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Ernst Burkhart Javier López
VIDA COTIDIANA Y SANTIDAD En la enseñanza de SAN JOSEMARIA
ESTUDIO DE TEOLIGÍA ESPIRITUAL
VOLUMEN II
RIALP ISBN 978-84-321-3890-4
Burkhart-López
VIDA COTIDIANA Y SANTIDAD VOL II
PARTE II El sujeto de la vida cristiana. El cristiano "otro Cristo", "el mismo Cristo" Visión general de la parte segunda El fin último de la vida cristiana incluye dos aspectos –la gloria de Dios y la perfección del hombre– inseparables entre sí: quien procura dar gloria a Dios (con todo lo que esto encierra: buscar el reino de Cristo, edificar la Iglesia) alcanza su propia perfección y felicidad, ya que en el fin último se encuentra necesariamente "el bien perfecto y completo de uno mismo" 1. Puesto que la gloria a Dios es que el hombre viva Vida sobrenatural, según las conocidas palabras de san Ireneo 2, es decir, que sea santo e instrumento para santificar a los demás, el texto de la Sagrada Escritura que hemos elegido como epígrafe de la Parte I ha sido: "Sed santos porque yo soy santo" (Lv 19, 2; 1P 1, 16). Ahora hemos de considerar que esa participación en la Vida íntima de la Santísima Trinidad en comunión con todos los santos –la santidad y el apostolado–, transforma al cristiano: lo eleva y lo perfecciona. Con otros términos: la unión con Dios "realiza y perfecciona al hombre en el supremo nivel de su plenitud" 3. Santidad y perfección son, en todo caso, conceptos inseparables. De ahí el epígrafe elegido para esta Parte II: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48). El texto completa el que ha abierto la Parte I. Allí hemos estudiado el primer aspecto del fin último: que la santidad consiste en dar gloria a Dios, buscando el reinado de Cristo, la edificación de la Iglesia. Ahora hablaremos del segundo aspecto: que la santidad implica la perfección y felicidad del cristiano. ¿En qué consiste esa perfección? "Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme" (Mt 19, 21). Según estas palabras, la perfección consiste en seguir a Cristo prefiriéndole a cualquier otro bien (lo que
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significa, como veremos, ordenar todo a su seguimiento) y este seguimiento implica trato, amistad, comunión de vida con Él: no una mera imitación exterior. San Josemaría lo describe con un término muy expresivo: "identificación". Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos 4. Define la perfección como identificación con Cristo 5. Otras veces comenta que el cristiano ha de ser alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo 6. "Identificarse con Cristo", "ser ipse Christus", son ciertamente afirmaciones audaces, pero no sorprenden si se consideran los numerosos precedentes en la tradición teológica, tanto de Oriente como de Occidente, que tendremos ocasión de sondear. En san Josemaría revelan una viva percepción del "misterio" de la unión del cristiano con Cristo, tan presente en los textos paulinos. Citemos solamente uno: "Dios quiso dar a conocer a los suyos las riquezas de gloria que contiene este misterio para los gentiles: es decir, que Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria" (Col 1, 27). Hablar de "identificación" no es más que un modo de designar ese misterio de la compenetración sobrenatural del cristiano con Cristo que realiza el Espíritu Santo si encuentra cooperación a su gracia. ¿Cómo se puede describir esa identificación con Cristo? No nos referimos ahora al proceso de identificación, es decir, a cómo se alcanza y con qué medios –temas que veremos en la Parte III–, sino a la realidad misma de esa identificación. Nos preguntamos en qué consiste y qué es lo que cambia en quien la busca. La respuesta se puede condensar en tres puntos que serán objeto de los capítulos de esta Parte II. Los describiremos sintéticamente. En primer lugar, el cristiano queda transformado en hijo adoptivo de Dios en el momento grandioso del Bautismo: hijo del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. Veremos que esta filiación sobrenatural lleva consigo una presencia de Cristo en el cristiano, gracias a la cual se puede decir que éste es "el mismo Cristo". Pero no se trata de una realidad estática. Esa identificación que ha comenzado en el Bautismo debe crecer a lo largo de la vida y aquí se encuentra una enseñanza característica de san Josemaría: la de poner como fundamento de ese crecimiento el sentido de la filiación divina 7, la conciencia viva de ser hijo de Dios en Cristo. No se trata de un conocimiento teórico de la verdad de nuestra filiación adoptiva ni, menos aún, de un estado de ánimo. El "sentido de la filiación divina" es una sencilla sabiduría del corazón acerca de la propia identidad sobrenatural más profunda. Es un don divino, sin duda, pero sólo puede recibirlo quien
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se abre a él sin poner obstáculos. Es, por tanto, un don y una tarea. Y no una tarea más sino aquella que es la base de todo el edificio de la santidad, porque quien se sabe hijo de Dios en Cristo y reconoce la presencia de su Vida en él, ¿no se verá impulsado a hacerla suya quitando todo estorbo – muriendo al hombre viejo (cfr. Rm 6, 6)–, para llegar a afirmar como san Pablo: "Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí" (Ga 2, 19-20)? Pedir al Espíritu Santo que imprima en la propia alma el sentido de la filiación divina y cultivarlo es, para san Josemaría, el cimiento del edificio de la vida espiritual. Como tal, será el primer tema de esta Parte II: "El sentido de la filiación divina" (capítulo 4º). En segundo lugar consideraremos que el cristiano ha recibido una nueva libertad: la libertad de los hijos de Dios, la libertad para la que Cristo nos ha liberado (cfr. Ga 5, 1). Consecuencia inmediata del sentido de la filiación divina es la conciencia de esta libertad. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural 8. Dios no desea siervos forzados, prefiere hijos libres 9, escribe san Josemaría. En toda su enseñanza, el término "libres" sigue muchas veces al de "hijos", porque la libertad pertenece a la condición de hijo de Dios. Es el don que permite amar, correspondiendo a la gracia del Espíritu Santo. La vida cristiana reclama su ejercicio activo: no cabe la inercia. Para identificarse con Cristo hay que emplear todas las energías de la libertad en amar a Dios y a los hombres, con obras de servicio, secundando la acción del Espíritu que mueve a ponerla en juego. San Josemaría recalca la importancia de respetar y fomentar la libertad de los fieles corrientes para buscar la santidad y ejercer el apostolado conformemente a su vocación, con iniciativa y responsabilidad personales. El papel que reconoce a la libertad muestra que en el proceso de la identificación con Cristo no hay alienación del yo. Es, al contrario, realización de la vocación personal (cfr. Ef 1, 4) e implica el desarrollo original de la libertad, que está en el núcleo mismo de la persona. Estos son algunos elementos del segundo tema que examinaremos: "La libertad de los hijos de Dios" (capítulo 5º). En tercer lugar veremos que el sentido de la filiación divina, con la conciencia de la libertad, es la base del crecimiento en las virtudes que configuran al cristiano con Cristo. San Josemaría enseña a practicarlas con espíritu de hijos de Dios llamados a la santidad en medio del mundo. Al mencionar cualquier virtud añade con frecuencia las palabras "de un hijo de Dios" o "de los hijos de Dios": la justicia de los hijos de Dios, la alegría, la lealtad, la obediencia "de un hijo de Dios"... Es connatural a este espíritu
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filial que la caridad sea la primera virtud y la que vivifica a todas las demás, porque la filiación divina adoptiva –participación en el Hijo– y la caridad – participación de la Caridad infinita que es el Espíritu Santo– son inseparables, análoga-mente a como lo son el Hijo y el Espíritu Santo en el seno de la Trinidad. Un cristiano que "siente" la filiación divina, procura necesariamente que su vida sea una vida de amor. San Josemaría remarca esa preeminencia de la caridad, y concede al mismo tiempo gran importancia a las virtudes humanas, imprescindibles para la identificación con Cristo, "perfectus Deus, perfectus homo" 10: virtudes especialmente necesarias para los fieles que se santifican en las actividades temporales, porque su perfecta realización sería imposible sin ellas. La predicación de san Josemaría es muy amplia en este campo. Se verá a lo largo del tercer tema de esta Parte II: "La caridad y las demás virtudes cristianas" (capítulo 6º). En resumen, la figura del cristiano que emergerá de estos tres capítulos será la de la persona profundamente consciente de su filiación divina que compromete su libertad en amar a Dios y a los demás con obras de servicio, practicando todas las virtudes con el afán de identificarse con Jesucristo en los quehaceres de la vida ordinaria. Se puede observar que en estos tres temas están implicados los diversos niveles de la constitución ontológica del sujeto: su ser persona, su naturaleza y sus potencias. En efecto, la filiación divina adoptiva es una propiedad personal: la nueva relación con Dios que adquiere la persona humana en la elevación sobrenatural y que lleva consigo también una nueva relación con los demás (la fraternidad de los hijos de Dios) y con las realidades temporales (herencia de los hijos de Dios). Por su parte, la libertad cristiana caracteriza a la naturaleza del hombre elevado por la gracia 11: es una nueva libertad respecto a la de quien era esclavo del pecado. Por último, la caridad y las demás virtudes informadas por ella elevan sus potencias, para que pueda obrar como hijo de Dios. Como se puede ver, todos los temas de la antropología cristiana están implicados en los tres capítulos de esta Parte II. Podemos preguntarnos si es necesario que el cristiano se proponga expresamente como fin su propia perfección, o si basta que la espere como efecto de la unión con Dios que alcanzará si se preocupa sólo de darle gloria. Con otras palabras, puesto que el fin de la vida cristiana es a la vez la glorificación de Dios y la propia perfección, ¿no bastaría buscar lo primero para obtener lo segundo sin necesidad de procurarlo formalmente? ¿No lo da a entender así san Juan, cuando escribe que en la gloria "seremos
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semejantes a Él, porque le veremos tal cual es" (1Jn 3, 2)? Si la visión beatífica hace a los santos plenamente semejantes a Cristo, ¿no llevará también la contemplación en esta tierra a la perfección cristiana, sin necesidad de buscar esta última deliberadamente? Sin embargo, el Señor dice: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48). Exhorta a tender a la perfección. En realidad, no hay diferencia entre buscar la gloria de Dios y encaminarse a la perfección o identificación con Cristo, pues ésta radica esencialmente en la caridad, el amor sobrenatural a Dios, en lo que consiste darle gloria, como vimos en el capítulo 1º. No es, por tanto, algo distinto de la unión con Dios ni un efecto suyo, sino más bien su fuente, en el mismo sentido en que la virtud de la caridad (como "habitus") es la fuente de los actos de amor. El cristiano ha de buscar su propia perfección, que se halla en la caridad, porque sólo así dará gloria a Dios con su ser y su obrar. Sólo el árbol bueno da frutos buenos (cfr. Mt 7, 17). Para dar frutos buenos –actos de amor con los que el cristiano glorifica a Dios–, ha de procurar ser él mismo "árbol bueno", ha de buscar su propia perfección. Proponer como fin la búsqueda de la perfección humana y sobrenatural puede parecer un planteamiento antropocéntrico de la vida espiritual. Sin embargo este antropocentrismo no se opone al radical teocentrismo cristiano, sino que más bien es exigencia suya. Juan Pablo II ha situado esta idea en el núcleo del Concilio Vaticano II: "Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano, han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso a contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlos en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Éste es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio" 12. Nos parece que san Josemaría apunta a la raíz de esta cuestión cuando enseña a poner en la base del amor a Dios el sentido de la filiación divina en Cristo y por tanto la aspiración a la identificación con Él. Señalemos, por último, la relación –a la que ya hemos aludido– de esta Parte II sobre el sujeto con los temas de la Parte III (sobre el camino de la vida cristiana). Ahora estudiaremos en qué consiste la identificación con Cristo, mientras que en la Parte III veremos cómo el cristiano tiende a ella en el transcurso de su vida terrena. Para un fiel corriente, su camino no es otro que el de la santificación del trabajo profesional y de las relaciones familiares y sociales (capítulo 7º); un camino que requiere esfuerzo, lucha interior contra el pecado y sus consecuencias (capítulo 8º); pero en el que
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cuenta con los medios de santificación y apostolado que le proporciona la Iglesia (capítulo 9º).
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CAPÍTULO CUARTO El sentido de la filiación divina, fundamento de la vida espiritual 1. LA EXPERIENCIA DE LA FILIACIÓN DIVINA EN 1931 1.1. La conciencia de ser hijo de Dios Padre en unión con Jesucristo por el Espíritu Santo 1.1.1. Percepción de la paternidad divina 1.1.2. Conciencia de la acción del Espíritu Santo 1.1.3. "Saberse Cristo" 1.2. Filiación divina encarnada y redentora 1.2.1. Filiación encarnada 1.2.2. Filiación redentora 1.2.3. Filiación divina y conciencia de la filiación divina 2. LA NOCIÓN DE FILIACIÓN DIVINA ADOPTIVA EN SAN JOSEMARÍA 2.1. Fuentes y contexto teológico 2.2. Elementos doctrinales de la noción de filiación divina sobrenatural 2.3. El cristiano "otro Cristo", "el mismo Cristo" "No ya alter Christus sino ipse Christus" Fundamento y precedentes de la expresión 2.4. La presencia de Cristo en el cristiano: una explicación teológica 2.5.Hijos e hijas de Dios con "idéntica filiación divina adoptiva" 3. EL SENTIDO DE LA FILIACIÓN DIVINA, FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA 3.1. Significado de la expresión "sentido de la filiación divina" "Hilo de todas las virtudes". Relación con la virtud de la piedad y con el don de piedad "Alma sacerdotal" con "mentalidad laical"
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3.2. Fundamento para tender al fin último de la vida cristiana Para ser contemplativos en medio del mundo Para poner a Cristo en la entraña de las actividades humanas Para edificar la Iglesia haciendo de la Santa Misa el centro y la raíz de la vida interior 3.3. Del Bautismo a la Gloria El crecimiento de un hijo de Dios El camino de los hijos de Dios Algunas aplicaciones prácticas
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CAPÍTULO CUARTO El sentido de la filiación divina, fundamento de la vida espiritual El fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina (Forja, 987) Abordamos en este capítulo un tema que, para Álvaro del Portillo, es el nervio central 1 de la predicación de san Josemaría. Nervio que transmite a todo el cuerpo de su doctrina una sensibilidad peculiar y característica. La filiación divina –escribe Fernando Ocáriz– lo informa todo en su espíritu y en su palabra (...). Si habla o escribe sobre la fe, se trata de la fe de los hijos de Dios, si predica sobre la fortaleza, habla de la fortaleza de los hijos de Dios, si contempla la realidad de la conversión y la penitencia, su palabra versa sobre la conversión de los hijos de Dios... Toda virtud, todo aspecto del existir cristiano –y aun humano en general– está caracterizado desde dentro, en su vida, en su voz y en su pluma, por ser de los hijos de Dios 2. Una vez que el Hijo de Dios se ha hecho hombre y ha venido a habitar entre nosotros para que llegáramos a ser hermanos suyos (cfr. Jn 1, 12-14; Rm 8, 29), la vida del cristiano se desenvuelve objetivamente en una atmósfera filial. Pero no todos son conscientes de esta realidad ni aprecian el valor del aire que respiran. A quienes siguen el camino de santidad que propone san Josemaría, les dice: el fundamento de nuestra vida espiritual es el sentido de nuestra filiación divina 3. No les recuerda sólo que el hecho de la filiación divina sobrenatural está en la base de la vida cristiana; les orienta a poner como fundamento de la búsqueda de la santidad el sentido – la conciencia viva– de esa filiación adoptiva. Enseña a saberse hijo amado de Dios 4 y a extraer todas las consecuencias, a sentirse "otro Cristo" y a desear identificarse progresivamente con Él. El "sentido de la filiación divina" es algo más que el conocimiento teórico de una verdad. Es un don divino, una inmensa gracia de Dios destinada a orientar todo el pensar y el querer, el sentir y el obrar. Un don que, en quien tiene uso de razón, acompaña de algún modo al mismo hecho de la adopción filial, porque al hacernos hijos suyos Dios quiere que poseamos la conciencia de serlo y ha dispuesto que le llamemos Padre (cfr. Mt 6, 9). Pero es un don que necesita ser avivado, como una brasa, para que irradie su luz y su calor a la conducta del cristiano. En la vida de san Josemaría hay un momento, en 1931, en el que Dios quiso intensificar extraordinariamente ese don para que lo viera –y
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enseñara a verlo– como cimiento de la vida espiritual y, concretamente, del espíritu de santificación en medio del mundo que estaba llamado a difundir desde 1928. La lógica del cimiento está presente en el mismo descubrimiento de este rasgo de su mensaje espiritual. Cuando se observa un edificio, es normal que la mirada se detenga en su forma, en las dimensiones o en los materiales empleados. No se suele pensar en los fundamentos que están debajo, sosteniendo la construcción. Algo de esto le sucedió a san Josemaría cuando el 2 de octubre de 1928 vio por primera vez el espíritu que habría de encarnar y difundir. Comprendió que Dios llamaba a todos a la santidad y que la gran mayoría de los hombres deberían buscarla en los quehaceres corrientes: la familia, el trabajo, las relaciones sociales... Uno de estos quehaceres, el trabajo profesional, se le presentaba como eje del edificio. Era el elemento central del mensaje de aquella mañana de 1928, pero no era el único. Había otros menos visibles, y no por ello menos importantes. Concretamente, el edificio y su eje estaban apoyados en una roca que garantizaba su estabilidad. La roca era el hecho y la conciencia de la filiación divina adoptiva. Este cimiento se encontraba allí desde el inicio, pero estaba oculto. San Josemaría lo descubriría claramente sólo tres años después, en los últimos meses de 1931, gracias a una nueva luz interior que recibiría. Reflexionando más tarde sobre la sucesión de los acontecimientos dirá que este rasgo típico de nuestro espíritu nació con la Obra [en 1928], y en 1931 tomó forma 5. A partir de entonces enseñará siempre a poner como fundamento de la vida espiritual el sentido de la filiación divina. Cabe preguntarse cómo es compatible que un rasgo esencial del mensaje naciera en 1928 pero no tomara forma hasta 1931. No nos consta que san Josemaría lo haya explicado, aunque quizá los estudios sobre la documentación manuscrita aporten datos sobre este punto en el futuro. En todo caso, no le suponía ningún problema afirmar que en 1928 vio todo el mensaje que debía predicar y que en 1931 percibió con más nitidez uno de sus aspectos esenciales. En 1928 había comprendido que todos los fieles están llamados a la perfección cristiana por el sencillo hecho de haber recibido el Bautismo 6, y precisamente en el Bautismo se nace a la vida sobrenatural de hijo adoptivo de Dios. Al predicar desde 1928 la llamada universal a la santidad, estaba ya invitando a tomar conciencia de la dignidad de hijos de Dios. De hecho, no faltan testimonios de la fuerza y ardor con que hablaba de la filiación divina a quienes acudían a su dirección espiritual ya en este periodo, como aquel estudiante de la Universidad Central de Madrid que le confiaba, según escribe en Camino: pensaba en lo que usted me dijo... ¡que soy hijo de Dios!, y me sorprendí por la calle,
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"engallado" el cuerpo y soberbio por dentro... ¡hijo de Dios! 7 San Josemaría recuerda su respuesta: Carta 9-I-1959, 60. Le aconsejé, con segura conciencia, fomentar la "soberbia" 8: el orgullo santo de ser hijo de Dios. El autor de la edición crítico-histórica sitúa la conversación con el estudiante en 1929 o muy poco después, lo que representa para nosotros un testimonio de la intensidad con que san Josemaría transmitía el sentido de la filiación divina entre 1928 y 1931. A partir de esta última fecha la invitación a poner ahí el cimiento de la vida espiritual se haría más apremiante y explícita, con los perfiles netos y típicos que estudiaremos en este capítulo. La secuencia de los hechos parece encerrar un significado también para la comprensión teológica del camino de santidad que enseña san Josemaría. Los años que transcurren desde que nace ese rasgo hasta que toma forma, dejan traslucir que el sentido de la filiación divina puede tardar en desarrollarse. No es raro, en efecto, que quien sigue el camino de santidad que enseña san Josemaría necesite tiempo para aprender –bajo la acción de la gracia–, que el trato con Dios se ha de apoyar en esa conciencia de ser hijos suyos. ¿No sucede también que un niño, aunque reconoce muy pronto a sus padres, sólo cuando crece toma conciencia de que les debe la vida, el alimento, la educación...? Sólo entonces esa realidad comienza a influir de modo práctico en su conducta, llevándole a comportarse de acuerdo con la condición de hijo. San Josemaría encauza la vida espiritual hacia este descubrimiento, enseña a lanzarse a su conquista secundando la acción del Espíritu Santo. Ya a los que comienzan a buscar la santidad, con seria determinación, les aconseja desde el primer momento que consideren frecuentemente la filiación divina cada día 9, aunque quizá todavía no comprendan bien lo que significa. La secuencia histórica a la que nos hemos referido no debe imponer, en cambio, el orden de la exposición teológica. Nada obliga a explicar primero lo que vio san Josemaría en 1928 y después lo que comprendió en 1931. No es necesario hablar antes de la casa que de sus cimientos, a tratar primero de la santificación del trabajo y después del sentido de la filiación divina. Por una parte, ya hemos visto que la filiación adoptiva estaba presente desde el inicio; por otra, difícilmente se entendería el alcance de la santificación del trabajo sin tener en cuenta que quien trabaja ha de saberse hijo de Dios, "otro Cristo". Por eso hemos optado por estudiar ahora el sentido de la filiación divina y, más adelante, en el capítulo 7º, la santificación del trabajo. Lo primero ayudará a comprender mejor lo segundo.
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Analizaremos a continuación (apartado 1) el origen de esta enseñanza –la vivencia de la filiación divina en 1931– y estudiaremos después (apartado 2) la noción teológica de filiación divina que subyace a esa vivencia. Tendremos así abierto el camino para exponer lo que es el objeto principal de este capítulo: el "sentido" o la "conciencia" de la filiación divina como fundamento de la vida cristiana (apartado 3). 1. LA EXPERIENCIA DE LA FILIACIÓN DIVINA EN 1931 La enseñanza de san Josemaría sobre el sentido de la filiación divina en la vida espiritual no es el resultado de una especulación teológica. Se formó en su alma a partir de una intensa vivencia interior, sobrevenida en diversos momentos de septiembre y octubre de 1931, cuando se afanaba por sacar adelante la empresa sobrenatural que Dios le había confiado y que superaba totalmente sus fuerzas10. Diversas anotaciones de sus Apuntes íntimos muestran, según Vázquez de Prada, que en esos meses se posesionó de todo su ser la gozosa claridad de saberse hijo de Dios 11. El 22 de septiembre de 1931 escribe: Estuve considerando las bondades de Dios conmigo y, lleno de gozo interior, hubiera gritado por la calle, para que todo el mundo se enterara de mi agradecimiento filial: ¡Padre, Padre! Y –si no gritando– por lo bajo, anduve llamándole así (¡Padre!) muchas veces, seguro de agradarle 12. La irrupción de luz en su alma venía a iluminar un misterio ya conocido y creído. Hasta ese momento sabía que era hijo de Dios; ahora lo comienza a "sentir", lo percibe de un modo nuevo, cargado de consecuencias. En las semanas sucesivas se prolongará este clima interior. El sentido de la filiación divina irá calando en su alma bajo el efecto de una lluvia de gracias que le sorprenden en las circunstancias más diversas. La que recibió el 16 de octubre quedará fijada en su alma como uno de los momentos de oración más intensos de su vida. Al final de la jornada anota lo ocurrido: Día de Santa Eduvigis 1931: Quise hacer oración, después de la Misa, en la quietud de mi iglesia. No lo conseguí. En Atocha, compré un periódico (el A.B.C.) y tomé el tranvía. A estas horas, al escribir esto, no he podido leer más que un párrafo del diario. Sentí afluir la oración de afectos, copiosa y ardiente. Así estuve en el tranvía y hasta mi casa 13. El contenido de aquella oración era el misterio de la filiación divina adoptiva, como explicará más tarde:
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La oración más subida la tuve (...) yendo en un tranvía y, a continuación vagando por las calles de Madrid, contemplando esa maravillosa realidad: Dios es mi Padre. Sé que, sin poderlo evitar repetía: Abba, Pater! 14 El hecho de encontrarse en la calle y en un tranvía, encerraba para él un claro significado: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo; el bullicio del mundo es, para nosotros, lugar de oración 15. Era una manifestación práctica de que el sentido de la filiación divina formaba parte esencial –como cimiento escondido– del espíritu de contemplación en medio del mundo que Dios le había hecho ver. Ahora le hacía percibir vivamente su condición de hijo de Dios. El fin de esta nueva intervención divina (no le cabía duda de que era el Señor quien obraba: luego veremos cómo lo afirma) era llevarle a comprender que la base de la contemplación en la vida ordinaria, el fundamento de la transformación del trabajo y de todos los quehaceres seculares en oración, había de ser el sentido de la filiación divina. Pero dejemos el análisis de esta enseñanza para más adelante y fijémonos en los hechos de 1931. La Teología espiritual dispone de un concepto que engloba sucesos de este género en la vida de los santos: "experiencia"16. Aunque san Josemaría no emplea este término cuando se refiere a esos momentos – tampoco los define de ningún otro modo: se limita a narrar lo acontecido–, los detalles que ofrece inducen a pensar que es el más adecuado para designarlos. "Experiencia" es, en general, el conocimiento de una realidad particular o individual mediante un cierto contacto inmediato, sin necesidad de un proceso discursivo. Puede ser sensible, si procede de los sentidos corporales, o espiritual. Cuando la experiencia espiritual se refiere al misterio de la participación sobrenatural del cristiano en la vida de la Santísima Trinidad, por medio de Cristo y con Él y en Él, se habla de "experiencia mística". San Buenaventura se refiere a un cierto conocimiento experimental de Dios 17 que no es de tipo especulativo ni tiene necesidad de discurso racional o de imágenes. Santo Tomás lo califica como afectivo o experimental18. "Afectivo", no tanto porque suscite el amor, sino porque tiene lugar en el amor, es decir, por medio del amor que pone en contacto inmediato con Dios: por eso lo denomina también "experimental". En nuestro caso, esta experiencia de san Josemaría es un acto muy semejante a la "contemplación de Dios" de la que ya hemos hablado en el capítulo 1º, aunque no se reduce a ella. Incluye la contemplación infusa (estuve contemplando con luces que no eran mías esa asombrosa verdad... 19), pero deja además como un recuerdo indeleble (quedó encendida como
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una brasa en mi alma, para no apagarse jamás 20), lo que pertenece a la noción de experiencia. Es también propio de una experiencia que la realidad conocida (experimentada) sea una verdad singular y concreta, no abstracta y universal. Como se ve en los textos de san Josemaría, lo que contempló y quedó grabado en su alma fue ante todo "su" filiación divina adoptiva, no una doctrina general. Después, lo que experimentó en estos momentos le llevará a descubrir la riqueza de la filiación divina tal como se nos presenta en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia 21, y será la conciencia de esta verdad lo que propondrá, en general, como fundamento de la vida cristiana. Otro elemento de la noción de experiencia espiritual que se advierte en los diversos relatos de san Josemaría es la implicación de toda la persona, incluida la esfera sensible. Se desprende, por ejemplo, de un texto (ya hemos anticipado algunas frases) referido a los hechos del 16 de octubre de 1931: Probablemente hice aquella oración en voz alta. Y anduve por las calles de Madrid, quizá una hora, quizá dos, no lo puedo decir, el tiempo se pasó sin sentirlo. Me debieron tomar por loco. Estuve contemplando con luces que no eran mías esa asombrosa verdad, que quedó encendida como una brasa en mi alma, para no apagarse jamás 22. Cabe preguntarse qué significado tienen estas manifestaciones sensibles, como el no saber si hablaba en voz alta o el perder la conciencia del tiempo. Se podría pensar que no son más que el efecto de un estado del alma que revela en el cuerpo la intensidad de la conmoción interior. En este caso, la esfera sensible vendría a ser como la caja de resonancia de las vibraciones del espíritu. Pero es posible que esta explicación resulte insuficiente para dar razón de los hechos, pues san Josemaría habla expresamente de un "sentir": Sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! 23 ¿Cómo hay que entender ese "sentir"? Cuando san Juan de la Cruz habla de este género de percepciones particulares 24 de las cosas divinas, que el Espíritu Santo concede a veces, menciona entre ellas los sentimientos espirituales 25, que en ocasiones acompañan a las visiones, revelaciones y locuciones 26. Para el Doctor Místico todas esas percepciones, comprendidos los sentimientos espirituales, tienen lugar sin la intervención de ningún sentido corporal 27, por la desproporción absoluta entre sujeto y
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objeto. El "sentir" de san Josemaría habría que entenderlo, por tanto, de un modo espiritual. Efectivamente, una antigua tradición que va desde Orígenes y san Gregorio de Nisa hasta san Bernardo y san Buenaventura, habla de unos "sentidos espirituales" en el cristiano dócil a la acción del Espíritu Santo, con los cuales puede "ver", "oír", "sentir" las realidades sobrenaturales, si Dios se lo concede, de modo análogo a como ve, oye y siente, con los sentidos corporales externos e internos 28. Lo que llaman "sentidos espirituales" no sería otra cosa que operaciones de la inteligencia y de la voluntad que asumen connotaciones análogas a las de los sentidos corporales. Se denominarían "sentidos" sólo por asociación mental, empleando una alegoría del lenguaje. Sin embargo, esta interpretación no satisface a otros autores. Piensan que no explica suficientemente el modo de hablar de los santos que se refieren a experiencias de realidades sobrenaturales como si las percibieran también, de algún modo, con la sensibilidad corporal. En esta línea, Anselm Stolz sostiene que la noción de "sentidos espirituales" dice una espiritualización, una actividad de los sentidos [corporales] dirigida por el Espíritu Santo, y no la existencia de sentidos en el espíritu 29. Es una hipótesis que no carece de dificultades, pero que quizá no puede descartarse absolutamente si se tiene presente que la acción deificante de la gracia comporta una cierta espiritualización de todo el hombre, incluida la dimensión corporal 30. El tema es familiar a san Josemaría, que escribe (sin relación alguna con la hipótesis de Stolz): Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa 31. Santo Tomás observa que los santos, después de la resurrección de la carne, podrán percibir con su cuerpo glorificado no a Dios en su esencia pero sí en sus efectos corporales (...), principalmente en la carne de Cristo 32. Siendo la gracia una incoación de la gloria, se podría pensar que es posible un cierto anticipo de esa experiencia. No se trataría de lo que clásicamente se llama un "fenómeno extraordinario" (como una aparición del Señor o de la Santísima Virgen, que también se han dado en ciertos casos, algunos de ellos reconocidos por la Iglesia), sino como un fenómeno ordinario de la gracia, aunque revestido de extraordinaria intensidad. El testimonio de san Josemaría no permite dilucidar si su "sentir la acción del Señor" ha de entenderse de un modo metafórico, como designando una operación exclusivamente espiritual (con repercusiones en el cuerpo), o se puede interpretar como un cierto participar de los mismos sentidos corporales, elevados por la gracia, en la percepción de su filiación
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divina. Quizá un estudio más detenido de los textos y de las doctrinas a las que nos hemos referido llegue a esclarecer este punto en el futuro. De lo que no cabe duda es de que san Josemaría se vio impetuosamente involucrado con todo su ser en aquella experiencia. No solamente conoció: se "sintió" hijo de Dios, "otro Cristo, el mismo Cristo" (con expresión que estudiaremos luego), en su alma y en su cuerpo. "Me debieron tomar por loco...", anota en uno de los textos que hemos visto. Por temperamento y educación no era propenso a actitudes que llamaran la atención, y lo era aún menos por razón del mensaje que predicaba, dirigido precisamente a la santificación de la vida ordinaria. Pero en aquellas ocasiones de 1931 se apoderaba de él una fuerza que daba lugar a manifestaciones ajenas a su natural. Era evidente que aquella claridad venía de lo alto. "Estuve contemplado con luces que no eran mías esa asombrosa verdad...", escribe. Experimentó que el paso del "saber" al "sentir" la filiación adoptiva era una dádiva divina y comprendió que el Señor quería servirse de él para otorgar ese "sentido" a otras muchas almas. ¿Cómo se puede describir el contenido de lo que comprendió y sintió en aquellas semanas de 1931? ¿Cómo explica san Josemaría en qué consiste el sentido de la filiación divina? Esto es lo que nos proponemos estudiar en el apartado siguiente. Antes de ver cómo surge el edificio de la vida cristiana desde su cimiento –lo veremos en la última parte del capítulo– , fijamos la atención en el cimiento mismo. 1.1. La conciencia de ser hijo de Dios Padre en unión con Jesucristo por el Espíritu Santo En las anotaciones de los Apuntes íntimos que hemos citado y en otros pasajes donde san Josemaría reflexiona sobre la luz recibida en aquella ocasión, se advierte que el sentido de la filiación divina abarca un triple aspecto: es una experiencia de la paternidad divina (1), de la acción del Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios (2), y de la unión con Cristo, en quien somos hechos hijos de Dios (3). 1.1.1. Percepción de la paternidad divina Lo primero que destaca en los relatos es la íntima conmoción ante el descubrimiento vital de la paternidad de Dios. Sintió la acción divina que hacía germinar en su corazón y en sus labios la tierna invocación: Abba! Pater! 33. "Abba! Pater!" 34 Es la llamada que Jesús dirige al Padre en el Huerto de los Olivos: ¡Abbá, Padre! Todo te es posible... (Mc 14, 36) 35.
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San Josemaría siente el impulso de clamar como Jesús, dirigiéndose al Padre. No invoca sólo a Dios como Padre, sino a la primera Persona de la Santísima Trinidad. Estamos ante la experiencia de una filiación que se encuentra absolutamente por encima de aquella por la que todo hombre puede llamar "Padre" a su Creador. Es una filiación sobrenatural, semejante a la de Cristo, Primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29), aunque también diversa y de orden infinitamente inferior a la del Hijo Unigénito (Jn 1, 14; 3, 16; 1Jn 4, 9), ya que no es filiación natural sino por "adopción" (cfr. Rm 8, 15.23; Ga 4, 5; Ef 1, 5). Según Joachim Jeremias, "Abbá" era el término habitualmente empleado por Jesús para designar a Dios. Un modo insólito de hablar en el Antiguo Testamento, al ser "abbá" un término familiar (como "papá") que manifiesta la relación singular de Jesús con Dios Padre, una relación nueva, desconocida hasta ese momento en la Biblia 36. Como sabemos, la novedad consiste en que Cristo revela abiertamente el misterio de la Santísima Trinidad: habla del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo como de tres Personas en la unidad de un solo Dios, y se da a conocer a sí mismo como el Hijo Unigénito hecho hombre para que lleguemos a ser hijos de Dios (cfr. Jn 1, 13) y podamos decir también: ¡Abbá, Padre! Esta filiación sobrenatural que deriva de la de Jesucristo y nos da acceso al Padre (Ef 2, 18) es la que san Josemaría experimenta en 1931. Pronuncia el "¡Abbá, Padre!" como una "tierna invocación", con la confianza de un hijo pequeño que se arroja en los brazos de su padre. Esa confianza quedará para siempre impresa en su alma "como una brasa encendida" que irradiará calor a toda su conducta: el calor de un espíritu filial que hace sentirse miembros de la familia de Dios (Ef 2, 19), porque Él, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna! 37 La experiencia de la paternidad divina se traduce así en un trato familiar y confiado con Dios, semejante al de un hijo pequeño con su padre, de quien todo lo espera: Qué confianza, qué descanso y qué optimismo os dará, en medio de las dificultades, sentiros hijos de un Padre, que todo lo sabe y que todo lo puede 38.
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En un texto de Amigos de Dios ilustra esta actitud acudiendo a su experiencia personal. Después de citar las palabras de san Juan: Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios (1Jn 3, 2), comenta: A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres 39. Dios es un padre misericordioso que abre sus brazos al hijo indigente y débil. También al hijo "pródigo" que vuelve arrepentido (cfr. Lc 15, 1-24). El pecado no es la última palabra en la vida de un cristiano: La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina. Por eso os repito hoy con San Juan: ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto (1Jn 3, 1)40. El "sentido" de la filiación divina es una gozosa percepción de la paternidad de Dios que sintoniza hondamente con la enseñanza de san Pablo: No recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: "¡Abbá, Padre!" (Rm 8, 15). Comentando este texto, Heinrich Schlier muestra que el estado de hijos de Dios se manifiesta precisamente en la confiada invocación ¡Abbá, Padre!, antítesis del temor servil y de la angustia por la esclavitud del pecado y de la muerte 41. Es una actitud básica que san Josemaría transmite con toda su predicación. Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza 42. Un hijo de Dios puede descansar sereno en la misericordia de su Padre que, además de perdonar las miserias de sus hijos cuando acuden a Él con confianza, no permite que sean tentados por encima de sus fuerzas sino que les otorga su gracia para vencer cualquier prueba (cfr. 1Co 10, 13). Con el salmista se pregunta san Josemaría: El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Sal 26, 1), y a renglón seguido responde: A nadie: tratando de este modo a nuestro Padre del Cielo, no admitamos miedo de nadie ni de nada 43. Nos encontramos ante una clave de su existencia que da razón de la alegría y de la seguridad con la que se movió en la búsqueda de la santidad
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y en la labor apostólica. Aun en las situaciones más duras –narra un testigo directo de su vida– siempre mantuvo su buen humor. Los que estábamos a su alrededor en aquellos momentos, no le vimos nunca triste. Por el contrario, se mostraba siempre alegre y optimista. El origen de aquella serenidad era el hondo sentimiento de la filiación divina, que Dios quiso poner como fundamento del espíritu del Opus Dei 44. 1.1.2. Conciencia de la acción del Espíritu Santo Fijémonos de nuevo en el inicio de uno de los textos que ya conocemos: "Sentí la acción del Señor...". Normalmente, cuando san Josemaría escribe "el Señor", se refiere a Jesucristo. Aquí también puede entenderse así, porque es Jesucristo quien nos ha alcanzado la filiación adoptiva y nos enseña a dirigirnos a Dios Padre (cfr. Lc 11, 1-2). Pero también puede entenderse que "la acción del Señor" que le hace clamar "Abbá, Padre" es la acción del Espíritu Santo. San Josemaría lo señala explícitamente varias veces, sobre todo cuando cita la Carta a los Gálatas: Puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre! (Ga 4, 6); y la Carta a los Romanos: recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: "¡Abbá, Padre!" Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Rm 8, 15-16). Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre! (Rm 8, 15) 45. Partiendo de esta base y para calibrar mejor los textos, conviene distinguir dos efectos de la acción del Paráclito: la comunicación del mismo don de la filiación adoptiva en el Bautismo, y la experiencia de ese don por parte del cristiano. San Josemaría se refiere directamente a esta experiencia, pero obviamente presupone el don del que depende. Vayamos por orden. En cuanto al primer efecto –la filiación divina en sí misma– conviene considerar que, siendo la adopción sobrenatural una obra de Dios en las criaturas –una obra ad extra–, la causa son las tres Personas divinas, no sólo el Espíritu Santo 46. No obstante se puede decir que la adopción nos es concedida "por el Espíritu Santo". Nos detendremos en este punto en la segunda parte del capítulo, al profundizar teológicamente en la adopción sobrenatural. Ahora es suficiente recordar que este aspecto de la acción del Paráclito se encuentra explícitamente en el texto de Ga 4, 6 que volvemos a citar: Puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre!. La exégesis moderna de este versículo
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confirma la lectura de los Padres griegos: las palabras "puesto que sois hijos" no significan que el cristiano es hecho "primero" hijo de Dios, para recibir "después" el Espíritu Santo, sino que es el Espíritu Santo quien le constituye en hijo adoptivo, de modo que el clamor del "¡Abbá, Padre!" es "prueba" de la presencia del Espíritu en el corazón de un hijo de Dios 47. El cristiano recibe este don al participar de la naturaleza divina mediante la gracia infundida por el Espíritu Santo: hemos sido constituidos por la gracia en hijos de Dios 48, dirá san Josemaría, empleando los términos tradicionales para indicar como causa formal de la elevación sobrenatural la gracia creada (gracia santificante) que le es concedida al cristiano por el envío del Espíritu Santo (gracia increada) 49. El envío del Paráclito no sólo constituye al hombre en hijo de Dios, sino que le hace consciente de su condición impulsándole a clamar ¡Abbá, Padre! Este es el segundo efecto de su acción y el más directamente implicado en la experiencia de san Josemaría. Escribe, por ejemplo, que la efusión del Espíritu Santo, al cristificarnos, nos lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios 50. Enseguida volveremos sobre la expresión "al cristificarnos"; ahora nos fijamos en las últimas palabras. Análogamente a como el Evangelio relata que Jesús se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra... (Lc 10, 21), así también, el mismo Espíritu Santo, presente en el cristiano, "lleva a que nos reconozcamos hijos de Dios": nos hace tomar conciencia de la filiación divina. Este aspecto de la acción del Paráclito se puede descubrir en las ya mencionadas palabras del Apóstol: El Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Rm 8, 16). La exégesis y la teología lo ponen de manifiesto con más énfasis en los últimos decenios. El Espíritu Santo, escribe Schlier, revela al hombre su adopción como hijo (...). No nos deja en la ignorancia o en la inseguridad acerca de la adopción filial a la que él mismo nos ha dado acceso en el Bautismo. Manifestación de esto es el grito inspirado "¡Abbá, Padre!", el cual hace presente nuestra condición de hijos que se actúa como don bautismal, siempre que nos dejemos guiar por el Espíritu. En el Bautismo nos hace ser "hijos de Dios". Si nos abandonamos a él, nos apropiamos en nuestra existencia de este modo de ser en el Espíritu, de nuestro "ser hijos" 51. En esta línea, Jean Galot observa que la filiación divina no es sólo objeto de fe; es una realidad sentida y vivida en el grito "Abbá", que viene del Espíritu Santo 52. Según otro autor, cuando san Pablo atestigua que el Paráclito hace clamar ¡Abbá, Padre!, está testificando la viveza con la que él mismo y sus destinatarios
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inmediatos, los primeros cristianos, experimentaban esa realidad verdaderamente "popular" entre ellos 53. El tema está muy presente en los Padres de la Iglesia 54. A modo de ejemplo mencionamos unas palabras de san Juan Crisóstomo (que significativamente cita san Josemaría): Si no existiera el Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos eso? Porque el apóstol nos enseña: "Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abbá, Padre". Cuando invoques, pues, a Dios Padre, acuérdate de que ha sido el Espíritu quien, al mover tu alma, te ha dado esa oración 55. Volvamos al relato de 1931: Sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! 56 Después de lo que hemos visto, parece claro que en estas palabras late el reconocimiento de la acción del Espíritu Santo. La conciencia de la filiación divina en san Josemaría no es sólo conciencia de la paternidad de Dios, sino también del actuar del "Espíritu del Hijo" en su alma, que se convierte en estímulo para aprender a "oír" al Paráclito y seguir sus inspiraciones. De hecho, las anotaciones de sus Apuntes íntimos en las que consigna ese sentido filial, están seguidas por otras sobre la necesidad de intensificar el trato con el Paráclito. Transcribimos solamente una, tal como pasará después a Forja, donde redacta, en tercera persona, lo que procede de su misma vida interior. A propósito de un consejo recibido en la dirección espiritual, escribe: No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! En tu oración, considera que la vida de infancia, al hacerte descubrir con hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa que, antes, has ido por María a Jesús, a quien adoras como amigo, como hermano, como amante suyo que eres... Después, al recibir este consejo, has comprendido que, hasta ahora, sabías que el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla..., pero no habías "comprendido" esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia: ahora sientes el Amor dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... ¡No sabré hacerlo!, pensabas. –Óyele, te insisto. Él te dará fuerzas, Él lo hará todo, si tú quieres..., ¡que sí quieres! –Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte 57. El texto es todo un programa de vida "espiritual" en cuanto vida de hijos de Dios guiados por el Espíritu. No lo comentamos ahora con detalle porque nos llevaría a adelantar temas que veremos en otro momento.
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Retengamos de todas maneras el punto central: que la conciencia de la filiación divina en san Josemaría incluye la conciencia de la presencia y acción del Espíritu Santo en el alma. 1.1.3. "Saberse Cristo" Para describir el contenido de aquella experiencia de 1931, hemos de considerar otro texto significativo que presupone y engloba los anteriores. Lo introducimos recordando que san Josemaría atravesaba por entonces, como él mismo refiere, "momentos humanamente difíciles", contrariedades de diverso tipo que las biografías narran con cierto detalle 58. Esas circunstancias fueron la ocasión para que comprendiera que ser hijo de Dios es "ser Cristo", porque Él es el Hijo Unigénito; y que "ser Cristo" implica sufrir con Él, participar en su Cruz, porque Él se ha hecho hombre para redimirnos haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (Flp 2, 8). Con esta premisa, veamos el texto al que nos referíamos: Cuando el Señor me daba aquellos golpes, por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: Tú eres mi hijo (Sal 2, 7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!; Abba!, Abba!, Abba! (...) Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios 59. "Tú eres mi hijo..., tú eres Cristo". Se comprende el estremecimiento interior del joven sacerdote ante estas palabras. El versículo del Salmo 2 –Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy–, cobraba una viveza inaudita, casi se puede decir que estallaba de sentido, al transformarse en "Tú eres Cristo" y al aparecer no sólo como un anuncio mesiánico sino como una llamada de Dios Padre a sus hijos adoptivos: a él mismo en ese preciso momento. En el alma y en el cuerpo se sentía "otro Cristo", en cierto modo "el mismo Cristo", y entonces se revelaba el significado de "aquellos golpes", de las duras dificultades que atravesaba y que "no entendía" porque parecía que Dios mismo obstaculizaba la misión que le había confiado. Ahora comprendía que aquellas contrariedades no eran otra cosa que la cruz que había de llevar en pos de Cristo. Hasta ese momento se encontraba, sí, junto a la Cruz del Señor, pero a oscuras al no saber cómo interpretar aquellos sufrimientos. Era una situación amarga que reclamaba la obediencia de la fe. "Y de pronto..." quiso Dios iluminarle con
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un fulgor extraordinario que penetró hasta el fondo de su alma, encendiéndolo para siempre. Vio y sintió que ser hijo de Dios era "ser Cristo" y que por eso Dios Padre le trataba como a Cristo al confiarle esos dolores físicos y morales: la cruz. Era la prueba patente de su filiación, porque así como el Padre había querido la pasión y muerte de su Hijo encarnado para la redención de los hombres, así aquellas contradicciones suyas eran camino para cumplir la misión que le había sido encomendada, como participación en la obra redentora de Cristo. Dios Padre no sólo le trataba "como a Cristo" sino que, al invitarle a abrazar la cruz, le decía: "tú eres Cristo", "tú eres mi hijo". Años más tarde, contemplando la oración de Jesús en Getsemaní, hará explícito lo que ya estaba en su corazón en 1931: Jesús ora en el huerto: Pater mi (Mt 26, 39), Abba, Pater! (Mc 14, 36). Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo. Y, entonces (...) subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: Pater mi, Abba, Pater, ... fiat! 60 A través de la presencia del dolor en su vida, san Josemaría tuvo acceso a una elevada contemplación del misterio cristiano en su conjunto, es decir, del misterio de la íntima unión del cristiano con Cristo en la que consiste el "ser cristiano". La experiencia de la filiación divina en 1931 le llevó a comprender de algún modo que el cristiano es "otro Cristo" y, en cierta manera, "el mismo Cristo", no sólo cuando sufre y ofrece sus sufrimientos en unión con los del Señor en la Cruz, sino en todo momento. Cuando trabaja y cuando descansa, en la vida familiar y en la social, el cristiano "es Cristo" y está llamado a vivir la vida de Cristo, porque la adopción divina se realiza "en Cristo", por medio de su Humanidad Santísima, de cuya plenitud de gracia participa el cristiano. Y el Hijo de Dios hecho hombre vive la vida sobrenatural y cumple su misión realizando perfectamente la Voluntad del Padre en todas las circunstancias de su paso por la tierra, en Belén, en Nazaret y en su predicación pública, no sólo en el Calvario, aunque ahí la obediencia se manifiesta de modo supremo con la entrega de su vida terrena. Por esto, la filiación divina percibida por san Josemaría en 1931 no se agota en la doctrina –profunda, pero quizá algo abstracta– de ser "hijos en el Hijo", sino que es una filiación divina "en Cristo", una filiación divina "encarnada" y "redentora". Las consecuencias son decisivas para la santificación en medio del mundo, como tendremos ocasión de estudiar en el próximo apartado.
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Antes de pasar a esos temas, retornemos un momento a la última frase del texto principal que venimos comentando: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios 61. Vale la pena detenerse en el lenguaje, que resulta notable. San Josemaría habla de "identificación con Cristo", de "ser Cristo", y también –como en otras muchas ocasiones– del cristiano como "ipse Christus", "el mismo Cristo". No son expresiones desconocidas por la Tradición –lo documentaremos más adelante con cierto detalle–, pero sí poco frecuentes, quizá porque pueden prestarse a equívocos: a la confusión entre Cristo y el cristiano. Por eso nos parece oportuno advertir desde ahora que en san Josemaría no hay lugar para tal confusión. Basta simplemente hojear cualquiera de sus obras para comprobarlo. "Identificación con Cristo" no significa desaparición de la propia identidad. Es solamente un modo de expresar la íntima unión entre el cristiano y Cristo, una compenetración que no tiene parangón en esta tierra, porque resulta pobre, como término comparativo, la sintonía entre dos personas en el plano humano, por profunda que se pueda imaginar. La única referencia adecuada, por analogía, es la unión entre el Padre y el Hijo en el seno de la Santísima Trinidad, según las palabras del mismo Señor en el discurso eucarístico y en su despedida: Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí (Jn 6, 57); Yo en ellos y Tú en mí... (Jn 17, 23). Lo expresa muy bien Tillard cuando escribe que al "vivir en Cristo", el discípulo no pierde su identidad personal: así como el Hijo no se funde en el Padre sino que es sujeto libre de acción y de vida cara a cara con Él, así los discípulos no se funden con el Hijo sino que permanecen sujetos libres 62. Ciertamente los enunciados "identificación con Cristo" o "el cristiano es ipse Christus" son audaces, pero san Josemaría no puede renunciar a emplearlos después de las luces recibidas sobre la filiación divina. Son expresiones que muestran una penetración singular en el misterio de la unión con Cristo y se puede decir que las necesita para transmitir su mensaje. El peligro real no es tanto que puedan dar lugar a la confusión que decíamos, sino que se puedan ver como simples hipérboles o "exageraciones místicas" carentes de un preciso contenido teológico. Esas fórmulas no son más que un modo de expresar el núcleo de la doctrina paulina sobre la incorporación del cristiano a Cristo. En el relato de san Josemaría se puede apreciar, en efecto, el mismo hilo conductor que se observa en las palabras de san Pablo a los Gálatas: Con Cristo estoy crucificado: vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 1920). El contexto es el tema de la justificación por la fe en Jesucristo y no por las obras de la antigua Ley; sin embargo, las obras sobre la vida espiritual
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suelen entender que el Apóstol declara ahí su conciencia de estar viviendo la misma vida de Cristo resucitado ("Cristo vive en mí") por haber entregado la suya a corredimir con Él, muriendo al egoísmo del propio yo ("estoy crucificado con Cristo"). San Josemaría se encuentra en esta línea. Contemplando en el Via Crucis la crucifixión del Señor le dirige unas palabras vibrantes de amor: soy tuyo, y me entrego a Ti, y me clavo en la Cruz gustosamente, siendo en las encrucijadas del mundo un alma entregada a Ti, a tu gloria, a la Redención, a la corredención de la humanidad entera 63. Ese "clavarse en la Cruz" significa morir a uno mismo para vivir la vida de Cristo, como se ve en lo que escribe poco después en el mismo Via Crucis: Hemos de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor 64. Tenemos así que para "vivir la vida de Cristo" es preciso "estar crucificado con Cristo", muriendo a uno mismo por la mortificación y la penitencia, es decir, muriendo al pecado y a todo lo que impide o dificulta vivir la vida de Cristo. Todo esto no es un pensamiento extraño al sentido literal de Ga 2, 19-20 ni a su contexto, como muestran diversos exegetas 65. San Josemaría experimenta, como san Pablo, que cuando Jesús invita a seguirle tomando la cruz de cada día –si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame (Lc 9, 23)–, está enseñando que "seguirle" abrazando la cruz es mucho más que imitar un ejemplo: es vivir su misma Vida. Habla de "identificación con Cristo" porque, al abrazar la cruz con amor y generosidad –muriendo a sí mismo, dando la vida por los demás–, tiene la certidumbre de que la vida de Cristo está presente en él, como la tiene san Pablo cuando se atreve a afirmar que completa en su carne lo que falta a los sufrimientos del Señor por su cuerpo, que es la Iglesia (cfr. Col 1, 24). Regocija a san Josemaría que la Escritura haya dejado constancia de la mística de san Pablo, en la que encuentra la garantía de autenticidad de lo que él mismo siente. Cuando evoca la figura del Apóstol, en la misma meditación en la que recuerda las luces recibidas en 1931, sus palabras traslucen entusiasmo: Con aquellas llagas invisibles, se sentía alter Christus, ipse Christus. ¡Sí, Pablo, gran Pablo! Gracias por esta doctrina que nos has dejado, porque el Espíritu Santo te la inspiró ¡Tú eres Cristo! ¡Pablo, alégrate de que te queramos los cristianos, de que te agradezcamos este tesoro de doctrina! 66 En la experiencia de san Josemaría late, como decíamos, el mismo hilo conductor que une, en san Pablo, el "estar con Cristo en la Cruz" y el
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"vivir la vida de Cristo". Para el cristiano, escribe, : hay un único modo de vivir en la tierra: morir con Cristo para resucitar con Él, hasta que podamos decir con el Apóstol: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20) 67. Esta conciencia de la presencia de la vida de Cristo en el cristiano es la base y la médula del "sentido de la filiación divina" que enseña a poner como fundamento de la vida espiritual. San Josemaría entiende que Ga 2, 20 habla de una presencia de la vida de Cristo en el cristiano no sólo en sentido intencional (como está presente lo conocido en quien conoce y lo amado en quien ama), sino ontológico. Alguna luz sobre esto puede venir de la consideración del contexto que, como ya hemos observado, es la justificación por la fe en Cristo, no por las obras de la ley antigua (cfr. Ga 2, 15 ss.). En efecto, después de la afirmación de que es Cristo quien vive en mí, el Apóstol añade: Y la vida que vivo ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí (Ga 2, 20). Las palabras en cursiva podrían hacer pensar que está hablando de una unión con Cristo sólo de tipo intencional, si se tiene una visión "forense" o extrínseca de la gracia y de la justificación. Pero, como observa Albert Vanhoye, la "vida en la fe" es vida de Cristo en él [Pablo] y de él en Cristo, maravillosa interioridad recíproca. La fe no se presenta aquí como el asentimiento de la mente a ciertas verdades, sino como la adhesión de todo su ser a la persona de Cristo 68. El mismo autor comenta que la afirmación "Cristo vive en mí" es una novedad estupenda para la que no sirven analogías como la de la presencia de un espíritu profético en un hombre: aquí se trata de un hombre, Cristo, que vive en otro hombre, el creyente, en un modo de tal manera real que la vida del creyente se atribuye a Cristo más que al creyente mismo 69. En una línea semejante se encuentran también otros comentarios bíblicos, clásicos y recientes 70. En la forja del dolor, Dios concedió a san Josemaría la conciencia de que "ser hijo de Dios" significa "ser Cristo": vivir la misma Vida de Cristo que de algún modo está presente en el cristiano. En adelante, esa convicción no le abandonará jamás: le sostendrá en todos los momentos de su existencia como cimiento inconmovible ante la embestida violenta de las contradicciones y como raíz vital que dará lozanía permanente a su caminar terreno. La conciencia de "ser Cristo" se manifestará en un espíritu de libertad y de amor filial y sacerdotal, lleno de fortaleza ante las dificultades, empapado de alegría y de paz, frutos del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22): el mismo Espíritu por el que somos hechos hijos de Dios. A esos frutos se refiere cuando describe el "tono" de la vida de un hijo de Dios:
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Entendí que la filiación divina había de ser una característica fundamental de nuestra espiritualidad: Abba, Pater! Y que, al vivir la filiación divina, los hijos míos se encontrarían llenos de alegría y de paz, protegidos por un muro inexpugnable; que sabrían ser apóstoles de esta alegría, y sabrían comunicar su paz, también en el sufrimiento propio o ajeno. Justamente por eso: porque estamos persuadidos de que Dios es nuestro Padre 71. Se comprende que resuma el apostolado de un hijo de Dios en : dar testimonio de Cristo y llevar a quienes nos rodean la alegría de saberse hijos de Dios 72; es decir, en transmitir a todos : la nueva alegre de que Él es un Padre que ama sin medida 73. Como conclusión de este apartado podemos retener que san Josemaría experimenta la filiación divina como realidad trinitaria: un saberse introducido en la vida de la Santísima Trinidad siendo hijo adoptivo del Padre, unido a Cristo por el Espíritu Santo. Esto implica una relación peculiar con cada una de las tres Personas divinas, presentes en el cristiano por la gracia, que lleva a distinguirlas en un trato de conocimiento y amor, que constituye la esencia de la vida contemplativa. Siendo la filiación divina –como antes os recordaba– el fundamento seguro de nuestra vida espiritual, procurad meditar con frecuencia estas palabras de San Pablo: los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios, porque no habéis recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía solamente por temor, como esclavos, sino que habéis recibido el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre!, porque el mismo Espíritu está dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y siendo hijos, somos también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Jesucristo, con tal que padezcamos con él a fin de que seamos con él glorificados (Rm 8, 14-17). Son palabras que resumen cómo ha de ser nuestro trato con Dios Padre, en unión con su Hijo y con el Espíritu Santificador 74. 1.2. Filiación divina encarnada y redentora La experiencia de san Josemaría no es nueva en la historia. En todos los tiempos, muchos cristianos que han buscado la santidad, han recibido luces de Dios para contemplar este misterio y penetrar en su inagotable contenido. San Agustín se goza con la bondad del Padre, experimentada en el perdón de los pecados 75; san Francisco de Asís, al recibir los estigmas de la Pasión, se sentía otro Cristo, a la vez que la percepción de la paternidad divina le impulsaba a practicar con los demás
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una misericordia sin límites 76; san Juan de la Cruz se extasiaba ante la ternura paternal y maternal de Dios 77; santa Teresa de Lisieux se sabía hija pequeña de Dios, y esa persuasión se convertía en fuente caudalosa de vida espiritual 78. Los ejemplos serían demasiado numerosos para poder resumirlos aquí 79. Nuestro propósito es únicamente mostrar que la doctrina de la filiación divina tiene algunas características peculiares en san Josemaría, relacionadas con la santificación en medio del mundo. Experimenta la filiación adoptiva como "encarnada", es decir, como una condición de la que es propio el asumir las realidades temporales, herencia de los hijos de Dios, y con una misión "redentora" que pone en primer plano su relación con el sacerdocio de Cristo. 1.2.1. Filiación encarnada Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía: la calle no impide nuestro diálogo contemplativo 80. Estas palabras son un importante inciso en la narración del acontecimiento. Muestran que san Josemaría percibe la filiación divina como conectada con la santificación de la vida corriente: como fundamento de la santificación en medio del mundo. El espíritu de vida cristiana que predicó siempre es un espíritu de filiación adoptiva "encarnada" en la vida ordinaria, en pleno "bullicio del mundo", "en la calle", es decir, en el ejercicio de todas las actividades humanas civiles y seculares honestas. Como paradigma de este espíritu indicaba la vida cotidiana del Hijo de Dios en Nazaret, siempre en diálogo filial con el Padre en medio de las actividades propias de su trabajo y de su vida familiar y social. Todos estos quehaceres ordinarios no perturbaban lo más mínimo ese diálogo. Al contrario eran "tema" de su conversación y "materia" en la que plasmaba su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Si precisamente las cosas de este mundo, objeto de las actividades temporales, han sido creadas en Él y por Él y para Él o en vista de Él (cfr. Col 1, 16), si Jesucristo es el heredero de todas las cosas (Hb 1, 2), ¿cómo no iban a ser medio y ocasión para su diálogo con el Padre?, ¿y cómo no lo van a ser también para los hijos adoptivos? La conciencia de ser hijo de Dios implica, para san Josemaría, una visión de las realidades terrenas que conlleva la seguridad de que el mundo no impide la confiada intimidad de los hijos adoptivos con el Padre, sino que es lugar, ámbito y materia para ese trato familiar. Está aquí presupuesto el vínculo entre la filiación adoptiva del cristiano y la Encarnación del Hijo. Un vínculo patente: Dios envió a su
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Hijo, nacido de mujer, (...) a fin de que recibiésemos la adopción de hijos (Ga 4, 4-5). A cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (Jn 1, 12-14). Los Padres de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, han entendido que el fin de la Encarnación del Hijo no es sólo que el hombre llegara a ser hijo de Dios, sino que llegara a serlo precisamente a semejanza del Hijo hecho hombre y unido a Él por el Espíritu Santo. Baste recordar al respecto las palabras de san Ireneo: El Verbo de Dios se ha hecho hombre y el Hijo de Dios se ha hecho hijo del hombre, para que el hombre, unido al Verbo, recibiera la adopción y llegara a ser hijo de Dios 81. De modo más desarrollado escribe san Cirilo de Alejandría: Puesto que el Verbo de Dios habita en nosotros por medio del Espíritu, somos elevados a la dignidad de la adopción filial teniendo en nosotros al Hijo mismo, al cual somos hechos conformes por la participación en su Espíritu y, ascendiendo a un nivel igual de libertad, osamos decir: "¡Abbá, Padre!" 82. En términos semejantes se expresa también san Agustín 83. Son algunos testimonios de una doctrina común, presente en la tradición cristiana. Dejamos aparte las polémicas teológicas acerca de la causa formal de la adopción y de la acción del Espíritu Santo que inhabita en el alma (posturas de Lessius y de Petau, de Scheeben y de Granderath, etc.) 84. Nos interesamos sólo por el hecho incontrovertible de que la filiación adoptiva es "semejante" a la Filiación de Cristo y está de algún modo unida a ella. Lo detallaremos en la segunda parte del capítulo. Así pues, la concepción que se tenga de la filiación divina del cristiano depende estrechamente de cómo se comprenda la Encarnación. Si se pensara que el Hijo de Dios ha asumido sólo la "apariencia" de hombre, su "vida en el mundo" y sus "actividades temporales" carecerían prácticamente de significado para nuestra filiación adoptiva. Sin embargo, la fe de la Iglesia es otra. Creemos que el Hijo de Dios es verdadero "Hijo del hombre", que ha asumido una naturaleza humana completa y, precisamente por eso sabemos que un hombre puede ser realmente hijo de Dios en cuerpo y alma; y que las actividades temporales que Dios ha encomendado al hombre para que perfeccione la creación –el trabajo, la formación de la familia y de la sociedad– son algo propio de su vida de hijo adoptivo de Dios.
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Una postura como la criticada podría, con razón, calificarse de "docetista". Como se sabe, el docetismo es una de las primeras herejías surgidas en la Iglesia, a la que ya alude san Juan cuando advierte que han aparecido en el mundo muchos seductores que no confiesan a Jesucristo venido en carne (2Jn 1, 7; cfr. Jn 1, 14; 1Jn 1, 1) 85. Algunos, en efecto, para excluir de Cristo lo que les parecía indigno del Hijo de Dios, negaban que el Logos hubiera asumido una verdadera carne 86. Hoy día difícilmente se encontrará alguien que defienda esta postura, pero, como observa Studer, la tentación de minimizar el valor salvífico de la Encarnación, comprendidas las debilidades del hombre Jesús que asume una naturaleza humana sujeta a las consecuencias del pecado –desde el hambre y la sed, al dolor y a la muerte–, no estará nunca ausente de la teología cristiana 87. Sin caer propiamente en el docetismo, cabe el peligro de una visión "espiritualista" de la Encarnación, que comportaría una concepción "débil" del papel de los valores humanos en la filiación divina del cristiano. A esa tendencia parece referirse san Josemaría cuando habla de ciertos planteamientos "espiritualistas" y "pietistas" que no son consecuentes con la verdad de la Encarnación 88. En uno de los documentos de la Causa de canonización de san Josemaría –el decreto sobre la heroicidad de las virtudes– se afirma que Dios le otorgó una vivísima contemplación del misterio del Verbo Encarnado, gracias a la cual comprendió con hondura que el entramado de las realidades humanas se compenetra íntimamente, en el corazón del hombre renacido en Cristo, con la economía de la vida sobrenatural, convirtiéndose así en lugar y medio de santificación 89. La contemplación de la Encarnación está en la base de su comprensión de la filiación adoptiva, vivida en las actividades temporales. Dos son los aspectos fundamentales de esa comprensión de la filiación adoptiva que deriva de la "vivísima contemplación del misterio del Verbo encarnado": 1) Ante todo, san Josemaría es bien consciente de que el Hijo de Dios no se ha vestido de hombre: se ha encarnado 90. La naturaleza humana de Cristo no es ni disfraz ni apariencia: es la Humanidad del Hijo de Dios. Cuando alguna vez escribe que se ha revestido de nuestra carne 91, quiere señalar algo distinto: que la Divinidad de Cristo se nos ha hecho visible en su Humanidad: Cada uno de esos gestos humanos es gesto de Dios. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2, 9). Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad 92. De ninguna manera significa que
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la Humanidad esté unida a la Divinidad de un modo sólo exterior, como el vestido a la persona que lo lleva. De Jesús escribe: Te contemplo perfectus Deus, perfectus homo: verdadero Dios, pero verdadero Hombre: con carne como la mía 93. Este énfasis en la verdadera Humanidad de Cristo, que no es una "envoltura" de la Divinidad, resalta en diversos autores cuya lectura recomendaba san Josemaría, como por ejemplo en Karl Adam 94. El Verbo se hizo carne (Jn 1, 14). Quien existía desde el principio y estaba junto a Dios y era Dios (Jn 1, 1) no ha tomado una naturaleza humana para dejarla después de haber consumado la Redención. Cuando Marcelo de Ancira, en el siglo iv, quiso sostener que, después del Juicio final, Jesucristo se despojaría de su naturaleza humana, el Concilio I de Constantinopla se le opuso y añadió al Símbolo de fe las palabras: "y su reino no tendrá fin" 95. La Iglesia ha profesado siempre que la unión hipostática no cesará jamás. En san Josemaría es una jubilosa certeza: Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana 96. El Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo, verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre (...), la segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre –sin confusión– la naturaleza humana 97. Con estas palabras –como en otras muchas ocasiones– proclama la fe de la Iglesia, formulada en los primeros Concilios ecuménicos a propósito principalmente de los errores nestorianos y monofisitas 98. Llegamos así a un punto culminante. Acabamos de ver cómo san Josemaría profesa la doctrina de fe en el Hijo de Dios hecho verdadero hombre. ¿Cómo entiende entonces el "anonadamiento" (cfr. Flp 2, 7) de la segunda Persona divina que asume la naturaleza humana? Si ese "anonadamiento" fuera una "degradación", podríamos admirar nuestra adopción divina, pero las realidades y actividades terrenas se nos presentarían como un lastre o como un obstáculo para vivir según la dignidad recibida. Recordemos primero las palabras de san Pablo: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa
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codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: "¡Jesucristo es el Señor!", para gloria de Dios Padre (Flp 2, 5-11). Veamos ahora un texto de san Josemaría, que contempla esa maravilla inefable de Dios que se humilla hasta hacerse hombre, y que no se siente degradado por haber tomado carne como la nuestra, con todas sus limitaciones y flaquezas, menos el pecado; y esto, ¡porque nos ama con locura! Él no se rebaja con su anonadamiento; en cambio, a nosotros, nos eleva, nos deifica en el cuerpo y en el alma 99. Siguiendo a san Pablo, describe la asunción de la naturaleza humana por el Hijo Unigénito como un "anonadamiento" de la Persona divina. Además, el Hijo asume nuestra naturaleza no como era al inicio, sino "con todas su limitaciones y flaquezas, menos el pecado". Efectivamente, una mancha de pecado sería incompatible con la Divinidad (cfr. Hb 4, 15), pero no son incompatibles con ella las "limitaciones y flaquezas", como el padecer hambre y sed, dolor y muerte, provenientes de la pérdida de los dones preternaturales por el pecado, que comportan "humillación". Hasta aquí san Josemaría repite prácticamente la enseñanza paulina. Después explica su comprensión de esta doctrina: "humillarse" no es "degradarse", y "anonadarse" no es "rebajarse" 100. Aunque no se deban entender estos términos de un modo rígido – no está proponiendo definiciones académicas–, es indudable que contienen ciertos matices: el Hijo de Dios "no se rebaja con su anonadamiento", "no se degrada por su humillación". Ciertamente se "anonada", porque la distancia ontológica entre Dios y las criaturas es tal que hacerse hombre siendo Dios es como hacerse "nada", pues las criaturas sin Dios simplemente no son. Sin embargo, al anonadarse no se rebaja, al asumir nuestra naturaleza no hace algo indigno de la naturaleza divina, ya que la persona humana ha sido creada a imagen y semejanza de Dios en vista de Cristo (cfr. Col 1, 16), con una naturaleza espiritual y corporal que es la más perfecta del mundo visible y que ha sido querida por Dios para que el hombre diera razón de las demás criaturas, creadas también en Cristo y por Él y para Él, que "piden" todas ellas un intérprete consciente y libre de su canto de gloria al Creador. En lugar de rebajarse al hacerse hombre, dignifica infinitamente nuestra
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naturaleza: "nos eleva, nos deifica en el cuerpo y en el alma", hasta el punto de realizar una "nueva creación". 2) El segundo aspecto de la comprensión de san Josemaría sobre la filiación divina adoptiva que deriva de su contemplación del misterio de la Encarnación, se refiere no ya a la naturaleza sino a las actividades humanas, y es que todas esas tareas nobles pueden ser actividades de un hijo de Dios porque han sido asumidas por el Hijo: no se puede decir que haya realidades –buenas, nobles, y aun indiferentes– que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios ha fijado su morada entre los hijos de los hombres (...), ha trabajado con sus manos, ha conocido la amistad y la obediencia 101. El texto siguiente vuelve sobre la misma idea, pero desde un punto de vista que complementa el anterior permitiendo observar mejor el relieve de la cuestión. Ahora parte de la vocación nativa del hombre a poseer este mundo perfeccionándolo mediante su trabajo, para afirmar después que el Hijo de Dios hecho hombre realiza plenamente esa vocación al asumir una tarea humana –la de artesano, faber (Mc 6, 3)– que, en sus manos, se convierte en "tarea divina"; la conclusión implícita es que ese trabajo y cualquier otro quehacer honesto es actividad propia de un hijo adoptivo de Dios: puede ser "tarea divina", medio de crecimiento como hijos de Dios y de mejora del mundo. Dios creó al hombre para trabajar. Hemos venido a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazareth trabajando, desempeñando un oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina 102. Al ser adoptado como hijo de Dios en el Bautismo, el cristiano es hecho heredero, según las palabras de san Pablo: si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo (Rm 8, 17; cfr. Ga 4, 7). Heredero es el que tiene derecho a poseer un bien recibido en herencia. El bien, en este caso, es el sumo bien: la gloria del cielo (cfr. ibid.; Tt 3, 7; etc.), que esencialmente es la visión beatífica de Dios, pero que incluye también la posesión de todos los bienes creados por Dios para el hombre (cfr. Sal 2, 8; Hb 1, 2; etc.), una vez purificados de las consecuencias del pecado y transformados en la consumación escatológica de la historia y del cosmos. De estos bienes que constituyen la herencia, los hijos de Dios tienen ya ahora, en la vida presente, no sólo una promesa sino un anticipo, pues la gracia santificante es una cierta incoación de la gloria 103 y las
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realidades creadas son materia de santificación que anhela la manifestación de los hijos de Dios (Rm 8, 19) pues el cristiano las comienza a "poseer" cuando efectivamente santifica las actividades que tienen por objeto esas realidades temporales, creciendo él mismo en santidad y procurando la santidad de los demás 104. En el núcleo de la enseñanza de san Josemaría sobre la filiación divina hay, en definitiva, una luz acerca del misterio del Verbo encarnado que se proyecta sobre la persona humana y las actividades temporales, mostrando su valor y su sentido, ya que han sido asumidas por el Hijo de Dios hecho hombre 105. San Josemaría armoniza el "anonadamiento" de Cristo con la afirmación de la dignidad de la naturaleza humana asumida y, en consecuencia, con el valor de las actividades propias del hombre. La comprensión de esta armonía es básica para captar que la filiación divina adoptiva puede desplegarse en la vida ordinaria. Más aún: da lugar a una visión radicalmente positiva de la existencia cristiana en medio del mundo, que deriva de la verdad de la Encarnación. Cristo es perfectus Deus, perfectus homo, Dios, Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza 106. 1.2.2. Filiación redentora Las últimas palabras nos abren paso a una nueva consideración, igualmente central. Hemos visto que el Hijo de Dios se "anonada" al asumir la naturaleza humana pero no se "degrada" porque ha sido creada para Él o en vista de Él. Sin embargo, se podría pensar que se "degrada" al asumir una naturaleza que ha perdido, como consecuencia del pecado, los dones (preternaturales) que la libraban del dolor y de la muerte. Pero no es así, sino al revés: ha transformado esas consecuencias en medio para reparar por el pecado y redimirnos. Ciertamente el Señor se "humilla" al acoger la realidad de la naturaleza con sus "limitaciones y flaquezas", como muestra expresivamente el evangelista al narrar el momento en que Jesús llega al pozo de Sicar fatigado por el caminar (Jn 4, 6), y con hambre y con sed. San Josemaría contempla conmovido la generosidad del Señor que se ha humillado, que ha aceptado en pleno la condición humana 107. Pero precisamente por la aceptación libre de esos límites que contrarían a la voluntad humana, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (Flp 2, 8; cfr. Rm 5, 12-19; Hb 9, 27), ha ofrecido al Padre reparación por la desobediencia del pecado que los causó y nos ha obtenido el don del
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Espíritu Santo que infunde la vida de hijos de Dios y libera de la esclavitud del dolor y de la muerte. En adelante, los hijos de Dios no han de temer esos males como definitivos; es más, el cristiano los puede convertir en ocasión para corredimir con Cristo (cfr. Col 1, 24). Por todo esto, la muerte de Jesús en la Cruz no significa la condenación y destrucción de la naturaleza humana, sino la redención y salvación. No significa tampoco una "degradación" ya que todo esto lo ha hecho "¡porque nos ama con locura!", como escribe san Josemaría en el texto que venimos comentando. No hay degradación en esa humillación por amor, sino todo lo contrario: es la revelación suma de la gloria del Dios que es amor (cfr. Jn 3, 16; 1Jn 4, 8.16), la gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1Co 1, 23) 108. San Josemaría contempla siempre la Encarnación del Hijo de Dios como Encarnación redentora. El Verbo quiso encarnarse para salvar a los hombres, para hacerlos con Él una sola cosa. Ésta es la razón de su venida al mundo: por nosotros y por nuestra salvación, bajó del cielo, rezamos en el Credo 109. Afirma que no es posible separar en Cristo su ser de DiosHombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres 110. El Hijo de Dios hecho hombre es el Redentor del hombre, y nos redime con su mediación sacerdotal. Pues bien, así como Jesucristo es Hijo de Dios y Sacerdote para siempre (cfr. Hb 5, 5-6), el cristiano, al participar de su Filiación divina es hecho partícipe también de su sacerdocio, para que sea verdaderamente alter Christus, ipse Christus. La filiación divina del cristiano tiene un sentido sacerdotal, implica la llamada a corredimir con Cristo: con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres 111, escribe san Josemaría a continuación de las palabras anteriores. Al contemplar que el Hijo se hace mediador entre Dios y los hombres, asumiendo no sólo las realidades humanas creadas por Dios sino también las "limitaciones y flaquezas" que son consecuencia del pecado para reparar el pecado por medio de ellas mismas, comprende que la filiación divina adoptiva del cristiano implica participar de esa mediación sacerdotal, ejerciéndola en las actividades temporales para salvar al hombre y liberar al mundo de las consecuencias del pecado. Esas consecuencias no eclipsan la filiación divina sino que más bien la exaltan porque son ocasión para que se manifieste que los hijos de Dios tienen el poder de vencer el mal con el bien (cfr. Rm 12, 21) y que
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todo el que ha nacido de Dios, vence al mundo (1Jn 5, 4) 112. Incluso en los momentos más trágicos de la historia en los que parecen desencadenarse las potencias del mal, como en las décadas del siglo xx que vivió san Josemaría 113, un hijo de Dios sabe que este mundo es su herencia y que si él está unido a Cristo, puede ordenarlo, con la gracia del Espíritu Santo, a la gloria de Dios Padre. No os dé miedo, por tanto, la situación actual, ni penséis que no tiene remedio. No os asusten las olas embravecidas por la tempestad en el océano del mundo. No tengáis deseos de huir, porque ese mundo es nuestro: es obra de Dios y nos lo ha dado por heredad. Recitamos y meditamos todas las semanas el salmo de la realeza de Jesucristo, y dice el Señor: Filius meus es tu, ego hodie genui te. Postula a me, et dabo tibi gentes hereditatem tuam, et possessionem tuam terminos terrae (Sal 2, 7-8). Nosotros, hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, participamos de su heredad, que es el mundo entero: si autem filii, et heredes: heredes quidem Dei, coheredes autem Christi (Rm 8, 17): porque si somos hijos, somos herederos: herederos de Dios, coherederos con Cristo 114. La luz sobre la filiación divina recibida en 1931 estaba en continuidad con aquella otra del 7 de agosto del mismo año cuando, al elevar la Sagrada Hostia en la celebración de la Misa, comprendió en un sentido nuevo las palabras de Jesús: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32). Ya lo expusimos en el capítulo 2º: si los cristianos procuraban poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas, santificando el trabajo profesional y las demás tareas ordinarias, Él atraería todas las cosas hacia sí y su Reino se haría realidad. El nuevo descubrimiento venía a poner de relieve que, para llevar a cabo este ideal, el cristiano debía apoyarse en la conciencia de ser hijo de Dios: "otro Cristo, el mismo Cristo". Ésta había de ser la base firme para su santificación y para la transformación del mundo. 1.2.3. Filiación divina y conciencia de la filiación divina Volvamos de nuevo al texto de san Pablo a los Filipenses para señalar un último aspecto de la experiencia de la filiación divina que le fue concedida a san Josemaría. Al hablar del anonadamiento del Hijo de Dios, de su humillación y obediencia, el Apóstol no quiere que el conocimiento de esa verdad se quede en teoría. Su propósito es práctico, como declara en las palabras iniciales: Tened en vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Flp 2, 5).
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Con razón el exegeta Nello Casalini destaca la importancia de esta intención práctica de san Pablo para comprender bien el sentido del pasaje 115. Según este autor, todo lo que dice el Apóstol acerca del abajamiento, la humillación y la obediencia de Jesús tiene una finalidad pedagógica: enseñar a los fieles a tener sus mismos sentimientos. En esto se muestra de acuerdo con lo que escribe Hawthorne en el Word Biblical Commentary 116. En cambio, le parece insuficiente la interpretación de Gnilka que refiere las expresiones "se anonadó" y "se humilló" al hecho objetivo de la Encarnación redentora, sin poner de relieve la conexión con las palabras iniciales: "Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús" 117. Para nosotros, la observación de Casalini tiene interés porque muestra la base exegética de una lectura como la que hace san Josemaría. A Josemaría Escrivá de Balaguer le resulta connatural esa orientación práctica del texto paulino. No se queda en consideraciones especulativas: enseña a poner como fundamento de la vida cristiana la "conciencia de la filiación divina", el "saberse y sentirse hijos de Dios unidos a Cristo". Esto equivale a tener "los mismos sentimientos de Cristo Jesús", si se entiende por "sentimiento" el acto que surge del "corazón" en el sentido bíblico, es decir en cuanto fuente de pensamientos, intenciones y afectos, o como interioridad de la persona, no reducible a un estado de ánimo o a una inclinación irreflexiva 118. ¿Cuáles son esos sentimientos? San Pablo los da a entender, dirigiendo la mirada a Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo... (Flp 2, 6-7). Habla de anonadamiento, humillación, obediencia y glorificación. No se trata aquí, evidentemente, de los sentimientos de Cristo, sino de las manifestaciones de esos sentimientos. Lo que Cristo "siente", aquello de lo que tiene conciencia, es su "condición divina" e, inseparablemente, su amor al Padre y a los hombres amados por el Padre. Es eso lo que le lleva a anonadarse, a humillarse, a obedecer y a recibir la glorificación de su Humanidad Santísima, para que también nosotros seamos glorificados con Él y contribuyamos a recapitular todas las cosas bajo su dominio para la gloria del Padre (cfr. Rm 8, 17; Ef 1, 10). El cristiano ha de tener esos mismos sentimientos, que se resumen en saberse hijo de Dios y entregarse por amor a corredimir con Cristo. No ha de considerar la dignidad de la filiación adoptiva como un tesoro sólo para sí mismo, o como un bien destinado a la afirmación de su propio yo, sino como un enriquecimiento sobrenatural que le proporciona una nueva capacidad de amar: la posibilidad de donarse con un alcance mucho mayor
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del que consienten las solas fuerzas humanas. San Josemaría emplea el término "endiosamiento" para referirse a la conciencia de ser hijo de Dios por la gracia santificante, y hace notar que se trata de un endiosamiento que, al acercarte a tu Padre, te hará más hermano de tus hermanos los hombres 119. La conciencia filial lleva a anonadarse por amor a Dios y a los hombres, como se anonadó Cristo. Un hijo de Dios ha de poder decir con san Pablo: me he hecho todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos (1Co 9, 22). Se humilla aceptando las limitaciones de la condición presente, y obedece a la Voluntad divina hasta la entrega de la propia vida para reparar por la desobediencia del pecado, en servicio a los demás. Coopera a la Redención realizando sus actividades humanas para la gloria del Padre. Ama al mundo como el Hijo de Dios lo ama, con un amor salvador que le lleva a entregar su vida para purificarlo del pecado y ofrecerlo a Dios Padre. Ama a sus hermanos los hombres, con el amor de Cristo: un amor a la vez fraterno, como primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29), y también "paterno", como se manifiesta cuando Jesús llama a sus discípulos "hijos" e "hijitos" (cfr. Jn 13, 33), porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cfr. Jn 14, 10-11): análogamente en el cristiano hay una misteriosa participación en la circumincessio de las divinas Personas 120, gracias a la cual ha de tener sentimientos de paternidad hacia sus hermanos, como se ve en san Pablo cuando dice: hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros (Ga 4, 19). Teniendo en nuestras almas los mismos sentimientos de Cristo en la Cruz, conseguiremos que nuestra vida entera sea una reparación incesante, una asidua petición y un permanente sacrificio por toda la humanidad, porque el Señor os dará un instinto sobrenatural para purificar todas las acciones, elevarlas al orden de la gracia y convertirlas en instrumento de apostolado. Sólo así seremos almas contemplativas en medio del mundo, como pide nuestra vocación, y llegaremos a ser almas verdaderamente sacerdotales, haciendo que todo lo nuestro sea una continua alabanza a Dios 121. En este texto san Josemaría condensa en la expresión "alma sacerdotal" los sentimientos que ha de albergar el cristiano para reflejar los de Cristo Jesús. Otras veces, como veremos más adelante, se refiere también a la "mentalidad laical" que expresa el amor cristiano al mundo con su relativa autonomía respecto a las realidades sagradas por su naturaleza, una autonomía que demanda amor a la libertad. En el texto precedente está implícita la mentalidad laical en la referencia a todas las actividades humanas (civiles y seculares) que se han de elevar a la gloria de Dios. Generalmente los dos conceptos, "alma sacerdotal" y "mentalidad laical"
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aparecen juntos en la predicación y en los escritos de san Josemaría. Pero esto lo estudiaremos en la última parte del capítulo. Aquí nos basta decir que se sirve de estos términos para resumir la interioridad de un hijo de Dios con "sentido de la filiación divina", las entrañas de un cristiano que alberga en su corazón los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Flp 2, 5). Concluyendo este apartado podemos señalar que la contemplación de la Encarnación redentora del Hijo de Dios conduce a san Josemaría a una visión de la filiación divina adoptiva como "encarnada" y "redentora"; y le lleva a poner la "conciencia" de esa filiación como fundamento de la búsqueda de la santidad. En 1931 quiso Dios que encontrara este tesoro en el campo de la vida ordinaria para que no permaneciera por más tiempo escondido (cfr. Mt 13, 44).
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2. LA NOCIÓN DE FILIACIÓN DIVINA ADOPTIVA EN SAN JOSEMARÍA La experiencia de 1931 permitió a san Josemaría no ya "aprender" teóricamente la verdad de la filiación divina adoptiva –no le resultaba desconocida la doctrina –, sino "aprehenderla" o "captarla vitalmente", para hacer de ella el fundamento de la vida espiritual. No era el descubrimiento de una "verdad nueva", sino la "comprensión nueva" de una verdad presente en la Tradición y de su lugar en el edificio de la vida cristiana. La comprensión nueva se refiere, pues, a dos cuestiones íntimamente relacionadas: 1) qué significa ser hijo de Dios en Cristo y cómo ha de entenderse la presencia de Cristo en el cristiano; 2) cuál es el papel que la conciencia de la filiación divina ha de ocupar en la vida de los fieles. Sobre el primer punto sería vano buscar una exposición sistemática en san Josemaría. Recibió las luces acerca de la filiación divina para orientar la vida cristiana en la práctica, y así las transmitió. No pretendió componer un capítulo de Teología dogmática sino transmitir una doctrina espiritual. Sin embargo, esta doctrina espiritual presupone una noción de filiación adoptiva como "participación de la filiación divina en Cristo" que conviene explicar para hacerse cargo de lo que se quiere decir cuando se designa al cristiano como "otro Cristo, el mismo Cristo". Será el tema del presente apartado. En cuanto al segundo punto, los textos de san Josemaría son numerosísimos. Insiste continuamente en fundar la vida cristiana en el sentido de la filiación divina. De este tema nos ocuparemos en el tercer y último apartado del presente capítulo. 2.1. Fuentes y contexto teológico La experiencia espiritual de san Josemaría, antes descrita, es el origen de su comprensión de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual, pero no es la fuente de la noción de filiación divina que emplea. La noción se encuentra en el Nuevo Testamento, tanto en los pasajes que tratan directamente de la paternidad de Dios, de la filiación de Cristo y de la adopción del cristiano 122, como en muchos otros y, de algún modo, en su conjunto, porque toda la Palabra revelada habla del Hijo de Dios hecho hombre.
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Junto a la Escritura, es patente la huella que han dejado en los escritos de san Josemaría los Padres de la Iglesia, que contemplan la elevación sobrenatural –la "divinización" o "deificación" del hombre– como una adopción filial realizada por la unión con el Verbo encarnado 123. Como se sabe, la idea es fundamental en los Padres griegos 124, pero tiene gran relieve también en san Agustín 125. Después de éste último, la especulación teológica sobre la divinización tendió a centrarse en la curación del hombre de las heridas del pecado y se ocupó menos de la adopción 126. No obstante, en santo Tomás de Aquino pasa de nuevo a primer plano 127, y a él se debe la explicación de la filiación adoptiva como una participación (participata similitudo) de la Filiación subsistente, con toda la riqueza que encierra el término "participación" en su pensamiento. Veremos después que san Josemaría emplea este mismo término y hay motivos sobrados para pensar que lo hace en el cuadro de la doctrina tomasiana. Scott Hahn ha escrito que en su enseñanza no encontramos una novedad, sino una recuperación, un ressourcement: un volver a las fuentes cristianas (...). El Beato Josemaría descubre de nuevo una particular idea que está en el corazón del cristianismo y que había sido oscurecida por las controversias de los últimos siglos. Es una idea que comprende gracia y conversión, salvación, justificación y santificación. (...) La recuperación de la "filiación divina" implica una reintegración de la experiencia cristiana, una recuperación de la unidad patrística y tomista que de algún modo se había perdido en las discusiones. (...) En los siglos después de la Reforma protestante, tanto los teólogos católicos como los protestantes tendían a subrayar que Jesucristo nos ha salvado del pecado. Había diferencias entre ellos en el modo en que eso sucedía y en los efectos que producía sobre nuestras vidas. Pero coincidían en concentrar su atención en el pecado del que Cristo nos salvó. El Beato Josemaría, en cambio, enseñaba no sólo que hemos sido salvados del pecado, sino que hemos sido salvados para la filiación. Así podía hablar de la filiación divina como fin de la divinización, y de la divinización como razón de nuestra redención 128. Con ocasión de la polémica luterana, la doctrina acerca de la filiación divina sufre una nueva y grave postergación. Se discute principalmente sobre la justificación del hombre (el paso del estado de pecado al de amistad con Dios), que los reforma-dores entendieron de una forma extrínseca o "forense", como simple no imputación del pecado 129. La noción clave para hacer frente a esta concepción y poner de manifiesto la transformación de la persona al pasar de un estado a otro es, entonces, la de "gracia creada" 130 como distinta de la "gracia increada" que es el mismo
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Espíritu Santo inhabitando en el cristiano. Aunque el Concilio de Trento enseña que, en la justificación, el hombre recibe el don del Espíritu Santo y nace al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios 131, el debate posterior se centrará más en la gracia creada que en la increada, hasta el punto de producirse un cierto eclipse de la doctrina de la inhabitación del Espíritu Santo 132. La misma suerte sigue la filiación divina, resultado de su envío a las almas (cfr. Ga 4, 6) 133. La teología tendió a situarla entre los "efectos de la gracia creada", sin precisar bien lo que se quiere decir con "efecto", cosa imprescindible cuando se trata de los distintos niveles de la constitución ontológica del sujeto. Hay que tener en cuenta que, en la doctrina de santo Tomás, la gracia santificante atañe al nivel de la esencia o naturaleza, a la que eleva, mientras que la filiación adoptiva, al ser una propiedad personal, concierne al nivel del acto de ser, constitutivo de la personalidad ontológica 134. Hablar de causa y efecto entre ambos niveles exige emplear con mucha precisión las nociones metafísicas ya en el orden de la creación, y más aún en el de la elevación sobrenatural 135. Que el cristiano sea "hijo de Dios por la gracia" no equivale a decir que "la filiación adoptiva es un efecto de la infusión de la gracia creada". Si no se matiza bien esta última afirmación, puede parecer que la filiación adoptiva es una realidad jurídica como la adopción humana, cuando en realidad es una verdadera participación en la Filiación subsistente que transforma a la persona en hijo de Dios 136. La teología de la primera época post-tridentina se fijó en la naturaleza sanada y elevada por la gracia santificante, más que en la persona adoptada como hijo de Dios al recibir el Espíritu Santo. Es razonable pensar que, después, la polémica con el jansenismo, centrada en la gracia como auxilio divino (suficiente o eficaz, etc.), haya contribuido a posponer aún más la realidad de la filiación adoptiva en la reflexión teológica. En el siglo xix se advierten signos de una recuperación de la visión patrística del don del Espíritu Santo como fundamento de la adopción divina y de la gracia creada: recuperación a la que, según Rondet 137, contribuye especialmente Matthias Josef Scheeben (†1888). En la base doctrinal del mensaje de san Josemaría puede quizá descubrirse una afinidad con el pensamiento de este autor respecto a la materia de que hablamos ahora, pero en todo caso es poco probable que se deba a un influjo directo 138. Pasando a la primera mitad del siglo xx, los estudios de más relieve en el campo de la teología dogmática sobre la filiación adoptiva del cristiano, como los de Émile Mersch 139 y Stanislas Dockx 140, no ven la
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luz hasta el final de las décadas de los 30 y 40, respectivamente, cuando ya había tomado forma este punto central en el mensaje de san Josemaría. En definitiva, si bien la enseñanza de Josemaría Escrivá de Balaguer surge en una época de auge para la reflexión teológica sobre la filiación divina, nos parece que la centralidad de este tema en su enseñanza espiritual no se explica por el desarrollo de la teología sistemática de su tiempo, ni se origina a partir de sus resultados. Por otra parte, no es difícil comprobar que en el conjunto de la investigación académica se sigue prestando poca atención a la cuestión, que está prácticamente ausente en las obras enciclopédicas de mayor influjo y difusión, hasta época reciente 141. En cambio, es muy probable que, desde antes de 1931, conociera los escritos de algunos autores contemporáneos de espiritualidad que venían destacando la importancia de la filiación divina, entre ellos el beato Columba Marmión (1858-1923), en el libro Jesucristo en sus misterios, publicado originalmente en francés en 1919 y traducido enseguida a varios idiomas 142. En esta obra, que alcanzó pronto amplia difusión, escribe que no entenderemos nada del cristianismo mientras no estemos convencidos de que lo fundamental de él consiste en el estado de "hijos de Dios" por la participación, por medio de la gracia santificante, en la eterna filiación del Verbo encarnado (...). Toda la vida cristiana, como toda la santidad, se reduce a ser por gracia lo que Jesús es por naturaleza: Hijo de Dios 143. Es patente la convergencia de san Josemaría con esta idea central del beato Columba, pero el solo hecho de que sea anterior no basta para afirmar que haya habido un influjo. Puede haber ocurrido algo semejante a lo que sucede en relación con santa Teresa de Lisieux, a quien el joven sacerdote tenía gran devoción 144. Su sintonía con el "caminito de infancia espiritual" de la santa carmelita es clara; sin embargo, es una sintonía que descubre sólo después de haber recibido él mismo las luces que le han llevado a apoyar su vida espiritual en la filiación divina, con rasgos propios. En sus Apuntes íntimos, anota al respecto: Yo no he conocido en los libros el camino de infancia [de santa Teresita] hasta después de haberme hecho andar Jesús por esa vía 145. Según Pedro Rodríguez, la "infancia espiritual" que san Josemaría vive y propone a los lectores [de Camino], no es sólo, ni antetodo, pequeñez, humildad de la criatura ante Dios, sino, radicalmente, gozo y seguridad ante la paternidad de Dios-Padre, y modo de vivir la filiación divina del "niño" (vid. en este sentido el punto 860 [de Camino], que es definitorio), que ve en Jesús a su Hermano mayor 146.
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Como observa Illanes, varios de los textos en los que san Josemaría habla de la filiación divina están situados en un contexto de vida de infancia 147. Sin embargo, prosigue el mismo autor, es preciso distinguir: el sentido de la filiación divina y la vida de infancia, aunque puedan tener, y tengan, muchas relaciones entre sí, no se identifican, ni en general ni en la enseñanza de san Josemaría 148. Una cosa es saberse "hijos pequeños" de Dios –lo que ciertamente es un rasgo del espíritu de filiación divina–, y otra es seguir un concreto camino de infancia espiritual en la vida interior (por ejemplo, el "caminito de infancia" de santa Teresa de Lisieux). San Josemaría distinguía las dos cosas y señalaba que el modo de vivir como hijo pequeño de Dios no era único y el mismo para todos. Primero aconseja: Haceos niños delante de Dios. Sólo así sabremos ser hombres muy maduros en la tierra, porque a través de nuestra sencillez obrará la mano de Dios con su fortaleza y seguridad. Niños delante de Dios, con entera confianza, como el pequeño confía en su madre; no se preocupa del mañana ni de otra cosa: su madre vela por él. Dios vela por nosotros, si somos sencillos 149. Pero a la hora de concretar más ese trato de hijos pequeños, señala: De ordinario me abandono, procuro hacerme pequeño y ponerme en los brazos de la Virgen. Le digo al Señor: ¡Jesús, hazme un poco de sitio! ¡A ver cómo cabemos los dos en los brazos de tu Madre! Y basta. Pero vosotros seguid vuestro camino: el mío no tiene por qué ser el vuestro (...) ¡viva la libertad! 150 Estas breves consideraciones no permiten llegar a una conclusión acerca de influencias de otros autores en san Josemaría. Habría que examinar también, por ejemplo, la revista "Vida sobrenatural" promovida por el dominico Juan González-Arintero que, ya desde su aparición en 1921, se interesa por la filiación divina y era bien conocida por Josemaría Escrivá de Balaguer, así como otras fuentes. Un tal estudio excede nuestras posibilidades. De todas formas, lo que hemos señalado más arriba puede ser suficiente para proponer como hipótesis que las posibles influencias hay que buscarlas, más que en el terreno de la teología especulativa, en autores contemporáneos de espiritualidad. En todo caso, la fuente primordial es directamente la Sagrada Escritura, leída y meditada con las luces que Dios le iba dando para abrir un camino de santidad en medio del mundo. Antes de concluir señalemos que es más fácil indicar los influjos en la dirección opuesta: la enseñanza de san Josemaría ha despertado el interés por el estudio teológico de la filiación divina adoptiva y del lugar que le corresponde en la vida espiritual. Existen varias obras que, sin estar dedicadas al mensaje de san Josemaría, han tenido en él su origen, como los
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mismos autores señalan 151. Más numerosos son los estudios sobre la filiación divina en su predicación 152. 2.2. Elementos doctrinales de la noción de filiación divina sobrenatural En el espíritu de vida cristiana basado en la filiación divina, que transmite san Josemaría, late una doctrina sobre esta realidad cuyos principales elementos trataremos de describir a continuación. 1. Órdenes de filiación. El primer punto y el más elemental es la proclamación de que todos los hombres son hijos de Dios 153: no sólo los bautizados, ni sólo los que viven en estado de gracia santificante, sino todos los hombres, porque todos proceden de Dios a su imagen y semejanza (cfr. Gn 1, 26-27; Gn 5, 1). Esta filiación se ordena, sin embargo, a otra más excelente: hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios 154. Es la filiación divina sobrenatural, propia de quienes poseen la vida sobrenatural, que no se transmite por generación humana sino que es un don ulterior. Es la filiación de aquellos que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios (Jn 1, 13). El cristiano nace a esta filiación sobrenatural cuando recibe la vida sobrenatural en el Bautismo. Por la gracia bautismal he mos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente 155. La infusión de la gracia santificante confiere una semejanza con Dios de orden absolutamente superior a la que ya se tenía como persona, por la naturaleza humana. El hombre, en estado de gracia, está endiosado 156. La Santísima Trinidad nos constituye miembros de su familia 157; adquirimos la nueva condición de hijos, de modo que podemos mirar a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, sabiéndonos partícipes de la vida divina 158. Esta filiación sobrenatural llegará a su plenitud en la gloria, al recibir una nueva y superior semejanza con Dios, según las palabras de san Juan: Ya ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como es (1Jn 3, 2). Por eso la santidad en la gloria no es otra cosa que la plenitud de la filiación divina 159. San Josemaría considera, como se ve, tres órdenes de filiación divina: uno de todo hombre, otro "sobrenatural", propio de quienes se encuentran en estado de gracia santificante, y un tercero que es la plenitud de este último en la gloria.
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Santo Tomás explica así los diversos órdenes de filiación: En Dios Padre y en Dios Hijo se realiza perfectamente el concepto de paternidad y el de filiación, porque el Padre y el Hijo tienen una misma naturaleza y una misma gloria. Pero en las criaturas la filiación respecto a Dios no se encuentra según toda su perfección, ya que una es la naturaleza del Creador y otra la de la criatura, sino en virtud de alguna semejanza. Cuanto más perfecta sea la semejanza, tanto más se aproximará la filiación a su verdadero concepto. Se llama a Dios Padre de las criaturas [no racionales] por una semejanza que no es más que huella o vestigio (...). De las racionales se le llama Padre en virtud de una semejanza de imagen (...). Pero además es Padre de algunos por la semejanza de la gracia, y a estos se les llama hijos adoptivos (...). Por último es Padre de algunos por la semejanza de la gloria 160. En otro lugar, hace ver que hay tanta diferencia entre la filiación a Dios propia de todo hombre por ser criatura racional y la filiación adoptiva sobrenatural, que la primera es metafórica, porque los hombres no han sido "engendrados" por el Padre análogamente a como es engendrado el Hijo en el seno de la Santísima Trinidad, sino que han sido "creados ex nihilo" 160 bis. En cambio, la filiación adoptiva sobrenatural es filiación en sentido propio, analógico (el hombre es realmente engendrado a la vida sobrenatural, hecho hijo en el Hijo, como veremos a continuación). 2. La filiación sobrenatural: hijos en el Hijo. ¿Cómo se relaciona la filiación divina del cristiano con la filiación del Verbo? Veamos un pasaje representativo de la concepción que subyace a la enseñanza de san Josemaría: Por la gracia bautismal hemos sido constituidos hijos de Dios. Con esta libre decisión divina, la dignidad natural del hombre se ha elevado incomparablemente: y si el pecado destruyó ese prodigio, la Redención lo reconstruyó de modo aún más admirable (Missale Romanum, Ordo Missae), llevándonos a participar todavía más estrechamente de la filiación divina del Verbo 161. El texto nos parece representativo, como decíamos, por dos motivos: a) Porque se refiere a la filiación divina del cristiano como "participación" de la filiación divina del Verbo. San Josemaría no cita aquí a santo Tomás, pero indudablemente es el marco de referencia. El Doctor Angélico explica, en efecto, que el Verbo se dice Unigénito de Dios por naturaleza, pero Primogénito en cuanto de su filiación natural se deriva a muchos la filiación por cierta semejanza y participación 162. Entiende la filiación divina sobrenatural como participación de la Filiación subsistente
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(el Hijo), de modo que, cuando se dice que el cristiano es "hijo de Dios" no se ha de pensar que lo es "al lado del Hijo" sino, más profundamente, unido al Hijo, formando con Él como un solo Hijo. La doctrina de santo Tomás en este punto es un instrumento valioso para comprender que el cristiano es "hijo en el Hijo" –un hijo que está "presente en el Hijo"; o un hijo "en el que está presente el Hijo"–, expresión de raigambre bíblica y patrística, empleada también por el Magisterio de la Iglesia 163. Según el biblista Scott Hahn, para san Josemaría, la divinización es el proceso por los que los cristianos se hacen "hijos en el Hijo": hijos de Dios por la incorporación en el Hijo Eterno de Dios. Somos hijos porque Cristo ha compartido su propia filiación divina con nosotros. Nuestra filiación es más que una mera imitación de Cristo; es más que la transferencia legal de un título; más que un actuar "como si" fuéramos hijos de Dios. La nuestra es una participación metafísica en la Unigenidad de Cristo 164. b) El segundo motivo por el que tiene especial interés el texto que comentamos, es la afirmación de que la Encarnación redentora del Hijo nos ha llevado a participar "todavía más estrechamente" de la filiación divina del Verbo. Es evidente la referencia a un modo (hipotético) de Redención, en el que Dios nos hubiera hecho partícipes de la filiación divina sin que el Verbo se encarnara. Efectivamente, para hacernos hijos de Dios, la Encarnación no era necesaria. El "motivo" de la Encarnación es, para san Josemaría, la redención del pecado. No obstante, la grandeza del don de la filiación divina es más admirable gracias a la Encarnación, porque el hecho de que el Hijo de Dios haya asumido la naturaleza humana nos permite "participar todavía más estrechamente" de la filiación divina del Verbo: con una connaturalidad o familiaridad basada no sólo en nuestra participación en la naturaleza divina sino también en su participación en la naturaleza humana. 3. Filiación "adoptiva". Pasemos ahora a considerar que la filiación divina del cristiano es "adoptiva" (cfr. Rm 8, 15.23; Ga 4, 5; Ef 1, 5). San Josemaría lo recuerda a menudo, con ocasión de estos y de otros textos 165. Es "adoptiva" porque el cristiano no la tiene por naturaleza (es un don posterior al nacimiento humano) y no es idéntica sino análoga a la filiación "natural" del Hijo Unigénito. Pero la adopción sobrenatural trasciende completamente la adopción entre los hombres. Ésta última es un acto jurídico que no implica una transmisión de la vida del padre al hijo –sólo ante la ley el adoptado es hijo de quien lo adopta–, mientras que la adopción sobrenatural constituye
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realmente en miembros de la familia de Dios (Ef 2, 19), porque los adoptados son hechos partícipes de la naturaleza divina 166. Por eso la filiación adoptiva tiene algo de la filiación natural, como dice Scheeben, que prosigue: Por no ser nosotros meros hijos adoptivos, sino miembros del Hijo natural, entramos realmente como tales en la relación personal en que se halla el Hijo de Dios respecto de su Padre 167. En esta misma línea escribe Fernando Ocáriz, comentando a san Josemaría: No sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos; no sólo Dios, en un derroche de bondad, quiere que le tratemos como a un padre, sino que en un derroche incomparablemente mayor de su amor, nos adopta como hijos suyos en sentido estricto, aunque limitado, parcial; por participación de la Única Filiación divina en sentido estricto: la que constituye la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo Unigénito del Padre: "Ved qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos en efecto" (1Jn 3, 1) 168. 4. Hijos del Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo. La adopción sobrenatural es, por su origen, obra de las tres Personas divinas en la unidad de su substancia, de su amor, de su acción eficazmente santificadora 169. Su efecto en el hombre adoptado es una propiedad personal 170 que consiste en una relación sobrenatural con Dios: una relación con cada una de las tres Personas en su distinción mutua. San Josemaría lo expresa cuando afirma que Dios ha querido introducir a todos los hombres en la vida divina 171, o que hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo 172. Esto se traduce, en la vida espiritual de un hijo de Dios, en que puede distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas 173: mantener un trato "personal" con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. De ahí que, para ilustrar este punto de su enseñanza, algunos autores se sirvan de la concepción teológica que describe la adopción sobrenatural como una cierta "introducción" en la Santísima Trinidad. Escribe, por ejemplo, Fernando Ocáriz: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en la unidad de su acción ad extra, nos santifican, nos adoptan como hijos de Dios. Pero el término –por tanto, en nosotros– de esa única acción divina eficiente es precisamente nuestro endiosamiento, nuestra verdadera introducción en la Vida divina 174. Johannes Stöhr emplea términos semejantes: El cristiano es, en cierta manera, acogido en la comunidad familiar de Dios, en el misterio de la vida trinitaria. (...) Adquiere una relación personal con cada una de las tres Personas divinas 175.
