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BRUNO PORTE
TRINIDAD COMO HISTORIA
VERDAD E IMAGEN
VERDAD E IMAGEN
BRUNO FORTE
101
TRINIDAD COMO HISTORIA ENSAYO SOBRE EL DIOS CRISTIANO
Otras obras de Bruno Forte publicadas por Ediciones Sigúeme: — Laicado y laicidad (Pedal, 192) — Diccionario teológico interdisciplinar, III (Vel, 68)
EDICIONES SIGÚEME - SALAMANCA 1988
CONTENIDO
Introducción I.
TRINIDAD E HISTORIA 1.
II.
III. 3
© Edizioni Paoline, Cini$ello - Balsamo (Milano), 1985
historia trinitaria de pascua La experiencia pascual La resurrección como historia trinitaria La cruz como historia trinitaria
13 15 15 17 19 23 27
2.
La 1. 2. 3.
3.
La relectura trinitaria de la historia a partir de pascua.. 1. La «memoria trinitaria» de la comunidad de los orígenes 2. La «conciencia trinitaria» de la Iglesia naciente 3. La «esperanza trinitaria» de los orígenes cristianos
45 55 58
La 1. 2. 3. 4.
61 61 63 65 70
confesión trinitaria en el tiempo La Trinidad «narrada» La Trinidad «discutida» La Trinidad «profesada» La Trinidad «razonada»
LA TRINIDAD C O M O HISTORIA 5.
La 1. 2. 3. 4.
6.
La historia del Hijo 1. El relato pascual 2. El Hijo amado
© Ediciones Sigúeme, S. A., 1988
ISBN: 84 - 301 - 1044 - 5 Depósito legal: S. 61 - 1988 Printed in Spain EUROPA ARTES GRÁFICAS, S. A. Sánchez Llevot, 1. 37005 Salamanca, 1988
Trinidad e historia 1. El destierro de la Trinidad 2. El retorno a la «patria trinitaria» 3. La Trinidad y la historia 4. La Trinidad más allá de la historia
LA TRINIDAD EN LA HISTORIA
4.
Tradujo: Alfonso Ortiz Garría Sobre el original italiano: Trinita come storia
9
historia del Padre El relato pascual Dios, el Padre, es amor El Padre del Hijo El Padre y el Espíritu
31 31 33 37 45
91 95 95 97 98 99 103 103 106
8
Contenido 3. 4.
IV.
El amor es distinción El amor es unidad
Introducción 108 111
7.
La historia del Espíritu 1. El relato pascual 2. El «Filioque» a) Actualidad e historia b) El problema teológico c) Las perspectivas 3. El Espíritu con Amor personal 4. El Espíritu como don
115 115 117 118 123 128 133 137
8.
La 1. 2. 3.
141 141 147 152
trinidad como historia La historia eterna del Amor Los atributos del Dios Amor Las Personas en la historia del Amor
LA HISTORIA EN LA TRINIDAD
157
9.
El 1. 2. 3. 4.
origen trinitario de la historia La creación como historia trinitaria El Creador y la criatura El hombre, imagen del Dios trinitario La Trinidad y la comunidad de los hombres
161 161 166 173 180
10.
El 1. 2. 3. 4. 5.
presente trinitario de la historia Trinidad y tiempo presente La Trinidad en el hombre La Iglesia, icono de la Trinidad Eucaristía, Trinidad y comunión eclesial Eucaristía, Trinidad y misión
185 185 188 192 196 200
11.
El futuro trinitario de la historia 1. La patria trinitaria 2. En camino hacia la patria trinitaria
205 205 208
EPILOGO
213
Una historia que continúa
215
índice de nombres
217
Este libro habla de la Trinidad hablando de la historia y habla de la historia hablando de la Trinidad. La historia que narra es ante t o d o la del acontecimiento pascual de la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, a quien Dios resucitó de entre los muertos y constituyó con poder según el Espíritu de santificación como Señor y Cristo (cf. R o m 1, 4); en esta historia se asoma otra historia, la de aquél que en el acontecimiento de pascua se reveló como A m o r (cf. 1 Jn 4, 8.16), entregando a su Hijo amado a la muerte y reconciliando consigo a su Hijo y con él al m u n d o , en la fuerza del Espíritu de unidad y de libertad en el amor. El relato del acontecimiento pascual se abre así al relato de la Trinidad como acontecimiento eterno del amor, como historia del amor eterno. Por eso este libro habla de Dios narrando el amor... H a b l a n d o de Dios, las páginas que siguen hablan también del h o m b r e : en la historia pascual, acogida como acontecimiento trinitario del amor, puede leerse el sentido y la esperanza de la historia. La Trinidad, como historia que narrar, no es un abstracto teorema celestial; en su revelación salvífica se presenta como el origen, el presente y el futuro del m u n d o , como el seno adorablemente transcendente de la historia. «Al hablar de la Trinidad, res nostra agitur. Es necesario que la teología trinitaria una la Trinidad a la vida personal y colectiva y una a esta vida con la Trinidad» (primera tesis sobre el Filioque del Congreso de la asociación teológica italiana de 1983: Rassegna di Teología 25 [1984] 87). En este «seno trinitario» hay que volver a pensar la condición humana, la comunidad de los hombres y la Iglesia, en donde se prepara ya —a través de los gestos cotidianos de amor y la celebración actualizante del misterio— la futura revelación de la Gloria del amor, cuando la historia humana se una para siempre a la eterna historia de Dios y el Hijo se lo entregue todo al Padre para que Dios sea todo en todos (cf. 1 C o r 15, 28)... También este libro, como el anterior con el que va estrecha-
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Introducción
mente unido, Jesús de Nazaret, historia de Dios, Dios de la historia. Ensayo de una cristología como historia, se inserta en la tradición del pensamiento histórico italiano, sobre todo meridional, en la herencia de Joaquín da Fiore y de Tomás de Aquino, de T. Campanella y de G. Bruno, de G. B. Vico y de Alfonso de Ligorio, hasta la ilustración napolitana y la escuela teológica del 800, que se expresaba en la revista La Scienza e la Fede (sin olvidar por una parte el pensamiento de la magna Graecia y por otra el historicismo de Croce), se esfuerza en comprender el encuentro entre el mundo de Dios y el mundo de los hombres, que se consuma en la historia humana y se nos reveló densamente en Jesucristo. De esta forma llega a concebir históricamente a Dios y teológicamente al hombre, históricamente a la Trinidad y trinitariamente la historia. Y al mismo tiempo llega a concebirlos a partir de la vida, del hacerse concreto de la historia en el día de hoy, con sus pobres «antiguallas» y «novedades», con sus «caídas de sentido» personales y colectivas, con la tentación —tan frecuente, sobre todo, entre los jóvenes— de «huir de la historia» (pensemos en el drama de la tóxicodependencia), con tantas preguntas ineludibles y tantas respuestas insuficientes, que hacen hablar de una «crisis de las ideologías» y de una «filosofía débil». Ante esta historia la palabra teológica no intenta presentarse como la franca solución de todos los problemas, como la palabra «fuerte» que ignora la fatigosa mediación histórica del amor; al contrario, la teología es consciente de que es una palabra «débil», aunque confía y no puede menos de confiar en que su debilidad puede llegar a ser el lugar de la manifestación de la «debilidad de Dios», que es necedad más sabia que los sabios e impotencia más poderosa que los fuertes (cf. 1 Cor 1, 25). La historia divina del amor, que es la Trinidad, puede proponerse en este sentido ante la humana fatiga de vivir como capaz de iluminar el camino, de sostener la marcha, de contagiar esperanza... Por eso, aunque haya que apelar al rigor de la reflexión crítica que expresa la tensión necesaria hacia la objetividad, este libro no está privado de pasión, y como tal se dirige a todos (incluso a los que no son estrictamente «especialistas»), como toma de posición concreta que tiende a provocar tomas de posición concretas... ::". Narrar el amor ¿no es acaso tender a contagiar el amor? ¿Y no es así como debe la teología transmitir la verdad que salva, haciéndose ella misma acontecimiento de salvación? * Para facilitar la lectura a los no especialistas se han impreso en caracteres más pequeños algunas partes más técnicas y documentales. Puede omitirse su lectura, sin que pierda por ello la continuidad del texto.
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Introducción
Dedico este libro a todos aquellos con los que he estado, estoy y seguiré estando unido en el amor, para que juntos podamos caminar cada vez más profundamente por el camino del amor sin ocaso (cf. 1 Cor 13, 8); y con ellos, se lo dedico a todos los «peregrinos del amor»: a cuantos amaron y fueron amados, para que den gracias a Aquel que es Amor; a cuantos amaron, aun sin ser amados, para que sepan acoger siempre de nuevo la gratuidad del amor de Aquel que es el único infinitamente capaz de amar; finalmente, a cuantos no amaron por no haber sabido o no haber 3uerido amar, con la esperanza de que encuentren a quien, amanólos, les libre del miedo de amar y les dé el coraje de existir con el anuncio creíble de la buena nueva de la historia eterna del amor, que se nos apareció en la historia de Jesús, el Cristo. ¡Qué a todos los que caminan en el amor pueda este libro, escrito para la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu, ayudar a seguir adelante, sin cansancio, hacia la patria trinitaria del amor...! B R U N O FORTE
(Para la tercera edición) Pocos meses después de la primera sale la tercera edición de este libro; ¿no será acaso éste un pequeño signo de la necesidad —profundamente presente en la comunidad eclesial y escondida en el corazón de tantos buceadores del Misterio— de descubrir el rostro de Dios trinitario? Por eso, quiero repetir una vez más que estas reflexiones no me pertenecen; son de la Iglesia y vuelven a ella para hacer crecer en todos la nostalgia y la necesidad de la Trinidad santa... Dedico estas páginas al pequeño Bruno Forte, que nació por los días en que salía la primera edición de este libro y que con sus padres y mi querida Silvana son para mí un dulce reflejo del amor trinitario de Dios. Ñapóles, 8 de septiembre 1985 B. F.
I TRINIDAD E HISTORIA
I Trinidad e historia
1.
El destierro de la Trinidad
¿El Dios de los cristianos es un Dios cristiano? Esta pregunta, en apariencia paradójica, nace espontáneamente si se considera el modo con que muchos cristianos se representan a su Dios. En su reflexión hablan de él refiriéndose a una vaga «persona» divina, que identifican más o menos con el Jesús de los evangelios o con un ser celestial más o menos indefinido. En su oración hablan con ese Dios poco concreto, mientras que sienten extraña, por no decir abstrusa, la manera con que la liturgia nos hace orar al Padre por Cristo en el Espíritu santo: ¡se reza a Dios, pero no se sabe rezar en Dios! Es innegable el hecho de que muchos cristianos, «a pesar de que hacen profesión de fe ortodoxa en la Trinidad, en la realización religiosa de su existencia son casi exclusivamente "monoteístas". Podemos, por tanto, aventurar la conjetura de que si tuviéramos que eliminar un día la doctrina de la Trinidad por haber descubierto que era falsa, la mayor parte de la literatura religiosa quedaría casi inalterada... Cabe la sospecha de que, si no hubiera Trinidad, en el catecismo de la cabeza y el corazón (a diferencia del catecismo impreso) la idea que tienen los cristianos de la encarnación no necesitaría cambiar en absoluto» '. Por otra parte es una convicción difusa el hecho de que el misterio trinitario es un teorema teológico sin incidencia práctica. Ya Kant estaba convencido de ello: «De la doctrina de la Trinidad, tomada al pie de la letra, no es absolutamente posible sacar nada para la práctica, aunque alguien creyese que la comprende, y mucho menos si se da cuenta de que esa doctrina supera todos nues-
1. K. Rahner, El Dios trino como principio y fundamento transcendente de la historia de la salvación, en Mysterium salutis II/l, Cristiandad, Madrid 1969, 361-362.
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Trinidad
Trinidad e historia
tros conceptos» 2 . A la pregunta: «¿a qué se debe que la mayoría de los cristianos de occidente, tanto católicos como protestantes, se comporten en su religiosidad efectiva como simples "monoteístas"?». Moltmann responde constatando: «Que Dios sea trino o que sea uno no parece tener consecuencias diferentes ni en el plano de la fe ni en el de la ética» 3. De hecho la teología cristiana ha reflejado de ordinario —en el plano de la teoría— las carencias que es dado observar en la praxis, no sin incidir de este modo negativamente en la propia praxis: los diversos tratados teológicos se ocupaban de la creación y la salvación, de la antropología y de la cristología, de la revelación y de la Iglesia, de los sacramentos y de la escatología, sin preocuparse de pensar en estos diversos aspectos a partir de lo específico cristiano de la fe en el Dios trinitario. La moral se desarrollaba sin conexión alguna con este misterio, como si el obrar cristiano no fuera la explicitación en la vida (¡el Amen vitael) de la profesión trinitaria tan frecuente al comienzo de la acción de los creyentes: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu santo». Este aislamiento de la doctrina trinitaria respecto a todo lo demás del dogma y de la ética no se ha visto tampoco superado en muchas de las teologías del presente: tanto en las reformulaciones nuevas de los tratados antiguos como en las intuiciones o exploraciones innovadoras, tanto en la hermenéutica como en la teología narrativa, tanto en la teología política como en la teología de la liberación, no parece ser que el «evangelio trinitario» desempeñe un papel realmente decisivo. N o es una exageración afirmar que estamos todavía ante un destierro de la Trinidad respecto a la teoría y la praxis de los cristianos. Pero quizás es precisamente este destierro el que hace sentir la nostalgia y el que motiva la belleza de un nuevo encuentro de la «patria trinitaria» en la teología y en la vida... 4 2. I. Kant, // conflitto delle facoltd, tr. A. Poggi, Genova 1953, 47. 3. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, Sigúeme, Salamanca 2 1987, 15. 4. De aquí el interés tan vivo que la teología de hoy siente por el tema trinitario; cf. entre otros (además de las voces respectivas de los diccionarios más recientes): J. Auer, Dios uno y trino, Herder, Barcelona 1982; G. Baget-Bozzo, La Trinitd, Firenze 1980; K. Barth, Die kirchltche Dogmatik 1/1, München 1932 y 11,1, Zürich 1940; F. Bourassa, Questions de théologie trinitaire, Rome 1970; J. A. Bracken, The Holy Trinity as a Community o) Divine Persons: The Hey throp Journal 15 (1974) 167-182. 257-271; E. Brunner, Dogmatik I. Die christliche Lehre von Gott, Zürich 3 1960; B. de Margerie, La Trinité chrétienne dans l'histoire, Paris 1975; A. Dumas, Dios uno y trino, en Iniciación a la práctica de la teología III, Cristiandad, Madrid 1985, 667-715; C. Duquoc, Dios diferente, Sigúeme, Salamanca 2 1982; E. J. Fortmann, The triune God. A historical Study of the Doctrine of the Trinity, Philadelphia-London 1972; K. Hemmerle, Thesen zu einer trinitarischen Ontologie, Einsiedeln 1976; E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, Sígue-
2.
e historia
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El retorno a la «patria trinitaria»
En los orígenes de este aislamiento trinitario, que se traduce en el efectivo monoteísmo no cristiano de muchos cristianos, puede captarse la preocupación que los diversos mundos con que entró en contacto el cristianismo, desde el judío al greco-helenístico, opusieron a la proclamación del escándalo cristiano: se trata del cuidado «piadoso» de salvaguardar y defender la divinidad de Dios 5. La fe cristiana no ha renunciado nunca, es cierto, a su propio anuncio desconcertante y problemático; ha seguido confesando —incluso en las formas más elaboradas de la teología y del dogma— la inaudita humanidad de Dios, que se nos ha revelado en Jesucristo. Pero esta confesión se ha conjugado con las preocupaciones «piadosas» de las culturas evangelizadas y por ello el escándalo cristológico y trinitario ha sido pensado cada vez más dentro del horizonte del misterio de la unidad divina. Esta evolución resulta especialmente marcada en occidente, en donde las grandes me, Salamanca 1984; W. Kasper, El Dios de Jesucristo, Sigúeme, Salamanca 2 1986; G. Lafont, Peut-on connaítre Dieu enJésus-Christi, Paris 1969; P. Lapide-]. Moltmann, Monoteísmo ehraico - Dottrina trinitaria cristiana. Un dialogo, Brescia 1982; B. Lonergan, De Deo Trino I, Roma 2 1964, II, ihid. 3 1964; J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, Sigúeme, Salamanca 2 1987; C. Nigro, Dio piü grande del nostro cuore, Roma 1974; K. Rahner, El Dios trino como principio y fundamento transcendente de la historia de la salvación, en Mysterium salutis II/l, Cristiandad, Madrid 1969, 360-449; L. Scheffczyk, Dios uno y trino, FAX, Madrid 1973; M. Schmaus, Teología dogmática I, Madrid 1960; D. Staniloae, Dieu est Amour, Genéve 1980; G. H. Tavard, The visión of Trinity, Washington 1981; S. Vergés-J. M. Dalmau, Dios revelado por Cristo, BAC, Madrid 1969. En un nivel más de divulgación, cf. por ejemplo: P. Aubin, Dio-Padre, Figlio, Spirito. La Trinitd alia luce della Bihblia, Torino 1978; J. Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, Paulinas, Madrid 1969; Id., // Dio di Gesü Cristo, Roma 1982; Ph. Ferlay, Pére et Fus dans l'Esprit. Le mystére trinitaire de Dieu, Paris 1979; L. Melotti, Introduzione al mistero di Dio, Leumann 1978; J. L. Segundo, // nostro concetto di Dio, Brescia 1974. Sobre la teología trinitaria actual, cf. entre otros: E. Bailleux, Chronique: la Dogmatique de la Trinité: Mélanges des Sciences Religieuses 29 (1972) 101-108; Secretariado Trinitario (ed.), Bibliografía trinitaria, Salamanca 1978; F. Bourassa, La Trinidad, en Problemas y perspectivas de teología dogmática, Sigúeme, Salamanca 1987, 324-362; J. A. Bracken, What are they saying about the Trinity^, New York 1979; W. Brenuning, La dottrina trinitaria, en Bilancio della teología del XX secólo, III, Roma 1972, 26-43; P. Coda, Evento pasquale. Trinitd e storia, Roma 1984; Varios, El misterio trinitario a la luz del Vaticano II, Salamanca 1970; C. Schütz, Gegenwdrtige Tendenzen in der Gottes- und Trinitátslehre, en Mysterium salutis. Ergánzungsband, Zürich 1981; 264-322; B. Sesboué, Théologie dogmatique. Trinité et Pneumatologie: Recherches de Science Religieuse 66 (1978) 417-460; 70 (1982) 379-413; P. Siller, // Dio uno: Bilancio della teología del secólo III, o.c, 13-25; Varios, La Trinidad hoy, Salamanca 1973. 5. Cf. Las observaciones de Ch. Duquoc, Dios diferente, o.c, 29 ss.
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Trinidad
e historia
sistematizaciones de Agustín primero, y de Tomás después, parten de la contemplación teológica de la esencia una de Dios, para captar luego en su interior la Trinidad de las personas. El Dios uno procede y fundamenta al Dios trino: primero viene la divinidad del Absoluto y engloba la relatividad personal. La distinción de los dos tratados —De Deo uno y De Deo trino— no es más que la consecuencia lógica de este planteamiento. El primero puede servir perfectamente para todo el que cree en Dios; posee una fuerza de racionalidad y de universalidad que corre el riesgo de sofocar al segundo. Y no sólo eso; la materia propia del segundo pasa a ser el esfuerzo por conciliar la Trinidad de las personas con la unidad de la esencia divina, con una referencia muy escasa a la revelación histórica concreta de los tres. La Trinidad queda reducida entonces a una especie de teorema celestial, dentro de una doctrina previa monoteísta, sin consecuencias efectivas en el plano de la concepción de Dios y de la salvación de los hombres. El dinamismo del acontecimiento de la revelación se ve limitado a un horizonte estático: tanto las misiones del Hijo y del Espíritu como la viva pluralidad de los tres en relación se ven anquilosadas en el concepto metafísico del Uno inmutable y eterno. La quietud unificante del Ser supremo se cierne sobre todo y lo absorbe todo en el hablar humano de Dios... Hasta qué punto esta divina quietud contrasta con la frescura viva del Dios que nos narra el testimonio de los orígenes cristianos resulta fácil de observar: apenas se empieza de nuevo a hablar con el nuevo testamento el lenguaje que señala a Dios como el Padre de Jesucristo 6 y se descubre la exigencia de pensar la historia de los hombres dentro de la historia de los Tres que se nos narra gratuita y contagiosamente en la pascua, resulta insostenible la separación entre el discurso sobre la divinidad una y única y el discurso concreto sobre las personas divinas. Como cada vez se acepta más a partir de las propuestas de A. Stolz 7 y de M. Schmaus 8 , se impone una nueva relación entre los dos campos de reflexión 9 . El Dios vivo será visto entonces ante todo en el Padre, principio sin principio del Hijo y del Espíritu en la unidad de los tres, y esta divina unidad se concebirá no ya ante todo como esencia captada con prioridad sobre la distinción personal, sino como unidad de la inhabitación recíproca de los tres, en la circulación fecunda 6. Cf. K. Rahner, Theos en el nuevo testamento, en Escritos de teología I, Taurus, Madrid 1961, 93-167. 7. A. Stolz, De SS. Trinitate, Freiburg i. Br. 1939. 8. M. Schmaus, Teología dogmática I, o.c. 9. Cf. K. Rahner, El Dios trino... o.c, 394 ss.
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e inagotable de la vida única del amor eterno. La divinidad de Dios —justamente en el centro de toda preocupación monoteísta— no se verá sacrificada por ello, sino que será pensada cristianamente a la luz de la humanidad de Dios, de la revelación en términos y acontecimientos históricos del Padre, del Hijo y del Espíritu, con vistas a la «divinización» de los hombres. Si, según algunos, esto hace que el hablar cristiano de Dios pierda en «universalidad» y en «racionalidad», ciertamente hará que gane en «singularidad» y en «sabiduría», y, por tanto, en auténtica fuerza universal y profundidad de conocimiento. El elevado hablar humano de Dios «es como agua en comparación con el fuerte vino teológico ofrecido por la revelación. Y entonces la mejor disposición crítica y obediencial del creyente es confiarse al "dialecto de Canaán", a ese lenguaje de la revelación con el que extrañamente hombres de todos los tiempos y de todos los espacios logran establecer "nuevos vínculos" con aquello que es proclamado. En el "dialecto de Canaán" aparecen categorías y términos con sentido que aún no se han hecho aporéticos por la identificación con una cultura o con una filosofía. Entonces se advierte que en el sentir humano actúa no un antropomorfismo cualquiera, sino el que se realiza en la forma de realidad ontológica, es decir, Dios en forma humana» 10. «La lechuza de Minerva cede ante la paloma del Espíritu santo» n : en lugar de un hablar de Dios a partir del hombre, se abre paso un hablar de él a partir de su venir a nosotros, según aquella «analogía del advenimiento» que es la relación establecida entre Dios y el hombre mediante el don de la creación y la gracia de la redención 12. Bajo esta luz incluso el conocimiento mundano más elevado del Absoluto no es más que una débil «paja» respecto al denso relato de la buena nueva, y el escándalo trinitario se muestra más sabio que la sabiduría de los hombres...
3.
La Trinidad y la historia
La superación del destierro de la Trinidad en la concepción y en la praxis de los creyentes, el retorno a la «patria trinitaria», pasa por consiguiente a través del retorno a la historia de la revelación; 10. I. Mancini, Dios, en Nuevo diccionario de teología I, Cristiandad, Madrid 1982, 343. 11. E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, o.c, 367 (cf. 362: «El evangelio como habla análoga sobre Dios»). 12. A la luz de la «analogía del adviento» ¿no logran acaso conciliarse la analogia entis y la analogía fideit: cf. H. U. von Balthasar, Karl Barth. Darstellung und Deutung seiner Theologie, Einsiedeln 1976
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Trinidad
e historia
tal es el sentido más profundo del axioma fundamental formulado por K. Rahner: «La Trinidad económica es la Trinidad inmanente» 13. Esto quiere decir ante todo —en el plano del conocimiento de Dios— que no se nos ha dado otro lugar a partir del cual sea posible hablar con menor infidelidad del misterio divino que la historia de revelación, los acontecimientos y las palabras íntimamente unidos, por los que Dios ha narrado en nuestra historia su propia historia (su «economía», como la llamaban los padres, la «dispensación» del don de arriba que nos salva). La Trinidad tal como es en sí («inmanente») se da a conocer en la Trinidad tal como es para nosotros («económica»): uno y el mismo es el Dios en sí y el Dios que se revela, el Padre por el Hijo en el Espíritu santo. Esta correspondencia se basa en el misterio mismo de la fidelidad divina: la Trinidad en la historia manifiesta a la Trinidad en la gloria, ya que Aquel que «es fiel y no puede renegar de sí mismo» (2 Tim'2, 13) no puede engañarnos al revelarse a nosotros. «No hay que aislar la realidad de Dios en su revelación..., como si más allá de su revelación hubiera otra realidad divina, sino precisamente aquella realidad de Dios que nos sale al encuentro en la revelación y que es su realidad en toda la profundidad de lo eterno» 14. Esta correspondencia entre economía e inmanencia del misterio es patente en la figura de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, el «sí» de la suprema fidelidad divina (cf. 2 Cor 1, 19 s); Cristo no es una genérica persona Dei en carne humana, sino que es el Hijo, el Verbo de Dios, transparente «imagen del Dios invisible» (Col 1, 15). La relación que lo une con Aquel que lo envió y con el Espíritu que recibe y derrama revela por tanto una relación correspondiente en las profundidades de la vida divina, así como la relación que él establece en el Espíritu con nosotros nos da acceso al misterio del Padre, a la fuente y a la circulación de la vida trinitaria. Cualquier hipótesis abstracta sobre la Trinidad en sí y sobre su posible obrar por nosotros cae frente a la concreción del acontecimiento Cristo resucitado, de su vida y de sus obras atestiguadas por la fe pascual; ¡su singularidad es la piedra de toque para fundamentar cualquier doctrina sobre Dios! Sin la referencia a la economía, la teología se ve vacía y queda expuesta a cualquier posible captura racional. Pero, a su vez, la historia de la revelación exige ser pensada y narrada siempre de nuevo: sin la teolo13. K. Rahner, El Dios trino..., o.c, 370. Sobre el «viceversa» que añade Rahner al axioma, cf. infra. Esta fórmula la hizo suya la Comisión Teológica Internacional, Teología - Cristologia Antropología: La Civiltá Cattolica 134 (1983) n. 3.181, I C 2,3. 14. K. Barth, Die kirchliche Dogmatik 1/1, o.c, 503.
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gía, la economía de la salvación podría enmudecer. No es más que un umbral, que remite por una parte a las profundidades de Dios y por otra a la experiencia actual del misterio. El que habla de Dios ha de atravesar este umbral en ambas direcciones, para escrutar en el Deus revelatus al Deus absconditus y narrar así en la historia de los hombres la historia de Dios... Aflora aquí la segunda línea de fuerza del axioma «la Trinidad económica es la Trinidad inmanente»: en el plano de la experiencia de Dios, que no es bíblicamente más que la profundidad y la autenticidad de su conocimiento, nos dice que el encuentro con los acontecimientos de la revelación, atestiguados en la tradición viva eclesial de la fe bajo la acción del Espíritu, es encuentro con el misterio mismo de la divinidad. Enfrentarse con la revelación de la Trinidad es enfrentarse con la historia eterna del amor divino y entrar dentro de ella. Si el Dios en sí fuera distinto del Dios que se nos narra en la historia de la revelación, no habría para nosotros ningún camino para acceder en espíritu y en verdad a las profundidades de la vida trinitaria. Si la Trinidad inmanente no correspondiese a su revelación económica, no sería posible ninguna salvación en la historia; el hombre estaría irrevocablemente condenado al horizonte de lo humano y a la dolorosa experiencia de su finitud, sin ningún resquicio abierto hacia el más allá. La inconsistencia de la nada acabaría tragándose todas las cosas. Pero si «el ocaso de la muerte no puede cernirse sobre las cosas divinas» (Arnobio) y esta vida divina se nos ha hecho efectivamente accesible en la historia de Jesucristo, entonces también para nosotros cabe la esperanza de la vida plena y sin ocaso. En la correspondencia entre la economía y la inmanencia del misterio, la Trinidad se ofrece como realidad de salvación y como experiencia de gracia; en este sentido el conocimiento teológico del misterio trinitario a partir de la economía, aunque no se trate de una inteligencia inmediatamente práctica, es capaz de cambiar la praxis más a fondo que todas las posibles alternativas. Efectivamente, «la historia de Cristo con Dios y de Dios con Cristo se convierte, a través del Espíritu santo, en la historia de Dios con nosotros y por ello también en nuestra historia con Dios. El conocimiento se produce por el hecho de que el cognoscente se ve introducido en esta historia, que lo capta y lo transforma» 15. Pensar a Dios trinitariamente a partir de la revelación significa —si la economía corresponde a la inmanencia del misterio— «pensar a Dios desde dentro
15. J. Moltmann, La historia trinitaria de Dios, en Id. El futuro de la creación, Sigúeme, Salamanca 1979.
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de Dios, es decir, llevar hasta el fondo el concepto cristiano de divinización... El concepto del Dios trino es aceptado vitalmente por el que cree contextualmente en el hecho de estar incluido en el Dios trino por el hecho salvífico del Verbo encarnado y del Espíritu divinizador» 16. Cuando se habla de la Trinidad sin separar la historia de la gloria, entonces se trata de algo nuestro, res riostra agitur, y lo que se pone en juego es el destino y el sentido de la empresa individual y colectiva... Podría decirse —en contra de esa convicción tan difundida a que aludíamos sobre el carácter abstracto y la inutilidad de la doctrina trinitaria— que para el cristiano no hay nada tan vital y concreto como la fe en la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu santo, en nombre de la cual y para cuya gloria él está llamado a ser y a realizar todas las cosas. «La Trinidad es una confesión de fe soteriológica» 17. Toda la existencia cristiana está investida del misterio trinitario, no sólo en el plano de la existencia personal, sino también en el de la vida eclesial y social; no es una casualidad que el destierro de la Trinidad de la teoría y de la praxis de los cristianos se haya reflejado en el visibilismo y el juridicismo que han imperado a menudo en la concepción de la Iglesia 18 , con sus consecuencias incluso en el plano socio-político . Por eso, el retorno a la «patria trinitaria» se revela prometedor tanto para la eclesiología como para toda la situación histórica del cristianismo. Este retorno es quizás el desafío más acuciante que se ha lanzado hoy a la Iglesia y a la teología dentro de ella: «El mayor problema eclesial y la principal tarea para la teología es hacer que la Trinidad sea un pensamiento espiritualmente vital para el creyente y para el teólogo, de manera que toda la doctrina de la fe y toda la existencia del creyente se conciban y se vivan a partir de la profesión trinitaria. Consiguientemente, el problema es el de entender la profesión de fe trinitaria como un principio permanente de crítica de la existencia eclesiástica, como parte de la crítica a la existencia mundana y de propuesta constante de la medida escatológica de la historia» 20 . Esta urgencia se siente igualmente si se parte del problema universal, personal y colectivo, de aprender a amar, a fin de alcanzar en el
16. G. Baget-Bozzo, o.c, 1 s. 17. A. Milano, Trinidad, en Diccionario teológico interdisciplinar IV, Sigúeme, Salamanca 21987, 587. 18. Cf. B. Forte, La chiesa icona della Trinita, Brescia 1984. 19. Cf. el texto de E. Peterson, // monoteísmo come problema político, Brescia 1983 (el original alemán es del 1935) y el debate relacionado con él: cf. el editorial de G. Ruggieri, Resistenza e dogma, ibid. 5, 26. 20. G. Baget-Bozzo, o.c, 237.
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amor la verdad de la vida; el que quiere aprender a amar y busca la fuerza del amor no puede tolerar ya por más tiempo el destierro de la historia eterna del amor, que es la Trinidad. Lo intuyó el Profeta de Kahlil Gibran: «Cuando ames, no digas: "Tengo a Dios en el corazón"; di más bien: "Estoy en el corazón de Dios"» 21 . Estar en el corazón de Dios ¿no es acaso «permanecer» en el Espíritu, por el Hijo, bajo la mirada amorosa del Padre? 4.
La Trinidad más allá de la historia
La tesis de la correspondencia entre Trinidad económica y Trinidad inmanente, en su doble fundamento, revelativo y salvífico, no está sin embargo exenta de limitaciones y de riesgos, ya que esa correspondencia no puede concebirse como identidad . Si a partir de Tertuliano se ha sentido la necesidad de formular la distinción entre economía e inmanencia en el misterio trinitario, esto tiene sus motivos: la economía no puede agotar la profundidad de Dios; la historia no puede ni debe capturar a la gloria. Y esto en nombre de la transcendencia y de la libertad divinas, que son también el fundamento de la gratuidad maravillosa del amor trinitario hacia nosotros; precisamente porque brota de una voluntad distinta y soberana, totalmente libre y no necesitada, la iniciativa divina de la salvación no se presenta motivada más que por la gratuidad del amor. Un Dios resuelto en la historia, una Trinidad divina inmanente adecuada por completo a su revelación económica, no sería ya el Dios cristiano, sino una entre tantas fuerzas de este mundo, quizá la más alta y necesaria. La transcendencia y la ulterioridad del Dios en sí respecto al Deuspro nobis se dejan captar en una doble dirección: por una parte, en el sentido de la apófasis, de la inefabilidad del misterio divino totalmente otro, aunque se haya realizado totalmente dentro de las vicisitudes humanas; por otra, en el sentido de la escatología, de lo venidero y lo nuevo, propio del Dios cristiano como Dios de la promesa. La apófasis dice estupor, adoración y silencio que es preciso mantener ante el misterio absoluto: «¡No te acerques! ¡Quítate las 21. Kahlil Gibran, II profeta, Milano 3 1983, 30 (ed. cast.: El profeta [existen varias ediciones]). 22. Tomamos así posición contra el «viceversa» de K. Rahner al axioma «la Trinidad económica es la Trinidad inmanente»; cf. la crítica de G. Lafont, Peut-on connaitre Dieu enJésus-Christ?, o.c, 220-226 s. e Y. Congar, El Espíritu santo, Herder, Barcelona 1983, 454 ss.
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sandalias de los pies, porque el lugar que estás pisando es tierra santa!» (Ex 3, 5). «A Dios se le honra con el silencio, no por el hecho de estar callados y sin investigar nada acerca de él, sino porque tomamos conciencia de estar siempre más acá de una comprensión adecuada del mismo» 23 . «Juntos nos situaremos en los senderos de la caridad, en busca de Aquel de quien se ha dicho: "Buscad siempre su rostro". Con esta disposición de ánimo piadosa y serena me gustaría encontrarme unido, delante del Señor nuestro Dios, con los lectores de todos mis libros, pero sobre todo de éste que investiga la unidad de la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu santo, ya que no hay otro argumento a propósito del cual el error sea más peligroso, la búsqueda más ardua y el descubrimiento más fecundo» . La investigación del misterio trinitario exige discreción y modestia; la forma de pensamiento y de palabra menos inadecuada para ella parece que es por tanto la alabanza y la contemplación amorosa. En este sentido Pannenberg prefiere definir como «doxológico» más bien que como «analógico» el discurso humano sobre Dios 25 . En efecto, este modo «adorativo» de hablar de Dios es una teología de respuesta: «su alabanza y su conocimiento de Dios responde a la vivencia de la salvación» 26. Pero la respuesta sigue siendo consciente de la infinita transcendencia del don y por tanto de la exigencia de corresponder a él sobre todo con el silencio de la escucha y del amor vivido; por eso la teología trinitaria no se opone a la teología «negativa», sino que la exige como elemento propio e irrenunciable de ella misma. «Entre el Creador y la criatura no es posible observar ninguna semejanza, sin notar la desemejanza cada vez mayor» 27 : cuanto más crece el conocimiento del misterio, tanto más inagotable se muestra su riqueza y su profundidad, tanto más crece y se revela activo y fecundo el silencio... Esta limitación de la palabra teológica está sin embargo nutrida de esperanza: todo lo que se ha dado ya en la economía es una garantía de lo que se revelará plenamente en el tiempo de la gloria. La promesa divina orienta hacia el fin; la escatología se ofrece como la transcendencia del presente en el futuro que ha de venir, garantizada por la historia de la revelación como el futuro de Dios trinitario con los hombres. La relación entre economía e inmanen-
cia del misterio llega de este modo a estructurarse de una forma dialéctica: a la tesis «la Trinidad económica es la Trinidad inmanente» le corresponde una obligada antítesis por la que «la Trinidad inmanente no es la Trinidad económica», aunque en la espera de la síntesis escatológica, cuando «Dios sea todo en todos» (1 Cor 15, 28), y la historia y la gloria vivan en una diversidad plenamente reconciliada. Frente a este «todavía no» de la promesa, frente a esta patria última «vislumbrada, pero no poseída», el teólogo sabe que está pensando en las sombras del atardecer: como el centinela espera la aurora (cf. Sal 130, 6), cuando la cognitio matutina tome el puesto de la cognitio vespertina, del tiempo de los peregrinos 28 . De esta luz futura se da muchas veces como un reflejo más claro en la experiencia de los místicos y de los espirituales, en los que se realiza la palabra evangélica: «Si uno me ama, observará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él y pondremos en él nuestra morada» (Jn 14, 25). En su escuela, la teología trinitaria está llamada a alimentarse de oración, a dejarse contagiar de belleza, a ser difusiva de paz. Y al mismo tiempo, el recuerdo de la Trinidad in patria hace pensar a los que investigan su misterio en la necesidad de una reforma permanente, de una búsqueda incesante. En este sentido, toda palabra sobre la Trinidad remite a nuevas palabras, todo silencio a nuevos silencios, que —sin negar las riquezas de las especulaciones pasadas, pero asumiéndolo todo en la unidad de la búsqueda ininterrumpida del creyente— impulsen más allá, hacia adelante, hacia las profundidades del Dios vivo. Esta tensión escatológica permanente está cargada de un valor crítico-profético: estimula toda pereza, deshechiza cualquier presunción seductora de posesión, critica toda posible identificación mundana del reino, libera al creyente de las fuerzas de la muerte para abrirlo siempre de nuevo al futuro prometido de la vida. El encuentro de la «patria trinitaria», aunque sólo sea per speculum in aenigmate (1 Cor 13, 12), reaviva así el tiempo del destierro, desenmascara el engaño de toda saciedad aparente, estimula a los peregrinos en la búsqueda de la justicia y de la paz del reino ...Non est status in via Dei, immo mora peccatum est (san Bernardo): en el camino de Dios no es posible detenerse; hasta el entretenerse es un pecado.
23. Santo Tomás, In Boet. de Trinitate, Proem., q. 2, a 1, ad. 6. 24. San Agustín, De Trinitate 1, 3, 5. 25. Cf. W. Pannenberg, Analogía e dossologia, en Id., Strutture fondamentali della teología, Bologna 1970 26. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, o.c, 169. 27. Concilio Lateranense IV (1215): DS 806.
28 Cf. Summa theologica 1, q. 58, a. 6 (sobre el conocimiento de los ángeles), que remite a Agustín, De Genesi ad litteram 1. 4, c. 22: PL 34, 312 y al De civitate Dei, 1. 11, c. 7: PL 41, 322.
II LA TRINIDAD EN LA HISTORIA
El centrojie la economía de la salvación, el lugar siempre^vivo de la dispensación del amor trinitario a los hombres, es el m i s t e - / rio pas"cuatrAr"partir de la experíencia__d_el Resucitado que7 tuvieron los primeros testigos de la fe cristiana se r ^ l e e e l p a s a d o , se cele-"¡ e ^S3L^ñ-el-PrS^Pnte ^ encuentro con AqueTque vive en el Espíritu/ y_se_anuncia^[futuro del. Reino. El acontecimiento de la resurrec- j ción de Jesús de entre los muertos es el p u n t o de partida del m o vimiento cristiano, eJ nuevo comienzo que contiene en sí t o d o lo que hay de específico en la fe en Cristo, en su singularidad inaudita '. La confesión trinitaria, que es el contenido a b s o l u t a m e n t e propio y original de esta fe, no es más que la explicitación de lo l que se nos ha dado en el misterio pascual 2 ; el acontecimiento de la muerte y resurrección del Señor es el lugar de la fe trinitaria, la vivencia que esta fe lleva consigo, el compendio denso de la gloria, cada vez mayor, que se ha hecho presente en esta historia que es accesible a nosotros. D e n t r o de la perspectiva de la economía 1 dé la salvación puede decirse por consiguiente que la Trinidad, an- , tes de ser una confesión explícita, es un acontecimiento-, en efecto, 7 precisamente para comunicar el acontecimiento fontal que es la i historia de pascua, es por lo que la fe cristiana formulará la confesión trinitaria y releerá en la memoria y en la esperanza toda la ¿ historia de los hombres a la luz de la misma. De esta forma se van ¡ trazando las etapas del ofrecimiento de la Trinidad en la historia: con la actuación trinitaria de la pascua se relaciona la relectura trinitaria de la historia a partir de pascua y consiguientemente el desarrollo de la confesión de la fe trinitaria en el tiempo. De esta ma- ,
1. Cf. B. Forte, Gesü di Nazaret, storia di Dio, Dio della storia, Roma 4 1984>v 88 s. («El punto de partida: la resurrección»). ' 2. Sobre la relación acontecimiento pascual-Trinidad en la teología contemporánea cf. P. Coda. Evento pasquale. Trinita e storia, Roma 1984. (~"\
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ñera la teología trinitaria se configura ante todo como el relato, al mismo tiempo narrativo y argumentativo, de estas etapas. Y pues- , to que «narrar las hazañas del Señor significa alabarlo» (Casiodoro), esta teología se presenta, precisamente en su género narrati-s • vo, como doxología, teología de respuesta y de celebración...
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1. La experiencia pascual Al comienzo fue la experiencia de un encuentro 2 : Jesús se mostró vivo a los asustados fugitivos del viernes santo (cf. Hech 1, 3). Este encuentro resultó tan decisivo para ellos que su existencia se vio totalmente transformada por él. Al miedo sucedió el coraje, al abandono el envío; los fugitivos pasaron a ser los testigos, para serlo ya entonces hasta la muerte, en una vida entregada sin reservas a aquel mismo a quien habían traicionado en «la hora de las tinieblas». ¿Qué es lo que había ocurrido? Hay un hiato entre el atardecer del viernes santo y el alba del domingo de pascua: un espacio vacío, en que aconteció algo tan importante que dio origen de hecho al movimiento cristiano en la historia. En donde el historiador profano no puede hacer más que constatar este «nuevo principio», renunciando a explicar sus causas tras el fracaso de las diversas interpretaciones «liberales» del nacimiento de la fe pascual que tendían a hacer de él una experiencia puramente subjeti4 c va de los discípulos 3, el anuncio cristiano que registran los textos del nuevo testamento confiesa el encuentro con el Resucitado como una experiencia de gracia; y nos da acceso a esta experiencia especialmente a través de los relatos de las apariciones. Los cinco grupos de relatos (la tradición paulina: 1 Cor 15, 5-8; la de Marcos: Me 16, 9-20; la de Mateo: Mt 28, 9-10. 16-20; la de Lucas: 1. Cf. para todo cuanto sigue la propuesta de teología narrativa del misterio pascual de H. U. von Balthasar, Mysterium paschale, en Mysterium salutis III/2, Cristiandad, Madrid 1971, 143-335. 2. Cf. E. Schillebeeckx, Jesús, la historia de un viviente, Cristiandad, Madrid 1981; Id., Cristo y los cristianos, Cristiandad, Madrid 1982. 3. Para la historia y la valoración de la investigación «liberal» sobre Jesús, cf. la obra clásica de A. Schweitzer, Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, Tübingen 2 1913. Cf. también B. Forte, Gesú di Nazaret..., o.c, 97 y 103 s. («El problema histórico de la relación entre el Jesús prepascual y el Cristo pospascual»).
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Le 24, 13-53; la de Juan: Jn 20, 14-29 y 21) 4 no se dejan armonizar entre sí en los datos cronológicos y geográficos; sin embargo, todos ellos están construidos sobre una misma estructura que deja transparentar las características fundamentales de la experiencia que refieren. Siempre nos encontramos en ellos con la iniciativa„4¿l Resucitado, con el proceso de reconocimiento por parte de los discípulos, con la misión que los convierte en testigos de lo que «oyeron y vieron con sus propios ojos y contemplaron y tocaron con sus propias manos» (cf. 1 Jn 1, 1). La iniciativa del Resucitado, el hecho de que sea él el que se mostró vivo (cf. Hech 1, 3), el que «se apareció» (cf. el verbo axp'íhi, utilizado en 1 Cor 15, 3-8 y Le 24, 34, que en el griego del antiguo testamento se emplea para describir las teofanías: cf. Gen 12, 7; 17, 1; 18, 1; 26, 2), indica que la experiencia de los hombres en los orígenes cristianos tuvo un carácter de «objetividad»: fue algo que les ocurrió, algo que «vino» a ellos, no algo que «se hizo» en ellos. No fue la conmoción de la fe y del amor lo que creó su objeto, sino que fue el Viviente el que suscitó de un modo nuevo la fe y el amor. Esto no excluye, sin embargo, un proceso espiritual quenecesitaron los primeros creyentes para «creer en sus propios ojos», para abrirse interiormente a lo que se había realizado en el Señor Jesús; es lo que nos asegura el itinerario progresivo —que subraya a menudo cuidadosamente el nuevo testamento, quizás contra posibles tentaciones de «entusiasmo»—, que conduce del estupor y de la duda al reconocimiento del Resucitado: «Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (Le 24, 31). Este proceso indica la dimensión subjetiva y espiritual de la experiencia fontal de la fe cristiana y garantizan el espacio de la libertad y de la gratuidad del asentimiento creyente. Se realiza de este modo la experiencia del encuentro: en una relación de conocimiento directo y arriesgada (experiencia, de ex-perior, alude al conocimiento directo del peritus y al riesgo que éste supone, el periculum ) el Viviente se ofrece a los suyos y les hace vivir de una vida nueva, la suya, como testigos de él, de aquel encuentro con él que marcó para siempre su existencia: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Me 16, 15). «Dios lo ha resucitado de la muerte, y nosotros somos testigos de ello» (Hech 3, 15; cf. 5, 31 s; así como 1, 22; 2, 32; 10, 40 s). La experiencia pascual —objetiva y subjetiva al mismo tiempo—, por la fuerza del encuentro entre el Viviente y los suyos, se presenta por tanto como experiencia transt formante; de ella se deriva la misión, de ella saca su impulso el mo-
4.
Cf. ibid., 96-102.
