las serranías y las ciudades pequeñas, entre caminos y rebaños, la guerrilla se camuflaba entre la población civil. A veces, tan sólo para llevar un correo los franceses necesitaban de todo un destacamento. A diferencia de Artola, John F. Tone considera que la guerrilla prueba que la de España no fue una “guerra nacional”, si es que puede haberlas, sino una tensión sangrienta entre la colaboración y la resistencia. En Navarra, donde se enseñoreó la guerrilla, las comunidades cooperaban, al principio, con la menos sanguinaria de las facciones. Cuando aparecieron los legendarios guerrilleros españoles, como Juan Martín el Empecinado, o los Mina, se impuso el terror

revolucionario. En el norte de España, el carisma de la soberanía nacional se trasladó a los guerrilleros, quienes crearon la Idea, una organización a mitad de camino entre el bandidaje juramentado y la acracia. Los llamados ideanos eran campesinos pequeños propietarios y odiaban tanto a la nación como a los franceses; más que en la igualdad natural de los hombres, creían instintivamente en la oposición de la aldea contra la corte y del campo contra la ciudad. El botín ganado al invasor —o al colaboracionista— era el premio a cada guerrillero, aunque algunos de sus jefes, como Espoz, eran liberales instruidos y consecuentes. Los guerrilleros, por autonomía y rango, llevaban la greña larga; los reclutas iban rapados y sus méritos les daban derecho a dejarse crecer el cabello. La crueldad de la guerrilla fue idéntica a la de los invasores: las mujeres que cohabitaban con el enemigo o resultaban sospechosas de colaboración eran sistemáticamente violadas, apedreadas y empaladas. Más de una fue crucificada en la puerta de una iglesia: tras desangrarse, era carne de los buitres o de los necrófilos. El reino de la guerrilla fue dominado por la familia Mina, llamados “salteadores judíos”, injuria que se hizo presente en aquel baño de sangre, pues Napoleón mismo era calificado por la propaganda patriota como Anticristo y protector del Sanedrín y de los moros. La captura de Xavier Mina se convirtió en asunto de Estado para Napoleón. Cuando ocurrió, nació la leyenda del bandido providencial, quien trata de comprar, forrado de oro, su libertad. Xavier Mina fue mercado a cambio de una amnistía y puesto preso en Vincennes. Un pariente suyo —a quien Mina el joven llamaba tío—, Francisco Espoz (1781-1836), tomó el mando en Navarra y adhirió el Mina a su apellido. La forma de reclutamiento de los Mina, esencialmente mercenaria, iluminará la aventura mexicana de Xavier Mina junto a fray Servando en 1816-1817. Cada vez que la guerrilla fue llamada a combatir a los franceses en terreno abierto, fracasó. El genio de la guerrilla estaba en la dispersión y en el soporte de la inteligencia vecinal. Varios generales franceses perdieron el mando, incapaces de vencer a las guerrillas. Hasta en cuatro ocasiones los franceses creyeron haberlos exterminado. En 1811 el general Honoré Reille pareció imponerse, arrestando a los padres de 600 guerrilleros y deportándolos a Francia, cuyas cárceles se llenaron de civiles. Pero la rapacidad de los invasores, los monjes colgados o el exterminio de una aldea entera en venganza por la muerte de un soldado francés

sólo estimularon la reacción partisana. Napoleón mismo acabó dándole la razón al prudente Masséna, hombre de 1789, quien le había advertido que las trapacerías del mariscal Soult habían provocado más bajas francesas que todo el ejército regular español. El Imperio napoleónico alcanzaba su propio Termidor: el jacobinismo y sus “descristianizaciones” se justificaban con la inferioridad biológica de los españoles predicada por los philosophes en el siglo XVIII. El “nublado”, dijo el conde de Toreno, vino del norte. Tras la guerra austriaca, llegaron las noticias del desastre de Rusia en enero de 1813. El 17 de marzo, José Bonaparte abandonó Madrid por última vez y el 14 de abril, en Vitoria, se libró la última batalla oficial de la guerra de España. Las mejores tropas de Napoleón, guarecidas del acoso partisano, salieron hacia el frente oriental. En Santa Elena, el ex emperador confesó que nadie se había batido más valerosamente en su contra que los guerrilleros españoles. Las guerrillas, concluye Tone, no evidenciaron una nación en armas, sino la habilidad de las comunidades campesinas para defenderse de un poder extranjero. La guerrilla fue una guerra civil dentro de la Revolución de 1808.³ El cura de Ujué, Casimiro Javier de Miguel e Irujo, inauguró la leyenda de una guerrilla encabezada por curas —los franceses dirían que por monjes—. Aunque la religiosidad católica estimulaba a muchos guerrilleros, es falso que los clérigos hayan sido abundantes entre la guerrilla. Pero las leyendas del cura de Ujué, cuyo servicio de inteligencia se robaba los cubiertos de la mesa del general D’Agoult, o del cura Jerónimo Merino (1769-1844), cautivaron la imaginación popular, al unificar en sus personas todos los atributos carimásticos: eran los cruzados de la causa. Servando fue un capellán, no un cura guerrillero. En las partidas de Mina, inclusive, sólo se admitía a los religiosos como capellanes, dato útil para comprender la posterior inclusión de Mier, como tal, en la expedición mexicana. ¿Qué era un capellán? Una capellanía es un vínculo mediante el cual el Estado paga una congrua —suplemento— para la manutención de un clérigo que celebra particularmente a una persona o institución. El capellán de los ejércitos atiende las necesidades espirituales de un cuerpo que, por su naturaleza móvil, no puede depender de una diócesis. Desde 1644 la Santa Sede eximió de la jurisdicción diocesana a los ejércitos del rey español. En 1705 se creó una Vicaría General de los Ejércitos, que sufrió diversas modificaciones canónicas y administrativas. Las reformas borbónicas

de Carlos III adecuaron los crecientes conflictos entre el vicariato castrense y los obispos diocesanos, particularmente agudas en las Indias Occidentales, al grado de que en 1762 un breve responsabilizó permanentemente al patriarca de Indias como protocapellán mayor del curato militar. Es probable que entre sus desesperadas opciones de defensa, Mier haya pretendido recurrir a esa jurisdicción autónoma renovada en 1807. Tan es así que aclaró ante la Inquisición la naturaleza de un cargo, acaso en contradicción con su exclaustración: “Aunque por no existir patriarca de Indias reconocido entre nosotros, éramos los capellanes en rigor interinos, por falta del título patriarcal éramos reputados propietarios, y así con aprobación del vicario general dejó por sustituto en su batallón un religioso trinitario de cuyo nombre no se acuerda.”³¹ Durante el proceso de 1817, Servando exalta a los patriotas de 1808. En esta declaración de Mier, tomada por el amanuense en tercera persona, no falta la disertación talar:

Éramos tratados los leales como traidores rebeldes, insurgentes, gavillas, canalla [...] Nosotros por lo mismo procuramos aparentar viso y decencia; pero el doctor Mier no tenía hábitos talares, que así los de prelado doméstico, como los de protonotario apostólico; son lo mismo, que de los obispos de Italia, excepto el pectoral, la toquilla verde. Los obispos de Italia a más del vestido morado corto interior, usan una túnica morada hasta los pies botonada por delante [...] Tampoco los hábitos talares convenían a la guerra en que iba a entrar el doctor Mier, y así para obedecer al general, bajo una levita negra con vueltas moradas que llevan los capellanes de Marina, y los canónigos de Cataluña, se puso un pantaloncito morado, chaleco, cuello, medias, solideo y guantes todo del mismo color. En este traje estuvo siempre que pudo, tratando con los vicarios generales, obispos, canónigos, etcétera, y con el mismo estuvo en Cádiz ante las Cortes, Regencia y Consejo de Indias, sin que nadie objetase nada, pues la cosa era tan notoria, que los señores inquisidores de Valencia imprimiéndole allí una de sus proclamas a favor de la justa causa, le ponen en el prólogo todos esos títulos que ambos tienen el tratamiento de Señoría Ilustrísima.³²

Fray Servando, cuyo amor por el vestuario eclesiástico ya conocemos, interpola en esta declaración un objetivo menos cosmético. Vistiéndose a la italiana

justificaría su vestimenta morada al desembarcar en Soto la Marina; con ese disfraz, su detención, por notoria usurpación episcopal, acaso podría disculparse con ese artilugio: decir a los calificadores que habiendo hecho su guerra de España como morado capellán, así vestía también cuando se internó con Xavier Mina. La sutileza del vestuarista no convenció a sus jueces. El 17 de octubre de 1817 agrega que los Voluntarios de Valencia pasaron a la vanguardia en Gerona bajo las órdenes del marqués de Lazán, general del ejército de Aragón, y que fue el señor Oliván, canónigo de Tortosa y vicario general de aquel ejército, quien le “libró los despachos de cura castrense con amplitud”. Y se hace constar que

el doctor Mier se portó de tal suerte en el ejército que rara fue la batalla o combate donde se hallase su batallón que no saliese expresamente recomendado por sus jefes [...] como en la batalla de Coslosupina, por el entusiasmo que infundía en las tropas con sus discursos, por el celo con que administraba los socorros espirituales, en medio del fuego, con la caridad con que levantaba hospitales provisionales, en que él mismo servía las medicinas, por el desinterés con que gastaba su sueldo en vestir a sus soldados.³³

La medianía del cura liberal Juan Antonio Posse (1766-1834), también autor de unas Memorias, brinda una comparación más provechosa con Servando que las que podrían ofrecer el abate Marchena o los curas guerrilleros. Posse es un semejante español del doctor Mier. Aunque de origen muy humilde, Posse comienza su relato preguntándose si tiene derecho a la osadía de escribir sus memorias. Estudió con los dominicos pero su pobreza le impidió entrar a la Orden. Jansenista, impugnó milagros de la Virgen. Hombre labrado con rudimentos universitarios, su propio origen lo predispuso a la cuestión social como teórico agrario y viajero de la Ilustración, preocupación ajena al autoennoblecido Servando. Pero ante 1808, Posse —que había sido acérrimo defensor de Napoleón— toma el partido del patriotismo liberal y sufre prisión y persecución. Posse escribirá su notable “Discurso sobre la Constitución de 1812” y el doctor Mier su Historia de la revolución de Nueva España. En ambos casos la cultura eclesiástica se ponía al servicio de los nuevos tiempos.³⁴

Por sus experiencias carcelarias, su monacofobia y, sobre todo, por su estilo, Servando comparte con Posse el hazañoso proceso de transformación que sufrió el bajo clero desde 1808, pues, aunque le fuese odioso reconocerlo, Servando formaba parte de los clérigos que arriesgaban la vida en una guerra popular. Quizás habría admitido la máxima stendhaliana: “Prefiero morir por el pueblo, que vivir con él.” El doctor Mier habría querido —y esa tajada quiso sacar de su participación en la guerra— ser un Marchena, erudito escandaloso que aconseja con sus luces a un gran capitán. Ese momento ya vendría para él. Mientras, más que con el impío josefino o con Posse, auténtico cura popular, Servando se identificaba, paradójicamente, con un jesuita absolutista. Es significativo que la primera mención de la Revolución de 1808 en las Memorias de Mier se refiera al 23 de mayo, en Valencia, cuando una multitud salió en defensa de Fernando VII con la Virgen María por delante. Esa combinación de veneración y rebeldía aterró a los jefes civiles, quienes se negaron a declarar fidelidad al rey abdicante, como lo pedía la turba. Servando llegó a Valencia en octubre y debió escuchar a los testigos del motín de Baltasar Calvo.

El 1° de junio [cuenta el conde de Toreno], se presentó en aquella ciudad don Baltasar Calvo, canónigo de San Isidro de Madrid, hombre travieso, de amaño, fanático y arrebatado, con entendimiento bastante claro. Entre los dos bandos que anteriormente habían dividido a las prebendas de su iglesia de jansenistas y jesuitas, se había distinguido como cabeza de estos últimos, y ensañádose en perseguir a la parcialidad contraria.³⁵

Calvo mandó asesinar a unas 500 personas, entre vecinos franceses y presuntos colaboracionistas. El 6 de junio, fresco de sangre, Calvo se presentó a la Junta. La fiera, viéndose condenada por los junteros y por el cónsul inglés, dispersó la reunión. Todavía quiso matar a ocho sobrevivientes franceses que fueron presentados como prueba de su crimen. Finalmente, el 7 de junio pudieron apresarlo en un barco y mandarlo reo a Mallorca. A fines del mes regresó a Valencia para ser juzgado. Según Toreno se defendió como buen jesuita, “que si

bien había obrado mal, había sido para hacer el bien”. Se le acusó, inverosímilmente, de ser agente provocador de Murat. Condenado al garrote vil, murió ajusticiado la mañana del 4 de julio. Mier ya conocía el historial de Calvo, quien había sido utilizado por Godoy para derribar a Urquijo en 1800, mediante un sermón antijansenista. En las Memorias, antes de dar el cuadro ya dibujado por el conde de Toreno, Servando dice que en aquel año, el valido alborotó al pueblo de Madrid contra Urquijo “como [Núñez de] Haro al de México contra mí”.³ Aunque Calvo fuera jesuita, al interesarse en una masacre provocada por un predicador endiablado por los líos entre la Compañía y los jansenistas, antes que por las andanzas de los curas guerrilleros, el doctor Mier muestra que la cultura frailuna del barroco seguía siendo una composición de lugar atractiva para él. Un predicador, un hombre de poder y una ciudad alarmada lo trasladaban al ayer: se detiene en el malévolo Calvo, autor de aquello que Servando no logró en 1794. Pero la guerra española cambió al doctor Mier, al sublimar, mediante la capellanía en el ejército de Blake, sus méritos. Pocas de las novedades militares y humanas que hemos apuntado en estas páginas conmovieron visiblemente la inteligencia o la sensibilidad de Servando, pero, al ser un capellán que se viste para ir a la guerra, reivindicó su honra y se transformó en un cura, que cubre con su manto a los soldados cuya salud de alma le ha sido encomendada. El dominico de espada y cruz que salió ileso de Belchite había sido un predicador con escaso interés en la pastoral y en el ejercicio de las virtudes cardinales, ajeno a la fe y a la esperanza. Ante la guerra descubrió la caridad. Hombre valiente que buscaba la notoriedad, fue un capellán guerrero y piadoso. Su “Carta a la Regencia”, del 18 de mayo de 1811, prueba su compromiso militar y su conversión en capellán, pastor de la guerra. Es un documento oficial que Mier redactó. No expresa sus ideas políticas de 1811, sino su deseo de que su batallón sea honrado con el título de primero en el ejército: “Doloroso fue, señor, a nuestro batallón, cubierto de pólvora, sangre y laureles entre los riscos y montañas de Cataluña, haber oído que se le usurpaba la antigüedad en el 4° Ejército...”³⁷ El doctor Mier aboga por los privilegios de un “cuerpo antiguo porque esto presume en su favor contra la turba de ineptos y plebeyos que han hecho irrupción en los cuerpos nuevos”. Más allá de las circunstancias militares o

administrativas que se hayan esgrimido contra el rango del batallón valenciano, llama la atención cómo la “Carta a la Regencia” razona el motivo de la honra y de la orden:

No pudiendo el soldado por la oscuridad de su rango fijar sobre su individuo los aplausos que naturalmente apetece y que son toda su recompensa, sustituye su cuerpo, se identifica con él, y se sacrifica por el honor de su nombre. Es cierto que en toda corporación el espíritu de cuerpo fue siempre un agente poderoso. Pero entre los soldados que son animales de gloria, como dijo un autor de los romanos, la de su cuerpo obra, digámoslo así, por asalto. Testigo inmediato de sus hazañas presentes y depositario fiel por la tradición de las pasadas, allí tiene sus héroes que imitar, valentías de que discurrir y que historiar a sus patrones y conocidos. [...] Pero si por fortuna el nombre del cuerpo envuelve el de su provincia misma, sólo mentarlo en el calor de la batalla vale todas las arengas de Tucídides. El capellán ha visto a sus soldados arrojarse a morir como ebrios a sólo el grito de ¡Viva Valencia!...³⁸

En el ejército del general Blake, Mier encontró, como suele suceder con los perseguidos o los sospechosos en tiempo de guerra, un escondrijo y un orden alterno donde su honra —a diferencia de lo que ocurría en la Iglesia— le era reconocida. El exclaustrado Mier abandonaba esa antipoblación de monjes, ciudadanos infértiles que casi todos los bandos se empeñaban en extinguir. Tras la derrota de Belchite, Servando queda prisionero de los franceses. No por mucho tiempo, según cuenta en el proceso: “Llegado a Zaragoza con los demás prisioneros, y concediéndole poder salir del cuartel, por haberle conocido algunos franceses de cura en París y otros en su embajada de Portugal, consiguió que aquel hombre feroz no condujese a Francia a los prisioneros”, habiéndole impedido antes fusilar a los patriotas.³ Ese “hombre feroz” al que el amanuense apunta como barón de Refort debió ser el general Haubert. Obligado por el capellán, permitió que éste curara a los heridos, cargando él mismo con provisiones y gastos. Con ello se ganó Servando, dirá en 1817, una misa diaria de diez reales en el altar de Nuestra Señora de Zaragoza durante cuatro días... y la huida. Ante escapista tan

constante, las aterrorizadas tropas napoleónicas poco podían hacer. Se fue el 27 de julio y el 14 de agosto estaba de nuevo ante el general Blake, a quien solicita una diligencia. Habiendo sido un cura castrense, aún sueña con recuperar su antiguo prestigio y regresar al terruño. En septiembre de 1809 hace constar sus méritos militares mediante certificados de la diputación del Principado de Cataluña —donde Antonio Capmany desempolva a su favor el asunto guadalupano—, del teniente vicario general del ejército catalán y del sargento mayor del Batallón de Infantería de Valencia, todos ellos expedidos entre agosto de 1809 y mayo de 1811. El expediente militar estaba en poder de los inquisidores en 1817 y, en este caso, Mier se enorgullece con toda justicia: “El expresado capellán ha estado pronto a seguir las marchas precipitadas, bien a pie o a caballo, que el Batallón ha hecho, como igualmente en todas las acciones de guerra que ha tenido el cuerpo habiendo mostrado el mayor patriotismo, animando y auxiliando a los que lo necesitaban entre las mismas balas con grande serenidad...”⁴

Me distinguí de suerte que [dice en el Manifiesto apologético], cuando volví al ejército, después de haber estado prisionero y haber hecho aun en ese estado grandes servicios, el general Blake me recomendó a la Junta Central en 1809 para una canonjía o dignidad de la Catedral de México, lo que no tuvo lugar por haberse disuelto la Junta. Acumulados nuevos méritos, pues casi no hubo batalla o combate en que entrase mi batallón que yo no obtuviese mención honorífica, no sólo por mi caridad, sino por mi valor, pasé a Cádiz en 1811 con las correspondientes dimisorias del vicario general de Cataluña el señor Fivaller; y la Regencia, en atención no menos a mis servicios militares que a la justicia debida por el pleito ganado sobre el sermón de Guadalupe, mandó al Consejo de Indias se me consultase en primer lugar para canónigo o dignidad de la Catedral de México, conforme ya pidiera el general Blake. No había vacante sino una media ración con que se me brindó y no acepté.⁴¹

El doctor rechazó, al parecer, esa oportunidad de volver a la Nueva España como un modesto veterano de guerra y un dudoso triunfador en una polémica

guadalupana ocurrida casi 20 años atrás. Como suele ocurrirle a Servando, los archivos callan ante él y los de la Catedral Metropolitana nada dicen de esa petición que Blake o la Regencia debieron realizar, pues su expediente militar lo amparaba. En esos años el tío de Servando, Juan de Mier, el antiguo inquisidor que se desentendió de él en 1795, pasó de arcediano a deán. Posteriormente, ya estando Servando en Cádiz, fue Manuel Castillo Negrete, castellano casado en México y muerto en 1812, quien le comunicó que no había vacantes en su catedral solariega y que le sería fatigoso insistir dado que su breve de secularización, como todo el universo sabía, estaba perdido. En cada catedral había tres canonjías a ganarse por concurso de oposición, en el cual los propios canónigos juzgan. Pero Castillo Negrete tenía sus razones para mentirle o desalentarlo, pues había intervenido como fiscal del Consejo de Regencia, en juicios contra insurgentes de las Filipinas y la Nueva España. Pero con fecha 27 de mayo de 1812, el virrey pidió se presentase, abonándolo con siete meses de “atenciones” retroactivas, al doctor Bartolomé Joaquín de Sandoval para ocupar una canonjía vacante, seguramente la ambicionada por Servando. Quien haya sido el beneficiario provocó la queja de Lucas Alamán, que seguramente pensaba en su amigo Mier al decir que esa prebenda de la Catedral de México fue otorgada “desatendiendo el mérito de hombres llenos de años y servicios”.⁴² La espada de fray Servando había sido probada en la guerra santa de los españoles. No había derramado sangre, sino caridad. A ese galardón debía sumarse la “absolución” dada al sabio en 1799 por la Real Academia. Pero los hados de la historia se negaron a reintegrar a Servando al Antiguo Régimen, cual era su deseo al solicitar una ración completa en la Catedral de la Nueva España, donde habría muerto beneficiado por quietudes y comodidades que él mismo había contribuido a desterrar. ¿Qué habría sido de Servando en el México de 1811? ¿Se habría sumado a los ejércitos insurgentes? ¿O como el obispo Abad y Queipo habría retrocedido horrorizado ante esa “guerra de indios”? Las revoluciones levantan los árboles más enraizados y los azotan contra la tierra. A Servando, el fugado, la guerra lo arrojó hacia el futuro. Un solo año en el puerto de Santa María de Cádiz, cuna de la primera Constitución de España y las Indias, convirtió al predicador dominico en un conspirador revolucionario y en un historiador contemporáneo. El siglo de la Iglesia y el siglo de las revoluciones al fin se encontraron para él.

10. Viaje a las Cortes

No hay como vosotros para dejarse engañar por la novedad de una moción ni para negarse a seguir adelante con la que ya se ha aprobado; sois esclavos de todo lo que es insólito y menospreciadores de la normalidad. Con estos oradores de lo insólito, no parezca que a la hora de seguirlos quedáis rezagados en ingenio, sino que sois capaces de anticiparos en el aplauso cuando dicen algo agudo; sois tan rápidos en captar anticipadamente lo que se dice como lentos en prever sus consecuencias. TUCÍDIDES, Historia de la guerra del Peloponeso, III, 38

LA PESTE EN CÁDIZ

—Los franceses arrecian el bombardeo —dije, asomándome al ventanillo. —Y al son de esa música, los clérigos y los abogados de las Cortes se ocupan en demoler a España para levantar otra nueva. Están borrachos. BENITO PÉREZ GALDÓS, Cádiz [1873]

La bahía de Cádiz, en el sur de España, alberga el puerto de Santa María y la isla de León. A esa falsa isla, de una anchura de cinco kilómetros y unida al continente, fueron llegando los primeros diputados a las Cortes, convocados por la Regencia, allí establecida en enero de 1810 y desde donde presentó resistencia a los franceses en febrero. Los parlamentarios, en su gran mayoría hombres desconocidos, se sobresaltaban ante las salvas de honor con que los recibían los buques de guerra. A ese eco respondieron al jurar como propietarios y suplentes de las Cortes de Cádiz, el 24 de septiembre de 1810, en la Iglesia Mayor. Pasaron a sesionar a la isla de León. Su primer acto y el más trascendente fue declarar con solemnidad que la soberanía del reino residía en la “nación” y, en consecuencia, en las propias Cortes, que se autocalificaban para ejercer como constituyentes. Tan pronto ocurrió esa proclama comenzó la discusión sobre si la legitimidad de las Cortes emanaba de las antiguas leyes del reino, o si se trataba de la usurpación revolucionaria de una nación que, al carecer físicamente de rey, recuperaba su soberanía. Ese 24 de septiembre celebró misa del Espíritu Santo don Luis María de Borbón, arzobispo de Toledo, protector de los jansenizantes españoles y, con ellos, de Mier. Tras declararse soberanas, las Cortes se ratificaron católicas y fernandistas. La Regencia, ya fantasma del Antiguo Régimen, apenas testificó. Pedro Quevedo, miembro de la Regencia y obispo de Orense, se retiró pretextando ancianidad. La verdad sea dicha: ante la propuesta soberanista del diputado Diego Muñoz Torrero, el obispo olió el azufre de la dictadura democrática. A la tempestad desatada desde 1808 le tocaba tocar tierra en la bahía de Cádiz.

Joaquín Lorenzo Villanueva era de los diputados que consideraban a las Cortes reflejo fidelísimo de la teoría política de Santo Tomás de Aquino:

Las Cortes no han hecho en eso sino reestablecer la ley fundamental de España, según la cual era de las Cortes junto con el rey la formación y sanción de las leyes. Esto que regía en España muchos siglos antes del doctor angélico, lo aprobó el santo y lo confirmó con razones como suyas: “Si se congregan muchos ciudadanos”, dice, “y cada uno de ellos tiene algo de virtud y de prudencia, resultará de su deliberación alguna cosa grande y virtuosa. Porque lo que a uno le falta, otro lo suple; la fortaleza o la templanza que uno no tiene, la tendrá otro: lo que uno no pudiere prever, lo preverá otro. Y así en congregándose, resultará de todos un hombre virtuoso y perfecto: quiero decir, un hombre que tenga muchos sentidos para discurrir, y muchas manos para ejecutar”.¹

97 diputados estuvieron presentes en la apertura. Un poco menos de 30 representaban al continente americano. Más de la tercera parte del total eran eclesiásticos y clérigos, “y entre éstos varios de los que eran tenidos en el clero español por jansenistas”,² como Villanueva, autor, junto con su hermano Jaime, del Viaje literario a las iglesias de España, cuya geografía eclesiástica inspiró el turismo clerical del doctor Mier. A su vez, el padre Villanueva dejó Mi viaje a las Cortes, donde narra su periplo a Cádiz desde la relativamente cercana Valencia, que lo había electo diputado. Don Joaquín Lorenzo esquivó a los corsarios, pues las tropas del general Sebastiani impedían el acceso por tierra a Andalucía, y a la fiebre amarilla, que impuso cuarentena a algunos de los viajeros, así que no fue sino hasta el 25 de septiembre que la delegación del país valenciano avistó Cádiz.³ Una década más tarde José María Blanco White recordará en sus Cartas de España: “Es de una belleza impresionante la vista que ofrece Cádiz desde el mar, cuando en un hermoso día se acerca el viajero a su magnífico puerto. La luz deslumbradora de un cielo meridional, reflejada en los altos edificios de piedra blanca que dan a la bahía, atrae la mirada del navegante desde los límites del horizonte.”⁴ En noviembre la asamblea amaneció a tiro de los imperiales y abandonó el teatro

de la isla de León rumbo a la vecina Santa María de Cádiz, cuya distancia era, navegando, de hora y media. Los diputados discutieron si era blasfemia reunirse en lo sucesivo en el templo de San Felipe Neri. Por una diferencia de 20 votos se decidió que no lo era. Las sesiones serían, completando la paradoja de la guerra de España, bajo el asilo eclesiástico y bajo el fuero parlamentario. Cádiz hervía de comerciantes, espías, sectarios, periodistas y refugiados. Alojar a la centena de diputados requirió de arduas negociaciones con las autoridades locales, los vecinos y los hosteleros. Sólo los más ricos pagaron alquiler; el resto se arrimó de buen o de mal grado. El viejo puerto mercantil de España, fundado en la época púnica mil años antes de Cristo y esplendoroso bajo romanos, visigodos y musulmanes, se convirtió en cuna peninsular de la crónica parlamentaria y del periodismo político, y de la primera Constitución. Allí nació el liberalismo español y de allí se desprendió América. Por la mañana había sesión pública y por la tarde, secreta. A eso de las once de la noche, los diputados volvían a casa, aunque a los más ardientes no les faltaba tertulia. Inmortalizados por la literatura y vejados por la historia, los constituyentes de Cádiz fueron divididos después —como producto de la Revolución liberal de 1820— en liberales y tradicionalistas, estos últimos llamados serviles por ser viles. Pero a la derecha de la asamblea se sentaba el menos homogéneo de todos los grupos que, al inspirarse en el tomismo o en la firme voluntad de ver restaurado a Fernando, se condenó al votar tanto la soberanía de 1810 como la Constitución de 1812. Como fuese, Antonio Alcalá Galiano dijo: “La voz de liberal aplicada a un partido o individuos es de fecha moderna y española en su origen, pues empezó a ser usada en Cádiz en 1811, y después ha pasado a Francia, a Inglaterra y a otros pueblos.”⁵ Los liberales, más articulados, estaban lejos de ser una fracción parlamentaria moderna. Sólo unos seis diputados actuaban como grupo dirigente. Destacaban los asturianos de la generación de 1808: Agustín Argüelles y el conde de Toreno, así como Evaristo Pérez de Castro, Antonio Capmany, Antonio Porcel y Diego Muñoz Torrero. Liberales tan influyentes como Martínez de la Rosa no fueron diputados. Clérigos como Villanueva votaban casuísticamente. Poco a poco, fueron los diputados americanos, encabezados por los “mexicanos” Miguel Ramos Arizpe y José Beye de Cisneros, quienes empezaron a comportarse como grupo parlamentario. Con gravísimas reservas, votaban con los liberales. Todos ellos se rindieron ante la aparición de un poder inesperado, la prensa, cuya

libertad de imprenta habían votado. En los pliegos —exactamente lo que hoy llamamos periódico— debatían, con mayor encono e ingenio que en las Cortes, las plumas más afiladas, desde el Filósofo Rancio (Francisco de Alvarado, 17561814), panfletista dominico a sueldo de los serviles, hasta el poeta liberal Manuel José Quintana. A Villanueva le sorprendieron las horas que los diputados consumían en discutir, aclarar o censurar las punzadas periodísticas de El Robespierre Español, El Conciso, El Diario Mercantil o El Redactor General, algunas de las cuales terminaban en el campo del honor. Salvo por el bastón que cayó accidentalmente sobre la cabeza del diputado murciano José María Rocafull, las sesiones, algunas acaloradísimas, no daban más nota que su absoluta novedad. La vida política desbordaba el recinto de las Cortes y bajaba por las calles gaditanas, donde los tradicionalistas, guarecidos en la alta sociedad, el comercio y la burocracia, presenciaban el nacimiento de la opinión pública, que les era mayoritariamente adversa. Nunca hubo en Cádiz, pese al dominio liberal, un ambiente anticlerical, como la Restauración absolutista se empeñó en denunciarlo. Asuntos debatidos por las asambleas francesas de 1789 y 1791 eran ajenos a las Cortes. Todos los liberales eran católicos practicantes y quienes deseaban abolir la Inquisición —lográndolo hasta 1813— querían la purificación jansenizante del cristianismo. Los liberales se amparaban en Santa Teresa y los serviles en Santiago Apóstol: la oración mental que reforma y la espada que convierte. Esa disputa bajó a las calles y estuvo a punto de volverse motín, pues la pretensión liberal de postular a Santa Teresa como patrona del reino escandalizó a los serviles. A menudo, el vulgo distinguía a los miembros de uno y otro “partido” por su concurrencia a la iglesia del Rosario, los primeros, y a la Catedral, los segundos. Cuando Fernando emprendió el regreso a España, las Cortes discutieron acaloradamente en cuál de ambos recintos habría de cantarse el Te Deum en su honor. Villanueva pidió que se rezase el himno Veni Creator con su versículo y oración, para reafirmar la catolicidad de las Cortes, y en 1811, cuando los franceses reanudaron la ofensiva, participó activamente en la repartición gratuita de la Bula de la Santa Cruzada entre diputados y ciudadanos. El padre valenciano creía que las Cortes hacían honor a la conciliación entre la fe y la razón predicada por el Aquinatense y que la España constitucional sería una verdadera “república” cristiana. La peculiaridad de la guerra de España se explica en un Villanueva, para quien no había contradicción grave entre ser el tomista constitucional de 1810 y el autor de un catecismo contra la Revolución Francesa

que vindicaba el derecho divino de los reyes. Sólo verdaderos liberales a la inglesa, como Blanco White, consideran aquello una inconsecuencia propia de la Constitución de Cádiz, que por más avanzada que fuese, perdía casi todo su valor al sancionar, como lo hizo, la intolerancia de cualquier culto que no fuese el católico romano. Así, el ambiente gaditano combinaba, reduciendo el espíritu de 1808 a un microcosmos, “tradición y revolución, beaterío y frialdad religiosa”. Las discusiones constitucionales en materia religiosa avanzaron hacia la desamortización de los bienes del clero, pero con la moderación que exigía una verdadera cristianización del reino, es decir, desplazar a los nefastos monjes apoyando al cura secular como pieza de utilidad social indispensable. Con todo, no se abolieron las órdenes religiosas, sólo se reglamentó su concentración verificable en los conventos y se advirtió que los frailes deshonestos o colaboracionistas no podrían blindarse tras el hábito para evitar la justicia. Pero la reforma radical que mediante la Constitución de 1812 las Cortes propusieron al reino no debe quedar opacada por el ambiente eclesiástico, tan español, que la rodea. Al encarnar la soberanía, acotaban el poder del rey y condicionaban su regreso. Para retomar el trono, Fernando VII habría de jurar la Constitución y hacerlo libre de cualquier atadura francesa, como llegar casado con una princesa napoleónida, que lo haría perder la Corona. Y ante la perspectiva de que el Deseado no volviese, se hizo efectiva la abolición de la ley sálica —que prohíbe a las mujeres el trono— y consideróse seriamente llamar a ocuparlo a Carlota Joaquina (1775-1830), exiliada en Brasil como reina de Portugal. Hermana mayor de Fernando, era hija de Carlos IV y María Luisa de Parma. Pese al interés de Carlota, mujer de extraordinarias dotes políticas, prevaleció la idea de esperar a Fernando VII. La constitucionalización de la monarquía, producto tanto de la tradición tomista como de la Asamblea Constituyente francesa de 1791, presentaba novedades insólitas para España y moderaba los lamentados excesos revolucionarios. Las Cortes podían someter a su rey a un voto suspensivo, aunque no se desplegaba una verdadera división de poderes, dado que el monarca, sagrado e inviolable, seguía siendo un poder autónomo y centralizador. Más dilatada fue la liquidación constitucionalista de los estamentos del Antiguo Régimen, cuya representación desaparecía como tal. Se introducían, al fin, reformas judiciales que incluían la necesidad de mandamiento judicial para ser arrestado, la obligación de ser presentado ante la autoridad hasta 24 horas después de la detención, la libertad

bajo fianza y la abolición del tormento, así como el derecho al juicio público y a la presentación de testigos de descargo. Menos claras eran las reformas sociales de los constituyentes, que apuntaban hacia extinguir el régimen señorial para favorecer la propiedad privada, anulaban las aduanas internas y favorecían una distribución más justa de la tributación. Una vez proclamada la Constitución, las Cortes extraordinarias, habiendo cumplido con su cometido, se disolvieron y convocaron a la elección de las Cortes ordinarias, abriendo paso a la primera campaña electoral en España. El cuerpo electo abrió sus sesiones el 1° de octubre de 1813 en Cádiz. Pero el 11 de diciembre, el acorralado Bonaparte devolvió su corona a Fernando VII mediante el Tratado de Valençay. El viento de la Contrarrevolución barrió con la obra de Cádiz; el pueblo llano, fatigado de guerra, recibió al Deseado con la emoción propia de tan larga y accidentada espera. Cádiz autorizó a la Regencia —figura ya decorativa— a preparar únicamente el protocolo del reestablecimiento regio, siempre y cuando Fernando prestase el juramento prescrito en el artículo 173 de la Constitución. El Deseado dudó. Los absolutistas lo convencieron de desdeñar al régimen que, cualquiera que fuese su carácter jurídico, había ganado la guerra de 1808. En Valencia ocurrió un golpe de Estado legislativo: 69 diputados serviles, mediante el Manifiesto de los Persas, condenaron la Constitución de Cádiz, que dijeron haber firmado a la fuerza, y llamaron a la Restauración absolutista. El 4 de mayo de 1814 se repone la comedia iniciada desde Aranjuez y Bayona: otra doble usurpación de Fernando VII, quien destruía el poder que le había guardado el trono acusándolo de usurparlo. La misma doctrina del siglo XVII que había justificado la convocatoria a Cortes en 1810 servía ahora para liquidarlas. Desde que las Cortes se instalaron entre la isla de León y el puerto de Santa María, soplaron los malos augurios. Esos súbditos que Galdós retrata, una vez hastiados del “teatro” de las Cortes, fueron incapaces de respaldar esa representación democrática antagonista de una invasión extranjera. Los diputados fueron perdiendo su reputación salvífica en la medida en que se volvían, inevitablemente, jefes políticos. Y tras esa merma, aparecieron los iluminados. En el verano de 1811 se apareció la madre María Rosa de Jesús, quien se presentó como enfermera de Pío VII en Fontainebleau, donde había recibido instrucciones precisas de Su Santidad para destruir a Napoleón... Bastaba, dijo la monja, con remendar el crimen nefando de 1767 y restaurar a la Compañía de Jesús.

La propuesta de la monja no era nueva ni extravagante. Los diputados americanos la habían presentado sin éxito. Pero Villanueva, memorable por su combinación de religiosidad, talento literario y activismo político, exigió a las Cortes que escucharan a la monja iluminada. No eran infrecuentes las fruslerías entre los asuntos generales que los diputados discutían. Aunque María Rosa confesó ser una impostora, amancebada con el sacerdote que la promovía, y fue liberada tras insultar a los jansenistas, su presencia dejó una huella inquietante tanto entre el vulgo como entre los más endebles de los diputados. Vino la peste. En 1810 y en 1813, al fin y al principio de la vida breve y fecunda de las Cortes, la fiebre amarilla cayó sobre una ciudad ya de por sí enfebrecida por toda clase de ideas contagiosas. El mal, según la encuesta de Ramón Solís, se ensañaba con los forasteros. No se daban abasto hospitales, iglesias y cárceles ante tanta mortandad. La guerra de 1808 y su experiencia democrática, al sobrepoblar el puerto, habían provocado una catástrofe epidemiológica. Los facultativos, reunidos en junta sanitaria, alertaron a la diputación de la profusión de “calenturas catarrales y sinocales a la amarilla”, quizás una forma de tifus que invadía una ciudad sin agua corriente, abastecida por pozos y aljibes. Desde el 20 de noviembre de 1810, pese a la prudencia solicitada por los parlamentarios más duros, el diputado Antonio Oliveros, temeroso de enfermar, anunció que se iba. Según el Diario de Debates, se le contestó con rigor: “Los diputados debemos permanecer firmes en este salón como en formación de ordenanza. El que esté enfermo, que se cure, aquí tiene botica, médico y cirujano, y si se muere no le faltará enterrador.”⁷ Villanueva, sabio valenciano al fin, recomendó fumigación con ácidos minerales. En Mi viaje a las Cortes, no es tan optimista y, antes de relatar dimes y diretes de las sesiones, cuenta unos 13 cadáveres diarios en promedio. La cifra convocó a un médico de Madrid, a quien sólo le quedó advertir a los diputados los síntomas fatales que sufrirían, pues así ha querido probarlos la Providencia en tan inhóspita ínsula: ojos encendidos y rubicundos, propensión al vómito, ansiedad, lengua sucia y húmeda, así como deyecciones atrabiliarias. Se advierte a los asturianos —acaso por ser los más liberales— que su obesidad los predispone al contagio, aunque los melancólicos —frecuentemente serviles— resultaban más suculentos para la fiebre amarilla. Como medio de curación había que excitar el sudor. Y que cada cual rece en su hostal y se eviten las peregrinaciones religiosas o las manifestaciones políticas, hervideros de contagios malignos.

En el verano de 1811, junto con la monja iluminada, la epidemia, habiendo amainado, reapareció dejando 247 muertos. El diputado Alonso de la Vera y Pantoja urge a las Cortes a regresar a la isla de León. Antonio Capmany lo contiene: mayor es el peligro de los bombardeos franceses. En 1813 empiezan a morir diputados. Ramón Power, de Puerto Rico, fallece el 10 de junio. José Mexía, el americano que se hincó para rogar la piedad de las Cortes para los indios y las castas de América, murió pocos días después de decir que la epidemia era una mentira de los franceses. Capmany, una de las luminarias de las Cortes y el ilustrado que había validado la absolución de Servando por la Real Academia de Historia, también murió. Aunque azotado con recurrencia por la fiebre amarilla, Cádiz busca culpables. A cada cual su Leyenda Negra. “Esto es obra de la España tétrica y pestífera que nos niega la libertad”, murmuran los diputados americanos. “No”, dicen los liberales, “es el ‘vómito prieto’ traído por los presos del levantamiento de Caracas.” “Es la plaga con que la ira divina castiga la impiedad de las Cortes”, afirman los serviles. Quizás era el aliento del Deseado, que se adelantaba extinguiendo a los hombres que lo desafiaban en Cádiz.

TESTIGO EN LAS CORTES

Débese a la justicia el confesar que los diputados de aquellas cortes, tanto europeos como americanos, fueron hombres animados de los más puros y nobles deseos de la prosperidad y engrandecimiento de la nación. Extraviados por teorías brillantes, descaminados por la falta de experiencia y manejo de los negocios, entrando en circunstancias muy difíciles en una carrera enteramente desconocida en España, pasando del gobierno más absoluto a los ensanches de una libertad sin límites, cometieron errores, gravísimos sin duda, pero nunca por principios depravados, nunca por codicia o ruines intereses, y en medio de estos errores, todavía trabajaron con gloria y con buen éxito por repeler la invasión extranjera, y luchando con constancia, a pesar de la desigualdad de las fuerzas, con el gran poder de Napoleón, tuvieron la satisfacción de ver coronados sus esfuerzos con un triunfo honroso y completo, asegurando por lo menos la independencia, ya que no la felicidad y libertad de la nación española. LUCAS ALAMÁN, Historia de Méjico desde los primeros movimientos que prepararon su Independencia en el año de 1808 hasta la época presente, III, II [1850]

El doctor Servando Teresa de Mier aparece en Cádiz en los primeros meses de 1811. Existe un pasaporte emitido en Valencia, el 9 de enero de ese año, que lo autorizó a viajar.⁸ Pero carecemos de testimonios directos que dejen constancia de su rostro o de su conversación. Sabemos el domicilio de todos los diputados, las iglesias o tertulias a las que acudían y hasta la historia clínica de muchos de ellos. Mier, quien quizá trató de ser electo diputado a Cortes desde Cataluña o Valencia, no tuvo éxito, y llegó a Cádiz entre los curiosos y los rebeldes. Fiel a su fantasmagoría, Mier no aparece, contra toda esperanza y pronóstico, en la Vida literaria, de Villanueva. Su presencia entre los diputados americanos como amigo y animador se deduce de fuentes secundarias, algunas tan autorizadas como Lucas Alamán, amigo del fraile y enemigo de sus ideas, quien dijo que, a

falta de taquígrafos, en Cádiz estaba el padre Mier. A diferencia de los episodios previos en las cárceles españolas, en Francia o en Italia, nadie duda de que Servando haya estado en Cádiz, porque toda su vida posterior se desprende de ese hecho: allí se hizo lector y corresponsal de El Español, el periódico de José María Blanco White, quien sería su maestro en Londres, y en el puerto fue tomado por un conspirador por la Independencia, no siéndolo del todo. Gracias a su estancia en Cádiz, escribió dos textos liminares de la historiografía de la época: las Cartas de un americano (1811-1812) y la Historia de la revolución de Nueva España (1813), ambas publicadas en Londres, pero obra de un testigo presencial de las Cortes de Cádiz, notables por la riqueza de su documentación y algunos detalles originalísimos. Pero no podemos fijar la duración de su estadía en Cádiz. Sólo cuando abandona la bahía, Servando podrá mostrar la licencia militar que lo autoriza para irse. Como fuese, calculando en medio año la estadía de Servando en Cádiz, tendríamos a un oscuro clérigo llegando casi en el anonimato, y despidiéndose ya como historiador revolucionario. Más que la guerra —que estaba en las probabilidades existenciales de un fraile desde la fundación de las órdenes mendicantes—, fue la experiencia de las Cortes, inédita para su generación, lo que lo arrojó a la madurez. Situar a Servando en Cádiz requiere de dos narraciones simultáneas: la situación de los diputados americanos en las Cortes y la versión que de ésta dará el nuevo historiador y polemista desde Londres, a través de sus cartas y de su tratado histórico. Empecemos con lo primero. La convocatoria a la elección de diputados para las Cortes fue publicada en la Nueva España apenas el 14 de diciembre de 1810, de tal forma que en Cádiz se eligieron “diputados suplentes” entre los americanos allí avecindados, eclesiásticos y abogados que estaban en Madrid buscando togas y canonjías, así como viejos residentes y no pocos españoles. Ése fue el primer problema y el más grave. Sólo 30 —la cifra varía— representaban a América el 24 de septiembre cuando se reunieron las Cortes por vez primera; a lo largo del bienio siguiente fueron llegando más diputados hasta completar unos 68. Pero al día siguiente de la instalación, los diputados sustitutos sometieron al pleno una iniciativa para elevar su representación a la misma cifra que la peninsular: un diputado por cada 50 mil habitantes. Al oponerse enérgicamente, los españoles decidieron que ni en el momento más generoso de su liberalismo iban a aceptar

la igualdad de los multitudinarios reinos de Ultramar, que se habían levantado, sin excepciones, por Fernando VII. El primer jefe de los diputados americanos fue el quiteño José Mexía Lequerica, nacido en 1777 y diputado de la Nueva Granada. Era un orador sólo igualado por Argüelles en vehemencia y dialéctica; presumiblemente se convirtió más tarde en francmasón. El 1° de octubre protagonizó una escena patética, apelando a la caridad de las Cortes ante la fidelidad de las castas, los indios y los criollos del Nuevo Mundo. Servando, que todavía no estaba en Cádiz, la menciona:

Tampoco es mala la muestra que han dado de su saber los diputados de América en las Cortes. Instaladas por el obispo de Orense con una corta alocución en el Coliseo de la isla de León, sin darles ni aun tintero, no hacían sino mirarse, cuando el americano Mexía tomó la palabra, hizo la división de poderes, zanjó la ruta, y por decirlo así, les enseñó a hablar. [...] Y todavía aunque el elocuente diputado Mexía peroró largamente de rodillas en la tribuna implorando piedad para los mulatos o castas libres, y enterneciendo de facto extraordinariamente al pueblo, no se pudo impedir que los diputados europeos inflexibles...

Contra la inflexibilidad aducida por Mier, los diputados españoles, cuya ignorancia de sus colonias llegaba al extremo de creer que las Filipinas estaban en América, se asustaron ante esos rijosos e inesperados invitados a su fiesta constituyente. Tras excluir a la población negra del conteo, el 15 de octubre, a propuesta del puertorriqueño Power, se declaró que España reconocía como miembros de una misma familia, una sola monarquía y una sola nación a los americanos blancos, indios y mestizos en unión con los peninsulares. Esa victoria americana colocó a las Cortes, y después a Fernando VII, ante un callejón sin salida. ¿Si se había reconocido esa igualdad, cómo tratar jurídicamente a las rebeliones americanas que comenzaron desde 1810? La discusión de Las Casas y Ginés de Sepúlveda regresaba. Ya no se discutía el alma de los indios, sino la ciudadanía de los americanos. Esa afrenta marcó a Mier y lo convirtió en un historiador radical. Su rencor criollo, contenido por sus años como capellán al servicio del general Blake, estalló. En su Historia, texto complejo que examinaremos con detalle después, dijo fray

Servando:

Así la Central, cuando se vio fugitiva y arrinconada en Sevilla, declaró a la América parte integrante y esencial de la Monarquía, y llamando a participar el solio en representación dos individuos aun de la provincia más pequeña de España, sólo llama uno de cada virreinato o capitanía general de América, aunque tenga como la de México 6 millones. Repite la misma declaración la Regencia, y en 14 de febrero 1810, mandando concurrir a un Congreso General de la Nación un diputado por cada 50 mil almas, elegido por el pueblo de cada parroquia en cada provincia de España [...] sólo quiere que venga uno de cada provincia de América, aunque poblada de millones, y ése elegido a la suerte entre tres por sólo el Ayuntamiento de la capital. Aún le parece mucho, y manda luego, en 26 de junio, no vengan sino 28 por todos, sin decirles el cupo que a cada una toca, para que, necesitando nuevas instrucciones, ninguno llegue a tiempo, como sucedió, y la cosa se maneje con 20 suplentes aventureros, a que después se añadieron dos. Éstos exigen, desde el 25 de septiembre siguiente al de la instalación de las Cortes, igual representación de la América en ellas, y se les niega definitivamente en 6 de febrero 1811 para estas Cortes, porque iban a establecer el pacto social fijándolo con la Constitución, esto es, iban a declarar que las Américas han de ser eternamente inferiores a la España. [...] Así tuvieron que jurarla los diputados americanos.¹

La declaración del 15 de octubre sólo pospuso la furia de los diputados americanos y les dio una cohesión única en las Cortes. Entre enero y febrero de 1811 el problema de la representación volvió a debatirse acremente, tras las Once Propuestas americanas del 16 de diciembre de 1810, que eran las siguientes: 1] ratificación práctica de la declaración del 15 de octubre; 2] libertad absoluta de artes e industrias para los americanos; 3], 4] y 5] libertad de comercio (importación y exportación) desde todos los puertos de América; 6] supresión de los estancos e indemnización al erario público; 7] libre explotación de las minas; 8] igualdad en el empleo para todos los americanos en la Iglesia, la milicia y la burocracia en cualquier lugar de la monarquía; 9] derecho de los naturales a ocupar la mitad de los puestos públicos de cada reino; 10] juntas

administrativas autónomas en cada reino, y 11] restitución de los jesuitas. El pliego era inaceptable para el Imperio español y su rechazo paulatino sentenció la Independencia, que se pospuso una década por causas que los historiadores no alcanzan a entender. Cabe matizar: liberales como Álvaro Flórez Estrada y Manuel José Quintana simpatizaban con la autonomía americana, pero se limitaron, como el grueso de los diputados españoles, a pedir paciencia a los americanos. La obtuvieron, recordándoles que aquellas Cortes habían sido convocadas para crear una Constitución y que serían sus sucesoras, las ordinarias, las que reglamentarían esos “aspectos secundarios”. El reconocimiento gaditano de la igualdad de los reinos de la península y Ultramar fue una medida impensable para los constituyentes franceses de 1791, que no imaginaron nada semejante para sus colonias, ayuna como estaba esa monarquía de una antigua noción imperial. Pero hablar de un espíritu “descolonizador” en la Constitución de Cádiz es ignorar la tradición jurídica hispánica. Dar a América un trato “colonial” había sido una desafortunada elección de la modernización borbónica.¹¹ En agosto de 1811 se discutieron los artículos 1 y 5 de la Constitución que, aceptando la igualdad jurídica de todos los “españoles”, desplegaban después una confusa distinción entre “español” y “ciudadano”, pues estos últimos, con derecho a voto y cuyo número sería la base para establecer la representación proporcional, eran quienes tenían sangre española por ambas líneas. Los americanos insistieron en reconsiderar la exclusión de los negros, proposición que no se debía tanto al antirracismo, sino a que eran miles y miles de personas que elevarían su caudal electoral. Mier, quien ya se encontraba presente en las deliberaciones, retoma el espíritu de Grégoire, liberador de los negros de Haití, y se enciende contra la limpieza de sangre iniciada por Fernando el Católico contra los judíos y recordándoles a los españoles que, además de descendientes de los moros, eran reputados por los europeos cultos como africanos. La victoria de Calleja del 15 de enero de 1811 en el puente de Calderón contra la insurgencia, a la que seguiría la caída de Hidalgo y Allende, fue, aunque parezca increíble, la primera noticia de las rebeliones americanas que las Cortes tomaron en serio. Esa victoria se creyó definitiva y fue premiada por las Cortes de Cádiz con la gran cruz de Carlos III para el virrey Venegas, a propuesta del diputado veracruzano Joaquín Maniau, aquel “difunto” cuyos papeles habría utilizado Mier para cruzar a Francia en 1801. Ningún americano se opuso a la exaltación

de Venegas y, durante la sesión del 29 de abril de 1811, Guridi y Alcocer tan sólo pidió que se reconociese la participación mexicana en esa victoria contra los rebeldes. Hasta ese momento, los diputados liberales americanos no simpatizaban, contando con informaciones confusas, con la rebelión de Hidalgo. Será en Londres cuando Mier, tras meses de lectura de la prensa insurgente, emprenda su justificación —nunca acrítica— de los actores de 1810 en el país que comenzaba a llamarse, misteriosamente, México. En agosto llegó a Cádiz la Representación de Ignacio López Rayón, la figura independentista mejor conocida y más apreciada por Servando en 1811. Tras la toma de Zacatecas, Rayón ofreció la paz al general Calleja, quien sólo quería rendición. Los diputados americanos confiaban en Rayón, un letrado, cuya Junta de Zitácuaro llamaba a una “conciliación” inaceptable para los españoles. Al referirse a esa sesión del 1° de agosto, nuestro cronista parlamentario festeja “cuando los europeos, furiosos de oírla, saltaron todos en medio del salón gritando como frenéticos con un acaloramiento extraño, en que faltó muy poco para llegar a las manos”.¹² El divorcio entre América y España empezó a consumarse el 16 de septiembre de 1811, en la más borrascosa de las sesiones de las Cortes. El consulado de México —la poderosa agrupación de los comerciantes de la Nueva España— envió a las Cortes un documento infamante que repetía todos los motivos de la Leyenda Negra del Nuevo Mundo, destacando la inferioridad no sólo del clima, sino de todos sus naturales y considerando aberrante cualquier concesión a las once propuestas americanas del 16 de diciembre. En conclusión, para los comerciantes, México era español por derecho de conquista y a las Cortes sólo deberían ir a representarlo algunos españoles, por piedad a “esa manada de monos gibones” que eran los americanos. Los autores de esa representación estaban aterrados, sobre todo por las demandas de libertad comercial, y tenían en Cádiz socios y valedores poderosos. La reacción de los diputados americanos fue violentísima y ni la mesurada narración de Lucas Alamán oculta el agravio sufrido. La sesión hubo de suspenderse. Al día siguiente, los calumniados solicitaron que las Cortes mandasen que la representación del consulado fuera quemada por mano del verdugo. Según Mier, el presidente de las Cortes mandó a la guardia cerrar el recinto, para impedir que los diputados americanos lo abandonasen, dado que no parecía prosperar su propuesta de cerrar el puerto de Santa María de Cádiz. Querían impedir con esa medida que el infame documento regresase a América

sin la condena explícita de las Cortes. Capmany medió y se ordenó una satisfacción a los infamados naturales de América, firmada por casi todos los diputados de Ultramar. En vez de quemar el panfleto, se ordenó sepultarlo.¹³ El libelo de los comerciantes tuvo para el doctor Mier el efecto de un ungüento mágico. Esa exaltación de la destrucción de las Indias le daba pie para unir todo su periplo en un solo texto imaginario. Desde Santo Tomás hasta las Cortes, todo cuadraba: la leyenda alcanzaba a la vida y la Independencia de América quedaba justificada por la historia, la teología y una controversia política de la que Servando, al fin, era testigo. Se desata otra vez, durante las Cortes de Cádiz, la disputa del Nuevo Mundo. ¿Qué es América? La discusión resulta maravillosa para Mier, pues le permite volver a la antropología comparada, recordando que uno es el lugar del origen del hombre (Asia) y que todos los hombres son iguales. Da lustre a los indios americanos como cruzados por el estrecho de Behring y juega con sus orígenes bíblicos. Y anticipa el lascasianismo como ideología nacional y protonacionalista: lo que “Casas” —como le dice— reclamó para los naturales se extiende para todos los nacidos en México, más allá de su origen o color de piel. Por derecho de tierra, Moctezuma y Cuauhtémoc y los viejos conquistadores se hermanan contra España en una nación agraviada. Y aunque su Historia lo documenta, Servando descartaba que se tratase de una guerra civil entre europeos. El indio vivo de 1810, el combatiente por Hidalgo o Morelos, no interesa a Mier —y a casi nadie—, pues en Cádiz eran ajenos a las ideas posteriores del “pueblo” romántico o la clase social. El indio de Las Casas es una metáfora de la condición subordinada del americano; América entera es un paraíso multirracial. ¿Qué tanto asistió Servando a las sesiones de las Cortes hasta octubre de 1811? Todas las crónicas insisten en que había libre entrada a la galería, tanto en Cádiz como en la isla de León, y que los tumultos descritos por Galdós sólo se produjeron en contadas ocasiones. Por su narración de las sesiones, Servando parece haber sido un asistente bastante irregular, lo cual es comprensible, pues a menudo la verdadera batalla política se daba en los cafés, en las tertulias en casa de los diputados y, desde luego, en la prensa. Un asesor del lobby americano como Mier, y corresponsal de Blanco White, seguramente tenía ocupaciones más sustanciosas que asistir a las sesiones, pues, como sabe cualquier habitué de los parlamentos, éstas son a menudo soporíferas

y sólo ratifican lo cabildeado en pasillos y comederos. Desde Lucas Alamán hasta los historiadores contemporáneos, la calidad de Mier como cronista parlamentario no ha sido puesta en duda, aunque lo suyo sean las cuestiones históricas de mayor alcance y el collage periodístico, que hace de la Historia una de las primeras creaciones de la historiografía documental del siglo XIX. Con todo, la irregularidad de su asistencia a las Cortes queda comprobada, por ejemplo, con su confusión, señalada por la edición de la Sorbona, entre los debates de julio de 1811, a los que pudo asistir, y las sesiones secretas de un año después, a las que tendría vedada la entrada, lo cual es irrelevante, pues ya estaba en Londres. José Guridi y Alcocer dijo que “los diputados americanos no hemos cesado de proponer medios de conciliación” y consideró una irracionalidad desviar tropas necesarias contra Napoleón para combatir a los independentistas. Lo mismo sostenían los aliados ingleses. Todo fue inútil: esas tropas salieron de Cádiz, casi tres mil hombres, el 15 de noviembre, y llegaron a Veracruz en enero de 1812.¹⁴ Ante esa decisión, Servando improvisa a la manera tucidiana, introduciéndose en la plaza pública, con un recurso más narrativo que histórico:

Yo, si me hubiera hallado en el Congreso habría perorado de esta suerte: “Desde que enviando tropas sancionáis la guerra y tiráis la espada contra vuestros hermanos de América, ella corta todos los lazos de fraternidad y unión social, y por el hecho son absolutamente independientes. O les declaráis la guerra como Fernando VII o como Congreso Nacional [...] ¿Y qué cosa puede hacer el rey que lo merezca más que declarar guerra a sus mismos vasallos que le están proclamando y no piden otra cosa que lo que les está concedido por las mismas Leyes de Indias: Juntas y Congresos? Vosotros mismos habéis recordado en el prólogo del proyecto de Constitución la ley española de que en el caso de guerra injusta a los vasallos, éstos pueden deponer al rey y elegirse otro ancora que sea pagano [barbarismo de la locución conjuntiva francesa encore que, o sea “aunque”] [...] Vosotros mismos habéis declarado que no recibiréis al rey si no jura las leyes que le habéis dictado para conservar vuestra libertad al abrigo del despotismo, ¿los americanos le recibiremos sin que quiera observar las leyes que todos sus antecesores nos han jurado para siempre jamás? [...] Si declaráis la guerra como Congreso Nacional, redondamente se os negará que éste lo sea,

pues falta la representación correspondiente a América”...¹⁵

En las Cartas de un americano, en buena medida borrador y guión de la Historia, Mier aclara cuándo está presente y cuándo no en las sesiones de las Cortes. Su amigo Ramos Arizpe hacía llorar a las galerías, le cuenta a Blanco White (“¡Ah si usted se hubiese hallado entonces en el salón de las Cortes!”), o le dice que “el pueblo de Cádiz es el que vota desde la galería, y si alguno no vota a su gusto, o pide la cabeza de un diputado [...] o enviste su casa”.¹ En cambio, en el libro xiv de la Historia, Servando cede a un narrador omnisciente la apertura de las Cortes y otros debates que no podía haber presenciado. Escritor, pero también político, Mier no podía mentir en Cádiz ni en Londres pues lo vigilaba la historia viva, encarnada por Blanco White y sus amistades públicas y secretas. Mientras presenciaba las sesiones de las Cortes como periodista, sin abandonar su peculiar teología política, Servando descubrió al fin que podía ser ese cura útil a la sociedad (y a la Revolución) que su condición de fraile le había impedido. Al principio cuesta aceptar que las Memorias sean un texto posterior a las Cartas y a la Historia. El desarrollo retórico “natural” del escritor supondría lo contrario: de la picaresca a la historia. Abortado por el Barroco, vuelve a éste cuando se siente perdido y desobligado ante el público, el maestro y sus camaradas. La prisión de 1817-1820 hace de su autobiografía un texto cuya intimidad sobrecoge, en comparación con sus escritos de Cádiz y Londres. Si no fuera por sus manías apostólicas, creeríamos que el periodista es otra persona que el autobiógrafo. Sin la necesidad trágica del yo, qué distinto es fray Servando con los “breves” en la mano, esta vez los del siglo; con qué autoridad predica con las Escrituras de la historia en la Historia. Entre los amigos de Servando en Cádiz estaban los diputados José Beye de Cisneros de México, Uría y Berrueco de Guadalajara, Foncerrada de Valladolid de Michoacán, José Gordoa de Zacatecas, Mariano Mendiola de Querétaro, Ramos Arizpe de Coahuila, y Guridi y Alcocer de Tlaxcala. Ellos le aportaron numerosos documentos, tanto en las Cortes como en Londres. Muy probablemente Beye de Cisneros, abogado del ex virrey Iturrigaray con una confortable asignación del Ayuntamiento de México, desempeñó un papel importante, procurándole a Mier no sólo informaciones, sino también fondos,

para escribir su Historia, que empezó por ser una defensa, como veremos, de la actuación de Iturrigaray en 1808. Fue sin duda en los primeros meses de 1811, en Cádiz, y a petición de la esposa del ex virrey, cuando se encargó a Mier la redacción de un libro sobre los acontecimientos novohispanos de 1808, que no presenció pero que “la virreina misma me ha contado”.¹⁷

El respetable diputado de México en las Cortes don José Beye Cisneros [dice Mier en la Historia], me repitió varias veces en Cádiz, delante de otros diputados y muchas personas, que, cuando el ejército de Hidalgo se acercó a México, una partida de él llegó a su hacienda de Minas y se tomaron toda la plata, ausente su administrador, clérigo europeo a quien creyeron pertenecía; pero éste corrió al ejército, reclamó la plata como de dicho diputado, y restituyéndosela toda al momento, la llevó por enmedio de ellos a México. Tal ha sido la conducta de los insurgentes [...] [pues España no peleaba en América] con una gavilla de ladrones, sino con la nación levantada en masa, que reclama y sostiene sus derechos con la espada, tiene ya un gobierno organizado [la Junta de López Rayón], establecidos los fundamentos de su Constitución, y tomadas sus providencias para llevar a cabo sus justas pretensiones.¹⁸

El apoyo decidido de Mier a los ejércitos insurgentes es posterior a su estancia en Cádiz y se debió tanto a la decepcionante Constitución aprobada como a Félix María Calleja (1755-1828), virrey efectivo desde el 3 de marzo de 1813, cuyas carnicerías, comparadas con las del duque de Alba en Flandes, le dieron oportunidad a Servando de escribir su propia “relación de la destrucción de las Indias”. Nuevo Las Casas, Servando niega los crímenes de los insurgentes o los achaca al bandidaje. Es natural que las gacetas de Cádiz delataran más crímenes insurgentes que realistas. Pero estos últimos, dado que actuaban persiguiendo de oficio la rebeldía contra el rey, no detallaban obviamente sus trapacerías. Mier se informaba en Cádiz de los asuntos de América vía El Español, el periódico que Blanco White editaba en Londres, donde era informante del Foreign Office. Allí es donde él y sus amigos leen los alegatos de Rayón, quien desconocía a Cádiz por no representar a América, mientras que la Junta mexicana era verdaderamente nacional, pues representaba a Fernando VII y a todo el reino. Mier se maravilla por esa recuperación de soberanía americana: la

verdadera España es la nueva, no la vieja. Con ese argumento debatirá con Blanco White. Incluso, columbra el jacobinismo en Rayón: hace una defensa, ya prerromántica, del “pueblo bajo” de México, exento de lujo y molicie.¹ La vida posterior de Mier, su desinterés por la cuestión social en la República Federal Mexicana y sus fantasías aristocratizantes acrecentadas por la edad — descendiente de reyes aztecas— hacen ver su lascasianismo de 1811-1813 como un sarampión radical reactivo a la Leyenda Negra. Quizá la conocencia más antigua de Servando en Cádiz haya sido precisamente José Beye de Cisneros (1759-1817), aquel canónigo de Nuestra Señora de Guadalupe y abad de la Colegiata en 1807, hermano de Francisco, quien le habría heredado la abadía guadalupana. El doctoral Francisco Beye de Cisneros (1751-1812), a quien Mier apoda “Pancho Molotes” en la Apología, fue uno de quienes, pese a su ambigüedad, le abrieron causa en 1794. En 1808 ambos hermanos ya eran partidarios, si no de la Independencia, al menos de Iturrigaray. Al jactarse de que “en efecto nunca he estado mejor provisto de documentos escritos por testigos oculares”, menciona el texto contra Juan López Cancelada escrito por José Beye de Cisneros, “abogado de los Reales Consejos, catedrático jubilado de aquella Universidad y doctoral de la Colegiata de Guadalupe, quien, como testigo ocular de todo” lo ocurrido en la Ciudad de México en 1808, nutrió la Historia.² Entre los españoles, Servando debió tener algún trato con Evaristo Pérez de Castro, su probable superior en Lisboa y a quien alaba en las Cartas de un americano por su simpatía hacia la igualdad de representación en ambos hemisferios. Quizá Mier rompió con el grupo de Villanueva, sus anfitriones en Madrid antes de 1808, para unirse a los americanos. Y entre sus valedores ante la Real Academia de Historia estaba Capmany. Pero destaca el elogio de Manuel de Flores (“hoy [1813] dignísimo Inquisidor de México”), pues será a quien le toque juzgarlo entre 1817 y 1820. La benevolencia con la que Mier fue tratado en la Inquisición también vendría de sus relaciones gaditanas, aunque el doctor Manuel de Flores fue secretario durante 28 años del arzobispo Núñez de Haro y Peralta y a su muerte ascendió a inquisidor.²¹ Tres años después pasó por Cádiz el admirado general Francisco de Miranda, cuyas hazañas militares y galantes durante la Revolución Francesa debió contarle el viejo Simón Rodríguez a Mier. Pero el fraile novohispano no conoció a Miranda, quien salió de Londres el 10 de octubre de 1810, permaneció en Venezuela durante todo 1811, hasta su arresto en La Guaira, en julio de 1812. En

1800, el general pudo coincidir con Servando en París, pero se hallaba preso por Napoleón. En Portugal, hacia 1806, Mier habría presumido de su relación con Miranda, deseando que éste fuera “nuestro Washington”, como se lo dijo a Antonio Díaz y Mendieta, compañero suyo de trabajo en Lisboa.²² El general Miranda fue enviado a España desde Puerto Rico a fines de 1813. El 8 de enero de 1814 ya está preso en La Carraca, donde muere el 14 de agosto de 1816. A quienes Mier sí vio llegar fue a los ocho independentistas prendidos en Caracas tras la rebelión de Miranda. Domingo Monteverde, según el fraile, aseguró a las Cortes que a esos prisioneros les

seguirá Miranda, preso ya en una bóveda en compañía de un mulato para ratificar la igualdad con éstos establecida en su Constitución. Desembarcados en Cádiz fueron conducidos a calabozos horribles de la cárcel pública, y [fue] gracias a la energía del benemérito diputado de Coahuila [Ramos Arizpe] en el Congreso, contra la moción del diputado de Canarias, si no quedaron al arbitrio de la Regencia.²³

Servando no podía vivir sin enemigos y por su actividad gaditana estuvo bajo la sombra de uno de ellos que, a diferencia del covachuelo León, es un villano con nombre y apellido, obra literaria y patrimonio que defender: Juan López Cancelada, nacido en España en 1765 y muerto en fecha desconocida después de 1833. Llegó a la Nueva España, su patria de adopción, a los 20 años. Recorrió todo el reino con ánimo de enciclopedista y empresario, al grado de que sus informaciones sirvieron al barón de Humboldt. Amante de la lengua francesa, hizo relaciones por ese motivo con el virrey Branciforte. Antibonapartista y ferviente admirador del Deseado, López Cancelada era enemigo de Godoy y destapó en 1808 los negocios sucios del virrey Iturrigaray con el valido. A través de la Gazeta de México, López Cancelada se convierte en el vocero de los comerciantes novohispanos y en el enemigo más preciso y vociferante de la libertad de comercio, causa que lo remite a prisión en México y lo obliga a establecerse en Cádiz en 1811. Allí el partido comercial era fuerte por tradición, así como porque la Regencia había abdicado en las Cortes. En Cádiz, López Cancelada escribe y cabildea contra la Independencia, a través

de El Telégrafo Americano. Su amistad con José Mexía —obra de la tolerancia que imperaba en el puerto— le hizo solicitar un puesto como redactor oficial de las Cortes. Estamos ante un conservador que hace un uso descarado de la libertad de imprenta y publica La verdad sabida y buena fe guardada. Origen de la espantosa revolución de la Nueva España, comenzada en 15 de septiembre de 1810. Defensa de su fidelidad (1811).²⁴ Mier comienza la Historia situándose en Cádiz, a principios de 1811, cuando López Cancelada publica su Verdad sabida y buena fe guardada, libro que llama “Verdad prostituida y buena fe burlada” y “Mal anuncio para la verdad de un autor gacetero”. “Si en Cádiz”, asegura, “hubiese sido lícito decir el Evangelio sobre las ocurrencias de América, tantos testigos presenciales como allí había de ellas hubieran luego desmentido a Cancelada...”²⁵ Gracias a López Cancelada, Mier transformará en Londres su panfleto en una obra histórica. Tan agente era López Cancelada de los comerciantes de México y Cádiz, como Servando lo era del partido de Iturrigaray, primero, y de los independentistas, después. La lectura de la Verdad sabida y buena fe guardada, de López Cancelada, es sorprendente. Corrompido o no por el partido mercantil, el conservador tenía un conocimiento de México muy superior al de Mier y al de los diputados americanos, una prosa ilustrada y una visión realista y profética de los hechos. Su batalla contra el libre comercio no era ideológica, sino práctica: la Nueva España carecía de la infraestructura económica para competir en el mercado internacional con los Estados Unidos, cuya hegemonía predice puntualmente, y con las potencias europeas. Para nadie era un secreto que la libertad de comercio con América era una exigencia inglesa hacia los españoles y los independentistas. Pero la anglofobia de López Cancelada no le impide recorrer la historia de las Indias desde Carlos III y documenta el fracaso de la modernización borbónica. No se opone metafísicamente a la libertad comercial, sino que la considera inoportuna. La Independencia, dice, sumirá a España y a los reinos de Ultramar en la ruina económica y política. Preservar la unidad del Imperio requería una reforma mayúscula: la creación de un mercado interno. El proteccionista López Cancelada, desde la facilidad que da el cumplimiento exacto de sus proyecciones, tenía razón contra los insultos del ideólogo Mier. Fue Wenceslao Villaurrutia, desde El Español, en noviembre de 1811, quien intentó con mayores luces rebatirlo. López Cancelada nunca regresó a México. Se sumó entusiasta a la Restauración absolutista y desapareció con ella sin dejar de escribir con la claridosa amargura reaccionaria. El partido mercantil será

destruido poco después de la muerte de Servando, entre 1828 y 1830, cuando se verificó la expulsión y la expropiación de los españoles de México. Obligado a ocultar las causas que lo decidieron a abandonar Cádiz, Servando llegó a afirmar que la persecución de López Cancelada lo forzó, junto a la incuria española, a embarcarse para Londres. Por más poderoso que fuese el partido de los comerciantes —cuya “representación consular” tuvo que ser retirada por la furia americana—, Servando estaba protegido por el círculo del poder constituyente. Es improbable que en ese clima libérrimo alguna “persecución” de López Cancelada haya obligado a Mier a la prudencia o a la semiclandestinidad. Si acaso, el perseguido fue López Cancelada. Quizás el partido mercantil reactivó viejas querellas contra Mier durante el proceso al presentar, el 18 de abril de 1818, un documento posfechado que reporta la fuga de Servando de Cádiz a principios de 1813, lo cual es absurdo pues llevaba ya más de un año en Londres. Dirigido al virrey Calleja, el documento habla de las intenciones servandianas de alborotar en los Estados Unidos por la Independencia de América. En 1811 Servando se reconocía en los perseguidos. Abogó por el botánico Pablo de la Llave (1773-1833), preso en Cádiz durante nueve meses y autor de las Semblanzas de los diputados mexicanos a Cortes, así como por el hermano del diputado Inca Yupanqui, encerrado en Alicante. Y se veía retratado en cada una de esas “víctimas de las que tenía presentes en Cádiz, entre ellos curas respetables que habían sido traídos a España cargados de grillos y que luego han sido jurídicamente absueltos, lo que prueba la injusticia con que se les había atropellado”.² El 19 de marzo de 1812 se juró la Constitución de Cádiz. La fecha conmemoraba la abdicación de Carlos IV “en el Deseado, por ignorado”, y coincidía con la onomástica de José Bonaparte, cuyos festejos deberían opacarse. Pero fue el cielo el que amaneció nublado. El gobernador militar Cayetano Valdés, que presumía de meteorólogo, dijo que no llovería. Alcalá Galiano, gaditano, afirmó que los nubarrones eran presagio de temporal. Villanueva, al fin, narra que la lluvia se detuvo para permitir la procesión de diputados hacia la iglesia del Carmen, pero que prosiguió inclemente durante el Te Deum, cantado tras la misa del obispo de Calahorra, diputado. El pueblo —mal agüero, recordó Alcalá Galiano— prefirió guarecerse antes que esperar bajo la lluvia la culminación de los actos. A las cuatro, después del almuerzo, se proclamó la Constitución de

Cádiz ante el Palacio de la Regencia.²⁷ Las fuentes españolas dicen que, deponiendo sus diferencias, todos los diputados festejaron la proclamación. Más tarde, los persas denunciarían haber sido forzados. Una sesión secreta ciertamente dispuso, ante la persistente rebeldía del obispo de Orense, que no había otra forma de proclamación que la unanimidad. Fray Servando y Lucas Alamán aclararon que los diputados americanos quedaron así obligados a jurar una Constitución que distaba mucho de las esperanzas de la América en rebeldía.

Nada ganaron los americanos con un alegato tan racional [concluye Mier]. Las Cortes laboran siempre sobre un sofisma miserable. La soberanía reside esencialmente en la nación, nosotros la representamos, luego en nosotros reside la soberanía. Como si un virrey de México dijera: Fernando VII es el rey de España, yo represento a Fernando VII, luego yo soy el rey de España; y no hay alcalde de monterilla ni despreciable corchete que no pudiera raciocinar de esta suerte, porque en efecto todos representan al rey con más o menos amplitud [...] así es como la juraron 51 diputados de América; pero es sabido que el que jura porque le precisan a ello una cosa que ha protestado, no jura sino con relación a su protesta, y por consiguiente el juramento es inválido y nulo sino bajo aquella condición. La protesta y reclamación que ellos hicieron es justísima, y aunque no representaran la mayor parte de la nación, bastaba para frustrarla con respecto a sus provincias.²⁸

Ésa es una tesis de Blanco White que hicieron suya los persas en 1814 para justificar la Restauración. Tan lejos llega Servando en su congoja por la exclusión de América de la Constitución de 1812, que tras recalcar que la ruptura del pacto del siglo XVI es el límite de la soberanía nacional española, alaba al absolutista obispo de Orense, por no canonizar su “miserable Constitución”, siendo así víctima del extrañamiento de la península y declarado indigno del nombre de español. Sin embargo, pasado el tiempo, casi todos los involucrados acabaron por suscribir la opinión de Lucas Alamán sobre la insólita nobleza de la Constitución de Cádiz.

LA COMUNIDAD SECRETA

Ni menos digo que la existencia de los francmasones está en igual predicamento que la de las brujas. Digo, empero, que los francmasones que diz que hay entre nosotros deben de ser como los diablos de teatro, que travesean en las tablas entre los interlocutores sin ser de ellos vistos ni oídos. BARTOLOMÉ JOSÉ GALLARDO, Diccionario crítico-burlesco [1811]

La reputación del Cádiz de las Cortes como una ciudad liberal en cuyas entrañas vivía toda clase de logias masónicas y sociedades secretas ha sido paulatinamente desmentida. Ramón Solís recuerda que a finales del siglo XVIII había en la bahía al menos dos logias de rito escocés, necesarias para que los comerciantes extranjeros realizaran sus actividades en un reino sin cabal libertad de comercio. Hervás y Panduro, en De las causas de la Revolución Francesa, denunció que había hasta 800 afiliados a la francmasonería en Cádiz. El horror de la Iglesia Católica ante la francmasonería fue progresivo. Las primeras bulas y constituciones antimasónicas, las de Clemente XII (In eminenti apostolatus spécula, 1738) y Benedicto XIV (Providas, 1751), condenaron tajantemente a la francmasonería regular, cuyas ideas, dado el secreto, Roma conocía mal. Algunos de los iniciados napolitanos, por ejemplo, renunciaron contritos a las logias, sorprendidos de que fueran consideradas contrarias a la fe católica. Hasta la Revolución Francesa, tanto en los países protestantes como en los de obediencia vaticana, la francmasonería fue tolerada y llegó a infiltrarse hasta los palacios reales. La francmasonería fue otra de las instituciones del Antiguo Régimen transformadas y amenazadas tras La Bastilla; aun así las logias fueron culpadas de haber atizado las brasas revolucionarias. Hay que distinguir entre las logias tradicionales y las sociedades paramasónicas que proliferaron tras 1810, muchas de ellas ateizantes o revolucionarias, republicanas y después socialistas, que

alimentaron espectacularmente, por ejemplo, al movimiento carbonario de Italia. Pertenecer a esas herejías masónicas, llamadas “vías sustituidas”, era, tras la bula Ecclesiam a JesuChristo, de Pío VII de 1821, más grave que la asociación con la empelucada masonería dieciochesca. Hasta 1789 la francmasonería oficial sólo reunía de manera privada a los deístas y a los admiradores de los philosophes. Pero el antifilosofismo también formaba parte de la Ilustración —era su esencia entre los intelectuales alemanes— y fue la defensa del clero constitucional francés contra las acusaciones de impiedad de los ultramontanos y desterrados. Una y otra vez Grégoire recordó a propios y extraños que el juramento constitucional de 1790 salvó a la Iglesia de su incineración en las piras del ateísmo. El doctor Mier fue acusado de pertenecer a la francmasonería una vez que cayó preso tras la expedición de Mina en 1817. Las logias fueron convertidas, por la Restauración, en la bestia negra que había incendiado el mundo. Así, esa acusación era la más peligrosa para Servando. Preso en el Santo Oficio, su caso dependía del dictamen final de los inquisidores sobre sus relaciones masónicas. Mier distrajo la atención conscientemente, en sus Memorias, hacia lo menos ilícito: la vieja y respetable, aunque siempre sospechosa masonería dieciochesca, cuya fuerza —apunta el clérigo no sin orgullo— es indestructible. Son, nos dice, 100 mil los masones de Inglaterra, 80 mil los de los Estados Unidos, “poco menos” en Alemania, 70 mil en Francia y en Italia, y unos 30 mil en España y Portugal. En lo concerniente a la cifra ibérica, Mier exagera exponencialmente. Desea querellarse contra uno de los campeones de la antimasonería, el jesuita francés Agustin de Barruel (1741-1820), autor de unas Mémoires pour servir à l’histoire du jacobinisme (1799), cuya tesis presentaba a la Revolución Francesa como hija de un complot masónico, philosophique y jacobino. Y en defensa de la francmasonería, Mier cita la Histoire des sectes religieuses du XVIIIè siècle, de Grégoire, donde el obispo había ridiculizado a Barruel. Servando expone la tesis —luego desarrollada magistralmente por Kierkegaard — de que cada sociedad secreta que aspira al poder —y más aún cuando se define como antijesuítica— le debe mucho a la Compañía, generadora de “contrasociedades” simétricas: “¿Y los documentos que alega Barruel? Son citas de otros jesuitas que persiguen a los francmasones, como éstos a las juntas que no son de ellos; porque los francmasones han imitado todo el misterio y manejo de los jesuitas, y hasta la misma distinción de novicios, estudiantes y

maestros.”² La identidad secreta entre contrarios, tan antigua como las religiones y basada en la idea de un andrógino compuesto por el Bien y el Mal, se dio plásticamente entre la Compañía de Jesús y la francmasonería. Antes de la bula In eminenti se registra, de manera fiable, a un solo jesuita que fue masón, el padre Cotton. La expulsión de los jesuitas dio luz a una fantasía divertida: el desembarco de la Compañía en las filas de la masonería, acusación acuñada desde 1685, cuando Jacobo II advino rey de Inglaterra. Mier prefiere cubrirse como antijesuita y declarar categóricamente que “Yo no soy francmasón; pero puedo certificar que la primera pregunta que se les hace para su admisión es: ‘¿Cuál es su religión?’ Y respondiendo la que profesa, le preguntaban: ‘¿Promete usted guardar su religión?’” Y fiel a las encíclicas del siglo XVIII, agrega que hasta Barruel confiesa que los tres primeros grados masónicos, que “son los que generalmente reciben los ingleses”, no son secretos y resultan, por “inocentes”, compatibles con el catolicismo.³ Actualmente se admite como leyenda la fundación de la francmasonería española por el ilustrado conde de Aranda en 1780. En cambio, un peluquero francés, Pedro Burdales, sospechoso más de simpatías con la Revolución Francesa que de ser masón, sostuvo en 1793, ante la Inquisición novohispana, que el arzobispo Núñez de Haro, de tan ingrato recuerdo para Servando, pertenecía a la francmasonería, acusación tomada en serio por algún historiador. Por encima de las palinodias servandescas, la Relación es un elogio de la francmasonería, al grado de sostener que

entre los francmasones se detesta, como contraria a su instituto, toda junta en que se traten asuntos políticos. Es una sociedad de beneficencia universal y de fraternidad o amistad inviolable. Si yo hubiese sido masón, no hubiese pasado tantas hambres y trabajos. Un masón, en cualquier país donde lo arroje la suerte, se halla con tantos amigos y bienhechores cuantos masones hay. Todos lo acogen, lo ayudan, hacen en su favor suscripciones, y bajo la seguridad de un secreto inviolable, el pobre desahoga su corazón. Es en vano que se intente aniquilar esa institución: el interés común la sostendrá. Los hombres, cansados de aborrecerse y perseguirse, por ser de diferente nación, religión y modo de

pensar, o por los caprichos de los déspotas y fanáticos, han inventado este medio de fraternizarse y favorecerse contra los caprichos de la fortuna.³¹

Mier creía que el sueño fraterno del Gran Arquitecto, propio del siglo XVIII, había terminado con la Revolución Francesa, ciclón que también devastó la unidad de las logias. Diego de Torres Villarroel contaba que había recorrido en vano toda la península con una medalla de oro para regalársela a la primera bruxa que encontrase. Y una figura de escándalo en Cádiz, el satírico erudito Bartolomé José Gallardo (1775-1852), en el Diccionario crítico-burlesco, bromeó: don Diego se fue a la tumba con su medalla, así como él mismo se despediría del mundo sin conocer a un verdadero francmasón. Durante sus primeras correrías españolas, fray Servando se habría santiguado de encontrar un miembro de esa secta infernal. Volviendo a Cádiz, está documentada la escasa importancia de las logias durante las Cortes. Los testimonios de Alcalá Galiano y del conde de Toreno, así como la cacería posterior emprendida por Marcelino Menéndez Pelayo, indican que las pocas logias en funciones eran afrancesadas. En sus Cartas de un americano a Blanco White, Mier mismo denuncia el entusiasmo de las logias de comerciantes al financiar las tropas expedicionarias antiamericanas. La escandalosa prensa gaditana, liberal o servil, apenas se ocupa de la francmasonería. Inclusive la Regencia confirmó el 19 de enero de 1812 el decreto real antimasónico de 1751. Después, algunos doceañistas formarán parte de las primeras logias genuinamente masónicas, aparecidas durante la Restauración y protagónicas durante el Trienio Liberal. Pero fue la Década Infame (1823-1833) la que logró, con éxito secular, identificar al liberalismo de 1812 con la francmasonería. En Cádiz, Servando entró a una sociedad secreta, acontecimiento oculto en las Memorias, pero que confesó en las cárceles del Santo Oficio. Algo grave ocurrió entre la decimoquinta y la decimosexta declaración, del 13 al 16 de noviembre de 1817. Los inquisidores seguramente se cansaron de los detalles obsesivos en que Mier se demoraba, explicando las ropas talares que llevaba al desembarcar en Soto la Marina o negando ser miembro e ideólogo de la expedición de Mina. Conminado a aligerar sus cadenas, el doctor hará en la decimoquinta declaración la confesión de su iniciación paramasónica. Situándose en Cádiz, el doctor Mier da cuenta de “una sociedad de americanos

establecida allí en febrero de 1811” cuya justificación de existir era la pérdida de casi todos los ejércitos españoles. Los josefinos solicitaban a los patriotas un compromiso o tregua para salvar a la península de la partición en cuatro virreinatos, planeada por Napoleón y repudiada, en la medida de sus pocas fuerzas, por José Bonaparte.

Todo esto hizo [confiesa Mier] [para] que los españoles de diferentes provincias formasen en Cádiz sociedades para socorrerse mutuamente y deliberar sobre la suerte de sus provincias. Naturalmente estaba saltando una de americanos, que estaban allí mismo perseguidos porque protestaban altamente en las Cortes mismas que si España sucumbía a Napoleón, las Américas eran libres para disponer de sí. Especialmente después que el consulado de México, para impedir que tuviesen los americanos igualdad de representación, envió contra ellos el informe más sangriento, y con 160 mil duros que se enviaron para ganar votos y asalariar un diarista [...] Las cosas se agriaron en demasía. Cancelada que era el diarista pagado ganó la policía, y bastaba un informe suyo de oídas para llevar a los americanos a la cárcel sin ser oídos como al presbítero La Llave, don Ventura Obregón, y el cacique Ixtolinque que allí murió; con esto don Carlos Alvear, americano de Buenos Aires casado con una señorita andaluza, teniente de carabineros reales que se había portado muy bien en la guerra, fundó en su casa una sociedad de americanos diciendo que para ello había recibido papeles de Santa Fe, a fin de averiguar qué americano se había portado bien en favor de España, para recibirlos en América, si no, no. Dirá el confesante cómo él fue enganchado para la sociedad a mediados de septiembre de 1811 por un español, natural de Vizcaya, comerciante en la Nueva Granada, porque la sociedad era también de europeos, de cuyo nombre no se acuerda, el cual le dijo: las cosas de América y España están muy malas, es necesario irnos de aquí, porque esto se va a entregar a Napoleón, hay una sociedad donde está la flor de los americanos, y tenemos un barco para irnos...³²

En 1811 era imposible no sólo conspirar, sino viajar, sin la protección de una sociedad secreta, que Mier defiende ante la Inquisición como un instrumento de lucha antinapoleónica y de contacto con los aliados ingleses. Al ser invitado a ingresar a la sociedad secreta, una persona anónima le recuerda a Mier que no tiene dinero y que Juan López Cancelada lo persigue.

Así, entramos al testimonio que da el preso sobre su iniciación:

Dicho esto lo condujo [el desconocido] en casa de Alvear, barrio de San Carlos cerca de la muralla a boca de noche. Entrado en la sala se metió para dentro el dicho español, y de ahí a un rato volvió y le dijo: “Por el deseo de recibir a usted no se han juntado no más que ocho o nueve socios (la verdad es que no había más en la tal sociedad). Usted no haga caso si le dicen que se deje sangrar, es fórmula, y ha de dispensar usted si al entrar le vendan los ojos, porque los socios no quieren ser conocidos hasta que usted sea recibido.” Dicho esto lo llevó a una puerta, y dio cuatro golpes, oyó de dentro una voz que decía: “A la puerta han llamado con un golpe racional”; otro dijo: “Vea quién es”. Entreabierta la puerta, y preguntado a la guía, respondió el de la puerta: “Es D. N. de T. que trae un pretendiente.” “¿Quién es el pretendiente?” “Don Servando de Mier.” “¿Qué estado?” “Presbítero.” “¿De qué tierra es?” “De Monterrey en América.” “Cúbranle los ojos y que entre.” Entonces le preguntó uno: “¿Qué pretende usted señor?” “Entrar en esta sociedad.” “¿Qué objeto le han dicho que tiene esta sociedad?” “El de mirar por el bien de la América y de los americanos.” “Puntualmente, pero para esto es necesario que usted prometa bajo su palabra de honor someterse a las leyes de esta sociedad.” “Sí haré como no sean contrarias a la religión y la moral.” Y advierte que esta misma respuesta oyó dar a tres eclesiásticos de la otra América, que entraron después en los quince días siguientes, y que sólo se acuerda de los nombres de dos, un Anchoriz y otro Monroy, y también a varios de los seculares. Siguió el presidente: “Para mayor confirmación es necesario que usted se deje sangrar a fin de afirmar con su sangre la firmeza.” Como el confesante sabía que era fórmula, respondió que estaba pronto y entonces el que lo conducía que luego vio [que] era el maestro de ceremonias dijo: “General, una vez que el señor se ha ofrecido de voluntad a esta prueba, se puede omitir toda otra.” “Descúbranlo.” Entonces vio a don Carlos Alvear sentado y delante una mesa, teniendo a sus lados sentados a dos otros y por los lados otros en número de tres de cada lado. Poniéndose entonces Alvear en pie y teniendo en la mano una espada le dijo: “Señor: esta sociedad se llama de Caballeros Racionales, porque nada es más racional que mirar por su patria y sus paisanos. Esta espada se le debía de dar a usted por insignia para defender la patria, pero como usted es sacerdote, la defenderá en la manera que le es permitido. La segunda obligación es socorrer a sus paisanos, especialmente a los socios con sus bienes, como éstos con los suyos lo harán con usted. La tercera obligación por las circunstancias en que nos hallamos, y en que se nos

podría levantar, que ésta era una conspiración, es guardar secreto sobre lo que pase en la sociedad.” Dicho esto mandó al maestro de ceremonias que me hiciera dar los tres pasos, que dio tres de cada lado; y volviéndome a la mesa, me dijo Alvear: “Estos pasos significan que cuantos dé usted a favor de la América del Norte, dará a favor de la América del Sur y al revés. Las señales para conocerse son éstas: pondrá usted la mano en la frente y luego la bajará a la barba. Si alguno correspondiere, se pondrá junto a él y entre ambos deletrearán la palabra unión, acabada se abrazarán, diciendo: unión y beneficencia, si usted necesitare socorro en lance de guerra, etcétera, levantará los tres dedos de la mano diciendo: A mí los de Lautaro.” Dicho esto me abrazó diciendo unión y beneficiencia, y lo mismo hicieron los demás. Con esto me senté y un abogado tuerto que estaba a la derecha de Alvear llamado Gracida, natural de Santa Fe, echó una arenga diciendo: que de estas sociedades habían en las capitales de la América del Sur instituidas por lo crítico de las circunstancias, y que ésta de Cádiz estaba subalternada a la de Santa Fe, como una purificación que exigía, según arriba queda dicho. Concluida la arenga se levantaron todos y se tomó un refresco sin ceremonia alguna de sociedad [...] Esta sociedad no era ni contra la religión ni contra el rey [...] los más eran militares y se fueron a pelear en los ejércitos de Su Majestad quedando extinta la sociedad a principios de septiembre de 1811. [...] Tampoco era de masones la sociedad, aunque puede ser que como Alvear era masón imitase algunas fórmulas y tal vez pensase en amalgamarse con ellos, pero encontró resistencia, pues una noche propuso que si algún socio quisiese entrar masón para saber lo que trataban en ellas contra América, se le podía permitir. La sociedad le respondió que cada uno lo viese en su conciencia. Habiéndole tocado al confesante arengar tres veces a los nuevos por ausencia del orador, les advirtió expresamente que no será una sociedad de masones [...] Si Alvear tuvo esa intención, mudó después enteramente de plan, porque el declarante vio carta suya a la sociedad que creía existente en Londres, fecha en Buenos Aires en 1812 para que recibiese a un tal don José Pinto, natural de Chile, porque aunque era masón no era Caballero Racional, y en fin los francmasones están quietos y pacíficos en Buenos Aires y Alvear con todos sus Caballeros Racionales fue desterrado en 1816 del mismo Buenos Aires.³³

Servando ingresó, como varios de los conspiradores americanos de su circuito, a los Caballeros Racionales, una organización “paramasónica”. Sabemos lo

suficiente de la Sociedad o Logia de Caballeros Racionales y de sus ilustres componentes: Carlos María de Alvear (1789-1852) y José de San Martín. El Dictionnaire de la francmaçonnerie, de Daniel Ligou, tan cauto con las falsas atribuciones francmasónicas, afirma que la primera logia argentina fue fundada en la fragata Canning en 1812 y se llamó Lautaro.³⁴ Una organización como los Caballeros Racionales, fundada un año atrás, correspondería a las llamadas “sociedades secretas políticas de forma masónica”, cuyo modelo fue la Sociedad de Sublimes Maestros Perfectos, creada entre 1811 y 1814 por Philippe-Michel Buonarroti (1761-1837), descendiente de Miguel Ángel y miembro de la Conspiración de los Iguales, masón histórico ligado a las logias francesas antibonapartistas, quien con su organización, republicana y radical, preparó el movimiento carbonario de los años veinte. Obligado a hacer la confesión más peligrosa de su proceso, Mier niega rotundamente —en la siguiente declaración— que semejante sociedad fuera masónica, aunque repitiese —de manera caricaturesca a simple vista— sus rituales de iniciación. Los Caballeros Racionales, dirigidos por algunos verdaderos masones, calcaban el secretismo francmasónico para conspirar por la Independencia de América. La Sociedad de Caballeros Racionales (SCR) fue dirigida por un masón, Alvear, quien a lo sumo invitaba a algunos a la francmasonería, con los cuales fundó la Logia Lautarina, extinta en 1816 en Buenos Aires, cuando el político argentino cayó en desgracia. En Londres, el doctor Mier dice haberse reunido en dos ocasiones con Alvear, quien llegó el 1° de octubre de 1811, y donde Servando se hallaba, según él, contradiciéndose, desde antes. El traslado de los Caballeros Racionales de Cádiz a Londres se debió a los bombardeos napoleónicos del puerto gaditano y a la urgencia de conspirar desde la amigable Inglaterra. Mier recuerda haber visto en Londres a San Martín en la casa donde vivían seis americanos. Y cuenta que por exceso de celo en la difusión del mensaje de los Caballeros Racionales, Servando fue juzgado de pie y expulsado en septiembre de 1812. No consta.³⁵ Así terminó la estancia de Servando en Cádiz. Una comunidad secreta dio al dominico ese cobijo —señaladamente material como lo prueba su posterior dependencia económica del marqués del Apartado— que le permitió convertirse en un conspirador internacional. Y en las ramas que crecían del árbol francmasón vio, como tantos hombres de su época, una contrasociedad alterna o provisoria a la catolicidad.

Eusebio Bardají y Azara (1776-1842), secretario de las Cortes de Cádiz, le habría dado pasaporte en contra de la opinión de quienes volvieron a exigirle el breve de secularización, que ahora Servando decía haber perdido en la desbandada de Belchite. Pero el 1° de octubre de 1811, “con licencia de seis meses” concedida por el coronel José Torres —a quien servía directamente y para quien redactó la “Carta a la Regencia”— y con la venia de un inspector general apellidado Menchaca, Mier abandonó Cádiz para Jalmuz y de allí pasó a Londres, pretextando que “no volvió a España por haber caído su batallón prisionero, Cádiz bombardeada y todo enteramente perdido”.³ La licencia, a menos que haya sido un trámite pactado con los Caballeros Racionales, era para reintegrarse al ejército patriota. El doctor Mier permanecerá en Londres hasta mayo de 1816, salvo los nueve meses que estuvo en París con Lucas Alamán (julio de 1814-abril de 1815). Entre 1811 y 1812, de octubre a octubre, Mier gozó de la tranquilidad londinense para escribir su Historia y allí encontró la amistad y la polémica con José María Blanco White, en su calidad de sectario de una comunidad secreta que lo devolvería a América, con Xavier Mina, en 1816. Al jurar como Caballero Racional, Servando Teresa de Mier empezaba a recuperar esa honra perdida en la Colegiata de Guadalupe el 12 de diciembre de 1794.

11. Juan Sin Tierra en Londres

El personaje de quien voy a escribir ahora es el único español del siglo XIX que, habiendo salido de las vías católicas, ha alcanzado notoriedad y fama fuera de su tierra; el único que ha influido, si bien desastrosamente, en el movimiento religioso de Europa; el único que logra en las sectas disidentes renombre de teólogo y exégeta; el único que, escribiendo en una lengua extraña, ha mostrado cualidades de prosista original y nervioso. Toda creencia, todo capricho de la mente o del deseo, se convirtió en él en pasión; y como su fantasía era tan móvil como arrebatado y violento su carácter, fue espejo lastimosísimo de la desorganización moral a que arrastra el predominio de las facultades imaginativas, sueltas a todo galope en medio de una época turbulenta. [...] Así pasó sus trabajosos e infelices días, como nave sin piloto en ruda tempestad, entre continuas apostasías y cambios de frente, dudando cada día de lo que el anterior afirmaba, renegando hasta de su propio entendimiento, levantándose cada mañana con nuevos apasionamientos que él tomaba por convicciones, y que venían a tierra con la misma facilidad que sus hermanas de la víspera; sincero quizá en el momento de exponerlas, dado que a ellas sacrificaba hasta su propio interés; alma débil, en suma, que vanamente pedía a la ciencia lo que la ciencia no podía darle, la serenidad y templanza de espíritu, que perdió definitivamente desde que el orgullo y la lujuria le hicieron abandonar la benéfica sombra del santuario. MARCELINO MENÉNDEZ PELAYO, Historia de los heterodoxos españoles, VII, IV [1882]

Me amparo en la árida sombra de Menéndez Pelayo para presentar a uno de los españoles más extraordinarios de su siglo, el único que habría agradecido el sambenito de heterodoxo. Juan Goytisolo, su más brillante escoliasta contemporáneo, me reprocharía recurrir al crítico inquisidor para retratar al escritor relapso. Pero Menéndez Pelayo, martillo de herejes, se enamoraba de los monstruos que devoraban su razón.

Menéndez Pelayo y Juan Goytisolo, en las antípodas del tiempo español, dedicaron, siendo jóvenes los dos, algunas de sus mejores páginas a Blanco White. Ambos vieron en el reverendo sevillano a la España ajena a España. Al presentar la Obra inglesa de don José María Blanco White (1972), Goytisolo se encontró a sí mismo. Es conmovedor leer al joven escritor descubriendo, en los últimos días de Franco, a un ancestro heterodoxo, un idealista práctico entregado a la fraternidad y la tolerancia. Goytisolo lamentó que Luis Cernuda, otro sevillano exiliado en la literatura inglesa, nunca hubiese leído a Blanco White, su alma gemela. Y mientras Goytisolo redactaba su restitución de Blanco White recibió la noticia de que la censura franquista había autorizado la edición de Vicente Llorens de las Cartas de España, que regresaban a su origen con un retraso de 150 años.¹ Hacia 1880, Marcelino Menéndez Pelayo encontró en Blanco White a un enemigo aborrecible de la Guardiana de la Fe, pero le fue difícil ocultar, tras el florilegio de injurias, su entusiasmo por el solitario negador de la literatura española, quien, en la soledad de la lengua inglesa, desacreditó la esclavitud neoclásica y abrió el camino del romanticismo. Poco le faltó a don Marcelino para decir que la apostasía le sería perdonada a Blanco White por haber sido un escritor europeo de dos lenguas y dos literaturas. Octavio Paz dijo en Los hijos del limo (1972) que

el único escritor español de ese periodo que merece plenamente el nombre de romántico es José María Blanco White [...] No sé si pueda decirse que Blanco White pertenece a la literatura española: la mayor parte de su obra fue escrita en lengua inglesa. Fue un poeta menor y no es sino justo que en algunas antologías de la poesía romántica inglesa ocupe un lugar al mismo tiempo escogido y modesto. En cambio, fue un gran crítico moral, histórico, político y literario. Sus reflexiones sobre España e Hispanoamérica son todavía actuales. [...] En íntimo contacto con el pensamiento inglés, es el único crítico español que examina desde la perspectiva romántica nuestra tradición poética.²

La aparición de Blanco White en la vida de fray Servando permite enfocar con mayor claridad al liberalismo español y americano, escuchando una crítica

inmisericorde de la Constitución de Cádiz, amada en ambas orillas más por huérfana que por virtuosa. Y figuras como Manuel Godoy aparecen menos oscurecidas por el sahumerio de la condena unánime. Con el poeta cuyos sonetos ingleses recibieron la aprobación de Coleridge, Servando Teresa de Mier sostuvo una discusión —de ésas tan escasas durante cinco siglos— entre un americano y un español sobre el destino de la ecúmene. Mier convenció a Blanco White de que la historia, antes que la voluntad, exigía el desmembramiento del Imperio español. A cambio, Blanco White, lector de Burke y entenado de Lord Holland, limó las aristas jacobinas en la arrogancia criolla de Servando y le mostró el whig way of life, que haría del predicador novohispano un parlamentario mexicano. A Blanco White, a Menéndez Pelayo, a Unamuno y a Goytisolo les ha dolido España, más allá, acaso, de lo que cualquier patria merece como motivo de dolor. A Servando, desvergonzado, no le dolía España. Con esa libertad se encontró en Londres con José María Blanco White, quien firmó algunos artículos como “Juan Sin Tierra”.

SEMANA SANTA EN SEVILLA

Tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti. JUAN GOYTISOLO, Reivindicación del conde don Julián [1970]

José María Blanco y Crespo, hijo de sevillanos y nieto de irlandeses, nació el 11 de julio de 1775 en Sevilla, corazón del imperium monachorum. Su abuelo por línea paterna, el comerciante William White, llegó a Andalucía huyendo de los victoriosos colonos protestantes que tomaron Irlanda a fines del siglo XVII. En Andalucía, esos católicos del norte se integraron como un tipo dudoso de extranjero, aquel que mediante la emulación sobrepasa al lugareño. Los andaluces los miraban con recelo porque eran más devotos, más educados y más trabajadores. El padre de José María, Guillermo Blanco —alias White pues la traducción nunca tuvo mayor efecto—, sólo se separaba de su gabinete comercial para prestar voluntariamente servicios de enfermería en el Hospital de Sevilla, caridad poco masculina y escasamente hispánica. A los seis años, José María vio arder a la “beata ciega”, última víctima mortal de la Inquisición en Sevilla. Era una iluminada pueblerina de la que abusaban sexualmente los clérigos. Al fin, uno de los frailes solicitantes cayó en atrición y confesó. El auto de fe tuvo lugar en la Catedral de San Pablo el 24 de agosto de 1781.³ La familia deseaba que José María heredase la tradición familiar, el comercio, pero a los 12 años se decidió por el sacerdocio. Aficionado a las letras, sus lecturas precoces de Feijoo y de Fénelon sólo tendrían continuidad bajo el asilo eclesiástico. En 1789 ingresó al Colegio de los Dominicos para cursar filosofía, pero lo asfixió el tomismo y entró a la universidad, donde, bajo la vigilancia amistosa de Manuel María de Arjona, hizo tertulia literaria con Félix José Reinoso y con Alberto Lista (1775-1848), poeta prerromántico y maestro de Bécquer, quienes formaron una Academia de Letras Humanas, en la órbita del arzobispo Luis de Borbón, protector poco estudiado de ciertas heterodoxias, como la que cobijó a Mier en Madrid en la tertulia de los Montijo. Pese a las

diferencias políticas que los separaron en 1808, Lista fue el hermano espiritual de Blanco White durante toda la vida. Exiliado en las islas Británicas desde 1810 hasta su muerte, Blanco White publicó Letters from Spain en 1822, usando con maestría su lengua de adopción. Las firmó como Leucadio Doblado: Leucadio se deriva de una raíz griega que significa blanco y Doblado alude a la repetición del apellido White en español. Blanco White será una réplica de sí mismo. El autor de las Cartas de España se convirtió en una invisible raíz del romanticismo español como poeta, disidente cristiano y crítico cultural. Las Cartas de España juegan con el manido artilugio dieciochesco de colocar a un personaje en un país exótico para hablar de una nación real. A diferencia de las Cartas persas o de las Cartas marruecas, el exotismo y la realidad refieren por igual a España; el narrador inglés y su amigo, el sacerdote español, son una misma persona: Blanco White. Así, el autor viaja a placer a 1798 o 1808 desde 1822, practicando la ficción autobiográfica y la memoria política. El resultado es sorprendente: gracias a la lengua inglesa, la misma que había difundido la Leyenda Negra, ésta se difumina y entre sus claroscuros aparece la crítica moderna. Blanco White recuerda sus días de ordenación:

Pero, volviendo a mí, el tenor y color de mi vida quedaron fijados desde el momento en que expresé mi deseo infantil de ser sacerdote. Sin embargo, el deseo de saber, que fue el que me traicionó para que entrara por el camino de la infelicidad, no ha abandonado nunca a su víctima. Creo que no hubiera sido feliz de haber vivido sin educación y cultura. Por eso, aunque el almacén del que se alimenta mi espíritu es escaso y asimilado a medias, no lo cambiaría por una vida sin placeres intelectuales, y puesto que las circunstancias no me permiten otro camino de felicidad espiritual que el que ando tan dolorosamente, bendigo la hora en que empecé a caminar por él y sólo lamento el destino que determinó mi nacimiento en un país católico.⁴

El fragmento, de la tercera carta española, inaugura una forma de autobiografía en el mundo hispánico, equidistante de Torres Villarroel y de Rousseau: ni la

mentira picaresca ni el culto al yo. Blanco White habla de España y de sí mismo con flema. Condena —ya es anglicano en 1822— la tortura juvenil de los novicios, la patológica misoginia del clero católico y, naturalmente, el celibato eclesiástico. La clausura brutal de las monjas mereció su más detallada y adolorida condena pues una de sus hermanas padeció el destino de profesar: “Almas más pervertidas que las de algunas profesas vestales de la Iglesia de Roma no han caído jamás en mi campo de observación.”⁵ Las Cartas de España no excitan al lector con hagiografías de espanto o supercherías volterianas: estamos ante denuncias políticas y religiosas de un talante retórico ajeno a la Leyenda Negra. Blanco White informa y matiza, afirmando, por ejemplo, que el delito de solicitación —utilización de los sacramentos para obtener favores sexuales— disminuye sensiblemente en España. A su vez, hay una renuncia al motivo de la conspiración jesuítica haciendo constar su admiración por los ejercicios de Loyola. Si Servando —siete años mayor— no acudió a estudiar con los jesuitas en Monterrey puesto que habían sido expulsados la víspera, también fue gracias a la extinción de la Compañía que José María entró a la universidad, más benévola. Ambos de origen universitario, Mier y Blanco White nacieron a la ordalía religiosa durante una predicación escandalosa: el novohispano fue víctima de una mojiganga barroca y al sevillano lo persiguió su propia voz que, íntima y poderosa, le decía no. En 1802 predicó en la Capilla Real de San Fernando contra los filósofos infieles, para convencerse —inútilmente, según dijo— a sí mismo:

Discutir con un católico que duda es animar y acelerar su deserción. Chateaubriand ha entendido perfectamente la naturaleza de esta tarea, y al comprometer los sentimientos y la fantasía en defensa de su fe le ha dado su mejor oportunidad en contraste con la seca y sosa filosofía de sus compatriotas: su libro apuntaló mi fe durante algún tiempo. Casi en vísperas de mi crisis religiosa tuve que predicar un sermón con motivo de una ocasión especial, en la que, de acuerdo con una moda venida de Francia, todo el mundo esperaba un largo y elaborado discurso. Traté de la infidelidad con el más sincero deseo de convencerme a mí mismo mientras intentaba persuadir a los demás. No sé qué efectos produjeron mis argumentos en mis

oyentes, pero en el orador fueron completamente nulos.

Las primeras dudas religiosas de Blanco White no fueron distintas a las de otros clérigos en el cambio de siglo. Su catolicismo juvenil fue sincero pero el laborioso ascetismo de su padre debió prevenirlo contra don Juan, el convidado de piedra, y contra la doctrina de la Inmaculada Concepción, sombras tan sevillanas.⁷ Más tarde, Blanco White usaría la palabra monacofobia para describir el estado de ánimo de su tiempo; buscó en el jansenismo, como Grégoire, Villanueva o Mier, una religiosidad católica disidente. Pero no se detuvo en ésta como ellos, y tampoco viajó de los enciclopedistas a la incredulidad, como el abate Marchena. La desesperación de Blanco White por mantenerse en una Iglesia, dijo Goytisolo, nos recuerda la angustiosa errancia de tantos revolucionarios del siglo XX. Don Marcelino carga las tintas al decir que fue “el renegado de todas las sectas, el leproso de todos los partidos”.⁸ Salvo para la clerigalla de la Restauración en España, las dudas y las divagaciones de Blanco White lo rodearon del respeto temeroso e inquieto de los liberales en la península. En la Inglaterra de su vejez los anglicanos y los católicos lo admiraban y le temían. Rector del Colegio Mayor de Sevilla a los 25 años y miembro de una cofradía piadosa, la Escuela de Cristo, Blanco White concilió, al estilo dieciochesco, sus obligaciones profesionales como sacerdote con sus dudas vocacionales y teológicas. 1808 lo trastornó, como a toda su generación. En contraste con sus amigos —el poeta Lista, el primero—, Blanco White no se afrancesó, aunque el programa josefino le ofrecía la codiciada libertad intelectual.

Al regresar a mi casa [dice Blanco White tras la matanza del 2 de mayo], se apoderó de mí tan profunda melancolía que las penas de mi vida pasada me parecían más ligeras que una pluma si las pesaba en la balanza de la felicidad y el dolor. Presa de angustias mortales, permanecí encerrado en mi casa durante varios días. Qué hacer en aquellas circunstancias era una pregunta que no era capaz de contestar y no encontraba ningún hecho ni ninguna idea que me ayudara a dar con una respuesta. [...] Mientras los franceses venían camino de Madrid se había imaginado [su doble, el sacerdote católico] la posibilidad de una

violenta liberación de las cadenas con que la religión lo tenía atado y, aunque ahora aborrecía decididamente su conducta, no se decidía a escapar de las bayonetas francesas, que parecía temer menos que al fanatismo español [...] aunque se siente oprimido en su propio país, no quiere buscar descanso entre sus enemigos.

Su decisión fue ser Juan Sin Tierra: acaso su sangre irlandesa le impidió doblegarse ante un invasor. Pero poco tenía de patriótica su actitud en 1808:

Tuve bastante patriotismo para, en vez de permanecer con el bando francés, sostenido por los ejércitos hasta entonces invictos de Napoleón, abrirme camino, a través de fatigas y peligros, hasta la sede misma del fanatismo: Sevilla [...] ¿Quién, entonces, era el verdadero patriota? ¿Quien como yo siguió a la mayoría de sus paisanos contra su propia convicción, porque no quería verlos forzados a adoptar lo que juzgaba bueno para ellos o quienes, agregándose a sus filas, siguieron el mero impulso de sus sentimientos, por no decir sus ambiciones y deseos personales? Si se hubiese afianzado el gobierno de José Bonaparte mi patria habría dejado de ser para mí un lugar de servidumbre mental: con todo, desde el instante en que oí que mi propia provincia se había alzado en armas, abracé mis cadenas y volví sin demora al lugar donde sabía que me desollarían más.¹

Blanco White, quien llevó el libre examen hasta dudar de la divinidad de Cristo, fue el único letrado español de 1808 que entendió la guerra contra Francia como un acto voluntario y acaso inevitable de flagelación y autosojuzgamiento. Antes de ello, describió la corte de Carlos IV sin hacer ninguna concesión pintoresca al público inglés. En su Autobiografía, publicada póstumamente en 1845, Blanco White confiesa que estuvo “a pique” de colocarse en el ojo del torbellino, pues le fue ofrecida la tutoría del infante Francisco de Paula, el hermano menor de Fernando VII, cuyo pretendido secuestro encendió el motín de Aranjuez. La oferta se debió a su pertenencia al grupo de clérigos ilustrados que rodeaba a Manuel Godoy. Blanco White tuvo el valor de incluirse entre las manadas de solicitantes que se dirigían a Aranjuez, esos aspirantes a covachuelos, diría Mier.

Ésa fue la más grave de las acusaciones contra Blanco White esgrimidas más tarde por los constituyentes de Cádiz. En las Cartas de España se omiten tópicos como el amasiato de Godoy con la reina. El cronista nada espera ya del moribundo Imperio español y no se detiene en los visibles defectos del valido, a quien juzga simpático sin rubor alguno, pues sus estigmas eran indispensables para abrirse camino en la milagrería del poder. Retrata al político, hombre de escasa instrucción quien, por olfato o lucimiento, fue al menos un remedo de déspota ilustrado que estimuló las artes y las letras. Blanco White no tiene objeción en narrar cómo se dirigió a Madrid para festejar el aniversario del Real Instituto Militar Pestalozziano fundado por Godoy en 1806. Retomando el ideal grecolatino de mens sana in corpore sano, los pestalozzianos prometían una reforma de la educación militar basada en la geometría y el deporte. Invitado por Quintana, más tarde ardiente tribuno patriótico, Blanco White dedicó a Godoy su elogio del pedagogo Henri Pestalozzi e incurrió, como Goya con su retrato del valido patrón de las artes, en una “Oda al Serenísimo Señor Príncipe de la Paz, Generalísimo Almirante Protector...”¹¹ De la misma manera en que aclaró sus vínculos con Godoy, en las Cartas de España Blanco White se desmarcó del culto a Jovellanos:

A las virtudes y exquisitas cualidades de su carácter une muchos de los prejuicios característicos de su época. Así, al más apasionado apego a los privilegios y distinciones de la sangre añade una veneración casi supersticiosa a toda clase de formas externas. Los más fuertes prejuicios estropean su fina inteligencia, llevándolo en numerosos asuntos a puntos de vista deformados o limitados.¹²

Aunque nunca lo planteó directamente, Blanco White anuncia ante Jovellanos o Godoy una visión analítica de la relación del intelectual con el poder, rechaza las inercias ilustradas que él mismo vivió, huye del fanatismo patriótico y se mantiene al margen del naciente culto romántico por el pueblo o el héroe. Testigo presencial, en marzo de 1808, del breve regreso de Fernando de Aranjuez a Madrid, Blanco White borra, en pocas líneas, cientos de páginas

conmovidas pero enceguecedoras:

Nunca recibió monarca alguno tan sincera y cariñosa bienvenida de parte de sus súbditos, y nunca pueblo alguno contempló cara más vacía e inexpresiva, aun entre las alargadas facciones de los Borbones españoles. A una presencia nada cautivadora añadía tal timidez o torpeza de expresión que, de no ser por el movimiento natural del cuerpo, hubiéramos podido pensar que estábamos malgastando nuestro homenaje ante una figura de cera.¹³

La crueldad del 2 de mayo lo expulsó de España. Más allá de la violencia imperial, vio en esas jornadas a un pueblo que golpeaba al invasor con sus cadenas intactas, las del trono y las del altar. De Madrid volvió a Sevilla y en Cádiz, abordando el Lord Howard, salió hacia Inglaterra el 23 de febrero de 1810. Murió 31 años después sin haber regresado a la península. Nunca olvidó su país ni su lengua. Pero antes que español o inglés, apóstata católico y anglicano, Blanco White fue un cristiano europeo para quien Occidente llegaba hasta Quito, México, Caracas y Buenos Aires. Fue el primer intelectual de la lengua que rechazó la devastadora trinidad moderna: religión, nacionalismo y revolución. Las Cartas de España son una despedida personal y una admonición universal en tercera persona:

Por muy dignos de alabanza que sean los motivos de cualquier revolución, rara vez deja de tener ciertos aspectos que sólo la distancia del tiempo y lugar es capaz de suavizar y hacer tolerables. [...] No es capaz de ver ninguna perspectiva de libertad detrás de la nube de sacerdotes que en todas partes aparecen al frente de nuestros patriotas. [...] no puede esperar nada bueno del espíritu que anima la actual resistencia a las ambiciones de Napoleón, porque se deriva principalmente de la inveterada adhesión al mismo sistema religioso que es la causa de nuestra actual miseria [...] si el curso de los acontecimientos permitiera a los que han arrojado secretamente el yugo de la superstición intentar una reforma política, ésta tendría que ser injertando los débiles vástagos de la libertad en el tronco del catolicismo, experimento que hasta ahora ha abortado y abortará en lo

sucesivo.¹⁴

La nostalgia que recorre las Cartas de España, ajena a todo pintoresquismo, conmovió a lectores que estaban lejos de compartir las obsesiones heterodoxas de Blanco White. Los pocos españoles que conocieron el libro dedujeron que, allá lejos, la literatura cambiaba. La paleta de Blanco White, pródiga en los tonos del gris, del ocre, del sepia, devolvía la Leyenda Negra a su condición, sin duda terrible, de caricatura. La Semana Santa en Sevilla, tal como la recordaba Blanco White, simbolizaba la España mágica atrapada en la tenebrosa ilusión católica que había sustituido, a través del mar Mediterráneo, a otros dioses.

Oímos [remembra Blanco White] la campana de la iglesia tocar lo que en España se llama las ánimas. Un hombre con una gran linterna en uno de cuyos cristales se veía la pintura de dos personas desnudas envueltas en llamas entró en el patio dirigiéndose a los reunidos con estas palabras: Las ánimas benditas, hermanos; acordaos de las ánimas benditas. Pocos fueron los que se negaron a dar un ochavo, moneda de cobre algo así como la octava parte de un penique. Esta costumbre es general en toda la nación. Un hombre, cuya principal ocupación es la de ser agente de las almas del purgatorio al anochecer —hora en que en todas las ciudades y pueblos de España se pide limosna por estos invisibles pacientes— y de algún santo o Virgen durante el día, recorre las calles después de la puesta del sol con la linterna que acabo de describir...¹⁵

Ánima escapada de la España purgatorial como una chispa del fuego, Blanco White aparecerá en Londres, desesperado por hallar el baremo entre la verdad y la fe. En la ciudad de la niebla se encontró con Servando, también fugado del purgatorio español. Con la linterna de la razón, Blanco White le ayudó a trazar las cartas de navegación que el fraile necesitaba.

DR. MIER AND MR. WHITE

Desde ese extraño encuentro han pasado ya muchos años, y por su singularidad entre los sucesos e impresiones de mi vida lo comparo a una entrevista con un habitante de otros mundos. JOSÉ MARÍA BLANCO WHITE, Cartas de España [1822]

El rey Jorge III, enfermo de porphyria, acabó por enloquecer. Se le recuerda recitando a Shakespeare y tocando el clavecín para sí mismo, características indudables de demencia para la sociedad británica. Por ello, el 5 de febrero de 1811, fue declarado oficialmente inepto para reinar y su hijo Jorge, príncipe de Gales, se hizo cargo de la Regencia. Un mes después llegó a su destino en el puerto de Falmouth el Lord Howard, con Blanco White a bordo. La Regencia, periodo que algunos historiadores extienden a los reinados de Jorge III y Jorge IV entre 1788 y la Gran Reforma de 1830, fue una época disipada y valerosa para los británicos. Inglaterra, tras perder su imperio en América del Norte, sorteó felizmente la Revolución Francesa y las guerras de Napoleón, y logró conquistar un segundo imperio en India. El terror jacobino hizo de la monarquía británica el hogar natural de la temperancia, la libertad y de ese mínimo indispensable de felicidad que permitía a los émigrés reunirse en clubes donde la condición de ingreso era ser familiar de algún guillotinado. A una ciudad de Londres donde se popularizaban el vals y el box mientras Lord Byron brillaba en sociedad, llegó el exiliado político y religioso Blanco White. En buena medida, la presencia del reverendo sevillano convirtió a la isla en un nido de conspiradores españoles e hispanoamericanos durante una década. En esos años aquellos conspiradores sufrieron las vacilaciones hacia el continente, la península y las Américas de los lores ministros Canning y Castlereagh, cuyas diferencias políticas los habían llevado a combate singular en el campo del honor en 1809. El éxito de las Cartas de España provocó la publicación de una secuela, las

Cartas de Inglaterra, que Blanco White publicó en siete entregas entre 1823 y 1825. Escritas en español para el periódico Variedades o Mensajero de Londres, esas crónicas cumplieron con sus intenciones informativas y reafirmaron la vitalidad bilingüe de Juan Sin Tierra. Inspirándose en las Cartas inglesas, de Voltaire, y en Letters from England, de su amigo Robert Southey, Blanco White dirige cada entrega a su “amado” Alberto Lista, destinatario más real que imaginario de la obra. Tan pronto el escritor vio la costa inglesa supo que aquella tierra sería su sepulcro, aunque no imaginó la riqueza intelectual que le depararía el exilio británico. Blanco White describe Londres con arrobo y confiesa haber hallado “la mezcla de conversación racional y de alegría moderada en que consiste el verdadero placer de la sociedad”.¹ Ese sosiego se debía a que Blanco White había conocido el año anterior en Sevilla al matrimonio Holland. Él, Henry Richard Vasall Fox (1773-1840), heredó la baronía de Holland of Foxley en 1806 y fue el alma del partido whig, militante por la abolición de la esclavitud y amigo de los conspiradores hispanoamericanos. Durante su juventud hizo su viaje de iniciación en la Francia revolucionaria y después se convirtió en uno de los primeros hispanistas británicos. En 1797 se casó con una opulenta divorciada, Lady Elizabeth Holland, nacida Webster, rica heredera de Jamaica, una mujer recordada por su refinamiento intelectual y liberalismo político, quien regenteó Holland House, el salón whig por excelencia. Sin ella —que nombró a Blanco White tutor de su hijo— la vida del apóstata habría sido intolerable en Inglaterra. Cuando Blanco White abandonó el anglicanismo, Lady Holland, lamentándolo, no dejó de apoyar al mayor Fernando White, el hijo de Blanco que servía al ejército de Su Majestad en la isla de Ceylán.¹⁷ Los Holland recibieron a Blanco White tan pronto se instaló en Londres, el 16 de marzo de 1810. Excelente violinista, el clérigo español tenía la peregrina idea de sostenerse con la música; naturalmente, fue disuadido en Holland House, de donde salió recomendado para asesor e informante del Foreign Office. Se estableció así el matrimonio cabal, infeliz pero duradero, entre Blanco White y la política hispanoamericana de Gran Bretaña. El clérigo sirvió con lealtad a la Corona cuya religión abrazaría temporalmente y que lo inscribió en la lista civil con una renta de 300 libras. El gabinete siempre tomó nota, por medio de Holland House, de la opinión de Blanco White, tanto en las incidencias de la alianza angloespañola contra Napoleón como en la fallida mediación inglesa

entre España y los levantiscos reinos americanos. La necesidad de combatir a Napoleón hizo que la opinión abjurase, momentáneamente, de la parafernalia de la Leyenda Negra, que todavía tenía gran predicamento en 1798, cuando Richard Brinsley Sheridan, dramaturgo y político whig, puso Pizarro, drama histórico que presentó a fray Bartolomé de Las Casas, defensor de los indios, ante el público inglés. El propósito del irlandés Sheridan era identificar veladamente los sufrimientos de los incas con la dominación británica sobre Irlanda. Una desconfianza moral sesgada e impermeable envolvía la actitud inglesa ante el mundo hispánico. Durante los ministerios de Canning, Wellesley y Castlereagh, entre 1807 y 1822, la vacilación y la omisión signaron la política del reino: Inglaterra no financió la Independencia hispanoamericana, pero la permitió.¹⁸ Lord Holland ya conocía, gracias al Semanario Patriótico redactado en Sevilla por Manuel José Quintana, el talento periodístico de Blanco White. Lo estimuló a imprimir, desde Londres, una publicación mensual dirigida a los liberales de España y América. El 30 de abril de 1810 apareció El Español, obra casi personal de Blanco White, un monólogo elocuente y brillante, único en la historia del periodismo hispánico.¹ Está documentada como falsa la idea secularmente difundida de que El Español fue íntegramente financiado por Holland House y el Foreign Office. Tanto la oposición whig como los tories le compraron suscripciones a Blanco White; las personalidades y los gabinetes más influyentes de Londres veían con demasiada simpatía a El Español, al grado de que pretendieron influir directamente en su política editorial. En más de una ocasión Lord Holland pidió prudencia a su amigo, y cuando el Foreign Office, a través de Lord Wellesley, intentó censurarlo, Blanco White pidió que se cancelaran las suscripciones oficiales. Las 82 páginas del primer número de El Español incluían las “Reflexiones generales sobre la Revolución Española”, de Blanco White, así como colaboraciones de Martínez de la Rosa y de Flórez Estrada. La anarquía peninsular era achacada a las juntas regionales que distribuían a placer el despotismo en nombre de Fernando VII. Se urgía a “constitucionalizar” la Revolución a través de una pronta convocatoria a Cortes. En España el radicalismo de El Español despertó la preocupación de Jovellanos, quien lo hizo saber a Lord Holland. El 1° de marzo de 1810, el embajador

español en Londres, Eusebio de Bardají —quien obstaculizaría la colocación de Servando en la Catedral de México— fue advertido por el virrey sobre la peligrosidad del periódico de Blanco White. La Regencia de Cádiz, mediante la Real Orden del 18 de agosto, prohibió la circulación de El Español en América.² ¿Por qué, repentinamente, se concentraron en América las páginas de El Español? La libertad de expresión de que disfrutaba Blanco White por primera vez en su vida sólo tenía un límite: evitar disturbios en la alianza angloespañola contra Napoleón. En cambio, los todavía nebulosos asuntos americanos —donde Canning y Castlereagh jugaban a la prueba y al error— permitían un debate libre. Y finalmente, al llegar Blanco White a la isla, ignoraba que sus hermanos desterrados no serían españoles de Europa sino de América. La verdadera emigración liberal llegó de la península hasta 1823, cuando Blanco White ya era un veterano. Una década antes, su conversación estaba en casa del general Miranda, quien publicaba El Colombiano, periódico afín que no tardó en difundir las ideas de Blanco White. La sensibilidad moral e intelectual de Blanco White se abrió hacia lo que ocurría allá lejos, en las ideas de quienes, como Miranda, Bolívar o Mier, hermanos en la lengua y en la opresión española, eran conspiradores internacionales cuyo cosmopolitismo los unía a Washington y a los oradores de la Revolución Francesa. Los amigos sevillanos de Blanco White eran poca cosa frente a los elocuentes americanos, quienes, más que los patriotas de España, estaban en condiciones de sintetizar a Burke con Montesquieu. América fue, entre 1810 y 1816, la utopía en acto para Blanco White. La Junta de Caracas reaccionó a la crisis de 1808 desconociendo a la Regencia española y haciendo emanar su autoridad del pueblo soberano, situándose en la antesala de la Independencia. Aunque actuase tras la “máscara de Fernando VII” y fuese solidaria de los “españoles de Europa”, la Junta caraqueña daba por perdida la guerra con los franceses y condenaba la “insufrible parcialidad” de la representación americana en la convocatoria a Cortes. Ante la rebeldía venezolana, la Regencia, bombardeada en Cádiz por los franceses, mandó bloquear navalmente a los insurgentes caraqueños. La Gazeta de Caracas anunció de manera simultánea la represalia española y la colaboración de Blanco White, como “español imparcial” que representaba no a los comerciantes gaditanos, sino a los amantes de la razón, la justicia y la humanidad. Se reproducía un artículo de Blanco White, aparecido en El Español,

en el cual, aunque defendía las atribuciones de la Junta de Caracas, instaba encarecidamente a los americanos a no separarse de la metrópoli en momentos tan dramáticos. A diferencia de los liberales de Cádiz, Blanco White reconoce la autonomía de los americanos sublevados, pero la independencia, les dice, no siendo maligna en sí misma, es precipitada y puede resultar desastrosa.²¹ Blanco White es un propagandista fiel de la política whig hacia América: retrasar la independencia ultramarina para no sabotear la unidad militar de españoles e ingleses. Enviar tropas contra Caracas, como lo decidió la Regencia, era una locura propia de un imperio decadente, acéfalo e invadido, se decía, con toda razón, en Londres. Ni siquiera la noticia de que Buenos Aires, el 19 de octubre, había decidido seguir el ejemplo venezolano, disuadió a los españoles. El futuro Lord Wellington, al mando de las tropas inglesas en España, no podía creerlo. El Español publicará el 30 de octubre de 1811 la Declaración de Independencia venezolana. Blanco White protesta contra lo que considera una algarada jacobina que debe ser reprimida. Once días después, el 11 de noviembre de 1811, el doctor Servando Teresa de Mier publica una larga refutación de Blanco White. Servando llegó a Londres hacia el 7 de octubre de 1811, habiendo zarpado de Cádiz diez días antes. Lo esperaba, al fin, un círculo político de amigos y benefactores, señaladamente la Sociedad de Caballeros Racionales, rama paramasónica de la Logia de Lautaro. Lo acompañaban desde Cádiz Carlos Alvear y Wenceslao Villaurrutia, y con ellos, en diligencia desde Falmouth, se reunió con Francisco “Frasquito” Fagoaga, José de San Martín y José Matías Zapiola. Tres de ellos —Alvear, San Martín y Zapiola— zarparían a Buenos Aires para librar las batallas de la Independencia el 15 de enero de 1812. Mier habría sido invitado a unírseles, pero el grupo prefirió mantenerlo en Londres para la redacción de la Historia de la revolución de Nueva España y otras tareas propagandísticas.²² Londres, 28 de octubre de 1811. Carlos Alvear, cuatro años después director supremo de la Argentina, le escribe a Rafael de Mérida una carta conservada en el Archivo del Museo Naval de Madrid, pues fue interceptada por una nave realista:

Mi estimadísimo hermano, al fin he salido del poder de los tiranos y me hallo aquí, acompañado de los Hermanos, que como en el oficio indico, me ha sido muy sensible no tener noticias de usted y de sus progresos. Pienso salir el mes que entra con los Hermanos arriba expresados para Buenos Aires, y desde allí comunicarle a usted lo que ocurra: esperando haga usted lo mismo con lo que haya ocurrido después de la separación. España está dando ya las últimas boqueadas, todo sigue en el mismo desorden en que usted lo dejó. Aquí he establecido una Logia para servir de comunicación con Cádiz, Filadelfia y ésa [Caracas], para que encuentren abrigo los Hermanos que escapen de Cádiz. Nuestro Román de la Luz ha salido del Castillo [la prisión de Cádiz] y tiene la ciudad por cárcel y lo estoy esperando de un momento a otro. Murgiondo y Vallón deberían salir pronto: nada se encomendó enteramente y es uno de los Hermanos más celosos y activos [...] Si usted no puede comunicarme desde ésa lo que ocurra directamente a Buenos Aires, puede hacerlo por la vía de Londres, remitiéndoselo al Hermano López Méndez, diputado de esa capital quien creo probablemente quedaría de parte de esta sociedad [...] Habiendo llegado a esta ciudad con los Hermanos Zapiola, San Martín, Mier, Villaurrutia y Chilavert, hemos fundado por orden de la Logia n. 3, una con el n. 7 y hemos recibido a los Hermanos que acompaño en la lista que va con el n. 4; queda de presidente de la n. 3 el Hermano Ramón Conrado Anchoris [...] todo lo cual os lo comunico a fin que lo tengáis presente; encargándonos usted de todo lo que haya ocurrido en Filadelfia y en esa capital.²³

Es una alegría, al fin, ver la palabra Mier en un autógrafo de la época. Emociona verlo calificar como “hermano” en una causa, pues Alvear hace acompañar su carta de un oficio donde tres mexicanos —Miguel Santa María, Vicente Acuña, Joaquín La Carrera Ortiz— quedan descartados de la Sociedad de Caballeros Racionales “por temor a las infiltraciones de los déspotas”.²⁴ Servando milita en compañía de figuras de primer orden. En la séptima logia conspiran San Martín, el futuro libertador, el platense Manuel Moreno, José Francisco Fagoaga, hermano mayor de “Frasquito” y marqués del Apartado, y Wenceslao Villaurrutia, mientras que otros iniciados, como el erudito Andrés Bello y el diputado caraqueño Luis López Méndez, habían sido enviados por la Junta de Caracas a Londres para asesorar a Simón Bolívar. Todos ellos vivieron

o trabajaron en la casa-biblioteca del general Miranda en Londres, situada en 27, Grafton Street (hoy en 56, Grafton Way, w1). Ninguno de los recién llegados alcanzó a ver allí a Bolívar y a Miranda pues ambos estaban en Venezuela desde el 5 de diciembre de 1810. Esos hombres se convirtieron en la primera comunidad liberal hispanoamericana en el exilio y en cada uno de sus nombres puede leerse la historia americana en un peculiar intercambio de protonacionalidades: los mexicanos representaban a los argentinos y éstos a los venezolanos. Particular importancia para Mier tendrán Andrés Bello, cómplice literario y corresponsal del fraile hasta 1821, los rebeldes de la Argentina que cooperarían con la Historia de la revolución de Nueva España, así como el marqués del Apartado, financiero de la conspiración y puente hacia el gobierno inglés. De los nexos con Holland House se encargará el protector español de los americanos: Blanco White. Nunca, durante el destierro europeo de Servando, le habíamos tendido una trampa con coordenadas tan precisas. Pero la minuciosa tarea de Guadalupe Jiménez Codinach (La Gran Bretaña y la Independencia de México, 1991) nos vuelve a presentar al doctor Mier como un fantasma, cuya presencia en la habitación sólo intuyen cuatro de los cinco sentidos. Si lo ves, no lo oyes,; si lo tocas, no lo olfateas; si lo muerdes, escapa. No tenemos manera de seguirlo en su vida privada durante el sexenio que vivió en Londres. Sabemos, gracias al proceso de 1817, que trabajó su Historia en las bibliotecas de Miranda y de Holland House. La del Museo Británico fue inaugurada en 1737 pero no era de fácil acceso. En los papeles del obispo Poynter, consta la prohibición de que sacerdotes hispánicos, contagiados de liberalismo, dieran misa en Londres. Mier se declaró “sacerdote mexicano” en la aduana de Falmouth y luego dijo haber celebrado una misa en Soho. Es probable, pero los registros de sacerdotes extranjeros en Westminster no ofrecieron ninguna evidencia a Jiménez Codinach. Había dos templos católicos en Londres, uno de ellos el de San Patricio en Soho Square, donde fueron bautizados dos de los hijos de Francisco de Miranda. A esa iglesia asistió, entre 1781 y 1792, el abate peruano Juan Pablo Viscardo, jesuita expulso cuya Carta dirigida a los españoles americanos (1799) fue la primera exhortación criolla por la Independencia de América. Amigo del general Miranda, director de la supuesta conspiración jesuítica para liberar América —idea que trató de vender a los ingleses—, Viscardo parecería el fantasma que guió a Mier en el arte de hacerse perdedizo en la ciudad de la niebla.²⁵

Una misa más, una misa menos y Servando vuelve a esfumarse. Algunos otros detalles del Servando londinense, con todo, irán apareciendo. En una carta a Luis de Iturribarría, del 14 de abril de 1812, Servando dice que “en llegando” a Londres fue al encuentro de Blanco White, a quien le llevaba como regalo un retrato de alguien no precisado.² Desde esa fecha, Dr. Mier y Mr. White llevaron una relación intelectual frecuente, aunque la crónica de esa amistad sea imposible de fijar, dado que depende de fuentes secundarias o indirectas, como la correspondencia servandiana con camaradas argentinos como Iturribarría y Tomás Guido o el recuerdo que el fraile hizo de Blanco White en el Congreso Constituyente de 1823 en México. Antes de 1811, Mier no tenía por qué conocer al canónigo sevillano, tan anodino entonces como él. Apenas el 30 de julio de ese año, por un recibo aparecido entre los papeles de Blanco White, sabemos que éste le hizo llegar a Servando, en España, un préstamo de 26 libras esterlinas y dos peniques.²⁷ Blanco White no aparece en las Memorias —que llegan hasta 1805— y en el Manifiesto apologético, su secuela, Servando se olvida extrañamente de mencionar a Juan Sin Tierra en Londres. Hombre de afectos tan apasionados como fugaces, Mier nunca hará comentarios personales sobre Blanco White, aunque lo menciona como referencia política hasta 40 veces en la Historia, en una de ellas comparándolo en virtud y talento con Las Casas —ambos eran sevillanos—, pero llamándolo Juan y no José, quizás un error de los tipógrafos ingleses. La edición de la Sorbona de la Historia de la revolución de Nueva España dice:

La “polémica” entre Blanco White y Mier de octubre de 1811 a octubre de 1812 puede considerarse como una falsa polémica; además de no haber sobrepasado en ningún momento los límites de la cortesía, el debate permite ver que, a pesar de las divergencias, los dos amigos tienen puntos de acuerdo fundamentales, siendo el mayor el objetivo final de la Independencia. Todos los textos muestran que estaban muy unidos: se veían frecuentemente, a veces casi a diario; se prestaban documentos, se informaban el uno al otro de sus trabajos respectivos e incluso de su correspondencia. Hay que señalar que se hacían mutua publicidad

de sus obras, pues Mier hace grandes elogios de El Español en sus Cartas y en la Historia, y Blanco recomienda vivamente esta última en su periódico, después de haberla anunciado al público en términos no menos calurosos. Todo hace pensar que el redactor de El Español, bien introducido ya en los ambientes políticos y culturales, actuó como una especie de mediador entre los hispanoamericanos por un lado y el gobierno o la sociedad inglesa por otro. Aunque no ha sido probado documentalmente hasta ahora, es verosímil que Mier, a través de Blanco, haya tomado contacto con los periodistas favorables a la Independencia: Da Costa, director del Correio Braziliense, Peltier de L’Ambigu, Walton que escribía en el Morning Chronicle, y los círculos liberales de la Edinburgh Review o de la British Review.²⁸

Aunque la polémica estaba arreglada editorialmente —Blanco White agradeció a Mier el trato cortés y le anunció cuándo contestaría—, llamarla “falsa polémica” es un exceso. Fue un intercambio fraterno de opiniones entre dos visiones políticas y religiosas que habían coincidido en el caos de una era revolucionaria. Impresa por W. Lewis en el 2, Paternoster Row, la primera Carta de un americano a El Español sobre su número XIX —es un americano que escribe a un español o que se dirige, dada la imprecisión tipográfica, al periódico así llamado— comienza así: “No es un enemigo el que escribe, sino un admirador de su talento, elocuencia, tino e imparcialidad.”² “La religión exige misterios, no la libertad civil”, es la frase esencial de las Cartas a Blanco White, expresión cumbre en la educación de Servando, el fin de su larga juventud tardobarroca y emblema de quien será un conspirador republicano. La elegante prosa de Blanco White y el refinamiento racional de sus travesías religiosas parecían presentarlo como un propagandista político más moderno que Mier. No fue así. Al separar, siempre desde una perspectiva católica, la libertad de los ciudadanos de los misterios religiosos, Servando rebasa al apóstata inglés por la vía de una secularización que será decisiva para todo el liberalismo latinoamericano. Al abrazar en 1814 la Iglesia Anglicana, Blanco White aceptaba de buena gana la supeditación de la libertad civil a los misterios religiosos, al grado de que se convirtió en el vocero, muy autorizado por venir del reino de la Inquisición, de los enemigos de la emancipación católica en Irlanda.

