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Spanish Pages [269] Year 2014
TIERRA DE DRAGONES Javier Ramírez Viera
Escritia.com JavierRamirezViera.com Amazon.com y en formato KINDLE 2013, Las Palmas de Gran Canaria, España. Printed in USA-Impreso en Estados Unidos. Todos los derechos reservados. Quedan terminantemente prohibidas, sin la autorización escrita del titular del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamos públicos.
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A mi amigo Israel; él sí que es un auténtico domador de dragones.
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TIERRA DE DRAGONES Javier Ramírez Viera
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Capítulo primero “En primavera, volveremos a la tierra que nos vio nacer”. Así se lo había prometido a su ejército. Dos mil hombres. Ni uno más, ni uno menos. Algunos, acomodados guardias de palacio que habían elegido otro destino militar en busca de fortuna y gloria. Muchos, una soldadesca heredera de tiempos de bien. Los que menos, algunos caballeros de casas viejas, así como viejos y gordos, holgazanes, que habían respondido a la llamada alentados por la codicia… Mil escuderos, monturas, cocineros, exploradores, músicos, doctores y algún brujo sin verdaderos poderes… y hasta un carromato con tres prostitutas, tan aventureras como desgraciadas en su destino; fueron presas de los ladrones de caminos, cuando decidieron devolverse al hogar defraudadas de tanta miseria. Hoy todas aquellas promesas en días de la partida quedan congeladas en la nieve. Llega un momento en que los cien hombres que vuelven de ese tormento ya no miran atrás. Muchos han caído en alta mar, en el naufragio. Antes que eso, en las escaramuzas fronterizas con bestias que jamás habían conocido, las verdaderas criaturas de cuentos de cuna, los monstruos de las historias para dormir de las abuelas cuando todos eran niños. —Haga un recuento, capitán —dice Dehoán. Se deja caer, como casi todo el mundo. Otros van 5
llegando ahora, desplomándose… mientras que es muy cierto que el mismo heredero al marquesado no siempre es quien va a la cabeza. Tampoco quien decide cuándo se ha de parar, o qué caminos hay que seguir. Su liderazgo se ha ido diluyendo con los días de penuria, mientras son su explorador y un caballero de antaño quienes van tomando las riendas en la penosa vuelta al hogar. El capitán obedece, cansino. Apenas tienen fuerzas o alimentos para intentar volver a casa. Hacer un recuento de efectivos se hace tan al límite del rigor humano, como descorazonador. —No cuente las muertes, capitán —dice el caballero. Su barba está salpicada de granos blancos. De nieve. Los cuerpos son bultos grises amasados unos contra otros, buscando calor. —No vale la pena —advierte. El capitán se tumba. Quizá más tarde levante la cabeza, y quizá pueda ir resolviendo ese extraño don que va aprendiendo y para intuir de una sola mirada que poco a poco son menos en número a través del cada vez más menguante cúmulo de cuerpos. —Deberíamos mantener la disciplina —dice Dehoán, al que muchos ya empiezan a tildar de necio. —Ahora mismo no somos hombres, Excelencia. Somos bestias de carga intentando volver a casa. Bestias de carga de nuestros propios cuerpos. Bestias… Algunas van desplomándose por el camino, entre el bosque helado. Sólo los más fuertes han sobrevivido. Entre éstos, el caballero. El único 6
que queda. De doce, sólo el de más avanzada edad, Su Señoría Belood de Izvart, ha mantenido el coraje suficiente como para estar ahí, por encima de la voluntad de jóvenes y valientes. …Quizá demasiado valientes. Quizá demasiado cabezota. Así se antoja ahora el joven Dehoán de Mowa, heredero al marquesado de Mowa, fronterizo territorio habituado a los viejos conflictos. Seguramente, sus fantasías de juventud fueron demasiado lejos. Quizá atendió con demasiado ímpetu las líricas de palacio, cuando fue sorprendido por las riquezas y el poder que vio en La Corte, en El Imperio. —Tenía que haberle dejado morir —dice el caballero. —Juré luchar esta causa, pero la causa se desvaneció cuando su propósito fue un imposible. —Lo hemos conseguido, Señoría —dice Dehoán. Sí, es cabezota. —En verano, las tropas del otro lado de Meritia coparán las playas. —Ja —se burla el caballero. —¿Aún cree que quedará oro en el marquesado para pagarlas? ¿Aún cree que queda reino libre de parásitos para unirse a su desquiciado sueño? Dehoán no responde. Le tiemblan las manos. Los pies son ahora mismo una roca sólida. Le duele todo… pero sigue siendo un cabezota: —Vendrán… Eso es suficiente. Ya pensaré algo para animarles a la guerra.