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vimiento que habrá de dilatarse hasta los últimos confines de la tierra. Se ofrece entonces como experiencia de una doble identidad en la contradicción: Ia_primera, entre el Cristo resucitado y el humillado en la cruz;(la segunda, entre los asustados del viernes santo y los testigos del día de pascua. En el Resucitado se reconoce al Crucificado; y este reconocimiento, que liga la suprema exalta-,^ ción a la suprema ignominia, hace que el miedo de los discípulos I se transforme en coraje y ellos se conviertan en unos hombres nuevos, capaces de amar la dignidad de la vida recibida como don por/j encima de la vida misma, dispuestos al martirio. ;'- í¡^ •*>-•• ; i,XJ. ¿Por qué la experiencia del encuentro con el Resucitado cambia tan profundamente la existencia de los discípulos? La respuesta es posible solamente si nos abrimos, junto con ellos, a la profundización trinitaria de los acontecimientos pascuales: la resu- . rrección y la cruz, momentos de la historia del profeta galileo, se ¡ comprenden como actos en los que intervino sobre él y para él el \ «Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros pa-J/ dres» (Hech 3, 13), que actuó «con poder según el Espíritu de santificación» (Rom 1, 4). Ese mismo Dios nos ha demostrado en todo esto su amor (cf. Rom 5, 8), bendicíéndonos «con toda bendición espiritual en los cielos, en Cristo», derramando sobre nosotros «la riqueza de su gracia», sellándonos en Cristo con el Espíritu santo (cf. el himne de Ef 1, 3-14). La presencia del Padre, su iniciativa en el Espíritu, se ofrecen como el fundamento y el origen último tanto de la identidad en la contradicción entre el Crucificado y el Resucitado, como de la identidad en la contradicción que se deriva de ella entre los hombres viejos que se asustan y que reniegan de Cristo y los hombres nuevos que dan testimonio con su sangre hasta la muerte. Según la fe de los orígenes, la pascua se l convierte en historia nuestra, por ser historia trinitaria de Dios... >]
2.
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Esjiistoria trinitaria ante todo la resurrección del Crucificado: el amplio testimonio de los textos afirma que Cristo fue resucita5. Cf. entre otros, A. Ammassari, La resurrezione, 2 vols., Roma 1976; P. Benoit, Pasión y resurrección del Señor, FAX, Madrid 1971; Dibbattito sulla risurrezione di Gesú, Brescia 1969; G. Giavini, La risurrezione di Gesú, Milano 1973; X. Léon-Dufour, Resurrección de Jesúsy mensaje pascual, Sigúeme, Salamanca 4 1985; W. Marxsen, La resurrección de Jesús de Nazaret, Herder, Barcelona 1974; G. O'Collins, II Gesú pasquale, Assisi 1975; La résurrection de Jésus et l'exégése mo-
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do 6 . La iniciativa es de Dios, el Padre 7: «Dios lo ha resucitado» (Hech 2\ 24: esta formula se repite continuamente en los Hechos). La resurrección es una acción poderosa de Dios, «Padre de la gloria», que muestra en ella la «grandeza extraordinaria de su poder», «la eficacia de su fuerza» (Ef 1, 19). En ella el Padre hace historia, porque toma posición ante el Crucificado declarándolo Señor y Cristo: «Dios ha constituido Señor y Cristo a ese Jesús que vosotros habéis crucificado» (Hech 2, 36). A la luz del doble significado —teológico y soteriológico— de estos títulos 8, se comprende cómo el acto del Padre autoriza a reconocer en el pasado del Nazareno la historia del Hijo de Dios entre los hombres, en su presente al Viviente vencedor de la muerte, y en su futuro al Señor que habrá de volver en gloria. En la resurrección, Dios se ofrece activamente como Padre del Hijo encarnado, que está vivo para nosotros y que vendrá al final de los días. Al mismo tiempo el Padre toma postura en la pascua ante la historia de los hombres: respecto al pasadq> juzga del triunfo de la iniquidad obtenido en la cruz del Humillado, pronunciando su «no» respecto al pecado del mundo: «habiendo privado de su fuerza a los principados y a las potestades, los llevó en público espectáculo tras el cortejo triunfal de Cristo» (Col 2, 15); respecto al presente, se ofrece como el Dios y el Padre de misericordia, que en su «sí» al Crucificado pronuncia su «sí» liberador sobre todos los esclavos del pecado y de la muerte: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, de muertos como estábamos por los pecados nos ha hecho revivir con Cristo... Y también con él nos ha resucitado» (Ef 2, 4-6; cf. Rom 5, 8; Col 2, 13; etc.); respecto a
déme, París 1969; Resurrexit. Actes du Symposium international sur la Résurrection de Jésus (1970), Roma 1974; B. Rigaux, Dio l'ha risuscitato. Esegesi e teología bíblica, Milano 1976; P. Zarrella, La risurrezione di Gesü. Storia e messaggio, Assisi 1973. Se ha intentado una lectura sistemática de la relación resurrección-Trinidad en B. Forte, Gesü di Nazaret... o.c, 180 ss. («La historia humana de Dios: relación entre Jesús y Dios en perspectiva histórica»). Cf. también W. Pannenberg, Fundamentos de cristología, Sigúeme, Salamanca 1974. 6. Cf. Hech 2, 24; 3, 15; 4, 10; 5, 30; etc. Asimismo: 1 Tes 1, 10; 1 Cor 6, 14; 15, 15; 2 Cor 4, 14; Gal 1, 1; Rom 4, 24; 10, 9; 1 Pe 1, 21. En otros lugares se dice que Jesús resucita: cf. infra. Parece ser que la forma más antigua es la que indica que Dios resucitó a Jesús; pero algunos sostienen que esta formulación habría sido asumida en un segundo momento para no chocar con el rígido monoteísmo hebreo, que reconocía en Dios al dueño exclusivo de la vida y de la muerte. Cf., por ejemplo, X. Léon-Dufour, Resurrección de Jesús y mensaje pascual..., o.c, 49 ss. 7. La equivalencia entre «Dios» y «el Padre» en el nuevo testamento es prácticamente total: cf. K. Rahner, Theos en el nuevo testamento..., o.c, 145 ss. 8. Cf. B. Forte, Gesü di Nazaret..., o.c, 92 s.
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nuestro futuro, se presenta como el Dios de la promesa, que ha i umplido con fidelidad «lo que había anunciado por boca de todos los profetas», y garantiza los tiempos de la consolación, cuando mande de nuevo a su Ungido Jesús (cf. Hech 3, 18-20). La resurrección, historia del Padre, es por tanto el gran «sí» que el'Dibs de la vida dice sobre su Hijo y en él sobre nosotros, prisioneros de la muerte; por éso es el tema deí anuncio y el fundamento de¡ l.i le, capaz de dar sentido y esperanza a nuestras obras y a nuesiios días: «Si Cristo no ha resucitado, entonces es vana nuestra; predicación y vana también vuestra fe» (1 Cor 15, 14). _ I listoria del Padre, la resurrección es también historia del Hijo. I.o atestigua ampliamente la tradición cuando afirmara Cristo ha resucitado» (cf. Me 16, 6; Mt 27, 64; 28, 67; Le 24, 6.34; 1 Tes 4, 14; I Cor 15, 3-5; Rom 8, 34; Jn 21, 14; etc.). El Jesús prepascual dice: «Destruid este templo y en tres días lo resucitaré»; y el evangelista comenta: «El hablaba de su cuerpo» (Jn 2, 19 y 21). Este p.ipel activo del Hijo en el acontecimiento pascual no está en conii.ulicción ni mucho menos con la iniciativa del Padre: «Si a la exiiema obediencia del Hijo correspondía el dejarse resucitar por el l'.ulre, corresponde en no menor grado a la plenitud de su obediencia el que deje que se le "otorgue" tener la vida en sí mismo (|n 5, 26)» . La proclamación de que Jesús es el Señor es siempre «para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 11). Así pues, Cristo resucita lomando activamente posición respecto a su historia y a la de los hombres por los que se ofreció a la muerte: si la cruz es el triunfo del pecado, de la ley y del poder, ya que él fue "entregado" por l.i infidelidad del amor (la "entrega" de Judas: Me 14, 10 ), por el odio de los representantes de la ley (la "entrega" del sanedrín: Me 15, 1) y por la autoridad del representante de César (la "entrega" de Pilato: Me 15, 11), su resurrección es la derrota del poder, de la ley y del pecado, el triunfo de la libertad, de la gracia y del .iinor. En él que resucita, la vida vence a la muerte; el abandonado, el blasfemo y el revolucionario es el Señor de la vida (cf. Rom S, 12-7, 25: la liberación del pecado, de la muerte y de la ley realizada por Cristo). Respecto al pasado, el Resucitado ha confirmado sus pretensiones prepascuales confundiendo a la sabiduría de los sabios (cf. 1 Cor 1, 23 s) y ha derribado el muro de la enemistad, fruto de la iniquidad (cf. Ef 2, 14-18). Respecto al présenle, se ofrece como Viviente (cf. Hech 1, 3) y como dador de vida (cf. Jn 20, 21). Respecto al futuro,-es el Señor de la gloria, la primicia de la humanidad nueva (cf. 1 Cor 15, 20-28). La pascua es 9.
H. U. von Balthasar, Mysterium paschale, o.c, 283.
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La historia trinitaria
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la historia del Hijo y, precisamente por eso, es también nuestra historia, ya que para nosotros el Resucitado ha vencido a la muerte y ha dado la vida Finalmente', ja_resurrección es historia del Espíritu; en su fuerza es como ha resucitado Cristo: «entregado a la muerte en la carne, ha sido vivificado en el espíritu» (1 Pe 3, 18). Jesús ha sido constituido por el Padre «Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santificación mediante la resurrección de entre los muertos» (Rom 1, 4). El Espíritu es ante todo aquel que fue dado por el Padre al Hijo para que el Humillado sea exaltado y el Crucificado viva la vida nueva de Resucitado; y al mismo tiempo es aquel que da el Señor Jesús según la promesa (cf. Jn 14, 16; 15, 26; 16, 7): «A este Jesús Dios lo ha resucitado y todos nosotros somos testigos de ello. Por tanto, exaltado a la derecha de Dios y después de haber recibido del Padre el Espíritu santo que él había prometido, lo derramó» (Hech 2, 32 s). Así pues, Espíritu se sitúa en e^acojitecimiento pascual en cuanto que constituye el doble vínculo entre Dios y el Cristo y entre el Resucitado y nosotros: él une al Padre con el Hijo, resucitando a Jesús de entre los muertos, y a los hombres con el Resucitado, haciéndoles vivir de una jVida nueva. El garantiza la doble identidad en la contradicción experimentada por aquellos que vivieron la experiencia pascual; hace del Crucificado el Viviente, y de los prisioneros del miedo y de la muerte los testigos libres y decididos de la vida y del amor. No es el Padre, ya que ha sido dado por él; no es el Hijo, porque el Resucitado lo recibe y lo da; es Alguien que, nunca separado de ellos, es distinto y autónomo en su acción, como atestigua por ejemplo el mandato misionero de bautizar «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu santo» (Mt 28, 19), o el saludo probablemente de origen litúrgico: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu (sean) con todos vosotros» (2 Cor 13, 13). Historia del Padre, del Hijo y del Espíritu, la resurrección de Jesús es por consiguiente acontecimiento de la historia trinitaria de Dios; en él la Trinidad se ofrece como la unidad del Resucitante, del Resucitado y del Espíritu de resurrección y de vida, dado y recibido, la unidad del Dios de los padres, que da vida en su Espíritu al Crucificado, proclamándolo Señor y Cristo, Hijo de Dios, y el Resucitado que, acogiendo el Espíritu del Padre, lo da a los hombres para que tengan parte en esa comunión de vida en el Espíritu con él y con el Padre. En la resurrección de Jesús la Trinidad se presenta en la unidad del doble movimiento del Padre en el Espíritu al Hijo, y del Padre por el Hijo en el Espíritu a los hombres, es decir, en la unidad de la resurrección de Cristo y de nues-
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tra vida nueva en él; el acontecimiento pascual revela la unidad de la Trinidad abierta a nosotros en el amor, y por tanto es el ofrecimiento ¿e-Salvación en la participación en_ la yida_deLPadre, del Hijo y dej Espíritu,santo. La Trinidad, historia trinitaria de Dios revelada en pascua, es historia de salvación, historia nuestra... 3.
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La resurrección es conquista del Dios vivo sobre su Cristo, en el Espíritu, respecto al pasado de la cruz; sin la cruz, el acontecimiento de la^resurrección del Crucificado es imposible de concebir. Puede decirse que sin la cruz la resurrección se queda vacía,/ mientras que por otra parte la cruz sin la resurrección es ciega, pri-jj; vada de futuro y de esperanza. Entonces, si la resurrección es acon-j'i tecimiento de la historia trinitaria, no lo ha de ser menos la cruz: ¡también la cruz es historia trinitaria de Dios! La comunidad primitiva intuyó muy pronto la verdad de la cruz como historia trinitaria: lo demuestra no sólo el gran espacio que se le concede al relato de la pasión del Nazareno en el anuncio de la Iglesia de los orígenes (¿acaso no son los evangelios unas «historias de la pasión con una introducción detallada», según la afortunada expresión de M. Káhler?), sino también la estructuración teológica concreta que subyace a las narraciones de la pasión. Es posible captar esta estructura a través del retorno constante, ciertamente no casual, del verbo «entregar» (jtaoaóióóvaí) n . Se pueden distinguir dos tipos de entrega: el primero está constituido por la sucesión de las «entregas» humanas del profeta galileo: la traición del amor lo entrega a sus adversarios: «Entonces Judas Iscariote, uno de los doce, se dirigió a los sumos sacerdotes para entregarles a Jesús» (Me 14,
10. Cf. H. U. von Balthasar, Mysterium paschale, o.c, 233 («Cruz y Trinidad»); M. Flick-Alszeghy, // minero della Croce. Saggio di teología sistemática, Brescia 1978; B. Forte, Gesü di Nazaret..., o.c, 266 ss. («La cruz»); E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, o.c; X. Léon-Dufour, Jesús y Pablo ante la muerte, Cristiandad, Madrid 1984; J. Moltmann, El Dios crucificado, Sigúeme, Salamanca 2 1977; Id., Trinidad y reino de Dios, Sigúeme, Salamanca 2 1987, 35 ss. («La pasión de Dios») y 91 ss. («La entrega del Hijo»); M. Salvati, Trinita e Croce. Saggio di lettura trinitaria della Croce di Cristo (dactilogr.), Pont. Univ. S. Thomae Aquin., Roma 1984; H. Schürmann, Cómo entendió y vivió Jesús su muerte, Salamanca 1983. Cf. también N . Hoffmann, Kreuz und Trinitdt. Zur Theologie der Sühne, Einsiedeln 1982. 11. Cf. W. Popkes, Christus traditus. Eine Untersuchung zum Begriff der Dahingabe im Neuen Testament, Zürich 1967.
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La Trinidad en la historia
10). El sanedrín, guardián y representante de la ley, entrega_al blasfemo al representante del César: «Por la mañana los sumos sacerdotes, con los ancianos, escribas y todo el sanedrín, después de celebrar consejo, ataron a Jesús, lo condujeron y lo entregaron a Pilato» (Me 15, 1). Este, aunque convencido de su inocencia —«¿Qué mal ha hecho?» (Me 15, 14)—, cede ante la presión de la turba, manipulada por sus jefes (cf. 15, 11) y, «después de hacer flagelar a Jesús, lo entregó para ser crucificado» (Me 15,15). Abandonado de los suyos, "EFatado como un blasfemo por los señores de la ley y como un revolucionario por el representante del poder, Jesús sale al encuentro de su fin; si todo se quedase aquí, la suya habría sido una de tantas muertes injustas de la historia, en la que un inocente expira en medio de su fracaso frente a la injusticia del mundo. Pero la comunidad primitiva —marcada por la experiencia pascual— sabe que no es así; por eso nos habla de otras tres entregas misteriosas. La primera es la que el Hijo hace de sí mismo: «Esta vida en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2, 20; cf. 1, 4; 1 Tim 2, 6; Tit 2, 14); «caminad en la caridad, del mismo modo con que Cristo os amó y se entregó a sí mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de suave olor» (Ef 5, 2; cf. 5, 25). En estas expresiones se siente la correspondencia con el testimonio evangélico: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Le 23, 46: cita del Sal 31, 6). «E inclinando la cabeza entregó el Espíritu» (Jn 19, 30). El Hijo se entrega a su Dios y Padre por amor nuestro y en lugar de nosotros; y su entrega tiene toda la densidad de una ofrenda dolorosa. En ella se consuma de forma suprema la entrega de Jesús al Padre y —bajo la luz de la pascua— se deja vislumbrar en el tiempo de la tinitud la relación eterna del don infinito de sí que el Hijo vive con Dios su Padre. El camino del Hijo hacia la alteridad, su «entregarse» a la muerte es la proyección en "la economía de lo que tiene lugar en la inmanencia del misterio... A través de esta entrega el Crucificado hace historia: toma sobre sí la carga del dolor y del pecado pasado, presente y futuro del mundo, entra hasta el fondo en el destierro lejos de Dios para asumir este destierro de los pecadores en la ofrenda y en la reconciliación pascual: «Cristo nos ha rescatado de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros, como está escrito: "Maldito el que cuelga del madero", para que en Cristo Jesús la bendición de Abrahán pasase a las gentes y nosotros recibiéramos la promesa del Espíritu mediante la fe» (Gal 3, 13 s). ¿Acaso el . grito de Jesús moribundo no es el signo del abismo de dolor y de \ destierro que el Hijo quiso asumir para entrar en lo más profun' do del sufrimiento del mundo y llevarlo a la reconciliación con el
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Padre? «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Me 15, 34; cf. Mt 27, 46) u. A la_£ntrega que el Hijo hace de sí mismo corresponde la entrega del Padre; se nos indica ya esto en las fórmulas del llamado «pasivo divino»: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán» (Me 9, 31 y par; cf. 10, 35.45 y par; Me 14, 41 s; Mt 26, 45b-46). Quienes lo entreguen no serán ahora los hombres, en cuyas manos es entregado, ni tampoco lo será él mismo, ya que el verbo está en pasiva. El que lo entregue será Dios, su Padre: «En efecto, Dios ha amado tanto al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). «El que no ahorró a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos lo dará todo con él?» (Rom 8, 32). En esta entrega que hace el Padre de su propio Hijo por nosotros és donde se revela la profundidad de su amor a los hombres: «En esto consiste el amor: no somos nosotros los que amamos a Dios, sino que él es el que nos ha amado y ha enviado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10; cf. Rom 5, 6-11). También el Padre Jiace historia en la hora de la cruz: sacrificando a su'' propio Hijo, juzga la gravedad del pecado del mundo, pasado, pre- ; senté y futuro, pero demuestra además la grandeza de su amor' misericordioso. A la entrega de la ira —«Dios los entregó a la impureza» (Rom 1, 18 ss)— sucede la entrega del amor. La ofrenda de la cruz indica en el Padre que sufre la fuente del don más grande, en el tiempo y en la eternidad: la cruz revela que «Dios (el Padre) es amor» (1 Jn 4, 8.16). El sufrimiento del Padre —que corresponde al del Hijo crucificado como don y ofrenda sacrificial suya y que es evocado por el de Abrahán en la ofrenda de su hijo «unigénito» Isaac (cf. Gen 22, 12; Jn 3, 16 y 1 Jn 4, 9)— no es más que otro nombre de su amor infinito; la entrega suprema y dolorosa es en el Hijo, como en el Padre, el signo del amor supremo que cambia la historia: «Nadie tiene amor más grande que el de dar la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos... Os he llamado amigos, porque todo lo que he oído del Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 13). Historia del Hijo, historia del Padre, la cruz es igualmente historia del Espíritu: el acto supremo de la entrega es la ofrenda sacrifical del Espíritu, como comprendió el evangelista Juan: «Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn 19, 30). «Con un Espí-
12. Cf. el panorama exegético y teológico trazado por G. Rossé, Jésus abandonné. Approches du mystére, París 1983.
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ritu eterno» es como Cristo «se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios» (Heb 9, 14). El que se ofreció en la cruz es por otra parte el Ungido del Padre: «Dios consagró en Espíritu santo y en poder a Jesús de Nazaret... Ellos lo mataron colgándolo de una cruz, pero Dios lo resucitó al tercer día» (Hech 10, 38-40). El Crucificado entrega al Padre en la hora de la cruz el Espíritu que el Padre le había dado y que le será dado en plenitud el día de la resurrección; el viernes santo, día de la entrega que el Hijo hace de sí mismo al Padre y que el Padre hace del Hijo a la muerte por los pecadores, es el día en que el Espíritu es entregado por el Hijo al Padre, para que el Crucificado quede abandonado, lejos de Dios, en la compañía de los pecadores 13. Es la hora de la muerte en Dios, del acontecimiento del abandono del Hijo por parte del Padre aunque dentro de su comunión cada vez mayor de amor eterno, acontecimiento que se consuma en la entrega del Espíritu santo al Padre y que hace posible el supremo destierro del Hijo en la alteridad del mundo, su hacerse «maldición» en la tierra de los maldecidos por Dios, para que éstos junto con él puedan entrar en el gozo de la reconciliación pascual. Sin la entrega del Espíritu la cruz no se mostraría en toda su radicafidad de acontecimiento trinitario y salvífico; si el Espíritu no se dejase entregar en el silencio de la muerte, con todo el abandono que ésta lleva consigo, la hora de las tinieblas podría confundirse con la de una oscura muerte de Dios 14, del incomprensible extinguirse del Absoluto, y no podría entenderse, tal como es, como el acto que se desarro. lia en Dios, el acontecimiento de la historia del amor del Dios in* mortal por el que el Hijo entra en lo más profundo de la alteridad respecto al Padre por obediencia a él, encontrándose con los pecadores, y por el que el Padre entrega amorosamente al Hijo a este supremo destierro para que en el día escatológico de pascua («el | tercer día») los desterrados de Dios vuelvan con el Hijo, en él y por él a la comunión con el Padre: «Al que no había conocido pecado Dios lo trató como pecado en favor nuestro, para que nosotros pudiéramos hacernos justicia de Dios por medio de él» (2 Cor 13. En los textos intertestamentarios el destierro es el tiempo de la ausencia del Espíritu, impregnado de la espera en la efusión mesiánica del mismo: cf. Salmos de Salomón, 17, 42; Henoc etiópico, 49, 2; 62, 2; Testamento de]udá, 24, 2; Testamento de Leví, 18, 7. El relato pascual muestra a un Mesías que entra en el destierro de la ausencia del Espíritu para llenar luego este destierro con la efusión nueva del don del Espíritu. Sobre Heb 9, 14, cf. A. Vanhoye, L'azione dello Spirito santo nella passione di Cristo secondo l'epistola agli Ebrei, en Credo in Spiritum Sanctum, Atti del Congresso Internazionale di Pneumatologia, Cittá del Va ticano 1983, I, 759-773. 14. Cf. K. Rahner, en Sacramentum mundi 4, Barcelona 1973. («La muerte de Jesús como muerte de Dios»).
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f», 21; cf. Rom 8, 3). «Sea cual fuere la lejanía del hombre pecador ' respecto a Dios, siempre es menos profunda que la distancia del I lijo respecto al Padre en su vaciamiento kenótico (cf. Flp 2, 7) y que la miseria del "abandono" (Mt 27, 46). Este es el aspecto propio en la economía de la redención de la distinción de las personas en la santa Trinidad, que por otra parte están perfectamente (midas en la identidad de una misma naturaleza y de un amor in-, Imito» ' 5 . La entrega del Espíritu expresa el destierro del Hijo en obediencia a la entrega del Padre y por consiguiente la salvación que se lia hecho posible a los que están lejos en la compañía del Crunücado. Entonces, en la hora de la cruz, el Espíritu mismo hace historia: historia en Dios, ya que entregado al Padre hace posible l.i alteridad del Hijo respecto a él en su solidaridad con los pecadores, aunque dentro de la comunión expresada por la obediencia sacrificial del Crucificado; e historia nuestra, ya que de este modo luce al Hijo cercano a nosotros, permitiendo a los que están lejos abrirse en el destierro el camino con el Hijo hacia la patria de la comunión trinitaria de pascua. Historia del Hijo, del Padre y del Espíritu, la cruz es historia trinitaria de Dios; esta visión «hace confluir en una misma perspectiva el sacrificio eucarístico, la cruz del Calvario y el corazón ile Dios uno y trino» 16. «La teología de la entrega no admite otro armazón que el trinitario» 17 ; «lo que tradicionalmente era llamado "expiación vicaria" debe comprenderse, transformarse y exaltarse como acontecimiento trinitario» 18. La figura trinitaria se\ »l rece en la cruz en la unidad del Hijo que se entrega, del Padre que lo entrega, del Espíritu entregado por el Hijo y acogido por el Padre: «Interpretando la cruz como acontecimiento de Dios, eómo suceso entre Jesús y su Dios y Padre, uno se ve obligado a hablar trinitariamente del Hijo, del Padre y del Espíritu. La doctrina trinitaria no es ya, en tal caso, una especulación excesiva e inútil sobre Dios, sino que representa sencillamente el resumen de la historia de la pasión de Cristo en su importancia para la libertad escatológica de la fe y de la vida de la naturaleza oprimida... l'.l contenido de la doctrina de la Trinidad es la cruz real de Cristo. La forma del Crucificado es la Trinidad» 19. Así pues, la cruz 15. Commissione Teológica Internazionale (CTI), Alcune questioni riguardanti U tristologia: La Civiltá Cattolica 131 (1980) n. 3129, IV D. 8. 16. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, o.c., 45. 17. H. U. von Balthasar, Mysterium paschale, o.c, 212. 18. CTI, Alcune questioni..., o.c. IV C. 3, 5. 19. J. Moltmann, El Dios crucificado, o.c, 348; cf. también 340 y E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, o.c, 438 ss: «en el concepto del Dios trino» la fe jicnsa y profesa la historia de la cruz del Señor.
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dice que la Trinidad hace suyo el destierro del mundo sometido al pecado, para que este destierro entre el día de pascua en la patria de la comunión trinitaria. La cruz es historia nuestra porque es historia trinitaria de Dios; no proclama la blasfemia de una muerte de Dios, que deje lugar á la vida del hombre prisionero de su autosuficiencia 20, sino la buena nueva de la muerte en Dios, para que el hombre viva de la vida del Dios inmortal, en la participación en la comunión trinitaria, que se hace posible gracias a esa muerte. En la cruz la «patria» entra en el destierro, para que el destierro entre en la «patria»: ¡en ella se nos ofrece la clave de la historia! «La concreta "historia de Dios" en la muerte de Jesús en la cruz sobre el Gólgota contiene en sí todas las profundidades y abismos de la historia humana, pudiendo, por ende, ser interpretada como la historia de la historia. Toda historia humana, por muy determinada que esté por la culpa y la muerte, está asumida en esta "historia de Dios", o sea, en la Trinidad, integrándose en el futuro de la "historia de Dios"» 21 . De este modo la cruz remite a la pascua: la hora del hiato remite a la de la reconciliación, el imperio de la muerte al triunfo de la vida. La alteridad del Padre respecto al Hijo en el viernes santo, que se consuma en la entrega dolorosa del Espíritu, su «descender a los infiernos» en la solidaridad con todos los que han estado, están y estarán allí prisioneros del pecado y de la muerte, se orienta en la unidad del misterio pascual hacia la reconciliación del Hijo con el Padre que se realizó el «tercer día», mediante el don que el Padre hace del Espíritu al Hijo y en él y por él a los hombres lejanos, reconciliados de esta manera: «En Cristo Jesús vosotros, que otro tiempo estabais lejos, os habéis hecho cercanos gracias a su sangre. El es nuestra paz... Por medio de él podemos presentarnos al Padre en un solo Espíritu» (Ef 2, 13s. 18). A la lejanía de la cruz le sigue la comunión de la resurrección: ¡y esto en Dios y para el mundo! «Sólo si se comienza por reconocerle al hecho su dimensión trinitaria, puede luego hablarse como conviene del "por nosotros" y "por el mundo". En la oposición de los quereres del Padre y del Hijo así como en el abandono del Hijo en la cruz, se hace patente por un lado la suprema oposición "económica" entre las personas divinas; pero, por otro, a quien piense a fondo, le resultará evidente que esa misma oposición es la manifestación última de toda la ac20. ¿No está la limitación más seria de la llamada «teología atea» o «teología de la muerte de Dios» en la carencia absoluta de pensamiento trinitario? El tema de la «muerte de Dios» puede ser cristianamente entendido sólo de forma trinitaria como «muerte de Dios»: cf. E. Jüngel, ibid., 280 s. 21. J. Moltmann, El Dios crucificado..., o.c, 349.
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ción unitaria de Dios, cuya lógica interna se pone nuevamente de manifiesto en la unidad inseparable de muerte en cruz y resurrección» 22 . La muerte en Dios por el mundo del viernes santo pasa el día de pascua a ser vida en Dios del mundo: precisamente porque no es la muerte del pecado, sino la muerte en el amor, es la muerte de la muerte, que no desgarra sino que reconcilia, que no \ niega la unidad divina sino que la afirma de modo supremo en sí y por el mundo. La unidad en la fuerte alteridad de los dos mo- ' mentos está por otra parte densamente recogida en las fórmulas pascuales, que confiesan Señor y Cristo a aquel Jesús que fue humillado en la vergüenza de la cruz: «Dios ha constituido Señor y Cristo a aquel Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Hech 2, 36; cf. también 10, 36; 1 Cor 12, 3; 2 Cor 4, 5; 1 Jn 2, 22; etc.). Estas fórmulas, de origen catequético (cf. 1 Cor 15, 3-8; Le 24, 34; Rom 1, 3-5) o litúrgico (cf. Flp 2, 6-11; Ef 5, 14; 1 Tim 3, 16), que narran las dos etapas de la historia pascual —la humillación y la exaltación— como propias de un único sujeto, muestran la identidad en la alteridad del Crucificado y del Resucitado, de la cruz y de la resurrección, como acontecimientos de la única historia trinitaria de Dios. Si en la cruz el Hijo entrega el Espíritu al Padre entrando en el abismo deTabandono por parte de Dios, en la resurreíciorTeT Padre da elEspíritu al Hijo, asumiendo en él y con él al mundo en la infinita comunión divina: uno es el Dios trinitario^ que actúa en la cruz y en la resurrección, una es la historia trini-^ taria de Dios, uno el designio de salvación que se realiza en los: dos momentos. «En su misterio pascual Jesús nos ofrece la imagen perfecta de la vida trinitaria» 23 . La alteridad y la comunión de los tres resplandecen con toda su plenitud en los acontecimientos de la cruz y de la resurrección; la tragedia del pecado y el gozo de la reconciliación están allí presentes en la historia trinitaria de separación y de comunión por amor al mundo. La cruz y la resurrección son historia nuestra, porque son historia trinitaria de Dios. La confesión de la Trinidad en la unidad del misterio se ofrece entonces como el otro nombre del acontecimiento pascual de muerte y de vida en Dios y, por consiguiente, como el otro nombre de nuestra salvación.
22. 23.
H. U. von Balthasar, Mysterium paschale, o.c, 279. G. Lafont, Peut-on connaitre Dieu en Jésus-Christ?, París 1969, 261.
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La relectura trinitaria de la historia a partir de pascua
La experiencia pascual marcó tan profundamente la vida de los hombres de los orígenes cristianos que no pudieron menos de releer bajo su luz el pasado, el presente y el futuro de la historia. La memoria se hizo memonapascual; la conciencia del presente, conciencia pascual; la espera_ael_futuro, esperanzT de_p_a£cua. Y como lá~expIicTtación del acontecimiento fontal de la muerte y resurrección del Señor es la confesión trinitaria, puede decirse que la memorh^Ja^Qncienciay la esperanza; deja Iglesia naciente son con todajgropiedad una memoria, una conciencia y una esperanza trinitarias. La relectura pascual de la historia que se nos ha atestiguado en el nuevo testamento no es en realidad más que una relectura trinitaria de los acontecimientos pasados, del presente de las comunidades y del futuro que se acerca. De la experiencia trinitaria de la salvación se pasa entonces a la inteligencia trinitaria '. de los orígenes, del «tiempo intermedio» y de la meta del camino ' del pueblo de Dios, de una forma análoga a como Israel confesó al Dios creador y Señor de la historia a partir de la experiencia del. Dios salvador l. 1. La «memoria trinitaria» de la comunidad de los orígenes En primer lugar, la comunidad relee bajo la luz del acontecimiento trinitario de la pascua la historia del Nazareno: lo que se confiesa del término de su existencia terreno y del nuevo comienzo de su victoria sobre la muerte se reconoce como presente en el primer comienzo de los días de su vida mortal. Los misterios de la infancia corresponden en clave trinitaria a los misterios de la pas-"
6
1. Cf. G. von Rad, Teología del antiguo testamento I, Sigúeme, Salamanca 1986, 184 ss. 412 ss. 534 ss.
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cua 2 . Es el misma el agente principal, aquel que toma la iniciativa, Dios, el Padre: «El sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen, desposada con un hombre de la casa de David, llamado José. La virgen se llamaba María» (Le 1, 26 s). También es el mismo aquel por quien actúa el Padre, el Espíritu: «El Espíritu santo bajará sobre ti, extenderá sobre ti su sombra el poder del Altísimo» (Le 1, 35). Y es el mismo aquel en el cual y por el cual se lleva a cabo la obra divina, el Hijo Jesús: «He aquí que concebirás a un hijo, lo darás a luz y lo llamarás Jesús; será grande y lo llamarán Hijo del Altísimo» (Le 1, 31 s). María, pobre y acogedora, se convierte en el lugar en donde la historia trinitaria de Dios, el designio del Padre, el envío del Espíritu y la misión del Hijo, viene a plantar sus tiendas en la historia de los hombres. La concepción virginal j —cuyo núcleo histórico es indudable en virtud de su absoluta originalidad dentro del contexto cultural-religioso de la época 3— no es más que la confesión trinitaria del principio de nuestra salvación plena y definitiva; lo que proclama la pascua sobre el final y sobre el nuevo comienzo de la historia del Verbo en la carne, lo afirman de su primer comienzo los relatos de la concepción del Señor. Lo mismo que la confesión de la Trinidad expresa el acontecimiento pascual, así también los relatos de la infancia expresan la fe trinitaria como clave de lectura de la historia de la salvación. También el relato del bautismo en el Jordán, momento de un giro decisivo en la vida del profeta galileo hasta el punto de que se le define como la «hora de su vocación» 4 , contiene una clara estructura trinitaria: el acontecimiento prepascual —del que no cabe dudar, ya que difícilmente habría inventado la comunidad un acto de sumisión del Nazareno al Bautista— fue explicitado por la fe pascual en la complejidad de las relaciones divinas. E4 Espíritu desciende sobre Jesús, al salir del agua, mientras que la voz del Padre proclama con las palabras del profeta (Is 42, 1): «Tú eres mi Hijo predilecto; en ti tengo mis complacencias» (Me 1, 11; cf. 1, 9 ss; cf. Mt 3, 13-17; Le 3, 21 s). «A la humillación en el bautismo de Juan responde, según el esquema de la pasión (cf. Flp 2, 5-10), la exaltación... Aparece la historia siriQptica_delJbautismo
2. Cf. R. E. Brown, IIproblema della concezione verginale di Gesú, en La concezione verginale e la risurrezione corpórea di Gesü, Brescia 1977, 37 ss. 3. Cf. lbid, 89. 4. Cf. J. Jeremias, Teología del nuevo testamento I. La predicación de Jesús, Sigúeme, Salamanca 5 1985, 67 y E. Schillebeeckx, Jesús, la historia de un viviente, o.c, 124.
Relectura
trinitaria
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como un anuncio anticipado de pascua» 5. Así pues, la historia del Nazareno queda afirmada, incluso en la hora de su giro decisivo, como historia trinitaria, en la que llega a cumplirse la promesa divina de efusión del Espíritu, que marca el comienzo de la nueva creación (cf. Gen 1, 2). Surge de nuevo la confesión trinitaria en el relato de la tentación (cf. Me 1, 12 s; Mt 4, 1-11; Le 4, 1-13), en donde es el Espíritu el que conduce a Jesús en su lucha por su fidelidad a Dios, y en el de la transfiguración (cf. Me 9, 1-8; Mt 17, 1-9; Le 9, 28-36), en donde volvemos a encontrar la voz y la proclamación por parte del Padre, mientras que en la nube se evoca la presencia del Espíritu, como para señalar que en las horas de prueba, lo mismo que en las horas de luz, la historia del Nazareno fue historia trinitaria: toda su vida se desarrolló én relación con el Padre en el Espíritu, hasta el punto de que él evangelio de Juan pudo resumir de este modo su misión en las palabras puestas en labios del Bautista: «He visto al Espíritu bajar como una paloma del cielo y posarse sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me había dicho: El hombre sobre quien veas bajar y permanecer el Espíritu es el que bautiza en Espíritu santo. Y yo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios» (Jn 1, 32-34). «La historia de Jesús no se puede entender sin la acción del Espíritu, ^rómó tampoco se püedíT entender sin el DTós al que él ílamó^mi Padre"" ni sin su acción desde su condición "de Hijo» 6 . Et fundamentó prepascual de esta lectura trinitaria de toda la vida del profeta galileo puede captarse en la relación única y exclusiva que tuvo con el Dios de los padres, a quien invocaba de forma inaudita con el nombre de Abbá; aunque este término aparece sólo en tres ocasiones en el nuevo testamento (Me 14, 36; Rom 8, 15; Gal 4, 6), el mismo hecho de que se le utilice en textos dirigidos a comunidades griegas y latinas demuestra su autoridad singular. Se puede suponer con todo fundamento, bajo las 170 veces que Jesús llama a Dios «Padre, Padre mío» en los evangelios (4 veces en Me, 15 en Le, 42 en Mt y 109 en Jn), la presencia del original arameo Abbá 7. La singularidad de esta forma de dirigirse al Dios de los padres es doble: «Es la primera vez que aparece una invocación al Padre a título individual en el ambiente palestino y es la primera vez que un judío, al dirigirse a Dios, lo invoca con el nom5. F. J. Schierse, La revelación de la Trinidad en el nuevo testamento, en Mysterium salutis II/l o.c, 133. Cf. todo el estudio: 117-179. 6. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, o.c, 90. 7. Cf. J. Jeremías, Abbá, Sigúeme, Salamanca 2 1983 y W. Marchel, Abba, Pére. La priére du Christ et des chrétiens, Roma 2 1971.
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bre de Abbá, sacado del lenguaje familiar. Jesús se dirige a Dios lo mismo que un niño a su padre en la tierra» 8 . «El que Jesús se atreviera a dar ese paso significa algo nuevo e inaudito. El habló con Dios como un hijo con su padre, con la misma sencillez, el mismo cariño, la misma seguridad. C u a n d o Jesús llama a Dios Abbá, nos revela cuál es el corazón de su relación con él» 9 . Esta relación original con el Padre, esta expresión de una «conciencia filial» absolutamente única y exclusiva en sus relaciones" con Dios 10 , marca la historia de Jesús de forma irrepetible como historia del Hijo eterno: una historia que, desde su concepción hasta ) su bautismo, desde su predicación hasta toda su actividad salvífi\ ca, se desarrolla p o r entero bajo la fuerza del Espíritu, como demuestra la palabra del profeta que Jesús se aplica a sí mismo en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí...» (Le 4, 18). P o r otra parte, la predicación apostólica se referirá a esta experiencia del Espíritu que tuvo el pueblo de Palestina al entrar en contacto con la obra y con los días del profeta galileo: «Ya sabéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando p o r Galilea, después del bautismo que predicó Juan; o sea, cómo Dios consagró en Espíritu santo y p o d e r a Jesús de Nazaret, que pasó haciendo el bien y sanando a todos los que estaban bajo el poder del diablo, ya que Dios estaba con él» (Hech 10, 37 s). Entonces puede afirmarse que «la fuerza que salía de Jesús y que actuaba en cierto modo independientemente, responde a lo que la experiencia pospascual cristiana llamó el "Espíritu"», y que, p o r tanto, «la estructura trinitaria fundamental del acontecer salvífico está anclada originalmente en la actuación del Jesús terreno» " . L a relectura pascual no hará más que explicitar lo que estaba implícito en la p o s tura de Jesús respecto al Padre y en su proponerse a los hombres en obras y palabras en la fuerza del Espíritu; al confesar toda la vida terrena del N a z a r e n o como historia trinitaria, la memoria de la fe de la Iglesia naciente confesará en ella la historia del Dios con nosotros, de la alteridad y de la infinita comunión del Padre y del H i j o en el Espmtú,~c¡ue se convierte en la historia de nuestra alteridad respecto a D i o s , asumida en la comunión con Dios, gracias a la solidaridad del Verbo encarnado con nosotros. «Los días de la carne» de Cristo (cf. H e c h 5, 7) se ofrecen bajo esta luz como el tiempo del Dios trinitario c o n j i ü s a t r o s y por nosotros:
8. W. Marchel, o.c, 122 s. 9. J. Jeremías, Abba, o.c, 70. 10. Cf. B. Forte, Gesú di Nazaret, o.c, 200 ss. («La conciencia que Jesús tiene de su historia»). 11. F. J. Schierse, La revelación..., o.c, 128.
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trinitaria
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no en el pobre sentido de la aventura humana de una figura divina indeterminada, sino en el sentido p u r o y fuerte de la historia del Hijo en la carne, que se relaciona a cada instante en el Padre en el Espíritu y que nos arrastra a nosotros, con quienes se ha hecho solidario, en ese dinamismo inagotablemente fecundo de relaciones divinas. La vida terrena del Señor Jesús se convierte entonces en la puerta humilde y concreta del Dios trinitario hacia el tiempo y en la puerta del tiempo Iiaciaja vida trinitaria de Dios. Por eso precisamente la Iglesia naciente sintió ía necesidad de contarnos esa vida como evangelio; la narración pascual de la historia de Jesús es la buena nueva del Padre que p o r el Hijo y en el Espíritu entra en relación con la historia humana, para que el tiempo de los hombres entre en la vida misma de la Trinidad. La «memoria» de la vida del N a z a r e n o y de la experiencia que realizaron con él los discípulos se convierte bajo la luz de pascua, sobre la base de un denso fundamento prepascual, en el evangelio trinitario y por eso mismo en el evangelio de nuestra salvación p o r la participación en la vida divina. Por otra parte, ¿acaso no es esta «memoria trinitaria» la que se nos promete con el don del Paráclito por Cristo en el evangelio de Juan? «Os he dicho estas cosas mientras estaba aún con vosotros. Pero el Consolador, el Espíritu santo que enviará el Padre en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará t o d o cuanto os he dicho» (Jn 14, 25 s)... La «memoria pascual-trinitaria» de la vida de Jesús se une a la relectura de la historia de Israel; al hacer memoria de la historia de los padres, la Iglesia naciente descubre también en sí misma el signo trinitario de la fe pascual. El Dios de Israel es reconocido como el Padre del Señor Jesús, el que lo resucitó de entre los muertos: «El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y del que renegasteis ante Pilato» (Hech 3, 13). Este Dios «que ya había hablado en los tiempos antiguos muchas veces y de diversas tormas a los padres por medio de los protetas, últimamente, en estos días, nos habló a nosotros p o r medio del Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por medio del cual hizo también el mundo» (Heb 1, 1). En la resurrección del C r u cificado Dios «cumplió lo que había anunciado por boca de todos los~profetas» (Hech 3, 18; cf. 13, 27; 26, 22). N, En Jesucristo «todas las promesas de Dios se han hecho s i » ^ (2 C o r 1,20). Así pues, el Hijo es aquel hacia elq"ué converge toda la historia de Israel, impulsada p o r la iniciativa divina (cf. el relato de la historia de la salvación en el discurso de Esteban en Hech 7, 2 ss). En él se cumplen las Escrituras (cf., p o r ejemplo, Mt 1, 22; cf. igualmente la fórmula «según las Escrituras», por ejemplo en
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La Trinidad
en la historia
1 C o r 15, 3 s, u otras equivalentes, como en Jn 19, 24.28.36; cf. finalmente las alusiones y las citas del antiguo testamento en las narraciones evangélicas: ¡sólo en Mateo, 41 veces!) 12 ; a los h o m bres de la experiencia pascual esas Escrituras les hablan como si hubieran sido escritas para ellos: «Todas estas cosas les sucedieron como ejemplo, y se escribieron para nuestra advertencia, la de todos nosotros para los que ha llegado el final de los tiempos» (1 C o r 10, 11; cf. Rom 15, 4 y 1 C o r 9, 10). Bajo esta luz, se reconoce a Cristo presente ya en los acontecimientos decisivos de la historia de Israel: «Nuestros padres estuvieron todos bajo la nube, todos atravesaron el mar, todos fueron bautizados respecto a Moisés en la nube y en el mar, todos comieron el mismo manjar espiritual, todos bebieron la misma bebida espiritual; efectivamente, bebían de una roca espiritual que les acompañaba, y esa roca era Cristo» (1 C o r 10, 1-3). Esta tensión de Israel hacia Cristo y esta acción suya en la historia del pueblo elegido son obra del Espíritu santo: «Sobre esta salvación indagaron y escrutaron los profetas que profetizaron sobre la gracia destinada a vosotros, intentando averiguar a qué m o m e n t o o a qué circunstancias aludía el Espíritu de Cristo que había en eilos, cuando predecía Jos sufrimientos destinados a Cristo y las glorias que habrían de seguirle» (1 Pe 1, 10 s; cf. Hech 1, 16; 2 Tim 3, 16); «porque jamás se pronunció una profecía por voluntad humana, sino que aquellos hombres hablaron de parte de Dios movidos p o r Espíritu santo» (2 Pe 1, 21). En la memoria de la Iglesia naciente, marcada por la experiencia pascual, la historia de la salvación de Israel revela p o r consiguiente una clara estructura trinitaria: el Dios de los padres guía y orienta a esta historia hacia Cristo, su Hijo, actuando en el Espíritu santo, especialmente a través de los profetas. ¡La Trinidad es la clave de comprensión^de la historia salutisl ¿Tiene esta relectura pascual de Israel algún fundamento prepascual? La respuesta a este interrogante no debe buscarse tanto en unos acontecimientos o en unas palabras concretas de la historia del antiguo pacto como en la tensión más profunda de la experiencia que Israel (y p o r ello también la comunidad de los orígenes cristianos, hija de Israel) hace de su Dios. Esta experiencia se caracteriza por su historicidad: el Dios de los padres n o es-una persona celestial abstracta fuera del tiempo y del espacio, sino el , Dios de la palabra, que se dirige a su pueblo en lo concreto de sus vicisitudes, le pide una respuesta y le responde «aquí y ahora». U n
12. Cf. J. M. van Cangh, La Bible de Mathieu: les citations d'accomplissement: Revue Théologique de Louvain 6 (1975) 205-211.