El doctor Mier, con el hábito pegado a los huesos, nunca pensó en la separación total entre la Iglesia y el Estado, pero si algo aprendió con Henri Grégoire fue a separar fe y razón. Desde su sermón contra las supercherías del culto guadalupano hasta su militancia jansenista, el doctor entendió que las esferas de la teología y de la política, unidas por los vasos comunicantes de Tomás de Aquino, no debían confundirse. Así, rechazaba cualquier providencialismo que atase, por ejemplo, a América con la Europa católica. Para Mier, como para los abates de la Revolución Francesa, la libertad política del cristiano era la esencia “revolucionaria” del cristianismo. Eso no lo entendió Blanco White sino cuando llegó a Irlanda y miró a los católicos irlandeses cuya exclusión alentó. Servando discutía con Blanco White el derecho de América a la independencia y lo hacía —lo que su antagonista no percibió— ubicándose más allá de la política. El argumento central de las dos Cartas es un universalismo bíblico, menos elaborado que el de Vico pero igualmente contundente: la predicación apostólica precolombina hizo iguales en derechos y deberes a las dos orillas de la cristiandad. Como buen whig, a Blanco White le alarmaba la naturaleza “jacobina” de la rebelión de Caracas. Servando le explicó que poco o nada había de jacobinismo en la exasperación de los reinos de Ultramar. Mier, a diferencia de su amigo de Londres, conoció personalmente a las víctimas de los jacobinos en París, durante aquel Segundo Concilio Galicano donde la gente de Grégoire llegó con las heridas abiertas y se fue con otra tunda. Tras sacar a Blanco White de la comodidad de su visión eurocéntrica, Servando lo enfrentó a lo que no soportaron ni los más generosos de los liberales de Cádiz. Una vez argumentada su feble hipótesis de la predicación precolombina, el doctor Mier iba más lejos: le decía a Blanco White que la Conquista de 1521 había sido injusta y que la historia devolvía a los americanos su libertad civil, pues los “misterios” teológicos que supuestamente unían a América con el catolicismo hispánico eran fraudulentos o equívocos. No había derecho divino sobre América. Aunque se nutrió de la Brevísima relación, Servando, como toda su generación, tenía un conocimiento limitado de la obra de Las Casas. En esa época permanecían inéditas tanto la Apologética historia de las Indias como la Historia de las Indias, de las que Mier conocía fragmentos de segunda mano gracias a Antonio de Remesal y Juan Bautista Muñoz. Mier no fue un lascasiano tal cual hoy se entiende. El sujeto por cuya libertad Mier combate no es el indio ni el criollo, sino el americano, es decir, “un europeo de América”. Los indígenas,

para Mier, son los depositarios originales de la grandeza americana — equiparable a la romana al grado de que mereció predicación entre gentiles—, y esa identidad se enriqueció con las “castas” que fueron llegando al Nuevo Mundo desde el siglo XVI. Sin hablar de “mestizaje”, Mier apadrina una “americanidad” cuya razón de ser no es la diferencia, sino la similitud. Antes que José Vasconcelos, Servando define América como un paraíso multirracial. Simpatizaba con Las Casas por su denuncia de la vejación de los americanos, pero rechazaba de raíz toda discusión sobre la razón natural —y de allí el alma— de los indígenas, pues, gracias al amuleto de la predicación de Tomás Apóstol, los americanos habían recibido la Buena Nueva desde el mandato de Jesús. Una coartada gerundiana se convertía, en 1811, en un principio de igualdad republicana: en las Cartas, el doctor Mier toma las manos de Sigüenza y Góngora, y las coloca sobre las de Tom Paine. El tino de Blanco White fue entender de inmediato a Mier, olvidándose de los misterios a favor de la libertad civil. No debió serle fácil seguir la desquiciante narrativa de Servando, donde las ideas de calado aparecen rodeadas de anécdotas y recriminaciones. Le cuenta la animadversión sufrida por los americanos en las Cortes de Cádiz, al grado de que hasta los francmasones se alistaban “para la operación filantrópica de ir a matar a los mexicanos”³ y, en resumidas cuentas, lo convence de que las Cortes sólo han heredado la comatosa administración del despotismo borbónico. La lectura más rica de la primera carta debió ser, para Blanco White, la de las notas y apéndices. Buen escoliasta, Servando guardaba sus tesoros más preciados en los armarios eruditos. Al poeta sevillano, como a Grégoire, le fascinaba la eclesiología, y más allá de su opinión, previsiblemente escéptica, sobre las aventuras de Tomás, no debió serle indiferente la exposición servandiana de la bula alejandrina que dividió el Nuevo Mundo entre España y Portugal, ni el horror razonado del mexicano contra la limpieza de sangre y la Inquisición o su fe en la libertad de comercio. Pero quien mayor provecho político sacó de la obra londinense de fray Servando fue Simón Bolívar en su Carta de Jamaica, de 1816.³¹ Blanco White contestó las Cartas con cortesías y muestras públicas de comprensión ante “el calor y la indignación” de Mier, lo que prueba que el deseo del editor era dar voz pública al fraile novohispano. En El Español, el editor hacía acuse de recibo de la polémica y su manera de responder fue adoptar, con

reservas, la dramática disyuntiva que le planteaba V. C. R. [Vn Caraqueño Republicano], las siglas tras las que se ocultaba, únicamente por convención, el doctor Mier. La segunda carta, impresa por Guillermo Glindon, Rupert Street, en 1812, alude a la respuesta de Blanco White en el número XXIV de su periódico. Mier se repite y se enreda. Insiste en que Caracas está libre del contagio del jacobinismo: no se ha levantado una minoría revolucionaria, sino una nación, tanto o más soberana que la entonces reunida en Cádiz. Y engolosina a Blanco White con los licores de la Leyenda Negra. Los gaditanos, dice, no tienen autoridad para despreciar a las castas americanas pues ellos mismos no son “blancos” sino herederos de “africanos fenicios”, se burla del “quijotismo” español —que en esa época era una calificación peyorativa equivalente a idiotez bienintencionada o mera ilusión cómica— y al final suelta la ocurrencia más aparatosa en la historia universal de la Leyenda Negra antihispánica: fueron españoles los que mataron a Jesucristo: “Pues se dice que sus crucifixores eran soldados españoles al servicio de los romanos. A lo menos [Juan Francisco] Masdeu prueba que era de andaluces la cohorte itálica que estaba entonces en Judea.”³² Las Cartas de un americano culminan con las temibles jactancias sulfurosas tan propias de los revolucionarios de todos los tiempos. Arrebatado, Mier advierte —ya no tanto a Blanco White, sino al universo— que no hay historia sin sangre ni parto sin dolor. Las precauciones de los amigos españoles o ingleses deberán ceder el paso a un continente inflamado de rabia. En 1812 —cuando la insurgencia mexicana alcanza su cenit y su caída— a Servando ya le parece insultante pensar en un rey Borbón para América y afirma que los americanos elegirán entre ser “esclavos o nada”, como le respondió el general de los jesuitas al papa Benedicto XIV, cuando le proponía una reforma severa de la Compañía para evitar su extinción. Que Servando, antijesuita, termine amparándose en la inquebrantable voluntad de los hijos de Loyola habla del antiguo y perseverante carácter jesuítico del revolucionario latinoamericano. Blanco White se convirtió así, ante la opinión pública de Londres y Cádiz, en vocero de los americanos radicales. El 30 de agosto de 1812 se asumió derrotado con elegancia y se encomendó a la voluntad de Dios:

Ellos han puesto el sello de la Independencia americana, y lo peor es que es un

sello marcado con sangre propia y de sus hermanos. He hecho cuanto ha estado en mi corto alcance para persuadir a los americanos a la conciliación; mas ya no está en su mano ni en la mía. El gobierno español la ha rehusado a la amistad, a la humanidad, a la justicia y aun a su propio interés. ¿Qué les resta hacer a los americanos? ¿Se han de entregar a discreción de semejantes señores, fiados en la defensa de una tercera parte de representantes en el Congreso a esperar justicia de él, contra la que sumariamente les administran sus virreyes y audiencias? — Antes me cortaré la mano con que escribo que recomendar tan funesto abatimiento... Mas nunca tomaré la pluma para atizar el furor de los americanos españoles en esta funesta guerra. Decídala la espada, y el Dios de la justicia, sin castigar a mi patria de los errores de su gobierno.³³

El canónigo de Sevilla cumplió su palabra. Con el regreso de Fernando VII terminó la guerra en España y la complacencia del Foreign Office ante los liberales peninsulares en Londres. En mayo de 1814, dejó de aparecer El Español.³⁴ Durante el Trienio Liberal, Blanco White se volvió a entusiasmar, aunque tibiamente, por la libertad. Poco le duró el gusto. En 1824 le tocó a él recibir a la segunda emigración de liberales españoles en Londres.³⁵ So bre América no volvió a decir gran cosa, aunque —seguramente gracias a una cortesía de Servando— leyó la Constitución mexicana de 1824, festejando su liberalismo aunque lamentase, una vez más, la negativa a permitir la libertad de cultos. La opinión de Blanco White llegó a México y provocó un panfleto conservador (¡Atención! Que los apóstatas quieren cambiar nuestra religión, 1825) que replicó Fernández de Lizardi con candoroso optimismo: “Dentro de seis años o antes seremos tolerantes.”³ Blanco White se alejó de los asuntos americanos: su vida interior exigía concentración. Se vuelve anglicano para dejar de ser, en apariencia, español. Para los vencedores era, sencillamente, un espía inglés. Para los vencidos, a quienes les reprochó la mezquindad de su liberalismo, el peor de los traidores. Fue infamado en Cádiz por algunos de sus viejos amigos españoles y por algunos americanos ingratos, como el poeta Juan Nicasio Gallego. Las Cortes de Cádiz, en el dictamen final de Blanco White, no estuvieron a la altura de su misión. Discutían a la francesa y votaban como cardenales. Negaron la libertad a los americanos y peor aún, redactaron una Constitución “liberal” basada en la mayor de las abominaciones: negar la primera de las libertades, la de conciencia.

Muy reservado al hablar de sus relaciones personales con los americanos —no olvidemos que también era informante del Foreign Office— este penúltimo puritano dejó en su Autobiografía póstuma una imagen escasamente entusiasta de sus amigos de Ultramar. La verdad de Blanco White no peca pero incomoda:

Los americanos descendientes de españoles son naturalmente despiertos e inteligentes, pero les suelen faltar principios morales y firmeza de carácter. [...] Si hay un defecto característico de todas las clases sociales es sin duda la habitual despreocupación por las obligaciones morales. Sería inútil tratar de persuadir a las mejores clases de Hispanoamérica que los deberes morales se extienden a la política y al gobierno: son incapaces de creer (y en esto hay que incluir a un buen número de españoles) que el peculado y la aceptación de sobornos son males morales. Como han crecido bajo gobiernos que actuaban para su propio provecho a expensas de la nación, no tienen más remedio que sacar la consecuencia de que quien está relacionado de cualquier forma con la autoridad puede seguir sin más las mismas normas de actuación. La veracidad y el honor son palabras que salen frecuentemente de los labios de los que reclaman para sí el título de caballeros, pero en un país donde la única manera de escapar de la persecución es el disimulo de las propias ideas, las virtudes de las que tan frecuentemente se habla no son más que nombres vacíos.³⁷

El prodigio de la historia aparece para Mier, bajo su forma de espacio secular y no teológico, en las Cartas de un americano, donde la complicidad crítica de Blanco White transformó al mexicano en un polemista. Le dio Servando una lección de libertad civil a un hombre que admiraba por una claridad de pensamiento que en él echamos de menos. Pero como había ocurrido antes con Grégoire y Simón Rodríguez, la presencia de Blanco White fue disolviéndose en la vertiginosa vida política de Servando, fraile vampiro que se nutre de otras mentes y las abandona en el camino, insaciable y sin remordimientos, presto, muy al estilo criollo, a dejar aquí y allá notas de reconocimiento que, más que gratitudes sinceras, son jactancias. Gracias a las Cartas de un americano, Blanco White aceptó la ruina previsible de los Imperios, primero el español, luego el británico. Pocos puntos históricos generan mayor unanimidad: la Independencia de América era inevitable. Y si la

espada decidió, fue debido a que en un punto tenía la razón Blanco White contra Servando: el independentismo era la causa, si no de una minoría, sí de sólo una parte de cada nación. La cruzada unánime, llámese revolución popular o levantamiento nacional, es siempre una invención de los clérigos. Vinieron las guerras civiles y los caudillismos, la multiplicación de repúblicas bobas, el botín de las facciones, la incapacidad para extender los deberes morales a la política. Cuando murió el propio Blanco White, era evidente que América Latina dramatizaría sin pausa, durante un par de siglos, a la España de 1808.

EL ATARDECER DE UN CLÉRIGO

¡Oh dura lid del humillado ingenio prisionero de verbos que no encuentra! JOSÉ MARÍA BLANCO WHITE, On my Attempting English verse / Al intentar escribir versos en inglés [1825]

El regreso de Fernando VII dejó a Blanco White en libertad de firmar los Treinta y Nueve Artículos de la Iglesia de Inglaterra, el 20 de agosto de 1814, ante el obispo de Londres. Cuatro días después de la creación del reverendo Joseph Blanco White, Sevilla, su tierra nativa, sirvió de escenario para la solemne restauración del Santo Oficio de la Inquisición. Disueltos sus lazos con el liberalismo español, el converso abandonó tanto el periodismo como el Foreign Office, no sin antes rogar a los absolutistas clemencia, no sólo para los liberales, sino para los afrancesados, entre quienes Blanco White tenía a sus mejores amigos. Refugiado en la biblioteca de Holland House, rica en literatura castellana, pues su dueño fue biógrafo de Lope y de Jovellanos, Blanco White vivía como preceptor del joven Henry Fox. Allí conoció al escritor católico irlandés Thomas Moore y al viajero estadounidense Washington Irving, y recibió al general Espoz, así como a sus viejos amigos los americanos Mier y Bello, que permanecían en Londres. Los Holland bromeaban con el contraste entre las personalidades de sus dos refugiados preferidos: el alegre y turbulento poeta italiano Ugo Foscolo y “the depressed” Blanco White. Tras el éxito de las Cartas de España, Blanco White explotó el potencial romántico de España con una novela, de atribución dudosa hasta fecha reciente: Vargas. Novela española. El libro es tan malo como los primeros que pergeñó Balzac, imitaciones desbalagadas de sir Walter Scott. Vargas es una trasposición del itinerario juvenil que siguió Blanco White hacia Sevilla en 1808 al año 1590,

cuando el juicio inquisitorial contra Antonio Pérez, secretario de Felipe II, estuvo a punto de motivar una rebelión de los aragoneses. Aunque el folletón incurre en algunas de las españoladas queridas del público, lo salva su sentido del humor. El desenlace de Vargas recuerda al Dickens de la Historia de dos ciudades: el malvado arzobispo de Sevilla, responsable de la separación de los héroes amantísimos, es secuestrado y abandonado, en calidad de loco que se creía arzobispo, en una aldea remota. Cada vez que reclama su dignidad, el labriego que lo cuida le castiga con baldes de agua helada, condenándolo a un cuadro catarral crónico. Aventurero y diplomático, Antonio Pérez escapó hacia Inglaterra y Francia, donde murió añorando la patria. Acusado de sodomía y judaísmo, Pérez fue la primera víctima de la Inquisición que publicó en vida su testimonio, las Relaciones (1599), pieza clave en la difusión de la Leyenda Negra. Identificándose con Antonio Pérez como heterodoxo, Blanco White se desdobla en la figura del traidor que ha decidido ofrecerse como chivo expiatorio para sus compatriotas. El tema de la traición persiguió a Blanco White, un romántico ansioso de desdoblarse. La exaltación dubitativa que le reprocha Menéndez Pelayo en el epígrafe de este capítulo puede extenderse al alma romántica entera. En la poesía de Blanco White —quien en sus últimos días volvió a la lira castellana—, revuelan las sombras apenas religiosas de una conciencia de Dios desplegada en Adán o hipostasiada en la razón. Poeta de la intimidad que se deshizo, junto con el catolicismo, del neoclasicismo, fue un lúcido espíritu a la vez medievalista y antibarroco. Al leer “Night and Death”, Coleridge calificó el poema de Blanco White como “the finest and most brandly conceived sonnet in the language”. Cortesía o no, la frase de Coleridge expresa la intimidad que privó entre él y Blanco White, aunque los biógrafos más reputados del poeta inglés no mencionan las horas que dedicaban a discutir poesía y religión. Por su atenta lectura de la estética romántica, el reverendo fue uno de los pocos intelectuales continentales —y el único español— que tuvo acceso personal a los grandes románticos ingleses, Lord Byron incluido. Pero al poeta de Childe Harold nunca le perdonó Blanco White el haber rentado una habitación con ventana para ver la ejecución del asesino del primer ministro Spencer Perceval, en 1812. Los años de reposo de Blanco White en el Oriel College de Oxford no sólo fueron dedicados a la “literatura imaginativa” o a traducir a Shakespeare y a Juliano el Apóstata. Ejerció allí una influencia paradójica sobre el joven John

Henry Newman (1801-1890) y otros de los tractarianos, así llamados por el Tract 90, que abogaba por una interpretación de los Treinta y Nueve artículos en un sentido concurrente con las decretales del Concilio de Trento. Símbolo del renacimiento católico del siglo XIX, escritor y pensador cuya irradiación rebasó a su época, Newman se convirtió en 1845 y fue creado cardenal por el papa León XIII en 1879. Íntimos, Newman y Blanco White interpretaban las sonatas de Beethoven al piano y al violín, respectivamente; las argumentaciones anticatólicas de Blanco White, paradójicamente, orillaron a Newman a la conversión. Inclusive, David Brading cree que sin el ejemplo de soledad y desprendimiento del reverendo, Newman difícilmente se habría convertido. El futuro cardenal no dejó de honrar a Blanco White por su penetración y honradez.³⁸ La ortodoxia anglicana de Oxford se había tornado irrespirable para el reverendo liberal, precisamente por su Practical and Internal Evidence against Catholicism (1825), utilizado por los tories ultras contra quienes deseaban la emancipación de los católicos, lograda al fin entre 1829 y 1832. En 1831 Richard Whately, amigo de Blanco White, fue nombrado arzobispo anglicano de Dublín. Una vez más como preceptor doméstico, Blanco White lo siguió. Quiso el destino que Blanco White volviese a la tierra de sus ancestros, una nación católica. Si alguna prueba faltaba para calificar su peregrinaje por la tolerancia, ésta se la otorgaron los sojuzgados católicos de Irlanda. En Dublín se encontró con un viejo conocido nuestro, Joaquín Lorenzo Villanueva y Astengo (1759-1837), “el tomista en las Cortes”. Ambos veteranos de 1812, españoles disidentes del catolicismo español, miraron con ansiedad la vida irlandesa. Sin olvidar su viejo jansenismo, Villanueva decidió morir reconciliado, en 1837, con Roma. Blanco White prefirió, una vez más, el examen de conciencia. Culpó a la Iglesia Anglicana de los crímenes ingleses en Irlanda y él, que había predicado contra la emancipación de los católicos, admitió que aun los enemigos doctrinarios de la tolerancia debían beneficiarse de ella. Era injusto, dijo Blanco White, privar a una nación católica, por más obcecada que estuviese en el error, del amor por su religión nacional.³ En 1835 Blanco White abandona la casa del arzobispo Whately en Dublín y se embarca para Liverpool. En ese puerto atardeció para el clérigo heterodoxo y murió el 24 de mayo de 1841. Poco antes habían muerto Alberto Lista y Lord Holland, con cuya casa nunca rompió relaciones; a cambio, el reverendo tuvo

nuevos amigos, como John Stuart Mill, que representarían al liberalismo de la segunda mitad del siglo. En Liverpool, Blanco White se convirtió, por última vez, ahora al unitarismo, secta conocida como sociciana en la heresiología patrística. El unitarismo solamente cree en la Escritura como fuente de la fe, siempre interpretada a la luz de la razón; considera la Trinidad o la doble naturaleza de Jesucristo como dogmas demoniacos inventados para esparcir la guerra y el sufrimiento de los hombres; siendo así, cada unitario es libre de interpretar los Evangelios a su manera, siempre y cuando practique la fe, la esperanza y la caridad. Toda Iglesia, agregó Blanco White en Observations on Heresy and Ortodoxy (1835), su testamento intelectual, es un sistema de dogmas destinado a esclavizar a los hombres. Los unitarios, con relativa escrupulosidad, salvaron del olvido los papeles íntimos de Blanco White. La lección de Blanco White fue la separación progresiva, que no ruptura, entre la religión y la política. Al conocer formas diferentes de asociación entre el Estado y la Iglesia, en España y en Gran Bretaña, el reverendo comprobó el fracaso de todo vínculo entre el trono y el altar. Pero mantuvo una visión religiosa, propiamente deísta y trascendentalista de la vida pública, llegando a ser, al morir, un verdadero liberal cristiano. Mientras que el obispo Grégoire quiso domar, en un mismo movimiento, a una revolución y al cristianismo bajo la égida de una tolerante Iglesia de Estado, Blanco White concluyó —como se lo advirtió Mier en 1811— que la libertad civil era irreconciliable con las instituciones eclesiásticas. En el último periodo de su vida, Servando, que nunca traspasó la frontera católica, recordó ambas lecciones al fundar en México una república cuya cristiandad anhelaba. En 1816, Servando Teresa de Mier, el amigo de Blanco White, fue detenido en el noreste de México, tras desembarcar como expedicionario independentista. Al serle decomisada su biblioteca, los inquisidores encontraron un ejemplar de los Inconvenientes del celibato eclesiástico (1815), obra del boliviano Vicente Pazos Kanki, otro sacerdote extravagante que vivió en Londres en esos años. El libro, prologado por Blanco White, iba acompañado de una carta manuscrita de Servando a su amigo inglés. En la carta, destroza la traducción de Pazos Kanki y considera inoportuno que el libro se difunda en Buenos Aires, pues, dada la situación de América en 1815, mal haría Blanco White en apadrinar, junto a la discordia política, la religiosa. Tras documentar que el celibato clerical es un asunto de mera disciplina y no mandato escritural y que él, como jansenista, lo

reprueba, Servando le aclara a Blanco White:

En cuanto a la sustancia del discurso preliminar [el prólogo de Blanco White] quiero tener el gusto de conversar un rato con usted, que siendo tan tolerante y liberal no puede ofenderse de las reflexiones de un amigo que respeta su talento y que no es católico por preocupación y rutina. La religión cristiana padece para mí dificultades gravísimas: pero la bondad de las pruebas que las equilibran y aun superan, la belleza incontrastable de su moral y la imposibilidad de hallarse cosa mejor me han mantenido siempre en el respeto y la sumisión. Usted es más animoso, y después de haberla abandonado, ha retrocedido a abanderarse en la rama del protestantismo anglicano, sin poder resistir al espíritu de proselitismo que se apodera de los recién convertidos. ¿Sería yo uno de sus neófitos? No haría sino añadir a las dificultades propias del cristianismo las que saltan contra esa rama o secta de la admisión de los principios revelados.⁴

La carta termina abruptamente en la palabra ecúmene, expresión griega que refiere a la tierra habitada por la vida humana y que por extensión será usada como la universalidad que habrá de reconciliar a las Iglesias y creencias divididas. El Dr. Mier y Mr. White fueron hermanos en una ecúmene que ellos, en buena medida, hicieron realidad a partir de su confianza en el liberalismo político, la tolerancia religiosa y la universalidad del cristianismo, así como en su evaporada ilusión en otra ecúmene, la hispanoamericana. La carta sobre el celibato es el único documento privado que se conserva de la extraña amistad de dos hombres cuyas diferencias intelectuales y caracterológicas fueron mayores que sus coincidencias históricas. Es poco creíble que Blanco White, difusor de la historia inglesa para lectores españoles, se haya dejado llevar únicamente por la eufonía al firmar como Juan Sin Tierra, olvidando en apariencia que ese hombre, rey de Inglaterra entre 1119 y 1216, el hijo de Leonor de Aquitania y el hermano de Ricardo Corazón de León, fue un traidor o pasó por serlo. ¿Blanco White se asumió como el clérigo expiatorio de todas las violencias cristianas? Sin traicionarse a sí mismo, ¿decidió ser, para el mundo eclesiástico, el traidor?

Servando, el fraile americano, era otra clase de persona. Carecía de paisaje interior. Tipos encontrados de sacerdote, mientras Blanco White no cesa en la oración que conduce a la duda y a la herejía, Servando predica para unir, en un punto de fuga, al siglo de los hombres con el tiempo de los apóstoles. Uno encuentra en el alma su callejón sin salida, el otro escapa. Poco después de su discusión sobre el celibato, cualquier día de 1815, Blanco White y fray Servando se despidieron para siempre. En la obra póstuma del reverendo sevillano el nombre del doctor Mier no vuelve a aparecer, salvo en una carta a Lady Holland, del 18 de noviembre de 1821, en la que Blanco White registra que, a solicitud de Andrés Bello, Mier recibió —en 1816— una ayuda económica del gobierno inglés.⁴¹ Fue Blanco White un buen conocedor de las sagas y las melodías de la antigua Irlanda. El doctor Mier pensaba que Brandán o Borondón, el santo irlandés, acaso era otra de las máscaras utilizadas por Tomás/Quetzalcóatl para predicar el Evangelio a los indios de América. A Servando le habría gustado que Juan Sin Tierra lo mirase partir, junto con Xavier Mina, como un émulo de San Brandán, el monje navegante que cruzó los mares en un curragh irlandés tras la isla de los Pájaros.

Libro cuarto

La última disputa por el Nuevo Mundo (1816-1820)

La figura de este mundo pasará, pero no quiero que penséis en ello: es la figura, y no la naturaleza, la que pasa. SAN AGUSTÍN, La ciudad de Dios, 20, 14

Los profetas, escriviendo, favlavan de diversas maneras: el de porvenir por pasado, y asimismo, del presente; y disieron muchas cosas por semejança, entero a la letra; y uno más que otro, y uno por mejor manera, y otro no tanto. CRISTÓBAL COLÓN, Libro de las profecías [1501]

El siglo XVIII es una ola que arranca de un mar de fondo. Cuando sale a la superficie levanta el agua. La encrespa, la revoluciona, con un ruido y espumarajos tremendos. En la cresta de la ola cabalgó en su pobre caballito de palos fray Servando. Así lo arrojó la marea al XIX. Traía en el rostro los aires salobres de sus naufragios. Le partieron los huesos, le apagaron las luces, le asustaron con potros de tormento. Nada le apocó los ánimos. Nada le contuvo la lengua. Fue la flor más extraña del mes de octubre. GERMÁN ARCINIEGAS, América mágica [1959]

12. Historia e Historia

Estoy convencido de que no hace falta decir mucho sobre las constituciones de Atenas y de Tebas: su crecimiento fue anormal, el periodo de su apogeo fue breve y los cambios que experimentaron desusadamente violentos. Su gloria, por así decirlo, fue un relámpago súbito y fortuito. POLIBIO, Historias, VI, 4

1808 O LA INTRIGA DEL NUEVO MUNDO

Al mismo tiempo, decían unos (como acontece en semejantes casos), que en varias partes se habían visto monstruos y prodigios: otros que se tenían juntas, que se transportaban armas, que en Capua y en la Pulla estaban para levantarse los esclavos. SALUSTIO [83-35 a. C.], La conspiración de Catilina

“El 15 de julio de 1808”, dice Servando Teresa de Mier al comenzar el libro I de la Historia de la revolución de Nueva España, “fue el infausto día en que la Nueva España (llamada Anáhuac antes de la Conquista) oyó atónita que la antigua estaba ocupada por los ejércitos franceses y sus Reyes sin libertad en Bayona...”¹ A partir de esa fecha la cansina conversación entre ambas orillas del Atlántico se volverá diálogo, ruido, discusión, silencio. Las querellas de la vieja España se volverán novohispanas, y los neoespañoles se convertirán, en vertiginosa y aparente partenogénesis, en mexicanos. Al principio, el desconcierto en México parecía una réplica microhistórica del 1808 peninsular. Los días, los meses y los años transformarán una sucesión contradictoria de temblores de tierra, oscilatorios y trepidatorios, en la catástrofe del Imperio español. Fray Servando, desde Londres, se convertirá, al mismo tiempo, en el primer cronista de las Nuevas Indias y en el primer historiador de la Independencia americana. Las páginas centrales de la Historia —la caída del virrey Iturrigaray en la Ciudad de México, el 16 de septiembre de 1808— siguen siendo la fuente contemporánea esencial. Al detener la Historia con una Historia, el oscuro dominico que llevaba 17 años desterrado en Europa concilió la vida con la literatura, la teología con la política. Luis González y González acertó al no mencionar a Servando entre los cuatro evangelistas de la Independencia —Alamán, Bustamante, Mora y Zavala— porque Mier fue el Bautista.² Sometámoslo primero al examen de su amigo y

adversario político, Lucas Alamán (1791-1853), cuya Historia de México desde los primeros movimientos que prepararon su Independencia en el año de 1808 hasta la época presente (1850-1852) es el gran evangelio desde donde se puede mirar, con imparcialidad y cariño, al historiador Mier, cuya retórica y método historiográfico examinaré más adelante. La Historia servandiana comienza con una sorpresa. El antiguo fraile ha encontrado, en el virrey José de Iturrigaray y Arostegui (1742-1815), no a un héroe, sino a un príncipe cristiano sometido a la disputa entre la virtud y el vicio. Iturrigaray mismo —por medio de su esposa doña Inés de Jáuregui— financió en Londres los primeros libros de la Historia, pero dejó de hacerlo cuando el fraile pasó de la justificación del virrey a la pasión independentista. Iturrigaray, político corrupto en la escuela de su protector Manuel Godoy, reaccionó ante la zarzuela de Aranjuez y las abdicaciones de Bayona con una doble inteligencia: resguardar los derechos de Fernando VII y, al hacerlo, ganar autonomía para el virreinato. Las noticias del drama peninsular de marzo-mayo llegaron en las barcas Atrevida y Ventura y para julio el virrey, que gobernaba desde 1803, tuvo que tomar medidas con el agravante de que su figura, ejemplar en la confusión borbónica entre intereses mercantiles y políticos, causaba desconfianza en todos los partidos. Nadie ha comprobado que Iturrigaray pretendiera alzarse con el trono o decretar la Independencia. Al contrario, fue depuesto por haber pretendido usar el poder que Carlos IV le había delegado como virrey. La crisis peninsular fue recibida en la Nueva España en medio del malestar provocado entre los criollos por el Decreto de Consolidación Real de 1804, que amortizaba los préstamos píos y los transfería draconianamente a España. Pero toda América reaccionó, con un fervor digno de mejor causa, en defensa de los derechos fernandinos. Inclusive, los novohispanos tenían un recuerdo fundacional emanado de Las siete partidas de Alfonso el Sabio. Un capitán con formación de abogado, Hernán Cortés, las invocó al fundar, el 22 de abril de 1519, “un ayuntamiento de todos los hombres comunalmente” en la Villa Rica de la Vera Cruz. El conquistador adujo que la lejanía de las autoridades lo impelía a formalizar legalmente una junta en nombre del rey. Hasta la fecha los estudios cortesianos difieren en si Cortés aplicó correctamente las viejas leyes del reino o si actuó como un mercenario merecedor de la horca, según las mismas Partidas. A diferencia de otros adelantados, como Núñez de Balboa, el conquistador de México jamás pensó en independizarse de Castilla, sino en

gobernarla en nombre de Carlos V. El precedente cortesiano acaso planeó sobre esa unanimidad en torno al trono y el altar. Pero tras bambalinas había tres partidos situados —y sitiados— en las instituciones representativas del reino: el virrey mismo y su corte, el Cabildo o Ayuntamiento de la ciudad —que reunía a la élite criolla— y la Audiencia, una suerte de poder judicial en manos de los españoles o “europeos americanos”, como prefería llamarlos Mier. Ese triángulo trató de proceder según las leyes del reino, pero, como ocurrió en la metrópoli, éstas fueron superadas por la velocidad de los acontecimientos. Casi todos temían, y lo temieron hasta conocer la victoria patriota en Bailén, que España no resistiría a Napoleón. Ante esa orfandad se esperó que, de alguna manera fantástica, los reyes cautivos recuperaran su trono en América, siguiendo el ejemplo de la monarquía portuguesa refugiada en Brasil. Voces más razonables ofrecieron sin éxito el trono vacante o la Regencia, en México, a algún miembro desocupado o fugitivo de la dinastía. Esa ensoñación sobrevivirá hasta 1822. El general Octave D’Alvimart, un aventurero bonapartista, se instaló en Nueva Orleans e hizo llegar a Veracruz una goleta con una ordenanza de José Murat donde se requería de manera un tanto pintoresca la obediencia de la Nueva España a los franceses. La lectura de esa proclama acabó de enardecer a los novohispanos y así, con más fuerza que en España, Fernando VII se convirtió en la encarnación del joven príncipe cristiano secuestrado por los impíos. La riña por la soberanía también llegó a las Indias, peyorativamente llamadas “colonias” por los Borbones. ¿A cuál de los cuerpos del rey correspondía custodiar el trono? Y no habiendo en México josefinos o afrancesados, la crisis se convirtió en un concurso —mucho más complejo que la rivalidad entre americanos y europeos— por quién ejercería el monopolio de la fidelidad. Pero cuando la Junta de Sevilla se proclamó representante de “España e Indias”, Iturrigaray y el Ayuntamiento criollo negaron su obediencia a los andaluces, inhabilitados como parte del conflicto, para ostentar la voz y el voto de la totalidad del reino. Comenzó, como es natural, la inquietud por convocar y formalizar una Junta mexicana que, al igual que las españolas, sostuviera parcialmente los derechos de Fernando VII. Entre julio y septiembre, la Nueva España, condenada por los Borbones a

obedecer sin chistar, vivió una primavera política, donde las diversas facciones discutían qué hacer en coloquios discretísimos o en reuniones públicas. De manera fulminante, la querella se instaló en el origen y la naturaleza del dominio español sobre América. Los letrados criollos, como Primo de Verdad, Azcárate y fray Melchor de Talamantes, coincidían a grandes rasgos con el tomismo político que Mier no tardaría en difundir desde Cádiz y Londres. La Nueva España se regía por un contrato, “Carta Magna o Constitución” —como prefería llamarlo Servando para que lo comprendiese su público inglés—, escrito en las Leyes de Indias, en el que —como argumentaban en Cádiz— la soberanía regresaba al pueblo en ausencia del rey. La Audiencia, al contrario, decía que la institución virreinal, fuera de todo riesgo de invasión extranjera, estaba diseñada precisamente para suplir temporalmente al rey. De manera inmediata —y poco lógica— de ello se desprendía que había que obedecer a la Junta de Sevilla —cuya existencia se debía a la urgencia militar— e inhabilitar cualquier pretensión local de juntismo. El arzobispo Lizana y Betancourt apoyó primero a los criollos, pero en el curso de las cuatro reuniones que convocó Iturrigaray cambió su voto a favor de la Audiencia. El virrey se entusiasmó con armar la Junta mexicana, utilizando in extremis el argumento de sus adversarios: haría honor a su investidura y procedería, a su manera, en nombre del rey. Es posible empeñar mucho tiempo examinando las Leyes de Indias y la Política indiana (1648), el monumento jurídico barroco de Juan de Pereira Solórzano, leer desde las Partidas de Alfonso el Sabio hasta los panfletos de 1808, pasando por la Bula Alejandrina que dividió las Indias entre España y Portugal, y no llegar a ninguna conclusión sobre cuál de las partes tenía razón. Ambas la tenían, pues tras el embrollo legal y sus angustiosos vacíos convivían formas antagónicas de soberanía y vasallaje. Teólogos, juristas y rebeldes recordarían que la polémica, cualquiera que fuese el fallo, restauraba el drama del siglo XVI, que López de Gómara resumió al decir que la Conquista de América era el acontecimiento más extraordinario en el mundo desde el nacimiento de quien lo crió. Bajo ese dictado, fray Servando escribió su Historia. Así, vemos al virrey Iturrigaray, hombre de la modernización colonial, apelando a las antañonas leyes del reino que acaso nunca antes había leído, mientras que sus adversarios insistían en la fidelidad a la Villa y Corte. Si era tanto el miedo a desobedecer, arguyó Iturrigaray, más valía dar por válidas las abdicaciones de Carlos y Fernando y ponerse a disposición de Murat y del futuro rey José.

Sarcástico, el virrey les espetó: “Señores, aún estamos en tiempo de reconocer al duque de Berg; ¿qué decís vosotros?”³ Cuando llegaron los delegados sevillanos desde España, las partes trataron de tomar decisiones salomónicas: convocar a una Junta mexicana dependiente de Sevilla o dividir la soberanía novohispana en dos, una autónoma para el gobierno interior y la otra sujeta a la madre patria en guerra y hacienda. Es decir, financiar el esfuerzo militar en la península a cambio de la autonomía del virreinato. Agotado el cabildeo, Iturrigaray convocó a la Junta General de la Nueva España para el 1° de septiembre de 1808. Antes de ello fingió una renuncia, amenazó con su “fuga de Varennes” y soportó la insinuación del inquisidor decano sobre la herejía juntista. Convencidos de su victoria, Iturrigaray y su mujer —en quien la opinión veía a una casquivana al estilo de la reina María Luisa— repartieron dinero entre la muchedumbre. Los españoles pasaron a conspirar. Obtuvieron el respaldo de Gabriel de Yermo, contratista carnicero de reputación intachable, quien encabezaría, el 16 de septiembre, el primer golpe de Estado en la historia latinoamericana. Lo dio de manera incruenta, con apenas 200 milicianos que apresaron, sin vejarla, a la familia virreinal y la despacharon hacia Veracruz. Los golpistas nombraron virrey a un anciano desmemoriado llamado Pedro de Garibay. Lucas Alamán anota asombrado que la justificación de los españoles fue tomada del arsenal ideológico de los criollos: aquel tumulto representaba a la soberanía popular. Hay indicios de que Iturrigaray también planeaba su golpe de Estado.⁴ Su caída —fue convenientemente acusado ante la chusma de haber pretendido robarse a la Virgen de Guadalupe— sólo la lamentaron sus circunstanciales aliados criollos. Antes que por razones políticas, fue derrocado por el imperativo económico que Servando no se cansó de denunciar desde Londres: la Audiencia golpista representaba los intereses mercantiles de Cádiz, para los cuales toda autonomía olía a libertad de comercio. El defensor periodístico de Yermo en España era Juan López Cancelada, contra quien Servando arremetía con rutinaria emoción. Iturrigaray fue sometido a juicio de residencia en Cádiz y absuelto de toda culpa por las Cortes en octubre de 1810. La suerte de sus amigos criollos fue distinta. Los principales publicistas de la malograda Junta mexicana, Francisco Primo de

Verdad (1768-1808), Francisco Azcárate (1767-1831) y fray Melchor de Talamantes (1765-1809), fueron prendidos por los golpistas y encerrados en Betlemitas. Primo de Verdad murió días después, enfermo o envenenado. Azcárate fue indultado en 1811 y cambió de bando, lo mismo que otros juntistas, como el canónigo José Mariano Beristáin, más tarde el vocero criollo del realismo. Otro de los arrestados, José Beye de Cisneros, fue el testigo presencial que relató personalmente a Servando, durante las Cortes de Cádiz, las primicias del golpe de Yermo. Entre esos hombres, los “protomártires de la Independencia”, había diferencias políticas. Mientras Primo y Azcárate eran autonomistas criollos de larga trayectoria, Talamantes, fraile mercedario de origen peruano, era un radical independentista, cuyas sulfurosas ideas Mier se cuidó de mencionar en la Historia, escrita en defensa de Iturrigaray para convencer a los ingleses de mediar a favor de los americanos. Por una vez, Mier creyó en los españoles y despachó a Talamantes como afrancesado, acusación totalmente falsa. El ninguneo de fray Melchor que hizo fray Servando es tan escandaloso que no puede deberse sino a la envidia. Este fraile mercedario usurpaba el papel que Mier querría jugar en su tierra remota. Enviado a San Juan de Ulúa, fray Melchor de Talamantes se pudrió, literalmente, por la acción del agua salada sobre la piel, en la inmunda tinaja donde fue preso.⁵ Lucas Alamán consideró sospechosa la conducta de Iturrigaray y desencaminados a los criollos por haber dividido a la sufrida monarquía. Pero a lo largo de su Historia de Méjico, obra de un conservador dividido entre Burke y la nostalgia por el católico imperio, los juntistas de 1808 van cobrando dignidad. Alamán tuvo que contrastar su legalismo con la rebelión de Hidalgo y comparar sus buenas intenciones con la vesania espectacular de Fernando VII. Don Lucas, no lo olvidemos, terminó su trabajo en 1852 bajo la penuria de la invasión estadounidense y bajo el soplo, que no podía serle indiferente, de Tocqueville y Lamartine, espíritus liberales atentos a la fenomenología revolucionaria de 1848. El golpe de Yermo, en cambio, fue para el doctor Mier el eje de su Historia, un acontecimiento fundacional. Decenas de páginas servandianas están dedicadas a esa “abyecta” traición de los españoles, quienes al detener al virrey, símbolo del pacto, desanudaron los correosos nexos entre la Vieja y la Nueva España. Defender a Iturrigaray, su primer mecenas, se vuelve una insignificancia ante la hazaña histórica de la que Servando se vuelve notario.

La Historia presenta una imagen idílica del Ayuntamiento de México en 1808, comunidad de hombres justos, criollos que con la ley ancestral en la mano defienden al rey, a España, a las Indias. Al ser prendidos como criminales y asesinados como bandidos, esos criollos se convierten en la prueba del carácter irredimible del despotismo español, que para Mier se extiende agónicamente de 1808 a 1821. Nada, ni los aspectos más benévolos de la Constitución de Cádiz, limpiarán esa afrenta de sangre. A Servando, pese a que conserva la máscara fernandista hasta 1813, ha dejado de importarle esa España por la que combatió en 1809. Gracias al golpe de Yermo, que registra microscópicamente, Servando puede postular una teoría de la Independencia de América. Ante la dividida España, donde los ingenios han huido con los franceses, el Anáhuac que Mier sueña es uno, nación unida y milenaria que trató de combatir a Napoleón en igualdad de circunstancias con el resto de los reinos hispánicos, y hasta ese derecho de rebelión le fue confiscado. La obra de Mier deja de ser la apología de Iturrigaray y la suma contra López Cancelada para convertirse en ese tratado teológico-político sobre el Nuevo Mundo. La noche del 16 de septiembre —¡ay, septiembre!— los españoles rompieron unilateralmente el pacto que unía, mal que bien, ambos mundos. En una fórmula asaz contradictoria, que pretende conciliar al jurista Solórzano con Las Casas, Servando dice que hubo un contrato privado entre los conquistadores y la Corona de Castilla: pagaron el usufructo parcial de la Nueva España donando la soberanía. Hay quien cree que la Historia recibió en este punto la influencia del barón Samuel von Pufendorf (1632-1694), en cuanto teórico del origen contractual del Imperio español, obra de un pacto posterior al nacimiento de la sociedad política. Como sea, el desarrollo del tema es típicamente servandiano: esa heredad se trasmitió naturalmente de los conquistadores a sus descendientes y de éstos a todos los habitantes del reino, no sólo a los criollos, sino también a las castas y a los indios.⁷ Socarrón, el reaccionario López Cancelada lo interrumpe aquí y le dice — fundando cierto indigenismo mediante una sátira— que más coherente sería sostener que los indios, naturales y nativos antes de Colón, son los legítimos y únicos propietarios del Nuevo Mundo. Servando elude el tiro empeorando las cosas: arguye con la llamada “cesión” de Gómara, el apologista de Cortés que sostuvo que el propio Moctezuma admitió el vasallaje de Carlos V, ficción que enfurecía a Las Casas, de quien Mier se pretendía escudero. Servando afirma que, como fuese, el contrato se justificaba por la

evangelización. Y siendo los mexicanos apostólicamente tan cristianos como los españoles, y habiendo éstos destruido las Indias, esa injusta “Constitución” ha caducado. El golpe de Yermo contra el Ayuntamiento criollo, cuya soberanía fue reconocida por Carlos V en 1530, sería la gota que derramó el vaso, el principio del fin de los 300 años de incuria. Dado que Mier no explica por qué aquello ocurrió hasta 1808, debe colegirse que, antes de la invasión napoleónica, la Nueva España careció de la oportunidad histórica para su redención. Las contradicciones en las que incurre Mier, comunes al patriotismo criollo y al independentismo, ya fueron explicadas por Luis Villoro. El derecho de conquista y la apelación al pacto son principios contradictorios que coexisten, sin corresponder exactamente a cronologías sucesivas, en un mismo autor que, como Servando,

es el principal descubridor de la Constitución americana, y al mismo tiempo, el más encarnizado impugnador de la Conquista; alternativamente basa los derechos de los criollos en el “pacto social” del rey con los conquistadores y en las reivindicaciones de los indios. La existencia, a menudo simultánea, de estas dos concepciones lógicamente incompatibles resulta indescifrable si se las concibe aisladas de la actitud histórica que da razón de ellas; vistas a su luz, en cambio, aparecen como dos estratos de distinta profundidad de un idéntico movimiento hacia el origen, que pueden, por tanto, coexistir un tiempo.⁸

1810: DE LA SOBERANÍA...

Los centinelas de los enemigos y los guardianes del templo y ciudad sonaron luego sus caracoles, y dieron voces que si iban los cristianos; y en un salto, como no tienen armas ni vestidos que echar encima y los impidan, salió toda la gente tras ellos a los mejores gritos del mundo, diciendo “mueran los malos, muera quien tanto mal nos ha hecho”. FRANCISCO LÓPEZ DE GÓMARA, Historia de la Conquista de México [1552]

Entre julio y septiembre de 1808 ocurre, para Mier, el principio absoluto de la Revolución de la Nueva España, los acontecimientos que justificarán las rebeliones de Hidalgo y Morelos. Alamán, mala conciencia de Servando, piensa diferente: aunque nunca existió ese contrato entre las Españas, admite que la crisis de 1808, por culpa de una providencia a la que apenas se atreve a responsabilizar, minó el vasallaje de los americanos. España, escribe Alamán 30 años después, estaba perdida como Imperio, y a la frustrada “Independencia” de Iturrigaray sucedieron las revoluciones de Caracas, Buenos Aires y Santa Fe. Nueva España, asume Alamán, quedó desarmada y exhausta tras las mediocres administraciones de Garibay (1808-1809) y del virrey-arzobispo Lizana, quien en septiembre de 1810 será sustituido por Francisco Javier Venegas, un conciliador a quien le tocará hacer la guerra. Servando, con su habitual alharaca, describe el estado de ánimo de los españoles:

Dios está muy alto, el rey en Madrí y yo aquí, oyendo ahora alrededor de sí tronar los ecos terribles y desconocidos de la libertad que resonaban en la madre patria, recelosos y desatentados, repartían palos de ciego, obrando en medio de la confusión verdaderamente como moro sin Señor. Toda la América

ardía en chismes, espionaje, delaciones, procesos, encarcelamientos y destierros, que recordaron todos los horrores de los conquistadores, recrudecieron todas las llagas y excitaron un clamor general del Nuevo Mundo.

El alzamiento del cura Hidalgo fue un reto para el fraile historiador. La intriga de 1808, pese a sus colosales consecuencias, podía ser examinada a la manera de los historiadores florentinos del siglo de Maquiavelo, como una deficiencia en el arte de gobernar: el fracaso de un príncipe católico ante una conspiración palaciega. En contraste, la explosión social ocurrida entre el grito de Dolores y la detención de Morelos era un fenómeno de escasos precedentes analíticos para los liberales de Cádiz y Londres. Mier entendió de inmediato, por patrioterismo y por genio, que la guerra mexicana era distinta de la peninsular y repitió el viejo dicho: “Sólo los huevos y los jesuitas son iguales en América y en Europa.” Ante la rebelión popular, Mier colocó por delante las diferencias de raíz —la cuestión social y la disputa americana— para fundar un perseverante mito de invertida reconquista: 1810 era la venganza por la derrota de 1521. Tras apoyarse en el famoso testimonio del barón de Humboldt, ilustrada fuente común a todos los criollos, dice Servando que la plebe levantada por Hidalgo sólo podía ser comprendida remontándose a la Conquista de México:

A lo menos, “es cierto, dice la diputación americana a las Cortes, que del mal gobierno ha resultado la opresión, y de la opresión el descontento general de los americanos”. No había desde luego que extrañarlo en los indios que, como conquistados, han gemido hasta hoy bajo el peso de los tributos y de la mita¹ desoladora, tratados, en una palabra, ya especulativa, ya prácticamente, como bestias de carga. Tampoco en las castas, no sólo sujetas a los mismos gravámenes y exclusión de hecho para todo, sino privados como brutos por las Cortes mismas de los derechos de racionales para ser representadas en el pacto social. ¿Pero podía caber la aversión y un odio mortal entre españoles, padres, hijos y parientes? La naturaleza puede faltar en un hombre como en un monstruo, mas en millones de hombres es imposible, a menos que la hayan violentado agravios inveterados y horrorosos. Luego, los han hecho los españoles a los criollos una vez que éstos los aborrecen. Esta consecuencia no admite réplica.¹¹

Servando, sirviéndose de Las Casas, despojaba al rebelde americano de toda bestialidad —peleaba derechos racionales— e introducía la cuestión en el terreno de la política tomista: la falta al pacto social. Descrito el movimiento, la Historia pasa a justificar, alborozada, la Revolución del Anáhuac como una guerra lidereada por eclesiásticos. Hidalgo y Morelos provenían de un clero ilustrado pero provinciano, que en otras circunstancias habría merecido el desprecio del doctor dominico. Pero Servando vio en su insubordinación heroica la reparación de una afrenta personal. Esos curas del antiguo Michoacán vivieron humillados, como él, por una Iglesia novohispana que entonces sólo contaba con un obispo criollo, Manuel González del Campillo, que moriría en 1813. Ningún respeto sentían los diputados americanos en Cádiz por Hidalgo, al grado de que aclamaron al virrey Venegas cuando lo derrotó. Mier, evitando siempre una reyerta con sus amigos en el puerto gaditano, comienza en la Historia la vindicación de don Miguel, cuyo carácter de sacerdote, de cura, lo entusiasmaba. Tan es así que olvida que su Historia la firma con un pseudónimo —José Guerra — y pasa a la primera persona para narrar las vejaciones —entonces desconocidas por el público— sufridas por Servando Teresa de Mier como víctima de Núñez de Haro y sus agentes. Como a él, concluye, a los clérigos americanos sólo les quedaba “la áncora [del] odio, la rabia, la desesperación”, de tal forma que:

Los sacerdotes mismos, que son llevados desde entonces a los cadalsos en todas partes como el más vil de los criminales, han de buscar su salud en las armas y ponerse al frente de sus rebaños contra lobos rapaces que han de llamar sacrílegos y herejes. Los europeos escriben admirados del empeño con que los eclesiásticos han entrado en esta guerra como si fuera de religión, especialmente los de Michoacán.¹²

En España los curas y frailes guerrilleros fueron sólo una vistosa excepción, mientras que en México, “siguiendo” el ejemplo del capellán valenciano Mier, los sacerdotes blanden el cristianismo de espada, escena poco común en las revoluciones sudamericanas. Servando mitifica momentáneamente a Hidalgo, en

quien ve esa excelencia criolla que a él le había sido negada: teólogo culto, francoparlante, empresario de tejidos y porcelanas. Cegado por el partidismo, Mier aduce que fue el miedo a ser entregados a los impíos franceses por los españoles el que movilizó tras el cura a los paisanos de Dolores. Niega el historiador las matanzas de Hidalgo en Guanajuato, se identifica con las medidas antiesclavistas y se descubre ante las banderas azules y blancas de los rebeldes, las mismas de los emperadores de Anáhuac. Ese dato proviene de la Monarquía indiana, de fray Juan de Torquemada, y reafirma la continuidad, dinástica o apostólica, entre 1521 y 1810. Hidalgo, según Mier, es un genio militar como Napoleón..., mientras no se entera, en el curso de la enfebrecida redacción del libro, de que ha sido derrotado. Tras alabar la “caravana turca” que sigue al cura —lo que el siglo XX llamará “pueblo en armas” con todo y niños y soldaderas—, Servando debe ponderar su admiración. Del fraile viene la versión de que Hidalgo cometió la misma falta que “Aníbal después de la batalla de Canas, y no supo aprovecharse de su victoria” tomando la Ciudad de México, pues temía, contra la opinión de Ignacio Allende, los costos del pillaje y el derramamiento de sangre inocente.¹³ La especulación de Mier fue transformada en dogma por Carlos María de Bustamante, aunque la historiografía contemporánea considera otra de las hipótesis servandianas: Hidalgo sabía que la ciudad, por convicción o temor, resistiría fielmente con Venegas. Y Alamán, joven testigo presencial de la carnicería promovida o tolerada en 1810 por Hidalgo en la Alhóndiga de Granaditas, retrocederá ante el terror revolucionario como lo hizo Chateaubriand cuando vio las primeras cabezas paseadas en picas por París. En la Historia de Méjico, de Alamán, Hidalgo aparece como un lector de La conspiración de Catilina, de Salustio: un oportunista que tomó por casualidad el pendón de la Virgen de Guadalupe para abanderar a la chusma, y como un megalomaniaco que, de haber triunfado, habría impuesto una herética tiranía teocrática sobre México. La novedad de Hidalgo —“México nació en verdad de la costilla de aquel hidalgo con nombre de arcángel”, dice Enrique Krauze—¹⁴ era incomprensible tanto para Mier como para Alamán. El cura pertenecía a un ciclo de la historia universal que apenas alcanzaban a entrever, la era moderna de las revoluciones, conjugación en futuro de un imposible retorno al origen. Los historiadores reaccionarios o conservadores, empero, son los primeros en reconocer el carácter odiosamente popular de las revoluciones. Alamán no es la excepción: sólo de los

plebeyos exaltados y sanguinarios fluye ese despotismo de la masa que niega el poder aristocrático. Describiendo los desplantes mayestáticos de Hidalgo, Alamán cuenta una anécdota cuya teatralidad es asombrosa:

Acompañábale [a Hidalgo] en su coche una joven de buen parecer, disfrazada de hombre con el uniforme y divisas de capitán: en el vulgo corría la voz de que era Fernando VII que, habiendo logrado escapar de entre los franceses, había venido a ponerse bajo la protección del cura; voz que éste no autorizaba y de que acaso ni aun noticia tenía. En todos los lugares en que entraba, era esta joven ocasión de curiosidad y maledicencia...¹⁵

Con ese Fernando travestido que ocultaba Hidalgo, la imaginación popular le concedía al cura la custodia de la realeza sagrada. El progresivo engreimiento de Hidalgo, proporcional a la aparición de su mala conciencia como aprendiz de brujo, parece deberse al peso sofocante de esa misión carismática que le concedieron las masas. Y haciendo una lectura cruzada de Alamán y López de Gómara, el indio rebelde de 1810 parece combatir igual que en 1521, pero en tres siglos de paréntesis ha perdido su aura. Sobrevive como bárbaro, no como guerrero: Alamán no ve en él ninguna heredad dinástica. Es la carne de cañón que los teólogos soberanistas utilizan para destruir el derecho divino de los reyes. Las versiones de Alamán y Mier se asemejarán ante la aprehensión, el proceso y el tormento de Hidalgo. Ambos historiadores admiraban al ilustrado Manuel Abad y Queipo (1751-1825), cuyas ideas, planteadas desde principios del siglo, urgían a reformar la Nueva España para evitar la quiebra del Imperio. Servando truena contra Abad y Queipo en la Historia. Años después recibirá un pésame de Grégoire por la muerte de Abad y Queipo, el sacerdote que algunos criollos hubiesen querido como pastor de una autonomía progresiva y pacífica del virreinato. Pese a su rabia antiindependentista, a Abad y Queipo no le fue perdonada por la Restauración su entereza intelectual. Había sido amigo y superior de Hidalgo antes de 1810 y a nadie le pareció casual que su diócesis, Valladolid, hubiera

sido el semillero de la Revolución. Llamado a España, fue confinado, gracias al largo brazo de la Inquisición mexicana, en mayo de 1816 en el convento del Rosario de Madrid. Se le juzgó por galicanismo y jansenismo. Habría incurrido en exceso de celo y lo acusaron de haber aprobado la abolición del fuero eclesiástico contra los curas insurgentes. Se enroló con la Revolución liberal de 1820 y murió represaliado y miserable, apestado en España y en México.¹ A Abad y Queipo le tocó, como obispo de Michoacán, excomulgar a Hidalgo con un famoso y macabro sermón. A Servando, en un rasgo muy propio de su carácter, no le importa la truculencia de la excomunión, sino su ilegalidad, porque Abad y Queipo sólo alcanzó a ser nombrado obispo por la Regencia, sin que la guerra permitiese su consagración papal. A despecho del canonista Mier, Alamán tiene la razón legal. Calificado como “heresiarca”, Hidalgo estaba en condiciones de ser excomulgado por los ordinarios diocesanos que ejercían la justicia eclesiástica, tanto por Abad y Queipo, aun sin consagrar, como por el obispo de Durango, a quien le correspondió el arresto. Alamán, más cercano a la Ilustración, atribuía a la corrupción dieciochesca del clero su entusiasmo vandálico; Servando, tan presto a la hora de denunciar a la Iglesia del Viejo Mundo, consideraba que la de América, incluyendo a los frailes como él, había sido purificada por el bautismo de Tomás Apóstol. Estos detalles son esenciales para comprender los arrepentimientos de Hidalgo y Morelos, que al ser interrogados sobre la excomunión sufrida, arguyeron, acaso con franqueza, que dudaban de que Abad y Queipo tuviese potestad dada la irregularidad de su nombramiento. Conmovido ante el arrepentimiento de Hidalgo, Mier termina diciendo que el cura no era ningún santo, sino creatura capaz de cometer crímenes y abominaciones. Al ir abandonando la marginalidad conventual, Servando se fue convirtiendo en un político eclesiástico, tan presto para la tormenta como para la casuística. Enterada la opinión europea de las matanzas insurgentes, precavido por Blanco White contra el fanatismo del cura de Dolores y con los Iturrigaray y el Foreign Office mirándolo escribir, Mier deja a Hidalgo en calidad de sacerdote víctima de la ilegalidad episcopal y de cristiano cuya causa había sido tan justa como ejemplar su arrepentimiento. Los cuatro ángulos superiores del edificio de la Alhóndiga de Granaditas sostuvieron, durante una década, cuatro escarpías con las cabezas de Hidalgo, Jiménez, Aldama y Allende. La reacción de los historiadores provenientes de posiciones distintas concuerda. Alamán deja la impresión de que la monarquía española en América, para subsistir, había tomado a préstamo el horror azteca

del sacrificio humano. Mier acusa a los españoles de ser los franceses de México y, siguiendo la conseja volteriana, ve en el fanatismo hispánico un mahometanismo, una guerra santa contra los americanos. Al desaparecer Hidalgo de la escena, Servando se siente más cómodo pues será gratísimo para los ingleses saber de la Suprema Junta Americana de Zitácuaro que, encabezada por Rayón, cumpliría el proyecto truncado de Iturrigaray al constitucionalizar la rebelión. Alamán se burla de la ignorancia de esos criollos provincianos que se proclamaban capitanes de la América entera por haber tomado Guanajuato o Guadalajara, el ombligo del mundo. Mier mismo, menos ingenuo, consideraba que la Junta de Rayón revertía la legitimidad de las Cortes de Cádiz, que por carecer de representación justa de las Américas usurpaban, en nombre del rey, todo el reino. Ignacio López Rayón (1773-1832), letrado y conspirador, era un personaje más comprensible para Mier. Pese a sus discutibles virtudes militares, Rayón —como es llamado en la Historia— dio cauce al primer constitucionalismo de la insurgencia, que permitió transitar de la rebelión descamisada de Hidalgo al ejército revolucionario de Morelos. Fue, además, quien entendió que la Nueva España debería involucrar en su destino a los Estados Unidos. La Junta de Zitácuaro, que imprimía en tipos de madera a falta de plomo, fue constituida en agosto de 1811. Obligada a la fuga por las fuerzas de Calleja, tuvo vida efímera. Como en las Cartas de un americano, Mier incluye en la Historia los documentos de Rayón, presentándolos como la síntesis que, originada desde el interior del país, muestra la esencia de la Revolución en 1811: la fidelidad a Fernando y a la fe católica, el derecho de México a su propia Junta, la superioridad representativa de Zitácuaro sobre Cádiz, así como la corrupción moral de los españoles, quienes trataban al incorrupto “pueblo bajo” de México, peor que como los bonapartistas a los españoles, repitiendo las vejaciones de los conquistadores contra los “fieles vasallos de Quatemoctzin y Huáscar”.¹⁷ Rayón utilizó dos novedades de signo contrario, que sedujeron a Mier: la memoria de los soberanos aztecas e incas humillados durante la Conquista y el elogio jacobino del bajo pueblo. Pero fue Bustamante quien, mediante la memoria romántica, une a los heroicos reyes prehispánicos y a su noble pueblo. Servando se conformó con presentar a Rayón como un conciliador que ofrecía a Calleja, jefe de los ejércitos realistas, abrir negociaciones en nombre de la causa común, el trono y el altar. Mier, en cambio, no tuvo tiempo de profundizar en

José María Morelos, equivocando hasta el nombre propio —lo llama Nicolás— pero aportando una perla historiográfica: la estancia del guerrero en el ejército español antes de 1810. Sólo en 1821 Servando reconsiderará la misión de Morelos. Tras la entrevista de Charo entre Hidalgo y su sucesor, el caudillo sureño encabezaría tres campañas militares, convirtiendo a la turba hidalguista en un ejército. Morelos abolió la esclavitud y desde fines de 1811 era dueño de Michoacán, Puebla, Oaxaca y los alrededores de la Ciudad de México. Después ocurrirá el desenmascaramiento: la máscara de Fernando VII, dice Morelos, oculta la Independencia de México. Tras resistir 72 días el sitio de Cuautla, lo rompe el 1° de mayo de 1812, proeza que Lord Wellington aplaudió desde Europa. Cuando Servando entregó la Historia a sus impresores, en el verano de 1813, se iniciaba el declive de Morelos, con la inútil y costosa toma del castillo de Acapulco. El 22 de enero de 1814, Morelos pierde el poder, entregándolo a su propio Congreso, que en Chilpancingo y Apatzingán había elaborado la primera Constitución americana, malograda por las disputas intestinas. Cubriendo la huida de sus congresistas, Morelos fue hecho prisionero el 5 de noviembre de 1815. Procesado y juzgado, fue fusilado el 22 de diciembre. Ante lo que alcanzó a cubrir de la ruta de Morelos, Mier pierde las dimensiones de su vieja patria; comete errores kilométricos en la Historia. Escribe sin mapas de México a la mano; algo similar le ocurre al viajero de hoy. La cartografía cambió en dos siglos. Sitios donde se libraron batallas clave pasan por villorrios insignificantes. Cuando la República de 1824 comenzó a ceder los nombres de las ciudades coloniales a los héroes patrios y a rendirles culto, Alamán lo vio como una crueldad: “Si aquellas cenizas pudiesen dar alguna señal de animación, sería para separarse, como la historia de los tiempos heroicos de la Grecia refiere que se separaron las llamas de la hoguera en que se pusieron juntos los cuerpos de los dos hermanos Eteocles y Polinice en la guerra de Tebas.”¹⁸ Ese vértigo se profundiza con Morelos: de tan extraordinaria, su personalidad es impenetrable. Mientras Hidalgo puede ser juguete de la ironía —como en Los pasos de López (1982), del novelista Jorge Ibargüengoitia—, Morelos inspira sólo una hagiografía republicana o, lo que es más inquietante, el reconocimiento respetuoso, y hasta aterido, de sus adversarios. Alamán es ejemplar al desgajar la milagrería que rodeó a Morelos, desde el ejército de niños que encabezaba su hijo, Juan Nepomuceno Almonte, hasta las virtudes de taumaturgo atribuidas al

caudillo, quien revivía muertos en Cuautla o prometía un heterodoxo paraíso musulmán a sus mártires. Pero el historiador conservador descarta ese anecdotario para hundirse en zonas más sombrías: Morelos es el demiurgo de un horror pánico y apocalíptico. Aterrado y firme, Alamán sugiere en su Historia de Méjico esa doble naturaleza, progresiva y centrípeta, centrífuga y regresiva de la fronda eclesiástica que bautizó a México: el pueblo veneraba a la Revolución y a sus clérigos. Al presentarse como Siervo de la Nación, Morelos legitima el mito de la Revolución, en un sentido más astronómico que político. Preso y enjuiciado, Morelos aparece inmenso para sus contemporáneos. Sus captores y sus verdugos se descubren. Los comentarios sobre su supuesta cobardía militar, las jocosas anécdotas sobre la caca de murciélago utilizada como munición o el pintoresco espectáculo del Congreso de Chilpancingo como una reunión de letrados recobrando fuerzas bajo un árbol pasan como imágenes, mientras que la ansiedad de Morelos por llegar al purgatorio sobrecoge. El proceso de Morelos requiere de una negociación entre el arzobispo y el virrey. Ante él se decide emplear nítidamente toda la crueldad y la benevolencia del legalismo hispánico. Juzgarán a Morelos las jurisdicciones unidas —militar y eclesiástica— y luego se hará cargo la Inquisición. Un abogado de oficio, José María Quiles, argumenta de manera brillante en su defensa: restaurado Fernando VII —estamos a fines de 1815—, Morelos sólo había desobedecido a las Cortes de Cádiz, que habían usurpado la autoridad del rey. Interrogado, Morelos mismo responde claridosamente: como rebelde, apeló a las antiguas leyes del reino; como soldado, actuó según el derecho de guerra; como sacerdote, consideró inválidas las excomuniones de Abad y Queipo, y como cristiano, se arrepiente. Lógicamente, dado el cariño que Morelos demostró por la Compañía de Jesús, historiadores jesuitas del siglo XX consideran que no sólo Abad y Queipo fue un obispo usurpador, sino que la Inquisición que juzgó al llamado Caudillo del Sur era un tribunal espurio.¹ El Santo Oficio, por medio del inquisidor Manuel de Flores —a quien veremos juzgar a fray Servando dos años después—, lo acusa de herejía, de no rezar el oficio divino, de haber enviado a su hijo Juan Nepomuceno Almonte a instruirse con protestantes. Morelos, tras las explicaciones, admite su culpa y queda como hereje formal reconciliado. Le horroriza la sangre que derramó y le aterra morir fuera de la Iglesia.

En 1983 —cuando el dramaturgo Vicente Leñero presentó Martirio de Morelos — un doble escándalo rodeó al héroe. Usando las actas del proceso —que cualquier lector curioso tiene a la mano desde el siglo XIX en la colección documental de Hernández y Dávalos—, Leñero recordó al Morelos delator, quien ofreció en su declaración del 26 de noviembre nombres y rutas para acabar con la insurgencia. Para el antiguo régimen de la Revolución institucional, Morelos había sido infamado; para los guevaristas, el Siervo de la Nación era un flaco ejemplo de revolucionario, pues se había quebrado ante la tortura. Ni una cosa ni la otra. Morelos —como Hidalgo y fray Servando— vivió y murió en el estado eclesiástico. Sacerdotes, se obcecaron por hacer del apostolado de la Iglesia primitiva el futuro de México, que concebían como una tercera Roma, acaso republicana, pero católica. Al fracasar, de una y otra manera, aceptaron a la Iglesia militante y visible, con sus castigos y sambenitos, reconciliaciones y extremaunciones. Apelaron, en última instancia, a ser perdonados por Dios habiendo aceptado el juicio adverso de sus vicarios. Dice Alamán:

Luego que se terminó la lectura de la causa, el inquisidor decano hizo que el reo abjurase sus errores e hiciese la protesta de la fe, procediendo a la reconciliación, en la que se observó todo el ceremonial de la Iglesia, recibiendo el reo de rodillas azotes con varas, que se le dieron por los ministros del tribunal durante el rezo del salmo “Miserere”, y en seguida continuó la misa rezada, con asistencia del mismo reo. Acabada ésta, se siguió la ceremonia de la degradación, para la cual el obispo de Oaxaca aguardaba revestido de pontifical, en la capilla que está a los pies de la sala del tribunal. Morelos tuvo que atravesar toda ésta de uno a otro extremo, con el vestido ridículo que le habían puesto y con una vela verde en la mano, acompañado por algunos familiares del Santo Oficio; [...] y puesto de rodillas delante del obispo, ejecutó éste la degradación por todos los órdenes, según el ceremonial de la Iglesia. Todos estaban conmovidos con esta ceremonia imponente; el obispo se deshacía en llanto; sólo Morelos, con una fortaleza tan fuera del orden común que algunos la calificaron de insensibilidad, se mantuvo sereno, su semblante no se inmutó, y únicamente en el acto de la degradación se le vio dejar caer alguna lágrima. Ésta era la primera vez desde la Conquista que

este terrible acto se verificaba en Méjico.²

La Iglesia no permitió que el cuerpo del hereje, por respeto a la dignidad sacerdotal de la que fue despojado, fuera desmembrado. Fue ejecutado y enterrado en Ecatepec. Pero la Inquisición, dijo Alamán, quedó aniquilada moralmente.

...AL DERECHO DIVINO DE LOS REYES

Los hombres, al parecer, se irritan más cuando son tratados con injusticia que cuando son víctimas de la violencia, pues lo primero les parece el fraude de un igual, y lo segundo la imposición de un superior. TUCÍDIDES, Historia de la guerra del Peloponeso, I, 77

El doctor Mier, tratadista político-teológico, necesita del Mal para balancear narrativamente su Historia. Para actuar ese papel está Félix María Calleja del Rey (1755-1828), artífice de la derrota militar de los insurgentes y, por ello, virrey de la Nueva España entre 1813 y 1816. Militar de carrera, maestro del general Blake —a quien sirvió Servando en España—, fue Calleja un general que combinó la cruel resolución de los grandes capitanes del Renacimiento con la metódica organización borbónica de los ejércitos. Las victorias de Calleja quedaron manchadas por el equívoco. Su entrada triunfal en la Ciudad de México, tras la conquista de Zitácuaro, el 5 de febrero de 1812, fue interpretada vejatoriamente por el criollaje, pues interrumpió la procesión del beato Felipe de Jesús, quien sería el primer santo mexicano en 1862. Horas después Felipe de Jesús se vengó de Calleja, haciéndolo caer del caballo, como un mozalbete stendhaliano, ante el balcón virreinal. Mier lo compara con el duque de Alba, azote de Dios enviado por Felipe II contra los Países Bajos; mientras que para Bustamante fue un Atila. Tampoco era una figura grata para los europeos. Actuaba por su cuenta, entre el pundonor eficaz y el caudillismo; casado con una criolla potosina, estaba más integrado que lo deseable al tejido familiar y económico de la Nueva España. Calleja barajó la posibilidad de hacer la Independencia como la habría soñado Iturrigaray y exactamente como la efectuó Iturbide. Letrados independentistas, como Rayón y el doctor Cos, lo tenían por interlocutor viable. En varias ocasiones dejó ir la oportunidad de aniquilar a los insurgentes porque la supervivencia de bolsones rebeldes era clave para su juego.²¹

A diferencia de Venegas, su antecesor, Calleja atendió las mudanzas políticas peninsulares, y aplicó, aunque parcialmente, la Constitución de Cádiz en México, cuyo zócalo fue bautizado, por primera vez, Plaza de la Constitución en 1813. El destino lo volvió a tirar del caballo. Las tropas acuarteladas a su mando para ir a pacificar América del Sur fueron las que se sublevaron en 1820, obligando a Fernando VII a jurar la odiada Constitución gaditana. La Historia servandiana presenta a Calleja como el nuevo Cortés que resucita los fantasmas de la caída de Tenochtitlan. No le impresionan los gestos liberales del nuevo virrey y espeta: “No hay tirano que no comience enflorando las víctimas que destina al sacrificio; nada más liberal y magnífico que las primeras proclamas de Napoleón y sus satélites cuando se apoderan de un país.”²² Lucas Alamán relaciona a Calleja con la Constitución de Apatzingán, proclamada el 22 de octubre de 1814, un año después de la publicación de la Historia de Mier. Calleja entendió que, restaurado Fernando VII y abolidas las leyes gaditanas, el texto de Apatzingán hacía de México el refugio natural del perseguido liberalismo español. Esa ilusión atraerá hacia las costas mexicanas en 1816 a fray Servando y al general Mina. Aunque la mandó quemar por mano de verdugo, Calleja leyó con respeto la Constitución de Apatzingán, liberal y confesional a la vez. “Esta Constitución”, que venía a ser la española acomodada a una forma republicana, “es muy preferible a otras de las varias que después se han hecho...”, dijo Alamán, analizando sus imitaciones de Cádiz, sus ecos de la Revolución Francesa y su nostalgia por las Leyes de Indias.²³ Una vez publicada su Historia, Servando entró de lleno a la conspiración. Quisieron los hados que el fraile se convirtiera en fundador de la Républica. Desde esa posición, agobiado por la política cotidiana, Mier apenas alcanza a reflexionar sobre Hidalgo y Morelos. Ensoberbecido por su victoria, los recordaba únicamente como honrados ancestros ajenos a la imaginaria curia dinástica y eclesiástica, entre el emperador Moctezuma y el abate Grégoire, de la que Mier era centro. Y de los combatientes de 1810-1815, junto a Rayón, lo entusiasmaba el doctor José María Cos (1778-1819), teólogo y periodista, autor en marzo de 1812 de un doble plan —de paz y de guerra— que Mier reprodujo íntegramente en la Historia. Cos fue uno de los pocos intérpretes de los acontecimientos que los concibió como una guerra civil entre europeos, de manera que la paz, según su plan, implicaba reconocer la representación de Rayón, y la guerra exigía de los españoles la regulación de una contienda fratricida —pues ambas partes reconocían a Fernando— con el trato justo de los

prisioneros, el respeto a la población civil y a la inmunidad eclesiástica. El 25 de junio de 1812, el virrey Venegas abolió la inmunidad eclesiástica de todos los sacerdotes y religiosos involucrados con la Independencia. La pasión del doctor Cos por defender los derechos “revolucionarios” del clero excitaba a Servando. Mientras escribía, ignoraba la decisión del cura Mariano Matamoros, quien en protesta contra la blasfemia de Venegas levantó el regimiento de dragones del Apóstol San Pedro, cuya divisa era la Inmunidad Eclesiástica y su bandera, la negra con cruz amarilla utilizada como enseña por los canónigos en Semana Santa. La inmunidad marcó el destino del doctor Cos. Tras firmar la Constitución de Apatzingán, riñó con los otros jefes y fue condenado a muerte. Pero los insurgentes no querían imitar a los españoles manchándose con la sangre de un sacerdote. Cos se benefició del privilegio que defendía, y le fue conmutada la pena, tras una escena melodramática, por la prisión perpetua en los calabazos subterráneos de Atijo. Indultado, murió en 1819. Alamán lo llamó, por su oportunismo, el Talleyrand de la guerra mexicana. Tras el juicio y ejecución de Morelos —que Servando ya no alcanzó a narrar—, la causa de la Independencia estaba perdida. La Restauración y sus representantes en México se empeñaron en borrar, punto por punto, la Constitución de Apatzingán, que había proclamado la Independencia de la América Mexicana, la división de poderes, la soberanía popular, la igualdad ante la ley, la inviolabilidad del domicilio y la supremacía de la religión católica, apostólica y romana. Como parte de la reacción universal ocurrida tras la derrota de Napoleón, se puso de moda esgrimir el derecho divino de los reyes. Al reivindicarlo, los fernandistas demostraron que habían roto con su propia tradición y, pese a los triunfos temporales de sus armas, abollaron irremediablemente la Corona. Durante 1808, por todo el orbe hispánico se esparció el fantasma del tomismo político, del neoescolasticismo o del constitucionalismo eclesiástico, nombres todos imprecisos para calificar el prestigio, la naturaleza o el origen de las teorías que apelaban a la soberanía popular como representativa del reino en ausencia de Fernando VII. Quienes depusieron al virrey Iturrigaray fueron de los primeros en justificarse por el derecho divino de los reyes, por su realeza sagrada, argumentación teológico-política que tornóse vehementísima en 1814.

Un rey basileus, quien duplica temporalmente al Cristo Pantocrátor y funge como obispo exterior de la Iglesia, es una herencia de los pontífices romanos que Constantino trasmitió al cristianismo y tuvo su esplendor en el cesaropapismo bizantino. Antes, Filón de Alejandría había dado al judaísmo una justificación igualmente divina de la monarquía, que adoptaron algunos padres de la Iglesia. Fueron los franceses quienes nacieron donando a sus monarcas un derecho divino, con la coronación de Clodoveo (507), quien trasfirió la realeza sagrada a Carlomagno y a Othón III, emperadores sacrogermánicos. A partir del siglo X, esos soberanos fueron ungidos con la Santa Crisma, el “octavo” sacramento de la Iglesia. El papa Gregorio VII se valió de un apócrifo, la llamada Donación de Constantino, para desposeer a los cismáticos bizantinos de las insignias imperiales y conservarlas para el papado. El sacrificio de Luis XVI, rey por derecho divino, fue una herejía para la Iglesia francesa, empática con la monarquía absoluta como lo estableció Jean Bodin en Los seis libros de la República (1576). Pero para los españoles no era tan fácil apegarse a una teoría que, pese a su prestigio medieval, tenía escasa raigambre en la península. Las Partidas del rey Alfonso el Sabio (1221-1284), fundadoras del derecho castellano, limitaban el poder real, negando al soberano el derecho de confiscación y obligándolo a ser el primero en cumplir las leyes aceptadas por sus súbditos. Aunque las interpretaciones divinizantes del derecho romano y la lectura absolutista de De regime principum, de Tomás de Aquino, “afrancesaron” la mentalidad hispánica, la naturaleza “confederada” del reino, anterior a los reyes católicos, se mantuvo con usos antiguos como el mandato electivo en Asturias y León o la designación del sucesor real en Navarra y Aragón. Por ello no fue ninguna casualidad que la Conquista de las Indias se convirtiera en materia de disputa jurídica. Autoridades como San Isidoro de Sevilla (560-636), autor de cabecera para teólogos como Mier, pensaban que el poder real se legitimaba en el respeto del rey a los fueros de sus vasallos. Desde Tomás de Aquino hasta Occam y Gerson, se difundió universalmente una visión racionalista del Estado como forma de la perfección cristiana basada en la corresponsabilidad del rey y sus súbditos mediante un contrato revocable. Esa revocación fue hipotética hasta la Reforma, cuando los dominicos Francisco de Vitoria y Domingo de Soto y el jesuita Suárez tuvieron que justificar teológicamente la sedición contra los reyes que habían sucumbido al austero encanto del protestantismo. El derecho divino de los reyes fue suspendido casuísticamente.²⁴

Las lecturas que hicieron Hidalgo, Morelos y Servando demuestran que, junto a su indudable contacto con la literatura de su tiempo, conservaron —como todo el clero hispánico— los argumentos soberanistas, que, adormecidos durante la Contrarreforma y la Ilustración, recobraron toda su eficacia en 1808. Utilizando la propia terminología cesaropapista, Fernando VII era “un rey dormido” y era el pueblo quien debía velar su angustioso sueño. Nunca estuvo a discusión el origen divino de la autoridad, sino la autoridad misma, que, al no estar depositada en el Deseado, permanecía custodiada por la soberanía popular. Para Francisco Suárez (1548-1617), gran teólogo de la Compañía de Jesús y doctor eximius et pius, el hombre nace libre y usando esa misma libertad se hace racionalmente súbdito. Armados por el mismísimo Tomás de Aquino y por sabios reputados tan infalibles como Vitoria, Soto y Suárez, los rebeldes americanos, sobre todo los clérigos, no tenían por qué darle credibilidad política y teológica a la sorpresiva y oportunista utilización del derecho divino de los reyes contra doctrinas enseñadas, para no ir más lejos, por frailes de las dos órdenes españolas por antonomasia: los dominicos y los jesuitas. Esas falsas antiguallas se combinaron, hasta parecer indiscernibles, con las novedades de Rousseau, Burke o Montesquieu. Toda novedad es relativa en el pensamiento. La apelación al derecho divino de Fernando VII durante el terror blanco de 1814-1820 demostró la derrota intelectual de la Iglesia española. Sus víctimas — liberales, afrancesados o rebeldes americanos— fueron quebrantadas por la represión política o el miedo al infierno, pero nunca sintieron rota su fidelidad a la tradición del reino. Servando Teresa de Mier, en su Historia, sigue la ortodoxia tomista de la Orden dominica. Su justificación de la seditio americana parte de Vitoria y Soto, sus hermanos de religión, con el añadido de que otro dominico, Las Casas, había argumentado en Valladolid contra Ginés de Sepúlveda, quien defendió sin éxito nociones cercanas a la realeza sagrada y a su derecho de guerra justa. Con fuentes diversas, Hidalgo, Rayón, Morelos y Cos pertenecían a esa tradición soberanista, como Villanueva y los constituyentes españoles más influyentes de Cádiz. Algunos historiadores niegan esa herencia arguyendo que en las proclamas de 1808 aparecen muy tardíamente las citas de los tomistas y los neoescolásticos. No es un argumento convincente: a fines del siglo XX, el desprestigio del

marxismo-leninismo no impedía que muchos movimientos sociales siguiesen rigiéndose por su esencia doctrinal aunque, por conveniencia u olvido, no citasen a los padres de esa ideología. Esa influencia atmosférica y escolar respondería a la preocupación de Brading, quien confirma que, en la Historia, Mier no cita a Tomás de Aquino. Aún es más sorprendente que Soto y Suárez sólo sean mencionados en pocas ocasiones y Vitoria en ninguna, aunque en la biblioteca confiscada a Mier en la Nueva España venían tanto el Ensayo histórico crítico sobre la antigua legislación y principales cuerpos legales de los reinos de León y Castilla, como la Teoría de las Cortes. Estas obras de Francisco Martínez Marina (1754-1824) eran compendios contemporáneos donde el liberalismo se encontraba con el tomismo y Mier los citó en la Historia. Fray Servando, para no hablar de los insurgentes sudamericanos, no fue ajeno a las corrientes modernas del pensamiento político, como lo veremos enseguida. Tan es así que escribió una historia de la revolución, rehabilitando una palabra ajena al arsenal tomista e hija, naturalmente, de 1789.

SERVANDO, EL HISTORIADOR

Y no puede faltar la ocasión en el tiempo de que haya una insurrección contra el tirano; y, si hay ocasión, no faltará la insurrección por mucho tiempo aunque uno no la aproveche. El pueblo sigue con devoción al insurgente y no carecerá de oportunidad de éxito porque combate con el favor de la multitud. SANTO TOMÁS DE AQUINO, La monarquía [1267-1274]

La historia civil, de acuerdo al sistema actual del mundo católico, no puede ser separada de la historia eclesiástica. El estado eclesiástico rivaliza, en concentración y arraigo, con el poder político y temporal del Príncipe, de tal forma que los estatutos del Imperio no pueden ser percibidos sin el conocimiento del uno y del otro. PIETRO GIANNONE, Istoria civile del regno di Napoli [1723]

El 2 de febrero de 1812, en Londres, fray Servando resbaló sobre la nieve y se quebró el brazo derecho. Así, hubo de dictar a un secretario los libros finales de su Historia de la revolución de Nueva España, antiguamente Anáhuac. Esa lesión se agravó cuatro años después, cuando fue tomado preso en Soto la Marina y conducido con grilletes a las cárceles de la Inquisición. La quebradura le impedirá firmar sus declaraciones en el Santo Oficio hasta 1819. Si hemos de creerle, una vez curado, pudo escribir en la cárcel la mayor parte de su obra. Curioso accidente en un predicador dominado por el apostolado de Santo Tomás, a quien, según ciertas tradiciones gnósticas y apócrifas, Jesús habría curado del brazo derecho para desterrar su contumaz incredulidad. Interesante dolencia en un viajero como Mier, quien se había detenido a admirar el brazo derecho del otro Tomás, el gran escritor dominico conocido como el Aquinate, en el convento de Santo Domingo de Nápoles. El doctor Mier dedicó un par de años a la redacción y a la impresión londinense

de la Historia. Según la introducción de la edición de la Sorbona, Servando entregó a la imprenta, tan pronto llegó a la ciudad de la niebla, los primeros cuatro libros, lo que significa que empezó a escribirlos en Cádiz. De octubre a octubre, de 1811 a 1812, habría dejado reposar la obra, atento a la ola revolucionaria, a la colaboración polémica con Blanco White y a la triangulación conspirativa entre Londres, Cádiz y las ciudades americanas más o menos abiertas al mundo: Nueva Orleans, Veracruz, Caracas y Buenos Aires. En abril de 1812 Mier estaba en plena confección de su obra, tal como lo confiesa en su carta a Luis Iturribarría, e inclusive da dirección en Londres: “Yo y mi chico vivimos con el marqués [del Apartado], 18 Montagu Street, Portman Square.”²⁵ Su chico era un criado, privilegio al que muchos gentilhombres y eclesiásticos no renunciaban ni en las peores circunstancias, aun en prisión o sin un centavo. En abril de 1812 también se inició el sitio de Cuautla, tan comentado en Europa, y acaso acabó de convencer a Mier de ir más allá del seguimiento periodístico y asumir la tarea del historiador. En ese punto, probablemente, mandó parar las prensas —si es que éstas no estaban detenidas por morosidad en el pago— y amplió sus canales de información. Solicitó una colaboración más estrecha al chato Miguel Ramos Arizpe —quien años después le habría de suministrar la extremaunción— y prescindió, de buen o de mal grado, del subsidio de los Iturrigaray. Los siete primeros libros de la Historia fueron financiados directamente por doña Inés de Jáuregui, esposa de Iturrigaray, en Cádiz o desde allí. Sometida a juicio de residencia, que no terminó sino 11 años después, cuando el ex virrey había muerto (1815), la familia Iturrigaray se quedó en España. Habiendo dejado de ser el Maquiavelo de los príncipes novohispanos, Mier replanteó su narración desde 1808 y penetró en la insondable rebelión de Hidalgo. Desde marzo, escribiendo el libro XII, el historiador se apoya más que nunca en documentos directos —la oficial Gazeta de México y los planes rebeldes del doctor Cos— y alardea, en carta a Tomás Guido, de su trabajo: “Si las Cartas [de un americano] fueron cohetes, ésta [la Historia] ha de ser cañones de a 24.”² Perdido el manuscrito original de la Historia, la reconstrucción planteada por la edición de la Sorbona señala que no es sino hasta los libros XI-XIV cuando aparece el argumento central de la obra: la violación del pacto entre los americanos y el rey de España en 1808. Desarrollo natural de las ideas servandianas, la insistencia en el motivo responde a una urgencia política del

grupo de desterrados americanos en Londres: recobrar la mediación inglesa entre España e Indias cuando se visualiza la derrota de Napoleón en el continente. En mayo de 1813, José Francisco Fagoaga, el marqués del Apartado —quien según Manuel Calvillo acabó de financiar la obra—,²⁷ urge su terminación a Servando. Y Blanco White, quien desde el 21 de diciembre de 1812 había informado al Foreign Office que la obra estaba en la imprenta, anuncia entusiasmado su inminente publicación y la recomienda calurosamente a los nuevos diputados que tomaban posesión en Cádiz.²⁸ Servando mismo, feliz ante la misión cumplida, juguetea con su viaje a la Argentina, donde impediría la independencia absoluta, que ese pueblo, tan dado a la excitación extremista, deseaba contra la prudencia diseñada desde Londres. Guillermo Glindon, una vez más, imprime para Servando y en octubre de 1813 la Historia comienza su vida, casi tan ajetreada como la de su autor. Pero la persona que la escribió, firmándola con el pseudónimo de José Guerra y dedicándola al “invicto pueblo argentino”, ya era distinta del doctor Mier que hemos tratado a lo largo de estas páginas. En Cádiz había sido un testigo. Las Cartas a Blanco White se convierten en el prólogo de una sorprendente carrera revolucionaria. Dos años después de su llegada a Londres, Servando es el principal vocero de la causa americana, un conspirador internacional que funciona como una especie de hemeroteca ambulante que almacena, edita y difunde todas las noticias de la guerra del Nuevo Mundo. Una vez más, entre más importante se vuelve Mier, menos sabemos sobre él. Nada dijo de su estancia londinense en sus Memorias y durante sus declaraciones al Santo Oficio se cuidó de explayarse, hasta el límite de tolerancia de los inquisidores, pues muchos de los amigos seguían en Londres durante la Restauración. Pero el silencio londinense dice algo más sobre Servando. Por formación, era ajeno a las confesiones, un género que durante su juventud se desplazó de San Agustín a Rousseau, de la Iglesia a la Ilustración. Sólo la persecución, la necesidad jurídica y la honra vilipendiada lo obligaron a escribir sus Memorias. De no haber sido preso, el conspirador se habría seguido dedicando a lo suyo y se habría ahorrado esa triste —para él— aparición entre los pícaros, desahuciados del mundo y de la gloria. En todo momento, deseó ser recordado como el autor de la Historia de la revolución de Nueva España, al grado de que, sometido a interrogatorio en el Santo Oficio, le ganó la vanidad literaria y se disculpó ante los inquisidores por

esta continua interpolación ya de solas expresiones, ya de algunas líneas, y de párrafos y muchos párrafos, la obra salió tan desigual, tan divergente en opiniones, y tan ajena de la moderación de los primeros libros, que fue necesario el ingenio de todos los interpoladores en el prólogo para intentar medio persuadir que la obra es de un mismo autor: y al cabo no es historia sino es totili mundi.²

Cuenta Lucas Alamán:

Ya fuese por temor de ser perseguido, ya porque Iturrigaray lo estipendió para que escribiese en su favor en Londres, pasó a aquella ciudad, en donde publicó, bajo el nombre del doctor Guerra, que era su segundo apellido, la Historia de la revolución de Nueva España. [...] Ésta ha venido a ser muy rara, porque habiendo retirado Iturrigaray los auxilios que ministraba a Mier, luego que vio que defendía abiertamente la Independencia; éste, que había continuado escribiendo, se encontró sin medios de pagar al impresor, quien embargó los ejemplares e hizo poner al autor en la prisión de los deudores, en la que permaneció mucho tiempo, hasta que, habiendo llegado a Londres los (primeros) enviados del gobierno (independiente) de Buenos Aires, éstos pagaron al impresor y rescataron los ejemplares de la obra, que remitieron a su país, pero habiéndolos embarcado en un buque que naufragó, se perdieron casi todos, excepto los pocos que andaban repartidos en diversas manos, o que quedaban en poder del autor.³

Sería fascinante agregar al abultado expediente criminal de Mier una dickensiana prisión por deudas en Londres. Pero nada prueba ese encierro o que haya tenido una duración memorable, pues Servando no se habría abstenido de narrarlo. Alamán, con el respeto que tenía por su maestro liberal, siempre lo citó cuidadosamente. Dado que nadie más refiere esa anécdota, debió haber sido el propio Mier quien, abusando de la credulidad del joven Alamán, se la contó cuando se encontraron en París en 1814. Como saben los peregrinos revolucionarios, ser una figura decisiva en el exilio

no garantiza bonanza personal, aun cuando, como Mier, se viva en un país libre e hipocritonamente amigo de la causa. No fue fácil, dicen todas las fuentes, la vida servandiana en Londres. Si no lo había sido, 20 años atrás, para los émigrés, cargados de títulos, no tenía por qué serlo para el grupo de Mier —la Sociedad de Caballeros Racionales— cuyo destino político —e importancia para el Foreign Office— era asaz incierto. Preso o no por deudas, Servando le escribió a su camarada Iturribarría, el 14 de abril de 1812, que dormía en el desván de una panadería, quejándose así: “¡Ah, si yo tuviera dinero! Traduciría, anotaría y haría guerra infernal al godo [español].”³¹ Finalmente, el historiador encontró reposo, junto con su criado Filomeno, en casa de José Francisco Fagoaga. Este hombre, marqués del Apartado, probablemente nació en México y fue un rico minero de Sombrerete, quien ya había estado cerca del general Miranda en 1809 y protegió a la SCR a partir de 1811. Francisco Fagoaga (1788-1851), hermano del marqués, fue amigo íntimo de Alamán y de Servando, quien en algunas ocasiones viajó con él; el fraile lo llamaba cariñosamente “Frasquito” en sus cartas. La esencia de la Historia, repito, es documental. La información que el Foreign Office daba a El Español iba a dar a manos del doctor Mier, como las actas de las sesiones secretas de las Cortes de Cádiz, que Blanco White le entregó personalmente; los Villaurrutia, José Beye de Cisneros y los exiliados cercanos a Los Guadalupes —el grupo independentista de la Ciudad de México— nutrieron los expedientes de 1808. Andrés Bello le regalaba la Gazeta de Caracas, los argentinos la papelería del Río de la Plata y Ramos Arizpe la prensa insurgente de México. Las filtraciones peninsulares llegaban a casa del marqués del Apartado vía Luis Iturribarría, el agente de la SCR en Cádiz. A los accidentes de este último personaje, oaxaqueño, debemos valiosas informaciones y documentos. Contador en una fábrica de tabacos en Veracruz y antiguo guardia de Corps, Iturribarría trató de ser diputado en Cádiz, y aunque no lo logró, estaba en la península a fines de 1810. Maniobró para que Servando fuese diputado suplente a las Cortes por Nuevo León. En 1813, Iturribarría fue confinado en Galicia y de allí trató de fugarse en la fragata estadounidense Nelson rumbo a Filadelfia. Al cuarto para las doce, las autoridades registraron la nave y entre el equipaje del oaxaqueño hallaron la carta de Mier a Iturribarría —arriba citada— donde ofrece buena parte de la información que tenemos sobre la composición de la Historia y las actividades de la SCR. Ese correo capturado fue utilizado en el proceso contra

Ramos Arizpe en 1814 y es el que se encuentra en el Museo Naval de Madrid.³² En alguna ocasión Servando se sirve, en la Historia, del testimonio directo de la virreina doña Inés. Finalmente, el grupo contaba con la casa mercantil Gordon and Murphy, cuyo apoderado en Veracruz era Tomás Murphy. Ese millonario filantrópico, español de origen irlandés como Blanco White, era el espía perfecto: enmascarado tras su reputación como introductor de la vacuna variólica en México, fue el primero en enviar a Europa una narración fiel de las primeras semanas de la rebelión de Hidalgo. Ninguno de los conspiradores en Londres estaba mejor preparado que Servando para ejercer como cronista. Educado en el rigor dominico, universitario tomista, lector omnívoro y coleccionista desordenado, como se jactan de serlo los padres predicadores, Mier había participado en batallas jurídicas, canónicas y políticas desde 1795. Perseguido por los covachuelos, salvó vida y honra ante tribunales y academias. Nadie conocía mejor el valor de los documentos cuya pérdida real o imaginaria lo había torturado y por cuya conservación estaba dispuesto a todo. La historia contemporánea le dio la oportunidad de realizar su vocación frustrada, la de historiador eclesiástico, y no la desaprovechó. Quizá su francés era malo y su inglés escaso, pero le bastaba con la Revolución y con sus latines. A fuerza de accidentes, inteligencia de sobreviviente y tozudez megalomaniaca, fray Servando se convirtió, también, en un político de experiencia. Mal que bien, conocía la Francia del Consulado y la experiencia de la Iglesia Constitucional, había sido tertuliano en los círculos jansenistas de Madrid, combatiente en 1809 y testigo de las Cortes de Cádiz. Acostumbrado a las prisiones, en Londres debió de ser feliz, como cagatintas enfebrecido por amor a la causa, prisionero entre libros y periódicos. Era el fraile que había cambiado la celda penitencial por el claustro del monje copista. Si sabemos tan poco de su estancia en Londres es porque, bajo el auspicioso mal clima, decidió arreglar el mundo sin salir de su habitación. Para la vida pública, los argüendes diplomáticos y el periodismo, estaban los Fagoaga, los Bello, los Blanco White. De esa forma, escribió una Historia que puede leerse en torno a tres núcleos: la refutación del libelo de López Cancelada sobre los acontecimientos de 1808 en la Nueva España (Verdad sabida y buena fe guardada), el relato de la insurrección mexicana entre 1810 y 1813, y la querella jurídico-política entre América y España. Mezcladas y a veces indiscernibles entre sí, son tres formas retóricas de historiografía: la polémica, el periodismo y la apología. Pese al

desorden, la Historia se deja leer —tolerando paréntesis, digresiones y desarrollos autónomos— como una obra unitaria, oscilante entre la coyuntura política y la justificación apostólica. Servando tomó de Francia la historia eclesiástica, de España la tradición jurídica y de Inglaterra el periodismo político de los whigs, gracias a los diarios —como The Morning Chronicle y en menor medida The Times— auxiliares del cabildeo ministerial y parlamentario. Es curioso que Blanco White y Mier, quienes escribían en español sobre América, hablasen con toda naturalidad de su influencia sobre la opinión inglesa. Por “opinión” se referían al Foreign Office, al resto de los ministerios y al lobby comercial tan interesado en el Nuevo Mundo. Ese cabildeo, no exento de tensiones, estimulaba la fidelidad a la causa: El Español se leía en América y era reproducido por toda la prensa insurgente. El doctor Mier organizó una cantidad abrumadora de información impresa y escuchó variados testimonios. Educado en la escolástica, procedía por acumulación y demostración sumaria; batalló, sin éxito, con la síntesis, aprendiz de periodista moderno y heredero de la digresión barroca. Las gacetas americanas y españolas, los libelos y las apologías eran un continuo que proyectaba a Tomás Apóstol del remoto pasado hasta la noticia. La historiografía contemporánea entraba en tensión no resuelta con la tradición apostólica, escrita con el tedio de los siglos. Escribió atormentado por decirlo todo y hacerlo rápido. Se convirtió en el anticovachuelo, un papirófago que devoraba para recordar antes que para olvidar. Al contrastar las fuentes documentales con la Historia, la edición de la Sorbona comprueba la probidad de Mier. Político, condensó y manipuló párrafos de El Español y de La Gazeta de México sin cometer ninguna barbaridad. Su mano derecha, vacilante por la quebradura, sólo deforma los hechos cuando algún matiz pone en riesgo el objetivo inmediato de la obra: obtener la mediación inglesa. Así, lima el radicalismo de la insurgencia, necesitado de identificarse con Edmund Burke en su explicación de la Independencia de las colonias inglesas 40 años atrás; por otro lado el rebelde Thomas Paine (1737-1809) lo seduce al grado de parafrasearlo sin anotar la fuente y no reconocer su deuda sino hasta algunos años después. Ahíto de argumentos, seguramente a Mier no le importaba juntar agua y aceite: la teoría contractual y el common sense. La naturalidad con la que el doctor dominico relaciona a Burke con Paine, pareciendo grosera, no lo es. Más tarde, al redactar la Memoria

políticoinstructiva (1821), Mier se servirá anchurosamente del Paine bíblico, cuáquero.³³ Pero antes del enfrentamiento decisivo entre Burke y Paine, cuando el antiguo corsetero inglés, convertido en convencional girondino, conteste con Los derechos del hombre (1791-1792) a las Reflexiones sobre la Revolución de Francia, a ambos polemistas los unían las revoluciones de Inglaterra en 1688 y de los Estados Unidos en 1776 como resultados de un origen común e insular: no taxation without representation. Durante su gira triunfal por Inglaterra en el verano de 1788, previa a su desembarco en Calais, Paine era un patricio “ennoblecido” por la libertad estadounidense y respetado por los whigs, al grado de que fue el propio Burke quien introdujo al libelista revolucionario a los salones de Pitt, Fox y Portland. Paine —“Nunca mejor demócrata ciñó la armadura de caballero andante; nunca mejor cristiano atacó la ortodoxia”, como dijo Henry N. Brailsford— arriesgó su vida por la del rey de Francia, a cuya decapitación se opuso en la Convención. La tumba de Tom Paine fue saqueada en 1819 y sus restos, como los de fray Servando, se dispersaron por la tierra. La Historia servandiana concluye en momentos de confusión, poco antes de la radicalización decisiva —y terminal— de Morelos y los primeros constituyentes. Ni Los sentimientos de la nación, ni el Acta de Independencia de la América Septentrional, también conocida como la Constitución de Apatzingán, alcanzaron a ser comentados en la Historia, lo que libró a Mier de tomar partido ante documentos que habrían escandalizado a los ingleses. Servando fue el primer historiador hispanoamericano en concebir una Historia revolucionaria mientras la propia guerra transcurría. Más allá de la abundante panfletería rebelde, entre 1810 y 1813 sólo destacan algunas obras como South American Emancipation, de José María Antepara, Los derechos de España y América, de William Burke, o las versiones de Paine realizadas en Venezuela por Manuel García de Sena. Antepara fue el vínculo entre el marqués del Apartado y el general Miranda, cuyas ideas difundió en su libro, mientras que William Burke había proyectado desde 1807 independizar las Américas para protegerlas de Napoleón. Los antecedentes intelectuales estaban en el abate Viscardo, Humboldt, Miranda o Pradt —decisivo para Mier hacia 1820—, quien publicó la primera obra europea que exigió la Independencia de América. Pero una vez iniciadas las guerras de Independencia, no se encuentra otra obra, americana o europea tan oportuna y original como la de Mier. Escribir historia contemporánea no se hizo práctica ordinaria hasta la Restauración. Inclusive los grandes historiadores de la Revolución Francesa son

posteriores a 1830: Blanc, Michelet, Guizot, Buchez. Antes de ellos, a Mier hay que contarlo entre un selecto grupo de precursores, quienes meditaron de manera inmediata sobre acontecimientos de los que eran testigos o protagonistas: Edmund Burke, Fichte, Paine, Chateaubriand, Constant, madame de Staël, entre los intérpretes de la Revolución de Francia. En España, salvo los folletos de Flórez Estrada, la primera historia revolucionaria es la de Llorente, fechada en 1814. Salvo a Fichte, Mier conoció, de oídas o de leídas, a todas esas plumas prestigiosas. Vía Blanco White leyó a Burke y a su divulgador teológico William Paley, a Chateaubriand desde luego y, apenas en 1815, en París, escuchó hablar de madame de Staël y de su amigo Benjamin Constant, cuyo liberalismo posnapoleónico es empático con el suyo. Sin embargo, salvo Burke y Paine, sería aventurado decir que la Historia recibió influencia directa de esos escritores. En esa familia espiritual reunida en torno del amor, el escepticismo o la deturpación de la Revolución, esa novedad, Servando ocupa un sitio ambiguo. Casi nadie entre los independentistas españoles —para no hablar de los liberales españoles— deseaba repetir o imitar la Revolución Francesa, antes al contrario. Entre los mejor enterados gravitaba la admiración por 1789 o por la Constitución de 1791, pero la Revolución era abrumadoramente identificada con el Terror y su engendro bonapartista. El doctor Mier, en su día predicador contra el regicidio y sus supuestos padres —Voltaire y Rousseau—, compartía con las Reflexiones sobre la Revolución de Francia, de Burke, el más decidido antijacobinismo. La Historia, basada en una interpretación tomista del derecho castellano, no requería de préstamos ingleses. Pero Mier compartía con Burke la noción de contrato racional entre rey y súbditos, sujeto a revocación por incumplimiento de parte. El rey Jacobo II, dice Burke en 1790, no fue derrocado en 1688 por “mala conducta”, sino por practicar

un proyecto probado por una multitud de actos manifiestos; de trastornar la Iglesia protestante y el Estado, sus leyes fundamentales y sus libertades incontestables, y de haber roto el pacto primordial entre el rey y el pueblo: y esto es más que mala conducta. Una necesidad de las más urgentes y superior a la ley los determinó a dar ese paso y lo dieron con aquella especie de repugnancia que

se siente al obrar estrechado por la más rigurosa de las leyes. Para asegurar su confianza no ponían su confianza en las perspectivas de nuevas revoluciones.³⁴

Contra los entusiastas ingleses de 1790, Burke intentó separar —y contraponer — la Gloriosa Revolución de 1688 de la Revolución Francesa. Aquélla había sido una vuelta al origen, mientras que la otra era un abismo hacia un futuro tenebroso. De igual manera, la Historia servandiana presentaba la Revolución de Nueva España como una restauración ajena a la locura del siglo. Capaz de unir a Paine y a Burke sin dar explicaciones, ¿Mier estaba consciente de la imposibilidad de esa visión unívoca? Quizá. Por ello en el historiador convivían de forma problemática una visión de largo aliento y otra de corta duración. La primera sugería que más que un contrato jurídico-político, la evangelización precolombina había unido al Anáhuac con el cristianismo, mediante la parénesis, es decir, la aceptación libre, determinada por la razón natural, de la predicación cristiana. La corta duración —que es lo que aquí importa— establecía un contrato bien específico —escrito y “firmado” en las Leyes de Indias— entre los conquistadores —albaceas de una nacionalidad futura— y la Corona de Castilla. Que entre el especulativo pacto primordial y la vaga “Carta Magna” del siglo XVI hubiesen transcurrido mil o mil quinientos años de civilización no cristiana era irrelevante para Mier. El derrocamiento de Iturrigaray por los españoles era mucho más que “la mala conducta” (misconduct) burkeana; constituía un motivo escandaloso y suficiente de revocación del mandato. Eso justificaba, en Burke, la caída de Jacobo; en Mier, la Independencia americana. Pero ni Burke ni Servando confundían su pacto con el contrato social de Rousseau, basado en una filosofía natural ajena al cristianismo. En el famoso texto de Burke hay una palabra esencial: repugnancia. Toda la generación de 1808 se fue a la guerra por Fernando VII con esa palabra en la boca o en el gaznate. Actuaban, en España y en América, con esa “especie de repugnancia” ante vejaciones exteriores e inverosímiles, obligados a la violencia por situaciones violatorias de un orden legendario. Hasta su propio rey había desaparecido. La palabra revolución significó, espontáneamente, vuelta al origen. Muy pronto, muchos revolucionarios comprendieron, con fascinación y terror, que ese origen estaba en el futuro. Una vez convertido en republicano fundador de México, Servando, ya viejo, no fue más lejos que Burke ante 1688.

La Revolución de Nueva España —narrada por él antes que nadie— había sido un acontecimiento de restitución, único en la historia universal. Mier fue el primero en hablar de la Independencia americana en términos de revolución y es responsable ante la historiografía de la ambigüedad que el término significó para los modernos. Usó la palabra revolución como periodista, para registrar acontecimientos que superaban el motín, la rebelión y la revuelta, aun sabiendo que sus amigos ingleses temían esa denominación. En ningún momento de la Historia, Mier se detiene a conceptualizar la revolución, como lo había hecho el joven Chateaubriand, con una comparación académica entre las revoluciones antiguas y modernas en el Essai sur les révolutions (1797). Si acaso, Mier entendía una situación revolucionaria contemporánea en el sentido de Grégoire: un suceso político de la historia eclesiástica que permitiría el regreso a la Iglesia apostólica. En su actitud ante la Constitución de Cádiz, Servando fue un whig moderado. Como Blanco White, desconfiaba de las asambleas de filósofos, remedos de 1791... siempre y cuando esos aquelarres no se viesen purificados al efectuarse en América. Lector del benedictino Feijoo, amigo de la correcta interpretación de los astros, Servando confiaba en la acepción astronómica de revolución. La necesidad de dar a 1808 un énfasis radical proviene del título completo de la obra: Historia de la revolución de Nueva España, antiguamente llamada Anáhuac. Hablar de Anáhuac —cuando el nuevo nombre del país oscilaba entre el ambicioso América Septentrional y el enigmático México— es la solución a la vieja clave del jeroglífico americano. Se trataba de restaurar, en el largo aliento y en la corta duración, a la vieja nación cristianizada por Tomás y al Imperio que, humillado en 1521, había establecido un contrato como reino de Ultramar. La historiografía de la Ilustración europea influyó escasamente en Mier, pero sería injusto aislarlo por completo de ella. La célebre Historia de América (1779), del escocés William Robertson, reforzó nociones universalistas presentes en la cultura novohispana desde el criollismo del siglo XVIII. E incluso pueden rastrearse fenómenos paralelos, ya que George Buchanan, el cronista cuya crítica hizo el ilustrado Robertson, dedicó, como Servando, varias páginas a buscar en las etimologías de Escocia y Gales legitimidades anteriores al dominio anglosajón, basadas en el mito de una “antigua Constitución escocesa”. En ese orden de ideas, la búsqueda anticuaria del mundo prehispánico que Mier, tras las lecciones de Borunda, politizó, no era un fenómeno aislado. Tan descabellada podía parecer a los espíritus más exigentes la pareja Tomás/Quetzalcóatl, como

la invención del bardo gaélico Ossian, obra de James Macpherson, que el grupo de Robertson promovió.³⁵ William Robertson, cuyos prejuicios antiamericanos ilustrados Mier se ocupó en refutar, consideraba comunes a todo el género humano los estados transitorios de civilización y barbarie. El antiguo México, cuya Constitución le parecía feudal a Robertson, no era ni mejor ni peor que la Germania conquistada por los romanos. Esa igualación, aunque fuese peyorativa, agradó a Servando, como antes a Clavijero. A Gibbon sólo lo cita en una ocasión, para documentar que los españoles ignoraban la etimología latina del colono, título que los romanos dieron a sus aliados nativos en Sevilla y Útica, rompiendo, bajo el emperador Adriano, toda distinción entre conquistados y conquistadores. La tradición clásica —nombrando a Tucídides, Ovidio y Virgilio— sólo aparece en la Historia de Servando cuando se trata de poner en su lugar a los españoles, de demostrar que la Leyenda Negra empezó con la legión de ibéricos que habrían crucificado al Señor. Servando se nutrió de la primera tradición historiográfica propiamente americana, la crónica de Indias, de la que fue el último apologista. Indiferente a las civilizaciones mesoamericanas —tal cual fueron examinadas por Acosta, Sahagún, Torquemada, Las Casas—, Mier sólo acude a la etnografía comparada cuando necesita aceitar la palanca original de su mecanismo: la evangelización precolombina. Inclusive, Clavijero y Lorenzo Boturini, los historiadores “mexicanos” que lo precedieron, sólo aparecen como dignificadores de la grandeza americana. Servando confesó que durante la escritura sólo tuvo a la mano las obras de Remesal y de Torquemada. Cita en 19 ocasiones a Antonio de Remesal (muerto en 1610), autor de una Historia general de las Indias Occidentales, y particular de la Gobernación de Chiapas y Guatemala, impresa en Madrid el año de su muerte. Reputado como escritor fantasioso, Remesal debe su fama póstuma a su labor como primer hagiógrafo de Las Casas. Gracias a él, el doctor Mier mitigó las carencias planteadas por la ingente cantidad de obra inédita —que no del todo desconocida— que dejó fray Bartolomé. No fue sino hasta 1819, al escribir las Cartas a Juan Bautista Muñoz, cuando Mier pudo, gracias a la biblioteca del Santo Oficio, corroborar y ampliar su conocimiento de la crónica de Indias, ofreciendo a su imaginario corresponsal, a propósito de la querella guadalupana, un resumen personal de sus lecturas sobre la Conquista y la destrucción del Nuevo Mundo.

En fray Juan de Torquemada (¿1562?-1624) encontró Servando una paleta multicromática para pintar a su gusto —citándolo 60 veces— a la vieja Anáhuac. Autor de la Monarquía indiana (1615), “una palabrera crónica monástica, digna del fin de la Edad Media”,³ Torquemada, aunque fiel al providencialismo franciscano, desechó suposiciones caras a Mier como el origen bíblico, cartaginés o atlante de los indios, aduciendo con claro criticismo que los rituales paganos eran comunes a muchos pueblos, aunque admitió la posibilidad de que hacia 750 hubiesen llegado misioneros cristianos a América. A los franciscanos Mier no los necesitaba para documentar la predicación precolombina, tema dominico. El esquema monárquico y eclesiástico de Torquemada, además, contribuía a la europeización servandiana de las civilizaciones indias. Basándose en el Códice Xólotl —sigo a Brading—, Torquemada dispuso una gigantomaquia de los toltecas como fundadores de América y presentó las causas de la decadencia —en su opinión de origen demoniaco— que Cortés encontró en Tenochtitlan. Con Remesal y Torquemada en la cabecera, Servando también recurrió en Londres a las obras de José de Acosta, Bernardino de Sahagún, Juan Ginés de Sepúlveda, Toribio de Benavente y Antonio de Herrera. El recurso a este último, historiógrafo mayor de Indias en 1596, ratifica las maneras historiográficas servandianas. Herrera y Tordesillas (1549-1625) dividió su Historia general de los hechos castellanos en las islas y Tierra Firme (1601) en décadas, a la manera, que hizo fortuna, de Maquiavelo ante Tito Livio. Escribió Herrera por la gloria del Imperio y fue otro de quienes, expurgando sus páginas indigenistas, saquearon a Las Casas. La fluidez de su estilo, su prudencia ante las cuestiones espinosas, debieron molestar a Servando, pero se sintió cautivado por su eurocentrismo. Si para Herrera las Indias eran, ante todo, un escenario de la hazaña castellana, para Mier lo eran de una epopeya cristiana. La Historia servandiana, como la Monarquía de Torquemada, sacaba al mundo indiano del exotismo, mostrándolo como un afluente desviado o subterráneo, pero no perdido, del gran río de la catolicidad, es decir, de la historia universal. Dividiendo de manera grosera ese género esplendoroso y novator que fue la crónica de Indias, tenemos los libros de gesta (la historia militar de la Conquista, desde las Cartas de relación hasta Antonio de Solís) y la descripción “etnográfica” del Nuevo Mundo (Benavente, Las Casas, Acosta, Sahagún,

Gerónimo de Mendieta). Ambos extremos se unen en un género híbrido, al que obras y autores llegan con naturalidad: la historia eclesiástica. La historia eclesiástica del siglo XVI colocaba en el centro a la Iglesia y a sus órdenes mendicantes, y narraba la evangelización y, como secuencia lógica, la vida social, política, económica y religiosa de los evangelizados. La importancia política del género era capital: de la historia eclesiástica derivaba la legitimidad o la ilegalidad de los títulos de Conquista con que los españoles actuaban en el Nuevo Mundo. Antes que en la historiografía contemporánea, política y militar, la Historia servandiana se sostiene sobre un punto esencial de la historia eclesiástica indiana: la legitimidad de la Conquista. Historiador eclesiástico por vocación, a Servando le toca escribir en un momento en que la Iglesia Católica ha sufrido el golpe brutal de 1789. Ante la imposibilidad europea de seguir haciendo historia eclesiástica con una Iglesia finalmente expulsada de la centralidad política y arrojada a batallar por su supervivencia en las aguas broncas del siglo, a Servando le queda una reserva espiritual e intelectual en América. Su Historia intenta una suerte de traslado de las maneras retóricas del siglo XVI al tiempo de las revoluciones. Mier invierte la gesta a favor de los novohispanos de 1808, esta vez de reconquista. Periodista revolucionario, usa las fuentes contemporáneas con la misma manía barroca con que Las Casas y Torquemada utilizaron crónicas y testimonios de los conquistadores y de la visión de los vencidos. El uso de las gacetas realistas —Mier tenía un acceso más amplio a éstas que a la prensa insurgente— resulta paradójicamente benéfico para la Historia como crónica de reconquista. Hacía innecesario cargar demasiado las tintas. Eran tan vesánicos los elogios oficiales de las hazañas de los virreyes Venegas y Calleja y de sus grandes capitanes, que sólo con transcribirlos quedaba demostrada la ilegitimidad del dominio español. Y al referirse al cristalino apego de los insurgentes —en voz de Rayón y Cos— a la tradición jurídica indiana, Mier cumple con su doble misión. Vuelve a negar o a ponderar en 1813 los títulos de conquista, como lo habían hecho en el siglo XVI Vitoria, Soto y Las Casas, por un lado, y a hacer la crónica militar, como un Gómara criollo, de la devastación de las Indias:

Exaltadas las tropas con tan horrenda felonía, se arrojaron impávidas sobre los

cañones, que no volvieron a disparar, los cabalgaron y dejaron tendidos en el campo de batalla y en el de su fuga aquel puñado de miserables, de que sólo escaparon como unos 200 heridos, triste resto que pudo volver a México. Toda la ciudad los vio con sus ojos, aunque se clamoreó lo contrario en la Gazeta.³⁷

La composición de la Historia, obra de gabinete, no requería de un esfuerzo prosístico singular para Mier. A la manera del cronicón, Servando editaba sus fuentes, componiendo su libro mediante el bricolage, más a la manera de Torquemada y Remesal que a la de Blanco White y los periodistas whigs. En Londres, en contraste con el predicador de 1794, Mier se alejaba de Clavijero y Boturini, quienes renovaron la crónica de Indias al transformarla en una apología etnográfica contra las Luces, que embestían contra el clima, los animales y las sociedades del Nuevo Mundo. Servando, presto a tomar la pluma contra las agresiones puntuales de Robertson o de De Pauw, estaba tan convencido de la grandeza americana que no perdió el tiempo en ratificarla generosamente en la Historia. Dirigida en primera instancia a los políticos británicos, la Historia habría coronado a “José Guerra” en México, Caracas y Buenos Aires de no haber naufragado el barco que la llevaba a su destino. En México sólo hay actualmente dos ejemplares de aquella primera edición, vendida a ocho duros con un tiraje de mil ejemplares. La influencia directa de Mier en 1813 sobre las guerras novohispanas fue escasa y se circunscribió a los artículos de El Español previos a la aparición de la Historia. La Gazeta del Gobierno de Buenos Aires hizo acuse de recibo del libro en septiembre de 1814, poca cosa si recordamos la devoción de Servando por “el invicto pueblo argentino”. Andrés Quintana Roo, por ejemplo, había reproducido la primera Carta de un americano en su Semanario Patriótico Americano en octubre de 1812, en México.³⁸ La Historia, en cambio, fue libro de cabecera de Bolívar. Servando se jactó en Idea de la Constitución (1821) del favor regio del Deseado: “Y no obstante que Fernando VII después de haberla leído mandó comprar a cualquier precio por medio de su embajador algunos ejemplares para repartir en su corte, el virrey de México Apodaca tomó tal empeño para impedir circulasen, que hasta envió la obra a la Inquisición para que la maleficiase por medio de sus calificadores o hereficadores de oficio.”³

Sabemos de buena fuente que sus agentes realistas en América utilizaban la Historia como fuente de información. Según Bustamante, el libro fue decisivo en la conversión de Agustín de Iturbide a la causa de la Independencia.⁴ Hijo predilecto de Servando, el libro tuvo, en cambio, un destino lamentable en Europa. Temeroso del plagio, plagiario él mismo, el doctor Mier fue víctima de políticos apresurados e historiadores sin escrúpulos que utilizaron la Historia como obra negra. Según la edición de la Sorbona, el primero en servirse de Mier fue William Walton. Este aventurero inglés, cercano al grupo de Londres, publicó An Exposé on the Dissentions of Spanish America en 1814. Aunque Walton fue un apologista de la Independencia, el plagio fue tan descarado que Mier lo denunció en sus Memorias. En 1817 apareció, de manera anónima, Outline of the Revolution in Spanish America. No fue sino hasta 1953 cuando se atribuyó el texto a Manuel Palacio Fajardo, un venezolano muerto precozmente en 1819, quien había sido oficial de Miranda y compañero de Bolívar. Perseguido por la policía de Luis XVIII, fue a dar a Londres, donde conoció a Servando, a quien cita como José Guerra entre las fuentes de su Bosquejo de la revolución en la América española, como se le tituló después.⁴¹ Tras Walton y Palacio Fajardo, la Historia se pierde. Aunque en el siglo XIX, dos historiadores franceses —Arthur Dillon y Eugène Garay de Monglave— utilizan la Historia (o a sus comentaristas) como fuente para sendos resúmenes. El colmo será William David Robinson, el cronista más acreditado de la expedición de Mina, en sus Memoirs of the Mexican Revolution (1820). Mencionó a Servando como ideólogo de esa aventura pero plagió su libro a la hora de escribir los antecedentes. El destino de la Historia servandiana es acorde con la tradición eclesiástica. Como las de Las Casas y de tantos frailes escritores antes que él, sus obras pasaron a ser materia de un archivo colectivo que los sucesivos escoliastas van copiando, editando, transformando. El periplo mexicano fue distinto. Si Mier prevaleció, más allá de la anécdota frailuna, hasta su redescubrimiento en 1865, se debió a su papel como bautista de la historiografía insurgente. Alamán, enemigo de los liberales, alabó la Historia en 1851:

Esta obra, escrita con elegancia, y dispuesta con mucho artificio, será siempre

apreciable por la multitud de noticias que contiene y por el talento con que el autor trata las materias de que se ocupa, dejando aparte todo lo que es hijo de las circunstancias y obra del espíritu de partido que reinaba en el momento. Rico en conocimientos y erudición, Mier es al mismo tiempo muy agradable por su estilo, y lleno de fuego y ardimiento, abunda en chistes oportunos que hacen entretenida y amena la lectura de su obra.⁴²

Empero, fue Carlos María de Bustamante (1774-1848) el discípulo más sobresaliente de Servando. A este mitógrafo romántico debemos varios de los cultos y supercherías que dieron origen a la llamada identidad mexicana, habiendo sido acusado de “crímenes historiográficos” por sus acérrimos y no por ello menos razonables enemigos. Periodista, fundador del Diario de México en 1805 y de El Juguetillo durante la efímera libertad de imprenta de 1812, Bustamante se unió poco después a Morelos. Preso en San Juan de Ulúa entre 1817 y 1819, aconsejó a Vicente Guerrero la alianza decisiva con Iturbide, contra quien conspiró después, junto a Mier. El Cuadro histórico de la Revolución Mexicana (1823-1846), de Bustamante, es nuestra primera “historia patria”, fuente imprescindible pese a su soporífera novelización de tantos hechos y sucedidos. A Bustamante debemos la glorificación de Morelos, “nuevo Moisés”, al frente de todos los insurgentes, presentados como padres de una identidad que nace sin mácula en 1810, en confrontación con los españoles, a quienes el cronista bestializa sin recato. Ante la orfandad de 1821, Bustamante hizo efectiva la intuición servandiana y convirtió al México independiente en legatario directo de un Imperio azteca que a sus ojos equivalía a la Roma de los césares. Cortés sería el primer independentista, una suerte de Constantino el Grande que cristianiza al Imperio; Bustamante, al mismo tiempo, fue el primer valedor de Bernal Díaz del Castillo. Con todo y su ortodoxia católica, don Carlos María impidió que el águila y la serpiente, emblema de la nueva nación, fuesen cristianizados. Antes que Michelet —o mientras lo leía—, Bustamante llenó su Cuadro histórico de popularismo y de hazañas caballerescas, más relacionadas con las leyendas medievales que con la Revolución Francesa, como la invención del Pípila o la conversión de Juan Nepomuceno Almonte, el hijo natural de Morelos, en protagonista de una fábula del niño y el dragón.⁴³

En la obra bustamantina —más de cien tomos trabajados por un siglo de eruditos, desde García Icazbalceta hasta O’Gorman— “el sabio padre Mier” es la fuente indispensable para 1808, como el admirado amigo de Blanco White y el valeroso capellán de Mina. Es “el hombre impávido y por otra parte gracioso” que llamó Apodaca a su caballo cuando, liberado por el Santo Oficio en 1820, fue enviado a Veracruz.⁴⁴ Sin embargo, Mier —contemporáneo suyo en los primeros años de la República— no fue mitificado por Bustamante. Su obra, en cambio, es una consecuencia romántica y nacionalista casi lógica de la Historia servandiana. Inspirado en ésta, Bustamante acabó de cristianizar la Independencia mexicana. Mier había legitimado el origen apostólico de América y Bustamante tornó bíblica toda la narración de la guerra: el camino de un pueblo elegido. Bustamante y su rival conservador Alamán murieron a mediados del siglo XIX en los años sombríos de la derrota mexicana ante los Estados Unidos. En su ocaso —que identificaban fatalmente con el de una patria imposible— debieron pensar frecuentemente en la felicidad de Servando, el Bautista, en cuya Historia parecía tan fácil recuperar la libertad de Anáhuac, ya fuese en la independencia absoluta de España o con la armonía en el corazón del Imperio. También es probable que lo maldijeran en la intimidad: el doctor Mier había bautizado la historia nacional con la palabra revolución, diagnóstico que se volvió enfermedad. Más que como crónica de gesta, la Historia sobrevivió como historia eclesiástica. A Servando le habría encantado saberlo. Como historiografía crítica y contemporánea, el libro se convirtió en un antecedente meritorio superado por los acontecimientos. Bustamante y Alamán, de la generación siguiente, culminaron las historias de la Independencia. Es curioso saber que la parte más exitosa de la Historia, durante la década posterior a 1813, fue su apéndice apologético: una “Nota ilustrativa de este documento y que se trata de la predicación del Evangelio en América antes de la Conquista”. ¿Fray Servando volvía a las andadas? ¿No contento con ser notario de una revolución regresaba al trauma de 1794? ¿A quién le interesaba escuchar, otra vez, las aventuras de Tomás en América? ¿De qué le habían servido la Real Academia de Historia, Grégoire y Blanco White, si volvía a su delirio barroco? Pero a los lectores contemporáneos de Mier les pareció lógica y coherente la “Nota ilustrativa”, y vaya que lo es, como lo ratifican Lafaye, Brading y O’Gorman. A Bolívar, por ejemplo, un republicano clásico, le interesó

Quetzalcóatl como máscara de algún predicador cristiano, como lo dice en su Carta de Jamaica. Alamán, escéptico en cuanto a innovaciones peligrosas de la doctrina católica, reimprimió la nota servandiana como ápendice, en 1844, en su edición en español de la History of the Conquest of Mexico, de William H. Prescott, para que los lectores del historiador estadounidense no olvidasen el probable, aunque remoto, origen cristiano y apostólico de los indios.⁴⁵ El fraile historiador había encajado los golpes criticistas de la Real Academia de Historia y en 1813 reformuló y ponderó las ocurrencias más burdas del licenciado Borunda. Para ello se desdobla y es “José Guerra” quien recuerda las desventuras de fray Servando en el laberinto de la predicación apostólica. Afirma que la identidad entre Quetzalcóatl (y Viracocha y otras encarnaciones prehispánicas del hombre barbado venido del mar) y el predicador no encarna necesariamente en la persona misma de Tomás Apóstol. Pudo haber sido otro Tomás, el de Mylapore, que predicó en la India en el siglo vi, o un obispo oriental, judío helenizado. Hecha esta concesión a los críticos de la inverosimilitud cronográfica del sermón de 1794, Servando vuelve a ser rotundo: “Es cosa admirable cómo toda la mitología mexicana se explica a consecuencia del cristianismo, en traduciendo Quetzalcóhuatl por Santo Tomás...”⁴ Apoyándose en la tradición criolla, Mier sostiene esa identificación como irrefutable por motivos filológicos y arqueológicos. Los pobladores del continente, dice, llegaron por el estrecho de Behring y vivieron en el paganismo hasta su evangelización precolombina. Servando se extraña de que se llamen cristianos —como los franciscos del siglo XVI— quienes se atreven a dudar de la literalidad del Evangelio de Marcos, cuando Jesús mandó a predicar a sus apóstoles por todo el mundo. Pero admitiendo “conocer el siglo en que estoy” renuncia a la apelación escriturística, armándose de otras pruebas: el comercio entre China y Anáhuac o entre México y Egipto, documentado por Carli y Kircher, los vestigios de la cruz de Kukulkán en Campeche y la interpretación borundiana de las piedras excavadas en 1790. En su enumeración caótica sale a relucir un monacato prehispánico, instituido por Quetzalcóatl con sus votos de pobreza, obediencia y castigo. Los sacrificios humanos son, como lo sostuvo Las Casas, una depravación de la Eucaristía, tan deplorable como los excesos deístas de 1793, pero no peores. El viaje al Anáhuac de los antiguos mexicanos es el de Israel tras la cautividad del faraón. 15 años después ningún historiador habría tomado en serio a Mier. Pero antes de

1820, con la erudición ilustrada que no moría y con el romanticismo naciente, entre la egiptomanía y la búsqueda de identidades nacionales para patrias nuevas, es comprensible que a Bolívar y a Alamán les haya parecido interesante el mito tomasiano. Mier llevaba un cuarto de siglo hablando de él. Sin creerlo del todo, Chateaubriand, Grégoire y Blanco White quizá lo estimularon a seguir sus averiguaciones, que eran, además, una tradición respetable entre los dominicos y los anticuarios criollos. Pero la Historia estaba condenada a ser, como su autor, un códice extraviado. El último par de “evangelistas de la emancipación” identificados cabalmente con el liberalismo decimonónico, Lorenzo de Zavala (1788-1836) y José María Luis Mora (1794-1850), desdeñaron la Historia servandiana. Mora, aunque le dedicó una cariñosa nota necrológica a Mier, no lo menciona en su México y sus revoluciones (1836). Zavala llama a Servando “escritor indigesto” y “acalorado cerebro” en su Ensayo histórico de las revoluciones de México desde 1808 hasta 1830, cuya edición definitiva apareció en 1845. Servando, hombre de palabra, predicador y escritor, se remite a una “verificación” léxica para cerrar el caso. Para Boturini, quetzal es predicador; para Borunda, teohuitzilopochtli es “el señor de la espina o herida en el costado de quien lo mira”. Así, mecsi significa “ungido por Cristo” y México, otra vez sea dicho, el lugar donde se adora a Cristo. La manipulación charlatana de una etimología sustituye la prueba histórica. Una tradición filológica, propia de la historia eclesiástica judía, griega y latina, encontraba en el verbo la manifestación de Dios; Mier —y la escuela criolla que con él culmina— pretendió aplicar, por exigencias dogmáticas —Dios no podía haber olvidado al Nuevo Mundo—, esa lexicografía a un universo gramatical desconocido. Pero la invención de una etimología creará una nacionalidad, que en la Historia aparece como acto de fe y como un hecho del lenguaje. ¿Qué pieza falta en relación a 1794? La Virgen de Guadalupe, ni más ni menos.⁴⁷ La heterodoxia guadalupana se convierte en silenciosa apostasía y el jansenista renuncia a las vírgenes. O al menos se cuida de no exhibirlas ante el público europeo, pues en 1819 volverá al tema, ante interlocutores, reales o imaginarios, en México. Pero más allá de obsesiones y minucias, aunque con un pésimo sentido de la oportunidad, a un lustro de la fundación de la República, Servando rechaza el guadalupanismo —que Hidalgo, por azar o convicción, había convertido en estandarte de la revuelta— como mito fundacional y lo cambia por una lexicografía erudita de incierto futuro: Quetzalcóatl/Santo Tomás. La “Nota

ilustrativa” es el más claro y efectivo de los textos tomasianos de Servando. Debió haber sido el último. Curándose el brazo derecho con la escritura, Servando Teresa de Mier hizo con la Historia de la revolución de Nueva España una síntesis de géneros y tradiciones, a ratos macrocefálica, como era propio del tratado barroco. Prosísticamente, es obra de predicador, cuyas tramoyas y artefactos inundan el texto: el apóstrofe, la preterición, la prosopopeya y la anáfora.⁴⁸ A su vez, la tradición picaresca se filtra a través de la maldad frailuna despiadada contra López Cancelada. Viene de la historia eclesiástica e irrumpe en una forma nueva de hacer política y de escribir: el periodismo. La Historia servandiana, pese a su tejido barroco, es una especie catalogable dentro de lo que J. G. A. Pocock, especialista en la historiografía dieciochesca, llama “historia narrativa”, género moderno frecuentado por otros historiadores que, como Mier, fueron protoilustrados, más ligados al mundo de la ley civil y de la teoría contractual del gobierno, que a las maneras de los philosophes. Esa protoilustración radicó en el abandono de la historiografía como mera erudición.⁴ Por su forma, la Historia es un caudal de historias, muchas de ellas condenadas, al llegar a Mier, a ser aguas estancas, sujetas a evaporarse. Una de ellas, la que acaso sintetiza este episodio final de la literatura novohispana, es el tratado teológico-político. Tomás de Aquino, el maestro del brazo derecho venerable, utilizó esa forma para dotar a la teología de una incidencia práctica en el gobierno de los príncipes y de sus súbditos cristianos. En su caótica Historia, Servando sigue el plan de trabajo del Aquinate en La monarquía (De regno), examinando, en ese orden, el origen divino de la autoridad, la legitimidad de las formas de gobierno y su ilegitimidad, racionalizando el derecho del vasallaje a la insurrección cuando su soberanía se ve vulnerada.⁵ Mier anunció la República Cristiana del Anáhuac con un tratado teológicopolítico, esa Historia que justificaba la Independencia de América. Último cronista de Indias, Servando cubría todos los frentes que su dominio le permitía: la literalidad bíblica de Marcos evangelista, la erudición barroca y el criticismo ilustrado, las probabilidades arqueológicas y filológicas, el derecho de gentes, la descripción de Anáhuac como pueblo en la historia de la Iglesia, la crónica de su ruina y el entusiasmo por su resurrección.

EL DOCTOR CONSTANCIO, FANTASMA

Los emigrados de todos los países y todos los tiempos han presentado el mismo espectáculo: la imaginación tiene refracciones engañosas como el desierto: cree llevarse la patria en el suelo de los zapatos, como decía Danton, y sólo se lleva su sombra; sólo se acumula su cólera, y sólo se encuentra su piedad. ALPHONSE DE LAMARTINE, Historia de los girondinos, II [1847]

...papelitos que parecían escritos en una celda para ser leídos en un sótano. PAUL GROUSSAC, Santiago de Liniers, Conde de Buenos Aires [1907]

Fray Servando nunca visitó en vida la América del Sur. Pero en Londres era, antes que ciudadano de una república aún inexistente, un hombre que vivió y escribió como conspirador hispanoamericano. Se miraba en el espejo de la inmensidad que había gobernado Carlos V y aspiraba a ocuparla, junto con toda su generación, de norte a sur, de este a oeste. Soñó con desembarcar en el Río de la Plata con sus buenos amigos argentinos. Caballero Racional que tenía hermanos de logia sudamericanos, Mier fue discípulo del sevillano Blanco White y amigo íntimo del caraqueño Andrés Bello. En Simón Bolívar encontró a un lector atento aunque poco escrupuloso. América, el continente de Colón, la Colombeia de la que hablaba Francisco de Miranda, resultó extensa y prolija, inhabitable para muchos de sus inventores. Pocos de los conspiradores londinenses de 1809-1816 volvieron a verse las caras; cuando ocurrió, a menudo el desenlace fue dramático. Del círculo de Mier, sólo José de San Martín sobrevivió con sobrado donaire a las guerras intestinas y

se retiró como héroe. Alvear, Bello y el propio Servando se jugaron la vida y alcanzaron su lugar en los santorales laicos a cambio de abandonar sus sueños continentales. Así como esos insurgentes novohispanos, de los que se burla Alamán, se creían capitanes de América cuando se adueñaban de Guanajuato o Zitácuaro, los conspiradores de Londres y Cádiz, distantes durante décadas de sus solares, sufrían de una reducción sentimental del continente. Cuando los ejércitos de Bolívar la atravesaban, América parecía pequeña; una vez consumadas las Independencias, se volvió inabarcable. Todavía en vida del doctor Mier parecía posible confederarla en tres regiones capitaneadas por México, Santa Fe o Lima y Buenos Aires. Al final se impuso el desenlace aborrecido por todos quienes habían fantaseado con la Independencia, desde el conde de Aranda hasta Bolívar, pasando por Miranda, Viscardo y Pradt: antes que la patria grande, 15 repúblicas bobas carcomidas por las subastas sangrientas y dominadas crecientemente por los angloamericanos. Las referencias servandianas a las revoluciones sudamericanas, de cuyo desarrollo tenía, frecuentemente, más información que de México, son abundantes. Pero algo hay de premonitoria superficialidad en su mirada hacia el sur. Servando es el primer “mexicocentrista”; no podía ser otra cosa el predicador de la identidad entre Quetzalcóatl y Santo Tomás. Aunque el dominico admitía de buena gana las aventuras apostólicas en el brumoso mundo incaico, era clarísimo que la nación milenaria era México, el sitio donde se adora a Cristo. Desde un sustrato geológico, ctónico, con Mier nacen las ínfulas mexicanas. Aquellas regiones, como las sudamericanas, consentidas con recurrentes declaraciones de amor y fraternidad, son espacios vacíos propicios para experimentar formas políticas avanzadas del pensamiento europeo, pero, al fin y al cabo, pueblos sin historia en contraste con el Antiguo Anáhuac. Desde esa altura, real o supuesta, propia del Altiplano virreinal, Mier no percibe la grandeza ni el horror dimanados por Miranda, Bolívar, San Martín, grandes capitanes llamados a cumplir los mandatos apostólicos del “alto valle metafísico”, como lo llamaría después Alfonso Reyes. A la distancia, Servando no fue consecuente con su propia Historia: el matiz contrarrevolucionario de los acontecimientos novohispanos explicaba a Iturbide, caudillo injustamente sobajado por el liberalismo mexicano, pero inferior, desde cualquier ángulo, a los jefes sudamericanos. Servando será, no faltaba más, un fantasma en la vida

de esos prohombres de América del Sur, tempranamente convertidos en estatuas de sal.

Negros del general Miranda

Si entráis a Europa tarde con sombrero de copa en el jardín condecorado por más de un otoño junto al mármol de la fuente mientras caen hojas de oro harapiento en el Imperio si la puerta recorta una figura sobre la noche de San Petersburgo tiemblan los cascabeles del trineo y alguien en la soledad blanca alguien el mismo paso la misma pregunta... PABLO NERUDA, “Miranda muere en la niebla (1816)”, Canto general, IV, XIII [1950]

El primero de esos jefes, el más seductor, fue Francisco de Miranda (17501816), el único hombre de su tiempo que, nacido súbdito de Su Majestad Católica, fue contemporáneo de todos los hombres. Durante una conversación en Lisboa en 1806, traída a cuento por el Santo Oficio en 1819, Mier se jactó:

Es amigo mío Miranda, y le debo favor y confianza, en adversas circunstancias me sirvió completamente, sin embargo de que en aquel tiempo no nos habíamos conocido, y me manifestó los planes que tenía formados para esta empresa, y por esta causa lo veía con aversión; pero amigo, ya estoy desengañado: ser fiel vasallo a la España es una liviandad, ¡grande majadería es exponerse a derramar su sangre por tiranos! [...] Dios quiera que Miranda sea nuestro Washington.⁵¹

Por “aquel tiempo” podría referirse Mier a los primeros meses de 1801 en que él y Miranda coincidieron en París, si no es que en 1806, sabedor de que el general se proponía incursionar en Venezuela, el fraile se inventó esa relación. Miranda aparece fugazmente, como ideólogo y víctima, en la Historia y es omitido en las Memorias, ya sea porque ese encuentro no existió —o carecía de importancia para Mier— o quizás el prisionero temía aparecer relacionado, ante los inquisidores, con un personaje bastante más peligroso que él. Como fuese, a principios de siglo, el resuelto independentismo de Miranda, escuchado de viva voz o muy probablemente leído, habría sido escandaloso para Servando, como supuestamente se lo dijo a José Sarría en Lisboa. En 1805, Francisco de Miranda intenta, infructuosamente, emprender la liberación militar de Venezuela, tras obtener el apoyo condicionado de William Pitt, el Joven (1759-1806), primer ministro británico si acaso interesado en abrir un frente antinapoleónico en el mar Caribe. Los independentistas americanos — y amigos suyos como Blanco White— sobrevaloraron sistemáticamente la perfidia de Albión. Creían que el grande amor de los británicos por el libre comercio y sus jugosas ganancias era carnada suficiente para involucrarlos en una guerra de Independencia en América. No fue así. Inclusive, la única incursión armada británica de la época, la fallida conquista del Río de la Plata por sir Horace Popham en 1806, fue repelida de manera ardiente y exitosa por los bonaerenses. Desde ese momento, el apoyo inglés mendigado por Miranda fue visto con desconfianza por los americanos. Haciendo escala en Nueva York, Miranda se lleva otra decepción. Ni el presidente Thomas Jefferson ni el secretario de Estado James Madison lo apoyan en su aventura. La simpatía de los herederos de Washington por Miranda y su causa era genuina, casi tierna, pero no lo suficiente para poner en riesgo las relaciones diplomáticas de los Estados Unidos, la potencia emergente, con España y Francia. Además, en Washington —así se llamaba la capital desde

1800— nadie veía con simpatía la injerencia europea, sobre todo inglesa, en el continente. Miranda desembarcará en febrero de 1806 en el puerto haitiano de Jacmel, sin otra compañía que sus ideales y un cuerpo de mercenarios. En el mástil de su barco, llamado Leandro en honor de su hijo natural, ondea la bandera amarilla, azul y roja. El jefe cumple 56 años en la isla de Aruba. Sus intentos de acercarse a Venezuela, precedidos de ardientes proclamas, son sangrientos fracasos. Las naves españolas interceptan a los aventureros; la cabeza de Miranda se pone a precio en la Plaza Mayor de Caracas. Los frailes, cuenta Mariano Picón-Salas, cantarán salmos penitenciarios mientras los hombres de Miranda, en su mayoría reclutados en el Bronx, juzgados como piratas y herejes, reciben la muerte a bayoneta calada.⁵² Entre mayo y julio de 1806 Miranda peregrina como alma en pena por Trinidad, Granada y Barbados. Las islas atestiguan el tránsito de un empecinado, sordo ante los gritos de terror que se escuchan en su patria, en cuyos puertos la plebe y el clero le temen como al demonio. Otro intento de desembarco fracasa en Coro, en la costa occidental de Venezuela. El 1° de enero de 1808 Miranda ya está de regreso en Londres, como deudor del gobierno inglés y bajo la amenaza de marinos y proveedores que exigen el pago de lo adeudado. Incansable, Miranda justifica su derrota y apela una vez más a la paciencia de los ministros británicos. La invasión francesa de España acaba con sus planes; en un par de meses, Inglaterra se vuelve aliada de los fernandistas contra Napoleón y contra la independencia de las colonias españolas, descartada como un servicio al enemigo. Tan querido era Miranda entre la élite inglesa que el general Arthur Wellesley recordó que los minutos durante los cuales, aprovechando un paseo, dijo a Miranda que Inglaterra lo abandonaba fueron los más difíciles de su vida. ¿Quién fue ese caballero que merecía tanta consideración entre los republicanos estadounidenses, los aristócratas rusos, los girondinos, los traficantes holandeses y los políticos ingleses? Mariano Picón-Salas, uno de sus biógrafos, encuentra en Miranda algo de Casanova y algo de Cagliostro. Agreguemos que transformó al hombre de las Luces en revolucionario romántico; tuvo la curiosidad intelectual de Franklin y Humboldt, el arrojo guerrero de los primeros generales de Bonaparte y la terca honradez de Tom Paine. Su fracaso, entregado por Bolívar a los españoles, lo condenó al piadoso cenotafio de los precursores. Miranda nació un 28 de enero en Caracas. Esa ciudad era entonces la más moderna de las posesiones españolas de América, una “genuina creación

borbónica” ajena a la pesadez monástica e indiana del Perú y México. A Miranda, militar de carrera, lo vemos combatir, como oficial español, entre 1773 y 1775, contra los piratas de Argel. Involucrado en las escaramuzas antillanas que España libró a favor de la Independencia de los Estados Unidos, Miranda auxilia desde Cuba a los colonos que resisten en Chesapeake, tras haber participado en la liberación de Pensacola en 1781. Una entrevista con George Washington, el 8 de diciembre de 1783, será el momento culminante de la educación de Miranda en los Estados Unidos. Miranda rompe con el ejército español —que lo había acusado de insubordinación— y se instala en Londres. Allí fue el primero en concebir América como un continente de cuya libertad política dependía el futuro de la civilización occidental, cortando la soga que ata al Nuevo Mundo con la Leyenda Negra. Hace su Gran Viaje por Europa: de Praga al mar Jónico, de Potsdam a las ciudades italianas. Si ya conocía al general La Fayette y a Samuel Adams, ahora está presente en las maniobras de Federico el Grande, y Joseph Haydn será su cicerone en el palacio del príncipe Esterházy. Visita, en Roma y en Bolonia, a los jesuitas americanos expulsos, y en uno de ellos, el abate Viscardo, encuentra a su hermano intelectual. La prensa inglesa exalta a Miranda como prohombre americano, refutación viva de las teorías en boga que aseguraban la inferioridad moral e intelectual de los habitantes del Nuevo Mundo. Perseguido por agentes españoles y acusado en Madrid de usurpación de grado militar y de título nobiliario, Miranda conserva una actitud ambigua, aun familiar, propiamente criolla, frente a España. En 1808, cuando los ingleses se rehúsan a secundar sus correrías americanas, Miranda se niega a combatir en España contra Francia. Los españoles, dice, sólo son sus enemigos en la tierra de Colón. Por otro lado, los ministros ilustrados de Carlos III y IV ven en el venezolano a ese hombre que hubiesen deseado ser. La leyenda de Miranda nace en el norte, en las otras antípodas, en Rusia. Hombrearchivo, Miranda recorrió el mundo cargando sus papeles y mapas, sus colecciones de arte, su gabinete de medallas, una biblioteca que incluye a Laurence Sterne y libretos de la ópera italiana. Entre esa enciclopedia ambulante destaca su Diario, particularmente el dedicado a Moscú, Kiev, San Petersburgo. Más allá de la concisión de Jovellanos —el diario como agenda a cumplir por la Ilustración—, la escritura de Miranda sorprende por su sensualidad. Observa, pizpireto, los baños rusos donde hombres y mujeres se lavan juntos sin pudor y sin lascivia. En cada posada, Miranda exige a sus criados rusos, invariablemente

ebrios, muchachas de la localidad, para “chapárselas”, no sin recompensarlas generosamente.⁵³ El Diario de Miranda, en la literatura tardovirreinal, dialoga con las Memorias de Servando. Las mujeres son a don Francisco lo que los frailes al doctor Mier: el baremo de la civilización. El novohispano va del más ignaro de los monjes jerónimos al papa; el venezolano cultiva lo mismo a la moza de aldea que a Catalina de Rusia. Aunque nada prueba que el futuro general haya tenido algún escarceo erótico con la zarina, es difícil contener la imaginación. Introducido por el poderoso príncipe Potiomkin, amante oficial de Catalina, Miranda, si no alcanzó el lecho imperial, al menos se ganó toda la simpatía de la antigua anfitriona de Voltaire. El 14 de febrero de 1787 la emperatriz recibió a Miranda y lo retuvo a su lado; enterado de que las autoridades de Madrid lo perseguían, Catalina lo dotó de pasaporte ruso y días después fue honrado con el uniforme de coronel del Regimiento de Coraceros de Ekaterinoslav. Acusado de usurpar dignidades hispánicas, Miranda, a diferencia de Servando en 1817, encuentra protector. Pero el hombre de mundo y la rata conventual parten de una similar situación precaria: la indocumentación. A falta de papeles, hay que lucir el ingenio. Hay coincidencias más simétricas entre ambos hispanoamericanos, mismas que llaman a reflexionar sobre las ruinas del Imperio de Carlos V en América. De procedencia social similar —la clase media alta que nunca será realmente noble —, Miranda y Servando desprecian altaneramente el Viejo Mundo. Tan deficientes le parecen a Miranda las ciudades rusas —incluso San Petersburgo, esa maravilla de la hechicería ilustrada— como a Mier la eclessia ibérica. ¿Vano orgullo de provincianos criados en un imperio vetusto, o soberbia sustentada en una cultura que ellos mismos, en la paradoja independentista, contribuirán a destruir? El par de viajeros nunca olvidan su autoglorificado origen: Caracas, ciudad abierta, San Petersburgo del Caribe; México, la tercera Roma. Protegido a la distancia por la zarina, el venezolano recorre, durante 1789, las cortes escandinavas, baja a Génova y hacia Semana Santa entra en Francia: al visitar la tumba de Nostradamus y el castillo del barón de Montesquieu, en La Brède, Miranda dibuja su siglo. Como fray Servando, goza, en el camino, de la hospitalidad de los judíos de Burdeos. Visita a Lavater, maestro de la fisionomía, quien, tras estudiar su retrato y las líneas de su rostro, le augura un futuro heroico e indomable.