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—La guerra… La guerra ya ha terminado, Excelencia. Y no hemos estado en ella. Hemos estado en tierra de nadie, muriendo gota a gota por las inclemencias del cielo. Ya ha visto el bloqueo naval. Ya ha visto que algo ha cambiado en los mares libres. —No atenderé habladurías, Su Señoría. Una panda de piratas no puede haber pisoteado nuestras tierras. —¿Una panda de piratas…? —el caballero suspira. Y no volverá a hacerlo, porque al tomar ese aire se le clavan mil dagas heladas en los pulmones. —Arriba, Mi Señor —dice el explorador. ¿Dónde diablos se había metido? Desapareció ayer, y, tal como se fue, reaparece de la nada, como una sombra. …No es la primera vez que quienes aún tienen ganas de comentar algo discuten si ha desertado. Tiene cualidades para ello, para avanzar diez veces más aprisa que cualquier infante, para sobrevivir sin agua y sin comida, para saber encontrar el camino entre desfiladeros y bosques sombríos. Es un hijo de la nada, una criatura de las montañas, de La Tierra de los Demonios, cobijo de brujas y maleantes, y otras bestias… las de cuento. —Debemos seguir, Mi Señor —advierte. Tiene los ojos azules. Enormes. Con ellos, sobretodo, sabe mirar, ver lo que él llama los secretos de la naturaleza, un don maravilloso para saber qué frutas o raíces son comestibles… aunque no las haya visto nunca. Otro de sus legados es la intuición. Sin ella, en mitad de la estepa blanca del norte hubieran estado perdidos. Y es casi un niño… 8
Delgado, apenas sin cuerpo… Quizá por eso, al verlo ir, la sensación es que flota, más que corre. —El gobierno que haces de tus funciones me incomoda —dice Dehoán. —Necesito saber dónde están todos mis hombres en todo momento. —¿Bromea, Excelencia? —dice el caballero. — No le he visto devolverse por ninguno de los que han caído. —Hicimos ese pacto, Su Señoría. Eso ya ha quedado más que zanjado. —No lo discuto… Sólo me preocupa su confusa visión militar. No es más, Excelencia. —Señoría… —y Dehoán se pone en pie, a duras penas. —Su Señoría Belood de Izvart... os doy mi eterno agradecimiento por vuestros servicios — parece delirar. —Como he notado vuestra desidia hacia mis convicciones, os libero de vuestro cargo de conciencia; sois libre. ¿Qué habéis encontrado, Liam? —le pregunta hora al explorador. Éste aún está confuso. La tropa mira ahora mismo el fuego cruzado entre el heredero al marquesado y el hasta ahora más fiel, y sobretodo útil, caballero. La tensa situación no alivia el frío, pero despierta las mentes. —Información, Mi Señor —dice Liam, señalando la distancia. Sólo él sabe dónde, pues siguiendo su dedo lo único que hay por intuir es más y más bosque, que desde hace semanas se antoja interminable. 9
—Información… * * * Liam ha encontrado una cabaña. Parece en mitad de la nada, pero allí, en La Tierra de los Demonios, nada está en mitad de la nada. Ésa es la impresión que tienen los foráneos, tan perdidos. En cambio, los habitantes de esas tinieblas se conocen, se rehúyen… y han aprendido a tener una convivencia relativamente pacífica. —Debemos pagar, Mi Señor. Unas pocas monedas serán suficientes —explica Liam, cuando el mundo entero parece haberse convertido en aquella cálida luz que sale por las rendijas de las ventanas de madera; lejos, una cabaña plantada adonde termina el bosque. Poco a poco, los soldados van acumulándose en la fenomenal vista; no ven una construcción desde hace más de un par de lunas. Suena a un castillo de hadas. Una chimenea… quizá un puchero… un suelo cálido, en madera… o una roca que se pueda calentar echando encima unas brasas. —Pagaremos el cobijo —dice Dehoán. —O lo exigiremos —dice el caballero, con una mano sobre la empuñadura de su espada, por instinto. —No, no debemos hacerlo. Apenas entrar, y salir —recomienda Liam. —Es una bruja. No 10
podemos dormir bajo su mismo techo. Ni aún en el caso en que la bruja no esté, o haya fallecido. Tampoco debemos aceptar nada de ella. Sólo información, y nada más que información —asevera. —Dos hombres. No más —exige ahora. Quizá eso está en el trato, el que ya ha pactado con la bruja. —Bien, ¿a qué esperamos, Excelencia? —dice el caballero. * * * No es la puerta al infierno. Hay unas calaveras en la puerta, sobre el dintel. Y dentro podría aguardar el mismísimo Señor de las Tinieblas… pero la calidez de un hogar en mitad de la miseria helada borra todos los temores. Liam ya ha estado allí. Ya ha pactado… pero no ha podido verle el rostro a la bruja. Su hogar es común. No hay nada que se salga de la norma. Cacerolas, una rueca, un baúl, una mesa… y una anciana envuelta en intensos ropajes, como si para ella, única y exclusivamente para ella, hiciese más frío dentro que afuera. —Pasen a mi casa, caballeros —dice. Dehoán no se había percatado, pero hay una marca de sangre en el suelo. De alguna forma, Liam le ha estado conteniendo tras ella con un gesto de la palma de su mano. Ahora la retira. Ahora que la bruja ha dado su permiso, los extraños pueden pasar.
