Toledo y Bizancio coordinador, Miguel Cortés Arrese. 9788490440155, 8490440158


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Spanish Pages [234] Year 2002

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ÍNDICE
PRESENTACIÓN
LOS ESTUDIOS BIZANTINOS EN ESPAÑA
TOLEDO EN ÉPOCA VISIGODA
LAS RELACIONES POLÍTICAS ENTRE LA ESPAÑA VISIGODA Y BIZANCIO
LOS SÍMBOLOS DEL PODER: EL CEREMONIAL REGIO DE BIZANCIO A TOLEDO
LA ESPAÑA VISIGODA Y EL MUNDO BIZANTINO: ASPECTOS CULTURALES Y TEOLÓGICOS
GRIEGOS EN TOLEDO EN EL SIGLO DE ORO
EL GRIEGO DE EL GRECO
LAS REMINISCENCIAS BIZANTINAS DEEL GRECO. PANORAMA HISTÓRICO
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Toledo y Bizancio coordinador, Miguel Cortés Arrese.
 9788490440155, 8490440158

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TOLEDO Y BIZANCIO

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TOLEDO Y BIZANCIO

Coordinador: Miguel Cortés Arrese

Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha Cuenca, 2002

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TOLEDO y Bizancio / coordinador, Miguel Cortés Arrese.– Cuenca : Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2002 230 p. ; 24 cm.– (Estudios ; 86) ISBN ISBN 84-8427-231-1 978-84-9044-015-5 1. Toledo – Historia – Influencia bizantina 2. Cultura – Historia – Toledo I. Cortés Arrese, Miguel, coord. II. Universidad de Castilla-La Mancha, ed. III. Serie 946.028.5:949.502 008

Esta edición es propiedad de EDICIONES DE LA UNIVERSIDAD DE CASTILLALA MANCHA y no se puede copiar, fotocopiar, reproducir, traducir o convertir a cualquier medio impreso, electrónico o legible por máquina, enteramente o en parte, sin su previo consentimiento.

© de los textos: sus autores. © de la edición: Universidad de Castilla-La Mancha. Edita: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Castilla-La Mancha. Director: Pedro C. Cerrillo. Colección ESTUDIOS nº 86. 1ª ed. Tirada: 500 ejemplares. Diseño de la colección: García Jiménez. Diseño de la cubierta: C.I.D.I. (Universidad de Castilla-La Mancha). I.S.B.N.: I.S.B.N.:84-8427-231-1 978-84-9044-015-5 D.L.: CU-357-2002 Fotocomposición e impresión: Compobell, S.L. Murcia Impreso en España - Printed in Spain

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A la memoria de Rocío Rodríguez Rodríguez

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ÍNDICE

Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Miguel Cortés Arrese

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Los estudios bizantinos en España . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Pedro Bádenas de la Peña

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Toledo en época visigoda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ricardo Izquierdo Benito

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Las relaciones políticas entre la España visigoda y Bizancio . . . . . . . . Margarita Vallejo Girvés

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Los símbolos del poder: el ceremonial regio de Bizancio a Toledo . . . Ramón Teja Casuso

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La España visigoda y el mundo bizantino: aspectos culturales y teológicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Antonio Bravo García

123

Griegos en Toledo en el Siglo de Oro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Luis Gil Fernández

167

El griego de El Greco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Inmaculada Pérez Martín

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Las reminiscencias bizantinas de El Greco. Panorama histórico . . . . . Miguel Ángel Elvira Barba

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PRESENTACIÓN

La Sala de Óculos del convento de San Pedro Mártir de Toledo acogió los días 6 y 7 de noviembre del pasado año, unas Jornadas sobre Toledo y Bizancio a las que asistieron 96 alumnos procedentes de las universidades de Alcalá de Henares, Complutense y de la organizadora, la Universidad de Castilla-La Mancha, además de otros interesados y curiosos por este tema. Las Jornadas dieron comienzo con un pormenorizado análisis sobre Los estudios bizantinos en España, a cargo del profesor Bádenas de la Peña; inició su exposición interesándose por los pioneros de esta disciplina científica hasta llegar a nuestros días cuando ya disponemos de unas líneas de trabajo bien establecidas que van aportando frutos importantes sobre las diversas facetas del mundo griego desde la Baja Antigüedad hasta el «Bizancio después de Bizancio». El balance conseguido en materias como la transmisión de textos, paleografía, crítica textual, hagiografía, historiografía, literatura medieval en griego vulgar, historia del arte o la visión renovadora del Humanismo español puede considerarse «positivo y hasta espectacular», aun cuando requiera todavía de una mayor vertebración y relación interdisciplinar. El profesor Ricardo Izquierdo, profundizó en el esplendor de Toledo como capital visigoda, residencia de los reyes, de la corte y de todo el aparato de la administración; además de centro religioso de la Iglesia hispana, sobre todo, desde el año 589. Los numerosos concilios que se celebraron con posterioridad no hicieron sino reforzar el papel de los obispos y, en consecuencia, de la proyección de Toledo en época visigoda.

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PRESENTACIÓN

Así culminó el proceso de identificación entre la ciudad y la monarquía siguiendo el modelo de Roma, Ravena y Constantinopla y en ese trayecto, explicó el profesor Teja, la monarquía visigoda no hizo sino imitar las costumbres, formas y ceremonial de las tradiciones imperiales romanas tal como eran encarnadas entonces en Constantinopla. Los símbolos del poder bizantinos resultaron familiares en Toledo a partir de Leovigildo. Y ello aunque las relaciones políticas entre la España visigoda y Bizancio atravesaron por distintas vicisitudes pues, como precisó la profesora Vallejo, se vieron directamente influidas por la presencia o no de efectivos militares y gobernadores bizantinos en la Península Ibérica y la evolución de los problemas, necesidades e intereses de una y otra comunidad. Estas relaciones condujeron, al tiempo, a los visigodos a interesarse por distintos aspectos culturales dominantes en Bizancio: Leandro de Sevilla y Juan de Bíclaro viajaron a Constantinopla y en la obra del segundo hay reflejo de autores bizantinos. No está tan claro, por lo demás, que la presencia bizantina tuviese repercusiones en lo que hace al conocimiento del griego. Y como detalló el profesor Bravo sería en el terreno teológico donde la influencia cambiaría de signo. En la sesión del día 7, Don Luis Gil se ocupó de los griegos en Toledo en el Siglo de Oro; de su asentamiento en la ciudad imperial, de su distinta cualificación profesional e intereses y del apoyo del que gozaron por parte de mecenas y protectores: Antonio Covarrubias y García de Oaysa que llegaron a reunir entre los dos, a finales del siglo XVI, unos doscientos códices griegos. El Greco se instaló en Toledo en 1577 y hasta allí acudieron algunos de sus allegados. Dispuso de una notable biblioteca de libros griegos de historia, filosofía y patrística que lo definen como un hombre que cultivó el legado intelectual de su patria helena. No es de extrañar, tal como analizó con gran rigor científico Inmaculada Pérez Martín, en su exposición sobre El griego de El Greco, que firmase sus cuadros siempre en griego; si bien hizo uso de distintas fórmulas. Esta herencia, deudora de su formación en tierras cretenses se advierte igualmente en su pintura. El director del Museo Arqueológico Nacional, D. Miguel Ángel Elvira, describió el panorama histórico de las reminiscencias bizantinas de El Greco y planteó en la conferencia de clausura la posibilidad de que El Greco elaborase una «maniera» personal e intransferible. Pero añadió: «¿cómo podía olvidar, por muy superados que le pareciesen a nivel teó-

PRESENTACIÓN

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rico, sus estudios de infancia y juventud, cargados de preceptos formales y de fórmulas expresivas?». Las Jornadas se enriquecieron, el día 6, con una visita al Museo de los Concilios y la Cultura Visigoda, instalado en la iglesia de San Román, cuya explicación corrió a cargo de los profesores de la Facultad de Humanidades de Toledo, Ricardo Izquierdo y Fernando Llamazares. Al día siguiente se celebró un acto de homenaje a El Greco en la iglesia del convento de Santo Domingo el Antiguo, donde fue alojado a su muerte. El acto de homenaje dio comienzo con un recital poético por D. Jesús Pino Garrobo, director y editor de la revista de poesía Hermes. Su programa incluyó poemas de Fray Hortensio Félix de Paravicino y Arteaga (Al retrato de El Greco; Al túmulo que hizo el Griego en Toledo para las honras de la Reyna Margarita, que fue de piedra; A un rayo, que entró en el aposento de un pintor y Al túmulo de este mismo pintor que era el Griego de Toledo), Luis de Góngora y Argote (Inscripción para el sepulcro de Dominico Greco), Manuel Machado (El caballero en el pecho), Pablo García Baena (La oración en el huerto) y del mencionado Jesús Pino Garrobo (La pintura del Greco). A continuación tuvo lugar un concierto de música a cargo de Dña. Mercedes P. Bautista (soprano) miembro del Grupo de Polifonía Antigua de la Capilla de Santo Tomé de Toledo, D. Julio Pérez Pulgarín (tenor), Maestro de Capilla de Santo Tomé, y D. Juan José Montero Ruiz (órgano). El programa escogido era de Francisco Guerrero (Dios los extremos condena; Alma, si sabes d’amor; Antes que comais a Dios y ¿Sabes lo que heziste...). La presentación del acto corrió a cargo de Dña. Marta de Navascúes Palacio, Directora de la Biblioteca del Campus de Toledo e integrante de la Coral «Maestro Jacinto Guerrero». Las Jornadas fueron organizadas para analizar la transformación de Toledo en capital política y religiosa del reino visigodo y estudiar el alcance de sus relaciones con Bizancio, la potencia mundial de la época. También tenían como propósito desentrañar los quehaceres de la colonia de griegos que se asentó en Toledo a fines del siglo XVI y primeros años del siguiente: de su herencia bizantina y de la del griego más ilustre de todos, el Greco; de sus enseñanzas. Todo ello en el marco de los estudios bizantinos que se han venido desarrollando en nuestro país y que explicó con detalle en la conferencia inaugural el presidente del Comité Español de Estudios Bizantinos, D. Pedro Bádenas de la Peña.

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PRESENTACIÓN

Las líneas que siguen son el testimonio científico del esfuerzo intelectual desplegado por todos los que intervinieron en las Jornadas. A ellos quiero mostrarme agradecido, además, por haber autorizado que esta monografía se dedicase a la memoria de la Dra. Dña. Rocío Rodríguez Rodríguez, joven profesora de la UCLM, que impartió la asignatura Arte Bizantino en la Facultad de Letras del Campus de Ciudad Real el último curso académico y que nos dejó para siempre el pasado 19 de junio de 2002. Motivos personales le impidieron ser la secretaria de las Jornadas.

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LOS ESTUDIOS BIZANTINOS EN ESPAÑA Pedro Bádenas de la Peña C.S.I.C. (Madrid)

En primer lugar deseo felicitar a la Universidad de Castilla-La Mancha, especialmente en la figura de su Vicerrector de Cooperación Cultural, el Dr. Miguel Cortés Arrese, por su iniciativa al convocar este encuentro sobre Bizancio y Toledo, así como agradecer su invitación para presentar ante Vds. el estado actual de los estudios sobre el mundo bizantino en España. El profesor Cortés es buen conocedor de los afanes que desde hace tiempo nos ocupan a algunos en esta labor, no siempre fácil, pero sí llena de satisfacciones profesionales y vocacionales, que es el estudio de Bizancio y su entorno; no en vano también él participa —y bien activamente, como esta ocasión lo demuestra— de la pasión por Bizancio, desde la cátedra, las páginas de Erytheia y en las tareas de nuestro Comité Español de Estudios Bizantinos. Han transcurrido doce años desde que en diciembre de 1989 presenté en Roma, ante el Congreso internacional de filología medieval y humanística griega y latina en el siglo XX, un informe sobre estos estudios en nuestro país1. Durante este tiempo, poco realmente, creo sin embargo que es mucho y satisfactorio el 1 Cf. P. Bádenas «Informe sobre los estudios bizantinos en España» en Atti del Congresso Internazionale: La filologia medievale e umanistica greca e latina nel secolo XX, (11-15 diciembre 1989), Roma, 1993, pp. 753-768.

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Pedro BÁDENAS DE LA PEÑA

camino recorrido. A finales de los ochenta, hablar de Bizantinística en nuestro país podía parecer algo pretencioso, por muchas y variadas razones; la principal: el retraso crónico de España en la incorporación a las corrientes más innovadoras de las ciencias históricas. Planea en este hecho nuestro peculiar —extraño, me atrevo a decir— Renacimiento que truncó o, cuando menos, frustró el que pudo ser pujante y adelantado cultivo de las Humanidades clásicas. Más tarde el legado de la mentalidad inquisitorial agostaría también el florecimiento del clasicismo racionalista. No extraña así que cuando en Europa se produce la eclosión de la bizantinología, nuestro país quedara también marginado. Al fin, cuando el regeneracionismo empezó a dar sus frutos efectivos, a principio de los años treinta (p.e. creación del Centro de Estudios Históricos —antecesor del CSIC— y de los estudios de Filología Clásica en la Universidad de Madrid), la Bizantinística fue contemplada, por primera vez, como un objetivo científico a cubrir. Era, en la mente preclara de D. Ramón Menéndez Pidal, algo ineludible a medio plazo para los jóvenes que por aquel entonces iniciaban su formación en filología griega o en estudios medievales. En efecto, personas como Antonio Tovar o Sebastián Cirac, serían becados por la Junta de Ampliación de Estudios para formarse en Alemania en este campo, pues la Junta proyectaba la formación de expertos capaces de abordar, p.e., la catalogación de los manuscritos griegos en bibliotecas españolas, la profundización en la detección y estudio de documentos relativos a la expansión de la Corona de Aragón en el Levante, siguiendo la pauta marcada por Rubió i Lluch, contemplándose asimismo la traducción al castellano de bibliografía esencial, como el manual de literatura bizantina de Krumbacher, etc. Todo esto quedaría traumáticamente interrumpido por la guerra civil y los intentos de erradicación del espíritu racionalista e ilustrado de la Junta para la Ampliación de Estudios que siguieron durante los oscuros tiempos de la postguerra. La reconstrucción de los estudios de clásicos en España2 es un capítulo aparte; bastante se ha dicho y escrito sobre ello, aunque desde la perspectiva 2 Cf. el exhaustivo informe del Prof. M. Fernández Galiano al Congreso Internacional de Filología Griega y Latina en el s. XX (Roma 17-21 de Septiembre de 1984) donde se analizan pormenorizadamente todas las vicisitudes históricas de nuestra precaria tradición en este terreno. En gran medida mi informe sobre la Bizantinística en España, ya citado, es deudor y continuador del prof. Fernández Galiano, al cual remito, pp. 163-234 del vol. II de La Filologia Greca e Latina nel secolo XX. Atti del Congresso Internazionale (Pisa, 1989). Especialmente útil me ha sido también el manuscrito de la comunicación sobre la Bizantinística en España presentada por el prof. J. Arce a las VIII Jornadas sobre Bizancio (Vitoria, 1988).

Los estudios bizantinos en España

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del siglo XXI falte todavía —pienso yo— una reflexión profunda y crítica. En todo caso, por lo que al estudio del griego se refiere, hasta mediada la década de los cincuenta, no se empezó a recuperar, en parte, el ritmo anterior a la guerra y sólo entre los años sesenta y setenta se empezará a disponer de un discreto plantel de especialistas en filología griega. Sin embargo, por razones obvias, el esfuerzo se dirigió casi exclusivamente al estudio de la antigüedad clásica, de tal manera que las cátedras que, en considerable número, se fueron creando en España lo fueron, lógicamente, de griego antiguo. Tan sólo hubo unos pequeños núcleos preocupados por la Biblia griega y la literatura patrística y, de refilón, un primer acercamiento a la Bizantinística en esos primeros años de reconstrucción de los estudios griegos en España. La ideología oficial en la España de los cincuenta intentó recuperar —a su manera— la colosal tarea de Cisneros y Arias Montano, se pensaba acometer una nueva Políglota de nuestro tiempo. El empeño fracasó por lo anacrónico de su planteamiento, sin embargo esos pequeños núcleos de trabajo consigueron fructificar en mayor o menor medida; en este sentido fue decisiva la labor de la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), donde aparecieron ediciones bilingües de patrística y apologética griegas3. Incluso se inició un acercamiento a la papirología bíblica griega, algo totalmente inédito en España, por parte de algunos de nuestros maestros —entonces muy jóvenes—, como p.e. L. Gil y M. Fernández Galiano4, y que habría de continuarse luego con el trabajo admirable de colegas como J. Mª Fernández Pomar, José O’Callaghan, N. Fernández Marcos, Mª V. Spottorno, Ángel Sáenz Badillos, etc.5 Las activida3 Entre otras traducciones bíblicas, figuran las ediciones bilingües de las Actas de los Mártires por D. Ruiz Bueno, Madrid, BAC, 1951, de los Evangelios Apócrifos por Aurelio de Santos, ibidem 1956, 1963 2ª ed. y la de los Padres Apologistas griegos (s. II) por Daniel Ruiz Bueno, ibidem 1954 o La Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea, por A. Velasco Delgado, bidem 1973. Para el conjunto del tratamiento de la literatura cristiana primitiva en España, puede verse el informe de A. Piñero en el colectivo Actualización Científica en Filología Griega, Madrid 1984, pp. 599-610. 4 Cf. «Correcciones del Génesis de los papiros Chester Beatty» Emerita 21 (1953) 1-13. El mejor resumen sobre el estado de la cuestión es el de J. O’Callagham «La Biblia y los papiros» en Actas del VI Congreso Español de Estudios Clásicos I, Madrid, 1983, pp. 413-434. 5 Del conjunto de la pequeña colección de papiros griegos de Madrid destaca por la importancia de su extensión y contenido el cód. bíblico 967, con veinte páginas del libro de Ezequiel, ed. de M.F. Galiano Studia Papyrologica 10 (1971) 5-79. N. Fernández Marcos y Mª V. Spottorno han estudiado los nuevos fragmentos del Éxodo contenidos en el ms. oxoniense Bibl. f. 4 (P) en Emerita 44 (1976) 385-395. De especial relevancia son las ediciones de Theo-

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Pedro BÁDENAS DE LA PEÑA

des en este terreno cuajaron finalmente en un Nuevo Testamento trilingüe, editado por J. Mª Bover y J. O’Callaghan (Madrid, 1977). En el campo de la Patrología griega, el prometedor panorama que se auguraba con los trabajos de A. de Santos y D. Ruiz Bueno, se prolongó en una valiosa labor que destaca por las ediciones y/o traducciones de Ignacio de Antioquía6, Justino el mártir7, Clemente de Alejandría8, Ireneo de Lyón9, Orígenes10, Eusebio de Cesarea11, Atanasio12, Basilio el Grande13, Juan Crisóstomo14, Gregorio de Nazianzo15, Cirilo de Jerusalén16, Basilio de Seleudoreti Cyrensis Quaestiones in Octateuchum por N. Fernández Marcos, Madrid, 1979 y Theodoreti Cyrensis quaestiones in Reges et Paralipomena por J.R. Busto, Madrid, 1984. En curso sigue la edición del texto antioqueno de la Biblia griega, dirigida por N. Fernández Marcos, con su primer volumen, 1-2 Samuel, publicado en colaboración con J.R. Busto, Madrid, 1989. Para la tradición de la Biblia en griego vulgar, cf. también de N. F. Marcos «El Pentateuco griego de Constantinopla» Erytheia 6.2 (1985) 185-204. Fernández Pomar editó un papiro bizantino (PO 2.480). Para la papirología griega en España, v. M. Fernández Galiano ACFG 107 ss. Para el texto bizantino del Nuevo Testamento, cf. V. Spottorno Erytheia 8.2 (1987) 233-240. 6 Traducciones de H. Yaben, Madrid, s.a. y de M. Estrada, Barcelona, 1966. 7 Apologías trad. de H. Yaben, Madrid, 1943. 8 Existe una interesante tesis doctoral inédita de A. López Pego sobre Clemente y la medicina. 9 A. Orbe tiene traducidos en la BAC tres volúmenes las parábolas y diversos estudios sobre S. Ireneo. 10 D. Ruiz Bueno publicó un Contra Celso en edición bilingüe en la BAC, Madrid, 1967; M. Martínez Pastor Teología de la luz en Orígenes, Santander, 1963; F. Mendoza, traducción del Tratado sobre la oración, Madrid, 1966. 11 A. Velasco, Historia Eclesiástica ed. bilingüe en 2 vols., Madrid, BAC, 1973; cf. también la identificación de un papiro berlinés por J. O’Callaghan en Studia Papyrologica 14 (1975) 103-108 y sobre el ms. 41 de la Bibl. de El Escorial, G. de Andrés en La Ciudad de Dios 181 (1968) 592-600. 12 A. Ballano traduce la Vida de S. Antonio, Zaragoza, 1975; I. Millán traduce Sobre la viriginidad dentro del trabajo de B. Bizmanos Las vírgenes cristianas en la Iglesia primitiva, Madrid, BAC, 1949; sobre el ms. 423 de El Escorial cf. G. de Andrés La Ciudad de Dios 178 (1965) 495-511. 13 Traducción del Cómo leer la literatura pagana por A. García, Madrid, 1964. 14 D. Ruiz Bueno es autor de la ed. bilingüe de las Homilías sobre S. Mateo y de los Tratados ascéticos 3 vols., Madrid, BAC, 1955-57; sobre el ms. 535 de El Escorial, v. A. Bravo Macedonian Studies 1 (1983) 2-6. 15 A. Barriales, trad. de la Pastoral del sacerdote, Salamanca, 1960; N. Fernández Marcos estudió diferentes aspectos de sus hímnos en Emerita 36 (1968) 231-246. 16 La Catequesis está traducida al castellano por A. Moya, Madrid,1946 y por A. Ortega. Madrid, 1979 y al catalán por V. Esmaratse, Barcelona, 1980.

Los estudios bizantinos en España

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cia17, Sofronio18 y Juan Damasceno19. Se trata de una línea de trabajo que, aunque no llegó a encontrar eco suficiente en nuestras universidades se sigue cultivando con logros importantes en la actualidad, sobre todo en Cataluña, con la prestigiosa colección Clàssics del Cristianisme donde están publicándose autores como Gregorio de Nisa, Pseudo-Dionisio Areopagita, Juan Damasceno, Nicolás Cabasilas, etc., en esmeradas traducciones catalanas cuidadosamente anotadas20. En el contexto de la filología clásica española de la época, esta atención por la literatura griega cristiana, así como la conciencia de abordar con rigor la tradición humanística española y, también, la necesidad de contemplar la iniciación a la paleografía como instrumento ineludible para el trabajo filológico sobre los textos propició que se lanzaran las primeras miradas sobre el mundo bizantino y se comprendiera el total vacío que, al respecto, se tenía en España. Debe rendirse un homenaje de gratitud a quienes, desde su investigación personal o desde la cátedra sentaron las bases efectivas de lo que a principios de la década de los ochenta sería ya el primer núcleo de actividad de la Bizantinística española como tal. Me refiero a personas como a Manuel Fernández Galiano, Antonio Tovar, Gregorio de Andrés, José María Fernández Pomar, el primero con sus cursos de paleografía en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid y los otros con su infatigable labor sobre los fondos griegos de las Bibliotecas de Salamanca, El Escorial y Nacional de Madrid21. La paleografía griega hoy es uno de los campos en que más destaca internacionalmente la 17 Cf. sobre los Milagros M. López Salvá Cuadernos de Filología Clásica 3 (1972) 217-219. 18 Ed. crítica de los Thaumata por N. Fernández Marcos, Madrid, 1975. 19 Cf. N. Fernández Marcos Cuadernos de Filología Clásica 8 (1975) 303-320. 20 Destacan, p.e. las traduciones de M. Camps i Gaset, Gregori de Nazianz. Discursos teològics, Barcelona 1990; Josep Vives, Gregori de Nissa. Vida de Moisès, Barcelona, 1991 y Pseudo-Dionís Areopagita. La jerarquia celestial. La jerarquia eclesiàstica, Barcelona, 1994; M. Balasch, Joan Damascè. Exposiciò acurada de la fe ortodoxa, Barcelona, 1992; N. del Mar, Nicolau Cabàsilas. La vida en Crist, Barcelona, 1993. 21 A. Tovar, Catalogus codicum graecorum Universitatis Salamantinae, Salamanca, 1963; G. de Andrés, Catálogo de los códices griegos de la Biblioteca Nacional, Madrid, 1987; su culminación de la catalogación del fondo griego de el Escorial se ve coronada una labor de muchos años sobre la formación de las bibliotecas de humanistas españoles, así como de copistas griegos en España. A J. Mª Fernández Pomar se debe una de las primeras descripciones del famoso manuscrito matritense iluminado de la Synopsis historiarum de Escilitses, «El Scylitzes de la Biblioteca Nacional de Madrid» Gladius 3 (1964) 15-45.

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Pedro BÁDENAS DE LA PEÑA

bizantinística española22. El profesor M. Fernández Galiano fue además quien tomó la iniciativa de afiliar a nuestro país en la Association Internationale d’Études Byzantines (AIEB), a principio de los setenta. Este hecho, junto con la creación en 1979 de una sociedad cultural y científica, la Asociación Cultural Hispano-Helénica (ACHH) donde, en torno al profesor Antonio Tovar se aglutinó el grupo de filólogos clásicos e historiadores de la Antigüedad que, bien por su interés en el mundo griego postclásico, bien por su decisión de dedicarse ya profesionalmente a la Antigüedad Tardía y a Bizancio, resultó decisivo para el inmediato auge de estos estudios en España23. En efecto, poco después, en 1981 propuse, en el seno de la junta directiva de la ACHH, la creación de un órgano de expresión para canalizar lo que ya empezaba a ser una producción científica consistente; nacía así la revista Erytheia24, la primera 22 La producción más notable es la llevada a cabo por A. Bravo García e I. Pérez Martín. Cf., p.e. de A. Bravo «A propósito del Esc. 1 I 6 (507) de las Vitae [de Plutarco]: notas de paleografía y codicología» en A. Pérez Jiménez - G. del Cerro (eds.) Estudios sobre Plutarco, Málaga, 1990, pp. 249-256, «Sobre algunos mss. de Manuel Glynzunio en la Real Biblioteca de El Escorial» en Philophronema. Festschrift für M. Sicherl, Paderborn, s.a., pp. 313-331, etc. De I. Pérez Martín «À propos des manuscrits copiés par Gr. de Chypre» Scriptorium 46 (1995) 73-84, «El Vat. gr. 112 y la evolución de la grafía de Jorge Galesiotes» Scriptorium 49 (1995) 42-59, «El Esc. X.I.13: una fuente de los extractos elaborados por Nicéforo Gregoras en el Palat. Heidelb. gr. 129» Byzantinische Zeitschrift 86/86 (1993-94) 20-30, «Planudes y el monasterio de Acatalepto. A propósito del Monac. gr. 430 de Tucídides» Erytheia 10.2 (1989) 303-308, etc. S. Torallas Tovar «De codicibus Graecis Upsaliensibus olim Escurialiensibus» Erytheia 15 (1994) 191-258. 23 Algunas de estas personas habían sido en su momento, como hemos visto, pioneros en España de la filología griega en general y de la bíblica, patrística, codicología, papirología, etc., como los profesores M. Fernández Galiano, J. Alsina y A. Tovar, ya fallecidos, o G. de Andrés, y F. R. Adrados. Otros, más jóvenes, como N. Fernández Marcos, J. Valero, A. Bravo, G. Morocho, M. Morfakidis, J. Mª Egea, L. A. de Cuenca, E. Danelis, O. Omatos y E. Solá —en el terreno de la filología—, junto con otros, historiadores del mundo antiguo y medieval, como J. Arce, D. Plácido, J. Faci, L. Gª Moreno, R. Teja o G. Fernández participaron en esta nueva tarea de manera entusiasta desde el primer momento. 24 En Abril de 1982 apareció el nº 0 de Hespérides, primera cabecera del boletín de la ACHH y que pronto se abandonó por estar ya registrado, en una reunión de junta directiva de la ACHH propuse la denominación Erytheia precisamente por las referencias que en sí contiene hacia el extremo Occidente desde el mito griego; la revista continúa apareciendo con regularidad desde el fascículo 1.1 (octubre de 1982) hasta hoy, nº 22 (2001). En un principio tuvo carácter de boletín informativo incluyendo artículos y reseñas; a partir del nº 5 (1984) se cambió el formato y el tratamiento de su contenido, pasando a especificar su carácter científico con el subtítulo de Revista de estudios bizantinos y neogriegos, pasando a publicarse un número anual dividido en dos fascículos. Desde el nº 13 (1992) se publica un único volumen anual.

Los estudios bizantinos en España

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publicación periódica que en España se dedicaba exclusivamente a trabajos interdisciplinares sobre el mundo bizantino y neogriego. Desde esta plataforma, muy modesta en origen, se creó una dinámica que permitió generar una concentración de esfuerzos. Por un lado, la convocatoria periódica de encuentros y reuniones que permitieran la exposición y discusión de líneas de trabajo hasta entonces inéditas; por otro, el comienzo de plantear decididamente la formación de personal investigador con tesis doctorales y diseño de proyectos de investigación sobre temas estrictamente de Bizantinística. Comenzaron así reuniones científicas como la celebrada en mayo de 1981 en el CSIC25 para conmemorar la fundación de Constantinopla y que sería el punto de arranque de las Jornadas sobre Bizancio. Estas Jornadas, de las que hasta la fecha se han celebrado once ediciones, son fundamentales para entender cómo se han desarrollado los estudios sobre Bizancio en España. En primer lugar, permitieron detectar las carencias y necesidades; en segundo lugar, generaron los trabajos monográficos que alimentaban las páginas de la revista y que, a su vez, atraían nuevas colaboraciones abriéndose por tanto la discusión de ideas y la comunicación con el exterior; por último, las Jornadas y otras reuniones más reducidas y puntuales facilitaron la relación interdisciplinar, hasta entonces algo bastante raro en la tradición española de los estudios de griego. La creación de la revista Erytheia se ha demostrado sumamente eficaz; tras sus diecinueve años de existencia y los veintidós números que lleva publicados ha contribuido poderosamente a la consolidación y difusión de nuestros estudios, creándose el tejido sobre el que se sustenta una producción y una calidad de trabajos sobre el mundo bizantino, postbizantino y neogriego, como no se había conocido antes en España. La revista, abierta a las colaboraciones extranjeras desde el primer momento y con una amplia sección de reseñas, es así una ventana abierta por la que salen y entran nuevas ideas sobre un vasto campo científico en profunda renovación hoy día; parece al fin que, por una vez, no nos quedamos al margen de lo que se hacía fuera y, además, también empezabamos a hacerlo aquí. Mas no nos quedamos sólo en eso. La necesidad imperiosa de contar con una colección de publicaciones mayores que empezara a servir de cauce para los primeros resultados de investigaciones propiciadas por el contexto que acabo de señalar, hizo que se ini25 Actividad iniciada por la colaboración de los entonces Institutos «Rodrigo Caro» y «Antonio de Nebrija» a iniciativa de los Dres. Javier Arce y Pedro Bádenas.

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ciara la colección de Estudios y textos aneja a Erytheia. El primer volumen fue un importante trabajo de J. A. Ochoa Anadón26 sobre uno de los mayores escollos de la historiografía tardoantigua: la transmisión de la Historia de Eunapio de Sardes, el principal representante de la última barrera de oposición pagana frente a la nueva paideia cristiana. El segundo y último volumen de esta efímera colección fue la edición —por P. Bádenas y J. Mª Egea— de las actas correspondientes a las VIII Jornadas sobre Bizancio (Vitoria, abril de 1988), aparecidas con el título de Oriente y Occidente en la Edad Media. Influjos bizantinos en la cultura occidental y publicadas conjuntamente como nº 2 de los Estudios y textos de Erytheia y nº 2 de la series minor de la revista Veleia. Tras una forzada interrupción de tres años, mi idea de seguir adelante con la iniciativa de una colección de parecidas características, encontró eco en el CSIC donde, a la sazón, los estudios sobre Bizancio y el Sureste europeo se habían abierto ya paso como una línea científica específica en el Área de Humanidades. Gracias al decidido apoyo del entonces director de Publicaciones del CSIC, el Dr. Luis Alberto de Cuenca, pudo iniciar su andadura la colección «Nueva Roma», subtitulada Bibliotheca Graeca et Latina Aevi Posterioris cuyo volumen inaugural fue un riguroso estudio de la Dra. Inmaculada Pérez Martín sobre la labor del patriarca Gregorio de Chipre27 que arroja nueva luz sobre los problemas de la transmisión de la literatura clásica no per se sino en función de su contexto real: las hondas transformaciones en la vida intelectual de Bizancio tras la restauración paleóloga de 1261. El objetivo de esta nueva colección fue contemplar por primera vez en España, de modo sistemático, la integración de ediciones de fuentes y textos griegos y latinos medievales, humanísticos y modernos, acompañados de traducciones anotadas y comentadas, así como la publicación de monografías anotadas al respecto. La apuesta de «Nueva Roma» iba dirigida a colmar una laguna de nuestro panoramo científico: la edición y estudio de aquellos materiales —no sólo literarios— que permiten profundizar en el conocimiento de las dos caras de la civilización europea, como son la tradición bizantino-ortodoxa y la latina, des26 Publicado en Madrid en 1990, del mismo autor cf. «Eunapio de Sardes y los problemas de historiografía protobizantina» en Oriente y Occidente en la Edad Media (eds. P. Bádenas-J. Mª Egea), Vitoria, 1993, pp. 23-40; imprescindibles son también «La Historia Nueva de Zósimo y la Suda «Erytheia» 11-12 (1990-91) 33-48. 27 I. Pérez Martín, El patriarca Gregorio de Chipre y la transmisión de los textos clásicos en Bizancio, Madrid, Nueva Roma, 1996.

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de el medievo hasta el umbral de la modernidad. La denominación de esta biblioteca como «Nueva Roma» es intencionada porque ambas Europas responden legítimamente a realidades históricas diferenciadas pero con un análogo valor operativo de la misma idea romana; además, existe un denominador común para el contenido axiológico de las ideologías y entidades culturales que supusieron ambas Romas (extensible también a la «Tercera Roma» o sea, Moscú) y es su común aspiración a la universalidad, ya fuera política, ya religiosa. Por otra parte, con la subdenominación de Bibliotheca Graeca et Latina Aevi Posterioris se quiso reanudar también una tradición como la que su día pretendió su casi homónima Bibliotheca Graeca Aevi Posterioris iniciada por Theodore Papadopoullos28. De «Nueva Roma» van publicados, en los cinco años que tiene de existencia, catorce volúmenes. El 20 de abril de 1988, con motivo de las VIII Jornadas sobre Bizancio, se inició una etapa nueva en la adscripción de nuestro país a la AIEB. En aquel encuentro, celebrado en la Universidad de Vitoria se reconstituyó el Comité Español de Estudios Bizantinos, con el profesor M. Fernández-Galiano como presidente en esta nueva andadura29. La primera decisión de aquel comité fue dirigir al Ministro de Educación y al Secretario de Estado de Universidades e Investigación y al Director General de Política Científica en el que exponiendo cual había sido la trayectoria que entre 1981 y 1988 había logrado crear una actividad coherente y sólida, puesto en marcha una revista especializada y comenzado la relación internacional en un ámbito académico y científico —como la Bizantinística— se solicitaba que la Adminstración tomara en consideración la conveniencia de arbitrar los medios necesarios para que en España se contemplara la posibilidad de apoyar la dotación de plazas de Bizantinística en la Universidad y la recuperación de una unidad de investigación dedicada a este campo que, por otra parte ya había existido en la delegación del CSIC en Barcelona con el prof. Sebastián Cirac a su frente30. Aquel 28 Autor del único volumen publicado, Studies and Documents Relating to the Greek Church and People Under Turkish Domination, Bruselas, 1952. 29 El acta de reorganización del nuevo Comité Español se publicó en Erytheia 9.2 (1988) junto con el documento dirigido a las autoridades ministeriales. 30 Unidad que nunca pudo llegar a funcionar plenamente para gran frustración de Sebastián Cirac, el cual se ocupó, en un intento de prolongar la labor de Rubió, de las relaciones entre Bizancio y España, así algunos de sus trabajos más señalados son Bizancio y España. La caída del Imperio bizantino y los españoles (Barcelona, 1947), tema tratado también por M. Gómez Moreno —F. J. Sánchez Cantón— F. J. López Ortiz en Influencia de la caída del Imperio

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llamamiento, desafortunadamente, nunca tuvo respuesta. Pero ese silencio, en sí, no tenía nada de extraño, después de todo, la autonomía universitaria hacía posible —teóricamente— que iniciativas así se abrieran paso según las estrategias y orientaciones de los departamentos potencialmente interesados. La respuesta de la Administración vino, en parte, por la vía de los hechos a través del Plan General de I+D. Comenzaron entonces a plantearse y, en su caso, a financiarse proyectos de investigación sobre temas estrictamente de bizantinística. Poco a poco se despejaba el camino para superar obstáculos hasta entonces insalvables. Es ilustrativo, por dramático, el calvario de tribulaciones sufrido por Sebastián Cirac en los años cincuenta, vívidamente descrito por él en el único volumen que a duras penas logró publicar (a sus propias expensas) con las miniaturas del manuscrito madrileño de Escilitzes, ambicioso proyecto que naufragó por la incomprensión del establishment académico y administrativo de la época31. La reproducción completa del Escilitzes madrileño no vería la luz hasta finales del año 2000 en un espléndido facsímil editado en Atenas, con lo que se culminó no sólo el acceso a las miniaturas publicadas por A. Grabar y M. Manúsacas veinte años antes en el Instituto griego de Venecia, sino también la posibilidad de acceder a la totalidad de este magnífico manuscrito32, en estado de salud bastante precario. Vistos hoy, con perspectiva suficiente, esos primeros apoyos a la iniciativa e inquietud exclusivamente personales de quienes venían privadamente cultivando el afán por Bizancio, permitieron las primeras tesis doctorales, las adquisiciones de bibliografía básica esencial y, lo más importante de todo, la formación pre- y postdoctoral de jóvenes investigadores en el extranjero. En el caso de la bibliografía podría contarles anécdotas sublimes: por ejemplo, los únicos fondos de textos y estudios sobre autores bizantinos que había en las bibliotecas del CSIC procedían de las adquisiciones hechas antes de la guerra por Ramón Menéndez Pidal para el Centro de Estudios Históricos; muchos de estos libros venerables —algunos ediciones aún hoy en vigor— se hallaban Bizantino en la cultura occidental de Europa (1453), Madrid, Instº de España, 1953; un trabajo pormenorizado sobre el papel desempeñado por los catalanes en la defensa de Constantinopla es el de C. Láscaris-Comneno en Cuadernos de Historia 6-7, 1954, 133-139. Sobre el valioso icono de los Déspotas del Épiro, depositado en el tesoro de la catedral de Cuenca, Cirac realizó un pormenorizado estudio en El legado de la basilissa María y de los déspotas Thomás y Esaú de Ioannina, Barcelona, 1943, 2 vols. 31 Sebastián Cirac, Skillitzes Matritensis, vol. I, Barcelona-Madrid, 1965.

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perdidos en secciones inimaginables o, peor todavía, sin haber sido utilizados jamás (como la ed. de Albert Vogt del Libro de Ceremonias de Constantino Porfirogénito, en la colección Budé, París 1935, sin desbarbar, etc.). El mayor mérito de lo hecho estos últimos años en España es haber empezado a enfocar el estudio y la comprensión de Bizancio por Bizancio mismo. Actitud intelectual no siempre fácil. Primero, por la tendencia, a veces casi inevitable, a considerar Bizancio como mero mediador de los textos y la cultura clásicas; tendencia, por otra parte, muy común en algunas escuelas, debido a la formación clásica de los propios bizantinistas y, las más de las veces debido también a lo que yo he denominado ‘helenomanía’; es decir acercarse a lo bizantino como un tránsito inevitable entre el mundo clásico y el moderno forzando así una presunta vigencia inmutable del Geist helénico. Esta tentación del helenocentrismo ha planeado con cierta insistencia entre nosotros y el resultado es continuar buscando la presencia de lo ‘clásico’ en Bizancio o en la Grecia moderna. Hay, creo, una razón profunda para ello en el caso de nuestro país. Pienso que, por la peculiar historia de nuestros estudios de griego, España llegó tarde al «redescubrimiento» de Grecia a través de la pedagogía iniciática del ‘viaje’, algo que descubrieron, y practicaron, alemanes, británicos y franceses desde el siglo XVIII, y que es un fenómeno inseparable del nacimiento del historicismo y por tanto del origen y desarrollo de la filología clásica, la bizantinística, la egiptología y la orientalística en general como auténticos saberes científicos modernos con metodologías propias. Una vez más, en España, esta corriente llegó muy tarde, siendo la Institución Libre de Enseñanza quien trató de iniciar esta dinámica con los famosos cruceros universitarios por el Mediterráneo de los años 1933 y 1934, donde participaron insignes maestros como Antonio Tovar, Antonio García Bellido, etc.33. Desgraciadamente, hasta mediados los ‘60 no volverían a realizarse viajes de 32 Joannis Scylitzae Synopsis Historiarum (cod. Matr. gr. vitr. 26-2) Atenas, Militos, 2000, edición al cuidado de Agamenón Tselikas y acompañada de un volumen con una presentación literaria y paleográfica de P. Bádenas, un estudio sobre las miniaturas por V. Tsamakdá y la transcripción de una selección de fragmentos por A. Tselikas. Para las miniaturas cf. el clásico estudio de A. Grabar - M. Manoussacas, L’illustration du manuscrit de Skylitzès de la Bibliothèque Nationale de Madrid, Venecia, 1979. 33 Para las vicisitudes del crucero de 1933 es imprescindible el testimonio de algunos de sus protagonistas: C. A. del Real - J. Marías, M. Granell, Juventud en el mundo antiguo. Crucero universitario por el Mediterráneo, Madrid, 1934.

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estudio con universitarios con este carácter. Hoy es ya un hábito eficaz, útil sin duda, pero que no se ha traducido —suficientemente, creo— en la necesaria emancipación de disciplinas que, sin perder de vista grados ineludibles de interrelación, son objetivamente distintas. Es decir, a veces se corre el riesgo de convertir —sin querer— la interdisciplinariedad en un cajón de sastre. Frente a otros acercamientos ocasionales y tangenciales a Bizancio (no exentos de ciertas dosis de oportunismo en algunos casos), las corrientes de la Bizantinística española discurren ahora por cauces muy diversos, abordándose un gran número de los campos que integran esta ciencia y con una profundización especial en varios de ellos, como la paleografía, codicología, la edición, etc. No es posible hacer ahora una relación detallada de todo lo producido en los últimos diez o doce años en España, pero sí puede trazarse una perspectiva general de las principales líneas de interés34. Una de las primeras carencias de las que se adolecía era la disponibilidad de obras generales de referencia sobre el mundo bizantino y aunque en los años treinta y cuarenta hubo algunos intentos infructuosos, como el de traducir el manual de K. Krumbacher de historia de la literatura bizantina, o bien aparecieron traducciones de breviarios como el de K. Roth sobre la cultura bizantina y E. Wellesz sobre la música35 e, incluso, grandes manuales, como los de A. Vasíliev, de L. Bréhier, de Ch. Diehl y de S. Runciman36, estos tres últimos traducidos a principio de los sesenta; no será hasta los ochenta en que aparezcan traducidos al español manuales más modernos, como los de G. Ostrogorsky y R. Krautheimer37. La traducción española, reciente, de los manuales colectivos 34 Parte de la bibliografía española de estos años está recogida en la utilísima guía bibliográfica de A. Bravo - J. Signes - E. Rubio, El imperio bizantino. Historia y civilización. Coordenadas bibliográficas, Madrid, 1997. 35 El breviario de K. Roth, Cultura del imperio bizantino, Barcelona, Labor, 1926, se estuvo reimprimiendo hasta 1947; E. Wellesz, Música bizantina, Barcelona, Labor, 1930. 36 A. A. Vasíliev, Historia del imperio bizantino, Barcelona, 1946; la monumental trilogía de L. Bréhier, Vida y muerte de Bizancio, Las instituciones del imperio bizantino, La civilización bizantina, México, UTEHA, 1954-55; Ch. Diehl, Grandeza y servidumbre de Bizancio, Madrid, Espasa, 1963; S. Runciman, La caída de Constantinopla, Madrid, Espasa, 1963; de Runciman circuló antes su Civilización bizantina, Madrid, Pegaso, 1942. 37 G. Ostrogorsky, Historia del estado bizantino, Madrid, Akal, 1983 en trad. de J. Faci; R. Krautheimer, Arquitectura paleocristiana y bizantina, Madrid, 1984, trad. de Consuelo Luca de Tena. También cabe señalar el importante manual de C. Mango, Arquitectura bizantina, Madrid, Aguilar, 1989. Ya en 1966 se había traducido el clásico manual de A. Grabar, La edad de oro de Justiniano. Desde la muerte de Teodosio hasta el Islam, Madrid, Aguilar.

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sobre Bizancio y el mundo ortodoxo y sobre el hombre bizantino, editados respectivamente por A. Ducellier y G. Cavallo, o el utilísimo ensayo de N. G. Wilson sobre la filología bizantina38, permiten acercar al lector español y hacer accesibles a nuestros estudiantes las corrientes más renovadoras en este campo. En esta línea de instrumentos básicos de trabajo figuran los recientes manuales de J. Faci sobre introducción a Bizancio y de A. Bravo sobre las pautas distintivas para la comprensión de Bizancio o la utilísima guía bibliográfica sobre bizantinística de Bravo, Signes y Rubio39. Existe también una vuelta al estudio de las relaciones entre la España medieval y Bizancio, retomando con enfoques totalmente nuevos la benemérita labor inciada en el siglo XIX por Rubió y abordada en parte por D’Olwer40; así, dos discípulos del gran neohelenista Eudald Solà recientemente fallecido41, Ernest Marcos y Eusebi Ayensa, han publicado, el primero en los Miscellanea Byzantina Monacensia (nº 37) una monografía sobre Bizancio y los catalanes a la luz de la crónica de Jaime I42 y el segundo ha abierto un campo inédito en relación con el Chipre medieval43 y la baladística griega y chi38 A. Ducellier (ed.), Bizancio y el mundo ortodoxo (trad. P. Bádenas), Madrid, Mondadori, 1992; G. Cavallo (ed.), El hombre ortodoxo (trad. de P. Bádenas, I. Pérez, J. A. Ochoa, J. L. Aristu), Madrid, Alianza, 1992; N. G. Wilson, Filólogos bizantinos, (trad. F. Piñero y A. Cánovas), Madrid, Alianza, 1994. Cabe añadir el didáctica manual de M. Kaplan - B. Martin - A. Ducellier, El cercano oriente medieval. De los bárbaros a los otomanos, Madrid, 1988. 39 J. Faci, Introducción al mundo bizantino, Madrid, Síntesis, 1996; A. Bravo, Bizancio, perfiles de un imperio, Madrid, 1997; A. Bravo - J. Signes - E. Rubio, Madrid, 1997, arriba citado. 40 L. N. D’Olwer, L’expansió de Catalunya en la Mediterrània oriental, Barcelona, 1926. 41 La amplia labor de E. Solà, discípulo de Josep Alsina que junto con Carlos Miralles publicaron la primera y hasta ahora única Literatura griega medieval y moderna, Barcelona, 1966, aparecida en España, es fundamental para entender el interés por el griego bizantino y moderno en Cataluña, cf. la nota necrológica publicada por E. Marcos, Erytheia 22 (2001) 313-319. 42 E. Marcos Die byzantinischen-katalanischen Beziehungen im 12. und 13. Jahrhundert unter besonderer Berücksichtigung der Chronik Jakobs I. von Katalonien-Aragon, Múnich 1996. 43 E. Ayensa «Nuevos testimonios sobre la vida de Eleonor de Aragón, reina de Chipre (ca. 1333-1416)», Erytheia 20 (1999) 153-172; E. Ayensa, «Baladas griegas: nuevas perspectivas de estudio», Erytheia 18 (1997) 151-186; «Kléftika tragoudia: de la realidad al mito», Erytheia 19 (1998) 193-218; Baladas griegas. Estudio formal, temático y comparativo, Madrid, CSIC, 2000. E. Ayensa ha rescatado un interesantísimo texto de Rubió sobre la pervivencia de la Compañía catalana en tradiciones literarias y populares griegas, El record dels catalans en la tradició popular, històrica i literaria de Grècia, Abadia de Montserrat, 2001.

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priota en general; también ha cultivado esta línea José Simón Palmer en sus trabajos sobre Muntaner y sobre los castillos catalanes en Grecia44; trabajos a los que hay que añadir los de M. Morfakidis sobre las fuentes griegas relativas a las andanzas de la Compañía45. Los contactos entre la Península y Bizancio, pese a lo marginal de la presencia justinianea en época visigoda, no sólo siguen suscitando interés sino que se apuntan tesis y valoraciones nuevas sobre el análisis e interpretación de fuentes y restos arqueológicos y la búsqueda de correlatos en la arquitectura y arte hispano-visigodos. Una vez más fue la escuela catalana de los años veinte quien, con Puig i Cadafalch46 se ocupó del tema, siendo H. Schlunk47 quien, más tarde, centrara la cuestión sobre las distintas etapas de influjos mediterráneos, de raíz bizantina en el arte visigodo en Hispania. La monografía tan esperada sobre las relaciones visigodo-bizantinas llegó recientemente de la mano de Margarita Vallejo, de la escuela del profesor L. García Moreno48, autora que sigue profundizando en el tema en sus estudios posteriores. En esta línea de 44 J. Simón Palmer «Religión y política en la Crónica de Ramón Muntaner» Erytheia 21 (2000) 119-126; «Els castells catalans de Grècia: rere els passos de Rubió i Lluch», L’Avenç 213 (1997) 60-62. 45 M. Morfakidis «Relaciones entre griegos y catalanes según las fuentes» Erytheia 8.2, 1987, 217-231 y Estudio de las fuentes griegas sobre la dominación de los catalanes en Grecia, tesis doctoral inédita (Granada, 1985). 46 J. Puig i Cadafalch «L’architecture religieuse dans le domaine Byzantin en Espagne» Byzantion 1(1924) 519-533. 47 H. Schlunk «Relaciones entre la Península Ibérica y Bizancio durante la época visigoda» Archivo Español de Arqueología 18(1945) 177-204. Una interesante visión del problema de la discutida «bizantinización» de la Penísula es la llevada a cabo por F. Presedo Velo en España y Bizancio en la Edad Media. La España bizantina (tesis doctoral inédita), Madrid, 1954. 48 L. García Moreno «Fuentes protobizantinas de la Hispania tardoantiogua (ss. V-VIII), Erytheia 9.1 (1988) 11-22, «La talasocracia protobizantina en el occidente mediterráneo» en Oriente y Occidente en la Edad Media, Vitoria, 1993, pp. 95-106. M. Vallejo, Bizancio y la España tardoantigua (ss. V-VIII): un capítulo de la historia mediterránea, Alcalá de Henares, 1993; «Magister Militum Comenciolus and his presence in Byzantine Spain (The Effects of Maurice’s Exarchal Reforms)», K. Fledelius (ed.) Byzantium. Identity, Image, Influence. Abstracts, Copenhague, 1996, 2213; «La dominacion bizantina del levante español (552-625): de la reconquista de Justiniano I a la retirada y abandono de Heraclio», Revista de Abenzoares 3 (1996) 44-67. «The Treaties between Justinian and Athanagild and the Legality of Byzantium’s Peninsular Holdings», Byzantion 66 (1996) 208-218; «El sistema viario peninsular en los límites de la provincia bizantina de Spania», Actas del II Congreso Internacional de Caminería Hispánica. Vol. 1, Caminería Física, Guadalajara 1994, Madrid, 1996, pp. 95-107; «Comenciolus,

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investigación han sido contemplados los testimonios directos de los viajeros medievales, como Tafur y Clavijo y los contactos directos de carácter diplomático con Bizancio, especialmente por A. Bravo y J. A. Ochoa49. El capítulo de las relaciones del mundo andalusí con Bizancio no ha encontrado todavía una línea sistemática de investigación para la reconstrucción de una visión global, sin embargo no han faltado estudios puntuales de gran interés y que marcan las pautas a seguir, como los importantes trabajos de de S. Fanjul, M. Marín, E. Gangutia, F. Roldán, P. Díaz y E. Díaz Rolando50. La transición de la Baja Antigüedad al primer período bizantino, como acabo de señalar, es sin duda el segmento de interés en el que, por ahora, más está proliferando entre nosotros la relación interdisciplinar de historiadores y filólogos. Así, además de las susodichas investigaciones de L. García Moreno, J. A. Ochoa y M. Vallejo, son especialmente significativos los estudios de J. Arce sobre el emperador Juliano51, R. Teja sobre los padres capadocios y los magister militum Spaniae, missus a Mauricio Augusto contra hostes barbaros. The Byzantine Perspective of the Visigothic Conversion to Catholicism», Romano-Barbarica. Contributi allo studio dei rapporti culturali tra mondo romano e mondo barbarico 14 (1996-1997) 289-306; «Byzantine Spain and the African Exarchate: an administrative perspective», Jahrbuch der Österreichischen Byzantinistik 49 (1999) 13-23; «Desencuentros entre el emperador Justiniano y las iglesias hispanas», J. M. Gurt y N. Tena (eds.), V Reunió d’Arqueología Cristiana Hispànica, Barcelona 2000, pp. 573-583. 49 A. Bravo «Emperadores bizantinos en tierras de Occidente» Byzantiaka 14 (1994) 109139; J. A. Ochoa «El valor de los viajeros medievales como fuente histórica» Revista de Literatura Medieval 2 (1980) 85-102; del mismo «La Embajada a Tamorlán, su ruta del Peloponeso a Rodas» Byzantion 60 (1990) 213-231; «La Embajada a Tamorlán nell’Egeo Nord-orientale» Atti della Accadedmia Ligure di Scienze e Lettere 45 (1988) 230-248, etc.; P. Bádenas «La mission de González de Clavijo (1403-1406) et l’image de l’Autre dans l’Histoire et le Légende» Byzantinische Forschungen 25 (1999) 285-292. 50 En relación con Ibn Battuta cf. S. Fanjul «Bizancio visto por un viajero musulmán de mediados del siglo XIV» Erytheia 2 (1983) 31-37; la visión de los geógrafes árabes ha sido estudiada por M. Marín «Constantinopla en los geógrafos árabes» Erytheia 9.1 (1988) 49-60; «Dos textos andalusíes sobre Bizancio» Erytheia 13 (1992) 45-52; «Rûm in the works of three Spanish Muslim Geographers» Graeco-Arabica 3 (1983) 109-117. E. Gangutia ha analizado los paralelismos temáticos entre la poesía arábigo-española y la coetánea poesía satírica bizantina en griego vulgar en «Teodoro Pródromo y Ben Quzman» Erytheia 4 (1984) 56-61. Las relaciones políticas bizantino andalusís han sido tratadas por F. Roldán - P. Díaz - E. Díaz Rolando en «Bizancio y Al-Andalus, embajadas y relaciones» Erytheia 9.2 (1988) 263-283. 51 J. Arce, Estudios sobre el emperador Fl. Cl.Juliano. Fuentes literarias, epigrafía, numismática, Madrid, CSIC, 1984.

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primeros concilio52, línea en la que se inscriben los numerosos trabajos de Gonzalo Fernández sobre las disputas cristológicas y el final de la paideia antigua53, la excelente y recientísima monografía de N. Gómez Villegas sobre Gregorio Nazianzeno y la pugna ortodoxia / heterodoxia en época de Teodosio54, así como en trabajos de bizantinistas extranjeros formados en España, como son los estudios de Silvia Acerbi sobre el episcopado oriental en el s. V55. La hagiografía y los estudios sobre el monacato oriental constituyen una de las parcelas que con mayor rigor se han tratado hasta ahora por los bizantinistas españoles. En 1989, un grupo de especialistas españoles56, invitado por las autoridades griegas, realizó una gira por los principales monasterios del Monte Atos, donde se facilitó el acceso a manuscritos y documentos de sus riquísimas bibliotecas; el contacto directo con esta «isla» monástica bizantina en el mundo actual, permitió asimismo entender muchas de las claves del pensamiento y la religiosidad ortodoxas todavía vigentes57. El proyecto de investigación sobre la transmisión de la historia edificante de Barlaam y Josafat, dirigido por mí ha dado lugar a un conjunto de publicaciones que amplían nuestro conocimiento sobre este «best seller» medieval difundido, sin solución de continuidad desde el Cáucaso a la Península Ibérica durante toda la Edad Media y revitalizado por la contrarreforma en el siglo XVII en toda Europa. Destacan así, entre otros, los trabajos sobre el Barlaam de P. Bádenas, 52 R. Teja, Organización económica y social de Capadocia en el s. IV, según los padres capadocios, Salamanca, 1974; Los concilios en el cristianismo antiguo, Madrid, 1999; La «tragedia» de Éfeso (431): herejía y poder en la Antigüedad tardía, Santander, 1995. 53 G. Fernández «Justiniano y la clausura de la Escuela de Atenas» Erytheia 2 (1983) 2430); «Proclo y la desacralización del Partenón» Erytheia 9.1 (1988) «La muerte de Hipatia» Erytheia 6.2 (1985) 269-282; «La consagración de Timoteo Eluro como patriarca de Alejandría y el pretendido nacimiento de la iglesia monofisita egipcia» Erytheia 7.1 (1986) 49-62; «El impacto del Sínodo Alejandrino (ca. 320) en el Didaskaleion de Alejandría» Erytheia 17 (1996) 7-10; «El sínodo constantinopolitano de 389 y el nacimiento del patriarcado ecuménico» Erytheia 18 (1997) 7-11. 54 N. Gómez Villegas, Gregorio de Nazianzo en Constantinopla, Madrid, Nueva Roma, 2000. 55 S. Acerbi «Le liste dei vescovi partecipanti al II Concilio di Efeso (449): un appendix sull’episcopato orientale nella Iª metà del V sècolo» Erytheia 22 (2001) 7-22. 56 Los profesores M. A. Ochoa Brun, A. Bravo, P. Bádenas, J. Arce, N. Fernández Marcos y J. Faci. 57 Cf. a este respecto el trabajo de A. Bravo «El monte Atos faro de la Ortodoxia. Aspectos de la religiosidad oriental», Erytheia 10.2 (1989) 223-264.

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J. Martínez Gázquez, O. de la Cruz e I. Pérez Martín58. José Simón Palmer, profundo conocedor del monacato oriental, ha estudiado el Prado espritual de Juan Mosco y es autor de numerosos trabajos sobre los «santos locos» en Bizancio y en el mundo ruso59. El ascetismo egipcio también está contemplado en este línea con las investigaciones de Sofía Torallas que también se ocupa del Egipto bizantino y copto60. En los seminarios que, en el monasterio de Santa María la Real de Aguilar de Campoó (Palencia), organiza el profesor R. Teja sobre historia del monacato se han tratado y debatido en numerosas ocasiones, dentro de un fructífero clima interdisciplinar, temas sobre el monaquismo oriental61. Las discusiones de las XI Jornadas sobre Bizancio, dedicadas monográficamente al estudio del monasterio bizantino como foco de 58 Cf. de P. Bádenas «The Legend of Barlaam and Joasaph in the Iberian Peninjsula» en Proceedings of de 2nd International Symposium in Kartvelian Studies, Tiflis, 1993, 161-168; Barlaam y Josafat, redacción bizantina anónima, Madrid, 1993; «Metáfrasis en griego vulgar de la Historia de Barlaam y Josafat» en Prosa y verso en griego medieval (J.M. Egea - J. Alonso, eds.), Amsterdam, 1996, pp. 59-74; «La estructura narrativa de la versión bizantina de la Historia de Barlaam y Josafat» Augustinianum 36.1 (1996) 213-229. J. Martínez Gázquez ha editado, en la col. «Nueva Roma», la primera versión latina, realizada por monjes occidentales en Constantinopla conservada en el ms. VIII B. 10 de la Biblioteca Nacional de Nápoles, Hystoria Barlae et Iosaphat, Madrid, 1998; Óscar de la Cruz ha publicado, tembién en «Nueva Roma» Barlaam et Iosaphat, versión vulgata latina con la traducción castellana de Juan de Arce Solorceno (1608), Madrid-Bellaterra, CSIC, 2001; I. Pérez Martín es autora de «Apuntes sobre la historia del texto bizantino de la Vida de Barlaam y Josafat.» Erytheia, 17 (1996) 159-177 se ha ocupado también de los aspectos paleográficos de versiones barlaámicas en el espacio greco-veneciano en un estudio de los mss. de Atenas: Vulís 11 y MIET 25 en la Actas del Congreso Internacional Neograeca Medii Aevi IV, celebrado en Nicosia en 1997 (en prensa). Siguen en curso de elaboración estudios sobre la difusión del Barlaam en el ámbito eslavo, por F. J. Juez y está en avanzado estado de preparación la primera traducción al castellano del Balavariani georgiano, a cargo de P. Bádenas y M. Salukvadze. 59 Cf. J. Simón Plamer, El monacato oriental en el Pratum Spirituale de Juan Mosco, Madrid, FUE, 1993; Historias Bizantinas de locura y santidad. Juan Mosco, El Prado. Leoncio de Neápolis, Vida de Simeón el Loco, Madrid, 1999; «John Moschus as a Source for the Lives of St. Symeon and St. Andrew the Fools», Studia Patristica 32 (1997) 366-370; «El lenguaje corporal de S. Andrés, ‘loco por causa de Cristo’«Erytheia 18 (1997) 23-38; «La aretología cristiana en la Vida de Simeón el loco, de Leoncio de Neápolis» Erytheia 16 (1995) 29-38; «Los santos locos en la literatura bizantina», Erytheia 20 (1999) 57-74. 60 S. Torallas Tovar «La regla monástica de Pacomio de Tabanesi» Erytheia 22 (2001) 722. Cf. tb. «Las prisiones en el Egipto bizantino según los papiros griegos y coptos» Erytheia 20 (1999) 47-56. 61 Sirvan de ejemplo los debates sobre «El diablo en el monasterio» publicados en Codex Aquilarensis 11 (1996).

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poder, conocimiento y asistencia, dieron lugar a la publicación de un volumen colectivo (El cielo en la tierra) que constituye una de las más importantes puestas a punto sobre el tema62. Los fundamentos de la ideología bizantina, como el ceremonial imperial, la teocracia como compromiso entre el poder y el estado o indicaciones para profundizar en el sentido y concepto de la diplomacia bizantina, han sido abordados por Ramón Teja y por mí en diferentes artículos63. El gran debate abierto en la bizantinística actual por Kazhdan, Constable, Epstein etc., sobre la cultura y sociedad bizantinas en los ss. XI-XII se ha visto enriquecido con las observaciones de A. Bravo y Mª José Álvarez64, en esta línea, destacan, centrándose en los campos de la educación y la vida privada, las aportaciones ya aludidas de Gonzalo Fernández sobre el final de la educación pagana y los de F. J. Martínez García65 sobre la universidad de Constantinopla en época macedónica y de Juan Signes sobre el mundo del simposio66. Otras facetas de la sociedad bizantina, como la magia, la astrología y los sueños también han sido abordadas detenidamente por nuestros estudiosos como A. Bravo67, J. L. Calvo68 y E. Rubio69. La medicina en Bizancio ha sido objeto de especial atención en España, en gran medida porque en éste, como en 62 P. Bádenas- A. Bravo. I. Pérez (eds.), El cielo en la tierra. Estudios sobre el monasterio bizantino, Madrid, Nueva Roma, 1997. 63 R. Teja «Il cerimoniale imperiale» en Storia di Roma III, 1. L’età tardoantica. Crisi e trasformazione, Turín, Einaudi, 1993, 613-642; P. Bádenas «La teocracia bizantina, compromiso entre el poder y el espíritu» Erytheia 22 (2001) 193-212; «A la búsqueda del concepto de diplomacia bizantina» Byzantion-Nea Hellas 19-20 (2000-2001) 97-109. 64 A- Bravo-Mª José Álvarez «La civilización bizantina de los ss. XI-XII: notas para un debate todavía abierto» Erytheia 9.1 (1988) 77-132. 65 F. J. Martínez García «La universidad de Constantinopla en el renacimiento macedónico» Erytheia 11-12 (1990-91) 77-96. 66 J. Signes «El banquete en la corte bizantina» en Vino y banquete en la antigüedad, V Coloquio de Fil. Clásica, Ciudad Real, 1993, pp. 251-264. 67 A. Bravo «La interpretación de los sueños en Bizancio» Erytheia 5 (1984) 63-82.» Sueño y ensueño en la literatura ascético-mística del s. IV: Evagrio Póntico» en M. Morfakidis - M. Alganza (eds.), La religión en el mundo griego. De la Antigüedad a la Grecia moderna, Granada 1997, pp. 183-193. 68 J. L. Calvo Martínez junto con Mª D. Sánchez Romero han traducido una amplia selección de papiro mágicos, Textos de magia en papiros griegos, Madrid, Gredos, 1987. 69 E. Rubio «Astrología, eclipses y superstición en la corte bizantina» en Aetheria: El mundo celeste en la Antigüedad, Valdepeñas, 1995r, 119-140.

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otros aspectos los bizantinos tomaron en bloque la tradición antigua, de Hipócrates y Galeno principalmente, constituyendo el fundamento de un desarrollo propio y que culmina en grandes obras de recopilación, como las enciclopedias de Oribasio de Pérgamo (s. IV), Aecio de Amida (s. VI), Alejandro de Tralles (s. VI) y Pablo de Egina (s.VII). Así, la escuela de Pedro Laín Entralgo, a través de L. García Ballester, se ocupó de tratar por primera vez en España los aspectos generales de la medicina bizantina70; aunque los estudios más innovadores en este terreno se deben a la escuela de L. Gil, como por ejemplo, el estudio de la antigua práctica de la curación mediante la incubatio o sanación mediante el sueño en su adaptación cristiana que ha sido rigurosamente estudiada por N. Fernández Marcos y por M. López Salvá71, autora que también ha estudiado las instituciones hospitalarias de Constantinopla72. Yo me he ocupado de los problemas metodológicos para el estudio de la difusión de la medicina bizantina en el Mediterráneo oriental73 que no termina precisamente con la conquista otomana de 1453, sino que se prolonga aún varios siglos por todo el espacio otomano a través de los iatrosophia, pequeños tratados manuales de práctica médica popular y en esta misma perspectiva se inscriben notables trabajos desarrollados por A. Touwaide vinculado a mi equipo de investigación en el CSIC sobre las transferencias de la medicina griega en el mundo árabe en épocas bizantina y postbizantina74. En el capítulo de la filología, los estudios sobre lengua y literatura, así como la edición y traducción de textos ocupan un lugar muy destacado en 70 L. García Ballester es el autor del capítulo «Medicina bizantina» en la Historia universal de la Medicina, dirigida por P. Laín Entralgo, vol. III, Edad Media, Barcelona, 1981, 9-39 (reimpr. de la ed. de 1972). 71 N. Fernández-Marcos, Los «Thaumata» de Sofronio. Contribución al estudio de la «incubatio» cristiana, Madrid, CSIC, 1975. M. López Salvá «El sueño incubatorio en el cristianismo oriental» Cuadernos de Filología Clásica 10 (1976) 147-188. 72 M. López Salvá «Actividad asistencial y terapéutica en el Kosmidion de Constantinopla» en P. Bádenas - A. Bravo -. I. Pérez- (eds.) El cielo en la tierra. Estudios sobre el monasterio bizantino, Madrid, Nueva Roma, 1997, pp. 131-146. 73 P. Bádenas «Byzantine Medical Book and the Diffusion of Byzantine Medicine in the Eastern Mediterranean» Medicina nei secoli. Arte e Scienza 11.3 (1999) 461-476. 74 Entre la abundante producción de Alain Touwaide destacan, durante su actividad en España, trabajos como «Persistance de l’Hellénisme à Bagdad au début du XIIIe siècle. Le manuscrit Ayasofia 3703 et la renaissance abasside» Erytheia 18 (1997) 49-74; «Lexica medicobotanica byzantina. Prolégomènes à une étude» en Miscelánea en memoria de C. Serrano, Madrid, CSIC, 1999, 211-228.

34 nuestra bizantinística. Especial atención ha merecido la investigación sobre las transformaciones del griego en épocas alto- y bajomedievales, con especial atención a las modalidades del griego vulgar, al componente griego de la lingua franca mediterránea75 y, sobre todo, en lo que a edición y traducción de textos literarios bizantinos se refiere: La crónica de Morea por J. M. Egea y la novela bizantina de época paleóloga Florio y Platziaflora por F. J. Ortolá, ambas obras editadas, traducidas y comentadas para «Nueva Roma». Para esta colección se encuentra en fase final de revisión el original de la nueva edición crítica de la Historia de Miguel Ataliates por Inmaculada Pérez Martín. J. A. Moreno Jurado ha publicado ediciones bilingües de la Aquileida, del poema caballeresco Lívistro y Rodamna, de los poemas Imberio y Margarona y de Véltandro y Crisantza, así como el Rodante y Dosicles de Teodoro Pródromo76. Emilio Díaz Rolando, preparó una traducción anotada de La Alexíada de Ana Comnena, ganadora del Premio Nacional de Traducción en 198977. Los opúsculos de Pselo fueron traducidos por J. Curbera78; el Strategicon de Cecaumeno por Juan Signes traductor asimismo de la Historia secreta de Procopio de Cesarea79, cuya Guerra persa ha sido vertida por Fco. A. García Romero80. La traducción castellana de los dos opúsculos más significativos del reformador neoplatónico de Mistra, Jorge Gemistgo Pletón, se debe a J. Signes y F. Lisi81. 75 P. Bádenas «Primeros textos altomedievales en griego vulgar» Erytheia 6.2 (1985) 163184; «La lengua griega en la Baja Edad Media» Erytheia 6.1 (1985) 5-24; «La lingua franca moyen d’échange et de rencontre dans un milieu commun» Byzantoslavica 56 (1995) 493-505. J. M. Egea «La lengua de la Ciudad en el siglo XII» Erytheia 8 (1987) 241-262; «El griego de los textos medievales» Veleia 4 (1987) 255-284; «La lengua de la historiografía bizantina tras el cambio lingüístico» Erytheia 11-12 (1990-91) 21-32. De J. M. Egea es de especial utilidad la selección de textos bizantinos en el II vol. de los Documenta selecta ad historiam linguae graecae inlustrandam II (Medii Aevi), Vitoria, 1990. 76 A. Moreno Jurado, Teodoro Pródromo, Rodante y Dosicles, Madrid, 1996; Aquileida. Poema anónimo bizantino, texto y trad., Madrid, 1994; Lívistro y Rodamna. Poema caballeresco bizantino, Sevilla, 1994; Imberio y Margarona y Véltandro y Crisantza, Madrid, Gredos, 1998. 77 E. Díaz Rolando, Ana Comnena. La Alexiada, Sevilla, 1989. 78 J. Curbera, Opúsculos de Miguel Pselo, Madrid, 1991. 79 J. Signes, Cecaumeno. Consejos de un aristócrata bizantino, Madrid, Alianza, 2000; Procopio. Historia secreta, Madrid, Gredos, 2000. 80 Fco. A. García Romero, Procopio. Guerra persa (I-II), Madrid, Gredos, 2000. 81 F. Lisi -J. Signes, Pletón. Tratado sobre leyes y Memorial a Teodoro, Madrid, 1995.