Relectura
trinitaria
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Dios que mueve al futuro, que rompe la inercia, que suscita esperanzas, que sostiene al descarriado en la búsqueda de su camino, que libera de la cárcel del presente abriendo las puertas del p o r venir. Incluso cuando de nómada pasó a ser sedentario, el pueblo tic Israel no cedió nunca al hechizo tranquilizador de la religiosidad de los sedentarios que, al festejar el ciclo de las estaciones que se repiten, celebra el eterno retorno de lo idéntico 13 ; su Dios siguió siendo Yahvé, el Dios que es para nosotros, el Dios de la p r o mesa y de la fidelidad. Este parece ser el~ sentido del nombre revelado a Moisés (cf. Ex 3, 14) como garantía del camino de liberación que él habría de emprender con su pueblo H . El Dios de Israel es el Dios de la historia; no sólo el Dios que hace historia interviniendo en ella, amando y repudiando, gozando y sufriendo, decidiéndose y arrepintiéndose, capaz de odio y de infinita ternura, sino también el Dios que es Señor de la historia, inmutable en la fidelidad de su amor, capaz de una elección eterna. El Dios que «amó a Jacob y odió a Esaú» (cf. R o m 9, 13) es aquel en quien se conjugan la más absoluta transcendencia (el amor de eterna elección) y la inmanencia más fuerte (la opción «de parte»), el Dios que toma posición en los casos concretos y que mantiene una fidelidad eterna, el Dios cercano e inescrutable a la vez, el Dios presente y el Señor del futuro. En el antiguo testamento se observa «la tendencia cada vez más poderosa y acuciante de acentuar, junto a la transcendencia divina, mantenida siempre en una intocable santidad, la experiencia de su viviente inmanencia, bajo una forma totalmente excepcional: por medio de su palabra, de su sabiduría y de su espíritu (entre otras cosas) Dios se hace presente y actúa en medio de su pueblo, "a pesar d e " su transcendental grandeza» 15 . Esta dialéctica de alteridad y comunión entre Yahvé y su pueblo puede captarse tanto en el sentido vertical de la absoluta superioridad y libertad del Dios de la alianza (transcendencia d o xológica) y de su presencia profundísima en medio de los suyos (inmanencia en la fe), como en el sentido horizontal de la infinita ulterioridad de sentido que él da a la historia con su promesa (transcendencia ontológica) y de su cercanía vigorizante en la lucha continua por abrir el presente a lo venidero y a lo nuevo (in13. Cf. el análisis significativo de V. Maag, «Malkut Jhwh»: Vetus Testamentum, Suppl. VII, 1960. Cf. también nuestra obra Gesü di Nazaret, o.c, 70 ss. 14. Cf. G. von Rad, Teología del antiguo testamento I, o.c., 234 ss. El nombre aparece unas 680 veces en el antiguo testamento en su forma completa y 25 en la forma abreviada Jah. 15. R. Schulte, La preparación de la revelación trinitaria, en Mysterium salutis II/l o.c, 89 (cf. también todo el estudio 77-116). Cf. además A. Deissler, La revelación personal de Dios en el antiguo testamento, ibid., 262-359.
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La Trinidad en la historia
Relectura trinitaria de la historia a partir de pascua
manencia en la esperanza y en el amor). En la encrucijada de estas perspectivas es donde se sitúa el mesianismo veterotestamentario, verdadera «espina dorsal» de la Biblia 16 ; en relación con ellas es como la memoria pascual del pasado de Israel, vivida por la Iglesia naciente, pudo releer la historia del pueblo elegido como historia trinitaria de Dios, y los acontecimientos de pascua como clave de interpretación de esa historia. La transcendencia doxológica, adorable y tremenda, del Dios de los padres toca su vértice más alto en la infinita separación que se realizó en la cruz entre el Hijo que entró en el destierro de los sin-Dios y el Padre, totalmente otro, al entregar a su Unigénito a la muerte y al acoger —por amor a los pecadores— la entrega que él hizo de su Espíritu. La transcendencia escatológica del Dios de la promesa se manifiesta de la forma más plena el día de pascua en la iniciativa del Padre que, al resucitar a su Hijo en el Espíritu, hace resplandecer en las sombras de la historia el alba tan esperada de la gloria. La inmanencia del Dios de Israel alcanza su profundidad más grande en la encarnación del Hijo, que se hizo solidario con nosotros hasta el destierro de la cruz, vivido en virtud de la entrega trinitaria, y —como inmanencia en la esperanza y en el amor— en la presencia del Espíritu derramado por el Padre sobre el Resucitado y por éste sobre todos los hombres, para abrir cada vez más los corazones y los tiempos al cumplimiento de la promesa nueva y definitiva. Podría decirse que no hay un lugar en el que Dios esté más lejos del mundo que la cruz del Hijo solidario con los pecadores; y que no hay lugar en el que Dios esté más cerca —Dios i con nosotros, Dios con los sin-Dios— que la misma cruz. Del misImo modo es posible afirmar que no hay alteridad mayor entre Dios y los hombres que el poder divino manifestado en la novedad pascual; y que no hay comunión mayor que la que se realizó en la pascua con la efusión del Espíritu. A partir de este vértice puede comprenderse todo el pasado de Israel como una espera y una preparación de aquel «día primero después del sábado»; en la historia del pueblo de la promesa es el Padre el que en el Espíritu prepara la llegada del Hijo; en la experiencia que tuvo Israel de la alteridad y de la comunión con su Dios se preparó la experiencia de la suprema alteridad de Dios en la hora de la cruz y en la gloria de la pascua, así como de la suprema comunión con él en la solidaridad del destierro y en la entrada pascual de los pecadores i en la patria junto con el Hijo en la fuerza del Espíritu. El éxodo de la nueva pascua se ofrece como el compendio denso del éxodo
de la pascua antigua y la historia trinitaria del acontecimiento pascual se confiesa presente, aunque sea in mysterio, en la historia del pueblo de la alianza. Más allá de Israel la memoria pascual de la Iglesia naciente se prolonga hasta los primeros orígenes, a aquella protología que, leída a la luz de la experiencia de la salvación, se presenta como ordenada a ésta; lo que aconteció en la pascua afecta a todo lo creado, de manera _gue a su Iúztodo puede comprenderse desde los orígenejLde_unarorma nueva. El acto creador se revela con toda evidencia como un acto pascual y por eso mismo trinitario: el Dios invisible lo crea todo por medio de Cristo y con vistas a él (cf. Col 1, 15 s), de manera que en virtud de él «todas las cosas existen y nosotros existimos por él» (1 Cor 8, 6; cf. Heb 1, 2.10; Ap 3, 14). Esta presencia de Cristo en el acontecimiento de la creación remite a su pre-existencia, a su estar con el Padre antes de que el mundo fuese y a su ser enviado por el Padre: «El es la imagen del Dios invisible, engendrado antes de toda criatura» (Col 1, 15); «a pesar de ser en la forma de Dios, no consideró como un tesoro celosamente guardado su igualdad con Dios, sino que se despojó a sí mismo, asumiendo la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2, 6 s). La confesión de la preexistencia de Cristo y la de su participación en el acto creador forman una sola realidad: «En el principio era el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios. El estaba en el principio junto a Dios; todo fue hecho por medio de él y sin él no se hizo nada de todo cuanto existe» (Jn 1, 1-3). La teología de la encarnación —«Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14)— lo mismo que la de lamistón (cf. Jn 3, 17.34; 5, 37; 6, 40.44; 7, 28.33; 8, 16.29.42; 11, 42; 12, 44 s; 14, 24; 16, 5; 17, 3; etc.) son teologías pascuales, que celebran la plenitud escatológica de lo que aconteció en Cristo, explicitando en la dirección de la historia de los orígenes y de la preexistencia del mismo la profundidad trinitaria del acontecimiento de la cruz y de la resurrección. Es significativo cómo estas afirmaciones sobre la preexistencia se unen inmediatamente a las confesiones de fe pascual: «Por esto Dios lo ha exaltado...» (Flp 2, 9); «y el Verbo se hizo carne y vino a habitar entre nosotros y nosotros vimos su gloria...» (Jn 1, 14); «en efecto, el que ha sido enviado por Dios pronuncia las palabras de Dios y da el Espíritu sin medida» (Jn 3, 34; etc.). Con la iniciativa del Padre y la mediación del Hijo la comunidad de los orígenes confiesa también en el acto creador la presencia del Espíritu; el texto pascual del bautismo de Jesús, en el que «baja el Espíritu como paloma» sobre el que sale del agua (Me 1, 10 y par), es una relectura de la palabra del Génesis: «El Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas»
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16. A. Gelin, Messianisme, en Dictionnaire de la Bible V, 1166.
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La Trinidad
en la historia
(Gen 1, 2), estableciendo un paralelismo entre la primera creación y la creación nueva. En las dos es el Espíritu el que actúa. Así pues, se comprende a la creación como un acto trinitario: lo mismo que Israel llegó desde la experiencia del Dios salvador a la confesión del Dios creador y señor del Universo 17, así también la comunidad naciente llega desde la experiencia salvífica del Dios trinitario a la confesión de la «protología» como historia trinitaria. ' De este modo confiesa que el Dios trinitario es el Señor de todas las cosas, ya que todo viene del Padre por el Hijo en el Espíritu. Nada de cuanto existe es extraño a la historia trinitaria; todo viene de la Trinidad y celebra su don. Y puesto que la creación se llevó a cabo con vistas al Hijo y el Espíritu de los orígenes la impregna y la recrea para gloria del Padre, puede decirse que ella se desarrolla no «por fuera», sino «dentro» de la Trinidad; no es la Trinidad la que se resuelve en lo creado, sino que lo creado es lo quevviveven el misterio trinitario de Dios: «Efectivamente, en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17, 28). De este modo la plenitud escatológica llega a abrazar al universo entero; siendo un acontecimiento en la historia, el misterio pascual revela la historia en un acontecimiento; lugar concreto en donde la Trinidad j se ofrece en el tiempo, es igualmente el lugar en que el tiempo se ^muestra asumido y comprendido en la Trinidad, desde el acto creador. En la economía se ofrece la inmanencia del misterio: la plenitud de la nueva creación, como muerte y vida en Dios, evoca la verdad de la primera creación como acto que se sitúa en la relación del Padre con el Hijo en el Espíritu. La Trinidad es el horizonte unitario y totalizante de la historia, infinitamente superior y distinta respecto a la historia, aunque lugar del origen y del sentido de lo creado. La memoria pascual de los orígenes remite de este modo al significado de las cosas últimas y del tiempo presente. La protología remite a la escatología y a la conciencia de la historia presente 18. Así pues, la memoria trinitaria de la Iglesia naciente, al referirse al acontecimiento pascual de la Trinidad para releer el pasado de la salvación, se sirve también de este pasado salvífico para profundizar y explicitar la confesión del misterio trinitario: los mismos nombres de Padre, Hijo y Espíritu se arraigan en esta memoria. El nombre de Padre se basa en la relectura de la manera . absolutamente única con que Jesús se dirige a Dios; el nombre del
i 17. Cf. G. von Rad, Teología del antiguo testamento I, o.c, 184 ss. 18. Cf. A. Milano, Trinidad, en Diccionario teológico interdisciplinar IV, Sigúeme, Salamanca 2 1987, 562 ss.
Relectura
trinitaria
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Hijo se vincula a este uso y al mismo tiempo a la profundización pascual de la preexistencia y de la misión; el nombre de Espíritu santo se refiere a la figura veterotestamentaria de la ruah Yahvé, fuerza personal del Dios vivo, cuya efusión total es esperada para los tiempos mesiánicos (cf. Ez 36, 26 s; Jl 3, 1 s; etc.), y a la nueva comprensión de la misma ligada a la historia trinitaria de la entrega en la cruz y del don pascual del Espíritu. El acontecimiento y la memoria pascual se vinculan entonces estrechamente entre sí: la memoria da nombre al acontecimiento trinitario, mientras que el acontecimiento pascual ilumina la memoria de la historia salutis... 2.
La «conciencia trinitaria» de la Iglesia naciente
La relectura del pasado salvífico alimenta la conciencia trinitaria del presente de la Iglesia primitiva, mientras que a su vez dicha relectura es alimentada por esta conciencia: ¡también el «hoy» de la salvación es un «hoy» trinitario! La comunidad naciente se autocomprende como el nuevo «pueblo de Dios» (cf. 2 Cor 6, 16, que recuerda a Lev 26, 12; Heb 8, 10, que cita a Jer 31, 33; etc.), la Iglesia del Padre, la «Iglesia de Dios» (cf. Hech 28, 28; 1 Cor 10, 32; 11, 22; Gal 1, 13; 2 Tes 1, 4; etc.). «Vosotros sois la estirpe elegida, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo que Dios adquirió para sí para que proclamase las obras maravillosas de aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable; vosotros, que un tiempo fuisteis no-pueblo, ahora sois por el contrario el pueblo de Dios» (1 Pe 2, 9 s). Este nuevo Israel, el «Israel de Dios» (Gal 6, 16), espiritual y no ya según la carne (cf. 1 Cor 10, 18), fue adquirido mediante la sangre de Cristo (cf. Hech 20, 28) como pueblo de la alianza nueva, sellada con aquella sangre (cf. Mt 26, 28 y par; Heb 9, 12 ss; 10, 16): la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (cf. Ef 1, 22; 5, 23; Col 1, 18.24; etc.), su esposa (cf. Ef 5, 32; cf. también 2 Cor 11, 2; Ap 21, 9-27; etc.). Iglesia del Padre, iglesia del Hijo, ella es finalmente, iglesia del Espíritu, que mora en ella (cf. 1 Cor 3, 16; Ef 2, 22). Toda la experiencia de la Iglesia naciente es experiencia del Espíritu, como atestigua el libro de~Tos Hechos de los apóstoles, verdadero «evangelio del Espíritu» (pensemos por ejemplo en Hech 1, 8; 2, 4; 9, 31; etc.): la vida de la comunidad cristiana nace y se desarrolla en la fuerza del Espíritu santo 19. Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, templo del Es-
19. Cf. sobre todo esto R. Schnackenburg, La chiesa nel Nuovo Brescia 2 1968.
Testamento,
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La Trinidad en la historia
píritu, la Iglesia que nació con la pascua se ofrece cOmo la ecclesia de Trinitate; por eso, el acontecimiento con que se entra a formar parte de la Iglesia es captado p o r la conciencia de los orígenes cristianos en relación con la memoria pascual del bautismo de Jesús, I como el acontecimiento por el cual se entra en el misterio trinitai rio y en el cual la Trinidad entra enja_histqria.de. ¡a persona y de ¿ la comunidad para tomar posesión de ella: «Id, pues, y enseñad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu santo» (Mt 28, 19). Acontecimiento trinitario y eclesial, el bautismo se presenta como el lugar en donde la Iglesia pasa a la Trinidad y la Trinidad pasa a la Iglesia; acontecimiento pascual, en él se «reactualiza» el paso único y definitivo de la Trinidad a la historia y de la historia a la Trinidad, que es la historia trinitaria de la muerte y resurrección del Señor. Decir bautismo es decir pascua, es decir Trinidad y es decir Iglesia; y a partir de la unidad del misterio trinitario, expresada en la unidad del acontecimiento pascual y del acontecimiento bautismal, es como la Iglesia, nacida con el bautismo, se presenta como una en la variedad de sus dones, de sus servicios y de sus operaciones: «Hay diversidad de cansinas, p e r o uno solo es el Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero uno solo es el Señor; hay diversidad de operaciones, pero uno solo es Dios, que realiza todo en todos» (1 C o r 12, 4-6). D e este m o d o llega a reflejarse la unidad trinitaria en la comunión eclesial: « Q u e sean todos una sola cosa. C o m o tú, Padre, en mí y y o en ti, que también ellos en nosotros sean una sola cosa, para que el m u n d o crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). A través del bautismo la historia trinitaria de pascua llega a abrazar la historia de la existencia redimida: la vida eclesial se convierte en el lugar privilegiado de presencia de la historia trinitaria en la historia humana y en el camino de acceso del tiempo de los hombres al «tiempo» de Dios; la existencia cristiana se presenta como existencia pascual y, p o r eso mismo, como existencia «trinitaria»: «En él (Cristo) también sois edificados vosotros junto con los demás para haceros morada de Dios por medio del Espíritu» (Ef 2, 22; cf. 1 C o r 3, 16; 1 Pe 2, 5; etc.). «Así pues, p o r medio del bautismo hemos sido sepultados con él en la muerte, para que como Cristo fue resucitado de entre los muertos p o r medio de la gloria del Padre, también nosotros podamos caminar en una vida nueva» (Rom 6, 4; cf. Col 2, 12; 3, 3; etc.). Y el Espíritu recibido en el bautismo (cf. Jn 3, 5-8) nos hace vivir en la libertad de los hijos, que han llegado a ser tales en el Hijo. «Todos los que están guiados p o r el Espíritu de Dios, son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el miedo, sino que habéis recibido un espíritu de hijos p o r medio del
Relectura trinitaria de la historia a partir de pascua
S7
cual gritamos: ¡Abbá, Padre!» (Rom 8, 14 s; cf. 2 C o r 3, 17). La vida cristiana es vida según el Espíritu (cf. R o m 8, 14), conformidad con Cristo (cf. Gal 2, 20), participación en la experiencia filial del Hijo en su relación con el Padre (cf. Gal. 4, 6): ¡el cristiano vive de la Trinidad! «Pues es sabido que sois una carta de Cristo..., escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne de vuestros corazones» (2 C o r 3, 3). La manifestación de este vivir trinitario es el amor: « C o m o el Padre me amó, también y o os he amado. Permaneced en mi amor... Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como y o os he amado» (Jn 15, 9.12). «El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones p o r medio del Espíritu santo que se nos ha dado» (Rom 5, 5). Esta estructura trinitaria de la existencia eclesial, basada en el bautismo, se encuentra también en el memorial de la pascua confiado p o r Jesús a los suyos: vivida en obediencia a su mandato como memorial de la alianza nueva en su sangre, cuerpo y sangre suya (cf. Me 14, 22-24; Mt 26, 26-28; Le 22, 19 s; 1 C o r 11, 23-25), la Cena del Señor es acción de gracias al Padre, en la línea de las plegarias pascuales de bendición (cf. Le 22, 19 y par), que se cumple en la fuerza del Espíritu: «El Espíritu es el que da vida; la carne de nada sirve» (Jn 6, 63, en el contexto del discurso sobre el pan de vida; cf. 1 Jn 5, 6-8). La referencia a la Trinidad vincula de este m o d o el bautismo con la eucaristía, impregnando toda la existencia terrena, haciendo del «hoy» de la Iglesia el «hoy» de la Trinidad en la historia y de la historia en la Trinidad; eso mismo es lo que expresa el saludo, derivado m u y probablemente de la liturgia de la Iglesia naciente: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu santo (sea) con todos vosotros» (2 C o r 13, 13). Eso es lo que experimenta la plegaria cristiana que, obedeciendo a las enseñanzas de Cristo, se dirige al Padre en la fuerza del Espíritu que grita en los creyentes: «\Abbá, Padre!» (Rom 8, 15), «Padre nuestro...» (Mt 6, 9; cf. Le 11, 2). El cristiano no reza a una abstracta figura divina, no reza a «un» Dios, sino que reza «en» Dios, n o como extraño, sino como hijo: «Y que sois hijos lo prúeba"el hecho de que Dios ha mandado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que grita: ¡Abbá, Padre!» (Gal 4, 6). En el Espíritu p o r el Hijo la oración alcanza al Padre y obtiene de él el d o n : «Vuestro Padre del cielo dará el Espíritu santo a quienes se lo pidan» (Le 11, 13). Rezar es entrar en la Trinidad, para que la Trinidad entre en el corazón del creyente: «Si u n o me ama, observará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y pondremos m o rada en él» (Jn 14, 23). «Doblo las rodillas ante el Padre..., para que os conceda, según la riqueza de su gloria, veros poderosamen-
La Trinidad en la historia
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Relectura trinitaria de la historia a partir de pascua
te reforzados p o r su Espíritu en el h o m b r e interior. Q u e Cristo habite p o r la fe en vuestros corazones...» (Ef 3, 14-17). En la conciencia pascual de la Iglesia naciente ser cristianos n o es más que vivir en la Trinidad, realizándolo todo «en el nombre» y «para gloria» del Padre, del Hijo y del Espíritu santo. La conciencia del presente es experiencia del misterio, anticipación en el tiempo de la historia de aquello que se habrá de realizar plenamente en el tiemp o de la gloria: la Trinidad, lugar del «hoy» de la fe, es también el término del futuro de la esperanza, la patria prometida y n o p o seída todavía...
3.
La «esperanza
trinitaria»
de los orígenes
cristianos
A la luz de la pascua, la Iglesia naciente n o relee solamente el pasado y el presente de la fe, sino también el futuro de su esperanza; la memoria y la conciencia pascual se unen a la «profecía trinitaria» de la historia. Heredera de la concepción bíblica, para la que Dios está «al principio» p o r q u e está «al final» 20 , es decir, p o r q u e él es el cumplimiento escatológico de Ja promesa, la c o munidad de los orígenes, confesando el pasado y el presente como «historia trinitaria», n o puede menos de confesar también como tal el futuro. También el final de la historia y bajo la luz del mism o todo el camino del «espacio intermedio» tenso entre el «ya» y el «todavía no» es acontecimiento pascual, historia del Dios trinitario para el m u n d o y del m u n d o en la Trinidad. El tiempo del final es ante todo 'historia del Padre: en continuidad con la esperanza judía del «día de Yahvé» (Am 5, 18 ss), los cristianos aguardan el día establecido p o r Dios, «en el que habrá de juzgar la tierra con justicia por medio de un h o m b r e designado p o r él, dándoles a todos prueba segura de ello al resucitarlo de entre los muertos» (Hech 17, 31). Este día pertenece a los tiempos y momentos «que el Padre ha reservado a su elección» (Hech 1, 7; cf. Me 13, 32); es la hora de la llegada final del reino de Dios (cf. Le 22, 18 y Me 14, 25), que es el reino del Padre (cf. M t 26, 29, paralelo de los dos textos citados; cf. además 1 C o r 15, 24). El tiempo del final es igualmente historia del Hijo: es esperado como el «día de nuestro Señor Jesucristo» (cf. 1 C o r 1, 8; 5, 5; 2 C o r 1, 14; 1 Tes 5, 2; 2 Tes 2, 2 ; etc.); es el tiempo de su segunda venida, la hora de la «parusía», de su nueva presencia entre nosotros: «Este Jesús, que ha sido llevado al cielo de entre vosotros, volverá un día del
20.
Cf. W. Pannenberg, Fundamentos de cristología, o.c, 157 s.
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mismo m o d o con que lo habéis visto subir al cielo» (Hech 1, 11; cf. el discurso escatológico y el papel del Hijo del hombre en Me 13; Mt 24-25; Le 2 1 ; 17, 20-37; cf. 2 Tes 2, 1-12; 1 Tes 4, 13-18; etc.). En aquel tiempo se cumplirá aquello de lo que el Resucitado fue constituido como «primicia»: «El es el principio, el primogénito de aquellos que resucitan de entre los muertos» (Col 1, 18; cf. 1 C o r 15, 23), en el que habrán de quedar recapituladas todas las cosas según el designia d e l Padre (cf. Ef 1, 10). Finalmente, el ' tiempo último ^historia del Espíritu: si él es la prenda de nuestra herencia futura (cf. Ef 1, 13 ss), también será él el que actúe en el día de la resurrección final: «Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por medio de su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8, 11). Historia del Padre, del Hijo y del Espíritu, el tiemp o del final se confiesa entonces en la Iglesia naciente como historia trinitaria de Dios: el Padre le da al Hijo juzgar al m u n d o en el Espíritu, para que el Hijo lo someta t o d o a sí mismo y él a su vez se someta con t o d o lo creado «a Aquel que se lo sometió t o d o , para que Dios sea todo en todos» (1 C o r 15, 28; cf. Jn 5, 21 s). Esa será la hora de la pascua final, marcada también p o r el misterio de una entrega suprema: «Luego vendrá el fin, cuando él entregue el Reino a Dios Padre» (1 C o r 15, 24). Entonces el Padre, como respuesta a la entrega que le hará el Hijo de todas las cosas, derramará sobre todo su Espíritu y reinará con el uno y con el otro en la gloria: «En los últimos días, dice el Señor, derramaré mi Espíritu sobre toda carne...» (Hech 2, 17, que cita a Jl 3, 1, refiriéndose al tiempo escatológico de la pascua temporal y eterna). Entonces «la gloria de Dios» iluminará la Jerusalén celestial y «su lámpara será el Cordero», y del t r o n o de Dios y del C o r d e r o b r o tará «un río de agua viva, limpia c o m o el cristal» (imagen del Espíritu: A p 2 1 , 23 y 22, 1; cf. J n 4, 1 y 7, 37-39). Lo que ocurrió en la pascua temporal volverá a proponerse en plenitud en la pascua eterna: ¡el acontecimiento trinitario de la historia es signo y promesa del acontecimiento trinitario de la gloria! La entrega del Hijo y la efusión del Espíritu, respectivamente al Padre, y desde el Padre, impregnarán al universo entero: en la Trinidad acabará el camino fatigoso del tiempo «y ya n o habrá muerte, ni luto, ni lamento, ni angustia», p o r q u e «aparecerán los cielos nuevos y la tierra nueva» (Ap 2 1 , 4). El Padre, que nos da el Espíritu y nos hace así hijos en el Hijo, se revelará entonces en toda su plenitud c o m o el origen y la meta de la historia: «Yo soy el Alfa y la O m e ga, el principio y el fin. Al que tiene sed le daré gratuitamente agua de la fuente de la vida. El que quede victorioso heredará es-
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tos bienes; yo seré su Dios y él será mi hijo» (Ap 21, 6 s). En la fe de la Iglesia naciente la Trinidad revela por tanto el sentido de la historia: partiendo del Padre por el Hijo en el Espíritu (protología), la historia de este mundo vuelve en el Espíritu \ l por el Hijo al Padre (esjaton). El lugar denso y concreto en el que i se nos revela este dinamismo es la pascua; toda la historia es bajo esta luz una historia pascual, movimiento que viene de la Trinidad, que va hacia la Trinidad y que se desarrolla en el seno del Dios trinitario, cada vez infinitamente mayor. La Trinidad es la cuna de lajiistoria, la patria de¡_tiempo, el lugar de la_vida, de la muerte y de la victoria sobre la muerte. Por eso la Trinidad es la n el Dios de la metafísica~aristotélica que había entrado triunFaírnente en^la cultura del tiempo. La genial operación de conciliación la lleva a cabo santo Toriiás elaborando especulativamente a Agustín según la sucesión de los conceptos de esencia divina (objeto del De Deo uno) y de procesiones, relaciones, personas y misiones.
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Se concibe a la Trinidad n o tanto en relación con el acontecimiento pascual y por tanto en el horizonte de la historia, sino en relación con la fascinación religiosa del concepto del Absoluto divino, uno y único, distinto y soberano respecto a lo múltiple del devenir del m u n d o . En este sentido hay que comprender el impulso pastoral y espiritual de la obra agustiniana: fiel al dogma, intentó «razonarlo» de la forma más elocuente posible para el m u n d o al que se dirigía. La historia, que se quedó más bien a la sombra en el material ofrecido para profundizar en el misterio, deja sentir sus derechos en el plano de la forma del pensamiento; hablando el lenguaje de su tiempo y razonando dentro del horizonte especulativo del mismo, Agustín respondió a la exigencia de unidad interior propia de su época, marcada p o r profundos p r o cesos de disgregación en acto, sin abandonar nunca la referencia a aquel —a C r i s t o — en quien sólo se nos ha dado «adherirnos al U n o , gozar del U n o , perseverar en la Unidad» (De Trin. 4, 7, 11). Esto explica cómo «la más inmanente entre las inmanentes» doctrinas trinitarias (Adolf von Harnack) p u d o ejercer una fascinación y una acción tan profunda en la teología y en el alma cristiana de su época y mucho más allá de ella.
Las procesiones indican los orígenes intradivinos; son las actividades vitales inmanentes (processio ad intra) que ponen ritmo al dinamismo de la vida en Dios, o sea, dentro del ámbito de la divinidad una y única (cf. ST I, 27, 1). La primera de ellas es la generación, por la que del Padre, principio viviente, procede el Hijo consustancial a él, por vía intelectual, en analogía con el proceder del verbo mental o concepto a partir del entendimiento: el engendrado es el Verbo (cf. ST I, 27, 2). La segunda procesión se realiza por vía de voluntad y es a la segunda lo que el amor es al conocer, del que se diversifica y al que se sigue (no se ama más que lo que es conocido anteriormente): se trata de la procesión por vía de amor, la procesión del Espíritu (cf. ST I, 27, 3). Profundizando en el origen intradivino antes de la relación que se basa en él, Tomás puede reducir la analogía psicológica agustiniana a la mera función del entendimiento y de la voluntad, con el doble efecto de asumir plenamente la psicología aristotélica y de distinguir mejor entre la procesión del Verbo y la del Espíritu: «La procesión del amor en la divinidad no debe llamarse generación. Esto es evidente si se tiene en cuenta la diferencia entre el entendimiento y la voluntad: el entendimiento es el acto por el que el sujeto conocido está en el cognoscente según su semejanza; la voluntad por el contrario es el acto por el cual no es la cosa querida la que está en la voluntad, sino que es la voluntad la que tiene cierta inclinación hacia lo que es querido. Por eso la procesión que se lleva a cabo por vía intelectual es según se-
27. Cf. M. Schmaus, Die Spannung von Metaphysik und Heihgeschichte in der Trinitatslehre Augustins, en Studia Patrística VI, Berlín 1962, 503-518. Cf. las reservas a esta tesis de A. Trape, Introduzione... o.c, 63 s.
28. Cf. Summa theologica I, qq. 27-43 (las q. 2-26 se refieren al Dios uno). Cf. además H. F. Dondaine, 5. Thomas d'Aquin. Somme Théologique. La Trinité, 2 vols., París 1943-1946; G. Lafont, Peut-on connaitre Dieu..., o.c, 107 ss.; A. Malet, Personne et amour dans la théologie trinitaire de S. Thomas d'Aquin, París 1956.
La Trinidad en la historia
La confesión trinitaria en el tiempo
mejanza y puede llamarse generación, en cuanto que el generante engendra a su semejante. Por el contrario, la procesión que tiene lugar por vía de voluntad no se lleva a cabo en la semejanza, sino más bien en el impulso y en el movimiento hacia algo (ST I, 27, 4). De las dos procesiones se siguen cuatro relaciones en Dios, ya que «según cada procesión hay que comprender dos relaciones opuestas, una la del que procede respecto al principio del que procede, y otra la del mismo principio» (ST I, 28, 4). De las cuatro relaciones —paternidad, filiación, espiración activa y espiración pasiva— solamente tres constituyen a las personas, ya que la espiración activa es común al Padre y al Hijo. En su esse in estas relaciones se identifican con la esencia divina una y única (cf. ST I, 28, 2), mientras que en su esse ad se distinguen realmente, dando base a la realidad trinitaria (cf. ST I, 28, 1 y 3). Aquí es donde Tomás lleva a cabo la otra profundización de Agustín: si éste había usado sin mucha convicción el término «persona» («más bien para no quedar mudo que para expresar esa realidad»: De Trin. 5, 9, 10), el Angélico puede usarlo ahora en el sentido de «relación subsistente», basada en el realismo de las procesiones divinas: Persona igitur divina significat relationem, ut subsistentem (ST I, 29, 4). En esta densa definición, «relación designa al elemento individuante que distingue a la persona, mientras que subsistente designa la posición ontológica absoluta de la persona» 29. La relación, cuando es opuesta e incomunicable, constituye por consiguiente en Dios a las personas: «La paternidad y la filiación, en cuanto que son relaciones opuestas, corresponden necesariamente a dos personas. La paternidad subsistente es la persona del Padre, mientras que la filiación subsistente es la persona del Hijo... La espiración corresponde a la persona del Padre y a la del Hijo, en cuanto que no está en relación de oposición ni con la paternidad ni con la filiación. En consecuencia, la procesión conviene a la otra persona, que es la persona del Espíritu santo, que procede por vía de amor» (ST I, 20, 2). Sobre la procesión eterna finalmente basa santo Tomás —no sin haber subrayado previamente la transcendencia del misterio (cf. ST I, 32, 1)— las misiones divinas que nos atestigua la Escritura: «La misión de una persona divina supone por una parte la procesión de origen respecto a aquel que envía, y por otra un nuevo modo de existir (en el mundo)» de aquel que es enviado (ST I, 43, 1). Las misiones, que implican la unidad de obrar de la Trinidad ad extra, se vinculan a las personas por aquella manifestación, a través de atributos esenciales, que es la apropiación (cf. ST I, 39, 7): como el Hijo procede en Dios por vía intelectual, también en la economía se le apropia a él la obra del conocimiento revelado (cf. 57" I, 43, 5, ad 1); como el Espíritu procede en Dios por modum amo-
ris, por eso en la historia se refiere a él la santificación en la caridad (cf. .97" I, 43, 7); y como el Padre es el principio absoluto del dinamismo intradivino, por eso se le apropia a él la obra de la creación y se designa en él a aquel que envía al Hijo y al Espíritu (enviado por el Hijo o por el Padre mediante el Hijo) sin ser él mismo enviado: «La misión supone proceder de otro...; puesto que el Padre no es de ningún otro, no le corresponde de ningún modo ser enviado» (ST I, 43, 4); él se da a la criatura «en cuanto que libremente se comunica a sí mismo a ella» (ST I, 43, 4, ad 1), no en cuanto que es dado por otro.
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29. G. Lafont, Peut-on connahre Dieu..., o.c, 124.
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La sistematización de santo Tomás, lúcida y coherente, desarrolla así de forma especulativa la de san Agustín, moviéndose en el interior del mismo horizonte hermenéutico: el de la primacía del ser, de la fascinación del U n o . Si la vida relacional divina queda mejor dialectizada gracias al uso del concepto de procesión y al más elaborado de persona, no queda menos lejana la densidad histórico-salvífica del obrar del Padre, del Hijo y del Espíritu 30 . La esencia divina queda en una franca situación de preminencia sobreTa Trinidad" de las personas; cierto unitarismo, ligado a la metafmca~y~X% psicología ürístótélica, corre el riesgo de reducir a las personas a «fructificaciones» de la esencia una y única ( H . F . Dondaine), mientras que «las misiones se presentan como el último eslabón de una cadena que comienza con la esencia», hasta el p u n t o de que «se necesita una apelación enérgica, una especie de sacudida mental para darse cuenta de que la fuente es más bien la persona del Padre» 31 . Además, las consecuencias de la aplicación de la analogía psicológica son bíblicamente insostenibles: la relación Padre-Hijo es también para el nuevo testamento una relación de amor, mientras que difícilmente puede definirse como «volitiva» la relación entre el Espíritu y las otras dos personas. El mism o Tomás revela sus incertidumbres (pensemos sólo en el plano del Contra gentiles IV, 1 ss, tan distinto del de la Summa theolo-
30. Una nueva prueba de esta afirmación radica, por ejemplo, en la hipótesis —admitida por Tomás— de la encarnación de cualquier persona divina o incluso de la asunción terminal de la naturaleza humana por parte de la naturaleza divina concretamente significada, haciendo abstracción de las personas, o por parte de las diversas personas divinas juntamente, prescindiendo de su correlatividad: cf. Summa theologica III, qq. 3, 5, 6 y la motivada crítica de G. Lafont, o.c, 146 ss. 31. A. Milano Trinidad, o.c, 584. Cf. la observación de L. Bouyer, // Padre invisibile. Approcci al mistero della divinita, Roma 1979, 262: «Hemos de reconocer que partir de la esencia divina, considerada con anterioridad a las personas y como fuente de ellas, significa en cierto modo hacer casi imposible explicar su distinción más allá de un modalismo latente, y más aún dar a las relaciones diferenciadas entre ellas y nosotros un sentido que no se reduzca a una fórmula vacía».
La Trinidad en la historia
La confesión trinitaria en el tiempo
gica); si es grande su mérito p o r haber propuesto la confesión trinitaria con un lenguaje y dentro de un horizonte hermenéutico propios de una cultura dominada p o r la primacía del ser, sin embargo los límites señalados abrieron el camino a aquel «incipiente esencialismo de la teología trinitaria que ha empapado la predicación y la catequesis, e incluso a toda la cultura occidental» 32 , vaciando la reflexión creyente de su carga salvífica y existencial, propia del testimonio pascual y de la celebración litúrgica del misterio. También en Tomás se concibe la Trinidad no tanto a partir del acontecimiento revelativo-salvífico c o m o a partir del Absoluto, ñ o tanto partiendo de la historia como procediendo de un pensamiento metafísico. El dinamismo de la salvación cede su lugar a la seducción del Ser inmutable y eterno. Esta manera de pensar, cada vez más exclusiva en la escolástica posterior, encuentra su formulación más sucinta en el principio que hizo suyo el concilio de Florencia (1442), pero que se remonta a Agustín en sus orígenes ideales y que se considera como la «regla de oro» de la especulación trinitaria: «En D i o ¿ to.do ,es uno, cuando no haya oposición de relación» 3 3 . Afirmando la prioridad del Uno~ en el ser divino y resolviendo el dinamismo trinitario en la oposición de las relaciones, idénticas al U n o en su referencia a la esencia, el principio sanciona la mayor recepción posible a la fe cristiana de la «piadosa» idea de la unidad y unicidad de lo divino, sin comprometer a la trinidad personal. Pero el precio que ha habido que pagar por ello ha sido la pérdida de una incidencia efectiva del misterio trinitario en la teología y en la praxis, el destierro de la Trinidad de la teoría y de la existencia de los cristianos. (^b) El pensamiento de la Trinidad en el horizonte de la primaría de la subjetividad se desarrolla en conexión con el «descubrimiento» del sujeto propio de la época moderna. Las tendencias disolutorias que caracterizan al final de la edad media confluyen en la disolución de la síntesis política (formación de los estados nacionales), religiosa (reforma y contrarreforma) y crítica (ocaso de las síntesis escolásticas y nueva aparición del sujeto y de su dimensión histórica) 34 . Si el cogito cartesiano es la imposición teórica de este proceso, es propio del idealismo alemán el esfuerzo de «pensar» la crisis de donde nace el m u n d o moderno y de haber
organizado una lectura de lo real a partir del giro transcendental y por tanto a partir de la manifestación de la razón subjetiva, captada en sus latencias objetivas y objetivantes. También el dogma cristiano, que impregna a todo el pensamiento occidental, fue releído dentro de este nuevo horizonte hermenéutico; le corresponde a G. W. F. Hegel el mérito de haber intentado esta nueva lectura con una consecuencia absoluta en su línea de p e n s a r 3 5 .
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32. A. Milano, Trinidad, o.c, 586. 33. «In Deo omnia sunt unum, ubi non obviat relationis oppositio»: DS 1330. Cf. H. Mühlen, Person und Appropriation. Zum Verstándnis des Axioms: In Deo omnia...: Münchener Theologische Zeitschrift 16 (1965) 37-57. 34. Cf., por ejemplo, J. Lortz, Historia de la Iglesia en la perspectiva de la historia del pensamiento II, Cristiandad, Madrid 1982, 18 s.
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Es el concepto de Dios como Espíritu, como sujeto absoluto, que vive en el proceso dialéctico de autodiferenciación y de autoidentificación, el que da razón del origen interno de las diferencias en Dios. «Si, en cuanto espíritu, no puede ser para nosotros una palabra vacía, Dios tiene que ser concebido como Dios uno y trino; esto es aquello en que se desarrolla la naturaleza de Dios. Dios es concebido entonces en cuanto que se hace objeto para sí mismo en el Hijo y permanece en este objeto; además en esta distinción de sí respecto a sí mismo supera al mismo tiempo la distinción y en él se ama a sí mismo, es decir, es idéntico a sí mismo, se une consigo en este amor. Sólo así Dios es espíritu...Sólo la Trinidad es la determinación de Dios como espíritu; sin esta determinación, espíritu es una palabra vacía» 36. En cuanto que Dios es espíritu, Dios es proceso vital, es dinamismo, es historia, cuya verdad sólo se capta al final, en la total autoposesión de sí que resulta de la distinción de sí y del retorno a sí. De este modo Hegel vuelve a descubrir la dimensión escatológica de la Trinidad, el ser de Dios todo en todos, que viene sólo al final (cf. 1 Cor 15, 28), pudiendo establecer la perfecta correspondencia entre el curriculum vitae Dei y la historia del mundo: la economía revela así su fundamento lógico, la historia eterna de Dios; la cruz y la resurrección dejan vislumbrar la dialéctica de infinita alteridad y comunión del Absoluto: «Dios ya no existe, Dios ha muerto: no hay pensamiento más atroz que éste, que no exista todo lo que es eterno y verdadero, que la negación esté presente también en Dios; el dolor más profundo, la certeza de estar irremediablemente perdidos, el abandono de todo valor es algo que va unido a eso. 35. Cf. especialmente sus Lecciones sobre la filosofía de la religión. Sobre la doctrina trinitaria, cf. Hegel et la théologie contemporaine. L'absolu dans l'histoire, Neuchátel-Paris 1977; E. Brito, Hegel et la tache actuelle de la christologie, Paris 1979; C. Bruaire, Logique et religión chrétienne dans la philosophie de Hegel, Paris 1964; A. Chapelle, Hegel et la religión, 3 vols., Paris 1963-1971; C. Greco, La mediazione trinitaria dell'unitd di Dio nella Filosofa della religione di G. W. F. Hegel, en Ecclesiologia e cultura moderna. Saggi teologici, Roma 1979, 299-351; H. Küng, La encarnación de Dios. Introducción al pensamiento teológico de Hegel. Prolegómenos para una futura cristología, Herder, Barcelona 1974; L. OeingHanhoff, Hegels Trinitatslehre: Théologie und Philosophie 52 (1977) 378-407; J. Splett, Die Trinitatslehre G. W. F. Hegels, Freiburg-München 1965. 36. G. W. F. Hegel, Lezioni sulla filosofía della religione (tr. it. a cura di E. Oberti e G. Borruso), 2 vols. Bologna 1973, I, 97 s.
La Trinidad en la historia
La confesión trinitaria en el tiempo
Pero el proceso no se detiene ahí, sino que tiene lugar una inversión; en efecto, Dios contiene en sí este proceso y eso es solamente la muerte de la muerte. Dios resucita a la vida» 37. Así pues en la vida de Cristo se nos ha narrado la historia del Absoluto y de este modo se nos ha revelado la totalidad de la historia: «Lo que representa la vida de Cristo... es el proceso de la naturaleza del espíritu, Dios en la forma humana. Este proceso en su desarrollo es el progreso de la idea divina hacia la más alta escisión, hacia lo contrario del dolor y de la muerte que es ella misma la absoluta conversión, el supremo amor, en sí misma lo negativo de lo negativo, la absoluta reconciliación, la superación de la oposición del hombre a Dios y el final, que se resuelve en aquel esplendor que es la gozosa acogida de la naturaleza humana en la divina. Lo primero, Dios en la forma humana, es real en este proceso, que muestra la separación de la idea y su unificación, su cumplimiento como verdad. Esta es exactamente la totalidad de la historia» 38. En semejante proceso del Espíritu, ¿qué ocurre con la unidad divina y con la trinidad de las personas? Hegel, que ha captado en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu la representación de lo que es conceptualmente el proceso de autodiferenciación y de autoidentificación de la vida del espíritu, se ocupa expresamente del problema de su unidad, que es el problema de la unidad del Absoluto. Su solución, ligada al concepto de persona como encuentro de sí mismo en el otro, puede afirmar la perfecta conciliación de la trinidad con la unidad divina: si lo propio de la persona es el amor, el renunciar a su aislamiento para darse por completo al otro y existir en esta autodonación no supone una competitividad entre la alteridad y la comunión, sino que se afirma su unidad tanto más cuanto mayor es la realidad personal de los tres. Si el amor es la distinción y la superación de lo distinto 39, la distinción personal se disuelve dentro de la vida divina del amor en la comunión más alta entre las tres personas, en su absoluta unidad. Hegel «pensó la unidad de Dios con una intensidad y una vivacidad inalcanzadas hasta entonces, no por medio de deducciones a base de la personalidad trinitaria, sino precisamente por medio de la acentuación más aguda de la idea de personalidad del Padre, del Hijo y del Espíritu». Esta idea representaría «el punto culminante de la explicación conceptual de la doctrina de la Trinidad con respecto a la relación entre unidad y trinidad» 40. Pero cabe preguntarse si la afirmación de la doble unidad —aunque sea el resultado de un proceso dialéctico trinitario— del Absoluto en sí mismo y con la historia no disuelve en rea-
lidad, además de la alteridad entre Dios y el mundo, la verdadera alteridad personal en Dios. No es posible sustraerse a la impresión de que la correspondencia hegeliana entre Trinidad inmanente y Trinidad económica, forma de la ecuación más general de lo ideal y lo real, se resuelve en la total inmanentización del Absoluto en la historia. La unidad del sujeto absoluto rompe las distancias entre el tiempo y la eternidad: el cielo y la tierra llegan a asumirse recíprocamente. La transcendencia y la libertad divinas llegan a disolverse en la necesidad del proceso dialéctico, único y totalizante, del Absoluto. ¿Y no llega acaso a naufragar la distinción real de las personas divinas en esta mediación trinitaria de la unidad del único sujeto divino? El pensamiento de la Trinidad dentro del horizonte de la primacía de la subjetividad ¿no se resuelve en una forma nueva y mucho más trágica de unitarismo, en la que el Uno, captado ahora en la estaticidad del ser, es representado en el movimiento del devenir del Yo en el Sí, hasta la autoidentificación del Yo y del Sí? 41.
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37. 38. 39. 40.
¡bid., II, 369 (traducción modificada). ¡bid., II, 366 s. Ibid., II, 285. W. Pannenberg, Fundamentos de cristología, o.c, 225-226.