Es revelador del carácter ilustrado que Miranda no hallase incompatible el amor por Washington y la protección de Catalina de Rusia; ni a Chateaubriand le fue dado conocer a ambos personajes. Pero a Miranda le esperaba la prueba mayúscula: la Revolución Francesa. El 3 de junio de 1789 asiste a una sesión de los Estados Generales en Versalles. Tras otro cabildeo en Londres, Miranda regresa a Francia en marzo de 1792. Talleyrand mismo lo ha convencido de que se juega, más allá del Canal de la Mancha, el porvenir. En pocos días Miranda se vuelve ciudadano francés, es decir, habitante del futuro. Entre los girondinos encuentra a los hombres y a las mujeres por los que arriesgará su vida. Más allá de su entusiasmo por la bandera tricolor, Miranda apuesta por que el soplo de la Revolución Francesa lleve la libertad a América. El 10 de agosto, cuando el populacho toma las Tullerías y apresa a Luis XVI, Miranda acepta enrolarse como mariscal de campo a las órdenes del general Dumouriez. En Valmy, Miranda participa de manera decisiva en la victoria republicana. Ascendido a general, gana en el campo de batalla, en la batalla por excelencia, lo que los españoles le escamotearon: un grado. Desde entonces será el general Miranda, cuyo nombre está grabado en el Arco del Triunfo de l’Étoile. El general descubrirá enseguida la naturaleza saturnina de la Revolución. Sospechoso de querer dar un golpe de Estado contra la Convención en París o de pactar con el enemigo, Dumouriez le tiende una treta a Miranda. Le ordena una acción suicida: asaltar Neerwinden por el lado izquierdo, el 18 de marzo de 1793. Tras comprobar el fracaso de su subordinado, Dumouriez lo denuncia ante los comisarios de la Convención en Bruselas. Poco después Dumouriez pacta con los austriacos la evacuación de Bélgica. Tras una vida infértil como mercenario, Dumouriez morirá en 1823. Preso en la Conciergerie, Miranda tiene la suerte de enfrentar a sus jueces poco antes de la dictadura jacobina. En mayo de 1793 el Tribunal lo absuelve de traición a la República. Libre por unos meses, cae nuevamente en prisión, esta vez por girondino. Madame Roland lo recuerda invitando a sus compañeros de celda a considerar el suicidio como antídoto contra la guillotina. El Termidor lo liberará en enero de 1795. Fue uno de los pocos generales de la Gironda que salvaron la vida. El ruido de los sables y de los cañones, la pócima de la libertad y el estoicismo, la búsqueda de un nuevo derrotero para América son sólo algunas de las causas de la aventura francesa de Miranda. Algo hay en él de soldado de fortuna, sediento no de oro, sino de gloria. Y la fortuna, como dicen, tiene nombre de mujer. Se llamaba Delphine de Sabran, marquesa de Custine. Se

apunta al ingenio de madame una frase elocuente sobre Goethe: “No es ateo; solamente no sabe dónde está Dios y nadie le ayuda a encontrar su escondite.”⁵⁴ Al general Miranda, amante de viudas, se atribuye la primera utilización de la palabra romántico en lengua española. Decapitado su marido, Delphine se enamoró de Miranda, como también le ocurrió, sin tanto éxito, a la viuda Pétion. El romance terminó cuando Delphine enamoró a Fouché, el flamante y diuturno ministro de policía, quien mandó investigar al ex amante venezolano y, amenazándolo con un nuevo proceso, lo obligó a fugarse de Francia, disfrazado, en enero de 1798. Y en los salones del Directorio había conocido al joven general Bonaparte, quien dijo de Miranda: “Ese hombre trae el fuego sagrado en el alma.” Miranda y Bolívar despreciaron al Napoleón que traiciona una república al convertirse en emperador. Pero lo que tenían era despecho, pues habían amado sin tregua al joven Bonaparte, el conquistador revolucionario. Los primeros bonapartistas —y los más grandes— fueron los caudillos hispanoamericanos, para quienes el corso era la medida del mundo, la ecuación entre el bien y el mal. El ascenso de Bonaparte, que detestaba a los viejos republicanos, provocó que Miranda volviera a concentrarse en América. En 1797, José María España y Manuel Gual son detenidos en Venezuela tramando una revuelta republicana; dos años después, Miranda encuentra en los papeles póstumos de Viscardo esa Carta a los españoles-americanos que se convierte en su proclama. Durante su década francesa, el espíritu rebelde se ha extendido por América. Miranda cree ya no estar solo. Tras la fallida expedición liberadora de 1805-1806, cuando Servando conversa sobre Miranda en Lisboa, vendrá 1808 y su réplica en el Nuevo Mundo. Londres ya no es, en 1809, ese sitio donde Miranda hacía antesala con Pitt. Van llegando hombres como Blanco White, Servando, Bello, Alvear, San Martín, con planes concretos y locuras sumarias. La perseverancia de Miranda, su leyenda, su portentosa carrera diplomática, así como la templanza política adquirida durante el Terror, lo convierten en el hombre de la ocasión. Pero el tiempo no ha pasado en vano. A sus casi 70 años debe enfrentar los ímpetus y las ambiciones de una nueva generación. Llamado a internarse en el continente para emprender la Independencia, ya sea en el Río de la Plata o en Venezuela, Miranda conspira y calcula. Trata de no volver a equivocarse. El gobierno inglés ya no lo tolera. Lord Castlereagh lo

amenaza con la expulsión si reincide en promover la sedición de los americanos contra España. Pero Miranda sabe que la situación no está madura. Es necesaria una verdadera señal desde tierra firme para no repetir el chasco caribeño. En esos días aparecen los “mexicanos”, pues así se llamaba el grupo de los Fagoaga, al grado de que un ecuatoriano como Antepara se adjudica el gentilicio. El marqués del Apartado y su hermano Francisco “Frasquito” Fagoaga financian El Colombiano, fundado en marzo de 1810 y cuyo complemento será El Español, de Blanco White, aparecido apenas un mes después. El propio Miranda da noticia de sus nuevos amigos al futuro duque de Wellington: “Tenemos aquí en este momento en Londres [5 de abril de 1810] algunas personas nativas de México y el Perú, quienes me presionan mucho acerca de los asuntos de sus países. Sin embargo, no hemos hecho grandes progresos.”⁵⁵ En enero de 1810, el general Miranda había cenado en casa de un célebre radical y filántropo inglés, luchador contra la esclavitud, William Wilberforce (17591833), “en compañía de un misterioso hispanoamericano que se hace llamar doctor Constancio y que firma artículos de prensa con el pseudónimo Las Casas [¿sería fray Servando Teresa de Mier?].”⁵ ¿Hay manera de colocar a Servando en Londres en esa fecha? No. Todo indica que se encontraba combatiendo en la guerra de España. Si examinamos el Archivo del General Miranda, el doctor F. S. Constancio aparece como una persona concreta, cercana al círculo del general como conspirador, empresario y publicista. El 9 de agosto de 1809, desde el 15 Bulstrode Street, Gould Francis Leckie informa a Miranda —en inglés— que el doctor Constancio le hizo el honor de sentarse a su lado y le dijo que los franceses se apoderarán de las Indias una vez que acaben con el fernandismo. Más tarde, aparece el recorte de The Statesman (1° de noviembre de 1809) donde “Casas” habla de la emancipación de Hispanoamérica en un tono que, traducido al inglés, podría ser de Mier, por la forma de algunas argumentaciones contra los títulos de conquista y por las dudas sobre la legitimidad de las juntas españolas para representar a América.⁵⁷ Pero el 7 de diciembre F. S. Constancio le escribe en francés una carta desde Harwich, donde le anuncia que, por el estado de sus finanzas, se ve obligado a abandonar “votre beau et sublime projet”. Enseguida, F. S. Constancio habla con conocimiento de causa de la situación en Portugal, donde gran parte de los 24 mil hombres de la armada portuguesa, comandados por Beresford, han sido licenciados. El jueves 9 de enero de 1810, William Wilberforce informa a

Miranda que comenzará pláticas con Constancio y su “amigo mexicano”, José María Antepara. Se concierta cita para la cena del 18 de enero. Entre los papeles de Miranda aparece, finalmente, la tarjeta de visita de “Le Dr. Constancio, Sheward St., Golden Square No. 14”.⁵⁸ ¿Quién fue Constancio? El candidato más lógico sería el erudito Andrés Bello, tan dado a prestar o alquilar su pluma; pero el poeta llegó a Inglaterra apenas el 10 de julio de 1810. Dado que Mier todavía no estaba en Londres, el misterioso doctor Constancio pudo ser José Francisco Fagoaga, marqués del Apartado. Era la única persona que reunía iniciativa política, recursos económicos y relaciones intelectuales como para cobrar tanta importancia ante Miranda. Pero las biografías del entonces joven marqués del Apartado son parcas en extremo. Hacia 1816, José Francisco Fagoaga o su aún menos conocido hermano “Frasquito” Fagoaga habrían ido demasiado lejos en su heterodoxia: recomendaron a Bello como revisor de una traducción que preparaba la Sociedad Bíblica de William Blair para difundir el protestantismo en la América española.⁵ El marqués del Apartado, después de la Independencia, continuó visitando Londres: en 1826 llevó a Bello y a Blanco White las últimas cartas que les escribió fray Servando. El marqués del Apartado fue la cabeza de un grupo cuyas plumas eran Servando y, poco después, Andrés Bello. El doctor Mier podría haber escrito o sugerido artículos y haberlos firmado con el nombre de “Casas”, en honor de fray Bartolomé de Las Casas. Gracias al registro del préstamo monetario de Blanco White a Mier, en julio de 1811, sabemos que la relación entre el fraile mexicano, quien estaba en Cádiz, y Grafton Street fue anterior a su llegada a Londres. La aparición de F. S. Constancio en los papeles de Miranda deja varias interrogantes. ¿Por qué era tan importante como para concertar citas casi clandestinas con Miranda? ¿Cuál fue la razón por la cual se disculpa en la carta francesa de abandonar al general venezolano? ¿Qué tanto conocía de la situación en Portugal? Infiero lo siguiente: la riqueza de la familia Fagoaga era un apoyo nada desdeñable para Miranda; el marqués del Apartado era un criollo independentista que cuidaba su identidad, pues conspiraba en Inglaterra, aliada de los españoles, y no deseaba invertir en las empresas del general más allá del financiamiento de El Colombiano. En 1812 el marqués del Apartado decidió volver a la Nueva España a cuidar sus intereses económicos y para aprovecharse de la relajación propiciada por la Constitución de Cádiz. Otra posible identidad de Constancio sería un tal Manuel Cortés, mexicano de 25 años que habría

presentado al marqués del Apartado con Miranda. ¹ El resto de la personalidad del doctor F. S. Constancio puede concernir a fray Servando Teresa de Mier, quien antes de recibir el patrocinio de Fagoaga, que pagaría parcialmente la Historia, lo informó de la situación portuguesa en diciembre de 1809 y pasó a escribir artículos para The Statesman. Así, Constancio es José Francisco Fagoaga y el doctor F. S., fray Servando, quien a su vez firmaba “Casas” los textos. Las iniciales F. S. son enigmáticas y carecen de carácter concluyente. ¿Mier, que odiaba su condición frailuna, habría jugado con “F. S.”, ese Fray Servando, su doble y su propio yo? ¿O se trataba de una clave elegida, entre veras y broma, por el marqués del Apartado? Quien fuese o a quienes ocultase, el enigmático Constancio ayudó a Miranda como periodista revolucionario: dándole apoyo intelectual en The Statesman, financiando El Colombiano. Servando y Miranda confluyen fantasmalmente en ese doctor F. S. Constancio, alias Casas, representación colectiva de un espíritu y de una empresa. Miranda compartía algunos temas del patriotismo novohispano como “esa donación curiosa del papa español Alejandro VI”, quien en 1493 dividió el Nuevo Mundo entre España y Portugal. Como Mier, el general Miranda justificó la Independencia recordando las bulas alejandrinas como una aberración jurídica. Pero el resto de sus fuentes son ilustradas y republicanas. Desde su Propuesta de 1790, en Miranda se reconoce al lector de Montesquieu, Paine y el jurista suizo Vattel, autor de El derecho de gentes, utilizado por el venezolano para negar que España hubiese tenido derecho de poblar América, pues no se trataba de desiertos, sino de territorios poblados por sociedades autóctonas. ² A diferencia de Servando, Miranda ignoró toda consideración eclesiástica o mitológica: ni Quetzalcóatl ni Tomás Apóstol le interesaban a un general no sólo ilustrado sino francmasón. Aunque las logias no eran sinónimo de racionalismo, Miranda —a quien una tradición da como iniciado por Washington— fundó en Londres la Gran Reunión Americana, sitio de iniciación para Bernardo O’Higgins, Bolívar, San Martín. Como sus discípulos, Miranda separó precozmente la política americana de la confesionalidad. Bolívar se lo dirá claramente al obispo de Popayán: “El mundo es una cosa, la religión es otra.” Por ello, una organización más amplia, como la SCR, estaba diseñada para católicos o clérigos que, como Mier, no querían o no podían entrar a la verdadera masonería.

La discusión de los títulos de conquista, banquete de la controversia teológica desde el siglo XVI, es llevada por Miranda hacia el campo jurídico y del derecho natural. La forma de argumentación contra la Conquista, en la Historia de Mier, dice la edición de la Sorbona, refleja la influencia de la Proclama a los pueblos del Continente Colombiano alias Hispanoamérica. Ese texto de Miranda es el que habrían discutido nuestro fraile y José Sarría en Lisboa. Poco atento a las ideas profanas, Mier debió sentirse estimulado por Miranda, aunque desconocía su fuente eclesiástica, que era Viscardo. No será sino hasta las Cartas de un americano, impregnadas de la Revolución caraqueña, cuando Miranda y su alternativa final impresionen a Mier. Otra coincidencia es la nostalgia —que también compartía Blanco White— por la España medieval, cuya organización feudal les parecía un “federalismo” que Carlos V y sus herederos destruyeron. Como todos los hijos en proceso de separación, violenta o no, de su familia, los independentistas tenían dificultades insuperables para situar en qué momento “biológico” sus padres habían perdido el dominio legítimo sobre ellos. Ajeno al sustrato indígena de México o del Perú, Miranda imaginó —más con buena voluntad de ilustrado europeo que otra cosa— una organización política para la futura América libre, un Incanato, combinación un tanto peregrina entre la administración inglesa, la virtud romana y el ya entonces publicitado igualitarismo incaico. Es conocida la escena en que Pitt se tendió en la alfombra, como niño, para recorrer a sus anchas el gran mapa del Incanato que Miranda le mostraba. A Servando, apasionado de los jeroglifos mexicanos y filólogo charlatán, le interesó poco —en contraste con jesuitas ilustrados como Clavijero — exaltar la organización social de los antiguos mexicanos, que para él sólo valían como el pueblo evangelizado por Tomás. Con todo, los incas, que conocía a través de la obra del conde Gian Rinaldo Carli, le parecen una nación más civilizada. El día que Miranda deja Londres comienza a perder crédito en el ánimo de la nueva generación independentista, incluyendo a Servando y al grupo novohispano. Llegado a Caracas el 13 de diciembre de 1810, Miranda pretenderá domar una revolución y conducirla exitosamente hacia el Incanato. Desde que decidió hospedarse en casa de Bolívar, el caudillo que para nacer necesitaba destruirlo, Miranda comenzó a perder el control de su destino. La primera revolución en América fue la de Caracas; por el ambiente ilustrado

de la ciudad, fue la más radical. El 19 de abril de 1810 los criollos depusieron al capitán general y tomaron el poder en nombre de Fernando VII, sin encontrar al principio la resistencia que había privado a Iturrigaray de su virreinato novohispano en 1808. De manera contundente, además, los venezolanos negaron toda obediencia al Consejo de Regencia, y ésta los declaró en rebeldía. Aclamado de dientes para afuera, al recién desembarcado Miranda no se le hace sitio ni en la junta directiva del Congreso ni en el triunvirato ejecutivo. Miranda teme —como Blanco White en Londres— una evolución jacobina de la situación. El general, prisionero que fue de Robespierre, ya no puede contener el ímpetu de los jóvenes criollos, quienes podrían ser sus nietos. Miranda presiente que la Independencia de su Colombeia será una parodia de la Revolución Francesa. Y aunque renuncia dignamente a cualquier emolumento británico, Miranda se siente representante de la isla en América. Las libertades francesas de culto, dice el viejo girondino, son inoportunas y contraproducentes para las colonias rebeldes. Presidente de la Sociedad Patriótica, Miranda convoca a los festejos del primer aniversario de la Revolución, el 19 de abril de 1811. Ese día, el joven Bolívar pide la independencia. El 5 de julio, Venezuela se declara república federal y aprueba una Constitución —Miranda es diputado— que, salvo la tolerancia religiosa, se debe más a las cartas constitucionales de los Estados Unidos y de Francia (1791) que a cualquier tradición hispánica. Con más preocupación que entusiasmo Miranda medita esa ilusión de letrados —que en la vecina Nueva Granada será bautizada por Antonio Nariño como patria boba— y, tras fracasar como conciliador entre extremistas, decide servir a la nueva república como militar. Cuando ve a los desarrapados que habrá de dirigir en el combate, los considera indignos de un general de su categoría. La contrarrevolución arde desde los llanos del interior durante la segunda mitad de 1811. Cuando el agua llega al cuello, todos miran hacia el vencedor de Valmy como el salvador. El 23 de abril de 1812, Miranda es nombrado jefe supremo con poderes dictatoriales. Pero el general, tristemente, no conoce su tierra ni imagina la marabunta de las masas campesinas —compuestas de negros y pardos —, protagonistas de un huracán similar al desatado por Hidalgo contra los españoles en la Nueva España. Pero las hordas de Monteverde, legitimadas por la obediencia ciega a España, son ajenas a los remordimientos de una jefatura ilustrada o acotada por el tomismo político. En Venezuela, el odio de la plebe se

dirige contra los blancos de Caracas y su élite, los llamados “mantuanos”. Fanatizada por el clero, la contrarrevolución recibe un regalo desde el seno imprevisible de la tierra. El jueves santo, 28 de marzo de 1812, un terremoto destruye Caracas y otras ciudades. Más de 10 mil muertos. La clerigalla festeja la catástrofe: el castigo divino borra la herejía republicana. La multitud, delirante, se confiesa ante la aduana del purgatorio. Además, las zonas dominadas por los realistas quedan a salvo de los daños mayores. En ese momento Bolívar, con una anécdota y una frase, marca su derrotero. En la plaza de San Simón, un fraile —o quizá simplemente un partidario de los españoles— exige arrepentimiento a los moribundos y se felicita ante la ira de Dios. Bolívar lo zarandea y lo despide con su propia profecía sísmica: “Si la naturaleza se opone a nosotros, lucharemos contra ella hasta vencerla.” La Ilustración iberoamericana cabe entre 1755 y 1812, fechas de los terremotos de Lisboa y Caracas. Con su siglo, Miranda, el hijo predilecto de las Luces, se despide. Fatigado, no pudo o no quiso ser un dictador. Como tras Neerwinden, es traicionado por sus amigos y por sus enemigos. Los presos españoles de San Felipe se sublevan y cae Puerto Cabello, pieza estratégica al mando de Bolívar, que había pasado de idolatrar al generalísimo a detestarlo. “Venezuela”, le manda decir Miranda a Bolívar, “est blesée au cœur”. El 25 de julio Miranda capitula ante Monteverde. ¿Por qué capituló? Educado en las maniobras de Federico el Grande y doctorado en Valmy, Miranda cree que la guerra es un arte, no una carnicería de civiles. Víctima del Terror de Robespierre, quiere evitar para Venezuela esas matanzas. Político internacional, cree que los vientos que llevan hacia la Constitución de Cádiz, a punto de promulgarse, morigerarán la furia española; el liberalismo, calcula, dará una solución pacífica a la querella de los mundos. Está más interesado en suplicar ayuda en Londres y en recibir consejos del filósofo Bentham, que en un “bochinche” que da por perdido. Previsor, el general mandó embalar su biblioteca y archivo en un bergantín: el pueblo vio en ello la huida de un aventurero. Detenido por el propio Bolívar en la madrugada del 31 de julio de 1812, Miranda, acusado de traición, es víctima de una doble intriga. Mientras Monteverde no respeta los términos de la capitulación, Bolívar desea desconocerla y fusilar a Miranda. El comandante de La Guaira se opone al parricidio y se lava las manos, entregando al héroe de Valmy a los españoles. En Cádiz y Londres, Servando siguió con ansiedad el trágico desenlace de

“nuestro Washington”. En las Cartas de un americano, Mier defendió a la Primera República venezolana de las acusaciones de jacobinismo que le hacía Blanco White. Aquél fue el punto más radical en el pensamiento servandiano. Identificó a los republicanos de Caracas con la voluntad general. El whig sevillano, tras el fatal destino de Miranda, no necesitó insistir demasiado: Mier se convenció y fue, hasta el fin de su vida, un girondino. En la Historia, Mier lamenta la traición de Monteverde como otra prueba de la barbarie española. Servando, en Cádiz, ya había visto llegar a las primeras víctimas del terror español. A esos prisioneros, dice, “les seguirá Miranda, preso ya en una bóveda en compañía de un mulato para ratificar la igualdad con éstos establecida en su Constitución. Desembarcados en Cádiz fueron conducidos a calabozos horribles de la cárcel pública...” ³ Miranda pasó todo 1813 en una mazmorra de Puerto Cabello. No cesó de escribir pidiendo justicia. Para 1814 ya está preso en España, en la Carraca de Cádiz. Antes de la Restauración, sus admiradores novohispanos lograron, gracias a una moción del coahuilense Ramos Arizpe en las Cortes, que su caso quedara fuera de la jurisdicción de la Regencia. Mier, promotor de la causa desde Londres, ya no tuvo tiempo de lamentar la inutilidad de la medida. Recordando viejos tiempos, el general pide ayuda a Lord Wellington. Planea una fuga, mueve hilos, pide dinero, localiza viejos partidarios. Cuando lo esperan, libre, aparecido por arte de magia en el peñón de Gibraltar, lo que llega es la noticia de su muerte, acaecida el 14 de julio de 1816. A Francisco de Miranda, que casi todo lo supo, le faltó una lección del doctor F. S. Constancio sobre el arte de la fuga.

Simón Bolívar, una carta no de amor

El episodio más oscuro y contrastante de la vida de Simón Bolívar ocurrió como consecuencia del arresto de Miranda. Monteverde, el vencedor español, fue convencido por la oligarquía caraqueña de que liberase a Bolívar, pues sólo era un señorito aventurero. Con malicia o sin ella, los españoles pagaron generosamente a Bolívar, con un pasaporte, el precio por la destrucción del general Miranda. La patente de corso concedida a Bolívar fue la ruina del Imperio español en América.

El 12 de agosto de 1812 Bolívar salió libre rumbo a Curazao. Tan pronto como pudo, el futuro libertador pasó a la Nueva Granada. Las hordas de Monteverde, y después las del general Tomás Boves, obligaron a Bolívar a “girar a la izquierda” y plantearse, desde Haití en 1815, la cuestión social. Inscribiendo en las banderas independentistas la abolición de la esclavitud y la igualdad de todos los americanos, se esperaba que cambiasen de bando las masas contrarrevolucionarias. Tras varios fracasos, Bolívar lanzó su Campaña Admirable y reconquistó Caracas el 6 de agosto de 1813. Impulsado por el Terror revolucionario, declaró su llamada Guerra a Muerte, que sólo perdonaba vidas y haciendas de los peninsulares que se adhiriesen a la causa. Pero la caída de Napoleón, como ocurrió en Nueva España, significó una derrota, que pareció decisiva, para los americanos. Tuvo éxito la expedición del general Pablo Morillo, enviado por el restaurado Fernando a pacificar las colonias levantiscas. Bolívar había logrado, pese a todo, cortar el nudo que unía a los dos mundos, convenciendo a los americanos de que eran un continente multiétnico, dueño de un destino manifiesto identificado con los nuevos valores universales de la libertad, la fraternidad y la igualdad. Bolívar todavía necesitó años para imponerse sobre el berenjenal de caudillos regionales. Antes de ello, la derrota frente a Boves en la batalla de la Puerta, el 15 de junio de 1814, estuvo cerca de enviar a Bolívar hacia el cadalso. Discípulo de Simón Rodríguez, el amigo de Servando en la Francia de 1801, Bolívar había recibido la más esmerada de las educaciones ilustradas. Es una exageración decir que fue un Emilio rousseauniano, pero es tarea ardua encontrar en la historia un caso tan notable de conjunción entre un individuo y el espíritu de su época. Simón Rodríguez, que lo tuvo a su cargo entre 1790 y 1797, educó a Bolívar en la tradición del republicanismo clásico, desde Cicerón y Maquiavelo hasta Montesquieu y Rousseau. A diferencia de los curas insurgentes de México, Bolívar fue hijo del siglo, no de la Iglesia. En 1804, Simón Rodríguez culminó el pupilaje del joven aristócrata con la Grande Tournée, que tuvo su momento enfático cuando Bolívar juró ante las ruinas romanas dar su vida a cambio de la Independencia de América. ⁴ El 9 de mayo de 1815, el aún vacilante libertador partió, embarcado por los ingleses, rumbo a Jamaica. En la isla todo parecía perdido. Reducido a la miseria y amenazado por lo intolerable, el olvido, Bolívar escribió allí la primera

exposición de su pensamiento político. Como respuesta a un cuestionario expreso de Henry Cullen, un plantador de Jamaica conmovido por las libertades americanas, Bolívar escribió esa carta el 6 de septiembre de 1815, aunque fue publicada en inglés por primera vez, en julio de 1818, en el Jamaican Quarterly Journal and Literary Gazette. Llevaba por título Letter to a Friend, on the Subject of South American Independence. La existencia de un original castellano es materia de controversia. Esa Carta de Jamaica, como se le conoció desde entonces, es una discusión entre Cullen y Bolívar, dos lectores de la Historia servandiana, suerte de reseña a dos voces. Según Brading, en ese texto Bolívar absorbe los viejos temas del patriotismo criollo y los concilia con el republicanismo clásico, no sin descartar abiertamente el barroquismo novohispano. ⁵ Pese a ello, la elocuencia de Servando —a quien sus lectores en Jamaica conocían como “José Guerra”— invitó a Bolívar a comparar a Cortés con Tomás Boves, dos españoles empeñados en la destrucción de las Indias. Gracias a la Historia, Bolívar citó al “filantrópico obispo de Chiapas, el apóstol de la América, Las Casas”, y aceptó la idea servandiana del “pacto” entre los conquistadores y Carlos V. Bolívar no perdió su tiempo en telarañas jurídicas y afirmó que el pacto había sido incumplido por España, “desnaturalizada madrastra” desde el primer día. Con argumentos de Blanco White, leídos en El Español y convenientemente radicalizados, afirma Bolívar que sólo queda la independencia plena y absoluta, pues “cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su vuelo arrollaron los frágiles gobiernos de la península, entonces quedamos en la orfandad”. Librepensador volteriano y enemigo poco íntimo del cristianismo, Bolívar cita a Las Casas estimulado únicamente por el libro de Mier, lo que prueba que el círculo de Miranda en Londres algo sabía de la teología política de los insurgentes mexicanos. Más aún, Bolívar cierra la Carta de Jamaica deslindándose de la mitografía novohispana, para tranquilizar a Cullen, seguramente un protestante fascinado por los endriagos de las Indias:

Pienso como usted que causas individuales pueden producir resultados generales; sobre todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o

Dios del Anáhuac, Quetzalcóatl el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que usted propone. Este personaje es apenas conocido del pueblo mexicano, y no ventajosamente, porque tal es la suerte de los vencidos aunque sean dioses. Sólo los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su origen, verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su carrera. Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos suponen que su nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada, y otros dicen que es el famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal. En una palabra, los más de los autores mexicanos, polémicos e historiadores profanos, han tratado con más o menos extensión la cuestión sobre el verdadero carácter de Quetzalcóatl. El hecho es, según dice [José de] Acosta, que él estableció una religión cuyos ritos, dogmas y misterios tenían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han procurado alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él a un Santo Tomás como lo afirman otros célebres autores. La opinión general es que Quetzalcóatl es un legislador divino entre los pueblos paganos del Anáhuac, del cual era lugarteniente el gran Montezuma derivando de él su autoridad. De aquí se infiere que nuestros mexicanos no seguirían al gentil Quetzalcóatl, aunque apareciese bajo las formas más idénticas y favorables, pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de las otras. ⁷

Tras descartar a Quetzalcóatl/Santo Tomás, Bolívar alaba sinuosamente a la Virgen de Guadalupe como un instrumento propagandístico propio de México, devoto fanático del catolicismo, “la más intolerante” de las religiones:

Felizmente los directores de la Independencia de México se han aprovechado del fanatismo con el mejor acierto, proclamando a la famosa Virgen de Guadalupe por reina de los patriotas, invocándola en todos los casos arduos y llevándola en sus banderas. Con esto el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión, que ha producido un fervor vehemente por la sagrada causa de la libertad. La veneración de esta imagen en México es superior a la más exaltada que pudiera inspirar el más diestro profeta. ⁸

El empresario Cullen, ancestro de D. H. Lawrence, inauguraba esa curiosidad morbosa de la imaginación europea por los dioses sumergidos del México antiguo. Al desalentarlo, Bolívar dice “ni Quetzalcóatl ni Guadalupe” y separa a ese pueblo teocrático de las futuras repúblicas sudamericanas. Bolívar distinguía sagazmente esas dos tradiciones que —pese a sus deseos y los de Servando— nunca se encontraron en un congreso en el istmo de Panamá. Fundado por teólogos, el Estado mexicano sustentó su insólita fortaleza autoritaria en ese origen mitológico, mientras que los países bolivarianos deberán sus grandezas y miserias al republicanismo. La lectura que Bolívar dispensó a Servando permaneció oculta —ídolo tras los altares— durante muchos años. Inclusive, algunas ediciones canónicas sudamericanas de los papeles de Bolívar omiten, por creerlo intrascendente, ese párrafo mexicano. Dice Manuel Calvillo:

Quien primero registra la presencia de Mier en la Carta es Francisco Cuevas Cancino en su ensayo La Carta de Jamaica redescubierta (Jornadas 78, El Colegio de México, 1975). Cuevas señala los temas de la Historia que reaparecen en la Carta: la crueldad de los españoles en la Conquista de América, los párrafos sobre Quetzalcóatl y la Guadalupana insurgente, las referencias a la Independencia mexicana, los derechos de los criollos de América violados centenariamente a partir del contrato social entre descubridores, conquistadores y pobladores con la Corona de Castilla.⁷

Calvillo tiene razón al sustentar que Bolívar trabajó su carta con la Historia a la mano y que en el exilio jamaiquino el apéndice apologético de Servando lo intrigó, al grado de consultar a Acosta y a otros comentaristas de la predicación precolombina. Y también comparto con don Manuel su pesar porque “El documento más celebrado de Bolívar no lo conoció Mier. A él tampoco.”⁷¹ Poco después, entre el golfo de México y el mar Caribe, Bolívar y fray Servando estuvieron cerca de encontrarse y acaso de compartir un destino. Estacionado en Galveston —octubre de 1816—, el fraile vio irse a Xavier Mina en busca de Bolívar, con quien se reunió en Puerto Príncipe. El venezolano meditó regresar a la fanática Nueva España —reino que había visitado a los 17 años, en 1799—

como parte de la expedición de Mina y Mier. No lo hizo. Servando mencionó a Bolívar, con admiración y respeto, en su obra posterior a 1813, destacando su antiesclavismo, sus relaciones con Mina, así como la común aversión de esa generación por el federalismo. Bolívar quizás escuchó hablar (mal) de él a Simón Rodríguez; es probable que a la hora de escribir la Carta de Jamaica haya recordado alguna relación de su maestro sobre las ideas apostólicas de Servando. En cambio, pese a la amistad de Bolívar con el católico Luis López Mena, uno de los Caballeros Racionales, no es seguro que el futuro libertador supiese que José Guerra, autor de la Historia de la revolución de Nueva España, era la misma persona que el capellán de esa expedición de Mina a la que Bolívar fue invitado.

El taller solar de San Martín

Hay quienes hablan de la orden secreta de no sé qué logia masónica. JORGE LUIS BORGES, El informe de Brodie [1974]

Hijo de un oficial español destacado en la provincia de Misiones, algo heredó José de San Martín (1778-1850) del espíritu de cruzada con que los jesuitas habían conquistado el corazón de América del Sur. Muy niño, San Martín volvió con su familia a España; a sus escasos 11 años entró al ejército del rey. Fue uno de esos oficiales que se contagiaron de liberalismo al combatir a la Francia revolucionaria en la guerra del Rosellón y en 1808 fue ascendido a teniente coronel por su heroísmo en la batalla de Bailén. Cuando la Revolución de mayo de 1810 estalló en Buenos Aires, San Martín volvió a su remota tierra nativa, a la que liberaría, pasando luego a Chile y al Perú, donde dejó la estafeta, tras la misteriosa entrevista de Guayaquil, a Bolívar. La Revolución Argentina fue la única que no sucumbió a los golpes de la reconquista española. A cambio, la división interna impidió que se realizara cabalmente el programa radical de 1810, que abrió las puertas del Río de la Plata al comercio mundial y decretó la igualdad de los indios y de los criollos.

Mariano Moreno (1778-1811), secretario jacobino de la Junta Gubernativa, no dudó en sofocar la conspiración realista de Córdoba, que terminó con el fusilamiento, en el monte de los Papagayos, de Santiago Liniers, penúltimo virrey, que en 1806 había encabezado la defensa de Buenos Aires contra los ingleses. Sin la amenaza de una contrarrevolución popular como en Venezuela, la oligarquía argentina pactó una transición entre el antiguo y el nuevo reino, para lo cual se deshizo de Moreno, enviado en misión diplomática a Europa en calidad de primer exiliado en la historia republicana de Sudamérica. Moreno murió durante la travesía. Paul Groussac, el maestro de Borges, dedicó un libro ejemplar a ese episodio. Entre 1811 y 1814 gobernaron dos triunviratos y un directorio supremo. El 9 de marzo de 1812 llegaron desde Londres a Buenos Aires los jefes masónicos de la SCR, en ese viaje que Servando habría querido hacer. San Martín se dio de baja, cuidando todas las formas, del ejército español, y con él llegaron a la Argentina Carlos Alvear, José Matías Zapiola —a cuya longeva memoria se debe mucha historia de la SCR—, Francisco Chilavert y el barón de Hombert, un aventurero valón. Todos ellos, antes de bajar de la fragata Canning, fundaron la Logia Lautaro y eran los representantes del “invicto pueblo argentino” que habían costeado parcialmente la Historia, del doctor Mier, quien correspondió con la dedicatoria. San Martín y Alvear fueron recibidos con cautela. Del primero, se sospechaba que era espía francés, inglés o español; al segundo, lo protegía su carácter de señorito de apellido renombrado. Pero fueron aceptados, pues reunían a un grupo de militares de alta graduación, dispuestos a profesionalizar al ejército independiente y ponerlo en guardia contra el temido regreso de los españoles. A cambio, la Logia Lautaro formó el triángulo básico sobre el que se levanta un auténtico “taller” masónico. Organizaciones como la SCR, útiles para la afiliación y la propaganda en el extranjero, carecían de sentido en la Patria Grande, como llamaría San Martín a sus países. Apremiado por la Inquisición, Servando adelanta un juicio que se volverá profecía en el México de los años veinte del siglo XIX: “No era menester sociedad para socorrer a los americanos, y que esas sociedades secretas eran sospechosas y sólo propias para producir a un tirano. En efecto lo produjeron en Alvear, que por medio de la sociedad en Buenos Aires derribó al gobierno, aunque de insurgentes, y se apoderó de él continuándolo como insurgente.” La caída de Carlos Alvear como director supremo de la Argentina, en 1816, fue la

primera prueba que anotó Mier de la disgregación política provocada por las logias. El poder desacreditaba a la francmasonería al identificarla con el igualitarismo jacobino, pues, además de su arbitrariedad, Alvear, según Mier, asociaba la igualdad con una sospechosa ecuación algebraica.⁷² La infiltración lautarina contribuyó a que la Asamblea Constituyente de 1813 no sólo fuera antiesclavista e igualitaria, sino que diera, por primera vez, un sesgo anticlerical al programa independentista: se abolió la Inquisición — insignificante en esa latitud— y se dictaron prohibiciones antimonásticas: nadie podía profesar en las órdenes antes de los 30 años. También se amenazó con multa al cura que bautizase niños con agua fría, por ser dañoso para la salud. Reconocido como teniente coronel por el Segundo Triunvirato, San Martín alcanzó la victoria de San Lorenzo de Paraná en 1813 y, tras sus campañas en Tucumán, se convirtió en admirado caudillo militar. San Martín se apoyaba en Tomás Guido, el corresponsal más fiel de fray Servando en Cádiz y Londres; ambos planearon atacar el Perú, bastión realista. Pero antes debían cruzar los Andes, al pie del Aconcagua. Tras la batalla de Maipú, en marzo de 1818, Chile fue liberado. Más monárquico que republicano, San Martín hizo su gloria del desprendimiento. Rehusó la Dirección Suprema de Chile, que legó a Bernardo O’Higgins. Cuando la insurrección de Riego, en 1820, paralizó el último intento español de reconquista, San Martín decidió la campaña del Perú. Primero intentó negociar con el virrey Joaquín de la Pezuela; finalmente tomó Lima sin encontrar resistencia. Nombrado protector del Perú, tras entrevistarse con Bolívar y no congeniar con él, renunció a su cargo, el 22 de septiembre de 1822. Este extraño caudillo se fue a Europa y allí murió, en Boulogne, un cuarto de siglo después. Guardar los secretos de la Logia Lautaro fue una de sus obsesiones: “No creo conveniente”, le dijo a un curioso en 1837, “hable usted lo más mínimo de la Logia de Buenos Aires; estos asuntos son enteramente privados y aunque han tenido y tienen gran influencia en los acontecimientos de la Revolución de aquella parte de la América, no podrán manifestarse sin faltar por mi parte a los más sagrados compromisos”.⁷³ La gazmoñería católica de algunas de las nuevas repúblicas latinoamericanas convirtió en manda la negación de la francmasonería de caudillos como Miranda y San Martín. Para el conservadurismo había sido muy doloroso aceptar la ruptura con España; una vez que ésta resultó definitiva, la elevación a los altares

de la patria de los héroes republicanos requirió de limpiarlos, en la medida de lo posible, de herejías anticatólicas. Además, la confusión imperante entre las logias propiamente dichas y sus derivaciones políticas contribuyó a dudar, razonablemente, de la iniciación francmasónica de estos personajes. La discusión dista de haber terminado. La francmasonería de San Martín conlleva una mitografía que se puede leer junto a la Historia, de Mier, libro escrito con la colaboración estrecha de Guido y que San Martín leyó cuidadosamente, como el resto de los amigos argentinos que contribuyeron a editarlo. La elección de Lautaro, el héroe de La Araucana (1569-1589), epopeya de Alonso de Ercilla y Zúñiga, fue un paso audaz para dotar a la Independencia andina de un símbolo dual que, como el Quetzalcóatl/Santo Tomás servandiano, reuniese, en el patriotismo criollo, un héroe indígena y una tradición occidental. Fray Servando escogió, sin dudarlo, el cristianismo apostólico; San Martín, los misterios masónicos. El grito en la hoguera de Jacques de Mollay, jefe de la Orden de los Templarios y adoptado como Adán masónico, para maldecir al rey de Francia —profecía cumplida con la decapitación de Luis XVI en 1793— resonaría, en la íntima imaginación de San Martín, en la América liberada. Superior a la Jerusalén conquistada, de Lope de Vega, La Araucana fue la epopeya más lograda del Siglo de Oro. Aunque Ercilla sólo pasó un par de años en Chile, quedó azorado ante la bravura de los indios araucanos en su resistencia contra los españoles. Contrariando la regla virgiliana —un Eneas para cada epopeya—, Ercilla escribió un canto que repartía el heroísmo en el coro: la guerra era obra común de americanos y españoles, caballeresco baño de sangre que fecundaba al Nuevo Mundo. Contra todo antecedente, Ercilla exalta el valor de los indígenas Caupolicán y Lautaro. Andrés Bello, el amigo de Mier y primer crítico literario de América, destacó que La Araucana, al referirse a un suceso periférico, no rindiendo tributo a un solo héroe, sino a una guerra, inauguraba un ecumenismo americano. San Martín, hombre de lecturas contadas pero profundas, comprendió la dimensión a la vez legendaria y novatora de Lautaro quien, más que el bravío Caupolicán, cumple una misión profética. Al bautizar con el nombre de Lautaro a su logia, los Caballeros Racionales indicaban la próxima liberación de Chile y jugueteaban con un mito propiamente americano que, a diferencia del Santo Tomás del dominico Mier, tenía un origen literario y profano.

La interpretación más entusiasta de Lautaro como amuleto sanmartiniano proviene del argentino Ricardo Rojas (1882-1957), quien, como su amigo y contemporáneo mexicano José Vasconcelos, debe ser leído con precaución. Por su fervoroso eclecticismo y sus ansias místicas, Rojas vio en San Martín a un “santo de la espada” para quien la guerra de Independencia había sido una cruzada espiritual, de tal forma que los eficaces granaderos montañeses de San Martín aparecen como herederos de los Caballeros Templarios, dotados, como ellos, de un código de honor exotérico y de un juramento esotérico. San Martín, según esa lectura, tendría las dos cuerdas del arco, lo visible y lo invisible, el liberalismo plasmado en la asamblea de 1813 y la apelación a símbolos comunes a las tradiciones mistéricas, la pirámide y el sol. Una pirámide, triángulo de energía que conserva el poder, fue construida en la Plaza Mayor de Buenos Aires; el sol será acuñado en las monedas revolucionarias y convertido en enseña del pabellón nacional de la Argentina y del Perú, tras haber acompañado a San Martín como pendón al cruzar los Andes. La advocación solar se complementó con la admiración criolla por lo incaico al grado de que — dice Rojas— la sanción a quien rompa el juramento lautarino semeja las penas impuestas por los incas a quienes violaban el ayllahuasi, la casa de las Vírgenes del Sol. Pocas cosas más siniestras, agregaría yo al concluir este resumen de la interpretación que hace Rojas de San Martín, que la idolatría bolivariana o sanmartiniana, patente de corso para toda laya de tiranuelos y demagogos, culto cuyas desgraciadas saturnales siguen manchando a América Latina. Fue Andrés Bello quien involucró a San Martín y a Alvear en la lectura de La Araucana. Y la conversación sobre la Historia servandiana dio a la SCR londinense una noción primordial de historia y mito. Pero el doctor Mier, aunque festejó la rendición de Lima a los pies del general José de San Martín, despreciaba la Independencia sudamericana: “Ya nada queda a los españoles en la América del Sur; pero ésta toda no les importa tanto como México solo.”⁷⁴

El fraile y el poeta

Andrés Bello (1781-1865) fue jurista y diplomático, filólogo latinista y

gramático castellano, poeta. Nació en Caracas y murió en Santiago de Chile. Toda la estatuaria republicana que sus patrias le han consagrado no ha sido suficiente para volverlo sólo piedra. Desterrado en Londres (1810-1829) y transterrado en Chile (1829-1865), Bello fue un patriarca melancólico. Como lo dice Antonio Cussen, ningún otro poeta educado en el siglo XVIII perseveró tanto —y con tan asombrosa fecundidad— al brindarse a un mundo que no era el suyo. Sobreviviente de la mostrenca Ilustración hispanoamericana, decidió conservarla entera en su vida y obra, como surtidor en el desierto. Poeta hoy poco atractivo, talento menor inevitablemente agigantado por la aridez romántica continental, Bello fue un infatigable lector de Virgilio que construyó el puente, de tránsito tan comprometedor, entre la latinidad y la América independiente. Se obstinó en caminar esa ruta, con España y pese a ella. En el continente de los caudillos, los directores, los iniciados, los curas furiosos, los libertadores y los frailes locos, Bello predicó la prudencia. Como escritor fue siempre un anticuado: nació viejo en un mundo irresponsablemente joven. Pero esa obsolescencia lo volvió insustituible como promotor de los clásicos, de la reconstrucción filológica del Cantar de Mio Cid, de la malograda reforma ortográfica del castellano, del amor por los viejos escritores castellanos y de las instituciones educativas. Fray Servando y Bello son la fuga y la permanencia, el fraile revolucionario y el patricio ilustrado. Pero en el Londres que compartieron, entre 1811 y 1816, se debe imaginarlos juntos, custodiados por Blanco White quien, al dubitar entre la fe y el escepticismo, los incluye a ambos. Bello, como sabemos, llegó a Londres con López Méndez y Bolívar, a quien el poeta había dado lecciones en la antigua Caracas. De origen humilde, entró al clan independentista de manera un tanto circunstancial. Si Bello se quedó en Londres, rehusando las aventuras militares de sus amigos, fue por su condición de hombre de letras, más interesado en las bibliotecas británicas que en Soto la Marina, Carabobo, Maipú, esas “zonas tórridas” que prefirió cantar con sus versos neoclásicos. Ligado estrechamente a la cultura española, Bello admitió las repúblicas independientes con muchísimo dolor e insistió, sin temor a la impopularidad, en que la separación política no debía implicar el divorcio espiritual. Bello, antes que el Imperio de Napoleón el Pequeño popularizara la expresión, creyó en América porque debía ser Latina, al resguardar la tradición grecorromana. Habría suscrito la afirmación de Borges: “Virgilio es Roma, todos

los occidentales de hoy somos romanos exiliados.” La relación de Bello con Bolívar, contra lo que dicen los panfletos patrióticos, no fue fácil. El poeta lo amaba y lo detestaba, como le ocurrió al autor de la Eneida con César Augusto. Bello, como lo dice Antonio Cussen, vio claras las tensiones a las que estaba sometido Bolívar:

Bello acentúa la existencia de dos movimientos paralelos a la época de la Revolución. Uno fue este elemento nativo, ibérico, tenaz, listo para cumplir la misión. El otro fue un elemento extranjero, que cumplió un papel de aliado en las guerras de Independencia. Y este elemento extranjero —el liberalismo— era nuevo y frágil. El problema de la Revolución, concluye, fue el conflicto entre el patriotismo y el liberalismo. El elemento patriótico (romano, ibero) condujo a una dirección ejecutiva, fuerte; el elemento liberal dio paso a las libertades civiles. Estos dos elementos no estaban en armonía. El uno era maduro, el otro, joven e inexperto. En medio de ese estado de cosas se encontró Bolívar. Nadie amaba más la libertad que Bolívar, nos dice Bello, pero inevitablemente se convirtió en dictador.⁷⁵

Andrés Bello aparece en los papeles de Mier gracias a la vigésima declaración de este último ante el Santo Oficio, verificada el 15 y el 16 de diciembre de 1817. En ella hay falsía, pues Servando trata de desviar las acusaciones de independentismo y republicanismo, afirmando que sus Cartas de un americano no las escribió él mismo, sino V. C. R. (Vn Caraqueño Republicano), es decir,

Don Manuel [sic] Bello, joven de tanto talento, y literatura, que por ello le tiene pensionado el gobierno inglés [...] Dijo en continuación que dicho Bello viviendo además en la casa del general Miranda en Londres podía disfrutar de su inmensa biblioteca, donde nada había que desear de América, cuando el confesante no tenía libro alguno, ni hay en Londres biblioteca alguna pública.⁷

El síndrome del doctor F. S. Constancio se manifiesta nuevamente: la falsa

atribución, la autoría falsa, el plagio como recurso son señas de identidad fraterna. Además, que un atemorizado Servando hablase de Bello en la cárcel de la Inquisición en la Ciudad de México en poco o nada afectaba al “delatado” hombre de letras, a buen recaudo en Londres. Acusar a Bello de haber escrito las Cartas de un americano es una mentira tonta, cuya fácil averiguación llevó a Ernesto Mejía Sánchez a desentrañar la amistad londinense entre el caraqueño y el mexicano.⁷⁷ El poema en latín que cierra, como apéndice, la segunda de las Cartas de un americano es obra de Bello y no de Mier, según lo autentificó Mejía Sánchez. Durante los interrogatorios a Mier se le ocurrió, dado que había incluido el poema de Bello en las Cartas de un americano, atribuirle la obra entera, con la ilusa y momentánea pretensión de que los inquisidores se tragasen el garlito. Pero leyendo con cuidado la notícula que precede a “Conquista de América y destrucción de España”, es notorio que Mier, en 1811, no tenía ninguna intención de atribuirse los hexámetros latinos e incluso anotó el poema citando a Bernal Díaz:

El lector se acordará que terminé mi primera Carta a El Español recordando una profecía del venerable obispo de Chiapas, según la cual España no tardaría en experimentar la misma ruina en que ella había precipitado a la América: y que para mostrar su cumplimiento formé un paralelo entre la destrucción de la península y la de México. Este pasaje inspiró a una musa americana los siguientes versos latinos, que me han parecido muy bellos.⁷⁸

La musa americana es Andrés Bello. El poema, traducido por Ignacio Osorio, habla de la Conquista de México:

El fuego pasa sobre los monumentos de los antepasados y sobre los escritos de los poetas; el ibero predador pisa sobre cenizas gozándose del luto y de los sangrientos

despojos. Mas confío, si sus premios concuerdan con sus crímenes y pagan la deuda a los ofendidos manes de los héroes desde hace tres siglos no vengados.

Y adelante, recrea la venganza ocurrida en 1808:

Es más, quedarás asombrado al ver cómo los desastres ocurren en orden similar. Aquí también el rey es apresado mediante una treta perversa; las ciudades caen por engaños y se deja entrar al enemigo con violación de las normas de amistad, pues hay un traidor en el centro mismo del reino. Aquí de nuevo la guerra civil abandona a los insensatos ciudadanos y abre la patria a la traición.⁷

Por si faltase, en el comercio de atributos entre la Vieja y la Nueva España, aquí aparecen equiparados Moctezuma y Fernando VII, como cumplimiento de una supuesta profecía de Las Casas. Empero, las visiones de Bello y Mier eran distintas. El caraqueño nunca compartió la Leyenda Negra y durante su vejez como patricio chileno se empeñó en restaurar los vínculos tan dañados con la madre patria. Al imitar el libro ii de la Eneida, veía, en América y en España, los horrores y las devastaciones fundados en la indeseable discordia civil. Esta clase de préstamos o suplantaciones, basadas en el juego o en la prudencia, eran muy del gusto de Andrés Bello, poco dado en Londres a exponerse políticamente. Inclusive, el Bosquejo de la revolución en la América española, del malogrado Palacio Fajardo, ha sido atribuido a Bello. De ser así, don Andrés habría correspondido al citar, en el prólogo de esa obra, al misterioso “Guerra”,

autor de la Historia.⁸ La amistad entre Bello y Mier, el poeta neoclásico de la América perdida y el fraile que versificaba ocasionalmente, debió ser la más intensa que surgiera entre los iniciados de la SCR. Anclados en Londres, ninguno de los dos hispanoamericanos tenía dinero, ambos se hallaban sujetos a la generosidad de la casa Holland con la intermediación de Blanco White. Pero nuestro fraile voló hacia América en 1816. Tan pronto como pudo reanudó el contacto con Bello, a quien le escribió desde Filadelfia, el 7 de octubre de 1821: “Esta carta va a la ventura, pues no sé su paradero. Usted me creerá muerto como al infeliz Mina...” Servando le cuenta la gran aventura, desde el desembarco en Soto la Marina hasta la estancia en las cárceles inquisitoriales; le ofrece su apreciación de la coyuntura americana y, tras la rutinaria queja sobre su brazo derecho quebrado, el mexicano le pregunta a Bello, no tan ingenuamente, por qué no regresa a América para hacerse cargo de la presidencia de la Gran Colombia.⁸¹ A los viejos amigos de Londres los identificaba en 1821 una nueva preocupación: el cesarismo de Iturbide y de Bolívar. El primero acaba de entrar a la Ciudad de México con malas intenciones y el segundo, tras la victoria en Carabobo, marchaba hacia el poder absoluto. Contra lo esperado por Servando en Filadelfia, su carta a Bello no sólo llegó a su destino; la respuesta del poeta fue interceptada por el Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia. Un agente denunció a Bello por su monarquismo, inclinación de la que hablaba sinceramente con Mier. Como muchísimos hispanoamericanos que habían luchado por la Independencia desde 1808, Bello apostaba por una solución monárquica que reestableciese la concordia entre ambos mundos, si se ofrecía la Corona de los reinos autónomos a algún pretendiente borbónico. Un lustro después, ya instalado en el “Palacio Federal de Méjico”, Servando, en la segunda carta que se conserva entre ellos, le aclaró a Bello que él era inocente en cuanto al tráfico sufrido por la misiva, hecho corroborado por los archivos: de la respuesta de Bello sólo se conservan los fragmentos transcritos por los espías. Fechada el 19 de noviembre de 1826, esa carta es una de las últimas que se conservan de Mier, y una de las pocas de inspiración íntima, tanto como podía incurrir en ella el religioso con un antiguo camarada:

¡Bendito sea Dios, caro mío, que al cabo de 10 años sé que usted existe y todavía

en Londres! Por no saber su paradero y no por flaqueza de memoria en la prosperidad que no había escrito a usted, a lo menos desde que tuve libertad después de cinco años de calabozos y grillos. Pero ciertamente jamás, desde que salí de Londres, he recibido carta alguna de usted, hasta que estando en Tierra Caliente a donde me mandaron a ir los médicos y pasé todo el mes de enero de 1825, recibí una de usted fechada en Londres del 8 de octubre anterior. No lo había contestado porque sólo ha dos meses que puedo escribir después de 22 meses de estar casi siempre en cama con dolores agudos en el hombro y brazo derecho...⁸²

Mier ofrece en esa carta un dato casi desconocido por sus biógrafos —la estancia curativa en Tierra Caliente en 1825— y enseguida, dadas las “quejas y misterios” que encuentra en la carta de Bello, cabe suponer que nunca recibió la respuesta interceptada en 1821. Como fuese, se habían mantenido en contacto gracias al marqués del Apartado, pues en mayo de 1826 Bello publicó en su Repertorio Americano, de Londres, noticia de los últimos panfletos servandianos. Ya no volvió a ocuparse de Mier. A don Andrés Bello le quedaban todavía 40 años sobre la tierra, mismos que dedicó, según dijo el pintor Roberto Matta, a inventar a Chile, como periodista, maestro gramático y senador. Le quedaban por delante su polémica fundacional con Domingo Faustino Sarmiento, un asiento de honor en la Real Academia Española y su lugar como maestro americano y primer crítico literario de la América independiente. Con tesón, Bello logró imponer formas ilustradas al Chile republicano, no en balde el único país que al independizarse de España avanzó hacia la vida parlamentaria. Las relaciones de Mier en Londres, desde Miranda, de quien pudo ser negro o simple colaborador en una obra colectiva, hasta Bello, escritor de su privanza, revelan la imaginación letrada y mítica de los independentistas desterrados. Mientras el general Miranda vio en el Incanato una inspiración social y económica en la perspectiva enciclopédica, San Martín, más cercano al romanticismo, sospechó que en los incas, asociándolos a la simbología francmasónica, cabía la restauración mágica de un orden perdido. El Taller del Sol y de la Pirámide, más allá de la tentación charlatana implicada en su sobrevaloración como misterio de la Logia Lautaro, advierte que no sólo Mier, fraile fugado de la “fanática” Nueva España, deseó asociar la Independencia con

una restauración sagrada. En San Martín la francmasonería, impresentable en la Europa de la Restauración, renace en la América liberada como inspiración espiritual de un caudillo. La rareza de San Martín estriba en su decisión de abandonar ese carisma en Bolívar, el hijo de las Luces, quien en la Carta de Jamaica consideró mera propaganda la religiosidad de los insurgentes mexicanos. Quizá la actitud de San Martín deriva de su fidelidad al secreto masónico: como caudillo fue más respetuoso del catolicismo, en cuanto que religión de la plebe y garante de la paz social, que Bolívar. Asociado a Napoleón, cuyos errores trató de esquivar, Bolívar consideraba que bastaba su propio carisma para crear un nuevo imperio republicano. El enciclopedista Miranda carecía de misterios; acaso por tenerlos, San Martín y Servando, los iniciados de Londres, murieron en paz con la historia, emanación de una sacralidad validable en la Orden de los Templarios o en Tomás Apóstol. Las lascas que saltan del mármol del exilio dejan fragmentos de lectura difícil. Devotos de la Escritura o del primer gran libro pagano que convive con la cristiandad, la Eneida, los exiliados de Londres tensaron la imaginación occidental con una empresa fundadora, esa América independiente asociada simultáneamente al mito y a la razón, pareja que determina advocaciones políticas variables: monarquía, republicanismo clásico, retorno al imaginario estado incaico o renovación de la fe apostólica. Servando, Miranda, San Martín, Bolívar y Bello volvieron de Londres a su tierra. Al Precursor Miranda y al Libertador Bolívar los aguardó el guión de la Revolución Francesa, cuyas miserias trataron de evitar genialmente. Preso uno, abandonado el otro, Miranda y Bolívar murieron convencidos de que habían arado en el mar. Peor aún: el destino del maestro se repetía en el discípulo. San Martín se retiró y sus tentativas de retorno fueron vacilaciones en un espíritu que se sabía, acaso felizmente, despojado del soplo. Entre la historia vivida y la Historia de la revolución de Nueva España que escribió, Servando fue un permanente doctor Constancio, que alimentaba, por comisión u omisión, la causa independentista, sin recibir gran crédito de autor o de ideólogo. Ello concuerda con la naturaleza parenética de sus obras, arte de la predicación condenado a la metamorfosis en menoscabo de la autoría. En Mier conviven la vanidad nunca colmada del teólogo universitario y el no siempre piadoso anonimato del predicador popular. Ese desamparo, de origen claustral, le

impone el exabrupto jactancioso. Sabía que la suya era una fama diluida a través del sermón deformado sin cesar por la memoria oral y del libro perdido o inédito. La voz servandiana —con fama de argentina— va de las capillas a las catedrales y se convierte en un fragmento de partitura cantado por un coro. Stendhal, que apenas merodeó los ambientes conspirativos, demostró que la fiebre pseudonímica, a principios del siglo XIX, respondía —más por ineficacia que por cautela— al juego retórico. Todos aquellos que no debían identificar con qué máscaras se ocultaba Mier lo sabían, empezando por los agentes del arzobispado, del Consejo de Indias y del Santo Oficio. En contraste, salvo las relaciones personales del fraile —Grégoire, Blanco White, Bello—, héroes como Miranda y Bolívar ignoraron la verdadera identidad de ese personaje secundario. El desamparo de un hombre que no tuvo el consuelo de saberse leído y afamado por quienes incendiaban el mundo tuvo consecuencias póstumas: se prefiere a una valerosísima medianía, Fernández de Lizardi, antes que a Servando como fundador de la literatura mexicana. Es lógico: el doctor Mier no sabe —igual les ocurría a otros hombres entre los dos siglos, como Casanova y el joven Stendhal — cómo ser un escritor, tenso entre las nociones inestables de autoría, plagio y paráfrasis. El secuestro de la respuesta de Bello en 1821 impidió que el doctor leyese los deseos que el poeta caraqueño tenía para él: una vejez de historiador, pese a los dolores en el quebrantado brazo derecho, de los que una vez más se quejaba Mier.

Fuera muy bueno [le escribió Bello a Servando] que usted se dedicase a escribir una historia completa de la Revolución de Méjico, refundiendo en ella la primera que usted dio a luz en Londres; pero en tal caso convendría dejar ciertas declamaciones que no dicen bien a la imparcialidad de la Historia, como usted sabe mejor que nadie. Se trata simplemente de conservar la memoria de los sucesos; ella basta para llenar de infamia a los enemigos de nuestra causa; y tanto más seguramente, cuanto más justo e imparcial el historiador. Acuérdese usted que habla con la posteridad, no con los Canceladas y otros periodistas del mismo jaez, cuyas producciones efímeras volverán a los mostradores en que se educaron sus autores a envolver allí thus et odores, et quidquid chartis amicitur ineptis.†⁸³

Andrés Bello esperaba que Mier, falso doctor F. S. Constancio, Casas, V. C. R. o José Guerra, finalizada su vida revolucionaria, se convirtiese en un historiador neoclásico. Tan peregrino era esperar que Servando se alejase del periodismo eclesiástico como pedirle a Bello, quien se esforzó, tristón, en comprender a Lord Byron, que escribiese poesía romántica. Bello, quien había trabajado en Londres descifrando los manuscritos de Bentham, era entonces un hombre de poca fe. Lejano de la tradición eclesiástica, no entendía que Mier, cuando insultaba a López Cancelada, hablaba desde una posteridad invertida: el tiempo de la Iglesia. A Bello y a Servando les interesaba, tanto como la gloria patria, el destino literario de las naciones, si por eso entendemos, como ellos, la literatura como un conjunto de técnicas alfabéticas que incluían la poética, la gramática, la agricultura, la teología, las ciencias de la naturaleza. Andrés Bello le pedía a Servando que pensase en la posteridad, ignorando que el fraile, antes y después del romanticismo, ya la habitaba.

Nota † “incienso, perfume, pimienta y todo aquello que se envuelve con papeles insignificantes” [Horacio].

13. La gran aventura (1814-1817)

No todo el mundo puede contar entre sus recuerdos el haber arrasado ciudades, participado en batallas de mar y tierra, mandado tropas o tenido entradas triunfales. CICERÓN, De la vejez

LA HUIDA DE LOS CIEN DÍAS

—Y esta historia universal por la cual hace bastante tiempo que te pregunté... todavía estoy esperando la respuesta. —¿Qué es lo que quiere saber exactamente? —Lo que piensas de la historia universal en general y de la historia general en particular. Te escucho. —Estoy agotado —dijo el capellán. —Descansarás más tarde. Dime, el Concilio de Basilea, ¿eso es historia universal? —Sí, claro, historia universal en general. —¿Y mis cañones? —Historia general en particular. —¿Y el matrimonio de mis hijas? —Apenas si historia anecdótica. Microhistoria, a lo mucho. —¿Qué? —gritó el duque de Auge—. ¿Qué clase de lenguaje es ése? RAYMOND QUENEAU, Las flores azules [1965; traducción de Jorge Aguilar Mora]

El 7 de abril de 1814 Napoleón abdicó por primera vez como emperador de los franceses. A fines de 1813, 600 mil soldados enemigos marchaban para reducir a Francia en sus antiguas fronteras, rotas por la Revolución y el Imperio desde 1795. Constant Wairy, su primer valet de cámara, cuenta cómo fue el 21 de

marzo, cuando durante su apresurado retorno a París, escuchó al Emperador gritar en plena noche: “¡Llamar yo mismo a los Borbones! ¿Qué diría el enemigo? No, no, imposible. Jamás.”¹ No fue necesario que Bonaparte mismo llamara a los antiguos reyes. Para eso estaba su ministro Talleyrand, quien al hundirse el Imperio teje una de las operaciones diplomáticas más finas y exitosas de la historia. Tras la batalla de Leipzig, Talleyrand entra en contacto con los monárquicos y recibe garantías. El paso siguiente, convencer de los acuerdos al canciller austriaco Metternich, despeja el camino para Luis XVIII, hermano del decapitado. Con un Borbón, Talleyrand habrá salvado la integridad territorial francesa a cambio de abandonar al emperador a la clemencia de los aliados y de promover, asegurada la conservación de sus privilegios, la traición masiva de los bonapartistas. Pero al drama imperial le queda un año estremecedor. El 25 de enero de 1814 Napoleón se despide de la emperatriz María Luisa y de su hijo, único heredero, el rey de Roma. No los volverá a ver. La penúltima campaña de Francia, durante los primeros meses de ese año, fracasará. Murat, su cuñado, traiciona al emperador. Un corso, viejo enemigo suyo, Pozzo di Borgo, presiona a los aliados: sólo marchando sobre París destruirán al Imperio. Antes de que Napoleón regrese a la capital, ésta capitula, aburrida de la guerra y celosa de su belleza amenazada. El 4 de abril se desarrolla en Fontainebleau un 18 Brumario al revés. Los militares, a quienes el emperador convirtió en una aristocracia conservadora, desean retirarse a salvo con las fortunas del pillaje y la especulación. Nada les cuesta ponerle un ultimátum a su señor. Tres días después el Estado Mayor le pide la abdicación pura y simple. Napoleón se ha convertido en el desgraciado general Bonaparte. Todos los testigos de la tragedia, desde el valet de cámara hasta Chateaubriand, dicen que la muerte en el campo de batalla, que Napoleón buscó con temeridad durante 1814, habría sido un final algo vulgar para él. Durante las horas que van del 12 al 13 de abril, el emperador derrocado se recuerda hijo de la latinidad e intenta evadir la humillación suprema, el destierro, con el suicidio honorable de los romanos. Pero el romántico avant la lettre que sueña en sus entrañas rehúsa desangrarse en la bañera y prefiere el veneno. La dosis ingerida es insuficiente, casi simbólica, como para trastornar severamente el destino menguante del dueño del mundo. Su cirujano se niega a facilitar su trance con una droga más potente. Al amanecer, la muerte también abandona a Napoleón en el palacio desamueblado de Fontainebleau.

La isla de Elba lo recibe el 4 de mayo. Las potencias vencedoras, que le habían dado trato de usurpador al obligarlo a salir de Francia disfrazado, cometen la ingenuidad de desearle una extinción de buen burgués, como si fuese, escribió Jacques Banville, Sancho en Barataria. La Primera Restauración, obra de Talleyrand, da comienzo. El antiguo obispo apóstata y príncipe de Benevento, recibe en su hôtel de la rue Saint-Florentin al zar Alejandro y doblega sus resistencias ante la solución borbónica. Luis XVIII había sido proclamado rey, al amparo de las tropas inglesas, el 12 de marzo en Burdeos. Hombre débil, aunque noble e inteligente, el nuevo rey lee el cambio de los tiempos y rehúsa continuar el cesarismo napoleónico tanto como regresar al Antiguo Régimen. Es necesario situarse en 1791, en ese momento donde una monarquía protoconstitucional asocia el derecho divino con las libertades ganadas por el Tercer Estado. Así, “Unión y olvido” será el lema de un soberano que accederá al trono “libremente”, a petición del régimen bonapartista, como Louis-Stanislas-Xavier de Francia. Ante el escándalo de su partido y de su familia, acepta entre sus valedores, ratificándoles como ministros, a varios de quienes en 1793 votaron la decapitación de su hermano. La Carta Constitucional de 1814, a su vez, garantiza lo demandado por los Estados Generales en 1789. En julio de 1814 el doctor Servando Teresa de Mier llega a París, ciudad que no pisaba desde 1801. Como tantos hombres de su generación, Mier había sido un figurante en la multitudinaria ópera napoleónica; como muchos exiliados en Londres quiso pisar el continente con la alegría de ver al corso convertido en reyezuelo de Elba. La segunda y última estancia del fraile en París durará hasta abril de 1815. Serán nueve meses de los que, para no variar, sabemos poco. Tenemos, a cambio, tres fuentes que confirman el viaje: la declaración que el doctor rindió a los inquisidores, sus pasaportes franceses y el testimonio de Lucas Alamán, su joven acompañante. Su declaración del 4 de diciembre de 1817, en la prisión del Santo Oficio, dice así:

Que a la pregunta que se le ha hecho sobre cuántos pasaportes le dieron en Francia el año de 1814 y para qué lugares, dice que ya tiene asentado que pasó de Londres a Francia en julio de 1814 y permaneció en París hasta el 25 de abril de 1815: que hacia noviembre pensó en ir a Burdeos y pidió pasaporte, y no se

acuerda si puso que para volverse a América su patria o para los Estados Unidos, porque se acuerda que había grandes dificultades en la policía sobre ir para España aunque de Burdeos le hubiera sido fácil: el otro pasaporte fue para irse a Londres huyendo de Napoleón que acababa de llegar a París, y así lo pidió para Londres.²

¿Para qué viajó Mier a París? ¿Qué vivió durante la Primera Restauración? Nada indica que la visita tuviese fines políticos precisos. Parece haber sido una vacación tras los años de guerra en España y el febril exilio londinense. La pretensión declarada ante los calificadores de pasar a España una vez que Napoleón regresó de Elba y comenzaron los Cien Días parece absurda, a menos que haya tratado de fingir que nada tenía que temer allá. Restaurado el absolutismo de Fernando, la cacería contra afrancesados, liberales de Cádiz y patriotas americanos estaba en su apogeo en 1815. Si los Mina, guerrilleros aún poco sospechosos de liberalismo y víctimas de Napoleón, habían sido recibidos por el rey en la corte con un desprecio desconsolador, a Servando, independentista sostenido en Londres por la francmasonería, le habrían esperado en España penas y prisiones aún peores que las ya sufridas. Sin duda, conociendo a Mier, ninguna de esas prevenciones habría frenado su temeridad o candor: la boca del lobo, la Leyenda Negra, le atraían como un abismo. El caso es que, esta vez, Servando no cruzó los Pirineos ni volvería a hacerlo jamás. Si descartamos el viaje a Francia como una manera de volver a España, tampoco parece haber motivos de intriga política que llamasen al doctor a París. El régimen de Luis XVIII carecía de tiempo e interés para entrometerse en los asuntos de Fernando VII, su pariente. Sigue el testimonio de Lucas Alamán, quien viajó a París movido más que por la curiosidad histórica, por sus anhelos de perfeccionar en el Colegio de Francia sus conocimientos de mineralogía. A don Lucas le faltaba todavía un lustro para iniciar su carrera política y aún no se dedicaba a la historia. Alamán, tras una estadía en Madrid, entró en Francia el 17 de octubre de 1814 y a principios de diciembre ya se hospedaba en el número 1 de la rue Chaptel. No desperdició los grandes o pequeños servicios que Servando —de quien ya había oído hablar en España y que acaso le fue presentado por el marqués del Apartado— podría brindarle en París.

En esa época Servando debió de autografiarle su Historia a Grégoire. Y dadas las cartas que el abate Grégoire dirigió a Mier en 1824 y 1825, sabemos que durante la Restauración el fraile llevó a los Fagoaga, a Ramos Arizpe y al joven Alamán a la casa del antiguo jefe del clero constitucional. Alamán, ajeno a la impostura, dijo que en casa de Grégoire “conoció a las pocas personas célebres que quedaban del tiempo de la Revolución”. No es seguro, en cambio, que Mier haya sido su acompañante en otras de sus visitas, en las que conoció al barón de Humboldt, a Chateaubriand, a madame de Staël y al duque de Montmorency. En todo caso, Servando no se jactó de esas relaciones. Acaso, salvo ante el venerable Grégoire, el fraile novohispano era impresentable pues, según Alamán, “no tenía recursos ningunos”.³ Lejos de su refugio en Londres, donde gozaba de reputación y cobijo, Mier carecía de relaciones interesantes en el París recién reconquistado por los Borbones. Tan es así que en el Manifiesto apologético apenas se permite una noticia breve: “Cuando volvió a la suya Fernando VII yo me puse también en camino para ella [la corte], y fui el primero de los americanos que obtuvo en París el supremo honor literario de Europa, que era ser miembro del Instituto Nacional de Francia. Pero encontré huyendo en dispersión a los más beneméritos españoles de la persecución del servilismo enseñoreado.”⁴ En esa declaración, Mier recalcaba sus intenciones de combatir al tirano desde su Restauración, pues lo que vio en 1815 fue el triste destino de los españoles en Francia. Los patriotas liberales, habiendo combatido al Imperio a favor del Deseado, debían volver a España, donde los esperaba la saña real, dispuesta a arrancar de raíz toda la herencia de Cádiz; los afrancesados, como seguidores de Napoleón, apestaban en ambos lados de la frontera. Los salvó la misericordia de Luis XVIII, quien los protegió como servidores de Francia y se negó a entregarlos a Fernando VII. El resto del párrafo es una patraña. El Instituto Nacional de las Ciencias y las Artes fue el nombre que tomó la Academia Francesa en 1795 al ser suprimida por decreto convencional. Mier no aparece, por supuesto, entre los 40 miembros del Instituto, elegidos durante el Imperio. Pretendiéndose candidato a miembro del Instituto, lo habría sido como bonapartista. El Instituto fue restituido como Academia en 1816. La casa adjunta, dedicada a las ciencias morales y políticas, sólo tuvo cinco socios extranjeros, encabezados por Thomas Jefferson. Esta fantasía académica servandiana es una ilusión megalomaniaca y una

transferencia. Se ratifica que, tras la caída del Imperio, el doctor Mier estaba, otra vez, en contacto con Grégoire. Desde 1814 el antiguo obispo de Blois volvió a fatigar las imprentas con sus panfletos ecuménicos y con su excelente Histoire des sectes religieuses. Malquerido por el emperador y después condenado al ostracismo durante la Restauración por su falsa reputación de regicida, era Grégoire quien deseaba una rehabilitación en el Instituto y en la Academia. Da ternura la pretensión de su discípulo novohispano de hacer suyo ese deseo. Napoleón escapó de la isla de Elba y el 20 de marzo de 1815 estaba otra vez, milagro o brujería, en París. Esa locura, intempestiva y vertiginosa, hizo de Napoleón, por unas breves e intensas semanas, el general de la Revolución que renacía de sus cenizas. Durante los Cien Días que Napoleón recuperó su Imperio, trató de devolverle a Francia las esperanzas republicanas con un acta adicional preparada por Benjamin Constant. Como Luis XVIII un año atrás, Napoleón intentaba huir hacia adelante, reorganizar su legitimidad alejándose, en su caso, del Imperio. Declarado por el Congreso de Viena como “enemigo y perturbador del reposo del mundo”, Napoleón fue derrotado el 18 de junio de 1815, en la batalla de Waterloo, que puso fin a los Cien Días. El resto de la historia es conocida: la segunda abdicación trajo consigo una segunda Restauración, dominada por los ultras, por el Terror blanco y por el recuerdo bochornoso de Luis XVIII emprendiendo la graciosa huida al extranjero. Las magníficas condiciones de paz ganadas por Talleyrand en 1814 se volvieron más duras en 1815. Napoleón se entregó a los ingleses, quienes lo enviaron a pudrirse al peñasco de Santa Elena, en el sur de África, donde murió tras esculpir su memorial histórico y literario. Constant Wairy, su valet de cámara, que lo había abandonado desde 1814, no encontró mejor manera de llorar su destino que regalándole a un lisiado de guerra la Cruz de Honor que recibió de Napoleón. El desorden del mundo, la violación al orden primordial sufrida por Alamán durante la matanza de la Alhóndiga de Granaditas o la terrible decisión, tomada por Servando, de combatir por sus perseguidores en la España de 1808 se debían, para ellos, como para miles y miles de hombres en la tierra, al genio devastador de Napoleón Bonaparte. Tan pronto como pudieron, salieron despavoridos de París hacia Dieppe el 13 de abril y se embarcaron hacia Inglaterra, previa estancia, en Ruán, el 25 del mes. Alamán asegura haber invitado a Mier “para no dejarlo perecer en París, donde no tenía recursos

ningunos”.⁵ Los Cien Días, de los que Servando no dejó más comentarios que los ya mencionados, nos legan, en cambio, dos pasaportes, oro molido en la vida de un indocumentado casi fantasmagórico. Dice uno, que autoriza su salida de París:

Un sello negro que dice: “Police général de France.”—3198.—Otro sello realzado que dice: “Adm. De l’Enr. et des Dom.”—De par le roi.—Un sello con las armas de Francia.—Nous Directeur Général de la Police du Royaume. À tous Officiers Civils et Militaires, chargés de mantenir l’ordre dans les différents Départements de la France, et de faire respecter le nom Français chez l’Étranger. Laissez passer librement Le Sieur Meyer (Servando) Capitaine, Suivi d’Antonio Riva, Son Domestique natif du Mexique (Amérique Espagnole) demeurant à Paris, rue Froid-Manteau, No. 15 allant à Carthagène, (Amérique Espagnole) et donnez-lui aide et protection en cas de besoin. Le présent Passe-port accordé pour un... est valable pendant un Mois pour sortir du territoire français. Délivré sur le Dépôt de Passé Súrannée No. 9.—Fait à Paris, le Vingt quatre Novembre, 1814.—Le Directeur Général Le Cte. B...—Le Secrétaire général, adjt...—Le chef de Bureau...—Prix du Passe-port, Dix francs. (Note) Tenu... Des Affaires Étrangers, Rue du Bacq, No. 84. Al margen: “Passe-port à l’Étranger.—Département de la Seine.—Registre des Étrangers No. 689.—Signalement.—Agé de 45 ans taille d’un mètre 69 centimètres, —cheveux Bruns—front ordinaire,—sourcils Bruns—yeux idem,— nez long,—bouche moyenne,—barbe Brune,—menton rond,—visage ovale,— teint ordinaire.—Signes particuliers.—En Blanco.—Signature du porteur.— Servando de Meyer.—Un sello realzado, de golpe, con las armas de Francia, que dice: “Directeur Générale de la Police du Royaume.”

El segundo documento lo sitúa en Dieppe:

A la vuelta: No. 27.—Vu à la Préfecture de Police, pour l’Anglaterre par Dieppe. —Paris, le 18 avril, 1815.—Nous le Préfet.—Una rúbrica. (Nota) tenu de... des Affaires étrangèrs, Rue du Bacq, No. 84. Vu pour départ pour l’Anglaterre.—Dieppe 24 avril 1815.—Baudeligne Commendante de police.—Colocado en la parte superior de la anterior nota, un sello rojo que dice: “Préfecture de police.” Vu au Ministère des Affaires Étrangers.—Paris, le 18 avril 1815.—Par autorisation du Minntre. Le sous-Secretaire d’État, Ed. Bignon.—Par le Minntre... Des Passe-ports. Una rúbrica.—Un sello negro que dice: “Ministre des Affaires Étrangers.”

Estos papeles, conservados en el expediente del proceso de 1817, no nos dicen, como es obvio, si la experiencia de Servando durante la Primera Restauración y los Cien Días lo preparó para el episodio dictatorial de Iturbide, ni arrojan luz sobre lo que Servando pensó de las conciliaciones intentadas, sucesivamente, por Luis XVIII, Napoleón y nuevamente Luis XVIII, para armonizar el poder con las cartas constitucionales. ¿Habrá tomado nota el doctor Mier de la polémica entre el emperador y los diputados liberales en los que quiso apoyarse? Tampoco esa papelería burocrática aclara si Mier leyó a Benjamin Constant o si, como enemigo de los reyes y de los bonapartistas, se despidió del abate Grégoire rumiando la república cristiana, la tercera vía cuyo sueño compartían. Es probable que Mier haya pensado en sacar provecho del caos europeo durante los Cien Días para regresar al Nuevo Mundo, por Cartagena de Indias o por algún puerto de los Estados Unidos. Los pasaportes nos muestran, en cambio, algo más importante a estas alturas: las señas de identidad de un hombre a quien las autoridades francesas llamaban Servando de Meyer —que le encantó—, que viajaba con un criado mexicano de nombre Antonio Riva. El fraile decía tener 45 años de edad (aunque nuestras cuentas sean otras: 52 cumplidos el 8 de octubre de 1815) y medía casi un metro setenta. Tenía la nariz que los lugareños del Bajío, cuando fue capturado en

1816, dieron por judía, el rostro ovalado y el mentón redondo, boca regular y tez normal, los ojos, el cabello, las cejas y las pestañas castañas, sorprendiéndonos con una barba, acaso descuidada por las prisas de la fuga. Quizá fue en ese momento cuando su amigo Lucas Alamán guardó para sí el retrato que escribiría años después: “Rico en conocimientos y erudición es, al mismo tiempo, muy agradable en su estilo, y lleno de fuego y ardimiento, abunda en chistes oportunos.”⁷ Cansado de grabar epitafios sobre la tumba de Napoleón, su mejor enemigo, Chateaubriand hizo bien en dejarle la palabra a Tácito: “Al extremo de nuestro hemisferio se oye el ruido que hace el sol al sumergirse.” Esa luz crepuscular producida por el hundimiento del héroe nos permite reconstruir, gracias a la pálida memoria de un pasaporte, el rostro de Servando antes de los Cien Días.

“IRSE A MINA”

Trataba de entender esa especie de imán que tiene para nosotros el acero de una espada. Es una atracción irresistible que nos tiene en el servicio contra nuestro deseo y hace que esperemos siempre un acontecimiento o una guerra. Yo no sé —y de ello venía a hablarle a usted— si no será verdad decir o escribir que hay en los ejércitos una pasión que les es particular y que les da la vida: una pasión que no tiene ni amor, ni gloria, ni ambición: es una especie de combate cuerpo a cuerpo con el destino, una lucha que es el origen de mil voluptuosidades, desconocidas al resto de los hombres, y cuyos triunfos interiores están llenos de magnificencias: es, en fin, ¡el amor al peligro! ALFRED DE VIGNY, “La velada de Vincennes”, Servidumbre y grandeza de la vida militar [1835]

Xavier Mina había sido capturado por los franceses, en Labiano, muy cerca de Pamplona, el 29 de marzo de 1810. Traicionado mientras esperaba a un cuerpo de voluntarios, el guerrillero daba fin, con su captura, a meses de exitosas correrías que lo habían rodeado de un aura providencial. “Miná, Miná est pris !”, gritaron de alegría los expedicionarios del general Dufour, al cumplir el urgente deseo del emperador dando caza al forajido que había puesto en ridículo a la Grande Armée. Sabemos poco de la infancia y la adolescencia de Mina. Nació el 1° de julio de 1789, en Otano, Navarra. Hijo de labriegos acomodados, fue enviado a la Universidad de Zaragoza, donde sus estudios fueron interrumpidos por la guerra de 1808. Mina, apodado el Joven o el Estudiante, para distinguirlo de su “tío” y sucesor, Francisco Espoz, quien agregó el Mina como segundo apellido, se alistó con los patriotas y vio caer Zaragoza. Pretextando una visita a sus padres, regresó a Navarra. Con más arrojo que ciencia, Mina se in ternó en la serranía y organizó la más peligrosa de las guerrillas. “Irse a Mina”, cuenta Martín Luis Guzmán, su primer biógrafo, se convirtió en la

contraseña de cientos de aldeanos y labriegos ansiosos de seguir al héroe popular, que aparecía y desaparecía por los parajes de Navarra y luego de Cataluña.⁸ A diferencia de otros guerrilleros, a Mina parecía inspirarlo algo más que la rebelión ciega contra el invasor. Incurrió escasamente en crímenes de guerra, castigó el pillaje y dio forma a un sistema de inteligencia que lo transformó, durante un tiempo breve e intenso, en el alma de la guerrilla, novedad que, contra un ejército regular, combinaba la improvisación y la herencia del bandidaje social. Napoleón había ordenado que Mina, una vez capturado, fuese pasado por las armas, aunque sabía que liquidarlo en Navarra provocaría disturbios. Hasta la fecha se ignora por qué el emperador fue desobedecido y quién lo convenció del valor del joven guerrillero como prisionero de guerra. Semanas antes de su captura, los oficiales del mariscal Suchet intentaron comprar a Mina. Lo más probable es que, durante esa partida, Georges-Joseph Dufour, el general que lo aprehendió, cobrase estimación personal por Mina y haya pensado que, con un trato generoso, obtendría la colaboración del guerrillero. Esa combinación de cálculo y simpatía salvaría la vida de Mina. Malherido, Mina cruzó el río Bidasoa y tomó rumbo a la raya de Francia, por la carretera de Guipúzcoa. Dufour lo hizo escoltar por 400 hombres y le permitió a su padre acompañarlo hasta Bayona, donde Mina gozó de las mejores atenciones por parte de los médicos militares. Todavía en España, Mina comenzó a jugar ambiguamente con sus captores, consciente del valor que le daban como preso o quizá sólo aterrado por el paredón que podría esperarlo en tierra francesa. Escribió entonces tres cartas a sus guerrilleros, pidiéndoles la rendición. O Mina creía que su gente no lo obedecería sabiéndolo bajo coacción, o éstos creyeron que su jefe los había traicionado. El Corso Terrestre, nombre del grupo guerrillero de Mina, continuó batallando contra la invasión. El 25 de mayo de 1810 las puertas del castillo de Vincennes se cerraron tras Mina, en cuyo temible donjon, torre principal habilitada como prisión, fue encarcelado. Antigua residencia de los primeros Valois, Vincennes era prisión de Estado desde Luis XI y la nómina de huéspedes a la que el joven español se sumaba era alcurniosa: Enrique de Navarra, el Gran Condé, el cardenal de Retz, el tribuno Mirabeau y el marqués de Sade. Contra un muro de Vincennes fue ajusticiado, por órdenes directas de Napoleón, el duque de Enghien en 1804, muerte que motivó la célebre frase de Talleyrand: “Esto es peor que un crimen, es una estupidez.”

A Mina, que aprendió francés en su celda, no le habría gustado leer “La veillée de Vincennes”, el elogio del castillo que Alfred de Vigny escribió. El hambre y el frío estuvieron a punto de matar a Mina en Vincennes, lo que hoy llamaríamos una prisión de alta seguridad, donde iban a dar los enemigos más temidos del Imperio, sometidos a una segregación casi absoluta. Muchos meses tardó Mina en saber que las ergástulas vecinas estaban habitadas por otros españoles, como el general Rebolledo de Palafox, héroe de los sitios de Zaragoza. Pese a que, “de todos los prisioneros ilustres detenidos en Francia, Xavier Mina presenta la particularidad de haber sido uno de los que estuvieron más aislados”,¹ en Vincennes cambió su vida gracias al conocimiento. En un episodio que anticipa El conde de Montecristo, Mina entró en contacto, en circunstancias novelescas, con un sabio, Victor Faneau de Lahorie (1766-1812), antiguo amante de la madre de Victor Hugo y padrino de bautizo del poeta, así como general republicano que había conspirado contra Bonaparte en 1804. Lahorie se hizo cargo del joven Mina y lo instruyó en táctica y estrategia, literatura clásica y lengua francesa.

Un fondo de valoraciones éticas acompañaba [dice Guzmán] aquellas enseñanzas: el que de sí daba la personalidad de Lahorie, que además de militar de primer orden era hombre de valor poco común, de gran rectitud espiritual y de ánimo sereno y generoso. Movido por su austeridad cívica, exclamaba a menudo: “Antes que todo, la libertad”, y buen lector de los clásicos, se hacía traer a la prisión libros que exaltaban las virtudes ciudadanas y los supremos atributos del héroe. Sus autores favoritos eran Tácito, Plutarco, Polibio, Jenofonte; los cuales, puestos luego en manos de Mina, prendían en el espíritu del discípulo idéntica llama a la del maestro. Bajo la tutela del general francés el guerrillero español leía y comentaba, dentro del recinto que en otros siglos albergara grandes ambiciones regias, La anábasis, Las vidas, Las historias, Los anales. De noche, en el silencio del donjon, las sombras mal ahuyentadas por la vela, solían poblarse de visiones del mundo antiguo, hasta que de pronto un graznido próximo rompía el encanto: eran las cornejas de la capilla gótica que venían a revolotear cerca de las ventanas de la torre.¹¹

Lahorie, conocedor de los bastidores del Imperio, estimuló en Mina su tendencia

a fingir negociaciones para aliviar su suerte, misma que llama a la suspicacia a algunos historiadores:

Su inmediata sumisión desde su captura, las revelaciones que hizo a sus vencedores, su deseo expreso de servir bajo las banderas imperiales habían hecho esperar si no una adhesión a los franceses, el abandono de una actitud de resistencia tenaz o insolente; a medida que fue pasando el tiempo, las autoridades parisienses acabaron por convencerse de que estaban enfrente de un individuo si no pícaro y cínico, al menos disimulado y calculador.¹²

Sin esa educación, Xavier Mina habría salido de la cárcel moralmente vacío o convertido en un malhechor. Alumno con maestro privado en una escuela de revolucionarios, Mina entró a Vincennes como guerrillero y salió como militar, llegó como patriota ardiente y salió doctorado en liberalismo constitucional. Y en cuanto a la ambigüedad de Mina ante sus captores, debe considerarse que figuras como la suya transitaban entre las veleidades del desvergonzado dieciochesco y la futura tenacidad dogmática del revolucionario profesional. Pero me inclino a creer que Mina, más allá del miedo, manipuló a las autoridades de Vincennes. 1812 trajo consigo malas noticias. El general Joaquín Blake, oficial superior que había sido tanto de Mina como de Mier, rindió la plaza en Valencia y fue a dar al fuerte de Vincennes. En cambio, Lahorie fue trasladado a otro presidio, La Force, en París, de donde fue liberado en octubre de ese año por el general Malet, protagonista de un rocambolesco golpe de Estado. Aprovechándose de la ausencia de Napoleón, perdido en Rusia y cuya muerte se rumoraba, Malet, armado de una falsificación genial de documentos, se presentó ante el alcalde de París asegurando que el emperador había fallecido. Gracias a la impostura, logró arrestar a Savary, ministro de la policía. La conspiración fracasó pocas horas después y, el 29 de octubre, Claude-François de Malet y su cómplice Lahorie, maestro de Mina, fueron fusilados. Es de suponerse que el sacrificio de Lahorie redoblase el compromiso de Mina contra el absolutismo. En tanto, las noticias de la derrota en Rusia fueron erosionando los cerrojos de Vincennes, que desde 1804 era depósito de pólvora y

municiones, motivo por el cual las autoridades decidieron desalojar a los presos a principios de 1814, destinándolos a los castillos de Angers y Saumur. A este último llegó Mina, donde pudo compartir mesa y conversación con sus correligionarios O’Donnell y Blake. El 1° de abril de 1814, el zar Alejandro, clemente conquistador de París, liberó a todos los presos de Estado. Cinco días después de la Primera Restauración de Luis XVIII, Mina salió libre hacia Navarra. En casa, el legendario guerrillero fue recibido cariñosamente, pero el tiempo de su prisión no había pasado en balde y Espoz había recogido los méritos de la victoria contra los franceses. Ello no impidió que su pariente se hiciese acompañar de Xavier Mina rumbo a Madrid, para que juntos le presentaran sus respetos al rey Fernando. Los héroes de Navarra se cercioraron en la corte de la draconiana restauración del absolutismo que el Deseado llevaba a cabo. Aunque los Borbones guardaron las formas en presencia de los famosos guerrilleros, rechazaron la petición de Espoz —la jefatura militar navarra, a la que tenía sobrado derecho—, mientras que a Mina lo invitaron a viajar a la Nueva España para combatir a los insurgentes. Francisco Espoz y Xavier Mina abandonaron Madrid asqueados. El joven recordó con repugnancia haber sufrido “los abrazos del absolutismo”. En agosto regresaron a Pamplona y urdieron un levantamiento liberal contra Fernando VII, que abortó semanas después, pues sus hombres estaban cansados de combatir. Así, “los Mina” escaparon a Francia, donde Luis XVIII se negó a entregarlos a Fernando, protegiéndolos como los enemigos indómitos que habían sido de Napoleón. La rebeldía de Xavier Mina estimuló la imaginación de los fernandistas y, antes que lo decidiese el guerrillero, el tlaxcalteca Miguel de Lardizábal, nuevo “ministro universal de Indias”, ya prevenía a las guarniciones de un desembarco del guerrillero en Veracruz o Caracas. La leyenda renacía. Bonaparte huyó de Santa Elena y comenzaron los Cien Días. En Francia, tanto los bonapartistas como la Restauración solicitaron los servicios de Xavier Mina. Abominando del corso, a cuya merced había estado prisionero en Vincennes, Mina ofreció sus servicios a Luis XVIII. Sin haber recibido respuesta del duque de Angulema, sobrino del rey, Mina regresó clandestinamente a España. Logró embarcarse en Bilbao hacia Bristol. Mina cobró conciencia de su leyenda camino a Inglaterra, pues gracias a las estampillas suyas que se vendían en Madrid, fue reconocido por los pasajeros.

Hacia abril de 1815 Mina está en Londres. The Times anuncia que él y sus camaradas han solicitado asilo a Lord Castlereagh. A cambio de la hospitalidad británica, Mina se ponía al servicio de la isla para combatir, donde fuese necesario, a Napoleón. Waterloo lo privó del gusto. El más célebre de los sobrevivientes españoles de Vincennes se instaló primero en el Hotel Príncipe de Gales, y luego en 21 Montagu Street, donde el Foreign Office se encargó de colocarle un espía como roommate. Gracias a ese sujeto, llamado J. D. R. Gordon —quien al final obligó al guerrillero a regresar a su hotel— sabemos de las miserias pasadas por Mina en Londres, de su obsesión por volver a España y cómo, en esas circunstancias, se involucró en su fatal destino mexicano.¹³ En esos días Mina conoció a fray Servando. No queda testimonio de ello, pero su primera conversación debió versar sobre la batalla de Belchite, en junio de 1809, donde ambos combatieron. Dice Miquel i Vergés:

Lo sorprendente es que no se conocieron en aquella oportunidad: el mismo Fray Servando, ya viejo, desde San Juan de Ulúa, libando sus recuerdos y particularmente sobre el episodio de la expedición de Mina a la Nueva España, asentará que entró en contacto con el antiguo guerrillero en Londres, y parece no tener idea de que ambos participaron en aquella batalla de Belchite, funesta a las armas españolas y al Padre Mier, caído prisionero de los franceses.¹⁴

Las simpatías y diferencias entre Mier y Mina eran las suficientes como para que sellaran una relación tan entrañable como conflictiva. Ambos habían combatido a Napoleón y sumando los años de presidio de cada uno tenemos más de una década. Pájaros de presidio, aventureros sublimes cada cual a su manera, marchaban en una misma dirección. En la primavera de 1815 tenían un enemigo común, el absolutismo de Fernando VII, y su encuentro era el de dos afluentes que en las Cortes de Cádiz no habían podido volverse una sola corriente liberal: el patriotismo de Mina y el independentismo de Servando. Comunión histórica, la sellada entre el fraile y el guerrillero, estaba condenada a fracasar, pero ése fue el instante cuando la historia de España y América pareció alejarse de la línea de sombra. A diferencia de Francisco Espoz, Mina no vivió para escribir sus memorias.

Nada sabemos de su impresión personal del dominico novohispano, y éste lo recordó con una combinación de admiración cariñosa y distancia crítica, dejando sólo algunos apuntes sobre su personalidad. Entre la reserva del guerrillero y la del fraile, hay una privacía perdida. Cabe suponer que, 25 años mayor que él, Servando debió apasionar al Estudiante con sus argumentaciones escolásticas. Y el doctor, por primera vez en su vida, aconsejaba a un hombre joven, soldado idealista y hambriento de gloria, a quien convenció de expedicionar a la Nueva España. No sin reservas, como veremos, Servando puso su destino en manos, no de una figura real o imaginaria de la Iglesia, sino de un militar. Acaso Mier ocupó en el corazón o en la mente de Mina el lugar del desaparecido general Lahorie. Como fuese, al dirigirse al golfo de México, Mina y Servando anticipan una fantasía. Libres, cansados de buscarse en la oscuridad prisionera del castillo de If, Edmond Dantès y el abate Faria se hacen juntos a la mar.

LA EXPEDICIÓN A MÉXICO

Cuando Séneca, en su polémica filosófica contra la historia, trata a Filipo y a Alejandro de Macedonia como bandidos, añade: vemos estas cosas como grandes porque nosotros somos pequeños. JACOB BURCKHARDT, Del paganismo al cristianismo

La planeación de un naufragio

“Cuando me vi desembarcado allí, el 21 de abril de 1817, al año puntualmente de haber salido de Londres, quedé asombrado”,¹⁵ dijo Servando en 1820 sobre su regreso a México tras 22 años de destierro. Del azoro del fraile ya hablaremos. Es hora de reconstruir su gran aventura. Mientras estuvo preso en la cárcel del Santo Oficio, como resultado del fracaso de la expedición del general Xavier Mina, Mier trató de evadir su responsabilidad como jefe espiritual del viaje. Esa versión, que colocaba a Servando en la desembocadura de Soto la Marina (Tamaulipas) por obra de la casualidad picaresca, gozó de alguna buena prensa hasta hace medio siglo. Fue el propio Mier, prisionero, quien realizó piruetas tragicómicas para desmarcarse del delito de alta traición como invasor mercenario. Pero gracias a Jiménez Codinach se confirma que sin la actividad de Servando y sus amigos en Londres la expedición de Mina nunca habría tenido lugar.¹ De esta manera, la narración servandiana de la aventura transcurre en dos niveles distintos, sólo hasta cierto punto contradictorios: sus declaraciones de 1817-1819 ante los calificadores inquisitoriales y la aceptación de su responsablidad una vez lograda la Independencia en 1821. En el primer caso, el fraile trata de restarse protagonismo; en el segundo, al tomar protesta como diputado al Primer Congreso Constituyente de México, el 15 de julio de 1822, Mier apenas alcanzó a decir que “¡Ojalá que aquel joven [Mina] de 26 años, tan instruido como generoso y valiente, hubiera seguido mis consejos! La patria hubiera sido libre

desde entonces y él no hubiera perecido al lado de tantos jóvenes ilustres que nos acompañaban.”¹⁷ Regresemos con Mina a la Europa de los Cien Días. Al guerrillero le continuaron lloviendo ofertas, o al menos eso se contaba en los corrillos de Londres. Se dijo que, tras Waterloo, el duque de Angulema recibió la petición de Mina de servir a Francia y lo consideró para derrocar a Fernando VII y poner en su lugar al duque de Orléans. Los ingleses, igualmente escandalizados ante el rey restaurado, también habrían querido colocar en Madrid, con la ayuda del guerrillero, al duque de Essex. Pero más allá de esas habladurías, Xavier Mina sólo tenía claro, durante 1815 en Londres, que su misión era acabar con el absolutismo de Fernando VII. Una vez desaparecido Napoleón del mapa europeo, a Mina no le interesaba servir ni a los franceses ni a los ingleses como mercenario. En ese momento conoce a Blanco White, a los viejos sectarios de la SCR y a su mecenas, el marqués del Apartado, así como al más brillante de los propagandistas de la Independencia, el doctor Mier. En septiembre de 1817, en plena aventura, Servando presentaría ante sus compatriotas a “mi general” Mina como al hombre formado en la adversidad por Napoleón, pues tanto era “su talento y valor de juicio” que “no lo dejó libre como a los demás militares de Francia, sino que le encerró en el castillo de Vincennes, donde estaba la flor de sus reos de Estado, los más grandes generales y una biblioteca magnífica”. Mina, tal cual lo vendía Mier en labores de propaganda, era un

republicano de corazón, idólatra de la libertad, adherido a nuestra causa por convicción de principios, animado por el grito mismo de sus compatriotas más ilustres y creyendo con ellos que en América se ha de conquistar la libertad de España, reúne un candor de corazón admirable a una claridad de talento muy grande, una rectitud de intenciones a una docilidad que encanta y a un profundo desinterés. Su odio al despotismo y al gobierno militar, su amor al orden y al gobierno civil, su actividad y atención a todo, la regularidad de sus costumbres, la civilidad de sus modales y una figura agraciada ganan las voluntades e inspiran a todos una confianza sin límites. Ustedes lo van a ver.¹⁸

En la compañía de los americanos y del círculo whig que los apoyaba, Mina llegó, como lo decía Mier, a la pronta conclusión de que Fernando sólo podía ser derrotado en la Nueva España. Detrás de ese cálculo, que resultó fatal, estaba la consistente evolución política y moral de Mina. Heredero de las Cortes de Cádiz, Mina quiso exportar a México ese espíritu de concordia, evolucionando hacia esa noción autonomista del Imperio español que los liberales de 1812 jamás comprendieron. El odio de Mina contra Fernando era tenaz y su liberalismo, consecuente. Pero su idea de la Nueva España era tan vaga como equívoca, de la misma manera que algunos de sus partidarios hispanoamericanos apreciaban en él más que al liberal a la cuña navarra capaz de “causar ahí un cisma entre los gachupines”.¹ El ahorcamiento del guerrillero Juan Díaz Porlier, conocido como el Marquesito, quien intentó rebelarse contra Fernando en Galicia en septiembre de 1815, acabó por convencer a Mina de que el único camino a recorrer era América. Muchos de los soldados españoles que lo acompañarían eran veteranos de las partidas del Marquesito, mientras que Xavier Mina había dejado de ser el Estudiante preso en Vincennes. Probablemente ya era francmasón e iniciado de la SCR londinense. Todo el Londres hispanoamericano hablaba del proyecto de Mina. Servando, en una carta a Antonio Sesma del 14 de diciembre de 1816, convierte al general Mina en un fantasma de la libertad que había escapado de la fortaleza de Vincennes para salvar a América, pues incluso planeaba correr en socorro de los americanos desde hacía dos años.² El ambiente, en 1815, parecía propicio para la aventura. La SCR identificaba al efímero Congreso de Tehuacán como un gobierno mexicano, independiente y constituido, que recibiría a Mina con los brazos abiertos. Por otro lado, los Tratados de Gante habían dado por concluida la guerra de 1812-1814 entre los Estados Unidos e Inglaterra, de tal forma que de Baltimore a Nueva Orleans se abría un mercado de armas, municiones y mercenarios para alimentar la expedición. Había un empresario dispuesto, una vez más, a afianzar la aventura con una patriótica línea de crédito: José Francisco Fagoaga, marqués del Apartado. Confundido con frecuencia con su primo José María Fagoaga (1764-1837), alcalde de corte y firmante del Acta de Independencia de México, el marqués don José Francisco fue una figura capital en el financiamiento de la expedición.²¹ Mier, en un mensaje a los criollos de Veracruz, recordó la despedida que el marqués brindó a Mina: “El último abrazo que dio a nuestro general fue con la

promesa de darle el otro en el campo de batalla. Si ahí está [el marqués del Apartado] díganle que su hermano [Francisco “Frasquito” Fagoaga] queda bueno. A ambos les sobra patriotismo y hubo que ver que para enviar armas solicitaron hipotecar todas sus haciendas y propiedades. Darían su sangre si fuera necesario. Imítenlos...”²² La correspondencia oficial española revela que los ministros de España sabían con claridad y antelación que el marqués del Apartado financiaba a Mina. Los embajadores de Fernando en Washington y Londres se cansaron de advertir, respectivamente, al presidente Madison y al primer ministro Castlereagh de la dimensión ultramarina de la conspiración. Secretos poderes, acaso los de la francmasonería, protegían al marqués en los gabinetes. La escena que Mier retrata era el anticipado regreso del bondadoso filántropo a la Nueva España, donde los esperaría en el “campo de batalla”. Pero el marqués cortó de inmediato todo contacto con los expedicionarios. Hombre que jugaba en varias mesas por la Independencia americana, es probable que, una vez fracasada la expedición de Mina, José Francisco Fagoaga haya hecho mutis para no acabar de delatarse. En 1817 el sufrido Servando, preso otra vez, busca al marqués pidiéndole socorro y para eso envía a su sobrino Francisco de Paula Mier Noriega. No es sino hasta el 19 de noviembre de 1820, estando Mier en San Juan de Ulúa, cuando el marqués del Apartado da señales de vida y lo ayuda mediante la tía de Servando.²³ El plan maestro de la expedición sólo se fraguó una vez confirmada la ejecución de Morelos, a cuyo auxilio se determinó enviar, en primera instancia, a Mina. Pero en Londres se ignoraba —o se quería hacerlo— que la insurgencia mexicana estaba convertida en una corte de los milagros. Los desterrados tenían un diagnóstico militar correcto: los insurgentes necesitaban armas y oficiales experimentados. Dado que los piratas de la Barataria, cercanos a Nueva Orleans, colaboraban con la insurgencia, sería posible desembarcar en Nautla y Boquilla de Piedras, próximas a los bolsones rebeldes. Como a veces sucede con una intervención redentora planeada en el extranjero, la calificación de la situación política fue desastrosa. Servando, a quien se le quemaban las habas por regresar a México, fue responsable en buena medida de las ilusiones del general Mina en relación con la guerra de liberación que encabezaría. J. M. Hebb o Weeb, uno de los oficiales que acompañó a Mina y que acabó por solicitar el perdón real, afirmó que fue Mier, en Inglaterra, quien “indujo a Mina a empeñarse en una expedición contra México. Éste, con sus cambiantes y seductivos modales en su conversación y con la asistencia de las falsedades del padre Mier, bien pronto indujo a ricos y respetables mercaderes a entrar en sus miras.”²⁴

Mier, quien estuvo bien informado mientras funcionó el triángulo LondresCádiz-Caracas, había perdido el contacto con México. Sólo hasta que llegó con Mina a la costa este de los Estados Unidos, el fraile sintió el hornazo de un Anáhuac dividido entre caudillos o hincado ante el virrey. Entonces Mier empezó a dudar razonablemente, al conocer la actuación del presbítero José Manuel de Herrera, ministro independentista en los Estados Unidos, quien, entre la buena fe y la negligencia, se amparaba en cascarones vacíos como el Congreso mexicano y presentaba a comerciantes, mercenarios y diplomáticos el panorama de una nación embravecida que aullaba por quien la liberase de las cadenas españolas. Mina, en fin, enceguecido contra el absolutismo, hombre oscilante entre la audacia y la ingenuidad, también contribuyó a su holocausto. Años después, el general Francisco Espoz, al lamentar el destino del Estudiante, dijo que su “desgraciada tentativa se debió a la desmedida confianza que allí, como anteriormente en Navarra, tenía en su valor...”²⁵ En 1815 el virreinato de la Nueva España había recobrado la calma. Derrotados estaban Hidalgo y Morelos, cuya revuelta causó terror inaudito en las ciudades, exorcizado el fantasmón constitucionalista de Cádiz y restaurado Fernando en su trono. Muchos criollos autonomistas de 1808-1812 habían entrado en razón, de buen o de mal grado, y tras la derrota de Napoleón, la opinión pública se afligía con un “invasor” más atractivo, pues José Bonaparte, ex rey de España e Indias, se había refugiado en Washington y desde allí, se decía en la Ciudad de México, repartía diamantes para rescatar a su hermano de Santa Elena y traerlo a reinar en las Américas. Mejor informado que la SCR, a la cual espiaba, el gobierno británico insistió en su tradicional política hispanoamericana. Toleró las actividades preparatorias de Mina, pero jamás las financió. En el curso de 1816, Lord Castlereagh, observando que Fernando VII se afianzaba, abandonó toda veleidad antiespañola, y así lo hizo saber a Mina y a sus protectores, los whigs. Es Mier mismo quien informa de ello y se muestra decepcionado de la mustia actitud inglesa, cuyas dubitaciones y falsas promesas habían matado, decía, al general Miranda.² Las ayudas recibidas por Blanco White, Mina y Servando, gracias a Holland House, eran sólo sinecuras que reconocían su calidad de veteranos antinapoleónicos. Pero, románticos idealistas, Lord y Lady Holland fueron más lejos. El 16 de septiembre y el 20 de octubre de 1815 organizaron cenas en Holland House para contactar al general Mina con personajes españoles como el

conde de Cabarrús o Álvaro Flórez Estrada. Gracias a los registros del Holland House Dinner Books, sabemos que Servando no fue convidado a esos ágapes. El contacto más provechoso de los obtenidos por Mina en Holland House fue el general estadounidense Winfield Scott, quien había llegado al viejo continente para reconocer al ganador (quienquiera que fuese) de la batalla de Waterloo. Pero el general Scott apareció en las conversaciones cuando el plan de la expedición ya se hallaba muy avanzado.²⁷ El conde de Fernán Núñez, embajador de España ante la Gran Bretaña, protestó airadamente, pues se conspiraba contra Su Majestad Católica a vistas de todo Londres. Castlereagh fingió escándalo, culpó a los whigs de su siniestra hospitalidad con los forajidos, y no hizo nada, pues Fernando VII y su corte habían perdido todo crédito en el mundo anglosajón. A cambio de su tolerancia, Mina se cuidó de no poner en aprietos a los ingleses, dirigiendo sus cargamentos de armas hacia sitios neutrales, como lo era entonces Nueva Orleans. La casa Gordon and Murphy, aval de poderosos intereses comerciales ingleses, estaba sacando partido de la expedición de Mina, como lo ha demostrado Jiménez Codinach. Cuando Mina, interrogado por las tropas realistas antes de su muerte, en el fuerte de los Remedios, negó ser agente de la Gran Bretaña, fue veraz. Pero murió ignorando la magnitud del dinero invertido en su causa por particulares ingleses y estadounidenses que querían abrir, de una vez por todas, los puertos novohispanos al comercio mundial. Menos ingenuo, Mier entendió la tensión no resuelta que dio al traste con la aventura. Los whigs temían, como ocurrió, que el navarro se volviera presa de los corsarios del Golfo que servían, un día sí y otro también, a Washington. Lord Holland le advirtió a Mina que, de provocar una guerra entre España y los Estados Unidos, todos los ingleses, empezando por su partido, estarían con los españoles. Las garantías que el navarro ofreció a cambio de que aquello no ocurriese corrieron a cuenta del entusiasmo inicial de Mier: México tenía un Congreso y un ejército solvente para abonar, una vez alcanzada la victoria, sus gastos a los amigos de Holland House, que contribuyeron más por lucro que por chulería romántica. Las deudas dejadas por Mina en Londres y a lo largo de los Estados Unidos y el Caribe le fueron reclamadas al gobierno mexicano durante décadas. Iturbide tuvo intenciones de cubrir el adeudo. Todavía en 1841 los inversionistas de Baltimore exigían 600 dólares a México. Esa deuda fue una de las razones por las que Servando, ya patricio de la Independencia, rindió homenaje al valor y la

nobleza del general Mina pero se cuidó de detallar su participación en la aventura, no le fueran a cobrar. Mientras se conspiraba en Londres, cabe preguntarse si alguien en la Ciudad de México, más allá de algunos agentes cuya rutina era localizar insurgentes empecinados, se acordaba entonces de Mier. Poco antes de embarcarse con Mina, a Servando sólo lo recordaba, en un párrafo de su Biblioteca hispanoamericana septentrional, José Mariano Beristáin de Souza (1756-1817). Este canónigo realista daba a Servando por desaparecido en 1815 y lo retrataba con las inexactitudes propias de quien habla de un fantasma:

Ingenio tan brillante como superficial, que si a las velas de la imaginación, y al espíritu que las movía hubiera acompañado el lustre de la madurez y juicio competente, habría corrido con felicidad por el espacioso mar de las ciencias y del mundo. Pero ligero, vario e inconstante, sin reflexión ni consejo caminó siempre con desgracia y peligros hasta naufragar ignominiosamente en Londres, donde prófugo de los dominicos de España ha empleado su pluma contra el gobierno español, y en favor de la rebelión infame de su patria, teniendo la imprudencia propia de comprometer, no sé si calumniosamente, los nombres de sus mismos protectores. Ya en México había dado el año de 95 entre otras más privadas, una prueba pública de su carácter novelero, predicando a presencia del virrey y del arzobispo, de la audiencia y de los magistrados, de los españoles y de los indios en el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, un sermón en que quiso dar en tierra con la antigua y venerable tradición de la prodigiosa aparición de la Virgen María al neófito Juan Diego en el cerro del Tepeyac. Fue por esto enviado a España, y confinado en Sevilla en el colegio correccional de los Rodrigos. Del cual salió para cambiar la túnica y casulla del orden de predicadores por la sotana y bonete de clérigo secular. Sirvió allí de capellán en los ejércitos de los españoles contra Bonaparte, y por algún tiempo se hizo digno del amor de la península afligida, y aun de la consideración del gobierno. Mas al fin violento con seguir el camino de la gloria, mudó de ideas y de domicilio y no hallando seguridad en la patria de sus abuelos pasó a buscarla en la de los Robertzones.²⁸

A Beristáin le dio un ataque de apoplejía mientras sermoneaba desde el púlpito.

Murió como consecuencia de ello, en 1817, y quizá su estado se agravó cuando supo de la súbita aparición de Mier en la costa de la Nueva Santander, fugado de Inglaterra, la isla de los Robertzones según el bibliógrafo. Importa saber que para una personalidad renombrada como el canónigo las aventuras españolas y el exilio de Servando en Londres no eran del todo desconocidos. Éste es el único retrato novohispano que conocemos de Mier en los meses previos al desembarco. Volvamos a los detalles tan engorrosos de la planeación de la aventura pues hay que hablar de la actitud de los Estados Unidos, similar a la de Gran Bretaña, su madre y enemiga. La potencia emergente apostó bien: la Independencia de la América española le convenía a mediano plazo. En tanto, el presidente Madison prohibió, el 1° de septiembre de 1815, toda expedición salida de los Estados Unidos contra las posesiones continentales de España, potencia amiga. Pero pululaban en torno al negocio expedicionario toda clase de aspirantes estadounidenses que, de buena y de mala voluntad, estaban dispuestos a enrolarse. Mina mismo, ya en la costa atlántica, rechazó las proposiciones más viles y sólo aceptó la formación de la Mexican Company of Baltimore, como afianzadora. Y a título personal, el general Scott contactó a Mina con numerosos soldados de fortuna, la mayoría muchachos neoyorquinos que acabaron sus vidas comiendo cangrejos en el fuerte de San Juan de Ulúa.

Entre las mujeres de pie pequeño y los buques fantasma

El 15 de mayo de 1816, al fin, Xavier Mina y fray Servando salieron del puerto de Liverpool, al mando del Caledonia, rumbo a los Estados Unidos. Llevaban 20 cañones y 200 mosquetes. La tripulación, primero compuesta de veteranos guerrilleros de Díaz Porlier, se convirtió en una chusma incontrolable cuando se adhirieron los mercenarios en la costa estadounidense. Mier, que abominaba de los barcos desde que regresó a España desde Génova en 1803, resultó ser un pésimo hombre de mar; atosigado por los mareos, no salió de su camarote. No obstante, desde Norfolk, Virginia, el primer puerto de arribo una vez cruzado el Atlántico, Servando escribió una bitácora de viaje, en forma de una carta a “mi muy caro Frasquito”, quien no era otro que Francisco Fagoaga, el hermano del marqués del Apartado. En esa carta, redactada el 1° de julio de 1816, Mier

recordaba una travesía amenazada desde la primera noche por el motín y aderezada cotidianamente de blasfemias:

Baste saber que debíamos ser 50 pasajeros y sólo fuimos 20. El general [Mina] luego que vino a bordo, para poner orden y alguna disciplina dio pequeñas ordenanzas señalando las horas de reposo y los respectivos trabajos: y para arreglarnos hizo una promoción provisoria, haciéndome a mí el confesor de todos, comandante de artillería al coronel Jocosa, italiano, que traía a su mujer, dos niñas, un chiquillo y un amigo mercader, con dos artilleros de la misma nación que fueron hechos tenientes [...] Desde la primera noche dadas las diez, según la ordenanza, el general estaba ya recogido, y todo en silencio, y yo tendía mi cama, Pavía sin hablar estaba en un rincón y los dos oficiales de Porlier, Humendia y Escaño (a quienes Mina vistió y mantenía desde que llegaron desnudos y pereciendo a Londres) conversaban muy alto en la cámara. El general les exhortó desde su cama al silencio, por tres veces y no quisieron obedecer. El dispensero les hizo presente que le era preciso recoger la vela porque estaban bajo la cámara 200 barriles de pólvora. Ellos lo maltrataron de palabra y él les dijo que no conocía el miedo. Mina gritó que era preciso obedecer y le respondieron que no obedecían a caprichos de un déspota. Oído lo cual Mina mandó llevar la luz, y entonces Pavía se levantó diciendo que nunca olvidaría una acción tan indigna e indecente con oficiales. En cuanto se levantó Mina a otro día reunió a todos, y pidió dijese cada uno si resolvía obedecerle como a general, que el que no quisiese libre era...²

Como lo señala Manuel Ortuño Martínez, la carta de Mier a Francisco “Frasquito” Fagoaga refleja las desordenadas motivaciones de quienes se habían embarcado hacia México, pocos de ellos identificados con los ideales del fraile y del guerrillero. En Burdeos, por ejemplo, los oficiales españoles, dice Servando,

extraviaron a los italianos, que encerraron los planos que habían levantado y no quisieron trabajar más, porque ellos les dijeron y a todo el barco que Mina no era general sino un salteador de caminos, un tunante, un pícaro, y a ese tono iba todo. Pero el objeto de su furia éramos yo y la religión. Yo no era libre para

hablar una palabra la más inocente, la respuesta más cariñosa era “cállate so ignorante, pillastrón, ladrón” y otra increíble serie de denuestos groserísimos, baldones y calumnias...³

Según Mier, Mina mismo hubo de atemperar los ánimos en defensa de su confesor a bordo:

Pero que mucho me tratasen así, si su continua conversación era contra Dios, cagarse en él, negar que existía, llamar a la Virgen puta con Gabriel [el arcángel], eran las menores blasfemias de los cuatro susodichos especialmente Humendia, Escaño y Pasamonte. Como todo el barco estaba horrorizado, Mina emprendió en la cena probarles la existencia de Dios y la bondad de J. C. Humendia lo trató de ignorante, y que no sabía más que cuatro romances. “En la tierra nos veremos”, le respondió Mina y calló.³¹

“Nuestro doctor Mier ha sido muy desafortunado en su viaje a México”,³² escribió Pedro Gual, quien acaso leyó la carta a Francisco “Frasquito” Fagoaga. Concediendo lo sensible que Servando era a cualquier menoscabo de su investidura, nada fáciles debieron serles aquellos 45 días rodeado de la hez de las guerras europeas y muy negro debió ser su pronóstico del futuro de Mina en semejante compañía, una vez que tocaron tierra en Norfolk, Virginia, el 20 de junio de 1816. La carta a Francisco “Frasquito” Fagoaga culmina con una noticia refrescante, pues “la semana que entra”, sostiene Mier, “creo que quedará todo arreglado y el general y yo pasaremos de paseo a Filadelfia y Nueva York, donde están las bellezas mejores que las de Londres, dicen, por su pie más pequeño, cuerpo y andar más gracioso y elegante, y a fe que aquí no faltan más finas de color aunque en general más descoloridas”. Además, la carta finaliza encomendándole a “Frasquito” a dos amigas que Servando había dejado en Londres, Mary y Carlota.³³ La travesía había hermanado a Mina y a Mier, quienes acaso se fueron de picos pardos antes de decidirse, en Baltimore, a recomenzar la expedición. Mientras en el golfo de México empezaban a soplar los vientos de la orfandad,

Servando y el guerrillero contactaban al general Scott en Nueva York, sin desperdiciar las oportunidades para divertirse con las mujeres de pie pequeño. Algunos expedicionarios, francos en Baltimore, corrieron a delatar los planes de Mina y Mier con Luis de Onís, embajador de España ante los Estados Unidos. Otros aventureros tan sólo desertaron. Inclusive, José Álvarez de Toledo, enviado de los insurgentes, se convirtió en doble agente al servicio del embajador De Onís, y planearon el asesinato de Mina, como lo denunció Servando en la carta a Francisco “Frasquito” Fagoaga. Ante esas circunstancias, Mier llevó a Mina con los patriotas establecidos en Filadelfia, entre los que destacaban Manuel Torres, Mariano Montilla, José Rafael Revenga, Pedro Gual y Miguel Santa María. Este grupo, que provenía de la vieja SCR, condujo a Mina en dos direcciones: buscar a Bolívar, refugiado con el presidente Pétion en Haití, y entrar en contacto con los independentistas mexicanos en la costa veracruzana. Mina y Mier habían estado despachando cartas al Congreso de Tehuacán, cuya disolución, obra del general Manuel Mier y Terán en diciembre de 1815, ignoraban cuando llegaron a los Estados Unidos. El mito de la “revolución de la Nueva España”, que Mier había construido desde Londres, se desmoronaba a sus pies. La carencia de un interlocutor válido en México no sólo despojaba a la expedición de legitimidad política, sino atentaba contra el bolsillo de los mercenarios, quienes esperaban ser remunerados en el primer puerto mexicano que tocaran. Desesperado, el fraile sacó a relucir las relaciones del marqués del Apartado y recurrió a los criollos ricos de Veracruz. Enviaron a Miguel Santa María, quien con la sospechosa aquiescencia de las autoridades realistas, se entrevistó con Juan Almanza sin tocar tierra. Este hombre traicionó de inmediato a los independentistas, remitiendo al virrey Apodaca las cartas de Mina y Servando, así como un regalo literario del fraile que, destinado a incendiar México, acabó adornando la biblioteca virreinal: dos ejemplares de la Historia de la revolución de Nueva España, de José Guerra. Junto al fracaso de las jugadas servandianas, destinadas a seducir al pueblo que había imaginado en el exilio y que se limitaba a un par de ricachos veracruzanos, no le iba mejor al general Mina. El espíritu del motín se apoderó de sus naves. A cambio de las traiciones y las deserciones en Baltimore, el fraile y el guerrillero se ilusionaron con las noticias de Simón Bolívar, quien se lamía en Haití las heridas de su más reciente derrota al amparo generoso del presidente Pétion. Ansioso, Mina fue a encontrarse con Bolívar. La entrevista tuvo lugar el 13 de octubre de 1816, y en encuentro fraternal quedó, pues el venezolano sólo logró

que Pétion proveyese a Mina con algunos bastimentos. A Bolívar, ya lo sabemos, no le olió bien un viaje a la Nueva España. “Da la impresión”, escribió Miquel i Vergés, “que Mina no alcanzaba a armonizar el entusiasmo con un plan práctico, con un método.”³⁴ Desde Baltimore, auxiliado por Mariano Montilla, Mina empezó a lanzar proclamas a la Nueva España, presentándose como víctima y enemigo de la tiranía española, para evadir el previsible trato de filibustero. Pero las adversidades lo obligaron, durante el mes que permaneció en Santo Domingo tras la visita a Bolívar, a contratar desertores franceses de la peor calaña. Las naves regresaron inficionadas de la antigua isla de la Española y tantos eran los enfermos de fiebre amarilla, que algunos se quedaron a morirse en las islas Caimán. Mina se enfrentaba a mares e islas habitadas por seres mutantes y convenencieros, casi tan fantasmagóricos como él, el héroe de Navarra. Las idas y venidas de Mina y sus naves por el golfo de México y el mar Caribe son aburridas de narrar, por lo que tuvieron de inútiles: viajaron de Baltimore a Puerto Príncipe a principios de octubre de 1816, de Puerto Príncipe a las islas Caimán, La Baliza, Nueva Orleans y Galveston, de octubre a finales de noviembre, de Galveston a Nueva Orleans en febrero-marzo y, al fin, de Galveston a Soto la Marina, en abril de 1817. En septiembre de 1816 Mina decidió dividir sus fuerzas en dos contingentes. Mientras él recorría las islas y los puertos del norte en busca de ayuda, otro barco se dirigiría primero a Boquilla de Piedras y luego a Nautla, en la costa veracruzana, a contactar con los insurgentes. Servando tendría una función importante, como negociador mexicano, en esa incursión. En este punto ocurrió el supuesto intento de fray Servando de desligarse de la aventura de Mina. En 1820 dio en el Manifiesto apologético la siguiente versión:

Yo, de Baltimore, en el norte de América, en donde desembarcó Mina, proseguí mi viaje a Nueva Orleans, y no hallando allí la comunicación que deseaba con mi patria, me embarqué para la isla de Galveston, donde se decía haberla y en efecto habían bajado algunas familias de Texas por el río de la Trinidad. Se había formado allí una pequeña población que gobernaba el francés Aury con poderes del Congreso mexicano...³⁵

Tanto Lucas Alamán como William Davis Robinson confirman la versión. Este último, testigo de la aventura de Mina y fuente principal de los hechos, dijo que

antes que Mina saliese de Baltimore, despachó una escuna muy velera a la costa de México a fin de saber en qué estado se hallaban los negocios y de abrir una comunicación con [Guadalupe] Victoria, que, según decían, mandaba una fuerza muy considerable en Boquilla de Piedras. Esta comisión se confió al doctor Mier, natural de las provincias internas, en quien el general tenía gran confianza. Mier, sin embargo, tuvo miedo de las borrascas que le sobrevinieron en el golfo y desembarcó en la Nueva Orleáns, de donde despachó la escuna a Boquilla de Piedras.³

Los hechos son más complicados y es difícil saber si Mier trató de escapar de Mina o si hizo de un contratiempo climático una buena excusa para presentarse, en 1820, como fastidiado por las torpezas del guerrillero navarro. Según el plan previamente establecido por Mina, Servando debía dirigirse a Galveston o Matagorda para entrevistarse con Herrera y Luis Aury mientras el guerrillero entraba en pláticas con Bolívar. Mier salió de Baltimore

el 19 de septiembre, pero una tormenta muy fuerte le obligó a regresar, aunque a finales de octubre consiguió llegar a Nueva Orleáns, donde se encontró con que [José Manuel de] Herrera ya no estaba en la ciudad. Mina, por su parte, abordó el Calypso el día 26 de septiembre, tras una maniobra de distracción, para impedir las actividades dilatorias de Onís y llegó a Puerto Príncipe el día 12 de octubre.³⁷

Según Manuel Ortuño Martínez en Xavier Mina. Guerrillero, liberal, insurgente, Mier en Nueva Orleans “tuvo amplios contactos con los patriotas y sus simpatizantes, y al saber que Mina se encontraba en Galveston, se trasladó a la

bahía, a donde llegó los primeros días de diciembre...”³⁸ Fuese cual fuese el significado de la escala de Servando en Baltimore, y de su tardía llegada a Nueva Orleans, la suerte estaba echada: los viajes de reconocimiento que el fraile debía encabezar siguieron su camino sin él sólo para ratificar que Boquilla de Piedras y Nautla habían sido recuperadas por las fuerzas realistas. De regreso de Haití, Mina comprobó que el ministro Herrera había desaparecido. Y de los insurgentes sólo recibió una fantasiosa carta de Guadalupe Victoria, donde le ofrecía facilidades que no podía cumplirle a la hora de un desembarco. Entonces el guerrillero buscó en Nueva Orleans el auxilio de los piratas. Herrera había visto con buenos ojos que los corsarios de la Barataria navegasen al amparo del pabellón del Congreso mexicano, como lo hacían para cubrir algunas de sus fechorías los hermanos Lafitte. Otros como el comodoro Aury (17881821), de cuya hospitalidad se había beneficiado Mier, odiaban tanto a los españoles que tenían una simpatía profunda por la Independencia. Aury había proclamado, el 13 de septiembre de 1816, a Galveston como puerto franco de una inexistente República Mexicana.³ El comodoro Aury fue otro de quienes atrajeron a Mina hacia su desenlace fatal. Aunque lo recibió con entusiasmo, quiso apoderarse de la dirección de la aventura, y entró en conflicto con el coronel Young, guardia de honor de Mina. El comodoro acabó por abandonar el plan aunque autorizó a quienes entre su gente quisieran seguir al general. Aury no traicionó a Mina, e incluso lo escoltó hasta las costas tamaulipecas. Este aventurero prefería encabezar por su cuenta una invasión mercenaria desde Texas. Cansado de vagar, Mina se gastó sus últimos centavos en Nueva Orleans, comprando dos nuevas naves, Cleopatra y Neptuno, con las que apenas se detuvo a vivaquear en el río Bravo y levantó las anclas hacia la desembocadura del río Santander, en cuya orilla izquierda se asentaba el miserable villorrio de Soto la Marina. Las naves de Mina fueron llegando a ese sitio entre el 15 y el 21 de abril de 1817. Tan pronto desembarcaron, cuenta Lucas Alamán, los aventureros se supieron espiados por el teniente coronel Felipe de la Garza, nativo de Soto la Marina y años más tarde famoso por haber detenido, allí mismo, al ex emperador Iturbide.⁴ Soto la Marina (identificado por Humboldt como “boca de Santander” y después conocido como río de las Palmas o río del Nuevo Santander) nombraba en 1817 dos sitios distintos. Uno, deshabitado, estaba junto al río y fue allí donde se

estableció la guarnición en la que permaneció Servando, junto a Josep Sardà, oficial al mando. Otro, tierra adentro, fue el pueblo donde Mina inició su aventura en México, ingresando con 308 hombres a las provincias interiores, el 24 de mayo. Tuvo, al fin, motivos de entusiasmo, pues los tamaulipecos lo recibieron bien y le permitieron nombrar algunos alcaldes. En el fuerte de Soto la Marina, los revolucionarios instalaron una imprenta portátil, que acabaría de venerable reliquia en el Palacio de Gobierno de Monterrey, exhibida como la usada por el padre Mier en 1817. De esa imprenta salieron dos proclamas, al parecer ambas redactadas por Servando, aunque la aparecida el 25 de abril lleve la firma de Mina, y la del 25 de mayo, la del fraile. El general decía que “la causa de los americanos es justa, es la causa de los hombres libres, es la de los españoles no degenerados. La patria no está circunscrita al lugar en que hemos nacido, sino más propiamente al que pone a cubierto nuestros derechos individuales.”⁴¹ En su propia proclama, el doctor Mier se asumía como religioso católico, justificando su actuación como consecuencia de la homilía republicana del obispo de Imola, papa Pío VII en 1817. Recordando la creación de la República Cisalpina en 1797, ese obispo convocó a los católicos a defender, en palabras de Mier, esa “república democrática (esto es de todo el pueblo con un gobierno representativo)”, pues “lejos de excitarlos a revolverse, a empuñar las armas los realistas contra los nuevos republicanos, se pone de propósito a probarles que lejos de ser el gobierno republicano contrario al Evangelio, es el más conforme a su espíritu, porque nos enseña que todos somos hijos de un Padre, y por consiguiente iguales como hermanos...”⁴² Como en muchos otros textos que dirigió a particulares, antes y durante el desembarco en Soto la Marina, en la proclama Servando al fin pudo exponer en su tierra la teoría política del contrato primordial roto por la Corona española en 1808. Interrogado una y otra vez al respecto por los calificadores del Santo Oficio, Mier defendió esa sustentación jurídica de la Independencia planteada en su Historia: “Los españoles no tenían derecho alguno respecto de que nosotros éramos hijos de los conquistadores, únicos que pudiesen tener derecho por haber hecho la Conquista a su cuenta y riesgo, y de los indios, antiguos señores del país.”⁴³ Preso, Mier sabrá que la gravedad de su caso radicaba, antes que en sus ideas independentistas, en sus numerosísimas imposturas eclesiásticas: haber firmado

sus proclamas como vicario general de Mina, prelado doméstico de Su Santidad y su protonotario apostólico, examinador sinodal del Nuevo Reino de León, cura párroco de Santo Tomás de París, cura castrense de los Ejércitos Españoles, teólogo consultor del Santo Oficio y de la Congregación del Concilio de Trento, miembro del Instituto Nacional de Francia... Acusado en el orden canónico, Servando hubo de falsificar su participación en el viaje de Mina, sin otro objeto que desviar la atención de los inquisidores hacia sus problemas religiosos —confesando incluso su iniciación en una sociedad paramasónica— y así evadir acusaciones políticas graves. El asunto parece contradictorio y lo es: para Mier, una vez prisionero, era más fácil defenderse por cargos religiosos que como mercenario. En esa lógica, trató de explicar su presencia en Soto la Marina como una humorada producto de la casualidad. En 1820 ratificó lo dicho a los inquisidores:

Tenía ya ajustado mi pasaje [en Londres, 1816] cuando recibí un recado de don Xavier Mina, a quien no conocía sino por la fama, ofreciéndomelo de balde en el buque de un amigo suyo que iba a partir de Liverpool. Llegó allá el mismo Mina. Este joven de veintiséis años había enviado a sus antiguos oficiales desde Londres a levantar tropas en Navarra, que se disponía a ir a mandar para procurar reestablecer la Constitución, y ya tenía juntos mil hombres, al mismo tiempo que [Juan Díaz] Porlier hacía igual tentativa por Galicia. Habiéndose aquélla desgraciado, y no hallando los oficiales de Mina buques en la costa donde embarcar su gente, venían a juntársele por Francia, cuando a su rey llegaron las quejas del nuestro sobre la tercera conspiración que se atribuía también a maniobra de los españoles residentes del otro lado de los Pirineos. Como los oficiales venían precipitados fueron detenidos como sospechosos en Burdeos. De manera que Mina se embarcó casi solo conmigo para los Estados Unidos de América.⁴⁴

Apenas es necesario medir el tamaño de la mentira de Servando, pues el propio Santo Oficio tenía documentos que probaban lo contrario, como una carta personal de Xavier Mina, fechada en Baltimore el 9 de septiembre de 1816, donde el general afirma:

México es el corazón del coloso, y es de quien debemos procurar con más ahínco la Independencia. He jurado morir o conseguirla: vengo a realizar en cuanto esté de mi parte el voto de los buenos españoles, así como el de los americanos. Cuantos había en Londres de diferentes partes de la América y de carácter me animaron, y conjuraron al doctor Mier a que me acompañase. Él es el vicario general de la expedición que conduzco desde allí, y que altos amigos de la Independencia de América me proporcionaron. Con ella salí el 5 de mayo y llegué aquí a principios de julio. Sobre mi crédito he procurado aumentarla y hacerla más respetable: varios incidentes me han contrariado de parte de quien menos debía aguardarlo: monseñor Mier dirá a usted.⁴⁵

Nótese que las cursivas son de la Inquisición. Lucas Alamán, a quien le habría encantado deslindar a su amigo Servando de la expedición de Mina, que consideró una admirable conjura masónica, atribuyó a la miseria del fraile su adhesión al proyecto: “Uniósele en aquella sazón el doctor don Servando Teresa de Mier, de quien hemos tenido tanta ocasión de hablar en diversos lugares de esta obra, que hallándose en Londres destituido de todo género de recursos, vivía a expensas de la liberalidad de algunos mejicanos que lo socorrían, y por haber éstos de dejar pronto aquella ciudad, iba a quedar aun sin este corto auxilio.”⁴ W. D. Robinson, que vivió en México durante la expedición y cubrió, como agente de los Estados Unidos, las querellas entre los insurgentes en Veracruz, proporciona un perfil más claro de las dubitaciones de Servando, disculpando los disgustos que le causó a Mina y subrayando su presencia, a la hora decisiva, en Galveston:

Mier, enterado de la llegada del general a Galveston, dejó a Nueva Orleáns y se presentó en aquel punto. Era hombre de buenos modales y aunque había recibido una educación puramente clerical, era liberal en sus sentimientos, no carecía de instrucción y se preciaba de ser un celoso defensor de la Independencia de su país. Su natural timidez le impedía tomar una parte activa en los vaivenes de la Revolución, pero el general creyó que le sería muy útil por los conocimientos

prácticos que tenía de la Nueva España y por el influjo que en aquel país ejercía.⁴⁷

Concluyamos que, antes del desembarco, Mier jamás puso en duda la autoridad de Mina ni cometió infidencia alguna. Pero, en mi opinión, fraile en fuga, Servando habría sopesado la escapatoria. Quiso huir de Mina en Nueva Orleans, con más negligencia que temeridad, avergonzado de su inutilidad, de la precariedad de las relaciones soñadas bajo el influjo numismático del marqués del Apartado, consciente de que no estaba en su destino marear y marearse al frente de barcazas de reconocimiento. En Nueva Orleans, preso de las dudas, Mier soñaba con regresar a Monterrey. Muchos combatientes vivían retirados al amparo del indulto tras haber renunciado a la causa perdida de la Independencia. A diferencia de lo que pensaba el cronista Robinson —y Mina sin duda—, los conocimientos prácticos que Servando tenía de su vieja patria eran, si acaso, geográficos. No es improbable que, ya en Galveston, Mier hubiese propuesto —contra la opinión del comodoro Aury— el desembarco en Soto la Marina, por su cercanía a Monterrey. Pero pese a su jactancia, nadie de su parentela —“mis parientes los Guerras, Garzas, Treviños, etcétera”— se apareció nunca para socorrerlo en la desgracia. Y como lo muestra el testimonio de Beristáin de Souza, Mier era en 1817 un oscuro exiliado sin influjo en el país, una figura patética que pertenecía más al pasado que al presente. La timidez a la que alude W. D. Robinson fue una combinación de miedo y escepticismo. Servando, a diferencia del tozudo Mina, asumía que la ausencia de ese gobierno mexicano independiente soñado desde Londres restaba legitimidad política a la aventura. Ignoro qué tanto se sintió responsable de haber alimentado esa ilusión, por lo demás lógica en un doctor escolástico, para quien la vida se regía por el derecho canónico y para quien las proclamas de Apatzingán y Tehuacán eran el eco de la evangelización precolombina. Sin el apoyo decidido de los jefes rebeldes, debió temer Mier, el destino de Mina sería la muerte vil, pues a ojos de los novohispanos no dejaría de ser un gachupín y un hereje. Empero, habiendo combatido en España como capellán, sus devaneos y vacilaciones terminaban en la obediencia debida. La última vez que Xavier Mina se refirió a Servando, en la proclama del 25 de abril en Soto la Marina, informó,

usando la tercera persona mayestática, que “el general [Mina] arengó al pueblo sobre el objeto de su venida y la justicia de la causa americana. Lo mismo hizo monseñor Mier vicario de la división, quien concedió indulgencias a los que de buena fe se adhiriesen a nosotros en la noble empresa que nos proponemos.”⁴⁸ ¿Cuál fue entonces el azoro de Servando en Soto la Marina? Sin duda, verse en tierra mexicana, tras haber protagonizado uno de los más singulares periplos novohispanos en Europa. La decepción del fraile no sólo era política, al descubrir la ruina de la causa independentista, sino apostólica. Entre 1816 y 1817, vivió un año en tierra de herejes. Fueron meses y meses, brincando de isla a peñón y de puerto a barra, entre Baltimore, Nueva Orleans, Galveston y Soto la Marina, accidentes que lo debieron haber hecho sentir San Brandán en la búsqueda fallida de las Islas Afortunadas. Hombre de Dios en un barco fantasma, el doctor Mier había perdido la brújula. Y la geografía inhóspita de la Nueva Santander, donde su padre combatió a los comanches, le presentaba la tierra que había idealizado durante un cuarto de siglo, dándole una grandeza bíblica, como un erial. Servando regresaba a la Nueva España convertido en un europeo. Su mundo, mal que bien, estaba en la toponimia conventual de España, en la Francia memorable del abate Grégoire, en Roma con los covachuelos de Su Santidad, en las Cortes de Cádiz y en la guerra contra Napoleón, en las tertulias paramasónicas de Londres, donde fue escucha atento del magisterio intelectual de Andrés Bello y Blanco White. Pero Servando regresaba a México sin haber recuperado del todo la honra perdida en 1794. Por más méritos, reales o imaginarios, que hubiese ganado en las Europas, creo que esa vergüenza le impidió desaparecer y, tras sus malos humores, se decidió a presentarse ante Mina en la isla de Galveston. Al permanecer en el fuerte de Soto la Marina, Servando volvió a ser fiel a su destino. Una vez arrestado, todos los fantasmas de su verdad e impostura aparecieron, muchedumbre purgatorial, para juzgarlo.