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La rutina del encuentro pide que se sienten, pero no hay sillas; no es una mesa de caballeros. De hecho, la bruja está sentada en el suelo, y seguramente pide que se haga lo mismo, frente a ella. Hay un círculo trazado a sus pies. Un círculo sencillo, sin la confusa simbología que se asocia a la magia. Dehoán “toma asiento”, y el explorador; el cabezota y el animoso en descubrir milagros en mitad de la nada. El caballero, en cambio, rehúsa hacerlo. Queda en pie, en guardia. Sabe cuál es su papel en este mundo. —Habéis recorrido un largo camino —dice la bruja, como introducción; parece leer el barro de las bota ajenas, más que otra cosa. —Venimos del norte, señora. —Y más allá de esas tierras, desde luego. Habéis estado en alta mar. Dehoán mira al explorador. Éste parece fascinado con la bruja, y no responde. La bruja… Apenas es una sombra en mitad la luz de bronce que pinta la estancia. No se ven sus manos… ni su faz. Apenas una barbilla, convertida en una especie de roca granulada. —Habéis perdido a muchos hombres… —Ha sido un periplo tortuoso. Lo peor que hemos vivido. —Lo peor que se haya podido vivir ya se ha vivido en el reino que dejó atrás, muchacho.
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…No es la mejor forma de hablar a un noble. Muchacho… Dehoán sopesa ese aparente insulto, pero lo deja estar; la anciana no tiene por qué saber quién es. —Habladurías —responde. —¿Aún niega la realidad? —y la bruja mira al caballero. Éste no responde. La está observando, pero asimismo observa la casa. No quiere sorpresas. —¿Sabe algo de lo que ha ocurrido en Los Reinos en nuestra ausencia, señora? —¿Que si lo sé…? Yo estuve en esa guerra. —Entonces… hubo guerra… —La hubo, sí… —¿Y el marquesado de Mowa se vio implicado? —El marquesado de Mowa ha caído, joven. Dehoán aprieta los puños. Por un momento niega con la cabeza. Luego se vuelve, y mira al caballero. Éste asiente, con pesar. —¿Dónde está mi padre? —Lo desconozco… No estuve en esas tierras, pero sé que por esos lares las cosas no fueron nada bien; hubo mucho insurrecto. Muchos rebeldes se pueden traducir en muchas represalias… Creo que sobra explicar más. Dehoán suspira. Mil imágenes inventadas ahora mismo a través de sus recuerdos le muestran el 13
castillo, sus hombres, sus súbditos y otros fieles a su familia, todos cayendo. Pero… ¿contra quién? —Entonces… es Su Señoría el heredero del marquesado… —analiza la bruja. —Lo soy, sí —responde Dehoán, pero el orgullo de otros momentos, al reconocerlo, no está presente ahora mismo. Siente vergüenza, y desazón; puede que sí, que haya estado fantaseando fuera de casa cuando en ésta se le ha necesitado más que nunca. —…Entonces, sois señor… y habéis ido a buscar una absurda alianza más allá de Los Reinos — corrobora esta impresión la bruja. —¿Tan pocos aliados se ganó vuestro padre en sus funciones? Dehoán no sabe qué decir. Viene del caos, pero no esperaba encontrar un lugar peor del que viene. —Llegaron por cientos de miles, caballeros — explica la bruja. —Muchos cientos de miles. Algunos de este mundo… Otros… no. El caballero titubea. Quizá ha llegado la hora de hablar: —Cambiamos el rumbo por un asalto de naves piratas. —Mercenarios, desde luego —dice la bruja. — Toda la costa está plagada de ellos. Mantienen un exhaustivo control sobre el comercio. —Pero… eso es inverosímil. El mundo no puede haber cambiado tanto en tan poco tiempo. 14
Nuestros Reinos no han podido permitir que la paz se vea tan truncada. —¿Los Reinos…? ¿Que hayan cambiado… en poco tiempo? ¿Hablamos de lo mismo? ¿Poco tiempo, caballero? ¿Qué edad tenéis, mi señor? —¿Eso importa? —Creo que en estos momentos, sí. El caballero duda. No le gustan las brujas, pero mucho menos las brujas inquisitivas. —Sesenta primaveras, señora. —Sesenta y nueve, señor.