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Si la reflexión hegeliana tiene el mérito de concebir a Dios como el Dios vivo, asumiendo la historia en la verdad y en la idea y vinculando tan fuertemente la Trinidad económica a la Trinidad inmanente, n o logra evitar el «monismo del Espíritu» final, en el que llega a perderse precisamente la dialéctica salvífica de alteridad y de comunión entre Dios y el m u n d o , por lo que el Dios resuelto en el m u n d o n o está ya en disposición de ofrecer al m u n d o la salvación y el Dios único sujeto absoluto no puede ya redimir a los sujetos humanos, asumiéndolos en la participación en un verdadero diálogo personal intratrinitario. El hechizo del Dios hegeliano sigue siendo inmenso todavía; la «historia de Dios» y la «historia en Dios» se presentan como conceptos cuya fecundidad n o es posible ignorar. U n ejemplo de ello es la teología trinitaria de K. Barth 4 2 ; si está claro su rechazo de la reducción hegeliana del Absoluto a la historia, comprendida como una absolutización indebida del acto de la razón y p o r tanto como una forma suprema de idolatría 4 3 , está sin embargo convencido de la asunción de la historia en Dios, cuya vida se profesa —a partir de la revelación— como movimiento del único sujeto divino en las tres maneras distintas de ser (drei Seinsweiseri). El Dios cristiano es el Revelador, la Revelación y lo Relevado; en la
41. Cf. por ejemplo, J. Splett, Die Trinitdtslehre..., o.c., 145-150 y J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, o.c, 31 s. 42. Cf. K. Barth, Die christlicbe Dogmatik im Entwurf, München 1927; Id., Die kirchliche Dogmatik 1/1, München 1932 y II/l, Zürich 1940. 43. Cf. el estudio sobre Hegel en K. Barth, La teología protestante nel XIX secólo 1, Milano 1979, 429-465.
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La Trinidad
en la historia
única revelación del señorío divino Dios se esconde, se revela, se comunica, es decir, se ofrece en los tres «modos de ser» escondido, revelado, participado, Padre, Hijo y Espíritu: Padre en el escondimiento de la cruz, Hijo en la luz de la pascua, Espíritu en la efusión de pentecostés; Padre en la iniciativa de la creación y de la redención, Hijo en la historia de la revelación y de la redención, Espíritu en la participación santificante divina. Si se comprende a la Trinidad en la unidad dinámica del acontecimiento de la revelación, si se concibe al Dios cristiano en la historia y a partir de la historia de la salvación, la primacía del único sujeto absoluto queda igualmente en evidencia. La revelación es autorrevelación de Dios en el Espíritu; el sujeto absoluto se manifiesta haciéndose objeto de revelación para volver a la unidad del uno y del otro en el Espíritu de ambos. Pero si el Padre es el sujeto de la revelación, ¿qué personalidad le queda al Hijo y al Espíritu? ¿No se pierde de este modo la concreción bíblica de los tres? Una vez más es el acontecimiento pascual, la densa historia de las relaciones de los tres en el acontecimiento salvífico lo que plantea problemas para una lectura del misterio, en donde el escándalo trinitario corre el riesgo de disolverse en la conciliación ideal del espíritu absoluto 44 . «La doctrina trinitaria de Barth es, pues, expresión de la irreductible subjetividad de Dios y, en este sentido, una variante del tema moderno de la subjetividad autónoma. Los tres modos de ser en los que ésta aparece pertenecen a la autoconstitución del sujeto absoluto. Esta es una figura mental típicamente moderna o más exactamente típicamente idealista, que liga a Barth con Hegel, a pesar de todas las diferencias materiales» 45 . Si Hegel —con su cuestión del Dios vivo— es el gran reto y la gran promesa de la teología cristiana moderna, no deja de ser tampoco el mayor riesgo para ella...
44. Un límite análogo es posible reconocer también en la propuesta de K. Rahner, que habla de un único Sujeto divino en tres «distintos modos de subsistencia»: cf. El Dios trino como principio y fundamento..., o.c, 155-166. Cf. las observaciones sobre Barth y Rahner de J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, o.c, 155-166 y de W. Kasper, El Dios de Jesucristo, Sigúeme, Salamanca 2 1986, 339-346. La revelación es comprendida por Rahner como autocomunicación de Dios en Cristo y en el Espíritu; si de este modo queda a salvo la unidad divina, ¿no se corre el peligro de dejar a la sombra la realidad personal, especialmente de la segunda y de la tercera persona?, ¿no es demasiado débil la dialéctica con que llega a entenderse el movimiento de la vida intradivina? Cf. G. Lafont, Peut-on connaitre Dieu..., o.c, 171-228 (sobre Rahner). Hay que reconocer sin embargo la fuerza del concepto de «subsistencia» en la fórmula «Subsistenzweise»; entendido rectamente, tiende a excluir todo posible modalismo trinitario. 45. W. Kasper, El Dios de Jesucristo, o.c, 341.
La confesión trinitaria
en el tiempo
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(c) En tercer lugar, respecto a la especulación trinitaria bajo el signo de la objetividad del ser y la que se sigue en la línea de la subjetividad del espíritu, hay que situar el pensamiento de la Trinidad dentro del horizonte de la historia, es decir, de la circularidad permanente entre el sujeto y el objeto. En un nivel hermenéutico no tematizado nos encontramos con esta perspectiva en la gran tradición de los padres griegos 46 : el punto de partida es para ella la trinidad de las personas divinas, tal como la atestigua la «economía» de la salvación. Se explica la unidad divina como unidad del principio, unidad dinámica de la vida que corre de él y vuelve a él; el principio, la fuente eterna de la divinidad es el Padre: «Uno es el principio activo y una la operación. En efecto, el Padre lo realiza todo por medio del Verbo en el Espíritu santo y de esta manera se mantiene intacta la unidad de la santa Trinidad» 47 . Del Padre proceden el Hijo y el Espíritu, no mediante un proceso temporal, sino en un movimiento eterno, por el que cada una de las personas existe en las otras, en una mutua inhabitación y compenetración, que es la «pericóresis» divina, en donde la trinidad y la unidad se concilian perfectamente, sin disolverse la una en la otra: «El permanecer y el residir de las tres personas la una en las otras significa que son inseparables y que no han de separarse, que tienen entre sí una compenetración sin confusión, no de modo que se fundan y se mezclen, sino de modo que se unan. Es decir, el Hijo está en el Padre y en el Espíritu, el Espíritu en el Padre y en el Hijo, el Padre en el Hijo y en el Espíritu sin que tenga lugar una fusión, o una mezcla, o una confusión. Uno e idéntico es el movimiento, ya que el impulso y el dinamismo de las tres personas es único, lo cual no puede notarse en la naturaleza creada» 48 . La unidad del principio establece de este modo la unidad siempre en movimiento de las divinas personas, tal como se nos ha revelado en las misiones del Hijo y del Espíritu y en el pleno cumplimiento, prometido y basado en ellas, del retorno de lo creado al origen, en la recapitulación de todas las cosas en Cristo y en la entrega final de todo y de todos a Dios Padre. Así pues, la economía es el umbral del misterio, el asomarse de la inmanencia de la vida divina, que sin embargo sigue siendo distinta y ado-
46. Cf. la tesis clásica, excesivamente simplificante, sobre los dos diversos planteamientos del oriente y del occidente en Th. de Régnon, Etudes de théologie positive sur la Sainte Trinité, o.c. La síntesis sobre las dos concepciones se expone en I, 333-340. 428-435. Por el contrario, sobre el parecido de ambas perspectivas, cf., por ejemplo, G. Lafont, Peut-on connaitre Dieu..., o.c, 70. 47. Atanasio, Carta I a Serapión 28: PG 26, 594 s., 599. 48. Juan Damasceno, De fide orthodoxa, I, 14: PG 94, 860.
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r a b i e , sin p o d e r r e d u c i r s e n u n c a a u n c o n c e p t o m u n d a n o . L a e s p e c u l a c i ó n d e la t e o l o g í a o r i e n t a l llega d e este m o d o a l e e r la i n m a n e n c i a y la t r a n s c e n d e n c i a , la s u b j e t i v i d a d h u m a n a y la o b j e t i v i d a d d e D i o s , e n u n a c i r c u l a r i d a d f e c u n d a , q u e n o r e s u e l v e la u n a en la o t r a , s i n o q u e a f i r m a s i m u l t á n e a m e n t e la a l t e r i d a d y la c o m u n i ó n d e las p e r s o n a s e n D i o s y del D i o s t r i n i t a r i o c o n el m u n d o . E s t a rica c i r c u l a r i d a d está p r e s e n t e e n u n a figura s i n g u l a r d e la e d a d m e d i a l a t i n a , c u y a r e p e r c u s i ó n e n el d e s a r r o l l o p o s t e r i o r d e las ideas es p r e c i s o d e s t a c a r d e b i d a m e n t e : J o a q u í n d a F i o r e 4 9 , el a b a d c a l a b r é s del siglo X I I , q u e s u p o pensaTnTsTÓricametíte a la T r i n i d a d y t r i n i t a r i a m e n t e la h i s t o r i a . Joaquín piensa históricamente a la Trinidad: el dinamismo de la revelación de las divinas personas es para él la manifestación en el devenir del tiempo del movimiento eterno de la vida divina inmanente. La dialéctica simbólica pasado-futuro, profecía-esperanza, que une a los tres «estados» del m u n d o (el del Padre o de la ley al del Hijo o de la gracia, y éste al del Espíritu o de la libertad plena en el amor) 50 es asumida para significar la relación que une a las personas divinas entre sí: «Lo mismo que al principio del segundo estado el Espíritu manifestó en parte su gloria y la manifestará en plenitud al comienzo del tercero, así también él ofrece una primera inteligencia que corresponde al segundo estado, a imagen de su procesión del Padre, y ofrecerá de ella otra propia del tercer estado, a imagen de su procesión del Hijo» 5 I . «El tercer estado que comenzará con Elias se refiere propiamente al Espíritu santo, p o r el hecho de que en él manifestará su gloria, lo mismo que el Padre en el primer estado y el Hijo en el segundo. Pues así como el Espíritu santo n o procede sólo del H i j o , sino — c o m o dicen los santos doctores— principalmente del Padre, a fin de manifestar su procesión con el Hijo del mismo Padre, viniendo con el mismo Hijo al comienzo del segundo estado, también entonces — c o m o aparece claramente en los H e c h o s de los apóstoles— manifestó en parte su gloria, para manifestarla en plenitud a la venida de Elias» 52 . En la his-
49. Cf. H. de Lubac, La posterita spirituale di Gioacchino da Fiore, 2 vols., Milano 1981-1984. Cf. también A. Crocco, La teología trinitaria di Gioacchino, en Id., Gioacchino da Fiore e il gioachimismo, Napoli 2 1976, 115-146; G. di Napoli, La teología trinitaria di Gioacchino da Fiore: Divinitas 23 (1979) 281-312; H. Mottu, La manifestazione dello Spirito secondo Gioacchino da Fiore, Torino 1983 (con bibliografía: 293-305); J. Mokmann, Trinidad y reino de Dios, o.c, 220 ss. Cf. finalmente Storia e messaggio in Gioacchino da Fiore, Atti del I Congresso Internazionale di Studi Gioacchimiti, S. Giovanni in Fiore 1980. 50. Cf. el hermoso texto del Liher Concordiae Novi ac Veteris Testamenti, Venezia 1519 (reimpresión fotomecánica Frankfurt, 1964), lib. V, 84, 112. 51. Tractatus super quattuor Evangelia, ed. E. Buonaiuti, Roma 1930, 24, 21-27. 52. ¡hid., 24, 7-16
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toria se revela el dinamismo de la gloria: lo que se dispone en el tiempo de las misiones divinas revela el movimiento de la vida trinitaria, que se despliega del Padre al Hijo y con él al Espíritu santo, en una circularidad una y trina, según la «tabla de los círculos divinos» del Liber fígurarum 53 . Esta relación de similitudo entre los estados del m u n d o y las procesiones eternas n o evacúa ni la unidad ni la alteridad divina: las tres traditiones —la del antiguo testamento referida al Padre, la del nuevo testamento vinculada al Hijo y la de los sacramenta ecclesiae relacionada con el Espíritu— brotan de la unidad trinitaria: «Estas tres tradiciones proceden igualmente de la Trinidad toda, cuyas obras, aunque en cierto aspecto se le atribuyen distintamente a cada una de las personas, en confirmación de la verdad de las personas, sin embargo no podrían ni m u c h o menos dividirse debido a la suprema unidad» M . «En efecto, las obras de la Trinidad son inseparables» ; «Dios es uno sin confusión de las personas; es trino en las personas sin división de la sustancia... Esta sustancia, que es Dios, es una y supremamente una, y constituye una naturaleza única y simplicísima. E n la confesión de la única sustancia n o negamos la Trinidad, sino que nos horrorizamos de representárnosla dividida en partes. Creemos fiel y piadosamente que las tres personas son una sola sustancia, que es a su vez las tres personas» 56 . La vida divina trinitaria, que se revela en el dinamismo de la historia salutis, n o se resuelve en él, sino que sigue siendo admirablemente transcendente: « A u n q u e toda la Trinidad se le apareció a Abrahán bajo la forma de tres h o m b r e s , nadie ha visto nunca a Dios en la pureza de su naturaleza» 57 . «Podemos entender algo en el sentido de que p o d e m o s creer que es, pero n o en el sentido de p o d e r saber c ó m o es» 5S . Pensada a partir de la historia de la revelación, se comprende a la Trinidad c o m o dinamismo fecundo de las divinas personas en su unidad transcendente, vinculada a la historia, que encuentra sentido en ella, pero sin resolverse en dicha historia. Bajo esta luz, Joaquín resulta perfectamente o r t o d o x o en el campo trinitario 5 9 : occidental en el lenguaje y en la defensa del Filioque, cerca de los padres griegos al partir de la economía y de la principalidad del Padre, se sitúa casi c o m o en el p u n t o de encuentro de dos m u n d o s teológicos fieles ambos al escándalo original cris-
53. Liber Figurarum, ed. L. Tondelli, M. Reeves, B. Hirsch-Reich, II libro delle Figure dell'Abate Gioacchino da Fiore, 2 vols., Torino 2 1953, II, tab. XI. La unidad se significa en la penetración recíproca de los tres círculos. 54. Tractatus, o.c, 198, 18-27. 55. Liber Concordiae, o.c. V, 77, 105. 56. Psalterium decem chordarum, Venezia 1527 (reimpresión fotomecánica Frankfurt, 1965), I, dist. 1% f. 229 a. 57. Tractatus, o.c, 124, 20-22. 58. Psalterium, o.c, 230 c. 59. Es la tesis de A. Crocco, La teología trinitaria, o.c, aceptada también por H. Mottu, La manifestazione..., o.c, 245.
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tiano, aunque en su diversidad, en aquel sur de Italia que es el país donde el oriente viene a unirse con el occidente y «en d o n d e t o d o tiene su comienzo» en n o pocos giros decisivos del pensamiento 60 . Pensando históricamente a la Trinidad, el abad calabrés piensa también trinitariamente la historia; éste es quizás el aspecto más original de su mensaje. Ve el desarrollo del tiempo a imagen del desarrollo de la vida intradivina: están los «tres tiempos a semejanza de las tres personas» 61 , «los tres estados del m u n d o debido a las tres personas de la divinidad» 62 . A la luz de la vida trinitaria pone ritmo a los tiempos de la historia: «Los misterios de la divina Página nos indican tres estados del m u n d o : el primero es aquel en que estuvimos bajo la ley; el segundo aquel en que estamos bajo la gracia; el tercero, que aguardamos como próximo, es aquel en que estaremos bajo una gracia todavía mayor... El primer estado fue en el conocimiento, el segundo está en la posesión de la sabiduría, el tercero en la plenitud del entendimiento. El primero en la esclavitud servil, el segundo en la servidumbre filial, el tercero en la libertad... El primero en el temor, el segundo en la fe, el tercero en la caridad... El primero en la luz de las estrellas, el segundo en la luz de la aurora, el tercero en la plenitud del día. El primero en el invierno, el segundo en la primavera, el tercero en el verano... El primer estado se refiere al Padre, creador de t o d o ; el segundo al Hijo, que se dignó asumir nuestro barro; el tercero al Espíritu santo, de quien dice el apóstol: " d o n d e está el Espíritu del Señor, allí hay libertad" (2 C o r 3, 17)» 63 . El aspecto grandioso de esta concepción es que vincula la historia h u m a n a a sus raíces eternas, captando el desarrollo de los tiempos n o c o m o suspenso en la nada y condenado p o r tanto a la insensatez, sino c o m o basado en el proceder de las mismas divinas personas, en un movimiento de vida que viene de lo que es más que la historia y tiende dentro de la historia a lo que la supera. La Trinidad se convierte en el sentido y en la fuerza de la historia humana, en su origen, su lugar y su meta. En la intensidad de su intuición Joaquín da Fiore n o logró evitar cierta ingenuidad ni ciertos formalismos forzados, haciendo a veces percibir los vestigia trinitatis incluso como etapas de una autorrealización divina medida trinitariamente; p o r algo santo Tomás apeló contra él al principio del obrar inseparable de los Tres en la única his-
60. Cf. E. Bloch, Filosofía del Rinascimento, Bologna 1981, 27. 61. «Tria témpora ista ad similitudinem trium Personarum»: Líber Concordiae Novi ac Veteris Testamenti, o.c, lib. IV, 2, 44 a. 62. «Tres status mundi propter tres Personas divinitatis assignare curavimus»: Ibid., lib. II, 6, 9 a. 63. Líber Concordiae..., o.c, lib. V, 84, 112. También está inspirada por la Trinidad la clasificación de los diversos «ordines» de la sociedad humana: lib. II, 1, 8, 9 c (esposos: Padre; clérigos: Hijo; monjes: Espíritu).
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toria de la salvación 64 . Sin embargo, la m u t u a implicación de los estados es en la visión de Joaquín un índice de la m u t u a implicación eterna de las personas divinas. Si hay una acentuación entusiasta del solus Spiritus veritatis y del evangelium spiritttale, esto se debe tanto a la reacción contra una cierta carencia pneumatológica difundida p o r occidente, c o m o a una tensión optimista, a una esperanza viva y fundada de la manera más radical en la significación trinitaria de la historia. En este sentido es justo afirmar que «el joaquinismo es una teología de la esperanza bajo la forma de teología del Espíritu» 6 5 . U n texto c o m o el siguiente dice toda la carga profética, impulsiva de porvenir y p o r tanto contestataria del presente de esta visión: «Si la promesa del reino de Dios hecha a Abrahán se cumplió después de pasados muchos años, de manera que al envejecer el m u n d o la sinagoga engendrase aquella semilla prometida a Abrahán y a David, ¿por qué ha de desesperar la Iglesia de p o d e r engendrar, p o r el d o n del Espíritu santo, hijos de adopción que puedan, con el d o n de Dios, p r o gresar c o m o estirpe elegida y reino espiritual?» 66 . ¿Pero esta esperanza de la Iglesia está basada trinitariamente hasta el p u n t o de que pueda concebirse c o m o esperanza divina? ¿Es justo decir que «el devenir en Dios se convierte en el devenir de Dios, terrible inversión que se encuentra en el transfondo de los debates de ayer y de h o y sobre la ortodoxia o la heterodoxia de Joaquín da Fiore?» 67 . Es la cuestión de las relaciones entre el pensamiento histórico de la Trinidad y el pensamiento trinitario de la historia; n o pocos han pensado que la concepción trinitaria depende aquí de una teoría de la historia 68 . El devenir temporal absorbería a la Trinidad en una especie de hacerse divino; la historia resultaría ser la verificación y el intérprete del dogma; la Trinidad sería funcional en orden a la historia. Pero si esto fuese verdad, fallaría igualmente el motivo profundo que anima a la intuición joaquinita: la esperanza transcendente, basada en algo que es más que la historia. P o r eso precisamente —más allá de los simbolismos o de las expresiones verbales insuficientes— sigue siendo verdadera la fórmula acuñada p o r K. Barth para resumir el mensaje de Joaquín: «El procedimiento del pensamiento n o consiste en el intento de explicar la Trinidad a partir del m u n d o , sino en el intento contrario de ex-
64. Cf. Summa theologica I, II, q. 106, a. 4, ad 3um. Cf. también el duro juicio de Tomás en Expositio secundae Decretalis, en Opuscula Theologica I, Roma 1954, 428: «Joachim Abbas..., in subtilibus fidei dogmatibus rudis». Cf. también J. Moltmann, Speranza cristiana: messianica o trascendentales Un debattito teológico con Gioacchimo da Fiore e Tommaso d'Aquino: Asprenas 30 (1983) 23-46. 65. H. Mottu, La manifestazione..., o.c, 253. 66. Tractatus..., o.c, 31, 2-7. 67. H. Mottu, La manifestazione..., o.c, 249. 68. Cf., por ejemplo, E. Buonaiuti, Gioacchino da Fiore, i tempi, la vita, il messaggio, Roma 1931.
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plicar el m u n d o a partir de la Trinidad, para p o d e r hablar de la Trinidad en el marco de este m u n d o » 69 . E n el p e n s a m i e n t o d e l a b a d c a l a b r é s es p e r f e c t a la c i r c u l a r i d a d h e r m e n é u t i c a , a u n q u e d e n t r o d e la d i f i c u l t a d d e u n a i n t u i c i ó n a n t i c i p a d o r a : d e la e c o n o m í a va a la i n m a n e n c i a d e l m i s t e r i o , p a r a v o l v e r l u e g o d e la i n m a n e n c i a d e la v i d a d i v i n a a la h i s t o r i a y l e e r su s e n t i d o m á s p r o f u n d o , b a s a d o e n la T r i n i d a d . D e esta m a n e r a la h i s t o r i a d e la r e v e l a c i ó n r e m i t e a la g l o r i a y ésta o f r e c e la clave d e l e c t u r a d e la h i s t o r i a , s i t u á n d o s e c o m o o r i g e n y c o m o s u p r e m o c u m p l i m i e n t o d e la m i s m a . E n J o a q u í n , el r e t o r n o a la h i s t o r i a en el p e n s a m i e n t o d e la T r i n i d a d h a c e d e s c u b r i r su f u e r z a e x i s t e n c i a l salvífica, su d i n a m i s m o ú l t i m o d e p r o f e c í a e n la e s p e r a n z a 70. C o n la i n t u i c i ó n j o a q u i n i t a g u a r d a r e l a c i ó n — a u n q u e sea sin a c a b a r d e e n t e n d e r l a p o r c o m p l e t o — el i n t e n t o d e c o n c e b i r la T r i n i d a d e n el h o r i z o n t e d e la h i s t o r i a q u e lleva a c a b o / . Moltmann 7 1 ; e n este c a s o , la a s u n c i ó n del c í r c u l o h e r m e n é u t i c o es t e m a t i z a d a e x p l í c i t a m e n t e , en d i á l o g o c o n la h i s t o r i a del p e n s a m i e n t o m o d e r n o . R e c h a z a n d o p o r u n l a d o el a h o g o d e D i o s en l o s e s t r e c h o s l í m i t e s d e la s u b j e t i v i d a d ( S c h l e i e r m a c h e r ) y p o r o t r o su c o s i f i c a c i ó n , v i n c u l a d a al p e n s a m i e n t o o b j e t i v a n t e ( l l e v a d o h a s t a sus ú l t i m a s c o n s e c u e n c i a s p o r el p r a g m a t i s m o m o d e r n o ) , se s e ñ a la el c a m i n o h a c i a el D i o s u n o y t r i n o c o m o s u p e r a c i ó n d e la i d e a d e la s u s t a n c i a s u p r e m a o d e l s u j e t o a b s o l u t o , p a r a llegar a u n a doctrina histórica de la Trinidad. En ella el p u n t o de partida es «la tradición cristiana de la historia de Jesús... N o postularemos la unidad de Dios c o m o sustancia homogénea ni como sujeto idéntico, sino que la estudiaremos partiendo de esta historia trinitaria. La tradición occidental se a p o y ó en la unidad de Dios e indagó luego la Trinidad; nosotros comenzamos con la trinidad de personas y preguntamos luego p o r la unidad. El resultado será un concepto diferenciado y "problemático" de la unidad divina en tanto que unión de la Trinidad» 72 . Coherentemente con este p r o y e c t o M o l t m a n n presenta el 69. K. Barth, Die kirchlkhe Dogmatik 1/1, o.c, 360. 70. El concilio IV de Letrán (1215) condenó la obra perdida de Joaquín, De unitate et essentia Trinitatis, ya que en ella el abad calabrés acusaba a Pedro Lombardo de admitir en Dios, no una trinidad, sino una cuaternidad (personas y esencia); esta interpretación de Pedro es la que se condena como falsa. Más aún, de Joaquín se afirmaba explícitamente su adhesión a la fe católica: cf. DS 803-807. Por tanto, es inexacto definirlo como «hereje» tomando como base esta toma de posición del concilio: cf. A. Crocco, Gioacchimo da Flore, o.c, 62-74. 71. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, o.c. Sobre Joaquín: 220-226. Califica de «modalista» el intento del abad calabrés: 226. 72. Ibid., 33.
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tema de la «pasión de Dios» y el de la «historia del Hijo» c o m o lugares de la economía a partir de los cuales es posible asomarse a la inmanencia del misterio; con esta «economía trinitaria» se relacionan luego la creación, la reconciliación y la santificación del m u n d o , con la intención de fundamentar en las opera Trinitatis ad extra las relativas opera Trinitatis ad intra. D e este m o d o se llega a la reflexión sobre «el misterio de la Trinidad» en la que después de criticar el «monoteísmo cristiano» en sus diversas formas viene el intento de caracterización teológica del Padre, del Hijo y del Espíritu, para hablar finalmente de la «persona» c o m o ser-enrelación y de la «pericóresis» como circuito de la vida eterna divina en la mutua relación e inhabitación de las personas. Estos conceptos generales, sacados de la tradición de oriente y de occidente con la finalidad de hacerlos m u t u a m e n t e más fluidos, se muestran sin embargo insuficientes para expresar la absoluta originalidad y al mismo tiempo la absoluta unidad de los Tres, de la que nos habla la economía. En la vida de la Trinidad n o se debe recurrir a conceptos generales: «En la vida de la Trinidad inmanente t o d o es singular... En la doctrina de la Trinidad inmanente sólo cabe en el fondo narrar ...Hay que permanecer en el terreno de lo concreto, pues en las abstracciones pululan las herejías, c o m o demuestra la historia. La diferenciación narrativa, en cambio, constituye el fundamento de la ortodoxia» 73 . En este sentido el intento de J. Moltmann se presenta c o m o una narrado Trinitatis ad intra a partir de la narratio Trinitatis ad extra, p o r medio de una relación doxológica, más que analógica, es decir, abierta a la profundidad del misterio transcendente en el asombro y en la acción de gracias de la experiencia salvífica: «Conocer es asombrarse. Mediante el conocimiento se participa en la vida ajena. El c o n o cimiento n o transforma (mediante la apropiación) lo " o t r o " en propiedad del sujeto, sino que, a la inversa, transforma al sujeto (mediante la "simpatía") en partícipe de la realidad concreta. El conocimiento funda la comunidad... El nuevo estudio teológico de la historia trinitaria de Dios tiene que liberar la razón operacionalizada para que vuelva a percibir la "alteridad" del otro y a participar en ella. El pensamiento trinitario debe preparar el camino a una reflexión capaz de liberar y de salvar la realidad destruida» 74 . Si hay que hacer alguna objeción a J. Moltmann es la de no haberse mostrado siempre coherente hasta el fondo con esta perspectiva: la razón argumentativa se asoma con frecuencia en su ensayo al intentar esquemas, al realizar «cortocircuitos» que reducen la densidad narrativa a fórmula razonada. N o nos libramos de la impresión de que a veces se intenta hacer «funcionar» demasiado a la Trinidad; esto resulta especialmente claro en la elaboración final de una «doctrina trinitaria social». Bajo
73. 74.
Ibid., 205. Ibid., 23.
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la influencia de E. Peterson, cuyas tesis se han discutido en otro lugar y se han criticado con fundamento 75, J. Moltmann afirma que «sólo cuando la doctrina trinitaria supere la idea monoteísta del gran monarca celeste y del patriarca divino del universo, los dominadores, dictadores y tiranos de la tierra se verán privados de todo arquetipo religioso justificativo» 76. Pero, en realidad, «también una fe monoteísta puede ser garantía de una relación que no instrumentalice la religión al poder. Negarlo equivaldría a ignorar la historia del profetismo bíblico» 77. Además, el sentido de la transcendencia del misterio trinitario inmanente pone en guardia contra las deducciones demasiado inmediatas hechas a partir del mismo para la vida de los hombres. Lo que sigue siendo válido en el intento de Moltmann es el esfuerzo por concebir a través de las relaciones y del camino de la comunión, partiendo de la doctrina trinitaria, la «relación del hombre con Dios, con los otros, con la humanidad y con toda la creación» 78. La Trinidad se presenta entonces justamente, no como un i abstracto teorema celestial, sino como una historia divina de amor y de \ libertad, que suscita y contagia libertad en el amor. En la comunión li\ berada y liberadora del amor se realiza la imagen menos infiel de la vida i trinitaria, el alba del reino de Dios: «La doctrina trinitaria del reino es la ¡doctrina teológica de la libertad. El concepto teológico de la libertad es el concepto de la historia trinitaria de Dios: Dios quiere siempre la libertad de su creación. Dios es la libertad inagotable de sus criaturas» 79.
con la creación entera: «El reino de la gloria debe entenderse, por último, como la plenitud de la creación del Padre, como el triunfo universal de la liberación del Hijo y como el cumplimiento de la inhabitación del Espíritu. La creación es la promesa fáctica de la gloria; está llena de cifras y signos del esplendor futuro. El reino del Hijo es la promesa histórica de la gloria: está lleno de experiencias y de esperanzas, de fraternidad, es decir, de amor. Finalmente, el reino del Espíritu es el amanecer del reino de la gloria, aunque todavía bajo las condiciones de la historia y de la muerte. La doctrina trinitaria del reino resume, pues, las obras de la Trinidad (creación, rescate, glorificación) y las orienta hacia la patria del Dios trino. El reino de la gloria es la meta absoluta de todas las obras y de todos los caminos de Dios en la historia» 8 0 .
El pensamiento histórico de la Trinidad revela aquí su fecun! didad existencial salvífica: el relato sigue suscitando relato; la Trinidad pensada narrativamente pasa a ser experiencia vivida, vitali mente narrada, de la fuerza liberadora del misterio. La Trinidad | en el horizonte de la historia sitúa a la historia en el horizonte de I la Trinidad, ayudando en el camino de una existencia redimida, \ de una comunidad reconciliada, de una relación sana y realizante
75. Cf. E. Peterson, // monoteísmo come problema político, Brescia 1983 y el Editorial de G. Ruggieri, Resistenza e dogma, 5, 26. 76. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, o.c, 214. 77. G. Ruggieri, Resistenza e dogma, o.c, 21. 78. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, o.c, 33. 79. Ibid., 235.
80. Ibid., 229.
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III LA TRINIDAD COMO HISTORIA
¿Por qué es necesario pasar de la «Trinidad en la historia» a «escudriñar las profundidades de Dios»? (1 Cor 2, 10). ¿Por qué hay que partir de la economía de la salvación para ir a la inmanencia del misterio? Es un hecho que, partiendo del relato concreto de los acontecimientos de la revelación, la reflexión creyente en el tiempo ha sentido siempre la necesidad de arriesgarse a otro relato, el de la vida más íntima del Dios revelado. Esta exigencia de pasar del Deus revelatus al Deus absconditus, de la historia de la revelación a las insondables profundidades divinas, se basa en la misma estructura del «misterio», narrado y celebrado por la fe; en su sentido bíblico-paulino misterio es el designio salvífico que el Dios vivo va realizando en el tiempo de los hombres, «escondido desde los siglos», pero manifestado en Cristo, «esperanza de la gloria» (cf. Col 1, 26 s; cf. también Rom 16, 25; Ef 1, 9; 3, 3; 6, 19; etc.) '. El misterio no es tanto un sendero interrumpido de la búsqueda humana, como el hacerse presente de forma velada del Dios grande, el ofrecerse de la Gloria bajo los signos siempre opacos deja historia. Misterio no es el silencio de la incapacidad humana de decir, lo indecible del que tenga que valer el programa de Wittgenstein: «Hay que guardar silencio sobre aquello de lo que no se puede hablar» 2 ; misterio es la palabra divina que se hace presente a los hombres en las palabras y en los acontecimientos de la historia de la salvación. Entendida de este modo, la experiencia del misterio lleva consigo una dialéctica irreductible de escondimiento y de revelación: en sus obras Dios se manifiesta, pero sin dejarse aprisionar; él está «allí», sin embargo está «en otra parte», siempre más grande que la mediación del acontecimiento ; o de la palabra con la que se ha comunicado al hombre. Revelándose, Dios se oculta; comunicándose, se esconde; acercándose, se aleja. Y al mismo tiempo, velándose, se revela; escondiéndose, se manifiesta; alejándose, se acerca. «¿Acaso no ardía nuestro cora1. Sobre la idea bíblica de «misterio» cf. G. Bornkamm, Mysterion, en Grande Lessico del Nuovo Testamento 7, Brescia 1971, 645-716. Cf. también E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, Sigúeme, Salamanca 1984, 324 ss («Dios como misterio»). 2. L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus 7, ed. R. Rhees, Frankfurt 1969, 83 (ed. cast.: Alianza Ed., Madrid i 1981).
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5 La historia del Padre
La Trinidad como historia
zón en nuestro pecho mientras conversábamos con él por el camino?» (Le 24, 32). Es doble la exigencia de conocimiento vivo y nutritivo que enciende la revelación del misterio en quien realiza la experiencia del mismo: p o r una parte ese hacerse Dios compañero de camino suscita el deseo de conocer con mayor profundidad al Extraño que invita, mientras que p o r otra parte estimula a conocerse uno mejor delante de él y en_él: «Quédate con nosotros, p o r q u e se hace tarde y el día va ya de caída» (Le 24, 29). A la exigencia teológica de conocer a Aquel que fue el primero en amarnos se añade la exigencia antropológica de conocer en él y en su amor al hombre, el sentido de la vida y de la historia. Este segundo conocimiento se muestra plenamente posible sólo con la condición de haber alcanzado el p r i m e r o : las profundidades del h o m b r e , gracias a la revelación del misterio, se presentan arraigadas en las profundidades de Dios. En virtud de esta doble exigencia el relato de la historia trinitaria de pascua exige ser concebido hasta donde pueda llegar la mirada del conocimiento y del amor; y n o puede lograrse esto más que a partir de la experiencia viva actual del mismo, que es el misterio proclamado, celebrado y vivido en la tradición ininterrumpida de la fe eclesial. La Iglesia como comunidad que narra, celebra y contagia el misterio trinitario, que se ofreció en la historia de pascua, es el único lugar en donde cabe la posibilidad de «escudriñar las profundidades de Dios» en actitud de adoración y de acogida. La Iglesia es la presencia del misterio: en ella vive y actúa poderosamente el Espíritu «que lo escudriña todo, incluso las profundidades de Dios» (1 C o r 2, 10). En la comunión eclesial se hace posible aquella «teología» del misterio que es ya «doxología», glorificación de Dios, y al mismo tiempo plenitud de vida del h o m b r e en el amor. «En el tabernáculo, que es la recta fe de la Iglesia católica» 3 , nos acercamos en humildad y pobreza de adoración al umbral mismo del misterio, no para capturar a Dios, sino más bien para dejarnos aprisionar por él, n o para mortificar nuestra humanidad, sino más bien para vivir hasta el fondo el riesgo de querer ser verdaderamente humanos... Así pues, partiendo del acontecimiento pascual, suprema revelación del misterio, intentaremos narrar la historia de cada u n o de los Tres, indisolublemente unidos entre sí, para contemplar luego en la unidad del mismo acontecimiento la unidad trinitaria de Dios, irreductiblemente distinto en sí como Padre", Hijo y Espíritu santo. 3. San Agustín, De Trinitate 1, 13, 31.
1.
El relato
pascual
El acontecimiento de pascua revela la historia del Padre; él es el que entregó al Hijo p o r amor al m u n d o (cf. Jn 3, 16; R o m 8, 32; las fórmulas del «pasivo divino» como Me 9, 31 par; etc.); él es el que lo resucitó, dándole a él y en él a los pecadores, separados y alejados, 1FT Espíritu de reconciliación y de vida (cf. las fórmulas de los Hechos de los apóstoles, p o r ejemplo 2, 24; cf. también R o m 1, 4; 5, 8; Ef 2, 4-6; C o l 2, 13; etc.). P o r otra parte, el Padre toma la iniciativa en toda la historia de Jesús de Nazaret: él es el que lo envió (cf. el tema de la misión del Hijo: Le 4, 17-21; Jn 7, 28 s; 8, 29.42; H e c h 3, 20; R o m 8, 3; Gal 4, 4; 1 Jn 4, 9.10.14; etc.); Jesús se refiere continuamente a él con la expresión tan densa e inaudita de Abbá (cf. Me 14, 36; R o m 8, 15; Gal 4, 6), p r o bablemente incluida en todas las ocasiones (¡170 veces en los sinópticos!) en que se dirige a Dios llamándolo Padre; el N a z a r e n o además, distinguiendo entre «su Padre» y «nuestro Padre» (cf. M t 6 y 7 en donde aparece 5 veces «mi Padre» y 7 veces «vuestro Padre»), demuestra que tiene una confianza infinita y exclusiva: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11, 27; cf. Jn 10, 15). Entre Jesús y el Padre se da una relación de pertenencia recíproca («Lo~ único que es mío es tuyo...»: J n 17, 10), de inmanencia mutua («el Padre está en mí y y o en el Padre»: Jn 10, 38; cf. 17, 21), de profundísima comunión («el Padre está conmigo»: Jn 16, 32; «no hago nada p o r mí mismo, sino que hablo como me ha enseñado mi Padre. El que me ha enviado está conmigo y no me ha dejado solo, porque hago siempre las cosas que le agradan»: Jn 8, 31), de unidad perfecta («Yo y el Padre somos una sola cosa»: Jn 10, 30; «El que me ha visto, ha visto al Padre»: Jn 14, 9). Esta unidad insondable aparece sub contrario en el grito de infinito dolor de la cruz: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
Te
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La Trinidad
como
historia
abandonado?» (Me 15, 34; Mt 27, 46). El sufrimiento de la separación revela la intensidad de la comunión. «El Padre ama al Hijo» (Jn 5, 20); Jesús es el Hijo amado, «el predilecto, en quien (el Padre) se ha complacido» (Me 1, 11; Mt 3, 17; Le 3, 22; cf. Me 9, 7 y par; Mt 12, 18; Me 12, 6; Le 20, 13); el Hijo único (Jn 1, 14.18; 3, 16-18), amado del Padre (cf. Jn 15, 9; 17, 23), que permanece en el amor del Padre (cf. Jn 15, 10), que ama al Padre y hace todo lo que el Padre le ha mandado (Jn 14, 31). Así pues, el Padre es aquel que ama al Hijo y nos ama a nosotros hasta el puntó de entregar a la muerte al Hijo amado en el destierro de los pecadores: «Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no muera, sino tenga la vida eterna» (Jn 3, 16); «él no ahorró a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rom 8, 32): ¡locura del amor divino! (cf. 1 Cor 1, 18-25). Pues bien, el Padre es Dios: en el nuevo testamento Dios designa al Padre en casi la totalidad de los casos '. No existe en el nuevo testamento pasaje alguno en el que ó •QEÓC, tenga que ser referido inequívocamente al Dios trinitario como unidad en la trinidad de personas. Por el contrario, hay una multitud aplastante de pasajes en los que ó -uEÓg designa al Padre como persona trinitaria 2 . Aquel a quien reza Jesús es el Dios de Israel, su Padre. En cuanto que Dios es el Padre, y el Paf dre es aquel que ama a Jesús y nos ama a nosotros, Dios es amor: i es la conclusión que la primera carta de Juan saca de la contem' plación de la historia del amor trinitario, que es la historia de pascua: «El que no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. En esto se ha manifestado el amor de Dios por nosotros: Dios ha enviado a su Hijo unigénito al mundo para que tuviésemos la vida por él. En esto consiste el amor: no somos nosotros los que amamos a Dios, sino que él nos ha amado a nosotros y ha enviado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados... Nosotros hemos reconocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor: el que está en el amor permanece en Dios y Dios permanece en él» (1 Jn 4, 8-10.16). En esta misma dirección de profundización en el misterio, el apóstol Pablo puede saludar a los cristianos de Corinto, haciendo eco probablemente a un uso litúrgico de la Iglesia naciente: «¡La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu santo sea con todos vosotros!» (2 Cor 13, 13). En el amor del Padre se basa la esperanza de los 1. Cf. K. Rahner, Theós en el nuevo testamento, en Escritos de teología I, Taurus, Madrid 1961, 93-167. Para los pasajes en los que Cristo es llamado Dios, cf. infra. 2. Ibid., 162
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cristianos: «La esperanza no engaña, porque el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu santo que se nos ha dado» (Rom 5, 5; cf. 1 Jn 3, 1). 2.
Dios, el Padre, es amor
Dios, el Padn^es amor: esta afirmación proyecta ya «en las profundidades divinas» la contemplación del misterio. Gracias a la historia de Aquel que amó a su Hijo Jesús y a nosotros en él, es posible dar un paso hacia la historia eterna de su amor. La economía revela la inmanencia del misterio: el acontecimiento pascual es cifra, evocación densa de la vida divina que se ha revelado, pero sin resolverse, en la historia de la cruz y de la resurrección como historia del amor trinitario 3 . En primer lugar, a partir del hecho de que en la economía corresponde siempre al Padre la iniciativa del amor, se ha puesto de relieve cómo el amor del Padre es amor fontal, original: el Padre es el principio, la fuente y el origen de la vida divina. «Confesamos que el Padre no es engendrado, no es creado, sino que es inengendrado. En efecto, aquel de quien el Hijo recibe nacimiento y el Espíritu santo procesión, no tiene origen de nadie. Por tanto, es lajfuente: y_¿origen^le toda la divinidad» 4. El Padre es el «noengendrado», el áyévvTiTOV 5 ; para los padres capadocios el «no ser engendrado», el «no tener origen» es la propiedad característica del Padre: «Conocemos sólo a uno no-engendrado y a un único principio de todas las cosas: el Padre de nuestro señor Jesucristo» 6 . Agustín llama al Padre totius Trinitatis principium . Tomás de Aquino ve en la innascibilidad una noción propia del Padre 8 , afirmando que «el Padre es principio en cuanto que es Aquel de quien otro procede» 9 . Este rico lenguaje de la tradición de la fe expresa la absoluta libertad y gratuidad del amor del Padre: «Sólo
3. Sobre la teología del Padre, además de las obras generales de teología trinitaria, cf. L. Bouyer, // Padre invisibüe. Approcci al mistero della divinita, Roma 1979; M. J. Le Guillou, // mistero del Padre, Milano, 1979: A. Milano Padre, en Nuevo diccionario de teología II, Cristiandad, Madrid 1982, 1240-1271. 4. Concilio XI de Toledo (675): DS 525. 5. Orígenes, In Joan II, 10, 75: PG 14, 128. 6. San Basilio, Epist. 128, 3: PG 35, 549; cf. Epist. 38, 4: PG 32, 329; Adv. Eunom. I, 15: PG 29, 545; san Gregorio Nacianceno, Or. 25, 16: PG 35, 1221 • Or. 39, 12: PG 36, 348; etc. 7. San Agustín, De Trimtate, 4, 20, 29. 8. Santo Tomás, ST I, 32, 3c. 9. Ibid., I, 33, 1.
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s él puede desencadenar el acontecimiento del amor, ponerlo en marcha; sólo él puede sin motivo o causa empezar a amar; más • aún, ha empezado siempre a amar» 10. Dios ama desde siempre y ípara siempre; sin verse obligado o causado o motivado desde fuera, comenzó a amar desde toda la eternidad; sin verse obligado o ; causado o motivado extrínsecamente ama y seguirá amando para i siempre. Nunca fallará a su fidelidad en el amor (cf. Sal 89, 34; jcf. también el tema de la fidelidad de Dios en Rom 3, 3; 1 Cor 1, 9; 10, 13; 2 Cor 1, 18; 1 Tes 5, 24; 2 Tes 3, 3; etc.). Su amor «no tiene en absoluto necesidad de nada que lo ponga en movimiento desde fuera» n ; por eso puede hablarse de la absoluta «espontaneidad», de la «fontalidad», de la «soberanidad», de la «creatividad» inagotable del amor divino 12. Así pues, el Padre es el eterno origen del amor, Aquél que ama en la absoluta libertad, desde siempre y para siempre libre en su amor, el eterno Amante con la gratuidad más pura del amor. 3.
El Padre del Hijo
Esta fontalidad pura, esta fluencia gratuita del amor amante, esta difusividad original del amor eterno es la que hace al Padre Generante^ Padre del Hijo eterno; el suyo no es un amor egoísta de sí mismo, aprisionamiento y captura de su yo; el suyo es un amor generador, originante, fecundo. Amando, Dios se distingue: es amante y amado, Padre e Hijo según el lenguaje de la fe cristiana, en la insondable unidad esencial del amor, en la imborrable distinción de Aquel que amando engendra y de Aquel que es engendrado en el amor. La paternidad es.la otra propiedad del amor del Padre, junto con su ser «principio sin principio»: «El es también el Padre de su esencia, habiendo engendrado de manera inefable como sustancia inefable al Hijo» (o, según una variante: «El Padre, esencia infalible, engendró de manera inefable ai Hijo de su sustancia»). «Sin embargo, no engendró algo distinto de lo que él mismo es: Dios (engendró) a Dios, la luz (engendró) la luz. Así pues, de él es "toda paternidad en el cielo y en la tierra"» (Ef 3,
10. E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, o.c, 419. 11. A. Nygren, Eros und Ágape. Gestaltwandlungen der christlichen Liebe, 2 vols., Gütersloh 2 1937, aquí II, 551 (trad. cast.: Eros y Ágape, Barcelona 1969). A pesar de la radicalidad de sus contraposiciones, esta obra sigue siendo un libro monumental sobre el amor cristiano. Cf. para una valoración J. Pieper, Sull'amore, Brescia 1974, 104 ss. 12. Sobre las características de «agapé» cf. A. Nygren, o. c. II, 548; I, 185 s; 60.
La historia del Padre
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1.5) 13. «Aquello por lo que la persona del Padre se distingue de todas las demás es la paternidad. Por eso, el nombre propio de la persona del Padre es este nombre de Padre, que significa la paternidad» 14. Dios es Padre: Dios es amor original y originante en la eternidad de su vida, amor no engendrado y engendrante, fecundidad infinita del amor gratuito y eterno. En esta distinción de Padre y de Hijo en la historia del amor eterno se deja contemplar la generosidad del amor verdadero, su salir de sí mismo para dirigirse al otro y volver a sí en la comunión del amor. Dios se aliena de sí para existir en el otro amado y volver a sí; ésta «alienación» eterna, este «despojo» eterno del amor fontal que deja eternamente sitio al amor engendrado, es la kénosis eterna del amor, de la que la entrega trinitaria de la cruz es el signo per speculum in aenigmate (1 Cor 13, 12). Es el misterio del origen, soberanamente libre y sin tiempo, del Hijo respecto al Padre, la generación eterna, que manifiesta la desbordante generosidad del Primer Amor, aquella humildad soberana que sigue a la riqueza sobreabundante de su amor y que «está arraigada en lo más profundo de la divinidad» (maestro Eckhart). 4.