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Los diversos generos literarios bizantinos, además de las ediciones y traducciones señaladas también se han contemplado desde distintos puntos de vista con nuevos enfoques. Así de la recepción y conservación de la poesía griega en Bizancio se ha ocupado A. Bravo82 quien ha trazado el variado destino de la poesía antigua a través de las referencias directas e indirectas y de las circunstancias de las mismas según los autores y géneros en que aparecen. La literatura parenética y moralizante del «espejo de príncipes», con enorme difusión en Europa dejó también su huella en España, A. Bravo ha seguido la pista en un par de traducciones de Agapetos (s. VI) impresas en el s. XVI83 y M. Morfakidis ha estudiado la retórica de Tomás Magistro84. Tampoco se ha descuidado el análisis de elementos compositivos en la producción de áreas dialectales, como Chipre, en el caso de la narrativa popular en la Crónica de la dulce tierra de Chipre de Leoncio Maqueras85. Como ya señalé anteriormente, los estudios bizantinos en España deben mucho a la labor sobre la paleografía y diplomática griegas. Así, una faceta especialmente fructífera está siendo el estudio y rescate de documentación griega de diverso carácter y cronología. De especial relevancia es el conjunto de investigaciones sobre fondos documentales griegos, que, por diversas razones, se conservan en España y que revisten excepcional importancia por su rareza, tal es el caso de fondo griego del Archivo ducal de Medinaceli, procedente de la Sicilia normanda y los del Archivo de la Corona de Aragón86. La investigación sobre documentación griega en archivos españoles se dirige también al período postbizantino, es decir, desde nuestra perspectiva occiden82 A. Bravo, «La poesía griega en Bizancio: su recepción y conservación», Revista de Filología Románica 6 (1989) 277-324. 83 A. Bravo, «Dos traducciones de Agapetos impresas en el siglo XVI» Revista de Filología Románica 2 (1984) 225-232. 84 M. Morfakidis, «Apuntes sobre el Espejo de Prícipes en la retórica bizantina: el caso de Tomás Magistro» Florencia Iliberritana 3 (1992) 399-411. 85 Cf. P. Bádenas «La narrativa popular en la Crónica chipriota de Leoncio Maqueras» Erytheia 15 (19949 125-140. 86 Cf. A. Bravo «Documentos greco-bizantinos conservados en España» Erytheia 7.1 (1986) 63-98, «Notarios y escrituras en el fondo documental griego de Sevilla» en G. Cavallo (ed.) Scritture, libri e testi nelle aree provinciali di Bisanzio, Spoleto, 1991, pp. 417-445 + 21 láms.; G. de Andrés «Un diploma griego del duque normando Roger, Príncipe de Sicilia» Erytheia 6 (1985) 61-68; J. Nadal «Los documentos griegos del Archivo de la Corona de Aragón» Anuario de Estudios Medievales 13 (1983) 135 ss.

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tal, afecta a las relaciones de griegos del ámbito otomano con España y el Reino de Nápoles en los siglos XVI y XVII y, en general, a los intereses políticos de la monarquía hispánica en el Mediterráneo oriental; es un campo en el que destaca especialmente la actividad de J. M. Floristán, editor de la documentación griega del Archivo de Simancas y los estudios de los profesores Luis y Juan Gil sobre griegos en España en esa época87. La actividad científica sobre la paleografía y codicología griegas no fue ajena, como ya hemos visto a la dedicada al Humanismo, español en particular, y en los últimos años se está viendo revitalizada con pujanza con los numerosos trabajos de L. Gil, T. Martínez, J. Signes, I. Pérez, A. Bravo, etc.88. En el terreno de la historiografía se está avanzando hoy bastante con el ritmo constante de apariciones de nuevas y modernas ediciones críticas en el Corpus Fontium Historiae Byzantinae, aunque todavía se siga dependiendo en buena medida del venerable pero ya muy anticuado Corpus de Bonn. En España se han dado pasos importantes en esta corriente renovadora. Los trabajos de

87 J. M. Floristán Fuentes para la política oriental de los Austrias: la documentación griega del Archivo de Simancas (1571-1621), Univ. de León, 1988, 2 vols., «Los contactos de Demetrio Blogas con el emperador Carlos V en los fondos documentales de la colección Granvela» Cuadernos de Filología Clásica 2 (1992) 213-235, «Felipe II y la empresa de Grecia tras Lepanto (1571-78)» Erytheia 15 (1994) 155-190; J. Gil Fernández «Griegos en España» Habis 21 (1990) 165-171; L. Gil Fernández «Griegos en España (ss. XV-XVII)» Erytheia 18 (1997) 111-132, «Griegos en la expedición de Magallanes-Elcano» Erytheia 19 (1998) 75-78. Para los aspectos más estrictamente políticos cf. P. Bádenas «La política vacilante de la Monarquía Hispánica en el Levante. Diplomacia y espionaje en los ss. XVI y XVII» (en griego) en Valcania ke Anatolikí Mesóguios (12os -17os eones) [Los Balcanes y el Mediterráneo oriental, ss. XIIXVII], Atenas, 1998, pp. 11-28. 88 L. Gil Fernández Panorama social de humanismo español (1500-1800), Madrid, 1981. J. Signes - C. Codoñer - Ar. Domingo, Biblioteca y epistolario de Hernán Núñez de Guzmán, el Comendador Griego. Una aproximación al humanismo español del siglo XVI, Madrid, Nueva Roma, 2001. T. Martínez Manzano, Constantino Láscaris, semblanza de un humanista bizantino, Madrid, Nueva Roma, 1998. I. Pérez Martín «La biblioteca griega de Jerónimo Zurita» Estudios Humanísticos, 13 (1991) 45-55. A. Bravo «Los humanistas españoles y el Humanismo europeo» en Actas del IV simposio de Filología Clásica, Univ. de Murcia, 1990, pp. 51-77; «Sobre el griego en la teoría lingüística del Renacimiento español» en J.-M. Egea-J. Alonso (eds.), Prosa y verso en griego medieval, Amsterdam, 1996, pp. 105-109; «Bizancio y el Renacimiento» en F.L. Lisi y Bereterbide et alii (eds.), Didáctica del griego y de la cultura clásica, Madrid 1996, pp. 127-144.

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A. Bravo, J. Signes89, I. Pérez, etc. sobre la estructura de Nicetas Coniata, sobre Teófanes, sobre Ataliates son buena prueba de ello, de manera que se está, debido a la gran preparación filológica y paleográfica, en condiciones de acometer, por parte de dichos especialistas, un ambicioso proyecto de investigación sobre la transmisión y recepción de los historiadores bizantinos. Se trata de desarrollar un estudio global que hasta ahora no se ha realizado de una manera del todo satisfactoria, se trata de conocer cuáles han sido las vías de difusión del conocimiento que los bizantinos tenían de su propia historia, qué les interesaba de su pasado y con qué finalidad utilizaban tal saber. Un capítulo siempre inédito en España fue el de la atención por el arte bizantino; sólo con el renacer actual de los estudios sobre Bizancio en nuestro país se han dado pasos de importancia y el mérito les corresponde a los profesores M. A. Elvira y M. Cortés, quienes desde nuestras primeras reuniones interdisciplinares, las Jornadas sobre Bizancio, ya aludidas, empezaron a trabajar denodadamente para salvar esa laguna y aplicar a los temas objeto de estudio —iconografía, escultura, pintura, etc.— visiones y enfoques enteramente nuevos90; se han cuidado en este terreno dos aspectos muy importantes ya que se partía desde cero; por un lado se han elaborado manuales básicos introductorios sobre el arte bizantino y se ha comenzado el inventariado, catalogación y estudio de piezas bizantinas o de influjo bizantino, como es el caso de los iconos rusos, en colecciones españolas, así como la preparación de una monografía sobre el descubrimiento del arte y la estética bizantinizantes en España91. Hoy se está ya en condiciones de realizar para el año 2003 —en el 89 J. Signes, autor de El segundo iconoclasmo en Theophanes Continuatus. Análisis de los tres primeros libros de la crónica, Amsterdam, 1995, se ha ocupado también de los problemas de autoría del Theophanes Continuatus, de los orígenes del emperador León el Armenio (813-820) y de Constantino Porfirogéneto y la fuente común de Genesio y el continuador de Teófanes. 90 M. A. Elvira «La escultura bizantina en los epigramas bizantinos de la Antología» Erytheia 4 (1984) 25-41; «Las estatuas animadas de Constantinopla» Erytheia 8 (1987) 99-116; «Anotaciones sobre la iconografía del unicornio en Bizancio» Erytheia 9 (1989) 143-166; «La iconografía del dragón en Bizancio» Erytheia 15 (1994) 67-84; «Cuatro iconografías clásicas en marfiles deuterobizantinos» Erytheia 17 (1996) 141-158. M. Cortés «Los comienzos de la pintura bizantina» Erytheia 4 (1984) 127-140; «El tema de la coronación simbólica en el arte bizantino de la ‘Segunda Edad de Oro’» Erytheia 9 (1989) 133-142. Mª J. Sanz «El ornamento de los mosaicos de Justiniano y Teodora en san Vital de Ravena» Erytheia 11-12 (1990-91) 175-209. 91 Cf. M. Cortés El arte bizantino, Madrid, Historia 16, 1989; Lo mejor del arte bizantino, Madrid, Historia 16, 1997; Los iconos de la Casa Grande, (Madrid, Comunidad de Madrid, ed. 1993; «Cinco Iconos del Museo de Valladolid», Boletín del Seminario de Estudios de Arte y

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Museo Arqueológico Nacional, gracias a la iniciativa de su actual director, el profesor Miguel Ángel Elvira— una exposición sobre Bizancio a partir de los materiales de todo tipo que por diversas razones históricas llegaron a nuestro país. Por último, debo referirme a otro campo que tampoco hasta el presente había merecido atención en España, como es el del estudio de la proyección de la idea de ‘Bizancio después de Bizancio’, es decir, el concepto aplicado por N. Iorga92 a la irradiación y pervivencia de la cultura ortodoxa en el espacio de los Balcanes de época otomana y en Rusia. Se implican aquí las largas y complejas relaciones del mundo bizantino-ortodoxo con el Islam. Hasta tal punto esta variante de lo estudios bizantinos ha ganado el interés científico de nuestros estudiosos que existen ya proyectos de investigación interdisciplinares centrados, por una parte en el desarrollo de la eslavística y, por otro, en el estudio de las transformaciones y mecanismos culturales de adaptación y resistencia de las sociedades ortodoxas de los Balcanes en épocas tardobizantina y postbizantina que contribuyeron a forjar las respectivas identidades nacionales. En cierto modo se ha producido en este punto un proceso semejante al que señalé antes con la creación del Comité Español de Estudios Bizantinos. En efecto, la constitución de un Comité Español de Estudios del Sureste Europeo, integrado en la Association Internationale des Études du Sud-est Européen, ha servido de elemento catalizador para la plena participación de nuestro país en un conjunto de foros internacionales y grupos de trabajo que están procediendo a una revisión en profundidad de muchas de las ideas que habían llevado a gran parte de la historiografía y las ciencias humanas y sociales de los países balcánicos a un callejón sin salida acientífico por sectario y nacionalista y cuya implicación ética en el gran desastre que ha asolado la región ha sido, desgracidamente, innegable. Pues bien, en esta nueva línea de investigación, por lo que afecta a aquellos aspectos más directamente relacionados con las Arqueología, 61 (1995) 503-518; «Iconos monásticos del Museo de la Casa Grande de Torrejón (Madrid), en El cielo en la tierra. Estudios sobre el monasterio bizantino, Madrid, Nueva Roma, 1997, pp. 291-305; «Acerca de la llegada a España de algunas obras bizantinas», Actas del XI Congreso del C.E.H.A. sobre el Mediterráneo y el arte español, Valencia, 1998, pp. 1418; «Acerca de la «invención» de Bizancio en el arte español: tres notas» Actas del XII Congreso del C.E.H.A. sobre Arte e Identidades culturales, Oviedo, 1998, pp. 87-96. 92 N. Iorga, Byzance après Byzance, París, 1992, libro publicado en 1940, existen múltiples reimpresiones.

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últimas etapas de la vida de Bizancio y el comienzo de la época otomana es mucho e importante lo ya realizado93. Hay un interés especial por el rescate de textos y documentos relacionados con el fenómeno de coexistencia del milleti Rûm (la comunidad cristiana ortodoxa) con el islam otomano dominante, muchos de ellos esenciales para conocer hasta qué punto, en la difícil transición de la Edad Media a los tiempos modernos los intentos de conciliación entre la cristiandad y el islam, representado por el pujante imperio otomano, tuvieron tanto o más calado que la idea de una una nueva cruzada, cuyos intentos, por lo demás, siempre fracasaron. La edición de la traducción latina del Diálogo de Jorge Ameruzes con Mehmet II, realizada por Óscar de la Cruz para «Nueva Roma», permite acceder, por ejemplo, a un texto clave 93 Una muestra representativa de esta actividad viene dada por algunos de los trabajos que aquí se indican: I. Pérez Martín «Procesos de aculturación en la conquista otomana de Anatolia» Erytheia 19 (1998) 25-56. J. M. Floristán «Europa latina / oriente bizantino: la irrupción del imperio turco» en P. Bádenas-J. M. Egea (eds.), Oriente y Occidente en la Edad Media. Influjos bizantinos en la cultura occidental, Vitoria, 1993, pp. 175-186. O. de la Cruz, «El Dialogus de fide de Jorge Ameruzes de Trebisonda. Un mensaje político en el proemio», Hispania Sacra 51 (1999) 101-118; Jorge Amerutzes. El diálogo de la fe con el sultán de los turcos, Madrid, Nueva Roma, 2000. L. Gil «De la Sancta empresa de Grecia contra turcos» Erytheia 16 (1995) 97-115. P. Bádenas, «Latinos y ortodoxos en el mundo otomano» Association Internationale d’études du Sud-est Européen. Bulletin 26-27 (1996-1997) 179-185; «Unicité de l’Église et division des chrétiens dans l’espace balkanique» Association Internationale d’études du Sud-est Européen. Bulletin 26-27 (1996-1997) 224-233; «L’intégration des Turcs dans la société Byzantine (XIe-XIIe siècles). Échecs d’un processus de coexistence» en Byzantine Asia Minor (6th12th cent.), Atenas, EIE, 1998, pp. 179-188; «Corrientes conciliadoras de intelectuales griegos en la corte del Gran Turco» Erytheia 20 (1999) 197-208; «La percepción del Islam en Bizancio durante el siglo XIV» en M. Alganza y Otros (eds.), Epieikeia, Homenaje al Profesor Jesús Lens Tuero, Granada, 2000, pp. 27-36. F. J. Juez «Un pequeño vocabulario eslavo meridional en un diccionario otomano-menorquín del siglo XVI», en Actas de las II Jornadas Andaluzas de Eslavística, Baeza, Universidad de Granada, 1998, pp. 172-178; «Milenarismo y herejía en el mundo bizantino-eslavo» (con M. Á. de Bunes Ibarra) en Milenarismos y milenaristas en la Europa medieval, Instituto de Estudios Riojanos, Logroño, 1999, pp. 203-219; F. J. Juez Gálvez, Blasii Kleiner Archivium Tripartitum Inclytae Provinciae Bulgariae, ed. crítica, trad. y notas, Madrid, CSIC, 1997; «En torno a la Vita Popularis de San Juan de Rila», en P. Bádenas, A. Bravo, I. Pérez (eds.), El cielo en la tierra. Estudios sobre el monasterio bizantino, Madrid, CSIC, 1997, pp. 271-289; «La recurrencia del tema otomano en la literatura croata de la Edad Moderna», en Bulletin de l’Association Internationale d’Études du Sud-est Européen 26-27 (1996-1997) 187-207. A. Bravo «Ortodoxia y pensamiento moderno. Cuestiones de historia política, intelectual y religiosa en los Balcanes de los siglos XVII-XIX», Revista de Filología Románica 14.2 (1997 [1998]) 469-489.

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cuyo original griego desapareció; igualmente se está trabajando, por parte de D. Fernández Sanz, en otro documento excepcional, la Epístola a Mehmet II de Eneas Silvio Piccolomini (Pío II) y, por mi parte, en la edición de la Historia de Mehmet el Conquistador de Critobulo de Imbros. A partir de este panorama —necesariamente apresurado— que les he trazado sobre nuestros estudios y en el que inevitablemente ha habido muchas omisiones, creo que se puede hacer un balance que, en general, considero ques es bastante positivo. Primero, porque jamás en España se había publicado tanto y de manera tan sistemática sobre Bizantinística; segundo, porque contamos ya con uno notable plantel de especialistas, jóvenes y bien preparados y, tercero, porque no faltan ideas como demuestran los ambiciosos proyectos en marcha. Ahora bien, la ausencia de una respuesta de las instituciones académicas —universitarias concretamente— debe hacernos reflexionar. Hemos entrado ya en el siglo XXI y el ámbito natural de donde emana esta ciencia en España —la filología griega, pero no sólo ella— no ha demostrado mayor interés por planificar y ejecutar una especialidad de Bizantinística y de abrirse enteramente por lo tanto a un eficaz diálogo interdisciplinar. No es el único caso, la Universidad española no contempla, por ejemplo, aún especialidades sobre lenguas del Extremo Oriente ni amerindias ni otros raros saberes, bien asentados por ahí fuera, aunque los españoles del XVI y XVII fueran los primeros europeos en estudiarlas. Es cierto que, en la estela de las investigaciones y trabajos que, contra viento y marea las más veces, han visto la luz en estos años, se han consolidado ya algunas plazas de profesor titular con un perfil de griego bizantino y/o moderno, lo cual es bueno y positivo, pero estructuralmente no nos saca de un callejón sin salida. El problema no cabe ya atribuirlo al desinterés de ministerios o autoridades centrales; la solución de esa carencia sólo puede enderezarse desde el seno mismo del ámbito académico. Es, en suma, cuestión de qué políticas científicas se esté en disposición de llevar adelante por las propias universidades, porque son ellas quienes autónomamente han trazado las vigentes estrategias de sus respectivas especialidades. Si hasta ahora no se han dado pasos en direcciones nuevas sólo cabe pensar que no existe un interés manifiesto por darlos. En el mejor de los casos sólo encontramos en la Universidad española actual una consideración complementaria (opcional, trimestral, cuatrimestral, etc., etc.) de disciplinas que directa o indirectamente se relacionen con Bizancio. Existen, por ejemplo en Madrid, cursos de «Griego bizantino», «Introducción a la bizantinística» y,

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en doctorado, «Paleografía griega» y «Literatura bizantina», etc., materias que, no infrecuentemente, además de los estudiantes de clásicas (y con frecuencia los interesados en «Griego moderno») eligen también alumnos de otras especialidades, aunque rara vez lo hagan los de la Facultad de Historia, lo cual sitúa, querámoslo o no, a los estudios bizantinos en una situación ancilar y así no se abren ni se cultivan nuevos campos. Sigue pesando todavía entre nosotros algo que llevo bastante tiempo denunciando: el mito de la continuidad del Helenismo a través del bizantinismo y la rémora que supone un anclaje en el mito del legado clásico por lo clásico94, existe en último término —pienso— cierto temor hacia lo nuevo y, sobre todo, a la competitividad. Hoy por hoy nuestros futuros bizantinistas tienen una ventaja sobre los de mi generación: disponen a su alcance de la posibilidad de iniciarse con el inestimable concurso del reducido grupo de quienes, en España, mejor o peor hemos hecho lo que hay; pero su formación completa, integral, habrán de adquirirla fuera durante largo tiempo. Esto es algo muy enriquecedor pero que tiene un duro coste: el del retorno con expectativas profesionales muy difícilmente realizables. Menos mal que en un horizonte no muy lejano se está dibujando ya un contexto muy diferente: el del espacio académico y científico europeo, donde la movilidad y la calidad le ganen la partida al localismo, la antigüedad, la medianía y la endogamia. Esta vertiente, positiva e imparable, de la globalización tardará sin duda en llegar, sobre todo aquí, pero para entonces algunos estarán mejor preparados que otros. Quizá no sea ya entonces necesario hablar de la Bizantinística española, sino de la aportación de bizantinistas españoles a la Bizantinística europea.

94 Puede verse al respecto mi conferencia en la sesión inaugural del I Congreso Iberoamericano Neohelenistas, celebrado en Granada en 1996, «El reto de los estudios neogriegos en España. Un neohelenismo para el siglo XXI», Erytheia, 18 (1997) 231-245.

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A comienzos del siglo V, y como un fenómeno más de las llamadas invasiones germánicas, los visigodos entraron por primera vez en la Península Ibérica, aunque todavía tardarían un siglo en establecerse definitivamente en ella. Con la desaparición del Imperio Romano de Occidente, en el año 476, en su espacio surgieron una serie de poderes independientes, encabezados por los jefes militares de los diferentes pueblos que protagonizaron las invasiones y que dieron paso a la constitución de un conjunto de monarquías que están en el origen de algunas de las actuales naciones europeas. Una de ellas fue la monarquía visigoda que tuvo a Toledo como su centro más importante, tanto en el plano político como en el religioso. A partir de entonces, esta ciudad adquirió, en el contexto de la Península Ibérica, una notoriedad y preeminencia que habría de mantener durante varios siglos. Sin embargo, a pesar de la importancia que Toledo llegó a alcanzar durante los dos siglos que duró el llamado Reino de Toledo, apenas se sabe nada de la ciudad en aquella época. Las noticias conservadas están casi siempre referidas a la monarquía o a la Iglesia, pero no a la ciudad como tal, siendo considerada simplemente como un mero marco de referencia en el que encuadrar los acontecimientos en ella ocurridos. La historia del Toledo visigodo está por hacer. El principal problema es la falta de fuentes documentales escritas, y las

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arqueológicas son muy fragmentarias e insuficientes para reconstruir cómo pudo haber sido el interior, y el entorno, de la ciudad en aquella época1. De todas las construcciones que se levantaron entonces, y que debieron de ser numerosas y suntuosas, ni una sola, ni siquiera en parte o reutilizada, ha llegado a nuestros días. Por todo ello, no es sorprendente que las investigaciones sobre la ciudad, en su conjunto, apenas se hayan realizado. Así, por ejemplo, no se sabe nada sobre la actividad económica que se desarrolló en la misma ni sobre los grupos sociales que en ella se configuraron. A lo sumo se han estudiado temas políticos y religiosos, pero más directamente extensibles al conjunto del reino y no específicamente a la propia ciudad. Es un vacío historiográfico que, sorprendentemente, se sigue manteniendo en la historia toledana —muy bien conocida para otras épocas—, aunque bien es cierto que las posibilidades para ser llenado son complicadas dada la falta de referencias precisas2. En cualquier caso, aunque no hayan quedado restos visibles, lo que es evidente es que Toledo se convirtió en la sede permanente de la monarquía visigoda, con todo lo que ello debió de suponer para la ciudad que tuvo que adaptarse a la nueva situación. Ahora bien, ¿por qué precisamente Toledo —y no otra ciudad más importante, como una capital provincial, por ejemplo— fue elegida para desempeñar esa función y convertirse en la urbs regia? ¿Qué ventajas o condiciones favorables reunía para que los visigodos establecieran en ella el centro de su poder? Para intentar contestar a estas preguntas, se hace absolutamente necesario tener que remontarnos un poco en el tiempo para ver cual pudo haber sido la situación de la ciudad en el momento en que los visi1 Como señaló Luis Caballero Zoreda, es necesario «que la investigación vaya civilizando el desierto visigodo del hinterland toledano, desierto que casi puede ampliarse al conocimiento al menos de los yacimientos arqueológicos de todo el reino visigodo y no sólo de su capital» (La iglesia y el monasterio visigodo de Santa María de Melque (Toledo). Arqueología y arquitectura. San Pedro de la Mata (Toledo) y Santa Comba de Bande (Orense), serie «Excavaciones Arqueológicas en España», 109, Madrid, 1980, p. 31). 2 Por ejemplo, en la obra colectiva Arquitecturas de Toledo, editada en dos volúmenes por el Servicio de Publicaciones de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha en 1991, no se dedica ningún capítulo o apartado específico a la etapa visigoda. Se pasa directamente del Toledo Romano al Toledo Islámico, dejando así una aparente sorprendente laguna, aunque en cierta medida explicable por lo que hemos señalado, ya que una específica «arquitectura visigoda» no se ha conservado en la ciudad, aunque sí algunos elementos arquitectónicos de aquella época.

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godos se hicieron con el control de la Península Ibérica, es decir, en los últimos tiempos del Bajo Imperio Romano. ANTECEDENTES: TOLEDO EN ÉPOCA BAJOIMPERIAL Tradicionalmente se ha venido considerando que Toledo (Toletum) —citada ya por Tito Livio y Plinio como cabeza de la Carpetania— no fue una gran ciudad durante la época romana. Desde la reorganización provincial de Diocleciano, estaba enclavada en la provincia Cartaginense, aunque bastante alejada de la capital metropolitana, Carthago Nova (Cartagena), centro de los asuntos políticos, administrativos y militares. Los textos de los escritores romanos, sobre todo para los siglos IV y V, son muy parcos a la hora de darnos información sobre Toledo; algo más significativas son las noticias procedentes del ámbito eclesiástico3. La opinión más generalizada entre los historiadores, es que, a lo sumo, Toledo habría sido una ciudad de segunda importancia, sin parangón con las capitales provinciales u otros activos centros económicos, aunque bien es verdad que la envergadura de algunos de los restos conservados —el circo, por ejemplo— haría presuponer que contó con una población cuando menos significativa. Sin embargo, un minucioso análisis de esas escasas noticias documentales y de los recientes descubrimientos arqueológicos, contextualizándolos en su momento histórico, nos llevan a considerar que la importancia de Toledo pudo haber sido mayor de la que se venía señalando4. E incluso experimentó un 3 Como señala Rosa Mª Sanz Serrano, Toledo es ignorada en la obra de Orosio, de Sulpicio Severo e incluso de Ausonio («Toledo en las fuentes tardorromanas», en Toledo y Carpetania en la Edad Antigua, Toledo, 1990, pp. 253-254). 4 Jesús Carrobles Santos y Sagrario Rodríguez Montero ya lo han indicado: «Desde que hemos comenzado nuestras investigaciones en torno a la ciudad de Toledo, siempre hemos encontrado un tema que no considerábamos del todo claro. Nos referimos al desarrollo romano de la ciudad que se venía suponiendo de escasa importancia ante la inexistencia de fuentes escritas que tratasen, aunque fuese de manera parcial, algún aspecto de la misma. Sin embargo frente a esta concepción, nuestros propios hallazgos y la existencia de grandes obras de infraestructura, muestran que algo se escapó a la atención o a la conservación de las fuentes escritas y que quizás habría que incidir en el estudio de la ciudad desde otros puntos de vista distintos a los hasta ahora utilizados» (Memoria de las excavaciones de urgencia del solar del nuevo Mercado de Abastos (Polígono Industrial, Toledo). Introducción al estudio de la ciudad de Toledo en el siglo IV d.C., Toledo, 1988, p. 121).

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fenómeno de potenciación en los siglos bajoimperiales, cuando otras ciudades de su entorno, como Caesarobriga (Talavera de la Reina), Consabura (Consuegra) o Complutum (Alcalá de Henares), estarían sometidas a un acusado proceso de decadencia. En aquella situación el papel de Toledo, bien comunicada con el resto de la Península por las importantes calzadas que discurrían por sus inmediaciones, empezaría a destacar y a adquirir un creciente protagonismo. En la ciudad se habría constituido una sociedad jerarquizada, dominada por una élite, de la que algunos de sus miembros también residirían en las grandes villae de los alrededores, como el complejo de Carranque que pudo haber estado vinculado incluso a algún personaje de la propia familia imperial. Toledo mantendría amplias relaciones comerciales con el exterior, como lo demuestran los hallazgos de cerámica, tanto de terra sigillata hispánica, como de terra sigillata clara, ésta de origen africano y representativa de la vajilla de máxima calidad de la época y, por tanto, no al alcance de cualquiera. Otro detalle de la complejidad social de la ciudad, y de sus vínculos mercantiles con el exterior, podría venir explicado por el hallazgo de una lucerna con la representación de una menorah —candelabro de siete brazos— que bien pudiera estar asociada a una comunidad judía5. En tal caso, ello significaría que Toledo contó desde pronto con un asentamiento judío, aunque no sepamos de qué envergadura. Es conveniente señalar que las primeras comunidades judías en la Península Ibérica se establecieron en los grandes núcleos urbanos6. La interpretación de todos estos hallazgos arqueológicos parece estar indicándonos que, a lo largo de los siglos IV y V d. C., al revés que otras ciudades peninsulares, Toledo se había revitalizado, contando con una pujante sociedad que mantenía intensas relaciones comerciales con el exterior, parte de las cuales podían encontrarse en manos de judíos. El análisis de otro punto significativo también nos puede llevar por el mismo derrotero; es el relativo al proceso de cristianización de Toledo y su entorno7. El hallazgo, hace años, de un conjunto de sarcófagos paleocristianos

5 Idem, p. 95. 6 Carrobles Santos, Jesús: «Prehistoria e Historia Antigua. Los orígenes de la ciudad», en Historia de Toledo, Toledo, 1997, pp. 93-95. 7 Vid. a este respecto González Blanco, Antonino: «La cristianización de la Carpetania» en Toledo y Carpetania en la Edad Antigua, Toledo, 1990, pp. 205-228.

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—del siglo IV, aunque algunos incluso de datación preconstantiniana— son un indicio evidente de la temprana difusión del cristianismo por estas tierras8. Son piezas de mármol ricamente decoradas, solamente al alcance, por tanto, de unos grupos sociales poderosos, e importadas de la Península Itálica, lo que nos vuelve a manifestar la importancia de las relaciones comerciales con el exterior. Hacia el año 305 se celebró un concilio en Elbira (Illiberris, Granada), en el que está constatada la participación de un obispo de Toledo de nombre Melancio9. Si ya entonces Toledo era sede episcopal —aunque no sepamos desde qué año—, es una señal de que el cristianismo ya se habría difundido a finales del siglo III, y de que la ciudad tendría cierta relevancia pues la Iglesia, en su proceso de expansión y de organización, tendió a establecer los obispados en las ciudades, pero en especial en las más activas, como centros del poder civil romano al cual muy pronto iban a quedar vinculados. La importancia de la sede episcopal toledana iría en aumento, pues casi un siglo después, hacia el año 400, se celebró en la ciudad el que habría de ser conocido como el I Concilio de Toledo, destinado a combatir el priscilianismo que se había difundido por varias zonas peninsulares10. Todos estos datos son suficientemente significativos para considerar que, frente a lo que se ha venido señalando, Toledo no era entonces una ciudad pequeña y en decadencia, sino más bien todo lo contrario, como parecen atestiguar los hallazgos arqueológicos y el temprano arraigo del cristianismo, siempre vinculado a los centros urbanos más destacados. Frente a otras ciudades cercanas, en Toledo se mantuvo una creciente actividad durante los siglos IV y V, lo que supuso que cada vez destacase más y que su influencia se extendiera sobre un territorio cada vez más amplio del centro de la Península. Es evidente que aquella situación, especialmente el arraigo del cristianismo, debió de producir importantes cambios en la estructura urbanística de la 8 Sotomayor, M.: «Testimonios arqueológicos paleocristianos en Toledo y sus alrededores: los sarcófagos», en Anales Toledanos, III, 1971, pp. 255 y sig. 9 Sobre este personaje vid. Rivera Recio, Juan Francisco: Los arzobispos de Toledo. Desde sus orígenes hasta fines del siglo XI, Toledo, 1973, pp. 23-29. 10 En la elección de Toledo para celebrar el concilio pudo haber influido el encontrarse en una zona limítrofe y bien comunicada con las áreas más vinculadas al priscilianismo (Gallecia y Lusitania), y también que en la Cartaginense no se había extendido el problema (Sanz Serrano, Rosa Mª: op. cit., p. 257).

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ciudad, tanto en su interior como en su entorno más inmediato es decir, en su suburbium. Pocos restos arqueológicos se han conservado, pero a partir de su interpretación y de otros planteamientos, se pueden establecer algunas conjeturas. Sería sobre todo a partir del siglo V cuando en la ciudad se produjesen los cambios urbanísticos más significativos, al socaire de la nueva realidad no tanto política sino, sobre todo, religiosa. Como todas las ciudades, Toledo también estaría rodeada por una muralla que habría sufrido diversas remodelaciones con el paso del tiempo, presentando en su interior un trazado urbano reticular hoy en gran parte desaparecido11. Las nuevas circunstancias, y la creciente presencia de un nuevo poder como el de la Iglesia, irían originando importantes cambios en la fisonomía de la ciudad, como reflejo también de una nueva mentalidad colectiva. Espacios como templos, termas y el foro desaparecerían, levantándose sobre ellos recintos eclesiásticos, reflejo de una Iglesia triunfante y en expansión que venía a sustituir al decadente poder romano. Se produciría una pérdida de interés por los espacios públicos, por lo que, gradualmente, se irían ocupando y estrechando calles y plazas. La condición de sede episcopal de Toledo habría de quedar acusadamente marcada en el interior del recinto urbano12. Cabe suponer —pues no se conocen datos fidedignos al respecto— que, al igual que en otras ciudades, se levantaría un complejo episcopal constituido por la residencia del obispo, una basílica, y un baptisterio exento. Todo ello ubicado, con toda seguridad, en el espacio que hoy ocupa la catedral, en el centro de la ciudad, con una evidente carga simbólica de manifestación del creciente nuevo poder. Posiblemente allí, hacia el año 400, se celebraría el I Concilio de Toledo, cuando ocupaba la sede el obispo Asturio. 11 La posterior y prolongada presencia del poder musulmán en Toledo cambió por completo el trazado urbanístico de la ciudad romana. No obstante, sobre ese trazado viario irregular, todavía en gran parte conservado en la actualidad, se pueden rastrear algunas pervivencias urbanísticas de aquella época. Rubio Rivera, Rebeca: «Sobre la configuración urbana de la ciudad romana de Toledo», en Ensayos Humanísticos. Homenaje al Profesor Luis Lorente Toledo, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca, 1997, pp. 361-377. 12 Carrobles Santos, Jesús: op. cit., p. 102. Según este autor, parece que el sistema hidráulico romano, que tanta importancia debió de tener en el planteamiento inicial de Toledo, como lo muestra el que la práctica totalidad de los inmuebles conocidos tengan relación con el agua, dejaría de funcionar en su integridad en el siglo IV, ocupándose a partir de entonces estos complejos por otras construcciones hasta el presente no bien conocidas (Idem, p. 105).

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En el suburbium de Toledo, el circo y el anfiteatro todavía podrían haber seguido siendo escenario de espectáculos públicos. Entre ambos complejos se extendía la necrópolis, junto al camino que del norte venía a la ciudad. Es muy posible que la primera población cristiana hubiese elegido otro lugar nuevo para sus enterramientos: el espacio comprendido entre el circo y el Tajo. Allí sería enterrada la mártir toledana Leocadia —víctima de la persecución de Diocleciano—, en torno a la cual se generaría un culto de gran repercusión, que desembocaría en la erección de un monumento funerario sobre su tumba13. Posteriormente, y debido al creciente flujo de fieles hacia el mismo, se levantaría una basílica, que habría de servir de lugar de enterramiento para los obispos y de recinto para la celebración de algunos concilios en época visigoda. El gradual proceso de configuración del complejo martirial, habría sido similar al que se generó —y está constatado arqueológicamente— en torno al culto de Santa Eulalia en Mérida14. Como puede deducirse de todo lo que hemos señalado, y a falta de futuras investigaciones que lo corroboren, todo parece indicar que, contra lo que se venía considerando, en los años anteriores a que los visigodos se estableciesen en Toledo, esta ciudad mantenía una cierta pujanza, acorde con la coyuntura general que se vivía. La temprana implantación del cristianismo, con la creación de una sede episcopal y la celebración de un concilio, el pronto establecimiento de una comunidad judía y la presencia de un grupo social poderoso con intereses agrarios en las inmediaciones, pueden considerarse como indicios significativos de que Toledo era una ciudad de cierta importancia, lo que le permitió, a diferencia de otras de su entorno, mantener, e incluso incrementar, su potencial demográfico y su actividad económica. Lo cual le llevó a convertirse en la ciudad más importante de un extenso territorio sobre el cual iba a ejercer un paulatino dominio al proyectar sobre él su creciente influencia. No es sorprendente, por tanto, que los visigodos se fijasen en ella, lo que le iba a permitir continuar su progresiva ascensión hasta convertirla en la ciudad más emblemática de su reino.

13 En relación con el culto a Santa Leocadia vid. la obra de Carmen Rodríguez García: El culto de los santos en la España romana y visigoda, Madrid, 1966, pp. 246-253. 14 Mateos Cruz, Pedro: La basílica de Santa Eulalia de Mérida. Arqueología y urbanismo, Anejos de Archivo Español de Arqueología, XIX, Madrid, 1999.

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LA URBS REGIA: TOLEDO CAPITAL DEL REINO VISIGODO A comienzos del siglo V, antes que los visigodos, otros pueblos germanos —suevos, vándalos y alanos— entraron en la Península Ibérica y durante un cierto tiempo se dedicaron a saquearla. Posteriormente se asentaron en ella, posiblemente mediante un pacto con el poder romano que no tuvo más remedio que aceptar su presencia. Una parte de los vándalos y los alanos (éstos encabezados por Adax), se establecieron en gran parte de la zona central de la Cartaginense y, por tanto, en la Carpetania, es decir, en la comarca de la cual Toledo era la capital. Se desconoce por completo si algunos de estos grupos se asentaron en la propia ciudad y los posibles contactos que pudieron haber tenido con sus habitantes o sus autoridades, tanto civiles como eclesiásticas. Los visigodos entraron por primera vez en la Península en el año 414 y tras fracasar en su intento de marchar al norte de África, llegaron a un acuerdo con los romanos para luchar contra los pueblos que se habían asentado en Hispania, y que, al margen de su posible compromiso con Roma, se dedicaron al saqueo. Tropas visigodas se desplazaron a luchar contra ellos, de resultas de lo cual los alanos que no huyeron quedaron derrotados y aniquilados, no dejando en estas tierras ninguna huella de su paso por ellas. Para llevar a cabo esta empresa, ¿contaron los visigodos con la colaboración de los habitantes de las tierras de la Carpetania? Desconocemos si así fue, aunque es posible que no, pues a fin de cuentas los visigodos también podían ser considerados como gente extraña, aunque bien es verdad que venían a colaborar con el poder imperial y para luchar contra un pueblo —el alano— que tal vez en el tiempo que permaneció no mantuvo una actitud muy pacífica. Para que su actuación resultase más efectiva, es posible que algunos contingentes militares visigodos permaneciesen en Toledo y en otros puntos de la Carpetania, supeditados al poder romano, aunque no sepamos en qué condiciones. En tal circunstancia habría sido, por tanto, como se produciría el primer contacto de grupos visigodos con estas tierras y el probable establecimiento ya de alguno de ellos. En el año 418 los visigodos pactaron con Roma y fueron establecidos en la provincia gala de Aquitania Secunda, con el compromiso de prestar una colaboración militar cuando les fuese requerida. Tropas visigodas fueron enviadas en varias ocasiones a la Península para contener a los suevos y sus campañas

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de saqueo, con lo que su presencia, aunque limitada, se fue haciendo cada vez más frecuente. A medida que, a lo largo de la segunda mitad del siglo V el poder imperial se fue debilitando, los visigodos empezaron a realizar conquistas en la Península por su cuenta. Su expansión estuvo muy vinculada a la red de calzadas que también les interesaba controlar15. Si ya contaban con tropas en Toledo y en sus inmediaciones, no les resultaría muy complicado hacerse con su dominio. Como ciudad que era, Toledo recibiría nuevos contingentes —especialmente de soldados pero también de algunas familias— sobre todo a partir del año 476 cuando desapareció el Imperio Romano de Occidente y los visigodos constituyeron un reino con centro en Toulouse. Cabe pensar que, tras aquellas previas circunstancias bélicas, a pesar de su desarrollo anterior, la ciudad estaría sumida en el proceso generalizado de decadencia de la época, con una disminución progresiva de su población, así como de sus actividades mercantiles y artesanales. Su nueva recuperación vendría propiciada cuando, años después, los visigodos la eligieron como cabeza de su nuevo reino cuando tuvieron que abandonar la Galia. La actividad en su interior experimentaría entonces un gran impulso, al aumentar considerablemente también su población. Pero ello no ocurrió de inmediato pues todavía tendrían que pasar algunos años para que Toledo se convirtiese en la urbs regia. Tras su asentamiento definitivo en la Península Ibérica al ser derrotados en Vouillé en el año 507, durante varios años los visigodos no tuvieron una sede fija como centro permanente del poder monárquico. Los reyes, actuando sobre todo como jefes militares, en constante desplazamiento, en su afán de dominar las tierras peninsulares, establecieron su corte en aquellas ciudades que, coyunturalmente, mejores condiciones reunían para su empresa de control militar del territorio. Hasta que Hispania, en su mayor parte, no estuviese conquistada, los visigodos no pudieron elegir una ciudad que fuese la sede permanente y estable de su poder. Esta tendría que reunir, además, una serie de condiciones favorables para desempeñar tal cometido. Y esa ciudad habría de ser Toledo, aunque bien es verdad que de la misma, desde que en ella se celebró el I Concilio hacia el año 400, durante el siglo y medio siguiente no se tie15 García Moreno, Luis, A.: «La arqueología y la historia militar visigoda en la Península Ibérica», en Arqueología Medieval Española, Comunicaciones, tomo II, Madrid, 1987, pp. 331-336.

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nen noticias documentales. Ello, como ya hemos señalado anteriormente, es lo que hizo pensar a los historiadores que la ciudad apenas habría tenido entonces importancia. La primera presencia con visos de una cierta permanencia de estabilidad de un rey visigodo en Toledo parece deberse a Teudis, ya que aquí promulgó, el 24 de noviembre del año 546, la llamada ley de costas procesales (sobre los costes y gastos de los litigantes)16. Para este rey, en su intento de controlar la zona de la Bética, de densa población hispanorromana y de fuerte implantación católica —lo que suponía que la resistencia hacia los visigodos era muy fuerte—, se hacía imprescindible contar con una base que se ajustase a sus intereses militares y Toledo lo podía ser por encontrarse en el centro de la Península, a medio camino de la zona noreste que ya controlaba y de la del sur que quería controlar. Es posible, como recoge E. A. Thompson, que, según San Isidoro, se hubiese celebrado un concilio en Toledo (del que no se sabe nada más) durante el reinado de Teudis17. Sin embargo, sus inmediatos sucesores no parece que se fijaron en Toledo para seguir manteniendo aquí la sede del poder, aunque bien es cierto que en aquellas circunstancias, por motivos militares, los reyes estaban constantemente desplazándose de unos territorios a otros y era, por tanto, complicado mantener un lugar fijo y estable para la corte. Puede considerarse que fue el rey Atanagildo el que estableció definitivamente la sede de la corte en Toledo a mediados del siglo VI, ciudad en la que habría de morir. Varios pudieron haber sido los factores que determinaron tal decisión. La ciudad, aparte de por su propia situación topográfica y estratégica, contaba con una infraestructura urbana de cierta importancia. La producción agrícola del fértil territorio circundante podía garantizar su abastecimiento. Tenía, además, la ventaja de encontrarse en el centro geográfico del reino —las capitales de las provincias se localizaban en zonas muy 16 Es lo que opinan Isabel Velázquez y Gisela Ripoll: «Toletum, la construcción de una urbs regia», en Sedes regiae (ann. 400-800), Barcelona, p. 526. Estas autoras señalan cómo, la mención de Toledo en la citada ley no era casual, sino que obedecía a la realidad de la fijación de la corte, con su aparato administrativo, su cancillería, y no sólo a un simple asentamiento militar o sede temporal. Esta ley sería una muestra de que la sede estuvo en Toledo y, tal vez incluso, ya con una visión más permanente de la que, en principio, se podría pensar (op. cit., p. 527). 17 Thompson, E. A.: Los godos en España, Madrid, 1969, p. 45.

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periféricas— y, además, estaba bien comunicada ya que por sus inmediaciones discurría un conjunto de importantes calzadas, entre las que sobresalían la que desde Mérida (Lusitania) se dirigía al valle del Ebro y otra que procedía del sur, de la Bética18. Estos caminos comunicaban zonas básicas del reino, que todavía en aquel momento era necesario controlar pues en ellas la resistencia hispanorromana católica hacia los visigodos arrianos era grande, como ocurría en la ciudad de Mérida. Por el contrario, no parece que en Toledo los visigodos encontraron resistencia alguna; tal vez la influencia y el prestigio de sus obispos fuese menor, resultando menos combativos y conflictivos, lo que también pudo haber influido para elegirla como capital al no producirse, al menos que se sepa, una oposición hostil hacia ellos19. Además, Toledo ya podía contar con una presencia efectiva de visigodos desde hacía tiempo, conviviendo sin mayores problemas con la población indígena, lo que también pudo favorecer el asentamiento de nuevos contingentes que serían acogidos sin resistencia alguna20. Las relaciones exteriores de la monarquía visigoda durante aquel tiempo posibilitarían la llegada a Toledo de embajadas extranjeras, como, por ejemplo, la que 18 Como ha señalado Luis A. García Moreno, «la ciudad de Toledo tiene una situación estratégicamente envidiable para cualquiera que desee dominar la Península Ibérica sobre un eje de dirección NE-SO. Desde fechas muy tempranas de la conquista romana tal valor parece haber sido bien conocido por los estrategas romanos, tal y como lo demuestra la incursión carpetana de Fulvio Nobilior en el 192 a.C. Una simple ojeada al Itinerario de Antonino muestra cómo en tiempos imperiales Toledo jugaba un papel central en la red viaria imperial en España, uniendo diagonalmente los puntos claves de Zaragoza y Mérida» («Los orígenes de la Carpetania visigoda», en Toledo y Carpetania en la Edad Antigua, Toledo, 1990, p. 231). 19 No hay que olvidar que, tras la desaparición del Imperio Romano de Occidente, la Iglesia, representada por los obispos, había quedado como el nuevo poder que, aunque religioso, venía a sustituir al civil. De ahí la importancia que tenía la actuación de algunos obispos para no aceptar de buen grado el sometimiento a los visigodos arrianos. Entraban en juego intereses tanto políticos como religiosos. 20 Como han señalado Isabel Velázquez y Gisela Ripoll, «la situación de la ciudad y su historia precedente no explican por sí solas la designación de Toledo como urbs regia, pero contribuyen en parte y no deben ser olvidadas. Si observamos cuáles son las ciudades elegidas en cada momento, siempre confluyen en ellas características de índole geográfica y estratégica que favorecen su elección, del mismo modo todas ellas son ciudades de tradición romana, unas más relevantes que otras, pero todas importantes y todas, parece lógico, con una infraestructura mínima capaz de asumir, de entrada, el papel de residencias reales, aunque este hecho, condicionara su evolución posterior y las potenciase más decididamente como, sin duda, ocurrió en Toledo» (op. cit., p. 534).

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en el año 566 acudió para solicitar la mano de Brunekkilda, hija de Atanagildo y de su mujer Goswintha, para el rey Sigeberto I de Austrasia. Otra hija de Atanagildo, Gailswintha (o Gelesinda), casó con Chilperico I de Neustria. Tuvo peor suerte que su hermana ya que fue asesinada21. Los versos de Venancio Fortunato nos reflejan la dispar suerte de estas princesas: «Toledo te envió, ¡oh, Galia!, dos torres gemelas: la primera permanece erguida, yace rota la segunda»22. Todo ello contribuiría, evidentemente, a difundir el nombre de Toledo por los reinos germanos occidentales y por otros centros de poder más lejanos. Será durante el reinado de Leovigildo cuando la ciudad adquiera de una manera más efectiva su condición de sede regia. Mientras no estuvo en campaña militar, este rey permaneció en la ciudad. Dentro de su política centralista, deseoso de conseguir la unificación territorial de la Península Ibérica —para lo cual luchó contra suevos, vascones y bizantinos— la necesidad de contar con una ciudad como residencia real y como centro permanente del poder era fundamental. Su modelo de referencia fueron los contemporáneos emperadores de Bizancio asentados en la antigua Constantinopla, y en especial el emperador Justiniano. A escala menor, Toledo podía servir perfectamente para, desde aquí, proyectar su estrategia política, para lo cual se hacía necesario poner en práctica una actividad edilicia que adecuase la ciudad a la nueva situación23. Por ello, es posible que, en tiempos de Leovigildo, se levantase un conjunto palatino (cuya ubicación se desconoce), que sirviese de marco en el que escenificar todo el aparato de corte, cargado de elementos simbólicos (trono, diadema, manto, etc.), que este rey introdujo con la finalidad de realzar tanto su propia figura, como la de la institución monárquica24. 21 Para datos complementarios sobre estos acontecimientos vid. Rivera Recio, Juan Francisco: «Las infantas toledanas, hijas del monarca godo Atanagildo, y las tragedias de la familia reinante francesa», en Anales Toledanos, XXIII, 1985, pp. 9-21. 22 Recogido por José Orlandis: Historia de España. Época visigoda (409-711), Madrid, 1987, p. 90. 23 Como ha señalado Mª Rosario Valverde Castro, «la fijación de la capitalidad del reino en un lugar concreto y bien definido distancia a la monarquía visigoda del modelo, más germanizante, del reino bárbaro de corte itinerante y la acerca a las concepciones políticas romanas de carácter estatal, la realidad de poder con la que la realeza toledana trata de equipararse. Se explica así su esfuerzo por dignificar la civitas regia tomando como arquetipo las grandes capitales imperiales» (Ideología, simbolismo y ejercicio del poder real en la monarquía visigoda: un proceso de cambio, Salamanca, 2000, p. 189). 24 Aspectos muy bien analizados por Mª. R. Valverde Castro: op. cit., pp. 189-195.

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En ese conjunto palatino existiría una iglesia —entonces de culto arriano— y un taller en el que acuñar monedas con la efigie del rey revestido de los atributos de la realeza, con una evidente carga propagandística tendente a reforzar su imagen. En esa ceca se seguirían acuñando monedas durante los reinados posteriores. En el interior de la ciudad también se pudo haber levantado una iglesia para el obispo arriano, que sería la que posteriormente se consagraría al rito católico y sería conocida como la iglesia o catedral de Santa María25. Desde entonces, la afluencia de gentes —visigodos e hispanorromanos— a la ciudad sería constante y ésta iba a adquirir una preeminencia —política y religiosa— que no habría de perder a lo largo de los siglos medievales. Dentro de la política de Leovigildo habría que incluir también la fundación de una nueva ciudad, Recópolis, en honor de su hijo Recaredo26. Con este acto, pre-

25 Es posible también que esta iglesia pudo haber sido anteriormente de culto católico, pero que durante un tiempo, tal vez por imposición de Leovigildo, pasó al culto arriano. En ella pudo haberse celebrado el sínodo arriano que este rey convocó el año 580. Se ha conservado una inscripción, fechada el 13 de abril del año 587, durante el reinado de Recaredo, por la cual se constata que ese día la basílica fue consagrada de nuevo al culto católico, lo que parece confirmar que antes había estado vinculada al arriano. Pudo tratarse entonces de una concesión del rey, antes de su conversión, a la población católica de Toledo cediéndoles la que antes podía haber sido su iglesia principal (Vives, José: Inscripciones cristianas de la España romana y visigoda, Barcelona, 1969, p. 100). 26 Aparte de encuadrar el hecho dentro de su política de imitación imperial, se desconocen los verdaderos motivos que llevaron a Leovigildo a fundar esta ciudad. Para Lauro Olmo es posible que el rey se hubiese planteado fundar Recópolis como su verdadera residencia; en tal sentido, la ciudad pudo haber sido la sede real entre los años 578 a 580 («La ciudad visigoda de Recópolis» en Actas del I Congreso de Historia de Castilla-La Mancha, Servicio de Publicaciones de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, tomo IV, 1988, p. 309). Redundando en esta línea, cabría también pensar que, para los objetivos de su política centralista y unificadora, basada fundamentalmente en reforzar el elemento arriano/visigodo, Toledo se podía presentar como un lugar en el cual la influencia de lo hispanorromano/católico podía todavía tener mucho peso. Ante lo cual, ¿no pudo haber considerado, dentro de sus planes, el tener una ciudad propia, de nueva fundación, a la cual trasladar la corte y centralizar en ella toda su estrategia política? Si esta hubiese sido la verdadera intención de Leovigildo, Recópolis se presentaría como una anti-Toledo, aunque bien es verdad que no la logró, pues Toledo siguió siendo la sede de la monarquía. A pesar de su carácter aúlico, no parece que los sucesivos monarcas se interesaron mucho por Recópolis. Parece que ni siquiera llegó a constituirse en la ciudad un obispado, que en su momento inicial tendría que haber sido ocupado por un obispo arriano.

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tendería también imitar a los antiguos emperadores romanos que tenían la prerrogativa de poder fundar ciudades. A partir de aquel momento, Toledo, que hasta entonces había sido una ciudad de cierta importancia —posiblemente mayor de la que se venía considerando, como ya hemos señalado con anterioridad—, se convirtió en la «urbe regia», residencia de los reyes, de la corte y de todo el aparato de una administración cada vez más compleja. Sin embargo, Toledo no era la capital de una provincia romana lo cual podía minimizar el prestigio de la propia monarquía. Pero, como ha opinado L. A. García Moreno, las condiciones del momento favorecieron a Leovigildo para crear una nueva provincia civil —que ya podría estar funcionando en el plano eclesiástico, como veremos más adelante— de la que Toledo sería la cabeza. Como entonces en la Cartaginense su capital, Cartagena, estaba en poder de los bizantinos y Braga, en la Gallecia, en poder de los suevos, con las tierras que quedaban libres en ambas provincias se creó la nueva, manteniendo la antigua denominación de Carpetania, la región histórica de la que Toledo era capital, lo que le dotaba de una cierta legitimidad27. En la ciudad se instauró el «Oficio Palatino» que era el organismo central encargado de la administración del reino y de la casa del rey y que se estructuraba en diversas secciones. Cada una de éstas estaba encabezada por un conde, personaje que pertenecía al sector nobiliario y que, evidentemente, gozaba de la máxima confianza del rey. Según J. Orlandis, uno de los máximos estudiosos de esta época, entre estos cargos encontramos al conde del Tesoro, al del Patrimonio, al de los Notarios, al de los Espatarios, al de los Escanciadores, al de la Cámara Regia y al de los Establos. A ellos se unía el conde Gobernador de la ciudad de Toledo y uno de los obispos de la provincia cartaginense que, por turno, residía en la corte28. El más importante de estos condes era el encargado de la custodia del Tesoro real que los reyes visigodos habían ido constituyendo, antes incluso de su asentamiento en la Península, si aceptamos la supuesta pertenencia al mismo de la llamada Mesa de Salomón, de la que

27 García Moreno, Luis, A.: op. cit., p. 245. La nueva provincia abarcaría desde las extremidades cantábricas del territorio palentino a las tierras meridionales de la Mancha y la Oróspeda reconquistada a los bizantinos. Coincidían también con tierras de fuerte implantación visigoda. 28 Orlandis, José: op. cit., p. 200.

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los visigodos se habrían apropiado durante el saqueo de Roma en el año 410. Una vez aquí, el volumen del mismo se incrementaría, aprovechándose de los beneficios de la conquista. También importante debió de ser la anexión del tesoro de los reyes suevos cuando este reino fue conquistado y anexionado por Leovigildo. El tesoro real visigodo —que era, en sí mismo, un símbolo de poder— estaba formado por todo un conjunto de objetos preciosos que actuaban como una reserva y servían a la monarquía para hacer frente a gastos imprevistos en situaciones complicadas29. Su control podía garantizar la permanencia en el trono para un monarca en dificultades, que necesitase medios económicos para conseguir y mantener fidelidades. Otro órgano de gobierno era el «Aula Regia» o «Palatium» que estaba formado por todos los miembros del «Oficio Palatino» a los que se unían los personajes más importantes de la nobleza y de la Iglesia. Todos ellos, reunidos en asamblea convocada por el rey, discutían sobre asuntos de gran importancia para el reino. Su función era, pues, eminentemente consultiva y sus reuniones normalmente se celebraban en Toledo. Todos esos personajes eran los que, llegado el caso, tendrían la potestad de poder elegir a un nuevo rey, al menos en las circunstancias en que la situación política posibilitase una elección colegiada y tranquila, y no cuando una facción, por la fuerza, intentase imponer a su candidato, generando una crisis sucesoria, lo que fue frecuente. En Toledo repercutirían muy directamente los conflictos dinásticos que la nobleza visigoda protagonizó, especialmente por la disposición del VIII Concilio de Toledo que señalaba que la elección de un nuevo rey tenía que realizarse en la ciudad o en el lugar donde hubiese fallecido el anterior monarca. Desde que la monarquía visigoda se estableció en Toledo, la actividad constructora se intensificaría, levantando murallas, palacios, casas privadas, basílicas y otros edificios, de los cuales apenas se han conservado restos arqueológicos, aislados y descontextualizados. Todo ello iría cambiando el entramado urbano de la ciudad, al irse adaptando a la circunstancia de convertirse en la sede del poder, tanto político como religioso. Importantes debieron de ser las construcciones llevadas a cabo durante los reinados de 29 Es muy posible que, cuando se produjo la llegada de los musulmanes a la Península Ibérica, uno de los objetivos prioritarios de Tariq habría sido el de llegar cuanto antes a Toledo, no tanto por ser el centro político de la monarquía visigoda, sino por hacerse con el tesoro que aquí se guardaba. Según la tradición, se hizo con el mismo, incluida la famosa Mesa de Salomón.

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Leovigildo, en la etapa arriana —como acabamos de señalar—, y muy especialmente de Wamba, en la etapa católica. Este rey, según nos cuenta su contemporáneo San Julián, emprendió una gran reforma urbanística de la ciudad, en la que se emplearon materiales nobles, como el mármol, actividad que venía a enlazar con las tradiciones imperiales de Leovigildo. Edificio significativo, como centro indiscutible de poder, tuvo que ser el conjunto palatino que se levantaría en Toledo, tal vez aprovechando construcciones de época romana. Desconocemos donde pudo haber estado ubicado, aunque es indudable que debió de ocupar un espacio significativo en la configuración topográfica de la ciudad, dado el carácter simbólico que en aquel contexto asumía. Dentro de una cierta lógica, cabría pensar que, al igual que otros conjuntos palatinos conocidos de otras ciudades de época visigoda (Mérida, Recópolis, Córdoba, etc.), el de Toledo, por su especial significado, se tendría que encontrar en el interior de la ciudad y, a poder ser, en una posición dominante30. Sin embargo, algunos autores, sorprendentemente, consideran que se localizaría en el suburbium de la ciudad. Para ello se basan en la existencia de una iglesia denominada pretoriense —que parece remitirnos a una iglesia palatina— dedicada a los Apóstoles Pedro y Pablo —a la que posteriormente nos referiremos—, en la que se celebraron algunos concilios y la unción de algunos reyes y que, según algunos textos, se encontraba fuera de la ciudad31. Si la iglesia estaba asociada al palacio real, cabría entonces suponer que éste también se encontraba extramuros, lo que no deja de ser chocante, pues lo lógico sería pensar que se encontrase al amparo de la muralla, dentro de la propia ciudad. En ese complejo palatino que se levantó en Toledo, aunque no sepamos donde, aparte de otras dependencias de carácter civil para el alojamiento de la familia real y del conjunto de oficiales que atendían al buen funcionamiento de la administración, también existirían otras, tales como una escuela destinada a formar a los hijos de las familias nobles y posiblemente una importante 30 Olmo Enciso, Lauro: «Los conjuntos palatinos en el contexto de la topografía urbana altomedieval de la Península Ibérica», en Arqueología Medieval Española, tomo II, Madrid, 1987, pp. 345-352. 31 Ewig, E.: «Residence et capitale pendant le Haut Moyen Age», en Revue Historique, 230, 1963, pp. 32-36 y García Moreno, Luis A.: «La cristianización de la topografía de las ciudades de la Península Ibérica durante la Antigüedad Tardía», en Archivo Español de Arqueología, L-LI, 1977-78, pp. 319-320.

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biblioteca, acumulada por distintos monarcas. Igualmente, funcionó una ceca en la que se acuñó moneda durante algunos reinados y un taller aúlico en el que se fabricaron valiosas piezas de orfebrería (como las coronas votivas de Guarrazar, por ejemplo) que los reyes podían ofrecer a establecimientos religiosos. Es posible que este taller fuese creado por Leovigildo, imitando a los que también tenían los emperadores orientales32. LA PRIMACÍA ECLESIÁSTICA Cuando los visigodos entraron en el Imperio —oficialmente cristiano desde la época de Constantino— estaban ya cristianizados, pero dentro del arrianismo, corriente que consideraba que, de la doble naturaleza de Cristo —humana y divina— era la humana la que predominaba, por lo cual era considerado ante todo como hombre y no tanto como Dios. Estos planteamientos teológicos suponían, evidentemente, la negación de otros dogmas de la ortodoxia católica —virginidad de María, Santísima Trinidad, etc.—, lo que implicaba un rechazo por parte de la Iglesia oficial romana, aunque en la práctica ésta nada podía hacer al resultar los visigodos militarmente victoriosos. Estos tenían también una iglesia organizada, con su propio clero —encabezado por obispos— y sus lugares de culto —que no se han conservado— en los que se practicaba el rito arriano. En aquella situación la religión actuaba, evidentemente, como otro elemento diferenciador frente a una población romana mayoritariamente católica, aunque dominada en el plano político. Desconocemos si los visigodos, por esas diferencias religiosas, antes de hacer de Toledo su centro político, sufrieron algún tipo de rechazo por parte del clero de la ciudad, máxime cuando en la misma había un obispo católico. Como ya hemos señalado anteriormente, no parece que así fuese, y ello se puede considerar como otro motivo que la monarquía visigoda pudo haber tenido para elegir a la ciudad como sede permanente de su poder. En Toledo, al igual que en otras ciudades, convivirían las dos religiones, cada una con su propio clero y con sus lugares de culto perfectamente diferenciados. Se asumiría aquella situación como inevitable, pues resultaba improcedente una imposición religiosa recíproca.

32 Orlandis, José: Historia de España. La España visigótica, Madrid, 1977, p. 196.

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A pesar de todo, la propia monarquía consentía, en ocasiones, la celebración de concilios católicos. Así, durante el reinado de Amalarico, y con su autorización, antes de que la ciudad fuese elegida como sede regia, se celebró el II Concilio de Toledo en el año 527, en el que, entre otros temas, se siguió tratando el del priscilianismo que todavía continuaba activo. La elección de Toledo para la celebración del concilio puede ser un reflejo de la buena relación que la ciudad mantenía con los visigodos. En este concilio participó Montano, obispo de Toledo, que, en las actas, aparece señalado con la categoría de metropolitano de una provincia denominada Carpetania y Celtiberia33. Se desconoce si se trataba de una nueva provincia eclesiástica que se hubiese creado —no sabemos si en aquel concilio o ya antes— como espacio jurisdiccional específico de los obispos toledanos34. Pero a costa, evidentemente, de desgajar un territorio de la antigua provincia Cartaginense, cuyo metropolitano se podría haber opuesto a tal medida. En cualquier caso, podríamos estar asistiendo a los inicios de un proceso de encumbramiento de los obispos toledanos, que iría en aumento cuando la ciudad adquiriese su condición de urbe regia y que, además, vendría propiciado cuando unos años después los visigodos se convirtieron al catolicismo. Esa provincia eclesiástica de Carpetania pudo haber sido, como ya hemos visto con anterioridad, en la que se basó Leovigildo para convertir a Toledo también en capital civil de la misma, en un momento en que Cartagena ya se encontraba en poder bizantino. Pero Toledo no fue solamente el centro político de la monarquía visigoda sino también su centro religioso, especialmente a partir del momento en el que los visigodos dejaron sus principios arrianos para convertirse al catolicismo. Era muy posible que, desde hacía ya algún tiempo, las conversiones de visigodos al catolicismo hubiesen ido en aumento. Tal vez en ese contex33 La Carpetania y la Celtiberia habían recibido importantes contingentes visigodos —especialmente grupos populares y no tanto aristocráticos— cuando éstos se asentaron en la Península Ibérica tras la derrota de Vouillé. Por tanto, en estas tierras —que tenían a Toledo como cabeza— la presencia visigoda era significativa, por lo que, para remarcarlo, el propio poder visigodo pudo haber constituido una demarcación administrativa nueva, una nueva provincia de igual nombre, desgajada de la Cartaginense, a cuyo frente debía de haber, en el plano eclesiástico católico, un metropolitano. Esto podría explicar tal vez que, en aquel contexto, los obispos católicos de Toledo hubiesen asumido la condición de metropolitanos que podrían considerar que les correspondía, dada la realidad de la nueva provincia. 34 Sobre estos aspectos, vid. Rivera Recio, Juan Francisco: Los arzobispos de Toledo…, pp. 39-44.

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to, para intentar frenar el proceso y propiciar la recuperación de los conversos, haya que interpretar la celebración del sínodo arriano que Leovigildo convocó en Toledo en el año 580. En él se acordó facilitar el acceso a todo el que quisiese vincularse a la fe arriana, pero posiblemente no tanto a los hispanorromanos católicos sino a los visigodos que hubiesen abandonado el arrianismo, convertidos al catolicismo, buscando esta vía para recuperarlos. Sin embargo, si esa fue la intención de Leovigildo —encuadrada también en su política de reforzar el elemento arriano—, no parece que la medida tuvo mucho éxito. La conversión del pueblo visigodo al catolicismo, de una manera oficial, tuvo lugar en el III Concilio de Toledo, el cual, presidido por el obispo Masona de Mérida y con la asistencia de sesenta y dos obispos, se reunió el 8 de mayo del año 58935. Entonces, el rey Recaredo, que ya se había convertido personalmente un año antes, abjuró del arrianismo e impuso la religión católica a todo el pueblo visigodo. Aquella actitud suponía la pérdida de algo consustancial a los visigodos, como era la religión, que hasta entonces había actuado como elemento diferenciador frente a los hispanorromanos católicos. Por ello, no es sorprendente que en algunas ciudades —no parece que fue el caso de Toledo— se produjesen movimientos de resistencia, en especial por parte del clero arriano que aparentemente era el sector que podía resultar más perjudicado, aunque sin mayores consecuencias, pues los obispos arrianos no perdieron su categoría, pasando a ser obispos católicos. Las iglesias arrianas que hasta entonces existían en Toledo —al igual que todas las del reino—, y de las que no se sabe absolutamente nada (emplazamientos, advocaciones, etc.), tuvieron que adaptarse al culto católico. De esta forma, la Iglesia visigoda quedaba plenamente integrada en la hispanorromana, procurando borrar cualquier elemento de referencia con el pasado. Toledo, por su condición de ciudad regia, pronto habría de ver incrementado su protagonismo en el campo eclesiástico. Desde sus orígenes, la sede episcopal toledana estaba integrada dentro de la provincia cartaginense cuya sede metropolitana radicaba en Cartagena. Pero, desde mediados del siglo VI, durante el reinado de Agila, esta ciudad y una gran parte del litoral peninsular 35 Es posible que este concilio, dada la trascendencia que iba a tener, se hubiese celebrado en la considerada como basílica catedral de Santa María, la que dos años antes se había consagrado de nuevo al culto católico.