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Si consideramos la Vida íntima de la Santísima Trinidad como el eterno actuarse de las procesiones intratrinitarias –la generación del Hijo por el Padre, y la espiración del Espíritu Santo por el Padre y el Hijo–, podemos concebir la "introducción" del cristiano en esa Vida como un misterioso tomar parte en esas procesiones. En efecto, las tres Personas "vienen" a inhabitar en el alma que se abre al don de la vida sobrenatural, según las palabras del Señor: Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada dentro de él (Jn 14, 23) 176. Las Personas divinas "vienen" al alma porque el Hijo y el Espíritu Santo son enviados por el Padre para introducir al cristiano en la comunión trinitaria como hijo del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo 177 . Conviene advertir que también es usual esta otra expresión: "hijos del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo". En este caso se quiere decir que por el envío del Hijo hecho hombre hemos recibido el Espíritu Santo (es decir, gracias a la Redención obrada por Cristo ha sido enviado el Paráclito). Por Cristo y en el Espíritu Santo, el cristiano tiene acceso a la intimidad de Dios Padre (Es Cristo que pasa, 116). Las dos expresiones reflejan aspectos diversos del misterio de la salvación. Emplearemos una u otra según los casos. La filiación adoptiva es así, en primer lugar, filiación al Padre; esto significa que en la vida espiritual podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre 178. En segundo lugar, es participación en la Filiación del Hijo, lo cual es fundamento del trato fraterno con Él: somos Hijos de Dios, hermanos del Verbo hecho carne 179. En tercer lugar, implica una relación personal con el Espíritu Santo. Siendo un nacimiento, una generación sobrenatural como hijos del Padre en el Hijo, la filiación divina se nos da "por el envío del Espíritu Santo" e implica una participación en el mismo Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo como Don mutuo (non quomodo natus, sed quomodo datus, no como quien nace sino como quien es dado, según la expresión de san Agustín 180). La Tercera Persona de la Santísima Trinidad, recuerda san Josemaría citando unas palabras de san Cirilo de Alejandría, se imprime en los corazones que lo reciben como el sello sobre la cera (...) por la comunicación de sí 181. El cristiano, por esa comunicación del Espíritu Santo, es hecho don al ser hecho hijo del Padre en el Hijo: don del Padre al Hijo y del Hijo al Padre (cfr. Hb 2, 13) en el Espíritu Santo. De ahí que la vida propia de un hijo de Dios consista en el don completo de sí: una vida de amor, participación de la caridad infinita, que es el Espíritu Santo 182. Esto se realiza con el concurso de la libertad. En la medida que el cristiano secunda los impulsos
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del Espíritu a entregarse por amor a la Voluntad del Padre, se hace "más espiritual", al ser más íntima su relación con el Espíritu. Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro 183. 5. Hijos de Dios en Cristo. Consideremos ahora, como último aspecto, que la vida de los hijos de Dios nos es dada en Cristo: por medio de su santísima Humanidad. Es participación de la plenitud de gracia de Jesucristo en cuanto hombre y conlleva una participación en su sacerdocio. Al pecado del primer hombre, por el que perdió la vida sobrenatural y la filiación divina adoptiva, se han sumado los pecados de toda la humanidad, pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por nuestros pecados, nos dio vida en Cristo (Ef 2, 4-5). Adán no quiso ser un buen hijo de Dios, y se rebeló. Pero se oye también, continuamente, el eco de ese felix culpa –culpa feliz, dichosa– que la Iglesia entera cantará, llena de alegría, en la vigilia del Domingo de Resurrección (Pregón pascual). Dios Padre, llegada la plenitud de los tiempos, envió al mundo a su Hijo Unigénito, para que restableciera la paz; para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus (Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, liberados del yugo del pecado, hechos capaces de participar en la intimidad divina de la Trinidad. Y así se ha hecho posible a este hombre nuevo, a este nuevo injerto de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar a la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 5-10), que los ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20) 184. El designio divino de otorgarnos la filiación sobrenatural se ha realizado mediante la Encarnación del Hijo, que se hizo hombre a fin de introducir a todos los hombres en la vida divina 185. Jesucristo nos ha elevado a su nivel, al nivel de los hijos de Dios, bajando a nuestro terreno: al terreno de los hijos de los hombres 186. El Hijo de Dios ha entrado en la familia humana asumiendo nuestra naturaleza y así se ha unido en cierto modo a todo hombre 187. De este modo puede comunicar a todos la vida divina, porque el Espíritu Santo ha llenado de gracia su Humanidad (cfr. Jn 1, 14), y de su plenitud recibimos todos, gracia sobre gracia (Jn 1, 16). La gracia o vida sobrenatural que el Paráclito infunde en el cristiano es gratia Christi 188: una participación de la gracia de la Humanidad del Verbo, que el Espíritu
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Santo comunica asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús 189. Y como tal nos hace también partícipes de su sacerdocio y nos permite obrar como miembros suyos para la salvación de los hombres. Hechos hijos de Dios y partícipes del sacerdocio de Cristo, no ya "junto a Él" o a su lado, sino "en Él", unidos vitalmente a Él por medio de su Humanidad Santísima, de modo análogo a como los miembros del cuerpo están unidos a la cabeza, en cierto sentido formamos con Cristo y en Él un mismo Hijo del Padre 190. Toda la intimidad divina se nos abre en Él, y sin Él ninguna participación en la Filiación nos es dada, porque Él, Cristo –Dios y Hombre–, es esa Filiación en cuanto Dios y la posee plenamente – por la unión in Persona– en cuanto Hombre. Cristo es el Unigénito del Padre, y nosotros somos hijos de Dios en la medida en que somos el mismo Cristo, ipse Christus 191. Esta última expresión, muy querida por san Josemaría, como veremos en el siguiente apartado, nos sitúa ya ante el núcleo de su aprehensión de este misterio. 2.3 El cristiano "otro Cristo", "el mismo Cristo" La contemplación del misterio de la filiación divina adoptiva lleva a san Josemaría a llamar al cristiano "alter Christus" e incluso "ipse Christus". Son expresiones recurrentes en sus escritos 192 que, si bien no carecen de precedentes en la tradición cristiana, revisten características peculiares en su predicación. Según Antonio Aranda, autor de los estudios más detallados sobre el tema 193, la consideración del cristiano como "alter Christus, ipse Christus" en san Josemaría tiene un origen específico en su "experiencia teologal" 194 y, en este sentido, "procede sólo en parte de la multiforme tradición católica" 195. 2.3.1 "No ya alter Christus sino ipse Christus" Que el cristiano en gracia es "otro Cristo" –christianus, alter Christus– es una afirmación relativamente frecuente en la literatura cristiana. Aunque literalmente no se encuentra en los Padres, según un estudio de R. Gerardi 196, suele afirmarse que se remonta a la patrística. Así, por ejemplo, Scheeben: "Christianus alter Christus, dijo un antiguo Padre de la Iglesia. Quod homo est –escribe san Cipriano (De idolorum vanitate, 2)–, esse Christus voluit, ut et homo possit esse, quod Christus est" 197. Como se ve, la cita del santo de Cartago no contiene literalmente la expresión. Más próximas al "alter Christus" son otras palabras de la misma obra: "Quod est Christus erimus christiani, si Christum fuerimus imitati" 198. Un ejemplo de atribución patrística de la expresión es el comentario de
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Cornelio a Lapide (†1637) a Rm 13, 14 ("revestíos del Señor Jesucristo"), en el que interpreta un texto de san Juan Crisóstomo en este sentido: "Unde S. Chrysostomus: "induire, ait, Christum, est undique in nobis per sanctimoniam et mansuetudinem Christum conspicuum esse. Homo enim indutus id esse videtur, quod indutus est: appareat itaque in nobis Christus". Christianus ergo quasi viva imago, viva forma, vivus habitus Christi sit oportet, imo sit alter quasi Christus ut in eius vita, gestu, habitu et moribus omnes se Christum videre putent" 199. En los maestros de espiritualidad no es raro encontrar fórmulas equivalentes. Citamos un ejemplo de la escuela francesa del XVII. San Juan Eudes escribe que "el cristiano es un miembro o como una extensión de Jesús, o mejor, otro Jesús" 200. En el siglo xx, el Beato Columba Marmión emplea con cierta frecuencia la expresión christianus, alter Christus 201, y otro autor contemporáneo, Raoul Plus, explica así su sentido: "se dice: christianus, alter Christus: el cristiano es otro Cristo, y nada más verdadero. Pero es preciso no equivocarse. "Otro" no significa aquí "diferente". No somos otro Cristo diferente del Cristo verdadero. Estamos destinados a ser el Cristo único que existe: Christus facti sumus, según dice san Agustín. No hemos de hacernos una cosa distinta de él: hemos de convertirnos en él" 202. Volveremos a encontrar el texto agustiniano al hablar de los precedentes del uso del "ipse Christus" para designar al cristiano. El Magisterio pontificio reciente aplica con frecuencia la expresión "alter Christus" al sacerdote, pero también a todo cristiano. "Si cada bautizado es alter Christus, el sacerdote lo es por un nuevo título..." 203. Los textos citados orientan sobre el significado del "christianus, alter Christus" en la tradición espiritual. Al hablar de este modo se quiere poner de relieve que el cristiano es a la vez humano y divino, a semejanza de Cristo, porque participa de la naturaleza humana y de la divina 204. También se dice que es "otro Cristo" porque, ungido en el Bautismo y en la Confirmación, participa en el sacerdocio de Cristo para cooperar en la redención de los hombres. Más propiamente se llama "otro Cristo" al cristiano que de hecho procura reflejar en su conducta la vida del Señor y se esfuerza por ejercer su sacerdocio en la misión apostólica. Este es el sentido que tiene la expresión en san Josemaría. Kurt Koch observa que "Escrivá empleaba a propósito esta terminología que algunas líneas de la tradición católica habían reservado al sacerdote ordenado. Precisamente de este modo quería expresar que todos los bautizados y confirmados están llamados a la santidad y que en la Iglesia no hay santidad de primera y segunda clase" 205.
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No nos detenemos más en el "alter Christus" porque todo lo que implica está comprendido en el "ipse Christus", que glosaremos a continuación. San Josemaría escribe, en efecto, que el cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 206 El concepto no es nuevo 207. De algún modo está presente en muchos autores que han sentido la necesidad de subrayar que el cristiano no sólo "se parece" a Cristo, sino que, si está en gracia, "es Cristo" porque su vida sobrenatural no es distinta de la del Señor, sino participación de la misma Vida de su Humanidad santísima y porque, de algún modo, Cristo está presente en él. "No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20), escribe san Pablo. Haciéndole eco, reitera san Josemaría: puede afirmar que "el cristiano es Cristo" 208. La relación con el Señor no es la mera adhesión del discípulo al maestro, ni el seguimiento de un líder humano. Ciertamente, el cristiano ha de seguir a Jesús, respondiendo a su invitación –"Ven y sígueme" (Mt 9, 9)– , y ha de tomarle como modelo. Pero el significado bíblico de los términos muestra que ese seguimiento es más que una imitación 209. Implica una misteriosa comunión de vida que excede los parámetros de cualquier relación simplemente moral, por profunda que pueda imaginarse. No consiste sólo en aplicar las enseñanzas de Jesús a la propia existencia, ni se agota en la decisión de entregarse a compartir su suerte. Abarca todas esas ambiciones, pero va más lejos: es un vivir su misma vida sobrenatural, y por eso san Josemaría habla de "identificación con Cristo" y dice que el secreto de la vida cristiana consiste en "seguir a Cristo hasta identificarse con Él". Leamos un texto en el que describe el núcleo de la santidad y del apostolado. Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 13, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo 210. El comentario de Fernando Ocáriz ayuda a penetrar en la densidad de estas palabras: "El camino de nuestra entrada en la intimidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, es seguir a Cristo, pero de tal modo que no sólo le imitemos, sino que lleguemos a identificarnos con Él. Sólo así Nuestro Señor es Primogénito entre muchos hermanos sin dejar de ser el
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Unigénito del Padre: nosotros no somos hijos del Padre cada uno por su cuenta –por decirlo de algún modo–, sino que somos hijos del Padre porque somos Cristo, sin dejar de ser nosotros mismos" 211. En las citas anteriores se puede ver que san Josemaría emplea las expresiones "ipse Christus" e "identificación con Cristo" en dos sentidos conectados entre sí, que nos interesa distinguir para comprender mejor su contenido: 1) como un hecho derivado del Bautismo, y 2) como un proceso que exige correspondencia a la gracia. En primer lugar, un hecho: el cristiano ha sido identificado con Cristo, por el Bautismo 212. La transformación operada por la gracia bautismal es una cristificación que constituye a la persona en hijo de Dios en Cristo y puede llamarse "identificación con Cristo". En segundo lugar, un proceso: san Josemaría habla de esa identificación como de un apropiarse de las virtudes de Cristo, de sus mismos sentimientos, propósitos y deseos. Dice: Hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en la propia, de manera que pueda decirse que el cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 213 En consecuencia, para san Josemaría el cristiano "es" ipse Christus por el Bautismo, pero a la vez "debe ser" ipse Christus por su correspondencia libre a la gracia, esto es, por su respuesta de amor al Amor. Para santo Tomás, "por el amor [de amistad], el amante se hace uno con el amado" 214, y en este sentido se dice que el amigo es "alter ipse" 215. La amistad con Cristo identifica con Él. La identificación, que ha comenzado con la infusión de la gracia santificante, crece por el amor en quien es dócil al Espíritu Santo. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14) 216. San Josemaría subraya la necesidad de la cooperación del cristiano en este proceso. No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20). La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas 217. Al principio del capítulo nos pareció conveniente anticipar, para evitar equívocos, que "identificación con Cristo" no implica confusión entre Cristo y el cristiano. Ahora podemos comprobarlo en los textos citados. En
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san Josemaría está claro –resulta ocioso decirlo– que Jesús y el cristiano son dos personas distintas: Jesucristo es la segunda Persona de la Trinidad, el cristiano es una persona humana y además pecador. La distancia es infinita. Sin embargo, esta distinción no impide que se pueda hablar de una cierta identificación. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo 218. Se puede decir con Schmaus que "el cristiano es Cristo sin dejar por eso de ser él mismo" 219. 2.3.2 Fundamento y precedentes de la expresión No es nuevo afirmar que el cristiano "es Cristo" o que ha de "identificarse con Cristo". No lo ha inventado san Josemaría, como veremos con diversos ejemplos. Cuando se expresa de este modo, refleja el núcleo del misterio cristiano con fidelidad a las fuentes de la Revelación y en continuidad con la tradición. Lo "nuevo", si se quiere hablar así, es que predica esa identificación con Cristo a todos los cristianos, que la muestra accesible en la vida ordinaria y que enseña a fundar la vida espiritual en la conciencia de ser hijo de Dios: de ser Cristo. En las obras contemporáneas de teología sistemática, las expresiones que comentamos no son frecuentes. Es posible que esto se deba, por un lado, al hecho, ya mencionado, de que la filiación divina ha estado poco presente en la reflexión teológica de los últimos siglos. Por otro, hay que recordar que algunos autores, antiguos y recientes, han hablado de la unión del cristiano con Cristo de un modo que se presta a confusión 220. Como de ahí podría caer una sombra de sospecha sobre la conveniencia de estas expresiones, interesa mostrar con más detalle sus raíces en la Sagrada Escritura y en la tradición espiritual de la Iglesia. En el Nuevo Testamento, la unión con Jesucristo es una unión vital, como la que existe entre la vid y los sarmientos (cfr. Jn 15, 1-7), que comporta una cierta inmanencia mutua: como la vid está presente en los sarmientos y éstos se encuentran en la vid, así el Señor está en los suyos y los suyos en Él. Cristo les comunica la vida sobrenatural, y ellos la reciben y permiten que fructifique en la medida de su unión con la vid: "Permaneced en mí y yo en vosotros (...). El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto" (Jn 15, 4-5). La realidad significada por esta imagen adquiere todo su peso a la luz de las palabras con las que el Señor compara la unión de los discípulos con Él a su propia unión con el Padre en el seno de la Santísima Trinidad: "yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn 14, 20). Este misterio se nos hace "tangible", por así decir, en la Sagrada Eucaristía:
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"Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él. Así como el Padre que me ha enviado vive y yo vivo por el Padre, así quien me come también vivirá por mí" (Jn 6, 56-57) 221. Jesucristo está sustancialmente presente en la Eucaristía con su Humanidad y viene al cristiano que le recibe. Esa presencia se verifica mientras están presentes las especies eucarísticas. Cuando éstas desaparecen, deja de estar en el cristiano con la sustancia de su Humanidad. Por tanto, no es éste el modo de presencia por el cual se puede afirmar que el cristiano "es Cristo" en todo momento. Ha de ser otro, de género diverso (una presencia no por la sustancia de su Humanidad sino por su acción, como veremos después) 222. La doctrina sobre la unión con Cristo y su presencia en el cristiano, que se halla especialmente en el Evangelio de san Juan, la encontramos iluminada con matices peculiares en las Cartas de san Pablo. Para mostrar la íntima compenetración del cristiano con Cristo, utiliza con frecuencia la expresión "en Cristo Jesús", u otras equivalentes, que aparecen más de 150 veces en sus epístolas 223. Los cristianos han sido "creados en Cristo Jesús" (Ef 2, 10), elegidos en Cristo (cfr. Ef 1, 4), "llamados en el Señor" (Flp 3, 14), "viven" en Cristo (cfr. Rm 6, 11; Ga 2, 20), "son" en Cristo Jesús (cfr. 1Co 1, 30; 2Co 5, 17; Rm 16, 7.11; Ga 3, 28). Igualmente afirma que Cristo "está" en el cristiano (cfr. Rm 8, 10; 2Co 13, 5; Col 1, 27) y "se forma" en él (Ga 4, 19). En otras ocasiones, esa unión se expresa con los términos "con Cristo", "por Él" y "para Él": por ejemplo, "sepultados con Cristo" (Rm 6, 4; Col 2, 12), "vivificados y resucitados con Cristo" (Ef 2, 5-6), salvados por Cristo (cfr. Rm 5, 9), creados para Él (cfr. 1Co 8, 6; Col 1, 16), hechos hijos de Dios por Cristo (cfr. Ef 1, 5), etc. Otras veces, en fin, se describe la unión del cristiano con Cristo mediante la imagen de la cabeza y el cuerpo: los cristianos son "miembros de Cristo" (1Co 6, 15; 1Co 12, 27), "cuerpo de Cristo" (Ef 1, 13; Ef 4, 12; Ef 5, 30; Col 1, 24; Rm 12, 5) 224. La presencia de Cristo en el cristiano que implica esta unión vital es el núcleo del "misterio" predicado con gozo por el Apóstol: "que Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria" (Col 1, 27). Pasemos ahora a la Tradición patrística. Recordemos en primer lugar, siguiendo un orden cronológico, lo que escribe san Ignacio de Antioquía a los cristianos en el siglo ii: "sois portadores de Cristo" 225. Por el contexto es patente que no se refiere sólo al momento de haber recibido la Eucaristía. Tampoco se está limitando a señalar que el cristiano ha de ser mensajero de la doctrina de su Maestro. Dice que es "portador de Cristo" porque Jesús está presente en él, no como lo está en la Eucaristía
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(sustancialmente), ni sólo por su doctrina, sino de otro modo (cuya explicación queda como tarea abierta para la teología). Algo semejante vale para muchos textos patrísticos de diversas épocas, tanto de Oriente como de Occidente, en los que se afirma que Cristo está presente en el cristiano, e incluso que el cristiano "es Cristo". Estos pasajes se han entendido frecuentemente de un modo débil, refiriéndolos a una presencia de la doctrina de Cristo o a un reflejo de sus virtudes. Pero esta reducción no hace justicia a la fuerza de los textos. Citemos algunos que permiten ver que las expresiones "ipse Christus" e "identificación con Cristo" se encuentran en la misma línea. Comentando las palabras "he ahí a tu hijo" (Jn 19, 26), que Jesús dirige a María desde la Cruz, escribe Orígenes (†255 aprox.): "Si María no ha tenido más hijos que Jesús, y Jesús dice a su Madre: he ahí a tu hijo, y no he ahí otro hijo, entonces es como si Él dijera: ahí tienes a Jesús a quien tú has dado la vida. Efectivamente, quien es perfecto no vive para sí, sino que Cristo vive en él (cfr. Ga 2, 20). Y puesto que en él vive Cristo, de él dice Jesús a María: He ahí a tu hijo, a Cristo" 226. Este antiguo texto es un testimonio admirable de la convicción de que Cristo está presente en el cristiano (evidentemente, para Orígenes, san Juan representa a todo discípulo del Señor). San Cirilo de Jerusalén (†386 aprox.) considera que en el bautizado hay una imagen de Cristo que no está separada del ejemplar sino que existe precisamente porque el cristiano es partícipe de Cristo. Por este motivo puede ser llamado "cristo", sin más apelativos: "Bautizados en Cristo y revestidos de Cristo, habéis sido hechos semejantes al Hijo de Dios. Porque Dios nos predestinó a la adopción, nos hizo conformes al cuerpo glorioso de Cristo. Hechos, por tanto, partícipes de Cristo, con toda razón os llamáis cristos; y Dios mismo dijo de vosotros: no toquéis a mis cristos. Fuisteis convertidos en Cristo al recibir el signo del Espíritu Santo" 227. El fundamento por el cual llama al cristiano Cristo no es en último término la semejanza, sino una realidad más profunda de la que nace la semejanza. San Gregorio de Nisa (†394) se refiere a esta realidad mostrando el ejemplo de san Pablo, a quien fue concedida una intensísima conciencia de la presencia de Cristo en él: "pues lo imitó de una manera tan perfecta que mostraba en su persona una reproducción del Señor ya que, por su gran diligencia en imitarlo, de tal modo estaba transformado en el mismo ejemplar, que no parecía ya que hablaba Pablo, sino Cristo, tal como dice él mismo, completamente consciente de su propia perfección: Tendréis la prueba que buscáis de que Cristo habita en mí. Y también dice: Vivo yo,
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pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" 228. Una lectura atenta permite ver que el texto no afirma que la presencia de Cristo en Pablo consistiera sólo en que éste lo imitaba, sino que al imitarlo se manifestaba la presencia de Cristo en él. El autor de la antigua homilía In sabbato magno 229 trata de imaginar el diálogo entre el Señor, que desciende a los infiernos después de su muerte en la Cruz, y Adán como representante de cada hombre en espera de la liberación del pecado y de la vida nueva en Cristo: "A ti te mando: Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí, y yo en ti, formamos una sola e indivisible persona" 230. Estas últimas palabras expresan una misteriosa compenetración con Cristo, por la que Él está presente en el cristiano, y el cristiano en Cristo. San Cirilo de Alejandría (†444), comentando las palabras "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn 15, 5), considera las misiones del Hijo y del Espíritu Santo y habla abiertamente de una presencia de Cristo en cuanto hombre en el cristiano. Escribe: "Los que están unidos a Él e injertados en su persona, vienen a ser como sus sarmientos y, al participar del Espíritu Santo, comparten su misma naturaleza (pues el Espíritu de Cristo nos une con Él). La adhesión de quienes se vinculan a la vid consiste en una adhesión de voluntad y de deseo; en cambio, la unión de la vid con nosotros es una unión de amor y de presencia (...). De qué modo nosotros estamos en Cristo y Cristo en nosotros nos lo pone en claro el evangelista Juan al decir: En esto conocemos que permanecemos en Él, y Él en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu" 231. Es decir, el Espíritu Santo enviado hace presente de algún modo a Cristo en cuanto hombre en aquellos a los que comunica su gracia. San Agustín (†430), que tan profundamente expone el misterio del Cuerpo místico –"Christus totus, caput et corpus" 232– insiste en que Cristo está presente en el cristiano y le llama simplemente "Cristo": "Felicitémonos y demos gracias, pues hemos venido a ser no solamente cristianos, sino Cristo; admirémonos, saltemos de júbilo, pues hemos llegado a ser Cristo" 233. En otro lugar escribe: "Derramando su sangre, el Cordero inmaculado nos redimió, incorporándonos a sí mismo, haciéndonos miembros suyos, para que en Él también nosotros seamos Cristo" 234. Y exponiendo Jn 17, 26, comenta: ""Yo en ellos", como si dijera: porque yo mismo estoy en ellos. De un modo está en nosotros como en su templo. De
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otro porque nosotros somos Él (quia nos ipse sumus), en cuanto que al hacerse hombre para ser nuestra Cabeza, nosotros somos su Cuerpo" 235. Prolonguemos aún estos testimonios patrísticos con algunos ejemplos de la literatura teológica posterior, procedentes de grandes maestros de vida espiritual, bien conocidos por Josemaría Escrivá de Balaguer. Capítulo aparte merecerá santo Tomás, a quien nos referiremos por extenso en el apartado sucesivo 236. El siguiente texto de La vida en Cristo, de Nicolás Cabasilas (1320-1391, aprox.), hace honor a la tradición oriental. "[La unidad con Cristo] supera toda unidad que se nos antoje expresar en símbolos de criatura. Por esta causa los Libros Santos se sirvieron de muchos símbolos para significar dicha unión, no bastando uno solo: el Huésped y la Casa. El Sarmiento y la Vid. El Desposorio. La Cabeza y los Miembros, sin que ninguno enteramente la exprese, por ser incapaces de captar su contenido exacto. (...) Los miembros están unidos a la cabeza, viven a ella vinculados, y su separación lleva consigo la muerte. Mas los cristianos viven más unidos a Cristo que a su propia cabeza, y viven más realmente de Él que de la unión que los liga a su cabeza. Ejemplo de esto son los Santos Mártires, que afrontaron gustosos la muerte y no queriendo ni oír hablar de su separación de Cristo, ofrecieron al verdugo su cabeza y sus miembros con alegría (...). Pero hay algo todavía más admirable: ¿Hay algo más unido que uno consigo mismo? Pues aún esta intimidad queda lejos de aquella unión. Cada una de las almas santas es una e idéntica a sí y, no obstante, está más unida al Salvador que a sí misma" 237. Si Cabasilas experimenta los límites de cualquier metáfora para hablar de la unión con Cristo, otro tanto les sucede a santa Teresa de Jesús y a san Juan de la Cruz (s. XVI): les faltan palabras para expresar lo que contemplan. El lector puede comprobarlo sin necesidad de que incluyamos aquí los extensos textos en los que se refieren al misterio 238. En el siglo siguiente, el XVII, encontramos precedentes de las expresiones que emplea san Josemaría en autores de la "escuela francesa". Para Jean-Jacques Olier "un cristiano es Cristo vivo en la tierra" 239. San Juan Eudes refleja por su parte una idea muy presente en esta escuela de espiritualidad: "El Hijo de Dios ha determinado consumar y completar en nosotros todos los estados y misterios de su vida. Quiere llevar a término en nosotros los misterios de su Encarnación, de su nacimiento, de su vida oculta, formándose en nosotros y volviendo a nacer en nuestras almas por los santos sacramentos del Bautismo y de la Sagrada Eucaristía, y haciendo que llevemos una vida espiritual e interior escondida con Él en Dios" 240.
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Concluimos esta muestra de testimonios con dos textos de autores contemporáneos a san Josemaría, que dan idea del esfuerzo de la reflexión teológica por encontrar los términos adecuados para definir la unión con Cristo y su presencia en el cristiano. Émile Mersch afirma: "El Señor nos ha revelado que entre el Verbo encarnado y el cristiano hay algo más que una unión de amor, aunque sea ardiente; algo más que una relación de semejanza, por estrecha que sea; algo más que dependencia, aunque sea total (...); más que la inserción siempre precaria de los miembros en un organismo; más que una unión moral, aunque fuera extraordinariamente íntima. Hay una unión física, diríamos, siempre que no se ponga esta palabra al mismo nivel que el de las simples cohesiones naturales; una unión real en cualquier caso, una unión ontológica; o, mejor aún, pues los términos tradicionales son en este caso los más acertados, una unión mística, trascendente, sobrenatural, que supera en unidad y en realidad las fórmulas que se puedan ofrecer, y que sólo Dios puede hacer conocer, como sólo Él puede realizarla" 241. Por otro lado, según Michael Schmaus, "podemos llamar físico-dinámica a la unidad entre Cristo y los cristianos; pero no debe olvidarse que Cristo y los cristianos no se funden en una sola naturaleza; se destaca este punto de vista cuando se llama físico-accidental a esa unidad; pero incluso así no se destaca suficientemente que se trata de un encuentro personal; y si se la llama comunidad personal-dinámica, no se acentúa suficientemente su fuerza e intimidad; podría dar la impresión de que se trata de una unidad moral; es cierto que lo es, porque es una comunidad de intenciones y tiene, por tanto, un carácter muy real, pero es más que esto, porque es participación en la vida de Jesucristo. Algunos teólogos la llaman por eso unidad orgánica, pero esta denominación corre el peligro de ser interpretada como un proceso natural y de no expresar la consistencia y sustancialidad del yo humano, podría sugerir la idea de que Cristo y los cristianos están llenos de una misma corriente de vida celestial, mientras que en realidad cada uno sigue teniendo su propia vida, aunque la del cristiano sea participación en la vida de Cristo. Todas estas denominaciones tienen, pues, su pro y su contra; unas acentúan la unión e intimidad, pero ponen en peligro el carácter personal; otras destacan el carácter personal, pero arriesgan la intimidad. Quizá fuera mejor elegir una palabra acomodada que exprese su singularidad: podría llamársela unidad místico-sacramental. La palabra "místico" no se usa en sentido de una vivencia especial de Cristo, sino para significar el carácter misterioso de esa unidad; la unión entre Cristo y los cristianos es un misterio. Este hecho está destacado al llamar místico-sacramental a esa unión. El cristiano es él mismo en cuanto que existe en Cristo y es independiente y soberano (...); en esto consiste el profundo misterio del cristiano" 242.
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Estos textos ilustran suficientemente, en nuestra opinión, que sostener que el cristiano puede ser calificado de "ipse Christus" no es una piadosa exageración. Son ejemplos de una tradición espiritual ininterrumpida a lo largo de la historia de la Iglesia, que surge, antes que de la reflexión teológica, de la experiencia mística de la unión con Cristo y de su presencia en el cristiano. San Josemaría aporta a esta tradición su propia vivencia de que ser hijo de Dios es "ser Cristo". No afirma nada nuevo pero refrenda con su testimonio la validez de un modo de expresar el misterio cristiano. Consciente de que la profunda unión con Cristo no está reservada a unos pocos, la propone con un lenguaje sencillo y con unas fórmulas vivas, universalmente comprensibles. El mejor modo de mostrarlo sería reproducir por entero la homilía del significativo título: Cristo presente en los cristianos 243. Nos limitamos a entresacar algunas frases, a modo de invitación a la lectura del texto completo. Cristo vive en el cristiano (...). El cristiano debe –por tanto– vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo (...), dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! (...). El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera (...). Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres (...). Pero para ser ipse Christus hay que mirarse en Él (...), hay que aprender de Él detalles y actitudes (...). Así, viviendo cristianamente entre nuestros iguales, de una manera ordinaria pero coherente con nuestra fe, seremos Cristo presente entre los hombres 244. En síntesis, para san Josemaría, ser hijo de Dios es "ser Cristo" porque "Cristo vive en el cristiano", "está presente en el cristiano". Esta presencia se da ya por la gracia del Bautismo, pero cuando el cristiano "deja que su vida se manifieste en él", cuando procura "vivir la vida de Cristo" de modo consciente y libre, cooperando con su misión redentora mediante el ejercicio de su sacerdocio, entonces madura la semilla de la gracia bautismal y se puede decir que es ipse Christus y se puede hablar de una identificación con Jesucristo, compatible con la distinción personal.
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El motivo por el que el cristiano puede ser llamado ipse Christus es, en primer lugar, que Cristo está de algún modo presente en él; y, en segundo lugar –partiendo de esa presencia–, que permita que Cristo actúe a través de él, ejerciendo su sacerdocio. El aspecto más básico es el primero. Lo estudiaremos en el siguiente apartado. 2.4 La presencia de Cristo en el cristiano: una explicación teológica San Josemaría no explica teológicamente en qué consiste la presencia de Cristo, por la gracia, en el cristiano. De los textos se desprende: 1º) que no habla únicamente de su presencia en cuanto Dios sino también en cuanto hombre o por su Humanidad; 2º) que se trata de una presencia permanente, no circunscrita al momento de recibir la santísima Eucaristía 245; 3º) que no es una presencia sustancial, es decir, de la sustancia de la Humanidad de Cristo, pero que tampoco se reduce a un parecido con Cristo derivado de la imitación de su ejemplo, aunque ciertamente es una presencia que impulsa a imitarle; y 4º) que es una presencia de la "vida de Cristo" y de su acción, y no sólo del conocimiento de Cristo o del amor a Él, aunque se realiza por este conocimiento y amor, y se alimenta de ellos. Teniendo en cuenta estos elementos, se pueden buscar diversas explicaciones teológicas de esa presencia de Cristo en el cristiano. La que proponemos a continuación se inspira en santo Tomás, a cuya doctrina acudimos especialmente en esta cuestión por dos motivos. El primero es que en este misterio de la unión del cristiano con Cristo se halla implicada directamente la noción de participación (el Hijo de Dios, por su Encarnación, ha querido participar, junto con todos los hombres, de la naturaleza humana; y el cristiano ha sido hecho partícipe de la naturaleza divina por medio de Cristo y en Él), y es sabido que en el pensamiento de santo Tomás es central la noción de participación. El segundo motivo es que el mensaje de san Josemaría en este punto se mueve en el marco de la doctrina del Doctor Común, ya que habla de la filiación adoptiva como "participación de la filiación del Verbo" 246, de la gracia como "participación en la naturaleza divina" 247, y de la caridad como "participación de la caridad infinita, que es el Espíritu Santo" 248, citando en este último caso expresamente al Doctor de Aquino.
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Nuestra tesis es que la doctrina de santo Tomás permite afirmar una presencia de Cristo en el cristiano que tiene las cuatro características antes señaladas. Y que esta presencia es la razón más básica por la que se puede afirmar que el cristiano es "el mismo Cristo". Nos parece que cuando san Josemaría dice que el cristiano es ipse Christus, quiere decir ante todo que Cristo está presente en el cristiano. Pero además es necesario que el cristiano quiera dejar que Cristo actúe por medio de él. Entonces se puede decir con más propiedad que es "el mismo Cristo". Repetimos que la explicación teológica que proponemos a continuación es sólo un posible modo de ilustrar este punto de la enseñanza de san Josemaría. La Sagrada Escritura muestra que hemos sido creados "en Cristo", elevados a la condición de hijos de Dios "en Cristo", y redimidos también "en Cristo". Son obras divinas diversas, pero intrínsecamente ordenadas entre sí: el hombre ha sido creado en Cristo en cuanto Verbo, para ser elevado a la vida sobrenatural en Él en cuanto Hijo, y ha sido regenerado en Cristo, Dios hecho hombre, a esa vida que había perdido por el pecado. Tal es el itinerario que describe el prólogo del Evangelio de san Juan: "En el principio existía el Verbo (...). Todo fue hecho por Él (...). A cuantos le recibieron les dio poder de ser hijos de Dios (...). Y el Verbo se hizo carne (...). Y de su plenitud todos hemos recibido, gracia sobre gracia" (Jn 1, 116). La creación, la elevación y la regeneración sobrenatural son "participaciones" del hombre en el Ser y en la Vida íntima de Dios que, al realizarse "en Cristo", implican una presencia suya en el cristiano: presencia suya en cuanto Dios y también –de otro modo– en cuanto hombre. Hablaremos primero de su presencia en cuanto Dios –es decir, por su naturaleza divina–; y después veremos en qué sentido puede hablarse también de una presencia suya en cuanto hombre, es decir por su naturaleza humana. En la creación, Dios, Ser por esencia, hace partícipes del ser a las criaturas y las mantiene en él con su presencia permanente. "En Él vivimos, nos movemos y somos" (Hch 17, 28). El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que "puesto que Dios es causa primera de todo lo que existe, está presente en lo más íntimo de sus criaturas" 249. Esta presencia del Ser por esencia en los seres por participación se suele denominar presencia de inmensidad 250. Es necesaria para mantener a las criaturas en el ser, como es necesaria la presencia del sol para mantener la luz en el aire 251. En este
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sentido Cristo está presente en todas las criaturas en cuanto Verbo de Dios en el que han sido creadas. Por la elevación sobrenatural comienza un nuevo modo de presencia divina en el alma humana, que se designa como presencia sobrenatural de inhabitación. Al ser introducidos en la vida íntima de la Santísima Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo inhabitan en el alma en gracia (cfr. Jn 14, 23). Ya se recordó que la elevación sobrenatural tiene lugar cuando la criatura humana es hecha partícipe de las procesiones divinas por el envío del Hijo y del Espíritu Santo al alma 252. El Hijo es enviado por el Padre y, gracias a su presencia, el cristiano es "hijo en el Hijo" (en términos de participación habría que decir que la presencia de la Filiación subsistente funda la filiación participada). También es enviado el Espíritu Santo y, gracias a su presencia, el cristiano recibe la caridad (este último tema no lo tratamos ahora directamente; nos fijamos sólo en que por la elevación sobrenatural a hijos adoptivos de Dios, Cristo está presente en el alma en cuanto Hijo Unigénito). Los dos modos de presencia a los que nos hemos referido son de Cristo en cuanto Verbo (presencia en todas las criaturas) y en cuanto Hijo (presencia sobrenatural en los hijos adoptivos). Preguntémonos ahora si también puede hablarse de una presencia de Cristo en cuanto hombre, en el cristiano. Lo diremos muy sintéticamente 253. Para regenerarnos a la vida sobrenatural perdida por el pecado, el Hijo de Dios ha asumido una naturaleza humana llena de gracia (cfr. Jn 1, 14), y de esa plenitud participamos todos (cfr. Jn 1, 16) 254. Cristo en cuanto hombre, o por su Humanidad, es causa eficiente "instrumental" de la gracia. "Dar la gracia –afirma santo Tomás– conviene también a Cristo en cuanto hombre, pues su humanidad fue instrumento de su divinidad" 255. Al estar unida hipostáticamente al Verbo, la Humanidad de Cristo posee la gracia en plenitud, en cierto modo infinitamente 256, pero no es la Divinidad (no hay confusión entre las dos naturalezas de Cristo, la humana y la divina), ni es por tanto causa principal sino instrumental de la gracia: causa que "participa en la operación de la naturaleza divina, igual que el instrumento participa en la acción del agente principal" 257. Las consecuencias que de ahí se derivan para el estudio de la presencia de Jesucristo en cuanto hombre en el cristiano son decisivas. Que la causa instrumental sea causa por participación comporta que es causa no por su ser (como la causa principal, la Divinidad) sino por su acción o "virtud", que la Humanidad de Cris to tiene de modo indefectible. Esto implica que la presencia de Cris to en cuanto hombre en el cristiano que
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recibe la gracia, no es como la presencia de la causa principal, la Divinidad, que inhabita en el alma en gracia, sino que es una presencia de su acción o "virtud". En este sentido se la puede llamar "presencia virtual", entendiendo este último término como presencia de la acción de Cristo o de su virtus: su "poder" o "fuerza" 258. La presencia virtual de Cristo en cuanto Hombre en el cristiano es una presencia verdadera y real, pero no sustancial; es presencia del poder o del influjo de la Humanidad de Cristo, no de su sustancia. Se trata de una presencia dinámica. Gracias a ella puede decirse que las acciones de un hijo de Dios, surgidas de su naturaleza elevada por la gracia de Cristo, son también acciones de Cristo a través del cristiano como miembro suyo: vida de Cristo en el cristiano 259. Y es, además, una presencia permanente, que existe mientras permanece la gracia 260. Ahora debemos considerar cómo se produce esta presencia, es decir, cómo comienza y cómo se intensifica. Santo Tomás afirma que la participación de la gracia de Cristo es una cierta "transmisión", semejante a la transmisión de la naturaleza humana de padres a hijos 261, porque así como ésta es la misma en los padres y en los hijos, así también el Espíritu Santo, que desciende de Cristo a nosotros, es también el mismo en Él y en nosotros 262. Sin embargo, la "transmisión" no lo es en igual sentido, porque el don de la gracia creada, efecto de la inhabitación del Espíritu Santo, no está en nosotros como está en Cristo: en Él se halla en plenitud, en nosotros parcialmente. Si a esto se añade que "es necesario que todo agente se una a aquello en lo que inmediatamente obra y lo toque con su virtud" 263, se puede concluir que la Humanidad de Cristo ha de entrar de algún modo en "contacto" con aquellos a quienes entrega el don del Paráclito para que participen de su gracia. Santo Tomás lo afirma explícitamente al tratar de la eficiencia de la Pasión del Señor. Se plantea la siguiente dificultad: "el agente corporal no obra eficiente-mente si no es por contacto: y así vemos que Cristo limpió al leproso tocándole (...). Pero la pasión de Cristo no pudo tocar a todos los hombres, luego no pudo obrar eficientemente su salvación" 264; y la resuelve diciendo que "la pasión de Cristo, aunque corporal, posee una virtud espiritual por su unión con la divinidad. Y así, por contacto espiritual logra su eficacia, a través de la fe y de los sacramentos de la fe" 265. El "contacto espiritual" entre Cristo y el cristiano se establece por un acercamiento mutuo. Por una parte, el Hijo ha venido a nosotros asumiendo una naturaleza humana, y de este modo ha entrado en el linaje humano y "se ha unido en cierta manera con todo hombre" 266. Esta unión natural con Cristo en cuanto hombre, debida a la participación en la misma
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naturaleza humana, es fundamento de la comunión sobrenatural que se establece por la "transmisión" del Espíritu Santo de Cristo a nosotros. Pero no basta este fundamento para que el hombre reciba de hecho la vida sobrenatural de Cristo. Es preciso que se abra a su acción, que se adhiera a Cristo "por la fe y los sacramentos de la fe" 267. Primero por la fe viva, formada por la caridad, como escribe san Pablo: "que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, arraigados y fundamentados en la caridad" (Ef 3, 17); y segundo, por la participación en los sacramentos, en los que actúa Jesucristo mismo, de modo supremo en la Eucaristía. La referencia a los "sacramentos de la fe" se puede extender a los demás medios de santificación –la oración y la formación cristiana– de los que trataremos en el capítulo 9º. Mediante la fe y los sacramentos el cristiano entra en relación con Jesucristo y recibe por eso mismo al Espíritu Santo, que desciende de la Cabeza a los miembros para dar inicio o acrecentar la vida sobrenatural, cumpliéndose entonces lo que escribe san Pablo: "el que se une al Señor se hace un solo Espíritu con Él" (1Co 6, 17); y san Juan: "por esto conocemos que permanece en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado" (1Jn 3, 24). Y es el Espíritu Santo, Divino Huésped del alma, quien hace presente en el espíritu humano de modo permanente la virtud o la operación de la Humanidad de Cristo, por la cual se despliega con todos sus efectos la vida sobrenatural como vida de Cristo en el cristiano, que se va conformando progresivamente con el Señor (cfr. 2Co 3, 18). En la Encíclica Mystici Corporis, Pío XII enseña que Cristo, autor y causa eficiente de la santidad de los miembros de su Cuerpo místico, "está en nosotros por su Espíritu, el cual nos comunica y por el que de tal suerte obra en nosotros que todas las cosas divinas llevadas a cabo por el Espíritu Santo en las almas se han de decir también realizadas con Cristo" 268. La presencia de Cristo en el cristiano no se identifica con la presencia del Espíritu Santo, pero se realiza por medio de ella y es inseparable de ella. Juan Pablo II lo ha expuesto comentando las palabras del Señor en la Última Cena: "Yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre" (Jn 14, 16). Dice el Papa: "Esta promesa está unida a las otras que Jesús ha hecho al subir al Padre: he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Nosotros sabemos que Cristo es el Verbo que se hizo carne y puso su morada entre nosotros (Jn 1, 14). Si, yendo al Padre, dice: Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo, se deduce de ello que los Apóstoles y la Iglesia deberán reencontrar continuamente por medio del Espíritu Santo aquella presencia
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del Verbo-Hijo que durante su misión terrena era "física" y visible en la Humanidad asumida, pero que, después de su ascensión al Padre, estará totalmente inmersa en el misterio. La presencia del Espíritu Santo que, como dijo Jesús, es íntima a las almas y a la Iglesia (Él mora con vosotros y en vosotros está: Jn 14, 17), hará presente a Cristo invisible de modo estable, hasta el fin del mundo. La unidad trascendente del Hijo y del Espíritu Santo hará que la Humanidad de Cristo, asumida por el Verbo, habite y actúe dondequiera que se realice, con la potencia del Padre, el designio trinitario de la salvación" 269. Esta presencia de Cristo en cuanto hombre explica, a nuestro entender, que se pueda afirmar que el cristiano es y debe seripse Christus. Ya lo hemos dicho: por la infusión de la gracia "es" ipse Christus desde el Bautismo, pero la presencia de la vida de Cristo puede crecer, pues se trata de un influjo de su acción, y por esto se dice también que el cristiano "ha de llegar" a ser ipse Christus. La vida cristiana es un progresivo crecimiento en la identificación con Cristo, hasta la medida de la plenitud de Cristo (cfr. Ef 4, 13). Este crecimiento se realiza por la gracia del Espíritu Santo y la correspondencia del cristiano. Ésta es, en síntesis, la explicación teológica que deseábamos ofrecer sobre el fundamento de las expresiones "identificación con Cristo" y "el cristiano, ipse Christus" que emplea san Josemaría. Como decíamos, habrá otras posibles. En cualquier caso es indudable que esos modos de designar la relación del cristiano con Cristo abren perspectivas a la Teología e impulsan a poner las bases de la vida espiritual en la conciencia de "ser Cristo", que no es otra cosa que edificar la vida cristiana sobre el "sentido de la filiación divina". 2.5 Hijos e hijas de Dios con "idéntica filiación divina adoptiva" Al ser una participación en la única Filiación subsistente e increada del Verbo, el don de la filiación divina adoptiva es idéntico en el varón y en la mujer. La mujer tiene en común con el varón su dignidad personal y su responsabilidad, y –en el orden sobrenatural– (...) una idéntica filiación divina adoptiva 270. Cuando san Josemaría habla de "hijos de Dios" se dirige igualmente a varones y a mujeres. A veces habla expresamente de "hijos e hijas de Dios" o de "hijas e hijos de Dios", no porque el don de la filiación divina sea diverso sino por razón del sujeto, es decir, por la diversa condición de quienes reciben la adopción divina. La igualdad es radical:
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Todos los bautizados –hombres y mujeres– participan por igual de la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios. En la Iglesia existe esa radical unidad fundamental, que enseñaba ya San Pablo a los primeros cristianos: Quicumque enim in Christo baptizati estis, Christum induistis. Non est Iudaeus, neque Graecus: non est servus, neque liber: non est masculus, neque femina (Ga 3, 27-28); ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni libre; ni tampoco de hombre, ni mujer 271. En el texto de san Pablo citado aquí, la diferencia entre "varón y mujer" figura junto con otras de fundamento diverso ("judío y griego", "siervo y libre"). Lo que los fieles tienen en común es la filiación adoptiva recibida en el Bautismo: "Todos sois hijos de Dios (...) porque todos los que fuisteis bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo" (Ga 3, 26-27). En el momento del Bautismo, este don es el mismo en todos en un sentido fuerte: no sólo porque lo tengan por igual (como sucede, por ejemplo, en quienes tienen una misma cantidad de dinero), sino porque es un solo don, es decir, un don que, estando en muchos, hace que sean uno. Es la conclusión del Apóstol: "todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús" (Ga 3, 28) 272. Estamos ante la dialéctica de lo uno y de lo múltiple, típica de la participación trascendental 273. Mientras que la Filiación subsistente es única (el Hijo Unigénito), la filiación participada, recibida en múltiples sujetos, hace que muchos hijos formen "uno solo en Cristo Jesús". Siendo idéntica en el hombre y en la mujer la filiación divina recibida en el Bautismo, es idéntico también el sacerdocio común. De aquí se derivan múltiples consecuencias en la vida práctica (y en el terreno jurídico) que san Josemaría advierte y pregona adelantándose a los tiempos 274. Citemos como ejemplo un texto que incluye también una observación respecto al sacerdocio ministerial: Si se exceptúa la capacidad jurídica de recibir las sagradas órdenes –distinción que por muchas razones, también de derecho divino positivo, considero que se ha de retener–, pienso que a la mujer han de reconocerse plenamente en la Iglesia –en su legislación, en su vida interna y en su acción apostólica– los mismos derechos y deberes que a los hombres: derecho al apostolado, a fundar y dirigir asociaciones, a manifestar responsablemente su opinión en todo lo que se refiera al bien común de la Iglesia, etc. 275 Afirma que la capacidad de recibir el sacerdocio ministerial, ha de reservarse "por muchas razones, también de derecho divino" a los varones,
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sin detenerse en explicaciones; simplemente remite a la doctrina de la Iglesia 276. Pero, más que esto, lo que aquí nos interesa señalar es que sus palabras subrayan fuertemente la igualdad entre varones y mujeres por lo que se refiere al sacerdocio común, idéntico en todos. Ellos y ellas, al recibir la filiación adoptiva, son hechos partícipes también del sacerdocio que pertenece a Cristo por su naturaleza humana (cfr. 1Tm 2, 5). Al poseer hombres y mujeres la misma naturaleza humana y al haber recibido el carácter bautismal, poseen también ambos el mismo sacerdocio real, la misma capacidad de ser mediadores en Cristo entre Dios y los hombres 277. El sacerdocio ministerial, en cambio, es una capacidad de efectuar ciertas acciones sacerdotales en representación de Cristo Cabeza del Cuerpo místico. Y la función de ser cabeza está relacionada con la condición de varón, como aparece en la creación (cfr. Gn 1, 7.18 ss.) y como enseña san Pablo: "Quiero que sepáis que la cabeza de todo hombre es Cristo, la cabeza de la mujer es el hombre, y la cabeza de Cristo es Dios" (1Co 11, 3; cfr. Ef 5, 23). Hay por esto unas funciones sacerdotales que reclaman la condición de varón. Pero los que reciben este sacerdocio ministerial no son más hijos de Dios, ni mejores cristianos, ni más santos. Son únicamente "más sacerdotes", y no porque ejerzan más o mejor el sacerdocio común, sino porque, además de las que son propias de todos los bautizados, tienen otras funciones sacerdotales. En los ordenados, este sacerdocio ministerial se suma al sacerdocio común de todos los fieles. Por tanto, aunque sería un error defender que un sacerdote es más fiel cristiano que cualquier otro fiel, puede, en cambio, afirmarse que es más sacerdote: pertenece, como todos los cristianos, a ese pueblo sacerdotal redimido por Cristo y está, además, marcado con el carácter del sacerdocio ministerial, que se diferencia esencialmente, y no sólo en grado (Conc. Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium 10), del sacerdocio común de los fieles 278. Ni las mujeres ni la mayor parte de los varones reciben el sacerdocio ministerial, pero todos están llamados –sean ministros ordenados o no– a la plenitud de la filiación divina que es la santidad. Como hijos de Dios en Cristo, todos han tender a ser como Cristo, a tener, por tanto, un alma sacerdotal 279. Enseguida nos referiremos con más detalle a este concepto 280. Ahora sólo queremos señalar que san Josemaría, consciente de que la propensión a identificar el "sacerdocio" con el "sacerdocio ministerial" podía llevar a pensar que el "alma sacerdotal" es algo que atañe a los ministros y sólo a ellos, insiste en que también las mujeres, lo mismo que los varones que no reciben el sacramento del orden, precisamente porque son hijos de Dios en Cristo han de tener "alma sacerdotal". Este fue
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el tema central de su última conversación en la tierra, el 26 de junio de 1975, con un grupo de mujeres, pocas horas antes de su tránsito al Cielo: Vosotras tenéis alma sacerdotal... 281
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3. EL SENTIDO DE LA FILIACIÓN DIVINA, FUNDAMENTO DE LA VIDA CRISTIANA Entramos ahora en el aspecto más específico de la enseñanza de san Josemaría acerca de la filiación divina. "Saberse hijos de Dios", "saberse Cristo", es una fuente extremadamente sencilla de vida espiritual, y a la vez de una riqueza inagotable, como un mar profundo en el que se descubren siempre nuevas maravillas. La multiplicidad de aspectos se percibe en la bibliografía existente 282. Aquí trataremos de exponer las diversas implicaciones con un orden que, en sí mismo, refleje una idea central: que el sentido de la filiación divina tiene carácter de fundamento de la vida cristiana. Previamente conviene aclarar una cuestión terminológica. San Josemaría afirma unas veces que el fundamento de la vida espiritual es "la filiación divina", y otras que dicho fundamento es "el sentido de la filiación divina". En nuestra opinión, las dos expresiones son equivalentes: la primera es sólo una forma abreviada de la segunda. Cuando, por ejemplo, señala que la filiación divina es el fundamento del espíritu del Opus Dei 283 (o sea, de su mensaje), no está simplemente recordando la verdad dogmática de que el cristiano es hijo de Dios por la gracia y de que ahí se asienta objetivamente su vida sobrenatural, ni está afirmando sólo que la vida cristiana se edifica sobre la doctrina de Jesucristo según las palabras del Apóstol: "nadie puede poner otro cimiento distinto del que está puesto, que es Jesucristo" (1Co 3, 11), sino que está proponiendo una enseñanza práctica que, otras muchas veces, formula diciendo que el fundamento de nuestra vida espiritual es el sentido de nuestra filiación divina 284. En los dos casos se trata de la misma doctrina, que en el segundo se presenta explícitamente desde la perspectiva de la primera persona, indicando como fundamento no ya la nueva realidad de la filiación divina, sino el "sentido" que de ella se tiene. 3.1Significado de la expresión "sentido de la filiación divina" Al hablar aquí de "sentido" de la filiación divina no nos referimos, obviamente, a "lo que se entiende" por filiación divina (el "sentido" como acepción o significado de un término), sino a la íntima percepción o conciencia habitual de ser hijo de Dios; percepción que no es sólo un acto del intelecto sino que implica a todas las facultades de la persona. ¿Qué tipo de cualidad es ese "sentido" en el cristiano y cómo configura su personalidad?
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3.1.1 "Hilo de todas las virtudes". Relación con la virtud de la piedad y con el don de piedad Evidentemente se puede ser hijo de Dios sin tener "sentido de la filiación divina". No pocos son hijos adoptivos de Dios pero o no lo saben o, en todo caso, es una realidad que no influye conscientemente en su conducta. San Josemaría presenta este "sentido" como una cualidad que, en la medida en que se posee, inclina a comportarse con espontaneidad como hijo de Dios. Alguna vez lo llama "virtud", pero no porque sea una virtud más, sino porque es una cualidad inherente a todas las virtudes que da un carácter filial a su actuación. En cierta ocasión, respondiendo a la pregunta de una mujer sobre "una virtud maravillosa: la filiación divina....", san Josemaría comentaba entre otras cosas: Verdaderamente es una virtud extraordinaria; es –veo que llevas al cuello un collar– como el hilo que une las perlas de un gran collar maravilloso. La filiación divina es el hilo, y ahí se van engarzando todas las virtudes, porque son virtudes de hijo de Dios, son virtudes de cristiano 285. No es una perla más, sino el hilo del collar de las virtudes cristianas. "La filiación divina no es una virtud particular, que tenga sus propios actos, sino la condición permanente del sujeto de las virtudes" 286. No se obra como hijo de Dios sólo con unas acciones especificadas por su objeto. Cada actividad puede adquirir una tonalidad particular si está realizada con "la conciencia de ser hijo de Dios". Y esa conciencia debe presidir progresivamente toda la conducta del cristiano: no podemos ser hijos de Dios sólo a ratos 287. Puesto que la filiación divina es la verdad más íntima 288 de un cristiano –la nueva relación con Dios que recibe la persona humana en la elevación sobrenatural–, el "sentido" de esa relación le otorga una autoconciencia de lo más profundo de su ser y, en consecuencia, una "personalidad" moral: un modo de pensar, de apreciar, de querer, propio de un hijo de Dios; un conocer, amar y sentir en Cristo Jesús. De ahí el consejo de san Josemaría: debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo 289. Por eso pide para sí y enseña a pedir a Jesús: haz que el fundamento de mi personalidad sea la identificación contigo 290. El "sentido de la filiación divina" se encuentra en todas las potencias del alma: en la inteligencia, en la voluntad y en las facultades sensibles. No se reduce a un conocimiento teórico de la doctrina sobre la adopción sobrenatural 291. Conlleva también el juicio práctico de lo que es ser hijo de Dios y de lo que esto implica en la vida, así como el aprecio, por parte de la voluntad y de los afectos, de una realidad en la que se ha de apoyar toda la conducta. Por eso se habla de "sentido" de la filiación: algo
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que no sólo se conoce como desde fuera, sino que se "siente" y que –como dice Leonardo Polo– es "configurador" 292 de la persona. Al encontrarse en todas las potencias, el sentido de la filiación divina puede empapar todas las virtudes. Según la comparación apuntada anteriormente, es el "hilo" que les sirve de soporte y les permite formar un collar. Cuando san Josemaría menciona una determinada virtud, con frecuencia añade: "de un hijo de Dios". Dice, por ejemplo, "el amor de un hijo de Dios", o la alegría, la obediencia, la lealtad... "de un hijo de Dios". Sin embargo, el sentido de la filiación divina no comunica del mismo modo con todas las virtudes, sino que tiene una relación especial con una de ellas: la piedad. La piedad es la virtud de los hijos 293. Es la virtud que inclina, ante todo, a tratar a Dios como Padre y a comportarse siempre como hijos suyos. Ciertamente lleva a dar culto mediante determinadas "prácticas de piedad", pero el cristiano glorifica a su Padre Dios con todas sus obras. La piedad, en el genuino sentido del término, se extiende a toda su conducta, tanto interior como exterior: puesto que es hijo de Dios, debe vivir con piedad (cfr. Tt 2, 12) 294. No obstante, san Josemaría no identifica el "sentido de la filiación divina" con la virtud de la piedad. Dice que es la médula de la piedad 295. Sería ocioso pararse a distinguir entre la virtud y su médula. Ya se comprende que con el término "médula" expresa que el sentido de la filiación es constitutivo esencial de la piedad, sin que esto signifique que en lo demás se identifique con ella. Es un saberse y un sentirse hijo de Dios que está en el núcleo de la piedad. O sea, la relación del sentido de la filiación divina con la virtud de la piedad es inmediata, y a través de ella está presente en las demás virtudes cristianas. Podríamos comparar la piedad al broche que cierra el hilo del collar de virtudes y mantiene a todas en él, haciendo que sean virtudes de un hijo de Dios. Lógicamente es sólo una comparación que ilustra, con ciertos límites, la relación peculiar del sentido de la filiación divina con la virtud de la piedad. Más estrecha aún es la relación con el "don de piedad" (uno de los siete dones del Espíritu Santo), que perfecciona la virtud homónima. Es el don que dispone al alma a ser dócil al impulso del Espíritu Santo de tratar filialmente a Dios Padre 296. El sentido de la filiación divina no es resultado de un descubrimiento o esfuerzo nuestro, como pone de relieve el mismo san Josemaría al relatar las circunstancias en que germinó en su corazón la invocación Abba, Pater! 297 Es un modo de ver y afrontar la vida que deriva del don de piedad. El Espíritu Santo, con el don de piedad, nos ayuda a considerarnos con certeza hijos de Dios 298. En una oración al
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Espíritu Santo que compuso en 1971, implora el don de piedad, que nos dé el sentido de nuestra filiación divina, la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y, en Jesucristo, hermanos de todos los hombres 299. Según estas palabras, el sentido de la filiación divina es consecuencia del don de piedad. Sin embargo no coinciden, porque no todo el que tiene el don de piedad tiene también el vivo y actual "sentido" de la filiación divina que predica san Josemaría. El don de piedad es una disposición para ser movido por el Espíritu Santo y comportarse como hijo de Dios. El "sentido de la filiación divina" es la conciencia actual de ese don, de lo que representa en la vida cristiana y la cooperación consciente que demanda, bajo la guía del Espíritu Santo, aquélla de la que dice san Pablo: "los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios" (Rm 8, 14). Es el anhelo de dejarse guiar en todo por el Paráclito y de corresponder al don de piedad; el reconocimiento de ese don y el afán de que el Paráclito actúe esa disposición filial. Y si se incluye el hecho de que esa correspondencia es también suscitada por el mismo Espíritu, que cuenta con nuestra libertad, entonces se puede decir, con palabras de Álvaro del Portillo, que el sentido de la filiación divina es el don de piedad 300. A través de su relación estrecha con el don de piedad, el sentido de la filiación divina se relaciona con los demás dones del Espíritu Santo. Al alcanzar a lo más íntimo del sujeto, su ser hijo de Dios, dispone a la voluntad 301 para obrar conforme a esa condición bajo la acción del Espíritu Santo: con sabiduría filial 302, fortaleza filial, temor filial, etc. 303 Hemos visto, en la última cita de san Josemaría, que el sentido de la filiación divina deriva del don de piedad (implora "el don de piedad, que nos dé el sentido de nuestra filiación divina"). En otro momento escribe, en cambio, que la piedad (...) nace de la filiación divina 304. Parece una contradicción, pero es sólo aparente si se distingue entre "don de piedad" y "vida de piedad". La segunda afirmación no se refiere al don sino a la vida de piedad que surge de la filiación divina como consecuencia del don de piedad. Es decir, el don de piedad es el origen del sentido de la filiación divina, y de éste nace la vida de piedad que se extiende a toda la conducta: La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos 305. Conviene hacer notar también que el "sentido de la filiación divina" incluye el "sentido de la fraternidad en Cristo". Es –con palabras ya
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citadas– la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y, en Jesucristo, hermanos de todos los hombres 306. La piedad se extiende a los demás. Lleva a venerar en ellos la imagen de Dios y la llamada a ser sus hijos por la gracia sobrenatural. En definitiva, para precisar teológicamente en qué consiste el "sentido de la filiación divina" conviene al menos distinguir entre "filiación divina", "sentido de la filiación divina", "don de piedad" y "vida de piedad". La filiación divina es un don entitativo, que hace partícipe al cristiano de la Filiación de Cristo. El "sentido de la filiación divina" es un don operativo, destinado a configurar su modo de obrar con el de Cristo; deriva del "don de piedad", como conciencia actual de la condición de ser hijo de Dios que hace surgir el deseo de ser permanentemente guiado por el Espíritu Santo. Del sentido de la filiación divina nace, por último, la "vida de piedad", el tono de vida propio de un hijo de Dios, de cara a Dios y de cara a los hombres. El cristiano es así guiado en toda su conducta por el sentido de la filiación divina, de modo semejante a como se dice de quien sigue una pista que se guía por los sentidos corporales (por el oído o por el olfato, etc.). En la medida en que tiene "sentido de la filiación divina" se dirige hacia su meta guiado por ese "sentido"; más aún, percibe toda la realidad con ese sentido y posee como una "sensibilidad" particular en el trato con Dios y con los demás: una facilidad para discernir lo que es propio de un hijo de Dios, una forma de considerar las cosas con la perspectiva de la santificación y del apostolado. Se realiza en su vida la exhortación paulina de compartir los sentimientos de Cristo (cfr. Flp 2, 5). Tan importante es el sentido de la filiación divina que perderlo totalmente en la vida espiritual sería como quedarse "sin sentido" en la vida física, como "desmayarse". Peor todavía, porque quien se desmaya quizá no es responsable de su situación ni causa daño a otros, pero quien carece completamente de sentido de la filiación divina, quien no trata a Dios como Padre, puede convertirse en una persona que no conoce quién es ni tiene en sus manos el rumbo de la propia vida. El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas 307. 3.1.2 "Alma sacerdotal" con "mentalidad laical" Después de haber visto qué tipo de cualidad es el "sentido de la filiación divina", nos preguntamos ahora cómo configura la personalidad del cristiano que busca la santidad en medio del mundo.
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Para responder a esta cuestión en toda su amplitud nos tendríamos que plantear cómo influye el "sentido de la filiación divina" en todas las virtudes cristianas, principalmente en la caridad y, a través de ella, en las demás virtudes a las que informa y de las que el sentido de la filiación divina viene a ser como el "hilo" que las une. Pero aún no es el momento de hablar de las virtudes: las estudiaremos en el capítulo 6º. Ahora nos limitaremos a señalar algo más básico: dos trazos característicos del mismo "sentido de la filiación divina" que, por ser intrínsecos a él, se manifiestan después en la caridad y en todas las virtudes de un hijo de Dios llamado a santificarse en el desempeño de las actividades temporales. Estos dos trazos, típicos de la enseñanza de san Josemaría e inseparables entre sí, son el "alma sacerdotal" y la "mentalidad laical". Estos dos trazos corresponden respectivamente a dos realidades, de las que hemos hablado más arriba, que acompañan a la adopción divina en el Bautismo: el sacerdocio y la herencia 308. En efecto, al ser adoptado como hijo de Dios en el Bautismo, el cristiano recibe una participación en el sacerdocio de Jesucristo, y por esto ha de tener un "alma sacerdotal". Además es hecho heredero de la gloria, herencia que incluye las realidades creadas, purificadas de las consecuencias del pecado, que ya en este mundo el cristiano comienza a poseer cuando las emplea como materia de santificación: esta cualidad de heredero reclama, en el caso de los fieles llamados a santificar el mundo desde dentro, una cristiana "mentalidad laical" de la que habla san Josemaría. El cristiano participa del sacerdocio de Jesucristo para ser mediador entre Dios y los hombres. Y ha recibido el mundo como herencia para ejercer su sacerdocio en las actividades temporales, santificándolas, realizándolas para la gloria del Padre 309. Como hijo adoptivo de Dios ha de saberse, con Cristo y en Cristo, sacerdote y heredero del mundo. Son dos aspectos íntimamente unidos, porque el cristiano toma posesión de la herencia mediante el ejercicio de su sacerdocio. Aquí se encuentra el fundamento teológico de la compenetración entre estos dos rasgos –el "alma sacerdotal" y la "mentalidad laical"–, propios del "sentido de la filiación divina". San Josemaría los propone como algo que no puede ser visto como secundario en su mensaje, porque se encuentra en su eje y en su base, es el quicio y el fundamento 310: En todo y siempre hemos de tener –tanto los sacerdotes como los seglares– alma verdaderamente sacerdotal y mentalidad plenamente laical 311.
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Se dirige con estos términos expresamente a los fieles del Opus Dei, presentándoles la unión de "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" como una característica esencial de su misión de santificar el mundo desde dentro 312. Pero al ser esta misión común a todos los fieles corrientes y a los sacerdotes seculares, es evidente que no concibe estos dos rasgos y su mutua unión como característica exclusiva de los miembros del Opus Dei, sino que los propone a ellos para que la difundan entre todos los fieles que hayan recibido de Dios la llamada a santificar desde dentro las actividades profesionales, familiares y sociales. Veamos ahora otro texto de san Josemaría, tomado del mismo documento que el anterior, en el que se refiere al alma sacerdotal (aunque no la mencione expresamente en estas líneas) y a la mentalidad laical, así como a la unión de ambas: Porque queremos ser cada uno de nosotros ipse Christus –sabiendo que Él es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5)–, debemos unirnos al Señor y ser mediadores en Cristo Jesús, para llevar a Él todas las cosas. Nuestra vocación nos exige no buscar solamente nuestra santidad personal, sino ir por todos los caminos de la tierra, para convertirlos en caminos del Señor; tomar parte, como ciudadanos corrientes del mundo, en todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr. Mt 13, 33) que ha de informar toda la masa (cfr. 1Co 5, 6). Pero, con el fin de que sea fecunda nuestra labor apostólica, necesitamos también tener mentalidad laical, puesto que, para que sea eficaz, la levadura tiene que penetrar, que desaparecer en la masa de la sociedad humana, con naturalidad 313. Como se puede ver en estas palabras, partiendo del "porque queremos ser cada uno de nosotros ipse Christus", san Josemaría señala que ese sentido de la filiación divina debe impulsar al cristiano a ser "mediador en Cristo": a poner en acto el propio sacerdocio. Inmediatamente después se refiere al ejercicio de ese sacerdocio en las actividades temporales para ofrecerlas a Dios y unir a los demás con Él, operando como el fermento en la masa. Ese íntimo deseo es el "alma sacerdotal". Pero el fermento en el que piensa san Josemaría ha de estar compenetrado con la masa, pertenecer a ella, y por eso necesita "mentalidad laical". Tener "alma sacerdotal" es, pues, asumir conscientemente las implicaciones del sacerdocio común (en el caso del laico; o del sacerdocio común y del ministerial, en el del presbítero) para la santificación propia, de los demás y del mundo. Es mirar y tratar las realidades temporales de un modo sacerdotal, ofreciéndolas a Dios como mediadores en Cristo, que ha
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entregado su vida en la Cruz para unir a los hombres con Dios. Es abrazar con generosidad la cruz de cada día (cfr. Lc 9, 23). "El alma sacerdotal – explica Álvaro del Portillo– consiste en tener los mismos sentimientos de Cristo Sacerdote, buscando cumplir en todo momento la Voluntad divina, y ofrecer así nuestra vida entera a Dios Padre, en unión con Cristo, para corredimir con El" 314. Para san Josemaría, el alma sacerdotal se reconoce en no decir nunca basta 315: en no poner límites al sacrificio, por amor a Dios y a los demás, como no los ha puesto Jesucristo Sacerdote. Por su parte, la "mentalidad laical" consiste sustancialmente en comprender y asumir que las realidades terrenas se han de ordenar a Dios respetando y valorando su autonomía propia; es decir, que la dedicación a las ciencias de la naturaleza y del hombre, a la técnica, a la economía, a la organización social, el arte, etc., se ha de llevar a cabo de acuerdo con las leyes propias de cada actividad. Las realidades temporales, en efecto, han de ser llevadas a Dios –y ahora, después del pecado, redimidas, reconciliadas–, cada una según su propia naturaleza, según el fin inmediato que Dios le ha dado, pero sabiendo ver su último destino sobrenatural en Jesucristo: porque quiso el Padre poner en Él la plenitud de todo ser y reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz (Col 1, 19-20) 316. "La autonomía y consistencia de las realidades temporales implica, en los escritos de san Josemaría, el imperativo de conocer y respetar su dinámica intrínseca, fruto de la racionalidad que la Sabiduría del Creador ha impreso en sus obras, y por consiguiente una exigencia de competencia técnica y profesional, presupuesto imprescindible de cualquier proyecto apostólico para la santificación del mundo desde dentro" 317. Esa "legítima autonomía de las realidades temporales" 318 permite una pluralidad de modos de ordenarlas a Dios que reclama, en consecuencia, un pleno respeto a la libertad en esas cuestiones y a la iniciativa apostólica de los fieles que han de santificarlas 319. De ahí que para san Josemaría la libertad (...) es la clave de esa mentalidad laical 320 que constantemente predica. Al hablar de "autonomía de las realidades temporales", el Magisterio de la Iglesia advierte que no se trata de una autonomía absoluta sino relativa, porque el hecho de que tengan sus leyes y su consistencia propia no significa que sean independientes de Dios; al contrario, pueden y deben ordenarse a Él de modo conforme a esas leyes 321. Lo recuerda también san Josemaría cuando escribe que la autonomía del mundo es relativa, y que todo en este mundo tiene como último sentido la gloria de Dios y la salvación de las almas 322. Bajo esa perspectiva, la mentalidad
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laical lleva a ver el ejercicio de las actividades temporales como el campo que se ha de fecundar y cultivar con el "alma sacerdotal". La mentalidad laical del cristiano necesita del alma sacerdotal y viceversa. Las dos nociones no se pueden entender en la predicación de san Josemaría aislando una de la otra. Él no las separa nunca. El "alma sacerdotal" de que habla no es un genérico "sentido sacerdotal" que ha de cultivar todo cristiano por ser hijo de Dios y por participar en el sacerdocio de Cristo, sino el espíritu sacerdotal específico de quienes han sido llamados a santificar el mundo desde dentro: misión que requiere "mentalidad laical" y, por tanto –como hemos visto–, un reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales que deja un amplio espacio de libertad. De modo recíproco, esa "mentalidad laical" –la que enseña san Josemaría– no es simplemente la que puede tener cualquier ciudadano inmerso en las actividades temporales, sino la propia de un cristiano que desea santificarlas. "Alma sacerdotal" y "mentalidad laical" no se unen de modo extrínseco, como dos cualidades independientes que vienen a coincidir en el mismo sujeto: son actitudes que mutuamente se implican. Con razón se ha escrito que "una mentalidad laical que no estuviese informada por el alma sacerdotal llevaría al laicismo (...); y viceversa, un alma sacerdotal que no se manifestase según la mentalidad laical podría decantar en el clericalismo" 323. El fiel cristiano laico contribuye a la obra de la Redención a la vez que busca el progreso temporal. No separa lo uno de lo otro, como sería propio de una mentalidad no laical sino laicista, pero tampoco los confunde imaginando que la solución humana a las cuestiones temporales –los planteamientos económicos, la organización política, etc.– deriva inmediatamente de la fe, o pensando que hay para ellas una única "solución cristiana". Esto no sería manifestación de alma sacerdotal, sino clericalismo, porque al pensar de ese modo se tendería a poner las actividades temporales bajo la dirección de la Jerarquía eclesiástica, que no tiene esa misión por su naturaleza. (Otra cosa es la dimensión moral de la cuestiones temporales, campo en el que los pastores de la Iglesia tienen atribuciones propias 324). Por el contrario, la unión de "alma sacerdotal" y "mentalidad laical" permite entender y ejercitar en nuestra vida personal aquella libertad de que gozamos en la esfera de la Iglesia y en las cosas temporales, considerándonos a un tiempo ciudadanos de la ciudad de Dios (cfr. Ef 2, 19) y de la ciudad de los hombres 325. En la misma personalidad de san Josemaría se percibe nítidamente la compenetración entre alma sacerdotal y mentalidad laical, favorecida
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desde muy pronto por algunas circunstancias de su vida. Sin detenernos en detalles biográficos 326, recordemos que en el último período de estudios en el seminario de Zaragoza, cursaba también la carrera de Derecho en la Universidad civil, lo que le permitió mantenerse en contacto con modos de pensar diversos de los habituales en el ambiente del seminario. Los testimonios de sus colegas durante esos años, recogidos más tarde con vistas a la causa de canonización y publicados en una monografía 327, señalan la naturalidad con la que se movía con espíritu sacerdotal en ese ambiente laical, donde se encontraba "como pez en el agua" 328; y, viceversa, en el entorno eclesiástico del seminario, resaltaba su sintonía con un modo de pensar cristianamente laical así como su empeño por cultivar las virtudes que reclama el trato y la convivencia en la esfera civil. Esta unión de los dos aspectos confirió un tono característico a su personalidad y a su acción apostólica, decisivo para asentar sobre bases de profunda armonía la necesaria cooperación entre sacerdotes y laicos de cara a realizar conjuntamente la misión apostólica de santificar el mundo desde dentro. Ya en la primera residencia para estudiantes que promovió en Madrid en 1934, la "Academia-Residencia DYA", quiso que el director no fuera un sacerdote sino un laico: un profesional competente en su campo –era arquitecto– y en la tarea de gobernar una residencia, a la vez que con afán apostólico y preparación para impartir formación cristiana a los estudiantes 329. Los ejemplos podrían multiplicarse porque, a lo largo de su vida, fueron numerosos los laicos y los sacerdotes que aprendieron por medio de su ejemplo a fusionar en sus vidas el "alma sacerdotal" y la "mentalidad laical" que les transmitía, como cualidades propias del "sentido de la filiación divina". 3.2 Fundamento para tender al fin último de la vida cristiana Desde antiguo se ha observado que Dios atrae a sus hijos hacia sí moviéndolos no tanto desde fuera cuanto desde dentro de ellos mismos. Se encuentran como inclinados por un instinto interior, en virtud del principio de vida sobrenatural que les ha sido concedido. La criatura humana es sólo capax gratiae, pero una vez hecha partícipe de la naturaleza divina, tiene en sí misma una positiva propensión a desarrollar más y más esa vida de Dios en su alma. San Agustín comenta en este sentido las palabras de Jesús "nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre" (Jn 6,44): "No vayas a creer que eres atraído contra tu voluntad; el alma es atraída también por el amor. (...) Me parece poco decir que somos atraídos libremente; hay que decir que somos atraídos incluso con placer. (...) Muestra una rama verde a una oveja, y verás cómo atraes a la oveja;
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enséñale nueces a un niño, y verás cómo lo atraes también, y viene corriendo hacia el lugar a donde es atraído; es atraído por el amor, es atraído sin que se violente su cuerpo, es atraído por aquello que desea. Si, pues, estos objetos, que no son más que deleites y aficiones terrenas, atraen, por su simple contemplación, a los que tales cosas aman, porque es cierto que "cada cual es atraído por su deseo", ¿no va a atraernos Cristo revelado por el Padre? (...) Dichosos, por tanto –dice–, los que tienen hambre y sed de la justicia –entiende, aquí en la tierra–, porque –allí, en el cielo– ellos quedarán saciados. Les doy ya lo que aman, les doy ya lo que desean; después verán aquello en lo que creyeron aun sin haberlo visto; comerán y se saciarán de aquellos bienes de los que estuvieron hambrientos y sedientos" 330. En bastantes obras de espiritualidad se habla de esta tendencia del hombre hacia Dios. A veces las consideraciones no revisten particular fuerza operativa, pero no faltan autores que enseñan a tomar conciencia de esa inclinación interior a la unión con Dios y a fomentarla, para ser atraídos sin obstáculos por Él. La clásica obra de Alonso Rodríguez, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas, publicada en 1614 y reeditada numerosas veces, comienza tratando del "deseo de perfección" como base de la vida espiritual: si falta este deseo es difícil que el alma se mueva hacia Dios y que se pongan en juego todas las energías para buscar la santidad 331. En san Josemaría el planteamiento se hace radical. El deseo de perfección ha de apoyarse en la conciencia de ser hijo de Dios, hijo muy amado. Este es el fundamento último, el cimiento de la santidad moral. Volvamos un momento al texto de san Agustín que nos puede iluminar sobre este punto. Es razonable pensar que el niño no se moverá a tomar las nueces que le ofrece su padre –aunque le gusten y las desee– si no sabe que es su padre quien se las ofrece o si no se siente querido por él. En último término, el deseo no basta. Sólo se dejará atraer si se reconoce hijo de un padre que le ama y le ofrece sus dones. Pasando del ejemplo a la realidad, podemos decir que cuando san Josemaría enseña que el fundamento de nuestra vida espiritual es el sentido de nuestra filiación divina 332, está indicando la base en la que se apoya la respuesta del cristiano a Dios Padre que le llama y le ofrece sus dones: el alimento de su vida sobrenatural, la familiaridad con Él como hijo suyo en Cristo por el Espíritu Santo, y la herencia de los hijos. El "sentido de la filiación divina" es el resorte que lanza al hijo hacia su Padre Dios. En último término corre hacia la unión con Él no sólo porque le ofrece un premio, sino porque se sabe hijo querido por Él. "Nosotros amamos, porque Él nos amó primero" (1Jn 4, 19).
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Este planteamiento simplifica mucho la vida espiritual: Para hacer los cimientos de un edificio, a veces hay que ahondar mucho, llegar a una gran profundidad, hacer grandes soportes de hierro y hundirlos hasta que se apoyen sobre roca. Pero no hay necesidad de eso si se encuentra enseguida terreno firme. Para nosotros la roca es ésta: piedad, filiación divina 333. En realidad, siempre que se busca un fundamento sólido para la vida espiritual se acabará hallando la filiación divina, porque esta es la verdad del ser cristiano. San Josemaría enseña a "excavar", por así decir, allí donde esa base firme se encuentra enseguida. Su consejo es bien sencillo: Hay que esforzarse por ser hijos que procuran darse cuenta de que el Señor, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo 334. Se precisa un esfuerzo, pero ese "procurar darse cuenta" de que somos hijos de Dios, es algo no sólo asequible sino cordial. No es más de lo que pide un padre cuando le dice a su hijo: "mírame..., soy tu padre que te quiere mucho". El cristiano es atraído por Dios con gusto. El panorama de la vida espiritual, con la exigencia de llevar la cruz en pos de Jesús, se torna entonces dulce y amable. La filiación divina es una verdad gozosa, un misterio consolador 335. No se han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente –en el corazón y en la voluntad– al saberse hijo de Dios 336. Numerosos pasajes neotestamentarios pueden leerse en este sentido. Por ejemplo, escribe el Apóstol: "¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús hemos sido bautizados en su muerte? Pues (...) así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva" (Rm 6, 3-4). Es como si dijera: "Si fuerais más conscientes de que habéis nacido como hijos de Dios en el Bautismo, procuraríais vivir como hijos de Dios". O también, señalando una aplicación concreta: "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (...). Huid de la fornicación (...). Glorificad a Dios en vuestro cuerpo" (1Co 6, 15.18.20). Es como si dijera: "Si tuvierais en cuenta que sois hijos de Dios, emplearíais vuestro cuerpo para dar gloria a vuestro Padre Dios". En esta línea se mueven las exhortaciones de diversos Padres de la Iglesia. Baste recordar las célebres palabras de san León Magno: "Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a
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las antiguas vilezas. Piensa de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro..." 337. El tono de las enseñanzas de san Josemaría engarza perfectamente con esta tradición espiritual. Lo que propone se encontraba ya ahí, y él ha sabido reconocer, gracias a la luz divina, la trascendencia que tiene para la vida cristiana saberse hijo de Dios. Poner expresamente el sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual es una enseñanza válida para todos los cristianos, porque todos han de llamar "Padre" a Dios y reconocerse hijos suyos 338. El mensaje de san Josemaría se dirige a la multitud de fieles que han recibido esta dignidad en el Bautismo y están llamados a la santidad, señalándoles un cimiento sólido y accesible para alcanzar la identificación con Cristo. La imagen del "cimiento" o del "fundamento" no debe llevar a pensar que el sentido de la filiación divina es una base "inerte" del edificio de la santidad y del apostolado. Para san Josemaría es un fundamento "vivo", dinámico, del que surge la vida cristiana como una planta de su raíz. La filiación divina, escribe, es una verdad gozosa que fundamenta toda nuestra vida espiritual, que llena de esperanza nuestra lucha interior y nuestras tareas apostólicas 339. Y en otro momento ejemplifica la potencialidad del sentido de la filiación divina para sustentar y dirigir toda la conducta a Dios: Para el apostolado, ninguna roca más segura que la filiación divina; para el trabajo, ninguna fuente de serenidad fuera de la filiación divina; (...) para nuestros errores, aunque se estén palpando las propias miserias, no hay más consuelo ni mayor facilidad, si de veras se quiere ir a buscar el perdón y la rectificación, que la filiación divina 340. El "sentido de la filiación divina" es, como decíamos, un fundamento "vivo", un cimiento palpitante que impulsa a orientar a Dios todas las situaciones: una raíz que suministra energía vital para tender en todas las actividades al fin último de la vida cristiana. Y como ya sabemos, san Josemaría enuncia de modo triple ese fin último: "dar gloria a Dios", "buscar que Cristo reine", "procurar que todos, con Pedro, vayan a Jesús por María". Estas expresiones genéricas se traducen en la enseñanza de san Josemaría en tres formulaciones más específicas, según hemos estudiado en la Parte I: "contemplar a Dios en la vida ordinaria", "poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas", "hacer de la Misa el centro y la raíz de la vida interior". Por esto dedicaremos los apartados siguientes a mostrar (o al menos a dejar apuntado) cómo la "conciencia de ser hijos de Dios"
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conduce 1) a vivir para la gloria Dios siendo contemplativos en medio del mundo; 2) a buscar que Cristo reine poniéndole en la cumbre de la propia actividad profesional; 3) a edificar, como exigencia de su gloria y de su reinado, la Iglesia en nosotros mismos y en los demás haciendo de la Eucaristía el centro y la raíz de la vida cristiana. Este último aspecto lo ampliamos señalando 4) cómo el sentido de la filiación divina nos hace vivir una profunda filiación a la Iglesia y a Santa María. 3.2.1Para ser contemplativos en medio del mundo Para ver cómo este fundamento vivo y dinámico proyecta hacia el fin, el primer punto que analizaremos se puede enunciar así: saberse hijos de Dios impele a vivir para su gloria buscando ser contemplativos en la vida ordinaria. Recordemos en pocas palabras que dar gloria a Dios es conocerle y amarle, vivir vida sobrenatural, cumpliendo su Voluntad con obras. En último término es transformar todo en oración, trato con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; y esa oración puede ser contemplativa, si Dios lo concede. San Josemaría enseña concretamente a buscar la contemplación en las actividades ordinarias. Todo esto se ha estudiado en el capítulo 1º. Ahora sólo hemos de añadir que el sentido de la filiación divina es fundamento de la vida espiritual precisamente porque conduce a la vida contemplativa: al trato con las tres Personas divinas como hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo, en la vida cotidiana. Quien es consciente de su filiación procura "vivir constantemente metido en Dios, endiosado" 341. No sólo pasivamente –porque, con la gracia, Dios nos mete dentro de su Vida divina–, sino participando con la inteligencia, la voluntad y los afectos en esa eterna actividad de Conocimiento y Amor que es el misterio de Dios Uno y Trino. Así como el cimiento de una casa "espera" el edificio, o como la semilla de una planta "pide" su desarrollo, así también el sentido de la filiación divina es base y fuerza para el crecimiento hacia la santidad, porque espera y pide esa vida contemplativa que glorifica a la Santísima Trinidad y lleva al cristiano a su plenitud y felicidad. La filiación divina llena toda nuestra vida espiritual, porque nos enseña a tratar, a conocer, a amar a nuestro Padre del Cielo, y así colma de esperanza nuestra lucha interior, y nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños. Más aún: precisamente porque somos hijos de Dios, esa realidad nos lleva también a contemplar con amor y con admiración todas las cosas
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que han salido de las manos de Dios Padre Creador. Y de este modo somos contemplativos en medio del mundo, amando al mundo 342. Cuando los discípulos suplican a Jesús: "enséñanos a orar" (Lc 11, 1), el Señor les revela el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos entretenernos confiadamente con Él, como un hijo charla con su padre 343. San Josemaría enseña a cultivar este trato: Dios es un Padre lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces al día, y dile –a solas, en tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo. Supone un auténtico programa de vida interior 344. Este "programa de vida interior" es un camino de oración y de contemplación "en medio del mundo": Estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios 345. En las últimas palabras –"porque es hijo de Dios"– está la clave de lo que ahora nos interesa. La conciencia de ser hijo de Dios lleva a estar "metido en Dios", estando a la vez "metidos" en los quehaceres profesionales o familiares, convirtiéndolos en oración: en una oración que puede llegar a las cimas de la contemplación, coronando la aspiración de dar gloria a Dios. Por lo demás, el sentido de la filiación divina da un tono peculiar a la oración. Nos da la sencillez confiada de los hijos pequeños 346. Lleva a iniciar y a mantener el diálogo con la misma espontaneidad y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre 347. Es una oración de hijos que se saben indigentes de todo y necesitados de perdón 348, con una seguridad completa de la misericordia del Padre que lleva al abandono en sus manos y al afán de identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios 349. Esa confianza ilimitada glorifica a Dios y encierra a su vez la felicidad del hombre: el abandono en la Voluntad de Dios es el secreto para ser feliz en la tierra 350. La vida cristiana fundada en el sentido de la filiación divina se distingue por el abandono en las manos de Dios, con su sello inconfundible de paz y de alegría, frutos del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22). 3.2.2Para poner a Cristo en la entraña de las actividades humanas Para dar gloria a Dios es preciso buscar que Cristo reine. No puede ser contemplativo en medio el mundo (y así dar gloria a Dios) quien no procura poner a Cristo en la entraña de todo su quehacer, pues sólo así le
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permite reinar en su vida y puede cooperar, participando de su mediación sacerdotal, a que reine en la sociedad. Esto es, en síntesis, lo que ya hemos estudiado en el capítulo 2º. Ahora se trata sólo de ver cómo el sentido de la filiación divina conduce efectivamente a poner a Cristo en la entraña de la actividad que cada uno desarrolla en medio del mundo. La cuestión es bastante clara, porque quien se sabe hijo de Dios tiene conciencia de que la vida de Cristo es vida nuestra 351, y esto necesariamente le impulsa a buscar la identificación con Él. Consecuencia de esa búsqueda es que Cristo reina efectivamente en su vida, cada vez más profundamente Y así como no es posible separar en Cristo su ser de DiosHombre y su función de Redentor 352, tampoco pueden separarse –en un cristiano que vive la vida de Cristo– su condición de hijo de Dios, por la que está llamado a tomar parte en la vida intratrinitaria, y su participación en la mediación sacerdotal de Cristo, por la que está llamado a corredimir. El sentido de la filiación divina, al "reclamar" la identificación con Cristo, exige y aviva el afán apostólico: conduce a dejar reinar a Cristo en la propia existencia y a cooperar con Él en la extensión de su reinado: a amarle y a hacerle amar. Veamos los diversos aspectos del tema, siguiendo el orden que establecimos en el capítulo 2º. Lo haremos sólo en líneas generales, sin detenernos en todos los puntos. En primer lugar, querer que Cristo reine implica recibir su mediación: seguirle e imitarle. La conciencia de la filiación divina impulsa precisamente a esto: "nos habla de nuestro esfuerzo por imitar a Jesús, pero no como la consecución de un simple parecido exterior, sino como la consecuencia de que sea Él el que vive en nosotros, en su unidad-distinción con el Padre, como Hijo Unigénito" 353. Imitando a Cristo, alcanzamos la maravillosa posibilidad de participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino 354. En segundo lugar, querer que Cristo reine lleva a ejercer el propio sacerdocio, siendo con Cristo y en Cristo mediadores entre Dios y los hombres. El sentido de la filiación divina estimula y vigoriza la conciencia de este sacerdocio que un hijo de Dios está llamado a desplegar, tanto de modo ascendente –ofreciendo oraciones y sacrificios (el sacrificio de la "voluntad propia") a Dios Padre–, como de modo descendente, siendo instrumento de Cristo para salvar a los hombres. Fuente de estas ideas son las siguientes palabras de san Josemaría:
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Cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus. Él es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5); y nosotros nos unimos a Él para ofrecer, con Él, todas las cosas al Padre. Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr. Mt 13, 33) que ha de informar la masa entera (cfr. 1Co 5, 6) 355. El sentido de la filiación divina en Cristo implica sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere (1Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos (1Tm 2, 6) 356. La conciencia de la filiación divina alimenta el sentido sacerdotal de la propia vida suscitando una actitud positiva ante el sacrificio y el dolor, vistos como medio y ocasión para corredimir con Cristo. San Josemaría afirma que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre! 357 Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria 358. Puede verse aquí un rasgo característico del espíritu de filiación divina: hacer "sólida" o estable la alegría. Un hijo de Dios sabe que para ser mediador en unión con Cristo ha de abrazar la Cruz y no ve en esto una desgracia contraria al gozo y a la paz. La conciencia filial lleva a reconocer el valor redentor del dolor físico o moral y a no perder la alegría cuando se presentan 359. En los párrafos anteriores nos hemos referido sustancial-mente a la mediación ascendente. Fijémonos ahora en que el sentido de la filiación divina es fundamento e impulso también para prolongar la mediación sacerdotal descendente: para ser instrumentos de Cristo en la comunicación de la vida sobrenatural y para transformar las realidades terrenas según el
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querer de Dios. "Divinizar el mundo, reconducir todas las cosas a Dios, como consecuencia de nuestro propio endiosamiento, de nuestra propia divinización: éste es el término del apostolado cristiano, que se fundamenta en la filiación divina, porque es consecuencia necesaria de nuestro ser ipse Christus; y en Cristo –único Mediador– somos corredentores y mediadores" 360. "Si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados" (Rm 8, 16-17). La herencia de los hijos adoptivos es la visión de Dios cara a cara en la gloria futura, pero no hay que olvidar –ya lo hemos comentado anteriormente 361– que los bienes creados también forman parte de esta herencia, una vez que hayan sido plenamente ordenados a Dios y reflejen su gloria sin las sombras ocasionadas por el pecado 362. El sentido de la filiación divina lleva a tomar posesión de esta herencia: a buscar la contemplación de Dios y a ordenar todas las cosas al Reino. En un fiel corriente, filiación y herencia se vinculan de modo peculiar, porque está llamado a identificarse con Cristo santificando precisamente las actividades de la vida ordinaria secular y civil. Podemos decir que está llamado a apropiarse del Cielo tomando posesión de la tierra. En este sentido deben entenderse las siguientes palabras: Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención 363. No es que el cristiano corriente deba buscar "primero" la identificación con Cristo y "después" santificar las actividades temporales. Más bien ha de poner el sentido de la filiación divina –la búsqueda de la identificación con Cristo en la vida ordinaria– como fundamento de la santificación de las realidades terrenas. Otro texto lo muestra con transparencia: Nos enseña la Sagrada Escritura que, concluida la obra maravillosa de la Creación, terminados el cielo y la tierra con su espléndido cortejo de seres (cfr. Gn 2, 1), contempló Dios todo lo que había hecho y vio que todo era muy bueno (Gn 1, 31). Fue el pecado de Adán el que rompió esta divina armonía de la Creación. Pero Dios Padre, llegada la plenitud del tiempo, envió al mundo a su Hijo Unigénito para que restableciera esta paz: para que, redimiendo al hombre del pecado, adoptionem filiorum reciperemus
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(Ga 4, 5), fuéramos constituidos hijos de Dios, capaces de participar de la intimidad divina; y para que así fuera también posible a este hombre nuevo, a esta nueva rama de los hijos de Dios (cfr. Rm 6, 4-5), liberar la creación entera del desorden, restaurando todas las cosas en Cristo (cfr. Ef 1, 9-10), que las ha reconciliado con Dios (cfr. Col 1, 20) (...). El Señor nos llama para que le imitemos como hijos suyos queridísimos –estote ergo imitatores Dei, sicut filii carissimi (Ef 5, 1), sed imitadores de Dios, como hijos suyos muy queridos–, colaborando humilde y fervorosamente en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descamina: de restablecer la divina concordia de todo lo creado 364. El Salmo 2, que san Josemaría recomendaba meditar con frecuencia, expresa esta relación entre filiación divina y herencia de las realidades creadas: "Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Pídeme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad hasta los confines de la tierra" (Sal 2, 7-8). Poseer las realidades creadas es santificarlas, y esto sólo es posible con la gracia de Dios (el Salmo exhorta, en efecto, a implorarlo: "Pídeme..."). Del sentido de la filiación divina nace el impulso de pedir a Dios la herencia de los hijos: que nos conceda santificar las realidades terrenas y nos lleve así a la plenitud de la filiación divina en la gloria. 3.2.3 Para edificar la Iglesia haciendo de la Santa Misa el centro y la raíz de la vida interior Recordemos, como premisa de este punto, que la gloria de Dios y el reinado de Cristo exigen que "todos, con Pedro, vayan a Jesús por María": la edificación de la Iglesia. Y la Iglesia se edifica con "piedras vivas" (1P 2, 5), los cristianos que buscan su santificación personal y ejercen el apostolado. A esto los impulsa precisamente el sentido de su filiación divina: a la santificación personal, es decir, a la unión con Cristo en la Iglesia, a través de los medios que les proporciona; y al apostolado, sabiéndose miembros de Cristo para atraer a todos los hombres a su Cuerpo. El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera 365.
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Es en la Eucaristía donde se realiza de modo supremo la unión sacramental con Cristo y donde el cristiano es enviado a todas las almas para atraerlas a la Iglesia o unirlas más profundamente a la Cabeza. La comunión de los hombres con Dios en Cristo –la Iglesia–, se forma y edifica por medio de la Eucaristía. "Muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un solo pan" (1Co 10, 17), escribe el Apóstol. Quien participa de la Eucaristía y procura que participen otros, edifica la Iglesia. En la enseñanza espiritual de san Josemaría, todo esto se traduce en hacer de la Santa Misa "centro y raíz" de la vida interior, según vimos en el capítulo 3º. Con estas premisas podemos subrayar ahora lo que directamente nos interesa: el sentido de la filiación divina es cimiento sólido para edificar la Iglesia. Quien tiene conciencia de ser hijo de Dios, de "ser Cristo", ve la Iglesia como la ve Cristo, como a su Cuerpo, de modo que esa conciencia le impulsa a cuidarla y fortalecerla, a desarrollarla o edificarla, "pues nadie aborrece nunca su propia carne, sino que la alimenta y la cuida, como Cristo a la Iglesia" (Ef 5, 29). Esto resulta aún más claro teniendo presente lo que supone la Eucaristía para la Iglesia. El cristiano que se sabe Cristo, querrá unirse al Sacrificio de Cristo del que procede toda la vida de la Iglesia. ¿No lo manifiesta san Pablo cuando, después de declarar a los Colosenses que Cristo vive en el cristiano (cfr. Col 1, 24), se lo aplica a sí mismo y escribe: "completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 27)? Como el Apóstol, quien está embebido de su filiación divina sabe que Cristo vive en él y aspira, por tanto, a "completar" en su propia carne la entrega de Cristo. Esto se realiza en la Santa Misa, renovación sacramental del Sacrificio del Calvario, que permite al cristiano ofrecerse al Padre en unión con Cristo por el Espíritu Santo para atraer a todos los hombres a su Cuerpo místico. El sentido de la filiación divina lleva a edificar la Iglesia haciendo de la Santa Misa el centro y raíz de la vida cristiana 366. Para quien tiene conciencia de "ser Cristo", la Misa no es una ceremonia en la que está presente como espectador o a la que asiste desde fuera. Se sentirá implicado con todo su ser en el Sacrificio, lo percibirá como "suyo" precisamente porque se sabe ipse Christus. Dirá como san Josemaría: "Nuestra" Misa, Jesús... 367, y experimentará la "necesidad" de la comunión eucarística: Me explico tu afán de recibir a diario la Sagrada Eucaristía, porque quien se siente hijo de Dios tiene imperiosa necesidad de Cristo 368.
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Del costado abierto de Jesús crucificado nació la Iglesia; el cristiano que se sabe uno con Él deseará unirse a su Sacrificio para coope rar en la edificación del Cuerpo místico 369. Y esto no sólo al participar en la celebración litúrgica, sino a lo largo de toda la jornada, aspirando a convertir el cumplimiento de sus deberes en "una misa". La base de tan grande aspiración es el sentido de la filiación divina. a) "Mi Madre la Iglesia" La filiación a la Iglesia y la filiación a María no son distintas, como veremos después. La cuestión de cuál se ha de tratar primero es de carácter didáctico. Si se parte de que María es "Madre de la Iglesia" 369 bis, deberíamos hablar antes de la filiación a María. Si se considera que es miembro de la Iglesia, aunque "sobreeminente y del todo singular" 369 ter, podemos referirnos primero a la filiación a la Iglesia. Hemos escogido este segundo orden porque resulta más claro en el contexto de este apartado (la edificación de la Iglesia). El sentido de la filiación divina impele al cristiano a mirar a la Iglesia como Madre que da a sus hijos la vida sobrenatural y a gozarse de esa maternidad. ¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa! 370. Esta tierna locución –"mi Madre la Iglesia"–, se encuentra por todas partes en la predicación de san Josemaría, como ya vimos al inicio del capítulo 3º. La filiación a la Iglesia es un sentimiento profundo del alma de un hijo de Dios porque "de Ella y en Ella nacemos a la vida de la gracia, por el Bautismo, y nuestra vida sobrenatural crece siempre in Ecclesia. Por eso, nuestro nacer como hijos de Dios es ex Deo, pero también ex Ecclesia. Así, somos hijos de Dios en cuanto que somos hijos de la Iglesia, y viceversa: una cosa supone y lleva consigo la otra. La maternidad de la Iglesia es, en cierto modo, una expresión o manifestación de la paternidad divina respecto a sus hijos adoptivos" 371. San Josemaría repite el conocido axioma de san Cipriano: "No puede tener a Dios como Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre" 372. Saberse hijo de Dios implica reconocerse hijo de la Iglesia, familia de hijos de Dios 373. No es un reconocimiento teórico o intelectual, sino amoroso, de amor filial, que impulsa al cristiano a ser buen hijo de la Iglesia, a "edificar" la familia de los hijos de Dios procurando intensificar su comunión personal con Dios Padre en el Hijo por el Espíritu Santo y extender esa comunión a otras personas con el afán de que abrace a la humanidad entera. El amor filial a la Iglesia hace sentir la responsabilidad de ser personalmente santo y de que lo sean todos los miembros de la Iglesia, así como de atraer a Ella a todos los hombres y mujeres, cooperando
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con el Espíritu Santo para llevar a todos los medios de santificación a través de los cuales la Iglesia-Madre comunica la vida sobrenatural. El principal, al que se orientan todos los demás, es la Eucaristía, sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, "pan de los hijos" 374, alimento que une íntimamente con Él haciendo crecer como hijos de Dios. "La Eucaristía – escribe monseñor Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, inspirándose en la enseñanza de san Josemaría– se denomina "pan de los hijos" con toda justicia, porque desarrolla y robustece la participación del hombre en la Filiación eterna que es el Verbo. La Eucaristía se nos presenta como el sacramento que aumenta, perfecciona y lleva a plenitud esa participación del cristiano en la Filiación divina que Cristo posee personalmente en plenitud" 375. San Josemaría habla frecuentemente no sólo de filiación a la Iglesia sino también al Papa. Muchas veces las menciona juntas, animando a ser buenos hijos de la Iglesia y del Papa 376, porque efectivamente son una sola cosa, ya que la segunda no es otra cosa que manifestación visible y necesaria de la primera. El sentido de la filiación divina, al entrañar la filiación a la Iglesia, urge a expresarla en la filiación al Papa. Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus. Queremos estar con Pedro, porque con él está la Iglesia, con él está Dios; y sin él no está Dios (...). Amad mucho al Padre Santo. Rezad mucho por el Papa. Queredlo mucho, ¡queredlo mucho! 377 "Rezar" por el Papa y "querer" al Papa: son dos aspectos del amor filial a los que se refiere san Josemaría en este texto. Otras veces habla de afecto o de cariño "sobrenatural y humano": de un amor que tiene manifestaciones sobrenaturales, como la oración y el sacrificio por el Papa, y también humanas, con expresiones diversas según los modos de ser y las circunstancias que, en todo caso, no se reducen a sentimientos sino que los trascienden, ya que este amor radica directamente en la voluntad. Ciertamente reclama, para ser amor filial verdadero, obediencia a su potestad suprema y adhesión a su Magisterio. En este sentido, las expresiones de filiación al Papa se convierten en cauce para vivir como hijos de Dios. Y viceversa, para ser buenos hijos del Papa, no tengo otra receta que ésta: santidad 378. Sobre la conexión entre la filiación divina y la filiación al Papa vale la pena recordar que "Padre" es el nombre propio de la primera Persona de la Santísima Trinidad, Paternidad subsistente, y que nadie más puede ser
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llamado "Padre" en este sentido pleno y perfecto: "A nadie llaméis padre vuestro sobre la tierra, porque sólo uno es vuestro Padre, el celestial" (Mt 23, 9) 379. Esa paternidad está presente en el Hijo Unigénito hecho hombre, por la unidad de las Personas divinas en su distinción relativa: "el que me ha visto a mí ha visto al Padre" (Jn 14, 9), dice el Señor. Pero además, Dios ha querido reflejar su paternidad en sus hijos, de diversos modos (cfr. Ef 3, 1415). Hay una generación humana natural con la correspondiente paternidad y hay también una generación sobrenatural que da lugar a una paternidad espiritual (cfr. Jn 1, 13). De esta última se sentían depositarios los Apóstoles cuando el Señor les envió como Él había sido enviado por el Padre (cfr. Jn 20, 21) para comunicar la vida sobrenatural, enseñando el Evangelio y bautizando (cfr. Mt 28, 19). Hondamente debía sentir san Pablo esa paternidad cuando escribe: "Aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, no tenéis muchos padres, porque yo os engendré en Cristo Jesús por medio del Evangelio" (1Co 4, 15). "Hijos míos, por quienes padezco otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en vosotros" (Ga 4, 19). Después de los Apóstoles, esa paternidad sobrenatural corresponde en la Iglesia a los Obispos y ante todo a su cabeza, el Sucesor de Pedro, Pastor Universal. Él es llamado "Santo Padre", por ser el primer depositario de una verdadera paternidad santa, sobrenatural. Y es el Padre común a todos, según enseña el Concilio Vaticano I: "el Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, y verdadero vicario de Jesucristo, y cabeza de toda la Iglesia, y padre y maestro de todos los cristianos" 380. San Josemaría lo llama así algunas veces: Padre común 381 de los cristianos. No nos detenemos a señalar que también hay una paternidad espiritual propia de los demás pastores de la Iglesia, no sólo del Papa y de los Obispos 382, y de todo cristiano que, mediante el ejercicio del sacerdocio común, se puede decir que engendra a Cristo en los demás cuando coopera con el Espíritu Santo en la transmisión de la vida sobrenatural. La filiación a la Iglesia y al Papa, como exigencia y manifestación de la filiación divina, es algo común a todos los cristianos. Junto a ella –o, más exactamente, "dentro" de ella– san Josemaría habla de otras realidades de filiación derivadas de su misión de fundador del Opus Dei. Nos referiremos brevemente a ellas porque, aunque directamente atañen sólo a quienes forman parte del Opus Dei, contienen una enseñanza más general acerca de la filiación a la Iglesia y en la Iglesia.