El Padre y el Espíritu
Esta soberana y humilde generosidad del Origen es la que está también en la raíz del movimiento del amor eterno que se desborda, por así decirlo, «más allá» del Hijo: del Amor que engendra al Amado sigue todavía procediendo amor; amar es transcender al otro, no para amarlo menos, sino para amarlo más. Así es como el amor del Padre, fuente del Amado, el Hijo, es también fuente del Tercero en el amor, el Espíritu. El Padre, que engendra al Hijo, «espira» al Espíritu santo ; esta ulterior distinción del amor ha sido interpretada en la reflexión creyente bien en el sentido del vínculo real de amor, recibido y dado, distinto del Padre en cuanto que es recibido por el Hijo y del Hijo en cuanto que es dado por el Padre l é , bien en el sentido del «condilecto» en el amor, del amigo del Padre y del Hijo, que dice la soberana apertura y la fecundidad de su amor 17. En el primer caso se pone de manifiesto 13. Concilio XI de Toledo (675): DS 525. 14. Santo Tomás, ST I, 33, 2c. 15. Cf. ST I, 33, 3, sobre la spiratio. Cf. la q. 36: «De persona Spiritus sancti». 16. Es la línea agustiniana; cf. F. Bourassa, Quéstions de théologie trinitaire, Roma 1970, especialmente 58 ss (el Espíritu, «unité d'Amour du Pére et du Fils»). 17. Esta es la interpretación de Ricardo de San Víctor, De Trinitate (Sources chrétiennes 63, Paris 1959), especialmente lib. III, 22 ss; V, 7 ss.
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la unidad del Amante y del Amado y el Espíritu aparece como el vínculo personal de su comunión mutua, de la reconciliación y de la paz más grande que cualquier distinción, aunque exigida por la verdad del amor. En el segundo caso se ilumina la apertura del amor mutuo del Padre y del Hijo, resaltando el Espíritu como el don personal de su generosidad infinita, como el lugar personal en donde la Trinidad se hace donante y acogedora. «Hablamos de Dios, al modo de Juan, como Espíritu cuando tenemos que interpretar la separación (que asume en sí a la muerte) del que ama y el amado, de tal manera que el que ama y el amado dan participación a otros en su amor mutuo. Así mismo, hablamos de Dios como Espíritu cuando tenemos que interpretar la separación (que asume en sí a la muerte) del que ama y el amado de tal manera que Dios (en esta separación dolorosísima) no deja de ser el Dios uno y vivo, sino que precisamente así lo es y al máximo» 18. El f Padre, Amante eterno, es fuente del Espíritu no sólo como amor ; i unificante, sino como amor abierto y acogedor. Como amor unii ficante, origen y meta de la vida trinitaria, el Padre espira al Esjjpíritu de unidad; como amor abierto y acogedor, fuente de todo | don en el amor, el Padre espira al Espíritu como don 19. La espii ración activa por parte del Padre significa entonces tanto la fuerza unificante del amor original y eterno como la apertura infinita de la generosidad del amor del Padre. Con este aspecto es con el que se relaciona la «paternidad» de Dios respecto a todas las criaturas (cf. Ef 3, 15), su señorío sobre el cielo y sobre la tierra, vinculado con el acto creador; esto es lo que confiesan las palabras «Creo en Dios Padre todopoderoso, creador y señor del cielo y de la tierra», con que comienzan las profesiones de fe 20. Por medio del Hijo en el Espíritu el Padre es origen de todas las cosas, «visibles e invisibles»; de la única fuente eterna, principio sin principio, no sólo mana la vida eterna del amor de los Tres, sino también —a través del acto creador— la vida del tiempo, el mundo y su historia 21 . Respecto a lo creado, el amor del Padre se presenta con el mismo carácter de fontalidad pura, de libertad y gratuidad total, de generosidad sobreabundante que lo caracteriza en la vida 18. E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, o.c., 420. 19. Cf. F. Bourassa, Quéstions..., o.c, 191-238 («Le Don de Dieu»). 20. Cf., por ejemplo, el símbolo niceno-constantinopolitano: DS 150. Sobre la idea del Padre Pantócrator, cf. entre otros Ireneo, Adv. haer. I, 10, 1: PG 7, 549. 21. Cf. lo que luego diremos sobre el origen trinitario de la historia. Santo Tomás, ST I, 33, 3, distingue las articulaciones analógicas de la paternidad de Dios en relación con todas las criaturas, con la criatura humana hecha a su imagen, con los hombres adoptados por la gracia, con los bienaventurados en la gloria del Verbo eterno.
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divina; no hay nada que obligue al Dios creador, nada que lo mueva desde fuera a crear. En la perfecta libertad del amor él es el Padre de todo y de todos. Su amor fontal es libre y por consiguiente liberador en lo que atañe a sus criaturas; el que crea en la libertad, llama a la libertad; el que da gratuitamente, no puede menos de querer la gratuidad de su don. Se advierte aquí la importancia de este arraigo intratrinitario para una comprensión exacta del amor del Padre a sus criaturas; en el «mundo adulto» de la edad moderna la emancipación del padre asume muchas veces el carácter de una liberación sociológica de todo autoritarismo social, de una autonomía psicológica de toda dependencia paralizadora, y hasta de una libertad metafísica respecto a cualquier realidad que no sea mundana 22. Frente a esta «rebelión contra el padre», supuesto preludio de una «sociedad sin padres» 23 , el anuncio de un Padre celestial, que ama en la libertad y que es libre en el amor, es anuncio de un Dios que no aplasta al hombre, que no compite con él, que es verdaderamente un «Dios de los hombres» 24 , cuya gloria es el hombre vivo en la libertad del amor 25 . En este sentido no puede confesar a Dios como Padre el que no respeta la libertad de los hijos de Dios y no actúa con todo su empeño por la liberación de los oprimidos: Aquel que es origen no originado de toda realidad no conoce ningún tipo de posesividad esclavizante: su ser «principio sin principio» es al mismo tiempo la razón profunda de su libertad y de la libertad de sus criaturas. Por eso mismo sólo en una lectura trinitaria, en donde resalta la fontalidad original y gratuita y la generosidad libre del amor del Padre, en su distinción y unidad con el Hijo y con el Espíritu, el anuncio del Padre se presenta al hombre como «buena nueva». Fuera de la fe trinitaria un Dios padre todopoderoso puede seguir siendo el monarca absoluto, el déspota que no conoce apelaciones, la otra parte de quien depende la finitud dolorosa e invencible de la condición humana; en la contemplación del misterio trinitario el Padre aparece por el contrario como el Primer Amor, libre y liberador, primero siempre en el amor, porque no se cansa nunca de tomar la iniciativa del amor, incluso frente a la ingratitud e infidelidad de su criatura. Por eso «sólo a nivel trinitario 22. Cf. W. Kasper, El Dios de Jesucristo, Sigúeme, Salamanca 2 1987, 161 ss («El problema de un Dios Padre todopoderoso»). 23. Cf. G. Mendel, Le révolte contre le pire, Paris 1968 (ed. cast.: Península, Barcelona); A. Mitscherlich, Vers la société sans peres, Paris 1969. Cf. también A. Milano, en Nuevo diccionario de teología, o.c. II, 1240 ss. 24. Cf. P. Schoonenberg, Un Dios de los hombres, Herder, Barcelona 1972. 25. Cf. A. Milano, Paternita di Dio e liberazione dell'uomo: Asprenas 26 (1979) 178-204.
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cabe entender a Dios como Padre; de otro modo no puede aplicársele este nombre» 26. Y por eso en honor de Aquel que es la fuente y la meta de todo amor en la libertad se levanta la acción de gracias de su pueblo: dirigiéndose al Padre por el Hijo en el Espíritu, la oración litúrgica expresa maravillosamente la fe en la fontalidad pura del amor del Padre, de quien viene todo «don perfecto» (cf. Sant 1,17), y a quien por ello se eleva justamente la «alabanza de su gloria» (Ef 1, 12).
6 La historia del Hijo
1. El relato pascual El acontecimiento de pascua revela la historia del Hijo; él es el que es entregado a la muerte por amor a los pecadores en obediencia al Padre (cf. Gal 2, 20; Ef 5, 2; 5, 25; etc.); él es el que resucita (cf. Me 16, 6; Mt 27, 64; 28, 67; Le 24, 6.34; 1 Tes 4, 14; etc.) y se manifieta vivo a sus discípulos (cf. Hech 1, 3), derramando sobre toda carne el Espíritu que ha recibido del Padre (cf. Hech 2, 32 s; Jn 14, 16; 15, 26; etc.). Pero el ser activo del Hijo se comprende siempre en relación con la primacía fontal del Padre; la suya es una existencia «acogida», totalmente vivida en el cumplimiento de la voluntad de Dios: «He aquí que vengo a cumplir, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10, 9; cita del Sal 40, 9); «Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me ha enviado y realizar su obra» (Jn 4, 34; cf. 8, 29; 15, 10; etc.). El no existe para sí, sino para el Padre y para los hombres, a los que erPadre lo ha enviado; él no busca su propio interés, sino que abre camino al reino de Dios, por el que se juega la vida entera (pensemos en la frecuencia con que aparece en los sinópticos el tema del reino de Dios: ¡109 veces!): «Jesús se dirigió a Galilea predicando el reino de Dios y decía: "Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios; ¡convertios y creed el evangelio!"» (Me 1, 14 s). El reino es la opción fundamental del Nazareno, la «causa» de su vida y de su muerte '. La relación inmediata, continua e irrepetible con el Padre, la conciencia filial, única y exclusiva, revelada especialmente en el misterio del Abbá 2 , marcan toda su existencia, hasta la hora suprema de la cruz: «¡Abbá, Padre! Todo es posible para
i, Trinidad y reino de Dios, Sigúeme, Salamanca
2
1987, 180.
1. Cf. nuestro Gesü di Nazaret, storia di Dio, Dio nella storia, Roma 1981, 228 ss (ed. cast.: Jesús de Nazaret, Madrid 1983) (la historia de Jesús como historia de libertad). 2. Cf. Ibid., 195 ss (la conciencia que Jesús tiene de la historia).
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ti: ¡aleja de mí este cáliz! Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú» (Me 14, 36 par); «Dios mío, Dios mío; ¿por qué me has abandonado?» (Me 15, 34 y Mt 27, 46); «Padre, en tus manos entrego mi espíritu» (Le 23, 46). Jesús vivió para el Padre, murió en obediencia al Padre sobre la cruz por amor a los que estaban lejos, maldecidos y separados de Dios, resuckójicogiendo el don del Padre, que derramó luego sobre toda carne. La obediencia a Aquel que «es más grande que yo» (Jn 14, 28) revela el misterio de su vida, hasta el punto de que una de las más antiguas teologías cristianas es la «cristología del Profeta obediente». Esta total relatividad al Padre y esta profunda comunión con él no impidieron sin embargo a Jesús ser plenamente él mismo y presentarse incluso con una autoridad y unas «pretensiones» que asombraron y escandalizaron a sus contemporáneos. La dependencia del Padre lo hizo libre y liberador... 3 Sobre la base de ésta relación única y exclusiva de Jesús con Dios es como la comunidad naciente releyó a la luz pascual las obras y los días del Nazareno y lo confesó con títulos que él mismo había utilizado con cautela e incluso había evitado en ocasiones, debido a la ambigüedad que habrían podido tener antes de los acontecimientos de pascua ; mientras que le gustaba definirse como Hijo del hombre, título que en Dan 7, 13 y sobre todo en la apocalíptica intertestamentaria (cf. por ejemplo Henoc etiópico 37-41) indica un ser preexistente celestial, de condición divina y salvador en los últimos tiempos, evita el título de Mesías, por estar lleno de significado político o apocalíptico o legalista, así como el de Hijo de Dios, que en el judaismo equivalía a la simple idea de «hombre justo». A la luz de la pascua la Iglesia naciente podrá utilizar estos títulos, cargados ya de un sentido nuevo y denso, y abandonará los otros títulos (como el del Hijo del hombre), más restringidos para la comprensión de los círculos meramente judíos. Por eso se confiesa a Jesús como Señor, término que la Biblia griega de los Setenta utiliza para Adonai, indicativo del Dios de Israel (pensemos en la conclusión del himno de Flp 2, 6-11: «y toda lengua proclame que Jesucristo es el Señor»; Pablo utiliza este título al menos 85 veces en sus cartas, los Hechos 16 veces, la segunda carta de Pedro 8 veces); Cristo, título que indica al mismo tiempo la cualidad teológica y soteriológica del que Dios ha resucitado, 3. Cf. Ibid., toda la parte III. 4. Sobre todo cuanto sigue cf. F. Hahn, Christologische Hoheitstitel, ihre Geschichte imfrühen Ckristentum, Góttingen 3 1966; cf. también O. Cullmann, Cristología del nuevo testamento, Buenos Aires 1965 y L. Sabourin, Los nombres y los títulos de Jesús. Ed. San Esteban, Salamanca 1965.
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es decir, su igualdad con el Padre y su condiciój^de^salvador núes-.ytro (cf. ' M c T T T i T c T , T í ; Jn 20, 31; Hech 2, 36;" 1 Tes 1, 1 s; etc.); Hijo, Hijo de Dios, expresión que parece traducir de la manera más fiel la experiencia filial del Nazareno, expresada por el Abbá, y su condición pascual de quien vive en la vida del Padre y da esa misma vida (el título recuerda a 2 Sam 7, 12-14; cf. Hech 2, 30 s; Rom 1, 3; Heb 1, 5; y el Sal 2, 6: cf. Hech 4, 25 s; 13, 33; Heb 1, 5; en Jos sinópticos, cf., por ejemplo, Mt 11, 27 = Le 10, 22; Me 13, 32: el Hijo; Me 1, 11; 9, 7 y par: el Hijo predilecto, amado; Me 3, 11; 5, 7; Mt 14, 33; 16, 16: Hijo de Dios; en Juan cf., por ejemplo, 1, 14.18: el Hijo unigénito; 1, 34.49; 5, 25; 10, 36; 11, 4.27; 20, 31: el Hijo de Dios; en Pablo cf., entre otros textos: Rom 1, 3 s. 9; 5, 10; 8, 29; 1 Cor 1, 9; 15, 28; 2 Cor 1, 19; Gal 1, 16; 2, 20; 4, 4.6; Ef 4, 13; 1 Tes 1, 10: el Hijo de Dios, su Hijo; en Col 1, 13 Cristo es «el Hijo de su (de Dios Padre) amor»; cf., finalmente, la fórmula «el Padre de nuestro Señor Jesucristo»: Rom 15, 6; 2 Cor 1, 3; 11, 31; Ef 1, 3; 1 Pe 1, 3; Ap 14, 1; etc.). Jesús es confesado además como ¿¿Palabra, el Verbo, término que indica la plenitud escatológica de revelación y de comunicación divina, que se ha hecho presente en la persona y en la obra salvífica del Resucitado (así la «palabra de Dios» en Col 1, 25-27 es el «misterio», «Cristo en vosotros, esperanza de la gloria»; en Ap 19, 13 «el Verbo de Dios» es el juez escatológico; en el prólogo del cuarto evangelio el Verbo de Dios, preexistente y creador, se hace carne como Verbo de salvación, de vida y de luz para los hombres: Jn 1, 1-14; en 1 Jn 1, 1-3 el Verbo de la vida, preexistente y creador, se hace visible y experimentable para nosotros). Además, Jesús es confesado como la imagen del Padre, expresión que conviene a la preexistencia del Viviente y a su ser en el mundo la epifanía del Dios invisible (cf. 2 Cor 4, 4; Col 1, 15 y también Heb 1, 3: «irradiación de su gloria y huella de su sustancia»); Jesús es la fuerza y la sabiduría de Dios, términos que quizás hagan eco a la personificación veterotestamentaria de la sabiduría divina (cf. 1 Cor 1, 24 y Sab 7, 25 s, a la que se refiere también Heb 1,3); Jesús es Dios, palabra que se reserva normalmente para el Padre en el nuevo testamento, ya que a Cristo se le concibe normalmente en relación con la humildad concreta de los «días de su carne» (Heb 5, 7), aunque se le atribuye algunas veces a Aquel cuya condición divina se expresó en los otros muchos títulos anteriormente citados (cf. Jn 1, 1: «el Verbo era Dios»; 1, 18: «Unigénito Dios», según una variante; 20, 28: «Señor mío y Dios mío», fórmula de adoración de Tomás, en la que se siente ya el eco del culto de la comunidad; 1 Jn 5, 20: «él es el verdadero Dios y la vida eterna»; Rom 9, 5: «Cristo según la carne, que es sobre todas
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las cosas Dios bendito por los siglos»; Tit 2, 13, donde se habla de la «gloria de nuestro gran Dios y Señor Jesucristo»). Así, pues, los diversos títulos convergen en la afirmación de una doble dimensión, teológica y soteriológica, en el Crucificado-Resucitado, presente ya por otra parte en el nombre de Jesús, que significa «Dios salva» (cf. Le 1, 31-36 en relación con el misterio de Dios, y Mt 1, 21 en relación con la salvación de los pecadores). Es decir, Jesús el Cristo pertenece al mismo tiempo al mundo de Dios y al mundo de los hombres, es lugar de encuentro y de mutua acogida de ambos; por eso mismo, sobre todo en Pablo, se relaciona con él el tema de la gracia, del favor divino en su absoluta gratuidad de amor que procede de lo alto y que tiende a llevar a los hombres hacia arriba, en la celebración de la gloria divina: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo. En él nos escogió antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia en el amor, predestinándonos a ser hijos adoptivos suyos por obra de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad. Y esto para alabanza y gloria de su gracia, que nos ha dado en su Hijo querido...» (Ef 1, 3-6). Del Verbo hecho carne, «lleno de gracia y de verdad..., todos hemos recibido gracia sobre gracia» (Jn 1, 14.16). Por todo ello, la Iglesia naciente, en la esperanza viva de la celebración del misterio, puede augurar: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu santo (sea) con todos vosotros» (2 Cor 13, 13).
2.
El Hijo amado
Jesús es el Hijo de Dios, el Hijo amado, el Unigénito; es la Palabra, el Verbo del Padre. Estos títulos, basados en el relato pascual, dan impulso a la contemplación de la fe desde la plenitud escatológica del acontecimiento hasta las «profundidades divinas». La teología de la preexistencia —que maduró muy pronto en la comunidad cristiana, como atestiguan los títulos cristológicos y las fórmulas sobre la misión del Hijo— abre ya paso desde la densidad de la historia de la revelación, en la que se apareció la gracia del amor divino a los hombres, hacia la historia eterna de este mismo amor. ¿Cómo se deja comprender el Hijo amado en la profundidad de la vida divina? ¿Qué propiedades es posible atribuirle en la historia eterna del amor trinitario, partiendo de su revelación en el tiempo? 5 . 5.
Sobre la teología del Hijo, además de las obras generales sobre la Trinidad,
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Partiendo del hecho de que en la economía el Hijo tiene siem- ¡ pre relación con el Padre, se pone de manifiesto cómo procede, cómo es engendrado y amado eternamente Aquel que es principio y fuente, Amor eternamente amante. «Confesamos también al Hijo, nacido sin principio antes de todos los siglos de la sustancia del Padre, pero no creado, ya que el Padre nunca existió sin el \ Hijo, ni el Hijo sin el Padre. No obstante jamás el Padre es del Hijo como el Hijo es del Padre, ya que el Padre nunca recibió la generación del Hijo, sino que el Hijo la recibió del Padre. Así pues, el Hijo es Dios del Padre, el Padre es Dios pero no del Hijo. El es el Padre del Hijo, pero no Dios procedente del Hijo, mientras que éste es Hijo del Padre y Dios procedente del Padre» 6 . Por consiguiente, lo que caracteriza al Hijo puede ser captado en su «nacer de otro», en [a. filiación 7: si en el Padre reside la fontalidad del amor, en el Hijo reside la receptividad del amor. El Hijo es acogida pura, eterna obediencia de amor; él es el «amado antes de la creación del mundo» (Jn 17, 24), por el que corre en el tiempo y en la eternidad la vida divina, fuente que mana de la plenitud del Padre: «Como el Padre tiene la vida en sí mismo, así ha concedido al Hijo tener la vida en sí mismo» (Jn 5, 26). El eterno Amante se distingue del eterno Amado, procediendo de él por la plenitud desbordante de su Amor; el Hijo es el otro en el amor, Aquél sobre quien reposa el movimiento de la generosidad infinita del Amor fontal. El Amante es principio del Amado; el Amor fontal es fuente del Amor acogedor, en la unidad insondable del amor eterno. Este proceso por el que el Viviente en el amor fontal da origen en cuanto principio al Viviente en el amor receptivo, unido a él indisolublemente, puede ser llamado generación 8 ; el acto eterno de este proceso eterno es el eterno nacimiento de su Hijo, su salir «del seno del Padre»: «Hay que creer que el mismo Hijo no fue engendrado o nació de la nada, ni de una sustancia cual-
cf. entre los estudios cristológicos más recientes los de tipo más marcadamente trinitario: H. U. von Balthasar, Verbum caro. Ensayos teológicos I, Guadarrama, Madrid 1964; Id., Mysterium paschale, en Mysterium salutis III/2, Cristiandad, Madrid 1971, 143-335; Id., Gloria. Un'estetica teológica III/2: Nuovo Patto, Milano 1978; L. Bouyer, // Figlio eterno, Alba 1977; B. Forte, Gesú di Nazaret, storia di Dio, Dio della storia. Saggio di una cristologia come storia, Roma 1981 (ed., cast. citada en nota 1); W. Kasper, Jesús el Cristo, Sigúeme, Salamanca 6 1986; J.Moltmann, El Dios crucificado, Sigúeme, Salamanca 2 1977; W. Pannenberg, Fundamentos de cristologia, Sigúeme, Salamanca 1974. 6. Concilio XI de Toledo (675): DS 526. 7. Cf. Santo Tomás, ST I, 32, 3c. 8. Cf. Ibid., 27, 2: «Utrum aliqua processio in divinis generado dici possit». «Generatio significat originem alicuius viventis a principio vívente coniuncto».
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quiera, sino del seno del Padre (de Patris útero), es decir, de su sustancia» 9 . En virtud de este proceso, de esta historia eterna del Amor, el Hijo existe en su pura receptividad, en la divina «pobreza» de su acoger, aquel en quien el Padre se comunica plenamente y se expresa, la plena expresión y comunicación del Padre, su Palabra eterna, el Verbo, la Imagen transparente y radiante suya 10. Esta historia intratrinitaria es la raíz inmanente de la revelación que el Padre hace de sí mismo a los hombres a través del Hijo, y por tanto de la misión del Hijo: «La "procesión" del Hijo como autocomunicación de la realidad divina del Padre es a la vez... la autocomunicación económica y libre dirigida a Jesús como "salvador absoluto" y la autocomunicación necesaria "inmanente" de la realidad divina, la afirmación que procede del Padre, de modo ue existe desde toda la eternidad y necesariamente como palabra e esa automanifestación posible y libre al mundo» u . En cuanto Amor plenamente receptivo, es decir, en cuanto Hijo amado del Padre, el Verbo es en el proceso de su generación eterna el fundamento inmanente de la comunicación de sí absolutamente libre y gratuita que Dios realiza creando al mundo y enviando a su propio Hijo entre los hombres. Sólo la infinita receptividad del Hijo, «por medio del cual y con vistas al cual ha sido creado todo» (Col 1, 16) y que se ha hecho solidario de los pecadores hasta el destierro de la maldición y de la muerte, consiente la acogida del puro don del ser (creación del mundo) 12 y del existir plenamente en el amor, que es la vida nueva en la gracia: ¡en el Verbo se nos ofrece la «gracia» del Padre!
3
3.
El amor es distinción
El eterno proceso del amor, que es la generación del Hijo, se caracteriza ulteriormente a través de dos aspectos indisolublemen9. DS 526. 10. Aquí es donde Santo Tomás, desarrollando las ideas de Agustín, basa la generación de la segunda persona divina como Verbo por vía intelectual, a partir de la analogía de la producción del verbo intelectual en el espíritu humano: «Verbum proprie dictum in divinis personaliter accipitur, ut est proprium nomen personae Filii. Significat ením quandam emanationem intellectus: persona autem quae procedit in divinis secundum emanationem intellectus dicitur Filius, et huiusmodi processio dicitur generatio... Unde relinquitur quod solus Filius proprie dicatur Verbum in divinis»: I, 34, 2c. Cf. ST I, 27, 2. 11. K. Rahner, El Dios trino como principio y fundamento transcendente de la historia de la salvación, en Mysterium salutis II/l, Cristiandad, Madrid 1969, 403. 12. En el Verbo Dios Padre crea y conoce a sus criaturas: ST I, 34, 3; De Veníate, 4, 5.
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te unidos entre sí: es distinción y superación de lo distinto, alteridad y comunión, diferenciación y unidad. El amor eterno es distinción: el Amante no es el Amado; el Padre no es el Hijo. Sin esta alteridad el amor divino sería soledad de egoísmo infinito. Aquí radica la tristeza más profunda de toda reducción modalista de la Trinidad: en donde se pierde la dignidad y la originalidad propia del Amado, se pierde también la dignidad y la originalidad propia del Amante, y por tanto la verdad y la fuerza del amor. ¡El Padre no es un déspota que aniquile al Hijo, sino que es el Padre en el amor! El Hijo no es una pura inconsistencia, una forma vacía para el juego del Absoluto divino consigo mismo, sino que es el Amado, el Hijo eterno, el Predilecto, el Unigénito. La receptividad del amor tiene en Dios una consistencia infinita: aceptar el amor no es menos personalizante que dar el amor; dejarse amar es amor, no menos que amar... ¡También el recibir es divino! Esta autolimitación del amor en su interior, en cuanto Amor amante y Amor amado, es necesaria para la verdad del amor; en este sentido es como la generación eterna del Verbo responde a una exigencia esencial, que además —como sucede en el amor, en donde la libertad y la necesidad coinciden en virtud de la gratuidad— no compromete en nada a la libre voluntad del Engendrante y del Engendrado. En esta alteridad es donde se arraiga la posibilidad de la alteridad entre Dios y sus criaturas, hasta la alteridad dolorosa de una libertad creatural que rechace el amor del Creador, con todo el reflejo de sufrimiento de amor que tiene este rechazo en la vida trinitaria. Si el Hijo es siempre la acogida pura del Padre, si por eso el eterno Amado es siempre el gozo de Aquel que lo ama y el juego del amor eterno es fiesta sin principio y sin fin, no ocurre lo mismo con la criatura libre, libremente producida por el amor del Padre al Hijo. El amor eterno, al crear, quiso en su infinita generosidad correr el riesgo de la libertad de la criatura, capaz de rechazar el amor. Es propio de la infinitud del amor divino llegar hasta aceptar la posibilidad del no-amor del otro. Pero este posible no-amor, convertido en realidad en el drama del pecado, no deja indiferente al que ama: el Amante se deja marcar profundamente por el otro, en la alteridad del Amado, raíz intratrinitaria de toda otra alteridad. El amor se hace vulnerable: sine dolore non vivitur in amore (Tomás de Kempis). El dolor y el amor se pertenecen mutuamente en el juego de la libertad: «El amor significa una unidad que no absorbe al otro, sino que le acoge y le afirma en su alteridad y le inicia así en la verdadera libertad. El amor que no ofrece algo al otro, sino que se ofrece a sí mismo, supone en esta misma autocomunicación una autodistinción y autolimitación. El amante debe retraerse, porque no se trata de él
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sino del otro. Es más, el amante se deja afectar del otro; se hace vulnerable en el amor. Así amor y sufrimiento se corresponden. Pero el sufrimiento del amor no es una afección pasiva, sino un dejarse-afectar activo. Siendo Dios amor, puede padecer y manifestar así su divinidad» 13. El signo de esta vulnerabilidad libre del amor eterno, de este dolor divino por el no-amor de la criatura gratuitamente amada, es la cruz del Hijo de Dios; la historia de la pasión, como historia de la entrega que el Unigénito hace de sí mismo y que el Padre hace de él, abandonándolo a la muerte por amor a los pecadores, es la revelación del misterio del sufrimiento de Dios. Dios sufre; el Padre sufre por el «no» de la criatura amada y celebra con gozo su retorno (cf. Le 15, 11 ss: la parábola de la misericordia del Padre y de los dos hijos infieles); el Hijo sufre en la solidaridad con los que están desterrados de Dios (cf. Me 12, 1 ss: la parábola de los viñadores homicidas y del Hijo predilecto enviado por su amor). Este sufrimiento divino no es ni mucho menos signo de limitación, sufrimiento pasivo, que se padezca por causa de la infinitud del ser; por el contrario, es sufrimiento activo, que revela la plenitud del ser en el amor, por haber sido aceptado libremente en la infinita generosidad del amor creador y redentor. Dios sufre porque ama a sus criaturas; la condición intradivina de esta posibilidad de sufrir es la alteridad entre el Padre y el Hijo, expresión de la sobreabundancia infinita y de la fecundidad radical del amor eterno. «La distinción eterna intradivina del Padre y el Hijo es la condición transcendental de la posibilidad del autodespojo de Dios en la encarnación y en la cruz. Es algo más que una especulación más o menos interesante; significa que hay en Dios, desde la eternidad, espacio también para un verdadero sym-pathein con el sufrimiento de los hombres» 14. Si Dios sufre, el sufrimiento no justifica ya ninguna objeción contra él; él sufre con los que sufren, Í)orque los ama; y si el dolor es fruto en raíz de una historia de ibertad que ha rechazado el amor, ha quedado redimido (¡y hasta divinizado!) por la sobreabundante riqueza de amor del Dios compasivo. El sufrimiento divino es admisible entonces tan sólo trinitariamente: no es el sufrimiento de un Dios indiferenciado, sino que es el sufrimiento en Dios, el sufrimiento del Padre que ama y de su Unigénito, entregado al dolor y a la muerte por amor a los pecadores, el sufrimiento en la historia eterna del amor 15. En 13. W. Kasper, El Dios de Jesucristo, o.c, 228. 14. Ibid. 15. Sobre el tema del sufrimiento divino se ha escrito mucho últimamente; cf., por ejemplo, J. Galot, // mistero della sofferenza di Dio, Assisi 1975; K. Kitamori,
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esta historia del amor que sufre —expresión de la infinita libertad divina en al amar— encuentra también su puesto el Espíritu, Paráclito del sufrimiento trinitario de Dios y por tanto del sufrimiento del mundo. El Espíritu que procede del Padre une al Engendrado y al Engendrante, poniendo de manifiesto cómo aquella distinción imborrable del amor no es separación; él es la comunión del Amante y del Amado, que garantiza también la comunión del eterno Amante con sus criaturas y con sus historias de sufrimiento, no ya prescindiendo del Amado, sino precisamente en él y por medio de él. El Espíritu garantiza que la unidad es más fuerte que la distinción y que el gozo eterno es más fuerte que el dolor provocado por el no-amor de las criaturas. Derramado sobre el Crucificado el día de pascua, reconcilia al Padre con el Abandonado del viernes santo y en él con la pasión del mundo. Es el Espíritu de unidad, de consuelo, de paz y de gozo. La communis spiratio del Padre y del Hijo indica que su distinción ha quedado asumida en la unidad más alta del amor que procede del Padre y que, descansando y reflejándose en el Hijo, vuelve a su origen sin origen. Por eso el Padre sigue siendo el principio, el Hijo la expresión y el Espíritu su vínculo personal en el movimiento del amor eterno. 4.
El amor es unidad
Si este amor es distinción, no por eso deja de ser unidad; la historia divina supera la distinción en la infinita profundidad de la comunión trinitaria. Esta unidad se basa ante todo en un nivel esencial: afirmando que el Hijo es consustancial al Padre, el concilio de Nicea (325) defendió la igualdad en el ser divino entre el uno y el otro, en contra de toda reducción subordinacionista 16. «El Hijo es igual en todo a Dios Padre, ya que nunca ha comenzado a ser ni deja de ser. También creemos que es de la misma sustancia que el Padre, por lo que es llamado 'ouooúoioc, al Padre, es decir, de la misma sustancia que el Padre... Por consiguiente, eterno es el Padre y eterno el Hijo. Porque si fue siempre Padre, siempre tuvo al Hijo de quien era Padre; y por eso confesamos
Teología del dolor de Dios, Sigúeme, Salamanca 1975; J. Y. Lee, God suffers for us. A systematic Inquiry into a Concept of divine Passibility, La Haye 1974; F. Varillon, La souffrance de Dieu, Paris 1975. Para una lectura trinitaria del misterio del sufrimiento de Dios, cf. J. Moltmann, El Dios crucificado, o.c; E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, o.c; W. Kasper, El Dios de Jesucristo, o.c; y en mi Gesü di Nazaret, o.c, el capítulo sobre la finitud de Cristo y la cruz: 260 ss. 16. Cf. DS 125 (Nicea) y 150 (símbolo niceno-constantinopolitano).
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que el Hijo nació del Padre sin principio. Y no llamamos a este mismo Hijo partícula de una naturaleza divina por el hecho de haber sido engendrado del Padre, sino que afirmamos que el Padre i perfecto engendró al Hijo perfecto sin disminución, sin división, , precisamente p o r q u e es propio de la sola divinidad n o tener un 1 Hijo desigual. Así pues, este Hijo de Dios es Hijo p o r naturaleza, n o por adopción, y hay que creer que Dios Padre no lo engendró p o r voluntad o por necesidad, ya que en Dios no hay necesidad y la voluntad no precede a la sabiduría» 17 . El Hijo, que está junto al Padre desde el principio (cf. Jn 1, 1), en el seno del Padre (cf. Jn 1, 18), es una sola cosa con él: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10, 30). Esta unidad profundísima es la que el Hijo hace accesible a los hombres con su encarnación, pasión, muerte y resurrección: «Que todos sean una sola cosa. C o m o tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean también en nosotros una sola cosa, para que el m u n d o crea que tú me has enviado. Y la gloria que tú me has dado, y o se la he dado a ellos, para que sean como nosotros una sola cosa. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad y el m u n d o sepa que tú me has enviado y que los has amado como me has amado a mí... Y y o les he dado a conocer tu n o m b r e y se lo daré a conocer, para que el amor con que me has amado esté en ellos y y o en ellos» (Jn 17, 21-26). El eterno Amante y el eterno A m a d o son una sola cosa en la unidad del etern o amor. Esta unidad insondable es el principio, el fundamento y el término de toda verdadera unidad en los cielos y en la tierra; n o una unidad muerta, estática e indiferenciada, sino la unidad viva del movimiento eterno del amor divino, que se distingue y supera esta distinción en una dinamicidad sin descanso. Amor est in via: la unidad del amor es perenne peregrinación del amor, perenne fontalidad y acogida, salida y retorno (exitus et reditus), p r o cedencia y venida, distinción y comunión. Sin esta unidad el Hijo no sería Dios como el Padre y el amor divino no podría salir de sí hacia el que fuera distinto de él, aunque infinitamente uno con él; sin ella, la alteridad Padre-Hijo marcaría el abismo entre Dios amor y otro distinto, necesariamente inferior y subordinado a él. Por una parte, el A m o r fontal llegaría a alejarse en una soledad intangible; p o r otra, el A m a d o no sería ya una sola cosa con el Padre en la vida divina y n o podría darnos acceso al misterio del origen. En esto consiste la pobreza de t o d o subordinacionismo, de toda tentación arriana, que desgarra la unidad del amor eterno y nuestra unidad con Dios en n o m b r e de una pretendida pureza de
17. Concilio XI de Toledo (675): DS 526.
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la divinidad y de la alteridad de Dios. En realidad, n o hay en Dios más divinidad que el amor eterno del Padre y del Hijo en el Espíritu; n o hay más alteridad divina que la de la distinción entre el Amante y el A m a d o en la unidad del amor, en el que nosotros hemos sido hechos partícipes por pura gracia. Esta perfecta unidad y coeternidad del Hijo y del Padre, precisamente en virtud de su inagotable vitalidad, no se agota en el juego de su amor; es unidad abierta, amor generoso de los dos, unidad que, dejando espacio dentro de sí a la distinción del A m a d o , deja también espacio a otros en el amor. Puede comprenderse entonces la otra función del Espíritu en la relación intratrinitaria y económica entre el Padre y el Hijo: como respecto a su distinción el Espíritu es el vínculo personal de comunión distinto del u n o y del otro, p o r ser dado por uno y recibido del otro, distinto del Padre p o r q u e recibido del Hijo y distinto del Hijo p o r q u e dado por el Padre, así también respecto a su comunión es el condilectus, el amado del u n o y del otro, el amigo, distinto del Padre p o r ser amigo del Hijo, y distinto del Hijo por ser amigo del Padre. En este sentido la communis spiratio, como movimiento eterno que desde el Padre alcanza al Hijo y por el Hijo alcanza el Espíritu, en el que el Padre ama al Hijo en el Espíritu y el Hijo recibe del Padre el amor para amarlo en el mismo Espíritu, indica la apertura del amor trinitario, la pura oblatividad del mismo; por eso mismo, en la economía, Dios sale siempre de sí en el Espíritu, tanto en los orígenes de la creación («El Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas...»: Gen 1, 2), como en los comienzos de la redención («El Espíritu santo bajará sobre ti...»: Le 1, 35; cf. Mt 1, 20; «Y, saliendo del agua, vio los cielos abiertos y al Espíritu bajar sobre él como una paloma»: Me 1, 10 y par), o en el pleno cumplimiento de la misma (el Crucificado es resucitado por Dios «con poder según el Espíritu de santificación»: R o m 1, 4). «La figura cristiana de Dios es trinitaria y r o m pe el círculo de la relación Padre-Hijo mediante otra imagen, la del Soplo o del Espíritu» 18 . En este sentido el Espíritu realiza la verdad del amor divino, mostrando c ó m o el verdadero amor no es nunca cerrazón o posesividad celosa, sino apertura, don, salida del círculo de los d o s : «rompe la suficiencia posible del "frente a frente" de las dos primeras figuras. La tradición cristiana le ha reconocido una función creadora y dinámica;... es aquel que suscita otras diferencias. Es la apertura de la comunión divina a lo que no es divino. Es la habitación de Dios en donde Dios esté, en cierto
18. Ch. Duquoc, Dios diferente, Sigúeme, Salamanca 2 1982, 86.
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modo, "fuera de sí mismo". Por esto es llamado "amor". Es el éxtasis de Dios hacia su "otro": la criatura» 19. En el Espíritu el ' -Amante y el Amado se «abren», en la inmanencia del misterio y en la economía de la salvación; al estar «más allá» del Hijo en la unidad insondable del amor, el Espíritu es también el lugar personal en donde la historia divina pasa a la historia humana, y ésta a aquélla...
7 La historia del Espíritu
1. El relato pascual El acontecimiento de pascua revela la historia del Espíritu 1; en él el Hijo se ofreció al Padre en la hora de la cruz (cf. Heb 9, 14), cuando «entregó el Espíritu» (Jn 19, 30) como supremo cumplimiento del amor; en él el Padre le dio al Crucificado la plenitud de vida, resucitándolo y reconciliando consigo al mundo en el Resucitado (cf., por ejemplo, Rom 1, 4). Estas dos funciones del Espíritu, abrir el mundo de Dios al mundo de los hombres hasta hacer posible la entrada del Hijo en el destierro de los pecadores, y unificar lo dividido, como sucedió en la hora de la reconciliación pascual, vuelven a encontrarse en toda la historia de la salvación. El Espíritu (ruah) es ya en el antiguo testamento principio de vida, que abre a lo nuevo y forma la unidad del proceso vital, en cuanto que viene del Dios vivo (cf. Gen 1, 2; Sal 33, 6; 104, 29 s; Sab 1, 7; 7, 22-8, l).Con el Espíritu se relaciona la inspiración de los profetas, que suscitan futuro en la historia de Israel y exhortan constantemente al pueblo a la fidelidad, a la alianza (cf., por ejemplo, Núm 11, 25; 24, 2; 27, 18; 1 Sam 10, 6; 19, 24; Is 61, 1; Ez 2, 2; 3, 24; Zac 7, 12: cf. 1 Pe 1, 11 y 2 Pe 1, 21). El tiempo mesiánico es esperado como tiempo de la efusión-del Espíritu, que nos trae el porvenir escatológíco y la vida nueva con el Dios vivo (cf., por ejemplo, Is 11, 2; 32, 15 ss; 42, 1; Ez 11, 19; 18, 31; 36, 27; 37, 1-14; Jl 3, 1 s; etc.), así como el tiempo del destierro está por contraste marcado por la ausencia del Espíritu, tiempo en el que el futuro parece estar cerrado e Israel vive en la diáspora (cf., por ejemplo, la meditación sobre la historia de Is-
19.
Ibid., 98.
1. Sobre la pneumatología bíblica, cf. A. Milano, Considerazioni metodologiche sulla pneumatología del Ñuovo Testamento: Augustinianum 20 (1980) 429-469 e Y. Congar, El Espíritu santo, Herder, Barcelona 1983, parte I.
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rael en Is 63, 7-64, 11, en especial 63, 10). El mismo Espíritu es llamado «Espíritu de santidad» (Sal 51, 13; Sab 9, 17), expresión que los Setenta traducen por «Espíritu santo» (cf. Dan 5, 12; Sab 1, 5; 7, 22), con un adjetivo que se refiere a la característica más íntima del Dios vivo (cf. Os 11, 9; Sal 99, 3; etc.). Según el testimonio de la Iglesia naciente el Espíritu de Dios actúa en toda la vida y la obra de Jesús de Nazaret; se habla en este sentido de una «cristología del Espíritu», no opuesta, sino integrada como la «cristología del Verbo» 2r Jesús recibe el Espíritu; en su concepción virginal en María (cf. Mt í, 18-20TEc1, 35), en el bautismo (cf. Me 1, 10 y par), en las obras y en los días de su vida (cf. Me 1, 12 s; Mt 12, 28; Le 4, 14.18; etc.), hasta su resurrección gloriosa, Jesús aparece como el Ungido del Espíritu, el Mesías, el Cristo. En el Espíritu, «que procede del Padre» (Jn 15, 26), el Hijo de Dios recorre el camino hacia la alteridad, de la historia trinitaria a la historia humana, hasta beber el cáliz doloroso de la «entrega» por los pecadores; en el Espíritu se lleva a cabo el extrañamiento de Dios por amor al mundo, la apertura más profunda a la historia humana que es posible captar en la vida divina, el exitus salvífico como éxodo de Dios en la historia de los «sin Dios». Ese mismo Espíritu es derramado luego por el Padre en la hora pascual para que se realice la reconciliación, el reditus, el retorno a la patria divina prometida, en la que podrán entrar ahora también los pecadores, con los que el Hijo se ha hecho solidario. El mismo Cristo es el que recibe del Padre el poder dar el Espíritu (cf. Jn 14, 26, por ejemplo): él lo derrama sobre toda carne (cf. Le 24, 49 y Hech 2, 32 s; cf. también los textos paulinos sobre el Espíritu de Cristo: Rom 8, 9; Flp 1, 19; del Señor: 2 Cor 3, 17; del Hijo: Gal 4, 6; cf. finalmente los textos de la «cristología del Verbo», en donde el Espíritu se muestra relativo y funcional a Cristo, cuya obra actualiza entre nosotros: cf., por ejemplo, Jn 14, 26-15, 26; 16, 12-15; etc.). De este modo los hornbres participan de la vida de la comunión trinitaria en la comunión propia del tiempo presente (cf. la acción constante del Espíritu en la iglesia según la teología de los Hechos, «evangelio del Espíritu»: Hech 2, 1-13.16-21; 4, 25-41; 8, 14-17; 10, 44-48; 11, 15-17; 19, 1-6; etc.). Al mismo tiempo toda la historia queda abierta en el Espíritu al porvenir de Dios (cf. Rom 8) y los hombres se abren al Padre, a quien pueden ahora dirigirse en el Espíritu como hijos adoptivos, llamándolo Abbá
2. Cf. nuestro Gesú di Nazaret, o.c, 289 s (ed. cast.: Jesús de Nazaret, Madrid 1983).
La historia del
Espíritu
117
(Rom 8, 15, 26 ss; Gal 4, 6), mientras que se les ofrece la libertad de vivir en el amor, caminando en el Espíritu (cf. Gal 5, 13-25). Prenda de los bienes futuros (cf. Rom 8, 23; 2 Cor 1, 22; 5, 5; Ef 1, 14;), el Espíritu, en la riqueza y en la variedad de sus dones (cf. 1 Cor 12, 4-30), de los que el más grande es el amor (cf. 1 Cor 13, 13), suscita y hace crecer la unidad del cuerpo eclesial, en el que se refleja la unidad trinitaria: «Hay diversidad de carismas, pero uno solo es el Espíritu: hay diversidad de ministerios, pero uno solo es el Señor; hay diversidad de operaciones, pero uno solo es Dios, que lo hace todo en todos» (1 Cor 12, 4-6). Aunque nunca se le llama «amor», término que se refiere más bien a Dios Padre (cf. Jn 3, 16; Rom 5, 5; 2 Cor 13, 13; 1 Jn 3, 1; 4, 8-16), hasta el punto de que «la ausencia de una palabra sobre el amor del Espíritu santo nos impresiona casi dolorosamente» 3, en el testimonio neotestamentario el Espíritu es de hecho Aquel que abre a la libertad y unifica en el amor; es Espíritu de la libertad (cf. 2 Cor 3, 17), de la verdad que hace libres (cf. Jn 14, 17; 15, 26; 16, 13 en relación con 8, 32); es el Espíritu santo por medio del cual «el amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones» (Rom 5, 5). Es significativo que en el saludo litúrgico de la Iglesia de los orígenes se le atribuya a él laxoivcovía: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu santo (sea) con todos vosotros» (2 Cor 13-13).
2.
