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Spanish Pages 157 [154] Year 2022
UNA RECENSIÓN LITERARIA
HERMENEIA
133 Colección dirigida p o r M iguel G arcía-Baró
S0REN KIERKEGAARD
UNA RECENSIÓN LITERARIA Presentación y traducción de L e o n a r d o R o d r íg u e z D
uplA
EDICIONES SÍGUEME SALAMANCA
2022
Traducción de Leonardo Rodríguez Duplá sobre el original danés En literair Anmeldelse © Ediciones Sígueme S.A.U., 2022 C/ García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca / España Tel.: (+34) 923 218 203 - [email protected] www.sigueme.es ISBN: 978-84-301-2143-4 Depósito legal: S. 437-2022 Impreso en España / Unión Europea Imprenta Kadmos, Salamanca
CONTENIDO
de Leonardo Rodríguez D u p lá................ Un propósito incumplido .......................................... Thomasine Gyllembourg y su novela épocas La teoría de la novela en el joven Kierkegaard ...... La reflexión sobre la novela en Una recensión lite raria ........................................................................... La vertiente política de Una recensión literaria..... Diagnóstico del presente..........................................
P r e s e n t a c ió n ,
1. 2. 3. 4. 5. 6.
9 9 11 15 20 23 28
UNA RECENSIÓN LITERARIA Prólogo ............................................................................. Introducción ...................................................................
35 37
I. Resumen de las dos partes de la novela .............. Primera parte: La época de la Revolución ................ El reencuentro de Lusard y Claudine. Segunda parte: La época presente.............................
57 57 61
II. Una interpretación estética de la novela y sus DETALLES ...................................................................... Primera parte ............................................................... Segunda parte .............................................................
65 76 83
III. Resultado de la observación de las dos épocas .. 97 La época de la Revolución ........................................ 98 La época presente....................................................... 107
PRESENTACIÓN
L eonardo R odríguez D upla
1. U n
pr o pó sito in c u m pl id o
El 27 de febrero de 1846 veía la luz el Post Scriptum no cien tífico y definitivo a Migajas filosóficas', el extenso libro con el que Kierkegaard pensaba poner término al ciclo de obras pseu dónimas que había venido publicando a lo largo de los tres años anteriores. El propósito de dejar de escribir, anunciado ya en el título de la obra -no en vano se califica de «definitivo» o «con clusivo» este añadido a las Migajas filosóficas-, se confirmaba en el apartado final del libro, «Primera y última explicación», en el que, con un elocuente gesto de despedida, Kierkegaard re velaba ser el autor de las obras firmadas por sus pseudónimos. Sabemos que su intención era ordenarse a continuación como pastor y ejercer de párroco en el medio rural. El 7 de febrero de 1846 había anotado en su diario: «Mi idea ahora es solicitar un destino como párroco. Durante meses he pedido a Dios que me siga ayudando, porque tengo claro desde hace mucho que ya no debo ser escritor» (SKS 18,278)12. Sin embargo, Kierkegaard no cumplió su propósito. En ello tuvieron parte, sin duda, dos hechos acontecidos en los meses anteriores a la aparición del Post Scriptum y que conviene re cordar. El primero fue la publicación, en octubre de 1845, de la novela Dos épocas, de la escritora Thomasine Gyllembourg, que interesó hondamente a nuestro filósofo. Debatiéndose en 1. S. Kierkegaard, PostScriptum no científico y definitivo a « Migajas f sóficas», trad. JavierTeira y Nekane Legarreta, Sígueme, Salamanca 201 i. 2. Citamos a Kierkegaard por los Sen=[ SKS] (Co penhague 1997-2012), con indicación de volumen y página.
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iré la decisión de abandonar la escritura y la propensión a vol car en el papel el flujo incesante de su pensamiento, Kierke gaard encontró una solución de compromiso: ya no sería autor de obras propias, pero sí escribiría, para terminar, una breve recensión de la novela de Gyllembourg. Minimizando el alcan ce de esta inconsecuencia, en la misma entrada de diario en la que declaraba tener claro que no debía seguir siendo escritor, Kierkegaard aseguraba no haber «emprendido, a la vez que co rregía las galeradas [del Post Scm], nada nuevo, pequeña recensión de Dosépocas, que es, esta vez sí, c siva» ( ibd)•. Lo cierto es que la recensión no resultó tan breve como él había pensado, sino que creció hasta convertirse en un libro. Dado que la amplitud del texto hacía inviable su acepta ción por una revista literaria, Kierkegaard decidió publicarla por cuenta propia, como había hecho con el resto de sus obras. Así es como el 30 de marzo de 1846, pocas semanas después de aparecer el Post Scñptum, vio la luz Una recensión literaria, el texto que presentamos. El segundo hecho determinante fue el sonado conflicto de Kierkegaard con el semanario satírico El corsario. En el origen de la polémica está la recensión de Estadios en el camino de vida publicada por Peder Ludvig Moller en el anuario Gcea el 22 de diciembre de 1845, en la que se acusaba a Frater Taciturnus, uno de los autores pseudónimos creados por Kierkegaard en esa obra, de haber diseccionado cruelmente, para colmo en público, la relación del filósofo con su antigua prometida, Regine Olsen. Kierkegaard reaccionó con indignación en un artícu lo publicado el 27 de diciembre en el periódico Fcedrelandet, en el que, tras rechazar las acusaciones y no dudar en atribuirlas a las escasas luces de Moller, revelaba la vinculación de este con El corsario e incluso expresaba su deseo de aparecer pronto en las páginas de esa publicación. Y eso fue justamente lo que sucedió: a partir del 2 de enero y a lo largo de varios meses, Kierkegaard fue objeto de las burlas inmisericordes de El cor sario. El 10 de enero, el filósofo volvía a escribir en Fcedrelan det expresando su desprecio por quienes se ganan la vida escar
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neciendo a los demás y señalando la diferencia entre la ironía mercenaria de El corsario y la verdadera ironía socrática. Esta fue la última intervención directa de Kierkegaard en la polé mica, pues, si bien en las semanas siguientes bosquejó algunos textos más sobre El corsario, no llegó a darles forma definitiva para su publicación. Dado que la mayor parte de Una recensión literaria se redactó en los meses de enero y febrero de 1846, su composición coincidió con el inicio e inmediato recrudeci miento de la campaña de la revista satírica. No es extraño, por tanto, que el libro sobre la novela de Gyllembourg contenga alusiones a El corsario, que sin embargo nunca es citado expre samente. De hecho, parte de las reflexiones contenidas en los bosquejos no publicados a los que se acaba de hacer referencia fueron incorporadas al texto de Una recensión literaria. Por otra parte, la resonancia alcanzada por la polémica en Copenhague dio al traste con el proyecto de Kierkegaard de retirarse a una parroquia alejada de la capital, pues este gesto habría sido inter pretado como el reconocimiento de su derrota.
2. Thomasine Gyllembourg y su novela «Dos épocas» La escritora danesa Thomasine Gyllembourg es desconoci da del público lector español, y otro tanto cabe decir de su no vela Dos épocas, que nunca ha sido traducida a nuestra lengua. Conviene, pues, hacer una breve presentación de ambas. Thomasine Gyllembourg (1773-1856) nació en el seno de una próspera familia de comerciantes de Copenhague. Mujer de grandes dotes intelectuales, se movió desde muy joven en los círculos políticamente más avanzados de Dinamarca. Sin ha ber cumplido aún los diecisiete años, contrajo matrimonio con el escritor y activista político Peter Andreas Heiberg, conocido crítico del absolutismo monárquico entonces vigente en Dina marca. El hogar de los Heiberg era frecuentado por numerosas personalidades del mundo cultural y político que simpatiza ban con las ideas de la Revolución francesa. En las Navidades de 1799, debido a sus reiteradas críticas al absolutismo, el ma-
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rido de Thomasine fue condenado al destierro y se estableció en París. Poco después Thomasine obtuvo el divorcio y se casó con el harón Cari Frederik Gyllembourg-Ehrensvárd, exiliado a su vez de Suecia por su complicidad en el atentado que en 1792 había acabado con la vida del rey Gustavo III (magnicidio del que se hace eco Verdi en su ópera bailo Co mo se ve, Thomasine estaba muy familiarizada con el ambiente y las pasiones políticas de la época revolucionaria, que tan bri llantemente habría de retratar en la primera parte de la novela de la que luego hablaremos. La suya fue una vocación literaria tardía. Tras la muerte de su segundo marido, Thomasine se había ido a vivir con su único hijo, el dramaturgo y crítico literario Johan Ludvig Heiberg, fru to de su primer matrimonio. Casado con la famosa actriz Johanne Luise Pátges, Heiberg era una figura de máximo relieve en el ambiente cultural danés de las décadas de 1820 y 1830. El hogar de los Heiberg albergaba en aquellos años el más importante sa lón literario del país. Además de personalidades consagradas, lo frecuentaron jóvenes promesas como el escritor Hans Christian Andersen o el propio Kierkegaard. Como dramaturgo, Heiberg cultivó el vodevil, que consideraba el género teatral más eleva do, mediación superadora de la tragedia y la comedia. Como crítico literario, elaboró una teoría estética deudora de Hegel, cuyo pensamiento introdujo con gran éxito en Dinamarca. Hei berg canalizó buena parte de su actividad publicística a través de la revista Den flyvende Post, que él fundó y dirigió. Fue en las páginas de esta revista donde, a la edad de 53 años, Thomasine Gyllembourg publicó, de forma anónima y por en tregas, su primera novela breve, La familia Polonio (1827). Al año siguiente vieron la luz en la misma revista La llave mágica y Una historia cotidiana. Esta última alcanzó un éxito clamo roso, lo cual animó a la escritora a prolongar su tardía activi dad literaria durante casi veinte años. Deseosa de mantener el anonimato, firmó todas sus obras posteriores como «el autor de Una historia cotidiana», figurando siempre en el frontispicio el nombre de su hijo, J. L. Heiberg, en calidad de editor. En 1845
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vio la luz la última de las novelas de Gyllembourg, épocas, que interesó a Kierkegaard hasta el punto de hacerla objeto de la amplia recensión que presentamos. Kierkegaard, que había frecuentado el círculo de los Heiberg, conocía la identidad de la autora, pero a lo largo de su recensión respetó su deseo de permanecer en el anonimato, refi riéndose en todo momento a ella como «el autor» de la novela. También adoptó el uso establecido de emplear el título de una de las primeras obras de la escritora, Una historia cotidiana, para referirse ya al conjunto de la producción novelística de Gyllem bourg, ya a alguna de las novelas que la integran. A lo largo de Una recensión literaria, Kierkegaard se pro nuncia en términos muy elogiosos sobre la autora de Dos épo cas. No era la primera vez que manifestaba su admiración por ella. Ya en su primera obra publicada, De los papeles de alguien que todavía vive (1838) -devastadora recensión de la novela de Andersen Apenas un músico ambulante-, había alabado el que Una historia cotidiana contuviera una auténtica «concepción de la vida», requisito imprescindible del arte de la novela. Por cierto que en las últimas páginas del Post Scriptum Kierkegaard había reconocido ser el autor de las obras que había publicado bajo pseudónimo, pero no había hecho mención de su libro so bre Andersen. En cambio, en la introducción de Una recensión literaria reconoce ser el autor de De los papeles de alguien que todavía vive (cf. SKS 8, 26). Este hecho es significativo porque permite adivinar un motivo de simetría en la decisión de Kier kegaard de prolongar un poco más su carrera de escritor: esta había de terminar como empezó, es decir, con una reseña litera ria en la que se rendía tributo a Gyllembourg. Digamos también unas palabras sobre Dos épocas. No será preciso presentar detalladamente la trama de la obra, ya que el propio Kierkegaard ofrece un amplio resumen de ella. La novela, publicada en 1845, según se ha indicado, descri be dos épocas de la historia danesa reciente a través del relato de los avatares de una familia de la alta burguesía de Copenha gue, los Waller, en cuya casa se desarrollan muchas de las esce-
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ñas de la obra. La primera época transcurre en la última década del siglo XVI1L y está marcada por los vientos revolucionarios que soplan desde Francia. La segunda época corresponde a la década de 1840. y coincide por tanto con el momento en el que se escribe la novela. Estos dos períodos de la vida danesa están separados por cin cuenta años, pero sobre todo por un profundo cambio en la men talidad y las costumbres. La propia autora advierte en el prólogo de la novela que, contra lo que podría sugerir el título cas., su intención no ha sido describir los grandes acontecimien tos históricos de aquellos años, «sino solo lo que yo llamaría su reflejo doméstico, el efecto que han tenido en la vida familiar, en las relaciones privadas, en las opiniones e intuiciones de los individuos, un influjo por el que todo el mundo, consciente o in conscientemente, se ha visto afectado». Lo que interesa a la es critora es, en efecto, «el poder del espíritu de la época sobre los sentimientos más íntimos de los individuos»3. Por más que en el prólogo de la novela Gyllembourg parez ca adoptar una postura imparcial hacia las dos épocas descritas, la lectura de la obra no deja dudas sobre las preferencias de la autora. En la novela, la época revolucionaria se caracteriza por el idealismo, la pasión y el espíritu de sacrificio de que hacen gala los protagonistas, mientras que la época presente lleva el sello del prosaísmo, el cálculo y la superficialidad. Este diag nóstico es suscrito en sus líneas generales por Kierkegaard, que en su recensión abundará en el planteamiento de Gyllembourg, con la salvedad de que él dará a las expresiones «época revolu cionaria» y «época presente» una connotación más amplia que las libera de su referencia inmediata a la realidad danesa: la pri mera expresión se referirá a cualquier período que encame el socratismo4, mientras que la segunda aludirá a la modernidad en general. El resultado es el más amplio y explícito pronun
3. Cf. T. Gyllembourg, D r e m o g Virkelighed. To Tidsaldre a cargo de A. Broue y A. M. Mai, Copenhague 1986, 73. 4. Al respecto, cf. E. Rocca, Kierkegaard. Secreto y testimonio, Comillas, Madrid 2020,208.
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ciamiento de Kierkegaard en materia política y social de que disponemos, en el marco del cual se expone un juicio crítico sobre la modernidad como época dominada por la reflexión, juicio que ha alcanzado gran resonancia. Pero lo notable es que la crítica social se da aquí la mano, y no por casualidad, con la reflexión estética. En las páginas que siguen nos referiremos sucesivamente a ambos aspectos de Una recensión literaria: primero expondremos el desarro llo de la teoría kierkegaardiana de la novela, partiendo para ello del examen de su invectiva contra Andersen; luego presenta remos la concepción política de Kierkegaard y su crítica de la naciente sociedad de masas. Tendremos ocasión de comprobar que, a juicio del pensador danés, tanto la verdadera literatura como la acción política digna del nombre solo son posibles «si el individuo, en su aislamiento individual, alcanza la intrepidez de la religiosidad» ( K,8 83). 3 S * 3. L a
t e o r ía d e l a n o v e l a en el jo v e n
K ie r k e g a a r d
Se ha mencionado antes que en su primer libro, De los p a peles de alguien que todavía vie, Kierkegaard ya h festado su admiración por la autora de Una historia cotidiana. Este juicio favorable se fundaba en razones que según veremos reaparecerán, elaboradas con mayor amplitud, en Una recen sión literaria. De los papeles de alguien que todavía vive ofrece una am plia y demoledora crítica de la novela de Hans Christian Ander sen Apenas un músico ambulante. Se ha especulado sobre los motivos que llevaron a Kierkegaard a publicar este virulento ataque a un escritor de su misma generación. Tal vez se sentía dolido por la sospecha de haber sido caricaturizado en la figura de un loro charlatán que aparece en el cuento de Andersen chanclos de la fortuna. O tal vez deseaba congraciarse con el influyente círculo de los Heiberg, que sentían escaso aprecio por Andersen. Sea como fuere, la durísima crítica de Apenas un músico ambulante no puede considerarse una invectiva ar-
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bitraria o infundada, sino que se justifica ampliamente por lo que Kierkegaard considera defectos objetivos de la novela de Andersen. tales como su concepción del genio o de la relación entre el arte y la realidad. De hecho, en esta su primera incur sión en el campo de la crítica literaria, Kierkegaard acierta a exponer algunas líneas fundamentales de su propia concepción del arte de la novela. A su juicio, todo novelista genuino ha de cumplir dos requisitos inexcusables, a los que se refiere con los términos técnicos «desarrollo vital» ( ) y «con cepción de la vida» ( el.) Si Kierkegaard sostiene ku n ivs-A L que Andersen, a quien reconoce ciertos méritos en el campo de la lírica, no tiene sin embargo madera de novelista, es porque no cumple ninguna de esas condiciones. El concepto de desarrollo vital tiene su origen en el neocla sicismo alemán5, y de hecho es una variación sobre el tema de la Bildung,expuesto por Schiller en educación estética del hombre y llevado a la práctica en la larga tradición de las «no velas de formación» alemanas ( ), por ejemplo en el Wilhelm Meister de Goethe. La idea de Kierkegaard es que para llegar a ser novelista es preciso haber atravesado un proceso de profunda maduración conducente a la adquisición de una auténtica personalidad individual. A la hora de exponer las fases que atraviesa el desarrollo vital del escritor, Kierkegaard se orienta por la clasificación de los géneros literarios propuesta por Heiberg, muy influido a su vez por la estética de Hegel. Fundándose en la dialéctica de in mediatez y reflexión, Heiberg había sostenido que el quehacer literario arranca de una fase lírica, atraviesa luego una fase épica y culmina finalmente en el drama, forma suprema del arte6. En 5. Cf. S. Walsh, Livingpoeticaliy: K The Pennsylvania State University Press, University Park PA 1994, esp. 30-41; J. Garff, «Formation and the critique o f culture», en J. Lippitt - G. Pattison (ed s), The Oxford Handbook o f Kierkegaard, Oxford University Press, Oxford 2013,252-272. 6. Cf. G. Pattison, «Art in the age o f reflection», en A. Hannay - G. D. Ma rino (eds ), The Cambridge Companion to Kierkegaard, Cambridge University Press, Cambridge 1998, 76-100, esp. 80-81.
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esa perspectiva, la lírica, en la que se vuelca el temple poético del escritor, está relacionada con la inmediatez, mientras que la épica supone alcanzado el estadio de la reflexión. Apoyándose en esta doctrina, Kierkegaard sostendrá que Andersen no ha alcanzado el estadio épico, sino que está como varado en sus inicios líricos. Precisamente por ello, se ha que dado en «mera posibilidad de una personalidad», atrapado «en una red de estados de ánimo accidentales» ( 1, 25). Para colmo, en lugar de aguardar pacientemente a su propia ma duración vital, ha cedido a «la tentación de producir en vez de desarrollarse» ( SKS 1, 30). El resultado inevitable de e fraudulento proceder serían sus fallidos ensayos en el campo de la novela. Pero la importancia de esta doctrina del desarrollo vital, más allá de su utilización crítica contra Andersen, estriba en que constituye el primer bosquejo elaborado por Kierkegaard de su futura teoría de los estadios en el camino de la vida. En efecto, la lírica y la épica, fases primera y segunda del desarrollo vital del novelista, se corresponden estrechamente con los estadios esté tico y ético descritos pocos años después en O lo uno, o lo otro. Por no haber superado la fase lírica, las novelas de Andersen no pasan de ser una proyección de sus contingentes experiencias y estados de ánimo. Andersen no guarda una distancia crítica res pecto de su propia obra, sino que se disipa en ella. Sus novelas son la prolongación y el reflejo de su propia amargura y des contento con la realidad, que a menudo no satisface sus deseos y aspiraciones. En este diagnóstico resuena ya el decisivo tema de la desesperación, que tan gran papel habrá de desempeñar en la caracterización de la existencia estética ofrecida en O lo uno, o lo otro. Si la evolución personal de Andersen lo hubiera lle vado a la épica, habría podido establecer una relación positiva con la realidad, es decir, habría sido capaz de «abrazar seria y profundamente» ( SKS 1, 26) su propia condición y la del mun do que lo rodea. En este caso lo que se anticipa es la idea de la «elección de sí mismo», que en la segunda parte de O lo uno, o lo otro constituye la puerta de entrada en la esfera ética.
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Consideremos ahora la segunda objeción de fondo plantea da por Kierkegaard. Andersen no solo habría incumplido, se gún acabamos de ver, el deber de completar su desarrollo per sonal antes de componer novelas, sino que carecería asimismo de una «concepción de la vida»’. En realidad, ambas carencias están relacionadas, habida cuenta de que la concepción de la vida que capacita para escribir novelas solo se puede lograr co mo fruto del desarrollo vital del escritor. A juicio de Kierkegaard, «una concepción de la vida es pro piamente la Providencia de la novela, es su más profunda uni dad, es lo que le permite tener un centro de gravedad en sí misma y la libera de la arbitrariedad y la futilidad, ya que ase gura la presencia de una finalidad inmanente a la obra de arte» (SKS 1, 36). Por carecer de este elemento imprescindible, las novelas de Andersen estarían abocadas al fracaso. Pero podría redargüirse que Andersen sí tiene una concep ción de la vida, a saber, la concepción pesimista y desencantada a la que hemos aludido anteriormente, la misma que le lleva a afirmar que la vida no se desarrolla hacia su consumación, sino que ha de ser vista, más bien, como un «proceso de decadencia» ( Undergangs-Proces; SKS 1,35). El destino del protago Apenas un músico ,am te un genio en ciernes a quien las ln bu circunstancias externas condenan al fracaso, parece confirmar esta opinión. Sin embargo, Kierkegaard se anticipa a esta ré plica advirtiendo que una concepción de la vida es más que un conjunto de tesis abstractas. También es más que la suma de las contingentes experiencias del autor, hechos atómicos que por sí solos no llegan a integrarse en un todo orgánico. Antes bien, una concepción de la vida es aquella «transustanciación de la experiencia» que permite adquirir «una confianza inquebran table en uno mismo alcanzada en pugna con todo lo empírico» ( SKS 1, 32). Sabemos que esa actitud confiada la echa en falta Kierkegaard en las obras de Andersen. Y sabemos también que,7 7. Este concepto lo toma Kierkegaard de su maestro y amigo Paul Mar tin Moller (1794-1838), a cuyo reciente fallecimiento alude probablemente el enigmático título De los papeles de alguien que todcnña vive.