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El fundador llama con frecuencia "madre" a la Obra (al Opus Dei). Escribe, por ejemplo: tenemos esta Madre amabilísima que es la Obra 383... Se expresa de este modo porque tiene conciencia de que el Opus Dei ha de alimentar la vida espiritual de sus miembros con una sólida formación cristiana. Exhorta a sus miembros a "cuidar a la Obra" como a una madre, lo cual es concreción, para ellos, del deber de cuidar de la Iglesia, porque Dios les ha confiado de modo especial esa parte de su familia. Les alienta a buscar la santidad, siendo fieles a su llamada, para proteger la santidad de la Obra, nuestra Madre 384. El sentido de la filiación divina comporta además para ellos una actitud filial hacia el fundador, a quien Dios concedió una paternidad espiritual de la que era consciente desde el inicio: no puedo dejar de levantar el alma agradecida al Señor, de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra (Ef 3, 15-16), por haberme dado esta paternidad espiritual, que, con su gracia, he asumido con la plena conciencia de estar sobre la tierra sólo para realizarla. Por eso, os quiero con corazón de padre y de madre 385. La finalidad de este don divino no era solamente fundar el Opus Dei, sino también dirigirlo como cabeza de una familia, ejerciendo el oficio del Buen Pastor. En este último sentido, dicha paternidad se extiende a sus sucesores. Así lo explicaba monseñor Javier Echevarría al tomar posesión del cargo de Prelado del Opus Dei en 1994, después del fallecimiento del Siervo de Dios Álvaro del Portillo: "Gracias a la paternidad especialísima que el Señor concedió a san Josemaría para fundar el Opus Dei (...) es una verdadera familia de vínculos sobrenaturales. Sobre el fundamento de esa paternidad –de la que participarán todos los sucesores de nuestro Padre hasta el fin de los tiempos–, en la Obra se mantendrá siempre vivo, con la gracia de Dios, este espíritu de familia que le es consustancial" 386. b) "Mi Madre Santa María" El "sentido de la filiación divina" comporta necesariamente el "sentido de la filiación a Santa María". Mi Madre Santa María 387, escribe a menudo el Fundador del Opus Dei, como tantos otros santos. En su caso es una dimensión esencial de su sentido de la filiación divina porque, quien se sabe hijo de Dios –"otro Cristo, el mismo Cristo"– ¿cómo no se ha de reconocer hijo de la Madre de Jesús? Cristo, su Hijo santísimo, nuestro hermano, nos la dio por Madre en el Calvario, cuando dijo a San Juan: he aquí a tu Madre (Jn 19, 27) 388. Como decíamos antes, la filiación a la Iglesia y la filiación a Santa María no son dos filiaciones distintas. La vida sobrenatural que se nos da
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por mediación de María la recibimos en y a través de la Iglesia. La Virgen no es sólo el miembro más eminente de la Iglesia, sino su "figura" (typus) 389. En cierto modo la representa. Si la filiación a la Iglesia puede resultar una noción abstracta, en la filiación a María se convierte en algo personal: en María, la Iglesia adquiere los rasgos de una Madre de esta tierra. El sentido de la filiación divina y de la filiación a la Iglesia, obtienen así un tono familiar y cercano. Dios ha querido introducirnos en la vida trinitaria por un camino que se nos presenta seguro, que invita a una confianza total, que está lleno de dulzura. Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum! 390, Corazón dulcísimo de María, prepáranos un camino seguro, invocaba muchas veces san Josemaría, porque su dulce corazón conoce el sendero más seguro para encontrar a Cristo 391. Te aconsejo (...) que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de Ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces. Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo 392. San Josemaría desea grabar en las almas la dulce convicción de la maternidad sobrenatural de la Virgen Santísima. Con palabras que derivan de su experiencia de la filiación divina, contempla a María como a una Madre con dos hijos, frente a frente: Él... y tú 393, y muestra que su misión materna es cooperar con el Espíritu Santo para unirnos al Hijo primogénito: Nuestra Señora, Santa María, hará que seas alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, ¡el mismo Cristo! 394 En las palabras "hará que seas..." se concentra de algún modo la profunda comprensión de la maternidad de la Virgen en la economía de la gracia, a la que ya nos hemos referido 395. María no sólo implora para nosotros la vida sobrenatural, como hacen los santos. Su mediación es verdaderamente "materna", porque, de algún modo, nos engendra a esa vida. Este es el trasfondo doctrinal de las continuas exhortaciones de san Josemaría a acudir a la Santísima Virgen como Madre nuestra 396. Desde el sentido de la filiación divina se ve a María, además, como modelo, speculum iustitiae, reflejo perfecto de Cristo. Resulta natural querer parecerse a Ella como un hijo se parece a su madre. Se trata, desde luego, de imitar sus virtudes, pero el cristiano ha de tomar, además, ejemplo de la
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cooperación de María con el Espíritu Santo en la formación de la Iglesia y en la transmisión de la vida sobrenatural. La Virgen nos muestra cómo se lleva a cabo la misión apostólica, cómo se atrae a los demás a Cristo, cómo se edifica en ellos la Iglesia. En este sentido profundo el cristiano ha de ser como María: Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual 397. c) "San José mi Padre y Señor". "De la trinidad de la tierra a la Trinidad del Cielo" Junto a la filiación a la Virgen Santísima, san Josemaría contempla la filiación a san José a quien llama frecuentemente mi Padre y Señor o nuestro Padre y Señor 398. Un trazo característico de su predicación es el de no "separar" a José de María. Aunque la paternidad de san José respecto a Jesús se encuentra en un orden diverso al de la maternidad de la Virgen, no se reduce a un título jurídico: es auténtica paternidad establecida por Dios, y se extiende espiritualmente a quienes están unidos a Cristo 399. De ahí que saberse "ipse Christus" comporta también saberse, además de hijo de María, hijo de san José. La paternidad de san José sobre los hijos de Dios se manifiesta en que es protector y maestro de vida interior: maestro que enseña al cristiano a identificarse con Cristo. San José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre. Tratándole se descubre que el Santo Patriarca es, además, Maestro de vida interior: porque nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con Él, a sabernos parte de la familia de Dios 400. José enseña a ir a Jesús por María, predica el fundador del Opus Dei. La filiación a san José se revela así de una importancia extraordinaria: su intercesión lleva al trato filial con la Virgen Santísima, y ambos conducen a la identificación con Jesús. Acudo a San José, que es mi Padre y Señor; y con él, voy a su Esposa, la Virgen Madre, que es también Madre mía. Con María y con José me acerco hasta Jesús (...). Entonces, sabiendo que nos escucha, que nos ama; sabiendo que somos Cristo –porque Él nos asume de alguna manera–,
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nos da alegría alabarlo así: gloria al Padre, gloria al Hijo, gloria al Espíritu Santo 401. Éste es el itinerario de la vida cristiana: a través de Jesús, María y José, la trinidad de la tierra, cada uno encontrará su modo propio de acudir al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, la Trinidad del Cielo 402. Nos encontramos ante una doctrina que abarca toda la vida espiritual. "De la trinidad de la tierra a la Trinidad del Cielo", es una enseñanza de gran profundidad que no hemos encontrado, expresada en estos términos, en ningún otro maestro de vida espiritual. El fin es la unión con la Santísima Trinidad y el camino la trinidad de la tierra. San Josemaría ve en esta trinidad un reflejo de la Trinidad. El reflejo no consiste, evidentemente, en una correspondencia de las personas (como si, junto a Jesús que es el Hijo, María "correspondiera" al Padre y José al Espíritu), pero tampoco consiste simplemente en que sean tres, sino en que son tres corazones, pero un solo amor 403. Es esto lo que constituye a la trinidad de la tierra en camino para la del Cielo. En realidad, el único camino es Jesús (cfr. Jn 14, 6), pero Dios ha querido darnos a Jesús en la familia de María y de José. Esta familia es la cuna de la Iglesia, es ya Iglesia. Por eso mismo es camino en el sentido en que lo es Jesús: no como un camino que se deja atrás cuando se ha alcanzado el fin, sino como "lugar" en el que se nos da el fin, o sea, "lugar" en el que nos unimos a la Santísima Trinidad. La vida sobrenatural tiene así para nosotros una fuente cercana, accesible y, podemos decir, bien dulce y cordial. Entrando en la intimidad de esos tres corazones que forman uno solo, el cristiano se une a Cristo a través de quienes han sido elegidos por Dios para acogerle con amor en esta tierra, y así puede comenzar a contemplar y a participar en la vida íntima de la Santísima Trinidad, de Dios que es amor (cfr. 1Jn 4, 7). De ahí que san Josemaría enseñe a ir a Jesús por María, y a María por medio de José (que lleva a Jesús por María). Este itinerario se recorre no sólo en la oración mental, sino en el desempeño de las tareas familiares y profesionales, porque la familia de Nazaret es también "el taller de José" donde el cristiano aprende a santificar su trabajo profesional y sus quehaceres familiares y sociales, es decir, a convertirlos en oración, en diálogo con las tres Personas divinas a través del diálogo con la trinidad de la tierra. 3.3 Del Bautismo a la Gloria Hemos visto que san Josemaría pone el sentido de la filiación divina como fundamento de la vida cristiana en su dimensión más radical: la
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del fin último de todas las acciones. Sentirse hijo de Dios lleva a asumir como finalidad de la propia vida dar gloria a Dios, con todo lo que esto encierra –buscar la contemplación de Dios en medio del mundo, poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas, edificar la Iglesia–, según hemos estudiado en la Parte I. Ahora nos detendremos en dos cuestiones que están en la base de las Partes II y III (sobre el sujeto y sobre el camino de la vida cristiana, respectivamente). Veremos primero que el crecimiento de la identificación con Cristo consiste en un incremento de la misma filiación divina así como de la caridad y de la libertad de los hijos de Dios; y que el sentido de la filiación divina conduce a buscar ese crecimiento. En segundo lugar, teniendo en cuenta que el fin último de la vida cristiana y la perfección misma del cristiano (su identificación con Jesucristo) se realizan en el camino de esta tierra, diremos brevemente –son temas que se detallarán en la Parte III– cómo la conciencia de la filiación divina impulsa a recorrer ese camino, es decir: a santificar las realidades temporales, a luchar por amor contra los obstáculos que se oponen a la santidad, y a emplear los medios de santificación y de apostolado de que dispone la Iglesia. 3.3.1 El crecimiento de un hijo de Dios Recordemos unas palabras de san Josemaría ya citadas parcialmente: La santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina 404. Aparecen en este texto, íntimamente unidos, los términos "santidad", "perfección" y "filiación divina". Indudablemente, la santidad y la perfección son realidades destinadas a crecer desde la primera infusión de la gracia hasta su culminación en la gloria. ¿Se puede decir lo mismo de la filiación divina adoptiva? Las palabras de san Josemaría que acabamos de citar indican que la filiación divina adoptiva tiene una "plenitud". No se trata, por tanto, de una realidad "estática", que permanece siempre igual. Y al estar encaminada a una plenitud parece que debería admitir un progresivo incremento, una intensificación. San Josemaría no lo afirma de modo expreso, pero en nuestra opinión es lo más coherente con las palabras anteriores y, en general, con la noción de filiación divina como participación de la Filiación del Verbo. Esta hipótesis parece chocar, sin embargo, con lo que comúnmente se entiende por filiación. A primera vista la filiación es una relación inmutable: quien es hijo lo es de una vez para siempre. Podrá ser mejor o peor hijo de sus padres, pero no más o menos hijo, ni puede dejar de ser hijo, porque el fundamento de esa relación –el haber sido generado por
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ellos– es un hecho histórico inconmovible, y también lo es la conformidad en la misma naturaleza humana. Indudablemente esto es así en el caso de la filiación humana, pero ¿lo es también en la filiación adoptiva sobrenatural? Esta filiación ¿es idéntica a la filiación humana? Ante todo hay que tener en cuenta una diferencia fundamental. La filiación divina adoptiva es –según hemos visto en la doctrina de santo Tomás, a la que remite san Josemaría– una participación en una filiación que existe por esencia fuera de los participantes: la Filiación subsistente, que es la Segunda persona de la Trinidad. En cambio, la filiación humana existe sólo en los hombres, no fuera de ellos. Por esta razón es posible participar en diversos grados de la Filiación subsistente (como sucede también en la participación del ser), mientras que la filiación humana es una relación que se predica siempre del mismo modo y no admite grados. La filiación adoptiva sobrenatural es una relación que puede hacerse más íntima, crecer en su mismo ser formal (el "esse ad" constitutivo de toda relación, que en este caso es un "esse ad Patrem in Filio per Spiritum Sanctum") hasta la plenitud trascendente de la gloria (cfr. 1Jn 3, 1). Existe, pues, la posibilidad de crecimiento de la filiación divina adoptiva. Vamos a ver ahora que esa posibilidad está ligada al crecimiento en vida sobrenatural. Para esto conviene considerar primero que la filiación divina adoptiva se puede perder. No porque sea "adoptiva" en el sentido humano – es decir, porque consista en una relación jurídica que puede cesar o desaparecer–, sino porque es posible perder la misma vida sobrenatural de hijo de Dios. En efecto, la filiación divina se llama adoptiva para distinguirla de la Filiación natural del Hijo unigénito, no para asimilarla a la adopción humana. Esta última es una realidad jurídica que no se funda en la transmisión de la vida, mientras que en la adopción sobrenatural hay una verdadera generación, una comunicación de vida sobrenatural (análogamente a como la hay en la filiación humana natural). En este sentido, Stanislas Lyonnet sostiene 405 que san Pablo, al hablar de "adopción" divina, no toma el término solamente del lenguaje jurídico grecorromano, sino también del Antiguo Testamento, donde la adopción del pueblo de Israel es una realidad mucho más rica, aunque no posea aún la profundidad que adquirirá en el Nuevo al revelarse como ligada al envío del Espíritu Santo a los corazones y a una verdadera generación sobrenatural. Según Albert Vanhoye, el contexto de Ga 4, 5-7 (la adopción como hijos por el envío del Espíritu Santo) "muestra cómo entiende Pablo la adopción divina; no se trata de una simple decisión jurídica, que no cambiaría interiormente a la persona adoptada, sino de una intervención divina
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decisiva, que comunica una nueva vida, participación de la vida filial de Cristo resucitado: "no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20)" 406. Esta comunicación de vida sobrenatural tiene lugar por primera vez en el Bautismo, donde el hombre es adoptado como hijo de Dios. Pero después se puede perder por el pecado mortal, y entonces se "muere", en cierto modo, como hijo adoptivo de Dios: se pierde la condición de hijo adoptivo que había comenzado por la infusión de la gracia, porque cesa la misma vida sobrenatural de la gracia, la vida de hijo de Dios. San Josemaría lo expresa también de otra manera: dice que quien rechaza la gracia de Dios deja de ser hijo para convertirse en esclavo 407. Ciertamente no pierde la filiación a Dios que tiene como criatura humana, porque no desaparece, como es obvio, la condición de persona hecha a imagen y semejanza de su Creador. Pero quien rechaza la gracia de Dios por el pecado mortal, deja de participar en la vida sobrenatural intratrinitaria que le hacía libre del pecado y del poder del demonio, y ya no es hijo de Dios en el mismo sentido que cuando estaba en gracia: ha perdido la vida sobrenatural y la libertad que tiene como hijo de Dios: la "libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1) 408. Por eso "deja de ser hijo para convertirse en esclavo". Con todo, en el bautizado permanece siempre, en esta tierra, el sello indeleble de haber recibido la vida sobrenatural; aunque no sea vida en sentido propio, es como un título para recuperarla. Un bautizado conserva siempre el carácter bautismal, como señal indeleble de que participa del sacerdocio de Cristo, porque fue hecho hijo de Dios por la gracia. Si después se aleja de Él por el pecado mortal, si deja de participar en la intimidad de la vida divina, pierde su dignidad de hijo, pero conserva ese carácter, que es como una señal de pertenencia, un título para regresar a la casa del Padre y un incentivo para hacerlo, con la seguridad de no ser rechazado. En muchos casos, puede conservar además la fe y la esperanza "informes" (sin la caridad). El hijo pródigo de la parábola recibe de nuevo su inicial dignidad cuando se arrepiente y regresa (cfr. Lc 15, 11 ss.). De él dice el padre que "estaba muerto y ha vuelto a la vida" (Lc 15, 32). El pecador contrito puede incluso alcanzar una intimidad con Dios mayor que antes. Lo que ha perdido por el pecado lo recupera por una nueva infusión de la gracia sobrenatural, ordinariamente a través del sacramento de la Penitencia. La vida sobrenatural perdida se puede recuperar, y entonces se recupera con ella la correspondiente relación filial con Dios: la filiación divina adoptiva. O sea, la filiación divina es inseparable de la vida
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sobrenatural: se recibe o se pierde con ella. Pero la vida sobrenatural también puede crecer o disminuir, se puede poseer más o menos intensamente al ser participación de la Vida divina intratrinitaria que es la misma esencia divina (mientras que la vida humana o se posee o no se posee: se puede tener más o menos salud, que es una cualidad de la vida, pero en rigor no se puede estar más o menos vivo). Al crecer, aumenta la semejanza con Dios, la conformidad con la naturaleza divina (cfr. 2P 1, 4). Esa conformidad es precisamente una semejanza con el Hijo (cfr. 2Co 3, 18), porque quien recibe la vida sobrenatural es hecho "hijo en el Hijo". En consecuencia se puede pensar que quien está más divinizado por la gracia, es también más hijo de Dios "en el Hijo": que la filiación adoptiva crece o disminuye con la vida sobrenatural. Las Cartas a los Romanos y a los Gálatas parecen apuntar en esta dirección cuando hablan de diversos estados de la filiación divina ligados a los de gracia. Como observa Heinrich Schlier, el Apóstol menciona "un triple modo de "ser hijos de Dios", o mejor: el estado de hijos de Dios comprende tres momentos: 1º. el estado que comienza en el Bautismo de la fe (Ga 3, 26; Ga 4, 6); 2º. un estado que se actúa en nuestra existencia bajo la guía del Espíritu (Rm 8, 14); 3º. el estado escatológico en su manifestación definitiva (Rm 8, 19.23)" 409. El primer momento de la filiación, correspondiente a la infusión de la gracia en el Bautismo, se distingue del segundo por el incremento de vida sobrenatural posterior al Bautismo. Por esta misma razón parece que se puede hablar de un desarrollo de la filiación adoptiva dentro del segundo momento –la existencia terrena del cristiano–, en la medida en que crezca su vida sobrenatural. San Josemaría se refiere muchas veces al crecimiento de vida sobrenatural, expresándolo con frecuencia en términos de crecimiento en caridad. Escogemos un texto en el que, citando a santo Tomás, funda la posibilidad de un aumento ilimitado de caridad en el hecho de ser participación en la Caridad infinita que es el Espíritu Santo: Un hombre se va haciendo poco a poco, y nunca llega a hacerse del todo, a realizar en sí mismo toda la perfección humana de que la naturaleza es capaz. En un aspecto determinado, puede incluso llegar a ser el mejor, en relación con todos los demás, y quizá a ser insuperable en esa actividad concreta natural. Sin embargo, como cristiano su crecimiento no tiene límites: siempre puede crecer en caridad, que es la esencia de la perfección. Pues la caridad, según su propia razón específica, no tiene término en su aumento: siendo como es una participación de la caridad infinita, que es el Espíritu Santo. También la causa del aumento de la caridad –es decir, Dios–
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es infinita en su poder. Y de modo semejante, tampoco por parte del sujeto se puede señalar un término a esta mejora: porque siempre, al crecer la caridad, crece también la capacidad para un ulterior acrecentamiento. Por lo que debe concluirse que en esta vida no se puede prefijar un término al aumento de la caridad (S. Thomas, S.Th. II-II, q. 24, a. 7, c) 410. El crecimiento en caridad (y en gracia santificante) implica un crecimiento en filiación divina, porque ésta no es otra cosa que la relación con las tres Personas divinas que posee quien tiene caridad, vida sobrenatural. La filiación adoptiva es una participación en el Hijo y la caridad una participación en el Espíritu Santo: ambas son inseparables en el cristiano, como lo son el Hijo y el Espíritu Santo en el seno de la Trinidad. La santidad en la gloria es, a la vez e inseparablemente, plenitud de la filiación divina 411 y plenitud de la caridad 412. Cuando el cristiano crece en caridad, avanza también hacia la plenitud de la filiación cuyo inicio recibió en el Bautismo; crece en lo más íntimo de su relación con Dios, en su ser hijo de Dios. La filiación divina es una relación fundada en la comunicación de la vida sobrenatural y su realidad o "intensidad" depende del grado de esa vida. Crecerá en la medida en que aumente la conformidad con la naturaleza divina que deriva de la donación de vida sobrenatural, según la correspondencia de cada uno a la acción del Espíritu Santo. Ese crecimiento como hijo de Dios no se produce inexorablemente, como el crecimiento de un hombre en edad. Sólo tiene lugar si el cristiano corresponde libremente al don del Paráclito obrando como hijo de Dios. Es el mismo comportamiento de hijo de Dios lo que lleva a crecer como hijo de Dios; es la libre correspondencia a la acción del Espíritu Santo, los actos de caridad y de las demás virtudes informadas por ella, lo que lleva al desarrollo de la filiación divina. Por eso, el "sentido" de la filiación divina, al ser como un instinto interior hacia una conducta de hijo de Dios, es fundamento seguro para la intensificación de la filiación divina. Entre los que son adoptados como hijos de Dios en el Bautismo unos obran como hijos suyos y alcanzan así una mayor conformidad con Dios, llegando a ser más "hijos en el Hijo" que otros. La filiación divina sobrenatural que surgió de las aguas bautismales no es una relación "histórica" que ha quedado fijada de una vez para siempre por el Bautismo; es la participación actual en el eterno nacimiento del Hijo generado por el Padre, cuya intensidad corresponde al grado de participación también actual en la vida divina por la gracia y la caridad. Concluimos aquí el primer aspecto del crecimiento del cristiano en identificación con Cristo: el incremento o intensificación de su filiación
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adoptiva. Se trata del aspecto que corresponde al presente capítulo. Los otros dos son el crecimiento en libertad y en caridad. Los hemos mencionado sólo para hablar del primero, al que están indisolublemente unidos, pero serán objeto de los dos capítulos siguientes. En aparente paradoja, crecer y madurar como hijos de Dios requiere hacerse pequeños. "Si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mt 18, 3). San Josemaría entiende que hacerse como niños ante Dios no tiene nada que ver con la inmadurez humana. Muy al contrario, exige virtudes sólidas, virtudes de hijos de ese Amor, de esa grandeza, de esa sabiduría infinita, de esa misericordia, que es nuestro Padre 413; virtudes que conducen a comportarse con la sencilla humildad de los niños. Quasi modo geniti infantes (1P 2, 2): como niños recién nacidos... Pensaba que esa invitación de la Iglesia nos viene muy bien a todos los que sentimos la realidad de la filiación divina. Porque nos conviene ser muy recios, muy sólidos, con un temple capaz de influir en el ambiente donde nos encontremos; y, sin embargo, delante de Dios, ¡es tan bueno que nos consideremos hijos pequeños! 414. Somos hijos pequeños de Dios, "y como tales hemos de procurar vivir" –comenta Fernando Ocáriz–, "evitando la necedad de aparentar en nuestra conducta una mayoría de edad que, ante Dios, es simplemente un absurdo. Cabe, sí, una mayoría de edad del hijo de Dios, pero en otro sentido: la plena identificación con Cristo –"la plenitud de la edad perfecta de Cristo" (Ef 4, 13)–, que sólo en el Cielo alcanzaremos si somos fieles" 415. Ser pequeño exige creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse como se abandonan los niños..., rezar como rezan los niños 416. Hay muchas maneras de actualizar esta "infancia espiritual" y san Josemaría invitaba a que cada uno eligiera con libertad la que resultara más adecuada a su modo de ser y a sus circunstancias. En todo caso, hay que aprender a ser como niños, hay que aprender a ser hijo de Dios. Y, de paso, transmitir a los demás esa mentalidad que, en medio de las naturales flaquezas, nos hará fuertes en la fe (1P 5, 9), fecundos en las obras, y seguros en el camino, de forma que cualquiera que sea la especie del error que podamos cometer, aun el más desagradable, no vacilaremos nunca en reaccionar, y en retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios 417. 3.3.2 El camino de los hijos de Dios
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Del nacimiento como hijos en el Bautismo a la plenitud de la filiación divina en la gloria hay todo un camino que recorrer, un camino en el que debe realizarse el crecimiento que acabamos de mencionar. Muchos, probablemente todos, lo recorren con avances y retrocesos; algunos de modo más continuo, aunque quizá a ritmo diverso en los distintos períodos de su vida; otros pasan gran parte de su existencia alejados de la casa del Padre y sólo al final regresan contritos. En cualquier caso, el "caminante" es siempre un hijo de Dios (con vida sobrenatural o llamado a recuperarla). Bajo esta perspectiva considera san Josemaría nuestro peregrinaje por este mundo. Tres aspectos se pueden distinguir en ese peregrinaje. El primero es el mismo terreno por el que avanza el cristiano: las realidades temporales que ha de santificar. El segundo es el esfuerzo necesario para recorrer ese camino de la santidad porque, como consecuencia del pecado, la senda se ha hecho cuesta arriba. El tercero son los medios con los que cuenta para avanzar hasta la meta del Cielo. Estudiaremos detenidamente estos aspectos en la Parte III. Ahora queremos sólo apuntar cómo se ven desde el sentido de la filiación divina. 1) Ver las realidades humanas con la mirada de un hijo de Dios. El sentido de la filiación divina hace descubrir en todas las circunstancias de la existencia de un cristiano corriente –el trabajo y el descanso, la vida familiar y social– el lugar en el que ha de vivir la vida de Cristo. Estando plenamente metido en su trabajo ordinario (...), el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios 418. Pero el trabajo y las demás ocupaciones son "lugar" de encuentro con Dios no como lo es un telón de fondo en una obra de teatro, que no cambia mientras se desarrolla la acción. Son, al contrario, un ámbito que el cristiano transforma al buscar la santidad, pues ha recibido el mandato de perfeccionar el mundo. Quien se sabe hijo de Dios no ignora que la creación "anhela la manifestación de los hijos de Dios" (Rm 8, 19); ve las realidades terrenas como parte de la "herencia" que Dios Padre ha confiado a sus hijos para que tomen "posesión" de ella, lo que significa devolver –a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares– su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo 419. Inspirado por el sentido de la filiación divina, el cristiano mira al mundo como cosa propia que ha de ordenar a su Señor: "todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios" (1Co 3, 22-23). San Josemaría lo sintetiza con estas palabras: Debemos sentirnos hijos de Dios,
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y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios 420 (se refiere a las actividades temporales). 2) Afrontar la lucha por la santidad con espíritu de hijos de Dios. En el camino hacia la plenitud de la filiación divina, el cristiano ha de luchar para superar los obstáculos que derivan del pecado 421. El sentido de la filiación divina mueve a luchar por agradar a nuestro Padre Dios, planteando con rectitud el combate interior. Es una lucha por amor a Dios, no por amor propio. Una lucha que confía en la ayuda paterna de Dios y en su misericordia. Puesto que habrá derrotas, grandes o pequeñas, es necesario el espíritu de conversión. Precisamente la conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la casa del Padre 422. El sentido filial hace recordar a san Josemaría que Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia 423. El espíritu de penitencia ha de ser filial: Debes ejercitarte en el espíritu de penitencia: cara a Dios y como un hijo 424. 3) Poner los medios que Dios ofrece a sus hijos en la Iglesia. Para crecer en la identificación con Cristo el cristiano ha de acudir a los canales por los que recibe la acción del mismo Cristo y del Espíritu Santo en la Iglesia: primero, la participación en los sacramentos, principalmente en la Eucaristía 425; en segundo lugar, la dedicación de unos tiempos a la oración, diálogo filial con Dios 426; y en tercer lugar, la formación y la dirección espiritual, incluyendo aquí todos los medios pastorales que sirven de cauce a la acción del Espíritu Santo para conducir a los fieles a la identificación con Cristo 427. Dedicaremos a estos medios el capítulo 9º. Aquí solamente queremos hacer notar que el fiel que tiene conciencia de su filiación divina, ve en ellos una necesidad "vital". No son para él obligaciones superpuestas a sus deberes ni constituyen posibilidades opcionales. El "sentido filial" le lleva a buscarlos con afán, a emplearlos y a cuidarlos con esmero. Como conclusión del capítulo podemos decir que, en la enseñanza de san Josemaría, toda la vida del cristiano –su orientación efectiva y radical a la gloria de Dios como hijos suyos en Jesucristo, identificados con Él por el Espíritu Santo– tiene su fundamento en el "sentido de la filiación divina".
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Queda para los estudios de Historia de la espiritualidad averiguar si es la primera vez que se propone esta doctrina espiritual, sólidamente fundada en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia. Por nuestra parte podemos decir que no la hemos encontrado de modo explícito antes de san Josemaría. *** Algunas aplicaciones prácticas 428 1. Grandeza y humildad de los hijos de Dios Se pueden aplicar al don de la filiación divina las palabras de san Pablo: "llevamos este tesoro en vasos de barro" (2Co 4, 7). Es propio del sentido de la filiación divina reconocer la grandeza de este don sin olvidar la bajeza de la propia condición. Sólo puede recibirlo y conservarlo quien procura ser humilde. La conciencia de la magnitud de la dignidad humana –de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios– junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se pervertiría y se convertiría en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria 429. No puedo ocultaros, hijos míos, mi temor de que en algún caso ese endiosamiento, sin una base profunda de humildad, pueda ocasionar la presunción, la corrupción de la verdadera esperanza, la soberbia y –más tarde o más temprano– el derrumbamiento espiritual ante la experiencia inesperada de la propia flaqueza. Suelo poner el ejemplo del polvo que es elevado por el viento hasta formar en lo más alto una nube dorada, porque admite los reflejos del sol. De la misma manera, la gracia de Dios nos lleva altos, y reverbera en nosotros toda esa maravilla de bondad, de sabiduría, de eficacia, de belleza, que es Dios. Si tú y yo nos sabemos polvo y miseria, poquita cosa, lo demás lo pondrá el Señor. Es una consideración que me llena el alma (...). Es malo el endiosamiento si ciega, si no deja ver con evidencia que tenemos los pies de barro, ya que la piedra de toque para distinguir el endiosamiento bueno del malo es la humildad. Por eso, es bueno, mientras no se pierde la conciencia de que esa divinización es un don de Dios, gracia
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de Dios; es malo, cuando el alma se atribuye a sí misma –a sus obras, a sus méritos, a su excelencia– la grandeza espiritual que le ha sido dada. ¡Humildes, humildes! Porque sabemos que en parte estamos hechos de barro, y conocemos un poquito de nuestra soberbia y de nuestras miserias... y no lo sabemos todo. ¡Que descubramos lo que estorba a nuestra fe y a nuestra esperanza y a nuestro amor! 430 2. Cultivar el sentido de la filiación divina En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 431 Para tender a esta meta de identificación con Cristo, san Josemaría recomienda insistir más que en quitar defectos, en adquirir virtudes 432. Y como no se trata de una simple imitación exterior, sugiere a quienes imparten dirección espiritual la siguiente línea de conducta con las personas a quienes orientan: se animarán en esta ascensión, si despertáis en ellos el sentido de su filiación divina 433. La dirección espiritual es un lugar privilegiado para fomentar el sentido de la filiación divina: para enseñar a ver todas las cosas desde la perspectiva de un hijo de Dios en Cristo, y a querer, sentir y obrar como Cristo (cfr. Flp 2, 5). Pero no hay que olvidar que el sentido de la filiación divina es un don de Dios. Quien lo desea, ha de pedirlo con perseverancia. Y para disponerse a recibirlo, san Josemaría recomienda un ejercicio diario que requiere empeño: considerar frecuentemente nuestra filiación divina 434. 3. Hijos pequeños de Dios: valor de las "cosas pequeñas" Delante de Dios, que es Eterno, tú eres un niño más chico que, delante de ti, un pequeño de dos años. Y, además de niño, eres hijo de Dios. –No lo olvides 435. Reconocerse hijo pequeño de Dios da un tono peculiar al sentido de la filiación divina. San Josemaría lo aplica a muchos aspectos: pedir como hijos pequeños, confiar como hijos pequeños, levantarse tras las caídas con la agilidad de los niños... En la vida interior, nos conviene a todos ser quasi modo geniti infantes, como esos pequeñines, que parecen de goma, que disfrutan hasta con sus trastazos porque enseguida se ponen de pie y continúan sus correteos; y porque tampoco les falta –cuando resulta preciso– el consuelo de sus padres 436. San Josemaría enseña a vivir una piedad de hijos pequeños, sencilla y recia, no "infantil". La piedad es la virtud de los hijos y para que
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el hijo pueda confiarse en los brazos de su padre, ha de ser y sentirse pequeño, necesitado. Frecuentemente he meditado esa vida de infancia espiritual, que no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto 437. En particular, es propio de la piedad de hijos ofrecer cosas pequeñas –sacrificios, detalles de piedad...–, que adquieren valor por el amor con que se realizan. Se pueden encontrar numerosos ejemplos en tres capítulos de Camino: "Cosas pequeñas", "Infancia espiritual", "Vida de infancia". 4. Apoyo firme en las dificultades Para que el sentido de la filiación divina llegue a cumplir en la vida espiritual la función del cimiento en el que todo se apoya, son especialmente importantes los momentos difíciles, por las tentaciones o las contrariedades, en los que se experimenta la necesidad de un fundamento sólido. "Cayeron las lluvias, y los ríos salieron de madre, y soplaron los vientos y dieron con ímpetu contra la casa, que no fue destruida, porque estaba fundada sobre roca" (Mt 7, 25): Para nosotros la roca es ésta: piedad, filiación divina 438. Filiación divina: es la única seguridad, un lugar donde echar el ancla, haya lo que haya en esta superficie del mar de la vida. Y el resultado es alegría, fortaleza, optimismo, victoria siempre. (...) Para estar de pie, y para levantarse, ésta es la consideración que nos hace más fuertes: soy hijo de Dios. Filiación divina: para no perder la alegría, para no perder la serenidad, para sentirnos seguros; y para volver si es que nos hemos descaminado en alguna escaramuza de esta lucha diaria –o aun cuando hubiésemos sufrido una derrota grande–, porque nos podemos descaminar, y de hecho algunas veces nos descaminamos. El sentido de la filiación divina nos da una facilidad grande para volver con agradecimiento, seguros de ser recibidos por nuestro Padre 439. 5. Seguridad en la oración Al querernos como hijos, (Dios) ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la luna! 440 Para estimular esta seguridad filial y esta audacia en la oración, san Josemaría recuerda con frecuencia las palabras del salmo 2: "Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy. Pídeme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra" (Sal 2, 7-8) 441. Es la enseñanza de Jesús: "¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre
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del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?" (Lc 11, 11-13). El sentido de la filiación divina lleva a pedir "en nombre de Cristo", sabiéndose ipse Christus: "si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá" (Jn 16, 23). Por eso un hijo de Dios ha de tener una seguridad completa en la oración. Amen, amen dico vobis: si quid petieritis Patrem in nomine meo, dabit vobis (Jn 16, 23); si pedimos en nombre de Jesucristo, el Padre nos lo concederá, estad seguros 442. Saberse hijos de Dios en la Iglesia lleva a pedir con los demás. "Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra sobre cualquier cosa que quieran pedir, mi Padre que está en los Cielos se lo concederá. Pues donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 19-20). No nos sentimos nunca solos 443. El sentido eclesial (...) nos hace vivir instintivamente la realidad del Cuerpo Místico de la Iglesia 444. Ese mismo "sentido" lleva a rezar por los demás miembros del Cuerpo, así como a pedirles su oración y a confiar en ella. 6. La Santa Misa de un hijo de Dios El momento cumbre de la jornada de un hijo de Dios es la participación en el Sacrificio eucarístico. Piensa ahora en la Santa Misa: en cómo hemos de celebrarla o en cómo hemos de oírla (...). Mira que sobre el altar Cristo se vuelve a ofrecer por ti y por mí. Y sentirás un deseo grande de imitar su humildad, su anonadamiento en la Hostia; y te llenarás de acciones de gracias, de adoración, de deseos de reparar, de peticiones. Y te ofrecerás, con los brazos extendidos, como otro Cristo, ipse Christus, dispuesto a clavarte en el dulce madero, por amor a las almas 445. 7. La alegría de los hijos de Dios Una convicción esencial: –¡Dios es mi Padre! –Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración 446. Y un dato de experiencia: "¿Contento?" –Me dejó pensativo la pregunta. –No se han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente –en el corazón y en la voluntad– al saberse hijo de Dios 447. La conciencia de la filiación divina es fuente de una alegría profunda y estable: ¡Qué estén tristes los que no son hijos de Dios! 448, exclama San Josemaría. Para un hijo de Dios, perder el buen humor es una cosa grave 449. Nunca hay motivos para la tristeza, ni siquiera en los momentos más duros o difíciles, porque "todas las cosas cooperan al bien de los que aman a Dios" (Rm 8, 28). Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos
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de carne estén ahora ciegos. Omnia in bonum! ¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad! 450 Incluso las miserias propias y ajenas entran en los planes paternales de la providencia. ¿Razones para vivir la alegría? Sentirnos hijos de Dios; hijos, además, de la Madre del Cielo. Y no entristecernos nunca por nuestros propios errores, que hemos de procurar corregir, luchando humildemente; sin entristecernos tampoco por los errores de los demás, puesto que –con el ejemplo y con la oración– les ayudaremos a vencer en la lucha ascética 451. Dios cuenta con la alegría de sus hijos para que el mundo acoja el Evangelio. La alegría de un hombre de Dios, de una mujer de Dios, ha de ser desbordante: serena, contagiosa, con gancho...; en pocas palabras, ha de ser tan sobrenatural, tan pegadiza y tan natural, que arrastre a otros por los caminos cristianos 452.
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CAPITULO QUINTO La libertad de los hijos de Dios 1. LA LIBERTAD EN LA ENSEÑANZA DE SAN JOSEMARÍA 1.1. Sobre el contexto y las fuentes 1.2. Elementos de la noción de libertad en san Josemaría 1.2.1. "El don de la libertad" 1.2.2. "La aventura de la libertad" 1.2.3. Libertad e inclinación al mal. Libertad y ley 1.3. Gracia y libertad en la vida espiritual 1.3.1. Gracia y "situación de libertad" 1.3.2. Gracia y "ejercicio de la libertad" 1.3.3. Del ejercicio de la libertad a la situación de libertad 1.4. La "conciencia de la libertad de hijos de Dios" 1.4.1. "Sentido de responsabilidad" 1.4.2. Confianza en Dios y en los demás 2. VOLUNTAD, RAZÓN EJERCICIO DE LA LIBERTAD
Y
SENTIMIENTOS
EN
EL
2.1. Libertad, voluntad y razón 2.2. Los sentimientos y la libertad 2.2.1. Ordenación de los sentimientos por la razón y la voluntad 2.2.2. Formación del carácter 2.2.3. Desarrollo de la propia personalidad, como varón o como mujer 3. CONDICIONES PARA LA EXPANSIÓN DE LA LIBERTAD
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3.1. "El respeto cristiano a la persona y a su libertad" 3.1.1. "Libertad de las conciencias" 3.1.2. "Libertad y pluralismo en lo opinable" 3.1.3. Libertad en la sociedad civil: "libertad religiosa" y "liberación de los hijos de Dios" 3.1.4. "Santa intransigencia, santa coacción, santa desvergüenza" 3.2. Los compromisos cristianos como cauce de libertad 3.2.1. Los compromisos bautismales: "renunciar al pecado", vivir como hijos de Dios 3.2.2. Concreciones de los compromisos bautismales
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CAPÍTULO QUINTO La libertad de los hijos de Dios "Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural" (Es Cristo que pasa, n. 17).
No es frecuente encontrar en las obras de Teología espiritual un capítulo dedicado a la libertad 1, que suele considerarse un asunto propio de la Teología moral. Salvo ilustres excepciones como la de san Agustín, los maestros de vida espiritual no se detienen mucho en el tema. La libertad se da por supuesta y no se le presta una específica atención para orientar la vida espiritual. Sin embargo, al estudiar a Josemaría Escrivá de Balaguer, no se puede omitir esta cuestión sin cercenar gravemente su mensaje, porque lejos de ser algo secundario o colateral es un "concepto clave de su enseñanza" 2 y, más en la raíz, su misma personalidad se caracteriza por la "pasión por la libertad" 3. Una sencilla consideración basta para justificar la atención que le presta: Sin libertad no podemos amar 4. La necesidad de la libertad para responder a la llamada a la santidad en medio del mundo, es una convicción básica en san Josemaría y un trazo inconfundible de su misma personalidad vital. "La libertad constituye uno de los rasgos característicos de su temple humano" 5, testimonia Alejandro Llano: "Le desagradaba la homogeneidad impuesta y consideraba la diferencia en los comportamientos como un valor positivo. Apostaba por la originalidad espontánea, mientras que sospechaba de la uniformidad. Confiaba más en las iniciativas y decisiones de las personas que en la exacta disposición de las estructuras. No le gustaban los formulismos protocolarios; prefería la sencillez de las manifestaciones informales. (...) Contribuía a reafirmar los estilos de cada uno y a dilatar los propios ámbitos de expresión. Era un poderoso catalizador de la libertad: la vivía e impulsaba a vivirla" 6.
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Difícilmente pasará inadvertida al lector de san Josemaría su insistencia en este punto, omnipresente en su predicación 7. Antonio García-Moreno ha constatado que el término aparece 239 veces en los libros publicados hasta la fecha 8, sin considerar las referencias a "liberación" o al cristiano como persona "libre", y sin incluir en el cómputo los discursos académicos y los artículos de prensa, centrados algunos de ellos en la libertad 9. San Josemaría manifiesta "una sensibilidad y un aprecio muy especial" 10 por la libertad. La descubre por doquier en la Sagrada Escritura. Contemplando la anunciación del Arcángel Gabriel a María, ve en el "hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38) el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios 11. Y comenta a renglón seguido: en todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad 12. Es un descubrimiento que le hace sentir un profundo amor a la libertad 13 : un amor que no es una cosa humana, es una cosa divina, porque es la libertad que Cristo nos ganó en la Cruz 14, y que le lleva a proclamarla, a promoverla y a defenderla cuando es necesario. No diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal 15, asegura en una ocasión. Y en otro momento añade: Es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante 16. No sorprende que se le haya calificado de "pionero del amor a la libertad dentro de la Iglesia" 17. Y la Iglesia es sal del mundo. Su amor a la libertad está profundamente relacionado con dos elementos centrales de su enseñanza: el sentido de la filiación divina y la santificación del trabajo profesional y de toda la vida ordinaria. La filiación adoptiva es para él como la raíz de la que nace la libertad; y el trabajo profesional y la vida ordinaria, el campo en el que se cultiva y da fruto. Esta perspectiva específica explica, a nuestro juicio, que su doctrina sobre la libertad haya sido vista por Cornelio Fabro como "el aspecto más genial y nuevo de su itinerario hacia la santidad" 18. En cuanto al binomio libertad-filiación, es fácil comprobar que Josemaría Escrivá de Balaguer habla mucho de la libertad de los hijos de Dios, poniendo "el acento en la relación de la libertad con la filiación divina, que Dios le había hecho ver como fundamento de su vida espiritual" 19. Todo su espíritu, sostiene Álvaro del Portillo, "está impregnado por la gran certeza de saberse hijo de Dios, que tan unida está con otra característica fundamental de nuestro espíritu: el amor a la libertad" 20. Otro testigo privilegiado, monseñor Javier Echevarría, confirma que "meditó durante toda su vida que cada uno ha de vivir in libertatem gloriae filiorum Dei (Rm 8, 21), en la libertad de la gloria de los hijos de Dios, y
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nos estimulaba a gozar de esta libertad, fruto de la filiación divina" 21. Para Lluís Clavell, san Josemaría contempla la libertad "bajo la luz con la que el Espíritu Santo le ha hecho sentir y de algún modo comprender la filiación divina. Ser hijos de Dios significa ser personas libres" 22. Por lo que se refiere a la relación entre libertad y santificación de la vida ordinaria en medio del mundo, se ha dicho con acierto que san Josemaría ve "la libertad como una característica esencial de la secularidad de los fieles laicos" 23, de su ejercicio de las actividades temporales que han de santificar y en las que se han de santificar. Esas actividades tienen una autonomía propia, y hay muchos modos legítimos de llevarlas a cabo. De ahí la insistencia de san Josemaría en pedir respeto a la libertad de los demás –a su libertad responsable–, y en promover condiciones de vida social que favorezcan el ejercicio y la expansión de la libertad. Al ser inmenso el campo de las tareas temporales, se entrevé la "amplitud insospechada" 24 del tema en su predicación. La filiación divina y la misión de santificar las actividades temporales son como las vías por las que discurre el presente capítulo. Ambas parten del Bautismo. Allí es donde el cristiano es liberado del pecado, del poder del diablo y de la muerte eterna, para vivir, bajo la acción de la gracia, en la libertad de los hijos de Dios y conducir toda la creación a su gloria (cfr. Rm 8, 21): misión que los fieles laicos están llamados a realizar santificando el trabajo y todas las actividades temporales. En la primera parte veremos los elementos principales de la noción de libertad de los hijos de Dios en san Josemaría: la libertad cristiana que surge de la filiación divina recibida en el Bautismo y se perfecciona con el crecimiento de la vida sobrenatural. En la segunda estudiaremos la génesis del acto libre: el influjo de la inteligencia, la voluntad y los sentimientos en el ejercicio de la libertad. Y en la tercera hablaremos del respeto a la libertad en la sociedad: un respeto que los cristianos han de promover como parte fundamental de su misión bautismal de santificar el mundo desde dentro. Casi todos los estudios sobre la doctrina de san Josemaría dedican espacio a la libertad. Como es lógico, en este capítulo haremos referencia preferentemente a los que se centran en nuestro asunto 25. 1. LA LIBERTAD EN LA ENSEÑANZA DE SAN JOSEMARÍA San Josemaría concibe su predicación como una "catequesis" asequible a todo tipo de personas, también a quienes no poseen una especial preparación teológica, pero no por eso simplifica los problemas o elude los
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interrogantes. Conviene tenerlo en cuenta al exponer el tema que nos ocupa porque, tras los enunciados y explicaciones fácilmente comprensibles, hay un visión teológica de la libertad a la que es preciso llegar si se quieren exponer adecuadamente sus enseñanzas. El punto de partida lo expresa el título de la homilía La libertad, don de Dios 26. La libertad es un don que tiene su origen y su fundamento en Dios. La persona humana posee este don en virtud de la dimensión espiritual de su naturaleza compuesta de alma y cuerpo. Es un don que ha recibido con vistas a un fin: la unión con Dios por el amor y el perfeccionamiento de sí mismo y del mundo según el querer de Dios. Este fin, que viene a ser el horizonte de sentido de la libertad, se ha iluminado y dilatado con la adopción sobrenatural. La libertad humana en el plan divino es libertad de los hijos de Dios: libertad para amar a Dios Padre en el Hijo, por el Espíritu Santo. Y cuando el pecado ha apartado al hombre de Dios y lo ha reducido a esclavitud, el Hijo, hecho hombre para rescatarnos de ese estado mediante la entrega de su vida en la Cruz, nos ha obtenido el don del Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios y nuevamente libres, con "la libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1). La razón de ser de la libertad es ahora la de vivir de acuerdo con la condición de hijos de Dios en Cristo, es decir, la de buscar la identificación con Cristo por el amor y dirigir la creación a la gloria del Padre 27. Estos son, a grandes rasgos, los temas que se tratarán en el presente apartado. Después de unas consideraciones sobre el contexto, veremos primero los principales elementos de la noción de libertad cristiana en san Josemaría; luego, la relación entre gracia y libertad, para concluir con la importancia de cultivar una viva "conciencia de la libertad" que surge del sentido de la filiación divina. 1.1. Sobre el contexto y las fuentes En el clima cultural que rodea a san Josemaría, la libertad es un tema clave 28. Nunca los hombres han hablado tanto de libertad como ahora 29, escribe al inicio de una de sus Cartas. Por un lado, observa, se siente palpitar, en algunos pueblos que acaban de salir de la tiranía, y en otros que han caído bajo el yugo despótico y materialista del comunismo, un deseo santo de libertad cristiana (...). Hay, de otra parte, en el ambiente general de los pueblos, un afán desmedido hacia una falsa libertad: todos reclaman la libertad, en todo parece que se puede conceder más. Se advierte la existencia de un deseo desordenado, porque más que libertad es desenfreno, pérdida del sentido cristiano de la vida 30.
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De los dos polos que amenazan a la libertad –la tiranía y el libertinaje–, el primero, no sólo en cuanto despotismo político sino, en general, como abuso de una posición de poder para truncar la libertad de otros, ya sea a nivel doméstico o de relaciones sociales y profesionales, es rechazado con firmeza por san Josemaría: Detestamos la tiranía, que es contraria a la dignidad humana 31; detestamos la tiranía (...). Amamos la pluralidad 32. Como siempre, su actitud se enraíza en el sentido de la filiación divina que, en este caso, le confirma en la convicción de que tu Padre-Dios no es un tirano 33. Con la misma fuerza con que se opone a la tiranía se enfrenta también al otro enemigo de la libertad, al libertinaje, que describe como una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad 34: un enemigo seguramente más insidioso porque no aparece como frontal opresión de la libertad y, sin embargo, la socava desde su médula. En realidad, estos dos peligros, tiranía y libertinaje, que a primera vista parecen de signo opuesto, tienen una base común: la propensión a imponer la propia voluntad como única y suprema norma de conducta: para los demás (en el caso de la tiranía) o para uno mismo (en el caso del libertinaje, en cuanto libertad desvinculada de la verdad moral). Es este el enemigo que amenaza la causa de la libertad en el siglo XX. El problema no es la reivindicación de libertades de pensamiento, de expresión o de conciencia, que es una aspiración noble y justa si se entienden esas libertades como libertades civiles. Desde el momento en que Jesucristo manifestó el vínculo entre libertad y conocimiento de la verdad – "conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32)–, la concepción cristiana de la libertad ha producido cuantiosos frutos de convivencia civil a lo largo de la historia, a pesar de las miserias humanas, y podía dar también la justa respuesta a esa demanda en las épocas moderna y contemporánea. Pero un sector de la cultura dominante planteaba esas libertades como emancipación de la fe, sobre bases antropológicas en parte inconciliables con la visión cristiana de la persona humana y del mundo. Por eso san Josemaría pone en guardia ante una concepción de la libertad que "más que libertad es desenfreno, pérdida del sentido cristiano de la vida". No le preocupa la libertad sino su disolución a manos de la tiranía y del libertinaje. Su posición será la de afrontar la crisis promoviendo la libertad auténtica. San Agustín había distinguido entre el "liberum arbitrium" o capacidad de escoger que está en todas las personas, y la "libertas", el efectivo dominio de los propios actos para ordenarlos al bien del hombre 35. En el contexto de cultura contemporánea en que se mueve san
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Josemaría, esta distinción conceptual se encontraba oscurecida o al menos difuminada. Una parte del pensamiento –las "filosofías de la emancipación" (de la religión y de la fe)– negaba a la libertad su fundamento en Dios y no la entendía como ordenada a un fin, reduciéndola a libre arbitrio o a la mera capacidad de elegir sin trabas. Se generaba así un proceso de crisis en la concepción de la libertad que tendría importantes consecuencias. Enarbolada la bandera de la libertad en el mástil de una razón emancipada de la fe, pronto resultará claro que ese mástil, en sí mismo robusto, ya no estaba fijo, ni siquiera en la verdad accesible a la razón. Se intentará anclarlo en ideologías diversas, pero enseguida se verá que una fuerte voluntad de poder era capaz de arrancar el asta con su bandera y llevarla a cualquier parte, frustrando los ideales de multitudes ansiosas de liberación. Finalmente, tras no pocas experiencias dolorosas, se acabará sustituyendo el mástil de la razón por la caña quebradiza del pensamiento débil, y se ofrecerá a cada uno su vara con un retazo de la antigua bandera para que lo lleve adonde mejor le parezca, sin mucha compañía, porque a la mayoría ya no le interesa "la libertad" sino solamente "su libre arbitrio", su posibilidad de escoger. El intenso debate sobre la libertad en la época moderna explica de algún modo el relieve que adquiere el tema en san Josemaría. Advierte que no sin algún designio de la divina Providencia, los tiempos modernos aparecen tan sensibles a los valores naturales de la libertad, que sólo en la elevación al orden de la gracia encuentran su plena realización y su perfecto cumplimiento 36. Percibe las exigencias de libertad y la necesidad de una respuesta cristiana. Las corrientes de pensamiento que pretendían emancipar la razón de la fe y la libertad de la verdad y del bien, son sin duda un contexto que estimula su predicación sobre la libertad, pero sería muy difícil establecer relaciones o hacer comparaciones con determinados autores 37. Estos, en todo caso, no son "fuente" de las ideas que transmite. "Su mensaje sobre la libertad –escribe Sanguineti– no está inspirado en especiales lecturas ni autores, sino que se vincula directamente a su carisma" 38. Él mismo lo da a entender de algún modo en su predicación: Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas 39.
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En medio de una cultura que aclama la libertad, san Josemaría toma conciencia del tesoro que Dios ha entregado a los cristianos y que el Magisterio de la Iglesia custodia y dispensa. Los Romanos Pontífices, especialmente a partir de la encíclica Libertas praestantissimum (20-VI1888) de León XIII, habían abordado los problemas que se presentaban en torno a la noción de libertad, y sus enseñanzas se fueron desarrollando progresivamente hasta el Concilio Vaticano II. Todo este cuerpo de doctrina se encuentra presente en los escritos de san Josemaría, que lo cita literalmente con frecuencia 40. El Magisterio pontificio del siglo XX no es sólo contexto de su predicación, sino también fuente. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que el espíritu de santificación en medio del mundo que enseña y la actividad apostólica que impulsa, difieren de otras realidades presentes en la Iglesia, que también están en conformidad con las enseñanzas del Magisterio. Es el caso, como ya sabemos, de la Acción Católica, que la Jerarquía promueve para hacer presente a la Iglesia en la sociedad y penetrarla de espíritu cristiano, inspirando y dirigiendo la actuación de los laicos 41. A san Josemaría, en cambio, le resulta natural apelar a su libre iniciativa de hijos de Dios, llamados a santificar el mundo desde dentro, sin necesidad de ulteriores encargos o mandatos. Este empeño en potenciar la libertad tropezó a veces con recelos en ambientes eclesiásticos de la época, como él mismo da a entender: Cuando, durante mis años de sacerdocio, no diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal, noto en algunos un gesto de desconfianza, como si sospechasen que la defensa de la libertad entrañara un peligro para la fe. Que se tranquilicen esos pusilánimes. Exclusivamente atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje 42. El tenor del texto hace suponer que la causa de las prevenciones no se encontraba principalmente en la sospecha de que Josemaría Escrivá de Balaguer proclamara una idea errónea de libertad, en línea con los epígonos del liberalismo radical, sino más bien en el resquemor ante una predicación que, al exaltar el papel de la libertad en la vida cristiana, podía poner en peligro la prioridad tradicionalmente reconocida a la obediencia. Este punto lo ha detectado agudamente el filósofo Cornelio Fabro, autor de importantes estudios sobre la libertad, que ha llamado a san Josemaría "maestro de libertad cristiana" 43, delineando con las siguientes palabras la proyección de su figura en la historia: "Hombre nuevo para los
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tiempos nuevos de la Iglesia del futuro, Josemaría Escrivá de Balaguer ha aferrado por una especie de connaturalidad –y también, sin duda, por luz sobrenatural– la noción original de libertad cristiana. Inmerso en el anuncio evangélico de la libertad entendida como liberación de la esclavitud del pecado, confía en el creyente en Cristo y, después de siglos de espiritualidades cristianas basadas en la prioridad de la obediencia, invierte la situación y hace de la obediencia una actitud y consecuencia de la libertad, como un fruto de su flor o, más profundamente, de su raíz" 44. Fabro señala con perspicacia que lo característico de san Josemaría es el orden de los conceptos. Por supuesto, no se encontrará ningún maestro espiritual que hable de una obediencia que no sea libre, pero por lo general se dará prioridad a la obediencia, y la libertad estará como a su servicio. Esto es verdad si la obediencia se presta por amor, pero puede inducir a pensar que la libertad no importa mucho, siempre que se obedezca. De hecho, algunas expresiones acuñadas en la tradición –como "obedecer ciegamente" u "obedecer como un cadáver"– se han entendido a veces en un sentido voluntarista que subestima el papel de la inteligencia y de la voluntad libre en la obediencia. Evidentemente, esos modos de comprender las expresiones citadas se alejan de la mente de sus autores, que sólo trataban de subrayar la heroicidad con la que se ha de obedecer, en un contexto preciso, al mandato justo. De hecho no los citamos porque no nos referimos a la doctrina de ningún maestro de espiritualidad sino a la deformación vulgar de esas doctrinas. En todo caso, san Josemaría plantea las cosas de otro modo. No concibo que pueda haber obediencia verdaderamente cristiana, si esa obediencia no es voluntaria y responsable. Los hijos de Dios no son piedras o cadáveres: son seres inteligentes y libres, y elevados todos al mismo orden sobrenatural 45. Para él, el cristiano ha de obrar siempre con libertad, porque es hijo de Dios –"ya no eres siervo, sino hijo" (Ga 4, 7), afirma san Pablo–, y precisamente por esto ha de obedecer a la Voluntad divina por amor como Cristo, haciéndose "obediente hasta la muerte y muerte de Cruz" (Flp 2, 8): esa obediencia le libera y le hace más hijo de Dios. Evidentemente, la libertad y la obediencia no están en el mismo plano. La obediencia es una virtud moral; la libertad es una propiedad de la persona por su naturaleza espiritual (volveremos luego sobre esto). No puede existir una contraposición entre ambas, pero sí hay un orden. En el plano de la naturaleza, la libertad es fundamento de las operaciones y de las virtudes. Cuando Fabro habla de siglos de espiritualidades basadas en la prioridad de la obediencia, nos parece que no pretende hacer una crítica a esas espiritualidades, porque se está refiriendo a la obediencia cristiana, que
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esencialmente es una obediencia por amor, una obediencia libre. Pero esa obediencia se puede enfocar de dos modos: o enseñando a someterse libremente, o enseñando a emplear en la obediencia todo el potencial de la libertad. La diferencia puede parecer sutil y, sin embargo, afecta al fondo de la vida espiritual. Partiendo de la filiación divina, san Josemaría promueve una conducta empapada por la conciencia de la libertad de hijos de Dios, que lleva a una obediencia amorosa a la Voluntad divina. Otros autores no ponen explícitamente ese fundamento, y la prioridad de la libertad no se manifiesta de modo tan patente. Las circunstancias de los siglos xix y XX, al mostrar la urgente necesidad de la acción de los laicos para el cumplimiento de la misión de la Iglesia en las sociedades modernas, pondrán el problema al descubierto. Después de siglos de espiritualidades basadas en la prioridad de la obediencia que, adaptadas a los laicos, han dado paso a una cierta obediencia pasiva, resultará costoso que los mismos laicos asuman su misión eclesial con la libertad y responsabilidad personales que esa misión reclama, y que dejen de esperar mandatos y consignas de la Jerarquía en esos ámbitos. No menos costoso resultará que el clero fomente la libre y responsable iniciativa de los laicos, además de abstenerse de dirigirlos en el campo de su propia autonomía. Esa libertad y responsabilidad personal es, en cambio, la que estimula san Josemaría. Su mensaje sobre la libertad "forma parte de un carisma vivo" 46 que le lleva a descubrir en las fuentes de la Revelación nuevas luces acerca de la libertad: una libertad, que es la clave de esa mentalidad laical 47 necesaria para impulsar la santificación del mundo desde dentro 48. Si a las fuentes de la Revelación y a su "carisma vivo", añadimos que, para exponer su propia enseñanza sobre la libertad, Josemaría Escrivá de Balaguer se sirve de la doctrina teológica común de san Agustín y de santo Tomás 49, tantas veces invocada por el Magisterio de la Iglesia, habremos señalado las bases de su enseñanza en este campo: la Revelación cristiana y la doctrina teológica de esos grandes doctores, comprendidas con la luz del carisma que él mismo ha recibido. 1.2. Elementos de la noción de libertad en san Josemaría San Josemaría no ofrece una definición explícita de libertad, ni nos proponemos establecerla nosotros basándonos en sus enseñanzas. Simplemente deseamos presentar algunas reflexiones sobre la noción de libertad que late en ellas, tanto de la libertad humana en general como de la
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libertad del cristiano que tiene vida sobrenatural o que "está en gracia de Dios". La noción de libertad en san Josemaría es teológica. Como acabamos de decir, surge de la Revelación e incluye lo que la reflexión creyente alcanza. Cuando quiere explicar alguno de sus elementos, normalmente cita un pasaje bíblico o evoca los hechos de la historia de la salvación que declaran el misterio de la libertad. Tomemos un texto que presenta in nuce los principales elementos sobre los que reflexionaremos después. Con agradecimiento, porque percibimos la felicidad a que estamos llamados, hemos aprendido que las criaturas todas han sido sacadas de la nada por Dios y para Dios: las racionales, los hombres, aunque con tanta frecuencia perdamos la razón; y las irracionales (...). En medio de esta maravillosa variedad, sólo nosotros, los hombres –no hablo aquí de los ángeles– nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe. Esa posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana. El Señor nos invita, nos impulsa –¡porque nos ama entrañablemente!– a escoger el bien. Fíjate, hoy pongo ante ti la vida con el bien, la muerte con el mal. Si oyes el precepto de Yavé, tu Dios, que hoy te mando, de amar a Yavé, tu Dios, de seguir sus caminos y de guardar sus mandamientos, decretos y preceptos, vivirás... Escoge la vida, para que vivas (Dt 30, 15-16.19) 50. Con expresiva sencillez aparecen aquí tres elementos de la libertad que enunciamos ahora de modo sintético para que se pueda tener una inicial visión de conjunto: – el primero es que Dios creó al hombre con la capacidad de elegir una u otra cosa con dominio de los propios actos, sin estar movido por necesidad. Como veremos, este elemento básico de la noción de libertad se completa y esclarece en san Josemaría a la luz de la elevación sobrenatural a hijos de Dios. La "libertad de los hijos de Dios" es la plenitud de la libertad humana: plenitud desde la cual san Josemaría comprende qué es en el hombre el don de la libertad que Dios le ha entregado al crearlo a su imagen; – el segundo elemento es que, en la vida presente, la capacidad de elegir tiene ante sí el bien y el mal, pero no es neutra porque posee intrínsecamente una finalidad, la de escoger el bien para dar gloria a Dios; y su ejercicio en esta dirección, bajo el impulso divino, es el camino de la
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perfección y felicidad del hombre. Este segundo elemento de la libertad está muy desarrollado en los textos de san Josemaría. Partiendo de que el bien al que se ha de orientar la libertad es la unión con Dios por el amor, insiste en que la libertad es para la entrega a Dios: para amar y cumplir su voluntad. Pero siempre cabe la posibilidad de desviarse. En este sentido habla de la "aventura" de la libertad y de que Dios ha querido correr "el riesgo de nuestra libertad", lo cual muestra la grandeza de este don divino; – el tercer elemento, implícito en el texto, se refiere sólo a la situación después del pecado. El hombre ha usado mal la libertad, no ha escogido siempre "la vida con el bien" sino que, al principio y muchas otras veces, ha elegido "la muerte con el mal", como dice el texto del Deuteronomio citado por san Josemaría. Ha ofendido a Dios y, como consecuencia, ha perdido la vida sobrenatural, ha quedado sometido a la muerte y ha malogrado su libertad de hijo de Dios: ha contraído una inclinación al mal que le dificulta usar la libertad para el bien, se ha hecho "esclavo del pecado" (Rm 6, 17) y se encuentra bajo el poder del diablo que le tienta para que continúe obrando mal. Para liberarle, Dios le ha mostrado el camino del bien, mediante la ley, en el Antiguo Testamento. Y al llegar la plenitud de los tiempos, ha enviado a su Hijo que, dando su vida en la Cruz, ha reparado la ofensa a Dios y nos ha alcanzado el don del Espíritu Santo que hace nuevamente hijo adoptivo de Dios a quien lo recibe y le da una nueva libertad, impulsándole interiormente a amar a Dios y dándole fuerza para vencer la inclinación al mal. En esto se funda principalmente la "confianza en la libertad" que caracteriza toda la predicación de san Josemaría: confianza en que el cristiano puede vencer el mal con el bien, confianza en la gracia divina que sana y anima la libertad humana. Al llegar aquí estaremos ya a las puertas del tema de la relación entre gracia y libertad, que trataremos en otra sección. Desde el punto de vista práctico de la vida espiritual, los elementos que más nos interesan son indudablemente el segundo y el tercero. El primero es más teórico o especulativo, pero no es extraño a la predicación de san Josemaría, que invita siempre a ir al fundamento de la filiación divina. 1.2.1. "El don de la libertad" La Sagrada Escritura manifiesta que todas las criaturas existen como efecto de la libertad de Dios, que las ha sacado de la nada para comunicar su Bondad 51. Esto vale de modo particular para el hombre, creado en un libre derroche de amor 52. Dios lo ha hecho a su imagen y
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semejanza, y por tanto libre. Le ha entregado, con palabras de san Josemaría, el don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos 53. Se puede decir que el primer elemento de la libertad humana como reflejo de la divina es este dominio sobre los propios actos, la posibilidad de elegir una cosa u otra sin estar movido por necesidad. Esta idea básica y tradicional se encuentra por doquier en san Josemaría 54. La capacidad de elegir implica capacidad de amar. San Josemaría aprovecha el verbo diligere –con el que la versión latina del Nuevo Testamento traduce el agapé (amor de benevolencia y amistad) de Mc 12, 33 y Jn 13, 34 en el texto griego–, para poner de relieve que el amor no es un impulso ciego sino que implica elección, actividad de la voluntad racional. La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo al afecto sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir 55. Básicamente, "el amor no es otra cosa que la afirmación libre del bien" 56, la libre elección del bien. Por este nexo entre elección y amor se puede describir la libertad del hombre como una capacidad de elegir autónomamente que le permite amar a semejanza de Dios y consiente que sea elevado –en actuación de su potencia obediencial– a participar en la vida íntima de Dios, que es vida de Amor. San Josemaría ve la libertad humana en la perspectiva de la participación en la vida divina, para la que el hombre ha sido creado. Al inicio de la homilía La libertad, don de Dios, cita unas palabras de san Agustín que le suenan como un maravilloso canto a la libertad: Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti 57. Su significado directo es que la salvación (de una persona adulta, se entiende) exige el ejercicio de la libertad; o, lo que es lo mismo, que la libertad se ordena a la salvación: el hombre ha sido creado libre para que alcance su felicidad cumpliendo la voluntad de Dios. Pero en el dictum agustiniano se puede descubrir un sentido aún más hondo. En efecto, si se considera que la salvación, como estado ya alcanzado, es la participación plena en la vida intratrinitaria, esas palabras no significan sólo que el hombre debe cooperar con la gracia para salvarse, sino también, y más radicalmente, que la libertad pertenece al estado de salvación, o sea, a la plena participación en la vida de Dios en la gloria. La vida de los hijos de Dios es, pues, esencialmente libre, porque es participación en esa Vida de amor. San Josemaría habla constantemente, con expresión paulina (cfr. Rm 8, 21), de la libertad gloriosa de los hijos de Dios 58. Ve la libertad como algo propio de la condición de hijo de Dios, cuya perfección se da en la gloria 59.
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Por esta razón, vamos a hablar primero de la "libertad de los hijos de Dios" (la libertad del cristiano con vida sobrenatural, repetimos), que es una libertad redimida: "la libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1). Esta libertad presupone la libertad humana, aquella que corresponde a toda persona humana por haber sido creada a imagen y semejanza de Dios. De esta libertad hablaremos después: veremos cómo en la enseñanza de san Josemaría sobre la "libertad de los hijos de Dios" está implícita una noción de "libertad humana". Comencemos, pues, por la "libertad de los hijos de Dios". La relación entre filiación divina y libertad es una cuestión central para san Josemaría. Afirma que, en esta tierra, el cristiano goza de mayor libertad en la medida en que se sabe hijo de Dios y vive como hijo de Dios. Para exponer esta idea parte de unas palabras de Jesús, leídas en el cuarto evangelio: Veritas liberabit vos(Jn 8, 32); la verdad os hará libres. ¿Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas 60. Si se examina el hilo de este texto puede verse que la conciencia de ser hijo de Dios –el conocimiento amoroso de esa verdad– lleva a saberse "objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima" –"hijos de tan gran Padre", dice san Josemaría; y podemos añadir: hermanos de Jesucristo y templos del Espíritu Santo–, lo cual impulsa a amar a Dios sobre todas las cosas para corresponder a su Amor. Y ese amor no es sólo ejercicio de la libertad; es fuente de una libertad mayor, porque dispone a ejercer la libertad en la dirección de su plenitud de sentido, afirmando el dominio y señorío sobre la propia conducta. Como se ve, en la relación entre filiación divina y libertad hay un orden, cargado de consecuencias. No se es hijo de Dios por ser libre, sino que se es libre por ser persona y, de modo nuevo, por ser hijo de Dios. San Josemaría habla de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano 61. La libertad cristiana (disculpe el lector la insistencia: la libertad del cristiano que está en gracia de Dios, libertad que presupone la
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libertad humana, o sea, la del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, de la que hablaremos después), "proviene" de la filiación divina, no al revés, según las palabras de san Josemaría. Lo que constituye a un hombre en hijo adoptivo de Dios es el don de la filiación sobrenatural, el ser engendrado por el Padre en el Hijo por el envío del Espíritu Santo, no el don de la nueva libertad. Este don acompaña necesariamente o "sigue" (no cronológicamente sino ontológicamente) a la adopción sobrenatural, porque la adopción se realiza por la gracia que eleva la naturaleza humana otorgando una nueva vida sobrenatural que le hace "más espiritual" y más libre 62. Esa nueva libertad es un don para obrar de acuerdo con la dignidad de la adopción sobrenatural y crecer así como hijo de Dios. Podemos decir con Lluís Clavell que "la filiación divina permite entender y vivir la libertad" 63. Este es, en definitiva, el orden de ideas en san Josemaría. La libertad de los hijos de Dios "proviene" de la filiación divina. Ésta es la fuente de la "nueva libertad". De una libertad que crece en la medida en que se vive de acuerdo con la verdad de la filiación divina: "veritas liberabit vos" (Jn 8, 32). En cambio el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas 64. En la base de la relación entre filiación divina y libertad de los hijos de Dios, propia del orden sobrenatural, se encuentra la relación, en el plano de la creación, entre persona humana y libertad 65. San Josemaría alude también a esta última, aunque de modo menos explícito que a la primera, considerándola desde la fe: La fe cristiana (...) nos lleva a ver el mundo como creación del Señor, a apreciar, por tanto, todo lo noble y todo lo bello, a reconocer la dignidad de cada persona, hecha a imagen de Dios, y a admirar ese don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos y podemos –con la gracia del Cielo– construir nuestro destino eterno 66. Así como antes –en el plano de la elevación sobrenatural– hablaba de la "libertad que proviene de la filiación divina", es decir, ponía la condición de hijo adoptivo como fundamento de la nueva libertad, ahora – en el plano de la creación, al que se refiere–, habla primero de la "persona hecha a imagen de Dios" y después del "don especialísimo de la libertad" 67. Por eso, análogamente a como decíamos que, en la enseñanza de san Josemaría, el cristiano es libre (con la "nueva libertad") por ser hijo de Dios, y no que es hijo de Dios por ser libre, ahora podemos decir que la persona humana es libre porque es persona, no que es persona porque es libre. La
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prioridad ontológica del ser persona sobre la libertad está presupuesta en los textos de san Josemaría, al menos según nuestra comprensión de los términos 68. San Josemaría considera que la libertad es un don de Dios 69, una maravillosa dádiva humana 70. Para Lluís Clavell, "éste es quizá el punto teológico radical de su reflexión [sobre la libertad]" 71. Si es un don a la persona, significa que en cada persona hay una realidad ontológicamente "previa" a ese don. La libertad no es lo primero en su constitución ontológica, no es lo que la constituye esencialmente en persona. Pero a la vez no hay duda de que la libertad pertenece esencialmente a la persona humana, y le pertenece por la dimensión espiritual de su naturaleza (en este sentido está necesariamente en el núcleo de la persona humana: no hay persona sin libertad, como no hay persona humana sin naturaleza humana y, concretamente, sin alma espiritual) 72. La libertad humana es una característica esencial de la naturaleza humana: la capacidad activa de dirigirse autónomamente al bien de la persona. Es la libertad de una persona creada, con una naturaleza finita y perfectible: libertad, por tanto, con los límites propios de la condición de criatura humana 73. No es un poder de hacer cualquier cosa que esté a su alcance (y en este sentido "absoluta"), sino un poder que tiene un sentido, una finalidad: un poder relativo al bien que corresponde a la persona humana, a su perfeccionamiento y al de las demás personas y del mundo. San Josemaría subraya que la libertad es un don de Dios con vistas al fin sobrenatural de la persona humana. Está convencido, en efecto, de que para lograr este fin sobrenatural, los hombres necesitan ser y sentirse personalmente libres 74, y señala que la defensa de la libertad no es ningún problema para la fe cristiana sino una exigencia suya. Sólo atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno 75. "La libertad –según Cornelio Fabro– nos es dada para que el hombre se forme a sí mismo, se plasme a sí mismo, sea sí mismo según la forma de su finalidad. La forma de su finalidad es la elección del último fin, y el último fin es Dios" 76. La persona ha sido creada por Dios a su imagen y semejanza como ser abierto a la comunión con Él mismo y con los hombres, y ha recibido el don de la libertad, que es un poder de autodeterminación gracias al cual puede desarrollar esa imagen y dirigirse a su último fin. Ciertamente, autodeterminar los propios actos es disponer de sí mismo, del propio ser –o sea, "ser causa de sí mismo" en el orden moral, como decían los antiguos 77–, pero no es el poder de autocrearse, como si la libertad fuera el
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principio primero del ser personal, en sentido ontológico, sin dependencia de un Dios Creador. "La libertad humana no puede ser un aislado a priori, porque no constituye su propio fundamento. La Libertad de Dios funda la nuestra", escribe Alejandro Llano 78. La libertad humana es el poder de abrirse autónomamente a Dios y a los demás, de acuerdo con la propia estructura de persona creada: un poder para acoger el don del otro y para donarse, para ser amado y para amar 79. Lourdes Flamarique observa que el señorío de los propios actos, "manifiesta una estructura esencial caracterizada por una capacidad original de disponer de sí mismo para abrirse" 80. Esa estructura básica del ser personal explica que la libertad sea un poder de autodeterminación de la persona como ser en relación: en relación ante todo con Dios, principio y fin último del hombre, de modo que "la elección de Dios se constituye existencialmente como fundamento de la misma libertad" 81. El "ser causa de sí mismo" no se refiere al propio ser en sentido ontológico (autocreación), sino a la configuración de la propia vida de la persona como ser en relación capaz de asumir libremente su condición de criatura y su propia finalidad: su origen y su fin (en último término, su fin sobrenatural); en este campo la libertad sí que es principio originario 82. San Josemaría encomia la libertad como capacidad de amar propia de la naturaleza del hombre, según veremos después, pero no la absolutiza haciendo consistir a la persona en su libertad. Esta última es quizá la consecuencia más clara de la concepción que hemos señalado. La libertad del hombre no es absoluta sino relativa a su naturaleza limitada y finita. Es "libertad humana", diversa de la libertad divina. Su finitud no es imperfección sino lógico correlato de la condición de criatura. San Josemaría recurre a una experiencia común para explicarlo: Al elegir una cosa, otras muchas –también buenas– quedan excluidas, pero eso no significa que falte libertad: es una consecuencia necesaria de nuestra naturaleza finita, que no puede abarcarlo todo 83. "Muchas cosas buenas quedan excluidas" del campo del ejercicio de la libertad humana de cada uno. "Lo bueno", aquello que es concretamente objeto de la libertad de cada uno, es lo que Dios quiere (y manifiesta de diversos modos, también a través de las circunstancias personales). Pero carecería de sentido considerar a Dios como un límite para la libertad humana, al ser la libertad un don suyo, un don que tiene en Él su origen y su fin. Una libertad "emancipada de Dios" sería una libertad emancipada del hombre mismo que se desarrollaría al margen de su verdadero bien integral. En el plano operativo (que consideraremos en el próximo apartado), el sentido de la libertad no es otro que el de elegir a
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Dios, es decir, el de amarle cumpliendo su voluntad. Lejos de ser una restricción, es el camino de la expansión de la libertad y de su plena realización, porque al elegir en cada momento a Dios –añade san Josemaría a las palabras que se acaban de citar– , en Él de algún modo se tiene todo 84. Tal es, a nuestro parecer, la "posición" de la libertad humana y cristiana que subyace en la enseñanza de san Josemaría. Subrayamos de buena gana a nuestro parecer, porque no pretendemos que sea la única explicación posible. Es solamente la que nos parece más adecuada, según nuestra propia comprensión del marco doctrinal de referencia del pensamiento de san Josemaría que, como ya sabemos, se encuentra en la doctrina del Doctor Angélico 85. Por lo demás, esta concepción de la libertad es una sólida base para defender radicalmente la existencia de una dignidad fundamental de la persona humana, presente en todos: también en quien no puede ejercer la libertad o no la usa bien. Hay una dignidad esencial que no deriva del uso que se haga de la libertad sino del ser persona, aunque ciertamente se despliega con el buen ejercicio de la libertad. Jesús Ballesteros ha hecho notar el énfasis con que san Josemaría subraya la magnitud de la dignidad humana 86 en todos los hombres. Citando diversos textos, comenta que se ha adelantado "a criticar los riesgos de deshumanización que iban a presentarse en décadas sucesivas con la tendencia (...) a separar a las "personas", consideradas dignas por su condición de autoconscientes y libres, de los simples "seres humanos", no considerados dignos al faltarles la condición de autoconciencia" 87. 1.2.2. "La aventura de la libertad" Me gusta hablar de aventura de la libertad, porque así se desenvuelve vuestra vida y la mía. Libremente –como hijos, insisto, no como esclavos–, seguimos el sendero que el Señor ha señalado para cada uno de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos como un regalo de Dios 88. Estas palabras de san Josemaría nos introducen en el segundo elemento de la libertad, que es el aspecto dinámico o práctico del anterior. Ya lo hemos incoado antes: consiste en que la libertad humana posee intrínsecamente una finalidad, la de escoger el bien para dar gloria a Dios. El segundo relato de la creación (Gn 2, 4-24) muestra que Dios ha confiado al hombre la tarea de prolongar su amorosa acción creadora mediante el trabajo y la formación de la familia y la sociedad. La libertad le
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ha sido dada no para que haga cualquier cosa –lo que quiera–, sino el bien que Dios quiere. Sólo de Dios es propio hacer todo lo que quiere, pues su voluntad es fuente del bien, mientras que el hombre tiene el don de la libertad para moverse a sí mismo a cumplir la Voluntad divina por amor y alcanzar de este modo su propia perfección y felicidad. "La libertad del hijo –hace notar Leonardo Polo– no es la independencia (ser independiente es contradictorio con ser hijo), sino hacerse cargo de su destinación" 89. El modelo perfecto de libertad filial es Jesucristo que ha entregado su vida al cumplimiento de la voluntad del Padre. El cristiano sigue sus pasos, como hijo de Dios en Cristo, cuando emplea su libertad para realizar amorosamente la Voluntad divina (un ejercicio de la libertad que –como veremos en otro apartado– requiere esfuerzo, porque ha de vencer la inclinación al mal que ha dejado en su corazón el pecado). Asumir personalmente la finalidad de la libertad, emplear todas las energías para el bien sin dejarse desviar a un lado o a otro, caminar hacia Dios en pos de Cristo, es una verdadera "aventura", como la del que negocia con los talentos recibidos en lugar de enterrarlos (cfr. Mt 25, 15 ss.). La libertad es una "aventura" porque es necesario ponerla en juego para que dé fruto, elegir unas cosas y rechazar otras: jugarse la vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros 90. a) "Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad" San Josemaría invita a distinguir entre un recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien; y su equivocada orientación, cuando con esa facultad el hombre se olvida, se aparta del Amor de los amores 91. La libertad humana es una "libertad para", no una simple "libertad de". Es libertad para el bien, no un mero estar libre de impedimentos a la hora de decidir o de actuar. Volvamos al texto en el que san Josemaría recuerda la enseñanza bíblica: El Señor nos invita, nos impulsa –¡porque nos ama entrañablemente!– a escoger el bien. Fíjate, hoy pongo ante ti la vida con el bien, la muerte con el mal. Si oyes el precepto de Yavé, tu Dios, que hoy te mando, de amar a Yavé, tu Dios, de seguir sus caminos y de guardar sus mandamientos, decretos y preceptos, vivirás... Escoge la vida, para que vivas (Dt 30, 15-16.19) 92. Ante esta disyuntiva, la posición del hombre no es neutra. Dios le invita con su gracia a escoger libremente el bien al que ya está naturalmente inclinado. La naturaleza humana, en efecto, está dinámicamente orientada hacia su bien –en último término hacia el bien supremo de la unión con Dios–, y la libertad es la capacidad de actuar y dirigir por uno mismo esa inclinación. El uso de la libertad tiene, pues, una
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finalidad intrínseca, la misma que posee la naturaleza humana: buscar ese bien supremo que consiste en el conocimiento y amor de Dios, y que comporta el servicio a los demás por amor. El hombre está naturalmente inclinado al bien, pero no basta que algo le resulte apetecible para que sea bueno aquí y ahora. Lo bueno es lo que Dios quiere para él. En el paraíso le había manifestado: "De todos los árboles del jardín podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás" (Gn 2, 16). A los ojos de Eva aquella fruta se presentaba como buena, pero Dios les había anunciado que morirían en caso de comerla (cfr. Gn 2, 17), y su verdadero bien estaba en obedecerle. Para eso habían recibido el don de la libertad. Su acto primero y fundamental – observa Carlos Cardona– es el de decidirse con un amor electivo por el bien en sí mismo, trascendiendo el amor natural del bien para mí 93. Implícitamente al menos, ese acto es un decantarse por Dios, Sumo Bien; y lo contrario un rechazarle. Es lo que hicieron Adán y Eva: no se equivocaron simplemente acerca de un bien terreno (la fruta era buena) sino que pusieron su propia voluntad por encima de la de Dios, quisieron "ser como Dios" (cfr. Gn 3, 5) y rehusaron su soberanía 94. En san Josemaría está muy presente esta trascendencia de la libertad. No la concibe como una simple capacidad electiva limitada a los bienes de este mundo, sino que "la ve dotada de una esencial ordenación a Dios (...), como libertad sobre todo ante Dios" 95. Somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente. No caben aquí anonimatos; el hombre se encuentra frente a su Señor, y en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como enemigo 96, puede rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde 97. Este concepto de libertad supera el de capacidad de elegir los medios para el fin 98. Para san Josemaría, "la elección humana estriba, en última instancia, no sólo en elegir los medios adecuados, sino también el "contenido" recto del último fin; esto es, la elección del mismo Dios. Esto implica un acto de identificación con la Voluntad de Dios: ¿Lo quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero! (Camino, n. 762)" 99. Dios ha querido correr el riesgo de nuestra libertad 100, escribe san Josemaría. La libertad en este mundo es la libertad del homo viator, en camino hacia su perfección en la patria celestial. Allí verá a Dios tal como es (cfr. 1Jn 3, 2) y los bienes creados, lejos de distraerle del Sumo Bien, le llevarán siempre a Él. Pero ahora, mientras está in via, puede preferir la criatura al Creador (cfr. Rm 1, 25), puede rechazar a Dios. No obstante, esta disyuntiva no es, en un sentido absoluto, una imperfección de la libertad.
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Dios, cuyas obras son perfectas (cfr. Dt 32, 4), no crea al hombre defectuoso por el hecho de ponerlo en camino hacia una ulterior perfección, ya que lo dota de la capacidad de alcanzarla; y tampoco nuestra libertad es imperfecta porque la podemos emplear mal: es simplemente la libertad propia de quien ha de caminar hacia su perfección última y no la ha conquistado todavía. Para san Agustín, la posibilidad de obrar mal es precisamente la razón del mérito, pues así Dios nos puede conceder la vida eterna como premio a nuestra libre correspondencia a su gracia 101. Para san Josemaría esa posibilidad de desviarnos desvela un aspecto asombroso del amor de Dios: su confianza en cada hombre, ya que es propio del amor el querer ser correspondido y confiar en la persona amada. Por eso dice que Dios "ha querido correr el riesgo de nuestra libertad" y utiliza otras expresiones semejantes: Dios no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad 102. Esta manifestación de la autenticidad del amor de Dios y del peso real que da a la libertad humana le hace prorrumpir en exclamaciones de júbilo: Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias a mi Dios, a mi Señor, porque nada le impedía habernos creado impecables, con un impulso irresistible hacia el bien, pero juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían (S. Agustín, De vera religione, 14, 27). ¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres 103. b) Libertad para amar San Josemaría ve en Jesucristo el paradigma de la libertad humana. No podía ser de otra manera, porque Cristo es perfecto Hombre, igual a nosotros, salvo en el pecado 104. Su libertad se revela ya en la Encarnación. El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento: heme aquí que vengo, según está escrito de mí en el principio del libro, para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad(Hb 10, 7) 105. En el instante en que toma nuestra carne, el Verbo muestra poseer una verdadera libertad humana que, a la luz del misterio de la unión hipostática, entendemos como libertad humana de una Persona divina. Es en cierto modo el sello de la misma libertad de Dios plasmado en la naturaleza humana asumida. Esta libertad la empleará el Señor para reparar con su obediencia la desobediencia de Adán y de sus descendientes. Es cierto que
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Jesús en cuanto hombre no es sólo viator sino también comprehensor 106, pero la libertad que tiene por su naturaleza humana, a pesar de ser absolutamente única, es verdadera libertad de hombre en camino hacia la glorificación futura. Por eso la libertad de Cristo puede ser modelo de la nuestra. Es perfecta libertad humana y su perfección se manifiesta en que Jesús la emplea no para buscar su propia gloria sino para cumplir por amor la voluntad del Padre, "obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz" (Fil 2, 8). La conclusión que saca san Josemaría es que hemos de estimar especialmente la obediencia. Soy muy amigo de la libertad, y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana. Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre 107. "La contraposición entre libertad y obediencia, cuando en ésta se manifiesta de un modo u otro la voluntad de Dios, suele ser señal de una visión todavía pobre de la libertad, como capacidad de elegir desprovista de su sentido y finalidad. La libertad de Cristo manifestada en la obediencia al Padre durante toda su existencia muestra la clave de su biografía terrena desde Nazaret hasta la Cruz e ilumina el sentido de nuestra propia libertad como respuesta amorosa a la libertad divina" 108. "Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente" (Jn 10, 17-18), dice el Señor. En la obra de Karl Adam, Jesus Christus, se sostiene a propósito de estas palabras que "jamás, en ningún lugar de la tierra, ha acaecido algo tan íntimamente libre, tan completamente voluntad y obra propia como la obra de Jesús en el Gólgota" 109. Por su parte, san Josemaría comenta al contemplar este momento: nunca podremos acabar de entender esa libertad de Jesucristo, inmensa –infinita– como su amor 110. Pero la luz del sacrificio del Calvario ilumina el sentido de la libertad humana, porque el hombre la ha recibido para amar a Dios como Jesucristo y unido a Él. La libertad de Cristo está totalmente al servicio del amor trinitario. Por amor al Padre ejerce su señorío sobre la propia vida para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado 111, aceptando espontánea y rendidamente el sacrificio que el Padre le reclama 112. Se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor 113. Esta entrega es ejercicio sublime de libertad humana. San Josemaría encuentra aquí la respuesta a los interrogantes acerca del sentido de la libertad: Señor, ¿para qué nos has proporcionado este poder?; ¿por qué has depositado en nosotros esa facultad de escogerte o de rechazarte? Tú deseas
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que empleemos acertadamente esta capacidad nuestra. Señor, ¿qué quieres que haga? (cfr. Hch 9, 6). Y la respuesta diáfana, precisa: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente(Mt 22, 37). ¿Lo veis? La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios 114. La persona humana, observa Jutta Burggraf, es un ser "nacido para responder" 115, ha recibido la libertad para responder con amor al Amor de Dios. Pero, responder que sí a ese Amor exclusivo, ¿no es acaso perder la libertad? 116 ¡No!, responde con fuerza. Nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad 117. "Estamos ante un punto de gran importancia –comenta Lluís Clavell–. La libertad es para la entrega, de tal modo que la donación de sí es el acto más propio y adecuado de la libertad" 118. En quien realiza esa entrega a Dios y a los demás, la libertad llega a ser más operativa que nunca, porque el amor no se contenta con un cumplimiento rutinario, ni se compagina con el hastío o con la apatía. Amar significa recomenzar cada día a servir 119. La conclusión que san Josemaría quiere "grabar a fuego" en las almas es que la libertad y la entrega no se contradicen; se sostienen mutuamente. La libertad sólo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo. No es un juego de palabras, más o menos acertado. En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios 120. "Libertad" y "amor" se dan cita constantemente: libertad para amar a Dios; amor que mueve la libertad. En Josemaría Escrivá de Balaguer, "el amor a la libertad está enraizado en el amor a Dios, y la plenitud de su sentido sólo se hace visible a la luz de este amor" 121, observa Antonio Millán Puelles. Y como el amor a Dios implica identificación con su voluntad y obediencia a sus mandatos, el binomio "libertad-amor" se traduce frecuentemente en "libertad y cumplimiento de la voluntad divina", o en "libertad y obediencia" (y también en "libertad y ley de Cristo", como veremos en el apartado siguiente). Para san Josemaría está claro que el segundo elemento de estos binomios no restringe el primero, más bien le señala su objeto auténtico, lo que da sentido a la libertad y la lleva a plenitud: dirigir los propios actos al fin último, la gloria de Dios y la felicidad del hombre.
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Al meditar el misterio de la libertad, san Josemaría contempla, junto con la de Cristo, la libertad de María, imagen limpia de la de su Hijo. Se detiene especialmente en el momento de la Encarnación: el momento sublime en el que el Arcángel San Gabriel anuncia a Santa María el designio del Altísimo. Nuestra Madre escucha, y pregunta para comprender mejor lo que el Señor le pide; luego, la respuesta firme: fiat! (Lc 1, 38) – ¡hágase en mí según tu palabra!–, el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios 122. He aquí el sentido pleno de la libertad de la persona humana en camino hacia la patria celestial: emplearse enteramente en hacer el bien, en secundar la voluntad divina. El amor a Dios le marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien 123. También la figura de san José es un espejo en el que brilla la compenetración entre libertad y obediencia, manifestada en la soltura e iniciativa con que el Patriarca se mueve dentro de los planes divinos porque los ha hecho propios: Su docilidad no presenta la actitud de la obediencia de quien se deja arrastrar por los acontecimientos. Porque la fe cristiana es lo más opuesto al conformismo, o a la falta de actividad y de energía interiores. José se abandonó sin reservas en las manos de Dios, pero nunca rehusó reflexionar sobre los acontecimientos (...). En las diversas circunstancias de su vida, el Patriarca no renuncia a pensar, ni hace dejación de su responsabilidad. Al contrario: coloca al servicio de la fe toda su experiencia humana. Cuando vuelve de Egipto oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá (Mt 2, 22). Ha aprendido a moverse dentro del plan divino y, como confirmación de que efectivamente Dios quiere eso que él entrevé, recibe la indicación de retirarse a Galilea 124. 1.2.3. Libertad e inclinación al mal. Libertad y ley El tercer elemento de la libertad, que anunciábamos al inicio, es que su ejercicio, en la vida presente, se encuentra bajo el influjo de la inclinación al mal, tradicionalmente llamada concupiscencia, que ha aparecido en la naturaleza humana como consecuencia del pecado. San Josemaría lo tiene muy en cuenta: No podemos olvidar que llevamos en nosotros mismos un principio de oposición, de resistencia a la gracia: las heridas del pecado original, quizá enconadas por nuestros pecados personales 125. Se refiere a menudo a esta inclinación que puede llevar al hombre a diversas formas de esclavitud, pero no exagera esa inclinación. Suele recordar que Dios ha metido en el alma de cada uno de
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nosotros –aunque nacemos proni ad peccatum, inclinados al pecado, por la caída de la primera pareja– una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno 126. La inclinación al mal no ha apagado esa luz que permite reconocer la verdad moral, ni ha destruido la originaria tendencia al bien. Ambas continúan presentes en la naturaleza humana, y en ellas hunde sus raíces la libertad, que no ha sido aniquilada por el pecado. La inclinación al mal es una realidad compleja cuyo estudio pertenece a la Teología Moral. San Josemaría la considera en el marco de la doctrina tradicional 127. El hombre encuentra en sí mismo no ya la simple posibilidad de emplear mal la libertad mientras está in via, sino una dificultad para usarla bien –para amar a Dios y a los demás– y una tendencia a trastocar el orden de los bienes, anteponiendo las criaturas a Dios (cfr. Rm 1, 25; 7, 14 ss.). De ahí que, en la condición presente, usar bien la libertad exija luchar contra la inclinación al mal (cooperando con la gracia, como veremos después). Cuando un cristiano no lo hace así y permite que le domine esa inclinación, deja de ser hijo para convertirse en esclavo 128: "esclavo del pecado" (Rm 6, 17), de la concupiscencia. Se convierte en siervo de aquello por lo que se ha dejado vencer: Unos se postran delante del dinero; otros adoran el poder; otros, la relativa tranquilidad del escepticismo; otros descubren en la sensualidad su becerro de oro 129. Liberarse de la esclavitud del pecado y sustraerse de la inclinación al mal, implica dejarse guiar por el amor a Dios. Entonces el cristiano se hace "esclavo del amor a Dios", como la Santísima Virgen María, que se llama a sí misma "esclava del Señor" (Lc 1, 38). Pero esa esclavitud es enamoramiento, sometimiento filial al amor de Dios, que no reprime la libertad sino que le confiere sentido. Nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos 130. Os lo repito: no acepto otra esclavitud que la del Amor de Dios. Y esto porque, como ya os he comentado en otros momentos, la religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma –no se aquieta– si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero –¡nos quiere Cristo!– hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse 131.