El «Filioque»
Así pues, el Espíritu es aquel que abre el mundo de Dios al mundo^de los hombres y la historia humana a la historia trinitaria, y al mismo tiempo Aquel que une a los dos mundos y consigue la unidad de los hombres en el amor del Padre y del Hijo. Estos datos consienten ya a la contemplación de la fe emprender el camino hacia una inteligencia más profunda del misterio. ¿Cómo se presenta en las profundidades de Dios la historia del Espíritu? ¿Qué propiedades es posible reconocerle en la inmanencia de la vida trinitaria a partir de la economía de la revelación? 4. La res3. H. U. von Balthasar, Lo Spirito Santo come Amore, en Id., Spiritus Creator, Brescia 1972, 101 (cf. todo el artículo 101-116). 4. Sobre la teología del Espíritu santo, además de las obras generales de teología trinitaria, cf-, entre otros, H. U. von Balthasar, Spiritus Creator, o.c; L. Bouyer, // Consolatore. Spirito santo e vita di grazia, Roma 1983; S. Boulgakov, II Paráclito, Bologna 1971; Y. Congar, El Espíritu santo, o.c; L'esperienza dello Spirito, In onore di E. Schillebeeckx, Brescia 1974; P. Evdokimov, Lo Spirito santo nella tradizione ortodossa, Roma 1971; Gegenwart des Geistes. Aspekte der Pneuma-
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La Trinidad
como
historia
u e s t a a e s t o s i n t e r r o g a n t e s g u a r d a r e l a c i ó n c o n la d i s c u s i ó n q u e a las t r a d i c i o n e s t e o l ó g i c a s d e o r i e n t e y d e o c c i d e n t e y q u e s i g u e e s t a n d o v i v a t o d a v í a , r e s p e c t o a la f ó r m u l a a ñ a d i d a e n o c c i d e n t e al s í m b o l o n i c e n o - c o n s t a n t i n o p o l i t a n o p a r a a f i r m a r la p r o c e s i ó n d e l E s p í r i t u t a m b i é n d e l H i j o , el Filioque («Credo... i n S p i r i t u m s a n c t u m , d o m i n u m e t v i v i f i c a n t e m , q u i ex P a t r e Filioque p r o c e d i t » ) 5 .
Ea e n f r e n t a d o
a)
Actualidad
e
historia
Q u e la c u e s t i ó n s i g u e a p a r e c i e n d o h o y c o m o c a r g a d a d e s e n t i d o l o d e m u e s t r a la v a r i e d a d d e p o s i c i o n e s q u e h a n t o m a d o a n t e ella a l g u n o s d e l o s r e p r e s e n t a n t e s m á s significativos d e l o s t e ó l o g o s d e n u e s t r o s i g l o . D e s d e el r e c h a z o h a s t a la a p o l o g í a , d e s d e la a d h e s i ó n c r í t i c a a la crítica t o l e r a n t e , n o h a y n a d a q u e se le h a y a a h o r r a d o al Filioque. Vladimir Lossky ha visto en ella la raíz de todas las oposiciones entre la ortodoxia y el catolicismo r o m a n o , el impedimentum dirimens dogmático para la c o m u n i ó n entre las dos iglesias. Su rechazo es claro, severo: el Filioque, al afirmar dos principios en la Trinidad, compromete la m o narquía del Padre y disuelve tanto la unidad divina que en ella se basa, cuanto la Trinidad de las personas que se refiere a ellas. Se trata de una vigorosa reafirmación de las tesis de Focio, que —contra los argumentos de los latinos— intentó demostrar la necesidad de que «el Espíritu proceda del Padre 50/0» 6 . Las consecuencias de la teología del Filioque en el cristianismo occidental serían enormes y dramáticas: al afirmar la dependencia del Espíritu respecto al H i j o , el catolicismo r o m a n o subordinaría el carisma a la institución, la libertad interior a la autoridad impuesta, el profetismo al juridicismo, la mística a la escolástica, el laica-
tologie, hrsg. v. W. Kasper, Freiburg-Basel-Wien 1979; H. Mühlen, Der Heilige Geist ais Person, Münster 1963; Id., El Espíritu santo en la Iglesia, Secretariado Estudios Trinitarios, Salamanca 1974. 5. Cf. el Memorándum de los coloquios promovidos por la Comisión de Fe y Constitución del Consejo mundial de las iglesias: La théologie du Saint-Esprit dans le dialogue entre l'Orient et l'Occident, bajo la dirección de L. Vischer, Paris 1981. Cf. también Orient et Occident. La procession du Saint-Esprit: Istina 3-4 (1972). 6. Ct. V. Lossky, Teología mística de la iglesia de oriente, Herder, Barcelona 1982, 47 s. Cf. también M. A. Orphanos, La procession du Saint-Esprit selon certains Peres grecs posterieurs au VIIL siécle, en La théologie du Saint-Esprit, o.c. 29 ss.
La historia del
Espíritu
119
do al clero, el sacerdocio universal a la jerarquía ministerial y, finalmente, el colegio episcopal al primado del papa (!) 7. Sergei Boulgakov confiesa que n o comparte esta tesis radical: «Era natural —escribe en su obra sobre el Paráclito 8 — esperar que la presencia de una herejía tan esencial o de una divergencia dogmática primordial tuviera que impregnar la vida de las dos iglesias y de toda su doctrina. D u rante largos años he hecho personalmente t o d o lo posible para encontrar las huellas de esta influencia, he intentado comprender de qué se trataba, cuál era la importancia vital de esta divergencia, dónde y en qué se manifestaba prácticamente. Confieso que n o he logrado encontrarlo y que no lo encuentro; más aún, acabaré negándolo simplemente». Y al final de un atento análisis de esta cuestión afirma decididamente: «El Filioque n o constituye un impedimentum dirimens para la recomposición de la iglesia dividida» 9 . Incluso los siglos de controversia le parecen un verdadero escándalo: «En la historia del dogma n o existe un ejemplo de análisis más extraño a la voluntad del Espíritu santo que la controversia sobre el Espíritu» 10 . La postura de Boulgakov es idéntica a la del historiador ruso de la iglesia B. Bolotov; en sus famosas tesis sobre el Filioque " , Bolotov distingue entre el «dogma», que concierne a la verdad y exige una adhesión obligatoria de fe, el «teologúmeno», que se refiere a lo verosímil y no tiene autoridad absoluta, y las «opiniones teológicas», que sólo comprometen a los teólogos, cualificando la procesión del Espíritu del Padre c o m o «dogma» (tesis 1), el añadido de Focio « del Padre solo» c o m o «teologúmeno» (tesis 7) y la de «y del Hijo» c o m o «opinión teológica» (tesis 27). E n esta perspectiva, el Filioque n o p u e d e constituir un obstáculo insuperable para la unión entre los cristianos divididos. Esta posición de crítica tolerante se relaciona p o r otro lado con una gran construcción teológica del oriente: la síntesis palamita. Gregorio Palamas, distinguiendo in divinis el plano de la existencia del de las energías increadas, afirma que el Espíritu santo procede «del Padre solo» en cuanto a su existencia, pero que sus energías proceden del Padre p o r el Hijo o también del Padre y del Hijo 12 . D e esta manera, aunque excluye el Filioque en el plano de la
7. Cf. V. Lossky, Teología mística, o.c. A. de Halleux ha sintetizado estas tesis sacándolas de la obra de Lossky: Rev. Théol. de Louvain 6 (1975) 13 s. 8. S. Boulgakov, II Paráclito, o.c. 231. 9. Ihid., 230. Una posición análoga es la que defiende P. Evdokimov, Lo Spirito Santo nella tradizione ortodossa, o.c. 10. S. Boulgakov, // Paráclito, o.c, 230. 11. B. Bolotov, Thesen über das Filioque. Von einem russischen Théologie: Revue Internationale de Théologie 6 (1898) 681-712, reproducidas en traducción francesa en Istina (1972) 261-289. 12. M. A. Orphanos, La procession du Saint-Esprit, o.c, 38 ss. Se debe un redescubrimiento de la apertura creadora del palamismo a J. Meyendorff, Introduction a l'étude de Grégoire Palamas, Paris 1959.
La Trinidad como historia
La historia del Espíritu
existencia de la Trinidad santa, la interpretación palamita permite cierta recepción del mismo en el plano de la manifestación tanto eterna como histórica de las personas divinas, ya que en ese nivel (que es el del obrar trinitario, de las «energías increadas») no resulta afectada la monarquía del Padre, del que viene todo por el Hijo en el Espíritu santo. Que estas posiciones no son compatibles —o quizás verdaderamente comprensibles— por la tradición teológica occidental, parece demostrarlo la apología decidida del Filioque que propone K. Barth 1J ; está motivada por el radicalismo cristológico barthiano, para quien todo lo que viene del Padre o va a él no puede menos de pasar por el Hijo. «En el misterio eterno del ser de Dios es donde hay que buscar la razón por la que nadie puede venir al Padre sino por medio del Hijo, porque el Espíritu mediante el cual el Padre atrae a sí a los hombres es desde toda la eternidad también el Espíritu del Hijo y por su medio es como el Padre nos hace participar de la filiación divina en Cristo. Si la cristiandad occidental ha tenido toda la razón al reconocer que el Espíritu santo atestiguado por la revelación no es sino el Espíritu de Cristo y si, al obrar así, ha sabido realmente proclamar al Dios eterno tal como él ha querido encontrarse con nosotros, tenemos que solidarizarnos con ella sin vacilación en la lucha que sostuvo para hacer admitir el Filioque» H . La fórmula, con todo lo que significa, se convierte entonces en el baluarte contra cualquier aproximación al Padre que no pase por Jesucristo; y hasta qué punto vale esto, incluso en el aspecto político, lo demuestra la tesis 1 de la Declaración teológica de Barmen, redactada por Barth contra los cristianos alemanes partidarios de Hitler: «Jesucristo, tal como se nos atestigua en la sagrada Escritura, es la única palabra de Dios, que hemos de escuchar y a la que debemos confianza y obediencia en la vida y en la muerte. Rechazamos como falsa la doctrina según la cual la Iglesia, como fuente de su anuncio, puede y debe reconocer, más allá y al lado de esta única palabra de Dios, otros acontecimientos y poderes, otras figuras o verdades, como revelación de Dios» 15. ¡El Filioque se convierte en la señal no sólo de la verdad dogmática, sino hasta de la libertad política de la Iglesia! Sin embargo, no todos los occidentales aceptan esta apología barthiana de la fórmula 16 ; dejando de lado el desinterés de muchos por una cuestión que parece extraña a la actualidad dramática de la vida de las iglesias,
está la crítica de los que consideran el Filioque como una solución inadecuada a un problema real 17, así como la postura más radical de quienes —denunciando cierto monismo cristológico occidental en perjuicio de la pneumatología— ven derivarse del Filioque un ecclesiaque y un homineque, que perjudican por completo la primacía de la libertad y de la gracia 18. El Filioque sería entonces el signo de una «cautividad latina» de la teología, que consistiría sobre todo en la pérdida de la pneumatología, que es necesario redimir.
720
13. K. Barth, Die kirchliche Dogmatik 1/1, 500-511. Barth recoge las tesis de San Anselmo. 14. Ibid., 1/2, 273. 15. El texto, además de en Die kirchliche Dogmatik II/l, aparece en W. Niesel, Bekenntnis-Schriften und Kirchenordnungen der nach Gottes Wort reformierten Kirche, München 1938, 325-337. 16. Cf., por ejemplo, A. Heron, Le «Filioque» dans la théologie réformée récente, en La théologie du Saint-Esprit, o.c, 125-132.
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La pasión del rechazo lo mismo que la de la apología, la crítica tolerante lo mismo que las inquietudes de no pocos occidentales, demuestran que el Filioque afecta a cuestiones que van m u cho más allá de un simple juego verbal o de una disputa académica sin mordiente en la práctica. Son estos diversos niveles tan complejos de profundidad los que hemos de tener en cuenta para encontrar, más allá de las posibles soluciones, el sentido último del problema. N o sólo está en juego una fórmula, sino sobre todo la exigencia — q u e advierten los adversarios y los apologetas— de vincular más la doctrina de la Trinidad con la experiencia vivida de la Iglesia 19 . El Filioque no fue añadido formalmente al símbolo de Nicea-Constantinopla antes del 1014, cuando el papa Benedicto VIII decidió condescender a los deseos del emperador Enrique II, que debía ser coronado por él, insertando en la celebración de la eucaristía en Roma el Credo con la interpolación latina ¿Q. Pero la fórmula es mucho más antigua, ya del siglo IV. La doctrina está presente de varias formas en muchos de los padres, incluso griegos 2I . Agustín fue el que la asumió por completo 22, basando en la economía su teología de la procesión eterna del Espíritu res-
17. Cf. la crítica a Barth de G. S. Hendry, The Holy Spirit in Christian Theology, London 1965, 45-52. 18. T. F. Torrance, Theology in Reconstruction, London 1965, 231, donde se muestra sin embargo que estas consecuencias se deben a un oscurecimiento que se dio en occidente de la intención original de la fórmula. 19. Cf. Memorándum V, en La théologie du Saint-Esprit, o.c, 23. 20. Sobre la historia de la inserción cf. H. B. Swete, On the History of the Doctrine of the Procession of the Holy Spirit from the Apostolic Age to the Death of Charlemagne, Cambridge 1876, 196-226 (documentación: 227.237); M. Jugie, De processione Spiritus Sancti ex fontihus revelationis et secundum orientales dissiden tes, Roma 1936, 243-258; Id., Origine de la controverse sur l'addition du Filioque au Symbole. Photius en a-t-il parléí: Revue des Sciences Phil. et Théol. 28 (1939) 369-395. 21. Pensemos en Cirilo de Alejandría: PG 71, 377 D; 75, 1093 A; 76, 1189 A; etc. 22. Cf. Agustín, De Trinitate, especialmente IV, 20; XV, 26-27.
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La Trinidad como historia 23
pecto al Padre y al Hijo . «Naturaleza apasionada, Agustín tuvo siempre una predilección especial por la caridad... Muy pronto llamó chantas al Espíritu. El primer testimonio de su interés por una teología del Espíritu se orienta hacia esta idea» 24. «Las personas divinas son tres: la primera que ama a la que nace de ella, la segunda que ama a aquella de la que nace y la tercera que es el mismo amor» 25 . Sin embargo, también el Dios Trinidad es amor; ¿cómo puede entonces la caridad ser propia y característica del Espíritu santo? El Espíritu es Aquel que da la caridad, como atestigua la economía, y por eso —in divinis— es el amor dado y recibido, la communio del Padre y del Hijo, procedente del uno y del otro, aunque principaliter del Padre, ya que todo lo que tiene el Hijo le viene del Padre... Siguiendo a Agustín el occidente recibe el Filioque; la fórmula es acogida por la liturgia en la recitación del credo en España (finales del siglo VI: cf. el concilio III de Toledo del 589: DS 470), en Inglaterra y luego, por obra de Alcuino, en la corte de Carlomagno y en el imperio. León III, en el 810, aunque defendiendo la doctrina en la controversia que surgió entre los monjes griegos y los latinos en Jerusalén, se negó decididamente a añadir nada al símbolo, haciendo incluso grabar el texto en griego y en latín sin esa interpolación en dos tablas de plata colocadas a la entrada de la confesión de San Pedro 26. Puede afirmarse que —hasta el siglo XI— las iglesias de oriente y de occidente permanecieron en comunión entre sí a pesar de las dos tradiciones diversas en teología trinitaria y a pesar de que en occidente se profesaba la procesión del Espíritu santo respecto del Padre y del Hijo. La carta de san Máximo el Confesor al sacerdote Marino en el 655 es un ejemplo luminoso de esta comunión en la diversidad, dentro del esfuerzo de una mutua compresión: «Basándose en el testimonio de los padres, (los romanos) han demostrado que no han hecho del Hijo la Causa del Espíritu —realmente saben que el Padre es la causa única del Hijo y del Espíritu, del uno por generación, del otro por procesión (ekpóreusis)—, sino que han manifestado la procesión mediante él y han demostrado así la unidad y la identidad de la esencia» 27. La comunión en la diversidad fue posible porque el occidente nunca quiso negar la monarquía del Padre. En los mismos decretos de los concilios de unión de Lyon (1274) y en Florencia (1439), aunque los latinos llevaron a los ortodoxos a reconocer el filioquismo sin concederles ninguna contrapartida, la intención profunda de la afirmación de la monarquía del Padre, que constituye la verdad del monopatrismo oriental, quedó sufi23. 24. 25. 26. 27.
Cf. la síntesis de Y. Congar, El Espíritu santo, o.c, 518-533. Ibid., 526-527. Agustín, De Trinitate VI, 5, 7. Cf. PL 102, 971-976. PG 91, 136.
La historia del Espíritu
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cientemente respetada 28 . Aun reconociendo por ello la objetiva unilateralidad de la inserción occidental en el símbolo, no se puede afirmar el contraste con la disposición del concilio de Efeso del 431, que prohibía la profesión o la formulación de una fe distinta de la Nicea 29, pero no la explicación eventual de la misma. Así pues, desde el p u n t o de vista histórico hay que señalar tres p u n t o s : v.l)la inserción del Filioque fue ciertamente un gesto unilateral; (2)expresa sin embargo una doctrina y una praxis largamente difundidas en occidente, que no impidieron durante siglos la comunión con el oriente, porque 3)la fe en la monarquía del Padre siempre fue c o m ú n al oriente y al occidente. El sentido histórico de la controversia sobre el Filioque no debe buscarse por consiguiente en un desgarramiento dogmático, sino más bien en la progresiva incapacidad de dos m o d o s diversos de vivir y de pensar, de dos experiencias diversas del Dios vivo, de dialogar y de comprenderse entre sí dentro de una recepción mutua y fecunda que fuese imagen de la comprensión mutua de las personas divinas. La controversia trinitaria entre oriente y occidente expresa paradójicamente la dificultad de realizar en las relaciones históricas concretas la imagen del Dios trino y u n o , en el que los cristianos deben siempre inspirarse de nuevo como en su fuente, su modelo y su meta.
b)
El problema
teológico
La revisión de la historia de la inserción del Filioque en el símbolo requiere la explicitación de la pregunta teológica que subyace al proceso que llevó a profesar la fórmula. ¿Por qué Agustín y los demás padres, por qué la lex orandi de occidente, que es también siempre lex credendi, sintieron la necesidad de afirmar el Filioque} ¿Cuál es la urgencia de la fe y p o r tanto la motivación teológica que los guió y que n o siempre les pareció comprensible a los cristianos de occidente? El p u n t o de partida de la elaboración de la teología del Filioque está en el silencio del símbolo niceno-constantinopolitano respecto a la relación entre el Hijo y el Espíritu: el Hijo es referido al Padre p o r vía de generación eterna; igualmente es referido al Pa28. Cf. A. de Halleux, Pour un accord oecuménique sur la procession de l'Esprit Saint et l'addition du Filioque au Symbole, en La théologie du Saint Esprit, o.c, 86-87. Cf. DS 850 y 1300-1302. 29. Cf. DS 265: éxépav juariv - alteram fidem.
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La Trinidad
como
historia
dre el Espíritu por vía de procesión; pero la relación entre el Unigénito y el Paráclito queda envuelta en el silencio. La lucha contra los pneumatómacos, que tendían a subordinar el Espíritu al Hijo, justifica quizás históricamente este silencio; pero sigue en pie el problema de la relación, bíblica y teológicamente decisiva, entre la segunda y la tercera persona. En el nuevo testamento se encuentra claramente afirmada una reciprocidad y complementariedad entre Cristo y el Espíritu; la relectura trinitaria pascual, al poner de relieve la presencia de los Tres en la memoria de los días del Nazareno, manifiesta en ellos la acción del Espíritu; del mismo modo, en la conciencia de la Iglesia naciente, es en el Espíritu como Cristo estájvivo y es el Espíritu lo que él derrama en plenitud sobre toda carne, llevando a cabo de esté modo la espera del tiempo escatológico de la nueva intervención de Dios por su pueblo. Cristo recibe y da el Espíritu; por eso su misión puede describirse de este modo: «El hombre sobre el cual baje y permanezca el Espíritu es aquel que bautiza en Espíritu santo» (Jn 1, 33). La cristología del Verbo —que ve al Paráclito realizar la obra de Cristo— y la del Espíritu —que ve a Cristo como Ungido del Paráclito— están, como se ha dicho, presentes y operantes la una y la otra en el testimonio neotestamentario. Apoyándose en los textos de la primera es como los occidentales han elaborado la doctrina del Filioque: «(El Espíritu) me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo anunciará» (Jn 16, 14 s). «Después de haber dicho esto, sopló sobre ellos y dijo: Recibid el Espíritu santo» (Jn 20, 22). Estos textos —junto con expresiones como «el Espíritu del Hijo» (Gal 4, 6) e imágenes como la del agua que mana del trono de Dios y del Cordero (Ap 22, 1; en el agua se ve al Espíritu: cf. Jn 4, 10 s; 7, 37.39; Ap 21, 6)— tse refieren a la economía; pero esta consideración vale también para el texto que es la referencia bíblica para la procesión del Espíritu del Padre: «Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad que procede del Padre, él dará testimonio de mí» (Jn 15, 26) 3 0 . El mismo paso de la economía a la «teología» que llevó a cabo el símbolo para la procesión del Espíritu del Padre, lo dieron también los latinos para hablar de la procesión «también del Hijo». Pero sigue siendo verdad que, además de los textos aducidos para fundamentar bíblicamente el Filioque —sacados todos ellos de la línea de la cristología del Verbo—, existen los testimonios propios de la cristología del Espíri-
30. Cf. M. A. Chevallier, L'évangile dejean et le «Filioque"; Revue des Sciences Religieuses 57 (1983) 93-111.
La historia del
Espíritu
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tu. Aquí es donde nace la pregunta de si la relación entre el Hijo , y el Espíritu puede expresarse sólo en una dirección —del Hijo al Espíritu— o si la reciprocidad y la interacción atestiguada ampliamente entre ellos en el nuevo testamento no exigirán quizás una¡ mayor profundización. El Filioque —en otros términos— ¿no avala cierto predominio de la cristología del Verbo a costa de la del Espíritu? O, más en general, ¿no conduce a una cierta subordinación de la pneumatología a la cristología? Lo cierto es que el occidente, que ha expresado el Filioque, se ha visto caracterizado en su desarrollo teológico por un cierto cristomonismo 31 ; los aspectos encarnacionistas del misterio cristiano, sus dimensiones visibles, se han visto privilegiados en la concepción y en la praxis de la Iglesia, de los sacramentos, de la vida espiritual y moral, a costa de la profundidad invisible de la experiencia de la gracia. De todo esto se deducen al mismo tiempo el valor y los límites de la teología del Filioque. Esta teología responde a una exi-i gencia real, bíblicamente fundada y significativa para el conjunto I de la existencia creyente, la de relacionar más en concreto entre sil al Hijo y al Espíritu; sin embargo, le_da a esta exigencia una res-1 puesta parcial, ya que no pone suficientemente en evidencia la re- | ciprocidad que existe entre las dos personas. Esta reciprocidad no \ se pone mejor de relieve tampoco en la fórmula «per Filium», uti- ; lizada en contextos teológicos diversos, en Bizancio, así como en i occidente y en la teología moderna. Escribe Juan Damasceno: «El Espíritu es el Espíritu del Padre..., pero es también el Espíritu del Hijo, no porque proceda de él, sino porque procede mediante (Siá) él del Padre, porque no hay más que una sola Causa, el Padre» 32. Sabido es que el concilio de Florencia, refiriendo la posición occidental a la teología del Filioque y la oriental a la teología del per Filium, quiso afirmar la compatibilidad y la equivalencia de estas dos formulaciones, e incluso su complementariedad, basándose en el uso que hacen los padres de la una y de la otra 33 . ' N o cabe duda de que esto es verdad, si la intención de ambas fór-., muías (más clara en el per Filium) es indicar una función del Hijo que respete la monarquía del Padre, en la procesión del Espíritu. ¡ Sin embargo, también el per Filium —más allá de las críticas que
31. Cf. Y. Congar, Pneumatologie ou «christomonisme» dans la Tradition latine? en Ecclesia a Spiritu Sancto edocta. Mélanges théol. G. Philips, Gembloux 1970, 41-63. 32. Exposición de la fe ortodoxa I, 12: PG 94, 849 B. Cf. también la carta sinódica del patriarca Tarasio al VII concilio ecuménico de Nicea en el 787: Mansi, Collectio conciliorum, XII, 1122. 33. Cf. Y. Congar, El Espíritu santo, o.c., 619 ss.
126
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La historia del Espíritu
reconocen en él un papel demasiado débil, sólo instrumental del Hijo 3 4 — n o pone de relieve la interacción que —en el plano de la economía— se revela entre Cristo y el Paráclito. Podemos decir entonces que el problema de las relaciones eternas, que n o son relaciones de origen (o sea, la existente entre el Hijo y el Espíritu), y la cuestión adjunta de la relación entre la cristología y la pneumatología, n o han encontrado en la controversia del Filioque, tanto en occidente como en oriente, una perspectiva satisfactoria de elaboración. El sentido de la cuestión en torno a la procesión del Espíritu sigue estando entonces plenamente vivo; el silencio del símbolo sobre las relaciones entre el Hijo y el Espíritu, confrontado con el testimonio del nuevo testamento sobre la interacción entre Cristo y el Paráclito, sigue siendo aún una cuestión abierta, que reviste aspectos múltiples de importancia vital para la existencia cristiana. Tanto las exageraciones visibilístas del cristomonismo, como los excesos pentecostales y carismáticos, exigen un estudio en profundidad de, la relación entre cristología y pneumatología, o bien una lectura más plenamente trinitaria de todo el misterio cristiano. El Filioque adquiere así un valor teológico casi apofático; n o sólo tiene sentido p o r lo que dice, que ya es m u c h o , sino también por lo que evoca y lo que n o dice...
pues, la forma procederé dice avanzar dejando sitio a aquello de donde uno se aleja y con lo que se permanece unido por el mismo acto; no es el salir del origen, sino el progresar a partir del origen. La transposición griega de procederé es más bien jtooxcÓQEiv, que tiene el mismo sentido del término latino; es interesante observar a este propósito que el término trinitario circumincessio corresponde al griego jt£Qi%cí)Q'no'ic,, que no indica la relación de origen, sino la inhabitación mutua de las personas divinas. 'ExrcoQEÚoum y procederé, por consiguiente, no son equivalentes, sino que evocan actos diversos, original y absoluto el primero, propio de un desarrollo continuo el segundo 37 . Más que processio, el término productio podría evocar la fuerza de la relación de origen que connota el griego EXJTOQEUÓUCU. En una palabra, el latín no logra expresar el valor que los griegos atribuyen con toda justicia al verbo usado en Jn 15, 26. Por eso, mientras que en griego la fórmula «también del Hijo» resuena como un atentado a la monarquía del Padre, único origen y fuente de la Trinidad, no puede decirse lo mismo del latín «ex Patre Filioque procedit». El mismo santo Tomás percibió la importancia de esta diferencia lingüística: «Aliquid enim incovenienter in lingua latina dicitur quod propter proprietatem idiomatis convenienter in lingua graeca dici potest» 38. Además, si se tiene en cuenta la correspondencia de significado entre procederé y los verbos griegos JTQOÍTJUA - Jzgoxéofiai, utilizados por los padres para indicar la misión en el mundo 39, se podría concluir que, mientras que el griego del símbolo se refiere a la relación eterna de origen entre el Padre y el Espíritu, como se manifiesta también por la sustitución de la preposición JtcxQá del texto de Juan por la preposición éx, el procederé latino tiene una mayor indeterminación de sentido. Aplicado al Filioque, el verbo expresaría la misión del Espíritu de parte del Hijo, evocando sólo un fundamento intratrinitario de la misma, aun cuando aplicado al Padre recuerda la idea de la generación eterna que supone el griego. Semejante lectura «asimétrica» del procederé latino —o sea, distinta en relación con el Padre y en relación con el Hijo— no es filológicamente infundada y podrían recibirla también los seguidores de la distinción palamita entre existencia y energía, para quienes la procesión del Espíritu en el plano de la existencia es sólo del Padre, mientras que en el plano de las energías puede ser también del Padre por el Hijo o del Padre y del
La cuestión teológica remite a la formulación lingüística que ha recibido; también en este plano —de gran importancia para la comprensión recíproca entre dos mundos culturales diferentes como el oriente y el occidente— el Filioque tiene un carácter de parcialidad. Se deduce de la comparación entre el texto griego y el latino del símbolo del 381: (mcrtEiJOuev) eiq t ó jtveüua TÓ áyiov... TÓ EX Jtatoóc; exitogevó^evov... = (credo) in Spiritum sanctum... qui ex Patre (Filioque) procedit3>'. El término clave es en griego el éxJtOQ£l>óu.EVOV, en latín el procedit. Hay que decir enseguida que entre los dos términos no hay una equivalencia perfecta. 'ExjiOQEÚoum —que el símbolo ha sacado de Jn 15, 26— indica manar de la primera fuente, el origen absoluto i6; este verbo viene de la raíz jtógoc, (= tránsito, vado) y del verbo jtooeúo) (= hacer pasar), reforzados por la preposición de origen k%. La forma media acentúa este valor de originalidad del acto expresado por el verbo. Mucho menor es la fuerza del latín procederé; indica el ir hacia adelante, el desarrollarse de un proceso continuo; se deriva de cederé, que quiere decir moverse dejando sitio, retirarse, y del prefijo pro, que significa «hacia adelante». Así 34. Cf. K. Barth, Die kirchlkhe Dogmatik 1/1, 500 ss. 35. DS 150. 36. Cf. F. Hauck y S. Schulz, en Grande lessico del Nuovo Testamento, 10, 1416-1446.
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Hijo. Por esta misma diferencia de sentido en las dos lenguas el papa Bene37. Ya había señalado esta diferencia Dóllinger en la segunda Conferencia de Unión en Bonn entre ortodoxos y viejos católicos; cf. K. Stalder, Le Filioque dans les Eglises vieilles-catholiques et dans leur théologie, en La théologie du Saint-Esprit, o.c, 117. 38. Tomás de Aquino, De potentia, 10, 1, ad 8. 39. Cf. Y. Congar, El Espíritu santo, o.c, 486 ss.
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dicto XIV, en la bula Etsi pastoralis del 26 de mayo de 1742, afirmó que el Filioque no es obligatorio para los católicos de rito oriental; análogamente, la liturgia en griego de los católicos latinos no recoge esta fórmula 40 . Como fácilmente se puede vislumbrar, no pocos equívocos que surgieron en la controversia del Filioque se debieron a esta diferencia lingüística; este dato recuerda la relatividad y la provisionalidad de cualquier formulación cuando nos las tenemos que ver con el misterio del Dios trinitario: «Actus autem credentis non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem» 41. En particular, la cuestión del Filioque nos pone en guardia contra el uso fácil de términos generales en este terreno (como el término processio); al hablar de la Trinidad inmanente no se debe totalizar, sino que hay que ser concretos. Hay que narrar, más bien que hacer abstracciones: «La ortodoxia —afirma Moltmann escribiendo sobre el Filioque— tiene su fundamento en la diferenciación narrativa. En el corazón de la teología cristiana está la historia eterna que constituye al Dios uno y trino en sí mismo. Toda narración exige tiempo. Para decir al Dios uno y trino, el hombre tiene que tomarse tiempo. Y esto es más conveniente para la presencia eterna de Dios que la abstracción en el concepto que disuelve el tiempo y no hace más que sugerir una eternidad intemporal» 42. También en el terreno lingüístico, por consiguiente, el Filioque es un test para el proceso de la investigación, para esa ulterioridad de sentido que hay que buscar siempre en nuestro hablar sobre Dios...
tituye el nivel hermenéutico del problema del Filioque, en el que se oponen dos m u n d o s , dos formas de experiencia espiritual, dos «paradigmas» de teologizar. Los términos de la diferencia pueden distinguirse en la manera distinta de entender las relaciones entre la Trinidad económica y la Trinidad inmanente, entre el Deus revelatus y el Deus absconditus: «La diversidad entre oriente y occidente, en lo que concierne a la introducción del Filioque en el símbolo de Nicea-Constantinopla, expresa la diferencia de relación a nivel cognoscitivo entre la Trinidad económica y la Trinidad inmanente» 4 3 . El oriente tiende a distinguir la economía de la teología; heredero del pensamiento griego, no renuncia ciertamente a los recursos de la razón, pero los circunscribe frente a la transcendencia del Dios cristiano, afirmando la incomprensibilidad y la inefabilidad del misterio. Juan Crisóstomo escribió un tratado sobre la incomprensibilidad de Dios 4 4 ; las páginas de la Vida de Moisés de Gregorio Niseno son un himno a la inaccesibilidad d i v i n a 4 5 ; la teología negativa del Pseudo-Dionisio Areopagita há influido enormemente en el alma cristiana 4 6 . Este fuerte sentido de la transcendencia divina ha llevado p o r una parte a exaltar la monarquía del Padre, de quien se deriva t o d o don y que es la fuente de la unidad trinitaria, y por otra a rechazar la identificación entre la revelación histórica del Dios trino y su misterio inmanente e inaccesible. En el conocimiento de fe sigue habiendo un salto; la orilla última del tiempo n o es la de la eternidad; el misterio en su totalidad insondable, el Dios soberano y transcendente, n o se resuelve en t o d o lo que la revelación nos permite profesar. Aquí hunde sus raíces el espíritu contemplativo y adorante propio de la gran tradición teológica oriental. El occidente se mueve en dirección contraria; el espíritu latino, práctico y amigo de lo concreto, razona a partir del lugar histórico en que se nos ha ofrecido el mismo Misterio: la revelación. La teología n o puede separarse de la economía; el acceso a la Trinidad inmanente n o es más que la Trinidad económica. La misión del Hijo de parte del Padre fundamenta su generación eterna, del
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Las
perspectivas
En el fondo de la controversia entre oriente y occidente en torno al Filioque no se halla tan sólo la percepción más o menos marcada de un problema teológico —el de la relación entre el Hijo y el Espíritu—, ni sólo una diferencia de lenguaje; más radicalmente se puede afirmar que hay una diversidad de maneras de pensar, una variedad de aproximaciones al misterio. Esta diversidad cons40. Cf. F. Rouleau, A propos du «Filioque». Document: Instruction pastorale de l'episcopat catholique de Gréce: Les Quatre Fleuves 9 (1979) 73-78. El documento es de 1973. 41. Tomás de Aquino, ST II/II, 1, 2, ad 2. 42. J. Moltmann, Propositions dogmatiques en vue d'une solution a la querelle du «Filioque», en La théologie du Saint-Esprit, o.c., 189 (cf. todo el artículo 179-189, reproducido también en Id., Trinidad y reino de Dios, o.c., 194 ss). Moltmann propone —para interpretar el texto del símbolo— la forma: «Creo en el Espíritu santo que procede del Padre y del Hijo y recibe su forma del Padre y del Hijo». Esta propuesta evoca en cierto modo la distinción palamita de los dos planes de la existencia (proceder) y de las energías (recibir forma).
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43. D. Ritschl, Remarques sur l'bistoire de la controverse du «Filioque» et ses implications théologiques, en La théologie du Saint-Esprit, o.c., 69. La diferencia entre los dos planteamientos teológicos ha sido señalada por la tesis clásica, excesivamente simplificada, de Th. de Régnon, Etudes de théologie positive sur la sainte Trinité I I I , Paris 1892; III-IV, 1898. 44. S. Chr. 28, Paris 1951. 45. S. Chr. 1, Paris 1955. 46. Cf. mi ensayo V universo dionisiano nel Prologo della i Mística Teológica»: Medioevo 4 (1978) 1-57.
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mismo m o d o que la misión del Espíritu «ex Patre Filioque» fundamenta su procesión de ambos. «El Filioque en la teología occidental ha nacido de la negativa a distinguir entre Trinidad económica y Trinidad inmanente» 4 7 . Se ha visto cómo esta tesis de la identificación recíproca entre la economía y la teología en el terreno trinitario ha sido formulada claramente en nuestros días por K. Rahner 4 8 . En la historia de la cristiandad occidental semejante forma de pensamiento ha ejercido no poca influencia; aun sin compartir las observaciones críticas de Lossky, hay que reconocer que el valor que se le ha atribuido en occidente a lo visible y a lo histórico en la experiencia de la fe ha repercutido en la eclesiología con una acentuación «jerarcológica», en la teología sacramental con los excesos de la doctrina del ex opere operato, en moral con una especie de objetivismo normativo y por tanto con una cierta heteronomía ética; consecuencias todas ellas, n o tanto del Filioque, sino, del modelo de pensar que subyace a este planteamiento. A partir de semejantes consideraciones ha surgido la crítica de Y. Congar a la tesis rahneriana y p o r tanto a la estructura hermenéutica que en ella se refleja; aun admitiendo que la Trinidad económica es la Trinidad inmanente, Y. Congar cree que no hay que aceptar el «recíprocamente» que le añade K. Rahner, en nombre de la incognoscibilidad y de la transcendencia divina, así como de la autocomunicación escatológica del Dios cristiano, del «todavía no», es decir, de nuestra esperanza creyente 4 9 . Estas observaciones pueden ayudar a suavizar la tesis «occidental», recuperando el valor del apofatismo oriental y de la escatología bíblica. Podría deducirse de aquí la afirmación de una relación en cierto sentido dialéctico entre Trinidad económica y Trinidad inmanente: relación de identidad, ya que la economía encuentra su fundamento y su correspondencia en la inmanencia divina; relación de alteridad, ya que la transcendencia del Dios trinitario supera infinitamente los límites de su revelación histórica; relación de superación, ya que en la plena revelación escatológica, cuando «Dios sea todo en todos» (1 C o r 15, 28), la Trinidad económica se identificará con la inmanente. Esta relación dinámica remite a un modelo de pensamiento histórico-dinámico, que supera el paradigma subyacente a la identificación occidental entre economía y teología. Este modelo se deriva de la moderna conciencia histórica; en él la relación entre el Deus revelatus y el Deus
47. 48. 49.
D. Ritschl, Remarques..., o.c., 70. Cf., por ejemplo, K. Rahner, El Dios trino..., o.c., 370-371. Y. Congar, El Espíritu santo, o.c., 454 ss.
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absconditus no se resuelve en el sentido de la simple identidad (línea occidental), ni en el de la fuerte alteridad (línea oriental), sino que se sitúa en los términos de una identidad en la alteridad. Si la identidad entre la economía y la teología lleva a profesar el Filioque, y la alteridad entre ambas conduce a negarlo, la dialéctica reconoce al mismo tiempo el valor y la parcialidad de la fórmula, remitiendo a una profundidad más plena de la reciprocidad económica entre el Hijo y el Espíritu en su origen inmanente —siempre insondable, aunque innegable—, que se nos revelará plenamente en la gloria prometida. La asunción del paradigma históricodialéctico llega a afectar de este m o d o a toda la teología trinitaria; exige la lectura «económica» del misterio trinitario (la Trinidad «en la historia»); la profundización humilde y adorante de la correspondencia inmanente de la historia del Padre, del Hijo y del Espíritu santo (el pensar históricamente la Trinidad, captando su dinamismo a partir de la reciprocidad de las personas que nos atestigua la historia de la revelación: la Trinidad «como historia»); la lectura trinitaria de la historia y de su sentido (el pensar trinitariamente la historia, sacando las consecuencias de la reciprocidad intratrinitaria para superar todo «cristomonismo» y todo «pneumatomonismo» en la praxis y en la teoría cristiana: la historia «en la Trinidad»); y la apertura a la hora escatológica del cumplimiento trinitario de la historia (¿la historia como Trinidad?), que excluya sin embargo toda reducción del misterio transcendente al mero horizonte histórico-mundano. El problema hermenéutico del Filioque, por consiguiente, revela el problema hermenéutico de toda la teología trinitaria, que es preciso replantear a partir de nuevas formas de pensamiento a fin de asumir con mayor fidelidad la complejidad del testimonio bíblico y de la experiencia espiritual de los creyentes, superando las antiguas contraposiciones entre oriente y occidente en un m o delo diverso de reflexión y de vida. En este sentido cabe decir que «el verdadero problema, el único cuya solución estará cargada de promesas desde el p u n t o de vista hermenéutico, se sitúa en el nivel de la manera de abordar —una vez más y después de tantos esfuerzos— la relación entre la Trinidad económica y la Trinidad inmanente, es decir, una nueva articulación trinitaria» 50 . El p r o blema ecuménico nos remite así al problema hermenéutico; la diversidad de contenidos revela una diversidad de mundos de pensamiento. La superación dialógica de esta diversidad es la metánoia ecuménica, el cambio de mentalidad necesario para pensar juntos, de forma nueva, el Misterio. 50.
D. Ritschl, Remarques..., o.c, 75.
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Así pues, ¿cuáles son las perspectivas que surgen para el diálogo ecuménico o para la investigación teológica de los diversos niveles de sentido de la cuestión del Filioque} Desde el punto de vista del diálogo ecuménico es necesario reconocer el dato histórico de la unilateralidad de la inserción del Filioque por parte de la tradición occidental; la forma original del símbolo del 381 —tal como la profesan los cristianos de oriente— es la única normativa para todos. Sin embargo, la inserción no se llevó a cabo a costa de la ortodoxia, sino con la intención de explicitar —aunque sólo parcialmente— el silencio de ese texto sobre la relación entre el Hijo y el Espíritu. Nunca pusieron en duda los latinos la monarquía del Padre, como tampoco los orientales quisieron negar una relación peculiar entre el Espíritu y el Hijo: «En la fe concuerdan oriente y occidente» 51 . En este sentido se puede decir que el Filioque es la expresión latina de la misma y única fe que los griegos expresaron de manera distinta al hablar de la procesión del Espíritu del Padre como fuente absoluta, por medio del Hijo. «Sí podemos fijar como objetivo, y es posible alcanzarlo, el reconocimiento al mismo tiempo de la unidad de la fe de las dos partes de la catolicidad y la legítima diferencia de dos expresiones dogmáticas del misterio» 52 ; ésta fue, más allá de las intolerancias que es preciso reconocer, la intención del concilio de Florencia. Por tanto, no se trata de admitir un inadmisible pluralismo dogmático, sino de aceptar un pluralismo teológico, que es en el fondo el que muestra mayor respeto por la inaferrabilidad del misterio. Consiguientemente, podría pedírseles a los latinos que hicieran facultativo el Filioque en el símbolo 53 y a los griegos que reconocieran plenamente, incluso gracias a este gesto, la ininterrumpida comunión de fe dogmática con el occidente, no afectada por la inserción de esta fórmula. Desde el punto de vista de la investigación teológica sigue estando abierto el problema engendrado por el silencio del símbolo; es necesario profundizar en la reciprocidad del Hijo y del Espíritu, de la cristología y de la pneumatología. Hay que superar los posibles reduccionismos, bien en sentido «cristomonista», con una acentuación exagerada de las mediaciones visibles de la experiencia de gracia, bien en sentido «pneumatomonista» con los excesos espiritualistas o carismáticos. Hay que desarrollar una cristología pneumatológica dentro de una teología total e integralmente tri51. Y. Congar, El Espíritu santo, o.c, 440. 52. Ibid., 634-635. 53. La supresión del «Filioque» ha sido aceptada por los viejos católicos y por los anglicanós (Lambeth Conference 1978).
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nitaria 54 . Esta última tarea remite a su vez a la asunción de un modelo hermenéutico, capaz de superar las estrecheces de las contraposiciones entre oriente y occidente. De esta tarea no podrán librarse las siguientes reflexiones, dirigidas a desarrollar una teología del Espíritu santo dentro de una teología trinitaria que «habla de Dios, narrando el Amor». 3.
El Espíritu como Amor personal
¿Cómo hay que concebir la historia del Espíritu en la historia trinitaria de Dios? Partiendo de la economía de la salvación, en la que el Espíritu se manifiesta como aquel que abre en la libertad y une en el amor, Espíritu de la separación de la cruz y de la comunión de pascua, es posible recoger en una visión de conjunto el doble mensaje de oriente y de occidente. Plenamente conscientes de que sólo nos encontramos en el umbral del misterio, diremos entonces que, respecto a la distinción entre el Padre y el Hijo, eterno Amante y eterno Amado, el Espíritu recibe del Padre principalmente y del Hijo, en cuanto que el Hijo es dado por el Padre, ser el vínculo personal de su unidad, esencialmente uno él mismo con ellos; y respecto a la unidad del Padre y del Hijo, el Espíritu representa al Tercero en el amor, Aquel a quien el Padre ama por el Hijo, más allá y por medio del Amado, siendo por eso mismo personalmente el don del amor, el éxtasis del Amante y del Ama-
54. A estas reflexiones y desarrollos invitan las Tesis sobre el Filioque, elaboradas en el congreso de la Asociación teológica italiana de 1983, recogidas en Rassegna di Teología 25 (1984) 87 s. Después de una premisa hermenéutica (tesis 1: sobre Trinidad e historia) y otra teológica (tesis 2: la relación Trinidad e historia se reduce a la relación Hijo-Espíritu sobre la que calla el símbolo niceno-constantinopolitano), ponen de manifiesto cómo el punto de partida de toda reflexión trinitaria tiene que ser la pascua (tesis 3), a cuya luz hay que captar la relación de reciprocidad y complementariedad entre el Hijo y el Espíritu en el movimiento del pasado al presente de la fe (tesis 4: el problema de la tradición), en el presente de la misma (tesis 5: la existencia eclesial) y en la apertura al futuro (tesis 6: iglesia-reino de Dios), para concluir en el reflejo inmanente de esta misma relación (tesis 7). Esta última tesis subraya la doble función del Espíritu en la comunión trinitaria, de apertura (el Espíritu, pleroma o futuro del Hijo) y de vínculo de unidad (el Hijo, reposo o preente del Espíritu): «El reflejo de esta reciprocidad y complementariedad en las fórmulas relativas a la vida trinitaria lleva a afirmar una posible doble tesis integrativa del Filioque: el Espíritu se relaciona con el Padre como con su fuente y con el Hijo como pleroma o futuro del Hijo; éste se relaciona con el Padre como con su fuente y con el Espíritu como reposo o presente del Espíritu. Esta reciprocidad —envuelta en el silencio del símbolo— es el fundamento insondable, pero innegable, de las tesis anteriores» (88).
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do, su apertura, el término de su oblatividad pura, otro respecto a los dos. El Espíritu es el vínculo personal de la unidad entre el Padre y el Hijo; es el amor dado por el Amante y acogido por el Amado, distinto del Padre porque recibido del Hijo, distinto del Hijo porque dado del Padre, uno con ellos por ser amor dado y recibido en la unidad del proceso del amor eterno. En este sentido procede del Padre, principio y fuente del amor divino, procediendo también del Hijo en cuanto que el Padre comunica al Amado el amor y éste es uno con el Padre en el amor que ha recibido. «Creemos también que el Espíritu santo, que es la tercera persona de la Trinidad, es Dios uno e igual con Dios Padre e Hijo, de una misma sustancia y también de una misma naturaleza; pero no es engendrado ni creado, sino procedente de ambos, Espíritu del uno y del otro. Creemos además que este Espíritu santo no es ni inengendrado ni engendrado, para no afirmar dos Padres si lo dijésemos inengendrado, o no mostrar que predicamos dos Hijos si lo dijésemos engendrado; decimos sin embargo que no es el Espíritu del Padre solamente ni del Hijo solamente, sino juntamente del Padre y del Hijo. En efecto, no procede del Padre en el Hijo, ni procede del Hijo para santificar a la criatura, sino que se demuestra que procede juntamente del uno y del otro, porque se reconoce que la caridad y la santidad son del uno y del otro» 55. «Adorado y glorificado con el Padre y con el Hijo, llamado como ellos con el título de Señor 56, el Espíritu es Dios como ellos, uno con ellos en el plano del ser divino en la historia eterna del amor; se distingue de ellos en cuanto que procede de ellos como comunión del uno y del otro, nexo o vínculo de su amor, amor recíproco del uno y del otro, el nosotros del Padre y del Hijo en persona» 57 : «Así pues, el Espíritu es una especie de inefable comunión del Padre y del Hijo (ineffabilis quaedam communio)» 58. «Este Espíritu santo, según las sagradas Escrituras, no es el Espíritu solamente del Padre, ni solamente del Hijo, sino de ambos, y por eso nos hace pensar en la candad común con la que se aman mutuamente el Padre y el Hijo» 59. «Tanto si es la unidad del uno y del otro, o su santidad, o su amor, como si es su unidad porque es su amor o es su amor porque es su unidad, está claro que no es uno de los
55. Concilio XI de Toledo (675): DS 527. 56. Es la afirmación del Niceno-constantinopolitano: DS 150. 57. Es la tesis de H. Mühlen, Der Heilige Geist ais Person, o.c. 156, por ejemplo. 58. Agustín, De Trinitate 5, 11, 12. 59. Ibid., 15, 17,27.