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a su juicio, la única manera de alcanzarla es pasar a la esfera ética de la existencia. Por no haber logrado madurez épica, las novelas de Andersen son un reflejo de su naturaleza insegura, pesimista y sensiblera, una proyección de sus cambiantes expe riencias y estados de ánimo. En vez de mantenerse a distancia de sus creaciones, se identifica con sus personajes y con las opi niones que expresan. La relación entre Andersen y sus obras es tan estrecha que, más que de producciones literarias, cabe hablar de «amputaciones» ( SKS1,39) de su persona. Las carencias de Andersen salen a relucir con la mayor cla ridad cuando se compara sus novelas con las que componen la serie Una historia cotidiana. En estas sí encontramos una au téntica Livs-Anskuelse,fruto de una larga maduración personal. La concepción de la vida que constituye el centro de gravedad de las novelas de Gyllembourg se caracteriza por su optimis mo, por su tendencia a ver el aspecto positivo y esperanzador en las circunstancias descritas. Si Andersen y sus personajes se caracterizan por el «descontento del mundo» ( 1,45) y la propensión a reparar en «cualquier circunstancia deprimente o humillante» (SKS 1, 43), Gyllembourg sabe atisbar la «chispa de divinidad» (SKS 1,21) que late hasta en los acontecimien tos y las formas de vida más triviales y es capaz de redimirlos. No en vano se advierte en las novelas de esta escritora un in dudable «carácter religioso»(SKS 1, 24), que Kierkegaard se complace en subrayar al describir su concepción de la vida con palabras tomadas de Pablo: esa concepción es «la del individuo que ha terminado su carrera y ha conservado la fe» (SKS 1,25). Estas declaraciones confirman la hipótesis de que en De los pa peles de alguien que todavía ,vie el primer libro publi Kierkegaard, está ya presente la célebre doctrina de los estadios en el camino de la vida. Se sostiene, en efecto, que el desarrollo vital de Thomasine Gyllembourg no solo habría atravesado los estadios lírico y épico -o, si se prefiere, estético y ético-, sino que incluiría una dimensión religiosa. Las consecuencias de este juicio favorable sobre la autora de Dos épocas, y del correlativo juicio condenatorio vertido so-
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bre Andersen, están a la vista. No solo se sostiene que el arte inmoral no es verdadero arte -pensem os en la famosa novela de Friedrich Schlegel Lucinde (1799), examinada por Kierke gaard en su disertación académica sobre El concepto de iro nía-, sino que tampoco lo es el arte desmoralizado, cerrado a la esperanza que solo se alcanza mediante «la liberación infinita de la religiosidad» ( K,8 82). S
4. La reflexión sobre la novela en «Una recensión lite raria» Pasados siete años desde que formulara su crítica a Ander sen, en la que las novelas de Gyllembourg son traídas a cola ción como elemento de contraste, Kierkegaard vuelve a ocu parse de esta escritora en Una recensión literaria. En un pasaje de dicha obra advierte que su juicio sobre la novelista no ha cambiado. La única diferencia es que ahora está en condicio nes de expresar su opinión de forma más clara y completa. Pero K ierkegaard no solo se reitera en su juicio favorable, sino que lo justifica invocando la misma concepción del arte de la novela que había expuesto en su obra primeriza. En particular, sigue persuadido de que el desarrollo personal y la posesión de una concepción de la vida son condiciones ineludibles del verdadero novelista. Gyllembourg cumple admirablemente estos requisitos. No ha sentido prisa por debutar en su juventud, sino que sus novelas son el fruto de una «segunda madurez» ( 8, 19), o lo que es lo mismo, del rebasamiento del estadio estético de la existencia en dirección a los estadios ético y religioso. En efecto, lo que hace posible escribir novelas como las suyas no es el talento o el virtuosismo técnico del autor, sino precisamente el haber in corporado «algo eterno a su concepción de la vida» ( 8,19). Las novelas de Gyllembourg no son un momento de su pro pio desarrollo, ni contienen por tanto el rastro de las crisis y mudanzas que inevitablemente jalonan la maduración personal, sino que son el fruto de una interioridad que ya ha alcanzado su
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sazón. En esto se distingue de la legión de escritores que, por no tener «la paciencia para aprender lo humano» ( 8, 15), por no haberse reconciliado con la realidad y consigo mismos, se ven condenados a transmitir un lastimoso mensaje de desga rro y sufrimiento existencial -com o hemos visto que ocurre con Andersen-. Y lo peor es que esta actitud desilusionada no se limita a los círculos literarios, sino que cunde por doquier en la sociedad, ya que «cada vez es más raro encontrar una interiori dad dispuesta a aprender de la vida» ( 8, 14). Frente a este evangelio de la desesperación, «aquí se nos brinda la paz y la incorruptibilidad de un espíritu sosegado» ( 8,19). La concepción de la vida presente en épocas se halla «a mitad de camino entre lo estético y lo religioso» ( 8, 39). Se ha sostenido que con estas palabras Kierkegaard reconoce la posibilidad de pasar directamente del estadio estético al religio so, sin necesidad de recorrer, entre uno y otro, el estadio ético8. Es lo que parece sugerir la trayectoria vital de Claudine, la pro tagonista de la primera parte de la novela. En Claudine, según Kierkegaard, «lo ético no desempeña un papel decisivo» ( 8,39). Es su amor romántico, entendido como determinación de la inmediatez natural, lo que la llevará a entregarse a Lusard; y es la perseverancia en ese amor, ajeno de suyo a consideracio nes éticas, lo que le permitirá recuperar a su amado. No obstante, creemos que se trata de una interpretación erró nea. Primero, porque en la caracterización de Claudine que nos ofrece la novela no faltan abundantes rasgos éticos, de los que Kierkegaard se hace eco; y una cosa es constatar que esos rasgos no tienen un peso decisivo y otra sostener que no juegan papel alguno. Segundo, porque no se debe confundir la actitud vital de los personajes de la novela, ni siquiera si se trata de sus protago nistas, con la concepción de la vida que, por ser la de la propia Gyllembourg, alienta en toda la obra. A diferencia de lo que ocu rre en las novelas de Andersen, donde los personajes principales 8. Cf. L. Barrett, «Kierkegaard’s Two Ages: An lmmediate Stage on the Way to the Religious Life», en R. L. Perkins (ed.), International Kierkegaard Commentary: Two Ages, Mercer University Press, Macón GA 1984, 53-71.
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son una mera proyección de la personalidad del escritor, Gyllembourg mantiene una «soberana distancia» ( 8. 18) de la realidad que describe en sus obras. Recuérdese que el propósito de Dosépocas es presentar el reflejo que tiene cada coyuntura histórica en las actitudes y relaciones personales de los perso najes. En la primera parte. Claudine vive su pasión romántica como corresponde a una joven de la época de la Revolución. En cambio, el amor de Mariane, la protagonista de la segunda parte, lleva el rastro de la época presente, mucho más cauta y reflexiva. Gyllembourg simpatiza con ambos personajes, pero no se identifica con ninguno. Cuando Kierkegaard afirma que la concepción de la vida de la admirada escritora se encuentra en la zona de transición entre lo estético y lo religioso, hemos de entender que se refiere al estadio ético. Así lo sugiere, por ejem plo, el interés y la compasión de la novelista por los seres hu manos a los que hace desfilar por las páginas de sus obras, los cuales son presentados de modo que «en ningún instante llega uno propiamente a reírse de ellos» ( 8, 33), pese a que mu chos son estéticamente cómicos y éticamente condenables. Los relatos de Gyllembourg no nos llevan al elemento es tético de la fantasía, ni tampoco nos trasladan a la eternidad de lo religioso, sino que se mantienen en el ámbito de la realidad más cotidiana. Pese a ello, la concepción de la vida presente en Dos épocas no es simplemente la que corresponde a la esfera ética de la existencia, sino que incluye, ajuicio de Kierkegaard, un inconfundible «matiz religioso» ( 8, 23), reconocible en el sentimiento de profunda resignación y confianza que trans mite. Los lectores no solo asisten a la superación de las crisis y tribulaciones de los personajes principales de la novela, sino que descubren «que todo era ya bueno y sigue siéndolo» ( 8, 17). Esta afirmación del sentido general de la existencia es una dimensión esencial de la concepción de la vida de la autora. Por ser el fruto de una larga maduración personal, esa concep ción es reconocible en todas sus novelas. Los casi veinte años de su trayectoria literaria son, en este sentido, un modelo de fi delidad a sí misma.
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El libro que presentamos no solo representa una importante contribución a la teoría literaria. Es, además, el texto político más importante de Kierkegaard. Su estudio permite desmentir algunos tópicos muy conocidos acerca del filósofo danés, como el que afirma que su énfasis en la interioridad y la subjetividad le hace desinteresarse por completo del contexto histórico y so cial en el que se despliega la existencia individual; o el tópico que ve en él a un pensador profundamente conservador, enemi go del gobierno representativo y, en general, de las conquistas democráticas que veía sucederse a su alrededor. La idea de que Kierkegaard concibe a los individuos como realidades exentas, carentes de vínculos sociales y políticos, choca con la evidencia de que se sintió fascinado por una no vela como la de Gyllembourg, dedicada precisamente a descri bir el reflejo de las ideas de cada época en la conciencia indivi dual. Por otra parte, la imagen de Kierkegaard como adalid del orden establecido casa mal con el enfrentamiento contra uno de sus pilares fundamentales, la Iglesia luterana danesa, que había de desembocar en su conocido «ataque a la cristiandad». Pero lo que más interesa destacar en el presente contexto es que, si Kierkegaard criticó el liberalismo burgués, represen tado en su tiempo por el político Orla Lehmann, también se opuso, y con no menos decisión, a la otra gran corriente políti ca del momento, el conservadurismo aristocrático de Heiberg o Martensen. Conviene que expongamos las causas de este doble rechazo. Para ello hemos de comenzar echando un vistazo al contexto histórico y social de la reflexión política de Kierkegaard1'. Desde finales del siglo XVII y hasta la época de las guerras napoleónicas, Dinamarca vivió bajo una monarquía absoluta que se apoyaba en las poderosas familias patricias de Copenha gue. La ciudad conoció durante ese tiempo un extraordinario 9 9. Cf. B. H. Kirmmse, Kierkegaard in Golden Age Denmark, Indiana University Press, Bloomington IN 1990.
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auge comercial. La flota mercante danesa, favorecida por la ven tajosa posición geográfica del país y por una inteligente política de neutralidad en los conflictos europeos, hizo de Copenhague una ciudad floreciente. En cambio, el resto del país, predomi nantemente agrario, padecía un penoso atraso económico y so cial. Esta situación comenzó a cambiar con las reformas que, a finales del siglo XVIII, pusieron fin al régimen feudal al que estaba sometido el campo danés. No solo se emancipó a la po blación rural, hasta entonces vinculada a la gleba, sino que se favoreció el que los campesinos pudieran adquirir las tierras que cultivaban. También se extendió la enseñanza básica obligatoria del campesinado. El resultado de estas medidas fue un gran auge económico y social del agro danés, que comenzó a reclamar un mayor protagonismo en la vida política del país. La balanza ter minó de inclinarse a favor de los propietarios rurales cuando, a consecuencia de la derrota de Napoleón, el Estado danés entró en bancarrota en 1813, precisamente el año en que nació Kierkegaard. Por cierto que la tensión creciente entre el campo y la capital tuvo un reflejo elocuente en el ámbito religioso. Frente a la esclerotizada religiosidad de la Iglesia estatal, ligada a los intereses de la élite de Copenhague, la población rural se adhirió crecientemente a los distintos movimientos de lo que se cono ció como el «despertar religioso», representado sobre todo por las comunidades moravas. Las clases dirigentes de Copenhague no pasaron por alto el potencial político de este fenómeno, que intentaron reprimir sistemáticamente. Otro factor que puso en jaque el orden establecido fue la recepción de las ideas liberales de la Ilustración por parte de la burguesía acomodada de Copenhague. El movimiento libe ral, representado por figuras como Clausen y Lehmann, este úl timo conocido de Kierkegaard de su época de estudiante uni versitario, hizo de la libertad de prensa su caballo de batalla y, en su pugna contra la intransigencia autoritaria del rey Fe derico VI, consiguió la adhesión de sectores muy amplios de la población. Como en otros países europeos, el movimiento li beral danés no tardó en teñirse de un nacionalismo exacerbado.
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Cuando por fin alcanzó el poder, en 1849, la tendencia naciona lista se tradujo en dos guerras civiles y en la traumática pérdida de los ducados de Schleswig y Holstein. En las décadas de 1830 y 1840 la aristocracia de Copenha gue cobró conciencia del peligro para sus intereses que repre sentaban el creciente poder económico del medio rural y el au ge imparable del liberalismo. Ante esta situación, se enrocó en un conservadurismo inamovible y desdeñoso, pasando a ser el último baluarte del absolutismo. Esta aristocracia la compo nían la élite cultural danesa, cuyo árbitro seguía siendo Heiberg, y la jerarquía eclesiástica, con Mynster y Martensen a la cabeza. Contaban también con el apoyo de los burócratas más influyentes y de algunos terratenientes poderosos. La ideología de estos grupos defensores del status quo se inspiraba en el he gelianismo introducido por Heiberg en Dinamarca y ensegui da abrazado por intelectuales como Martensen. En vísperas de la Revolución de 1848, estos círculos conservadores eran muy conscientes del signo de los tiempos: la burguesía de Copen hague, cuyo apoyo les era imprescindible, se interesaba mucho menos por el idealismo especulativo y sus manifestaciones cul turales que por la defensa de sus intereses materiales. Por otra parte, la infiltración de la religiosidad popular de raíz pietista en la vida religiosa de la capital había cobrado ya dimensiones muy considerables. Como se advirtió antes, ha sido frecuente considerar a Kierkegaard un pensador insensible a las virtudes del liberalismo y, por tanto, próximo a la posición política de la aristocracia conservadora de Copenhague. Su polémica juvenil con el líder liberal Orla Lehmann y la impronta de la estética de Heiberg en su pensamiento hacen inicialmente verosímil esta interpreta ción. En contra de ella habla, en cambio, el creciente enfren tamiento de Kierkegaard con la Iglesia oficial, aliada natural del régimen absolutista danés. Pero es sobre todo la lectura aten ta de Una recensión literaria la que obliga a revisar el ma nido tópico del antiliberalismo de Kierkegaard. Lo cierto es que nuestro pensador rechazaba tanto el movimiento liberal de
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Lehmann como el conservadurismo de Heiberg. La razón prin cipal de este doble rechazo era el marcado elitismo de ambas posiciones. Que la aristocracia cultural representada por Hei berg consideraba a la mayor parte de la población incapaz de participar en la gestión de los intereses comunes, está más allá de toda duda. Pero es importante destacar que el movimiento liberal danés era igualmente elitista: representaba los intereses de la burguesía acomodada, y sus partidarios se reclutaban en tre quienes habían tenido acceso a la educación superior. En el liberalismo de Lehmann tenía mucho más peso el ideal nacio nalista que el interés por el gobierno representativo. De hecho, propugnaba un sistema censitario sumamente restrictivo. Frente al elitismo de las corrientes liberal y conservadora de su tiempo, Kierkegaard, también socrático en esto, abrazó deci didamente la causa del «hombre corriente»101. A ello le inclinaba, por de pronto, el humilde origen de su familia. Su padre, que llegó a ser un hombre rico, había sido de niño pastor de ovejas en una comarca deprimida de su Jutlandia natal". En sus fre cuentes paseos por Copenhague, Kierkegaard gustaba de trabar conversación con las gentes más humildes, algo que llamaba la atención en una sociedad tan jerarquizada como la danesa de aquella época. Esta actitud inusual casaba bien, según veremos, con el protagonismo que había de adquirir la categoría de «in dividuo» en su pensamiento. Kierkegaard no estaba en contra del régimen constitucional ni del gobierno representativo. No rechazaba el liberalismo como tal, sino la forma espuria de libe ralismo encamada por la pujante corriente liberal de su época. En el movimiento liderado por Orla Lehmann advertía fuertes dosis de gregarismo, inercia impersonal y creencia ciega en el progreso. Esta no era, a su juicio, la solución adecuada para la 10. Véase el libro pionero de J. Bukdahl, Soren Kierkegaard og den menige mand, Munksgaard Forlag, Copenhague 1961; y sobre todo la extraordina ria obra, ya citada, de B. Kirmmse, Kierkegaard in Golden Age Denmark. 11. La polaridad de campo y ciudad estuvo siempre presente en la vida de la familia, por ejemplo en sus prácticas religiosas. Los Kierkegaard asistían tanto a los oficios religiosos celebrados por el obispo Mynster como a las reu niones devocionales de la congregación morava.
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sociedad de masas que estaba naciendo. En recensión raria, Kierkegaard pone al liberalismo nivelador de su tiempo ante el espejo del liberalismo individualista y apasionado de la época revolucionaria. Su aprecio por esta última no se debía a que su propio talante fuera revolucionario, sino a que admira ba el que la generación heredera de las ideas ilustradas hubiera acertado a suscitar movimientos políticos fundados en la pasión individual. En uno de los pasajes decisivos del libro, Kierke gaard define su ideal político en los siguientes términos: C uando los ind ividu os (cada uno en particular) se relacionan de m odo esen cialm en te apasionado con una idea, y adem ás, un ién d o se, se relacionan esen cialm en te con la m ism a idea, entonces la situ ación es perfecta y paradigm ática. La situación aísla indi vidu alm ente [ . . . ] y reúne idealm ente. [...] La unanim idad en la separación [Udsondrigens Sa es la m úsica plena y bien orquestada
(SKS 8, 61).
La acción política supone ideas de justicia compartidas por una colectividad; pero también exige que, de antemano, cada individuo se haya adherido apasionadamente a esas ideas. Si se omite este último requisito, no se tiene verdadera política, sino el gregarismo de una masa irresponsable. Esta es la razón por la que Kierkegaard rechazaba el principio asociativo defendido por el liberalismo de su tiempo, principio en el que no acertaba a ver más que «una evasiva» ( K,8100), un subterfu S facilitaba la enajenación de la responsabilidad individual en una masa anónima. De este modo, la caracterización de la verdadera política enlaza con el tema del desarrollo de la personalidad, con el que ya nos hemos encontrado al considerar los requisitos que, a juicio de Kierkegaard, ha de cumplir un novelista digno de tal nombre. Toda actitud políticamente responsable supone, en efecto, un proceso previo de maduración de la interioridad que eleve al individuo al plano ético-religioso. En Una recensión literaria se insiste repetidamente en la necesidad del «aisla miento religioso de la interioridad individual» ( 8, 83). La
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adquisición de una concepción del mundo que incluya como uno de sus ingredientes decisivos la dimensión religiosa no solo es requisito inexcusable del arte verdadero, sino también de la verdadera política. Más arriba afirmábamos que Kierkegaard toma el partido del hombre corriente frente al elitismo del liberalismo burgués y el conservadurismo aristocrático. En efecto, el desarrollo de la personalidad individual que habilita para la política no es, a juicio del filósofo, una misión reservada a unos pocos hombres excepcionales, sino una tarea existencial a la que todos están llamados. Si en la Antigüedad el hombre excelente representaba lo que los demás no podían ser, en el contexto cristiano «quien se ha ganado religiosam ente a sí mismo» habrá llegado a ser «lo que todos pueden ser» (SKS 8, 88). Kierkegaard proclama de este modo la auténtica igualdad personal y política, que no es la «igualdad matemática» (SKS 8, 81) de los integrantes de la masa, sino la igualdad de todos ante Dios.
6. D
i a g n ó s t ic o d e l p r e s e n t e
Las páginas más conocidas de Una recensión literaria son, sin duda, las dedicadas a la descripción y crítica de la «época presente», vale decir: de la sociedad burguesa que Kierkegaard veía formarse a su alrededor. La fama de esta parte del libro se debe al carácter profético que ha solido reconocérsele. En efec to, muchos de los rasgos percibidos por el pensador danés en la sociedad de masas entonces emergente se han ido acentuando con el paso del tiempo. También ha contribuido a la popularidad de las ideas expuestas en estas páginas el am plio uso que de ellas han hecho autores posteriores, los cuales han prolongado en distintas direcciones la crítica del mundo m oderno12. La crítica kierkegaardiana de su tiem po cuenta con un su puesto tan obvio com o decisivo: que esa crítica es posible - y por tanto necesaria-. La posibilidad de la crítica la negará quien 12. Heidegger y Jaspers son dos ejemplos evidentes.