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Capítulo segundo Hablar demasiado podría costarle la vida. Una bruja vendiendo información… que también podría comerciar en otros fueros a buen precio. Quizá podría hablar de que el heredero al marquesado de Mowa ha viajado lejos de Los Reinos para buscar una alianza. Quizá para reclamar nuevas jerarquías, otros marquesados… Esa información es muy delicada. “Hablamos, y, si es cierto que esa bruja sabe demasiadas cosas, lamentablemente tendrá que perecer bajo mi espada”. Eso ha advertido el caballero antes de entrar a la casa. Ahora, la bruja le apunta nueve años más de los que tiene. ¿De dónde diablos los ha sacado? —Erráis en vuestras apreciaciones, bruja — dice el caballero. —No. Y cierto que eso es relativo, porque es el mundo el que ha envejecido nueve años, no vos. Todos, caballeros, infantes, el joven heredero y el explorador, sí que habéis mantenido vuestras edades en todo este tiempo; la tierra que pisáis, no. —Eso es absurdo —dice Dehoán. —Lo es en el mundo de las armas. En el mundo de la magia, no. El explorador pide paciencia. Es un gesto, cuando Dehoán y el caballero intercambian una mirada de desaprobación; quieren salir de allí. Probablemente, cortarle la cabeza a la bruja, por 16
charlatana, reaprovisionarse, dormir cómodamente en el calor de su hogar hasta el día siguiente, o hasta recuperar fuerzas, y partir. —Según Su Señoría —empieza a decir el caballero, —algún tipo de desorden en nuestro periplo por el norte nos ha sacado de la elemental lógica. —Lo hicimos, sí —dice la bruja. …Lo hicimos… Encima, se atribuye haber estado implicada en esa locura. El caballero no va a permitir más rodeos; saca su espada, cuyo acero silba la peculiar melodía del metal. —Hable, pero concisa. —Desde luego, caballero… —sonríe la bruja; el mentón refiere ese gesto. —Ya he dicho que llegaron a cientos de miles. Precisamente, la ruta que ahora os trae de vuelta a casa ha sido la que ellos eligieron para invadir Los Reinos. Tronaba el suelo con sus pisadas. Un número imposible de soldados oscuros recorriendo grandes distancias. Sin orden, ni un plan claramente concebido... pero en un número tal que no pudimos hacer nada. —¿Los Reinos? ¿Han caído? —pregunta el explorador. —…Sólo una alianza los ha librado del exterminio total… pero sí, se puede decir que sí, cuando eres un títere del invasor que te gobierna.
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—Mentís, bruja —dice el caballero. — Confundís mi medida. —Os sacamos de Los Reinos con el mejor plan que tuvimos a mano —dice la bruja, cuando el acero amenaza su garganta. —Dejadla hablar, Señoría —pide Dehoán; tiene que apelar a la misericordia, porque el caballero no va a obedecerle si no lo cree oportuno. —Escupe veneno. —El veneno de la verdad, Mi Señor —dice el explorador. —La verdad no siempre es placentera —dice la bruja. …El caballero retira el acero: —Seguid mintiendo, que no volveré a interrumpir. Eso sí, si no me convencéis, vuestra cabeza acabará en una cesta. —Es justo —dice la bruja. —Os sacamos de Los Reinos —repite. —Sobretodo al chico —dice, refiriéndose a Dehoán. —El marquesado de Mowa… Menuda estupidez. Veo que hasta hoy ha sido muy útil haberos borrado los recuerdos. —Ahora seré yo quien os decapitará si no le dais sentido a esas palabras, bruja —dice Dehoán. —Lo tiene... Tanto, como que hemos conseguido esconder al heredero del Imperio de las manos más indeseables de este y del otro mundo, Mi Señor. 18
* * * Afuera, el frío sigue siendo una cruel maldición. Y parece un absurdo seguir a la bruja en la intemperie, adonde empieza a nevar de nuevo. Anda cansina, casi a punto de desfallecer. …Es una impresión falsa. Esa bruja ha soportado cosas peores que una helada perpetua. Es una guerrera, desde su peculiar estilo. Y una vigía, destacada en aquellos parajes del norte. Mandó levantar la cabaña allí, adonde predijo que volvería sobre sus pasos el heredero que esperan. Y ese momento ya ha llegado. “Sígame, Mi Señor”, ha dicho. El caballero duda que aquello signifique algo más que los delirios de una anciana. Del otro lado, el explorador ha intuido voces en la distancia. Voces y almas. Incluso cierto bullicio, pero siempre creyó que eran lamentos propios de las montañas más malditas del mundo, de las ánimas oscuras del Reino de los Demonios. —Allí, Mi Señor —señala la bruja. No lo hace con ningún gesto. Lo hace al detenerse. Lo que queda, abajo, es un valle profundo, dormido a los pies de los barrancos. La niebla va y viene… y se antoja que no hay nada. Empero, sí es cierto que se oyen voces. Se oye vida… Hay algo allá abajo. Hay incluso un trajín de pertrechos y vida militar. Voces marciales, desde luego. Y se antoja algo grande. Se antoja un gran ejército… el mismo que empieza a tomar cuerpo 19