SOTO LA MARINA, EL FIN DE LA AVENTURA

En cualquier caso, ningún temperamento latino encontrará nada morboso en la conciencia acendrada del honor perdido. JOSEPH CONRAD, Lord Jim [1900]

Decidido Xavier Mina a internarse en México, dejó una guarnición en Soto la Marina, para no perder la salida al mar. En la rada quedaban la Cleopatra y el Neptuno, mientras que las naves de Aury habían regresado a Nueva Orleans. Noticiado el general Mina de que el brigadier Joaquín Arredondo se disponía a sitiarlo con 2 mil hombres, apresuró la construcción del fuerte, que quedó al mando del revolucionario catalán Josep Sardà con cien hombres dispuestos a resistir el asedio, entre ellos Servando. El 11 de junio de 1817 las fuerzas de Arredondo abrieron fuego contra el improvisado fuerte.

No quise acompañar [cuenta el doctor Mier] a Mina y me quedé, sin embargo de que Arredondo estaba con su tropa a sólo ocho leguas y el fuerte no podía defenderse, como se lo dije a Mina. No tenía víveres, ni carbón ni agua; estaba incompleto y casi enteramente descubierto del lado del río, ancho sólo de diez varas. El terreno de la orilla opuesta lo dominaba y tenía, tras de sí, una hondonada que estaba provocando a plantar impunemente una batería, la cual había de rasar el fuerte. Mina repuso que lo creía muy defensable los dos meses que él tardaría en volver.⁴

Según el Manifiesto apologético, un joven llamado Salardete, “pérfido, como casi todo italiano”, traicionó a los expedicionarios y le mandó preguntar a Arredondo qué tipo de caballo de Troya se necesitaba para entrar al fuerte. El caso es que Sardà,

el comandante de la plaza, que era un catalán honrado y valiente, me dijo que no rendiría el fuerte, confiado por su general, sin batirse primero para capitular con honor. Así lo hizo cuatro días, desde el 11 de junio, y hubiera durado más la resistencia si, muertos tres artilleros, los demás, que eran franceses, no se hubieran casi todos pasado al enemigo entre el segundo y tercer parlamento. Yo, después de avisar a la gente del pueblo para que se retirase del peligro (y no quedaron sino algunas familias infelices que se metieron dentro del fuerte, por temor de la tropelía y latrocinios de la tropa de Arredondo) me metí en un hoyo que abrí fuera del fuerte, esperando la primera ocasión para presentarme al indulto. Arredondo lo había publicado a nombre del rey, bajo su palabra de honor que nunca había sido quebrantada, para cuantos se presentasen a él o alguno de sus oficiales. [...] Un largo silencio de nuestra artillería, el día 14 de junio, proveniente de haberse volteado los obuses, y haber todos los cañones rompido sus cureñas, aunque pronto se rehabilitaron seis, dio lugar al primer parlamento enviado por Arredondo que carecía de municiones. Entonces, con el pretexto de auxiliar a un francés herido en la herrería casi contigua al lugar del parlamento, me presenté con el indulto en la mano al capitán Martínez, edecán de Arredondo. Pero como al retirarse, concediendo la vida a los del fuerte, diese una hora para deliberar, con permiso suyo me fui a vestir y, con algunas cosas más necesarias en un pañuelo, me pasé al segundo parlamento, ya con permiso de Sardà.⁵

Tan pronto fray Servando se acogió al indulto fue puesto preso. Arredondo tenía en su poder un edicto del Cabildo Eclesiástico de Monterrey, firmado sólo diez días después del desembarco de Mina, el 31 de mayo de 1817, que invalidaba de manera absoluta todos los títulos eclesiásticos que el doctor Mier decía tener desde 1795. Incluso si alguno de ellos hubiese sido verdadero, la entonces vacante sede episcopal de Monterrey tenía autoridad para aprehender a quien, dado que jamás se había secularizado, era un fraile apóstata de su Orden y, como tal, estaba a disposición del ordinario diocesano del que provenía. Con la Iglesia hemos topado, Sancho. Las actividades, reales o supuestas, de Servando durante su estadía en Soto la Marina e inmediaciones fueron determinantes para el proceso que en agosto le abriría el tribunal inquisitorial en la Ciudad de México. En este momento la

biografía del fraile entra en un punto decisivo. Fray Servando, a quien casi nadie vio entre 1795 y 1817, tiene ahora más de 20 testigos que contarán vida y milagros de su desembarco. El doctor Mier, cuyo papeleo en Roma se perdió, ahora será sepultado por cientos y cientos de páginas judiciales. Los libros de “José Guerra”, plagiados en Europa e ignorados en América, serán leídos con lupa por los calificadores más expertos de la Inquisición, y el nombre que se llamó también Ramiro de Vendes, monseñor Meyer o abate Bomeri, de quien sólo se conservaban dos pasaportes, será durante más de tres años de proceso motivo de cientos de legajos. ¿Qué hizo Mier entre abril y junio de 1817 en Soto la Marina? Antes de leer las acusaciones contra el “vicario general” de Mina, hay que decir que tanto el virrey Apodaca como la Inquisición sabían muy bien qué clase de pájaro de cuenta habían atrapado. Tras la caída del fuerte de Soto la Marina, pidieron a Monterrey que actuase con diligencia en la publicación del edicto que sacaba al fraile de toda legalidad eclesiástica, y se desempolvaron los papeles del escándalo guadalupano de 1794. El caso, en el que ya trabajaban los covachuelos desde mayo, se titulaba “Causa contra la persona que se dice hereje y francmasón” y en ella se le describía así: “Cierta persona religiosa, graduada en sagrada teología, apóstata de su religión, de muchos conocimientos y concepto en el público, instruida en varios idiomas, que casi toda su vida la ha pasado en viajar la Europa, de un genio en extremo altanero y soberbio; y que ha obtenido en varios países empleos de consideración, ha proferido las proposiciones siguientes...”⁵¹ Una vez Servando llegó preso a la Ciudad de México, se recogieron los testimonios dobles —declaración y posterior ratificación— de los involucrados, una muchedumbre que produjo un berenjenal de dichos, mentiras, aseveraciones, verdades a medias y defensas tímidas. Quien era Nadie, se transformaba en un legajo. Primero escucharemos a los testigos, y luego pasaremos a la defensa que Mier hizo de su actuación como sacerdote en Soto la Marina. El primer declarante fue Manuel Marín de Peña Solo, párroco de Soto la Marina, cuyas acusaciones, afinadas a lo largo del proceso, hablan de que la Inquisición tenía gran confianza en su papel. Marín había conocido a Mier antes del arresto y podía probar las escandalosas violaciones del fraile al sacerdocio como sacramento. Fue Marín quien diseñó, llenando la requisitoria de los inquisidores, las ocho preguntas que se le hicieron al conjunto de los testigos, a saber: 1] dónde y cómo conocieron al acusado, 2] si el acusado realizó actos de irreligión,

3] si el acusado realizó sacramentos de manera irregular o blasfema, 4] si el acusado habló contra los reyes, el papado, los dogmas o la institución del celibato, 5] si el acusado atentó contra la moral y las buenas costumbres, 6] si el acusado había usurpado dignidades y vestimentas episcopales, 7] si el acusado se había entregado voluntariamente y 8] si el acusado era miembro de la francmasonería o de otros grupos de esa naturaleza. El padre Manuel Marín dio misa junto al doctor Mier, a quien creía vicario general de Mina, y dueño así de las licencias de rigor, aseguró que el acusado sí dio los Santos Sacramentos in articulo mortis a un tal Máximo García y administró la extremaunción a una creatura moribunda. Dijo que el invasor celebraba “misa griega”, con mucha palabrería en el introito y que se presentó no sólo como obispo, sino también en calidad de prelado doméstico del papa. Y que traía vestimenta de obispo y se negó a entregar su anillo de doctor teológico. Pero lo que más alarmó al pobre cura lugareño fue que Mier pidióle que comulgara con aguardiente, a falta de vino. En cambio, Marín exculpó a Servando de actos de irreligión, aunque traía papeles contra el celibato y la monarquía. Afirmó no saber nada de masonerías.⁵² El presbítero Francisco de Paula Treviño, capellán de un regimiento fijo en Veracruz, agregó otra acusación grave, pues Servando había ofrecido 80 días de indulgencias a quien se sumase a la causa de Mina, pero se negó a entregar su licencia para ello, que es la Bula de la Santa Cruzada.⁵³ Muchos de los testigos, naturalmente, no estaban allí, pero sus testimonios quedaban validados por decisión discrecional de los calificadores, como el de Juan Isidro Campos, deán de la catedral de Monterrey, quien llenó el inciso de atentado a las malas costumbres, propalando el rumor de que Mier vino vestido de obispo y “traía en concepto de mujer propia o de concubina”. Esta acusación, frecuente en contra de los frailes, apareció en el curso de los interrogatorios. Tal parece que en el fuerte de Soto la Marina había una mujer llamada madame de Marre o Marque, de 52 años, católica oriunda de París, que era la femme de ménage del fraile y que los acompañaba desde Liverpool. Que Mier, como tantos jansenistas, dudase del celibato como institución no quiere decir que lo violase de manera pública. Esta acusación no interesó en el Santo Oficio, ni otra presentada posteriormente por un logrero, quien hablaba de dos matrimonios de Servando en Europa.⁵⁴ En una época donde el celibato era rutinariamiente violado, sobre todo por los

monjes y frailes, nada prueba que ése haya sido el caso de Mier. Es curioso que muchas de sus andanzas, en que lo imaginamos solitario, las haya vivido en compañía de un criado, a quien apenas se digna en nombrar, al uso de la época. También lo es que viajase, desde Inglaterra, con una sirvienta, quien pudo ser su amante, o no. Sigo creyendo que fray Servando llevó a conciencia, en ese aspecto, su jansenismo. Sólo encontramos algo parecido a una verdadera amistad femenina en la carta que Charlotte Stephenson le escribe a Filadelfia, una vez fracasada la expedición de Mina, muerto el guerrillero navarro, y Mier, a buen recaudo, en los Estados Unidos. Charlotte se presenta como antigua personera de Servando en Londres, donde dice haber recibido dos cartas suyas, una de Baltimore y otra de Nueva York. Allí le cuenta su fracaso en las diligencias encomendadas por el propio fraile, relacionadas con 50 libras, lo que acaso coloca a Charlotte en la órbita de la SCR. Mayor interés biográfico tiene la queja de Charlotte, en la carta, diciéndole que

me he tomado la libertad de contestar su carta a pesar de que usted la envió a Mary, lo cual me parece muy extraño. No sé qué yo lo hubiera ofendido de algún modo para que usted le escriba a ella y no a mí. Usted me honró alguna vez con su amistad y me precio de que aún me la da ya que nada he hecho para abusar de su confianza sino más bien para merecerla más que antes. Pero 5 años son mucho tiempo y pueden haber producido muchos cambios en la disposición y corazón de mi querido amigo. Digo sinceramente que aún pienso en usted con respecto y gratitud por toda su bondad para conmigo. Y si usted nunca me escribiera ni me viera, seguiría siendo en mi corazón el mismo amigo querido como lo fue en los primeros días de su bondad para conmigo.⁵⁵

La propia despechada da líneas más abajo la probable explicación del entuerto. Cuando Mier frecuentaba a las hermanas Mary y Charlotte Stephen son, la segunda no sabía leer ni escribir y por ello resulta lógico que el fraile se dirigiera a Mary y no a la que habría sido su preferida. No sabemos ni cómo ni por qué una humilde londinense fue alfabetizada en español ni por quién. Pero lo que haya sucedido entre Servando y las hermanas Stephenson nunca se sabrá. Éste les había escrito una carta —la única que se conserva—, desde Filadelfia, el 20 de junio de 1821, a “mis muy amadas Mery [sic] y Charlotte Stephenson”, donde les da noticia de su paradero pues “ya me creían entre los muertos, como lo están

el general Mina, Antonio [¿?] y otros de los que fueron conmigo a México”.⁵ Y finalmente en la carta Mier saluda a toda la familia y, al no registrar la muerte de la madre de las hermanas, noticia con la cual Charlotte comienza su carta, prueba que esta misiva de Mier es anterior a la de ella, la cual no está fechada. La carta termina con una clave secreta de la SCR, pero no hay ninguna muestra de afecto hacia las hermanas londinenses que no sean simplemente amistosas. Pero volvamos al lugar de los hechos. Numerosos lugareños, mentirosos como todo testigo presencial, dieron versiones distintas de las extravagancias del doctor Mier durante su “reinado” de tres meses en Soto la Marina. Algunos negaban que hubiese dado sacramentos, pero todos coincidían en que, por su vestidura morada, solideo y anillo de doctor teológico, parecía obispo, aunque el consenso era que no se jactó de serlo. Una mujer, en cambio, agradeció al “monseñor obispo Mier” la extremaunción de una niña, que no era suya, sino de una amiga. Y el ayudante de campo de Arredondo, a quien Mier se entregó, de plano dijo que lo del aguardiente era un cuento del padre Marín. Juan García, encargado de la iglesia de Soto la Marina, proveyó al fraile de las llamadas “alhajas de la Virgen” para decir la misa. Y mostró un recibo firmado por Mier como Vicario General. La mayoría de los expedicionarios de Mina, a quienes esperaba la muerte, defendieron tímidamente a su vicario general. Juan Bautista Martinich, quien aseguró tener 34 años, ser soltero y capitán licenciado de la Armada Inglesa en la guerra de España contra Francia bajo el mando del general Lord Bentich, afirmó: “La conducta que le observó [a Mier] desde Galveston hasta ésta fue en todo arreglada y moral, como también lo ha tenido por un eclesiástico secular y obispo.”⁵⁷ Los más informados entre los expedicionarios interrogados fueron Martinich, Marco Antonio Sala y Domingo Andreis o Andreas. Este último quedó libre por la calidad de sus informaciones. Y de él, antiguo combatiente contra Napoleón, vino la versión, fatal para Servando, de que nadie lo conocía en Roma y menos en el círculo de Su Santidad. Pero sus tres camaradas defendieron la moralidad de la conducta servandiana desde Liverpool. Lo presentaron como incapaz de blasfemia, querido por la tripulación, y afirmaron que no recibía trato de obispo, sino de monseñor, siendo ignorancia de los marinos angloamericanos llamarlo obispo. Ratificaron que no ofreció ni dio indulgencias, pero que vestía de morado y daba misa con hostia y vino; aclararon que no cargaba ni leía folletos

libertinos. Ninguno recordó que su vicario hubiera excitado al pueblo de Soto la Marina a las armas con una lectura, en plena misa, de la Brevísima relación, de Las Casas, como Mier presumió haberlo hecho en una carta de 1821. De las declaraciones sobre Servando en Soto la Marina, el Santo Oficio conservó las más sólidas y graves: su probable pertenencia a la francmasonería, la usurpación del título de arzobispo y de las ropas talares propias de esa ordenación, haber practicado u ordenado hacer el sacrificio de la misa con especie blasfema, y la oferta indebida de indulgencias. Los calificadores resultaron insensibles a las declaraciones del vulgo y un tanto indiferentes al aspecto político de la presencia del doctor en México. La defensa que Servando hace de su caso empieza propiamente apenas el 22 de septiembre de 1817. En ella sostendrá la versión de su enrolamiento accidental en la expedición de Mina y su disposición a rendirse al coronel Arredondo. Rechaza, recurriendo a un galimatías canónico, todas y cada una de las denuncias de usurpación episcopal, en algunos casos acusando a los testigos de mentir y a la Iglesia de perseguirlo, y en otros, ratificando la validez de sus títulos europeos, desde el breve de secularización hasta los honores papales. Fuertemente presionado, admite su iniciación paramasónica en la SCR, aunque jamás cede en lo que concierne al dominio de su vida y de sus actos como doctor teológico deshonrado. La línea de argumentación de Mier durante el proceso, como veremos en el siguiente capítulo, parece desquiciada, pero no lo es. A saber: defender en términos generales la causa política y jurídica de la Independencia, sin involucrarse directamente en la expedición de Mina, concentrándose a la vez en la necia defensa de sus mentiras y usurpaciones eclesiásticas, con la que ganó un tiempo precioso. Ante la Inquisición, Servando pretendió negar que durante tres meses hubiera estado la mayor parte del tiempo en Soto la Marina. Los calificadores del Santo Oficio transcribieron la siguiente declaración de Servando: “El doctor Mier se fue a vivir en casa de un primo suyo llamado don José M. Cisneros, el cual era muy realista, y de acuerdo con él trató de irse en compañía del alcalde Tijerina a juntarse con el comandante [Felipe de la] Garza, que estaba reuniendo tropas contra Mina en distancia de más de nueve leguas.”⁵⁸ Esta tentativa de traición es falsa. En efecto, un pariente suyo en tercer grado, José Agustín de Cisneros, en realidad hermano de su camarada en Cádiz, José Beye de Cisneros, se presentó a declarar muy contrito, denunciando a Servando

como un “hombre perdido”, que se hacía pasar por el canónigo magistral de Sevilla, Blanco White. Don José Agustín, canónigo en la Catedral metropolitana, declaró en agosto, en la Ciudad de México, y dado que quería descargar su conciencia ante las malas compañías de su hermano Beye, ¿habría tenido inconveniente en denunciar a Servando como su huésped... cerca de Soto la Marina? A su vez, Servando se pasa de pícaro, pues en ese punto de sus declaraciones se presenta como el amanuense moroso de Mina, para quien escribía cartas y protestaciones tan lentamente como fuese necesario para que no pudieran imprimirse, sabedor el fraile de que esos escritos podrían ofender a Su Majestad. Finalmente, Servando afirma que en pleno asedio de Soto la Marina, “una de las razones por que no se fue con Mina es por haberse encontrado tirado en la calle dos o tres días antes de irse Mina un indulto y perdón amplísimo del comandante general Arredondo, para todos los que de los de Mina se presentasen a él o alguno de sus oficiales, concedido a nombre del soberano y bajo de su palabra de honor”.⁵ En otra versión dada a los calificadores, Mier se presentó como un mediador fallido:

El confesante se vistió luego su vestidito de ceremonia, y llevó su baúl, caja y maleta al cuarto de los oficiales ingenieros que estaba dentro del fuerte. El comandante Sardà le preguntó qué significaba aquello, y él respondió que no teniendo título ninguno en el ejército, no siendo hombre de armas, ni sirviéndoles de nada, se pasaba al campo de Arredondo para interceder por ellos y alcanzarles mejores condiciones.

¿Cuál fue entonces su verdadera situación en Soto la Marina? Sin duda, Mier vio en la expedición de Mina una oportunidad para la Independencia de México, una manera de recuperar su dignidad eclesiástica como vicario de las naves del guerrillero y la posibilidad, tan ansiada, de acercarse a la patria. Una vez en Soto la Marina, acabó de convencerse de que la empresa de Mina era inútil y prefirió esperar al destino en el fuerte, acaso confiando en que Sardà evacuase a sus tropas hacia el mar. Poco antes de la derrota, las naves de Mina fueron destruidas

por los realistas. Ante el asedio, Mier se rindió, confiando, como todos los expedicionarios, en la palabra de Arredondo. Si pensó en desertar, ya era tarde para hacerlo. Sus anteriores intentos de escabullirse de Mina en los Estados Unidos fracasaron únicamente por motivos de conciencia. En Soto la Marina, soñó con Monterrey, envió mensajes, inventó la hospitalidad de José Agustín de Cisneros, y no dudo de que fantaseara, desde que apoyó la incursión en la costa tamaulipeca, con hacerse, si un milagro convertía a Mina en vencedor, con la sede vacante del obispado de Monterrey. Y pese a sus grandilocuentes defensas de la superioridad moral y religiosa de América, Mier, a fuerza de vivir en las capitales europeas de la cristiandad, ejercía de engañabobos, creyendo posible confundir a la Inquisición novohispana con sus títulos romanos o validarlos al triunfo revolucionario. El punto esencial, más allá de la pasión política y de la nostalgia del terruño, fue la usurpación episcopal. Xavier Mina le dio la oportunidad de ser un obispo guerrero y jugó, mientras pudo, con ese sueño de restitución, prueba ya de cierto trastorno psicológico, pues como veremos, Mier conocía perfectamente la jerarquía católica de los Estados Unidos. Si a Servando lo creyeron alto dignatario de la Iglesia desde Liverpool o si los marinos de origen protestante lo tomaron por obispo, debió quedar encantado con la confusión. Estando en tierra firme, jugó con ser el “arzobispo de Baltimore” y usurpó las vestimentas moradas, considerándolas inmanentes a las dignidades que Pío VII le habría concedido. Alfonso Junco probó que la historieta servandiana era falsa en El increíble fray Servando, psicología y epistolario (1959), tras escribir a los Estados Unidos para cerciorarse de si Mier había sido o no prelado. El 10 de noviembre de 1941, el reverendo Joseph N. Nelligan le respondió a Junco en los siguientes términos: “No encontramos ninguna referencia en nuestros archivos sobre el caso de fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra [...] En el año de 1823, en el tiempo en que fray Servando escribía, el arzobispo Ambrose Marechal desempeñaba con toda actividad el cargo de arzobispo de Baltimore, habiendo sido consagrado en el año de 1817 y viviendo hasta el de 1828.” ¹ La ficción del arzobispado de Baltimore tenía, empero, su origen en una especulación política de la insurgencia, elaborada entre abril y mayo de 1813:

Como los insurgentes habían oído decir que monseñor John Carroll, arzobispo de Baltimore, tenía poderes del Papa sobre la colonia española de la Luisiana y

las islas Barbados, pensaron que él podría ser el medio de enlace con la Corte Pontificia, y en el ínterin darle un delegado apostólico. Para el logro de este fin, como también el reconocimiento del gobierno de los Estados Unidos, Ignacio López Rayón comisionó a Francisco Antonio Peredo. Con esto López Rayón envió al prelado una carta donde le testificaba que la religión católica era la de su gobierno, el cual había establecido la intolerancia de cultos. ²

Pese a que Rayón demostró en esa tentativa de reconocimiento un sobrado ultramontanismo, pidiendo la condición de delegados apostólicos con breve de mortaja para los sacerdotes que mandó, el arzobispo Carroll hizo caso omiso de la petición. Una coincidencia curiosa es que Chateaubriand, que viajaba por América en 1790, quiso ayudar a un amigo de su familia, el ex jesuita Pierre de Clorivière, a desbancar a Carroll de la diócesis de Baltimore, puerto al mundo del catolicismo estadounidense. ³ Años después, independentistas como Servando barajaron la posibilidad de apoyarse, como católicos o como embusteros, en la jerarquía de los Estados Unidos. Entre las irregularidades cometidas por Mier en el fuerte de Soto la Marina, tampoco dudo de que haya oficiado misa a la manera griega, pues no sólo gustaba de esa liturgia desde la Roma de 1802, sino que Tomás Apóstol, en uno de sus desvaríos, aparecía vestido como “obispo helenizado”. Espíritu barroco, ser sin alma romántica, Servando creía en las apariencias, en ese teatro del mundo donde nada había más adorable, por escénico, que la liturgia y la vestimenta eclesiástica. El hábito hacía al monje, y el vestido al sacerdote. Recordando la variedad de la moda eclesial romana, abusó de la ingenuidad de los expedicionarios y de los pobres habitantes de Soto la Marina y cumplió su deseo de vestirse a la manera de sus ilusiones. Pero sus mentiras se convirtieron en un desvarío cuando llegó el poder: en 1823 firmará alguna carta al Ayuntamiento de Monterrey como “Servando, arzobispo de Baltimore”. Examinando con cierto rigor las acusaciones escandalosas de Soto la Marina, primero hay que rechazar las más descabelladas, como la comunión con aguardiente o la ostentación de mujeres. El resto nos devuelve a la herida central en la vida de Servando: la imposibilidad de dejar de ser fraile. Dado que la Iglesia novohispana, por medio del edicto del Cabildo Eclesiástico de Monterrey, desconoció su secularización en Roma, Servando carecía de licencia para administrar sacramentos como la misa o la extremaunción. Al asistir moribundos

cumplía con su obligación de sacerdote, y podría argumentarse que su título de capellán militar, obtenido en Valencia, no había caducado. Pero carecía de la Bula de la Cruzada, que permite a un capellán repartir indulgencias entre los católicos que combaten en una causa santificada por la Iglesia. Así, con dudoso apego a la legalidad en la que el fraile creía, y con base en los cánones tanto del Tercer Concilio Mexicano como del Cuarto Concilio de Toledo, Mier fue excomulgado ipso facto incurrenda una doctrina canonica monitione proemisa.† Fue el Cabildo Eclesiástico de Monterrey el que sostuvo como el más aborrecible de sus delitos la rebelión contra Fernando VII, presentándose, dice el edicto, “no como el verdadero pastor por la puerta principal que es el legítimo gobierno, sino ocultamente por las bardas del redil como el Lobo para despedazar más a su salvo las ovejas encomendadas a nuestro cuidado”. ⁴ Con menos recursos teológicos que él, Hidalgo y Morelos desconocieron las excomuniones fulminadas en su contra. No es extraño entonces que un jansenista como Mier haya abominado de una sanción cuya ciencia emanaba de una tergiversación evangélica: “Toda excomunión en materias políticas es un abuso; y toda excomunión contra la multitud es nula según la regla del derecho tantas veces inculcada por Santo Tomás: Multitudo non potest excomunicari.”‡ ⁵ El matrimonio hispánico entre la Iglesia y el trono infectó de ilegitimidad, desde la crisis de 1808, hasta los actos canónicos. Para los insurgentes, como para muchos patriotas y afrancesados peninsulares, Fernando VII había dejado de ser, desde Bayona, rey legítimo. Rebelarse en su contra no era delito y, por ende, el origen de esas excomuniones políticas estaba viciado. El 17 de junio de 1817, Servando Teresa de Mier fue conducido, con grilletes, de Soto la Marina a la cárcel de la Inquisición en la Ciudad de México.

EL TESORO DEL MARQUÉS

Como si alguien por manejos del demonio tuviese noticia, estando en las Indias, de las cosas que llevan adelante en España, y esto antes del tiempo en que pudiese la tal noticia llegar allá de un modo humano [...] tendría conocimiento de la ley de ese modo extraordinario divino o angélico. FRANCISCO SUÁREZ, De legibus [1612]

Una geografía totalmente desconocida esperaba al general Xavier Mina conforme se perdía tierra adentro. México no era Navarra. Hacer la guerrilla en su país nativo era reconocer en cada árbol un guiño, una pista, mientras que, al cruzar lo que hoy son los estados de Tamaulipas, San Luis Potosí y Guanajuato, Mina cometió una temeridad sólo propia de los grandes capitanes del siglo XVI. La fuente principal sobre la campaña mexicana de Mina siguen siendo las Memorias de la revolución de México y de la expedición del general D. Francisco Javier Mina (1820), de William Davis Robinson, personaje al que vale la pena dedicarle un párrafo. Nacido en Filadelfia en 1774 y desaparecido hacia 1830, Robinson ejemplificó la combinación entre el agente comercial y el aventurero político, tan frecuente a fines del siglo XVIII. Dedicó su juventud al tráfico de tabaco en Venezuela. Afectado personalmente por la política autárquica de España en las Indias, se convirtió en simpatizante de la Independencia, como lo probó con un folleto, A Cursory View of Spanish America (1815). En 1816 se instala en Nueva Orleans, donde brinda sus servicios como traficante a los independentistas. Allí entró en contacto con Mina y su gente. No está clara su relación con el gobierno de los Estados Unidos, al que decía representar como agente oficioso. Con ese estatuto desembarcó en Veracruz para contactar a las fuerzas de Guadalupe Victoria. Fue hecho prisionero en Tehuacán por los realistas, quienes, pese a la rudeza con que lo trataron, reconocían en él a un diplomático al servicio de los Estados Unidos. Preso en Oaxaca, y después en San Juan de Ulúa, donde coincidió con Carlos María de Bustamante, Robinson fue un historiador dotado de naturalidad y

exactitud. Junto a las Memorias, dejó varios alegatos sobre las injusticias y exacciones de las que la monarquía española lo hizo víctima. Él y fray Servando debieron conocerse en Filadelfia o en Nueva Orleans. Autor de folletos sobre la Conquista de México, Robinson fue otro de los plagiarios de la Historia servandiana. Protagonistas de una aventura paralela y partidarios de una misma causa, escritores con similitudes prosísticas e ideológicas, Servando y el agente estadounidense no volvieron a cruzarse. Las Memorias de Robinson sobre Mina aparecieron en Filadelfia en 1820, fueron reeditadas un año después en Londres y traducidas al español en 1824 por José Joaquín de Mora. Aunque Robinson habla de Servando en términos justos, en agosto de 1821, debatiendo a favor de los disidentes católicos de Filadelfia, Mier descalificó a Robinson, cuya obra era utilizada para denunciarlo como independentista y antiguo preso de la Inquisición:

Estaba perfectamente enterado de que el señor Robinson obtuvo toda su información sobre México del señor Brush, caballero inglés que actualmente se encuentra en esta ciudad; al interrogarlo sobre este asunto, sin vacilar me informó que obtuvo sus conocimientos de los realistas, cuando fue su prisionero [...] son calumnias que los españoles europeos acostumbraban difundir con el fin de difamar a los patriotas y desacreditarlos en la opinión de sus conciudadanos. ⁷

Según la narración establecida por Robinson, el primer encuentro de Mina con el ejército realista fue en Valle del Maíz, cerca del río Pánuco, el 8 de junio. El clima y la inferioridad numérica no impidieron a los expedicionarios una pequeña victoria; atacaron a los 200 soldados realistas que los interceptaron con una furia y una rapidez nunca vistas en la guerra mexicana. Las lecciones de Lahorie en Vincennes habían sido eficaces y el joven guerrillero se convirtió en un general apto para al ataque a campo abierto. Pero los crecientes éxitos de Mina fueron más hijos del carisma que de la eficacia. Desde la desaparición de Morelos, el ejército realista se acostumbró a tratar con gavillas y tardó en entender que la aventura del navarro era algo más que una algazara filibustera. El mito del Estudiante renacía, fugazmente, en la Nueva España. La clemencia de Mina, desconocida en México durante las hostilidades de 1810-1813, admiró y sorprendió a sus adversarios. Sin recurrir a la tortura ni al interrogatorio, Mina

solía liberar a los prisioneros. Y para frenar las simpatías por el constitucionalista español entre la soldadesca, los oficiales realistas consideraron la liquidación de heridos y cautivos como santo remedio. En la hacienda de Peotillos, donde cayó Lázaro Goñi, uno de sus mejores hombres, el general Mina lanzó 172 hombres contra los realistas. Pero la victoria resultó pírrica, y pudo ser manipulada por el virrey Apodaca como derrota, pese a que allí ocurrieron las primeras deserciones hacia la Unión, como se llamaba al cuerpo de Mina, por el nombre de su regimiento principal. El 16 de junio de 1817 Mina se dirige hacia Agua Hedionda, donde otra victoria provoca que sean “los propios realistas los que, para justificar su derrota, hablen de Mina como de un ser extraordinario”. ⁸ Pero ese ser con fama de extraordinario sabía que sus victorias eran pólvora en infiernillos mientras no contactase a los insurgentes mexicanos, divididos por el bandidaje y las tensiones caudillescas. Inclusive, la información que la insurgencia tenía de la ubicación y de las intenciones de Mina era nebulosa, como Mier lo sabía desde Soto la Marina. El primer rebelde nativo que apareció, el teniente coronel Cristóbal de Nava, provocó estupor entre los expedicionarios. “La grotesca catadura de don Cristóbal”, anotó Robinson, “causó mucha sorpresa en la división. Traía una chaqueta de raído paño pardo, muy ancha y adornada con cordones de plata, bastante viejos, y chaleco de grana”. El aspecto de los expedicionarios no debía ser mucho mejor, pero aquellos aventureros, revolucionarios o mercenarios, venían o creían venir de las epopeyas napoleónicas y los insurgentes mexicanos les parecieron rústicos o salvajes. En contrapunto, las palabras de Mina sonaban, para los desarrapados insurgentes mexicanos, como abstracciones legales y políticas incomprensibles. Miquel i Vergés los retrata así:

Mina y Nava hablan un lenguaje muy distinto; si el primero expone planes estratégicos y le conmueve una organización constitucional, el segundo relata sus correrías, el estado de la Revolución en su zona. Se han juntado dos conceptos de libertad, pero el uno es idea y el otro instinto. He aquí, apenas realizado el enlace, el contraste, el fatal contraste que habrá de llevar a Mina hasta el borde de la desesperación. Era esto inevitable, porque Mina, a pesar de su entusiasmo, de su fe, de su fanatismo liberal, es incapaz de comprender que

para aquellos hombres, para aquellos jinetes bien armados y mejor montados, no hay doctrina constitucional, ni código de libertad, ni leyes de garantía; hay tan sólo una cosa que Mina no podrá alcanzar jamás: emoción e instinto de patria.⁷

El general, respetuoso de la autonomía y hasta de la Independencia de México, poco entendía del patriotismo criollo. Para él, la Nueva España seguía siendo una extensión de la vieja y había llegado a ella para terminar con Fernando VII cortando el eslabón más débil. Pronto supo que el liberalismo de Cádiz era minoritario en México, sólo compartido por una fracción del partido comercial de Veracruz y las clases ilustradas de otras ciudades. No fueron pocos los novohispanos que oraron por la victoria de Mina. Pero ninguno de ellos estuvo dispuesto a ofrecer su vida por esa causa perdida. Extranjero, salpicado de sospecha en cuanto “gachupín”, Mina se hundió en un pantano donde la desconfianza y la traición imperaron. Los zorrunos curas de San Luis Potosí lo reciben con campanadas de parroquia, alimentan a su gente e instan al populacho a lanzar vivas al libertador. Una vez que la columna expedicionaria se pierde en el horizonte, corren a informar a los realistas del número, la calidad y la ruta de sus efectivos. Cuando Mina cruza la Huasteca potosina hacia el Bajío, el estado de la insurgencia, además, es muy desalentador. El realista José de la Cruz ha pacificado la región de Chapala y Ramón López Rayón traiciona la causa de su hermano tras entregar la fortaleza de Cóporo. En el sur, Mier y Terán compite con Guadalupe Victoria por la hegemonía. Al fin, apoderándose de la hacienda del Jaral, Mina enciende momentáneamente la magia. Enterrado en una habitación encuentra el tesoro del marqués del Jaral, que había huido la víspera. Eran 305 400 pesos en valores y efectivo. Mina agradece el milagro, compra armas, pero no puede evitar que, robado por sus propios hombres, algo del monto desaparezca. La victoria de Jaral, realizada sin disparar un solo tiro y con tesoro desenterrado incluido, pareció corregir el rumbo. Mina atrajo entonces a no pocos insurgentes refractarios y a varios rebeldes temporalmente ocultos, como Pedro Moreno, el cura José Antonio Torres y el canónigo oaxaqueño José de San Martín. Este último ofrece a Mina, en el llamado “gobierno de Xauxilla”, la primera y única salutación oficial que recibió de la insurgencia.⁷¹

Torres era un fracasado cura de pueblo más conocido por su crueldad que por sus méritos militares. Envidioso de Mina, nunca se subordina a su mando y apenas le convence el plan de los expedicionarios: fortificarse en tres sitios —El Sombrero, Los Remedios y Xauxilla—, adiestrar tropas y lanzarse, vía Querétaro, contra la Ciudad de México. El 28 de julio Mina recibe la noticia de la caída del fuerte de Soto la Marina con lo que termina cualquier posibilidad de desandar sus pasos. La expedición de Mina, justo es decirlo, duró hasta que el virrey entendió su gravedad. Cuando Apodaca calibró ese peligro salido de la nada, dispuso contra Mina a su mejor hombre, Pascual Liñán, el general a quien tocará evacuar las tropas españolas una vez consumada la Independencia. Mientras Liñán rodea el fuerte del Sombrero, Mina trata de distraer su atención atacando León. Durante varios días, Liñán trata de tomar el fuerte del Sombrero, reduciendo al hambre y a la sed a sus defensores, pero sin apoderarse de la plaza.

Algunos oficiales realistas que habían hecho la guerra en España contra Napoleón al lado de Mina se acercaron a parlamentar. Mina, erguido en los muros de la fortaleza, les habló del despotismo de Fernando VII, de la ingratitud de su rey, de las ventajas de la Constitución... Locura era, en aquella oportunidad, evocar el nombre del tirano y exaltar el código de Cádiz. Otra vez los insurgentes miraron a Mina como a un extraño. ¿Por qué no lanzaba un viva a la Independencia de México? Fue inútil que los oficiales le brindaran perdón; él contestó a los emisarios con el lacónico grito de “¡Victoria o muerte!”⁷²

Al grito de “victoria o muerte”, el general Mina prefigura a Ernesto Guevara. Los une la dudosa virtud de la pureza de principios, el mismo amor a la muerte, esa combinación entre el arrojo y el candor, así como la imperiosa urgencia de imponer dogmas revolucionarios a naciones escasamente interesadas en aplicarlos. Pero quienes gustamos de los paralelos históricos debemos ser prudentes. Mina está en el principio de las revoluciones democráticas que cruzaron el siglo XIX y Guevara muere como parte de una cruzada para liquidar a las sociedades liberales.

Mina, como Lord Byron poco después, es una figura mutante hacia el revolucionario romántico, mientras que Hidalgo, Morelos y en otra medida Mier prolongan y radicalizan al clero humillado por las Luces. A su vez, Robinson, protestante de Filadelfia, muestra su incomprensión de la naturaleza clerical de esas guerras, condenando como costumbre antipolítica y perniciosa, “la de permitir a los eclesiásticos que fuesen a decir misa a las ciudades y pueblos ocupados por los realistas. Algunos miembros del clero eran sus espías y agentes, y se empleaban en recoger datos y noticias que pudieran ser útiles a su causa.”⁷³ Solo con algunos fieles, Mina logra escabullirse del fuerte sitiado entre los espinos, dejando el mando al coronel Young y a Pedro Moreno, y a este último le toca organizar la retirada. El 20 de agosto Liñán se apodera de El Sombrero. Mina, aún en alianza con José Antonio Torres, busca recuperar el terreno perdido. Deja a los naturales la defensa del fuerte de los Remedios, último baluarte insurgente en el Bajío. Usando las tácticas del guerrillero, trata de enloquecer a los realistas con ataques sorpresa. Pero Mina recuerda, tras cada golpe, que no está en Navarra y que carece de la hospitalidad presta y discreta que brinda una población comprometida. Acaso por ello, su último acto es el más osado y el más imprudente: tomar Guanajuato, la ciudad símbolo de 1810. Devastada por Hidalgo y amedrentada por las cabezas putrefactas de los rebeldes que aún colgaban de las esquinas de la Alhóndiga, esa villa ya no quiere héroes. Mina entra a Guanajuato como un ladrón, mientras la ciudad duerme. Sorprendidos por un rondín, los expedicionarios alcanzan a huir y al hacerlo pierden la disciplina inculcada por su jefe e incendian las humildes barracas de los habitantes de La Valenciana, la célebre mina de plata. Acobardadas, las tropas de Mina pierden la dignidad. Cuenta Alamán que “despechado por la cobardía de su gente, dijo a los oficiales que eran indignos de que un hombre de honor abrazase su causa, pues si hubieran cumplido con su deber, los soldados hubieran hecho el suyo, y serían dueños de Guanajuato”.⁷⁴ Con 40 de sus hombres, Mina se refugia en la hacienda del Venadito, propiedad de un amigo suyo, Mariano Herrera. Se ignora si la confianza con la que el general se ocultó allí se debió al despecho del suicida o a una imprudencia. En la captura de Mina se atraviesa una estampa de la Leyenda Negra, que el liberal Robinson da por cierta y el conservador Alamán desmiente. Parecería que el cura de Silao “lo fue a visitar y se le presentó con toda la mojigatería y humildad de la que saben hacer uso esos hipócritas refinados cuando así conviene a los fines que se proponen”. Ese clérigo habría indagado lo suficiente como para

averiguar el lugar del escondite de Mina. Ya en la hacienda, rodeado por los realistas, el guerrillero habría podido prolongar su martirio huyendo, pero prefirió saltar de la cama para ofrecer resistencia.

El dragón que se apoderó de Mina [concluye Robinson] no sabía quién era, hasta que él mismo se descubrió. Entonces fue atado y conducido a presencia de [Francisco] Orrantía, el cual del modo más arrogante, lo reconvino por haber hecho armas contra su soberano, le preguntó los motivos que había tenido para semejante traición y le prodigó los insultos y los ultrajes. Mina, que nunca, ni aun en las ocasiones más críticas había perdido la presencia de espíritu ni la firmeza que lo caracterizaban, replicó a ese interrogatorio con tanto sarcasmo y con expresiones tan fuertes de desprecio e indignación, que Orrantía se levantó y le dio de golpes con el sable de plano. Mina sufrió esta injuria, inmóvil como una estatua, y con aquella elevación que da el conocimiento de la propia dignidad, y lanzando a su enemigo una mirada en que se pintaba toda la fuerza de su alma, le dijo: “Siento haber caído prisionero: pero este infortunio me es mucho más amargo por estar en manos de un hombre que no respeta el nombre español ni el carácter de soldado.”⁷⁵

El 11 de noviembre de 1817, a las cuatro de la tarde, Mina fue ejecutado en el fuerte de los Remedios. Tenía 29 años y antes de morir protestó su fe católica. El virrey Apodaca pidió que los médicos certificasen en qué partes del cuerpo habían penetrado las balas, como si así impidiese la resurrección del Estudiante. La noticia del fusilamiento fue festejada con un Te Deum en la Ciudad de México. Como les había ocurrido a los generales bonapartistas que tomaron preso a Mina en 1809, Pascual Liñán no ocultó su simpatía por el héroe caído. Mina le escribió una carta propia del buen perdedor. Robinson niega que sea auténtica. Debe serlo, pues es idéntica a las redactadas antes y durante su estancia en Vincennes. No hay en ella, como dijo Alamán, ni deshonra ni arrepentimiento, sino caballeroso reconocimiento del fracaso y constatación de que el rey de España había vencido una vez más y tomaba la vida de uno de sus súbditos. La muerte reconciliaba, por desamparo o por contrición, al rebelde con el poder.

En ciertos aspectos [concluye Guadalupe Jiménez Codinach] Mina llegó demasiado tarde y a la vez demasiado pronto. No llegó sino hasta 1817, cuando la guerra civil había sido aplacada y ganada por los realistas, aunque aún subsistían centros de rebelión en el campo. Desde 1816, la insurgencia había cedido la autoridad a algunos individuos, a los “caudillos regionales”. No existía ya ninguna de las condiciones necesarias para el éxito de Mina: un puerto de mar para recibir las armas, voluntarios, expediciones sucesivas, posibilidad de escaparse en caso necesario, apoyo moral o financiero de un gobierno insurgente reconocido, una población enardecida por ideas constitucionalistas o republicanas que se galvanizara en la acción.⁷

Lucas Alamán se descubrió ante quien consideraba el más brillante de los adversarios de su causa:

Su expedición fue un relámpago que iluminó por poco tiempo el horizonte mejicano: sin plan, sin relaciones, y hasta sin noticias del país, se arrojó a la ventura en una empresa cuyo objeto él mismo ignoraba, pero por su valor y su habilidad y por la clase de tropa que lo acompañó, pudo comprenderse que si hubiera llegado algún tiempo antes, o si hubiera traído 2 000 hombres en vez de los 300 que con él desembarcaron, habría cambiado enteramente el aspecto de las cosas; habría decidido a muchos a declararse por su causa, y habría sido acaso el que hubiese hecho la Independencia de Méjico. [...] Mina todavía penetró por una serie de triunfos hasta el corazón del país; puso en el mayor cuidado al virrey, y su expedición forma un episodio corto, pero el más brillante de la historia de la revolución mejicana.⁷⁷

Fray Servando llegó a vanagloriarse, en diciembre de 1816, de la autoría de un artículo biográfico sobre Mina y su tío Espoz. Ese texto, que Mier habría firmado como “Domingo Noriega”, uno de sus pseudónimos probables, no ha sido localizado. La carta a Francisco “Frasquito” Fagoaga, del 1° de julio de 1816, sería el testimonio escrito más temprano (y el más amplio) que Mier dejó sobre su compañero de infortunios. Siendo así, repito que me parece difícil creer

que se hayan conocido en las batallas de Alcañiz, María, Belchite, en las que coincidieron en la primavera de 1809. Después de la caída del fuerte de Soto la Marina, Servando sólo se extendió sobre Mina mientras estuvo siendo interrogado por el Santo Oficio, siempre con la intención de rebajar su propio perfil como coartífice de la expedición.⁷⁸ Mier sostuvo esa ambigüedad en los textos escritos entre su salida de la Inquisición y la Independencia. En 1820, en ¿Puede ser libre la Nueva España?, Servando se atrevió a dotar al general Mina, mediante la exageración, de ese oropel fantástico del que había carecido la aventura común:

Llegó Mina a Baltimore, y sin más fianza que el deseo ardiente de nuestra libertad, quince comerciantes se reunieron para armarle una expedición completa y respetable, y al nombre de armamento para México, toda la juventud más brillante de los Estados Unidos corría para alistarse. [...] Así Mina, mientras sonaba un Congreso en el reino de México, iba en boga con su expedición, para la cual se presentaban cuadros enteros de oficiales y hasta generales franceses; aun mariscales de Francia pedían ser admitidos en la expedición; artillería, municiones, armas, ropa, buques, víveres, todo sobraba.

Pero la disolución del Congreso mexicano, se lamenta Mier, dio al traste con todo, y “Mina de desesperado se echó en Soto la Marina con 250 hombres, y por lo que hizo con ese puñado desde tan mal punto, se puede conjeturar lo que habría hecho con más y mejor gente por la costa de Veracruz, auxiliando sus operaciones un Congreso, que también habría contenido su impetuosidad juvenil y suplido su falta de talento político y conocimiento del país”.⁷ La vida y la muerte de Mina fueron, para Servando, sólo un episodio en su carrera tras la honra. El fraile iba más lejos. ¿Sintió remordimiento por haber acercado al patíbulo, aun involuntariamente, al Estudiante de Navarra? No lo creo. Para Mier el remordimiento era un deber que sólo se cumplía ante la Iglesia. El propio Mina había tenido tiempo para arreglar su conciencia, como todo aquel que se rebelaba contra ese trono y ese altar. Al echarse tierra adentro a la desesperada, aquella madrugada del 24 de mayo de 1817, el general Mina se había despedido para siempre de su morado capellán.

LA ORDALÍA

Éste es aquel que estuvo en la congregación en el desierto. Hechos de los Apóstoles, 7:38

Salvo fray Servando, todos los detenidos en Soto la Marina fueron llevados al castillo de San Juan de Ulúa.

Pocos de estos desgraciados viven [escribió Robinson en 1821], mas si alguno de ellos lee con el tiempo la siguiente historia de sus infortunios, verá que es tan sólo un ligero bosquejo. Fueron llevados a Veracruz por el largo rodeo de Pachuca, a veinticinco leguas de la Ciudad de México. Aunque iban a caballo, el peso de los hierros, lo largo de las jornadas, la falta de alimentos sanos y el calor bochornoso, les produjeron enfermedades y una extraordinaria debilidad. Algunos se desmayaban en el camino y era preciso atarlos con cuerdas al caballo; otros deliraban y pedían la muerte a gritos...⁸

Como el de esos hombres, el camino del fraile apóstata Servando hacia las cárceles de la Inquisición fue horrible. Pero a diferencia de sus infortunios en la península, narrados por él mismo, aquí son nuevamente los testigos llamados al Santo Oficio quienes nos lo presentan. Un religioso misionero de la provincia de la Nueva Santander, llamado fray Íñigo de San José y originario de Pachuca, vio llegar a Servando, el 21 de junio de 1817, a la hacienda de Melchor el Cojo, engrillado por el capitán Félix Cevallos, jefe de la escolta que lo conducía desde Soto la Marina hasta Atotonilco el Grande. Mier, que venía mojado por la lluvia, pidió un baño de

agua caliente que se le concedió, y una vez dotado de un licorcillo, contó al fraile Íñigo sus correrías por París, Roma y Londres, así como por los Estados Unidos. Fray Íñigo nos dejó una descripción de su “semblante gracioso, voz sonora y una afluencia y facundia rápida como un torrente capaz de engañar al que no esté bien afianzado e instruido”. Todavía tiene el doctor energías para perorar contra España con todos sus calabozos y conventos. Hombre de mundo, informa a aquel fraile pueblerino que en el Congreso de Viena todos los soberanos han presentado sus constituciones menos Fernando VII. Ignorante aún del destino que espera a Mina, su camarada se jacta del grande apoyo que el guerrillero tiene en las Europas. Amenazante, Mier comenta que si los españoles faltaban al derecho de gentes contra él, Mina y los expedicionarios, los vengarían endriagos poderosísimos. Íñigo termina su declaración afirmando saber que en Soto la Marina se examinaron las proclamas revolucionarias que Servando traía, junto a un Catecismo libertino y unas letanías irreligiosas e impías.⁸¹ El capitán Cevallos advierte a la tropa que nadie debe hablar con el doctor Mier, pues la excomunión fulminada por el Edicto de Monterrey se extiende a todos aquellos que entren en contacto con él. Afirma que fray Íñigo fue enviado por Cevallos “para sondear el centro del indicado padre Mier” y sus informaciones fueron alarmantes. Traían encadenado a un demonio que sulfuraba contra el trono y el altar: “Mier estaba muy fascinado, que no prorrumpía palabra que no fuera contra el rey y sus regalías...” Tras ello, el capitán, una vez repetidas las acusaciones contenidas en el Edicto de Monterrey, recuerda que hubo que imponerle silencio al fraile pues no cesaba de alarmar a la tropa con abominaciones, negando que pudiese ser excomulgado dado que la sede regiomontana estaba vacante. Además, dice el jenízaro,

en la porción de leguas que lo custodió no advirtió jamás que se persignase Mier, rezase el oficio divino, rosario a María Santísima ni ninguna otra demostración de cristiano: que su general cuando le mandó recibir dicho reo le entregó varias piezas de ropa con que fue hallado en el fuerte el padre Mier, como son pantalón y chupín morado, dos o tres cuellos del mismo color, dos solideos, guantes dos o tres pares e igual número de pares de medias todo color violeta, un anillo montado a la francesa, con un topacio grande color de aguardiente encendido, que ha puesto el exponente en manos del excelentísimo señor virrey...⁸²

La declaración de Cevallos acabó de ratificar el vestido de impostor del doctor Mier, además de constatar la impiedad de un religioso que ni viéndose preso cumple con sus obligaciones. Y el capitán nos proporciona el itinerario exacto que llevó con su detenido: se acercaron a la capital entrando al actual estado de Hidalgo por Huehuetla, tras pasar por la hacienda del Cojo, Horcasitas, Chico Nahuel de Huasteca y la hacienda del Limón. Después cruzaron Atotonilco y Pachuca. Mier, según otro testigo, arrastraba grillos o grilletes en los pies —a los que se llamaba prisiones—, pues trató de seducir a un centinela. Días después, rumbo a la muerte en el fuerte de los Remedios, Xavier Mina clamará contra esa “¡bárbara costumbre española: ninguna nación usa ya este género de prisiones: más horror me da verlas que cargarlas!”⁸³ Servando gozó de momentos de algún reposo durante su ordalía, pues escribió o dictó varias cartas. Dos de ellas están dirigidas a su amigo realista Pomposo Fernández de San Salvador. En la primera, redactada mientras sufría de fiebre en Huehuetla, con fecha del 6 de julio, Mier repite la historieta de su enrolamiento accidental con Mina y pide auxilio a las pocas personas que conocía en México: su primo el licenciado Treviño, el padre Pichardo de La Profesa, a la marquesa de Arroyo, a los doctores Guridi y Alcocer y José Beye de Cisneros y a los regidores de la capital. La segunda misiva, signada en Pachuca, el 26 de julio, desarrolla las mismas peticiones, temeroso Servando de que la primera no haya llegado y de que lo envíen a morir a San Juan de Ulúa. Don Agustín Pomposo, “mi esperanza contra la tempestad”, no recibió nada. Ninguna carta salió pues iban a dar a la mochila del coronel Cevallos.⁸⁴ En Atotonilco hubo un alto en el camino para realizar diligencias que se acumularon en el proceso. Interrogado sobre la estancia de Mier en Atotonilco, Francisco Estrada, párroco lugareño, afirmó que el prisionero le pidió auxilio religioso; éste no pudo socorrerle por ser “hereje” incomunicado. Otro testigo, el vasco Javier Nicolás de Leucona, nos da más detalles: “Que lo que pasó con el padre Mier fue que trayéndole con grillos en los pies para seguridad de su persona, y con un brazo quebrado según decía, por la caída que dio de su caballo, se acomidió el que declara a darle en caridad el apoyo de su brazo para que subiese la escalera, hasta conducirlo al cuarto que le estaba destinado...”⁸⁵ A este buen hombre Servando le insiste por el auxilio del párroco suplicando

le hiciese favor de mandarle dar alguna cosa con que poder entrar en calor, y habiéndole ofrecido por pronto chocolate, dijo que no, y proponiéndole aguardiente, contestó, eso más bien. Pasó el declarante a su vivienda, y en persona le condujo una limeta [botella de vientre ancho y cuello corto], y un vaso; echó en él una dosis proporcionada, y teniéndolo en la mano, dijo así: “Yo no sé por qué me llevan con estas prisiones porque yo estoy indultado, yo estoy perdonado: [pero] Arredondo hizo bien de ponérmelas, porque al fin toda la nobleza de aquellas gentes son mis parientes, pero después en todo el camino por donde me traen, que no había riesgo, no había por qué mortificarme”. Añadió: “El virrey, dicen, que es un hombre piadoso, y es regular que luego que llegue a México, me mande aliviar, quitándome las prisiones.” El declarante a todo esto no le respondía palabra, y en este momento el centinela que estaba inmediato a la vista, dijo así: “Padre, pocas conversaciones”, a que le respondió: “Lo que hablo no es malo”, y añadió el centinela “sea como fuere, pocas palabras”. Con esto calló y bebió el aguardiente...⁸

En pocas ocasiones he podido “imaginar” a Servando como en este testimonio. El centinela me transmite una veracidad sencilla e impactante. El herido pide al párroco charla y bebida caliente; es ya un viejo prisionero que conoce pócimas para potenciar el efecto analgésico; prefiere aguardiente para calmar el dolor del brazo quebrado. Las pocas palabras que escuchamos de boca de Mier son propiamente suyas. Casi musita, sin fraygerundismos ni algazaras revolucionarias. Su astucia y su candor se combinan. Manda llamar al párroco — advierte el centinela— para saber si lo conoce. La Iglesia es una familia. Y al decir que el comandante Arredondo hizo bien en engrillarlo, recuerda que como noble del noreste debe obedecer a sus iguales, reales o imaginarios. Pero que ya el virrey Apodaca reconocerá su inocencia —genuina y eterna esperanza de Mier, quien olvida que en esta ocasión no es una reyerta teológica sino una invasión armada el motivo de su cautiverio— y lo liberará de sus prisiones, pues Servando sostiene la fantasía desesperada de que sus amigos en la Ciudad de México tramitarán su libertad. Al mirar las “grilletas” del fraile, el centinela prefigura la fabulación de Reinaldo Arenas en El mundo alucinante: Mier carga consigo la prisión entera y por ello

parece libre. Su pretensión de nobleza, tanto más humillante por producirse en los lares donde su padre, el teniente general del Reino, había combatido a los comanches, lo devuelve al infierno de la deshonra. La evasión de su destino como pícaro parece inútil. Él, que hubiese dado su otro brazo por mostrar sus breves firmados por Pío VII o un elogio de Chateaubriand a sus traducciones, o un recuerdo de Grégoire sobre su sabiduría, o un soneto dedicado por Blanco White, habrá de conformarse con los testimonios del bajo mundo. Si Servando puede ser mirado más allá del espejo de sus Memorias, es gracias al testimonio, discretamente consternado o tan sólo acusatorio, de sus compañeros expedicionarios de Soto la Marina, de los miserables curas rancheros de la hacienda del Cojo o de sus pobres custodios a través de la sierra. Casi tan anónimos como Servando durante sus tristezas europeas, sólo ellos aceptaron, requeridos por el Santo Oficio, haberlo visto y hablado con él. La lógica eclesiástica vuelve a ser implacable. Sólo mediante esa vuelta violenta a su Iglesia madre, Servando, tras todas sus escapatorias y a pesar de tantas fugas, recobra identidad. Son los citatorios del Santo Oficio los que ratifican, no la relatividad de las culpas servandianas, sino su existencia como hombre que tuvo hambre y sed, que sufrió más allá de ese gran teatro del mundo reducido de nuevo al corral de la comedia conventual. Ya preso, el doctor Servando Teresa de Mier volverá a contar a los inquisidores el momento en que le colocan los infamantes grillos, sólo por ser —eso dice— el autor de la Historia de la revolución de Nueva España:

A las once de la noche lo montaron con sus grillos en un macho aparejado, y salió con una escolta de veinticinco hombres. En cada lugar el capitán Cevallos lo ponía al espectáculo un cuarto de hora, y como era tiempo de aguas y su mal tratamiento con los bagajes, estuvo muy malo de calentura en Huehuetla. Apenas se cortó la fiebre, volvió a seguir y habiéndole allí asegurado al capitán que era imposible yendo con prisiones no se matase el confesante en el pasaje de la sierra, compuesto de precipicios y voladeros. Se obstinó en ello y habiendo caído el confesante siete veces, en la séptima se hizo pedazos el brazo derecho de que fue mal curado a los seis días en Pachuca.⁸⁷

El 14 de agosto de 1817, a las dos de la madrugada, entró a la cárcel secreta del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, del que sería uno de los últimos prisioneros. Hay hombres que cumplen el plan de su propia y apasionada providencia. Como Tomás Apóstol, Servando culminaba una de sus ordalías con el brazo derecho roto. Una vez curado, tomaría con ese brazo la pluma para convertirse en un verdadero doctor teológico, autor de apologías, relaciones y panfletos.

Notas al pie † “por el hecho de atacar una doctrina canónica, luego de que expresamente se le advirtiera”. ‡ “La muchedumbre no puede ser excomulgada.”

14. El proceso (1817-1820)

Grotius ha definido superiormente la equidad: Es el remedio inventado para el caso donde la ley incurre en defecto a causa de su universalidad. Sólo un gran hombre ha podido dar esta definición. El hombre no sabría sino hacer leyes generales; y, por lo mismo, éstas son parcialmente injustas por naturaleza, porque no podrían abarcar todos los casos. Entonces, la excepción a la regla es tan justa como la regla misma, y nada tiene de dispensa, excepción o de mitigación. Necesariamente será una violación, porque la conciencia universal permite en principio establecer la excepción, ya que las pasiones individuales se apresuran a generalizar para obstaculizar la ley. JOSEPH DE MAISTRE, Lettres à un gentilhomme russe sur l’Inquisition espagnole [1815]

La afición de los inquisidores por guardar sus papeles, que a menudo esperaban años, en el suelo, al hombre de la aguja que habría de coserlos y archivarlos, provocó una de las grandes paradojas del conocimiento histórico: del Santo Oficio, institución basada en el secreto, lo sabemos casi todo. Así, la fuente principal de nuestro pobre conocimiento de la vida de Servando Teresa de Mier está en los legajos del proceso incoado en su contra por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en México. Se trata de los documentos que el erudito Hernández y Dávalos recolectó y publicó entre 1877 y 1882. Las propias Memorias servandianas, en mi opinión, son la elaboración artística de sus declaraciones ante el tribunal. Habiendo sido la última figura novohispana de importancia pública juzgada por el Santo Oficio, Mier arroja sobre esa institución una sombra asaz ambigua. Al ser requerido por la Inquisición, el 31 de julio de 1817, el doctor se salvó de la muerte infame que sufrieron en el fuerte de San Juan de Ulúa el resto de los expedicionarios de Mina. Y sin el Santo Oficio y sus procedimientos jurídicos, que confiscó su biblioteca y le permitió, por ordenamiento legal, preparar su defensa por escrito, no tendríamos la obra de Servando.

Más allá de la defensa de la Inquisición como sagrado corazón de la hispanidad, al estilo de Menéndez Pelayo, o de sus seguidores contemporáneos, que la consideran un mecanismo judicial históricamente justificado como cualquier otro, el Santo Oficio atrae complicaciones sociológicas y morales de primer orden. Entre Juan Antonio Llorente, antiguo secretario del tribunal, que lo denunció con su Historia crítica de la Inquisición en España (1816-1818), y la erudición contemporánea, han caído los mitos tenebrosos que rodearon al Santo Oficio, desde sus balbuceos medievales en el siglo XIII hasta su abolición definitiva en 1834. Hoy sabemos que las torturas inquisitoriales eran igualmente crueles que las ejercidas contra los herejes en los países protestantes. Se ha constatado, también, que los primeros críticos del tribunal, liberales ardientes como Llorente, exageraron exponencialmente el número de sus víctimas, y que la misma Inquisición española fue más benigna que el común de las cárceles seculares del crimen, ajenas a la aparatosa tramoya jurídica que rodeaba, a veces para bien de acusados como Mier, al tribunal. La muerte en la hoguera, en fin, había sido acontecimiento cotidiano en toda la cristiandad. Pero admitidas todas las salvedades que solicita la crítica histórica y desterrada la Leyenda Negra que promovió Gran Bretaña contra Felipe II, cuyos fantasmones acompañaron en su ocaso al Imperio español, el núcleo de la cuestión inquisitorial queda, al fin, al aire libre. El Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, formalizado por Fernando el Católico en 1480, es la matriz ancestral, por su forma y contenido, de la burocracia del exterminio que dominó el siglo XX. No es un problema radicado en la cantidad de sentenciados ni en las maneras de torturar. La forma inquisitorial de inquirir, precisamente, al no pretender la justicia sino la salvación del alma, autorizó, más allá de toda clase de crímenes y confiscaciones, una manera de persecución ontológica nunca antes conocida ni apoyada en una normativa jurídica. Fue fundada la Inquisición española para canalizar, gracias al monopolio estatal de un tipo específico de violencia, el racismo antisemita de las masas populares, de tal manera que su función como martillo de herejes o brazo de los poderes político y económico fue secundaria y, no pocas veces, contraproducente. En el centro de la Inquisición, como afirma Benzion Netanyahu, está la Sentencia-Estatuto de limpieza de sangre, lanzada desde Toledo en 1449 y adoptada, tras vehementes controversias, medio siglo después.¹ Muchos cardenales, obispos, clérigos regulares y seculares españoles se

opusieron, hasta fines del reino de Carlos V, no tanto a la necesidad del Santo Oficio, sino a la doctrina de la limpieza de sangre, herética hasta el escándalo para cualquier lector de San Pablo. Las tesis a favor de los judíos y sobre todo de los cristianos nuevos fueron, una y otra vez, aplaudidas y respaldadas por la mayoría de la jerarquía española y por los pontífices romanos, quienes llegaron a lanzar anatema y excomunión contra los ideólogos de la limpieza de sangre. La mayoría no procedió por caridad, sino por un imperativo dogmático, pues todo estatuto de limpieza de sangre negaba, con alevosía y contumacia, la eficacia divina y plena del bautismo. Si la Iglesia acabó por ceder, se debió a su derrota política ante el Imperio, simbolizada por el Saco de Roma en 1527. Servando mismo, en unas líneas tan breves como contundentes, localizó en la limpieza de sangre el centro de la herejía inquisitorial. Dado que en las sesiones de Cádiz campeaban antisemitas que consideraban obsoleto al tribunal puesto que la herejía conversa ya había sido exterminada tiempo ha, los diputados abolicionistas decidieron suprimir la Inquisición en 1813 por razones políticas, argumentando timoratamente que era incompatible con la Constitución. En cambio, desde Londres, el doctor Mier contraatacó en las Cartas de un americano, burlándose de la “impureza” de la sangre de todos los españoles, quienes, no contentos con haber excluido a los conversos, a los israelitas y a los moros por razones raciales, ahora utilizaban falacias similares contra negros, mulatos, indios y criollos de América.² Más tarde, al escribir sus Memorias en las propias celdas del Santo Oficio, recordó que en América se pedía “limpieza de sangre” a todo aquel que no fuese noble castellano, pese a que Carlos III “mandó borrar estos últimos borrones de la sangre”.³ Cuatro siglos atrás, Servando, más discípulo de Grégoire que de Las Casas en este punto, habría sido uno más de los brillantes controversistas católicos, quienes entre 1450 y 1489, en diversos grados y circunstancias, defendieron al pueblo judío como hogar de Jesús y a los cristianos nuevos como legítimos hermanos en la fe y en la comunión. Como amigo de los judíos y, debe recordarse, partidario de su conversión pacífica a la nueva ley, a Mier le habrían interesado los graves problemas teológicos a los que se enfrentaron estos letrados. Tejiendo y destejiendo las sutilezas que unen al Antiguo y al Nuevo Testamento, teólogos y jurisconsultos del siglo XV se preguntaron cómo era posible que Dios hubiese escogido a Jesús, vástago de una raza aparentemente maldita, para encarnar en el Cristo. Algunos se deshicieron en elogios de las virtudes de un

pueblo no en balde elegido por la gracia. Otros dijeron que las conversiones forzadas por el pánico, el linchamiento y el miedo, que se desataron en 1391 y se multiplicaron a lo largo del siglo siguiente, probaban que España era el escenario de ese milagro: la conversión del resto de los judíos a la nueva fe. La expulsión de los judíos en 1492 y la represión de los conversos —reavivada contra los portugueses en el siglo XVII — no sació a los inquisidores. Las guerras de religión de la Reforma convirtieron a la Inquisición en un péndulo entre dos polos magnéticos, el Estado y la Iglesia, que para intercambiar sus atributos requerían de una mediación simbolizada, más que ejercida, por el tribunal. El doctor Mier combatió a la Inquisición a pesar de su formación religiosa, de sus lazos familiares y del honrado reconocimiento que hizo de la benevolencia con la que fue tratado en la cárcel secreta. Acaso por ello, mal poeta, dejó poemas tristones sobre el Santo Oficio, carentes del donaire picaresco, la rabia y el ingenio de los que escribió en los monasterios:

No podrán salvaros en el día del juicio: lo que a ejemplo de Dios no va arreglado, será allí condenado como vicio, o sea el Santo Dios aquí imitado o dejad de llamaros Santo Oficio.⁴

Aunque no relacionó directamente el origen racista de la Inquisición con su posterior desarrollo como institución política, Servando fue más lúcido que el tratadista Llorente, quien no quiso ver el amplio apoyo popular de que gozó el tribunal. Y siguiendo a Antonio Puig i Blanch, cuya pionera excitativa, La inquisición sin máscara, fue tan influyente durante los debates de Cádiz, Servando definió, en 1820, al tribunal como la mano policiaca del despotismo español:

Ya se sabe que la Inquisición, establecida por los Papas hacia el siglo xii contra los herejes albigenses, había degenerado en un Tribunal destinado a encubrir a los ojos del pueblo, siempre mojigato, bajo el velo aparente de la religión, los crímenes del despotismo y las víctimas de la tiranía. Lo hemos visto en México apadrinar siempre al partido dominante por más inicuo que fuese. Él destruyó la bella Constitución de Aragón por medio del inquisidor Pedro de Arbúes a quien por eso mataron los aragoneses. Después de hacernos perder los Países Bajos despobló la España desterrando, con los moros e israelitas, la agricultura, la industria y el comercio, y quemando los hombres a millares; pues en Castilla se estrenó, según [Juan de] Mariana, con la quema de dos mil hombres, y siguió con tal frecuencia esta fritanga, que se construyeron quemaderos de cal y canto que aún duran, como plazas para corridas de toros. De él aprendieron nuestros conquistadores a hacer autos de fe más en grande, y ayudó poderosamente a Felipe II para remachar a la nación los grillos que aún no hemos acabado de limar.⁵

EXPIACIÓN DEL PECADO ORIGINAL

Theologus, Christi miles. MELCHOR CANO, De locis theologicis [1563]

La Inquisición es el pecado original del dominico. Con esa frase, y contra ella, los Padres Predicadores han vivido desde la fundación de su Orden, en 1215, por Domingo de Guzmán. Muerto en 1220, ese santo no fue inquisidor, pero los dominicos, advocados a la predicación, fueron llamados en 1231 a ejercer la Inquisición contra los cátaros y otros herejes en el sur de Francia. Junto a los franciscanos, la Orden dominicana quedó asociada al tribunal desde su origen. Inquisidores legendarios, como Tomás de Torquemada y Girolamo Savonarola, fueron dominicos y a la pluma de éstos se deben también los primeros manuales del Santo Oficio, como los escritos por Raymondo de Peñafort y Bernard Gui. El 9 de marzo de 1254, el papa Inocencio IV concedió a los Padres Predicadores el privilegio de ser los únicos inquisidores de España. ¿Es una paradoja en la historia de la Orden que la víctima eclesiástica más célebre de la Inquisición haya sido un dominico? Bartolomé Carranza (15031576), fraile predicador convertido en arzobispo de Toledo, fue hecho prisionero de la Inquisición en 1559, estando en la cúspide de su primado. Y uno de sus principales perseguidores fue otro dominico, el doctor Melchor Cano, gran teólogo de la Orden, quien lo acusó de difundir expresos errores luteranos. Éstos le habrían sido contagiados por los ingleses, a quienes el arzobispo Carranza fue a visitar para librarlos de la herejía. En la isla, su celo desenterró y quemó hasta los huesos de los protestantes. Víctima de una conjura política y hombre de ideas heterodoxas —Marcel Bataillon dice que fue sólo un erasmista imprudente—, Carranza, dueño de la sede arzobispal más poderosa del siglo XVI, fue arrestado por los inquisidores en una posada, como cualquier contrabandista, y destinado a las cárceles de Valladolid, donde desapareció siete años de la faz de la tierra, impedido hasta de recibir los sacramentos. Tres papas trataron de librarlo del celoso secuestro de

Felipe II, quien convirtió al arzobispo en el rehén de un problema de jurisdicción entre la corte española y la curia romana. Pío V, tras amenazar con la excomunión, logró rescatar a Carranza, quien fue llevado a Roma y puesto prisionero en los aposentos, algo más cómodos, del Castel Sant’Angelo durante otros nueve años. Sumaron 16 años de infortunio hasta que Gregorio XIII dictó sentencia, prohibiendo los comentarios escritos por Carranza y obligándolo a abjurar de sus errores doctrinarios. Un mes después de su liberación, el antiguo arzobispo toledano, que esperaba retirarse a un monasterio de Orvieto, murió. El caso de Carranza, hoy día considerado lamentable por los dominicos, es el baremo clásico para medir el poderío que llegó a tener la Inquisición, dominio que mudaba de ropajes hasta en tres vestíbulos, pues es difícil saber si el tribunal servía a Felipe II, a Roma o, aunque lo ignorase, a sí mismo. El Santo Oficio llegó a ser un magneto que atraía, en cada polo, las energías de un Estado tendiente a la teocracia y de una Iglesia llamada al poder temporal absoluto. Oscilante entre Dios y el César, el tribunal, dado el trueque de atributos que irradiaba su carácter mixto, ganó una enigmática autonomía.⁷ La Inquisición que juzgó a fray Servando seguía sujetándose, con una precisión asombrosa, a los procedimientos del siglo XVI, aunque en un contexto de creciente debilidad apenas oculta tras sus formalidades. Durante todo el siglo XVIII, el Santo Oficio fue víctima de las poderosas tendencias regalistas incubadas en la monarquía borbónica, a las que ahora repugnaba como forma de intromisión papal en España. Y, paradójicamente, a los propios ilustrados satisfacía la acción discreta del tribunal contra las supersticiones populares, mientras se hiciese de la vista gorda ante los ejemplares de Voltaire y Rousseau que abundaban en las bibliotecas peninsulares. De no haber sido por la Revolución Francesa, que le dio un aliento tan postrero como momentáneo, el Santo Oficio habría alcanzado el nuevo siglo en calidad de una antañona institución que pasaba sus últimos días persiguiendo beatas furiosas o bígamos. Como se sabe, el último gran inquisidor, Ramón José de Arce, a quien el obispo Grégoire dirigió en 1798 su alegato contra la Inquisición española, fue amigo de los philosophes: le pareció tan formidable que José Bonaparte aboliese el tribunal, que se afrancesó. Estas circunstancias no demeritan la poderosa impresión espiritual que debió sufrir el doctor Mier al verse entrando a las cárceles de la Inquisición, al regresar a la Ciudad de México tras años de ausencia. Al hacerlo, en un sentido más que simbólico, el fraile dominico volvía a casa, con esa confusión de sentimientos

propia del adolescente fugado que es reintegrado al hogar donde le espera una reprimenda tan severa como purgativa.

Serían las ocho de la noche del día 13 de agosto de 1817 [cuenta Servando], cuando volvimos a tomar el camino de México en el coche de [Manuel de la] Concha, que cambiamos en la garita de San Lázaro. Por estas tramoyas nocturnas ya era fácil colegir que me aguardaban las tinieblas de la Inquisición, donde entré a las dos de la mañana del día 14. Me quitaron luego los grillos y pidieron cortésmente lo que trajese conmigo. Concha también exigió, de parte del virrey, mi reloj de oro. Sospeché que sería para ver el sello, cosa importante entre los ingleses a quienes sirve de firma. Pero nada tenía grabado en la cornerina; y sin embargo ha corrido borrasca. La costumbre del pillaje ha quitado sobre la uña todo escrúpulo a nuestros militares. Cuando yo me vi en el encierro número diecisiete, que es una pieza espaciosa y bien pintada aunque no muy clara que se pusieron vidrieras a una ventana luego que lo insinué, se me dio mesa, vino y postres en cuanto los pedí, aunque no se daban a los otros presos, y que los inquisidores mismos me incitaban a pedir algunos antojos, como no se niega nada a los que se va a ahorcar; auguré que estaba destinado a realizar en la cárcel inquisitorial el nombre que dio a su calle de Perpetua. Como no tenía delito alguno, los inquisidores no sólo me trataban con atención sino con cariño y amistad.⁸

La estampa es única en la larga lista de retratos carcelarios de Mier. Que dijese que no tenía delito alguno no es novedad, pues él siempre presumía de sobrada inocencia. Pero en el párrafo anterior, temiendo ir a dar a San Juan de Ulúa junto con los otros rebeldes, a Servando se le escapa una confesión de culpa: “Yo no sé quién mete a los militares a castigar apostasías monásticas.” Al reconocerse apóstata monástico, aunque creyese falsa la acusación, fray Servando pintaba su regreso a casa en los términos de privilegio que los dominicos dan al convento y a su vida comunitaria. En alguna medida, la Inquisición era una deformación grotesca del convento y, asumida como el pecado original de la Orden, ése era el sitio teológico adecuado para la expiación. De todas las prisiones servandianas, la transcurrida entre 1817 y 1820

fue, con mucho, la más benigna, aquella que le permitió ganarse un lugar como escritor. Servando recibía la penitencia del encierro, pero ya no en correccionales para menores, como Los Toribios, o en los inmundos conventos jerónimos. Estaba en la sede, purgativa y vivificante a la vez, de su religión. ¿Por qué fue llevado el doctor Mier a la Inquisición? ¿Gracias a qué o a quién se le ahorró el fusilamiento en Soto la Marina, como lo sugirió uno de sus fastidiados custodios? ¿Qué impidió que fuese sumergido en el pudridero de San Juan de Ulúa junto a los otros expedicionarios de Mina? Ni la leyenda ni la historiografía se han detenido antes en este punto capital. Terminar en la Inquisición parecía lógico en una vida que el propio Mier se empeñó en dibujar como borrador de los novelones románticos y colonialistas que se escribirían sobre Guillén de Lampart, el abad de San Antón o Martín Garatuza, heterodoxos picarescos del siglo XVII. Por otro lado, con la excepción de Alfonso Junco, los servandistas han considerado cruel vesania, una más en los infortunios del fraile, su remisión a las cárceles secretas, prueba final y contundente de la maldad intrínseca del virreinato. La Inquisición, por una serie contradictoria de razones, le salvó la vida al fraile. En primer término, a Servando lo protegió la legalidad eclesiástica a la que apeló durante todas sus querellas. La paradoja es visible y aparece en el núcleo de su biografía: su condición de fraile dominico, aquella indeleble segunda piel que detestaba, lo libró de un destino crudelísimo. El Cabildo Eclesiástico de Monterrey, en su edicto del 31 de mayo de 1817, no reconoció ninguna de las dignidades con las que Mier decía haber sido condecorado. ¿Roma locuta, causa finita? Además, con un documento originado en Cádiz desde 1811, el Cabildo calificó a Servando de clérigo vago y apóstata que había abandonado sin permiso su religión, la Orden de Predicadores. En ese edicto inapelable y acompañado de excomunión, quedaba claro que para la Iglesia el doctor Mier seguía siendo fraile. Si había tramitado su secularización, e incluso si la había obtenido, eso ya carecía de relevancia, pues el Cabildo de Monterrey, con los documentos proporcionados por el Consejo Real de Indias, aseguraba no tener prueba alguna de lo alegado por Servando.¹ Aunque en el curso de las audiencias —los interrogatorios propiamente dichos— Mier insistió con la cantaleta del breve perdido, lo hizo de dientes para fuera:

sabía mucho derecho canónico como para ignorar que la apostasía era la base de su causa. Cualquier otra alternativa sería peor, como estuvo a punto de ocurrirle poco después, cuando la nueva disolución del Santo Oficio en 1820 lo devolvió al fuero del virrey y de sus Jurisdicciones Unidas —eclesiásticas y militares—, que eran las que habían fusilado, previo proceso inquisitorial, a Hidalgo y a Morelos. Tras un largo forcejeo de Carlos V y Felipe II con Roma sobre si los frailes estaban o no en la jurisdicción inquisitorial, dos breves papales (1592 y 1606) aseguraron a la Corona que, aunque la mayoría de las órdenes religiosas debían obediencia al papa en su calidad de institutos pontificios, perderían todos sus privilegios en cuanto lo requiriese la Inquisición española.¹¹ Las acusaciones del Edicto de Monterrey contra Mier competían a los inquisidores; su entrada a las cárceles secretas era una medida legal en el orden de las leyes escritas que él invocaba como sujeto del derecho canónico. Era un enemigo político e ideológico de la Inquisición pero, como el doctor Carranza, su desafortunado hermano en religión, jamás dudó de la benevolencia jurídica de su Iglesia, que apela precisamente al ejercicio de la excepción. Si la legalidad lo presentaba ante el Santo Oficio, también otras circunstancias burocráticas y políticas resguardaron allí a Mier. Las primeras revelan no sólo los rutinarios pleitos de jurisprudencia entre el brazo secular y los inquisidores, sino el calamitoso estado del gobierno novohispano en 1817, cuya paz de los sepulcros se debía a la confluencia de dos fenómenos sólo en apariencia auspiciosos: la restauración del tribunal de la fe por Fernando VII en julio de 1814 y la derrota militar de la insurgencia tras la liquidación de Morelos. La primera desaparición del tribunal en México duró menos de dos años, entre el 8 de junio de 1813 y el 4 de enero de 1815. Ésas fueron las fechas respectivas en que llegaron a la Nueva España las noticias de la disolución del Santo Oficio por las Cortes de Cádiz y las de su reestablecimiento absolutista. Pero ese lapso fue suficiente, según José Toribio Medina, para que las alhajas tribunalicias y el moblaje inquisitorial fuesen vendidos y revendidos. Estando vacío el tenebroso palacio, el Cabildo Eclesiástico de la Ciudad de México, encabezado por el canónigo Beristáin de Souza, aprovechó para invadir las competencias abandonadas por el Santo Oficio. Una vez reestablecido, el tribunal las reclamó.¹² A Manuel de Flores, nacido en 1732 y último gran inquisidor novohispano, le

irritó que el canónigo Beristáin anduviese calificando de herética a la derrotada Constitución de Apatzingán y regañó al virrey Calleja por mandar quemar de mano del verdugo papeles insurgentes, pues ambas eran funciones de la Inquisición. En una carta vehemente del 29 de julio de 1815, Flores advirtió a las otras autoridades del virreinato que “el Santo Oficio impone más que todos los Tribunales, y lo hemos visto con el mayor consuelo cuando después de la publicación de dicho edicto [de reestablecimiento] han sido repetidas las denuncias de papeles. Así quisimos lo entendiese también la Real Sala del Crimen.”¹³ En esa carta, Flores omitió repetir la calumnia de Beristáin, que decía que la carta de Apatzingán era “tolerantista”, pues su celo de inquisidor —lector de heresiarcas— le permitía conocer que Morelos y sus camaradas predicaban la exclusividad de la Iglesia Católica Romana sin tolerancia de ningún otro culto. El inquisidor Flores estaba lejos de simpatizar con la insurgencia, pero fue, al parecer, hombre recto y prudente. Había mostrado serias reservas ante los procesos inquisitoriales de Hidalgo y Morelos. En el primero de los casos, había advertido que el cura Hidalgo murió reconciliado con la fe, pese a lo cual “juzga el fiscal que no resultan méritos bastantes para absolver su memoria y fama, ni tampoco para condenarla”, de tal forma que la Inquisición archivó el caso.¹⁴ Quizás aquel 15 de marzo de 1813, cuando se abstuvo en la calificación final del asunto de Hidalgo, Flores ya sabía que un mes antes las Cortes de Cádiz habían declarado incompatible a su tribunal con la Constitución. Flores había complacido al virrey con el lúgubre auto de Morelos, pero se había sentido obligado a informar al Consejo de la Suprema Inquisición en Madrid de las “novedades” que le exigieron a su tribunal en ese caso. Flores temió ser amonestado por haberle formado causa al insurgente en tan sólo cuatro días — quizá la más breve en toda la historia tribunalicia— y adujo la presión del virrey para proceder de manera expedita. También había aclarado el inquisidor novohispano su competencia contra Morelos, pues cuando éste fue llamado hereje por el obispo de Valladolid, el tribunal estaba extinto, y Flores dudaba si había procedencia viniendo la acusación del Ordinario. Por último, Flores recordaba que la Inquisición no condenó a Morelos a muerte sino a destierro perpetuo en algún remoto presidio africano. También abogó por que el cadáver de Morelos no fuese descuartizado, en piadoso recuerdo a su condición de sacerdote. Ése era el señor inquisidor que se haría cargo de fray Servando y aquél era el

moribundo Santo Oficio novohispano, una institución que se quejaba cuando usurpaban sus funciones pero que resultaba quisquillosa a la hora de ponerse a trabajar. Eran tiempos de guerra y, dado que Servando había sido sorprendido como miembro de una partida armada con una resuelta intención subversiva, el virrey Apodaca pudo haber reclamado al fraile, por encima del Edicto de Monterrey que lo destinaba al Santo Oficio, aduciendo la validez de su nombramiento como capellán en Valencia, uno de los pocos documentos incontestables que Mier cargaba. Para ello no se necesitaba demasiado papeleo y el tribunal novohispano solía complacer al virrey en asuntos de jurisdicción.¹⁵ En el peor de los casos, si Flores se ponía pesado, Apodaca podría haber invocado la Ley XVIII del 15 de mayo de 1804, que contemplaba que esos líos entre la jurisdicción ordinaria y la Inquisición debían elevarse, para su fallo, a la Secretaría de Gracia y Justicia en Madrid.¹ Pero Juan Ruiz de Apodaca nada hizo y dejó que llevaran a Servando a la Inquisición. La persona a la que más interesa saber la razón de esta minucia ya murió: es el propio doctor Mier y dará de gritos en el cielo cuando escuche mi explicación, pues herirá gravemente su vanidad. En 1817 la causa de Servando era irrelevante. La expedición de Mina, sin duda un buen susto, había sido exterminada y fue vista como la última bravata de una causa perdida. Fusilar en el campo de batalla a un fraile dominico con bien ganada fama de mitómano y persona deschavetada habría sido un exceso, lo mismo que exigirle a la Inquisición que equiparara su caso con el de los sacerdotes guerrilleros Hidalgo y Morelos, con la probabilidad, dadas las pulgas de Manuel de Flores, de entrar en un mal pleito de jurisdicción. Más valía guardar al fraile en la calle de la Perpetua, donde sería interrogado, como ocurrió, sobre los nexos del general Mina con la francmasonería en Londres y los financiadores de su travesía, lo cual era interesante pues otras expediciones campeaban en el horizonte. Preso, Mier era más útil para la causa realista. Además, la restauración fernandina, con firme espíritu de inquisición, adoraba a los arrepentidos, que abundaban en esos años, y la probabilidad de que nuestro fraile abjurara, para gloria del Trono y del Altar, era muy alta, aunque dado que su causa se interrumpió nunca sabremos en cuánto habría vendido la salvación de su alma. Por último, y que le sirva de consuelo a Servando en el cielo, algo debía de

quedar en la Ciudad de México de la remota fama del joven predicador regiomontano, tanto por el eco de su escandaloso sermón como por su parentesco con Juan de Mier y Villar, natural de Alles, Oviedo, racionero de la Catedral metropolitana en 1770 y fiscal inquisidor del Santo Oficio de la Inquisición en México desde 1775. Entre esa fecha y 1797, don Juan fue, o debió ser, fiscal en los procesos de unas cien personas por proposiciones heréticas, que incluyeron a algún judaizante, a cocineros, peluqueros y frailes de todas las órdenes, así como a los franceses Juan Lausel, Juan de Murguier y el médico Esteban Morel. Estos dos últimos, acusados de “cizaña e infidelidad” a favor de las ideas de la Revolución Francesa, se suicidaron en prisión. El capitán Murguier se quitó la vida el 11 de noviembre de 1794, un mes antes del sermón de fray Servando. Su sentencia había sido firmada por Mier y Villar.¹⁷ En las Cartas a Juan Bautista Muñoz, Servando se jacta de que, tras el sermón del 12 de diciembre, su asunto no fue a dar al Santo Oficio porque “el inquisidor mayor era mi pariente, y suplió el parentesco sensuum defectui† para responder que el asunto no pertenecía a la fe”.¹⁸ En las Memorias de Mier hay un solo recuerdo personal de un hecho de su tío don Juan, ocurrido después de febrero de 1787, cuando murió Juana María Josefa Práxedes, una de las condesas de Santiago Calimaya, que dejó viudo a Cosme Antonio de Mier y Trespalacios. En aquella ocasión don Juan reclamó a Servando su ausencia del cortejo fúnebre, a lo que el fraile respondió, con una sinceridad que desmiente sus ínfulas aristocráticas, que aquella mujer no era su pariente.¹ Y se ignora si el tío inquisidor de Servando, de estar vivo, residía en la ciudad en 1817. Entre los deanes o arcedianos de la Catedral de México, en la que Servando quiso obtener una canonjía en 1809, estaba el tío Juan. Pero al tribunal le gustaban los familiares y no dudo de que Flores haya considerado que su prisionero era, después de todo, el sobrino desbalagado del señor inquisidor don Juan de Mier y Villar.

CAUSA FORMADA AL DR. SERVANDO TERESA DE MIER

Ningún preso ni acusado ha visto jamás su proceso propio, cuanto menos los de otras personas. Ninguno ha sabido de su causa más que las preguntas y reconvenciones a que debía satisfacer, y los extractos de las declaraciones de testigos, que se le comunicaban con ocultamiento de nombres y circunstancias de lugar, tiempo y demás capaces de influir el conocimiento de las personas, ocultándose también lo que resulte a favor del mismo acusado, porque se seguía la máxima de que al reo toca satisfacer el cargo, dejando a la prudencia del juez el combinar después respuestas con lo que produzca el proceso a favor del procesado. JUAN ANTONIO LLORENTE, Historia crítica de la Inquisición en España [1817]

El expediente completo dice así: “Causa formada al Dr. Fr. Servando Teresa de Mier y Noriega, por las Jurisdicciones Unidas, por la Inquisición, e incidente sobre su extracción de las cárceles secretas de este Tribunal y remisión a San Juan de Ulúa”.² Con ese título lo presenta Hernández y Dávalos, pero no debe llamar a confusión, pues nombra al conjunto de los papeles que, transferidos del Santo Oficio a la Cárcel de Corte durante 1817, sirvieron para que el virrey Apodaca se decidiera a enviar al fraile a Veracruz en julio de 1820. Así, Servando sería sentenciado en segunda instancia por las Jurisdicciones Unidas y castigado con el destierro, pero el proceso en sí fue el que transcurrió en las cárceles secretas de la Inquisición y bajo su jurisdicción. Éste, del que nos ocuparemos ahora, dice así: “Año de 1817. Cuaderno 1. Número 1. —Causa contra la persona que dentro se dice hereje y francmasón. México. El ministro hace de fiscal contra el Dr. D. Servando Mier, religioso de la orden de Predicadores por proposiciones y traidor al rey. Cárcel número 21. —Secretario Ris.”²¹ Francisco Tomás y Valiente, el jurista español asesinado por eta en 1996, dijo que “carecemos de un estudio monográfico completo reciente y ambicioso en el

que el proceso inquisitorial constituya el objeto principal y en el que tal objeto sea investigado con criterios técnico-jurídicos”.²² Al amparo de su autoridad aclaro que mis notas sobre el proceso inquisitorial contra Servando son sólo una aproximación. Antes de entrar en materia conviene recordar cómo era un proceso en la Inquisición, pues se habla de que los derechos humanos de Servando fueron violados, en una época en que ese concepto no existía como equivalente de garantías individuales plenamente injertadas en el derecho penal. Pese a la fama de los manuales de inquisidores impresos desde la Edad Media, el Santo Oficio carecía de una normativa procesal. Productos del derecho común y sujetos al criterio de la benevolencia eclesiástica, a los procedimientos de inquisición les faltaba lo que técnicamente se llama una jurisprudencia. Las instrucciones, dice Tomás y Valiente, eran casuísticas y dependían del usus curiae,† norma creada a partir de la valoración del precedente en comparación con la fidelidad al uso establecido. Fiscales y calificadores procedían basados en una communis opinio.‡ Esta última dependió, hasta la abolición del tribunal, de las ordenanzas de 1561, cuya lectura, de la mano de Llorente, muestra que el Santo Oficio era ajeno a las novedades y procedía según una vieja inercia. La calidad del castigo variaba, eso sí, en virtud de esa benevolencia marcada por las situaciones políticas y religiosas.²³ Insistamos en que la esencia del Santo Oficio no estaba en el potro o en la hoguera, sino en la naturaleza del acto de inquirir. Bastaba el menor indicio de culpabilidad para ser arrestado, siendo opcional o precautoria la confiscación simultánea de bienes, que tenía dos objetivos: conocer íntimamente la vida del sospechoso y hacerse de una fianza previa que pagase los costos del proceso. Los inquisidores, dice Tomás y Valiente, no conocían el principio de bipartición procesal, pues con el acto de inquirir comenzaba el proceso. Es decir, con la acusación misma empezaba el proceso, o al revés. Hasta que pasaban los testigos, declaraban y ratificaban sus testimonios, el acusado se enteraba —a veces años después— del contenido de una acusación cuya solidez había sido compuesta a sus espaldas. Sólo en ese momento el tribunal, cumpliendo con el artículo 36 de las ordenanzas de 1561, daba papel y tinta al acusado para sus “apuntamientos de defensa”. La figura del abogado no existía tal cual la conocemos. Ese nombre llevaba un empleado de la Inquisición destinado a convencer al preso de su culpabilidad, o en el mejor de los casos, era una persona bienintencionada que auxiliaba a la víctima sobre las maneras de

abjuración más convenientes para la salvación de su reputación, su hacienda, su vida o su alma. Ningún clérigo cultivado, como lo era Mier, habría recurrido a esa ayudantía espiritual. Los verdaderos defensores de un encausado, cuando los tenía, eran los amigos que cabildeaban fuera de la prisión. Al leer y extractar el proceso, llama la atención la fidelidad jurídica de la Inquisición al formar la causa contra Servando. Esos escrúpulos explican ciertos detalles que, durante una primera lectura de los papeles rescatados por Hernández y Dávalos, parecen descabellados o picarescos. Para llevar a Servando al Tribunal del Santo Oficio se necesitaba la sospecha de herejía. Dado que en su caso no había sido propiamente delatado, sino puesto preso en una rendición militar y con la promesa falsa de un indulto, en Soto la Marina, la causa se abrió directamente con los testigos. Es aquí donde cobra su real importancia la declaración del padre Marín, párroco local, de que Mier habría cometido “muchos excesos”, que incluirían comulgar con especie falsa o adulterada —agua o aguardiente—, o habría venido de la mar en compañía de alguna mujer. Y la fácil acusación de ser “sectario de los heresiarcas Lutero, Calvino, Zuinglio y sus secuaces, hereje e incurso por sus opiniones erróneas, escandalosas piarum aurium,† ofensivas e impías”,²⁴ no sólo era rutinaria — sospechas transformadas en acusaciones—, sino producto de la confiscación de la biblioteca de autores jansenistas con la que Servando desembarcó. La declaración del padre Marín, insisto, pone sobre la mesa esa “sospecha de herejía” que desencadena el proceso entero. Sin embargo, tanto las blasfemias como las proposiciones heréticas contenidas en los libros que traía, y acaso en sus conversaciones antes de la rendición del fuerte, eran elementos secundarios, pues se contaba, desde mayo de 1817, con el Edicto del Cabildo Eclesiástico de Monterrey, base de la acusación y del proceso entero. Ese edicto, que comenzó a trabajarse desde que se supo que Servando merodeaba México, contiene la miga de la acusación, y las informaciones recabadas en Soto la Marina sólo ratificaban lo que la Sede Vacante de Monterrey indicaba. Empero, no olvidemos que clérigos tan influyentes como Beristáin de Souza habían dado por buena, antes del Edicto, la secularización de Mier.²⁵ El Edicto incluía tres acusaciones: usurpación de la jurisdicción episcopal, apostasía de la Orden dominica y sedición política. La primera era suficiente para encausar a Mier, mientras que la segunda era un hecho constatado que

agravaba la primera. La tercera, curiosamente, era la menos importante y la única que el acusado podía objetar canónicamente, operación irrelevante ante el Santo Oficio, pues serían las Jurisdicciones Unidas las que se encargarían de la sedición política. En este punto ya no interesa tanto la veracidad de las acusaciones, sino la forma en que fueron utilizadas procesalmente. El primer cargo era gravísimo. Habiendo escapado de los conventos dominicos donde había sido recluido en numerosas ocasiones, a la apostasía de religión de Mier se sumaba la usurpación, expuesta con notoria fraudulencia de sus cargos de prelado doméstico, protonotario apostólico y vicario del ejército de Mina, además de su presunción de ser arzobispo de Baltimore. Dice el Edicto: “No hemos podido ver sino con el mayor interés un asunto en que se versa nada menos que la usurpación de la jurisdicción episcopal ordinaria que hoy ejercemos legítimamente y cuyos derechos de ningún modo debemos permitir se vulneren...”² Para el derecho canónico la usurpación episcopal es un delito que va más allá de la impostación o el engaño, pues incide directamente en lo sagrado, es decir, en la administración de los sacramentos, cuyo otorgamiento por un sacerdote en falta es blasfemia y motivo de averiguación de la herejía. Por ello era tan importante comprobar que Servando había celebrado misas y concedido indulgencias en Soto la Marina, pues para hacerlo, dada su condición de fraile mendicante y de sacerdote que no se había presentado ante su jurisdicción episcopal ordinaria —Monterrey—, necesitaba licencia de ésta. Mier, dice el Edicto, había decidido sonsacar a “muchos incautos” como falso pastor. Incluso, si alguno de sus títulos fuese verídico o llevase permiso para predicar o para ministrar los sacramentos, estaría en falta pues, “aun suponiendo que la tuviera [licencia], debería para el lícito ejercicio de estas facultades haber obtenido primero nuestra licencia, que de ningún modo concederíamos, sino después de un maduro acuerdo, precedido del escrupuloso examen y reconocimiento con que se halla comprobada su autoridad”.²⁷ Reconstruyendo las informaciones recogidas por la Inquisición entre los testigos de la vida de Mier en Soto la Marina, y aun considerando las exageraciones interesadas o mentiras llanas de los involucrados, es notorio que el fraile administró la extremaunción, dio misa con especie dudosa e impartió indulgencias. Servando mismo lo reconoció, amparándose en que sus falsos títulos se lo permitían. Y por ello, también, los calificadores pusieron tanto interés en un tema tan servandiano como la vestimenta exacta con la que el

falsario deambulaba entre la tropa de Mina. Tomemos otro descanso en el vestidor y escuchemos a Servando —los amanuenses transcribían las declaraciones en tercera persona— defender su atuendo desde la guerra de España:

Éramos tratados los leales como traidores rebeldes, insurgentes, gavilla, canalla [...] Nosotros por lo mismo procuramos aparentar viso y decencia; pero el doctor Mier no tenía hábitos talares, que así los de prelado doméstico, como los de protonotario apostólico, son lo mismo que de los obispos de Italia, excepto el pectoral, la toquilla verde. Los obispos de Italia, a más del vestido morado corto interior, usan una túnica morada hasta los pies botonada por delante [...] Tampoco los hábitos talares convenían a la guerra en que iba a entrar el doctor Mier, y así para obedecer al general, bajo una levita negra con vueltas moradas que llevan los capellanes de Marina, y los canónigos de Cataluña, se puso un pantaloncito morado, chaleco, cuello, medias, solideo y guantes todo del mismo color. En este traje estuvo siempre que pudo, tratando con los vicarios generales, obispos, canónigos, etcétera, y con el mismo estuvo en Cádiz ante las Cortes, Regencia y Consejo de Indias, sin que nadie objetase nada, pues la cosa era tan notoria, que los señores inquisidores de Valencia imprimiéndole allí una de sus proclamas a favor de la justa causa, le ponen en el prólogo todos estos títulos que ambos tienen el tratamiento de Señoría Ilustrísima.²⁸

El caprichoso amor de fray Servando por el vestuario eclesiástico lo traiciona e incurre en una contradicción notoria. Tanto era su deseo de estar a la moda de prelado romano, que justifica su vestimenta morada al desembarcar en Soto la Marina como una decisión tomada en 1809. Dice vestir así desde su guerra de España, donde usó el morado como capellán y la toquilla verde de prelado doméstico. Pero dado que fue arrestado con un disfraz, desprovisto de títulos que lo justificasen, está sacándose su retrato como usurpador episcopal. ¿No se suponía que estaba con Mina casi de balde? ¿Fue o no vicario de Mina? Luego admite que sólo se puso el vestido morado uno o dos domingos para decir misa. Pero dada la confiscación rigurosa de sus bienes, será el propio virrey Apodaca quien envíe al Santo Oficio como prueba de “sátira impía, burlesca contra los santos patriarcas fundadores de las religiones monásticas [...] un anillo,

engastado en él un topacio, y la vestidura morada de que usaba el apóstata padre Mier”.² Al hablar de los heterodoxos de la Nueva España, Julio Jiménez Rueda advirtió que “herejía era simular el ser sacerdote y mucho más apostatar. Bien vale la pena dedicar unas cuantas páginas a narrar la vida de estos personajes curiosos que atraviesan la época colonial mexicana vistiendo un hábito que no les corresponde, o colgándolo de un clavo en el rincón de un zaquizamí.” El más famoso fue Martín Garatuza, quien en 1642 robó títulos de subdiácono y presbítero, haciéndose pasar por notario del arzobispo de México. Apoyándose en la Constitución de Clemente VII contra la usurpación sacerdotal, fue condenado “a salir en forma de penitente, vela verde en las manos, soga a la garganta, coroza blanca en la cabeza, abjuración de Leví, doscientos azotes y cinco años precisos de galeras de terrenate, al remo y sin sueldo”.³ Garatuza fue superado en audacia por Gaspar de los Reyes, alias “el abad de San Antón”, quien actuó en la misma época, con la diferencia de que se trataba de un religioso fracasado. Fue condenado por la Inquisición a castigos similares que Garatuza. Y leyendo las crónicas de Llorente encontramos al menos dos casos similares en la península. Uno, Juan Pérez de Saavedra, quien se hizo pasar, hacia 1540, por cardenal delegado a latere del papa en Portugal. La eficacia de sus falsificaciones, cuyo objeto era la exacción económica de los nobles incautos, tuvo lugar hasta en el propio Santo Oficio y su caso pasó al teatro en una comedia muy popular, El falso nuncio del papa en Portugal. Este hombre, lo mismo que las abundantes monjas que, alumbradas o locas, se hicieron pasar por abadesas, tuvieron condenas inquisitoriales serias, como las galeras o la reclusión conventual a perpetuidad, pero nunca la muerte, a menos que la usurpación estuviese acompañada de herejías más graves.³¹ Semejantes pendencias se agravaron tras los siglos XVI y XVII, pues entre las revoluciones y las restauraciones posteriores a la toma de La Bastilla —como en los primeros siglos de la cristiandad— la usurpación episcopal resultaba favorecida por la división del clero en facciones políticas beligerantes. Entre 1810 y 1814 en Francia, un sargento llamado Francisco Mayoral se hizo pasar por el cardenal Luis María de Borbón. De manera chusca, las autoridades napoleónicas se creyeron el cuento, y hasta su supuesta prima, la emperatriz María Luisa, tuvo a bien entablar correspondencia con él. Desenmascarado, fue a dar a la cárcel de Barcelona, donde murió oportunamente, cuando la Inquisición le abría proceso.³²

Los inquisidores no se enfrentaban a un caso que supusiese grandes novedades ajenas a la communis opinio.† Del Edicto de Monterrey, que funcionaba como delación, los inquisidores tomaron la apostasía de Mier y la usurpación episcopal. Una vez ratificada su naturaleza de hereje y usurpador, sustituyeron la sedición política por la inquisición de su pertenencia a la francmasonería, para dotar al virrey de información sobre el origen, sobre todo financiero, de la expedición de Mina. El tribunal trató a fray Servando como un preso de herejía y un caso religioso, limitándose a nutrir la materia política del caso, que correspondería, a partir de 1820, a la justicia del virrey. El proceso de Mier se desarrolló simultáneamente en dos pistas. Una, el interrogatorio en manos de los inquisidores José Antonio Tirado y Priego, y José María Ris, que le tomaron 25 declaraciones entre el 22 de septiembre de 1817 y el 21 de agosto de 1818, al ritmo de dos sesiones diarias en días elegidos a discreción por los jueces. Otra, de la que me ocuparé en el siguiente capítulo, fue el trabajo de los teólogos expertos, llamados calificadores, que, en tanto, leían con lupa todos los libros y papeles que Servando traía consigo. Inquisidores y calificadores se reunirían en 1820 para solicitar al reo la confesión con cargos, previa a la sentencia que ya no tuvieron tiempo de fallar. Las moniciones son “las tres amonestaciones que los inquisidores hacen al reo en las tres primera audiencias después de entrar en la cárcel”.³³ Es tos procedimientos previos a las declaraciones ofendieron mucho a Servando, pues siendo doctor teológico fue interrogado sobre si sabía rezar el Ave María. En la primera declaración, Mier da cuenta de su genealogía familiar y a ella debemos la conservación de su cuadro heráldico. Por sentido de la honra, el acusado se apoyó en su prodigiosa memoria y trazó su árbol familiar con detallismo destinado a probar su noble origen asturiano. De manera elegante, respondió sobre la limpieza de su sangre al decir que ninguno de sus familiares tenía “cuentas pendientes con la Inquisición”.³⁴ A ese testimonio debemos también la única versión autobiográfica de su adolescencia, que terminó a los 16 años con la toma del hábito en Santo Domingo, mientras que el vasto drama del sermón del 12 de diciembre de 1794 ocupa toda la segunda declaración, que debió hacer bostezar a los inquisidores, pues el lío guadalupano sólo les recordaba el origen juvenil de la indisciplina del fraile. Solicitaron el expediente de 1794 pero lo desestimaron. Entre los días postreros a la decapitación del Capeto y la derrota de Napoleón, el mundo, aun en la Nueva España, había cambiado demasiado como para tomar en cuenta esa

querella gerundiana, que Mier terminó de narrar con sus escapatorias de Cádiz, Las Caldas y San Pablo de Burgos.³⁵ Luego, con franqueza, recuerda su bien documentada execración juvenil de la Revolución Francesa, que consideraba obra de la nefasta influencia del Contrato social, de Rousseau, y narra su victoria intelectual en la Real Academia de Historia de Madrid, así como la protección que recibió en 1800 de Jovellanos. Para el lector contemporáneo, algo tendrán las declaraciones inquisitoriales de sesiones psicoanalíticas, donde al preso le es permitido divagar a placer en el tiempo y el espacio. A ratos resurge de las tinieblas anticuarias el licenciado Borunda o aparecen las descripciones pormenorizadas de sus mil y una fugas. Bien dispuestos hacia Servando, los inquisidores, muertos de aburrimiento en un Santo Oficio novohispano que nada hacía más que empapelar, debieron disfrutar la “novela” que su prisionero componía en voz alta. ¿Qué habría ocurrido si Mier hubiera sido tratado por el Santo Oficio como preso político? Había un precedente famoso y que viene a cuento por tratarse de un aventurero que el propio Servando recordó como su ancestro en la Historia, el de Guillén de Lampart (1615-1659). Este humanista de origen irlandés llegó a México tras haber combatido a los anglicanos. Se le acusó, entre 228 cargos, de luteranismo y calvinismo, hechicería y astrología, así como de posesión y uso de peyote, imputaciones falsas que ocultaban la osadía de don Guillén: haber dicho que la dotación alejandrina que dividió América entre España y Portugal era ilegal, pues el papa carecía de poder temporal.³ En una curiosa utopía renacentista, don Guillén presentaba como solución la Independencia de México con él mismo como rey. Tras ser relajado con confiscación, este genial megalómano murió en la hoguera el 21 de noviembre de 1659, no sin antes haberse fugado durante dos años. Erudito, escribió en prisión el Regio Salterio, uno de los grandes poemas latinos de la Nueva España, injustamente olvidado. Impenitente, insultó a sus victimarios durante el suplicio y hasta el último suspiro.³⁷ Un siglo y medio atrás el destino de Servando habría consistido, como el de don Guillén, en ser pasto de las llamas. Pero el Santo Oficio respetaba el hábito. Hasta en los momentos más crueles de la guerra en Nueva España, los realistas se abstuvieron de ejecutar frailes. En agosto de 1811 tres agustinos fueron condenados a muerte por simpatías independentistas, pero el propio virrey los libró del cadalso y los envió a La Habana, no creyendo conveniente, dice Lucas

Alamán, dar en México el espectáculo de la ejecución de un religioso. Servando, como aquellos agustinos, era miembro de una élite superior a la de infortunados párrocos provincianos, como Hidalgo y Morelos. Al ratificar a las órdenes mendicantes su obediencia papal como institutos de perfección, tras la expulsión de los jesuitas, la Iglesia había decidido que al monje, en la medida de lo posible, no se le matase. Hacerlo hubiese sido, además, justificar la monacofobia del siglo XVIII, que tenía a muchos de sus propagandistas en el propio clero.³⁸ Creo que Mier habría querido dejar el Santo Oficio como hereje reconciliado de la Inquisición, tras abjurar sus proposiciones heréticas de manera vehemente o leve, según la benevolencia de la condena, y recibiendo, como castigo a su usurpación episcopal, el retiro en un convento de su Orden, de la que había apostasiado. No puede excluirse que, de haber resurgido la insurgencia antes de 1820, el virrey lo hubiese condenado sumariamente. Pero la nueva revuelta liberal en España, cuyo advenimiento Mier ignoraba en 1818, lo acabó de salvar. Entre la quinta y la octava declaración escuchamos el periplo europeo de Servando entre 1801 y 1811. Es de suponerse que, al llegar en su narración a Cádiz y entrar en la historia contemporánea, los inquisidores dejaron su modorra y apremiaron a Servando a confesar el más abominable de sus crímenes. Tal parece que se produjo una negociación implícita entre el fraile y sus jueces. A cambio de la mentira consistente en hacer pasar como “incidental” su aparición junto a Mina, Servando les ofrecería la verdadera historia de su iniciación paramasónica en Cádiz, que comenzó a contar, al fin, el 13 de noviembre de 1817. No dudo que Tirado y Ris hayan amedrentado a Mier, pero debe descartarse cualquier apremio físico. La tortura había sido abolida universalmente de la Inquisición por el papa Pío VII en 1816. De haber sido víctima de violencia o vejamen, Servando lo habría denunciado, pues, una vez cerrado el Santo Oficio y declarada la Independencia de México en 1821, le quedaron seis años de vida libre y prestigiosa como para acabar de hundir, con su testimonio, al potro de la Leyenda Negra. Los inquisidores, con cierta probabilidad, contaron con una delación en el interior del tribunal que obligó a Servando a explicitar sus actividades paramasónicas. Durante su prisión, Mier hizo amistad con otro recluso, fray José de Lugo y Luna, un insurgente franciscano que había pedido su indulto en 1815. Existe un informe inquisitorial que dice así: “Día 18 de septiembre de 1817. —

El reo número 21 (fray Servando), a las once de este día, luego que entró en el jardín número 12 para tomar el sol, tosió recio y empezó a cantar en el mismo tono parte del Prefacio Vere dignum et (etcétera), y respondió el número 10.” El preso número 10 era Lugo y Luna, a quien Mier no resistió narrarle sus aventuras. Tal parece que el franciscano contó al alcaide de la prisión los detalles menos piadosos de la vida del dominico, o que las autoridades, al tanto de esa privanza, interrogaron a Lugo y Luna, quien acusó a Servando de ser francmasón. Al parecer, Lugo y Luna fue indultado por el virrey Apodaca y remitido a la Cárcel de Corte.³ A ambas partes convenía trocar la mentira expedicionaria por la confesión paramasónica. A diferencia de los autores del Edicto regiomontano, escandalizados por la sedición pública y notoria de un pastor hijo de la diócesis, a los inquisidores no les concernía juzgar a Mier como revolucionario. Ello estaba fuera de sus facultades y era tan evidente su relación con Mina —que Tirado y Ris conocían por un expediente que Servando nunca leyó—, que insistir en el desembarco en Soto la Marina era perder el tiempo. Así consta en actas, donde se dice que sobre el desembarco el fraile “mintió mucho”.⁴ Más interesante era conocer la relación del fraile con la SCR y el gobierno inglés, detalles que esperaba el virrey Apodaca. De su lado, a Mier le convenía alejar a los inquisidores de sus actividades político-militares, como lo hizo después ante los calificadores, a quienes dijo, por ejemplo, que las Cartas de un americano no sólo estaban llenas de interpolaciones contra el rey que él desconocía, sino que las había escrito Andrés Bello. Nunca olvidemos que Servando era un fraile dominico y conocía al dedillo el funcionamiento de la Inquisición. Condenado como apóstata de la Orden, usurpador episcopal y hasta francmasón, a Servando le esperaban la justicia ordinaria y la reclusión conventual, no la muerte. En las sesiones del 13 al 16 de noviembre Servando cuenta su crimen abominable: la iniciación paramasónica. Salvo darle algún colorido mistérico a su ingreso a la logia, el confesante se abstiene de mentir y parece decir todo lo que sabe sobre la SCR, concordando con el contenido de las cartas de Carlos María de Alvear secuestradas en aquella época y hoy archivadas en el Museo Naval de Madrid o con la entrevista que José Matías Zapiola dio muchos años después a Bartolomé Mitre.⁴¹ Al confirmar su ingreso a la SCR en Cádiz, Servando hizo un temerario y a la

postre exitoso cálculo político. Él no había sido francmasón en sentido estricto. No se consideraba hereje por haber utilizado, como tantos independentistas, la cobertura logística de las logias británicas, éstas sí en relación indirecta con el gobierno inglés. Pero cuando escribió la Relación, todavía preso, en 1819, esa declaración descargó su conciencia y se atrevió a escribir un elogio de la naturaleza benéfica y en medida alguna anticatólica de la tradición masónica del siglo XVIII. Esa ampliación privada de su declaración, que pudo ser confiscada, confirma el orgullo y la valentía de un clérigo jansenista incapaz de transgredir su propia ortodoxia católica. Así, indiferente a proferir nuevas proposiciones heréticas, sostuvo que era lícito dudar de la eficacia del celibato, defender la superioridad del concilio sobre las pretensiones temporales del papa o exculpar a la masonería de las calumnias habituales. Llorente, sospechoso de ser francmasón por su crítica meticulosa de ese Santo Oficio al que sirvió como secretario, dejó unas palabras que Mier, en esas mismas fechas, pudo haber firmado:

Alguno pensará tal vez, al leer esto, que yo soy francmasón, y que defiendo mi propia causa, pero padecerá equivocación. No lo he sido ni querido ser jamás; no por creerlo contrario a mi santa religión católica, apostólica, romana, ni a la buena política de un gobierno monárquico (pues no creo que la francmasonería se oponga en modo alguno a lo uno ni a lo otro), sino porque no me gusta el ser miembro de una comunidad, de la cual no pueda escribir y hablar libremente con los otros hombres.⁴²

Leyendo procesos contra francmasones en la Historia crítica de la Inquisición, de Llorente, vuelve a sorprender la tersura del interrogatorio sufrido por Mier. En 1757, por ejemplo, un francés radicado en Madrid fue procesado por francmasonería, sometido a una larga audiencia dogmática destinada a que confesase la incompatibilidad entre la fe católica y el indiferentismo de las logias. Se le condenó a prisión y confiscación de bienes en un autillo de fe. El acusado abjuró aduciendo ignorancia de haber cometido herejía.⁴³ A Mier, en cambio, pese a defender la francmasonería y aclarar que no había pertenecido a ella, no se le pidieron mayores explicaciones, aunque desde luego, de haber finalizado su proceso, habría debido abjurar de la SCR, que para la Iglesia era

igual o peor que las logias tradicionales. A los inquisidores les satisfizo plenamente la confesión, puerta para la abjuración de la herejía, objetivo ya entonces más burocrático que espiritual, de su tribunal. No entraron en mayor controversia con Mier. La información recibida sobre las relaciones entre Cádiz y Londres en 1811 debió ser importante para el virrey, así como la constatación, ofrecida por el dominico, de que Mina había sido financiado en Baltimore por inversionistas estadounidenses gracias a la falsa neutralidad del gobierno de los Estados Unidos. ¿Delató Servando a sus camaradas de la SCR? Si lo juzgamos como a un revolucionario profesional del siglo XX, a quien se le ordenaba guardar el secreto pese a la tortura, la respuesta es positiva. Pero volviendo a 1818 —y lo mismo se aplica en la archivada abjuración de Hidalgo o en las delaciones de Morelos—, nunca olvidemos que Servando, sacerdote católico y religioso dominico, quería morir, como logró hacerlo, en la comunión de los santos. Hombre de fe, aunque no místico, para el doctor Mier, la ultima ratio estaba en la salvación absoluta. Una cosa era combatir el despotismo español o a su instrumento, el Santo Oficio, dentro de las anchurosas coordenadas del catolicismo, y otra, muy distinta, morir condenado. Pero las circunstancias históricas —el aparente fin de las guerras de Independencia hacia 1818— atenuaron el impacto de la información proporcionada por Servando. Él no podía ignorar que los antiguos amigos de la SCR estaban lejos o a salvo y que quien había sido al final el dudoso beneficiario de la complicidad entre las organizaciones paramasónicas y la política inglesa, el general Mina, estaba muerto. Para entretener a los inquisidores, Mier les contó nimiedades sobre posibles agentes de la SCR que sobrevivían en Guadalajara. Y así como había presentado un galimatías en relación con su vestimenta eclesiástica, Servando llegó a una vía media para explicar el cargo de comunión con especie falsa. Admitió que, no habiendo vino para la misa en Soto la Marina, él, el padre Marín y otros curiosos discutieron si se podía consagrar con aguardiente de uva, que para algunos, según la química, no era vino propiamente. Mier dijo que sí, que era vinum de vitæ, y no llegaron a nada porque “después hubo ya botella entera”.⁴⁴ Tras confesar sus actividades paramasónicas, las declaraciones pierden interés y

sólo relatan, en el marco de una papelería enfadosa, el viaje a Francia antes de los Cien Días y la relación con Andrés Bello. Amistosos como eran con su prisionero, los inquisidores, burócratas que vegetaban en los últimos días de su antiguo oficio, se dieron por satisfechos, pues el doctor Mier había confesado su herejía francmasónica. La vigesimoquinta y última declaración fue el 21 de agosto de 1818. La causa ya se había suspendido desde abril y, durante todo 1819 y los primeros cinco meses del año siguiente, los teólogos calificadores se dedicaron a leer la biblioteca confiscada de Servando, mientras él escribía en su celda. El 12 de mayo de 1820 se presentan las tres confesiones con cargo, aquellas que el reo debe firmar para que la Inquisición pase a sentenciar. La primera y segunda confesiones exigen a Mier que reconozca como suyos los manuscritos estudiados. Así lo hace. La tercera confesión con cargo es la última palabra de la Iglesia en relación con el estado eclesiástico de Servando:

Preguntado, ¿cuándo fue que justificó en Roma la nulidad de su profesión y Pío VII lo restituyó in pristinum statum†? Dijo que no aprobó la nulidad de su profesión aunque la podía probar, y lo expuso así, exhibiendo algunas razones, pero considerando que siendo sacerdote nada avanzaba con éste, se contentó con una secularización común, que siempre se da manentibus vocis quad sustancilia votorum.‡ Fuele dicho que según lo expuesto no sólo es falso haber probado la nulidad de su profesión sino que también [¿tampoco?] Pío VII lo restituyó in pristinum statum como refiere en el citado apéndice. Dijo que por evitar explicaciones, había determinado no hablar in rigori juris y porque en la Europa induce tal desprecio y aun infamia el haber sido o ser fraile, que sonaba mejor así como estaba puesto. Preguntado de dónde consta la secularización de que tantas veces ha hablado [...] Fuele dicho que el documento que cita y vincula su secularización no lo prueba, pues en él sólo se concede al confesante el indulto de que entre tanto que viva fuera de los claustros de su religión pudiere permanecer en hábito secular, y esto no es concederse indulto de vivir fuera de su religión perpetuamente por lo que

debe confesar que ante Dios y los hombres no está secularizado.⁴⁵

Tras las confesiones con cargo, Servando fue acusado de manera formal de cuatro delitos, todos ellos del dominio del tribunal: 1] Apostasía de la Orden de Predicadores desde 1803. Durante años el doctor se sirvió de un simple permiso de uso de ropa secular para fingirse sacerdote secularizado. 2] Lectura y transporte de literatura prohibida en los confines del Imperio español. 3] Autoría de obras dignas de censura contra el papado y la monarquía, como es notorio en su Historia de la revolución de Nueva España, plagada de opiniones lesivas contra los pontífices Alejandro VI y Benedicto XIV. 4] Usurpación episcopal en grado escandaloso, al menos desde su desembarco en Soto la Marina hasta su detención, pues usó anillo de obispo y se vistió de morado para engañar a los feligreses del puerto. La última defensa de Mier al respecto es más bien cómica, pues acusa al difunto Mina de haberlo obligado a disfrazarse para ofrecer indulgencias mientras los lugareños lo llamaban obispo o vicario por deferente ignorancia.⁴ El 20 de mayo de 1820, el inquisidor Antonio de Pereda pone al doctor Servando Teresa de Mier a disposición del virrey:

Aunque la especie de confesión con cargos que extraordinariamente se mandó tomar y tomó a este reo fue adaptable a las circunstancias, y pudiera haber producido mejores efectos si el reo hubiese confesado llanamente; pero habiendo negado como negó no tiene la causa estado sino para seguirse conforme a su naturaleza esperándose las calificaciones que faltan para que pasándose al señor fiscal ponga su acusación y siga el proceso como los demás de fe, prohibiéndose desde ahora in totum la obra titulada: Historia de la revolución de Nueva España, etcétera; aun para los que tienen licencia. Y mediante a que las noticias bastante públicas de la abolición de este Santo Oficio podrán impedir la prosecución de esta causa y tal vez la salida de las cárceles secretas de un reo, no sólo

perjudicial a la religión, sino al rey, a las Cortes, y a todo gobierno legítimo, que no sea el de la Independencia revolucionaria; por esto, y porque el padre Mier es igualmente reo de infidencia, cuya causa se suspendió.⁴⁷

Cinco días después, el doctor Pereda, con quien Servando tenía tan buena relación como con el resto de los inquisidores, pintó el inevitable y negro retrato del preso que la nueva Revolución liberal dejaba ir de sus benevolentes manos:

Fray Servando es el hombre más perjudicial y temible en este reino de cuantos se han conocido. Es de un carácter altivo, soberbio y presuntuoso. Posee una instrucción muy vasta en la mala literatura. Es de genio duro, vivo y audaz. Su talento no común, y logra además una gran facilidad para producirse. Su corazón está tan corrompido, que lejos de haber manifestado en el tiempo de su prisión alguna variación de ideas; no hemos recibido sino pruebas constantes de una lastimosa obstinación. Aún conserva un ánimo inflexivo, y un espíritu tranquilo y superior a sus desgracias. En una palabra este religioso aborrece de corazón al rey, lo mismo que a las Cortes y a todo gobierno legítimo. No respeta ni a la silla apostólica ni a los concilios. Su fuerte, y pasión dominante es la Independencia revolucionaria, que desgraciadamente ha inspirado, y fomentado en ambas Américas por medio de sus escritos llenos de ponzoña y veneno.⁴⁸

La Inquisición, con un proceso benigno y legal —que haya sido justo es otra cuestión—, le salvó la vida a una de sus ovejas descarriadas y sus mecanismos le permitieron desencadenar la narración de su vida, que pasó en 1819 de las audiencias al papel. Servando llega a las cárceles secretas a enfrentarse a esa identidad que había tratado de ocultar, vistiéndose y desvistiéndose, durante sus tres lustros europeos. Esa identidad, la de fraile dominico, lo libra del fusilamiento o de la mórbida humedad de San Juan de Ulúa. Es obligado a admitir, en la ciudad palaciega que fue el escenario de sus breves y brillantes años como joven predicador, que esa segunda piel es irrenunciable. Nunca fue

tan cierto que el hábito hace al monje. Padre predicador, a Mier le toca enfrentar al santo tribunal que fue el orgullo y la vergüenza de su Orden. Durante las audiencias habla en casa, explayándose como doctor dominico, con una libertad y un tiempo que sus impacientes amistades en Madrid, París, Roma, Cádiz y Londres no habrían tolerado. Por la propia naturaleza del inquirir, Servando vuelve a predicar, a ser el dueño de la voz. No sólo eso, mientras los inquisidores Tirado y Ris lo escuchan, un puñado de frailes, teólogos calificadores, estudian con lupa la doctrina servandiana a través de las Cartas de un americano y la Historia, con esa atención que sueña todo hombre de pluma, aun cuando el resultado de esa lectura sea una condena. El empapelamiento servandiano arroja una lectura del tiempo de la Iglesia como una marea menguante pero aún digna de portentos en el mundo hispánico y americano. Por razones históricas, políticas y jurisdiccionales, el carácter de Mier como conspirador revolucionario e independentista pasa a segundo plano. Su Historia es condenada, desde luego, por atentar contra los principios de la monarquía, pero lo esencial, dado que la califican teólogos, serán las proposiciones heréticas. A unos días de desaparecer, el Santo Oficio lee, por última vez, un libro, ignorando que, algún tiempo atrás, la Revolución Francesa había separado, por primera vez, a la teología católica de la teología política. Ser la víctima de esa condena debió de llenar de orgullo a Servando, como doctor tomista y como enemigo de la Inquisición. Se juzga en el proceso a un religioso apóstata, se amonesta a un clérigo vago, se interroga a un sacerdote usurpador de ropa talar y anillo de obispo, que hace comulgar con especie dudosa y reparte indulgencias sin licencia ni bula. Se le halla, al fin, hereje por haber estado cerca de los francmasones. En ese contexto conventual, Servando, entre la mentira y el orgullo, jamás desconoce la autoridad de quien lo juzga. E inclusive al despedirse del inquisidor Pereda le pone una carta muy atenta donde discute, con la obsesión del controversista que sabiéndose derrotado se niega a abandonar el pleito, el fallo de las confesiones con cargo.⁴ Un siglo y medio atrás, Guillén de Lampart, quien también había dudado del derecho temporal del papa Alejandro VI para repartir América, rechazó con violencia, sin dudar jamás de la fe católica, la benevolencia de sus verdugos. Pero el aventurero irlandés, loco o no, era un laico juzgado por extraños, muy lejos de casa. Mier, al contrario, participa de su proceso como abogado de su

causa, saca provecho de sus meandros y sutilezas, jugando con la mentira y ganándose la benevolencia, que como decía De Maistre es el monopolio que la Iglesia tiene del ejercicio de la excepción. En ese juego canónico, Servando consigue atenuantes de importancia, como rebajar hasta el límite de lo creíble su asociación con Mina o hacer creer a los inquisidores que gozó de venia para vestir como secular. La descripción que hace Pereda de Servando acaso sea la más aproximada que obtendremos de él. Encomiástica en el sentido en que tan sólo pueden serlo los retratos al negativo, lo pinta tan fiero y cultivado como lo fueron otros grandes dominicos, Bartolomé de Las Casas o Melchor Cano. Lo considera, como nunca había sucedido y nunca volvería a pasar, demonio de la patria. Un genio vivo, duro y audaz, dueño de una tranquilidad superior a su desgracia. Y sólo Mier, un clérigo educado en la amistad jansenista, convencido de ser el guardián de la ortodoxia, pudo desafiar a la Inquisición con esta confesión final de fe: “Confiesa que la religión católica padece, para él, unas dificultades gravísimas, pero se ha decidido a sujetarse a ella y someterse por la bondad de las pruebas que las equilibran, y aun superan, la belleza de su moral y la imposibilidad de hallarse cosa mejor.”⁵ Es una hermosa obsolescencia que Mier, huyendo hacia adelante, tenga que detenerse, para ser él mismo o su genio, en la reliquia tribunalicia que los hermanos de Domingo de Guzmán encabezaron desde 1231. La estancia del fraile en el Santo Oficio fue una involuntaria puesta en escena de la abolición decisiva, aunque no la última, del tribunal de la fe. Servando, actor monástico, cierra la historia del Santo Oficio en ambas orillas de los reinos moribundos de Fernando VII. ¿Fue justicia poética que la disolución del Santo Oficio haya impedido la condena final y la previsible abjuración de fray Servando? El drama común de España y América se interrumpiría, inconcluso, como la causa del fraile.

Notas al pie † “por la debilidad del carácter”. † “de los usos de la curia”.

† “de los usos de la curia”. ‡ “opinión general”. † “a los oídos piadosos”. † “opinión general”. † “a su condición anterior”. ‡ “haciendo compatibles los votos”.

15. De la biblioteca a la obra, el palacio vacío

Mucho debe mentir un hombre para poder ser verídico y muchos son los embustes inútiles que han de escapársele antes de conseguir una palabra que informa la verdad. JORGE LUIS BORGES, Inquisiciones [1925]

FRAILE EN EL DIVÁN

La crónica nos dice que la autenticidad de este mensaje fue escrita sobre el cráneo, con un punzón de fuego, después de haberle cortado el cabello al mensajero. Dejóse crecer el pelo el mensajero, que estudió el mensaje hasta que se lo aprendió de memoria. Todo fue bien. El agente del Califa encontró al khan mongol; su cabello fue afeitado de nuevo, su identidad confirmada y el mensaje recitado. HAROLD LAMB, Genghis Khan [1928]

El 21 de agosto de 1818, recordemos, Mier ya estaba curado de su fractura del brazo derecho y firmó, por primera vez, su declaración final ante el Santo Oficio, que vino a ser la número veinticinco. Parece propio de la teatralidad servandesca esperar hasta la última de sus declaraciones para darse de alta como inválido y estampar su firma al calce. ¿Había exagerado el doctor teológico la gravedad de su lesión para abstenerse de firmar las declaraciones, anteponiendo una reserva moral o algún artilugio legal? Es difícil creerlo sin olvidar que para el tribunal — acostumbrado a juzgar analfabetos— hacer firmar una declaración al acusado era un formulismo sin valor procesal. Al sanar de su brazo derecho, el adolorido imitador de Tomás Apóstol pudo al fin escribir. Cumpliendo con las ordenanzas de 1561, los inquisidores proporcionaron a Servando tinta, plumas y resmas de papel. En los 21 meses que le quedaban en las cárceles secretas, escribirá febrilmente, gozando de “consideraciones hasta entonces sin ejemplo”, como apuntó un historiador liberal medio siglo después.¹ En el orden propuesto por O’Gorman, Mier escribirá las Cartas a Juan Bautista Muñoz, la Apología y la Relación, además de una correspondencia que debió ser abundante al tenor de las libertades de comunicación que los inquisidores Flores, Tirado y Bucheli le garantizaron, según coinciden todas las fuentes.² Algunas de esas cartas se conservaron en el expediente —quizá porque los benévolos guardianes prefirieron interceptarlas— y otras, las que salieron de la calle de la Perpetua, fueron destruidas por los corresponsales de Mier, suspicaces ante todo papelito que proviniese del

tribunal. Es factible que, malherido o en recuperación, Servando haya empezado a preparar borradores en la soledad de su celda, pues parece un tanto milagrosa su curación justo para firmar la declaración final. Pero lo esencial es que Mier se pone a escribir sus páginas inolvidables, las llamadas Memorias, gracias a su calidad de prisionero, en condiciones muy distintas a las que privaban en Londres en 1811-1813, cuando redactó las Cartas de un americano y la Historia. Durante el exilio inglés, escribía como periodista revolucionario y hombre de partido, obligado a concentrar y ordenar las informaciones que recibía su grupo. En el Santo Oficio, un lustro después, Servando es solamente un escritor que imagina un público más allá de sus primeros lectores: por fuerza, los inquisidores y los calificadores. Una vez libre, el doctor siguió escribiendo y publicando sólo en la medida de las necesidades políticas, incapaz de mirarse al espejo como un memorialista o un escritor moderno. Quien lea con candor las Memorias, como a Mier le habría gustado que se hiciese y como lo hizo Alfonso Reyes, se sorprenderá de que, siendo la crónica de una larga vejación, están lejos de ser la obra de un desesperado o de un condenado a muerte. Son un libro pleno en alegría literaria, que deja nota de un hombre que al escribir se libera de sus cuitas y de sus demonios, del dolor y del resentimiento. Esa sensación sorprende al venir de las páginas de un fraile cerrado casi por completo no sólo a la imaginación romántica, sino a la confesionalidad a la manera de Rousseau. Y el candor de Mier mismo, casi disciplinario, es aún más admirable si insistimos en que las Memorias fueron escritas por un hombre doblemente derrotado: su causa política estaba aniquilada en 1819 y su condena quedó tan atada y amarrada por sus jueces que se le concedían las licencias propias de un loco inofensivo en el manicomio. Quizá la propia precariedad de su destino fue un aliciente para Servando, así como su fe frailuna y barroca en la sufriente fijeza del mundo. Servando Teresa de Mier, personaje menor, había pasado inadvertido en una época de guerras y revoluciones, plagada de religiosos rebeldes, diplomáticos geniales, reyes brutos y caudillos sulfurosos. Entre 1795 y 1817 pocos recordaron haberlo visto. A muy pocas personas les llamó la atención Mier, en Roma o Lisboa, durante la guerra de 1808, en las Cortes de Cádiz o en Londres, donde escribió una Historia que Bolívar y otros independentistas leyeron, citaron o plagiaron sin interés por ese anodino José Guerra que la firmaba. Llamado “mierda” en las carceluchas conventuales, dueño de un pasaporte donde se

llamaba monseñor Meyer por inepcia del aduanero, usurpador fugaz de identidades tan poco atractivas como las de Ramiro de Vendes o Andreas Vohomer, Mier se inventó a sí mismo escribiendo su propia vida. El único Servando que conocemos —y que conoceremos, a menos que ocurra un magno descubrimiento historiográfico— es el autor de las Memorias, depuración artística de las declaraciones de 1817-1818. Dos siglos de pesquisas, en las que hemos intervenido agentes del arzobispo, amigos y enemigos dominicos, funcionarios vaticanos, espías del Foreign Office, inquisidores, historiadores, novelistas y aficionados, han agregado una cantidad escasa de datos que no trastornan sustancialmente el autorretrato servandiano. Se acepta como principio que el autor y su personaje, en una obra de ficción, están ligados sin remedio, mientras que la autobiografía se entiende como una versión más o menos verdadera de una vida, realizada por un escritor que apela, si no a su sinceridad, al menos a la de su retórica. En el caso de Mier sufrimos de la ausencia de una documentación alternativa que sirva como contrapeso suficiente a lo que el preso les dijo a los inquisidores y poco después redactó. No hay otro Servando que el que Mier quiso ser en 1819. Y durante los últimos años de su vida, figura pública al fin, se dedicó, puntualmente, a retocar ese autorretrato. ¿Qué tan veraces son las Memorias? Reconociendo el garbo literario del libro, ¿hasta qué punto podemos confiar, llevados por la simpatía, en su palabra? ¿Qué tan mentiroso fue Servando? Si fue un mitómano, ¿cuál fue la naturaleza de su mitomanía y cómo influyó en su escritura? Para responder a estas preguntas hay que regresar a las condiciones que permitieron la escritura de la Apología y la Relación. El vacilante vicario de Mina y falso arzobispo de Baltimore que arresta el brigadier Arredondo en Soto la Marina se convierte en un lastimoso reo, más vistoso que visible, para por lo menos 20 testigos. Creatura del vestidor eclesiástico que era, debió sentirse desnudo ante esa multitud que dio al Santo Oficio testimonio de un peligroso avispero de dichos, sucedidos, verdades a medias, calumnias o exculpaciones tímidas sobre su misteriosa persona. Y como el único rasgo caracterológico suyo del que estamos seguros es su inmensa vanidad, creo que el proceso, al desvestirlo y hallarle como piel, una vez más, el hábito, lo liberó. Necesitaba algo más que narrar su estrafalaria aparición en Soto la Marina en clave de cuento de frailes a la usanza dominica, como la Mulata de Córdoba, y sólo podía

restaurar su honra escribiendo toda su vida, último recurso de la “picardía cristiana”. Entendiendo por qué Mier se puso a escribir, me parece que el cómo proviene de la naturaleza judicial del proceso inquisitorial. Que el ingenio de Servando fue picaresco y desaforado y, sobre todo, hiperbólico, está fuera de duda. También sabemos que se inventó, por razones políticas, eclesiásticas y psicológicas, títulos falsos. Por esas mismas razones, perseguido al fin y en principio, borró años enteros de su vida. Pero nadie, por otra parte, ha desmentido las coordenadas esenciales de su itinerario. Ante la pobreza del acervo biográfico sobre él, yo mismo inicié este libro dispuesto a cazar las mentiras de Servando. Mi fracaso se sumó, simplemente, a todos los precedentes, hasta que enfrentado a la documentación del proceso — accesible a todo interesado desde 1878— llegué a una hipótesis: Servando fue interrogado durante tres años por la primera máquina de inquirir de la historia, el Santo Oficio, cuyo modelo sólo fue cruelmente perfeccionado, en el siglo XX, por los estados totalitarios. Si, estando en decadencia el tribunal novohispano en 1818, logró arrancarle a Mier la confesión paramasónica, no veo por qué se habría abstenido de averiguar otros secretos. Pero una vez que ratificaron el delito de usurpación eclesiástica, los inquisidores, al escudriñar la herejía —al abrir el corazón del heterodoxo— se abstuvieron de averiguar otras falsías escandalosas. Servando, así, más que un mitómano, fue un exagerado, hombre que alivió su vanidad malherida con la hipérbole. Tan hiperbólico fue que quiso curar las heridas fundacionales de México con algo que comenzó por ser una hipérbole y terminó por convertirse en un mitema personal: la predicación de Tomás Apóstol. Pero lo que les interesaba a los inquisidores es distinto a lo que un lector contemporáneo quiere saber de un personaje histórico, de la misma manera que Servando contó solamente —que me sea perdonada la obviedad— lo que era importante para él, un fraile educado durante la larga decadencia del Imperio español y enfrentado de manera asaz violenta a su destrucción. Ni a Servando, ni a sus inquisidores les interesaba hablar de los asuntos que interesan al universo fundado, en esos días, por el romanticismo. Por ello, Mier siempre escapa de nosotros, silueta inasible. La retórica narrativa servandiana proviene de la manera de inquirir y declarar exigida por el Santo Oficio, lo mismo que muchas de las hipérboles,

contradicciones y mentiras en las que incurrió a lo largo del proceso, algunas de las cuales pasaron a su paleta autobiográfica. Empecemos por recordar que, dado el secreto inquisitorial, Servando no conocía el contenido de las acusaciones de los testigos. Concediendo el relajamiento tribunalicio en sus últimos años de existencia y considerando la buena voluntad de los jueces ante el acusado, admitamos que tuvo acceso a algunos folios del expediente y que bocas amigas le soplaron en ciertos puntos. Pero durante el interrogatorio esencial —todo lo ocurrido hasta la confesión paramasónica— Mier no gozó de privilegios que violasen ostentosamente los usos comunes establecidos por las ordenanzas de 1561. La benevolencia fue una recompensa a la colaboración de Servando al describir las iniciaciones en la logia. El doctor Mier ignoraba, por ejemplo, que el expedicionario Domingo Andreis había dado testimonio de su escaso conocimiento de la curia de Pío VII de la que habría obtenido tantos privilegios, quedando ante los inquisidores como algo peor que un impostor: un pobre diablo sin recursos que convierte las ventanillas cerradas en invitaciones a cenar con celebridades. En cambio, Servando sabía — pues al interrogar se informa al reo de numerosos detalles— que el padre Marín lo acusaba de comulgar con especie falsa en Soto la Marina, pero estaba lejos de saber las exageraciones y las triquiñuelas con las que ese cura de aldea adulteraba sus declaraciones a placer de los inquisidores. El acusado, al ignorar denuncias cuya esencia era la inexactitud, tanteaba a sus jueces con versiones alternativas, unas producto del cálculo, otras del miedo. Por ello es tan confusa la descripción servandiana del sitio y caída de Soto la Marina, así como torpe su manera de declarar cómo iba vestido, no tanto porque no lo recordase, sino porque ignoraba de qué clase de usurpación lo estaban acusando. La incertidumbre del acusado es clave para los inquisidores, quienes confiscan previamente sus bienes, que pasan a ser pruebas de un juez que es al tiempo fiscal. En este caso, el Santo Oficio tenía el anillo de topacio y las vestiduras moradas del falso arzobispo. La posesión del cuerpo del delito era anterior al interrogatorio, y dado que se juzgaban ideas (en forma de herejías) lo sustancioso era esperar que el acusado se enredase en sus declaraciones, exagerando culpas e inocencias. Más que los recuerdos de Mier o las ideaciones del padre Marín, importaba el sayal de la habladuría que cubría la piel del hereje. Así, quién no es hiperbólico. Cuando Servando se vio obligado —por necesidad procesal— a contar su vida anterior al desembarco con Mina, debió respirar aliviado, pues se trataba de

hechos y circunstancias de una aventura más que oscura que, con la desagradable excepción del testimonio de Andreis (y de documentos relativos a 1794, a sus opiniones radicales en Lisboa o a los méritos militares que quiso hacer valederos en 1811), el tribunal no conocía de primera mano. Podía modelar su narración con ánimo festivo y autovindicatorio. Cuando las declaraciones propiamente dichas terminaron y Servando, usando ese material, pasó a escribir la Apología y la Relación, conservará algunos hábitos adquiridos durante el interrogatorio. Buen retórico, distinguía a la perfección la expositio de la narratio, pero en alguna ocasión se le olvida que ya no está siendo interrogado y rompe la autonomía literaria de las Memorias para decir, con motivo de las obras milenaristas del jesuita chileno Lacunza, que “los señores inquisidores me han preguntado mi dictamen [y] he hablado con alguna extensión”.³ Insistiré en el arriesgado paralelo. El inquisidor no sólo permitía la divagación del inquirido, sino que la estimulaba, exactamente como lo hacen los psicoanalistas. Ambas encuestas parten de un criterio lógico similar: las verdades de una vida se construyen multiplicando las versiones contradictorias de un mismo hecho o trauma con la finalidad de obtener, promoviendo las asociaciones libres o aleatorias, un orden superior del discurso. El psicoanalista, como el inquisidor, caza fragmentos de lenguaje o equívocos peligrosos en la exposición del paciente o inquirido, traumas o herejías. Si el breve de secularización fue un trauma en la vida del fraile, la narración de su pérdida, olvido o robo deja de ser una anécdota, para transformarse en un motivo existencial que, como en los sueños terapéuticamente analizados, pierde todo interés fáctico para mutar, tras meses de interrogatorio, en una obsesión que explica muchas cosas sobre un individuo, quien sólo recibe el bálsamo de un nuevo orden simbólico si su arrepentimiento es profundo. En el curso de varias sesiones psicoanalíticas, un paciente puede y debe narrar cualquier circunstancia de su vida desde numerosos y antagónicos puntos de vista. La costumbre inquisitorial autorizaba esas oscilaciones, pues era deseable que las declaraciones fueran contradictorias o repetitivas hasta penetrar a fondo en la culpabilidad del acusado. La persistencia del mecanismo queda más clara en la narración, ya escrita, propiamente literaria, de las dos fugas de Los Toribios. La primera —que he llamado “la gran fuga” en el capítulo 7— ocurrió el 24 de junio de 1804 y duró dos meses. A fines de septiembre, Servando estaba de nuevo enrejado con los toribiones, previa vacación en la espaciosa enfermería de la Cárcel de Corte de Cádiz.

La segunda fuga, definitiva, ocurrió, tras una penosa enfermedad de Mier, unos días antes de la batalla de Trafalgar —el 21 de octubre de 1805— y abrió al fraile el camino de Portugal. Pues bien, a fuerza de narrar varias veces esa primera fuga en los interrogatorios, Mier no se da cuenta, escribiendo la Relación, que la segunda fuga es una repetición escueta, que delata fatiga, de la primera fuga, con una similitud asombrosa de personajes, anécdotas tópicas y tiempos narrativos. Las declaraciones diarias, a veces por la mañana y por la tarde, estimulan la precisión en los recuerdos para luego desvalorizarlos en una ambigüedad que en términos de escritura denota el cansancio producido por la reiteración. Esa fatiga resulta picaresca. Así, cada fuga de Mier es una repetición de la otra, pues como clérigo vago debe documentar ante la Inquisición todas y cada una de sus escapadas, que vienen siendo una sola, la que necesitaban los inquisidores para corroborar una serie de anécdotas particulares que se convierten en una transgresión reiterada de la norma. Analizando, por ejemplo, las declaraciones de los bígamos ante el Santo Oficio, vemos también un solo esquema narrativo —detalles idénticos repetidos en situaciones domésticas distintas, con mujeres diferentes— que un mismo acusado repite sin tregua, hasta que su penitencia queda establecida. Estas formas mnemotécnicas y patológicas han sido bien estudiadas. A mí sólo me interesa mostrar cómo se convirtieron, de la sala de audiencias a la celda, en la manera de recordar y de escribir de Servando. Las Memorias, obra cumbre de Mier, no existirían sin la prisión de 1817-1820, que provocó en él la necesidad de escribirlas y le dio el tiempo para hacerlo. La forma narrativa de la Apología y de la Relación, su sustancia retórica, fue provocada —insisto, sólo provocada— por el mecanismo de inquisición. Los inquisidores practicaban una manera de inquirir heredada del siglo XVI. Igual que sus jueces, Mier se apoyó en un pasado en apariencia estático, recurriendo a la única tradición literaria profana que reconocía: la novela picaresca.