62 mediterráneo cayó en poder del Imperio Bizantino cuando éste, aprovechándose de discordias políticas internas, pretendió anexionarse el reino visigodo. Tal situación supuso la ruptura de gran parte de las relaciones entre la sede cartaginense y muchas de sus diócesis sufragáneas, entre ellas la de Toledo. Aunque, como ya hemos señalado, desde un tiempo antes se venía adjudicando a Toledo la titularidad metropolitana de una supuesta provincia de Carpetania y Celtiberia, que aglutinaba a las regiones del interior de la Cartaginense, es decir, aquellas que precisamente iban a quedar al margen de la ingerencia bizantina. Aquella imprevista situación, en el futuro, iba a beneficiar a Toledo cuando, tras la conversión de los visigodos al catolicismo, la propia monarquía procurase encumbrar y legitimar a la ciudad con la que cada vez parecía más identificada, no sólo en el plano político sino también en el eclesiástico. Si era la sede del poder político, también tendría que serlo del poder religioso —a nivel incluso de todo el reino— y no de un simple obispado, aunque aupado a la categoría de metropolitano de una provincia eclesiástica de dudosa legitimidad histórica. La estrecha colaboración que se estableció entre la monarquía y la Iglesia habría de contribuir a la creciente preeminencia eclesiástica de la ciudad. Ese proceso lo culminó el rey Gundemaro que convocó un concilio en Toledo en el año 610, al que acudieron quince obispos de la provincia cartaginense y en el que declararon tajantemente que Toledo era la sede metropolitana de dicha provincia —como supuestamente siempre lo habría sido— y no sólo de la Carpetania como desde hacía algunos años se venía considerando. Su obispo, convertido entonces en metropolitano de mayor entidad, tendría, por consiguiente, primacía sobre todas las demás diócesis sufragáneas de la provincia cartaginense, que llegaron a ser veintiuna a mediados del siglo VII. Normalmente, el nombramiento de los obispos correspondía al rey, previa consulta a los demás obispos de su provincia. Sin embargo, desde muy pronto, el obispo de Toledo fue asumiendo la prerrogativa de emitir juicio sobre los candidatos elegidos por el rey para cubrir cualquier sede vacante en el reino. La consagración de los designados también se realizaba en esta ciudad por mano del metropolitano. Este paulatino encumbramiento se complementó con el derecho de convocar los concilios nacionales. De esta manera, los arzobispos toledanos fueron incrementando gradualmente su poder y se convirtieron en los máximos representantes de la Iglesia hispana. Por ello, no es sorpren-

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dente que, desde el XII Concilio de Toledo celebrado en el año 681, siendo metropolitano San Julián, quedase instituida su primacía sobre dicha Iglesia. Así, Toledo terminó por convertirse en el centro eclesiástico más importante de todo el reino visigodo36. En la ciudad también se realizaba la ceremonia de la unción real, de manos de su metropolitano, cuando un nuevo rey llegaba al trono. Era una forma de legitimar su condición de tal. Como puede deducirse, la simbiosis entre el poder político y el eclesiástico era total, personificada en la propia ciudad en la que tenían lugar todos los actos oficiales, sacralizados por la intervención de la Iglesia que así mediatizaba al poder político37. Toledo habría de ser escenario de los famosos concilios, dieciocho en total, que en ella se celebraron, aunque el primero fue antes de la llegada de los visigodos a la Península38. No obstante, estas asambleas no tuvieron un carácter exclusivamente eclesiástico, pues desde la conversión al catolicismo los reyes visigodos también participaron en ellas y, a partir del VIII Concilio (653), también los abades monásticos y, lo que es más significativo, miembros destacados del «Aula Regia». De esta manera, estos concilios se convirtieron en reuniones político-eclesiásticas, tanto por los temas que en ellas se trataban como por los personajes que a las mismas asistían. Así, no es sorprendente que, en sus actas, junto a las disposiciones estrictamente religiosas aparezcan otras con un marcado carácter político. Era una forma que la monarquía utilizó para legislar, apoyando los intereses sociales y económicos de la aristocracia —laica y eclesiástica— que la sustentaba y que, como consecuencia, la mediatizaba. Es también por ello que, la celebración de estos concilios fue muy irregular y dependió de las circunstancias políticas del momento, especialmente ante situaciones de crisis sucesorias dado el carácter electivo de la monarquía visigoda. 36 En relación con este proceso vid. el trabajo de Juan Francisco Rivera Recio: «Encumbramiento de la sede toledana durante la dominación visigoda», en Hispania Sacra, 8, 1955, pp. 3-34. 37 Hasta la propia ciudad parecía convertirse en un lugar sagrado, tal como lo refleja San Ildefonso en su De Viris Illustribus: «En la gloriosa sede de la ciudad toledana, y la llamo gloriosa, no por ser centro de atracción por sus innumerables hombres, pues que le da prestigio la presencia de nuestros gloriosos príncipes, sino porque entre los hombres temerosos de Dios es considerado lugar terrible para los injustos y para los justos digno de admiración» (recogido por Mª R. Valverde Castro en op. cit., p. 187). 38 Sobre este tema vid. la ya clásica obra de José Vives: Concilios visigóticos e hispanoromanos, Barcelona-Madrid, 1963.

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De todos los concilios conocidos el primero se celebró a comienzos del siglo V, los dos siguientes en el VI, los catorce restantes en el VII y el último a comienzos del siglo VIII. De estos concilios no todos tuvieron la misma categoría; unos fueron provinciales, en los que se trataban asuntos puramente eclesiásticos, y otros generales o nacionales, en los que los temas incidían, en muchos casos, en asuntos políticos. Los concilios I, II, IX, XI y XIV fueron de carácter provincial, mientras que todos los demás fueron nacionales. Normalmente, a la sesión inaugural de éstos solía acudir el rey que, tras pronunciar un discurso y antes de retirarse, entregaba el llamado «tomus regis» que era un cuaderno en el que se señalaban los puntos que se recomendaba fuesen tratados. Era como el «orden del día» que había que seguir. Al finalizar el concilio el rey, presente de nuevo, refrendaba los acuerdos que, de esta manera, adquirían categoría de ley39. Dada esta ingerencia de la monarquía, para G. Martínez Díez se trataría de asambleas eclesiásticas que se limitaban a avalar con su autoridad moral las decisiones que interesaban al poder civil40. El hecho de celebrarse estos concilios en Toledo repercutió en favorecer el prestigio de la ciudad, pero también el de sus obispos metropolitanos, colocándoles en una elevada posición que, unida a la estrecha vinculación que mantenían con la monarquía, hubo de facilitar la consecución de la dignidad primacial a la que anteriormente nos hemos referido41. Como ha señalado R. Collins, los logros de la Iglesia toledana a lo largo del siglo VII deben relacionarse con la especial relación que mantuvo la ciudad con la monarquía visigoda y con el apoyo eclesiástico de los reyes. Para este autor, la posición de la ciudad como residencia real no sería una explicación suficiente. El proceso se explicaría por las actuaciones de una serie de prestigiosos obispos —a los que

39 En relación con el protocolo seguido durante la celebración de los concilios vid. Orlandis, José: La vida en España en tiempo de los godos, Madrid, 1991, pp. 112-117. 40 Martínez Díaz, Gonzalo: «Los concilios de Toledo», en Anales Toledanos, III, 1971, pp. 134-135. 41 Gonzalo Martínez Díez, ha señalado cómo, «la institución conciliar en la civitas regia no debe su configuración a la actividad del metropolitano de Toledo, como Primado de las Españas, sino que el proceso evolutivo será exactamente inverso: las asambleas toledanas contribuirán poderosamente a la gloria y prestigio de la iglesia huésped y de su metropolitano facilitando así el ascenso de éste hasta una posición singular y única dentro de la Iglesia del reino que se configurará en forma de dignidad Primacial» (op. cit., p. 123).

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posteriormente nos referiremos— que ocuparon la sede toledana en la segunda mitad del siglo VII42. Estas asambleas, a las que asistían todos los obispos del reino —pudiendo ser representados por un vicario en caso de ausencia forzosa— se reunían en alguna de las iglesias que entonces existían en Toledo y cabe suponer que serían las más importantes, por su significado y su capacidad para poder acoger a todos los asistentes. Así, se celebraron concilios en las iglesias de Santa María —junto al palacio episcopal, en el interior de la ciudad—, Santa Leocadia —consagrada en el 618 durante el reinado de Sisebuto, panteón episcopal y posible necrópolis regia, situada extramuros— y la iglesia pretoriense de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, también extramuros y con un cierto carácter oficial por otras ceremonias que en ella se celebraron vinculadas a la monarquía (unciones de reyes, marcha de los reyes al combate, etc.)43. Es muy sugerente la opinión de P. de Palol, al considerar cómo en Toledo, a semejanza de Roma y Bizancio, también se intentó «crear una liturgia cortesana y urbana imperial». Al igual que en esas ciudades, que servirían de referencia y modelo para la monarquía visigoda, en Toledo también se señala la existencia de tres edificios basilicales, vinculados a las jerarquías eclesiástica y política: la catedral, que tendría contiguo un edificio bautismal, una basílica martirial y una iglesia aúlica, junto a la residencia real. En el caso de Toledo, esos edificios serían, respectivamente, la iglesia de Santa María, la basílica de Santa Leocadia y la iglesia pretoriense de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Curiosamente, los tres recintos en los que se tiene constancia que se celebraron los concilios44. 42 Collins, Roger: España en la Alta Edad Media, Barcelona, 1986, pp. 98-99. 43 Puertas Tricas, Rafael: Iglesias hispánicas (siglos IV al VIII). Testimonios literarios, Madrid, 1975, pp. 29-32. De estas iglesias se desconoce su exacta ubicación. Este autor pone en duda que la iglesia de Santa María fuese la catedral, pudiéndose tratar más bien de una basílica urbana no localizada. La iglesia pretoriense de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, tenía un evidente carácter oficial, y piensa que podría tratarse de la iglesia de la guardia real. La basílica de Santa Leocadia procedía de la iglesia martirial que se construyó sobre la tumba de la mártir del mismo nombre y puede considerarse que se encontraba en el actual emplazamiento de la ermita del Cristo de la Vega. 44 Palol, Pere de: «Resultados de las excavaciones junto al Cristo de la Vega, basílica conciliar de Santa Leocadia de Toledo. Algunas notas de topografía religiosa de la ciudad», en Actas del Congreso Internacional del XIV Centenario del Concilio III de Toledo (589-1989), Toledo, 1991, p. 788.

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Para R. Puertas otra iglesia toledana de la época fue la de Santa Cruz y posiblemente las de San Sebastián, San Ginés, San Lucas, Santa Justa y San Tirso, aunque de éstas no se tienen referencias documentales45. La mayoría de los lugares de culto, dispersos por la ciudad, se levantarían a lo largo del siglo VII, tras la conversión de los visigodos al catolicismo y la paulatina vinculación de la monarquía con el poder eclesiástico. A esas iglesias habría que añadir las que estaban anejas a los diversos monasterios que, por referencias documentales sabemos que entonces existían en la ciudad o en sus inmediaciones, de los que se desconoce su exacta ubicación. Entre éstos se encontraban el de los Santos Cosme y Damián, el de San Miguel, el de Santa Eulalia y, el más famoso de todos, el llamado Agali o Agaliense que contó con una importante biblioteca y en el que se formaron y fueron abades algunos de los más ilustres prelados que ocuparon la sede toledana (Eladio, Justo y San Ildefonso) y que convirtieron a la ciudad en uno de los enclaves intelectuales más importantes del momento. La basílica de Santa Leocadia posiblemente tuviese también un monasterio anejo. Estos monasterios, en algunos de los cuales existían escuelas para la formación del clero y de los hijos de los nobles, se encontraban en el suburbium de Toledo, constituyendo a modo de una barrera espiritual, protectora de la ciudad46. Aparte de la biblioteca episcopal y de la palatina, había otras en algunos monasterios, en las que se conservarían textos de contenido muy diverso (legislativo, literario, eclesiástico, litúrgico, etc.) y, en aquel ambiente, según J. N. Hillgarth, el intercambio de códices era perfectamente posible47. El suburbium de la ciudad tendría así como un cierto carácter sagrado, pues en él se levantaban algunas iglesias importantes y varios monasterios. Cabe suponer que, asociados a estos recintos sacros, se encontrasen cementerios, y muy en especial en el entorno de la iglesia martirial de Santa Leocadia, 45 Puertas Tricas, Rafael: Op. cit., pp. 31-36. José Jacobo Storch de Gracia y Asensio considera como iglesias seguras Santa María, Santa Leocadia, Santa Cruz, Pretoriense de los Santos Pedro y Pablo, San Cosme y San Damián, San Miguel, Santa Eulalia y San Vicente («Las iglesias visigodas de Toledo», en Actas del Primer Congreso de Arqueología de la Provincia de Toledo, Toledo, 1990, pp. 563-570). 46 Para datos sobre estos monasterios vid. Velázquez, Isabel - Ripoll, Gisela: op. cit., pp. 564-569. 47 Hillgarth, J. N.: «Las fuentes de San Julián de Toledo», en Anales Toledanos, III, 1971, p. 102.

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donde se encontraría la necrópolis más importante de Toledo, lo que vendría sucediendo desde época romana, cuando allí fue enterrada la santa mártir. De todo ello, hasta el momento, no ha quedado ninguna evidencia arqueológica consistente. Las manifestaciones intelectuales desarrolladas en la ciudad durante el periodo visigodo, especialmente las de carácter literario, están muy vinculadas a los llamados Grandes Padres Toledanos, auténticos herederos de San Isidoro, todos los cuales ocuparon la sede toledana en la segunda mitad del siglo VII48: San Eugenio (646-657), San Ildefonso (657-667) y San Julián (680690). Fueron personajes que, por su talla intelectual, contribuyeron al encumbramiento de su sede —y de la propia ciudad—, dada, además, la estrecha colaboración que mantuvieron con la monarquía visigoda49. El primero, conocido también como Eugenio II fue, sobre todo, uno de los grandes poetas de la época, aunque también escribió obras de carácter litúrgico. San Ildefonso, que a la postre habría de ser el patrón de la ciudad, fue autor de tratados teológicos, mariológicos y ascéticos, y cultivó el género de los «Varones Ilustres», que iniciara San Isidoro y continuaron otros obispos. Entre la copiosa producción literaria de San Julián, activo personaje, que también participó intensamente en asuntos políticos, merece destacarse la Historia del reinado de Wamba, a cuyo destronamiento contribuyó50. LA VIDA EN LA CIUDAD Al convertirse en sede permanente de la monarquía, Toledo se convirtió también en la ciudad más importante del reino y, posiblemente, en la más poblada. Sin embargo, apenas se sabe nada a este respecto. Es de suponer 48 Rivera Recio, Juan Francisco: Los arzobispos de Toledo … 49 Para R. Collins, no se puede admitir, como algunos autores han pretendido, que existiese una división y hostilidad entre los obispos toledanos de origen monástico —en especial los procedentes del monasterio de Agali— y los de origen clerical, pues obispos «clericales» como Eugenio II y Julián habían pasado temporadas en monasterios, antes de ser ordenados, y un obispo «monástico», como Eugenio I, ingresó en las filas del clero toledano después de haber sido monje varios años. No hay datos sólidos que corroboren que los obispos agalienses desarrollasen su propia política y que estuviesen enfrentados a la autoridad real. Lo que destaca de estos prelados es su conciencia sobre el elemento de continuidad en la sede y la importancia que concedían a las relaciones maestro-discípulo (op. cit., p. 102). 50 García Moreno, Luis A.: El fin del reino visigodo de Toledo, Madrid, 1975, pp. 93-94.

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que, a la población hispanorromana ya establecida, vendrían a añadirse contingentes cada vez más numerosos de familias godas, dispuestas a colaborar con el poder aquí establecido o atraídas por las posibilidades económicas que una ciudad en auge podía proporcionar. Entre estas familias destacarían las pertenecientes a la nobleza, las más directamente vinculadas a la monarquía, cuyos miembros desempeñarían cargos importantes en la administración, perteneciendo al Oficio Palatino, algunos de ellos con acceso directo al entorno más inmediato del monarca. Era el sector más influyente en la marcha política del reino, especialmente en los momentos decisivos sucesorios, ya que participaba en la elección de los reyes. El gradual establecimiento de relaciones de dependencia, había conllevado a que estas familias tuviesen clientelas constituidas por hombres de armas a su servicio. De sus relaciones con las que podríamos denominar como familias tradicionales toledanas —es decir, las hispanorromanas— no sabemos nada, si emparentaron entre sí buscando apoyos y alianzas en defensa de intereses mutuos o si, por el contrario, mantuvieron una separación social para preservar su identidad goda, como una forma de manifestar una más efectiva vinculación al poder establecido. Impedimentos legales o religiosos de unión matrimonial no existían, máxime tras la conversión de los visigodos al catolicismo. Es posible que esta nobleza goda asentada en Toledo basase gran parte de su fuerza económica en la posesión de tierras en los alrededores de la ciudad, al igual que otros miembros de la antigua aristocracia hispanorromana que, desde hacía ya un tiempo, habían levantado suntuosas villae junto a las orillas del Tajo. Del resto de la población toledana, aquella de condición social inferior, constituida por gentes tanto de origen hispanorromano como visigodo, no sabemos absolutamente nada; si se llegaron a fusionar o si permanecieron diferenciados. Evidentemente, cabe suponer que sería un contingente numeroso, pues no en balde de su trabajo dependía el buen funcionamiento de una ciudad importante, supeditada a continuas necesidades: abastecimiento, comercio, actividades artesanales, etc. Es muy posible que sus condiciones de vida fuesen difíciles, acordes a una situación de decadencia urbana generalizada en el reino, aunque el caso de Toledo resultase un tanto excepcional por su especial condición de centro político permanente, en el que la actividad económica —mercantil y artesanal— se tendría que mantener a un cierto nivel, evitando así su declive. Cabe pensar que una parte de la población tole-

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dana también se dedicaría a actividades agrícolas y ganaderas en el espacio circundante a la ciudad, con la finalidad de abastecer de alimentos a la misma. Durante la etapa arriana la monarquía se mantuvo bastante indiferente en cuestiones religiosas, no conociéndose medidas contra los judíos. Sin embargo, su política antijudía se inició tras la conversión al catolicismo, manifestada a través de diversas disposiciones, limitando sus derechos y libertades, que se promulgaron a lo largo del siglo VII, algunas de las cuales conllevaban incluso la obligación para los judíos de convertirse o de tener que abandonar el reino. No obstante, no parece que estas medidas habrían tenido, para el conjunto del reino, mucha efectividad. Según J. L. Lacave, el antisemitismo visigodo tenía sus raíces en el de los cristianos romanos, a lo que se unía la supuesta actividad proselitista de muchos judíos, que se querría cortar. A ello se añadía el número creciente de judíos establecidos en la Península Ibérica, el empeño puesto por los reyes visigodos en lograr la unidad —especialmente religiosa— de su reino y, sobre todo, la estrecha vinculación que se estableció entre los poderes civil y religioso tras el III Concilio de Toledo51. No es tampoco descartable la posible intención de algunos monarcas, atravesando por dificultades económicas, de confiscar las fortunas que algunos judíos pudiesen haber acaparado, para así resolver en parte sus problemas. Durante la etapa visigoda también permaneció en Toledo la comunidad judía que ya debía de estar establecida, desde hacía tiempo, como ya hemos reseñado anteriormente52. El número de sus componentes aumentaría y debió de empezar a adquirir notable importancia cuando la ciudad se estabilizó como sede de la corte. Tal vez ya estarían asentados en la misma zona urbana, marginal, en la que posteriormente se levantó la judería, como barrio individualizado y protegido por una cerca. Sería la misma zona en la que se encontraban cuando los musulmanes llegaron a Toledo. La comunidad judía de Toledo pudo haberse convertido en la representante de las restantes comunidades hispanas ya que su influencia radicaría en la mayor posibilidad —por evidente proximidad— de comunicación entre las 51 Lacave Riaño, José Luis: «La legislación antijudía de los visigodos», en Simposio Toledo Judaico, Toledo, 1973, tomo I, pp. 29-42. 52 Luis García Iglesias consideraba que la comunidad judía de Toledo tal vez no fuera antigua, sino que pudo haber surgido tras el establecimiento de la capitalidad del reino en la ciudad (Los judíos en la España Antigua, Madrid, 1978, p. 181).

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autoridades judías toledanas y las visigodas para la resolución de cualquier conflicto de largo alcance. Y ello a pesar de la señalada política antihebrea que algunos reyes pusieron en práctica, lo que también la podía afectar más directamente. Es posible que algunos judíos toledanos hubiesen desempeñado un significado papel en determinados contextos de la ciudad, contando así con el favor de algunas familias visigodas, lo que habría facilitado su supervivencia, ya que no parece que llegasen a desaparecer de la ciudad a pesar de algunas situaciones por las que tuvieron que atravesar. Así, el 1 de diciembre del año 638, durante el reinado de Chintila, en la basílica de Santa Leocadia los judíos de Toledo que se habían visto obligados a convertirse al cristianismo, tuvieron que renunciar a sus creencias y a los ritos de su antigua fe, bajo severas penas si no lo cumplían. Situación similar se reprodujo el 1 de marzo del año 654, durante el reinado de Recesvinto, bajo el castigo de ser lapidados o quemados vivos53. CONSIDERACIONES FINALES Tras la derrota del último rey visigodo, don Rodrigo, a manos de los musulmanes en la batalla de Guadalete, la monarquía visigoda desapareció y Toledo, el 11 de noviembre del año 711, cuando, según la tradición, Tariq entró en ella, dejó de ser la ciudad real y sede de la corte que durante siglo y medio había sido, para pasar a ser una ciudad más de la nueva entidad política que se iba a constituir, al-Andalus, aunque siempre de las más destacadas. Los edificios asociados a la extinta monarquía pasarían a ser ocupados por el nuevo poder que los adaptaría a la nueva realidad política. Los edificios religiosos continuarían, al menos durante un cierto tiempo, en manos de los hispanovisigodos que no se convirtieron al Islam, es decir, de los mozárabes, aunque algunos de ellos serían pronto reconvertidos en mezquitas. Pero la ciudad se iría adaptando, paulatinamente, a la nueva circunstancia, modelando un modelo de urbanismo más acorde a los planteamientos de una sociedad musulmana. Al cabo de un tiempo, no sabemos cuanto, la topografía urbana de Toledo habría dejado de ser el espacio escenográfico sobre el que se manifestó, con proyección hacia todo el reino, el poder de los reyes visigodos y el de la Iglesia hispana. Sin embargo, el recuerdo de aquel pasado no se iba a 53 Collins, Roger: op. cit., p. 174 y García Iglesias, Luis: op. cit., pp. 115-116 y 120-121.

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olvidar fácilmente, y habría de quedar asociado, de una manera indeleble, a la historia de la ciudad. Los propios musulmanes tenían constancia de lo que Toledo había sido y algunos de los geógrafos, al referirse a ella, aparte de tratar de su antigüedad —como signo de distinción— y de que había sido la capital de los visigodos, la denominarán como «madinat al-muluk» (la ciudad de los reyes)54. Pocos años después de producirse el establecimiento de los musulmanes en la Península, en las montañas astures se configuró una entidad política que habría de ser el denominado reino astur. Durante el reinado de uno de sus primeros monarcas, Alfonso II (791-842), la monarquía asturiana, en su proceso de organización, tanto política como eclesiástica, se fue basando en el referente de la antigua monarquía visigoda, reinstaurándose gradualmente el Ordo Gothorum, que luego sería intensificado por sus sucesores. De esta manera, los reyes astures vendrían a ser como los legítimos herederos de los reyes visigodos. Alfonso II había establecido la sede de su corte en Oviedo —donde también se instituyó un obispado— y la ciudad se convirtió en la capital del nuevo reino. En aquellas circunstancias, parecía que Oviedo, como ciudad regia de una monarquía que se consideraba legítima continuadora de la visigoda, venía a desempeñar, aunque a escala menor, el mismo papel que anteriormente había desempeñado Toledo. Era como si la urbs regia toledana, perdida su antigua función, tuviese una prolongación en la recién constituida urbs regia ovetense. Si Toledo fue el paradigma, como anterior sede del poder, para los reyes astures, cabría suponer que éstos intentaron reproducir en Oviedo una topografía urbana similar a la de aquélla, al menos en cuanto a los edificios asociados a la monarquía, tanto civiles como eclesiásticos. De tal manera que, en Oviedo, se habrían levantado un conjunto de construcciones edilicias que, en su concepción arquitectónica y en sus elementos decorativos, se inspirarían en modelos toledanos. Esta teoría, en verdad sugerente aunque de complicada demostración pues faltan elementos recíprocos de comparación, ha sido admitida por algunos investigadores55. Para ello se han basado, fundamentalmente, 54 Delgado Valero, Clara: «Noticias sobre Toledo suministradas por los geógrafos musulmanes», en En la España Medieval V, vol. I, 1986, pp. 299-312. 55 Schlunck, Helmut - Berenguer, Magín: La pintura mural asturiana de los siglos IX y X, Oviedo, 1957 (reed. de 1991) y Bango Torviso, Isidro G.: «Los reyes y el arte durante la Alta Edad Media: Leovigildo y Alfonso II y el arte oficial», en Ephialte, Vitoria, 1992, pp. 19-32.

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en el análisis e interpretación de las pinturas murales conservadas en el interior de la iglesia de San Julián de los Prados —o Santullano— mandada levantar por Alfonso II en las afueras de Oviedo56. El programa iconográfico que aparece representado, de fuerte influencia bizantina, estaría inspirado en modelos toledanos. Dicho de otra manera, las iglesias toledanas de época visigoda pudieron haber presentado en su interior una decoración pictórica mural muy similar. Con lo cual, a través de este «modelo ovetense» nos podríamos imaginar el desconocido «modelo toledano». Siglos después, para la monarquía castellana, derivada a su vez de la asturiana, el referente de lo que Toledo había significado se seguía manteniendo, por lo que se puede considerar que la ocupación de la ciudad se convertía en un objetivo deseable dado su carácter emblemático. Por tanto, es perfectamente comprensible lo que para Alfonso VI supuso la conquista de Toledo en 1085: después de casi cuatro siglos, la antigua capital del reino visigodo volvía de nuevo a manos cristianas, con todo lo que ello suponía para un rey que se consideraba heredero de los antiguos reyes astures. Por todo lo cual, no es sorprendente que Alfonso VI se intitulase como Imperator totius Hispaniae o como Imperator toletanus o incluso con el grandilocuente título de Toletani imperiui rex et magnificus triumphator57. Su dominio sobre la ciudad, y la carga simbólica que todavía ésta seguía manteniendo, le conferían legitimidad para asumir tales títulos, que en aquella situación adquirían su auténtico sentido. Al año siguiente de la conquista de Toledo se reinstauró su catedral, y su arzobispo volvió a recuperar pronto su condición de primado de la Iglesia hispana, lo que suponía restablecer una continuidad eclesiástica con el pasado visigodo58. Además, en la ciudad siguió perviviendo un grupo de mozárabes —descendientes de hispanovisigodos— que, a pesar de su evidente arabización en lengua y costumbres, habían permanecido fieles a su antigua religión. Ellos fueron los que conservaron una liturgia específica, que les confirió su auténtica identidad, y que supuso mantener un nexo de unión con el pasado visigodo, que de hecho ha llegado hasta nuestros días. 56 Arias, Lorenzo: Prerrománico asturiano, Oviedo, 1993, en especial pp. 44-94 y La pintura mural en el Reino de Asturias en los siglos IX y X, Oviedo, 1999, en especial pp. 21-106. 57 Menéndez Pidal, Ramón: «Adefonsus, imperator toletanus, magnificus triumphator», en Boletín de la Academia de la Historia, tomo C, 1932, pp. 513-538.

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Todavía en la Edad Media, en algunas ocasiones, cuando se trataba de dignificar a la ciudad, la monarquía castellana seguía haciendo alusión a su antigua condición de sede real. Por ejemplo, lo podemos comprobar a través del texto de dos documentos. Uno corresponde a un privilegio otorgado por Alfonso X, el 13 de abril de 1274, para que los restos del rey Bamba fuesen trasladados de Pampliega a Toledo, señalando que fue en tiempo de los godos cabesça de Espanna et do antiguamente los emperadores se coronavan, et otrosi porque éste (Bamba) fue uno de los sennores que nunca ovo que más la onrró e mayores fechos fizo della 59. El otro es una carta de Pedro I, de 9 de noviembre de 1351, por la que comunicaba a Toledo que las armas de la ciudad serían las del rey, y entre otras cosas se argumentaba que Toledo fue et es cabeça del ymperio de Espanna, de tiempo de los reyes godos a acá60. También los primeros historiadores que tuvo la ciudad, en el siglo XVI, al narrar los acontecimientos ocurridos en la misma durante la etapa visigoda, hacen especial referencia a la condición de sede regia que entonces alcanzó. De la obra de Pedro de Alcocer entresacamos el siguiente párrafo: Después que esta Imperial cibdad de Toledo fue venida al poder de los reyes Godos (como avemos dicho), visto por ellos su assiento y fortaleza, ordenaron de ennoblecerla mucho más que antes estava, passando como luego passaron a ella, la silla real que antes tenían en la cibdad de Tolosa de Francia, adornándola de magníficos edificios, dándole título y dignidad de Civitatis regia, o cibdad real, y de cabeça de las Españas. Aun que ansí lo uno como lo otro tuvo mayor fuerça, cumplimiento y poder después que reynó en España el rey Recaredo. Y mucho mayor en el tiempo que reynó en ella el sancto rey Bamba, que la ennobleció, magnificó y ensalçó más que ninguno de todos los otros reyes, tanto que se puede affirmar que entonces fue su edad adulta y perfecta, y fue su nombre más estendido y celebrado Y que entonces alcançó el nombre y título de cabeça de las Españas y de madre primada y legisladora de todas las otras, dándoles leyes en ambos fueros, por donde se rigiessen y governasen61. En términos 58 Rivera Recio, Juan Francisco: La Iglesia de Toledo en el siglo XII (1086-1208), Vol. 1, Roma, 1966, pp. 315-352. 59 Izquierdo Benito, Ricardo: Privilegios reales otorgados a Toledo durante la Edad Media (1101-1494), Toledo, 1990, p. 37, doc. 33. 60 Idem: pp. 50-51, doc. 77. 61 Alcocer, Pedro de: Hystoria o descripción de la Imperial cibdad de Toledo, Toledo, 1554, libro primero, capítulo XXXII, fol. XXVIIv-XXVIII (Edición facsímil, Toledo, 1973).

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muy parecidos —con una transcripción incluso literal en algunos casos— se manifiesta el otro historiador toledano del siglo XVI, Francisco de Pisa62. Sin embargo, como ya ha quedado señalado desde las líneas iniciales, lo sorprendente es que de la Toledo visigoda no se ha conservado casi nada, si exceptuamos algunos referentes eclesiásticos, como la primacía episcopal y la liturgia mozárabe a las que ya nos hemos referido. La gradual implantación del poder musulmán sobre la ciudad, debió de ir modificando de una manera acusada todo lo relacionado con la etapa anterior. A pesar de la falta de referencias precisas, es absolutamente necesario orientar la investigación por la vía arqueológica, para tratar de localizar los edificios emblemáticos y reconstruir así lo que pudo haber sido la topografía edilicia de la ciudad. No obstante, hay que reconocer que se trata de una labor muy complicada, pues la ciudad actual se encuentra sobre la antigua, y en tal situación los trabajos arqueológicos, al menos planificados de una manera sistemática, resultan casi imposible de llevarlos cabo. No obstante, desde hace ya unos años, se vienen realizando una serie de trabajos arqueológicos en la zona de la Vega Baja, con motivo de intervenciones de urgencia ante proyectos de construcción de nuevos edificios. Estas intervenciones, aparte del material que han proporcionado, han permitido localizar espacios cementeriales y han dejado al descubierto otros restos arqueológicos de gran interés, una gran parte de ellos fechados en época visigoda63. La zona de la Vega Baja corresponde al antiguo suburbium, donde, como ya hemos señalado con anterioridad, se localizan edificios significativos (basílicas y monasterios) levantados en aquella época. A diferencia de la ciudad antigua, esta amplia zona todavía posibilita la realización de excavaciones arqueológicas, las cuales, cada vez estamos más seguros, pueden proporcionar sorprendentes hallazgos. La sistematización de todos los trabajos que sería necesario llevar a cabo y la interpretación de los resultados que se obtuviesen, pueden así ir rellenando esa laguna historiográfica que todavía Toledo presenta para la época en que fue la urbs regia de la monarquía visigoda. 62 Pisa, Francisco de: Descripción de la Imperial ciudad de Toledo, Primera Parte, Toledo, 1605, libro primero, capítulo IX, p. 19 (Edición facsímil, Toledo, 1974). 63 Palol, P. de: op. cit.; García Sánchez de Pedro, Julián: «Paseo de la Basílica, 92», en Toledo; arqueología en la ciudad, Servicio de Publicaciones de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, Toledo, 1996, pp. 143-157 y Rojas Rodríguez-Malo, Juan Manuel-Villa González, Ramón: «Consejería de Obras Públicas», en Idem, pp. 225-237.

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LAS RELACIONES POLÍTICAS ENTRE LA ESPAÑA VISIGODA Y BIZANCIO Margarita Vallejo Girvés Universidad de Alcalá de Henares

H. Wolfram decía, refiriéndose al Reino Visigodo, que en la Península Ibérica emergió el más completo sucesor del Imperio Romano, una completa réplica de su fuerza pero también de su debilidad1. Resulta por ello muy curioso que los contactos políticos entre estos dos supuestos herederos del Imperio Romano, el Reino Visigodo en Occidente, y el Imperio Romano de Oriente, el Imperio Bizantino si se quiere, presenten un signo predominantemente de confrontación militar debido sobre todo al hecho de que durante tres cuartos de siglo visigodos y romano-bizantinos se enfrentaron en el campo de batalla. Cierto es que el estado fragmentario en el que nos ha llegado la documentación escrita en tierras peninsulares impide a priori que tengamos por absoluto este carácter que hemos otorgado a las relaciones políticas entre ambos ámbitos, pero la más completa documentación elaborada en reinos vecinos como los francos, bien enterados de las noticias peninsulares, apenas dejan lugar a otra afirmación; por otro lado, no tanto la fragmentariedad de la documentación en lengua griega o siríaca, la cual indudablemente existe, cuanto el hecho de que el común de la sociedad oriental apenas prestaba atención a los asuntos * 1

Este trabajo se inscribe dentro del Proyecto de Investigación BHA 2001-0981. H. Wolfram, History of the Goths, trad. ingl. Berkeley-Los Ángeles 1987, 245.

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occidentales del Imperio, normalmente considerados una rémora, tampoco facilita el hecho de pretender encontrar otro carácter que no sea el predominantemente de confrontación en las relaciones entre Constantinopla y Toledo. Ahora bien, la historia de las relaciones entre el Reino Visigodo de Tolosa pero sobre todo de Toledo y el Imperio Romano de Constantinopla no son lineales, pues dentro de ese carácter genérico al que hemos hecho alusión, es cierto que en el espacio de prácticamente dos siglos —detendremos nuestro estudio, como es lógico, en los momentos inmediatamente posteriores a la invasión islámica de la Península, época o período en el que se data la desaparición como entidad política del Reino Visigodo de Toledo— existen fases de mayor acercamiento entre ambos. No obstante todo lo anterior, parece lógico establecer nuestra exposición en tres niveles o apartados, condicionados ciertamente por ese cambio que supondrá la entrada de las tropas bizantinas en la Península bajo el mandato de Justiniano. Durante ese período que podemos extender entre c. 552 y c. 625, las relaciones políticas entre ambos ámbitos abarcan todo lo que puede entenderse con esa expresión, esto es de naturaleza militar y diplomática, de variado carácter no siempre hostil; mientras tanto, las épocas anterior, esto es desde la constitución del Reino Visigodo de Tolosa hasta el inicio del reinado de Justiniano, y la época posterior, es decir desde la desaparición de soberanía bizantina en tierras peninsulares hasta la desaparición del poder visigodo en Toledo, no se caracterizan por unas relaciones políticas plenas sino fundamentalmente de carácter diplomático, y además nunca directo o claro. 1. PRIMERA FASE. CARÁCTER: RELACIÓN POLÍTICA DIPLOMÁTICA Aunque el Reino Visigodo de Tolosa tiene una historia más dilatada que la que ahora vamos a tratar, las relaciones políticas que mantiene con el Imperio de Constantinopla, con Bizancio, no son comprensibles hasta el reinado del rey visigodo Eurico (466-484), pues hasta ese momento los visigodos tenían como interlocutores romanos a los aún existentes emperadores de Occidente2. Será la coincidencia del reinado de Eurico con la definitiva descomposición

2 Para ello vid. M. Vallejo Girvés, «Relaciones del Reino Visigodo de Tolosa con el Imperio: El papel de las embajadas», Arqueología, Paleontología y Etnografía IV. Monográfico Los Visigodos y su Mundo, Madrid 1997, 71-79.

Las relaciones políticas entre la España visigoda y Bizancio

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del Imperio de Occidente el que ocasionará que se establezcan un cierto tipo de relaciones políticas entre el Reino Visigodo, bien es verdad que aún no de Toledo, bien es verdad que aún de carácter exclusivamente peninsular, y los emperadores de Oriente, los emperadores de Constantinopla. Matizo que cierto tipo pues si estamos en lo cierto, sólo se produce una, por lo tanto son de carácter excepcionalísimo. Tenemos constatado, gracias a Hidacio e Isidoro de Sevilla, el envío de una embajada del visigodo Eurico, en los primeros años de su reinado, al emperador; sin embargo los testimonios de ambos autores no son coincidentes en su totalidad, pues el más cercano a los acontecimientos, esto es, Hidacio, que en todas sus entradas anteriores siempre acompaña la mención al emperador con el nombre del que lo era en la época en la que había tenido lugar el suceso que narraba, sin embargo nada concreta en esa ocasión3. Es el autor más tardío Isidoro, escribiendo siglo y medio más tarde, quien nos dice que la embajada de Eurico fue dirigida al emperador León4. Aunque mucho se ha discutido si la embajada aludida por Hidacio es la misma que la referida por Isidoro5, ya hace tiempo expresamos nuestra opinión de que considerábamos más factible que León, el emperador de Oriente, fuera el interlocutor buscado entonces por Eurico pues éste estaba al tanto de la situación del Imperio y por consiguiente era consciente de que el verdadero rector de lo que aún restaba como posesión imperial en Occidente era el

3 Hyd., Chron. 238, ad a. 467: «Euricus pari scelere quo frater succedit in regnum: qui honore prouectus et crimine, legatos ad imperatorem ad regem dirigit Sueuorum. Quibus sine mora a Remismundo remissis, eiusdem regis legati ad imperatorem, alii ad Wandalos, alii diriguntur ad Gothos». (A. Tranoy ed., Hydace. Chronique, vol. I, París 1974). 4 Isid., HG 34 (red. larga): «Aera DIIII, anno imperii Leonis VIII, Euricus pari scelere, quo frater, succedit in regnum annis XVIIi. In quo honore prouectus et crimene statim legatos ad Leonem imperatorem dirigit» (C. Rodríguez Alonso ed., Las Historias de los godos, vándalos y suevos de Isidoro de Sevilla. Estudio, Edición crítica y traducción, León 1975); en la redacción corta dicha embajada a León es omitida. 5 Piensan que el destinatario de la embajada mencionada por Hidacio es Antemio, el emperador de Occidente, A. Tranoy, Hydace. Chronique, vol. II, París 1974, 124 y E. A. Thompson, «The End of Roman Spain I», NMS XX, 1976, 13. Por su parte, L. Schmidt, Geschichte der Deutschen Stämme bis zum Ausgang der Völkerwanderung. Die Ostgermanen, Munich 19342; J. B. Bury, History of the Later Roman Empire. I, Londres 1923, 341; E. Stein, Histoire du Bas-Empire, París-Brujas 1949, I, 389; T. C. Lounghis, Les ambassades byzantines en Occident, Atenas 1980, 45-46; L. A. García Moreno, Historia de España Visigoda, Madrid 1989, 69-70, ven a León como destinatario de la embajada euriciana.

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Emperador de Constantinopla6. Eurico envía además de esta embajada al emperador, una al rey vándalo7 y otra al rey suevo, poderes fácticos entonces, como lo era el Imperio de Oriente, León a la cabeza; por otro lado, y para fundamentar mejor la hipótesis formulada, parece claro que Eurico no reconoció al que entonces era emperador de Occidente, Antemio, promovido al cargo por el propio León. Respecto al móvil de la embajada al emperador, se ha apuntado la posibilidad de que comunicaría la ruptura del foedus que mantenía unidos a los visigodos con el Imperio de Occidente a la vez que reclamaría Hispania y Galia como plenos dominios visigodos, opinión a considerar ya que Eurico al no reconocer a varios emperadores de Occidente, daría por roto el foedus8. Por otro lado, no hay que descartar que Eurico, debido a las noticias de una fuerte expedición naval contra el reino vándalo, decidiera curarse en salud ante el mayor contingente de tropas que dicha expedición podría llevar y que podría volverse contra él; por tanto, el fracaso del primer intento de la expedición9 daría a Eurico la oportunidad de aclarar la situación con el Emperador dando a conocer su nueva situación, pero creemos que sin comunicar sus intenciones ulteriores. Al tiempo dirigiría embajadas a los suevos y vándalos, posiblemente para formar un frente común ante la amenaza que dicha expedición podría suponer no sólo para el vándalo sino para el visigodo e incluso el suevo10. Esa expedición, como es sabido, fue un fracaso de tal calibre que deberá pasar largo tiempo hasta que un emperador romano de Oriente vuelva a fijar

6 Así M. Vallejo Girvés, «Relaciones del Reino Visigodo, cit...», 75. 7 Que se deduce de Hyd., Chron. 240, ad a. 467. 8 Iord., Getica 237 (Th. Mommsen ed., Iordanes, Getica et Romana, MGH AA, 5, 1, Berlín 1882 (reimp. Münich 1982). J. B. Bury, History of the Later, cit...., 341, E. Stein, Histoire du Bas-Empire, cit...., 389 o M. Rouché L’Aquitanie des Wisigoths aux Arabes (418-781). Naissance d’une region, París 1979, 36, consideran que además de notificar su advenimiento, la embajada de Eurico al Emperador León podría implicar la exigencia del visigodo de la cesión de los territorios de Galia e Hispania aún en manos imperiales y la disolución del foedus; por su parte, L. A. García Moreno, Romanismo y Germanismo. El despertar de los pueblos hispánicos, Barcelona 1981, 265-266, considera lo ocurrido no como una ruptura formal del foedus, sino como un paulatino debilitamiento del mismo, debido a las circunstancias desfavorables por las que atravesaba el Imperio. 9 Hyd., Chron. 236, ad a. 467. 10 M. Rouché, L’Aquitanie, cit...., 37 considera que: «Dès le début de son règne, il (Euric) voulut créer une véritable «internationale» arienne; también L. A. García Moreno, Romanismo, cit..., 266.

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su atención de modo directo, con intenciones de conquista militar sobre los territorios occidentales de lo que había sido el Imperio Romano. Una noticia en una epístola de Sidonio Apolinar respecto al supuesto envío c. 476 de un ejército por parte del visigodo Eurico para apoyar a una de las partes enfrentadas en Constantinopla11 parece desde luego una exageración de Sidonio Apolinar, deseoso como estaba de ganarse el favor del rey12, porque de ser cierta —y no la tenemos constatada en ningún otro documento— nos haría pensar que se trataría en esta ocasión de un nuevo tipo de relación política, esta vez a la inversa pues ciertamente en aquella época existía un conflicto civil en el Imperio que enfrentaba a Zenón y al usurpador Basilisco, a uno de los cuales supuestamente intentaría ayudar Eurico. Pero en definitiva, es posible afirmar que los sucesores de León, esto es Zenón, Anastasio y Justino I, no se involucraron en asuntos occidentales, no pudiendo olvidarse que el reino ostrogodo existió en tanto en cuanto así fue favorecido por los emperadores de Oriente. Esta misma tónica de desentendimiento, de falta o ausencia de contactos políticos es la que podemos vislumbrar entre el Reino Visigodo y Constantinopla desde esa embajada euriciana hasta el reinado de Justiniano. Esta ausencia de contactos no se explica únicamente por ello sino también por la constitución en Occidente de un poder fáctico muy notable, desde luego favorecido —con su tendencia extremadamente oriental— por Constantinopla; nos referimos a la red occidental tejida por el rey ostrogodo Teodorico, que a través de su diseñada política matrimonial con la mayoría de los reinos germánicos establecidos en Occidente, esto es turingios, burgundios, vándalos y visigodos, consiguió no sólo involucrarse en sus asuntos nacionales, si es que podemos utilizar esta terminología, sino que muchos de ellos le tuvieran como punto principal de referencia y que el Imperio de Oriente no fuera el único punto de referencia de esos reinos germánicos. Ello es especialmente tangible en el Reino Visigodo de Tolosa tras la muerte de Alarico II, hijo de Eurico y yerno de Teodorico, pues al quedar huérfano Amalarico, nieto de 11 Sid. Apol., Epist. VIII, 9, 5: «...Ipse hic Parthicus Arsaces precatur, / aulae Susidis ut tener culmen / possit foedere sub stipendiali. / Nam quod partibus arma Bosphoranis / grandi hinc surgere sentit apparatu, / maestram Persida iam sonum ad duellil / ripa Euphratide uix putat tuendam; / qui cognata licet sibi astra fingens / Phoeba tumeat propinquitate, / mortalem hic tamen implet obsecrando». (Sidoine Apollinaire. Lettres (Livres VI-IX), A. Loyen ed., París 1970). 12 A. Loyen ed., Sidoine Apollinaire, Lettres (Livres VI-IX), París 1970, 200, n. 37.

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ambos, el ostrogodo asume la regencia visigoda. A partir de entonces, en ese período conocido como Intermedio Ostrogodo, la única política exterior que desarrolla el Reino Visigodo es la de su contacto con los ostrogodos además de su sempiterna lucha territorial con los pueblos merovingios o francos13. Las relaciones políticas de Teodorico en tanto que rey ostrogodo con el Imperio son conocidísimas pero en ello no podemos ver una relación política exclusivamente visigodo-bizantina. La misma tónica es la que constatamos tras la muerte de Teodorico y la subida al trono, en solitario, de Amalarico, pues en ningún momento se documenta la existencia de contactos políticos entre el Reino Visigodo y el Imperio; parecen ignorarse mutuamente. Una ignorancia por cierto comprensible dados los problemas internos del Reino Visigodo amén de que debía hacer frente a la amenaza franca14, mientras que el Imperio tenía sus propios problemas, sin ninguna intención de ocuparse, ni tan siquiera de un modo sentimental, del territorio que había sido el finis terrae occidental de la oikumene romana, y menos aún del pueblo que ocupaba gran parte de este territorio, el visigodo, un poder que en aquellos momentos no inquietaba en absoluto. Esta situación, como veremos un poco más adelante, sufrirá una notable mutación tras la llegada al trono del emperador Justiniano y la formulación de su política de Renouatio Imperii en su vertiente occidental, pero ahora quisiéramos detenernos en un suceso, tangencial si se quiere pero que demuestra, junto al argumento ex silentio con el que hemos estado estudiando el carácter de las relaciones políticas entre el Reino Visigodo y Bizancio en este período,

13 L. Levillain, «La crise des années 507-508 et les rivalitès d’influence en Gaule de 508 à 514», Mélanges N. Jorga, París 1933, 537-567, al que sigue T. C. Lounghis, «Sur les prèmises théoriques de la Reconquista byzantine dans la Péninsule Ibérique au VIe. siècle», Vyzantinische Vremenik 55, 1998, 100, consideraba que todo ataque franco al ámbito visigodo de aquellos momentos en torno al año 507 (batalla de Vouillé) contaría con la aquiescencia imperial; cierto es que los francos tuvieron generalmente buenas relaciones con el Imperio y en ocasiones posteriores actuaron como aliados suyos, y que en consecuencia dichas acciones contra la integridad territorial visigoda podían contar con su acuerdo, pero ni en aquellos momentos necesitaban los francos el visto bueno imperial para su ataque al mundo visigodo —no lo había necesitado, recuérdese, Clodoveo— ni había en el Imperio en aquellos años un emperador de tendencia occidental sino claramente oriental, Anastasio (atiéndase a R. Scott, «Anastasius’ and Justinian’s approach to the Western Question», Abstract to the XIIth. Annual AABS Conference, Perth 2001 (en Byzantine Studies in Australia. Newsletter 42), sobre el interés de Anastasio por encontrar soluciones diplomáticas en Occidente). 14 H. Wolfram, History of the Goths, cit..., 311.

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cómo eran las relaciones entre ambos en el momento previo a la aparición de Justiniano en el primer plano político del conjunto del Mediterráneo. Los territorios occidentales reciben a finales del siglo V algunos refugiados procedentes de territorios orientales, es decir, estamos hablando de súbditos del Imperio Romano de Oriente; las razones de su huida y de su búsqueda de refugio en Occidente son de orden religioso, motivado por las dificultades que la confesión cristiana ortodoxa conoce en territorios orientales del Imperio durante los reinados de Zenón y Anastasio. No son muchos ciertamente pero entre ellos podemos documentar el significativo caso de Juan de Tabennesi, patriarca calcedonio de Alejandría, que encuentra refugio en el entorno romano del papa Gelasio, y existen además algunas informaciones suplementarias cuyas características pueden esconder la referencia a orientales, eclesiásticos concretamente, llegando refugiados a la Península Ibérica ya entonces dominada en buena parte por el pueblo visigodo; se trata de la referencia en una carta del papa Hormisdas, a principios del siglo VI, a la llegada de clérigos orientales y griegos a Hispania15. Las razones por las cuales estos orientales súbditos de Constantinopla huyen y deciden refugiarse en la Península pueden estar en las persecuciones y exilios provocados por los cismas existentes ya entonces en la Iglesia oriental (la fórmula acaciana, el monofisismo)16. Aunque excepcional, se trata de un contacto entre el Imperio y una incipiente, sólo incipiente, España Visigoda; es de los pocos contactos que podemos encontrar, y no es un contacto político, ni tan siquiera institucional, más bien al contrario, es ver aparecer a la Península como un lugar donde refugiarse de algo por lo que se era perseguido o se tendrían dificultades si se seguía viviendo en territorio imperial. 2. SEGUNDA FASE. CARÁCTER: RELACIONES POLÍTICAS PLENAS Y DIRECTAS En los años finales de los veinte y principios de los treinta del siglo VI coinciden dos hechos más que trascendentales para la historia de la España 15 Hormisdas Pontifex, Epistola ad Iohannem episcopum (PL 84, 820); Ibid., Epistola XCII ad universos episcopos Hispaniae (PL 84, 823). 16 Sobre el particular de la llegada de refugiados orientales imperiales a territorios occidentales europeos durante los siglos de la Antigüedad Tardía remitimos a nuestro estudio, M. Vallejo Girvés, «L’Europe des exilés des derniers siècles de l’Antiquité tardive (VIe.-VIIe. siècles)», Les Hommes en Europe, Paris 2002, 155-170.

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Visigoda y del Imperio Romano de Oriente, pues en la primera se produce, en 531, la muerte, parece que violenta, de Amalarico, rey legítimo, y la ascensión al trono de un monarca de vinculaciones occidentales importantes tal como se demostrará más tarde, como es Teudis, mientras que también en el trono del Imperio tiene lugar un cambio de titularidad, ya que la muerte de su tío Justino I en 527 hace que Justiniano asuma plenamente las funciones imperiales. Ya cuando asume el poder imperial, Justiniano tiene formulados los principios de su política de Renouatio Imperii, esto es de recuperar la antigua grandeza del Imperio Romano que por lo que nos interesa aquí, concretamente cómo alcanzar con éxito la Renouatio Imperii en el occidente del Mediterráneo, consistiría en el establecimiento del poder imperial nuevamente en todos los territorios de los que había desaparecido; lógicamente ello comportaba la consecución de la desaparición sobre ellos del poder y del gobierno de los reinos germánicos que, como el visigodo, controlaban esos antiguos territorios romanos. Mucho se ha dicho sobre el aprovechamiento por Justiniano de las querellas dinásticas en los reinos bárbaros occidentales en su intención de recuperar el territorio occidental que había pertenecido al Imperio Romano durante siglos; de hecho, su entrada militar, su intromisión en la política interna del Reino Vándalo primero y después del Reino Ostrogodo se valió de ese argumento, como veinte años más tarde, en los cincuenta del siglo VI, se materializará en las razones políticas que pretenderán justificar su entrada en el Reino Visigodo. Pero en éste, en el Reino Visigodo, existen ciertas querellas dinásticas previas a la aprovechada por Justiniano: concretamente una que tiene lugar en los inicios de su propio reinado pues consideramos que en cierta forma así cabe interpretar la muerte violenta del rey legítimo Amalarico y la instauración en el poder de Teudis, el tutor designado por su abuelo Teodorico. Sin embargo, para Justiniano esta cuanto menos anómala sucesión real visigoda no constituye un casus belli; tal vez haya que buscar la razón de ello en lo oscuro de las circunstancias de la muerte de Amalarico y que en aquellos momentos Teudis no apareciera como un usurpador sino como un monarca legitimado o legítimo17, o tal vez en el hecho de que la coyuntura oriental no

17 Iord., Getica 302, atribuye la muerte de Amalarico a las traiciones de los francos; también Chron. Caes. ad a. 531 e Isid., HG 40; algo con lo que parte de la historiografía posterior no parece estar muy de acuerdo, pues recuérdese al respecto la justificación que sobre la muerte violenta de Teudis proporciona, cierto es que entre líneas, el mismo Isid., HG 43.

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era aún la más favorable para la materialización de la política occidental activa que desearía Justiniano, recuérdese si no la crisis que en ese mismo año de la muerte de Amalarico tuvo lugar en Constantinopla: la revuelta faccional conocida como Nikà. De hecho, no parece superfluo recordar aquí que la querella dinástica vándala se plantea y produce algunos años antes, dos en concreto, de la entrada militar de Belisario en África al mando de las tropas imperiales de Justiniano. Ante ello no quedaría más remedio que iniciar el estudio de las relaciones políticas entre Justiniano y la España Visigoda casi dos décadas más adelante, cuando c. 548 Teudis decide cruzar el Estrecho y atacar una posesión entonces imperial, la fortaleza y sitio de Septem18. Aparentemente y bajo este prisma del ataque visigodo a una fortaleza bizantina, Teudis es el único rey germánico que toma la iniciativa y ataca, sin mediar provocación alguna, al Imperio de Justiniano; aparentemente, al menos, está favoreciendo que se inicien unas relaciones políticas entre ambos estados, que prácticamente nunca han existido, bajo un prisma militar y hostil provocado por el rey de la España Visigoda. Todo ello aparentemente porque la realidad no debió ser ni mucho menos así, pues la documentación de la que disponemos nos permite presentar un panorama muy distinto del momento del inicio de unas relaciones políticas plenas entre los poderes establecidos en los dos extremos opuestos del Mediterráneo, el Imperio Bizantino y el Reino Visigodo de España. Centrándonos temporalmente, debemos situarnos a partir de 533/534 y no teniendo únicamente como protagonistas-antagonistas al Imperio Romano de Oriente y al Reino Visigodo sino también contando con la colaboración inestimable de los sucesos políticos acaecidos en aquellos años en el Reino Vándalo y en el Reino Ostrogodo. Anticipando algunas conclusiones queremos manifestar nuestra opinión de que, aún sin estar documentada de modo directo, la relación entre asuntos visigodos y bizantinos se produce ya desde el primer momento de la presencia imperial militar en territorio vándalo. En la obra del historiador Procopio, el comunicador por excelencia de las guerras justinianeas, el pueblo visigodo de los siglos anteriores y aún de las décadas anteriores a su propia época apenas sí tiene presencia; por su parte la Península Ibérica, Hispania, aparece simplemente como la primera y efímera área de asentamiento del pueblo vándalo19, ocupada casi a continuación por el 18 Isid., HG 42. 19 Proc., Bell. III, iii, 2 y 22.

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pueblo visigodo20 y escenario estático del control ostrogodo sobre el Reino Visigodo al que ya hemos hecho alusión en algunas ocasiones21; por ello resulta muy sugerente que Procopio sólo atienda a los acontecimientos ocurridos en la Península Ibérica y en el Reino Visigodo cuando se comenta el papel ejercido por el rey visigodo Teudis en los conflictos que vándalos y ostrogodos mantuvieron con Justiniano. Dada la presentación que de los acontecimientos hace Procopio, parece posible presentar a un Teudis y a un Reino Visigodo presentes de modo efectivo, aunque no siempre claro o directo, en el concierto internacional del Mediterráneo; parece que estemos ante un Reino Visigodo, o al menos ante un rey visigodo —Teudis— que no es una mera comparsa sino un monarca con una verdadera proyección internacional en un panorama político mediatizado por la reconquista de Justiniano. Un rey visigodo en el que los reinos germánicos atacados por Justiniano veían su única tabla de salvación, tal vez porque era el único poder germánico y arriano aún no atacado por el Imperio. Es cierto que la única relación documentada del rey visigodo Teudis con el Imperio de Justiniano debe fecharse c. 548, cuando el primero decide lanzar un ataque de conquista de la fortaleza, entonces romano-bizantina, de Septem22, aunque su relación directa podría haberse iniciado mucho antes, también teniéndose por mutuos antagonistas de no haber resistido el visigodo Teudis las sugerencias y presiones recibidas de vándalos primero y de ostrogodos después para involucrarse en la confrontación que ambos mantuvieron con las tropas de Justiniano. Cronológicamente, la primera sugerencia para involucrarse en una guerra contra Justiniano le viene planteada por el amenazado rey vándalo Gelimer. No hay duda de que Teudis, gobernador de las tierras europeas del extremo occidente del Mediterráneo, estaba muy bien informado de todo lo que acaecía a sus vecinos orientales, esto es ostrogodos —él mismo lo era— y meri20 Proc., Bell III, iii, 26; V, xii, 12. 21 Proc., Bell. V, xii, 40-47. Cf. M. Vallejo Girvés, «¿El Umbral del Imperio? La dispar fortuna de Hispania y las Columnas de Hércules en la literatura de época justinianea», Erytheia 23, 2002, en prensa. 22 Isid., HG 42: «Post tam felicis successum victoriae trans fretum inconsulte Gothi gesserunt. Denique dum adversus milites, qui Septem oppidum pulsis Gothis inauderant, oceani freta transissent eundemque castrum magna vi certaminis expugnarent, adveniente die dominico deposuerunt arma, ne diem sacrum proelio funestarent. Hac igitur occasione reperta milites repentino incursu adgressum exercitum mario unorique terraque conclusum adeo postraverunt, ut ne unus quidem superesset, qui tantae cladis, excidium praeteriret».

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dionales, esto es vándalos. Del relato mencionado anteriormente de Isidoro de Sevilla puede aceptarse que Teudis, en algún momento inmediatamente anterior a la llegada de las tropas justinianeas a territorio vándalo africano, debió decidir pasar al norte de África y conquistar la estratégica plaza fuerte de Ceuta, tal vez ni tan siquiera en aquellos momentos dominada por los vándalos, en previsión seguramente de los ataques que desde allí el Imperio podría lanzar sobre territorio hispano, pues consideramos que Teudis no tendría ninguna duda en el éxito de la operación africana de Justiniano —Teudis demostró tener siempre buenos informes del desarrollo de la campaña africana—; apoderándose entonces de Septem, que indudablemente no era aún romano-bizantina, se aseguraba cierto control sobre el territorio y evitaba que esta conquista fuera considerada un casus belli evidente o directo por parte del Imperio. Consideramos que existe además algún otro acontecimiento, con Teudis como protagonista, que permite pensar que ante todo al principio querría evitar que sus acciones precipitaran una relación de enemistad manifiesta con el Imperio. Uno de estos acontecimientos habla bien a las claras de este extremo pues tiene por marco la actitud del rey visigodo ante un ofrecimiento vándalo en los momentos previos a la entrada militar romana en África. Buscando tal vez la solidaridad germánica, comprendiendo incluso la posibilidad de que después de ser conquistado el reino vándalo, el siguiente paso sería el reino visigodo, pues por aquel entonces en el reino ostrogodo dominaba, con dificultades, una tendencia filo-romana o filo-bizantina, el rey vándalo Gelimer envía una embajada a Hispania «con el fin de persuadir a Teudis, el soberano de los visigodos, de que concluyese una alianza militar con los vándalos»23; indudablemente que esta ‘alianza militar con los vándalos’ tenía un objetivo concreto, la lucha contra el potencial enemigo común, el Imperio, sólo que en aquellos momentos el enemigo, al menos por el momento, no era común. Habla mucho de la talla política de Teudis, de su conciencia del potencial militar imperial, el que no diera respuesta a esa petición vándala, sobre todo cuando se plantea en el mismo momento en el que tiene ya noticia de que la capital vándala, Cartago, ha sido capturada por Belisario. En aquel momen23 Proc., Bell. III, xxiv, 7-8: «Gelivmer ojlivgw/ provteron h] ejı Libuvhn oJ basilevwı stovloı, ajfivketo e[pemye prevsbeiı ejı jIspanivan a[llou te kai; Gotqai⁄ on kai; Fouskivan, ejf w/| dh; Qeudin, to;n twn Oujisigovtqwn a[rconta, peivsousin oJmaicmivan pro;ı Bandivlouı qevsqai»; la traducción española citada corresponde a Procopio de Cesarea. Historia de las Guerras. Libros III-IV. Guerra Vándala, trad. esp. J. A. Flores Rubio, Madrid 2000 (Col. Clásica Gredos 282). +

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to, el perdedor era el reino vándalo, y lógicamente Teudis no podía vincularse a un perdedor y convertirse en antagonista, sin ganar nada, del Imperio de Justiniano; es más, poco después de esta negativa visigoda al establecimiento de una alianza germánica contra el Imperio, los milites romani conquistaron la entonces fortaleza visigoda de Septem24, no habiendo constancia de ninguna reacción o intento de recuperación de la misma por parte de Teudis durante largos años. Ciertamente las vicisitudes por las que atravesó el control bizantino sobre territorio africano en la siguiente década, siempre difíciles por las rebeliones de las tropas o las complicaciones a la hora de derrotar a otros enemigos africanos, las tribus bereberes y moras, jugaron a favor de que las relaciones políticas entre visigodos e imperiales no conocieran abiertamente otro signo que el que había existido hasta entonces. Ahora bien, que se miraban con atención lo constata el hecho de que una de las funciones que Justiniano encomienda al gobernador que pone al mando de Septem fuera conocer siempre lo que ocurría en Hispania (y Galia): «...tribuno suo, homine prudente et devotionem servante rei publicae nostra per omnia, constituas, qui possit et ipsium traiectum semper servare et omnia, quaecumque in partibus Hispaniae vel Gallae seu Francorum aquntur, viro spectabili duci nuntiare, ut ipsa tua magnitudini referat...»25; y aunque no tenemos la referencia concreta sí podemos afirmar que los ojos visigodos vigilaban igualmente lo que ocurría en la guarnición bizantina de Septem, esperando poder detener alguna intromisión militar imperial sobre territorio visigodo o encontrar algún elemento de debilidad que les permitiera recuperar esa fortificación para el control visigodo, pues se era consciente de que era la base idónea para penetrar rápidamente en la Península Ibérica26. Que Teudis debió estar continuamente inquieto por tener a ese fuerte poder en sus fronteras meridionales es lógico; que durante largo tiempo no le inquietaron también es conocido pues no se constata ningún movimiento militar al respecto; pero que durante largo tiempo procuró no hacer nada por convertirse 24 Proc., Bell III, IV, 6 (y cf. § 7). 25 CI I, xxvii, 2, 2 (P. Krüger – Th. Mommsen eds., Corpus Iuris Civilis, Berlín 1872 (197322). 26 Cf. L. A. García Moreno, «Las invasiones, la ocupación de la Península y las etapas hacia la unificación territorial», Historia de España Menéndez Pidal. III. 1. España Visigoda, Madrid 1991, 156, quien relaciona esta inquietud con el reforzamiento de la posición política de Teudis en el área meridional peninsular.

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en aliado de los enemigos del Imperio es igualmente verdad como lo demuestra la evolución de la contigencia ostrogodo-bizantina, sólo aparentemente ajena al mundo visigodo. No es cuestión de presentar aquí los pormenores de la misma, sino que debemos situarnos c. 540, en un momento en el que los acorralados ostrogodos están buscando la persona idónea para encabezarles y continuar su lucha contra el invasor Imperio de Justiniano. La elección recae en un tal Ildibado, al que se califica de «hombre de elevada categoría y energía» pero cuya característica más valorada por los ostrogodos fue su parentesco con el rey visigodo —era sobrino de Teudis—; la razón que recoge Procopio al respecto es explícita e ilustrativa: «...es posible esperar con certeza que Teudis también, gobernante de los visigodos, viendo que es tío de Ildibado, le asista en la guerra debido a su relación. Ello nos hará tener más esperanzas en la lucha contra nuestros enemigos (i. e. los soldados imperiales)27. Desde luego los ostrogodos podían estar firmes en su creencia de que Teudis les ayudaría, pero el monarca visigodo no hizo nada al respecto; tal vez su desentendimiento por las dificultades de su pueblo de origen tuviera que ver con los problemas que podría tener en aquellos momentos con los francos28 o con la pulsación de peste que en ese año afectó a todo el Mediterráneo, incluida la Península Ibérica29, pero durante el año de reinado de Ildibado nada hizo en su favor el visigodo. Este monarca ostrogodo fue sucedido, c. 542, por Totila, su sobrino30 y en consecuencia se piensa que también familiar de Teudis. Se ha considerado por parte de algunos investigadores que el mismo espíritu que animó a los ostrogodos en la elección de Ildibado seguía presente en su elección de Totila31, 27 Proc., Bell. VI, xxx, 11-15; Vid. E. A. Thompson, Los godos en España, trad. esp. Madrid 1971, 27-28; H. Wolfram, History of the Goths, cit..., 311; P. Amory, People and Identity in Ostrogothic Italy. 489-554, Cambridge U. P. 1997, 11 y 171-172. 28 T. C. Lounghis, «Sur les premises, cit...», 100 passim, considera que los ataques del franco Teodeberto I (534-548) al Reino Visigodo bajo Teudis no obedecerían tanto a un interés franco por el territorio visigodo como a la puesta en práctica de unos supuestos acuerdos franco-bizantinos de carácter anti-arriano, que se enmarcarían dentro de los intentos de Justiniano por acabar con todos los godos, ostrogodos y visigodos. El autor de esta premisa reconoce (p. 104) que no tiene pruebas directas para apoyar esta hipótesis, a lo que quisiéramos añadir que de ser cierto, muy posiblemente la actitud de Teudis no hubiera sido la no beligerante que fue hasta precisamente la fecha en la que Lounghis sitúa el fin del pacto franco-bizantino. 29 Se trata de la ‘Peste Justinianea’ del 542; su pulsación en la Península en Chron. Caes. ad a. 542. 30 Proc., Bell. VII, ii, 7, después del breve episodio de Erarico. 31 Cf. P. Amory, People and Identity, cit..., 166-167, respecto a una renovada ideología de la gens gothica promovida por Totila como reacción a la Renouatio de Justiniano.

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pero no compartimos dicha opinión pues la fuente que nos relata su elección es la misma, esto es Procopio, y en este segundo caso no alude para nada a la posible ayuda que pudiera prestar el rey visigodo de origen ostrogodo, Teudis32. Igualmente se ha argumentado que la expedición a Septem de Teudis en c. 548 debe relacionarse con un intento de ayudar al ostrogodo33, pero poca ayuda para el itálico reino ostrogodo supondría el ataque, tardío además para sus supuestas esperanzas, sobre una plaza fuerte que tendría no más de trescientos soldados bizantinos. No, Teudis no quiso provocar directamente a Justiniano involucrándose en asuntos que no eran suyos, esto es las solicitudes de alianza primero vándala y más tarde ostrogoda. Teudis acabó ciertamente provocando al Imperio pero por intereses específicamente peninsulares, como expondremos a continuación. Ahí sí se establece la primera relación directa entre el Reino Visigodo, ya plenamente hispano, y el Imperio34. Teudis debió tener siempre en mente arrebatar Septem a los bizantinos, pero para ello esperó el momento más oportuno para él y para el Reino Visigodo, no el momento más oportuno para los ostrogodos, ya que fue en uno de los momentos de máxima debilidad del poder bizantino en África, c. 548, cuando Teudis decidió lanzar una expedición de reconquista visigoda sobre Septem35. Empresa en la que tuvo inicialmente éxito, pues consiguió conquistarla, si bien momentáneamente; es evidente que con esta acción Teudis se convertía abiertamente en enemigo del Imperio. Es ésta una de las primeras ocasiones en las que los soldados imperiales, y el emperador en sí, aparecen tratados como malos cristianos al no respetar el descanso dominical, practicado curiosamente por los arrianos visigodos, y así poder conquistar nuevamente la fortaleza africana del Estrecho; el autor al que debemos la noticia escribe casi tres cuartos de siglo después, por lo que más parece un intento de denigrar 32 En contra H. Wolfram, History of the Goths, cit..., 311 y P. Amory, People and Identity, cit...., 171-172. 33 H. Wolfram, History of the Goths, cit..., 352. 34 El hecho de que Teudis sea el primer monarca visigodo en llevar el praenomen imperial Flauius (así consta en una ley de este monarca, vid. MGH. Leges I, 1, 467: «Flauius Theudis rex...», debe verse más como una imitación de la actitud de Teodorico (H. Wolfram, The Roman Empire and its Germanic Peoples, trad. ingl. Univ. California Press 1997, 264), aunque ello suponga el inicio de la «imperialización de la realeza visigoda», evidente ya con Leovigildo (así L. A. García Moreno, «Las invasiones, la ocupación de la Península, cit...», 157). 35 No obstante lo anterior, tampoco puede descartarse que debilidades de Teudis en los entornos de poder del Reino Visigodo le hubieran llevado a realizar esa acción, de cuyo éxito esperaría obtener ventajas políticas internas.

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la firmeza cristiana de los emperadores bizantinos36, o más concretamente de Justiniano, considerado siempre un hereje por la jerarquía episcopal de la España Visigoda37, pues sabemos por otro lado, en fuentes más contemporáneas a los hechos de 548, que los generales y soldados bizantinos destacados en aquellos momentos en África eran absolutamente respetuosos con las fiestas cristianas: Coripo refleja la prohibición expresa que tenían los soldados bizantinos de combatir en domingo o en cualquier otro día sagrado38. Contactos estrictamente políticos entre el Reino Visigodo y el Imperio no se vuelven a producir hasta la época, en torno al año 552, en que las tropas bizantinas ponen pie por primera vez, invitadas ciertamente, en territorio peninsular hispano, episodio del que nos ocuparemos lógicamente en los siguientes párrafos, pero creo que no debemos pasar por alto una circunstancia tangencialmente política, a la que a buen seguro se prestará la debida atención, que afecta en definitiva e inmediatamente a las relaciones políticas entre ambos estados. Me refiero a la actitud de la Iglesia católica hispana, tolerada y bajo control visigodo —sucesivamente gobernada en los años 544-552, que me interesa ahora tratar, por Teudis, Teudisclo y Agila—, ante la presión ejercida por el emperador sobre el Papa Vigilio y los intentos del primero por anular la validez íntegra de lo acordado en el reverenciado en Occidente Concilio de Calcedonia, en particular la condena a los llamados ‘Tres Capítulos’. En una epístola que la Iglesia milanesa dirige a su homónima franca en el año 551-552 y en la que se reproduce un discurso de Dacio de Milán en Constantinopla —en el contexto de su resistencia a las presiones del emperador sobre el asunto teológico al que más arriba he hecho alusión— aparece expre36 L. A. García Moreno, «Etnia goda e Iglesia Hispana», II Congreso de Historia de la Iglesia en España y el mundo hispánico. «Religión, etnia y nación», Madrid, en prensa. 37 Vid. infra y M. Vallejo Girvés, «Desencuentros entre el emperador Justiniano y las iglesias hispanas», J. M. Gurt y N. Tena eds., V Reunió d’Arqueología Cristiana Hispànica, Barcelona 2000, 273-283. 38 Corip., Iohan. VII, 213-229: «...Este día, compañeros, ha transcurrido y en el día de mañana no es lícito luchar, pues ha sido consagrado al Señor a través del orbe...»; Ibid. VIII, 255-258: «[alocución del jefe beréber a sus tropas respecto a los soldados bizantinos]...mañana los latinos deben celebrar un día de fiesta...El soldado romano no prepara combate alguno durante sus habituales sacrificios. Acometamos de improviso a los enemigos desorganizados durante el mediodía» (trad. esp. A. Ramírez Tirado, Col. Clásica Gredos 243, Madrid 1997). Sobre el respeto hacia el domingo u otro día de carácter sacro por el ejército bizantino remitimos a M. McCormick, Eternal Victory. Triumphal Rulership in Late Antiquity, Byzantium and the Early Medieval West, Cambridge 1990, 245-248.