cuando un gran claro en la espesura permite que se vayan viendo las muchas fogatas del gran acampamiento. —¡Firmes! —se oye. Es una voz distante, un grito poderoso que exige mucho rigor. —¡Honren las armas, caballeros! —se repite. Dehoán abre los ojos como platos. Son voces magníficas, de hombres de guerra. Luego, cuando empieza a desvelar el sinfín de hombres en la gigantesca formación, los vellos de su cuerpo quieren convertirse en púas capaces de hacerle daño. Son soldados en rojo, con sus pertrechos de guerra, sus escudos, sus lanzas y espadas… —¡Honren a su Alteza! —dice el capitán de la formación. Son muchos, y, al golpear tres veces los escudos, el sonido es atronador, tan capaz de ocupar la distancia que produce un confuso eco que recorre los desfiladeros. Y no es una sola compañía. Hay otras, en otros puntos del enorme valle, que asimismo van organizándose en formaciones para rendir honores al heredero. Hay oficiales redondeando las escuadras, y jinetes conteniendo a sus bestias, en líneas tras los diferentes banderines de cientos de casas de guerra muy antiguas. —¿Qué diablos es esto…? —duda el caballero. Apenas le brota la voz. Más allá de la inmensa soldadesca hay un campamento militar tras las empalizadas de campaña. La simple imagen de todo ese contingente hace pensar en una guerra verdadera, en una cruzada que excede de cualquier ejercicio de entrenamiento. 20
* * * “Sargento… Provean a estos hombres de todo cuanto necesiten”. Ésa es la orden. Los soldados de la desdichada cruzada del heredero al marquesado de Mowa son atendidos por los llamados privilegios de campaña, con alimento, curas, un baño caliente… Dehoán reusa de ellos. El caballero no los necesita. Eso hace entender… El explorador nació para eso, para saber qué hay detrás de cada recodo… así cómo qué hay tras cada misterio, y tampoco quiere atender las debilidades del alma precisamente ahora, cuando queda tanto por saber. —Lleguemos inmediatamente al fondo de todo esto, sin dilación —dice Dehoán, renegando de las atenciones. Han bajado, las tropas son reales… no son un espejismo. De hecho, sobretodo no son indiferentes a lo que ellos llaman Su Señor. ¿Dehoán, señor de todo un ejército? Su meta apenas comprometía a unos mil hombres, más otros dos mil que se avendrían del otro lado de Meritia. Ésas eran sus aspiraciones... …Allí hay cerca de cincuenta mil soldados. “Y habrá cañones, Mi Señor”, explica el capitán. ¿Cañones…? ¿El marquesado de Mowa dispondrá de tecnología punta? ¿Qué clase de locura es ésta? 21
—Entre… Sólo eso; entre —dice la bruja. Andaba cansina, como lo que es, tras los pasos de un Dehoán sobrecogido cuya ansiedad por saber le había llevado a profundizar el campamento. Ahora, la anciana parece solidificarse de la nada e invita al heredero a que aún pase a la gran barraca de oficiales, que aguarda misteriosa, profusamente decorada con motivos reales, y custodiada por los mejores soldados y sus perros de presa; una caseta casi imperial. Duda, por supuesto. Pero no es un sueño… Es real… El caballero asiente, y el explorador va grabando a fuego todo cuanto va viendo. Dehoán entra. Afuera, los oficiales y la milicia han saludado con el puño en el pecho a Su Señor. Ahora, dentro de la barraca, enorme como una casa, los generales esperan con tensión al hombre que llevan esperando tanto tiempo. —¡En pie! —dice uno de ellos. Es una formalidad. Nadie está sentado. Si lo estuvieran, alrededor de aquella mesa de tácticas y su mapa habría un revuelo y los hombres de guerra y honor se levantarían del asiento accionados como por un resorte. Sin embargo, la decepción toma cuerpo en sus caras. Ninguno reconoce en Dehoán al heredero al Imperio. Parece sólo un crío, un muchachuelo recién iniciado a las armas. Son hombres rudos, con la vida del campo de batalla escrita en las caras; cicatrices y magulladuras. Unos son generales, con sus cotas de 22
mallas y abrigos o capas de piel de oso o de arce. Otros parecen nobles, con las barbas perfiladas. Gente aguerrida, que tuerce el gesto cuando ven en las promesas de un líder apenas una ilusión. —¿Quién diablos es este chico, bruja? — inquiere Brilawhin de Olila, un general ahora mismo proscrito, sin patria. Su barba gris recuerda a la ceniza. —Nos pedisteis ocultar eficazmente al heredero al trono… Nos disteis ese compromiso… y lo hemos cumplido —explica la bruja, dirigiéndose a todos y a ninguno en concreto. —Tener esto es como no tener nada —dice un noble, Drew-Alea de Oniend. Tiene un parche en el ojo izquierdo. Cosas de las salas de tortura, en tiempos peores. —Hasta ahora hemos evitado la debacle total —dice la bruja. Ahora toma lugar en alguna parte, pero Dehoán no es capaz de verla; está en la sombra, en alguna parte de la caseta. —Si no fuera por nuestra intervención mágica Los Reinos estarían arrasados. —Bien, se salvó el antiguo régimen… ¿Y, ahora, qué es lo que tenemos? —No lo sé… ¿Una paz duradera? Y siguen observando al chico. El caballero, Belood de Izvart, cree reconocerse con aquellos señores de la guerra. Hay armas en un armero que invitan al uso, en las pecheras de los generales hay amuletos, pero asimismo medallas ganadas con todo