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esté persuadido de que el espíritu humano se halla fatalmente condicionado por la historia; pues si las categorías del pensa miento son fruto de cada época, ¿cómo podríamos emplearlas para criticar la misma época que las ha gestado y que en ellas se expresa? Esta dificultad sube de grado si se admite, como hacen muchos historicistas, el principio del progreso incesante de la historia humana. Pues si cada etapa de la historia supera en lucidez y libertad a todas las precedentes, no deberíamos criticar la época actual, sino adherimos con entusiasmo a las novedades que ella presenta. Esto es lo que parecen pensar quienes nos invitan a estar a la altura de los tiempos, some tiendo nuestro juicio y conducta a las «exigencias de la época» -o , si se quiere, al «tema de nuestro tiempo»-. Distanciándose por igual del hegelianismo dominante y del romanticismo que exalta la historia nacional, Kierkegaard sos tendrá que la crítica es posible porque existe una instancia ex tema a la historia y capaz de juzgarla, una orilla inmóvil desde la que podemos contemplar la corriente de los hechos y pro nunciamos sobre ellos: la instancia ética. Existen principios morales dotados de validez universal, inmunes al vaivén de la historia y a la pretendida abolición hegeliana del principio de contradicción. Todo presente está maduro ya para el juicio, el cual no se fundará en fantasiosas anticipaciones de la consu mación de la historia, sino en principios inamovibles del bien y del mal. Cada individuo singular es portador de una responsa bilidad absoluta ante Dios. Si esta verdad tiende a olvidarse en el presente, ello se debe a la falta de cultivo de la interioridad, «la perla verdadera» (SKS 8,49). De acuerdo con el diagnóstico de Kierkegaard, la pasión y el entusiasmo que caracterizaban la época revolucionaria han sido reemplazados en la época presente por la reflexión y el cálculo. La reflexión no es mala en sí misma, pero su aumento desmesurado socava todo principio práctico y hace imposible la adhesión a ningún ideal. El resultado es la parálisis de la vo luntad: cuando toda decisión ha de ser aplazada a la espera de que haya sido considerada la serie completa de los argumentos
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acaso relevantes, serie en principio interminable, se va a parar al escepticismo y la inacción. El individuo ya no se enfrenta a un aul-aut,a una disyuntiva esencial, sino que se sume en una prudente indolencia. Solo la pasión sería capaz de cortar el nudo gordiano de la decisión, pero la pasión es justamente lo que se echa en falta en la época presente. Es un hecho notable que esta falta de adhesión a principios e ideales no se traduzca en la abolición de las instituciones que los encarnan. La indolencia de la época presente conserva la fachada de las instituciones políticas, educativas o religiosas vigentes, pero las vacía de su significado esencial. Merced a una llamativa inversión del principio de , todo se mantiene para que nada siga igual. Se mantiene la forma mo nárquica, pero ya nadie la respeta; se mantienen los sistemas educativos, pero no se reconoce autoridad a los maestros; se mantiene en apariencia la práctica religiosa, pero el cristia nismo ya no es reconocible en el seno de la cristiandad; las relaciones familiares y sociales parecen ser las mismas, pero no las preside el decoro. En la moderna sociedad burguesa que Kierkegaard ve for marse, la falta de pasión y compromiso condena a los ciuda danos a la pasividad y los convierte en meros espectadores. Agazapados prudentemente en la inacción, observan el curso que toman los acontecimientos para luego sumarse a la causa triunfante o condenar la que fracasa. La vida social pasa a estar presidida por la envidia, el rechazo a quienes aún cultivan la in terioridad y toman en serio las tareas decisivas de la existencia. El rasgo más característico de la época presente es, en efecto, la nivelación, que convierte a los individuos en meros miem bros de su generación y combate implacablemente a quienes se resisten a enajenar su libertad. Apenas queda espacio para la búsqueda apasionada de la verdad, que florece en la soledad interior y se prolonga en el encuentro de las almas. El diálogo es reemplazado por el chismorreo, la cháchara incesante que repite tópicos e ignora el valor del silencio. Aunque se pronun cien tantas palabras, ya no se habla.
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La nivelación propia de una época desapasionada y reflexi va no es obra de un individuo o de un grupo social concreto. Es obra del público, formidable entidad abstracta e irresponsable en que ha venido a condensarse el espíritu de la reflexión. El público son todos y no es nadie. Es un fantasma, un poder anó nimo que exalta y condena sin apelación posible. ¿A quién ca bría apelar, cuando nadie en particular se compromete ni asume la responsabilidad de la sentencia pronunciada? El público, siempre vigilante, asfixia cualquier asomo de in dividualidad y de verdadera libertad interior, al mismo tiem po que favorece la uniformidad y la indolencia. En la moder na sociedad de masas, las opiniones suscritas por el público se forman a impulsos de los medios de comunicación. La prensa es la encargada de lanzar las consignas en tomo a las cuales se forma un innumerable ejército de niveladores; un ejército al que no cabe pasar revista ni tampoco pedir cuentas, ya que es una abstracción. En las páginas que Kierkegaard dedica a la descripción de este proceder implacable no resulta difícil per cibir el doloroso eco de su propia experiencia de linchamiento moral, promovido por El corsario. Ni que decir tiene que en nuestro tiempo, caracterizado por la multiplicación de los me dios de comunicación de masas y por el aumento exponencial de su capacidad de penetración en las conciencias, el análisis kierkegaardiano del fenómeno de la nivelación cobra una rele vancia inquietante. Pero los resultados de ese análisis no aniquilan toda espe ranza. Sabemos que la época presente es desapasionada y re flexiva; más aún: es desapasionada a fuerza de ser reflexiva. La sensatez, el cálculo prudente, ahogan el entusiasmo y con ello secan las fuentes de la acción. Podría pensarse, en consecuen cia, que el aumento de la reflexión es un mal sin paliativos. Kierkegaard no lo cree así, sino que ve en el auge de la acti tud reflexiva tanto un peligro como una ventaja: cuando la re flexión no padece hipertrofia, tampoco asfixia la pasión, sino que la libera de su inmediatez natural y favorece la decisión y el compromiso. Por ello Kierkegaard saluda el moderno au-
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I*fru:ntíh ton
mentó de la capacidad reflexiva como condición que hace posihle que un número creciente de seres humanos asuma, a título individual, la plena responsabilidad de su existencia. Kierkegaard sostiene, en efecto, que el fenómeno de la nive lación. que amena/a con convertir el paisaje social en un yermo, constituye a la ve/ una oportunidad, una prueba de fuego capaz de purificar la vida del espíritu y suscitar un nuevo comienzo. Confrontado con este desalío, el individuo no hallará apoyo en grandes personalidades el tiempo de los héroes ya pasó- ni encontrará refugio en comités y asociaciones, sino que habrá de comenzar por resistir en su soledad interior. Kierkegaard está persuadido de que la nivelación solo puede combatirse eficaz mente si el individuo, merced a ese aislamiento interior, gana la intrepidez de la religiosidad y se reconoce responsable ante Dios. Si lo hace, la red insidiosa de la nivelación se convertirá en una catapulta que lo lance en brazos de la eternidad. De este modo, los dos grandes temas del libro de Kierkegaard -teoría literaria y análisis social- terminan convergiendo en una mis ma conclusión: en una época dominada por la reflexión, solo la existencia religiosa hace posible el arte de la novela y permite poner freno a la nivelación de la vida social.
UNA RECENSIÓN LITERARIA
Dosépocas, novela del autor de Una historia cotidiana, editada por J. L. H eiberg, C openhague, Reitzel, 1845, recensionada por S. K ie r k e g a a r d
C openhague L ibrería U niversitaria C. A. Reitzel Im preso en el taller de B ianco Luno 1846
Al autor de Una historia cotidiana , desconocido y sin em bargo tan renombrado, está dedicado este pequeño escrito.
N ota : A lo largo del texto, las notas que el lector encontrará indicadas con aste risco son de Kierkegaard, mientras que las indicadas con números corresponden al editor.
PRÓLOGO
Antes de que empezara a escribirla, esta recensión estaba destinada a la Gaceta de literatura nórdica'. Pronto se me hizo evidente que no guardaba proporción con el reducido volumen de esa revista, la mitad de la cual, además, está dedicada a la li teratura sueca y noruega; como también se me hizo evidente que no soy la persona adecuada para escribir en publicaciones perió dicas. No existe ninguna revista de estética, lo que da que pensar en algo de lo que se habla a menudo en esta recensión: la coinci dencia del reflejo del ambiente12 y el devenir anímico; la coin cidencia del hecho de que yo sea el autor, y la recensión por tanto desproporcionadamente larga, y el hecho de que una recensión pormenorizada deba publicarse hoy como libro independiente. Por lo demás, se apreciará con facilidad que esta recensión no es para lectores de periódicos con intereses estéticos y críticos, si no para criaturas racionales que tengan el tiempo y la paciencia necesarios para leer un libro breve, sin que de aquí se siga que vayan a leer precisamente este. Que el libro está escrito para ellos no significa en absoluto que estén obligados a leerlo; signi fica, todo lo más, que quienes se han formado estética y crítica mente leyendo periódicos quedan dispensados de leerlo. S. K.
1. Nordisk Litera/ur-Tidende era el suplemento literario del periódico Fctdrelandet. Se publicó semanalmente a lo largo de 1X46, para luego desaparecer. 2. En el prólogo de la novela Dos épocas, el autor afirma que su propósito no ha sido relatar los grandes acontecimientos históricos que convulsionaron las últimas décadas del siglo XVIII, sino «su reflejo doméstico, el electo que tuvie ron en la vida familiar, en las relaciones personales, en las opiniones y pareceres de cada individuo» (T. Gyllembourg, Drom og Virkelighed. To Tidsaldre, edición crítica de A. Broue y A. M. Mai, Copenhague 1986 [en adelante, D£j, 73).
INTRODUCCIÓN
A menudo se oyen en el mundo quejas por la infidelidad y deslealtad de los seres humanos, y a menudo lo cómico de tales quejas resulta patente: el conflicto no se da entre personas de siguales, sino que es, por desgracia, fiel reflejo de su igualdad; es un conflicto entre personas que han cambiado y que, víctimas de un nuevo malentendido, siguen comportándose cada una co mo acusadora de la otra, en lugar de acusarse cada una a sí mis ma y llegar así a un entendimiento. Por más que una persona re proche a otra su infidelidad, veleidad e inconstancia, y por más que le asista la razón al hacerlo, se guardará mucho de justificar así su propia inconstancia, pues con ello se delataría como al guien que tiene la ley de su existencia fuera de sí mismo, y ¿qué otra cosa es ser veleidoso? Si es verdad que el tiempo lo cambia todo -todo lo m udable-, también es verdad que el tiempo reve la qué es lo que no cambia. En vez de quejas y acusaciones y discrepancias y sentencias judiciales, al hombre fiel y resuelto le espera la rehabilitación: con el tiempo la revisión de su caso mostrará si fue infiel y si la acusación de infidelidad fue capaz de cambiarle o no. Resulta irónico que en ocasiones quien se apresuró a acusar a otro, al llegar el momento de la revisión del caso, casi desearía que la vehemencia de la acusación hubiera tenido el efecto contrario al que entonces deseaba, pues ahora se pone de manifiesto que quien acusa es el que ha cambiado y el que quizá ahora, al denunciar con renovada vehemencia esa constancia, se muestra semejante a sí mismo. Al igual que el do lor y el sufrimiento y el peligro de muerte no siempre están don de más se grita, la fidelidad a uno mismo no siempre está donde la acusación contra otro se hace a grandes voces.
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Una recensión literaria
Esto mismo se repite a menudo en el mundo literario: un autor denuncia la infidelidad de su época y la época denuncia la infidelidad del autor, se deba esta a un presunto declive de sus facultades o a que él, quizá demasiado impaciente y ansioso por satisfacer las exigencias de su época, invente algo que sin em bargo no satisface a su época. Quizá el fallo lo cometen ambas partes, pero también aquí será la revisión del caso la que decida si es un autor que permanece esencialmente fiel a sí mismo mientras el mundo cambia, o un espíritu voluble, «una estrella errante»1 que a fuerza de mudanzas quiere atrapar lo mudable, mientras Némesis le hace caer en su propia trampa. De modo que la situación es aquí la misma que en las relaciones perso nales a las que nos hemos referido, pero en literatura la relación se complica y se vuelve dialéctica de otro modo; pues los dos individuos siguen siendo, en cierto sentido fáctico, los mis mos, mientras que una época, un público lector, son más dia lécticos. El autor un poco entrado en años, haya sido olvidado o goce de reconocimiento, pronto se ve inmerso en una nueva época, una época dominante, tal vez más avanzada y justificada en sus exigencias o tal vez tan desorientada como aquel nuevo faraón que no conocía suficientemente a José2 ni tampoco los méritos de este3. La nueva época expresa a veces el cambio que ha experimentado acusando al autor de ser infiel a época, lo cual es problemático, especialmente cuando no se indica qué ha de entenderse por su época o por la época; pues de este modo se vuelve eo ipso inevitable que todo autor termine sien do infiel a su época precisamente por ser fiel a su época, ya que la época, de modo sofístico, es reemplazada constantemente, mientras que el autor, como individuo que envejece cada año, solo puede renovarse en sí mismo, pero no volverse, con cada cambio de época, un hombre nuevo. Para que las consideracio nes metafísicas aparentemente profundas sobre las exigencias ]. Cf. Judas 13, donde se emplea esta expresión para designar a los falsos maestros. 2. Cf. Éxodo 1, 8. 3. Cf. Génesis 40 y 41; 47, 13-26.
Introducción
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de la época no degeneren en confusión, aquí se ha de suponer éticamente que una revisión del caso puede juzgar y decidir si el autor en cuestión siguió siendo fiel a sí mismo pese a las exigencias de la época, o si se traicionó a sí mismo y traicionó las obligaciones que había contraído públicamente, frustrando de este modo el cumplimiento de una exigencia legítima, o si, finalmente, era un prestidigitador que terminó cayendo en su propio truco. Pues si no se concede a lo ético un peso decisivo frente a todo juicio precipitado acerca de las exigencias de la época, entonces todas las épocas, y no solo la nuestra, se hacen culpables de una conducta injusta, desagradecida y absurda ha cia todos los autores entrados en años. Aunque una generación más vieja, ávida de poder, quisiera protegerse mediante una matanza de niños como la que ocurrió en Belén4, un parricidio literario seguiría siendo igualmente execrable*. En esta época nuestra no es raro oír a los jóvenes palabras sensatas. Cuando uno escucha con atención, advierte que quie nes hablan son sin duda jóvenes; porque el joven no advierte (¡así de entusiasmado está!) lo que sí advierte el sabio, a saber, que todo lo que dice le concierne (¡así de egoísta es!). Lo que hace el sabio, que comprende todo como referido a él mismo y se incluye constantemente en lo comprendido, esto no lo ha ce el joven, sino que plantea la exigencia como si no fuera con él ni, prácticamente, con ninguna otra persona -¡tales son las exigencias que plantea!-. Uno creería que quien habla es una divinidad embriagada, a tal punto derrocha seres humanos, a tal punto se entrega al vértigo de imaginar a aquel que sería capaz de apropiarse los inmensos resultados de los esfuerzos impues tos inhumanamente a generaciones enteras; lo que menos cree4. Cf. Mateo 2, 16-18. * Quizá esté yo en mejores condiciones que nadie para decir esto, pues soy joven, pero, gracias a Dios, jamás he tenido que ver con las exigencias de la época, ni estoy obligado a prestarles servicio de armas. Con las exigencias de la época me ha ido como me fue en su día con el servicio militar: enseguida fui declarado inútil, y en ambos casos era lo que deseaba. Pero cuando uno comienza por despedirse, tiene siempre la ventaja de que no llega a verse de masiado involucrado.
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Una recensión literaría
ría uno es que sea un simple hombre el que habla. Se entien de que él habla precisamente en nombre de las exigencias de ¡a época; pero esta es justamente la contradicción que debería detener la fantástica crueldad del joven, porque nunca ha ha bido nadie, ni siquiera un jefe de bandidos de novela, que sea tan cruel como las exigencias de la época en la boca del jo ven; tan cruel no lo era ni siquiera Heliogábalo con las avestru ces, pues no hacía matar más de las que era capaz de comerse5. Cada vez son más escasas las raciones que se sirven a los hom bres excelentes; cada vez se despiertan con mayor rapidez las sospechas de infidelidad a las exigencias de la época; cada vez son más las energías que la época reclama por boca del joven. Y aquel que plantea la exigencia supuestamente sin que se lo pidan, aquel que de un modo u otro, por infidelidad a sí mismo y a su condición de hombre, se ha apropiado la exigencia que reclama fidelidad, ese formidable acreedor que no es capaz de explicar cómo ha entrado en posesión de esa exigencia, sino que se limita a hacerla valer, ése no se imagina que la sen tencia que pronuncie también se le aplicará a él, más aún, que su sentencia será más rigurosa y la medida que se le aplique más severa6. Cada vez es más raro encontrar una interioridad dispuesta a aprender de la vida, y tanto más frecuente el deseo y la proclividad y el mutuo incitarse a dejarse engañar por la vida. La gente, impertérrita, no parece sentir un temor socrático a ser engañada7, pues la voz de Dios es siempre un susurro8 y la exigencia de la época, en forma de fragor de mil lenguas, no es un «hágase»9 omnipotente que crea grandes hombres, sino una agitación en el cieno que crea hombres confusos, un abra cadabra que produce a su propia imagen, como ocurre con toda creación. Tampoco parece que la gente, al modo de Sócrates, tema ante todo engañarse a sí misma; y menos todavía parecen 5. 6. 7. 8. 9.
Cf. Cf. Cf. Cf Cf.
Elio Lampridio, Historia Augusta, caps. 30 y 32. Marcos 4, 24. Platón, Crátilo, 428d. 1 Reyes 19, 11-13. Génesis 1.
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advertir que, si de todos los engañados los más desdichados son los que se engañan a sí mismos, los más desdichados de estos últimos son a su vez los que, en vez de ser engañados por una mentira piadosa, lo son por su propio descaro. Lenta en escuchar y rápida en juzgar101, la gente no cumple más que la mitad del precepto socrático que ordena sacar conclusiones modestas de lo poco que uno comprende"; pues de eso poco que comprende la gente saca conclusiones... temerarias. Lo ins tantáneo, el comienzo deslumbrante y el nuevo calendario que arranca de ese com ienzo12, es lo poco que comprenden; si es que es posible comprender lo instantáneo y comprender un co mienzo, pues lo instantáneo carece de lo eterno y el comienzo estará inconcluso en tanto su sentido no haya salido a la luz, y se debe aguardar a que ocurra esto, no tanto por mor del sentido como por mor de la comprensión. ¿Qué se sigue de esto? No hace falta que se siga nada cuando uno habla en nombre de los tiempos que corren, porque el tiem po, entendido de esta manera abstracta, es un poder sumamente indiferente que con seguridad sabrá arreglárselas aunque ningún joven se preocupe de él. Pero ¿qué hay de los individuos par ticulares, a cada uno de los cuales debería llegarle su tiempo? Para los individuos particulares sí que se sigue algo, la conclu sión que se desprende de la brillante premisa, es decir, de aque llos días felices de la juventud en los que uno mismo encamaba la exigencia de los tiempos. Así que algo se sigue; y cuanto más corto es el tiempo concedido a los mayores, más deprisa le llega a uno eso que se sigue, y más larga se vuelve la conclusión, y más corto el trozo de premisa que uno ha entendido, si es que no se reduce a nada, ya que resulta imposible entender esa premisa junto con la conclusión. ¡En verdad un comienzo brillante del nuevo calendario! A esto no se le puede llamar comenzar de 10. Inversión de la fórmula empleada en Santiago 1,19. 11. Diógenes Laercio, Vidas y opiniones de los filósofos , II, 22. 12. Probable alusión al entusiasmo desencadenado por la introducción del hegelianismo en Dinamarca, de la mano de J. L. Heiberg. El hegeliano Martensen vio en ese hecho el comienzo de una nueva era.
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la nada1\ antes bien se trata de un comienzo que termina quedan do en nada. Ni siquiera la caja de Pandora podría contener todas las desgracias y toda la miseria que se oculta en la expresión: las exigencias de la época. Quien quiera que haya flirteado con esta expresión habrá de sufrir las consecuencias. ¡No podrá quejarse de las exigencias de la época, pues él mismo las ha provocado! Pese a lo cual no queremos comprender esas consecuencias. No parece que la gente tenga la paciencia de aprender lo humano y renunciar a lo inhumano dejándose guiar en el cuidado de uno mismo, alegrándose de corazón y sintiendo admiración por el anciano que ha permanecido fiel a sí mismo, dejándose edificar por cincuenta años de servicio leal, comprendiendo lentamen te, aprendiendo de hombres venerables de quienes se aprenden otras cosas que de las eminencias del momento. Pero ¿no será también esto lo que la época exige? ¡En efecto, si no es lo que nuestro tiempo exige, es lo que exige su poder, que es más ele vado que el del tiempo, pues es el poder de la eternidad; si no es lo que exigen los hombres, es lo que exige Dios; si no es lo que exige el joven, es lo que exige el Anciano en Días1314! ¿Aca so es fidelidad exigir fidelidad de manera enteramente inhuma na? ¿Acaso es fidelidad prometer mucho más de lo que un ser humano puede cumplir? ¿Y no raya en lo cómico que se pro duzca una disputa entre dos personas, una de las cuales exige inhumanamente fidelidad, pero sin comprometerse él mismo ni aprender con ello qué es la fidelidad en sentido humano, mien tras que la otra sí que se compromete, pero de modo que la fide lidad sea imposible, de suerte que, pese al cambio, la infidelidad es aquello en lo que los dos litigantes se asemejan? Pero dado que la situación general es esta y no otra más gra ta, qué reparador resulta prestar atención a un fenómeno en el que los aspectos favorables se integran de manera coherente, dejar que nuestro pensamiento (y quizá el de un lector) se demo re sobre algo auténtico, y recordar (y quizá hacer que un lector 13. La alusión es al comienzo de la lógica hegeliana. 14. Cf. Daniel 7, 9, donde se denomina así a Dios.