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samente la mención de la Iglesia hispana, entre otras Iglesias occidentales, como una de las que condenan los edictos emitidos por el emperador Justiniano, singularmente el de 544, pues atentaban contra la integridad de lo establecido en Calcedonia, acuerdos altamente venerados en Occidente39. Con esta declaración, la Iglesia católica de la España Visigoda (lógicamente también de la sueva) se manifestaba abiertamente en contra del emperador, al que declararán hereje y al que en consecuencia había que combatir; por lo tanto si en el 548, con su ataque a la bizantina Septem, Teudis se había declarado abiertamente enemigo del Imperio, la Iglesia hispana había hecho lo propio prácticamente de un modo contemporáneo. Es algo que no cabe olvidar para comprender las relaciones entre ambos estados y el sentir de la población católica romana al respecto de la intervención de Justiniano en el solar peninsular. No creo necesario enumerar de nuevo los problemas internos visigodos que dieron lugar a esa entrada imperial en la Península; simplemente es necesario recordar, para una adecuada comprensión del marco en el que se desarrollan las relaciones entre el Reino Visigodo y el Imperio Romano, que se produce un enfrentamiento civil entre el rey legítimo Agila y un noble visigodo, Atanagildo, que ambicionaba la más alta autoridad en el Reino, y al que hay que considerar responsable de que las relaciones entre ambas zonas modificaran totalmente su naturaleza40. Una querella dinástica o civil interna era la excusa que había estado esperando el emperador; se le presentó y la aprovechó, en esta ocasión apoyando, veremos más tarde la particularidad de este apoyo, al usurpador, a Atanagildo41. Pero éste no debió conservar un excesivo buen recuerdo del Imperio 39 MGH. Epistolae III. Merowingici et Karolini Aevi I, Munich 1978, 440, § 19-25: «Sed et sanctus Dacius Mediolanensis episcopus contestacionem omnium sub magna voceferatione deposuit dicens: ‘Ecce ego et pars omnium sacerdotum, inter quos eclesia mea constituta est, id est Galliae, Burgundiae, Spaniae, Ligorie, Aemiliae atque Venetiae, contestor, quia, quicumque in edicta ista consinserit, suprascriptarum prouinciarum ponteficis communicatoris habere non poterit, qui constat apud me edicta ista sanctam synodum Calchydoninsem et fidem catholicam perturabre». El documento en cuestión se fecha c. 551-552, pero sabemos que las manifestaciones de las iglesias occidentales al respecto, incluida la hispana, debieron ser hechas entre el 548 y el 550, como demostramos en su momento (M. Vallejo Girvés, «Desencuentros entre el emperador Justiniano, cit...», 577-578). 40 Para ello remito siempre a mi Bizancio y la España Tardoantigua. SS. V-VIII. Un capítulo de historia mediterránea, Alcalá de Henares 1993, 79-97. 41 Iord., Getica, 303.

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pues cuando accedió al trono se volvió contra la presencia imperial en territorio peninsular; si en un breve período de tiempo, no más de dos años —el tiempo en el que duró la ayuda—, las relaciones entre el Imperio y una parte del pueblo hispano-visigodo —la que apoyaría al usurpador— pudieron ser incluso amistosas, en los años siguientes la naturaleza de esas relaciones políticas fue variante, aunque generalmente de carácter negativo, esto es, de enemistad. Veamos el desarrollo de los acontecimientos desde el punto de vista político, que no militar pues los detalles de operaciones militares —avances, retrocesos, ciudades sitiadas— conciernen únicamente a especialistas de historia militar. Significativamente, el tono y carácter de las relaciones entre Justiniano y el Reino Visigodo bajo Atanagildo primero como usurpador y más tarde como rey, pueden analizarse bastante bien a partir de una carta que Gregorio Magno envía a Recaredo en el año 595; por supuesto que la misma es muy útil para conocer el carácter de las relaciones existentes entre ambos en el período en que fue redactada, y a ella volveremos, pero es tanta o más su utilidad para la primera época. En dicha epístola papal se habla de un pacto establecido entre Justiniano y el Reino Visigodo —necesariamente Atanagildo por razones cronológicas obvias—; en la misma se señala que intentar la aplicación de los términos del mismo en la época de Recaredo sería contrario a los intereses visigodos, lo que permite deducir que se trataría de un pacto de carácter territorial42. No puedo detenerme en exponer los pormenores de mi consideración sobre que ambos príncipes firmaron dos tratados: uno inicial, en el momento de materializarse la ayuda militar, en el que la cesión territorial sería mínima, y otro después de la asunción de Atanagildo y de los ulteriores enfrentamientos entre 42 Greg. Magn., Epist. IX, 229. Item in Anagnostico: «Ante longum tempus dulcissima mihi uestra excellentia Neapolitano quodam iuuene ueniente mandare curauerat ut piissimo imperatori scriberem, quatenus pacta in cartofilacio requireret quae dudum inter piae memoriae Iustinianum principem et iura regni uestri fuerant emissa, ut ex his colligeret quid uobis seruare debuisset. Sed ad hoc faciendum duae res mihi uehementer obstiterunt: una, quia cartofilacium praedicti piae memoriae Iustiniani principis tempore ita subripiente subito flamma incensum est, ut omnino ex eius temporibus paene nulla carta remaneret; alia autem, quia nulli dicendum est: ea quae contra te sunt, apud temetipsum debes documenta requirere atque haec pro me in medium proferre. Ex qua re hortor ut uestra excellentia suis moribus congrua disponat et, quaeque ad pacem pertinent, studiose peragat, ut regni uestri tempora per longa sint annorum curricula in magna laude memoranda» (D. Norberg, S. Gregorii Magni. Registrum Epistolarum, Brepols 1982).

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bizantinos y visigodos, verosímilmente por haberse los primeros apropiado de más territorio que el inicialmente pactado43. El por qué de la firma del segundo tratado, también de carácter territorial, se explica por el hecho de que en ambos Estados existían problemas que había que atajar rápidamente (en el Imperio, invasiones eslavas además de que se encontraron con una notable resistencia en la Península, comenzando con la Iglesia católica, cuya actitud ya he expuesto anteriormente; en el Reino Visigodo, tendencias independentistas meridionales), pero son las implicaciones políticas de este tratado las que hay que poner sobre la mesa. Atanagildo es el único rey germánico con el que Justiniano firma un pacto, lo que implica que el Imperio estaría reconociendo la legalidad de la soberanía visigoda sobre un antiguo territorio imperial, pero también a la inversa, esto es que el Reino Visigodo reconoce el derecho del Imperio a ejercer soberanía sobre algunos territorios peninsulares hispanos44. Ciertamente las circunstancias políticas y militares tanto de Oriente como de Occidente jugaron a favor de que los sucesos fueran en esa dirección pero hay algo cierto y es que Justiniano no sólo no logró vencer plenamente al Reino Visigodo como había hecho con el Vándalo y el Ostrogodo; no sólo no consiguió capturar al rey visigodo y llevarlo hasta Constantinopla, como había hecho con los monarcas Gelimer y Witiges; no sólo no consiguió pasearlo en triunfo como hizo con Gelimer, al que obligó a realizar una ceremonia de proskynesis, hecho que indicaba claramente que el vándalo no era tratado como un soberano independiente sino como un usurpador rebelde contra el poder y el orden romano45, sino que con la firma de ese segundo pacto el Imperio Bizantino estaba reconociendo la legalidad de la existencia de un Reino Visigodo en España. Se quiera o no, se considerara así o no por los sucesores de ambos, lo cierto es que con ello se pondría al Reino Visigodo en pie de igualdad con el Imperio. Leovigildo, sucesor de Atanagildo, lo comprendió enseguida y lo aprovechó, aunque dejando en letra muerta los términos del tratado. 43 Cf. Isid., HG 46-47. He tratado todos los pormenores sobre el particular en M. Vallejo Girvés, «The Treaties between Justinian and Athanagild and the Legality of Byzantium’s Peninsular Holdings», Byzantion LXVI, 1996, I, 208-218, con la bibliografía allí citada. 44 Cf. F. Görres, «Die Byzantinische Besitzungen an den Küsten des spanishwesgotischen Reiches (554-624)», Byzantische Zeitschrift 16, 1907, 514; K. F. Stroheker, «Das Spanische Westgotenreich und Byzanz», Germanentum und Spätantike, Zurich 1965, 213. 45 M. McCormick, Eternal Victory. Triumphal Rulership in Late Antiquity, Byzantium and the Early Medieval West, Cambridge 1990, 128-129; en contra S. G. MacCormack, Art and Ceremony in Late Antiquity, Berkeley-Los Angeles 1981 (1990), 76.

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Si quisiéramos historiar militarmente las relaciones entre Leovigildo y los emperadores bizantinos con los que coincidió, esto es, Justino II, Tiberio II y Mauricio, resultaría el más largo de todos los análisis que pudiéramos incluir en este artículo, pero, como he dicho anteriormente, no es éste el caso. A mi modo de ver y en función de la documentación con la que contamos, siempre de origen extra-imperial, podríamos ver tres etapas en las relaciones que Leovigildo mantiene con el Imperio Bizantino. La primera se caracterizará por una ausencia prácticamente total de otro tipo de relaciones que no sean las bélicas46; no obstante, contamos con algunos indicios que permiten aproximarnos a dichas relaciones desde otro punto de vista, menos violento si se quiere en la forma, que no en el fondo. Por dos autores diferentes, Ildefonso de Toledo y el anónimo autor de las Vitas Sanctorum Patrum Emeritensium, conocemos la llegada de dos abades africanos, Donato y Nancto, a territorio visigodo hispano47; se trata, en consecuencia de súbditos africanos del Imperio Bizantino, que huyeron de su lugar de origen seguramente, dado el momento en que ocurre, debido a las razzias continuas de los contingentes moros y beréberes, siempre insumisos al Imperio. Ahora bien, el hecho de que el rey, arriano, acoja a dos eclesiásticos católicos súbditos del Imperio puede ser visto como un gesto hacia su galería, esto es hacia los católicos de su reino en un intento por demostrar que era menos contrario a la confesión católica de lo que se habría querido indicar —situación previa, desde luego, a la rebelión de Hermenegildo—, pero también como un intento de demostrar al Imperio la fortaleza de su poder y la tranquilidad de la que gozaba el que era su enemigo, cosa que no ocurría en aquellos momentos en ninguno de los territorios bajo soberanía imperial, todos ellos amenazados directamente o con problemas militares externos o internos declarados. Que estamos en una época en que las relaciones son hostiles entre ambos lo secunda la aparición, en el marco de las relaciones de la España Visigoda con el Imperio, del amenazadísimo, por Leovigildo, Reino Suevo a través de una 46 La actividad militar de Leovigildo tendrá como objetivo en el año 570 las regiones de Bastetania y Malaca (Iohann. Bicl., Chron. ad a. 570. 2 (J. Campos ed, Juan de Bíclaro, Obispo de Gerona. Su vida y su obra. Introducción, texto crítico y comentarios, Madrid 1960), en el año 571 la zona de Assido (Iohann. Bicl., Chron. ad a. 571. 3); marginalmente también están relacionadas las emprendidas contra Córdoba en 572 (Iohann. Bicl., Chron. ad a. 572. 2) y contra las rebeliones de la Orospeda en 577 (Iohann. Bicl., Chron. ad a. 577. 2; Isid., HG 49 (red. corta); sobre los pormenores de las mismas contextualizadas políticamente vid. M. Vallejo Girvés, Bizancio y la España, cit..., 143-157 y 172-177. 47 Ildef., De Virs. Ills. 3; VSPE III, 2 y ss., respectivamente.

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embajada que éste envía a Constantinopla48, la cual se utiliza aquí porque estamos ante la existencia de relaciones diplomáticas, puntualísimas es verdad, entre dos enemigos de Leovigildo, y los dos con soberanía territorial en la Península. Teniendo en cuenta estas premisas, esta coincidencia de ambos respecto al Reino Visigodo, me parece que tal legación sueva ante el Emperador podría estar motivada por los intentos de Leovigildo, iniciados en 573 pero manifiestos ya en 57649, de incorporar ese reino a sus dominios. Por ello cabría pensar que ante este hecho cierto, el rey suevo Mirón consideraría oportuno solicitar al Emperador bizantino alguna ayuda militar, aunque indirecta, de sus tropas estacionadas en la Península50. Sin embargo, no se produjo una respuesta aparente a esta «petición sueva de intervención», todo lo cual nos revela la diferente consideración que suevos y bizantinos se tenían mutuamente, siempre reduciendo esta opinión al contexto político en que se desarrollan los acontecimientos que los relacionan. Es decir, para el Reino Suevo la soberanía imperial sobre territorio peninsular convertía al Imperio en un poder fáctico y en un aliado muy interesante. Para el Imperio ese Reino estaba en el olvido51; el único poder hispano que contaba para el Imperio era el visigodo. El príncipe visigodo Hermenegildo, con su rebelión, mutará de nuevo el carácter de las relaciones políticas existentes entre ambos estados, aunque en cierta forma volvamos a una situación muy similar a la que se genera cuando los imperiales entran en la Península, pues si entonces una parte del pueblo hispano-visigodo estaría en relaciones amistosas con el Imperio —los partidarios de Atanagildo— y otra parte los vería como otro de sus enemigos a batir

48 Mart. Brac., Epist. De Trina Mersione 3, 32-33: «...a Constantinopolitanae urbis praesule, praesentibus huius regnis legatis qui ad Imperium fuerant destinati...» (C. W. Barlow, Martini Episcopi Bracarensi Opera Omnia, New Haven 1950). 49 Iohann. Bicl., Chron. ad a. 573. 5; ad a. 575. 2 y ad a. 576. 3. Vid. entre otros K. F. Stroheker, «Leowigild», Germanentum und Spätantike, Zurich 1965, 149; S. Hamman, Vorgeschichte und Geschichte der Sueven in Spanien, Munich 1971, 163-164; L. A. García Moreno, «Zamora del dominio militar romano al visigodo. Cuestiones de historia militar y geopolítica», Primer Congreso de Historia de Zamora. II. Prehistoria e Historia Antigua, Zamora 1990, 464; A. Besga, La situación política de los pueblos del Norte de España en época visigoda, Bilbao 1983, 32; J. M. Novo Güisán, Los pueblos vasco-cantábricos y galaicos en la Antigüedad Tardía (ss. III-IX), Alcalá de Henares 1992, 64-65. 50 C. W. Barlow, Martini Episcopi, cit..., 254, n. 9. 51 Sobre los pormenores de esta embajada, analizados ampliamente en su contexto vid. M. Vallejo Girvés, «La embajada sueva a Constantinopla o la búsqueda de un aliado contra la amenaza visigoda», Estudios Humanísticos 16, 1994, 61-69.

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—los partidarios de Agila—, ahora tenemos a un pretendiente al trono visigodo, Hermenegildo, intentando atraerse a su causa la voluntad imperial, y a un rey legítimo, Leovigildo, que al principio de la contingencia incrementa su declarada enemistad con el Imperio con la sospecha de que la ayuda solicitada por su hijo y rival pueda materializarse. Supongo a todos los lectores de este trabajo conocedores de los pormenores de la rebelión en cuestión así como de la polémica que siempre acompaña a los análisis sobre su posible causa, política y / o religiosa, pero ahora me interesa detenerme en un momento posterior, cuando la rebelión es ya un hecho consumado pues no es hasta entonces cuando podemos hablar de esa diferente actitud para con el Imperio existente dentro de la España Visigoda. Por Juan de Bíclaro, Gregorio de Tours y Gregorio Magno conocemos el acercamiento del rebelde Hermenegildo al Imperio solicitando una ayuda que debería ser desde luego militar, de apoyo activo de su causa para hacer frente a los ejércitos de Leovigildo52. Que la ayuda prestada por el Imperio fuera la solicitada o no es algo que más tarde pondremos en consideración, pero me interesa resaltar en este momento que aunque el rebelde parece querer formar una coalición, católica si se quiere, contra su padre convenciendo a suevos, merovingios —Borgoña y Austrasia, vinculados familiarmente con el rebelde—, e imperiales, es en estos últimos en quien tiene puestas sus esperanzas, como queda de manifiesto en la embajada que pro causis fidei Visigothorum lleva el obispo Leandro de Sevilla a Constantinopla53. Ofensiva diplomática visigoda, maticemos que de una parte de los visigodos, que es la primera conocida desde la llegada imperial a España pero como sabemos no es la primera embajada llegada a la capital imperial procedente de la Península Ibérica; los suevos se le adelantaron algunos años. A tenor del desarrollo de los acontecimientos militares parece que la embajada de Leandro habría sido algo más satisfactoria para el peticionario que la anterior sueva pues el Imperio sí se involucra en la contingencia hispana, apoyando, como treinta años antes, a una de las partes en conflicto; y al igual que treinta años antes, su involucración era, como 52 Greg. Tunn., LH V, 38; VI, 18 y VI, 43 (B. Krusch ed., Gregorius Tunnunensis, Historia Francorum en MGH Scriptores Rerum Merovingicarum I, Hannover 1937); Iohann. Bicl., Chron. ad a. 583. 1 y 584. 3; Greg. Magn., Mor. in Iob. Praef. 1 (vid. infra). 53 Greg. Magn., Mor. in Iob. Praef. 1: «...Dudum te frater beatissime, in Constantinopolitana urbe cognoscens, cum me illic sedis apostolicae responsa constringerent et te illuc iniuncta pro causis fidei Wisigothorum legatio perduxisset» (Grégoire le Grand, Morales sur Job. I-II), París 19833).

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era de esperar, interesada al tiempo que fue decepcionante para los intereses del pretendiente pues no le ayudó a vencer sino que excepto al principio, ni tan siquiera parece que le ayudara a mantenerse militarmente activo y efectivo. Todo ello tiene una explicación que a mi modo de ver vuelve de nuevo a caracterizar las relaciones políticas entre la España Visigoda y el Imperio durante el período de setenta años que duró el gobierno neorromano en regiones peninsulares; esta explicación tiene un escenario: las relaciones del Imperio con los distintos poderes políticos en torno suyo, de tal forma que estoy convencida que no se puede entender cómo y por qué se desarrolla la política visigodo-bizantina de esa forma y no de otra sin tener presente el panorama político europeo occidental y oriental de cada momento. Si Justiniano decidió firmar con Atanagildo un segundo pacto territorial fue porque tenía otros problemas en zonas más vitales que requerían su atención y el aporte de efectivos militares. Si Leovigildo pudo arrebatar terreno al Imperio en la Península en los primeros años setenta fue porque el Imperio tenía graves problemas planteados en esos mismos y otros territorios más cercanos a su núcleo (singularmente persas, ávaros, amén de lombardos e incluso moros). Si Hermenegildo no consiguió más apoyo imperial para su causa e incluso conoció más tarde prácticamente su cese fue también por el concierto internacional existente entre el Imperio y otros poderes; en concreto en esta ocasión el que el episodio de Hermenegildo no se prolongara más en el tiempo se explica por el carácter de las relaciones existentes en aquellos años entre lombardos, imperiales y merovingios. El panorama en aquellos momentos es más complejo de lo que a priori pueda pensarse pero enmarcado en su concreto contexto explica bien el por qué de las cambiantes relaciones bizantino-visigodas durante el episodio de Hermenegildo. Ese complejo panorama gira en torno a la invasión lombarda del territorio itálico del Imperio —a partir del año 568—, pues imposibilitado éste de hacer frente a esa invasión debido a la multiplicación de problemas en las fronteras orientales y en ambientes siríacos y egipcios, busca y obtiene la promesa de colaboración de los cercanos reinos merovingios con el fin de que los lombardos sufrieran dificultades militares en sus frentes septentrionales54; 54 Greg. Tunn., LH VI, 42; Paul. Diac., HL III, 17 (L. Berthamnn–G. Waitz eds., Historia Longobardorum, en MHG. Script. Rer. Langobardicarum et Italicarum. Saec. VI-IX, Hanover 1878).Vid. Ch. Diehl, Études sur l’Administration Byzantine dans l’Exarchat de Ravenne (568751), París 1888, 206; G. Reverdy, «Les relations de Childebert II et de Byzance», RH 114, 1913, 66.

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por ello, el que el episodio de Hermenegildo se prolongara en el tiempo no era favorable a los intereses imperiales ya que los merovingios se disponían a acudir en ayuda de sus familiares, Hermenegildo y su esposa, la princesa franca Ingonda55, en detrimento de la prometida ayuda contra los lombardos. Parece factible que ésta fuera una circunstancia de peso que llevaría a los bizantinos a aceptar el subsidio ofrecido por Leovigildo a cambio de que dejaran de apoyar firmemente al rebelde visigodo56, como así parece que ocurrió. La jugada, por otro lado, no pudo ser más fructífera para el Imperio pues con esa ‘compra’, Leovigildo también se habría comprometido a no llevar ninguna acción militar contra territorio imperial —lógico por otra parte pues tendría que recomponer la sociedad hispano-visigoda ya que en palabras de Juan de Bíclaro esa querella «quae causa provincia Hispaniae tam Gothis quam Romanis maioris exitii quam adversariorum infestatio fuit»57—, al tiempo que el Imperio obtendría un peón, un rehén, para convencer a los merovingios de que materializaran su comprometida ayuda contra el lombardo. La utilización y suerte de ese peón es el que me hace considerar que visigodos y bizantinos tras la desaparición de Hermenegildo y aún con el gran Leovigildo en vida, aunque directamente se ignoraron, indirectamente se vigilaban de cerca. Ese rehén no es otro que el hijo de Hermenegildo, el príncipe franco-visigodo Atanagildo, que con su madre Ingonda fue capturado por los soldados bizantinos. Sólo llegó a Constantinopla el pequeño Atanagildo, un rehén muy valioso para el Imperio ante la habitual naturaleza de sus relaciones con los visigodos, supuestamente no amistosas, y con los merovingios, supuestamente amistosas. A pesar de la evidente ventaja que le reportaba tener en sus manos a Atanagildo, no tenemos constancia de que Mauricio hubiera presionado a Leovigildo para obtener provecho de ello58, cosa que sí sabemos que hizo con 55 Greg. Tunn., LH VI, 42; Paul. Diac., HL III, 21. 56 Greg. Tunn., LH V, 38. 57 Iohann. Bicl., Chron. ad a. 579. 3; Isid., Chron. 405: «Gothi, per Ermenegildum Leouuigildi filium bifare diuisi mutua caede uastantur». 58 La rápida debacle de Hermenegildo, provocada por la inhibición imperial, pudo ser causada también por el deseo de los imperiales de tenerlo como rehén; así W. Goffart, «Byzantine Policy in the West under Tiberius II and Maurice: The Pretenders Hermenegild and Gundovald (579-585)», Traditio 13, 1957, 106-107; M. Vallejo Girvés, Bizancio y la España Tardoantigua, cit..., 211-213 y D. Claude, «Die diplomatischen Beziehungen zwischen dem Westgotenreichn und Ostrom (475-615)», MIÖG 104, 1996, 21 y n. 52. Encontraríamos así la puesta en práctica del conocido principio de que el fin justifica los medios, siempre válido para la diplomacia

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Austrasia, uno de los reinos merovingios implicados59; no obstante sí podemos conocer cuáles pudieron ser los temores visigodos. Que Leovigildo supo calibrar adecuadamente la importancia que su nieto podría jugar en el futuro político inmediato visigodo es patente desde el momento en que Gregorio de Tours refleja los intentos, infructuosos, de Leovigildo de arrebatar a su nuera y nieto de las manos imperiales60, pues no escaparía a la sagacidad política de Leovigildo y de su hijo y sucesor Recaredo el daño que podía hacer a sus planes el que el Imperio tuviera en sus manos un príncipe que podría ser instrumentalizado para argumentar otro nuevo intento de derrocarle, intento que podía venir sugerido tanto por el Imperio como por facciones visigodas contrarias a su poder, tal que la de su esposa Gosvinta. Lamentablemente desconocemos si Mauricio hizo uso de esta ventaja sobre el Reino Visigodo pues las fuentes callan al respecto, aunque el posible fallecimiento de Atanagildo en aquellos años explicaría muchas cosas61. Curiosamente los dos Atanagildos documentados en la España Visigoda del siglo VI vieron su vida de una u otra forma mediatizada por el Imperio; el primero fue traicionado por los que habían entrado en la Península para ayudarle, viéndose obligado a pasar buena parte de su reinado combatiéndoles; el segundo, su biznieto, también fue maltratado por el Imperio, impidiéndole que creciera junto a su familia y utilizándolo como rehén político. Con el ascenso de Recaredo al trono del Reino Visigodo y especialmente con su conversión al catolicismo, imperante —cierto es que aquí se podrían hacer importantes matizaciones— en el Imperio, podría haberse esperado cierta mejora en las relaciones entre ambos poderes, enfrentados en la Península pero católicos en definitiva; sin embargo por lo que sabemos, las relabizantina, tal como es puesto de relieve en E. Chrysos, «Byzantine Diplomacy: A. D. 300-800: means and ends», J. Shepard and J. Franklin eds., Byzantine Diplomacy. Papers from the XXIV Spring Symposium of Byzantine Studies, Cambridge 1990 (1992), 29-30. 59 He estudiado todos los pormenores del asunto en M. Vallejo Girvés, «Un asunto de chantaje: la familia de Atanagildo entre Metz, Toledo y Constantinopla», POLIS. Revista de ideas y formas políticas de la Antigüedad Clásica 11, 1999, 270-277. 60 Greg. Tunn., LH VI, 45; cf. Ibid., LH VIII, 28 y Paul. Diac., HL III, 21. 61 Fallecimiento que se afirma a partir del cese de la correspondencia epistolar entre el Imperio y el reino de Austrasia teniendo como leit motiv la suerte del pequeño Atanagildo (las cartas en las que se habla de él son Epist. Austr. 27-28, 43-45 y 47 (W. Gundalach ed., MGH. Epistolarum 3 Merowingici et Karolini Aevi I, Berlín 1892 (reimpr. Munich 1978), así como por su ausencia en Ven. Fort., Carm. X, 8, 20-25 (Opera Poetica, MGH AA 4. 1, Berlín 1881 (reimpr. Munich 1981).

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ciones entre ambos continuaron siendo de la misma naturaleza que en las épocas anteriores, pues así creo que cabe entender el que en ese período desde el Imperio Bizantino se califique a los visigodos como hostes barbari62, aún a pesar de la conversión visigoda, al tiempo que desde el Reino Visigodo se considera que las acciones del Imperio en territorio peninsular son una romana insolentia63; insolentia que muy verosímilmente se debe a una supuesta ruptura por parte de los soldados imperiales del último acuerdo establecido con Leovigildo. Hasta ahí, la misma situación que hemos encontrado en otros momentos pero existen algunos datos que permiten profundizar algo más en las relaciones políticas entre ambos Estados en este período. Son muy conocidos los episodios de las deposiciones, confinamientos y destierros de tres prelados hispanos con sedes en territorio imperial, como también son intuidos los posibles motivos por los que sufrieron tales destinos: una supuesta colaboración de éstos con los visigodos ya convertidos, constituyendo esa actividad por lo tanto una traición al Imperio Romano; estas drásticas 62 Calificativo que aparece en la conocida inscripción de Cartagena en la que el patricio Comenciolus conmemora la restauración de una parte de la muralla de la ciudad –posiblemente una de las puertas (CIL II, 3420; E. Hübner, IHC num. 176; ILS num. 835: «Qvisqvis ardva tvrrivm miraris cvlmina / vestibvlvmq(ue) vrbis dvplici porta firmatvm / dextra levaq(ue) binos porticos arcos / qvibvs svpervm ponitvr camera cvrva convexaq(ue) / Comenciolvs sic haec ivssit patricivs / missvs a Mavricio Avg(usto) contra hostes barbaros / magnvs virtvte Magister Mil(itum) Spaniae / Sic semper Hispania tali rectore laetetvr / dvm poli rotantvr dvmq(ue) sol circvit orbem / Ann(o) VIII Avg(usti) Ind(ictione) VIII»). 63 Isid., HG. 54: «Saepe etiam et lacerdos contra Romanas insolentias... movit». En la Passio Sanctae Leocadiae § 3, 3, 12, parece que redactada a finales del siglo VI o principios del VII, por tanto muy posiblemente durante el reinado de Recaredo (A. Fábrega Grau, Pasionario Hispánico, Madrid-Barcelona 1955, 592 y P. Riesco, Pasionario Hispánico, Sevilla 1995, 42), cuando se narra la difusión de las hazañas martiriales de Santa Leocadia encontramos la siguiente noticia: «que fama non solum totam Italiam sed ET BIZANTIUM peragrauit» (sigo la edición de P. Riesco citada supra). De esta mención se entiende evidentemente que la cristiandad hispana de aquellos momentos tenía en mente la importancia al respecto del Imperio; ahora bien el problema viene provocado por la utilización del término Byzantium en un documento hispano del siglo VI pues prácticamente la única forma de aludir al mismo es a través de expresiones como «Imperio» o «Romanos»; es sabido que en esos momentos Bizancio únicamente designa la capital del Imperio y así también lo encontramos reflejado en algunos momentos posteriores en la Península Ibérica (Chron. Moz. I, 1: «...Quem aliquantulum obsistentem in bello Focam Bizantici captum flammigero offerunt gladio», refiriéndose aquí a los habitantes de Constantinopla que retuvieron al tirano Focas), por lo que tal vez habría que entender que el redactor de la Passio estaría aludiendo a la extensión de su fama hasta la ciudad de Constantinopla.

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decisiones imperiales se incardinan excelentemente bien con ese calificativo de hostes barbari otorgado a los visigodos al tiempo que hablan de la evidente vinculación que siempre hubo entre hispano-bizantinos e hispano-visigodos, y dejan bien a las claras que por lo menos en aquellos momentos el Imperio no estaba dispuesto a prescindir o a abandonar sus dominios en la Península Ibérica; el hecho de que en el trono de Constantinopla esté en aquellos momentos el emperador Mauricio explica este ‘renovado’ interés por conservar el territorio imperial64. Pero a esos calificativos de hostes barbari e insolentes que se aplicaban mutuamente, y que nos hablan de unas relaciones de enemistad manifiesta entre ambos poderes, se une también una manifiesta falta de comunicación directa entre ambos Estados. La prueba palpable es una carta de Gregorio Magno a la que ya hemos hecho mención; ahora es preciso analizarla en el segundo contexto de los dos desde los que se debe analizar, que no es otro que el del reinado de Recaredo en los años inmediatamente posteriores a su conversión. En dicha carta, que gira en torno al tratado territorial firmado entre Justiniano y el Reino Visigodo, se habla de una petición de Recaredo al Pontífice Gregorio Magno desde luego curiosa pero muy ilustradora de la situación en la que se hallaban las relaciones entre bizantinos y visigodos; en esa petición del visigodo, transmitida oralmente —al menos así lo parece—, se indicaría que el texto de dicho tratado no se encontraba en los archivos reales visigodos por lo que se solicitaba a Gregorio Magno —autoridad moral occidental desde luego pero también súbdito imperial— que obtuviera una copia del texto del pacto que estaría en los archivos imperiales. Habría muchos aspectos de este particular sobre los que interrogarse, como por ejemplo las razones por las cuales no se encontraba ese texto en los archivos reales visigodos, pues podemos tener por cierto que el Reino Visigodo poseería al menos dos copias 64 En este mismo contexto debe situarse la reforma exarcal llevada a cabo por el emperador Mauricio en el conjunto de las posesiones imperiales en el Occidente del Mediterráneo, reforma en la que las posesiones peninsulares hispanas se vieron plenamente afectadas. Para los pormenores tanto de la relación hostes barbari – romana insolentias, como para el por qué del tratamiento dado a esos prelados hispano-bizantinos y el modo en que afectó la reforma a la España bizantina, vid. M. Vallejo Girvés, «Comenciolus, magister militum Spaniae, missus a Mauricio Augusto contra hostes barbaros. The Byzantine Perspective of the Visigothic Conversion to Catholicism», RomanoBarbarica. Contributi allo studio dei rapporti culturali tra mondo romano e mondo barbarico 14, 1996-1997, 289-306; Ead., «Byzantine Spain and the African Exarchate: an administrative perspective», Jahrbuch der Österreichischen Byzantinistik 49, 1999, 13-23.

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del mismo. Afirmamos este extremo porque conocemos los pormenores con los que la administración imperial elaboraba, cotejaba y validaba los textos de los tratados o pactos establecidos con poderes enemigos en aquellos años de la segunda mitad del siglo VI. Los documentos más oportunos de utilizar son los aportados por Pedro el Patricio, a través de Menandro Protector, fr. n 6, 1, § 304-311 y 409 y ss., quien nos informa de las idas y venidas de los encargados de la redacción de los tratados, de la validez de las traducciones y de las copias elaboradas, de tal forma que a cada una de las partes se entregaba también una copia del original entregado a la otra parte además del propio original65. En función de todo ello cabría pensar que el Reino Visigodo poseería dos ejemplares, esto es su original y una copia del original depositado en Constantinopla; a tenor de la petición de Recaredo, no poseía ninguno de ellos, aunque conocía la existencia de dicho tratado66. También es motivo de interrogación las razones por las cuales el rey visigodo quiere conocer los términos del tratado así como por qué el Pontífice, que conoce el texto del mismo, aduce su pérdida en Constantinopla por haberse quemado los archivos de la época de Justiniano, que sabemos que no ocurrió, y recomienda al rey visigodo no seguir reivindicando el texto del tratado ya que perjudicaba los intereses visigodos; pero todo ello ha sido ya materia de análisis y aunque ciertamente merece siempre una atención detallada, lo que me interesa aquí no son tanto las razones de esas peticiones cuanto el cauce utilizado para tramitarlas, esto es la intermediación papal. De todo lo anterior, me interesa resaltar cómo a partir de esa intermediación es manifiesta la inexistencia de relaciones que no sean de carácter bélico entre visigodos y bizantinos en aquel período; esta falta de relaciones a otro nivel que no sea el bélico contrasta mucho con la repetición de embajadas en aquel mismo período entre el Imperio y los Reinos Merovingios67 y habla de que la conversión al catolicismo de Recaredo no mejoró en absoluto las relaciones entre Bizancio

65 Cf. D. A. Miller, «Byzantine Treaties and Treaty-Making 500-1025 a. D.», Byzantinoslavica 32, 1971, 72 n. 69, y R. C. Blockley, The History of Menander the Guardsman. Introductory essay, text, translation and historiographical notes,Wiltshire 1985, 255 n. 47. 66 Podría pensarse que al haberse firmado el tratado en una época en que no existía una sede fija para la corte visigoda, dicho tratado se hubiera perdido realmente (agradezco esta sugerencia al Dr. Lomas). 67 Cf. por ejemplo A. Gasquet, L’Empire Byzantin et la monarchie franque, repr. Nueva York 1977, 193-204 y P. Schreiner, «Eine merowingische Gesandtschaft in Konstantinople (590?)», Frühmittelalterliche Studien 19, 1985, 195-200.

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y la España Visigoda. Ahora bien, es evidente que si el visigodo aceptaba la vigencia de ese antiguo tratado, asumía lo que ya había asumido Atanagildo: la aceptación por parte del rey visigodo de la soberanía bizantina sobre una parte de suelo peninsular. Pero será la hostilidad la que continuará caracterizando las relaciones entre ambos hasta c. 615, cuando se conocerá una sustancialísima mejora de las mismas, bien es verdad que cuando el territorio bizantino peninsular ha sido reducido a la mínima expresión gracias a las exitosas campañas del rey visigodo Sisebuto68 y a la más que evidente inhibición del Imperio, ocupado ahora en el avance persa y ávaro sobre estratégicos territorios orientales. Nuevamente asuntos ajenos a la Península y al conflicto que mantenían ambos poderes mediatizarán sus relaciones. Se ha querido ver en las medidas antijudaicas de Sisebuto una supuesta entente con Heraclio, quien, como es sabido, también desarrolla una política de tono similar, pero tal afirmación se ha hecho sin tener en cuenta la anterioridad evidente de la política del visigodo69, aspecto que ha sido puesto de manifiesto por varios especialistas, los cuales han demostrado fehacientemente cómo esa casi coincidencia temporal se explica por las corrientes milenaristas y apocalípticas que recorrían el Mediterráneo desde los primeros años del siglo VII, especialmente tras la conquista de Jerusalén por los persas en 61470, aconteci68 Isid., Chron. 415: «Sisebutus Gothorum gloriosissimus principes in Spania plurimas Romanae militiae urbes sibi bellando subiecit» (Th. Mommsen ed., MGH. AA. XI, Chron. Min. Saec. IV-V-VI-VII (Vol. II), Berlín 1874 (reimpr. Münich 1981). 69 Por cierto que una afirmación tal nos habría llevado a presentar a visigodos y bizantinos militarmente enfrentados pero colaborando políticamente. 70 E. A. Thompson, Los godos en España, cit..., 419 n. 39; P. D. King, Derecho y sociedad en el Reino Visigodo, trad. esp. Madrid 1981, 157 n. 68; S. Katz, The Jews in the Visigothic and Frankish Kingdoms of Spain and Gaul, Cambridge 1937, 12; L. García Iglesias, Los judíos en la España Antigua, Madrid 1978, 107-108; J. Gil, «Judíos y Cristianos en la Hispania del siglo VII», HS XXX, 1977, 38; J. Orlandis, «Hacia una mejor comprensión de la cuestión judía en la España del siglo VII», Settimana di Studi sull’Alto Medioevo, Spoleto 1978, 127; B. Saitta, «I Giudei della Spagna visigota da Recaredo a Sisebuto», QCSCM II, 3, 1980, 254-255; A. M. Rabello, «Sisebuto re di Spagna (612-621) ed i battesimo forzato», Rassegna Mensile di Israel 51, 1985, 36 y n. 8; G. Dagron, «Juifs et Chrétiens dans l’Orient du VIIe. siècle. Introduction Historique. Entre Histoire et Apocalypse», TM 11, 1991, 36-37. Como también se cuestiona la colaboración, en la misma materia, entre el franco Dagoberto y Heraclio a la que alude Fredeg., Chron. IV, 65 (vid. a este respecto el esclarecedor análisis de G. Dagron, «Juifs et Chrétiens, cit...», 32-34, pues habla de elementos comunes, de situaciones comunes pero no de política antijudía común).

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miento de gran impacto psicológico y emocional en el conjunto de la Cristiandad oriental y occidental71. Ahora bien, es esa misma corriente milenarista, potenciada por el nada esperanzador desarrollo de las campañas bizantinas contra los persas y, en un plano más local, contra los visigodos, la que va a procurar el cambio definitivo de las relaciones entre visigodos y bizantinos; más arriba hablábamos de la inexistencia de contactos entre ambos pero ahora, tal vez por primera y desde luego por última vez en el período de soberanía bizantina en España, ese contacto va a ser no sólo directo sino amistoso y cordial. Todo ello se comprende en varias epístolas que intercambian el rey visigodo Sisebuto y el patricio bizantino al mando de las posesiones imperiales en España, llamado Cesario72, encaminadas a la firma de una paz entre ambos poderes, paz propuesta por el Imperio, entonces con Heraclio al frente, y muy bien acogida por el rey visigodo73. En las epístolas que el patricio bizantino dirige en términos de concordia al rey Sisebuto después de que se hayan perdido ciudades peninsulares y de que haya prisioneros bizantinos en el bando visigodo, alguno de ellos de noble cuna74, aparecen unos elementos totalmente novedosos que nos hablan de un cambio en la consideración del Imperio Bizantino respecto al visigodo, ya que de ser considerados hostes barbari a finales del siglo VI ahora, veinte años después, se alude por parte del Imperio a la común creencia católica que unía a imperiales y visigodos al tiempo que el rey visigodo y el territorio que domina son tratados por el patricio Cesario como equivalentes al emperador bizantino y al territorio imperial75; por supuesto que ello es delatador de las dificultades militares imperiales en todos los frentes abiertos76, pero también de la ventaja militar de Sisebuto, quien sin embargo está abierto a la firma de

71 B. Flusin, Saint Anastase le Perse et l’histoire de la Palestine au début du VIIe. siècle, vol. II, París 1992, 151-163 y R. L. Wilken, The Land Called Holy. Palestine in Christian History and Thought, New Haven 1992, 319-325. 72 Epist. Wisig. II-V = Miscell. Wisig. I-IV (J. Gil ed., Miscellanea Wisigothica, Sevilla 1972). 73 A partir de Epist. Wisig. IV = Miscel. Wisig. III. 74 Epist. Wisig. III = Miscell.Wisig II. 75 Epist. Wisig. III = Miscell. Wisig. II, § 9-10: «...de nostris uestrisque regionibus...»; cf S. Teillet, Des Goths à la nation gothique. Les origines de l’idée de nation en Occidente du Ve. au VIIe. siècle, París 1984, 571. 76 K. F. Stroheker, «Das Spanische Westgotenreich und Byzanz, cit...», 222.

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una paz77. Dichas negociaciones se desarrollaron tanto en España como en Constantinopla, pues conocemos los viajes entre la capital imperial y la Península Ibérica realizados por enviados de Sisebuto y del patricio Cesario, y debieron tener por objeto la firma de una paz, por lo tanto el cese de hostilidades, y el reconocimiento mutuo de los territorios que se poseían en aquel momento78; por pocos años desde luego, tal vez no más de cinco, pero fue uno de esos escasos períodos de concordia si se quiere, de mutua tolerancia desde luego, que existieron en los setenta años que duró la soberanía bizantina en la Península Ibérica. Cierto es que pocos años después el sucesor de Sisebuto, Suintila, modifica esta situación de tranquilidad y de respeto mutuo al retornar a la enemistad que hemos visto tantas veces repetida en las décadas anteriores: ese monarca emprende operaciones militares tan exitosas que consiguen anular todo resquicio de soberanía imperial en la Península79, pero éste es el epílogo de la historia pues un Imperio absolutamente preocupado por la dominación persa en Siria y Palestina así como los ataques ávaros sobre Constantinopla, no podía defender los pequeños y cercados enclaves que le quedarían en la Península. Por primera vez la Península Ibérica estaba unificada bajo un solo gobierno, el de la monarquía visigoda80; el poder romano, si por ello entendemos la herencia asumida por Constantinopla, había desaparecido totalmente, políticamente hablando por supuesto. Setenta años de soberanía territorial bizantina en la Península Ibérica, setenta años en los que predomina la enemistad entre imperiales y visigodos, en los que prácticamente las únicas relaciones que sostienen son las de carácter bélico, en las que la comunicación entre ambos es esencialmente de carácter indirecto, a través de ese intermediario por excelencia que es el Pontífice Romano, patriarca de Occidente pero también súbdito imperial, pero un período en el que, otros aspectos culturales o ceremoniales del mundo bizantino estarán muy presentes en la esfera visigoda.

77 Epist. Wisig. IV = Miscell. Wisig. III. 78 Vid. L. A. García Moreno, «Las invasiones, la ocupación de la Península, cit...», 218, sobre las razones que pudo tener Sisebuto para acceder a la firma de una paz cuando la situación era ventajosa militarmente hablando. 79 Isid., Chron. 416b: «Post quem religiosissimus Suinthila princpes bellum cum reliquis Romanis urbibus iniit celerique victoria totius Spaniae monarchiam regni primus obtinuit». 80 Isid., Chron. 416. Cf. M. Reydellet, La Royauté dans la littérature latine de Sidonie Apollinaire à Isidore de Séville, Ecole Française de Rome 1981, 518.

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Los casi cien años que aún restan de la España Visigoda, desde la expulsión de los bizantinos (c. 625) hasta la invasión islámica (711), pueden también ser analizados teniendo como objeto principal su relación con el Imperio si bien, como es lógico, ésta es de un signo totalmente diferente al que hemos estado viendo pues ya no se trata de poderes enfrentados por la posesión de un territorio. 3. TERCERA FASE. CARÁCTER: DE LA LEJANÍA GEOGRÁFICA EVIDENTE A LA LEJANÍA POLÍTICA MATIZADA Después de su expulsión del territorio peninsular, el Imperio aún guardará soberanía sobre dos territorios extrapeninsulares vinculados a España, Septem y las Islas Baleares, sin que ello implique ya existencia de una relación política entre ambos Estados81; por ello y para analizar este período con estos protagonistas, primero hay que determinar si en la nueva etapa surgida tras la expulsión el Imperio Bizantino y el Reino Visigodo mantuvieron algún tipo de relación política. Que a mediados del siglo VII en el Reino Visigodo se tenía en cuenta al Imperio Bizantino y por supuesto al Oriente del Mediterráneo es cierto al menos desde un punto de vista religioso, pues no olvidemos que en Oriente estaban los Santos Lugares, a pesar de que comienzan a estar todos en manos de las tropas del Islam82; que era una cumbre intelectual y teológica lo evidencia el hecho de que el obispo Eugenio II de Toledo tuviera intención de enviar su tratado sobre la Trinidad a «zonas de Libia y Oriente»83, pero que 81 La existencia de un rebelde visigodo, Iuldila, en los años treinta del siglo VII y con bases en la zona meridional de la Península Ibérica hizo plantear a E. A. Thompson, Los godos en España, cit..., 202-203, una supuesta comunicación del rebelde con los bizantinos de Baleares y Septem, pero a la vista del contexto bizantino de la época dicho contacto no hubiera muy fructífero. No obstante, cf. infra para determinar unas relaciones más cargadas de características políticas. 82 A partir de la Vit. Fruct. § 17, sabemos que tenía intención de peregrinar a Oriente: «...succedit eum inmensus sancti desiderii ardor ut patrem occupans Orientis nouam arriperet peregrinationem...» (M. C. Díaz y Díaz, La vida de San Fructuoso de Braga. Estudio y edición crítica, Braga 1974). 83 Ildef., De Virs. Ills. XIII, 12-14: «Scripsit de Sancta Trinitate libellum et eloquio nitidum et rei ueritate perspicuum, qui Libiae Orientisque partibus mitti quantocius poterat, nisi procellis resultantia freta incertum pauidis iter uiatoribus distulissent» (C. Codoñer ed., El ‘De Viris Illustribus’ de Ildefonso de Toledo. Estudio y Edición crítica, Salamaca 1972); por otra parte, que un tratado con esa temática fuera enviado a la cuna de las disensiones teológicas de

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entre ambos Estados existieran relaciones de tipo político en este período es ya más difícil de determinar84, aunque contamos con una serie de datos que permiten lograr por lo menos una aproximación al tema, si bien es preciso reconocer que en la mayoría de las ocasiones la documentación que es susceptible de ser utilizada o bien es indirecta o bien no es contemporánea a los acontecimientos sino de los siglos VIII y IX, tanto de procedencia hispana como bizantina, sin olvidar la información, siempre cuestionable, proporcionada por las fuentes árabes. Teniendo en cuenta esta premisa inicial, podemos comenzar a analizar esas supuestas relaciones con la mención en la Crónica de Alfonso III (redactada a finales del siglo IX) de la llegada a España, procedente de Grecia, esto es del Imperio Bizantino, de Ardabasto, expulsado por el emperador85. Ello habría ocurrido en el reinado de Chindasvinto, que le habría acogido y permitido casar con su hija; de ese enlace habría nacido el futuro rey visigodo Ervigio, quien, en consecuencia, sería visigodo y bizantino86. Lógicamente el tal Ardabasto debería ser de noble cuna y haber actuado de alguna forma contra el emperador bizantino, en aquellos momentos seguramente contra Constante II (641-668), para hacerse merecedor de un castigo tan drástico como es la expulsión; sin embargo, como ya ha sido indicado en la época no debe extrañar (cf. M. C. Díaz y Díaz, «Escritores de la Península Ibérica», A. di Berardino dir., Patrología IV. Del Concilio de Calcedonia (451) a Beda. Los Padres Latinos, trad. esp. Madrid 2000, 120). 84 Especialmente teniendo en cuenta que la intermediación papal, asumida por Gregorio Magno, no vuelve a repetirse hasta finales del siglo VII. Vid. S. Teillet, Des Goths à la Nation cit..., 570, comenta el papel secundario del Imperio Bizantino en las relaciones exteriores del Reino Visigodo en ese período, y no le falta razón. 85 Chron. Alf. (Rot.), 2: «...Tempore namque Cindasuindi regis ex Grecia uir aduenit nomine Ardauasti, qui prefatus uir ab imperatore a patria sua est expulsus mareque transiectus Spania es aduectus. Quem iam supra factus Cindasuindus rex magnificie suscepit et ei in coniungio consubrinam suam dedit, ex qua coniunctionem natus est filius nomine Eruigius...»; Ibid. (Seb), § 2: «Tempore namque Cindasuindi regis ab imperatore expulsus quidam Ardabastus, ex Grecia Yspaniam peregrinaturus aduenit. Quem Cindasuindus honorifice suscipiens ei consubrinam suam in coniungio copulauit, ex qua natus est Eruigius...» (J. L. Moralejo y J. I. Ruiz de la Peña eds., Crónicas Asturianas, Oviedo 1985). 86 Vid. M. Vallejo Girvés, Bizancio y la España, cit..., 311-314 y S. Krautschick, «Die Familie der Könige in Spätantike und Frühmittelalter», E. Chrysos y A. Schwarz eds., Das Reich und die Barbaren, Viena 1989, 125 y n. 67-68, rechazando la antigua teoría según la cual el pequeño príncipe Atanagildo (cf. supra) no habría muerto sino que habría seguido residiendo en Constantinopla y que su supuesto descendiente, Ardabasto, habría arribado a la corte visigoda durante el reinado de Chindasvinto.

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otras ocasiones, no existe en los anales del Imperio para aquellos momentos noticia de ninguna revuelta o problema ocasionado por un individuo llamado Ardabasto, mientras que sí sabemos de la existencia de un usurpador al trono imperial de ese nombre al que hay que situar un siglo después, c. 743, que tras ser derrotado por el emperador Constantino V, fue cegado y expulsado, la misma fortuna que corrió nuestro primer Ardabasto peninsular87. La llamada Crónica Mozárabe conoce este último episodio y la suerte que le cupo a este usurpador por lo que se ha pensado que, con una intención muy determinada —denigrar los orígenes de Witiza a través de un ascendente no totalmente visigodo (un bisabuelo bizantino)—, el autor de la Crónica de Alfonso III utilizó el episodio verdadero del usurpador del 743 pero situándolo un siglo antes y haciéndolo llegar, como refugiado, a la España Visigoda a mediados del siglo VII; parecería ciertamente una posibilidad razonable, aunque según los editores de la Crónica de Alfonso III, su autor no tuvo noticias de la existencia de la Crónica Mozárabe circunstancia que sin duda dificulta el sentido de la argumentación anterior propuesta88. Ahora bien, algunas fuentes árabes nos hablan de que un hijo de Witiza se llamaba Artobás, onomástica muy similar a la del refugiado bizantino del que ahora nos ocupamos89. Con toda la precaución debida a la complejidad de la información proporcionada por las fuentes árabes pero teniendo en cuenta esa supuesta continuidad onomástica90, que dicho nombre es de origen armenio 87 F. Winkelmanns et al., Prosopographie der mittel-byzantinische Zeit. I. 641-867. Aaron [# 1] – Georgios [# 2182], Berlín – Nueva York 1999, 202-205, singularmente # 632. Sobre su rebelión vid., entre otros, P. Speck, Artabasdos, der rechtglaubige Vorkämpfen der göttlichen Lehren, Bonn 1981; I. Rochow, «Bemerkungen zur Revolte des Artabasdos aufgrund bisher nicht beachter Quellen», Klio 68, 1986, 1, 191-197 y nuevamente P. Speck, «Das letzte Jahr des Artabasdos», JOEByz 45, 1995, 37-52. 88 J. L. Moralejo y J. I. Ruiz de la Peña eds., Crónicas Asturianas, Oviedo 1985, 176, aunque pudo conocerla a través de otras fuentes pues por ejemplo el Liber Pontificialis § 219-220 (Papa Zacarías), comenta esta rebelión, el cegamiento y la expulsión de sus responsables. rı$j iftita$h al89 Singularmente un lejano descendiente de Witiza, Ibn Al-Qu$tiyya, en su Taj Andalus. 90 D. Claude, «Untersuchungen zum Untergang des Westgotensreiche (711-725)», Historisches Jahrbuch 108, 1988, 340-341, parece dar por cierta la información de la Crónica de Alfonso III y justifica la continuidad del nombre por razones de prestigio. A ello también habría que añadir el que en el Lat. Reg. Visig. (Parisinus) aparezca, después del reinado de Witiza, el de Achila («Achila reg. ann. III, documentado también a través de la numismática) y el de un tal Ardo («Ardo reg. ann. VII, del que nada sabemos), pero que habría reinado siete años en el área nororiental, ya en el período de la dominación islámica en la Península (así M.

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pues ˘Artavbazoı es la transcripción del armenio Artav(w)azd y que en la época en la que supuestamente tiene lugar la llegada de ese Ardabasto a la Península, los emperadores destierran o expulsan a Occidente a rebeldes o traidores armenios91, tal vez cabría aventurar la hipótesis de la llegada de un refugiado o desterrado armenio, súbdito del Imperio, a territorio visigodo en aquellos años medianeros del siglo VII; desde este hipotético punto de vista, estaríamos ante unas peculiares relaciones entre el mundo bizantino y la España Visigoda, peculiares relaciones que serían de hostilidad visigoda al haber acogido a un perseguido imperial92. Creo, sin embargo, que existen a partir de los años setenta de ese siglo unas relaciones entre ambos Estados que pueden analizarse desde bases documentales mucho más firmes que las endebles proporcionadas por el suceso de Ardabasto93. En una noticia fechada en el año 676/677, Teófanes nos habla de la firma de un tratado entre bizantinos y árabes, que como es sabido mantenían un duro enfrentamiento desde hacía años en las regiones más cercanas a Constantinopla94. Hasta ahora nada es extraño pero Teófanes continúa informando que ese pacto entre ambos provoca que los habitantes de Occidente, preocupados porque esa paz pudiera provocar nuevos intentos de conquista imperiales, envíen embajadores y regalos a Constantinopla para que también Coll i Alentorn, «Els successors de Vititza en la zona nord-est del domini visigotic», BRABLB 34, 1971, 298; cf. M. Barceló, «El rei Akhila i els fills de Witiza. Encara una altra recerca», Miscellanea Barcinonensia XLIX, Barcelona 1970, 59-77). 91 Cf. M. Vallejo Girvés, «África tardorromana como lugar de exilio y deportación», L’Africa Romana. Actas del XIV Convegno Internazionale di Studi, Roma 2002, 1027-1034 e Ibid., «L’exil dans la Mediterranee Occidentale durant la première époque byzantine», V. Déroche, D. Feissel, B. Mondrain, C. Morrisson, C. Zuckerman eds., Pré-actes. XXe. Congrès International des Études Byzantines. Vol. III. Communications libres, París 2001, 180. 92 M. C. Díaz y Díaz, «Prólogo», Historia de España Menéndez Pidal. III. 1, España Visigoda, Madrid 1991, 23. 93 Pues cf. L. A. García Moreno, «Los últimos tiempos del Reino Visigodo», BRAH CLXXXIX, iii, 1992, 451, sobre la necesidad de «suspender el juicio» respecto a la ascendencia y descendencia de Witiza a la vista de la calidad de las fuentes con las que se cuenta; afirmación realizada a partir del estudio de M. I. Fierro, «La obra histórica de Ibn Al-Qu$tiyya», AQ X, 1989, especialmente 500-502, pero vid. ahora, L. A. García Moreno. «El linaje witizano de Artabasdo», Homenaje a Baquero Moreno, Universidad de Oporto, en prensa. 94 Teoph., Chron. a. M. 6169 (a. 676/677), ut infra. Esta paz habría venido provocada por una decisiva victoria naval bizantina en la que por primera vez se utilizó el fuego griego y por la derrota de los ejércitos terrestres árabes anatólicos (cf. para el contexto general J. F. Haldon, Byzantium in the Seventh Century. The Transformation of a Culture, Cambridge U. P. 19972, 63-64).

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se firme un tratado de paz con ellos; entre esos habitantes de Occidente se menciona expresamente a los ávaros, a los gastaldi, esto es a los lombardos, y a los príncipes de las naciones occidentales95. Concluye Teófanes con la noticia de la firma de un tratado entre el emperador, entonces Constantino IV, y las naciones occidentales, más allá de los lombardos. Se trata de la conocida como despotike eirene. Se ha propuesto que estas naciones occidentales harían referencia a los soberanos merovingios, pero en aquellos momentos el mundo merovingio está unificado en una sola monarquía, la de Teoderico III; el autor de esa propuesta explica el plural empleado por Teófanes por la lejanía con la que ese autor contempla los hechos, esto es del siglo IX al último tercio del siglo VII y fundamenta su propuesta en la llegada de una embajada ‘griega’ a Metz en el 69296. Ciertamente dicha embajada está documentada en los Annales Mettenses Priores97, pero no creo que esa sea la razón por la que haya que excluir de ese pacto con los bizantinos en el año 676/677 a la España Visigoda, al Reino Visigodo de Toledo, no sólo porque era un poder político evidente situado en el Extremo Occidente del Mediterráneo98 sino porque pocos años después, en 95 Teoph., Chron. a. M. 6169 (a. 676/677): «tau?ta maqovnteı oiJ ta; eJspevria oijko?nte mevrh, o{ te Cagavno t?n ˘Abavrwn kai; oijJ ejpevkeina rJhgeı e[xarkoiv te kai; kavstaldoi kai; oJjJ ejxocwvtatoi twn pro;ı th;n duvsin ejqnwn, dia; presbeutwn dwra tw/ basilei steivlanteı eijrhnikh;n pro;ı aujtou;ı ajgavphn kurwqhnai hj/thvsanto. ei{xaı ou\n oJ basileu;ı taiı aujtwn aijthvsesin ejkuvrwse kai; pro;saujtou;ı despotikh;n eijrhvnhn. kai; ejgevneto ajmerimniva megavlh e{n te th/ ajnatolh/ kai; duvse » (ed. C. de Boor I, Leipzig 1883 (reipr. Leipzig 1963), así como Nikeph., Brev. XXX, 30-37 (C. Mango ed., Nikephoros, Patriarch of Constantinople, Breviarium, Dumbarton Oaks Texts Ten, Washington 1990), aunque omite a los gastaldi. 96 Así T. C. Lounghis, Les ambassades byzantines en Occident, cit..., 122-124; cf. J. F. Haldon, Byzantium, cit..., 64, pues otros consideran que esos príncipes occidentales son los de los eslavos balcánicos. 97 Annales Mettenses Priores s. a. 692 (B. Von Simson ed., MGH. SRG in usum scholarum 10), en el contexto de la recepción por parte de Pipino de embajadas extranjeras, entre ellas ésta que nos ocupa (cf. I. Wood, The Merovingian Kingdoms. 450-751, Londres-Nueva York 1994, 258). 98 Chron. Alf. III (Vers. Rot. et ad Seb.) § 2, indica que en época de Wamba los visigodos derrotaron a una flota sarracena; en otro momento, M. Vallejo Girvés, Bizancio y la España, cit..., 332-335, consideré que no se hubiera tratado de una flota árabe sino bizantina, procedente de sus bases africanas, pero ahora opino que no es en absoluto descartable la presencia de naves sarracenas en el occidente del Mediterráneo en aquellos momentos, pues tenemos constatados ataques a Sicilia y a otros lugares centro-mediterráneos (A. M. Fahmy, Muslim SeaPower in the Easter Mediterranean. From the VIIth to the Xth Century A. D., El Cairo, 1966, pp. 116-120). +

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el 684, un documento de la España Visigoda nos habla del emperador como «un piadoso y religioso príncipe», calificativo que puede ser relacionado con el hecho de que en esos momentos el Reino Visigodo de Toledo junto con otras naciones occidentales hubiera firmado una paz con ese mismo emperador, Constantino IV, al que ese documento visigodo califica de tan excelente manera99. Sin duda que el hecho de que Constantino IV hubiera convocado el VI Concilio Ecuménico (Constantinopla. 680-681), en el que se condenaban la monoenergía y el monotelismo, incrementó notablemente su prestigio en Occidente y habría influido en la consideración de los Padres Conciliares Visigodos —y por ende del rey— hacia el emperador bizantino, pero unido al hecho de que cuando el obispo Julián de Toledo envía a Roma su Segundo Apologético adjunte «unos versos panegíricos en alabanza del emperador», que no es otro que Constantino IV, versos elogiosos que no habría compuesto sin el consentimiento de Egica100 y que según la Crónica Mozárabe se trató de un documento del que tuvo conocimiento el emperador101, nos hace ver 99 Concilio XIV de Toledo: «Clara omnis populos Hispaniae implet, quod decurrentis evoluti temporis serie per Romani praesulis baiulum gesta synodalia societate nostrae advecta sunt, quibus CONSTANTINOPOLIM CONSTANTINO PIO ET RELIGIOSO PRINCIPE mediante magna et sublimi copia adgregata pontificum Apollinaris dogma comperimus fuisse detritum: cum quibus etiam gestis Leonis quoque antiquae Romae pontificis invitatoria epistolaris gratiae consulta suscepimus, per quae omnis ordo gestorum gestaque ordinum dilucide ut acta sunt nostris sentibus paruerunt...». 100 Recuérdese que el Pontífice envía también una carta informando al rey sobre la necesidad de confirmar los acuerdos del VI Concilio Ecuménico de Constantinopla (Ph. Jaffe, Regesta Pontificium Romanorum I, Leipzig 1885, nº 2120), lo que indica que nada en el terreno eclesiástico se haría sin el consentimiento del rey (J. Orlandis, «Los concilios en el Reino Visigodo Católico», Ibid. y D. Ramos-Lissón, Historia de los Concilios de la España Romana y Visigoda, Pamplona 1986, 184 n. 58). 101 Chron. Moz. V, 41: ««Eius in tempore librum de tribus substantiis, quem dudum Rome sanctissimus Iulianus urbis regie metropolitanus episcopus miserat et minus tractando papa Romanus arcendum indixerat, ob eo quod ‘uolumtas genuit uolumtatem’ ante biennio tandem scripserat, ueridicis testimoniis in hunc concilium ad exaggerationem prefati principis Iulianus episcopus pero oracula maiorum esque Rome transmiserat uera esse confirmans, apologeticum facit et Rome per suos legatos eclesiasticos uiros presbiterem, diaconem et subdiaconem, eruditissimos in omnia Dei seruos et per omnia de diuinis scripturis inbutos, iterum cum uersus adclamatorios, secumdum quod et olim transmiserat, de laude imperatoris mittit»(cf. J. E. López Pereira, Estudio crítico sobre la Crónica Mozárabe de 754, Zaragoza 1980, 82 y 88-89). Sobre la actitud hispana hacia el Monotelismo y hacia el Concilio que lo condenó definitivamente vid. el aún válido F. X. Murphy, «Julian of Toledo and the Condemnation of Monothelitism in Spain», Mélanges Joseph de Ghellinck, Gembloux 1951, 361-373.

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que durante el último tercio del siglo VII, singularmente durante los años en que Constantino IV gobernó sobre el Imperio Bizantino (668-685) las relaciones que éste mantuvo con el Reino Visigodo de Toledo pudieron ser cordiales, posiblemente las mejores de toda su historia conjunta, con identidad teológica y posiblemente con suscripción de tratado, aunque sin mucha trascendencia efectiva a tenor del silencio predominante en el resto de documentación102. Un silencio absoluto parece dibujarse hasta finales del siglo VII o principios del VIII, momento en que por un lado la Crónica Mozárabe nos habla de una victoria visigoda sobre unos griegos, evidentemente bizantinos, en época del reinado conjunto entre Egica y Witiza103 y por otro las fuentes árabes nos hablan de que tras la conquista árabe de la Cartago bizantina (698) sus habitantes buscaron refugio en España104. Ese silencio absoluto no es una novedad, si bien pudo incrementarse por el hecho de que la figura de Justiniano II en su primer reinado no fue bien vista en Occidente tras la convocatoria del Concilio Quinisexto de Constantinopla (692) ya que anulaba toda preeminencia de la sede romana para igualarla con la de la ciudad imperial así como por las dificultades internas que acompañarán la deposición de ese emperador y la sucesión de dos usurpadores, Leoncio y Tiberio Apsimar; ahora bien, sí resulta significativo un enfrentamiento visigodo-bizantino en el momento en que los últimos apenas podían defender sus posesiones africanas. Pero en definitiva, ello entra en la esfera de enfrentamientos bélicos, absolutamente puntuales que no implican ningún tipo de relación entre ambos Estados. En el año 711 102 Cf. M. Leóntsini, «Adherence to the Chalcedonian Creed and organisation of the Byzantine army in the seventh century», V. Déroche, D. Feissel, B. Mondrain, C. Morrisson, C. Zuckerman eds., Pré-actes. XXe. Congrès International des Études Byzantines. Vol. III. Communications libres, París 2001, 183, en la misma línea. Cf. S. Teillet, Des Goths à la Nation Gothique, cit..., 570-571, para quien el hecho de que la mayoría de autores visigodos llamen Princeps Romanorum o Romanus Princeps al emperador es signo del escaso aprecio que se tenía en la Península Ibérica al emperador bizantino. 103 Chron. Moz. XI, 87: «...Sed et iam sub Egicam et Uittizam Gothorum regibus in Grecis, qui equorei nabaliter descenderant sua in patria, de palmam uictorie triumphauerat». Cf. L. A. García Moreno, «La zona del Estrecho desde las invasiones a la ocupación bizantina», I Congreso Internacional del Estrecho Gibraltar 1987, 1091 y ss. 104 Ibn Adhari, Histoire de l’Afrique et de l’Espagne intitulée Al-Bayanol Mogrib, A. Fagnan ed., Argel 1901-1904, 23-25; Ibn Khaldoum, Histoire des Berbéres et des dynasties musulmanes de l’Afrique Septentrionale, P. Casanova ed., París, 1925, 213. Vid. A. N. Stratos, Byzantium in the seventh century. V (685-711), Amsterdam, 1978, 213; M. Vallejo Girvés, Bizancio y la España, cit., 330-334.

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las tropas islámicas entraron en la Península Ibérica y en poco tiempo dieron fin a la etapa visigoda de España; se ha dicho que el famoso Julián, gobernador de Ceuta, era el último de los gobernadores bizantinos de esa ciudad y que habiendo sido olvidado por el Imperio primero habría colaborado con visigodos y más tarde con las tropas de Tarik y Muza, pero ello supone entrar ya en el terreno de la leyenda. A partir de entonces, los contactos entre España y el Imperio se redefinirán. Al final, dos Estados enfrentados durante largo tiempo, mutuamente ignorados, apenas tolerados, sufrieron enormes daños a manos de un enemigo común, el árabe, que redujo al Imperio Bizantino a un estado balcánico-anatólico y que acabó con la preeminencia visigoda en España. Al final, lo común entre ambos fue la misma desgracia.

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LOS SÍMBOLOS DEL PODER: EL CEREMONIAL REGIO DE BIZANCIO A TOLEDO Ramón Teja Casuso Universidad de Cantabria–Santander*

En la epístola al emperador Anastasio I con que inicia sus Variae dice Casiodoro que el modelo del reino de Teodorico es el imperio constantinopolitano. Con ello quiere resaltar la superioridad del rey ostrogodo sobre los otros reges, una primacía que se basa en poder aducir un mayor grado de imitación del imperio romano: Regnum nostrum imitatio vestra est forma boni propositi, unici exemplar imperii...1. Un siglo antes, la dinastía teodosiana de Rávena con Gala Placidia había intentado consolidar ideológica y políticamente su autoridad mediante la referencia a Constantinopla con la que Rávena constituía una unidad. Así lo resume Piero Piccinini: «Vicarios en la tierra del poder divino que ejercen sobre el orbis christianus, los soberanos constantinopolitanos de la dinastía teodosiana constituyen para Gala Placidia en su presencia iconográfica la exhibición de la solidez de un poder cuya inestabilidad en Occidente se atemperaba con la solidez del Oriente en una unidad que daba seguridad»2. * El presente trabajo ha sido realizado con cargo al Proyecto de Investigación BHA 20000174 de la DGCYT. 1 Var. 1, 1, 3. 2 Piero Picccinini, La regalità sacra da Bizanzio all’Occidente ostrogoto, Bologna 1991, p. 67.

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El modelo de Rávena y de Teodorico fue seguido muy de cerca por Leovigildo en Toledo. Cuando Leovigildo quedó como único rey tras la grave crisis que atravesó la monarquía en el siglo VI, se apresuró a dotar a la institución de sólidos soportes materiales e ideológicos que la consolidasen como la suprema institución de gobierno: para alcanzar una legitimidad indiscutida recurrió, como habían hecho otros reyes bárbaros, al fortalecimiento del poder real mediante la práctica de la imitatio imperii, es decir, la imitación de las costumbres, formas, tradiciones y ceremonial de las formas imperiales romanas tal como eran encarnadas en aquel momento por la Corte de Constantinopla, auténtica y única heredera de la vieja Roma. Los historiadores están de acuerdo en considerar que, al asociar al poder a sus dos hijos, Hermenegildo y Recaredo, designándoles consortes regni, Leovigildo no hacía sino inspirarse en el sistema tetrárquico dioclecianeo y en la costumbre de los emperadores romano-bizantinos de asociar al poder al que querían designar como sucesor en el trono. Pero, junto a la consolidación del poder, Leovigildo llevó a cabo una política orientada a prestigiar la institución monárquica. Para ensalzar su grandeza y ponerla de manifiesto ante la nobleza y los súbditos en general llevó a cabo una tarea sistemática de propaganda en la que también siguió muy bien de cerca el modelo romano-bizantino del momento. Como ha escrito un buen conocedor de la monarquía visigoda, M. Reydellet, «con Leovigildo se consuma la ruptura con la vieja tradición germánica del soberano concebido como primus inter pares y, correlativamente, una aproximación decisiva al sistema imperial»3. Entre los instrumentos a que recurrió resaltan la fundación de ciudades, el embellecimiento de la sede real, la transformación de la ciudad regia de Toledo en una capital imperial y el fausto y ceremonial de que rodea su presencia en la corte, aspectos todos bien analizados y sintetizados recientemente por Mª. Rosa Valverde Castro4. Fijaremos aquí nuestra atención en dos aspectos que resultan inseparables y complementarios: la consolidación de Toledo como ciudad imperial con el consiguiente embellecimiento urbanístico y el desarrollo de un boato y ceremonial cortesanos tendentes a hacer de la ciudad una verdadera urbs regia. Nos interesa, sobre todo, resaltar hasta qué 3 M. Reydellet, «La concepción du souverain chez Isidore de Séville», Isidoriana, 1966, pp. 457-466. 4 Ideología, simbolismo y ejercicio del poder real en la monarquía visigoda: un proceso de cambio, Salamanca 2000, especialmente cap. 2, 2; «El concepto del poder monárquico, proceso de institucionalización de la monarquía», pp. 179 ss.