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orgullo… Cree que él pertenece asimismo a la guerra e involuntariamente saca pecho, y hombría. Liam, en cambio, sopesa en instantes el gran mapa sobre la mesa, el mapa de Los Reinos, y cree entrever piezas de un esmerado juego de intrigas y traiciones porque parece que hay banderines militares en miniatura adonde sólo debiera haber desolación; bosques frondosos, cañones, montañas cavernosas… ¿Qué están preparando a lo largo de todo el continente? ¿Qué esconden, ejércitos? —Nadie reconocerá a este chico como el heredero legítimo —dice Brilawhin de Olila. —No sé qué clase de artimaña os traéis los hacedores de la magia con todo esto. —Sopéselo meramente como un ejercicio de confusión. Lo que el chico lleva en el rostro es un… “maquillaje”, nada más. —No es él —dice, tajante, el Conde Ceri de Eths. —Conocí al heredero en persona. Lo esperaba reencontrar aquí, pero sólo veo un truco. —Sin embargo, es él. —No… El heredero es más alto. —Un pequeño error de apreciación. Nueve años no pasan en balde. —Basta de trucos, bruja. —…Con el heredero o sin él, no veo la diferencia.
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ápice.
—Seguiremos el plan sin desviarnos ni un
—Es de locos. —La diplomacia, caballeros —insiste la bruja. —La diplomacia y no la fuerza bruta será la que nos lleve a recuperar Los Reinos. —No pondré mi vida ni la de mis hombres en manos de un disfraz. —¿No…? ¿Y la pondréis al juicio de un absurdo ataque frontal? —duda la bruja. Es burlesca, y sabe hacer daño. —Moriremos si es necesario, pero no viviré ni un día más en el exilio —dice el general Brilawhin de Olila. Sabe de lo que habla. Lleva mucho tiempo escondiéndose. —Yo no participaré de esa locura —dice el conde Ceri de Eths. —Esperaba encontrar en este lugar lo prometido. —Lo tenéis a la mano —dice la bruja. —Que volvamos a tener nuestras opciones sólo es cuestión de seguir un minucioso plan. Y miradlo… El chico no entiende nada —aprecia, sobre un Dehoán completamente perdido. —De hecho, parece que nadie de este acampamiento sabe realmente qué es lo que ha sucedido en estos nueve años. —Cuéntelo, señora —dice Dehoán, dando un paso al frente, aunque no sabe a ciencia cierta dónde está la anciana.
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Lo miran. El chico es valiente. No tiene reparos en ponerse imperativo. —¿Reconoceis, oh conde Ceri de Eths, a arrogancia del heredero? —pregunta la bruja. El conde vacila. Es pronto para decirlo. Nada de lo que ve tiene sentido. —Hace una década las bestias cruzaron este mismo paraje. Hay un rastro mortecino que dejaron sus pisadas. Se pueden reconocer a media legua de aquí. En ese lugar, en esa lengua del terror, ni siquiera ha vuelto a crecer la floresta… Mirad esto —y la bruja no aparece, pero, de alguna manera, con un paso en este mundo y otro nadie sabe dónde parece cernirse sobre el mapa de Los Reinos, consiguiendo que su sombra señale los distintos parajes del continente. — Se repartieron por los lugares más inhóspitos de nuestras tierras haciendo acopio de fuerzas. Más o menos tal como han dispuesto sus señorías las tropas de esta alocada reconquista. Cinco mi hombres en los bosques de Roenna… cañones en Hailidia, un esmero trabajo de los herreros… tres mil campesinos dispuestos a alzarse en Dweclya en cuanto se dé la señal… Nuestros invasores hicieron algo parecido. Vinieron, sí, pero asimismo llamaron a todo lo oscuro y clandestino que habitaba nuestras tierras. Brujas, demonios de las montañas, trolls del bosque, enanos… Todos aquellos indeseables que el hombre ha perseguido y dado caza o explotado durante siglos se alzaron contra los opresores de los opresores — sonríe, una bruja que parece desquiciada. Se sabe que ha sonreído. Es su tono, que lo denota. —Muchos 26
lucharon… Muchas vidas se perdieron… Muchos reinos cayeron… y otros muchos pactaron. Un concilio, y un tributo eterno para sobrevivir. Los Reinos ya no nos pertenecen y eso ha pasado porque quienes los habitábamos no supimos unirnos. Entre la brujería y la caballería había un inmenso vacío de incomprensión. De hecho, aún lo sigue habiendo —y, no sabe cómo, la bruja está ahora a las espaldas de Dehoán. Éste lo intuye, y se gira. Espera ver a la anciana… pero lo que ve es a una hermosa mujer. Sus ojos son dos gemas verdes, y su cabello invita a la oscuridad. Hay quien se sonríe, pues el muchacho ha dado un respingo. —También muchos se escondieron —dice, y quizá se refiere al general Brilawhin de Olila, que asiente con un bufido. Le hierven las venas, pero no tiene que explicar o rendir cuentas por un acto aparentemente deshonroso; su señor lo “despidió”, prescindió de él. La bruja explica cómo: —Los invasores conocían la magia… No sólo tenían al servicio de sus malditas tropas el mejor acero que se haya visto nunca a la virtud de sus alianzas con humanos, sino que supieron profanar las mentes de los más débiles de nuestros gobernantes… mientras otros muchos se sometían voluntariamente para detener el baño de sangre. —¿Dónde encajamos nosotros en todo eso, bruja? —dice el caballero. Dehoán no puede hablar. Está confuso por todo, pero sobretodo sobrecogido por la hermosura de la bruja. Belood de Izvart es otro cantar:
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bruja.