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recuerde) lo que todos sabemos más o menos claramente. Pues felizmente, la mención de Una historia cotidiana no me propor ciona un odioso pretexto para exhibir el engreimiento de un crí tico que se afana por dirigir la atención del lector, establecer el punto de vista correcto, mostrar la necesidad del desarrollo, in dicar que el autor precisamente en tal punto debía volverse dra maturgo, en tal otro naturalista, etcétera; sino una grata ocasión para rememorar la feliz repetición de un bello recuerdo. El au tor, en efecto, ha seguido siendo el mismo, «uno entre todos»15; el público lector no necesita ilustración ni recordatorios, pero quizá podría alegrarse de que se le recuerde lo que ya sabe. Dios mío, al público le llegan tantas novedades que leer esto casi le servirá de variación. Cuando menciono Una historia , nadie, ni siquiera el joven más fogoso, espera ser testigo de un juicio sumarísimo, en nombre de la época, contra un autor pa sado de moda, sino que todo el mundo exige con razón que la recensión de esa obra sea un acto solemne; cosa que yo deseo y espero que suceda, y declaro de antemano que si no ocurriera, la culpa es mía. Según creo, siempre es deber de un recensor ser un espíritu servicial, incluso si se encuentra en el raro caso de ser muy superior a la obra de la que se ocupa; en el caso presente no es fácil que alguien caiga en la tentación de creerse superior, y para mí es una imposibilidad. No soy exactamente contemporá neo de los inicios de este autor, sino que más bien he crecido a su sombra, y aún no me he sacudido su influjo. Durante casi veinte años ha habido una relación feliz y, co mo se dice de los matrimonios, un buen entendimiento entre este autor y su público. Da gusto pensar en esto, le hace bien a uno hablar de ello, si bien lo que se dice podría ser diferente y, en su diversidad, precisamente poner de manifiesto la diferencia entre la concepción de la vida de este autor y una concepción más marcadamente religiosa. Un entusiasta fervientemente re ligioso concentraría su atención en la fidelidad del autor a sí mismo y, admirado, no querría saber nada de su relación con el 15. Título de una novela de Thomasine Gyllembourg publicada en 1840.
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público, ni del mundo, ni de su aprobación o su rechazo. Excla maría: «¡Magnífico, aquí hay algo que aprender! Todo hombre, sea escritor o no, puede aprender de ello; pues de los principios con valor universal pueden aprender todos los hombres, y la fidelidad a uno mismo es uno de tales principios». No diría: solamente veinte años, sino: ¡nada menos que veinte años! Pero el autor de ese relato -si me puedo permitir erigirlo en examinador al tiempo que yo me someto a la prueba de mostrar cómo y qué he aprendido de él-, digo que el autor de este re lato probablemente exhortaría al entusiasta a no pasar por alto las fatigas de la vida, a no minimizar cómo el azar estimula al mérito; probablemente recordaría lo que se puede designar con una expresión mía ya utilizada anteriormente: que «el camino pasa por el Puente de los Suspiros»*; y dejaría que su «man sedumbre se pusiera de manifiesto»16 en la tranquila alegría de una vida resignada, que precisamente nos enseña aquí, y de un modo tan bello, que todo es como aprendemos en los relatos, e incluso mejor: que no solo todo termina arreglándose, sino que todo era ya bueno y sigue siéndolo. Sin embargo, ese entusiasta religioso, por dispuesto que estuviera a someterse a la guía de otro y acoger su enseñanza, quizá regresaría a su meditación, que ciertamente no pasa por alto los sufrimientos ni pone su esperanza frívolamente en el mundo, sino que quiere, religio samente, que la suerte y la desgracia signifiquen lo mismo, es decir, signifiquen igual de poco, y no quiere que lo religioso tenga importancia gracias a otra cosa o a la vez que ella, sino que tenga una importancia absoluta en sí mismo. El autor ha sido fiel a sí mismo. Si alguien dijera neciamente que ha sido fiel en lo poco, ya que no se ha dedicado a cam biar de tema, ni ha vagado por todas las regiones, ni ha hecho alarde de una variedad ostentosa, a esta objeción, sin duda fingi da, yo replicaría que precisamente en esto estriba la gran riqueza del autor. La concepción de la vida que sostiene creativamente * Cf. De los papeles de uno que todavía vive, editado por S. Kierkegaard, Copenhague 1838 (= SKS 1, 22). 16. Cf. Filipenses 4, 5.
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estos relatos es siempre la misma, mientras que la ingeniosa in ventiva, los recursos adquiridos mediante una rica experiencia y la exuberancia natural de un espíritu fecundo sirven para in troducir variedad dentro de la repetición creadora. La inquie tud es esencialmente la misma, la tranquilidad esencialmente la misma, en todos los relatos se va esencialmente de lo mismo a lo mismo. El conflicto que se plantea es, pese a su flexibilidad, esencialmente el mismo, la paz y el sosiego son los mismos. En suma, la concepción de la vida es la misma. Si tomamos uno de estos relatos en su totalidad como dato inicial y luego contem plamos el resto, y si, como suele hacerse, a la obra del poeta la llamamos una creación, entonces a toda esa serie de obras sub siguientes la compararía, en relación con aquella primera, con la conservación de lo creado. Pero Dios, con quien comparamos al poeta al llamarlo creador, ¿acaso es menos admirable cuando conserva que cuando crea? Y lo mismo cabe decir de la crea ción continua por parte del autor estudiado17. Es más, si no fuera así, las obras de nuestro autor se contradirían a sí mismas. La concepción de la vida contenida en el relato debe estar presente también en la obra entera, pues de lo contrario esa discrepancia revelaría precisamente que el autor no tiene ninguna concep ción de la vida, pese a toda su actividad aparentemente creadora; mientras que nuestro autor, con fidelidad interior, reproduce su propia originalidad en la repetición. Si midiéramos como con un rasero psicológico la energía del autor, encontraríamos que es esencialmente la misma en todos los relatos; si calculáramos con un sextante psicológico la singladura de su pasión, comproba ríamos que es esencialmente la misma en todos ellos. En todos los relatos la misma cercanía a la realidad de la vida diaria y la misma lejanía soberana; la misma cercanía al conflicto y el mis mo distanciamiento imparcial al interpretarlo. De este modo, el autor está siempre igual de cerca e igual de lejos de la realidad; 17. Entre 1827 y 1845 Thomasine Gyllembourg publicó de forma anónima veinticuatro novelas cortas. El título de la tercera de ellas, Una historia coti diana, dio pie al pseudónimo que Gyllembourg utilizó a partir de entonces: «El autor de Una historia cotidiana».
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en su percepción más cerca que un poeta y en su reproducción transfigurada menos lejos que un poeta; pues la concepción de la vida del autor se sitúa en la zona de transición entre lo estético y lo religioso. Allí donde la poesía propiamente dicha cesa, co mienza nuestro autor. Pues la poesía no reconcilia esencialmente con la realidad, sino que por medio de la fantasía reconcilia con la idealidad de la fantasía, pero esta reconciliación es precisa mente, en el individuo real, un nuevo conflicto con la realidad. La experiencia del dolor que se da en el ámbito de la reali dad, dolor que no puede presentarse en la poesía (ya que la dia léctica del tiempo y la realidad es en ella menos intensa que en la desesperación), encuentra su reconciliación en un apacigua miento que la poesía (strie te sit dicta) no puede alcanzar, justa mente porque es una reconciliación con la realidad. Pero en estos relatos el autor nunca se propone como tarea abordar un dolor real que solo puede aplacarse en determinaciones específicamen te religiosas y en la idealidad de lo religioso. Toda concepción de la vida apunta una salida y es reconocible por la salida que propone. El poeta apunta la salida de la fantasía; este autor apun ta la de la realidad; el religioso, la de lo religioso. La concepción de la vida es la salida, y el relato es el camino. Por el contexto de las categorías se ve fácilmente que nadie puede reconciliarse con la realidad del modo como lo hace este autor, precisamen te porque su salida es la realidad. La maestría de estas obras estriba en que esta concepción no se enuncia directamente en ninguna parte, sino que acontece y cobra cuerpo de continuo; en que mediante la transparencia de los hechos y de la perso nalidad se alcanza la calma en la que desemboca el relato. Por lo demás, que este autor hubiera de descollar a fuerza de ser fiel a sí mismo no es difícil de explicar psicológicamente, sin que por ello esta facilidad soberana suya haga menos admi rable su fidelidad. Salta a la vista que Una historia cotidiana (o el conjunto de las Historias cotidianas'*') es el fruto de una18 18. A partir de ahora, Kierkegaard usará este título unas veces para aludir al conjunto de la producción novelística de Thomasine Gyllembourg, como aquí, y otras para referirse a la novela Dos épocas, objeto de la presente recensión.
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segunda madurez, y precisamente por eso no hay rastro en esta obra de las crisis o cambios decisivos que ha de experimentar un autor que debuta en su primera madurez. La concepción de la vida que sostiene Una historia cotidiana (esa primera histo ria que ha dado nombre a todas las demás) ha de haber madu rado en el autor antes de la obra. La obra no es un momento de su desarrollo, sino que este, al madurar, produce una obra como fruto de su interioridad. No es el genio, ni el talento, ni el vir tuosismo lo que hace posible la obra, pues, si así fuera, la pro ductividad cesaría en lo esencial si estos llegaran a desaparecer. No; la obra misma, la posibilidad de producir algo semejante, es más bien la recompensa que Dios concedió al autor cuan do este, habiendo madurado por segunda vez, incorporó algo eterno a su concepción de la vida. Por eso puede hacer de guía, porque no es un autor que se busque a sí mismo, sino que se ha encontrado a sí mismo antes de convertirse en autor. Y en contremos reposo en esa misma concepción de la vida o no lo encontremos, aquí se nos brinda la paz y la incorruptibilidad de un espíritu sosegado. Aquí no encontraremos ni un lastimoso mensaje de desgarro interior (¡sabe Dios cómo puede alguien creer que ese mensaje haya de ser propagado!)19, ni grandilo cuencia que excite la curiosidad por saber qué es lo que satis fará ahora las exigencias de la época, qué es lo que el inquieto autor se complace ahora en suponer que traerá la dicha. No, estas Historias cotidianas no solo son relatos espléndidos, son novelas de plenitud. Uno emprende la lectura con alegría, sabe de antemano que encontrará una concepción de la vida de la que cabe fiarse, no se ve perturbado por las vacilaciones de una estrella errante, sino bajo la protección de una estrella que lo guía. Conociendo de antemano la concepción de la vida, uno se deleita al verla cobrar cuerpo de nuevo, transformada en la repetición; transformación que no sirve para que otros, llenos de curiosidad, pellizquen algo nuevo con ocasión del baile de 19. Alusión crítica a los movimientos conocidos en la década de 1830 co mo la Joven Alemania y la Joven Francia. Sus integrantes solían describir en sus obras vidas desgarradas, en pugna consigo mismas y con la existencia.
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disfraces*’0, sino que sirve a la interioridad. Esto ha sucedido du rante casi veinte años, mientras el tono general ha seguido sien do el mismo: la misma resignación casi femenina que, sin em bargo, inspira respeto, la misma modestia en el porte, el mismo mantenerse al margen de la agitación y de las exigencias de la época, el mismo espíritu hogareño y de leal adhesión a un pú blico lector danés. Pues también esto es muy de celebrar: que Una historia cotidiana prácticamente no haya sido traducida a ninguna lengua extranjera; ¡alegrémonos sobria y consciente mente por la pequeña Dinamarca! Qué hermoso es ser un autor como este, y qué hermoso ser ese otro autor prestigioso2021 que, en calidad de editor, ha asociado a esta empresa su famoso nom bre; al igual que los relatos, también esta relación es una unidad basada en la fidelidad. El editor no se ha vuelto famoso gracias a estos relatos, pues ya lo era, pero el autor de los relatos, que se ha hecho un nombre, y uno de los más importantes junto al del editor, continúa prodigándose anónimamente y buscando apoyo en quien ya posee tal renombre. Y el público lector ha sido fiel al autor. Este siempre ha sido bien acogido, y aunque nunca ha alimentado expectativas, y menos aún expectativas ilegítimas, siempre se le ha esperado. Así fue al comienzo, cuando el profesor Heiberg tomó el mando estético de la literatura danesa y decidió insertar de vez en cuan do estos relatos en las páginas alegres, ingeniosas, edificantes e instructivas del Flyvepost22, de suerte que nos desconcertaba y no sabíamos si aquello era ficción o realidad. De joven, leyendo a menudo el Flyvepost y estos relatos situados en un contexto histórico ya desaparecido, intentaba revivir la fascinación que habían debido de sentir los contemporáneos de los hechos re latados. Más tarde, cuando los relatos fueron apareciendo año tras año por Navidad, y tan bellamente editados, la acogida fue 20. Se alude a la costumbre de pellizcar a quien lleva ropas nuevas. 21. El dramaturgo J. L. Heiberg, hijo de Thomasine Gyllembourg, apare cía como editor en el frontispicio de las obras de su madre. 22. Fórmula abreviada para referirse a la revista Kjobenhavns flyvende Post, editada por J. L. Heiberg. Se publicó, aunque de manera discontinua, entre los años 1827 y 1837.
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exactamente la misma que había sido al principio. Pues, pese a lo que se pueda objetar a la costumbre de convertir semejante época en época de feria, y sobre todo por un motivo tan acci dental como la necesidad de hacer regalos, como si la literatura danesa no fuera sino literatura para regalar; digo que pese a lo que se pueda objetar a esa costumbre. historia cotidiana nunca ha aparecido en Navidad de este modo; su propia im portancia debía evitar un malentendido ofensivo, si es que su aspecto sencillo y modesto no evitara ya, a simple vista, todo malentendido. Si bien es una pena que el público lector danés sea tan reducido, puede que esto tenga también su lado bueno, pues hace posible que un autor, precisamente manteniendo el anonimato, entre en una relación casi personal con sus lectores de un modo jovial y benévolo. Así es como salía Una historia cotidiana en Navidad. A nadie se le ocurría que fuera un libro que uno comprara, antes bien el desembolso era como una gra tificación que se da a quien trae una buena noticia y el libro era en realidad un regalo que uno recibía. Cada cual se imaginaba y se lisonjeaba con la idea de que era una delicadeza del autor que el libro saliera precisamente en Navidad. El público, sorprendi do, buscaba la Historia cotidiana en el Fly\>epost, pero se sentía chasqueado por la ambigüedad de la exposición y burlado por recibir tan poco cada vez. Pero eso, en la época de Navidad, ese mismo público recibía la obra completa como un grato regalo: era grato esperarlo, y no lo era menos recibir lo esperado. Y del mismo modo se recibía en cualquier otra época del año, como ocurre ahora con el último volumen, que apareció en el mes de noviembre. Desde el principio, la acogida favorable ha tenido una magnífica continuidad. ¿Dónde hay un verdadero lector de literatura danesa que no recuerde de alguna manera una u otra de estas novelas, que no la haya entretejido con la memoria de su propia vida, sea por el significado que la novela tiene para él, sea por su relación con una situación que le es grata? Los jóve nes la leían en voz alta, a veces en presencia de otros; los aman tes acordaban de antemano que ese libro había de ser su regalo de año nuevo; la esposa reservaba, además del vestido nuevo de
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seda de cada año, la entrega de Unhistoria cotidi de salir ese año; el malentendido de una pareja de enamorados se solucionaba; la tirantez en un matrimonio se aplacaba al leer semejante novela. Si se ha fomentado tanto la comunicación y el diálogo con ayuda de estas novelas, a ello ha contribuido la confianza que inspiran: pues uno estaba seguro de antemano de no encontrar ninguna relación real -amistad, amor, matrimonio, familia o profesión- descrita bajo una luz engañosa, sino, por el contrario, dilucidada y presentada bajo una luz amable. Pero ¿en qué estriba la capacidad del autor para lograr esto? La clave no está en algún aspecto concreto de una novela en particular, ni en la excelencia del autor como novelista, sino en él mismo en tanto que representante de una determinada con cepción de la vida. Este es precisamente el plus en que aventaja esencialmente al común de los novelistas, mérito diferente del que se le puede reconocer, en términos comparativos, dentro de la categoría de los novelistas. A menudo le ocurre a uno que, tras haber trabado conocimiento con los diecisiete personajes de una novela, haberlos oído hablar, haber leído sus cartas, ha ber sido llevado a numerosos lugares de los alrededores, haber recogido informaciones locales y haber disfrutado de magnífi cas vistas, termina uno tan a oscuras como al principio, y ello porque la novela misma, considerada en su conjunto, termina de manera confusa por carecer de una concepción de la vida, y el conocimiento de todos esos personajes lo enriquece a uno tan poco como si le hubieran presentado a diecisiete personas en una misma velada. Puede que ese conocimiento resulte muy interesante, pero no explica la existencia; uno confirmará lo que ya sabe acerca de los hombres, o quizá encuentre una nue va individualidad que no encuentra en la vida real, pero echará de menos una explicación global. Si del poeta se dice (y aquí no se trata de establecer com paraciones entre los distintos poetas, sino de la cualidad que define esencialmente al poeta) que arrebata y entusiasma al operar esencialmente a través de la fantasía, del autor de Una historia cotidiana yo diría que él persuade', pues que cautive »
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con la lectura, que entretenga con la lectura, no son rasgos tan característicos, ya que también pueden darse en el poeta, así co mo en muchos otros novelistas. Él persuade, y también este es un arte difícil, y además beneficioso. Si se dice que el poeta Uñete si/ dictus) solo tiene registros agudos o graves, y que por tanto no sabe hablar con la gente tal como esta es en la vida real, con Una historia cotidiana ocurre que su concepción de la vida emplea precisam ente el registro intermedio propio de la persuasión, y precisam ente por ello el enunciado de su concep ción de la vida alcanza la perfección. Aquí no se oye el clamor fuerte, apasionado y enardecido que llama a luchar, a gozar o a plantar cara a las dificultades de la vida, ni tampoco se oye el grito de la desesperación; aquí no se describe una escena de este tipo, ni se va a parar a esta suerte de conclusiones. Antes bien, es la acogedora intimidad del cómodo gabinete la que aquí nos abre su santuario, del que en cambio quedan excluidos la vehem encia de la pasión, el peligro mortal de la decisión y los excesos del afán, porque tales cosas no caben aquí ni son to leradas. Estar dispuesto a escuchar es la condición imprescin dible para asim ilar las directrices de la persuasión; este dócil consentimiento es la condición necesaria para que la persua sión vuelva a sacar de la disonancia una nueva armonía. Todo volverá a estar bien. ¿Por qué medios? Has de preguntarlo con discreción, pues por más que preguntes correctamente, si lo haces con vehem encia habrás hecho que te sea imposible asi milar la respuesta. ¿Por qué medios? Por medio de la cordura que le encuentra al sufrimiento un aspecto más llevadero, por medio de la paciencia que espera que la suerte vuelva a son reír, por medio de la compasión amistosa de personas afec tuosas, por medio de la resignación que no renuncia a todo, sino al bien más alto y, a fuerza de sobriedad, transforma lo no tan bueno en casi tan bueno como lo óptimo. Y no se diserta sobre todo esto, sino que simplemente sucede; precisamente por eso es tan fuerte la persuasión cuando nos entregamos a ella. Nin gún orador puede persuadir de este modo, precisamente porque el orador tiene un propósito, y la reflexión siempre alimenta la
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duda. En cambio, la persuasión no es aquí un ajuste de cuentas entre dos personas, sino el camino que lleva a una concepción de la vida, y la novela nos introduce en el mundo que esa con cepción sostiene creativamente. Pero ved, ese mundo es preci samente el mundo real; por eso la concepción de la vida no nos ha engañado, sino que precisamente nos ha persuadido para que sigamos donde estábamos. Pues ¿qué es persuadir? ¿Cómo definir filosóficamente este concepto y reivindicar su noble significado, teniendo en cuenta que aquí no se trata de la relación entre dos individuos singula res, sino de la relación de una concepción de la vida con quien la recibe? La persuasión presupone que hay una dificultad, un impedimento, una resistencia; la persuasión comienza por esa dificultad, y a continuación la elimina. La persuasión es precisa mente un movimiento que se queda en el mismo lugar, pero que transforma ese lugar. Estéticamente, el individuo es apartado de la realidad y trasladado al elemento de la fantasía; religiosa mente, el individuo es apartado y trasladado a la eternidad de lo religioso: en ambos casos el individuo se vuelve extraño a la realidad. Estéticamente, el individuo se vuelve extraño a la rea lidad por verse apartado de ella; religiosamente, el individuo se vuelve extraño y forastero23 en ella. De modo que se presupo ne una dificultad, a saber, que la correlación directa de suerte e inmediatez está rota en sí misma; pero la ruptura ni desemboca en una desesperación sin sentido, ni tampoco se convierte en el comienzo de una vida cualitativamente nueva. Del mismo modo que el tallo quebrado de una flor lo sujetamos con ayuda de una varilla hasta que recupera el vigor, sin que importe que le queden marcas de haber estado roto, del mismo modo esa concepción de la vida es el apoyo que sostiene al quebrantado hasta que vuelve a levantarse. Pero precisamente esto es la per suasión. La inmediatez no sabe qué es la persuasión porque no necesita curación; pero lo religioso no sabe persuadir, precisa mente porque presupone un nuevo comienzo. 23. Cf. Efesios 2, 19; Hebreos 11, 13.