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punto la gran capital romana de Oriente, Constantinopla, estuvo presente como modelo a imitar por Leovigildo primero y sus sucesores después, tal como había sucedido antes con Rávena al constituirse en capital de Occidente con Honorio y del reino ostrogodo de Teodorico. Por desgracia no contamos para Toledo y sus reyes visigodos con la riqueza documental de que disponemos para conocer las cortes de Rávena y Constantinopla. No tenemos ningún texto literario que nos proporcione una descripción detallada de la corte. En cuanto a la iconografía no tenemos ni mosaicos ni objetos materiales pues el arte visigodo parece que prestó poca atención a la representación de los soberanos y, si la hubo, no se ha conservado. En las monedas aparece el rey con diadema o corona, el paludamentum, la coraza y el yelmo, pero, como se ha hecho constar por los especialistas, el numerario visigodo imita los tipos monetales bizantinos por lo que se ha puesto en duda su valor como testimonio. Aparte de éstas, las más antiguas representaciones que tenemos de los reyes visigodos proceden de los códices Vigilano y Emilianense del siglo XI5. No es necesario recordar la importancia que el ceremonial ha revestido siempre para ensalzar la figura de los monarcas pues es lo que distingue al rey de los simples mortales. El ceremonial es lo que caracteriza al monarca y es el ceremonial lo que da su razón de ser a la corte que se crea y se concibe para dar realce a su figura6. La corte bizantina había llevado a su máximo esplendor el ceremonial tomando y haciendo suyos una serie de símbolos y enseñas que tienen su origen especialmente en Diocleciano, el primer emperador romano que no sólo no ocultó presentarse como monarca, sino que hizo ostentación de tal condición. La iglesia no sólo añadió a la figura del emperador un carácter sacro con nuevos argumentos teológicos que reemplazaron o se superpusieron a los paganos —al configurar al monarca como representante en la tierra del Dios único y supremo del Universo—, sino que el ritual litúrgico eclesiástico se inspiró estrechamente en el de la corte imperial. Por ello, a nivel metodológico, creemos que el estudio de la liturgia visigoda o mozárabe debería constituir una fuente de información privilegiada para reconstruir el ceremonial de 5 Cf. S. de Silva y Verastegui, Iconografía del Siglo X en el Reino de Pamplona-Nájera, Pamplona, 1984. 6 Cf. R. Teja, «El ceremonial en la corte del Imperio romano tardío» en Id., Emperadores, obispos, monjes y mujeres. Protagonistas del Cristianismo antiguo, Madrid, 1999, pp. 39 ss.

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la corte visigoda, como sucede con la liturgia bizantina respecto a la corte de Constantinopla, aunque no nos consideramos capacitados para emprender tal reconstrucción. Pero creemos válido lo que hemos afirmado en otra ocasión: «es en la liturgia cristiana donde en cierta forma se perpetúa todavía el ceremonial de la corte tardo imperial»7 y la vestimenta papal actual es un trasunto vivo de la imagen, por ejemplo, de Teodosio I tal como aparece en el Missorium de la Academia de la Historia. Como ha señalado bien Mª. R. Valverde, tanto la fijación por parte de Leovigildo de la capitalidad del reino en un lugar concreto y bien definido, Toledo, tomando como arquetipo a las grandes capitales imperiales, como el que hiciera suyos una serie de insignias mayestáticas de tradición romana y adquiriera una apariencia exterior fastuosa, obedecen a la misma pretensión, romper con el modelo germanizante de la corte itinerante, exteriorizar su civilitas y desprenderse de la condición de bárbaros con que eran tildados los visigodos haciendo suyas las concepciones políticas romanas de carácter estatal8. En primer lugar el trono y la vestimenta. Se ha cuestionado por algunos historiadores modernos la afirmación de Isidoro de Sevilla de que Leovigildo fue el primer monarca visigodo que «se presentó a los suyos in solio y cubierto con vestimenta real dado que, antes de él, hábito y asiento eran comunes para el pueblo y para los reyes»9, pues existen precedentes como el testimonio de Sidonio Apolinar de que Teodorico II en su corte de Tolosa se sentaba un lugar destacado que califica de solium y sella10. Posiblemente hay que interpretar la noticia de Isidoro de una manera similar a las informaciones de los historiadores del siglo IV cuando atribuyen a Diocleciano la introducción de ritos como la proskynesis que constituyen la esencia del ceremonial en el Imperio tardío y que G. Bravo ha tratado de refutar como una idea equivoca-

7 Ibid. p. 45. 8 R. M. Valverde, Ideología, cit., p. 189. 9 Hist. Goth. 51, 7-10. 10 Sidon. Apoli. Epist. 1, 2, 4 (455): circumsistit sellam comes armiger; pellitorum turba satellitum ne absit, admittitur; ne obstrepat, eliminatur, sicque pro foribus immurmurat exclusa velis, inclusa cancellis...: «Oficiales armados rodean el trono; en cuanto a la tropa de guardias de corps vestidos de pieles, se les hace entrar para asegurarse de su presencia, después se les hace salir para que no molesten con sus ruidos: así puede hablar en voz baja delante de la puerta, detrás de las cortinas, pero dentro del recinto».

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da que se convirtió en lugar común de la historiografía tardoantigua11. Quizás, en ambos casos, tanto Isidoro respecto a Leovigildo, como los autores tardoromanos respecto a Diocleciano, lo que querían es resaltar el nuevo significado político que estos personajes dieron a costumbres y prácticas ya existentes. El texto de Sidonio Apolinar es enormemente significativo porque pone de manifiesto lo pronto que los reyes visigodos adoptaron ciertas prácticas del ceremonial imperial para resaltar su autoridad. En la descripción del obispo galo, Teodorico II aparece sentado en el trono (sella), rodeado de los oficiales armados (circumsistit sellam comes armiger) mientras los guardias de corps vestidos de pieles permanecen dentro del palacio, pero fuera de la presencia del rey, separados por un velo (exclusa velis, inclusa cancellis). Los guardias de corps seguramente están concebidos según el modelo de los cuatro ostiarii que según Constantino Porfigénito12 eran los guardianes del trono imperial en Bizancio y regulaban el ingreso de los que debían ser recibidos en audiencia. En San Apolinar in Classe están representados por los cuatro ángeles que rodean a Cristo en una de las naves y a la Virgen María en la otra. Del texto de Sidonio Apolinar se deduce que en la corte de Teodorico se había implantado ya algo que era característico de la corte tardo-imperial y bizantina: para realzar su sacralidad, la persona física del emperador se ocultaba en las audiencias tras un velum, parapetasma en griego, bien atestiguado en las representaciones artísticas y en la literatura. El obispo Lucifer de Cagliari se quejaba de que el emperador Constancio II le había dado la respuesta durante una audiencia escondido tras una cortina13. ¿Se trata de las mismas cortinas que aparecen en el famoso mosaico de San Apolinar Nuevo en Rávena? Esta costumbre fue implantada en los ceremoniales litúrgicos donde el sacerdote se aisla del público por medio de la ikonosthasis. Pero, como piensa Mª. Rosa Valverde, seguramente la implantación de ciertos elementos del boato cortesano en la 11 G. Bravo, «El ritual de la «proskynesis» y su significado político y religioso en la Roma imperial», Gerión 15, 1997, pp. 177-192. 12 De Caeremonis, ed. Vogt, París 1938, I, 56. 13 Moriend. esse pro Dei Filio 1. Atanasio de Alejandría recuerda que en una audiencia que le concedió el emperador Constante estuvo acompañado de otros obispos mientras Eugenio, «maestro de palacio» permanecía «delante del velo» y pudo escuchar sus súplicas y las respuestas del emperador (Apol. ad Const. 3). Sobre los vela, J. K. Eberlein, Apparitio regis-revelatio veritatis. Studien zur Darstellung der Vorhangs in der Bildenen Kunts von der Spätantike bis zum Ende des Mittelalters, Wiesbaden 1982.

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corte de Tolosa hay que interpretarlo sólo como el inicio de un proceso de aculturación por parte de los reyes visigodos que no pretendían aún entrar en competencia con la autoridad imperial. No sucede así en época de Leovigildo. Cuando Isidoro de Sevilla resalta que este monarca fue el primero en aparecer ante los suyos sentado en el solium y con la vestidura real (regali veste) mientras que antes hábito y asiento eran comunes para el pueblo y los reyes, está reflejando la voluntad del monarca de reivindicar una soberanía similar a la de los emperadores bizantinos. El solium de Leovigildo debía ser un auténtico trono: en las representaciones de los Códices Vigilano y Emilianense se destaca la figura del rey sentado en el trono dotándole de un tamaño sensiblemente superior al de los personajes que le rodean, exactamente igual que sucede en el Missorium de Teodosio. Además, el trono se distinguía en el mundo romano-bizantino por su elevación sobre todo lo que le rodeaba. Por ello, el ámbito ideal para las apariciones públicas del emperador eran los ábsides escalonados que realzaban su elevación y aislamiento, elemento que pasará a formar parte de las iglesias cristianas. En el palacio de Bizancio, en la Sala del Consistorio, elevado sobre gradas de pórfido y cubierto por un baldaquino sostenido por columnas, había un doble trono: en los días normales el emperador se sentaba en el de la derecha, recubierto de oro; en los festivos en el de la izquierda, recubierto de púrpura como signo de mayor solemnidad. En otras ceremonias oficiales se colocaban dos tronos, uno junto al otro: en el que se sentaba el emperador era el trono de Arcadio; el «trono vacío» era el trono de Constantino14. La altura del trono, remarcada además por la arquitectura palaciega, tal como aparece también en el Missorium de Teodosio y en las representaciones cristianas del Pantokrator, pretende realzar la importancia del emperador frente al resto de los mortales. Con el desarrollo de un ceremonial cortesano, Leovigildo dejó bien claro ante el pueblo y, especialmente, ante la aristocracia goda que ya no quería ser visto como un primus inter pares sino como el poder supremo del estado y que su autoridad no era menor que la de sus colegas de Bizancio. Al igual que el emperador no se presenta ya en el senado de Constantinopla como uno más de los senadores, el princeps senatus, y el senado pasó a denominarse sygkletos, es decir, comitatus, también Leovigildo hizo de la nobleza goda su comitatus.

14 Const. Porfirog., De Caeremon. II, 1, y II, 15.

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Otros signos distintivos del poder de los emperadores romano-bizantinos eran la púrpura, la diadema y el cetro, que también fueron asumidos por los reyes visigodos, aunque las fuentes disponibles son pocas y pobres. La púrpura se había convertido en el siglo IV en el elemento característico del emperador y su familia y como tal pasó al vocabulario político y literario de la época como expresión metonímica de la persona imperial: divina purpura, adoratio purpurae, natales purpurae, purpuram asumere, etc. De un modo similar, en la Lex Visigothorum se dice: post diademam et purpuram gloriam et coronam15. Y, seguramente, la expresión vestis fulgens alude también a la púrpura. Cuando Julián de Toledo habla de regalis vestis o regalia indumenta está pensando también en la púrpura real. El cetro y la diadema son los elementos mejor documentados en la literatura visigoda y en las ilustraciones de los códices Vigilano y Emilianense hasta el punto de que la expresión tomar el cetro se hace sinónimo de asumir el poder real. El cetro tenía su origen en el bastón de mando propio del imperator que los generales romanos exhibían en sus triunfos. La diadema, que deriva de la banda blanca que cubría las sienes de los monarcas helenísticos, aparece en las representaciones imperiales de finales del siglo III y el autor anónimo del Epítome atribuye su introducción a Aureliano. A partir de Constantino se generaliza su uso bajo la forma de oro recubierto de perlas y piedras preciosas y se convirtió en la mejor expresión de la «luz divina» que emana de la persona imperial siendo el origen del nimbo con que la iconografía rodeará la cabeza de los seres sagrados, el emperador y los santos. Isidoro de Sevilla se refiere a la diadema con la expresión lumina lapillorum y en el Códice Vigilano se representa en forma de aureola decorada con piedras preciosas. Así pues, los reyes visigodos, al igual que los emperadores bizantinos intentan con su vestimenta y símbolos regios realzar la majestad de la persona real que es presentada como un ser sobrenatural en sus «epifanías» ante los súbditos: «Emulando los comportamientos imperiales, los reyes visigodos equiparaban su autoridad a la de los emperadores»16. La majestad imperial necesitaba un escenario adecuado para sus epifanías, es decir, el palacio imperial. Teodorico construyó un conjunto palaciego, inspirado en el de Constantinopla, donde la dignidad real pudiese proyectarse adecuadamente sobre la sociedad: como dice Casiodoro en sus Variae, esta 15 Lex Vis. 1, 2, 6. 16 Rosa Mª. Valverde Castro, Ideología, cit. p. 194.

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proyección se llevaba a cabo con la epifanía del rey más que con la concesión de dones y beneficios al pueblo: quia maiora de conspectu principis populi summunt quam de larguitate beneficia consequuntur17. El palacio de Teodorico asume para Casiodoro la función de representar la majestad del soberano, de expresar la soberanía de su realeza: Haec nostrae sunt oblectamenta potentiae, imperii decora facies, testimonium praeconiae regnorum...18. Toledo se convierte con Leovigildo no sólo en la civitas regia, sino en la urbis regia, basileoúsa polis, el mismo título que tenían Rávena y Constantinopla y en consonancia con ello Leovigildo se preocupó de dotar a la capital imperial de edificios acordes con la grandiosidad de la majestad imperial. Desgraciadamente nada nos ha quedado de esta actividad edilicia. Parece que Leovigildo construyó un importante conjunto palaciego que incluía, como en Rávena y Constantinopla, una capilla palatina y el circo. El palacio debió ser concebido, como sucedió con el de Teodorico, inspirándose en el modelo del que construyó Constantino en Constantinopla, la famosa Chalké, destruida en la revuelta del 532. Del palacio de Teodorico, del que la iglesia de San Apolinar Nuevo formaba parte como iglesia palatina, quedan pocos restos pero nos ha quedado una representación en el famoso mosaico, a pesar de las múltiples interpretaciones a que ha dado lugar. En el conjunto palaciego construido por Leovigildo encontraron un marco adecuado no sólo la corte real, sino también los concilios que allí se celebrarán a partir de su sucesor. Las grandes capitales cristianas contaban con tres complejos basilicales, una iglesia palatina o aulica, otra episcopal y otra martirial. Leovigildo dedicó la capilla palatina a los apóstoles Pedro y Pablo, advocación de clara resonancia constantinopolitana y romana, y parece que fue también el constructor de la basílica episcopal dedicada a María theotokos, aunque Palol ha puesto de relieve que se desconoce el momento exacto de la construcción de ambas basílicas. Será después Sisebuto quien consagre la iglesia martirial de Santa Leocadia. Se ha puesto de manifiesto por algunos especialistas (García Moreno, Palol, Schwöbel) que, al ser los concilios generales de Toledo convocados y presididos por el rey, como era norma en los concilios orientales, éstos solían celebrarse en las iglesias de carácter cortesano (SS. Pedro y Pablo y Sta. Leocadia) mientras que los provinciales, convocados por el obispo de 17 Var. V, 26. 18 Var. VII, 5; Cf. P. Piccinini, La regalità sacra, cit., p. 94.

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Toledo, tenían lugar la iglesia episcopal de Sta. María. El espacio urbano que se fue remodelando con Leovigildo y sus sucesores encontró su máximo relieve ideológico en la redefinición del espacio sagrado donde el poder imperial, el obispo y los fieles podían encontrarse frente a frente. Así pues, a partir de Leovigildo, Toledo se convirtió en capital política y religiosa, exclusiva y permanente del reino, con lo que culmina el proceso de identificación entre la ciudad y la monarquía siguiendo el modelo de Roma, Rávena y Constantinopla frente a la corte itinerante que había sido característica de los reyes anteriores. Los escasos restos arqueológicos e iconográficos conservados no nos permiten apreciar el esplendor de la corte regia toledana, asimilada a una capital imperial y a un lugar cuasi sagrado, con sus «imágenes de autoridad», pero que se trasluce en las loas que le consagró Ildefonso de Toledo: «En la gloriosa sede de la ciudad toledana, y la llamo gloriosa, no por ser centro de atracción para innumerables hombres, pues le proporciona prestigio la presencia de nuestros gloriosos príncipes, sino porque entre los hombres temerosos de Dios es considerada lugar terrible para los injustos y para los justos digna de admiración». El reino visigodo sucumbió cuando Toledo cayó en manos de los árabes pero hasta qué punto pervivió en ella la «inesausta vocazione ad essere basileoúsa polis», como ha escrito A. M. Orselli a propósito de la Rávena otoniana en el siglo X, es un tema que desborda mi exposición.

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LA ESPAÑA VISIGODA Y EL MUNDO BIZANTINO: ASPECTOS CULTURALES Y TEOLÓGICOS A. Bravo García Universidad Complutense de Madrid

1) Los llamados en griego Oujsivgotqoi (visigodos)1, un pueblo dentro de la gran coalición de los godos, llegaron a amenazar la ciudad de Constantinopla en torno al año 382 y, más adelante, en 410, acabaron por saquear Roma, para pasar luego a la Galia, arribando finalmente a la Península ibérica en 416418. El reino visigodo de la Galia, cuya capital estaba en Toulouse, tras Teodorico II († 466) y Eurico († 484) sufrió un duro golpe por la derrota y muerte de Alarico II († 507) en Vouillé, cerca de Poitiers, a manos de los francos mandados por Clodoveo. Sin embargo, la presencia de este pueblo en España2 resultó mucho más duradera e, incluso, tuvo ocasión durante casi setenta años de convivir, como es bien sabido, con las propias fuerzas imperiales enviadas por Justiniano I (527-565), emperador de Bizancio. Entre los diversos ámbitos en que se ha querido detectar una influencia de uno de estos mundos, el visigodo y el bizantino, sobre el otro, parece destacar tal vez, incluso entre los no especialistas, la influencia de la arquitectura y el arte bizantinos sobre la cultura visigoda, un capítulo que ha merecido muchas publicaciones, no todas 1 Véase R.B. Hitchner, art. «Visigoths» en A.P. Kazhdan (ed.), The Oxford Dictionary of Byzantium, 3 vols., N. York-Oxford 1991, pp. 2178-9 (= ODB).

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concordes en sus conclusiones. Por otro lado, es bien conocido que los reyes visigodos adoptaron a partir de Leovigildo (568-586) las insignias reales y el ceremonial cortesano del Imperio. Para R.B. Hitchner, el autor del artículo correspondiente en el Oxford Dictionary of Byzantium, incluso la unificación política que consiguió Leovigildo se debió, en cierta medida, a su decisión de hacer de Toledo (Toletum) la capital real (urbs regia) a imitación de Constantinopla. No obstante, pese a todas las posibles influencias barajadas y al abandono oficial de la herejía arriana en 586, bajo Recaredo (568-601), la oposición a la ocupación bizantina de parte de la Península se fue haciendo cada vez más firme y en diversos frentes de modo que, con el tiempo, los contingentes militares de Justiniano se vieron expulsados por Suintila (621-631) y desaparecieron de la España visigoda, que había de subsistir sin embargo hasta la invasión musulmana de 7113. Nuestro propósito en esta exposición no es en modo alguno pasar revista a la historia de la España visigoda4 ni tampoco al largo catálogo de influencias bizantinas que han podido encontrarse en ella, sino detenernos en un par de cuestiones de cierto interés que pueden arrojar 2 «References in the marginalia to two manuscripts of the Chronicle of Victor of Tunnuna, which have been ascribed to an otherwise lost ‘Chronicle of Zaragoza’, suggest» —leemos en Averil Cameron en Eadem et alii (eds.), The Cambridge Ancient History. XIV. Late Antiquity: Empire and Successors, A.D. 425-600, Cambridge 2000, p. 122— «that a more intensive Visigothic settlement of Spain took place in the 490s. This may have facilitated the survival of the kingdom in the aftermath of the battle of Vouillé in 507. While most of the Visigothic territories in Gaul were then overrun by the Franks and the Burgundians, Spain was retained and Narbonne and then Barcelona replaced Toulouse as the Royal centre». 3 No es este el momento de hablar de la leyenda de D. Rodrigo, el último rey godo, ni de los pormenores históricos nuevamente considerados (por ejemplo, en J. Vallvé Bermejo, Nuevas ideas sobre la conquista árabe de España. Toponimia y onomástica, Madrid 1989 [se trata de su discurso de ingreso en la RAH]); baste con recordar que ecos de estos hechos, adornados con el colorido bizantino de las épocas pasadas, aparecen incluso en novelas como la de René de Segonzac, La légende de Florinda la Byzantine (París 1928), recientemente estudiada por P. Bádenas de la Peña, «La légende de Florinda la Byzantine. À propos du roman de René de Segonzac. Une vision colonialiste de l’histoire» en E. Konstantinou (ed.), Byzantinische Stoffe und Motive in der europäischen Literatur des 19. und 20. Jahrhunderts, Frankfurt am Main 1998, pp. 15-36. 4 Una sucinta bibliografía sobre ésta es la siguiente: R. d’Abadal i de Vinyals, Del reino de Tolosa al reino de Toledo, Madrid 1960, E.A. Thompson, Los godos en España, tr. esp., Madrid 1971, E. James, Visigothic Spain, Oxford 1980, J. Orlandis, Historia del reino visigodo español, Madrid 1988, L-A. García Moreno, Historia de España visigoda, Madrid 1989 y El fin del reino visigodo de Toledo, Madrid 1975.

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algo de luz sobre las relaciones culturales entre ambos mundos5. Claro es —y éste será nuestro obvio punto de partida—, que, como ha escrito hace algunos años Bunna Ebels6, hoy día la historia bizantina se considera una parte de la historia medieval general; de modo que la bizantinística, en cierto modo, entra dentro del campo de los estudios medievales y debe darse por hecho que ambos estudian el desarrollo y las transformaciones de la misma civilización greco-romana a lo largo del mismo periodo de tiempo, aunque asentada en diferentes partes de Europa. Como es lógico, sin embargo, hay también diferencias notables entre ambas que no toca exponer aquí. Por todo ello, consideraciones como las que propondremos en estas páginas, aunque no resultarán, ni por su metodología ni por su contenido, especialmente novedosas, pueden quizá contribuir a perfilar mejor la relación ambigua que entre ambas sociedades, la bizantina y la visigoda, existió. Lo primero de todo, como ya se ha anticipado, sería hablar de la influencia griega antigua y bizantina sobre las letras de la época. Sin embargo, pensamos que no será ocioso, antes de comenzar este capítulo, pasar revista muy someramente a otros tipos de influencias que, aunque nos interesan aquí mucho menos, constituyen sin embargo algo así como el decorado de nuestro 5 Estudios sobre las relaciones entre bizantinos y visigodos o entre Oriente y Occidente que nos interesan aquí son, entre otros muchos: Fr. Görres, «Die byzantinische Besitzungen an den Küsten des spanisch-westgotischen Reiches (554-624)», Byzantion 16 (1907), pp. 514538, H. Schlunk, «Relaciones entre la Península ibérica y Bizancio durante la época visigoda», AEA 18 (1945), pp. 177-204, P. Goubert, «Influences byzantines sur l’Espagne wisigothique», REB 4 (1946), pp. 111-122, H. Ditten, «Beziehungen zwischen Spanien und dem byzantinischen Bereich im Mittelalter» en J. Irmscher (ed.), Byzantinische Beiträge, Berlín 1964, pp. 257290, K.F. Stroheker, «Das spanische Westgotenreich und Byzanz», recogido en Germanentum und Spätantike, Zurich 1965, pp. 207-245, D.J. Geanakoplos, Interaction of the «sibling» Byzantine and Western Cultures in Middle Ages and Italian Renaissance (330-1600), New Haven-Londres 1976, L.-A. García Moreno, «The Creation of Byzantium’s Spanish Province. Causes and Propaganda», Byzantion 86 (1996), pp. 101-119, M. Vallejo Girvés, «The Treatise between Justinian and Athanagild and the Legality of the Byzantine Possesions on the Iberian Peninsule», Byzantion 86 (1996), pp. 208-218, L.-A. García Moreno, «La imagen de Bizancio en España en la temprana Edad Media», BZ 91 (1998), pp. 32-48 y J. Fontaine, «Isidoro de Sevilla frente a la España bizantina» en Actas de la V Reunión de Arqueología Cristiana Hispánica, Cartagena 1998, Barcelona 2000, pp. 29-40. El libro de Vallejo Girvés, Bizancio y la España tardoantigua (ss. V-VIII): un capítulo de historia mediterránea, Alcalá de Henares 1993, aparte de su interés, ofrece al lector una amplia bibliografía (pp. 496-526). 6 «Byzantium and the Middle Ages» en H. Holwerda et alii (eds.), Polyphonia Byzantina. Studies in honour of Willem J. Aerts, Groninga 1993, p. 339.

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análisis, es decir, un bosquejo que centrará nuestras consideraciones literarias dentro de una sociedad, como fue la visigoda, influida de muchas maneras tanto por el Imperio romano (con su herencia grecolatina) como por Bizancio, continuador de éste. Una larga serie de estas influencias —aparte de las que tienen que ver con las insignias del poder real, el ceremonial y otros detalles que han sido bien estudiados por el profesor R. Teja Casuso en este mismo volumen— han sido traídas a colación en los últimos años, entre otros, por P.D. King7 y M. McCormick8. Fue Leovigildo el primer monarca visigodo que parece haber seguido una política definida de imitación de Bizancio; en efecto, según señala King9, fue éste el primero «que se vistió con ropas reales y se sentó en un trono: el primero en implantar un sistema de acuñación de moneda real independiente; el primero tal vez, que organizó a sus comites en un officium palatino10 establecido. Ya en 573, en un intento de asegurar la continuidad de gobierno y la perpetuidad de su dinastía, asoció con él a sus dos hijos en el trono», práctica frecuente en Bizancio. También la visión del rey como alguien cuasi-divino, un elemento más de la Kaiseridee bizantina11 bien extendida por Europa, estaba presente en el mundo visigodo e incluso existía en él la práctica, bizantina igualmente, de exigir al pueblo un 7 Derecho y sociedad en el reino visigodo, tr. esp., Madrid 1981. 8 Véase en concreto el capítulo ocho («The King’s victory in Visigothic Spain») de su Eternal Victory. Triumphal rulership in late antiquity, Byzantium, and the early medieval West, Cambridge-París 1987 (es reimpr.), pp. 297-327 y «Byzantium’s Role in the Formation of Early Medieval Civilization: Approaches and Problems», ICS 12 (1987), pp. 207-220, donde se propugna una metodología para enfrentarse con la cuestión siempre discutible de las influencias acudiendo a una triple interrogación: «Was Byzantine influence a constant factor in the early Middle Ages or did it fluctuate, and if so, how and why? Is every parallel occurrence in East and West due to Byzantium’s influence on the West, —or viceversa—, or are there mirage influences? And what do we really know about the dynamics of cross-cultural exchanges in the ‘dark ages’?» (o.c., p. 208). 9 O.c., p. 31. 10 En ocasiones esta expresión, palatinum officium, se utiliza para designar «el conjunto de personas que estaban al servicio directo del rey, incluidos hasta los esclavos más ínfimos de la casa real» (ibidem, p. 75) y equivale a aulae regalis officium. 11 Para la interpretación de la concepción imperial en Bizancio, no exactamente un cesaropapismo, véase A. Bravo García, «Orden humano y orden divino: la realeza en el mundo bizantino» en J.M. Candau et alii (eds.), La imagen de la realeza en la Antigüedad, Madrid 1988, pp. 207-240, y, especialmente, G. Dagron, Empereur et prêtre. Étude sur le «césaropapisme» byzantin, París 1996.

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juramento de fidelidad12: «era en términos de la violación a ese juramento en los que los obispos, por lo menos, consideraban a menudo los delitos contra el rey»13. Solamente «la España y el Bizancio del siglo séptimo» —ha escrito J. M. Lacarra14— «conocieron la unidad interna centrada en el monarca», y la práctica de la unción del rey durante su coronación —por ejemplo, en el caso de Recaredo15, un rey que se convirtió al catolicismo16—, práctica cuyo 12 Para el juramento de fidelidad al emperador véase N. Svoronos, «Le serment de fidélité à l’empereur byzantin et sa signification constitutionelle», REB 9 (1951), pp. 106-142; sobre el juramento de las tropas antes de la batalla puede verse H. Ahrweiler, «Un discours inédit de Constantin VII Porphyrogénète», TM 2 (1967), pp. 393-404. 13 King, o.c., p. 61. 14 «La iglesia visigoda en el siglo VII y sus relaciones con Roma» (Settimana VII), Spoleto 1960, p. 376, citado por King; en general, Orlandis, «El cristianismo y la Iglesia en la España visigoda» en Historia de España Menéndez Pidal (dir. por J. M. Jover Zamora), 3,1 España Visigoda, Madrid 1991, pp. 431-512. 15 La coronación de este rey testimonia influencias bizantinas en otros aspectos; hasta 586 los monarcas occidentales fueron generalmente investidos mediante entronización, es decir, siendo alzados en un escudo y aclamados por sus súbditos (véase Herrin, o.c., pp. 227-228). Es interesante señalar que, en Bizancio, este ritual se puso de moda de nuevo a mediados del s. XI; véase Bravo García-M.J. Álvarez Arza, «La civilización bizantina de los siglos XI y XII: Notas para un debate todavía abierto», Erytheia 9 (1988), pp. 111-112; para la iconografía, C. Walters, «Rising on a Shield in Byzantine Iconography», REB 33 (1975), pp. 133-175. Una obra en que se estudian detenidamente éste y otros muchos cambios en la sociedad bizantina de esta época es la de A.P. Kazhdan-A. Wharton Epstein, Change in Byzantine Culture in the Eleventh and Twelfth Centuries, Berkeley-Los Angeles-Londres 1985. 16 La explicación de la conversión de los visigodos al catolicismo preocupa a los estudiosos; para Thompson, o.c., p. 130, se trata de «parte de un movimiento muy generalizado hacia la romanización del reino, que tuvo lugar durante el reinado del arriano Leovigildo, así como en el del católico Recaredo». De todas formas, no conviene olvidar que, cuando los visigodos entraron en España, ya llevaban más de medio siglo de romanización en su reino francés que, como ya se dijo, terminó en 507. Según sabemos por una reunión previa al III Concilio de Toledo (589), el rey Recaredo, como señala igualmente Thompson, ibidem, pp. 113-115, afirmó que ninguna curación milagrosa había sido realizada por los arrianos pese a que algún obispo de esta religión lo había intentado. Aunque no convenció a la mayoría de sus correligionarios con argumentos como éste, su decisión de convertirse al catolicismo se cumplió, de manera que «antes incluso de la apertura del III Concilio, las iglesias arrianas y sus propiedades habían sido entregadas a los católicos». Quiere esto decir simplemente que los meros argumentos en pro de la romanización no son los únicos que han de primar para explicar la conversión. Por si fuera esto poco, también se ha observado por lo historiadores que la reticencia a convertirse pudo tener otros motivos y no necesariamente teológicos. En opinión de King, o.c., p. 23, «es difícil no llegar a la conclusión de que los godos, que vivían en un mundo predominantemente ortodoxo, se aferraron tan tenaz-

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terminus ante quem entre los visigodos debe ser 672 (la unción de Wamba17), nos recuerda de nuevo a Bizancio, aunque en este caso hay que tener en cuenta que este proceder no es originariamente bizantino18. Merece la pena destacar, conectado también con la realeza, algún otro aspecto. Continuando la serie de «espejos de príncipes» que venía del mundo antiguo19, fue Martín de Braga (muerto en torno a 580) quien escribió algo mente a su arrianismo debido en gran parte precisamente a que la herejía representaba un signo fundamental que los distinguía como pueblo de los romanos nativos». Cameron en Eadem et alii (eds.), o.c., p. 124, ha señalado muy sintéticamente la importancia política del hecho; para ella, a pesar de que los conflictos entre Leovigildo y su hijo Hermenegildo no deben ser considerados como «una guerra de religión», sin embargo pusieron en claro que, una vez conquistado por completo el reino suevo (585), el poder y prestigio de la monarquía visigoda sólo podría alcanzarse del todo cuando los numerosos obispos católicos, los notables más influyentes del reino, pudieran contar con un rey católico, en vez de arriano, al que seguir. 17 King, o.c., p. 68, con una erudita exposición al respecto. 18 Sobre la unción, un tema muy discutido, escribe J. Herrin, o.c., p. 228, que «was not part of the eastern ceremony and reflects the Visigothic development of inherited tradition along Christian lines». Trabajos sobre esta cuestión son los de E. Eichmann, «Die rechtliche und kirchenpolitische Bedeutung der Kaiseralbung in Mittelalter» en Festschrift Georg von Hertling, Múnich 1913, pp. 263-271 y E. Müller, «Die Anfänge der Königsalbung in Mittelalter und ihre historisch-politischen Auswirkungen», HJ 58 (1938), pp. 317-360; más modernamente puede verse R. Schneider, Königswahl und Königserhebung im Frühmittelalter, Stuttgart 1972, pp. 196-199 y, para Bizancio en concreto, G. Ostrogorsky, «Zur Kaiseralbung und Schilderhebung im spätbyzantinischen Krönungszeremoniell» en Zur byzantinischen Geschichte, Darmstadt 1973, pp. 142-152, D. M. Nicol, «The Unction of Emperors in Late Byzantine Coronation Ritual», BMGS 2 (1976), pp. 37-52 y J. L. Nelson, «Symbols in Context: Ruler’s Inauguration Rituals in Byzantium and the West in the Early Middle Ages», SCH 13 (1976), pp. 97-119. 19 Una buena introducción es P. Hadot, art «Fürstenspiegel» en Reallexikon für Antike und Christentum, VIII, Stuttgart 1972, cols. 555-632. Para Bizancio, mencionemos concretamente H. Hunger, Die hochsprachliche profane Literatur der Byzantiner, I, Múnich 1978, pp. 157-165 y G. Prinzig, «Beobachtungen zu ‘integrierten’ Fürstenspiegeln der Byzantiner», JÖB 38 (1988), pp. 1-31. A. P. Kazhdan, «The Aristocracy and the Imperial Idea» en M. Angold (ed.), The Byzantine Aristocracy IX to XIII Centuries, Oxford 1984, pp. 43-52, ha constatado una progresiva militarización en las virtudes listadas como necesarias para el emperador a lo largo del tiempo (véase, siguiendo estas ideas, Bravo García, «El héroe bizantino», Cuadernos del CEMYR 1 [1994], p. 125); debo a la Dra. I. Pérez Martín (CSIC) el haberme señalado que, sin embargo, el estudio de J.A. Munitiz, «War and Peace Reflected in Some Byzantine Mirrors of Princes» en T. S. Miller-J. Nesbitt (eds.), Peace and War in Byzantium. Essays in Honor of George T. Dennis, Washington, D.C. 1995, pp. 50-61, aconseja pensar que no hay «any fundamental change of mind» en las ideas sobre la guerra de los «espejos de príncipes» tenidos por él en consideración.

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que podría pasar por tal, dirigido al rey Miro de Galicia; se trata de un pequeño tratado (Formula vitae honestae20) sobre las cuatro virtudes cardinales (prudencia, justicia, magnanimidad o fuerza y templanza) y a esta última, a la templanza o continentia, le está dedicada la tercera parte de la obra en la que se elogia el comer moderadamente, hablar igualmente, no reir por simplezas21 y desaforadamente e incluso caminar con un paso mesurado22. Se nos aconseja aquí, como ha notado J.-Cl. Schmitt23, «mobilis esto, non levis», es decir, «se móvil pero no ligero» y, por lo tanto, se aplica también el justo medio a los movimientos corporales. Si traemos a colación aquí una obra de este tenor es porque este paso tranquilo y mesurado es igualmente aplicable al soberano y al santo tanto en Bizancio como, antes, lo había sido en la Grecia antigua al ciudadano educado24. El bizantino san Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022), en sus Catequesis (26, 28-31), prescribe al cristiano una postura especialmente cuidadosa durante la oración y Miguel Pselo, en el s. XI, llegará a censurar a un sacerdote por mover demasiado sus labios, hombros y 20 Edición de C.W. Barlow en Opera omnia, N. Haven 1950, pp. 204-250. 21 Para lo referente a la risa en Bizancio véase A. Kazhdan, art. «Laughter» en ODB, p. 1189; en general, L. Gil, «La risa y lo cómico en el pensamiento antiguo», CFC:egi 7 (1997), pp. 29-54 y J. Bremmer, «Chistes, humoristas y libros de chistes en la antigua Grecia» en Bremmer-H. Roodenburg (eds.), Una historia cultural del humor, tr. esp., Madrid 1999, pp. 1128, con indicaciones bibliográficas también para la época cristiana primitiva y medieval occidental. No olvidemos que en el comportamiento de los diablos que tientan a san Antonio, entre otras muchas cosas, se nos habla de sus «risas tontas» (Vida de Antonio 43, obra de Atanasio de Alejandría [296-373]). 22 «The turbulence of the noisy demons of the Life of Antony» —escribe V. Flint, «The Demonisation of Magic and Sorcery in Late Antiquity: Christian Redefinitions of Pagan Religions» en Flint et alii, Witchcraft and Magic in Europe. Ancient Greece and Rome (vol. II de The Athlone History of Witchcraft and Magic in Europe ed. por B. Ankarloo-St. Clark), Londres 1999, p. 313— «is in direct contrast to that imperturbability which is a feature of monastic progress, and, as a characteristic, seems designed to illustrate Antony’s capacity of ‘being undisturbed’»; remite esta investigadora a M. Williams, The immovable Race: A Gnostic Designation and the Theme of Stability in Late Antiquity, Leiden 1985, pp. 30-31. 23 La raison des gestes dans l’Occident médiéval, París 1990, p. 71. 24 Véase, por ejemplo, J. Bremmer, «Walking, standing, and sitting in ancient Greek culture» en Bremmer-H. Roodenburg (eds.), A Cultural History of Gesture from Antiquity to the Present Day, Cambridge 1993, pp. 15-35 (es reimpr.). Por supuesto, todo depende de las épocas y de las clases sociales y, mientras en la Atenas del s. V el ciudadano educado busca la swfrosuvnh o moderación en todo y persigue «the ability to walk quietly and slowly» (o.c., p. 18), otros no proceden así.

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manos25. No es el obispo Martín de Braga el único, en época visigoda, en haber escrito este tipo de obras; también a Isidoro de Sevilla (ca. 560-636) le ha sido atribuido un tratado similar26. En éste, como en otros muchos aspectos, realeza y nobleza han venido bebiendo de muy antiguas fuentes en lo que toca a sus códigos de conducta sin que esto quiera decir que, en todas partes, se observen exactamente las mismas influencias y en el mismo grado. Por poner un ejemplo, F. Delpesch27 ha señalado, basándose en estudios recientes, que la idea de realeza teocrática y taumatúrgica típica del medievo francés nunca llegó a arraigar en la historia política peninsular posterior a la invasión de los árabes; España no ha ignorado sin embargo, confirma este investigador, «les symboles de la souveraineté sacrée dont elle a connu, à travers les arabes, les variantes indo-iraniennes et, à travers les wisigoths, les formes byzantines et germaniques». En lo que toca al derecho28, ya en el Codex Euricianus, promulgado tal vez en 476 bajo Eurico, queda patente que los godos acogieron «muchos de los principios y disposiciones del derecho romano»29. Resulta además curioso que no perdieron del todo las huellas de su derecho ancestral puesto que, según destacó Ferdinand Lot hace ya casi ochenta años, en una obra bien conocida30, el derecho gótico, en la práctica, se nutrió de raíces más vivas de lo que su legislación, romana del todo, hubiera hecho suponer; efectivamen25 Véase, para ambos, A. Kazhdan, art. «Body Language» en ODB, pp. 299-300. También en Occidente se prescribe una seriedad de movimientos y una postura nada relajada para la oración, cuestión bien estudiada según puede verse en la nutrida bibliografía ofrecida por la obra citada de Schmitt. 26 Escribe Schmitt, o.c., p. 71, que el santo aconseja al noble a quien le está dedicado el tratado «un movimiento del cuerpo lleno de constancia y de gravedad, ausente de ligereza vanidosa y sin el menor desorden y una marcha que no parezca imitar, por su insolencia, las contorsiones que se ven en los mimos ni los gestos de los bufones que corren de un lado para otro»; véase sobre el tratado P. Pascal, «The Institutionum Disciplinae of Isidore of Seville», Traditio 13 (1957), pp. 425-431. 27 «Las marques de naissance: Physiognomonie, signature magique et charisme souverain» en A. Redondo (ed.), Le corps dans la société espagnole des XVIe et XVIIe siècles. Colloque International (Sorbonne[...] 1988), París 1990, p. 38. 28 Una visión general de la influencia bizantina en este campo puede verse en A. Larraona-A. Tabera, «El derecho justinianeo en España» en Atti del congresso Internazionale di Diritto Romano. Bologna [...], Pavía 1935, pp. 83-182. 29 King, o.c., p. 27, con bibliografía. 30 La fin du monde antique et le début du Moyen Âge, París 1968, p. 306 (2ª ed.).

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te, «les fueros espagnols» —concluye este autor— «présentent des traits frappants avec le droit norvégien-islandais, au dire de Ficker, d’Amira, de K. Maurer». En fin, las influencias son tan variadas en este campo que, como señala King mencionando un trabajo de O. Carelli31, huellas del derecho romano y bizantino pueden verse en la España visigoda incluso en el hecho de que, si alguien cortaba y se llevaba árboles sin permiso, debía restituir in duplo ya fuese con árboles plantados o con dinero. En un ámbito tan concreto como el de las penas, es de destacar también que R.S. López32 ha sostenido que la amputación de la mano —contemplada en los códigos visigodos junto con la ejecución, la ceguera, la amputación de la nariz (las dos últimas muy frecuentes en Bizancio como es sabido), la esclavitud con relación al fisco o a una persona designada por el rey, el destierro, la excomunión, la decalvatio33, etc.— es un resultado de la influencia de la legislación del emperador Heraclio (610-641). 31 «I delitti di taglio di alberi e di danneggiamento alle piantagioni nel diritto romano», SDHI 5 (1939), pp. 329-413 y King, o.c., p. 285. 32 «Byzantine Law in the seventh century and its reception by the Germans and the Arabs», Byzantion 16 (1942-3), pp. 445-461; véase una crítica de esta opinión en King. o.c., p. 110, n. 29. Para un estudio detallado de los castigos tardoantiguos y bizantinos véase el exhaustivo libro de K. Simopulos, BASANISTHRIA KAI EXOUSIA ajpov thvn eJllhnorwmai>khv ajrcaiovthta, tov Buzavntio kaiv thvn tourkokrativa wı thvn ejpochv maı, Atenas 1994. 33 Frente a muchos historiadores modernos, King, ibidem, p. 111, n. 33, sostiene, apoyándose en los textos jurídicos, que «la decalvatio no consistía simplemente en afeitar la cabeza, sino en arrancar el cuero cabelludo. De ser así, está claro, en primer lugar, que el castigo debería ser interpretado en este mismo sentido también en las fuentes bizantinas que lo mencionan; en segundo lugar, tendrían razón entonces los estudiosos que señalan que la práctica de arrancar cabelleras no era propia del «salvaje oeste» americano sino una vieja costumbre «española» (en este caso visigoda) llevada por los conquistadores. Por dar alguna indicación bibliográfica, recojamos aquí que St. L. Walker, autor de un útil librito titulado Indians of the American Southwest, Flagstaff, Arizona 1994, p. 55, afirma que fueron los españoles quienes, en los años treinta del s. XIX, introdujeron esta práctica pagando dinero a quienes exterminasen a los apaches y les trajesen sus cabelleras. Frente a esta opinión, que plantea muchos problemas, se alza la afirmación de G.A. Bray III, «Scalping during the French and Indian War», The Early America Review 2 (1998), p. 1, n.1, para quien «historical records, archeology, and other sciences strongly indicate the practice originated among certain Native American tribes»; remite este autor a J. Axtell-W.C. Sturtevant, «The Unkindest Cut, or Who invented Scalping?», William and Mary Quarterly 37 (1980), pp. 451-472 y J. Axtell, «Who invented Scalping», American Heritage 28 (1977), pp. 96-99. No tocaremos aquí la cuestión de un más que posible remoto origen de la práctica entre los escitas. En Newsletters of the American Academy of Research His-

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Por lo que se refiere a la organización militar, sin embargo, la situación parece ser diferente; la mayoría de las tropas permanentes «debían de estar, a no dudarlo, destacadas en el complejo de castra y fortalezas del norte que formaban la primera línea de defensa contra las incursiones de francos, vascos y cántabros, y en las ciudades que constituían la segunda línea»34. No obstante, no tenemos noticia alguna de que los condes de la ciudad, quienes ostentarían junto con los duques provinciales «la jefatura militar y civil de los territorios que gobernaban», tuviesen mando militar; sin embargo sí que parece que lo ostentaron los condes militares que, a su vez, carecían de autoridad civil. Paralelamente, el dux exercitus provinciae, cargo distinto al dux provinciae civil, mandaba los ejércitos provinciales, formados por cuerpos de ejército mandados a su vez por condes militares y todos estaban bajo el dux exercitus Hispaniae, «subordinado sólo al rey»35. Quiere esto decir que una organización como la de los themata bizantinos36, está claramente descartada en tierras visigodas. Podríamos hacer interminable la lista de influencias reales o supuestas y de parecidos o divergencias; alude Thompson37, por ejemplo, a una moneda hecha acuñar por Hermenegildo con la leyenda «REGI A DEO VITA», que parece inspirada en las monedas de bronce de la provincia bizantina del norte de África (en Cartago en concreto) en el reinado del bizantino Justino II (565-578). El visigodo Recesvinto (653-672) por su parte, así opina Lot, reorganizó la jerarquía de su corte teniendo a la vista el modelo de Bizancio; «il revêt le costume byzantin, alors que jusqu’aux environs de 630 les rois goths portaient les cheveux longs à la façon des Barbares. Il imite aussi Byzance» —prosigue Lot— «en usant d’atrocités contre les compétiteurs et les rebelles. Mais, sous son apparence absolue», —concluye, sentencioso, este investigador38— «la royauté torians of medieval Spain (abril 2000), en Internet, hemos leído que Jace T. Crouch está realizando una investigación con el título «Decalvatio in Isidore and the Forum judicum» de la que ya ha presentado resultados parciales en varios congresos internacionales; desgraciadamente no hemos podido acceder a estos trabajos. 34 King, o.c., p. 92, n. 103, señala que esta organización militar en el norte estaba «modelada según el sistema de defensa bizantino». 35 Para todo esto, King, o.c., pp. 93-94. 36 Qevma es un «término para una división militar y una unidad territorial administrada por un estratego que combinaba la autoridad militar y la civil» (Kazhdan, art. «Theme» en ODB, pp. 2034-5). Su creación se sitúa, según algunos investigadores, a partir de 634. 37 O.c., pp. 84-85; véase Vallejo Girvés, Bizancio, p. 192. 38 O.c., p. 307.

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wisigothique est aussi instable que l’Empire». Nada tiene de raro, por otro lado, que ya a comienzos del s. VI hubiese una profunda influencia bizantina en los objetos de uso visigodos39 dado que, por ejemplo, fueron muchos los clérigos griegos o sirios que visitaron España en esta época e incluso uno de ellos, Pablo de nombre, llegó a ser obispo en Mérida, donde «los ropajes eclesiásticos de seda, de corte oriental, eran de uso corriente [...] y de las diez inscripciones en griego halladas en España, cuatro lo fueron en Mérida o sus alrededores»40. Sirios y griegos procedentes del Imperio, comerciantes o no, no dejaron de estar presentes en tierras visigodas y, a la vez, hay que contar, además, con los viajes de ciertos personajes de la corte a Constantinopla, como se verá más adelante41. 39 Un aspecto concreto merece nuestra atención aunque no está relacionado directamente con lo religioso: se trata de la magia. En primer lugar, hay que señalar la existencia de un amuleto, muy probablemente contra las enfermedades de la matriz, que fue propiedad de «la dama del Turuñuelo, en el Guadiana medio, al este de Mérida» conservado en el Museo Arqueológico Nacional. Según escribe J. Fontaine, Isidore de Séville. Genèse et originalité de la culture hispanique au temps des Wisigoths, Turnhout, Bélgica 2000, p. 255 —como ya se ha anticipado—, «en materia de orfebrería, el siglo VII ve desarrollarse, en toda la Hispania unificada bajo los reyes visigodos de Toledo, importaciones e influencias bizantinas»; sin duda alguna, esta joya, una «bulle d’or» según el investigador francés (reproducida en o.c., p. 255, lámina 62), que en torno a una adoración de los Magos lleva la siguiente frase en unciales: +AGIA MARIA BOHQI THI FOROUSAI + A M H N+ [«Santa María, ayuda a la que lo lleva»], nos parece a nosotros un amuleto bizantino. No hemos examinado la pieza directamente ni sabemos si tiene algo escrito por detrás, como suele ser frecuente. Véase para su identificación más precisa, en función de otra serie de amuletos ya estudiados, Bravo García, «Voces animalium y magia: Notas sobre la tradición en la literatura española de un motivo greco-latino», para publicarse próximamente. Por cierto que en las Etimologías hay también información respecto de la magia y se describen críticamente algunas particularidades de esta disciplina entre los griegos, latinos y estruscos. Como es bien conocido, la supervivencia de las artes mágicas antiguas, unida a los numerosos restos de paganismo, hizo necesario que algunos eclesiásticos, como se verá, se dirigiesen a los fieles para erradicar todas estas creencias y prácticas; constituye todo ello un atractivo capítulo para la búsqueda de influencias antiguas o bizantinas. No cabe estudiar aquí este tema pero señalemos el trabajo de I. Velázquez, «Magia y conjuros en el mundo romano: las defixiones» en R. Teja (coord.), Profecía, magia y adivinación en las religiones antiguas (XIV Seminario sobre Historia del Monacato [...] 2000) [= Codex Aquilarensis 17], Aguilar de Campoo (Palencia), 2001, pp. 145-161, como sugerencia de consulta para el lector interesado. 40 Así lo afirma Thompson, o.c., p. 35, con las indicaciones bibliográficas pertinentes; «las influencias sirias todavía podían llegar hasta España a comienzos de siglo VII» (p. 189), según nos testimonia el caso del hereje Gregorio ya mencionado. 41 Anticipemos aquí que Atanagildo, el hijo de Hermenegildo, fue depositado por éste en manos de los bizantinos para garantizar su seguridad frente a los ataques del abuelo del peque-

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2) Entrando ya en las consideraciones propiamente literarias, conviene advertir inicialmente que la literatura cristiana, ya en el s. IV, alcanzó en España un cierto brillo debido a autores como Paciano de Barcelona, un prosista, y Juvenco, tal vez de Granada, junto con Prudencio de Calahorra, poetas los dos, y el segundo de ellos, para algunos, el más brillante poeta latino de la antigüedad cristiana. Un autor como Osio, obispo de Córdoba, será bien visto en la corte del propio emperador Constantino I el Grande, a quien aconsejará en el concilio de Nicea (325). Según señaló hace tiempo el profesor M. Díaz y Díaz42, la idea de que una formación tradicional era buena para el cristiano —algo que se encuentra ya en Casiodoro (1ª mitad del s. VI) y el papa Gregorio Magno (590-604) entre otros muchos medievales y tiene sus correspondientes antecedentes en época cristiana primitiva— fue un acicate para los dirigentes hispanorromanos; «frente a los godos, encastillados en su praxis arriana, carentes de una tradición cultural parangonable con la clásica» —escribe este investigador— «los hispanorromanos, en su mayoría católicos, van a alzar como bandera la cultura latina». Ciertamente, esta actitud, que es poco clara todavía en Leandro de Sevilla, que fue hermano, maestro y antecesor en la sede episcopal de san Isidoro, será mucho más notoria sin embargo en el propio Isidoro, autor sobre cuya producción en general es obligatorio recordar aquí el extraordinario estudio de Jacques Fontaine, Isidoro de Sevilla y la cultura clásica en la España visigoda en sus diferentes ediciones, así como la nutrida producción intelectual que este investigador ha dedicado a estas cuestiones43. No obstante, conviene aclarar de inmediato que esa cultura latina de ño, Leovigildo, y enviado por aquéllos a Constantinopla a principios de 584. No se sabe que ocurrió con él, según leemos en Thompson, o.c., p. 89 (véase no obstante Vallejo Girvés, Bizancio, p. 213). Como es bien sabido, el rebelde Hermenegildo estaba aliado con los bizantinos y los suevos de Galicia contra Leovigildo y, a causa de esta amistad, al parecer, no sólo se le confió la vida del niño a Bizancio sino que, también, la influencia del Imperio sobre Hermenegildo, en los primeros años de su reinado, fue notable. 42 «La penetración cultural latina en Hispania en los siglos VI-VII» en la obra colectiva Assimilation et résistance à la culture gréco-latine dans le monde ancien, Bucarest-París 1976, pp. 109-115 (recogido en De Isidoro al siglo XI. Ocho estudios sobre la vida literaria peninsular, Barcelona 1976, p. 13). 43 El libro clave es Isidore de Séville et la culture classique dans l’Espagne wisigotique, 3 vols., París 1983 (2ª ed.) [la 1ª ed. en 2 vols. es de 1959); otras obras de mucho interés son Isidore de Séville. Genèse et originalité ya citado y el conjunto de artículos reimpresos bajo el título Culture et spiritualité en Espagne de IV au VII siècle, Londres 1986.

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la que estamos hablando no es sino la cultura grecorromana heredada de la Antigüedad y, por supuesto, con una serie de limitaciones que los especialistas, como el propio Díaz y Díaz, han señalado44. En efecto, más que una cultura clásica muchos ven aquí una mera erudición clásica ya que, por ejemplo, Braulio de Zaragoza nunca parece citar de primera mano y se limita a acudir a san Agustín o a san Jerónimo si busca proveerse de material clásico, en vez de acercarse a los manuscritos de autores latinos que sabemos tenía a su disposición en las bibliotecas de aquella época. Por lo que se refiere a san Isidoro, las conclusiones no son muy diferentes; salvo en las Etimologías45, «donde lo exige el método y los precedentes del trabajo» —escribe de nuevo Díaz y Díaz46—, «los autores más frecuentemente citados son los eclesiásticos» como Jerónimo, Agustín, Fulgencio y alguno más, todos ellos muy ricos en doctrinas antiguas. Por si esto fuera poco, «la casi totalidad del conocimiento de los autores clásicos se debe a manuales, escoliastas, antologías, escritores posteriores, comentaristas, siendo general la regla ya bien establecida» —precisa el Profesor Díaz y Díaz— «de que Isidoro imita o copia los autores que no siempre cita por su nombre, mientras que la presencia de citas nominales implica casi siempre un tratamiento de segunda mano»47. Insistamos una vez más, por 44 «La cultura de la España visigótica del siglo VII» en la obra colectiva Caratteri del secolo VII in Occidente (Settimana...V), Spoleto 1958, pp. 813-844 (recogido en De Isidoro, p. 31). 45 El juicio que les hubiera merecido a los bizantinos esta obra, de haberla conocido, escribe Herrin, o.c., p. 247, hubiera sido algo negativo, empezando por el pobre uso de materiales clásicos griegos, mucho más accesibles sin lugar a dudas, en la parte oriental de Europa. Sin embargo, el sistema de no pocos léxicos bizantinos es bastante parecido y las fantásticas derivaciones etimológicas de las que Isidoro se sirve no tienen nada que envidiar a las de algunos autores griegos orientales. Muy posiblemente, concluye esta investigadora, en Bizancio se habrían quedado sorprendidos de saber que «such compendia were available in Latin; Byzantium had to wait until the tenth century before such truly encyclopedic works were compiled by the scholary circle of Constantine VII». Véase sobre esto P. Lemerle, Le premier humanisme byzantin. Notes et remarques sur enseignement et culture a Byzance des origines au Xe siècle, París 1971, pp. 267-300 («L’encyclopédisme du Xe siècle»). La obra más importante de Isidoro puede ser consultada en la edición de J. Oroz Reta-M.A. Marcos Casquero, S. Isidoro de Sevilla, Etimologías. Edición bilingüe, 2 vols., Madrid 1982; para su papel en el desarrollo de este tipo de obras en la Edad Media, B. Ribémont, Aux sources de l’encyclopédisme médiéval: d’Isidore de Séville aux Carolingiens, París 2001. 46 «La cultura en España», p. 33. 47 Ibidem.

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lo tanto, en un par de cosas: lo primero es que una gran cantidad de estos autores antiguos, cuya voz resuena en la España visigoda, son autores religiosos y no profanos, de manera que podría decirse —como ya se ha anticipado— que la cultura clásica de esta época era más bien erudición clásica o, mejor todavía, erudición eclesiástica48. En segundo lugar, es obvio que, transmitida las más de las veces indirectamente, la literatura griega conocida en la época es, en buena parte también, antigua y no bizantina. Un buen conocedor de la historia y la sociedad visigodas, José Orlandis49, comentando el interés por los libros en estos tiempos, ha escrito que «los monjes —y, como es natural, los alumnos de la escuela monástica— debían abstenerse de leer los libros de autores paganos y herejes. Pero es probable» —precisa— «que los más instruidos —y S. Isidoro mismo daba ejemplo de ello— tuvieran acceso a los autores clásicos de la resplandeciente Antigüedad. No en balde el santo Doctor escribió en las Sentencias que ‘mejores son los gramáticos que los herejes..., porque la doctrina de los gramáticos puede ser de provecho a nuestra vida, con tal de que se haga un buen uso de ella’ (Sent. III.13). En los monasterios del noroeste peninsular, animados por la espiritualidad de S. Fructuoso de Braga, la formación» —nos aclara Orlandis— todavía era más renuente en todo lo que se refiere a lo pagano ya que «tenía un marcado acento ascético y religioso, sin concesiones a la herencia cultural pagana». La frase de las Sentencias, a menudo repetida, necesita tal vez, para ser entendida en sus justos límites, de una pequeña presentación del contenido y sentido de esta obra. Se trata, en primer lugar, de un libro heredero de las colecciones antiguas de opiniones de sabios (dovxai), máximas (gnw~mai) y capítulos pequeños (kefavlaia) con preceptos de moral práctica, como leemos en Fontaine50; es decir, un libro en el que Isidoro hace de la sententia un vehículo idóneo para cristianizar muestras variadas de la sabiduría antigua51. Menciona la corres48 Para buena parte de lo dicho aquí véase Bravo García, «Aspectos de la cultura griega en la Península Ibérica durante la Edad Media», Evphrosyne 17 (1989), pp. 361-372, con bibliografía más concreta, y alguna que otra confusión. 49 La vida en España en tiempo de los godos, Madrid 1991, p. 73. 50 Isidore de Séville. Genèse et originalité, p. 236; traza este investigador brevemente una historia del género. Véase, para la obra en cuestión, PL 83, cols. 537-738; puede verse también P. Cazier, Isidorus Hispalensis, Sententiae, Turnhout 1998 e I. Roca Melia, Los tres libros de las Sentencias de Isidoro, Madrid 1971. 51 En general, sobre este género literario, P. Cazier, «Les Sentences d’Isidore de Seville, genre littéraire et procédés stylistiques», Proverbe 2 (1980), pp. 61-72.

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pondencia que existe entre el universo que nos rodea, creado por Dios, y el «pequeño universo» (microcosmos) que es el hombre, idea que, como es sabido, alcanzará una enorme difusión en la cultura occidental52 y, entre otras muchas cosas, trae a colación también la opinión de Agustín de que el hombre debe dejar la contemplación de las maravillas del mundo exterior para entrar dentro de sí, «en el abismo de su espíritu», y encontrar allí las verdaderas riquezas. Al igual que la otra vieja idea (la de ese «pequeño mundo» que es el hombre), ésta, también vieja de siglos y cristianizada por Agustín de manera insuperable, llegó a emocionar a Petrarca en su famosa excursión al monte Ventoso53 y se encuentra a las puertas de la visión religiosa del hombre en el Renacimiento54. Junto a referencias de indudable aroma antiguo como éstas, el lector de la época visigoda podía encontrar también en esta obra isidoriana capítulos sobre Cristo (como «mediador» especialmente), sobre la Iglesia y las herejías, sobre los paganos, etc. En la segunda parte de esta misma obra, traza Isidoro las reglas de vida adecuadas para el cristiano y se detiene, como era natural, en el retiro, la contemplación, la fe, el no ir más allá de los límites de nuestro conocimiento natural, así como en las virtudes y vicios, lo que, en contra de lo que alguien pudiera suponer, trae sin embargo a nuestro recuerdo otras muchas influencias anteriores. Fontaine destaca que la clasificación de las virtudes y vicios, en concreto, no es sino la herencia de una cristianización antigua «des méditations morales prônées par le moyen stoïcisme»55. También los pecados son clasificados en 52 En general, G. Boas, art. «Macrocosm and microcosm» en Ph. Wiener (ed.), Dictionary of the History of Ideas. Studies of Selected Pivotal Ideas, III, N. York 1973, pp. 126-131; para el desarrollo de este tema, por ejemplo, en la literatura española, resulta de mucho interés el conocido libro de F. Rico, El pequeño mundo del hombre: varia fortuna de una idea en las letras españolas, Madrid 1970 (hay reimpr.). 53 En sus Epístolas familiares 4, 1; véase, por ejemplo, la traducción comentada de H. Nachod en E. Cassirer et alii (eds.), The Renaissance Philosophy of Man, Chicago-Londres 1956 (reimpr.), pp. 44-45; la frase que dio lugar a las cavilaciones de Petrarca está en Confesiones, 10, 8, 15. 54 Sobre la dignidad del hombre renacentista como imagen divina y su valor de microcosmos véase Ch. Trinkaus, In Our Image and Likeness, 2 vols., Notre Dame, Indiana 1995 (reimpr.), passim. Un panorama sobre la concepción del hombre en J. —Cl. Margolin, «El hombre en el espejo del humanismo en el Renacimiento» en J. Ries (coord.), Tratado de antropología de lo sagrado. IV. Crisis, rupturas y cambios, tr. esp., Madrid 2001, pp. 239-298. 55 Isidore de Séville. Genèse et originalité, p. 243. A propósito de una posible influencia estoica, aunque indirecta, recordemos que la deficición estoica clásica de la filosofía entendida

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graves o leves, ocultos o manifiestos, insistiéndose en algunas observaciones psicológicas de interés (como son la complacencia y el hábito) que tienen ya una larga tradición (por ejemplo en las formulaciones de Orígenes56) y seguirán gozando de la atención del pensamiento católico y ortodoxo hasta nuestros días57. Finalmente, en la tercera parte, cabe destacar un análisis de la tentación con matices teológicos de interés; hay también aquí un breve tratamiento sobre los sueños. Es a esta obra a la que pertenece la tan citada frase de Isidoro sobre la utilidad de leer la literatura profana antigua, «los libros de los paganos», que ya hemos mencionado, y cuyo contexto conviene comentar. Leer las «ficciones de los poetas» puede hacernos caer, con la correspondiente excitación de las pasiones, en la seducción que las vanas fábulas nos ofrecen, escribe el obispo de Sevilla; por otra parte, esa literatura está llena de imágenes y adornos que no van bien con la desnudez retórica propia de los textos cristianos, ajenos por completo a la sutilezas dialécticas y a la artificiosidad. El carácter tópico de esta última afirmación, sin embargo, es evidente. La cultura del Imperio romano, según ha defendido Averil Cameron58, no debería seguir siendo consideracomo «ciencia de las cosas divinas y humanas» (qeivwn te kai; ajnqrwpivnwn pragmavtwn gw~siı) —que está tanto en Cicerón como, mucho antes, en el propio Platón— es recogida por Isidoro en Etimologías 2, 24,9, y, como señala Fontaine, ibidem, p. 174, está tomada de Varrón pero a través de las Instituciones de Casiodoro. Sobre las diversas definiciones antiguas de filosofía, aceptadas luego más o menos por los escritores cristianos y bizantinos, puede verse P. Eleuteri, «La filosofia» en G. Cambiano et alii (eds.), Lo spazio letterario della Grecia antica. II. La ricezione e l’attualizzazione del testo, Roma 1995, p. 438. En general, para la filosofía isidoriana véase Fontaine, «Isidore philosophe?» en Mélanges H. Santiago Otero, II, Madrid 1998, pp. 915-929 y para su platonismo y estoicismo F.-J. Lozano Sebastián, San Isidoro y la filosofía clásica, León 1982, pp. 117-144. 56 En concreto, puede verse H. Crouzel, Virginité et mariage selon Origène, París-Brujas 1963, pp. 170-182; para la influencia de uno en otro, J. Châtillon, «Isidore et Origène», Mélanges bibliques rédigés en honneur d’André Robert, París 1955, pp. 537-547 (recogido en D’Isidore de Séville à Saint Thomas d’Aquin, Londres 1985). 57 Sobre estos esquemas en la literatura ascético-mística bizantina (Evagrio Póntico, Juan Clímaco y otros), que aparecen con frecuencia a lo largo de la Edad Media en los tratados sobre la confesión, hasta son mencionados por Erasmo y siguen vivos en el cristianismo y la ortodoxia, puede verse Bravo García, «El diablo en el cuerpo: procesos psicológicos y demonología en la literatura ascética bizantina (ss. IV-VII)» en El diablo en el monasterio. Actas del VIII Seminario sobre Historia del Monacato (1-4 de agosto de 1994) [= Codex Aquilarensis 11], Aguilar de Campoo (Palencia) 1996, pp. 33-68. 58 Christianity and the Rhetoric of Empire. The Development of Christian Discourse, Berkeley-Los Angeles-Oxford 1991.

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da simplemente como «background» del NT, tal como aparece estudiada en muchos libros de texto, sino que, dando por sentado que la literatura cristiana tiene evidentes influencias tomadas de aquí y de allá, habría que partir de la base de que está escrita con vistas a convencer a los paganos y de que ella misma es, por derecho propio, un producto sutil y complejo que en modo alguno es espontáneo y, claro está, tampoco estrictamente «literatura popular». «Christian literature» —escribe esta misma investigadora59— «is not simple at all, however much it suited some Christians to claim that it was». Efectivamente, no duda Cameron en afirmar que un conocido pasaje de la conocida Vida de s. Antonio (cap. 77), en el que se reconoce que a la fe no le hacen falta argumentos sofísticos ni habilidad dialéctica, adolece de una cierta dosis de insinceridad ya que, precisamente para los cristianos, la retórica, o sea, las estrategias del «discurso», fue un elemento clave, como bien lo muestra el propio pasaje aludido60. El proceder aquí descrito no es en modo alguno desconocido en la literatura visigoda. Y no hay que olvidar, a la vez, como bien señala Fontaine61, que hay algo de humor en la comparación «sorprendente» entre gramáticos y herejes alumbrada por Isidoro. «Los gramáticos valen más que los herejes», afirma Isidoro; son más útiles que aquéllos, pero esto no significa ni mucho menos —y la prueba evidente es el propio Isidoro— que tengamos que renunciar al «buen uso» que de la literatura profana y su estilo ya llevaba siglos haciéndose y había sido sancionado, en el s. IV, por Basilio el Grande62. Está claro, por tanto, que este espíritu «prudente» que anima la actividad intelectual de Isidoro y su círculo no era en modo alguno la negación total de la cultura antigua (con sus autores profanos y su retórica); pero está claro también que la visión del mundo que inspiraba a las obras antiguas, conocidas ahora indirectamente las más de ellas, no es tampoco la de Isidoro, de forma

59 Ibidem, p. 39. 60 Ibidem, p. 28. Sobre el género literario en que cabría enmarcar esta obra y otros aspectos véase, por ejemplo, G. J. M. Bartelink, «Die literarische Gattung der Vita Antonii. Struktur und Motive», VChr 36 (1982), pp. 38-62 y B. R. Brennan, «Athanasius’ Vita Antonii. A Sociological Introduction», VChr 39 (1985), pp. 209-227; queda claro, por lo tanto, que el repudio frecuente de toda retórica entre los cristianos no es del todo sincero. 61 Isidore de Séville. Genèse et originalité, p. 246. 62 Véase en nuestra lengua la traducción, con introducción y notas, de la obrita a la que aludimos: A los jóvenes sobre el provecho de la literatura clásica (Madrid 1998), a cargo de Teresa Martínez Manzano.