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dos aquel en quien el uno y el otro están unidos y el engendrado es amado por el engendrante y ama a aquel que lo engendra... Así pues, el Espíritu santo es todo lo que es común al Padre y al Hijo...; es la misma comunión consustancial y eterna» 60. Por este motivo, cuando se habla del Padre y del Hijo, puede no hablarse del Espíritu, pero su presencia se presupone como la presencia de su unidad y de su paz: «¿Por qué el apóstol no habla del Espíritu santo (en pasajes como 1 Cor 3, 22 s ó 1 Cor 11, 3)? Quizás porque en todas partes se menciona una realidad unida a otra con una paz tan profunda que de las dos se hace una sola, y consiguientemente hay que pensar en esa misma paz, aunque no se nombre» 61 . En cuanto comunión del uno y del otro, su unidad o su paz, el Espíritu procede del uno y del otro, aunque primariamente del Padre, ya que todo lo que tiene el Hijo lo ha recibido del Padre: «En efecto, si todo lo que tiene el Hijo lo tiene del Padre, recibe también del Padre el que el Espíritu santo proceda también de él... El Hijo ha nacido del Padre, el Espíritu santo procede principalmente (principaliter) del Padre y, por el don que el Padre hace de él al Hijo sin ningún intervalo de tiempo, procede juntamente (communiter) del uno y del otro» 62 . En la historia eterna del amor el Espíritu es por consiguiente el amor que desborda del Padre y se derrama en el Hijo, que al recibirlo es uno con el Padre v por eso mismo hace que de él proceda el amor: otro respecto al Padre, porque dado por él, el Espíritu es amor que se distingue del Amor amante; otro respecto al Hijo, porque ha sido recibido por él y procede de él en la unidad con el Padre, con lo que el Espíritu se distingue del Amor amado; así pues, distinto del Padre y del Hijo lo mismo que el amor mutuo se distingue del Amante y del Amado, ¿en qué se diferencia el Espíritu del amor común a los tres? Agustín advirtió la fuerza de este interrogante 63 : si el Espíritu se identificase con el amor sustancial del Padre y del Hijo, ya no habría Trinidad, sino sólo dos —el Amante y el Amado— en la única realidad del amor. Por eso es necesario distinguir entre el amor en cuanto dado y recibido en la relación entre el Padre y el Hijo, y el amor en cuanto co60. Ibid., 6, 57. 61. Ibid., 6, 9, 10. 62. Ibid., 15, 26, 47; cf. también, por ejemplo, 4, 20, 29; 5, 14, 15. El Espíritu procede del Hijo para santo Tomás como el amor procede del verbo: «Non enim aliquid amamus, nisi secundum quod conceptionem mentis apprehendimus»: ST I, 36, 2c. 63. Cf. Agustín, De Trinitate 15, 17, 27ss: toda la Trinidad es Amor. Sin embargo, es el Espíritu el que, en relación con el Padre y el Hijo de los que es comunión, recibe propiamente el nombre de caridad: 15, 17, 29 s.
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de la comunión (cf. 2 C o r 13, 13), que realiza la unidad del Cuerp o de Cristo (cf. 1 C o r 12, 3; Ef 4, 3 s; Flp 2, 1; etc.). D e esta forma, gracias a la acción del Espíritu santo, la comunión eclesial es icono de la Trinidad, experiencia fecunda de la unidad de amori del Padre y del Hijo.
m ú n a los tres; en el primer caso tenemos el Amor personal, el Espíritu en cuanto distinto del Amante y del A m a d o , aunque u n o con ellos en el amor; en el segundo caso tenemos el amor sustancial, que es la misma naturaleza divina, la esencia de la divinidad 6 4 . La relación es lo que distingue en el amor divino: la relación del Engendrante con el Engendrado, del Amante con el A m a d o (la «paternidad» del Padre); la relación del Engendrado con el E n gendrante, del A m a d o con el Amante (la «filiación» del Hijo); y la del Espíritu santo que se relaciona con los dos, como su amor recibido y dado (la «espiración» pasiva, es decir, el ser dado por el Padre y recibido por el Hijo, distinta de la «espiración» activa que, en cuanto acto del dar y del recibir, se identifica ya respectivamente con el Padre que da y con el Hijo que acoge). «El Espíritu santo es, junto al Padre e Hijo, una tercera relación divina, a saber: la relación entre las relaciones del Padre y del Hijo; por tanto, la relación de las relaciones... Dios en la unidad del Padre que entrega y el Hijo entregado, es el acontecimiento de la donación o entrega que en la relación entre amante y amado es el amor mismo. El Espíritu, que procede del Padre y del Hijo, es el que, garantizando la distintibilidad, constituye la unidad del ser divino como aquel acontecimiento que es el amor mismo... Sólo el Espíritu de Dios, en cuanto relación de relaciones, constituye el ser del amor como acontecimiento» 65 . En esta caracterización del Espíritu como amor personal, vínculo de la unidad entre el Padre y el Hijo en su distinción con ellos, amor en cuanto unificante, es donde se ofrece la raíz intratrinitaria de la obra de unidad que el mismo Espíritu realiza en la historia de la salvación; él realiza la unidad de los creyentes en el espacio y en el tiempo, a imagen de la unidad trinitaria. En el tiempo el Espíritu une el pasado al presente, reactualizando los acontecimientos salvíficos en la memoria eficaz del misterio celebrado y vivido: «Os he dicho estas cosas cuando estaba aún entre vosotros. Pero el Consolador, el Espíritu santo que enviará el Padre en mi nombre, él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho» (Jn 14, 25 s). Análogamente, el Espíritu une el presente y el futuro, trayendo al presente de los hombres el futuro de D i o s : él es la primicia, las arras (cf. R o m 8, 2 3 ; 2 C o r 1, 22; 5, 5; Ef 1, 14), la prenda de la esperanza que no engaña (cf. Rom 5, 5). En el espacio él une a los creyentes entre sí c o m o principio de la unidad de la Iglesia; es el Espíritu
Si respecto a la distinción entre el Padre y el Hijo el Espíritu es el vínculo personal de su unidad, A m o r unificante entre el A m o r amante y el A m o r amado, respecto a la unidad del Padre y el Hijo él es en persona el don del amor, su apertura al otro y ese mismo o t r o , el tercero en el amor, amado p o r el Padre y el Hijo, en el movimiento de la infinita oblatividad del amor divino. En este sentido procede del Padre, fuente de la divinidad, a través del Hijo, p o r medio y más allá de él, según el orden que atestigua la econ o m í a de la salvación: Dios Padre derrama su Espíritu sobre el H i j o , que a su vez lo entrega al Padre en lFEora de la cruz y, una vez que lo ha recibido en plenitud en la líora nueva de pascua por el Padre, lo da en abundanek-a-toda-carne. El Espíritu es el «dad o r de vida» 66, «enviado por~eTiihó y p o r el otro, como el Hijo p o r el Padre, pero n o considerado como menor que el Padre o el H i j o , c o m o el Hijo afirma que es m e n o r que el Padre y el Espíritu en virtud de la carne que ha asumido» 6 7 . Es el don de Dios (cf. H e c h 2, 38; 8, 20; 10, 45; 1 1 , 1 7 ; H e b 6, 4; 1 Jn 4, 13: cf. además Jn 4, 10: «Si conocieras el don de Dios...», leído en relación c o n Jn 4, 14: «el agua que y o daré» y con Jn 7, 37-39: «El que tenga sed, venga a mí y beba el que cree en mí; como dice la Escritura, de su seno brotarán ríos de agua viva. Dijo esto refiriéndose al Espíritu que habrían de recibir los que creyeran en él»: es la exégesis de Agustín para demostrar que el Espíritu es el don de D i o s ) 6 8 . La idea del Espíritu don, éxtasis de Dios hacia el otro, se expresa en los padres griegos mediante la fórmula m u y frecuente en ellos: «Del Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu»: «El ( enunciado de un dinamismo en el que el Espíritu es aquel en quien , termina el proceso... Se trata de un orden económico, pero que trad u c e el de la Trinidad inmanente. Según este orden, el Espíritu es aquel p o r quien se consuma la comunicación de Dios. Económi-
64. Establece claramente esta distinción santo Tomás, I, 37, 1: «Nomen amoris in divinis sumi potest et essentialiter et personaliter». 65. E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, o.c., 476.
66. Cf. el símbolo niceno-constantinopolitano: DS 150. 67. Concilio XI de Toledo (675): DS 527. 68. Cf. Agustín, De Trinitate 15, 19, 33. También para santo Tomás «donum» es nombre propio del Espíritu santo: ST I, 38.
4.
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camente se le atribuyen la santificación, el perfeccionamiento. En la Tri-unidad de Dios es él la consumación...» 69. En este sentido el Espíritu es la sobreabundancia del amor divino, la plenitud desbordante, el éxtasis de Dios, Dios como pura excedencia, Dios como emanación de amor y de gracia 70 ; y precisamente por esto es Espíritu creador que colma el corazón de los fieles, el Paráclito que socorre y conforta, el don del Dios altísimo, la fuente viva, el fuego, el amor, la unción espiritual (himno Veni, Creator Spiritus). El dinamismo de la apertura inmanente del amor divino, por el que del Padre mediante el Hijo desborda el amor en el Espíritu, se refleja así en el dinamismo de la creación y de la salvación, en el que todo es dado por el Padre mediante el Verbo en el Espíritu: éste es el objeto de la contemplación del oriente 71, su mensaje vivo, que no se contrapone, sino que se integra con el de occidente, en una vinculación más fuerte de economía y de inmanencia en la experiencia adorante y refleja del misterio 72. El Espíritu es irradiación personal del amor divino: «Dios (el amor) no solamente como el que ama y el amado está ahí (existe), sino que en cuanto Espíritu santo va más allá de sí mismo y determina así la relación entre el yo que ama y el tú amado» 73. Precisamente por ser libre sobreabundancia del amor, el Espíritu alcanza al otro en su absoluta gratuidad; es decir, no se posa ante todo sobre lo que es ya, sino que llama de la nada todas las cosas; no alcanza a lo que ya es bueno y hermoso, sino que hace bueno y hermoso todo lo que alcanza. En el Espíritu Dios ama a las ovejas descarriadas (cf. Mt 15, 24 y Le 15, 4-7), a los pecadores y enfermos (cf. Le 5, 31 s), a los perdidos (cf. Le 19, 10), en una palabra, a los últimos a los que nadie ama. «Dios ha escogido a lo que hay de necio en el mundo para confundir a los sabios, Dios ha escogido a lo que en el mundo es débil para confundir a los fuertes, Dios ha escogido a lo que en el mundo es innoble y despreciado y lo que es nada para reducir a la nada a las cosas que son...» (1 Cor 1, 27 s). En cuanto apertura radical y gratuita del amor divino, libre y liberador, el Espíritu se ofrece como Aquel que revoluciona la historia, que inquieta el reposo, suscitando el
69. Y. Congar, El Espíritu santo, o.c, 582-583, con numerosos textos (cf. 579 ss) 70. Cf. W. Kasper, El Dios de Jesucristo, o.c, 250 ss. 71. Cf. Cirilo cíe Jerusalén: PG 33, 953; Atanasio: PG 26, 633; Basilio: PG 32, 133. Cf. Y. Congar, El Espíritu santo, o.c, 580. 72. Es significativo que santo Tomás acepte la procesión del Espíritu «a Patre per Filium»: 57* I, 36, 3. 73. E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, o.c, 421.
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futuro y sacude la saciedad suscitando el hambre. «La función del Espíritu consiste en desterrar de la patria, original e imaginaria, para arrojar al hombre a un porvenir insospechado» 74. Su mismo nombre —viento, soplo— dice la libertad del novum, desvelando la insuficiencia del «ahora»; por eso es él el que actúa en los profetas (cf. 1 Pe 1, 11 y 2 Pe 1, 21); él es el «padre de los pobres» (cf. el Veni, Sánete Spintus), que no tienen más esperanza que en el Señor; él es Dios como futuro del mundo. Y en cuanto salir eterno de sí mismo del amor del Amante y del Amado, infinita y perenne oblatividad del amor divino, a él es a quien se le puede dar, en la pobreza del lenguaje, el nombre de «futuro» de Dios, de eterno futuro inmanente de la historia del amor trinitario 75. Pero este pensamiento exige ya que el relato de la historia eterna del Padre, del Hijo y del Espíritu se recoja ahora sintéticamente, dentro de una unidad que refleje la densidad del acontecimiento pascual en que se nos narra. Haec est sanctae Trinitatis relata narrado 76: hasta aquí la narración de la historia de cada uno de los Tres, referida a partir de la revelación y de su transmisión viva en la historia de la fe eclesial. Va siendo hora de pasar a contemplar el misterio de la unidad viviente de la Trinidad como historia...
74. 75. 76.
Ch. Duquoc, Dios diferente, o.c, 87. Cf. E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, o.c, 492 ss. Concilio XI de Toledo (675): DS 528.
8 La Trinidad como historia
1. La historia eterna del Amor El acontecimiento pascual revela la historia trinitaria de Dios; es decir, no solamente la historia del Padre, del Hijo y del Espíritu, que se revelan en él en la fecundidad de sus mutuas relaciones y en la maravillosa gratuidad de su amor al mundo, sino también la insondable unidad de los Tres que en..éLhacfilL-historiaj como unidad en la imborrable diferaiciación (la cruz) y en la profundísima comunión (la pascua), como unidad de la historia del Amor que entrega al Amado (el Padre), que se deja entregar con absoluta libertad (el Hijo) y que, entregado pajra nacer posible la entrada divina enjil destierro de los pecadores, se derramó en plenitud en la hora pascual parallevar_a_cabgja_en.trada_de .los: pecadores erTTa patria urmTcáñte y yivific¿i)ie_¿e.l_amQr .divino _(el Espíritu). La unidad del acontecimiento pascual es la unidad del acontecimiento del amor que ama (el Padre), que es amado (el Hijo), que une en la libertad (el Espíritu: cf. 1 Jn 4, 7-16). En pascua se pone de manifiesto que el amor no sólo produce y crea la unidad, sino que ya la presupone; que el amor no es tanto unión de personas extrañas, sino reunión de personas que se han extrañado entre sí por amor al mundo y que desde el destierro de su extrañamiento vuelven al ser uno, nuevo y original, de la patria 1. Por otra parte, toda la misión y la obra de Jesús de Nazaret se de- j sarrollan bajo el signo de su unidad, preexistente y eterna, con el Padre y con el Espíritu: aquel que recibe y da el Espíritu (cf. 1, 33) es el Hijo de Dios (cf. Jn 1, 34), uno con el Padre (cf. Jn 10, ¡i1 30), que invoca y fundamenta mediante su pascua la unidad de los hombres en la unidad trinitaria de Dios: «Aquel día (cuando se derrame el Espíritu: cf. versículos 16 y 17) sabréis que yo estoy en
1.
Cf. J. Pieper, Sull'amore, o.c, 30 s.
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como
el Padre y vosotros en mí y yo en vosotros.... El que me ama será amado por mi Padre y también yo lo amaré y me manifestaré a él... Si uno me ama, observará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y pondremos en él nuestra morada» (Jn 14, 20 s. 23). «Que todos sean una sola cosa. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean en nosotros una sola cosa, para que el mundo crea que me has enviado.... Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad y el mundo sepa que tú me has enviado y los has amado como me amaste a mí » (Jn 17, 21.23). A esta viva unidad del Dios trinitario es a la que tienen acceso los hombres mediante el bautismo; teniendo en cuenta el sentido semítico del «nombre», que dice la esencia viva de aquello a que se refiere, ser bautizados en «el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu santo» (Mt 28, 19) significa entrar a formar parte del misteriojJjúoojtajsiijer, de su unidad insondable. ¿Cómo hay que entender esta unidad trinitaria revelada y comunicada en pascua? ¿Dónde y cómo promover la contemplación del misterio, para llegar en la medida de lo posible de la economía a la inmanencia deja unidad divina? La fe eclesial ha defendido esta unidad de Dios contra los que querían negarla o disolverla: la afirmación del concilio de Nicea (325) sobre la «consustancialidad» del Hijo con el Padre dice, en contra del subordinacionismo arriano, que los dos están en el mismo plano del ser divino, o sea, que son uno en la divinidad, de la misma «esencia» 2. El concilio de Constantinopla del 381, en contra de los pneumatómacos que tendían a subordinar al Espíritu respecto a Cristo, afirma esta misma paridad en el ser divino del Espíritu con el Padre y el Hijo, con los que «es adorado y glorificado» como «Señor y dador de vida» . Él símbolo Quicumque 4 profesa con claridad: «La fe católica es que veneremos a un solo Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, sin confundir las personas y sin separar la sustancia; en efecto es distinta la persona del Padre, distinta la del Hijo y distinta la del Espíritu, pero es una la divinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu, es igual la gloria y coeterna la majestad»... «Al confesar tres personas, no confesamos tres sustancias, sino una sola sustancia y tres personas» 5 . Esta unidad divina, en el horizonte del mundo del pensamiento en que se defendió por primera vez y se formuló conceptualmente dentro del esfuerzo por llevar a la palabra la experiencia de la unidad del acontecimiento salvífi2. 3. 4. 5.
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Cf. DS 125 Cf. DS 150. De la segunda mitad del siglo V, de origen occidental: DS 75. Concilio XI de Toledo (675): DS 528.
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co, fue concebida por consiguiente como la unidad de la «esencia» o de la «sustancia» o de la «naturaleza» divina; estos términos dicen «lo que la cosa es », «lo que está debajo». Afirmar que los Tres tienen una sola «esencia» p «sustancia» o «naturaleza» quiere decir entonces afirmar la unidad de su ser divinó, su perfecta igualdad en el plano de la divinidad y por tanto su ser un solo Dios. Su unidad se expresa así de la manera más radical, como unidad del ser, como unidad ontológica 6 . Dentro de ella las tres personas se distinguirán por su relacionarse mutuo, por esa alteridad (relativa) en la identidad (esencial) que es la «relación subsistente», la «persona» en Dios . Esta interpretación, si es verdad que salvaguarda profundamente la unidad divina, corre el riesgo de dar lugar a cierto predominio de la atención a las dimensiones esenciales más que a la vida personal de la divinidad y por consiguiente a aquel esencialismo en el hablar del Dios cristiano, que es pobre bíblicamente y que es una causa no secundaria del olvido de la Trinidad en la teoría y en la praxis de los cristianos. El Dios cristiano no es un Dios «cualquiera», sino que es propia y específicamente el Dios trinitario; ¡el monoteísmo cristiano no es uno más entre otros, sino que es el monoteísmo trinitario! Este aspecto es el que se ha quedado en la sombra en el desarrollo del pensamiento, especialmente en occidente, aun cuando en el plano de la expresión de la fe no cabe duda de que la fórmula de la única esencia o sustancia o naturaleza divina de los Tres es una traducción exacta del dato de la revelación en categorías distintas de las histórico-narrativas del anuncio pascual de los orígenes. Para superar el esencialismo del pensamiento clásico la época moderna ha propuesto, también en teología trinitaria, una nueva valoración de la subjetividad; por eso la unidad del Dios trinitario fue interpretada, a partir de Hegel, como unidad del único sujeto divino en la historia eterna del Espíritu, Dios Padre que se autodiferencia en el Hijo y se autoidentifica en el Espíritu santo. Esta concepción tiene el mérito de introducir el movimiento de la vida y de la historia en la idea de Dios y de conseguir hacerla más cercana a la imagen del Dios vivo de la revelación; pero en realidad anula del todo la Trinidad personal, resolviéndola en el devenir del único Sujeto divino, asimilado por otra parte al devenir total de la historia del mundo. El monismo hegeliano del Espíritu no está menos lejos del monoteísmo cristiano que cualquier otro monoteísmo indeterminado. 6. 7. Dios.
Cf. Tomás de Aquino, ST I, 39, 2. Cf. Ibid., I, 29, 4. Cf. también infra la reflexión sobre las «personas» en
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Para superar los riesgos del esencialismo «trasnochado» y del aprisionamiento en la subjetividad, se ofrece ahora la vía del pensamiento histórico a la interpretación de la unidad de Dios: en él se concibe la unidad divina no como esencia estática, sino como dinamismo, como proceso, como vida, como historia del amor trinitario. A partir de la revelación del amor Amante, Amado y Unificante en la libertad que es la historia de la pascua, se afirmará entonces que la unidad o, si se quiere, la esencia divina una y única (entendida dinámicamente) es el amor, que el Dios único es Amor, en la imborrable diferenciación trinitaria del Amante, del Amado y del Amor personal. Es el camino que ya vislumbró Agustín, aunque no lo recorrió hasta el fondo 8 , quizás bajo la influencia del esencialismo que predominaba en el pensamiento de su tiempo: «Realmente ves a la Trinidad si ves el amor» 9 . «He aquí que son tres: el Amante, el Amado y el Amor» 1Q. «Y no más de tres: uno que ama a aquel que viene de él, uno que ama a aquel de quien viene, y el amor mismo... Y si esto no es nada, ¿de qué , modo Dios es amor} Y si esto no es sustancia, ¿de qué modo Dios es sustancia?» n . «Narrar el ser de Dios no puede ni debe significar otra cosa que narrar el amor de Dios» 12. Dios es amor; «precisamente por eso Dios no está solamente en el amor, como los que se aman mutuamente están en el amor. Dios no es sólo yo que ama y tú amado. Dios es más bien el acontecimiento irradiante del amor mismo. El lo es... no solamente porque se ama a sí mismo, sino que, siendo el que ama de por sí y separándose del amado, ama a otro totalmente distinto, y así es y permanece el mismo. Dios se tiene a sí mismo así y solamente así: regalándose. Su tenerse-a-sí-mismo es el acontecimiento, es la historia de un regalarse a sí mismo y por tanto el final de un simple tenerse-a-sí-mismo. En cuanto él es esa historia, él es Dios; más aún, esa historia ,de amor es "Dios mismo"» 13. Por consiguiente, la esencia del Dios vivo es su amor en eterno movimiento de salida de sí, como i Amor amante, de acogida de sí, como Amor amado, de retorno a 8. Cf. Agustín, De Trínitate 15, 6, 10: «Cuando se llegó al amor, que en la sagrada Escritura es llamado Dios, el misterio se aclaró un poco con la trinidad del amante, del amado y del amor. Pero, como esa luz inefable cegaba nuestro espíritu y advertíamos que la debilidad de nuestra mente no podía alcanzarla todavía..., nos dirigimos a la consideración de nuestro espíritu, según el cual el hombre fue hecho a imagen de Dios». 9. Ibid., 8, 8, 12. 10. Ibid., 8, 10, 14. 11. Ibid., 6, 5, 7. 12. E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, o.c., 403. 13. Ibid., 420.
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sí y de infinita apertura al otro en la libertad, como Espíritu del amor trinitario: la esencia del Dios cristiano es el amor en su proceso eterno, es la historia trinitaria del amor, es la Trinidad como historia eterna de amor, que suscita y~ásúmenE~Tmpregna la historia iJeTTmlñcto,"objeto de su purojimor. El acontecimiento pascual ncTrevela la esencia divina más que como acontecimiento eterno del amor entre los Tres y de su amor para con nosotros. «Sólo!» este amor que acontece constituye la esencia de la divinidad, de' tal manera que sólo en las tres relaciones divinas el Padre que ama a partir de sí mismo, el Hijo siempre amado y siempre amante, y el acontecimiento siempre nuevo del amor entre el Padre y el Hijo que es el Espíritu, se está pensando la identidad plena de esencia y existencia divina. El concepto del Dios trinitario, que es amor, implica por tanto la novedad eterna según la cual el Dios eterno es su propio futuro. Dios y el amor nunca_S£hacen viejos. Su ser es y sigue siendo/estando~én venir» 14. A~sTpues,Ta unidad de Dios es la unidad de su ser-amor, de su amor esencial, que existe eternamente como Amor amante, Amor amado y Amor personal o,„ si se quiere, como procedencia, venida y futuro eternos del amor , origen, acogida y don de amor, paternidad, filiación y., apertura en la libertad, Padre, Hijo y Espíritu santo. Esta concepción de la esencia divina como historia eterna del amor se relaciona con la idea de la Ji£QLX(ÚQT|Oi5 trinitaria; a partir de textos como Jn 10, 38 —«El Padre está en mí y yo en el Padre» (cf. Jn 14, 19 ss; 17, 21; etc.)—, esta expresión intenta señalar la mutua compenetración (de donde el latín circumincessio) e ínhabitación (de donde el latín circuminsessio) de las divinas personas, el movimiento inagotable de la vida trinitaria, su desplegarse y recogerse en el amor. Así es como lo explica san Juan Damasceno, el primero que al parecer introdujo este término: «El permanecer y residir la una en las otras de las tres personas significa que son inseparables y que no han de apartarse entre sí y que tienen entre ellas una compenetración sin confusión, no de modo que se fundan o se mezclen, sino de modo que se conjuguen... Uno e idéntico es el movimiento, ya que el impulso y el dinamismo de las tres personas es único, como es imposible advertir en la naturaleza creada» l6 . La grandiosidad de esta visión, propia del oriente, pero no sólo de él , consiste en el hecho de que, recha14. 15. 16. 17. tate 6,
Ibid., 47b. Cf. Ibid., 492 ss. Juan Damasceno, De fide orthodoxa I, 14: PG 95, 860. Cf. Hilario de Poitiers, De Trínitate 3, 4: PL 10, 78 a; Agustín, De Tríni10, 12; Tomás de Aquino, ST I, 42, 5; Buenaventura, Sent. I d. 19 p. I, q.
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zando toda concepción de la Trinidad que exaspere o la unidad (modalismo) o la distinción personal (triteísmo), muestra cómo en Dios la unidad y la originalidad de las personas no sólo no se oponen entre sí, sino que se afirman mutuamente. La esencia divina como amor no excluye, sino incluye las diferenciaciones personales; y esto vale tanto en la inmanencia de la vida divina (jteQiXCÓQTjaig trinitaria) como en el misterio de esa vida participada a los hombres (relación Dios-hombre y comunión eclesial). El verdadero amor no anula nunca las diferencias, aunque las asuma en una unidad más profunda... Bajo esta luz puede leerse también el principio del opus Dei ad extra indivisum, del obrar divino indiviso respecto a las criaturas, consecuencia del hecho de que «en Dios todo es uno, cuando no existe oposición de relaciones» 18; este principio no puede significar que el obrar divino ad extra sea indiferenciado, como si en este dirigirse de Dios a sus criaturas, a partir del acto creador, desaparecieran las propiedades personales del Padre, del Hijo y del Espíritu; esto estaría en contraste con el relato concreto de la historia de la salvación, hasta el punto de que incluso en la perspectiva más rigurosamente esencialista se ha sentido la necesidad de elaborar una teología de las «apropiaciones» 19, que permitiera vincular con cada una de las personas divinas unos atributos esenciales, mediante los cuales se manifestasen mejor en la economía las propiedades que tienen las personas en la inmanencia del misterio. Entonces también el obrar ad extra tiene que entenderse en sentido «pericorético», es decir, partiendo del dinamismo vivo de la unidad divina; esto significa que el Padre no hace nada sin un obrar correspondiente del Hijo y del Espíritu; que el Verbo no hace nada sin el Padre y el Espíritu; que el Espíritu no hace nada sin el Hijo y el Padre. Todo acto del , amor trinitario a las criaturas implica la diferenciación del Aman* te, del Amado y del Amor personal, en su insondable unidad; el opus fid extra es siempre un opus amoris en el que los tres están presentes e implicados, cada ü'ñó"seguíí sus propiedades. ¡El amor / nunca es indiferencia! Por consiguiente, no hay experiencia salví1 fica de una persona divina, que no lleve consigo el encuentro con '' oy toda la Trinidad; es inadmisible cualquier «cristomonismo» o «pneumatomonismo», cualquier absolutización unilateral de una * i sola persona divina; y tampoco cabe admitir un monoteísmo in4; etc. Cf. también el Decretttm pro Jacobitis del concilio de Florencia (1442): DS 1331. 18. Ct. DS 1330 y san Anselmo, De processione Spiritus sancti 2: PL 158, 288 C. 19. Cf., por ejemplo, Tomás de Aquino, ST I, 39, 7.
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diferenciado abstracto. Sólo puede aceptarse aquel monoteísmo, que respete el movimiento de alteridad y de comunión en la unidad insondable del amor, que es la historia eterna de Dios. Sólo semejante concepción del Dios uno, que es el monoteísmo trinitario, presenta a los hombres el rostro del Dios cristiano, que es siempre Padre, Hijo y Espíritu, en la unidad del amor divino, en sí y para nosotros. Sólo el monoteísmo trinitario habla realmente de Dios narrando el Amor. 2.
Los atributos del Dios Amor
¿Cómo hay que concebir, a la luz de la unidad divina como historia eterna del amor, la doctrina de los atributos divinos, es decir, de las caracterizaciones esenciales del Dios uno? ¿Cómo hay que hablar del único Dios de amor, para describir de alguna manera los aspectos de su obrar en la libertad? 20 . Es preciso acercarse a esta contemplación del misterio siguiente un doble movimiento, que no puede menos de partir de lo que estamos hablando de él: por una parte se escudriñará el misterio del Dios uno «desde abajo», es decir, partiendo de la condición creatural que adora la alteridad del Creador y Señor del cielo y de la tierra; por otra parte se intentará hablar de él «desde dentro», o sea, partiendo de la experiencia del amor divino que actúa en la creación y en la redención. La primera mirada se posará, en la medida de lo posible, en los atributos de la divinidad en cuanto tal, en su pura transcendencia (los atributos llamados tradicionalmente «absolutos» o «incomunicables» o «quiescentes»); la segunda se fijará en los modos libres de obrar de Dios, en su actuación en la libertad del amor en favor de las criaturas (atributos llamados «relativos» o «comunicables» u «operativos») 21 . Las dos miradas se cruzarán continuamente, ya que el Dios otroes también al mismo tiempo el Dios cercano en el amor, el Dios que viene: «El "venir" de Dios es la expresión concretamente histórica, apta para desig20. Cf. A. Deissler, La revelación personal de Dios en el antiguo testamento, en Mysterium salutis II/l, o.c, 262-311; B. de Margerie, Les perfections du Dieu de Jésus Christ, París 1981; M. Lóhrer, Observaciones dogmáticas a la cuestión de las propiedades y formas de actuación de Dios, en Mysterium salutis II/l, o.c, 333-358; J. Pfammater, Propiedades y formas de actuación de Dios en el nuevo testamento, Ibid., 312-332. 21. Cf. la exposición clásica de santo Tomás, ST I, 2-26, que, después de la cuestión sobre la existencia de Dios (q. 2), se articula en dos partes: q. 3-13 (simplicidad, perfección, bondad, infinidad, omnipresencia, inmutabilidad, eternidad, unidad y nombres de Dios) y 14, 26 (sobre la ciencia, la voluntad y la potencia divinas).
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nar la experiencia de una cercanía divina que, sin embargo, n o es aún perfecta coincidencia, y de una lejanía que no supone una efectiva separación. Dios como "Aquel que viene" es la unidad, según la experiencia de la lejanía y de la cercanía, del misterio y del acto revelador, del futuro y del presente, unidad propia del Ser divino frente al hombre» 22 . C o m o acontecimiento del amor eterno, Dios se presenta simultáneamente c o m o el origen y el futuro transcendentes del amor, y su presente para con nosotros. El Dios u n o es el Dios absolutamente transcendente, totalmente Otro respecto a la finitud de lo m u n d a n o : «Uno es el Dios vivo y verdadero, creador y señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en cuanto a inteligencia, a voluntad y todas las demás perfecciones. Y puesto que es una sustancia espiritual singular, totalmente simple e inmutable, hay que proclamarlo real y esencialmente distinto del m u n d o , plenamente dichoso en sí y de sí mismo, inefablemente por encima de todo cuanto existe y pueda ser pensado fuera de él» 23 . El Dios transcendente y distinto n o deja que lo apresemos en las redes de lo semejante y de lo penúltimo; es el desemejante, el primero y el último: «Entre el Creador y la criatura es imposible señalar una semejanza, sin tener que señalar entre ellos una desemejanza mayor» 24 . «¡Dk)s es Dios y el hombre_iio_es Dios!» (K. Barth). La total alteridad y transcendencia del Dios u n o se arraigan en la inagotable plenitud de su vida inmanente, en su ser puramente por sí y no por otro (aseidad divina), amor en la fontalidad y gratuidad más absolutas, que lo hacen incondicionalmente libre respecto a sus criaturas. A partir de esta plenitud total de vida, Dios se ofrece como el absolutamente simple, que no conoce composición, ya que en él todo es simplemente Dios. La esencia y la existencia, lo que él es y su ser de hecho, coinciden totalmente en él; y puesto que se ha dicho que la esencia de Dios es él amor, se puede decir también que ej ser de Díos,~qué subsiste en la infinitud de lo que es Dios, el ser «subsistente» de su devenir eterno, es el amor. Bajo esta luz, el Dios uno es el acontecimiento eterno del amor, el amor perfectamente simple. ¡Dios es la simplicidad del amor! En la simple plenitud de esta vida divina del amor descansa entonces toda la perfección del ser: toda verdad, toda bondad, toda belleza está en Dios. ¡Dios es la bondad, la verdad, la belleza del amor! Fren-
22. L. Scheffczyk, // Dio che verrá, Torino 1975, 155. 23. Concilio Vaticano I, Constitutio dogmática «Dei Filius» (1870): DS 3001. El símbolo Quicumque afirma los diversos atributos divinos en igual medida de las tres personas: cf. DS 75. 24. Concilio IV de Letrán (1215): DS 806. Cf. también DS 800.
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te a esta viva plenitud, que apenas puede evocar la finitud de la palabra, frente a aquel que es percibido como el origen y el futuro totalmente transcendentes del amor, n o puede menos de nacer el asombro de adoración, el sentimiento del abismo que nos separa de Aquel, que a pesar de t o d o nos atrae hacia sí: « ¡ N o te acerques! Quítate las sandalias de los pies, porque el lugar que pisas es una tierra santa» (Ex 3, 5). En virtud de la misma plenitud de vida y de amor, el Dios u n o mede ser considerado como el más allá de nuestra finitud, como a negación de nuestras negaciones; él es la historia eterna del amor, precisamente p o r q u e en él n o se da, como en nosotros, la historia marcada por los límites del espacio y del tiempo. El está más allá del espacio; no p o r q u e esté espacialmente más allá, sino porque lo abarca todo en sí, estando infinitamente p o r encima de todo e impregnándolo todo. Es el misterio de gti omnipresencia, como omnipresencia del amor divino. «Dios está en todas las cosas a través de su poder, en cuanto que todas las cosas están sometidas a su señorío. El está en todas las cosas a través de su presencia, en cuanto que todo está desnudo y abierto ante sus ojos. El está en todas las cosas a través de su esencia, en cuanto que está presente en ellas como causa de su ser» 25 . «Si en una noche oscura hay_una hormiga negra sobre una piedra negra, ¡Dios lajye y la ama!» (proverbio árabe). ¡En el amor Dios es inmenso! Ésta omnipresencia del amor divino n o puede menos detestar ordena-, da a la suprema presencia divina en la historia, que es la presencia! personal del Hijo de Dios encarnado; en el A m a d o , hecho h o m - j bre p o r nosotros, se arraiga la receptividad del amor por parte de toda criatura, que la hace abierta a la omnipresencia divina amante 2 6 . El Dios uno está también más allá del tiempo; no porque él esté temporalmente fuera del tiempo, sino porque abarca dentro de sí t o d o devenir, como eterna identidad del principio y del final de todas las cosas, alfa y omega de lo creado (cf. Is 4 1 , 4; 44, 6; 48, 12; y también A p 1, 17). Es el misterio de su eternidad, como perenne presencialidad de la vida divina y, en categorías bíblicas, como fidelidad de su amor a todo «hoy» del amor. En este sentido hay que comprender también la inmutabilidad divina: n o se trata de la indiferencia de un Deus otiosus, ni de la quietud de un Deus mortuus, sino del dinamismo perenne del amor del Dios vivo, siempre igual a sí mismo y siempre nuevo, fidelidad absolu-
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25. 26.
Santo Tomás, 57* I, 8, 3c. Cf., por ejemplo, K. Barth, Die kirchliche Dogmatik II/l, 544.
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ta a sus promesas . Dios no cambia, porque ama desde siempre, para siempre y en este «hoy»: ¡Dios es inmutable én la fidelidad de su amor! Pero en esta misma fidelidad libre él es siempre nuevo en el amor. «Un hombre paseaba por la orilla del mar; al volverse vio sobre la arena, junto a las suyas, las huellas de otro 'caminante. Pensó: ¡Son las huellas de Dios! Pero mirando más lejos, vio las huellas de uno solo. Pensó: ¡Ese es el tiempo en que • Dios me abandonó! —Pero Dios le dijo: ¡No, ése es el tiempo en Ique te llevé en brazos...» (la parábola de las huellas»: relato po¡pular). Esta omnipresencia del amor divino al tiempo de los hombres está ordenada a la suprema presencia de la eternidad en el tiempo y del tiempo en la eternidad, que es el acontecimiento pascual: «¡No temas! Yo soy el Primero y el Ultimo y el Viviente. Yo estaba muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo poder sobre la muerte y sobre los infiernos» (Ap 1, 17 s). En el devenir de la cruz y^de la resurrección se manifiesta, el misterio del devenir en Dios, como eritrada en la alteridad y como comunión «nueva» del Padre^y del Hijo en el Espíritu. Lo que se expresa de este modo en relación con la vida trinitaria puede confesarse en relación con el Dios uno, insondable y viva unidad de los Tres, como el misterio del devenir del Dios inmutable. La inmutabilidad divina es la permanente plenitud de la vida de Dios, como eterno proceso de su Amor... A partir de su actuación en favor del hombre en la creación y en la redención el Dios uno puede contemplarse en toda la profundidad de su ser como Aquel que ama en la libertad, el Diospor-nosotros, el Dios-con-nosotros (pensemos en la revelación del nombre divino en Ex 3, 14 como nombre de garantía y de promesa respecto al inminente camino de liberación de su pueblo: «Yo soy aquel que está ahí para vosotros») 28 . «Si quisiéramos resumir en una palabra lo que se ha manifestado de modo definitivo en Cristo respecto al comportamiento de Dios para con los homi bres, tendríamos que decir con Juan que en Cristo se hace patente de modo definitivo que Dios es amor (1 Jn 4, 8)... A partir de esta aserción central, debemos entenderán último término las demás afirmaciones de la doctrina sobre Dios>í29. En cuanto que es Aquel que ama, Dios es Aquel que lo conoce todo: Ubi amor, ibi ocultis (Ricardo de San Víctor). ¡No hay nada escondido para el Amor! 27. Cf. H. Mühlen, La mutabilita di Dio, Brescia 1974 y W. Maas, Unverdnderlichkeit Gottes. Zum Verháltnis von griechisch-philosophischer und christlicher Gotteslehre, München-Paderborn-Wien 1974. 28. Cf. G. von Rad, Teología del antiguo testamento I, Sigúeme, Salamanca 6 1986,235-236. 29. M. Lóhrer, Observaciones dogmáticas..., o.c, 349.
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Es éste el misterio de la omnisciencia divina, que no es un saber neutral, alejado, sino el saber en sentido bíblico, el conocimiento amoroso y por consiguiente atento y comprometido, que se ha revelado en plenitud en la relación entre el Hijo de Dios encarnado y los suyos: «Yo soy el buen pastor, conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco al Padre; y ofrezco mi vida por mis ovejas» (Jn 10, 14 s). La omnisciencia divina, concebida de esta manera, no está en contradicción con la libertad de las criaturas, lo mismo que el conocimiento verdaderamente amoroso no quita nunca la libertad del amado. ' También bajo esta luz hay que leer la, omnipotencia'divina; es verdad que Aquel que es absoluta plenitud de vida lo puede todo en el amor. En el amor lo ordena todo hacia el bien; es el misterio de su providencia. Precisamente porque su infinito poder es tal en el amor, y el amor es tal en la libertad, Dios no ejerce nunca su poder providencial en contra de la libertad dé la criatura; más bien acepta aparecer impotente y sordo a los gemidos de los moribundos. Aquel que quiere que «todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4), no salvará a nadie en contra de su voluntad: «El que nos ha creado sin nosotros, no nos salvará sin nosotros» (san Agustín). Aquí es donde se ilumina también su> aparentemente intolerable tolerancia del mal: Si Deus justus, unde malum? —si hay un Dios justo, ¿de dónde viene el mal?»—. Pues bien, precisamente porque él es un Dios justo, que ama en la Xi-\ bertad, por eso ha aceptado el riesgo del amor, la posibilidad del rechazo, con todas las consecuencias que de allí se derivan sobre la creación entera (cf. Rom 8, 20-22: «Sometida a la caducidad —no por su propia voluntad, sino por la voluntad de quien la ha sometido a ella—... toda la creación gime y sufre hasta el día de hoy en medio de dolores de parto»). El mal del mundo —paradójicamente— es el signo de que la omnipotencia divina es amor en la libertad, capacidad de respeto infinito y de activa «compasión»: «La compasión divina no sustrae a la criatura del dolor, i pero tampoco la abandona, sino que le asiste hasta el fin, aun sin mostrarse» (I. Silone). Frente a estas diversas dimensiones del amor de Dios —los atributos y los modos libres que tiene de actuar— la respuesta del creyente no puede ser otra más que la de celebrar la gloria de un amor tan grande: tal es el sentido profundo que encierra la confesión de la unidad y de la unicidad de Dios en la tradición bíblica. Esta confesión —que une a los cristianos con Israel y con el Islam— es mucho más que la confesión de una idea abstracta; es un acto de adoración y al mismo tiempo una tarea, una doxología y un compromiso de vida: «Escucha, Israel: El Señor es nuestro
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Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas» (Dt 6, 4: la gran confesión del monoteísmo hebreo). «Para el hebreo confesar la unidad de Dios significa unificar a Dios. Efectivamente, esta unidad está presente en aquel que actúa, es hacerse unidad. Y ese conseguir la unidad está así situado en el alma y en las manos del hombre» 30. «La unidad de Dios, que podríamos cualificar sin más como el único «dogma» de Israel, no es ni una unidad de tipo matemático, ni de tipo cuantitativo, que deba entenderse por consiguiente como una uniformidad rígida, sino que es más bien una unidad viva y dinamizante, que por su misma esencia mira a la unificación del género humano en la r^a)ncüiación de un shalom universal» 31 . Cree en el Dios uno aquel que entra en el misterio de su unidad y se compromete a hacer todo cuanto pueda para que todos los hombres entren en la justicia y en la paz. Pero esto resulta concretamente posible para la fe cristiana a partir del momento en que es la misma unidad divina la que se abre ante nosotros, ofreciéndose como unidad del Amor, Amor amante, Amor amado, Amor que unifica a Dios y al mundo en la libertad. Aquí 'jes donde la confesión monoteísta exige coherentemente convertirl e en confesión trinitaria, en confesión del Dios uno como Amor, que incluye la distinción y se abre a la alteridad, para asumirla en la circulación del amor eterno. Confiesa la unidad de,Dios aquel que entra en la unidad de Dios; pero entra en la unidad divina aquel que se deja envolverlfe la historia eterna del amor. Así es como la radicalización del monoteísmcHiebreo llega a coincidir con la confesión trinitaria cristiana...
3.
Las Personas en la historia del Amor
Sobre el transfondo de esta unidad divina como historia del amor eterno, ¿cómo concebir a los Tres, que actúan en el acontecimiento pascual? A partir de la elaboración lingüística y del esfuerzo realizado sobre el concepto de la fe dogmática de los primeros siglos, los Tres son designados comúnmente con el nombre de personas: en la única sustancia o esencia divina se confiesan tres personas, o se dice que la única sustancia divina subsiste en tres 30. F. Rosenzweig, Der Stern der Erlósung III, Heidelberg 3 1954, 192 s. 31. P. Lapide, en P. Lapide-J. Moltmann, Monoteísmo ebraico-dottrina trinitaria cristiana. Un dialogo, Brescia, 1982 14. Sobre el monoteísmo, cf. S. Bretón, Unicité et monotheisme, Paris 1981; número dedicado al monoteísmo, preparado por C. Geffré y J. P. Jossua en Concilium 21 (1985) 1.