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"En estas palabras –comenta Millán Puelles– está contenida in nuce toda una teología de la libertad" 132. Junto a la esclavitud del pecado a que nos acabamos de referir, hay otra, la "esclavitud de la ley", presente también en la doctrina paulina (cfr. Rm 2; Ga 3). Este tema da lugar en san Josemaría a una enseñanza que nos interesa considerar. En el Antiguo Testamento, para librar al hombre de la esclavitud del pecado, Dios quiso mostrarle el camino del bien, oscurecido en su conciencia, mediante la revelación de una ley que comprende tanto la ley moral natural (sustancialmente los diez mandamientos) como un código de preceptos destinados a concretarla en unas determinadas circunstancias históricas y a constituir a Israel como Pueblo de Dios con un culto, unos ritos de purificación del pecado y un régimen de vida que preparaban la venida del Mesías (cfr. Ex 20 ss.). La Antigua Ley había de servir de "pedagogo" para conducir a Cristo (Ga 3, 24), pero con el paso del tiempo muchos habían llegado a considerar la pertenencia al Pueblo elegido y el cumplimiento de los preceptos rituales –a los que habían añadido muchas otras prescripciones (Mt 15, 1 ss.; Mc 7, 3-4)– como requisitos suficientes para considerarse "en regla" con Dios, haciendo caso omiso de la conversión del corazón, reclamada por los profetas (Is 1, 10; Os 6, 6; Ha 2, 4). En vez de emplear la libertad para amar a Dios obrando como Él quería, pretendían asegurarse la salvación por la simple condición de miembros del Pueblo de la Alianza y por la observancia de las "obras de la ley" (Rm 3, 20.28; Ga 2, 16; etc.), viniendo a parar así en la "esclavitud de la ley". La inercia de esta deformación llegará hasta la naciente Iglesia. San Pablo tendrá que luchar para que a los gentiles conversos no se les imponga la circuncisión, con el sometimiento a toda la ley antigua, argumentando que la salvación proviene de la fe viva en Jesucristo, "la fe que obra por la caridad" (Ga 5, 6), con la incorporación a la Iglesia por el Bautismo 133. El alcance de esta doctrina trasciende con mucho el concreto problema histórico que está en su origen, porque la tentación de reducir la vida cristiana a la observancia de unas prácticas y al cumplimiento de unas reglas que supuestamente garantizan la salvación al precio de renunciar a la libertad, estará siempre al acecho. San Josemaría pone en guardia ante este peligro, predicando el valor de las obras buenas realizadas con espíritu de libertad, porque Dios quiere que las obras exteriores sean reflejo de un espíritu y no fruto de coacción: que por la ley nadie se justifica ante Dios es
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cosa patente, porque el justo vive de la fe(Ga 3, 11) 134. Como se ve, aplica a la vida diaria, actual, la doctrina paulina. La "ley" ya no es aquí solamente aquel conjunto de preceptos del Antiguo Testamento y de tradiciones añadidas al que nos referíamos antes, sino todo cuerpo de reglas y normas de conducta en cuya observancia material se haga consistir la salvación. Para impugnar esa "esclavitud de la ley" presenta la figura de san José. Su actitud ante los mensajes del ángel –acerca de su matrimonio con la Virgen, o de la huida a Egipto y la vuelta a Israel– se le desvela como un magnífico ejemplo de obediencia libre y llena de iniciativa para llevar a la práctica la voluntad de Dios. La enseñanza es importante: Su cumplimiento de la voluntad de Dios no es rutinario ni formalista, sino espontáneo y profundo. La ley que vivía todo judío practicante no fue para él un simple código ni una recopilación fría de preceptos, sino expresión de la voluntad de Dios vivo. Por eso supo reconocer la voz del Señor cuando se le manifestó inesperada, sorprendente 135. San José, el varón obediente, aparece en la enseñanza de san Josemaría como ejemplo de hombre libre, que usa la libertad para creer, amar y servir a Dios, sin refugiarse en el encogido acato de unos preceptos. No es mero cumplidor sino hombre "justo" (Mt 1, 19), porque no está la justicia en la mera sumisión a una regla: la rectitud debe nacer de dentro, debe ser honda, vital, porque el justo vive de la fe (Hab 2, 4) 136. Es un hombre que afronta la "aventura de la libertad", guiado por una fe viva. El ejemplo es tan actual como la deformación contraria. Hay, dice san Josemaría, quienes tienen miedo a ejercitar la libertad. Prefieren que les den fórmulas hechas, para todo: es una paradoja, pero los hombres muchas veces exigen la norma –renunciando a la libertad–, por temor a arriesgarse 137. Cuando no se valora la libertad es fácil tender a sustituirla por el cumplimiento servil de unas reglas que den seguridad. La falta de aprecio a la libertad interior lleva a depositar la confianza en unas obras exteriores que pongan "en regla" con Dios. La predicación de san Josemaría impugna decididamente esta actitud. El cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada 138. Su religión no es un reglamento ni un moralismo. Recordémoslo de nuevo: Dios no desea siervos forzados, prefiere hijos libres 139. "Para esta libertad, Cristo nos ha liberado; manteneos, pues, firmes, y no os dejéis sujetar de nuevo bajo el yugo de la servidumbre" (Ga 5, 1). Jesucristo nos ha liberado de la "esclavitud del pecado" y de la "esclavitud
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de la ley". Ha satisfecho la deuda de nuestros pecados "al borrar el pliego de cargos que nos era adverso, y que canceló clavándolo en la cruz" (Col 2, 14), y nos ha alcanzado el don del Espíritu Santo que nos diviniza, nos hace hijos de Dios por la gracia y, por tanto, "más espirituales" y más libres (volveremos luego sobre esto último). El mismo Espíritu derrama la caridad en los corazones, junto con la fe y la esperanza, para que sea como una "ley interior" que inclina a los hijos de Dios desde lo más íntimo de su alma a usar la libertad para amar a Dios y a los demás por Dios. "La caridad es la plenitud de la Ley" (Rm 13, 10). Por la gracia y la caridad, el cristiano goza de "la libertad gloriosa de los hijos de Dios" (Rm 8, 21). San Josemaría aplica esas enseñanzas sobre la ley, el amor y la libertad al cristiano que está llamado a la santidad en medio del mundo: el cristiano que ha de emplear su libertad para amar a Dios y a los demás cumpliendo el mandato divino de trabajar y de constituir la familia y la sociedad según el designio de Dios. Ese designio se encuentra básicamente expresado en su ley, de modo que ésta es el cauce para amar a Dios llevando a cabo la tarea de perfeccionar este mundo. Por eso recuerda que la libertad personal (...) exige de nosotros –para que no se corrompa, convirtiéndose en libertinaje– integridad, empeño eficaz en desenvolver nuestra conducta dentro de la ley divina 140. La ley divina es la ley de Cristo que, por una parte, contiene la ley moral natural inscrita en los corazones, iluminándola con la luz de la Revelación sobrenatural que permite conocerla con la certeza de la fe; y, por otra, inclina a orientar libremente la conducta por el cauce de la voluntad divina, por amor a Dios. De una parte, está la ley natural, en cuanto la voluntad y la ordenación divinas se nos manifiestan por la luz de la razón que conoce la naturaleza humana y de las cosas, y sus relaciones naturales esenciales, especialmente la que le ordena a su Creador y último fin, de la que dependen todas las demás. De otra parte, está la Revelación, que conocemos mediante la luz de la fe, que nos hace comprender mejor aquella misma ley natural y nos manifiesta la ley divina positiva, que es propia del orden sobrenatural al que hemos sido elevados, que restauró, declaró, perfeccionó y elevó a un plano y a un fin más altos la vida moral natural de los hombres 141. La noción de ley natural que late en estas palabras no es otra que la de santo Tomás de Aquino 142. No es sólo una "ley de la naturaleza" que el hombre simplemente puede descubrir, sino la "luz de la razón que conoce la naturaleza humana y de las cosas" y descubre "sus relaciones naturales
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esenciales". San Josemaría reconoce la correspondencia que existe entre el espíritu humano y esas estructuras de las realidades de este mundo. Su sensibilidad hacia la santificación del mundo desde dentro de las actividades temporales –no se cansa de repetir que es en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos 143– le lleva a recalcar que la "naturaleza humana y de las cosas" tiene un significado para el orden moral. Con su libertad, el hombre transforma el mundo, lo "cultiva"; pero el resultado de su actuar será "cultura" verdadera –cultivo o perfeccionamiento de la creación para el bien del hombre– si emplea la libertad dentro del orden moral, cuyas exigencias descubre en la naturaleza humana y en la naturaleza de las cosas. En el momento en que perdiera la conciencia de esas exigencias, perdería de vista también –observa Fernando Inciarte– la distinción entre lo bueno y lo malo 144. San Josemaría habla de la ley divina como cauce de la libertad, atestiguando que dentro de ella hay un amplio espacio para ordenar autónomamente las cosas del mundo. Caben muchas maneras de resolver los problemas sociales, económicos o políticos, y todas serán cristianas, con tal de que respeten esos principios mínimos, que no se pueden abandonar sin violar la ley natural y la enseñanza evangélica 145. Si en su predicación sobre la libertad se preocupa por destacar la importancia de la ley natural, mayor es aún su insistencia en el núcleo específico de la "ley evangélica" o "ley de Cristo", que se resume en el amor a Dios y en el amor a los demás con obras de servicio: "Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo" (Ga 6, 2) 146. La ley del Señor no es una larga serie de preceptos. Se condensa en un solo mandamiento: amar y servir con obras como Jesucristo. Contiene, como decíamos, la ley natural y, en este sentido, muestra el cauce de la libertad para cumplir la voluntad divina, pero sin dar más indicaciones para cada uno, porque hay infinitos modos de recorrer el camino hacia Dios ordenando las realidades temporales. La novedad de la ley de Cristo es que se han de realizar por amor y con amor de hijos de Dios. Es ley de amor, "ley perfecta de la libertad" (St 1, 25). Lo que Dios quiere es que el hombre actúe libremente por amor. No le prescribe lo que tiene que hacer para agradarle en las actividades temporales, dentro del amplio espacio de la ley moral natural. Está dicho y está impreso en su conciencia lo que no tiene que hacer. El discípulo de Cristo no ha de esperar más instrucciones, no se ha de comportar como un esclavo que sólo se mueve cuando le ordenan algo. "Dilige, et quod vis fac" 147, ama y haz lo que quieras, había sentenciado san Agustín. Esta actitud empapa toda la vida espiritual en san Josemaría:
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No os preocupe nada, siempre que tengáis amor de Dios. Se comprende bien el fundamento de aquellas palabras de san Agustín: ama y haz lo que quieras; porque, amando a Dios Nuestro Señor, no podemos por menos de hacer el bien 148. 1.3. Gracia y libertad en la vida espiritual La fe cristiana, escribe san Josemaría, nos lleva a admirar ese don especialísimo de la libertad, por la que somos dueños de nuestros propios actos y podemos –con la gracia del Cielo– construir nuestro destino eterno 149. Citamos de nuevo estas palabras, para fijarnos ahora en el inciso "con la gracia del Cielo", presente también en otros muchos textos de san Josemaría. La gracia sobrenatural sana y eleva la naturaleza humana, permitiendo que la libertad se despliegue con energía insospechada para amar a Dios. La vida sobrenatural (gracia santificante) es siempre un don: un don que está llamado a crecer. Pero sólo crece con la cooperación de la libertad, bajo el impulso de la gracia actual. El cristiano puede impedir su crecimiento, pero no puede alcanzarlo él sólo con sus fuerzas. Gracia y libertad, conjuntamente, edifican la santidad cristiana. La relación entre ambas, escribe Scheffczyk, "está acertadamente resuelta [en las obras de Josemaría Escrivá de Balaguer]. Resalta el papel dominante y prioritario de la gracia que decide todo, sin que esa eficacia universal (Allwirksamkeit) de la gracia divina se interprete en el sentido de la teología evangélica [protestante] como mono-eficacia (Alleinwirksamkeit)" 150. Ni sólo gracia ni sólo libertad, sino gracia y libertad, recayendo la prioridad sobre la primera. Josemaría Escrivá, continúa Scheffczyk, "se sitúa plenamente en la corriente espiritual del pensamiento católico sobre la gracia, que une la inmerecible fuerza de la gracia con la cooperación humana. Conoce el reproche y el peligro de una "justicia por las obras" de tipo pelagiano (...), como lo demuestran, por ejemplo, las siguientes palabras: Se ha puesto de relieve, muchas veces, el peligro de las obras sin vida interior que las anime: pero se debería también subrayar el peligro de una vida interior –si es que puede existir– sin obras (Forja, n. 734). De este modo se enfrenta decididamente con un principio pretendidamente católico de la "sola gratia", según el cual, por el origen de toda acción salvífica en la gracia y por la causalidad de la gracia, se puede prescindir de la concausalidad humana. Ofrece así un desarrollo decidido y correcto del principio agustiniano: qui te creavit sine te, non te iustificat sine te (Sermo 159, 13)" 151. San Josemaría acentúa la importancia de la cooperación humana, pero siempre en el contexto de un planteamiento en el que la
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filiación divina es el fundamento de la vida espiritual y, por tanto, sobre la base de la prioridad de la gracia. Como el lector habrá podido advertir, cuando hablamos aquí de gracia nos referimos tanto a la gracia santificante como a la actual. Ambas están implicadas en el ejercicio de la libertad, pero de distinto modo. La libertad cristiana es una libertad "nueva", ya sea por la novedad de la elevación de nuestra naturaleza como por los impulsos con los que el Espíritu Santo mueve a obrar. Para entender esta novedad es útil distinguir entre: – la libertad como "libertad de elección" (el liberum arbitrium, en san Agustín): el poder de dirigirse a sí mismo hacia el bien; de querer o de no querer algo; de querer un bien u otro: la "libertad para". La característica primaria de la libertad en este sentido es la autodeterminación; – la libertad como "situación de libertad" (correspondiente a la libertas agustiniana): el estado de la persona, que le permite decidir con mayor o menor dominio de sí: la "libertad de". Incluye, de un lado, la libertad de coacción exterior y, de otro, el estar libres de pecado y de la esclavitud de las pasiones desordenadas. Es más libre el que no está sometido a coacción, y menos libre el que está oprimido de algún modo. Sobre todo, es más libre el que lo está de la culpa del pecado y tiene más dominio de sus pasiones, y es menos libre el que está apartado de Dios por el pecado y ofuscado por las pasiones 152. En la Sagrada Escritura se hace referencia a estos dos aspectos de la libertad en diversos lugares. A la "libertad de elección" aluden, por ejemplo, las palabras ya citadas más arriba: "Hoy pongo ante ti la vida y el bien, o la muerte y el mal (...). Elige, pues, la vida, para que tú y tu descendencia viváis amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz y adhiriéndote a Él" (Dt 30, 15.19-20). O también el siguiente texto: "[Dios] fue quien al principio hizo al hombre, y le dejó en manos de su propio albedrío. (...) Si tú quieres, guardarás los mandamientos, para permanecer fiel a su beneplácito. Él te ha puesto delante fuego y agua, a donde quieras puedes llevar tu mano. Ante los hombres la vida está y la muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará" (Si 15, 14-17). A la "situación de libertad" se refieren otros muchos pasajes en los que se habla de la liberación de la esclavitud del pecado y de sus consecuencias 153. Por ejemplo: "Decía Jesús a los judíos que habían creído en Él: Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad
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discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. Le respondieron: Somos linaje de Abrahán y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Os haréis libres? Jesús les respondió: En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado, esclavo es del pecado. El esclavo no queda en casa para siempre; mientras que el hijo queda para siempre; pues, si el Hijo os librase, seréis verdaderamente libres" (Jn 8, 3136). O también los siguientes textos de san Pablo: "No reine, por tanto, el pecado en vuestro cuerpo mortal de modo que obedezcáis a sus concupiscencias (...). Damos gracias a Dios porque vosotros, que fuisteis esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a la enseñanza que os ha sido transmitida y así, liberados del pecado, habéis alcanzado ser siervos de la justicia" (Rm 6, 12.17-18). En la Epístola a los Gálatas, san Pablo se refiere también a la libertad en este sentido (cfr. Ga 4, 1.5.21-31; Ga 5, 1.13; Ga 6, 2). Estos dos aspectos se encuentran sintetizados en el siguiente texto del Magisterio: "La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes" 154. Los dos aspectos son interdependientes: según el ejercicio que se haga de la "libertad de elección" (con la ayuda de Dios) se crea una determinada "situación de libertad" (que a su vez es un don de Dios). Y viceversa, esa situación influye profundamente en el ejercicio de la libertad. La libertad de los hijos de Dios es "nueva" respecto a la libertad del hombre sin la vida sobrenatural, en los dos sentidos. En el segundo, porque la gracia santificante trae una nueva situación de libertad. Y en el primero, porque las gracias actuales impulsan de modo nuevo el positivo ejercicio de la libertad. Veamos a continuación estos dos aspectos. 1.3.1. Gracia y "situación de libertad" Recogiendo la doctrina del Concilio de Trento, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que, por el pecado, la naturaleza humana ha quedado "herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia,
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al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado" 155. Todo esto comporta una situación de esclavitud (cfr. Jn 8, 34). Pero "la justificación arranca al hombre del pecado (...), libera de la servidumbre del pecado y sana" 156. La gracia santificante pone al hombre en una nueva situación de libertad: "la libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1) 157. Al ser "justificado", pasa del estado de pecado al de amistad con Dios, y el sucesivo aumento de la gracia le libera cada vez más de la esclavitud del pecado. Por eso tenemos necesidad de acudir a Jesús: para que Él nos haga verdaderamente libres 158. Aunque la infusión de la gracia no cambia la esencia del acto libre, que es la autodeterminación, puede decirse que hace "más libre" porque libera del pecado y permite realizar acciones sobrenaturales, como corresponde a los hijos de Dios. Esto se puede entender mejor si se considera que al renacer por el envío del Espíritu Santo, el cristiano recibe "un espíritu nuevo" (Ez 36, 26; cfr. Jn 3, 5): la gracia santificante que hace más espirituales 159, como dice santo Tomás, y en consecuencia más libres, ya que la libertad pertenece a la naturaleza humana por su dimensión espiritual, según vimos más arriba 160. Así como la naturaleza elevada por la gracia divina es una nueva naturaleza, así también le corresponde una nueva situación de libertad: la de los hijos de Dios. "Cristo nos ha liberado". Al redimirnos, nos ha puesto en una nueva situación, como cuando se le abren a un preso las puertas de la cárcel, o –con el ejemplo de san Pablo– como sucedía en la antigüedad cuando alguien pagaba el rescate de un esclavo. Cristo ha pagado por nuestra liberación el precio de su Sangre (cfr. 1Co 6, 20 y 1Co 7, 23) y nos ha alcanzado el don del Espíritu Santo, que sana y eleva nuestra naturaleza con la gracia santificante, "de manera que ya no eres siervo, sino hijo" (Ga 4, 7). ¿Para qué hemos sido liberados? Las palabras de Jesús son elocuentes: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos" (Jn 15, 17). Nos ha liberado para que seamos amigos de Dios: para que podamos conocerle y amarle de modo conforme a nuestra dignidad de hijos adoptivos. Para amar así nos ha liberado Cristo. Al elevar nuestra naturaleza con la gracia, Dios eleva también las potencias operativas del alma (inteligencia, voluntad, facultades sensibles) mediante la caridad, las demás virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Gracias a estas virtudes y dones, el ejercicio de la libertad puede surgir espontáneamente de esa "nueva naturaleza" a través de las potencias elevadas y sanadas tanto de la inclinación al mal en la
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voluntad, como del oscurecimiento de la razón y del desorden de las pasiones. Quien más participa en la naturaleza divina por la gracia y tiene más caridad, se encuentra en una situación de mayor libertad. En este sentido se puede decir que quien es "más santo" es también "más libre". A las consecuencias del pecado dentro de la persona (inclinación al mal, desorden de las pasiones...), hay que añadir otras consecuencias sobre la persona, concretamente: el poder del diablo (sus tentaciones), el dolor y la muerte 161. La gracia de Cristo libera también de estas consecuencias, aunque esta liberación sólo se manifestará plenamente al final de la historia, cuando será destruido el poder del diablo sobre los hijos de Dios (cfr. Ap 12, 9-10) y el Señor "enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte, ni luto, ni lamento, ni grito de fatiga, porque las cosas de antes han pasado" (Ap 21, 4; cfr. 1Co 15, 26). Sin embargo, ya ahora, en esta vida, la liberación obrada por Cristo es una realidad presente también en estos aspectos, aunque sólo incoada: – somos liberados del poder de Satanás porque la tentación se puede rechazar fácilmente: aun el mínimo grado de gracia es suficiente, para resistir a cualquier concupiscencia y merecer la vida eterna (S. Thomas, S.Th. III, q. 62, a. 6, ad 3) 162. No estamos exentos del ataque de las tentaciones (el mismo Cristo se sometió a ellas), pero podemos vencerlas, y además aprovecharlas para manifestar el amor y la confianza en Dios (cfr. 2Co 12, 7-10); – somos liberados también del dolor, no porque desaparezca por la infusión de la gracia sino porque Cristo le ha dado un nuevo sentido y valor, liberándonos así del temor al sufrimiento. No es éste un "consuelo piadoso" para los que sufren. Es un elemento esencial de la libertad de los hijos de Dios. Ésta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos la eternidad 163; – somos liberados, en fin, de la muerte porque Cristo ha venido "a liberar a aquellos que por el temor de la muerte eran tenidos en esclavitud durante toda la vida" (Hb 2, 15). Nos ha liberado ya ahora del miedo a la muerte y nos ha ganado la resurrección gloriosa futura. La muerte ha perdido su carácter de amenaza; se ha convertido en tránsito a la vida eterna. "No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma" (Mt 10, 28), dice el Señor. "Para mí, el vivir es Cristo, y el morir una ganancia" (Flp 1, 21), escribe san Pablo. La liberación del temor a la muerte se funda en la realidad objetiva de lo que representa la muerte para un hijo
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de Dios: A los "otros", la muerte les para y sobrecoge. –A nosotros, la muerte –la Vida– nos anima y nos impulsa. Para ellos es el fin: para nosotros, el principio 164. En resumen, la vida sobrenatural –gracia santificante– que Cristo nos ha ganado en la Cruz, libera del pecado y de las consecuencias del pecado. "La ley del Espíritu de la vida que está en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte" (Rm 8, 2). Por eso la vida del cristiano no ha de ser la de un esclavo que se porta bien por temor al castigo, sino la de un hijo que se mueve por amor a su padre, tratando de realizar lo que le agrada, con una libre y jubilosa obediencia interior 165. Esta situación de libertad de hijos de Dios es un cierto anticipo de la libertad plena en la gloria. Pero en este mundo la liberación no es aún definitiva. Los cristianos llevamos los grandes tesoros de la gracia en vasos de barro (cfr. 2Co 4, 7); Dios ha confiado sus dones a la frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del Señor ciertamente nos asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y nuestro orgullo la rechazan a veces y nos llevan a caer en pecado 166. El hombre se encuentra frente a su Señor, y en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como enemigo. Así empieza el camino de la lucha interior, que es empresa para toda la vida, porque mientras dura nuestro paso por la tierra ninguno ha alcanzado la plenitud de su libertad 167. 1.3.2. Gracia y "ejercicio de la libertad" Ya como criatura de Dios, el hombre depende totalmente de Él, en su ser y en su obrar. El ser "causa de algo" y también el ser "causa de sí mismo" por el ejercicio de la libertad, se funda siempre en la causalidad divina. Por la elevación sobrenatural, la dependencia de Dios es ya de otro orden. No sólo necesitamos la gracia santificante que diviniza nuestra naturaleza para realizar acciones de alcance sobrenatural, sino que necesitamos además gracias actuales que muevan a llevar a cabo cada una de esas acciones de hijos de Dios, incluso las más pequeñas (cfr. 1Co 12, 3). San Josemaría expresa la doctrina tradicional sobre las gracias actuales cuando dice que consisten en mociones de la voluntad, en luces claras del entendimiento, en afectos del corazón 168. En otra ocasión pone algunos ejemplos: es como si (Dios) nos recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la
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oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad. Son éstas, y otras semejantes, las mociones que cada día sentiremos dentro de nosotros 169. Todas esas mociones e inspiraciones son "gracias actuales". Aunque la naturaleza elevada por la gracia es principio de acciones sobrenaturales, el cristiano necesita esos impulsos divinos que le mueven a obrar, porque, siendo la gracia santificante un don totalmente sobrenatural – no exigido por la naturaleza humana–, la determinación de "pasar al acto" no proviene en primer término de la propia iniciativa, sino de Dios mediante la gracia actual que el cristiano puede secundar libremente 170. El cristiano no podría realizar ninguna acción sobrenatural si, además de estar en gracia (santificante), Dios no le moviera con la gracia (actual): "es Dios quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito" (Flp 2, 13). La primacía de la gracia es absoluta, no sólo en el sentido de que la acción de Dios funda la acción del hombre, sino además en el sentido de que esta última, en el orden de la santificación, es también fruto de la gracia. La grandeza del cristiano está en secundar lo que Dios quiere obrar en él. Por eso, en la tarea de santificación, ha de pedir siempre, como hijo indigente, la gracia de Cristo, que ha dicho: "Sine me nihil potestis facere" (Jn 15, 5). Incluso necesita que el mismo Espíritu Santo le mueva a pedir (cfr. Rm 8, 26). De ahí la insistencia de san Josemaría: Buscad, siempre y para todo, la ayuda y el auxilio de Dios. Persuadíos de que, sin Él, ninguna tarea provechosa se acaba. Ambicionad, por tanto, su misericordia y rezad así: dirigat corda nostra, quaesumus Domine, tuae miserationis operatio, quia tibi sine te placere non possumus: necesitamos que nos gobierne la clemencia de Dios, porque no podemos agradarle ni servirle con alegría, si Él no nos asiste. Es preciso que contemos con Él para todo, abriendo el corazón, a fin de que de una manera sobrenatural y paterna nos lleve por caminos de vida interior y de apostolado 171. Todo esto no ha de hacer olvidar, sin embargo, que Dios siempre cuenta con la libertad del hombre, tanto para el paso del estado de pecado al de gracia (la justificación), como para su crecimiento en santidad (la santificación). San Agustín enseña que Dios actúa invenciblemente (gratia invicta) en nosotros, pero con la suavidad del amor (suavitas amoris), respetando totalmente nuestra libertad 172. La gracia pide nuestra cooperación 173. No podemos propiamente adelantarnos a la acción de la gracia: pero, en lo que de nosotros depende, hemos de preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la concede 174.
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El Señor compara el crecimiento de su Reino al crecimiento de una semilla. Ésta tiende a desarrollarse por sí misma: "ya duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo" (Mc 4, 27). La parábola manifiesta la primacía de la gracia en la santificación. Pero no significa que el hombre no tenga nada que poner de su parte. Jesús habla también de la semilla que cae en el camino, o entre pedregales, o entre zarzas, o en tierra buena: unos acogen la semilla y otros no; y no todos dan el mismo fruto: el fruto depende también de la cooperación humana (cfr. Mc 4, 9-20). Asimismo las parábolas de los "talentos" y de las "minas" muestran la necesidad de cooperar con la gracia divina (cfr. Mt 25, 14-28; Lc 19, 11-27) 175. El ejercicio positivo de la libertad de un hijo de Dios consiste, pues, en acoger la gracia santificante y en secundar las gracias actuales: en dejarse conducir dócilmente por el Paráclito. Como ejemplo luminoso de ejercicio de la libertad, san Josemaría contempla la respuesta de la Santísima Virgen al Arcángel Gabriel. Desde el inicio ha sido colmada de gracia (cfr. Lc 1, 28) y en el momento de la Anunciación recibe las gracias actuales convenientes, la luz y el impulso divinos, que se manifiestan externamente en las palabras del Arcángel y le llevan a conocer cómo se realizará la Encarnación; por último, da su respuesta: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). En esto se manifiesta su libertad. Su decisión es, sí, un efecto de la gracia, pero a través de su libertad. Ella se reconoce "esclava", porque todo lo que se realiza es iniciativa de Dios; y a continuación pronuncia el "hágase", porque ha de realizarse por medio de Ella. La libertad se ejerce al acoger, con la ayuda de Dios, lo que Dios mismo obra 176. 1.3.3. Del ejercicio de la libertad a la situación de libertad Al realizar un acto libre correspondiendo a la gracia actual, el cristiano merece un aumento de gracia santificante y de virtudes sobrenaturales que le llevan a una mejor situación de libertad 177. "Dios nos ha dado la libertad para que le amemos, y la libertad crece en la misma medida en que se ama más" 178. Si, por el contrario, obramos mal, comprometemos nuestra libertad. Responder que no a Dios, rechazar ese principio de felicidad nueva y definitiva, ha quedado en manos de la criatura. Pero si obra así, deja de ser hijo para convertirse en esclavo 179. Obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud 180. En caso de pecar mortalmente, el hombre queda privado de la vida de la gracia y pierde la libertad de los hijos de Dios que pertenece al estado de los justificados. En esa situación es incapaz de realizar actos
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meritorios y es mayor su debilidad moral. No obstante, el que peca mortalmente no pierde el poder de la libertad que tiene como persona. Siempre puede convertirse, correspondiendo a las gracias actuales que le ofrece la misericordia divina, y alcanzar de nuevo la libertad de hijo de Dios. Ninguna de las acciones concretas del cristiano es moralmente indiferente o sin significado para la vida espiritual. Todas, incluso las más materiales, como el comer y el beber, pueden hacerse por amor a Dios y para su gloria (cfr. 1Co 10, 31) –a lo que mueve la gracia actual– o bien por egoísmo y vanagloria. El amor es lo que hace que la libertad se ponga en movimiento. Si es amor a Dios y a los demás por Dios, el acto libera al cristiano; si es amor propio desordenado, le esclaviza de algún modo: la libertad se vuelve contra sí misma. "No avanzar en el camino hacia Dios es retroceder" 181, afir ma san Gregorio Magno: en cada acción se crece o se mengua como hijo de Dios, y mejora o empeora la situación de libertad. Hay, en definitiva, una libertad cristiana con la que se nace (al recibir la vida sobrenatural en el Bautismo), y una situación de libertad que se conquista (con la correspondencia a las gracias actuales). Al usar la libertad con la que se nace para amar a Dios, se crece en santidad y en libertad. "La libertad se consigue a golpe de libertad: se expande con su propio ejercicio" 182, escribe Alejandro Llano, comentando la enseñanza de san Josemaría. Antonio Millán Puelles lo expresa de otro modo: "Sin libertad no podemos amar a Dios (...); sin amar a Dios no podemos ser libres" 183. No se trata de un razonamiento "circular". Cuando dice que "sin libertad no podemos amar a Dios" habla de la libertad con la que nacemos; y al afirmar que "sin amar a Dios no podemos ser libres", habla de la libertad que se conquista correspondiendo a la gracia, la libertad de quien es señor y no esclavo de alguna cosa, o de sus pasiones y de sí mismo. La vida cristiana puede describirse como un proceso de "liberación" en el que se va recibiendo-conquistando una libertad cada vez más perfecta. Santo Tomás escribió que "cuanta más caridad se tiene, más libertad se posee" 184. San Josemaría expresa también esta decisiva verdad con gran viveza: Sólo cuando se ama se llega a la libertad más plena 185. 1.4. La "conciencia de la libertad de hijos de Dios" La vida cristiana se presenta en la enseñanza de san Josemaría como una constante actuación de la libertad.
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Para perseverar en el seguimiento de los pasos de Jesús, se necesita una libertad continua, un querer continuo, un ejercicio continuo de la propia libertad 186. Cuando escribe estas palabras, lo mismo que cuando recuerda, más en general, que nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad 187, no pretende quedarse en recordar una verdad básica de la antropología cristiana, sino transmitir la convicción de que para la santificación y el apostolado en medio del mundo, los hombres necesitan ser y sentirse personalmente libres, con la libertad que Jesucristo nos ganó 188. No sólo ser libres, sino "sentirse libres". La meta que se propone es propiamente inculcar en las almas esa conciencia de la libertad, como manifestación propia y necesaria del "sentido" de la filiación divina. Su mensaje "no es teórico, sino que tiende a promover la toma de conciencia de la libertad plena y responsable en cada uno" 189. Si el sentido de la filiación divina es, como sabemos, el fundamento de la vida espiritual en la enseñanza de san Josemaría, la conciencia de la libertad viene a ser la persuasión de que ese fundamento es algo "vivo", palpitante de la energía de la libertad, no una roca inerte. La conciencia de la libertad es la íntima y permanente convicción de que la santificación personal y el apostolado requieren "un ejercicio continuo de la propia libertad" de hijo de Dios que ha de corresponder a la gracia divina. Es algo más que el conocimiento de una verdad –la verdad de que ser hijo de Dios por la gracia implica una nueva libertad–; es un apasionado aprecio a la libertad, traducido en celo por defenderla y en deseo de potenciarla en uno mismo y en los demás. San Josemaría "resumía a veces en la expresión amor a la libertad" 190 esa profunda conciencia que deseaba transmitir. Tomar conciencia de la libertad es parte primordial del sentido de la filiación divina. Y vivir de acuerdo con este sentido es ejercer aquella libertad. Ciertamente no se comporta como hijo de Dios quien abusa de su libertad, convirtiéndola "en pretexto para la maldad" (1P 2, 16), pero tampoco actúa como hijo quien no la ejerce, enterrando su "talento" (cfr. Mt 25, 18). No olvidemos –advierte comentando la actitud del siervo de la parábola– este caso de temor enfermizo a aprovechar honradamente la capacidad de trabajo, la inteligencia, la voluntad, todo el hombre 191. La conexión entre filiación divina y libertad es tan profunda que, existencialmente, el cristiano no sólo se ha de sentir libre porque sabe que es hijo de Dios, sino también a la inversa: se ha de saber hijo de Dios porque se siente libre cuando ama a Dios.
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El cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre 192. Esta conciencia de la libertad, ¿qué manifestaciones y qué exigencias tiene? Podrían señalarse tantas cuantas posee el espíritu de filiación divina. Pero hay dos que destacan en la predicación de san Josemaría: el sentido de responsabilidad y la confianza. 1.4.1. "Sentido de responsabilidad" La libertad personal es esencial en la vida cristiana. Pero no olvidéis, hijos míos, que hablo siempre de una libertad responsable 193. La libertad es un don que permite "responder" al don de Dios con la propia entrega. Precisamente porque nuestras acciones libres nos pertenecen –son "nuestras"–, se nos puede pedir cuenta de ellas. La libertad hace al hombre responsable de sus actos, en primer lugar ante Dios. "La libertad, según el Fundador del Opus Dei, es, en su sentido principal y radical, libertad ante Dios y para Dios, y por tanto la responsabilidad le está inseparablemente unida" 194. Willem Onclin destaca como característica relevante de su personalidad "su amor a la libertad, palabra que nunca pronunciaba sin añadir otra: responsabilidad" 195. De hecho, libertad y responsabilidad aparecen conjuntamente en un gran número de textos 196. No hace falta que nos detengamos en la noción de responsabilidad para llegar a lo que nos interesa más directamente: el "sentido de responsabilidad" como manifestación de la conciencia de la propia libertad. Quien se sabe libre, con libertad cristiana, siente la exigencia de responder del uso de su libertad. De esa libertad nacerá un sano sentido de responsabilidad personal, que haciéndoos serenos, rectos y amigos de la verdad, os apartará a la vez de todos los errores: porque respetaréis sinceramente las legítimas opiniones de los demás, y sabréis no sólo renunciar a vuestra opinión, cuando veáis que no respondía bien a la verdad, sino también aceptar otro criterio, sin sentiros humillados por haber cambiado de parecer 197. "Una libertad responsable –se ha escrito, comentando la predicación de san Josemaría– no es menos libertad: es una libertad que se hace cargo de ella misma, que es más consciente y, si se me permite hablar así, más libre" 198. La idea de "sentido de responsabilidad" –con estos términos u otros equivalentes– aparece constantemente en los escritos de san Josemaría.
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Recordemos sólo dos textos. El primero es un punto de Camino, ejemplo del tono de su predicación desde el comienzo: De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes 199. El punto pertenece significativamente al capítulo "La voluntad de Dios". No menciona el sentido de responsabilidad pero es claramente lo que pretende inculcar: la responsabilidad de usar la libertad para cumplir la voluntad divina. Una libertad de la que "dependen cosas grandes": por el contexto se entiende que está pensando en la santificación y en el apostolado, que incluye la edificación cristiana de la sociedad y por tanto la búsqueda del bien común temporal. Se trata de una responsabilidad ante Dios y ante los hombres, el mundo y la historia. El otro texto tiene el particular interés de ser autobiográfico: Si interesa mi testimonio personal, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar 200. No quiere dar soluciones prefabricadas a quienes acuden a él con interrogantes vitales. Respeta su independencia y quiere que asuman su responsabilidad. Obra así "por amor a la libertad": a una libertad con la que han de escribir la historia "abierta a múltiples posibilidades", especialmente en el caso de quienes se han de santificar en las actividades temporales. 1.4.2. Confianza en Dios y en los demás Si el sentido de responsabilidad manifiesta claramente la "conciencia de la libertad", puede ser menos evidente que manifieste también la "confianza". Este tema, en la doctrina de san Josemaría, ha sido objeto de un interesante estudio de Concepción Naval, bajo el título "La confianza: exigencia de la libertad personal" 201. Desde luego, en los escritos de san Josemaría, la "confianza" es un tema recurrente. Ante todo, la confianza en Dios: Fomenta, en tu alma y en tu corazón –en tu inteligencia y en tu querer–, el espíritu de confianza y de
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abandono en la amorosa Voluntad del Padre celestial 202. Llénate de confianza en Dios y ten, cada día más hondo, un gran deseo de no huir jamás de Él 203. Pero también confianza en los demás. ¡Qué propio de nuestro modo de ser es la confianza! 204, escribe a sus hijos en el Opus Dei. De modo particular cuando se trata de la dirección espiritual: en la vida espiritual, hay que dejarse llevar con entera confianza, sin miedos ni dobleces 205. En estos y en otros textos, aunque no mencione la libertad 206, puede verse que la confianza surge de la conciencia del valor de la libertad de los hijos de Dios. Naval sintetiza magníficamente, en pocas palabras, el recorrido del pensamiento de san Josemaría desde el sentido de la filiación divina a la conciencia de la libertad y a la confianza: "Por la filiación divina –vivida, no sólo pensada o proclamada– se ha descubierto el sentido pleno de la libertad humana que, en tanto que libertad personal, se contempla como don de Dios. Gracias a la libertad somos capaces de dar y darnos: damos libremente la libertad que se nos ha dado. Esta respuesta donal, en el trato humano, no parece ser otra cosa que la confianza" 207. Si se entiende la libertad humana como desvinculada de su origen y de su fin y reducida al poder de hacer algo, lleva a la "desconfianza en la confianza" (la antinomia es de la misma autora); cuando se considera, en cambio, como un don de Dios para darse, emerge todo su valor, porque sólo confiando es posible la entrega de sí a Dios y a los demás por amor a Dios. La desconfianza provoca el repliegue de la libertad sobre sí misma. Lógicamente no es igual la confianza en Dios que en los demás: sólo Dios no puede fallar. Pero la primera exige la segunda. "Distinguiendo netamente entre la confianza en Dios y la confianza en los hombres, lo cierto es que el Beato Josemaría no las diferencia en su raíz" 208. Los demás merecen una confianza que se funda en que Dios confía en ellos: en la libertad que Él les ha dado. La noción de libertad como don de Dios exige que se confíe en los otros, "porque sólo así puede ayudarse efectivamente a que la libertad de los demás se realice también como don, al dejarles –y animarles– a que obren y se manifiesten con libertad" 209. Esta confianza parte de lo que son –personas libres–, no de cómo han usado su libertad. Si la han usado bien, será motivo de más para confiar ellos; si la han usado mal, no se justifica la pérdida total de confianza, que sería como negar las posibilidades positivas de su libertad. Con noble realismo san Josemaría invita a aprender a no ser recelosos, pero sí prudentes 210. Junto a estas dos manifestaciones de la conciencia de la libertad cristiana brevemente reseñadas, tendríamos que hablar de la promoción de la libertad. Quien tiene conciencia del valor de la libertad, hace lo posible
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para promoverla. Pero este tema tiene tales dimensiones en san Josemaría que será objeto de la tercera parte del capítulo.
2. VOLUNTAD, RAZÓN Y SENTIMIENTOS EN EL EJERCICIO DE LA LIBERTAD Estudiaremos ahora el papel de las diversas facultades humanas en el ejercicio de la libertad. ¿Cómo influyen la inteligencia, la voluntad, los sentimientos? No es raro encontrar desequilibrios en este tema, en la teoría y en la práctica. A veces se privilegia de tal modo uno de esos factores sobre los demás que se da lugar a diversas formas de voluntarismo, racionalismo o sentimentalismo. En una visión cristiana del hombre y de su libertad reina la armonía que se advierte en Cristo, hombre perfecto. Esa misma visión equilibrada, surgida de las fuentes de la Revelación y desarrollada a lo largo de siglos, la ofrece san Josemaría con los acentos propios de su espíritu de filiación divina y de santificación en medio del mundo. Antes de entrar en el tema conviene hacer dos observaciones terminológicas. La primera se refiere al título de este apartado: "voluntad, razón y sentimientos". Puede parecer una tríada heterogénea, ya que la voluntad y la razón son "facultades" o potencias espirituales, mientras que los sentimientos son "actos" o a veces "estados", más o menos duraderos, de las facultades sensibles. Si hubiéramos escrito "voluntad, razón y facultades sensibles", habría resultado más coherente, pero podría darse la impresión de que la libertad surge de las facultades sensibles lo mismo que de la voluntad y de la razón, cosa que no sucede. Ponemos "voluntad, razón y sentimientos", para reflejar las diferencias que existen: la voluntad y la razón, facultades espirituales de la naturaleza humana, son la doble raíz de la libertad de la persona; los sentimientos, en cambio, proceden de las facultades sensibles y, aunque tienen un gran influjo en el ejercicio de la libertad por la unidad sustancial de alma y cuerpo, no son su raíz, al menos en el mismo sentido 211. La segunda observación se refiere a la ausencia, en el título, del término "corazón". ¿No expresa comúnmente los sentimientos y afectos sensibles? Sin duda es así, pero si lo mencionásemos junto con la voluntad y la razón se entendería como un tertium quid, distinto de las dos facultades espirituales, y ésta sería una acepción que se aparta del uso bíblico del término "corazón", empleado también por san Josemaría. Cuando hablamos
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de corazón humano –escribe– no nos referimos sólo a los sentimientos, aludimos a toda la persona que quiere, que ama y trata a los demás. Y, en el modo de expresarse los hombres, que han recogido las Sagradas Escrituras para que podamos entender así las cosas divinas, el corazón es considerado como el resumen y la fuente, la expresión y el fondo último de los pensamientos, de las palabras, de las acciones. Un hombre vale lo que vale su corazón, podemos decir con lenguaje nuestro 212. Juan Fernando Sellés hace notar sobre este punto que "para algunos pensadores del siglo XX (Hildebrand, Stein, Haecker, Guardini, etc.) la bipolaridad exclusivista entre entendimiento y voluntad como únicas potencias superiores del alma que ha marcado el perfil de la filosofía moderna y contemporánea, no sólo es discutible, sino que están dispuestos a afirmar que es deficiente. Es frecuente en estos pensadores admitir que el corazón es una potencia distinta y no inferior a las otras dos. En cambio, para Escrivá el corazón hace las veces –como se ha visto– de la persona, y es claro que la persona no se reduce a sus potencias" 213. En definitiva, hablando de "corazón" se designa el núcleo íntimo del obrar humano en toda su amplitud: del pensar, del querer y del sentir. Es un término que pone de manifiesto la unidad de ese núcleo y evoca, en particular, el hecho de que la vida espiritual no es vida de un espíritu desencarnado, sino del hombre "de carne y hueso", con afectos, sentimientos, emociones. Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo 214. 2.1. Libertad, voluntad y razón Comencemos por el papel de la voluntad y de la razón. La tradición cristiana enseña que "el hombre está dotado de libertad en virtud de su alma y de sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad" 215. La libre elección es un acto de la voluntad porque es un querer, pero también surge de la razón, porque la voluntad aspira a algo guiada por la razón, con conocimiento del fin 216. La libertad tiene, en consecuencia, una doble raíz: "La raíz de la libertad está en la voluntad como en su sujeto propio; mas, como en su causa, está en la razón" 217. El acto libre es expresión de ambas potencias. Recordemos que aquí nos referimos siempre al cristiano en gracia de Dios que busca la santidad. La "voluntad" de la que hablamos es la de quien tiene la caridad, y la "razón" es la razón iluminada por la fe. La libertad de un hijo de Dios, al tener su raíz en la fe informada por la caridad,
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puede hacer muchas cosas que no son "razonables" en el plano solamente humano y que van más allá de un amor de dimensiones terrenas. Un ejemplo patente es la actitud de los Apóstoles en Pentecostés, después de recibir al Espíritu Santo. En esa línea, san Josemaría emprendió durante su vida muchas obras que humanamente eran "locuras de amor divino" 218. Lo que se acaba de exponer es básico para entender una expresión con la que san Josemaría caracteriza frecuentemente la libertad: obrar "porque a uno le da la gana". Te amo, Señor, porque me da la gana de amarte 219. Tú me tiendes amorosamente tu mano, y yo, con tu gracia, me esfuerzo por cogerla porque me da la gana: ¡porque quiero!, ¡porque te amo! 220 Califica así un obrar con dominio del propio acto, lejos de temor y coacción. No propugna un actuar sin razón ("porque sí"), voluntarista, o guiado por el instinto ("hacer lo que a uno le apetece"); excluye expresamente esas actitudes, por ejemplo cuando comenta que muchas veces nos da la gana cuando no tenemos ninguna gana: porque lo hacemos por amor, todo por Amor, por un amor lleno de lealtad 221. Es la voluntad, facultad de querer, a la que "le da la gana", y por eso es la primera raíz de la libertad. Pero necesita la guía de la razón iluminada por la fe, que muestra lo que es bueno: conocer y amar a Dios, cumplir su voluntad 222. La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios (...). Ahí se resume la voluntad buena, que nos enseña a perseguir el bien, después de distinguirlo del mal (S. Máximo Confesor, Capita de caritate, 2, 32) 223. Dios ha dado la libertad al hombre para que pueda amarle. La libertad permite "dar" gloria a Dios, "darle" algo: la propia voluntad, el propio amor. Lógicamente, el hombre no puede dar nada a Dios, si por "dar" se entiende añadirle alguna perfección, pero sí puede amarle porque es libre, puede entregarse a Dios, darle su propio ser. "Por la libertad –escribe Leonardo Polo comentando la enseñanza de san Josemaría– el don divino [del ser y de la vida] se hace desde nosotros, por decirlo así, reversible" 224. Con la libertad podemos corresponder en sentido propio, podemos dar a Dios nuestra vida. De ahí que el mismo autor añada agudamente: "Entregarse a Dios es reduplicativamente libre: damos libremente la libertad que se nos ha dado" 225. No es una pretensión ilusoria. Jesús lo dice: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón..." (Mt 22, 37). Él mismo nos señala lo que desea
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de nosotros. No le importan las riquezas, ni los frutos ni los animales de la tierra, del mar o del aire, porque todo eso es suyo; quiere algo íntimo, que hemos de entregarle con libertad: dame, hijo mío, tu corazón (Pr 23, 26) 226. El Señor muestra a Pedro que busca su amor: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?" (Jn 21, 16); y acepta la respuesta: "Sí, Señor, tú sabes que te amo" (ibid.). Y no sólo busca el amor de Pedro, sino el de todo hombre, aun siendo cada uno criatura y pecador. El amor que da sentido a la libertad no es un deseo ineficaz, sino el don de sí, la entrega al cumplimiento de la voluntad divina. San Josemaría usa el "porque me da la gana" precisamente para caracterizar este acto de donación personal. Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús 227. En esta entrega de sí a Dios –y, por amor suyo, al bien de los demás–, encuentra la libertad su pleno sentido, porque el hombre, "única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede alcanzar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás" 228. A propósito de una homilía de san Josemaría observa Leonardo Polo que "el primero de todos los imperativos –amar a Dios con todo el corazón y con toda la mente– llega a ser la urgencia vital por antonomasia. El mandamiento y el ímpetu de la existencia, al unirse estrechamente, constituyen la libertad cristiana" 229. Decidirse por una vida de amor a Dios no es una elección ciega. Hay razones, humanas y sobrenaturales. Entregarse a Dios es, sin duda, lo más razonable, pero la voluntad no está necesariamente determinada por las razones. Cuanta más luz reciba, más inclinada estará a seguirla; pero en esta vida ninguna luz es cegadora si uno no quiere. Siempre se pueden "cerrar los ojos". A pesar de las razones, la voluntad puede querer o no querer lo que Dios pide. Si finalmente se decide por la entrega, es guiada ciertamente por aquellas razones, pero no arrastrada por ellas. Se pone en manos de Dios y permite libérrimamente que domine sobre su vida entera. Por eso san Josemaría califica el motivo de este acto como la "razón más sobrenatural". Para mí y para mis hijos, la razón más sobrenatural de la entrega y del Amor es ésta: porque me da la gana, porque quiero, porque no hay nada en el mundo que me pueda separar de la caridad de Cristo 230. La libertad de elección comprende tanto la libertad de ejercicio (el poder querer o no querer, con autodeterminación) como la libertad de especificación (el poder de querer esto o aquello; es decir, de poner la intención en una cosa o en otra, conocidas y valoradas por la razón). Lo fundamental en el acto libre es lo primero, la autodeterminación 231. Por
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eso, en la vida espiritual lo básico es determinarse a querer dar gloria a Dios, a querer su voluntad, aun sin conocerla en concreto; después hay que descubrirla y elegir unos medios u otros, poner la intención en esto o en aquello. Pero la vida espiritual requiere ante todo decidirse a querer lo que Dios quiera. San Josemaría señala que Dios no pide a sus hijos que logren tal o cual meta, sino que luchen, porque lo que busca es el corazón, no los resultados; añade luego que puede haber momentos de debilidad en los que parece que no hay fuerzas para luchar, pero que siempre se puede "querer querer". Este es el núcleo del "amar la voluntad de Dios": queremos querer. Tenemos, al menos, deseos de tener deseos. Hijos, eso es ya combatir 232. Esta determinación de entrega a Dios es como un primer paso al que han de seguir otros. La vida espiritual no es resultado de la inercia. Renueva tu propósito firme de vivir con "voluntariedad actual" tu vida de cristiano: a todas horas y en todas las circunstancias 233. Para ganar el cielo hemos de empeñarnos libremente, con una plena, constante y voluntaria decisión. Pero la libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía 234. La libertad no radica sólo en la voluntad, porque ésta no se mueve sin la luz de la razón. La voluntad no es una fuerza ciega, sino que ella misma "aliqualiter rationem participat" 235. A la vez, sin embargo, sólo conocemos si queremos conocer. Razón y voluntad no son dos facultades independientes o simplemente yuxtapuestas, sino íntimamente compenetradas. En la vida espiritual tiene gran importancia practicar un uso de la libertad que haga intervenir plenamente a la inteligencia y a la voluntad, evitando tanto las actitudes "voluntaristas" (moverse prescindiendo casi por completo de las razones; o no moverse a pesar de las razones, despreciándolas más o menos explícitamente) como, en sentido contrario, las actitudes "racionalistas" (moverse sólo cuando se entiende claramente el porqué, sin confiar en quien se debe confiar, sin aceptar que puede haber momentos de oscuridad o que se tienen pocas luces, etc.). El pecado ha herido la "doble raíz" de la libertad. San Pablo lo hace ver transmitiendo su experiencia: "No logro entender lo que hago; pues lo que quiero, no lo hago; y en cambio lo que detesto, eso hago (...). Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero (...). Al querer hacer el bien encuentro esta ley en mí: que el mal está junto a mí. Yo me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros" (Rm 7, 15.19.21-23). San Josemaría habla de esta tensión interior citando un texto de santo Tomás, al que añade
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un preciso comentario: Como la voluntad tiende al bien o al bien aparente, nunca la voluntad se movería hacia el mal, si lo que no es bueno no apareciese de algún modo como bueno (S. Thomas, S.Th. I-II, q. 77, a. 2 c.). Las pasiones, o la voluntad desviada, fuerzan al entendimiento, le hacen asentir precipitadamente, o eludir la consideración de ciertos aspectos que contrarían, para acogerse, en cambio, a otros que favorecen –que adornan de bondad– aquella inclinación 236. Sería ingenuo desconocer o minusvalorar esta realidad. Pero el realismo no ha de llevar a desconfiar de que siempre cabe corresponder libremente a la gracia. Digamos con Juan y Santiago: possumus! (Mt 20, 22) Omnia possum in eo qui me confortat (Flp 4, 13); todo lo puedo en Aquel que me conforta. Llenaos de confianza, porque el que comenzó la obra, la perfeccionará (Flp 1, 6): podremos, si cooperamos, porque tenemos asegurada la fortaleza de Dios: quia tu es, Deus, fortitudo mea (Sal 42, 2) 237. Experimentar la propia flaqueza no justifica dejarse llevar por ella. Debe conducir, por el contrario, a cooperar con la gracia que sana la doble raíz de la libertad. ¿En qué consiste esta cooperación? Con otras palabras, si el recto ejercicio de la libertad depende de que tanto la razón como la voluntad estén "sanas", ¿cómo fortalecer y cultivar esa "doble raíz"? La respuesta no puede ser otra que nutriendo la razón con el conocimiento de la verdad y la voluntad con el amor a Dios. San Pablo muestra la importancia de estos dos aspectos para caminar hacia la identificación con Cristo cuando escribe que "viviendo la verdad con caridad, crezcamos en todo hacia aquél que es la cabeza, Cristo" (Ef 4, 15). A esos dos aspectos se refiere frecuentemente san Josemaría. 1. En primer lugar, la raíz de la libertad se alimenta con el conocimiento de la verdad. "Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32) 238. ¿A qué verdad alude el Señor? Ya hemos citado antes un comentario de san Josemaría al respecto. La sustancia de sus palabras era que la verdad que hace libres es nuestra filiación divina: ¿Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? (...) que somos hijos de tan gran Padre 239. Un cristiano que se sabe hijo de Dios y que está llamado a ser "otro Cristo, el mismo Cristo"; que no ignora la realidad del pecado y sus consecuencias, y es consciente de de haber sido redimido por Cristo; que conoce su camino de santificación y los medios para recorrerlo..., cuenta con una potente luz para guiar su libertad. Ese conocimiento de la verdad es raíz de libertad porque libera de la ignorancia
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y del error y muestra a la voluntad el verdadero bien, para que se decida a buscarlo 240. Este conocimiento de la verdad al que nos referimos es el que se designa con el término "sabiduría" porque se trata de un "conocimiento sabroso" –sapientia: sapida scientia–, el conocimiento de quien ama lo que conoce. Y no es simple fruto de la especulación personal sino un don de Dios, según las palabras del Apóstol: "Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os conceda el Espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle, iluminando los ojos de vuestro corazón" (Ef 1, 17-18). El Paráclito es, en efecto, Espíritu de verdad (cfr. Jn 14, 17; Jn 15, 26) que guía a la verdad completa (cfr. Jn 16, 13). Además de asistir al Magisterio de la Iglesia para la transmisión del Evangelio, mueve interiormente a los fieles a acoger la verdad que hace libres 241. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal 242. Lo hace con-naturalizando la mente del cristiano con la Palabra de Dios mediante el don de sabiduría, que constituye así como un manantial de libertad en lo más íntimo del corazón, porque al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida 243. Acabamos de decir que esta sabiduría, alimento de la raíz de la libertad, es un don de Dios. Pero no hay que olvidar que la acción del Espíritu Santo da fruto con la cooperación del cristiano. Él mismo impulsa con su gracia a poner los medios para conocer la verdad que ha de guiar el uso de la libertad. San Josemaría insiste mucho en esos medios: el estudio, la formación doctrinal. No podrá hacer nunca recto uso de la inteligencia y de la libertad (...) quien carezca de suficiente formación cristiana 244. "Su amor a la libertad –escribe Lluís Clavell– le llevó a prodigarse en dar una formación muy cuidada, también en el plano teológico, con la que cada fiel pudiese después moverse con libertad en la santificación del trabajo y en la actividad apostólica, sin esperar consignas" 245. A la vez, el amor a la libertad empapa totalmente su planteamiento de la formación teológica: "se trata de educar en la libertad (como clima y ambiente) y para la libertad (como fin: ayudar a la formación de personas libres y responsables)" 246. 2. La doble raíz de la libertad se fortalece también con la formación de la voluntad. Como el amor a Dios y a los demás es lo que da sentido a la libre elección, la formación de la voluntad consiste en orientarla hacia el don de sí: a la entrega a Dios y a los demás por amor a Dios.
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Yo no me explico la libertad sin la entrega, ni la entrega sin la libertad: una realidad subraya y afirma la otra 247. Las primeras palabras contienen directamente la idea a que nos referimos: la libertad se realiza o alcanza su pleno sentido con la entrega a Dios, es decir, con el amor a Dios manifestado en la dedicación de la propia vida al cumplimiento de su voluntad. Esa dedicación alimenta la raíz de la libertad porque cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Y la libertad –tesoro incalculable, perla maravillosa que sería triste arrojar a las bestias (cfr. Mt 7, 6)– se emplea entera en aprender a hacer el bien (cfr. Is 1, 17) 248. La segunda parte de la frase antes citada ("no me explico... la entrega sin la libertad") subraya la primera. La entrega a Dios ha de ser libre: no sólo al inicio, en la primera decisión, sino permanentemente libre. En este sentido, como veíamos, san Josemaría invita a servir a Dios con "voluntariedad actual" 249. Esta disposición de la voluntad alimenta la raíz de la libertad. "No me explico la libertad sin la entrega", razona san Josemaría. A quienes piensan que entregarse a Dios y al servicio de los demás es "perder libertad" y quieren "conservarla", de modo que en vez de elegir esa entrega por amor prefieren mantener la libertad como posibilidad de darse o de no darse, les hace notar que obrando así están convirtiendo su libertad en fin de sí misma, en un objeto inerte (como los que se mantienen "en conserva", sin vida), y que en realidad la están malogrando. Son almas que hacen barricadas con la libertad. ¡Mi libertad, mi libertad! La tienen, y no la siguen; la miran, la ponen como un ídolo de barro dentro de su entendimiento mezquino 250. En este mismo orden de ideas pone en guardia, a quienes tomaron la decisión de entregar su vida al cumplimiento amoroso de la voluntad divina, de la tentación de "reducir" su entrega con el paso del tiempo. ¿Sabéis cuál es el peor enemigo de las almas entregadas a Dios? ¡La media entrega! 251 Y, coherentemente con la realidad de que la libertad es para la entrega a Dios y que a su vez ésta libera, se puede decir que poner límites a la entrega a Dios es tanto como ponerlos a la libertad. Lejos de impulsar el crecimiento de la libertad alimentando su raíz, estos comportamientos la debilitan. Cuando no se elige a Dios la libertad no se conserva "intacta", porque se está eligiendo "no amar a Dios" y donde no
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hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad 252. La consecuencia es que allí –no obstante las apariencias– todo es coacción. El indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado 253. Por último conviene observar que tanto el conocimiento de la doctrina revelada como el amor son fuentes de libertad, pero no separadamente. El conocimiento de la verdad es conocimiento del bien, y de ahí que la fe sea condición para la caridad. Por su parte, la caridad es fuente de conocimiento (cfr. 1Jn 4, 7-8). "Per ardorem caritatis datur cognitio veritatis", escribe santo Tomás 254. El Espíritu Santo obra en nosotros, con nuestra correspondencia, el mutuo reforzarse entre caridad y conocimiento de la verdad, como principio de una mayor libertad. 2.2. Los sentimientos y la libertad La vida espiritual no es, evidentemente, la vida de un espíritu puro, con sólo entendimiento y voluntad. Es vida de una persona compuesta de cuerpo y alma, con unos sentimientos o afectos que influyen profundamente en el ejercicio de la libertad 255. Hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser –en el alma y en el cuerpo– santa y llena de Dios 256. En san Josemaría no hay una concepción espiritualista o desencarnada de la vida cristiana. Resalta la importancia de la afectividad, pero sin dar cabida a un sentimentalismo en el que los afectos sensibles arrebaten el timón de la vida espiritual a la inteligencia y a la voluntad. Arturo Blanco hace notar la importancia que san Josemaría reconoce a la "conexión del intelecto con la voluntad, las emociones y los sentimientos humanos" 257, fomentando la integración armoniosa de todas las facultades en la construcción de la personalidad psicológica y en el desarrollo de la identificación con Cristo. Antes de adentrarnos en el tema conviene hacer algunas observaciones sobre la terminología propia del marco conceptual de san Josemaría. Por su dimensión corporal, en la persona humana hay unas potencias sensibles –facultades "apetitivas" o "de inclinación"–, dirigidas a objetos percibidos por los sentidos, que ejercen un influjo sobre la razón y sobre la voluntad 258. Los movimientos de esas potencias se suelen llamar "pasiones", porque son "padecidos" por la razón y la voluntad (un padecer no en el sentido de "dolor" sino en el de recibir algo de fuera) 259. También
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se suelen llamar, con diversos matices, sentimientos, emociones o afectos. Es la terminología tradicional que se refleja, por ejemplo, en el Catecismo de la Iglesia Católica 260. Algunos autores señalan matices que distinguirían cada uno de estos términos; otros no lo hacen. En todo caso, en los escritos de san Josemaría tienen un contenido muy semejante, como sucede en el lenguaje común 261. Aquí emplearemos esos términos como prácticamente equivalentes. Recordemos también brevemente –omitiendo ulteriores distinciones de Teología moral– que estas inclinaciones proceden de lo que se llaman clásicamente "apetitos sensibles" ("apetito" en el sentido de facultad de "apetecer" o de aspirar a un bien sensible): el "apetito concupiscible" o tendencia al placer sensible, y el "apetito irascible" o tendencia a superar los obstáculos que separan de un bien percibido por los sentidos 262. Las pasiones o emociones son movimientos surgidos a causa de un bien o un mal captado por los sentidos. Puede suceder que se produzcan antes de que la persona "se dé cuenta", es decir, antes de que lo advierta la razón y de que intervenga la voluntad, y con cierta independencia de éstas. Se habla entonces de "pasiones antecedentes", porque anteceden al acto libre: se "sienten" sin que se "consientan". Las pasiones antecedentes no son actos libres, y por tanto esos actos no son ni buenos ni malos 263. Pensando, entre otras cosas, en esas pasiones, escribe san Josemaría: No te preocupes, pase lo que pase, mientras no consientas. –Porque sólo la voluntad puede abrir la puerta del corazón e introducir en él esas execraciones 264. No obstante, las pasiones antecedentes tienen importancia en la vida espiritual porque influyen en el juicio de la razón e indirectamente en la voluntad. Las pasiones pueden nacer también como consecuencia de un acto voluntario, y entonces se llaman "consecuentes" (porque se provocan, o se consienten, o se pueden prever advirtiendo su causa y queriéndola). Tienen mucha importancia en la vida espiritual. No hace falta que nos detengamos en lo que implica "hacer el mal con pasión" (ya se ocupa la Teología moral); interesa, en cambio, destacar el influjo de las pasiones que apartan del bien y, asimismo, la importancia de "hacer el bien con pasión", no "fríamente". La razón y la voluntad necesitan en cierto modo ser ayudadas por la fuerza de las pasiones 265. Si es indudable que pueden oscurecer la razón, es también verdad que pueden facilitarle el conocimiento del bien y ayudarla a dirigir mejor la voluntad. Por ello –escribe Rafael Alvira tratando de las enseñanzas de san Josemaría– "cuando debamos cumplir un deber
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que no nos guste en su contenido, debemos realizarlo primero porque queremos cumplir el deber, y, después, esforzarnos en que nos guste" 266. Que el cumplimiento de un deber "no guste inicialmente" (pasión antecedente), no significa que no haya de cumplirse, porque el gusto no es ley (san Josemaría bromeaba a veces refiriéndose a quienes toman como regla de conducta la "ley del gusto"). Más aún, la perfección humana reclama que se procure "realizar aquello con gusto" procurando suscitar en el alma esa pasión consecuente (por ejemplo, considerando que vale la pena el esfuerzo por el bien que se hará a otros). San Josemaría emplea a menudo el adverbio "gustosamente" aplicándolo a cosas que por su naturaleza no agradan: por ejemplo, habla de ser gustosamente hombre penitente 267; de saberse fastidiar gustosamente por amor de Cristo 268; anima a "llevar gustosamente" las pequeñas contradicciones o la escasez de medios 269; a "dar gustosamente la vida por los demás" 270; etc. Después de estas premisas podemos pasar a los temas que permiten ver cómo entiende san Josemaría al influjo de los sentimientos en el ejercicio de la libertad y, por tanto, su importancia en la vida espiritual. 2.2.1. Ordenación de los sentimientos por la razón y la voluntad Los evangelios muestran los sentimientos de Jesús: nos hablan de su compasión por los enfermos, de su dolor por los que ignoran y yerran, de su enfado ante la hipocresía. Jesús llora por la muerte de Lázaro, se aíra con los mercaderes que profanan el templo, deja que se enternezca su corazón ante el dolor de la viuda de Naim 271. Se trata sólo de algunos ejemplos que destacan el papel de los sentimientos en la vida del Señor y, como consecuencia, en la de un hijo de Dios. El cristiano ha de procurar tener "los mismos sentimientos de Cristo Jesús" (Flp 2, 5; cfr. Flp 3, 15) si quiere identificarse con Él. No porque la identificación consista en la igualdad de sentimientos, sino porque estos contribuyen indiscutiblemente a emplear la libertad para amar a Dios y a los demás, en lo que está la esencia de la santidad o identificación con Jesucristo 272. Entre los sentimientos propios de un cristiano, san Josemaría destaca a veces tres que desea para quienes siguen el camino de santidad que él propone. Los llama pasiones dominantes 273: enseñar la doctrina cristiana, guiar a otros por el camino de la santidad con su ejemplo y su palabra, y amar la unidad (cuando se dirige a los miembros del Opus Dei les habla en concreto de amar la unidad de la Obra; en general se puede aplicar al amor a la unidad de la Iglesia).
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Habla de "pasiones" para subrayar que se han de poseer con vigor y naturalidad; y las designa "dominantes" no porque deban dominar sobre la voluntad y la razón, sino porque han de orientar las energías del alma en la misma dirección de la fe y el amor a Dios y a los demás. Por su género, estas tres "pasiones dominantes" hacen referencia a los diversos aspectos de la misión del cristiano. En efecto, se puede ver una cierta correspondencia con los tres munera Christi: la pasión de dar doctrina, al servicio del munus docendi; la de dirigir almas, al servicio del munus regale; y la pasión por la unidad, al servicio del munus sanctificandi ya que la unidad es señal de vida sobrenatural y condición para transmitirla: la pasión por la unidad es pasión por la vida. En todo caso, las "pasiones dominantes" se ordenan a realizar la misión de Cristo y contribuyen a compenetrar al cristiano con los sentimientos de su Señor. Si es indudable que los sentimientos pueden influir poderosamente en el crecimiento de la vida espiritual, también es cierto que la pueden obstaculizar e incluso desviar y corromper. Para que contribuyan a la identificación con Cristo, han de estar bajo el dominio de la voluntad que se dirige por la razón iluminada por la fe 274. Pero como consecuencia del pecado, los sentimientos tienden a independizarse del orden de la razón y a perturbar el juicio. Las pasiones humanas oscurecen fácilmente la realidad 275 y, si no se las domina, el mando queda en manos del capricho o del gusto o de los estados de ánimo, y la conducta se desvía fácilmente del camino humano y cristiano (cfr. 2Tm 4, 3). Este desorden se describe vivamente en el siguiente punto de Surco. Su protagonista es –como resulta claro– una persona entregada a vivir plenamente su vocación cristiana, que pasa por una situación de descontrol de los sentimientos: En tu vida hay dos piezas que no encajan: la cabeza y el sentimiento. La inteligencia –iluminada por la fe– te muestra claramente no sólo el camino, sino la diferencia entre la manera heroica y la estúpida de recorrerlo. Sobre todo, te pone delante la grandeza y la hermosura divina de las empresas que la Trinidad deja en nuestras manos. El sentimiento, en cambio, se apega a todo lo que desprecias, incluso mientras lo consideras despreciable. Parece como si mil menudencias estuvieran esperando cualquier oportunidad, y tan pronto
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como –por cansancio físico o por pérdida de visión sobrenatural– tu pobre voluntad se debilita, esas pequeñeces se agolpan y se agitan en tu imaginación, hasta formar una montaña que te agobia y te desalienta: las asperezas del trabajo; la resistencia a obedecer; la falta de medios; las luces de bengala de una vida regalada; pequeñas y grandes tentaciones repugnantes; ramalazos de sensiblería; la fatiga; el sabor amargo de la mediocridad espiritual... Y, a veces, también el miedo: miedo porque sabes que Dios te quiere santo y no lo eres. Permíteme que te hable con crudeza. Te sobran "motivos" para volver la cara, y te faltan arrestos para corresponder a la gracia que Él te concede, porque te ha llamado a ser otro Cristo, "ipse Christus!" –el mismo Cristo. Te has olvidado de la amonestación del Señor al Apóstol: "¡te basta mi gracia!", que es una confirmación de que, si quieres, puedes 276. Dentro de la variedad de enseñanzas que contienen estas palabras, vale la pena resaltar el peligro de una enfermedad de la vida cristiana llamada "sentimentalismo": una hipertrofia de los sentimientos, que amenazan con adueñarse de la conducta sustrayéndola del orden de la razón y de la fe. El remedio no es, entonces, suprimir o neutralizar los sentimientos –sería como la amputación de un órgano vital–, sino combatir su desorden. De ahí la oración que se eleva de un corazón profundamente humano y santo: No te digo que me quites los afectos, Señor, porque con ellos puedo servirte, sino que los acrisoles 277. Y de ahí también unos consejos, en los que late la riqueza de la propia experiencia: Que seáis personas rectas porque lucháis, procurando conciliar a esos dos hermanos que todos tenemos dentro: la inteligencia, con la gracia de Dios, y la sensualidad. Dos hermanos que están con nosotros desde que nacemos, y que nos acompañarán durante todo el curso de nuestra vida. Hay que lograr que convivan juntos, aunque se oponga el uno al otro, procurando que el hermano superior, el entendimiento, arrastre consigo al inferior, a los sentidos. Nuestra alma, por el dictado de la fe y de la inteligencia y con la ayuda de la gracia de Dios, aspira a los dones mejores, al Paraíso, a la felicidad eterna. Y allí hemos de conducir también a nuestro hermano pequeño, la sensualidad, para que goce de Dios en el Cielo 278. Las luces e impulsos del Espíritu Santo sobre el entendimiento y la voluntad se dirigen a someter los sentimientos o afectos a la razón, de modo que no sólo no dificulten sino que ayuden a conocer el bien y a realizarlo. Los "buenos sentimientos" dan una aguda perspicacia para descubrir lo que hay que hacer y energías para ponerlo por obra.
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2.2.2. Formación del carácter En la génesis de los sentimientos influyen la voluntad y la razón (por ejemplo, uno puede recordar voluntariamente algo que le provoca un sentimiento de ira), pero influye también –y mucho– la percepción sensible: desde factores más o menos puntuales, como un éxito o un fracaso, un problema de salud o una situación de cansancio, una alegría o un disgusto, etc.; hasta otros, permanentes, como el temperamento y el carácter. Todos estos factores tienen importancia. Ciertamente cabe exagerarla, como sucedería si se considerara que determinan la vida espiritual, o se permitiera que de hecho la determinaran (por ejemplo, si la desgana o el desánimo bastaran para abandonar ciertos deberes); pero cabe también subestimarla, como si la vida espiritual no fuera la de una persona compuesta de alma y cuerpo. San Josemaría enseña a valorar todos esos "factores sentimentales" en su justa medida, que viene dada por una comprensión de lo humano a la luz del misterio de la Encarnación. A modo de ejemplo, se pueden recordar dos puntos de Camino: Decaimiento físico. –Estás... derrumbado. –Descansa. Para esa actividad exterior. –Consulta al médico. Obedece, y despreocúpate. Pronto volverás a tu vida y mejorarás, si eres fiel, tus apostolados 279. ¿Que te da todo igual? –No quieras engañarte. Ahora mismo, si yo te preguntara por personas y por empresas, en las que por Dios metiste tu alma, habrías de contestarme, ¡briosamente!, con el interés de quien habla de cosa propia. No te da todo igual: es que no eres incansable..., y necesitas más tiempo para ti: tiempo que será también para tus obras, porque, a última hora, tú eres el instrumento 280. Particular influjo en la génesis de los sentimientos tiene el "carácter", y de ahí la importancia de su formación. Por "carácter" suele entenderse –a grandes rasgos– el conjunto de cualidades psíquicas de una persona que dependen, en parte, de su temperamento constitutivo y, en parte, de la formación que ha asimilado y del influjo que han ejercido sobre ella las diversas circunstancias familiares y sociales en las que se ha encontrado 281.
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Según el carácter hay personas más o menos reflexivas, activas, flemáticas, apasionadas, impulsivas, apáticas, reservadas, abiertas, etc. Evidentemente ninguno de estos tipos de caracteres existe en estado puro, en la práctica. Siempre hay muchos matices y no tendría sentido encasillar a una persona en una de esas tipificaciones que indican sólo un aspecto más ostensible. Por otra parte, y sobre todo, no se debe olvidar que la gracia de Dios y la lucha por practicar las virtudes moldean profundamente el carácter confiriendo la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección 282: una "forma" que es diversa e irrepetible en cada uno. San Josemaría señala, entre las características que debe buscar un hijo de Dios, la de ser equilibrado de carácter 283, es decir, la de poseer en equilibrio las diversas características que configuran su carácter. Lógicamente, el punto de equilibrio es diverso para cada uno, según la condición de varón o de mujer (como luego veremos) y según las cualidades que posea: caben innumerables posibilidades dentro de la identificación con Cristo. La diversidad es, para san Josemaría, una riqueza: Habéis de ser tan varios, como variados son los santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas. –Y, también, tan conformes unos con otros como los santos, que no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo 284. El objeto de la formación del carácter es que cada uno alcance el propio punto de equilibrio, o la armonía de los aspectos positivos de su personalidad. Ya desde el primer capítulo de Camino, se refiere a esa formación del carácter como exigencia fundamental de la vida espiritual: No digas: "Es mi genio así..., son cosas de mi carácter". Son cosas de tu falta de carácter: Sé varón –"esto vir" 285. Y esta formación exige conocimiento propio: Cada uno debe mirarse a sí mismo, para ver si es o no es el instrumento que Dios quiere 286. Con estas palabras no está animando a un autoanálisis psicológico sino a la confrontación sincera con Cristo: a mirarse en Él 287, en la oración personal y con la ayuda de la dirección espiritual, para llegar a ser ipse Christus. Del conocimiento propio se ha de pasar a la práctica de las virtudes, especialmente de aquellas que cada uno necesite desarrollar más para alcanzar el equilibro al que nos hemos referido y, consiguientemente, para lograr la ordenación de los sentimientos bajo la razón y la voluntad. En particular son necesarias la fortaleza y la templanza, con sus múltiples virtudes conexas, que perfeccionan las facultades sensibles de la persona, como se explicará en el capítulo 6º.
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En conjunto, para el filósofo Carlos Ortiz de Landázuri, la enseñanza de san Josemaría sobre el equilibrio del carácter, la armonía entre sentimientos, voluntad y razón, mediante la práctica de las virtudes cristianas, "es un eficaz antídoto contra la "corrosión del carácter" producida por las éticas del sentimiento (Hume) y del deber (Kant), en sus versiones actuales de ética del éxito y del sometimiento al más fuerte" 288. Es una enseñanza que conduce a la formación de hombres y mujeres libres, a imagen de Cristo, con viva conciencia del tesoro de la libertad de hijos de Dios. Como conclusión de estas consideraciones sobre el papel de las diversas facultades del alma en el ejercicio de la libertad, podemos señalar que la libertad de un hijo de Dios es mayor o menor según sea mayor o menor la armonía entre voluntad, razón y sentimientos. Y esta armonía depende de la caridad, del conocimiento de la verdad y del desarrollo de las virtudes morales. Se puede decir que todo se compendia en la caridad, porque implica conocimiento de la verdad, rectitud de la voluntad y dominio de las pasiones. Recordemos las palabras de santo Tomás: "cuanta más caridad se tiene, más libertad se posee" 289. La caridad perfecta y el conocimiento de la verdad completa sólo se dan en la gloria. La libertad podrá alcanzar su plenitud, por tanto, únicamente en la visión beatífica. Mientras tanto, en esta vida, el grado de libertad depende del conocimiento amoroso de Dios: de la contemplación. La intrínseca relación entre la libertad cristiana, la caridad y el conocimiento de la verdad permite afirmar que es más libre quien es más contemplativo. Et reducam captivitatem vestram de cunctis locis (Jr 29, 14); os libraré de la cautividad, estéis donde estéis. Dejamos de ser esclavos, con la oración. Nos sentimos y somos libres, volando en un epitalamio de alma encariñada, en una canción de amor, hacia ¡la unión con Dios! Un nuevo modo de existir en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso. (...) Debemos vivir mucho tiempo, pero de esta manera, en libertad: in libertatem gloriae filiorum Dei (Rm 8, 21), qua libertate Christus nos liberavit (Ga 4, 31); con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha alcanzado muriendo sobre el madero de la Cruz 290. 2.2.3. Desarrollo de la propia personalidad, como varón o como mujer
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Como ya se apuntó de pasada, la condición de varón o mujer incide hondamente en el carácter y, por tanto, en la personalidad que, entendida como "personalidad psicológica", es prácticamente sinónimo de "carácter": así ocurre al menos en la predicación de san Josemaría y en el lenguaje común. Por lo que llevamos dicho, el ser hombre o mujer tendrá un influjo profundo en el ejercicio de la libertad. No cabe duda de que san Josemaría "se dirige desde el principio tanto a hombres como a mujeres, y a todos predica las mismas virtudes humanas y cristianas y el mismo ideal de vida en Cristo, aunque por su lenguaje –muy pegado al texto bíblico y a la experiencia pastoral (...)–, emplea con frecuencia términos masculinos" 291, que piden "una lectura analógica por parte de las mujeres" 292, como lo piden las mismas expresiones bíblicas en las que se basa y emplea a menudo: "Esto vir" (1R 2, 2) 293, "viriliter age" (Sal 27, 14) 294, etc. Pero san Josemaría destaca también que el varón y la mujer tienen unas características positivas propias 295. Sale al paso de la generalizada tendencia a la uniformidad que observa, e insiste concretamente en que la mujer ha de desarrollar su propia personalidad, sin dejarse llevar de un ingenuo espíritu de imitación 296 del modo varonil de actuar, porque eso no sería un logro, sería una pérdida para la mujer: no porque sea más, o menos que el hombre, sino porque es distinta 297. Ha de desarrollar plenamente las propias virtualidades: las que tiene en su singularidad, y las que tiene como mujer 298. Cuando se refiere a la especificidad de cada uno, más que ocuparse de los varones, le interesa resaltar –quizá también para contrarrestar esa tendencia niveladora– las características positivas propias de la mujer. Y lo hace de modo alentador. ¿Quién calumnió a la mujer diciendo que la discreción no es virtud de mujeres?, pregunta, por ejemplo, y añade: ¡Cuántos hombres, bien barbados, tienen que aprender! 299. Al meditar sobre lo que ocurre la mañana de la Resurrección, cuando aquellas mujeres se encaminan al sepulcro sellado y custodiado, comenta que las dificultades –grandes y pequeñas– se ven enseguida..., pero, si hay amor, no se repara en esos obstáculos, y se procede con audacia, con decisión, con valentía: ¿no has de confesar que sientes vergüenza al contemplar el empuje, la intrepidez y la valentía de estas mujeres? 300 Muchas veces repite: Sois las mujeres más recias que los hombres, si os lo proponéis 301. Tenéis mucha fortaleza, que sabéis envolver en una dulzura especial, para que no se note 302. Destaca que en ellas, la interacción entre razón, voluntad y sentimientos adquiere unas formas peculiares que dotan a su modo de actuar
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de una particular riqueza. El siguiente texto se puede considerar paradigmático: La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad... La feminidad no es auténtica si no advierte la hermosura de esa aportación insustituible, y no la incorpora a la propia vida 303. No se trata de cualidades inducidas por la cultura sino de verdaderos rasgos de la "feminidad", es decir, del modo femenino de ser persona que cada mujer ha de asumir originalmente en la propia vida, mediante el esfuerzo de la formación del carácter. Varios de los elementos característicos de la personalidad femenina que señala san Josemaría, como la "dulzura especial", la "delicada ternura", la "capacidad de intuición" y la misma "fortaleza", tienen que ver sin duda con su tendencia al modo más emotivo de su actuar. En el ejercicio de la libertad, la razón y la voluntad se encuentran, comparadas con el varón, en mayor medida bajo el influjo de los sentimientos. No se trata de un defecto sino de una peculiaridad: de un punto de equilibrio diverso. Esa peculiaridad encierra cierto peligro de replegarse en la pasividad, de preferir la seguridad al riesgo de acometer empresas grandes en el terreno humano y, más radicalmente, en el de la santidad. San Josemaría sale al paso de este recelo: No podéis pensar que, por ser mujeres, no tenéis capacidad de hacer cosas grandes. Estoy persuadido de que podéis llegar donde os dé la gana en vuestro trato con Jesucristo. Que tenéis aptitudes, talento, disposición. Que tenéis facilidad para el sacrificio y para el trabajo y para la alegría. ¡Qué tarea tan inmensa podéis hacer! ¡Y cuánta confianza tengo en vosotras! 304 Cuando se refiere a la excelencia de algunas cualidades de la mujer respecto a las del varón –a las que une a veces, de modo casi imperceptible, alguna alusión a los defectos correlativos– le da, como ya se ha podido entrever en los textos presentados, gran importancia para la misión apostólica: Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor. – ¡María de Magdala y María Cleofás y Salomé! Con un grupo de mujeres
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valientes, como ésas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo! 305 3. CONDICIONES PARA LA EXPANSIÓN DE LA LIBERTAD En la primera parte del capítulo hemos visto que san Josemaría entiende la libertad, ante todo, como "libertad para" tender al bien con autodeterminación: capacidad de amar, "libertad para amar". Como exigencia de esta capacidad, viene la "libertad de": libertad de la culpa del pecado y de la esclavitud de las pasiones, así como de coacción y de trabas o impedimentos exteriores para el ejercicio de la libertad misma 306. La liberación del pecado y del desorden de las pasiones está ligada a la práctica de las virtudes, que será objeto del capítulo siguiente. Ahora, en lo que sigue, nos vamos a referir principalmente a la libertad de coacción y de impedimentos exteriores: es decir, a las condiciones externas que permiten la expansión de la libertad. Algunas corrientes de pensamiento han reducido la libertad a este aspecto, o sea, a la liberación de determinadas estructuras sociales consideradas opresoras, identificando la libertad con la liberación política y social. La noción de libertad cristiana supera ese reduccionismo, situando la idea de liberación en el lugar que le corresponde, esto es, como exigencia de la expansión de la libertad en el obrar. Ante todo, es preciso tener en cuenta que el ejercicio de la libertad personal es posible también en las circunstancias más adversas de opresión. San Josemaría pone un ejemplo extremo, para mostrar que, mientras no se prive a la persona de su interioridad con métodos de tortura psicológica u otras agresiones que destruyan la capacidad de amar, no es posible eliminar por completo la libertad: Se puede estar prisionero en la celda más horrenda e inhumana, y ser libre, aceptando la voluntad de Dios y amando el sacrificio, con el pensamiento en todas las almas de la tierra. ¡Cuántos mártires de la fe en nuestros días han volado así como las águilas, con el cuerpo entre hierros y el alma libre para amar a Dios sin límites! 307 Este lenguaje resultará incomprensible para quien haya identificado sin más libertad y liberación. Pero también existe el peligro opuesto, de corte espiritualista: el de relegar a un lugar secundario la liberación –las condiciones que permiten la expansión de la libertad– y conformarse con la libertad interior. No son pocos los que, por pensar así, se dejan arrebatar demasiado fácilmente las libertades o no se empeñan en defender sus derechos.
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Consciente del valor de la filiación divina y de la libertad de los hijos de Dios, san Josemaría pide respeto a la persona humana y a su libertad, y promueve una auténtica liberación cristiana. Para él, el don de la libertad reclama las mejores condiciones para su expansión en todos los ámbitos de la vida. Esas condiciones se pueden resumir en dos: – la primera, que nada impida el uso legítimo de la libertad, es decir, que no haya injusta coacción ni sobre la vida interior ni sobre la actividad externa. Esto implica que el cristiano debe defender y promover el respeto a su libertad propia y a la de los demás. Ambas libertades van juntas. Una elemental razón de coherencia ha de llevar al cristiano a comprender que sólo si defiende la libertad individual de los demás con la correspondiente personal responsabilidad, podrá, con honradez humana y cristiana, defender de la misma manera la suya 308. Esta primera condición abarca diversos aspectos que englobaremos bajo el título de una homilía de san Josemaría: "El respeto cristiano a la persona y a su libertad" 309; – la segunda condición para la expansión de la libertad consiste en que cada uno asuma y mantenga fielmente los compromisos libremente aceptados para dirigir el uso de la propia libertad hacia el cumplimiento de la voluntad de Dios. Se trata, para un cristiano, de los compromisos bautismales y de otros que haya adquirido para responder a la llamada personal a la santidad por su camino específico de santificación. Esos compromisos son cauce para la expansión de la libertad. Fuera de ellos la fuerza de la libertad no se dilata sino que se dispersa. Esta segunda condición comprende también diversos aspectos, que reuniremos bajo el título "Los compromisos cristianos como cauce de libertad". 3.1. "El respeto cristiano a la persona y a su libertad" El lector que se acerca por vez primera a las homilías del volumen Es Cristo que pasa, no se extrañará al encontrar títulos como La Eucaristía, misterio de fe y de amor, o La Ascensión del Señor a los Cielos, pero es posible que le sorprenda el tema de la séptima homilía, a la que acabamos de hacer referencia: El respeto cristiano a la persona y a su libertad. Puede que a primera vista no le parezca un asunto de predicación; sin embargo, basta comenzar la lectura para caer en la cuenta de su importancia para la vida espiritual, particularmente en el caso de quienes tienen la misión de santificar el mundo desde dentro. En la enseñanza de san Josemaría es una cuestión capital y, a nuestro juicio, la primera –junto con la libertad interior de la que hemos
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tratado en la primera parte del capítulo– en la que se perciben las consecuencias del sentido de la filiación divina. Quien se sabe hijo de Dios se sabe libre y siente el deber de respetar la libertad de los demás y de exigir que se respete la suya, tanto en su vida interior como en su conducta externa, dentro de los límites que impone la condición de persona humana con su dimensión social e histórica. Si el sentido de la filiación divina es el fundamento de la vida espiritual, el respeto a la libertad viene a ser, en la enseñanza de san Josemaría, como el aire que necesita un hijo de Dios para respirar normalmente. En este tema, los textos tocan principalmente tres aspectos que enunciamos en el orden que nos parece más lógico, antes de detenernos en cada uno de ellos. En primer lugar, se refiere al respeto a la libertad de las personas en cuanto exigido por su dignidad: habla entonces de la "libertad de las conciencias" en general y, concretamente, dentro de la Iglesia, del respeto de la libertad del fiel y de sus derechos. En segundo lugar, se refiere al respeto de la libertad por razón de la materia de las elecciones libres: aquí insiste ampliamente en la "libertad en lo opinable". En tercer lugar, se refiere al respeto de la libertad por razón de la no competencia de la autoridad en determinadas materias, aunque en sí mismas no fueran opinables: se trata principalmente de la "libertad religiosa" o libertad social y civil en materia religiosa. El conjunto de estos tres aspectos permite, en nuestra opinión, ofrecer una visión general de la enseñanza de san Josemaría sobre este importante tema. 3.1.1. "Libertad de las conciencias" La expresión "libertad de las conciencias" es típica del magisterio de Pío XI, aunque tiene su origen en el de León XIII 310. Puede tomarse como emblemática de la doctrina católica acerca del derecho de toda persona a no ser obligada, con coacción física o moral, a actuar contra su conciencia; más aún, a ser positivamente respetada, defendida y ayudada a obrar en conciencia. San Josemaría emplea a menudo esta expresión, partiendo de la enseñanza de los Pontífices, pero, como enseguida veremos, la abre a los nuevos planteamientos que tomarán forma en el Concilio Vaticano II. Conviene advertir desde ahora que, siguiendo la terminología de León XIII y de Pío XI, san Josemaría distingue entre "libertad de las conciencias" y "libertad de conciencia". Esta última expresión, si se entiende como libertad para llevar a cabo cualquier cosa que se decida "en conciencia" sin reconocer un orden moral establecido por Dios, denota una
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concepción incompatible con la visión cristiana. En este sentido escribe que no es exacto hablar de libertad de conciencia (...). Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias (León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20-VI-1888, ASS 20 [1888], 606) 311. Posteriormente, ha evolucionado el sentido de la expresión "libertad de conciencia". Ahora es frecuente emplearla como equivalente a "libertad de las conciencias", lo cual se comprende fácilmente porque, en sí misma, se presta a ser entendida en un sentido o en otro. Por tanto, actualmente ya no tiene por lo general una acepción negativa. Pero es obvio que la doctrina subyacente permanece idéntica. Cuando san Josemaría entendía negativamente la expresión "libertad de conciencia", quería rechazar lo mismo que rechazaba el Magisterio pontificio: el error que designaba en ese momento, no evidentemente lo que significa en otros documentos recientes del mismo Magisterio. Después de esta premisa podemos entrar en el uso que san Josemaría hace de la noción. He defendido siempre la libertad de las conciencias. No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad 312. El texto es bien expresivo de su talante. Hombre de convicciones firmes y de ánimo decidido, Josemaría Escrivá de Balaguer tiene marcada en su personalidad de hijo de Dios la nota característica de un delicado respeto a la libertad, que le lleva a sentir repulsa hacia cualquier tipo de coacción sobre las conciencias y, positivamente, a poner los medios –en el texto citado habla de la oración, del estudio, de la caridad– para ayudar a los demás a usar rectamente la libertad. En este último sentido, su aprecio a la libertad de las conciencias va mucho más allá del simple respeto a la privacy, actitud loable pero estrecha como cauce del apostolado cristiano, que ciertamente exige abstenerse de invadir abusivamente la intimidad de los demás pero que no se contenta con ello, sino que pide una positiva promoción de su libertad. Si interesa mi testimonio personal, puedo decir que he concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de
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obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura 313. El siguiente texto, del que ya hemos citado las primeras palabras, ofrece una explicación de cómo entiende el concepto: Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias (León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20-VI-1888, ASS 20 [1888], 606), que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios 314. Como se ve, aquí aplica el respeto a la libertad de las conciencias al campo de la religión. En otros textos lo refiere, en general, al respeto de las convicciones intelectuales y morales de los demás. En todo caso, al estar las convicciones religiosas en el vértice de las demás, lo que se diga de su respeto abarca el de las otras. También hay que observar que en el texto anterior parece referirse sólo al caso de la conversión a la fe católica o de la incorporación a la Iglesia. En otros momentos, como en la cita que sigue, se ve que piensa en el apostolado en general, no sólo en el apostolado ad fidem. [Es preciso] hacer que desaparezca cualquier forma de intolerancia, de coacción y de violencia en el trato de unos hombres con otros. También en la acción apostólica –mejor: principalmente en la acción apostólica–, queremos que no haya ni el menor asomo de coacción. Dios quiere que se le sirva en libertad y, por tanto, no sería recto un apostolado que no respetase la libertad de las conciencias 315. Después de repudiar de nuevo la injusta coacción, la violencia y la intolerancia 316, san Josemaría menciona, como decíamos, el campo más significativo para la defensa de la libertad de las conciencias: el campo de la acción apostólica. Por tratarse de una actividad con la que se pretende comunicar la verdad y el bien –la verdad plena del Evangelio y el bien excelente de la vida sobrenatural– quizá se podría pensar que ahí está justificada una cierta coacción y de hecho no han faltado a lo largo de la historia quienes han pretendido imponer el Evangelio con medios coercitivos. Sin embargo, al obrar así no han actuado según el espíritu cristiano. No entramos en cuestiones históricas complejas de los "estados cristianos", con sus amalgamas de autoridad civil y eclesiástica, y sus
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confusiones prácticas de diverso género. Hemos de recordar, de todas formas, unas palabras del Vaticano II que proponen la enseñanza constante de la Iglesia: "Es uno de los principales capítulos de la doctrina católica, contenido en la palabra de Dios y enseñado constantemente por los Padres, que el hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios, y que, por tanto, nadie puede ser forzado a abrazar la fe contra su voluntad. Porque el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza, ya que el hombre, redimido por Cristo Salvador y llamado en Jesucristo a la filiación adoptiva, no puede adherirse a Dios que se revela, a menos que, atraído por el Padre, rinda a Dios el obsequio racional y libre de la fe" 317. La enseñanza de san Josemaría recogida en el último texto citado, se encuentra en total sintonía con esta perenne doctrina y se extiende a todos los momentos del itinerario de la fe: no sólo a la conversión a la fe o la plena incorporación a la Iglesia (casos a los que directamente se refiere el texto conciliar), sino a todos los pasos del seguimiento de Cristo. La resolución de abrazar la fe y todas las decisiones de la vida de fe han de ser siempre libres. La conclusión es fuerte: Por eso, cuando alguno intentara maltratar a los equivocados, estad seguros de que sentiré el impulso interior de ponerme junto a ellos, para seguir por amor de Dios la suerte que ellos sigan 318. San Josemaría se refiere concretamente al respeto de las convicciones de los no católicos, pero está claro que es sólo un ejemplo para transmitir radicalmente un espíritu de libertad fundado en la dignidad de ser persona llamada a la adopción divina sobrenatural. Nunca puede estar moralmente justificado, ni por tanto ser aceptable, coaccionar la conciencia de nadie, porque esto sería despreciar su libertad y ofender su dignidad de persona y de hijo adoptivo de Dios (o llamado a serlo). No es lícito "sacrificar la libertad sobre el altar de la verdad" 319, se ha dicho comentando la enseñanza de san Josemaría. Sin renunciar a la verdad, prefiere sufrir con los que se ven injustamente maltratados por sus convicciones, antes que obligar a nadie a salir del error. Las aplicaciones de este espíritu se extienden a todos los campos. Por ejemplo, cuando habla de las relaciones del cristiano –como fiel y como ciudadano– con el poder civil y el eclesiástico, recuerda que la autoridad no debe hacer discriminaciones injustas: En la Iglesia y en la sociedad civil no hay fieles ni ciudadanos de segunda categoría. Tanto en lo apostólico como en lo temporal, son arbitrarias e injustas las limitaciones a la libertad de los hijos de Dios, a la libertad de las conciencias o a las legítimas iniciativas. Son limitaciones que proceden del abuso de autoridad 320.
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En el terreno de las relaciones entre padres e hijos (y más en general en la formación) promueve la confianza precisamente como exigencia de la libertad de hijos de Dios. Ya lo hemos visto más arriba, haciendo referencia a un estudio de Concepción Naval. Como ejemplo concreto podemos recordar lo que aconseja a los padres cuando los hijos han de tomar decisiones sobre la propia vida: Los padres pueden y deben prestar a sus hijos una ayuda preciosa, descubriéndoles nuevos horizontes, comunicándoles su experiencia, haciéndoles reflexionar para que no se dejen arrastrar por estados emocionales pasajeros, ofreciéndoles una valoración realista de las cosas. (...) Pero el consejo no quita la libertad, sino que da elementos de juicio (...). Llega un momento en el que hay que escoger: y entonces nadie tiene derecho a violentar la libertad 321. También el campo de la dirección espiritual personal está empapado de este espíritu de libertad. He aquí las orientaciones que san Josemaría ofrece a quienes la imparten: Dejad siempre una gran libertad de espíritu a las almas. Pensad en lo que tantas veces os he dicho: porque me da la gana, me parece la razón más sobrenatural de todas. La función del director espiritual es ayudar a que el alma quiera –a que le dé la gana– cumplir la voluntad de Dios. No mandéis, aconsejad (...), que cada uno sienta su libertad personal y su consiguiente responsabilidad 322. Hemos puesto algunos ejemplos de diversos ámbitos. Pueden ser suficientes para concluir que el respeto a la libertad de las conciencias, fundado en la dignidad de persona y de hijo de Dios, es un sello característico de toda la enseñanza de san Josemaría. Es un principio desde el que se enfocan temas que no estaban directamente considerados en el magisterio de los Pontífices que emplearon la expresión. 3.1.2. "Libertad y pluralismo en lo opinable" Pasemos ahora al respeto a la libertad de las conciencias por razón de la misma materia de las elecciones libres, y no sólo por la dignidad de persona. Hablamos del respeto a la libertad en materias opinables, pero no en abstracto sino tal como se encuentra en san Josemaría: de modo estrechamente ligado a la vocación y misión de los fieles laicos. "El pluralismo –escribe Ana Marta González reflexionando sobre su enseñanza– es una característica esencial del modo laical de estar en el mundo que se extiende a todos los ámbitos" 323.
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Su sensibilidad hacia estas cuestiones es muy aguda porque tocan el nervio de la santificación en medio del mundo, médula de su misión eclesial. Como ya hicimos notar en la Parte preliminar y al inicio del presente capítulo, san Josemaría considera esencial que se reconozca en la Iglesia la autonomía de los fieles laicos en su actuación profesional, cultural, política, económica, etc., porque sólo así podrán plantear su vida espiritual y realizar su labor apostólica con la iniciativa y la responsabilidad que exige el don de la filiación divina y el sacerdocio recibidos en el Bautismo. La libertad personal del laico católico en estas cuestiones no tiene más límites que la ley de Dios y la fidelidad a la Iglesia Santa; que no son límites, sino precioso don, que hace de las acciones humanas actos de contenido valioso, dignos de un hijo de Dios 324. Para exponer su enseñanza en este tema resulta útil una previa distinción. Todo cristiano posee, en cuanto miembro de la Iglesia, una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a la condición jurídica de fiel, y que tienen su lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc. 325 Además de esto, que es común a todos los fieles, los laicos tienen una misión específica que consiste precisamente en santificar ab intra –de manera inmediata y directa– las realidades seculares, el orden temporal, el mundo 326. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía, aunque es evidente que deberán realizarla en unión con la Jerarquía eclesiástica 327. Mientras que en el primer caso –la cooperación con el apostolado de la Jerarquía– cualquier fiel, también el laico, debe emplear su libertad para secundar los mandatos de la Jerarquía y moverse dentro de esos mandatos, en el segundo caso –el de su apostolado específico en las actividades temporales– el mandato apostólico proviene inmediatamente de Cristo por el Bautismo mismo e implica una serie de derechos y deberes dentro de la sociedad eclesial, en relación con la santificación y el apostola do, que han de ser reconocidos y respetados para que la libertad de los hijos de Dios se pueda dilatar y dar fruto. Por esto, la defensa de la libertad en las actividades temporales constituye un punto clave para san Josemaría. Sin la promoción de esa libertad, los laicos no podrían realizar su misión propia. Se trata de una libertad con todas sus consecuencias, concretamente con la más clara, que es el pluralismo. Cuando se comprende a fondo el valor de la libertad, cuando se ama apasionadamente este don divino del alma, se ama el
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pluralismo que la libertad lleva consigo 328. Una defensa de la libertad que procediera con la pretensión (o con la oculta esperanza) de que todos la empleasen del mismo modo, no sería más que una farsa. El campo de aplicación es tan amplio como el de las actividades temporales. Desde luego, la dimensión moral que todas poseen en cuanto actividades humanas, implica que habrá aspectos en los que el Magisterio de la Iglesia se podrá pronunciar para orientar su ejercicio a la luz del Evangelio. Pero siempre habrá, necesariamente, otros aspectos pertenecientes a la autonomía propia de cada ciencia o arte –de las actividades temporales en general– en los que cabe un pluralismo de opiniones, de posiciones y de soluciones 329. San Josemaría no excluye ninguna actividad temporal de ese pluralismo. Lo defiende incluso en un campo tan estrechamente ligado al Magisterio como es el de la investigación teológica. En este sentido, refiriéndose concretamente al Opus Dei, deja sentado como principio que no pensamos de la misma manera, porque admitimos el mayor pluralismo en todo lo temporal y en las cuestiones teológicas opinables 330. Este pluralismo no es obstáculo a la unidad de la fe; más bien es considerar el respeto a la libertad como importante factor de unidad. Por ejemplo, en el Opus Dei, explica san Josemaría, las diversas opiniones son y serán constantemente prueba de buen espíritu 331. Pero, por significativo que sea el campo de la investigación teológica, no se refieren a él la mayor parte de los textos de san Josemaría sobre la libertad en lo opinable, sino a otro en el que la defensa del pluralismo requiere una particular atención: el campo de las opciones políticas de los fieles cristianos 332. Es un campo en el que siempre acecha el peligro de considerar negativamente el pluralismo, ya sea por una mentalidad autoritaria que ve con malos ojos todo lo que escapa a su dominio, o bien por un espíritu gregario que se siente seguro con la uniformidad y se inquieta con la diversidad. En los escritos de san Josemaría "existen abundantes reflexiones teológico-morales sobre la acción de los cristianos en el terreno social y político, pero no encontramos en ellos lo que comúnmente se entiende por "ideas u opiniones políticas". Este hecho corresponde a una línea de conducta reflexivamente asumida y constantemente respetada" 333. Según Ángel Rodríguez Luño, si se quisiera expresar en una fórmula sintética el pensamiento de san Josemaría sobre la acción social y política, "esa fórmula no sería otra que la del nexo indisoluble entre la libertad personal y la correspondiente personal responsabilidad" 334. Y Antonio García-Moreno
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observa que "el amor a la libertad le llevó siempre a respetar en grado sumo las ideas políticas de todos los laicos. En su actuación en la vida pública los considera libérrimos de optar por uno u otro partido, con la única y lógica orientación vinculadora de la doctrina de la Iglesia" 335. El mismo autor concluye con la siguiente cita que atestigua la importancia que san Josemaría concede al tema: Esta doctrina de libertad ciudadana, de convivencia y de comprensión, forma parte muy principal del mensaje que el Opus Dei difunde 336. La insistencia en este punto está relacionada históricamente con factores muy diversos entre sí. Uno de ellos es la instauración de regímenes totalitarios en diversos países, especialmente en la Europa del siglo XX. Su postura era neta: Es necesario amar la libertad. Evitad ese abuso que parece exasperado en nuestros tiempos –está patente y se sigue manifestando de hecho en naciones de todo el mundo– que revela el deseo, contrario a la lícita independencia de los hombres, de obligar a todos a formar un solo grupo en lo que es opinable, a crear como dogmas doctrinales temporales; y a defender ese falso criterio con intentos y propaganda de naturaleza y substancia escandalosas, contra los que tienen la nobleza de no sujetarse 337. Otro factor es la tendencia, dentro de la Iglesia, a promocionar la unidad de los católicos en la política (y en diversos sectores profesionales), ante la necesidad de hacer frente a la presión laicista y marxista. Ya nos hemos referido a esta cuestión en la Parte preliminar. Gabriel Zanotti estima que en la práctica y con cierta frecuencia, los principios básicos de la Doctrina social de la Iglesia han sido "asumidos y vividos como una propuesta política y económica más, con aplicaciones y soluciones concretas (...) [que serían] la única posición temporal posible para un católico" 338. Desde luego, no faltan claras refutaciones de este temporalismo, añade el autor, pero en todo caso opina que "si hay alguien que no se ha confundido en esta cuestión, es Josemaría Escrivá de Balaguer" 339. En la biografía escrita por Andrés Vázquez de Prada puede verse –con documentación histórica– cuánto hubo de esforzarse san Josemaría para defender el pluralismo de los cristianos en política 340. Incansablemente reclamaba para los fieles laicos libertad absoluta en todo lo temporal, porque no existe una única fórmula cristiana para ordenar las cosas del mundo 341. Un enunciado recorre sus escritos expresando eficazmente la idea: No hay dogmas en las cosas temporales
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342. Principio cargado de consecuencias que ilustra con las siguientes palabras: Pretender imponer dogmas en lo temporal conduce, inevitablemente, a forzar las conciencias de los demás, a no respetar al prójimo. (...) Un cristiano debe hacer compatible la pasión humana por el progreso cívico y social con la conciencia de la limitación de las propias opiniones, respetando, por consiguiente, las opiniones de los demás y amando el legítimo pluralismo 343. "Con esto –comenta Juan José Sanguineti– no pretendía sostener una especie de "liberalismo cristiano", en el sentido de separar las actividades seculares (política, ciencias, artes, etc.) de la fe, que quedaría relegada a la vida de piedad y a la teología. Nada sería más contrario a su pensamiento. Con gran fuerza sostuvo siempre, como parte de su mensaje sobre la santificación del trabajo y de las estructuras seculares, que la fe cristiana debe iluminar todos los problemas temporales y que el cristiano no puede dejar de serlo cuando es parlamentario, médico, arquitecto, etc. (cfr. Camino, n. 353), pues tiene que santificar el trabajo y el mundo, para llevarlos a Cristo (...). Pero esto ha de hacerlo no de un modo integrista o fundamentalista, sino en libertad, sin vincular la fe cristiana a sus soluciones y opciones personales, por muy nobles y acertadas que sean" 344. San Josemaría fomenta la unidad de los cristianos en la fe, pero se trata de una unidad que no es uniformidad, que no consiste en que piensen todos lo mismo, ni en que militen en un solo partido: no es ésa la voluntad de Dios, que no sólo respeta sino que ha creado nuestras personalidades y nuestras inclinaciones, diversas las unas de las otras; que quiere que el hombre crezca y madure ejerciendo su libertad, que desea que la historia humana recorra su camino. Una unidad que es más honda y profunda que todo eso, porque es de otro orden: de orden divino, del orden de la fe y de la caridad 345. Para él, unidad espiritual y variedad en las cosas temporales son compatibles cuando no reina el fanatismo y la intolerancia 346. Fanatismo es no considerar lo opinable como opinable. En este sentido, es un "error gnoseológico" 347, que conduce a actitudes ajenas al espíritu cristiano de libertad, aunque se revistan de un aparente celo por la unidad. Un verdadero cristiano no piensa jamás que la unidad en la fe, la fidelidad al Magisterio y a la Tradición de la Iglesia, y la preocupación por hacer llegar a los demás el anuncio salvador de Cristo, esté en contraste con
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la variedad de actitudes en las cosas que Dios ha dejado, como suele decirse, a la libre discusión de los hombres. Más aún, es plenamente consciente de que esa variedad forma parte del plan divino, es querida por Dios que reparte sus dones y sus luces como quiere. El cristiano debe amar a los demás, y por tanto respetar las opiniones contrarias a las suyas, y convivir con plena fraternidad con quienes piensan de otro modo 348. Estas palabras pueden servir de síntesis del pensamiento de san Josemaría que hemos pretendido recoger en este apartado y en el anterior. En ellas se armonizan las dos motivaciones del respeto a la libertad de las conciencias que venimos comentando: la dignidad de persona que reclama un amor no condicionado por la diferencia de convicciones, y la valoración positiva del pluralismo en lo opinable. La principal de ellas es la primera: La raíz del respeto a la libertad está en el amor. Si otras personas piensan de manera distinta a como pienso yo, ¿es eso una razón para considerarlas como enemigas? 349 El amor lleva a un respeto atento de la libertad, y este respeto es, para san Josemaría, condición de la convivencia 350. Porque no es un respeto que conduce a aislarse y a aislar a cada uno en sus opiniones (un "allá tú con tus ideas"), sino un verdadero aprecio de la libertad responsable y del pluralismo. Se comprende que Josemaría Escrivá de Balaguer haya sido llamado "maestro de la convivencia" 351. Esto nos introduce ya en el tema siguiente. 3.1.3. Libertad en la sociedad civil: "libertad religiosa" y "liberación de los hijos de Dios" San Josemaría impulsa de muchos modos la tarea, en la que el cristiano ha de ser protagonista, de promover unas condiciones de vida en la sociedad civil –materializadas en leyes, costumbres y estructuras de diverso género– que faciliten el ejercicio de la libertad y sean, por tanto, adecuadas a la dignidad de hijos de Dios y aptas para favorecer el perfeccionamiento humano de todos los ciudadanos. En este ámbito, el primer aspecto de la libertad que es preciso salvaguardar y fomentar –el más importante por su naturaleza– es la "libertad religiosa". Como se sabe, a partir de la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II, el Magisterio entiende esta expresión como equivalente a "libertad social y civil en materia religiosa". Consiste en que los ciudadanos estén exentos de coacción por parte de la sociedad y del Estado en cuestiones de religión, dentro de los límites del orden público impuestos por el bien común político, que el Estado debe tutelar 352.