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que pocas ilusiones podemos hacernos de encontrar textos griegos literarios en su lengua original en la Península durante la época visigótica; entre otras razones además de ésta porque, como se verá, el conocimiento del griego era prácticamente inexistente63. Conocemos, eso sí —se ha dicho ya—, inscripciones griegas de los siglos VI y VII, como ha sido puesto de manifiesto repetidas veces por muy diversos autores entre los que se cuentan Díaz y Díaz y Agostino Pertusi64 (apoyándose en el repertorio epigráfico de J. Vives65), pero manuscritos griegos (restos del mundo tardoantiguo o copias posteriores), procedentes de Bizancio o de cualquier otro lugar, no parece que hubiera. ¿Qué contenía por lo tanto la biblioteca sevillana, formada por su hermano Leandro, en la que Isidoro debió iniciarse e ir madurando sus conocimientos? La amistad que Leandro tuvo con el papa Gregorio el Grande, quien, precisamente, coincidió con él en Constantinopla66 y dedicó además sus Libros morales 63 Para el conocimiento del griego en el mundo occidental durante la Edad Media, en general (con algunos estudios sobre la educación y cultura), véase P. Courcelle, Late Latin Writers and their Greek Sources, tr. ingl., Cambridge, Mass. 1969, P. Riché, Education et culture dans l’Occident barbare VIe-VIIe siècles, 3a. ed., París 1962; véase también, del mismo autor, Les écoles et l’enseignement dans l’Occident chrétien de la fin du Ve siècle au milieu du XIe siècle, París 1979 así como J. Paul, L’Eglise et la culture en Occident, 2 vols., París 1986 (hay tr. esp.), L.R. Loomis, Medieval Hellenism, Lancaster, Pa 1906, A. Lumpe, «Abendland und Byzanz III. Literatur» en el Reallexikon der Byzantinistik I, Amsterdam 1969-70, cols. 227-345, R. Weiss, Medieval and Humanist Greek. Collected Essays, Padua 1977, M. W. Herren (ed.), The Sacred Nectar of the Greeks: The Study of Greek in the West in the early Middle Ages, Londres 1988 y W. Berschin, Medioevo greco-latino da Gerolamo a Niccolò Cusano, tr. it., Nápoles 1989. 64 «Bizancio e l’irradiazione della sua civiltà in Occidente nell’alto Medioevo» en Centri e vie di irradiazione della civiltà nell’alto Medioevo (Settimana...XI), Spoleto 1964, pp. 75-133. 65 Inscripciones cristianas de la España romana y visigoda. Edición y estudio, Barcelona 1969 (2ª ed,). Las inscripciones latinas de la época visigoda —las más significativas— tienen también su bibliografía particular. Sobre las famosas de Justiniano (Valencia), Commentiolus (Cartagena) y Hermenegildo (Alcalá de Guadaira), véase J. Gómez Pallarès, «Poésie épigraphique en Hispania: propositions et lectures», REL 77 (1999), pp. 143-148; Vallejo Girvés, «Commentiolus magister militiae Spaniae missus a Mauricio Augusto contra hostes barbaros» Romanobarbarica 14 (1996), pp. 289-306 y Fontaine, «Un général byzantin en Espagne en 589: Observations sur la romanité de l’inscription byzantine de Carthagène (Vives 362)» en Mélanges en l’honneur de Yvette Duval, París 2000, pp. 91-100 y, finalmente, Vallejo Girvés, Bizancio, p. 192, sobre la de Alcalá de Guadaira. 66 Es sabido que el viaje de Leandro a Constantinopla —véase sobre él Vallejo Girvés, Bizancio, p. 201— obedeció a la necesidad de buscar un apoyo imperial para la rebelión organizada en 585 por Hermenegildo, casado con una católica, contra su padre Leovigildo. Pocos

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sobre Job a este hermano de Isidoro, ha hecho pensar a los estudiosos que no pocos de los libros que estaban en la citada biblioteca sevillana pudieron ser copias de los que la biblioteca papal albergaba. Incluso la obrita isidoriana Versos en la biblioteca67, una colección de los poemillas que debían de figurar en los cajones que contenían los manuscritos o en los frescos de ciertos autores que debieron de adornar la sala, parece una imitación de los que figuraron, en el s. VI, en bibliotecas romanas como la del papa Agapito —con los que algunos de aquéllos tienen bastante parecido— y la de los archivos del Laterano68. Según los dísticos isidorianos conservados, ese refugium animi o ijatrei~on yuch~ı que debió de ser la biblioteca sevillana contendría la Biblia, las obras de Orígenes, los Padres de la Iglesia latina (Hilario, Ambrosio, Agustín y Jerónimo), Juan Crisóstomo y Cipriano de Cartago. A estos les siguen, de acuerdo con un poema de cinco dísticos incluido en los Versos, los nombres de los poetas clásicos opuestos por parejas (Virgilio y Horacio, Ovidio y Persio, Lucano y Estacio) y los grandes poetas cristianos (Prudencio, Avito, Juvencio y Sedulio). Tras ellos aparecen los nombres de Eusebio, Orosio, los propios Leandro de Sevilla y Gregorio el Grande y los juristas o relacionados con el derecho como el emperador bizantino Teodosio II (408-450), que hizo compilar el Codex Theodosianus, Pablo y Gayo. Es decir, una colección de grandes autores paganos y cristianos donde, claro es, brillan por su ausencia los grandes de la cultura griega. Por supuesto, no quiere decir esto —como ya se ha señalado— que Isidoro no los conociera indirectamente; sus trabajos conciliares, por ejemplo en el sínodo provincial de Sevilla (iniciado en noviembre de 619), consistieron entre otras cosas en la realización de un florilegio69 que contiene opiniones de griegos y bizantinos como Atanasio, Gregorio de Nacianzo, Basilio el Grande, Gregorio de Nisa, Cirilo de Alejandría y otros autores, resultados obtuvo Leandro de un emperador preocupado entonces por los avances de los eslavos en su propio territorio pero, vuelto a la Península y una vez muerto Hermenegildo, tuvo éxito al convertir a Recaredo, su hermano, a la fe católica (587), muerto ya también el padre de ambos, Leovigildo. 67 PL 83, cols. 1107-1111. 68 Isidore de Séville. Genèse et originalité, pp. 94-95. 69 Véase, en concreto, J. Madoz, «El florilegio patrístico del II Concilio de Sevilla (a. 619) en Miscellanea Isidoriana, Roma 1936, pp. 177-220; Fontaine, Isidore de Séville. Genèse et originalité, pp.125-126, traza las líneas fundamentales de esta obra teológica.

142 incluidos algunos latinos no nombrados anteriormente. Además de esto, la consulta a enciclopedistas latinos tardíos como Marciano Capella (1ª mitad del s. V) y Casiodoro está asegurada para Fontaine y otros muchos investigadores, que recalcan los parecidos y diferencias entre estas fuentes últimas70. Pero, pese a esa ausencia de materiales griegos en nuestro suelo, sabemos que ya a fines del s. VI, Pascasio de Dumio (un monasterio enclavado en lo que hoy día es una barriada al NE de Braga) tradujo sin embargo del griego unas Vitae Patrum y, muy probablemente, el dominio de esta lengua lo consiguió frecuentando a su maestro Martín de Braga o de Dumio, que provenía de Oriente71, de Panonia en concreto, y de allí trajo a España el ascetismo de corte egipcio. Sin embargo, tampoco hay huellas de que este texto hubiese llegado a estar en la Península en su lengua original. Martín se encargó también de traducir 150 apotegmas de los Padres del desierto (los Dichos de los Padres de Egipto) y, años más tarde, como señala Walter Berschin72, Valerio del Bierzo, en Galicia igualmente, realizó algunas traduciones de estas Vitae Patrum aunque no se sabe muy bien si son la obra de una escuela gallega de traductores o son de origen italiano. Este mismo Martín de Braga es autor, entre otras cosas, como ya se ha dicho, de una especie de espejo de principes o catecismo de moral práctica (Formula uitae honestae), en el que se enseña a la realeza y sus nobles «une éthique du juste milieu, inspirée d’un stoïcisme romain vulgarisé» al decir de Fontaine73. Un sermón dedicado a la edificación de los campesinos, llenos de supersticiones rurales celto-romanas, merece destacarse igualmente del resto de su obra, lo que sirve todo ello de presentación al horizonte cultural de su público y fuentes74. 70 Véase, a este propósito, Fontaine, «Isidore de Séville et la mutation de l’encyclopedisme antique», Cahiers d’histoire mondiale 9 (1966), pp. 519-538, un aspecto en el que este estudioso ha insistido en otros de sus trabajos. 71 «Ex orientis partibus navigans Galliciam venit», escribe de él Isidoro en su De viris illustribus, 22, ed. Codoñer (Madrid 1964), p. 145. 72 O.c., p. 121, con indicaciones bibliográficas sobre estas traducciones. 73 Isidore de Séville. Genèse et originalité, p. 56. 74 El libro de S. J. McKenna, Paganism and Pagan Survivals in Spain up to the Fall of the Visigothic Kingdom, Washington D.C. 1938, es clave para conocer la lucha contra las supervivencias paganas de la época visigoda a través de los siglos; menciona (o.c., p. 137), por supuesto, la frase de Sentencias e insiste, como otros muchos, en que Isidoro no es coherente en su actitud hacia la literatura pagana. «On the one hand» —escribe— «he saw the dangers which the pagan classics had for the Christians. His harshness towards the pagan poets is easily

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Con todo, respecto a Isidoro, Fontaine ha admitido en algunos de sus trabajos la posibilidad de que hubiese tenido acceso directo a algunos textos de Salustio y de Cicerón y está seguro de que se sirvió también directamente de Quintiliano; en lo que toca a otros muchos autores latinos, su opinión es la ya mencionada, es decir, que fueron utilizados indirectamente75. Lo que se sabe con respecto a su manejo del griego, sin embargo, es más problemático; autores como S. Cirac Estopañán76 y R. Rodríguez Seijas77, por solo mencionar un par de ellos, parecen inclinarse más o menos decididamente por el conocimiento de esta lengua por su parte, aunque Díaz y Díaz es de la opinión de que tanto él como Julián de Toledo es muy dudoso que pudieran traducirla. Para este último investigador, «la presencia bizantina no tuvo repercusiones en lo que hace al conocimiento del griego. Probablemente los ocupantes, más vinculados al África bizantina o al exarcado de Ravena que al propio Bizancio, se accounted for when it is remembered that he regards them as the ‘theologians’ of paganism [«Quidam autem poetae Theologici dicti sunt, quoniam de diis carmina faciebant»; Etimologías 8,7,9]. On the other hand Isidore realized that clerics would have difficulty in obtaining any education at all, if the reading of the pagan books were entirely forbidden, and hence ignorance would be the result. In his opinion» —prosigue McKenna intentando dar razón de ese «espíritu ‘prudente’«del que hace gala Isidoro al enfrentarse con la lectura de los clásicos— «ignorance was far more dangerous to the faith and morals of the Christians than an acquaintance with the pagan writings. ‘Ignorance,’ he said, ‘is the mother of all errors, and the nurse of vices’. And again ‘the ignorant man is easily deceived’ [«ignorantia mater omnium errorum et ignorantia vitiorum nutrix...Indoctus facile decipitur»; Sinónimos 2, 65 (PL 83, col. 860)]. El interés de Isidoro, como ya hemos visto, no es el mismo que Casiodoro sentía por sus clásicos. 75 Véase J. Hillgarth, «The Position of Isidorian Studies: A critical Review of the Literature, 1936-1975», StudMed 24 (1983), pp. 817-905 (en especial, sobre fuentes, pp. 845-854) (recogido en Visigothic Spain. Byzantium and the Irish, Londres 1985); para este autor, el proceder de Isidoro debe ser estudiado de acuerdo con la metodología propuesta por Fontaine (REL 31 [1953], p. 300, n. 1): «On ne peut accéder à la veritable originalité d’Isidore de Séville que par une triple démarche. D’abord, un bilan aussi complet et detaillé que possible de ses sources directes et indirectes. Ensuite, une observation minutieuse des coupures, additions et modifications auxquelles Isidore soumet le texte qu’il emprunte. Enfin, la référence à la realité contemporaine sous tous ses aspects». 76 En «Estudio de la Bizantinística en España», Universidad 16 (1939), p. 136, afirma este autor, según señala Hillgarth, o.c., p. 353, n. 79, que la cultura de Isidoro fue latina pero también bizantina, aunque, «he makes no attempt to prove this». 77 Más «fantastic», escribe Hillgarth, ibidem, es este autor quien, en su «San Isidoro, en la Pedagogía», Revista española de Pedagogía 6 (1948), pp. 453-483, nos dice que el santo visigodo conocía el hebreo, el siríaco, el griego, el egipcio y también el gótico.

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expresaban normalmente en latín, con lo que no puede esta región considerarse centro de difusión del helenismo»78. Una afirmación de este tenor —que tiene mucho de verdad sin duda en lo que toca al mayor uso del latín en estas dos zonas— nos lleva a señalar dos cosas. En primer lugar, conviene recordar que Pierre Riché79 ha escrito paralelamente que la reconquista de Italia por Justiniano tampoco llegó a provocar la helenización de este país80, aunque, claro es, pudo haber favorecido «los contactos entre los griegos y los occidentales», como sabemos muy bien por las influencias bizantinas en Sicilia y sur de Italia. Ravena, al norte de Italia, acoge también muchos funcionarios bizantinos que hablan griego pero, en este caso, conviene notar que las actas de su cancillería se escriben en latín aunque tienen influencias de las tradiciones notariales bizantinas. Para C. Mango81, esta ciudad fue, en general, de habla y cultura latina. La segunda reflexión que debemos hacernos es que, por lo que toca a África —lugar al que parte de los bizantinos que llegaron a la Península estaban vinculados culturalmente—, los estudios de Averil Cameron82 han puesto de relieve que, a mediados del s. VI, el nivel cultural de Cartago, por poner un ejemplo, era mucho mayor de lo que las indicaciones del historiador Procopio permiten suponer y, claro es, la influencia bizantina permeaba todas la manifestaciones culturales o artísticas, aunque esto no quiere decir que lo latino fuese descuidado. Cierto es que, a finales de este mismo siglo, Italia comenzó a resultarles ya mucho menos accesible a los «africanos», dado que la invasión lombarda había determinado en la península italiana una nueva situación política y, por lo tanto, la accesibilidad de los manuscritos provenientes de allí se 78 «Introducción general» en Oroz Reta-Marcos Casquero, S. Isidoro de Sevilla, Etimologías, I, p. 92. 79 «Le grec dans les centres de culture d’Occident» en Herren (ed.), o.c., p. 146. 80 La cursiva es nuestra. 81 «La culture grecque et l’Occident au VIIIe siècle» en la obra colectiva I problemi dell’Occidente nel secolo VIII (Settimana XX), II, Spoleto 1973, p. 684; véase sobre esta zona y su producción manuscrita —trasunto de su nivel cultural—, en general, Bravo García, «Los textos griegos en la alta Edad Media: Notas sobre las copias y traducciones hechas en Italia», Excerpta Philologica 1 (1991), pp. 81 y ss.. 82 «Byzantine Africa: The Literary Evidence» en J.H. Humphrey (ed.), Excavations at Carthage, Ann Arbor, Michigan 1982, pp. 1-51 y «The Byzantine reconquest of N. Africa and the Impact of Greek Culture», Graeco-Arabica 5 (1993), pp. 153-165 (recogidos ambos en Changing Cultures in Early Byzantium, Aldershot, Hampshire 1996).

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vio disminuida; sin embargo, todavía en pleno s. VII dos figuras griegas residentes en territorio africano, como son Máximo Confesor y Sofronio, brillan en el terreno de la teología bizantina. Anterior a estos, Marciano Capella, el enciclopedista mencionado, era cartaginés y, además, es sabido que Pablo Orosio (s. V), un escritor de fama nacido en la actual Galicia, estuvo estudiando con s. Agustín en tierras africanas. Sabemos también que, en torno a 570, un grupo de unos setenta monjes a cuyo frente se hallaba un tal Donato, emigró desde África a España con su biblioteca —importante al parecer— y, según nos dice Ildefonso de Toledo en su «continuación» del De viris illustribus83 de Isidoro, fundó un monasterio en Servitanum, lugar desconocido hoy en día aunque se piensa que estaba en la provincia de Cuenca. La fama del monasterio perduró y sabemos que su abad, Eutropio, más tarde obispo de Valencia, fue junto con Leandro de Sevilla la figura estelar del III concilio de Toledo (589). Paralelo es el ejemplo del monje Nanctus, quien también se afincó en España durante el reinado de Leovigildo, del que recibió tierras para su monasterio a pesar de que el rey era arriano y él, católico84. Esta favorable recepción, en opinión de Judith Herrin, «refleja unos lazos estrechos y, a la vez, una cierta consideración por la tradición monástica del norte de África. Con toda probabilidad, esto contribuyó a profundizar el conocimiento de los españoles de Padres latinos como Agustín y puso en circulación textos teológicos africanos del s. VI». Aparte del innegable aporte cultural proveniente de África (y también de Italia), todavía a comienzos del s. VII, en el segundo sínodo provincial de la Bética, reunido en 619 en la iglesia del Sagrado Jerusalén de Sevilla y presidido por el propio Isidoro —que por cierto lleva un nombre de muy probable influencia cultural norteafricana85—, se oyó discutir acerca de los errores de su secta al sirio Gregorio, un monofisita que procedía

83 Cameron, «Byzantine Africa», p. 37, n. 213; véase la edición de G. Dzialowski, Kirchengeschichtliche Studien IV.2, Münster 1898. Thompson, o.c. pp. 36 y 116; Herrin, o.c., pp. 222-3. 84 Thompson, o.c., p. 99; Herrin, o.c., p. 223. 85 Aunque cuestión de mucha menor importancia para la vinculación de Isidoro con la cultura norteafricana de la época, pero cosa significativa al fin y a la postre, cabe recordar aquí el hecho de que su propio nombre, según ha señalado Fontaine Isidore de Séville. Genèse et originalité, pp. 91-92, proviene del norte de África. Se trata de «un nom ‘théophore’ païen (= ‘don d’Isis’ la grande déesse égyptienne), il pourrait être celui du saint martyr chrétien Isidore de Chios», un santo cuyo culto está atestiguado en inscripciones africanas del s. VI.

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de Egipto; lo sorprendente, para E.A. Thompson, no es que estos contactos pudiesen producirse todavía en estas fechas, sino que «este pequeño sínodo de los obispos de la Bética, celebrado en el confín del mundo, fuera capaz de elaborar una definición de las dos naturalezas [...] tan elevada y tan bien elaborada como cualquiera de las controversias de los grandes teólogos orientales»86. Pese a su relativo aislamiento, pues, no puede hablarse en modo alguno de ignorancia al referirnos a las grandes figuras intelectuales de la España visigótica. De todos modos, lo que nos interesa aquí no es tanto subrayar que los visigodos no estaban desconectados del todo de la cultura y la teología de su tiempo —cosa ya sabida— cuanto confirmar una vez más el hecho de que, pese a todas estas relaciones, las obras en griego debieron brillar por su ausencia y escasear el conocimiento de esta lengua. En el caso de Isidoro en concreto, se duda —como ya se ha dicho— de sus conocimientos de griego, aunque, por el contrario, sabemos que otros visigodos sí que la dominaban. Dejando aparte el caso de los traductores mencionados, Leandro de Sevilla, su hermano mayor, viajó a Constantinopla y vivió allí un tiempo como se ha señalado y Juan de Bíclaro (o Biclara)87, un godo de Lusitania (540-621), estuvo con toda seguridad en la misma ciudad durante un largo periodo que algunos cifran en un máximo de17 años; pero esto —hay que reconocerlo— no fue lo normal. Escritor «graeca et latina eruditione nutritus», el Biclarense es autor de una crónica que, aparte de su valor intrínseco, parece incorporar información tomada (ahora sí, directamente) de los historiadores bizantinos de su tiempo; Julio Campos, editor y comentarista de esta obra, es de la opinión de que, en Constantinopla, Juan pudo conocer y tratar nada menos que a Procopio de Cesarea, el famoso historiador de Justiniano, al monofisita Juan de Éfeso, al cronista Juan Malalas y a algunos otros más. La crónica de este autor tiene como objetivo principal, según ha señalado Rafael Gibert88, insertar la historia hispánica en la del Imperio bizantino, «y luego sin abandonar éste, fiel a la cronología imperial, pero con un brío que el lec86 O.c., p. 189. 87 La opinión general es identificar esta ciudad con la salmantina Béjar; véase sobre él J. Campos, Juan de Bíclaro obispo de Gerona. Su vida y su obra. Introducción, texto crítico y comentarios, Madrid 1960. 88 «Antigüedad clásica en la Hispania visigótica» (Settimana XXII), Spoleto 1975, p. 609, citado por King.

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tor calificará de ‘clásico’», trazar «la dinámica historia real de Leovigildo». Sus postulados metodológicos parecen sacados de cualquier autor antiguo: quiere continuar las historias de sus antecesores con las cosas «quae temporibus nostri actae sunt ex parte quod oculata fide pervidimus et ex parte quod relatu fidelium didicimus» y todo ello con vistas «ad posteros notescenda brevi stylo transmittere». Una fuente segura de su crónica es Víctor de Túnez89, aunque, en lo que respecta a la visión histórica general del Biclarense, se ha subrayado —¡de nuevo la influencia bizantina!— «la inspiración romana e imperial de su obra, para lo que se le ofrecía el modelo bizantino bajo Justiniano»90. Ante el gran acontecimiento del Concilio III de Toledo —del que se hablará después por su importancia— Juan de Bíclaro, comenta Gibert, se permite una evocación histórica que reafirma, una vez más, su vocación de cronista universal: «ve renovarse en nuestro tiempo» —nos dice este investigador— «el [tiempo] que vió a Constantino ilustrar con su presencia el [concilio] de Nicea; o bien el de Marciano, a cuya instancia se formaron los decretos de Calcedonia (451)». Continuador de la crónica del de Tonnena es la Crónica obra de Isidoro, en la que se han visto también no pocas influencias antiguas. Fue Julio Africano, en el s. III, el primer escritor cristiano que escribió, en griego, una crónica en la que, siguiendo una cronología que respetaba las fechas de la Biblia —evidentemente de tradición judía— integraba en ella la historia de tradición griega. Fontaine reconoce que «est très improbable qu’Isidore ait eu connaissance 89 Con respecto al papel de este Víctor de Tonnena (o Tunnuna) en el De viris isidoriano, su utilización por el santo «solamente afecta con su información a los autores africanos o relacionados con el Concilio de Calcedonia; examinando uno por uno los pasajes de la Crónica empleados, se ve que no ofrecen ningún dato ajeno a estos dos puntos. A esto se añade» —escribe Codoñer Merino, o.c., p. 73— «que para casi todos los autores que intervienen en la cuestión de los Tres Capítulos, no existe otra fuente indirecta que no sea Víctor de Túnez, hasta el punto de que en el caso de autores cuyas obras le son conocidas y sobre los que proporciona algún dato, la información procede de Víctor y no de ellos mismos (Cfr. Justiniano emperador)». San Isidoro continuó la crónica de Víctor con lo referente a los años 558-625. En lo que hace a las relaciones del Biclarense con la obra de Víctor, Campos, o.c., p. 62, se limita a señalar que la crónica de este último (que comprende los años 565-590) enlaza con la del citado Tunenense «tomando de éste la muerte de Justiniano y la entronización de Justino». Para la controversia teológica llamada de «Los tres capítulos» véase Herrin, o.c., pp. 119-124 y Cameron en Eadem et aliis (eds.), o.c., pp. 79-82. 90 Ibidem, p. 608, n. 13, citando Gibert las opiniones de K. F. Stroheker.

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de cette oeuvre»91, pero estima que es evidente que el autor hispano se sirvió de otra crónica, la de Eusebio (en su traducción latina por Jerónimo)92, donde los sincronismos propios de esta tradición cronística, ya antigua en su tiempo, se encuentran también utilizados. Con este modelo Isidoro escribe su Crónica93 aunque, como es habitual en él, introduce algunos cambios; por un lado, afirma Fontaine, renuncia a la presentación tradicional en colunnas verticales cortadas por líneas horizontales que muestran los sincronismos, ya que lo que desea es mostrar, en un relato seguido, «el encadenamiento continuo» de las dinastías imperiales y reales que ve sucederse linealmente («por generaciones y por reinos») hasta los de los emperadores romanos y luego los de los visigodos94. Por otro lado, se trata de repartir este encadenamiento en seis edades —un expediente tomado de La ciudad de Dios agustiniana—, aunque no se respeta del todo exactamente el esquema del santo africano. Las seis edades de la humanidad es claro que reflejan los seis días de la creación y las edades del hombre tradicionales desde la Antigüedad, con su evolución a través de la Edad Media95 (infancia, niñez, adolescencia, juventud, madurez y vejez) y, como cosa original, Isidoro comienza no con Adán sino con el acto mismo de la creación divina. Termina su obra, según era de esperar, con una sexta edad que va de Octavio Augusto a Sisebuto, en la que hay recogidos sucesos destacables como la entrada de Teodorico en España (456) y se refiere de paso, negativamente, al apoyo dado por Justiniano y Zenón a ciertos herejes. Es en esta última edad, claro es, cuando se escribe la Crónica y los tiempos parece que van acercándose ya a su final. 91 Isidore de Séville. Genèse et originalité, p. 221; véase también, sobre los materiales no bíblicos que esta tradición acarrea, W. Adler, Time Inmemorial: Archaic History and its Sources in Christian Chronography from Julius Africanus to George Syncellus, Washington D.C. 1989. 92 Sobre ésta y sus fuentes véase A. A. Mosshammer, The Chronicle of Eusebius and Greek Chronographic Tradition, Lewisburg 1979. 93 PL 83, cols. 1017 y ss. y Th. Mommsen, MGH, Auct. ant. 11,2, 1895, pp. 424-488. Véase también M. Reydellet, «Les intentions idéologiques et politiques dans la Chronique d’Isidore de Séville», Mélanges d’archéologie et d’histoire 82 (1970), pp. 363-400. 94 La cronología utilizada por Isidoro está estudiada en C. W. Jones, «The Victorian and Dionysiac Paschal Tables», Speculum 9 (1934), pp. 415-20; véase Herrin, o.c., p. 235. 95 Sobre esta idea, en general, puede verse E. Sears, The Ages of Man. Medieval Interpretations of the Life Cycle, Princeton 1986. Una visión de conjunto sobre la concepción de los ciclos históricos, el eterno retorno, etc. encontrará el lector en Bravo García, «In circuitu impii ambulant. El tiempo en la historia, la religión y la herejía» en F.-J. Lomas-F. Devís (eds.), De Constantino a Carlomagno. Disidentes, Heterodoxos, Marginados, Cádiz 1992, pp. 13-56.

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Del endurecimiento de la postura oficial contra los judíos bajo el reinado de Chintila (636-639), materializado en la «forzada profesión de fe, conocida como el placitum [del 1 de diciembre de 638], que constituye la fórmula más antigua de abjuración para los judíos»96, cabe hacer algún comentario que creemos de cierto interés para seguir la pista a un posible componente escatológico de la mentalidad visigoda de la época. Pese a que ya había muerto Isidoro y a que ningún documento español de la época hace referencia a ello97, fue en este mismo año (638) y una vez caído Jerusalén en manos de los árabes, cuando el mundo visigodo, al menos en sus mentes más preclaras, debió de seguir pensando lo mismo que pensaba Isidoro al mencionar en su Crónica puntualmente la anterior caída de Jerusalén, esta primera vez a manos de los persas. La inclusión de éste y otros acontecimientos similares por parte de Isidoro parece implicar, a ojos de Herrin, lo siguiente: Bizancio era ya una potencia en 96 Thompson, o.c., p. 214 y King. o.c., p. 157, con la bibliografía pertinente. F. Cumont, «La conversion des juifs byzantins au IXe siècle», Revue de l’instruction publique en Belgique 46 (1903), pp. 8-15, por su parte, sostiene que de las dos series de fórmulas conservadas, utilizadas por los judíos para su abjuración, la más larga se remonta al reinado de Basilio I (867886), aunque se basa en un arquetipo de época de Justiniano; mientras que G. Dagron, «La traité de Grégoire de Nicée sur le baptême des Juifs», TM 11 (1991), pp. 317-339, sostiene que la fórmula breve viene del año 787 mejor que del s. VI, ya que «reproduce con todo cuidado la letra y el espíritu del canon 8 del concilio de Nicea». P. Eleuteri-A. Rigo, Eretici, dissidenti, musulmani ed ebrei a Bisanzio. Una raccolta eresiologica del XII secolo, Venecia 1993, pp. 42-50, de donde sacamos esta información, estudian estas cuestiones y recogen una bibliografía abundante. Salvo un comprensible paralelo muy general, los textos bizantinos conservados no parecen tener nada que ver con los visigodos. Llamemos la atención sobre otros juramentos para judíos en el Imperio, estudiados por E. Patlagean, «Contribution juridique a l’histoire des juifs dans la Méditerranée mediévale: Les formules grecque de serment», Revue des Études Juives/Historia Judaica, 4ª sér. 4 (124) (1965), pp. 137-156 (recogido en Structure sociale, famille, chrétienté à Byzance. IVe-XIe siècle, Londres 1981), aunque éstos no eran utilizados para la conversión sino para su prestación ante cualquier tribunal, en paralelo con lo que ocurría en Occidente. En general, para la vida de los judíos en el Imperio, consúltese la obra ya clásica de J. Starr, The Jews in the Byzantine Empire, Atenas 1939 y la de A. Sharf, Byzantine Jewry from Justinian to the Fourth Crusade, Londres 1971, así como el artículo de Averil Cameron, «Byzantines and Jews: some recent work on early Byzantium», BMGS 20 (1996), pp. 249-274. El estudio de M. R. Cohen, Under Crescent and Cross. The Jews in the Middle Ages, Princeton 1994, organizado en capítulos como «la posición legal en el cristianismo», «la posición legal en el Islam» «el factor económico’, etc., resulta interesante aunque poco útil para los detalles que aquí nos interesan. 97 Thompson, o.c., p. 217.

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decadencia, mientras que la monarquía visigoda representaba una nueva autoridad y esto explicaría en buena parte la independencia buscada por la Iglesia visigoda frente a la bizantina98. Por otro lado, si la decadencia del Imperio era tan evidente, cabe que Toledo se enfrentase a los judíos con la misma decisión y propósito que algunos emperadores bizantinos lo habían hecho al ordenar la conversión forzosa de éstos, conscientes como eran, además, de que el fin del mundo estaba próximo. En este sentido, las ideas de Paul Magdalino99 a propósito de las creencias escatológicas de Justiniano y otros emperadores podrían explicar el nacimiento entre los visigodos de una mentalidad escatológica que explicase a su vez, desde otro punto de vista, el progresivo endurecimiento de sus medidas contra los judíos100. En opinión de Magdalino, es perfectamente posible pensar que, en el siglo sexto, los emperadores —y, en concreto, el gran Justiniano— no sólo no temían el fin del mundo sino que estaban convencidos de que se caminaba ya directamente hacia él. En este sentido, tanto la idea bien conocida —y repetida por doquier en la literatura bizantina— de que 98 O.c., p. 236. Para la visión que el Toledo visigodo tuvo del Imperio bizantino véanse las conclusiones de Vallejo Girvés, Bizancio, pp. 474-478; más adelante se hablará también de esta misma cuestión. 99 «The history of the future and its uses: prophecy, policy and propaganda» en R. BeatonCh. Roueché (eds.), The Making of Byzantine History. Studies dedicated to D. M. Nicol on his Seventieth Birthday, Londres 1993, pp. 13 y ss. 100 De hecho, las medidas para obligar a los judíos a bautizarse, tomadas ya por Sisebuto antes que por Chintila, fueron conectadas por P. Goubert, o.c., p. 120, con las que, previamente, había tomado en Bizancio Heraclio (610-641) y otros antes de él; véase King, o.c., pp. 157 y 163-4. La ferocidad de las leyes contra los judíos es cosa que llama la atención cuando se examina la historia visigoda toda, pero con Chintila, que aspiraba a que nadie que no fuese católico viviese en la Península, la situación alcanzó su máxima dureza. Se trataba de «una innovación en la historia de la Europa occidental. Nada parecido» —escribe Thompson, o.c., p. 213— «se había conocido en el Imperio Romano Occidental ni en el reino arriano de España. Ni siquiera Sisebuto había llegado tan lejos» en sus medidas contra estos judíos que, en los textos conciliares, son mencionados como «servidores del Anticristo» (King, o.c., p. 160, n. 90). Tanto Isidoro como Julián de Toledo escribieron obras contra los judíos, como es sabido, y sobre éstos y la política legislativa visigoda que les afectaba puede verse S. Katz, The Jews in the Visigothic and Frankish kingdoms of Spain and Gaul, Cambridge, Mass. 1937; trabajos más modernos y concretos, que recoge puntualmente la informada obra de Fontaine, Isidore de Séville. Genèse et originalité, son los de B.S. Albert, «Le ‘De fide catholica contra Iudaeos’ d’Isidore de Séville: la polémique antijuive dans l’Espagne du VIIe siècle», Revue des Études Juives 141 (1982), pp. 289-316 e «Isidore de Séville: his Attitude towards Judaism and his Impact on Early Medieval Canon Law», Jewish Quarterly Review, 80 (1989-90), pp. 37-220.

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Constantinopla era la segunda Jerusalén (Neva Siwvn), como el inmenso programa de construcción de iglesias, la persecución de paganos, homosexuales y judíos y, finalmente, la tentativa de eliminación de las barreras entre el cielo y la tierra ayudan a fundar esta opinión. Por lo que se refiere a esta eliminación de barreras que acabamos de mencionar, aclaremos que, para Magdalino, se consiguió en buena parte mediante los siguientes factores: con la progresiva liturgización de la vida pública, con el refinamiento del neoplatonismo cristiano presente en la obra del Pseudo Dionisio Areopagita101 (una de cuyas ideas es considerar a la Iglesia como imagen anagógica de la jerarquía celeste), con el desarrollo de la noción de intercesión constante de los santos y de la Virgen en favor de Constantinopla y con la asimilación del Imperio terreno al celeste mostrada por muchos paralelos entre ambos, entre otras cosas. Todo ello hace pensar pues a este investigador que la sociedad bizantina creía hallarse ya muy cerca del fin de los tiempos; e incluso el auge de los iconos102 que se dio en ese siglo pudiera interpretarse también en este mismo sentido ya que éstos anunciaban la llegada (adventus) del Rey de los cielos, suceso que no tuvo lugar. El ataque de ávaros y persas contra la capital en el año 626 se vio ciertamente como cumplimiento de profecías de Ezequiel e Isaías y el pueblo ávaro fue concretamente identificado entonces con la nación de Gog, inequívoca señal de una concepción escatológica. Terminemos este segundo apartado diciendo que también de gran valor es la continuación de la crónica del Biclarense, es decir, una crónica anónima, compuesta en el a. 741, y conocida como Crónica bizantino-arábiga103. Su autor debió de ser una 101 Véase sobre él, en general, P. Rorem, Pseudo-Dionysius. A Commentary on the Texts and an Introduction to Their Influence, N. York-Oxford 1993 (sus obras están traducidas al español [Madrid 1990] por T.H. Martín). 102 Magdalino, o.c., p. 16. Hemos aplicado estas ideas al Iconoclasmo, siguiendo a su autor, en Bravo García, «Una frontera no es sólo política: Bizancio y el Islam» en S. Montero (coord.), Fronteras religiosas entre Roma, Bizancio, Damasco y Toledo (siglos V-VIII) [Cuadernos de ‘Ilu, Revista de ciencias de las religiones, 2], Madrid 1999, pp. 65-96. 103 Justiniano, como es bien sabido, «was severe in his measures against pagans, and indeed all who deviated from the orthodox norm.» —ha escrito Averil Cameron en Eadem et alii (eds.), o.c., p. 69— «Pagans, heretics, Manichaeans, Samaritans and Jews were the targets of a series of laws beginning very early in his reign; property and other rights were severely curtailed». Por otra parte, esa dura represión se refleja en multitud de fuentes, algunas de ellas muy curiosas; véase, por ejemplo, sobre las noticias que nos da la Vita copta de Daniel de Sketis, L.S.B. MacCoull, «’When Justinian Was Upsetting the World’: A Note on soldiers and Reli-

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persona culta y conocedora del griego muy probablemente, que recogió sus datos de centros culturales bien relacionados con el exterior como Sevilla, Córdoba y Mérida ya que el manejo de fuentes bizantinas parece aquí bastante obvio. 3) De mucho mayor interés, por su transcendencia, es el horizonte teológico de la época, segunda de las cuestiones que nos hemos propuesto traer aquí con cierto detalle. Fue a consecuencia de las controversias arrianas y al hilo de la formulación del oJmoouvsioı (consustancial) del concilio de Nicea (325) —es decir, que las tres Personas de la Trinidad son de la misma naturaleza (homoousios) y no parecida (oJmoiouvsioı; homoiousios) o diferente— fue a consecuencia de esto, decimos, cuando se sintió la necesidad de definir más exactamente, desde un punto de vista teológico, al Espíritu Santo dentro de la Trinidad104, y ya en la España del s. VI (en el III concilio general de Tolegious Coercion in Sixth-Century Egypt» en Miller-Nesbitt (eds.), o.c., pp. 106-113. Su cierre de la Academia Platónica ateniense (sobre él, entre otros, G. Fernández, «Justiniano y la clausura de la escuela de Atenas», Erytheia 2 [1983], pp. 24-30) es bien conocido. Este duro proceder, logicamente, generó una crítica que es perceptible no sólo en Procopio sino también en Juan Lido, Coripo, Agatías, Juan Malalas y otros (véase Cameron en Eadem et alii [eds.], o.c., pp. 66-67). Para las críticas de Procopio, que en su Historia secreta llegó a denominarle «príncipe de los demonios», véase Averil Cameron, Procopius and the Sixth Century, Londres-N. York 1996 (reimpr.), pp. 56-9; la traducción española con introducción y ricas notas de la Historia secreta se debe a J. Signes Codoñer (Madrid 2000). 104 Véase, como una introducción a esta discusión teológica, Th. Schneider, Lo que nosotros creemos. Exposición del Símbolo de los Apóstoles, tr. esp., Salamanca 1991, pp. 322 y ss.; otros trabajos de interés son, P. Evdokimov, L’Esprit Saint dans la tradition orthodoxe, París 1969, E. J. Fortmann, The triune God. A historical Study of the Doctrine of the Trinity, Londres 1972, J. Meyendorff, «The Holy Spirit as God» en D. Kirkpatrick (ed.), The Holy Spirit, Nashville, Tenn. 1974, pp. 76-89 (recogido en su The Byzantine Legacy in the Orthodox Church, Crestwood, N. York, pp. 153-165), B. Lonergan, The Way to Nicaea. The dialectical Development of trinitarian Theology, Londres 1976, J.L. Prestige, Dios en el pensamiento de los Padres, tr. esp., Salamanca 1977, J.N.D. Kelly, Primitivos credos cristianos, tr. esp., Salamanca 1980, pp. 424-434, Y. Congar, El Espíritu Santo, tr. esp., Barcelona 1983, B. Schultze, «Zur Ursprung des Filioque», OCP 48 (1982), pp. 5-18, R. Haugh, Photius and the Carolingians: The Trinitarian Controversy, Belmont, Mass. 1975, H. de Halleux, «Hypostase et personne dans la formation du dogme trinitaire» en Patrologie et oecuménisme. Recueil d’études, Lovaina 1990, pp. 113-214, B. Sesboüé, «El Misterio de la Trinidad: Reflexión especulativa y elaboración del lenguaje. El ‘Filioque’. Las relaciones trinitarias. (A partir del siglo IV)» en Idem-J. Wolinski, El Dios de la Salvación (Historia de los dogmas, I [dir. Bernard Sesboüé]), tr. esp., Salamanca 1995, pp. 223-267 y J. Madoz, «La teología de la Trinidad en los símbolos toleda-

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do [589] precisamente105), muy probablemente como una forma de reforzar la posición antiarriana de la Iglesia en este concilio, se le vino a añadir al Credo de Nicea la cláusula filioque; es decir que, según ésta, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo a la vez, lo que parecía muy próximo a la interpretación agustiniana de la Trinidad como se verá de inmediato. Ha señalado Orlandis que este concilio se reunió «para solemnizar el magno acontecimiento de la conversión de los visigodos arrianos y la instauración de la unidad religiosa del pueblo español en la fe católica»106; pero, además, su influencia habría de ser muy duradera en lo que toca a la relación de ambos mundos: Oriente y Occidente. En paralelo con lo que ocurría en Bizancio, los concilios generales eran convocados por el rey —en este caso, Recaredo— y, como añade este mismo historiador español, «es de suponer que el príncipe se aconsejaría de los eclesiásticos más autorizados del momento, o incluso obraría por sugerencia suya»107. Respecto a esto último, sin embargo, un autor moderno muy apegado a la tradición ortodoxa bizantina, Nicolás Zernov108, ha escrito que el añadido al Credo se originó «probablemente por equivocación, pues la Iglesia española tenía pocos hombres doctos en aquellos siglos, y es muy probable que los que introdujeron por primera vez la cláusula filioque creyeran utilizar la versión original [...] Les movía» —prosigue Zernov— «el nos», RET 4 (1944), pp. 457-477. Sigue siendo de interés, para las primeras discusiones, echar una ojeada al monumental J. Lebreton, Histoire du dogme de la Trinité des origines au concile de Nicée, 2 vols., París 1927 (4ª ed.). 105 G. Martínez Díez-F. Rodríguez, La colección canónica hispana V. Concilios hispanos. Segunda parte, Madrid 1992, pp. 49-159, contiene las actas del III concilio toledano. No es este el momento ni el lugar para exhumar con todo detalle los orígenes de esta opinión teológica en España; recordemos que H. Chadwick, Prisciliano de Ávila. Ocultismo y poderes carismáticos en la Iglesia primitiva, tr. esp., Madrid 1978, p. 235, sugiere que las preocupaciones teológicas en torno al Filioque nacen en tierra hispana con motivo de la carta del papa León el Grande (ep. 15) a Toribio de Astorga en 447. Toribio, que había escrito al papa un memorándum sobre la herejía priscilianista, conocía muy probablemente (ibidem, p. 278) las obras de Orosio (que había sido discípulo de s. Agustín) y las del propio santo (este último muerto en 430) a propósito de los priscilianistas, de modo que nada tiene de raro que ya desde mucho antes las ideas agustinianas en torno a la Trinidad —algo se dirá más adelante sobre ellas— fuesen bien conocidas por los clérigos hispanos. 106 La vida, p. 102. 107 Ibidem, p. 104. 108 Cristianismo oriental. Orígenes y desarrollo de la Iglesia ortodoxa occidental, tr. esp., Madrid 1962, p. 105.

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deseo de acentuar la igualdad del Padre y del Hijo, cosa que negaban sus adversarios, los arrianos locales, y la declaración de que el Espíritu Santo procedía del Padre y del Hijo parecía servir a este propósito». Estas opiniones no han encontrado el mismo eco por todas partes, como es natural. Ya el concilio II de Toledo (531) había dispuesto la creación por los obispos de escuelas catedrales y cierta fama tuvieron con el tiempo las de Mérida, Palencia, Sevilla, Zaragoza y Toledo; es posible, no obstante, que no en todas ellas el nivel de enseñanza fuese muy alto y, aún más, que la formación teológica no fuese la mejor posible (y, por supuesto, que el conocimiento de los Padres de la Iglesia griegos fuese no demasiado profundo). Sin embargo, lo que ya llevamos visto hasta el momento, no nos lleva a pensar en esa dirección; autores como H. Vorgrimler109, sin aceptar que la situación fuese ideal, tampoco caen por ello en una visión tan «antilatina» como la de Zernov. Escribe Vorgrimler que «en el proceso mental, que se desarrolló en España entre los siglos V y VII, se forjó la opinión de que el Padre se lo había comunicado todo al Hijo, cuando el Hijo salió de él, y por tanto le habría comunicado también el ser origen [del Espíritu]. Así, habría que pensar al Padre y al Hijo como un único origen (principio), pues que ese ser origen corresponde al Padre por naturaleza y al Hijo por comunicación. Y así el Espíritu procede del Padre y del Hijo (filioque)»110. Si bien la presunción de ignorancia no parece del todo aceptable, la idea de que el añadido del filioque se colocase ya que san Agustín, autor bien conocido en la España visigoda, pensaba de esa manera111 y dado también que en Bizancio —por aquella época— era ésta una creencia aceptada por muchos aunque no escrita, no parece desde luego fuera de lugar. Pero lo cierto es que Leandro de Sevilla pasó por alto que, realmente, en ningún concilio se había llegado a acordar esto ni se había puesto por escrito en el Credo, de modo que lo que seguía valiendo eran los acuerdos del primer concilio de Constantinopla (381) y de Calcedonia (451). Es ésta una cuestión —la del filioque— que, como suele ocurrir con frecuencia en teología, afecta a otros ámbitos. Debe 109 Doctrina teológica de Dios, tr. esp., Salamanca 1987, pp. 120-121; los subrayados son nuestros. 110 Para todo lo que se refiere a estas cuestiones teológicas, remitimos al lector a lo expuesto en Bravo García, «Bizancio y Occidente en el espejo de la confrontación religiosa» en A. Pérez Jiménez-G. Cruz Andreotti (eds.), La religión como factor de integración y conflicto en el Mediterráneo (= Mediterranea 2), Madrid 1996, pp. 157-213.

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advertirse, por lo pronto, que, al parecer, no todos los manuscritos de las actas del III concilio toledano —un concilio que fue convocado por iniciativa, entre otros, de Leandro como ya se ha dicho—, tienen la formulación que se esperaba o, si la tienen, ésta aparece como añadidura de otra mano, según puede leerse en el documentado libro de J. N. D. Kelly112. El destino de los concilios, a veces —por ejemplo el famoso de Florencia en el primer tercio del s. XV—, es convertirse en un seminario de crítica textual dedicado casi por completo a establecer qué manuscritos están alterados o falsificados sin más113. ¿Pero qué pensaban exactamente los llamados «latinos», es decir, nuestros visigodos, sobre este importante asunto teológico? Para saberlo y poder comparar su pensamiento con el de los «griegos», o sea, los bizantinos, tenemos que entrar forzosamentente en materias teológicas aunque lo haremos muy en escorzo. Frente a las iglesias ortodoxas de Oriente, como ha señalado el citado Kelly114 —iglesias que se mantuvieron «inconmovibles y hasta fanáticamente fieles» a la procedencia del Espíritu Santo única y exclusivamente del Padre—, en Occidente en cambio, desde los tiempos de Tertuliano (siglos II-III), ya la fórmula había sido que el Espíritu Santo procedía «del Padre por [en griego diav= «a través de»/ «por»] el Hijo». Pero, más adelante, siguiendo el texto de Jn 16,14, san Hilario y Mario Victorino, sin llegar a afirmar taxativamente que el Espíritu procedía del Hijo, pensaron que el Hijo, junto con el Padre, daba el ser a la tercera Persona de la Trinidad. San Agustín, finalmente, con un trinitarismo que, a diferencia de Oriente, no parte en su análisis teológico del Padre como fuente de las otras dos Personas, sino que arranca más bien 111 «Es Agustín» —escribe Sesboüé, o.c., pp. 253-254— «el que, después de haber empleado las fórmulas tradicionales heredadas de la patrística griega, es el primero en afirmar expresamente en el 418 que el Espíritu procede del Padre y del Hijo». Además, las expresiones que utiliza, señala este mismo autor, serán las mismas que, mucho más tarde, se utilizarán en los concilios de Lión y Florencia, que buscaban la unión entre las Iglesias (‘al mismo tiempo de los dos’ [simul ab utroque], ‘principalmente del Padre’ [principaliter a Padre] y ‘un solo principio’ [unum principium]). 112 O.c., pp. 427 y ss. En lo que atañe a los concilios españoles existen varias obras de mucho interés aparte de la edición de sus actas; mencionemos, por ejemplo, Orlandis-D. Ramos Lisson, Historia de los Concilios de la España romana y visigoda, Pamplona 1986. 113 Algunas indicaciones sobre esto en Bravo García, «La calma que precede a la tormenta: el Concilio de Florencia y su papel en la transmisión de los textos clásicos» en M. Rodríguez Alfageme (comp.), Los clásicos como pretexto, Madrid 1988, pp. 47-67. 114 Kelly, o.c., pp. 424 y 426.

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directamente de la idea de la divinidad una y simple115, la cual en su misma esencia es propiamente una trinidad, llegó a admitir «que primordialmente el Espíritu procede del Padre, puesto que es el Padre quien da al Hijo la capacidad de dar ser al Espíritu Santo. Pero una de las premisas centrales de su teología» —y esto es clave, destacaremos nosotros al tiempo que subrayamos aquí y antes las opiniones de Kelly— «es la de que cualquier cosa que se pueda predicar de una de las personas, se puede predicar de las otras»116. De modo que, para el santo de Hipona —africano él también como otros muchos de los que influyeron en la cultura visigoda—, negar la doble procesión del Espíritu Santo, es decir, negar el filioque, equivalía a romper la unidad y simplicidad de la Divinidad. El añadido del concilio toledano de 589, pues, pese a no estar presente en todos los manuscritos —como ya se ha dicho—, ya que parecía venir directamente del magisterio de s. Agustín llegó a ser muy popular y apareció también en las actas de los concilios de 633, 675 y 693; por lo que hace a Occidente, fue apoyado, con el tiempo, por Carlomagno, quien rechazó las actas del VII concilio ecuménico (787; Nicea II) porque no aparecía admitido en ellas lo que, en cierto sentido, no era en ese momento sino una esperada novedad textual, aunque viniera ya de muy lejos; el emperador pudo ver ya escrito el añadido, y lo aceptó, en el concilio de Francfort (794), recogiéndose también esta doctrina en los Libros carolinos (PL 98). Es algo evidente que aquí hubo también motivos políticos; el proceder del emperador occidental, «aprovechando cualquier oportunidad que se le presentaba para hacer gala del término ante los ojos horrorizados de Oriente»117, es perfectamente explicable desde el punto y

115 Señala Sesboüé, o.c., p. 251, que «los griegos insisten en la monarquía del Padre y definen las personas más por sus propiedades incomunicables que por sus relaciones, mientras que los latinos ven el misterio trinitario de manera más sintética, a partir del juego de esas relaciones personales dentro de la única naturaleza» (el subrayado es nuestro). 116 Kelly, o.c., p. 425. Ya s. Basilio, Contra Eunomio, 2, 28, había insistido en que «la divinidad es común, pero la paternidad y la filiación son propiedades», distinguiendo previamente que «las propiedades, lo mismo que las características y las formas consideradas en la substancia, establecen una distinción en lo que es común gracias a las características que las particularizan, pero sin romper la connaturalidad de la substancia»; para acabar señalando más adelante que «es ésta, en efecto, la naturaleza de las propiedades: mostrar la alteridad en la identidad de la substancia». 117 Kelly, o.c., p. 430.

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hora en que se consideraba el rival político del Este, el sucesor de Constantino y, por lo tanto, el protector de la Iglesia. Aunque no llegó a enfrentarse abiertamente con Bizancio —que le consideraba poco menos que un advenedizo ya que sólo los griegos de Oriente se habían tenido por legítimos herederos del Imperio Romano hasta entonces (hasta el punto de que se llamaron a sí mismos siempre «romanos» [rJwmai~oi] en vez de «bizantinos»)— comenzó Carlomagno sin embargo a perseguir herejes y a velar por la ortodoxia. El Papado, por su parte, al principio consideraba el añadido al Credo como superfluo y reprobable, pero luego pasó a defenderlo, y fue precisamente el papa Nicolás I, que apoyaba denodadamente las misiones de los germanos en Bulgaria en franca competencia con (y en detrimento de) los intereses religiosos de los misioneros bizantinos, quien autorizó implicitamente la inclusión de la cláusula filioque para la predicación en esa región, lo que motivó la actuación del patriarca Focio (en una Encíclica dirigida a los otros patriarcas en 866) en defensa del texto original sin añadidos. Le parecía al patriarca bizantino que introducir un cambio, por pequeño que fuese, en un texto aprobado por un concilio y, además, hacerlo sin consultar a nadie, era totalmente reprobable118. De otra parte, la base teológica para la condena, bien tratada en su obra Mystagogia, radicaba, dicho también en pocas palabras, en que, con la nueva cláusula, se acababa con la monarquía del Padre y se relativizaba muy mucho la realidad de una existencia personal o hipostática en la Trinidad119; efectivamente, las peculiaridades relativas, individuales o hipostáticas de las tres personas de la Trinidad son las siguientes: el no ser engendrado, en el caso del Padre (es decir su paternidad), el ser engendrado, en el caso del Hijo (la filiación) y, finalmente, en el caso del Espíritu Santo, la procedencia (o sea, su 118 Es ésta tal vez la razón más profunda que animó a los que se oponían al añadido Filioque, cosa que, muy a menudo, se olvida. Un estudio de la cuestión desde el punto de vista de uno de los grandes enemigos de la cláusula latina incorporada al viejo Credo, Marcos Eugénico, asistente al Concilio de Florencia, puede verse en B. Petrà, «KATA TO PHRONEMA TON PATERON: La coerenza teologica di Marco d’Efeso al Concilio di Firenze» en P. Viti (ed.), Firenze e il Concilio del 1439. Convegno di Studi (Firenze [,,,] 1989), Florencia, 1994, pp. 873-900. 119 Meyendorff, Byzantine Theology, p. 92. Más adelante se hablará de lo que significa el término «hipóstasis» en teología; bástenos inicialmente con saber que hipóstasis es el «acto concreto de subsistir en la única sustancia», como escribe Sesboüé, o.c., p. 223, de modo que, de acuerdo con esto, la fórmula griega aplicada a Dios especifica «tres hipóstasis o personas en una sola sustancia o naturaleza».

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«espiritualidad»)120. Pensaba igualmente Focio que, pese a subsistir recíprocamente una en otra (la llamada por los teólogos perichóresis o circumincesión), esas hipóstasis o personas forman una unidad y lo comparten todo con excepción de esas peculiaridades, «que las diferencian eternamente como modos de existencia individuales»121. Por tanto, admitir la procesión del Espíritu Santo también del Hijo constituía, para los bizantinos, un problema de dimensiones teológicas, filosóficas o simplemente lógicas muy considerable. Según acabamos de decir, es la relación de origen la única característica de las tres hipóstasis o personas que puede ser formulada como propia en exclusiva de cada una de éstas sin que se encuentre en las demás; ahora bien, esta relación de origen (o sea, la paternidad, la filiación y la procesión) debe ser entendida siempre —no se olvide— con un sentido apofático, es decir, como una mera negación que nos indica que el Padre no es el Hijo ni el Espíritu Santo, que el Hijo no es el Padre ni el Espíritu Santo, etc. Si la considerásemos de otro modo, afirma Vladimir Lossky122 y subrayamos nosotros, «sería someter la Trinidad a una categoría de la lógica aristotélica, la de la relación». En este mismo sentido por tanto, es decir, siguiendo una argumentación lógica y filosófica, toda relación de origen que no vincule al Hijo y al Espíritu de forma inmediata y directa a la fuente única que es el Padre se transforma en «un sistema de relaciones en la esencia una, algo lógicamente posterior a la esencia»123. Precisamente por eso, el Oriente se opuso al filioque desde un punto de vista filosófico que daba por sentado que la cláusula añadida por los latinos parecía ir contra la monarquía del Padre; cierto es que incluso los propios bizantinos reconocieron en diversas ocasiones que el filioque acentuaba la unidad de naturaleza en la Trinidad, pero lo hacían —y esto es importante— para, a renglón seguido, añadir que acentuaba esa unidad, sí, pero en detrimento de la distinción real de personas. El resultado pues no podía ser otro que, o bien aceptar dos principios de divinidad (el Padre y el Hijo), o bien fundar la unidad sobre todo en la naturaleza común, que pasaba así al primer 120 Notemos, con Sesboüé, o.c., p. 230, que cuando s. Basilio intentó definir la propiedad relativa y distintiva del Espíritu, se limitó a señalar su «santidad»; «Gregorio de Nacianzo, escribe este investigador, «advertirá esta inconsecuencia, ya que la santidad no es propiedad relativa que exprese el origen. Por eso propondrá el término de procesión». 121 Vorgringler, o.c., p. 121. 122 Teología mística de la iglesia de oriente, tr. esp., Barcelona 1982, p. 42. 123 Ibidem, p. 44.

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plano y acababa por transformar las personas —como se ha dicho— en meras relaciones dentro de la unidad de la esencia124. Introducir por tanto la nueva relación de origen expresada por el filioque suponía substituir la monarquía del Padre (es decir una relación personal que da origen a la unidad al mismo tiempo que a la Trinidad) por otro concepto muy diferente, la substancia una («donde las relaciones intervendrían para fundar la distinción de las personas, y donde la hipóstasis del Espíritu Santo no sería más que un vínculo recíproco entre el Padre y el Hijo»125). Fue en el año 879/80 cuando un concilio, celebrado en Constantinopla, vino a dar la razón a los orientales y los legados del papa Juan VIII no hicieron sino aceptar lo acordado en él; sin embargo, la progresiva influencia de los francos sobre el Papado —no siempre había sido esto así126— hizo que, posteriormente, en Roma, se llegase a adoptar casi por rutina la cláusula prohibida, lo que, andando el tiempo, llegó a ser un motivo de peso para el cisma definitivo127 entre ambas iglesias, que se formalizó, años más tarde, en 1054. Cuando, unos años antes, en 1014, el emperador Enrique II fue coronado en Roma, el Credo que se cantó en la ceremonia tenía ya la cláusula en cuestión a pesar de toda la oposición bizantina. Antes de proseguir con nuestro análisis teológico —que en nada pretende ser original— no estará de más recordar otro aspecto que, en ocasiones, se suele pasar por alto: las diferencias lingüísticas entre las dos partes del Imperio tienen no poco que ver en la génesis y posterior complicación de éste y otros problemas teológicos, aunque —como es evidente— no todo en ellos sea reductible a la semántica. Para los bizantinos —y aquí mantuvieron viva la distinción entre teología apofática o negativa, de la que ya se ha hablado, y la catafática o positiva— las tres hipóstasis de Dios, o sea, sus tres personas (Padre, Hijo, Espíritu Santo), pueden conocerse —esto es cierto— pero su esencia es simple, incognoscible e incomunicable. Cualquier conocimiento que de Dios podamos obtener sólo será relativo y de forma negativa. Los lati124 Ibidem, p. 45. 125 Ibidem, p. 47. Recordemos una vez más que todos los subrayados son nuestros. 126 La desconfianza toledana en materias teológicas con respecto a la Roma del s. VII fue muy posiblemente incrementada por la estrecha asociación del Papado y Bizancio; la Iglesia española, señala Herrin, o.c., p. 245, «was certainly not prepared to accept on trust definitions of orthodoxy drawn up in Constantinople». 127 Meyendorff, art. «Bizantine Church» en Dictionary of the Middle Ages, N. York 19821989 (recogido en The Byzantine Legacy, p. 29).

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nos, en cambio, pese a que admitían la teología apofática o negativa, consideraron la cuestión enfrentándose inicialmente al problema y analizando la esencia de Dios desde un punto de vista más ontológico y, como ya se ha dicho, tendieron a subordinar la cuestión de las tres Personas frente a aquélla, de ahí que, a ojos de los griegos, el filioque fuese una concepción que, como poco, destruía el equilibrio entre las tres Personas. Por mostrar un ejemplo concreto de las dificultades lingüísticas, señalemos que la palabra griega oujsiva (lo que se conoce en español como «esencia») se tradujo al latín por essentia, pero no siempre los dos vocablos tuvieron el mismo sentido. Para los grecoparlantes ousía era algo del todo simple e incognoscible; no es ni el Ser en sí ni causa del ser en otros y, por lo tanto, no puede tener relación alguna consigo misma o con otra cosa. Sobre la prehistoria de este concepto, señalemos que la primera ousía es, en Aristóteles, lo que no se predica de ningún sujeto y que no está en sujeto alguno (por ejemplo, «este hombre», «este caballo»); en cambio, las segundas ousías son las especies en las que las primeras existen con sus géneros correspondientes. Es decir, poniéndolo más fácil: las primeras ousías significan las «subsistencias» individuales —¡ojo al término subsistencia!—, el individuo («este hombre concreto», por ejemplo), mientras que las segundas son las «esencias» (o sea, «el hombre» en general). Pues bien, frente a este modo de pensar, la palabra uJpovstasiı (que no aparece en Aristóteles como término filosófico aunque sí en los estoicos y, además, fue muy poco utilizada por s. Basilio, probablemente porque era el término empleado por los arrianos para significar «substancia») significa etimológicamente en griego «lo que está o permanece debajo», es decir, precisamente «subsistencia», lo que subsiste realmente; este significado —uno de los que tiene—, por lo tanto, la acerca ciertamente a oujsiva y, por ello, adquiere el valor de «existencia» o, simplemente, «naturaleza». Otro, no obstante, lo aproxima a lo individual subsistente. «Ambos términos aparecen, pues,» —concluye Lossky128— «como más o menos sinónimos: significando, la ousía, una substancia individual, aunque es susceptible de designar la esencia común a varios individuos; y designando, la hypóstasis, la existencia en general, pero pudiendo igualmente aplicarse a las substancias individuales». El reconocimiento de esta ambigua dualidad no es formalizado siempre así; por ejemplo, Sesboüé129 128 Teología mística, p. 39. 129 O.c., p. 231.

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precisa que, en función de la relación que se mantiene con el verbo, la palabra puede llegar a significar una «cosa» (base, fundamento, lo que está debajo, toda realidad substancial) y llegar a convertirse en sinónimo de ousía o substancia. Mientras que, concebida como «acción», hipóstasis «significaría la acción de mantenerse por debajo, de sostener, el soporte» y acabaría significando también «subsistir, en un sentido muy parecido al de hyparchô, existir». Es decir, en resumidas cuentas, que «el uso filosófico de este término podía desarrollarse siguiendo dos líneas: la primera llevaba a identificar hypóstasis con ousía y por tanto, en el lenguaje dogmático, a hablar de una sola hipóstasis en Dios; la segunda conducía a identificar hypóstasis con el acto concreto de subsistir en la substancia y por tanto a hablar de tres hipóstasis (o tres personas) en Dios. A lo largo del desarrollo del discurso cristiano» —advierte Sesboüé y subrayamos nosotros— «el término irá pasando lentamente de señalar la sustancia a señalar la subsistencia, y por tanto la persona». Quiere decir todo esto —y desde luego no nos lo inventamos— que los problemas lingüísticos, unidos a la conceptualización teológica y sus dificultades, no facilitaban en modo alguno un entendimiento entre ambas partes ya que llamar a una Persona de la Trinidad hypóstasis podía resultar ambiguo incluso en griego y —por otras razones— también en latín. En resumidas cuentas, la causa y principio del Ser y de la unidad en la Trinidad es la hypóstasis del Padre, que nada tiene que ver con su esencia. Hay un Dios porque hay un Padre que, mediante sus poderes hipostáticos, da origen al Hijo por generación y al Espíritu por procesión; al Hijo y al Espíritu el Padre les da también, por supuesto, su naturaleza que, en ellos, permanece una, indivisible e idéntica en las tres hipóstasis130. Pero, por desgracia, el término hypóstasis se tradujo en latín por persona, y en realidad lo que significa es substancia (etimológicamente, como ya se ha dicho, «lo que subsiste»), mientras que el término latino persona, si tuviese que ser traducido al griego, debería ser vertido con una palabra bien distinta, prósopon131; queda claro pues que la ecuación hypóstasis (con sus dos sentidos en griego) = persona en latín (con su valor de un ente individual e independiente) —que es el proceder habi130 St. Runciman, The Great Church in Captivity. A Study of the Patriarchate of Constantinople from the Eve of the Turkish Conquest to the Greek War of Indepence, Cambridge 1968, p. 95. 131 Lossky, Teología mística, pp. 40-41.

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tual— introduce confusiones inevitables ya que, cuando llamamos a las Personas de la Trinidad substancias entonces se piensa facilmente en un triteismo (tres substancias diferentes), en que son tres personas independientes y autónomas y cada una con su propia substancia, lo que en modo alguno es admisible. En fin, no creemos que debamos seguir por este difícil camino de las explicaciones teológicas. Hay que reconocer, sin embargo —como ya hemos hecho alusión a ello—, que muchas veces los Padres de la Iglesia griega han utilizado expresiones referidas al Espíritu Santo similares a las referidas al Hijo, lo que quiere decir que se han acercado de alguna manera al punto de vista latino. Esto añadió leña al fuego y, en el famoso concilio de Florencia, los latinos pudieron echarles en cara a los bizantinos que los manuscritos griegos que presentaban como prueba de sus tesis o decían lo contrario o estaban alterados. Lo que más adelante Gregorio Palamás, un famoso teólogo místico del siglo XIV, sostuvo en su Tratado apodíctico I, 9, en definitiva, es que el Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo (aquí el «de» es un simple genitivo en griego) y procede «de» Él (un ejk en griego), pero, por lo que toca a su ser y existencia sin embargo —en opinión también de Palamás—, no podemos decir realmente que sea Espíritu que proceda «de» Él, sino que procede «del» Padre (en ambos casos con un ejk en griego). La discusión, por lo tanto, aunque la semántica (y también la morfología y la sintáxis) complicase las cosas, no puede decirse que fuese únicamente acerca de palabras; por otra parte, los propios visigodos —ya lo hemos dicho— sabían que en Bizancio, aunque no se hubiese escrito en el Credo, se pensaba así. Ya Juan de Bíclaro en su Crónica le había atribuido la costumbre de cantar el Credo en la misa a Justino II (en realidad fue el patriarca Timoteo [511-518], bajo Justino I) según señala J. Herrin, y para esta investigadora, la clave de todo consiste en que Recaredo citó los Credos orientales cantados —e hizo cantar el suyo en Toledo— «aparentemente bajo la impresión» de que el filioque estaba incluido en ellos, pero no era así. Confusiones de este tipo eran posibles, escribe esta misma historiadora, «dados el acuerdo general que existía sobre los términos teológicos y la escasez de documentos orientales accesibles en la época», cosa esta última ya mencionada varias veces. No parece haber sido, al parecer, tanto por ignorancia como por inadvertencia. Necesario es admitir también que, para movilizar tantas opiniones, sentimientos y voluntades que llevaron al establecimiento de un abismo infranqueable entre griegos y latinos, esta polé-

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mica, que influyó en toda la vida intelectual e incluso artística132 por mucho tiempo, tenía que estar arraigada en lo más hondo de la fe de los individuos. Pero además, y como suele suceder, sería ilusorio no reconocer en este alejamiento la presencia de factores políticos, sociales o «vivenciales» que complicaron la oscura discusión. Nada puede extrañar, pues, que en Florencia, buscando una simplificación de la que resultase por fin una unio vera, los latinos acabasen por proponer que la cláusula añadida, el filioque, no era sino una adición sin valor, una explicación que estaba ya contenida en el previo ex patre; sin embargo, los tiempos, tras el escándalo de las cruzadas (sobre todo el de la cuarta [1204], que destrozó el Imperio bizantino), no estaban para concesiones teológicas y los griegos, por tanto, no aceptaron terminar una discusión de siglos de esa manera tan poco apropiada. El acuerdo alcanzado en este concilio prácticamente no sirvió para nada y Oriente y Occidente siguieron separados hasta el día de hoy. En lo que atañe al llamado «error histórico» que hizo que bizantinos y latinos eligiesen sendas relativamente divergentes, conviene recordar —y esto nos parece extraordinariamente importante— que el cisma que separa a los dos credos nunca fue establecido en un concilio. Humberto de Mourmontiers, obispo de Silva Cándida, cardenal y legado papal, y Miguel I Cerulario, patriarca de Constantinopla, se limitaron a excomulgarse mutuamente en 1054 y jamás llegó este choque de personalidades, motivado sin duda por una lista de agravios por ambas partes pero también por sus vivos caracteres, a ser revalidado oficialmente en sínodo alguno. Todavía más, cuando los legados del Papa Urbano II visitaron Constantinopla en 1089, el emperador Alejo I Comneno les manifestó que, en los archivos bizantinos, no existía documentación alguna sobre tal cisma133. Desde mediados del s. XI hasta principios del XIII (la cuarta cruzada), en resumen, van muchos años 132 Recordemos que la Trinidad es representada en ocasiones en época medieval con la cola de la paloma (el Espíritu Santo obviamente) en la boca del Padre; en la imaginería renacentista, en la época de Leonardo da Vinci en concreto, surge una variante basada en el Filioque. Efectivamente, entonces el Espíritu se representa como una paloma igualmente, pero sus alas van de la boca del Padre a la del Hijo; véase, por ejemplo, W. Braunfels, Die heilige Dreifaltigkeit, Dusseldorf 1954, lám. 37 (un altar portátil de Hildesheim) y el viejo libro de A. N. Didron, Christian Iconography II, Londres 1886, lám. 144 (un relieve obra de Verrocchio en Florencia). Un diagrama típico de las vidrieras de las catedrales medievales occidentales, con la representación del Filioque, puede verse también en Geanakoplos, Byzantine East, p. 101. 133 Véase Meyendorff, art. «Schism» en ODB, p. 1851.

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repletos, al igual que los que nos han traído hasta el día de hoy, tanto de encuentros como de desencuentros entre ambas partes. Ni las únicas diferencias entre Ortodoxia y Papado son las que se han mencionado ni las discusiones entre ambas Iglesias son todas puras antiguallas históricas que a naftalina huelen y ya nadie recuerda; basta traer a colación las uniones imperfectas entre ambas Iglesias en diversos concilios (por ejemplo el de Lión [1274], anterior al ya citado de Florencia), los fallidos intentos de unión de los ortodoxos con los protestantes alemanes o la Iglesia de Inglaterra en el s. XVII (contra los intereses de Roma, evidentemente), las opiniones de la intelligentsia rusa en el s. XIX (F.M. Dostoievski, por ejemplo) sobre el cristianismo romano, las protestas tras la caída de la Unión Soviética y el renacimiento de la idea de misión católica en tierra ortodoxa o la larga serie de fracasos de los encuentros recientes (Catolicismo/Ortodoxia y Ortodoxia/Iglesias Reformadas), para darse cuenta de que, como siempre, las cosas no son tan simples como se suele creer. Hora es ya de terminar. Aunque es cosa admitida por todos que la Hispania visigoda conservó tras la caída del poder romano la enseñanza de lo clásico y la formación educativa al modo cristiano134, no todos los investigadores, como ha subrayado Judith Herrin, se han dado cuenta realmente de que el motivo de esto reside, al menos en parte, en que todo ello servía para construir una ideología que glorificara al reino visigodo cristiano frente a lo que, a sus ojos (o a los de Isidoro por lo menos) era un imperio caduco y ya al final de los tiempos, es decir —sin entrar ahora en elucubraciones escatológicas— un Bizancio que había perdido nada menos que Jerusalén a manos de los persas, Tracia a manos de los hunos y al que le había sido casi arrebatada Grecia por los eslavos en el año 16 del reinado de Heraclio; así lo dice Isidoro en su Crónica. Poco faltaba, además, para que las huestes árabes se quedaran con buena parte del antiguo Imperio romano y los cristianos se viesen constreñidos a vivir bajo sus nuevos conquistadores y a perder no poco de su nivel cultural135. La 134 En general, Fontaine, «Fins et moyens de l’enseignement ecclésiastique dans l’Espagne wisigothique» en La scuola nell’Occidente latino dell’alto medioevo (Settimana 19), I, Spoleto 1972, pp. 145-202 y C. M. Aherne, «Late Visigothic bishops, their schools and the transmission of culture», Traditio 22 (1966), pp. 435-444. 135 Isidoro, sin duda, pudo darse cuenta antes de morir (636) de que el Imperio de Heraclio ya no era el mismo en este sentido; Averil Cameron, «The Language of Images: The Rise of Icons and Christian Representation» en D. Wood (ed.), The Church and the Arts (Studies in

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antipatía radical de Isidoro ante el Imperio bizantino no debería ser separada de su postura de total apoyo al filioque, cláusula que fue vuelta a cantar en el IV concilio de Toledo (633), celebrado bajo la tutela del rey Sisenando y presidido por el propio Isidoro; se vislumbra además esa antipatía en su cerrada oposición y crítica a la postura teológica de Justiniano, exacerbada en el obispo hispano por las persecuciones de aquél contra obispos ortodoxos africanos. Se opuso Isidoro a Constantinopla no sólo como potencia militar presente en la Península, sino también como sede del patriarca; se opuso además a su preeminencia política, al uso de pan con levadura en la liturgia bizantina frente al ázimo entre los latinos, a los tejidos recamados y ricos en la misma liturgia y a muchas otras cosas propias del Oriente griego. Como Herrin ha escrito, «el sentido de rivalidad entre autoridades griegas y latinas y de la esencial superioridad de la Sagrada Iglesia Romana fueron dos legados importantes de la obra de Isidoro»136. Para este personaje visigodo, por tanto, la influencia bizantina no era en modo alguno un ideal que perseguir; que esta influencia la hubo en la España visigoda de antes de él y que continuó habiéndola en diversos ámbitos después, es sin embargo un secreto a voces. También lo es que nunca pudo imaginarse las consecuencias tan devastadoras en las relaciones entre Oriente y Occidente que el filioque tendría con el tiempo. Y en una parte no pequeña, todo esto se gestó aquí, en Toledo, donde la pintura de un heredero del desaparecido Bizancio, El Greco, haría revivir siglos más tarde algunas sombras de las viejas convenciones pictóricas asociadas con la más pura ortodoxia bizantina. ¿Podríamos llamar a esto último justicia poética? Church History 28), Oxford 1992, p. 3 (recogido en Changing Cultures) ha escrito que el reinado de este emperador (610-641) «probably saw the last manifestation of traditional learning for many years to come. During that period scholarly history was still possible, as were classicizing art, epic poetry and philosophy; by contrast, the next period is so ill-documented that it was hardly known to the chronicler Theophanes or the Patriarch Nicephorus, to whom we owe the basic Byzantine historical accounts». 136 Las relaciones con Roma, que habían sido normales antes de 589, comenzaron a distanciarse, no obstante, con el paso del tiempo y es muy probable que ese empeoramiento se debiese, en parte —de otras razones posibles ya se ha hablado aquí—, a la íntima relación del Papado con Bizancio en algunas ocasiones; véase King, o.c., p. 146, que remite a la opinión de Lacarra y Herrin, o.c., p. 245. Por su parte, el metropolitano de Toledo salió beneficiado de este distanciamiento progresivo ya que acabó alcanzando una situación de primacía en España comparable —si es que no se inspiraba en ésta de alguna manera— con la del propio patriarca de Constantinopla (King, o.c., p. 147).