INVENTARIO DE UNA BIBLIOTECA

El hogar es donde tienes los libros. RICHARD BURTON, Anatomía de la melancolía [1621]

Durante su estancia en las cárceles secretas, Servando escribió con el respaldo y la compañía de su biblioteca. A Mier lo benefició el mecanismo de confiscación propio del Santo Oficio, pues sus captores remitieron a la Ciudad de México los libros con los que el fraile desembarcó:

Es el caso que yo me valí de las garras del tribunal para sacar de entre las de Arredondo tres cajones de libros que había traído [...] Un cajón se componía casi de solas obras mías, y los otros, de libros muy útiles, y exquisitos aun en Europa, con multitud de opúsculos, disertaciones, memorias, manuscritos y documentos que me habían servido para escribir la Historia de la revolución de Nueva España.⁴

La benevolencia de los inquisidores permitió al prisionero, sobre todo después de la última declaración, hacer de su celda un gabinete de trabajo. Tuvo acceso a la Biblioteca del Palacio de la Inquisición y, a partir de julio de 1818, a sus propios libros. Éstos habían sido enviados de Soto la Marina a Monterrey, donde fueron inventariados por Rafael del Llano, auditor de guerra, y por el calificador Domingo de Ugarte. Grande debió de ser el contento de Servando al ver sus “tres cajones clavados y arpillados”.⁵ La herejía viajaba, una vez inventada la imprenta, a través de la letra impresa. Los amanuenses del tribunal pidieron a Servando que dictase el propio catálogo de su biblioteca a un amanuense apresurado y no muy apto, a quien le indicó los títulos, formatos e idiomas en que estaba escrito cada libro. Al organizar la

confiscación de los volúmenes, Mier estaba, más que preparando una defensa, dirigiendo, en alguna medida, el curso que tomaría la acusación en contra suya. El doctor dividió su librería en dos secciones, en una labor que tomó del 10 al 14 de octubre de 1817. Para analizar esta biblioteca muchos de los títulos, exactos o probables, de las obras hubo que buscarlos en diccionarios y en catálogos de fondos eclesiásticos de la época. Sólo ofrezco las versiones en francés o en inglés cuando el propio Servando así lo indica. Los primeros 70, de los 173 títulos y 273 volúmenes contabilizados, carecían, según el fraile, de cualquier peligro “contra la religión y las buenas costumbres” e incluían: 1] los textos de cabecera del clero galicano y de la Iglesia Constitucional en Francia, 2] teología jansenista, 3] manuales de oración y Biblias, 4] diccionarios y gramáticas de las lenguas española, francesa e inglesa, y 5] las antigüedades americanas, así como un ejemplar de sus Cartas de un americano y varios de la Historia. La biblioteca servandiana sólo le fue parcialmente devuelta (30%) en 1823, por mandato del Congreso mexicano, según lo muestra el cotejo de Cristina Gómez Álvarez entre el inventario regiomontano y la memoria del fraile.⁷ El estante primero contiene la folletería del clero constitucional, textos como la Catolicidad de la Asamblea Constituyente, Encíclica de los obispos reunidos en París, Organización del culto en Francia, Constitución Civil del Clero con la respuesta del Papa. Enseguida aparecen las obras del propio Henri Grégoire, como Des Considérations sur le mariage et le divorce adressées aux citoyens d’Haïti, De la Littérature des nègres, Sur le commerce des esclaves, L’Apologie de Barthélemy de Las Casas y Les Ruines de Port-Royal des Champs. Entre las obras anteriores al clero constitucional destacan la Verdad de la religión cristiana, en latín, del teólogo holandés Hugo Grocio (1583-1645); la Vida de Bossuet por un obispo (en rústica) y la Defensa de la declaración de la Asamblea del clero de Francia de 1682, del propio Bossuet; las Instituciones del derecho canónico, de Claude Fleury; varias obras de Pierre Nicolau —víctima del Terror y bibliotecario del Hôtel de Ville durante el Imperio—, y los cuatro tomos de la Historia dogmática de la misa, de J.-B. Le Brun des Marettes (1651-1731). Nada enorgullecía más a Mier que sus libros de Grégoire o las obras de Bossuet, el patriarca del galicanismo. La certeza con que defiende al jansenismo en la Relación, habida cuenta de que, salvo en la triste España, imperios y revoluciones habían tornado un vejestorio esa literatura, hablan de que Mier usó

esos libros, lo mismo que los referidos a la experiencia de la Iglesia Constitucional. Daría la impresión de que muchos detalles de las páginas parisinas de la Relación son, más que recuerdos personales de 1801, resultado de la relectura. En otros casos, Mier citó o parafraseó obras que estaban en sus cajones, como Sobre las indulgencias, de Vicente Palmieri; Del matrimonio y del divorcio, de Agier, o los Inconvenientes del celibato eclesiástico, de Pazos Kanki, el libro que Blanco White prologó, motivando su último intercambio conocido con Mier. Mientras citaba de memoria a los Padres de la Iglesia —la mnemotecnia es una de las artes del predicador—, nada impedía que urgase en la biblioteca inquisitorial en busca de una cita escurridiza de Tomás de Aquino, San Agustín o su apreciado San Cipriano. Admirador de “los libros portátiles” que conoció en la Biblioteca Mazarina de París,⁸ Servando cargaba con la Vulgata latina, la traducción del calvinista Teodoro de Beza (1519-1603), y con una versión católica inglesa del Nuevo Testamento que le obsequiaron en los Estados Unidos. Junto a sus Biblias y un manual de oración latino, se sirvió también del catecismo del Concilio de Trento, así como de un par de diccionarios bilingües (español-inglés y español-francés), dos gramáticas castellanas y, sorprendentemente, de un Arte de la poesía castellana. Entre las curiosidades ya hemos hablado de La China ilustrada, o el viaje a Oriente, de Athanasius Kircher, autor tan importante para el licenciado Borunda y, así le fue, como para el propio Mier. Quien haya tenido oportunidad de hojear los grabados del tratado sinológico de Kircher entenderá por qué Servando deseaba espantar la soledad en prisión con ese libro. Habráse deleitado el fraile, una y otra vez, ante esos lejanísimos y a la vez tan próximos personajes, pues los reyes tártaros y los caballeros calmucos habían sido testigos de los prodigios de Tomás Apóstol, antes de abandonar la idolatría de la diosa Manipe, con nueve cabezas en forma de pirámide, vecina de los gatos volantes o de la barba venenosa del tigre, habitantes de la montaña de Kiamsi. Esos héroes y esas divinidades eran para el doctor Mier tan familiares y desconcertantes como los informantes de Sahagún, los soberanos combatientes de México-Tenochtitlan o la horrenda diosa azteca Teoyamiqui, desenterrada en 1790. También habrá sido grata la compañía de la Histoire du commerce et de la navigation des anciens (1716), de Pierre-Benoît Huet de Froberville (16301741), quien describió cómo los egipcios, gracias a Osiris y Sesostris, llegaron hasta la India y China, y fundaron sus civilizaciones. A la lista cabría agregar

L’Art de se connoître soi-même, ou la Recherche des sources de la morale, de Jacques Abbadie, para pasar al librero de la querella americana del siglo XVIII, donde están las Cartas americanas (1780), de Carli; las Tablas geográficas políticas del reino de Nueva España (1800), de Humboldt, que el amanuense llamó, sintético, señor Wbol; las obras políticas de Dominique de Pradt —que Mier insistía en llamar, genio y figura, el arzobispo de Malinas—; su propia edición de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Las Casas; algún libro americano del benedictino Agustín Íñigo Abad y La Sierra; las Cartas de relación, de Cortés, sin olvidar “una infinidad de gacetas de España, de Buenos Aires, de Caracas, de Cartagena, con algunos cuadernos manuscritos de diferentes autores y asuntos para ademar, ajustar y defender de la humedad los cajones”.¹ La presencia de unas Cartas de J. J. Rousseau al arzobispo de París contra la religión requirió de alguna explicación, y ésta fue, nos cuenta el amanuense, “que el doctor Mier [le] quitó [el libro] a un francés en Galveston” para preservarlo de la incredulidad. Pero la segunda clasificación incluía la literatura que inculpaba a Servando como un sedicioso enemigo del trono y del altar, fanático de la Independencia de América; así el doctor separó el trigo de la cizaña. La colección abre, nada menos, con las Memorias para la historia de la Revolución Española, del amigo Juan Antonio Llorente, a la que acompañaban “una porción semejante de folletos ruidosos entonces”, perpetrados por afrancesados, liberales y patriotas, serviles y toda laya de publicistas americanos y españoles, como Miguel de Lardizábal, Francisco Martínez Marina, Álvaro Flórez Estrada, Manuel García de Siena, Gonzalo O’Farril de Herrera, José María Beye de Cisneros y Juan Escoiquiz. Y grande predilección tenía Mier en coleccionar todo libelo dirigido contra su bestia negra, Juan López Cancelada. En fin, se trataba de un equipaje indispensable para un conspirador, historiador y político que regresaba a su tierra para liberarla. Soñándose legislador de la nación que el infortunado Mina habría fundado, Servando cargaba, para estudiarlas, con las Constituciones de Apatzingán, Venezuela, Cartagena, junto a ensayos sobre la ley inglesa y la Defense of the Constitutions of Government of the United States of America (1787), del ex presidente John Adams. La segunda remesa concluye con las Mémoires del general Dumouriez, vencedor de Valmy; una genealogía de Napoleón y su familia, y la única novela entre los libros declarados y catalogados, Luisa, versión castellana traducida del inglés, que debió ser alguna variación de Fielding o de Richardson.

Una vez más preocupó a los calificadores la presencia de obras de la Ilustración en el inventario, como el Tableau des révolutions des colonies anglaises de l’Amérique septentrionale y la Histoire philosophique des établissements et du commerce dans les Deux Indes, del abate Raynal, a quien Servando detestaba por sus prejuicios antiamericanos, mismos que refutó varias veces. Aclaró que en la edición que cargaba no aparecían los fragmentos impíos. En efecto, se trataba de la versión expurgada que había realizado el duque de Almodóvar — pseudónimo de Enrique Malo de Duque— entre 1784 y 1790.¹¹ El inventario de la biblioteca servandiana ratifica su biografía intelectual. Viniendo desde Inglaterra, Servando cargó con sus libros más queridos, empezando por la teología de los amigos de Port-Royal y continuando con los testimonios de la Iglesia de Grégoire. Al equipaje se sumaban las antigüedades americanas y la folletería política del independentista, junto a las obras devocionales y gramaticales del clérigo letrado. Naturalmente, Mier, salvo en los casos de Rousseau y Raynal, se cuidó de viajar con libros de reputación enciclopedista y revolucionaria. Antonio Alatorre, en una nota a pie de página de su versión de La disputa del Nuevo Mundo (1955), de Antonello Gerbi, recopiló a casi todos los autores citados por Mier a lo largo de su obra, la mayoría de ellos ausentes de las cajas decomisadas, como Feijoo, Buffon, Montesquieu, Rousseau, Marmontel, Jefferson, Raynal, Robertson y Paine.¹² Salvo las excepciones consignadas, faltan, de manera previsible, las letras profanas en la biblioteca de un fraile que, fiel a la educación clerical y académica del siglo XVIII, despreciaba la imaginación. Para esa generación, las novelerías podían ser disfrutables y después, desechables, como las tiras cómicas para nosotros. Ilustrados como el tercer presidente de los Estados Unidos, Thomas Jefferson (1743-1826), insigne bibliófilo y fundador de la Biblioteca del Congreso, tenían un desprecio semejante al del dominico novohispano contra lo que hoy llamaríamos obras de ficción. Inclusive, Tristram Shandy, de Sterne, que Jefferson disfrutaba, era leído didácticamente como una comedia sobre los desvaríos de la razón.¹³ Si Mier leyó novelas —e incluso, como parece, cuentos libertinos y una Explicación de los cuarenta modos de fornicar—, creyó innecesario y peligroso conservar muestras de géneros considerados despreciables. La relación del doctor Mier con la tradición de Lope, María de Zayas o Cervantes era de segunda mano; aunque utilizó claves barrocas y convenciones picarescas al escribir sus Memorias, el fraile debió considerar decadente y

engorroso al Siglo de Oro. Es notable que las únicas páginas de erudición o crítica literaria de las Memorias versan sobre la escena literaria madrileña de 1800. Servando, interrogado, habría tomado partido por el neoclasicismo imperante; enorme habría sido su desconcierto al ser leído, en los siglos posteriores a su muerte, como un tardío autor picaresco. Junto al Quijote, Fray Gerundio de Campazas, el cuento antibarroco por excelencia, es la única novela que cita en la Relación. La ausencia, en el inventario de confiscación, de las obras de la Ilustración jesuítica o de la bibliografía guadalupana —de difícil posesión en Europa— le da la razón a O’Gorman: la escritura de las Cartas a Juan Bautista Muñoz y de la Apología habría sido imposible sin la biblioteca de los inquisidores.¹⁴ Interrogado por traer un libro de Rousseau —que pudo ser una crestomatía o una sátira— y dos obras de Raynal, Mier contestó con toda sinceridad, al declararse enemigo de los philosophes. Si a ello sumamos su lectura del Catecismo imperial que Portalis hizo para Napoleón y de la Defense, de Adams, entenderemos mejor la catadura intelectual de los sacerdotes y religiosos que lucharon por la Independencia de México: pasaron del jansenismo-galicanismo —entendido ampliamente como “la teología de la liberación” de la época, anhelo de regresar a la pobreza evangélica de la Iglesia— al constitucionalismo o al republicanismo, sin haber leído a la Ilustración, que les era sospechosa, cuando no abominable. Las pequeñas librerías pueblerinas de Hidalgo y Morelos no fueron muy distintas de la biblioteca ambulante de Mier. Acaso las de los michoacanos, dedicados a la cura cotidiana de las almas, eran más abundantes en teología moral y menos cerradas a las bellezas profanas del siglo XVII, como lo prueba la frecuentación que Hidalgo hacía de Racine y Molière o la simpatía de Morelos por La Fontaine. Pero tanto el fraile dominico como los curas tenían a Bossuet (buena combinación de ortodoxia doctrinaria y elegancia retórica, incómoda para el clero español) por lectura angular. Nuestros clérigos revolucionarios fueron también afrancesados, pero del siglo XVII. Junto a ellos el obispo Abad y Queipo, quien los persiguió, era un verdadero ilustrado, incluso por su implacable execración de las rebeliones plebeyas.¹⁵ Si alguien desea escribir otra novela sobre Servando podría especular sobre los manuscritos que resguardaban de la humedad las cajas de libros. Es probable que Mier haya querido traer a su país borradores utilizados como envoltorios. Siendo

así logró su propósito pues esos papeles, por si faltase, fueron desarrugados y descifrados por los calificadores, como ocurrió con una memoria de Ramos Arizpe presentada en Cádiz en 1812, que Servando dijo haber olvidado en el baúl. Por más familiarizado que estuviese con los usos inquisitoriales, Servando siempre consideró una afrenta contra su honor de doctor teológico la confiscación de sus libros y papeles, de la misma forma que su expresa gratitud hacia los inquisidores debió deberse a las facilidades otorgadas para escribir y leer. En Liverpool, año de 1816, imagino al general Xavier Mina carraspeando ante las tres o cuatro cajas de libros que su sacerdote revolucionario le hizo embalar y desembalar en Norfolk, Baltimore, Galveston y Soto la Marina. Un año después Mier, prisionero, se complace ante el amanuense del Santo Oficio en detallar las características de sus ediciones, que si pasta, que si rústica, que esos seis tomos en francés, que si aquel libro es un octavo, “o mire, esa Embajada a Varsovia del arzobispo de Malinas estaba yo leyendo cuando me prendió Arredondo”. En 1820 no hubo tanta suerte y, desalojado de la Inquisición, perdió su biblioteca y muchos de sus manuscritos, incluyendo los 20 ejemplares de su Historia de la revolución de Nueva España, encuadernados en cuero, que cargaba, muy orgulloso, desde Londres.

EL NARRADOR: LA LEY DEL PÍCARO

Yo poseo el talento de pintar monstruos; pero aún no es tiempo de trazar el cuadro. SERVANDO TERESA DE MIER, Manifiesto apologético [1820]

Y aunque los pícaros no lo son en particular de nadie, sonlo de la república, para todos los que lo quieren alquilar, ocupándolos en cosas viles. SEBASTIÁN DE COVARRUBIAS, Tesoro de la lengua castellana o española [1611]

Si por pícaro entendemos, como dicen las autoridades, a un tipo de persona descarada, traviesa, bufona y de mal vivir, aunque no exenta de simpatía, no cabe duda que Servando llevó vida de pícaro durante algunos años. Fue, como lo hemos dicho, un pícaro a su pesar, ajeno a esa elección de libertad y de ruptura social que algunos autores asocian a la condición picaresca. Como consecuencia del sermón de 1794 la honra de Mier se vio en severo entredicho y se batió, utilizando artilugios de pícaro, para recuperarla, escapando de prisiones y conventos, usurpando títulos, malviviendo en conflicto con la regla dominicana. Podría decirse que por el camino de la picaresca transformó su altanería criolla en convencimiento de que el Imperio español era la causa de su desgracia y la de su nación, ansiosa de recuperar su linaje apostólico. Mier utiliza la palabra pícaro de dos maneras en las Memorias. Una, la más frecuente, nombrando como pícaros a sus enemigos, desde los más temibles, el arzobispo Núñez de Haro y su agente León, hasta los más brutos o risibles de los personajes que su ordalía le dio por malhadada compañía. En segunda instancia, y es allí donde Servando expropia lo que hay de simpatía en ese adjetivo que él usa como peyorativo, el fraile admite poseer cierta picardía cristiana, o sea, el

uso del descaro, la vagancia y la bufonería —que no la mala vida propiamente dicha— como medio evangélicamente mandatado para alcanzar el fin deseado: la reparación de la honra. No en balde, en varias ocasiones, al escapar se justifica con Mt 10:23: “Mas cuando os persiguieren en esta ciudad, huid á la otra.”¹ Servando desconocía el arte de la novela —tal cual se entendía en el siglo XVIII — e ignoraba que ésta pudiese ser un recurso a la mano para expresar la individualidad o comprender el mundo. Una de las pocas novelas citadas por Mier, Fray Gerundio de Campazas, de Isla, era, además, un texto antipicaresco, al grado de que a su autor, jesuita ilustrado y novator, jamás se le hubiese ocurrido narrar la aberrante vida de su personaje utilizando la primera persona. Para un educador como Isla, el yo implicaba —como de alguna manera sigue ocurriendo— que el lector desprevenido creyese que el creador y su creatura eran una misma persona. Sintiéndose obligado a narrar su propia vida, Mier escogió el camino autobiográfico y, sin desearlo, entró a las tierras bajas de la literatura picaresca. Isla, al contrario que Servando, estaba consciente de estar escribiendo una novela (que para él era una sátira con fines moralizantes), al grado de que recurrió a modelos canónicos como el Quijote, El Buscón, Guzmán de Alfarache o La pícara Justina. Quizá Mier conocía esas novelas, pero tanto el calificativo pícaro como la expresión quijotismo, por ejemplo, son para él una tipología de origen literario que se ha transformado en elemento de la conversación, como cuando nosotros llamamos a una situación “kafkiana” o “surrealista”. Teólogo, Mier jamás sintió necesidad alguna de apoyarse en ninguna tradición novelesca, pues creía que la novela era sinónimo de “realidad fingida”. Esa analogía, según Francisco Rico, nació a mediados del siglo XVI y presenta la novelización de los hechos como cosa poco creíble, una puesta en escena que deforma o caricaturiza la realidad con propósitos generalmente licenciosos o edificantes.¹⁷ Cuando Mier dice que al alcalde de Madrid “mi historia le pareció una novela, y seguramente fingida”, se está quejando. Soy yo quien subrayo: su historia es el conjunto de los hechos reales que le han ocurrido, una persecución tan insólita que parece una novela: lo inverosímil, el fingimiento, la mentira.¹⁸ Al redactar las Memorias en 1819 Mier es un acusado que no puede prescindir del yo. En ese instante, el fraile pierde toda posibilidad de regresar de su propia picardía, pues, como sostiene Rico, “el yo es la única guía disponible en la selva confusa del mundo: pero —no lo olvidemos— guía parcial y del momento, tan

cambiante como el mismo mundo”.¹ Esa elección resulta tanto más irremediable debido a la pobreza de la documentación biográfica sobre Mier. El yo servandesco es la única guía a la mano, no sólo para él sino para sus lectores. Como tantos narradores picarescos, algunos anónimos, Mier diluyó las fronteras entre autor y personaje. Proponiéndoselo como retórico no le habría salido mejor. Sin entrar en la espesa polémica sobre cuál es la verdadera novela picaresca, donde ni siquiera hay acuerdo en considerar al Lazarillo de Tormes (1554) como el libro de fundación, doy a la fórmula su sentido más amplio, siguiendo el hilo maestro de Mateo Alemán con Guzmán de Alfarache (1599 y 1604), a partir del cual se tejió una madeja de subgéneros, negaciones y falsificaciones. La literatura picaresca española, hasta su extinción, se caracterizó porque cada obra dizque canónica provocaba una réplica heterodoxa, convirtiéndose en un perdurable mapa simbólico, gracias a la parálisis que fue invadiendo a la cultura hispánica hasta bien entrado el siglo XIX. Ello explica que ni Mier ni Fernández de Lizardi tuviesen grandes reparos en utilizar una forma agotada que los ilustrados españoles habían combatido sin éxito, precisamente gracias al grado de aceptación popular del que disfrutaba. Las Memorias de Mier ocurren en las tierras ya deforestadas de la Picardía hispánica. Son el último gran libro de la tradición picaresca, escrito durante el crepúsculo del Imperio que había sido de Carlos V y Felipe II. Y dado que las formas degradadas suelen ser antinómicas, no es extraño que, autor de una obra tardopicaresca, Mier sea también un escritor antipicaresco. La apariencia indica que las Memorias, señaladamente la Relación, que cubre el viaje de Servando por Europa entre 1795 y 1805, es una narración picaresca. Reúne casi todas las características canónicas: primera persona, trama episódica, desorden narrativo y digresiones didácticas. Antepongo de inmediato las objeciones: la primera persona en Mier no pretendió ser un artificio literario, la trama episódica responde a necesidades judiciales y políticas, el desorden narrativo es obra de un teólogo sin formación literaria y las digresiones didácticas responden a la necesidad de exponer una hipótesis teológica y política: la predicación de Tomás en América. Además, Servando, hombre de una época revolucionaria, expone abiertamente doctrinas heterodoxas (jansenismo, galicanismo, antihispanismo) que ningún autor del Barroco español habría tocado sin recurrir a un sistema alegórico que nuestro fraile detestaba por vetusto. Finalmente, muchísimas de las fórmulas servandianas de autodefensa,

tan alambicadas, no son ni barrocas ni picarescas, sino responden a la retórica habitual de los empapelados del siglo XVIII que, como Melchor de Macanaz, se vieron obligados a escribir febrilmente para librarse de reyes e inquisidores.² ¿Por qué Servando escogió ese género para escribir sus Memorias? Careciendo de explicaciones retóricas del autor o de referencias sobre sus gustos profanos, no habiendo en su obra anterior —la Historia— señalización confiable de ese rumbo, conjeturo que Mier fue sensible a la onda expansiva, que atravesó un par de siglos, de la novela picaresca. Preso en 1819, la forma natural que encontró para narrar su vida y peripecias fue ésa, de la misma manera que los jóvenes que intentan los versos repiten sin darse cuenta rimas o ripios de Amado Nervo sin saber que sólo son fugaces depositarios de la cultura sentimental de sus bisabuelos. En el curso del siglo XVIII, la picaresca como apariencia formal no desapareció, como lo prueban Fray Gerundio de Campazas, o los libros tan geniales como ingeniosos de Diego de Torres Villarroel. La elección retórica vendría, si acaso, del universo eclesiástico. Mier conservó la identidad, que remite al Elogio de la locura, de Erasmo, que hace de lo novelesco un equivalente de los apartes pintorescos del sermón, aquello que degeneró en gerundianismo. En la picaresca el sermón vale como aventura y la aventura como sermón.²¹ En el fondo, como las manchas del rey y la reina en el espejo de Las meninas, la verdadera trama de las Memorias, como de las Cartas a Juan Bautista Muñoz que las preceden y del Manifiesto apologético que las remata, no es la fuga sin fin del doctor Servando Teresa de Mier, sino la predicación apostólica de Tomás en América. Empero, ni la apariencia picaresca ni las salvedades señaladas me parecen el dato decisivo para catalogar “el libro” de Servando. Lo picaresco en las Memorias es la novelización del paso del actor al autor, de cómo el escritor Mier se vio obligado a hacer la apología y la relación de su vida, obligado por las circunstancias, siguiendo el mismo proceder que los narradores de Lazarillo de Tormes y Guzmán de Alfarache. Es en el texto, y no fuera de él, donde Servando nos remite a la primera picaresca, pues “el personaje del pícaro es un carácter (picaresco a ratos, a ratos tal vez no) y el esquema de una vida: esquema que no se desprende necesariamente de la realidad, sino que deriva de una afortunada elaboración novelesca. Así, el héroe de la picaresca es también (permítaseme exagerarlo) una forma y una fórmula narrativas”.²² En cambio, Rousseau, al confesarse, parte de

una teoría, previamente acabada, de su experiencia. Servando no escribió para conocerse a sí mismo ni para exponer una sentimentalidad o una religiosidad. Pensando únicamente en términos de ficción, las Memorias de Mier cuentan episodios en la vida de un fraile en la Nueva y en la vieja España. El convento, a diferencia de la ermita o del cenobio, es una trinchera de la ciudad contra el campo. A Servando no le interesa caminar, sino llegar a las villas y a las cortes para arreglar su pendencia. La condición frailesca es urbana, al grado de que desde fines de la Edad Media las ciudades solían censarse económicamente por el número de conventos que había en ellas. A mayor número de casas mendicantes, fuesen de franciscanos, dominicos u otras órdenes, mayor atractivo tenía una villa.²³ Los frailes son discernibles, dice José Antonio Maravall, por su calidad económica. Mientras los franciscanos hacen voto de pobreza, los dominicos necesitan de una biblioteca para educarse como predicadores. Así, la honra que Servando persigue recuperar es un conglomerado de atributos, deberes y derechos donde el origen social, la formación profesional y el prestigio público son obra más del mérito que de la sangre. El pícaro es una figura meritocrática, que decide arreglar las cosas por su cuenta. Cuando Servando habla de su picardía cristiana, nos está diciendo que lo suyo es la honra, no la virtud. Por ello fue un autobiógrafo, no un moralista. Descendiente de “nobles” pero desheredado —en su caso por la sevicia de un arzobispo—, Servando emprende la reconquista de la honra. En el camino hace amigos, otra característica bien pícara, propia de cristianos sospechosos que honran la amistad civil, no necesariamente forajida. En el caso de Mier esa forma frágil de comunión peregrina es l’amitié janseniste, propia de clérigos semiclandestinos que trascienden órdenes y colegios tras un núcleo de valores. Que el pícaro Servando se vuelva, en esa segunda parte sólo parcialmente escrita de las Memorias, un independentista americano es un desenlace lógico: el patriotismo es hijo de la amistad civil. En Mier honra no es sinónimo de linaje. El orgullo heráldico es un recurso convencional en una España que, tras la multitudinaria solicitud de limpieza de sangre desde el siglo XIV, hizo de casi cada súbdito un noble. Dado que sus relaciones aristocráticas en la península son tan endebles que rayan en la bufonería, Servando combina la autosuficiencia del pícaro con una serie de

potestades que provienen de la esfera del fraile, potenciando la independencia picaresca. La honra de Mier viene de una fuente triple: la potestas scholastica, dada al clérigo y sólo a él, por la universidad; la potestas politica, brindada por la monarquía española, y la potestas espiritualis, que viene del Papa y de los obispos, de la que disfrutan preferencialmente los frailes, como miembros de un estado de perfección y parte de un instituto apostólico y romano. Mier conservó intacta la primera de las tres potestades y al resto, al chocar con el mundo de Robespierre, Napoleón y Bolívar, las vació de contenido sin alterar el recipiente, sustituyendo al rey católico por la Independencia de América y al papado por el jansenismo, una heterodoxia sin ruptura. Por ello, una vez que terminan las Memorias en 1805, cuando Servando ya no lleva vida de pícaro, sino de capellán y conspirador, sigue representando, hasta su muerte, la arrogancia picaresca, pues durante los años de persecución y hambres hizo de la honra una defensa muy eficaz contra la crueldad del mundo. Las aventuras servandianas son narradas, a su vez, desde el tipo de enseñanza que recibió en el claustro. Ese aprendizaje escolar se basaba casi únicamente en las autoridades testamentarias y en algunos autores clásicos. Para el joven Servando, educado por los dominicos a fines del siglo XVIII, lo narrativo era sólo la asimilación de historias: vidas de santos, ejemplos de virtud. La cultura dramática se limitaba a la representación ocasional de tragedias neoclásicas escritas especialmente para los novicios. El teatro del mundo sólo se conocía arriesgando el pellejo —o la fe — en el siglo. Pero Servando jamás vive esa libertad individual que separa al pícaro de la sociedad y lo convierte en un desvinculado, como apunta Maravall. Sólo una vez, al irse de Génova rumbo a Barcelona, el personaje de las Memorias insinúa su deseo de quedarse en Italia, en calidad de abbé défroqué, viviendo de algún negocio. Tampoco incurre Servando en la transgresión pues la honra y sus potestades le impiden caer en la verdadera picardía. Es en las prisiones conventuales, cuando todo parece más picaresco, donde Mier, de manera no tan paradójica, queda protegido de las tentaciones delincuenciales. Y sería absurdo asociar su posterior lucha política por la Independencia con la transgresión social picaresca. Más bien se trataba de pasar de la restitución personal de su honra a la restitución apostólica de la honra de México. El aspecto más sensible de Servando como personaje picaresco es su capacidad para reír desde la desventura. La sonrisa amarga de Mier ante el desbarajuste del mundo no se origina en chistes o agudezas. Un verdadero pícaro nunca es un

gracioso. Ello explica que al lector posromántico Mier le parezca un “desalmado”, pues la autobiografía picaresca carece de una imagen completa del ser: es selectiva, episódica, pues se basa en la conducta antes que en la acción. Servando, como el buscón Juan Pablos, la pícara Justina o pícaros letrados al estilo de Gregorio Guadaña, desconoce la autoconmiseración. No importa el grado de sufrimiento, que llega a ser extremo, sino la conducta, siempre desdeñosa ante un dolor visto como otra de “las cosas del mundo cuyo ser por instantes vuela”, como dijo Cristóbal Suárez de Figueroa en El pasajero. A nosotros, como a sus carceleros, nos parece que Servando finge, que escribe una novela. Servando, como tantos pícaros, nunca está solo. No le interesa la comunicación mística con Dios ni conoce la introspección romántica. En sus prisiones —rasgo que comparte con el padre Isla en sus Cartas familiares—, ausentándose los seres humanos que están para atormentarlo, aparecen bichos adorables, como los gatos, o animales domésticos más molestos como las ratas y las chinches. En las Memorias se aplica la ley del pícaro, que para Rico es un ser que vive ante los demás y para los demás, para quien no hay intimidad ni mundo interior. Más que de la picaresca clásica o de Isla, Mier estaría cerca de Diego de Torres Villarroel, cuya Vida (1743-1758) rehúye la novela y sostiene una relación conflictiva con la picaresca. Si Servando hubiese colgado los hábitos a cambio de la vida literaria, sus libros habrían sido como los de Torres Villarroel, actor en la escena de sus propios sainetes, andariego amante de la fuga física y de reinventarse en otras identidades. Juan Marichal dice que Torres Villarroel fue, antes que el último de los picarescos, el primero de los autobiógrafos burgueses. Don Diego corrió tras el mundo por curiosidad, mientras que Mier lo hizo a consecuencia de un exceso de facundia en el púlpito.²⁴ El estilo servandiano se vio beneficiado por el contacto con polígrafos del siglo XVIII como Feijoo o Torres Villarroel y con “periodistas” jansenizantes como Villanueva o el sabio Bartolomé José Gallardo, cuya lectura, sumada a la experiencia inglesa con Blanco White, hizo de Mier, pese a todas sus deudas barrocas, un relator familiarizado con una noción periodística de público. Ignorando si algún día sus Memorias saldrán a la luz, cuando Servando describe Nápoles y Roma, por ejemplo, tiene a un lector imaginario tras las espaldas y se relaciona con él de manera generosa. La lectura de las Cartas a Juan Bautista Muñoz, de las que ya nos hemos

ocupado en otros capítulos, enriquece nuestra percepción del dominio que sobre la forma había alcanzado nuestro escritor prisionero en 1819. Recordemos que antes de escribir la Apología y la Relación, Servando inventa una correspondencia que hubiera querido tener o acaso tuvo de manera incipiente, en 1797, con Muñoz, la figura intelectual española cuyo respaldo le era —o le fue — indispensable para llevar el caso guadalupano ante la Real Academia de Historia. Lo notable —o lo misterioso, si alguien duda de las pruebas de O’Gorman— es que Mier pudiese, antes de narrar su vida en clave picaresca, redactar una obra estilísticamente distinta a sus Memorias, plena de transparencia expositiva y escasa en escaramuzas gerundianas, imaginando al difunto doctor Muñoz como un severo sinodal ante quien era necesario tomar un tono público e ilustrado. Algunos párrafos, imágenes y metáforas saltan, casi idénticas, desde las Cartas a Juan Bautista Muñoz hasta el resto de los textos de 1819, delatando que los cuadernos de la prisión del fraile formaron un solo cuerpo prosístico. Pero la sola invención de Muñoz como interlocutor, junto a los pequeños mas eficaces trucos que utilizó para armar el artilugio, muestran la potencia de Servando como retórico, capaz de distinguir la expositio de la narratio con una habilidad superior a la de cualquier orador sagrado formado en el siglo XVIII. Entre los escritores novohispanos de su generación, Mier está solo. Guarda una relación, más personal que literaria, con José Miguel Guridi y Alcocer (17631828), su estricto contemporáneo, diputado americano en Cádiz y figura clave en la Independencia de 1821, quien dejó unos Apuntes, recuerdos de juventud conocidos apenas en 1906, que narran los problemas de ascenso social de un covachuelo eclesiástico de provincias. Guridi se aficionó al juego y escribió sus Apuntes para prevenir a la juventud de ese vicio, y lo abandonó para hacer carrera como apologista de las apariciones guadalupanas. Salvo por la claridad estilística, Guridi y Mier —buenos amigos— no se parecen mucho.²⁵ No muy lejos de las cárceles secretas donde Mier está escribiendo, a unas cuadras, el valeroso José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827) suspende provisionalmente, en ese oscuro interregno de la Restauración, un periodismo militante acosado por el absolutismo. A cambio, el editor de El Pensador Mexicano (1812-1814) escribe la primera novela mexicana, El Periquillo Sarniento, cuya edición príncipe, incompleta, aparece en 1816. Las diferencias formativas y literarias entre Lizardi y Servando atañen no sólo al premonitorio laicismo del primero, sino a la natural divergencia entre el exiliado y el

desterrado interior. José Joaquín no vio mundo, como Servando; a cambio, fue perseguido sin gozar de la ambigua protección del hábito. Lamento decir que si Mier, como lo hizo el padre Isla medio siglo atrás, hubiese elegido la novela, habría entregado obras tan residuales como las de Lizardi, notables por el valor moral y político de su autor, jamás por su mérito estético. Lizardi trabaja con la urgencia política y la indignación civil, desmadejando ante un nuevo sujeto, esa opinión pública que él parece inventar, los hilos que permiten la comprensión de una realidad virulenta. Y el doctor Mier, que como Casanova o Torres Villarroel, es un desvergonzado que no ha descubierto la novela, nos entrega con sus Memorias una escritura libérrima por ser ajena a las preocupaciones moralizantes de Lizardi. El antiguo se vuelve moderno y la modernidad una antigualla. Iniciar la historia de la “literatura mexicana” con Lizardi es un triste principio, por lo que tiene de sumisión al patriotismo romántico —las literaturas nacen con las Actas de Independencia— y por la insolvencia de El Periquillo, Noches tristes y día alegre (1818), La Quijotita y su prima (1818) o Don Catrín de la Fachenda, donde la vetusta picaresca apenas se ve revitalizada por las ideas pedagógicas de la Ilustración. Alejados del santoral laico mexicano, Lezama Lima, Germán Arciniegas y Reinaldo Arenas vieron que el gran ciclo de la literatura novohispana finalizaba con Servando Teresa de Mier. Las Memorias servandianas no se publicaron en vida del fraile, y a diferencia de otros de sus manuscritos, conservados en bibliotecas de México y de los Estados Unidos, los originales de la Apología y la Relación desaparecieron tempranamente. En un gesto significativo de la privanza que guardaba con los inquisidores José Antonio Tirado y Priego y José María Bucheli, Mier dijo haberles prestado ese manuscrito, pero “que nunca quisieron devolvérmelo”.² En 1822 Lizardi confundió la Memoria político-instructiva, impreso que circuló ampliamente, con las Memorias, y las dio por publicadas.²⁷ Los manuscritos desaparecieron durante 45 años hasta que el novelista liberal Manuel Payno, autor de Los bandidos de Río Frío (1888-1891), los editó parcialmente y, en buena medida, los inventó, al ver en ese par de alegatos una autobiografía de interés romántico. En 1865 Payno publicó fragmentos comentados y prologados de la Apología y la Relación como suplemento o separata del diario El Año Nuevo de la Ciudad de México, usando el título de Vida, aventuras, escritos y viages. La serie, como apuntó Antonio Castro Leal,

quedó inconclusa o se perdió, pues el único folleto conservado llega hasta la página 41, cuando Payno glosaba la estancia de Mier en Francia.²⁸ Payno mismo nos dice cómo se hizo del material, afirmando que no se

puede dudar de la autenticidad de los manuscritos inéditos que publicaremos en seguida, y de los cuales, por otra parte, no se puede dudar, pues fueron encontrados por el señor don Bernardo Copea, albacea del doctor, entre sus papeles, y regalados el [sic] señor don Bernardo Couto, quien proporcionó una copia de ellos al señor don Juan Rodríguez Puebla. De esa copia tomó una muy fiel y exacta, nuestro amigo el licenciado don Emilio Pardo, el cual ha reunido y reúne todavía documentos muy curiosos acerca del doctor Mier, y se propone más adelante hacer una publicación completa.²

Con el título de Biografía del benemérito mexicano don fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra (Monterrey, 1876 y 1897), José Eleuterio González publicó la primera versión completa de un libro que Alfonso Reyes bautizó en 1917 como Memorias (la Apología y la Relación), en su edición para la Biblioteca Ayacucho, que dirigía Rufino Blanco Fombona en Madrid.³ Como toda su generación, Reyes conoció a Mier gracias a la Antología del Centenario (1910), obra dirigida por Justo Sierra y que elaboraron Luis G. Urbina, Pedro Henríquez Ureña y Nicolás Rangel, donde aparecieron, por primera vez en una edición masiva, los primeros cinco capítulos de la Relación.³¹ Finalmente, Santiago Roel presentó en Monterrey en 1946 otra edición, hoy agotada, de la Apología y la Relación, donde dice:

Para su mayor fidelidad, al prepararse esta edición se han tenido a la vista todas las anteriores, pero principalmente una copia que en 1853 se sacó en México, directamente del manuscrito original, que en aquel año estaba en poder del señor licenciado don José Bernardo Couto. Esta copia perteneció al señor licenciado don Guadalupe Cavazos, de quien pasó a su hijo el señor licenciado don Rafael del mismo apellido, quien tuvo la bondad de obsequiármela, habiéndola yo donado, a mi vez, a la Biblioteca del Círculo Mercantil Mutualista, en donde

actualmente se encuentra, cuidadosamente guardada en vitrina, junto con otras joyas bibliográficas regiomontanas. [...] Sería de desearse que Nuevo León procediera a localizar y adquirir el original de esta autobiografía, para enriquecer nuestros pobres archivos con tan interesante manuscrito...³²

Ni los manuscritos originales ni la copia mencionada por Roel han podido ser consultados por los investigadores. En su edición de la Apología (Roma, 1998), de Mier, Guadalupe Fernández Ariza considera más fiable la versión de Roel, “que a su vez reproduce la de Eleuterio González, aunque contrastada con el manuscrito original”.³³ En 1820, al escribir el Manifiesto apologético, acaso preocupado por el secuestro de sus memorias originales, Servando reconstruyó, exagerándola, buena parte de su vida y se envaneció de poseer “el talento de pintar monstruos; pero aún no es tiempo de trazar el cuadro”.³⁴ La frase es goyesca y podría encabezar los Caprichos, ejecutados a fines del siglo XVIII, cuando el fraile novohispano recorría el desierto de la Leyenda Negra. Dudo de que Servando haya mirado la obra de Goya, pero ambos fueron hombres para quienes 1808 es el año axial, la hora terrible y liberadora en que el Imperio español dejó de serlo. Comparar al héroe de nuestra elección con el único súbdito español de los Borbones que alcanzó el genio es, sin duda, un abuso de confianza. Pero me siento autorizado para hacerlo al leer cómo Edith Helman asegura que Goya se inspiró en Fray Gerundio de Campazas para tomar el buril y grabar el capricho número 53, donde los frailes escuchan, somnolientos y embelesados, al cotorro que lejos de encarnar al Espíritu Santo, simboliza al “pico de oro”, destructor de la oratoria sagrada.³⁵ Más que un educador como el padre Isla, Servando, en cada fraile y en cada covachuelo, en su propio rostro frente al espejo, también observa el trasmundo de Goya, donde la alegoría había sido sustituida por la caricatura. Acaso, más que discutir las relaciones servandianas con la picaresca, habría que acatar para Mier la opinión de Ortega y Gasset sobre Goya: “Esta falta de humana simpatía por los seres que pinta es precisamente una de las causas de su estilo. Muchos han reparado ya que en sus composiciones al entrar el ser humano queda ipso facto convertido en un muñeco perfectamente canjeable por otro. Las caras no son caras, son caretas.”³

Tienes puesta la careta, Servando.

UN CURA CORRECTAMENTE VESTIDO

Después de acompañar el buen fraile al general Mina en toda su carrera de triunfos y desastres, cayó prisionero en la toma del fuerte de Soto la Marina por el brigadier Arredondo y se lo trajo a Méjico con fuertes grillos en los pies, en un macho aparejado, padeciendo en el camino el accidente de un golpe que le quebró el brazo derecho, quedándole inutilizado para toda su vida. Al llegar se apresuró la Inquisición a abrirle sus ferradas puertas, y no le devolvió a la luz del día sino hasta el año de 1820 en el que fue confinado al castillo de San Juan de Ulúa. Sin embargo es preciso confesar, para hacer justicia a todos, que durante su prisión en los calabozos inquisitoriales fue objeto de consideraciones hasta entonces sin ejemplo, llegando hasta proporcionarle medios para escribir, y permitiéndole comunicación de afuera. Los que personifican en la orden de predicadores el Tribunal del Santo Oficio no podrán menos de ver reproducida en este hecho la fábula de Saturno, que devoró a sus propios hijos. MANUEL RAMÍREZ APARICIO, Los conventos suprimidos en México [1861]

La estancia de fray Servando en la Inquisición fue, para la siguiente generación de liberales, un símbolo. Junto a Ramírez Aparicio, al general José María Tornel, lancasteriano y traductor de Byron, esa presencia en los calabozos le pareció, aunque equivocadamente, una “ocurrencia notable, porque fue, sin duda, el primer religioso dominico que los habitó”.³⁷ El caso Mier fue el último capítulo de interés en la historia del Santo Oficio novohispano, el que dio fin a su actividad procesal y, también, a sus actividades como calificador de las obras heréticas o sospechosas de serlo. La otra pista del proceso, la calificación político-teológica de los libros y papeles servandianos, puso al fraile, por primera vez, ante el examen sistemático de su obra hasta entonces escrita, las Cartas de un americano y la Historia. Los frailes, agustinos y dominicos, Diego Antonio de las Piedras, Dionisio

Casado, Domingo Barreda y Manuel Narváez calificaron (lectura, reseña y dictamen), durante 1817 y 1818, no sólo las obras que Mier había escrito, anónimas o con pseudónimo, sino varios tomos de su biblioteca. Pusieron especial atención en aquellos que criticaban el celibato eclesiástico y en algunos impresos sediciosos, como La representación de la diputación americana (1812), que atribuyeron a Mier, aunque fue obra de Guridi y Alcocer. Ante la Historia de la revolución de Nueva España, el fraile De las Piedras afirma que “a la verdad jamás he visto obra que más convenga con el apellido de su autor. Éste se da a conocer con el nombre y apelativo de don José Guerra y desde luego en su obra hace la más decidida, indecorosa, cruel e injusta a las supremas potestades de nuestros augustos y católicos monarcas; a la de los soberanos pontífices, especialmente Adriano VI y Benedicto XIV...”³⁸ Más empeño puso en su trabajo el dominico Domingo Barreda, aquel padre superior que en Santo Domingo pidió a Mier las llaves de su celda, tras el sermón. Si en 1794 fue ambiguo hacia Servando, quien lo consideraba su amigo, desde 1810 Barreda tomó claro partido y fue el principal predicador antiindependentista de la Orden.³ Antes ya se había ocupado de las herejías atribuidas a Hidalgo, y calificando sólo una de las Cartas de un americano acusó a Servando de deformar a su favor las decretales del Concilio de Trento, por ser un sectario de “los filósofos llamados liberales, de los impíos francmasones y de los iluminados detestables”, revirtiendo las argumentaciones tomistas sobre la soberanía de América con el recurso del castigo divino de la idolatría: “Estando envueltos los indios en muchos pecados de idolatría y contra los preceptos de la ley natural, podría [Mier] conjeturar que por la misma causa dispondría Dios de la mutación de su reinado”.⁴ La calificación de Barreda expresa la ansiedad con que la Restauración de 1814 se aferró a la llamada “teología segura”, usada para separar de sus fuentes religiosas toda rebelión contra el Trono y el Altar. El calificador admite los horrores de la Conquista narrados por José de Acosta pero dice, por un lado, que la actual monarquía española no es responsable de esos hechos, y por el otro, recuerda cómo Josué quitó, lo dice el Antiguo Testamento, muchas vidas de reyes para cumplir el plan divino. En relación con la autoridad del papado, que para Mier es sólo juez de apelación por su primado y no pastor universal, Barreda le recuerda la infausta rebelión de los obispos del Asia Menor contra Víctor, primer papa latino (189-198). Califica al doctor Mier de febroniano — partidario de la primacía radical de los obispos— advirtiendo que si “el Papa no

tiene tal potestad universal, luego cada obis po podrá en punto de sola disciplina ordenar lo que quisiere en su iglesia, y de consiguiente ya no habrá uniformidad en la Iglesia Universal en punto de disciplina común”.⁴¹ Ante las Cartas de un americano, Barreda acaba por mostrar la derrota política y teológica de los realistas ante el sustrato geológico que soberanistas como Mier daban a la Independencia. En el dictamen de fray Domingo puede verse cómo cae la noche sobre el Imperio español, intelectualmente derrotado por sus propias raíces. La apelación a los reyes de Israel y Judá para legitimar la conquista violenta de otros pueblos y ciudades, y cumplir así con los designios de la Providencia, tropezaba con los argumentos que habían resultado vencedores en las disputas del siglo xvi: fue una dotación papal, la bula alejandrina de Tordesillas, y no un decreto divino, el origen legal de la dominación española. La propia tradición jurídica española, revitalizada por las Cortes de Cádiz, había restado toda legitimidad a un nuevo pensamiento teocratizante en la península, como el que intentaron, con un éxito sólo un poco mayor, Bonald y De Maistre en Francia. Y al fin, fray Domingo, casi en tono de disculpa no solicitada, responde a las furias antiinquisitoriales de su hermano en religión diciendo que el Santo Oficio, en cuanto institución humana, puede ser errático y torpe. Las risas servandianas habrán retumbado por el palacio vacío de la plaza de Santo Domingo. De la calificación de Barreda interesa la primera blasfemia que notó en la célebre carta de Mier a Blanco White, cuando el novohispano se refiere a la Sagrada Imagen de María Santísima de los Remedios como bandera bajo cuya sombra los españoles derramaron sangre en América. El calificador considera que la Madre de Dios no puede amparar crimen alguno, que es precisamente lo que Servando estaba diciendo, lamentando el uso que le daba Hidalgo, en 1810, a otra imagen, la de la Virgen de Guadalupe. Al estudiar la composición de las Cartas a Juan Bautista Muñoz, su fecha apócrifa y su carácter de fuente tanto de la Apología como de la Relación, O’Gorman sospecha que el antiguadalupanismo de Mier pudo haber entusiasmado a los inquisidores. Si la insurgencia volvía a utilizar el pendón de la Virgen de Guadalupe como tea para incendiar las tierras novohispanas, el Santo Oficio tenía preso a un teólogo independentista que escribía en 1819 cartas a un sabio muerto en 1799, en las que demostraba la falaz historieta de 1531.

Sigue siendo desconcertante [dice O’Gorman], ya que no la libertad concedida a Mier para escribir, sí la de escribir lo que escribió, tanto respecto a la tradición de Guadalupe, como al arzobispo Núñez de Haro y sus colaboradores en el proceso. Es fácil columbrar la reacción de los inquisidores si hubieran tenido la mentalidad de un hombre como el censor don Patricio Uribe, pero es obvio que la suya era mucho más afín a la de un Muñoz o un Traggia, liberales e ilustrados sin mengua de su acendrado catolicismo. Es, pues, obligado admitir —para entender la conducta de los inquisidores Bucheli, Tirado y Pereda— que consideraban a Mier inocente de culpa en materia de la fe y que, contrario a lo habitual, se abstuvieron de mezclar la religión con la política. Y hasta podemos imaginar —concediéndoles sinceras convicciones realistas— que, conocedores de las opiniones de Mier, le dieron rienda suelta, porque no olvidemos que, para entonces, la imagen de Guadalupe se había convertido en bandera de los insurrectos.⁴²

No podemos arriesgar más con la hipótesis de O’Gorman pues, como él mismo admite, lo escrito por Servando durante su prisión era tan antiguadalupano como antiespañol y no quedó más que remitirlo a las Jurisdicciones Unidas, sin devolverle sus manuscritos de prisión, que los inquisidores leyeron con fruición, acaso lamentando la necedad del fraile. La Inquisición, palacio y convento, había sido un remanso de escritura para el rebelde, y Mier, a menudo ingrato o poco atento con quienes lo ayudaban, se despidió así de los inquisidores, quienes

no sólo me trataban con atención sino con cariño y amistad. Me divertía en leer, aunque escaseaban los libros entre gentes que no estudiaban sino enredos, y en cultivar un jardincito acomodado de propósito para mí. En él, bajo una yerbabuena llegué a establecer, dentro de un tacón, una estafeta de correspondencia con otros presos, a quienes suministraba tinta en nueces.⁴³

Como última prueba de la privanza de Mier con sus custodios véase esta solicitud bibliotecaria:

Tampoco tengo libros, y va para un mes que pedí de los míos la China ilustrada de Kiker [Kircher], y a Laet [Huet] Descripción del Nuevo Mundo. Son los dos únicos tomos en folio que hay entre mis libros, y así no pueden equivocarse. Si no, envíeme usted las Libertades de la Iglesia galicana, que son cuatro o cinco tomos en pasta 4ª mayor. Si no, lo primero que usted encuentre, y principalmente la Biblia en 4ª grueso, único tomo forrado en tafilete [en]carnado. Tenga usted compasión de este infeliz y no se duerma tanto.⁴⁴

Si al inicio del proceso se quejó, como es natural, del “inmenso gas mefítico que podría extraer aquel tribunal capcioso y dañino”, al final citó la amable despedida del inquisidor Tirado, quien le dijo muy contento: “Ya he concluido con usted. Y ya ve usted lo bien que lo hemos tratado. Eso era lo único que estaba en nuestra mano.”⁴⁵ A Servando le esperaba, en pocos años, la fundación de una república. Muy distinto fue el destino del hombre que abrió para el mundo los archivos del Santo Oficio, Juan Antonio Llorente, quien todavía en 1822 alcanzó a editar a Las Casas con textos de Grégoire y Mier. Dudo que Servando y Llorente se hayan conocido en persona. Llorente, por afrancesado, sufrió destierro en la Francia de Luis XVIII; denegado su perdón por Fernando VII en 1819, el autor de la Historia crítica de la Inquisición perdió sus licencias eclesiásticas. Al continuar escribiendo folletos antipapistas, Llorente comprometió su estancia en Francia y el nuevo gobierno liberal español, en 1820, tampoco fue generoso. Desesperado, Llorente pedía auxilio, en calidad de escritor pobre, a Blanco White, “el primer español benéfico”. Poco después de regresar a España, el 5 de febrero de 1823, don Juan Antonio murió en Madrid.⁴ Años después su destino era una leyenda para los liberales de Europa, al grado de que Stendhal, de visita en la basílica de San Pablo Extramuros, observó, entristecido,

los rostros de varios papas [que] evocan los rigores de salvación propios de la matanza de San Bartolomé y de la Inquisición. Véanse los breves originales de algunos de estos papas en la Historia de la Inquisición del canónigo Llorente. Este pobre hombre, arrojado de Francia durante un invierno riguroso, murió de

frío y de miseria camino de Madrid. Si hubiese escrito en el sentido contrario habría llegado a obispo; su perseguidor es C [el cardenal Vicenzo Macchi]. Aviso a los lectores de historia.⁴⁷

En contraste, el final casi feliz de la prisión de Servando en la Inquisición cerraba un capítulo en su vida y, a unos meses del cisma de la Independencia, una época en la historia del catolicismo en ambas Españas. Terminado en 1738 por Pedro Manuel de Arrieta, maestro mayor de arquitectura, el hermoso palacio barroco de la Inquisición se iba quedando vacío; de él se iba, tras escribir en él sus Memorias, ese doctor Mier que, al salir de allí, no podía ignorar que el edificio vecino era el Real Templo de Santo Domingo, donde había transcurrido su juventud como predicador. No sólo la historia religiosa, sino la arquitectónica, habían hecho de esa plaza el magneto que unía a los Padres Predicadores con el Santo Oficio. Por el norte estaba la casa de los dominicos, en el costado oriente se divisaba la Real Aduana y el palacio tribunalicio. La calle de la Perpetua (hoy República de Venezuela) corría de oriente a poniente, separando ambos edificios y tornando rectangular una plaza de Santo Domingo que no ha cambiado mucho desde que Servando la abandonó el 30 de mayo de 1820.⁴⁸ Junto al palacio vacío de la Inquisición, vemos el convento de los dominicos que sería suprimido 30 años después. Interrumpido su proceso y calificada su obra, Servando se había exclaustrado al fin, sin saberlo, gracias a la caligrafía de esa mano derecha que lo había obedecido de manera tan oportuna como feliz, logrando las Memorias. De la plaza de Santo Domingo se escapaba una figura que llevaba consigo el último aliento del Santo Oficio y la reputación controversista de los dominicos, los llamados “perros de Dios”. Servando no tenía ninguna intención de salir desnudo de la Inquisición. Dado que se negaban a devolverle los cuatro o cinco cuadernos de lo que serían sus Memorias, mismas que dijo querer para divertirse, pues “ha un mes que no tengo libro ninguno”, hizo la siguiente solicitud al inquisidor Tirado y Priego:

Supongo que vuestras señorías tendrán la caridad de hacerme vestir antes de salir. Pero yo no estoy acostumbrado a opalandas, y un vestido de cura castrense valdría menos y me acomodaría más. Acaso sería mejor darme la limosna en

dinero para que yo me lo hiciese allá fuera: porque nuestro actual proveedor es tan perezoso y sempiterno en todo que para un par de pañuelos de narices mandados en visita suele tardar cuatro o cinco meses.⁴

Al doctor Mier lo habían acusado de impostar muchos títulos. Nadie, empero, había dudado de sus servicios como capellán en Valencia. Y dado que le esperaba otra guerra, salió del Santo Oficio correctamente vestido de cura castrense.

Libro quinto

Profeta en su tierra (1820-1827)

Cuando la estatua de Pigmalión fue animada por un soplo de Venus, los hombres cayeron a sus pies y aprobaron su belleza. Pero Rousseau mismo sólo le prestó el sentimiento confuso de una personalidad. Ningún regazo la había abrazado, ninguna mirada amiga estuvo pendiente de sus primeros pasos: nadie se había regocijado con el ruido tan dulce como vago de sus primeros tartamudeos: sus dedos nunca habían jugado entre los cabellos blancos, y su corazón inquieto y curioso jamás había palpitado sobre otro. Fantasía ingeniosa del arte, vivificada durante un momento por el fuego de la naturaleza, pero inocente, más por ignorancia que por pudor, desprovista de ese instinto del amor sin el cual no se es amado, era incapaz de conocer hasta el propio bloque de mármol del que salía. Viva, ella tocaba la nada en todas sus dimensiones. Y la mitología no se dignó en hacerla madre. Vuestras repúblicas americanas se parecen mucho a esa estatua. Bernardin de Saint-Pierre habla, en su viaje a la isla Borbón, de una planta que observó en el cabo de Buena Esperanza y que desarrolla sobre la hierba una flor resplandeciente que ningún tallo liga a la tierra. El mínimo soplo la marchita. Vuestras repúblicas americanas se parecen mucho a esa flor. CHARLES NODIER, Le Dernier banquet des Girondins [1833]

Dionos mucha risa, y yo consideré esta votación como un verdadero entremés de la comedia que representábamos, y en que era preciso tener algún rato de solaz, en compensación de las amarguras que nos rodeaban. Por mucho tiempo tuvimos que reír y celebrar el candor del bendito padre Mier, que era un niño de setenta años, y como tal se conducía en muchas cosas. ¡Alma hermosa, vive Dios, y cual no he conocido otra! CARLOS MARÍA DE BUSTAMANTE, Continuación del cuadro histórico. Historia del emperador Agustín de Iturbide y establecimiento de la república popular federal, carta novena [1843]

16. El Imperio de la x

...estoy amenazado de perecer en un calabozo de la Inquisición con muerte ignorada y vil, sin provecho para causa alguna; todas las puertas se me cierran; parece que la sociedad ve en mí una temerosa fiera que es preciso enjaular o exterminar para que no devore cuanto halle a su paso. ¿Qué puedo hacer en esta situación? Arrojarme en los brazos de todo aquel que por cualquier medio se ocupe en conmover este edificio minado y ruinoso en que vivimos; ayudar a todo el que parezca dispuesto a protestar contra las leyes, contra las costumbres, contra las altas personas de la España contemporánea [...] ¡Ah!, ahora comprendo los excesos y las violencias que acompañan las primeras violencias populares y me explico ciertos crímenes que la razón no acierta a justificar. BENITO PÉREZ GALDÓS, El audaz [1871]

DE LA REVOLUCIÓN DE ESPAÑA Y DE SU FRACASO

Dos veces habéis sido el asombro del universo en doce años: dos veces os ha visto pasar del letargo a la vigilancia más enérgica: dos veces habéis vindicado vuestros derechos y vuestra libertad. Si os roban vuestro rey, corréis a redimirlo; si os arrebatan vuestra libertad, os armáis para reconquistarla. Un pueblo tan constante en el amor a la justicia, tan magnánimo en sus sacrificios, tan unánime en sus resoluciones, se presenta bajo el aspecto más astuto y respetable. Llenad vuestro destino. Para vosotros se guardaba el gran problema del gobierno representativo de Europa, y el triunfo de la civilización moderna. ABATE PRADT, De la Revolución actual de España y de sus consecuencias [1820]

El 1° de enero de 1820 el teniente coronel Rafael del Riego (1785-1823) se levantó contra Fernando VII en Cabezas de San Juan, provincia de Sevilla. Más claro no podía ser el periclitado destino del Imperio español: las tropas que Riego arrastró en su pronunciamiento eran aquellas que estaban acuarteladas esperando la orden de embarcarse contra las revoluciones americanas. La obsesión del rey por la solución militar en América lo acompañó hasta su muerte y en 1820 le costó, para empezar, ese poder absoluto que detentaba desde la Restauración de 1814. La Revolución liberal de Riego, tras pocos tropiezos, obligó a Fernando VII a jurar, el 9 de julio de 1820, la Constitución gaditana de 1812. El Deseado fingió obedecer a los vencedores, suprimió el Santo Oficio de la Inquisición —lo que implicó la liberación de Servando en mayo de 1820—, decretó la amnistía de todos los presos políticos y nombró una Junta Provisional para que entregase la soberanía a las Cortes recién convocadas. Toda Europa miró estupefacta la nueva sorpresa que venía de la península, una auténtica caja de Pandora de donde salían, con una recurrencia ya alarmante, todas las desgracias del pasado y muchos de los fantasmas del porvenir. La onda

liberal se expandió al vecino Portugal, a las posesiones españolas en Italia, y levantáronse los napolitanos, los romanos y los piamonteses. El entusiasmo llegó hasta Polonia y el pronunciamiento alimentó los sueños de los decembristas rusos. Como lo escribió el abate Pradt, parecía que España estaba llamada a resolver la escabrosa transición entre el absolutismo y el liberalismo. Francia, Inglaterra y la Santa Alianza, compuesta por Rusia, Austria y Prusia, reaccionaron encolerizadas, más contra Fernando VII que contra los liberales. Desde 1814, los impolíticos rigores absolutistas del Deseado alimentaban el temor de los ingleses y de Luis XVIII ante un monarca que combinaba de esa forma la brutalidad y la cobardía. En varias ocasiones París y Londres fantasearon con un recambio palaciego en Madrid. Los informes de los agentes de las potencias europeas en la península registraban una paz de los sepulcros amenizada por espectros. El guerrillero Díaz Porlier y los militares Vidal, Lacy y Milans del Bosch se habían levantado entre 1815 y 1819, y habían tenido un destino tan desgraciado como Mina en la Nueva España. La Restauración creó las condiciones para el crecimiento de la pesadilla preferida del absolutismo: la conspiración francmasónica. Reducidos a la clandestinidad y al destierro, todos los enemigos de Fernando VII ingresaron a sociedades secretas que, tradicionales o paramasónicas, eran el único instrumento eficaz para reestablecer, en ambas orillas, la Constitución de Cádiz. Una vez obtenida la victoria en 1820, esas sociedades se convirtieron en protopartidos políticos que resultaron incapaces de tomar el control de un nuevo tipo de régimen. El éxito del pronunciamiento de Riego se debió, en buena medida, a su claridad jurídica. A diferencia de la guerra de 1808, en esa ocasión no se trataba de repeler una agresión “progresista” del extranjero, ni de privar al monarca de su potestad. El viejo soberanismo, ya desarrollado bajo la forma liberal, no implicaba contienda de legitimidades. Sólo se trataba de hacer jurar a Fernando VII una Constitución que nunca había puesto en duda su derecho a la Corona. Bestia herida que se agazapa a tiempo, el rey, cuyo miedo a la muerte violenta orientó la mayor parte de sus mudanzas, aceptó, el 7 de marzo de 1820, que “siendo la voluntad general del pueblo me he decidido a jurar la Constitución promulgada por las Cortes generales y extraordinarias en el año 1812 [...] marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”.¹

Mientras por los Pirineos se veían las columnas de desterrados, afrancesados y liberales, que volvían a casa, fue nombrada la Junta Provisional. Presidida por el cardenal Luis de Borbón, tuvo entre sus miembros a Abad y Queipo, el polémico obispo de Michoacán, y a Evaristo Pérez de Castro, el político liberal para quien Servando habría escrito documentos sobre América en la legación lisboeta. Y en Madrid, el dramaturgo novohispano Manuel Eduardo de Gorostiza demostró su talento para el teatro callejero: organizó la elección a mano alzada del Ayuntamiento constitucional. Los liberales habían vencido de manera tan abrumadora que digerir esa victoria les costó la derrota. Divididos desde el principio entre los moderados —los veteranos de 1812, llamados doceañistas— y los jóvenes radicales exaltados, unos y otros abrieron tertulias políticas en los cafés y domicilios de Madrid, recordadas bajo los nombres de Lazarini, San Sebastián, la Gran Cruz de Malta o La Fontana de Oro, esta última inmortalizada por Galdós en su primera novela importante. Entre los doceañistas destacaban políticos que ya hemos nombrado, como el conde de Toreno, el jansenista Villanueva o Martínez de la Rosa, mientras que exaltados fueron Flórez y el poeta Manuel José Quintana. Una pequeña minoría absolutista contemplaba las polémicas entre los victoriosos liberales. La primavera democrática tuvo su clímax el 9 de julio de 1820, cuando se abrieron las Cortes, ante las cuales, por primera vez en la historia de ese reino, un monarca español rendía cuentas y honores a la representación popular. Las discusiones de esa asamblea se repetirán en cada nueva revolución, frustrada o triunfante. La gran pregunta era por qué había fracasado la experiencia constitucional de 1812. Los doceañistas sostenían que aquel régimen había pecado de extremismo y resultado incapaz de convocar a todos los españoles. Por el contrario, los exaltados hablaban de una Constitución tan moderada que no supo ganarse a las masas populares, ansiosas de medidas radicales. Nada nuevo hay bajo el sol de las revoluciones. Las Cortes, también, tenían que dar su lugar a Riego, aspirante a caudillo militar que reclamaba la dirección revolucionaria, y, al mismo tiempo, precaverse de las prontas maniobras conspirativas de Fernando VII. Y cada vez que el rey salía de palacio la muchedumbre se partía en bandos contrarios y rijosos. Los absolutistas gritaban: “¡Viva el rey!”, a lo que los liberales contestaban: “¡Viva el rey constitucional!” Las medidas contra esos motines acabaron por dividir más al liberalismo; dueños de los sucesivos gabinetes, los doceañistas llamaban al

orden y los exaltados se agruparon como una verdadera oposición política ansiosa de acelerar el proceso. Entre 1812 y 1814, la Constitución jamás se aplicó en las complejas condiciones de una cohabitación con un rey que sólo de palabra había abjurado del absolutismo. A ello se sumaba la imprecisión constitucional en cuanto a las funciones de las Cortes, a veces legislativas y frecuentemente ejecutivas. Tras amnistiar tanto a los afrancesados como a los persas —la diputación absolutista que había aprobado la Restauración—, las Cortes de 1820 se detuvieron a examinar el nudo gordiano: la cuestión religiosa. Decididos a aplicar el programa anticlerical de 1812, los liberales lo profundizaron, limitando drásticamente el número de los sacerdotes seculares y las monjas, invitándolos a la secularización, mientras que una parte de los bienes eclesiásticos, aquellos que pertenecían a las órdenes monásticas, pasaron al crédito público. Cuando Fernando VII vetó la ley —la Constitución lo autorizaba—, los liberales entendieron que la Revolución era imposible con ese rey, obstáculo del que no podían librarse sin tirar por la borda su legitimidad. El divorcio entre el rey y las Cortes dividió aún más a los liberales. Los moderados —apoyados en los viejos afrancesados— decidieron clausurar las tertulias patrióticas con la ingenua intención de atraer a Fernando VII hacia el liberalismo, mientras que el rey buscaba asilo en el populacho absolutista y en la Santa Alianza. Los exaltados perdían la paciencia; la guerra civil parecía cuestión de semanas. El 13 de agosto de 1821 se convoca a la elección de Cortes extraordinarias. Riego, capitán general de Aragón, participa activamente en la campaña electoral y, por juzgarse incompatible su vida política con la jefatura militar, es destituido. Poco después, los exaltados, dirigidos por el coronel Evaristo San Miguel, toman el poder en agosto de 1822. Cómplice o no del triunfo radical, Fernando VII festeja un gabinete que ya puede ser presentado a Luis XVIII y al zar Alejandro I como una amenaza francmasónica suficiente para justificar la intervención extranjera. En enero de 1823, una vez que Roma se negó a recibir a Joaquín Lorenzo Villanueva como embajador liberal de España, el régimen constitucional rompió relaciones con el papa y despachó al nuncio, y las Cortes comenzaron a discutir una versión española de la Constitución Civil del Clero. Enterados los liberales de la connivencia de Fernando VII con las potencias extranjeras, lo declararon

“demente momentáneo” y lo llevaron como rehén a Sevilla. Francia había vuelto a invadir España. El 7 de abril el duque de Angulema cruzó los Pirineos al frente de los Cien Mil Hijos de San Luis, a quienes el Congreso de Verona había autorizado a penetrar en España para restaurar a Fernando VII como soberano absoluto. Muy ardua fue la discusión en París, pues se temía la repetición del desastre de 1808. La expedición, obra maestra del ministro Chateaubriand, fue planeada como una guerra punitiva al estilo del siglo XXI. Se enfatizó el carácter legitimista y borbónico de la empresa; fueron desechados del cuerpo expedicionario todos los oficiales o generales que hubiesen estado previamente en España a las órdenes de Napoleón; se prohibió todo saqueo y se dotó a cada batallón de dinero para pagar generosamente lo que se consumiese en cada aldea, y se precisó que el único objetivo sancionado por la Santa Alianza, a cuyo auxilio acudía Francia, era la reposición de Fernando VII. Ningún monarca, en toda la historia dinástica europea, dejó tras de sí condena tan unánime como Fernando VII, príncipe de las ruinas. Durante su turbulenta vida pública, iniciada con un motín palaciego, y tras su muerte, que desató las guerras carlistas, nunca gozó Fernando de amigos ni de admiradores. Quienes lo apoyaron en diversos momentos —Napoleón, Luis XVIII, la coalición antibonapartista, la Santa Alianza, los liberales de 1820— lo hicieron confiando en la disponibilidad de una marioneta, mientras que los americanos, tan pronto descubrieron la calaña del sujeto por el que se habían levantado en 1808, lo llamaron, sencillamente, “la máscara”. El conde de Toreno lo calificó como “falaz en sus promesas, inconsecuente en sus favores, hipócrita más bien que religioso, y más superficial que instruido, no solamente en la ciencia del gobierno, sino aun en los conocimientos vulgares...” Galdós, en La Fontana de Oro, lo llama “el monstruo más abominable que ha abortado el derecho divino”. Los propios realistas lo acusaron de haber destruido la reputación de la monarquía y violado el reino con una teoría del trono y del altar ajena a la tradición jurídica de España. En fecha tan temprana como 1826, los realistas lo describieron como un “monstruo de crueldad, el más innoble de todos los seres, un cobarde...”² Aterrados por el hambre y la guerra, corrompidos por las revoluciones y restauraciones, que hacen de la masa una veleta que aplaude al vencedor en turno, los españoles no presentaron resistencia, y el 1° de octubre de 1823 los liberales entregaron, en Cádiz, a Fernando VII, quien corrió a abrazar, en el

puerto de Santa María, al duque de Angulema. Empezó la llamada década ominosa; la España liberal no había podido “llenar ese destino” al que la creía abocada el abate Pradt. Tardaría casi dos siglos en hacerlo. El 9 de diciembre de 1824, al derrocar Sucre al virrey La Serna en Ayacucho, España acabó de perder todo su Imperio americano. El lector desprevenido pensará que durante el Trienio Liberal, esa nación dividida no estaba en condiciones de acordar una solución para América. Nada más extrañamente falso: Fernando VII y los liberales, fuesen moderados o radicales, sólo estaban de acuerdo en un punto: aquel que decía que, por la razón o por la fuerza, los reinos de Ultramar pertenecían a España. Que la fuerza expedicionaria reunida con tantas penurias por Fernando VII hubiera sido la tropa que se pronunció por Riego, nada dijo al nuevo régimen liberal. Muchos de sus protagonistas habían participado de la solución militar contra América —como el obispo Abad y Queipo o el general Joaquín Blake— y no encontraron contradicción entre el cambio en la política doméstica y un problema colonial que la víspera del año nuevo de 1820 parecía resuelto. Entre los liberales más comprometidos, con retomar la senda constitucional bastaba para inaugurar la Arcadia, pues las “dos Españas” se reconciliarían, arropadas bajo el manto de la Constitución de 1812, que desagraviaría a los americanos, brindándoles protección y representatividad.³ Mina mismo había ido a la Nueva España para abrir un nuevo frente de batalla contra Fernando VII. Fue gracias al consejo de Mier y a su trunca experiencia mexicana que el guerrillero navarro alcanzó a entender que la derrota del absolutismo implicaría, por fuerza, un nuevo tipo de asociación entre España y unas colonias que reclamarían su derecho a ser reinos autónomos. Lucas Alamán, designado diputado por Guanajuato a las Cortes, llegó a España el 1° de mayo de 1820. Viajaba junto a otros 30 representantes novohispanos, entre quienes se contaban los Fagoaga y Tomás Murphy, el comerciante angloveracruzano que había ayudado a Mina. Al despedirse del virrey, Alamán y el marqués del Apartado le desearon a Apodaca “encontrarle en buena salud a nuestro regreso”. El virrey los interrumpió: “¡Encontrarme a la vuelta de ustedes! ¿Saben ustedes todo lo que tiene que suceder en el país de ustedes durante su ausencia?”⁴ Alamán, junto a Juan de Dios Cañedo, Mariano Michelena y Ramos Arizpe, fue

uno de los diputados más activos entre aquellos que llegaron a las Cortes como novohispanos y se fueron como mexicanos.

Muchos de éstos [dice Jaime E. Rodríguez refiriéndose al grueso de los representantes del Nuevo Mundo] ya habían participado en las primeras Cortes, y algunos, como José Miguel Ramos Arizpe, acababan de ser liberados de las cárceles. Al contrario de los españoles moderados, los doceañistas americanos se habían hecho más radicales en la prisión y en el exilio, y ahora estaban decididos a obtener para sus lugares de origen un grado de autonomía mayor del que habían exigido durante el primer periodo constitucional.⁵

En la segunda parte de su Historia, Alamán nos muestra el mapa americano en enero de 1820:

Fernando VII había conseguido reestablecer su autoridad en la mayor parte de la América. La Nueva España, la más importante de las posesiones españolas en el Nuevo Mundo, después de ocho años de una guerra asoladora, estaba tranquila [...] En Venezuela, Santa Fe, Quito, el Perú y Chile, las armas reales habían obtenido grandes ventajas, y aunque en todas esas provincias la Revolución se hubiese organizado desde su principio formando gobiernos regulares, con buenas y bien disciplinadas tropas, conducidas por jefes de capacidad y de conocimientos, aumentadas con extranjeros de todas las naciones y auxiliadas por una marina respetable, las autoridades españolas habían recobrado todas las capitales, si bien en Venezuela tenían dificultad en sostenerse contra el genio emprendedor de Bolívar, que dominaba la campiña, y haciendo comprar cara la victoria a las fuerzas reales mandadas por Morillo, había conseguido aniquilarlas con sus mismos triunfos, reduciéndolas a una posición muy crítica y embarazosa. Sólo el antiguo virreinato de Buenos Aires, por la ventaja de su situación, había permanecido por mucho tiempo del todo exento de la dominación española...

Durante los primeros meses del Trienio Liberal, hubo disposición para negociar

con los americanos, gracias a las gestiones de Vicente Rocafuerte. Pero cuando resultaron evidentes las triquiñuelas del rey, en el verano de 1820, las Cortes olvidaron que legislaban para un imperio y prestaron escasa atención a los asuntos americanos. Sólo reaccionaron cuando se enteraron de que don Juan de O’Donojú, el nuevo capitán general, que ya no virrey, y Agustín de Iturbide habían firmado, el 24 de agosto de 1821, los Tratados de Córdoba, que declaraban independiente a la Nueva España. Tras declarar nula esa “doble traición”, las Cortes decidieron comisionar personeros para negociar con los insurgentes. A esas alturas, tras algunos armisticios, Bolívar ya había recuperado la iniciativa, y en la batalla de Carabobo, en junio de 1821, derrotó a los realistas, justo cuando se hundía en la península el régimen constitucional. Un mes después, San Martín proclamó la Independencia del Perú. Alamán cuenta cómo, desde el 3 de mayo de 1821, el diputado caraqueño Paul pidió negociaciones y tregua. Le respondió ante las Cortes el conde de Toreno, proponiendo una comisión mixta de europeos y americanos, de la que Alamán formó parte y que sólo desempolvó el viejo proyecto del conde de Aranda: la división de América en tres grandes reinos, con capitales en México, Bogotá y Lima o Buenos Aires, y el reparto de las nuevas coronas entre los Borbones. Esa solución, que gustaba a San Martín y a muchísimos americanos, fue concebida antes de los Tratados de Córdoba —que la contemplaban como la más viable— y hubo de ser rechazada por violar la Constitución de Cádiz y significar una mudanza para la cual, según argumentó el conde de Toreno, no estaban preparados ni los metropolitanos ni los ultramarinos. Pese a la desesperación de los diputados americanos, anhelantes de no romper con España, el conde de Toreno se limitó a agradecer la fidelidad colonial en 1808 y, dado que la libertad constitucional amparaba a todos los súbditos, dejó esa discusión para el año de la castaña. Dice Alamán:

Parece rasgo característico de la raza española, en uno y otro hemisferio, excusar ocuparse de los negocios desagradables por más urgentes que sean, o tomar en ellos medidas que en un tiempo pudieron ser útiles, pero que cuando se llegan a dictar son ya fuera de sazón: el silencio parece que se considera como el mejor remedio en los casos arduos, o se cree que las cosas han de dejar de suceder por no decirlas. [...] Ocupáronse las Cortes, durante casi todo el tiempo de las sesiones extraordinarias, de puntos enteramente inconexos con los asuntos de

América, y entre tanto fueron llegando las noticias de los grandes sucesos de Nueva España, Provincias Internas, Yucatán y Guatemala. No obstante la impresión fuerte que causaron en todos los espíritus, no habiéndose de tratar en aquellas sesiones acerca de América más que sobre las medidas que el gobierno propusiese, no se hizo proposición alguna y mientras se desplomaba la monarquía, las Cortes se entretenían tranquilamente en discutir si tal aldea había de pertenecer a la provincia de Cuenca o a la Mancha, y si la capital de este o aquel partido había de ser este o aquel pueblo o villa de segundo orden.⁷

Cuando las Cortes extraordinarias abrieron sus sesiones el 28 de septiembre de 1821, hacía 24 horas que se había firmado el Acta de la Independencia de México. Los partidarios de la solución borbónica, asustados ante una Corona perdida que rodaba hacia Iturbide, trataron de forzar la aparición súbita del infante Francisco de Paula en México, vía Lisboa, asunto que no interesó al candidato y sólo dio motivo a que Fernando VII alejase a los diputados mexicanos de palacio. Que el Deseado muriese en 1833 planeando fantásticas empresas para recuperar las provincias rebeldes estaba dentro de la lógica del absolutismo. Menos comprensible fue la ceguera y la inmadurez del liberalismo español ante América, cuyo desprendimiento final fue responsabilidad del régimen constitucional. Su corta duración, la virulencia de sus querellas internas y la herencia absolutista fueron, sin duda, causa de su impotencia. Aislados de los americanos por la Restauración de 1814, muchos liberales vieron en el fracaso de la aventura mexicana de Mina la corroboración de la imposibilidad de ligar ambos frentes. Cuando llegaron las noticias de Iguala, Córboba, Carabobo, el pasmo se adueñó del liberalismo peninsular, que nunca apreció la tozuda resistencia que América presentó contra la desintegración del Imperio. Al perder el lastre americano, moralmente tan costoso, los liberales españoles se sintieron liberados. Sólo hasta fines del siglo XIX, cuando España perdió Cuba y las islas Filipinas, comenzaron el duelo y la reflexión. Pocas fueron las opiniones, antes de 1821, que cuestionaron el derecho de un régimen liberal a retener por la fuerza sus colonias. E Iturbide, al abandonar la causa realista y pactar con O’Donojú, realizó la única maniobra política viable para mantener unida, dentro de una alianza de reinos autónomos, a España y a los viejos virreinatos.

Al terminar la marejada entre revolución y contrarrevolución que inundó el mundo hispánico entre 1808 y 1823, quedó claro que el poder estaba en los militares, los únicos capaces de disolver los nudos imperiales. Fueron soldados de Fernando VII quienes obligaron a su rey a jurar la Constitución en España y, un año después, tropas de esa misma fidelidad disolvieron la Nueva España. El Deseado se fue del mundo afirmando que “la América se había perdido contra la voluntad de la propia América”. Si Fernando VII tenía la razón, lo cual parece probable, hubiese debido agregar que el motor de ese abandono fue él. Tras su máscara se ocultaba la nebulosa en extinción de una leyenda pía: la de un rey niño secuestrado por fuerzas incomprensibles, que no eran otra cosa que un coro entonando la decadencia de los pueblos peninsulares. El Imperio español había cumplido su ciclo civilizatorio; al morir, dejaba a Europa la estela de un fracaso prometedor, el liberalismo, cuyo destino ya no sería llenado, como lo creyó el abate Pradt en 1820, por los españoles. El conservador Alamán, quien vio la Independencia como una catástrofe moral, censuró con igual acritud al rey, al gobierno liberal y a los independentistas. Pero al decir que la peor herencia que España dejó a América fueron sus constituciones, se equivocó. Huérfanas, marcadas por el odio y la añoranza de la monarquía católica, las nuevas naciones habían logrado rescatar del naufragio imperial una aparatosa cantidad de trebejos inútiles y antiguallas perniciosas, entre los cuales brillaba el vocablo liberal, ya incluido en el Diccionario críticoburlesco de Gallardo, en 1812, como la única novedad histórica.

LA FIERA DE SAN JUAN DE ULÚA

La fiera no puede sentir vergüenza de su cobertura de piel. La noche la guareció y el invierno la visitó. La literatura es la fiera. La noche y el invierno son el peletero. OSIP MANDELSTAM, El rumor del tiempo [1923]

A principios de mayo de 1820, estando todavía en el Santo Oficio,

notamos los presos [escribió Servando] una extraordinaria agitación en nuestro perico-ligero.⁸ ¿Si habrá triunfado, decíamos, el partido de los liberales en España, y derrocado otra vez este antemural del despotismo? A toda prisa se llamaban a audiencia, unos tras otros, los presos, que advertían en las salas, cajones de libros, estatuas doradas, papeles despedazados, y blandura extraordinaria con tristeza en los satélites, señales de avería. El defensor antes escogido entre los dos abogados del tribunal, sin pararse a recibir nuevas instrucciones que ofrecía el preso para su defensa, se tomaba el trabajo de concluirla en una noche: y a sólo pedimento fiscal, sin admitir otra réplica, se terminaban las causas.

Servando concluyó su estancia bajo la benévola custodia de los inquisidores. No le esperaba la libertad, sino la continuación de su proceso en las Jurisdicciones Unidas, militar y eclesiástica, que respondían a la autoridad del virrey. Su salud se resintió al cambiar de aires en la Cárcel de Corte de la Ciudad de México.

El día 30 de mayo entre las ocho y las nueve de la noche, los alcaides me avisaron que estaba libre a negotio perambulante intenebris;† y aunque nada me

dijeron del segundo fallecimiento de la Santa [Inquisición], yo ya lo había barruntado, iba rezando por escaleras el epitafio que cuando su primera muerte le compusieron en Cádiz:

Yace aquí la Inquisición que cometió infamia tanta y fue tal su condición que habiendo vivido Santa murió en perversa opinión.

[...] el mayor de la plaza con tres ayudantes me trasladó a la cárcel de la corte y dejó en el calabozo-separo, llamado el olvido, ancho de tres pasos, largo de siete, y tan oscuro que no podía rezar el oficio divino. Caí en Scila saliendo de Caribdis. La puerta de mi calabocito quedaba en la capilla, y luego me apercibí que era el mismo de donde sacaban a los ahorcados. Pregunté si estaba encapillado, y sin embargo de la negativa no las tuve todas conmigo. Juntóse a esta aprensión el aire mefítico que respiraba en tan estrecho recinto, perfumado también del vaso excretorio, y se apoderó de mí una fiebre el mismo día que se juró platicar, que no practicar, la Constitución.¹

Pese a sus quebrantos, el fraile se puso de pie y ante sus primeros visitantes

comencé por congratularme de hablar con una Audiencia Constitucional pues tenía que reclamar la Constitución en su parte más esencial contra la opresión que después de tres años padecía. Conté la sorpresa de mi desembarco, el indulto fallido, mi equipaje robado, mi viaje de muerte sobre los Andes [así llamaba Servando, no sé por qué, a la Sierra Madre] y mi archivamiento trienal en la Inquisición. Salí como entré indemnado porque no era sino un enterrado

político.¹¹

Escritas en agosto de 1820 en el castillo de San Juan de Ulúa, estas líneas del Manifiesto apologético permiten que Servando se ocupe, como narrador, de su pasado inmediato. Todavía prisionero, Mier olfatea la caída del Imperio español y el Manifiesto apologético es un texto altanero e imperativo, donde la repetición de su autobiografía se combina con la vigencia de su reclamo ante el virrey Apodaca. Servando argumenta la obediencia debida al indulto del 9 de marzo, donde Fernando VII ordenaba la libertad de los presos políticos. Ese indulto real no incluía a los rebeldes americanos, pero Mier se incluía entre ellos, aunque aún no recibía acusación formal de sedición. Esta vez el eterno prisionero cuenta con la ley en la mano: la Constitución reestablecida amparaba su excarcelación inmediata. Entre mayo de 1820 y febrero de 1821, Mier fue una papa caliente en las manos virreinales. La notoriedad alcanzada por el doctor se combinaba con la parálisis de las autoridades novohispanas ante el triunfo revolucionario en España. Una mudanza, cuya naturaleza todavía era oscura, se avecinaba; Apodaca, como se lo había advertido a Alamán y al resto de los diputados, sabía que su tiempo estaba contado. Mier, que salió del Santo Oficio derramando tinta, percibió el angustioso interregno en unos versos que muchos novohispanos habrían firmado en esos meses:

¿Cesó la Inquisición? No, cesó el local, varióse el nombre con el edificio: es hoy Capitanía General lo que antes se llamaba Santo Oficio. Con la Constitución todo es lo mismo, mudóse el nombre, sigue el despotismo.¹²

Incomunicado en la Cárcel de Corte —en contraste con las garantías que gozará bien pronto en San Juan de Ulúa—, Mier estaba en una situación de riesgo que ni él mismo sospechaba en toda su dimensión. Rodeado por un vacío legal, dormidas aún las fuerzas que lo liberarían, Servando pudo haber sido liquidado por Apodaca, dando por nulo el proceso inquisitorial —al fin extinto el tribunal — y haciendo fusilar al sedicioso capellán del invasor Mina. La Revolución Española lo impidió; en el Perú, autoridades flotantes, como lo era Apodaca en la Ciudad de México, fueron menos clementes con los independentistas que cayeron en sus manos. Fortalecido con una presunción de su propia inocencia que jamás había tenido, libre de la telaraña eclesiástica, Servando se defendió con suprema habilidad, no sin antes dejar otra estampa memorable:

En ese intermedio, espaciándome yo un poco después de cenar, en la capilla, cayó en ella un hueso de ahuacate con algunas noticias interesantes adentro, suscritas: “tacón de la yerbabuena”. Luego comprendí que era el doctor [Sixto Verduzco]; mi corresponsal en la esquina-chata [el Palacio de la Inquisición], que después de diecisiete días de ejercicios espirituales en San Fernando, había venido a participar de mi destino aunque no [de] mi incomunicación, y me suministró recado de escribir por ahuacates como yo se lo daba por nueces en la Inquisición. No me prevalí, sin embargo, ni para mis recursos legales ni para dar cuenta al público de la injusticia de mi prisión, por no comprometer al alcaide, hombre de bien y beneficio. El papel que entonces salió a mi favor intitulado Alerta a los mexicanos, se me atribuyó falsamente. Debí este favor, según se me ha dicho, al licenciado Gallegos, a quien doy gracias cordiales.¹³

Ese folleto, al parecer de autor anónimo y conservado en el Museo Británico, surtió efecto, lo mismo que la defensa que hiciera de Servando, en El Conductor Eléctrico, Fernández de Lizardi. El valeroso periodista, conocido como el Pensador Mexicano, se convirtió en ese año de 1820 en el más tesonero de los enterradores del Santo Oficio, y resumió bien la oscilación que sufría Mier entre la Inquisición y la Constitución:

Últimamente, y para corroborar mi verdad con hechos recientes y que acabamos de ver en nuestros días, le digo a usted que al padre Mier lo tuvieron cargado de prisiones en sus obscuros calabozos tres años, y cuando por el feliz advenimiento de la Constitución, se demolió el tribunal, entregaron al juez secular, y ha permanecido en esta Cárcel de Corte, como lo sabe Dios y todo el mundo. Ahora bien, que vengan cuantos inquisidores ha habido, y me respondan este dilema: o el padre Mier era reo de fe, o no. Si lo primero, ¿por qué no lo entregásteis al diocesano, que es el juez eclesiástico a quien toca el conocimiento de estas causas? Y si lo segundo, esto es, si no era hereje, ¿por qué lo habéis martirizado tres años, usurpando la jurisdicción al juez secular y poniendo en duda la opinión de este sacerdote...?¹⁴

El doctor Mier insistió, a su vez, en que las Jurisdicciones Unidas eran un “tribunal hermafrodita” inexistente en la Constitución de 1812 y en que ninguna de las leyes absolutistas publicadas entre 1814 y 1819 contemplaban una prisión como la suya. Aturdidos, los celadores y escribanos de la Cárcel de Corte le respondían con incongruencias, a ratos sacándole acusaciones de 1810, otras veces amenazándolo con el tribunal eclesiástico y al fin reconociendo que su destino inmediato era cosa del virrey Apodaca, quien todavía argumentaba con las Leyes de Indias. La confusión que rodeaba el caso Mier mostraba el deshilvanamiento de la otrora maciza legislación española, perforada por las revoluciones liberales y las restauraciones absolutistas, aplicada a medias tintas en América, condenada a la podredumbre. La Audiencia recomendó a Apodaca calificar a Mier como “rebelde y traidor de América” para librarlo de los beneficios del indulto real... y deshacerse del fraile enviándolo como preso político a España, como asunto del gobierno liberal, a quien correspondía hacerse cargo de la suerte de un cómplice de Mina. Como en 1795, las autoridades novohispanas renunciaban a quedarse con Servando; de la misma forma que lo había hecho Núñez de Haro, el virrey daba trato político a un acusado de delitos eclesiásticos. Con un tono que ya conocemos, Servando se despide de la Ciudad de México:

Sería la una de la noche cuando el mayor de la plaza y el capitán de policía me

sacaron en coche para la garita de San Lázaro, de donde fue necesario enviar dos ordenanzas de a pie y a caballo a llamar un teniente con trece dragones provinciales de México que debían escoltarme, porque aunque el virrey le había prevenido ya desde las ocho de la noche, le calló la garita adonde debía salir para recibirme. Con tanto sigilo se procedía. Cuando las cosas se ejecutan con tanto silencio y reserva suponen con precisión la desaprobación del pueblo, igualmen te que la injusticia y el temor del que las decreta. Precisamente dijo el virrey al teniente que iba a conducir a una fiera. Y esta fiereza consiste en que después de tenerme sepultado tres años en un calabozo de la Inquisición, pedí con viveza que me dijera la causa y escuchara. [...] Pero como hay otros que equivocan también, extrañamente, mi carácter, les ruego pregunten a cuantos me han tratado algo de cerca y sabrán que puntualmente el origen principal de una vida llena de desgracias es mi candor y la sencillez de un niño. En vano mis amigos me han exhortado a tener, decían, un poco de picardía cristiana. No está en mi mano tener malicia. Y los que confunden con ella la extremada viveza pintada en toda mi figura no se acuerdan que es muy compatible con el candor que se notó casi siempre en todos los grandes ingenios. [...] Hay en mis escritos, también, cierta hipocresía de cólera porque no está en mi mano escribir sin vehemencia. Mi imaginación es un fuego, pero mi corazón está sobre la región de los truenos. No puedo aborrecer ni a mis enemigos. Porque de mis amigos, por supuesto, ninguno ha sufrido o fallecido sin el obsequio de mis lágrimas. Por no oprimir a las hormiguillas suelo ir saltando en los caminos [...] He aquí la fiera que el virrey entregaba a los dragones para que la condujesen al sepulcro, como ya para que me estrellase me habían hecho viajar con prisiones sobre la cordillera de los Andes. Porque enviar uno a Veracruz en el rigor de la canícula es enviarlo más probablemente a la muerte.¹⁵

Entre los habituales tropos servandianos he subrayado lo que es nuevo. Comparándose con Calístenes, el filósofo que amonestó a Alejandro por su lujo oriental, el doctor Mier se concibe como un gran ingenio que a fuerza de sufrimientos ha robado el fuego de la controversia. Servando, al fin, se había convertido en una fiera. Todavía le faltan algunas prisiones y quebrantos, pero a partir del Manifiesto apologético, es dueño, ya sin vacilaciones, del convencimiento tenaz del obispo guerrero. En el presidio de San Juan de Ulúa, a donde llegó embarcado desde Veracruz el

2 de agosto de 1820, tenemos a un hombre de 57 años, esa creatura indomable, casi monstruosa por su fuerza y astucia, que el novelista Reinaldo Arenas percibió. Mier, convertido en ese escritor vehemente y colérico que se jactaba de ser, se las arregló para continuar trabajando en San Juan de Ulúa. Dirigiéndose por carta a Félix Flores Alatorre, vicario general de Pedro Fonte, el último arzobispo español de México, demandó la devolución de su biblioteca y de sus manuscritos, describiéndose por primera vez como un escritor:

Para divertirme en la Inquisición reproduje la correspondencia que tuve desde Burgos con el cronista real Muñoz sobre la historia de Guadalupe. Es erudita y curiosa. Está en seis o siete cuadernos. Emprendí también a escribir mi Apología comenzando desde mi famoso sermón de Guadalupe y siguiendo con la historia de mis persecuciones y viajes hasta mi entrada en Portugal en 1805. La obra es curiosísima y tan útil como gloriosa a mi patria. Y nada tiene que ver con mi causa. Está en ocho o nueve cuadernos, aunque el primero es muy grueso y equivale a tres o cuatro de los otros. Hay también otros tres o cuatro cuadernos que son apuntes o ensayos sobre las mismas materias. No veo por qué razón se me haya de privar de los frutos de mi entendimiento. Son una propiedad tan sagrada que hasta los religiosos pueden testar de sus manuscritos. Yo completaré esos míos y los imprimiré. No tengo otra cosa de qué vivir que del sudor de mi talento.¹

El polígrafo al menos logró que sus libros y papeles fueran dictaminados una vez más, esta vez por un viejo amigo de los días universitarios, quien pronto se volvería uno de sus adversarios más tenaces: el fraile dominico Luis Carrasco. Ese orgullo de ser escritor sirvió para que sus seis meses en San Juan de Ulúa fueran, dada la brevedad del lapso, los más productivos de su vida como publicista político. Aunque no le fueron devueltos sus manuscritos —de otra manera no habría tenido necesidad de reescribir sus memorias en el Manifiesto apologético—, una vez más Mier gozó, en prisión, de libros y folletos, propios o ajenos. La temible fortaleza fue para el doctor una “escuela de revolucionarios” similar a la benigna Siberia zarista donde se doctoraban los socialdemócratas rusos a principios del siglo XX. Uno de sus celadores, si hemos de creerle, dijo que lo que el doctor “llama prisión no es otra cosa que arresto en un pabellón con el desahogo de pasearse de día por el castillo y su recinto interior”.¹⁷ En

medio año, Mier escribió el Manifiesto apologético, la Idea de la Constitución, ¿Puede ser libre la Nueva España? y, cuando fue remitido a La Habana, dejó la Carta de despedida a los mexicanos. A nuestra fiera en San Juan de Ulúa ya no la podemos comparar con Edmond Dantès; estamos ante un revolucionario profesional que usa un presidio con bien ganada fama de letal como eje de una conspiración cuyos hilos se nos escapan. Su llegada a la fortaleza no fue agradable:

Se me puso en el pabellón número 7 al cual por el calor semejante al de un temascal, puse, y se le ha quedado, el nombre de Temascaltepec. Allí habían estado presos por insurgentes otros sacerdotes destinados a España como yo, y uno de ellos, agustiniano, murió del susto el día que lo iban a embarcar. Luego, por favor, me trasladaron al que habito y donde he sucedido a un capitán de artillería recién venido de Perote, a quien en pocos días arrebató el vómito prieto. Ésta es la legión de los muertos.¹⁸

Si las condiciones de reclusión fueron tan duras, mayor mérito tiene la capacidad del doctor para sobreponerse, leer, escribir y cartearse. ¿Cómo lo logró? Un prisionero tan experimentado como él, se movía como pez en el agua en cautiverio, capaz de conseguir casi todo a base de elocuencia y complicidades. El más conspicuo de los criminales poco habría podido enseñarle a un viejo pícaro que pasó, descontando las salutíferas fugas vacacionales, más de una década de su vida preso en todas las variedades de la reclusión civil, militar y eclesiástica de la época. Junto a su curtido carácter, Servando aprovechó con sagacidad, en 1820-1821, el sismo al principio imperceptible que desgajaría en unos meses el reino. Habitante de una fortaleza que se desmorona, el doctor Mier aprovechó la impotencia de sus enemigos y maniobró con ella. El tozudo gobernador español de Veracruz, José Dávila, quien, reducido a San Juan de Ulúa, conservó heroicamente la isleta para Fernando VII hasta 1823, acabó por servirse —o eso creyó— de fray Servando. Antes hubo de leer los impertinentes comunicados de su nuevo y, para variar, insoportable huésped. Las Respuestas y representaciones que Mier escribió en San Juan de Ulúa fueron

cartas remitidas al virrey Apodaca, al general Dávila, al vicario Félix Flores Alatorre y a la Junta Provincial de México. Servando repite la retahíla de desgracias sufridas desde la caída de Soto la Marina. El lector ha de tener presente que en agosto de 1820 ninguna de sus defensas autobiográficas —y mucho menos el proceso inquisitorial— eran del conocimiento público, de tal forma que Mier, al amparo de la Constitución, se hacía oír de manera oficiosa y colérica, en su país. Aprovechando que se dirige a un militar, Mier le recuerda a Dávila que fue a dar al Santo Oficio dado que el comandante Arredondo faltó a su ofrecimiento de indulto a los rebeldes, engañifa que sólo el fraile se creyó y que ningún historiador toma en serio. Pero si Servando le escribe a Dávila es con el propósito de ser despachado cuanto antes rumbo a España, temeroso como está de morirse en San Juan de Ulúa, donde los cuatro reales asignados para su manutención de poco le sirven. El prisionero ve partir hacia la otra orilla a la corbeta Diamante y a la fragata Constitución, y pregunta por qué no ha sido embarcado en ellas. Servando también se había quejado de que los autos del proceso no habían llegado a Veracruz y no se da cuenta, en apariencia, de que ésa es la razón por la que Dávila, respetuoso de la legalidad que su prisionero exige, no quiere embarcarlo. Inclusive, al fundarse la Junta Provincial de México —la diputación prevista por la Constitución—, Mier pidió ser trasladado del castillo a algún convento de Veracruz, mientras se decidía su partida. No falta en la representación dirigida a Dávila la habitual megalomanía de Mier, quien advierte al gobernador que Fernando VII es su lector —olvidando que la Historia la firmó un tal José Guerra— y que los nuevos edecanes del monarca son “mis amigos y camaradas”. Servando confiaba en que, dueños del gabinete revolucionario, los liberales de 1812, encabezados por su protector Evaristo Pérez de Castro, podrían acordarse de él. Y valiente, el fraile le falta al respeto a un general español como Dávila: “Los militares no se habían acreditado mucho en España sobre palabras de honor; pero se han desacreditado enteramente en América. Y eso es lo que hace durar la insurrección, porque no saben los hombres a qué atenerse.”¹ Aunque en esos meses finales de 1820 reina una calma tensa en la Nueva España, tanto estaban cambiando los tiempos que Dávila no sólo hizo llegar al virrey las protestas servandianas, sino que se deslindó de toda responsabilidad sobre Mier, si resultaban verdaderas las quejas del reo sobre la inconstitucionalidad de su detención y su creencia de ser acreedor de un real

indulto. El gobernador militar Dávila había jurado la Constitución en Veracruz, nada menos, una semana antes que el indeciso Apodaca.² Harto, el virrey hizo que se le contestase a Dávila que “por un natural olvido” no habían enviado, junto con Mier, los autos que lo inculpaban, y solicitaba a Dávila “proceder al embarque de este sujeto para la península” por ser “perjudicial a este territorio”.²¹ Para deshacerse del fraile, las autoridades decidieron entonces examinar todas sus demandas, entre las que destacaba la devolución de su biblioteca, de un reloj y de su anillo de topacio, confiscados en 1817 por la Inquisición. Dando seguimiento al asunto, José Navarro, teniente del rey en San Juan de Ulúa, propinó a Servando el último golpe íntimo a su honra que habría de recibir del régimen virreinal. A cualquier otro prisionero le habría importunado leer el siguiente comentario, pero para el doctor era veneno puro: “En los bienes que entregó el extinguido Tribunal no se comprende reloj alguno y sí el anillo doctoral y vestidos [...] advirtiendo, que aunque no ha hecho constar debidamente la facultad de vestirse morado, como quiera que la ropa se halla tan despreciable y sucia [que] no merece la pena de retenerla.”²² Quien se había empeñado en salir del Santo Oficio vestido de capellán militar, recordando sus glorias de Valencia, aquel que deseaba pasearse frente al convento de Santo Domingo como un sacerdote correctamente vestido, era, otra vez, “Mier mierda”. No sólo se le recordaba su impostura; se le arrojaban al rostro sus ropas talares como monedas a un mendigo. Al ultraje se sumó una lastimosa lista policial de sus posesiones: unos pantalones muy viejos, solideo de raso muy usado, tres pares de medias nuevas, dos anillitos, tres cuellos de seda morados muy usados y “un paraguas verde muy roto y desarmado”.²³ En tenaces cartas a Dávila y al provisor Flores Alatorre, fray Servando —tratado en todo momento por las autoridades como religioso dominico— tornó dolorosamente a su favor la humillación: “Su misma vejez y suciedad que critica el provisor debieran probarle que no era nuevo el vestirme de morado [...] no es nuevo en mí el uso de tal vestuario. No lo he usado seguramente en países protestantes donde últimamente he estado cinco años. Fue en España ante las Cortes mismas. Ya no estoy en edad de galanterías.”²⁴ Por fortuna, Servando, tu galantería volverá con la libertad. Fiera herida, el doctor Mier ya no sintió vergüenza de su abominable piel, tomó la pluma en el

castillo de San Juan de Ulúa y fue grabando, sobre las paredes de su presidio, el epitafio de un Imperio.

DESPEDIDA EN FALSO

Preocúpate por tu nombre, porque te sobrevivirá, dura más que mil tesoros de oro. La buena vida tiene los días contados, pero el buen nombre permanece para siempre. Eclesiástico, 41:12-13 [epígrafe de Mier para el Manifiesto apologético]²⁵

Los escritos de San Juan de Ulúa son un material precioso para conocer tanto la vida servandiana como el último lapso de su evolución política. El más extenso y arduo de leer es el Manifiesto apologético, que Mier borroneó temeroso ante la perspectiva de que la Apología y la Relación se perdiesen, como acabó por ocurrir, durante medio siglo. El desaseo formal del Manifiesto apologético, borrador de más de un ciento de páginas, se compensa con su formidable libertad expresiva. En el castillo veracruzano, Mier disfruta de la distancia que lo separa del complejo compromiso que lo ató a los inquisidores. Miquel i Vergés y Díaz-Thomé, los primeros editores del texto, destacan que “a diferencia de la Apología, escrita en la Inquisición, este Manifiesto, con el mismo designio, como se aprecia en las primeras palabras, alcanza una mayor precisión y una más destacada egolatría”.² La narración de su vida, desde el escándalo guadalupano hasta Soto la Marina, partirá de un nuevo supuesto, confirmado por los acontecimientos: el papel protagónico que se disponía a jugar en la Independencia de la Nueva España. En octubre de 1820 Mier calculó que su presidio en San Juan de Ulúa duraría algunos meses. El panfletista no perdió el tiempo y se entregó a la discusión, abierta con la Revolución de España, sobre el destino del Imperio. Así, el Manifiesto apologético es el último escrito de Mier que sostiene que la monarquía constitucional es el régimen deseable para la Nueva España. Esa opción era la preferida por la inmensa mayoría de los novohispanos —como lo entendió genialmente Iturbide—, lo mismo que por algunos libertadores sudamericanos como el general San Martín. Pero sólo en México, y de manera bien distinta en Brasil, se experimentó con la monarquía constitucional.

La popularidad del monarquismo constitucional, consecuencia de la evolución política francesa y de la guerra española, encontró a su defensor intelectual en el abate Dominique Dufour de Pradt (1759-1837), nacido en Auvernia y muerto en París. Su turbulenta vida, sus mudanzas políticas e ideológicas y su carácter de príncipe (y político) de la Iglesia, fascinaron a sus lectores, entre quienes Servando fue uno de los más fervorosos y creativos. A diferencia del trato que dio a otros de sus inspiradores, el doctor lo había criticado por sus inexactitudes sobre la naturaleza de las Indias, lo plagió —práctica poco censurada en la época — y acabó por citarlo con orgullo, y al tornarse republicano Mier no dejó de agradecer a Pradt su visionaria contribución.²⁷ Vicario general de la diócesis de Ruán y electo diputado a los Estados Generales en 1789, Pradt es la negación de Grégoire. Mier balanceó en su pensamiento a dos clérigos bien distantes en la política y en la moral. Si Grégoire fue la congruencia militante que raya con el fanatismo del justo, Pradt encarnó la ambigüedad, el descaro pragmático y el vil oportunismo. Pero como suele ocurrir fue un Pradt quien diseñó una política eficaz y duradera cuyo éxito sólo pudo medirse cuando Roma, muerto Fernando VII, terminó de reconocer a las repúblicas hispanoamericanas, conservadas, pese a tantos pronósticos, en el seno de la catolicidad. Pradt fue un enemigo intransigente de la Revolución y de su Constitución Civil del Clero, tras cuya aprobación emigró en 1791, dejando a su familia orlada de mártires. Mas, como el joven Chateaubriand, Pradt supo meditar la experiencia revolucionaria en el exilio, nutriéndose tardíamente de los philosophes, de Hobbes y de Burke. Al igual que Mier, Pradt no fue un teórico original, sino un observador participante cuya obra política resultó decisiva. En 1802, acogiéndose a la readmisión bonapartista de los émigrés, regresó a Francia. A Pradt le cupo en suerte gozar de la duradera protección del general Michel Duroc (1772-1813), uno de los pocos amigos personales de Napoleón. El emperador nombró a Pradt su capellán. Personaje, según los memorialistas, de una simpatía desternillante, a Pradt lo encontraremos en 1804 oficiando de maestro de ceremonias en la coronación de Bonaparte, teniendo como parte del público a Bolívar el mozo, quien ya habría leído Les Trois âges des colonies ou leurs états passé, present et à venir (1802), la primera obra del abate sobre América.²⁸ Pradt, uno de los “diversos intrigantes que manejaban en sus sucias y pequeñas

manos la suerte de uno de los más grandes hombres de la historia y el destino del mundo”, según Chateaubriand, se convirtió en consejero áulico de Napoleón.² Consagrado en 1805 obispo de Poitiers por Pío VII, lo que a Pradt le interesaba eran las relaciones exteriores, ya que era especialista en el mundo español y americano, al grado de que participó en las negociaciones de Bayona. Desde entonces sugirió a Bonaparte que se deshiciese de Fernando VII enviándolo a la Nueva España como emperador. Nombrado en 1808 arzobispo de Malinas, hoy en Bélgica, Pradt fue víctima de las querellas jurisdiccionales entre el emperador y el papa. Este último le negó la investidura canónica y, tras haber defendido a Napoleón en el concilio de 1811, fue enviado a Polonia como embajador. Allí fracasó, resultando incapaz de obtener el respaldo de los polacos para la campaña rusa. Expulsado del círculo del emperador, Pradt entró en tratos con Talleyrand y en 1814 se convirtió en fervoroso borbonista, importándole poco haber sido, de nueva cuenta, maestro de ceremonias, esta vez en el infortunado enlace entre Napoleón y María Luisa, en 1810. Perdido el arzobispado de Malinas en 1815, Pradt fue condecorado por Luis XVIII como Gran Canciller de la Legión de Honor, y se convirtió en el periodista más leído de Europa, pues suyas fueron las grandes crónicas de los congresos internacionales de Viena, Aquisgrán y Verona. El personaje se transformó, durante la Restauración, en un liberal de tono subidísimo, cuya obsesión fue la liberación de las colonias. Según Pradt —para regocijo de Servando y tantos otros— España era una nación africana incrustada en Europa por un error geográfico. Es probable que Mier, aunque no lo cita en la Historia, conociese a Pradt desde Londres, donde fue traducido con presteza como ejemplo de la vitalidad de la Leyenda Negra.³ Pradt fue uno de los primeros intelectuales europeos que, heredero del organicismo de las Luces, concibió el globo como una civilización intercomunicada, donde la vieja Europa, madre de sus posesiones ultramarinas, debía atender al desarrollo biológico y dejarlas en libertad. Esas hijas crecerían educadas en los valores universales de la Ilustración y honrarían, con su conducta, a la Europa del liberalismo, como lo dice Pradt en De la Revolución actual de España (1820).³¹ Para el arzobispo de Malinas —como lo llamaba, respetuoso, Servando—, la Independencia de América era una cuestión de principios, amparada por el

derecho natural y la tendencia positiva de la civilización hacia el bienestar. Sus admiradores no se cansaron de hacer suscripciones para levantarle estatuas, desde la Ciudad de México hasta Buenos Aires. Obras como las Mémoires historiques sur la révolution d’Espagne (1816), Des colonies et la révolution actuelle d’Amérique (1817), L’Europe et l’Amérique en 1821 (1822) y Concordate de l’Amérique avec Rome (1827), así como numerosos panfletos sobre Rusia, Grecia y la India fueron traducidos, divulgados y leídos en la Nueva España por el doctor Cos, Bustamante, Lizardi, Juan Bautista Morales, Lorenzo de Zavala y fray Juan de Quatemoctzin Rosillo de Mier, el sobrino franciscano de Servando, quien en honor del soñado linaje de su tío llevaba el nombre del último emperador de los aztecas. Hijo de María Josefa, una de las hermanas mayores de Servando, Rosillo de Mier dijo en su Manifiesto sobre la inutilidad de los Provinciales de las religiones de América (Puebla, 1821) que el Plan de Iguala era resultado de la lectura cuidadosa que Agustín de Iturbide hizo de Pradt.³² El abate Pradt fue, también, el autor del guión utilizado por Iturbide para separar, al fin, a la Nueva España de la vieja. Mier, en juicio que compartía con Lorenzo de Zavala, llegó a atribuir la solución borbónica a la lectura del arzobispo de Malinas:

Cuando los diputados de México, a fines del año pasado [1820], descendieron a Veracruz, fue cuando arribaron los 200 ejemplares que dije de la obra De las Colonias, del Señor Pradt. La leyeron, se empaparon de sus ideas, tuvieron varias juntas y se inclinaron a ir a pedir en las Cortes un infante de España para rey. Su elección se dirigía a don Francisco de Paula [hermano de Fernando VII], porque aunque notoriamente es hijo de Godoy, cuya cara lleva pintada, y por lo mismo las Cortes de Cádiz lo habían excluido de la sucesión, parece más tolerable que el infante don Carlos [María Isidoro de Borbón], déspota igual a su hermano Fernando.³³

Pradt compartía los prejuicios enciclopedistas sobre la inferioridad biológica americana pero predijo que las colonias independientes desarrollarían una rica cultura, continuidad y negación de la europea. Mier y Pradt compartían la idea —tanto más extravagante viniendo del arzobispo de Malinas, quien nunca cruzó

el Atlántico— de que las ciudades de América eran del todo superiores a las europeas. Pradt actualizó, durante el Imperio napoleónico y tras su colapso, la noción del buen salvaje, que a sus ojos se convertía en el súbdito ejemplar, capaz de lograr la armonía social que revoluciones y restauraciones habían hecho abortar en Europa. Mier, como lo demuestra Jiménez Codinach, tomó para su Manifiesto apologético párrafos enteros de Pradt.³⁴ Sin duda, el amor pasajero de Mier por la monarquía constitucional venía de su experiencia inglesa, pero fue el arzobispo de Malinas quien permitió que él y otros independentistas —borbonistas, iturbidistas o rutineros constitucionales— conciliasen una forma de gobierno en boga con la Independencia, alcanzando un argumento difícil de rebatir para los liberales españoles. El Manifiesto apologético, en cuanto que último texto monárquico de Mier, logra ensamblar, como lo señala Jaime E. Rodríguez, la vieja teoría servandiana de “la Constitución histórica de América” con la actualidad del constitucionalismo monárquico, orgullo de los ingleses, concesión de Luis XVIII a la Revolución Francesa con la Carta Constitucional de 1814 y bandera triunfante del levantamiento de Riego.³⁵ Fue en ese momento cuando Servando debió recibir los deprimentes informes de su “primo” Miguel Ramos Arizpe, diputado por Coahuila en las Cortes españolas: los liberales vencedores daban la espalda a los insurgentes americanos, manteniendo sin rubor la condición colonial. Tras su entusiasmo por la Constitución reestablecida, Mier escribió Idea de la Constitución dada a las Américas, afilando sus viejas armas contra el texto de 1812. La Leyenda Negra, juicio suspendido gracias a la camaradería con Mina y el triunfo liberal, regresó para quedarse en la nueva nación, que en 1828 comenzaría la expulsión de los súbditos españoles. Escrita en enero-febrero de 1821, la Idea de la Constitución repite la noción del pacto traslationis, mediante el cual América habría cedido forzada pero temporalmente su soberanía a la Corona de Castilla. Las Leyes de Indias, todavía utilizadas en la Historia para convencer a los ingleses de que el Anáhuac, como la Gran Bretaña, gozaba de una suerte de Constitución no escrita, son denunciadas por Mier como una infamia. A diferencia del Manifiesto apologético, la Idea de la Constitución fue redactada por el fraile, como el resto de los escritos políticos de San Juan de Ulúa y de La Habana, para que se hiciesen públicos. Son bellas piezas de retórica partisana.

Mier, como en el exilio londinense, hace que su prosa tan enfática no opaque un guión político regido por los acontecimientos. La declaración de Independencia de Servando, así, no puede ser más patética, en el sentido griego de la palabra, o sea apelación al pathos:

Nada, pues, tienen las Américas que ver con España en lo espiritual, como tampoco tenían en lo temporal [...] Es evidente, en conclusión: que por la Constitución dada por los reyes de España a las Américas, son reinos independientes de ella sin tener otro vínculo que el rey, precisa y únicamente en calidad de rey de Castilla, el cual, según enseñan los publicistas, debe gobernarlos como si sólo fuese rey de ellos. Mejor diría: como emperador de las Indias.³

En la Idea de la Constitución, Mier no elucubra sobre el tipo de régimen político que espera a la América independiente pero deja claro que se caracterizará por ser una tercera opción, ajena tanto a las Leyes de Indias como a la Constitución de Cádiz, pues, parafraseando a Tom Paine, Servando afirma que “la historia de los virreyes es el martirologio de los americanos”.³⁷ A cambio, Servando aclara su concepto de revolución, oscuro en la Historia de 1813, adelantándose más de una década a la discusión de los historiadores franceses, durante el reinado de Luis Felipe, sobre la naturaleza política del fenómeno revolucionario: “Hay una diferencia muy grande entre los movimientos populares, la sedición, el levantamiento y la guerra civil”.³⁸ Mentiría si dijese que Mier alcanzó a definir teóricamente lo ocurrido en América desde 1808. Es evidente, empero, que la revolución ya no es para él sólo esa vuelta astronómica a la Constitución primitiva de los americanos. Es una novedad histórica en la que Mier medita... sin olvidar mencionar, en sus apéndices, viejas obsesiones suyas como el origen no americano del mal gálico o venéreo, la toponimia del Nuevo Mundo, la defensa de Las Casas contra las acusaciones de trata de negros, así como su beneplácito por la igualdad racial de todos los americanos. Tras conceder que Cádiz dio a los españoles un venerable conjunto de libertades individuales inspiradas en las Constituciones francesas de 1791 y 1795, en Idea

de la Constitución, Servando rompe para siempre con el texto gaditano. E introduce una ¿ilusión? autobiográfica desconocida, asegurando que Apodaca lo puso preso saliendo de la Inquisición para “estorbar que me eligiesen diputado en México, donde ya corrían listas”.³ El doctor deseaba sumarse a sus amigos Alamán, Fagoaga y Ramos Arizpe, quienes daban las últimas batallas contra la desintegración del Imperio en las Cortes españolas. Poco después, en ¿Puede ser libre la Nueva España?, Mier brinda las condiciones necesarias para la Independencia: 1] un gobierno centralizado, 2] un cuerpo representativo de la nación y 3] la alianza con las potencias extranjeras, en particular, con los Estados Unidos. En ese discurso, exposición de las tres garantías servandianas, aparecen un par de novedades contradictorias: el repudio categórico de los militares como directores de la vida pública y el llamamiento al general Guadalupe Victoria como único jefe capaz de convocar al Congreso Nacional.⁴ Los analistas se han burlado, con razón, de la ilusa idea que fray Servando tenía de la vida parlamentaria nativa. Según él, bastaba con que el general Victoria convocase a 17 personalidades connotadas de las provincias para que la nación —cuyo nombre oscila aún entre el Anáhuac, la América Septentrional y, rara vez, México— contase con un cuerpo legislativo. Mier había olvidado lo que sufrió, en Londres y durante la aventura con Mina, por la hechiza representatividad de los Congresos insurgentes. Pero en una de las escasas referencias al cura Morelos posteriores a la Historia, Servando reconoce que fue el Congreso de Chilpancingo quien dio al caudillo su legitimidad, y no al revés, a pesar de cabecillas como “los Rayones”. En ¿Puede ser libre la Nueva España?, Mier lamenta que el Anáhuac, a diferencia de la ya casi libre América del Sur, carezca de héroes a la altura de Bolívar y San Martín.⁴¹ ¿Puede ser libre la Nueva España? presenta, por otra parte, el primer planteamiento servandiano de la contradicción, irresoluta durante décadas, entre el poder central y las libertades públicas. Teólogo político de una república cristiana, o escriturística como la llama Manuel Calvillo,⁴² Mier trasladaba su noción de concilio ecuménico —aprendida con Grégoire en 1800 — al gobierno de las nuevas repúblicas, todavía definidas en el sentido tomista y no liberal de la palabra: el régimen político de esas creaturas seguía siendo, como quería Pradt, la monarquía constitucional. Ni él, ni ninguno de sus contemporáneos, pudo conciliar el Congreso soberano con la autoridad centralizada que urgía para evitar la implosión de los países

hispanoamericanos. Y dado que el único ejemplo exitoso eran los Estados Unidos, con el federalismo hemos topado, Servando. Como el lector ya sospechará, no eran estos textos la obra solitaria y valiente de un prisionero político que arroja, aislado del mundo, botellas al mar. Servando siempre guarda sorpresas. La fiera de San Juan de Ulúa ya no era aquel “monje loco” que escribía sus Memorias en una “mazmorra” de la Inquisición. El doctor Teresa de Mier se había convertido en una pieza central en la conspiración independentista de las sociedades secretas paramasónicas. Sólo ello explica que, más allá del recio carácter del cautivo, gozase de tanta libertad para escupir sobre la Constitución de Cádiz y difundir la Leyenda Negra desde San Juan de Ulúa. En el castillo, como lo sabemos gracias a las investigaciones de B. K. Hadley, Jaime E. Rodríguez y Yael Bitrán, Mier mantuvo fluida correspondencia con varios conspiradores, entre los que se contaban su discípulo Bustamante y su admirado general Victoria, que lograron imprimir y hacer circular en la Nueva España la Carta de despedida a los mexicanos, una vez que el fraile salió hacia La Habana en febrero de 1821. Gracias a esa circulación de cartas y copias manuscritas de los textos políticos del fraile, éste se convirtió en el ideólogo del grupo de viejos insurgentes que, nucleado en torno a Victoria y Vicente Guerrero, acabaría por aliarse temporalmente con el coronel Iturbide. Mier incluso enviaba instrucciones propiamente dichas, que en esencia resumían el contenido de la Idea de la Constitución y de ¿Puede ser libre la Nueva España?⁴³ Eso no quiere decir que Servando haya sido el artífice del pacto entre Iturbide y Guerrero, como se jactó poco después en Filadelfia, al tenor de “yo aunque encerrado en el castillo de San Juan de Ulúa frente de Veracruz tenía el hilo de la negociación”.⁴⁴ No sólo se dedicó Servando a la política, sino que resguardó sus intereses personales nombrando sus apoderados —derecho concedido por Dávila en vista de su proyectado destierro— a sus sobrinos Juan de Quatemoctzin Rosillo de Mier y Francisco de Paula Mier, este último su intermediario ante Wenceslao Villaurrutia, veterano de la Sociedad de Caballeros Racionales de los tiempos de Cádiz y Londres. ¿La vieja scr había sobrevivido en Veracruz? Sabemos que, hasta mayo de 1812, la scr reclutó juramentados paramasónicos bajo la dirección de Vicente Acuña, alias “el Tacones”, hasta que fueron arrestados y condenados a muerte.⁴⁵

Pensando en el peso económico de los liberales veracruzanos, incluso representados en las Cortes de 1820 por Tomás Murphy, es obvio que la SCR, con otros nombres y nuevos adherentes, sobrevivió a la Restauración gracias a células durmientes, mismas que acudieron al llamado de Bustamante y Victoria, y extendieron sus redes hasta la Ciudad de México, donde operaban Los Guadalupes, grupo afín. Y como veremos enseguida, Mier llegó a los Estados Unidos gracias al grupo panamericano donde figuraban Miguel Santa María, otro iniciado histórico, Manuel Torres, Tadeo Ortiz, Vicente Rocafuerte y otros personajes de los que poco o nada sabemos. En la parte final de ¿Puede ser libre la Nueva España? aparece un extraño apartado, iniciado en el castillo y finalizado en los Estados Unidos antes de agosto de 1821, donde Mier rompe su disertación y se propone como la persona indicada para ser el ministro plenipotenciario de los independentistas en los Estados Unidos. En otro momento de su vida habríamos leído esa pretensión como una baladronada más al estilo de los títulos pontificios romanos o los laureles académicos franceses. Ahora es preciso escucharlo con mayor atención:

Ya está el Congreso y el gobierno [dice Servando refiriéndose al Plan de Iguala lanzado el 24 de febrero de 1821 por Iturbide]. ¿Cómo dar aviso a los Estados Unidos? Escribiendo yo este discurso en San Juan de Ulúa decían aquí las personas, a quienes [José Manuel de] Herrera y su segundo [Desiderio] Zárate habían sustituido sus poderes. Pero el uno está en Buenos Aires y el otro de secretario de Estado en la República de Colombia [...]. En todo caso conviene enviar lo que se llama un mensajero. Un ministro plenipotenciario autorizado completamente para tratar con el gobierno de los Estados Unidos, y cualquiera otra potencia que sea necesario, tratados de paz y guerra, alianzas ofensivas y defensivas, tratados de comercio, auxilios pecuniarios sin límite, respondiendo con las minas de México, e igualmente auxilios militares. Para levantar él mismo ejércitos de mar y tierra, nombrar generales y oficiales provisoriamente, nombrar encargados de negocios o agentes para otras Cortes que convenga, sustituir él mismo la plenitud de sus poderes, nombrar cónsules generales y particulares, dar patentes de corso y hacer todo cuanto le parezca convenir para dar la libertad e independencia a la República Anahuacense, cuya capital es México.⁴

Fray Servando se soñaba el general La Fayette en la Revolución del Anáhuac, amparándose en el emblema de la nueva nación pues “el poder ejecutivo, o presidente, es el que expide este nombramiento sellado y autorizado por el secretario o ministro de las relaciones extranjeras. El sello es el nopal sobre la piedra y encima el águila con la culebra a los pies. Dos laureles enlazados cierran todo.”⁴⁷ Dado que los sujetos que él proponía —Mier está reconstruyendo una instrucción previamente enviada— no se presentaban, él mismo se propone, atendiendo al ruego, como suele suceder en estos casos, de un grupo de simpatizantes, “los que en Veracruz estaban ya iniciados en la nueva insurrección fueron de parecer que yo debía ser el ministro, y ponerme en proporción. Por eso, vine a La Habana pagando 250 pesos por mi pasaje y de allí me trasladé a la inmediación de este gobierno, y para recibir los poderes del que manda en jefe, envío el buque portador de este pliego.”⁴⁸ Ansioso de representar dignamente a la República del Anáhuac, Mier no descuida el aspecto pecuniario:

Es menester, empero, considerar que el ministro plenipotenciario, cualquiera que sea, poco o nada puede sin dinero. Éste fue siempre el nervio de la guerra y el eje de todas las operaciones que la empiezan, la acompañan y la finalizan. El mismo ministro, para tratarse con alguna decencia, ser respetado y hacer sus viajes, necesita desde luego algún dinero. Se debe dinero también de la expedición de Mina, que no es justo pierdan del todo lo que dieron para el bien de nuestra patria.⁴

Alharaquiento como era habitual, Servando exageraba su importancia, y los conspiradores que lo rescataron de La Habana, haciéndolo desembarcar en Baltimore en junio de 1821, prefirieron, como veremos, darle al ideólogo una posición más modesta. ¿Llegó a ser contemplada la candidatura de Mier para ser el representante de México ante Washington? La honra perdida en 1794 se iba reconstituyendo, como si la mugrosa vestimenta

morada desechada por los carceleros de San Juan de Ulúa sufriese un proceso inverso al de la piel de zapa de Balzac y recuperara día con día sus dimensiones hasta ajustar en el cuerpo maltratado de fray Servando, vestido a la manera de sus ilusiones. La libertad de México, cualquiera fuese el destino de la nación, parecía coincidir con la libertad de Mier. No adelantemos vísperas. Los capítulos V, VI Y VII de ¿Puede ser libre la Nueva España?, donde aparece la modesta autoproposición, fueron escritos meses después que el cuerpo del texto, aún ceñido al monarquismo constitucional. A principios de febrero de 1821, enviado a Cuba sólo como escala rumbo a un nuevo exilio español, Servando ignoraba que las sociedades secretas lo pondrían a buen resguardo en los Estados Unidos. Tomó la precaución de dejar una Carta de despedida a los mexicanos. En el tono de la rebeldía que Servando dimanaba, uno esperaría que esa carta fuera otro manifiesto tan ardiente como instructivo en términos militantes. Temeroso de perderse de nuevo, y acaso para siempre, en los penitenciales conventos españoles, obligado a lo que por fortuna sólo fue una despedida en falso, Mier dedicó su Carta de despedida a los mexicanos a la ortografía.

Al volver del otro mundo [dice], que casi tanto vale salir de los calabozos de la Inquisición, donde por así conviene me tuvo archivado tres años el gobierno, me hallé con una gran variación en la ortografía y excluida la x del número de las letras fuertes, por más que la reclamase el origen de las palabras. Como la Academia Española había encargado que no se desatendiese éste enteramente, aunque se procurase conformar la ortografía a la pronunciación; y por otra parte no sólo veía incompleto el sistema de reforma, sino que en unos impresos la j era ya la única letra gutural, en otros alternaba la g con las vocales e, i, creí que toda esta novedad vendría de los impresores. Hallándose cargados de obra con la libertad de la imprenta y no sabiendo distinguir el origen de las palabras para distribuir las tres letras guturales, habrían echado por el atajo. Pero unos me han dicho que esto provenía de la misma Academia Española en su última ortografía, otros que no tal, sino que sólo proviene de los editores del diccionario de la Academia que han adoptado el sistema promovido de algunos gramáticos modernos para no atender sino a la pronunciación. Encerrado en este castillo no he podido apurar la verdad.⁵

Profesor que había sido, como él lo dice a renglón seguido, de español en París y Lisboa, Servando desconocía al detalle que en la octava edición del Prontuario de ortografía de la lengua castellana, de 1815, la Real Academia modernizó la ortografía. Que ya no ortographía. Entre las modificaciones, la mayoría vigentes hoy en día, los académicos decidieron hacer desaparecer el último resto gráfico que distinguía las fricativas sonoras de las sordas: en lo sucesivo el fonema /x/ se representaría con j ante cualquier vocal. Es decir, México debía escribirse Méjico, tal cual se pronuncia, en rigor fonético.⁵¹ La reforma ortográfica de 1815 supuso la derrota parcial del gramático Andrés Bello y de otros herejes políticos y ortográficos, como Bartolomé José Gallardo. Las innovaciones ortográficas de Bello fueron, por cierto, normativas en Chile hasta 1927, cuando el presidente Carlos Ibáñez dio fin al cisma, ordenando a todos los establecimientos chilenos de enseñanza pública la obediencia académica. Durante sus paseos londinenses, esa hermosa amistad inglesa que Bello y Servando se profesaron debió acalorarse en atención a las disidencias ortográficas entre el pedagogo ilustrado que devino patricio de Chile y el necio fraile tan barroco. Bello quería escribir gerra y no guerra, expulsar a la h muda y a la c inútil, imponiendo la rrazón. Uno de los casos en que el poeta caraqueño festejó la edición de 1815 fue, precisamente, la sustitución de la x por la j. En 1843 algunas x fueron rehabilitadas, abandonándose los estraños y los estrangeros. Numerosos vocablos andaluces cambiaron de rostro por esa medida, que no fue diseñada, contra lo que Mier sospechaba, para privar de su identidad a un país llamado México que en 1815 no existía ni se llamaba así.⁵² Fray Servando, conmovido, instó en 1821 a los mexicanos mediante “esta carta [que] se reduce a suplicar por despedida a mis paisanos anahuacenses recusen la supresión de la x en los nombres mexicanos o aztecas que nos quedan de los lugares, y especialmente de México, porque sería acabar de estropearlos. Y es grande lástima, porque todos son significativos, y en su significado topográficos, estadísticos o históricos.”⁵³ Primera obra que Mier publicaba en su patria, la Carta de despedida a los mexicanos apareció en Puebla —gracias a los oficios de su sobrino Quatemoctzin allí residente—, alcanzó dos ediciones en la Ciudad de México y

otra, al menos, en Guadalajara. También es notable que Bustamante y Victoria, en un clima de libertad de prensa garantizado por la Constitución de Cádiz, prefiriesen dar a la luz ese texto de Mier antes que el resto de los panfletos independentistas de San Juan de Ulúa. El doctor los convenció —y la obra postrera de Bustamante lo prueba— de que las leyendas bíblicas sonaban mejor que las armas, siendo el linaje apostólico del Anáhuac más valioso que todos los planes y panfletos del orbe indiano. Para Hidalgo y Morelos, como para Servando e Iturbide, México sólo se salvaría dentro de la Iglesia Católica. El deseo de Servando, al despedirse de sus paisanos, era recordarles el eje argumental de su ya larga peregrinación como predicador, su absoluta certidumbre de que México, gracias a Tomás Apóstol, era Mexi, el lugar donde se adora a Cristo, y los mexicanos, los ungidos. El error etimológico servandiano consistía en creer que la x mesoamericana, que permite pronunciar Ushmal, tenía su origen en la Scin hebrea. Peor aún, la etimología es completamente falsa pues Thomas viene del arameo, no del griego. Y la equivalencia buscada por Mier sería otra: Messiah (hebreo) como ungido es lo mismo que Christos (griego). En descargo de Mier puede decirse que el texto de las Escrituras, su inefable mala interpretación, se convierte en la biografía de cada religioso. Toda la obra servandiana podía olvidarse menos el episodio de Tomás, fábula de fundación o explicación soteriológica que nos lleva al corazón de Servando, a la dura memorización de la Biblia realizada por un novicio de Santo Domingo de México en el siglo XVIII. Y si el fraile languidecía en España, adonde el virrey Apodaca planeaba erradicarlo, quedaría la Carta de despedida a los mexicanos como la reliquia con la cual podría reconstruirse el cuerpo místico de la nacionalidad. El imperativo léxico de Mier, más allá de sus dudosas fuentes etimológicas, resultó su victoria de mayor alcance. Como lo decían los versículos del Eclesiástico que Servando usó como epígrafe del Manifiesto apologético, “el buen nombre” valía más que mil tesoros. La conservación de la x en el nombre de la patria, contra la Academia y contra el sentido fonético, pasó de necedad nacionalista a dogma de fe. Del “resolví irme a México porque México se escribe con x” de Ramón del Valle-Inclán a La X en la frente (1952) de Alfonso Reyes, el siglo XX testificó la derrota de la j.⁵⁴ La Real Academia, en el Congreso de Quito, aceptó oficialmente la x para representar “el sonido fricativo velar sonoro” de la j en México.⁵⁵ Que los últimos defensores de Méjico hayan sido los nostálgicos del general Franco y del nacionalcatolicismo ibérico es consecuente, pues fue Servando, heraldo de la Leyenda Negra, quien más batalló

por imponerla. Pero también Iturbide escribía México con x. En 1821 Mier, renuente a la tradición guadalupana, argumentó una defensa de la singularidad mexicana menos vistosa pero más sofisticada. Al defender la vieja ortografía del español condenada por la Ilustración, la Nueva España se desprendía de la metrópoli y se inclinaba agradecida, ante las barrocas letras de imprenta que la nombraron como hija predilecta; al rogar por la x, Servando rendía tributo a los predicadores del siglo XVI y a sus alumnos, los nahuatlatos indios, quienes transcribieron del náhuatl al español según las normas latinas. México era la Roma americana y en el gentilicio llevaría, si no el atributo, al menos el signo de la cosa: la x era el punto de encuentro, la letra fuerte que mediante un extraño trazo unía a Oriente y Occidente en el ombligo de la luna. Antes de irse para volver, Servando bautizó a su soñada republica christiana como “México” y se dirigió a sus habitantes como mexicanos, poco después de que el Plan de Iguala, en su artículo primero, apelase a la “nación mexicana”. Nombrando al Imperio de la x, el fraile dominico lanzaba un sortilegio que restauraba su honra, asociándola por los siglos al Apóstol Tomás e imponiendo la falsa etimología como madrastra de la historia.

Nota † “de la molesta situación de estar visitando continuamente la prisión”.

17. Soplo republicano desde Nueva York

A la luz de este procedimiento, se hace más visible el haber quedado a discreción de los pueblos las materias de gobierno. A pesar de haberos encargado del de los Hebreos les fue lícito variarle a su arbitrio reproduciendo la forma que mejor les parecía. En la alternativa de sus gobiernos, no se vio jamás de vuestra parte otra repugnancia que la que manifestásteis cuando aspiraron a la monarquía absoluta. Sin expreso permiso vuestro, son democráticos, anárquicos y republicanos; pero sin mucha instancia, contestaciones y réplicas no les es permitido un rey despótico. Si al regresar de Babilonia Esdras y Nehemías prefieren el sistema republicano, no sólo es por el horror que les causa la memoria de los reinos de Israel y de Judá. JUAN GERMÁN ROSCIO, El triunfo de la libertad sobre el despotismo. República de los Hebreos después del cautiverio de Babilonia. Insurrección de los Macabeos, XIX [1817]

América es el país más democrático de la tierra y, al mismo tiempo, aquel en donde, según los informes más dignos de fe, hace la religión católica más progresos, lo cual no deja de sorprender a primera vista. ALEXIS DE TOCQUEVILLE, La democracia en América. El progreso del catolicismo en los Estados Unidos, II, VI [1835]

DE UN CASTILLO A OTRO

Cualquier autobiografía es verdadera. Se vive al escribirla. S. J. Leç, Pensamientos descabellados [1957]

Cuba, a principios de 1821, era el nuevo nido de los conspiradores americanos, y la importancia estratégica de la isla era tal que los independentistas cubanos sabían que sólo se salvarían del dominio español si ligaban su destino a los Estados Unidos, a México o a la Gran Colombia. Mirador desde donde se veía, a una distancia a la vez cómoda y útil, el espectáculo del derrumbe imperial, La Habana tenía entre sus huéspedes al quiteño Vicente Rocafuerte (1783-1847), quien nació el mismo año que Bolívar y, como éste, dejó a las nuevas repúblicas convertidas en ruinas antes de la adolescencia. Educado en Francia, diputado a las Cortes españolas en 1812, Rocafuerte escribió un Bosquejo ligerísimo de la Revolución de Mégico (1822), obra que dio eficaz comienzo a la deturpación universal de Agustín de Iturbide y que fue atribuida al doctor Mier. Hasta 1830, dotado de la nacionalidad mexicana por la República, Rocafuerte la representó como alto diplomático en Londres, donde al mismo tiempo servía, incurriendo en gravosos conflictos de intereses, al gobierno colombiano. Este brillante internacionalista, admirador ferviente de la Revolución de los Estados Unidos, fue presidente de Ecuador entre 1835 y 1839.¹ Rocafuerte llegó a La Habana, desde España, el 4 de marzo de 1821. Había sido enviado a la península como agente secreto de la Gran Colombia para cabildear la causa autonomista entre los liberales. Sus contactos con personajes como el abate Pradt, el conde de Volney, David Ricardo y Alexander von Humboldt, no le sirvieron de nada en España, y regresó decidido a finiquitar la Independencia convirtiendo el corredor La Habana-Filadelfia en sustituto del eje Londres-Cádiz de la década anterior. Una de las primeras diligencias que Rocafuerte hubo de despachar fue la situación de un enfermizo Servando Teresa de Mier, quien había sido remitido a La Habana, desde San Juan de Ulúa, el 3 de febrero de 1821. Al conspirador ecuatoriano le tocó evaluar qué papel podía jugar Mier, a quien

quizá conocía desde las Cortes de Cádiz, en la nueva situación creada por el Plan de Iguala. Rocafuerte dio de alta a Servando en esas sociedades secretas que, herederas de la scr, funcionaban entre Caracas y Filadelfia, con una visión internacional de la que carecía el pequeño núcleo veracruzano. El doctor se encontró, por carta o en persona, con viejos amigos, como Pedro Gual, José Revenga, Miguel Santa María, y halló nuevos compañeros como José Fernández de Madrid y José Antonio Miralla. Estas sociedades habían evolucionado desde los tiempos londinenses. Eran más poderosas, sus personeros ya gobernaban porciones significativas de América y contaban con aliados liberales en España y entre la burocracia virreinal; su contenido paramasónico se había transformado en una actividad política propiamente revolucionaria. Sus jefes ya eran, en su mayoría y en el sentido estricto de la palabra, francmasones.² Un mes antes, instruido por sus amigos veracruzanos o alertado por su sagacidad, Servando logró escapar al destierro español. Una vez reducido al castillo del Morro en La Habana, Mier presentó ante el gobernador general de Cuba, Juan Manuel Canigal, un certificado que exponía su grave estado de salud, que podía causarle la muerte de continuar la navegación; padecía “cefalalgia frontal, dolor de estómago y en toda la región abdominal, una grande inapetencia con mayores vómitos, sin poder retener alimento alguno. Postración universal.”³ Tiendo a creer, contra lo que sospechan otros comentaristas, que Servando estaba verdaderamente enfermo y que, si bien ese certificado le fue utilísimo para su siguiente fuga, en este punto comienza el último tramo de su historia clínica, siendo los síntomas de 1821 similares a los descritos un año antes de su muerte. No había, sin duda, enfermedad capaz de atar al doctor Mier a una cama de presidio, de tal forma que el 19 de marzo de 1821 logró su traslado al hospital San Ambrosio, “para estar expedito para salir para los Estados Unidos y obrar según mi comisión luego que en México se diese el grito proyectado y se tuviese algún puerto”.⁴ Siguiendo la correspondencia cubana, a Mier todavía se le complicaron un poco las cosas, pues el benévolo Canigal fue sustituido en esos días, como gobernador de Cuba, por Nicolás de Mahy (1757-1822). Mahy, valeroso mariscal de campo contra los franceses, impidió con determinación la temida Independencia cubana. Entre sus medidas estuvo dar seguimiento al proyectado destierro de Servando, esa frailuna bestia, a cuyos custodios ordenó embarcar rumbo a España en la fragata de guerra Pronta.

Servando no abordó embarcación de nombre e intenciones tan expeditas, pues en una fecha no determinada entre el 17 de abril y el 1° de mayo de 1821 se escapó del hospital San Ambrosio y pudo embarcar hacia los Estados Unidos el 30 de mayo, permaneciendo en la clandestinidad durante la espera. Es probable que Servando haya viajado en compañía de Rocafuerte, pero si alcanzó, en ese momento, un lugar en la fragata Robert Fulton se debió a que las sociedades secretas mexicanas informaron al grupo de La Habana que Iturbide pretendía apoyarse en el paralizado ejército realista para ungirse como tirano. Para evitarlo, el millonario Rocafuerte decidió viajar a Filadelfia a fletar barcos que permitiesen la evacuación de las tropas españolas en México. Y el quiteño llevaba consigo a la pluma más venenosa de la América Septentrional, quien continuaría desde los Estados Unidos su labor propagandística.⁵ Un año después, preso de nuevo en San Juan de Ulúa, Servando redactó el que sería su último alegato autobiográfico, Exposición de la persecución que ha padecido desde el 14 de junio de 1817 hasta el presente de 1822, el Dr. Servando Teresa de Mier, donde narra su última fuga internacional. Antes se retrata llegando a La Habana:

El día 3 de febrero de 1821 dimos a la vela, yo fui padeciendo mucho, como siempre en la mar, y aunque llegué muy enfermo y el físico del buque dio de ello certificación por escrito, fui llevado inmediatamente al Morro donde me daban dos reales diarios que no quise recibir porque no alcanzaban para nada, pues el país es tan caro como Veracruz, donde aún no sufragaban los cuatro que me daban. En la primera visita que hizo el general Mahy le presenté personalmente un escrito reproduciendo en él [sus rutinarios alegatos de inocencia].