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Una historia cotidiana sí que , y esto, a su vez, se ñala el límite que la novela no pretende rebasar. Si se la quiere contraponer al esfuerzo extremo en favor de una idea decisiva, la novela se mostrará de nuevo persuasiva, pero como un poder amistoso que retiene, de suerte que ni siquiera el más rebelde se sustraerá a la responsabilidad en que incurre quien soslaya semejante instancia. Sin duda muchos han encontrado apoyo en esta concepción de la vida, cautivados por su fuerza de persuasión, y aunque otros exijan categorías más decisivas, lo cierto es que Una his toria cotidiana es un lugar de reposo, o si se quiere, un lugar de oración; pues un cierto matiz religioso resulta aquí inconfundi ble, precisamente porque la concepción de la vida no consiste solo en sentido común, sino en sentido común suavizado y re finado por el sentimiento y la fantasía propios de la persuasión. Pero ¿por qué digo: si alguien exige categorías más decisivas? ¿No será de las exigencias de la época de lo que hablo? En lugar de ser un individuo que, como cualquier otro, no puede confun dirse con la época, con la crítica, etc., y que, confrontado con un fenómeno del tipo de Una historia cotidiana, aprenderá fá cilmente a respetarlo, ¿no me he convertido en un agitador a la cabeza de un gentío que patea en el teatro y que vocifera las exi gencias de la época? Afortunadamente, no; y afortunadamente hay algo que tan pronto como se convierte en exigencia de la época, se vuelve eo ipso absurdo. Apenas hay nada a lo que no se llame exigencia de la época, o que no pueda cobrar un cierto prestigio al ser tenido por tal. Pero convertir las determinaciones religiosas cruciales en exigencias de la época, eso es contradic torio eo ipso. Mientras en otros casos el que se ocupa de cosas tales, o se siente inclinado a hacerlo, puede tener muchas difi cultades para determinar si esto o aquello es realmente lo que la época exige, aquí, en cambio, la investigación es más breve y de hecho no es en modo alguno una investigación láctica acer ca de si realmente es así, pues constituye una imposibilidad que tales determinaciones religiosas sean la exigencia de la época', de modo que si realmente lo eran, pese a ello no lo eran, supues
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to que para que haya una exigencia es preciso que uno tenga claro qué es lo que se exige. La época es una determinación demasiado abstracta para que pueda, como un cobrador, exigir las determinaciones religiosas decisivas, que precisamente son determinaciones de la individualidad o singularidad; pretender exigir enmasse, colectivamente y con estruendo lo que solo puede corresponderle al individuo en su singularidad, soledad y silencio, es imposible. El hecho de exigir tiene en sí mismo su propia dialéctica, si es que la exigencia de la época no ha de ser idéntica al grito y el alboroto de la sinrazón y solo reconocible por el gentío. Por tanto, ninguna exigencia de la época puede suplantar a Una historia cotidan ; esto se echa de ver po categorías de la individualidad en que se apoya todo y por el uso que hacen de ellas estos relatos. El individuo, o bien aque llos que volviéndose individuos buscan la categoría decisiva de la religiosidad, apenas se sentirán tentados a descartar la per suasión, que, por el contrario, ellos sabrán honrar y celebrar. En relación con cualquier conmoción de la individualidad que sea en último término de índole puramente anímica, la concepción de la vida de Una historia cotidiana supone eo ipso consuelo y sanación. Además, dicha concepción es expuesta por un maes tro como este, dotado de tanta interioridad y destreza artística que la lleva a la perfección. La conmoción espiritual de una individualidad es eo ipso indicio de determinaciones religiosas decisivas; y por eso el espíritu no ha de entenderse como idén tico al talento o al genio, de ningún modo, sino como idéntico a la determinación apasionada. Un hombre sencillo puede sen tir la necesidad de lo decisivamente religioso, pero incluso si fuera alguien excelentemente dotado quien sintiera esa necesi dad, sería una gran necedad afirmar por ello que es un artista tan consumado como el autor de esos relatos. Tan pronto como la religiosidad se permite jugar con la palabra «espíritu», deja eo ipso de ser religiosidad y se vuelve presuntuosa. Una historia cotidiana lleva casi veinte años publicándose, y si para los ancianos ha supuesto una explicación de la vida o una confirmación de cuanto habían entendido, para los jóvenes
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que han crecido durante este tiempo ha sido una guía; qué natu ral resulta, por tanto, el título de la última novela, Dos épocas. Pero qué natural resulta asimismo una objeción que prefiero rechazar aquí, para que de ningún modo dé la impresión de que podría ocurrírseme responder a esa objeción -s i es que llega a plantearse- después de haber leído o recensionado el libro. Hay objeciones que se dirigen contra un libro pero que en realidad nunca van más allá de la cubierta o el frontispicio, y que por eso es preferible contestar, o más bien despachar, al margen. El frontispicio plantea el problema; rápidamente, la dificultad del problema es convertida en una objeción contra el libro y, del mismo modo que aquellos judíos sacaron dinero del país convir tiéndolo en obligaciones24, la superficialidad resta gracia y signi ficado a la literatura mediante tales conversiones caricaturescas. «Es un problema difícil». Sí. « rgno está resuelto». E Si está resuelto o no, solo se ve leyendo el libro y mediante un largo y detenido examen. La dificultad a que me refiero consiste en que un anciano asume la tarea de comprender una época más reciente. Eso es imposible, afirma la objeción sumariamente, y menea la cabeza pensativa, pues tales objeciones se hacen po pulares con suma facilidad: cualquier barbero locuaz, aunque no sea su padre, con gusto las apadrina. «Eso es imposible», dice la objeción, «porque un anciano siempre es partidario de su época, y no puede entender la nuestra». Pero a esto se le puede dar la vuelta diciendo: «Es un joven el que pretende entender una época anterior, ergo su comprensión resultará fallida, ya que un joven es eo ipso partidario de su época». ¿Qué se sigue de aquí? Traducido a un lenguaje razonable, se sigue que el problema es difícil. Por eso he dejado que la objeción nos salga aquí al paso: por si alguna cabeza precipitada se adelantara a plantearla a toda prisa, cito citissime,le he asignado su lugar, transformándola - al igual que ella no es más que el título de la novela transform adoen un decoroso y honorable reconocimiento de la dificultad del 24. Se alude posiblemente a la situación creada por la expulsión de los judíos de Francia por Felipe el Hermoso en 1306.
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problema. De este modo una objeción com o esta, pese a estar al servicio de otra causa, resulta de alguna utilidad y además remata de modo adecuado esta introducción, si es que alguien encuentra inadecuado lo que aquí digo. Mi primera obra25 contenía, entre otras cosas, una especie de reseña, o más bien una efusión, sobre estas novelas. Desde aquel entonces no he probado suerte como autor de recensiones. Transcurridos siete años, deseo intentarlo por segunda y última vez, y de nuevo con Unahistoria cotidiana. Me atrevo ner, cosa que el decoro permite en relación con un anónimo, que el venerado autor desconocido leyó en su momento aquella pequeña pieza; si de nuevo quiere hacerme el honor de leer estas líneas, espero que descubrirá que no se ha producido en mí nin guna m udanza o, si acaso, que se ha producido en la repetición: un poco más de claridad en la exposición, un poco más de flui dez en el estilo, un poco más de lentitud en el reconocimiento de la tarea, un poco más de interioridad en el discernimiento; en suma, m udanza en la repetición.
25. Cf. S. Kierkegaard, De los papeles de alguien que todavía vive (= SKS 1, 9-57), Copenhague 1838. Kierkegaard no figuraba en el frontispicio como autor del libro, sino como editor del mismo «contra su voluntad».
I
RESUM EN DE LAS DOS PARTES DE LA N O V ELA
P r im e r a
parte:
La
épo ca de la
R e v o l u c ió n
En casa de un cierto Waller, comerciante mayorista de Co penhague, se vive como un gran acontecimiento la llegada de la delegación francesa a la ciudad y el que estos enviados, ju n to con otros franceses, hayan sido acogidos en el seno de la familia. El com erciante Waller es republicano; su hermano, el consejero de justicia Waller, «a quien las dificultades de aquel tiempo habían vuelto una persona difícil antes de tiem po»1, es monárquico; su hijo, Ferdinand Waller, es republicano; y para el letrado del tribunal supremo Dalund, que visita a diario la casa, no es posible mantener su posición neutral de mero observador de los grandes acontecimientos históricos, pues cada una de las partes que polemizan acaloradamente entiende sus declaraciones de manera apasionada y, tergiversándolas, lo convierte en abogado de su propia causa. Pero mientras la atención se vuelca de este modo en los grandes acontecim ien tos y la casa de los Waller es muy a menudo el escenario de disputas políticas, todo esto oculta un entendimiento secreto entre la señora Waller y el letrado Dalund; porque lo que son la enramada y el silencio del campo para el nacimiento del am or inocente, o al menos perdonable, lo es el desvío de la aten ción hacia los grandes acontecimientos para la continuidad del amor prohibido. 1- Cf.
DE,79.
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Por último, en la casa de los Waller está de visita una jo ven, Claudine, hija de una hermana del comerciante. Y entre los franceses hay uno, Charles Lusard, en el que la joven, edu cada por su tía M alfred de un modo casi opresivo, no tarda en encontrar un objeto al que dedicar su admiración, ahora libre. Un banquete en casa del com erciante representa la culminación de los triunfos de la política en casa de los Waller y el comienzo del entendimiento que se atisbaba entre Claudine y Lusard. A unque la prim era parte de la novela se titule «La época de la Revolución», el foco de la atención lo ocupa decididamente Claudine. De este modo, el tema principal parecería haber caí do en el olvido si no se tuviera en cuenta que Claudine sucum be precisam ente sacrificándose a las ideas de su época (p. 79)2 y que luego resurge por haberse mantenido, pese a todo, fiel a tales ideas (p. 159)3. Así queda planteado el tema propuesto, interesante pero elegido con modestia: «la vida en la época de la R evolución reflejada en la vida doméstica» (cf. el Prólogo)4, más concretam ente, la vida en la época de la Revolución re flejada en el escondido retiro en el campo de una pobre mujer abandonada. Lusard se bate en duelo; resulta herido y una barca de pes cadores lo traslada a la casa de campo del com erciante, don de Claudine, som etida a la más dolorosa tensión, ha experi m entado y sigue experim entando todas las congojas de quien ama en secreto, pero tam bién m adura en la interioridad de su propio enam oram iento. Lusard perm anece en la casa de cam po del com erciante, donde se recupera y donde tam bién, en la tranquilidad cam pestre, el entendim iento entre él y Claudina alcanza su punto culm inante, favorecido por la ocasión y guia do, por así decirlo, por Ferdinand Waller, quien los pone al tan to de la relación ilícita entre la señora W aller y Dalund, al tiem po que defiende las frívolas opiniones de la época acerca del m atrim onio. 2. Cf. DE,118. 3. C f .D E, 161. 4. DE, 73.
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l.usard se marcha al ejército y deja atrás a Claudine con esta tarea, proféticamente anticipada por Ferdinand Waller: «El re cuerdo ha de ser suficiente para llenar la vida de una mujer que haya sabido amar y apreciar el bien más alto» (p. 2 0 )\ una pro fecía que referida de modo genérico a todas las muchachas pue de resultar falsa, y solo ser verdadera en casos excepcionales. Al no poder hacer a nadie partícipe de su relación con Lusard, Claudine se aísla cada vez más. Ferdinand Waller compo veris), con ideas ne una pequeña colección de poemas ( revolucionarias que entristecen e inquietan a su padre, y luego se va al extranjero. El comerciante Waller va a Amsterdam en viaje de negocios y su mujer le acompaña. La empresa tiene éxito, pero el comerciante sufre un percance y el viaje de re greso se pospone. La situación de Claudine se vuelve cada vez más desesperada. No tiene a quién confiarse en su desgracia, y finalmente decide escribir a la señora Waller y revelarle todo. La carta es enviada, pero demasiado tarde, pues ahora llegan noticias de que la señora Waller ha muerto. Afligido, Dalund decide marcharse al extranjero; informa de ello a Claudine en una nota y deja caer una alusión desesperada al suicidio. Clau dine, en el extremo de la desesperación, resuelve poner fin a su vida. Es salvada por la vieja ama de llaves Susanne y, con su ayuda, encuentra refugio en casa de la anciana viuda de un ma rinero. Sin otro apoyo en el mundo, ahora Claudine pertenece por entero a la pequeña criatura, a la que se consagra con silen ciosa entrega y genuino sentimiento maternal, al punto que «la madre expía con su fidelidad el error que la jovencita cometió por ligereza» (p. 99)56 y el fervor de su dedicación cobra fuer za retroactiva, por así decir, para transfigurar conyugalmente aquel paso en falso. El comerciante Waller ha recibido a su debido tiempo el bi llete de Claudine para su difunta esposa, lo abre y descubre to do; exige entonces que Claudine abandone su casa. A través de ,86. E D 6- DE, 117. 5.
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la tía, llega una oferta de matrimonio desde Alemania, la cual es rechazada. Pretextando un viaje a Alemania, Claudine aban dona la ciudad con la criatura y se dirige al campo, a su nuevo escondite, donde vive oculta bajo el nombre de señora Johansen, olvidando el mundo y olvidada. Nunca le llegan noticias de Lusard, a causa del cambio de identidad y de ciertas circuns tancias fortuitas, si bien el comerciante Waller sí que recibe al gunas informaciones. Prisionera, por fidelidad a sí misma y a su hijo, de la memo ria de Lusard, haya muerto este o haya sido desleal, Claudine pasa nueve años sumida en un recuerdo idílico, solamente des concertada y puesta en apuros cuando se ve obligada a explicar cómo es que ha enviudado tan joven, ya lo pregunte una senci lla campesina llena de candidez, un barón movido por un inte rés erótico o el pequeño Charles por ingenuidad infantil. Pues un barón, cuya anterior frivolidad se inclina ante el poder del amor, le ofrece matrimonio, le abre perspectivas de un futuro luminoso que también sería capaz de borrar un paso en falso. El barón la turba con su apasionamiento, pero a pesar de ello es rechazado. Claudine, aunque deshonrada, prefiere seguir sien do «fiel a su marido y a su honor»1. Claudine es reconocida, en mala hora, por alguien que está de visita en casa del barón. También es reconocida por alguien que es bienvenido: Ferdinand Waller, que entre tanto se ha ca sado y es socio de una gran empresa en Suiza, ha regresado y se ha enterado de su paradero a través de Susanne. Trae la noticia de que Lusard vive en Jutlandia como duque de M ontalbert en una hacienda que ha heredado de su tío, un ferviente m onárqui co con el que en vano ha intentado reconciliarse en el pasado en beneficio de Claudine. Ferdinand lleva asim ismo la noticia a Lusard, quien cree a Claudine infiel y casada en Alemania. Ferdinand comunica la noticia del modo más delicado posible, para que el reencuentro no se convierta en una triste y desga nada concesión, sino en una repetición llena de entusiasmo, de 7.
D E , 153 .
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modo que no se ponga de manifiesto que no es como dice aque lla canción francesa sobre la primavera: «Qui ne revient plus pour les amans, comme il revient pour la nature»8. El S egunda
r eenc u entro de
parte:
La
L u sa r d
y
C l a u d in e
épo ca pr esen te
Si la leal perseverancia de Claudine había sido el camino por el que su fidelidad alcanzó la victoria del reencuentro final con Lusard, esa fidelidad se repite ahora en la persistencia de un recuerdo noble y triste que anhela volver al reencuentro al que Claudine anhelaba ir. Y es que su hijo, Charles Lusard de Montalbert, ahora con cincuenta años de edad, vive en el viejo y magnífico castillo («donde los dos grandes castaños cercanos al muro de la iglesia esparcen, desde hace ya diez años, sus flores sobre la tum ba»9), sumido en el recuerdo de los difuntos. Tras haber viajado mucho por el nuevo y por el viejo mundo, tras haber dejado pasar la época del amor, tras haberse retira do en el momento en que el futuro comienza esencialmente para un hombre, se ha instalado bellamente en el recuerdo y ha elegido el pasado, ya solo deseando procurarse también él un recuerdo haciendo feliz a alguien de su familia. Lusard llega a Copenhague, visita al consejero de comercio Waller, que vive en la vieja casa de los Waller, y a través de este somos introducidos en los problemas conyugales del consejero y en el escenario en el que la época presente se manifiesta a través de sus distintas representaciones. En la época presente no hay nada exótico que cautive, ni una delegación de franceses que casi haga olvidar que la escena se desarrolla en Copenha gue, ni la formidable agitación propia de un momento decisivo de la historia universal. La vida en la época presente no se ve agitada por una pasión enérgica que tenga su forma precisamen te en su energía, incluso en su vehemencia, y no oculta la fuerza de una pasión prohibida y secreta. Por el contrario, todo es ma 8. DE, 168. 9. DE, 171.
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nifiestamente anodino y trivial, amorfo, semiculto, superficial, y además lo es abiertamente. Aquí no hay revelaciones formida bles ni secretos profundos, sino pura superficialidad. Solo una flor crece escondida, oprimida por estas circuns tancias extemas: la señorita Mariane, hija del primer matrimo nio del consejero de comercio Waller, a quien en el segundo matrimonio hasta los criados llaman despectivamente Maren. Desairada y menospreciada por su madrastra, objeto de la vana e impotente protección de su padre, casi ofendida por jóvenes pisaverdes envalentonados por la coquetería de la madrastra, preocupada por la ligereza de colegiala de su hermana pequeña Colette, M ariane ama y es amada en secreto por Ferdinand Bergland, sobrino de Ferdinand Waller (el autor de Prímula veris), espíritu un tanto excéntrico, pero orgulloso y noble. Lusard no tarda en descubrir el encanto de esta muchacha. Su parecer se ve confirmado por el viejo consejero de Estado Dalund, que ahora frecuenta la casa del consejero de comercio, al igual que antaño frecuentaba la del comerciante mayorista. Es un anciano de quien no se puede decir que haya elegido vivir sumido en sus recuerdos, pero que de hecho conserva el recuer do de la señora Weller; un anciano que, si en otro tiempo trataba en vano de m antener su posición neutral de observador, ahora, con sus opiniones moderadas pero un poco sarcásticas, en vano rompe una lanza como «abogado de una época pasada... o con tra la época presente»10. No hay m odo de dar con Ferdinand. Después de romper con el consejero de comercio a causa de un malentendido, se ha marchado, al parecer a Ginebra. M ariane pasa a ser ahora el objeto preferente de la atención de Lusard (lo que da pie a que algunos crean equivocadamente que él es el pretendiente), pues este ha resuelto que el amado de M ariane sea su heredero. De solado, Lusard cree descubrir que M ariane ama a Arnold, un estudiante de derecho cuya vacuidad le repugna; pero Dalund niega que esto sea posible. 10 .
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De un modo accidental, Lusard es testigo de una conversa ción entre Mariane y su amado (Ferdinand Bergland, que ha vuelto para despedirse); aunque no lo distingue bien porque lo tapan los árboles del cenador, le llaman la atención su voz y su anillo de sello. Gracias a esa conversación, Lusard descubre que la relación amorosa entre ambos toca a su fin, ya que el joven, por temor a las dificultades económicas, no quiere arriesgarse al matrimonio; en vez de eso deja a la muchacha, esperando que sea Lusard quien pida su mano. Pero ¿quién es este hombre? En una subasta de libros, Lusard adquiere por 25 táleros aquel pequeño volumen, Prímula , y siente curiosidad por saber quién ha sido el segundo mejor postor, que lo ha obligado a ofrecer ese precio desproporciona do. Por la voz y el anillo de sello reconoce al enamorado del ce nador, que no es otro que Ferdinand Bergland, a quien buscaba. Precisamente cuando va a producirse una separación seme jante a la de la primera parte, cuando una mujer fiel (como Claudine) va a ser abandonada por su amado, que no se propo ne ir a la guerra (como Lusard), sino que, en su desesperación, no quiere arriesgarse a un matrimonio por miedo a las dificul tades económicas; precisamente cuando la conjunción de los astros hace prever que Mariane, al igual que Claudine, seguirá fiel a sí misma durante años, si bien menos inflamada de entu siasmo y sufriendo más en su callado recogimiento, entonces interviene Lusard. El recuerdo de los hechos narrados en la primera parte surte una vez más un efecto transfigurador. Lo que la piedad filial recuerda con melancolía, ese hombre noble lo ve ahora ante sí repitiéndose de nuevo. Mariane se une a Ferdinand Bergland. Viven en el viejo cas tillo, como hijos y herederos del solitario Lusard.
L Las luces del cenador están encendidas, mientras la es trella del amor centellea en el crepúsculo. Claudine está senta da junto a Lusard, y Ferdinand Waller lee en voz alta un poema de Prímula veris.
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2. Las luces del cenador están encendidas. Ferdinand Waller está sentado junto a la pequeña señora Johansen y se acuer da de cosas que nunca ha olvidado. 3. Las lámparas del cenador están encendidas y las estrellas, temblorosas, miran a hurtadillas a través del follaje. Ferdinand Bergland lee en voz alta para su esposa, y Lusard escucha; lo que lee es Prímula veris. ¿Por qué es el otoño la estación más bella para enam orar se? ¿Por qué «septiembre debería llamarse el mes del amor» (véase 1.a parte, pág. 55)n? ¡Porque enseguida se alia con el recuerdo! Ferdinand ha terminado la lectura, ha traído a la memoria recuerdos que lo vinculan personalmente a ese pequeño libro y a la época cuyas ideas influyeron en su composición. Las dos épocas se tocan una vez más, para terminar. Ferdinand Bergland dice: «Me alegro de vivir en una época que, a pesar de sus de fectos, hace tan importantes progresos en tantas direcciones. Creo firmemente que el género humano, pese a sus altibajos, se aproxima con paso seguro al máximo de perfección imaginable en una existencia terrena». Y Lusard responde: «Amén, espere mos que así sea»12. El reflejo de la época de la Revolución en la vida doméstica es recordado; el reflejo de la época presente en la vida domésti ca es descrito, pero no juzgado, y por consiguiente tampoco se le niega la esperanza.
n.