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Recordemos, aunque sea muy conocido, que "libertad religiosa" no significa que dé lo mismo escoger una religión que otra, ni que la conciencia sea independiente de la verdad religiosa. Significa que cada uno tiene derecho a que se respete su libertad para buscar la verdad religiosa y para profesarla sin coacción por parte de la sociedad o del Estado. Esto no implica indiferentismo religioso (Dignitatis humanae lo rechaza desde el comienzo, afirmando que la "única verdadera religión" 353 es la católica), sino limitación de las competencias del Estado. San Josemaría no emplea la expresión "libertad religiosa", pero el concepto no le resulta extraño. Para comprenderlo conviene tener en cuenta que en el derecho a la libertad religiosa se pueden distinguir dos aspectos. Por una parte, es una manifestación necesaria del respeto a la libertad de las conciencias (en este sentido, hay textos de san Josemaría sobre la libertad de las conciencias que se refieren a la libertad religiosa, como enseguida veremos); por otra, es una consecuencia de "la delimitación jurídica del poder público (...) en relación con el libre ejercicio de la religión en la sociedad" 354. El Magisterio señala, en efecto, que la autoridad civil no puede coaccionar en materia religiosa, mientras se respete el "orden público", porque no es materia de su competencia. No es misión del Estado exponer la revelación sobrenatural, ni indicar a los ciudadanos las prácticas de culto que han de vivir, ni guiarles en ese ámbito. "La autoridad civil, cuyo fin propio es velar por el bien común temporal, debe reconocer la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla; pero hay que afirmar que excede sus límites si pretende dirigir o impedir los actos religiosos" 355. Este segundo aspecto también se halla presente en san Josemaría, aunque en menor medida que el de la libertad religiosa como exigencia del respeto a la libertad de las conciencias. A veces se encuentra sólo de modo implícito y unido al primero. Por ejemplo, cuando –respondiendo a una pregunta sobre la "enseñanza de la religión dentro de los estudios universitarios", en el contexto de la España de la década de 1960 donde, al ser un estado confesionalmente católico, esa enseñanza formaba parte del curriculum en la universidad pública–, afirma que nadie puede violar la libertad de las conciencias: la enseñanza de la religión ha de ser libre, aunque el cristiano sabe que, si quiere ser coherente con su fe, tiene obligación grave de formarse bien en ese terreno 356. Afirma, pues, que el Estado no puede imponer como obligatoria para todos la enseñanza de una determinada religión en las instituciones educativas estatales, porque eso supondría "violar la libertad de las conciencias" de quienes no se adhieren a esa religión. Con razón hace notar Martin Rhonheimer que san Josemaría, al entender la expresión "libertad de las conciencias" en su sentido más
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profundo y esencial "hace saltar las fórmulas tradicionales y se abre a una comprensión más amplia" 357. Al pedir respeto a la libertad de las conciencias también por parte del Estado, está sosteniendo implícitamente el principio de "libertad social y civil en materia religiosa" contenido en la Declaración Dignitatis humanae. Por esto se ha podido afirmar que "Josemaría Escrivá de Balaguer defendió la libertad religiosa (...) entendida como una profundización y desarrollo armónico de la doctrina católica" 358. Por lo demás, manifestaba expresamente su aprecio a este documento del Vaticano II en una entrevista concedida en 1966 al periódico "Le Figaro": Comprenderá que siendo ése el espíritu que desde el primer momento hemos vivido, sólo alegría pueden producirme las enseñanzas que sobre este tema [la libertad religiosa] ha promulgado el Concilio 359. En otras ocasiones se refiere expresamente a la distinción de las competencias de la Iglesia y del Estado. En una de sus Cartas, después de citar Mt 22, 21 ("Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios"), comenta: Distinguió Cristo los campos de jurisdicción de dos autoridades: la Iglesia y el Estado y, con ello, previno los efectos nocivos del cesarismo y del clericalismo. (...) Fijó la autonomía de la Iglesia de Dios y la legítima autonomía de que goza la sociedad civil, para su régimen y estructuración técnica 360. Le resulta connatural defender la autonomía del Estado, pero delimita sus competencias rechazando el cesarismo y exigiendo respeto a la autoridad de la Iglesia en la materia de su jurisdicción pública. Esta delimitación de las competencias del Estado no implica, ni para Dignitatis humanae ni para san Josemaría, sostener un indiferentismo del Estado en materia religiosa. El Estado no debe imponer ni dirigir la vida religiosa de los ciudadanos, pero sí "favorecer la vida religiosa de los ciudadanos" 361. ¿Qué significa esto? ¿Cómo entiende Josemaría Escrivá de Balaguer la diferencia entre "no dirigir" y "favorecer" la vida religiosa de los ciudadanos? En relación con este punto cita textualmente un pasaje de la Declaración conciliar, según el cual la libertad religiosa, como se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo (Conc. Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, n. 1). A este deber de cada hombre, y de la sociedad, corresponde, por parte nuestra, un deber apostólico
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correlativo, del que Dios nos pedirá cuentas, porque nos da también la gracia para cumplirlo 362. Como se ve, resalta el deber del individuo y de la sociedad hacia la verdadera religión. Por lo que se refiere a cada persona, está claro que ha de buscarla y, una vez conocida, abrazarla 363. Pero además, siendo miembro de la sociedad, este deber le obliga no sólo individual sino también socialmente. Hay que entender correctamente las palabras "dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios", porque la distinción establecida por Cristo no significa, en modo alguno, que la religión haya de relegarse al templo –a la sacristía– ni que la ordenación de los asuntos humanos haya de hacerse al margen de toda ley divina y cristiana. Porque esto sería la negación de la fe de Cristo, que exige la adhesión del hombre entero, alma y cuerpo; individuo y miembro de la sociedad 364. Por tanto, respetando la libertad de los que no comparten la misma fe, los cristianos han de dar a Dios el culto público, que la sociedad como tal está obligada a rendir al Señor 365. Nótese que san Josemaría habla aquí de la sociedad, no del Estado. Es la sociedad –concretamente los cristianos en cuanto miembros de ella– quien ha de dar ese culto. El Estado no debe dirigir ese culto público, pero sí favorecer que los miembros de la sociedad lo eleven a Dios. Sin detenernos en otras cuestiones de doctrina católica sobre el Estado, nos parece necesario un breve comentario a las citas anteriores. El punto de partida es que el Estado no debe impedir el culto público de ninguna religión, dentro de los límites del orden público y de la moralidad pública. Esto no ofrece problemas. Una duda puede surgir cuando se considera que debe "favorecerlo". ¿Ha de favorecer por igual el culto público de todas las religiones? Para responder a esta pregunta hay que tener en cuenta que es competencia del Estado promover en su ordenamiento los principios de la ley natural que afectan a la convivencia social. Estos principios no son exclusivos de una religión determinada. Entre ellos se encuentran, por ejemplo, la defensa de la vida humana inocente, la promoción de la unidad y estabilidad del matrimonio, la tutela de la propiedad privada compatiblemente con su función social, etc. Ahora bien, estos principios no son reconocidos por igual en todas las religiones. En el caso de la religión católica hay que decir que enseña íntegramente la ley natural y educa a observarla. Un Estado que se atiene a su misión específica puede favorecer su acción en este sentido, legítimamente. Respecto a las demás religiones, no ha de impedir lo que se mantiene dentro del orden público, y puede favorecer los aspectos que contribuyan al bien
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común, no los que lo perjudiquen. Conducirse de este modo no es, ciertamente, abogar por una "confesionalidad católica del Estado" –que la Iglesia no pide 366–; es, en cambio, exigir que se respete la ley natural, accesible a la razón, en sus dimensiones socialmente relevantes. "Los fieles católicos pueden y deben pretender que el ambiente y las leyes de su sociedad recojan esas exigencias para todos, no como si fuesen preferencias puramente religiosas que debieran quedar amparadas por la inmunidad de coacción (...) [sino según] los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano" 367. Otra cuestión es cómo se puede conocer con seguridad la ley natural, principalmente en lo que afecta de modo directo a la convivencia social, en la presente situación de la humanidad. En esto es fundamental el apostolado de los cristianos que, además de poder acceder a esos principios con la razón, como todos, cuentan con la certeza que les proviene de la fe y la enseñanza de la Iglesia. San Josemaría impulsa a realizar ese apostolado con pleno respeto a la libertad de las conciencias y del derecho a la libertad religiosa en la vida social. Pasemos ahora a una última cuestión muy presente en san Josemaría y estrechamente relacionada con la anterior. La promoción de la libertad reclama también que se erradiquen las estructuras injustas que se dan en la sociedad como consecuencia del pecado, ya que impiden o estorban el ejercicio de la libertad misma. Es lo que hemos llamado en el título de este apartado, "liberación de los hijos de Dios". Ésta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social 368. Tú, por cristiano –investigador, literato, científico, político, trabajador...–, tienes el deber de santificar esas realidades. Recuerda que el universo entero –escribe el Apóstol– está gimiendo como en dolores de parto, esperando laliberación de los hijos de Dios 369. El tema está relacionado con el de la libertad religiosa ya que se trata de la "moralidad pública", es decir, de promover unas relaciones justas de los ciudadanos entre sí y con el Estado, que son elemento constitutivo del bien común político y, por tanto, presupuesto necesario para el ejercicio de la libertad en la sociedad, comenzando por la libertad en materia religiosa. Estructuras contrarias a la moralidad pública son, por ejemplo, las costumbres que implican discriminaciones por la raza, el sexo o la posición económica; las situaciones de pobreza y de miseria que proceden de
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injusticias; la leyes contrarias al respeto debido a la vida humana o a la dignidad del matrimonio; la corrupción moral en las actividades económicas y políticas; etc. Procurar sustituir estas estructuras por otras que sean justas, forma parte importante de la promoción de la libertad que han de realizar los hijos de Dios, porque la libertad es una planta fuerte y sana, que se aclimata mal entre piedras, entre espinas o en los caminos pisoteados por las gentes (cfr. Lc 8, 5-7) 370. Al mismo tiempo no se debe perder de vista que el cristiano, si llega el caso, ha de saber sufrir la injusticia con libertad interior, uniéndose a la Pasión de Cristo. San Pablo reprende a algunos que, para reivindicar sus derechos, denunciaban a sus hermanos en la fe ante los tribunales paganos: "¿Por qué no preferís sufrir la injusticia? ¿Por qué no preferís ser despojados?" (1Co 6, 7). No hace falta que nos detengamos en el contexto de estas palabras, recordando lo que representaba en aquella época acudir a un juez pagano, etc. La sustancia es que, en cuestiones temporales, un cristiano no ha de hacer valer sus derechos "a toda costa" o a cualquier precio. En ocasiones la caridad conducirá a sufrir la injusticia, en otras exigirá combatirla. Por su parte, san Pedro enseña: "Si tuvierais que padecer a causa de la justicia, bienaventurados vosotros (...), pues es mejor padecer por hacer el bien, si ésa fuera la voluntad de Dios, que por hacer el mal. Porque también Cristo padeció una vez para siempre por los pecados, el justo por los injustos, para llevaros a Dios" (1P 3, 14.17-18). La libertad cristiana es ante todo libertad interior; y su conquista exige primariamente la liberación del pecado. El dolor físico, o la pobreza, o el sufrir una injusticia, se pueden padecer por amor y no impiden la libertad interior. En 1974, durante una charla de catequesis en un país de América latina, cuando tomaba auge una "Teología de la liberación" con ciertas connotaciones del pensamiento marxista que más tarde suscitaría la intervención del Magisterio 371, preguntaron a san Josemaría: "¿Nos podría explicar en qué consiste la liberación?" La respuesta fue: ¡Liberarse del pecado! ¡Liberarse de las cadenas de las pasiones malas! ¡Liberarse de los vicios! ¡Liberarse de las malas compañías! ¡Liberarse de la flojera! ¡Liberarse de la fealdad del alma y de la del cuerpo! (...) Pero el dolor es una bendición de Dios. ¡Bendito sea el dolor! ¡Amado sea el dolor! ¡Santificado sea el dolor! ¡Glorificado sea el dolor! ¿Qué sería del mundo sin el dolor? ¡Sería una pena! Un cuadro sin sombras, no es un cuadro. ¿Sólo hay luces? No, no; tiene que haber sombras. Y el dolor, llevado por Amor, es algo muy sabroso, estupendo. Todas las mamás lo saben. Todas las esposas y los esposos lo saben. Todos los papás saben que
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el dolor es muy bueno. De modo que querer liberarse del dolor, de la pobreza, de la miseria, es estupendo; pero eso no es liberación. Liberación es lo otro. Liberación es... ¡llevar con alegría la pobreza!, ¡llevar con alegría el dolor!, ¡llevar con alegría la enfermedad! 372 Sin embargo, el hecho de que el dolor se pueda ofrecer a Dios no significa que no se deba hacer lo posible para aliviarlo. Y lo mismo respecto a las injusticias. En la enseñanza de san Josemaría no hay lugar para el "conformismo" con las estructuras en las que el pecado ha "cristalizado". Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo 373. Hay en estas palabras una aguda sensibilidad hacia la defensa de los derechos de la persona que protegen la dignidad y la libertad, pero es siempre una defensa por amor a Dios, una defensa como la de Cristo que exige respeto de la justicia en la tierra pero no hace de ella el fin último y por eso sabe sufrir la injusticia ordenándola a lo único necesario, de modo que el sufrimiento de la injusticia adquiere valor redentor. 3.1.4. "Santa intransigencia, santa coacción, santa desvergüenza" El respeto a la libertad es premisa imprescindible para entender el significado de tres expresiones utilizadas en Camino, a primera vista sorprendentes y paradójicas: El plano de santidad que nos pide el Señor, está determinado por estos tres puntos: La santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza 374. No han faltado incomprensiones en relación con este texto. Martin Rhonheimer observa que, ante tales expresiones –se refiere sobre todo a la "santa coacción"– los críticos parecen "sucumbir a un fallo hermenéutico" 375: identifican "santa coacción" con "coacción por motivos santos". Lo mismo vale para la "santa intransigencia", que interpretarían como "intransigencia por motivos santos". La confusión, o la manipulación del sentido es bastante evidente. Rhonheimer hace notar que la palabra "coacción" en el término "santa coacción", está empleada en sentido analógico. Quien la tomara en sentido unívoco "recordaría a ciertos fariseos del Evangelio" 376 que tergiversaban las palabras de Jesús para tener de qué acusarlo. Veamos el sentido de estas expresiones que san Josemaría empleaba en su predicación al menos desde 1931 377.
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1. La "santa intransigencia" consiste en mantener y confesar íntegras las verdades de la fe. Por la gracia de Dios, que nos hizo nacer a su Iglesia por el Bautismo, sabemos que no hay más que una religión verdadera, y en ese punto no cedemos, ahí somos intransigentes, santamente intransigentes. ¿Habrá alguien con sentido común –suelo deciros– que ceda en algo tan sencillo como la suma de dos más dos? ¿Podrá conceder que dos y dos sean tres y medio? La transigencia –en la doctrina de fe– es señal cierta de no tener la verdad, o de no saber que se posee 378. Esta actitud no se opone a la transigencia con las personas sino que la reclama. La formación cristiana debe manifestarse en la comprensión –en la transigencia– con que tratáis a las personas que defienden ideas contrarias, aunque seáis intransigentes con las ideas, cuando son opuestas a las enseñanzas del dogma o de la moral de la Iglesia 379. La "santa intransigencia" en la doctrina no se opone, pues, al respeto de la libertad. Es defender y proteger la verdad como raíz de la libertad. El Magisterio de la Iglesia enseña que "no disminuir en nada la doctrina salvadora de Cristo es una forma eminente de caridad hacia las almas (...). Él fue intransigente con el mal, pero misericordioso hacia las personas" 380. En un estudio sobre este tema, Jesús Ballesteros hace ver que en la enseñanza de san Josemaría "la universalidad en el respeto a la igual dignidad de todos los seres humanos va coherentemente unida al rechazo del relativismo (...). En este punto puede decirse que los escritos del Fundador del Opus Dei tienen un tono anticipador, ya que constituyen una crítica avant la lettre de lo que podría llamarse postmodernidad decadente; es decir, la propuesta de que "todo vale", de que todas las opiniones valen lo mismo, lo que conduce al desarme del individuo y de la sociedad para hacer frente a los errores y a los horrores. Sirva de muestra un texto muy gráfico contenido en Forja: Los católicos –al defender y mantener la verdad, sin transigencias– hemos de esforzarnos en crear un clima de caridad, de convivencia, que ahogue todos los odios y rencores (n. 564). O bien, este otro del mismo libro: El error no sólo oscurece la inteligencia, sino que divide las voluntades. –En cambio, "veritas liberabit vos" –la verdad os librará de las banderías que agostan la caridad. (n. 842). Este es el modo adecuado de comprender lo que, con expresión valiente, designó como "santa intransigencia"" 381. Hay que armonizar –concluye Ballesteros– "el respeto a la dignidad de las personas con la justa defensa de la verdad, defendiendo la verdad con caridad (cfr. Ef 4, 15)" 382.
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Juan José Sanguineti hace notar que Josemaría Escrivá de Balaguer ha recibido también la crítica diametralmente opuesta. Al advertir cómo valora el respeto a las opiniones ajenas, señalando la importancia de mantener lo opinable como opinable, sin dogmatizarlo, se ha querido clasificar su postura junto con la de filósofos recientes, como K. Popper, que han relacionado la opinabilidad de toda cuestión antropológica ("no hay dogmas") con la posibilidad de la convivencia democrática, ya que pretender que se conoce la verdad en ese ámbito conduciría a intentar imponerla a los demás, con actitudes dictatoriales. La convergencia con san Josemaría es bastante débil porque, de una parte, él sostenía los dogmas que propone la Iglesia; y de otra, porque "no pensaba que la creencia en dogmas intangibles fuera generadora de intolerancias o violencias. Si eso se daba, era un abuso, contrario a la misma fe cristiana. Él siempre impulsó al respeto de la libertad de los que no tienen la fe católica, enseñando a ser "intransigentes" en las verdades de la fe, que no pueden asumirse como meras opiniones discutibles, pero a ser en cambio transigentes y comprensivos con todas las personas, cualesquiera que fueran sus creencias religiosas" 383. Somos muy amigos de la libertad. Todo nuestro apostolado tiene esta base, y de un modo muy especial el apostolado ad fidem, por el que sentimos predilección. La fe no puede imponerse a martillazos: la gracia de Dios y la libertad humana han de cooperar en íntima armonía. Eso nada tiene que ver con el indiferentismo o con un cierto relativismo subjetivista 384. Respetad la libertad de los demás y la libertad de la gracia; y, al mismo tiempo, confesad vuestra fe con las obras y con las palabras 385. 2. La "santa coacción", expresión que hace referencia al apostolado, tampoco tiene nada que ver con la falta de respeto a la libertad. El apostolado exige la libertad. "Compelle intrare" (Lc 14, 23), dice el Señor en la parábola de los invitados a las bodas: "oblígales a entrar". Para san Josemaría es una invitación, una ayuda a decidirse, nunca –ni de lejos– una coacción 386. Entiende esas palabras de Jesús de modo bien diverso a como fueron entendidas hace siglos en el contexto de la lucha contra las herejías 387. El "compelle intrare", explica, no es como un empujón material, sino la abundancia de luz, de doctrina; el estímulo espiritual de vuestra oración y de vuestro trabajo, que es testimonio auténtico de la doctrina; el cúmulo de sacrificios, que sabéis
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ofrecer; la sonrisa, que os viene a la boca, porque sois hijos de Dios (...). Añadid, a todo esto, vuestro garbo y vuestra simpatía humana, y tendremos el contenido del compelle intrare 388. En la parábola de los invitados a la cena, el padre de familia, después de enterarse de que algunos de los que debían acudir a la fiesta se han excusado con razonadas sinrazones, ordena al criado: sal a los caminos y cercados e impele –compelle intrare– a los que halles a que vengan (Lc 14, 23). ¿No es esto coacción? ¿No es usar violencia contra la legítima libertad de cada conciencia? Si meditamos el Evangelio y ponderamos las enseñanzas de Jesús, no confundiremos esas órdenes con la coacción. Ved de qué modo Cristo insinúa siempre: si quieres ser perfecto..., si alguno quiere venir en pos de mí... Ese compelle intrare no entraña violencia física ni moral: refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza de Dios: mirad cómo atrae el Padre: deleita enseñando, no imponiendo la necesidad. Así atrae hacia Él (S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 7) 389. 3. Por último, la "santa desvergüenza". Es un aspecto del dominio de la razón sobre los sentimientos: dominio necesario para defender la propia libertad de comportarse cristianamente, sin dejarse condicionar por el entorno, y sin que el ambiente sea un freno para el apostolado. Ríete del ridículo. –Desprecia el qué dirán. Ve y siente a Dios en ti mismo y en lo que te rodea. Así acabarás por conseguir la santa desvergüenza que precisas, ¡oh paradoja!, para vivir con delicadeza de caballero cristiano 390. ¿Si tienes la santa desvergüenza, qué te importa del "qué habrán dicho" o del "qué dirán"? 391 Estas tres actitudes –la "santa intransigencia", la "santa coacción" y la "santa desvergüenza"– determinan el plano de la santidad, afirma san Josemaría en el citado número de Camino. Se pueden entender, por tanto, como puntos de referencia que permiten comprobar si el ejercicio de la libertad se mueve en ese plano. La "santa intransigencia" en la doctrina es, en efecto, señal clara de que la razón está perfeccionada por el conocimiento de la verdad; la "santa coacción" indica que la voluntad tiene la firme intención de dirigirse hacia Dios, procurando que otras personas quieran libremente unirse a Él; y la "santa desvergüenza" evidencia que los sentimientos están al servicio de la razón y de la voluntad, la doble raíz de
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la libertad. Los tres puntos "determinan el plano de la santidad" porque manifiestan que se ejercita efectivamente la libertad de los hijos de Dios. 3.2. Los compromisos cristianos como cauce de libertad Un "compromiso", en general, es una obligación contraída. Todo cristiano adquiere con el Bautismo unos compromisos que se vigorizan en la Confirmación y se renuevan en diversas ocasiones a lo largo de la vida. Además, al descubrir su personal vocación a la santidad y la misión que Dios le encomienda, el bautizado puede adquirir otros compromisos para llevar a cabo esa vocación (como, por ejemplo, los del matrimonio). Aquí hablaremos de los compromisos a los que san Josemaría se refiere continuamente: los que puede adquirir un cristiano corriente para cristalizar de un modo específico aquellos mismos compromisos que ya tiene por el Bautismo, sin cambiar su condición eclesial. ¿Cómo se conjuga la libertad de hijos de Dios, propia de la vocación cristiana, con la asunción de compromisos que sirven a esa misma vocación? Una respuesta general a esta pregunta no requiere muchas palabras. Basta recordar la distinción entre "libertad de" y "libertad para". Si la libertad se entiende como posibilidad de hacer diversas cosas, está claro que cualquier compromiso la limita, ya que al comprometerse en una cosa ha de prescindir de otras. Pero sabemos que una libertad dedicada a mantener abiertas todas las opciones posibles (o cuantas más mejor) no sirve al bien de la persona. Es una libertad que edifica poco o nada. Si se la comprende, en cambio, como libertad para el bien –para amar a Dios y por amor a Dios– entonces la asunción de compromisos no la limita necesariamente. Dependerá de qué compromisos se trate. Si son ataduras que estorban la libertad cristiana es evidente que merecen ser rechazadas. A ellas se refiere san Josemaría cuando escribe: Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero –¡nos quiere Cristo!– hijos de Dios 392. Hay, por el contrario, compromisos que potencian la libertad y estos no deben temerse. Se ha escrito, comentando su enseñanza, que ""dejarse condicionar" por los compromisos asumidos del proyecto personal de vida buena y renunciar a algún bien parcial, aunque suponga sacrificio, implica refuerzo del recto ejercicio de la libertad, que hace crecer éticamente a la persona" 393. San Josemaría satiriza la actitud de quienes huyen del compromiso por miedo a perder su libertad: ¿Qué aprovechan de esa riqueza sin un compromiso serio, que oriente toda la existencia? Un comportamiento así se opone a la categoría
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propia, a la nobleza, de la persona humana. Falta la ruta, el camino claro que informe los pasos sobre la tierra: esas almas –las habéis encontrado, como yo– se dejarán arrastrar luego por la vanidad pueril, por el engreimiento egoísta, por la sensualidad. Su libertad se demuestra estéril, o produce frutos ridículos, también humanamente. El que no escoge –¡con plena libertad!– una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros, vivirá en la indolencia –como un parásito–, sujeto a lo que determinen los demás. Se prestará a ser zarandeado por cualquier viento, y otros resolverán siempre por él (...). ¡Pero nadie me coacciona!, repiten obstinadamente. ¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria libertad, que no se arriesga a aceptar responsablemente las consecuencias de actuaciones libres, personales. Donde no hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad: allí –no obstante las apariencias– todo es coacción. El indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado 394. Como dan a entender estas palabras, predica una "libertad comprometida", enriquecida por la asunción de compromisos nobles que manifiestan la determinación de responder a la vocación cristiana y conducen a coronarla. 3.2.1. Los compromisos bautismales: "renunciar al pecado", vivir como hijos de Dios Durante la Vigilia pascual, el celebrante pregunta a la asamblea de los fieles: "¿Renunciáis al pecado, para vivir en la libertad de los hijos de Dios? (...) ¿Renunciáis a Satanás, autor y principio del pecado?..." 395. Al responder "renuncio", el cristiano se obliga a enfrentarse radicalmente a Satanás, rechazando el pecado, como condición para vivir en la libertad de los hijos de Dios. Esta "renuncia" no es la renuncia a un bien, sino a un mal que lleva a la esclavitud. Por eso, renunciar al pecado no es perder la libertad. No es dejar de obrar porque me da la gana (elemento esencial de la libertad), sino evitar hacer lo que me da la gana (en el caso de que no sea bueno). Lo bueno para el hombre es que ejerza la libertad para alcanzar su perfección y felicidad, que está en el amor de Dios, a través del cumplimiento de su voluntad. No pierde su libertad quien se decide a no utilizarla de modo
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opuesto a la ley moral. Con esta renuncia sólo gana. En cambio, "al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo" 396. La "renuncia al pecado" es ciertamente una renuncia a realizar determinadas acciones, y en ese sentido es un límite para la libertad. Pero es un límite a su corrupción, no a su perfección; un límite por debajo del cual no hay libertad cristiana sino libertinaje. San Pablo enseña a distinguir los términos: "Vosotros, hermanos, fuisteis llamados a la libertad; pero que esta libertad no sea pretexto para la carne, sino servíos mutuamente por amor" (Ga 5, 13). La libertad de cada uno está limitada por la lealtad a su vocación de cristiano 397. "La primera libertad –escribe san Agustín– consiste en estar exentos de crímenes..., como serían el homicidio, el adulterio, la fornicación, el robo, el fraude, el sacrilegio y pecados como éstos. Cuando uno comienza a no ser culpable de estos crímenes (y ningún cristiano debe cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta..." 398 Comprometerse a renunciar al pecado no lesiona la libertad, sino que la beneficia y la garantiza. Pero evidentemente los compromisos bautismales no se satisfacen con la simple renuncia al pecado grave ni con el respeto de las prohibiciones de la ley moral, porque esos compromisos tienden a impulsar positivamente la vida cristiana hacia su fin último, la santidad y el apostolado. Por eso, cuando se renuevan, la Iglesia exhorta no sólo a renunciar al pecado, sino a vivir como hijos de Dios, concretamente a "vivir en la libertad de los hijos de Dios" 399, aquella "libertad para la que Cristo nos ha liberado" (Ga 5, 1). San Pablo, que otras veces describe la obra redentora como un "rescate" del mal (cfr. Ga 3, 13), la presenta en este último texto como "liberación", en el sentido de que Cristo nos otorga un bien precioso, el bien de la libertad 400. Por nuestra parte, rechazar el pecado es sólo el primer paso hacia la libertad. Le ha de seguir otro, el de vivir como hijos de Dios. Estos dos pasos o momentos interiores se perciben claramente en la parábola del joven rico. Jesús le enseña primero que la vida del discípulo comporta "cumplir" los mandamientos; y después añade: "ven y sígueme" (Lc 18, 22). No sólo le exhorta a evitar el mal: le invita a entregar su vida con Él. Y así como la renuncia al pecado no es una pérdida de libertad, tampoco lo es el compromiso de seguir a Cristo. La libertad y los compromisos cristianos no se oponen. El compromiso de seguir a Cristo hace más libres porque encauza la libertad
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hacia el amor a Dios. Como Dios se identifica con el Amor (cfr. 1Jn 4, 8) y las obligaciones que exige el Amor elevan y liberan la conducta entera, resulta que dejarse condicionar por nuestro Dios es entrar en el maravilloso recorrido de los que participan de su Amor 401. 3.2.2. Concreciones de los compromisos bautismales El compromiso de seguir a Jesucristo se puede concretar de muchos modos, según la vocación y misión de cada uno. Cabe comprometerse en la intimidad de la propia conciencia a emplear de una determinada manera los medios de santificación –la frecuencia de sacramentos, la dedicación de unos tiempos a la oración y a otras prácticas de piedad, los cauces para recibir formación cristiana 402–, a poner en práctica determinados modos y medios apostólicos y, en general, a seguir un camino específico de santificación y de apostolado. Para exhortar a no tener miedo a asumir y mantener fielmente los compromisos de este género, san Josemaría se refiere a un hecho que le sirve de comparación. Hace ver que para un cristiano corriente, llamado a la santidad y al apostolado en la vida ordinaria, la aceptación de los compromisos que son propios de la vida profesional, familiar y social, es materia de su compromiso bautismal de vivir como hijo de Dios. Las palabras que vamos a citar a continuación son, por una parte, una invitación a ver positivamente esos compromisos humanos sin temor a perder libertad al asumirlos (más bien se expone a perderla quien no los asume); por otra parte, son también una parábola de otra realidad: la de los compromisos específicamente cristianos. O sea, al hacer ver la necesidad de asumir ciertos compromisos humanos, san Josemaría quiere enseñar también a no tener recelos para asumir y mantener esos otros compromisos específicamente cristianos que hemos mencionado en el párrafo anterior, los cuales proporcionan un cauce concreto para la santificación de esas realidades terrenas. Si un hombre no se deja vincular por afanes nobles y limpios, con los que acepta las obligaciones de una familia, de una profesión, de unos deberes ciudadanos...; si un hombre no tiene iniciativa para tomar esas decisiones, la vida misma se encargará de imponérselas, contra su voluntad. Después vendrá la reacción de rebeldía, de violencia, de abandonarse por un camino que no es cristiano. Cuando todo eso sucede, esa alma queda todavía más condicionada que la que voluntariamente quiso aceptar unos compromisos, que en apariencia coartaban su libertad; en apariencia, porque en ese momento era libre, como seguirá siendo libre su lealtad. De otro modo –no lo olvidéis, hijos– queda el alma más esclavizada, con cadenas
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que en alguna ocasión parecerán de oro, pero que no dejan de ser cadenas. Y, en otras, serán de hierro mohoso 403. En las últimas frases se puede advertir que san Josemaría no se refiere ya únicamente a los compromisos profesionales, familiares, etc., de los que hablaba al inicio, sino también a otros es pecíficamente cristianos. Esto resulta explícito en los párrafos que siguen al que acabamos de citar. Primero recuerda la triste impresión que le produjo ver un águila dentro de una jaula de hierro, con un pedazo de carroña entre sus garras. Aquel animal –que en las alturas es todo majestad, dueño de los aires, y mira de hito en hito al sol– encerrado en la jaula daba asco y pena a la vez, por las mil diabluras que le gastaban unos niños 404. Y concluye: Creedme, todas nuestras rebeldías desordenadas nos llevan a la jaula y a la carroña, al envilecimiento, a perder la potestad de subir. Sólo entregándonos con humildad podremos decir con San Juan de la Cruz: volé tan alto tan alto, que le di a la caza alcance 405. El compromiso de entrega a Dios al que se refiere implícitamente es, en concreto, el que adquieren los fieles del Opus Dei (a quienes dirige estas palabras). Es el empeño de buscar la santidad y desplegar la misión apostólica en medio del mundo con un espíritu específico –cuyo "eje" es la santificación del trabajo y su fundamento el sentido de la filiación divina–, empleando de un modo concreto los medios de santificación y de apostolado, y formando parte del Opus Dei. Pero no es objeto de nuestro estudio el análisis de este compromiso que, como concreción del bautismal, favorece el desarrollo de la libertad cristiana. Si nos referimos ahora a él es sólo para mostrar que san Josemaría invita a todos los cristianos a actualizar sus compromisos bautismales no simplemente de un modo genérico, sino concretándolos en las personales circunstancias, con la decisión irrevocable de entregarse totalmente a Dios, en el estado propio de cada uno, viviendo su vocación cristiana de un modo claramente definido con la luz de Dios. San Josemaría insiste en que la determinación de los compromisos bautismales no representa un límite sino un cauce para la libertad. Dirigiéndose a los fieles del Opus Dei utiliza dos comparaciones. La primera, con las guías de las autopistas, que ayudan al mostrar el camino: Es lógico, hijas e hijos, que haya límites en nuestra actuación de hijos de Dios, a la vez que nos sentimos y somos verdaderamente libres. Los límites y protecciones de las autopistas, que impiden a los coches
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salirse del camino, sólo podrían parecer contrarios a la libertad a quien no quisiera verdaderamente llegar a donde conduce la carretera. Únicamente una persona sin juicio quiere que no haya limitaciones en su camino, como un conductor de automóvil que dijera: ¿por qué ponen estas barreras?, y las saltara pasándose al otro lado. Ese hombre no es más libre por eso, pero además atropella la libertad de los otros, y terminará perdiéndose 406. La segunda comparación de los compromisos cristianos es con las alas que permiten volar: Pensad en esas aves de vuelo rapidísimo, majestuoso, que alcanzan alturas adonde la mirada no llega. No sienten esas aves el peso de las alas, aunque son pesadas e inmensas. Si se las cortarais, si ellas pudieran librarse de ese peso, ganarían en ligereza, pero no podrían volar: se aplastarían contra el suelo. Lo mismo pasa con nuestras obligaciones en el Opus Dei: no son peso, no son algo negativo; son una continua afirmación del amor auténtico. Con su fiel cumplimiento, nos levantamos altos, altos. Y, siendo muy poca cosa, vivimos vida de Dios, llegamos muy cerca del sol, mirándolo de hito en hito, como lo miran las águilas en su vuelo hasta las cumbres 407. A la postre, quien custodia los compromisos bautismales será custodiado por ellos y vivirá en la libertad para la que Cristo nos ha liberado (cfr. Ga 5, 1). *** Algunas aplicaciones prácticas 408 1. Formación en la libertad. La dirección espiritual es cauce apropiado para ayudar a conquistar una libertad cada vez mayor, apoyándose en la gracia. Y para formar personas libres, hay que formar la voluntad, la inteligencia y los sentimientos, de modo que se quiera libremente lo que quiere Dios, y se alcance así más libertad interior, sin las trabas de una mentalidad servil, de una formación doctrinal escasa, o de unas pasiones desordenadas. Tres pinceladas pueden ilustrarlo: –Es vital fortalecer la buena voluntad para vivir como personas libres. Voluntad. Es una característica muy importante. No desprecies las cosas pequeñas, porque en el continuo ejercicio de negar y negarte en esas cosas –que nunca son futilidades, ni naderías– fortalecerás, virilizarás, con la gracia de Dios, tu voluntad, para ser muy señor de ti mismo, en primer lugar. Y, después, guía, jefe, ¡caudillo!..., que obligues, que empujes, que
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arrastres, con tu ejemplo y con tu palabra y con tu ciencia y con tu imperio 409. –La formación doctrinal, el conocimiento profundo de la verdad revelada, es también raíz vital de la libertad: Veritas liberabit vos (Jn 8, 32), únicamente la verdadera libertad, basada en el conocimiento y en la práctica de la doctrina de Jesucristo, nos hará libres 410. En la dirección espiritual, además de aclarar dudas, posibles errores de conciencia, etc., hay que saber despertar el sentido de responsabilidad que lleva a buscar la necesaria formación doctrinal y moral. Esta formación es imprescindible también para liberar a otros de la esclavitud de la ignorancia: el mayor enemigo de Dios 411. El apostolado es colaborar con Cristo en la misión de redimir, y por tanto de liberar. Dar doctrina es parte esencial de esa labor. Si Jesucristo nos ganó esa libertad y cuenta con nuestra cooperación para que la ejercitemos, cuenta también con nosotros para que le ayudemos a llevarla a todos los hombres, comunicando su palabra, su doctrina que salva 412. – Los sentimientos deben ser una gran ayuda para amar y realizar el bien ("apasionadamente"). Para eso han de estar gobernados por la razón; en caso contrario la oscurecen y agravan la inclinación al mal. En la dirección espiritual hay que enseñar a poner el corazón en lo que Dios quiere que cada uno haga, pero cuidando que gobierne siempre la cabeza, sin conformarse con el entusiasmo emotivo, que suele ser pasajero. Álvaro del Portillo comenta la doctrina de san Josemaría cuando escribe: "El corazón y los sentimientos pueden ayudarnos a ser generosos con Dios, pero no deben constituir el único ni el principal motor de nuestra fidelidad, porque eso sería sentimentalismo, una deformación del amor verdaderamente peligrosa. Bastantes personas conceden excesiva importancia a los estados de ánimo. Cuentan mucho con el corazón y menos con la cabeza. Si tienen ganas, si les apetece, se consideran capaces de todo, fiados en su entusiasmo; si no, se desinflan. Nosotros hemos de estar prevenidos contra esta insidia; debemos considerar que el corazón solo no basta para seguir a Dios (...). Lo primero que hay que poner es la cabeza, sin dejarse llevar del sentimiento" 413. 2. Libertad y espontaneidad. En los comienzos de la vida espiritual, al formar en libertad, puede ser importante enseñar a distinguir, dentro de uno mismo, entre lo que es "natural" y lo que es consecuencia del pecado original y de los pecados personales, para no llamar "libre" a todo lo que resulta "espontáneo". Por ejemplo, la sexualidad es natural y es buena, pero en el hombre caído tiene impulsos desordenados, de modo que no todo lo "espontáneo" es natural (conforme a la naturaleza humana). De ahí que, por
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ejemplo, ceder a una tentación contra la castidad no es "liberarse", sino ofender a Dios y esclavizarse por el desorden del pecado; igualmente, combatir la tentación no es "reprimirse" sino poseerse, enseñorearse de sí mismo. Otro tanto sucede con las demás tendencias desordenadas. La desarmonía que la persona encuentra dentro de sí, se va superando con la correspondencia a la gracia, de modo que lo bueno y virtuoso resulta cada vez más espontáneo y verdaderamente libre. Siempre habrá tentaciones, porque no desaparecen nunca del todo las malas inclinaciones, pero con la gracia de Dios es posible vencerlas. Lo que no es recto es llamar a las tentaciones "inclinaciones naturales", para justificar las cesiones. Refiriéndose a la dirección espiritual, escribe san Josemaría: Hemos de enseñarles que un católico puede tener la doctrina clara, tener fe... y ser frágil. Es diabólica la tentación de justificar nuestras pasiones, tratando de acomodar a ellas la fe: no hay manera de justificar lo injustificable. Con comprensión, hemos de impedir que tiren todo por la borda, mostrándoles qué es lo que deben seguir practicando, a pesar de su fragilidad 414. Un defecto muy relacionado con lo anterior es que la experiencia de la libertad, del poder de autodeterminación, lleve a confiar demasiado en las propias fuerzas, olvidando las heridas del pecado. En la dirección espiritual ha de quedar claro que sin la ayuda de Dios no podemos hacer nada: "sin mí nada podéis hacer" (Jn 15, 5), dice el Señor; y que, en cambio, con su gracia es siempre posible rechazar las tentaciones y hacer todo el bien que cada uno debe: "todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Flp 4, 13). Es preciso pedir la gracia, reconociendo que el mismo impulso y la decisión de pedir humildemente la ayuda de Dios es ya fruto de la gracia divina, que previene nuestras acciones y las lleva a término (cfr. Flp 2, 13). 3. Amor a la libertad y optimismo. Afirma san Josemaría que una de las más evidentes características [del espíritu cristiano que enseña] es su amor a la libertad y a la comprensión 415. Y añade: en lo humano, quiero dejaros como herencia el amor a la libertad y el buen humor 416. Esta conjunción entre amor a la libertad, comprensión y buen humor, es típica del "temperamento", por así decir, de san Josemaría. Ante los daños, a veces dramáticos, que se derivan del mal uso de la libertad algunos pueden sentir una reacción de rechazo hacia quienes los causan, y quizá también de pesimismo respecto a la libertad. La reacción de san Josemaría es muy distinta. El amor a la libertad –a la libertad real del hombre caído y redimido por Cristo– le lleva a una profunda comprensión del corazón humano y a la confianza en que, con la ayuda de la gracia, el buen uso de la
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libertad cristiana, el amor, es más fuerte que el poder de su degradación. De ahí su buen humor, con fundamento profundo. El optimismo cristiano no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que todo saldrá bien. Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia de la libertad y en la seguridad del poder de la gracia; un optimismo que lleva a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder en cada instante a las llamadas de Dios 417. La herencia que quiere transmitir, en último término, no es otra que la recibida de san Pablo: "No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien" (Rm 12, 21).
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CAPITULO SEXTO El amor de los hijos de Dios. Las virtudes cristianas 1. LA CARIDAD DE LOS HIJOS DE DIOS 1.1. Amor a Dios con todo el corazón: "el estilo de las almas contemplativas" 1.2. Amor al prójimo 1.2.1. "Portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios" 1.2.2. "Hacer amable el camino de la santidad" 1.3. Amor a sí mismo, por amor a Dios 1.3.1. Buscar la propia santidad 1.3.2. Rechazar el "amor propio". "Abnegación" y "olvido de sí" 2. VIDA DE FE Y ESPERANZA 2.1. Vida de fe 2.1.1. Conocimiento de la verdad revelada 2.1.2. Confianza en Dios 2.1.3. "Visión de fe", "visión sobrenatural" 2.2. Vida de esperanza 2.2.1. La esperanza de ser santos 2.2.2. La esperanza de dar fruto 2.2.3. Seguridad de la esperanza 3. LA HUMILDAD, FUNDAMENTO DE TODAS LAS VIRTUDES 3.1. Humildad de hijos de Dios 3.2. Aspectos de la humildad 3.2.1. Humildad ante Dios. "Que sólo Jesús se luzca"
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3.2.2. Humildad en relación con los demás. "Naturalidad" 3.2.3. Humildad en la consideración de sí mismo. "Nuestra miseria y nuestra grandeza" 3.2.4. La "humildad colectiva" 3.3. Sinceridad, docilidad, sencillez 3.3.1. "Sinceros con Dios, con los demás y con uno mismo" 3.3.2. Docilidad, "como el barro en las manos del alfarero" 3.3.3. Sencillez 4. VIRTUDES HUMANAS DEL CRISTIANO 4.1. A imagen de Cristo, "perfectus Deus, perfectus homo" 4.1.1. "Las virtudes humanas fundamento de las sobrenaturales" 4.1.2. "Para servir, servir". La caridad y las virtudes humanas 4.1.3. División y conexión de las virtudes humanas 4.2.1. "Almas de criterio" 4.2.2. Realismo cristiano y "mística ojalatera". Orden interior 4.3.1. Fidelidad a los compromisos. Lealtad 4.3.2. Obediencia "con todas las energías de la inteligencia y la voluntad" 4.4. Fortaleza. Paciencia. Perseverancia 4.4.1. Fortaleza, por amor 4.4.2. Paciencia y serenidad 4.4.3. Perseverancia. Magnanimidad 4.5. Templanza. Castidad. Pobreza 4.5.1. Castidad: santa pureza 4.5.2. Pobreza, desprendimiento 4.6. El heroísmo de las virtudes en "cosas pequeñas" 5. LOS DONES Y FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO
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5.1. Los dones y la vida contemplativa en medio del mundo 5.2. Los frutos del Paráclito y la fecundidad apostólica: "Sembradores de paz y de alegría" Apéndice Amor filial y amor esponsal
CAPÍTULO SEXTO El amor de los hijos de Dios. Las virtudes cristianas El precio de cada cristiano es la Sangre redentora de Nuestro Señor, que nos quiere –insisto– muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo. (Amigos de Dios, n. 75) Nos hemos ocupado de dos aspectos capitales de la identidad del cristiano en la enseñanza de san Josemaría: su filiación divina y su libertad. La primera es una perfección de la persona, la segunda una propiedad esencial de su naturaleza compuesta de espíritu y cuerpo. Para completar la descripción, es necesario hablar de las virtudes que perfeccionan las potencias del hombre –entendimiento, voluntad, facultades sensibles–, para que pueda obrar como hijo de Dios: como "el mismo Cristo". Así habremos considerado todos los niveles de la constitución del sujeto, según la antropología que subyace a la predicación de san Josemaría: el nivel de la persona, el de su naturaleza y el de sus facultades o potencias. En su predicación dedica un espacio muy amplio a las virtudes. De las dieciocho homilías de Amigos de Dios, nueve se centran expresamente en ellas: tres en las teologales, una en las virtudes humanas en general y cinco en virtudes particulares. En las demás homilías de esa misma obra, como en todos sus escritos, el tema se halla presente por doquier. Citar los
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trabajos sobre este aspecto equivaldría prácticamente a mencionar la entera bibliografía sobre san Josemaría 1. También son numerosos los estudios sobre cómo practicó la caridad y las demás virtudes. Se ha escrito que "fue muy virtuoso (...) porque apostó en su vida por el Amor" 2. En este sentido, el texto más importante, por su autoridad, es el Decreto de la Congregación para las Causas de los Santos sobre la heroicidad de sus virtudes, publicado con aprobación del Romano Pontífice el 9 de abril de 1990 3. Entre los testimonios acerca de su vida, recogidos para la Causa de Canonización, sobresalen los de Álvaro del Portillo y Javier Echevarría, que colaboraron estrechamente con el fundador del Opus Dei durante varios decenios y han ilustrado sus virtudes con muchos ejemplos 4. Aquí hemos de limitarnos al análisis de sus escritos y de su predicación. No nos resulta posible abarcar los testimonios sobre su conducta, aunque ésta sea también fuente de su enseñanza. De hecho no son pocos los que declaran haber aprendido en qué consiste una virtud al presenciar cómo la vivía san Josemaría 5. El concepto de virtud que encontramos en él es el clásico de los catecismos de la doctrina cristiana. El de san Pío X la definía como "una cualidad del alma que da inclinación, facilidad y prontitud para conocer y obrar el bien" 6. El actual Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza: "La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien" 7 Se puede decir que es un hábito de tender al bien y de elegir las acciones apropiadas, o de usar bien la libertad 8 Las virtudes tienen, en efecto, una intrínseca relación con la libertad. "Lejos de ser automatismos que disminuyen la libertad de nuestros actos, son cualidades que la potencian y la perfeccionan" 9, escribe Ángel Rodríguez Luño. No se reducen a rasgos positivos del carácter. "La virtud es un habitus, término que no hay que traducir por "costumbre", pues no se trata de una costumbre de obrar de modo estereotipado o irreflexivo" 10. Es una cualidad estable, fruto de actos libres, que a su vez asegura el buen uso de la libertad "en cuanto que los fines de las virtudes [los bienes de la justicia, de la fortaleza, etc.] se constituyen en principio de la libertad" 11. Las virtudes incrementan el dominio sobre el propio acto y proporcionan fuerza y seguridad, facilidad y espontaneidad, para elegir y realizar el bien. En el estudio de las virtudes se suele distinguir entre su objeto (el bien al que se dirigen) y su sujeto (cómo están en la persona, en qué facultad radican). Aquí hemos elegido estudiarlas como perfecciones del sujeto que configuran con Cristo la inteligencia, la voluntad y los afectos. Lo hacemos así con el fin de delinear por entero, en esta Parte II, la figura
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de un hijo de Dios como ipse Christus, en su empeño de identificarse con quien es "perfectus Deus, perfectus homo", según la fórmula del Símbolo Quicumque, tan cara a san Josemaría. Si las hubiéramos considerado por su objeto, deberíamos haberlas dividido, hablando de las virtudes teologales en la Parte I (ya que su objeto es Dios) y dejando las virtudes humanas para la Parte III (al ser su objeto los bienes creados que se hallan en el camino de la santificación); y al separarlas de este modo no hubiera quedado bien reflejada la figura del cristiano a imagen de Cristo. Reconocemos que nuestra opción sistemática presenta algunos inconvenientes, porque hay aspectos de la caridad teologal que ya vimos en la Parte I sobre el fin último y que no volveremos a repetir ahora; y también hay alguna virtud humana, como la laboriosidad, que trataremos en la Parte III al hablar de la santificación del trabajo, en lugar de estudiarla ahora. Cada opción tiene ventajas y dificultades, pero nos parece que hablar de las virtudes en la Parte dedicada al sujeto, es lo más coherente dentro de nuestro estudio. Conviene advertir que, aunque vamos a tratar de las virtudes antes que de la santificación de la vida ordinaria, los textos de san Josemaría nos llevarán desde ahora a fijarnos concretamente en la práctica de las virtudes cristianas en medio del mundo, en la vida secular y civil, porque éste es el campo de santificación que considera. Para exponer orgánicamente las virtudes como perfecciones del sujeto se han propuesto diversos esquemas 12. El que seguiremos nosotros se funda ante todo en la distinción entre la caridad y las restantes virtudes (cfr. 1Co 13, 1 ss.). La caridad no es una virtud más, ni basta decir que es la más importante. La caridad "da vida al alma formalmente, como el alma al cuerpo" 13. Así como el alma espiritual es la forma sustancial del cuerpo, el principio espiritual y subsistente de unidad que permite realizar operaciones que exceden a la materia, análogamente la caridad es forma de las otras virtudes, principio vital que las unifica y permite realizar actos de vida sobrenatural. Además, en san Josemaría, la caridad con Dios (...) está caracterizada por un fuerte sentido de la filiación divina 14. Para él, la vida de un hijo de Dios está necesariamente presidida por la caridad, porque la filiación adoptiva sobrenatural (participación en el Hijo) es inseparable de la caridad (participación en el Espíritu Santo). Esta inseparabilidad es reflejo de la unidad entre el Hijo y el Espíritu Santo. En consecuencia, nos parece que un estudio sobre las virtudes de un hijo de Dios en la enseñanza de san Josemaría, no sólo ha de situar la caridad en lugar preeminente, sino que ha
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de estar estructurado por ella de arriba abajo. Así lo haremos en el presente capítulo. Una segunda distinción, imprescindible también para entender la organización de esta materia, es la que existe entre "virtudes teologales" y "virtudes humanas". Las primeras –la fe, la esperanza y la misma caridad– se refieren directamente a Dios (por lo que se llaman "teologales"). La caridad presupone la fe y la esperanza, pues sólo puede amar a Dios quien cree en Él y espera encontrar la felicidad en la unión con Él. Por su parte, las virtudes humanas son aquellas que tienen por objeto las realidades creadas que se han de ordenar a Dios. Sin ellas la caridad no podría manifestarse en las múltiples circunstancias de la vida. Estas virtudes nos interesan especialmente porque la enseñanza de san Josemaría se dirige de modo directo a cristianos corrientes llamados a santificarse en medio del mundo y, por tanto, a realizar con perfección las actividades profesionales, familiares y sociales, lo que exige la práctica de las virtudes humanas informadas por la caridad. Para hablar de las virtudes humanas, san Josemaría emplea a veces el esquema clásico que las ordena en torno a las cuatro "cardinales" (prudencia, justicia, fortaleza y templanza). También aquí lo haremos así. Sin embargo, la humildad ocupa en su enseñanza un puesto singular que desborda este esquema, como tendremos ocasión de ver. Una aclaración terminológica marginal. En san Josemaría (como en otros autores), además de las expresiones "virtudes teologales" y "virtudes humanas", es frecuente encontrar: "virtudes morales", "cardinales", "infusas", "sobrenaturales" y "cristianas". Veamos brevemente cómo se relacionan estas denominaciones con la división general entre "virtudes teologales" y "virtudes humanas". Por "virtudes humanas" entendemos lo mismo que por "virtudes morales", que son las que radican en las potencias "apetitivas" (la voluntad y los "apetitos" o facultades de aspiración a bienes sensibles). No consideramos aquí entre las virtudes humanas las "intelectuales", que radican en el intelecto especulativo o en el práctico (como la ciencia y el arte), salvo la prudencia que, aunque está en el entendimiento práctico, es virtud moral por su objeto 15. Por su parte, se llaman "virtudes infusas" aquellas que Dios infunde. Las virtudes teologales son siempre infusas, pero las humanas no siempre lo son. Concretamente, no son infusas las virtudes humanas de quien no está en gracia de Dios; pero en quien se encuentra en gracia, están
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vivificadas por la caridad infusa y son entonces "virtudes sobrenaturales" y, en este sentido, infusas (no de modo "directo" como las teologales, sino por estar informadas por la caridad). En consecuencia, son "sobrenaturales" la caridad y todas las demás virtudes que están vivificadas por ella: es decir, las virtudes teologales de la fe y de la esperanza, y las virtudes humanas de un cristiano en gracia de Dios. Por último se llaman "virtudes cristianas" a todas las virtudes de un cristiano, tanto a las teologales como a las humanas. Generalmente, la expresión "virtudes cristianas" hace referencia al cristiano que está en gracia de Dios, y entonces coincide con la de "virtudes sobrenaturales". En este caso, todas sus virtudes, también las humanas, son sobrenaturales, porque están elevadas por la caridad y se desarrollan con la ayuda de la gracia 16. San Josemaría enseña con frecuencia que las virtudes humanas son el fundamento de las sobrenaturales 17. Con esta afirmación no quiere decir que el cristiano posea dos clases de virtudes, unas sólo humanas y otras sobrenaturales. Quiere indicar que debe empeñarse en practicar, bajo la acción de la gracia, todas las virtudes que requiere la perfección humana, porque el precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo 18. No se han de practicar "primero" las virtudes humanas, sin contar con la gracia (como si no se fuera cristiano), y "después", sobre esa base, las sobrenaturales. Pensar así implicaría partir en dos la vida cristiana –"vida humana" hasta un cierto nivel y "vida sobrenatural" por encima de ahí–, ignorando la realidad de la Encarnación. El cristiano ha de practicar las virtudes humanas informadas o vivificadas siempre por la caridad. Las observaciones anteriores pueden ser suficientes para describir sumariamente el esquema del capítulo: se dedicará el primer epígrafe a la caridad en sí misma; después se hablará de la fe y de la esperanza, que la caridad presupone e informa; y, a continuación, de la humildad y de las demás virtudes humanas del cristiano. Concluiremos con un apartado sobre los dones del Espíritu Santo, que elevan el obrar humano a una perfección superior a la que logran las virtudes y disponen a la vida contemplativa en las actividades humanas. Todas estas cualidades –las virtudes cristianas y los dones del Paráclito– componen el "retrato" de un hijo de Dios. Son como los "rasgos" de Cristo en él. No como meros contornos sino como "fuerzas" interiores – según indica la etimología del término "virtud"– que, al estar vivificadas por la misma caridad de Cristo, conforman con Él. Mediante las virtudes se refleja en el cristiano la imagen de Cristo. Más aún, gracias a las virtudes
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teologales y humanas, y a los dones del Espíritu Santo, el mismo Cristo puede obrar con facilidad por medio del cristiano. Aunque hablaremos del conjunto de las virtudes y recordaremos de cada una tanto su definición clásica como el "sujeto" o potencia del alma en la que radica y otros elementos básicos, nuestro propósito no es exponerlas sistemáticamente, como se haría en un manual de Teología moral, sino mostrar cómo se presentan en la enseñanza de san Josemaría: con qué acentos, con qué perfiles. Al ser aspectos nada superficiales, para ponerlos de manifiesto es necesario hablar del núcleo de cada virtud. Los mismos textos de san Josemaría obligan a menudo a esta reflexión. 1. LA CARIDAD DE LOS HIJOS DE DIOS La noción clásica de caridad es bien conocida: "es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios" 19. El acto de la caridad es el amor, por lo que también la virtud se designa muchas veces con este nombre; de hecho, en los textos de san Josemaría es más frecuente encontrarla como "amor" que como "caridad". Santo Tomás ofrece otra definición que nos interesa especialmente, porque san Josemaría la cita textualmente. Tomando pie de las palabras de san Pablo: "El amor de Dios (caritas Dei) ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado" (Rm 5, 5), afirma que la caridad es "una cierta participación en la infinita caridad, que es el Espíritu Santo" 20. Esta definición tiene el valor de poner en evidencia que la caridad se funda en la filiación divina. En efecto, al ser el Espíritu Santo el Don mutuo del Padre y del Hijo, habrá que decir que la caridad inclina al cristiano a donarse totalmente al Padre en unión con el Hijo. Por tanto, la caridad no es otra cosa que el amor basado en la filiación divina, la amistad de un hijo con su Padre Dios. El Doctor Angélico lo dice apostillando un texto de la Escritura: ""Fiel es Dios, que os llamó a la unión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro" (1Co 1, 9). El amor fundado sobre esta comunicación es la caridad" 21. El Amor, en el seno de la Trinidad, se derrama sobre todos los hombres por el Amor del Corazón de Jesús 22. Así como la gracia santificante es una participación en la plenitud de gracia de la Humanidad de Cristo, así también la caridad derramada por el Espíritu Santo en las almas es una comunicación de los "infinitos tesoros" 23 de su Corazón Sacratísimo. Por esto permite amar como Cristo ha amado (cfr. Jn 13, 34).
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Y también por esto, el proceso de la identificación con Jesucristo consiste esencialmente en el crecimiento en caridad: "per amorem amans fit unum cum amato" 24. Como ya hemos puesto de relieve en ocasiones anteriores, la santidad, que es la plenitud de la filiacióndivina 25 o plenitud de la identificación con Cristo, es también la plenitud de la caridad 26. El principal requisito que se nos pide –bien conforme a nuestra naturaleza–, consiste en amar: (...) amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente (Mt 22, 37), sin reservarnos nada. En esto consiste la santidad 27. ¿En qué facultad de la persona radica la caridad? La doctrina tradicional enseña que esta virtud "purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino" 28; y como amar es un acto de la voluntad, la caridad está en la voluntad como en su "sujeto" 29. San Josemaría lo afirma en varias ocasiones, porque le preocupa dejar claro que la caridad no se queda en sentimientos 30. La caridad de Cristo no es sólo un buen sentimiento en relación al prójimo; no se para en el gusto por la filantropía. La caridad, infundida por Dios en el alma, transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad 31. Hablando del primer mandamiento se pregunta: ¿De qué amor se trata? 32 Y conocemos ya su respuesta: La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere sólo al afecto sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir 33 (que es acto de la voluntad). Todo esto no significa que la caridad prescinda de los sentimientos. De ahí que, con más frecuencia que a la voluntad, se refiera al "corazón" como sede de la caridad 34. Si la voluntad es buena, la persona es buena en sentido estricto, porque la voluntad mueve y gobierna a las demás facultades. Y lo que hace que la voluntad sea buena es la caridad. Otras cualidades que perfeccionan al hombre –como gozar de una inteligencia penetrante, o de una amplia cultura, o poseer ciertas habilidades, etc.– hacen que sea bueno solamente bajo un determinado aspecto 35. Por eso, la perfección cristiana consiste esencialmente en "la perfección de la caridad" 36. Es más perfecto (y más santo o partícipe de la vida divina) quien más ama, y es menos perfecto quien menos ama, aunque destaque por otras cualidades. "Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tuviera caridad, sería como bronce que resuena o címbalo que retiñe. Y si tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y si tuviera tanta fe como para trasladar montañas, pero no tuviera caridad, no sería nada. Y si repartiera todos los bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar,
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pero no tuviera caridad, de nada me aprovecharía" (1Co 13, 1-3). La santidad no consiste en hacer cosas cada día más difíciles, sino en hacerlas cada día con más amor 37, resume san Josemaría. A veces se deforma esta importancia suprema de la caridad, separándola de las virtudes humanas. Se dice: "lo importante es amar", pero tras el lema puede ocultarse la falta de alguna virtud. Como tendremos ocasión de ver, para "hacer las cosas con amor" son necesarias también las demás virtudes que perfeccionan las facultades de la persona. San Josemaría insiste en este punto. Haciéndome eco de una expresión del profeta Isaías – discite benefacere (Is 1, 17)–, me gusta decir que hay que aprender a vivir toda virtud 38. La caridad lleva a desarrollar las virtudes humanas, porque son especialmente necesarias para santificar las actividades temporales. Si no hay empeño en desarrollar esas virtudes, es difícil que el amor sea auténtico. La caridad está en la voluntad como una ley interior. En el Antiguo Testamento, el primer y principal mandamiento era el amor a Dios, que resumía todos los demás preceptos (cfr. Dt 6, 5) y guiaba al fin último, pero constituía una ayuda meramente exterior, desde fuera de la persona. La caridad, en cambio, "es la plenitud de la ley" (Rm 13, 10), porque Dios, además de haber revelado cabalmente por medio de Cristo las exigencias del amor, ha grabado su ley "no en tablas de piedra, sino en tablas que son corazones de carne" (2Co 3, 3). En el cristiano que se encuentra en gracia, la caridad es como una inclinación interior y sobrenatural de la voluntad a amar a Dios. La idea está presente por doquier en san Josemaría, desde el primer punto de Camino donde habla del fuego de Cristo que llevas en el corazón. En cuanto al "objeto" de la caridad, san Josemaría no hace más que recoger la doctrina cristiana cuando afirma que la caridad se dirige siempre a Dios, como amor filial. Pero incluye también el amor a quienes Dios ama, es decir, a los demás y a nosotros mismos por amor a Dios 39. "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22, 37-39). Dios quiere también a todas las criaturas irracionales de este mundo, que son obra suya. Pero no las quiere "por sí mismas" 40, como a la persona humana, sino que las quiere para sus hijos, como medios para que alcancen la santidad y felicidad. En consecuencia, la caridad que hace amar la voluntad de Dios, lleva a querer las cosas creadas no "por sí mismas" o en
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absoluto, sino como medios para la santidad. La persona humana, en cambio, no debe ser amada sólo como un medio. Dentro del "objeto" de la caridad hay un orden: Éste es el orden de la Caridad: Dios, los demás y yo 41. Estas palabras nos ofrecen el esquema que emplearemos para estudiar los diversos aspectos de la caridad. Hablaremos del amor a Dios, del amor a los demás y del amor a uno mismo por amor a Dios. Es importante tener en cuenta que del acto de amor a Dios ya se ha tratado ampliamente en los tres capítulos de la Parte I, al exponer el fin último. Ahora nos limitaremos a señalar cómo configura al sujeto ese aspecto de la virtud de la caridad. Por eso el primer apartado, aunque sea el principal, será bastante breve. En cambio, nos detendremos más en los otros dos actos de la caridad –el amor a los demás y el amor a uno mismo por Dios–, que no constituyen el "primer" mandamiento sino el "segundo" y, por eso, aunque también se han mencionado en la Parte I, no se han expuesto con el mismo detalle que el amor a Dios. 1.1. Amor a Dios con todo el corazón: "el estilo de las almas contemplativas" En el título de este apartado figuran las palabras "con todo el corazón" (y podríamos haber añadido "con toda la mente y con todas las fuerzas") porque, como se acaba de decir, no vamos a hablar del acto de amor a Dios, sino de lo que representa la virtud de la caridad en el cristiano: de cómo configura su personalidad. La idea de fondo es que esa virtud unifica interiormente, de modo sobrenatural, todas las facultades de la persona –inteligencia, voluntad, sentidos–, al dirigirlas a la unión con Dios, modelando en el cristiano un alma contemplativa que, al vivir de cara a Dios, vive también, como Cristo, de cara a la redención de la humanidad entera, porque es esa la voluntad del Padre. Para ver cómo está en el sujeto, conviene considerar ante todo que la caridad no es la elevación de una virtud humana ya existente: no hay una previa "caridad humana", pues sería una "caridad informe", una "caridad sin caridad", lo cual es contradictorio, mientras que sí hay una justicia humana (sin caridad), una fortaleza humana (sin caridad), etc., que son el fundamento de las correspondientes virtudes cristianas en cuanto que pueden ser informadas por la caridad.
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Vale la pena aclarar algo más este punto. No estamos afirmando que quien no está bautizado no pueda amar a Dios. Decimos que si le ama verdaderamente, cumpliendo su voluntad expresada en la ley moral, entonces le ama con caridad sobrenatural, aunque no conozca el Evangelio ni esté bautizado, no con una "caridad natural", que –teológicamente hablando– no existe. Amar a Dios sobre todas las cosas –y por tanto anteponer siempre el cumplimiento de su voluntad a todo lo demás– es un precepto accesible a la razón. Es incluso, como subraya san Josemaría, el primero y más grave deber del orden natural 42. De hecho, la Ley de Moisés mandaba amar a Dios. Pero si los justos del Antiguo Testamento le amaron –y lo mismo vale para cualquier hombre no bautizado que ama a Dios con todo su corazón–, es porque estaban ya misteriosamente unidos a Cristo y a su Iglesia por la vida de la gracia. No hay, pues, una virtud de la caridad que no sea sobrenatural. Un hombre que se encuentra en estado de pecado y, por tanto, sin esa orientación fundamental y esa unión con Dios que constituye la esencia del amor, puede ser un hombre recto en muchos aspectos de su vida (con la rectitud que le dan sus virtudes) pero no puede amar a Dios con todo su corazón: no tiene la caridad, aunque su rectitud humana le disponga de algún modo a recibirla. La caridad "no se funda principalmente sobre una virtud humana" 43, afirma santo Tomás. Dice "principalmente" porque lo principal de la caridad es el amor a Dios –el "primer" mandamiento– y este amor no se funda en una "caridad humana", como hemos dicho. En cambio, el "segundo" mandamiento –el amor a los demás–, que también pertenece a la caridad, sí que asume y eleva la amistad humana, pero no se funda "principalmente" en ella. Se funda principalmente en que los demás son hijos de Dios o están llamados a serlo, como veremos luego. La caridad no es elevación de una virtud ya presente en la voluntad, sino de la voluntad misma. Se suele decir que constituye como una nueva "potencia sobrenatural" y no sólo una "virtud sobrenatural de una potencia humana", como en el caso de las virtudes humanas del cristiano. Ciertamente, hablando con propiedad, la caridad no es una nueva "potencia" sino una virtud cuyo sujeto es la voluntad. Sin embargo, no está en la voluntad como una virtud humana en su potencia, porque no sólo da la "facilidad" sino la misma "posibilidad" de realizar determinados actos: amar a Dios como hijos suyos y dar alcance sobrenatural a las demás virtudes. La caridad es como una "potenciación sobrenatural" de la voluntad, que la
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configura con la voluntad humana de Cristo. Es la cualidad definitoria de la voluntad de un hijo de Dios. La caridad eleva y "potencia" sobrenaturalmente la voluntad hasta tal punto que se puede afirmar, de modo sorprendente, que, como nos recuerda la Escritura Santa, también el sueño debe ser oración 44. La caridad permite amar a Dios incluso sin que se realice ningún acto de la voluntad, porque no eleva sólo sus actos sino la voluntad misma. Evidentemente esto no debe entenderse en un sentido quietista de que para amar a Dios "no hay que hacer nada" (como es el caso del que duerme); más bien significa que, quien procura hacer todo lo que Dios quiere, puede llegar a amar incluso cuando Dios quiere que no haga nada. Somos hijos pequeños delante de Dios; y así como un pequeño ama a su padre sin darse cuenta, análogamente podemos amar a Dios sin hacer más que descansar en Él, cuando Él quiere que no hagamos ninguna otra cosa. La caridad que infunde el Espíritu Santo lleva a clamar: "Abba!, ¡Padre!" (Rm 8, 15), no como mera articulación de palabras o simple declaración de una verdad más o menos sentida, sino como un clamor que expresa la decisión de entregar la vida al cumplimiento de la Voluntad del Padre, como Cristo en el Huerto de los Olivos: "Abba, Padre... no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42). Para un hijo de Dios, la caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres 45. Implica la determinación de realizar la Voluntad de nuestro Padre Dios sin reservarse nada, con una obediencia "hasta la muerte y muerte de Cruz" (Flp 2, 8), porque las relaciones con Dios son necesariamente relaciones de entrega, y asumen un sentido de totalidad 46. La caridad permite amar a Dios con esa totalidad: "con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas" (Mc 12, 30). Es la virtud que unifica todas las energías del sujeto dirigiéndolas al último fin y confiriendo de este modo una sobrenatural unidad interior a la persona. Unifica ante todo los actos de la voluntad, concentrándola en el cumplimiento del querer divino; y, a través de ella, unifica también a las demás facultades ordenando a Dios los actos de todas las virtudes. Viviendo la caridad –el Amor– se viven todas las virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano, que forman una unidad 47. De aquí derivan dos consecuencias de la "totalidad" del amor a Dios, que están relacionadas, respectivamente, con las otras dos dimensiones de la caridad (hacia los demás y hacia uno mismo). La primera es que en un cristiano que quiere amar a Dios "con todo el corazón", cualquier amor humano debe ordenarse al amor a Dios. Dicho de otro
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modo, ningún amor humano puede ponerse por encima de Dios: "Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10, 37). San Josemaría lo expresa vivamente cuando escribe: ¡No hay más amor que el Amor! 48 La exclamación no significa sólo que "no hay mayor amor que el Amor a Dios", sino que para un cristiano no puede haber un verdadero amor que excluya el amor a Dios o que lo postergue o sea independiente de él. Volveremos sobre esta necesaria "subordinación" de todo amor humano cuando hablemos de la amistad. La segunda consecuencia es que el amor a Dios exige renunciar a todo amor a uno mismo que no sea por amor a Dios. "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame; pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la encontrará" (Mt 16, 24-25). A la necesidad de purificar el amor a sí mismo nos referiremos con más detalle en el contexto de la abnegación. La totalidad del amor a Dios ("con todo el corazón") es, no obstante, una totalidad dinámica, abierta a un crecimiento que no tiene término, como expone san Josemaría citando a santo Tomás: Un hombre se va haciendo poco a poco, y nunca llega a hacerse del todo, a realizar en sí mismo toda la perfección humana de que la naturaleza es capaz. En un aspecto determinado, puede incluso llegar a ser el mejor, en relación con todos los demás, y quizá a ser insuperable en esa actividad concreta natural. Sin embargo, como cristiano su crecimiento no tiene límites: siempre puede crecer en caridad, que es la esencia de la perfección. Pues la caridad, según su propia razón específica, no tiene término en su aumento: siendo como es una participación de la caridad infinita, que es el Espíritu Santo. También la causa del aumento de la caridad –es decir, Dios– es infinita en su poder. Y de modo semejante, tampoco por parte del sujeto se puede señalar un término a esta mejora: porque siempre, al crecer la caridad, crece también la capacidad para un ulterior acrecentamiento. Por lo que debe concluirse que en esta vida no se puede prefijar un término al aumento de la caridad (S. Thomas, S.Th. II-II, q. 24, a. 7, c) 49. Por esa totalidad "creciente" que reclama el amor a Dios, cualquier amor que esté al margen de la caridad, ya sea a otras personas o a uno mismo, se suele llamar "apegamiento" o "atadura": estorbo para progresar. San Josemaría emplea esos términos muchas veces. También observa – evocando al Doctor místico– que, en este campo, un hilillo sutil tiene el mismo efecto que una cadena de hierro 50.
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Positivamente, en la medida en que el amor invade el alma de un hijo de Dios y penetra en sus quehaceres, estos se convierten en oración. ¡Alcanzamos el estilo de las almas contemplativas, en medio de la labor cotidiana! 51, exclama san Josemaría. Un alma modelada por la caridad y por los dones del Espíritu Santo es un alma contemplativa. Por eso, si nos preguntamos cómo la caridad configura al alma, la respuesta es: haciéndola contemplativa, de modo que procure ver y amar a Dios en todo lo que hace. Quien está pendiente de Dios, no olvida a los hijos de Dios: el alma contemplativa se desborda en afán apostólico 52. La caridad que infunde el Paráclito y que lleva a la vida contemplativa, es siempre una caridad sacerdotal que impulsa a entregarse con Cristo para la salvación de las almas. El mismo Espíritu Santo que derrama la caridad en el alma, unge al cristiano en el Bautismo con el sacerdocio de Cristo. Aunque el sacerdocio no exige la caridad (el carácter sacerdotal permanece en quien ha perdido, por el pecado, la gracia y la caridad 53), hay una congruencia entre ambos. El sacerdocio, al ser un poder para unir a los hombres con Dios, pide ser ejercido por amor a Dios: es un poder que reclama la caridad. San Josemaría condensa este íntimo nexo entre filiación divina, caridad y sacerdocio, en la expresión "alma sacerdotal" 54. Un hijo de Dios, con todos sus pensamientos, intenciones y afectos vivificados por la caridad, ha de ser un alma completamente entregada, con Cristo y por amor a Dios, a la Redención, a la corredención de la humanidad entera 55. Un alma que ama a Dios con todo el corazón es necesariamente un "alma de apóstol", con expresión que san Josemaría emplea con frecuencia, sobre todo en Camino 56. Alma contemplativa y alma sacerdotal (o de apóstol) son, en definitiva, los rasgos característicos de un hijo de Dios que ama –que quiere amar– a Dios con todo su corazón y todas sus fuerzas. 1.2. Amor al prójimo La virtud de la caridad lleva también a amar a quienes Dios ama como hijos suyos (cfr. 1Jn 4, 20-21). La enseñanza de san Josemaría es particularmente amplia en este campo. Ante todo subraya que la caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios 57. Recoge así la doctrina según la cual "la razón del amor al prójimo es Dios, pues lo que debemos amar en el prójimo es que esté en Dios (...); y por eso el hábito de la caridad no sólo abarca el amor a Dios sino también el amor al prójimo" 58. Cuando recuerda esta verdad, sus palabras cobran la fuerza de algo no sólo conocido sino
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experimentado y vivido: ¡Qué respeto, qué veneración, qué cariño hemos de sentir por una sola alma, ante la realidad de que Dios la ama como algo suyo! 59 Jesucristo habla del amor al prójimo como de un mandamiento "nuevo": "Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros" (Jn 13, 34). Ya en el Antiguo Testamento se prescribía el amor a Dios y al prójimo; sin embargo, Jesús llama "nuevo" a este mandato porque pide amar "como Él nos ha amado". Amad con el amor de Dios 60, solía decir san Josemaría. Esto es posible gracias al envío del Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios e infunde en nuestros corazones la caridad de Cristo. El sentido de la filiación divina le permitió comprender profundamente esta novedad y ayudar a muchas almas a vivir la "caridad de los hijos de Dios": la caridad de quienes saben que han de ser para los demás, en la vida ordinaria, otros Cristos, el mismo Cristo. Querría haceros notar que, después de veinte siglos, todavía aparece con toda la fuerza de la novedad el Mandato del Maestro, que es como la carta de presentación del verdadero hijo de Dios 61. Todavía sigue siendo un mandato nuevo, porque muy pocos hombres se han preocupado de practicarlo (...). La medida de nuestro amor viene definida por el comportamiento de Jesús 62. 1.2.1. "Portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios" Toda la enseñanza de san Josemaría sobre la caridad con el prójimo se puede resumir en una frase: Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios 63. Vale la pena citar con más amplitud este texto, muy representativo de su planteamiento en el tema que nos ocupa: Piensa en los demás –antes que nada, en los que están a tu lado– como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso. Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota 64. El sentido de la filiación divina se presenta aquí como fundamento del desarrollo de la caridad, permitiendo una visión completa de los diversos aspectos de esta virtud: los que derivan de la conciencia de ser uno
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mismo hijo de Dios y los que proceden de considerar que también los demás son hijos de Dios (o están llamados a serlo). Al hablar de portarse "como hijos de Dios con los hijos de Dios", sitúa la caridad en un plano de radical igualdad del que es propio una cierta reciprocidad. La caridad no es sólo darse a sí mismo como hijo de Dios – como Cristo–, sino ver en los demás hijos de Dios: otros Cristos, el mismo Cristo. No es sólo dar, sino acoger al otro como a Cristo, don del Padre (cfr. Jn 3, 16). Saberse hijo de Dios y saber que los demás lo son, lleva a verse como Cristo que ha venido a dar la vida por sus hermanos, hijos del Padre; pero a darse a ellos para recibirlos como don del Padre, uniéndolos a sí mismo, según las palabras que pone en su boca la Epístola a los Hebreos: "Heme aquí y a los hijos que Dios me ha dado" (Hb 2, 13). La misión del Hijo es incorporar a Sí a los hijos adoptivos para llevarlos al Padre. La enseñanza de san Josemaría penetra en este sentido profundo de la fraternidad cristiana, fundado en la filiación divina: lleva a tener presente que, de alguna manera, "los cristianos más que ser muchos hermanos, somos uno: ipse Christus" 65. Al enseñar que la caridad de un hijo de Dios no busca la utilidad propia sino el bien de los demás (cfr. Lc 6, 32-35), el sentido de la filiación divina le conduce al fundamento: la caridad quiere el bien de los demás porque todos somos "uno solo en Cristo Jesús" (Ga 3, 28) y los demás son los hermanos "que Dios me ha dado", don de Dios para mí mismo. Esto le permite detectar deformaciones profundas, de raíz, que podrían pasar inadvertidas a quien no tuviera ese "sentido de la filiación divina". Por ejemplo, no sería verdadera caridad la de quien se entregara al servicio de los demás pero estimara que no los necesita ni recibe nada de ellos; sería la "caridad" del que quiere sentirse útil y piensa más en sí mismo que en el bien de sus hermanos. Su actitud podría asemejarse externamente a la caridad, pero distaría mucho de ella porque trataría a los demás como a objetos. San Josemaría previene de esta deformación cuando escribe que la caridad de los hijos de Dios no se confunde con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar –insisto– la imagen de Dios que hay en cada hombre 66. A la luz de este planteamiento se puede calibrar mejor el sentido que tiene en san Josemaría esta sencilla afirmación: Más que en "dar", la caridad está en "comprender" 67. La caridad con los demás no se dirige a algo sino a alguien: a un hijo de Dios. No basta darle lo que necesita; hay que "comprender" su real situación y hacerla propia. "Comprender" es más
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que entender o captar una indigencia o una dificultad, aunque esto sea mucho; es "abarcar" a toda la persona en sus circunstancias concretas, dolerse con su dolor y gozar con su gozo. La caridad no reclama sólo dar algo, pero viendo la carencia del otro como "ajena"; es darse a sí mismo al dar lo que sea posible dar, porque se percibe la necesidad del prójimo como propia y, al reconocerlo como hijo de Dios, se le ve como un don para uno mismo 68. En buena lógica, san Josemaría pone énfasis en que a la caridad no se opone solamente el odio (querer un mal para el otro), sino también una forma más frecuente y sutil de ese mismo pecado que es la indiferencia o, como suele decir para poner de manifiesto su malignidad, la crueldad de la indiferencia 69: la actitud del que prescinde del otro absolutamente y se comporta como si no existiera. Actitud que equivale a rechazar el don que Dios nos ha hecho en los demás, su condición de hijos suyos. Después de estas consideraciones básicas acerca del sujeto de la caridad, pasemos a otras sobre los bienes que tiene por objeto. La caridad lleva a querer para los demás su bien integral, temporal y eterno. Ese bien, al que se han de ordenar todos los demás bienes, es que sean santos, que conozcan y amen a Dios en esta tierra y después eternamente en el Cielo, pues en esto consiste la glorificación de Dios y la felicidad del hombre. San Josemaría lo expresa de diversos modos. Escribe por ejemplo: Amar en cristiano significa (...) buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él 70. Esto no es otra cosa que el apostolado, al que la caridad impulsa: "La caridad de Cristo nos urge (...). En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios" (2Co 5, 14.20). En consecuencia, como parte de ese empeño, la caridad conduce a procurar que los demás dispongan de los medios para vivir de acuerdo con su dignidad de hijos de Dios llamados a la santidad. Por un lado, trata de proporcionarles la doctrina cristiana, de darles la posibilidad de participar en los sacramentos y de servirse de la guía de los pastores; en una palabra, les abre el acceso a los medios específicos de santificación (que estudiaremos en el capítulo 9º). Y por otro lado, desea y procura facilitarles las condiciones de vida, de libertad, de trabajo, de cultura, etc., reclamadas por la dignidad humana y que son bienes convenientes en orden a la santidad, no porque santifiquen en sí mismos, como los anteriores (si se emplean éstos con las debidas disposiciones), sino porque la vida sobrenatural es elevación de la vida humana. La enseñanza de san Josemaría
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se aparta decididamente de las desviaciones "espiritualistas" a las que desde antiguo hubo de enfrentarse el genuino espíritu cristiano 71. Distingue los bienes sobrenaturales y eternos de los bienes humanos temporales, pero no los separa sino que los integra en vistas al único fin último que es la santidad. Ahora bien, entre estos medios hay un orden que se ha de manifestar a la hora de procurarlos para los demás. Si se consideran en sí mismos, son más elevados e importantes los sobrenaturales que los naturales; y, entre estos últimos, son superiores los espirituales a los materiales; por esta razón, la caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador 72. A la vez es obvio que lo más noble o importante no es siempre lo más urgente. Muchas veces urge proporcionar un medio humano más que un medio sobrenatural o de santificación. Pero al obrar así, el cristiano no se limita a una acción humanitaria. La caridad le llevará a procurar para los demás esos medios humanos, siempre con vistas a la santidad 73. Pueden señalarse en este sentido dos defectos de signo opuesto. El primero sería restringir la caridad al afán de proporcionar los medios sobrenaturales, despreocupándose de los humanos. En este sentido san Josemaría reprocha sin ambages la mentalidad de quienes ven el cristianismo como un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender a las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias. Diría que quien tiene esa mentalidad no ha comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado, que haya tomado cuerpo, alma y voz de hombre, que haya participado en nuestro destino hasta experimentar el desgarramiento supremo de la muerte 74. Ciertamente la miseria, la enfermedad o la injusticia pueden convertirse en medio y ocasión de santificación; pero no es menos cierto que no se santifica quien pudiendo aliviar la miseria o el dolor de los demás, o remediar una injusticia, no lo hace y les abandona a su suerte. El segundo error sería limitar la caridad a proporcionar los medios humanos (a veces sólo los materiales: alimentación, vivienda, atención sanitaria, etc.), posponiendo por principio los sobrenaturales o incluso abandonándolos por completo. Sería una caridad desnaturalizada, porque no trata a los demás como a hijos de Dios.
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Tras las reflexiones anteriores relativas al sujeto y al objeto de la caridad, fijémonos ahora en su extensión que, siendo universal, reclama un orden. a) Caridad con todos. "Sólo hay una raza: la de los hijos de Dios" Lo veíamos antes en un texto de san Josemaría: la caridad no conoce discriminaciones de ningún género. Su extensión es universal porque su motivo es el amor a Dios y Él ama a todos los hombres: tanto, que "ha entregado a su Hijo al mundo para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). El cristiano (...), como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera 75. La caridad no excluye a nadie porque por todos ha muerto Jesucristo, para que todos puedan llegar a ser hijos de Dios y hermanos nuestros 76. No hay, pues, más que una raza: la raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de Dios. Y no hay más que una lengua: ésa que habla al corazón y a la cabeza, sin ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los unos a los otros 77. Dios "quiere que todos los hombres se salven" (1Tm 2, 4) y ha confiado a sus hijos una participación en el sacerdocio de Cristo para que cooperen en la Redención. Para san Josemaría, universalidad de la caridad significa, por eso, universalidad del apostolado 78: afán de que todos dispongan de los medios de santificación y de los medios terrenos, espirituales y materiales, que pide la dignidad humana. Este afán de la caridad no se funda en un genérico "amor al hombre" o una filantropía hecha de sentimientos de solidaridad con nuestros semejantes 79, sino en un motivo más profundo: se funda en que Dios ama a cada uno personalmente y, por esto, los hijos de Dios nos encontramos con fuerzas para amar a la humanidad de un modo nuevo 80. Sin embargo, la filantropía puede ser elevada por la caridad, y servir de preparación para recibirla. San Josemaría valora positivamente el hecho de que muchos hombres rectos, impulsados por un noble ideal –aunque sin motivo sobrenatural, por filantropía–, afrontan toda clase de privaciones y se gastan generosamente en servir a los otros, en ayudarles en sus sufrimientos o en sus dificultades 81.
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Esa actitud es ya un buen paso en el camino hacia el descubrimiento de la caridad cristiana, que da solidez a los ideales humanos de fraternidad y los eleva. La extensión universal de la caridad no es solamente un "buen deseo", como puede parecer a quien considere que en la práctica resulta imposible servir a la humanidad entera. Esta imposibilidad existe sólo respecto a los servicios materiales directos. Más allá de éstos, san Pablo testifica que es preciso ofrecer "súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres" (1Tm 2, 1). El cristiano puede y debe vivir la caridad universal ante todo con oración que sube al Cielo por la humanidad 82, pidiendo por el bien temporal y eterno de todas las personas. El católico, con corazón universal, ruega por todo el mundo, porque nada puede quedar excluido de su celo 83. San Josemaría escribe estas palabras refiriéndose concretamente a la Santa Misa, que la Iglesia ofrece siempre no sólo por los vivos "sed etiam pro defunctis" 84. De la universalidad de la caridad no quedan excluidos, en efecto, los que han dejado ya este mundo. Las ánimas benditas del purgatorio. –Por caridad, por justicia, y por un egoísmo disculpable –¡pueden tanto delante de Dios!– tenlas muy en cuenta en tus sacrificios y en tu oración. Ojalá, cuando las nombres, puedas decir: "Mis buenas amigas las almas del purgatorio..." 85. Un hijo de Dios llamado a santificar el mundo desde dentro de los quehaceres civiles, puede vivir la caridad "con todos", también por medio de su trabajo y del cumplimiento de sus deberes familiares y sociales, ya que esas tareas, llevadas a cabo con espíritu cristiano, son un servicio a la entera sociedad y pueden convertirse en oración. Al realizar cada uno vuestro trabajo, al ejercer vuestra profesión en la sociedad, podéis y debéis convertir vuestra ocupación en una tarea de servicio. El trabajo bien acabado, que progresa y hace progresar, que tiene en cuenta los adelantos de la cultura y de la técnica, realiza una gran función, útil siempre a la humanidad entera, si nos mueve la generosidad, no el egoísmo, el bien de todos, no el provecho propio: si está lleno de sentido cristiano de la vida 86. San Josemaría aconseja frecuentemente realizar las propias tareas personales "de cara a la humanidad entera", "pensando en todos los hombres" 87, pero sin olvidar a la vez que se es cristiano cuando se es capaz de amar no sólo a la Humanidad en abstracto, sino a cada persona que pasa cerca de nosotros (...): tener un detalle amable con quienes trabajan a nuestro lado, vivir una verdadera amistad con nuestros compañeros, compadecernos de quien padece necesidad 88.
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b) Caridad "especialmente con los hermanos en la fe" Escribe san Pablo: "Hagamos el bien a todos, pero especialmente a los hermanos en la fe" (Ga 6, 10). En un sentido, la caridad lleva a querer a todos los hombres por igual; en otro, a quererlos de modo diferente. Respecto al fin último, la caridad quiere lo mismo para todos: que sean santos y, por tanto, felices, ya ahora en la tierra y después plenamente en el Cielo. Esto no se opone a que incline a amar especialmente a quienes ya tienen un inicio de la vida sobrenatural, porque están en gracia de Dios y Dios les ama más que a quienes no viven en su amistad (pues Dios ama en nosotros la vida sobrenatural que Él concede). En general, la caridad desea que los hombres se conviertan del estado de pecado mortal al de gracia santificante, y que pasen luego de una situación de gracia a otra de mayor amistad con Dios, mediante nuevas conversiones. "Hay en el Cielo mayor alegría por un pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no la necesitan" (Lc 15, 7). La conversión de un pecador (que se arrepiente del pecado, también del venial: de toda falta de amor a Dios) es causa de alegría en el Cielo –en los bienaventurados y en los que tienen un anticipo del Cielo por la gracia–, porque el perdón de los pecados es la mayor manifestación del amor de Dios, que ha enviado a su Hijo "no para llamar a los justos, sino a los pecadores a la penitencia" (Lc 5, 32; cfr. Rm 5, 6-8). Esa alegría es un acto de caridad 89. Respecto a los medios para la vida espiritual, la caridad no quiere lo mismo para todos, pues el cristiano ha de buscar en primer lugar proporcionar esos medios a sus hermanos en la fe (cfr. Ga 6, 10). La razón es que Dios quiere que los que pertenecen visiblemente a la Iglesia, reciban las atenciones de sus hermanos: que sus hijos se ayuden mutuamente a ser santos, como se ayudan los miembros de un mismo cuerpo. La caridad inclina, pues, a proporcionar preferentemente a los fieles los medios sobrenaturales y humanos que convienen a su condición de cristianos. En cuanto a los medios sobrenaturales, se entiende fácilmente que la caridad inclina a ayudar primero a los hijos de la Iglesia (por ejemplo, a enseñar la doctrina de la fe a los catecúmenos y a los bautizados, antes que a quienes no lo son) 90. Por lo que se refiere a los medios humanos, desde el primer momento los cristianos ayudaban materialmente a los que estaban más necesitados entre ellos, como eran en aquel tiempo las viudas (cfr. Hch 6, 1ss). San Pablo realiza una colecta "en favor de los pobres de entre los
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santos que viven en Jerusalén" (Rm 15, 26; cfr. 1Co 16, 1-3), y señala que lo hace en virtud de la caridad (cfr. 2Co 8, 7 ss) 91. Los cristianos han de socorrer a sus hermanos necesitados, pero ninguno puede reclamar auxilios donde bastaría su propio esfuerzo. El Apóstol es terminante: "Si alguno no quiere trabajar, que no coma" (2Ts 3, 10). El cristiano no se puede servir de la Iglesia para obtener ventajas materiales: no puede utilizar como instrumento de intereses y de ambiciones humanas la sublimidad y la grandeza del Evangelio 92. Quien pretendiera hacerlo sería un "traficante de Cristo" 93, como advierte un documento de la primitiva cristiandad, que concluye: "estad en guardia contra los tales" 94. Siguiendo la enseñanza paulina, san Josemaría, con el corazón abierto a todos los hombres, enseña a preocuparse especialmente por el bien de los cristianos dispersos por todo el mundo, e inculca el interés por conocer su situación, iniciativas, dificultades, etc.: todo lo opuesto a la indiferencia. Forma parte esencial del espíritu cristiano (...) sentir la unidad con los demás hermanos en la fe. Desde muy antiguo he pensado que uno de los mayores males de la Iglesia en estos tiempos, es el desconocimiento que muchos católicos tienen de lo que hacen y opinan los católicos de otros países o de otros ámbitos sociales. Es necesario actualizar esa fraternidad, que tan hondamente vivían los primeros cristianos 95. c) Amor a los pobres y a los enfermos Además del vínculo sobrenatural de la fe, hay un vínculo humano general que justifica una atención preferente de la caridad: el que todos tenemos con los pobres y los enfermos. Se trata de un aspecto integrante e imprescindible de la verdadera caridad cristiana 96. La peculiar relación de cada uno con los pobres y enfermos –y con los que sufren injusticia, padecen soledad, no reciben educación y cultura, etc.– se puede llamar solidaridad. En general, hay una solidaridad ontológica entre todos los hombres en cuanto miembros de la familia humana, pero más en concreto se llama solidaridad al vínculo con las personas necesitadas y a la virtud que inclina a asumirlo: a saberse y a sentirse ligado a las necesidades de los demás, y a procurar remediarlas 97. No de los demás en general, sino de cada persona concreta: la solidaridad no es la "conciencia social" de quien se preocupa de la pobreza pero le importan poco los pobres (cada pobre, cada persona).
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San Josemaría enseña constantemente, utilizando éste y otros términos, que un cristiano no puede vivir de espaldas a la indigencia humana. No sólo nos preocupan los problemas de cada uno, sino que nos solidarizamos plenamente con los otros ciudadanos en las calamidades y desgracias públicas, que nos afectan del mismo modo 98. Que el origen del estado de necesidad sean las "calamidades y desgracias públicas" es secundario en este texto. Vale lo mismo cuando la causa es otra. Lo central es la solidaridad con los necesitados, el no ver las dificultades de los demás como ajenas, el quedar personalmente afectado por ellas, considerándolas como algo propio. "Mantened la caridad fraterna... Acordaos de los encarcelados, como si estuvierais en prisión con ellos, y de los que sufren, pues también vosotros vivís en un cuerpo" (Hb 13, 1-3). Hay una especial relación de cada uno con los que padecen dolor, ignorancia, injusticia, pobreza, etc., que da origen a que la caridad procure remediar esas necesidades. Esa relación se puede explicar de diversos modos 99. En todo caso es importante señalar que se basa en la común participación en la naturaleza humana y en la realidad del pecado, de la todos somos responsables y por la que han entrado en el mundo el dolor y la muerte. Si no se reconociera un fundamento objetivo, los actos de caridad con los necesitados dependerían de un sentimiento autónomo más o menos intermitente, con el riesgo de descuidarlos cuando esté ausente, o de desatender, en el caso opuesto, otros deberes, incluso graves. San Josemaría advierte de estos peligros, sobre todo del primero. Recomienda como medio de formación para las personas jóvenes, visitar a pobres y enfermos: Las visitas a los pobres y a los enfermos son una manifestación de la caridad con el prójimo, y también un gran medio de formación (...). En los pobres y en los enfermos aprenden nuestros amigos, que participan en nuestras tareas de formación cristiana, y aprendemos también nosotros, a descubrir y a amar la figura humana y divina de Jesucristo 100. Estas últimas palabras indican por qué esas visitas forman cristianamente el alma: con ellas se aprende a ver a Cristo en las personas necesitadas (Mt 25, 34-40) y se graba en los corazones una dimensión esencial del amor al prójimo. Aunque no sea posible remediar materialmente la pobreza, no deja de tener sentido visitar a las personas necesitadas porque de este modo se lleva a la práctica aquel núcleo de la caridad que más que en "dar" está en "comprender", haciendo propios los problemas de los demás. Se ponen así las bases para afrontar en el futuro las
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diversas dificultades de los demás, también desde el punto de vista material, en la medida que sea posible para cada uno desde su posición en la sociedad, evitando la deformación de realizar "obras de caridad" sin verdadera "caridad", sin comprensión. Porque quien no supiera compadecerse de la indigencia ajena, no podría llevar a cabo auténticas "obras de caridad" con los necesitados: más que levantarles, les humillarían. En relación con actitudes de este género, san Josemaría lamenta: ¡Cuántos resentidos hemos fabricado, entre los que están espiritual o materialmente necesitados! 101 Son múltiples los pasajes del Evangelio que muestran las atenciones del Señor, ungido por el Espíritu Santo "para evangelizar a los pobres" (Lc 4, 18; cfr. Mt 11, 5) 102. Baste uno solo: "Al desembarcar, vio Jesús una gran multitud, y se llenó de compasión, porque estaban como ovejas sin pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas" (Mc 6, 34). El texto paralelo de san Mateo dice también que "curó a los enfermos" (Mt 14, 14). Jesús cura las enfermedades y enseña. Se compadece de las necesidades de sus hermanos los hombres. Al asumir nuestra naturaleza "ha tomado sobre sí nuestras enfermedades y cargado con nuestros dolores" (Is 53, 4; cfr. Mt 8, 17). Compadecerse, hacer propios los dolores de los demás, es, como decíamos, la disposición básica para poner materialmente remedio –si es posible– a esas situaciones, de modo conforme a la dignidad de las personas, y para ayudar a sobrellevarlas enseñando el sentido redentor del dolor (lo cual es una verdadera liberación) 103. Incluso, quien se compadece cristianamente, puede ofrecer a Dios el dolor de sus hermanos los hombres, uniéndolo al sacrificio de Cristo. Tal fue la experiencia interior de san Josemaría en los años sucesivos a la fundación del Opus Dei, cuando dedicaba gran parte de su labor pastoral a la atención de pobres y enfermos. Además de confortarlos humanamente y de enseñarles el sentido cristiano del dolor, tomaba aquel caudal de sufrimientos como un tesoro para avalar su petición de que se hiciera realidad la Obra que Dios le había pedido: Horas y horas por todos los lados, todos los días, a pie de una parte a otra, entre pobres vergonzantes y pobres miserables, que no tenían nada de nada (...). Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos (...). La fortaleza humana de la Obra han sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas 104.
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Para concluir este apartado, vale la pena reproducir con cierta amplitud un comentario de Álvaro del Portillo a la parábola del buen samaritano. Su propósito es mostrar la raíz evangélica de la enseñanza de san Josemaría, explicando cómo se expresa la caridad con los pobres y enfermos en el caso de quienes han recibido la llamada divina a santificarse en los deberes profesionales, familiares y sociales. El samaritano que interrumpe su viaje para asistir al herido y llevarlo a la posada (cfr. Lc 10, 30 ss.), "es imagen de Cristo, modelo de alma sacerdotal, porque el dolor no es sólo medio de santificación en quien lo padece, sino en quien se compadece del que sufre y se sacrifica por atenderle (...). Una vez que ha trasladado personalmente el enfermo a la posada, ¿qué hace el samaritano? "Sacando dos denarios, se los dio al mesonero y le dijo: cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta" (Lc 10, 35): prosigue su camino, porque le incumben otros deberes que no puede descuidar. No es una disculpa, no es una evasión, no haría bien si permaneciera más tiempo: sería sentimentalismo, desatendería otras obligaciones. La misma caridad que le ha impulsado a detenerse, le mueve a continuar su viaje. Es Cristo quien nos ofrece el ejemplo (...). El afán de atender y remediar en lo posible las necesidades materiales del prójimo, sin descuidar las demás obligaciones propias de cada uno, como el buen samaritano, es algo característico de la fusión entre alma sacerdotal y mentalidad laical. (...). "Para ocuparse del herido, el samaritano recurrió también al mesonero. ¿Cómo se hubiera desenvuelto sin él? (...) [San Josemaría] admiraba la figura de este hombre –el dueño de la posada– que pasó inadvertido, hizo la mayor parte del trabajo y actuó profesionalmente. Al contemplar su conducta, entended, por una parte, que todos podéis actuar como él, en el ejercicio de vuestro trabajo, porque cualquier tarea profesional ofrece de un modo más o menos directo la ocasión de ayudar a las personas necesitadas (...). Por otra parte, considerad que la preocupación por los pobres y enfermos –con el alma sacerdotal y la mentalidad laical propias de nuestro espíritu– os ha de impulsar a promover o a participar en labores asistenciales, con las que se trate de remediar, de modo profesional, esas necesidades humanas y muchas otras" 105. 1.2.2. "Hacer amable el camino de la santidad" Hemos hablado de cómo el vínculo sobrenatural de la fe y el vínculo humano de la solidaridad, influyen en el orden de la caridad. Ahora veremos que también hay vínculos particulares –de parentesco, de relación profesional o social, etc.– que dan lugar a peculiares exigencias de la
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caridad. San Josemaría no duda en afirmar que considera un celo hipócrita, embustero, el que empuja a tratar bien a los que están lejos, de paso que pisotea o desprecia a los que con nosotros viven la misma fe 106. Este aspecto que ya hemos considerando antes, como acabamos de decir, es preludio del que viene a continuación, en el que nos fijamos ahora: Tampoco creo que te intereses por el último pobre de la calle, si martirizas a los de tu casa; si permaneces indiferente en sus alegrías, en sus penas y en sus disgustos 107. La caridad no se apoya principalmente en la amistad humana que se pueda tener con algunos, ya sea por razón de parentesco, o de relación profesional o de afinidad de carácter, de gustos o de aspiraciones, sino que se fundamenta en el amor a Dios (en que Dios ama a todos). Esto no significa, sin embargo, que la amistad carezca de relieve para la caridad. Todo lo contrario: la relación entre caridad y amistad humana es estrechísima. "Vos autem dixi amicos" (Jn 15, 15): Jesús llama amigos a quienes ama con caridad sobrenatural. (La caridad) se llena de matices más entrañables cuando se refiere (...) a los que, porque así lo ha establecido Dios, están más cerca de nosotros: los padres, el marido o la mujer, los hijos y los hermanos, los amigos y los colegas, los vecinos. Si no existiese ese cariño, amor humano noble y limpio, ordenado a Dios y fundado en Él, no habría caridad 108. La relación entre caridad y amistad humana en la enseñanza de san Josemaría podemos enunciarla así: cuando la amistad existe previamente, la caridad la eleva; y si no existía antes, tiende a establecerla. En uno y en otro caso, la caridad, infundida por Dios en el alma (...), fundamenta sobrenaturalmente la amistad 109. El resultado es que en un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa 110. ¿Y qué manifestaciones tiene esa caridad para con tus hermanos? 111, se pregunta en una meditación, refiriéndose con "hermanos" no en general a los "hermanos en la fe", sino concretamente a aquellos con los que se convive. Responde: hacerles amable el camino de la santidad 112. La caridad-amistad que predica san Josemaría busca para las personas con las que se tiene trato asiduo no sólo la santidad, sino "hacerles amable el camino de la santidad". Y esto presenta diversas manifestaciones que vamos a ver más de cerca en los apartados sucesivos. a) Caridad y amistad
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La amistad humana se puede describir –sin detenernos a precisar demasiado los términos, pues se trata de una cuestión amplísima– como una inclinación mutua entre dos personas, que lleva a buscar el bien del otro, no por propio interés ni sólo por justicia, sino gratuitamente y por moción también de los sentimientos o afectos, ordenados por las virtudes morales. Ésta es la amistad "virtuosa", que quiere el bien para el otro y comporta la práctica de todas las virtudes, ya que hace falta ser prudente y justo para conocer y querer el verdadero bien del amigo (y por tanto, al menos implícitamente, lo que Dios quiere); y templado y fuerte, para buscarlo. Esta amistad virtuosa es la que es elevada por la caridad 113. De ella dice la Escritura que "quien encuentra un amigo, halla un tesoro" (Sir 6, 14). Hay también una amistad que no es virtuosa porque no pone en juego las virtudes morales y no acierta a querer el verdadero bien del otro. Se puede dar fácilmente cuando se excluye a Dios de la amistad, y sobre todo cuando se quiere para otra persona algo que ofende a Dios o aparta de Él. A este tipo de relaciones se refiere san Josemaría cuando invita a preguntarse: eso... ¿es una amistad o es una cadena? 114 Tal "amistad" no es auténtica y no puede ser elevada por la caridad. La caridad eleva la amistad, cuando ésta es auténtica ("virtuosa"). Es un amor a los demás por amor a Dios, que mueve a querer para los amigos lo que Dios quiere para ellos: que le conozcan y le amen como hijos suyos, que es el mayor bien. Es imposible que la caridad "instrumentalice" la amistad, porque no la pone al servicio de un fin distinto del bien de la otra persona. Al contrario, otorga a la amistad humana un fundamento superior, más noble y firme, y la conduce a su plenitud, pues busca para el otro no sólo un bien temporal sino la felicidad eterna. La caridad purifica a la amistad del egoísmo, pues quien ama así no aspira a ser querido por sí mismo sino por amor a Dios. La caridad muestra también hasta dónde puede llegar la amistad. Hemos de ir con todos, si es preciso, hasta las mismas puertas del infierno: más allá, no; porque allí no se puede amar a Jesucristo 115. El recto amor a los demás, el que forma parte de la caridad, sólo puede existir mientras se pueda mantener el amor a Dios. La parábola de las "vírgenes prudentes" (Mt 25, 1 ss.) enseña que hay que proveerse personalmente de lo necesario –del "aceite"– para el encuentro con Cristo, y que esas vírgenes hacen bien al no dar del suyo a las "necias", cuando esto implica perderlo ellas mismas. No es propio de la
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caridad prestar una ayuda que comporta apartarse de Dios. Una "entrega" a los demás que llevara a perder la propia amistad con Dios no puede ser caridad. No podemos dar del aceite nuestro si nuestra lámpara corre peligro de apagarse. Es lo que hicieron las vírgenes prudentes: no dar de su aceite a las necias (cfr. Mt 25, 1 ss). De modo que, si hay peligro para nuestra alma, ¡basta!, a huir, a cortar. Pero si no hay peligro, a dar, a dar mucho aceite 116 . Si no existe una amistad previa, la caridad tiende a crearla. Un cristiano no se contenta con lo que san Josemaría llama caridad oficial, seca y sin alma 117. Ve en cada persona a un hijo de Dios, conocido y amado singularmente por Él, y por eso procura amar a cada uno como Dios le ama: no "en general" sino de modo irrepetible, como se ama a un amigo, con un afecto ordenado que siempre pasa por el Corazón Sacratísimo de Jesús 118, porque busca el bien que Jesucristo quiere. Por la limitación humana, es imposible tener amistad con cada una de las personas que se conocen. Una parte importante del ejercicio de la caridad se dirige necesariamente no a personas singulares sino a muchas a la vez (a través del servicio que se presta a los demás con el trabajo profesional, o con iniciativas asistenciales y educativas, etc.). Pero es indudable que, en sí misma, la caridad "busca" el trato y la amistad personal, porque quiere el bien de cada persona. Lleva a sembrar comprensión, amistad. Que nuestra vida acompañe las vidas de los demás hombres, para que nadie se encuentre o se sienta solo 119. b) "Apostolado de amistad y confidencia" La misión apostólica, a la que tiende la caridad, se puede realizar de muchos modos. San Josemaría subraya uno específico, el apostolado de amistad y confidencia 120. Un modo visible en Jesús que llama amigos a los Apóstoles y les abre su corazón para introducirles en la vida divina: "os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer" (Jn 15, 15). La relación entre caridad y amistad que hemos descrito antes nos permite comprender mejor el valor de esta forma de apostolado en el que la amistad se engrandece y eleva: Cuando te hablo de "apostolado de amistad" –aclara san Josemaría– me refiero a amistad "personal", sacrificada, sincera: de tú a tú, de corazón a corazón 121. El apostolado de amistad y confidencia responde plenamente al espíritu de filiación divina, es expresión cabal del "amor de los hijos de
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Dios a los hijos de Dios", a quienes Él ama personalmente: a cada uno de modo único e irrepetible. La amistad que se establece es, por tanto, la más profunda, la que mejor corresponde a esa dignidad personal que pide un diálogo en el que se abren el corazón y la mente: la confidencia. La amistad facilita la confidencia; y hace así posible el apostolado de la doctrina, el acercamiento al Señor de esas almas, de esos amigos cuyo bien deseamos 122. El término confidencia indica dos cosas: que se comunica algo "confidencial" o íntimo, y que se "confía" en la otra persona. Este modo apostólico responde también adecuadamente a la llamada a santificarse en las actividades temporales, que comportan el trato habitual con colegas de trabajo y con otras personas en la vida social y familiar. De esa convivencia tomáis ocasión para acercar las almas a Cristo Jesús, y es lógico que no la rehuyáis. Más aún, es preciso que la busquéis, que la fomentéis, porque sois apóstoles, con un apostolado de amistad y de confidencia, y (...) el trato noble y sincero con todos es el medio humano de vuestra labor de almas 123. A través del trato individual con vuestros compañeros de profesión o de oficio, con vuestros parientes, amigos y vecinos, en una labor que muchas veces he llamado apostolado de amistad y de confidencia, sacudiréis su modorra, abriréis horizontes amplios a su existencia egoísta y aburguesada, les complicaréis la vida, haciendo que se olviden de sí mismos y comprendan los problemas de quienes les rodean. Y estad seguros de que, al complicarles la vida, les lleváis –tenéis experiencia– al gaudium cum pace, a la alegría y a la paz 124. El "apostolado de amistad y confidencia" no es la única manera de realizar la misión apostólica en la enseñanza de san Josemaría. Hay otros modos de sembrar la fe y el amor a Dios que se distinguen de éste por dirigirse a varias personas a la vez, a través de clases o de diversas actividades en las que se difunde el espíritu cristiano. Pero también entonces, como hemos anticipado antes, san Josemaría impulsa a llegar, si es posible, al trato personal, buscando acercar a Dios a los demás, uno a uno. No estará de más hacer notar que, en términos generales, san Josemaría desaconseja el apostolado de amistad y confidencia con personas de distinto sexo, fuera del ámbito de las relaciones familiares o de las que establecen normalmente un varón y una mujer con vistas al matrimonio o con esa posibilidad. El motivo es que, objetivamente, la comunicación que
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implica ese apostolado conlleva un compartir pensamientos, esperanzas, dificultades, etc., que entre personas de distinto sexo favorece normalmente la posibilidad de una atracción mutua. Teniendo en cuenta el desorden de la concupiscencia, esa atracción –fuera del ámbito familiar o de la posible formación de una nueva familia, como ya se ha señalado– puede desviar la rectitud de intención en el apostolado e incluso exponer a peligros para la castidad y la fidelidad al amor a Dios (y, en el caso de una persona casada, también para la fidelidad al propio cónyuge). La experiencia corrobora la oportunidad de este consejo. No estamos hablando aquí del tema general de la amistad entre personas de distinto sexo, que es mucho más amplio, sino concretamente del "apostolado de amistad y de confidencia" que enseña san Josemaría con ocasión del trabajo profesional o de la vida social. Desde esta perspectiva se comprende también que las actividades de formación cristiana colectiva –retiros espirituales, cursos de retiro, etc.– que san Josemaría promovió y enseñó a promover, tienen lugar separadamente para hombres y mujeres, pues se trata de actividades estrechamente dependientes del apostolado personal de amistad y confidencia, del que provienen y al que se orientan (aparte de otras razones de conveniencia, como la de adaptar lo mejor posible el contenido de la formación a las exigencias específicas de quienes la reciben). La dirección espiritual que imparten los sacerdotes a mujeres no es una excepción de lo anterior porque no es "apostolado personal de amistad y confidencia", sino ejercicio de un ministerio en el que la confidencia no es mutua. c) "Cariño humano y sobrenatural" Desafortunadamente, el término "caridad" ha adquirido en el lenguaje corriente a veces un significado reductivo. Para evitar equívocos, san Josemaría enseña que nuestra caridad ha de ser también cariño, calor humano 125. Quiere indicar que, con quienes nos rodean, ha de integrar necesariamente el afecto humano, elevándolo. Ha de ser cariño humano y sobrenatural, verdadera caridad de Cristo 126. Para ilustrar esta idea recordaba en ocasiones la queja de una enferma ante la actitud de quienes la asistían: me tratan con caridad, pero mi madre me cuidaba con cariño 127. Y comentaba que esa separación entre "caridad" y "cariño" no es cristiana. El amor que nace del Corazón de Cristo no puede dar lugar a esa clase de distinciones (...). Nosotros no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne,
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quiere con un cariño humano que, si está unido al amor de Cristo, es también sobrenatural. Ésa, y no otra, es la caridad que hemos de cultivar en el alma, la que nos llevará a descubrir en los demás la imagen de Nuestro Señor 128. Frente a todos los cínicos, a los escépticos, a los desamorados, a los que han convertido la propia cobardía en una mentalidad, los cristianos hemos de demostrar que ese cariño es posible 129. Como ejemplo de este modo profundamente "humano" de vivir la caridad sobrenatural, invita a contemplar la conducta de los primeros discípulos de Cristo. Qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos esta caridad ardiente, que sobresalía con exceso más allá de las cimas de la simple solidaridad humana o de la benignidad de carácter. Se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo. Un escritor del siglo II, Tertuliano, nos ha transmitido el comentario de los paganos, conmovidos al contemplar el porte de los fieles de entonces, tan lleno de atractivo sobrenatural y humano: mirad cómo se aman (Tertuliano, Apologeticum, 39), repetían 130. Las expresiones exteriores de ese cariño con los más próximos serán diversas según los casos. Evidentemente, hay unas manifestaciones sensibles del afecto humano que resultan adecuadas en el ámbito familiar, pero que no lo serían fuera de ese entorno; y hay otras que son propias de la amistad con quienes se tratan a diario, pero que serían inadecuadas en otras circunstancias. No obstante, en conjunto, las relaciones familiares y de amistad más estrecha constituyen el punto de referencia de lo que ha de ser el "cariño humano" propio de la caridad. No basta la caridad oficial, fría. ¡Cariño!, humano y sobrenatural. Hemos de poner el cariño de Cristo inflamado de amor a los hombres, a su Madre, a los Apóstoles, a Lázaro 131. Por su parte, la caridad transfigura el cariño humano, lo purifica, lo ennoblece, lo libera de las formas sutiles de egoísmo que puede encubrir la cordialidad o la ternura. Cuando el cariño pasa por el Corazón Sacratísimo de Jesús y por el Dulcísimo Corazón de María, la caridad fraterna se ejercita con toda su fuerza humana y divina. Anima a soportar la carga, quita pesos, asegura la alegría en la pelea. No es algo pegadizo, es algo que fortalece las alas del alma para alzarse más alta; la caridad fraterna, que no busca su propio
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interés (cfr. 1Co 13, 5), permite volar para alabar al Señor con un espíritu de sacrificio gustoso 132. Muchas de las exhortaciones de san Josemaría a no separar la caridad del cariño humano, se dirigen concretamente a los fieles del Opus Dei que tienen entre sí un trato directo por razones de formación y de apostolado. En estos casos, la mayor parte de las veces no ha habido entre ellos una amistad humana precedente, ni tampoco tiene por qué existir una afinidad de caracteres, opiniones y gustos. Los ha reunido la llamada divina a recorrer un mismo camino específico de santificación y de apostolado por amor a Cristo, y éste es el fundamento de una especial fraternidad llena de cariño 133, que hace patente –no se cansa de repetirlo– que nos une también el cariño humano 134. En la experiencia de esta realidad ve un ejemplo más de cómo pervive en la Iglesia la fraternidad de los primeros cristianos, retratada en la Escritura con palabras conmovedoras: "la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32) 135. Con alegría y agradecimiento a Dios escribe que no son pocas las almas que han descubierto el Evangelio en este calor cristiano de nuestro hogar, donde nadie puede sentirse solo, donde nadie puede padecer la amargura de la indiferencia 136. d) "Querer a los demás con sus defectos" Si no quieres más que las buenas cualidades que veas en los demás –si no sabes comprender, disculpar, perdonar–, eres un egoísta 137. Una actitud de este género no es caridad sino egocentrismo. San Josemaría acostumbra a decir que se ha de querer a los demás con sus defectos, con sus maneras de ser 138. ¿Qué se debe entender en este contexto por "defecto"? No, ciertamente, la carencia involuntaria de una cualidad natural (por ejemplo, una limitación física, o la falta de memoria o de otros bienes de naturaleza), y mucho menos la sencilla espontaneidad de tantas personas que no han recibido una educación refinada, a las que se refiere san Josemaría cuando dice: dejadlos con su modo de hablar, con su modo de comportarse, con aquella noble tosquedad encantadora 139. Por "defecto" se entiende aquí solamente la falta de una cualidad moral que alguien necesitaría para desempeñar mejor sus deberes y que en principio podría adquirir, con la ayuda de Dios y poniendo empeño (por ejemplo, ser más constante, o servicial, o alegre...). Cabría precisar más esta noción, pero no es necesario para explicar que la caridad lleva a querer a los demás "con sus defectos", en este último sentido. La razón es no sólo que Dios no les deja de amar
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porque los tengan, sino que los ama "con esos defectos" en cuanto que son o pueden ser ocasión para luchar por superarlos, por amor suyo. Puede parecer que "querer a los demás con sus defectos" no se conjuga con el hecho de que la caridad hace desear el bien de la persona amada, ya que esas deficiencias morales que podrían remediarse (al menos en principio y considerándolas una a una), no son un bien en sí mismas. Pero san Josemaría no enseña que la caridad ama los defectos en sí mismos, sino que ama que los demás se comporten bien –como Dios quiere– en relación con esos defectos, lo que implica reconocerlos y procurar superarlos por agradar a Dios y servir mejor a los demás. La santidad está en la lucha, en saber que tenemos defectos y en tratar heroicamente de evitarlos. La santidad –insisto– está en superar esos defectos..., pero nos moriremos con defectos: si no, ya te lo he dicho, seríamos unos soberbios 140. Siempre es posible que una persona luche así, con más o menos éxito, o al menos que llegue a luchar así más adelante: por esto hay que querer a los demás como son, incluso en el caso de que actualmente no reconozcan sus faltas ni las quieran evitar. San Josemaría – escribe José María Barrio– enseña que los cristianos "han de quererse santos y, a la vez, quererse con sus defectos. Pese a la apariencia, ambas cosas no son incompatibles. De hecho, no hay modo de querer realmente que no sea querer la realidad de lo querido, y la realidad de todo ser humano incluye aspectos positivos y otros que no lo son tanto. Yo no puedo querer a alguien por sus defectos, pero sí puedo quererle con ellos. Ciertamente la caridad cristiana significa querer a los demás luchando contra sus imperfecciones, y ayudarles –humana y sobrenaturalmente– en esa lucha" 141. Jesucristo escogió como Apóstoles a unos hombres con carencias patentes y les amaba con ternura, aun sabiendo que le iban a negar y teniendo que rogar al Padre para que se convirtieran (cfr. Lc 22, 31-34). San Josemaría recuerda que Dios llama a la santidad a personas con miserias 142. Y añade: yo también las tengo y también he luchado y lucho 143. La experiencia de las miserias humanas, ajenas y propias, no es motivo para que se enfríe la caridad; al contrario, es ocasión para ahondar en ella: para que sea más humana y más sobrenatural. Rezad por mí: yo rezo por vosotros, y comprendo vuestros defectos, y os quiero como sois, con defectos: y vosotros debéis tener el corazón grande, para querer a todas las criaturas de la tierra con sus defectos, con sus maneras de ser. –Padre, ¿usted quiere nuestros defectos? – Cuando lucháis por quitarlos, ¡los quiero!, porque son un motivo de humildad, y ha dicho aquél –que es el primer literato de Castilla– que la
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humildad es la base y fundamento de todas las virtudes, y sin ella no hay ninguna que lo sea. Por eso amo vuestros defectos 144. Según estas palabras, no se trata sólo de amar a una persona "a pesar de sus defectos"; es preciso amarla "con sus defectos", y no porque se aprueban sino porque le llevan (o le llevarán) a luchar por amor a Dios, con humildad. En este sentido, san Josemaría "ama" incluso los defectos mismos. ¿Y si son ostensibles e incluso desagradables? Precisamente entonces se manifiestan los rasgos inconfundibles de la caridad, porque el verdadero amor a Dios no da importancia a que una determinada manera de comportarse resulte "desagradable", pues el propio gusto no tiene por qué ser la medida de lo bueno; lo absolutamente "desagradable" es sólo aquello que desagrada a Dios. La mirada de la caridad penetra hasta el corazón del prójimo. De ahí que a veces no conceda demasiada importancia a ciertas miserias patentes, y en cambio la dé a otras menos visibles y que quizá no se oponen a lo "socialmente correcto", pero que desagradan a Dios. San Josemaría ponía como ejemplo gráfico el modo distinto de juzgar un gesto grosero de un niño, por parte de un espectador extraño y de la propia madre. Dejamos la cita para el apartado siguiente, ya que contiene también otra enseñanza que nos interesará destacar allí. Ahora nos basta la conclusión: No manifestéis repugnancia por pequeñeces espirituales o materiales, que no tienen demasiada categoría. Mirad a vuestros hermanos con amor 145. También es muy característico de la caridad amar al prójimo no sólo cuando acepta sus faltas y se esfuerza por mejorar, sino también cuando no las reconoce ni quiere cambiar. La caridad ama a los demás con sus defectos por el hecho principal de que Dios quiere que luchen y los llama a hacerlo, aunque de momento no respondan, sabiendo que Dios cuenta con el tiempo para que se decidan a luchar; y mientras tanto cuenta también con el cariño humano y sobrenatural de quienes les rodean. Este es el consejo de san Josemaría: Llénate de alegría, con la certeza de que el Señor a todos ha concedido la capacidad de hacerse santos, precisamente en la lucha contra los propios defectos 146. Al mismo tiempo, cuando enseña a amar a los demás con sus defectos, no deja de puntualizar: si no son ofensa de Dios 147. El pecado no puede agradar al Señor. Él ha dicho "sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48), y la perfección cristiana consiste en el amor. Por eso la persona que tiene defectos puede agradar a Dios si lucha por amor, ya sea que los vaya superando o que se pase la vida batallando por vencerlos. Pero el pecado es lo opuesto al amor a Dios: es una ofensa a Dios y no se puede amar. La caridad inclina entonces a querer únicamente
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que esa persona se convierta, pues eso es lo que Dios quiere. Se le ha de amar aunque ofenda a Dios, pero no se puede amar que le ofenda. Querer a los demás con sus defectos manifiesta también esa dimensión profunda de la caridad que hace ver en los demás un don de Dios. Pues precisamente los defectos ajenos pueden convertirse en ocasión para descubrir y corregir los propios. El diamante se pule con el diamante..., y las almas, con las almas 148. Esta frase, que se refiere en general a la potencialidad purificadora de los diversos temperamentos y caracteres –sin esos choques que se producen al tratar al prójimo, ¿cómo irías perdiendo las puntas, aristas y salientes (...) de tu genio para adquirir la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección? 149–, se aplica sin duda también a los defectos. El prójimo es don de Dios para uno mismo no sólo por sus cualidades positivas sino también por sus deficiencias. De ahí que apartarse de una persona por sus faltas sería contrario a la caridad, tanto porque no se le "da" ayuda como porque no se "recibe" lo que Dios quiere darnos a través de esa persona. Lógicamente, si la caridad mueve a querer a los demás con sus miserias, más aún se complace en sus virtudes, porque reflejan la gloria de Dios. Y también quiere a los demás "con sus buenas cualidades" de salud, inteligencia, simpatía, bienes materiales, etc., pero no los quiere por lo que tienen sino por lo que son. No aprecia más a quien tiene esas cualidades, sino a quien las usa para amar a Dios. Lleva a ayudarles a que lo hagan así, reconociéndose administradores de bienes que han recibido de Dios. "La caridad (...) no es envidiosa" (1Co 13, 4): se alegra siempre por el verdadero bien de los demás. e) Comprensión, misericordia, corrección fraterna En relación con las faltas del prójimo, la caridad inclina a la vez a la comprensión y a la corrección fraterna. Por lo que se refiere a la comprensión, ya se dijo que la caridad no está sólo en darse sino en acoger y hacer propio lo de los demás. Cuando lo que se "hace propio" son miserias, la comprensión se llama "misericordia", porque consiste en llevar en el corazón las necesidades espirituales y materiales de los demás 150. El Amor de Cristo es un "Amor misericordioso", ya que Él ha hecho suyos nuestros dolores y cargado con nuestras miserias (cfr. Is 53, 4-5; Mt 8, 17). También el amor de un cristiano ha de ser misericordioso: un amor que "comprende" las miserias (en el sentido de que las abarca o las contiene). No le son ajenas sino que las padece como propias, con la conciencia clara de que todos necesitamos de
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la misericordia divina, según las palabras del Señor: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia" (Mt 5, 7). La misericordia es una forma de caridad propia de los padres, como muestra la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 20-24). Dios Padre es "rico en misericordia" (Ef 2, 4). Pero también es propia de los hijos respecto a sus hermanos, pues en relación con ellos han de tener corazón de padre, como Cristo que, siendo "primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8, 29), llama a sus discípulos "hijos" e "hijitos" (cfr. Jn 13, 33), porque Él está en el Padre y el Padre en Él (cfr. Jn 14, 10-11) 151. Para enseñar de modo gráfico este aspecto de la caridad, san Josemaría evoca el cariño de las madres, lleno de visión positiva de los defectos (es el texto que anunciábamos en el apartado anterior): Siguiendo el ejemplo del Señor, comprended a vuestros hermanos con un corazón muy grande, que de nada se asuste, y queredlos de verdad. Yo os quiero como os quieren vuestras madres: porque procuráis ser santos y porque sois muy majos (...). Al ser muy humanos, sabréis pasar por encima de pequeños defectos y ver siempre, con comprensión maternal, el lado bueno de las cosas. De una manera gráfica y bromeando, os he hecho notar la distinta impresión que se tiene de un mismo fenómeno, según se observe con cariño o sin él. Y os decía –y perdonadme, porque es muy gráfico– que, del niño que anda con el dedo en la nariz, comentan las visitas: ¡qué sucio!; mientras su madre dice: ¡va a ser investigador! Hijas e hijos míos, ya me comprendéis: hemos de disculpar. No manifestéis repugnancia por pequeñeces espirituales o materiales, que no tienen demasiada categoría. Mirad a vuestros hermanos con amor y llegaréis a la conclusión –llena de caridad– de que ¡todos somos investigadores! 152 El amor misericordioso de Dios no sólo se manifiesta en que no rechaza a sus hijos: además, los corrige para que se conformen a la imagen del Hijo. Es una corrección para nuestro bien, que la Sagrada Escritura exhorta a recibir como muestra de amor: "Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni te desanimes cuando Él te reprenda; porque el Señor corrige al que ama y azota a todo aquel que reconoce como hijo" (Hb 12, 5-6). El Señor reprende a los Apóstoles en diversas ocasiones, incluso fuertemente, como a Pedro cuando trata de oponerse al anuncio de la Pasión: "¡Apártate de mí, Satanás! Eres escándalo para mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres" (Mt 16, 23). Le corrige para impedir que intente apartarle del bien (o de incitarle al mal, lo cual es propio de Satanás). Le corrige por amor a su Padre y porque ama a Pedro.