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personas 32 . Puesto que el término latino «persona» corresponde conceptuaimente, aunque no terminológicamente, ai griego hipóstasis, puede decirse que la fórmula trinitaria «una esencia (o natu : raleza o sustancia)-tres personas (o hipóstasis)» unifica al oriente y al occidente. ¿Qué decir de esta terminología y de esta conceptualización tan antiguas y tan comunes? Hay que observar en primer lugar que el uso de un término único para indicar al Padre, al Hijo y al Espíritu como agentes en la vida divina no está privado de equívocos 33 ; generaliza y suma / algo que propiamente no se puede generalizar ni sumar, ya que lo que realmente es común a los tres es sólo la única y concreta di- ( vinidad: en este sentido, este uso sirve únicamente para evitar un ' malentendido modalista, que eliminaría la originalidad propia de cada uno de los Tres. Por otra parte, a la luz del concepto mo- N derno de persona, que exalta la subjetividad en la conciencia y en i la libertad, decir que en Dios hay tres personas puede prestarse a I un equívoco triteísta, como si se tratase de tres centros espiritua-J les separados. Ya san Agustín había advertido esta dificultad: «Si se pregunta qué es lo que son estos Tres, es preciso reconocer la insuficiencia extrema del lenguaje humano. Es verdad que respondemos: "tres personas", pero más bien para no quedarnos sin decir nada que para expresar esa realidad» 34 . Por esto mismo K. Barth y K. Rahner han propuesto algunas fórmulas alternativas al término «persona», como «modo de ser» 35 , «modo de subsistencia» 36, que tradujesen mejor el juego de la identidad sustancial en la distinción relativa de los tres. Aunque hay que reconocer la densidad de estas expresiones, no es posible esconder el malestar que producen por su vinculación con una cierta impresión de modalismo (que por otra parte rechazan abiertamente esos autores), y sobre todo la pesadez de un lenguaje tan técnico y poco familiar a los creyentes. Por eso mismo la tarea que hay que desarrollar pa32. Cf. DS 73, 75, 173, 528, 800, 103 s., 1330, 1880. Cf. también C. Andresen, Tur Entstehung und Geschichte des trinitarischen Personbegriffs: Zeitschrift für die Neutestamentliche Wissenschaft 52 (1961) 1-39; J. Auer, Person. Ihre theologische Struktur. Ein Schlüssel zum christlichen Mysterium, Regensburg 1979; A. Milano, Persona in teología. Alie origini del significato di persona nel cristianesimo antico, Napoli 1984; B. Studer, Der Person-Begriff in der frühen kirchenamtlichen Trinitdtslehre: Theologie und Philosophie 17 (1982) 161-177; J. Ratzinger, Sobre el concepto de persona en la teología, en Id., Palabra en la Iglesia, Salamanca 1976, 165 ss. 33. K. Rahner, El Dios trino..., o.c, 432 ss. («La aporía del concepto de persona en la doctrina sobre la Trinidad»). 34. Agustín, De Trmitate 5, 9, 10. 35. Cf. K. Barth, Die kirchliche Dogmatik 1/1, 379 s. 36. Cf. K. Rahner, El Dios trino, o.c, 436 ss.
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rece ser la de mantener el término «persona», intentando más bien comprenderlo a la luz del pensamiento histórico de la Trinidad. Por otro lado, fue ésta la tarea que —dentro del horizonte categorial de su tiempo— intentó desarrollar Tomás de Aquino 37 . Ahondando en la genial intuición agustiniana, que veía en las relaciones el elemento de distinción en el seno de la unidad divina, Tomás puso de relieve su densidad ontológica, arraigando las relaciones, que dan origen a las personas (procesiones), en el único ser divino (subsistentia), que es el ser con que Dios es lo que es (substantia: lo que Dios es, la naturaleza divina); la persona se ofrece, en su concepción trinitaria, como la «relación subsistente» 38, en donde el término relatio indica lo que distingue al Padre del Hijo (relación de paternidad), al Hijo del Padre (relación de filiación) y al Espíritu de los dos (relación de aspiración pasiva y activa), mientras que el adjetivo subsistens recuerda la densidad ontológica de la persona misma, basada en la única subsistencia divina. «El Padre, el Hijo y el Espíritu se diferencian entre sí sólo "relativamente", por cuanto no se puede pensar que su diferenciabilidad esté constituida por algo que significaría una diferenciación previa a la relación que se da entre ellos y que fundaría esta relación como una consecuencia posterior» 39. La grandeza de la interpretación de Tomás de Aquino consiste en haber sabido reunir en un concepto denso los diversos aspectos que caracterizan a las personas divinas en su revelación salvífica, así como en la adorable inmanencia del misterio; se capta a la persona en su consistencia real, expresión de la única realidad divina, en su proyección hacia el otro y en la reciprocidad de esta comunicación de conocimiento y de amor 40. Si la consistencia real es el esse in de cada una de las personas divinas, por el que se identifican con la única esencia, el salir de sí mismas hacia el otro y el acoger en sí al otro son su esse ad, su relación recíproca. En este sentido, la originalidad de las personas no estorba en nada a su unidad: la persona es tanto más persona cuanto más se comunica en su absoluta originalidad, cuanto más se hace otra en el otro y acoge al otro dentro de sí en la reciprocidad fecunda de las relacio37. Cf. A. Malet, Personne et amour dans la théologie trinitaire de Saint Thomas d'Aquin, París 1956. Cf. también G. Lafont, Peut-on connaitre Dieu en Jésus-Christ?, París 1969, 107 ss. 38. Cf. Tomás de Aquino, ST I, 29, 4; cf. supra 2, 3 d. 39. K. Rahner, El Dios trino..., o.c, 406. También K. Barth, Die kirchliche Dogmatik 1/1, 384 s acepta este planteamiento. 40. Son las tres determinaciones estructurales de la persona que subrayan, por ejemplo, J. Auer, Person..., o.c. e Id., // mistero di Dio, Assisi 1982, 424 ss: subsistentia, ex-sistencia y communicatio.
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nes. De esta manera la persona divina se hace eternamente lo que eternamente es: unidad. Así es como la concepción de la persona como relación subsistente puede ser plenamente asumida en una visión de la esencia divina como historia eterna del amor: en la unidad del amor di-/ vino, el Padre es el Amante que se relaciona con el Amado, en-) gendrándolo como Hijo; el Hijo es el Amado, que se relaciona con el Amante acogiendo totalmente la vida divina de él como Pa- } dre; el Espíritu es el Amor personal que, en cuanto que unifica al \ Amante y al Amado y abre su amor en la libertad, se relaciona con el uno y con el otro como Espíritu dado por el Padre y reci-, bido por el Hijo, acogido por el Hijo y dado por él en la libertad. > En esta perspectiva las personas divinas aparecen como los Tres que, en su relacionarse en el amor desde toda la eternidad, realizan el proceso del amor eterno, como los «sujetos» de la historia eterna del amor: Aquel que es amado en la receptividad del amor; Aquel que unifica al Amante y al Amado, en la reciprocidad y en la libre fecundidad del amor. Ciertamente, esto no significa que los tres sujetos de la historia eterna del amor sean tres subjetividades y por consiguiente tres centros espirituales autónomos en la conciencia y en la libertad; si el amor divino es único, como esencia común de los tres, los tres participan de la única conciencia y de la única libertad divinas, aunque cada uno de ellos según su propia personalidad o relación subsistente 41 . También para la conciencia y para la libertad en Dios vale el principio de que, en su profundísima unidad y unicidad, la distinción viene de la relación; así es también la libertad divina. Por consiguiente, si es verdad que es el Dios uno el que es amor consciente y libre, no es menos verdad que esto se realiza en Dios en cuanto que Dios es Aquel que ama en la conciencia y en la libertad, Aquel que es consciente y libremente el Amado, Aquel que, libre y consciente, unifica y abre en el amor; Dios eSj en la conciencia y en la libertad^ Padre, Hijo y Espíritu santo. En el amor se llega a captar de la forma más verdadera la fuerza del principio establecido por el concilio de Florencia: «En Dios todo es uno, cuando no se da oposición de relaciones» 42 . El amor es verdaderamente «distinción y superación de lo distinto» (Hegel). Se comprende igualmente, a la luz de cuanto hemos dicho, la profunda diferencia que se da entre las personas divinas y las per41. Cf. B. Lonergan, De Deo Trino II, Roma 3 1964, 186-193: «Et ideo relinquitur quod tria subjecta sunt ad invicem conscia per unam conscientiam quae aliter et aliter a tribus habetur» (193). 42. DS 1330.
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sonas humanas o, si se quiere, entre la historia eterna del amor y el amor mundano. Mientras que la persona divina es unidad (del amor esencial), que se distingue (en las relaciones de amor) y se reunifica (en las relaciones y en el amor esencial), la persona humana es distinción (individualidad subsistente), que tiende a la unidad (a través de las relaciones de amor). Dios es unidad que se hace eternamente a sí misma en el amor; el hombre es soledad que tiende profundamente a la comunión. Por eso precisamente tan sólo en la participación en-la vida, trinitaria, que ha hecho posible la misión del Hijo y del Espíritu santo, puede el hombre realizarse verdaderamente a sí mismo y a la familia humana. Su sed de unidad aparece justamente", en el tiempo del destierro, como una nostalgia del «Totalmente Otro» (M. Horkheimer); solamente en la patria trinitaria quedará totalmente saciada esa sed. Entretanto, continuamente en marcha, el hombre puede ir creciendo hacia esa unidad en el amor, que se le ha revelado y ofrecido en la historia pascual. El no es ni será nunca el amor, como lo es por el contrario el Dios de Jesucristo; pero, creyendo, podrá estar en el amor y, peregrino de unidad, hacerse así cada vez más profundamente persona humana, en la dignidad plena de su vocación. «Hemos reconocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor; el que está en el amor, vive en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). La Trinidad como historia eterna del amor «revela verdaderamente el hombre al hombre y le da a conocer su altísima vocación» (cf. Gaudium et spes 22).
IV LA HISTORIA EN LA TRINIDAD
El acontecimiento pascual como acontecimiento trinitario, narrado en el testimonio de la Iglesia naciente y pensado en el esfuerzo del concepto de la fe, revela no solamente el rostro trinitario del Dios Amor, sino también en él y por él el rostro del hombre y el sentido de la historia. Lo comprendió muy bien la experiencia creyente del misterio, que recoge las obras y los días del cristiano en una doble y densa confesión trinitaria: por una parte, la que reconoce en la Trinidad el origen y el lugar de todo cuanto existe —En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu santo—; por otra, la que adora en la santa Trinidad el misterio de la patria, siempre vislumbrada pero todavía no poseída: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu santo. A la luz de estas dos confesiones la historia se presenta a los ojos del creyente como una parábola de la vida trinitaria, en donde se expresa la acción del amor personal de los Tres ': todo viene del Padre por el Hijo en el Espíritu; y todo, en el mismo Espíritu, retorna por el Hijo al Padre 2 . En este proceso vital, bajo el ritmo' trinitario, la relectura pascual de la fe, transmitida en la continuidad del misterio proclamado, celebrado y vivido, llega a captar la estructura íntima y el sentido de la historia: el exitus a Deo, el origen del mundo y del hombre de las manos de Dios, se lee a la luz de las misiones del Hijo y del Espíritu; el reditus ad Deum, el retorno a la fuente divina, se piensa dentro del horizonte del motivo último de esas misiones: la gloria del Padre. Entre la misión desde el Padre y la glorificación del Padre vemos desplegarse el arco del tiempo en el seno de la Trinidad, siempre infinitamente más
1. Cf. A. Hamman, La Trinidad en la liturgia y en la vida cristiana, en Mysterium salutis II/l, Cristiandad, Madrid 1969, 166-179. 2. Tal es la estructura de la liturgia cristiana: cf. C. Vagaggini, El sentido teológico de la liturgia, Ed. Católica, Madrid 2 1965.
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grande 3 ; el origen, el presente y el futuro de la historia del mundo se leen en el interior de la historia trinitaria, que de esta manera da fundamento y valor al devenir histórico. La unidad de los Tres en su obrar hace que sean reconocidos y adorados los Tres, ¿ cada uno personalmente, presentes en las diversas épocas del tiemLA.^ po; la unidad de los Tres en su ser, que hace confesar en ellos al l> solo y único Dios de Amor, da fundamento a la esperanza en una unidad última del camino humano, recogida en el misterio mismo de la unidad divina y capaz de dar sentido al devenir múltiple y fragmentario del hombre. De este modo la revelación de pascua llega a iluminar la esperanza y el compromiso en la historia, a sus"^ citar el seguimiento... Por eso es preciso referirnos ahora a ella, con la luz que brota de las reflexiones hechas en torno a la inmanencia del misterio, para escudriñar, después del relato de la Trinidad en la historia y el relato —necesariamente más cauto y auroral— de la Trinidad como historia, la entrada de la historia misma en la Trinidad, es decir, el significado y la tarea que se derivan del relato hecho anteriormente para seguir narrando -#-en palabras y en obras, en el tiempo y para la eternidad— la historia del Amor en la vida de los hombres.
El origen trinitario de la historia
1. La creación como historia trinitaria La memoria pascual de la Iglesia naciente reconoció la presencia de la Trinidad en el acto mismo de la creación; varios himnos cristológicos (cf. Col 1, 15-17; Jn 1, 1-3) y diversas confesiones de fe (cf. 1 Cor 8, 6; Heb 1, 14) atestiguan la convicción profunda de que el Dios que actúa en los acontecimientos sálvíficos de pascua es" también el Dios del primer origen, que dio y sigue dando la existencia a todas las cosas. Lo mismo que Israel, también la Iglesia llegó del Dios salvador al Dios creador; y lo mismo que ei pueblo át la antigua alianza proyecto sobre el Dios del universo los caracteres del Dios de la historia \ así también el nuevo Israel no puede menos de proyectar en ese Dios del comienzo la experiencia trinitaria del Dios del cumplimiento nuevo y definitivo. A la luz del acontecimiento pascual —y de la reflexión hecha a partir del mismo sobre la inmanencia del misterio— es posible entonces reconocer la presencia propia de las tres divinas personas en la unidad de la historia de los orígenes 2 . La creación se relaciona ante todo con el Padre, como aquel que es el origen y el principio de toda vida; lo mismo que en la historia eterna del amor, que es la vida trinitaria, se le atribuye a él la fontalidad del amor, también tiene su origen en esa fuente inagotable todo cuanto existe. Este es el motivo de que las confesiones de fe relacionen con la primera persona divina la omnipotencia, la creación, el señorío sobre todo lo creado: «Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador y señor del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles e invisibles...» 3 . «De él procede toda paternidad en el cielo y en la 1. Cf. G. von Rad, Teología del antiguo testamento I, Sigúeme, Salamanca 1986, 184 ss, 412 ss, 534 ss. 2. Cf. W. Kern, El creador es el Dios uno y trino, en Mysterium salutis II/l, o.c, 528-546. 3. Símbolo niceno-constantinopolitano: DS 150. 6
3. Cf. J. Moltmann, El futuro de la creación., Sigúeme, Salamanca 1979, 107-124 («La historia trinitaria de Dios»).
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tierra» (Ef 3, 15) 4. Fuente eterna de la divinidad, el Padre es por consiguiente la fuente de la vida creada; es la sobreabundancia de su amor, la absoluta gratuidad del mismo, que lo hace eterno Engendrante del eterno Engendrado, eterno Amante del eterno Amado; es la misma pura gratuidad que, en la libertad más completa, le lleva a dar el ser, a crear objetos de amor, sus criaturas. «El amor es por excelencia lo que hace ser» (M. Blondel): el amor es irradiante, difusivo de sí mismo; el amor crea... Estas expresiones —que pueden decirse propiamente tan sólo de Dios— ponen de manifiesto la transcendencia absoluta del Creador respecto a la criatura; no hay nada que motive a Dios a crear, más que su amor; la criatura es llamada de la nada al ser; no es amada porque exista, sino que existe porque es amada. Ipso amore creatur: todo lo que es creado, es creado en virtudTdel mismo amor que lo ama. La contingencia del mundo revela de este modo la absoluta gratuidad y libertad del amor de Dios; el abismo que separa a la criatura del Creador es la profundidad del amor eterno, la posibilidad de la libertad de Dios y por tanto de la libertad humana, la certeza de la pura generosidad que está en la fuente de la historia. Si se quita este abismo, si se ve la creación como necesaria expresión o emanación de la divinidad, hay que quitar también el amor; por eso, el que niega la alteridad infinita entre el Creador y la criatura, niega finalmente la dignidad misma de la criatura, objeto de amor puro, llamada por la libertad a la libertad en el amor... El acto creador, referido a la fontalidad del amor que ama eternamente, llega por eso mismo a relacionarse con la eterna generación del Hijo; permaneciendo firme la distancia que separa a la eternidad del tiempo y al cielo de la tierra, es la misma la fuente, el Padre, en un movimiento vital análogo, que es en la eternidad la procesión del Amado y en el tiempo la creación de la criatura. Sicut trames a fluvio derivatur, ita processus creaturarum ab aeterno processu personarum 5 : el proceso eterno del amor se vincula, sin confundirse, con el proceso temporal de la historia. En la distinción entre el Padre y el Hijo encuentra su lugar la comunión en la infinita alteridad entre el Creador y la criatura: «La relación de las personas divinas entre sí es tan amplia, que en ella encuentra espacio el mundo entero» (Adrienne von Speyr). La procesión del Amado al Amante es el fundamento y el modelo eterno de la
4. Concilio XI de Toledo (675): DS 525. 5. Santo Tomás, In I sent., Prol.; cf. F. Marinelli, Personalismo trinitario nella storia della salvezza. Rapporti tra la SS. Trinitd e le opere ad extra, en Scriptum super Sententiis, Roma-Paris 1969.
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comunicación del ser y de la vida a la criatura 6 ; pero mientras que la primera se realiza eternamente ad intra, es decir, en el seno de la vida divina, la segunda se realiza ad extra, en donde esta expresión no debe entenderse en sentido espacial (¡en Dios no existe espacio ni tiempo!), sino en sentido cualitativo, para indicar la infinita diferencia que existe entre el Creador y la criatura. El hecho de que la creación sea una obra de la Trinidad ad extra no quiere decir entonces que no sea abrazada por el ser divino que leTiace participar de la existencia y de la vida, ni mucho menos excluye ~ que ad intra, en el seno de la vida trinitaria, se dé un proceso eterno que le corresponde como su eterno fundamento y modelo. Lo creado queda envuelto e impregnado del Amor divino, que lo suscita y lo mantiene en el ser, y reposa, por así decirlo, en la eterna procesión de amor desde el Engendrante al Engendrado, desde el Padre al Hijo. Esta correspondencia entre la procesión intradivina y la creación ilumina el ser de la misma criatura; lo mismo que el Hijo se caracteriza en la historia eterna del amor por la receptividad, por su ser puramente amor que acoge, así también la criatura, que tiene en la procesión del Hijo el modelo eterno y el fundamento de su creación, está marcada estructuralmente, es decir, de modo original e imborrable, por la receptividad del amor. Todo se le ha dado, empezando por su mismo ser; todo cuanto es, lo es por pura acogida. En este puro y original dejarse amar por el eterno Amante en el eterno Amado se basa la bondad radical y original del ser de la criatura, de toda criatura. «Todo es gracia» (Bernanos); todo —la existencia, la vida, las posibilidades de la materia y del Espíritu— es don. Es lo que, con anterioridad al pecado, el hombre vive y experimenta, según la doctrina tradicional del «estado original», que es por tanto un reflejo fiel de este arraigo del acto creador en el misterio de la inmanencia divina; lo que ha sido suscitado y está envuelto por el misterio de la bondad divina es originalmente bueno. La verificación y la plena revelación de la caracterización de lo creado mediante la receptividad del amor se nos ha dado en la encarnación del Hijo; la encarnación nos dice no solamente cómo puede comunicarse el se'r trinitario, sino además cómo puede ofrecerse el ser creatural como acogida pura. Ipsa assumptione creatur: el acto mismo de la asunción de la naturaleza humana es el que pone en el ser concretamente al hombre Je-* sus. De esta manera en el misterio de encarnación se revela la constitución misma de la criatura: es «existencia acogida», receptivi-
6.
Santo Tomás habla de ratio y causa: cf. Scriptum super Sententiis, in II, 20,
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dad del amor que, al amarla, la hace ser. Y entonces se comprende también en qué sentido todo ha sido creado «por medio de Cristo y con vistas a él», que existe «antes de todas las cosas» y en el que «todas ellas subsisten» (cf. Col 1, 16 s). En la eterna receptividad del A m a d o , «primogénito de toda criatura» (Col 1, 15), se arraiga la vocación al ser de todo lo creado c o m o vocación al amor. La bondad original de la criatura se ve además iluminada p o r la correspondencia entre la creación y la otra procesión intradivina: la del Espíritu santo. T o d o ha sido creado en el Espíritu santo (cf. Gen 1, 2) y todo es mantenido en el ser en dicho Espíritu (cf., por ejemplo, Sal 104, 29); lo mismo que en la vida divina el Espíritu une al Padre y al Hijo, en cuanto amor unificante del A m a n te con el A m a d o , así también une a la criatura con el Creador, garantizando la unidad original y constitutiva de lo creado con Dios y p o r tanto la bondad original de todo cuanto existe, su ser arraigado y basado en el amor: «Y vio Dios que era bueno» (Gen 1, 4.10.12.18.21.25.31). En cuanto unidad del Padre y del Hijo, el Espíritu santo es p o r tanto la garantía de que todo lo que ha sido creado por el Amante en la receptividad del A m a d o está también constitutivamente unido a ellos en el vínculo del amor; gracias al Espíritu es posible decir que donde hay ser, hay amor, y que todo ha sido eternamente amado en el vínculo eterno de la caridad divina. Pero en la vida trinitaria el EspírittTés también aquel que abre el amor en la libertad; es el amigo, más allá del A m a d o , en la fecundidad y gratuidad sobreabundante del amor. D e forma análoga, él es respecto a las criaturas la garantía de su autonomía, de su ser «otra cosa» y p o r tanto de su libertad en el amor; en el Espíritu la criatura está constituida en toda la profundidad de su estar unida al Creador, pero también en toda su dignidad de su propio ser, y por consiguiente en la criatura que abarca t o d o lo creado, el h o m b r e , en la posibilidad de aceptar o rechazar el amor. La tragedia del pecado, que afecta a la creación entera y hace gemir en ella al Espíritu (cf. R o m 8, 19 ss), es precisamente este rechazo del amor original y originante, este «querer ser como Dios» del hombre, que se resuelve en una profunda alienación de la criatura. El que ha sido hecho para amar entra en la condición del miedo y del cansancio de amar. El que podía ser como Dios en el amor, al renegar de él, reniega de sí m i s m o ; en la libertad que se le ha dado en el Espíritu, ha querido convertir su receptividad constitutiva en posesividad celosa. Esta perturbación profunda del ser, esta inversión original y voluntaria de la acogida transformada en posesión, que repercutirá en adelante en la orientación de toda la criatura, es lo que recibe el n o m b r e de «pecadq_original». Demuestra hasta qué p u n t o llega el amor divino en favor de la li-
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bertad: manifestando la libertad que el h o m b r e tiene de rechazar N el amor, afirma no sólo la grandeza de las posibilidades de la cria- ' tura, la dignidad altísima y al mismo tiempo trágica del ser libreL sino también la profundidad de la libertad divina en el amor, la/ humildad trinitaria de Dios, que en el Espíritu es libertad: «Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad» (2 C o r 3, 17). Y puesto que este riesgo de la libertad se le ha dado a la criatura en aquel que es al mismo tiempo Espíritu de la libertad y Espíritu del amor que une, es posible afirmar que incluso cuando el h o m bre se separa de Dios, Dios no se separa de él; si la criatura usa mal de la libertad al rechazar el amor, el Espíritu en que se le ha dado la libertad no deja de ser vínculo de comunión y por tanto de asegurarle la cercanía del Padre. Es la cercanía del Dios «que sufre», de aquel que aceptando el riesgo del amor y amando infinitamente en la libertad se abre a la posibilidad de un sufrimiento activo, aceptado libremente por amor; en el Espíritu el Padre «com-padece, porque tiene corazón» 7 . En el amor «ni siquiera el Padre es impasible... Sufre la pasión del amor...» 8 . El que celebra con gozo el hallazgo del hijo, ¿no sufre quizás p o r el hijo perdido, cuya historia de libertad ha sabido sin embargo respetar hasta el fondo? (cf. Le 15, 11 ss). El mal que devasta la tierra es permitido p o r aquel que, en el Espíritu, suscita el ser y llama a la libertad; p e r o n o es ciertamente querido p o r aquel que en el mismo Espíritu n o abandona a sus criaturas y n ó puede menos de sufrir por su amor. Antes de que el Hijo muera en la cruz en la solidaridad con los pecadores, el sufrimiento de amor habita ya en el corazón trinitario de Dios; no es más que la otra cara del amor que crea en la libertad y que p o r eso mismo acepta hasta el fondo el riesgo de la alteridad de la criatura. «Había una cruz en el corazón de Dios antes de que hubiera otra plantada en la verde colina fuera de Jerusalén. Y ahora que la cruz de madera ha sido quitada, sigue la otra en el corazón de Dios y allí estará hasta que haya un solo pecador p o r quien sufrir» (C. A. Dinsmore). Es la misión del Hijo encarnado la que le da a la criatura la posibilidad de volverla su receptividad original, pero de una manera y en un nivel moe supera todas sus posibles esperanzas...
7. Orígenes, Selecta in Ezechielem 16: PG 13, 812 A. 8. Id., Homilía VI in Ezechielem 6: PG 13, 715.
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2.
La historia en la Trinidad El Creador y la criatura
Si la creación es historia del Padre, del Hijo y del Espíritu, p r o ceso de la historia original que se basa, según una analogía construida a partir del acontecimiento pascual, en las procesiones eternas del A m o r , es por eso historia trinitaria de Dios; por tanto, es legítimo decir que el Dios u n o es el creador del m u n d o 9 . C o n esta afirmación densa, basada no sólo en la unidad «pericorética» de los Tres que actúan en la creación, sino también en su unidad esencial, se quiere subrayar la transcendencia y la libertad divinas respecto a las criaturas: el Creador es infinitamente distinto y superior respecto a lo que ha sido creado por él. El m u n d o de Dios n o se deja capturar y resolver en el m u n d o h u m a n o ; de ningún m o d o es la criatura la que determina al Creador, sino que en todo es el Creador el que da el ser y la vida a la criatura. Esta alteridad y soberanía divinas no deben pensarse sin embargo como extrañeza y separación; precisamente en cuanto que Dios es el A b soluto, nada puede existir «fuera» de él. «¿No hay que afirmar en consecuencia que Dios ha creado "en sí" al m u n d o , que le ha brindado un tiempo en su eternidad, una finitud en su infinitud, u n espacio en su omnipresencia y una libertad en su amor desinteresado?» 10 . Existiendo «fuera» de Dios, en cuanto que es distinto | y limitado respecto a él, el m u n d o existe «en» Dios, en cuanto que i participa del ser que le ha dado el Creador y está envuelto en el / misterio de su A m o r , que es además el misterio de la esencia di' vina. En este sentido, Dios está en todas las cosas, más profundamente que lo más profundo que hay en cada cosa: «En cuanto que algo tiene el ser, en tanto es necesario que Dios esté presente en ello, según el m o d o con que esa cosa tiene el ser» n . La suprema transcendencia viene a coincidir con la suprema inmanencia: Superior summo meo, interior intimo meo (san Agustín). Aquel que transciende infinitamente al m u n d o es también el corazón y el seno del m u n d o , en el cual «vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17, 28). Este ser-en-Dios del m u n d o , que es sin embargo distinto de Dios, esta paradójica identidad de transcendencia e inmanencia del Dios creador respecto a la criatura, justifica una doble pregunta: la primera se refiere a la posibilidad de conocer al Totalmente O t r o en cuanto Totalmente D e n t r o ; ¿es posible conocer a Dios a partir de las criaturas? La segunda pregunta se refiere a la relación 9. Cf. concilio Lateranense IV (1215): DS 800, y concilio Vaticano I (1870): DS3001. 10. J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, Sigúeme, Salamanca 2 1987, 125. 11. Santo Tomás, ST I, 8, le.
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que hay entre la comunicación original del ser a las criaturas y el d o n nuevo de la vida divina que se ha realizado en la creación. Se trata respectivamente del problema del conocimiento natural de Dios y del de la relación entre naturaleza y gracia. La cuestión del conocimiento de Dios a partir de sus criaturas n o tiene nada que ver con una simple abstracción conceptual, sino que toca más en general al proceso vital por el que el hombre se abre a D i o s ; es e} problema del acceso a la realidad divina a partir de los recursos de que.¿isppne la criatura u . Teniendo en cuenta esta complejidad existencial, a la pregunta sólo se le puede dar una respuesta articulada dialécticamente. En primer lugar, hay que reconocer la posibilidad de un conocimiento natural de Dios; es lo 3ue afirma el concilio Vaticano I en contra del fideísmo y del traicionalismo, que intentan reducir el acceso a Dios sólo al ámbito de la fe y de la transmisión viva de la verdad revelada: «Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza p o r la luz natural de la razón humana, a partir de las cosas creadas; en efecto, lo que de él es invisible puede ser contemplado por la inteligencia a partir del m u n d o creado a través de todo lo que ha sido hecho» (Rom 1, 20) 13 . El conocimiento (¡no la «demostración»!) de Dios se afirma como una posibilidad cierta (¡no como «hecho»!); es la misma presencia profundísima del Creador en todas las cosas lo que motiva la posibilidad de acceder de algún m o d o a su misterio a través de ellas. En cuanto Totalmente D e n t r o el T o talmente O t r o no está lejos de quienes lo buscan (cf. Hech 17, 27); en cuanto que el m u n d o está en Dios, es posible escrutar en él las señales de aquel que —inmanente, pero soberanamente— es transcendental y distinto; en cuanto que Dios está en el m u n d o , presente en lo más profundo de todas las cosas, es posible discernir en ellas las cifras de su transcendencia. Estas señales y estas cifras se han descubierto de varias maneras en la historia de la búsqueda de Dios. En el horizonte de la primacía del ser, Tomás de Á q u i n o las redujo orgánicamente a sus cinco vías 14 : a partir de diferentes aspectos de la realidad de la experiencia —el movimiento, la causalidad eficiente, la contingencia, los grados del ser y el finalismo que gobierna las cosas— sus vías captan la dirección hacia una causa última, que n o forma parte de la cadena de las causas penúltimas, ya que esta cadena, aunque in12. Cf. H. U. von Balthasar, El camino de acceso a la realidad de Dios, en Mysterium salutis II/l, o.c, 41-74; W. Kasper, El Dios de Jesucristo, Sigúeme, Salamanca 2 1987, 89 ss. («Experiencia y conocimiento de Dios»). 13. Constitutio dogmática «Dei Filius»: DS 3004. 14. Cf. santo Tomás, ST I, 2, 3; Contra gentes I, 13, 15, 16, 44.
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finita, sigue estando marcada por la finitud de no darse a sí mismo el ser, sino de recibirlo. Este último fundamento, que le da el ser a todo y no lo recibe de nadie, puesto que es el ser en plenitud, es el primer motor, la causa primera, el único necesario, dotado de toda perfección y de la suprema inteligencia ordenadora del universo. La fuerza de las cinco vías radica en su rigurosa coherencia con el horizonte de pensamiento en que se expresaron, marcado por el vivo sentido de la objetividad y de la primacía del ser; frente a la contingencia radical de todo lo que es mundano, que es y puede no ser, señalan el único fundamento posible de la realidad en el ser que es y puede no ser. El ser de Dios se convierte entonces en la garantía de la consistencia del mundo, que de lo contrario estaría anclado en la nada, en la única respuesta posible a la pregunta metafísica radical: ¿por qué existe algo y no más bien nada? El Dios necesario, que da el ser a todas las cosas y no lo recibe de nadie, es el baluarte ontológico contra todo nihilismo, la fuerza objetiva sobre la que puede descansar el destino del mundo y del hombre, el fundamento y el sentido último de todas las cosas. A este mismo fundamento intenta llegar el argumento ontológico de Anselmo de Aosta 15 ; sin embargo, Anselmo no parte «desde abajo» de las criaturas, sino de la misma idea de Dios que resplandece en la mente del hombre, creado a su imagen. Esta idea es la del «ente, más grande que el cual no puede pensarse nada» 16. En cuanto tal, Dios, rico en toda perfección y grandeza, tiene que existir, ya que si no existiese se podría pensar en un ser todavía mayor dotado de existencia, que sería en realidad Dios mismo. Anselmo impulsa la primacía del ser hasta la profundidad del sujeto y de su pensamiento; allí es donde el ser divino se asoma desbordando con la autoevidencia de su idea y, en ella, de su realidad. De esta manera lleva a cabo una inversión en la búsqueda sobre Dios: no se trata ya de demostrar a Dios a partir del mundo, sino que en cierto sentido hay que verificar el mundo a partir de Dios. Esta inversión es la que hizo suya (desnaturalizándola) el pensamiento hegeliano, en el horizonte de la subjetividad que apareció en la edad moderna; en él, la historia del mundo se convierte en la historia del espíritu que, en su forma más alta, es el Espíritu Absoluto, el Sujeto divino que se autodistingue y se autoidentifica en el proceso dialéctico, del que el es15. Presentado por él en el Proslogion, donde intenta resumir en uno solo los argumentos expuestos en el Monologion: cf. K. Barth, Fides quaerens intellectum. Anselms Beweis der Existenz Gottes im Zusammenhang seines theologischen Programms (1931), hrsg. v. E. Jüngel und I. U. Dalferth, Zürich 1981. 16. «Aliquid quo majus nihil cogitari potest»: Proslogion, c. 2.
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píritu subjetivo es fenomenología inicial. La toma de conciencia del hombre se convierte así en realidad en un nivel de la toma de conciencia de Dios y en la historia del mundo llega a desplegarse el curriculum vitae Dei, la historia misma del Absoluto. El brotar a la conciencia de la idea, el autoposeerse de esa idea en la distinción de sí misma, es entonces el «dato» de la existencia divina; en el proceso del espíritu es Dios el que se asoma, un Dios que está ya completamente disuelto en el mundo, asumido a su vez por completo en la historia eterna y necesaria del Absoluto. Dios, como idea, no se prueba; se pone delante, se autopro-pone en el proceso del conocimiento de la verdad 17. Contra esta captura idealista de Dios, prisionero de una especie de «monismo del espíritu», reacciona la reflexión creyente; mientras que la neoescolástica invoca el retorno a la objetividad 18, la escuela de Tubinga busca el equilibrio entre el objetivismo y la reducción idealista en un fecundo descubrimiento de la historia 19. En la línea de este sentimiento histórico es donde se advierte hoy cada vez más la prueba de la existencia de Dios como el concepto de la experiencia de un encuentro: si por un lado resulta evidente que es Dios el que se da a conocer, ofreciéndose como sentido y fundamento de la vida y de la historia, por otro se apela a la problematicidad radical (G. Marcel) y a la autotranscendencia del hombre como apertura al infinito divino (K. Rahner). Mientras que la crisis de la razón moderna quema cualquier presunción de emancipar al mundo de Dios a través de una pura y simple eliminación del «partner» divino (éste es el aspecto teológico de la llamada «dialéctica de la ilustración», superación crítica de las pretensiones absolutizantes de la razón), el existencialismo y el personalismo descubren el valor de lo individual en sus cuestiones radicales y la fuerza del amor, capaz de dar significado a la vida. El asombro, la sed de libertad y de justicia, la necesidad de sentido personal y colectivo, revelan una «nostalgia del Totalmente Otro» (M. Horkheimer), que no queda colmada por un «principio esperanza» puramente intramundano (E. Bloch). En esta dirección es donde los senderos del hombre se ofrecen como «senderos inte17. Cf. especialmente las Lecciones sobre la filosofía de la religión y La fenomenología del espíritu. Sobre la prueba ontológica en la edad moderna, cf. D. Henrich, La prova ontológica dell'esistenza di Dio. La sua problemática e la sua storia nell'eta moderna, Napoli 1983. 18. Pensemos en los comienzos de la neoescolástica en la escuela napolitana: P. Orlando, // tomismo a Napoli nel secólo XIX. La scuola del Sanseverino, Roma 1968. 19. Cf. W. Kasper, Concepción histórica de la teología antes y ahora, en Id., Fe e historia, Sigúeme, Salamanca 1974, 13-46.
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rrumpidos» (M. Heidegger) y es posible entender la llamada a una manifestación del fundamento como búsqueda de un encuentro con Dios, futuro absoluto capaz de ofrecerse como meta a la aventura humana, que de lo contrario se vería prisionera del mal pagado y presente y de un futuro demasiado oscuro. Aquí es donde el hablar de Dios narrando experiencias de encuentro con él se ofrece como el camino no último para realizar el encuentro y suscitar una historia de amor en tantas historias humanas de sufrimiento 20 . La experiencia, como conocimiento directo, caracterizado por el riesgo de la libertad 2 \ se convierte en demostración densa del encuentro con Dios y en camino para una realización del mismo continuamente nueva. De este modo, frente al Dios «argumentado» por los filósofos y los sabios se prefiere al Dios «narrado» «de Abrahán,'de Isaac y de Jacob...». Las diversas aproximaciones al misterio de la divinidad, si es verdad que indican los diversos caminos por donde el hombre tiene la posibilidad de abrirse a un conocimiento natural de Dios, revelan también sus límites; por muy probativo que sea el argumento o el relato, la prueba de Dios sigue siendo siempre una llamada a la libertad, que requiere la decisión personal de asentimiento para traducirse en un encuentro efectivo con la realidad divina. Dios sigue siendo un riesgo 22 . Es el mismo concilio Vaticano I el que, contra todo racionalismo que presuma apresar lo divino en las redes de la razón humana, sienta esta afirmación cuando reconoce que es sólo un mérito de la revelación el que «aquellas cosas que en lo divino no son de suyo inaccesibles a la razón humana, puedan ser conocidas por todos fácilmente, con certeza y sin errores en la condición concreta del género humano» 23. Esta finitud y debilidad del conocimiento natural de Dios son las que que ha resaltado constantemente la teología negativa, relacionándolas no sólo con el límite efectivo de las capacidades humanas (la oscuridad del hombre), sino también y sobre todo con la sobreabundante riqueza de la transcendencia del misterio (la tiniebla divina) 24 . Aquí es don20. Cf. para el valor del testimonio narrativo-experiencial de Dios J. B. Metz, Breve apología de la narración: Concilium 85 (1973) 222-238 (recogido en Id., La fe en la historia y en la sociedad, Cristiandad, Madrid 1982). 21. Como se ve etimológicamente en el latín ex-perior (de donde peritus = conocedor directo, y periculum = prueba, riesgo) y en el alemán er-fahren (salir fuera, viajar a través del país, tomar contacto directo a costa de riesgos y peligros), 22. Cf. C. Fabro, L'uomo e il rischio di Dio, Roma 1967. 23. DS 3005. 24. Cf. la obra del Pseudo-Dionisio Areopagita y su influencia en todo el.pensamiento cristiano: B. Forte, L'umverso dionisiano nel Prologo della «Mística Teología»: Medioevo 4 (1978) 1-57.
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de la vía afirmativa y la negativa se convierten en llamada a una via eminentiae, a un llegar a Dios más alto, que guarda relación con su propio venir él a nosotros; Aquel que es buscado más allá de nuestra finitud y que sigue estando oculto como el por encima y el más allá de cualquier camino nuestro, es invocado y se ofrece a sí mismo como el Dios que viene. Dios otro, porque con su venida no es alcanzado todavía por el hombre; Dios cercano, porque al venir determina ya la existencia del hombre; Dios vivo, porque, ya presente y no dado aún plenamente, suscita el paso permanente del presente al futuro, en donde se realiza propiamente la vida 2D. Vivir es entonces buscar a Dios; pero vivir plenamente es encontrarlo... Estas últimas reflexiones guardan relación con la otra cuestión que se planteaba a partir de la identidad entre inmanencia y transcendencia del Dios creador, la de la relación entre su comunicación original en el don del ser y la suprema autocomunicación divina, constituida por la misión del Hijo y la del Espíritu. Es el problema de la relación entre naturaleza y gracia, y por tanto de la legitimidad o ilegitimidad de unos presupuestos naturales a la gracia, y consiguientemente de unos presupuestos racionales a la fe, que consientan un acatamiento razonable al Dios que se revela. Contra toda posible «teología natural» se ha levantado en nuestro siglo K. Barth 2b, que ve en ella un residuo del pensamiento liberal, decidido a medir a Dios a partir de la razón humana y no la razón humana a partir de Dios: ¡una tentación idolátrica! El rechazo sin paliativos, motivado por la urgencia de decir «¡no!» a cualquier intento de poner algo humano en lugar del único y verdadero Dios (pensemos en la tragedia del nazismo), se fue luego suavizando en Barth y en sus seguidores (W. Pannenberg, G. Ebeling, E. Jüngel). Su descubrimiento de la humanidad de Dios, posterior a la de su divinidad 27, ha traído consigo la exigencia de unir a todos los grandes y necesarios «no» divinos sobre el mundo los otros muchos «sí», a veces humildes y cotidianos, que el hombre necesita para vivir y para morir. Entre estos «sí» aparecen comprendidas las condiciones humanas de posibilidad de la fe; la racionalidad del creer no es el sacrificio de la transcendencia, sino
25. Cf. L. Scheffczyk, II Dio che verra, Torino 1975. 26. Véase en este sentido su polémica con E. Brunner: Nein! Antwort an Emil Brunner (Theologische Existenz heute 14), München 1934. Cf. B. Forte, Cristologia e política. Su K. Barth en Id., Cristologie del Novecento, Brescia 1983, 63-104. Por otra parte, Barth recoge el «no» de Lutero a toda theologia gloriae: cf. Disputatio di Heidelberg, tesis 18 y 19: Weimarer Ausgabe 1, 354. 27. Cf. la conferencia de K. Barth de 1956, L'umamta di Dio, Torino 1975.
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la afirmación de la fuerza profundamente humanizadora que tiene el encuentro con el Dios vivo. La teología natural se ofrece entonces como una forma de dar testimonio de la iniciativa libre y gratuita de la gracia que hay en nosotros: «No os asustéis ni os turbéis, sino adorad al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a responder a todo el que os pida razón de la esperanza que hay en vosotros» (1 Pe 3, 15). Este «dar razón de la esperanza» se lleva a cabo, bien señalando cómo lo divino que se ofrece en la revelación no está en contradicción con el don original de la creación, o bien positivamente mostrando cómo lo supera, abriendo al sentido más profundo de las cosas y a la parti»cipación más alta en la vida divina. Por consiguiente, es posible captar una triple relación entre la naturaleza y la gracia, en un movimiento de correspondencia dialéctica. En primer lugar, la gracia afirma la naturaleza; si es el mismo el Dios creador y el Dios redentor, no puede haber oposición entre la comunicación de su vida y de su ser en los orígenes y la participación en su naturaleza que se ha dado en la «plenitud del tiempo». Bajo esta luz, si la historia de la revelación nos da a conocer que Dios es amor, la fe en la creación como acto del Dios trinitario nos hace afirmar que el amor es divino. Ubi caritas et amor, ibi Deus est: la presencia del amor es presencia de Dios, y el camino que conduce por excelencia al encuentro con aquel que está en todas las cosas es la vía amoris, el camino del amor que pone de manifiesto el misterio del ser... Este amor, impreso como vocación en lo más profundo de la criatura, es la fuente de su libertad: «Ama y haz lo que quieras» (san Agustín). La tragedia del pecado, sin embargo, y el dolor infinito de la cruz iluminan el segundo aspecto del proceso que se establece entre la naturaleza y la gracia: la gracia niega la naturaleza, en cuanto que la juzga en todo cuanto ella opone cómo" cerrazón al Dios vivo. El rechazo original del amor por parte de la criatura libre ha traído consigo una perturbación profunda en el ser; lo que es constitutivamente receptividad se ha hecho esclavo de la posesividad. Aquí es donde el don puro de la gracia, la receptividad absoluta del Verbo encarnado, no puede menos de estar en contradicción con la naturaleza caída por causa del pecado. El amor puro juzga al no amor del mundo; y puesto que sobre la base de solas sus capacidades, corrompidas por el rechazo original, el hombre no es^capaz por sí solo de amar puramente, hay que decir que el simple amor natural ng es Dios. Ubi caritas est vera, Deus íbT~~Vst:^s en la verdad del amor donde Dios está presente; donde el amor está manchado, corrompido radicalmente por el espíritu de posesión, allí se ve i, ofuscada la presencia de Dios, hasta poder llegar a ser irreconoci-
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ble (pensemos en todas las comercializaciones y cosificaciones del amor). Por eso precisamente es necesario que la gracia supere a la naturaleza, no ya en el sentido de anularla, sino" en erdellevarla a su primitivo estado de receptividad en el amor y también, y sobre todo, a un nivel nuevo e inconcebible de acogida y de efusión del don, que es lo que se realiza en la entrega suprema del Hijo de Dios en la cruz y en la comunicación pascual del Espíritu santo. A la luz de este acontecimiento salvífico, improgramable e imposible de pretender a partir de sola la naturaleza por estar basado en la absoluta libertad y gratuidad del amor divino salvador, es posible afirmar que Dios es amor y que «el que está en el amor vive en Dios y Dios vive en él» (1 Jn 4, 16). Según esta triple relación —de afirmación, de negación y de superación— es posible decir por consiguiente que la gracia, no destruye la naturaleza, sino que la lleva a su cumplimiento: Gratia non destruit naturam, sed supponit et perficit eam 28. Según esta misma relación es posible afirmar que el amor divino no destruye el amor humano, sino que lo supone y lo lleva a su perfección: Amor non destruit amorem... 29 La necesidad humana de amar y de ser amado —en la que, en virtud del hecho de que Dios es Amor, es posible reconocer lo que los medievales llamaban el deseo natural de ver a Dios— encuentra en la gratuidad y en la perfecta comunicación pascual del amor su cumplimiento más alto, improgramable y revolucionario...
3.
El hombre, imagen del Dios trinitario
En el ámbito de la creación el hombre constituye el vértice, la obra del día penúltimo, antes del reposo de Dios: «Vio Dios todo lo que había hecho y he aquí que era algo muy bueno. Pasó la tarde, pasó la mañana: el día sexto» (Gen 1, 31). Solo entre las criaturas, el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza del Creador: «Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza» (Gen 1, 26 s). Este motivo del hombre imagen de Dios será releído por la comunidad pascual en sentido cristo28. Cf. J. Beumer, Gratia supponit naturam. Zur Geschichte eines theologischen Prinzips: Gregorianum 20 (1939) 281-406; 535-352; E. Przywara, Der Grundsatz «Gratia non destruit, sed supponit et perficit naturam». Eine ideengeschichtliche Interpretaron: Scholastik 17 (1942) 178-186; J. Ratzinger, Gratia praesupponit naturam, en Id., Palabra en la Iglesia, Salamanca 1976, 130 ss; B. Stoekle, Gratia supponit naturam. Geschichte und Analyse eines theologischen Axioms, Roma 1962. 29. Cf. E. Jüngel, Dios como misterio del mundo, Sigúeme, Salamanca 1984, 423 ss, que ve en la fe el lugar del encuentro verdadero de los «dos» amores.
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La historia en la
Trinidad
lógico y trinitario: Cristo es por excelencia la imagen del Dios invisible (cf. Col 1, 15; 2 Cor 4, 4; y también Jn 1, 18; 14, 9; Heb 1, 3); en él, «el último Adán» (cf. Rom 5, 12-21; 1 Cor 15, 20-22.45.49), el hombre —creado a imagen de Dios (cf. 1 Cor 11, 7)— es creado otra vez como «hombre nuevo» a imagen del Creador (cf. Col 3, 10 y también Rom 8, 29; 1 Cor 15, 49; 2 Cor 3, 18). A la luz de esta relectura pascual la tradición patrística ha visto en el plural de Gen 1, 26 («Hagamos al hombre a nuestra imagen») una evocación de la Trinidad 3