12.
DE105. D E ,2 29s.
II
UNA INTERPRETACIÓN ESTÉTICA DE LA N O V ELA Y SUS DETALLES
Al presentar el contenido, he intentado destacar los aspectos más importantes del relato, pero dejando a la vez que mi resu men se impregnara de la atmósfera esencial de la novela y re cordando, por medio de indicaciones sueltas, los asuntos sobre los que dialogan los personajes; además, en consonancia con lo que sucede en el relato, he intentado que la época en su conjun to hiciera en todo momento de trasfondo. Pues esta novela se distingue de otras en que tiene un fondo más sustancial: a cada parte le corresponde una época con su diferencia específica. En general, una novela solo tiene un fondo pictórico, como el que bosqueja el dibujante y sobre el cual dibuja luego la figura: la obra es el dibujo propiamente dicho, mientras que el fondo solo sirve para evitar que parezca que la figura dibujada está suspendida en el aire. Aquí, en cambio, la novela se apoya en todo momento en algo que es más esencial que la obra misma, mientras que la obra solo quiere ofrecer el reflejo de ese algo. La novela cuenta con el supuesto del conjunto específico de la época, y la obra es su reflejo en la vida doméstica; luego el pensamiento retom a una vez más a la época en su conjunto, tal como ha sido revelada en ese reflejo. Pero el propósito del au tor, según se afirma en el prólogo1, no ha sido exponer la época misma; su novela está a medio camino entre el carácter peculiar de la época, el cual se presupone, y el que resulta iluminado por la obra a través de su reflejo. 1.
DE,7 3 .
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El principio de la crítica estética no consistirá, por tanto, en indagar si una muchacha como Claudine, un hombre como Lusard, Dalund, etc. podrían darse en nuestra época. ¡Qué despro pósito! En cualquier época pueden presentarse las cosas más diversas. Por ejemplo, en nuestra época podría vivir un hombre del que quepa decir que en realidad pertenece a la Edad Media, o al mundo griego. No, la pregunta de la crítica es esta otra: ¿Pertenece esencialmente a una época determinada una chica como Claudine? Y lo mismo vale para la segunda parte. La cuestión no es si una chica como Mariane podría haber vivido en la época de la Revolución, y haber pensado y sentido y ac tuado como ella lo hace; la cuestión es si una figura femenina como esta pertenece esencialmente a la época presente. Sin duda, desde una perspectiva estética, es especialmente en la segunda parte donde el autor hace mayor alarde de su m aestría en la exposición y descripción, su capacidad de ob servación, su fidelidad y equilibrio al reproducir la realidad, sabiendo conservar hasta lo más inconsistente e insignificante, sin excluir lo trivial y lo grosero, de modo que llegue a ser justam ente lo que es, y con una verdad tal que gracias a ello se vuelve interesante. Hasta el más insignificante personaje se cundario de esta segunda parte, en la que en general no hay ningún personaje importante, se alza tan vivo ante nosotros, se vuelve tan transparente en unas pocas palabras, que tanto los detalles como el conjunto producen, por su naturalidad y viva cidad, un efecto creíble. Solo la ecuanimidad de este autor, el interés por los seres humanos reales nacido de su concepción de la vida y su compasión hacia ellos, explica el hecho asombroso de que haya sido capaz de presentar todos estos personajes de modo que en ningún instante llega uno propiam ente a reírse de ellos, pese a que la mayoría son esencialmente tales que a la luz de una idea puramente estética han de resultar cómicos*, * Incluso a un personaje como la señora Waller se la concibe cómicamente en un único pasaje, pero se hace de modo magistral, pues ella viene a repre sentar la fiel reproducción que la superficialidad hace de todo lo posible, sin atender a si es oportuno o no. El consejero de Estado Dalund ha acusado a núes-
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v a la luz de una idea puramente ética han de resultar condena bles, si se me permite decirlo así, como ediciones ilegales de seres humanos. Si se pretende objetar la presunta preferencia del autor por una de las dos épocas en perjuicio de la otra -com o lo hace sobre todo una crítica oficiosa que se apresura a poner en circu lación este reproche-, una reflexión más atenta descubrirá, por el contrario, el sello esencial de su imparcialidad. Pues la posi ble preferencia del autor por la vida, más exaltada, de la época de la Revolución se ve compensada por su preferencia real p o r la época ,presn t preferencia que ha mostrado al presentarla con más arte. La estructura de la primera parte es de lo más simple. Tras unas pocas escenas en casa del comerciante Waller, el relato emigra, por decirlo así, con Claudine y se pierde con ella en lo idílico; luego resbala lentamente hacia lo épico hasta el reencuentro con Lusard. Desde el punto de vista de los recursos compositivos, el episodio con el barón está tan le jos de ser inesperado que resulta un poco pobre, pues es el tipo de dilemas con el que hasta un principiante suele tentar a su heroína. En la segunda parte, en cambio, el aspecto dramático destaca mucho más. Aquí hay más alternancia y variedad, y en situaciones más complejas, el suspense de la trama se mantie ne hasta el último momento, engañosamente retardado por el tra época de propensión al flirteo, y afirma que esto es algo demoníaco. ¿Qué sucede entonces? La señora sorprende un día a un joven cortesano (un amigo de la casa con el que ella misma coquetea) en el momento en que abraza y besa a la criada. La chica es despedida y al joven le cae una áspera reprimenda, y es aquí donde se inserta, con un efecto sumamente paródico, el pasaje sobre el flirteo y su carácter demoníaco. Lo que hace más magistral aún la concepción cómica es que la escena no es presentada directamente, sino referida por la jo ven Colette, cuyo relato reproduce esas palabras del viejo Dalund. La situación contiene una ironía soberbia sobre el uso extremadamente desafortunado de las palabras. Porque, poniéndonos en lo peor, Dalund quizá hubiera encontrado más excusable todo el incidente con la criada a condición de que se mantuviera oculto; en cambio, el flirteo se da precisamente en la escena entre la señora y el cortesano: la virtuosa señora que reprende al cortesano con el que ella misma, a la vez, coquetea. En relación con el modo como una jovencita necia repite como un papagayo las palabras serias de un hombre anciano, la sátira es soberbia, y sirve además para exponer los defectos de la señora Waller.
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modo erróneo como Lusard interpreta la relación entre Amold y Mariane, ingeniosamente acercado a su desenlace por un azar que inicia a Lusard en el secreto de los amantes, y por último resuelto bellamente con la introducción de una situación que utiliza algo que el lector conoce de la primera parte; mientras que Lusard no hace su aparición como un ex machina con su espléndido regalo de bodas, dado que, por el contrario, ese era su deseo desde el comienzo. No se trata, como en otras oca siones, de una ayuda económica introducida de modo nove lesco: un tío rico que es asesinado o que muy oportunamente cambia el tiempo por la eternidad, o al que con la mayor prisa se hace regresar de las Indias Orientales, etc. Por el contrario, aquí se puede perfectamente invertir la relación y decir que el tema es este: un noble de buena posición, cuya disposición de ánimo tiene su explicación psicológica en toda la prime ra parte, busca a alguien a quien favorecer y, con ayuda de la Providencia, encuentra en el curso del relato a las dos personas adecuadas. No queda sin explicar nada que pudiera provocar la duda, ni quedan deudas que solo puedan saldarse literaria mente con un anticipo poético tomado del inmenso fondo de ayudas de la fantasía. Antes bien, el estado de ánimo provo cado por el desenlace combina la explosión de asombro lírico ante el curso de la Providencia con el asentimiento de la razón, que dice: no podía ser de otro modo. Constituye otra prueba esencial de imparcialidad el que en la segunda parte los personajes se presenten mucho más ramente., audibles en las palabras de los diálogos, visibles en el perfil de sus figuras, fácilmente reconocibles en la vida, mien tras que en la primera parte los personajes están más ocultos en la interioridad de una pasión más universal. Esto tiene, des de luego, una razón de ser más profunda, pero la maestría del autor estriba precisamente en saber hacer justicia mantenien do la diferencia, y en mantener la diferencia y saber ocultarlo en la exposición, de suerte que en ningún lugar dice directa mente lo que pretende, pero él sabe muy bien lo que ha hecho y la crítica puede señalarlo con claridad. La diferencia expresa
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propiamente la relación entre la interioridad y el exhibicionis mo. del que precisamente se acusa a menudo a la época actual. Una tesis psicológica en la que sin duda todos los expertos es tarán de acuerdo conmigo afirma que, cuando una pasión esen cial está presente y se expresa de palabra u obra, esa expresión capta nuestra atención hasta el punto de hacernos olvidar las circunstancias externas; del mismo modo, cuando somos presa de una pasión, nos olvidamos del aspecto externo de su ob jeto. El hombre más feo puede hacer que olvidemos su aspec to externo fascinándonos con la expresión de su interioridad. Esta es la contradicción cuya ironía tanto satisfacía a Sócrates. Cuando hablaba, cuando el corazón de Alcibíades, que le es cuchaba, «latía con fuerza, con más fuerza que el de los coribantes, al tiempo que las lágrimas brotaban de sus ojos»2, se olvidaba, se olvidaba para siempre de que quien hablaba era el hombre más feo de G recia... hasta que callaba, y el hombre más feo de Grecia paladeaba el placer de la ironía. Si se ha escuchado de forma adecuada un sermón rebosante de interio ridad, por más que uno haya mirado ininterrumpidamente al sacerdote, le será imposible decir cuál era su aspecto externo. Supongamos que una muchacha padece mal de amores y busca nuestra confianza, y supongamos que la interioridad de su pena consiste en un eterno rememorar; pues bien, cuando la mucha cha nos deja, es imposible decir qué aspecto tenía, pues la inte rioridad hace que uno olvide, para así recordar lo esencial. Lo exterior, en cambio, se impone de modo inolvidable cuando no hay nada que recordar. Quien está verdaderamente enamorado acaso viva mucho tiempo sin poder explicar con precisión qué aspecto tiene la persona amada, pues el predominio apasiona do de la interioridad hace que él, cuando no la tiene ante los ojos, haya olvidado qué aspecto presenta, precisamente porque recuerda su amor; pero a la vez es capaz de evocar con faci lidad la imagen de todos los que pertenecen a la familia o el entorno de la persona amada. 2. Cf. Platón, Banquete, 215d-e.
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Lo mismo ocurre con los personajes en la primera parte de la novela: casi todos están sumidos en la pasión y justo por eso se recortan tal vez con menor nitidez. El que quizá destaca con más claridad en su aspecto extemo es el consejero de justicia Waller, precisamente porque es el menos importante. Los otros resultan tanto menos claros cuanto más esencialmente experimenten la pasión de la idealidad, ya estén absortos en la dimensión univer sal de un acontecimiento histórico, ya ocultos en la revelación interior de una pasión autopática. En cambio, en la segunda par te casi todos los personajes son reconocibles por algún rasgo extemo que se brinda a nuestra imaginación y nuestra memo ria. Los pocos trazos con los que son bosquejados los represen tan tan vivamente que no podemos olvidarlos, a tal punto que nos comprometeríamos sin vacilar a reconocerlos por la calle, pues son típicos figurantes externos que no tienen absolutamen te nada que haga olvidar qué aspecto tienen. Hay un sacerdote cuyo aspecto externo nunca olvidaré, no porque fuera un hombre francamente guapo, sino porque divagaba en tal medida que no había nada que apartara la atención de su aspecto extemo. ¿No es así como suceden estas cosas? Supongamos que una dama elegante ha puesto singular esmero al vestirse de luto; seremos capaces de recordar cada mohín, cada ademán de su rostro con dolido; pero del aspecto externo de la jovencita que realmente estaba apenada en su interior, no podremos acordamos. Reparemos en el consejero de comercio Waller*. Está sen tado en el mismo despacho, en el mismo puesto que antaño ocupara su padre, en una silla giratoria de oficina, y «tiene el aspecto de uno que en un caluroso día de verano se ve impor tunado por una nube de moscas»3. Aunque el autor nos lo haya Me ceñiré a algunos ejemplos sueltos para no resultar prolijo. Pero no puedo dejar de observar que, cuanto más lee uno esta novela, más se admira del ingenio con que el autor ha sabido construir las situaciones de modo que brinden una magnífica ocasión para establecer comparaciones, y de la natura lidad artística con que el autor ha sabido ocultar esto colocando cada situación tan acertadamente en el contexto de la parte a la que pertenece que en absoluto parece perseguir otra finalidad.
3. D£, 177.
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mostrado una sola vez, no lo olvidaremos nunca, pues lo que tie ne de llamativo es esencialmente exterioridad. O reparemos en la esposa del consejero de comercio cuando coquetea, o cuando aparece luciendo un pañuelo de vivos colores recamado en oro: uno no olvida su aspecto. Compárese con esto la fiesta en casa del comerciante mayorista Waller, a la que Claudine se presenta llevando la banda tricolor*, y a pesar de que este momento es recordado a menudo, nos olvidamos del aspecto de Claudine, dejamos que la mirada resbale fugazmente sobre su atavío, se guros de que estaba hermosa, y si lo olvidamos es porque nues tra atención se concentra esencialmente en la alegría juvenil y el entusiasmo soñador de la muchacha. ¡Quién recuerda el aspecto externo de una cajita de oro, cuando lo que contiene en su inte rior presenta una extraordinaria factura! En cambio, una bandeja o un rótulo tienen la propiedad de que si uno olvida su aspecto, ha olvidado por completo esos objetos. Otro tanto ocurre aquí. La señora Waller con el pequeño distintivo tricolor cuidadosa mente escondido y la feliz Claudine llevando solemnemente la banda de la Revolución están verdaderamente engalanadas. En cambio, la esposa del consejero de comercio, con su cinturón dorado o su manta de trineo recamada en oro, no lo está. Pero lo irónico es que uno olvida el atuendo de las dos primeras pese a que continúa recordándolas, mientras que no se olvida nunca de la esposa del consejero de comercio con su cinturón - a menos que se olvide de ella por completo-. Pensemos en Amold y la escena (p. 262)4 en la que, con su impertinencia supuestamente irónica, ofende al consejero de co mercio en su propio salón. Comparemos esta escena con el al * La diferencia es esta: mientras que en la primera parte es el comerciante Waller quien desea que su mujer y su sobrina se engalanen con los regalos, lle nos de simbolismo nacional, que los franceses le han enviado -una libertad por la que ellos mismos, en el curso de la velada, se disculpan cortésmente ante las damas-, aquí es la esposa del consejero de comercio, que ha recibido un pañuelo de un dandi -el cual lo ha comprado por comprar algo en una situación embara zosa y luego se lo regala a la señora de la casa para librarse de él-, la que lleva el regalo contra la voluntad de su marido, mientras que Mañane ve con pesar que la pequeña Colette imita a su madre y acepta regalos de un hombre en la calle. 4. D E ,217,
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tercado de la primera parte en el que el consejero de justicia lle ga a decir: «Las palabras que has pronunciado son infames»5. Debido a la importancia de la cuestión debatida, uno olvida el aspecto externo de los que disputan y perdona a ese hom bre apasionado su violento exabrupto. Pero A m old llama tanto la atención que no podemos librarnos de él, no hay nada que pueda ayudamos a olvidarlo, todo gira en tomo a nada, y Arnold aparece como el representante satisfecho de la vacuidad y de la presunción, cuya ironía admira y aprecia la esposa del consejero de comercio. Considérese la escena del cenador, en la primera parte, cuando Ferdinand Waller, en presencia de Claudine y Lusard, habla sin miramientos de la relación entre la señora Waller y Dalund; se nos antoja indecoroso, pero lo olvidamos al instante precisamente porque hay algo que recor dar. Ferdinand es presa de la pasión, extraviado por las ideas de la época se deja llevar; Claudine no siente curiosidad, pero en medio de la pasión amorosa de pronto amanece para ella una luz inquietante y tentadora. Compárese con esto la escena de la segunda parte en la que Amold viene a invitar a la seño ra W aller y la relación de esta con el joven cortesano se m en ciona de un modo frívolo. Inevitablemente, toda la situación se graba en la memoria. ¿Y de quién es el mérito? Es del autor, que sabe qué se debe hacer y además sabe hacerlo. Pues la es cena de la prim era parte es tal que hasta un principiante sería capaz de escribirla. En ella no se dialoga, sino que Ferdinand se desahoga de manera exaltada. En la segunda parte, todo lo contrario: esa maestría al describir lo banal, esas respuestas breves, ese continuo entretejerse de la situación y el diálogo, esa autenticidad hasta en el gesto más casual, esa vivacidad, ese colorido, pese a que el conjunto se mantiene con toda ju s ticia en el tono mortecino de lo trivial. Pensemos en Colette, en A m old o en el joven cortesano, todos los cuales son repre sentantes de la época actual: todos ellos nos salen al paso níti dos e inolvidables. 5.
DE,80.
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Cuando una pasión verdadera está presente en el fuero inter no, se olvidan las circunstancias externas. En la segunda parte, en cambio, el autor pone gran cuidado (debido a su predilección por esta tarea) al dibujar con mano diestra las circunstancias banales de la vida de cada día. Aquí no se apresura uno a asis tir a una fiesta cargada de significado, aquí no se encierra uno idílicamente con la silenciosa interioridad de una mujer aban donada. No, aquí todo es más o menos igual de importante y por eso la descripción resulta difícil, algo así como pintar sin luces ni sombras y, pese a ello, lograr un efecto y producir una obra de arte. Por eso no somos catapultados sin más al salón de la fiesta, en la que nos llenarán de alegría el entusiasmo de los discursos, la animación de la conversación y el buen tono del trato refinado. No, el autor conoce su oficio. Desde fue ra oímos la disputa en la habitación de dentro; esperamos fuera mientras la señora de la casa toca el piano; prácticamente en la escalera de entrada, la esposa del consejero de comercio co mienza ya su reprimenda al joven cortesano; la criada participa, al igual que los niños pequeños y una colegiala, precisamente porque ningún decoro mantiene la distancia y separa, no hay nada majestuoso que eleve y distinga, ningún acontecimiento que estimule y ennoblezca, ninguna idea que ordene las masas en una armonía pictórica o eleve al individuo con su porte he roico, sino que todo es confusión. En suma, la imparcialidad del autor en relación con las dos partes quizá pueda expresarse así: si la primera parte cautiva más a causa de la autenticidad de las grandes pasiones, la se gunda es más entretenida, y lo es más cuanto más se la lee. Esto por lo que hace a la imparcialidad. Cuestión diferente es en qué medida esta novela suscribe realmente la misma con cepción de la existencia que es característica esencial de Una historia cotidan a6. Dicha concepción está, como se dijo, a mi tad de camino entre lo estético y lo religioso. Consideremos la 6. Es decir, en la serie completa de las novelas breves de T. Gyllembourg que aparecieron atribuidas al «autor de Una historia cotidiana».