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Son varias las causas que provocaron una afluencia inusitada de griegos en la ciudad imperial de Toledo a finales del siglo XVI y en los primeros años del siguiente. En torno a 1580 hay una limitada inmigración de profesionales cualificados, copistas y libreros, estrechamente vinculada a la gran figura de don Antonio de Covarrubias y Leiva (Toledo, 1514-1602)1. Con la instalación del Greco en Toledo se produce lo que actualmente se llama «efecto llamada» y acuden a su lado deudos y familiares. A principios del siglo XVII tiene lugar una oleada inmigratoria que no pretende echar raíces en la ciudad, sino recorrer los principales lugares de España recogiendo limosnas para rescatar cautivos del turco. Algo parecido, como hemos tenido ocasión de comprobar, a lo que ocurrió en proporciones mucho mayores en época de los Reyes Católicos2 cuanto aún estaba muy reciente la toma de Constantinopla. Que la llegada de Antonio Covarrubias atrajera a Toledo el tipo de inmigrantes mencionado implica que el terreno estaba de algún modo abonado para que allí arraigaran éstos. Un incipiente, aunque algo tardío, interés local 1 Sobre este personaje es fundamental el estudio de Gregorio de Andrés, «El helenismo del canónigo toledano Antonio de Covarrubias. Un capítulo del humanismo en Toledo en el siglo XVI», Hispania Sacra, 40 (1988), pp. 237-313. 2 Cf. Luis Gil, «Griegos en España (siglos XV-XVII)», Erytheia 18 (1977), pp. 111-132, en pp. 111-113.

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por el conocimiento del griego a comienzos de la centuria, cuyos precursores fueron los hermanos Vergara, uno de ellos Juan, canónigo de la Catedral y otro, Francisco, catedrático de esta lengua en Alcalá, condujo a la creación de una cátedra dedicada a su enseñanza en la Universidad de Santa Catalina en 15523, que ocupó junto con la de retórica, un buen humanista, Álvar Gómez de Castro, hasta su muerte el 16 de septiembre de 15804. La presencia de esta cátedra propició una tímida demanda de textos griegos que se acrecentaría en las dos últimas décadas de la centuria. El 9 de septiembre de 1580 tomó posesión como canónigo y maestrescuela de la Universidad Antonio de Covarrubias, que había sido catedrático de Instituta en Salamanca de 1558 a 1560, oídor de la Chancillería de Granada desde 1561 a 1569 y oídor de la de Valladolid desde entonces hasta su incorporación, en 1573 o 1574, al Consejo Real de Castilla que presidía su herma3 El colegio de Santa Catalina, fundado por don Francisco Álvarez de Toledo en 1485, se acrecentó por bula de Inocencio VIII del 8 de mayo de dicho año en forma de universidad con ocho cátedras de teología, ambos derechos y artes liberales y doce colegiales internos, pero sin derecho a conferir grados. Concedido éste por bula de León X del 22 de febrero de 1520, le fue confirmado por Carlos V y doña Juana, quienes aprobaron las constituciones que redactó don Bernardino Zapata, protonotario, maestrescuela y canónigo de la catedral, el 12 de mayo de 1529. A partir de entonces el primitivo colegio de Santa Catalina pudo llamarse “Universidad Real y Pontificia”. La bula de Paulo III de 23 de julio de 1535 le concedía el fuero universitario a efectos judiciales. En 1552, Bernardino de Alcaraz, sobrino del fundador, dio un nuevo impulso al centro elevando a veintidós el número de sus cátedras, entre ellas una de griego. Dependiente del Colegio de Santa Catalina a modo de Escuela menor funcionaba un Estudio de Gramática, a cargo de un maestro y dos repetidores. Sobre todo esto, cf. Julio Porres, Constituciones antiguas de la Universidad de Toledo, Publicaciones del Centro Universitario de Toledo, Universidad Complutense, Madrid, s. f., pp. 4-9. 4 Alvar Gómez de Castro instalado en Toledo hacia 1550, después de una corta estancia en Blacos y en Guadalajara tras dejar Alcalá en 1548, algún tipo de vinculación debía de tener por esta fecha con el colegio de Santa Catalina. Aprobada la ampliación de éste por Julio III en bula papal del 19 de enero de 1553, Bernardino de Alcaraz encarga en su testamento de 5 de marzo de 1556 a Bernardino de Sandoval, a Pedro Vázquez y a Juan de Vergara la ejecución de su proyecto. Fallecidos ese mismo año Alcaraz y Vergara, Sandoval y Vázquez lo llevaron a efecto; cf. Antonio Alvar Ezquerra, Acercamiento a la poesía de Álvar Gómez de Castro (Ensayo de una biografía y edición de su poesía latina). Tesis doctoral Complutense, mecanografiada, Madrid, 1979, tomo I, p. 130. Y así puede decir con cierta parte de razón Nicolás Antonio que Álvar Gómez de Castro profesó letras latinas y griegas en Alcalá «donec evocatus Toletum a Bernardino Sandovalio, qui recens in ea urbe novam erexerat scholam, eo concessit Graecorum literas Rhetoricaeque artis regulas auditores docturus» (Bibliotheca Hispana Nova I 58 ss).

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no. Su gran sordera obligó a Felipe II a removerlo del cargo de consejero, pero le compensó con el nombramiento de canónigo del cabildo toledano y maestrescuela, pese al obstáculo de su condición seglar salvado con la oportuna licencia de la Santa Sede. Su llegada a Toledo y su gestión como maestrescuela de Santa Catalina tuvieron importantes repercusiones no sólo en la docencia de la lengua helénica, sino en la formación de un rico patrimonio bibliográfico en esta ciudad, gracias sobre todo a su rica colección de códices griegos. Los hermanos Covarrubias habían sido enviados por Felipe II a la tercera fase del Concilio de Trento a título de representantes de Castilla y León, como culto obispo que era Diego, el mayor (1512-1577), y afamado letrado Antonio. Y en esta ciudad se les despertó a ambos, como también le ocurrió en el primer período del Concilio (1545-1549) al embajador de Carlos V don Diego Hurtado de Mendoza, la afición a los códices griegos. A Trento, efectivamente, acudía un enjambre de libreros y pendolistas que ponían en venta manuscritos traídos de los monasterios de Oriente o se ofrecían a copiar los códices griegos que los padres conciliares les indicaran. Era por entonces el principal de estos copistas Andrés Darmario5 de Monembasía, a cuyas órdenes trabajaban entre otros Nicolás Turrianós, llamado por los españoles Nicolás de la Torre6 y Antonio Calosinás. A la terminación del Concilio , siguiendo los pasos de los Covarrubias, los dos últimos vinieron a España donde se establecieron definitivamente, en tanto que Andrés Darmario siguió yendo y viniendo desde su oficina veneciana a la península ibérica. Nicolás Turrianós se instaló en Segovia y trabajó para su obispo don Diego, y después para Felipe II en El Escorial; Calosinás hizo lo mismo para el hermano del prelado, el maestrescuela don Antonio. Antonio Calosinás, natural de Rhytion (Creta), ya en 1561 se trasladó a Venecia con un códice para venderlo. Durante el Concilio de Trento recibió encargos, aparte de los hermanos Covarrubias, de Martín Pérez de Ayala, obispo de Segovia. A finales de 1563 viene a España y se instala en Toledo, donde copia códices para los Covarrubias y el arcediano de la catedral, García de Loaysa, y se gradua en medicina. En 1569 estaba como colegial en el Trilin5 Sobre su persona, cf. L. Gil, art. cit., pp. 130-131. 6 Cf. G. de Andrés, El cretense Nicolás de la Torre, copista griego de Felipe II. Biografía. Documentos. Copias. Facsímiles, Madrid, 1969.

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güe de Alcalá de Henares y en esta ciudad revalida su título de médico. Entre 1570 y 1600 ejerce esta profesión en Madrid y en Toledo. Como tal es posible que tratara a Demetrio Phocás, un compatriota suyo, de una dolencia que tenía «en las partes de detrás» y siguiera prescribiendo los lavatorios de vino que éste se venía aplicando y dieron pie a la malintencionada denuncia de su criado Nicolao a la Inquisición. Al menos, fue testigo presencial de un violento enfrentamiento de éste con su amo, si como propone Caro Baroja el médico griego que figura en los documentos del Santo Oficio con el nombre de Antonio Calafina no es otro que nuestro Antonio Calosinás7. A la muerte de Álvar Gómez de Castro, Antonio Calosinás opositó con otros tres candidatos a la regencia de griego de la Universidad de Santa Catalina, aduciendo entre sus méritos el ser natural de Creta, pero la plaza le fue concedida a un protegido del Cardenal Gaspar Quiroga, Andrés Schott, un humanista flamenco de origen escocés que adunaba a sus sólidos conocimientos de las lenguas clásicas la lealtad a Felipe II y el afecto sincero a España. Pero por desgracia su docencia duró poco. Al finalizar el curso de 1583 abandonó Toledo atraído por la mayor remuneración que le ofrecía la Universidad de Zaragoza que inauguraba entonces sus enseñanzas. Don Antonio de Covarrubias pudo cubrir la vacante dejada por Schott con otro buen humanista flamenco discípulo suyo y único aspirante al puesto, Pedro Pantino, a quien protegía el canónigo García de Loaysa, futuro arzobispo de Toledo y gran bibliófilo. Gracias a Loaysa, de quien fue bibliotecario y colaborador, Pantino llegó a capellán de Felipe II, lo que le permitió consultar los ricos fondos de la biblioteca de El Escorial. Para desgracia del helenismo toledano, Pantino se fue de España como capellán del Archiduque Carlos que iba de gobernador a los Países Bajos. Allí llegó a ser deán de Santa Gúdula en Bruselas, donde murió en 1611 dejando su biblioteca en herencia a su amigo Andrés Schott. Después de Pantino, la cátedra de griego entró en plena decadencia8. 7 Cf. el capítulo IV («Intermedio helénico») de El Señor Inquisidor y otras vidas por oficio, Madrid, Alianza Editorial, 1968, pp. 147-158. 8 El único profesor del que se tienen noticias es el Dr. D. Matías Bermúdez de Guzmán y Cuéllar que en una petición elevada al claustro plenario el 16 de febrero de 1644 asegura llevar diez años regentando las cátedras de Vísperas de Leyes y Griego; cf. Teófilo Lozoya Elzáurdia, «El griego en la Universidad de Toledo», Cuadernos de Filología Clásica 16 (1979-1980), pp. 177- 198, en p. 183.

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El Greco se instaló en Toledo en 1577 y mantuvo una estrecha relación con Antonio de Covarrubias, cimentada en las comunes aficiones. Doménicos Theotocópulos era un buen conocedor del griego clásico y poseía una biblioteca, si no abundante, al menos selecta9, con impresos de Jenofonte, Luciano, Plutarco, Homero, Isócrates y Eurípides, y sentía una profunda admiración por Covarrubias como sabio y como persona. En una anotación personal a un pasaje de un Vitrubio de su propiedad le califica de «milagro de la naturaleza», pues en él se hermanaban no sólo la «elocuencia y elegancia ciceroniana y el perfecto conocimiento de la lengua griega, sino también una infinita bondad y prudencia». Y quien de ese modo se explayaba para uso íntimo está completamente a salvo de cualquier sospecha de adulación interesada. El afecto respetuoso que el cretense profesaba a don Antonio de Covarrubias parece reflejarse en los tres espléndidos retratos que le hizo: el custodiado actualmente en el Museo del Louvre, el de la Casa del Greco de Toledo que forma pareja con el de su hermano don Diego y el que figura en el «Entierro del Conde Orgaz». En la almoneda de la biblioteca de Antonio de Covarrubias efectuada tras su fallecimiento, el pintor tuvo el detalle de adquirir un Jenofonte impreso con anotaciones de su mano que hoy se exhibe en la Casa del Greco. En un momento poco oportuno, cuando el pintor atravesaba ciertos apuros económicos, se presentó a mediados de 1603 en Toledo, viejo y achacoso, su hermano mayor, Manusso Theotocópulos que había llevado una vida azarosa muy diferente de la de Doménicos. Recaudador de impuestos en Creta, corsario durante la guerra turco-véneta, cañoneó por error una nave de Ragusa con 9 En el inventario de los bienes del Greco realizado el 12 de abril y 7 de Julio de 1614 (Protocolo de Juan Sánchez de Soria) figura la siguiente «Memoria de libros griegos: Josefo de belo Judaico, Lexicon, Xenofonte, Sínodo tridentino, Demóstenes, Isócrates, Omero, S. Justino mártir, S. Dionisio, Política de Aristotiles, Testamento nuebo y biejo en 5 tomos, Física de Aristótiles, Luziano en dos tomos, Bite di Plutarco, Filosofía moral de Plutarco, Constituciones de los Stos Apóstoles, Fábulas de Isopo, Oraziones de S. Juo Grisóstomo, Eurípides, Política de Aristótiles, Omelias de S. Basilio, Filópono en los libros de anima, Oraciones éticas de S. Basilio, Ypócrates, San Dionisio de Celesti yerarquía, Arte midoro, Ariani de belo alexandri». El amanuense, que debía de escribir al dictado del notario, transcribe como pronuncia (confunde v y b) y corta las palabras como le place (Arte midoro). Las mayúsculas y acentos son nuestros. Véase el doc. 52 en Francisco de Borja de San Román y Fernández, El Greco en Toledo. Nuevas investigaciones acerca de la vida y obras de Dominico Theotocópuli, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, Calle de Preciados, 48, 1910. pp. 195-196.

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un cargamento de galleta para la flota veneciana, por lo que fue encarcelado. Deudor insolvente de la Señoría de Venecia, fue de nuevo metido en prisión y puesto de nuevo en libertad para que pudiera alimentar a sus cuatro hijos y reunir en doce años el montante del débito. Los últimos años de su vida antes de su llegada a Toledo los pasó en Venecia y a España vino huyendo quizá de pagos que no podía efectuar. Murió en Toledo el 13 de diciembre de 1604, tras haber recibido todos los sacramentos y fue enterrado en la parroquia de San Cristóbal, vecina de la de Santo Tomé donde residía el Greco10. Con Manusso llegó también un grupo de griegos de la más varia condición. Todos, sin embargo, compartían esa condición de mendicantes a que una despiadada extorsión les reducía. Era en efecto costumbre de los turcos, cuando cautivaban en corso o metían en prisión por cualquier causa a un grupo de personas, la de soltar algunas para que reunieran de la caridad el importe del rescate que exigían para liberar al resto. Y tanto el Greco como sus familiares se vieron implicados de alguna manera en las pretensiones de sus compatriotas. En el grupo de recién llegados figuraban unos cuantos que no eran griegos sino de otras cristiandades orientales. Eran, según la lista confeccionada por Francisco de Borja de San Román11, los siguientes: «Yanoda Bayboda, príncipe de Moldavia, Martheros, arzobispo de Santa Cruz de Acta Mar, en la Armenia Mayor; Dionisio Paleólogo, obispo de Aeto (isla de Ítaca), Angelo Castro, obispo de Lepanto; Jerónimo Cocunari, obispo también se indica en los documentos sin precisar la diócesis; Estephano Jamartho, clérigo, cura de la ciudad de Sarnata en la Morea; fray Sabba de la orden de San Basilio, en el convento de Santa María de la Iberia, de la provincia 10 En el Libro de enterramientos de 1604 a 1630, fol. 94 v. Archivo parroquial de Santo Tomé, figura esta partida: «este día [13 de diciembre de 1604 ] falesció manuel griego. No hizo t(estamento). Enterrose en san xpotabl. R(ecibió) todos los sacramentos. Al margen «manuel griego»; cf. Francisco de Borja San Román, El Greco en Toledo. Vida y obra de Doménico Theotocópuli, Editorial Zocodover, Toledo, 1982, doc. XVI, p. 321. Se trata de la 2ª. edición de la obra citada anteriormente, enriquecida con una biografía del autor. Muy plausiblemente éste cree que el citado documento se refiere a Manusso, cuyo frágil estado de salud consta por otros documentos. Sobre la familia del Greco y sobre Manusso en especial, cf. Fernando Marías, El Greco. Biografía de un pintor extravagante, Nerea, Madrid, 1997, pp. 25-28. 11 Op. cit2, p. 295. El autor tomó estos datos de los protocolos notariales de M. Díaz, 16021608 y P. Galán, 1602.

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de Macedonia; fray Niquíforo de la misma orden, en el convento de Nuestra Señora de la Caridad, en la provincia de Lepanto; Jorge Cocunari, gobernador, vecino y natural de la isla de Spiro; Constantino, capitán; Jorge de Atenas; Tomasso Trechello, nacido en Lefcosia (Nicosia), capital de la isla de Chipre; Estacio Icónomo y Jorge Icónomo su hijo, naturales de la ciudad de Arta, en la provincia de Lepanto». El primero12 pretendía rescatar a sus mujer e hijos; Estéphano Jamartho, a su hijo y algunos familiares; Jorge Cocunari, a su mujer y cuatro hijos; el capitán Constantino, a su hijo y algunos marineros; Tomasso Trechello, a su mujer Cebriana y a su hijo Jerónimo Tomás; Miguel Zuquí, a su mujer e hijos; Jorge de Atenas, a seis cautivos. Las intenciones de los religiosos eran parecidas. El arzobispo Martheros quería redimir a algunos clérigos de su diócesis; fray Sabba a seis frailes de su monasterio y los ornamentos de éste que se llevaron los turcos después de destruirlo. Únicamente se salía de lo habitual Dionisio Paleólogo que, según interpreta San Román, aspiraba a la «restitución de su obispado de Aeto». «En cuanto a Ángelo Castro, Jerónimo Cocunari, Estacio y Jorge Icónomo, los datos son imprecisos», comenta dicho autor13. Por suerte, algunas de las dramatis personae de esta lista son conocidas por otras fuentes. I. K. Hassiotis14 ha documentado15 la estancia en Salamanca en 1603 de fray Sabbas, que después se quedaría de maestro de griego en El Escorial. Don Dionisio Paleólogo, es el mismo personaje que elevó una petición de limosna al cabildo de la ciudad de Sevilla que fue leída y discutida el 22 de noviembre de 1602 y ha publicado Juan Gil16. Se trata del obispo de Acto (no ‘Aeto’) y Ángelo Castro (topónimo y no antropónimo) en Lepanto, al cual tras una larga estancia en Roma (nada menos que seis años), protegido por el Santo Padre, le entraron según parece prisas por regresar a su diócesis, 12 Su aparente apellido alude a su calidad principesca: vaivoda (eslavo vaivod) era el título que se daba a los soberanos de Moldavia, Valaquia y Transilvania. 13 Op. cit2., p. 295. 14 «España y los movimientos antiturcos en Macedonia en los siglos XVI y XVII», Cavriς didaskalivaς Homenaje a Luis Gil, Madrid, Editorial Complutense, 1994, pp. 685-719, en p. 691. 15 Archivo General de Simancas, Estado, legajos 1698, 1714, 1995 todos ellos sin foliar. 16 «Griegos en España», Habis 21 (1990), pp. 165-171, en pp. 166-167.

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«porque ay peligro que por su ausençia su iglesia no se haga mezquita según los avisos que de ello ha tenido, fuera del tormento que padecen aquellos pobres que salieron sus fiadores, cuyas vidas, personas y almas peligran». Pero, eso sí, antes de emprender la vuelta a casa quería recorrer «diversos lugares de la Christiandad para valerse de la pía ayuda de los príncipes christianos y sus pueblos a fin de poder redemir su Yglesia de las manos de los turcos y los christianos que quedaron en renes (sic) y salieron fiadores en una deuda grosíssima causada sobre su obispado por su anteçessor». Y como hemos visto, entre los diversos lugares de la Cristiandad donde el obispo Dionisio recabó «la pía ayuda de los príncipes christianos y sus pueblos» figuraron por lo menos Toledo y Sevilla. De las gestiones realizadas por el Greco y sus familiares a favor de sus compatriotas San Román ha podido documentar algunas. El pintor y su hijo Jorge Manuel figuran como testigos de la otorgación de una escritura por parte de fray Sabba, «de la orden de San Basilio de la provincia de Macedonia, griego conventual en el monasterio de Santa María de Yberia de la dicha provincia» el 7 de enero de 160317 facultando a Demetrio Zuquí, «griego residente en Toledo», para pedir limosnas, en todo el obispado de Cuenca, a fin de rescatar a «seis frailes del dicho monasterio y de los ornamentos dél que están en poder de los turcos». Ambos juran conocerle y que se llama «como de suso dice». El 25 de diciembre de 1603 otorga testamento Tommasso Trechello18, «griego natural de Lefcosia de la isla de Cipre». Pide ser sepultado en la iglesia de Santiago, declara deber a la huéspeda de la Posada de la Higuera «onze reales de onze días de posada», tener una licencia del Ilustrísimo arzobispo de Toledo para pedir limosna cuyo original se encuentra en poder del impresor Pedro Rodríguez, a quien ha entregado ocho reales para su 17 Prot. de M. Díaz, 1603, fol. 47, cf. doc. XI en Francisco de Borja San Román, op. cit2, p. 316. 18 Prot. de Miguel Díaz, 1603, fol. 1.513, doc. XII, op. cit2, pp. 316-317.

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impresión. Afirma que el señor Manuso guarda una provisión real, una licencia de la Cruzada y otra del señor nuncio para pedir limosna en el arzobispado de Toledo que hasta el momento no ha usado y declara ser su voluntad «que el susodicho señor use de los dichos recaudos dando poder a quien quisiere para nombrar personas que pidan la dicha limosna y para recibirla». Encarga a Manuso enviar el montante de lo recolectado a Venecia al «arzobispo Gabriel de Philadelphia griego», para que lo remita a la ciudad de Lefcosia en Chipre «a un sazerdote frayle monaco predicador llamado Panfenio en el monasterio de Zonati» a fin de que se lo entregue a su mujer Cibriana y a su hijo Gerónimo «que biben en la dicha ciudad junto al dicho monasterio de Zonati». Nombra heredero a su hijo Gerónimo y por «alvazea y testamentario y executor» del testamento a Manusso. Son testigos «Miguel Zuquí y Dimitrio Zuquí su hijo y Jorge Ycónomo griegos residentes en Toledo», los cuales declaran conocer al otorgante «y llamarse como de suso dize». Actuan también de testigos Gregorio de Zamora y su hijo Juan de Zamora vecinos de Toledo, y comoTrechello no puede firmar el testamento «por la gravedad de su enfermedad y no escrebir sino griego», lo firma en su lugar Miguel Zuchi. El 14 de julio de 1604, Jorge Preboste, el fiel amigo del Greco, figura como testigo en la revocación de un poder dado por Jorge Cocunari, griego, a Juan Bueno, familiar del Santo Oficio para cobrar ciertas limosnas19. Muerto ya Trechelo, el 22 de octubre de 1604, Manusso Theotocópuli solicita ante el señor Tomás de Gamarra20, alcalde ordinario de Toledo «por el señor don Alonso de Cárcamo corregidor y justicia mayor en ella y su tierra por su majestad» que se haga una información sobre las licencias concedidas a Tomás Trechelo «para efeto de poder pedir limosna para el rrescate de Gerónimo Tomás y Cebriana su madre que están en poder de turcos». Como estas licencias no se han usado, al haber fallecido Trechelo, y su albacea por ser viejo e impedido no ha podido «acudir a la dicha cobranza», el término de ellas se ha pasado, por lo que, previa información, pide que se les conceda una prórroga. En dicha información juran y firman como testigos Francisco Preboste21, «que vive en casa de dominico Theotocópuli», Jorge Manuel 19 Prot. de Miguel Díaz, 1604, fol. 567, doc. XIII, op. cit2, p. 317. 20 Prot. de Miguel Díaz, 1604, fol. 1.510, doc. XIV, op. cit2, p. 316. 21 Ibid., p. 319.

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Theotocópuli22 y el boticario Manuel Sánchez de Mendoza23, los cuales afirman haber conocido a Trechelo y haber visto las licencias «de su santidad y del señor nuncio de España y del Iltmo de Toledo y del señor Comisario general de la santa Cruzada» que le facultaban para pedir limosna, Declaran saber que Manusso Theotocópuli es su albacea y conocer su enfermedad e impedimento para el uso de dichas licencias. El 29 de octubre de 1604 Manusso Theotocópuli da un poder a Pedro Sánchez de Mendoza24 para que en su nombre pueda comparecer «ante su santidad y su Reverendíssimo nuncio de España y ante los señores del consexo supremo de su magestad y del señor comisario General de la santa Cruzada y el Ilmo de Toledo y les pedir y suplicar se sirvan de prorrogar y alargar por el más tiempo que fuere posible las licencias que [...] sacó el dicho Tomás Trechelo para pedir limosna». El 7 de abril de 1605 otorga testamento Estacio Icónomo «natural de la ciudad de Arta en la probincia de Lepanto», ordena ser enterrado en la iglesia del señor Santiago, se refiere a sus cuentas pendientes con diversas personas de Madrid, Toledo y Zaragoza, declara herederos a sus hijos Teojare, Jorge, Mateo (a la sazón en Roma en el Colegio de San Atanasio), Miguel, Juan y Apóstolo, y nombra albaceas para Toledo a Doménico Theotocópuli y para su tierra a su mujer Crisante. Actuan de testigos cuatro vecinos de Toledo y Dimitrio Zuqui, que firma el documento, al no poderlo hacer el testante por la gravedad de su estado y no saber escribir en castellano. Pero la intervención más importante de Doménico Theotocópuli a favor de sus compatriotas tuvo lugar cinco años después de su instalación en Toledo y nada menos que ante el tribunal del Santo Oficio en la causa contra Demetrio Phocás y Michel Rizo Carcandil, griego25. En ella juró «interpretar bien y fielmente lo que [...] passare y lo que el reo en ella dixere y respondiere», así 22 Ibid., pp. 319-320. 23 Ibid, p. 320. 24 Prot. de Miguel Díaz, 1604, fol 1.404, op. cit2, pp. 320-321. 25 La causa ha sido estudiada por José Martí y Monsó, «Domínico Theotocópuli, intérprete griego», Boletín de la Sociedad Castellana de Excursiones, Año I, nº 11, Valladolid, noviembre de 1903, pp. 146-149 y por Julio Caro Baroja, op. cit. (en nota 7), pp. 150-155, y a ella nos hemos referido con cierta amplitud en op. cit. (en nota 16), pp. 116-118. J. Martí no citaba el lugar donde dicha causa se conserva (Archivo Histórico Nacional, Inquisición de Toledo, leg. 196, núm. 171).

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como guardar secreto so pena de excomunión «late sentencia» de cuanto hubiere visto y oído. El pintor tuvo la satisfacción de ver premiadas sus molestias de fiel intérprete en las ocho sesiones que duró el juicio26, primero con el nombramiento de un procurador a Carcandil por ser menor de 25 años, y después con la plena absolución de éste y la de su amo Demetrio Phocás. El Santo Oficio de la Inquisición hizo esta vez justicia. Recordemos brevemente los hechos. Demetrio Phocás era un renegado griego de cierta posición económica que sintiéndose en peligro buscó refugio en Italia dejando a los suyos en prisión. Reconciliado con la Iglesia, el papa le concedió una bula que le permitía pedir limosna para rescatar a los suyos. Con este motivo y el de peregrinar a Santiago vino a España acompañado de su criado Miguel Rizo Carcandil, un adolescente de diecisiete o dieciocho años que también había sido forzado a renegar y asimismo se reconcilió con la Iglesia en Italia. La mala suerte quiso que Demetrio Phocás tomara a su servicio a un compatriota llamado Nicola, ladrón y aficionado a la bebida, con el que tuvo un violento enfrentamiento en Toledo en presencia de un médico también griego llamado Antonio Calafina (Calosinás). Por todo ello fue despedido. En venganza el tal Nicola denunció a la Inquisición a su antiguo amo de criptomahometismo, basándose en que «hiço el guadoch diez veçes en diferentes partes e tiempo como los turcos se lauan: lauandose pies y manos y otras partes de su cuerpo y las partes vergonçosas y abajaua y alçaua la cabeça como moro y que q(ua)ndo rreça rreçaua en griego al modo turquesco con manos y postura que los tvrcos vsan». Al muchacho le acusó de apóstata y encubridor de herejes según se desprende del tenor de la acusación del fiscal a Michael Rizo Carcandil como hereje de impostura de la Santa fe católica y encubridor de herejes por no haber denunciado los lavatorios y rezos de su amo. El muchacho alegó que su amo se lavaba de esa guisa con vino para curarse «un mal del cual le salía alg(un)as vezes materia», añadió que jamás le había visto hacer ceremonias de turco y precisó que el autor de aquella calumnia «era un Nicola Griego q(ue) 26 Tuvieron lugar éstas en mayo de 1582 , el 13 y 21 de agosto, el 27 de noviembre, el 7 y el 10 de diciembre.

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venía con su amo». Esta declaración fue decisiva. El muchacho conocía el nombre del denunciante, algo que jamás revelaba el Santo Oficio a los encartados, lo que puso en evidencia la falsedad de la acusación.

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EL GRIEGO DE EL GRECO Inmaculada Pérez Martín CSIC-Madrid

El título del presente trabajo contiene ya un pequeño indicio de la complejidad que encierra el arte de Doménico Teotocópulo1, un arte marcado por sus raíces bizantinas y por la fuerte impronta veneciana. En efecto, no vamos a tratar aquí de «El griego del Griego», porque a Doménico, desde los comienzos de su carrera italiana, se le conoció como Doménico Greco, esto es, «griego» en italiano; ya en España, así lo llaman el padre Sigüenza, Luis de Góngora, Francisco Pacheco, Fray Félix Hortensio de Paravicino y otros, aunque al final de su vida Doménico también fue conocido como «El Griego de Toledo»2. Por 1 Teotocópulo es la forma española correcta del apellido de El Greco, Qeotokovpouloı, si bien, cuando el pintor firmó algunos documentos en alfabeto latino, escribió su apellido con la terminación italianizada en -i y con la transcripción habitual de q, th: Theotocopuli. Así firma el contrato con el convento de Santo Domingo en Antiguo en 1577. 2 Así lo encontramos escrito, por ejemplo, en La Oración en el huerto de Andújar, pintada hacia 1600-7: «DEL GRIEGO DE TOLEDO». Vid. El Greco of Crete. Exhibition on the occasion of the 450th anniversary of his birth, N. Hadjinicolau (ed.), (Heraklion 1990), p. 61, n. 10 y El Greco. Identidad y transformación. Creta. Italia. España, J. Álvarez Lopera (ed.), (Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, Palacio de Exposiciones de Roma, Pinacoteca Nacional de Atenas, 1999), nº 74. Sobre la aceptación de El Greco por sus contemporáneos, vid. J. Brown, «El Greco, el hombre y los mitos», en El Greco de Toledo, J. Brown (ed.), (Madrid 1982), pp. 15-33, y J. M. Pita Andrade, Dominico Greco y sus obras a lo largo de los siglos XVII y XVIII, (Madrid, Real Academia de S. Fernando, 1984).

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lo tanto, ya el sobrenombre de Doménico Teotocópulo indica a la vez la conciencia de su origen helénico y la trascendencia de un paso por Italia que le marcó profundamente. Es nuestro propósito en estas páginas acotar en la medida de lo posible una realidad paralela a la de la influencia bizantina en su obra, es decir, determinar en qué grado el pintor dominó o se sirvió de la lengua griega. Doménico hablaba, como es lógico, el dialecto cretense y muy posiblemente también el dialecto veneciano; al trasladarse a Venecia en 1567, el pintor no tendría así ningún problema para adaptarse a la nueva realidad lingüística. A través de la lectura y de su posterior estancia en Roma, El Greco tomaría más tarde conciencia de la existencia de las diversas variantes del italiano y se apropiaría de una lengua que, a la postre, sería la utilizada para escribir privadamente y marcaría el aprendizaje de un español que nunca logró escapar a la influencia del italiano. El Greco firmó siempre en griego sus obras, mientras que, en su propia isla natal, hubo pintores griegos que firmaban o escribían en sus cuadros los textos pertinentes en latín o en griego según la obra hubiera sido encargada por un italiano o por un griego3. Es el caso de Andreas Ritzos (1422-ca. 1492), pintor candiota autor de varios iconos de la Virgen de la pasión, unas veces firmados en griego y otras en latín4, y de otro pintor de iconos, Juan Permeniates, que parece haber firmado en griego sus primeras obras, pero en latín una vez que se estableció en Venecia en 15235. 3 El pintor cretense Nicolás Tzafuris firma en latín la Piedad del Kunsthistorische Museum de Viena: NICOLAUS ZAFURI P(INXIT); vid. Da Candia a Venezia: Icone Greche in Italia, XV-XVI secolo. Mostra. Museo Correr di Venezia, M. Hatzidaki (coord.), (Atenas, Fondazione per la Cultura Greca, 1993), fig. 15. Su contemporáneo Andreas Pavias firma en latín la Crucifixión de la Pinacoteca Nacional de Atenas: ANDREAS PAVIAS PINXIT DE CANDIA; la obra estaba destinada a un cliente italiano y reproduce un modo tardo-gótico de la pintura italiana; vid. M. Hatzidaki, Da Candia a Venezia, p. 14 y fig. 2. 4 Vid. Da Candia a Venezia, nº 6 y 7, que corresponden a sendos cuadros conservados en la Academia de Florencia, inv. nº 3886, y la Galleria Nazionale de Parma, inv. nº 447. En este último icono, las inscripciones MHTHR QEOU, IHSOUS CRISTOS aparecen en griego, pero la firma en la parte inferior, en latín: ANDREAS RICIO DE CANDIA PINXIT. En la parte derecha del cuadro se incluye una elegía en latín: «Qui primo candidissime gaudium indixit / prehindicat nunc passionis signacula / Carmen vero xps mortalem indultus / timensque letum talia pavat cernendo.» En el icono conservado en Florencia, incluso los nombres de la Virgen y el niño están escritos en latín. 5 Juan Permeniates firma en latín la Madonna in trono con i santi Giovanni il Precursore e Agostino (Venecia, Museo Correr) sobre un papel pegado al solio de la virgen: IOANES

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El Greco nunca lo hizo; su firma griega era así a la vez una tradición de gran peso, una reivindicación de su cultura de origen utilizada para aumentar su prestigio6 y una «profunda convicción», en palabras de N. Hadjinicolau7, que merecen ser referidas por entero: «Como extranjero, El Greco no sólo era consciente de lo que no era (es decir, español), sino también de lo que era (es decir, griego), lo que él mismo enfatizó firmando sus pinturas en griego. Al margen de si Teotocópulo de algún modo estaba valiéndose del culto a la Antigüedad que se puso de moda en Europa desde mediados del s. XV presentándose como descendiente de los antiguos, podemos igualmente asumir que la continuidad del Helenismo era, correcta o erróneamente, una profunda convicción en las mentes de los intelectuales griegos de la diáspora, aunque el símbolo fuera proporcionado por el propio Renacimiento». La firma griega de El Greco era sin duda una marca de prestigio, mantenida conscientemente, a la par de su apodo. La actitud de los copistas que, ante sus posibles patronos españoles, el rey Felipe II o los prelados cultivados de finales del s. XVI, intentaban hacerse valer como buenos profesionales por el hecho de ser griegos, certifica esto también; y un indicio sobre el prestigio del griego nos lo brinda el hecho de que incluso pintores italianos como Andrea Mantegna y Alessandro Botticelli firmaran algunos cuadros en esta lengua8. PERMENIATES P(INXIT); vid. Da Candia a Venezia, nº 32. Sobre los iconos que firmó en griego, vid. E. Tsigaridas, «Scevseiς buzantinhvς kai dutikhvς tevcnhς sth Makedoniva apov ton 13o evwς ton 15o aiwvna», Eortastikovς tovmoς 50 crovnia, 1939-1989, (Salónica 1992), p. 165, fig. 22 y Da Candia a Venezia, fig. 5. 6 Sobre el carácter ostentatorio de las firmas, vid. L. Hadermann-Misguich, «Le byzantinisme du Greco à la lumière de découvertes récentes», Bulletin de la Classe des Beaux-Arts de l’Académie Royale de Belgique, ser. V, vol. 69 (1987), p. 47, n. 12. 7 Vid. El Greco of Crete, p. 59. 8 Vid. N. G. Wilson, «Greek Inscriptions on Renaissance Paintings», Italia Medioevale e Umanistica, 35 (1992), pp. 215-252, esp. pp. 223-224, 232 y ss. La Natividad mística de Botticelli lleva una larga suscripción en griego en la que el pintor se presenta como ˘Alevxandroς. Mantegna, por su parte, firmó en griego el San Sebastián conservado en el Kunsthistorische Museum de Viena: to; e[rgon tou ˘Andreva e[(sti). La escritura griega es de gran calidad, pero probablemente Mantegna no sabía griego, de modo que la firma podría haber sido incluida por alguien de su círculo de Padua, en opinión de Wilson. En todo caso, está atestiguada la presencia de Mantegna en Creta en 1496, donde su nombre y el de Antonello di Messina aparecen en un registro de pintores que trabajaron en Gandía; vid. M. Cattapan, «Nuovi documenti riguardanti pittori cretesi dal 1300 al 1500», Pepragmevna BV Dieqnouvς Krhtologikouv Sunedrivou, (Atenas 1968), vol. III, pp. 29-46 y «Nuovi elenchi e documenti dei pittori in Creta dal 1300 al 1500», Thesaurismata, 9 (1972), pp. 202-235. +

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Que, poco después de su llegada a España, El Greco helenizara su apellido en algunas firmas, convirtiéndolo en Qeotokovpoliς, es una veleidad que deja bien claro hasta qué punto Doménico estaba explotando el prestigio de la civilización de la que procedía. En efecto, a partir de 1580, El Greco en algunas firmas «heleniza» o hipercaracteriza, podríamos decir, su apellido griego. Qeotokovpouloς significa —un tanto pretenciosamente— «hijo de la Virgen», siendo Qeotovkoς (literalmente «Madre de Dios»), el nombre habitual de la Virgen y —pouloς un sufijo de origen latino derivado del verbo pullo «brotar, germinar»; pouloς significa así «retoño» y amplifica un apellido relativamente más común, el de Qeotokavς. La mención del lugar de origen de El Greco en sus firmas (krhvς, «cretense») fue igualmente, sobre todo al comienzo de su carrera, una marca de prestigio, dada la fama de los pintores cretenses ya en el s. XV. También los numerosos copistas cretenses que estuvieron activos en Italia incluyeron en las firmas de sus copias su gentilicio; así lo hizo en la propia Toledo el cretense Antonio Calosinás, cuya estancia en la ciudad coincidió durante muchos años con la de El Greco9. Cuando la fama de El Greco esté consolidada, el pintor no incluirá ya la mención de su origen, que nunca había utilizado sistemáticamente en sus firmas: el último ejemplo se encuentra en el Martirio de S. Mauricio de El Escorial, pintado hacia 1580-8210. El Greco firmaba, pues, sus cuadros como cretense y no como griego. No podía utilizar el término e{llhn (evllhnaς en griego moderno), porque en Bizancio y, por supuesto, para nuestro pintor, «heleno» significaba «pagano», «griego de la Antigüedad». Sí podía haber utilizado el término grai>kovς, como se autodefinieron algunos griegos contemporáneos de El Greco residentes en Italia, pero el pintor prefirió presentarse como cretense, indicando así que su patria era Creta, y no con el término de contenido impreciso grai>kovς, que tenía más significado para los italianos que para los propios griegos. Las firmas de El Greco no tenían, pues, sólo el valor utilitario de indicar la autoría de las obras, sino que estaban cargadas de significado sobre lo que el pintor era y sobre lo que pretendía representar. En el periodo inicial de su producción artística, desde la Dormición de la Virgen pintada en Creta hacia 1565 +

9 Sobre Antonio Calosinás, vid. G. de Andrés, Helenistas del Renacimiento en Toledo. El copista cretense Antonio Calosinás, (Toledo 1999). 10 Vid. El Greco. Identidad y transformación, nº 30.

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hasta los cuadros pintados en España en 1580, El Greco se sirvió de las unciales griegas para firmar sus cuadros y sólo a partir de 1577, de su escritura minúscula o cursiva, que conviviría con la mayúscula por un breve período, hasta ser definitivamente abandonada11. FIRMAS EN MAYÚSCULA Desde la tipificación de la minúscula griega y su utilización en la escritura corriente de manuscritos y documentos, en el Bizancio del s. IX, la mayúscula adquirió el papel de escritura distintiva y se utilizó en los títulos de las obras, en las indicaciones marginales y en todo aquel texto que se deseaba resaltar en la página, aunque también la mayúscula se siguió utilizando hasta el s. XI para copiar textos destinados al uso litúrgico12. En los textos que suelen acompañar a las manifestaciones pictóricas bizantinas de tema religioso, tanto en los iconos como en la pintura mural o las ilustraciones de los códices, pero también los mosaicos o los marfiles, encontramos una gran variedad de escrituras, tanto mayúsculas como minúsculas, aunque la uncial predomina en los mosaicos y marfiles, la pintura mural, las ilustraciones de carácter sacro o imperial de los manuscritos y los iconos. Las letras griegas que aparecen en los iconos cretenses, tradición de la que se nutre El Greco, muestran un tipo de mayúscula conocida como «epigráfica»13, al ser la usual en las inscripciones bizantinas. Aparece, por ejemplo, en el edicto de Manuel Comneno conservado en el nártex de Santa Sofía en Estambul14, en el texto que acompaña a los retratos imperiales conservados en el Par. Coislin gr. 7315, y en otros muchos ejemplos. 11 Vid. H. E. Wethey, El Greco y su escuela, (Madrid 1969), esp. vol. I, pp. 121-123; M. Hatzidaki, «Parathrhvseiς sti;ς uJpografe;ς tou Domhvnikou Qeotokovpoulou», Zygos, 103-4 (1964), pp. 79-83, reprod. en El Greco: Byzantium and Italy, N. Hadjinicolau (ed.), (Rethymno 1990); M. Matsui, «Algunas observaciones acerca de la manera de firmar de El Greco», Archivo Español de Arte, 52 (1979), pp. 178-185. 12 Vid. G. Cavallo, «Funzione e struttura della maiuscola tra i secoli VIII-XI», La Paléographie Grecque et Byzantine, Colloques Internationaux du CNRS, (París [1974] 1977), pp. 95-137. 13 Vid. H. Hunger, «Minuskel und Auszeichnungsschriften im 10.-12. Jahrhundert», La Paléographie Grecque et Byzantine, pp. 201-220, esp. pp. 207-208. 14 Vid. C. Mango, «The Conciliar Edict of 1166», DOP, 17 (1963), pp. 317-330. 15 Vid. A. Cutler, «Uses of Luxury: on the Functions of Consumption and Symbolic Capital in Byzantine Culture», en Byzance et les images, A. Guillou (coord.), (París 1994), pp. 287-328, fig. 11.

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Por lo que respecta a los iconos, la mayúscula —epigráfica o no— se utiliza en todos los textos que son incluidos en ellos. Las representaciones de la Virgen, Jesucristo o los santos iban acompañadas de los llamados nomina sacra: IHSOUS CRISTOS, MHTHR QEOU, QEOTOKOS, etc., escritos normalmente en abreviatura alrededor de la cabeza, habitualmente en rojo o en dorado, donde las letras tenían más una función decorativa que informativa, puesto que cualquier bizantino reconocía las distintas iconografías de tales personajes y eran superfluos los nombres que acompañaban sus retratos. Cuando en el icono no estaba representado simplemente un personaje sagrado, sino una escena de la vida de Cristo o de la Virgen, también se solía añadir en la parte superior del icono, por ejemplo H ˘ANASTASIS, «La Resurrección», H KOIMHSIS, «La Dormición de la Virgen», O EUAGGELISMOS, «La Anunciación», etc. Los profetas y los evangelistas eran representados con un rollo entre las manos en el que se podía leer por lo general, escrito en uncial epigráfica, el comienzo de la obra que nos habían legado. Esta convención pictórica estaba muy alejada de la realidad, puesto que lo más verosímil es que escribieran sus obras en rollos o volumina, pero en sentido horizontal, en columnas, no en sentido vertical, como aparece en la mayoría de los retratos. El volumen enrollado en vertical, leído de arriba abajo, es en realidad el formato de los rollos litúrgicos bizantinos (y de los documentos imperiales) y es su carácter sacro el que lo puso en las manos de profetas y evangelistas. En otros casos, la convención se adultera aún más y Cristo o los Evangelistas portan un códice, que no existía cuando se escribieron los Evangelios, excepto como reunión de pequeñas tablillas hechas de diversos materiales (madera, plomo, etc.) aunque, en efecto, fueron los cristianos los que más tarde, a partir del s. II d.C., popularizaron ese formato para la difusión de sus textos. El propio Greco, en el cuadro de S. Lucas de la Catedral de Toledo, recreó libremente la iconografía tradicional de S. Lucas pintando el primer retrato de la Virgen. En el cuadro, el santo ya no está pintando un icono, sino mostrando un libro en el que acaba de pintar el retrato de la Virgen con el niño, de tradición claramente occidental, no bizantina; ni los manuscritos contienen imágenes a plena página de la Virgen con el niño ni el aspecto del libro que S. Lucas tiene en las manos es el de un manuscrito; su forma, por el contrario, es la que tuvo un libro impreso en la época de El Greco, en papel, con una caja de escritura perfecta y el texto muy concentrado. Estamos, pues, ante una recreación altamente ficticia de un motivo iconográfico tradicional.

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La mayúscula epigráfica no sólo tiene en los iconos los usos que hemos mencionado, sino que también es la escritura que utilizan los pintores para firmar sus obras. A ningún pintor cretense se le ocurriría utilizar otra escritura para hacerlo, a pesar de que el modo de escribir cotidiano y común era la escritura minúscula, que ocupa menos espacio y permite cierta rapidez de trazo. En el periodo inicial de su producción, en sus firmas en mayúscula, El Greco se valió de distintas fórmulas que poco a poco fue abandonando en favor de una sola. En el icono de La Dormición de la Virgen de Siros, pintado hacia 1565-7 en Creta16, El Greco firma en la base de una palmatoria, en el centro de la parte inferior, OMHNIKOS QEOTOKOPOULOS O DEIXAS, una fórmula de la que existen pocos paralelos. O DEIXAS es el participio del verbo deivknumi, que significa «mostrar» pero también «figurar, representar», de modo que la firma podría ser traducida como: «Soy yo, Doménico Teotocópulo, quien ha representado La dormición de la Virgen»17. En La Asunción de Chicago, que fue pintada en 1577 para Santo Domingo el Antiguo, quizá su primera firma en minúscula y, ciertamente, la primera datada, la fórmula utilizada es similar: domhvnikoς qeotokovpouloς krhvς / J o 18 deivxaς afozV . El Greco ha incluido aquí su gentilicio, krhvς, «cretense», y añadido el año en que pintó la obra en números griegos, al modo de un copista que firma un manuscrito19. En esta firma en minúscula, por lo tanto, en el momento de abandonar la tradición de inscribir cualquier texto griego en uncial epigráfica, El Greco se ha servido simbólicamente de la misma fórmula que había utilizado en su primer cuadro relevante. Una segunda fórmula utilizada por el Greco para firmar sus cuadros retoma la de un pintor cretense poco anterior al Greco, Miguel Damascinós; consiste 16 Vid. El Greco. Identidad y transformación, nº 1 y nuestra fig. 1. 17 Tal es el significado de deivknumi en Luciano, Somnium 8 (Feidivaς ejkeinoς e[deixe to;nDiva) e Imagines 5. Una formulación similar, valiéndose del término deivxiς, está atestiguada en una ocasión, en un icono de S. Nicolás del Museo Benaki; vid. M. Hatzidaki, «Parathrhvseiς», p. 82. Hay que corregir aquí a los historiadores del arte que atribuyen a Luciano el valor de «pintar» en este verbo, un valor que nunca tuvo. Vid., por ejemplo, F. Marías, El Greco. Biografía de un pintor extravagante, (Madrid, Nerea 1997), p. 52. 18 Vid. fig. 2. Como ha señalado F. Marías, El Greco, p. 152, en esta Asunción de 1577, la figura del apóstol agachado en la parte inferior derecha retoma la del S. Bartolomé del Juicio final de Miguel Ángel, donde el autorretrato de Miguel Ángel ocupa el lugar que en el cuadro de El Greco presenta la firma, lo que no deja de ser revelador. 19 Vid. H.E. Wethey, El Greco y su escuela, p. 122 y fig. 368. +

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en unir la palabra ceivr «mano» y el nombre del pintor en genitivo, en el caso de El Greco, Domhnivkou [fig. 3], aunque por un documento de sus años cretenses sabemos que podía utilizar la forma dialectal de su nombre, Mevnegoς o Domevnegoς20. En el icono de La Pasión de Cristo de la Colección Velimezis, pintado en 1566 en Creta, el pintor incluyó además el apellido: D O M H Q E O T OP O U L C 21, pero en el resto de los ejemplos la firma es simplemente CEIR DOMHNIKOU. Así firma El Greco algunas obras de sus épocas cretense e italiana (el S. Lucas y La Adoración de los Magos del Museo Benaki de Atenas, el Tríptico de Módena)22, e incluso cuadros españoles (todos ellos fechados entre 1577 y 1580), como La Verónica con la Santa Faz23, La Magdalena penitente de Worcester24 y el San Antonio de Padua del Prado25. La fórmula más común utilizada por El Greco para firmar sus obras, tanto en mayúscula como, más tarde, en minúscula, fue: DOMHNIKOS QEOTOKOPOULOS KRHS ˘EPOIEI, o, como lo leería El Greco, Domínicos Theotocópulos cris épii. De esta fórmula, en la que el verbo poievw es utilizado del mismo modo que el latín pinxit, se sirvió El Greco por primera vez en Italia. Aparece, en mayúscula, en La curación de un ciego de Parma26, La +

20 Vid. K. D. Mertziou, «Stacuologhvmata ajpo; ta; katavstica tou notarivou Krhvthς Micah;l Mara (1538-1578)», Krhtika; Cronikav, 15-16 (1963), fasc. II, p. 302 y N. Panagiotakis, « H kritikh;; perivodoς thς zwhς tou Domhnivkou Qeotokopouvlou», ˘Afievrwma sto;n Nivko Sborwno, vol. II (Rethymno 1986), pp. 118-120 y cf. pp. 10-12. 21 N. Hatzidaki, «El icono de La Pasión de la Colección Velimezis, obra de Doménikos Theotokópoulos (El Greco), de Creta a Toledo», en De Creta a Toledo. Iconos griegos de la Colección Velimezis, (Toledo, Museo de Sta. Cruz, 1 de julio-1 de agosto 1999), p. 20: la firma no es perceptible ya, pero sí aparece en una fotografía anterior a 1943 del archivo Velimezis. Fue añadida en negro, en el centro de la parte inferior del cuadro. El trazo es muy fino y vacilante y parece mezclar letras mayúsculas y minúsculas: la ligadura OU está trazada sobre la P ; la L presenta una forma extraña, similar a la minúscula invertida. 22 Vid. El Greco. Identidad y transformación, nº 2, 3 y 6. 23 Vid. H. E. Wethey, El Greco y su escuela, fig. 370. Formaba parte de la Colección Caturla (Madrid), hoy en paradero desconocido. Vid. fig. 4. 24 Vid. H. E. Wethey, El Greco y su escuela, fig. 369 y M. Hadjidaki, «Parathrhvseiς», fig. 4. Está firmado en blanco, en la parte izquierda. 25 Cf. El Greco of Crete, p. 62, fig. 5. 26 Fig. 5. Vid. H.E. Wethey, El Greco y su escuela, p. 121 y fig. 365; M. Matsui, «Algunas observaciones», fig. 12 y L. Puppi, «El Greco en Italia y el arte italiano», en El Greco. Identidad y transformación, p. 116 y nº 17. +

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expulsión de los mercaderes del Templo de Minneapolis27, y la Alegoría de la Santa Liga de Londres28. Sin el gentilicio krhvς, «cretense», El Greco firmó en Italia el San Francisco recibiendo los estigmas de Nápoles29 y el Retrato de Vicente Anastasi30, y, en España, la Santa Faz de la Colección Goulandris31, el Caballero de la mano en el pecho del Prado32, el S. Francisco en éxtasis de Wildenstein (Nueva York) y el San Sebastián de la Catedral de Palencia, pintado al comienzo de su etapa española33. Sin el verbo ejpoivei, El Greco firmó el Retrato de Giambattista Porta, La expulsión de los mercaderes del Templo de Washington34 y El Expolio de Upton House. Otras firmas, muy dañadas, no pueden ser adscritas a una u otra variante de esta fórmula;

27 Fig. 6. Vid. H.E. Wethey, El Greco y su escuela, p. 121 y fig. 364 y M. Matsui, «Algunas observaciones», fig. 10. 28 Vid. M. Matsui, «Algunas observaciones», fig. 17. 29 Vid. O Gkrevko sthn Italiva kai h italikhv tevcnh, N. Hadjinicolau ed., (Atenas 1995). 30 Fig. 7. Vid. H. E. Wethey, El Greco y su escuela, pp. 121-2 y fig. 366 y M. Matsui «Algunas observaciones», fig. 11 (invertida). Dibujada en negro sobre fondo marrón claro, en la parte derecha del cuadro: DOMHNIKOS QEOTOKOPOULOS ˘EPOIEI. Muy cuidada, con el adorno de dos puntos en el acento del apellido. A propósito del cuadro y del retratado, vid. H.E. Wethey, «El Greco in Rome and the Portrait of Vincenzo Anastagi», en El Greco: Italy and Spain, J. Brown-J.M. Pita Andrade (eds.), Studies in the History of Art, 13 (1984), pp. 171-178. 31 Vid. El Greco. Identidad y transformación, nº 20. 32 Antes de la restauración reciente del cuadro, la firma aparecía en la parte derecha, a la altura del hombro del caballero, en blanco: D O M H N I K O Q E O/T O K O

E P. En la actualidad sólo perviven algunos trazos del inicio del nombre. Carecen de fundamento las razones esgrimidas para defender la eliminación de la firma: que El Greco nunca firmaba en blanco y que la firma tenía errores de ortografía. Hemos tratado ampliamente esta firma en el Simposio sobre El Greco celebrado en Creta en 1999, The First Twenty years of El Greco in Spain (1577-1600), Institute for Mediterranean Studies, Rétimno, Creta, 22-24 de octubre de 1999, de próxima publicación. 33 Fig. 8. La firma, en negro, se encuentra sobre la roca en que apoya su rodilla S. Sebastián; vid. H.E. Wethey, El Greco y su escuela, p. 122, fig. 367 y M. Matsui, «Algunas observaciones», fig. 14. 34 Pintado hacia 1570, supuestamente en Roma; vid. El Greco. Identidad y transformación, nº 12. La firma (DOMHNIKOS QEOTOKOPOULOS / KRHS), en blanco y de cuidadoso trazo, aparece en la parte inferior izquierda del cuadro, sobre un escalón. Destaca el ápice de adorno de las astas horizontales de D y T y del trazo inicial de K. Vid. H.E. Wethey, El Greco y su escuela, p. 121, fig. 363 y M. Matsui, «Algunas observaciones», fig. 9.

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así El soplón35, La Piedad de Filadelfia36 y el Cristo crucificado con dos orantes del Louvre. Las firmas en mayúscula epigráfica37 citadas reúnen una serie de rasgos característicos que resultan útiles para delimitar la falsedad de otras firmas. El trazo horizontal de D uncial es bastante elevado, hasta el punto de confundirse con A (pero no con la a de la uncial epigráfica); el pintor incluye sistemáticamente la diéresis sobre la I de su nombre; suele utilizar la ligadura de OU en su apellido o en el genitivo de su nombre; la ligadura de EI aparece por ejemplo en CEIR, pero no en DEIXAS; la H del nombre comparte el primer trazo vertical con el de la M anterior; la sigma final puede ser inscrita en forma de dos trazos sinuosos paralelos colgando de la O38; la sílaba TO del apellido suele presentar la T superpuesta a la O39. 35 Vid. O Gkrevko sthn Italiva, nº 46; El Greco. Identidad y transformación, nº 16. Firmado sobre el hombro derecho: DOMHNIKOS QEO. La firma está muy borrosa y apenas se perciben algunos trazos blancos. 36 Vid. M. Matsui, «Algunas observaciones», fig. 13 y L. Puppi, «El Greco en Italia y el arte italiano», en El Greco. Identidad y transformación, p. 108. 37 En los cuadros de las etapas italiana y española, alejados de la tradición bizantina de la inscripción de nomina sacra, la inscripción que suele presentar la cruz de Cristo en la parte superior, «Jesús de Nazaret, rey de los Judíos» incluye en ocasiones el texto en hebreo, griego y latín. En estos casos, el tipo de escritura mayúscula utilizada ya no es la uncial epigráfica habitual en los iconos, sino una escritura inspirada en la uncial romana, como indicó N. Hadzidaki, «Parathrhvseiς», p. 81. Encontramos un ejemplo de este tipo de inscripciones en el Cristo crucificado de Sevilla (vid. El Greco. Conocido y redescubierto, nº 6, pintado ca. 1590), donde el texto griego reza: IHSOUS O NAZORAIOS O BAS/ILEUS TON IODAION. Con las dos n finales inscritas en las omicron. Puesto que no hay errores en el texto griego, podemos atribuir al Greco su inclusión en el cuadro. Sin embargo, en el Cristo crucificado con la Virgen, María Magdalena y S. Juan Evangelista, (Atenas, Pinacoteca Nacional, ca. 1600-1607), la inscripción griega es en minúscula y no parece obra de el Greco. En todo caso, en otros cuadros de El Greco con la iconografía de Cristo crucificado el texto griego tiene errores y su inclusión no parece ser obra del pintor. Es el caso del Cristo crucificado de la colección Zuloaga y del Cristo crucificado con dos orantes del Louvre. Tampoco la que aparece en el Cristo crucificado con la Virgen, la Magdalena, san Juan Evangelista y ángeles (La Crucifixión de Doña María de Aragón) del Prado (a. 1596-1600) ha sido incluida por El Greco, porque NAZORAIOS presenta una forma aberrante: NAZW`LIOS. 38 Encontramos paralelos de este modo de escribir -S final en La Adoración de los Magos de Miguel Damascinós, en el título incluido en el margen superior derecho en rojo: PROSKUNHSIS, con una forma similar de lazo colgando de la I (vid. El Greco of Crete, nº IV) y en su Virgen con la zarza ardiendo de Heraclion; vid. L. Hadermann-Misguich, «Le byzantinisme du Greco», fig. 5. 39 Una excepción es la firma de La Expulsión de los mercaderes de Washington, donde O ha reducido su tamaño refugiándose debajo de la T.

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A la luz de estas constantes en la uncial epigráfica de Doménico, dos de sus firmas levantan sospechas. La primera pertenece al San Francisco recibiendo los estigmas de la Colección Zuloaga40, donde ha sido inscrita sobre una roca en la parte inferior izquierda del cuadro. Presenta muchos rasgos comunes analizados antes: D, S final, TO, I con diéresis, etc., pero la escritura es más vacilante y torpe de lo normal, lo que también se puede explicar si ha sido con el tiempo repintada. Por otra parte, delante del apellido, incluye el artículo O, un uso que no encontramos en ninguna otra firma de El Greco; la ligadura OU es sospechosa también, porque el núcleo inferior es en forma de triángulo y no circular, aunque una forma similar aparece en el San Sebastián. Pero el rasgo más notable es la terminación del verbo acaba en -h y no, como sería correcto, en ei, error frecuente porque h y ei se pronunciaban igual. Todo ello justifica que consideremos la firma, si no falsa, sospechosa. La segunda firma pertenece al Retrato de Giulio Clovio, pintado en su etapa romana41. Respeta todas las convenciones de las restantes firmas de El Greco, pero tiene una factura mucho más cuidada y el verbo, EPOIH, presenta dos faltas de ortografía: el espíritu áspero por el suave y la H final por EI. Estos errores son realmentes inesperados en El Greco, la impresión extremadamente caligráfica de la firma es sospechosa y, en nuestra opinión, podría ser falsa. Varias circunstancias pueden explicar la hipotética falsificación: El Greco había dejado en Roma diversos retratos y cuadros firmados en mayúscula e imitar la firma no debía de ser muy difícil. El retratado Giulio Clovio, amigo de El Greco, fue su introductor en el círculo de los Farnese, en cuyo palacio romano viviría el pintor42. Al frente de este círculo se encontraba Fulvio Orsini, insigne humanista, y el griego no era una lengua desconocida entre sus miembros. Cualquier griego del entorno de Orsini o el propio Clovio, que era pintor miniaturista, pudo haberse animado a imitar la firma de este modo tan esmerado. Una evolución esperable en el modo de firmar de El Greco es la que atañe a la posición o la presencia de la firma en el cuadro. En los primeros iconos, la firma se disimula como elemento decorativo: por ejemplo, en La Dormición 40 Fig. 9. Vid. H. E. Wethey, El Greco y su escuela, p. 121, fig. 362 y M. Matsui, «Algunas observaciones», fig. 18. 41 Fig. 10. Vid. H. E. Wethey, El Greco y su escuela, p. 121 y M. Matsui, «Algunas observaciones», fig. 8. 42 Vid. F. Marías, El Greco, pp. 86-99.

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de la Virgen de Siros en la base de una palmatoria; en el San Antonio del Prado en el corte superior del libro que el santo sostiene en las manos; en el San Lucas del Museo Benaki, bajo el borde de la mesita donde el santo apoya las pinturas. En la Adoración de los Magos del Museo Benaki aparece abajo a la izquierda, sobre el escalón inferior. En estas primeras manifestaciones, la firma no ocupa en el cuadro un lugar preeminente; es un mero sello del autor en su obra, de un artista no lo suficientemente prestigioso como para que el lugar destacado de su firma revalorice el cuadro ante el que lo contempla. Una comparación con el sello que deja en sus iconos el pintor cretense más prestigioso de la generación anterior al Greco pone esto en evidencia: la firma de Miguel Damascinós, en efecto, podía ocupar toda la franja inferior de un icono, perfectamente legible en una contemplación global de su obra; es el sello de un maestro ya consagrado y de renombre. En muchos de los retratos realizados de encargo por El Greco su firma también ocupa un lugar preeminente, por lo general, a la altura del hombro o del brazo. Era el caso de la firma del Caballero de la mano en el pecho (antes de ser borrada), del Retrato de un caballero anciano del Prado y del Doctor Rodrigo de la Fuente. Es el caso también de El soplón y del Retrato de Vicente Anastasi, pintados en Roma. Todas estas firmas son en mayúscula, pero en la etapa española, ya en minúscula, sigue estampando su firma en la misma posición: así, en el Retrato de Antonio de Covarrubias, conservado en la Casa de El Greco, pintado hacia 1602-543, o en el de su hijo, Retrato de Jorge Manuel Theotocopoulos, pintado hacia 1600-160544. FIRMAS EN MINÚSCULA La ya mencionada firma de La Asunción de Santo Domingo el Antiguo, hoy en Chicago, representa la evidencia datada de que el traslado a España de El Greco significó para él un romper amarras con la tradición, tras una etapa italiana que puede ser considerada transitoria a la par que fundamental; sólo cuando llega a España, el pintor se siente lo suficientemente lejos de la tradición que marcaba sus obras iniciales como para abandonar paulatinamente las firmas en uncial y 43 Vid. El Greco of Crete, nº 25, p. 268 y El Greco. Identidad y transformación, nº 68. Está firmado sobre el hombro derecho: domhvnikoς qeotokovpouloς ejpoivei. Muy borrosa. 44 Vid. El Greco. Identidad y transformación, nº 67.

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adoptar la escritura minúscula. En ello debió de influir igualmente el hecho de que El Greco llegó a una Toledo en la que había una estable y prestigiosa cátedra de griego, copistas connacionales y circulación de textos e impresos griegos, lo que le animaría a firmar sus obras con aquella escritura minúscula que percibía usual en los contactos de sus patronos españoles con la lengua griega. Resultaría excesivamente prolijo tratar una por una las firmas en minúscula de El Greco, de ahí que nos limitemos a determinar los rasgos pertinentes de la escritura minúscula del pintor y, a continuación, comentar con tal criterio las firmas especiales, problemáticas o falsas. El muestrario de letras, ligaduras y abreviaturas de letras que proporcionan las firmas de El Greco es, por razones obvias, limitado45, pero afortunadamente puede ser ampliado gracias al hecho de que el pintor, en las distintas copias que realizó del retrato de San Pablo, dibujó al santo sosteniendo con la mano izquierda un papel blanco doblado, que representa la carta dirigida por S. Pablo a Tito, primer obispo consagrado de la iglesia cretense, en la que podemos leer: pro;ς Tivton thς Krhtwn ejkklhsivaς prwton ejpivskopon ceirotoniqevnta [fig. 14]. Los tres San Pablo pintados por El Greco, el de la Colección del Marqués de S. Feliz (Oviedo), el de la Catedral de Toledo y el del Museo de El Greco en Toledo46, presentan la misma iconografía. Sin duda, esta carta sostenida por S. Pablo nos proporciona una muestra del modo en que habitualmente El Greco escribía en griego, comparable a la escritura de algunos copistas contemporáneos de origen cretense, entre otros, Nicolás de la Torre, escriba de biografía paralela a la de Doménico, que trabajó para la biblioteca real de El Escorial y para algunos conocidos toledanos de El Greco, como Antonio de Covarrubias47. +

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45 Incluimos a modo de muestra el S. Jerónimo ataviado como cardenal de Nueva York [fig. 11], el Retrato de Jorge Manuel Theotocopoulos [fig. 12] y la Adoración de los pastores del Colegio de Doña María de Aragón, hoy en Bucarest, sobre la cual vid. El Greco. Identidad y transformación, nº 59 [fig. 13]. 46 Vid. D. Talbot Rice, «El Greco and Byzantium», The Burlington Magazine, 70 (1937); El Greco. Conocido y redescubierto, nº 8; El Greco of Crete, pp. 296-298. 47 Sobre Nicolás de la Torre o Turrianós, vid. G. de Andrés, El cretense Nicolás de la Torre, copista griego de Felipe II, (Madrid 1969). Otros escribas cretenses en los que encontramos un ductus similar al de El Greco o formas significativas coincidentes son Ángel y Pedro Vergecio y Tomás Trivizanos; vid. H. Hunger-E. Gamillscheg-D. Harlfinger, Repertorium der griechischen Kopisten 800-1600, vol. I. Handschriften aus Bibliotheken Grossbritanniens, (Viena 1981), nº 3 y 344; vol. III. Rom mit dem Vatikan, (Viena 1997), nº 238.