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En otro momento Jesús enseña a los discípulos que también ellos han de saber corregir cuando resulte necesario. "Si tu hermano peca contra ti, ve y corrígele a solas tú con él. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano" (Mt 18, 15) 153. La caridad, que es comprensión, inclina también a la corrección fraterna porque lo exige el bien de las almas. Comprender las miserias, hacerlas propias, no es justificarlas, llamando bien a lo que está mal. Comprender y disculpar no significa que cedamos en cosas injustas, porque eso sería también desorden y causaría perjuicios 154. La comprensión no ha de confundirse con la actitud del "amigo bonachón" que aprueba todo. Más que verdadera comprensión mostraría desinterés, despreocupación por el auténtico bien del otro. San Josemaría vio con lucidez la importancia de la corrección fraterna como muestra clara de la virtud sobrenatural de la caridad 155, como prueba de sobrenatural cariño y de confianza 156 y como la mejor manera de ayudar, después de la oración y del buen ejemplo 157. La grandeza de la corrección fraterna se manifiesta en que en aquel momento eres instrumento de Dios 158. Tiene un claro carácter sacerdotal que se reconoce en el sacrificio que comporta: la corrección fraterna cuesta; más cómodo es inhibirse; ¡más cómodo!, pero no es sobrenatural. –Y de estas omisiones darás cuenta a Dios 159. Además de recordar su valor, san Josemaría impulsaba a su alrededor la práctica de la corrección fraterna también como manifestación de lealtad hacia los demás, y como medio para velar por la unidad de los fieles entre sí y con la autoridad en la Iglesia (cfr. Ga 2, 14). Advierte, sin embargo, del peligro de la subjetividad. Lo que vemos como defectos en los demás, muchas veces es defecto de nuestra visión 160. Por eso invita a que uno examine, antes de corregir, la propia conducta en ese mismo punto, porque puede suceder que no se trate de una falta objetiva sino de algo que simplemente no nos agrada a nosotros. Los defectos que ves en los demás quizá son los tuyos. "Si oculus tuus fuerit simplex..." –Si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará iluminado; mas si tienes malicioso tu ojo, todo tu cuerpo estará oscurecido. Y más aún: "¿cómo te pones a mirar la mota en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que está dentro del tuyo?" 161 Para asegurar la objetividad y rectitud del juicio, enseñó a consultar la posible corrección, antes de hacerla, con quien tiene autoridad y prudencia para juzgar de su acierto y conveniencia. f) Saber perdonar: "ahogar el mal en abundancia de bien"
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Cuando san Josemaría quiere mostrar la grandeza del amor de Dios Creador y Redentor, ve su máxima expresión en el perdón de los pecados: ¡Un Dios que perdona!... ¿no es una maravilla? 162 Perdonar es algo divino 163. Por eso es tan propio de los hijos de Dios. Un hombre que sabe perdonar tiene en su carácter algo divino, porque sólo Dios nos ha enseñado a perdonar así 164. "Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los Cielos" (Mt 5, 43-45). San Josemaría comenta así estas palabras: Podemos no sentirnos humanamente atraídos hacia las personas que nos rechazarían, si nos acercásemos. Pero Jesús nos exige que no les devolvamos mal por mal; que no desaprovechemos las ocasiones de servirles con el corazón, aunque nos cueste; que no dejemos nunca de tenerlas presentes en nuestras oraciones 165. Un cristiano no puede considerar enemigo a nadie, porque sería querer un mal para alguien, y quien sigue a Cristo ha de querer siempre el bien para todos. No tengas enemigos. –Ten solamente amigos: amigos... de la derecha –si te hicieron o quisieron hacerte bien– y... de la izquierda –si te han perjudicado o intentaron perjudicarte– 166. Sí puede ocurrir que otros consideren a un cristiano como enemigo, ya sea por motivos solamente humanos (opiniones contrastantes, intereses enfrentados, envidias, etc.), ya sea precisamente porque es discípulo de Cristo, como Él mismo anunció: "Seréis odiados por todas las gentes a causa de mi nombre" (Mt 24, 9). La caridad lleva a amar también a estos "enemigos": a pedir a Dios perdón para ellos, como Cristo en la Cruz: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34); y a querer que se conviertan, no sólo ni principalmente para dejar de ser maltratados por ellos, sino ante todo para que no ofendan a Dios y sean buenos hijos suyos. Refiriéndose al amor a los enemigos, el Señor enseña: "Al que te hiere en la mejilla preséntale también la otra, y al que te quite el manto no le niegues tampoco la túnica" (Lc 6, 29). Queda claro que lo de menos es recibir ofensas o malos tratos, hasta el punto de que –si el daño no fuera más que ese– la caridad lo permite y soporta. Lo grave es que van contra Dios al tratar injustamente a sus hijos.
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San Pablo resume así la actitud cristiana: "No devolváis a nadie mal por mal: buscad hacer el bien delante de todos los hombres. Si es posible, en lo que está de vuestra parte, vivid en paz con todos los hombres. No os venguéis, queridísimos, sino dejad el castigo en manos de Dios, porque está escrito: Mía es la venganza, yo retribuiré lo merecido, dice el Señor. Por el contrario, si tu enemigo tuviese hambre, dale de comer; si tuviese sed, dale de beber; al hacer esto, amontonarás ascuas de fuego sobre su cabeza. No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien" (Rm 12, 17-21). San Josemaría concluye de estas palabras: Hemos de comprender a todos, hemos de convivir con todos, hemos de disculpar a todos, hemos de perdonar a todos. No diremos que lo injusto es justo, que la ofensa a Dios no es ofensa a Dios, que lo malo es bueno. Pero, ante el mal, no contestaremos con otro mal, sino con la doctrina clara y con la acción buena: ahogando el mal en abundancia de bien (cfr. Rm 12, 21) 167. La caridad con esas personas puede exigir a veces poner los medios para impedir que hagan el mal, pero otras veces puede llevar a no impedírselo. Jesús se ocultó en ocasiones de los que querían darle muerte (cfr. Jn 8, 59; Jn 12, 36); pero cuando llegó su hora no impidió que le crucificaran y pidió al Padre que les perdonara. El camino para que otro se convierta no siempre pasa por imposibilitar que cometa una injusticia (cfr. 1P 3, 14-17), quizá con más razón cuando alguien obra mal y causa daño pensando que está obrando bien. Incluso puede suceder que personas dadas a Dios sean el instrumento para el mal, putantes se obsequium praestare Deo, pensando que hacen servicio a Dios 168. San Josemaría tuvo que padecer mucho en este sentido, y dio un ejemplo de caridad heroica, rezando por quienes le perseguían y aprovechando esos ataques como ocasión de purificación personal y de penitencia. Tanto si querían hacerle daño por ir contra Dios, como si lo hacían pensando en servirle, enseñaba a amar a los que persiguen y a ver en la misma persecución una ocasión para identificarse con Cristo. Esta actitud era fuente de una alegría y de una paz humanamente inexplicables 169. 1.3. Amor a sí mismo, por amor a Dios La caridad "es amistad del hombre principalmente con Dios, y por consiguiente con todo lo que es de Dios, entre lo que se encuentra el mismo hombre que tiene la caridad. Y de este modo, entre las cosas que el hombre ama con caridad, como pertenecientes a Dios, está que se ame a sí mismo"
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170. Estas palabras del Doctor común nos pueden servir de base para exponer la enseñanza de san Josemaría. 1.3.1. Buscar la propia santidad Mencionemos ante todo la relación del amor a sí mismo con el amor a Dios. Para san Josemaría, la caridad mueve a dirigirse confiada y filialmente a Dios diciendo: quiero, en todo, lo que Tú quieras 171. Y lo que Dios quiere para cada uno es su unión con Él: la santidad, que comporta la plena felicidad. El recto amor a sí mismo busca, por tanto, la santidad y los medios para alcanzarla. Este es el bien supremo que se ha de desear para uno mismo y al que se debe subordinar cualquier otro deseo. Todo eso, que te preocupa de momento, importa más o menos. –Lo que importa absolutamente es que seas feliz, que te salves 172. Vamos a detenernos algo más en este punto. El bien que la caridad persigue es ser como Dios quiere que seamos: santos y perfectos en el amor (cfr. Ef 1, 4), con una perfección que incluye todas las virtudes cristianas. En consecuencia, la caridad impulsa a poner los medios para alcanzar ese fin: tanto los sobrenaturales (por ejemplo, la participación en los sacramentos y la oración) como los humanos; y, entre estos últimos, los espirituales (la cultura, la libertad civil, etc.) y los materiales (la salud, las condiciones materiales de vida). Vale la pena hacer notar de nuevo que las condiciones materiales de vida deben buscarse porque en sí mismas están al servicio de la perfección humana y cristiana. San Josemaría habla de la conveniencia de un mínimo de bienestar para practicar las virtudes cristianas, para estar en condiciones de trabajar y para que se desarrolle con dignidad y sin estridencias la personalidad humana 173. Este bienestar material se advierte de modo ejemplar en la sencillez del hogar de Nazaret, que fue testigo de la vida oculta de Jesús 174. Otras veces san Josemaría se refiere al mínimo de bienestar imprescindible para la lucha ascética y para el apostolado 175, y para trabajar intensamente, durante muchos años, en servicio de Dios y de las almas 176. No es una necesidad absoluta, ya que hasta la carencia de esas condiciones materiales básicas puede transformarse en medio de unión con Cristo. Es, en circunstancias normales, una necesidad relativa a la tarea de santificar el mundo desde dentro de las actividades civiles y seculares. En este sentido, es importante cuidar la salud y la buena forma física, no por vanidad o autocomplacencia sino por amor a Dios. Aceptamos gustosamente la enfermedad, cuando el Señor nos la envíe; pero debemos hacer lo posible para estar sanos y fuertes, con el fin
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de trabajar por Jesucristo, por la Iglesia, por las almas 177. Tenéis, por eso, que cuidaros, para morir viejos, muy viejos, exprimidos como un limón, aceptando desde ahora la Voluntad del Señor 178. Santo Tomás considera que "el hombre debe amar a su propio cuerpo por caridad", y da la siguiente explicación: "Nuestro cuerpo puede considerarse bajo dos aspectos: según su naturaleza, o según la corrupción de la culpa y de la pena. Según su naturaleza, nuestro cuerpo ha sido creado no por el principio del mal, como dicen las fábulas maniqueas, sino por Dios, y de ahí que podamos emplearlo a su servicio, según leemos en la Escritura: "usad vuestros miembros como arma de justicia para Dios" (Rm 6, 13). Y así, por el amor de caridad con que amamos a Dios, debemos también amar nuestro cuerpo" 179. Esta reflexión está en la base de la enseñanza de san Josemaría que acabamos de mencionar. Citamos también las palabras que siguen, que ayudan a comprender que la mortificación corporal cristiana no contradice el amor al cuerpo (tema del que hablaremos en el capítulo 8º): "Pero no debemos amar en el cuerpo la infección de la culpa [del pecado] y la corrupción de la pena, sino anhelar extirparlas con el deseo de la caridad" 180. La entrada triunfante de Jesús en Jerusalén a lomo de un borrico, sugiere a san Josemaría una comparación con el cristiano que ha de servir a Cristo también con su cuerpo. Es el cuerpo, efectivamente, al mismo tiempo, amigo y enemigo de nuestra vida sobrenatural. Si lo matamos, Nuestro Señor se queda sin borriquito. Hay que procurar que el borriquito sea dócil, pero también que esté fuerte y sano, para que pueda cumplir su tarea de servir a Dios 181. Hemos visto que el amor de sí mismo es parte integrante de la caridad, inseparable del amor a Dios. También lo es del amor a los demás. No podría tener amistad con los demás quien no se amara rectamente a sí mismo, porque en ambos casos se ama lo que Dios ama. Incluso, la medida del amor al prójimo viene dada por el amor a uno mismo, según las palabras de la Escritura: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19, 18; cfr. Mt 22, 39; Mc 12, 31). Puede ser útil mencionar un razonamiento de santo Tomás que ayuda a profundizar en estas palabras de la Escritura y a comprender mejor la afirmación ya citada de que "hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios". Partiendo de que la amistad es fundamento de la caridad con los demás, el Aquinate observa que "propiamente uno no tiene amistad consigo mismo, sino otra cosa mayor que ella, ya que la amistad comporta
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unión, pues el amor es "poder unitivo" y cada uno tiene consigo mismo una unidad que es mayor que cualquier otra unión" 182. Por eso, el precepto "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" indica que el amor a los demás ha de ser tal que instaure una unión con ellos análoga a la que uno tiene consigo mismo. Esto es posible por la gracia de Cristo, que repara la disgregación producida por el pecado dentro de nosotros mismos y nos une a todos en la unidad de la Santísima Trinidad (cfr. Jn 17, 23.25-26). San Josemaría habla de esta necesidad del amor a sí mismo para amar a los demás, aplicándola sobre todo al apostolado. El discípulo de Cristo ha de preocuparse de buscar la propia santidad, poniendo los medios, si verdaderamente quiere ayudar todo lo posible a que los demás sean santos. Alma de apóstol: primero, tú. (...) No suceda –dice San Pablo– que habiendo predicado a los otros, yo vaya a ser reprobado 183. Por otra parte, quien no amara a los demás, tampoco podría amarse a sí mismo, porque este amor implica buscar para sí el bien que Dios quiere, y parte integrante de ese bien es la comunión con los demás, concretamente la entrega a las personas con las que se convive. Es preciso darse a los demás para alcanzar la propia plenitud 184. 1.3.2. Rechazar el "amor propio". "Abnegación" y "olvido de sí" A la vez que el Señor enseña el amor a uno mismo, declara también que si alguno no "odia su propia vida" no puede ser su discípulo (cfr. Lc 14, 26). A primera vista parece una contradicción, pero no la hay si se considera que junto al amor recto de sí mismo hay otro que es el polo opuesto de la caridad. No es sólo "falta de amor a Dios" sino "amor a sí mismo en lugar de Dios": "amor propio" desordenado o "egoísmo", que es la forma primigenia de la idolatría. El cristiano no se debe amar de este modo; debe huir de la idolatría, "odiarla". La verdadera caridad busca la propia perfección y felicidad porque Dios la quiere, y rechaza u "odia" la realización de la propia vida de espaldas a Dios. San Josemaría lo expresa de un modo radical: Si la vida no tuviera por fin dar gloria a Dios, sería despreciable, más aún: aborrecible 185. El amor propio desordenado es patente cuando se quieren para uno mismo cosas claramente opuestas a la Ley de Dios. Pero puede haber también egoísmo cuando el objeto del querer es algo en sí lícito, que se busca, sin embargo, haciendo caso omiso de la concreta voluntad de Dios. El egoísta no es el que quiere algo para sí, sino el que lo quiere de modo desordenado. Por esto se pueden pretender por egoísmo cosas buenas,
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incluso las mismas que se podrían pretender por amor a Dios. A este género de egoísmo están más expuestos quienes deliberadamente persiguen la meta de la santidad. San Josemaría lo describe en el siguiente punto de Surco, que ayuda a desenmascarar formas encubiertas de amor propio desordenado: Cumples un plan de vida exigente: madrugas, haces oración, frecuentas los Sacramentos, trabajas o estudias mucho, eres sobrio, te mortificas..., ¡pero notas que te falta algo! Lleva a tu diálogo con Dios esta consideración: como la santidad – la lucha para alcanzarla– es la plenitud de la caridad, has de revisar tu amor a Dios y, por Él, a los demás. Quizá descubrirás entonces, escondidos en tu alma, grandes defectos, contra los que ni siquiera luchabas: no eres buen hijo, buen hermano, buen compañero, buen amigo, buen colega; y, como amas desordenadamente "tu santidad", eres envidioso. Te "sacrificas" en muchos detalles "personales": por eso estás apegado a tu yo, a tu persona y, en el fondo, no vives para Dios ni para los demás: sólo para ti 186. El objeto de estas palabras es avisar de una insidia que está siempre al acecho, porque no basta que nuestras acciones sean buenas por su objeto, sino que lo han de ser también por su fin y, en definitiva, por el fin último. Si éste no es el amor a Dios sino el amor propio, hasta las acciones más santas se corrompen y la personalidad se forma de un modo opuesto a la de Jesucristo, que es modelo del perfecto amor de sí precisamente porque ha venido a entregarse totalmente por nosotros. Mirad constantemente a Jesús que, sin dejar de ser Dios, se humilló tomando forma de siervo (cfr. Flp 2, 6-7), para poder servirnos (...). Cristo nos sitúa ante el dilema definitivo: o consumir la propia existencia de una forma egoísta y solitaria, o dedicarse con todas las fuerzas a una tarea de servicio 187. "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24). En el lenguaje corriente, "negarse a sí mismo" o "abnegarse" es renunciar al propio interés y estar dispuesto a sacrificarse por el bien de alguien. La abnegación cristiana es una realidad mucho más profunda: es un aspecto de la caridad, y por tanto hace referencia ante todo a Dios. Es "negación de sí mismo" ante Dios: negación de ser algo por uno mismo, sin Dios; rechazo del amor propio: una afirmación del amor a Dios unida al deseo de seguir a Cristo llevando la cruz.
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Sólo captando este sentido radical de la abnegación se puede entender su valor positivo en la tradición cristiana y la forma en que lo expresa san Josemaría, con su testimonio personal: Miro mi vida y, con sinceridad, veo que no soy nada, que no valgo nada, que no tengo nada, que no puedo nada; más: ¡que soy la nada!, pero Él es el todo y, al mismo tiempo, es mío, y yo soy suyo, porque no me rechaza, porque se ha entregado por mí. ¿Habéis contemplado amor más grande? 188 La afirmación de la propia "nada" no se opone a la verdad de que Dios nos ha comunicado el ser. "No soy nada" no significa "no soy en absoluto", sino "no soy nada por mí mismo"; es decir, no hay nada de ser y de bien en mí, por mí mismo, y por tanto no he de amarme por mí mismo, sino por Dios, para darle gloria. Es la doctrina de san Pablo: "¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías, como si no lo hubieras recibido?" (1Co 4, 7). La cristiana "negación de sí" –la abnegación de un hijo de Dios– implica la afirmación de que todo el bien que hay en nosotros es don de Dios, y de que hemos de amarlo por Dios. Se niega todo valor de sí mismo que no sea debido a Dios, haciendo surgir de esa negación un reconocimiento más fuerte de la propia dignidad filial. Con esta actitud radical de saberse "nada", el hombre deja de buscar el propio interés y se sacrifica por amor a Dios y a los demás. Normalmente, negarse a cometer un pecado –una acción que es pecado por su objeto–, no se suele llamar abnegación. En todo caso, la abnegación cristiana no se limita a negarse al pecado: es la renuncia a cosas en sí lícitas y buenas, por amor a Dios y al prójimo, para servir a los demás. ¿Cómo haré yo para que mi amor al Señor continúe, para que aumente?, me preguntas encendido. –Hijo, ir dejando el hombre viejo, también con la entrega gustosa de aquellas cosas, buenas en sí mismas, pero que impiden el desprendimiento de tu yo...; decir al Señor, con obras y continuamente: "aquí me tienes, para lo que quieras" 189. Bajo esta perspectiva resulta claro que la "abnegación" cristiana no es una actitud negativa: está transida de amor a Dios. No hay nada en la vida espiritual que sea simple negación, ni siquiera como condición para una afirmación posterior ("negarse a sí mismo para después poder amar a Dios"): la abnegación misma es ya amor a Dios, es afirmación. La invitación de Jesús: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16, 24), no significa que en su seguimiento haya un primer "momento" negativo (negarse a sí mismo) y
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otro posterior positivo (tomar la Cruz), sino que la misma abnegación por amor tiene valor redentor (es tomar la Cruz), y que todo "tomar la Cruz" implica abnegación. Consiste en que disminuyendo nuestro egoísmo, crezca Cristo en nosotros, ya que illum oportet crescere, me autem minui (Jn 3, 30), hace falta que Él crezca y que yo disminuya 190. "Olvido de sí" es otra expresión frecuente en san Josemaría. Viene a ser como la manifestación más honda de la abnegación. No es sólo prescindir de cualquier interés egoísta; es no pensar ni siquiera en sí mismo, para estar pendiente sólo de amar y servir a Dios y a los demás. Es la abnegación llevada hasta lo más interior: a los pensamientos, los recuerdos, la imaginación..., para que no giren alrededor del yo. Olvidarse de sí mismo significa poner en el centro a Dios. Toda persona está inclinada a mantener un monólogo interior, en el que generalmente se enaltece el propio yo. El olvido de sí por amor a Dios tiende a sustituir ese monólogo por el diálogo con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, presente en el alma en gracia. Es una actitud de absoluto amor a Dios; un reconocer que Él es el origen, el fin y el centro de todo; un vivir radicalmente de Dios, en Dios y para Dios, sin permitir que el yo ocupe el lugar que sólo a Él pertenece. San Josemaría llega a afirmar que no amamos a Dios si nos dedicamos a pensar sólo en nuestra propia santidad: hay que pensar en los demás, en la santidad de nuestros hermanos y de todas las almas 191. El cristiano no debe estar centrado en sí mismo, ni siquiera en su "propia" santidad. Porque la caridad no le lleva a querer ser santo "por ser santo", sino a querer ser santo "por amor a Dios". El olvido de sí es también necesario para vivir plenamente la caridad con los demás. La caridad, el cariño santo consiste en olvidarte de ti y ocuparte de los demás. Tú no eres nada. Los demás lo son todo en Cristo 192. Esta actitud ha de penetrar tanto en el alma que llegue a constituir una especie de "prejuicio psicológico": el prejuicio psicológico de pensar habitualmente en los demás 193. Cuando la vida de un hijo de Dios tiene como centro a Dios, a Cristo y a su Iglesia, su personalidad cuenta con una base sólida para estar "centrada", mientras que la del egoísta está, por ese mismo hecho, "descentrada", replegada sobre sí misma y sometida a conflictos 194.
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Casi todos los que tienen problemas personales, los tienen por el egoísmo de pensar en sí mismos. Es necesario darse a los demás, servir a los demás por amor de Dios: ése es el camino para que desaparezcan nuestras penas. La mayor parte de las contradicciones tienen su origen en que nos olvidamos del servicio que debemos a los demás hombres y nos ocupamos demasiado de nuestro yo 195. En fin, para san Josemaría, el crecimiento de la caridad –y, por lo tanto, de la vida cristiana– se reconoce por este "olvido de sí" y la consiguiente preocupación por la santidad de los demás. Cuando al hacer por la noche ese pequeño examen tengas que acabar diciendo: Señor, pero ¡si no me he acordado de mí!, me he ocupado de los demás... Ese día es que te has portado muy bien, porque has vivido como San Pablo y podrás decir que no vives tú, sino que Cristo vive en ti 196. 2. VIDA DE FE Y ESPERANZA Toda la vida de un hijo de Dios ha de estar presidida por la caridad, pero ésta no puede darse sin la fe y la esperanza. La caridad presupone ambas virtudes, pues no se ama a Dios sin conocerle y sin aspirar a la unión con Él 197. A su vez, la fe y la esperanza han de estar informadas ("animadas", "vivificadas") por la caridad: sólo así se hacen "vivas" y unen al cristiano con Dios 198. El mismo Espíritu Santo que infunde la caridad, guía "hacia la verdad completa" (Jn 16, 13) y comunica una "esperanza que no defrauda" (Rm 5, 5). La fe y la esperanza adquieren, gracias a la caridad, la perfección del amor y se convierten en fuerzas al servicio de la caridad misma, de modo que vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad 199. Como estas páginas tratan de la vida espiritual de quien está en gracia de Dios, se hablará solamente de la fe y esperanza "vivas", informadas por la caridad, no de la fe y esperanza "muertas". En el fondo, el tema seguirá siendo la caridad, porque todo acto de fe o de esperanza "vivas" es también un acto de caridad. Cuando se dice que la vida cristiana es "vida de fe" se pretende indicar que la caridad no es un amor "ciego", sino iluminado por la fe. Igualmente, cuando se dice que la vida cristiana es "vida de esperanza", se quiere indicar que la caridad no es un amor "desesperado", sino alegremente colmado de la esperanza del Cielo.
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La fe y la esperanza son virtudes de la vida presente, no de la futura. En la gloria, la fe será sustituida por la visión de Dios y la esperanza por la felicidad en Dios. En la "visión beatífica", la caridad ya no necesitará las otras virtudes teologales (cfr. 1Co 13, 8-13). 2.1. Vida de fe "Sin fe es imposible agradar a Dios" (Hb 11, 6), es imposible amarle. La caridad, que está en la voluntad, "no es ajena a la razón" 200. Para que la vida cristiana esté presidida por la caridad, necesita estar iluminada por la fe. Ha de ser "vida de fe", de "fe que obra por la caridad" (Ga 5, 6) 201. La fe viva, de la que vamos a hablar, no es asunto sólo de la inteligencia. San Josemaría tiene, como señala Arturo Blanco, "una comprensión de la fe que la relaciona con la persona humana entera, no sólo con el intelecto" 202. "Creer" es credere aliquid alicui, creer algo a alguien. Implica siempre estas dos cosas: creer una verdad y creer a la persona que la comunica. En el caso de la fe sobrenatural, comporta "creer la verdad revelada" y "creer a Dios que la revela". Pero incluye además un tercer aspecto: tender a vivir de acuerdo con esa verdad. San Agustín sintetiza estas tres dimensiones de la fe en la conocida expresión "credere Deo, credere Deum, credere in Deum" 203: "creer por Dios" o fiarnos de Dios (confiar en Él), "creer lo que Dios ha revelado" (tener por verdadera la doctrina que revela), y "creer hacia Dios" (dirigirnos hacia Él viviendo según lo que ha revelado). Esta concepción de san Agustín abarca las características esenciales de la fe 204 y por eso puede servirnos para exponer lo que acerca de ella enseña san Josemaría, ya que también él se refiere a todos los aspectos de esta virtud, como puede verse en la homilía Vida de fe 205. Comenta allí dos pasajes evangélicos que narran la curación de dos ciegos: el que Jesús envió a lavarse a la piscina de Siloé después de haberle puesto lodo en los ojos (cfr. Jn 9, 6-7), y el que pedía limosna a las puertas de Jericó (Mc 10, 46-52). En los dos casos, san Josemaría compara la fe con la visión de que carecen los ciegos, poniendo así de relieve que la fe es conocimiento de la verdad: credere Deum. Además, en el primer caso, resalta la confianza del ciego, que se fía del Señor y va a lavarse donde le indica (es la fe como credere Deo): ¡Qué ejemplo de fe segura nos ofrece este ciego! Una fe viva, operativa. ¿Te conduces tú así con los mandatos de Dios, cuando muchas veces estás ciego, cuando en las preocupaciones de tu alma se oculta la luz?
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¿Qué poder encerraba el agua, para que al humedecer los ojos fueran curados? Hubiera sido más apropiado un misterioso colirio, una preciosa medicina preparada en el laboratorio de un sabio alquimista. Pero aquel hombre cree; pone por obra el mandato de Dios, y vuelve con los ojos llenos de claridad 206. En el caso del otro ciego, Bartimeo, que pide a Jesús: Rabboni, ut videam! (Mc 10, 51), san Josemaría subraya que la fe lleva a ir hacia Dios (credere in Deum): Jesús manda llamarle, y entonces algunos de los mejores que le rodean, se dirigen al ciego: ea, buen ánimo, que te llama (Mc 10, 49). ¡Es la vocación cristiana! Pero no es una sola la llamada de Dios. Considerad además que el Señor nos busca en cada instante: levántate –nos indica–, sal de tu poltronería, de tu comodidad, de tus pequeños egoísmos, de tus problemitas sin importancia. Despégate de la tierra, que estás ahí plano, chato, informe. Adquiere altura, peso y volumen y visión sobrenatural 207 . Este "ir hacia Dios", que es propio de la fe, consiste en adoptar la lógica de la fe, de la entrega total a Dios, como hace ver san Josemaría cuando se fija en el detalle de que el ciego, "arrojando su capa, al instante se puso en pie y vino a él" (Mc 10, 50): ¡Tirando su capa! (...) No olvides que, para llegar hasta Cristo, se precisa el sacrificio; tirar todo lo que estorbe: manta, macuto, cantimplora. Tú has de proceder igualmente en esta contienda para la gloria de Dios, en esta lucha de amor y de paz, con la que tratamos de extender el reinado de Cristo. Por servir a la Iglesia, al Romano Pontífice y a las almas, debes estar dispuesto a renunciar a todo lo que sobre; a quedarte sin esa manta, que es abrigo en las noches crudas; sin esos recuerdos amados de la familia; sin el refrigerio del agua. Lección de fe, lección de amor. Porque hay que amar a Cristo así 208. Estos pasajes ponen de relieve, como decíamos, las tres dimensiones de la fe que nos servirán de esquema en el presente apartado. No hay que olvidar que son tres aspectos de una misma realidad. Los textos de san Josemaría que citaremos se refieren a veces más específicamente a uno u otro, pero conviene no perder de vista su unidad. 2.1.1. Conocimiento de la verdad revelada El amor a Dios presupone el primer aspecto de la fe: tomar por verdadero lo que Dios ha revelado acerca de sí mismo y de sus designios ("credere Deum"); a la vez, el amor a Dios es timula a ahondar en ese conocimiento. Con otras palabras, cuanto más profundo es el conocimiento
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de Dios por la fe, tanto más se le puede amar; y cuanto más intenso es el amor, más penetrante es el conocimiento. La fe es al mismo tiempo presupuesto y consecuencia del amor, precisamente porque "Dios es amor" (1Jn 4, 8). Quien conoce y cree el amor que Dios nos tiene, es atraído a amarle; y quien lo ama, conoce y cree más profundamente su amor (cfr. 1Jn 4, 16). Hablaremos ahora del primer movimiento: de la fe al amor, o de la fe como presupuesto del amor, pero sin olvidar que en este movimiento está implicado el segundo, porque el amor enciende más la luz de la fe. Señalemos además que, siendo la fe presupuesto del amor a Dios, es también presupuesto del amor a los demás. Baste pensar en la necesidad del conocimiento de la doctrina para cumplir el mandato del Señor que representa la mayor muestra de caridad: "Id y haced discípulos a todos los pueblos (...), enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado" (Mt 28, 19-20). a) "Para la santidad, doctrina; para el apostolado, doctrina" San Josemaría sintetiza así esta función de la fe como presupuesto del amor a Dios y al prójimo: Para nuestra santidad, doctrina; y para el apostolado, doctrina 209. Naturalmente, por "doctrina" entiende la "doctrina de la fe": una doctrina que esté plenamente de acuerdo con el sentir de la Iglesia y que siga con toda fidelidad el Magisterio de Pedro 210. Detengámonos en los dos elementos de la frase: – "Para la santidad, doctrina". Enseña a cultivar una "piedad doctrinal". Exhorta a que el trato amoroso con Dios –la piedad filial– se alimente con la doctrina. La misma noción de "piedad de hijo" lo implica, ya que el amor del Hijo al Padre –su "piedad filial" (Hb 5, 7)– es el amor del Verbo que conoce al Padre y que, al unirnos a Él como hijos adoptivos, nos hace partícipes de ese conocimiento: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo" (Mt 11, 27). La santidad –la auténtica piedad filial, en sentido estricto– incluye el afán en profundizar más y más en el conocimiento de Dios, que no es "nunca un proceder exclusivamente intelectual, sino, a la vez e inseparablemente, un progresar en la unión vital con ese Dios en cuya realidad y en cuyo amor se cree" 211. La doctrina no se "añade" a la vida espiritual para enriquecerla, sino que es un elemento constitutivo suyo, con más razón si se quiere que esa vida esté fundada explícitamente en el sentido de la filiación divina. Doctrina de teólogos y piedad de niños, hemos de tener 212.
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La "piedad de niños" –expresión que sugiere sencillez en el trato con Dios– no es, en san Josemaría, una piedad sentimental o voluntarista; es una piedad que se apoya en una "doctrina de teólogos". Piadosos, pues, como niños: pero no ignorantes, porque cada uno ha de esforzarse, en la medida de sus posibilidades, en el estudio serio, científico, de la fe; y todo esto es la teología. Piedad de niños, por tanto, y doctrina segura de teólogos 213. La piedad salvaguarda a su vez la buena doctrina, que fácilmente se podría corromper sin ella, como señala san Josemaría citando un texto de san Pablo: Ten cuidado de ti mismo, para vivir santamente, y enseña recta doctrina; insiste en esta conducta: porque de este modo te salvarás tú y salvarás también a los que te escuchen (1Tm 4, 16).Sed piadosos: el que es verdaderamente piadoso puede cometer algún error; pero sin piedad no se puede ser fiel, ni en la doctrina, ni en la conducta 214. – "Para el apostolado, doctrina". El conocimiento de la doctrina de fe es necesario para el apostolado como lo es para la santidad, porque el apostolado es superabundancia de tu vida "para adentro" 215. San Josemaría lo ilustra, refiriéndose de modo directo al Opus Dei: La misión personal nuestra se puede reducir a esto: dar doctrina, poner la semilla de la buena doctrina, esa luz divina, en las cabezas y en los corazones de todos los hombres. (...) Me habéis oído decir tantas veces que el mayor enemigo de Cristo y de la Iglesia es la ignorancia, y que, por eso, tenemos la obligación de formarnos, de conocer bien la doctrina, para poder luego darla, sin desfigurarla, a pesar de nuestros errores personales 216. En su pensamiento, la doctrina de la fe "no se entiende como elemento esclerótico e inerte, capaz sólo de dar a luz actitudes intelectuales y espirituales estáticas, que empobrecen el alma cristiana. Muy al contrario, se la concibe como condición viva y dinámica, incesantemente orientada a estimular nuevos impulsos evangelizadores, nueva vitalidad en la Iglesia, nuevas fronteras de extensión del Reino de Dios" 217. Urge adquirir doctrina, y vivir de fe, para poder darla, y evitar así que las almas caigan en los errores de la ignorancia o en el pietismo, que desfigura con su devoción vana, sensiblera o supersticiosa, el rostro de la verdadera piedad 218.
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¿Qué sentido tiene exponer la doctrina con discursos doctos pero incomprensibles para quien escucha? Es preciso "comunicarla", facilitar que se asimile. San Josemaría apremia saber adaptarse a las circunstancias de formación, cultura, etc. de quien la recibe. A esto lo llama plásticamente "don de lenguas", que no es la capacidad de hablar muchos idiomas, sino el arte de hacerse entender por personas de diversa mentalidad y cultura. Hemos de dar doctrina en todos los ambientes; y para eso necesitamos acomodarnos a la mentalidad de los que nos escuchan: don de lenguas. Don de lenguas que nos obliga a hablar con contenido: en efecto, hermanos, escribe San Pablo, si yo fuese a vosotros hablando lenguas, ¿qué os aprovechará si no os hablo instruyéndoos con la Revelación, o con la ciencia, o con la profecía, o con la doctrina? (1Co 14, 6). Luego, hay obligación de formarse: obligación de formarnos bien doctrinalmente, obligación de prepararnos para que entiendan; para que, además, sepan después expresarse los que nos escuchan 219. b) Fe y vocación personal. Fidelidad Además de la fe en la verdad revelada, también es presupuesto del amor a Dios el conocimiento de su voluntad sobre cada uno: principalmente, el conocimiento de la vocación personal. Ya vimos en la Parte preliminar que Dios llama a todos a la santidad, por caminos diversos, con misiones específicas dentro de la única misión de la Iglesia. El conocimiento de la propia vocación y misión –del camino de santidad y apostolado que Dios quiere para cada uno– tiene mucho que ver con la virtud de la fe. La fe y la vocación aparecen a menudo unidas en el pensamiento de san Josemaría, como por ejemplo en el siguiente texto: La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena (...): entendemos adónde quiere conducirnos el Señor, y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía 220. La vocación se describe aquí como una "luz" (al final también como fuerza) que forma parte del "resplandor de la fe". Por supuesto, fe y vocación no se identifican; de hecho son muy numerosos los textos en los que san Josemaría las discierne 221. Pero su mutua relación es muy estrecha. Para comprenderla conviene tener presente que cuando la teología estudia el asentimiento a las verdades de la fe, suele distinguir entre la Revelación "exterior" –el depósito revelado, público, que la Iglesia custodia
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y expone– y la Revelación "interior": la luz de la fe que Dios concede para que podamos asentir a esas verdades. Esta luz interior es un don divino que "connaturaliza" el entendimiento con las verdades sobrenaturales, permitiendo juzgar que no sólo pueden ser creídas (juicio de credibilidad) sino que deben ser creídas (juicio de credentidad). La distinción entre Revelación pública y luz interior permite ver en qué sentido la convicción de haber recibido una vocación divina específica puede ser del género de la fe sobrenatural. Evidentemente, la verdad de que se ha recibido una determinada vocación divina no es una verdad revelada. Es verdad revelada que todos estamos llamados a la santidad y que Dios concede dones diversos para alcanzarla; pero el que una persona concreta haya recibido una vocación específica no es una "verdad del depósito de la fe", obviamente. Sin embargo, se puede decir que la convicción de haber recibido esa vocación pertenece a la revelación interior. Dios concede gratuitamente el don de una llamada –don de su Amor que supera la razón humana– y la manifiesta a cada uno mediante una gracia interior que es luz en el entendimiento e impulso en la voluntad. Esa luz es del género de la luz interior de la fe. No se llama lumen fidei porque no recae sobre una verdad revelada públicamente; pero sí proporciona una convicción de fe sobre una verdad que Dios manifiesta interiormente como un don de su Amor, del que da unos signos exteriores que permiten reconocerlo. Por eso se ha escrito que la luz de la propia vocación es una "maduración de la fe" 222: una luz que permite pasar de conocer que algo "es creíble" (la posibilidad de que Dios me llame a la santidad por un determinado camino) a afirmar que "ha de ser creído por mí" (que Dios me llama efectivamente por ese camino). Además de esta luz, Dios concede un impulso a la voluntad para asentir libremente a su llamada. Ambos conjuntamente –la luz y el impulso– hacen que sea justo reconocer la llamada de Dios, y que "no se tenga derecho" – como dice san Josemaría en un texto que enseguida citaremos– a dudar de que se ha recibido esa llamada. Dios quiere ser amado por cada uno y le señala el camino de la vocación personal. Esta vocación es un don del Amor de Dios, y la respuesta a este don –la correspondencia al Amor divino– presupone la fe en haberlo recibido: "fe" en el sentido descrito, como luz interior que permite asentir a una verdad –un designio de Amor– que Dios manifiesta personalmente. Veamos ahora algunos textos de san Josemaría. Como es lógico, cuando habla de este tema se refiere concretamente a la llamada al Opus Dei. Su enseñanza tiene, sin embargo, una aplicación más general, no sólo porque puede extenderse a cualquier vocación divina dentro de la Iglesia,
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sino también porque habla de una vocación de cristianos corrientes, igual a la que reciben la mayor parte de los fieles. Recordemos sintéticamente algo que ya se mencionó en la Parte preliminar. Todo cristiano tiene una vocación divina: ha sido llamado a la santidad por un camino concreto querido por Dios. No sólo "tienen vocación" los sacerdotes y religiosos, sino todos los cristianos. El camino por el que Dios llama a la gran mayoría es el de una entrega total de amor a Dios y a los demás en la vida corriente, sin cambiar de sitio ni de estado, tratando de santificar lo que se está haciendo, ya sea con un espíritu y unos medios determinados, como sucede en el caso de los fieles del Opus Dei, o del modo que cada uno descubra para sí con la luz de Dios. Todos tienen una vocación divina personal y todos pueden descubrirla. El Señor invita a poner los medios: "Buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá" (Mt 7, 7). Él no deja de manifestarse a quienes sinceramente buscan el camino para cumplir su voluntad. Los medios para hallarlo son los normales de la vida cristiana, de los que hablaremos en el capítulo 9º: se resumen en la oración, los sacramentos y la formación cristiana. La vocación divina es un designio eterno de Dios; existe desde antes de que se descubra; es un don concedido desde siempre y para siempre. San Josemaría aplica a la llamada personal de cada uno lo que san Pablo afirma de la llamada de todos a la santidad: Desde la eternidad el Creador nos ha escogido para esta vida de completa entrega: elegit nos in ipso ante mundi constitutionem (Ef 1, 4), nos escogió antes de la creación del mundo 223. Quien cree que está llamado a la santidad (verdad que pertenece a la Revelación pública) y desea sinceramente responder a esa llamada, se encuentra en la mejor posición interior para descubrir el camino concreto por el que Dios le quiere conducir. Porque su buena disposición a acoger la luz de la fe en la Revelación, hace que se encuentre bien preparado para descubrir la luz de su vocación personal específica. Aunque a lo largo de la vida puedan cambiar las circunstancias en las que se va concretando la vocación personal, la disposición incondicional de corresponder a la voluntad de Dios implica que se tenga presente que el núcleo esencial de la llamada es una realidad inmutable. Una vez que se ha descubierto que Dios invita a recorrer un determinado camino de santidad, se puede tener la seguridad de que seguirá ayudando a recorrerlo. Pueden sobrevenir momentos de flaqueza o de prueba en los que la luz de la vocación se perciba muy débilmente e incluso que parezca haberse extinguido. Algo semejante puede suceder también con la fe en la Revelación pública: se oscurece el lumen fidei interior que lleva a asentir a
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la verdad revelada y el alma queda como en tinieblas. Pero Dios no abandona a quien no se aleja voluntariamente de Él: siempre queda algo de claridad interior, junto con la realidad visible de la fe de la Iglesia que brillará siempre (cfr. Mt 16, 17-18). Análogamente, por lo que se refiere a la vocación personal, Dios tampoco abandona a quien se ha entregado a Él movido por el deseo de responder a su llamada. Dios es fiel y no apaga la luz que ha concedido para que le guíe en el amor. Pero, puesto que pide una respuesta basada en la fe y no en la propia decisión y en las propias fuerzas, quiere que, junto a su Omnipotencia, vaya nuestra flaqueza; junto a su luz, la tiniebla de nuestra pobre naturaleza 224. No es extraño experimentar la propia fragilidad. En estas situaciones, dice san Josemaría, ninguno de nosotros tiene el derecho, pase lo que pase, a dudar de su llamada divina 225. Ya que esa llamada es para siempre, es lógico pensar que Dios concede las gracias convenientes para corresponder a ella en cada momento, a lo largo de toda la vida, y para rectificar, en su caso, las faltas de fidelidad, incluso graves. Él no quiere que el hombre comience a edificar y no alcance a terminar (cfr. Lc 14, 9-30). Por eso sería absurdo, después de una caída, decir: he salido derrotado, luego ¡no tengo vocación! Al contrario, nosotros tenemos que razonar así: porque he sido escogido con esta vocación, venceré, seré humilde y, con la gracia de Dios –que tengo asegurada: ubi autem abundavit delictum, superabundavit gratia (Rm 5, 20), cuanto más abundó el pecado tanto más sobreabundó la gracia–, seré fiel en adelante 226. La decisión de permanecer siempre en el propio camino de santidad, descubierto bajo la luz de Dios después de haberlo buscado con sincera rectitud de intención, es un acto de "fidelidad", virtud que viene de "fides", "fe". Es fidelidad a una luz divina interior; un acto que, en cuanto decisión del sujeto, es del género de la fidelidad a la doctrina revelada. Es un asentimiento de la inteligencia iluminada por Dios y de la voluntad movida por su gracia, como lo es el de la fe. Por eso, refiriéndose a la entrega a Dios como respuesta a una llamada divina, san Josemaría afirma que no es un estado de ánimo, una situación de paso, sino que es –en la intimidad de la conciencia de cada uno– un estado definitivo para buscar la perfección en medio del mundo 227. Es un "estado definitivo" porque es un asentimiento a una llamada eterna, a una luz divina interior que, por su misma naturaleza, reclama esa calificación de "definitivo", análogamente a como la reclama el asentimiento de la fe. Ambos están estrechamente relacionados: uno refuerza al otro; y la debilidad de uno repercute en el otro. La experiencia enseña que la debilidad de la respuesta a la propia vocación específica procede a menudo de una debilidad de la fe, como, a su vez, la
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debilidad en la fe hace flaquear la fidelidad al propio camino de santificación y apostolado. Quien es fiel a la vocación cristiana recibirá el premio que Jesucristo ha prometido a los que le siguen: "El que persevere hasta el fin, ése será salvo" (Mt 24, 13). San Josemaría suele expresar este vínculo entre perseverancia y salvación con otro binomio, hablando de una fidelidad que es felicidad 228. Si está claro que la salvación eterna es la conquista de la plena y definitiva felicidad, para él no es menos evidente que la perseverancia final se construye con la fidelidad diaria a la vocación cristiana en "cosas pequeñas". Oigamos al Señor, que nos dice: quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho (Lc 16, 10). Que es como si nos recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la justicia, ampliándola con la gracia de la caridad 229. Las palabras que Jesús dirá a los que recibe en la gloria: "Muy bien, siervo bueno y fiel; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor" (Mt 25, 21), le parecen a san Josemaría como una fórmula de canonización 230. 2.1.2. Confianza en Dios Otro elemento integrante de la fe es creer lo que Dios revela porque Él lo revela ("credere Deo"). Antes incluso que creer algo, la fe es creer a alguien: "creer a Dios que se ha revelado", "fiarse de Él", "confiar en Él". Y puesto que Él ha revelado que es amor, creer a Dios es "creer a Dios que nos ama" y por tanto y ante todo "creer que Dios nos ama", "confiar en su amor por nosotros". Este aspecto de la fe es presupuesto primordial del amor a Dios. Quien no creyera que Dios le ama, quien no confiara en su amor, no podría amarle. Se comprende que san Juan, después de escribir: "Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene" (1Jn 4, 16), añada: "nosotros amamos, porque Él nos amó primero" (1Jn 4, 19). Un punto de Forja manifiesta vivamente esta relación entre creer a Dios que nos ama y amarle con todo el corazón:
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Dios me ama... Y el Apóstol Juan escribe: "amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero". –Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?"... –Es la hora de responder: "¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!", añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor! 231 Creer en el amor que Dios nos tiene es también presupuesto de la caridad con los demás y, sobre todo, de su manifestación más propia y adecuada: el apostolado. Sólo puede realizar su misión apostólica con los demás hombres quien cree que Dios los ama y que puede y debe ser instrumento para unirlos con Él. Esta actitud es esencial en la vida cristiana. Recordemos la escena del Evangelio en la que los Apóstoles tratan de curar a un muchacho poseído de un espíritu maligno, sin lograrlo; interviene entonces Jesús, que expulsa al demonio. "Luego se le acercaron a solas los discípulos y le dijeron: ¿Por qué nosotros no hemos podido expulsarlo? Él les respondió: Por vuestra poca fe. Porque os digo que si tuvierais fe como un granito de mostaza, podríais decir a este monte: Trasládate de aquí allá, y se trasladaría, y nada os sería imposible" (Mt 17, 19-20; cfr. Lc 17, 5-6). Junto a otras enseñanzas de este pasaje evangélico hay una elocuente: se necesita fe para ser cauce de los prodigios de su Amor. Con otras palabras, se necesita fe en el Amor de Dios, para obrar como instrumentos suyos en la concesión de dones y gracias a sus hijos. San Josemaría toma ocasión del relato para elevar una petición: "Omnia possibilia sunt credenti" –Todo es posible para el que cree. –Son palabras de Cristo. –¿Qué haces, que no le dices con los apóstoles: "adauge nobis fidem!" –¡auméntame la fe!? 232 a) Confianza de hijos: "omnia in bonum" Cuando la fe está empapada de la filiación divina, se caracteriza por un vivo creer en el amor paternal que Dios nos tiene: una confianza filial, cargada de consecuencias para la caridad. La fe de un hijo de Dios es el presupuesto de un amor filial, de una caridad de hijos. Escribe san Josemaría: Sé que tendréis siempre muy en cuenta aquel omnes enim filii Dei estis per fidem (Ga 3, 26); todos vosotros sois hijos de Dios por la fe. ¡Qué poder el nuestro! Poder de saberse y de ser hijos de Dios 233. San Pablo afirma que somos hijos de Dios "por la fe", en el sentido de que es necesario adherirse a Cristo "por medio de la fe" 234 informada por la caridad para recibir la vida sobrenatural, según las palabras
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del mismo Apóstol: "que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, arraigados y fundamentados en la caridad" (Ef 3, 17) 235. Cristo habita en el cristiano "por la fe", no porque esta presencia suya sea únicamente intencional (como la de lo conocido en quien conoce), sino porque la fe abre las puertas a la presencia de su vida y de su acción en el cristiano. Se comprende entonces la exclamación de san Josemaría que acabamos de citar: "¡Qué poder el nuestro! Poder de saberse y de ser hijos de Dios". Jesús enseña, en efecto, que quien pida "en su nombre", es decir, identificado con Él "por la fe", obtendrá lo que pide: "Si algo pedís al Padre en mi nombre, os lo concederá" (Jn 16, 23). Animado por este espíritu, san Josemaría impulsa a actuar, en la búsqueda de la santidad y en el apostolado, con la audacia de un hijo de Dios que se sabe hijo pequeño: Las grandes audacias son siempre de los niños. –¿Quién pide... la luna? –¿Quién no repara en peligros para conseguir su deseo? "Poned" en un niño "así", mucha gracia de Dios, el deseo de hacer su Voluntad (de Dios), mucho amor a Jesús, toda la ciencia humana que su capacidad le permita adquirir... y tendréis retratado el carácter de los apóstoles de ahora, tal como indudablemente Dios los quiere 236. La confianza filial es una profunda actitud del alma en todas las circunstancias, no sólo en la petición. Un texto de san Pablo lo pone admirablemente de manifiesto: "Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios" (Rm 8, 28). San Josemaría condensaba estas palabras en una jaculatoria: Omnia in bonum! 237, ¡todo es para bien! Quería expresar así la convicción de fe, de que Dios Padre, por el amor omnipotente que tiene a sus hijos, dispone que incluso lo que es un mal, coopere a su bien, si le aman (porque entonces están abiertos a recibir todos sus dones). ¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?... ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios..., y Él es bueno..., y Él te ama –¡a ti solo!– más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos? 238 La confianza filial en el amor paterno de Dios, da un tono característico a la vida cristiana: un enfoque positivo en toda circunstancia, un talante sereno y alegre a la vez que esforzado, porque se trata de una confianza que lucha para poner los medios a su alcance: Hijos míos, adelante con alegría, con esfuerzo: ninguna cosa nos parará en el mundo, mientras sirvamos al Señor, porque todo es bueno para los que aman a Dios: diligentibus Deum, omnia cooperantur in bonum (Rm
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8, 28). En la vida todo se puede arreglar menos la muerte, y para nosotros la muerte es vida 239. b) Fidelidad al amor de Dios La confianza en Dios hace seguro el amor, porque confiar es apoyarse y descansar en la fidelidad de Dios al amor a sus hijos. "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). Dios es fiel a su amor, y el cristiano sabe que nada, de por sí, puede impedir amarle. "¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? (...) En todas estas cosas vencemos con facilidad gracias a aquél que nos amó" (Rm 8, 35.37). Ni siquiera el escándalo de personas que tendrían que dar testimonio de fe y no lo dan puede enfriar la caridad de un cristiano que asienta su fe en la autoridad de Dios que se revela en Cristo, no en la conducta de los hombres. ¡Creo per Dominum nostrum Iesum Christum!: por la autoridad de Dios que revela, por Nuestro Señor Jesucristo, y en la forma que enseña la Iglesia. Y basta. Prefiero que todo el mundo se porte bien; si no lo hacen así, lo siento mucho, pero no me remueven la fe. De modo que cuando os hablo de esta manera, lo hago con la intención de fortalecer vuestra fe, por si veis cosas que no van. Tened fe per Dominum nostrum Iesum Christum: por Nuestro Señor Jesucristo 240. "Creer a Dios que nos ama", condición básica para amarle, es una convicción de fe: una convicción ante todo de la "cabeza", del entendimiento. También por esto la correspondencia al amor de Dios por el camino de la propia vocación se llama "fidelidad". Ciertamente la fidelidad es un acto de amor a Dios, pero no es solamente una decisión de la voluntad (en la que reside la caridad), sino también un acto del entendimiento, porque implica creer a Dios. La decisión de serle fieles presupone creer en el amor que nos tiene, y confiar que ese amor se manifiesta concretamente en la vocación específica a la santidad con la que llama a cada uno. San Josemaría lo destaca sobre todo cuando se refiere a momentos de tentación en los que la fidelidad es puesta a prueba precisamente por la ceguera respecto al contenido de la Revelación o al camino personal de santidad. En esa coyuntura, escribe, se trata de vivir de fe; de hacer nuestra fe más teologal, menos dependiente en su ejercicio de otras razones que no sean Dios mismo. Como alguien, que tiene poca ciencia, está más seguro de lo que oye a otro que
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posee muchísima ciencia, que de lo que a él mismo le parece según su propio entendimiento; así mucho más seguro está el hombre de lo que ha dicho Dios, que no puede engañarse, que de lo que ve con su propia razón, que puede equivocarse (S. Thomas, S.Th. II-II, q. 4, a. 8 ad 2) (...). Si el alma se deja llevar, si obedece, si acepta la purificación con entereza, si vive de la fe, verá con una luz insospechada, ante la que después pensará asombrado que antes ha sido ciego de nacimiento. Y volviendo Jesús a hablar al pueblo, dijo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 12) 241. Resulta patente en estas líneas que los períodos de ceguera pueden llevar a un crecimiento de la confianza puesta en Dios. Si uno "trata de vivir de fe" y procura "hacer su fe menos dependiente de otras razones que no sean Dios mismo", Él le aumentará esta virtud, tomando como ocasión esas pruebas en las que el hombre experimenta su insuficiencia. San Josemaría acude a los pasajes del Evangelio que muestran la "poca fe" (Mt 8, 26; 14, 31; 16, 8; etc.) de los discípulos y la necesidad de acrecentarla. ¡Con qué humildad y con qué sencillez cuentan los evangelistas hechos que ponen de manifiesto la fe floja y vacilante de los Apóstoles! –Para que tú y yo no perdamos la esperanza de llegar a tener la fe inconmovible y recia que luego tuvieron aquellos primeros 242. 2.1.3. "Visión de fe", "visión sobrenatural" Hemos hablado de dos aspectos de la fe que son necesarios para la caridad. Nos queda el tercero, porque la caridad, además de presuponer la fe en lo que Dios ha revelado y creerlo porque es Él quien lo ha revelado, exige también tomar esa verdad como guía para dirigir toda la conducta hacia Dios (credere in Deum). La Epístola a los Hebreos menciona ejemplos grandiosos de la historia de la salvación: Abel, Abrahán, Moisés... 243. Es la dimensión de la fe a la que se refiere Camino: Fe. –Da pena ver de qué abundante manera la tienen en su boca muchos cristianos, y con qué poca abundancia la ponen en sus obras. –No parece sino que es virtud para predicarla, y no para practicarla 244. San Pablo alude a este aspecto de la fe con la expresión "obediencia de la fe" (Rm 1, 5; 16, 26; cfr. 1P 1, 22). El término "obediencia" se entiende aquí como sometimiento de toda la conducta a la Palabra de Dios, o sea, como orientación de toda la vida según la voluntad de Dios. San Josemaría habla muchas veces de "vida de fe" precisamente en este sentido: una fe que guía la vida. Ya hemos señalado antes varios textos de la homilía que lleva ese título. Más específicamente se refiere a esta
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dimensión de la fe con expresiones como "visión sobrenatural", "visión de fe" y "visión cristiana" 245, mediante las cuales invita a ver la realidad desde la perspectiva de la fe para enderezar todo hacia Dios. No se contenta con un punto de vista simplemente humano, porque sería una visión plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones 246. Quiere que se capte la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen 247. Anima a adoptar la perspectiva que corresponde a la elevación sobrenatural: el enfoque de los hijos que consideran todo con la lógica de Dios 248, la lógica de la fe. La caridad presupone una visión sobrenatural que se proyecte sobre la conducta entera, haciendo ver la necesidad de una entrega total. El amor a Dios reclama gobernarse por la misma lógica que llevó a los Apóstoles a dejar todas las cosas para seguir a Cristo (cfr. Mt 4, 18-21; Lc 5, 11), que movió al ciego a tirar la capa para correr al encuentro de Jesús (cfr. Mc 10, 50), que condujo a Zaqueo a cambiar el rumbo de su vida (cfr. Lc 19, 8). Esta "lógica divina" contrasta con la "lógica humana" del joven rico que rehusó la invitación de Jesús "porque tenía muchas posesiones" (Mt 19, 22). La lógica de Dios late en las parábolas del Reino de los Cielos, de la perla preciosa y del tesoro escondido que quien lo encuentra vende cuanto tiene para adquirir ese bien (cfr. Mt 13, 44-46). Hace ver que lo importante es el amor, de modo que nos damos cuenta de que el valor sobrenatural de nuestra vida no depende de que sean realidad las grandes hazañas que a veces forjamos con la imaginación, sino de la aceptación fiel de la voluntad divina, de la disposición generosa en el menudo sacrificio diario 249. El contraste entre la "visión sobrenatural" y la "visión humana" se hace patente sobre todo en la actitud ante "el mensaje de la Cruz, necedad para los que se pierden, pero para los que se salvan (...) fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1Co 1, 18.24). La fe viva muestra que el camino del amor pasa por el sacrificio. Ésta es la fe necesaria para amar sin límites, como Cristo y en unión con Él, cumpliendo cada uno la misión inherente a la vocación que ha recibido. La lógica de la fe guía al cristiano por el camino de su vocación divina personal. Si la luz interior de la vocación le ha revelado un designio del Amor de Dios, la respuesta no puede ser un asentimiento frío: ha de estar inflamada por el amor divino. Y la fidelidad a esa llamada ha de ser la permanencia de esa respuesta de amor. La entrega de cada uno de nosotros fue don de sí mismo, generoso y desprendido; porque conservamos esa entrega, la fidelidad es una donación continuada: un amor, una liberalidad, un desasimiento que perdura, y no simple resultado de la inercia 250. San
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Josemaría repetía muchas veces que vale la pena ser fieles a la propia vocación divina, perseverar en la respuesta de amor a la llamada recibida de Dios. Vale la pena darse del todo, entregar la propia vida en servicio del Señor 251. 2.2. Vida de esperanza Dios quiere que sus hijos sean felices al amarle, y les infunde la esperanza de alcanzar ese amor que comienza a saciar el deseo de felicidad ya en esta tierra y lo colmará plenamente en el Cielo: "Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman" (1Co 2, 9). La esperanza es una virtud que responde al anhelo de bienaventuranza puesto por Dios en el corazón de todo hombre. Comúnmente se define como la virtud teologal por la que aspiramos a la vida eterna como felicidad nuestra 252. De ahí que sea presupuesto de la caridad, pues quien no esperase que el amor a Dios lo hará feliz, no podría amarle. Y al revés, cuanto mayor sea la esperanza de que la felicidad se encuentra en el amor a Dios, más fuerte será el impulso a amarle. Es difícil exagerar la importancia de la esperanza en la vida cristiana. Sin embargo, cuando las obras de Teología espiritual hablan de las virtudes teologales, no es raro que la releguen a segundo plano, centrando la atención en la fe y en la caridad 253. Los motivos son de diversa índole y no vamos a detenernos en ellos. Queremos señalar únicamente que no sucede así en las enseñanzas de san Josemaría. Basta leer la homilía La esperanza del cristiano 254 para hacerse cargo del lugar preeminente que reconoce a esta virtud, un lugar distinto pero no subalterno al de la fe. Fe y esperanza aparecen como presupuestos de la caridad y son –cuando la caridad las informa– como los raíles paralelos que conducen al cristiano hacia la meta de su existencia: la gloria de Dios y la propia perfección; el conocimiento amoroso de la Santísima Trinidad y la propia felicidad en la unión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La esperanza presupone la fe, y da derecho al amor 255. Con estas palabras resume san Josemaría la relación de la esperanza con las otras virtudes teologales: – "la esperanza presupone la fe" porque "la fe es fundamento de las cosas que se esperan" (Hb 11, 1). La fe reside en el entendimiento y tiene por objeto a Dios en cuanto nos revela la verdad; bajo la luz de la fe, la esperanza, que reside en la voluntad 256, tiene por objeto a Dios en cuanto principio de todo bien y fuente de nuestra plena felicidad;
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– "la esperanza da derecho al amor" porque el cristiano se dispone a recibir el amor que derrama el Espíritu Santo en su corazón en la medida en que lo busca poniendo su deseo de felicidad en la unión con Dios 257. A la vez, la caridad vivifica la esperanza haciendo que el cristiano espere ser feliz no por una especie de egoísmo sino por amor a Dios: porque Él lo quiere. Tal es la articulación de las tres virtudes teologales en esta tierra. "Justificados por la fe (...) nos gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de Dios (...); esperanza que no defrauda, porque el amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5, 1.2.5). En el Cielo, en cambio, la caridad no necesitará de la fe ni de la esperanza; no habrá fe sino visión amorosa cara a cara, ni habrá esperanza sino posesión de la plena felicidad. El sentido de la filiación divina es fundamento de la esperanza. La seguridad de sentirme –de saberme– hijo de Dios me llena de verdadera esperanza 258, atestigua san Josemaría. Sentirse hijos de Dios, saber que "Cristo vive en mí" (Ga 2, 20) y que, por tanto, estamos llamados a "sentarnos con Cristo en el Cielo" (Ef 2, 6), es fuente de esperanza: "Cristo está en vosotros y es la esperanza de la gloria" (Col 1, 27), escribe san Pablo. Sabernos amados por Dios como hijos suyos conduce a la gozosa convicción de que Él quiere nuestra felicidad. Implica verse a uno mismo y a los demás como herederos del Cielo y de todos los bienes creados para la felicidad nuestra, una vez purificados del pecado (cfr. Rm 8, 16-17; Sal 2, 8). La filiación divina llena de esperanza nuestra lucha interior y nuestras tareas apostólicas 259. Junto a las razones teológicas de carácter general que justifican el realce de la esperanza en la vida cristiana, hay también un motivo intrínseco al espíritu que predica san Josemaría. La santificación en medio del mundo necesita especialmente de la esperanza teologal para que el deseo de felicidad plena esté fijo en la unión con Dios, no en la posesión de los bienes creados que ofrecen el atractivo de satisfacciones humanas; y también la necesita para no abandonar las actividades que se han de santificar cuando no ofrecen complacencia alguna. Tanto si son gratificantes como si resultan duras y penosas; tanto si satisfacen y tienden a polarizar las aspiraciones del corazón como si provocan tedio o disgusto, la esperanza teologal inclina a buscar en esas actividades la unión con Dios, en quien se encuentra la propia felicidad, permitiendo amar al mundo sin ser mundanos. La esperanza protege el ideal de santificar las realidades seculares del peligro del secularismo al que el cristiano corriente está expuesto. De ahí su relieve en la doctrina espiritual de san Josemaría.
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Veremos a continuación el papel de esta virtud como presupuesto de la caridad en su triple aspecto: amor a Dios, a los demás y a uno mismo por Dios. Conviene recordar que aquí nos limitamos a tratar de la vida del cristiano que está en gracia de Dios, por lo que consideramos únicamente el papel de la esperanza informada por la caridad, sin ocuparnos de la esperanza informe (sin caridad). 2.2.1. La esperanza de ser santos La esperanza de que la felicidad plena se encuentra en la unión con Dios en el Cielo, "conduce a la caridad, pues el esperar ser premiados por Dios nos mueve a amarle" 260. No podríamos amar a Dios si no esperásemos que ese amor nos hará felices. San Josemaría transmite esta verdad cuando predica que la esperanza en Dios enciende maravillosas hogueras de amor, con un fuego que mantiene palpitante el corazón 261. La esperanza alimenta el amor a Dios sin quitarle pureza. De ahí el consejo: Hazlo todo con desinterés, por puro Amor, como si no hubiera premio ni castigo. –Pero fomenta en tu corazón la gloriosa esperanza del cielo 262. Junto a la esperanza en la vida eterna, hay que considerar que ese Dios, que será todo para nosotros, ya nos hace participar de su bondad aquí en la tierra 263. Por la gracia y la caridad el cristiano posee ya una incoación de la gloria, de modo que puede gozar en la vida presente de un inicio del amor a Dios y de la felicidad del Cielo. La esperanza sobrenatural no menosprecia ese anticipo sino que lo gusta como una semilla de eternidad. No desea sólo la felicidad futura en la gloria, sino también la felicidad presente ya ahora en la unión con Dios por la gracia. Tanto es así que la esperanza no renuncia en ninguna circunstancia a la felicidad de la unión con Dios, incluidas las situaciones de dolor. El cristiano que vive de esperanza no permite que los sufrimientos de esta vida se traduzcan en desdicha, sino que gusta en esas vicisitudes de la felicidad en la Cruz 264. La esperanza de felicidad en Dios sostiene la caridad cuando ésta requiere sacrificio, cuando se insinúa quizá la tentación de desviar el deseo de felicidad plena hacia algún bien creado. A la hora de la tentación piensa en el Amor que en el cielo te aguarda: fomenta la virtud de la esperanza, que no es falta de generosidad 265. El hombre esperanzado dice con san Agustín: "Nos has creado, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no repose en Ti" 266. Y en consecuencia se dice a sí mismo: cuanto más ame a Dios, sin rehusar el sacrificio, más feliz seré, ya ahora en la tierra.
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San Josemaría afirma claramente la superioridad del amor a Dios sobre la esperanza, pero anima a buscar la felicidad precisamente por amor: porque Dios quiere –lo repetimos– que seamos felices al amarle. Sale al paso de una visión deformada de la vida cristiana como un caminar penoso, que se hace soportable sólo por el pensamiento de que al final aguarda el Cielo. Dice con frase rotunda: Cada vez estoy más persuadido: la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra 267. Es éste uno de los rasgos luminosos de su enseñanza 268. No niega, lógicamente, que la felicidad terrena sea relativa, porque aún no vemos a Dios cara a cara y el amor va acompañado del dolor: la vida presente es como un peregrinar por un valle de lágrimas 269. Pero las lágrimas de un hijo de Dios pueden ser siempre de amor, de reparación por los pecados, de purificación y de súplica a nuestro Padre Dios 270: lágrimas de obediencia amorosa a la voluntad divina, como las de Cristo (cfr. Hb 5, 7), que dejan en el alma el consuelo de Dios. "Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados" (Mt 5, 4). Si a veces no se da gran importancia a la aspiración a la felicidad en la vida cristiana, quizá sea por temor a dar pie al egoísmo y a empañar la pureza del amor a Dios 271. Sin embargo, el anhelo de felicidad que caracteriza la esperanza tiene justamente el efecto contrario: "el impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad" 272. Con una esperanza débil, la caridad se vería escasa de alegría. Y puesto que la caridad ha de informar las virtudes morales, se correría el riesgo de conducir a una vida de caras largas 273, que no refleja la imagen de Cristo. De lejos viene el empeño diabólico de los enemigos de Cristo, que no se cansan de murmurar que la gente entregada a Dios es de la "encapotada". Y, desgraciadamente, algunos de los que quieren ser "buenos" les hacen eco, con sus "virtudes tristes". –Te damos gracias, Señor, porque has querido contar con nuestras vidas, dichosamente alegres, para borrar esa falsa caricatura 274. Los hijos de Dios han de vivir "alegres en la esperanza" (Rm 12, 12), con la inefable alegría de la esperanza teologal 275. La vida cristiana tiene ese tono inconfundible. Su esencia es la caridad, y la caridad contiene, por así decir, la esperanza de encontrarse con el amor de Dios. Es vida dichosa de amar su Voluntad 276, porque en ese amor está la felicidad, y la esperanza la desea: Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado 277. Decíamos antes que la esperanza lleva a desear no sólo la felicidad futura en la gloria, sino también la felicidad en la unión con Dios por la
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gracia en la vida presente. Unión que san Josemaría enseña a buscar en las actividades temporales. Por eso mismo la esperanza no lleva a desentenderse de ellas. Ciertamente, su objeto no es la felicidad por la posesión de bienes temporales sino por la unión con Dios, pero a Dios se le puede encontrar al llevar a cabo las actividades que ordenan esos bienes a su gloria. La esperanza es virtud "teologal", pero no desencarnada. La esperanza no me separa de las cosas de esta tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo, cristiano, que trata de descubrir en todo la relación de la naturaleza, caída, con Dios Creador y con Dios Redentor 278. Si es posible la unión con Dios en los quehaceres seculares, entonces se puede encontrar también un inicio de auténtica felicidad al realizarlos, cuando se desempeñan por amor a Dios y a los demás. Por eso la esperanza teologal impulsa a cumplir los propios deberes por amor. Pero aún hay más. Así como la esperanza del Cielo incluye, con la visión de Dios, la posesión de los bienes creados –los "cielos nuevos y la tierra nueva en los que habita la justicia" (2P 3, 13; cfr. Ap 21, 1 ss.)–, así la esperanza de felicidad en la unión con Dios por la gracia incluye un inicio de la posesión de los bienes de esta tierra (cfr. 1Co 3, 22-23). "Poseer" esos bienes no significa disponer de todos ellos en el plano humano, sino ordenarlos a Dios: realizar la propia actividad según su voluntad y ofrecerla al Padre en unión con Cristo por el Espíritu Santo. La esperanza, escribe un autor reflexionando sobre la enseñanza de san Josemaría, lleva a valorar "el peso de eternidad con el que se puede dotar a cada instante. No sólo el momento presente debe estar abierto al futuro, sino sobre todo debe estar abierto a lo eterno. Sólo se llega a la plena valoración del presente, en la medida que sabemos abrirlo desde dentro, con un trabajo bien hecho y con rectitud de intención, hacia lo que trasciende lo temporal, hacia lo que, por ser ofrecido a Dios, adquiere por ello dimensión eterna" 279. Jesucristo ha prometido que "no hay nadie que haya dejado casa, hermanos o hermanas, madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, que no reciba en este mundo cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna" (Mc 10, 29-30). Quien sigue radicalmente a Cristo, poseerá no sólo los bienes divinos sino también todos los bienes humanos por el mismo hecho de ordenarlos a Él, para quien han sido creadas todas las cosas (cfr. Col 1, 16). En cambio, si la felicidad no se pone en Dios sino en los bienes temporales (el éxito, el placer, las riquezas...), la esperanza se corrompe y no hay caridad, porque se aman esos bienes más que a Dios. Es la actitud
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del personaje de la parábola que se decía a sí mismo: "Ya tienes muchos bienes almacenados para muchos años. Descansa, come, bebe, pásalo bien. Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma noche te reclamarán el alma; lo que has preparado, ¿para quién será?" (Lc 12, 19-20). O la actitud rebatida en el Apocalipsis: "Porque dices: "Soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad", y no sabes que eres un desdichado y miserable, pobre, ciego y desnudo" (Ap 3, 17). San Josemaría, sin menoscabo de su visión sumamente positiva de los bienes creados, rechaza enérgicamente una esperanza "secularizada" que pretenda saciar con esos bienes el deseo de felicidad. Por desgracia, algunos, con una visión digna pero chata, con ideales exclusivamente caducos y fugaces, olvidan que los anhelos del cristiano se han de orientar hacia cumbres más elevadas: infinitas. Nos interesa el Amor mismo de Dios, gozarlo plenamente, con un gozo sin fin. Hemos comprobado, de tantas maneras, que lo de aquí abajo pasará para todos, cuando este mundo acabe: y ya antes, para cada uno, con la muerte, porque no acompañan las riquezas ni los honores al sepulcro. Por eso, con las alas de la esperanza, que anima a nuestros corazones a levantarse hasta Dios, hemos aprendido a rezar: in te Domine speravi, non confundar in aeternum (Sal 30, 2), espero en Ti, Señor, para que me dirijas con tus manos ahora y en todo momento, por los siglos de los siglos 280. La falta de amor a Dios puede tener su origen práctico en un cierto déficit de esperanza: se anhela poco la felicidad de la unión con Él y se pone el corazón en las criaturas olvidando que sólo Dios es la fuente de todo bien: "¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?" (Mt 16, 26). San Josemaría invita a oponerse con decisión a este tipo de tentaciones. Déjate de construir castillos con la fantasía, decídete a abrir tu alma a Dios, pues exclusivamente en el Señor hallarás fundamento real para tu esperanza 281. 2.2.2. La esperanza de dar fruto Para considerar este punto es necesario tener presente, en primer lugar, que la unión con Dios sólo se da en comunión con los demás y por eso pertenece a la esperanza el querer gozar de la unión con Dios junto con ellos. La felicidad de los miembros del Cuerpo místico no se da aisladamente: "si un miembro padece, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado, todos los miembros se gozan con él. Vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno un miembro de él" (1Co 12, 26-27). El objeto de la esperanza no es, pues, la felicidad de una "santidad individualista", sino la felicidad de una santidad en unión con todo el
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Cuerpo místico, "siendo un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como habéis sido llamados a una sola esperanza, la de vuestra vocación" (Ef 4, 4). En segundo lugar hay que tener presente que cada miembro del Cuerpo místico de Cristo es instrumento para la unión de otros con Él, unión en la que encuentran la felicidad; y esa felicidad de los demás es parte integrante de la propia. De ahí que la esperanza sea también un deseo de dar frutos de vida cristiana en otros, frutos apostólicos: un deseo de ser instrumentos de Dios para que otros sean santos y felices con nosotros en la unión con Él. Se comprende así que la esperanza es presupuesto de la caridad con el prójimo porque, al poner la felicidad en la unión con Dios, impulsa con esa fuerza a lo que es propio de la caridad: a querer el mayor bien para los demás, que estén unidos a Dios en quien se encuentra su pleno gozo. El que tiene la felicidad, el bien, procura darlo a los demás 282. El cristiano ha de luchar por la felicidad eterna y el bienestar de los demás 283. La virtud de la esperanza le lleva precisamente a buscar que los demás sean felices amando a Dios. La esperanza es presupuesto de la caridad con el prójimo porque no podríamos querer que otros amen a Dios –como la caridad pide– si no esperásemos que ese amor les hará felices. La esperanza teologal no lleva sólo al apostolado sino al proselitismo cristiano, del que ya hemos hablado 284 es decir, a procurar que otros sigan a Cristo por la misma senda por la que uno mismo le ha encontrado y en la que ha experimentado un anticipo de la felicidad del Cielo. Es elocuente en este sentido el primer punto del capítulo "Proselitismo" de Camino: ¿No gritaríais de buena gana a la juventud que bulle alrededor vuestro: ¡locos!, dejad esas cosas mundanas que achican el corazón... y muchas veces lo envilecen..., dejad eso y venid con nosotros tras el Amor? 285 San Josemaría se refiere al proselitismo en general, el que puede hacer cualquier cristiano que sea feliz en el camino de santificación que ha encontrado. Las siguientes palabras de su predicación oral lo reflejan puntualmente: ¡Cómo me duele que un sacerdote o un religioso no busque vocaciones para el seminario diocesano o para su noviciado! Casi siempre es señal de que ellos mismos no están contentos de su vocación, de que no son felices, o incluso de que se sienten unos desgraciados. En cambio, cuando se ama esa predilección de Dios, que nos invita a colaborar con El, a corredimir, entonces (...) se tiene, no deseo, ¡hambre de pegar esa locura a
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otros! Es algo que viene solo, como el latir del corazón. (...) Los que no son proselitistas me dan la impresión de que son unos fracasados. Porque el bien, de suyo, es difusivo. Si yo gozo de un beneficio, necesariamente tendré deseos eficaces de que otros vengan a participar de esa misma felicidad 286. "La esperanza cristiana –escribe José Luis Illanes a propósito de la enseñanza de san Josemaría– remite primariamente al reino de los cielos y a un triunfo de Cristo que se manifestarán con plenitud al final de los tiempos, más allá de la historia, pero dice referencia también a la historia presente, ya que los frutos de la Cruz se anticipan en el hoy de nuestras vidas" 287. Así como la felicidad del Cielo está en la visión de Dios en unión con todos los santos, de modo que cada uno es también cauce del amor de Dios a los demás –es un don para ellos–, así también el anticipo de esa felicidad en la tierra está en amar a Dios y en que los demás le amen en la vida presente, siendo uno mismo mediador ("en Cristo") para que se unan a Dios. "Yo os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 16), dice el Señor. Dar fruto apostólico forma parte de la propia felicidad en Dios, y es por tanto objeto de la virtud teologal de la esperanza. Mediante la comparación de las faenas del campo, el Señor hace ver que la fecundidad apostólica es motivo de felicidad, y por eso objeto de la esperanza y presupuesto de la caridad. El sembrador espera recoger el fruto de lo que siembra y se goza viendo crecer la semilla: "¿No decís vosotros que después de cuatro meses viene la siega? Pues yo os digo: Levantad vuestros ojos y mirad los campos que están dorados para la siega; el segador recibe ya su jornal y recoge el fruto de cara a la vida eterna" (Jn 4, 35-36). "En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto" (Jn 15, 8). Jesús alienta a querer dar fruto para glorificar a Dios. No tendría sentido dejar de aspirar a la fecundidad apostólica por miedo a que la satisfacción empañe la rectitud de intención. Dios mismo purifica a quien da fruto, precisamente para que sea más eficaz: "A todo el que da fruto mi Padre lo poda para que dé más fruto" (Jn 15, 2). La purificación consiste en "morir a nosotros mismos", al amor propio desordenado, y ahí está la condición de fecundidad: "Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto" (Jn 12, 24).
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Tan importante es para el amor a Dios el deseo de dar fruto, que san Josemaría comienza Camino tratando de suscitar esa aspiración: Que tu vida no sea una vida estéril. –Sé útil. –Deja poso. –Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. –Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón 288. Para comprender bien estas palabras hay que tener presente que los criterios humanos no sirven para valorar o calcular los frutos apostólicos. Dios permite a veces que un cristiano no recoja el fruto de su labor y prevé que lo cosechen otros; y cuando dispone que sí lo obtenga, quiere que reconozca lo que otros han sembrado antes. "Pues en esto es verdadero el refrán de que uno es el que siembra y otro el que siega. Yo os envié a segar lo que vosotros no habéis trabajado; otros trabajaron y vosotros os habéis aprovechado de su esfuerzo" (Jn 4, 37-38). En la tarea evangelizadora, los hijos de Dios han de ser siempre conscientes de que participan del único sacerdocio de Cristo y que son instrumentos de su gracia 289. En todo caso, la esperanza apostólica no debe flaquear, si en alguna ocasión no se ven los frutos. Es esperanza de felicidad nuestra y de los demás en Dios, no de la satisfacción de alcanzar resultados tangibles. San Josemaría exhorta a perseverar con empeño, aun cuando el fruto tarde en llegar: Trabajad, llenos de esperanza: plantad, regad, confiando en el que da el incremento, Dios (cfr. 1Co 3, 7). Y, cuando el desaliento venga, si esta tentación permitiera el Señor; ante los hechos aparentemente adversos; al considerar, en algunos casos, la ineficacia de vuestros trabajos apostólicos de formación; si alguien, como a Tobías padre, os preguntara: ubi est spes tua?, ¿dónde está tu esperanza?..., alzando vuestros ojos sobre la miseria de esta vida, que no es vuestro fin, decidle con aquel varón del Antiguo Testamento, fuerte y esperanzado quoniam memor fuit Domini in toto corde suo (Tb 1, 13), porque siempre se acordó del Señor y le amó con todo su corazón: filii sanctorum sumus, et vitam illam expectamus, quam Deus daturus est his, qui fidem suam nunquam mutant ab eo; somos hijos de santos, y esperamos aquella vida que Dios ha de dar a quienes nunca abandonaron su fe en Él (Tb 2, 18) 290. Parte importante del fruto al que ha de aspirar un fiel corriente en medio del mundo, es configurar la sociedad de acuerdo con la dignidad humana, infundiéndole espíritu cristiano. La virtud de la esperanza se
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refiere también a este fruto. Presupone la convicción –que forma parte de la fe– de que esa configuración contribuye a la felicidad temporal de los hombres y les ayuda a alcanzar la eterna. Si el cristiano no estuviera convencido de que una vida social en la que se promueven los bienes de la persona y de la familia de acuerdo con el orden moral natural favorece estos fines, no podría tener esperanza de alcanzarlos y le faltaría la fuerza moral indispensable para buscar esos bienes tal como reclama la caridad. Por el contrario, cuando tenemos esa convicción, la esperanza nos vuelve poderosos 291: proporciona la fuerza de espíritu necesaria para acometer las metas altas que presenta la fe y que pide el amor. Con otras palabras, un cristiano ha de querer que la sociedad esté empapada por el espíritu de Cristo 292; y lo querrá, como ejercicio de la caridad, si sabe, con la certeza de la fe, que únicamente una sociedad así es digna del hombre; y si aspira, con la fuerza de la esperanza, a esas condiciones de vida que Dios quiere y que en sí mismas contribuyen a la felicidad de todos. No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva (...). Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes. (...) De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano 293. Tarea propia de los hijos de Dios, que han recibido el mundo en "herencia" (cfr. Sal 2, 7-8; Rm 8, 17), es liberar la creación "de la esclavitud de la corrupción para participar de la libertad de la gloria de los hijos de Dios" (Rm 8, 21). La esperanza lleva a emprender esta tarea con un optimismo realista que, sin ignorar la presencia del mal, no se abate al constatarla porque está apoyado en la visión sobrenatural de la fe. El Señor –repito– nos ha dado el mundo por heredad. Y hemos de tener el alma y la inteligencia despiertas; hemos de ser realistas, sin derrotismos. Sólo una conciencia cauterizada, sólo la insensibilidad producida por la rutina, sólo el atolondramiento frívolo pueden permitir que se contemple el mundo sin ver el mal, la ofensa a Dios, el daño en ocasiones irreparable para las almas. Hemos de ser optimistas, pero con un optimismo que nace de la fe en el poder de Dios –Dios no pierde batallas–, con un optimismo que no procede de la satisfacción humana, de una complacencia necia y presuntuosa 294.
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Rogando al Señor que nos otorgue una esperanza cada día más grande, poseeremos la alegría contagiosa de los que se saben hijos de Dios: si Dios está con nosotros, ¿quién nos podrá derrotar? (Rm 8, 31). Optimismo, por lo tanto. Movidos por la fuerza de la esperanza, lucharemos para borrar la mancha viscosa que extienden los sembradores del odio, y redescubriremos el mundo con una perspectiva gozosa, porque ha salido hermoso y limpio de las manos de Dios, y así de bello lo restituiremos a Él 295. Las décadas del siglo xx que vivió san Josemaría sufrieron el intento, por parte de diversas ideologías materialistas, de edificar una sociedad sin Dios, en la que el deseo de felicidad debería quedar saciado por unas excelentes condiciones materiales de vida, por el progreso técnico y científico y las conquistas sociales. Metas humanamente positivas en sí mismas –al menos muchas de ellas– pero insuficientes al proponerse a la colectividad como horizonte supremo de la esperanza. Son, en este caso, "falsificaciones de la esperanza", que en lugar de ennoblecer al hombre lo rebajan. Si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados –amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo–, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas (...). Quizá no exista nada más trágico en la vida de los hombres que los engaños padecidos por la corrupción o por la falsificación de la esperanza, presentada con una perspectiva que no tiene como objeto el Amor que sacia sin saciar 296. Se comprende que la experiencia del mal en la sociedad pueda debilitar la esperanza de transformarla. Pero pensar que el reinado de Cristo en el mundo es una utopía irrealizable porque no hay "esperanza humana" de lograrlo, es exponerse a perder la fuerza de la esperanza teologal. La Escritura resalta el ejemplo de Abrahán que, en medio de las pruebas, supo esperar con esperanza teologal cuando no quedaba lugar para la esperanza humana: "contra spem in spem" (Rm 4, 18 [Vg]). Comentando estas palabras, san Josemaría exhorta: vive de esperanza segura, contra toda esperanza. Apóyate en esta roca firme que te salvará y empujará 297. Animaba, además, a no ver sólo las sombras en la situación de la sociedad o en las personas singulares, sino a reconocer lo que hay de positivo, con todo su "peso". Esa visión optimista, esperanzada, es impulso para poner en práctica la enseñanza del Apóstol: "No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien" (Rm 12, 21).
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Pensando en la siembra de espíritu cristiano en la sociedad que realizarían sus hijos en el Opus Dei a lo largo de los tiempos, al santificar las más diversas tareas profesionales, escribía: Ayudaremos eficazmente a crear un clima de entendimiento mutuo, de convivencia, con una visión amplia y universal, que ahogue en caridad todos los odios y rencores: sin lucha de clases, sin nacionalismos, sin discriminaciones. Soñad, y os quedaréis cortos 298. Este "soñad y os quedaréis cortos", "tenía sólido anclaje en la realidad; no era un sueño utópico, sino un ideal lleno de fe y esperanza que se hace diariamente en el tiempo y en la realidad concreta" 299. 2.2.3. Seguridad de la esperanza El cristiano ha de amarse a sí mismo como Dios le ama, según vimos al tratar de la caridad. Pero no podría amarse de este modo si, además de poner el deseo de felicidad en lo que Dios quiere para él –en ser santo y en dar fruto de santidad–, no esperase también que es realmente posible alcanzarlo, fundado en que Él mismo le da los medios convenientes para lograrlo y en que no deja de amarle a causa de sus miserias, siempre que luche para superarlas empleando esos medios 300. Veamos estos aspectos. La esperanza cristiana no es sólo el deseo de un bonum futurum, independientemente de que sea posible o no alcanzarlo. El bien a que aspira –la felicidad de la unión con Dios en el Cielo y su anticipo en la tierra, para uno mismo y para los demás– es un bonum possibile 301, un bien que se puede conquistar con la ayuda de Dios, que nos da los medios necesarios 302. Si se estimara imposible de conseguir, no habría esperanza, y tampoco habría caridad, pues se dejaría de amar a Dios al pensar que la unión con Él es utópica. Y lo sería realmente si el cristiano contara sólo con sus fuerzas. De ahí que también sea objeto de la esperanza que Dios dará siempre su gracia para ser santos y dar fruto 303. No podemos abandonar nunca la confianza de llegar a ser santos, de aceptar las invitaciones de Dios, de ser perseverantes hasta el final. Dios, que ha empezado en nosotros la obra de la santificación, la llevará a cabo (cfr. Flp 1, 6). Porque si el Señor está por nosotros, ¿quién contra nosotros? Él, que ni a su propio Hijo perdonó, sino que le entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo, después de habernos dado a su Hijo, dejará de darnos cualquier otra cosa? (Rm 8, 31-32) 304. Prueba de que contamos con la ayuda de Dios es la misma entrega de su Hijo; y lo es también la realidad de los medios de santificación y
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apostolado que Cristo ha dejado a su Iglesia para hacer llegar a todos los hombres su mediación sacerdotal: los sacramentos, la predicación auténtica del Evangelio, la guía pastoral. Lo que es objeto de esperanza no es el reconocimiento de la existencia de esos medios en general (esto pertenece a la fe), sino el poder disponer de ellos. La esperanza aspira a un "bien posible": un bien que puede alcanzar quien pone los medios. No es un deseo que apenas influye en la vida, como el sueño vago de quien ha comprado un billete de lotería y "espera" que le toque un premio: sabe que es "posible" pero muy poco probable, y no hace nada para conseguirlo. La firme esperanza en nuestra santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede permanecer pasivo 305. No es virtud la de quienes limitan la esperanza a una ilusión, a un ensueño utópico, al simple consuelo ante las congojas de una vida difícil. La esperanza –¡falsa esperanza!– se muda para éstos en una frívola veleidad, que a nada conduce 306. Limitarse a "esperar" de Dios la felicidad que quiere darnos, sin poner los medios que Él mismo nos ofrece para alcanzar la santidad y para dar fruto, sería confundir la esperanza con la comodidad 307. La esperanza cristiana implica una seguridad condicionada: obtendremos el premio si correspondemos, con la ayuda de Dios, a las gracias que Él mismo nos concede. El bien al que la esperanza aspira es un bonum arduum, un bien arduo, que exige lucha contra el pecado y la inclinación al mal que se opone a la unión con Dios dentro de nosotros mismos. Como se explicará en su momento 308, se trata de una lucha por amor, y la esperanza es totalmente necesaria para entablarla. "Nos fatigamos y luchamos porque tenemos puesta la esperanza en Dios vivo" (1Tm 4, 10), escribe san Pablo. Es evidente que no tendría sentido luchar sin la esperanza de alcanzar el bien por el que se pelea y sin la certitud de que ese bien vale la pena, por estar en él la felicidad plena. San Josemaría anima a no perderlo de vista: Conllevemos todas las dificultades de esta navegación nuestra, en medio de los mares del mundo, con la esperanza del Cielo: para nosotros y para todas las almas que quieran amar, la aspiración es llegar hasta Dios: la gloria del Cielo. Si no, nada de nada vale la pena. Para ir al Cielo, hemos de ser fieles. Y para ser fieles, hay que luchar 309. La esperanza implanta en el alma la determinación de "comenzar y recomenzar" en esta pelea interior, sin desánimos: Aumentad los actos de esperanza. Os recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que sean
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imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido los medios idóneos para vencer. Basta que los empleemos, como os comentaba antes, con la resolución de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso 310. La esperanza no decae cuando no se consigue una mejora apreciable, porque no lleva a combatir por la satisfacción de alcanzar unas metas, sino por amor a Dios; y luchar por amor ya es amar. Se produce entonces un fruto inesperado: la esperanza nos demuestra que, sin Él, no logramos realizar ni el más pequeño deber 311. La conciencia de la propia debilidad, de que estamos hechos de barro de botijo nos ha de servir, sobre todo, para afirmar nuestra esperanza en Cristo Jesús 312. San Josemaría insiste particularmente en que la persistencia de las tentaciones no debe debilitar la esperanza: ha de ser ocasión para ejercitarla. Lejos de desalentarnos, las contrariedades han de ser un acicate para crecer como cristianos 313. Ni siquiera los pecados deben conducir a la desesperación. ¡Mirad si es grande la virtud de la esperanza! Judas reconoció la santidad de Cristo, estaba arrepentido del crimen que había cometido, tanto que cogió el dinero, precio de su traición, y lo arrojó a la cara de quienes se lo dieron como premio a su traición. Pero... le faltó la esperanza, que es la virtud necesaria para volver a Dios. Si hubiera tenido esperanza, podría haber sido aún un gran apóstol. De modo que no desconfiéis nunca, no os desesperéis nunca, aunque hayáis hecho la tontería más grande 314. Si incluso el pecado no debe quebrar la esperanza, menos aún las dificultades, los fracasos, la enfermedad..., que no son ofensa a Dios sino la Cruz de Cristo, ocasión para crecer en identificación con Él. Precisamente en la Cruz se apoya nuestra esperanza de unirnos al Señor 315. "Considerando que los sufrimientos de esta vida no son proporcionados a la gloria futura que se ha de manifestar en nosotros (Rm 8, 18; cfr. 2Tm 2, 1112), firmes en la fe esperamos la feliz esperanza y la venida gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador, Jesucristo (Tt 2, 13)" 316 .