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relación que tienen con la existencia los personajes principales de la presente novela. En la primera parte, el vuelco decisivo en la relación entre Claudine y Lusard se produce románticamente merced a la perseverancia; ella persevera y de este modo con sigue a Lusard. Y su perseverancia es esencialmente perseve rancia romántica de la determinación natural, de la inmediatez, del amor. Y es que lo ético no desempeña un papel decisivo. Lo ético consiste aquí en que el único modo que tiene Claudine de salvar su honor es honrarse a sí misma, y por eso toda nueva re lación amorosa, todo riesgo de merma de la interioridad es una sentencia sobre ella misma. Su romanticismo es puro, no trans formado ni santificado por lo ético. La separación de Lusard la deja en suspenso, y en esa situación se queda, románticamente orientada hacia Lusard. Pero no se eleva por encima de la rela ción con Lusard a fuerza de profundizar éticamente en sí misma, sino que conserva el deseo romántico de unirse a él. En la segunda parte, el vuelco en la relación entre Mariane y Ferdinand Bergland se produce románticamente con ayuda del destino: Lusard interviene con su ayuda económica. La única pregunta es si no habría sido más concorde con el viejo espíritu de las Historias de todos los días pintar al barón (en la prime ra parte) de un modo algo diferente y dejar que se uniera con Claudine; dejar que Mariane sufriera el dolor de la separación y luego proporcionarle un nuevo consuelo. Sin embargo, aunque se me conceda el acierto de esta observación, no se puede fun dar en ella una objeción, precisamente porque el autor está des cribiendo esencialmente las dos épocas. Menos aún cabe obje tarle al autor que, al tratar en la primera parte la relación entre la señora Waller y Dalund, haya hecho el intento de dar prio ridad a la relación natural sobre lo ético, como si la fidelidad en una relación ilícita pudiera volverla lícita. Y tampoco cab objetarle al autor que esta relación incluso sea presentada como si ejerciera un influjo ennoblecedor en la señora Waller y en su vida conyugal, ya que esto es un retrato de la particularidad de la época. Lo mismo cuando en la segunda parte se sugiere que la ruptura de un compromiso matrimonial por miedo a las
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dificultades económicas es expresión de una pasión legítima. Desde un punto de vista ético, lo primero ha de considerarse reprobable, y el ennoblecimiento como una ilusión, porque en ningún caso puede adquirirse un derecho por medios prohibi dos, y la antigüedad de la transgresión no es sino reinciden cia; y porque el ennoblecimiento por la depravación es como la nobleza que muestra un hombre que, al no poder pasarse sin dinero, se procura riquezas de un modo ilícito y después hace mucho bien con su fortuna. Desde un punto de vista estético, lo últimoha de considerarse cómico. En la segunda parte, tam bién la época actual condena la relación entre la señora Waller y Dalund, mientras que el autor se ve impedido para m anifes tar su propia opinión por la naturaleza de su tarea. Si hubiera habido una tercera época, no es impensable que su descripción presentara a una luz cómica la huida del matrimonio planeada por Bergland. Ahora, tratando de ser fiel a la soberbia descripción del au tor, analizaré el desarrollo psicológico de los distintos perso najes principales, mostrando de qué modo y en qué medida los hechos decisivos se desprenden como conclusiones de pre misas individuales, y permitiéndome únicamente una mirada de soslayo al reflejo de la época. Quede reservado para la sección siguiente el destacar sobre todo la peculiaridad de la época. La crítica ha de adoptar la misma doble perspectiva que ha vuelto tan ardua la tarea acometida en el relato. El autor no se atreve a deducir de la época consecuencias inmediatas en los individuos, pues entonces m arraría su tarea como novelista: describiría la época y la ilustraría con ejemplos, en vez de captar el reflejo de la época en la vida doméstica para, por medio de ese refle jo, iluminar la época. La transacción ha de hacerse constante mente pasando por la instancia intermedia de la psicología in dividual. Sería un error que el autor dijera directamente: «En la época de la Revolución se permitía que una mujer casada tu viera una relación ilícita con un hombre -com o la que he des crito entre la señora Waller y D alund-, con tal de que guardara las apariencias». La relación entre la señora Waller y Dalund ha
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de estar motivada psicológicamente, y solo cuando esto se ha hecho puede considerarse si las características de la época in fluyen facilitando esta relación o si la época la juzgaba per misible. En cualquier época puede ocurrir que una joven se enamore de un hombre del que deja de tener noticias durante mucho tiempo, de modo que ella crea haberlo perdido y ter mine casándose con otro, y que luego reaparezca el objeto de su primer amor, con el peligro añadido de que ella no es feliz. Cuando esto sucede y además los personajes están descritos psicológicamente, la peculiaridad de la época puede decidir cómo se manifiesta este conflicto; en otra época, por ejemplo, podría haberse manifestado en la ruptura del matrimonio, de modo que ella pudiera unirse a su amado, o en que los desdi chados amantes, sometiéndose a la santidad del matrimonio, resolvieran no volver a verse, etc. El autor no debe decir: «En la época de la Revolución vivían jóvenes románticas, y eso es lo que he representado en Claudine». No, el autor debe motivar psicológicamente el romanticismo de Claudine, y luego que sea la época la que determine qué dirección concreta adopta ese romanticismo. En el Medievo, una joven romántica motivada psicológicamente de un modo análogo se habría ido a un con vento, en una época prosaica se habría vuelto prosaica también ella y se habría casado, en tiempos de Luis XIV quizá se habría convertido en una condesa equívoca, etc.
P r im e r a
parte
Claudine. Educada de un modo estricto por su tía Malfred, y por ello frenada a la vez que demasiado acelerada en su creci miento espiritual, casi privada de toda impresión de la vida, al ser trasplantada a la casa del comerciante Waller ha encontrado el terreno y el momento adecuado para su desarrollo. Lo que psicológicamente debería haber concluido o en el desaliento o con que ella, de un modo desesperado, hubiera roto con el am biente asfixiante del cuarto de estar de la insensible tía, ahora se ha transfigurado felizmente en un gozoso brotar de la juven
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tud en las condiciones más favorables, aunque también hayan de considerarse peligrosas. La libertad de que goza en casa de los Waller, la alegría que se le ofrece a raudales, la solicitud, simpatía y casi predilección con que es tratada la joven, no la echan a perder, ya que ella ha aprendido a hacer aprecio de las cosas, sino que la ennoblecen en su infantil gratitud «por todo lo bueno que disfruto en esta querida casa»7. Y cuando se abren las puertas batientes y dejan a la vista la amplia perspectiva de un acontecimiento histórico de alcance universal, cuando la de legación francesa, enviada desde aquel escenario fascinante, se presenta en la casa de los Waller y toca con una idea mágica el espíritu juvenil de Claudine, ella está en su apogeo. Lo román tico estriba de nuevo en ese contacto que despierta la fantasía. Si el comerciante Waller y su mujer hubieran viajado a París, si hubieran llevado a Claudine con ellos, esto no habría tenido un efecto tan fuerte en ella como ese leve contacto que no abruma con detalles, sino que inflama la fantasía por completo. Por eso cuando Lusard, a escondidas de todos los presentes y solamente entendido por Claudine, se arrodilla y besa la orla de su vestido, él, un extranjero que solo pertenece a la pequeña Dinamarca por esta acción simbólica y por Claudine, estamos ante una de las maneras, ingeniosamente ideadas por el autor, de expresar todo el aspecto romántico de la situación de Claudine. Si Lu sard se la hubiera llevado consigo a Francia como su novia, esto no la habría desarrollado tanto como ese instante romántico de contacto, que a la vez es una despedida. En el amor, una joven puede exigir dos cosas, cuando lo exige todo: que él sea amable y que además tenga una idea que ofrecerle; así la ecuación del amor es absoluta y plena. Pasa con las pasiones lo mismo que con la navegación: se trata de que el viento tenga fuerza suficiente para henchir las velas de un solo soplo, uno tenore, que no se hagan demasiados virajes y bordadas cuando uno se acerca a lo profundo, que no se hagan demasiados preparativos ni demasiadas deliberacio 7. Cf.
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nes prev ias; se trata de que la pasión tenga la fuerza y el domi nio para someter lo imprevisto a su omnipotencia. He aquí que Claudine está sola, con un mundo en el alma, y entonces le llega un signo de Lusard. Esto es lo romántico de la situación, esplén didamente concebida por el autor. El ímpetu del enamoramiento es en sí mismo como el vuelo de aquel corcel alado8. ¡Qué dis tinto de lo que ocurre a diario! Aquí intervienen los conocimien tos previos y las circunstancias y los respetos, la familia y los amigos, el mobiliario y los que felicitan; y la victoriosa gesta de un espíritu osado se transforma en una excursión burguesa: un carro con todos esos pasajeros, todos gritando «¡Arre!», y el amor es el dócil animal que ha de tirar de todos ellos. Qué distinto para Claudine. Desprovista de conocimientos previos, y por ello digna de ser iniciada, no atiende a respetos humanos; para ella Lusard es el amado, a través del cual es tocada por una idea: desde una perspectiva romántica, este es el pacto supremo de la iniciación. A sí está dispuesto el comienzo del relato, pero también es importante destacar que el entorno y las circunstancias favore cen y apoyan psicológicamente lo romántico. Cuando dos m o zos fornidos sacan al resollante corcel que ha de participar en la carrera, ¿qué deben hacer ellos? Deben soltarlo. «¿Nada más que eso? Parece bastante fácil». Nada de eso, es un arte: han de saber soltarlo con pasión. La mínima vacilación en su actitud o su postura hace que el caballo pierda algo de tiempo; al sol tarlo han de saber exactamente cómo darle impulso. Cuando empujamos una barca al agua, es preciso que, inclinados hacia adelante para em pujar con fuerza, nos echemos hacia atrás al mismo tiempo para que el empujón se traduzca en velocidad. Con todas las pasiones ocurre que lo máximo que el entorno puede hacer por nosotros es soltamos con pasión. Pero preci samente así están dispuestas las circunstancias de Claudine en casa de los Waller, y el ingenio del autor puede exigir con razón eso que quizá es más raro todavía que un donante alegre o un 8. Aquí se alude a Pegaso.
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trabajador alegre: un crítico alegre, es decir, uno que se alegre de ver lo que el autor ha hecho. El comerciante Waller está in merso en la política. La naturaleza un tanto misteriosa de la ca llada y cavilosa señora Waller, lejos de importunar a Claudine con preguntas llenas curiosidad y muestras de simpatía, apoya e incita el secreto enamoramiento de la joven. Dalund pasa los días absorto en el estudio de lo que el rostro de la señora Waller revela acerca de su alma (estudio que proseguirá en su anciani dad mediante la contemplación del retrato de ella), pero nada inclinado a rastrear amoríos ajenos, él, que más bien parece temer a los franceses a causa de su propia relación. Claudi ne está sola y aislada, privada del afecto que felicita corno se felicita a quien ha encontrado algo, gritando «¡La mitad para mí!», lo cual a menudo hace que el amor se reduzca a la mitad. Ferdinand Waller, el único que adivina ese amor, es un trovador entusiasta de los franceses y de Lusard. Así progresa el orit; el autor ha sabido disponer am en la situación de modo que el elemento romántico se abra paso. Pero entre las muchas condiciones que, según declara el gran poeta9, son precisas para provocar el amor se cuenta aún «que puedan encontrarse a solas». Y aunque falte algo -«la luna, cu yos rayos descienden en primavera atravesando las ramas del haya»-, el autor es de la opinión de que el mes de septiembre en realidad debería llamarse el mes del amor. Cuando empujamos una barca al agua, es preciso que, inclinados hacia adelante para empujar con fuerza, nos echemos hacia atrás al mismo tiempo para que el empujón se traduzca en velocidad; y cuando quien ama en secreto, corriendo su vida más peligro que la del amado, ya lo cree muerto en duelo, el culatazo de este pensamiento fú nebre imprime al amor el más fuerte impulso. Lusard, herido, es llevado a la casa de campo del comercian te Waller, y a los amantes se les brinda una oportunidad. Sin preparación alguna, sin otra guía que la excentricidad del amor
9. Referencia a Adam Oehlenschláger, cuyo poema «Freiers Sang ved Kilden» [«Canto de Freier junto a la fuente»] se cita libremente a continuación. Cf. A. Oehlenschláger, Nordens Guder[Dioses del Norte], Copenh
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y de la época, sin otro confidente que el amor, ella se sacrifica a su sentimiento. Las premisas psicológicas motivan plenamen te su paso en falso, del mismo modo que motivan su constan cia, pues su error y su virtud brotan esencialmente del mismo romanticismo. Cuestión distinta es hasta qué punto precisamente las ideas de la época deberían haber iluminado a Claudine sobre su paso más de lo que lo hicieron. Su posterior ignorancia, bastante in genua, de las consecuencias de su relación con Lusard parece un rasgo tomado en préstamo de otro tipo de romanticismo, el del idilio bucólico. Lo característico en relación con la época de la Revolución habría sido que Claudine pensara que su relación con Lusard era lo que se suele considerar un matrimonio en toda regla, salvo que en él la relación natural quedaba emanci pada de la constricción ética, considerada como lo anticuado del matrimonio. Esta ignorancia demasiado inocente, propia de un romanticismo lánguido, casa muy mal con la época de la Re volución, y es un elemento arbitrario en la descripción del refle jo de esa época. Lusard entiende las cosas mejor, y por eso en uno de los diálogos la llama «esposita mía»10. Claudine, en cam bio, es más la típica chica extraviada por su amor que alguien en cuyo extravío se aprecie el influjo de las ideas de la época. Pues es cierto que Ferdinand Waller expone esas ideas y le informa de la relación entre la señora Waller y Dalund, pero no se nos dice el efecto que esto causa en Claudine o qué implicaciones tiene para ella; por el contrario, en lo sucesivo resulta que no se distingue esencialmente de lo que solemos entender por una chica que tropieza llevada de su amor romántico. Lusard es el francés ardiente, encantador, educado, fácilmen te inflamable en todos sus estados de ánimo, incluida la m e lancolía, concebido en todos sus aspectos precisamente para una relación como la que mantiene con Claudine; solo que su perseverancia no va a la par de su impulsividad, lo cual quiere decir que no es imposible que un individuo semejante actúe co10.
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mo Lusard, pero también sería explicable que actuara de otra manera. Aunque tendríamos razones de orden psicológico para asombram os si Claudine no hubiera permanecido fiel a sí m is ma, ella habría considerado perdonable que Lusard le fuera in fiel, y pese a ello habría seguido amándole. La señora Waller ha sido desde muy joven objeto del amor de Dalund. Ella ha entendido mal su silencio y se ha casado estando él ausente. Su matrimonio no ha servido para hacerla mejor. A falta de paz interior, «corría tras diversiones vanas, ci fraba su más alta dicha en ser cortejada* y consideraba que su atavío era lo más importante de todo» (cf. p. 37)11, hasta que fi nalmente la relación con Dalund la ennoblece; relación que D a lund cree tener derecho a exigir como reparación por tantos años de fidelidad y por un amor como el suyo. Sin embargo, la señora W aller no puede ahogar del todo una voz interior que le recuerda que va por caminos prohibidos, una voz que, según su propia declaración, va cobrando fuerza precisamente por que su ennoblecim iento hace que se encienda para ella una luz que su juventud perdida no le había mostrado**. Entre tanto Da lund -valiéndose tanto del ascendiente absoluto que es prerro * Esta descripción le deja a uno un tanto perplejo acerca de la época en que se produce la escena. 11. Cf. D E ,96. ** Si este conflicto pudiera llevarse hasta el extremo, no carecería de in terés psicológico: merced a una relación ilícita, ella se ennoblece; merced a ese ennoblecimiento, llega a estar en condiciones de ver claramente la ilicitud de la relación. ¡Supongamos que el ennoblecimiento se hubiera traducido en la victo ria de esa mayor lucidez y que ella, por ese motivo, hubiera dejado la relación! Por lo demás, está muy claro que la señora Waller se halla en contradicción con sigo misma, cosa que la finura psicológica del autor ha sabido destacar. No de bemos sonreímos ante esta contradicción, ni pensar precipitadamente que queda superada al ser advertida, y menos aún apresuramos a condenarla. En efecto, cuando un hombre nos explica que él mismo puede ver claramente que su ac ción es reprobable, y sin embargo la lleva a cabo, dejemos que lo ético lo juzgue y lo estético lo encuentre cómico. La cosa cambia con una mujer, especialmente en una situación en que su fortaleza se reconoce precisamente por la debilidad con que se entrega. Gracias a Dalund puede entender la ilicitud de su relación, pero no prescindir de Dalund y conservar esa lucidez. Cuando ella, como mujer, se siente segura gracias a esta relación que colma toda su alma, es capaz de ver que es una relación ilícita; pero si pone término a la relación, su deseo femenino, llevado de la desesperación erótica, la hará olvidar que era ilícita.
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gativa de su sexo y su persona, como de las ideas de la épocalucha por mantener la relación, llegando al extremo de ponerse celoso (de los franceses, por ejemplo). Aquí surge de nuevo una dificultad, ya que la relación entre la señora Waller y Dalund no expresa las ideas de la época de modo que esa relación parezca producida o sostenida por dichas ideas, sino que, estando inmerso en la relación, Dalund lucha por las ideas de la época -por tanto, intenta reforzar una relación ya dada haciendo que cuente con la aprobación de las ideas de la época-. La relación misma parece haber nacido por motivos puramente personales, y de hecho se prolonga como el modo en que estas dos personas han solucionado un conflicto vital. La dificultad consiste, pues, en que parece faltar algo en relación con la transparencia recíproca que exige la duplicidad de la tarea acometida por la novela. La determinación de la época exige el término medio de la individualidad, la determinación de la individualidad exige el término medio de la época, y en esta transparencia estriba la tarea de describir en forma de novela el reflejo de la época en la vida doméstica. Y si alguien dice que el autor tan solo pretende describir cómo se juzgaba una relación semejante en la época de la Revolución, se le ha de responder que esa tarea es de índole peculiar, pues el juicio consistía justa mente en ignorar la relación; que, además, Ferdinand Weller es el único que habla de ella; que no se nos dice nada acerca de en qué medida los demás conocen la relación; y por último, que la relación misma sí que es descrita. El fallo está sin duda en que el autor, en el prólogo12, parece haberse propuesto una tercera tarea: comparar las dos épocas. Pero por más que las dos partes de la novela se prestan espléndidamente a esa comparación, lo cierto es que el autor no debería haberla insinuado. Los demás personajes son menos importantes y no se pres tan a un comentario particular. Tampoco osaré mencionar o presentar ejemplos de los muchos detalles excelentes que van apareciendo en el curso del relato; que los hay, es algo que se 12. Cf.
D E,7 3-75.
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da por supuesto en el autor de historia cotidiana. Disfru tamos con la lectura; no nos damos importancia como críticos censurando mezquinamente semejante novela, como si fuera la obra de un principiante en la que se tratara, como suele decirse, de encontrarle algún mérito. Pese a ello, si en esta primera parte hubiera de destacar algún detalle que al menos a mí me parece menos afortunado, citaría al barón, en especial su arrebato demoníaco; aparte de esto, se podría plantear la cuestión de si no está descrito de un modo tan genérico que el reflejo de la época no es reconocible en él. Un barón mentecato y además medio borracho, que en una rabieta histérica concibe la idea de matar al pequeño Charles, no suscita ni horror ni interés (el interés reticente que precisamente carac teriza la ambigüedad de lo demoníaco). No provoca horror, pues en relación con un hombre borracho uno enseguida piensa que ya se le pasará cuando duerma la mona; y tampoco despierta in terés, en parte porque está borracho y en parte porque su estupi dez es todo menos viril. Tampoco debe dar la impresión de que él asuste a Claudine, pues tal conducta podrá resultarle a ella vil y repugnante, pero no asusta. Sin embargo, ¿hasta qué punto está psicológicamente justificado este extraño episodio? Incluso si suponemos que el barón, una vez se desvanece la posibilidad de una relación con Claudine, vuelve a su viejo modo de ser, que solo ella había sido capaz de someter a la obediencia del amor, ¿se sigue de ello que él se comporte de ese modo? Después de todo, en origen era un hombre bondadoso, tenía buenos moda les, y la influencia de Claudine, incluso en un instante así, debe ría dejarse sentir psicológicamente. La situación no me parece lograda ni tampoco esencialmente verdadera.
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Mariane. Amedrentada por una madrastra que la ha privado muy prematuramente de sus ilusiones juveniles, condenada a incesantes labores domésticas en una situación penosa, objeto de vejaciones diarias, Mariane realiza con humildad una tarea
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sumamente amarga: servir poco más o menos de ama de llaves en casa de sus padres. Está familiarizada con el altivo menos precio y también con el desparpajo gomoso a los que se en cuentra expuesta una criada como ella, y la amargura aumenta por el hecho de que ella no solo está indefensa, sino sin escapa toria. .. pues es la hija. Pero, por otra parte, se acostumbra muy pronto a cultivar la esencia incorruptible de una interioridad sosegada. Aprende sobre todo a mantener una connivencia se creta, ya que toda la realidad que la rodea es absurda y hostil, pues incluso con su padre, en la propia casa del padre y siendo ella su hija, solo se entiende en secreto. El padre solo se atreve a hablarle paternalmente en el vestíbulo, o de pasada, o cuando nadie los mira, del mismo modo que una pareja de enamora dos que se escabullen para verse cuando no tienen el consenti miento de sus padres, y hablan en el vestíbulo mientras que los padres, en la sala de estar, se pronuncian oficialmente contra esa relación. Si M ariane llegara a ser amada, se vería forzada a llevarlo en secreto, so pena de provocar nuevos escarnios: que si la señorita Maren tiene novio, que cómo es que alguien quiere cargar con «semejante espantapájaros»13, como la llama su madrastra. Se arriesgaría a perder su condición de ama de llaves en casa de la esposa del consejero de comercio, que así se libraría de esos devaneos amorosos. Mariane está enamorada. Para explicar psicológicamente a la joven, rastrearemos los motivos en unas circunstancias es pléndidamente concebidas por el autor. En cuanto a solidaridad locuaz, las circunstancias no pueden calificarse de perjudicia les, pero tampoco son beneficiosas. No dan rienda suelta a la pasión, ni tampoco la obstaculizan con una benevolencia o una compasión mal entendidas, pero retardan y perjudican. Es ver dad que la interioridad es la vida del enamoramiento, y que la interioridad es en sí misma lo que es, y por eso la interioridad puede ser la misma, por ejemplo, si uno se asoma al balcón y m ira la noche estrellada, o uno es un condenado a cadena 13. DE, 196.