—Siempre refunfuñón, Maestro —le dice la
¿Maestro? ¿El caballero? —Os temblaba la mano cuando apuntasteis vuestra espada a mi garganta —explica la bruja, burlándose de la poca talla que le ha visto en las dotes para la guerra. —Un extraño caballero, ¿no os parece? Y un heredero legítimo que no lo parece. ¿Qué clase de maldición es ésta? —Lo ocultasteis… —dice Drew-Alea de Oniend, noble de las tierras del norte. Es curioso que, aún tuerto, su visión de las cosas sea tan amplia. —Y demasiado bien, por lo que veo — reconoce la bruja. Toma cuerpo, ya del todo y afuera de las sombras que siempre la han rodeado, y se la ve en su plenitud. Tiene un bonito traje de seda blanca. Su belleza es excepcional, lo que siempre despertó desconfianza entre los hombres de los que se rodea, habida cuenta de que ese tipo de tentaciones y la magia o brujería invitan al descalabro; algunos aún se preguntan qué hacen pactando con brujos y brujas. — No sólo sacamos al heredero de las tierras donde sería preso y condenado a muerte… Lo llevamos lejos, en todos los sentidos. Más allá de la Tierra de los Demonios… y más allá de la comprensión humana.
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Capítulo tercero “Habéis reunido los ejércitos tres veces en nueve años. Nunca habéis llegado a un consenso. Hoy todo eso es distinto, pues vais a llegar a un acuerdo para hacer algo de una maldita vez, pero asimismo enviareis a todos estos hombres a casa”. …Sólo la brujería ha permitido que la bruja haya negociado con los generales y nobles. Una mujer… y una mujer normal nunca hubiera podido expresar su opinión, a no ser que fuese de la más alta nobleza. Ese título lo suplanta el aura mágica y a menudo casi diabólica que los hombres confieren las brujas. Las temen, aunque sean ahora mismo, alguna que otra, buenas aliadas; se sabe de comarcas y pueblos olvidados que han sobrevivido a la barbarie porque sus señores han sucumbido o han rendido honores a los invasores, pero, sus brujas, quizá la que habitara con toda discreción una cabaña olvidada, o una posada, ha usado su extraña ciencia para hacer de esos lugares un pasaje misterioso que nadie quiere pisar. También avivaron cosechas en aquellos territorios donde hambruna ha hecho estragos cuando los nuevos monarcas de Los Reinos han querido exterminar alguna facción a través de un castigo tan mísero como quemar sus campos de cultivo. Y sanaron muchos heridos… y profirieron muchas salvaguardas para que las patrullas de la muerte pasaran de largo.