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3. LA HUMILDAD, FUNDAMENTO DE TODAS LAS VIRTUDES Las virtudes teologales no son las únicas virtudes cristianas. Muchos de nuestros actos no tienen a Dios como objeto inmediato, sino a los diversos bienes humanos: trabajar, descansar, cultivar la amistad, etc. Para que se encaminen a Él como a su último fin, deben estar animados por la caridad; pero sólo podrán estarlo si son rectos en sí mismos. ¿De dónde les viene esa rectitud? De las "virtudes humanas" (morales), hábitos del buen obrar que inclinan nuestras facultades a elegir el bien y a realizarlo: de ahí su necesidad. Dejamos las consideraciones generales sobre las virtudes humanas para el inicio del siguiente apartado, y comenzamos directamente con la humildad. En la enseñanza de san Josemaría presenta características tan peculiares que reclama un estudio aparte 317. 3.1. Humildad de hijos de Dios La tradición espiritual es prácticamente unánime al asignar a la humildad una importancia singular entre las virtudes 318. Los Padres de la Iglesia, desde san Clemente Romano a san Agustín, "hacen converger su enseñanza moral, después de las virtudes teologales, en la humildad" 319, definida como la virtud propia y característica de aquellos que la Biblia llama "pobres de espíritu": los que se reconocen indigentes ante Dios y ponen toda su esperanza en Él. Después de la época patrística, los grandes maestros espirituales se hacen eco de esas intuiciones y las desarrollan, con la mirada puesta siempre en Jesucristo, "humilde de corazón" (Mt 11, 29) 320. Baste recordar el lugar central que ocupa la humildad en el De imitatione Christi, donde, según Daniel-Rops, "es la virtud eminente sobre la que sus frases vuelven sin cesar" 321. A la hora de indicar dónde radica su eminencia, las respuestas son muy variadas y no podemos resumirlas aquí. San Josemaría se hace eco de toda esa tradición y aporta al mismo tiempo una óptica nueva y específica, relacionando íntimamente la humildad tanto con la filiación divina como con la santificación en medio del mundo. Señalemos primero, aunque resulte obvio, que la humildad es una virtud humana, no una virtud teologal. Su "objeto" no es Dios, sino la eliminación de los obstáculos que hay en nosotros para la unión con Él. San Josemaría resume esos obstáculos en una palabra: ¿Qué puede entorpecer la caridad?: la soberbia 322. El objeto de la humildad es combatir la soberbia,
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el primero y principal de todos los vicios. Por eso mismo, la humildad es también la primera virtud humana. Por lo que se refiere a su "sujeto", es decir, a la facultad humana en la que esta virtud reside, se han dado respuestas diversas. Para santo Tomás está en el "apetito sensible" y es parte de la templanza 323. Santa Teresa de Jesús la describe como un "andar en verdad" 324 y parece destacar más bien su relación con el entendimiento práctico. En realidad, si se consideran las diversas enseñanzas de los santos, se ve que es imposible colocarla en una u otra facultad, porque de algún modo se encuentra en todas: es una inclinación de la persona entera. La humildad está, sin duda, en el entendimiento, pues lleva a reconocer la verdad de lo que uno es ante Dios, ante los demás y ante uno mismo (de ahí su estrechísima relación con la sinceridad, como veremos); pero está también en la voluntad y en las facultades sensibles, en las que pone la aspiración a vivir conforme a esa verdad. Se podría decir, de acuerdo con una amplia tradición espiritual, que reside en el corazón si se entiende el término en su sentido bíblico, como núcleo íntimo de la persona 325. Así concibe la humildad también san Josemaría. Bien significativo es el siguiente texto, que la sitúa en todas las facultades de la persona, como elemento que dispone a cada una de acuerdo con su "verdad" (su propia naturaleza), para que pueda ser perfeccionada luego por las demás virtudes. "La oración" es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y adora, de manera que todo lo espera de Él y nada de sí mismo. "La fe" es la humildad de la razón, que renuncia a su propio criterio y se postra ante los juicios y la autoridad de la Iglesia. "La obediencia" es la humildad de la voluntad, que se sujeta al querer ajeno, por Dios. "La castidad" es la humildad de la carne, que se somete al espíritu. "La mortificación" exterior es la humildad de los sentidos. "La penitencia" es la humildad de todas las pasiones, inmoladas al Señor. –La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética 326. Hay una cierta "omnipresencia" de la humildad, que se explica si se concibe como la base de todas las virtudes 327. Esta posición, que se le
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adjudica tradicionalmente, la acerca al sentido de la filiación divina, que es para san Josemaría, como sabemos, el fundamento de la vida espiritual. De hecho afirma también que la humildad es el fundamento de nuestra vida 328. El nexo de la humildad con el sentido de la filiación divina puede verse, por ejemplo, en el siguiente texto: [La humildad] es el hondo sentimiento de que Dios Nuestro Padre es quien hace todas las cosas, con estos pobres instrumentos que somos cada uno de nosotros –servi inutiles sumus (Lc 17, 10)–, que juega con cada uno de nosotros como con unos niños: ludens in orbe terrarum et deliciae meae esse cum filiis hominum (Pr 8, 31) 329. El vínculo entre humildad y sentido de la filiación divina se puede comprender mejor si se reflexiona sobre lo que supone la Encarnación del Hijo de Dios para esa filiación adoptiva. Ciertamente, si pensamos sólo en la Filiación del Verbo, nuestra humildad no tiene nada que ver con ella, pues de acuerdo con la etimología del término y con su uso tradicional, "humildad" connota siempre "bajeza", "pequeñez" o cierta inferioridad 330, y el Hijo unigénito y consubstancial no es inferior en nada al Padre. Pero en la Encarnación "se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó..." (Flp 2, 7-8). San Atanasio hace notar que "términos como "humillado" y "exaltado" se refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente sólo lo que es humilde es susceptible de ser exaltado" 331. Al Hijo le corresponde la humildad en cuanto hombre. Y puesto que el cristiano participa de la Filiación divina a través de la Humanidad del Señor, se puede decir que la condición de humilde pertenece esencialmente a nuestra filiación adoptiva, ya que ésta es una exaltación que presupone la bajeza de la condición humana respecto a la divina. De ahí que el "sentido de la filiación divina" deba incluir necesariamente la conciencia y la aceptación de esa bajeza, es decir, la humildad. Poner el sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual significa ante todo considerarlo como base del desarrollo de la caridad, porque la caridad es la esencia de la vida cristiana. Significa, en otros términos, fomentar una "caridad de hijos de Dios": amor filial al Padre y fraternidad en Cristo. Ahora bien, si el sentido de la filiación divina incluye necesariamente la humildad, como acabamos de ver, se comprende que la humildad sea también fundamento de la caridad. Y que a través de la caridad, "forma" de las demás virtudes, esté en la base de todas ellas.
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Aquí hablamos de la humildad cristiana, informada por la caridad y perteneciente al sentido de la filiación divina. San Josemaría se refiere también a una humildad humana (no informada por la caridad), y la pone como base o presupuesto de las demás virtudes morales, cuando escribe que el primer paso de la prudencia es el reconocimiento de la propia limitación: la virtud de la humildad 332. La prudencia es la virtud cardinal rectora, que dirige a las demás; si la humildad es su "primer paso", significa que se encuentra en cierto modo ya en la base de la misma prudencia y también, por eso mismo, de las demás virtudes. Pero sólo cuando está informada por la caridad llega a ser la humildad de un hijo adoptivo de Dios. Refiriéndose a esta humildad "viva" –vivificada por la caridad– san Josemaría dice que deriva directamente del coloquio contemplativo que mantenemos con el Señor sine intermissione (1Ts 5, 17) 333. Ya no es sólo el primer paso de la prudencia sino el fundamento de la misma caridad y de todas las virtudes vivificadas por ella. La humildad es la primera virtud que la caridad informa poniéndola como base sobre la que se asienta; y esta base se hace más sólida cuanto más crece la caridad. A primera vista puede parecer contradictorio que la caridad informe a su propio fundamento, la humildad. Pero no es más que una consecuencia del hecho, al que ya hemos aludido, de que la filiación adoptiva del cristiano está como penetrada de la Encarnación redentora. En la Encarnación hay, a la vez, humillación (abajamiento) y elevación; abajamiento de Dios y elevación de la naturaleza humana asumida; humillación de Cristo en cuanto Dios y glorificación en cuanto hombre (cfr. Flp 2, 5 ss). En el misterio del Hijo de Dios hecho hombre, la humillación es fundamento de la elevación, y ésta le da su sentido. Así también –por analogía– existe un vínculo indisociable entre la divinización del cristiano y su humillación, y por tanto entre la caridad y la humildad: "todo el que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado" (Lc 14, 11; Lc 18, 14). Tanto la infusión de la gracia como su crecimiento se realiza sobre el fundamento de la humildad. "Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia" (1P 5, 5; St 4, 6) 334. Entre la caridad y la humildad cristiana hay una necesaria conexión mutua. San Agustín enseña que "la morada de la caridad es la humildad" 335; y en otro lugar escribe: "¿Quieres construir un edificio que llegue hasta el cielo? Piensa primero en poner el fundamento de la humildad. Cuanto mayor sea la mole que hay que levantar y la altura del edificio, tanto más hondo hay que cavar el cimiento (...). El edificio antes de subir se humilla, y su cúspide se erige después de la humillación" 336. Al mencionar esta enseñanza, santo Tomás dice que la humildad es fundamento "negativo" del
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edificio sobrenatural, porque quita los obstáculos que se oponen a la acción de la gracia 337. En esta línea escribe san Josemaría: [Dios] desea nuestra humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende que no le pongamos obstáculos, para que –hablando al modo humano– quepa más gracia suya en nuestro pobre corazón 338. Y repite con frecuencia el adagio clásico: Si quieres ser santo, sé humilde; si quieres ser más santo, sé más humilde; si quieres ser muy santo, sé muy humilde 339. 3.2. Aspectos de la humildad La humildad remueve la soberbia, principal obstáculo para amar a Dios, al prójimo y a nosotros mismos. Exponemos ahora las dimensiones de esta virtud en correspondencia con las de la caridad: humildad ante Dios, en relación con los demás y respecto a uno mismo. 3.2.1. Humildad ante Dios. "Que sólo Jesús se luzca" "Humillaos en presencia del Señor, y Él os ensalzará" (St 4, 10; cfr. 1P 5, 6 ). La humildad y el propio enaltecimiento son incompatibles. Hay que rechazar toda gloria que no sea para Dios, extirpar todo movimiento altanero frente a Él. "Habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios" (Col 3, 3), dice san Pablo. Estas palabras, en su preciso contexto de la "nueva vida en Cristo", tienen un profundo significado para la humildad: es necesario "morir a sí mismo", al afán de gloria propia, para vivir en Cristo para la gloria de Dios. La humildad no impide nuestra divinización; al contrario, la hace posible: permite "vivir con Cristo en Dios". San Josemaría expresaba esta actitud con unas palabras que ponía como lema de su vida: Ocultarme y desaparecer es lo mío, que sólo Jesús se luzca 340 Querer "ocultarse y desparecer" es la humildad ante Dios, y su sentido es que "sólo Jesús se luzca" en la propia vida. Porque Cristo vive en el cristiano, y la gloria de Dios exige que su vida se manifieste en él. La humildad hace desaparecer el amor propio desordenado, el egoísmo, para que la presencia de Cristo resplandezca. Esta enseñanza abre grandes perspectivas de humildad práctica para los que se saben llamados a la santidad en medio del mundo y quieren poner a Cristo en la cumbre de las actividades de los hombres. San
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Josemaría las desarrolla en un texto que vale la pena reproducir con amplitud: Seamos humildes, busquemos sólo la gloria de Dios: porque nuestra vida de entrega, callada y oculta, debe ser una constante manifestación de humildad (...). Vita vestra est abscondita cum Christo in Deo (Col 3, 3); vivid cara a Dios, no cara a los hombres (...). Ésa debe ser también la aspiración de cada uno de vosotros, hijos míos: pasar inadvertidos, imitar a Cristo, que permaneció oculto treinta años siendo sencillamente el hijo del artesano (Mt 13, 55); imitar a María que, siendo Madre de Dios, gusta de llamarse su esclava: ecce ancilla Domini (Lc 1, 38). El Señor nos quiere humildes: esa humildad no significa que no lleguéis a donde debéis llegar en el terreno profesional, en el trabajo ordinario, y, desde luego, en la vida espiritual. Es preciso llegar, pero sin buscaros a vosotros mismos, con rectitud de intención. No vivimos para la tierra, ni para nuestra honra, sino para la honra de Dios, para la gloria de Dios, para el servicio de Dios: sólo esto nos mueve. Dios se ha querido servir de vosotros, de vuestra lucha por alcanzar la santidad e incluso de vuestros talentos humanos. Recordad siempre el mandato de Cristo: que brille vuestra luz ante los hombres, de manera que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16). Para Él toda la gloria, todo el honor: soli Deo honor et gloria in saecula saeculorum (1Tm 1, 17), sólo a Dios hemos de dar el honor y la gloria, por los siglos sin fin 341 Uno de los aspectos que estos párrafos ponen de relieve es que la humildad contrarresta la tendencia a buscar la propia gloria en los actos de virtud; y en otros casos remueve lo que suele impedir el arrepentimiento: la autojustificación, la resistencia a reconocer la ofensa a Dios. Si no se es humilde, profundamente humilde, es fácil llegar a deformarse la conciencia. Quizá en nuestra vida, por debilidad, podremos obrar mal. Pero las ideas claras, la conciencia clara: lo que no podemos es hacer cosas malas y decir que son santas 342 Al abrir camino a la compunción, la humildad franquea el alma a la infusión de la gracia que la diviniza. Y ese "endiosamiento" conduce a su vez a un reconocimiento más profundo de que todo lo bueno es don de Dios.
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Cuando llega la noche y hago el examen y echo las cuentas y saco la suma, la suma es: pauper servus et humilis! Digo muchas veces: cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies! (Sal 50, 19). No lo digo con humildad de garabato. Si el Señor ve que nos consideramos sinceramente siervos pobres e inútiles, que tenemos el corazón contrito y humillado, no nos despreciará, nos unirá a Él, a la riqueza y al poder grande de su Corazón amabilísimo. Y tendremos el endiosamiento bueno: el endiosamiento de quien sabe que nada tiene de bueno, que no sea de Dios; que él, de sí mismo, nada es, nada puede, nada tiene 343 3.2.2. Humildad en relación con los demás. "Naturalidad" Si la caridad lleva a amar a los demás por amor a Dios, con obras de servicio, la humildad quita el obstáculo más radical, que consiste en considerarse superior a ellos. El Señor imparte esta lección con palabras y gestos. Cuando la madre de Santiago y Juan pide un lugar de privilegio para sus hijos en el Reino y los demás Apóstoles se indignan, Jesús, llamándoles, les dice: "Quien quiera llegar a ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, sea esclavo de todos: porque el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención por muchos" (Mc 10, 42-45). En la Última Cena lo predica lavando los pies a los discípulos: "Os he dado ejemplo para que como yo he hecho con vosotros, así hagáis vosotros" (Jn 13, 15). San Pablo describe así la disposición de ánimo que ha de tener el cristiano: "No actuéis por rivalidad ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada uno a los otros como superiores" (Flp 2, 3). De este modo, la humildad permite que la caridad se desborde en obras de servicio. El Señor enseña a no ponerse por encima de nadie. De modo explícito censura la actitud del fariseo que se estimaba mejor que el publicano aduciendo "pruebas": "No soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo" (Lc 18, 11-12). En cambio alaba al publicano que "se golpeaba el pecho diciendo: Oh Dios, ten compasión de mí que soy un pecador" (Lc 18, 13). "Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquél no. Porque todo el que se ensalza será humillado, y todo el que se humilla será ensalzado" (Lc 18, 14). Pero ¿no es contrario a la realidad de las cosas –y a la humildad, por tanto– considerar como superior a quien menos cualidades tiene? Si se trata de condiciones humanas, es evidente que unos destacan más que otros,
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aunque probablemente no en todo. La humildad hace descubrir los aspectos en los que otros son mejores. San Josemaría lo hace notar sirviéndose de una cita significativa: En cualquier hombre –escribe Santo Tomás de Aquino– existe algún aspecto por el que los otros pueden considerarlo como superior, conforme a las palabras del Apóstol "llevados por la humildad, teneos unos a otros por superiores" (Flp 2, 3). Según esto, todos los hombres deben honrarse mutuamente (S.Th. II-II, q. 103, a. 2, ad 3). La humildad es la virtud que lleva a descubrir que las muestras de respeto por la persona –por su honor, por su buena fe, por su intimidad–, no son convencionalismos exteriores, sino las primeras manifestaciones de la caridad y de la justicia 344 En todo caso, el motivo principal por el que el cristiano puede considerar a los demás como superiores reside en que la cualidad que hace "buena", en sentido estricto, a una persona, es el amor a Dios (que hace buena la voluntad 345, y en esto nadie puede afirmar que es superior a otro: sólo Dios lo sabe. Incluso quien piensa que ama a Dios no puede decir que es superior a quien está notoriamente alejado de Él, porque esa "superioridad" sólo tendría sentido referida al conjunto de la existencia, y por tanto al momento final de nuestra vida en esta tierra. Hasta ese momento, cualquiera puede convertirse –limpiando en un instante toda su biografía– y amar a Dios más que el otro. San Josemaría aconseja razonar: Es verdad que fue pecador. –Pero no formes sobre él ese juicio inconmovible. –Ten entrañas de piedad, y no olvides que aún puede ser un Agustín, mientras tú no pasas de mediocre 346 La caridad se hace "todo para todos" (1Co 9, 23), y la humildad quita el obstáculo para que esto se verifique efectivamente. La humildad nos lleva como de la mano a esa forma de tratar al prójimo, que es la mejor: la de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos 347 Esta faceta de la humildad tiene manifestaciones diversas según la vocación de cada uno. Los fieles corrientes han de servir a los demás por lo general con el trabajo profesional y el cumplimiento de sus deberes en la familia y en la sociedad, lo que implica también el ejercicio de los derechos. Se ha hecho notar que "es frecuente interpretar la virtud de la humildad como rebajarse, como renunciar a lo que uno merece o a lo que le es debido; pero la verdadera humildad no es esto. El humilde no renuncia a nada sino que, simplemente, y no es fácil, reconoce lo que realmente es" 348 No es
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contrario a la verdadera humildad proceder de acuerdo con la propia posición en el mundo: Al ser el trabajo el eje de nuestra santidad, deberemos conseguir un prestigio profesional y, cada uno en su puesto y condición social, se verá rodeado de la dignidad y el buen nombre que corresponden a sus méritos, ganados en lid honesta con sus colegas, con sus compañeros de oficio o profesión. Nuestra humildad no consiste en mostrarnos tímidos, apocados o faltos de audacia en ese campo noble de los afanes humanos. Con espíritu sobrenatural, con deseo de servicio –con espíritu cristiano de servicio–, hemos de procurar estar entre los primeros, en el grupo de nuestros iguales. Algunos, con mentalidad poco laical, entienden la humildad como falta de aplomo, como indecisión que impide actuar, como dejación de derechos –a veces de los derechos de la verdad y de la justicia–, con el fin de no disgustarse con nadie y resultar amables a todos. Por eso, habrá quienes no comprendan nuestra práctica de la humildad profunda – verdadera–, y aun la llamarán orgullo. Se ha deformado mucho el concepto cristiano de esta virtud, tal vez por intentar aplicar a su ejercicio, en medio de la calle, moldes de naturaleza conventual, que no pueden ir bien a los cristianos que han de vivir, por vocación, en las encrucijadas del mundo 349 San Josemaría emplea con frecuencia el término naturalidad para designar una virtud que, en nuestra opinión, es parte de la humildad respecto al prójimo 350 La naturalidad o normalidad lleva, en efecto, a actuar ante los demás en conformidad con la propia condición de cristiano y ciudadano. Al comportarnos con normalidad –como nuestros iguales– y con sentido sobrenatural, no hacemos más que seguir el ejemplo de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Fijaos en que toda su vida está llena de naturalidad. Pasa seis lustros oculto, sin llamar la atención, como un trabajador más, y le conocen en su aldea como el hijo del carpintero 351 Es una virtud que brilla especialmente en la conducta de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime, del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos 352 Como sabemos, san Josemaría ve en estos primeros discípulos de Cristo el precedente más claro de su propio mensaje de santificación en medio del mundo 353 señala, en efecto, que quienes procuran seguir el camino de santidad que enseña, son personas comunes;
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desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe 354 De ahí la importancia que concede a la naturalidad, como norma de conducta que refleja la secularidad. En general, la naturalidad cristiana lleva a vivir coherentemente la fe comportándose, en las relaciones con los demás, de acuerdo con lo que cada uno es. Sus manifestaciones exteriores pueden ser muy diversas, según el estado y condición de cada uno. Hay una naturalidad propia de los sacerdotes, que les lleva a conducirse de modo conforme a su ministerio sagrado, que es un ministerio público; hay una naturalidad de los religiosos, que les impulsa a dar testimonio, también público, del supremo valor de los bienes eternos, como corresponde a su vocación; y hay una naturalidad propia de los fieles laicos, que consiste en vivir coherentemente la fe en su ambiente profesional y social, dando asimismo testimonio de Cristo pero no como quien ostenta un oficio público de la Iglesia (el caso de los sacerdotes y religiosos), sino de modo acorde a su condición de ciudadanos y de profesionales como los demás. Pues bien, cuando san Josemaría habla de naturalidad, se refiere sobre todo a esta última, la de los fieles laicos. Afirma que no es necesario, para demostrar que se es cristiano, adornarse con un puñado de distintivos, porque el cristianismo se manifestará con sencillez en la vida de los que conocen su fe y luchan por ponerla en práctica, en el esfuerzo por portarse bien, en la alegría con que tratan de las cosas de Dios, en la ilusión con que viven la caridad 355 En otro momento completa esta idea, dirigiéndose concretamente a quienes han tomado la decisión de corresponder con totalidad a la vocación cristiana: ¿Acaso la lección de Jesucristo no consiste en que debemos convivir entre los demás de nuestra condición social, de nuestra profesión y oficio, desconocidos, como uno de tantos? No desconocidos por nuestro nombre, ni por nuestro trabajo; ni desconocidos porque no destaquéis por vuestros talentos; sino desconocidos porque no hay necesidad de que sepan que sois almas entregadas a Dios, empeñados en imitar a Jesucristo; que sois sal de la tierra, otros Cristos. Que lo experimenten; que se sientan ayudados a ser limpios y nobles, al ver vuestra conducta llena de respeto para la legítima libertad de todos, al escuchar de vuestros labios la doctrina, subrayada por vuestro ejemplo coherente; pero que vuestra dedicación al servicio de Dios pase oculta, inadvertida, como pasó inadvertida la vida de Jesús en sus primeros treinta años 356
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Para comprender bien esta enseñanza de san Josemaría hay que tener en cuenta que lo "natural" o lo "normal" para un fiel corriente no es siempre y por principio "hacer lo que hacen los demás", "no llamar la atención", "acomodarse a las costumbres dominantes", etc. Lo natural es que viva íntegramente su fe, sin ostentaciones impropias del estado y condición en la que Dios le ha llamado a la santidad y al apostolado. Naturalidad. Que vuestra vida de caballeros cristianos, de mujeres cristianas –vuestra sal y vuestra luz– fluya espontáneamente, sin rarezas 357. Lo que no debe hacer un cristiano es procurar comportarse, por principio, "igual que los demás", si los demás no obran bien. Ha de conducirse de modo congruente con su fe "como sus iguales" 358 en la vida profesional y social, es decir, como cualquier ciudadano corriente que quiera ser un cristiano coherente. Por esto es "natural" que quienes traten a un cristiano que busca la santidad en la vida corriente noten su esfuerzo por cultivar las virtudes, adviertan que practica la fe –participando también en el culto público, sin "esconderse"–, y reciban el influjo de su apostolado, aunque todo esto contraste visiblemente con el ambiente que le rodea. "Y ¿en un ambiente paganizado o pagano, al chocar este ambiente con mi vida, no parecerá postiza mi naturalidad?", me preguntas. –Y te contesto: Chocará sin duda, la vida tuya con la de ellos; y ese contraste, por confirmar con tus obras tu fe, es precisamente la naturalidad que yo te pido 359. Por las citas anteriores resulta patente que la ausencia de distintivos externos de la propia decisión interior de buscar la santidad, nada tiene que ver con el secreto. Es, por el contrario, discreción, manifestación "natural" del derecho a salvaguardar la propia intimidad. Discreción no es misterio, ni secreteo. –Es, sencillamente, naturalidad 360 3.2.3. Humildad en la consideración de sí mismo. "Nuestra miseria y nuestra grandeza" "No os estiméis en más de lo que conviene" (Rm 12, 3). El significado de estas palabras, en el contexto de la carta paulina, es que cada uno ha recibido de Dios determinados dones en vista de su función dentro del Cuerpo de Cristo. La humildad quita lo que dificulta emplearlos en el cumplimiento de la propia misión, de acuerdo con la voluntad de Dios: impide "estimarse en más de lo que conviene", no reconocer que todo lo bueno se ha recibido de Dios (cfr. 1Co 4, 7), no aceptar los propios límites. Por eso san Josemaría afirma que la humildad es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza 361 Y dice también: el conocimiento propio es condición de la humildad verdadera 362
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Cuando habla de humildad, estos dos aspectos –"nuestra miseria y nuestra grandeza"– suelen ir juntos, de modo que al mencionar uno se refiere también al otro. Darse cuenta de lo que significa ser hijo de Dios lleva al "endiosamiento bueno" y a un cierto "complejo de superioridad"; al mismo tiempo, ser consciente de la propia indigencia como criatura que experimenta sus caídas y miserias, impide olvidar que se es "nada" por uno mismo: "polvo de la tierra"; "un vaso de barro", frágil aunque esté repleto de tesoros divinos; "un borrico", cuya dignidad deriva únicamente de ser portador de Cristo; "un simple instrumento", como el pincel en manos del artista. Son éstas las expresiones e imágenes que emplea, entre otras, a propósito de la humildad respecto a uno mismo. Veamos algunos textos. – "Complejo de superioridad" y conocimiento de nuestra "nada": Cuando se trabaja por Dios, hay que tener "complejo de superioridad", te he señalado. Pero, me preguntabas, ¿esto no es una manifestación de soberbia? –¡No! Es una consecuencia de la humildad, de una humildad que me hace decir: Señor, Tú eres el que eres. Yo soy la negación. Tú tienes todas las perfecciones: el poder, la fortaleza, el amor, la gloria, la sabiduría, el imperio, la dignidad... Si yo me uno a Ti, como un hijo cuando se pone en los brazos fuertes de su padre o en el regazo maravilloso de su madre, sentiré el calor de tu divinidad, sentiré las luces de tu sabiduría, sentiré correr por mi sangre tu fortaleza 363 – "Endiosamiento" y saberse "polvo de la tierra". Es importante – escribe– que sepamos distinguir el endiosamiento bueno del endiosamiento malo 364 El primero es la actitud humilde del que se da cuenta de que está "metido" en Dios, por la filiación divina; el segundo es el engreimiento de quien olvida su propia miseria. No puedo ocultaros, hijos míos, mi temor de que en algún caso ese endiosamiento, sin una base profunda de humildad, pueda ocasionar la presunción, la corrupción de la verdadera esperanza, la soberbia y –más tarde o más temprano– el derrumbamiento espiritual ante la experiencia inesperada de la propia flaqueza. Suelo poner el ejemplo del polvo que es elevado por el viento hasta formar en lo más alto una nube dorada, porque admite los reflejos del sol. De la misma manera, la gracia de Dios nos lleva altos, y reverbera en nosotros toda esa maravilla de bondad, de sabiduría, de eficacia, de belleza, que es Dios. Si tú y yo nos sabemos polvo y miseria, poquita cosa, lo demás lo pondrá el Señor. Es una consideración que me llena el alma 365 – De barro, pero con la fortaleza de Dios:
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La humildad lleva, a cada alma, a no desanimarse ante sus propios yerros. Dios nuestro Padre sabe bien de qué barro estamos hechos (cfr. Sal 102, 14) y, aunque el vaso de barro se resquebraje o se quiebre alguna vez, si hay humildad, se recompone con unas lañas que le dan más gracia; y en las que, sin duda, se complace el Señor. Las flaquezas de los hombres, hijos míos, dan a Nuestro Dios ocasión para lucirse, para manifestar su omnipotencia, disculpando, perdonando 366 Reconoce humildemente tu flaqueza para poder decir con el Apóstol: "cum enim infirmor, tunc potens sum" –porque cuando soy débil, entonces soy fuerte 367 – Instrumentos de Dios: Ya puedes desechar esos pensamientos de orgullo: eres lo que el pincel en manos del artista. –Y nada más. –Dime para qué sirve un pincel, si no deja hacer al pintor 368 La humildad nos empujará a que llevemos a cabo grandes labores; pero a condición de que no perdamos de vista la conciencia de nuestra poquedad, con un convencimiento de nuestra pobre indigencia que crezca cada día 369 3.2.4. La "humildad colectiva" La "humildad colectiva" no designa, en san Josemaría, la "humildad de una colectividad", es decir, una virtud de un sujeto colectivo (en este caso se podría llamar virtud sólo en sentido metafórico), sino un aspecto de la humildad personal que deben practicar quienes forman parte de una "colectividad" –concretamente, de la Iglesia o de una institución de la Iglesia–, precisamente en cuanto miembros de ella. En este sentido hay que entender –en nuestra opinión– la siguiente exhortación: Aparte de la humildad personal, imprescindible para todos los fieles, amar y practicar la humildad colectiva 370 Parece claro que la contraposición no es entre "humildad personal" y "humildad colectiva", sino entre los aspectos individuales de la humildad personal y aquellos otros que derivan, como decíamos, del hecho de formar parte de una "colectividad": una institución de la Iglesia o, más en general, de la Iglesia misma. Que se trata siempre de aspectos de la humildad personal queda claro, por ejemplo, cuando escribe: No entiendo por qué, si Juan y Pedro y Andrés, tomados particularmente, tienen el deber de ser humildes, todos juntos han de considerarse en cambio con el derecho a ser soberbios como víboras 371 La humildad personal (individual) y la colectiva son indisociables. Los mismos
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que han de ser individualmente humildes, lo han de ser también cuando están unidos entre sí con vistas a la santificación y al apostolado. En diversos lugares de la Sagrada Escritura se pueden ver ejemplos de este aspecto de la humildad. Cuando el apóstol Juan dice al Señor: "Maestro, hemos encontrado a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y se lo hemos prohibido, porque no viene con nosotros" (Lc 9, 49), Jesús le responde: "No se lo prohibáis, pues el que no está contra vosotros con vosotros está" (Lc 9, 50). Ante la tentación de formar un grupo cerrado que se arroga la exclusiva del bien y de sentirse superiores por formar parte de ese grupo, el Señor les invita a alegrarse, con rectitud de intención, por todo lo bueno que hacen los demás. No se han de gloriar por haber sido llamados a formar parte del Colegio apostólico, sirviéndose de ese honor para brillar personalmente. No han de olvidar que sólo son instrumentos de la acción divina. Cada uno de los Apóstoles ha de ser humilde no sólo individualmente sino también "colectivamente", es decir, en cuanto miembro del Colegio de los Doce. Este es uno de los pasajes del Evangelio en el que, si no nos equivocamos, se basa la enseñanza de san Josemaría acerca de la humildad colectiva. Al objeto de este aspecto de la humildad se refiere indirectamente con las siguientes palabras: Esta humildad colectiva tan grata a Dios, libra del exagerado espíritu de cuerpo, del fanatismo, de formar grupito (...) [Con la humildad colectiva] se rechaza la idea que lo nuestro es bueno, por ser nuestro; y lo de los demás, mediocre o malo 372 San Josemaría se dirige específicamente en este texto a los fieles del Opus Dei, con el propósito de inculcarles una humildad que no deja espacio a las deformaciones que menciona. No obstante, su enseñanza tiene una aplicación general, válida para cualquier cristiano que, por el hecho de pertenecer a la Iglesia –o también, en su caso, de formar parte de una institución dentro de ella– ha de practicar la humildad colectiva. Porque la Iglesia y las manifestaciones vitales que el Espíritu Santo suscita en su seno, tienen un fin sobrenatural que trasciende el prestigio humano, y no se puede poner este último por encima de aquél, ni servirse del buen nombre de la Iglesia o de los méritos de otros católicos para beneficio (terreno) propio, ni sería conforme a la verdad y a la humildad minusvalorar el bien realizado por otros sólo porque "no son de los nuestros" (cfr. Lc 9, 49). Ciertamente, una empresa con fines temporales –una fábrica de automóviles, una sociedad que pretenda abrir mercado a sus productos o
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servicios...– necesita hacer propaganda para alcanzar sus propios fines. Pero san Josemaría deja claro que sería pernicioso trasponer sin más esos procedimientos a una institución con fines sobrenaturales, porque la difusión del Evangelio no obedece a criterios de mercado. En una asociación que tenga una finalidad terrena, es lógico publicar estadísticas ostentosas sobre el número, condición y cualidades de los socios, y así suelen hacerlo de hecho las organizaciones que buscan un prestigio temporal, pero ese modo de obrar, cuando se busca la santificación de las almas, favorece la soberbia colectiva: y Cristo quiere la humildad de cada uno de los cristianos y de los cristianos todos 373. Tanta importancia tiene a sus ojos la humildad colectiva que la presenta como un rasgo esencial del espíritu del Opus Dei, desde los mismos inicios de la fundación. Le hubiera gustado incluso que la tarea apostólica que Dios le hizo ver el 2 de octubre de 1928 no llevara nombre alguno, para evitar todo peligro de jactancia y porque no pretendía otra cosa que difundir un espíritu cristiano de santificación en medio del mundo, misión que, en realidad, es labor ordinaria de toda la Iglesia. Pero era inevitable que aquello tuviera un nombre, bajo pena de que su actividad se interpretara como secreto. No obstante, como se puede ver en el texto que transcribimos a continuación, deja constancia de su inclinación a "no aparecer" para que se entienda cuánto aprecia la humildad colectiva. Vivid cara a Dios, no cara a los hombres. Ésa ha sido y será siempre la aspiración de la Obra: vivir sin gloria humana; y no olvidéis que, en un primer momento, me hubiera gustado incluso que la Obra no tuviera ni nombre, para que su historia la conociera sólo Dios: pero, como abominamos del secreto y queremos trabajar siempre dentro de los límites de la ley, en cada país, no podremos dejar de emplear un nombre 374 No busca elogios ni congratulaciones humanas. Su lema es Deo omnis gloria! Que toda la gloria sea para Dios. Su ambición es trabajar como tres mil, haciendo el rumor de tres 375 Lo que está en juego no es una abstracta "humildad de la Obra", sino ese aspecto de la humildad personal que lleva a huir del envanecimiento corporativo, a no pretender gloria humana para el Opus Dei y a no querer recibir cada uno la estimación y el aprecio que merece la Obra de Dios y la vida santa de sus hermanos 376. Por otra parte afirma también que es la gloria de Dios (...) el único motivo que nos mueve a no permitir que se empañe, ni de lejos, la hermosura ni el buen nombre del Opus Dei 377. Al decir que el motivo de esta conducta "es la gloria de Dios", deja claro que defender el "buen
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nombre de la Obra" no es un fin humano: se trata de una exigencia de la edificación de la Iglesia. Por eso, estas palabras tienen un significado general. Cualquier cristiano se ha de comportar así con la Iglesia, procurando que "no se empañe su hermosura y su buen nombre". Puede parecer que hay una cierta contradicción: por una parte no quiere gloria humana para la Iglesia (o para la Obra); por otra, exhorta a defender su buen nombre. En realidad son dos exigencias de la humildad colectiva que se armonizan del mismo modo que en la humildad personal (individual) se conjugan querer solamente la gloria de Dios y atenerse a la exhortación del Señor: "Alumbre vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5, 16). Del mismo modo que, en el plano de la humildad personal, el deseo de "ocultarse y desaparecer" –lema de su vida, como vimos antes 378– no se opone al anhelo de que "sólo Jesús se luzca", sino que es su condición, también la línea de conducta que lleva a san Josemaría a no buscar gloria humana para el Opus Dei es condición para dar gloria a Dios, del todo ajena al secreto. Me repugna el secreto –afirma con energía–. No admito más que el secreto de la Confesión y los que estrictamente me enseña la teología moral, porque tienen una razón de ser 379 De modo gráfico marca la distancia, neta e insalvable, entre el secreto y la humildad colectiva: La discreta reserva –nunca secreto– que os inculco, no es sino el antídoto contra el faroleo; es la defensa de una humildad que Dios quiere que sea también colectiva 380 Como en toda virtud moral, hay un "justo medio" en la humildad colectiva: una cumbre entre dos vicios extremos. Por un lado, está el defecto que san Josemaría llama castizamente "faro-leo": el jactarse de formar parte de la Iglesia o de una de sus instituciones, para lucirse en una determinada situación o para obtener ventajas (por ejemplo, aducirlo como garantía de rectitud en la vida profesional o en las relaciones sociales, etc.). Por otro lado, en el extremo opuesto, está el defecto de esconder por temor, vergüenza o respetos humanos, la condición de católico que practica su fe. Resumiendo podemos decir que san Josemaría alienta siempre a mantener la recta intención: a no envanecerse por el apostolado que se despliega junto con otros, a preocuparse sólo de dar toda la gloria a Dios sin buscar la satisfacción del éxito ni el consuelo de las estadísticas, y sin atribuirse los méritos de los demás. A la vez es preciso no tener miedo a dar la cara y a sufrir las contradicciones que antes o después sobrevienen cuando se trabaja por Cristo. Jesús fue deshonrado y maltratado... Sus
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discípulos experimentarán lo mismo (cfr. 1Co 4, 8-13) cuando unidos en la fe –formando "un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32)– lleven a cabo la misión que Cristo les ha encomendado. Como el Señor, habrán de decir entonces: "Yo no busco recibir gloria de los hombres" (Jn 5, 41; cfr. Jn 7, 18 y Jn 8, 50). 3.3. Sinceridad, docilidad, sencillez Antes de estudiar las restantes virtudes humanas, nos hemos de referir a tres que en los textos de san Josemaría están muy próximas a la humildad. En nuestra opinión, pueden considerarse teológicamente como "partes integrantes de la humildad" (de modo análogo a como las paredes y el techo de una casa son partes que la integran). Se puede decir, en efecto, que la humildad se compone del reconocimiento de la verdad (sinceridad), de la obediencia a la verdad reconocida (docilidad), y del hábito de elegir el camino más derecho y simple entre los posibles para actuar según la verdad (sencillez). Al formar parte de la humildad, estas tres virtudes participan también de su carácter de fundamento. En lo que sigue nos limitaremos a unos pocos aspectos principales. Hay que tener en cuenta que bastante de lo que se ha dicho sobre la humildad en general, se puede aplicar también a cada una de estas tres virtudes. 3.3.1. "Sinceros con Dios, con los demás y con uno mismo" La humildad requiere el reconocimiento de la verdad sobre lo que cada uno es y hace ante Dios, ante los demás y ante sí mismo. Ese reconocimiento es el acto de la sinceridad. Para ser humildes, seamos sinceros: sinceros con Dios, con nosotros mismos, y con los que llevan adelante nuestra alma 381 Sinceridad y humildad no se identifican. La sinceridad está en el entendimiento. La humildad exige, en cambio, que también la voluntad esté dispuesta a vivir según la verdad conocida, y a esto lleva la docilidad, como se verá luego. No obstante, san Josemaría habla a veces de la sinceridad en un sentido más amplio, como "sinceridad de vida", que incluye también la docilidad, por ejemplo cuando escribe que la sinceridad consiste en poner de acuerdo con la Verdad vuestros pensamientos, vuestras palabras y vuestras obras 382 En este caso coincide prácticamente con la humildad. San Josemaría da gran importancia a la sinceridad, hasta el punto de afirmar que la primera virtud humana del cristiano es ser sincero, amigo de la verdad 383 Sus enseñanzas sobre la sinceridad son abundantes 384
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Aquí hemos de limitarnos a resaltar fundamentales.
sintéticamente los puntos
Como ya quedó anotado, enseña a vivir la sinceridad en tres dimensiones: Conviene que seas sincero con Dios en la intimidad de tu corazón; contigo mismo, y con los demás en la medida en que la educación cristiana lo permite 385 Son los mismos tres ámbitos de la caridad y de la humildad. Y es lógico, ya que, para san Josemaría, la sinceridad, la humildad y la caridad están íntimamente ligadas por un mismo hilo: la sinceridad hace crecer en humildad, y la humildad en caridad. Si queremos perseverar, seamos humildes. Para ser humildes, seamos sinceros 386. Las tres esferas de la sinceridad comunican entre sí. Aunque la prioridad corresponde a la sinceridad con Dios, el primer paso existencial suele ser la sinceridad con uno mismo. "Puede parecer extraño –observa Rafael Corazón– que el hombre pueda mentirse a sí mismo, y más extraño aún que llegue a creerse sus propias mentiras" 387; sin embargo, explica, en las acciones concretas es posible dejar voluntariamente de lado las consideraciones que llevarían a obrar de modo distinto al que se desea bajo el dominio de los sentimientos o de una pasión o simplemente del capricho. Por eso, según este autor, san Josemaría entiende la sinceridad con uno mismo como "rectitud en la conciencia" 388, hábito de juzgar la propia conducta moral según verdad. La sinceridad con uno mismo es condición esencial de la sinceridad con los demás y con Dios 389 A la vez, no faltan textos en los que se ve que la sinceridad con Dios y con los demás ayuda a ser sincero con uno mismo en la valoración moral de las acciones concretas 390 Es claro que ambos aspectos se complementan. Por lo que se refiere a la sinceridad con los demás, es notoria la insistencia de san Josemaría en su importancia para la dirección espiritual. A veces, cuando habla de los ámbitos de esta virtud, lo señala expresamente: Sinceridad: con Dios, con el Director, con tus hermanos los hombres 391 En la dirección espiritual, la sinceridad tiene características peculiares, porque están en juego dimensiones muy hondas de la propia intimidad que lógicamente se han de comunicar si se quiere recibir orientación. En este aspecto suele emplear un adjetivo bien expresivo: "sinceridad salvaje" en la dirección espiritual 392 La sinceridad con Dios no consiste, evidentemente, en manifestarle algo que no conozca, sino en dirigirse filialmente a Él abriendo el corazón
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para reconocer la verdad en su presencia, a la luz de la relación con Él. "Aceptarse como criatura, reconocer que la vida no tiene otro sentido que donarla a Dios, es la verdad que todo hombre debe asumir como la verdad sobre su propio ser" 393 Para el cristiano, es una actitud empapada de la conciencia de ser hijo adoptivo de Dios, necesitado de su misericordia. "La sinceridad con Dios, en la situación del hombre caído y redimido, consiste esencialmente en reconocer las propias faltas, en confesarse pecador" 394 El cristiano se encuentra así en el camino de la humildad y del crecimiento en caridad. 3.3.2. Docilidad, "como el barro en las manos del alfarero" Reza san Josemaría: Señor, ayúdame a serte fiel y dócil, "sicut lutum in manu figuli" –como el barro en las manos del alfarero. –Y así no viviré yo, sino que en mí vivirás y obrarás Tú, Amor 395 No basta reconocer la verdad para avanzar en humildad y en caridad. Es preciso querer vivir de acuerdo con ella, como el Hijo de Dios que, una vez asumida nuestra naturaleza, se condujo de modo conforme a la verdad de su condición de hombre y de su misión redentora: "se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2, 8). La sinceridad sería insuficiente sin la disposición de querer obedecer a Dios, a las personas que le sirven de instrumentos para orientarnos y a la recta conciencia. Esta buena disposición es la docilidad 396 La sinceridad pide la compañía de la docilidad al Paráclito, Maestro interior que guía a la santidad por el camino de la verdad (cfr. Jn 16, 13). La tradición cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en un solo concepto: docilidad 397 Docilidad, en primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14). Si nos dejamos guiar por ese principio de vida presente en nosotros, que es el Espíritu Santo, nuestra vitalidad espiritual irá creciendo y nos abandonaremos en las manos de nuestro Padre Dios, con la misma
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espontaneidad y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre. Si no os hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos, ha dicho el Señor (Mt 18, 3) 398 También en la dirección espiritual la sinceridad reclama el complemento de la docilidad 399 Este medio de santificación es cauce de la acción del Espíritu Santo para guiar por el camino de la verdad y su eficacia dependerá de la disposición de acoger los consejos e indicaciones que se reciban. Por último, también la sinceridad con uno mismo reclama la docilidad a la propia conciencia rectamente formada, para vivir de acuerdo con la verdad, sin quedarse sólo en los buenos deseos. Hemos hablado brevemente de la docilidad sin mencionar apenas la obediencia, virtud que consideraremos más adelante. Es notorio que estos dos términos se usan a veces como sinónimos (la docilidad sería como el "espíritu de obediencia"), porque se toma la obediencia en sentido general, incluyendo la obediencia a Dios. Pero si se toma en el sentido particular de "obediencia a la autoridad humana", entonces su objeto es más restringido (nosotros situaremos la obediencia en el ámbito de la justicia, porque se refiere a las relaciones con los demás). La conexión entre la docilidad y la obediencia consiste en que la primera, como parte de la humildad, es fundamento de la segunda. La docilidad facilita la obediencia, haciendo posible el cumplimiento virtuoso de los consejos o mandatos de la autoridad. 3.3.3. Sencillez Al igual que la sinceridad y la docilidad, la sencillez aparece por todas partes en la predicación de san Josemaría: más de cincuenta veces en sus obras publicadas, más de cien en las Cartas, y otras muchas en la predicación oral. Es una virtud que se relaciona de modo directo con los elementos más característicos de su doctrina. Habla a menudo de la sencillez confiada de los hijos pequeños 400 y de la sencillez de lo ordinario 401 Exhorta, por ejemplo, a hacerse como niños, en la sencillez de espíritu 402 y aconseja: obrad siempre con sencillez, virtud tan propia del buen hijo de Dios 403 Ve el modelo de esta virtud en la vida ordinaria de Jesús, María y José en Nazaret 404 En el lenguaje común se llama "sencillo" a lo que no tiene artificio ni complicación, a lo que carece de ostentación y adornos 405 Sobre esta
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base, la noción de sencillez cristiana que transmite san Josemaría debe deducirse de las aplicaciones prácticas que propone, ya que no se detiene a definirla, ni tampoco podemos recurrir a la idea clásica de "simplicitas", con la que indudablemente se relaciona pero sin coincidir del todo con ella. Desde luego, la sencillez es una parte, un "ingrediente" imprescindible de la humildad. San Josemaría menciona las dos virtudes con frecuencia unidas, y en ocasiones parece incluso que las identifica 406, como sucede cuando se toma la parte por el todo o viceversa. Igualmente estrecha es la relación con las otras partes de la humildad que hemos comentado: "sinceros y sencillos" o "dóciles y sencillos" son pares de términos que combinan perfectamente, elementos que se complementan y se exigen. No obstante, la sencillez añade algo a la sinceridad y a la docilidad: indica el camino más corto entre los posibles para vivir en la verdad con caridad (cfr. Ef 4, 15), evitando complicaciones artificiosas en los pensamientos, palabras y obras. Es la virtud que da cauce a la sinceridad y a la docilidad, que podrían enredarse sin ella. Por el lado opuesto, no hay que confundir la sencillez con la ingenuidad. La fe cristiana, que nos enseña a ser sencillos, no nos induce a ser ingenuos 407 La persona sencilla es realista, la ingenua es inmadura y corre el peligro de replegarse en sí misma acabando en la complicación interior. Concluimos aquí nuestras consideraciones sobre la humildad y los elementos que la integran. Todas las demás virtudes, a las que nos vamos a referir a continuación, se apoyan necesariamente en ella. La figura del cristiano que emerge de la doctrina de san Josemaría es la del hijo de Dios que, puesta su mirada en el Cielo por las virtudes teologales y sólidamente asentado sobre la humildad, procura cultivar las virtudes humanas que reflejan en él los rasgos de Cristo y le permiten santificar las realidades terrenas según la voluntad de Dios.
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4. VIRTUDES HUMANAS DEL CRISTIANO El lector de los escritos de san Josemaría advierte muy pronto la profusión de referencias a las virtudes humanas: a su necesidad, al empeño por adquirirlas y al modo de practicarlas en la vida corriente. Si esperaba oír hablar sólo de lo que se refiere inmediatamente a Dios –de fe, de caridad, de oración...–, quedará un tanto sorprendido al verse interpelado sobre su condición de hombre, sobre el esfuerzo por cultivar y desarrollar muchas actitudes que quizá no había considerado ligadas a la santidad: el orden, la alegría, la laboriosidad... El motivo es que nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo 408 Para san Josemaría no es admisible pensar que, para ser cristiano, haya que dar la espalda al mundo, ser un derrotista de la naturaleza humana 409 Al contrario, ser cristiano significa recoger todas las instancias nobles que hay en lo humano 410 Y para esto es indispensable cultivar las virtudes humanas, ya que sólo es verdaderamente hombre el que se empeña en ser veraz, leal, sincero, fuerte, templado, generoso, sereno, justo, laborioso, paciente 411 El sentido de estas virtudes no es otro que el de "encarnar" la caridad en las acciones cotidianas. Si es cierto que el Paráclito, que es caridad, nos enseña a fundir con esa virtud toda nuestra vida 412, esa "fusión" resultaría imposible sin las virtudes humanas. La misma caridad conduce a desarrollarlas y de ningún modo permite dejarlas de lado. La convicción de san Josemaría es que la unión con Dios, la vida sobrenatural, comporta siempre la práctica atractiva de las virtudes humanas 413. Dice "siempre" porque piensa en todos los cristianos. Las virtudes humanas no son para una élite: son para todos los fieles, de cualquier situación, aun cuando alguno se encuentre en un medio difícil. Allí donde pueda germinar la vida cristiana, allí deben florecer esas virtudes, dignificando el entorno, sembrando humanidad. En un estudio dedicado a san Josemaría, Giuseppe Tanzella-Nitti hace notar que "la relación entre naturaleza y gracia debe ser leída en dos líneas, una ascendente y otra descendente. Según la primera, el ejercicio de las virtudes humanas constituye el fundamento de las virtudes cristianas. En su lectura descendente, la relación entre gracia y naturaleza a partir del principio de Encarnación nos dice que todo lo que Cristo propone al hombre es, precisamente por eso, una auténtica promoción de todo aquello que es profundamente humano. (...) El creyente es consciente de que conocer su condición de creado en Cristo, le ha desvelado definitivamente la verdad sobre la naturaleza humana" 414 Vamos a examinar primero este
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planteamiento general de las virtudes humanas en san Josemaría, para pasar después al examen de algunas de ellas. 4.1. A imagen de Cristo, "perfectus Deus, perfectus homo" ¿De dónde procede la persuasión de que "la unión con Dios comporta siempre la práctica de las virtudes humanas"? Una idea que san Josemaría repite frecuentemente nos ofrece la orientación básica: los cristianos hemos de ser muy humanos y muy divinos, con el empeño diario de imitarle a Él, que es perfectus Deus, perfectus homo 415 ¿Cómo podrían faltar en quien ha de ser "otro Cristo", imagen del hombre perfecto, modelo de todas las virtudes? Más aún, ¿cómo podrían estar ausentes en el cristiano, si Jesucristo quiere encarnarse en nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes? 416 San Josemaría se vale a menudo de la expresión "perfectus Deus, perfectus homo" 417, tomada, como sabemos, del antiguo Símbolo Quicumque 418, no tanto para comentar el "perfectus Deus" –la consubstancialidad del Hijo con el Padre, tema central en la polémica arriana– como para destacar que el "perfectus homo" –la naturaleza humana completa que el Verbo asumió: tema trascendental en la clarificación del dogma cristo lógico– implica también que Jesús poseía de modo cabal todas las virtudes humanas. La perfección del hombre no reside principalmente en sus cualidades físicas o intelectuales, sino en su bondad moral que deriva del uso de la libertad. Jesucristo es "perfecto hombre" aunque haya sufrido hambre, sed, cansancio y otras debilidades de la naturaleza humana en su estado actual 419 En otras ocasiones san Josemaría se refiere a la congruencia entre ser "perfecto Dios" y "perfecto hombre", ofreciendo dos razones. La primera es que la divinidad había de manifestarse a través de la humanidad, que por eso debía ser perfecta: Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad 420 La segunda razón es que, como Redentor nuestro, tenía que asumir y elevar todos los valores propios del hombre: Cristo es perfectus Deus, perfectus homo, Dios, Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza 421 Cristo, perfecto hombre, no ha venido a destruir lo hu mano, sino a ennoblecerlo, asumiendo nuestra naturaleza humana, menos el pecado: ha
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venido a compartir todos los afanes del hombre, menos la triste aventura del mal 422. Las consecuencias para la vida cristiana son directas: si las virtudes humanas integran la perfección del hombre y Cristo las ha asumido, el cristiano ha de aspirar a adquirirlas para identificarse con Él. Será "muy divino" sólo si es "muy humano". La conciencia de ser hijos de Dios en Cristo –el sentido de la filiación divina– conduce así a un profundo aprecio de todo lo que es auténticamente humano y, como tal, puede ser divinizado. Nuestra fe confiere todo su relieve a estas virtudes que ninguna persona debería dejar de cultivar. Nadie puede ganar al cristiano en humanidad 423 Cuando, además, este cristiano busca la identificación con Cristo en medio del mundo, viviendo en condiciones semejantes a las de Jesús en Nazaret, la importancia de esas virtudes resulta todavía más patente. Las reclama la santificación de vida familiar y social, no menos que la del trabajo profesional. Por ejemplo, respecto a este último, escribe san Josemaría: Es toda una trama de virtudes la que se pone en juego al desempeñar nuestro oficio, con el propósito de santificarlo: la fortaleza, para perseverar en nuestra labor, a pesar de las naturales dificultades y sin dejarse vencer nunca por el agobio; la templanza, para gastarse sin reservas y para superar la comodidad y el egoísmo; la justicia, para cumplir nuestros deberes con Dios, con la sociedad, con la familia, con los colegas; la prudencia, para saber en cada caso qué es lo que conviene hacer, y lanzarnos a la obra sin dilaciones... Y todo, insisto, por Amor 424 Esta necesidad de las virtudes humanas para la santificación en medio del mundo, lleva a san Josemaría a denunciar dos deformaciones de signo contrario: la de una espiritualidad "desencarnada" y "pietista" que minusvalora esas virtudes, y la de una visión "laicista" que ve en la fe un obstáculo para la afirmación los valores humanos. Cierta mentalidad laicista y otras maneras de pensar que podríamos llamar pietistas, coinciden en no considerar al cristiano como hombre entero y pleno. Para los primeros, las exigencias del Evangelio sofocarían las cualidades humanas; para los otros, la naturaleza caída pondría en peligro la pureza de la fe. El resultado es el mismo: desconocer la hondura de la Encarnación de Cristo, ignorar que el Verbo se hizo carne, hombre, y habitó en medio de nosotros (Jn 1, 14) 425
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Lejos de desconfiar de los valores humanos, proclama su nobleza. En ellos ha de reflejarse la luminosa imagen de Cristo. Todo lo humano ha de ser asumido y elevado por lo divino. La "lógica de la Encarnación redentora" le lleva a descubrir el valor divino de lo humano 426 4.1.1. "Las virtudes humanas fundamento de las sobrenaturales" San Josemaría habla de las virtudes humanas sin detenerse a definirlas, como suele suceder cuando emplea el lenguaje tradicional. Entre las diversas formulaciones de la noción de "virtudes humanas", apreciaría sin duda la del Catecismo de la Iglesia Católica que las describe como "disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe" 427 Pensamos que valoraría especialmente esta definición porque es aplicable a las virtudes tanto de quien está como de quien no está en gracia de Dios, y reconoce de hecho que también las virtudes de los que no son cristianos son verdaderas virtudes humanas. Como telón de fondo puede ser útil una aclaración terminológica. A diferencia de las virtudes teologales, que no conocen "medida" –"el hombre nunca puede amar a Dios cuanto debe ser amado, ni creer o esperar en Él tanto como debe" 428–, las virtudes humanas sí implican "medida" (medium virtutis), ya que tienen por objeto bienes creados, y la tendencia a estos bienes ha de evitar el exceso y el defecto. Un cristiano descubre esa "medida" no sólo con la razón, sino con la razón iluminada por la fe, sostenida también por la esperanza y vivificada por la caridad, y necesita de la ayuda divina para practicar las virtudes humanas con esa medida. Por eso sus virtudes humanas son también sobrenaturales. Son humanas por su objeto, y son sobrenaturales tanto por el sujeto –el hombre elevado por la gracia sobrenatural– como por su principio y su fin. Se llaman por eso "virtudes cristianas" en el sentido de "virtudes humanas del cristiano" o "virtudes morales sobrenaturales". Cuando san Josemaría habla de virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano 429, no quiere decir que haya dos clases de virtudes en él: unas sólo humanas y otras sobrenaturales, sino que las virtudes humanas de quien está en gracia de Dios son también sobrenaturales. Como es lógico, la expresión "virtudes humanas y sobrenaturales del cristiano" puede entenderse también como incluyendo las virtudes teologales y abarca entonces la totalidad de las virtudes.
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San Josemaría expresa la relación entre las "virtudes humanas" y las correspondientes "virtudes sobrenaturales" diciendo que las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales 430. El concepto es tradicional, pero es llamativa la importancia que adquiere en el contexto de una vida espiritual dirigida a la santificación de las realidades terrenas, que reclama especialmente el ejercicio de esas virtudes. El término "fundamento" sugiere continuidad y discontinuidad con lo que se construye encima. Al decir que las virtudes humanas son "fundamento" de las sobrenaturales se reconoce que entre ambas hay discontinuidad, un salto de orden, que tiene que ver con la gracia sobrenatural. Pero si son "fundamento" es porque hay también continuidad entre ambas. En efecto, las virtudes sobrenaturales son, por su objeto y por la sustancia del hábito, las mismas virtudes humanas; pero al ser penetradas por la caridad quedan elevadas a una trascendente plenitud. "La gracia y la luz recibidas de la Revelación –observa Tanzella-Nitti– no son para la naturaleza algo yuxtapuesto, ni mucho menos algo superfluo. Las virtudes cristianas desvelan a su fundamento, es decir, a las virtudes naturales, cuál es su origen y su fin –su télos–, en el sentido de pleno cumplimiento y significado" 431 Para entender mejor que las virtudes humanas son fundamento de las sobrenaturales, podemos ver tres supuestos a los que san Josemaría hace referencia. El primero es el de una persona que no tiene fe pero practica las virtudes humanas. Para ella, las virtudes humanas son fundamento de las sobrenaturales en el sentido de que está bien preparada para recibir la gracia y cuando se abra a la luz de la fe y se convierta, contará con una sólida base para llevar una conducta coherentemente cristiana. En este mundo, muchos no tratan a Dios; son criaturas que quizá no han tenido ocasión de escuchar la palabra divina o que la han olvidado. Pero sus disposiciones son humanamente sinceras, leales, compasivas, honradas. Y yo me atrevo a afirmar que quien reúne esas condiciones está a punto de ser generoso con Dios, porque las virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales. Es verdad que no basta esa capacidad personal: nadie se salva sin la gracia de Cristo. Pero si el individuo conserva y cultiva un principio de rectitud, Dios le allanará el camino; y podrá ser santo porque ha sabido vivir como hombre de bien 432
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El segundo supuesto es el de un cristiano que no se esfuerza en cultivar las virtudes humanas. Carece entonces del fundamento necesario para llevar una vida de fe en la realidad cotidiana. San Josemaría se encontró en su labor sacerdotal con personas que reducían el seguimiento de Cristo al ejercicio de unas prácticas piadosas, sin imitar sus virtudes humanas, y por eso no progresaban espiritualmente. "Iesus Christus, perfectus Deus, perfectus Homo" –Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Muchos son los cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre..., y fracasan en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales –a pesar de todo el armatoste externo de piedad–, porque no hacen nada por adquirir las virtudes humanas 433 El último supuesto es el que más directamente nos interesa. Se trata de la persona que está en gracia de Dios y busca la santidad, del cristiano que realmente quiere vivir la vida de Cristo perfecto Dios y perfecto hombre. En este caso, la afirmación de que "las virtudes humanas son fundamento de las sobrenaturales" significa ante todo que ha de poner esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo 434 No ha de practicarlas aplicando primero la sola regla de la razón y contando únicamente con sus fuerzas naturales (como haría quien no conoce a Cristo), para añadir "después" las exigencias de la fe. No. Desde el primer momento ha de esforzarse por vivir esas virtudes con la medida de la fe viva y contando con la ayuda de la gracia. En un hijo de Dios no hay dos clases de virtudes, unas solamente humanas y otras sobrenaturales, sino que las virtudes humanas están elevadas por la gracia, son virtudes sobrenaturales, y éstas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse con hombría de bien 435: permiten obrar de acuerdo con lo que pide la dignidad y perfección humana, cosa que no es posible lograr plenamente, en la condición presente, con sólo las fuerzas naturales. La gracia ha de curar la debilidad contraída a causa del pecado, para que el cristiano pueda obrar con la agilidad de quien está sano y de modo sobrenatural. 4.1.2. "Para servir, servir". La caridad y las virtudes humanas Sabemos que la identificación con Jesucristo consiste esencialmente en la caridad, pero en la vida presente la caridad "necesita" las virtudes humanas, para poder traducirse en obras. Con otras palabras, las virtudes humanas son necesarias para que la caridad pueda manifestarse en las acciones que tienen por objeto las realidades de este mundo.
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Hay, ciertamente, actos de caridad que no requieren el ejercicio de esas virtudes; pero en la vida social corriente, la caridad exige que se viva la justicia, la solidaridad, la responsabilidad familiar y social, la pobreza, la alegría, la castidad, la amistad... 436 Si a un cristiano le faltaran estas virtudes, sería como un alma en un cuerpo inerte; podría pensar y querer, pero sería incapaz de traducir su querer en obras. Mejor que cualquier ejemplo es contemplar la realidad de la Encarnación, la maravilla de un Dios que ama con corazón de hombre 437 Cristo Jesús expresa su infinito amor a través de su obrar humano: cuando trabaja, cuando sonríe, cuando escucha..., cuando ejerce todas las virtudes humanas. Tan unidas están a la caridad que san Agustín considera que no son más que "varios afectos de un mismo amor (...), distintas funciones del amor" 438 En este sentido permanecen de algún modo en los santos después de esta vida, cuando la caridad alcanza su perfección en la gloria, de modo semejante a como se encuentran en la Humanidad santísima de Cristo glorioso, aunque entonces se manifiestan de modo diverso. "La caridad es paciente, la caridad es benigna; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal..." (1Co 13, 4-6). En estas palabras se puede ver reflejada la idea de que la paciencia, la benignidad, la modestia... –y tantas otras virtudes humanas que se enumeran en el Nuevo Testamento (cfr. Col 3, 8-12; Ef 4, 2 ss.; etc.)– son necesarias para que la caridad pueda informar la conducta del cristiano. Comentando este pasaje de la Primera Carta a los Corintios, escribe san Gregorio Magno que la caridad "incluye los actos de todas las virtudes" 439 Por ejemplo, una persona indolente puede omitir servicios a los demás que son exigidos por la caridad, no por mala intención sino por pereza. De hecho, las faltas de caridad se derivan, con frecuencia, de la carencia de virtudes humanas. La "necesidad" de las virtudes humanas para el despliegue de ciertos actos de la caridad se condensa en una expresión frecuente en san Josemaría: Recordadlo: para servir, servir. (...) Hay que procurar ser buenos instrumentos, conocer bien el propio oficio o profesión, ser personas competentes 440 Como lema para vuestro trabajo, os puedo indicar éste: para servir, servir (...). No basta querer hacer el bien, sino que hay que saber hacerlo 441
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Para servir –es decir, para vivir la caridad con obras– se requiere idoneidad, "servir" en el sentido de "ser competente" o de "valer para una determinada tarea". Y esta idoneidad procede de las virtudes humanas. Una persona trabajadora, ordenada, educada, etc., está en condiciones de responder a las exigencias de la caridad en el ejercicio de sus deberes. La expresión "para servir, servir" es, pues, una exhortación a adquirir las cualidades necesarias para ser útil, cultivando las virtudes que permiten prestar a otros los servicios convenientes. A su vez, las virtudes humanas "necesitan" de la caridad para alcanzar su plenitud de sentido, es decir, para ser virtudes de quien reconoce que su fin último es dar gloria a Dios. Como este fin es sobrenatural, exige una perfección que no poseen las virtudes humanas sin la gracia. TanzellaNitti lo expresa con acierto cuando dice que "la insistencia del fundador del Opus Dei en las virtudes humanas (...) no debe ser leída en sentido naturalista. Sería una falsa interpretación, de carácter semipelagiano, pensar que una naturaleza más noble y más fuerte constituya un mejor presupuesto para la acción de la gracia, justificando erróneamente un cuidado de la naturaleza como si fuera un fin para sí misma. En una perspectiva de ese género, el horizonte virtuoso sería fácilmente interpretado como una mera forma de equilibrio o de eficacia humana. Cuando, en cambio, la naturaleza se pone en camino hacia un cumplimiento que va más allá de sí misma, y las cualidades humanas hacia una perfección que supera el interés individual de quien las ejercita, las virtudes humanas reconocen implícitamente su té-los, no ya en la naturaleza misma, sino en algo que las trasciende, abriéndose así a la acción gratuita de la gracia divina" 442 Sin la caridad, las virtudes humanas serían estériles para la santidad: "si no tengo caridad, no soy nada" (1Co 13, 2), afirma san Pablo; y exhorta: "que todas vuestras obras sean hechas en caridad" (1Co 16, 14). La caridad ha de informar todas las obras, dirigiéndolas al fin último de la vida cristiana. Aunque las virtudes humanas sean en sí mismas perfecciones de la persona, solamente alcanzan su pleno sentido si están vivificadas por la caridad, que les da su perfección última, convirtiendo su acto propio en un acto de amor a Dios. Por eso no hay que considerarlas como simple preparación previa a la caridad, ni cultivarlas independientemente de ella. Ha de ser precisamente el amor lo que lleve a desarrollarlas, con la ayuda de la gracia. "El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad" 443 Se trata de ser fieles por amor a Dios, fuertes por amor, pacientes por amor, templados, castos por amor, etc. "Revestíos de entrañas de misericordia, de
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bondad, humildad, mansedumbre, paciencia (...). Y sobre todo revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección" (Col 3, 12.14). 4.1.3. División y conexión de las virtudes humanas San Josemaría emplea a veces la división clásica en cuatro virtudes cardinales –prudencia, justicia, fortaleza y templanza–, que perfeccionan, respectivamente, el entendimiento, la voluntad, el apetito irascible y el concupiscible 444 Las demás virtudes humanas se pueden considerar como "partes" de éstas 445, excepción hecha de la humildad, a la que asigna, como hemos visto, un papel singular. En la homilía Virtudes humanas 446 no menciona la división cuatripartita, aunque es patente que le sirve de marco de referencia. La emplearemos aquí como esquema, para hablar con cierto orden de las virtudes que con más frecuencia afloran en su predicación. En las enseñanzas de san Josemaría está muy presente la connexio virtutum 447: la íntima conexión que existe entre las virtudes cristianas al estar vivificadas por la caridad, de modo que la perfección de cada una de ellas no se da sin las demás 448 Ya para los antiguos la virtud es una sola – los hábitos buenos se exigen mutuamente–, mientras que los vicios son muchos. Pero en la visión cristiana, esta realidad natural tiene un fundamento nuevo y más profundo. La caridad no las une "desde fuera", sino desde dentro del sujeto, elevando hacia Dios la voluntad que las dirige. Así se explica que san Josemaría, al hablar de una virtud, se refiera muchas veces también a otras y las presente como inseparables o mutuamente implicadas: vincula, por ejemplo, la fidelidad a la fortaleza, o a la pureza, o a la generosidad... Aquí no será posible reflejar la riqueza de estas interrelaciones, pero sí su raíz en la caridad. Por esto en cada virtud humana veremos su relación con ella: diremos cómo la caridad la "necesita", y cómo las virtudes a su vez "necesitan" estar informadas por la caridad para ser "cristianas", reflejo de las virtudes de Cristo. Antes de exponer algunas virtudes vale la pena recordar que nos hemos de limitar a los enfoques básicos y a las aplicaciones También hay una conexión entre las virtudes morales por razón de la prudencia (cfr. Santo Tomás de Aquino, De virtutibus in communi, a. 12), pero es un tema que aquí no necesitamos detallar porque cuando la misma prudencia está informada por la caridad, la conexión tiene un nuevo fundamento, que es el propio de la vida espiritual. que nos parecen más características, omitiendo muchos aspectos en los que no es posible detenerse. También conviene no perder de vista que
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trataremos sólo de las virtudes, no de los vicios. Además, nos referiremos a ellas en cuanto poseídas por el cristiano, no a la lucha por mejorarlas combatiendo los defectos (esto lo dejamos para el capítulo 8º). 4.2. Prudencia. Criterio cristiano. Realismo El objeto de toda virtud humana es un bien creado, y a los bienes creados se ha de tender con medida. La virtud de la prudencia lleva a discernir entre el bien y el mal en las acciones concretas e inclina a actuar bien: a clarificar el fin y a buscar los medios más convenientes para alcanzarlo 449 Indica la "medida justa" o el "justo medio" de las demás virtudes, entre el exceso y el defecto (por ejemplo, entre la cobardía y la temeridad, en la virtud de la fortaleza). Por esto, con gran razón a la prudencia se le ha llamado genitrix virtutum (S. Tomás de Aquino, In III Sententiarum, d. 33, q. 2, a. 5), madre de las virtudes, y también auriga virtutum (S. Bernardo, Sermones in Cantica Canticorum, 49, 5), conductora de todos los hábitos buenos 450 Siguiendo la doctrina tradicional, san Josemaría se preocupa de hacer notar que ser prudente no es ser mediocre. El "justo medio" es una cumbre, un punto álgido: lo mejor que la prudencia indica 451 La caridad no puede prescindir de esta virtud: para custodiar el Amor se precisa la prudencia 452 A la vez, ésta "necesita" la caridad para ser prudencia cristiana. En efecto, después de recordar en qué consiste esta virtud, san Josemaría añade: hemos de preguntarnos siempre: prudencia, ¿para qué? 453 El "¿para qué?" no lo señala la misma prudencia, sino la caridad que la ordena al último fin: a la santidad y al apostolado. Las últimas metas de la prudencia no son la concordia social o la tranquilidad de no provocar fricciones. El motivo fundamental es el cumplimiento de la Voluntad de Dios (...). El corazón prudente poseerá la ciencia (Pr 18, 15); y esa ciencia es la del amor de Dios 454 San Josemaría ve reflejada esta concepción de la prudencia, penetrada por la caridad, en una definición de san Agustín que reproduce literalmente en una de sus Cartas por el gran contenido espiritual que encierra 455: "la prudencia", según el Obispo de Hipona, "es el amor que sabe discernir lo útil para ir a Dios, de lo que puede alejar de Él" 456 4.2.1. "Almas de criterio" Las enseñanzas de san Josemaría relativas a la prudencia se encuentran a veces bajo otros nombres. El discernimiento que procede del amor, al que nos acabamos de referir, lo suele designar, por ejemplo, como "criterio cristiano". Habla de "tener criterio" o "rectitud de criterio" o de ser
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alma de criterio 457 Para guiar la propia conducta y la de otros no basta el conocimiento de unas reglas ni la experiencia acumulada. Hace falta una disposición más honda, que delinea con los trazos de la prudencia: El criterio supone madurez, firmeza de convicciones, conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de la voluntad 458 Como se ve, todas las virtudes concurren al criterio: el que es justo, fuerte, templado, etc., tendrá allanado el camino para ser una persona prudente que acierta a determinar lo que es bueno en cada caso y para ponerlo por obra. El criterio cristiano es una sabiduría de corazón 459, que permite "discernir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, agradable y perfecto" (Rm 12, 2) y aplicar los principios morales a las situaciones particulares: un saber práctico desde la fe y bajo el impulso del amor a Dios. A este respecto, san Josemaría recuerda que Santo Tomás señala tres actos de este buen hábito de la inteligencia: pedir consejo, juzgar rectamente y decidir 460: – "Pedir consejo" o "aconsejarse" significa adquirir los conocimientos necesarios para obrar rectamente: buscar la claridad que se necesita, sin confiar presuntuosamente en la mera intuición. La verdadera prudencia es la que permanece atenta a las insinuaciones de Dios 461, poniendo los medios adecuados en cada caso: el estudio y la petición de consejo. Es prudente quien, antes de tomar decisiones, se informa debidamente, no se precipita ni se deja llevar de una confianza exagerada en la propia capacidad. Por eso acudimos a un consejero; pero no a uno cualquiera, sino a uno capacitado y animado por nuestros mismos deseos sinceros de amar a Dios, de seguirle fielmente 462 –Después es necesario juzgar, porque la prudencia exige ordinariamente una determinación pronta, oportuna 463, evitando al mismo tiempo la precipitación. Las cosas urgentes pueden esperar, y las cosas muy urgentes deben esperar 464: máxima de buen gobierno que san Josemaría siempre defendía. –Finalmente, hay que llegar a la decisión. La prudencia no se deja llevar de un cómodo abstencionismo (...), asume el ries go de sus decisiones, y no renuncia a conseguir el bien por miedo a no acertar 465 Si a veces es prudente retrasar la decisión hasta que se completen todos los elementos de juicio, en otras ocasiones sería gran imprudencia no comenzar a poner por obra, cuanto antes, lo que vemos que se debe hacer; especialmente cuando está en juego el bien de los demás 466 4.2.2. Realismo cristiano y "mística ojalatera". Orden interior
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Lo que comúnmente se entiende por "realismo" –conocer y presentar las cosas tal como son– es sin duda un elemento integrante de la prudencia. El hombre prudente no ignora el terreno en el que se mueve. En este sentido, el primer paso de la prudencia es el reconocimiento de la propia limitación 467 Hay un realismo que forma parte de la prudencia humana y un realismo propio de la prudencia cristiana. Este último descubre aspectos nuevos al considerar las cosas con los ojos de la fe, pero cuenta con la realidad en toda su amplitud. El cristiano es realista, con un realismo sobrenatural y humano, que advierte todos los matices de la vida: el dolor y la alegría, el sufrimiento propio y el ajeno, la certeza y la perplejidad, la generosidad y la tendencia al egoísmo 468 Esta actitud es connatural a la enseñanza de san Josemaría porque, como hace notar Jorge Peña Vial, "la santificación de la vida ordinaria requiere esta dosis de realismo y de amor a la realidad" 469 Su predicación no es abstracta; impulsa a la búsqueda de la unión con Dios en medio de las vicisitudes reales de la vida. Ilusiona con grandes ideales de santidad y de transformación cristiana del mundo, pero sin utopías. Os pido sencillamente que toquéis el cielo con la cabeza: tenéis derecho, porque sois hijos de Dios. Pero que vuestros pies, que vuestras plantas estén bien seguras en la tierra, para glorificar al Señor Creador Nuestro, con el mundo y con la tierra y con la labor humana 470 Entre las afecciones que puede sufrir el sano realismo hay una que san Josemaría llama "mística ojalatera". He aquí como la describe en una de sus homilías, alentando a superarla: Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera –¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...–, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor 471 "Mística ojalatera" es un neologismo que le sirve para evocar tanto los "ojalá" como la "hojalata", aleación de buen aspecto pero de escaso valor. La "mística del ojalá" es también eso: una mística aparente, sin autenticidad, que huye de la vida real olvidando que es lugar de encuentro con Dios, para refugiarse en la imaginación; pone el deseo de plenitud en la esperanza de realizar cosas en sí mismas buenas pero que están fuera del camino de la propia vocación personal. Una deformación que, si no se ataja, puede llevar a la locura de cambiar de sitio 472: un "cambiar por cambiar",
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un querer comenzar algo mejor que, en realidad, sólo es pretexto para no perseverar en el bien que se está haciendo. El peligro puede presentarse de manera particularmente insidiosa en la madurez de la vida, con la tentación de replantearse los compromisos que se han adquirido, o de no aceptar sus consecuencias. San Josemaría advierte de este mal y enseña a ayudar a quien lo sufra rejuveneciendo y vigorizando su piedad, tratándole con especial cariño 473 También en estas circunstancias, el espíritu de filiación divina –la piedad y la fraternidad de hijos de Dios– es la roca firme que sostiene el edificio de la santidad en medio de las tribulaciones (cfr. Mt 7, 24-25). Junto a esto es necesario desarrollar la virtud de la prudencia, porque en el origen de la "mística ojalatera" hay siempre "un problema de realismo" 474 La exhortación a "atenerse sobriamente a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor", es buena muestra de la importancia de esta virtud para llegar a ser contemplativos en la vida ordinaria: a vivir, como dice san Josemaría, en el cielo y en la tierra, siempre. No entre el cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! 475 Otro aspecto de la prudencia al que san Josemaría concede gran importancia es el orden: el "orden interior" en los pensamientos, intenciones y afectos, del que deriva el "orden exterior" en la conducta (como virtud, no como simple mecanismo). En el terreno de la actividad humana 476, el orden comporta el reconocimiento de una prioridad o posteridad de las acciones en relación con un principio. Tenemos aquí dos elementos. En primer lugar, que el orden debe estar presente en todas las acciones. Así se lee en Camino: ¿Virtud sin orden? –¡Rara virtud! 477 San Josemaría considera necesario el orden para que cualquier acto pueda ser un acto de virtud, y esto es propio de la prudencia, cuyo objeto es indicar la "medida" de las acciones. En este sentido el orden es un aspecto de la virtud de la prudencia, que consiste en indicar el "lugar" de las acciones u "ordenarlas". El segundo elemento es el principio ordenador o rector de la conducta. Para un cristiano, ese principio es la caridad, el amor a Dios. San Josemaría recalca que la vida de un fiel corriente exige ante todo buscar el verdadero centro de la vida humana, lo que puede dar una jerarquía, un orden y un sentido a todo: el trato con Dios 478 Sólo a la luz de ese foco central se puede descubrir el lugar de cada cosa, el orden en los bienes que ha de buscar la voluntad, en los afectos y en las acciones: lo que es prioritario y lo que debe esperar. El orden es así, en definitiva, un acto de la virtud de la prudencia informada por la caridad.
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La importancia de esta virtud es grande para un fiel corriente solicitado por ocupaciones diversas. Cuando hay muchas cosas que hacer, es preciso establecer un orden, es necesario organizarse. Muchas dificultades provienen de la falta de orden, de la carencia de ese hábito 479 Entre los consejos de san Josemaría en el terreno práctico de esta virtud, el más importante –y con mucho el más frecuente– es dar prioridad, a lo largo de la jornada, a las prácticas de piedad que cada uno tiene previstas: lo primero es el trato con Dios, y esto se traduce generalmente – cuando la caridad no exige otra cosa– en anteponer a las demás ocupaciones habituales el cumplimiento amoroso del propio "plan de vida espiritual" 480 Siguen después otras muchas recomendaciones, en las que no nos podemos detener, acerca de la puntualidad, el orden material en los instrumentos de trabajo, e incluso en el modo de presentarse: Que tu porte exterior sea reflejo de la paz y el orden de tu espíritu 481 Los efectos interiores y exteriores de la práctica de esta virtud se resumen en las palabras de Forja: El orden dará armonía a tu vida, y te traerá la perseverancia. El orden proporcionará paz a tu corazón, y gravedad a tu compostura 482 4.3. Justicia. Fidelidad. Obediencia Uno de los aspectos de la caridad es procurar el bien para los demás por amor a Dios. Para conseguirlo es imprescindible la virtud de la justicia, que inclina la voluntad a dar a cada uno lo suyo 483 Sin esta rectitud no puede ejercerse la caridad, que también reside en la voluntad 484 San Josemaría señala el error lamentable de quienes prescinden de la justicia, y se limitan a un poco de beneficencia, que califican de caridad, sin percatarse de que aquello supone una parte pequeña de lo que están obligados a hacer 485 Al no prestar atención a lo justo, yerran por completo en la caridad. Pero la justicia guiada por la sola razón, no basta a un cristiano. Decididamente no basta 486, pues por mucho que cada uno merezca, hay que darle más, porque cada alma es una obra maestra de Dios 487 San Josemaría advierte: Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor (1Jn 4, 16). Hemos de movernos siempre por Amor de Dios 488 En la vida cristiana, la justicia ha de estar informada por la caridad y ha de guiarse por la razón iluminada por la fe. Por eso san Josemaría indica que la caridad ha de ir "dentro" de la justicia.
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Además dice que la caridad ha de ir "al lado" de la justicia, porque la conducta cristiana hacia los demás no está regulada sólo por la justicia. La caridad como tal –que se dirige a Dios– comporta unas exigencias superiores. La justicia requiere que sepamos reconocer los derechos de los demás. La caridad, en cambio, nos exige que comprendamos no solamente los derechos, sino también las necesidades de nuestros prójimos 489 En diversas ocasiones emplea esta fórmula: La mejor caridad está en excederse generosamente en la justicia 490 "Aquí se está poniendo de relieve un modo de conectar las dos virtudes que ya exige su relación mutua: la justicia, como virtud moral, busca el justo medio, pero al estar unida a la caridad, virtud teologal, la saca de sus límites estrictos y la lleva a la realización plena. De la relación con la caridad sale, por tanto, fortalecida y llevada a la plenitud" 491 A su vez, la caridad se expande por medio de la justicia, como se ve en las siguientes palabras donde parte de la misma fórmula: La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo...; pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad: en una palabra, seguir aquel consejo del Apóstol: llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo (Ga 6, 2). Entonces sí: ya vivimos plenamente la caridad, ya realizamos el mandato de Jesús 492 Necesitamos olvidarnos de nosotros mismos, no aspirar a otro señorío que el de servir a los demás, como Jesucristo, que predicaba: el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir (Mt 20, 28). Eso requiere la entereza de someter la propia voluntad al modelo divino, trabajar por todos, luchar por la felicidad eterna y el bienestar de los demás. No conozco mejor camino para ser justo que el de una vida de entrega y de servicio 493 Así ve san Josemaría la relación entre justicia y caridad en un hijo de Dios. La caridad con el prójimo es un "desorbitarse de la justicia", pero no la sustituye ni la hace superflua. Sin justicia, la caridad carecería de una parte sustancial de "materia" para vivificar. La persona justa posee un vivo "sentido del deber"; es consciente de que hay cosas que los demás tienen derecho a exigir 494, y se mueve con la firme determinación de asumir y de cumplir sus obligaciones. Pero en un cristiano, esta determinación ha de estar informada por la caridad: se trata de cumplir los deberes por amor a Dios. A su vez, la caridad necesita ese "sentido del deber", imprescindible también para urgir a los demás a actuar
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conforme a la justicia y para defender a quienes no pueden hacer valer sus derechos 495 La justicia implica la inclinación a ejercitar los propios derechos en las relaciones con los demás. Respecto a los derechos "personales" –basados en un título inherente a la persona–, puede haber motivos de caridad para no ejercerlos, como da a entender san Pablo cuando dice, refiriéndose a esos casos: "¿Por qué no preferís sufrir la injusticia? ¿Por qué no preferís ser despojados?" (1Co 6, 7) En cambio, cuando se trata de derechos inherentes a un cargo, su ejercicio constituye con frecuencia un deber, porque puede exigirlo el bien de otras personas y, más en general, el bien común. No confundamos los derechos del cargo con los de la persona. –Aquéllos no pueden ser renunciados 496 San Josemaría subraya que quien ha de santificar las relaciones sociales y profesionales no puede omitir, por lo general, el ejercicio de estos derechos. Observa todos tus deberes cívicos, sin querer sustraerte al cumplimiento de ninguna obligación; y ejercita todos tus derechos, en bien de la colectividad, sin exceptuar imprudentemente ninguno. –También has de dar ahí testimonio cristiano 497 Otros aspectos de la justicia en las relaciones profesionales y sociales los veremos en el capítulo 7º al hablar de la santificación de las realidades temporales. 4.3.1. Fidelidad a los compromisos. Lealtad Parte de la justicia es la fidelidad a los compromisos moralmente rectos que se hayan asumido: la firme decisión de cumplir los deberes que derivan de ellos. No nos referimos ahora a la "fidelidad a Dios" como acto de las virtudes teologales, ya estudiado dentro de la fe, sino a la "fidelidad a los compromisos adquiridos" con una persona o una institución. Esta fidelidad es una virtud humana llamada también "lealtad", porque la palabra dada y el compromiso adquirido se convierten en "ley" para la propia conducta. Un cristiano puede adquirir compromisos de diverso tipo para vivir, por amor a Dios, su vocación. Por ejemplo, el compromiso con una institución de la Iglesia de recibir una específica formación cristiana y de participar en determinadas iniciativas apostólicas dedicando tiempo y medios, o el compromiso de permanecer célibe por amor a Dios, para la dilatación de su Reino –"propter Regnum Caelorum" (Mt 19, 12)–, respondiendo a una llamada divina que se reconoce como permanente. El amor a Dios que lleva a asumir esos compromisos necesita la virtud humana de la fidelidad para durar en el tiempo, sin dejarse corromper por
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fluctuaciones de ánimo, o por dificultades externas que puedan sobrevenir, o por la misma atracción de los bienes que se han dejado para obtener otros (como sucede en quien acoge el don del celibato, sin que por eso deje de sentir inclinación al bien del matrimonio). A su vez, esa fidelidad necesita de la caridad para ser actualización constante del "primer amor" (Ap 3, 4) que llevó a adquirir, no de modo provisional sino para siempre, aquellos compromisos. San Josemaría lo explica refiriéndose a la entrega a Dios en el Opus Dei, pero, por el contenido teológico, sus palabras tienen una aplicación más general: Es lógico, por otra parte, que sintamos la atracción, no ya del pecado, sino de esas cosas humanas nobles en sí mismas, que hemos dejado por amor a Jesucristo, sin que por eso hayamos perdido la inclinación a ellas. Porque teníamos esa tendencia, la entrega de cada uno de nosotros fue don de sí mismo, generoso y desprendido; porque conservamos esa entrega, la fidelidad es una donación continuada: un amor, una liberalidad, un desasimiento que perdura, y no simple resultado de la inercia. Dice Santo Tomás: eiusdem est autem aliquid constituere, et constitutum conservare (S.Th. II-II, q. 79, a. 1, c). Lo mismo que dio origen a tu entrega, hijo mío, habrá de conservarla 498 Cuando la fidelidad a estos compromisos está informada por la caridad –cuando es fidelidad por amor a Dios–, entonces la misma virtud humana alcanza su perfección y cumplimiento: la perseverancia. Se lee en Camino: ¿Que cuál es el secreto de la perseverancia? El Amor. –Enamórate, y no "le" dejarás 499 A la vez, la virtud humana de la fidelidad –la lealtad– tiene un objeto y un valor propios que no pierden sentido aunque en un determinado momento faltara la caridad sobrenatural. Mantener entonces la lealtad es camino para recuperar ese amor en el que encuentra su perfección. Por eso, Álvaro del Portillo hacía notar que la frase citada de Camino "también adquiere sentido si la leemos al revés: no "le" dejes, y te enamorarás; sé leal y acabarás loco de amor a Dios" 500 4.3.2. Obediencia "con todas las energías de la inteligencia y la voluntad" Jesucristo obedece a la Voluntad de su Padre celestial, y también obedece a María y a José. Lo primero es obediencia a Dios y se identifica con la caridad; lo segundo es, por su objeto, la virtud humana particular de la obediencia, de la que hablaremos ahora 501 Lo hacemos en el ámbito de la justicia porque la obediencia, como la justicia, se refiere a otros (a los padres, o a la legítima autoridad en general).
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La obediencia a Dios y la obediencia a la autoridad humana están íntimamente relacionadas. Jesús obedece a María y a José por amor a la voluntad de su Padre, que ha establecido la potestad y la autoridad humana. Aprendamos de Jesús a vivir la obediencia. Él ha querido poner en la pluma del Evangelista esa maravillosa biografía que, en latín, tiene sólo tres palabras: erat subditus illis (Lc 2, 51). Fijaos si es necesaria la obediencia para un hijo de Dios, ¡si Dios mismo ha venido para obedecer a dos criaturas, perfectísimas, pero criaturas: Santa María –más que Ella sólo Dios– y San José! Y Jesús les obedeció 502 La Sagrada Escritura manifiesta que Dios quiere que se obedezca a la legítima autoridad humana (cfr. Jn 19, 11; Rm 13, 1-2; Hb 13, 17; 1P 2, 13). En las indicaciones justas de esta autoridad resuena su voz. Se obedece no a un hombre, sino a Dios 503 Por eso el amor a Dios necesita esta virtud: la obediencia en la familia, en la sociedad civil y en la Iglesia. Por otra parte, la obediencia cristiana ha de estar informada por la caridad: ha de ser una obediencia por amor. La obediencia perfecciona la voluntad. Pero el acto de la voluntad sólo puede ser virtuoso, en un hijo de Dios, si sigue el dictamen de la razón iluminada por la fe. Por eso Dios no nos impone una obediencia ciega, sino una obediencia inteligente 504 La virtud no consiste en obedecer de modo "voluntarista" sino con todas las energías de la inteligencia y de la voluntad 505, con plena libertad, con el corazón y con la mente 506 De ahí la necesidad de identificarse con lo que se pide: No amas la obediencia, si no amas de veras el mandato, si no amas de veras lo que te han mandado 507 Y la lógica aceptación de la responsabilidad consiguiente en cada acto de obediencia 508 Como es sabido, la raíz griega y latina de "obedecer" en la Sagrada Escritura está en relación con "oír", en el sentido de "prestar oído", escuchar la manifestación de la voluntad de otro para darle respuesta y cumplirla 509 Obedecer no es cumplir lo mandado actuando como un autómata, como un instrumento inerte, sino que implica poner en juego la inteligencia ("escuchar") para realizar después lo que se ha entendido. En el acto de obediencia la voluntad debe ser iluminada por la inteligencia. Por esto es preciso que existan "razones" para obedecer. Para san Agustín la obediencia "es la virtud propia de la criatura racional" 510 Una obediencia voluntarista, con la "sola voluntad", sin intervención de la razón, no puede ser una virtud humana 511 Pero esto no quiere decir que no se pueda ejercitar la virtud de la obediencia si previamente la inteligencia no
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ha quedado satisfecha porque ha comprendido plenamente todas las razones del mandato. Esto sería el otro extremo, una forma de intelectualismo, una especie de despotismo de la razón. Por el contrario, la razón debe someterse a la voluntad después de haberla iluminado, de modo que resulta posible obedecer (con obediencia virtuosa) confiando en las razones que tiene quien manda, si hay sólidas razones para confiar. San Josemaría saca muchas orientaciones prácticas de esas premisas, también para quienes ejercen la autoridad: Hay que aprender a mandar. Saber mandar con todo el imperio de la autoridad –de una autoridad, que es servicio– pero teniendo en cuenta que, quienes han de obedecer, obedecen ejercitando la inteligencia y la voluntad: como seres libres, no como cadáveres (...). Mandar con delicadeza, respetando la libertad, respetando la inteligencia y la voluntad del que obedece. De otra manera, es pretender una obediencia perinde ac cadaver, y, como os he dicho, yo con cadáveres no voy a ninguna parte 512 Como ejemplo de obediencia inteligente y libre presenta a la Santísima Virgen en el momento de la Anunciación: En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 21) 513 Podemos prolongar este enfoque considerando otro momento de la vida de María que permite descubrir cómo puede darse la obediencia inteligente cuando no se comprenden del todo las razones para realizar lo que indica quien tiene autoridad, pero hay motivos suficientes para confiar en que es razonable y bueno. Se trata de otra pregunta de la Santísima Virgen, esta vez a su Hijo cuando lo encuentra entre los doctores en el Templo, después de tres días de afanosa búsqueda: "¿por qué has hecho esto? He aquí que tu padre y yo te buscábamos angustiados" (Lc 2, 48). También ahora, como en la Anunciación, hay en la Virgen la disposición plena de identificarse con la voluntad divina (que reconoce en las palabras de su Hijo) y por eso pregunta. Pero en esta ocasión no entiende la respuesta: "no comprendieron lo que les decía" (Lc 2, 49). "Dios permitió
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que no alcanzara a comprender sus palabras [las de Jesús], pero ciertamente comprendió que tenían un sentido oculto para Ella en aquel momento, que había unas razones superiores, y aceptó y se identificó con la voluntad divina sin entenderla. Esto nos enseña, más en general, que se puede obedecer –con obediencia inteligente– "sin entender", pero sabiendo que el mandato es inteligible, que tiene un sentido que conoce el que manda aunque no el que obedece, por su limitación personal o por cualquier otro motivo" 514 No se prescinde entonces de la razón sino que se aceptan los propios límites y se confía en quien tiene autoridad para aconsejar o potestad para mandar, sabiendo que lo hará con la luz de la razón y de la fe. En este caso, quien obedece puede descansar en la certeza de que es razonable obedecer. Modelo supremo de obediencia es la de Jesús en la Cruz. De nuevo encontramos una pregunta: "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?" (Mc 15, 34; Sal 22, 2). En los comentarios bíblicos se suele hacer notar que, al incoar en la Cruz el Salmo 22, el Señor manifestaba que en ese momento se estaban cumpliendo las profecías contenidas en otros versículos del salmo: "Han taladrado mis manos y mis pies... se reparten mis ropas y echan a suertes mi túnica..." (vv. 17 y 19). Esto es indudable, pero no debería dejar en segundo plano la pregunta inicial del salmo, pronunciada por Jesús: "¡Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?". Un autor ha observado la relación de estas palabras con la virtud de la obediencia, recordando que en el Calvario estamos ante el culmen de la misma obediencia "hasta la muerte y muerte de Cruz" (Flp 2, 8), con la que fue reparada la desobediencia de Adán (cfr. Rm 5, 19): "En medio de la luz –para nosotros cegadora– del misterio de Cristo que pregunta al Padre, llegamos a entrever la profundidad insondable de la identificación de su voluntad humana, iluminada por la visión beatífica, con la voluntad divina. Cristo, que ve cara a cara al Padre, conoce los designios divinos que incluyen su muerte en la Cruz para la salvación de los hombres. Su pregunta manifiesta, sin embargo, que la comprensión de ese designio es inasequible al entendimiento humano, y nos muestra la plenitud de su obediencia filial que deposita toda la confianza en la paternidad divina: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46)" 515 Con la obediencia, observa este mismo autor citando a san Josemaría, respondemos a la bendita paternidad de Dios 516 En el supuesto normal de que haya motivos para confiar en la rectitud de quienes ejercen la autoridad, la inteligencia, puesta al servicio de la obediencia, proporciona tal perspicacia que muchas veces no son necesarios los mandatos explícitos: basta una insinuación. Por eso, san
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Josemaría solía dar esta pauta a los fieles del Opus Dei: Un "por favor", y vamos de cabeza. Es lo más fuerte que tenemos para mandar: por favor 517 4.4. Fortaleza. Paciencia. Perseverancia Sabemos que los sentimientos tienen una incidencia profunda en el uso de la libertad. Su influjo es positivo cuando son "virtuosos", es decir, cuando nacen de las facultades sensibles (llamadas apetito irascible y concupiscible) perfeccionadas por las virtudes de la fortaleza y de la templanza, que los modelan según el orden de la razón iluminada por la fe para ponerlos al servicio de la caridad, permitiendo así amar con todas las facultades del alma 518 Gracias a estas virtudes el cristiano puede llegar a tener un corazón henchido de los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cfr. Flp 2, 5): una caridad rebosante de afecto (cfr. 1Co 13, 4), que sabe superar con fortaleza las dificultades y emplear con templanza los bienes creados para servir a los demás y no al propio gusto. Esta identificación con los sentimientos de Cristo es, evidentemente, obra del Paráclito, Espíritu "de fortaleza, caridad y templanza" (2Tm 1, 7), a quien es preciso acudir y secundar. Veremos primero la fortaleza y después la templanza, cada una con algunas virtudes conexas. 4.4.1. Fortaleza, por amor Recordemos la noción clásica de fortaleza: "virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral" 519 San Josemaría expresa lo esencial de diversos modos, con un lenguaje propio de la predicación: Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que presta a los demás. El fuerte, a veces, sufre, pero resiste; llora quizá, pero se bebe sus lágrimas. Cuando la contradicción arrecia, no se dobla 520 No son afirmaciones teóricas. Tras ellas hay una vasta experiencia de dolores y contrariedades que le acompañaron toda la vida, imprimiendo en su alma el sello de la cruz. Las biografías y los testigos reflejan, al menos en parte, esta realidad que aquí nos limitamos sólo a mencionar. Nuestra atención se concentra en la doctrina. Las frases apenas citadas se pueden aplicar tanto a la virtud humana como a la virtud sobrenatural de la fortaleza. Lo específico de esta
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última es que se pone al servicio del amor a Dios y que está informada por ese amor. La fortaleza cristiana lleva a afrontar, por amor a Dios y confiando en su gracia, los obstáculos a la santidad y el apostolado, tanto exteriores como interiores, sobre todo la inclinación al mal, que es la razón última de los conflictos interiores y entre los hombres 521 Soporta las dificultades como buen soldado de Cristo Jesús (2Tm 2, 3), nos dice San Pablo. La vida del cristiano es milicia, guerra, una hermosísima guerra de paz, que en nada coincide con las empresas bélicas humanas, porque se inspiran en la división y muchas veces en los odios, y la guerra de los hijos de Dios contra el propio egoísmo, se basa en la unidad y en el amor. Vivimos en la carne, pero no militamos según la carne. Porque las armas con las que combatimos no son carnales, sino fortaleza de Dios para destruir fortalezas, desbaratando con ellas los proyectos humanos, y toda altanería que se levante contra la ciencia de Dios (2Co 10, 3-5). Es la escaramuza sin tregua contra el orgullo, contra la prepotencia que nos dispone a obrar el mal 522. Gran parte de los textos de san Josemaría sobre la fortaleza están centrados en la lucha contra el mal que el cristiano ha de mantener. Nos ocuparemos de este tema directamente en el capítulo 8º, donde hablaremos del pecado y de las tentaciones al pecado, es decir, del "objeto" de la lucha cristiana; ahora nos fijamos solamente en el "sujeto": en cómo contribuye esta virtud a modelar en el cristiano la imagen de Cristo, haciendo que su amor sea "fuerte", que su caridad no se detenga ante los obstáculos que se interponen al cumplimiento de la voluntad de Dios. En una homilía titulada significativamente Con la fuerza del amor 523, san Josemaría escribe que, con el Señor, la única medida es amar sin medida 524. Pues bien, la virtud de la fortaleza no hace otra cosa que consentir la expansión del amor, superando las dificultades que pueden retraer de actuar en todo momento por amor. Así escribe en otra ocasión: En cada una de tus actividades, porque cuentas con la fortaleza de Dios, has de portarte como quien se mueve exclusivamente por Amor 525. Al permitir que el amor a Dios gobierne la propia conducta, la fortaleza consigue que el cristiano no se quede en los buenos deseos: que haya correspondencia entre el querer y el obrar. Un punto de Camino expresa vigorosamente esta idea, acudiendo al ejemplo de los santos: Voluntad. –Energía. –Ejemplo. –Lo que hay que hacer, se hace... Sin vacilar... Sin miramientos... Sin esto, ni Cisneros hubiera sido Cisneros;
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ni Teresa de Ahumada, Santa Teresa...; ni Íñigo de Loyola, San Ignacio... ¡Dios y audacia! –"Regnare Christum volumus!" 526 Para una explicación detallada de este punto remitimos a la edición crítico-histórica 527. Aquí nos basta observar que la fortaleza –implícita en el texto– está vista como dentro de la caridad: es una fortaleza que pone al servicio de la extensión del Reino de Cristo toda la audacia apostólica que reclama el ideal de llevar el Evangelio a las gentes. Tan necesaria resulta esta virtud para la santidad y para el apostolado, que un "amor débil", que no quiere saber de sacrificio, no es el verdadero amor "con todas tus fuerzas" (Mc 12, 30) que Dios reclama. Es impensable que un cristiano pretenda amar sin poner en juego ni siquiera las energías que otros ponen al servicio de sus inclinaciones, sean rectas o no: Me dices que sí, que quieres. –Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer? –¿No? –Entonces no quieres 528. San Josemaría recalca esta idea sirviéndose de imágenes y ejemplos. Recordad aquella leyenda, que se acostumbraba a grabar en los puñales antiguos: no te fíes de mí, si te falta corazón 529. Se refiere a las armas blancas que se fabricaban en Toledo, famosas por la calidad de su acero. ¿De qué sirve una buena arma si no hay fortaleza en quien la empuña? El cristiano necesita la fortaleza porque el bien supremo que ama, el cumplimiento de la voluntad de Dios, es un bien arduo que requiere lucha (cfr. Mt 11, 12), y lucha sin cuartel. Ha de poner en juego la propia vida como Jesucristo Nuestro Señor, que "nos amó y se entregó por nosotros como oblación y ofrenda de suave olor ante Dios" (Ef 5, 2; cfr. Ga 1, 4). "El amor es fuerte como la muerte" (Ct 8, 6): es un pasaje de la Escritura en el que ve reflejada esta necesidad de la fortaleza 530, porque así como la muerte sobreviene antes o después, desbaratando todo lo que se haga para evitarla, análogamente el amor, la caridad, ha de imponerse y vencer cualquier barrera, incluso hasta dar la vida. Fuerte como la muerte es el amor (Ct 8, 6). Es uno de los piropos que se dicen de la Virgen, recogiendo palabras de la Escritura Santa; porque María era fuerte para el amor, fuerte para sufrir, fuerte para enseñar 531. Para hablar del vicio contrario a esta virtud (por defecto), san Josemaría toma pie en su predicación de lo que coloquial-mente suele llamarse flojera: un estado interior de desgana aparentemente irresistible, que se aduce como pretexto para dejar incumplidos ciertos deberes. En
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varias ocasiones sale al paso de esas excusas. Fuera de los casos en los que la debilidad interior proviene de una falta de salud física o psíquica, hace ver que la "flojera" de espíritu es un defecto moral, un voluntario abatimiento ante las dificultades que deja sin ánimo para seguir a Cristo tomando la cruz de cada día. Para san Josemaría es un defecto que puede y debe afrontarse. En el siguiente punto de Surco se percibe el tono de su predicación al respecto: (...) No debes extrañarte de que sobrevenga el cansancio o el tiempo de "marchar a contrapelo", sin ningún consuelo espiritual ni humano. Mira lo que me escribían hace tiempo, y que recogí pensando en algunos que ingenuamente consideran que la gracia prescinde de la naturaleza: "Padre: desde hace unos días estoy con una pereza y una apatía tremendas, para cumplir el plan de vida; todo lo hago a la fuerza y con muy poco espíritu. Ruegue por mí para que pase pronto esta crisis, que me hace sufrir mucho pensando en que puede desviarme del camino". –Me limité a contestar: ¿no sabías que el Amor exige sacrificio? Lee despacio las palabras del Maestro "quien no toma su Cruz "cotidie" – cada día, no es digno de Mí". Y más adelante: "no os dejaré huérfanos...". El Señor permite esa aridez tuya, que tan dura se te hace, para que le ames más, para que confíes sólo en Él, para que con la Cruz corredimas, para que le encuentres 532. Ante el peligro de la "flojera", o como se quiera llamar a esta tentación, la sola reciedumbre humana se demuestra insuficiente. Hace falta una fortaleza por amor a Dios, que se ajusta a la regla de la fe y recurre a la ayuda divina, sin confiar sólo en las propias cualidades y energías. "El Señor es mi fortaleza" (Sal 59, 10). "Todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Flp 4, 13; cfr. 2Co 12, 10). "Quia Tu es, Deus, fortitudo mea" (Sal 42, 2), porque Tú, Dios mío, eres mi fortaleza, repetía a menudo san Josemaría 533. Cuando el amor a Dios vivifica la fortaleza, se puede cumplir la voluntad divina "a contrapelo", superando la falta de ganas o de entusiasmo sensible. Se vence entonces la resistencia interior a "complicarse la vida", incluso hasta darla materialmente si fuera necesario (como en el caso del martirio). Pero no hay rigidez voluntarista, porque no se confía en las propias fuerzas. Se reconoce humildemente que toda nuestra fortaleza es prestada 534, y se tiene el íntimo convencimiento de que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre! Por eso, suceda lo que suceda, estoy firme, seguro contigo, Señor y Padre mío, que eres la roca y la fortaleza 535.