Servando, tratando de impedir su remisión a la península, asegura

que peligraba mi vida en una navegación tan larga a los 58 años de edad [en realidad los cumpliría hasta octubre] y estropeado. Que no tenía dinero para pagar a fin de ir con comodidad, ni tampoco para pagar el regreso, aunque sabía

que en España no sólo me habían de poner luego en libertad sino darme facultad para volver a la patria, porque no sólo los actuales ministros eran mis amigos, sino que bastaba la recomendación de un tribunal tan detestado como la Inquisición. Mi caso era el de un infeliz a quien los salteadores han maniatado para conducirlo a su antojo y el derecho natural autoriza para escapar de sus garras. Sabía yo que a nadie hacía responsable, porque la guardia del hospital no tenía órdenes para velar sobre mí, pues yo salía cuando quería, y tomé el consejo de Jesucristo que siempre han practicado los Santos en las persecuciones: cuando os persiguieren en una ciudad huid a otra. Se me había enviado de la Capitanía General un pasaporte con el nombre de don Mariano Cosío y estando en el puerto para salir a las 4 de la tarde de un día de fines de mayo de 1821 la fragata de vapor Robert Fulton, me embarqué para los Estados Unidos. [...] Sabiendo que las cosas están ya variadas enteramente en mi país y que el virrey O’Donojú había concertado y autorizado su independencia, venía a descansar de 27 años de una persecución tan injusta como atroz.⁷

Las sociedades secretas, infiltradas en las capitanías generales, procuraron a Mier un pasaporte. Don Mariano Cosío abandonó su cama en el hospital San Ambrosio socorrido, en esta ocasión, no por un sosías jansenista, como en los conventos peninsulares, sino por hermanos que como Rocafuerte estaban a punto de fundar las nuevas repúblicas americanas. Con ese cuerpo estropeado a los 57 años de edad, la realidad política ya recompensaba al viejo fraile levantisco. Aunque se enteró en Filadelfia de la proclamación de la Independencia de México, el castillo del Morro en La Habana fue el sitio donde Servando recibió las noticias de ese Plan de Iguala que le permitía soñar, al menos soñar, con el descanso de sus persecuciones. Huyendo de un castillo a otro, el doctor Mier había pasado casi 30 años. Ahora, navegando rumbo al puerto de Baltimore, se soñaba ministro del Anáhuac en los Estados Unidos, vistiendo un traje que él mismo había diseñado a su medida y por escrito.

PRUEBA ÍNTIMA DE LA EXISTENCIA DEL DOCTOR MIER

De la misma manera en que se encuentran ruinas ficticias en los jardines ingleses, también ciertos hombres son tan extraños para nuestro mundo que parecen ser las ruinas artificiales de un mundo mejor. JEAN PAUL RICHTER, Mon enterrement vivant [1785-1790]

En 1821 Washington era una villa patricia que distaba mucho de ser una gran ciudad. Los políticos sólo permanecían allí durante las sesiones del Congreso y una vez clausurada la temporada legislativa regresaban a sus estados o hacían tertulia en la vecina Filadelfia, bullicioso centro político y espiritual de la nación. La Casa Blanca, así llamada por el color de la pintura fresca que necesitó para su restauración tras el asalto británico de 1814, recibió en 1817 a James Monroe (1758-1831), quinto presidente de los Estados Unidos tras Washington, Adams, Jefferson y Madison, y penúltimo de la dinastía virginiana. El matrimonio Monroe encontraba démodée la estudiada aunque efectiva llaneza dieciochesca de Thomas Jefferson, famoso por recibir visitantes distinguidos en bata y por abrir afablemente las puertas de la casa presidencial a casi todo ciudadano. El mundo restaurado tras la caída de Napoleón debía regirse por los estrictos protocolos del Congreso de Viena, y así lo entendieron los Monroe. El nuevo presidente, ministro de los Estados Unidos en París entre 1794 y 1797, deseaba limpiar la juvenil, plebeya y revolucionaria imagen de la República ante la vieja Europa, que volvía por sus fueros. Cambiaron entonces los usos y costumbres presidenciales; la pareja de la Casa Blanca dejó de ser solamente la primera entre los matrimonios estadounidenses. Recordado por haber dado a los Estados Unidos una identidad propia en el concierto internacional, Monroe dejó de asistir a convites privados y se rodeó de ujieres y normas de etiqueta. Asistir a la Casa Blanca, incluso para los representantes extranjeros, debía ser un honor y no una rutina al alcance de cualquiera, sobre todo en una época de revoluciones en que abundaban los mercenarios disfrazados de idealistas, los traficantes de armas con dudoso crédito, los pretendientes a tronos vacíos o los agentes confidenciales de

repúblicas de difícil localización en el mapa. Ese escenario explica, en parte, el disimulado llanto de un conspirador, quien el 19 de junio de 1822, tras una década de perseverancia, no sólo fue reconocido como ministro de su patria, sino llamado cariñosamente a sentarse a conversar unos minutos con el presidente de los Estados Unidos. Ese hombre fue Manuel Torres (1763-1822), el único en dejarnos un testimonio directo, cumplido y veraz de su amistad con Servando Teresa de Mier.⁸ Quienes presenciaron la entrevista entre Torres y Monroe, también debieron sentirse emocionados, pues el diplomático recién acreditado como ministro de la Gran Colombia ante los Estados Unidos era, desde fines del siglo XVIII, uno de los ciudadanos más queridos de Filadelfia, al grado de que a su muerte, ocurrida un mes después, fue enterrado con honores militares a cargo del ejército y la armada estadounidenses. Los buques del puerto pusieron la bandera a media asta. Manuel Torres fue enterrado en la parroquia de Saint Mary en Filadelfia. Aunque nacido en España, Torres llegó a la Nueva Granada a los tres años; joven empleado virreinal, se sumó a la conspiración de Antonio Nariño, tras la cual salió desterrado a Filadelfia en 1796. Su amor por la República estadounidense fue tan grande como su pasión por la Independencia hispanoamericana.

Torres [dice Jaime E. Rodríguez] contaba entre sus relaciones más cercanas a Nicholas Biddle, presidente del Banco de los Estados Unidos, a Stephen Gerard, el gran magnate naviero y principal accionista de dicho banco, a William Duane, editor del influyente periódico de Filadelfia The Aurora, y a Richard Meade, un prominente comerciante con grandes inversiones en el tráfico español con México y uno de los pilares de la comunidad católica de Filadelfia. Todos ellos estaban interesados en los asuntos internacionales, y algunos, como fue el caso de Stephen Gerard y Richard Meade, apoyaban la Independencia hispanoamericana. Torres sirvió de intermediario entre este grupo y los hispanoamericanos.¹

Torres, como chargé d’affaires y purchasing agent de la Gran Colombia, fue el cónsul sin título de la causa hispanoamericana en Filadelfia, ocupado lo mismo en millonarias compras de armamento para Bolívar y Santander, que en recibir,

alojar y adoctrinar a los conspiradores que aparecían por Filadelfia. El mayor logro de Torres fue el reconocimiento diplomático de la Gran Colombia, el primero concedido por los Estados Unidos a una nación independiente de América, obra de numerosas entrevistas con John Quincy Adams, cuando era secretario de Estado. Más difícil, si no es que imposible, le fue a Torres lograr que los caudillos sudamericanos pagaran sus deudas a los comerciantes de Filadelfia, Nueva York y Baltimore, muchas de ellas contraídas con su aval. A principios de julio de 1821 Rocafuerte dejó a Servando, en calidad de entenado, en casa de Manuel Torres. El 16 de junio, The Aurora publicó, a manera de entusiasta carta de presentación del personaje entre los filadelfianos, un artículo sobre Mier. Fue el sacerdote mexicano quien dictó a Duane o a alguno de sus periodistas lo que sobre él quería que se supiese en la ciudad. Decía The Aurora:

Aquellos que se han interesado en el asunto de las colonias reales en la parte sur del mundo deben haber oído hablar del obispo Mier o, como comúnmente se le conoce, padre Mier, quien acompañó al general Mina en su expedición a México [...] El doctor Mier es distinguido en Europa y en toda América por su altura intelectual y puntos de vista filosóficos, y admirado por su desprendimiento y virtudes privadas [...] Él es nativo de México y descendiente de los jefes aborígenes de ese país [...] A edad temprana de su vida fue obligado a entrar en las órdenes religiosas y habiéndose ordenado sacerdote su mente se expandió más allá de los estrechos límites del claustro y de sus autoridades.¹¹

El autorretrato soñado de Mier ya lo conocemos. A presentarse como obispo en Filadelfia —lo que tendría sus consecuencias—, Servando agregó otra mentira, pecadillo menor, al mandar decir que había participado en la rebelión de 1810 en México, con la intención de elevar sus bonos independentistas ante la opinión pública. Que la aparición de Servando en Filadelfia tuvo efecto, sobre todo en los medios eclesiásticos, es un hecho. Lo que el doctor no logró fue acceso alguno a los círculos diplomáticos de Washington. Las sociedades secretas habían facilitado sus evasiones de los castillos de San Juan de Ulúa y del Morro con una sola intención: librarlo del cautiverio en

España. Es probable que su autocandidatura como plenipotenciario insurgente en los Estados Unidos haya impresionado, en la costa veracruzana, a rústicos como Victoria y Bustamante, pero Rocafuerte y Torres no vieron en el dominico madera de embajador y lo instaron a desplazarse a Nueva York y desde allí regresar como propagandista a México. Otros comentaristas dan la razón a los padrinos de Mier y lo descalifican de antemano como posible ministro de México en Washington. El creciente dominio de Iturbide sobre la Nueva España en el verano de 1821 hacía improbable que un republicano —Mier ya lo era— ocupase un puesto que Torres y Rocafuerte preferían mantener vacante —así se lo aconsejaron a John Quincy Adams— antes que entregarlo a los monárquicos. Y la mitomanía servandiana era un buen motivo para desconfiar de él como candidato. Pero yo no creo que el doctor Mier hubiese sido peor ministro que el apocado José Manuel de Herrera (1776-1831), quien, enviado por Morelos a los Estados Unidos en 1816, no pasó de Nueva Orleans, mientras Mier preparaba algo tan serio como la expedición de Mina. En un universo donde la diplomacia era un oficio al alcance de logreros o improvisados, la experiencia europea de Mier habría sido de cierto valor. En 1821, sólo él, Alamán y Ramos Arizpe tenían, entre los independentistas mexicanos, una visión relevante del horizonte internacional. Acaso su misión diplomática fue sólo un delirio; aunque, de haberse hecho realidad, debe decirse que en Washington, habiendo sido íntimo de Jefferson y Madison, despachaba como ministro de Portugal el filosófico abate Corrêa da Serra, tan loco como Servando, y a quien los estadounidenses le toleraban, alucinados por su verborrea, insólitas intromisiones en la política interna del país.¹² Descartado con un aspaviento como pretendiente a la representación diplomática, Servando vivió durante su segunda y última estancia en los Estados Unidos (junio de 1821-febrero de 1822), su mutación política definitiva, el republicanismo, al grado de que su Memoria político-instructiva, impresa en Filadelfia en agosto y de inmediato reproducida en su país, es uno de los fundamentos de la tradición republicana de México. Obedeciendo las sugerencias de Torres y atendiendo a la necesidad que Rocafuerte y los antiguos camaradas de la scr tenían de él como publicista político, Servando demostró una vez más que, pese a ser hiperbólico y errático, siempre era, al final, un hombre de partido.

¿Cuándo, en qué momento preciso, Mier se convirtió en republicano? Los servandistas han buscado, en las Cartas de un americano y la Historia, una prehistoria republicana de Mier más tarde camuflada y pospuesta por la oportunidad política. Manuel Calvillo, en su prólogo a la Memoria políticoinstructiva, cita tres declaraciones republicanas anteriores a 1821. La primera entre 1811-1812, cuando su entusiasmo por la Primera República Venezolana hubo de ser morigerado por Blanco White; en esa ocasión, lo dice Calvillo, el fraile defendió la Independencia venezolana sin entrar en detalles sobre su Constitución. Las siguientes ocasiones ocurrieron después del desembarco de Mina en 1817, cuando Servando escribió proclamas firmadas como vicario general de la división del general Mina, auxiliar de la República Mexicana.¹³ Sin olvidar que esos textos eran precisamente proclamas y no meditaciones políticas, en una de ellas Mier cita la homilía de Pío VII cuando era obispo de Imola, llamada “democrática” por su aprobación de la libertad, la igualdad y la fraternidad impuestas en las ciudades cisalpinas por la Revolución Francesa. La Homilía del cardenal Chiaramonte, celosamente guardada tras la elección de Pío VII, la dio a conocer en América, con una edición bilingüe español/inglés, el venezolano Juan Germán Roscio, en Filadelfia, justamente en 1817. Pero ni Chiaramonti en 1797 ni Servando en 1817 asociaban necesariamente la palabra república con un régimen político preciso ni con una forma de organización del Estado. Ambos tenían una noción aristotélico-tomista de la republica christiana, apelación omnicomprensiva y virtuosa que podía darse, incluso, al buen gobierno de un príncipe cristiano. Pío VII, recordémoslo, apelaba en 1797 al respeto y a la sumisión que el pueblo debía mostrar ante la autoridad establecida, pues los Evangelios no condenaban, en última instancia, la forma democrática de gobierno, conocida desde los atenienses, los espartanos y los romanos. En 1817 la expedición de Mina llegaba a tierra mexicana con el apoyo de las “repúblicas de piratas” de Galveston y Nueva Orleans, donde idealistas y mercenarios se agrupaban para luchar contra los españoles. En la Historia de 1813, influido por el horror burkeano a las abstracciones políticas, a Servando le importaba difundir la antigua “constitución” de los americanos, antes que argumentar como teórico en favor de la monarquía constitucional. En 1817, sin duda, Mier ya simpatizaba con muchos de los postulados republicanos, pero, como a toda su generación, el terror de 1793 lo prevenía contra las repúblicas, mutaciones vertiginosas e imprudentes para pueblos inmaduros o naciones independientes, como lo probaba su fracaso en Francia. Una vez caído Napoleón y restaurados los Borbones, más valía detenerse, de la mano del abate Pradt,

frente a ese abismo republicano y procurar, como todos los liberales hispanoamericanos, una templada monarquía constitucional: la menos mala de las alternativas, tras 30 años en que el universo había sufrido las sucesivas tempestades del absolutismo regio, la democracia jacobina y el imperio cesarista. Manuel Torres, precisamente, colocó a Servando ante la excepción: esa república feliz de los Estados Unidos, en la cual el fraile acabó de convertirse al republicanismo. Servando, ya lo hemos visto, aprendía rápido. No había necesitado muchos días para prendarse de Borunda, de Grégoire ni de Blanco White; tampoco le fue difícil desechar muchas de sus ideas, que le eran ajenas o consideraba impracticables. Solitario que buscaba a quién respetar, esas admiraciones quedaban acotadas por su vanidad siempre herida. En México, durante la República Federal, el diputado Mier rechazaría el candoroso amor de Manuel Torres por los Estados Unidos como modelo a imitar a pie juntillas por los hispanoamericanos. De esos temas hablaría Servando con Torres en West Tenth 93, donde el agente grancolombiano, su esposa Mariquita y sus hijos e hijas dieron a Mier, por primera vez en muchos años, el calor del hogar. Con una habitación propia y con la biblioteca de su anfitrión cerca de su codiciosa y larga mano, el doctor aprovechó esas condiciones tan confortables. El arriendo que iba a pagarle a Torres era dedicar el resto de su vida al republicanismo. El bondadoso don Manuel se habría alegrado de saber que su huésped, nacido el mismo año que él, moriría en México con óleos de santidad republicana. En Filadelfia, Mier no sólo dio a conocer la Memoria político-instructiva, sino reeditó la Brevísima relación. de Las Casas, sumando cinco las impresiones de ese panfleto en las que el dominico se involucró, en Inglaterra, Francia, los Estados Unidos y México. Ambos libros fueron costeados por Torres, ya fuese de su propio bolsillo o, más probablemente, con los fondos reservados de las sociedades secretas. En los papeles de Mier que Yael Bitrán examinó,

existen varios recibos y una carta concernientes a los pagos por concepto de impresiones. Uno es del 30 de julio por quince dólares, como adelanto por la impresión de la obra de Las Casas, dirigido a Mier y firmado por J. F. Hurtel; otro es del 13 de agosto de 1821, dirigido a Mier y firmado por George Allchin,

por la encuadernación de quinientos libros, sumando dieciséis dólares; otro del 15 de agosto por siete resmas de papel mediano para imprimir por la cantidad de veintiocho dólares, dirigido a Mier y firmado por Burnett Walton (trae una curiosísima posdata que dice “Please pay the blackman”: por favor páguele al negro); otro recibo es del 12 de septiembre, por la encuadernación en verde Marruecos (green morocco) —seguramente una impresión de lujo— y por la cantidad de diez dólares. Hay uno más del 17 de septiembre, en el que vienen desglosados los conceptos en español, referente a los gastos ocasionados por la impresión de la Relación de Las Casas y de la Memoria de Mier, sumando lo gastado en papel, encuadernación, impresión, “ejemplares en pasta dorada” y “correcciones adicionales”, en el caso de la Memoria por la fabulosa cantidad de doscientos setenta dólares. Este último recibo está firmado por Manuel Torres.¹⁴

Torres no sólo se encariñó con Mier, sino que lo trató como el publicista político clave para liberar a México, ya no tanto de España como de Iturbide. De esa forma, lo conminó a dejar Filadelfia para trasladarse a Nueva York, donde estuvo cuatro meses, entre finales de septiembre de 1821 y principios de febrero de 1822, a la espera de regresar a México. En ese periodo, Torres y Servando se cartearon con regularidad aunque por desgracia sólo conocemos las misivas del grancolombiano. El magisterio de Torres ha podido ser reconstruido gracias a esas cartas venturosamente rescatadas por Yael Bitrán.¹⁵ Para convertir a Mier al republicanismo, Torres comenzó por hacerlo abominar de Gran Bretaña. Dado que la gratitud es ajena a la política, no le costó mayor trabajo hacerlo. Los ingleses, como Mier lo sabía desde sus días de colaboración periodística con Blanco White y el Foreign Office, nunca estuvie ron dispuestos a ser algo más que tímidos impulsores y sonrientes beneficiarios de la Independencia de las llamadas colonias españolas. Empero, y ello no podía saberse con claridad en 1822, nunca la prudencia y el interés fueron más efectivos como cuando la Gran Bretaña operó, durante más de una década, una política cuya culminación y derrotero fue la caída del odiado Imperio español. A muchos independentistas los habían decepcionado las falsas promesas británicas, en las que habían caído con candidez, una y otra vez. El grupo de Servando había apostado casi todo su capital político a la mediación inglesa en 1811 entre España y América; Mier, que había escrito su Historia para hacerse oír ante la opinión londinense, declaraba en 1822 que había

“anglicanizado” su libro por obligación.¹ Es dudoso que Mier estuviese personalmente resentido con Gran Bretaña; su relación con la isla fue política, y políticas fueron las razones de su ruptura. En Filadelfia y en Nueva York, en tanto, a Mier le fue fácil identificar a España con Inglaterra, a Hispanoamérica con los Estados Unidos, a las madres desnaturalizadas y las hijas rebeldes. Torres lo nutrió de la gesta estadounidense de 1776 y le mostró las ruinas dejadas por los británicos tras la guerra de 1812-1814. Pero el amor de Servando por los Estados Unidos tuvo su himeneo en una aventura eclesiástica propia de un carácter que nadie podía reformar. Servando, quien había recibido un modesto estipendio del gobierno inglés por medio de la SCR, rompía con la monarquía que lo asiló durante un lustro:

Especialmente desconfiaos de Inglaterra [perora en la Memoria políticoinstructiva], y no confundáis con su gobierno la filantropía de sus nacionales, que aman la libertad por lo mismo que están en guerra contra el despotismo del ministerio. Yo he oído decir a sus ministros que nadie excedía el saber práctico de Maquiavelo. Éste es su biblia, y es fuerza que lo sea, porque toda la opulencia de aquel reino es artificial; el coloso de su poder contra la naturaleza de una isla tiene los pies de barro como la estatua de Nabucodonosor. Sólo se sostiene en su gigantesca elevación por la ruina y depresión de las demás naciones. No que ella las bata con falanges de que carece, sino con un ejército de minadores y zapadores, tanto más peligroso cuanto es invisible, compuesto de todas naciones y lenguas, que siembran la corrupción con el soborno. Para pagarlos tiene a su disposición el gobierno una cuantiosa dotación anual. Ésta es la caja de Pandora, de donde se esparcen los males, que en el orden político inundan el universo.¹⁷

Más delicado empeño puso Torres en afianzar en Servando el repudio a los experimentos monárquicos en América y a la negociación de la Independencia con los españoles. En el primer caso, don Manuel logró hacerlo romper con las ideas de Pradt e hizo que el ligero entusiasmo de Mier por Iturbide durase bastante menos tiempo que en el resto de los novohispanos. Menos fácil fue convencer a Servando de la inutilidad de los diputados novohispanos en España, a quienes Torres llama “ridículos” y de cuya honradez dudaba, viciados de origen por una “elección” que en nada se parecía a las maneras democráticas de

los Estados Unidos. Esas personas, Torres lo olvidaba, eran, como Alamán, Ramos Arizpe y los Fagoaga, amigos íntimos de Servando, y sus tristes diligencias en la península respondían a una idea axial en el pensamiento de la generación novohispana de 1808: entre España y el Anáhuac había un contrato que, disuelto o modificado, debía dirimirse jurídicamente. Pero la humillación recibida por Alamán y compañía a manos de los liberales en las Cortes, junto a sus nulos resultados, debieron convencer a Mier de que Torres tenía razón, aunque en la Memoria político-instructiva disculpó a sus amigos diputados de Ultramar como víctimas del invariable despotismo español. Y la gota que derramó el vaso debió ser la grotesca intentona, hoy olvidada, de algunos de esos diputados de dotar a la Nueva España, dada la indiferencia que por su trono mostraban los Borbones, de un “rey aborigen”, en la persona de un español radicado en París, Alonso de Calatayud Marcilla de Teruel, quien por azares de la heráldica ostentaba el título de conde de Moctezuma. Este personaje murió sin pena ni gloria en Nueva Orleans en 1837.¹⁸ Tan pronto principian las cartas de Torres a Mier, eco de sus cuatro meses de convivencia doméstica en Filadelfia, el grancolombiano, al hablar de política, entra a cuchillo, y como no queriendo, en la personalidad del fraile. Torres no podía ignorar que, en el artículo publicado a sus instancias en The Aurora, Servando habíase presentado como descendiente de “los jefes aborígenes de México”. Ojalá Mier haya podido ocultarle a su mentor que, en su reciente Manifiesto apologético, decía llevar la sangre nada menos que de Cuauhtémoc. Torres puso en riesgo, sin éxito duradero, la armadura psicológica de Servando, esa antañona honra hispánica que los mexicanos convirtieron en opereta napoleónica al coronar emperador a Iturbide el 18 de mayo de 1822. En el doctor Mier, el mexicano que le había tocado conocer, Torres encontró con agudeza defectos congénitos, que lo convertían, lo habrá pensado, en contemporáneo de Godoy antes que en descendiente de los reyes aztecas. El 25 de octubre de 1821 le escribía Torres a Mier:

Me ceñiré solamente a hacerle presente que estudie el corazón humano más detenidamente que lo ha hecho hasta ahora y se equivocará menos con los hombres, particularmente si deja a un lado tres cuartas partes de las

extravagantes propensiones de que generalmente están poseídos sus paisanos, de que México en su capacidad de nación es superior al resto del mundo. Familiarizados con estas ideas, contraen los mexicanos un género de vanidad que los conduce a exageraciones risibles que los hombres sensatos advierten y notan. De estas puerilidades se sigue mucho perjuicio a la buena opinión de sus paisanos, y ellos son el origen de las ridículas y quijotescas pretensiones de Iturbide con su tren imperial: él conoce bien la parte flaca de sus conciudadanos y también los godos [españoles] y los estiman por ella.¹

Mucho respeto debía sentir Servando por Torres como para tolerar que lo llamasen, en cuanto predicador de la fundación de México por Tomás Apóstol, extravagante, pueril y vanidoso. Acaso por comentarios similares Mier intentó plantar al general Mina en algún peñón del mar Caribe. Torres, además, advertía a su querido amigo sobre el llamado mito de Humboldt, que hizo creer a todos los mexicanos que no había en el universo nación más rica que México y que bastaba con la Independencia para que cayese ese maná. De ese ignaro etnocentrismo, de origen tan hispánico, hicieron gala todos los involucrados en aquellas guerras, desde Hidalgo y Morelos, creyendo que ciudades petaconas como Guadalajara eran tan valiosas como Cartago, hasta Iturbide y Mier, convencidos de que las batallas de Bolívar y San Martín eran minucias junto a los asuntos que ocurrían en el centro de México. Americanos como Torres, originarios de lugares más modestos del desfalleciente Imperio y educados de forma más acorde con la Ilustración, desconfiaban de la equívoca honra de los mexicanos. No conforme con esta llamada de atención, Torres se permitió someter la obra servandiana, que como nos daremos cuenta había leído, a la crítica política y literaria. Una y otra vez don Manuel debió decirle al fraile en Filadelfia que se olvidase del contractualismo tomista, que ya no importaba la Conquista, sus cesiones aztecas y sus bulas alejandrinas, sino el futuro, la organización que deberían tomar las repúblicas americanas. Torres recurrió a su ídolo Tom Paine, cuyo republicanismo, precisamente, había mutilado Mier cuando escribió su Historia. Mier tomó nota y, de manera genial, se valió de la “república escriturística” de Paine para remozar, en la Memoria político-instructiva, su tomismo.² En este caso, el ilustrado Torres era quien no entendía el ardor bíblico de los revolucionarios.

Torres le indicó a Mier, además, el camino que su vida intelectual debería seguir en el México independiente, ahorrándole a sus conciudadanos sus mamotretos político-teológicos en favor de la pedagogía republicana:

No se quiebre la cabeza en escribir la historia de lo que eran las leyes fundamentales o constituciones de México bajo los reyes de España o los emperadores indios, nada importa esto a nuestra causa, dedíquese a poner los derechos del hombre en el lenguaje más sencillo que sea posible para que el pueblo los comprenda fácilmente y hágales al mismo tiempo otro catecismo religioso: usted hará con esto tanto bien a sus paisanos como Thomas Paine ha hecho a la libertad del gé-nero humano.²¹

Era tarde para hacer de Mier un hombre cabal del siglo XVIII, como quizá lo deseó el estafado Simón Rodríguez antes que Manuel Torres. Servando, biblioteca portátil, ya no podía prescindir, sin temor a romperse el brazo por última y fatal ocasión, del aquinatense, del padre Juan de Mariana y de los cronistas indianos. Pero no todas las admoniciones de Torres cayeron en saco roto: Mier regresó mejor armado en las artes de la política diaria, entendiendo que la conspiración había dejado de ser una forma colectiva de la fuga para transformarse en prosaica búsqueda del poder político. Y durante la primera República, Servando se verá forzado a ser, por primera vez en su vida, un legislador. La huella instructiva de Torres es notoria en sus discursos de 18221824. El ánimo profético de Servando, indisociable de la predicación, se vio atemperado por una buena dosis de pragmatismo, sin abandonar jamás la armadura barroca que, por naturaleza ecléctica, ordenaba su itinerario. El francmasón Torres vislumbró, a través de Mier, la falla geológica sobre la que se levantó el México independiente: sus fundadores fueron eclesiásticos que, sin pasar por la Ilustración, se hicieron republicanos. Pero Torres no vivió para ver que tampoco Bolívar, el Emilio de Simón Rodríguez, pudo hacer otra cosa que arar sobre el mar. La falla mexicana replicó a lo largo de los llanos y de los Andes. Al educar a Servando, su maestro ocultaba apenas una amargura pertinaz. Como Blanco White, Torres tenía severas dudas puritanas sobre la honorabilidad de los hispanoamericanos que, fascinados por la honra, tenían en poca estima la

moralidad. Español y neogranadino, independentista por convicción pero estadounidense y virginiano por adopción, Torres, acostumbrado a tratar con gentuza de la peor laya como proveedor de armamento, esperaba de cada verdadero amigo la suma de todas las virtudes republicanas. En su paternal forma de dirigirse a él, Torres le hizo sentir que temía por su integridad moral, previniendo al doctor Mier de las ofertas acaso demasiado tentadoras que recibiría de Iturbide y de su partido en México. Torres detectaba en una honra herida el caldo de cultivo para las infecciones de la corrupción. Mier recibió, el 29 de octubre de 1821, una carta de Torres donde le decía:

Doctor, los principios triunfarán del fraude y de la intriga, por esfuerzos que hagan los malvados para sofocarlos, no los abandone, sosténgalos con energía y no tema los resultados; pero si por alguna consideración particular usted contemporiza con los principios, perderá su reputación, y tal vez su existencia, antes de llegar el día en que en conformidad de los decretos del Supremo Regulador de los mortales, debíase usted emigrar de este mundo para comparecer en...²²

Al remitente, que coloca los puntos suspensivos, acaso le perturbó amenazar con el infierno a un religioso y cambió de tema, narrando sus propios sufrimientos físicos, que a Servando, según inferimos, le preocupaban genuinamente. Torres murió en julio de 1822. Estará tranquilo al saber que Mier no transó con Iturbide. Si lo que su educador trataba de exorcizar de su alma eran los bajos instintos frailunos, sabrá que los utilizó contra el infausto emperador, a quien Servando manchó con calumnias que jamás serán borradas. Gracias a Manuel Torres, como es notorio, pude ver la intimidad de fray Servando, al grado de que sólo cuando leí esas cartas dejé de dudar de la existencia del personaje. Algunos biógrafos, obnubilados ante textos y referencias que se multiplican, llegamos a creer que el ser que motiva la biografía que escribimos es cualquier cosa antes que una persona. Es historia, es política, es religión, un pretexto para escribir sin detenerse sobre todo lo humano y lo divino. En el caso del esquivo Servando, autor de su leyenda, ese

desasosiego crecía de manera pertinaz tantas como las veces en que las Memorias y otros papeles presentaban, insistentes, a una creatura literaria que ante cada pregunta personal contestaba con la cantaleta de la picardía cristiana. Sólo hasta que Torres, ese ángel que pasó por la habitación servandiana como un ave de una ventana a la otra, dejó su testimonio, supe que Mier existía como una realidad afectiva. Sensación fugaz, la lograda por Torres me convenció de que el fraile, por más hiperbólico y mentiroso que haya sido, tenía una imagen clara de sí mismo y, lo que es más sorprendente, su candor, su ternura y sus rabietas se mostraron ante un testigo de una forma similar a la propuesta por Mier como autorretrato. En la segunda carta a Filadelfia, Torres reclama a su “estimado doctor Mier” la desaparición de un ejemplar de la Historia de la revolución de Nueva España, de José Guerra. El grancolombiano entiende que tratándose de obra de su autoría, Mier haya decidido que el ejemplar era suyo, lo cual era incorrecto, pues ni siquiera pertenecía a su anfitrión.

Cuando presté a usted la Historia de la revolución de México [sic] tuve cuidado de advertirle que no me pertenecía; usted se olvidó sin duda de mi prevención y se la ha llevado; esto me obliga a suplicarle la deje en poder del caballero Chaves de quien cuidaré de recogerla. Esta obra me fue prestada el invierno pasado por el editor de la Gaceta de Washington y pertenece al administrador de correos de Baltimore. [...] También se ha llevado usted las últimas gacetas de Caracas que le di a leer. Estos papeles me son indispensables...²³

Pocos acontecimientos, entre letrados, ponen a prueba de manera tan íntima la mutua tolerancia que el tráfico desleal de libros prestados. Dos días después Torres ya había perdonado a Mier. Podemos imaginar su seductora y querulante respuesta, recordándole a Torres las aventuras de su Historia, los ejemplares perdidos en altamar rumbo a sus revolucionarios destinos, las crueles confiscaciones de sus manuscritos por el Santo Oficio y la necesidad, por encima de cualquier diminuta lógica puritana, de tener con él al menos una copia de su obra maestra. “En mi carta”, le dice Torres el 18 de octubre, “expuse las razones que me compelían a hacer este reclamo; y aunque son poderosas, he reflexionado que su Historia es de absoluta necesidad a usted...”²⁴

Quizá Torres ignoraba que ese 18 de octubre Servando cumplía 58 años, pero le dio como cuelga de aniversario esa autorización para conservar un ejemplar de su propia obra. El grancolombiano le dice que se las arreglará para hacer perdediza la Historia ante sus legítimos dueños pero, a cambio, lo insta a devolverle sin pretextos las gacetas caraqueñas... mientras descubre otros libros de su biblioteca que Mier, confianzudamente, se había llevado a Nueva York, como el tomo segundo de Bonnycastle’s Spanish America, obra inspirada en Humboldt que pertenecía al periodista Duane. La amistad entre ambos conspiradores, ambos casi sesentones, resulta mayor que esos accidentes y de inmediato Torres le dice que está abriendo las cartas que Rocafuerte despacha para Servando en aras de informarse de la causa común. Mientras Torres lo aleccionaba sobre su futuro político-literario, Servando debió hacerse pasar de ofensor a ofendido, inventando una novela picaresca sobre el ejemplar de Baltimore de su Historia, seguramente para patentizar su remota propiedad. Torres, mientras en toda la América se derrumba el Imperio donde nunca se ponía el sol, averigua la historia del ejemplar, un regalo del general Mina a la señorita Ligoyne. Y nota que otro de sus libros ha desaparecido, Le commerce de la Mer Noire, que sin duda Mier también se llevo víctima de “una confusión”. Resignado, Torres culmina el episodio con un españolísimo: “en fin, a lo hecho pecho”.²⁵ La deteriorada salud de Torres, en realidad una agonía, lo hizo compararse con Mier y así retratarlo en aspectos cotidianos que ignorábamos:

Tan sofocado me hallé una noche con el fuego y el calor de la calentura, que tiré las cobijas y me quedé dormido descubierto; la consecuencia fue el dolor de costado granjeado sin haber salido de mi cuarto. Si yo tuviera el apetito y digestión de usted, y hubiese sido también favorecido con un espíritu tan despreocupado como el que usted posee, breve convalecería. [...] Usted ha sufrido infinito corporalmente, pero la naturaleza lo ha favorecido con un carácter feliz que lo han [sic] sostenido en sus adversidades [...] Adiós mi buen amigo, no olvide a su [inve.] Tata T. Va pasaporte [ilegible] para los corsarios.²

El Tata Torres proveyó a Servando de un pasaporte colombiano y de una carta de recomendación al alcalde de la ciudad de Pensacola, en la Florida, para que le franqueara el camino hacia México. Tras algunas salidas en falso, fuesen por consideraciones políticas o por escasez de transportación, Servando se embarcó de Nueva York hacia Veracruz, en la fragata Jackson, a principios de febrero de 1822. Durante sus últimos meses en los Estados Unidos, Mier no sólo se carteó con Torres, sino con José de San Martín y con Pedro Gual, viejo amigo de la SCR, que había sido nombrado por Bolívar secretario de relaciones exteriores de la Gran Colombia. Esas correspondencias detallan las minucias, los rumores y las noticias confirmadas que ocurrieron en esos meses clave para la independencia general del Nuevo Mundo, como la proclamación de Pedro I como emperador de Brasil, la entrevista entre San Martín y Bolívar, la recuperación de Maracaibo y de Puerto Cabello que hizo posible la liberación de Venezuela, la victoria del general Sucre en las faldas del Pichincha y la decisión bolivariana de abandonar el poder ejecutivo de Colombia para marchar hacia el sur del continente. En ese correo entre Filadelfia y Nueva York, Servando aparece ante el agonizante Tata Torres como un hijo sano y alegre de la América independiente, cuyos sufrimientos, en vez de matarlo, lo han fortalecido; un hombre de buen apetito y estupenda digestión que ha sobrellevado con alegría tantos años de exilio y persecuciones, aprestándose a dar, con su regreso a San Juan de Ulúa, un duro golpe a las ambiciones de Agustín de Iturbide. En Filadelfia, Servando encontró en Torres a un padre, ese Tata dispuesto a perdonar los hurtos de libros, a ponderar las necesidades de un ego para abrirse paso en el mundo, a criticar sin paliativos los defectos de carácter y corregir a su criterio la formación intelectual de su discípulo. Tan cerca estuvieron que al menos un texto, La América Española dividida en dos grandes departamentos, norte y sur o sea septentrional y meridional, puede ser considerado obra de ambos, pues le fue dictado por Torres a Mier; la tesis y su transparencia narrativa se deben al colombiano, mientras que el énfasis es servandiano.²⁷ Torres confirma que entre los objetos personales amados por Servando como signos de su honra, que el jenízaro José Navarro inventarió con desdén en San Juan de Ulúa, al menos su anillo doctoral le fue devuelto. Pero sólo al nombrarlo, el Tata lo restituyó cabalmente a la persona de Mier: “Usted tiene una cabeza de calabaza; si usted hubiese buscado su paraagua detrás de la puerta de su cuarto, lo habría encontrado, como lo encontré yo tres minutos después que usted se fue: su anillo doctoral no está detrás de las botellas que hay en la

chimenea; es muy probable que usted lo encuentre entre sus muebles de ahí o de aquí, porque en casa nada se extravía.”²⁸ Servando, cabeza de calabaza que perdía lo más valioso para recobrarlo en su siguiente metamorfosis y en cualquier otro lugar del mundo, acaso dejó al Tata Torres el anillo que probaba su grado de doctor teológico como muda muestra de gratitud. Dice el príncipe de Ligne que los hombres distraídos, como los que duermen mal, se encuentran entre los justos. Y tan distraído era Mier que no volvió a nombrar a su Tata Torres.

EN EL PAÍS DE LOS HOGANITAS

Los hombres religiosos combaten la libertad, y los amigos de la libertad atacan a las religiones. ALEXIS DE TOCQUEVILLE, La democracia en América [1835]

Servando llevó en los Estados Unidos una doble vida, pues mientras recibía de Torres esas persuasivas lecciones de republicanismo, encaminadas a despojarlo de sus frailunos hábitos teológicos, el doctor novohispano se involucró en el llamado Cisma Hogan, que dividió a la comunidad católica de Filadelfia durante varios años. Al ponerlo en contacto con Richard Meade, uno de los católicos más influyentes de Filadelfia y síndico de la parroquia de Saint Mary, Manuel Torres estimuló en Mier ese entusiasmo de predicador que por otras vías se empeñaba en morigerar. Sea cual fuese la opinión de su amantísimo preceptor, el doctor Mier vivió en Filadelfia uno de los episodios más satisfactorios en su ya larga marcha de viajero eclesiástico, dejando una pequeña huella en la historia de la Iglesia Católica de los Estados Unidos. En abril de 1820, Louis de Barth, obispo interino de Filadelfia, nombró párroco adjunto de Filadelfia a William Hogan, un turbulento sacerdote irlandés quien, de manera un tanto extraña, gozaba del respaldo de católicos pudientes, como Thomas Fitzsimmons —uno de los firmantes de la Constitución estadounidense —, y del propio Meade. Meses después, en noviembre, llegó a su sede el nuevo obispo, Henry Conwell, quien cesó a Hogan, alarmado por su mala conducta y por sus opiniones heterodoxas. Los síndicos seglares de Saint Mary desobedecieron al obispo, considerando que carecía de potestad para destituir a su pastor. En mayo de 1821, el obispo Conwell excomulgó a Hogan y cerró Saint Mary al culto católico. La represalia provocó que los llamados hoganitas optasen por el cisma, se hicieran a la fuerza de Saint Mary y la convirtieran en una parroquia disidente que combatió a Conwell en la prensa y en el púlpito.² Una disidencia como la de Hogan, apoyada más en la defensa de privilegios

comunitarios que en razones doctrinarias, era frecuente en zonas donde el catolicismo se hallaba débilmente implantado. Pleito de vecindario, en el Cisma Hogan también se expresaba la temprana protestantización del minoritario catolicismo estadounidense que, injertado en un cuerpo ajeno al tejido eclesiástico tradicional, recurrió casi naturalmente a la autoridad de los laicos, oponiéndose a una autoridad episcopal que carecía del carisma y de la fuerza de que gozaba en Europa o en la América española. Clérigos como el ex jesuita John Carroll, uno de los padres fundadores del catolicismo estadounidense y obispo de Baltimore hasta su muerte en 1815, simpatizaban con el republicanismo al mismo tiempo que les tocaba garantizar la fidelidad romana de su Iglesia. Carroll entendió que, incluso para los católicos, los Estados Unidos estaba en las antípodas culturales de la Santa Sede. El precio a pagar por esa joven Iglesia fue caro desde el principio; hubo de contener su entusiasmo por el clero constitucional francés y recibir en Filadelfia a algunos émigrés cuyas simpatías por el ancien régime chocaban con el cariño de Carroll por las virtudes de la nueva República, a cuya tolerancia religiosa debían los católicos la posibilidad de sobrevivir en un mar de devociones protestantes. Inclusive, el sacerdote norteamericano John Helbron viajó hasta Francia para convertirse en cura juramentado de la comuna de Anglet. Helbron fue guillotinado durante el Terror y murió como mártir de la fe.³ En Filadelfia, Mier encontró un escenario para experimentar sus viejas creencias galicano-jansenistas, arguyendo, junto con los hoganitas, la igualdad entre los sacerdotes y los obispos. Una vez más, Servando apelaba a la herejía del francés Edmond Richer, que postulaba que los sacerdotes eran herederos de unos supuestos 72 discípulos de Cristo. En su Tratado del poder eclesiástico (1560), Richer argumentó que “toda comunidad tiene derecho, inmediata y esencialmente, a autogobernarse pues Jesucristo entregó las llaves, o mejor, la jurisdicción, más inmediatamente, más esencialmente a la Iglesia que a Pedro”. Antecesor de Grégoire y del concilio jansenista de Pistoya, el richerismo resultaba muy atractivo para los católicos estadounidenses que, como lo demostró el Cisma Hogan, estaban demasiado cerca del universo protestante como para evadir ese presbiterianismo radical.³¹ Tanto el obispo Conwell como los fideicomisarios laicos que pasaron a ser hoganitas vivían en la rupestre inocencia de una tierra de misión, ajenos a las sutilezas de la Iglesia romana, y, en esa medida, la aparición de fray Servando Teresa de Mier debió de impresionarlos. Antes de toparse con Torres y su

vigilancia egorreductora, Servando había redactado un borrador conocido como Acaba de llegar a Filadelfia. donde se presentaba como “descendiente del último emperador de México Quatemoczin” e incluso decía con desenfado que, “ya que se quisiere reestablecer el Imperio mexicano, sería una injusticia ir a buscar emperador en las dinastías de Europa que no tiene más derecho en América que los de los ladrones y salteadores y nos traerían las intrigas de la Europa y sus familias, cuando en México hay muchos descendientes de las treinta familias reales que componían el Imperio mexicano y yo soy uno”.³² Deseoso de engañar a los gringos, Mier logró que los hoganitas al menos se sintieran orgullosos de contar con un defensor con tan abultado expediente de batallas eclesiásticas en ambas orillas del Atlántico, mientras que el obispo Conwell lamentó la intromisión de ese “cura infiel que se autonombra obispo”.³³ Ávido de justificarse canónicamente, William Hogan dirigió a Mier “doce preguntas relativas a las leyes y a la disciplina de nuestra Iglesia en este país”, a las que el fraile respondió. La República estadounidense le daba, al fin, esa categoría de doctor teológico que su propia Iglesia le había negado de manera tan humillante. Republicano apenas convertido, tenía la oportunidad de ejercer su autoridad religiosa en una república cristiana. El 28 de julio de 1821 los hoganitas le agradecieron a Mier sus consejos mediante una carta que, siendo humilde por provenir de católicos tan neófitos, representaba esa clase de reparación de la honra que nadie había querido ofrecerle de manera fehaciente en Madrid, París, Roma o México. Los benditos hoganitas, habitantes de una tierra ignota, lo reconocían como Supremo Reverendo, doctor eximio, y nada menos que como “nuncio papal enviado por el Papa a regular la independencia de la Iglesia Católica de los Estados Unidos”.³⁴ Torres se equivocaba al creer que Mier corría peligro de ser corrompido por Iturbide o cualquier otro poder temporal. Eran los honores de la Iglesia ante los que Servando perdía la cabeza. Y así, para complacer a su gigante, los hoganitas lo vistieron con un traje a la medida de sus exorbitantes pretensiones. No se trata sólo de una metáfora: Meade y Hogan le pagaron a Mier las hechuras de una vestimenta eclesiástica de seda negra más acorde con sus funciones de doctor teológico.³⁵ Tan ansiosos por hacer de la disidencia de Filadelfia un fenómeno nacional como inescrupulosos al elegir al dominico mexicano como doctor teológico, los

hoganitas no sólo reconocieron todos los títulos que decía haber obtenido del papa en 1803 sino que le prometieron, al parecer, ese arzobispado de Baltimore con el que Mier había soñado desde 1816. Acaso impresionado por la teatralidad servandiana, un hombre de respetabilidad tan escasa como Hogan era capaz de ofrecerle el capelo a Servandus A. Mier, como se hacía llamar nuestro republicano; menos claro queda cómo Meade, en las narices del minucioso Manuel Torres, avaló semejante charlatanería. Mier y los hoganitas, durante algunas semanas, jugaron a quién engañaba a quién. Complacido en su vanidad, Servando creía servirse de Hogan para regresar a México orlado de honores, mientras que el disidente irlandés decidió servirse de él para sus fines sectarios. Acaso Torres, obligado a transar con sus excéntricos financiadores estadounidenses toleró la historieta, cuidándose de mencionarla en su correspondencia con Mier. “No tengo libros en este país, pero hasta donde mi memoria me lo permita contestaré las preguntas que se ha dignado plantearme”, respondió Servando a Hogan en un texto impreso como La opinión del reverendísimo Servandus A. Mier, doctor en Sagrada Teología por la Real y Pontificia Universidad de México y capellán del Ejército de la Derecha, primer ejército de la península, sobre ciertas preguntas que le propuso el reverendo William Hogan, párroco de la Iglesia de Saint Mary, Filadelfia, 11 de julio de 1821. Las preguntas de Hogan concernían a la autoridad de un obispo para suspender a un clérigo, sobre las posibilidades de apelación de este último, acerca de la naturaleza canónica de los Estados Unidos como supuesta tierra misional, y buscaban justificar la rebeldía de los hoganitas contra Conwell.³ Las respuestas de Mier, apresuradas y charlatanas, eran una combinación de mentiras y verdades a medias basadas en la aplicación casuística de ciertos principios galicanos. Escudándose en San Pablo, Orígenes y San Juan Crisóstomo, Servandus dice que sólo un concilio de 12 obispos puede destituir a un sacerdote, dado que curas y presbíteros son iguales en cuanto que “pastores por derecho divino”. Consciente de esa aberrante opinión, por principio inaplicable en un país que no llegaba, ni con mucho, a los 12 obispos, Mier se cuida en aclarar que al menos así eran las leyes de la Iglesia antes de las llamadas falsas decretales del siglo IX, colección de apócrifos de los primeros papas. De manera evidente, Servando dio respuesta al cuestionario guiado por el principio de identificación. Hogan, como él mismo en 1795, era víctima de las

incurias de un obispo. Conwell y Núñez de Haro aparecían equiparados en calidad de obispos coloniales dispuestos a mancillar los derechos del sacerdocio nativo; los Estados Unidos y Nueva España aparecían como reinos cristianos de segunda categoría sojuzgados por Roma. La respuesta a Mier, publicada en Filadelfia por Bernardo Dornin, apareció a título de unas Observaciones que no podían ser sino demoledoras. El polemista anónimo se mofa del fraile, destacando que “la respuesta del señor Mier, el docto y eminente teólogo, es verdaderamente original. Aduce la conducta del Todopoderoso con Adán y Eva como un punto análogo a la presente cuestión...” Y tras aclarar que según las reglas de la Iglesia primitiva que Servandus sostiene, ninguna de las excomuniones o suspensiones dictadas por autoridades eclesiásticas como el venerable John Carroll habría tenido valor, se le recuerda al defensor de Hogan que no es de sacerdotes católicos jurar la doctrina de la Iglesia, sino demostrarla citando la patrística.³⁷ Conwell mismo, acaso autor de las Observaciones, había tenido tiempo de documentarse sobre la verdadera identidad de Servandus, quien asesoraba a Hogan en compañía del doctor español Juan Rico. Basándose en las Memorias de la revolución de México, de W. D. Robinson, aparecidas un año atrás, las Observaciones denuncian a Mier como el clérigo vagaroso que fue sorprendido en Soto la Marina celebrando “el santo sacrificio de la misa con un licor destilado del maguey en lugar de vino”, lo cual provocó que fuese censurado por la Inquisición. “El doctor Mier”, concluye la réplica, “es para nosotros un perfecto desconocido [que ha] tenido la temeridad de predicar sobre este tema ante un público católico.”³⁸ Más le habría valido al controversista no sacar a cuento la historia de la comunión con especie falsa o dudosa durante el desembarco de Mina, pues le permitió a Servandus escribir una contrarréplica el 17 de agosto de 1821, titulada Una palabra sobre un folleto anónimo impreso en Filadelfia. y donde el fraile se sale por la tangente volviendo a explicar minuciosamente aquella misa con vino escaso en la costa tamaulipeca. Y como Mier carece de argumentos canónicos para seguir defendiendo a Hogan, cuenta su vida y sus persecuciones, cita al abate Grégoire contra los malos obispos y se despide declarando que ha obrado como defensor de la Independencia de las Américas contra las imposiciones políticas y eclesiásticas. Se conserva una nota sobre la traducción inglesa de Una palabra —pues el texto fue publicado primero en latín—, donde Mier muestra haber acrecentado de manera significativa sus conocimientos de esa lengua.³

La relación entre el Cisma Hogan y la causa revolucionaria, aunque parezca remota, existía circunstancialmente. Meade, enemigo de los españoles debido a antiguas confiscaciones, habría utilizado a los hoganitas para desequilibrar a una Iglesia Católica de los Estados Unidos que, a su pesar, formaba parte del universo político acaudillado por Roma y Fernando VII. En ese ejercicio, Mier concurrió a la disputa, no sólo para darse gusto como canonista, sino como parte de sus obligaciones políticas como iniciado de las sociedades secretas. Sigue siendo oscura la razón por la cual los amigos ricos de Manuel Torres perdieron su tiempo y su dinero promoviendo un cisma que terminó de manera ridícula, cuando en 1823 los propios hoganitas expulsaron a William Hogan, quien colgó los hábitos, se casó dos veces y, dedicado a la abogacía, terminó su vida como conferencista anticatólico. Los historiadores del catolicismo en los Estados Unidos, en contraste, dan al Cisma Hogan cierta importancia, por haber unificado a los radicales de Filadelfia, coherentes al rechazar, al mismo tiempo, el autoritarismo episcopal católicoromano y la dominación española sobre América. De esa forma, según Dale B. Light, Servando habría participado, en Filadelfia, en la gran confrontación internacional entre el absolutismo y el republicanismo, siendo los hoganitas un grupo de católicos devotos de la soberanía popular.⁴ La fugaz visita de Servandus al país de los hoganitas terminó en agosto de 1821 cuando fue urgido a trasladarse a Nueva York. Acaso Torres juzgó indeseable la popularidad de su discípulo como polemista eclesiástico y lo apartó de un asunto peligroso, pues Servando había demostrado, dada la torpeza de sus textos a favor de los hoganitas, no estar en condiciones de vencer en un tipo de discusión pública que le era desconocido. Católico proveniente de la malicia barroca y del secreto inquisitorial, Mier era ajeno a una sociedad como la estadounidense donde también la fe y el canon eran materia periodística y la discusión intraconfesional, abierta. Pero los Estados Unidos le había dado, junto a la graduación como republicano, los honores que los hoganitas tejieron para él, gigante cuya honra requería de una restauración permanente, corte y confección de un ropaje cuya calidad nunca era suficiente para vestir a fray Servando, quien sin las dádivas y promesas de William Hogan acaso no se hubiera atrevido, una vez que México logró la Independencia, a firmar alguna carta como arzobispo de Baltimore.

FIN DE SUS VIAJES POR EL MUNDO

Si se trataba de viajar, de hacer viajar a los hijos, él decía que viajar, después de todo, era ver al Diablo vestido en toda suerte de maneras, a la alemana, a la italiana, a la española y a la inglesa, pero siempre al Diablo. Crudelis ubique. SAINTE-BEUVE, Port-Royal, II, XVII [1840-1859]

Desde Nueva York, a Servando no le fue fácil tomar un barco rumbo al Imperio Mexicano, nombre que llevaba su vieja patria desde el 28 de septiembre de 1821. Según la correspondencia con Torres, el doctor perdió previamente un steam boat y se distrajo en operaciones un tanto extrañas, como hacerse de un cargamento mercantil de tabaco y licor o firmar poderes para dejar a un abogado en Nueva York. Aunque le restaban peripecias y percances, creía regresar para quedarse y, a su edad, deseaba una existencia material más desahogada. La ayuda financiera de Rocafuerte y su grupo era la mínima para su retorno a la política nacional; Mier se hizo de mercancías con la intención de venderlas en México y abordó el crucero Jackson con una nueva biblioteca.⁴¹ Dotado de pasaporte grancolombiano desde el 31 de octubre de 1821, Servando recibió de Torres, el 11 de enero de 1822, una despedida entusiasta: “Me consuela mucho la seguridad con que me habla de su inmediata partida directamente para Veracruz. Váyase a su tierra aunque sea nadando en donde [se] encontrará con una acogida más agradable y satisfactoria que la que usted mismo puede prometerse.”⁴² El 23 de febrero de 1822 Servando llegó a Veracruz, y al escoger ese sitio, el único que quedaba en poder beligerante de los españoles, como punto de desembarco, nos plantea otro enigma, pues pronto fue tomado preso por el general Dávila y remitido, por tercera y última vez en su vida, a San Juan de Ulúa. Adivinando lo que decían las últimas cartas a Torres —que no se conservan—, parecería que Mier temía ese desenlace y que fue su amigo quien lo tranquilizó, al grado de recomendarle que obviase Nueva Orleans como escala. El 4 de enero Torres le escribió: “Valdría más que fuese directamente

para un puerto de la costa de México, pues no me parece que se le seguiría el menor inconveniente en cuanto a su seguridad personal, todo lo contrario: estoy bien persuadido de que sería usted perfectamente recibido y que podría contribuir mucho a enderezar los entuertos imperiales...”⁴³ ¿Torres confiaba en que Mier, autor de la republicanísima Memoria políticoinstructiva, sería acogido por los liberales veracruzanos? ¿O Servando fue enviado por Rocafuerte como cuña republicana entre el obcecado gobernador realista y un Iturbide cada vez más tentado de convertirse en emperador? ¿En qué medida, dadas sus relaciones con Dávila en San Juan de Ulúa en 1820, Mier se prestó a ese peligroso juego? Las suspicacias provienen de dos hechos: la errónea atribución al fraile de un panfleto imperialista titulado Exposición a Iturbide en su exaltación al trono y que Dávila haya liberado a Mier tan pronto se enteró de la coronación de Iturbide, el 21 de mayo de 1822.⁴⁴ En el primer caso, Miquel i Vergés y Díaz-Thomé, los meritorios compiladores de los Escritos inéditos servandianos, cometieron el error de incluir esa Exposición en el libro. Como ellos mismos lo advierten, ni política, ni estilística ni psicológicamente, puede tratarse de un texto de Mier.⁴⁵ Que la caligrafía sea de Servando no prueba su autoría, tratándose de un conspirador que desde 1811 copiaba numerosos documentos para usos partisanos. A principios de 1822 Rocafuerte y Torres ya desconfiaban de Iturbide y por ello comisionaron a Mier la Memoria político-instructiva y lo enviaron, a riesgo de su seguridad, a Veracruz. El segundo punto tiene más miga. Mier llegó a Veracruz por temeridad y Dávila, el primero en no reconocer la autoridad de O’Donojú al firmar los Tratados de Córdoba, cumplió con su obligación de encarcelar a un enemigo ya connotado del Imperio español, que, además, se había escapado de su poder en La Habana en la primavera de 1821. Según su propio testimonio, Mier fue arrestado tan pronto el Jackson ancló, mientras que Alamán se contradice, pues insinúa que el republicano tuvo algunos días en el puerto para excitar el odio de Dávila con declaraciones antimonárquicas, para luego afirmar que

como todos los buques que llegaban a Veracruz anclaban bajo las murallas del castillo, y no se permitía el desembarco de personas ni efectos, hasta que presentados los roles y manifiestos, daba su permiso el gobernador de aquella

fortaleza, el general Dávila, instruido de la llegada del padre Mier, y no considerándolo más que como un prófugo de una plaza española, lo hizo conducir al fuerte y lo retuvo preso en él.⁴

Servando, sea cual fuese la verdad, estaba preso una vez más en San Juan de Ulúa. Pocas fueron las cárceles que el fraile no pisó más de dos veces, como si la repetición le fuese tan necesaria para vivir como el movimiento. El último trecho de su calvario, ese camino que lo llevará a morir victorioso, está lleno de regresos a las prisiones mexicanas: San Juan de Ulúa, la Cárcel de Corte, la Inquisición, el convento de Santo Domingo, como si un aciago demiurgo se empeñase en saciar fugazmente la nostalgia y los horrores de Servando antes de obsequiarle con una libertad ya fronteriza con la muerte. Entre febrero y mayo de 1822, Mier aguardó en San Juan de Ulúa el triunfo de su causa. Aunque esta vez no gozó de las libertades de 1820, sabía que en Monterrey y en México se clamaba por él, pues, como lo soñaba desde 1811, había sido electo diputado por Nuevo León al Primer Congreso mexicano. Durante el invierno de 1821-1822, habían comenzado las votaciones con el nombramiento de electores, quienes a su vez eligieron alcaldes, regidores y síndicos de los ayuntamientos, sumando al fin los 162 titulares y los 29 suplentes que habrían de ser los primeros representantes populares de la nación. Escuchemos, por última vez, a fray Servando hablándonos desde la reclusión:

Sabiendo que las cosas están ya variadas enteramente en mi país y que el virrey O’Donojú había concertado y autorizado su independencia, venía a descansar de 27 años de una persecución tan injusta como atroz. A pesar de haber decretado las Cortes el comercio libre de las Américas y, por consiguiente, levantado las prohibiciones del ingreso de extranjeros, el gobernador del Castillo traía prisioneros al Castillo cuantos vienen pasajeros en los buques sin pasaporte, y por no traerlo yo, pues no se dan pasaportes en los Estados Unidos, donde todo el mundo entra y sale libremente, se me extrajo el día 23 de febrero por la tarde de la goleta americana donde apenas me conocieron; después de algunas tropelías que padecí del marino capitán del puerto, se me puso encerrado en la prisión de San José, ancha de cinco pasos, larga de ocho, y abrasada del sol que

el día entero la baña, sin comunicación alguna hasta el día, con una guardia a la puerta de 17 hombres cuyo ruido no me deja reposar ni de día ni de noche, y donde no me han valido ruegos ni representaciones para que se me deje respirar algún rato de aire libre en un país tan caluroso y tan insalubre.⁴⁷

Mier, en esa Exposición de la persecución, parece, no sin horror, resignado a la repetición demoniaca de su periplo anterior y llega a esperar otra remisión a La Habana. Inclusive, él mismo no tiene mucha claridad sobre que ya no es un súbdito de Fernando VII sujeto a su capricho, sino un prisionero de guerra, ciudadano del Imperio Mexicano en manos de una potencia extranjera. Y a qué horas perdió el pasaporte librado por Torres ya es asunto que me sobrepasa, aunque debe decirse que el documento grancolombiano sólo le valía para los “estados independientes de América” y San Juan de Ulúa era el último reducto de los realistas en la antigua Nueva España. Durante febrero y mayo, Iturbide se había ido apoderando del nuevo país, consentido como era del clero, la aristocracia, el ejército y la plebe. El 24 de febrero de 1822 se habían iniciado, en la iglesia de San Pedro y San Pablo, las sesiones del Congreso mexicano. El regente Iturbide se vio humillado por el diputado Pablo Obregón, quien lo instó a ceder el sillón principal a Hipólito Odoardo, presidente del Congreso. Empezaba el conflicto entre los diputados y el libertador, quien en la nunca suficientemente aclarada sesión del 21 de mayo se proclamó emperador. Desde su celda en San Juan de Ulúa, el diputado Mier era una pieza clave del partido republicano, que, aunque aún no reconocía cabalmente esa filiación, compartía la asamblea con los borbonistas y los iturbidistas. En ese momento Dávila, un político hábil que apostaba por la alianza temporal entre los borbonistas y los republicanos contra Iturbide, liberó a Servando, calculando con toda eficacia que el viejo fraile sería letal para el emperador. No es improbable que el prisionero haya tenido alguna conversación con su carcelero. El enemigo de mi enemigo es mi amigo: la liberación de Mier se asemeja a la que permitió al revolucionario ruso V. I. Lenin cruzar hacia Rusia en un tren blindado por el káiser, con el objetivo de derribar al régimen que había sustituido a los zares. Para Dávila el traidor Iturbide era el enemigo a vencer.

Alamán ratifica

la sospecha que entonces se tuvo de haber puesto Dávila en libertad al padre Mier, para hacer a Iturbide la hostilidad más efectiva que podía imaginar, considerando a aquel eclesiástico como una tea encendida que arrojaba sobre los combustibles de todas clases que los sucesos habían ido acumulando en el Imperio Mejicano, puede tenerse pues por una suposición verosímil, ya que no sea un hecho averiguado.⁴⁸

Liberada, la tea encendida se refugió durante cinco semanas en Puebla de los Ángeles, a la espera de su entrada triunfal en el Congreso mexicano. Habían culminado los viajes de Servando por las repúblicas y los imperios del universo, tanto como su vida de escritor, pues las celdas, con o sin biblioteca, quedaban atrás. La fundación de la república cristiana era la siguiente y última tarea de quien en San Juan de Ulúa citó a san Pío V al decir que la razón de Estado era la maldita razón del diablo.⁴

18. Capricho con fraile y emperador

¡Qué suerte tener por contemporáneo a un tirano digno de ser aborrecido, al que poder consagrar un culto a contrapelo y al que, secretamente, desear parecerse! EMIL CIORAN, Ejercicios de admiración [1986]

LA NO PERSONA Y SU CONCIENCIA

Es extraño que casi todos los hombres de acción se inclinen hacia la Fatalidad, así como la mayoría de los pensadores se inclinan hacia la Providencia. HONORÉ DE BALZAC, Esplendores y miserias de las cortesanas [1855]

En un insólito gesto de ingratitud y crueldad, el emperador Agustín de Iturbide (1783-1824) fue condenado, por la ceguera compartida de sus panegiristas y de sus deturpadores, a habitar un infierno del que podrán ser liberados criminales de toda laya, menos el jefe de la Independencia de México. Nacido en Valladolid, este militar criollo que habiendo podido aliarse en hora temprana con Hidalgo decidió servir a la Corona española, combatió a los insurgentes con una saña no menor a la de otros jefes realistas. Pero ninguno de sus camaradas de armas tuvo la suprema astucia de cambiar de bando en el momento preciso y separar, con el consentimiento casi universal de sus compatriotas, a la Nueva España de la vieja. La traición marca el errático destino de Iturbide. Al proclamar el Plan de Iguala y firmar los Tratados de Córdoba, Iturbide quedó ante los españoles como un traidor, cuando lo que hizo fue imitar, con una fortuna que Fernando VII no tuvo, esa mudanza política que graduaba como artista al príncipe cristiano. Los liberales españoles jamás aceptaron que, al rechazar los Tratados de Córboba y escatimarle a México un príncipe Borbón, arrojaron la Corona a los pies de Iturbide. Tampoco perdonó el régimen constitucionalista a su único visionario, don Juan de O’Donojú, el último capitán general, que no virrey, de la Nueva España, que al firmar con Iturbide la Independencia, lanzaba hacia Madrid la postrera tabla de salvación, al poner en práctica la antigua idea del conde de Aranda: conservar la unidad de las Españas dividiendo sus reinos. El liberal O’Donojú murió de pleuresía 13 días después de haber entrado, con Iturbide, en la Ciudad de México. Se le enterró con honores de virrey el 8 de octubre de 1821.

Maldito, el nombre de Iturbide fue asociado desde entonces, por la mayoría de los historiadores liberales españoles y mexicanos, a una persistente distorsión historiográfica. Se afirma con ligereza que el proyecto de Iturbide fue una contrarrevolución absolutista destinada a conservar, en México, los fueros que los liberales combatían en la península. Lector de Pradt, Iturbide creía en la monarquía constitucional moderada, de igual manera que toda una generación liberal que sólo anhelaba ver a Fernando VII jurar sin doblez la Constitución de Cádiz. Si el Imperio de Iturbide fue más “sueño o representación teatral” que imperio, como dijo Alamán, debe concederse que sus medidas represivas, una vez que rompió con el Congreso en agosto de 1822, fueron, comparadas con las fernandistas, caricaturescas. Lorenzo de Zavala, primero su aliado y luego su enemigo, reconoció que Iturbide como soberano jamás derramó sangre. Pero el Plan de Iguala, salvo en una actitud más cautelosa hacia el clero, no coincidía cabalmente con el proyecto de 1812. A Iturbide se le acusó retroactivamente de un pecado capital: el no haber sido republicano, cuando sólo algunos grupos —el de Mier entre ellos— lo eran de manera resuelta el día de su coronación. Inclusive, como lo ha demostrado Timothy E. Anna, es aventurado considerar como puramente republicana la sublevación contra Iturbide a que Antonio López de Santa Anna dio comienzo en el invierno de 1822.¹ La memoria de Agustín I, como dice Anna, fue peor que la de un villano, al convertirlo “en la no persona más importante de la historia mexicana”.² Y esa no persona tuvo en Servando Teresa de Mier su némesis y su mala conciencia, el profeta que lanzó las soflamas que acabarían por reducir al emperador al fuego y a la nada. Tras decretar la Independencia del Imperio Mexicano, Iturbide fue nombrado presidente de la Regencia y generalísimo de los ejércitos por una Junta Suprema. Se convirtió en un héroe providencial que recibió los ditirambos más escandalosos, en una época impactada por el culto napoleónico, cuya vulgarización empezó precisamente con Iturbide y se convirtió en una opereta de gran predicamento en Hispanoamérica. Complacido por una nueva nación que se curaba de su orfandad como una cenicienta que amanece en el trono, Iturbide hozó en el ridículo. Y el Primer Congreso Constituyente Mexicano, instalado el 24 de febrero, aunque representaba la variedad política de la nación, estuvo muy lejos de honrar su cometido.

Los primeros mexicanos sólo leyeron el párrafo de Humboldt concerniente a la riqueza del país, olvidando el gravamen de su desigualdad, y miraron anonadados un Imperio que, aparecido de la noche a la mañana y sin costo de sangre, nacía en la Alta California y se perdía sin fronteras precisas en el istmo de Panamá. Numerosos eran los motivos para tributarle gratitud al regente Iturbide. Como él mismo se jactó en su Manifiesto al mundo, mejor conocido como Memorias (1824), la Independencia de México, conservando la religión católica, apostólica y romana, parecía haber resuelto el drama de la guerra civil, la enemistad entre los españoles y los criollos, y garantizado para todos sus habitantes la igualdad como libres vasallos, sin importar dónde hubiesen nacido. Todavía en febrero de 1822, esperando la llegada de un Borbón, la mayor preocupación de Iturbide, del clero y del ejército era conservar la fidelidad de los españoles americanos, confiando en un reconocimiento expedito del Imperio Mexicano. La imagen de Iturbide como ultramontano, defensor a machamartillo del clero y de sus fueros, llegó para quedarse tan pronto él abdicó. Esa reputación provenía de que entre la variada coalición iturbidista fue su llamada ala derecha la que encontró mayor dificultad para acomodarse en la República. Durante sus meses de exilio europeo, Iturbide temía, tanto como los republicanos en México, que la nueva restauración de Fernando VII en 1823 diese fuerzas a España para emprender la reconquista, tal cual lo deseaba el papa. Como Hidalgo y como Morelos, Iturbide jamás antepuso los intereses de Roma a los del independentismo. Desechada por las Cortes la solución borbónica, Iturbide tuvo el cetro que ambicionaba, llamado por la Fatalidad. Mientras el todavía regente lidiaba con el Congreso para financiar un ejército poderoso, la noche del 18 de mayo de 1822 el antiguo regimiento de Celaya, encabezado por el sargento Pío Marcha, se desplazó hasta la residencia capitalina de Iturbide y lo instó a coronarse. Un día después, un grupo de diputados propuso en el Congreso la proclamación. Dada la ausencia de los diputados centroamericanos, cuyo número exacto se desconocía, y de otros representantes que, como Mier, estaban en poder de los españoles, nunca ha quedado claro si aquel Congreso tenía quorum para elegir a Iturbide. Y para colmo, el nuevo Imperio, a falta de una ley nacional, se seguía rigiendo, a gusto del cliente, por los artículos de la Constitución española de 1812. Sin quorum o con él, 67 diputados de 101 o 102 posibles votaron por el Imperio,

mientras que tan sólo 15 prefirieron posponer la elección hasta que se realizase una consulta en las provincias. El Congreso votó bajo presión militar, pero hablar de golpe de Estado es una exageración, pues ese cuerpo no fue disuelto ni domeñado sino hasta tres meses después. Y quienes se convirtieron pronto en antiimperialistas, ese día se ausentaron para después decir, de manera imprecisa, que su asistencia al pleno fue boicoteada. Mier mismo, entonces en San Juan de Ulúa, contó que esos diputados “fueron interrumpidos, befados groseramente, insultados y amenazados de muerte”.³ Pero entre esos valientes ninguno votó en contra de Iturbide. Radicales como Lorenzo de Zavala, José María Bocanegra y Fernández de Lizardi aprobaron el Imperio, atestiguando que, entre el vacío de poder y el poder dual, Iturbide se había hecho elegir por un Congreso soberano. Y Alamán, quien no vaciló en denunciar los crímenes de Iturbide como antes lo había hecho con los de Hidalgo, reconoció que sólo él, pese a su inexperiencia y gracias a su espíritu de gloria, podía ser la cabeza del Estado mexicano. No había otra alternativa que el Imperio.⁴ El 21 de mayo de 1822 Iturbide prestó juramento como “primer emperador constitucional de México”. La originalidad de la fórmula no tenía parangón en el mundo contemporáneo, pues era un emperador subordinado al poder legislativo.

Así [señala Anna], México poseía un Congreso que, al jurar el Plan de Iguala, no tuvo otra elección sino crear una monarquía, y un monarca que no tenía otra elección sino reconocer la soberanía del Congreso, por su juramento de apoyarse en la Constitución española. Los dos principales contendientes por el poder se lanzaron así en una trayectoria de colisión. Por un lado, había un Congreso deficiente en su hechura y en su defensiva, incluso beligerante, al insistir en su superioridad; y por otro, había un emperador que actuaba inmoderadamente y estaba convencido de que era la única voz válida de una nación que existía primordialmente como una proyección de su propia voluntad.⁵

La bombástica coronación, donde no faltaron los malos presagios y la previsible modestia del ungido al declarar inmerecido el trono, tuvo lugar el 21 de julio. Junto a la creación de un Consejo de Estado, Iturbide fundó la Orden de Guadalupe para honrar a la nobleza del Imperio, encabezada por su familia, claro está. Si la coronación de Napoleón por Pío VII en 1804 les pareció a los

republicanos y a no pocos bonapartistas una lamentable “capuchinada”, en México algunos vieron en la fiesta el ridículo comienzo de una tragedia. Alamán, como es frecuente, recordó los hechos con esa combinación de mesura y pesimismo tan propia de su Historia:

Esta función sin embargo estuvo lejos de llenar el objeto de los que con tanto empeño la promovieron, pues no sólo no dio, con la sanción de la religión, mayor respeto al nuevo orden de cosas, sino que más bien contribuyó a quitárselo. Era de data demasiado reciente la Revolución, para que su autor, por grande que fuese el mérito que en ella había contraído, pudiese obtener aquel respeto y consideración que sólo es obra del tiempo y de un largo ejercicio de la autoridad. Los que pocos meses antes habían tenido a Iturbide por su compañero o su subalterno, la clase alta y media de la sociedad, que había visto a su familia como inferior o igual no consideraban tan repentina elevación sino como un golpe teatral y no podían acostumbrarse a pronunciar sin risa los títulos de príncipes y princesas.

Agustín I fue idolatrado, según todas las fuentes, por el bajo pueblo que, llámese lumpenproletariado o “toca turbulenta” de léperos, lo acompañó “con una vela en la mano derecha y una navaja en la izquierda”.⁷ Y forjador de frágiles alianzas con el clero, el ejército y los liberales, el emperador gozó de la aprobación universal durante las primeras semanas de su reinado. Desde su corto exilio en Livorno, Iturbide recordará los días felices:

Viva Agustín I fue el grito universal que me asombró, siendo la primera vez de mi vida que experimento esta clase de sensación. Inmediatamente, como si en todos obrase un mismo sentimiento, se iluminó aquella gran capital, se adornaron los balcones, se poblaron de gente que respondían llenos de júbilo a las aclamaciones de un pueblo inmenso que ocupaba las calles, especialmente las inmediatas a la casa de mi morada. No hubo un solo ciudadano que manifestase desagrado, prueba de la debilidad de mis contrarios y de lo generalizada que estaba la opinión a mi favor. Ninguna desgracia, ningún desorden, Agustín I llenaba en aquellas horas la imaginación de todos...⁸

Esa desgracia y ese desorden aparecieron bien pronto en el horizonte, provenientes de los cuatro puntos cardinales. Pero si una figura concentró la oposición a Iturbide ésa fue la de fray Servando. Tan pronto se supo en la Ciudad de México de su prisión en San Juan de Ulúa, los liberales moderados a los que Mier pertenecía exigieron su libertad. Carlos María de Bustamante informó de los hechos al “Congreso con una larga declamación, en que consideró bajo todos aspectos el que llamó atentado, proponiendo, como quedó desde luego resuelto, que se librase orden a la Regencia” para que advirtiese a Dávila de las represalias a las que quedaría expuesto de mantener cautivo al diputado regiomontano. Y dada la tendencia de Dávila a maniobrar contra Iturbide apoyándose en los protorrepublicanos, en ese momento Bustamante habría intentado negociar con el general español al margen de la Regencia iturbidista. Dávila al menos permitió que Mier recibiese en San Juan de Ulúa una carta de Bustamante, del 8 de mayo, donde le cuenta a “Fatita” —única noticia que tengo de ese apodo para el fraile— las providencias que se estaban tomando para su liberación.¹ Esas gestiones provocaron la furia de Iturbide, quien cuando en su Manifiesto al mundo dibujó la inepcia del Congreso, dijo que en vez de redactar una Constitución del Imperio, su principal misión, los diputados perdían su tiempo en “reclamar un fraile apóstata preso en el castillo de San Juan de Ulúa”.¹¹ Ésa es la única ocasión en que Iturbide se refiere a Mier en ese texto. El 11 de julio de 1822, Miguel de Beruete, pariente del emperador, consignó en su diario: “El doctor Mier llegó a esta corte y parece que su casa está siempre llena de gentes. Es muy temible este Apóstol de la República.”¹²

Pocos días antes de la coronación [cuenta Alamán], había llegado a Méjico el padre Mier, y habiendo sido aprobados sus poderes como diputado nombrado por Monterrey, se presentó a jurar y tomar asiento en el Congreso en la sesión del 15 de julio. Corrió la noticia en el público y fue grande la concurrencia en las galerías, con el deseo de conocer a un hombre que tanta celebridad había adquirido, primero por la persecución que sufrió por el sermón de Guadalupe, y después por sus escritos y padecimientos.¹³

Junto a su leyenda, rodeado de partidarios fervorosos, Servando regresaba con un libro en la mano, esa Memoria político-instructiva escrita al amparo de Manuel Torres en Filadelfia. Panfleto partidario y la más alta expresión del ingenio político-teológico servandesco, la obra puede ser leída, también, como una carta abierta a Agustín de Iturbide, quien cuando se publicó la Memoria político-instructiva, en agosto de 1821, era el caudillo del Plan de Iguala y el héroe que estaba a punto de dar al país “el único día de puro entusiasmo y de gozo sin mezcla de recuerdos tristes o de anuncios de nuevas desgracias, que han disfrutado los mejicanos”.¹⁴ Dirigiéndose en principio al general Victoria, el texto da comienzo con una claridosa exposición del estado de las potencias europeas a mediados de 1821, exaltando a los Estados Unidos y a la Gran Colombia, cuya Constitución, “obra de mi amigo el célebre doctor Roscio”, elogia. Tras esos prolegómenos que lo ubican en el campo nuevo del republicanismo, Mier analiza la probabilidad del nombramiento de los infantes don Carlos y Francisco de Paula como regentes de México y del Perú. Al rechazar la solución borbónica, Servando rompe sus relaciones intelectuales con Pradt con razones históricas, políticas y morales. Acusa a su antiguo ídolo de desconocer la historia de las Américas, pues al creer que los estadounidenses fueron muy felices bajo la férula de los británicos, piensa que los mexicanos lo serán bajo regencias borbónicas. Mier da por terminada la ilusión de la monarquía constitucional:

¿Qué libertad puede ser vivir bajo el monopolio exclusivo de una potencia de Europa? [...] Pero nuestro regente será un infante de España... ¿Y quiere decir esto otra cosa, sino que tendremos un déspota (y ya está conocido por tal el que se nos envía) mayor que los virreyes, y mucho más caro sin comparación por la pompa [que] ha de rodearle, el enjambre de aves de rapiña [...] Temblábamos delante de un virrey que es un cualquiera, moriremos de miedo ante un infante de España. Nos mandaban los criados de la familia de un sátrapa, nos pisarán los de un príncipe bordados de oro y cargados de cascabeles, cruces y relicarios. El sexo devoto correrá a sus brazos, y ellos serán los dueños de nuestras más ricas herederas.¹⁵

Servando está tan harto de España, de sus contratos incumplidos, de sus revoluciones y de sus constituciones cuyo liberalismo se ahogaba al cruzar el Atlántico, que ya ni siquiera se comporta como un propagandista de la Leyenda Negra, aquel que blasfema ante lo que ama. Curado de la madre patria, Mier sólo desea abolirla de la historia. Narra su propia alegría al enterarse del Plan de Iguala en La Habana. Gracias a Torres, cuya influencia reconoce en esta Memoria político-instructiva, Mier logra sintetizar, al fin, su viejo contractualismo con la actualidad de la Independencia. Concede a Iturbide el crédito de “restituir el antiguo Imperio mexicano” y afirma que con la Revolución de 1820 se perdió la última oportunidad de renovar el contrato entre la Corona española y los reinos de Ultramar. Y la única restitución posible para México es la “independencia absoluta”, interpretando el Plan de Iguala —como finalmente lo hará Iturbide— como una estratagema “para meter en la red a todos los partidos, y evitar el nombre odioso de rebeldes con sus consecuencias funestas...”¹ Tras reconocer tácitamente a Iturbide como liberador de la patria, Mier comienza a amedrentarlo. Debe aclararse que cuando se publicó la Memoria políticoinstructiva no se temía tanto que el propio Iturbide se coronara, sino que el caudillo facilitase una solución a la portuguesa: debilitado en España por el liberalismo, Fernando VII podría refugiarse en América como emperador. Trascendiendo los vaivenes políticos, Servando dicta un catecismo contra los reyes, apoyado en Tom Paine, por un lado, y por otro en Gregorio XIV, referencia poco afortunada, pues fue este pontífice el instrumento de los reyes europeos contra los jesuitas. “Los reyes”, gruñe el fraile, “son verdaderamente unos ídolos manufacturados por el orgullo y la adulación, que en sus palacios adornados como templos sólo se dejan ver entre genuflexiones e inciensos...”¹⁷ Mier, acto seguido, da un paso grave y engañoso para colocarse contra Iturbide. Arropado por los generales Guadalupe Victoria y Vicente Guerrero, Servando se da de alta como insurgente de 1810:

El Congreso de Chilpantzingo, que no era menos legítimo que el de Cádiz para los españoles [...] declaró nuestra emancipación y la Independencia de México

desde [el] 6 de noviembre de 1813, y dio una Constitución republicana, que aunque la hayan censurado los necios inquisidores u otros satélites del despotismo, y en realidad peque por fanática lejos de ser irreligiosa, sus bases son republicanas y muy buenas. Desde entonces data la libertad de Anáhuac, y la Independencia de la República Anahuacense. A ningún particular le es lícito variar el pacto social decretado por un Congreso constituyente, y menos, cuando lo hemos estado rubricando con nuestra sangre nueve años los ciudadanos a centenares de miles. Ya está consagrado.¹⁸

El autor de la Historia de la revolución de Nueva España, quien en Londres se reconocía partidario de Iturrigaray, fallido príncipe cristiano, antes que del plebeyo cura Hidalgo, abraza la causa revolucionaria de Morelos. Aunque la conversión republicana de Mier lo reconciliaba con los insurgentes de 1810, en la Memoria político-instructiva pesa más la inercia del teólogo que el oportunismo del político. Servando necesitaba sustituir el contrato al fin roto con España por uno nuevo, y éste fue la Constitución de Apatzingán. Antes del 27 de septiembre de 1821 es Mier quien, apoyándose en la legitimidad suspendida de Guerrero y Victoria, data en Chilpancingo el año i de la República Mexicana, anticipándose a las falsificaciones de Bustamante y justificándolas. Publicada en agosto, la Memoria político-instructiva despoja a Iturbide, con profética anticipación, de la autoría de la Independencia. Antes de las calumnias de Bustamante, de las exageraciones de Rocafuerte o de las palinodias de Zavala, el precursor intelectual de la muerte civil de Iturbide fue el doctor Mier, quien excluye al futuro emperador del reino patrio de los predestinados. Y el gesto se deriva, más que de la precaución política de suplir al monárquico Plan de Iguala con una Constitución protorrepublicana, de la armadura tomista de Mier, para quien era imposible pensar una república cristiana sin el respaldo de un contrato. La república soñada por Mier se inspira en “el fanal de los Estados Unidos [que] está delante de nosotros para conducirnos al puerto de la felicidad”. Respaldado en el Sentido común de Tom Paine, que parafrasea con modestia, Servando ajusta la vaporosa república cristiana del tomismo en los términos de una república escriturística, sustentada en toda condenación de los reyes que pudiera encontrarse en el Antiguo Testamento, de Oseas a Salomón, pues

lo cierto es que Dios le dio a su pueblo predilecto un gobierno republicano; que no le dio reyes sino en su cólera y para su castigo; que no se los dio sino con una Constitución, y que menospreciándola todos se hicieron tiranos. Lo cierto es que los reyes buenos han sido tan raros que, decía un filósofo, se podían grabar todos en un anillo. ¿Qué es la historia de los reyes, decía un grande obispo [Grégoire], sino el martirologio de las naciones?¹

Aunque Mier conocía bien a Paine desde Londres y, como él mismo reconoció, lo citaba desde entonces expurgando su republicanismo, la república escriturística de 1821 acusa la reciente influencia de los Estados Unidos en el escritor. Algo había en esa recurrencia a la Biblia, antes que a los Padres de la Iglesia, de teología política protestante, aunque Mier, al invocar a Tomás Apóstol había basado desde el principio sus alegatos en la autoridad testamentaria. La sustentación teológica de la Memoria político-instructiva respondía no sólo al dictado de la formación servandiana, sino a la necesidad política, pues los propagandistas de la Restauración insistían en que el trono y el altar eran instituciones de origen divino, socavadas por las herejías republicanas desde 1789. Iturbide mismo —y eso casi nunca se ha dicho en su descargo— jamás consideró su Imperio fruto de la voluntad divina sino producto de una elección soberana y legislativa. En esa misma línea, como jansenista y galicano, Servando citaba a Bossuet y al obispo de Imola para aclarar que el poder dimana de Dios, pero la elección de la forma del poder político es una de las libertades cristianas. La lectura de la Memoria político-instructiva nos depara, líneas abajo, un momento maravilloso: nada menos que la renuncia de Servando Teresa de Mier al trono de México... al que podría tener derecho por ser descendiente del último “emperador o hueitlatoani de México [...] Quatemóczin”. Para impedir que Iturbide o cualquier otro se ciña la Corona, Mier renuncia a sus legítimas aspiraciones como descendiente de nobles aborígenes, pues “Dios nos libre de emperadores o reyes” dado que el mal ya ni siquiera radica en España, sino en “la naturaleza del gobierno monárquico”.² Acaso inconsciente de la desmesura del párrafo —nadie entonces se tomó en serio el majestuoso desprendimiento del improbable Servando I—, el teólogo político vuelve al planeta y objeta otros argumentos antirrepublicanos en boga. El Terror republicano francés, razona Mier con la típica demonología

revolucionaria, no sólo se debió a las falencias del carácter gálico, sino “a las intrigas y violencias de los realistas y los reyes, que irritaron al pueblo y lo embriagaron de furor”.²¹ El tiempo de Europa, advierte el profeta en su tierra, ha caducado para que comience el idilio americano. Hay que dejar “a los pueblos de Europa averiados con sus habitudes y carcomidos con la misma broma de su vejez, debatiéndose con sus monarcas, que los están bañando en sangre para quitarles o impedirles las constituciones y representaciones, con que forcejean a contener su arbitrariedad”.²² Servando sabe que el momento para hacer ese corte entre el pasado y el porvenir no puede ser más oportuno, pues el 6 de mayo de 1821 Napoleón Bonaparte “murió o fue muerto” y con él, cuya marcha por la historia cambió el destino de millones de hombres, ha quedado comprobado que “son incompatibles por largo tiempo libertad y rey. Éste es un axioma demostrado por la experiencia de todos los siglos.”²³ Habiendo cubierto todos los flancos, el doctor Mier cesa la cátedra y dirige una encendida alocución a Iturbide:

¡ITURBIDE! ¿Qué sería de ti y tus compañeros de armas si no se verificase [la Independencia]? Tú la has jurado y héchola jurar a toda la Nueva España. Estás en obligación de mantenérsela, y jamás envainar la espada una vez tirada contra el rey, según aconsejaba el protector de Inglaterra. A ti se dirige especialmente su sentencia, porque te hallas en el mismo caso de ser el protector del Anáhuac. Él no paró hasta colgar a Carlos I. Tú debes colgar hasta la idea de darnos un emperador, pues que tampoco España lo quiere conceder. Así es como únicamente borrarás hasta la memoria de los males inmensos, que en 10 años hiciste a tus compatriotas por un error de opinión. Abjura la nueva, que es otro error no menos pernicioso. Sostén la Independencia; pero la INDEPENDENCIA ABSOLUTA, la INDEPENDENCIA SIN NUEVO AMO, la INDEPENDENCIA REPUBLICANA. Entonces, coronado de un laurel inmarcesible subirás a ocupar un asiento en el templo de la gloria con Guillermo Tell, con Washington, con Bolívar, con San Martín.²⁴

Iturbide debió leer con cuidado la Memoria político-instructiva. Sabía que el “fraile apóstata” era el vocero de una oposición parlamentaria cada vez más insolente y efectiva. Un día antes de la entrada triunfal del diputado Mier al Congreso, el emperador lo citó en la hacienda de San Agustín de las Cuevas, hoy en día Tlalpan, con intención de calarlo, y acaso, abrir negociaciones con el peligroso ideólogo. De esa entrevista sólo conservamos el testimonio de Servando, probatorio de que al menos se pactó una tregua entre el fraile y el emperador, pues en los ambientes opositores se temía que Mier fuese detenido tan pronto llegase a la Ciudad de México. En su discurso del 15 de julio, Servando informó al Congreso del encuentro:

Temo haber llegado tarde y que los remedios sean tan difíciles como los males son graves. No obstante, el emperador se ha servido escucharme dos horas y media y me ha prometido que cooperaría con todo su esfuerzo a cuantos medios se le propusiesen para el bien de nuestra patria. Yo estaba alarmado sobre la existencia de la representación nacional; pero me aseguró que cuanto se decía contra ella era una calumnia y que estaba resuelto a sostener al Congreso como la mejor áncora del Imperio. Yo no pude ocultarle mis sentimientos patentes en mis escritos, y de que el gobierno que nos convenía era el republicano bajo el cual está constituida toda la América del Sur y el resto de la del Norte; pero también le dije que no podía ni quería oponerme a lo que ya estaba hecho, siempre que se nos conservase el gobierno representativo y se nos rigiese con moderación y equidad. De otra suerte él se perdería, y yo sería su enemigo irreconciliable, porque no está en mi mano dejar de serlo contra los déspotas y tiranos. Sabría morir; pero no obedecerlos.²⁵

El fraile, en una entrevista imaginada por Rosa Beltrán en su novela sobre Iturbide (La corte de los ilusos, 1995), se sinceró personalmente con el emperador como republicano pero, junto con todo su partido, reconoció la legitimidad del Imperio. Con más detalle, el 17 de julio, Servando narró el encuentro por carta al Ayuntamiento de Monterrey, al que debía su curul:

El emperador deseaba conocerme, fui a verlo a San Agustín de las Cuevas, y

aunque era día de correo, sin darme antesala me recibió, y platicamos los dos solos dos horas y media cabales, detención que espantó a todo el mundo. Me oía con muchísimo gusto, y me hubiera concedido cuanto le hubiese pedido, pues apenas le insinué que mis sobrinas estaban afligidas por tener que ir a Veracruz, cuando me dijo iba a pedir lista de cuantos casados venían en el fijo de Veracruz para que se volviesen a Monterrey. Como la mayor parte del Regimiento son casados ya me han pedido la venia para venir a darme en cuerpo las gracias.²

La plática con Iturbide revela que Servando, diputado, había recuperado a su familia, que lo abandonó en 1795. Gracias a una carta de Marcos Ayala al propio Mier (21 de junio de 1822) sabemos que su estancia poblana se debió a su mala salud. Temerosos los regiomontanos al ver peligrar su presencia en el Congreso, apremiaron a su suplente, Juan Bautista Ramos Arizpe, para que se estuviese a la orden. Y con el acta de su elección como diputado en Monterrey, debieron llegar —si no es que ya lo acompañaban desde Veracruz— algunas de sus sobrinas para cuidarlo. Junto al cariño por el tío trotamundos... aparecieron las peticiones de empleo. Los archivos conservan hasta 12 cartas firmadas por Martín Diego de Rivas, José Felipe de Mier y Noriega, Juan Bernardo Mier, José Joaquín Ugartechea (medio hermano), Julia del Llano y Adriana Mier y Noriega, cuya hija Emilia se hizo cargo de la casa de Servando en México.²⁷ Medio siglo después, Alamán recordó al vistoso personaje que

llegado a Méjico, fue a presentarse a Iturbide, que se hallaba en San Agustín de las Cuevas, y sin darle el tratamiento de majestad, desaprobó a las claras su proclamación y la coronación que iba a hacerse. En boca de Mier, la consagración no era más que la aplicación del medicamento conocido con el nombre de “vinagre de los cuatro ladrones”, y la ceremonia de la inauguración de la Orden de Guadalupe con los caballeros con sus mantos y plumajes, una comparsa de las danzas usadas por los indios en sus fiestas, compuesta de personajes ridículamente vestidos, que llaman Huehuenches,²⁸ apodo que quedó a los individuos de aquella Orden.²

Si una vanidad tan herida como la de Servando podía cicatrizar, ello ocurrió

entre el 14 y el 15 de julio de 1822, cuando se presentó ante Iturbide y ante el primer Congreso, recuperando la honra perdida en 1795 ante las altas autoridades del virreino. Tan hábil para granjearse, valiéndose de cualquier método, la simpatía de sus enemigos y ávido del reconocimiento de todas las corporaciones del clero, Mier le fue a Iturbide profundamente antipático desde que tuvo noticia de su existencia. Antes de llamarlo “fraile apóstata”, el todavía regente, contemplando la elección del Congreso a principios de 1822, hizo notar que entre esos individuos los había hasta “con causa criminal; los había quebrados, autores de asonadas militares, capitulados que despreciando el derecho de la guerra y faltando a su palabra, habían vuelto a tomar las armas contra la causa de la libertad, y batidos habían capitulado por segunda vez; los había antiindependientes, y hasta un fraile había, estando prohibido fuesen diputados los religiosos”.³ Sin duda fue Luis Carrasco, provincial de los dominicos y fervoroso iturbidista, quien puso en antecedentes a Iturbide de la nunca comprobada secularización de Mier. En agosto, cuando los diputados opositores fueron presos, el régimen imperial hizo público el pecado original de Servando, su apostasía de la Orden de Predicadores. Lorenzo de Zavala, miembro de la Junta Instituyente del Imperio, el cuerpo legistativo adicto a Iturbide que sustituyó al Congreso disuelto, afirmó en el Ensayo histórico de las revoluciones de México desde 1808 hasta 1830 (1831) su certidumbre sobre la inelegibilidad de Mier:

Estaba nombrado diputado por su provincia, y entró desde luego a ejercer sus funciones, aunque siendo religioso dominico no era legal su nombramiento. Este eclesiástico había adquirido cierta celebridad por sus padecimientos, y por algunos escritos indigestos que había publicado en Londres sobre la Revolución de Nueva España. Desde el momento de su llegada a México se declaró públicamente enemigo de Iturbide, contra cuya elevación al trono había ya manifestado sus opiniones desde que pisó el territorio. No faltaron quienes dijeron que Dávila le había dejado en libertad con el objeto de lanzar este elemento más de revolución entre los mexicanos. En efecto, por tal debe reputarse a este hombre, cuya actividad era igual a su facundia y osadía.³¹

Pero durante la primera de mitad de 1822 Iturbide tuvo que tolerar no sólo a Servando, sino a muchos diputados que provenían de la vieja insurgencia, “chusma” con la que decidió aliarse en nombre del Plan de Iguala. Cruel como mílite, Iturbide no era hombre de rencores —o no tuvo tiempo para serlo— y supo apreciar a varios de los antiguos independentistas. Tuvo el apoyo constante de algunos liberales moderados, como José Manuel de Herrera y Andrés Quintana Roo o Fernández de Lizardi, este último una de esas almas que las revoluciones trastornan y convierten en un hervidero de coraje, sentido común y desvaríos, quien creía que Iturbide y su Ejército Trigarante estaban llamados a intentar una combinación feliz entre el Terror y el 18 Brumario. En cambio, cualquier acuerdo duradero con Mier estaba destinado a fracasar por razones no sólo políticas, sino psicológicas. A diferencia de un Lizardi, Servando era un ortodoxo. Por más reciente que fuese su conversión republicana, él la vivía como un mandato emanado de los apóstoles e, indiferente a sus propias contradicciones, podía dar tregua pero no hacer concesiones de fondo. En San Agustín de las Cuevas, Mier ganó tiempo para acomodarse en el país e Iturbide logró calmar al fraile durante algunas semanas y culminar su coronación. El doctor Mier, quien nada nos dejó dicho de la coronación a la que probablemente asistió el 21 de julio, llevaba un cuarto de siglo combatiendo a virreyes, emperadores y reyes. Sin duda el fraile deseó —como todos sus camaradas— que Iturbide imitase el camino de Bolívar, aunque fuese ejerciendo una presidencia vitalicia dictatorial, como la que después planteó el caraqueño en la Constitución del Alto Perú. Esos primeros republicanos, no lo olvidemos, estaban lejos de ser demócratas tal cual se entendió la palabra después de las revoluciones de 1848. En ese sentido, tanto Servando como Agustín I eran discípulos, renegado uno, el otro no, de Pradt. Durante la República Federal, el “federalismo moderado” de Mier acabó por parecerse más, en cierto sentido, a la monarquía constitucional de Iturbide que al radicalismo “anarquista” de las logias yorkinas. Pero el desengaño fue rápido y Mier vio en Iturbide una caricatura de los tiranos Godoy y Napoleón. Al ceñirse una corona ridícula, Iturbide entró en los dominios paradójicos de la usurpación, tan delicados para el alma servandesca. La arrogante y descarada firmeza de Mier contra Iturbide —de la que carecieron políticos más “modernos” como Zavala— provenía del temple virreinal. El origen de ambos personajes —Mier, hijo de gobernador militar, e Iturbide, de rico hacendado español— era típicamente criollo, como criolla fue la manera de

ascenso social que les fue destinada: el clero regular y la milicia. Al estrellarse contra el orden establecido en 1794 —pretendiendo lo contrario—, Servando fue despojado de esos honores eclesiásticos que el leal coronel Iturbide ganó combatiendo a los insurgentes. Mier, educado en la Francia del Consulado y en la España de 1808, nada tenía contra la mudanza política, que se volvió ideológicamente inmoral sólo cuando predominaron los absolutos románticos. Que Iturbide hubiese “traicionado” a los realistas no era un pecado indeleble para el fraile. Era un gesto patriótico que requería, eso sí, de un verdadero acto de contrición, y ése tenía que ser el republicanismo, como se lo exigió a Iturbide en 1821. Mier mismo acababa de abandonar la causa de la monarquía a la inglesa. Figura de tránsito entre dos mundos, Mier a menudo se adaptaba a lo que entendía, de manera bastante sutil, por modernidad. Contra sus sentimientos de letrado virreinal, dejó de insistir en la predicación de Tomás por entender que no iba con “las costumbres del siglo”, de la misma manera que cuando vio al Congreso ponerse bajo la advocación de la Virgen de Guadalupe, en 1822, se resignó. Al caminar hacia el Imperio, Iturbide hizo realidad sueños de usurpación semejantes a los que Mier había acariciado, desde su relativa inopia, durante toda la vida. Por ello, aunque resulte cómico, es tan importante la retórica renuncia de Servando al trono al que tendría derecho, según dijo en la Memoria político-instructiva, por ser descendiente del rey aborigen Cuauhtémoc. Tiendo a creer que el doctor Mier, como tantos mitómanos megalomaniacos, descreía de sus fantasías pero vivía compulsivamente obligado a verbalizarlas. Un principio de realidad lo acababa por salvar de la locura y acotaba sus delirios de grandeza para, al menos, impedir que lo desterrasen de la realidad. Servando debió sufrir muchísimo impelido a mentir por una locuacidad verborreica y culposa, obsesión que lo puso en peligro muchas veces. Pero sería infértil ir más lejos en una interioridad que nos es tan ajena. Es significativo que mirando el enfrentamiento entre Iturbide y Mier, Lucas Alamán —quien todavía estaba en España y no fue testigo presencial de los acontecimientos— haya definido de manera precisa la contradicción que marcó a nuestro personaje.

Era el padre Mier [dice Alamán] la mezcla más extraña de las más opuestas

calidades: republicano decidido y enemigo de los monarcas, era por otra parte aristócrata por inclinación, y se suponía descendiente de Quauhtemotzin y emparentado con todas las familias más ilustres de Méjico, habiendo reclamado al leerse el acta de la sesión en que se presentó en el Congreso, porque en ella se le llamaba simplemente don Servando Mier y no “don Servando Teresa de Mier”, por ser el “de” antepuesto al apellido carácter distintivo de la nobleza: censor austero de los abusos de la corte de Roma, decía ser prelado doméstico del Papa, por cuyo empleo y por habérsele hecho creer que había sido nombrado obispo de Baltimore, usaba un traje particular con el que llamaba la atención: pero este mismo carácter ligero y aun extravagante, lo hacía bien recibido en todas partes, y habiéndose declarado contra el Imperio de Iturbide, el nuevo monarca no tenía enemigo más acérrimo ni que mayores daños le causase.³²

Al católico Alamán sólo le faltó señalar, como lo hemos venido diciendo, que esa tensión no resuelta entre vestirse como violáceo príncipe de la Iglesia y recorrer el globo como mendicante y predicador provenía del tablado eclesiástico: las formas y los gestos ordenaban el mundo. Fue Lizardi, al escribir “Toda tu elevación fue un sueño”, en su soliloquio dramático El unipersonal de don Agustín de Iturbide (1823), quien popularizó la encantadora idea del fallido Imperio como representación teatral, sueño y comedia, idea que compartieron tanto Alamán como Bustamante. Pero antes que ellos, el doctor Mier, quien estaba mejor armado para vivir esa tramoya barroca, decidió actuar —en los dos sentidos castellanos de la palabra— contra Iturbide. Servando sería el comediante que se arroja a las tablas para impedir que una ilusión que le repugna se adueñe del mundo. Esta observación no demerita la aversión política que privaba entre el fraile y el emperador. Antes al contrario, la profundiza. Lo que estaba en juego era decidir si la república cristiana se cristalizaba en una joya monárquica o si se convertía en un cuerpo místico del que participaran todos los mexicanos, adoradores de Cristo desde el principio de los tiempos. Servando enfrenta asunto tan grave con las armas más poderosas a su alcance, aquellas aprendidas y ejercidas en la comedia conventual, chisporroteo de versos y escapatorias.

EL AÑO DEL PICO DE ORO

Sucedió lo que pasa en una hoguera. Al principio el fuego es todavía pequeño: mas cuando toda la madera está ya bajo el dominio del fuego, suben las llamas a grande altura. Lo mismo sucedía aquel día. Al principio esta asamblea no parecía particularmente agitada. A medida, empero, que el discurso se fue prolongando y fue desarrollando la materia y fue añadiéndose más y más la madera del adoctrinamiento, entonces vuestra afición en escuchar fue incendiándose vivamente. SAN JUAN CRISÓSTOMO [† 407], Primera homilía contra los que dicen que los demonios tienen el gobierno de las cosas humanas

Doy gracias al cielo [dijo fray Servando ese 15 de julio ante el Congreso Mexicano] por haberme restituido al seno de la patria al cabo de 27 años de una persecución la más atroz y de trabajos inmensos; doy gracias al Nuevo Reino de León, donde nací, por haberme elevado al alto honor de ocupar un asiento en este augusto Congreso; doy gracias a V. M. por los generosos esfuerzos que hizo para sacarme de las garras del tirano de Ulúa, y las doy a todos mis caros paisanos por las atenciones y el aplauso con que me han recibido y estoy lejos de merecer. Me alegraría tener el talento y la instrucción que se me atribuyen para corresponder a su concepto y sus esperanzas. Lo que ciertamente poseo es un patriotismo acendrado: mis escritos dan testimonio y mi diestra estropeada es una prueba irrefragable.³³

Acto seguido, el diputado Servando de Mier informó al pleno de su entrevista de la antevíspera con Iturbide, a quien contra lo que dice Alamán dio trato de

Vuestra Majestad y le agradeció las gestiones emprendidas para su liberación. En una carta del 17 de julio expresó al Ayuntamiento regiomontano las dificultades y las alegrías que había vivido para llegar al Congreso, pues tras ser

recibido en triunfo de los pueblos del tránsito hasta llegar a Puebla [...] órdenes severísimas averiguaban todos mis pasos y conversaciones. Llegué por fin a México el día 4 del presente, y aunque procuré entrar de noche por evitar la contienda entre 8 o 10 que porfiaban por darme alojamiento, no pude evitar el cortejo y una comilitona. México ha cargado sobre mí, y desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche aún no para el gentío respetable, que no me deja reposar. Por las calles el pueblo tampoco me deja andar.³⁴

Todos esos trabajos habían llegado a un feliz desenlace, tanto para el orador, con su lastimada mano derecha de apóstol, como para los curiosos que infestaban las tribunas, pues el errabundo y misterioso Servando al fin desplegaba sus enigmas ante la nación. Pero como lo señaló con perspicacia O’Gorman, una sombra de duda acompañaba al diputado y a su público. El 11 de junio el Congreso había confirmado el decreto que creaba la Orden Imperial de Guadalupe y un mes después la Colegiata de Guadalupe obsequiaba a los congresistas con una imagen de la Virgen, colocada bajo el solio del salón de sesiones como la “divisa característica de todos los hijos del felicísimo Anáhuac”.³⁵ El nuevo régimen independiente se amparaba en la advocación privilegiada de Nuestra Señora de Guadalupe. Aquel gesto nunca suficientemente bien explicado de Hidalgo en 1810, cuando tomó a la Virgen como estandarte de sus ejércitos, se convertía, gracias a Iturbide, en un fugaz guadalupanismo de Estado. El emperador entendió que sólo Guadalupe podía dar consuelo simbólico a una nación que nacía indecisa y huérfana. Pero, ¿qué sentimientos encontrados sufrió Mier al verse hablando bajo el solio de la Virgen, cuya imagen y tradición habían sido la causa de sus desgracias? Sin duda, como lo sospecha O’Gorman, los recuerdos del 12 de diciembre de 1794 debieron entrometerse antes y durante su discurso, esta vez un sermón casi republicano que hubiese parecido inaudito un cuarto de siglo atrás. Por segunda vez en su vida, como aquel día en que reunió en la Colegiata a todas las autoridades del

virreinato de la Nueva España, Servando tenía al público más selecto atento al ingenio y el escándalo de su oratoria sagrada.

Su amargura y desconcierto [dice O’Gorman] debieron ser inmensos al comprobar que, a espaldas suyas —mientras él se quemaba las pestañas en desentrañar el verdadero origen de la imagen y en desenmascarar la supersticiosa índole del culto que le tributaba la Nueva España—, ella, la imagen, en artera metamorfosis, se transfiguró de divina criolla a divina mexicana, como el numen tutelar del pueblo que había depositado en él la confianza de su mandato y que ahora la reconocía como intocable y sagrado símbolo de la nueva patria que ambos estrenaban. ¿Cómo atreverse, sin traicionar aquel mandato, a proclamar en un debate parlamentario lo que él se sabía acerca de la reina elegida para presidirlos? ¿Cómo decir que no era sino defectuosa copia colonial de una imagen gachupina, y por añadidura la preferida de la canalla conocida como los conquistadores; que era una imagen infectada de groseros errores idolátricos; que su blasón no reconocía mejor prosapia que la de una comedia, y que su prodigiosa historia era burdo tejido de equívocos, falsedades y contradicciones? Como un castillo de naipes se le derrumbó a Mier su gallardo proyecto de desterrar la superstición de la conciencia de su nueva patria: no tenía más alternativa que el silencio; triunfaba el oscurantismo de la superstición, y aquella imagen, que tantos sinsabores le había causado y contra la cual había sostenido tan tenaz combate, lo había derrotado.³

Me temo que quien se hace esa punzante pregunta es O’Gorman y no fray Servando. Teniendo la razón, el historiador mexicano no la tiene del todo. Sobreestima O’Gorman la importancia que para Mier tenía la heterodoxia guadalupana; es natural que el preso de 1819, ocioso y condenado, lejos de soñar ese 15 de julio, haya escrito las Cartas a Juan Bautista Muñoz y orlado sus Memorias de explicaciones sobre 1794. Pero todo aquello, una vez lograda la Independencia, aunque doloroso, resultaba secundario. La libertad del Anáhuac lo valía todo, y Servando habría estado loco al exponerse, en su unción parlamentaria, a la reprobación de un Imperio cuya oposición republicana encabezaba. O’Gorman acierta, en cambio, al describir las medidas que desplegó Mier ese 15

de julio para evitar que sus enemigos le echasen en cara el escándalo de 1794. Que la primera y única petición servandiana al Congreso fuese la devolución de sus papeles confiscados por el Santo Oficio cuadra con la personalidad letrada del fraile, aunque no dudo, como lo sugiere O’Gorman, que Mier temiese que sus inéditos textos de prisión, tan puntillosos en cuanto a la crítica de Guadalupe, cayesen en las manos indiscretas o malintencionadas de los vasallos del Imperio. Al contarle sus avatares al Congreso, en su “Discurso al formular la protesta de ley como diputado al Primer Congreso Constituyente”, dio una versión ligera y falsificada de sus ideas guadalupanas, asunto que O’Gorman califica como falta de probidad intelectual. No comparto esta última preocupación: Servando fue un político eclesiástico ante cuya valentía podemos inclinarnos, pero a quien yo me abstendría de juzgar con la vara de la virtud. Fue demagógico, como dice O’Gorman, o al menos poco elegante, que Servando citase en el Congreso, para presentarse como un adalid de la causa guadalupana, el recado que la Virgen envió a Zumárraga en la interpósita persona de Juan Diego, parte de un relato del que Mier no creía una coma. Pero aparte de esa concesión al fervor popular, Servando sólo resumió el apéndice guadalupano de la Historia. Y no volvió a ocuparse nunca más del asunto. Si en 1794 la Virgen lo había perdido, era hora de que en 1822 lo cubrie se con su manto. Su meta político-teológica quedaba cumplida con la Independencia mexicana, que recuperaba el lugar que a México le había dado Tomás Apóstol o uno de sus discípulos entre las naciones. México, sostuvo el dominico Mier durante toda su vida, nunca había estado fuera del plan universal de la salvación, como lo habían sostenido, cometiendo herejía al pensar en un olvido de Dios, los franciscanos en el siglo XVI. El 15 de julio, ante el Congreso, Servando bien pudo haber dicho que no había mejor prueba de la remota cristianización de México que esa magna reunión de nuevos apóstoles. No era la primera vez —ni sería la última— que un predicador dominico resultaba derrotado por las apariciones o las advocaciones de María. Desde 1570 los dominicos fueron progresivamente obligados a callar, por papas y superiores, en los debates sobre la Inmaculada Concepción de María, desautorizada por Tomás de Aquino pero dogma de la Iglesia en 1853. Mier murió sin saber que, a su pesar, fue el primer diputado dominico de su siglo, hasta que el renovador de la Orden, Henri Lacordarie (1802-1861), se sentó en la Asamblea Constituyente francesa de 1848. Ante la Iglesia o ante el siglo, en la Inquisición o en el Congreso, el “boquiflojo” Servando había aprendido a callarse de vez en cuando.

Con algún disgusto, qué duda cabe, el diputado prefirió convivir con la Virgen de Guadalupe, su antigua conocencia, junto al solio de la patria. Y no todo fue en vano pues Servando al menos logró que sólo dos de los 117 diputados aceptasen las cruces de Guadalupe que el emperador quería regalarles.³⁷ Fascinante debió ser, para los diputados del Imperio, escuchar la voz argentina o aflautada de un hombre cuya experiencia en el mundo superaba ese día la de cualquier otro de sus colegas y de sus oyentes. Desfilaron ante el Congreso nombres y lugares que para nosotros, lectores de su vida, son familiares, pero que en 1822 eran ecos de una grandeza insospechada o perdida. Santo Tomé y el Apóstol Tomás, la Real Academia de Historia, el rey Carlos IV, el convento prisión de Las Caldas, las Cartas de un americano y la Historia de la revolución de Nueva España, el general Mina en Londres, los prestamistas y bucaneros de Baltimore, el desastre de Soto la Marina, los calabozos de la Inquisición, los nombres malditos de Fernando VII y de Apodaca: ésas fueron las palabras que Servando presentó ante quienes, amigos y enemigos, no dudarían en llamarlo, con impaciente condescendencia, niño de cien años, abuelito de la patria. El defensor de la x se revela, a la distancia, como lo mejor que el siglo XVIII donaba al recién bautizado país. En él había sobrevivido, por los azares de la persecución y los refrigerios de la obsolescencia, el errático y creativo ingenio criollo. Mier parecía garantizar la continuidad entre un glorioso pasado ya remoto y un futuro esplendente que resultó atroz. Y las debilidades del viejo, sus querencias lo mismo que sus mentiras, quedaron escritas en esa acta de toma de protesta. Mientras otros pedían empleos y pensiones al Imperio, Servando reclamaba sus papeles, esas Memorias que había escrito temeroso de ser olvidado como el profeta en su tierra que, ungido por Quetzalcóatl y Tomás, había predicado la libertad del Anáhuac. Quienes lo escucharon ese 15 de julio estaban recibiendo, al mismo tiempo, a un fraile del Barroco y a un publicista de la Ilustración, quien, no pudiendo sintetizar en su persona esa tensión, al menos la mostraba fragmentada y brillante. Sor Juana Inés, Sigüenza y Góngora, los jesuitas expulsos y Clavijero tenían un representante ante la nación. La comedia, empero, no estaba sino comenzando y Servando no se distrajo con las porras y con los aplausos de su investidura. “Veremos en lo que para el nombramiento de Mier”, apuntó muy preocupado en su diario el iturbidista Miguel de Beruete.³⁸ A ese Congreso, tal como lo temía el nuevo diputado, le

quedaban algo más que cinco meses de existencia. Antes de ser arrestado el 26 de agosto, Mier fue orador de día y conspirador de noche. En el pleno, recomendó “la moderación propia de los gobiernos constitucionales” para las obras del Palacio Imperial y seguridad pública para la capital, un cordón sanitario que impidiese las emanaciones del “vómito prieto” desde Veracruz; asimismo se permitió sugerir al resto de los diputados que se abstuviesen de presentarse con capa, “exponiendo con este motivo la etiqueta que en el particular siguen las naciones extranjeras”.³ Algunas de las mitologías servandianas, hijas de sus sufrimientos y de sus resentimientos, se convirtieron en patrimonio histórico. Pero el diputado del Nuevo Reino de León estuvo lejos de ser un exaltado. Trató de configurar, en hora tempranísima, una identidad política para México basada en la arbitraria negación de España, pero opuesta a imitaciones serviles —regía la monarquía constitucional (sin Constitución aún) de Agustín I— de los modos parlamentarios británicos. Su admiración por el “fanal” estadounidense disminuyó ante las crecientes evidencias de la apetencia de los “angloamericanos” por Texas. Y su maestro Blanco White, que comenzaba a escribir su obra inglesa, se habría avergonzado de él al escucharlo decir “que era muy justo se prohibiesen los libros contrarios a [la] religión, y que de ningún modo y por ningún pretexto se les debía dar pase; e hizo ver el desprecio en que están en Europa los que citan a los Rousseau, Voltaire y otros autores de igual calaña que se han merecido la general execración”.⁴ Mier consideraba, soñando con cierta constitucionalización del catolicismo mexicano, que debía ser el Congreso, a petición del arzobispo, quien ejerciese la censura de libros antirreligiosos. Igualmente, Servando aprobó la cancelación del feriado de San Hipólito, en honor de Cortés, pidiendo que los días festivos, tan gravosos para la vida pública, sólo honrasen a Santo Domingo, San Francisco y San Agustín, patriarcas de la evangelización, y a Tomás, su iniciador. El 12 de agosto se discutió la remoción del estandarte y sepulcro de Cortés “para olvidar el ominoso recuerdo de conquista” y fue el legislador Mier quien, para evitar el vandalismo, dictó a la nación, como Grégoire en su día, sus primeras lecciones de museografía, al sugerir que “se pasase al museo así el estandarte como la inscripción sepulcral como monumentos de antigüedad, que siempre eran recomendables para perpetuar la memoria de los hechos, aun cuando éstos no hubiesen sido favorables”.⁴¹

En la discusión sobre a quién correspondía nombrar a los magistrados del Supremo Tribunal de Justicia, si al legislativo o al ejecutivo, Mier habló largo sobre la soberanía y concluyó: “Hemos elegido emperador, pero aún no lo hemos constituido. Todavía podemos limitar sus atribuciones y circunscribir su poderío. Le hemos subdelegado el ejercicio del poder ejecutivo: pero aún retenemos la supremacía de ese mismo poder: todavía es nuestro el Congreso soberano.”⁴² Tras esa declaración queda claro por qué Iturbide decidió arrestar, el 26 de agosto, a un grupo de entre 14 y 19 diputados, junto a medio centenar de supuestos conspiradores. Firmadas las órdenes por Andrés Quintana Roo, fueron mandados prender Mier, José María Fagoaga, Carlos María de Bustamante, Eulogio Villaurrutia, José Cecilio del Valle, José Joaquín de Herrera, Francisco Manuel Sánchez de Tagle y el antiguo militar insurgente Juan Pablo Anaya. Entre los personajes extraparlamentarios, cayeron presos Anastasio Zerecero (al parecer un doble agente), Luis de Iturribarría (viejo amigo de Mier desde Cádiz y Londres) y el editor Juan Bautista Morales. Y Miguel Santa María, otro de los iniciados de la SCR en 1811, aunque de origen veracruzano, era ministro de la Gran Colombia, de tal forma que fue declarado persona non grata y expulsado del país.⁴³ Zavala, que detestaba a Mier pese a la superficial afinidad republicana que los unió finalmente, dijo que el fraile hablaba de la cabeza del Estado “con tanto desacato, ponía tan en ridículo su gobierno, que el tolerarle hubiera sido un principio de destrucción más entre tantos como existían. Declamaba en el Congreso, en las plazas, en las tertulias, y predicaba sin embozo provocando la revolución contra la forma adoptada”.⁴⁴ Parece ser que la más impactante de sus groserías fue cuando, invitado a misa en Catedral con Sus Majestades, don Agustín y doña Ana María Huarte de Iturbide, se negó aduciendo “que a los clérigos les era prohibido el ver comedias”.⁴⁵ La conspiración existía y tenía su centro en las casas capitalinas de Servando y de Miguel Santa María, al grado de que puede decirse que ese plan, bastante mal armado, fue la última travesura de los Caballeros Racionales. Los mieristas — como gustaba de presentarlos su jefe en sus correos a Monterrey— planeaban levantar a la Ciudad de México, apresar a Iturbide, declarar nula su elección por haber sido impuesta por los léperos de Pío Marcha y trasladar el Congreso a la provincia para proclamar la República. Iturbide habría infiltrado a un agente provocador en la casa de Mier, el teniente

segundo Oviedo, para documentar judicialmente la sedición, pues casi todo el mundo estaba al tanto de sus intenciones desde principios de agosto. Oviedo, durante las sesiones conspirativas, se convirtió en el dócil amanuense de Servando, quien le dictaba diversas excitativas dirigidas a amigos vacilantes.⁴ 50 días después, el régimen hizo pública la “Idea de la conspiración descubierta en la capital del Imperio Mejicano en 26 de agosto de este año”, que atribuía a Servando la autoría intelectual del movimiento. Decía el documento oficial:

La siguiente carta escrita por el doctor don Servando Mier a un sobrino suyo residente en Monterrey y reconocida por el dicho doctor convencerá a los lectores, que no lo estén por los antecedentes que se han producido contra este eclesiástico, de la actividad con que trabaja en disponer los ánimos a la sedición, empleando todos los medios que le sugería el furor que le animaba contra el gobierno establecido sin detenerse en calumnias ni invenciones desatinadas con tal que condujesen a su objeto.⁴⁷

La carta existió, aunque no se conserva, y debió de estar dirigida a su sobrino Francisco de Paula. El diputado Mier solía reportarse a su patria chica por partida doble, escribiéndoles más o menos el mismo texto a su familia (representada por Bernardino Cantú, su fiel seguidor) y a los señores del muy ilustre Ayuntamiento de la ciudad. A esta última corporación le escribió el 21 de agosto, temiendo por inminente la dictadura:

Esto va malo. Extravían al emperador y temo una catástrofe. El Congreso no está seguro: dos veces se ha intentado atacarnos a principios de este mes, una vez en cuerpo a mano armada y otra en particular por la noche: yo era el primero de los 19 diputados que debían perecer, y todos tuvimos que ir a dormir en otras casas. Ayer y hoy mismo debíamos sufrir otro asalto. Yo pienso que al fin se nos disolverá; pero creo que tampoco quedará el promotor en su puesto. Nuestra fortuna es que hay tropas a favor del Congreso...⁴⁸

El entendimiento entre Iturbide y el Congreso era imposible. Pero la mayoría liberal, tanto en el Congreso como en la propia administración, dudaba si deshacerse de Iturbide de inmediato o utilizarlo como garantía de paz y empleo. Muchos de quienes apoyaban a Iturbide entre los liberales tenían comprensible pavor a las guerras civiles y las intervenciones extranjeras —con el duque de Angulema listo para restaurar a Fernando VII— que el fin del Imperio traería consigo. Otros, como los mieristas, ansiaban la eliminación del emperador: más que temer al absolutismo, provocaban su llegada. La conspiración de fray Servando tenía por artículo de fe a la República, pero ésta era ideológicamente tan afín a las Tres Garantías del Plan de Iguala —la independencia, el catolicismo y la igualdad racial— que los críticos de la conspiración no percibían ventaja alguna en dar ese paso hacia el abismo. Como fuese, el resultado del 26 de agosto sería nefasto para Iturbide. Con los presos de agosto —como se les llamó— arrestados en los conventos religiosos de Santo Domingo, San Francisco y San Hipólito, el Imperio comenzó a hundirse. Iturbide no deseaba disolver el Congreso, sino purgarlo de conspiradores, y al día siguiente de los arrestos tenía a un Congreso furioso por la violación de la inmunidad parlamentaria. Además, se arrestó a numerosas personas inocentes que, adictas al Imperio, dejaron de serlo por esa arbitrariedad. Y fue la primera vez en la historia mexicana en que una autoridad quedó emplazada con vehemencia a cumplir con la ley, pues los detenidos jamás fueron presentados ante los tribunales competentes, una vez pasadas las 48 horas que dictaba la Constitución española. Los prisioneros fueron tratados con ambigüedad ante la opinión pública, pues los periodistas liberales llamaban a la concordia entre el emperador y los diputados, y pedían para éstos un juicio justo. Lizardi, en su “Defensa de los diputados presos y demás presos que no son diputados, en especial del Padre Mier” del 27 de septiembre, se abstenía de prejuzgar la inocencia o la culpabilidad de los acusados, que concernía a la investigación que estaba realizando el gobierno. La defensa lizardiana consistía en proteger a los presos del veneno de los libelos, asegurarse que gozasen de las garantías constitucionales, y, en el caso de Mier, exaltaba su trayectoria pero decía ignorar “los motivos de su actual prisión”.⁴ Sal vo para el grupo de Mier, no había en septiembre de 1822 contradicción en ser liberal y partidario del Imperio. Liberales moderados como Quintana Roo y Juan José Espinosa de los Monteros continuaron en el régimen, mientras que antiguos entusiastas, como Valentín Gómez Farías, se alejaron.⁵

El emperador se hartó del Congreso y lo clausuró el 31 de octubre. Y al hacerlo, profecía cumplida, quedó demostrada la tiranía de Iturbide, quien ante la imposibilidad de apoyarse en cualquier órgano legislativo comenzó a estimular, como Fernando VII, manifestaciones populares que exigían su proclamación como emperador absoluto. Pese a los desesperados intentos de Zavala, quien aceptó formar parte de la Junta Instituyente para reconciliar a los liberales con el Imperio mediante nuevas elecciones, la cohabitación fracasó. Ese minicongreso que inventó Iturbide fue retratado por Mier en el más célebre de sus poemas políticos:

Un obispo, presidente; dos payasos, secretarios; cien cuervos estrafalarios es la Junta Instituyente. Tan ruin y villana gente cierto es que legislarán a gusto del gran Sultán: un magnífico sermón será la Constitución que estos brutos formarán.⁵¹

Arrestado por un regimiento que partió del Paseo Nuevo de Bucareli hasta su domicilio el 27 de agosto, Servando amaneció preso, junto con otros diputados, en el convento de Santo Domingo. Que su primera prisión en el México independiente fuese el escenario de su educación era sólo la primera de las ironías, a la que siguió otra: como en el invierno de 1794-1795, el provincial de su Orden se confabulaba con el poder político para detenerlo. El 2 de abril de

1823, Mier, ya libre, narrará apremiado —en carta al Ayuntamiento de Monterrey— la última prisión de su vida, que duró del 26 de agosto de 1822 al 13 de febrero de 1823. Sin un testimonio directo de su confinamiento bajo Iturbide, sólo queda conjeturar que, durante esos seis meses, el estado de ánimo de Servando debió ser festivo. Pocos mexicanos estarían tan satisfechos como él. Desde San Juan de Ulúa había emplazado al emperador con la República y, tras el discurso del 15 de julio, combatió por ella con todos los medios a su alcance. Los otros liberales podían discutir cómo salir de la crisis política pues para Mier la república, orden escriturística, era indubitable. El fraile aguardó a que el fruto cayese del árbol. Santo Domingo era el escenario para reponer la comedia conventual. Su ya colosal experiencia carcelaria debió ser agua de rosas para sus compañeros de infortunio, a los que entretuvo con versos satíricos —rescatados por Bustamante en su Continuación del cuadro histórico (1846)— que circularon por toda la ciudad y cuya eficacia debió de hacer rabiar a Iturbide. El pico de oro, según cuenta Bustamante, respondió con sus versos a algún fraile cercano al provincial Carrasco, quien había festejado la disolución del Congreso; lo cual quiere decir que Servando retomó en noviembre de 1822 la lira olvidada desde Los Toribios. Mier no festeja, como se ha creído, la muerte de Iturbide; la profetiza. Por su tono, las décimas bien podrían haber aparecido como “calaveras” del Día de Muertos. Decía el fraile apologista de Iturbide:

El Congreso soberano aquí yace en dulce paz: viador sensible y humano, como acabó un soberano acabarán los demás.

Mier [apunta Bustamante] glosó esta quintilla de la manera siguiente:

Por espontánea elección que americanos hicieron, en México se reunieron las Cortes de la nación. Independencia y unión clamó el cuerpo soberano; garantías al ciudadano, libertad al oprimido; por lo que se vio aplaudido el Congreso mexicano.

Mas a tiempo lamentable un hombre vil y traidor, se declaró el opresor del Congreso respetable. De canalla miserable se hizo infame capataz, y golpe duro y falaz dio al Congreso de manera, que acabando su carrera

aquí yace en dulce paz.

Las que antes felicidades tuvimos aseguradas, hoy tal vez se ven trocadas en desgracias y maldades. El suceso a otras edades pasará histórica mano, y del cuerpo soberano mirando su triste losa, llorará sobre esta fosa viador sensible y humano.

Pero luego con sorpresa verá la escena cambiada, y que la nación vengada será libre si es opresa. Reservada está la empresa a algún antiiturbidiano, que vengando al ciudadano con ejemplo sin segundo,

haga ver a todo el mundo cómo acabó un soberano.

Y sabrán todos los reyes, que si amor patrio se enciende, jamás impune se ofende ni a los pueblos ni a las leyes. Tenga el tirano presente y su gavilla falaz, que la era de la paz a todos por igual mide, y como acabó Iturbide, acabarán los demás.

Estas décimas [concluye Bustamante], sea por las verdades terribles que contienen, por las circunstancias en que se escribieron, por la justa popularidad que gozaba el padre Mier, o porque ya todos comenzaban a sentir el peso de la tiranía y a reflexionar sobre su posición, se propagaron manuscritas de mano en mano, y decidieron a Iturbide a estrecharle más y más la prisión, no teniendo por bastante la en que estaba, como después veremos.⁵²

Ésa fue la única huella escrita dejada por el fraile versificador mientras estuvo en su convento. En el centro de la verdadera Revolución del Anáhuac, Servando carecía de tiempo para contar sus andanzas y sentimientos, mientras que en la calle privaba la libertad de prensa —que Iturbide respetó con escrúpulo— y el

asunto de los presos de agosto se discutía con ardor. El caso Mier provocó la aparición de al menos tres folletos, los cuales sacaban a la luz pública el odioso y nunca suficientemente aclarado asunto de su secularización. El licenciado Guadalupe de los Remedios, en mi opinión un pseudónimo que ocultaba a Carrasco o a alguno de sus hermanos dominicos, publicó una sardónica Defensa del padre Mier. El autor del panfleto, supuestamente contratado por Servando para defenderlo, afirma que el famoso padre es un falso diputado pues nunca ha dejado de ser fraile:

Fray Servando Mier (o de Mier) es de público y notorio religioso profeso de la Orden de Santo Domingo. Parece que lo estoy mirando con su habitito de fraile en el púlpito del Santuario el día 12 de diciembre de 794, predicando que Nuestra Señora de Guadalupe no se apareció en el ayate de Juan Diego: es así que los frailes profesos no pueden ser diputados, y por eso el Soberano Congreso volvió a uno de ellos las credenciales que traía de diputado de no sé qué provincia; luego no es diputado el reverendo padre Mier. Sus enemigos querrán decir que se secularizó en Roma, y que en esta virtud pudo elegirlo diputado la provincia de Monterrey: sofisma con que intentarán probar que los delitos por que está preso tiene toda malicia de diputado [sic]. Sed contra. La secularización no se presume si no es prueba, porque la constancia de la profesión reclama siempre. ¿Y cómo se ha de probar? Con el buleto que Su Santidad [otorga] para ver si es una verdadera perpetua secularización, o una habilitación interina para vestir hábitos clericales en los lugares en que no haya conventos de su Orden, o en que sean los frailes perseguidos, como hemos visto mucho en España en estos últimos diez años. Pregunto yo ahora: el Ayuntamiento y demás electores de Monterrey, que sabían con certeza que el padre fray Servando fue religioso profeso de Santo Domingo, ¿sabían con la misma que lo había dejado de ser por secularización?, ¿vieron el buleto del Papa? Ciertamente que no; pues ¿en qué se fundaron para elegir de diputado a un fraile? Dirán que en la voz común, como si una voz que no puede dar por origen fundamento sólido merezca otro nombre que el de rumor, y como aunque fuera verdadera voz pública, bastase para otra cosa que para indagar su origen. Como yo defiendo al padre fray Servando, no diré que es apóstata, ni que como tal está excomulgado mientras no ande vestido de punta en blanco, otros maledicentes lo dirán; lo que digo es, que mientras no pruebe todo lo que queda asentado, pertenece privativa y exclusivamente al Sagrado Orden de Predicadores y no sé si será bueno que su padre Provincial no

lo reclame y le ponga su habitito.⁵³

La pregunta capital de esta falsa y venenosísima Defensa del padre Mier se desprende de las últimas líneas. Si los dominicos, entusiastas del emperador, sabían que Servando era fraile, ¿por qué no aprovecharon esa preciosa ocasión y lo reclamaron como apóstata? Hubiera sido lo mejor tanto para Iturbide, quien venía acusando desde enero al Congreso por haber elegido ilegalmente a ese sujeto, como para la Orden de Predicadores, que al fin daba caza a su escurridizo hermano, a quien ya tenían preso en Santo Domingo. Ése hubiese sido el final más cruel para Mier. En lo que parecía la cúspide de su carrera, a su fracaso como conspirador republicano se habría sumado su deshonroso regreso a la condición frailuna. Pero la lógica política de los acontecimientos salvó a Mier. Empeñado en procesar legalmente a los detenidos de agosto para asestar un golpe decisivo al Congreso, Iturbide no podía prescindir del diputado que había señalado como cabeza de la conspiración, al grado de que la fiscalía tomó como prueba decisiva la carta de Servando a su sobrino en Monterrey. Si el padre regiomontano no era diputado, la acusación contra el Congreso como nido de sedición habría quedado severamente disminuida, dado que el otro jefe probado de la conspiración, Miguel Santa María, era diplomático. Desvelado por un golpe que se le había revertido, Iturbide, con los congresistas pidiéndole respeto a la inmunidad parlamentaria, se abstuvo de cometer una ilegalidad más en la persona de Mier, pues entregarlo a los dominicos habría requerido de una suerte de desafuero. Pero según la Constitución de Cádiz sólo el Congreso podía desaforar a un diputado y entregarlo, una vez despojado de su fuero, a una autoridad civil, eclesiástica o militar. Estos argumentos fueron los que privaron y en la “Idea de la conspiración”, la acusación fiscal del régimen contra los presos de agosto, no se habló de la condición ilegal de Mier como diputado. En Santo Domingo, Servando estuvo preso como diputado y nunca como fraile apóstata. No es improbable que el provincial Carrasco haya ofrecido su convento como prisión a Iturbide para cortarle las alas a su pájaro de cuenta. Pero es seguro que el emperador le explicó a fray Luis Carrasco —en cuyo epitafio dice que fue su capellán— las razones por las cuales no podía entregarle, al menos en ese momento, a Mier.

La buena voluntad de Lizardi puso a Servando en otro predicamento. El Pensador Mexicano, admirador de Mier, decidió contestarle al licenciado Guadalupe de los Remedios con un texto que, tras erizarle la piel al preso, acaso le arrancó un “no me defiendas, compadre”.

De consiguiente [dice Lizardi resumiendo la Defensa del padre Mier], sale que si no lo tiene ni lo tuvo [el buleto del Papa], es apóstata, está excomulgado, es fraile y no es diputado. Todo esto dice su irónico defensor, y como el Aquiles de su argumento es que no se ha manifestado el buleto, deja muy expuesta la reputación del padre Mier [...] ¿es inverosímil, repito, que quien tuvo talento y viveza para sacudirse este golpe [la persecución de Núñez de Haro y la absolución de la Real Academia de Historia], y salir airoso y triunfante de sus enemigos en la corte de España, le faltara para obtener la bula de secularización en la de Roma? Yo, por mí, no sólo no le tengo por inverosímil, sino que me parece lo más fácil. Es un axioma inconcuso que el que puede lo más, puede lo menos. Es así que el doctor Mier, pobre desterrado y perseguido por un arzobispo de México, pudo indemnizarse y sostener su opinión contra la del arzobispo y la de toda la América Septentrional, que es lo más: es una hazaña literaria, bastante sola ella para recomendar la erudición de Mier. Luego, ya libre y acreditado en Roma, ¿por qué no podría desenfrailar, que es lo menos, pues con cuatro reales, un pretextillo y dos certificaciones fehacientes, lo consigue cualquier molonguete todos los días? He aquí una razón de buena crítica en favor del padre Mier para creerlo secularizado y prelado doméstico del Papa. Acaso su crítico ignora que en Roma hay gracias al sacar, como en España, con la diferencia de que se sacan con muy poco dinero.⁵⁴

Lizardi, al creerle a Mier de buena fe, le estaba diciendo: “Doctor, ignore usted las calumnias. Es imposible concebir que un varón de su talento haya carecido del ingenio y de los medios para hacerse de tan poca cosa como un breve de secularización en Roma.” Y además, el Pensador Mexicano consideraba lógico que Servando “en tan dilatados y penosos viajes, y entre los trabajos de la campaña y prisiones, hubiese perdido los documentos de que se habla. [...] Sólo

habiéndosele pegado como las narices, pudiera haberlos conservado.”⁵⁵ El breve servandiano es una curiosa prueba para el arte de la biografía. En estas líneas de Lizardi podemos datar el momento en que todos los admiradores y comentaristas de Servando, contemporáneos y póstumos, decidimos creerle a él, por sistema, antes que a sus enemigos. Si Mier no hubiera sido ese personaje fabuloso, protagonista de tantas hazañas teológicas, políticas y literarias, habría bastado con el Edicto de Monterrey de 1817 y con el folleto del licenciado Guadalupe de los Remedios para dar por falsa su secularización, sin necesidad tan imperiosa de escribir a Roma o de ir a urgar en el Archivo Secreto del Vaticano, para tratar de confirmar la impostura. Tuvieron que llegar un académico estadounidense —Keith Hadley— y un católico ultramontano como Alfonso Junco para que, hasta mediar el siglo XX, los estudiosos empezásemos a darles crédito a los fríos, venenosos y certeros edictos de los clérigos y de los religiosos tan antipáticos que, entre 1817 y 1822, dieron por inexistente el breve. La prosa de Mier era y es demasiado cautivadora como para ofenderla anteponiendo la sevicia de los perseguidores al candor del perseguido. Bajo esa fascinación, Payno, Valle-Arizpe, Reyes, leyeron las Memorias. Pero hicimos bien en otorgarle a Servando el beneficio de la duda; encontramos no ese papelito vaticano, sino algo más valioso: la ausencia documental que articuló el dolor y la picardía de una existencia. Pero, ¿qué pensaba Servando de esa demoniaca reaparición del breve en el otoño de 1822? ¿Se sintió ridículo al leer al crédulo Pensador Mexicano y se recordó en Roma, en 1803, sin dinero para comprar un breve? ¿O hubiese querido decirle a Lizardi que él deseaba en 1803 una secularización inmaculada ante el cardenal Della Somaglia? Preso en Santo Domingo, ¿no sintió que su Orden lo había atrapado al fin? ¿Se mordía el hábito temiendo un desenlace fatal de la situación política? ¿O se reía nerviosamente de esa folletería que en poco podía variar la llegada escriturística de la república? ¿Leyó un tercer panfleto donde un despistado salía en su defensa creyendo que estaba preso en 1822 como consecuencia, otra vez, del sermón de 1794?⁵ Nada sabemos. El fraile versificador, desenmascarado por última vez, se iba acercando, entre susto y susto, al alivio. Había renunciado, en julio, a la querella guadalupana, y había decidido sepultar el breve, pues no volvería a prestar atención, victorioso en febrero de 1823, a las habladurías. Y sus asuntos con la Iglesia Católica y con la Orden de Predicadores los resolvería, en su momento, ante su Dios y en la víspera de su muerte.

El 20 de diciembre de 1822 el gobierno, mediante decreto imperial, falló sobre la conspiración de agosto. De 60 detenidos sólo 26 permanecieron presos, entre ellos los diputados Mier y Bustamante. Acreditada la responsabilidad política e intelectual del fraile como conspirador, el emperador decidió poner triple llave en la celda del sedicioso y el escapista reverdeció sus laureles. Mientras Iturbide iba cayendo del poder, desde Santo Domingo de México la comedia conventual continuaba y tenía como primer actor a Servando Teresa de Mier. La revuelta de Santa Anna, vista con buenos ojos por Dávila, el solitario amo español del peñón de San Juan de Ulúa, tardó varios meses en convertirse en ese levantamiento republicano que luego consagró Bustamante. La sucesión de sainetes comenzó cuando Santa Anna se insubordinó al ser destituido como comandante del puerto de Veracruz. Sólo en una ocasión y de manera vaga, Santa Anna habló de república; sus llamamientos expresaban el secesionismo de provincias comandadas por jefes militares que no deseaban obedecer al poder central de Iturbide. Ése fue el origen del federalismo mexicano.⁵⁷ En Navidades, Santa Anna y su primer aliado, el general Guadalupe Victoria, estaban prácticamente derrotados, meditando gravemente en huir hacia los Estados Unidos. Más que la República, Iturbide temía una alianza entre los resistentes españoles y los rebeldes. A fines de 1822 Iturbide desechó su gran oportunidad de convertirse en un dictador militar, como se lo exigía su esposa doña Ana María, los ultras que apoyaban su régimen y, paradójicamente, enemigos suyos como Mier y Bustamante, para quien las dubitaciones del emperador facilitaban su combate frontal. Pero Iturbide creyó hasta el final en la monarquía constitucional moderada y, cuando se encontró sin un contrapeso legislativo que lo legitimase, abdicó. El 5 de enero de 1823 los generales Vicente Guerrero y Nicolás Bravo abandonaron la Ciudad de México y desde el sur se rebelaron, abriendo un nuevo frente contra Iturbide; pero, al cabo de unas semanas, las tropas imperiales también los sometieron. Guerrero y Bravo tampoco hicieron explícita la república en esa oportunidad, abanderados con la restitución del Congreso. Tan seguro se sentía Iturbide de su continuidad en el trono que cedió a la tentación de repetir, el 24 de enero, su juramento como emperador. Fue el español José Antonio Echávarri, capitán general de Iturbide, quien dio un verdadero cambio de rumbo a los acontecimientos. Traicionando la confianza de Agustín I, que lo

había colmado de honores, pactó con Santa Anna el Plan de Casa Mata cuyo objetivo era la instalación de un nuevo Congreso. Una vez más, como asegura Timothy E. Anna, la meta no era la república, sino dividir el país en una serie de comandancias militares que, alimentadas de los fondos de las diputaciones provinciales, medrasen ante la paternal y desidiosa mirada de una representación legislativa a modo. La acusación de Alamán contra Echávarri, quien, dado que era francmasón, habría sido la marioneta de las logias de Madrid, aún deseosas de recuperar el trono de México para un príncipe Borbón, nunca ha sido probada. Acaso ése era el deseo personal de Echávarri pero no el sentido general del movimiento, una coalición heteróclita a la que sólo unía el antiiturbidismo. El 10 de febrero, el jefe criollo de Puebla, el marqués de Vivanco, se sumó al Plan de Casa Mata. En este punto Iturbide, según confesó él mismo, cometió el error capital contra sus propios intereses. Volvió a desdeñar una dictadura militar que hubiese gozado, al menos, del apoyo de las ciudades y creyó aplacar a los rebeldes concediendo la convocatoria a un nuevo Congre so. Para hacer creíble su oferta, Iturbide sacó de la cárcel a dos de los diputados presos, José Joaquín de Herrera y el guatemalteco José Cecilio del Valle, y los invitó a dirigir un gabinete liberal. Pero los ejércitos de Casa Mata, ganada la partida, pusieron otra condición, ya inadmisible para Iturbide: la independencia absoluta del Congreso, que hubiese convertido al emperador en una figura decorativa.⁵⁸

En la noche del 23 de febrero [escribió Alamán], los restos que quedaban de los regimientos números 9 y 11 de infantería, salieron de sus cuarteles en formación, y reuniéndoseles en el tránsito los cuerpos de guardia y patrullas que encontraron, se dirigieron a la Inquisición, sacaron a cuantos presos había en aquella prisión, excepto [Luis de] Iturribarría, que por enfermo no quiso salir, y Zerecero contra quien se tenían sospechas, y poniendo en dos coches que a prevención llevaban a los que como el padre Mier no podían caminar a pie, atravesaron la ciudad en número de unos trescientos hombres por las calles principales, y pasando por el puente de Alvarado delante de la casa de Buenavista, en la que entonces residía la familia imperial, vitorearon a la libertad y a la república, en medio del concurso de gente que había acudido a la novedad...⁵

Servando, a partir de esa noche, no volverá a pisar una prisión. Su último intento de fuga había sido el 1° de enero de 1823. A Iturbide, cuenta Bustamante, le pareció peligroso que Mier estuviese junto con los otros conspiradores de agosto y decidió mandarle

construir secretamente una estrecha prisión en el cuartel del número 1 de infantería, contiguo a palacio, adonde debía ser trasladado con gran silencio, en las tinieblas de la noche, la del 2 de enero. Llegó a descubrir este secreto fray José Marchena, capellán de dicho cuerpo; se lo reveló a Mier, y le propuso la fuga del convento de Santo Domingo, que aceptó y realizó vestido de fraile, poco antes de las dos de la tarde del día 1° de enero, pasando por enmedio de los centinelas sin ser conocido. Por mayor seguridad lo trasladó a la casa de unas mujeres pobres, entre las que por desgracia había una santurrona, iturbidista de corazón, que formando grande escrúpulo de conciencia sobre asilarlo en su casa, consultó con un padre de La Profesa, quien para mayor honra y gloria de Dios, le dio opinión de que lo denunciase, como lo hizo sin demora al capitán general Andrade, quien lo mandó luego arrestar, y se le condujo amarrado, escoltado con doce granaderos, y hundió en el estrecho calabozo de la Cárcel de Corte, llamado del Olvido, y después a la Inquisición. Presumo que por temor del público, no se le mandó a la prisión primera, que se le tenía destinada, pues ya se había hecho pública; mas en lo que no me cabe duda es en que el oficial ejecutor de la prisión tuvo a poco una serie de padecimientos horribles, que lo condujeron al sepulcro; era el satélite más eficaz del gobierno para oprimirnos a los presos. Solicitóse al padre Marchena; mas éste se escapó, y se marchó al sur, en demanda del señor general Bravo, de quien fue secretario.