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Esta escritura minúscula puede ser caracterizada por su más o menos pronunciada inclinación a la derecha; mantiene la superposición de to que señalamos en la mayúscula; la ligadura -ei presenta el trazo vertical inclinado, largo e iniciado en curva; las sílabas mh y ko suelen ir ligadas; en ocasiones, también aparecen unidas do en el nombre y ul en el apellido. La sigma final del nombre y del apellido es muy estrecha, la q inicial del apellido es abierta y en ocasiones comienza con un trazo ascendente; r acaba con un bucle. La p de las firmas es uncial, mientras que en la carta de S. Pablo presenta la forma minúscula, con doble bucle. En un primer momento, fueron consideradas falsas las firmas de El Greco en las que el apellido modifica su terminación en -poliς48, pero la comparación con las firmas en -pouloς asegura su autenticidad, puesto que tanto el ductus como las formas concretas son coincidentes. Así firma El Greco, por ejemplo, El entierro del Conde Orgaz sobre un pañuelo que cuelga del bolsillo del niño representado en la parte inferior izquierda: domhvnikoς qeotokov / poliς ejpoivei / afohV [fig. 15], en la que encontramos un extraño error en la fecha: en efecto, está ampliamente documentado que El Greco pintó esta obra entre los años 1586 y 158849, mientras que la firma la data en 1578 (afohV). ¿Un lapsus del pintor? El niño es el hijo de El Greco, Jorge Manuel, y el hecho de que sea él quien lleve la firma del cuadro da un doble valor al verbo poievw «hacer», por el que el pintor se muestra autor del cuadro y progenitor50. Un segundo ejemplo contemporáneo es el Retrato de Rodrigo de la Fuente (conocido como El médico) del Prado51, pero la lista es mucho más amplia, incluyendo cuadros pintados en los primeros años del s. XVII. Así, Los Santos Andrés y Francisco del Prado, donde la firma ha sido estampada sobre un papel pintado en la parte inferior derecha: domhvni>koς qeotokovpoliς / e[poiei;52 el Retrato de caballero del Prado (a. 1580-5), firmado en negro, de difícil lectura. En particular, el apellido resulta un tanto extraño, puesto que q es un óvalo sin raya horizontal, la terminación podría ser poliς, porque no hay huella ni queda sitio para u y la vocal final es una ο muy estrecha o una i; La Dama con flor en el pelo (ca. 1595-1600), firmada en blanco, muy dete48 Vid. H. E. Wethey, El Greco y su escuela, p. 123 y N. Hadzidaki, «Parathrhvseiς», p. 82, que menciona los casos de paralelos de Juan Argirópulo, quien transformó su apellido en ˘Argurovpuloς y de Juan Karuofuvllhς (Carofalo), que lo cambió en Karuovfiloς. 49 Vid. F. Marías, El Greco, pp. 180-187. 50 Vid. F. Marías, El Greco, p. 180.

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riorada, en el centro del margen derecho, a la altura del cuello: dmhvni>koς / otokovvpoliς / e[poiei. Sólo resulta sospechosa la ligadura po con o muy pequeña y alzada y la ligadura -ei, que no es la habitual53; el San Juan Bautista de San Francisco (ca. 1600-5)54; Las lágrimas de San Pedro del Museo de El Greco, firmado en negro, en el centro de la parte derecha, con trazo muy débil, parcialmente cubierto por una masa de pigmento: dhvni>koς qeotokovpoliς; la firma del San Francisco de pie, en oración de Barcelona (a. 1585-90), en la parte inferior izquierda, aparece también muy deteriorada sobre un papel, en el que leemos nikoς qeotokovpoliς / ejpoivei; quizá ha sido rehecha55. Lo mismo sucede en La estigmatización de S. Francisco (col. part.), ca. 1580-86, firmado en blanco en la parte inferior izquierda, deteriorada y probablemente rehecha: domhvni>koς qeotokovpoliς ejpoiei56. Esta utilización del apellido en -poliς que, como indicábamos, es una «hiperhelenización» del apellido real, necesita de cierta puntualización. Por ejemplo, el Greco evita utilizarla en la firma del retrato de su hijo, porque de ese modo estaría falseando el apellido real del retratado. En otros casos, para borrar el falseamiento del apellido, lo que hace el pintor es utilizar una abreviatura que sólo incluye las letras comunes a -pouloς y -poliς, es decir, p, o y l. Es el caso de la Cabeza de Cristo de Praga57, firmado en marrón claro sobre el hombro derecho: domhvni>koς qeotokovpol(iς) e[poiei; del Retrato de caballero anciano conservado en el Prado58, donde la firma aparece, como es habitual, a la altura del cuello, en la parte derecha: domhvni>koς qeokovpol(iς) e[poiei; y de al menos tres copias de Cristo con la cruz a cuestas, conservadas en la Pinacoteca Nacional de Atenas, el Brooklyn Museum de Nueva York y la Colección Mengs de Madrid. En estas firmas, el 51 Fig. 16. Vid. H. E. Wethey, El Greco y su escuela, nº 149, El Greco. Identidad y transformación, nº 39. 52 Vid. H. E. Wethey, El Greco y su escuela, fig. 378 y nº 197. 53 Vid. H. E. Wethey, El Greco y su escuela, nº 147 y J. M. Pita Andrade en El Greco. Identidad y transformación, p. 140. 54 Vid. H. E. Wethey, El Greco y su escuela, nº 250. 55 El Greco. Conocido y redescubierto, A. E. Pérez Sánchez (ed.), (Sevilla 1998), nº 5; El Greco. Identidad y transformación, nº 53. 56 Vid. El Greco. Identidad y transformación, nº 37, donde se indica erróneamente que el apellido es qeotokovpouloς. 57 Vid. El Greco. Identidad y transformación, nº 48 y fig. 17. 58 Vid. El Greco. Identidad y transformación, nº 56.

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final del apellido se resuelve con lambda sobre la línea y un trazo final al que se suele dar el nombre de arrêt y que indica abreviatura. Por lo tanto, no se trata de una ulterior deformación del nombre en -poli, sino de una abreviatura que intenta enmascarar las diferencias entre el apellido real y el alterado en -poliς. Como indicábamos más arriba, todos los cuadros firmados en minúscula son localizables en la etapa española de El Greco. Existe un único caso de cuadro adscrito al período italiano y firmado en minúscula, La Anunciación (col. priv.), obra de inspiración tizianesca pintada por El Greco en Roma59. En ella, la firma se destaca en la parte inferior derecha del cuadro sobre un fondo blanco que no llega a ser un papel y que, de hecho, parece querer confundirse con las baldosas blancas del suelo: domhvnikoς/qeotoscovpol(). Pérez Sánchez60 señala al respecto acertadamente que esta firma fue probablemente añadida o rehecha. Aunque la imitación está bastante lograda, el trazo de la letras es inconcebible: la n es demasiado retorcida y la q infantil, sin olvidar que la k se ha convertido en una c. Lo cual, unido al hecho de que la firma minúscula está ausente de los cuadros pintados en Roma, confirma que se trata de una falsificación. Una firma muy especial del pintor es la del Martirio de S. Mauricio, donde el papel que la contiene aparece en el margen inferior derecho, sostenido por una serpiente. La firma da la impresión de haber sido rehecha: domniko qotokovpoulo / krh;ς m ejpoiei. Entre krh;ς y ejpoiei aparece un garabato en el que Hadzidaki creyó distinguir una m˘, que sería el complemento directo del verbo61 y convertiría, en el más pura tradición de la cerámica griega antigua, al cuadro en un «objeto parlante» que comunica al que lo lee el nombre de su autor: «El cretense Doménico Teotocópulo me hizo». Pero esta interpretación es un tanto dudosa, pues el garabato tiene poco que ver con la m habitual en El Greco. De ser esta letra, el acento de krhvς debería haber sido agudo y entre la m y la e tendría que haber un apóstrofe. La firma sobre un papel pintado, a menudo con marcas de plegado o alguna esquina doblada, es una convención de la que se sirvió profusamente El 59 Vid. El Greco. Identidad y transformación, nº 19. 60 Vid. El Greco. Conocido y redescubierto, nº 1 y p. 26. 61 Vid. H. E. Wethey, El Greco y su escuela, p. 122 y fig. 371 y N. Hadzidaki, «Parathrhvseiς», p. 82.

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Greco, en especial en los cuadros de composición iconográfica compleja. En El Expolio de la catedral de Toledo, realizado en 1577-79, la firma aparece sobre un papel en el margen inferior derecho, parcialmente cubierto por una especie de taladro de carpintería. Curiosamente, el S. Jerónimo penitente del Prado lleva en la parte inferior derecha del cuadro el papel, que ha quedado en blanco, mientras que la firma aparece en el margen inferior izquierdo. Se trata sin duda de un lapsus del pintor, que en el momento de firmar olvida que ya había incluido en el cuadro un papel con ese fin. Otro ejemplo curioso es el de S. José con el Niño de la Catedral de Toledo, datado en 1597-1599, donde el papel tiene otra taxonomía, de perfil irregular y aspecto arrugado. Un último tipo de firma caracteriza, en opinión de Wethey62, las obras de taller de El Greco. Consiste en la simple adición de las iniciales del pintor, d q. Resulta evidente que esta firma es muy fácil de imitar y que certificar su falsedad o su autenticidad es complicado63. En el relativamente amplio número de firmas falsas o sospechosas de El Greco, encontramos aproximaciones de todo tipo, desde las que están lo suficientemente logradas como para levantar sólo leves sospechas (por ejemplo, La Anunciación ya comentada) hasta las que mezclan letras griegas y latinas y denuncian así el intento de falsificación o las que intentan reproducir el nombre del pintor en caracteres griegos sin que el falsificador tenga un modelo delante ni sepa escribir en griego64. El grupo de firmas falsificadas mejor definido sale a la luz en los años 50 de este siglo, de mano de dos historiadores del arte, Roberto Longhi y Rodolfo Pallucchini, cuya actuación forma parte de la historia negra de los cuadros de El Greco, quien sufrió la atribución de una serie de cuadros venecianos de carácter artesanal, en palabras de Álvarez Lopera, y cuyas firmas eran apócrifas65. 62 Vid. H. E. Wethey, El Greco y su escuela, p. 123. 63 Vid. fig. 18, La Virgen con el Niño y las santas Martina e Inés (pintado hacia 1597-99), que se encontraba en la capilla de S. José de Toledo. 64 Sería el caso del San Francisco meditando de rodillas del Museo Provincial de Zaragoza (vid. H. E. Wethey, El Greco y su escuela, nº X-304) y de un S. Francisco en éxtasis de la Colección del Conde de Guendulain y del Vado en Toledo (ibidem, nº 218). 65 Vid. J. Álvarez Lopera «La construcción de un pintor. Un siglo de búsquedas e interpretaciones sobre El Greco», El Greco. Identidad y transformación, pp. 25-56, esp. p. 42. Años más tarde, Pallucchini se retractaría: «Naturalmente, tra il 1950 ed il 1955 ci fu una vera e propria caccia alle tavole madonnere che si presumeva, a ragione o a torto, spettassero al Theotocopoulos. Ogni riscoperta artistica, si sa ha il suo contraccolpo sul mercato. Purtroppo ci si

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Mencionaremos tan sólo dos ejemplos. La primera firma procede de una Deposición de Cristo en el sepulcro, conservada en Washington: domhvni>koς qetookop / e[poiei; Pallucchini la atribuyó al período veneciano de El Greco, como indicaría la V. que sigue a la firma, que sería una abreviatura de V(enetiis)66. En comparación con la firma habitual de El Greco, la de la Deposición de Cristo tiene un aire infantil. Es más redondeada y recta que la de El Greco; la ligadura do es distinta, más cerrada, la kappa también; otras formas son similares a las de El Greco, pero el apellido está mal escrito (qetoo) y esto confirma su falsedad. La segunda firma procede de una Piedad de la Colección Messinis en Venecia: domnikoς / qeotokovpo() / e[poiei67. Esta firma es más cursiva y torpe que la anterior y está más alejada todavía de la original de El Greco. No escribe, por ejemplo, to superpuestas, la q inicial del apellido está mal dibujada y la k del nombre no tiene nada que ver con la de El Greco. A todas luces es falsa. LA BIBLIOTECA DE EL GRECO Hemos apuntado antes la posible influencia que tuvo en el cambio del modo de firmar, de mayúscula a minúscula, el ambiente cultural que encontró nuestro pintor al llegar a Toledo. Por un lado, la presencia circunstancial de griegos en Toledo no era un acontecimiento extraño o particular; como es sabido, el propio Doménico se vio implicado en los problemas judiciales que allí tuvo algún que otro compatriota. Por otro lado —y éste es el aspecto que nos interesa—, en la Universidad de Santa Catalina existía una cátedra de griego que fue ocupada por distintos prestigiosos helenistas, españoles o flamencos. Al frente de la Universidad, por lo demás, se encontraba Antonio de Covarrubias, gran conocedor de los textos antiguos que fue retratado por El Greco e incluido por el pintor en El entierro del Conde Orgaz68. El propio misero di mezzo anche alcuni falsari di firme, che, con tecnica espertissima, riuscirono a far credere autentiche iscrizione apocrife.» (R. Pallucchini, «Il Greco e Venezia» en A. Pertusi (ed.), Venezia e l’Oriente fra Tardo Medioevo e Rinascimento, (Florencia 1966), p. 361). 66 Vid. R. Pallucchini, «Opere giovanili firmate e datate dal Greco», Arte Veneta, 6 (1952) pp. 140-141 y fig. 19. 67 Ibidem, p. 146 y fig. 20. 68 G. de Andrés, «El helenismo en Toledo en tiempo del Greco», en Scritture, libri e testi nelle aree provinciali di Bisanzio, Atti del seminario di Erice (18-25 settembre 1988), G. Cavallo-G. di Gregorio-M. Maniaci (eds.), (Spoleto, Centro italiano di studi sull’alto medioevo 1991), vol. II, pp. 577-588, esp. p. 588.

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arzobispo de Toledo, García de Loaisa, era un buen conocedor de la lengua griega, pero no tenemos constancia de una relación personal de El Greco ni con él ni con Alvar Gómez de Castro, profesor de griego en Toledo hasta 158169. Con sus sucesores, Andrés Schott y Pantino, quizá se trataría también El Greco, aunque de ello tampoco tenemos constancia expresa. La existencia en Toledo de estudios griegos y de helenistas ejerciendo de profesores presuponía cierta circulación de libros impresos y de manuscritos en lengua griega, de la que podemos pensar que se alimentaría, al menos en parte, la biblioteca griega de El Greco, que conocemos gracias a la lista de sus bienes redactada por Jorge Manuel tras su muerte70. Es lógico pensar que adquirió una parte de sus libros mientras vivía en ciudades con una actividad editorial considerable, como Venecia o Roma, no sólo libros italianos sino también griegos, en especial en Venecia, donde desde hacía años la casa de Aldo Manuzio publicaba textos en esa lengua. Curiosamente, Aldo fue el editor en 1551 de una traducción italiana de Apiano de Alejandría de la que El Greco adquirió un ejemplar71, no sabemos cuándo; pero lo extraño es que el pintor aceptara leer la obra no en la lengua original, el griego, y se acomodara a conocerla a través de una traducción. En Venecia asimismo se publicó, en 1556, la traducción italiana y el comentario de Daniele Barbaro al De architectura de Vitrubio, obra de la que el ejemplar poseído y anotado por El Greco se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid72. En todo caso, parece que la labor de El Greco sobre su ejemplar de Vitrubio se puede datar en el último decenio del s. XVI, por lo tanto, en Toledo; resulta así arriesgado afirmar que el ejemplar fuera adquirido en Italia73; podría haberlo adquirido a través de algún librero asentado en España. Lo mismo se puede decir de sus libros griegos. Sabemos, por ejemplo, que el propio Pantino, profesor de griego en Toledo en 1586-96, encargaba los libros griegos que necesitaba para su enseñanza de la lengua a un librero amigo suyo de Salamanca y lo mismo podría haber hecho El Greco. Algunos de los libros que solicita Pantino coin69 G. de Andrés, ibidem, p. 580. 70 Vid. F. Marías, El Greco, pp. 312-313. 71 Conservado en la Biblioteca nacional, R/25046: Appiano, Delle Guerre Civili et Esterne dei Romani, (Venecia, Aldo 1551). 72 R/33475: I dieci libri dell’archittetura di M. Vitruvio tradotti et commentati da Mons. Daniele Barbaro eletto Patriarca d’Aquileia, (Venecia 1556). 73 Vid. F. Marías, El Greco, p. 188.

198 ciden de hecho con los mencionados en el testamento del pintor: Jenofonte, Homero, Eurípides y Demóstenes74. La coincidencia no es significativa, puesto que el perfil de la biblioteca griega de El Greco responde a unos contenidos habituales de obras de la literatura griega clásica. Encontramos a Homero, Eurípides, Esopo, Isócrates y Demóstenes, pilares de la educación gramatical y retórica; encontramos asimismo obras históricas muy leídas, como las de Jenofonte y las Vidas paralelas de Plutarco; otras, no tanto, como el De belo Iudaico de Flavio Josefo, Arriano y, en traducción italiana, como hemos visto, Apiano. La lista de libros griegos incluye también a Hipócrates y Aristóteles, en concreto la Política, la Física y el De anima en el comentario de Juan Filopono; un libro de interpretación de los sueños, el Oneirocriticon de Artemidoro; obras patrísticas, como las homilías de S. Basilio y S. Juan Crisóstomo, y autores cristianos anteriores (S. Justino mártir, las Constitutiones de los Apóstoles) o posteriores, en concreto, Pseudo-Dionisio Areopagita. Sólo un item de la lista resulta un tanto particular, el «Sínodo tridentino», que probablemente alude a la traducción griega de los cánones y decretos del Concilio de Trento, publicada en Roma en 158375. El autor de la traducción era Mateo Devaris, copista y corrector griego de la Biblioteca Vaticana, que bien pudo conocer al Greco durante la estancia de éste en Roma. De todas las obras griegas mencionadas —excepto esta última— se conservan todavía, en fondos como el de la Biblioteca Nacional, ejemplares publicados en el s. XVI; de algunos sabemos incluso que se encontraban en Toledo en tiempos de El Greco, pero ninguno de los que hemos visto —que son sólo unos cuantos—, por ejemplo, el De coeleste hierarchia de Dionisio Areopagita o las Homilías de S. Basilio, conserva alguna huella de haber sido propiedad de El Greco. De los 27 libros griegos incluidos en la lista de bienes de 1614, uno solo es, de hecho, localizable y se trata de una edición de Jenofonte que había pertenecido a Antonio de Covarrubias y que se conserva en el Museo de El Greco76. 74 Vid. G. de Andrés, «El helenismo del canónigo toledano Antonio de Covarrubias: un capítulo del humanismo en Toledo en el siglo XVI», Hispania Sacra, 40 (1988), pp. 237-313, esp. p. 272. 75 Matteo Devaris, Kavnoneς kai; dovgmata thς iJeraς kai; aJgivaς oijkoumenikhς ejn Tridevntw/ genomevnhς sunovdou, (Roma 1583). 76 Vid. F. B. de S. Román-V. de Sambricio, «Dos libros de la biblioteca del Greco», Archivo Español de Arte, 14 (1940-41), pp. 235-240. +

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De la nota de Tamayo de Vargas incluida en la primera página se deduce que El Greco heredaría el libro de Covarrubias a la muerte de éste, en 1602. El Jenofonte está intensamente anotado, pero no hay rastro de una intervención de El Greco, ya sea en griego o en latín, sino que todas las notas marginales pueden atribuirse a Covarrubias. Si el pintor se molestó en leerlo y no se limitó a guardarlo como adorno, entonces hemos de pensar que se valió del Jenofonte como una fuente de entretenimiento y no como un objeto de estudio, al contrario que Covarrubias, para quien las obras de Jenofonte eran una valiosa fuente de sabiduría imperecedera y de información sobre el mundo antiguo. De 1614 a 1621, Jorge Manuel Teotocópulo, hijo de El Greco, se desprendería de todos los libros griegos del pintor, vendidos en almoneda, puesto que en el inventario de sus bienes de 1621 ya no consta ningún libro en esta lengua. La almoneda es sin duda la causante de la dispersión de la biblioteca y de las dificultades de localizar en la actualidad sus libros. El libro de Apiano mencionado, por ejemplo, fue cedido por Jorge Manuel a Doña Mariana de Mendoza. Ha habido algún intento de atribuir al Greco la posesión de textos emblemáticos de la filosofía neoplatónica, como un Plotino localizado en Salamanca por Javier de Salas sin dar referencia concreta del ejemplar. Si se trata del Salmanticensis 273977, este Plotino fue en realidad propiedad de Diego de Covarrubias, hermano de Antonio. Copiado en Salamanca por Nicolás de la Torre en 1565, nunca se movió de aquella ciudad, sino que como el resto de la biblioteca de Diego de Covarrubias, ingresó en el Colegio Mayor de Oviedo en Salamanca y después en la Universidad. Por lo tanto, el Plotino nunca estuvo en Toledo ni tuvo nada que ver con El Greco. Con los libros italianos de El Greco, las cosas han ido un poco mejor, a pesar de que el testamento no es muy preciso al respecto; al contrario de lo que sucede con los libros griegos, de los que siempre se menciona el autor y a veces incluso la obra, los libros italianos son mencionados de un modo ciertamente ambiguo. Así, encontramos, una Descripzione di Italia, una Ystoria de Italia, una Filosofia moral, un libro de Disciplina militar; y la lista acaba con la mención «Otros cinquenta libros italianos. Otros diez y siete libros de romanze», entiéndase, en castellano. 77 Sobre este manuscrito, vid. T. Santander, «Un manuscrito desconocido de Plotino en Salamanca», Emerita, 37 (1969), pp. 93-98 y R. Piñero Moral, «Un manuscrito griego de Plotino en Salamanca», La Ciudad de Dios, 207 (1994), pp. 27-48.

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Javier de Salas y Fernando Marías han estudiado dos libros de El Greco en los que éste incluyó comentarios que le iba sugiriendo la lectura, comentarios éstos muy personales y a veces muy elaborados, hasta el punto de configurar un verdadero borrador de una obra que quizá llegó a escribir, pero no a publicar. El primero de ellos es un ejemplar de las Vidas de Vasari propiedad de Javier de Salas, que fue anotado por El Greco hacia 159078. El segundo es un ejemplar del De architectura de Vitrubio, en la traducción comentada de Daniele Barbaro, editado en Venecia en 1556 y probablemente adquirido en Italia por El Greco79. Un tercer ejemplar complementario al Vitrubio es la Architettura de Sebastiano Serlio, publicada en Venecia en 156680, en la que El Greco ha incluido breves anotaciones a los libros III, IV y V. Los textos incluidos por El Greco en estas obras adolecen de una sintaxis un tanto inconexa, propia de una persona no habituada a redactar. Su lengua no es ni griego ni italiano ni español, sino un italiano con una cierta apariencia o cobertura de español, deformado, pues, por los muchos años de vida en España. El italiano fue así la lengua de cultura de El Greco, la lengua en la que reflexionaba y escribía sus pensamientos, lo que no es de extrañar si recordamos la fuerte impronta veneciana en su Creta natal. Pero lo que sí resulta perturbador es que Doménico no escribiera en griego ni una sola palabra de estas anotaciones, como tampoco lo hizo en su ejemplar de Jenofonte. Ni siquiera cuando comenta términos griegos de los que, lógicamente, se sirvió Vitrubio, se escapa de su pluma el alfabeto griego. Si pasaba con tanta facilidad del italiano al español y del español al italiano, hasta el punto de invitarnos a suponer que no tenía conciencia de estar utilizando una u otra lengua, ¿por qué no hizo lo mismo con el griego, la lengua que utilizó siempre para firmar sus cuadros? La explicación que viene a la

78 El libro habría sido regalado por Federico Zuccaro al Greco en 1586, según F. Marías, El Greco, p. 186. Vid. X. de Salas, «Un exemplaire des Vies de Vasari annoté par Le Greco», Gazette des Beaux-Arts, 69 (1967), pp. 177-180; X. de Salas, «Las notas del Greco a la Vida de Tiziano de Vasari», El Greco: Italy and Spain, pp. 161-168 y en Boletín del Museo del Prado, 8 (1982) 78-86; X. de Salas-F. Marías, El Greco y el arte de su tiempo. Las notas de El Greco a Vasari, (Madrid 1992). 79 Vid. F. Marías-A. Bustamante, «Le Greco et sa théorie de l’architecture», Revue de l’Art, 49 (1979), pp. 31-38; F. Marías, Las ideas artísticas de El Greco. Comentarios a un texto inédito, (Madrid 1981). 80 Se conserva en la Biblioteca Nacional, ER/2590.

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mente no es muy halagüeña para Doménico Teotocópulo: éste firma en griego porque de ese modo su autoría se revalorizaba con el prestigio de su civilización, pero ésta había quedado muy atrás o, simplemente, su impronta había sido superficial81. Puesto que con veintidós años ya era maestro pintor, su temprana dedicación a la pintura justificaría una formación defectuosa en las letras griegas, que quizá ya no podría suplir, paralela a su desconocimiento del latín, lengua en la que no poseyó ningún libro82. Quizá futuros hallazgos de libros griegos o italianos anotados por El Greco cambien esta visión crítica y pesimista sobre la cultura del pintor, pero con los datos que conocemos, poner un interrogante a su conocimiento de la lengua culta y de la literatura parece ser lo más ajustado a la realidad.

81 Prueba de ello es igualmente que sólo en una ocasión El Greco haya recreado un motivo mitológico de la Antigüedad, en su Laocoonte. Vid. F. Marías, «El Greco y los usos de la Antigüedad clásica», La visión del mundo clásico en el arte español, VI Jornadas de Arte. Departamento de Historia de Arte «Diego Velázquez» del CSIC, (Madrid 1993), pp. 173-182. 82 Vid. F. Marías, El Greco, pp. 44-45.

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FIGURA 1. La Dormición de la Virgen de Siros.

FIGURA 2. La Asunción de Chicago (a. 1577).

FIGURA 3. La Adoración de los Magos del Museo Benaki (Atenas).

El griego de El Greco

FIGURA 4. La Verónica con la Santa Faz de la Colección Caturla.

FIGURA 5. La curación de un ciego de Parma.

FIGURA 6. La expulsión de los mercaderes del Templo de Minneapolis.

FIGURA 7. Retrato de Vicente Anastasi.

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FIGURA 8. S. Sebastián de la Catedral de Palencia.

FIGURA 9. San Francisco recibiendo los estigmas de la Colección Zuloaga.

FIGURA 10. Retrato de Giulio Clovio.

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FIGURA 11. S. Jerónimo ataviado como cardenal de Nueva York.

FIGURA 12. Retrato de Jorge Manuel Theotocopoulos.

FIGURA 13. La Adoración de los pastores de Bucarest.

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FIGURA 14. S. Pablo de la Colección del Marqués de S. Feliz (Oviedo).

FIGURA 15. El entierro del Conde Orgaz de Toledo (a. 1578?).

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FIGURA 16. Retrato de Rodrigo de la Fuente (El médico) del Prado.

FIGURA 17. Cabeza de Cristo de Praga.

FIGURA 18. La Virgen con el Niño y las santas Martina e Inés de Washington.

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FIGURA 19. Deposición de Cristo en el sepulcro de Washington.

FIGURA 20. Piedad de la Colección Messinis en Venecia.

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LAS REMINISCENCIAS BIZANTINAS DE EL GRECO. PANORAMA HISTÓRICO Miguel Ángel Elvira Barba

Durante siglos se repitió —el sobrenombre de Domenico Theotocópoulos no dejaba lugar a dudas— que El Greco había nacido en Grecia, pero, por curioso que hoy pueda parecernos, a nadie se le ocurrió relacionar su arte y estilo con la tradición bizantina. Dominico Greco, como solía llamársele, o «El Griego», como prefirieron hispanizar su nombre algunos documentos y poemas, era visto como un extranjero más o menos asimilado al ambiente toledano, nacido en Oriente y formado en Italia, y poco importaba concretar la raigambre de su asombrosa pintura. Como es bien sabido, sería a lo largo del siglo XIX cuando, frente al obvio italianismo de su arte, aceptado sin más por los primeros catálogos del Museo del Prado, empezase a perfilarse la «españolidad» de nuestro artista, primero en los estudios de viajeros ingleses y franceses ávidos de exotismo meridional, y después, ya a fines del siglo, en las plumas de los tratadistas españoles. Y fue en ese contexto donde por vez primera, al analizar la complejidad del estilo del maestro y su peculiar biografía, se planteó la presencia de un componente bizantino. Manuel B. Cossío, cuando publica en 1908 el primer libro de conjunto sobre nuestro artista —El Greco, editado en Madrid y reeditado en varias ocasiones con pequeñas variantes—, considera que este asunto «se ha hecho notar

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sólo desde época reciente, procede del campo erudito y de él aún no ha salido»; sin embargo, con buen criterio, considera que el origen griego del maestro «ha servido, sin duda alguna, como excitante para buscar el influjo bizantino en sus cuadros, y lo extraño es que se haya tardado tanto en ello. Hasta donde conozco, Madrazo (Almanaque) es el primero que hizo observar semejante carácter, aplicándolo al color; Alcántara nota lo propio; Justi lo refiere a la composición del Espolio y a la educación del artista; Constantopoulos insiste sobre lo último; Tormo lo halla en la expresión de las figuras, y Sanpere (Hispania), en la técnica, comparando la del Greco con la noticia que el manuscrito del Monte Athos da sobre cómo pintaban los cretenses» (pp. 501-502). Los seis autores que cita Cossío han de ser considerados, por tanto, los precursores del problema que aquí vamos a tratar: Pedro Madrazo y Kuntz, en su breve artículo «Dominico Theotocopuli (El Greco)»1, lanza en efecto la primera piedra, aunque se limita a mencionar la «huella que la cárdena tinta de la austera pintura bizantina» dejó en el arte del maestro. Francisco Alcántara alude de paso al tema en unos artículos periodísticos en que declara a El Greco precursor de Velázquez2, pero abre una vía tan fecunda como resbaladiza al identificar el colorido de nuestro artista con la expresión ideal del paisaje castellano y al resaltar las semejanzas entre este paisaje y el de Grecia3. Mucho más observadores y analíticos son los autores que, por su propio origen ajeno a Castilla, pueden prescindir de tentaciones nacionalistas: Carl Justi sostiene que a nuestro autor «le obsesionan recuerdos bizantinos en la invención y el agrupamiento (de las figuras)»4, concreta esas reminiscencias en «la simetría de la composición, la vista frontal de las figuras y el colorido sombrío»5 y centra su análisis en la composición del Expolio, que considera 1 Artículo editado en Almanaque de la Ilustración Española y Americana para el año bisiesto de 1880, Madrid, año VII, 1879, pp. 23-25. 2 F. Alcántara, «El Greco, precursor de Velázquez», La Opinión, Madrid, 15-X-1887, p. 3; y «El precursor de Velázquez», La Justicia, Madrid, 6-IV-1888, pp. 1-2. 3 Esta idea es desarrollada en el último artículo citado en la nota anterior, según N. Hadjinicolaou, «El Greco revestido de ideologías nacionalistas», en J. Álvarez Lopera (ed.), El Greco. Identidad y transformación, Madrid, 1999, pp. 57-83, y, en concreto, p. 66. 4 C. Justi, Diego Velasquez und sein Jahrhundert, Bonn, 1888, vol. I, p. 76. 5 C. Justi, «Die Anfaenge des Greco», Zeitschrift für bildende Kunst, Neue Folge, VIII, 8, 1987, pp. 177-184; reimpreso en Miscellaneen aus drei Jahrhunderten Spanischen Kunstleben, vol. II, pp. 199-218 (en concreto, las palabras citadas aparecen en p. 202). Este artículo, tradu-

Las reminiscencias bizantinas de El Greco. Panorama histórico

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basada en las representaciones bizantinas del Prendimiento. En cuanto a K. M. Constantopoulos, más preocupado por asuntos documentales sobre la familia del pintor, se limita a citar a Justi6. Por su parte, Elías Tormo se había opuesto a las ideas de Cossío incluso antes de la publicación de El Greco7, y había comenzado así una sucesión de trabajos en que nuestro artista aparecía con un marcado trasfondo espiritual bizantino, e incluso prebizantino: su comparación entre los retratos de El Greco y los grecoegipcios de El Fayum, entonces recién descubiertos, tendría un éxito asombroso en su época8. Finalmente, el catalán Salvador Sanpere y Miquel se centró en la idea de que, al perfilar de negro las figuras y algunas de sus partes, el Greco trabajaba como los pintores cretenses, según se deduciría de las prescripciónes enunciadas en el manuscrito del Monte Athos traducido al francés por Durand y publicado en París en 1845 con el título de Manuel d’iconographie chrétienne grecque et latine9; así mismo, la paleta del maestro, basada en los colores blanco, negro, ocre, cinabrio o bermellón, nos llevaría a la misma fuente, y todo ello permitiría deducir, frente a la opinión de Justi, que El Greco debió de salir de Grecia formado ya como pintor. Cossío se rebela contra este panorama crítico, deseoso como está de convertir a Theotocópoulos en un pintor español por encima de todo: «Puede admitirse como muy probable la primitiva educación cretense del Greco… Pero no creo que esto baste por sí solo a explicar el parentesco, más o menos real, más o menos remoto… entre la pintura bizantina y las del Greco». Alude a las proporciones de las figuras, al abigarramiento de su colocación, a los «crueles borrones» y a la monocromía gris cenicienta, y cree que pueden tener cualquier procedencia ajena al mundo bizantino. Por tanto —y para acabar de

cido al castellano como «Los comienzos del Greco», fue publicado en Estudios de arte español, vol. II, Madrid, s.a., pp. 235-254. 6 K. M. Constantopoulos, «O Domenikos Theotokopoulos en Italía», Armonía, Atenas, 3, III-1900, pp. 183-195. Este estudio, como muchos otros sobre el bizantinismo de El Greco, ha sido reeditado en N. Hadjinicolaou (ed.), El Greco: Byzantium and Italy, Rethymno, 1990. 7 E. Tormo, «El Greco, de Cossío», Cultura española, Zaragoza, II, 1906, pp. 526-528. 8 E. Tormo, «Desarrollo de la pintura española del siglo XVI» (1900), en Varios estudios de artes y letras, Tomo I, 1902. 9 S. Sanpere y Miquel, «El Greco», Hispania, 71, 30-I-1902, pp. 27-49. En concreto, véase p. 61.

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refutar a Justi—, sólo quedaría en pie la «reminiscencia bizantina de la composición del Espolio», un elemento tan aislado que podría hallar su origen en la creatividad del maestro o en su formación italiana: se parece al Prendimiento de Cimabue en Asís, obviamente italiano aunque dependiente de iconografías griegas. Más fácil tiene Cossío el combate contra Tormo y Sanpere: apenas merece la pena aludir a las remotas imágenes de El Fayum, y, a poco que se estudie la pintura del Cretense y se analicen los términos concretos del manuscrito del Monte Athos, es imposible hallar un paralelismo digno de tal nombre. Por tanto, «del bizantinismo del Greco, aparte de la afición a repetir una y otra vez sus composiciones, quedaría sólo el sentido despectivo de la frase, es decir, el aire de extravagancia». A nosotros puede chocarnos una afirmación tan curiosa, ya que la equivalencia entre «bizantino» y «extravagante» se nos escapa por completo, una vez analizado el arte de Constantinopla. Y esto nos hace pensar que, a principios de siglo XX, Cossío y muchos de sus contemporáneos conocían Bizancio tan sólo a través de prejuicios y estimaciones apresuradas. Nuestro tratadista había rebatido a sus antecesores de forma más o menos convincente, pero él mismo se daba cuenta de sus limitaciones en este sentido y tenía la lucidez de poner un punto de interrogación a su victoria: «El estudio de las pinturas cretenses, de que habla Constantopoulos, ayudará, tal vez, a decidirse»10. Pese a su importancia, El Greco de Cossío no constituyó, al menos para el tema que nos ocupa, un hito fundamental. En el momento mismo en que sus páginas argumentaban contra el bizantinismo de Theotocópoulos, era posible —bien lo hemos visto— alinearse a su favor, y hacerlo incluso con criterios tan idealistas e incontrolables como los que reflejaban el propio Cossío, la Generación del 98 o Maurice Barrès11 cuando exaltaban el «espíritu» de los paisajes castellanos, de la «judía» y «morisca» Toledo o, en último término, de la nación o la «raza» española. En este sentido, cabe señalar que, ya en 1907, Narciso Sentenach se había enfrentado al «españolismo» de El Greco recobrando la idea tradicional de su carácter «extranjero», formado en Creta, y había formulado la idea, muy fértil durante décadas y relativamente próxima a enunciada por Alcántara, de la coincidencia entre el 10 M. B. Cossío, op. cit., pp. 502-509. 11 M. Barrès, Greco ou le secret de Tolède, París, 1911.

Las reminiscencias bizantinas de El Greco. Panorama histórico

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carácter «oriental» del pintor y los elementos «orientales» de la España del siglo XVI12. Poco después aparecen los artículos de Bertaux (1913), Maisières (1914) y Mélida (1915), que resumen los planteamientos entonces al uso, sintetizándolos y aportando algún argumento más en apoyo del bizantinismo de El Greco. Émile Bertaux insiste en los contactos que mantuvo el pintor, durante toda su vida, con gentes procedentes de Grecia, y se aproxima al mundo —muy mal conocido por entonces— de los pintores que, en Venecia, mezclaban la tradición bizantina y las composiciones italianas: de este mundo surgiría, en su opinión, el estilo de nuestro artista13. Maisières mantiene la idea de que El Greco supo conservar en Toledo su originalidad «francamente oriental»14. Y, por su parte, José Ramón Mélida, a punto entonces de ser nombrado Director del Museo Arqueológico Nacional, vuelve a la tesis del paralelismo con los retratos de El Fayum, apuntalando su verosimilitud con retratos posteriores realizados en mosaicos, y busca fuentes bizantinas a la iconografía de Cristo bendiciendo, a las composiciones del Expolio y de El sueño de Felipe II, y al alargamiento de las figuras tan característico de nuestro artista15. Tras estas aportaciones se abre un paréntesis relativo, fruto acaso de una carencia de nuevas ideas y, también hay que decirlo, de un problema estilístico grave: el de poder distinguir correctamente las tradiciones del arte bizantino y del arte gótico occidental16. Realmente, hay que esperar la llegada de sangre nueva para renovar un tema estabilizado, casi agotado al parecer, y convertirlo de nuevo en un campo de estudio candente y cargado de posibilidades.

12 N. Sentenach y Cabañas, La pintura en Madrid desde sus orígenes hasta el siglo XIX, Madrid, 1907. Resumo sus opiniones a través de J. Álvarez Lopera, «La construcción de un pintor. Un siglo de búsquedas e interpretaciones sobre El Greco», en J. Álvarez Lopera (ed.), El Greco. Identidad y transformación, Madrid, 1999, pp. 25-55, y, en concreto, p. 39. 13 É. Bertaux, «Notes sur le Greco. III. Le Byzantinisme», Revue de l’art ancien et moderne, XXXIII, I-1913, pp. 29-38. 14 Fr. des Maisières, «Domenico Theotokopuli, dit ‘El Greco’», Graecia, Paris, 6º año, nº 44, VI-1914. Tomo la referencia de N. Hadjinicolaou, op. cit. en nota 3, p. 75. 15 J. R. Mélida, «El arte antiguo y el Greco», Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, año XXIII, segundo trimestre de 1915, pp. 88-103. 16 A. L. Mayer, «Grecos Gotik und seine Beziehungen zur byzantinische Kunst», Kunst und Künstler, Berlin, XIV-I, 1914, pp. 79-86.

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El responsable de esta renovación fue —como tantas veces ocurre— un hombre ajeno a la tradición erudita más encumbrada: se trataba de un «artista pintor danés», Jens Ferdinand Willumsen, que escribió sus dos volúmenes sobre La jeunesse du peintre El Greco (Paris, 1927) casi sin anotaciones críticas ni referencias bibliográficas, y que basó todas sus observaciones en su propia experiencia como profesional. Obviamente, sus errores de detalle fueron muchos, ya que aceptaba como obras de El Greco muchos cuadros que hoy rechazaría cualquier estudioso, y su criterio se extravía en ocasiones —por ejemplo, cuando considera franjas decorativas las que dejaba El Greco a los lados de algunos lienzos para hacer pruebas de color—, pero algunos de sus hallazgos renuevan por completo la imagen bizantina de nuestro artista: así, cuando aproxima ciertos conjuntos de ángeles o de santos bizantinos a la forma de figurar las muchedumbres en El sueño de Felipe II; o cuando advierte que El Greco usa el sombreado como mera decoración porque, como buen bizantino, desprecia la profundidad y la perspectiva; o cuando, como consecuencia de lo anterior, analiza la forma en que nuestro artista construye los pies, haciéndolos oblicuos como los de los iconos, sin tener en cuenta su asentamiento sobre el suelo. Como bien señala J. Álvarez Lopera, la monografía de Willumsen supuso una escalada conceptual en el problema del bizantinismo de El Greco: si hasta entonces se había hablado de «reminiscencias», lo que ahora se planteaba era nada menos que «la primacía del factor oriental en la estética madura del cretense17»: haciendo honor a su apellido, Theotocópoulos se unía a la cadena de la pintura bizantina, e incluso se convertía —según ciertos autores— en el punto final de la cultura artística de Constantinopla. En este sentido, tiene interés polémico, en primer lugar, el artículo de August L. Mayer titulado, precisamente, «El Greco — An Oriental Artist»18: en él, la comparación con el realismo de Zurbarán y de Cervantes permite resaltar los planteamientos idealistas del cretense, apartándolos por completo de la sensibilidad hispana, y también desaparece cualquier relación con el decadente manierismo italiano: El Greco «permaneció griego y reflejó con viveza el lado oriental de la cultura bizantina». La puerta está abierta para que Philipp Schweinfurth, de forma incipiente aún, intente situar la figura de El 17 J. Álvarez Lopera, op. cit. en nota 12, p. 39. 18 Publicado en The Art Bulletin, XI-2, VI-1929, pp. 146-152.

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Greco en el contexto de los pintores de iconos cretenses que trabajaron en su época19. Sin embargo, quien se adentró con mayor energía por este sendero fue Robert Byron: en un primer trabajo, cuyo título —«Greco: the Epilogue to Byzantine Culture»20— constituye toda una declaración de principios, pone de relieve la raigambre bizantina de ciertas iconografías de El Greco, como la del Expolio —correctamente estudiada por Justi—, la de la parte inferior del Entierro del Conde de Orgaz —basada en algún icono de la Dormición de la Virgen—, o la del Bautismo del Prado, imitada de imágenes bizantinas con la misma escena; además, en este artículo se analiza el origen oriental del Monte Sinaí conservado hoy en el Museo de Heraclion. Un año más tarde, en 1930, los esfuerzos conjuntos del propio Byron y del gran bizantinista David Talbot Rice dan lugar a un amplio y bien ilustrado estudio, donde se plantea una tesis aún más ambiciosa: al ser Giotto, Duccio y El Greco herederos de la pintura tardobizantina, ésta constituiría la base ineludible de la pintura occidental21. Por lo que a Theotocópoulos se refiere, vuelven a citarse los paralelismos apuntados por Byron en su artículo anterior, se añade un tema bizantinista tan obvio como el de Cristo bendiciendo, y se buscan paralelos bizantinos, más o menos convincentes, para El Sueño de Felipe II, para el San Jerónimo de la National Gallery de Londres —fruto de una larga tradición de ancianos ascetas—, e incluso para la Alegoría de la vida de los camaldulenses. Talbot Rice quedará tan convencido de su tesis que, unos años más tarde, al concluir su gran manual sobre el arte bizantino, incluirá en el último capítulo una referencia al arte de El Greco: en su opinión, nuestro artista «puede claramente ser clasificado no sólo como uno de los últimos, sino como uno de los mayores pintores bizantinos»22. Hasta la Segunda Guerra Mundial, este enfoque gozó de un cierto prestigio, e incluso se abrió camino hasta algunas obras de consulta general, como la Enciclopedia italiana di scienze, lettere ed arti (1933), donde G. Fiocco escribió la siguiente síntesis: «En España, lejos de toda influencia, fue abrién19 Ph. Schweinfurth, «Greco und die italo-kretische Schule», Byzantinische Zeitschrift, 1929/30, pp. 136-141. 20 Publicado en The Burlington Magazine, LV, nº 319, X-1929, pp. 160-176. 21 R. Byron y D. Talbot Rice, The Birth of Western Painting, London, 1930. 22 D. Talbot Rice, Byzantine Art, Oxford Univ. Press, 1935. Esta obra ha sido corregida y reeditada múltiples veces, pero el autor ha mantenido siempre esta referencia.

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dose camino en El Greco aquella bizantinidad fundamental que no había sofocado nunca el conocimiento de la pintura veneciana… Y es el natural y cada vez más decidido aflorar de ese bizantinismo lo que da a su pintura una voz insólita, apasionada y casi dolorosa» (vol. XVII, s.v. «Greco»). Como es lógico dentro de este planteamiento, algunos autores intentaron buscar las huellas infantiles de Theotocópòulos en Creta. Fue entonces cuando Achilleus Kyrou creyó descubrir en la aldea de Fódele su lugar de nacimiento23, convenciendo a Frank Rutter24 y arrastrando hasta este remoto lugar a todo un grupo organizado por la Universidad de Valladolid y encabezado por el ya anciano Elías Tormo25. Tras este viaje, hubo una verdadera explosión de entusiasmo en dicha universidad en torno al carácter bizantino de El Greco26. Pero, a pesar de sus múltiples sugerencias, los estudios de Byron no dieron lugar a nuevos descubrimientos de importancia: sólo cabe recordar algún trabajo de síntesis, como el publicado por Jean Babelon27, en defensa del bizantinismo fundamental de nuestro artista, o recordar que, aún en 1943, organizó la National Gallery de Escocia una exposición llamada Exhibition of Greek Art. 3000 B.C.-A.D. 1938, posteriormente trasladada a Londres, en la que se incluían seis pinturas de El Greco. Por lo demás, podemos resaltar la presencia de varios tratadistas griegos, como el propio Kyrou28, o como Prokopíou29, que tomaron esta tesis como punto de apoyo para una reivindicación naciona-

23 A. Kyrou, Domenikos Theotokopoulos Kres, Atenas, 1932. 24 F. Rutter, «The Early Life of El Greco», The Burlington Magazine, LX, nº 146-151, I a VI-1932, pp. 274-276. Véase también, de este mismo autor, El Greco (1541-1614), New York, 1930. 25 E. Tormo, «El homenaje español al Greco en Creta, su patria. Crónica del día de Fódele», Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, Madrid, XLII, 1934, pp. 243-274 (también se hizo una tirada aparte: Madrid, 1934). 26 J. Supiot, «En torno a la escuela cretense de pintura. Doménikos Theotocopoulós y Mijail Damaskinós, Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología. Valladolid, III, 1934/1935, pp. 101-117; C. Serrano, «El bizantinismo del Greco», ibidem, pp. 119-122; A. Kyrou, «Fódele, patria del Greco», ibidem, pp. 139-143. 27 J. Babelon, «Greco», Gazette des Beaux-Arts, XVII, nº 887, V a VI-1937, pp. 299-314. 28 A. Kyrou, «O Theotokopoulos Ellen kai Byzantinos», Nea Estia, 15-II-1933, pp. 182187. 29 A. Prokopíou, A la luz de la dialéctica. El Greco y su escuela (en griego), Atenas, 1931.

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lista de Theotocópoulos, aunque sus planteamientos no convencieran siquiera a algunos de sus colegas helénicos30. En realidad, ya a mediados de los años treinta se cernía sobre la figura de nuestro artista una duda fundamental: por entonces se estudiaba con particular afición la escuela cretense de iconos, tan prolífica entre los siglos XV y XVII, y empezaban a contemplarse con detalle sus prolongaciones en Italia31. Esto llevó a ahondar en el confuso mundo de los madonneri, pintores griegos que, viajeros entre Creta y Venecia o establecidos ya en Italia, repetían mediocres tablas de devoción en un estilo híbrido ítalo-bizantino. ¿No cabría la posibilidad —apuntada años antes por Bertaux— de que El Greco debiese su formación precisamente a estos madonneri? Y, en tal caso ¿qué quedaría de su pretendido carácter puramente bizantino? Si en 1927 había quedado definitivamente fijada la fecha de nacimiento del pintor —1541—, hasta 1935 sólo se conocían, fechables en la juventud del artista, obras de estilo netamente italiano: las que hoy situamos en una fase avanzada de su formación veneciana y durante su estancia en Roma. Por tanto, quedaban en la duda sus inicios, e incluso la fecha de su llegada a Venecia, que se solía situar en torno a 1560. Pero entre 1935 y 1937 se publican tres obras firmadas como de la «mano de Domenico»: una Adoración de los Magos, recién comprada entonces por el Museo Benaki en el mercado ateniense; el San Lucas pintando a la Virgen que más tarde adquiriría el mismo museo, y el Tríptico de Módena, olvidado hasta esa fecha en la Galleria Estense de dicha ciudad. De un golpe, descubren los investigadores diversas fases de la «italianización» del pintor, a caballo entre Creta y Venecia. Ante tal hallazgo, el «bizantinismo» de El Greco maduro en Toledo pierde momentáneamente actualidad: lo que interesa es la «conversión» juvenil del artista a partir de un bizantinismo teñido, desde el principio, de matices italianos. No vamos a insistir sobre este enfoque, sobre las discusiones que supuso a la hora de relacionar a nuestro pintor con los madonneri, o sobre el aluvión 30 Véase, sobre esta polémica, N. Hadjinicolaou, op. cit. en nota 3, p. 76. Acerca de la fortuna crítica de El Greco en la Grecia de los siglos XIX y XX, véase, del mismo autor, «Domenikos Theotokopoulos 450 years later», en N. Hadjinicolaou (comis.), El Greco of Crete (catálogo expos. en Heraclion), Heraklion, 1990, pp. 56-111. 31 Véase, por ejemplo, S. Bettini, La pittura di icone cretese-veneziana e i madonneri, Padova, 1933.

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de mediocres obras de este movimiento grecoitálico que se atribuyeron durante décadas a nuestro artista, algunas de ellas adornadas con firmas apócrifas32. Lo que aquí nos interesa es precisamente el «bizantinismo» del Theotocópoulos maduro, y, en ese sentido, su juventud artística en Creta y a su llegada a Venecia nos valen tan sólo como justificación de su peculiar trayectoria toledana. Teniendo en cuenta ese criterio, cabe decir que, desde la Segunda Guerra Mundial hasta los años sesenta, poco se escribió de importancia para nuestro cometido: a falta de ideas nuevas, se mantenían tópicos, aceptando cada autor, con argumentos ya conocidos, un mayor o menor influjo de reminiscencias bizantinas en El Greco maduro. Sirvan como ejemplo dos obras de José Camón Aznar: Bizancio e Italia en El Greco (Univ. de Granada, 1944) y el gran libro de conjunto titulado Dominico Greco (Madrid, 1950), donde se asumen elementos bizantinizantes múltiples veces reseñados. Añádase un largo artículo de Manolis Chatzidakis fechado en 1950, que intenta dar una imagen equilibrada del problema33, y, pasando por una aproximación de P. Guinard titulada precisamente «Greco, peintre byzantin»34, complétese el panorama con unos trabajos de Alexandros Embiricos35 y con un breve artículo de Angelos P. Procopíou, donde todavía se recuerdan ideas nacionalistas helénicas36, aunque se dan ya por olvidados los excesos de Talbot Rice o Byron: en efecto, por entonces resultaba ya muy aventurada una actitud tan «bizantinista» como la de Pal Kelemen, que veía a El Greco como un emigrado nostálgico, capaz de mantener su religiosidad ortodoxa en la propia Toledo37. Este estancamiento teórico va a tener funestas consecuencias para los partidarios del bizantinismo de El Greco: de forma creciente, la interpretación de Theotocópoulos como un gran pintor manierista —planteamiento muy anti32 Véase, sobre este periodo de la crítica, J. Álvarez Lopera, op. cit. en nota 12, pp. 41-43. 33 M. Chatzidakis, «O Domenikos Theotokopoulos kai e kretiké zographiké», Kretika Chronica, Herakleion, 1950, pp. 371-440. 34 Publicado en P. Guinard, Greco, Genève, ed. Skira, 1959, pp. 38-47. 35 A. Embiricos, «Hellénisme du Greco», Hellénisme contemporain, IX, 1955, pp. 308314; del mismo, L’école crétoise, dernière phase de la peinture byzantine, París, 1967. 36 A. G. Procopíou, «El Greco and Cretan Painting», The Burlington Magazine, XCIV, nº 586-97, 1952, pp. 76-80. 37 P. Kelemen, El Greco Revisited. Candia, Venice and Toledo, New York, 1961 (trad. en castellano con el título Nueva visión del Greco, Buenos Aires, 1967). Del mismo, «El Greco’s Roman Catholicism: a Document Reconsidered», Art Bulletin, XLVII, nº 3, IX-1965, p. 355.

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guo, pues ya lo sugirió Max Dvorak en 192138— se va abriendo camino, invita a contemplar la creatividad de nuestro hombre como fruto exclusivo de su individualismo, y describe su plástica como la consecuencia lógica de una mentalidad y una ideología artística puramente italianas. El máximo representante de esta tendencia ha sido, sin duda alguna, Harold E. Wethey, cuyo libro El Greco and his School, editado en 1962 y traducido al castellano en 1967, ha marcado a toda una generación de estudiosos y ha sido considerado, en ocasiones, como un verdadero dogma de fe. Bajo su pluma, las obras tempranas de Theotocópoulos ven puesta en duda su mera autoría, se reafirma la llegada de nuestro hombre a Venecia antes de cumplir los veinte años, carente aún de formación artística, y, en una palabra, queda apartada de la mente de nuestro pintor cualquier referencia al pasado bizantino. Wethey barre el pernicioso mito de El Greco madonnero, muy vivo aún en los años cincuenta39, pero a costa de destruir todo lo que se había investigado y sugerido sobre su juventud cretense. Por lo demás, la implacable pluma de Wethey ha servido de base, ya en nuestros días, para una visión de El Greco totalmente descarnada, que ve al cretense como un «pintor sabio», rodeado en Toledo por un círculo de mecenas italianizantes y de cultos conocedores de las lenguas griega y latina. Este artista erudito, bien evocado por Fernando Marías y Agustín Bustamante40, pasaría su tiempo enfrascado en la crítica de Vasari y de Vitruvio, mientras que, imbuído de principios manieristas y de ideas neoplatónicas, se sentiría tan alejado del misticismo castellano como de sus recuerdos de infancia. El Greco, inmerso en un ambiente ajeno a sus inquietudes personales, intentaría imponer su energía de creador independiente, aunque dentro del espíritu religioso de la Contrarreforma. Pese al indiscutible predominio que mantiene en la actualidad —y creemos que con razón— la figura de El Greco manierista, cabe advertir que la actitud particular de Wethey y sus seguidores más fieles resulta excesiva en ciertos 38 M. Dvorak, «Über Greco und der Manierismus», Wiener Jahrbuch für Kunstgeschichte, Viena, XV, 1921/1922, pp. 19 y 22-42. 39 Entre los autores que plantearon la realidad de un Greco madonnero deben citarse Bettini, Pallucchini, Caviggioli, Soria y Kehrer: véase J. Álvarez Lopera, op. cit. en nota 12, p. 54, nota 110. 40 F. Marías y A. Bustamante, Las ideas artísticas de El Greco (Comentarios a un texto inédito), Madrid, 1981.

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puntos, y que, al menos por lo que se refiere a su rechazo del bizantinismo, tanto en la fase juvenil como en las creaciones maduras, dista de merecer una aceptación unánime. Aún se hallaba en prensa El Greco and his School, cuando Constantinos D. Mertzios publicó un documento según el cual, en 1566, comparecía ante un notario de Candía «maistro Menegos Thetocopulos sgurafos», es decir, «Domenico Theotocópoulos, maestro pintor»41. Wethey, para apuntalar su tesis ante este contratiempo, tuvo que suponer que El Greco, instalado en Venecia desde varios años antes, hizo una breve visita a su ciudad natal para solucionar asuntos familiares; pero, obviamente, la explicación era forzada, y permitía a diversos detractores de sus teorías, como Chatzidakis42 y Longhi43, desarrollar argumentos de peso: entre las obras aceptadas del joven cretense y las ahora rechazadas —entre ellas, el famoso Tríptico de Módena—, las diferencias no estaban claras en ocasiones. Obviamente, quedaba abierto el problema de la juventud del «maistro sgurafos», aunque se descartase su formación como madonnero44. Las dudas abiertas por el documento de 1566, que permitían sugerir una educación del artista en la propia Creta y un traslado a Venecia más tardío de lo que comúnmente se aceptaba, dieron vuelos, una vez más, a quienes —pese a la autoridad de Wethey— seguían viendo una profunda huella bizantina en el arte de Theotocópoulos: la autenticidad de Tríptico de Módena se convirtió en su bandera, y, al defenderla, volvieron a colocar sobre el tapete los argumentos de antaño: Lydie Hadermann-Misguich, ya en 1964, invoca una vez más, con marcado idealismo, la tradición bizantina del Expolio, descubre en El Martirio de San Mauricio «la monumentalidad y la espiritualidad de una creación bizantina, su sentido subjetivo del espacio y su temporalidad relati-

41 C. D. Mertzios, «Domenicos Theotocopoulos: nouveaux éléments biographiques», Arte Veneta, XV, 1961, pp. 217-219. 42 M. Chatzidakis, «Ta neanika tou Theotokopoulou», Epoches, 4, VIII-1963, pp. 2-8. Reimpreso en inglés, con el título «Saint Luke the Evangelist and the Adoration of the Magi», en el catálogo de la exposición Domenikos Theotokopoulos (El Greco). Some Works of his Early and Mature Years, Athens, 1979, pp. 4-11. 43 R. Longhi, «Una monografia su El Greco e due suoi inediti», Paragone, XIV, nº 159, 1963, pp. 49-56. 44 E. Arslan, «Cronistoria del Greco ‘madonnero’», Commentari. Rivista di critica e storia dell’arte, XV, 1964, pp. 213-231.

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va», aporta los precedentes bizantinos, tanto compositivos como iconográficos, del Entierro del Conde de Orgaz, señala el papel que las rocas triangulares —como la que aparece en las distintas versiones de La Oración en el Huerto— desempeñan como pantalla o elemento de realce, y aporta como referencias o modelos composiciones bizantinas tan elaboradas y repetidas como la Transfiguración, la Anástasis o la Natividad45. Para muchos, una reflexión de este tipo podía parecer una trasnochada vuelta al pretérito, una gratuita hipótesis de trabajo que daba por supuesta la formación de El Greco en la tradición pictórica de los iconos, y que lo hacía sobre una base tan discutida y discutible como el documento de 1566. Pero el tiempo acabaría por imponer como una certeza esa formación cretense: en 1975, Maria Constantoudaki publicó nuevos documentos, y en ellos se demostraba que, a fines de diciembre de 1566, Domenico se hallaba aún en Candía vendiendo un icono suyo de la Pasión con fondo de oro —cuadro valorado en la importante suma de 87 ducados—, que se trasladó a Venecia antes de julio de 1567 y que, a mediados de 1568, estaba ya instalado en dicha ciudad46. Por tanto, era indudable el profundo conocimiento que tuvo el Greco de la pintura bizantina desde su juventud, pues la practicó con éxito hasta los veintiséis años de edad. Incluso Wethey tuvo que acabar asumiendo su error y aceptando, en 1982, la autoría del Tríptico de Módena47. Por entonces, Lionello Puppi podía ya replantear las fases de formación de El Greco a la luz de los documentos y de los datos cada vez más exactos que se iban adquiriendo, tanto en Grecia como en Italia, acerca de la escuela cretense de iconos48. Como último hito documental, debemos resaltar, más que algún texto publicado en años recientes49, el hallazgo en 1983 de un magnífico icono de la 45 L. Hadermann-Misguich, «Forme et esprit de Byzance dans l’oeuvre du Greco», Revue de l’Université de Bruxelles, año 16, 5, VIII y IX-1964, pp. 1-27. 46 M. Constantoudaki, «Dominicos Théotocopoulos (El Greco) de Candie à Venise: Documents inédits (1566-1568)», Thesaurimata, 12, 1975, pp. 292-308; de la misma autora, «M. Domenico Theotocopuli (El Greco) da Candia a Venezia», Bollettino della Società Archeologica Cristiana, Atenas, 1977, pp. 59 ss. Véase también S. Bettini, «Maistro Menegos Theotokopulos sgurafos», Arte Veneta, XXXII, 1978, pp. 238-252. 47 Véase J. Álvarez Lopera, op. cit. en nota 12, p. 46. 48 L. Puppi, «Il soggiorno italiano del Greco», en J. Brown y J.M. Pita Andrade (eds.), El Greco: Italy and Spain, Washington, 1984 (Studies in the History of Art, vol. 13), pp. 133-150. 49 N. M. Panagiotakis, «He Kretike periodos tes zoes tou Domenikou Theotokopoulou», en Aphieroma ston Niko Sborono, Rethymno, tomo II, 1986, pp. 76-110.

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Dormición de la Virgen, conservado en Siros, con la firma «Domenikos Theotokopoulos o deixas», donde las últimas palabras deben interpretarse como «(es) el que muestra o representa»50. No es cuestión aquí de insistir en su estilo hondamente bizantino, pero a la vez abierto a novedades de expresión y pincelada propias de un artista insatisfecho por el encorsetamiento de las tradiciones. Obviamente, el trasfondo del maestro es indiscutible, y permite, de nuevo, adentrarse en el tema recurrente de las «reminiscencias bizantinas» durante su madurez. En los últimos veinte años no han faltado, claro está, estudios en este sentido, y desde los puntos de vista más diversos: así, David Davies ha multiplicado sus trabajos sobre la espiritualidad del artista, buscando relaciones entre el neoplatonismo que —según sabemos por su biblioteca— le interesaba mucho, la tradición bizantina y ciertas actitudes de reformistas españoles que nuestro hombre conoció51. Sin embargo, el aspecto formal de las pinturas ha seguido siendo el tema más estudiado, tanto por Lydie Hadermann-Misguich como por mí mismo. Hadermann-Misguich52, en 1987, se plantea los «bizantinismos» del Tríptico de Módena, señalando en su cuadro central —la Coronación de un santo guerrero por Cristo— la concomitancia de dos tradiciones: la cretense, ejemplifi50 G. Mastorópoulos, «Ena ágnosto érgo tou Theotokópoulou», en Tríto Sympósio Byzantinés kai Metabyzantinés Archaiologías kai Téchnes. Christianiké Archaiologiké Etairías. Programma kai Perilepseis, Atenas, 1983, p. 53. 51 D. Davies, «The Influence of Philosophical and Theological Ideas on the Art of El Greco in Spain», en Actas del XXIII Congreso Internacional de Historia del Arte (Granada, septiembre de 1973), Granada, 1976, vol. II, pp. 242-249; del mismo, «El Greco and the Spiritual Reform Movements in Spain», en J. Brown y J.M. Pita Andrade (eds.), op. cit. en nota 47, pp. 57-74; del mismo, El Greco. Mystery and Illumination (catálogo expos. en la National Gallery of Scotland), Edimburgo, 1989; del mismo, «The Influence of Christian Neoplatonism on the Art of El Greco», en N. Hadjinicolaou (comis.), op. cit. en nota 30, pp. 20-55; del mismo, «The Byzantine Legacy in the Art of El Greco», en N. Hadjinicolaou (ed.), El Greco of Crete. Proceedings of the International Symposium. Iraklion, Crete, 1-5 September 1990, Heraklion, 1995, pp. 425-445; del mismo, «La ascensión de la mente hacia Dios: la iconografía religiosa del Greco y la reforma espiritual en España», en J. Álvarez Lopera (ed.), op. cit. en nota 3, pp. 173-203. 52 L. Hadermann-Misguich, «Le byzantinisme du Greco à la lumière de découvertes récentes», Bulletin de la classe des beaux-arts. Académie Royale de Belgique, LXIX, nº 1-2, 1987, pp. 42-62; de la misma, «Permanence d’une tradition byzantine dans l’oeuvre du Greco», en N. Hadjinicolaou (ed.), op. cit. en nota anterior, pp. 397-407.

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cada en algún icono de Giorgio Clotzas, y la occidental, representada por grabados de Durero y otros autores; en cambio, en el caso de la tabla del Monte Sinaí se inclina claramente por la tradición bizantina frente a los grabados occidentales. Pasa después al periodo toledano, y en él insiste, como hiciera años atrás, en el paralelismo conceptual de ciertas composiciones —Oración en el Huerto, Resurrección del Prado, etc.— con diversas iconografías bizantinas. Por mi parte, he dirigido mi atención, de forma más sistemática, a los esquemas lineales, apoyados por diversa intensidad lumínica, que utiliza El Greco durante las primeras décadas de su estancia en Toledo. Son estructuras que, en su mayor parte, pueden contemplarse combinadas en El entierro del Conde de Orgaz —sin duda la más sabia y «bizantina» obra de nuestro pintor— y que podemos mencionar con los siguientes nombres: «hilera horizontal de cabezas»; «mandorla», con o sin adornos laterales, y «embudo» o «reloj de arena», oscuro en la parte baja y claro en la superior. Estos esquemas geometrizantes, dotados de cierta vibración curvilínea, y otros más, como el «esquema en V», el «arco apuntado» y el pequeño «círculo abierto», se repiten en muchas obras de El Greco y coinciden con elementos muy comunes en los iconos bizantinos. En cambio, se oponen a los elementos renacentistas —círculos perfectos, óvalos regulares, triángulos de costados rectos— que cumplen la misma función estructural, pero con diferente matiz expresivo, en la tradición italiana53. Posteriormente, he insistido en la historia de la iconografía del Bautismo en Bizancio, considerándola el origen compositivo de los cuadros del cretense sobre ese mismo tema54, y, finalmente, a través del estudio de una composición bizantina figurada en un manuscrito medieval, he intentado trazar la larga tradición que, desde la Antigüedad Clásica, llevaría, con distintos eslabones y sucesivos cambios iconográficos, a la estructura que subyace en las distintas versiones que hizo El Greco de la Oración en el Huerto55. Con ello, en mi opi53 M. A. Elvira, «De nuevo sobre El Greco y el arte bizantino», Erytheia, I, 1982, pp. 43-55. 54 M. A. Elvira, «La tradición helenística y la iconografía del Bautismo en Bizancio», en Cristianismo y aculturación en tiempos del Imperio Romano (Antigüedades Cristianas, VII), Murcia, 1990, pp. 419-429. 55 M. A. Elvira Barba, «’Oros Bethleem’. En torno a un problema compositivo», en P. Bádenas y J. M. Egea (eds.), Oriente y Occidente en la Edad Media, Vitoria, 1993, pp. 261-275; del mismo, «La herencia de la pintura clásica en las composiciones del Greco (a través de Bizancio)», en VI Jornadas de Arte. La visión del mundo clásico a través del arte español, Madrid, 1993, pp. 165-172.

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nión, se abriría una puerta a la búsqueda de conexiones verosímiles entre la pintura grecorromana y los últimos iconos cretenses, a través de miniaturas, frescos u otros testimonios de la pintura bizantina llegados hasta hoy. Por volver a El Greco, tan sólo nos queda decir que, en el momento actual, las «reminiscencias bizantinas» de su pintura son de nuevo aceptadas y asumidas por un cierto número de investigadores, aunque su alcance y sentido varíen mucho de unos a otros. Algunos, como nuestro buen amigo Miguel Cortés, nos apoyan afirmando con fuerza el carácter oriental de nuestro artista, y para ello incluyen alguna obra de su pincel en una magnífica exposición de iconos56; pero bien sabemos que este gesto tiene hoy un sentido ante todo simbólico y provocador: el de resaltar una faceta de El Greco muchas veces despreciada por los seguidores de Wethey. Obviamente, todos asumimos que Theotocópoulos fue, fundamentalmente, un pintor manierista: lo que ocurre es que concebimos como normal el que, a la hora de modelar su propio estilo con la libertad que concedía Italia a sus creadores, nuestro hombre, aislado en Toledo, recurriese, como fuente de inspiración, a las enseñanzas que había recibido en su juventud. En ese sentido, compartimos en su práctica totalidad el enfoque y las conclusiones que expone José Álvarez Lopera en su artículo «La transformación española de El Greco»57, acaso el estudio más equilibrado —creemos— que hoy puede consultarse para el tema que nos ocupa. Por ello, no extrañará que demos fin a nuestro repaso citando, a título de síntesis, algunas de sus frases: así, al introducir cuadros como el Expolio o la Alegoría de la Liga Santa, comenta que «los recuerdos bizantinos, totalmente ausentes en sus últimos años en Italia, reaparecen nada más llegar a España impregnando algunas de sus obras fundamentales» (p. 17); como ejemplo de lo dicho, le basta recordar el Entierro del Conde de Orgaz, «en el que la composición parece depender, en lo esencial, de las representaciones bizantinas de la Dormición de la Virgen, y la diferenciación de tratamiento entre las dos esferas (naturalista la terrena, idealizada y como desmaterializada por la luz la celestial) se corresponde con la que encontramos en obras postbizantinas» (pp. 18-19). En una palabra, 56 N. Chatzidaki y M. Cortés Arrese (comis.), De Creta a Toledo. Iconos griegos de la Colección Velimezis, Toledo, 1999. 57 Artículo publicado en el libro de este mismo autor titulado El retablo del Colegio de Doña María de Aragón, de El Greco, Madrid, 2000, pp. 13-37.

Las reminiscencias bizantinas de El Greco. Panorama histórico

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«aunque la cuestión sigue siendo extraordinariamente controvertida…, existe un cierto consenso a la hora de admitir que ya en su madurez El Greco siguió utilizando ocasionalmente esquemas compositivos y motivos formales o iconográficos procedentes de la pintura bizantina»; aparte de los cuadros citados, Álvarez Lopera menciona otras ocasiones en que esta inspiración parece obvia (p. 33), y añade que, además, «El Greco adaptó en forma única y personal ciertos procedimientos que formaban parte de la médula misma del arte bizantino y que estaban destinados a subrayar el carácter conceptual o simbólico —no naturalista— de las representaciones sagradas» (p. 34). En cuanto al problema del momento en que aparecen estas reminiscencias bizantinas en el arte de El Greco —la época en que se instala en Toledo—, Álvarez Lopera considera que «estamos ante una simple consecuencia de la dinámica evolutiva del artista, que sólo una vez dominado su nuevo idioma expresivo pudo iniciar el proceso de su modificación insertando en él, de forma que no resultase incoherente, estilemas procedentes de su anterior formación postbizantina» (p. 35). Como este investigador señala, son muchos aún los misterios que quedan por desvelar en la mentalidad y la historia personal de Theotocópoulos, pero, por lo menos, podemos estar seguros de que recordó siempre sus orígenes.

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Miguel Ángel ELVIRA BARBA

FIGURA 1: Lámina 2 del artículo de J. R. Mélida, «El arte antiguo y el Greco» (1915).

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FIGURA 2: Lámina 2 del artículo de R. Byron, «Greco: the Epilogue to Byzantine Culture» (1929).

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FIGURA 3: Lámina 12 del libro de R. Byron y D. Talbot Rice, The Birth of Western Painting (1930).

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FIGURA 4: Figuras 2 y 3 del artículo de L. Hadermann-Misguich, «Le byzantinisme du Greco à la lumière de découvertes récentes» (1987).

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Miguel Ángel ELVIRA BARBA

FIGURA 5: Ilustración del artículo de M.A. Elvira, «De nuevo sobre El Greco y el arte bizantino» (1982).