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San Josemaría enseña sobre todo a practicar la fortaleza cristiana en las cosas pequeñas de la vida ordinaria. Puede muy bien ser ejercicio de esta virtud cumplir un horario por amor a Dios, cuidar un detalle de orden material, evitar un capricho, dominar un enfado y rectificarlo, acabar un trabajo, no quejarse ante el cansancio... De este modo, con la ayuda de Dios, se va adquiriendo una firmeza de voluntad y una "reciedumbre" –término frecuente en su predicación 536–, que permiten seguir cada vez más ágilmente las exigencias de la caridad, en la santificación y en el apostolado 537. Siempre está presente la invitación a mirar a Santa María para aprender a seguir a Cristo llevando diariamente la cruz: Admira la reciedumbre de Santa María: al pie de la Cruz, con el mayor dolor humano –no hay dolor como su dolor–, llena de fortaleza. –Y pídele de esa reciedumbre, para que sepas también estar junto a la Cruz 538. 4.4.2. Paciencia y serenidad Una parte de la fortaleza es la paciencia para soportar la prueba, la dificultad, la tentación y las propias miserias 539. San Josemaría se hace eco de la tradición cuando describe esta virtud, a la vez que resalta algunos aspectos. Explica que la paciencia es necesaria en la lucha contra las propias miserias, para no moverse por la prisa de ver los resultados 540, porque se pierde entonces fácilmente la rectitud de intención, olvidando que, si se combate por amor a Dios, en cierto sentido se ha alcanzado ya la victoria, aunque los frutos no sean aún perceptibles. En relación con los defectos ajenos afirma que la paciencia nos impulsa a ser comprensivos con los demás, persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo 541. Más en general y pensando en los ideales del apostolado, aconseja expresiva-mente: Fomenta tus santas impaciencias..., pero no me pierdas la paciencia 542. "La caridad es paciente" (1Co 13, 4). Informada por la caridad, la paciencia permite hacer frente a las dificultades con la serenidad de los Apóstoles que se mostraban "gozosos porque habían sido dignos de sufrir a causa del Nombre [de Jesucristo]" (Hch 5, 41). En la vida cristiana es muy necesario ver las cosas con paciencia. No son como queremos, sino como vienen por providencia de Dios: hemos de recibirlas con alegría, sean como sean. Si vemos a Dios detrás de cada cosa, estaremos siempre contentos, siempre serenos. Y de ese modo manifestaremos que nuestra vida es contemplativa, sin perder nunca los nervios 543. Para que la paciencia no
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sea un resistir en tensión, necesita el complemento de la serenidad, virtud que domina la inquietud interior ante el prolongarse de las contrariedades, el exceso de trabajo o las preocupaciones de diverso género, y crea en el alma el clima adecuado para la contemplación. La serenidad es una de las virtudes humanas que aparecen con más frecuencia en la predicación de san Josemaría 544. Serenos. Pero no con la serenidad del que compra la propia tranquilidad a costa de desinteresarse de sus hermanos o de la gran tarea, que a todos corresponde, de difundir sin tasa el bien por el mundo entero. Serenos porque siempre hay perdón, porque todo encuentra remedio, menos la muerte y, para los hijos de Dios, la muerte es vida 545. Bastantes veces habla de la serenidad como de la virtud que pone coto a la precipitación y, sobre todo, a los impulsos de la ira 546. En este sentido nos parece que, en sus obras, "serenidad" es el nombre que toma con frecuencia la clásica virtud de la mansedumbre 547. Lo que dice de una se puede aplicar a la otra. La entrega (...), la mansedumbre del cristiano nacen del amor y al amor se encaminan 548. Por amor a Dios y a los demás es preciso dominar la ira y los enfados. Pero moderar no quiere decir siempre suprimir. No es manso el que no se enoja nunca, sino el que lo hace cuando lo reclama el amor a Dios, y en estos casos, la caridad necesita de la mansedumbre. El Señor se manifiesta como modelo de esta virtud: "Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón" (Mt 11, 29), y da ejemplo de ella no sólo cuando sufre mansamente las afrentas de la Pasión "como cordero llevado al matadero" (Is 53, 7), sino también cuando expulsa a los vendedores del templo (cfr. Jn 2, 15-17), enseñando a airarse santamente ante el mal. La caridad precisa de esta virtud de modo particular para saber corregir oportunamente, sin perder la serenidad. No reprendas cuando sientes la indignación por la falta cometida. –Espera al día siguiente, o más tiempo aún. –Y después, tranquilo y purificada la intención, no dejes de reprender. –Vas a conseguir más con una palabra afectuosa que con tres horas de pelea. –Modera tu genio 549. La importancia de esta virtud para llevar a cabo la misión apostólica de santificar el mundo desde dentro, se desprende de las palabras del Señor: "Bienaventurados los mansos, porque poseerán la tierra" (Mt 5, 5). Informar con espíritu cristiano todas las actividades humanas, "poseer la tierra" –herencia de los hijos de Dios (cfr. Sal 2, 8) 550–, exige "poseerse a sí mismo" (cfr. Lc 21, 19) por la mansedumbre y no perder la serenidad al topar con la oposición de quienes rechazan el reinado de Jesucristo. San
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Josemaría se refiere a este contraste en la homilía Cristo Rey 551, al comentar algunos versículos del Salmo 2: "Se han levantado los reyes de la tierra, y se han reunido los príncipes contra el Señor y contra su Cristo (...). A mí me ha dicho el Señor: tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy". La actitud del cristiano en esa situación está condensada en el epígrafe de esa parte de la homilía: Serenos, hijos de Dios 552. 4.4.3. Perseverancia. Magnanimidad La perseverancia, que nada hace desfallecer 553, forma también parte de la fortaleza. Se trata, obviamente, de la perseverancia en la entrega a Dios y a los demás: Perseverar es persistir en el amor 554. Sin esta virtud humana, el amor a Dios podría quedar limitado a temporadas y circunstancias; sería entonces un amor condicionado, al que le falta la determinación de perdurar pase lo que pase, requisito imprescindible para su perfección, según las palabras del Señor: "quien persevere hasta el fin, ése se salvará" (Mt 10, 22; Mt 24, 13). Un amor a Dios que no quisiera durar para siempre no sería verdadero amor. Puesto que el amor a Dios se puede y se debe manifestar en todas las acciones, la perseverancia se aplica a todo: perseverancia en la oración, en la mortificación, en el apostolado, en el trabajo... En este sentido, equivale a continuar en el bien sin desanimarse. Muchas veces, san Josemaría se refiere específicamente a la perseverancia en la vocación cristiana, y concretamente en la vocación al Opus Dei. En este caso, perseverancia equivale prácticamente a fidelidad 555, porque ser fiel a los compromisos adquiridos para siempre es tanto como perseverar en la respuesta a la llamada que ha llevado a asumir esos compromisos. Por otra parte, la perseverancia no es un simple continuar o prolongar –consecuencia ciega del primer impulso, obra de la inercia 556–, sino un ser cuidadosamente fieles en cada momento a esos compromisos, manteniéndolos por amor, con voluntariedad actual, como exige su naturaleza. Junto con la perseverancia, y muy relacionada con ella, también la magnanimidad es parte de la fortaleza. San Josemaría la describe así: Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas, en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma
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con dar: se da. Y logra entender entonces la mayor muestra de magnanimidad: darse a Dios 557. La caridad necesita de la magnanimidad para desarrollarse a la medida del amor del Corazón de Cristo 558. Observa Jesús Ballesteros que en el pensamiento de san Josemaría "la magnanimidad aparece íntimamente unida a la caridad e implica a un tiempo el deseo de hacer bien las cosas por Dios y el ensanchar la "atención al otro" hasta abarcar a todo el género humano" 559. Además, el amor se ha de manifestar en obras. La magnanimidad sirve a esta dimensión de la caridad. Lleva a no tener miedo a emprender grandes iniciativas de servicio a las personas. Sin embargo, en aparente paradoja, las obras de amor que estimula, no tienen por qué ser llamativas ni materialmente "grandes". San Josemaría rezaba: Jesús, que sea yo el último en todo... y el primero en el Amor 560. Se puede vivir magnánimamente una existencia corriente, como Jesús en los años de Nazaret, porque la santidad "grande" está en cumplir los "deberes pequeños" de cada instante 561. Esta virtud lleva a poner los medios para dar fruto abundante, según el querer de Dios: "En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto" (Jn 15, 8). La magnanimidad procura nada menos que ganar el mundo y conquistarlo para Dios 562; y pone por obra este ideal en el concreto entorno profesional, social y familiar de cada uno. Si nos detuviéramos a escrutar la vida de san Josemaría, veríamos que la presencia de la magnanimidad se percibe desde el momento en que comienza a presentir la llamada divina: Tenía yo catorce o quince años cuando comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor 563. Ese "algo grande" no era una empresa humana, era un gran amor que le conduciría a "hacerse pequeño" y a dejarse llevar por su Padre Dios sin miedo a ser instrumento de sus grandiosos designios de salvación. 4.5. Templanza. Castidad. Pobreza Templanza es señorío 564. En el repertorio lingüístico de san Josemaría, el término "señorío" ocupa una posición destacada. En castellano evoca dignidad e integridad. Significa "mesura en el porte o en las acciones, dominio y libertad en obrar, sujetando las pasiones a la razón" 565. Al describir la templanza como señorío –implícitamente: señorío sobre uno mismo ante la atracción de los bienes sensibles–, enlaza con la noción clásica de esta virtud que connota a la vez armonía interior y dominio de ese
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impulso. Lo mismo se puede ver cuando añade que la templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia 566. Señorío, mesura, dominio de la concupiscencia, o –como dice el Catecismo de la Iglesia Católica al describir la templanza– racionalidad en las pasiones y apetitos de la sensibilidad humana 567, son conceptos que en la cultura contemporánea pueden sugerir la idea negativa de "represión de la naturaleza" o de "inhibición de la espontaneidad". Quizá por esto san Josemaría se preocupa de aclarar que el esfuerzo que exige la templanza es el que pide la conquista de la libertad para amar a Dios y al prójimo. La persona templada, sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es sólo aparente: porque al vivir así –con sacrificio– se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios. La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes 568. El cristiano necesita la templanza para vivir la caridad. A su vez, su templanza ha de estar dirigida o "medida" por la razón iluminada por la fe, que le muestra unas exigencias superiores a las de la sola razón. Lo veremos con cierto detalle ocupándonos de otras virtudes que la integran, como son la castidad y la pobreza. 4.5.1. Castidad: santa pureza Al ostentar en el hombre su imagen y semejanza, Dios lo ha llamado a reflejar la comunión de amor entre las Personas divinas. Todos los dones que le otorga tienen esa finalidad. En particular, la diferencia sexual que establece creándolo como varón y mujer es una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad 569. El objeto de la virtud de la castidad o de la pureza (términos intercambiables en la predicación de san Josemaría 570) es asignar a la sexualidad su puesto dentro de la unidad espiritual y corporal de la persona, para que cumpla su función en orden al fin de amar a Dios y a los demás, en el estado propio de cada uno 571. La apetencia sexual –escribe san Josemaría– (...) es una noble realidad humana santificable. Ved que, por eso, nunca hablo de impureza, sino de pureza 572. Sin medios términos afirma la doctrina cristiana que defiende la dignidad del cuerpo y el valor de la sexualidad frente a ideas
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gnósticas y dualistas de diverso tipo: el sexo es algo santo y noble – participación en el poder creador de Dios–, hecho para el matrimonio 573. Otra cosa es, lógicamente, la degradación de esa tendencia, originada por el pecado. En la situación presente es necesario luchar para poner la sexualidad bajo el orden de la razón iluminada por la fe. No es una lucha contra la sexualidad sino contra su corrupción 574. Dios, comenta Santo Tomás de Aquino, ha unido a las diversas funciones de la vida humana un placer, una satisfacción; ese placer y esa satisfacción son por tanto buenos. Pero si el hombre, invirtiendo el orden de las cosas, busca esa emoción como valor último, despreciando el bien y el fin al que debe estar ligada y ordenada, la pervierte y desnaturaliza, convirtiéndola en pecado, o en ocasión de pecado 575. Cabe preguntarse si la noción de sexualidad que presuponen los pasajes citados es sólo la de una capacidad que se ejerce en el matrimonio. Si fuese así, podría pensarse que no le correspondería ninguna función en la vida de las personas célibes, cuya castidad consistiría entonces en negar la sexualidad. Pero basta leer la homilía Porque verán a Dios 576 para darse cuenta que san Josemaría no piensa así. Considera la sexualidad como una propiedad constitutiva del hombre y de la mujer que afecta al núcleo de la personalidad. La resume con términos específicos como "virilidad" y "feminidad" 577. La castidad no se reduce al hábito que ordena la facultad generativa, sino que tiene un objeto más amplio: es la limpieza de vida que lleva a poner la propia condición, con sus características masculinas o femeninas –también y particularmente las espirituales: el modo de pensar, de querer, de sentir y de obrar–, al servicio del amor a Dios y a los demás. San Josemaría emplea pocas veces los términos "sexo", "sexual", etc., pero no por una visión negativa de lo que reconoce como noble y santificable, sino porque toma las distancias de la patológica inflación del tema en una civilización que arrastra el lastre del hedonismo 578. Ante esa situación, reacciona con la energía que le proporciona el sentido de la filiación divina: En estos momentos de violencia, de sexualidad brutal, salvaje, hemos de ser rebeldes. Tú y yo somos rebeldes: no nos da la gana dejarnos llevar por la corriente, y ser unas bestias. Queremos portarnos como hijos de Dios, como hombres o mujeres que tratan a su Padre, que está en los Cielos y quiere estar muy cerca –¡dentro!– de cada uno de nosotros 579.
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Y observa que quienes están obsesionados por el sexo 580 manifiestan un desequilibrio. Para una persona normal, el tema del sexo ocupa un cuarto o un quinto lugar. Primero están las aspiraciones de la vida espiritual, la que cada uno tenga; inmediatamente, muchas cuestiones que interesan al hombre o a la mujer corriente: su padre, su madre, su hogar, sus hijos. Más tarde, su profesión. Y allá, en cuarto o quinto término, aparece el impulso sexual 581. No obstante advierte –lo hacemos notar aquí sólo por inciso, pues el tema pertenece al capítulo 8º– que la lucha por vivir la santa pureza quizá durante una temporada pase al primer plano 582. Puede suceder, por ejemplo, a causa de la presión de un ambiente inmoral. Pero también puede suceder que los atractivos de la sexualidad se experimenten de modo desproporcionado por haber disminuido el interés por los bienes que deberían estar en primer lugar. El remedio, entonces, no está sólo en combatir las tentaciones, sino en luchar positivamente en otros campos buscando más el amor a Dios. Ya se ve cuán estrecha es la relación con la caridad, de la que hablaremos a continuación. La caridad teologal necesita la virtud humana de la castidad para desplegar toda su fuerza vital. San Josemaría lo expresa con una imagen: La caridad es la semilla que crecerá y dará frutos sabrosísimos con el riego, que es la pureza 583. Los frutos son las obras de amor a Dios y a los demás. En efecto: – La castidad es necesaria para conservar y acrecentar el amor a Dios que derrama el Espíritu Santo en los corazones (cfr. Rm 5, 5). San Pablo lo recuerda a los Corintios: "¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (...) Huid de la fornicación (...) ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo...?" (1Co 6, 12-20). Los pecados contra la castidad se oponen especialmente a la inhabitación del Espíritu Santo en el cristiano porque representan un desorden en lo más íntimo de su unidad de cuerpo y alma. Si las tendencias sensibles que se refieren al mismo ser varón o mujer no están sometidas al espíritu, entonces tampoco la persona se puede someter a la acción del Paráclito. La virtud de la castidad, en cambio, permite al cristiano ser templo limpio del Espíritu. Por esto es muy estrecha su relación con la vida contemplativa. Refiriéndose a la promesa de Jesús: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios" (Mt 5, 8), san Josemaría hace notar que la Iglesia ha presentado siempre estas palabras como una invitación a la castidad 584. No sólo constituyen un anuncio de la visión beatífica en la
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vida futura para los que han vivido la castidad por amor; la pureza abre también las puertas a la contemplación amorosa de Dios, ya en esta tierra. Se comprende por eso que compare la castidad a unas alas que permiten remontarse hacia las alturas de la vida de oración; quienes no quieran amar, las verán como un peso, pero en realidad es la impureza la que impide la contemplación, al encadenar el alma a la satisfacción de la sensualidad 585. De ahí que san Josemaría aconseje rezar: Quítame, Jesús, esa corteza roñosa de podredumbre sensual que recubre mi corazón, para que sienta y siga con facilidad los toques del Paráclito en mi alma 586. Es clara la sintonía con el antiguo autor cristiano que afirma: "ser casto significa tener un modo santo de sentir" 587. – La castidad es imprescindible también para la caridad con el prójimo. Como la sexualidad concierne particularmente "la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro" 588, quien no sabe gobernar la tendencia sexual tiene un impedimento para entregarse a los demás. Podrá prestar ciertos servicios, pero su falta de limpieza interior tenderá a enturbiar las relaciones, como una deformación perceptiva que le hará ver a otras personas en función de la satisfacción propia. San Josemaría se fija en un aspecto central para el cristiano cuando escribe: sin la santa pureza no se puede perseverar en el apostolado 589. Viviendo delicadamente la castidad pueden nacer y crecer normalmente la amistad y la confidencia que proporcionan el clima propicio para acercar las almas a Dios. Esta virtud genera también sensibilidad y fuerza espiritual para promover la moralidad pública en la sociedad, particularmente en lo que se refiere a la sexualidad 590. – También el recto amor a uno mismo, la búsqueda de la propia perfección por amor a Dios, exige la castidad. Para san Josemaría no hay duda de que entre los castos se cuentan los hombres más íntegros 591. La plenitud como persona sólo se alcanza con la entrega a los demás, y la castidad abre a esa entrega, mientras que la impureza repliega en el egoísmo. Consideremos ahora el contrapunto de lo anterior. Si la caridad necesita la castidad, ésta, a su vez, "pide" la caridad. Para ser castos –y no simplemente continentes u honestos–, hemos de someter las pasiones a la razón, pero por un motivo alto, por un impulso de Amor 592. Ese "impulso de Amor" eleva la continencia y la honestidad, las vivifica con vida sobrenatural y las transforma en castidad cristiana. Y la caridad presupone, como sabemos, la fe y la esperanza. En un cristiano, la castidad ha de estar
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guiada no sólo por la recta razón sino por la luz de la fe viva, y ha de estar sostenida por la esperanza de la felicidad en Dios. Ciertamente todas las virtudes humanas "piden" la caridad para alcanzar su plenitud, pero la pureza la reclama de un modo especial por su estrecha relación con el amor, ya que tiene por objeto proteger el amor humano del egoísmo. La castidad, considera san Josemaría, es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida 593. Por eso suele llamarla santa pureza 594, para dar a entender que ha de ser pureza por amor a Dios. Un punto de Camino lo indica expresivamente: ¡Qué hermosa es la santa pureza! Pero no es santa, ni agradable a Dios, si la separamos de la caridad. (...) Sin caridad, la pureza es infecunda 595. Estas palabras se refieren al cristiano que, separando la pureza de la caridad, la cultiva con sus solas fuerzas y no la pone al servicio del amor a Dios y a los demás. No se refieren en cambio a quien, sin tener la fe cristiana, procura vivir castamente. San Josemaría no niega el valor de la castidad que deben practicar, guiados por la recta razón, todos los hombres que quieren vivir de acuerdo con su dignidad. Cuando la caridad vivifica la castidad se hace patente que esta virtud es una afirmación gozosa del amor 596. No es negación o "represión" de la sexualidad, sino de su desorden, como escribe san Pedro: "Os exhorto a que os abstengáis de las concupiscencias carnales, que combaten contra el alma" (1P 2, 11). Esta "negación de una negación" (de un desorden) se convierte en "afirmación gozosa": se quiere amar y servir a Dios, ordenando la sexualidad al verdadero amor. Hay otro rasgo de la enseñanza de san Josemaría sobre esta virtud que es digno de resaltar. Para él, todos los fieles han de vivir una "castidad perfecta", cada uno en su estado. No sigue la costumbre de los tratados espirituales clásicos que reservan esta expresión para la castidad en el estado de vida consagrada. La razón es obvia: si fuera imposible vivir la castidad perfectamente en el matrimonio, éste no sería un camino de santidad. En una homilía puntualiza: al recordaros ahora que el cristiano ha de guardar una castidad perfecta, me estoy refiriendo a todos: a los solteros, que han de atenerse a una completa continencia; y a los casados, que viven castamente cumpliendo las obligaciones propias de su estado 597. La justicia impone determinadas exigencias según la profesión de cada uno, y la fortaleza pide actuar de un modo u otro según las dificultades que se presenten... De modo análogo, también la santa pureza tiene
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manifestaciones distintas de acuerdo con la diversidad de dones que Dios concede. Por vocación divina, unos habrán de vivir esa pureza en el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de Dios. Ni unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del propio corazón, para poder darlos sacrificadamente a otros 598. Sobre la castidad en el matrimonio, San Josemaría toma claramente las distancias de las corrientes de pensamiento que subrayan los peligros para el progreso de la vida espiritual que se derivan de la atracción de los bienes propios de la vida conyugal. El amor puro y limpio de los esposos es una realidad santa que yo, como sacerdote, bendigo con las dos manos (...). Con respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos. Cegar las fuentes de la vida es un crimen contra los dones que Dios ha concedido a la humanidad, y una manifestación de que es el egoísmo y no el amor lo que inspira la conducta. Entonces todo se enturbia, porque los cónyuges llegan a contemplarse como cómplices: y se producen disensiones que, continuando en esa línea, son casi siempre insanables. Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara. Los esposos deben edificar su convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener, sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra cosa los fautores equivocados de un triste hedonismo 599.
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En cuanto a la castidad en el celibato –san Josemaría piensa principalmente en el celibato apostólico de los laicos y en el de los sacerdotes seculares–, su planteamiento es también totalmente positivo. Sin quedarse en la renuncia que comporta, resalta los bienes que alcanza: La caridad (...) nos presenta la castidad como una afirmación gozosa, y el celibato apostólico como una entrega mayor, que permite dedicar al Señor el corazón indiviso, y nos proporciona plena libertad para el apostolado 600. La castidad en el celibato apostólico tiene como objeto específico, dentro del orden de la sexualidad, indicar el mejor modo de conducirse en los pensamientos, afectos y obras, para ser coherentes con la propia entrega a Dios y para protegerla. Puesto que el motivo del celibato es sobrenatural ("por el Reino de los Cielos"), la castidad que guarda el corazón indiviso sólo puede ser una castidad informada por la caridad 601: la virtud que actualiza permanentemente el acto de amor que dio origen a esa entrega a Dios, permitiendo descubrir un medium virtutis que está por encima de la sola razón y que muestra en cada momento el comportamiento virtuoso, igualmente lejos de la sensualidad que de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo como de la ausencia o dureza de corazón 602. Ese medium virtutis no consiste en una actitud distante o fría hacia los demás, o en un aislamiento del ambiente en el que se perciben las consecuencias del pecado; al contrario, precisamente por el sentido apostólico que el celibato encierra, reclama las virtudes que facilitan la amistad noble y abierta, que no cae en el sentimentalismo. La castidad sabe encontrar la conducta apropiada que protege la transparencia del corazón 603, hace descubrir con prontitud cualquier desorden afectivo y lleva a repararlo, para moverse en todo momento con los mismos sentimientos de Cristo Jesús 604. Finalmente, san Josemaría recuerda los medios comunes que todos tienen para crecer en esta virtud: la custodia atenta de los sentidos y del corazón; la valentía –la valentía de ser cobarde– para huir de las ocasiones; la frecuencia de los sacramentos, de modo particular la Confesión sacramental; la sinceridad plena en la dirección espiritual personal; el dolor, la contrición, la reparación después de las faltas. Y todo ungido con una tierna devoción a Nuestra Señora 605. 4.5.2. Pobreza, desprendimiento Es sabido que esta virtud puede entenderse en dos sentidos: como desprendimiento de sí mismo y como desprendimiento de los bienes terrenos. El primer sentido, más genérico, indica la actitud del hombre que
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se reconoce indigente, sin nada propio y además pecador, pero que confía en Dios y espera todo de su misericordia. El segundo, más específico, es el de la pobreza como templanza en el uso de los bienes terrenos, que exige verlos como dones y emplearlos conforme al querer de Dios. Del primer sentido habla la Sagrada Escritura cuando se refiere a los "pobres de espíritu". El Señor los llama bienaventurados "porque de ellos es el Reino de los Cielos" (Mt 5, 3). En realidad, esta pobreza es un aspecto de la humildad: los pobres de espíritu, dice un Padre de la Iglesia, "son los humildes y contritos de corazón" 606. San Josemaría se refiere a ella cuando invita a estar seriamente desprendidos de nosotros mismos: de los dones de la inteligencia, de la salud, de la honra, de las ambiciones nobles, de los triunfos, de los éxitos 607. Al ser una faceta de la humildad, esta pobreza de espíritu es fundamento de la pobreza en sentido específico, a la que san Josemaría se refiere cuando escribe que la pobreza está en encontrarse verdaderamente desprendido de las cosas terrenas 608. Este es el sentido en el que hablaremos de la pobreza a continuación. Hay que tener en cuenta, no obstante, que la expresión "pobreza de espíritu" se aplica también a este segundo sentido de la virtud para distinguirla de la "pobreza material", que sería la simple carencia de bienes. San Josemaría lo hace así con frecuencia 609. Quien no ame y viva la virtud de la pobreza no tiene el espíritu de Cristo 610. El principio es universal para todos los cristianos. La aplicación práctica depende de la vocación y misión de cada uno, porque a veces se reflexiona sobre la pobreza cristiana, teniendo como principal punto de referencia a los religiosos, de los que es propio dar siempre y en todo lugar un testimonio público, oficial: y se corre el riesgo de no advertir el carácter específico de un testimonio laical, dado desde dentro, con la sencillez de lo ordinario 611. Para san Josemaría, un punto muy importante del que depende una recta comprensión de la vocación laical es entender que la pobreza no se define por la simple renuncia, ya que los laicos han de utilizar todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana 612. En el caso de los fieles laicos, llamados a la santidad en medio del mundo, la pobreza respecto a los bienes terrenos ha de conjugar dos aspectos: el total desprendimiento interior de esos bienes y la disposición habitual de usarlos para santificar el mundo desde dentro: Os aconsejo que pongáis un empeño muy grande en estar desprendidos de todo, sin miedo, sin temores ni recelos. Después, al atender y al cumplir vuestras obligaciones personales, familiares..., emplead los medios terrenos honestos con rectitud, pensando en el servicio a Dios 613.
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Estos dos aspectos –desprendimiento y uso recto de los bienes– no se excluyen mutuamente. Se puede estar desprendido de los bienes que se poseen hasta el punto de vivir como si no se poseyera nada propio (cfr. 1Co 7, 30), y emplearlos a la vez como un administrador, con la obligación de hacerlos rendir (cfr. Mt 25, 14 ss.; Lc 12, 42-44; Lc 19, 12 ss): Todo cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque –hecha de cosas concretas–, que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades 614. Sentado este principio de compatibilidad entre los dos aspectos de la pobreza en el caso de los laicos, se plantea cómo actuarlo en la práctica. La pauta que propone es coherente con el principio de libertad, verdadera clave de su doctrina sobre la santificación en medio del mundo: Lograr la síntesis entre esos dos aspectos es –en buena parte– cuestión personal, cuestión de vida interior, para juzgar en cada momento, para encontrar en cada caso lo que Dios nos pide. No quiero, pues, dar reglas fijas, aunque sí unas orientaciones generales 615. Como todas las virtudes humanas, la pobreza tiene un "justo medio" y san Josemaría proporciona a este respecto unas orientaciones que no por ser generales son menos eficaces para reconocerlo: Aquí tenéis algunas señales de la verdadera pobreza: no tener cosa alguna como propia; no tener nada superfluo; no quejarse cuando falta lo necesario; cuando se trata de elegir algo para uso personal, elegir lo más pobre, lo menos simpático 616. Detengámonos brevemente en cada una de estas orientaciones prácticas: a) Para san Josemaría, "no tener cosa alguna como propia" no se reduce a una genérica disposición interior: es una "señal" de pobreza, concretamente reconocible en el modo de tratar las cosas que se tienen a
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mano, de emplear el tiempo y de cuidar la salud. Para mí, una manifestación de que nos sentimos señores del mundo, administradores fieles de Dios, es cuidar lo que usamos, con interés en que se conserve, en que dure, en que luzca, en que sirva el mayor tiempo posible para su finalidad, de manera que no se eche a perder 617. No maneja las cosas del mismo modo quien no tiene que dar cuenta a nadie y, sintiéndose dueño, actúa a su gusto y placer, que quien se sabe administrador y procura cuidarlas y hacerlas rendir porque debe responder de ellas; este último llevará cuenta de los gastos, empleará con solicitud los instrumentos de trabajo, etc. Algo semejante se puede decir respecto al uso del tiempo: la pobreza se manifestará en no considerarlo como un bien "propio" en sentido absoluto, sino como un tesoro para hacerlo rendir en servicio a Dios y a los demás 618. b) "No tener nada superfluo" es otra "señal" de pobreza. Lo superfluo es lo innecesario para vivir de acuerdo con la propia vocación a santificarse y santificar las actividades en las que uno está involucrado, teniendo en cuenta que "necesario" es no sólo lo "absolutamente necesario", sino también lo "relativamente necesario" para el buen cumplimiento del propio deber. La distinción concreta entre lo "superfluo" y lo "necesario" dependerá de las circunstancias de cada uno y exigirá delicadeza de conciencia. San Josemaría invita a no inventarse necesidades artificiosas 619: Precisamente porque no consiste la pobreza de espíritu en no tener, sino en estar de veras despegados, debemos permanecer atentos para no engañarnos con imaginarios motivos de fuerza mayor. Buscad lo suficiente, buscad lo que basta. Y no queráis más. Lo que pasa de ahí, es agobio, no alivio; apesadumbra, en vez de levantar (San Agustín, Sermo 85, 6) 620. c) "No quejarse cuando falta lo necesario". Ciertamente no es contrario a la pobreza procurar proveerse de lo razonable para desempeñar la profesión, asegurar el debido bienestar de la familia, intervenir con dignidad en los acontecimientos de la sociedad...; pero si no dispusiera de lo necesario, el cristiano descubrirá en esas circunstancias la paternal Providencia de Dios. El espíritu de pobreza lleva a "no quejarse", porque una queja consentida revelaría, al menos hasta cierto punto, que no se desean esos bienes para servir y que no se confía totalmente en Dios, que concede siempre, a quienes se lo piden y ponen los medios, todo lo que realmente necesitan (cfr. Mt 6, 26.31-32). Os aseguro –lo he tocado con mis manos, lo he contemplado con mis ojos– que, si confiáis en la divina Providencia, si os abandonáis en sus brazos omnipotentes, nunca os faltarán los medios para servir a Dios, a la
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Iglesia Santa, a las almas, sin descuidar ninguno de vuestros deberes; y gozaréis además de una alegría y de una paz que mundus dare non potest (cfr. Jn 14, 27), que la posesión de todos los bienes terrenos no puede dar 621. La pobreza de espíritu no es menos exigente ni menos dura que la material, y por eso quien ama y practica la primera no teme la segunda, ni se rebela cuando la sufre: la recibe como uno de los tesoros del hombre en la tierra 622, como acepta un cristiano el dolor o la enfermedad. A veces dispondrá de bienes para emplearlos por amor a Dios en servicio de los demás; en otras ocasiones el Señor permitirá que carezca de ellos, y entonces podrá ofrecer esa privación unido a la Cruz, con alegría. En los dos casos ha de poder afirmar como san Pablo: "He aprendido a contentarme con lo que tengo: sé vivir en pobreza y vivir en la abundancia, estoy acostumbrado a todo y en todo lugar, a la hartura y a la escasez, a la riqueza y a la pobreza. Todo lo puedo en Aquél que me conforta" (Flp 4, 11-13). d) La última "señal" que menciona el texto citado es "elegir lo más pobre, lo menos simpático", cuando se trata de cosas "para uso personal". Esta señal resplandece, como todas, en el Señor, que "siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza" (2Co 8, 9). El Hijo de Dios, después de abajarse a la condición de hombre, eligió lo más pobre: nacer en un establo; trabajar como artesano; no tener, en su vida pública, donde reclinar la cabeza; morir en la Cruz. "Elegir lo más pobre, lo menos simpático", no es negar que los bienes de la tierra sean bienes, sino manifestar que el primer criterio en la elección de un bien no es la satisfacción personal, lo cual es señal de desprendimiento 623. En fin, todas estas orientaciones dirigidas a los fieles corrientes para ayudarles a practicar la virtud de la pobreza en la vida ordinaria, se pueden condensar en una que más que un criterio es la invitación a cultivar una mentalidad, bien fácil de captar y bien entrañable, por cierto: Para mí, el mejor modelo de pobreza han sido siempre esos padres y esas madres de familia numerosa y pobre, que se desviven por sus hijos, y que con su esfuerzo y su constancia –muchas veces sin voz para decir a nadie que sufren necesidades– sacan adelante a los suyos, creando un hogar alegre en el que todos aprenden a amar, a servir, a trabajar 624. Como se puede ver por las consideraciones anteriores, la virtud de la pobreza en la enseñanza de san Josemaría no es consecuencia de una visión negativa del uso de los bienes terrenos, sino requerimiento de la
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caridad que los desea poner al servicio de Dios y de los demás. La caridad necesita de la pobreza para manifestarse en las acciones que se refieren al uso de esos bienes: reclama el desprendimiento. "No podéis servir a Dios y a las riquezas" (Lc 16, 13), dice el Señor. El joven rico no fue capaz de seguir a Jesús "porque tenía muchos bienes" (Lc 18, 23). Su fracaso muestra vivamente la necesidad del desprendimiento para una vida enteramente cristiana 625. La virtud humana de la pobreza prepara el alma para escuchar las llamadas de Dios: es una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios 626. A su vez, la pobreza ha de estar informada por el amor a Dios. Vuestro corazón debe estar en el Cielo. Sólo así podréis luego ponerlo, en su justa medida, en las cosas de la tierra 627. Si se enfría la caridad, el corazón tiende a apegarse a los bienes terrenos y entonces se difumina la "justa medida" de la pobreza cristiana. Se puede hacer problemático distinguir entre lo "necesario" y lo "superfluo"; y puede resultar inasequible llevar con alegría, sin quejas, la carencia de lo que sería práctico, ventajoso o agradable. 4.6. El heroísmo de las virtudes en "cosas pequeñas" En una economía de mercado, los bienes que se desea poner al alcance de todos se ofrecen a bajo precio para que cualquiera los pueda adquirir. No sucede lo mismo en la economía de la gracia. La santidad se ofrece a todos, y todos pueden alcanzarla. Sin embargo, requiere siempre heroísmo. Si está al alcance de todos no es porque sea un bien que se logra sin esfuerzo, sino porque todos son capaces del heroísmo que reclama. ¿Qué se entiende por heroísmo? En la antigüedad clásica se llamaba héroes a personajes –reales como Alejandro Magno, o mitológicos como Aquiles– de los que se conservaba memoria por las acciones extraordinarias que habían realizado, superiores a las del común de los mortales. Según José Luis Illanes 628, el ideal griego de heroicidad no llegó a mostrar todo su vigor y alcance al haberse concebido como accesible sólo a unos pocos, mientras que la Revelación cristiana lo universaliza. Todo fiel, por ser hijo de Dios, está originariamente revestido de la grandeza de Cristo; y todos los instantes de su vida están abiertos a la eternidad, de modo que en cada momento pueden tener lugar gestas de inconmensurable valor, pues puede amar a Dios y a todas las personas, llevando a la plenitud las virtualidades del propio ser. Si para el heroísmo clásico bastaba la excelencia de una determinada virtud –la valentía, la audacia, la lealtad....–, el ideal cristiano requiere la heroicidad, a la vez, de todas las virtudes,
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porque la santidad está en la heroicidad del amor, que de todas ellas necesita 629. Han tenido que pasar siglos para que se llegara a comprender el heroísmo cristiano de este modo. Al principio, el punto de referencia lo constituía la cultura clásica a la que hemos aludido. Para san Agustín los héroes son los mártires, que han afrontado pruebas extraordinarias; ellos – explica– son los ciudadanos más ilustres y dignos de alabanza en la ciudad de Dios, porque han combatido con fortaleza hasta derramar su sangre, y "si el lenguaje eclesiástico lo permitiera, los llamaríamos nuestros héroes" 630. Pero relativamente pronto la Iglesia admitirá que se dé culto a santos que no han sido mártires, con lo que la ejemplaridad dejará de estar ligada al martirio; y cuando se comience a exigir la prueba de la heroicidad de las virtudes para la canonización de un fiel, resultará claro que todos los santos pueden llamarse héroes. Sigue relacionándose, sin embargo, la idea de heroicidad con las acciones excepcionales. Benedicto XIV (1740-58), al legislar sobre las causas de canonización, declaró que la "virtud heroica es la que obra con facilidad, prontitud y gusto por encima del modo común" 631. La heroicidad se comienza a ver así en un modo de practicar las virtudes ("con facilidad, prontitud, y gusto"), pero continúa implicando obrar "por encima del modo común". Mientras estas palabras se han entendido como equivalentes a "realizar acciones materialmente extraordinarias", no se ha acabado de superar, por así decir, la noción antigua de heroicidad, poniéndola fuera del alcance del fiel corriente. Pero esta interpretación quedó obsoleta por una aclaración posterior, explícita, de Benedicto XV (1914-22), según la cual la heroicidad no requiere proezas insólitas 632. La santidad, afirma, "consiste propiamente sólo en la conformidad con el querer de Dios, expresada en un continuo y exacto cumplimiento de los deberes del propio estado" 633. Ni la santidad ni la heroicidad cristiana exigen otra cosa. Todo este desarrollo de ideas se encuentra presupuesto en el mensaje de san Josemaría. Al predicar la llamada universal a la santidad en la vida ordinaria, no deja de advertir que hoy, como ayer, del cristiano se espera heroísmo 634, y que no es nunca la santidad cosa mediocre (...). La meta es bien alta: sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48) 635. La santidad es siempre heroica porque consiste en la perfección de la caridad, en la identificación con Jesucristo, y esta perfección supone heroísmo porque implica luchar y vencer a los enemigos del amor a Dios, dentro y fuera de uno mismo 636. A su vez, la caridad
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heroica demanda empeño por ejercitar también las virtudes humanas hasta el heroísmo. La invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión 637. Sin embargo, una caridad heroica no reclama necesariamente acciones portentosas. San Josemaría comenta con buen humor: Involuntariamente quizá, han hecho un flaco servicio a la catequesis esos biógrafos de santos que querían, a toda costa, encontrar cosas extraordinarias en los siervos de Dios, aun desde sus primeros vagidos. Y cuentan, de algunos de ellos, que en su infancia no lloraban, por mortificación no mamaban los viernes... Tú y yo nacimos llorando como Dios manda; y asíamos el pecho de nuestra madre sin preocuparnos de Cuaresmas y de Témporas... 638. Alguna vez pueden presentarse circunstancias fuera de lo común que exigen poner en juego la propia vida o llevar a cabo empresas extraordinarias para testimoniar la fe. Pero no es éste el único ni el principal modo de ser heroicos. Así como un padre llama "héroe" a su hijo pequeño porque se ha esforzado en hacer bien algo que le costaba, aunque no haya hecho nada importante, así también el cristiano puede alcanzar grandes victorias de amor en la vida corriente, ante la mirada complacida de su Padre Dios. El sentido de la filiación divina ayuda a comprender esta estupenda realidad. Alguno puede tal vez imaginar que en la vida ordinaria hay poco que ofrecer a Dios: pequeñeces, naderías. Un niño pequeño, queriendo agradar a su padre, le ofrece lo que tiene: un soldadito de plomo descabezado, un carrete sin hilo, unas piedrecitas, dos botones: todo lo que tiene de valor en sus bolsillos, sus tesoros. Y el padre no considera la puerilidad del regalo: lo agradece y estrecha al hijo contra su corazón, con inmensa ternura. Obremos así con Dios, que esas niñerías –esas pequeñeces– se hacen cosas grandes, porque es grande el amor: eso es lo nuestro, hacer heroicos por Amor los pequeños detalles de cada día, de cada instante 639. El heroísmo de las virtudes no consiste, pues, en epopeyas inauditas, sino en un modo de cumplir los deberes corrientes. Consiste –la expresión es típica de san Josemaría– en convertir la prosa diaria en
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endecasílabos, en verso heroico 640. El "verso heroico" es el que se considera más adecuado para la poesía que canta hazañas memorables. En castellano y en otras lenguas es el endecasílabo. San Josemaría está convencido: los deberes ordinarios, que por su normalidad podrían ser relatados en prosa, merecen cantarse en verso heroico cuando se realizan por amor a Dios practicando las virtudes cristianas con la mayor perfección posible y con constancia. He aquí una descripción concisa: El verdadero heroísmo está en lo vulgar, en lo cotidiano, hecho una vez y siempre, con perseverancia, cara a Dios y con un empeño que nada haga desfallecer 641. Para ilustrar la idea pone como ejemplo a tantas madres de familia: ¿Cuántas madres has conocido tú como protagonistas de un acto heroico, extraordinario? Pocas, muy pocas. Y, sin embargo, madres heroicas, verdaderamente heroicas, que no aparecen como figuras de nada espectacular, que nunca serán noticia –como se dice–, tú y yo conocemos muchas: viven negándose a toda hora, recortando con alegría sus propios gustos y aficiones, su tiempo, sus posibilidades de afirmación o de éxito, para alfombrar de felicidad los días de sus hijos 642. Emplea también algunas imágenes que le dan ocasión para completar los rasgos de ese heroísmo en la vida ordinaria. Una de ellas es la de un famoso personaje de la novela francesa del xix que se imaginaba cazador de leones dentro de su casa. La grotesca figura viene a propósito para su enseñanza (en el siguiente texto se dirige a mujeres que realizan los trabajos del hogar, pero se puede extender a cualquier otra profesión): No os santificaréis si os pasáis la vida esperando la ocasión grande, para ser heroicas. Es la historia de Tartarín de Tarascón, que tantas veces os he recordado. No encontraréis leones por los pasillos de la casa. En cambio, hay una multitud de pequeñeces que requieren heroísmo: algunas, por su continuidad; otras, precisamente por su escaso relieve humano 643. Otra imagen es la del incienso que arde ante el altar. Su buen olor es efecto de la brasa que quema los granos discretamente, sin llamas; así también el "buen olor de Cristo" (2Co 2, 15) en el cristiano se advierte no por la llamarada de un fuego de ocasión, sino por la eficacia de un rescoldo de virtudes: la justicia, la lealtad, la fidelidad, la comprensión, la generosidad, la alegría 644. Esos actos virtuosos en la vida ordinaria no son, por lo general, más que detalles, fáciles de realizar si se toman aisladamente. Lo heroico es su número y su continuidad silenciosa, sin la recompensa de la admiración. Es el heroísmo de la perseverancia en lo
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corriente, en lo de todos los días 645, porque la perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo 646. Pero ¿no se tratará de un heroísmo de "segunda categoría", un sucedáneo del verdadero heroísmo de las grandes gestas? La respuesta de san Josemaría se puede deducir de la siguiente consideración: ¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! –Piensa, entonces, qué es lo más heroico 647. No es este heroísmo en lo ordinario de menor valía por estar al alcance de todos. Es un "heroísmo silencioso" cuya divisa es la naturalidad. Es brasa, no llama. Pone por obra lo que cuesta "como si no costara esfuerzo", sin llamar la atención. "La llamada universal a la santidad – comenta José Orlandis– no supone de ninguna manera un "abaratamiento" de la vida cristiana, de tal modo que la santidad quede más o menos devaluada o se reduzca el nivel de sus heroicas exigencias. Se trata, precisamente, de lo contrario: de extender a todos los fieles, haciéndolas universales, las grandes exigencias del heroísmo cristiano. Pero, eso sí, del heroísmo que corresponde a cada cual, no de otro que, por el orden natural de las cosas, resultaría impropio; de aquel en suma que Dios pide a cada individuo concreto como su propio heroísmo, atendiendo a los deberes de estado y a las peculiares circunstancias de la vida" 648. Heroísmo en lo ordinario es el de la Santísima Virgen, Maestra del sacrificio escondido y silencioso 649. Es el heroísmo de Jesús en los años de vida oculta, modelo supremo de virtud en la existencia corriente. Sin hacer nada fuera de lo común, obra heroicamente en cada momento, con una entrega plena a la Voluntad del Padre que le llevará a dar la vida en la Cruz. En el Calvario manifestará su amor y sus virtudes humanas perfectas mediante su Pasión y Muerte, pero ese amor y esas mismas virtudes ya estaban presentes en Nazaret. Por eso, el cristiano ha de mirar a Cristo en la Cruz para aprender a vivir las virtudes al llevar su cruz de cada día 650.
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5. LOS DONES Y FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO Los términos "dones" y "frutos" se entienden aquí no de un modo genérico –en ese sentido, todo bien es don y fruto del Paráclito– sino de un modo específico que designa concretamente los siete dones mencionados en Is 11, 2 651 y los doce frutos a los que se refiere Ga 5, 22-23 652. Hecha esta premisa podemos decir que tradicionalmente el estudio de las virtudes se suele prolongar con el de los "dones y frutos del Espíritu Santo", porque llevan al cristiano y a sus actos, respectivamente, a una perfección superior a la que alcanza con las virtudes. El final de la homilía Virtudes humanas invita, entre otros textos, a seguir esta misma secuencia temática en nuestro estudio: Si el cristiano lucha por adquirir estas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu Santo: y las buenas cualidades humanas se refuerzan por las mociones que el Paráclito pone en su alma. La Tercera Persona de la Trinidad Beatísima –dulce huésped del alma (Secuencia Veni, Sancte Spiritus)– regala sus dones: don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad, de temor de Dios (cfr. Is 11, 2). Se notan entonces el gozo y la paz (cfr. Ga 5, 22) 653. Como se puede ver, el empeño por practicar las virtudes –aquí se hace referencia sólo a las humanas, pero se puede extender a todas– es el camino para que el Espíritu Santo "regale sus dones"; y estos "se notan" en los frutos, de los cuales san Josemaría menciona en esta ocasión solamente dos: la alegría y la paz. Las virtudes se completan con los dones y estos se manifiestan en los frutos. Sería interesante comparar la concepción teológica que sub-yace a estos enunciados con la de autores que protagonizan el debate teológico sobre los dones del Espíritu Santo, hasta el Concilio Vaticano II 654, pero esto nos llevaría demasiado lejos. Nos contentaremos con ver cómo en la predicación de san Josemaría los dones y los frutos del Paráclito completan la fisonomía espiritual de un hijo de Dios en Cristo. 5.1. Los dones y la vida contemplativa en medio del mundo "Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios" 655. No hay entre ellos ninguno que se llame "caridad" o "amor", pese a ser el efecto primero y más propio del obrar del Paráclito en el cristiano. Pero esto mismo hace suponer que los dones están al servicio de la caridad. Al ser enviado al alma, el Espíritu Santo no sólo la infunde, sino que también mueve al cristiano para
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que "pase al acto", o sea para que la actúe y la ponga en práctica amando efectivamente en toda su conducta. Pero al cristiano le puede faltar prontitud o agilidad para responder a los impulsos del Paráclito. Por esto, además de la caridad que otorga vitalidad sobrenatural a las virtudes humanas, le concede también otros dones permanentes que le hacen dócil a su acción en todo momento 656. Estos dones no sustituyen a la caridad y a las demás virtudes, sino que actúan conjuntamente con ellas. San Josemaría lo refleja en la homilía Hacia la santidad cuando describe sintéticamente lo que ocurre en el progreso de la vida espiritual: el alma se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales! 657 La distinción entre "virtudes y dones" ha recibido diversas explicaciones 658. Podemos recordar que las virtudes son hábitos que inclinan al cristiano a moverse a sí mismo hacia el bien; los dones, en cambio, son perfecciones que le preparan o disponen para ser movido con facilidad por el Espíritu Santo. En ambos casos se trata de perfecciones sobrenaturales que llevan a obrar bien, pero de distinto modo. Lo que es propiamente sobrenatural en las virtudes del cristiano es el objeto y el fin (por ejemplo, en la fe el objeto es la Revelación sobrenatural, y el fin es el conocimiento amoroso de Dios Uno y Trino), pero el modo de obrar sigue siendo "según la condición humana" 659. En cambio, por la comunicación de los dones, el cristiano actúa, bajo la acción del Espíritu Santo presente en el alma, de un modo divino: el criterio de su obrar es "la misma Divinidad participada por el hombre" 660. Según Philipon, los dones "permiten a las virtudes realizar sus actos con la máxima perfección. La cooperación entre las virtudes y los dones se endereza al mismo fin con dos modalidades diferentes y complementarias" 661. En los tratados de Teología espiritual es común considerar que la vida cristiana recorre un itinerario desde el predominio de las virtudes al de los dones. Inicialmente se avanza haciendo uso principalmente de las virtudes sobrenaturales, pero quien corresponde con generosidad a la gracia divina, es llevado cada vez más por la acción del Espíritu gracias a sus dones. No hay una distinción neta entre ambas situaciones, y en todo momento son necesarias tanto las virtudes como los dones. Por una parte, éstos últimos se hallan presentes ya desde el Bautismo; por otra, aunque el cristiano tenga cada vez más intimidad con Dios, jamás puede prescindir de las virtudes. Para san Josemaría está claro, en todo caso, que la vida sobrenatural que se inicia en el Bautismo (...) se robustece con el
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crecimiento de los dones del Espíritu Santo 662. En definitiva, el desarrollo de la vida cristiana comporta una progresiva preponderancia de los dones que facilitan el dominio del Paráclito sobre la conducta de un hijo de Dios y dan lugar a un obrar que no está al alcance de las solas virtudes: es como un nuevo modo de pisar en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso 663. Se suele decir que los dones permiten un "modo divino" de obrar. En realidad se trata siempre de un modo "divino-humano", semejante al de Cristo en cuanto hombre. En Él, la Persona divina actúa por medio de la naturaleza humana, pero no es un hombre elevado sino un Dios encarnado. El cristiano, en cambio, sí que es un hombre elevado por la gracia, pero hay también en él un cierto reflejo de ese otro movimiento, de Dios al hombre, que es la realidad de la Encarnación. El cristiano es un miembro vivo del Cuerpo místico, y a través de él puede actuar la Cabeza. Recordemos las palabras de san Josemaría: Cristo quiere encarnarse en nuestro quehacer 664. Para eso no basta que un miembro esté sano: necesita algo más, ha de ser hábil. Gracias a los dones del Paráclito se hace más hábil, más dócil a la acción divina que desciende de la Cabeza al Cuerpo. Así como la Humanidad Santísima de Cristo se dejaba llevar por el Espíritu (cfr. Mt 4, 1; Lc 10, 21), análogamente los dones preparan al cristiano para que el Paráclito le gobierne. Sus obras seguirán siendo suyas, pero ya no serán únicamente las de un hombre elevado por la gracia y las virtudes sobrenaturales; serán también obras de Cristo que, con el Padre, le envía el Paráclito para que le dirija con progresivo dominio. Es la "divinización", el "endiosamiento" del cristiano, la identificación con Cristo en el obrar, de la que tantas veces habla san Josemaría. "Los dones son la participación suprema de la Divinidad a la que llega el alma en la tierra: por ellos, se ordena a Dios del modo más inmediato posible aquí abajo (...). El Espíritu Santo inhabitante se convierte en principio y regla de la vida del alma y ésta, por su parte, se hace cada vez más dócil y sensible a cualquier moción del "Dulce Huésped", como por una asimilación y pasión inmediata a lo divino" 665. No cabe duda que, para san Josemaría, ese "modo divino" de obrar, presidido por los dones, es la contemplación en la vida ordinaria. Contemplativos, con los dones del Espíritu Santo 666, afirma. El conocimiento amoroso de Dios, sencillo y profundo, que es la contemplación –esa oración que ya no necesita palabras–, sólo puede darse con los dones. Ahora bien, la contemplación de la que habla es una contemplación filial, de hijos de Dios, y en medio del mundo. De ahí proviene una determinada comprensión de los dones –de su estructura y de
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su unidad– que podemos describir en su conjunto, antes de analizar algunos de sus elementos. En primer lugar está el don de sabiduría, que dispone a la contemplación o –lo que es lo mismo– hace tender, con la mayor perfección posible en esta tierra, hacia Dios como fin último. Junto con él está el don de piedad, por el que se toma conciencia de la filiación divina en la que se apoya la vida contemplativa. Siguen los demás dones que predisponen a la contemplación en los diversos ámbitos de la existencia, permitiendo que la sabiduría y la piedad se expandan en toda la conducta, que incluye, en un cristiano corriente, el trabajo profesional, la atención a la familia, la intervención en la vida social, etc. Veámoslo más de cerca. 1) Para san Josemaría, como para gran parte de la tradición espiritual, el primer lugar entre los dones corresponde al don de sabiduría 667, que perfecciona nuestro conocimiento gustoso de Dios y de todo cuanto a Dios se ordena y de Dios procede 668. Es una participación en la Sabiduría de Dios que se conoce a Sí mismo en el Verbo, por el que ha creado el mundo, estableciendo la salvación del hombre y la renovación del universo mediante la encarnación redentora del mismo Verbo-Sabiduría. Jesucristo es la "sabiduría de Dios" (cfr. 1Co 1, 24), que se revela sobre todo en la cruz. La sabiduría cristiana es "sabiduría de la cruz" (cfr. 1Co 1, 17-18). Sólo el Espíritu Santo –que "todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios" (1Co 2, 10)– puede infundir esta sabiduría en el cristiano. Pero es preciso someterse a su acción santifica-dora. La sabiduría es, en efecto, un saber al que sólo se llega con santidad 669. Procede del amor y hace conocer a Dios y gustar de Dios 670: saborear el Amor divino. Y lo hace de modo "práctico", en las obras. El don de sabiduría consiente ver todo con los ojos de Cristo, dentro de los planes de Dios: permite descubrir el quid divinum (...) presente en todas y cada una de las situaciones ordinarias 671, y nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida 672. El acto que propiamente deriva del don de sabiduría no es otro que el conocimiento amoroso de Dios que llamamos contemplación. Para san Josemaría se trata de la contemplación en los quehaceres normales de la existencia secular 673. A su vez, hace notar que la contemplación incrementa la sabiduría 674 porque el Espíritu Santo aumenta sus dones en quien deja que actúen.
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En este contexto resulta pertinente mencionar la invocación a la Santísima Virgen como Sedes Sapientiae, que san Josemaría estableció que se repitiera al concluir determinados actos de piedad y de formación en el Opus Dei. Un punto de Surco muestra el motivo de su predilección por esta jaculatoria: "Sancta Maria, Sedes Sapientiae" –Santa María, Asiento de la Sabiduría. –Invoca con frecuencia de este modo a Nuestra Madre, para que Ella llene a sus hijos, en su estudio, en su trabajo, en su convivencia, de la Verdad que Cristo nos ha traído 675. Se dirige a la Virgen como "Asiento de la Sabiduría" porque lleva en su seno a Cristo, "Sabiduría" de Dios. Nos lo trae aceptando ser Madre suya. Es "Sede" en cuanto que es "Madre". De esta sede, la Sabiduría no se levantará ni ausentará jamás, pues la Madre continúa engendrando el Cuerpo místico de su Hijo, participando íntimamente en la economía de la salvación. En Ella misma podemos ver los rasgos de la Sabiduría creadora que describe el libro de los Proverbios, precisamente en el fragmento que la Liturgia utiliza en las Misas en honor de María (cfr. Pr 8, 22-31). La grandeza de su ser Sedes Sapientiae se manifiesta particularmente en su vida contemplativa. San Lucas anota que "María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón" (Lc 2, 19; cfr. Lc 2, 51), y san Josemaría ve en ella por eso la mejor maestra 676 de vida contemplativa. Anima a invocarla, como hemos visto, para que llene de sabiduría a sus hijos "en su estudio, en su trabajo, en su convivencia", de modo que lleguen así a ser contemplativos en medio del mundo, en el ruido de la calle 677. 2) Junto con el don de sabiduría, destaca en la enseñanza de san Josemaría el don de piedad. El primero mira a la contemplación de Dios, fin último de la vida espiritual; el segundo a su fundamento, la conciencia de ser hijos de Dios. Hay un orden y una unidad entre estos dones. Para ver cómo san Josemaría entiende este don, conviene recordar que, en lo humano, la piedad es la virtud de los hijos 678, que inclina a honrar debidamente a los padres. Aplicada a Dios lleva a tratarle como Padre, con la veneración, la confianza, el agradecimiento y la dependencia de un hijo pequeño. A esto tiende la piedad en cuanto virtud. En cuanto don, responde a un principio nuevo. Con el don de piedad, en efecto, el Espíritu Santo pone en nosotros el sentido de nuestra filiación divina, la conciencia gozosa y sobrenatural de ser hijos de Dios y, en Jesucristo, hermanos de todos los hombres 679; nos ayuda a considerarnos con certeza hijos de Dios 680. Un ejemplo de la acción del don de piedad puede verse –así nos parece– en el siguiente comentario a las palabras del Salmo: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy" (Sal 2, 7): se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus. Las palabras no
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pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada 681. El don de piedad es visto como el fundamento de la vida espiritual y la base de los demás dones. Gracias a él, la sabiduría es la "sabiduría de un hijo de Dios", lo cual configura toda la vida contemplativa. Igualmente, tanto el don de entendimiento como el de ciencia y como los demás dones, son los de un hijo de Dios, incluido el don de temor, que es un temor filial, como veremos luego. Por el don de piedad, el Espíritu Santo mueve al cristiano a sentirse miembro de la familia de los hijos de Dios que es la Iglesia. Le encamina a participar en la liturgia con profundo amor y devoción, sin separar el culto público del culto interior que se ofrece en el cumplimiento de los deberes de la vida ordinaria. Una persona piadosa, con una piedad sin beatería, cumple su deber profesional con perfección, porque sabe que ese trabajo es plegaria elevada a Dios 682. La devoción sincera lleva al trabajo, al cumplimiento gustoso –aunque cueste– del deber de cada día. Por eso somos contemplativos, porque hay una íntima unión entre esa realidad sobrenatural interior y las manifestaciones externas del quehacer humano 683. Un cumplimiento de los deberes ordinarios sin la piedad mermaría el valor corredentor que todas las acciones buenas adquieren por su unión con el Sacrificio del Altar, centro y culmen de la vida de la Iglesia. El don de piedad modela el "alma sacerdotal" que, en el cristiano que se santifica en el mundo, está unida a la "mentalidad laical" 684. El don de piedad con el que dulcemente se cree en la caridad paterna que Dios tiene con nosotros (cfr. 1Jn 4, 16), y que hace que sintamos a Cristo Señor, Dios y Hombre, como a nuestro hermano primogénito 685, predispone a ver en los demás otros hijos de Dios, miembros vivos del Cuerpo místico o llamados a serlo, e inclina a procurar para ellos los bienes que necesitan para vivir de acuerdo con su dignidad. Impele al apostolado y a practicar todas las obras de misericordia con un "modo divino" de obrar, superior al de las virtudes. 3) Los demás dones –entendimiento, ciencia, consejo, fortaleza y temor de Dios– concurren a la acción de los de sabiduría y piedad, para hacer posible la contemplación no sólo en los momentos dedicados exclusivamente a la oración sino en todas las circunstancias. Cobran
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entonces un particular protagonismo, porque su necesidad resulta más patente en la vida ordinaria 686. Para explicar este punto es necesario referirse primero al papel de las virtudes humanas en la contemplación, teniendo presente que los dones permiten realizar los actos de las virtudes con una nueva perfección. En el capítulo 1º vimos que, para muchos autores de espiritualidad, la función de las virtudes humanas en la contemplación se reduce a moderar las pasiones del alma creando el necesario sosiego interior. Al limitar así su función, se está pensando principalmente en la contemplación en los momentos dedicados a la oración. La contemplación a la que están llamados los fieles laicos, en cambio, ha de tener lugar también en el cumplimiento de sus deberes propios y necesita, por tanto, la perfección moral cristiana de la actividad misma que se esté realizando en cada momento, ya que ésta no es mera "condición previa" sino "materia" de la contemplación. Esa perfección sólo puede darse a través del ejercicio de las virtudes humanas informadas por la caridad. De ahí que esas virtudes pertenezcan a la sustancia de la contemplación en la vida corriente, de modo análogo a como el cuerpo pertenece a la sustancia de la naturaleza humana 687. Por otra parte, donde hay virtudes cristianas, hay también dones del Espíritu Santo, porque éstos "se extienden a todo el campo de las virtudes, tanto intelectuales como morales" 688, permitiendo una perfección superior de los actos virtuosos. Resulta por tanto claro que los dones son necesarios para la contemplación en las acciones que requieren el ejercicio de las virtudes humanas, especialmente en la vida ordinaria. Sabiduría y piedad reciben allí de los demás dones una aportación nueva: un "modo divino" de realizar los actos de las virtudes intelectuales y morales, que hace experimentar en cierta manera la acción del Espíritu Santo y permite adentrarse en las profundidades de Dios (cfr. 1Co 2, 10). El don de entendimiento nos perfecciona en la inteligencia de los misterios de la fe 689. Ayuda decisivamente a asimilar la doctrina cristiana y a alimentar los ratos de oración con esa doctrina, hasta llegar a la oración contemplativa cuando Dios la concede. Su importancia no es menor para la contemplación en la vida ordinaria. La inteligencia de la Encarnación y de todos los misterios de la vida de Jesús –en particular el de su vida oculta en unión con el Sacrificio de la Cruz y con su Resurrección y Ascensión al Cielo– es determinante para contemplar a Cristo que quiere encarnarse en nuestro quehacer, animar desde dentro hasta las acciones más humildes 690. El don de ciencia hace comprender rectamente lo que son y lo que han de ser las cosas creadas, según los designios divinos de la creación y de
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la elevación al orden sobrenatural 691. También aquí es patente la importancia de este don para la contemplación en la vida ordinaria. Facilita hacerse cargo de modo "divino" del sentido de las realidades temporales. "Comprender rectamente lo que son las cosas creadas" significa comprenderlas desde Dios, entrever su más hondo sentido y valor, captar con prontitud y seguridad su ordenación a la gloria de Dios. El don de ciencia hace ver con nueva luz las realidades terrenas como camino de santificación y de apostolado. Por eso mismo preserva del engaño que sufrieron nuestros padres en el paraíso, de servirse de un bien creado para "ser como Dios". El don de consejo tiene por objeto que, juzgando bien sobre lo que es la voluntad de Dios en cada momento y para cada uno, podamos también aconsejar a los demás 692. Otorga una facilidad sobrenatural para reconocer los designios divinos en las circunstancias singulares. La santidad, como sabemos, se alcanza en la Iglesia, no aisladamente. El Espíritu Santo guía hacia las cumbres de la santidad –la vida contemplativa en medio del mundo– no sólo actuando en el alma sino también sirviéndose de unos miembros de la Iglesia para que ayuden a otros. El don de consejo dispone especialmente a ser dóciles a esa acción del Espíritu Santo y a ser buenos instrumentos suyos en la guía de los demás. Aun careciendo de talento, de renombre y de fortuna, podemos ser instrumentos eficaces, si acudimos al Espíritu Santo para que nos dispense sus dones 693. El don de fortaleza vigoriza la fe para superar las dificultades a la vida contemplativa en medio del mundo, y para no dejar de sostener a otros en el camino de la santidad y del apostolado. Otórganos –suplica san Josemaría al Espíritu Santo– el don de fortaleza que nos haga firmes en la fe, constantes en la lucha 694. Aunque el nombre de este don coincide con el de la virtud cardinal correspondiente, se distingue de ella en que no es un hábito humano elevado por la gracia, sino una nueva conformación de la tendencia irascible que la dispone a ser movida directamente por el Espíritu Santo, de tal modo que la fortaleza se experimenta en cierto modo como "prestada" 695, como algo que nos excede absolutamente y que, por eso, no lleva a la soberbia sino a la humildad. Nuestra fortaleza es prestada: es la fortaleza misma de Cristo, fortaleza para el bien de todas las almas 696. Finalmente, san Josemaría pide al Paráclito el don de temor, que haciéndonos aborrecer todo pecado, imprima en nuestro corazón el espíritu de adoración y una profunda y sincera humildad 697. Como se puede ver, destaca que el temor se ordena al "espíritu de adoración", constitutivo de la contemplación de Dios. Es adoración filial, penetrada de una profunda
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humildad que procede del reconocimiento de la propia bajeza y, a la vez, de la sencilla familiaridad de un hijo que desea agradar a su padre y se preocupa de que los demás, en lugar de disgustarle, también le agraden. El temor de Dios es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano 698. El temor que infunde el Espíritu Santo a través de este don no es un "miedo a Dios" que lleva a huir de Él. San Juan Apóstol escribe unas palabras que a mí me hieren mucho: "qui autem timet, non est perfectus in caritate". Yo lo traduzco así, casi al pie de la letra: el que tiene miedo, no sabe querer 699. Al contrario, el don de temor induce a acercarse humildemente a la majestad divina, con suma reverencia pero con absoluta confianza en su amor y en su misericordia paterna. En conclusión podemos decir que los dones son, para san Josemaría, las perfecciones que prolongan las virtudes para hacer accesible a todo cristiano la vida contemplativa y, concretamente, la contemplación en medio del mundo, bajo la acción del Espíritu Santo. Leo Scheffczyk ha comentado así la predicación de Josemaría Escrivá de Balaguer en este tema: "Desde la conciencia creyente de la comunión personal de vida y de obras con las Personas divinas, que capta la esencia de la gracia en cierto modo desde su más alta cumbre, se abre para el cristiano una plenitud espiritual y una sobrenatural riqueza que convierten su camino en el mundo en una senda de altura, a pesar de la experiencia de la flaqueza puramente humana, de la miseria y del sufrimiento que le sigue acompañando siempre. Pero la grandeza de la gracia es tal que se supera toda poquedad y debilidad terrena y presta la base para una actitud vital de confianza, de alegría y de optimismo" 700. Las últimas palabras nos introducen ya en el tema siguiente, pues la vida contemplativa, cuya savia son los dones, se manifiesta en resultados visibles: los frutos del Espíritu Santo. 5.2. Los frutos del Paráclito y la fecundidad apostólica: "Sembradores de paz y de alegría" Después de rogar al Divino Paráclito que infunda sus dones, san Josemaría pide también que conceda sus frutos: los frutos de tu acción soberana en las almas: la caridad, el gozo, la paz, la paciencia, la benignidad, la bondad, la longanimidad, la mansedumbre, la fe, la modestia, la continencia y la castidad 701 La distinción entre dones y frutos está insinuada de algún modo en un texto citado más arriba, al inicio del apartado, cuando san Josemaría dice
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que los frutos se notan 702 como resultado de las virtudes y de los dones. "Se notan" porque son actos del cristiano, que manifiestan la intensidad de la vida sobrenatural infundida por el Espíritu Santo, mientras que las virtudes y los dones son hábitos. "Por sus frutos los conoceréis" (Mt 7, 20), dice el Señor. La maduración de estos frutos muestra con progresiva claridad la vida de Cristo en el cristiano. Comentaremos sólo los tres primeros –la caridad, la alegría y la paz– porque a ellos se refiere con más frecuencia san Josemaría y porque, como ya se dijo, en la serie de frutos mencionados en Ga 5, 22-23 no es el número lo principal. San Pablo no ofrece un elenco completo: señala sólo algunos, para describir el género de conducta de los que "viven según el Espíritu Santo" 703. 1) El primer fruto se llama "caridad" (caritas). No se trata de la virtud homónima, sino de unos actos de amor divinamente perfectos por la acción del Paráclito: actos continuos, no esporádicos o "intermitentes", porque cuando las virtudes y los dones actúan impregnan todo lo que se hace. La caridad en cuanto fruto es como la luz y el calor que "irradian" las personas enamoradas de Dios. Lo retrata con sencillo candor un punto de Surco: Me abordó aquel amigo: "me han dicho que estás enamorado". – Me quedé muy sorprendido, y sólo se me ocurrió preguntarle el origen de la noticia. Me confesó que lo leía en mis ojos, que brillaban de alegría 704. Sin mencionar la caridad como fruto, estas palabras lo retratan como un "enamoramiento de Dios", un característico estado interior que de algún modo se advierte también desde fuera. Se nota en todo que uno está enamorado, "porque al amar a Dios con todo el corazón, dirigiéndolo todo hacia Él, todos nuestros impulsos quedan unificados" 705. San Josemaría habla a este respecto de unidad de vida: de la unidad de todos los actos al estar informados por la virtud de la caridad. Probablemente se puede decir que el fruto del Espíritu Santo llamado "caridad" coincide con esa "unidad de vida" 706. El tema tiene tal relieve en san Josemaría que le dedicaremos el epílogo del libro, después de haber estudiado, en la Parte III, otros aspectos imprescindibles para poder exponerlo globalmente. Lo dejamos, pues, para más adelante. 2) El segundo fruto es la alegría (Gaudium). De él dice santo Tomas que es "cierto acto y efecto de la caridad" 707, ya que "la misma virtud de la caridad inclina a amar, a desear el bienamado, y a gozarse en él"
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708. Al comentar Ga 5, 22, Albert Vanhoye observa que "el amor lleva consigo la alegría porque corresponde al deseo más profundo del corazón, a la aspiración más fuerte de la persona humana, que ha sido creada para ser amada y para amar" 709. San Josemaría lo expresa de una forma característica: La alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina 710 (a veces añade que es consecuencia de la lucha por vivir como hijo de Dios 711). La afirmación equivale a que la alegría es acto y efecto de la virtud de la caridad, porque ésta es la esencia de la vida de un hijo de Dios. Quien se sabe hijo amado por el Padre, se goza inmensamente de esa dignidad y de ese amor. La alegría será el tono propio de su vida, fruto de la acción del Paráclito. Un punto de Surco lo describe con la viveza de quien lo experimenta: "¿Contento?" –Me dejó pensativo la pregunta. –No se han inventado todavía las palabras, para expresar todo lo que se siente –en el corazón y en la voluntad– al saberse hijo de Dios 712. Otras veces comenta: que estén tristes los que se empeñan en no reconocerse hijos de Dios 713. Para que se dé el fruto de la alegría es preciso cultivarlo: es necesario sobre todo cuidar la calidad del amor. Servite Domino in laetitia, servid al Señor con alegría (Sal 99, 2) 714, encarece san Josemaría, porque "Dios ama al que da con alegría" (2Co 9, 7). Sin alegría no se puede servir: ¿os imagináis vosotros que alguien os sirviera entre penas y llantos? 715 Cuando en la vida cristiana no hay alegría, será necesario buscar la causa, examinar por qué no se da ese fruto. Si hay tristeza y no es una "tristeza según Dios" (2Co 7, 11), a la que nos referiremos después, será por falta de amor a Dios, de generosidad para entregarse al cumplimiento de lo que Él pide. ¿No hay alegría? –Piensa: hay un obstáculo entre Dios y yo. – Casi siempre acertarás 716. Esa tristeza puede sobrevenir también por que no se vive la caridad con el prójimo; con frecuencia, por guardar resentimientos en vez de perdonar enseguida: ¿qué hemos de hacer para estar contentos? Os daré mi experiencia personal: primero, saber perdonar 717. También puede ser que alguna de las virtudes necesarias para vivir la caridad estén poco desarrolladas: la fortaleza, la castidad, la pobreza... o ese cúmulo de virtudes del "buen carácter" que permiten afrontar la realidad con visión positiva y hacer amable la convivencia. Son las virtudes que se echan de menos en esas personas malhumoradas, agrias, de celo amargo, de modales bruscos, que no encuentran nunca nada bueno, que todo lo ven negro, que tienen miedo a la legítima libertad de los hombres, que no saben sonreír 718. En todo caso, cuando hay tristeza suele haber una raíz de amor propio desordenado, porque así como la alegría es
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efecto de la caridad, la tristeza es la escoria del egoísmo 719, la envoltura de tu soberbia 720. Sin embargo, "mientras que la tristeza del mundo produce la muerte" (2Co 7, 10), hay también una "tristeza según Dios" (2Co 7, 11), que es compatible con el amor; más aún, es consecuencia suya: la tristeza ante la ofensa a Dios –clara señal de identificación con el querer divino, "que produce un arrepentimiento saludable" (2Co 7, 10)– y también la tristeza que se deriva de la resistencia natural a sufrir el dolor y la muerte, aunque se acepten de buen grado por amor a Dios, para reparar por el pecado. Esta tristeza la experimentó el Redentor en el Huerto de los Olivos (cfr. Mt 26, 38; Mc 14, 34), y la experimentan quienes quieren corredimir con Él 721. Manifiesta el amor, es fuente de mérito y trae consigo la esperanza de la promesa de Jesús: "Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados" (Mt 5, 4). No se confunda la tristeza que es consecuencia del egoísmo, con la que sobreviene ante el pecado o la falta de amor a Dios en otras personas y ante los sufrimientos que comporta participar en la misión redentora. Menos aún hay que confundirla con el cansancio que pueden causar el trabajo o las contrariedades. Si queremos vivir para el Señor, no nos faltará la alegría, aunque descubramos nuestros errores y nuestras miserias. La alegría se mete en la vida de oración, hasta que no nos queda más remedio que romper a cantar: porque amamos, y cantar es cosa de enamorados 722. 3) El tercer fruto es la paz interior. En relación con él, como punto de referencia para la enseñanza de san Josemaría, podemos tomar la clásica definición de san Agustín: la paz es "tranquillitas ordinis" 723, la tranquilidad o estabilidad en el orden. Sin entrar aquí en la multitud de aspectos de esta noción, digamos sólo que en la vida espiritual una persona tiene paz cuando se encuentra "establemente ordenada" respecto a Dios, a los demás y dentro de sí misma. Esta paz se considera fruto del Espíritu Santo en cuanto que, como la alegría, "es un acto propio de la caridad" 724 que el Paráclito derrama en las almas junto con sus dones (cfr. Rm 5, 1.5). En efecto, la caridad es principio de armonía interior porque ordena la voluntad a Dios; y como la voluntad gobierna las demás facultades, quedan correctamente orientadas. Hay paz interior en la medida en que hay "buena voluntad": ordenada a Dios por la caridad. En Camino lo recuerda expresivamente: ¡Paz, paz!, me dices. –La paz es... para los hombres de "buena" voluntad 725. Con otras
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palabras, la paz del alma es consecuencia, en primer lugar, del incondicionado amor a Dios sobre todas las cosas. Se pierde la paz en la medida en que falta este principio absoluto de "buena voluntad", lo que sucede cuando conscientemente se prefieren las criaturas al Creador. Se produce entonces una división interior llena de contradicciones: Tu experiencia personal –ese desabrimiento, esa inquietud, esa amargura– te hace vivir la verdad de aquellas palabras de Jesús: ¡nadie puede servir a dos señores! 726 Uno de los dos señores ha de ceder su puesto. Si se prefiere a "Mammona" (cfr. Mt 6, 24; Lc 16, 13), irremediablemente la paz desaparece, sin que pueda retenerse con sucedáneos: No hay paz en muchos corazones, que intentan vanamente compensar la intranquilidad del alma con el ajetreo continuo, con la pequeña satisfacción de bienes que no sacian, porque dejan siempre el amargo regusto de la tristeza 727. La paz es consecuencia de la caridad también en cuanto que ésta quiere para los demás el bien que Dios quiere para ellos: ante todo, que se reconcilien con Él, que le amen. Por eso "Cristo es nuestra paz" (Ef 2, 14), ya que nos ha reconciliado con Dios y entre nosotros. Los hijos de Dios participan de la misión de reconciliar a los hombres con Dios: "Bienaventurados los pacíficos [aquellos que tienen paz y que pacifican], porque serán llamados hijos de Dios" (Mt 5, 9). Dar paz es un distintivo propio de los que se saben hijos de Dios. En la vida presente, la paz no puede lograrse sin lucha contra el pecado, que separa de Dios y de los demás y es causa de división interior. De esta lucha nos ocuparemos en el capítulo 8º. 4) "Que el Dios de la esperanza os colme de toda alegría y paz" (Rm 15, 13). Al igual que el Apóstol, san Josemaría se refiere muchas veces a los dos frutos anteriores conjuntamente 728. Se trata de dos actos de la caridad y de los dones que, aun siendo distintos, se dan siempre a la vez. Probablemente por esto se refiere con frecuencia no sólo a la alegría "y" a la paz, sino a la alegría "con" la paz: el Gaudium cum pace. Una alegría serena 729, que mantiene la "tranquilidad en el orden"; y, a la inversa, una paz alegre, que se goza porque posee ya un anticipo de la victoria definitiva. El "gaudium cum pace" –la alegría y la paz– es fruto seguro y sabroso del abandono 730, señal inconfundible del "sentido de la filiación divina" que lleva a descansar en Dios, y de una vida coherente con esta filiación. Es, en definitiva, prueba de que se camina hacia la identificación con Cristo.
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En esta línea san Josemaría predica también que los hijos de Dios han de ser siempre sembradores de paz y de alegría 731. Con la caridad, seréis sembradores de paz y de alegría en el mundo 732. Esta significativa expresión pone una vez más de manifiesto que la santidad es inseparable del apostolado. Así como los frutos de un árbol llevan dentro de sí la semilla de nuevos frutos, así el Gaudium cum pace, fruto del Espíritu Santo, encierra la capacidad y la exigencia de dar fruto en otras almas. Quien lo tiene, necesariamente será "sembrador de paz y de alegría". Cuanto más maduramente lo posea, mayor será su afán apostólico y su siembra efectiva de vida cristiana. Los frutos del Espíritu Santo –la caridad, el gozo y la paz...– no son "decorativos" ni sólo "manifestativos" de la propia vida interior: son "frutos apostólicos" en el sentido de que contienen la semilla destinada a ser sembrada en otras almas, como el grano de trigo que cae en tierra y muere para dar nuevo fruto (cfr. Jn 12, 24). La paz y la alegría son frutos verdaderos cuando se reproducen en otras almas. Con razón dice Scheffczyk que la predicación de san Josemaría logra "dar acceso al Evangelio y a todo el cristianismo como mensaje de alegría y como religión de la verdadera felicidad espiritual" 733. A modo de síntesis podemos concluir este apartado diciendo que, en san Josemaría, la vida cristiana requiere los dones del Espíritu Santo porque la santidad que propone es vida contemplativa en medio del mundo, y que requiere los frutos del Espíritu Santo porque la fecundidad apostólica que está llamada a tener sólo se da por la exuberancia de la caridad, la alegría y la paz: por el amor de Dios, que se desborda, dándose a los demás 734, por una siembra concreta de paz y de alegría 735. La contemplación en medio del mundo y el apostolado son inseparables, como son inseparables los dones y los frutos del Espíritu Santo. *** Algunas aplicaciones prácticas 1. Tratar al Espíritu Santo. En la dirección espiritual no se ha de perder de vista una verdad elemental: que no sois ni el modelo ni el moldeador. El modelo es Jesucristo; el modelador, el Espíritu Santo, por medio de la gracia 737. Hay, sin duda, tiempos de gracia –como pueden ser determinados acontecimientos en la vida de una persona, o los tiempos litúrgicos como la Cuaresma, o un curso de retiro espiritual, etc.–, pero "los tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder" (Hch 1, 7) no dependen, evidentemente, de cálculos y estrategias humanas, y hay que respetar el misterioso obrar del Espíritu que "sopla donde quiere" (Jn 3, 8), ayudando a que el alma no oponga resistencia a los toques de la gracia.
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Para eso es importante ayudar a buscar la intimidad con el Paráclito: Frecuenta el trato del Espíritu Santo –el Gran Desconocido– que es quien te ha de santificar 738. Se puede fomentar ese trato enseñando a invocarle, por ejemplo con oraciones de la liturgia (Veni, Sancte Spiritus...; Veni, Creator Spiritus...; Ure igne Sancti Spiritus...). Pero al ser la vida espiritual radicalmente iniciativa del Paráclito en nosotros, más que de hablarle se trata de escucharle y dejarse guiar por Él. Así lo descubrió muy pronto san Josemaría a raíz de un consejo que le dio su confesor: Me ha dicho: "tenga amistad con el Espíritu Santo. No hable: óigale" 739. A continuación escribe unas palabras que invitan a ir por el mismo camino: Haciendo oración, una oración mansa y luminosa, consideré que la vida de infancia, al hacerme sentir que soy hijo de Dios, me dio amor al Padre; que, antes, fui por María a Jesús, a quien adoro como amigo, como hermano, como amante suyo que soy... Hasta ahora, sabía que el Espíritu Santo habitaba en mi alma, para santificarla..., pero no cogí esa verdad de su presencia (...). Siento el Amor dentro de mí: y quiero tratarle, ser su amigo, su confidente..., facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender... No sabré hacerlo, sin embargo: Él me dará fuerzas, Él lo hará todo, si yo quiero... ¡que sí quiero! Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa el pobre borrico agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderse, y seguirte y amarte. Propósito: frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil del Espíritu Santo. Veni Sancte Spiritus! 740 2. Aprender a vivir la caridad. La esencia de la vida cristiana es la caridad. Es un amor filial a Dios que se ha de manifestar especialmente en el trato con quienes están más cerca: una caridad alegre, dulce y recia, humana y sobrenatural; caridad afectuosa, que sepa acoger a todos con una sincera sonrisa habitual; que sepa comprender las ideas y los sentimientos de los demás 741. Ponte siempre en las circunstancias del prójimo: así verás los problemas o las cuestiones serenamente, no te disgustarás, comprenderás, disculparás, corregirás cuando y como sea necesario, y llenarás el mundo de caridad 742. También el amor a uno mismo debe ser verdadera caridad; de lo contrario será "amor propio" desordenado. Si es verdadera caridad –amor a uno mismo por Dios– tendrá como manifestación el olvido de sí. La paradoja es sólo aparente, pues quien ama a Dios se sabe amado por Él y se abandona completamente en sus manos. No pongas tu yo en tu salud, en tu nombre, en tu carrera 743. Hay que saber olvidarse de uno mismo; hay que saber arder delante de Dios, por amor a los hombres y por amor a Dios,
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como esas candelas que se consumen delante del altar, que se gastan alumbrando hasta vaciarse del todo 744. 3. Guiarse por la razón iluminada por la fe. La caridad presupone la fe. Para ayudar a crecer en caridad, muchas veces hay que "ir a la cabeza" antes que a la voluntad: hay que fortalecer la fe, evitando el voluntarismo. Esto requiere no sólo el conocimiento de la doctrina sino también una actitud "mental" de confianza en Dios y en los medios que nos ofrece para saber lo que tenemos que hacer. Nos ha dado la razón, nos ha hablado por medio de la Revelación que el Magisterio custodia, y nos guía a través de las personas que tienen el oficio de Buen Pastor. La consideración anterior puede ayudar a captar mejor las siguientes palabras de san Josemaría. Dice que su "pedagogía" se compone de afirmaciones, no de negaciones, y se reduce a dos cosas: obrar con sentido común y con sentido sobrenatural. Entre otras manifestaciones de esa pedagogía, hay una que puede expresarse así: mucha confianza en Dios, confianza en los demás, y desconfianza en nosotros mismos 745. Esta actitud garantiza que la vida espiritual esté dirigida por la fe; es decir, por una razón que confía completamente en Dios y en los cauces que Dios emplea, y no se fía tanto de las propias luces y fuerzas. ¡Señor!, no te fíes de mí. Yo sí que me fío de Ti 746. 4. Conocimiento propio. Un aspecto importante de la humildad es el realismo en la vida espiritual. Se requiere, además del conocimiento de Dios, el conocimiento propio. "Noverim Te, noverim me" 747, decía san Agustín: que Te conozca y que me conozca. No se trata sólo de saber en general que "la persona humana" ha sido creada, elevada, redimida..., sino de conocer nuestras características singulares y concretas: temperamento, carácter, virtudes que se van adquiriendo con la gracia de Dios, defectos dominantes... Este conocimiento propio se alcanza en la oración y en la dirección espiritual, y exige espíritu de examen. Además de conocerse hay que aceptarse como se es, que no es lo mismo que conformarse. Es indispensable no ignorar la realidad – cualidades positivas, limitaciones, defectos– y obrar de acuerdo con ella. Por ejemplo, una persona humilde, realista, sabe cuáles son sus debilidades y no se pone en peligro dialogando con las tentaciones. También sabe estar en su lugar, sencillamente y sin complicaciones interiores. Es a veces corriente, incluso entre almas buenas, provocarse conflictos personales, que llegan a producir serias preocupaciones, pero que carecen de base objetiva alguna. Su origen radica en la falta de propio conocimiento, que conduce a la soberbia: el desear convertirse en el centro de la atención y de la
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estimación de todos, la inclinación a no quedar mal, el no resignarse a hacer el bien y desaparecer, el afán de seguridad personal. Y así muchas almas que podrían gozar de una paz maravillosa, que podrían gustar de un júbilo inmenso, por orgullo y presunción se trasforman en desgraciadas e infecundas 748. Hemos visto que la virtud de la esperanza es "esperanza de ser santos" y "esperanza de dar fruto apostólico". San Josemaría se refiere con frecuencia a estos aspectos hablando de "deseos" (de santidad, de dar fruto) porque en la vida cristiana la esperanza se manifiesta con frecuencia en los santos deseos, que no son quimeras. Lo resume un punto de Surco: Deja que se consuma tu alma en deseos... Deseos de amor, de olvido, de santidad, de Cielo... No te detengas a pensar si llegarás alguna vez a verlos realizados – como te sugerirá algún sesudo consejero–: avívalos cada vez más, porque el Espíritu Santo dice que le agradan los "varones de deseos". Deseos operativos, que has de poner en práctica en la tarea cotidiana 749. La relación entre humildad y entrega a los demás. San Josemaría señala un camino eficaz para ser humildes: Darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría 750. Estas palabras enseñan que la caridad excava su propio fundamento, que es la humildad, porque "darse a los demás", en un cristiano, es ejercicio de la caridad que lleva a profundizar en la humildad, la cual a su vez permite que se levante más alto y seguro el edificio de la vida cristiana. El ideal de la contemplación en medio del mundo. Los dones del Espíritu Santo hacen posible la contemplación en los tiempos dedicados a la oración y en las ocupaciones de la vida ordinaria. El Paráclito los concede a todos los que no ponen obstáculos y los desean, los piden y los buscan. No hacen falta talentos especiales. Hay almas oscuras, ignoradas, profundamente humildes, sacrificadas, santas, con un sentido sobrenatural maravilloso: Yo te glorifico, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeñuelos (Mt 11, 25) 751. Apéndice Amor filial y amor esponsal Al exponer los temas de este volumen, sobre todo la filiación divina y la caridad, hemos visto que san Josemaría habla del amor del cristiano a Dios como "amor filial". No hemos hablado, en cambio, de "amor esponsal" 752, porque no emplea esta expresión, diversamente a otros maestros de vida espiritual. Nos parece de interés reflexionar sobre
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este punto y lo hacemos en un "apéndice" porque no vamos a tratar de una enseñanza de san Josemaría sino más bien de un silencio suyo acerca de una terminología tradicional que sin duda conoce y que, sin embargo, apenas usa. La cuestión es la siguiente: a lo largo de la historia, muchos de los grandes maestros espirituales como san Bernardo, santa Teresa de Jesús o san Juan de la Cruz, han comparado la unión del cristiano con Dios a un "matrimonio espiritual" 753. Más en general, bastantes autores de espiritualidad hablan asiduamente del amor a Dios como de un "amor esponsal" o "nupcial". Se toma ocasión del amor entre los esposos en esta tierra –su entrega mutua, su compromiso indisoluble, su apertura a la fecundidad, etc.– para hablar del amor a Dios, después de purificar los términos de lo que es simplemente terreno y de elevarlos a un sentido espiritual. San Josemaría aplica con mucha frecuencia a la Santísima Virgen el título de "esposa de Dios Espíritu Santo" o de "esposa de Dios" y se refiere también a la Iglesia como "esposa de Cristo" 754, según la doctrina paulina (Ef 5, 23-28). Pero cuando trata de la relación del cristiano con Dios o con Cristo o con la Iglesia, no emplea casi nunca términos esponsales. A primera vista puede sorprender que no lo haga porque, si llama al cristiano "otro Cristo, el mismo Cristo", se podría decir que es "esposo" de la Iglesia análogamente a como lo es Cristo; y viceversa, considerando que es miembro de la Iglesia, esposa de Cristo, se podría decir que es "esposo de Cristo" y, por tanto, también "esposo de Dios", pues Jesucristo es Dios. Sin embargo, como decíamos, san Josemaría no se dirige a Dios como "esposo", ni se suele referir a la relación del cristiano con la Iglesia en términos esponsales. Véase, por ejemplo, el siguiente texto, en el que llama a la Iglesia "Esposa de Cristo" y, en cambio, "Madre del cristiano": Has de amar a la Esposa de Cristo, tu Madre, que está, y estará siempre, limpia y sin mancilla 755. Cuando habla de la unión del cristiano con Cristo tampoco emplea, generalmente, una terminología esponsal: no dice que "el alma es esposa de Cristo", o que el cristiano ha de amar a Cristo como "esposo". No lo hace nunca en sus obras escritas, publicadas o en fase de publicación. En cambio, la usa alguna vez en su predicación oral. Concretamente, en siete ocasiones entre los años 1956-59 –es la época en la que Pío XII publica la encíclica Sacra virginitas (25-III-1954)–, hablando a mujeres laicas que se han entregado a Dios acogiendo el don del celibato apostólico, dice al modo de san Ambrosio, de san Atanasio y de otros Padres citados por Pío XII, que
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son esposas 756 de Jesucristo. Después de esos años, san Josemaría prácticamente no vuelve a usar esa metáfora salvo en dos o tres ocasiones en los años setenta 757, siempre en frases muy breves y sin detenerse a explicarla. Los pocos textos a que nos hemos referido muestran que conoce la terminología "esponsal" (cosa por lo demás evidente, en un lector asiduo de los clásicos de espiritualidad). Pero a la vez, resulta significativo que la emplee tan escasamente en las casi 13.000 páginas que suman sus escritos y apuntes de la predicación oral 758. En cambio, se dirige constantemente a Dios llamándole Padre, según las palabras de Jesús: "cuando oréis, decid: Padre..." (Lc 11, 2), y habla del amor a Dios como de un "amor filial", un "amor de hijos de Dios" (o de hijas de Dios): un amor fundado en la realidad de la filiación divina adoptiva 759. No hay duda de que los términos "filiales" son los habituales en su predicación. (Por supuesto, nos referimos siempre aquí, como en el capítulo 4º, a la filiación divina sobrenatural; no a la filiación a Dios que tiene todo hombre por su condición humana, sino a la del cristiano por la gracia santificante). ¿Cómo interpretar estos hechos? ¿Por qué motivo san Josemaría no se refiere con más frecuencia a la unión con Dios como unión esponsal? ¿Implica una ruptura con la doctrina espiritual precedente? O bien, ¿hay alguna relación entre el "amor filial" y el "amor esponsal"? Y, en fin, ¿qué significado tienen las pocas veces en las que se refiere a una esponsalidad del cristiano con Cristo? Estas cuestiones merecerían un estudio amplio, pero sólo se podrán afrontar rigurosamente cuando se disponga de la edición crítica de los textos. En este apéndice nos proponemos únicamente dejar planteado el tema y ofrecer algunas consideraciones provisionales que puedan ser útiles a la reflexión del lector. En nuestra opinión, conviene distinguir dos modos de hablar de "esponsalidad del cristiano con Dios" y, en consecuencia, de "amor esponsal a Dios". Uno general, aplicable a cualquier cristiano corriente –ya sea varón o mujer, casado o célibe–, y otro particular y propio del estado de "vida consagrada". A estos dos modos habría que añadir un tercero, el de la esponsalidad de los sacerdotes por razón del sacramento del Orden, pero tradicionalmente se considera como una esponsalidad con la Iglesia que deriva de que, al actuar sacramentalmente in Persona Christi Capitis, el sacerdote (presbítero u obispo) hace las veces de esposo de la Iglesia en el mismo sentido que lo es Cristo. Es una esponsalidad ministerial, originada
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por el sacramento del Orden, que no se puede aplicar a los fieles laicos y por eso no hablamos ahora de ella 760. En cuanto a los dos primeros modos hay que decir que se distinguen por el fundamento. En el caso de los fieles corrientes, la esponsalidad procede sólo del Bautismo, mientras que en el segundo se trata de una esponsalidad que surge específicamente de la consagración religiosa, distinta de la del Bautismo (al que presupone). Consagración que se realiza por la emisión de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia y su aceptación formal por parte de la Iglesia. Consideremos el primer caso. Todo bautizado, al ser adoptado como hijo de Dios en las aguas del Bautismo, se compromete a vivir de acuerdo con esa dignidad asumiendo los "compromisos bautismales". Estos compromisos representan sin duda una alianza con Dios. Alianza que tiene una cierta semejanza con la del matrimonio porque, por su misma naturaleza, es un pacto de amor de amistad que incorpora a la Iglesia como miembro de un Cuerpo del que Cristo es Cabeza, y que reclama indisolubilidad y se ordena a la fecundidad, es decir, a la transmisión de la vida sobrenatural mediante el ejercicio del sacerdocio común, participación del sacerdocio de Cristo. Por este motivo se puede hablar, con fundamento en la Sagrada Escritura (cfr. Ct 4, 8-12; Os 3, 1 ss., Ef 5, 22-32; 2Co 11, 13; etc.), de una esponsalidad de todo cristiano con Dios por el Bautismo: "in Baptismo fit quoddam spirituale connubium animae ad Deum" 761, dice santo Tomás. Es una esponsalidad que todo cristiano puede asumir en su vida espiritual precisamente porque deriva del Bautismo. Esta esponsalidad se encuentra estrechamente relacionada con la filiación divina adoptiva. En realidad no parece otra cosa que un modo de referirse a que la unión filial con Dios se establece por una "adopción" que tiene lugar en el mismo Bautismo, porque el que es adoptado como hijo tiene una alianza con Dios. Pero los términos "filiación" y "esponsalidad" no tienen el mismo valor para expresar la relación del cristiano con Dios. Cuando se habla de "esponsalidad con Dios" se emplea una metáfora que sirve para poner de relieve un aspecto implicado en la condición de hijos de Dios, mientras que cuando se habla de "filiación divina" no se emplea una metáfora sino un lenguaje propio referido a Dios en sentido analógico. Se puede decir que en el Bautismo el cristiano es hecho realmente "hijo de Dios", de modo análogo a como lo es el Hijo en el seno de la Santísima Trinidad; en cambio, sólo metafóricamente se puede decir que es hecho "esposo de Dios", porque en la Santísima Trinidad no hay "Esposo". En este
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último caso no se está hablando con un lenguaje propio sino metafórico 762. Con otras palabras, cuando se dice que el cristiano es hijo de Dios, se está usando un lenguaje propio en sentido analógico porque existe una Filiación subsistente y el cristiano participa realmente de ella (su filiación se llama adoptiva sólo para distinguirla de la natural, que es el Hijo); en cambio, cuando se dice que es "esposo de Dios" se está hablando metafóricamente, porque no hay en la Santísima Trinidad una "esponsalidad subsistente" de la que el cristiano pueda participar. La esponsalidad, el matrimonio, es una realidad creada y cuando se aplica a la relación con Dios no se puede hacer por analogía con una realidad subsistente en Dios, sino sólo de modo metafórico. En cambio la filiación adoptiva, aunque también es una realidad creada, es participación de la Filiación subsistente en Dios, y por eso el cristiano es hijo de Dios en sentido propio, no metafórico. Lo subraya san Juan cuando escribe: "Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!" (1Jn 3, 1). En la predicación de san Josemaría está presente por todas partes la filiación divina adoptiva y los imperativos que de ella derivan: el amor filial a Dios, la identificación con Cristo, el amor fraterno a los demás y la misión apostólica... No obstante, recurre también al amor humano para describir el amor de los hijos de Dios. Suele decir, por ejemplo: me gustan todas las canciones del amor limpio de los hombres, que son para mí coplas de amor humano a lo divino 763. No tiene inconveniente en aplicar al amor a Dios lo que se afirma del amor humano noble entre un hombre y una mujer, en el noviazgo o en el matrimonio. Este amar a Dios como los amantes de la tierra está dentro del espíritu de filiación divina que predica, porque la adopción de hijos comporta en todos los cristianos –varones y mujeres; célibes, casados o viudos– una alianza de amor con Dios. En san Josemaría, el amor a Dios, la caridad, es virtud "filial". Esa cualidad filial incluye una genérica esponsalidad que corresponde al carácter "adoptivo" de la filiación, como ya hemos observado. En efecto, adoptar es asumir como hijo a quien no lo era. La adopción filial es una cierta asunción como la que se verifica en la Encarnación al asumir el Hijo la naturaleza humana. Y la Encarnación se designa tradicionalmente como un "matrimonio" de la Persona divina con la naturaleza humana, que es el fundamento de las "bodas" de Cristo con la Iglesia, al unirla a Sí como su Cuerpo místico (cfr. Ef 5, 25; Ap 19, 7-9). En este sentido se puede decir metafóricamente que quien es adoptado por Dios es "desposado" por Él, no
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por ser hijo sino por serlo "adoptivo". El Hijo Unigénito no es "esposo" del Padre, porque no es adoptado sino eternamente generado; y cuando asume la naturaleza humana y une así a la Iglesia como Esposa, su "amor esponsal" no es otra cosa que un aspecto de su amor filial al Padre. Así también en el cristiano. Al ser su filiación sobrenatural una participación de la Filiación subsistente, su amor es propiamente filial; dentro de este amor filial, el haber sido adoptado ("asumido como hijo") comporta un rasgo que metafóricamente se puede designar como esponsal. Decimos "metafóricamente" porque se emplea un término propio de las relaciones entre criaturas para designar un aspecto de la relación con Dios, la adopción filial. Nótese que este planteamiento de la relación entre "adopción" y "esponsalidad", no coincide con el de quienes las distinguen reservando el primer término para el momento en que el cristiano recibe la filiación divina (el Bautismo) y el segundo para el momento en que libremente se compromete con Dios. Este modo de ver la "esponsalidad" como desarrollo de la "adopción filial", está en la línea de la consagración religiosa a la que nos referiremos después. No es un simple modo de designar metafóricamente la adopción (salvo que por esponsalidad se entendiera simplemente el descubrimiento de la vocación cristiana, sin ningún otro compromiso que el que deriva de haber tomado conciencia del que ya se tiene por el Bautismo). Si la esponsalidad se entendiera como un compromiso distinto del que es propio del Bautismo, habría que decir que san Josemaría no habla de esa esponsalidad. Él distingue entre el "ser hechos hijos adoptivos de Dios" en el Bautismo y el "tomar conciencia de esa filiación" y decidirse radicalmente a vivir en consecuencia, actuando los compromisos bautismales. A esto último lo llama "entrega a Dios" (no "matrimonio con Dios"): entrega de hijos de Dios que se deciden a amarle con todo el corazón y con las obras. ¿Por qué san Josemaría apenas acude a la metáfora esponsal? Una conjetura que nos parece coherente con su biografía y su enseñanza, es que al descubrir la radicalidad de la condición filial del bautizado, pasa a segundo plano la metáfora de la esponsalidad. Una vez que Dios le hizo experimentar con hondura el "sentido de la filiación divina" para que lo pusiera como cimiento de su vida espiritual, este don le llevó a una profunda contemplación del misterio cristiano en sus términos propios, filiales, que se pueden condensar en la expresión: cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 764 La comprensión de la unión con Cristo que encierran estas palabras, trasciende la metáfora de la
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unión de los esposos in carne una (cfr. Mt 19, 5), aunque no niega su valor para ilustrar algunos aspectos. En este preferir el lenguaje propio al metafórico, san Josemaría sigue, por espontánea intuición más que como fruto de especulación, una regla teológica básica e importante (de modo especial en el campo de la Teología espiritual), que Garrigou-Lagrange enuncia del siguiente modo: "los términos metafóricos son necesarios allá donde no existen términos propios, sobre todo para expresar las relaciones particulares de Dios con las almas interiores. Por esta razón los místicos hablan por metáfora de los desposorios y matrimonio espirituales para designar la unión, en cierta manera transformante, del alma con Dios" 765. Quizá se pueda decir –lo proponemos como una hipótesis– que los místicos a los que se refiere Garrigou-Lagrange –principalmente cita a san Juan de la Cruz, aunque antes están ya san Bernardo, Ricardo de san Víctor y otros– necesitaron recurrir a la metáfora de los desposorios más de cuanto lo necesitó san Josemaría después de haber experimentado, por don de Dios, la realidad sobrenatural de la filiación divina. El Espíritu Santo conduce a las almas por distintos caminos. A unos les adentra en las profundidades divinas por la hermosa senda de la imagen esponsal y a otros por la vía más recta y sencilla de la realidad filial. En todo caso, también la adopción filial está presente en san Juan de la Cruz, aunque describa la unión con Dios en términos de matrimonio espiritual. Lo mismo que san Josemaría se vale a veces de la metáfora del amor humano, como ya hemos visto, pero siempre para ilustrar algunos aspectos de una vida espiritual fundada en el sentido de la filiación divina. A esto hemos de añadir que en san Josemaría la metáfora del amor humano para hablar del amor divino, no se circunscribe al amor de los esposos. En realidad, lo que busca subrayar con esa metáfora es sobre todo que el cristiano ha de amar a Dios con el mismo corazón con que ama a las personas queridas en esta tierra. Y para esto acude también a otras formas de amor humano, como el de los padres a los hijos o entre hermanos y amigos, incluso con más frecuencia que al amor entre esposos. Escribe, por ejemplo: Hemos de amar a Dios con el mismo corazón con el que queremos a nuestros padres, a nuestros hermanos, a los otros miembros de nuestra familia, a nuestros amigos o amigas: no tenemos otro corazón 766. Y en otro lugar: Ama apasionadamente al Señor. ¡Ámale con locura!, porque si hay amor –¡entonces!– me atrevo a afirmar que ni siquiera se precisan los propósitos. Mis padres –piensa en los tuyos– no necesitaban hacer propósito
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de quererme, ¡y qué derroche de detalles cotidianos de cariño tenían conmigo! Con ese corazón humano, podemos y debemos amar a Dios 767. Pasemos ahora al segundo modo de hablar de la unión esponsal con Dios. Nos referimos al que es propio y específico de la vida consagrada 768. Ya en el siglo ii aparece formalmente en la Iglesia el "ordo virginum", constituido por mujeres que hacían profesión pública de virginidad por el Reino de los Cielos y eran consagradas mediante una ceremonia litúrgica en la que recibían un signo distintivo. Tal consagración era considerada como un "matrimonio espiritual" o "esponsalicio" con Dios 769, y constituye el precedente de la vida religiosa que también será vista por la tradición como signo del "desposorio admirable establecido por Dios en la Iglesia" 770. De este modo, la metáfora de la unión esponsal con Dios ha permanecido durante siglos estrechamente vinculada a la vocación religiosa 771. San Josemaría se refiere a esta unión esponsal con Dios cuando predica a religiosas. Por ejemplo, en 1972, dirigiéndose a una comunidad cisterciense les anima a tener la alegría inmensa de saberos esposas de Cristo 772. En cambio, generalmente no habla de este modo a los fieles corrientes. Si reserva más bien la metáfora esponsal para el estado religioso y prefiere no aplicarla a los laicos, nos parece que es para evitar confusiones entre la vocación laical y la religiosa, y entre las características específicas de la vida espiritual en uno y en otro caso. Él enseña –hemos de repetirlo– a fundar la vida espiritual en la filiación divina recibida en el Bautismo, cultivando en todo momento la conciencia de ser hijos de Dios, mientras que en las espiritualidades religiosas, la vida espiritual se funda en una consagración posterior a la del Bautismo –la consagración religiosa por los tres votos–, entendida como una "unión esponsal" con Dios. Esta "unión esponsal" comporta un cierto "apartamiento" del mundo, en el sentido de una nueva relación con las actividades temporales que tiene por objeto dar testimonio de los bienes futuros –testimonio escatológico–: relación distinta a la de aquellos que tienen por misión santificar el mundo desde dentro. Se trata, en definitiva, de planteamientos diversos de la vida espiritual. Diversos en el sentido de alternativos, no en el de contrapuestos, porque ambos parten del Bautismo y miran a la gloria. Por eso, ni la metáfora esponsal es ajena a los laicos –ya hemos visto que hay una esponsalidad genérica fundada en el Bautismo–, ni, menos aún, el espíritu de filiación divina es extraño a los religiosos 773: les pertenece por el Bautismo, y en él se apoya su específica consagración esponsal.
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En este sentido, se fundaría sólo en el Bautismo, no en la específica consagración religiosa post-bautismal, y vale entonces lo que hemos dicho en los párrafos anteriores. Por lo demás no queremos omitir que san Josemaría recomendaba a los laicos la lectura de estos grandes santos y maestros de espiritualidad, no sólo para que admirasen las elevadas cotas de su amor, sino para que sacaran ejemplo y se beneficiaran de lo más sustancial de su doctrina espiritual, que ciertamente tiene valor universal. ¿Qué decir, por último, de esas pocas ocasiones en las que san Josemaría llama "esposas de Cristo" a mujeres que son fieles corrientes? A lo largo de su vida tuvo que esforzarse en recuperar para los fieles laicos un cierto número de términos que, en la práctica, se reservaban a la vocación religiosa, aunque en la antigüedad habían sido patrimonio de todos. Por ejemplo, el término "perfección" había llegado a vincularse de tal modo al "estado de perfección" propio de los religiosos, que comúnmente no se pensaba que la vida en medio del mundo y en particular el matrimonio pudieran ser un "camino de perfección". De ahí que se vea en la necesidad de recordarlo: Tienes obligación de santificarte. –Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto" 774. En nuestra opinión, los pocos textos "esponsales" a que nos hemos referido manifiestan un intento de aplicar la metáfora esponsal a la vida espiritual de los fieles corrientes, refiriéndola a la esponsalidad bautismal, es decir, a una concreta aplicación de la metáfora: la que sirve para ilustrar algunos aspectos de la adopción filial en el Bautismo. Pero esto podría dar lugar a equívocos si no se desvinculaba de la consagración religiosa y se aclaraba que se estaba hablando de otra esponsalidad, vinculada sólo al Bautismo. No sucedía con el término "esponsal" lo mismo que con el de "perfección", que pertenece a todos por igual, aunque se llegue a ella por diversos caminos. Hay una esponsalidad específica de los religiosos, cuya identidad es preciso reconocer y proteger como un bien para toda la Iglesia. Quizá por esto abandonó el término al dirigirse a laicos. Por otra parte, podría suceder que al presentar a los laicos el ideal de la unión con Dios en términos esponsales (ligados únicamente al Bautismo), se volvieran a invertir los conceptos, como ya había sucedido en la historia, pasando de nuevo a segundo plano el sentido de la filiación divina. Hay que tener en cuenta que la metáfora del "matrimonio con Dios"
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suscita sentimientos y actitudes interiores que, si no se enmarcan en la condición filial, pueden acabar suplantándola. Concluimos aquí estas consideraciones. No queremos examinar el contenido de la metáfora esponsal (bautismal) porque no lo hace san Josemaría, ni vamos a detenernos en lo que puede aportar a la comprensión de la realidad filial. Nos basta haber considerado la prioridad de ésta última. El tema queda abierto a futuras reflexiones que, si hubiéramos de llevarlas a cabo, irían en la línea de partir de la analogía filial y de ver qué luces puede aportar, dentro de ella, la metáfora del amor humano para contemplar el misterio de la unión del hombre con Dios.
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