La estampa bustamantina dibuja con acierto el adiós de Mier a las cárceles. Mientras un acto de travestismo lo regresa a su verdadera condición de fraile, el agonizante Imperio le da oportunidad de despedirse de sus viejas, entrañables y aborrecidas prisiones, como la Cárcel de Corte y el Palacio de la Inquisición. Según lo señaló Keith Hadley, Servando salió de Santo Domingo en compañía de Marchena, reemplazando “su vestimenta morada con el que en realidad era su

atuendo correcto”. ¹ El dominico-que-no-quería-ser-dominico abandona su casa novicia disfrazado de lo que en realidad era. Como en sus Memorias, recibe la ayuda de un buen fraile, cuyas correctas intenciones se ven torcidas por una beata y un cura, gracias a cuya santa malicia el escapista fracasa en la fuga postrera. Otra versión dice que fueron unas monjas las que lo denunciaron. ² El capitán general Andrade quedó maldecido por el fraile rebelde y tras cumplir con su deber, fue castigado con la enfermedad y la muerte. Y, por si algo más faltase, el dominico peruano José Marchena, quien sacó al doctor Mier de Santo Domingo, se convirtió en un pícaro que superó los candorosos sueños de su amigo. Algo más que un sosías de Servando resultó el amigo Marchena. Viajando en el mismo barco que Iturbide, el francmasón Marchena se fue en 1823 a Italia, donde consiguió, sirviéndose de triquiñuelas, lo que Mier tanto hubiese deseado: una entrevista oficial con el nuevo papa, León XII, a quien entregó una carta de Alamán suplicando el reconocimiento de la Independencia. ³ Habiendo fracasado en sus diligencias, Marchena regresó a México y se hospedó con su protector, el general Bravo, a cuyo cuñado, el general Joaquín Rea, trató de envenenar. El boticario Vargas, quien no le había querido vender una ponzoña para cometer el homicidio, también fue víctima de un atentado por parte de

una sociedad de asesinos, cuya Constitución he visto, escrita de mano del mismo padre [Marchena], con la muy buena letra que tenía, en la que como el Viejo de la Montaña en la Historia de las Cruzadas, él había de designar las víctimas. Él mismo fue la primera sacrificada por sus asociados, habiéndosele encontrado muerto con dieciséis puñaladas, en la casa número 1 del callejón de Berdeja, en una pieza cuya entrada estaba cubierta con un cuadro de la imagen de Guadalupe. Sucedió este asesinato en la noche del 11 de mayo de 1826. ⁴

La liberación final de fray Servando no pudo ocurrir en sitio más simbólico, ese Palacio de la Inquisición donde había escrito sus Memorias en 1819. Enero y febrero los pasó el doctor en el antiguo palacio, hasta el día 23, cuando lo liberaron las tropas rebeldes y, cuenta Bustamante, “tocóle la china al padre Mier, que también estaba allí, y salió con un zapato menos, porque lo perdió en

la boruca”. ⁵ Servando y el resto de los prisioneros liberados se refugiaron en Toluca durante unas semanas, mientras las tropas de Casa Mata cercaban a Iturbide. Los rebeldes estaban divididos entre quienes deseaban elegir un nuevo Congreso y los que apostaban, con Mier a la cabeza, por la restauración del antiguo. El 4 de marzo Iturbide llamó a los parlamentarios originales a reunirse. Aunque estaban en la ciudad unos 109 diputados, sólo 58 concurrieron; esa premeditada ausencia de quorum se debió al temor y a la perplejidad. Mientras el Congreso deshojaba la margarita ocurrió la “fuga de Varennes” a la inversa de Agustín I, a quien muchos de sus partidarios impidieron dirigirse hacia su residencia en Tacubaya, temerosos de que sin el emperador la ciudad fuera saqueada por los rebeldes. A Iturbide lo devolvió el populacho a su palacio; durante el sarao lo dejaron un tanto descompuesto y le robaron el reloj. Los rivales del verano anterior volvían a encontrarse en condiciones invertidas: Iturbide estaba tan debilitado como asustado el Congreso ante el apoyo popular al emperador. Y ese momento eligió Agustín I para abdicar, solución sorpresiva que dejaba en la oposición el destino del país. El 29 de marzo el Congreso, entre demudado y feliz, se reunió en pleno y aceptó una renuncia hasta la fecha incomprensible para muchos historiadores. Acaso Lizardi tuviese la razón desde un principio: a Iturbide le pesó esa ansiada corona que sabía lo acabaría aplastando. Por caridad o por cobardía, Agustín I le ahorró al país que había libertado su primera guerra civil. Pero al buscar el origen de la abdicación todos miraron hacia el 26 de agosto del año anterior, cuando el emperador osó encarcelar a Servando y a sus cómplices. Restaurado el Congreso en la situación en que se hallaba el 31 de octubre, el fraile vivió lo que fue su segunda apoteosis republicana, la mañana del 29 de marzo de 1823. Servando era un símbolo por encima de todas las banderías y más allá de sus caóticos intereses. “Al presentarse el padre Mier”, dijo Alamán, “fue recibido por el público con los mayores aplausos, los que se repitieron al votar el Congreso las gracias a la tropa que auxilió para la fuga de los presos en Méjico, y al ejército todo que había tomado parte en la Revolución.” Más enfático, Bustamante señaló que “dejóse ver el padre Mier, y fue saludado por los concurrentes con vivas y prolongado palmoteo de las galerías, que veían en él a una víctima de la Revolución, que Iturbide habría lle vado al sacrificio, y de quien se libró milagrosamente; a un hombre de bien, sincero, y a un verdadero israelita”. ⁷

El 9 de marzo el diputado yucateco Manuel Crescencio Rejón le escribió a Mier, el victorioso israelita que había salvado a su pueblo del Faraón: “El tirano solloza y gruñe y se ve perdido; no encuentra qué camino tomar.” ⁸ El 30 de marzo al general Bravo le tocó escoltar a la familia Iturbide rumbo a la costa y de la Antigua, por estar apestado el puerto de Veracruz, partió el ex emperador rumbo a Livorno, Italia, donde quedaría bajo protección del Gran Duque de la Toscana. Fue un 11 de mayo. Apenas comenzaba el culto póstumo a Napoleón Bonaparte, cuando a Iturbide le tocó ser el primer desventurado en imitar al corso. Iturbide abandonó Livorno y se dirigió a Inglaterra en diciembre de 1823. En México se daba por hecho que volvería al frente de una expedición de la Santa Alianza; él dijo que regresaba para defender la Independencia amenazada y salvar al país del desorden. Para impedir sus planes, el Congreso lo declaró fuera de la ley el 28 de abril de 1824. San Martín, en Londres, lo conminó a seguir su ejemplo y abstenerse de ensangrentar su posteridad de libertador en una contienda civil. El 11 de mayo se embarcó en Southampton en la fragata Spring y a mediados de julio arribó a Soto la Marina, en la Nueva Santander, recién rebautizada como Tamaulipas. Agustín I tocaba tierra en el mismo sitio y durante las mismas fechas en que Mina y Mier lo habían hecho siete años antes. El desenlace es de sobra conocido. Aterrado de ver aparecerse a quien lo había perdonado por rebelarse a favor de los presos de agosto, el comandante general Felipe de la Garza (1778-1832) lo arrestó. Tras algunas vacilaciones, De la Garza entregó a Iturbide a la legislatura de Tamaulipas, que decidió dar a la proscripción en su contra la más radical de las interpretaciones. Al propio De la Garza le tocó fusilarlo el 19 de julio de 1823, en la Villa de Padilla. Acaso Agustín I había soñado, al menos, con los Cien Días de Napoleón desembarcado de Elba y que su propia águila volase de campanario en campanario hasta la Ciudad de México. A Bolívar, que lo sobrevivió y que de cara al destino de Iturbide prefirió morir en el olvido antes que en el oprobio, correspondería despedir al libertador mexicano:

El tal Iturbide [le escribió al general Santander] ha tenido una carrera algo meteórica, brillante y pronta como una brillante exhalación. Si la fortuna

favorece la audacia, no sé por qué Iturbide no ha sido favorecido, puesto que en todo la audacia lo ha dirigido. Siempre pensé que tendría el fin de Murat. En fin, este hombre ha tenido un destino singular, su vida sirvió a la libertad de México y su muerte a su reposo. Confieso francamente que no me canso de admirar que un hombre tan común como Iturbide hiciese cosas tan extraordinarias. Bonaparte estaba llamado a hacer prodigios, Iturbide no, y por lo mismo, los hizo mayores que Bonaparte. Dios nos libre de su suerte, así como nos ha librado de su carrera, a pesar de que no nos libremos jamás de la misma ingratitud.

Eminentes historiadores mexicanos, de Lucas Alamán a Enrique Krauze, pasando por Francisco Bulnes y Vicente Riva Palacio, han dejado una página devota en recuerdo de Iturbide, insistiendo en el horrorizado silencio que cayó sobre México una vez confirmada la noticia de su fusilamiento. Hasta Bustamante se creyó obligado a recomponer de manera benévola el epitafio del emperador, inscrito en la capilla de San Felipe de Jesús de la Catedral metropolitana, una vez que sus restos fueron exhumados en 1838. Y anticipando una escena balzaquiana, el propio Bustamante cerró su Historia del emperador Agustín de Iturbide retratando al anciano sargento Pío Marcha, quien lo había entronizado en mayo de 1821, celebrando cada año la entrada del Ejército Trigarante con misas por el sufragio del alma imperial, “generosidad y virtud poco conocida en un hombre pobre”.⁷ El Imperio de Iturbide respondió a la necesidad carnavalesca, por fuerza breve, de una nación que, ante el anticlímax de su independencia de España, se funda mediante un acto que acaso no alcance la sublimidad del parricidio, pero al menos contiene todos los elementos del sacrificio del chivo expiatorio. Creo que sólo un hombre festejó la muerte de Iturbide sin ninguna clase de remordimiento y ése fue fray Servando. Ese holocausto era su victoria. Al haber combatido a Iturbide con una valentía ausente en aquellos que no se atrevieron a votar contra la elección del emperador, Mier restaura su honra y con ella se prepara para morir en su cama. Al presentar, en abril de 1823, a Iturbide como pelele de Fernando VII, a quien habría traicionado, Servando delató sus sentimientos. Para él, Agustín I representaba todo el mal que los reyes de España les habían infligido a él y a todos sus ancestros, los reales y los imaginarios: en el sanguinario jefe criollo y desastrado emperador mexicano se concentraba toda la Leyenda Negra. Quien lo había exagerado todo, el pobre fraile novohispano

que merodeando la corte de Carlos IV se dijo acusado de intento de homicidio por los covachuelos, el humilde capellán antinapoleónico que orló de méritos su expediente militar en Valencia, el fracasado expedicionario de 1817 que acabó haciéndose el desentendido cuando rindióse el fuerte de Mina, ese hombre al fin derrotaba a un tirano ante el testimonio universal. El 7 de abril de 1824, mientras los diputados discutían la pensión con la que Iturbide debía marcharse a Europa, Mier pidió la horca para él: “Todo el día me he estado callado, porque la cosa iba bien. En política vaya enhorabuena que don Agustín de Iturbide salga de nuestro territorio lo más pronto posible, aunque en justicia lo que mereciera era la horca.”⁷¹ El obispo Grégoire, quien a riesgo de su vida se negó a votar la muerte de Luis XVI, habría lamentado la conducta de su discípulo americano. Servando, con la ayuda casi taquigráfica de Bustamante, logró convertir a Iturbide en esa “no persona”, pues su pretendido laurel —la Independencia— había sido obra de la Providencia, aquella que llevó al Apóstol Tomás al Anáhuac. Ninguna consideración humanitaria, ajena al cristianismo de espada, embarazaría a un apóstol convencido de que la república era orden de la Escritura. En 1832, el general Manuel Mier y Terán, a quien Mier consideraba sobrino suyo,⁷² se suicidó donde Iturbide había sido ejecutado y pidió que sus restos se confundiesen en la misma tumba con los del antiguo emperador. Su voluntad se cumplió. Pero antes de ese episodio, macabro comienzo del tristón romanticismo mexicano, quiso la Fatalidad que el diputado Mier quedase involucrado de manera directa con la muerte de Iturbide. En una carta al Ayuntamiento de Monterrey, del 9 de abril de 1823, Servando, tras anunciar que el Congreso había declarado nulos todos los actos de Iturbide como emperador, anuncia a sus electores que “Hoy ha salido de México para ese país [el Nuevo Reino de León] el brigadier don Felipe de la Garza, que a propuesta mía fue nombrado comandante general de las cuatro provincias del Oriente.”⁷³ Mier, quien llamó a De la Garza “mi primo”, no olvidaba que ese militar se había rebelado en su defensa durante la prisión de agosto, provocando el famoso perdón de Iturbide, que el comandante general le habría pagado con la muerte. Naturalmente, Servando no tenía cómo adivinar que, antes de un año, Iturbide cometería la temeridad de desembarcar en la barra de Soto la Marina y que a Felipe De la Garza le tocaría detenerlo y fusilarlo.

El pícaro, usurpador él mismo de títulos eclesiásticos, deshizo sin clemencia la farsa del rey impostor que pretendió despojarlo como profeta en su tierra, encerrándolo, mediante un maleficio al que concurrieron sus hermanos, en el hábito. Ninguno de los artilugios aprendidos durante sus trabajos y sus días dejó sin usar Mier para ganar la batalla de la Providencia contra la Fatalidad. Al final, sólo uno de los comediantes podía permanecer sobre las tablas y ése fue él. Servando, fraile de mal agüero cuya sombra creciente oscureció toda la lujosa y trágica aventura del emperador Iturbide, abandonó el capricho goyesco. Le esperaba su propia y cómica muerte.

19. Abuelito de la patria

En La leyenda dorada los martirios de los santos no cobran mayor importancia que los incidentes triviales de sus vidas; es como si todas las experiencias humanas, medidas contra una experiencia espiritual suprema, tuviesen una importancia similar. La esencia de dicha escritura no está en retener la nota, en explotar lo que hay en un incidente, sino en apuntar y continuar. WILLA CATHER, Comentarios a La muerte llama al arzobispo [1927]

UN ISRAELITA EN LA ASAMBLEA

Cambiaron incluso el significado normal de las palabras, en relación con los hechos, para adecuarlos a su interpretación de los mismos. La audacia irreflexiva pasó a ser considerada valor fundado en la lealtad de partido, la vacilación prudente se consideró cobardía disfrazada, la moderación, máscara para encubrir la hombría, y la inteligencia capaz de entenderlo todo, incapacidad total para la acción; la precipitación alocada se asoció a la condición viril, y el tomar precauciones con vistas a la seguridad se tuvo como un bonito pretexto para eludir el peligro. El irascible era siempre digno de confianza, pero su oponente resultaba sospechoso... En una palabra, era aplaudido quien adelantaba a otro en la ejecución del mal. TUCÍDIDES, Historia de la guerra del Peloponeso, III, 82

Yo, por mi parte, hablando de buena fe [confesó Lorenzo de Zavala a diez años de la Independencia], no sé qué era lo que más convenía a una nación nueva que no tenía ni hábitos republicanos, ni tampoco elementos monárquicos. Todos debían ser ensayos o experimentos, hasta encontrar una forma que fuese adaptable a las necesidades y nuevas emergencias de la nación. Las cuestiones abstractas de gobiernos han causado en los estados americanos más males que las pasiones mismas de sus jefes ambiciosos.¹

Interrogados en la intimidad, la mayoría de quienes promulgaron la Constitución de los Estados Unidos Mexicanos, el 3 de octubre de 1824, habrían adoptado un tono similar al de Zavala. Entre esos parlamentarios sólo Servando y un grupo de liberales sobrevivientes de los años de Cádiz creían saber cómo conciliar las abstracciones revolucionarias con esa emergencia que se llamaba México. El 31 de marzo de 1823, una vez depuesto Iturbide, se nombró un triunvirato para ejercer el poder ejecutivo, compuesto por Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria y

Pedro Celestino Negrete, que acabó por ceder la administración a sus suplentes: Miguel Domínguez, Mariano Michelena y Vicente Guerrero. Mier, diputado en funciones dada la permanencia del antiguo Congreso de 1822, pidió y logró que esos triunviros no proviniesen del propio cuerpo legislativo. Y tan despistados andaban los congresistas que el propio Servando hubo de aclarar que los encargados del ejecutivo, pues rey ya no había, no debían recibir el nombre de Regencia. Al gobierno provisional tocó sofocar rebeliones separatistas, señaladamente la de Jalisco, donde las diputaciones provinciales, convenientemente apoyadas en jefes militares, seguían exigiendo los fueros que Iturbide no tuvo tiempo de darles. En el Congreso, en tanto, personajes como Mier realizaban el sueño de toda una vida: la escritura de una Constitución para México. Entre abril de 1823 y octubre de 1824, Servando realizó una intensa actividad parlamentaria, que señaló la cúspide de su vida política y el evidente eclipse de su influencia. En la Historia parlamentaria de los Congresos mexicanos, de Juan A. Mateos, encontramos, siguiendo a O’Gorman, las preocupaciones esenciales del diputado Mier: la difamación de Iturbide, la reorganización de las relaciones con la Iglesia Católica romana y con la nobleza novohispana, la representación de los intereses del Nuevo Reino de León a quien debía su curul y, desde luego, la elaboración de la nueva Constitución.² Mier persistió en deformar la naturaleza toda del Plan de Iguala y de los Tratados de Córdoba. Tras ampararse en la providencial cristianización de México, Servando examinó con minucia la actuación del ex emperador durante 18201823 para concluir que, además de asesino y cobarde, había sido “un ladrón de la gloria ajena”. Ese hombre, a quien deseaba víctima del derecho al tiranicidio autorizado por Tomás de Aquino, debía vagar por Europa sin ninguna pensión, no se le fuese a ocurrir retornar a la Napoleón.³ También en abril Servando empeñóse en variar la bandera de México, conservando el águila, aunque sin la corona, sobre la serpiente como emblema, siempre y cuando los colores fuesen alternativamente blancos y azules, como habían sido los estandartes de Moctezuma, recordando que con ese pabellón eran reconocidos los insurgentes en los tiempos de la expedición de Mina. 84 diputados prefirieron conservar el verde, el blanco y el colorado del Ejército Trigarante. Ésa fue la primera, y no la única, votación que perdió el diputado Servando de Mier.⁴

El país, como lo mostraba su Congreso, se había topado sin remedio con la república, y en republicanos se convirtieron muchos que apenas meses atrás se santiguaban al oír esa palabra. Incluso quienes seguían considerando posible la llegada de un monarca Borbón se convirtieron al republicanismo, prefiriendo una república centralista. Los iturbidistas, refugiados en el interior del país, se volvieron federalistas, mientras que los liberales históricos se agruparon, según su conciencia, en una u otra bandería. Las mudanzas entre ambos estados de ánimo eran cotidianas y hacia 1825 los partidos se identificaron, también de manera vaga, con las logias escocesas —conservadoras y probritánicas— y las logias yorkinas, más radicales y visiblemente proestadounidenses. La francmasonería se convirtió en la única manera de hacer política durante la primera década republicana.⁵ El 7 de noviembre de 1823 se instaló el Segundo Congreso Constituyente Mexicano, que debía promulgar esa Constitución que su predecesor no había podido llevar a buen término. Mier fue reelecto diputado por el Nuevo Reino de León tras un complicado mecanismo de elecciones indirectas, largo proceso iniciado en los ayuntamientos y que creaba una representación nacional ajena a las normas democráticas contemporáneas. Antes de esa reelección, Mier intervino en numerosos debates. Como hombre de la Iglesia no podía ser insensible a la orfandad canónica que sufría la República, que, aunque deseaba la religión católica, apostólica y romana como única e intolerante de cualquier otra, carecía de reconocimiento diplomático de la Santa Sede, misma que seguía respaldando las ilusiones de Fernando VII de someter a las colonias rebeldes. El 17 de abril de 1823 Mier presumió en tribuna: “Mis ideas son muy liberales en la materia, como que he sido del clero constitucional de Francia, y padre de su Segundo Concilio Nacional. Allá no teníamos que ver con Roma sino para enviar al Sumo Pontífice los obispos cartas de comunión como en la Iglesia primitiva. Y sin bulas de Roma teníamos cincuenta obispos y dieciséis arzobispos”. Al falsificar su modesta presencia como testigo en el Concilio Constitucional francés de 1800, Servando no sólo ejercía su típica jactancia, sino que trataba de tranquilizar a los mexicanos. Carecer del reconocimiento vaticano, como ocurrió hasta noviembre de 1836, tenía implicaciones graves tanto para los creyentes como para el gobierno. Al negar su reconocimiento a la República, Roma la privaba del Real Patronato, el derecho que sí tenía el rey español a presentar obispos para su consagración ante la Santa Sede. Pese al intolerantismo de la

Constitución mexicana y las súplicas de Guadalupe Victoria al papa León XII, el país se quedó en 1829 sin obispos consagrados. Pese a que en algunos casos, como en Colombia, Roma accedió a consagrar obispos sin dar reconocimiento diplomático, en el caso de México pudo más la furia de Fernando VII que el temor a que el gobierno mexicano, desesperado ante la acefalia episcopal, empezase a cobrar diezmos y a nombrar obispos cismáticos por su cuenta, como ocurrió en Guatemala.⁷ En su Discurso sobre la encíclica de León XII (1825), su último escrito, Mier hablaría de esos asuntos, que le eran tan caros. La intervención del 17 de abril de 1823 tenía un sentido más hondo. Parafraseando la homilía republicana de Imola de 1797, Servando declaraba su creencia en que la Iglesia no era una monarquía, sino “una república federada”. La formación constituyente de México, sugería Mier ante los diputados, era acorde con la república cristiana tal cual él la entendía. Consecuente con su formación teológico-política, Servando dejaba ver la naturaleza fundacional y apostólica de esa representación nacional, que podía subsistir sin obispos consagrados el tiempo que fuese necesario, como había ocurrido en la Francia revolucionaria de Grégoire. Otro problema heredado fue la ley sobre los mayorazgos. El mayorazgo, establecido por Alfonso el Sabio en las Partidas, implicaba el derecho de un jefe de familia noble a cancelar la posibilidad de enajenación de sus propiedades por cualquiera de sus herederos. Esta institución medieval, que garantizaba la persistencia de los núcleos territoriales feudatarios, sostuvo a la monarquía. El absolutismo, primero, y las reformas borbónicas, después, trataron de abolir o restringir los mayorazgos, logrando al menos reducirlos y volverlos accesibles a la burguesía. Los diputados mexicanos, siguiendo el ejemplo de los constitucionalistas españoles de 1820, aprobaron la supresión de los mayorazgos, dándole la puntilla a lo que quedaba en el país de la vieja nobleza novohispana, casi toda deseosa de vender esas tierras. El propio Servando, según registra el Águila Mexicana, el 25 de julio de 1823, había declarado que “La extinción de mayorazgos como instituciones perniciosas a la economía de cualquier nación es un hecho aceptado por este Congreso; todos unánimemente lo aceptamos; varios mayorazgos lo han pedido y no conocemos a alguno que se oponga.”⁸ El problema del Congreso no era la abolición de los mayorazgos, sino desde cuándo debía hacerse efectiva. Una mayoría parlamentaria, encabezada por José

María Fagoaga, alegaba que esa fecha era el 27 de septiembre de 1820, cuando la Constitución de Cádiz, entonces vigente tanto en la Nueva como en la vieja España, había decretado la supresión. Servando, como nunca antes en el Congreso, montó en cólera, alegando toda clase de artículos de las Leyes de Indias y proponiendo, junto con un grupo de senadores, que se creara una ley específicamente mexicana que los aboliese a partir de 1823. La furia servandesca se debía a la intención de hacer prevalecer una ley de las Cortes en el México independiente. Maltratado se debió sentir cuando antiguos camaradas suyos, como José María Fagoaga y Bustamante, le impidieron votar por considerarlo “parcial” a los intereses económicos de un pariente, José María Valdivieso y Vidal de Lorca, el joven marqués de Aguayo, cuyo padre había muerto durante las discusiones españolas sobre el mayorazgo en 1820. Este heredero deseaba una nueva ley para hacerse del mayorazgo, pagar sus deudas y después dividir lo que quedaba de la propiedad. Mier no recibió ningún beneficio de una votación que perdió, mientras que Fagoaga respaldaba los intereses de la mayoría de los nobles, particularmente los de Francisco Manuel Sánchez de Tagle, uno de los principales acreedores del joven marqués. El incidente, tan aburrido como suelen ser esas escaramuzas parlamentarias, revela la incomodidad que empezó a sufrir el diputado Mier, una vez pasadas sus apoteosis. Abuelo al fin, era un atado de mañas y achaques, enfrentado a todo lo que “la cábala, la intriga, el soborno y la desvergüenza pueden acumular”, según le escribió el 30 de julio a Bernardino Cantú. Su hispanofobia lo hacía detestar cualquier ley que no emanase del Congreso mexicano, mientras que presumía dudosas familiaridades y blasones frente a la comprensible sonrisa de los verdaderos nobles, como José María Fagoaga, quienes se empeñaban en lucrar, como burgueses, con lo que ya no tenía sentido conservar como aristócratas. Bustamante mismo, que tanto lo quería, empezó a burlarse del glorioso israelita que tenía por maestro y amigo, señalando que

Mier presentaba la anomalía más extravagante del mundo, porque siendo popular, era al mismo tiempo el mayor aristócrata en esta parte. Echábala de linajudo, siempre hablaba de su primo el conde, de su sobrino el marqués, etcétera, y quería que la nobleza magnaticia se conservase entre nosotros en su antiguo esplendor gótico. Preciso es disculpar hasta cierto punto estas ideas,

porque son tan ruines y baladíes los procedimientos de nuestros llamados ciudadanos zapateros, sastres y zurradores, y han conducídose tan mal en el desempeño de los empleos que se les han conferido, principalmente en los ayuntamientos, que es menester huir de ellos como de una peste...¹

El historiador revolucionario detectaba con claridad los sufrimientos de Servando entre los diputados mexicanos. Tras una vida dedicada a fantasear con la honra, misma que sólo había entrevisto como observador tan externo cuanto envidioso, Mier no encontraba próceres acordes con sus ilusiones, o dicho de otra manera, a la altura de la elevadísima idea que tenía de sí mismo. Observando la vulgaridad de los congresistas, Bustamante ponía el dedo en la llaga:

El honor es un fantasma, una quimera, si se quiere, pero produce efectos reales y conduce al hombre hasta el heroísmo. Yo prefiero a un guerrero del tiempo de las cruzadas, o del siglo del Cid, a cientos de los llamados ciudadanos demócratas de estos días, porque en aquéllos encuentro sentimientos que, aunque quijotescos, son de honor, y en estos otros no veo sino bajeza, aunque se titulen filántropos.¹¹

El diputado Mier, que había combatido a la falsa aristocracia guadalupana de Iturbide, extrañaba en la nueva nación a una verdadera nobleza que, a la inglesa, diese brillo a su república cristiana. En su confusión, él, como Bustamante, lamentaba que las antañonas casas señoriales de la Nueva España abandonasen por su propia voluntad la escena, atraídas por el dinero fácil. Viejo whig y pretendido descendiente de Cuauhtémoc, Servando se movía como astro desorbitado por el Congreso, llamando a la liquidación de los mayorazgos mientras se preguntaba si la nación no debería compensar a los herederos de Moctezuma como un tributo al pasado azteca. La discusión sobre los mayorazgos, en la narración de Bustamante, dibuja al abuelo de la patria en pleno berrinche, dejando esa imagen condescendiente que perdurará hasta Reyes y Valle-Arizpe:

El padre Mier hizo sus títeres: hizo leer la ley de las Cortes de España, afectando que la ignoraba, y acaso la sabía de memoria: después quiso poner en duda que el artículo principal estuviese declarado suficientemente discutido, y para marchar adelante, y que esto no fuese rémora a la votación, se volvió a preguntar, y se declaró que lo estaba; quiso hablar, y se le llamó al orden. Yo hice proposición para que tanto el padre Mier como el señor [Francisco Manuel Sánchez de] Tagle se saliesen al tiempo de la votación, pues ambos estaban interesados personalmente en la ley, aunque cada uno en sentido contrario. Mosqueóse de esto el padre Mier, y yo le recordé las muchas veces que nos había dicho... “Mi primo el conde, y mi sobrino el marqués”, por lo que se había mostrado parte. No hubo remedio, mi hombre se salió de la cámara, se metió en la sala de desahogo, desde donde sacaba boniticamente la cabeza de cuando en cuando, para saber el estado en que se hallaba la votación: así que se anunció y la vio perdida, destapó de allí como un novillo bravo del toril, y aquí fue Troya; quiso decir de nulidad de la ley; apeló como los heresiarcas al futuro Congreso, y armó tal zambra, que fue necesario no sólo tocarle sino repicarle la campanilla, para que callase. Dionos mucha risa, y yo consideré esta votación como un verdadero entremés de la comedia que representábamos, y en que era preciso tener algún rato de solaz, en compensación de las amarguras que nos rodeaban. Por mucho tiempo tuvimos que reír y celebrar el candor del bendito padre Mier, que era un niño de setenta años, y como tal se conducía en muchas cosas. ¡Alma hermosa, vive Dios, y cual no he conocido otra!¹²

Si esa impresión dejaba Servando en el Congreso, otra sería su imagen en Monterrey, donde el Ayuntamiento y Bernardino Cantú recibían correos mensuales de un diputado preocupado a la vez por el bienestar de su reino nativo y por hacerse allá de una fuente estable de influencia política. Desde la reanudación de las actividades congresiles, el doctor Mier se envaneció ante sus paisanos de ser el poder detrás del trono en el nuevo régimen. Del primer triunvirato ejecutivo dijo que todos eran sus “amigos, y su elección fue obra mía, como todo México lo sabe”, y cuando nombraron a Lucas Alamán como ministro de Relaciones —figura a mitad de camino entre jefe de gabinete y primer ministro—, afirmó lo mismo.¹³ En sus cartas a Monterrey, Mier se ocupó de ventilar su conflicto con Ramos

Arizpe y de hablar mal del poco escrupuloso Juan Bautista Ramos Arizpe (pariente de don Miguel), su propio suplente en el Congreso. A Bernardino Cantú le ofreció un obispado y, con mayor eficacia, logró que su sobrino Francisco de Mier fuese nombrado jefe político del Nuevo Reino de León, una vez que Felipe de la Garza —a quien llamaba despectivamente “el vaquero”— fue despojado de la jefatura política, conservando únicamente la comandancia militar. Pidió “disposiciones” para otros de sus parientes y logró que su medio hermano José Joaquín Ugartechea fuese administrador de alcabalas u oficial mayor de Secretaría. Clérigo, Servando tenía sobrinos y procuró beneficios para varios de ellos. En el Congreso, Mier se preocupó por que cada provincia contase con “Congresos provinciales con facultades amplísimas”, contrarrestando su reputación de centralista al fortalecer a su patria chica, merecedora de exenciones como las de la provincia de Texas. Frente a las ambiciones de Coahuila, dominada por su rival Ramos Arizpe, Servando deseaba que las cuatro provincias orientales —Nuevo Reino de León, Coahuila, Texas y Tamaulipas— formasen un solo Congreso provincial. No olvidó el diputado promover esa educación que a él le faltó de niño en su solar, y el 15 de septiembre de 1823 propuso la erección de las cátedras de filosofía, cánones y teología en el Colegio del Seminario de Monterrey.¹⁴ Convertido en cacique republicano del Nuevo Reino de León, a Servando se le apareció el lejano fantasma de su padre, don Joaquín, teniente general del reino en permanente combate contra los “indios miserables”, como los llama el diputado, tan indignos que ni la Inquisición los tomaba “por reos ni por testigos”. En una de sus primeras cartas al Ayuntamiento de Monterrey, escrita poco antes de la prisión de agosto de 1822, recordó que en

días pasados hice yo una moción acalorada sobre los males que padecen las provincias internas por las incursiones de los bárbaros, indefensa de los habitantes desarmados, atraso de los presidios, incuria del comandante general retirado a un punto excéntrico, la falta de jefes políticos en cada provincia, y la reunión monstruosa del bastón y la espada en una mano, concluyendo con faltar aún la diputación provincial de Monterrey...¹⁵

Junto a las gestiones y las promesas, menudeaban las quejas en la correspondencia servandiana con Monterrey. El 30 de abril de 1823 le escribía a Cantú: “Mis ocupaciones no me dejan respirar; escribo siempre sin borrador y con la mano estropeada; tengo que escribir con la mano en el aire, lo que me fatiga mucho”. Peores eran las miserias del venerable republicano, pues “mi trabajo es tal en el Congreso, en las comisiones y en las consultas del poder ejecutivo, que si no son cinco horas de sueño, no tengo descanso. Con tan poco dinero como tengo, cada correo me cuesta cinco o seis pesos porque de todo el reino me escriben y recurren a mí. Quiera Dios que México no se empeñe en elegirme, porque en realidad, tanto trabajo excede ya mis fuerzas”.¹ Pero lo esencial era mantener informados a sus paisanos del advenimiento de los nuevos tiempos. Tan pronto cayó el emperador, Mier les anunció que el voto de la nación era la república contra “los serviles partidarios de Iturbide, la mayor parte del clero y los frailes empeñados en hacer creer al pueblo que república es herejía y herejes los republicanos”. Por ello le decía Servando al Ayuntamiento de Monterrey en abril de 1823 que el plan “es irnos constituyendo en república sin decirlo por no espantar a la canalla ignorante alucinada por los fanáticos [...] es necesario declarar esto república porque no hemos de admitir Borbones ni otro Iturbide, [y] tenemos los diputados encargo del gobierno para persuadir a nuestras provincias escriban al Congreso pidiendo gobierno republicano o república representativa”.¹⁷ A Miguel Ramos Arizpe, ese rival al que llamaba tiernamente “Señor Chato, mi querido saltillero embrollón”, tocó recibir la primicia, el 14 de mayo. En el domicilio de fray Servando en la Ciudad de México se había estado trabajando fuerte y “la semana que entra saldrán a luz las bases liberales de una república representativa federal con su Congreso general, su senado, y su Congreso en cada provincia y cuanto usted puede apetecer, todo discutido en mi casa. Después se seguirá la convocatoria y tendrán ustedes su nuevo suspirado Congreso que, según se agitan clérigos y serviles, será de servilones”.¹⁸ La oposición de Mier a la convocatoria de ese Segundo Congreso Constituyente pasaba a segundo término ante la hechura de un documento de trabajo titulado “Exposición de motivos del Plan de la Constitución” y fechado el 18 de mayo, donde se hablaba al fin, pero todavía con ciertas precauciones, de la necesidad de una república federal para México. Junto a Lorenzo de Zavala y José María Bocanegra, entre otros, el profeta de la x se convertía, con pleno derecho, en padre fundador de México.

Los diputados, al presentar sus planes, reconocían su deuda con la alcurniosa tradición contractual hispánica, pues “una Constitución bien o mal meditada decide los destinos desgraciados o felices de una nación: asegura su libertad, o prepara su esclavitud: la eleva al poder o la hunde en el abatimiento”. Tras advertir que han estudiado “las constituciones modernas de más crédito” y procurado penetrar en el espíritu de las más antiguas, Mier y sus huéspedes advierten que está fuera de sus luces proponer la perfección a la patria, dado que “el movimiento de una nación impelida por una ley” no puede trazarse con la exactitud de la línea de un astro. Y en un párrafo que prueba la confusión de sentimientos que privaba entre los primeros mexicanos, dicen que “la Nación Mexicana no es ya un pueblo de aztecas dispuestos a sufrir un Moctezuma o adorar un Cortés”.¹ Inclinándose por la república federal representativa, los diputados cedieron al influjo de las Luces y por primera vez advirtieron que sin un nuevo sistema de instrucción pública el país no alcanzaría las ambiciosas metas propuestas en un segundo documento, el “Plan de la Constitución Política de la Nación Mexicana”, donde se afinaba la división de poderes y se sentaban las bases de la Constitución Federal de 1824 propiamente dicha. A la vez que se elevaba como padre constituyente, Servando comenzaba a sentirse derrotado. Lo que parecía una diferencia de matiz —qué tan federal debía ser la nueva república— se convirtió de manera instantánea en materia de controversia teológica para el fraile. Presionada por las provincias levantiscas y por la imitación a pie juntillas del modelo de los Estados Unidos, la mayoría parlamentaria deseaba una federación de estados soberanos apenas ligados por una serie mutable de símbolos y compromisos. El 28 de mayo hubo que adjuntar un “Voto particular del doctor Mier”, a petición de Bustamante, a quien me imagino cariacontecido por la desesperación con que su maestro defendía una Constitución centralizada con un ejecutivo fuerte:

Al padre Mier se le llamó al orden, cuando declamaba contra la votación; entonces comenzó a llorar como pudiera un niño, o una esposa, abrazada con el cadáver de su consorte a quien idolatraba, y quisiera con sus calientes lágrimas volverlo a la vida... ¡Ah! Mier lloraba sobre su patria; veía como en un panorama las infandas desdichas que iban a llover sobre ella: todo lo calculaba con aquel entendimiento divinal ilustrado por los años, por el roce del mundo, por sus

viajes y padecimientos de toda especie. ¡Qué espectáculo! Un anciano que pisaba el sepulcro, que nada pretendía de sus compatriotas sino que fuesen felices, atestando con el cielo de la sinceridad de sus intenciones. Yo no puedo recordar sin conturbarme aquella escena de dolor, y mucho más, cuando hoy veo realizado cuanto aquel grande hombre nos dijo como en profecía...²

Bustamante, con su habitual cursilería, entendía lo que Mier estaba perdiendo en esas sesiones, aunque subestimaba la capacidad histriónica del abuelito, convencido de que sus lagrimones conmoverían al foro hasta hacer mudar el sentido de las votaciones. Al justificar su voto particular, Mier, diciéndose instruido por la diputación reunida en Monterrey de las provincias del Nuevo Reino de León, Coahuila y Texas, insistió en el bicamerismo, proponiendo un senado capaz de morigerar los excesos del federalismo, no a la manera de los cuerpos nobiliarios y conservadores de Inglaterra y Francia, sino siguiendo el ejemplo de los Estados Unidos y Colombia. Ese senado cuidaría a México de caer en la parlanchina y nefasta parálisis de otras repúblicas deliberantes, pues, explicaba Servando,

el torrente de lágrimas que en esta vez interrumpió mi discurso no fue sino la expresión de los tristes presagios que me dictaba el corazón, guiado por la experiencia. También disputaban a las Cortes de Cádiz y a la Asamblea Constituyente de Francia los poderes para constituir a la nación. Las Cortes de Cádiz cerraron sus oídos, dieron una Constitución y salvaron a su patria, que en el naufragio de su libertad, tuvo esa tabla de que agarrarse. No así la Asamblea Constituyente de Francia, que cediendo a la voz imprudente de los pueblos agitados por aspirantes, ultras, o demagogos aunque trabajó una Constitución, reservó su sanción a una convención nacional, que convocó. Pero ésta la rechazó, trastornó el gobierno, tocó a degüello, y los que escaparon de aquel diluvio de sangre, recibieron las cadenas de la esclavitud.²¹

El Terror de 1793 perseguía a la generación de Servando y ese fantasma, que él había vivido de manera vicaria por medio del obispo Grégoire, era su obsesión a fines de mayo de 1823, cuando temió que el Segundo Congreso fuese nuestra

convención jacobina y el furor federalista, la guillotina mexicana. Eso no ocurrió de manera inmediata; Mier fue reelegido y el 20 de noviembre se presentó a discusión el Acta Constitutiva de la Nación Mexicana. El 13 de diciembre de 1823, 29 años y un día después de su sermón, Mier dirigió al Congreso el famoso Discurso de las profecías, donde advertía de los peligros que esperaban al país por haberse rechazado su propia versión republicana. “La profecía del doctor Mier sobre la Federación Mexicana” comienza con la previsible alocución personal:

Nadie, creo, podrá dudar de mi patriotismo. Son conocidos mis escritos en favor de la independencia y libertad de la América; son públicos mis largos padecimientos, y llevo las cicatrices en mi cuerpo. Otros podrán alegar servicios a la patria iguales a los míos; pero mayores ninguno, a lo menos en su género. Y con todo nada he pedido, nada me han dado. Y después de sesenta años ¿qué tengo que esperar sino el sepulcro?²²

Una vez hecha la crónica de los trabajos legislativos entre abril y noviembre de 1823, aplaudía Servando la creencia unánime en la república y rechazaba ser promotor de “un gobierno federal en el nombre, y central en la realidad”. Quien se había graduado como republicano en Filadelfia advertía las colosales diferencias entre los Estados Unidos y México; aquel país ya estaba compuesto de estados separados que, viviendo sólo nominalmente bajo el dominio del rey de Inglaterra, se federaron para lograr su Independencia. Mier se defendía de las acusaciones de centralismo declarándose por una “federación razonable y moderada, una federación conveniente a nuestra poca ilustración y a las circunstancias de una guerra inminente que debe hallarnos muy unidos”.²³ Además de las precauciones que Mier llamaba a tomar contra una probable ofensiva de la Santa Alianza contra las repúblicas americanas, y de su desconfianza ante la escasa identidad —la palabra es suya— que unía a las provincias mexicanas, el Discurso de las profecías, texto bien estudiado por los constitucionalistas mexicanos, me interesa como la encrucijada final del pensamiento político-teológico del fraile.²⁴ El Discurso de las profecías, al comparar a México con los Estados Unidos,

ofrece elementos para una reflexión inquietante. Mientras que la federación estadounidense, republicana avant la lettre, es “un pueblo nuevo, homogéneo, industrioso, laborioso, ilustrado y lleno de virtudes sociales, como educado por una nación libre; nosotros somos un pueblo viejo, heterogéneo, sin industria, enemigos del trabajo y queriendo vivir de empleos como los españoles, tan ignorante en la masa general como nuestros padres, y carcomido de los vicios anexos a la esclavitud de tres centurias”.²⁵ La nación cristianizada por Tomás no podía ser, a los ojos del predicador, sino un pueblo viejo, tan anciano como el propio Servando al borde de la tumba y que, como éste, había esperado una eternidad para ver restaurada su honra. A diferencia del resto de los liberales de 1823, el doctor Mier veía en la República del Anáhuac una restitución antes que un nacimiento. Ello implicaba, sin duda, una política, y ésta era para Servando la fidelidad a una forma de república cristiana que sólo existía en los cronicones teológicos. Citando a Jesucristo ante los hijos ambiciosos de Zebedeo (Mt 26:37 y Mc 10:35), el fraile advierte que para servir mejor a un pueblo hay que contrariarlo. Con esa extrapolación tan propia del político eclesiástico, Mier identificaba a esos vástagos ahítos de novedades con los federalistas que acababan de ganarle la partida. El Discurso de las profecías es una meditación sobre la soberanía. A la asamblea mexicana correspondía velar por la supervivencia de un pueblo viejo de la misma forma que la asamblea de la Iglesia ordenaba a sus sacerdotes:

En verdad, nosotros los hemos recibido aquí como diputados, porque la elección es quien les dio el poder, y se lo dio para toda la nación; el papel que abusivamente se llama poder, no es más que una constancia de su legítima elección; así como la ordenación es quien da a los presbíteros la facultad de confesar, lo que se llama licencia no es más que un testimonio de su aptitud para ejercer la facultad que tienen por su carácter. Aquí de Dios.²

La pretensión de los estados de la federación de declararse soberanos era lo que hacía llorar, literalmente, a Servando. El ejercicio de esas soberanías era, en su opinión, un sinsentido político y casi una herejía teológica, pues para Mier la soberanía era total, equivalente a las dimensiones morales y físicas de la nación.

Las soberanías particulares no podían sumar la totalidad de la soberanía. A lo más que llegarían era a “esa voluntad general numérica” que había destruido a la Revolución Francesa, a esa voluntad de la turba que Iturbide había convocado. Pese a sus denodados esfuerzos por presentar al emperador como un pretendiente al absolutismo, lo que Mier odiaba en él era el caudillo ungido por la tiranía de la masa, esa dictadura de la mayoría que le recordaba el ciclo que iba de Robespierre al 18 Brumario y de éste a la coronación de Napoleón. La popularidad cesárea de Iturbide, que conmovía a Zavala y a Lizardi, era inadmisible para el whig que había en Mier. La única voluntad que Servando avalaba era la que legalmente “emiten los representantes legítimos del pueblo, sus árbitros, sus compromisarios, deliberando en plena y entera libertad: como aquélla es la voluntad y creencia de los fieles, la que pronuncian los obispos y presbíteros sus representantes en un concilio o congreso libre y general de la Iglesia, de la cual se ha tomado el sistema representativo desconocido de los antiguos”.²⁷ La soberanía republicana, para Mier, provenía de los concilios de la Iglesia, asambleas de santos varones y de apóstoles, ajenos a las tiranías monárquicas o populares. El Discurso de las profecías no sólo fue una protesta política contra el federalismo de 1824, sino la palabra final de un tomista para quien la autoridad política debe ser monopolizada por el titular de la soberanía, que, única e indivisible, no se comparte, siendo consustancial al Estado, cuerpo al que le fue delegada mediante un contrato justo. Servando se topaba, en ese punto, con una contradicción propia de todos los revolucionarios modernos, pues ¿con qué lógica puede proponerse un orden inmutable tras haber destruido reinos, contratos y soberanías que en su día también fueron justificados como eternos? Revolucionario conservador, el doctor había participado, según confesó en el Discurso de las profecías, de la exaltación jacobina y del federalismo republicano pero, una vez en el poder, apelaba a la constancia. Reaparece así la contradicción esencial de fray Servando, el culto a la fijeza y la atracción por la fuga: la Constitución apostólica estaba, de manera inverosímil, en el principio y en el fin de los tiempos.

Yo también [contó Servando a sus colegisladores] fui jacobino, y consta en mis

dos Cartas de un americano a El Español en Londres, porque en España no sabíamos más que lo que habíamos aprendido en los libros revolucionarios de la Francia. Yo la vi veintiocho años en una convulsión perpetua, veía sumergidos en la misma a cuantos pueblos adoptaban sus principios [...] Fui al cabo a Inglaterra, la cual permanecía tranquila en medio de la Europa alborotada como un navío encantado en medio de una borrasca general. Procuré averiguar la causa de este fenómeno; estudié en aquella vieja escuela de política práctica, leí sus Burke, sus Paley, sus Bentham y otros muchos autores, oí a sus sabios y quedé desengañado de que el daño provenía de los principios jacobinos. Éstos son la caja de Pandora donde están encerrados los males del universo. Y retrocedí espantado, cantando la palinodia, como ya lo había hecho en su tomo sexto mi célebre amigo el español Blanco White.²⁸ Señor [concluía Servando], si tales soberanías se adoptan, si se aprueba el proyecto del acta constitutiva en su totalidad, desde ahora lavo mis manos diciendo como el presidente de Judea, cuando un pueblo tumultuante le pidió la muerte de Nuestro Salvador, sin saber lo que se hacía: Inocens ego sum a sanguine justi huyus: Vos videritis.† Protestaré que no he tenido parte en los males que van a llover sobre los pueblos del Anáhuac. Los han seducido para que pidan lo que no saben ni entienden, y preveo la división, las emulaciones, el desorden, la ruina y el trastorno de nuestra tierra hasta sus cimientos. Necierunt neque intellexerunt, in tenebris ambulant, movebuntur omnia fundamenta terrae.‡ ¡Dios mío, salva a mi patria! Pater ignosce illis, quia nesciunt quid faciunt.§²

¿Fue profeta fray Servando? En el terreno estrictamente político, semejantes profecías pudieron haber manado de la boca de muchos oradores en aquel invierno de 1823. Un iturbidista, alguno de quienes esperaban al Borbón o un centralista podría haber amenazado a la patria con desgracias tan horrendas si no se cumplía con sus preferencias jurídicas y legislativas. Y nada garantiza, por supuesto, que la Constitución deseada por Mier habría evitado al país aquel siglo de guerras civiles, pues repúblicas centralistas hubo entre 1835 y 1846. La profecía servandiana debe ubicarse en esa política teológica desde la que meditaba Servando. México, como todas las patrias iberoamericanas, se parecía

a esa planta resplandeciente que Bernardin de Saint-Pierre había observado en el Cabo de Buena Esperanza, sujeta a marchitarse ante el mínimo soplo, pues ningún tallo la ligaba a la tierra. En el Discurso de las profecías, Mier el israelita recordó que esa raíz existía y lamentó que la Constitución no la protegiese. Me atrevería yo a sugerir que alguna razón tenía el fraile al apelar a esa raíz. No deja de inquietarme pensar que México acabó por sobrevivir mediante un Estado que, toda proporción guardada, fue un tipo de república autoritaria semejante a la que Servando demandó. Admonición de un sacerdote fatigado ante la desobediencia de su grey, el Discurso de las profecías destaca por haber anudado el candoroso liberalismo a su autocrítica, el pesimismo histórico. Servando fue el primero en advertir a la República sobre la posibilidad, en términos más proféticos que políticos, de su ruina. Hubieron de pasar 30 años para que Alamán, la gran inteligencia de su generación, tras fracasar él mismo como político conservador, llegase a esa conclusión. En 1850, tras la invasión estadounidense, Alamán encontró inviable a la nación mexicana y atribuyó la derrota a la ruptura con España. Aunque él sabía mejor que nadie que la Independencia había sido obra del grotesco reinado de Fernando VII, Alamán prefirió culpar al constitucionalismo. Liberal, Servando acabó por ser más lúcido: sólo las constituciones, probadas una y otra vez en la escuela del fracaso, tenderían el puente entre el ancien régime y las democracias. El tomista un tanto trasnochado estaba más cerca de Tocqueville que el gran historiador Alamán, quien se despidió como un impotente y desesperanzado lector de Burke. Tras la profecía servandiana latía una pregunta sin respuesta que había recorrido toda la historia novohispana: la edad del Anáhuac. Como lo pensaron los franciscanos, ¿México-Tenochtitlan era esa niña de los ojos que la Providencia había guardado como depósito de la fe? O, según la predicación apostólica cara a los dominicos, ¿era una vieja nación cuyo calvario se asociaba, desde los primeros siglos, a la historia cristiana? Alarmado por las opiniones de los sabios de la Ilustración, que veían en América un enano teratológico condenado a la inferioridad por el clima, el doctor Mier tomó partido por la antigua nación, preguntándose, en el Discurso de las profecías, cómo llevarla a beber a esa fuente de la eterna juventud custodiada por Tomás Apóstol y Tomás de Aquino. El 13 de diciembre de 1823 Servando lamentó que México renunciase a la fantástica (e indeseable) ilusión de una república inspirada en la Iglesia primitiva de los concilios. Pero el orador sagrado había sido escuchado por última vez.

Quedan registradas en las actas apostólicas de la República sus lágrimas de cocodrilo y sus mañas de comediante.

LA COMEDIA DE LA MUERTE

El comienzo de toda sabiduría es mirar fijamente a las ropas, incluso forzando la vista, hasta que se tornen transparentes. “El filósofo —dice el varón más sabio de esta época— debe situarse en el centro”: ¡cuánta verdad! El filósofo es aquel para quien lo más alto ha descendido y lo más bajo ha trepado; aquel que es el igual, el bondadoso hermano de todo. ¿Hemos de temblar ante las telas tejidas en los telares y las telas de araña, sean tejidas en los telares de Arkwright o por las silenciosas Aracnes que sin cesar tejen en nuestra imaginación? O, por otra parte, ¿qué hay que no podamos amar si todo ha sido creado por Dios? Dichoso aquel que puede atravesar las ropas de un hombre (las ropas de lana y las de carne, las de los billetes de banco y las de los documentos del Estado), llegando al hombre mismo; y distinguir, en uno u otro temible potentado, un aparato digestivo más o menos incompetente; pero también un misterio venerable e inescrutable en el más mezquino maestro hojalatero que ve por sus ojos. THOMAS CARLYLE, Sartor Resartus [1838]

El 20 de julio de 1823 murió el papa Pío VII. Enterado hasta el mes de noviembre por la misma gaceta neoyorquina que informaba del desembarco de Iturbide en Liorna, Servando, quien se había hecho pasar durante tantos años por prelado doméstico de Su Santidad, guardó el luto marcado por la etiqueta eclesiástica y se presentó a las exequias realizadas en la Catedral de México. Muerto Bonaparte, el león, tocaba su hora al cordero, el papa de las tribulaciones. Un día antes de la muerte de Pío VII, el 19 de julio, Servando comunicó al Ayuntamiento de Monterrey una decisión capital:

Renuncié ya al arzobispado de Baltimore; no debo abandonar mi patria e ir en mi edad a un clima tan duro. Si quisiera tendría la mitra de México o la de mi patria [Nuevo León]; pero no tengo ambición. Para honores bástame el ser prelado doméstico de Su Santidad. No nos diferenciamos de los obispos ni en el tratamiento de Ilustrísima, ni en el vestuario, salvo que los obispos llevan el sombrero verde y nosotros morado, ellos llevan pectoral y nosotros no. Lo demás todo es idéntico y los prelados excedemos a los obispos en que la prelatura es un paso inmediato para la púrpura cardenalicia.³

Dudo de que en Monterrey creyesen en las ínfulas del diputado, pero debieron respirar aliviados ante su renuncia al quimérico título, pues se había abierto la convocatoria para el Segundo Congreso Constituyente y había que evitar el escándalo de 1822, pues, si los frailes eran inelegibles, los arzobispos más. Apenas el 5 de julio el doctor se había dado el gusto de firmar su última carta a la Diputación Provincial de Monterrey como “Servando, arzobispo de Baltimore”.³¹ Indulgente con las mentiras de quien sería llamado “abuelo del pueblo” por Alfonso Reyes, la República pidió a Servando que diese una última batalla como controversista eclesiástico.³² El 24 de septiembre de 1824 el nuevo Papa, León XII (1760-1829), lanzó la encíclica Etsi iam diu, que alababa al cristianísimo Fernando VII y llamaba a las repúblicas hispanoamericanas a regresar al regazo de la madre patria. El gobierno mexicano dio a conocer oficialmente la encíclica y protestó airadamente ante la Santa Sede. Tocó al secretario de Estado, el anciano cardenal Della Somaglia, quien habría examinado en 1803 las peticiones servandianas de secularización, responder a las protestas de Guadalupe Victoria, presidente desde el 10 de octubre de 1824, a quien de manera ofensiva llamó “Comandante General de la Nación Mexicana”, ratificando así la negativa papal de reconocimiento.³³ En 1825 tocó al doctor Mier enfrentarse, con cierta resonancia internacional, a Roma. Tras el chusco intento de defender a los hoganitas de Filadelfia, Servando tenía, al fin, la oportunidad de ejercer como un verdadero asesor teológico, respaldado política y moralmente por su país. Muy emocionante debió ser para el viejo, ya seriamente enfermo, tomar la pluma para tratar uno de sus temas preferidos, la usurpación papal de la soberanía temporal, herida que se remontaba a la bula alejandrina que había dividido el Nuevo Mundo entre

españoles y portugueses. Arropado por su república, Mier fue insolente, llamó a León XII “señor Papa” y describió su encíclica como “una gatada italiana de aquellas con que la corte de Roma se suele descartar de los apuros y compromisos en que la ponen las testas coronadas...”³⁴ Apoyado en la tradición galicana, el teólogo mexicano afirmaba en su Discurso sobre la encíclica de León XII que no había palabra de Dios que justificase la pretensión de los papas para autorizar conquistas, reconocer reinos o aplastar repúblicas, siendo el poder del papa únicamente espiritual.

Fácil [decía] me sería seguir con él [Bossuet] y otros muchos autores católicos amontonando pruebas contra la potestad temporal del Papa en el mundo, como que es una doctrina nueva, y todo lo que es nuevo en materia de religión es falso, o a lo menos sospechoso. Pero sólo he traído esto poco aunque suficiente para ilustración del pueblo, porque me consta que la corte de Roma, que no es lo mismo que la silla apostólica, aunque batida y abandonada en este punto, no abandona en secreto sus pretensiones ambiciosas, esperando hacerlas valer cuando se le presente la ocasión.³⁵

Pese a su derrota legislativa en 1823, Servando confiaba en la fidelidad de México como república cristiana. Para recuperar el Patronato bastaría con la intolerancia, escrita con letras de fuego en la Constitución, de cualquier otra religión que no fuese la católica. Fernando VII, la Leyenda Negra él mismo, era el verdadero hereje, un Anticristo que había seducido a “los papas [que] son hombres y pecadores como todos los miserables hijos de Adán. Pueden pues abusar de su autoridad y de la sencillez de los pueblos, como efectivamente han abusado en otros tiempos, con buena o mala intención, para alborotar a los reinos o repúblicas y sumergirlas en guerras civiles y rebeliones contra las autoridades constituidas.”³ La república cristiana en México, decía Servando, estaba sufriendo lo que la diócesis de Imola en 1797, cuando el futuro Pío VII encontró compatible a la Revolución Francesa con el Evangelio: “Pertenecía aquel país al Estado Pontificio, y por una revolución acababa de erigirse en república representativa popular o democrática como la nuestra. Había allí también, como entre nosotros,

ignorantes fanáticos que la creían contraria a la religión.”³⁷ Para que Imola y México fueran la misma república evangélica, sólo faltaba un Servando arzobispo, aunque fuese de Baltimore. No siendo así, el doctor Mier declaraba urbi et orbi que México era independiente de España tanto como de Roma. Aunque sólo conocemos la edición príncipe del Discurso sobre la encíclica de León XII, tal parece que hubo varias ediciones en diferentes idiomas. Fue el último de sus escritos y un digno adiós del controversista, recalcado con un extracto en Le Pilote, de 1825, periódico francés que haciendo eco de El Constitucional de Bogotá, presentaba al autor como el

Señor Mier, ya conocido por diversas obras que han establecido su reputación como teólogo y canonista, esboza con erudición y vigor los [...] respectivos derechos de todas las Iglesias, donde cada una, una vez provista de obispo y curas, contiene todos los elementos necesarios para perpetuarse. Ésta es la doctrina de los antiguos, y sobre todo, de la Iglesia de España. Si Roma se obstina, dice el señor Mier, volveremos a ese estado primitivo, a sus normas legítimas [...] Sentimos que los límites de nuestro periódico no nos permitan un examen más profundo de una obra rica en principios y en hechos. Añadiendo a los títulos literarios del señor De Mier, le asegura un título más al reconocimiento no sólo de sus compatriotas, sino más aún, de todos los hombres que como verdaderos católicos son sinceros amigos de la libertad.³⁸

Y antiguos correligionarios españoles, como José Canga Argüelles y Joaquín Lorenzo Villanueva, liberales exiliados en Londres, opinaron a favor de un concordato mexicano, aplaudiendo a Mier, su aparente promotor.³ La vejez permitió a Servando escuchar a viejas amistades que el ruido del siglo había tornado inaudibles. Una de esas voces fue la de Grégoire, de quien se conservan dos cartas para Mier, fechadas en marzo de 1824 y en octubre de 1825. Como vimos en su momento, los mensajes prueban la estimación y el reconocimiento del legendario obispo francés por Servando, por Lucas Alamán y hasta por Ramos Arizpe, quien también lo visitó en Francia. ¿Si Mier hubiese gozado en 1823 de una mayoría parlamentaria habría experimentado con las extremas libertades galicanas que Grégoire propagó? Lo

dudo. Aunque Servando soñó, en algunos textos, con constitucionalizar la Iglesia mexicana, nunca tuvo la oportunidad política para intentarlo. Sin duda, la ausencia de reconocimiento papal en los años veinte se prestaba para republicanizar al clero, pero el galicanismo era ajeno a la tradición hispánica, aunque Mier dijese lo contrario, y, como sabemos, el falso arzobispo de Baltimore jamás gozó de poder alguno en la jerarquía eclesiástica local. Mier obsequiaba a Grégoire con la ilusión de que México seguiría la ruta interrumpida en 1800, cuando Bonaparte disolvió a palos el concilio francés y abrió la negociación del Concordato. El ímpetu republicano en el Anáhuac no llegaba tan lejos; Mier lo sabía y en su carta a Cantú del 31 de agosto de 1826, tras comentarle que Grégoire le había puesto una carta, temió que si el papa no reconocía a la República acabaría por imponerse la “tolerancia religiosa”, extremo inaudito.⁴ Al despedirse, en su carta parisina del 30 de septiembre de 1825, el abate Grégoire le hizo a Servando una oferta de colaboración intelectual: “Un trabajo de usted sobre las libertades de las iglesias del Nuevo Mundo sería muy importante. Usted lo publicaría en español. Yo me encargaría de traducirlo o hacerlo traducir al francés.” La admiración encontraba una —no por tardía menos hermosa— correspondencia.⁴¹ Servando abandona la escena en paz con los varones de Dios. No ocurriría lo mismo con los hombres del César. Las cartas finales de fray Servando dibujan a un gigante que tolera la compañía de enanos inmundos. Vicente Guerrero le parecía “ignorante y vicioso”, Valentín Gómez Farías un “anarquista” —Mier fue de los primeros en utilizar en español esa palabra—, Santa Anna un hombre malísimo y Lorenzo de Zavala y sus sicofantes “entes inmoralísimos pero dignidades masónicas”. Ambiguos —como los de casi todos los mexicanos— eran sus sentimientos hacia el presidente Victoria y de la quema se salvaban Alamán, Bravo y Miguel Ramos Arizpe, su enemigo más querido.⁴² El optimismo volvió a reinar en el país, una vez electos Guadalupe Victoria (Miguel Fernández Félix, 1785-1842) y Nicolás Bravo (1792-1854) como los primeros presidente y vicepresidente de la República, en una elección cuya legalidad Mier supervisó en comisiones el 28 de septiembre de 1824. Había satisfacción por la política del nuevo régimen, que llamó a gobernar a todas las facciones que habían discutido la Constitución. El Congreso, como había ocurrido desde 1822, era fervoroso para discutir teorías

políticas y lerdo al legislar al servicio de las urgencias de un país que se descubría, asombrado, en bancarrota. Al estilo de las Cortes de Cádiz, las discusiones de procedimiento eran la actividad favorita de los legisladores. Hombres como Zavala (y el propio Servando) consumían el tiempo justificando el regalo, con cargo al erario, de haciendas enteras para los caudillos militares, o abrumando al pleno con encomiásticas disertaciones sobre Washington o Bolívar. Esos saldos de la inexperiencia no preocupaban mayor cosa, y el 4 de agosto de 1825 el presidente Victoria se felicitó al informar que cinco estados ya habían ratificado sus Constituciones. Y el 18 de noviembre de ese año, los militares españoles que habían conservado en su poder San Juan de Ulúa se rindieron. Francisco Lemaur, quien había sustituido a Dávila al frente de los resistentes, bombardeó Veracruz hasta que le fueron cortados los suministros provenientes de La Habana. No pocos mexicanos soñaron, en ese momento, con una invasión libertadora de Cuba. Servando, temeroso de una nueva guerra con un Fernando VII respaldado por la Santa Alianza, informó a Monterrey de la victoria final, lo mismo que del reconocimiento diplomático que de México habían hecho los Estados Unidos y la Gran Bretaña. Vestido de luto por la muerte de Pío VII, Servando volvió a enlutarse el 4 de octubre de 1824, cuando pasó a firmar la Constitución Federal de México, enojado por el escaso efecto de su Discurso de las profecías.

El padre Mier [dice Bustamante] se presentó con solideo negro en la cabeza (usábalo morado como prelado doméstico del Papa) y preguntándosele por esa novedad, respondió... “Cuando se firmó el acta constitutiva, murió mi patria: hoy se hace su funeral, y vengo de asistencia a él.” Por ahora, dijo, todo será grito, aplausos y júbilo; llamárasele código divino; pero en breve sus autores serán maldecidos... Luego dijo en voz alta: “¡Vaya! Ya tenemos almanaque para el año de 1825.” Estas terribles profecías han tenido su cumplimiento...⁴³

El disgusto de Servando ante la inmoderada federación no le impidió realizar numerosas actividades durante su último año en el Congreso. Insistió en privar a los Congresos locales del apellido de soberanos; siguió hablando pestes de

Iturbide, ante cuya muerte nada dijo; votó contra la esclavitud en cualquiera de sus formas; insistió en que el día de Tomás Apóstol fuese feriado nacional; pidió la ciudadanía honoraria para Bolívar, cuya dictadura republicana aplaudió; exigió asilo para los liberales españoles perseguidos por Fernando VII, y alentó medidas económicas proteccionistas que habrían contado con la aprobación de su viejo rival Juan López Cancelada.

El último discurso parlamentario de Mier tendría una honda repercusión en la vida nacional, pues fue él quien convenció al pleno de la necesidad de nacionalizar a la Ciudad de México para convertirla en sede de los poderes de la federación. Acusó a quienes querían mudar el gobierno federal a Querétaro de imitar servilmente a los estadounidenses. “La planta de la Nueva Roma”, dijo Servando en el Discurso en pro de que México sea la ciudad federal, apenas merecía “el nombre de aldea”, y los estadounidenses estaban arrepentidos de haber abandonado Filadelfia para establecer los poderes en Washington. Más allá de las argumentaciones técnicas y las políticas —arrebatar su joya de la corona al federalista Lorenzo de Zavala, jefe del Estado de México— contra la mudanza, el 23 de julio de 1824 Servando entonó un melancólico canto a una ciudad en la que apenas había vivido, como lo dijo al empezar a hablar, pocos años de su vida. Sólo 22, para ser exactos, de los 65 que vivió: los años del noviciado y la educación universitaria, de esos primeros éxitos como orador brutalmente interrumpidos en 1794; los tres años de reclusión en las cárceles secretas de la Inquisición entre 1817 y 1820, y ya sin interrupción, desde 1822 hasta su muerte. El perseguido y viajero que había conocido Cádiz, Madrid, Sevilla, Barcelona, Burdeos, París, Roma, Nápoles, Lisboa, Londres, Filadelfia, Baltimore, Washington, Nueva Orleans, La Habana, Nueva York, repetía, con rara modestia, los elogios de Humboldt y con tímido cariño provinciano honraba a la Ciudad de los Palacios, notoria por sus artes e industrias, establecimientos religiosos e instituciones universitarias. Con las palabras servandescas se cerraba el capítulo abierto por Bernardo de Balbuena, quien en 1604 había entonado el gran elogio criollo de la ciudad, en aquella Grandeza mexicana que Mier, al actualizar, volvía mítica:

Yo puedo testificar casi todo lo mismo que aquel sabio viajero [Humboldt], y asegurar que no hay en Europa ni en todas las Américas una ciudad de topografía tan feliz, ni de perspectiva más agraciada y pintoresca. El círculo de verdes colinas que la rodean en anfiteatro viene a ser la corona de esta reina de las ciudades. Sentada en la deliciosa alfombra de su valle entre países cálidos y fríos como entre dos zonas distintas, recoge de ambas por agua y tierra el tributo de sus frutos peculiares; y la abundancia, baratura y variedad de su mercado no tienen igual en el mundo. Su pueblo es tan dulce como dócil, y en buen sentido se verifica en él a la letra lo que Gálvez decía de nuestra América, que aquí domina el planeta oveja. Me consta que los extranjeros viajantes en nuestro país han quedado atónitos al ver la quietud, el orden y la sumisión de los mexicanos a las autoridades en circunstancias tan críticas, que no habrían ocurrido en parte alguna de Europa sin sangre, desolación y ruinas. Sólo motejan la desnudez de nuestra plebe debida a la dulzura misma de la temperie, a las habitudes de los indios y al monopolio de los españoles. Pero yo suelo responderles que si a las delicias del clima y a la multitud de las frutas no correspondiese la desnudez de sus habitantes, México no sería tan rigurosamente como es el paraíso terrenal.⁴⁴

Esa idílica visión de Anáhuac quedaba amenazada por las nefastas profecías que el propio fraile había lanzado. Mal resignada a la victoria del federalismo, que había realizado un monstruoso injerto de las constituciones de Cádiz y de los Estados Unidos, la oposición logró acrecentar su presencia en el gobierno. Esa coalición reunía a liberales centralistas y monárquicos, tanto americanos como españoles, y cogobernaba a través del “primer ministro” Alamán y del vicepresidente Bravo, ante la expectación de poderosos figurantes como el general Manuel Gómez Pedraza, protector de los iturbidistas. Quienes habían ganado la batalla constitucional, Victoria y su poderoso ministro de finanzas José Ignacio Esteva, estaban aislados en la cima del poder. En septiembre de 1825 los federalistas, como respuesta, fundaron la logia yorkina que, aunque fiel al rito masónico de York, era un protopartido político, federalista, radical y popular. Los yorkinos, se dice, fueron una maléfica invención del ministro estadounidense Joel Roberts Poinsett (1779-1851), quien presentó sus credenciales ante el presidente Victoria el 1° de junio de 1825. Este personaje obtuvo las patentes de la Gran Logia de Nueva York para sus amigos

mexicanos, 700 iniciados, divididos en 25 logias. Padrino de los yorkinos, Poinsett sin duda los manipuló al servicio de los Estados Unidos, pero estuvo lejos de ser el demiurgo dibujado por Alamán, el propio Mier y una larga escuela conservadora.⁴⁵ Los yorkinos habían de enfrentarse a la logia del Rito Escocés, cuyo origen se remontaba a los días de Iturbide y que dirigía el hermano Bravo, vicepresidente de la República. Siendo el presidente Victoria un connotado yorkino, a partir de 1826 la lucha política en México tomó el aspecto de una guerra civil entre obediencias. Empero, la propia posición de Victoria es oscura. Mientras unas fuentes celebran sus esfuerzos por mantener la pre sidencia por encima de los partidos, otros advierten que su falta de seso lo convirtió en marioneta alternativa de una u otra logia. Al verse rodeado de logias fratricidas, Servando dio por cumplidas sus peores profecías: la unidad de la república cristiana estaba condenada a muerte. Él mismo, como lo confesó al morir, había pertenecido a sociedades secretas. Pero los Caballeros Racionales de 1811-1812 y sus sucesores una década después eran organizaciones instrumentales cuyo fin principal era la destrucción del Imperio español. Una vez lograda la Independencia, consideraba Mier, agruparse en logias era una traición. Aunque sus amigos y sus relaciones políticas estaban entre los escoceses, Servando se mantuvo al margen de la pelea y es probable que haya sido uno de quienes recomendaron al presidente Victoria obrar en ese sentido. La última carta de Mier a Bernardino Cantú, ya escrita en el Palacio Federal de México, el 31 de agosto de 1826, es una suma contra la francmasonería:

Nos hallamos en una crisis tremenda: las tropas se acuartelan todas las noches, el palacio se llena de caballería y las guardias se doblan. Es largo de referir el origen, pero es preciso para entender las consecuencias. Algunos oficiales del virrey O’Donojú introdujeron aquí, y se propagó por todo el país, la masonería del rito de Escocia, y sus logias nos ayudaron infinito para derribar a Iturbide y establecer la república; pero no se hacían sentir para nada. En esto vino de ministro de los Estados Unidos del Norte el genio del mal, Mr. Poinsett, que con sus intrigas había causado mil trastornos y males en las repúblicas del sur. Este mal hombre, para dividirnos y entretenernos mientras sus paisanos se fortifican

en sus usurpaciones de nuestras fronteras, sugirió que era necesario crear logias de francmasones del rito de York, su patria (a cuya gran logia estuviesen sujetas las nuestras), para dirigir al presidente de nuestra República, que aunque ciertamente hombre bueno, no nació para gobernar.⁴

Una vez relatada la anécdota de cómo hasta el clérigo radical Ramos Arizpe se había separado de los yorkinos, Mier continúa:

En este tiempo [Ramos Arizpe] era el objeto de la execración pública, y la merecía. Estaba a la cabeza de la Junta del Águila Negra, compuesta de iturbidistas y anarquistas, con los cuales hizo en el Congreso Constituyente cuanto quiso. Ellos por un complot crearon una Suprema Corte de Justicia, nula absolutamente. Ellos dieron la presidencia a Victoria, le hicieron quitar a los dos grandes ministros Alamán y [Manuel Mier y] Terán.⁴⁷

Mier, no en balde educado cuando nacía la confrontación entre jesuitas y francmasones, terminaba por atribuir su derrota política de 1823 a la conspiración de las logias:

Por fin, la Junta del Águila Negra se refundió en la de los yorkinos, que con los ministros de Hacienda y Justicia a la cabeza, atrajo a sí todos los aspirantes, se difundió por toda la República, y sólo en México cuenta dos mil francmasones, y en ellos toda la escoria y los más inmorales pícaros. Las logias de escoceses se purificaron, porque todos los aspirantes se pasaron a los yorkinos, a quienes [José Ignacio] Esteva prodigaba los empleos, siendo cualidad necesaria ser yorkino para ser empleado de Hacienda. Todo iturbidista se hizo yorkino; todo el que no es yorkino es borbonista, según vociferan ellos, llamándose a sí mismos los eminentemente patriotas.⁴⁸

Respaldados por el periódico El Águila, como los escoceses por El Sol, las

logias desangraban a la República, se lamentaba Servando. Refiriéndose a las fraudulentas elecciones primarias del 20 de agosto de 1826, contaba Mier a su corresponsal regiomontano: “Una nube de yorkinos, de léperos cosechados y de soldados armados cubría las avenidas. Nadie podía llegar a votar sin enseñarles la lista que traía; si no era la yorkina, se la compraban y le daban la suya. Si se resistía lo llenaban de injurias, de palos y aun de heridas [...] Estamos ante una crisis terrible, y casi se puede asegurar que tendremos, para salvarnos, una revolución”.⁴ El espectáculo de una república que nacía sin ninguna costumbre democrática, sometida al fraude electoral, a la manipulación periodística y al poder de los jenízaros angustiaba a Servando. Y le repugnaba ver cumplida su profecía de la dictadura de la turba, dirigida al estilo jacobino por las logias yorkinas. No había talentos aristocráticos prestos a detener esa infamia. Alguna culpa debía sentir fray Servando por la desastrosa actuación de la francmasonería, él que había creído en el valor filantrópico de los empelucados arquitectos del siglo XVIII, a quienes había defendido en sus Memorias, dispuesto a recibir del Santo Oficio castigo por sus palabras. Nuevas formas de hacer política aparecían ante su mirada cansada, rudimentos poco presentables de vida democrática, que le recordaban el Terror francés, antes que instarlo a pensar que ése era el precio a pagar por la Revolución de la Nueva España a la que había dedicado su vida. Ante la impotencia recurrió al amistoso mito de la conspiración: los jesuitas de su juventud habían renacido en los francmasones de su vejez. La Nochebuena de 1824 el Segundo Congreso Constituyente cerró sus sesiones. Un día antes, 23 de diciembre, se leyó y se aprobó el decreto que pensionaba al padre Mier, quien ya no sería reelecto para la siguiente asamblea. No dudaba de que merecería ese honor y así se lo hizo saber al amigo Bernardino: “El día que no sea del Congreso, sé que me declarará benemérito de la Patria y asignará una pensión mayor que la de diputado, que no recibo; y si quisiese ir de embajador a Inglaterra o a los Estados Unidos, ya el poder ejecutivo me lo tenía ofrecido.”⁵ El 12 de marzo de 1824 Servando encontró una manera un tanto extraña de recordarles a los congresistas sus obligaciones con el abuelo de la patria. Ese día pidió al pleno pensión y carta de ciudadanía para su amigo ecuatoriano Vicente Rocafuerte... y para José Guerra, quien no podía ser otro que el autor de la Historia de la revolución de Nueva España, el mismísimo fray Servando Teresa de Mier. Consta en actas.⁵¹

Noviembre-diciembre de 1827

Si el cura, a la aurora de la razón de los fieles de su parroquia, se encarga tanto de ellos, no es menos el cuidado que tiene en su muerte. El cura administra los sacramentos a los enfermos, haciéndoles una breve plática fervorosa, que nunca se omite antes de darles el viático. Y desde entonces se encarga de él hasta que entrega su oveja en manos de su Criador, que también a su pastor ha de pedir cuenta de ella. Ya en muchas diócesis se administra el Santo Óleo, como en la antigua Iglesia, antes de la Eucaristía, como debe ser, pues éste es el más puro de los sacramentos, y el Santo Óleo, que sólo comenzó a llamarse Extremaunción en el siglo XIV, tiene por su primario objeto dar salud al cuerpo, para lo cual no se debe aguardar a que el alma esté entre los dientes. SERVANDO TERESA DE MIER, Memorias, I [1819]

He visto muchos funerales, pero ninguno me ha hecho tanta impresión: se diría un vivo asistiendo a su propio entierro. EMBAJADOR VAURÉAL en el sepelio de Felipe V [1746]

En 1825 Servando regresaba al dominio de la sombra. Como en los largos años del destierro, su nombre se pierde en esa murmuración incierta que devuelve los acontecimientos a su condición de leyenda. Por una carta que le escribió a Andrés Bello, del 17 de noviembre de 1826, sabemos que Mier pasó todo enero de 1825 reposando en Tierra Caliente, en el suroeste de México, a donde lo envió su médico. Había pasado inmovilizado unos 22 meses, aquejado de dolores en el hombro y en el brazo derecho, el arma con que ha bía sostenido su pluma. El médico de fray Servando fue el doctor Manuel Codorniú, quien había llegado con el capitán general O’Donojú en 1822. Codorniú era redactor de El Sol y uno de aquellos francmasones escoceses que Mier aún toleraba; el fraile no vivió

para saber que Codorniú fue uno de los primeros españoles expulsados de México, cuando el 20 de diciembre de 1827 se expidió la primera ley de expulsión, que ponía fin al sueño del patriotismo criollo. México renunciaba, al menos desde los inflamados papeles de los ideólogos yorkinos, a su herencia española. En fecha muy temprana Henry Ward, el ministro británico amigo de las logias escocesas, le manifestó a Carlos María de Bustamante su sorpresa ante que esa nueva nación se presentase como legataria exclusiva del Imperio de Moctezuma.⁵² Aunque Mier había expresado su deseo de pasar sus últimos días en Monterrey, razones políticas y familiares lo impidieron. Habiendo dejado su curul, Servando perdió apoyo en su tierra natal. En mayo de 1825 el ex diputado habría recomendado a José Ignacio Esteva, ministro de Hacienda, que suspendiese el envío de tabaco a Nuevo León. Los regiomontanos consideraron que Mier se vengaba del entusiasmo con que su estado natal se adhirió al federalismo.⁵³ Y también eran malas las cuentas entregadas por los familiares que Mier había recomendado para puestos públicos en Nuevo León. En carta a Cantú, Servando se quejaba de Felipe de la Garza, quien lo había traicionado, escribiendo “contra Francisco [de Mier] y contra mí al gobierno, diciendo que Francisco es un jugador y quebrado [...], que yo he hecho de los empleos de esa provincia un patrimonio de la casa imperial de Cuauhtemotzín”.⁵⁴ En 1826 murió María Josefa, su hermana más querida y madre de María Guadalupe Emilia, la sobrina, a su vez enferma, que se había hecho cargo de la casa capitalina de Servando. En esa misma carta a Cantú, fechada el 31 de agosto de 1826, Mier da parte de su desfalleciente estado de salud tras

once meses de padecer dolores crueles, que me habían obligado a cortar todas mis correspondencias. A título de viejo he escapado de la muerte, porque creyendo los médicos mis dolores reumáticos, no siendo sino sintomáticos por la inflación del hígado, me aumentaron ésta desde octubre pasado hasta mayo con todo género de medicamentos cálidos e irritantes. Un médico, en mayo, viéndome ya amarillo con pintas negras, conoció que era hipocondría, y destruyéndome entonces la obstrucción que en la boca del estómago me sofocaba, me creyó sano, y en apariencia lo estuve algún tiempo. Pero repitiéndome los dolores en el hombro derecho, cerebro y partes atingentes, creyéndolos dolores vagos, los atacó con medicinas tan fuertes que el hígado no

pudo más y en julio una fiebre me puso a las puertas de la muerte; llamé entonces al doctor Codorniú que comprendió perfectamente la raíz del mal, y sacándome en el día con sanguijuelas sobre el hígado ocho onzas de sangre, cesaron en el momento todos los dolores. Purgas antibiliosas con quince días de líquidos me han resucitado, aunque no estoy capaz de mucho trabajo intelectual ni corporal. Dios sea bendito.⁵⁵

Esa carta a Cantú, la misma en que denuncia a la francmasonería, ya fue escrita en el Palacio Federal de México, como Servando mismo lo indica en el encabezado. Calculo que hacia mayo de 1825, viéndolo tan enfermo, el presidente Guadalupe Victoria lo invitó a residir con él. Una profunda empatía debió unir al fraile con Victoria. El primer presidente de México, a mediados de 1817, había sido derrotado como el guerrillero independentista más feroz de Veracruz. En esas circunstancias, se escondió en la selva, viviendo como un salvaje, creándose una reputación legendaria. “Con esa resolución”, contaba Vicente Rocafuerte, “escogió por asilo una escondida cueva de la provincia de Veracruz, por donde anduvo errante, huyendo de la tropa que constante, aunque inútilmente, lo persiguiera”.⁵ En el fraile escapista e imbatible encontró Victoria a un hermano al cual le ofreció una hospitalidad nunca vista, ni antes ni después, en nuestra historia. La única actividad pública que le restaba a Mier era su calidad de asesor de la Comisión de Asuntos Eclesiásticos del Senado, donde habría sido invitado a criticar la encíclica de León XII.⁵⁷ Hombre sin familia, sospechoso de imbecilidad y melancolía, el general Victoria solía tener huéspedes ilustres en el Palacio Nacional. Aunque no pertenecía a su partido ni hay testimonio de mayor intimidad entre ambos, es difícil imaginar a Mier rechazando ese honor. Además, alguna gratitud le debía el fraile al general Victoria, “varón fuerte” de una de las logias francmasónicas tradicionales, la Gran Logia del Águila Negra, uno de los grupos que, operando en la costa veracruzana, lo ayudaron en 1821 a huir desde La Habana a los Estados Unidos.⁵⁸ El principal testimonio, si no es que el único, de la relación entre Mier y Victoria en Palacio Nacional proviene de la Breve reseña histórica (1852), de José María Tornel y Mendívil (1789-1853), un letrado de turbulenta trayectoria. Hombre de

confianza del general Santa Anna desde 1821 hasta su muerte, Tornel fue secretario privado del presidente Victoria. Fundador de la Escuela Lancasteriana en México, dramaturgo y uno de los primeros traductores castellanos de Byron, Tornel fue descalificado por Bustamante y José María Luis Mora, en su calidad de “gran intrigante de palacio” y político ladronzuelo. Mier habría ocupado unas decorosas habitaciones en el área sur del segundo piso del Palacio Nacional. Tornel, fiable o no, fue testigo de sus conversaciones, y registró los severos consejos que el presidente recibía del fraile sobre los problemas patrios. “El presidente Victoria”, dice Tornel, “escuchaba con mucha paciencia sus impertinencias y le toleraba hasta algunos insultos, convencido de que la malicia que manifestaba no era propia, sino trasmitida por los que abusaban de su candor de paloma”.⁵ Habiendo convencido al universo de su candor, Servando decidió hacer de su muerte una obra de arte. Apoteosis barroca, juguete picaresco y comedia conventual, lo ocurrido en diciembre de 1827, aunque cuenta con respaldo hemerográfico, es una de esas escenas que la vida ofrenda a la literatura. Tras nombrar su albacea a Bernardo Couto, fray Servando anunció al presidente Victoria la proximidad de su muerte, deseando que una procesión pública encabezada por el padre Miguel Ramos Arizpe (1775-1843), ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, le llevase el Santo Viático desde la parroquia de la Santa Veracruz hasta las puertas de Palacio Nacional. Victoria aceptó gustoso y se comprometió a sufragar los gastos. El comandante general de Palacio ordenó que los cuerpos musicales de la guarnición y la compañía primera de infantería acompañasen la procesión. Ello ocurrió el 15 de noviembre de 1827, tal cual lo reseñó El Sol dos días después. Antes de la solemne celebración, el doctor Mier repartió entre sus amigos una participación que decía: “Monseñor fray Servando Teresa de Mier, en caridad, ruega a V. S. acudir a la ceremonia del Santo Viático que le administrará el excelentísimo señor ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, don Miguel Ramos Arizpe, en el Palacio Federal, mañana viernes en la tarde. México, 15 de noviembre de 1827.” ¹ Manuel Payno, el primero en revisar esas noticias tras 40 años de olvido, cuenta lo ocurrido tras la visita que Servando hizo al más viejo de sus amigos, Agustín Pomposo Fernández de San Salvador: “El doctor Mier adivinó casi la hora de su

muerte, y como hemos dicho, convidó para sus sacramentos: pues bien, el doctor Pomposo, su íntimo, quizá su único y constante amigo, tuvo la misma serenidad y el mismo presentimiento secreto de su cercana muerte, y convidó para su entierro.” ² En enero de 1842, don Agustín, ansioso de acompañar a Servando en el purgatorio, hizo circular una participación semejante, que llegó a sus amigos el día del entierro. Esta viñeta retrata a Mier en mortuoria comunión con un amigo que, habiendo sido un realista furibundo, no le dio la espalda ni en 1795, cuando le aconsejó cómo defenderse de Núñez de Haro, ni en julio de 1817, a la hora en que el fraile era conducido a la Inquisición. El Sol dejó constancia precisa de lo ocurrido aquel 15 de noviembre. Pasando de biógrafo en biógrafo, la escena sólo ha ganado en detalles ornamentales, sin perder nada de su cómica y perturbadora belleza. Tengo en mi poder todas las versiones, manuscritas y mecanográficas, del Fray Servando (1932), de Artemio de Valle-Arizpe, y la única que nunca varió durante la penosa redacción del libro fue la que describe a Ramos Arizpe llevando el Santo Viático hacia Servando. No creo que sea en desdoro de la severidad biográfica citar a don Artemio, pues me consta que la sobrecargada prosa es tan fiel a las notas periodísticas como la vida servandiana a su origen barroco:

Conducía al Divinísimo el ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, el gran coahuilense don Miguel Ramos Arizpe; otro espíritu inquieto, audaz, revolvedor, que tenía el envenenado remoquete de el Comanche. Fray Servando le llamaba el Chato embrollón. Don Miguel envolvía delicadamente al Señor en el blanco humeral de tisú áureo y recamado; a través de él sentía en sus espaldas la bondadosa templanza del sol. Todos lo miraban. Llevaba a Dios; una larga oración movía la boca del deán; iba con el rostro inclinado y grave, de tiempo en tiempo alzaba la cabeza y se le veían tintes rosados de salud [...] El presidente de la República, don Guadalupe Victoria, y todos sus ministros, junto con el vicepresidente, general don Nicolás Bravo, estaban en la puerta de honor esperando a Nuestro Amo. Hincados de rodillas lo vieron pasar a lo largo del vasto y resonante zaguán, y luego se fueron tras él, aumentando el selecto cortejo que lo acompañaba. La escalera estaba toda entapizada; tapizado también el largo corredor por donde iba Nostramo cubierto con el refulgente almaizar del ministro de Justicia. Entre larga fila de velas encendidas llegó el Señor al

aposento de fray Servando. ³

No podemos seguir la narración hasta los aposentos de Mier, licencia que se tomó Valle-Arizpe, pues la prensa informa que Servando recibió el Santo Viático en las puertas de Palacio y una vez terminado el negocio se dirigió al público. Las fuentes, según su orientación partidista, varían en relación con lo que Mier declaró. El Sol, diario de sus amigos, se contentó con dar noticia de la elocuencia y del patriotismo del doctor, mientras para El Correo de la Federación, Mier se había despedido antes como demente que como católico, con “una larga exhortación no a que el auditorio hiciera penitencia, sino a que se sublevara en una guerra civil, que el sistema federal era para nosotros malísimo, porque sólo nos convenía el centralismo”. Sin duda Servando habló mal ese día de los yorkinos pero no hay prueba, como se dijo después, de que se haya arrepentido públicamente de haber estado cerca de la francmasonería. Un sujeto, al fin, que se identificó como “un payo de Nuevo León”, hizo publicar en El Sol un artículo donde vindicaba a su paisano como “divino Mier” y “varón ilustre”. ⁴ Hubo algo más que extravagancia barroca en la despedida pública de Servando. Un político eclesiástico no juega con la muerte, la hora suprema, y en ella realiza la más delicada de sus negociaciones. Pese a que la nación había ignorado sus profecías, Mier se dio el lujo de convertir la Plaza de la Constitución, así bautizada en 1813 en honor a la Carta de Cádiz, en el atrio de la república cristiana, enviando desde allí una advertencia contra las logias. 20 días después de su muerte, el general Bravo, quien presidió su entierro en lugar del ya casi defenestrado presidente Victoria, lanzó el Plan de Montaño, que exigía la exterminación de todas las sociedades secretas. Al llamar a Ramos Arizpe para que le administrara la extremaunción, el doctor Mier apelaba a la más alta autoridad religiosa del régimen, canónigo de la Catedral de Puebla y sacerdote, que pese a ser el campeón de los federalistas había abjurado de la francmasonería al ser reprendido por su cabildo metropolitano. ⁵ Habiéndolo derrotado en la pelea por el control de las Provincias Orientales, Ramos Arizpe era el camarada de la scr que en 1812 había caído preso por involuntaria culpa de Servando, cuando una carta suya fue interceptada por los españoles. Su contrario y su complemento, Ramos Arizpe era el único sacerdote revolucionario de la generación de 1808 que quedaba en el poder. “Adiós, Chatito: aunque soy, como usted dice, un niño de cien años, no

por eso soy tonto ni ignorante...”, le había escrito Mier a Ramos Arizpe en mayo de 1823, cuando ardían sus disputas políticas. Servando, en la Francia del obispo Grégoire, se emocionó al ver a los clérigos constitucionales abandonando la pastoral del terror y aplicando los Santos Óleos como una sanación de la enfermedad que preparase al moribundo para morir contrito. El arte cristiano de morir, pensaba Mier, era hacer de la absolución sacramental un alivio y no un sufrimiento. Mier ejecutó una ceremonia propia del siglo XVIII, cuando no sólo los grandes dignatarios, sino los pobres eran acompañados en su tránsito por todo el vecindario, siendo común que hasta los desconocidos siguiesen el Santo Viático hasta el dormitorio del moribundo. El culto romántico a la muerte solitaria había llegado al México independiente y por ello la extremaunción servandiana causó tanto impacto. Y sabiéndose ave de las tempestades, Mier planeó con minucia teatral ese 15 de noviembre para evitar que, como les había ocurrido a tantos católicos en conflicto con su Iglesia, sus enemigos pusieran en su boca retractaciones a modo o mentiras piadosas. Él y sólo él dirigiría ese capítulo de su comedia conventual sin la aparición de “espontáneas” parvadas de curas. Ese ingenio puesto para morir estaba a la medida de sus sufrimientos. Nunca fue menos candoroso fray Servando que ese día.

El día 3 de diciembre de 1827, entre cinco y seis de la tarde [dijo El Sol], falleció el doctor don Servando Teresa de Mier, y la tarde del día siguiente fue sepultado su cadáver en el templo de Santo Domingo [...] Atacado de una enfermedad mortal pagó su tributo a la naturaleza, y sólo puede formarse idea del sentimiento general que causó su fallecimiento por el crecidísimo concurso que hubo en su funeral. El duelo, presidido por el benemérito general Bravo, vicepresidente de la República, se componía de las personas principales de esta ciudad, y el pueblo se agolpó de tal manera en las calles por donde debía pasar el cadáver, que impedía el paso a los transeúntes. ⁷

Esta nota anónima fue en realidad obra de José María Luis Mora (1794-1850), quien en 1837 la reconoció como propia en sus Obras sueltas. La pulcra necrológica de Mora, ajena a cualquier compromiso político, habría de regir la

evanescente memoria de Servando durante décadas, ocultando la siguiente noticia recogida por Bustamante: “Los progresos de la demagogia llegaron a tal punto, que una conlluvia de pícaros yorkinos insultaron el cadáver del padre Mier, estando de cuerpo presente en Palacio, donde murió. Lo detestaban por haberse opuesto a la federación.” ⁸ Servando fue uno de los pocos hombres de su generación que murió en la cama y el único que fue testigo de su apoteosis. Tulio Halperin Donghi reflexiona sobre ese triunfo simbólico y vacío:

Fue la obstinada reivindicación de su lugar en una sociedad mexicana inventada por una imaginación más nostálgica que revolucionaria lo que lo mantuvo en la brega. Gracias a esa obstinación aparentemente aberrante, fray Servando concluyó por no ser un fracasado; sus últimos años transcurrieron en el Palacio Nacional, donde lo alojó la nueva República que había contribuido a fundar; el viejo palacio de los virreyes, sede de la máxima jerarquía en el orden maligno del poder, se redime ofreciéndose como marco a la victoria del paladín del orden rival. Allí muere Mier una solemne, aparatosa, edificante, muerte barroca; su extremaunción es —como la de un soberano de esa edad al parecer no del todo abolida— un acto público. El convento de Santo Domingo, en que tanto ha sufrido a manos de sus perseguidores, se honra en acoger sus restos, llevados allí en triunfo por una vasta procesión. He aquí cómo la República cumple por fin la promesa que bajo el antiguo régimen había sido necesariamente mentirosa: el honor es por fin (pero tan tarde) el reconocimiento público del linaje, la virtud, el ingenio.

¿Cuál fue la fisonomía de fray Servando? De él sólo se conservan tres óleos mediocres, obra de artistas anónimos, que muestran a un menudo fraile sin misterio, frisando el medio siglo, de ojos pardos y vivarachos, como dicen quienes se han visto obligados a describirlo, resaltando sus cejas negras, la piel blanca, el cabello rubio.⁷ Tras ese vistazo, quien mira alguna de las pinturas de Mier pasa a hacerle honor describiendo, con un detalle que lo habría complacido, sus vestimentas eclesiásticas. Su carácter será sólo prolongación del hábito frailuno: audaz, intrépido, sedicioso, locuaz y presumido lo llamó Domingo de Gandarías, su provincial, en enero de 1794.

A Mier le bastó con agregar el candor, esa picardía cristiana, para dejar un retrato hablado que reprodujeron sin cesar todos los comentaristas. Yo me quedaría con la descripción, justa por inesperada, que de él hizo fray Íñigo de San José, quien se lo encontró, el 21 de junio de 1817, en la hacienda de Melchor el Cojo. Vio sólo un hombre mojado por la lluvia a quien traían preso los soldados. Tras darle un licorcillo, fray Íñigo recordó su “semblante gracioso, voz sonora y una afluencia y facundia rápida como un torrente capaz de engañar al que no esté bien afianzado e instruido”.⁷¹ La característica física más sobresaliente fue esa voz capaz de impresionar lo mismo a un humilde fraile provinciano que a Tornel, traductor de Byron e intrigante de Palacio, quien disfrutaba de escuchar “su voz encantadora y que sonaba como la plata”.⁷² Y todavía en su autobiografía, Carlos María de Bustamante tuvo tiempo de recordar que en 1827, fue víctima de una persecución, misma que terminó porque “Defendióme el padre Mier, y, al oír su voz, mis acusadores desaparecieron como lechuzas perseguidas por la tea...”⁷³ Servando Teresa de Mier, sastre remendado de su propia profesión, quiso resaltar sus formas de hombre vestido al estilo dieciochesco, encarnando un catálogo a la moda de la Iglesia antes que una espiritualidad, como si se hubiese empeñado en refutar a Rousseau, al negar toda diferencia entre el ser y el parecer. Los tiempos, que el fraile no eligió vivir, lo obligaron a robar atuendos y a volverse inasible para la paleta del retratista, pasando por un hombre a veces inexistente, otras impresionante, pero siempre esquivo: una silueta que camina en el límite de su leyenda. Pero fue su voz, instrumento modulado de los oradores sagrados, la que dio el testimonio por él. Su predicación quedaría como un arte digno de ser reconstruido, con la misma dificultad y con idéntico mérito que una catedral del Barroco. Austero como un jansenista y delirante como un fraile gerundio, el doctor Mier preparó su salvación e hizo de su muerte otra comedia conventual. Nunca antes tantas debilidades y carencias, tamaña deshonra, habían labrado destino tan perfecto.

Notas al pie † “Inocente soy yo de la sangre de este justo veréis lo vosotros”, que proviene de Mt 27:24.

Mt 27:24. ‡ “No saben, no entienden, andan en tinieblas: vacilan todos los cimientos de la tierra”, Sal 82:5. § “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, Lc 23:34.

Epílogo

A Judith Harders

La momia es en realidad la crisálida del hombre. GASTON BACHELARD, La tierra y los ensueños de la voluntad [1947]

Las aventuras de una momia

No es necesario tener como premisa que por ropas eclesiásticas yo entiendo algo más que sotanas y casullas [...] Ropas eclesiásticas son, en nuestro vocabulario, las formas, las vestiduras con que los hombres en diversas épocas han revestido y se han representado el principio religioso; es decir, investido la Idea Divina del Mundo con un cuerpo sensible y prácticamente activo, de modo que pudiera morar entre ellos como VERBO viviente y dador de vida. [...] Mientras tanto, en nuestra edad del mundo, esas mismas ropas eclesiásticas se han gastado penosamente en los codos; más todavía, y mucho peor, muchas de ellas se han tornado meras formas huecas o máscaras bajo las que ya no mora ninguna figura viva o espíritu, sino sólo arañas e inmundos escarabajos, los cuales, asquerosamente acumulados, desempeñan su oficio; y la máscara aun te mira fijamente con sus ojos de vidrio, en espeluznante ficción de vida, pasada ya algo así como una generación y media desde que la religión se retiró por completo de ella y en rincones inadvertidos se teje nuevas vestiduras. THOMAS CARLYLE, Sartor Resartus [1838]

Muchos años después, el 1° de enero de 1861, con la entrada de Benito Juárez en la Ciudad de México, terminaron las guerras de Reforma. El 2 de febrero se procedió a la aplicación de la Ley de la Nacionalización de los Bienes del Clero, cuyos cinco puntos ordenaban: 1] la exclaustración de monjas y frailes, y la extinción de las corporaciones eclesiásticas, 2] la ley del matrimonio civil, 3] el registro civil y la secularización de los cementerios, 4] la limitación de los días festivos y la prohibición de la asistencia oficial de funcionarios públicos a ceremonias religiosas y 5] la libertad de cultos. Se había realizado, al fin, el sueño de José María Blanco White, al darse un paso de gigante que al propio doctor Mier, quien jamás deseó la separación total entre la Iglesia y el Estado, le habría escandalizado. Servando oyó, pero nunca escuchó con seriedad a Blanco White, cuando le decía que el liberalismo de Cádiz y de Apatzingán sería una farsa hasta que no imperasen, en el mundo hispanoamericano, las libertades de conciencia y su reglamentación. México se convertía en un símbolo para el liberalismo internacional. Lo que de la España de 1821 esperaba el abate Pradt se realizaba 40 años después en la que había

sido la mayor de sus hijas ultramarinas. La Reforma triunfante arremetió contra los viejos conventos religiosos. La exclaustración, según dice Antonio García Cubas en El libro de mis recuerdos (1905), destruyó “con inusitada diligencia” buena parte del convento de Santo Domingo:

Templos como la capilla del Rosario venían al suelo en pocas horas, sin respeto a las obras de arte; esbeltas torres como la de Santa Inés se derrumbaban a los multiplicados golpes de las barretas, y cuando a éstas se resistía la fuerte mole y sólida construcción de otras, como la de San Bernardo, echábase mano de máquinas destructoras como el ariete. De lo alto de las torres arrojábanse las campanas y esquilones que al chocar contra las cornisas hacíanlas pedazos, y llegaban al suelo con gran estruendo.¹

Esa pena y congoja que a García Cubas le causaba “la destrucción que con inusitada diligencia se llevaba a cabo en los monasterios” se convirtió en una espeluznante sorpresa cuando:

durante los trabajos de demolición de una parte del convento de Santo Domingo, se encontraron trece momias tras el ábside de la capilla de los Sepulcros. En aquellos tiempos, cuando las Leyes de Reforma habían entrado en vigencia y el clero había perdido sus bienes, el hallazgo desató los más encontrados comentarios entre la multitud que acudía a mirar los restos disecados con una mezcla de fascinación y repugnancia. Se inventaron leyendas de todo tipo. Los periódicos liberales como El Siglo XIX se apresuraron a afirmar que estos monjes conservados en polvo eran víctimas de la Inquisición que habían sido emparedadas. Por su parte, los conservadores, los católicos y las almas piadosas atribuyeron la preservación de los cuerpos al olor de santidad que los había impregnado en vida.²

El Monitor Republicano, los días 20 y 21 de febrero, dio particular importancia

a las momias y adelantó la opinión de que podía tratarse de víctimas de la Inquisición. Las ruinas de Santo Domingo guardaban un secreto que ni mandado a hacer para imaginar la complicidad, más allá de la vida, entre la Orden de Predicadores y el vecino Tribunal del Santo Oficio:

Hemos estado en el ex convento de Santo Domingo y hemos visto las trece momias descubiertas por los encargados del gobierno en el edificio. Nosotros somos profanos de la ciencia médica, pero sin embargo nos parecen posturas demasiado forzadas y que hacen que nos resistamos a creer que estos cadáveres hayan sido colocados en un ataúd. Uno hay medio sentado, otro con las piernas encogidas, las rodillas juntas, el busto y el cuello torcidos; otros tienen las manos juntas, los brazos encogidos y extendidos hacia afuera; y a la mayor parte de ellos se les nota un gesto de desesperación. [...] La actitud violenta que guardan [continuaba su alegato la prensa liberal], la congojosa expresión de su gesto y las contracciones musculares que conservan dan a conocer que jamás fueron sepultadas en ataúd alguno las que a todas luces fueron víctimas de la Inquisición. Todos opinan que esos esqueletos han pertenecido a desgraciados que fueron sepultados en vida; y la circunstancia de haber sido sacadas aquellas tristes reliquias de unas paredes, sin caja mortuoria ni otro indicio favorable de esa clase que deja entre nosotros tan fatales recuerdos nos obliga a creer en la opinión general. Lléguense los curiosos a ese asilo de los inquisidores, y se convencerán, como nosotros, de que es el tormento de la asfixia y las congojas anexas al terrible suplicio del emparedamiento, las que han dejado tan espantosas huellas en aquellos espectros. [...] La mano de la Inquisición, primera página de nuestra historia religiosa, es la que ha ahogado a esos hombres. Preservados sin aire sus restos, se ha podido verificar en ellos el fenómeno de la momificación, a pesar de que algunas de sus osamentas, después de exhumadas,

han estado expuestas, según informes, a la acción de la peor atmósfera, hace algún tiempo, acaso, con el fin de ocultar esas pruebas de la infamia inquisitorial.³

La prensa liberal festejaba las pruebas fehacientes de la Leyenda Negra; la derrota de los conservadores culminaba, tras casi medio siglo de guerras civiles, la ruptura con la España católica. El convento suprimido, demolido y saqueado dejaba ver, además, la imagen por excelencia de la mefítica leyenda: ese monje que muerto seguía siendo cosa repugnante, aunque ya inofensiva, motivo de befa. Manuel Ramírez Aparicio, un conservador moderado que amaba la Orden dominicana al mismo tiempo que consideraba digna la Revolución de Ayutla, publicó, en ese año de 1861, Los conventos suprimidos en México. El libro era un réquiem por los 11 conventos (Santo Domingo, La Encarnación, La Piedad, Atzcapotzalco, Porta Coeli, San Francisco, La Concepción, Santiago Tlatelolco, Santa Clara, San Cosme y Santa Isabel) que la Reforma destruyó parcial o totalmente. Precavido, Ramírez Aparicio hizo la triste visita recomendada por El Monitor Republicano:

Por las paredes cubiertas de polvo y telarañas, el altar vestido de luto, el retablo apolillado, y en suma, por el aspecto de antigüedad, de vejez, de decrepitud que se notaba en la capilla, cualquiera la hubiera juzgado digna tumba de los restos humanos que ostentaba; era también un cadáver exhumado; la momia de la arquitectura que acogía en su regazo a otras momias [...] pobres frailes desecados que esperaban tranquilamente en el osario el clamor de la trompeta del juicio final, y no contaban con que manos caritativas habían de ir a turbar su sueño para dar un espectáculo curioso, una función gratis a los habitantes de la capital.⁴

El 26 de febrero, fray Tomás Sámano, un viejo dominico, echó por tierra las fantasías liberales y usando El Pájaro Verde como tribuna denunció el vandalismo revolucionario:

Voy a manifestar el porqué se encontraban en el osario de mi convento las momias, de qué sujetos se trata y el porqué se hallaban algunos encogidos y otros como sentados. Todas las personas que asistían a las exequias de mis hermanos difuntos pueden testificar que ellos se depositaban en las bóvedas de la capilla conocida con el nombre de Los Sepulcros, sin ningún cajón o ataúd, sino sólo los cuerpos cubiertos de una cal pulverizada, quedando el sepulcro con una pared de mampostería de una tercia de espesor. Siendo bastante secos esos nichos resultaba que después de 8 o 10 años los cadáveres ahí depositados se encontraban siempre juntos y secos, y aun muchos de ellos con sus vestidos intactos en su mayor parte; entonces se volvía a enterrar a la momia en el presbiterio de la misma capilla, a no ser que el exhumado fuera persona notable en virtud o letras, pues entonces se colocaba en el osario, como lugar de distinción, con el noble objeto de honrar sus cenizas preservándolo de una completa destrucción, y para que nuestra religiosa juventud contemplara de vez en cuando aquellos restos venerables como ilustres modelos que debían imitar. Todas esas momias que se exhiben al público para su solaz y diversión son de varones muy virtuosos y sabios, que aún hace unos años eran el ornamento y gloria de mi sagrada religión, el consuelo y alegría de sus amigos, y el ejemplo de todas las virtudes cristianas para los verdaderos hijos de la Iglesia, de quienes espero les consagren un piadoso recuerdo. [...] Sólo me resta añadir que desde el año 1793 en que fueron violadas en Francia las tumbas de sus reyes, no se había vuelto a ver tan escandalosa profanación, hasta hoy que por desgracia se ha repetido entre nosotros, con la circunstancia agravante de que al presentar a la expectación pública los respetables restos de mis queridos hermanos, los han colocado, según se me asegura, en actitudes extravagantes y risibles para excitar la burla y desprecio contra ellos, y el odio y la animadversión contra los pobres religiosos que por una infelicidad les han sobrevivido para presenciar sus ultrajes y grosera difamación, pues según se refiere por persona verídica, cuantas veces se reúne una numerosa concurrencia delante de los yertos cadáveres, siempre se encuentra ahí un oficioso Cicerón que en tono magisterial, y con tanta impiedad como malicia, perora, asegurando

que las momias son infelices víctimas de la Inquisición. [...] En otras ocasiones se dice que los despreciables restos son de frailes criminales y malvados que fueron castigados inhumanamente por sus mismos hermanos dejándolos morir de hambre en estrechas prisiones; y a este modo ensartan otras muchas fábulas ridículas y absurdas a fin de alucinar al pueblo para que movido por la indignación execre y maldiga la religión.⁵

Fray Tomás Sámano se cuidó de decir en ese momento que una de las momias conservadas era la de su hermano Servando Teresa de Mier, a quien ese pleito entre la monacofobia liberal —que había sostenido— y la honra de las órdenes mendicantes —que lo enorgullecía— acaba de retratar por completo. Aun antes de que su nombre apareciese entre los despojos del osario, el drama existencial de Servando quedaba tan expuesto como su cadáver; una vez identificado, al gobierno liberal no le interesó dar digna sepultura al abuelito de la patria. En 1849, apenas, el Congreso de Nuevo León dio a la antigua hacienda de San Antonio de Medina el nombre de “Villa de Mier y Noriega”. Mientras, ni trato de reliquia alcanzó el doctor Mier. Y se apareció entonces el hada madrina de la ciencia para arbitrar entre la furia liberal y los ultrajados religiosos. Un tal doctor Orellana, del cuerpo médico militar, hizo litografiar y dejó, impreso por Inclán en la Ciudad de México en 1861, un folleto anónimo titulado Apuntes biográficos de los trece religiosos dominicos que en estado de momias se hallaron en el osario de su convento de Santo Domingo de esta capital. Del autor de este curioso folleto sólo sabemos lo que Manuel Payno nos dice: su nombre y oficio. Para la identificación de cada una de las momias, tal cual estaban dispuestas entre 1842 y 1861 en el osario del convento, el doctor Orellana debió contar con la colaboración de fray Tomás Sámano. Tampoco puede descartarse que “el doctor Orellana” fuese un pseudónimo del dominico Sámano, fervoroso en la defensa de la reputación manchada de su Orden. Tras exponer la controversia registrada entre El Monitor Republicano y El Pájaro Verde, Orellana pasa a corroborar que se trataba, en efecto, de dominicos, pues “todos los cadáveres conservaban señas infalibles de que habían sido religiosos de esa Orden, pues tenían algunos el cinto, otros zapatos o fragmentos de los

hábitos, señas del cerquillo, y uno de ellos el hábito entero”.⁷ Averiguada la identidad de cada una de las momias, Orellana considera su conservación

un caso verdaderamente providencial, porque sin duda alguna ha dado suficiente motivo para que la memoria de unos hombres que fueron por sus ciencias respetados en su época y el honor de su religión no quede sepultada en el olvido, sino que a pesar de los años transcurridos reviva en esta nueva generación, y no contenta aún la Providencia con que sólo aquí se hagan patentes las virtudes de tan respetables sacerdotes, ha permitido que cuatro de dichas momias sean transportadas para la República de Buenos Aires, en donde es indudable que [las] admirarán también, pues sólo por la rareza del estado que guardan, no es creíble que emprendieran llevarlas como cosa nunca vista para especular. ¿Pues qué, solamente aquí hay momias?, ¿y precisamente en Santo Domingo? ¿No se exhuman continuamente en los demás panteones cuando se les cumple el tiempo determinado para la ocupación del sepulcro? ¿No se han encontrado también otras en los demás conventos?⁸

Tras la ambigüedad del texto, dubitativo al afirmar si el traslado de cuatro de las momias a Buenos Aires se debe a la santidad de los varones o a su interés científico, el doctor Orellana menciona que una de ellas ha sido donada a la Escuela de Medicina, donde va a “servir para el estudio de la juventud dedicada a esa profesión”. Y antes de pasar a las biografías de los 13 padres predicadores, Orellana recuerda la etimología de la palabra momia: mumia en latín y moumyâ en árabe, un término compuesto que, según los egiptólogos J. Rossei y E. Jomard, proviene de dos palabras coptas, una que significa “muerto” y otra que quiere decir “sal”: muerto preparado con sal. El médico forense advierte que otros sabios creen que la etimología proviene de mum, “cera”, en razón de que se valían de esa sustancia los babilonios, los asirios y los lacedemonios para preservar de la corrupción a sus cadáveres. O acaso, concluye, momia deba su origen a ciertas plantas preservadoras del antiguo Egipto, como la cinnamoma, cardamomo o amomo. Cabe agregar que actualmente la palabra momia se acepta como originaria del persa, por el betún o la amalgama utilizada para la conservación del cadáver.

Pero sea cual fuere el origen etimológico de dicha palabra [continúa Orellana en 1861], hablando en rigor no se ha debido acordar más que a los cuerpos verdaderamente embalsamados y conservados casi intactos por espacio de muchos siglos en Egipto. En la actualidad se emplea dicha palabra en una acepción más extensa, para designar toda especie de cadáveres artificial, o naturalmente, modificados en su textura, y preservados por lo mismo, de la putrefacción, sin referirse a su origen, época de su momificación, manera como ésta se ha operado ni conservación más o menos perfecta.¹

Heredero intelectual de una egiptomanía que trastornó los conocimientos sobre el México antiguo, Servando aparecía en 1861 entre un lote de desechos incorrectamente llamados momias, pues según el honrado médico decimonónico, en Santo Domingo

no hemos encontrado sustancia alguna de las que el arte emplea para el embalsamamiento. De lo que ha resultado que las consideremos como momias naturales; pues la privación del contacto del aire, la sequedad del sitio en que se inhumaron los cadáveres, y quizá la influencia de una temperatura un poco elevada, no menos que la cal en que se hallaron al descubrirlas, según se nos informó, han parecido circunstancias favorables a la momificación.¹¹

El dictamen del doctor Orellana sigue siendo válido y se aplica, al pie de la letra, a otras famosas momias mexicanas, las de Guanajuato, lo mismo que a las momias guanches de las islas Canarias que, descubiertas por los españoles en el siglo XV, fueron consignadas por fray Servando entre las curiosidades que observó, hacia 1803, en el Museo de Historia Natural de Madrid, junto a la osamenta de un mamut.¹² En cuanto a la mala cara de las momias de Santo Domingo, concluye el doctor Orellana:

No dejaremos pasar como desapercibido el estado de enflaquecimiento senil o el de marasmo en que debieron hallarse a su muerte los individuos que representan esas momias, ya por razón de la edad avanzada, ya por las largas enfermedades a que debieron su muerte, pues se sabe que un cadáver demacrado, a virtud de la corta cantidad de fluidos que contiene, resiste por mucho tiempo a la putrefacción. En cuanto a las diversas posturas en que se encuentran, es público que ningún cadáver guarda armonía con los demás, y que según hayan sido los miembros que más padecieron, así deberá ser la contracción más o menos que sufran, pues cuando no están sujetos para regularizarles una posición, como son los brazos, mandíbulas, etcétera, resulta que quedan con irregularidad en sus posturas, como los de que tratamos, y así es indudable que con ellos ha sucedido, porque al colocarlos en los sepulcros no ha de haber habido el cuidado de ponerlos perfectamente derechos, y mucho menos cuando no llevan cajón.¹³

Los 12 frailes que aparecieron junto a Servando, todos ellos numerados por Orellana, componen el póstumo álbum de familia de la generación dominicana de Mier. Sólo dos de esos padres tuvieron relación, y para nada insignificante, con su famoso hermano. Uno fue fray Domingo Barreda (1752-1832), “piadoso y austero varón” exhumado en 1843; otro, el ex provincial, nativo de Zempoala, fray Luis Carrasco (1732-1833), capellán de honor de Iturbide y aspirante a obispo por haber vendido la plata de Santo Domingo para colaborar con la coronación del emperador.¹⁴ Víctima del cholera morbus, Carrasco fue exhumado en 1843 y encontrado a la izquierda de Servando, quien yacía junto a Barreda, su maestro en la juventud y luego uno de sus primeros perseguidores. Y fue Carrasco, quien siendo provincial de la Orden, “alojó” al diputado Mier en Santo Domingo en agosto de 1822, convirtiéndose en el último de sus celadores. El resto de los frailes permaneció indiferente a las querellas del siglo, como el padre presentado y ex provincial fray Francisco Rojas y Andrade (1775-1826), exhumado en 1842 y situado a la derecha de Mier; fray Mariano Botello (17551832), poseedor de una biblioteca de 300 volúmenes, exhumado en 1841; José Fernández Pellón, doctor y maestro, “candoroso desde niño”, exhumado en 1844; el padre presentado fray Matías Castro (1787-1837), exhumado en 1845; el padre predicador general fray Mariano Hidalgo (muerto en 1837 y exhumado diez años después), a quien su familia restituyó las vestiduras. También se da noticia de los frailes Domingo Guerra (1761-1840), Mariano Cerón (1775-1840), Tomás Ahumada (1761-1842) y Antonio Brito (1753-1843), todos ellos

exhumados hacia 1850. Alguna actividad política tuvieron, en cambio, el padre presentado fray Mariano Soto (1774-1829), poeta y autor de Agonías de un filósofo, quien polemizó con Lizardi, exhumado en 1838. Junto a cada momia se presenta una ficha biográfica. Del “P. Dr. Fr. Servando Teresa de Mier, natural de Monterrey”, cuya litografía es la número 2, por haber sido el segundo en fallecer, Orellana muestra un conocimiento exacto de sus textos y discursos entre 1820-1823 y del Cuadro histórico, de Bustamante, dando por ciertas todas las mentiras servandianas. El médico forense quizás hojeó el proceso de 1817 y, lo cual es relevante, dice que Mier “también escribió una relación de sus viajes por la Europa, aunque de una manera muy compendiosa”, lo cual quiere decir que Orellana estaba en contacto con Manuel Payno o que la Apología y la Relación ya habían sido localizadas. Pero dudo de que el médico las hubiese leído, pues de haberlo hecho acaso no habría agregado de su propia mano imprecisiones, como incluir a Suiza y Alemania entre los lugares que visitó el fraile o sustituir a Inglaterra por Francia como sede de la escuela de idiomas de Mier, o a los judíos conversos por “muchísimos protestantes”. Según la ficha de Orellana, el conocimiento público que se tenía de Servando en 1861, poco antes de la primera edición de sus Memorias, no era muy distinto al que actualmente puede hallarse, omitiendo las hipérboles más estruendosas, en cualquier enciclopedia. Una vez identificada su momia, Servando corrió la suerte de atraer la curiosidad de un escritor, el liberal Manuel Payno (1820-1894), quien se convertiría, durante el Imperio de Maximiliano, en el primer editor de la Apología y de la Relación, comentadas y publicadas parcialmente como Vida, aventuras, escritos y viages del doctor D. Servando Teresa de Mier, en la Imprenta de Juan Abadiano, en 1865. Nacido un 21 de junio en la Ciudad de México, a Payno le tocó ser el verdadero embalsamador de la memoria del doctor Mier, cuyos extraviados papeles encontró entre la herencia de su albacea, el escritor liberal José Bernardo Couto (1803-1862). Las prisiones de Mier debieron conmover especialmente a Payno, pues en el intervalo entre el descubrimiento de las momias y la publicación del folleto como suplemento de El Año Nuevo, él mismo fue preso en San Juan de Ulúa por conspiración contra Maximiliano, al que acabó por reconocer. Los pobres románticos mexicanos encontraron su Edad Media en el virreinato, y las aventuras servandianas calzaban en esa devoción, como lo demostraría poco

después Vicente Riva Palacio con textos como Monja, casada, virgen y mártir (1868), Martín Garatuza (1868) y las Memorias de un impostor, Guillén de Lampart, rey de México (1872), basadas en los archivos de la Inquisición. Salvo en lo referente a la muerte y exhumaciones, Payno no agrega ninguna noticia biográfica de relevancia sobre Mier, aunque fue el primero en aproximarse superficialmente al proceso inquisitorial, impreso en 1879. Al gusto del folletín, Payno les dio estatuto literario a las Memorias no sólo al editarlas, sino comentándolas con una ligereza de espíritu más afín a la picardía cristiana del fraile que a la fanática prensa liberal, la ofendida opinión católica o el profesoral dictamen del doctor Orellana. Fue Payno quien conminó a cualquier escritor a superar la creación novelesca que Mier había hecho de su vida y hasta la fecha sólo Reinaldo Arenas ha recogido el guante con garbo, mientras que el resto de sus comentaristas sucumbieron a la necedad de “novelar” lo que para Payno era, desde entonces, literatura.

Era el destino del doctor Mier [dice don Manuel] no descansar ni después de muerto. En 1860 y 1861, la reforma arrojó a los frailes, hizo calles donde había monasterios, despertó a los muertos para alojarlos en otros sepulcros, y no dejó cosa que no estremeciese y sacase del polvo antiguo donde estaba olvidada. Un día se esparció un cuento que tenía algo del romanticismo de Victor Hugo. Los dominicos, regidos por una tenebrosa legislación inquisitorial, inflexibles en sus venganzas, avaros y envidiosos, habían emparedado a siete frailes que probablemente se habían devorado mutuamente, como los hijos de Ugolino.¹⁵

Tras juguetear con el romanticismo y sugerir que acaso fue la indigestión lo que mató a algunos de los momificados, Payno acepta por completo el dictamen del doctor Orellana y, antes de iniciar su transcripción de las Memorias, da noticia de las nuevas aventuras del cadáver:

Una de esas momias era la de nuestro doctor Mier, y quizá la mejor conservada. Se asegura que un viajero compró tres, y se las llevó a Chile o a Buenos Aires; de modo que deben estar en algún museo de esos países los restos del personaje

a quien hemos consagrado estas líneas. La vida, las aventuras, los viajes, las desgracias, hasta la muerte del doctor Mier forman un conjunto tan extraño y singular, que en vano se inventaría por un poeta una novela, pues de seguro no competiría en interés con la vida de este mexicano, que sin carecer de defectos y de flaquezas que son inherentes al hombre, fue el primero que promovió la Independencia y la Reforma, y esto no puede conocerse sino con el examen de sus escritos [...].¹

José Eleuterio González, primer biógrafo de Mier, agregó en 1876 otras pistas sobre el destino de su momia:

No falta quien asegure que los frailes dominicos habían cambiado el cadáver por el de un lego llamado Sumaita. Queda, pues, la duda de si el cadáver del señor Mier [se] quedó en México o si fue a Buenos Aires. Si es cierto que un viajero de este país la compró, es probable que haya querido llevar la del doctor Mier, porque allí es, como escritor, más conocido que entre nosotros, por razón de haber pasado allá casi toda la edición de su Revolución de Anáhuac [Historia de la revolución de Nueva España], cuya lectura en aquella República se generalizó mucho y contribuyó singularmente a desarrollar en aquel país las ideas liberales y republicanas.¹⁷

Quien sostuvo que un alma piadosa conservó en México a Servando fue el historiador Manuel Rivera Cambas, en una conferencia que sobre el fraile dio en el Liceo Hidalgo en 1861.¹⁸ Pero si le preguntásemos al doctor Mier aseguraría haber ido a dar a Buenos Aires, ese sueño de conspirador que Carlos Alvear consideró inoportuno en 1812 y que acaso se le realizó después de la muerte. A la Argentina fueron a dar 621 ejemplares de su Historia de la revolución de Nueva España, que alcanzaron, al menos, una modesta reseña en la gaceta del gobierno bonaerense, el miércoles 14 de septiembre de 1814.¹ El siglo XIX se acercaba a su fin y, el 3 de octubre de 1882, El Monitor Republicano se acordó de las momias y publicó un reporte de Bruselas, donde se informaba que el 24 de agosto de ese año:

Con motivo de las fiestas populares conmemorativas de la Independencia del pueblo belga, ha habido una kermesse o feria flamenca, en la parte de la ciudad cercana a la estación de ferrocarril que lleva a París. Multitud de puestos y jacalones en los que los Barnum y los artistas de la legua exhiben todo género de rarezas, forman una larga fila que ocupa gran parte hasta el Boulevard du Midi. En uno de esos jacalones, designado con el pomposo nombre de Gran Panóptico de la Inquisición, he visto cuatro de las momias encontradas en una pared al hacer la demolición de una parte del convento de Santo Domingo de México en febrero de 1861. Muchas y extraordinarias fueron las suposiciones que concurrieran a la muerte de las personas cuyos cadáveres habían sido descubiertos. Algún periódico hizo observar que don Servando Teresa de Mier fue sepultado en Santo Domingo, y que una de las momias podía ser el cuerpo de tan distinguido patricio, opinión que presentó apoyos atendibles. No fueron ellas, sin embargo, consideradas de tanto peso que impidieran la donación de los cuatro (acaso más) cadáveres a don Bernabé de la Barra, “para exhibirlos en Europa o en América”, según aparece en un documento expedido por el encargado del Ministerio de Justicia, don Ramón I. Alcaraz, el 25 de junio de 1861.²

Alcaraz, quien suplía a Ignacio Ramírez “el Nigromante” —a cargo del Ministerio de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública desde enero de 1861—, fue el funcionario que habría regalado la momia de Mier a un mercachifle. Su profecía de 1823, leída por la generación de la Reforma como una condena del federalismo, lo excluía del panteón de los próceres. Olvidado entre los bautistas de la nación, Servando debió parecerles de desagradable memoria una vez que apareció en un pudridero de frailes. Indiferente a esos trasiegos, el cronista de El Monitor Republicano habla con cierto detalle de las momias:

Los cadáveres se encuentran en muy buen estado de conservación; son notables por el tamaño; uno de ellos conserva los zapatos y medias y todos están vestidos con las ropas con que los sepultaron. El doctor José Thunus, que los exhibe, ha

formado un catálogo de objetos del Panóptico, en el cual, bajo el rubro de “Tristes Restos de un Pasado Tenebroso”, señala así las momias [...]: #86 Momia natural de una persona que sufrió el tormento del fuego. #89 Momia natural de una persona que sufrió el tormento del agua. #90 Momia natural de una persona que sufrió el tormento de la rueda. #91 Momia natural de una persona que sufrió el tormento de la pera de la angustia, instrumento que le torció los nervios de la carne, por cuya causa ya no podía cerrar la boca. Estas cuatro momias son únicas en Europa: fueron descubiertas en 1861 en el convento de Santo Domingo en la capital de México. Se encontraron en una pared de cuatro metros de espesor; la falta de aire y sequedad ha sido la causa de su conservación. Según opinión de médicos legistas esos cuatro personajes vivieron durante la segunda mitad del siglo pasado.²¹

El catálogo charlatán del “gabinete del doctor Thunus”, como lo llama Mauricio Molina, al presentar esas momias naturales como cadáveres de víctimas de la Inquisición, no deja de hacerle algún honor a fray Servando. El pendón de la Leyenda Negra se inclinaba con picardía ante uno de sus críticos acérrimos, huésped dominico de una Inquisición que lejos de torturarlo le permitió escribir, predicador momificado llamado como testigo del juicio final. Al bautizar su circo como Gran Panóptico de la Inquisición, el doctor Thunus coloca a Servando entre dos torres antagónicas. En ese tablero, nada más disímil que el Panóptico y la Inquisición. La cárcel, taller o fábrica diseñada por Jeremy Bentham, el corresponsal de Blanco White cuyas teorías Bolívar quiso aplicar en la Gran Colombia, es un ojo que todo lo mira, asociando el grado máximo de felicidad con la vigilancia más estricta. Ante esa sala lucífuga, el poder inquisitorial contrapone el secreto, los murmullos y la confesión, una sombra que persigue y refresca a Servando. El panóptico de Bentham es una de esas invenciones ilustradas que Mier tan sólo miró de reojo mientras saltaba del Barroco al republicanismo colgado del deshilachado paraguas verde de la picaresca.

No veo llegada la hora de dar cuenta de este mamotreto en pocas palabras, y salir de esta abominable y frailuna lectura sin perder la cabeza. Antes de que ello ocurra comentaré una novedad presentada en su ficha por el doctor Orellana: la narración de cómo Servando se habría reconciliado con la Orden de Predicadores en diciembre de 1827.

Conociendo el padre doctor Mier que se aproximaba su muerte, por los graves síntomas de la enfermedad que padecía del pecho, anduvo él mismo convidando para sus sacramentos a todos sus amigos y a la comunidad de Santo Domingo, quienes presenciaron su grande ternura y devoción al recibir el sagrado viático, quedando todos muy conmovidos al escuchar el elocuente discurso que improvisó en aquel acto, contraído a sincerar su conducta pasada, retractar formalmente los errores en que hubiera incurrido y a pedir con el mayor encarecimiento el hábito de su religión, en cuyo seno protestaba que quería morir. Tres días después de esta sagrada ceremonia, el 27 de diciembre de 1827, falleció el padre doctor Mier, a la edad de 64 años, siendo enterrado su cadáver la tarde del día 28, en uno de los sepulcros de los religiosos dominicos, quienes le hicieron unas magníficas exequias, a las que concurrieron el cuerpo diplomático e innumerables personas de distinción, presididas por el vicepresidente de la República, don Nicolás Bravo. El día 13 de mayo de 1842 se exhumó el cadáver de este hombre respetable, el que habiéndose encontrado en estado de perfecta desecación, se mandó colocar en el osario del convento, en el primer lugar del lado del oriente.²²

Aunque equivoca la fecha del deceso de Servando, el doctor Orellana toca un punto ignorado en las relaciones de su muerte. Tras declararse una y otra vez ex fraile, y habiendo planeado él mismo su periplo hacia la tumba, es notable que desconozcamos en qué momento decidió reintegrarse a la Orden de Predicadores en calidad de difunto, ocupando un lugar entre los sepulcros del convento de Santo Domingo. Existe la posibilidad de que ese entierro haya sido decisión del régimen. Pero por la puntillosa atención que puso el fraile en su trance, la idea me parece remota,

como sospechoso que Ramos Arizpe y Nicolás Bravo, conociendo la insistencia de Servando en darse por secularizado, no hayan decidido, ante una probable ausencia de instrucciones, enterrarlo en la bóveda de los Reyes de la Catedral Metropolitana, como lo habían hecho, el 17 de septiembre de 1823, con Hidalgo, Morelos y otros héroes de la insurgencia, en lo que fue la primera panteonización mexicana. El entierro en Santo Domingo, tiendo a pensar, fue la última voluntad de Mier, quien se cuidó de publicitarla, temeroso de explicar públicamente su reconciliación. Acaso el testimonio del doctor Orellana, siendo el único, sea verídico. Pero por el piadoso esmero con que el autor colorea a “esa comunidad de Santo Domingo”, reducida en el invierno de 1827 a unos cuantos ancianos y, aun así, dispuesta a brindarle unas “magníficas exequias” a Servando, me inclinaría a creer que tras Orellana se ocultaban, si no la pluma, al menos los intereses de fray Tomás Sámano. Que Bravo, vicepresidente de la República, y el ministro Ramos Arizpe se encaminaran a la brava hacia Santo Domingo es factible, si consideramos que no hay, como debería haberlo, ningún documento en las actas capitulares de la Orden, ni de su provincial, que autorice, notifique o desautorice el entierro del doctor Mier en el convento donde brilló su elocuencia y donde fue castigada.²³ Empero, creo que los dominicos, por haber sido la orden religiosa más comprometida con Iturbide, se desistieron de oponerse a las exequias. Su provincial, Luis Carrasco, capellán del emperador, no sólo lo sirvió publicitando la falsa secularización de Mier, sino que llevó a cabo “misiones espirituales” encaminadas al convencimiento de liberales vacilantes de la necesidad de colaborar con el Imperio. Ese precedente habría pesado sobre Carrasco, quien, ansioso de congraciarse con el gobierno, habría abierto al ilustre difunto las puertas del convento, que, como todas las casas de religiosos, se hallaba en una situación calamitosa. En diciembre de 1827 el clero debió de tener una mala opinión de Servando, pero no podía ir muy lejos en su encono. Desconocida por el papa, la República Mexicana, definida por su Constitución federal como católica, apostólica y romana, e intolerante ante cualquier otra religión, carecía de obispos consagrados por la Santa Sede. Esa orfandad canónica colocaba a la Iglesia Católica en una situación precaria ante un régimen que, aunque católico, era antimonástico y cuyo control se disputaban las logias francmasónicas.

Abuelito de la patria, Servando deseaba evitarse angustias como las que revolotearían sobre la agonía del antiguo obispo Grégoire en 1831. Muerto en la comunión de los santos, como todo México lo sabía tras la procesión del 15 de noviembre, tocaba a la Orden de Predicadores, madrastra del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, practicar la benevolencia con Servando el apóstata, tras haberle negado su libertad durante décadas. Dado que para la Orden su secularización nunca había tenido lugar, ninguna de las causas abiertas en su contra lo había despojado de los votos solemnes tomados en 1786, ni del derecho a descansar entre sus hermanos. Al regresar a Santo Domingo, Mier, muerto feliz, cumplía la sentencia de 1800. En ese año final del siglo XVIII, los académicos reconocieron que su sermón guadalupano estaba libre de herejía manifiesta e, informadas del dictamen académico, las autoridades virreinales consideraron que el controversista debía festejar su victoria amargando su vanidad en un convento de Santander. Fallecido como patricio de la República, Servando acató las reglas de la vida conventual, creatura barroca para quien las mudanzas del mundo sólo garantizan el purgatorio. Victorioso como fundador del Imperio de la x, la Independencia de México, el doctor Mier no podía aspirar a ganar la mano completa. Reconoció en silencio, y quizás aliviado, su derrota: perdido o inexistente, su legendario y perdedizo breve de exclaustración era polvo. La apostasía de fray Servando había terminado y quien se fugó por primera vez de Santo Domingo en diciembre de 1794 volvía a casa. El clérigo vago dejaba de serlo. Imagino que los pocos hermanos que acompañaron a Mier en su entierro, algunos de los cuales serían también momias en unos años, sonrieron y dieron gracias a Dios, pues Servando tenía como sudario el hábito que detestó. Cuando en 1842 su cadáver fue descubierto en perfecta desecación, la Orden lo reconoció de manera explícita como uno de sus hijos y lo mandó colocar en el osario principal del lado oriental del convento, gesto más significativo que cualquier autorización, emitida o no, en 1827. Acostumbrados a tener hermanos sulfurosos, con un orgullo discreto que aparenta indiferencia, los dominicos mexicanos lo reconocen, hoy, como al más célebre, tras Bartolomé de Las Casas, de sus hermanos novohispanos. Tras la inepcia hidráulica de los conquistadores, en el acuático valle del Anáhuac que habría visitado Tomás el Apóstol, quedaron zonas secas que absorbieron con rapidez las serosidades, conservando mediocremente algunos cadáveres, que de

tan enjutos parecían torturados, aunque sólo estuviesen repeliendo el beso del gusano. Sería una grosería suponer que Servando calculó, tras un examen de la salinidad de los suelos, su momificación. Pero estaba familiarizado, sacerdote y fraile, con las reliquias, su olor y su comercio. En nada le habría sorprendido el descubrimiento de 1861. Estando en Roma, Mier anotó en sus Memorias:

Los excavadores que hay destinados a ir descubriendo los cuerpos de los santos mártires, si alguno les ha encargado algún cuerpo, le avisan cuando lo hallan; se conocen por la palma entallada en su sepulcro, y principalmente por la ampolla con su sangre. A veces suele estar grabado el nombre, lo que es muy importante para el rezo. Si no tiene nombre, se lo da el cardenal vicario, y esto llaman bautizarlos. No cuesta nada el cuerpo de un santo; unas monjas de Roma ajustan los huesos, si se puede, y los visten como solemos verlos.²⁴

Para quienes vivimos fuera del catolicismo romano nada hay de familiar en que sea el descubrimiento casual de una reliquia mineralizada la llave para abrir alguno de los siete sellos del libro de una vida. Si las momias del convento de Santo Domingo no hubieran ido a dar a la acera, llamando la prudente atención científica del doctor Orellana o la fraterna conmiseración de Sámano y excitando el entusiasmo literario de Manuel Payno, Mier habría permanecido todavía olvidado durante algunos años o varias décadas. Es el cadáver el que hace posible la novela, como en tantas tramas policiacas. Al enfrentarse al misterio de la momia, Payno redescubre la escritura y rastrea los papeles que cuentan los recuerdos, viajes y aventuras de Servando. El olfato editorial de Payno hará posible que los alegatos servandianos —esencialmente la Apología y la Relación— cobren una forma —y una fortuna— que Mier mismo nunca habría previsto. En el principio, está el cadáver, una reliquia que en 1861 ninguna Iglesia reivindica, no sólo por hallarse recién extintas las órdenes mendicantes, sino porque la momia pertenece a un liberal que contribuyó a perpetrar su propio destino como andrajo de polvo, tela y huesos, puesto a precio de saldo en la vía pública. El doctor Mier sancionó, desde 1811, la extinción de los monasterios y de la vida conventual. Y al recuperar su honra como dominico se expuso a sufrir

los ultrajes del cadáver insepulto, destino nada desdeñable para quien tantas veces se soñó príncipe de la Iglesia, gajes de la vocación del predicador destinado a hacerse escuchar entre la guerra y la paz, el papa y el emperador, el cristianismo y la incredulidad. Habiendo dejado a su república cristiana carcomida por las logias masónicas, era previsible que los osarios monásticos y conventuales fuesen violados, como durante el Saco de Roma o el Terror francés, por nuevos bárbaros. La Iglesia, decía Stendhal ante las reliquias, siempre encuentra la manera de aumentar el horror de la muerte. La momia de Servando, tras los últimos reportes de su probable presencia en América del Sur o en el Panóptico de la Inquisición de Bruselas, desapareció. Y si apenas percibimos las huellas de sus sandalias en Monterrey, en Madrid, en París, en Roma, en Lisboa o en Londres, es mucho pedirle a Mier unas memorias de ultratumba. “Mier, mierda”, le gritaban a Servando en los conventos españoles. A punto de caer en manos del comprador de momias, el doctor Mier era mierda otra vez, un despojo a traficar por un puñado de morralla. Servando temía la ausencia de posteridad como la deshonra sin remedio. Contrito y aterido ante el infierno del olvido, su cadáver clamó por su salvación en la literatura, esa vida eterna que sólo Manuel Payno podía darle, siempre y cuando siguiese, como lo hizo, el hilo que conducía hacia las Memorias secuestradas en 1820. La reliquia quedó en las manos impías de la novela, como lo entendió Reinaldo Arenas mejor que nadie. En El libro de mis recuerdos, de Antonio García Cubas, aparece una fotografía de tres de las momias, colocadas como si posaran ante la lente. De ser Mier una de ellas, estaríamos ante uno de los pocos personajes históricos que, anteriores a la invención del daguerrotipo, tienen, como cadáveres, el retrato fotográfico del que carecieron durante su vida.²⁵ Mier, doctor teológico, se abstuvo de esperar a la muerte sentado en el borde de su tumba, como lo haría un romántico. En muchas ocasiones se despertó en prisión con la alegría de quien abandona la fosa y, confiando en la metamorfosis del verbo y del predicado, encontró a las hormiguitas tan encantadoras como a las moscas del camposanto. Sólo algunos seres, como Servando, gozan del privilegio de tener algo de muertos y algo de vivos. Para él, esa forma de mutación sólo fue comprensible por medio de la religión, mientras que para los

modernos toca a la literatura expresar la majestad de esa inercia, a la vez fugaz y eterna, que las momias expresan de manera tan consecuente. En nuestro fraile predicador, el hábito y la piel se convirtieron en una sola materia, cuya siguiente mutación fue recado de escribir, literatura; antes que reliquia, nunca mierda, la momia se transfigura en jeroglífico y ante nuestros ojos Servando, el códice extraviado, parece ofrecernos la clave de su desciframiento... Pero soy prudente. Fray Servando Teresa de Mier siempre nos lleva un paso por delante y hay que hablarle a su fantasma antes de que él nos dirija la palabra.

Coyoacán, agosto de 1989/ París, marzo de 2002

Notas

El apóstol ¹ Marvin Meyer (compilación, introducción y traducción), The Gospel of Thomas. The Hidden Sayings of Jesus, con una interpretación de Harold Bloom, Harper, San Francisco, 1992. ² Aurelio de Santos Otero, Los Evangelios apócrifos, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1946, p. 709. ³ Santiago de la Vorágine, La leyenda dorada, traducción del latín de fray José Manuel Macías, Alianza Editorial, Madrid, 1982, I, pp. 46-52. ⁴ Ernesto de la Peña, Las controversias de la fe. Los textos apócrifos de Santo Tomás, Aguilar, México, 1998, pp. 16-17. ⁵ Athanasius Kircher, Itinerario del éxtasis o las imágenes del saber universal, texto de Ignacio Gómez de Liaño, Siruela, Madrid, 1985, I, p. 162. Bentley Layton (compilación y traducción), The Gnostic Scriptures, Doubleday, Nueva York, 1995, pp. 362-363. ⁷ De la Peña, Las controversias de la fe..., op. cit., p. 17. ⁸ Peter Brown, El cuerpo y la sociedad. Los cristianos y la renuncia sexual, Muchnik, Barcelona, 1993, pp. 217-218. De la Peña, Las controversias de la fe..., op. cit., p. 14. ¹ De la Vorágine, La leyenda dorada, op. cit., p. 52.

CAPÍTULO 1. De Santo Tomás al licenciado Borunda ¹ Octavio Paz, Posdata, Siglo XXI, México, 1970, p. 141.

² Román Piña Chan, Quetzalcóatl, serpiente emplumada, FCE, México, 1977; Enrique Florescano, El mito de Quetzalcóatl, FCE, México, 1983. ³ Franklin Pease G. Y., estudio preliminar a Gregorio García, Origen de los indios del Nuevo Mundo [1607], FCE, México, 1981, p. XX. ⁴ Hugh Thomas, La conquista de México, Patria, México, 1993, pp. 217-222. ⁵ Serge Gruzinski, El pensamiento mestizo, Paidós, Barcelona, 2000, p. 78. José Luis Martínez, Hernán Cortés, FCE, México, 1990. ⁷ Jacques Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe, prefacio de Octavio Paz, FCE, México, 1977, pp. 211-298. ⁸ Benedeit, El viaje de San Brandán, traducción y prólogo de Marie-José Lemarchand, Siruela, Madrid, 1986. Fernando Sánchez Dragó, La España mágica, Alianza Editorial, Madrid, 1983, pp. 53-54. ¹ Servando Teresa de Mier, Obras completas, vol. IV. La formación de un republicano, edición de Jaime E. Rodríguez O., UNAM, México, 1988, p. 133. ¹¹ Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe, op. cit., p. 272. ¹² Mauricio Beuchot, La querella de la Conquista. Una polémica del siglo XVI, Siglo XXI, México, 1992. ¹³ David Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la República criolla, 1492-1867, traducción de Juan José Utrilla, FCE, México, 1991, p. 313. ¹⁴ Edmundo O’Gorman, Fundamentos de la historia de América, Imprenta Universitaria, México, 1951, p. 86. ¹⁵ García, Origen de los indios..., op. cit., pp. 79-128. ¹ Brading, Orbe indiano..., op. cit., p. 222. ¹⁷ Antonio Lorente Medina, La prosa de Sigüenza y Góngora y la formación de la conciencia criolla mexicana, FCE, Madrid, 1996.