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perpetua que a través de una rendija contempla a hurtadillas una sola estrella -quizá la interioridad del último incluso sea mayor-. Pese a lo cual vale para el enamoramiento lo que para el nacimiento del ser humano: que las circunstancias -entorno y disposición psicológica- tienen una gran influencia en lo que nace. Mariane permanecería fiel a sí misma con la misma in terioridad de Claudine, y sin embargo su enamoramiento sería por siempre esencialmente distinto del de Claudine. El enamoramiento es la culminación de la existencia pu ramente humana de una persona, y precisamente porque la existencia es doble, el enamoramiento es en la misma medida interioridad y relación con la realidad extema. El equilibrio de la relación es lo que hace que el amor sea feliz. M enor in terioridad y predominio de la relación con la realidad, hacen que el am or sea menos bello; el predominio de la interiori dad y una menor relación con la realidad conducen a un amor desgraciado. Así ocurre con Mariane. Está demasiado familiarizada con la miseria de la realidad, y su entorno se la recuerda molestamente a diario. En vez del ánimo victorioso y conquistador del enamo ramiento que, en lo tocante al amor, se atreve a exigir todo de la realidad, plenamente convencido, en su ferviente ignorancia, de que la realidad es el mundo en el que tiene su morada el amor; en vez de eso, ella tiene algo de la profunda melancolía del amor. La interioridad puede ser exactamente la misma, al igual que una retirada puede ser una hazaña tan grande como la victoria más brillante; pero la diferencia es esencial. En vez de percibir su enamoramiento como una vocación procedente de un mundo que quiere complacerla en todo, está acostumbrada en su inte rior a aceptar la renuncia: secretamente, su amor consiente de inmediato en convertirse en interioridad reprimida, vida oculta que los otros seres humanos desconocen y que es a un tiempo salud superior y, humanamente hablando, enfermedad. La inte rioridad puede ser exactamente la misma, del mismo modo que morir es una tarea igual de difícil que vivir. La interioridad es la perla verdadera; esta se forma en la concha, como es sabido,
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a base de absorber el rocío. Pero, según un autor antiguo, no da igual que sea el rocío de la mañana o el de la tarde14; del mismo modo, no es lo mismo que la genuina individualidad enamorada se forme a base de esperanza o a base de recuerdo. Lo mismo que ocurre con todas las pasiones, ocurre con el amor: el que es iniciado en él se alza en el instante sagrado del enamoramiento, libre en la osada cumbre de su ilusión, li bre para contemplar sin límites el mundo entero. No debe haber allí necia solidaridad, pero tampoco un gentío entrometido que impida al que lleva armas ligeras escalar a alturas vertiginosas, y que a la vez estorbe la contemplación a quien está solo. Si todo ha de resultar bien, ha de concederse este instante de so siego en el que la existencia en su conjunto obedece embelesa da a todos los reclamos, en que nada, absolutamente nada ami nora la entrega sin reservas del amor a la ilusión, que acontece privatissim e y es distinta de todas las caricias de los amantes, pues es el presupuesto, el estímulo, el anticipo de la infinitud, del que vivirán los amantes los muchos o pocos años que pasen juntos. Pero esto le falta a Mariane. Esto lo ha descrito de un modo magnífico el autor, y es im portante para la relación entre Mariane y Bergland, por cuanto motiva psicológicamente, también por parte de ella, la posi bilidad de la separación a causa de las dificultades económ i cas. Mariane no es capaz de oponer al desánimo de Bergland el entusiasmo triunfal del amor, carece del arrojo victorioso del amor que le permitiría, como mujer, ponerse al frente de la cruzada del matrimonio cuando el amado pierde el aplomo. No carecería de interés psicológico pensar la relación de esta m a nera, aunque naturalmente esto nos apartaría del objetivo de la novela, que también abarca la época. El autor lo ha entendido a la perfección. M ariane no es capaz de ofrecer resistencia. Está desazonada por una reflexión que la llena de aflicción, en sus palabras resuena una m elancólica familiaridad con la realidad, una resignación que renuncia al hecho de que el amor debería 14. Cf. Amiano Marcelino, Historias, XXIII, 6, 86.
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ser una exigencia universalmente válida. Pero hay ahí una in terioridad eterna y perdurable, como en el enamoramiento más exultante, esencialmente igual en cuanto a fuerza, pero esen cialmente distinta en la forma de expresarse. Aunque se ha lle dispuesta a renunciar a Bergland, Mariane no quiere que él le devuelva su anillo, ya que no quiere renunciar a su amor. «Tampoco te devuelvo el tuyo. Lo he llevado tres años, escon dido al igual que mi amor, y no me dejará en los que me resten de vida»15. Ella está aquí en su cénit, pero el amor no es una incitación, sino una llamada a la interioridad. Esta interioridad del amor es la de una chica que se distingue por sus «virtudes silenciosas»16 y se consagra al sufrimiento. Mucho le había he cho sufrir la realidad, pero este golpe parece decisivo. De for ma parecida, César se mantuvo en pie mientras los conjurados lo apuñalaban, pero cuando vio que Bruto estaba con ellos, se envolvió en la toga y se entregó a la muerte con estas palabras: «¡Tú también, Bruto, hijo m ío!»17. La máxima resistencia que ella, aquejada por la reflexión, podía ofrecer al apasionamiento de Bergland y a su exaltada impaciencia es un provisional «Es peraré pacientem ente» (cf. p. 269)18; pero hasta esa resistencia está teñida de reflexión. ¡Cómo encaja todo! La descripción psicológica y el reflejo de la época. En la época de apogeo de la superficialidad vocin glera y chapucera, el bien ha de vivir oprimido y oculto en una ecclesia pressa, como lo hace Mariane. Pero, por otra parte, en una época reflexiva ni siquiera una interioridad tan profunda como esta puede quedar com pletam ente exenta de reflexión, incluso respecto a la única cosa que la ocupa, una relación amorosa. Puesta en el lugar de M ariane, una amante m ovi da por una pasión inm ediata tendría a Bergland por loco y, aunque le fuera la vida en ello, no podría entender lo más mí nimo del asunto de las preocupaciones económ icas, pero tam 15. ,223. E D 16. Cf. DE, 272. 17. Cf. Suetonio, Vida de los doce cesares, I, 82. 18. ,221. E D
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poco de la resignación de Mariane. Una situación así habría de resultar humorística, y Bergland habría de ser presentado a una luz cómica, por cuanto representa una opinión excesiva mente prosaica. Ferdinand Bergland es un tipo excéntrico que se ha lanzado al audaz propósito de vivir todas las posibilidades y, en la mul titud de sus planes y estudios, ha incluido también una historia de amor; y ahora está a punto de naufragar en la conclusión. El matrimonio, que para él debería ser como un guión que une dos palabras, cobra a sus ojos un aspecto temible, y él se asusta. Una decisión desesperada e irrevocable ocupa el lugar de la acción y de la continuidad de una pasión verdadera. La ener gía aparentem ente requerida por esta decisión es en realidad una expresión de debilidad, y por ello el motivo que aduce es en realidad contingente. Igual de bien podría haber menciona do cualquier otro, pues el verdadero motivo es el desequilibrio entre la posibilidad y la realidad, el cual se proyecta sobre las dificultades económ icas como si estas fueran el motivo. Su de cisión desesperada y la acción consiguiente carecen de sentido; una decisión y una acción por las cuales él, si todo resultara como quería, habría de quedar esencialmente reducido a nada. Decidirse a no querer hacer esto y aquello, decidirse ni más ni menos que a no querer, significa propiamente decidirse a convertirse en nada. Si el que se decide, precisamente en el instante en que decide no querer, no se pone al servicio de una idea más alta, su decisión y su acción son vanas. Esto es lo determinante en los conflictos de la vida y lo que decide si la pasión está justificada o no. Al tomar su decisión, Ferdinand no se ha vuelto esencialmente más transparente a sí mismo que antes, solo ha regresado precipitadam ente a la oscuridad acerca de sí mismo. Referre pedem es todo lo que hace, y en esta retirada no hay ningún progreso en relación con su propia personalidad ideal. Lo que dice de las preocupaciones econó m icas no se desprende como tal de una verdadera concepción de la existencia, y quien se disponga a intervenir en la vida de otra persona del m odo en que lo hace Ferdinand, dirigiéndola
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o al menos perturbándola, aunque su intervención sea siempre un error desde una perspectiva ética, al menos ha de haberse entendido a sí mismo merced a una concepción más verdadera de la existencia, una idea a la que pueda entregar su vida, en especial si rompe con Mariano. ¡Cómo encaja todo de nuevo: la descripción psicológica y el reflejo de la época! En una época diferente, quizá la pacien cia de Mariane habría conseguido al menos un aplazamiento, hasta que Fcrdinand hubiera desterrado sus dudas. Pero preci samente nuestra época, pese a todos los planes y anticipaciones y anuncios y propósitos, está esencialmente privada de pasión desde el punto de vista de la interioridad romántica. Justamente por ello vuelve a darse un vuelco, una repentina expresión de desesperación en una acción o resolución intempestiva, que es la anárquica ley de los extremos en un existir semejante. Laesposa del consejero de comercio Solemo tinguir el metal noble del que no lo es, y también de algo inter medio a lo que llamamos aleación y cuya composición puede inducir a engaño; si de igual modo nos atrevemos a hablar de seres humanos de aleación, entonces a esta señora resultaría adecuado designarla así. Ella tiene un cierto virtuosismo de aleación que consiste en poder ser cualquier cosa: tan pronto encantadora como repulsiva, tan pronto amable como cargante por su afanosa presunción, engalanada pero casi indecente con sus prendas recamadas en oro, virtuosa a la vez que coqueta, culta pero desazonante para un espíritu verdaderamente culti vado, prudente en la vida y sin embargo casi carente de espí ritu, y flirteadora de principio a fin. Su carácter no puede ser concebido más que mediante esta lista de anuncios varios, pues ella carece de toda esencialidad y por ello su aspecto externo ha de describirse enumerando algunos atributos. Este virtuosismo ostentoso se despliega y se recoge en sí mismo con la fantasía autocomplaciente de que ella es como ha de ser una mujer de mundo, por lo que se atreve, con orgullo y tranquilidad, a hacer cualquier cosa fiándolo todo a su reputación. Y sin embargo su esencia es precisamente, en un sentido profundo, ambigua;
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pues, como dice un apóstol (Santiago)19 más o menos con estos términos, la pureza del corazón es querer una sola cosa. Hasta la señora Waller, la de la primera parte, es en cierto sentido menos ambigua. Resulta admirable la maestría con la que el autor sabe mane jar una debilidad brillante y engañosa como esta, de modo que tengamos continuamente la impresión de encontramos ante una figura poética real. Y también es admirable la facilidad con que se inventan las situaciones, la naturalidad con la que el hilo de la continuidad las va enhebrando*, iluminando constantemen te la falta de carácter de la señora en su pasajero reflejo, y ha ciéndolo con ligereza, ya que no hay nada en lo que demorarse; es más, no hay que demorarse, so pena de que la señora Waller se convierta en otra persona. El arte consiste en que la propia descripción contiene la repetición de la concepción psicológi ca, y así como la coquetería es la vacuidad inestable, del mismo modo la señora, a lo largo de toda la novela, está sumida en un ajetreo inestable, ilustrado por sus cambiantes relaciones con señores viejos y jóvenes, con sus propios hijos, con su marido, 19. Cf. Santiago 4, 8. * Así ocurre, por mencionar un único ejemplo, en la escena en casa del consejero de comercio en la que Lusard, cansado de escuchar los alardes pia nísticos de la señora, se retira al gabinete para hablar con el consejero de Esta do Dalund. Una atmósfera melancólica y acogedora envuelve a los dos hom bres, sumidos en sus recuerdos, que conversan sobre el pasado... hasta que al final de la conversación, concluida la música, Amold se sienta sin sospechar nada junto a la puerta entreabierta y es testigo del diálogo, al que se suman la señora y el joven cortesano, y comienza la conversación sobre la época presen te. ¡Qué realismo tan logrado! Creo que ni el crítico más exigente podría poner aquí un reparo u objetar que hay algo que no sucede ante nuestros ojos tal como si lo hubiéramos presenciado nosotros mismos. ¡Y a la vez cuánto ingenio en la idea de reunir de este modo las dos épocas! En la confianza del gabinete vive el pasado y es revivido en el recuerdo; y fuera, en el salón, que es el marco que lo rodea, el presente vocifera e incluso se dispone, con descarado desparpajo, a revelar los secretos del gabinete. Al igual que del jinete consumado se dice que maneja al resollante corcel con un hilo de coser, de modo que parece en gañosamente como si la inmensa fuerza del caballo prevaleciera, cuando esta apariencia no solo es ilusoria sino que precisamente es la expresión de que el jinete domina absolutamente la situación; del mismo modo el autor maneja el desarrollo de la situación con tal naturalidad que parece como si no hubiera plan alguno, cuando precisamente esta apariencia es expresión de un designio presente en todo momento y que solo se manifiesta ocultándose.
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con Marianc, con la criada. En especial, las relaciones entre las cinco figuras femeninas están soberbiamente moduladas: el pa pel de madre representado por la señora de la casa en relación con sus dos criaturas, que ya están ejercitadas en la «acepción de personas»20, el lado paródico del hecho de que Colette imite a su madre -lo cual tal vez ha contribuido a que la madre esté cansa da de ella-* y, finalmente, la profunda sátira sobre la señora de la casa implícita en la naturaleza reservada de Mariane. Si para describir la verdadera naturaleza de una persona se ha de tener presente el famoso dicho de Plinio: omnia conscieníiam, nil a d 2osten aimI, basta con invertir el orden de las palabras ( omnia a d ostentationem, nil ad para describir la naturaleza de esta señora, que consiste precisamente en ser una inversión o caricatura. Pero recordémoslo una vez más, ya que el crítico debe ser leal al estimar los méritos de un autor: hace falta mucho más arte para presentar una figura como esta que para describir a un ser humano de verdad. Quizá uno u otro lector encontrará acertadísimo lo que he dicho sobre esta figura; es más, en esta época nuestra no es impensable que alguien sea lo bastante necio como para opinar que mi descrip ción es, pese a su brevedad, más exhaustiva que la del autor. Ay, este es un gran malentendido que solo podría producirse en esta época nuestra tan pedante y que hace injusticia a todo trabajo artístico; pues hay una distancia infinita entre esta brevedad y la obra de arte capaz de representar una figura semejante. En nuestra época le ocurre al crítico como a tantos hombres, que se dejan engañar continuamente por la posibilidad abstracta y el resumen esquemático -q u e son todo menos creativos-, por los grandes planos y las panorámicas sumarias —que son todo me nos fructíferos- No, cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre la idea de representar nuestra época por medio de seme20. Cf. DE,191. * Es que lo esencial y verdadero puede ser poseído por varias personas a la vez, pero la afectación siempre es ávida y envidiosa. 21. «Todo por la conciencia, nada por el espectáculo» (Plinio el Joven, Car las, 1,22. 5).
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jante figura femenina, lo cierto es que esta figura es una obra maestra en la descripción de la inanidad, una obra maestra hasta en los detalles más nimios, hasta en la punta de la lengua sonro sada que enseña al marido -una respuesta rápida y secreta a una acusación silenciosa- (p. 216):2. Elconsejero de Estado U d. n anciano venerabl alim D sí mismo una visión agradable, pero Dalund tiene además el interés de que el lector lo conoce desde los días de su juventud. Es verdad que, en cierto sentido, la lectura de cualquier biogra fía puede causar el mismo efecto; pero solo en cierto sentido, pues una biografía no produce una ilusión, como sí lo hace la novela, que no nos hace directamente contemporáneos de Da lund joven y Dalund viejo, sino que nos hace contemporáneos suyos en dos épocas distintas. ¿Tiene coherencia psicológica el personaje? Indudablemen te. Pero ¿de dónde viene su dimensión satírica, que no se le no taba en su juventud y que tampoco fue subrayada por el autor? En la primera parte, él es ante todo el joven sensato de rostro inteligente, el abogado de talento que no quiere dejarse arrastrar por uno u otro bando, por más que sea un gran acontecimiento de la historia universal lo que divide a los hombres, llevándolos a abrazar apasionadamente uno u otro partido. El conserva su equilibrio; esencialmente sensato, solo se exalta en su relación con la señora Waller. La sensatez, la neutralidad y la perspicacia propias de un abogado son rasgos esenciales de un espíritu sa tírico, pero de aquí no se sigue que siempre que aparezcan tales rasgos estemos ante un espíritu satírico. Con todo, los tiempos han cambiado y también a él lo han hecho cambiar un poco. Y a causa de ello él ha debido convertirse, de manera psicológi camente coherente, en un espíritu satírico. En realidad, la neu tralidad solo es pensable cuando los bandos enfrentados tienen un significado esencial, cuando de verdad hay una idea que los separa. En cambio, cuando los tiempos se vuelven insignifican tes y las diferencias entre los bandos se convierten en una espe 22.
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cié de vodevil que en realidad consiste en jugar a la revolución, aquel que en la época de las grandes convulsiones era neutral se convertirá en un espíritu satírico. La neutralidad estriba positiva mente en el reconocimiento de la legitimidad valore intrínseco de cada bando; pero si se suprime este presupuesto de la re lación de neutralidad, esta queda eo ipso determinada negati vamente como sátira. Porque ser neutral en relación con una disyuntiva quimérica o bien significa ser un bufón, ya que la neutralidad se vuelve tan ridicula como las naderías respecto a las cuales ella se define negativamente, cosa que solo puede darse en un hombre sin sustancia; o bien significa que alguien, a fuerza de ser verdaderamente algo, es eo ipso un espíritu sa tírico. De modo que nuestro hombre es en esencia el mismo; el cambio es simplemente un reflejo de la mudanza de los tiempos. Dalund, además, se ha dulcificado*. También esto es com pletamente natural, y no solo porque esa es la recompensa del hombre de mérito en la vejez, mientras que el hombre de poca sustancia se vuelve hosco con la vejez. Pero ¿es esto, además, un reflejo del cambio de los tiempos? El, cargado de años, se siente aislado, pero ha pertenecido a una época importante y en realidad sigue perteneciendo a ella; precisamente esto es lo que lo dulcifica, el firme apoyo que, merced a la solitaria comuni cación con el pasado a través del recuerdo, lo vuelve apacible. En su vejez, pertenece a dos épocas, de modo que es bifronte: blando cuando vuelve la vista atrás, un poco satírico cuando la dirige al presente, y en todo caso un anciano encantador. No se ha embotado y, quizá también por eso, todavía tiene algo por lo que luchar. Y es que el amor aún alienta en su alma y aún combate al enemigo -la incertidumbre de la posesión ilícita-, aún lucha con la duda de si la fidelidad redime de la culpa, aún se pregunta inquieto si la fidelidad será capaz de proporcionar le el deseado reencuentro -pues si en otro tiempo el obstáculo era el legítimo esposo de la señora Waller, ahora puede parecer que el obstáculo es la etem idadr
* También esto demuestra que lo que en él hay de irónico no ha de con fundirse con una amargura senil.
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Charles Lusard.La novela abarca dos épocas. Las dos par tes son independientes, pero hay un vínculo que las conecta, un elemento de transición que las une de un modo ingenioso. Ese vínculo es Charles Lusard. No pertenece al pasado, para eso es demasiado joven; tampoco escapa por entero al carácter reflexivo de la época presente. Es una personalidad estancada, y en esto vuelven a concordar la descripción psicológica y el reflejo de la época. Naturalmente, las impresiones de su infan cia y más tarde la maravillosa solemnidad que impregnaba la vida en casa de sus padres hubieron de despertar una cierta ensoñación melancólica en su alma, la cual, como cabía es perar, volcó sus anhelos juveniles en viajes al extranjero y en un afán de conocimiento que no lo puso en relación personal con nadie, precisamente porque lo que en él había de melan cólico era lo que lo aislaba. Así es como el enclaustramiento soñador hace m ella en el alma de un joven. La necesidad ju venil de com pañía no se siente, pues él vive de recuerdos; ni siquiera el am or encuentra el momento oportuno, pues él ya está com prom etido en su interior; y el anhelo juvenil del so litario se vuelca en empresas extemas que pueden satisfacerle sin implicarse realmente en relaciones personales, sin echar de menos a nadie, precisamente porque echa de menos a alguien en el recuerdo. Ha viajado por el viejo mundo y por el nuevo, y luego ha regresado a sus propiedades. Por tanto, es una indi vidualidad estancada, pero esto exige también un elemento de reflexión, y de reflexión sobre uno mismo; y por otra parte esto es un reflejo de la época, que, siendo ella misma indecisa, no ha ejercido sobre él un poder capaz de arrastrarlo. Por tanto, él no pertenece realmente a ninguna de las dos épocas. La idea que encam a -tras haber renunciado a su propia vida, hacer fe lices a un par de seres hum anos- no pertenece esencialmente a ninguna época. De este modo, Charles Lusard es un elemento de transición precisamente gracias a que él se ha detenido. En la época de la Revolución, una personalidad semejante proba blemente habría tomado partido; en la época presente quizá no habría alcanzado el equilibrio armonioso y plenamente maduro
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que caracteriza su noble y franca actitud, aunque su alma pen sativa se incline un poco del lado del recuerdo. De ser un indi viduo desafortunado (así es como hay que llamar a uno a quien ni la época ni las circunstancias vitales impulsan decisivamente hacia adelante) ha pasado a tener mejor fortuna, pero no a ser un individuo afortunado. Lo asombroso de la novela es que todo concuerda a la per fección con las categorías psicológicas, pese a que el texto, al leerlo, parece tan modesto que un lector superficial de la novela, si por casualidad ve esta recensión, quizá se sorprenderá y dará en pensar que deduzco cosas que no están en ella, etc. Pero no, este cumplido del lector no puedo aceptarlo, sino que debo ha cérselo llegar al interesado, el autor; el cual, aunque yo hubiera entendido todo, sigue siendo primero el inventor; segundo, el que con su arte ha sabido ocultar este hecho; y tercero, quien quizá ha puesto en la novela muchas cosas que yo no he sido capaz de descubrir. Queda todavía otro personaje de la segunda parte de la no vela: el adm inistrador esun hombre jovial que, an Joh tras una grave crisis profesional, sin modo de ganarse la vida y sospechoso de ser un agitador, ha encontrado en casa de Lusard un empleo que ha hecho de él un hombre feliz. En ausen cia del dueño de la hacienda, la ha administrado sabiamente y con el m ayor cuidado, y ahora que disfruta de la existen cia acaricia en ocasiones el deseo de ver a Lusard casado. Es evidente que Johannes M ilner ha sido un hombre muy activo en la hacienda; sin embargo, en la novela parece una persona bastante desocupada. En cualquier caso, una amistad como la de Milner y Lusard no carece de importancia para esclarecer la personalidad de Lusard. Precisamente esa amistad revela a Lusard como una figura solitaria. No es la unanimidad de dos personas que piensan del mismo modo, ni un afectuoso deseo de confianza. Milner, tan calmado y satisfecho con su vida en lo personal, en la esfera íntima y en lo conyugal, cree advertir algo lúgubre, algo desolador, algo que invita a la melancolía fin el largo viaje por países lejanos que Lusard ha realizado