¹⁸ Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe, op. cit., pp. 275-277. ¹ Carlos de Sigüenza y Góngora, Obras históricas, edición de José Rojas Garcidueñas, Porrúa, México, 1960, p. 19. ² José Gómez, Diario curioso y cuaderno de las cosas memorables en México durante el gobierno de Revillagigedo (1789-1794), versión paleográfica y edición de Ignacio GonzálezPolo, UNAM, México, 1986, p. 109. ²¹ Eduardo Matos Moctezuma, Las piedras negadas. De la Coatlicue al Templo Mayor, CNCA, México, 1998. ²² Benito María de Moxó, Cartas mejicanas. Facsímil de la edición de Génova, 1839, prólogo de Elías Trabulse, FCE, México, 1999, 234. ²³ Erik Iversen, The Myth of Egypt and Hieroglyphs in European Tradition, Princeton University Press, 1993. ²⁴ Maurice Pope, The Story of Decipherment. From Egyptian Hieroglyphs to Maya Script, Thames and Hudson, Nueva York, 1999. ²⁵ Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, FCE, México, 1982, pp. 212-228; Elías Trabulse, Historia de la ciencia en México, II. Siglo XVI. El claroscuro del siglo barroco, FCE, México, 1985. ² Edmundo O’Gorman, estudio preliminar y selección, en Servando Teresa Mier, Obras completas, UNAM, México, 1981, vol. III, p. 211. Los estudios preliminares O’Gorman a los tres primeros tomos de las Obras completas son, además de su pertinencia filológica, la obra historiográfica y biográfica más importante que sobre Mier se ha escrito, aunque por desgracia sólo llega hasta 1795. ²⁷ Joscelyn Godwin, Athanasius Kircher, A Renaissance Man and the Quest for Lost Knowledge, Thames and Hudson, Nueva York, 1979. ²⁸ Gómez de Liaño, en Kircher, Itinerario del éxtasis..., op. cit., p. 23. ² Christian Duverger, Los orígenes de los aztecas, Grijalbo, México, 1983; Amos Segala, Literatura náhuatl. Fuentes, identidades, representaciones, CNCA, México, 1990; Michael Coe, El desciframiento de los glifos mayas, fce México,

1995. ³ Gruzinski, El pensamiento mestizo..., op. cit., pp. 144-146. ³¹ Miguel León-Portilla, Tonantzin-Guadalupe. Pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el “Nican Mopohua”, FCE, México, 2000. ³² Antonello Gerbi, La disputa del Nuev Mundo. Historia de una polémica, 17501900, traducción de Antonio Alatorre, FCE, México, 1960 y 1982. ³³ Luis González y González, “Un mexicano en Europa”, en Alfonso Martínez Rosales (comp.), Francisco Xavier Clavijero en la Ilustración mexicana, El Colegio de México, 1988, p. 81. ³⁴ Dorothy Tanck de Estrada, “Clavijero: defensor de los idiomas indígenas frente al desprecio europeo”, en ibid., pp. 13-27. ³⁵ Juan Luis Maneiro y Manuel Fabri, Vidas de mexicanos ilustres del siglo XVIII, edición de Bernabé Navarro, UNAM, México, 1956, p. 119. ³ Gabriel Zaid, “Tres momentos de la cultura en México”, en La feria del progreso, Taurus, Madrid, 1982, pp. 142-144. ³⁷ Edmundo O’Gorman, estudio preliminar y selección, en Servando Teresa de MierObras completas, vol. II. El heterodoxo guadalupano, p. 97. ³⁸ Félix Osores de Sotomayor (1760-1851), “Noticia de algunos alumnos o colegiales de San Pablo, San Pedro y San Ildefonso, insignes por su piedad, literatura y empleos”, en Genaro García, Documentos inéditos o muy raros para la historia de México, XIX y XXI, México, 1908. ³ Ignacio Borunda, Clave general de jeroglíficos americanos, manuscrito inédito publicado por el duque de Loubat, Jean-Pascal Scotti, Roma, 1898. ⁴ Juan Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la Guerra de Independencia de México (CDHGIM), José M. Sandoval, Impresor, México, 1879; edición facsimilar, INEHRM, México, 1985, vol. III, p. 81. ⁴¹ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. II, p. 65.

⁴² Brading, Orbe indiano..., op. cit., p. 500. ⁴³ Borunda, Clave general..., op. cit., p. 20. He modernizado la ortografía. ⁴⁴ Gutierre Tibón, Historia del nombre y de la fundación de México, FCE, México, 1975, pp. 269-275. ⁴⁵ Ibid., p. 805; Giovanni Francesco Gemelli Careri, Viaje a la Nueva España, edición de Francisca Perujo, UNAM, México, 1983, pp. 43-46. ⁴ Borunda, Clave general..., op. cit., p. 22. ⁴⁷ Francisco Iván Escamilla González, José Patricio Fernández de Uribe (17421796), CNCA, México, 1999. ⁴⁸ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., vol. III, pp. 81-82; el Dictamen de Fernández de Uribe también puede leerse en O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. II, pp. 117-171. ⁴ Gómez de Liaño, en Kircher, Itinerario del éxtasis..., op. cit., vol. II, p. 16. ⁵ Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe, op. cit., pp. 277-278. ⁵¹ Servando Teresa de Mier, Memorias, compilación y prólogo de Antonio Castro Leal, Porrúa, México, 1971, vol. I, p. 90. ⁵² Ibid., pp. 268-269. ⁵³ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, p. 57. ⁵⁴ Ibid., vol. II, pp. 104-107. ⁵⁵ William H. Prescott, History of the Conquest of Mexico, Modern Library, Nueva York, 1998, p. 83, nota 26.

CAPÍTULO 2. La juventud de un predicador ¹ Ernesto Giménez López (ed.), Expulsión y exilio de los jesuitas españoles, Universidad de Alicante, 1997, p. 68.

² Jean Lacouture, Jesuitas, I. Los conquistadores, Paidós, Barcelona, 1993, pp. 612-614. ³ Enrique Rosa, SJ, Los jesuitas. Desde sus orígenes hasta nuestros días. Apuntes históricos, Administración de Razón y Fe, Madrid, 1924, pp. 266-267. ⁴ Francisco Xavier Alegre, Memorias para la historia de la provincia que tuvo la Compañía de Jesús en Nueva España, edición de J. Jijón y Caamaño, Porrúa, México, 1941, p. 54. ⁵ Mariano Cuevas, SJ, Historia de la Iglesia en México, vol. II. Siglo XVIII, Porrúa, México, 1957, pp. 413-430. Giménez López, Expulsión y exilio..., op. cit., pp. 293-296. ⁷ Jaime Gutiérrez Casillas, sj, Historia de la Iglesia en México, Porrúa, México, 1974; Elsa Cecilia Frost (ed.), Testimonios del destierro, Jus, México, 2000; Pilar Foz y Foz, La revolución pedagógica en Nueva España, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1981. ⁸ La fecha y el año han sido cabalmente precisados por O’Gorman en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, p. 161. El año 1765 como fecha de nacimiento de Mier es solamente una errata pertinaz. Pilar Gonzalbo Aizpuru, Historia de la educación en la época colonial. La educación de los criollos y la vida urbana, El Colegio de México, México, 1990, p. 239. ¹ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, p. 165. Dado que la investigación de O’Gorman sobre la familia de Mier y su infancia es la más completa —y reúne todas las fuentes—, remito al lector directamente a ella. ¹¹ Stendhal, Promenades dans Rome, prefacio de Michel Crouzet y edición de V. Del Litto, Gallimard, París, 1997, p. 133. ¹² Giacomo Casanova, Memorias, traducción de Gloria Camarero, Aguilar, Madrid, 1982, vol. I, p. 31. ¹³ Diego de Torres Villarroel, Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras, edición de Guy Mercader, Castalia, Madrid, 1972, p. 69.

¹⁴ José Miguel Guridi y Alcocer, Apuntes. Discurso sobre los daños del juego, presentación de Enrique Flores, INBA, México, 1984. ¹⁵ En 1992 los diputados del Partido Acción Nacional (PAN), lejano descendiente de los conservadores mexicanos del siglo XIX, se abstuvieron de votar la inscripción en letras de oro, en los muros del Congreso de la Unión en San Lázaro, del nombre de Servando Teresa de Mier, pues les pesó su reputación de “hereje”. La iniciativa, aprobada por mayoría con los votos de la izquierda y del Partido Revolucionario Institucional (PRI), fue presentada por el diputado regiomontano Agustín Basave Benítez, de este último partido. Véase Comisión de Régimen Interno y Concertación Política, Servando Teresa de Mier, Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, México, 1993. ¹ Manuel Payno, Obras completas, vol. V. Panorama de México, prólogo de Álvaro Matute y edición de Boris Rosen Jélomer, CNCA, México, 1999, p. 101. ¹⁷ Las Cartas a Juan Bautista Muñoz están en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. III. ¹⁸ Vito Alessio Robles, Monterrey en la historia y la leyenda, Antigua Librería Robredo, México, 1936, p. 189. ¹ Alberto y Arturo García Carrafa, Enciclopedia heráldica y genealógica hispanoamericana, Madrid, 1919, vol. VII, pp. 48-51. ² Juan Pablo García Álvarez, La compleja personalidad del padre Mier. Algunos aspectos desconocidos, segunda edición corregida y aumentada, Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, México, 1964. ²¹ Artemio de Valle-Arizpe, Fray Servando Teresa de Mier, discurso de recepción a la Academia Mexicana, 1933 [segunda edición, Espasa Calpe, 1951, Austral]. ²² O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I. Para una información más detallada ver la cronología del presente libro, pp. &&&. ²³ David Alberto Cossío, Historia de Nuevo León, Cantú Leal Editor, Monterrey, 1925, vol. III, p. 98. ²⁴ Durante el siglo XIX la familia Mier conservó gran influencia política en Nuevo León, siendo Froylán Mier gobernador en 1815 como su hijo Francisco

de Mier lo fue en 1823, y su nieto, Francisco Morales, también gobernó la entidad en 1846. Otro miembro de esa rama, José María Mier, volvió a ocupar la gubernatura en 1910. (Varios autores, Mier, Biografía. Discursos. Cartas, edición conmemorativa, Gobierno del Estado de Nuevo León-Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, 1977, pp. 54-56.) ²⁵ Servando Teresa de Mier, Escritos inéditos, edición de J. M. Miquel i Vergés y Hugo Díaz-Thomé, El Colegio de México, México, 1944, p. 373. El INEHRM reeditó la obra en 1985. ² Mier, Memorias, op. cit., vol. II, p. 205. ²⁷ Daniel Ulloa H., Los predicadores divididos. Los dominicos en Nueva España, siglo XVI, El Colegio de México, México, 1977. ²⁸ Bartolomé de Las Casas, Historia de las Indias, edición de André Saint-Lu, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1986, vol. III, 4, pp. 13-14. ² Miguel Ángel Medina, Los dominicos en América, Mapfre, Madrid, 1992, p. 17n. ³ Ulloa, Los predicadores divididos..., op. cit., p. 41. ³¹ Álvaro Huerga en Bartolomé de Las Casas, Obras completas, vol. I. Vida y obras, Alianza Editorial, Madrid, 1998, p. 150. En cambio, Daniel Ulloa, el gran historiador de los dominicos novohispanos del siglo XVI, menciona a Las Casas como un fenómeno ajeno a la vida interior de la orden. ³² Lewis Hanke, La humanidad es una, FCE, México, 1985, pp. 57-65. ³³ Guy Bedouelle y Alain Quilici, Les Frères prêcheurs autrement dits dominicains, Fayard, París, 1997. ³⁴ Cuevas, Historia de la Iglesia en México..., op. cit., p. 132; Luisa Zahin Peñafort (ed.), El cardenal Lorenzana y el IV Concilio Provincial Mexicano, Miguel Ángel Porrúa, México, 1999, pp. 221-228. ³⁵ Ulloa, Los predicadores divididos..., op. cit., pp. 279-280. ³ Leszek Kolakowski, Cristianos sin iglesia. La conciencia religiosa y el vínculo

confesional en el siglo XVII, Taurus, Madrid, 1982, p. 47. ³⁷ Evangelista Vilanova, Historia de la teología cristiana, vol. II. Prerreforma, reformas, contrarreforma, Herder, Barcelona, 1989, pp. 809-819. ³⁸ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., vol. VI, § [944], p. 791. ³ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, pp. 230-231. ⁴ Gonzalbo Aizpuru, Historia de la educación..., op. cit., p. 96. ⁴¹ Ibid., p. 103. ⁴² Margarita Torremocha, La vida estudiantil en el Antiguo Régimen, Alianza Editorial, Madrid, 1998, p. 117. ⁴³ Bedouelle y Quilici, Les Frères-prêcheurs..., op. cit., pp. 195-211. ⁴⁴ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, p. 182. ⁴⁵ Guridi y Alcocer, Apuntes..., op. cit., p. 54. ⁴ Para el expediente universitario de Mier, ver O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, pp. 187-191. ⁴⁷ José Ángel Benavides, “Apuntes para la biografía del Dr. Mier”, La Revista de Nuevo León, 1863. ⁴⁸ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, p. 190. ⁴ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 124. ⁵ Torremocha, La vida estudiantil..., op. cit., p. 150. ⁵¹ Mauricio Beuchot, Historia de la filosofía en el México colonial, Herder, Barcelona, 1996, pp. 258-259, y Filósofos dominicos novohispanos (entre sus colegios y la Universidad), UNAM, México, 1987, pp. 143-152. ⁵² Gonzalbo Aizpuru, Historia de la educación..., op. cit., pp. 299-300; Mier, Memorias, op. cit., vol. I, p. 201.

⁵³ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, pp. 183-184. ⁵⁴ Ibid., p. 198. ⁵⁵ Ibid., pp. 199-201. ⁵ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, pp. 212-213; Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [945], pp. 792-793. ⁵⁷ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, p. 215. ⁵⁸ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, p. 203. ⁵ David Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano, Era, México, 1980 [segunda edición ampliada, 1988].

CAPÍTULO 3. 12 de diciembre de 1794 ¹ El sermón del 12 de diciembre está en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, pp. 227-255, junto a la exégesis más completa del caso. Los resúmenes esenciales del sermón y de sus repercusiones son los de David Brading, Orbe indiano..., op. cit., pp. 627-648, y David Brading, Mexican Phoenix. Our Lady of Guadalupe: Image and Tradition Across Five Centuries, Cambridge University Press, Cambridge, 2001, pp. 201-227. ² Mier, Memorias, op. cit., vol. I, p. 4. ³ Ibid., p. 5; para la cronología de los hechos sigo a O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, pp. 204-207. ⁴ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, pp. 5-7. ⁵ Ibid., p. 8. Ibid., p. 9. ⁷ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, pp. 200-201. ⁸ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, pp. 9-11.

Guridi y Alcocer, Apuntes..., op. cit., pp. 78-79. ¹ Ernesto de la Torre Villar y Ramiro Navarro de Anda (eds.), Testimonios históricos guadalupanos, FCE, México, 1982, pp. 862-874. ¹¹ Francisco Javier Conde y Oquendo, Disertación histórica sobre la aparición de la portentosa imagen de María Santísima de Guadalupe de México, Imprenta de la Voz de la Religión, México, 1852, vol. I, pp. 86-87. ¹² Brading, Mexican Phoenix..., op. cit., p. 204. ¹³ Servando Teresa de Mier, Historia de la revolución de Nueva España, antiguamente Anáhuac, edición crítica de A. Saint-Lu y M. C. Bénassy, J. Chenu, J. P. Clément, A. Pons, M. L. Rieu y P. Roche (coords.), prefacio de David Brading, Série Langues et Langages n. 20, Université de Paris, III, Publications de la Sorbonne, 1990, p. 635. En adelante, en el texto, se habla de esta edición de la Historia. como “edición de la Sorbona”. ¹⁴ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. II, pp. 14-15. En relación con la sala del Pelícano, dice Guadalupe Fernández Ariza: “Creo que se trata del carácter de la reunión de los clérigos, en actitud de reflexión y recogimiento; según la leyenda el pelícano castigaba su pecho con la piedra. Es símbolo de amor paternal. Era usado como emblema de San Jerónimo. Mier pudo utilizar el término en tono irónico, pues se estaba decidiendo su castigo.” (Mier, Apología, estudio, edición y notas de Guadalupe Fernández Ariza, Consiglio Nazionale delle Ricerche, Bulzoni Editore, Roma, 1998, p. 59 n.) ¹⁵ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. II, pp. 17-19. ¹ Ibid., pp. 27-29. ¹⁷ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, p. 107. ¹⁸ Ibid., pp. 110-111. ¹ Ibid., p. 100. ² Ibid., pp. 100-101. ²¹ Ibid., p. 101.

²² Ibid., p. 106. ²³ Ibid., p. 103. ²⁴ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. II, pp. 30-31. ²⁵ Ibid., p. 33. ² Ibid., vol. I, pp. 233-234. ²⁷ Ibid., vol. II, p. 39. ²⁸ Ibid., pp. 42-43. ² Mier, Memorias, op. cit., vol. I, p. 120. ³ Ibid., p. 108. ³¹ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. II, p. 53. ³² Ibid., p. 55. ³³ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, pp. 110-111. ³⁴ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. II, p. 175. ³⁵ Ibid., p. 176. Las cursivas son mías. ³ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, p. 113. ³⁷ Cuevas, Historia de la Iglesia en México, vol. IV, 1700-1800, op. cit., pp. 8687; Manuel Rivera Cambas, Los gobernantes de México, Universidad Veracruzana, Xalapa, 1962, pp. 5-9, y José Antonio Calderón Quijano (ed.), Los virreyes de Nueva España en el reinado de Carlos III, Escuela de Estudios Hispanoamericanos de Sevilla, Sevilla, 1967, vol. I, p. XXV. ³⁸ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. II, p. 203. ³ Escamilla González, José Patricio Fernández de Uribe..., op. cit., pp. 256-257; Mier, Historia, op. cit., p. 242.

⁴ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, p. 38. ⁴¹ Edmundo O’Gorman (ed.), Fray Servando Teresa de Mier. Antología del pensamiento político americano, Imprenta Universitaria, México, 1945, y Servando Teresa de Mier. Escritos y memorias, Biblioteca del Estudiante Universitario, UNAM, 1945. ⁴² O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, pp. 44-45. ⁴³ Ibid., p. 27. ⁴⁴ Nicolás Rangel, Los precursores ideológicos de la guerra de Independencia, 1789-1794, Archivo General de la Nación, México, 1929, pp. LIX-LIII. ⁴⁵ José Toribio Medina, Historia crítica del Santo Oficio de la Inquisición de México [1905], compilación de Solange Alberro, CNCA, México, 1991, pp. 400-440. ⁴ Raúl Cardiel Reyes, La primera conspiración por la independencia de México, Secretaría de Educación Pública-FCE, México, 1982, p. 69. ⁴⁷ Mier, Historia, op. cit., p. 16. ⁴⁸ Alexandre Olivar, La predicación cristiana antigua, Herder, Barcelona, 1991, pp. 33-34. ⁴ Ibid., pp. 35-37. ⁵ Homileta es un neologismo utilizado por Olivar, ibid., p. 59. ⁵¹ Ibid., p. 92. ⁵² Rosario Villari et al., El hombre barroco, Alianza, Madrid, 1992, p. 152. ⁵³ Marcel Bataillon, Erasmo y España, traducción de Antonio Alatorre, FCE, México, 1966, pp. 205-210. ⁵⁴ José Ángel Valente, Variaciones sobre el pájaro y la red precedido de La piedra y el centro, Tusquets, Barcelona, 1991, pp. 147-151. ⁵⁵ Russell P. Sebold (ed.), Francisco José de Isla, Fray Gerundio de Campazas,

Espasa Calpe, Madrid, 1992, vol. I, pp. 43-44. ⁵ Villari et al., El hombre barroco, op. cit., pp. 174-175. ⁵⁷ Félix G. Olmedo, “Decadencia de la oratoria sagrada en el siglo XVII”, 1916, citado por José Jurado (ed.) en José Francisco de Isla, Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas alias Zotes, Gredos, Madrid, 1992, p. 23. ⁵⁸ Ibid., pp. 27-28. ⁵ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, p. 174, y vol. II, p. 182. Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Espasa Calpe, Buenos Aires, 1951, vol. VI, p. 432. ¹ Ibid., pp. 406-407. ² Agustín Rivera, Principios críticos sobre el virreinato de la Nueva España y sobre la Revolución de Independencia, prólogo de Alfonso Toro, Comisión Nacional para las Conmemoraciones Cívicas, 1963, pp. 437-440. ³ Ibid., p. 540. ⁴ De la Torre Villar y Navarro de Anda, Testimonios históricos guadalupanos, op. cit., p. 502. ⁵ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, p. 237. Ibid., p. 234. ⁷ Villari et al., El hombre barroco, op. cit., pp. 183-184. ⁸ Lorenzo de Zavala, Ensayo histórico de las Revoluciones de México desde 1808 hasta 1830 [1845], edición facsimilar, Instituto Cultural Helénico-FCE, México, 1985, p. 72. Rivera, Principios críticos..., op. cit., p. 541. ⁷ Ibid., p. 542. ⁷¹ León-Portilla, Tonantzin-Guadalupe..., op. cit., p. 33.

⁷² Edmundo O’Gorman, Destierro de sombras. Luz en el origen de la imagen y culto de Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac, UNAM, México, 1991, p. 53. ⁷³ Ibid., p. 55. ⁷⁴ Ibid. ⁷⁵ Ibid., p. 54.

CAPÍTULO 4. Introducción a la Leyenda Negra ¹ José Joaquín Blanco, Esplendores y miserias de los criollos, Cal y Arena, México, 1989, p. 244; para un análisis de la Apología como estructura dramática (dispositio, propositio y refutatio), ver la edición de Guadalupe Fernández Ariza de la Apología de Mier, op. cit., pp. 36-37. ² Mier, Memorias, op. cit., vol. I, p. 224. ³ Ibid., p. 225. ⁴ Ibid., pp. 226-227. ⁵ Ibid., p. 228. Ibid., p. 229. ⁷ Ibid. ⁸ Ibid., p. 230. O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, p. 247. ¹ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, p. 231. ¹¹ Ibid., pp. 231-232. ¹² Ibid., p. 232.

¹³ Ibid., p. 233. ¹⁴ Ibid., pp. 233-234. ¹⁵ Joaquín Lorenzo Villanueva, Vida literaria [Londres, 1825], edición, introducción y notas de Germán Ramírez Aledón, Instituto de Cultura Juan Gil Albert-Diputación Provincial de Alicante, 1996, p. 170. ¹ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, p. 235. ¹⁷ Ibid., pp. 234-235. ¹⁸ La poesía de Mier ha sido poco apreciada por la crítica. El más indulgente dice que Mier “combinó las formas y los artificios poéticos de su época. Época de gestación y cambio para la literatura y el arte, están las formas métricas neoclásicas con ciertos resabios de artificios netamente barrocos y, por otro lado, las preocupaciones, los conceptos enunciados son ya propios del romanticismo. Una clara muestra de esto es su poema dedicado al poeta y ministro de Gracia y Justicia Gaspar Melchor de Jovellanos, cuyo primer verso dice así: ‘Tendido en el negro manto de la noche...’”, José Javier Villarreal, Recopilación de la poesía en verso de fray Servando Teresa de Mier, Gobierno del Estado de Nuevo León, Monterrey, 1985. ¹ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, pp. 236-238. ² Ibid., p. 239. ²¹ Ibid., p. 240. ²² O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. III, pp. 8-88. ²³ Brading, Mexican Phoenix..., op. cit., p. 208. ²⁴ Sin embargo, Antonio Porcel será ministro de Fernando VII durante el trienio liberal de 1820-1823. Antes fue de los diputados gaditanos procesados en 1814. ²⁵ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, p. 242. ² Ibid., p. 243.

²⁷ Roger Bartra, El salvaje artificial, Era, México, 1991, y El salvaje en el espejo, Era, México, 1995. ²⁸ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, p. 244. ² Ibid. ³ Ibid., p. 245. ³¹ Ibid., p. 255. ³² Carmen Martín Gaite, El proceso de Macanaz. Historia de un empapelamiento, Anagrama, Barcelona, 1988, p. 27. ³³ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, pp. 248-249. ³⁴ Ibid., p. 250. ³⁵ Ibid., p. 255. ³ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. II, pp. 213-259. ³⁷ Ibid., p. 246. Las cursivas son mías. ³⁸ Ibid., p. 247. Las cursivas son mías. ³ Ibid., p. 258. ⁴ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, pp. 262-263. ⁴¹ Ibid., pp. 263-264. ⁴² José Antonio Llorente, Historia crítica de la Inquisición en España, Hyperion, Madrid, 1981, vol. II, pp. 346-247; Henri Grégoire, Mémoires, seguidas de la “Notice historique sur Grégoire”, de Hypolitte Carnot, Éditions de Santé, París, 1989, p. 144; Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1951, vol. VII, p. 86. ⁴³ Vicente Llorens, Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1824), Castalia, Madrid, 1979, pp. 192-193.

⁴⁴ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 98. ⁴⁵ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, p. 267. ⁴ Ibid., pp. 273-275. ⁴⁷ Ibid., p. 276. ⁴⁸ Ibid., p. 277. ⁴ “Si aún existe, pues, la Catedral en mi patria [Nuevo León], a mí se me debe” (ibid., pp. 279-280). La frase es significativa en 1819, pues Mier acaso soñó con usurpar la sede vacante de Monterrey tras el desembarco de Mina. El obispo Andrés de Llanos y Valdés había fallecido en 1799. ⁵ Ibid., p. 278. ⁵¹ Ibid., vol. II, p. 10. ⁵² Ibid. ⁵³ Ibid. ⁵⁴ Ibid., p. 11. ⁵⁵ Alfonso Reyes, Retratos reales e imaginarios [1920], en Obras completas, FCE, México, 1956, vol. III, pp. 434-435. ⁵ Mier, Memorias, op. cit., vol. II, p. 12. ⁵⁷ Ibid. ⁵⁸ Ibid., p. 13. ⁵ Ibid., p. 15. J. L. Villanueva, Vida literaria, op. cit., p. 536; Lucas Alamán, Historia de México desde los primeros movimientos que prepararon su Independencia en el año de 1808 hasta la época presente, edición facsimilar, Instituto Cultural Helénico-FCE, México, 1985, vol. V, p. 12.

¹ Mier, Memorias, op. cit., vol. II, pp. 15-16. ² Ibid., p. 16. ³ Ibid., p. 17. ⁴ Ibid. ⁵ Ibid., pp. 17-18.

CAPÍTULO 5. En la Francia del abate Grégoire ¹ Mier, Memorias, op. cit., vol. II, p. 18. ² Ibid., pp. 18-19. ³ Jacques Le Goff y René Rémond (comps.), Histoire de la France religieuse, vol. III. Du roi Très Chrétien à la laïcité républicaine (XVIIIe-XIXe siècle), Seuil, París, 1991, pp. 62-70, 159, 333-334 y 338-348. ⁴ León Poliákov, Historia del antisemitismo, vol. III. El siglo de las Luces, y vol. IV. La emancipación y la reacción racista, Muchnik, Barcelona, 1984. ⁵ Mier, Memorias, op. cit., vol. II, p. 19. Pierre-Daniel Huet (1630-1721), antiguo obispo de Avranches, comentarista de Descartes, erudito en patrística griega y dueño de una biblioteca de 8 271 ejemplares. Luis XIV lo adoraba y todavía Sainte-Beuve alcanzó a decir que fue “la pluma más sabia de Europa”. Mier se refiere a su inconclusa Démonstration évangélique (1679). En la biblioteca decomisada a Servando en Soto la Marina en 1816 se encontraba otro título del obispo Huet, la Historie du commerce et de la navigation des anciens (1716), que debió alimentar la imaginación del fraile sobre las posibles rutas de la evangelización precolombina de América. ⁷ Mier, Memorias, op. cit., vol. II, pp. 19-20. ⁸ José Eleuterio González, Biografía del Benemérito D. Fray Servando Teresa de Mier, Imprenta de Juan Guerra, Monterrey, 1876 [segunda edición, Tipografía

del Gobierno de Nuevo León, 1897], y Valle-Arizpe, Fray Servando Teresa de Mier y Guerra, op. cit. Mier, Memorias, op. cit., vol. II, p. 20. ¹ Mier, Historia, op. cit., p. 660. ¹¹ Ibid., p. 187. ¹² Mier, Memorias, op. cit., vol. II, pp. 20-21. ¹³ Ibid., p. 21. ¹⁴ Ibid. ¹⁵ Ivan Gobry, La Révolution française et l’Église, Fideliter, Lyon, 1989, pp. 225-226. ¹ Mier, Memorias, op. cit., vol. II, p. 22. ¹⁷ Al conde de Gijón lo cita Alamán (Historia de México..., op. cit., vol. III, p. 31), pero su fuente es Humboldt (Ensayo político sobre la Nueva España [1811], Porrúa, México, 1966, p. 450). Un estudio más detallado está en Marcelin Defourneaux, “Un ilustrado quiteño: don Miguel Gijón y León, primer conde de casa Gijón (1717-1794)”, Anuario de Estudios Americanos, Madrid, 1967, vol. XXIII, pp. 1 237-1 297. ¹⁸ Mier, Memorias, op. cit., vol. II, p. 25. ¹ Ibid., p. 22. ² Ibid., p. 23. ²¹ Ibid. ²² Ibid., pp. 23-24. ²³ Ibid., p. 24. Las cursivas son mías. ²⁴ Quizá se trata de alguno de los Gutiérrez de Terán, afrancesados eliminados entre 1813 y 1814. Mier agrega: “Después fue autor de la gacetilla española de

Bayona, y últimamente ajusticiado en Sevilla por orden de la Junta Central, a causa de que iba a España, de orden de Napoleón, a intrigar con el sello de Fernando VII” (ibid., p. 28). ²⁵ Ibid., p. 26. ² Ibid., p. 28. ²⁷ Ibid., pp. 28-29. ²⁸ Pedro Grases, La primera versión castellana de Atala, Caracas, 1955; Alfonso Reyes, “Dos obras reaparecidas de Fray Servando”, en Obras completas, FCE, México, 1980, vol. IV, pp. 469-472, citó, sin haberla leído, la disertación de Grases, pues la da como prueba de la autoría de Mier de esa versión. También véase Pedro Grases, Obras completas, vol. V. La tradición humanística, Seix Barral, Barcelona, 1980, pp. 149-163. ² Manuel Payno, Vida, aventuras, escritos y viages del doctor D. Servando Teresa de Mier, precedidos de un ensayo histórico, Imprenta de Juan Abadiano, México, 1865, p. 4. ³ El proceso inquisitorial contra Mier en 1816-1820 aparece completo, con sus 1 097 folios, en las páginas 638-950 del tomo VI de Hernández y Dávalos, Documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821 [1877-1882], José M. Sandoval Impresor, 1888; reedición facsimilar, Instituto Nacional de Estudios de la Revolución Mexicana, México, 1985. De aquí en adelante citaré esa documentación como Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., § [folio], p. ³¹ Mier se refiere al abate Antoine Henri Bérault-Bercastel (1722-1794), autor de una Histoire de l’Église, continuada por el abate Guillon hasta 1820 y traducida al español en 32 volúmenes por la Imprenta de don Benito Montfort, 1835. ³² Mier, Memorias, op. cit., vol. II, p. 29. ³³ Ibid. ³⁴ Inspirado por La expresión americana (1957), de José Lezama Lima, donde hay un par de páginas precursoras sobre el doctor Mier, el novelista cubano Reinaldo Arenas (1943-1990) escribirá El mundo alucinante (una novela de

aventuras), Diógenes, México, 1968, donde logra la resurrección de fray Servando en la gran literatura latinoamericana del siglo XX; Arturo Uslar Pietri, La isla de Robinsón, Seix Barral, Barcelona, 1981. ³⁵ Mier, Memorias, op. cit., vol. I, p. 30. ³ François-René de Chateaubriand, Œuvres romanesques et voyages, Gallimard, París, 1969, Bibliothèque de la Pléiade, vol. I, p. 30. ³⁷ Simón Rodríguez, Inventamos o erramos, Monte Ávila, Caracas, 1988, y Juan David García Bacca, Simón Rodríguez, pensador para América, Academia Nacional de la Historia, Caracas, 1981. ³⁸ Henri Grégoire, Les ruines de Port-Royal des Champs en 1809, anné séculaire de la destruction de ce monastère, introducción y notas de Rita Hernon-Belot, Réunion des Musées Nationaux, París, 1995, p. 87. ³ Bernard Plongeron, L’abbé Grégoire ou l’Arche de la Fraternité, Letouzey et Ané, 1989, pp. 16-17. ⁴ Ibid., p. 18. ⁴¹ Monique Cottret, Jansénismes et Lumières. Pour un autre siècle XVIII, Bibliothèque Albin Michel (Histoire), 1990, pp. 212-213. ⁴² Henri Bremond, Histoire littéraire du sentiment religieux en France [19161933], vol. i. L’humanisme dévot, 1580-1660 [1923], Armand Collin, París, 1967, pp. 237-238 y 523. ⁴³ Leszek Kolakowski, Cristianos sin iglesia. La conciencia religiosa y el vínculo confesional en el siglo XVII, Taurus, Madrid, 1969; Dios no nos debe nada, Herder, Madrid, 1995. ⁴⁴ Brading, Los orígenes..., op. cit. ⁴⁵ Cottret, Jansénismes et Lumières..., op. cit., p. 128. ⁴ Ibid., p. 173. ⁴⁷ Bernard Plongeron, Théologie et politique au Siècle des Lumières (1770-

1820), Droz, París, 1973, p. 100. ⁴⁸ Correspondance et Mémoirs inédits du Cardinal Maury (1792-1817), Lille, 1891, vol. I, p. 35. ⁴ Ibid., p. 298. ⁵ Plongeron, L’abbé Grégoire..., op. cit., p. 26. ⁵¹ Ibid., p. 29. ⁵² Henri Grégoire, Mémoires, suivies de la “Notice histórique sur Grégoire” d’Hippolyte Carnot, Éditions de Santé, París, 1989; Plongeron, L’abbé Grégoire..., op. cit., p. 27. ⁵³ Ibid., p. 115. ⁵⁴ Avner Ben-Amos, Funerals, Politics, and Memory in Modern France, 17891996, Oxford University Press, Oxford, 2000, p. 373. ⁵⁵ Plongeron, Théologie et politique..., op. cit., p. 213. ⁵ Mier, Memorias, op. cit., vol. II, p. 30. ⁵⁷ Daniel Rops, Histoire de l’Église de Christ, vol. VI. L’Église des Révolutions. En face des nouveaux destins, Fayard, París, 1960, p. 141. ⁵⁸ Bernard Plongeron, Les réguliers de Paris devant le serment constitutionnel. Sens et conséquences d’une option, 1789-1801, Libraire Philosophique J. Vrin, París, 1964. ⁵ José María González de Mendoza, Ensayos selectos, FCE, México, 1970, p. 252. Mier, Memorias, op. cit., vol. II, pp. 30-31. ¹ Ibid., p. 30. ² Ibid. ³ Ibid., p. 31.

⁴ Ibid., pp. 34-35. ⁵ Ibid., pp. 36-37. Ibid., p. 39. ⁷ Ibid., p. 40. ⁸ Ibid., pp. 40-41. Ibid., p. 42. ⁷ Ibid., pp. 42-43. ⁷¹ Ibid., p. 43. ⁷² Ibid. ⁷³ Ibid., p. 44. ⁷⁴ Ibid. ⁷⁵ Para el arzobispo Ramón-José de Arce, ver la novela histórica de Javier Alfaya, Eminencia o la memoria fingida, Alfaguara, Madrid, 1992. ⁷ Henri Grégoire, Œuvres de l’abbé Grégoire, 14 vols., prefacio de A. Soboul, París, 1977, vol. VII, pp. 77-124. ⁷⁷ José Antonio Llorente, Œuvres de don Barthélemi de Las Casas, Alexis Eymery Libraire-Éditeur, París y Bruselas, 1822, vol. II, pp. 336-429. ⁷⁸ Silvio Zavala, “Tres acercamientos de la Ilustración francesa a nuestra historia”, en Solange Alberro, Alicia Hernández Chávez y Elías Trabulse (comps.), La Revolución francesa en México, El Colegio de México, México, 1992, p. 11. ⁷ Un fragmento aparece bajo el apartado “Cuatro observaciones”, en Mier, Obras completas, op. cit., vol. IV. ⁸ Mier, Memorias, op. cit., vol. II, pp. 44-45. Mier se refiere al jesuita JeanBaptiste Langlois (1663-1706), orientalista, y a Gian Rinaldi Carli, autor de las

Cartas americanas (1780), idealización por contraste, al estilo de Montesquieu y Cadalso, de la civilización inca en demérito de la europea. ⁸¹ Mier, Escritos inéditos, op. cit., pp. 501-518. ⁸² Ibid., p. 514. ⁸³ Ibid., p. 517. ⁸⁴ Ibid., pp. 515 y 518. ⁸⁵ Mier, Memorias, op. cit., vol. II, p. 45. ⁸ Ibid. ⁸⁷ Ibid., p. 46. ⁸⁸ Citado en Alfred Ferro, Le Consulat et l’Empire, Robert Lafont, París, 1998, p. 137. ⁸ Mier, Memorias, op. cit., vol. II, pp. 47-48. Ibid., p. 46. ¹ Mier, Historia, op. cit. p. 622. ² Mier, Memorias, op. cit., vol. II, p. 47. ³ Ibid., p. 48. ⁴ Ibid. ⁵ Ibid., pp. 48-49. Ibid., p. 49. ⁷ Ibid. ⁸ Ibid., p. 50. Ibid., p. 51.

¹ Ibid. ¹ ¹ Ibid. ¹ ² Ibid., p. 50. ¹ ³ Jean-Antoine Chaptal (1756-1832) fue ministro del Interior de Napoleón entre 1800 y 1804. Para no herir los sentimientos republicanos recibió a Luis de Borbón (1773-1803), príncipe heredero de Parma y rey de Etruria como “conde de Livorno”. A ese baile se refiere el doctor Mier, verificado en noviembre de 1800. ¹ ⁴ Mier, Memorias, op. cit., vol. II, pp. 51-52. ¹ ⁵ Henry Redhead Yorke, Paris et la France sous le Consulat, Perrin, París, 1921, pp. 66-68. ¹ Mier, Memorias, op. cit., vol. II, p. 53. ¹ ⁷ Ibid., pp. 53-54. ¹ ⁸ Ibid., pp. 54-55. ¹ Ibid., pp. 52-53. ¹¹ Ibid., pp. 56-57. ¹¹¹ Ibid., p. 57.

CAPÍTULO 6. En busca de Pío VII ¹ Charles Poncet, Pie VI à Valence, A. Bray Libraire-Éditeur, París, 1868. ² E. E. Y. Hales, Revolution and Papacy, 1769-1846, Hanover House, Nueva York, 1960. ³ Cardenal Giuseppe Antonio Sala, Scritti di G. A. Sala, edición de Cugnoni, Società Romana di Storia Patria, Roma, 1891.

⁴ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 104; Juan Germán Roscio (traductor), Homilía del cardenal Chiaramonte., Imprenta de J. F. Urtel, Filadelfia, 1817. ⁵ E. E. Y. Hales, Napoleon and the Pope. The Story of Napoleon and Pius VII, Eyre and Spottidwoode, Londres, 1961. Rops, Histoire de l’Église de Christ, VI. L’Église des Révolutions..., op. cit., p. 142. ⁷ Hales, Napoleon and the Pope, op. cit., pp. 206-207. ⁸ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 59. Ibid., pp. 59-60. ¹ Ibid., p. 61. ¹¹ Loc. cit. ¹² Loc. cit. ¹³ Ibid., p. 151. ¹⁴ Ibid., pp. 62-63. ¹⁵ Ibid., p. 129. ¹ Ibid., p. 63. ¹⁷ Ibid., p. 64. ¹⁸ Loc. cit. ¹ Loc. cit. ² Ibid., p. 65. ²¹ Loc. cit. ²² Loc. cit. Villanueva, Vida literaria, op. cit., p. 164.

²³ Ibid., p. 66. ²⁴ Ibid., pp. 66-67. ²⁵ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [990], p. 875a. ² Mier, Memorias, op. cit., II, p. 67. ²⁷ Loc. cit. ²⁸ Madame de Staël, Corinne ou l’Italie, compilación de Simone Balayé, Gallimard, París, 1985, pp. 259-261. ² Mier, Memorias, op. cit., II, p. 68. ³ Hales, Revolution and Papacy, op. cit., p. 126. ³¹ Bartra, El Salvaje en el espejo, op. cit. ³² Mier, Memorias, op. cit., II, p. 70. ³³ Ibid., pp. 71-72. ³⁴ Ibid., p. 72. ³⁵ Ibid., pp. 72-73. ³ Joaquín Lorenzo Villanueva, Contestación a la impugnación de Las Angélicas Fuentes, Imprenta de Miel, hijo, Cádiz, 1812, p. 11. ³⁷ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 73. ³⁸ Ibid., p. 118. ³ Loc. cit. Algunos de los personajes citados no han sido identificados. ⁴ Loc. cit. ⁴¹ Ibid., p. 119. ⁴² Ibid., p. 120.

⁴³ Ibid., p. 74. ⁴⁴ Gerbi, La disputa del Nuevo Mundo, op. cit., 576n. ⁴⁵ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 74. ⁴ Ibid., p. 75. ⁴⁷ Staël, Corinne ou l’Italie, op. cit., p. 263. ⁴⁸ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 76. ⁴ Ibid., p. 77. ⁵ Loc. cit. ⁵¹ Mier, Manifiesto apologético, en Escritos inéditos, op. cit., p. 75. ⁵² Mier, Memorias, op. cit., II, p. 78. ⁵³ Pío VII, Brevium diversorum, índice 867, Secreteria di Brevi (Secretaria Brevium), [abbr./abgek.: Sec. Brev.], Archivio Segreto Vaticano. ⁵⁴ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [948], p. 799b. ⁵⁵ Stendhal, Voyages en Italie, V. Del Litto (ed.), Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard, París, 1973, p. 969. ⁵ Cardenal Giulio Maria della Somaglia, Pratiche del periodo in cui ricopriva l’ufficio di vicario de Roma, inviti a riunioni per lo studio di varie questione, propriamente amministrative (1801-1809), en Secreteria di Stato, Cardinali [abbr./abgek.: Segr. Stato. Cardinali], sobre 1a, índice 1143, Archivio Segreto Vaticano. ⁵⁷ P. Juan B. Ferreres, sj, Instituciones canónicas, Barcelona, 1918, I, pp. 422435, y Raoul Naz, Traité de droit canonique, 1-2, Letouzey et Ané, París, 1946, I, p. 691. ⁵⁸ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [948], p. 799. ⁵ Ibid., § [973], p. 833.

Mier, Memorias, op. cit., II, p. 81. ¹ Gaetano Morini Romano, Dizionario di Erudizione storico-ecclesiastica, LXVII, Venecia, 1854. ² Villanueva, Vida literaria, op. cit., p. 260. ³ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 104. ⁴ Ibid., p. 82. ⁵ Cardenal Giuseppe Antonio Sala, Piano di Riforma circa a separare lo spirituale dal temporale, umiliato a Pio VII, Cugnoni, Tolentino, 1907, p. 237. Roberto Gómez Ciriza, México ante la diplomacia vaticana, FCE, México, 1977, p. 41. ⁷ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 83. ⁸ Loc. cit. François-René de Chateaubriand, Mémoires d’outre-tombe, Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard, París, II, pp. 308-309. ⁷ Hernández y Dávalos, CDHGIM, VI, op. cit., § [820], p. 673. ⁷¹ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 66. ⁷² Ibid., pp. 83-84. ⁷³ Isla, Fray Gerundio de Campazas, op. cit., I, p. 227. ⁷⁴ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 84. ⁷⁵ Ibid., pp. 84-85. ⁷ Alfonso Junco, El increíble fray Servando. Psicología y epistolario, Jus, México, 1959, pp. 28-29. ⁷⁷ Francisco Banegas Galván, Historia de Méjico, II, Méjico, 1923-1940, p. 18, y Mariano Cuevas, Historia de la Iglesia Católica en México, vol. V. siglo XIX,

Editorial Revista Católica, El Paso, 1928, p. 160. ⁷⁸ “Matricula Protonotarium Apostolicorum honrarium” [Lista cronológica, años 1799-1803], en Collegio dei Protonotari Apostolici, índice 1064, sobre 51, Archivio Segreto Vaticano. ⁷ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 85. ⁸ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 39. ⁸¹ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 82. ⁸² Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [987-90], pp. 869-875. ⁸³ Licenciado Guadalupe de los Remedios, Defensa del padre Mier, Imprenta de Doña Herculana del Villar y Socios, México, 1822, pp. 1-3. ⁸⁴ “The [1956] Procurator General of the Order went out of his way to have the Order’s archivist explore every possible avenue of aproach to the problem. The only response forthcoming from the Dominican archivist was that he can find no trace of the alleged securalization of Fray José Servando de Mier [...] Careful inquiry in the archives of the Secretariat of Briefs at the Vatican Secretariat of State also drew a blank. The files of that period are in good order, and he feels that if there was any action by the Holy See in the appointment of Fray José, it would certainly be on record” [El procurador de la Orden (en 1956) hizo cuanto pudo para lograr que el archivista de la Orden explorara todas las vías posibles al problema. La única respuesta que obtuvo del archivista dominico fue que no podía hallar huella ninguna de la supuesta secularización de fray José Servando de Mier [...] Una cuidadosa investigación en el Secretariado de Breves de la Secretaría de Estado del Vaticano también resultó infructuosa. Los expedientes de ese periodo están en orden, y considera que si hubiera habido alguna acción de la Santa Sede en el nombramiento de fray José, ciertamente estaría registrada], Bedford Keith Hadley, The Enigmatic Padre Mier, University of Texas, Austin, 1955, pp. 76n-77n. ⁸⁵ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 88. ⁸ Ibid., p. 87. ⁸⁷ Ibid., pp. 88-89.

⁸⁸ Ibid., p. 89. ⁸ Loc. cit. Ibid., p. 90. ¹ José Luis Martínez, Hernán Cortés, FCE, México, 1990, p. 782. ² Mier, Memorias, op. cit., II, pp. 90-91. ³ Ibid., p. 91. ⁴ Ibid., pp. 93-98. ⁵ Ibid., pp. 100-101. Ibid., pp. 104-105. ⁷ Ibid., p. 105. ⁸ Ibid., pp. 105-106. Ibid., pp. 106-107. ¹ Ibid., pp. 107-108. ¹ ¹ Ibid., p. 108. ¹ ² Ibid., p. 109. ¹ ³ Ibid., pp. 111-112. ¹ ⁴ Ibid., pp. 112-113. ¹ ⁵ Ibid., pp. 116-117. ¹ Ibid., p. 114. ¹ ⁷ Ambas referencias atañen a dos entre los numerosos libros del Antiguo Testamento que según la exégesis católica anuncian al Hijo del Hombre para ratificar la Nueva Alianza (segundo templo). El libro del profeta Ageo o Haggeo

acusa a los judíos de indolencia en la reconstrucción del Templo bajo Darío (521-485 a. C.) y les presenta la magnificencia futura que les espera si concluyen su misión. Y la segunda parte del Libro de Daniel puede ser leída como una profecía que anuncia al Hijo del Hombre y las 70 semanas que aguardará Israel para su verdadera redención a través del Santo de los Santos, el Mesías. ¹ ⁸ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 114. ¹ Ibid., p. 125. ¹¹ Ibid., pp. 126-127. ¹¹¹ Ibid., p. 127. ¹¹² Antonio de Alcedo (1735-1812). Nacido en Quito, su propio padre, don Dionisio de Alcedo y Herrera (1690-1777), es considerado un benemérito de las antigüedades y las curiosidades americanas, que conoció a fondo como diplomático de importancia en los virreinatos de México y el Perú. Antonio fue comisionado por el rey para escribir ese Diccionario geográfico de las Indias Occidentales (1786-1789), del que habla Mier. El libro, cuya realización le costó 20 años, tuvo problemas con la censura, por considerar ésta que divulgaba, con afán criticista, detalles de seguridad militar y económica para el reino. G. A. Thompson realizó, tan pronto murió don Antonio, una versión fraudulenta al inglés. ¹¹³ Mier, Memorias, op. cit., II, pp. 114-115. Las cursivas son mías. ¹¹⁴ Ibid., p. 131.

CAPÍTULO 7. Otra temporada en el purgatorio ¹ Federico Carlos Sáinz de Robles, El “otro” Lope de Vega, Espasa Calpe, Buenos Aires, 1940, pp. 90-91. ² Mier, Memorias, op. cit., II, p. 135. ³ Ibid., pp. 136-137.

⁴ Ibid., pp. 137-138. ⁵ Ibid., p. 139. Ibid., p. 152. ⁷ Ibid., p. 155. ⁸ Ibid., p. 158. Ibid., p. 160. ¹ Ibid., p. 163. ¹¹ Ibid., p. 180. ¹² José Deleito y Piñuela (1879-1957), La mala vida en la España de Felipe IV, El rey se divierte y... también se divierte el pueblo, Alianza, Madrid, 1987-1988. Según una fuente, Reinaldo Arenas sólo habría leído el tomo ii de las Memorias de Servando. El poeta cubano Octavio Armand dice: “Una vez hablé con Arenas acerca de fray Servando. Él se basó, para su libro, en una lectura incompleta de las Memorias. Me dijo que sólo había conseguido, entonces, uno de los volúmenes” (carta a Christopher Domínguez Michael, 7 de mayo de 1990). ¹³ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 164. ¹⁴ Ibid., pp. 166-167. ¹⁵ Ibid., p. 169. ¹ Ibid., p. 174. ¹⁷ Ibid., pp. 179 y 182. Sabatinos son los novicios que rinden examen el sábado y basilio denomina al clérigo de las iglesias uneatas, de rito grecobizantino pero obediencia papal. ¹⁸ Ibid., p. 184. ¹ Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de las ideas estéticas en España, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 1993, I, pp. 1 013 y 1 158.

² Mier, Memorias, op. cit., II, p. 186. ²¹ Ibid., p. 187. ²² Mier se refiere al Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes (1786-1796) del jesuita Esteban Terreros. ²³ Mier, Memorias, op. cit., II, pp. 188-189. ²⁴ Ibid., pp. 193-194. ²⁵ Ibid., p. 196. ² Loc. cit. ²⁷ Loc. cit. ²⁸ Ibid., p. 197. ² Ibid., p. 199. ³ Ibid., pp. 199-200. ³¹ Ibid., pp. 200-202. ³² Ibid., p. 201. ³³ Ibid., p. 202. ³⁴ Ibid., pp. 202-203. ³⁵ Ibid., p. 203. ³ Ibid., pp. 169-170. ³⁷ Don Joaquín Mier, su padre, había muerto en 1791. Su último periodo como teniente general interino del Nuevo Reino de León finalizó en 1781. ³⁸ Ibid., p. 206. ³ Ibid., p. 208.

⁴ Ibid., p. 205. ⁴¹ Ibid., pp. 205-206. ⁴² Ibid., p. 206. ⁴³ Jorge Luis Borges, Inquisiciones [1925], Seix Barral, Barcelona, 1993, p. 11. ⁴⁴ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 208. ⁴⁵ Ibid., p. 208-209. ⁴ Ibid., p. 209. ⁴⁷ Loc. cit. ⁴⁸ Ibid., pp. 209-210. ⁴ Ibid., p. 210. ⁵ Ibid., pp. 210-211. ⁵¹ Ibid., p. 211. ⁵² Vcente de la Fuente, Los Toribios de Sevilla. Las adoratrices, Tipografía Gutenberg, Madrid, 1884, p. 10. ⁵³ Ibid., p. 18. ⁵⁴ Villanueva, Vida literaria, op. cit., p. 149. José Blanco White, Cartas de España, introducción de Vicente Llorens y traducción y notas de Antonio Garnica, Alianza, Madrid, 1972, pp. 265 y 391n. ⁵⁵ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 211. ⁵ Ibid. pp. 211-212. ⁵⁷ Ibid., p. 212. ⁵⁸ Ibid., p. 213.

⁵ Ibid., p. 212. Ibid., pp. 212-213. ¹ Ibid., p. 213. ² Loc. cit. ³ Ibid., p. 214. ⁴ Loc. cit. ⁵ Ibid., pp. 215-216. Ibid., p. 215. ⁷ Ibid., p. 216. ⁸ Ibid., pp. 216-217. Ibid., pp. 217-218. ⁷ Ibid., p. 219. ⁷¹ Se refiere al ministro José Antonio Caballero. ⁷² Mier, Memorias, op. cit., II, pp. 219-224. ⁷³ Los Enríquez eran una vieja familia castellana que, en efecto, heredaba puestos en el almirantazgo desde el siglo XVI. ⁷⁴ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 219. ⁷⁵ Ibid., p. 224. ⁷ Ibid., pp. 223-224. ⁷⁷ Ibid., pp. 224-225. ⁷⁸ Ibid., p. 225.

⁷ Loc. cit. ⁸ Loc. cit. ⁸¹ Ibid., p. 226. ⁸² Ibid., p. 227. ⁸³ Loc. cit. ⁸⁴ Ibid., p. 228. ⁸⁵ Loc. cit. ⁸ Ibid., pp. 228-229. ⁸⁷ Ibid., p. 229. ⁸⁸ Ibid., 229-230. ⁸ Ibid., pp. 230-231. Ibid., p. 231. ¹ Ibid., p. 231-232. ² Ibid., p. 232. ³ Loc. cit. ⁴ Ibid., p. 233. ⁵ Ibid., p. 234. Ibid., p. 235. ⁷ Loc. cit. ⁸ Ibid., p. 236. Ibid., pp. 236-237.

¹ Ibid., pp. 238-239. ¹ ¹ El arráez era jefe de una cuadrilla de pescadores de atún. Por extensión, prefecto de los jovenzuelos en Los Toribios. ¹ ² Mier, Memorias, op. cit., II, pp. 239-240. ¹ ³ Ibid., pp. 240-241. ¹ ⁴ Ibid., p. 241. ¹ ⁵ Ibid., pp. 241-242. ¹ Ibid., p. 242. ¹ ⁷ Brading, prefacio a Mier, Historia, op. cit., p. IV. ¹ ⁸ Mier, Memorias, op. cit., II, pp. 243-244. ¹ Ibid., p. 244.

CAPÍTULO 8. Enigma en Lisboa ¹ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 245. ² Benito Pérez Galdós, Trafalgar, en Obras completas. Episodios nacionales, Aguilar, Madrid, 1958, I, p. 241. Las cursivas son mías. ³ Antônio de Oliveira Martins, História de Portugal, Guimarães Editores, Lisboa, 1951, pp. 458-459, pp. 159 y 161. ⁴ Voltaire y Rousseau, En torno al mal y la desdicha, edición de Alicia Villar, Alianza, Madrid, 1995, pp. 159 y 161. ⁵ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 244. Ibid., p. 247. ⁷ Ibid., p. 248.

⁸ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 61. Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [950], p. 802. ¹ Ibid., § [761], pp. 639-640. ¹¹ Descendiente del marqués de Castell dos Ríus, Manuel Oms de Santa Pau, muerto en 1710 como virrey del Perú. Fue un aristócrata catalán de abolengo borbónico. ¹² Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [950], p. 802. Las cursivas son mías. ¹³ Archivo Histórico Nacional, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, Asuntos de Estado, legajo 3 429/15, expedientes personales: Joseph de Lugo. ¹⁴ Ibid. ¹⁵ Fernando de Antón del Olmet, marqués de Dosfuentes, El cuerpo diplomático español en la guerra de independencia. Las embajadas y los ministerios, Madrid, 1911, libro III, pp. 166-173. ¹ Archivo Histórico Nacional, loc. cit. ¹⁷ El título exacto es Le Portugal il y a cent ans : souvenirs d’une ambassatrice anotés d’après les documents d’archives et les mémoires, edición de Albert Savine, Louis Michaud, París, 1912. ¹⁸ Jean de Pins, Sentiment et diplomatie d’après des correspondences francoportugaises au début du XIXè siècle, Fondation Calouste Gulbenkian, París, 1984. Adquirí este libro en una casa de lance en Lisboa: una mano misteriosa había subrayado para mí todas las referencias a los condes de Ega. ¹ Duquesa de Abrantes, Portugal a principios del siglo XIX. Recuerdos de una embajadora, traducción de Alberto Insúa, Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1944. ² Conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España [1830], prólogo biográfico de Leopoldo Augusto del Cueto, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1953, pp. 2-11.

²¹ Archivo Histórico Nacional, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, Asuntos de Estado, legajo 22-b. ²² Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 184. ²³ Del Olmet, El cuerpo diplomático..., op. cit., p. 168. ²⁴ António Do Carmo Reis, Invasões francesas. As revoltas do Porto contra Junot, Notícias, Lisboa, 1991.

CAPÍTULO 9. El año I de la guerra de España ¹ Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, loc. cit. ² Ibid., p. 28. ³ Miguel Artola, La España de Fernando VII, Espasa-Calpe, Madrid, 1999, p. 54. ⁴ Ibid., p. 101n. ⁵ Ibid., p. 102. Izquierdo Hernández, Antecedentes y comienzos del reinado de Fernando VII, Ediciones de Cultura Hispánica, Madrid, 1965, pp. 550-554. ⁷ Manuel Moreno Alonso, La generación de 1808, Alianza, Madrid, 1989. ⁸ Dominique de Pradt, Mémoires sur la Révolution d’Espagne, 1821, p. 223. “La force d’une armée, comme la quantité des mouvements dans la mécanique, s’évalue par la masse multipliée par la vitesse. Une marche rapide augmente le moral de l’armée, elle accroît ses moyens de victoire.” [La fuerza de un ejército, así como la cantidad de movimiento en la mecánica, se calcula multiplicando la masa por la velocidad. Un avance rápido aumenta la moral del ejército e incrementa las posibilidades de triunfo.] Napoléon, Maximes et pensées choisies et présentées par Balzac, Editions de Fallois, París, 1999. ¹ Como señala John L. Tone, esta idea metafísica perduró y obligó al presidente Manuel Azaña, durante la guerra española del siglo XX, a defender al ejército

regular republicano de quienes creían que la victoria antifascista estaba en su dispersión guerrillera. Nunca sabremos si atendiendo a la interpretación de Ganivet se habría impedido la derrota de 1939. (John L. Tone, La guerrilla española y la derrota de Napoleón, Alianza, Madrid, 1995.) ¹¹ Miguel Artola, Los afrancesados, Taurus, Madrid, 1953, p. 53. ¹² Artola, La España de Fernando VII, op. cit., p. 30. ¹³ José Antonio Llorente, Noticia biográfica [Autobiografía] [1814], edición de Antonio Márquez y Emil van der Vekene, Taurus, Madrid, 1982, pp. 138-139. ¹⁴ Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, op. cit., p. 182. ¹⁵ Archivo Histórico Nacional, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, Asuntos de Estado, legajo 22-C. ¹ Ibid., legajo 3 429, expedientes personales de diplomáticos. ¹⁷ Manuel Ortuño Martínez, Mina y Mier, un encuentro, El Colegio de Jalisco, México, 1996, p. 26. ¹⁸ Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, op. cit., pp. 202-204. ¹ Juan Pablo García Álvarez, La compleja personalidad del padre Mier. Algunos aspectos poco conocidos, 2ª edición corregida y aumentada, Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, México, 1964, pp. 42-44. Esta carta no aparece en los Escritos inéditos. ² Ibid., pp. 44-45. ²¹ Mier, Historia, op. cit., p. 290. ²² Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [952], pp. 803-804. ²³ Mier, Escritos inéditos, op. cit., pp. 61-62. ²⁴ Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, op. cit., p.

123. ²⁵ Ortuño Martínez, Mina y Mier, un encuentro, op. cit., p. 21. ² Miquel i Vergés y Díaz-Thomé, en Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 173. ²⁷ “‘Viva el Séptimo Fernando / España valiente y leal, / la sabia Junta Central, / viva Blec [Blake], siempre triunfando.’ // ‘El pérfido Napoleón / pretendió darnos la ley, / pero juramos al rey, / que nos dio la sucesión: / como la constitución / era sobre todo mando / de mudarla renunciando, / ninguno tuvo poder, / hasta morir o vencer: / Viva el Séptimo Fernando. // El poder de los romanos / cuatro siglos se estrelló, / en donde el César tembló / y huyeron los africanos. / El jefe de los tiranos, / de Carlo Magno rival, / arrojó en cadena igual / la Europa; mas no advirtió / que en Roncesvalles venció / España valiente y leal. // Como aliado verdadero / nuestras plazas ocupó / el francés, cuando nos vio / sin armas, tropas, dinero: / pero un castillo roquero / e inagotable arsenal / halló en cada pecho leal: / la invicta Inglaterra ayuda, / y a todo provee sesuda / la sabia Junta Central. // Envidia la Europa esclava / los laureles de la España, / y el negro borrón con saña / en sangre francesa lava. / Ya en la península acaba, / su león la va devorando, / Zaragoza está atizando / el valor con su ceniza, / vamos a Numancia aprisa, / viva Blec, siempre triunfando.’ El general marqués de Lazán me envió a pedir estos versos [interpola Mier], y como Su Excelencia es hermano del otro Palafox, que defendió a Zaragoza, y bajo el mando del marqués, en Ampurdán, habíamos ganado la batalla de Castellón de Ampudia, yo le mandé las décimas con el siguiente sobre: ‘¿Preguntan si se rindió / Zaragoza? No existía: / un hospital que allí había / por necesidad se abrió: / allá el francés se alojó / para curar sus heridos; / pero ya restablecidos, / otro Palafox feliz, / en Ampurdán y Alcañiz / manda que sean despedidos.’” El marqués de Lazán fue el general Luis de Rebolledo y Medici, diputado a las Cortes por Aragón. Su hermano José (1786-1839) fue héroe de los sitios de Zaragoza y estuvo prisionero en Vincennes hasta 1815. El poema, reproducido por Juan Pablo García Álvarez, no está en Villarreal, Recopilación de la poesía..., op. cit. ²⁸ Artola, La España de Fernando VII, op. cit., p. 337.

² Tone, La guerrilla española..., op. cit., pp. 274-275. ³ Ibid., p. 328. ³¹ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [950], p. 804. ³² Ibid., § [950], p. 803. ³³ Ibid., § [950], p. 804. ³⁴ Richard Herr (ed.), Memorias del cura liberal Juan Antonio Posse con su Discurso sobre la Constitución de 1812, Siglo XXI, Madrid, 1984. ³⁵ Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, op. cit., pp. 72-73. ³ Mier, Memorias, op. cit., I, p. 247. ³⁷ Mier, Escritos inéditos, op. cit., pp. 519-528. La “Carta a la Regencia”, como la correspondencia de Grégoire con Mier, fue localizada por Alfonso Reyes. ³⁸ Ibid., p. 526. ³ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [951], p. 804. ⁴ Ibid., § [994-995], p. 878. ⁴¹ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 62. ⁴² Archivo del Cabildo de la Catedral Metropolitana de México, Actas de Cabildo de la Catedral Metropolitana, vol. VI (1811-1813), 361 fojas. Lucas Alamán da otra versión. La Regencia habría nombrado a Juan Manuel Irisarri y Peralta (1776-1848), nacido en La Habana y luego deán catedralicio, gobernador de la Mitra, arzobispo “in partibus” de Cesarea y candidato a arzobispo de México. Lucas Alamán, Historia de México, op. cit., III, p. 50.

CAPÍTULO 10. Viaje a las Cortes ¹ Joaquín Lorenzo Villanueva, Las angélicas fuentes o el tomista en las Cortes,

Celestino G. Álvarez, impresor, Madrid, 1840, p. 55. ² Alamán, Historia de México..., op. cit., III, p. 2. ³ Villanueva, Mi viaje a las Cortes, Imprenta Nacional, Madrid, 1860. ⁴ Blanco White, Cartas de España, op. cit., p. 40. ⁵ Vicente Llorens, Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra (1823-1834), Castalia, Madrid, 1979, p. 13. Ramón Solís, El Cádiz de las Cortes, prólogo de Gregorio Marañón, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1958, p. 283. ⁷ Ibid., p. 304. ⁸ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [997], p. 880b. Servando Teresa de Mier, Cartas de un americano, edición facsimilar prologada por Manuel Calvillo, Partido Revolucionario Institucional (PRI), México, 1976, pp. 25 y 72-73. ¹ Mier, Historia, op. cit., pp. 151-153. ¹¹ Diego Martínez Torrón, Los liberales románticos españoles ante la descolonización americana [1808-1833], Mapfre, Madrid, 1992. ¹² Mier, Historia, op. cit., pp. 344-345. ¹³ Manuel Calvillo, “México-Cádiz 1811: un documento y un debate”, suplemento al Boletín del Instituto de Investigaciones Bibliográficas, n. 3, UNAM, México, 1989. ¹⁴ Mier, Historia, op. cit., p. 371. ¹⁵ Ibid., pp. 361-363. Cursivas de Mier. ¹ Mier, Cartas de un americano, op. cit., p. 38a y 14B. ¹⁷ Mier, Historia, op. cit., p. 173.

¹⁸ Ibid., pp. 457-459. ¹ Ibid., pp. 341-342. ² Ibid., p. 190; O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. II, pp. 31-32. ²¹ José Toribio Medina, Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en México, prólogo de Solange Alberro, CNCA, México, 1991, p. 485. ²² Ernesto Mejía Sánchez, “Don Andrés Bello y el doctor Mier”, Anuario de Letras, Centro de Lingüística Hispánica de la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, X, México, 1972. ²³ Mier, Historia, op. cit., p. 330. ²⁴ Juan López Cancelada, Defensa de la Nueva España, edición facsimilar con textos y comentarios de Guillermo Flores Margadant y Guillermo Tovar y de Teresa, Miguel Angel Porrúa, México, 1989. ²⁵ Mier, Historia, op. cit., pp. 5-6. ² Ibid., p. 217. ²⁷ Solís, El Cádiz de las Cortes, op. cit., p. 289-290. ²⁸ Mier, Historia, op. cit., pp. 570-571. ² Mier, Memorias, op. cit., II, p. 140. ³ Loc. cit. ³¹ Ibid., p. 142. ³² Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [958], p. 818. ³³ Ibid., pp. 818-820. Las cursivas son mías. ³⁴ Marie-Laure Rieu-Milan, “Fray Servando Teresa de Mier en Londres y Miguel Ramos Arizpe en Cádiz. Su actividad política y propagandística según una carta inédita de Mier, 1812”, suplemento del Anuario de Estudios Americanos,

Sevilla, diciembre de 1989, XLVI, 2, pp. 55-73, y Doris M. Ladd, La nobleza mexicana en la época de la Independencia, FCE, México, 1984. ³⁵ La mención de Mier como miembro de la Sociedad de Caballeros Racionales es producto de un cuestionario que Bartolomé Mitre dirigió a Matías Zapiola, uno de los fundadores sobrevivientes a mediados del siglo XIX. Está en Mitre, Historia de San Martín, Buenos Aires, 1950, I, pp. 65-68; en Ricardo CalletBois, “Noticias acerca de las vinculaciones de FSTM, Guillermo Walton y Santiago Perry con el gobierno de Buenos Aires”, Revista de Historia de América, México, noviembre-diciembre de 1953; en Ricardo Levene, Historia de la nación argentina, Buenos Aires, 1941, V, y en Jaime Eyzaguirre, La logia lautarina, Francisco de Aguirre, Santiago de Chile, 1973, pp. 4-5. ³ Hernández Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [931], p. 757.

CAPÍTULO 11. Juan Sin Tierra en Londres ¹ Juan Goytisolo, Obra inglesa de don José María Blanco White, Buenos Aires, 1972; Blanco White, Cartas de España, op. cit. ² Octavio Paz, Obras completas, i. La casa de la presencia. Poesía e historia, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Madrid, 1999, pp. 489-490. ³ Esa imagen motiva la novela de Antonio Cascales, Crónica londinense del reverendo Blanco White, Muchnik, Barcelona, 1993. ⁴ Blanco White, Cartas de España, op. cit., p. 91. ⁵ Blanco White, Autobiografía, edición de Antonio Garnica, Universidad de Sevilla, Sevilla, 1975, p. 137. Blanco White, Cartas de España, op. cit., pp. 121-122. ⁷ Martin Murphy, Blanco White, Self-Banished Spaniard, Yale University Press, 1989. ⁸ Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, op. cit., VII, p. 196.

Blanco White, Cartas de España, op. cit., pp. 312-313 y 329. ¹ Goytisolo, Obra inglesa..., op. cit., pp. 32-33. ¹¹ Blanco White, Obra poética completa, edición de Antonio Garnica y Jesús García Díaz, Visor, Madrid, 1994. ¹² Blanco White, Cartas de España, op. cit., p. 263. ¹³ Ibid., pp. 303-304. ¹⁴ Ibid., pp. 325 y 327-328. ¹⁵ Ibid., p. 147. ¹ Blanco White, Cartas de Inglaterra, edición de Manuel Moreno Alonso, Alianza, Madrid, 1989, p. 41. ¹⁷ Lloyd Sanders, The Holland House Circle [1908], Benjamin Bloom, Nueva York y Londres, 1969. ¹⁸ Guadalupe Jiménez Codinach, La Gran Bretaña y la Independencia de México, 1808-1821, FCE, México, 1991. ¹ Murphy, Blanco White, Self-Banished Spaniard, op. cit., p. 65. ² Vicente Llorens, “El Español de Blanco White, primer periódico de oposición”, Aspectos sociales de la literatura española, Castalia, Madrid, 1974, pp. 68-103. ²¹ Calvillo, “Nota previa” a Servando Teresa de Mier, Cartas de un americano, op. cit. ²² Jiménez Codinach, La Gran Bretaña..., op. cit., pp. 277-279; Mier, Historia, op. cit., Sorbona, pp. XXX-XXXIV. ²³ Carlos Alvear a Rafael de Mérida, 28 de octubre de 1811, Archivo del Museo Naval, Madrid, Colección Guillén, legajo n. 5. Esta carta, citada por varios autores, nunca había sido, hasta donde yo sé, reproducida. ²⁴ Ibid.

²⁵ Jiménez Codinach, La Gran Bretaña..., op. cit., p. 336n. ² Mier, Historia, op. cit., p. XXX. ²⁷ Ibid., p. XXXIII. ²⁸ Ibid., p. XXXI. ² Mier, Cartas de un americano, op. cit., 3a. ³ Ibid. p. 35. ³¹ Manuel Calvillo, “Fray Servando en mesa de Bolívar, i”, El Semanario Cultural Novedades, México, n. 26, año I, vol. I, 17 octubre de 1982. La segunda parte no apareció. ³² Mier, Cartas de un americano, op. cit., pp. 41-42b. ³³ Ibid., pp. LX-LXI. ³⁴ Para un seguimiento sintético de Español véase Martínez Torrón, Los liberales románticos españoles..., op. cit., pp. 209-261. ³⁵ Llorens, Liberales y románticos, op. cit. ³ Murphy, Blanco White, Self-Banished Spaniard, op. cit., p. 228n. ³⁷ Blanco White, Autobiografía, op. cit., pp. 199-200. ³⁸ Brading, Orbe indiano, op. cit., p. 593. ³ Murphy, Blanco White, Self-Banished Spaniard, op. cit., p. 161. ⁴ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [985], pp. 865-866. ⁴¹ Mier, Historia, op. cit., p. XXXIII.

CAPÍTULO 12. Historia e Historia

¹ Mier, Historia, op. cit., p. 41. ² Luis González y González, La magia de la Nueva España, Clío, México, 1995, p. 158. ³ Alamán, Historia de México..., op. cit., I, p. 200. ⁴ Timothy Anna, La caída del gobierno español en la Ciudad de México, FCE, México, 1981. ⁵ Manuel Puga y Acal, Verdad y Talamantes, primeros mártires de la Independencia, México, 1908. Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, I. Los orígenes, FCE, México, 1982, p. 18. ⁷ Mier, Historia, op. cit., pp. 138-139. ⁸ Luis Villoro, El proceso ideológico de la revolución de Independencia [1953], CNCA, México, 1999, p. 158. Mier, Historia, op. cit., p. 222. ¹ Mita, de mitac, según Mier, es una manera de origen inca de llamar al inhumano tributo, pagado con trabajo esclavo, que los españoles exigían a los indios. ¹¹ Ibid., pp. 236-237. ¹² Ibid., pp. 245 y 316. ¹³ Ibid., pp. 278-279. ¹⁴ Enrique Krauze, Siglo de caudillos, Tusquets, México, 1994, pp. 66-67. ¹⁵ Alamán, Historia de México..., op. cit., II, p. 43. ¹ David Brading, Una Iglesia asediada: el obispado de Michoacán, 1749-1810, FCE, México, 1994, pp. 254-282. ¹⁷ Mier, Historia, op. cit., p. 342.

¹⁸ Alamán, Historia de México..., op. cit., II, pp. 220-221. ¹ Mariano Cuevas, SJ, Historia de la Iglesia en México, Revista Católica, El Paso, 1928, V, p. 93. ² Alamán, Historia de México..., op. cit., IV, pp. 325-326. ²¹ José Manuel Villalpando, Mi gobierno será detestado, Planeta, México, 2000. ²² Mier, Historia, op. cit., p. 402. ²³ Alamán, Historia de México..., op. cit., IV, p. 173. ²⁴ Véase, sucesivamente, a Jean Hani, La realeza sagrada. Del faraón al cristianísimo rey, Olañeta, Madrid, 1998, y a Luis Díez del Corral, El pensamiento político europeo y la monarquía de España, Alianza, Madrid, 1983. ²⁵ Rieu-Millán, “Fray Servando de Mier en Londres y Miguel Ramos Arizpe en Cádiz...”, op. cit. ² Mier, Historia, op. cit., p. XXVI. ²⁷ Manuel Calvillo, estudio preliminar en Mier, Historia de la revolución de Nueva España, edición facsimilar, Instituto Mexicano del Seguro Social, México, 1980. ²⁸ Mier, Historia, op. cit., p. XXIII. ² Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [864], p. 825a. Ignoramos qué quiso decir exactamente Mier con totili mundi. Creo que el copista escuchó “tutto mundi”, y lo creyó nahuatlismo. ³ Lucas Alamán, Semblanzas e ideario, prólogo y selección de Arturo Arnáiz y Freg, UNAM, México, 1939, pp. 4-5. ³¹ Mier, Historia, op. cit., p. XXXII. ³² Rieu-Millán, “Fray Servando de Mier en Londres...”, op. cit., p. 16. ³³ Manuel Calvillo, prólogo a Mier, Memoria político-instructiva, Banco Nacional de México, México, 1986; Brading, Orbe indiano, op. cit., pp. 639-640.

³⁴ Edmundo Burke, Reflexiones sobre la Revolución de Francia, nueva edición corregida y revisada con esmero por J. A. A., caballero de la Legión de Honor, traducida al castellano, Imprenta de Martín Rivera, México, 1825, p. 27. ³⁵ J. G. A. Pocock, Barbarism and Religion, ii. Narratives of Civil Government, Cambridge University Press, Cambridge, 1999, pp. 262-269. ³ Brading, Orbe indiano, op. cit., p. 304. ³⁷ Mier, Historia, op. cit., p. 276. ³⁸ Virginia Gudea (comp.), Prontuario de los insurgentes, Instituto José María Luis Mora, México, 1995, p. 204; Calvillo, “Nota previa” a Servando Teresa de Mier, Cartas de un americano, op. cit., p. l. ³ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 249. ⁴ Carlos María de Bustamante, Cuadro histórico de la Revolución Mexicana [1843], edición facsimilar, FCE, México, 1985, I, p. 1. ⁴¹ Mier, Historia, op. cit., pp. CII-CVI. ⁴² Alamán, Semblanzas e ideario, op. cit., pp. 4-5. ⁴³ Victoriano Salado Álvarez, La vida azarosa y romántica de don Carlos María de Bustamante, prólogo de Carlos Pereyra, 2ª edición, primera completa, Jus, México, 1968, y Roberto Castelán Rueda, La fuerza de la palabra impresa. Carlos María de Bustamante y el discurso de la modernidad, FCE, México, 1997. ⁴⁴ Bustamante, Cuadro histórico..., op. cit., IV, pp. 365 y 477. ⁴⁵ Brading, Orbe indiano, op. cit., p. 679, y prefacio a Mier, Historia, op. cit., p. V. ⁴ Ibid. p. 655. ⁴⁷ Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe, op. cit., pp. 195-208. ⁴⁸ Mier, Historia, op. cit., pp. LXXXV-LXXXVI.

⁴ Pocock, Barbarism and Religion, op. cit., p. 66. ⁵ Santo Tomás de Aquino, La monarquía, edición de L. Robles y A. Chueca, Tecnos, Madrid, 1985, pp. XXXV. ⁵¹ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [761], pp. 640-641. ⁵² Mariano Picón-Salas, ¿Quién fue Francisco de Miranda?, Novaro, México, 1958, p. 145. ⁵³ Francisco de Miranda, Diario de Moscú y San Petersburgo, Óscar Rodríguez Ortiz, (comp.), Biblioteca Ayacucho (La Expresión Americana), Caracas, 1993. ⁵⁴ Caracciolo Parra-Pérez, Miranda et madame de Custine, Grasset, París, 1950, p. 157. ⁵⁵ Archivo del General Miranda, Negociaciones y diversos, 1809-1810, Lex, La Habana, 1950, XIII, pp. 381-383. Este archivo, en 30 tomos, se comenzó a publicar en Caracas, por los hermanos Parra-León en 1930, fue continuado por el gobierno venezolano (Tipografía Americana) y finalizado por Editorial Lex en Cuba. ⁵ Miranda, América espera, J. L. Salcedo-Bastardo, Manuel Pérez Vila y Josefina Rodríguez de Alonso (comps.), Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1982, p. 644; William Spence Robertson, La vida de Miranda, edición de Pedro Grases, Banco Industrial de Venezuela, Caracas, 1967, p. 303. ⁵⁷ Ibid., pp. 422-434. ⁵⁸ Archivo del General Miranda, op. cit., t. XIII, pp. 8, 103, 124, 251 y 267. ⁵ Antonio Cussen, Bello y Bolívar, FCE, México, 1998, p. 100. Mier, Historia, op. cit., p. XXXIII. ¹ Jiménez Codinach, La Gran Bretaña..., op. cit., p. 276. ² Mier, Historia, op. cit., pp. LXXV-LXXVI. ³ Ibid., p. 330.

⁴ Rufino Blanco Fombona, Mocedades de Bolívar, edición aumentada, Monte Ávila, Caracas, 1985. ⁵ Brading, Orbe indiano, op. cit., pp. 657-658. Simón Bolívar, Ideas de un espíritu visionario, Monte Ávila, Caracas, 1990, p. 230. ⁷ Ibid., pp. 238-239. ⁸ Ibid., p. 239. Véase, por ejemplo, Felipe Larrazábal, La vida y correspondencia general del libertador Simón Bolívar (1810-1830). La vida de Bolívar, libertador de Colombia y del Perú, padre y fundador de Bolivia. Escrita cuidadosamente, con presencia de documentos auténticos y muchos inéditos, de gran interés, Imprenta de El Espejo, Nueva York, 1878, I, pp. 389-403. ⁷ Calvillo, “Fray Servando en la mesa de Bolívar, I”, El Semanario Cultural de Novedades, op. cit., pp. 1-3; Elías Pino Iturrieta, Nueva lectura de la Carta de Jamaica, Monte Ávila, Caracas, 1999. ⁷¹ Calvillo, “Fray Servando en la mesa de Bolívar, I”, op. cit. ⁷² Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [960], p. 820. ⁷³ Ricardo Rojas, San Martín, el Santo de la Espada [1935], Corregidor, Buenos Aires, 1997, p. 61. ⁷⁴ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 399; Cussen, Bello y Bolívar, op. cit., p. 193. ⁷⁵ Ibid. ⁷ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [962-963], pp. 822-823. ⁷⁷ Se trata de dos textos de Ernesto Mejía Sánchez con nombre casi idéntico aunque el segundo amplía el primero: “Andrés Bello y el doctor Mier”, Boletín, n. 8, Comunidad Latinoamericana de Escritores, México, 1970, y “Don Andrés Bello y el doctor Mier”, Anuario de Letras, n. 10 [1762], UNAM, México, 1971.

También véase Pedro Grases, Bello y Londres, 2 vols., Segundo Congreso del Bicentenario, Fundación La Casa de Bello, Caracas, 1980-1981. ⁷⁸ Mier, Cartas de un americano, 1811-1812, prólogo y notas de Manuel Calvillo, Secretaría de Educación Pública, México, 1987, p. 269. Esta edición mejora la anterior, facsímil, del propio Calvillo (PRI, 1976). ⁷ Ibid., pp. 272-274. ⁸ Cussen, Bello y Bolívar, op. cit., pp. 75-74. ⁸¹ Andrés Bello, Obras completas, Miguel Luis Amunátegui (comp.), Santiago de Chile, 1883, VI, pp. 89-92. ⁸² Sergio Fernández Larraín, Cartas a Bello en Londres (1810-1829), Andrés Bello, Santiago de Chile, 1968, pp. 168-170. ⁸³ Ernesto Mejía Sánchez, “Una carta de Bello al doctor Mier”, El Libro y el Pueblo, México, n. 7, época V, agosto de 1965, pp. 3-6.

CAPÍTULO 13. La gran aventura (1814-1817) ¹ Mémoires intimes de Napoléon Ier par Constant son valet de chambre, Mercure de France, París, 1967, II, p. 457. ² Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [961], p. 821. ³ Lucas Alamán, “Épocas de los principales sucesos de mi vida”, en José C. Valadés, Alamán: estadista e historiador [1938], UNAM, México, 1987, pp. 6669. ⁴ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 64. ⁵ Valadés, Alamán: estadista e historiador, op. cit., p. 68. Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [998], p. 881. ⁷ Valadés, Alamán: estadista e historiador, op. cit., p. 66.

⁸ Martín Luis Guzmán, Mina el mozo, héroe de Navarra, Espasa-Calpe, Madrid, 1932. Dice Jean-René Aymes: “Debemos a Martín Luis Guzmán [...] una obrita tan bien documentada, tan precisa y tan viva que quita las ganas y la posibilidad de rehacer, revisar o incluso completar sustancialmente el estudio del escritor americano” (J.-R. Aymes, Los españoles en Francia, 1808-1814. La deportación bajo el Primer Imperio, Siglo XXI, Madrid, 1987, p. 287). J. M. Miquel i Vergés, Mina, el español frente a España, Xóchitl, México, 1945, p. 38. ¹ Aymes, Los españoles en Francia..., op. cit., p. 287. ¹¹ Guzmán, Mina el mozo..., op. cit., p. 188. ¹² Aymes, Los españoles en Francia..., op. cit., p. 290. ¹³ Jiménez Codinach, La Gran Bretaña..., op. cit., p. 270. ¹⁴ Miquel i Vergés, Mina, el español frente a España, op. cit., p. 24; Manuel Ortuño Martínez, Mina y Mier, un encuentro, op. cit., y Xavier Mina. Guerrillero, liberal, insurgente. Ensayo biobibliográfico, Universidad Pública de Navarra, Pamplona, 2000. Agradezco al propio don Manuel Ortuño su oportuna colaboración para ajustar numerosos detalles de este capítulo. ¹⁵ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 68. ¹ Jiménez Codinach, La Gran Bretaña..., op. cit., pp. 265-330. ¹⁷ O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, Antología del Pensamiento Político Americano, op. cit., p. 54. ¹⁸ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [1 033], pp. 917-918. ¹ Ibid., § [1 028], p. 912. ² Ibid., § [1 028], p. 910. ²¹ Ladd, La nobleza mexicana..., op. cit., pp. 181-182. ²² Jiménez Codinach, La Gran Bretaña..., op. cit., p. 281.

²³ Ibid., p. 283. ²⁴ Ortuño Martínez, Xavier Mina. Guerrillero, liberal, insurgente, op. cit., p. 372. ²⁵ Francisco Espoz y Mina, Memorias (1850-1852), Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1962, p. 228. ² Jiménez Codinach, La Gran Bretaña..., op. cit., p. 293. ²⁷ Ortuño Martínez, Xavier Mina..., op. cit., p. 224. ²⁸ José Mariano Beristáin de Souza, Biblioteca hispanoamericana septentrional (1816-1821), México, 1957, II, p. 126; sobre Beristáin, ver Agustín Millares Carlo, Cuatro estudios biobibliográficos mexicanos, FCE, México, 1986, pp. 339-460. ² Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [1 027], pp. 902-903. ³ Ortuño Martínez, Xavier Mina..., op. cit., p. 267. ³¹ Loc. cit. ³² Jiménez Codinach, La Gran Bretaña..., op. cit., p. 321. ³³ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [1 027], p. 909. ³⁴ Miquel i Vergés, Mina, el español frente a España, op. cit., p. 70. ³⁵ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 66. ³ William Davis Robinson, Memorias de la revolución de México y de la expedición del general D. Francisco Javier Mina, facsímil de la edición de Londres de 1824, Fundación Miguel Alemán, México, 1987, p. 122. ³⁷ Ortuño Martínez, Xavier Mina..., op. cit., p. 327. ³⁸ Ibid., pp. 360-361. ³ Juan Ignacio Rubio Mañé, Los piratas Lafitte, Polis, México, 1938, pp. 179181.

⁴ Alamán, Historia de México..., op. cit., IV, pp. 558-559. ⁴¹ J. M. Miquel i Vergés, La independencia mexicana y la prensa insurgente, El Colegio de México, México, 1941, p. 244. ⁴² Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [983], p. 861. ⁴³ Ibid., § [953-954], pp. 810-811. ⁴⁴ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 65. ⁴⁵ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [1 000], p. 882. ⁴ Alamán, Historia de México..., op. cit., IV, p. 550. ⁴⁷ Robinson, Memorias de la revolución..., op. cit., p. 123. ⁴⁸ Miquel i Vergés, La independencia mexicana y la prensa insurgente, op. cit., p. 241. ⁴ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 69. ⁵ Ibid., pp. 69-70. ⁵¹ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [765] p. 641. ⁵² Ibid., § [772] y [816], pp. 670, 780 y 724. ⁵³ Ibid., § [890], p. 733. ⁵⁴ Ibid., § [856, 860 y 861], pp. 699-702. ⁵⁵ Guadalupe Jiménez Codinach, “Las huellas de un exiliado novohispano (18111816)”, en Modesto Suárez (coord.), Historia, antropología y política. Homenaje a Ángel Palerm, Alianza, México, 1990, pp. 154-178. ⁵ Idem. ⁵⁷ Ibid., § [822], p. 674. ⁵⁸ Ibid., § [954], p. 810.

⁵ Ibid., § [955], p. 812. Loc. cit. ¹ Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., p. 43. ² Fernando Pérez Memen, El episcopado y la Independencia de México (18101836), Jus, México, 1977, p. 139. ³ George D. Painter, Chateaubriand. Une biographie, 1768-1793. Les orages désirés, Gallimard, París,1979, I, pp. 217-218. ⁴ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [879], p. 714. ⁵ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 71. Eduardo Enrique Ríos, Robinson y su aventura en México [1939], Jus, México, 1959. ⁷ Servando Teresa de Mier, Obras completas, iv. La formación de un republicano, edición de Jaime E. Rodríguez O., op. cit., p. 234. ⁸ Miquel i Vergés, Mina, op. cit., p. 137. Robinson, Memorias de la revolución..., op. cit., p. 158. ⁷ Miquel i Vergés, Mina, op. cit., p. 141. ⁷¹ Ortuño Martínez, Xavier Mina..., op. cit., p. 388. ⁷² Miquel i Vergés, Mina, op. cit., p. 161. ⁷³ Robinson, Memorias de la revolución..., op. cit., p. 285. ⁷⁴ Alamán, Historia de México, op. cit., IV, p. 622. ⁷⁵ Robinson, Memorias de la revolución..., op. cit., pp. 287-288. ⁷ Jiménez Codinach, La Gran Bretaña..., op. cit., p. 329. ⁷⁷ Alamán, Historia de México, op. cit., IV, p. 628.

⁷⁸ Ortuño Martínez, Mina y Mier, un encuentro, op. cit. ⁷ Mier, Escritos inéditos, op. cit., pp. 217-218. ⁸ Robinson, Memorias de la revolución..., op. cit., p. 215. ⁸¹ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [870], p. 709. ⁸² Ibid., § [779], pp. 650-651. ⁸³ Miquel i Vergés, Mina, op. cit., p. 186. ⁸⁴ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [981] y [1 023]. ⁸⁵ Ibid., § [849-852], p. 693. ⁸ Loc. cit. ⁸⁷ Ibid., § [957], p. 816.

CAPÍTULO 14. El proceso (1817-1820) ¹ Benzion Netanyahu, Los orígenes de la Inquisición en la España del siglo XV, Crítica, Barcelona, 1999. ² Mier, Cartas de un americano, op. cit., pp. 77-78. ³ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 147. ⁴ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 88. ⁵ Ibid., p. 87. Marcel Bataillon, Erasmo y España, traducción de Antonio Alatorre, FCE, México, 1966, pp. 710-712. ⁷ Guy Bedouelle y Alain Quilici, Les Frères prêcheurs autrement dits Dominicains, Fayard, París, 1997, p. 301.

⁸ Mier, Escritos inéditos, op. cit., pp. 85-86. Ibid., p. 85. ¹ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [879], pp. 713-717. ¹¹ Henry Kamen, La inquisición española, Crítica, Barcelona, 1985, p. 207. ¹² Medina, Historia del Tribunal..., op. cit., p. 515. ¹³ Ibid., p. 517. ¹⁴ Ibid., p. 510n. ¹⁵ Solange Alberro, Inquisición y sociedad en México, 1571-1770, FCE, México, 1988, pp. 62-63. ¹ Eduard Eichmann, Derecho eclesiástico (a tenor del codex juris canonici), traducción de T. Gómez Piña, Bosch, Barcelona, 1931, II, libro IV, título I, p. 8. ¹⁷ Medina, Historia del Tribunal..., op. cit., p. 434. ¹⁸ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. III, p. 98. ¹ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 132; Verónica Zárate Toscano, Los nobles ante la muerte en México. Actitudes, ceremonias y memoria (1750-1850), El Colegio de México-Instituto Mora, México, 2000, p. 450. ² Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [1], p. 638. ²¹ Loc. cit. ²² Francisco Tomás y Valiente, Gobierno e instituciones en la España del Antiguo Régimen, Alianza, Madrid, 1999, p. 25. ²³ Juan Antonio Llorente, Historia crítica de la Inquisición en España, op. cit., II, pp. 229-283. ²⁴ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [756], p. 638. ²⁵ Beristáin, Biblioteca hispanoamericana..., op. cit., p. 126.

² Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [879], p. 713. ²⁷ Ibid., p. 714. ²⁸ Ibid., § [950], p. 803. ² Ibid., § [788], p. 656. ³ Julio Jiménez Rueda, Herejías y supersticiones en la Nueva España (Los heterodoxos en México), Imprenta Universitaria, México, 1946, pp. 183 y 187. ³¹ Llorente, Historia crítica de la Inquisición en España, op. cit., II, pp. 90-105. ³² Aymes, Los españoles en Francia..., op. cit., pp. 69-73. ³³ Llorente, Historia crítica de la Inquisición en España, op. cit., I, p. 25. ³⁴ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [944], p. 790. ³⁵ Ibid., § [943], p. 793. ³ Mier, Historia, op. cit., p. 569. ³⁷ Gabriel Méndez Plancarte, Don Guillén de Lampart y su Regio Salterio, manuscrito inédito latino de 1655, Ábside, México, 1948. ³⁸ Alamán, Historia de México, op. cit., II, p. 375. ³ Nicolás Rangel, “Cuatro diálogos insurgentes”, Boletín, Archivo General de la Nación, México, 1932; Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., p. 24. ⁴ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [957], p. 816. ⁴¹ Eyzaguirre, La logia lautarina, op. cit., p. 8. ⁴² Llorente, Historia crítica de la Inquisición en España, op. cit., IV, p. 78. ⁴³ Ibid., pp. 68-74. ⁴⁴ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [965], p. 827.

⁴⁵ Ibid., § [973], pp. 832-833. ⁴ Ibid., p. 835. ⁴⁷ Ibid., § [974], p. 837. Las cursivas son mías. ⁴⁸ Ibid., § [976], p. 839. ⁴ Ibid., § [975], pp. 837-839. ⁵ Ibid., § [973], p. 835.

CAPÍTULO 15. De la biblioteca a la obra, el palacio vacío ¹ Manuel Ramírez Aparicio, Los conventos suprimidos en México [1861], edición facsimilar, Miguel Ángel Porrúa, México, 1982, p. 108. ² O’Gorman, introducción, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. III, pp. 64-76. ³ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 121. ⁴ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 93. ⁵ Cristina Gómez Álvarez, “Lecturas perseguidas: el caso del padre Mier”, en Laura Beatriz Suárez de la Torre y Miguel Ángel Castro (comps.), Empresa y cultura en tinta y papel (1800-1860), Instituto Mora-UNAM, México, 2001, p. 303. Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [844], pp. 685-688. ⁷ Gómez Álvarez, “Lecturas perseguidas...”, op. cit., informa que el inventario de 1823 se encuentra en Justicia Eclesiástica, Archivo General de la Nación, vol. 26, ff. 92-95. ⁸ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 57. Kircher, Itinerario del éxtasis o las imágenes de un saber universal, op. cit., I, pp. 161-202.

¹ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [844], p. 687. ¹¹ Varios, Ilustración española e independencia de América. Homenaje a Noel Salomon, Universidad Autónoma de Barcelona, pp. 170-179. ¹² Antonello Gerbi, La disputa del Nuevo Mundo, op. cit., p. 395n. ¹³ Dumas Malone, Jefferson and His Time. The Sage of Monticello, Little, Brown and Company, 1981, VI, pp. 169-185. ¹⁴ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. III, p. 68. ¹⁵ Krauze, Siglo de caudillos, op. cit., pp. 54-55. ¹ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 226. ¹⁷ Francisco Rico, La novela picaresca y el punto de vista, Seix Barral, Barcelona, 1969 y 2000, p. 66. ¹⁸ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 205. ¹ Rico, La novela picaresca..., op. cit., p. 58. ² Carmen Martín Gaite, El proceso de Macanaz. Historia de un empapelamiento, Anagrama, Barcelona, 1969. ²¹ Rico, La novela picaresca..., op. cit., p. 67; Jenaro Talens, Novela picaresca y práctica de la transgresión, Júcar, Barcelona, 1975, p. 23. ²² Rico, La novela picaresca..., op. cit., p. 117. ²³ José Antonio Maravall, La literatura picaresca desde la historia social, Taurus, Madrid, 1987. ²⁴ Juan Marichal, Teoría y práctica del ensayismo hispánico, Alianza, Madrid, 1984. ²⁵ Guridi y Alcocer, Apuntes. Discurso sobre los daños del juego, op. cit. ² Mier, Escritos inéditos, op. cit., pp. 59-60.

²⁷ Fernández de Lizardi, Obras. Folletos (1822-1824), Irma Isabel Fernández Arias y María Rosa Palazón Mayoral (eds.), UNAM, México, 1991, XII, p. 214. ²⁸ Castro Leal, prólogo a Mier, Memorias, op. cit., I, p. XIV. ² Payno, Vida, aventuras, escritos y viages..., op. cit., p. 39. ³ Servando Teresa de Mier, Memorias, América, Madrid, 1917; Reyes, Obras completas, op. cit., IV, p. 544. ³¹ Justo Sierra, Luis G. Urbina, Pedro Henríquez Ureña, Nicolás Rangel, Antología del Centenario. Estudio documentado de la literatura mexicana durante el primer siglo de Independencia. Primera parte (1800-1821), México, 1910, II, pp. 425-487; edición facsimilar, Secretaría de Educación Pública, México, 1985. ³² Mier, Apología del Dr. Don Servando Mier y Relación de lo que sucedió en Europa, escritas por él mismo en la Inquisición de México. Año de 1819, explicación de Santiago Roel, Monterrey, México, 1946, pp. 1-2. Esta edición difiere escasamente de la que ese mismo año preparó A. Castro Leal para Porrúa. ³³ Mier, Apología, edición de Fernández Ariza, op. cit., p. 15. ³⁴ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 84. ³⁵ Edith Helman, Jovellanos y Goya, Taurus, Madrid, 1970, pp. 201-217. ³ José Ortega y Gasset, “Goya”, Obras completas, Alianza, Madrid, 1983, vii, p. 520. ³⁷ Vicente Riva Palacio et al., México a través de los siglos, México, 1884-1889, IV, p. 170b. ³⁸ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [934], p. 763. ³ Justo Sierra et al., Antología del Centenario..., op. cit., II, pp. 723-726. ⁴ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [935], p. 769. ⁴¹ Ibid., § [936], p. 773.

⁴² O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. III, p. 77. ⁴³ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 86. ⁴⁴ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [912], pp. 741-742. ⁴⁵ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 100. ⁴ Jiménez Lozano, introducción a Llorente, Historia crítica de la Inquisición en España, op. cit., I, p. XXXVII. ⁴⁷ Stendhal, Voyages en Italie, op. cit., p. 937. ⁴⁸ Francisco Santos Zertuche, Señorío, dinero y arquitectura. El Palacio de la Inquisición de México, 1571-1820, El Colegio de México-Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2000. ⁴ Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., VI, § [973], p. 837.

CAPÍTULO 16. El Imperio de la x ¹ Artola, La España de Fernando VII, op. cit., pp. 525-526. ² Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, op. cit., III, p. 187; Benito Pérez Galdós, La Fontana de Oro, Alianza, Madrid, 1970, p. 361; Federico Suárez, El manifiesto realista de 1826, Madrid, 1948. ³ Michael P. Costeloe, La respuesta a la Independencia. La España imperial y las revoluciones hispanoamericanas, 1810-1840, FCE, México, 1989, p. 115. ⁴ Valadés, Alamán: estadista e historiador, op. cit., pp. 91-92. ⁵ Jaime E. Rodríguez O., El nacimiento de Hispanoamérica. Vicente Rocafuerte y el hispanoamericanismo, 1808-1832, FCE, México, 1980, p. 59. Alamán, Historia de México..., op. cit., V, pp. 1-2. ⁷ Ibid., pp. 555 y 557.

⁸ “Perico ligero es una especie de culebra mayor que una viga, y cuando se menea es con mucho espacio y torpedad”, Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua española o castellana [1611]. Se refiere al perezoso, mamífero desdentado. Mier zoomorfizaba su encierro con esa imagen o, dado que por “perico ligero” también se entiende al papagayo que imita las voces del hombre, el doctor nos está hablando de la cárcel del Santo Oficio como una jaula de pericos donde se hablaba mucho y poco en sustancia. Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 90. ¹ Combino en el párrafo las dos variantes que Mier dejó escritas sobre el episodio en los borradores del Manifiesto apologético, tal cual las consignan Miquel i Vergés y Díaz-Thomé en Escritos inéditos, op. cit., pp. 102-103. ¹¹ Ibid., pp. 103-104. ¹² Ibid., pp. 105-106. ¹³ Ibid., p. 106. ¹⁴ José Joaquín Fernández de Lizardi, Obras. Periódicos, edición de María Rosa Palazón M., UNAM, México, 1970, IV, p. 327. ¹⁵ Mier, Escritos inéditos, op. cit., pp. 122-124. Las cursivas son mías. ¹ Injertadas en parte en el Manifiesto apologético, esa carta y otras dirigidas al gobernador Dávila se reproducen aparte en Mier, Escritos inéditos, op. cit., pp. 194-195. ¹⁷ Ibid., p. 188. ¹⁸ Ibid., p. 124. ¹ Ibid., pp. 186-187. ² Ibid., p. 189; Nettie Lee Benson, La diputación provincial y el federalismo mexicano [1955], El Colegio de México-UNAM, México, 1994, pp. 55-57. ²¹ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 189.

²² Ibid., p. 190. ²³ Ibid., p. 191. ²⁴ Ibid., pp. 192-193. ²⁵ La cita exacta de Mier, proveniente de la vulgata latina, dice: “Curam habe de bono nomine: hoc enim magis permanebit tibi, quam mille thesauri praetiasi et magni. Ecclesiastic”. ² Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 25. ²⁷ Ibid., p. 294. ²⁸ Guadalupe Jiménez Codinach, México en 1821: Dominique de Pradt y el Plan de Iguala, El Caballito-Universidad Iberoamericana, México, 1982. ² Chateaubriand, Mémoires d’outre-tombe, op. cit., I, p. 879. ³ John V. Lombardi, The Political Ideology of Fray Servando Teresa de Mier, Cidoc, Cuernavaca, 1968, p. 25. ³¹ Dominique de Pradt, De la Revolución actual de España y de sus consecuencias, José Ferrer de Orga Impresor, Valencia, 1820, p. 55. ³² Jiménez Codinach, México en 1821..., op. cit., p. 113. ³³ Mier, “Nuevo Discurso”, Obras completas, IV. La formación de un republicano, edición de Jaime E. Rodríguez, op. cit., pp. 138-139. En este tomo se encuentran la mayoría de los Escritos inéditos, cuya consulta recomiendo sobre las Obras completas, IV. ³⁴ Jiménez Codinach, México en 1821..., op. cit., pp. 118-119. ³⁵ Mier, Obras completas, edición de Jaime E. Rodríguez, op. cit., IV, p. 8. ³ Ibid., p. 57. ³⁷ Ibid., p. 71. ³⁸ Ibid., p. 73.

³ Ibid., p. 79. ⁴ Ibid., pp. 96-106. ⁴¹ Ibid., p. 103. ⁴² Calvillo, prólogo a Mier, Memoria político-instructiva, op. cit. ⁴³ Yael Bitrán Goren, Servando Teresa de Mier en los Estados Unidos; la cristalización del republicano, tesis de licenciatura, UNAM, México, 1992, p. 64. Bitrán trabajó los “Papeles de José Servando Teresa de Mier” en la Benson Latin American Collection de la Universidad de Texas en Austin, de los cuales existe micropelícula en el Archivo General de la Nación, rollos número 165 y 166, en documentos del año 1821. ⁴⁴ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 377. ⁴⁵ Bitrán, Servando Teresa de Mier en los Estados Unidos..., op. cit., p. 74. ⁴ Mier, Obras completas, edición de Jaime E. Rodríguez, op. cit., IV, p. 104. ⁴⁷ Loc. cit. ⁴⁸ Ibid., pp. 104-105. ⁴ Ibid., p. 105. ⁵ Ibid., p. 107. ⁵¹ Rafael Lapesa, Historia de la lengua española [1950], Gredos, Madrid, 1981, p. 421. ⁵² Andrés Bello, “Indicaciones sobre la conveniencia de simplificar y uniformar la ortografía en América” [1823], Obra literaria, op. cit., pp. 459-469. ⁵³ Mier, Obras completas, edición de Jaime E. Rodríguez, op. cit., IV, pp. 107108. ⁵⁴ Dijo Alfonso Reyes en 1952: “Tras la X de México, el joven Valle-Inclán sin duda sentía el atractivo del arcaísmo, el de la proeza hispana en América, que dio nacimiento a la Nueva España, y quién sabe si también la fascinación de ese

símbolo de los destinos cruzados que a algunos tanto nos impresiona. Por eso hemos preferido conservar la X ya desvalorizada, en que Unamuno sólo quería ver una prueba de pedantería”, Obras completas, op. cit., XII, p. 187. ⁵⁵ Gutierre Tibón, México en Europa y África, FCE, México, 1985, pp. 172-173.

CAPÍTULO 17. Soplo republicano desde Nueva York ¹ Vicente Rocafuerte, Bosquejo ligerísimo de la Revolución de Mégico, estudio preliminar de Horacio Labastida, edición facsimilar, Miguel Ángel Porrúa, México, 1984. ² Mier, Obras completas, edición de Jaime E. Rodríguez, op. cit., IV, pp. 14-15; Rodríguez, El nacimiento..., op. cit., pp. 52-55. ³ Bitrán, Servando Teresa de Mier en los Estados Unidos..., op. cit., p. 67. ⁴ Ibid., p. 68. ⁵ Rodríguez, El nacimiento..., op. cit., p. 15. Mier, Escritos inéditos, op. cit., pp. 470-471. ⁷ Ibid., pp. 471-473. ⁸ Harry Ammon, James Monroe, The Quest for National Identity, University Press of Virginia, Charlottesville, 1971 y 1999, p. 448. Bitrán, Servando Teresa de Mier en los Estados Unidos..., op. cit., p. 89. ¹ Rodríguez, El nacimiento..., op. cit., p. 17. ¹¹ Hadley, The Enigmatic Padre Mier, op. cit., p. 205. ¹² Ammon, James Monroe..., op. cit., pp. 436-437; Noble E. Cunningham, Jr., The Presidency of James Monroe, University Press of Kansas, 1996, p. 133-134. ¹³ Calvillo, prólogo a Mier, Memoria político-instructiva, op. cit., p. XIX; Antonio Martínez Báez, Opúsculos de Fr. Servando Teresa de Mier Noriega y

Guerra, edición privada, México, 1964. ¹⁴ Bitrán, Servando Teresa de Mier en los Estados Unidos..., op. cit., pp. 90-91n. ¹⁵ Las once cartas de Torres a Mier aparecen como apéndice en Bitrán, Servando Teresa de Mier en los Estados Unidos..., op. cit., pp. 267-287. ¹ Rodríguez, El nacimiento..., op. cit., p. 172n. ¹⁷ Ibid., p. 184. ¹⁸ Ladd, La nobleza mexicana..., op. cit., p. 291. ¹ Bitrán, Servando Teresa de Mier en los Estados Unidos..., op. cit., p. 272. ² Calvillo, prólogo a Mier, Memoria político-instructiva, op. cit., p. XIX. ²¹ Bitrán, Servando Teresa de Mier en los Estados Unidos..., op. cit., p. 272. ²² Ibid., p. 275. ²³ Ibid., p. 269. ²⁴ Ibid., p. 270. ²⁵ Ibid., p. 275. ² Ibid., pp. 276-277. ²⁷ Mier, Escritos inéditos, op. cit., pp. 417-419. ²⁸ Bitrán, Servando Teresa de Mier en los Estados Unidos..., op. cit., p. 268. ² Rodríguez, El nacimiento..., op. cit., pp. 23-24. ³ Dale B. Light, Rome and the New Republic. Conflict and Community in Philadelphia Catholicism Between the Revolution and the Civil War, University of Notre Dame Press, Notre Dame, 1996, pp. 22-24. ³¹ Herve-Masson, Manual de herejías, Rialp, Barcelona, 1989, pp. 300-301.

³² Mier, Escritos inéditos, op. cit., pp. 371-373. ³³ Hadley, The Enigmatic Padre Mier, op. cit., p. 223. ³⁴ Ibid., p. 220. ³⁵ Ibid. ³ Rodríguez, El nacimiento..., op. cit., pp. 213-222. ³⁷ Ibid., p. 226. ³⁸ Ibid., p. 229. ³ Ibid., pp. 240-243. ⁴ Light, Rome and the New Republic..., op. cit., pp. 126-127. ⁴¹ Hadley, The Enigmatic Padre Mier, op. cit., p. 232. ⁴² Bitrán, Servando Teresa de Mier en los Estados Unidos..., op. cit., p. 286. ⁴³ Ibid. p. 283. ⁴⁴ Mier, Escritos inéditos, op. cit., pp. 479-499. ⁴⁵ Armando Arteaga Santoyo, “Fray Servando jamás fue apologista de Iturbide”, Armas y Letras, n. 3, año 6, Universidad de Nuevo León, Monterrey, septiembre de 1963. ⁴ Alamán, Historia de México..., op. cit., V, pp. 509-510 y 644-646. ⁴⁷ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 473. ⁴⁸ Alamán, Historia de México..., op. cit., V, p. 645. ⁴ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 475.

CAPÍTULO 18. Capricho con fraile y emperador

¹ Timothy E. Anna, El imperio de Iturbide, CNCA-Alianza, México, 1991, pp. 168-169. ² Ibid., p. 10. ³ Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., p. 84. Esta edición incluye las 25 cartas inéditas de Mier al Ayuntamiento de Monterrey y a Bernardino Cantú, publicadas anteriormente por David Alberto Cossío, Historia de Nuevo León, V, Cantú Leal, Monterrey [1925], junto a otras “Diez cartas, hasta hoy inéditas”, que Junco rescató del Archivo del Ayuntamiento de Monterrey y del archivo del doctor José Eleuterio González. ⁴ Torcuato S. di Tella, Política nacional y popular en México, 1820-1847, FCE, México, 1994, p. 129. ⁵ Anna, El imperio de Iturbide, op. cit., p. 91. Alamán, Historia de México..., op. cit., V, p. 637. ⁷ Di Tella, Política nacional y popular en México, op. cit., p. 133. ⁸ Agustín de Iturbide, Manifiesto al mundo o sean apuntes para la historia, edición de Laura B. Suárez de la Torre, Fideicomiso Teixidor-Libros del Umbral, México, 2001, pp. 53-54. Alamán, Historia de México..., op. cit., V, p. 510. ¹ Hadley, The Enigmatic Padre Mier, op. cit., pp. 238-241. ¹¹ Iturbide, Manifiesto al mundo..., op. cit., p. 52. ¹² Miguel de Beruete, Elevación y caída del emperador Iturbide, transcripción y notas de Andrés Henestrosa, Litoarte, México, 1974, p. 40. ¹³ Alamán, Historia de México..., op. cit., V, p. 645. ¹⁴ Ibid., p. 333. ¹⁵ Mier, Obras completas, edición de Jaime E. Rodríguez, op. cit., IV, pp. 164165.

¹ Ibid., p. 167. ¹⁷ Ibid., p. 168. ¹⁸ Ibid., p. 169. ¹ Ibid., p. 172. ² Ibid., pp. 177-179. ²¹ Ibid., p. 180. ²² Ibid., p. 182. ²³ Ibid., p. 181. ²⁴ Ibid., pp. 196-197. ²⁵ O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., pp. 50-51. ² Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., p. 84. ²⁷ Hadley, The Enigmatic Padre Mier, op. cit., p. 243. ²⁸ Nota de Alamán: “De la palabra mejicana ‘yeueuetlacatl’, anciano, terminada en el diminutivo ‘tzin’, que los españoles pronunciaban ‘che’, e indica respeto o afecto, como si se dijese ‘viejecitos’, que es lo que representan tales figurones.” ² Alamán, Historia de México..., op. cit., V, pp. 644-645. ³ Ibid., p. 482. Las cursivas son mías. ³¹ Zavala, Ensayo histórico..., op. cit., pp. 138-139. ³² Alamán, Historia de México..., op. cit., V, p. 644. ³³ O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., p. 50. En esta antología se encuentra resumida y explicada toda la actividad parlamentaria de Mier de 18231824. ³⁴ Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., p. 84.

³⁵ O’Gorman, en Teresa de Mier, Obras completas, op. cit., vol. I, p. 130. ³ Ibid., p. 131. ³⁷ Beruete, Elevación y caída..., op. cit., p. 42. ³⁸ Loc. cit. ³ O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., pp. 58-60. ⁴ Ibid., p. 61. ⁴¹ Ibid., p. 62. ⁴² Ibid., p. 65. ⁴³ Anna, El imperio de Iturbide, op. cit., p. 114. ⁴⁴ Zavala, Ensayo histórico..., op. cit., p. 139. ⁴⁵ Beruete, Elevación y caída..., op. cit., p. 47. ⁴ Hadley, The Enigmatic Padre Mier, op. cit., p. 254. ⁴⁷ Bitrán, Servando Teresa de Mier en los Estados Unidos..., op. cit., p. 192. ⁴⁸ Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., p. 93. ⁴ Fernández de Lizardi, Obras. Folletos (1822-1824), op. cit., XII, pp. 187-193. ⁵ Di Tella, Política nacional y popular en México, op. cit., pp. 136-137. ⁵¹ Bustamante, Continuación del cuadro histórico..., op. cit., VI, p. 23. ⁵² Ibid., pp. 24-26. ⁵³ Guadalupe de los Remedios, Defensa del padre Mier, Imprenta de Doña Herculana del Villar y Socios, México, 1822, citado en Fernández de Lizardi, Obras. Folletos (1822-1824), XII, op. cit., p. 189n. ⁵⁴ Ibid., pp. 189-191.

⁵⁵ Ibid., p. 192. ⁵ “Libertad del doctor don Servando Mier”, Oficina de don José Mariano Fernández de Lara, México, 1822, en Bitrán, Servando Teresa de Mier en los Estados Unidos..., op. cit., p. 195n. ⁵⁷ Anna, El imperio de Iturbide, op. cit., pp. 137-163. ⁵⁸ Di Tella, Política nacional y popular en México, op. cit., pp. 142-143. ⁵ Alamán, Historia de México..., op. cit., V, pp. 722-723. Bustamante, Continuación del cuadro histórico..., op. cit., VI, pp. 61-62. ¹ Hadley, The Enigmatic Padre Mier, op. cit., p. 258. ² Emilio del Castillo Negrete, México en el siglo XIX, México, 1877, XIII, pp. 378-379. ³ Gómez Ciriza, México ante la diplomacia vaticana. El periodo triangular, 1821-1836, op. cit., pp. 124-125. ⁴ Alamán, Historia de México..., op. cit., V, p. 901n. ⁵ Bustamante, Continuación del cuadro histórico..., op. cit., VI, p. 93. Alamán, Historia de México..., op. cit., V, p. 745. ⁷ Bustamante, Continuación del cuadro histórico..., op. cit., VI, p. 124. ⁸ Anna, El imperio de Iturbide, op. cit., p. 219. Krauze, Siglo de caudillos, op. cit., pp. 114-115. ⁷ Bustamante, Continuación del cuadro histórico..., op. cit., VI, p. 266. ⁷¹ O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., p. 72; Alamán, Historia de México..., op. cit., V, p. 749. ⁷² Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., p. 180.

⁷³ Ibid., p. 100.

CAPÍTULO 19. Abuelito de la patria ¹ Zavala, Ensayo histórico..., op. cit., pp. 132-133. ² O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., pp. 45-182. ³ Ibid., pp. 73-75. ⁴ David Alberto Cossío, “El padre Mier y la bandera nacional” [1939], Armas y Letras, op. cit., pp. 88-116. ⁵ Michael P. Costeloe, La primera república federal de México (1824-1835). Un estudio de los partidos políticos en el México independiente, FCE, México, 1975. O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., p. 80. ⁷ Gómez Ciriza, México ante la diplomacia vaticana, op. cit., p. 241. ⁸ Ladd, La nobleza mexicana..., op. cit., p. 232. Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., p. 138. ¹ Bustamante, Continuación del cuadro histórico..., op. cit., VI, p. 177. ¹¹ Ibid., pp. 177-178. ¹² Ibid., pp. 178-179. ¹³ Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., p. 107. ¹⁴ O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., p. 122. ¹⁵ Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., p. 91. ¹ Ibid., pp. 107 y 109.

¹⁷ Ibid., p. 105. ¹⁸ Ibid., p. 111. ¹ O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., pp. 88-89. ² Bustamante, Continuación del cuadro histórico..., op. cit., VI, p. 167. ²¹ O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., p. 117. ²² Ibid., p. 125. ²³ Ibid., p. 133. ²⁴ Jesús Reyes Heroles, El liberalismo mexicano, op. cit., I, pp. 402-410; Margarita García Flores, Fray Servando y el federalismo mexicano, Instituto Nacional de Administración Pública, México, 1982. ²⁵ O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., p. 127. ² Ibid., p. 129. ²⁷ Ibid., p. 131. ²⁸ Ibid., pp. 131-132. ² Ibid., p. 140. ³ Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., p. 135. ³¹ Ibid., p. 127. ³² Reyes, “Fray Servando Teresa de Mier”, Obras completas, op. cit., iii. ³³ Edmundo O’Gorman, Servando Teresa de Mier. Ideario político, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1978, pp. 333-348. ³⁴ Ibid., p. 336. ³⁵ Ibid., p. 338.

³ Ibid., p. 345. ³⁷ Ibid., p. 347. ³⁸ Luis Ramos (coord.), Del Archivo Secreto Vaticano. La Iglesia y el Estado mexicano en el siglo XIX, UNAM-Secretaría de Relaciones Exteriores, México, 1997, pp. 71-73. ³ Vicente Llorens, Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra, El Colegio de México, México, 1954, p. 193. ⁴ Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., p. 194. ⁴¹ Mier, Escritos inéditos, op. cit., p. 518. ⁴² Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., pp. 55-58. ⁴³ Bustamante, Continuación del cuadro histórico..., op. cit., VI, pp. 274-275. ⁴⁴ O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., pp. 171-172. ⁴⁵ Costeloe, La primera república federal de México (1824-1835), op. cit.; Carlos Pereyra, El mito de Monroe, Aguilar, Madrid, 1931. ⁴ Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., pp. 189-190. ⁴⁷ Ibid., p. 191. ⁴⁸ Loc. cit. ⁴ Ibid., pp. 192-193. ⁵ Ibid., p. 162. ⁵¹ O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, op. cit., p. 142. ⁵² Harold Sims, Descolonización en México. El conflicto entre mexicanos y españoles (1821-1831), FCE, México, 1982, p. 28. ⁵³ Hadley, The Enigmatic Padre Mier, op. cit., p. 292.

⁵⁴ Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., p. 178. ⁵⁵ Ibid., p. 188. ⁵ Vicente Rocafuerte, Bosquejo ligerísimo de la Revolución de Mégico, edición facsimilar, Miguel Ángel Porrúa, México, 1984, p. 75. ⁵⁷ El Sol, México, 24 de noviembre de 1827, n. 1640. ⁵⁸ Ruth Solís Vicarte, Las sociedades secretas en el primer gobierno republicano, Asbe, México, 1997, p. 73. ⁵ José María Tornel y Mendívil, Breve reseña histórica de los acontecimientos más notables de la nación mexicana desde el año 1821 hasta nuestros días, Imprenta de Ignacio Cumplido, México, 1853, p. 190; Artemio de Valle-Arizpe, El Palacio Nacional de México, Secretaría de Relaciones Exteriores, México, 1936, p. 252. El Sol, México, 17 de noviembre de 1827, n. 1633. ¹ Eduardo de Ontañón, Desasosiegos de fray Servando, Xóchitl, México, 1948, p. 165. ² Payno, Vida, aventuras, escritos y viages del doctor don Servando Teresa de Mier, op. cit., p. 40. ³ Artemio de Valle-Arizpe, Obras, FCE, México, 2000, I, pp. 360-361. ⁴ Bitrán, Servando Teresa de Mier en los Estados Unidos..., op. cit., pp. 247248. ⁵ Junco, El increíble fray Servando..., op. cit., p. 190. Ibid., p. 61. ⁷ El Sol, 15 de diciembre de 1827, n. 1665; José María Luis Mora, “Necrología del doctor Mier”, Obras completas. Varia, Secretaría de Educación PúblicaInstituto Mora, México, 1988, 8, pp. 175-176. ⁸ Bustamante, Continuación del cuadro histórico..., op. cit., VI, p. 211n.

Tulio Halperin Donghi, “El letrado colonial como inventor de mitos revolucionarios”, El espejo de la historia, Sudamericana, Buenos Aires, 1987, pp. 142-143. ⁷ Uno de los retratos perteneció a la familia de José María del Río y pasó al patrimonio de la Universidad Autónoma de Nuevo León, atribuido al pintor español Ximeno y Planas, director de la Academia de San Carlos hasta su muerte en 1825; otro parece no haber sido realizado en tiempos de Mier, sino en los años treinta del siglo XX, por José María Campos Rivera, y en un tercero, el mejor logrado, aparece Servando de perfil: se trata de un óleo sobre tela de 94 × 72 cm de autor anónimo del siglo XIX, Patrimonio del Instituto Nacional de Antopología e Historia. Reyes, “Prólogo a fray Servando”, Obras completas, op. cit., IV, p. 551; Alfonso Reyes Aurrecoechea, “Retrato desconocido de fray Servando Teresa de Mier”, Armas y Letras, op. cit., pp. 9-10, y Andrés Henestrosa, prólogo a la Historia de la revolución de Nueva España, Instituto Cultural Helénico-FCE, México, 1986. ⁷¹ Hernández y Dávalos, cdhgim, op. cit., VI, § [870], p. 709. ⁷² Tornel, Breve reseña histórica..., op. cit., p. 251. ⁷³ Bustamante, Tiempo de hablar, tiempo de callar, Imprenta de Valdés, México, 1833, p. 57.

Epílogo ¹ Antonio García Cubas, El libro de mis recuerdos, Porrúa, México, 1986, pp. 101-102. ² Mauricio Molina, La momia del doctor Mier (crónica documental), fotografías de María Inés Roqué, México, 1989, p. 3. ³ Ibid., pp. 10-12. ⁴ Ramírez Aparicio, Los conventos suprimidos..., op. cit., pp. 11-13. ⁵ Molina, La momia del doctor Mier..., op. cit., pp. 12-14.

Atribuido al doctor Orellana, Apuntes biográficos de los trece religiosos dominicos que en estado de momias se hallaron en el osario de su convento de Santo Domingo de esta capital, Imprenta de Inclán, México, 1861. ⁷ Ibid., p. 4. ⁸ Ibid., pp. 4-5. Bob Brier, The Encyclopedia of Mummies, Chermack Books, Nueva York, 1997, p. 112. ¹ Orellana, Apuntes biográficos..., op. cit., p. 7. ¹¹ Ibid., pp. 7-8. ¹² Mier, Memorias, op. cit., II, p. 185. También Menéndez Pelayo se ocupa de las momias guanches en Historia de los heterodoxos españoles, op. cit., I, pp. 228229. ¹³ Orellana, Apuntes biográficos..., op. cit., p. 8. ¹⁴ Alamán, Historia de México..., op. cit., V, p. 623. ¹⁵ Payno, Vida, aventuras y viages del doctor D Servando Teresa de Mier, op. cit., p. 40. ¹ Ibid., p. 41. ¹⁷ José Eleuterio González, Biografía del benemérito mexicano don fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra, Juan Peña Editor, Monterrey, 1876, p. 64. ¹⁸ Varios autores, Fray Servando. Biografía, discursos, cartas, op. cit., pp. 58-60. ¹ Mier, Historia, op. cit., p. XCVI. ² Molina, La momia del doctor Mier..., op. cit., p. 60. ²¹ Ibid., pp. 60-61. ²² Ibid., p. 34.

²³ Agradezco al padre Luis Ramos, director del Templo de Santo Domingo en Querétaro, sus precisiones sobre el entierro de Mier. ²⁴ Mier, Memorias, op. cit., II, p. 102. ²⁵ García Cubas, El libro de mis recuerdos, op. cit., p. 102.

Cronología †

LIBRO PRIMERO. EL ARTE DE LA PREDICACIÓN (1763-1795) SERVANDO TERESA DE MIER 1741 1742 1746 1748 1750 1751 1753 1755 1756 1757 1758 1759 1760 1761 1763 1765 1766 1767 1768 1769 1770 1771 1772 1773 1774 1775

1776 1778 1779 1780 1781 1782 1783 1784 1785 1786 1787 1788 1789 1790 1791 1792 1793 1794 1795 LIBRO SEGUNDO. VIDA DE PÍCARO (1796-1805) 1796 1797 1798 1799 1800 1801 1802 1803 1804 LIBRO TERCERO. EL PRODIGIO DE LA HISTORIA (1805-1816) 1805 1806 1807 1808 1809 1810

1811 1812 1813 1814 1815 LIBRO CUARTO. LA ÚLTIMA DISPUTA POR EL NUEVO MUNDO (1816-1820) 1815 1816 1817

1818 1819 LIBRO QUINTO. PROFETA EN SU TIERRA (1820-1827) 1820 1821 1822 1823 1824 1825 1826 1827 EPÍLOGO. LAS AVENTURAS DE UNA MOMIA 1842 1849 1861 1865 1876 1882

El 11 de junio el brigadier Arre El 21 de agosto Mier, curado de Mier escribe en prisión las Cart

El 20 de mayo el Santo Oficio t Mier es embarcado el 3 de febre En ausencia, Mier es electo dipu Mier se fuga del convento de Sa El 3 de febrero se firma el Acta Discurso sobre la encíclica de L El 20 de agosto, en carta a Cant Tras nombrar su albacea a Bern

El 13 de mayo los dominicos ex El Congreso de Nuevo León da A principios del año, durante lo Manuel Payno publica Vida, av José Eleuterio González afirma El Monitor Republicano reporta

Nota

† Hasta 1800 esta cronología es deudora de la establecida por Edmundo O’Gorman en las Obras completas de Servando Teresa de Mier, UNAM, México, 1981.

Bibliografía

OBRAS DE MIER

1] De política y democracia, Lecturas Universitarias/Nuestros Clásicos, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, 2005. Sermón sobre la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe, 12 de diciembre de 1794 [1794], en Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de Independencia de México (CDHGIM), José M. Sandoval Impresor, México, 1879; edición facsimilar, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, México, 1985, III, pp. 5-68. ___, en Edmundo O’Gorman (comp.), Obras completas de Servando Teresa de Mier, ver infra, 1981, I, pp. 233-255.

2] Cartas del doctor fray Servando Teresa de Mier al cronista de Indias doctor don Juan Bautista Muñoz sobre la tradición de Nuestra Señora de Guadalupe de México escritas desde Burgos año de 1797 [1819], Imprenta de El Porvenir, México, 1875. ___, en Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., III, pp. 151-222. ___, en José Eleuterio González (comp.), Obras completas, Monterrey, 1887, IV, 1ª parte. ___, edición del Periódico Oficial, Monterrey, 1887. ___, en O’Gorman (comp.), Obras completas de Servando Teresa de Mier, op.

cit., III, pp. 89-222.

3] Atala o los amores de dos salvajes en el desierto, escrita en francés por François-René Chateaubriand [1801], traducción al castellano firmada por S. Robinson, falsamente atribuida a Mier. Su autor fue Simón Rodríguez, París, 1801.

4] Cartas de un americano [1811-1812] a] Carta de un americano a El Español sobre su número XIX, W. Lewis, 2 Paternoster-Row, 1811. ___, “Con notas del mismo autor inéditas hasta ahora, y otras publicadas en el Semanario Patriótico, donde se dio a luz esta carta bajo el nombre de un Americano”, Semanario Patriótico Americano, Sultepec, julio de 1812-enero de 1813. ___, reproducción de la edición precedente en Carlos María de Bustamante, Documentos importantes para la historia del Imperio Mexicano, Imprenta de Alejandro Valdés, México, 1821, n. 6, pp. 51-57. b] Segunda Carta de un americano a El Español sobre su número XIX. Contestación a su respuesta dada en el número XXIV, Imprenta de Guillermo Glindon, Londres, 1812. ___, en Mier, Ideario político, prólogo, notas y cronología de O’Gorman, ver infra, 1978, pp. 21-16. c] Ambas cartas En J. E. González (comp.), Obras completas, op. cit., IV, pp. 5-367.

Mier, Cartas de un americano 1811-1812, edición facsimilar de M. Calvillo, Partido Revolucionario Institucional (PRI), México, 1976. ___, Cartas de un americano 1811-1812, prólogo, selección y notas de M. Calvillo, Secretaría de Educación Pública, México, 1987.

5] Casas, Bartolomé de las, Breve relación de la destrucción de las Indias [1812] con edición y discurso preliminar de Mier, Schulze and Dean, Londres, 1812. ___, J. F. Hurtel, Filadelfia, 1821. ___, México, 1822. ___, Puebla, 1822. ___, Œuvres de don Barthélemi de Las Casas, évêque de Chiapas, défenseur de la liberté des naturels de l’Amérique, edición de Juan Antonio Llorente que incluye una “Lettre écrite en 1806 par le docteur don Servando Mier, de Mexico, à M. Henri Gregoire, ancien évêque de Blois, à l’appui de l’apologie de don Barthélemi de Las Casas, publiée par ce prélat”, Alexis Eymery Libraire-Éditeur, II, París-Bruselas, 1822.

6] Proclama de los valencianos del ejército de Cataluña a los ejércitos de Valencia [Valencia, 1811], en José Mariano Beristáin de Souza, Biblioteca hispanoamericana septentrional, ver infra, México, 1815.

7] Guerra, José [Mier], Historia de la revolución de Nueva España, antiguamente Anáhuac, o verdadero origen y causas de ella con la relación de sus progresos

hasta el presente año de 1813 [1813], Imprenta de Guillermo Glindon, Londres, 1813. ___, Cámara de Diputados, 2 t., México, 1922. ___, edición facsimilar con un estudio y anexos de M. Calvillo, 2 vols., Instituto Mexicano del Seguro Social, México, 1980. ___, edición facsimilar con prólogo de Andrés Henestrosa y nota necrológica de José María Luis Mora, 2 t., Instituto Cultural Helénico-FCE, México, 1987. ___, edición crítica, introducción y notas de André Saint-Lu y Marie-Cécile Bénassy-Berling (coords.), Jeanne Chenu, Jean-Pierre Clément, André Pons, Marie-Laure Rieu-Millan y Paul Roche, prefacio de David Brading, publicada con la ayuda del Centre National de la Recherche Scientifique-Centre d’Études Mexicaines et Centraméricaines-Université de Paris III-Sorbonne Nouvelle, série Langues et Langages, 20, Publications de La Sorbonne, París, 1990.

8] Disertación sobre la predicación del Evangelio en América muchos años antes de la Conquista, por el Dr. D. Servando Teresa de Mier y Noriega [1813], en Nicolás León, Bibliografía mexicana del siglo XVIII, México, 1906, apéndice de la Historia de la revolución de Nueva España.

9] Carta de despedida a los mexicanos escrita desde el Castillo de San Juan de Ulúa [1820], Imprenta Liberal de Pedro Garmendia, Puebla, 1821. ___, Oficina de Benavente y Socios, México,1821. ___, Guadalajara, 1822. ___, en Mier, Escritos y memorias, prólogo y selección de Edmundo O’Gorman, ver infra, 1945, pp. 33-52.

___, en Mier, Ideario político, prólogo, notas y cronología de E. O’Gorman, ver infra, 1978, pp. 190-235. ___, en J. E. Rodríguez O. (comp.), Obras completas de Servando Teresa de Mier, ver infra, 1988, IV, pp. 107-114.

10] La opinión del reverendísimo Servandus A. Mier, doctor en Sagrada Teología por la Real y Pontificia Universidad de México y capellán del Ejército de la Derecha, primer ejército de la península, sobre ciertas preguntas que le propuso el reverendo William Hogan, párroco de la iglesia de Saint Mary [1821], Filadelfia, 11 de julio de 1821. ___, en J. E. Rodríguez O. (ed.), Obras completas de Servando Teresa de Mier, ver infra, 1988, IV, pp. 213-233.

11] Memoria político-instructiva enviada desde Filadelfia en agosto de 1821, a los gefes independientes del Anáhuac, llamado por los españoles Nueva España [1821], J. F. Hurtel, Filadelfia, 1821. ___, Mariano Ontiveros, México, 1822. ___, reproducción de la edición de Filadelfia, en El fanal del Imperio Mexicano o Miscelánea Política, México, 15 de mayo de 1822, titulada “Memoria políticoinstructiva del señor don Servando Mier, diputado al Supremo Congreso Mexicano por el Nuevo León y atrapado a su arribo a Vera Cruz por el español D. José Dávila”. ___, edición facsimilar de la primera edición, Republicano Ayuntamiento de Monterrey, 1964. ___, prólogo de M. Calvillo, Banco Nacional de México, 1986.

___, en J. E. Rodríguez O. (comp.), Obras completas de Servando Teresa de Mier, ver infra, 1988, IV, pp. 107-114.

12] Discurso en el Congreso Nacional Mexicano del 15 de julio de 1822 [1822], en Carlos María de Bustamante, Continuación del cuadro histórico de la Revolución Mexicana, México, 1843-1845. ___, en Juan A. Mateos, Historia parlamentaria de los Congresos Mexicanos, México, 1878-1886, i, pp. 92-93. ___, en Vito Alessio Robles, El pensamiento del padre Mier, ver infra, 1944, pp. 67-74. ___, en O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, ver infra, 1945, pp. 50-88.

13] Discurso en el Congreso Nacional Mexicano del 17 de abril de 1823 [1823], en J. A. Mateos, Historia parlamentaria de los Congresos Mexicanos, op. cit., II, pp. 270-271.

14] Discurso que el día 13 de diciembre del presente año de 1823 pronunció el doctor don Servando Teresa de Mier, diputado por Nuevo León sobre el artículo 5 del Acta Constitutiva, conocido como Discurso de las profecías [1823], México, 1823. ___, titulado como “Profecía política”, México, 1834. ___, México, 1849. ___, en V. Alessio Robles, Pensamiento del padre Mier, ver infra, 1944, pp. 75-

83. ___, en O’Gorman, Fray Servando Teresa de Mier, ver infra, 1945, pp. 125-168.

15] Discurso del doctor don Servando de Mier sobre la encíclica del papa León XII [1825], México, 1825. ___, en Mier, Ideario político, ver infra, 1978, pp. 333-348.

16] Cartas del padre Servando Teresa de Mier a Bernardino Cantú, Miguel Ramos Arizpe y a la Diputación Provincial del Nuevo Reino de León [1820-1826], en David Alberto Cossío, Historia de Nuevo León, Monterrey, 1925, V, pp. 25-93. ___, en Diez cartas hasta hoy día inéditas de fray Servando Teresa de Mier, Monterrey, 1940. ___, versión aumentada con diez cartas inéditas, en Alfonso Junco, El increíble fray Servando, psicología y epistolario, ver infra, 1959.

17] Memorias [Apología, Relación y otros fragmentos, 1819], en Manuel Payno, Vida, aventuras, escritos y viages del doctor D. Servando Teresa de Mier, Imprenta de Juan Abadiano, México, 1865. ___, con el título de “Relación de lo que sucedió en Europa al doctor don Servando Teresa de Mier de junio de 1795 a octubre de 1805”, en J. E. González, Biografía del benemérito mexicano don fray Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra, op. cit. ___, Tipografía del Gobierno, Monterrey, 1897.

___, edición parcial en Justo Sierra, Nicolás Rangel, Pedro Henríquez Ureña y Luis G. Urbina (comps.), Antología del Centenario, México, 1910, II, pp. 425487. Hay edición facsimilar de la Secretaría de Educación Pública, México, 1985. ___, con el título de Mier, Memorias, edición y prólogo de Alfonso Reyes, Biblioteca Ayacucho, América, Madrid, 1917. ___, con el título de Mier, Apología y relación, edición de Santiago Roel, Monterrey, 1946. Mier, Memorias, 2 t., edición y prólogo de Antonio Castro Leal, Porrúa, México, 1946, 1971 y 1982. ___, Memorias, presentación y selección de textos de Óscar Rodríguez Ruiz, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1994. ___, Apología, estudio, edición y notas de Guadalupe Fernández Ariza, Consiglio Nazionale Delle Ricerche, Buizoni, Roma, 1998. ___, Memorias, introducción de Christopher Domínguez Michael (“El narrador: la ley del pícaro”), Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Dirección General de Publicaciones, México, 2008. ___, Memorias, edición y prólogo de Ángel José Hernández, Universidad Veracruzana, Xalapa, 2009. ___, Días del futuro pasado. Las Memorias de fray Servando Teresa de Mier, vol. I, edición cotejada y revisada, introducción y notas de Benjamín Palacios Hernández, Universidad Autónoma de Nuevo León-Facultad de Filosofía y Letras, Monterrey, 2009. ___, Días del futuro pasado. Las Memorias de fray Servando Teresa de Mier, vol. II, edición cotejada y revisada, introducción y notas de Benjamín Palacios Hernández, Universidad Autónoma de Nuevo León-Facultad de Filosofía y Letras, Monterrey, 2009.

18]

Escritos inéditos [1820-1825] Mier, Escritos inéditos, introducción, notas y ordenación de textos de J. M. Miquel i Vergés y Hugo Díaz-Thomé, El Colegio de México, México, 1944; segunda edición, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, México, 1985. Incluye el Manifiesto apologético [1820], Respuestas y representaciones [1820], ¿Puede ser libre la Nueva España? [1820], Idea de la Constitución [1820-1821], Nos prometieron constituciones [1821], Acaba de llegar a Filadelfia [1821], Nuevo discurso [1821], La América española dividida en dos grandes departamentos [en colaboración con Manuel Torres, 1820], Exposición de la persecución [1822], Exposición a Iturbide [falsa atribución, 1821], Cartas del obispo Grégoire a Mier [1824 y 1825] y Carta a la Regencia de España [1811].

19] Expediente del proceso inquisitorial [1817-1820], en Hernández y Dávalos, CDHGIM, op. cit., ver supra, VI, entradas de la 756 a la 1097, pp. 638-950. Principal fuente documental sobre Mier, con numerosas cartas, textos autógrafos y sus declaraciones completas ante el Santo Oficio de la Inquisición.

20] Correspondencia dispersa Bello, Andrés, Obras completas, edición de Mario Luis Amunátegui, Santiago de Chile, 1883. En el tomo VI está la carta de Mier a Bello del 7 de octubre de 1821 desde Filadelfia, pp. 89-92. ___, Obras completas. Epistolario, La Casa de Bello, Caracas, 1981, I, pp. 111114. Bustamante, Carlos María de, Diario de México, 10 de febrero de 1810. Contiene carta de Mier sobre la batalla de Belchite, XII, pp. 161-163. Callet-Bois, Ricardo, “Noticias acerca de las vinculaciones de fray Servando Teresa de Mier, Guillermo Walton y Santiago Perry con el gobierno de Buenos Aires, 1812-1818”, Revista de Historia de América, n. 35, México, diciembre de

1953. Contiene dos cartas de Mier a las autoridades de Buenos Aires (12 de julio; 9 y 10 de agosto de 1813). Fernández Larraín, Sergio, Cartas a Bello en Londres, 1810-1829, Santiago de Chile, 1968. El capítulo VIII está dedicado a Mier (pp. 153-173) e incluye la carta de Mier a Bello del 19 de noviembre de 1826, pp. 168-170. García Álvarez, Juan Pablo, La compleja personalidad del padre Mier, Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, 2ª edición corregida y aumentada, México, 1964. Incluye la carta de Mier sobre la batalla de Belchite, pp. 42-51. Junco, Alfonso, El increíble fray Servando, psicología y epistolario, Jus, México, 1959. Rieu-Millan, Marie-Laure, “Une lettre inédite de Fray Servando Teresa de Mier, 1810”, Cahiers du Monde Hispanique et Luso-Brésilien (Caravalle), n. 39, Toulouse, 1982, pp. 65-73. Se trata de una carta de Mier a Manuel Abella, secretario de la comisión de Cortes. ___, “Fray Servando Teresa de Mier en Londres y Miguel Ramos Arizpe en Cádiz. Su actividad política y propagandística según una carta inédita de Mier, 1812”, Anuario de Estudios Americanos, t. 46, n. 2, Sevilla, diciembre de 1989, pp. 55-73. Se trata de una carta de Mier a Luis de Iturribarría del 14 de abril de 1812.

21] Antologías Alessio Robles, Vito (ed.), El pensamiento del padre Mier, Secretaría de Educación Pública, México, 1944. Anónimo, Servando Teresa de Mier. Política y democracia, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, 2005. O’Gorman, Edmundo (ed.), Fray Servando Teresa de Mier, en Antología del Pensamiento Político Americano, UNAM, México, 1945. ___, Servando Teresa de Mier. Escritos y Memorias, Biblioteca del Estudiante Universitario 56, UNAM, México, 1945 y 1982.

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22] Obras completas O’Gorman, Edmundo (ed.), Obras completas de Servando Teresa de Mier, I, UNAM, México, 1981. Incluye un estudio preliminar, antecedentes y textos. ___, Obras completas de Servando Teresa de Mier, II, UNAM, México, 1981. Incluye Proceso contra el padre doctor fray Servando Teresa de Mier por el sermón que predicó en la Colegiata de Guadalupe el 12 de diciembre de 1794. ___, Obras completas de Servando Teresa de Mier, III, UNAM, México, 1981. Incluye Disertación sobre la predicación del Evangelio en América muchos años antes de la Conquista y Cartas a Juan Bautista Muñoz. Rodríguez O., Jaime E. (ed.), Obras completas de Servando Teresa de Mier, IV, UNAM, 1988. Incluye Idea de la Constitución, ¿Puede ser libre la Nueva España?, Carta de despedida a los mexicanos, Acaba de llegar a Filadelfia, Nos prometieron constituciones, Nuevo discurso, Memoria político-instructiva, Opinión del reverendísimo Servandus A. Mier, Observaciones sobre la opinión del reverendísimo Servandus A. Mier, Una palabra sobre un folleto anónimo impreso en Filadelfia y Comentarios sobre la traducción de “Una palabra sobre un folleto anónimo”.

23] Traducciones Mier, fray Servando Teresa de, The Memoirs of Fray Servando Teresa de Mier, traducción de Helen Lane, edición e introducción de Susana Rotker, Oxford University Press, 1998.

24] Manuscritos Papeles de José Servando Teresa de Mier, Benson Latin American Collection, Universidad de Texas, Austin. (Hay copia parcial en micropelícula en el Archivo General de la Nación, México.)

OBRAS SOBRE MIER

1] Manuscritos Archivo del Museo Naval, Ministerio de Marina, Colección Guillén, Madrid, CLXXXIX, Mss. 1408. Archivo Nacional de Colombia, Bogotá, Sección Histórica, Archivo Anexo, XIII, ff. 581-583. Archivo General de Indias, Sevilla, Estado 69, legajo número 36, a.

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5] Puestas en escena Servando o el arte de la fuga, collage de textos de Jorge Guidi y Ricardo Esquerra, dirección de Jorge Guidi, estreno: Ciudad de México, 1996. 1822. Obra para próceres y comparsas, de Flavio González Mello, dirección de Antonio Castro, estreno: Ciudad de México, 2002. Edición: Flavio González Mello, 1822. Obra para próceres y comparsas, en El nuevo teatro mexicano, El Milagro-CNCA, México, 2000, II, pp. 155-235.

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Nota

† Esta sección ha sido parcialmente elaborada con base en la bibliografía de Mier que proporciona la edición de la Sorbona de la Historia de la revolución de Nueva España (París, 1990).