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…El mundo del revés… Los buenos son malos, y los malos son buenos… También Dehoán tiene la impresión de eso mismo, de que el mundo se ha vuelto loco. “…Ocultamos al heredero lejos de Los Reinos. Inventamos para el una nueva cara, y un nuevo cometido”. Eso ha explicado la bruja. —¿Por qué? —pregunta Dehoán. Recibe un baño caliente, uno en el que las llamadas madres de batalla, en realidad prostitutas en otros momentos del día, les frotan el cuerpo. Es una costumbre del sur, que a la soldadesca de otros lares sorprende mucho. De hecho, el caballero ha negado que se le den esas atenciones; se restriega solo. Liam, sin embargo, está limpio. Está cansado, y desde luego que no tiene su mejor aspecto… pero no necesita darse un baño; parece que formara parte de La Naturaleza más salvaje, pues los avatares de la intemperie o el hambre no le han hecho mella. —Entonces, era Su Alteza demasiado valiosa para que el enemigo le capturase —dice la bruja. Preciosa… Es una imagen perfecta. De hecho, su cuerpo está tan esculpido que parece artificial. Y se sienta lejos, entre los algodones de una cama de reposo; los soldados del sur y sus gustos por la buena vida, otra vez… Gustan acomodarse antes de la muerte, ante la guerra. Suelen llevar madres y esposas… y disponen de áreas de descanso y placer, desconectando los sentidos de la realidad más cruel para descansar el cuerpo en una batalla que pueda durar días. —Ahora no sé el valor que Su Alteza tiene. 30
—¿He de valer algo? —Sois el quinto en la línea de sucesión al trono de El Imperio. Lo del marquesado de Mowa sólo es una invención. —Mentís, por favor, señora —dice el caballero. —Ya lo he dicho; teníamos que esconder al heredero. El consejo de brujería se reunió y encargó a los brujos esconder el cuerpo del heredero… Nosotras, las brujas, escondimos su alma. —¿El alma? —pregunta Liam. Ese parecer lo atrae sobremanera. —Sí, ese hilo vital que la brujería de los invasores podría llegar a localizar. Debíamos confundir tanto la mente del heredero que nadie pudiese localizarlo. Por eso, de algo manera le extrajimos la memoria y la metimos… en un frasco — y se sonríe. Sí, es un parecer bastante desagradable. — Luego introducimos el alma del heredero en un cuerpo común, que es el que viste ahora, Mi Señor — y señala a Dehoán, que se empequeñece. —El marquesado de Mowa existe, desde luego, pero no tiene nada que ver con Su Alteza. Su cruzada sólo es una invención nuestra para que, en caso de ser interrogado, en caso de caer bajo torturas, Su Señoría sólo repitiese una y otra vez el anhelo por ese insignificante pueblo. —¿Quiere decir eso que todos mis vínculos con el marquesado son sólo eso, una mentira?
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—Ni siquiera el marqués de Mowa es su padre, Mi Señor. Dehoán no quiere creerlo. Sacude la cabeza. No quiere decidir la realidad de esa manera, con frialdad. Sería mucho más fácil perderlo todo luchando, que mataran a sus seres queridos delante de él, que incendiaran las casas de su pueblo… Así, borrarlo todo con sólo palabras, suena demasiado desolador. —…Tenía mucho cariño aguardando en casa. El servicio, los labriegos… incluso una yegua preciosa; va a tener un digno potrillo. —Lamento que hayamos sido tan “crueles” con Su Alteza —parece redimirse la bruja, aunque mantiene su tono sarcástico. —Olvídelo todo. No le pertenece. Si aparece en el marquesado le van a mirar de arriba abajo sin saber quién es, pues su vínculo con esa gente es ficticio. Incluso sus datos sobre ese lugar son inventados. Es más que probable que el marquesado no se parezca a lo que cree. La gente de la que habla no existe sino en su cabeza; no tuvimos tiempo y sobretodo interés en calcar el marquesado imaginario al de la realidad. Incluso ese potrillo del que habla nunca ha existido, si bien, de hacerlo probablemente habrá sido confiscado para engrosar el orden de batalla de la milicia invasora. —Sois monstruosa, señora —dice el caballero. —La realidad no puede soslayarse —es la respuesta. —Inventamos vuestra cruzada y os escondimos cerca de aquí, a quince leguas, en una 32
caverna. La idea era incluso abandonaros, que no hubiese alma cerca; nadie debía intuir dónde estabais… ningún poder místico debía poder localizaros. Por eso la caverna, adonde os congelamos. Fuisteis absolutamente paralizados en estos eternos parajes helados, manera de engañar a cualquier posible intruso a la idea de que vuestra expedición de patosos idealistas no era más que esa incursión loca de juventud que termina en tragedia. La lectura que haría de vuestros cuerpos cualquier extraño sería la de un golpe de frío que os había congelado. Luego sólo fue cuestión de añadir sortilegios y algún ánima guardiana para evitar que las alimañas de bosque devorasen vuestros cuerpos mientras llegaba el momento de despertaros. —¿Habláis de estos nueve años, señora? — pregunta Liam. —Es lo que hemos tardado debatiendo, reorganizando y planificando nuestra rebelión. Algunos desde el plano estrictamente militar, y otros, como yo, desde el punto de vista… “diplomático”. Y ahora el silencio se cierne en la estancia. Sólo queda la rutina de las madres, que saben que delante de una brujan deben mantener la boca cerrada. Frotan el cuerpo de Dehoán con gasas suaves, y vuelven a echar más agua caliente, la que se va caldeando en una gran olla. —De acuerdo, bruja. Ya has desplumado al joven falso heredero, —dice el caballero. —¿Qué es lo que guardas para mi persona? 33
—Ya le dije, Señoría, que el acero y vos no sois una buena pareja. —Me llamaste Maestro… —Maestro, sí. En realidad no sois mi maestro. Lo sois de una orden de brujería. Eso sí que suena a delirio. Suena a verdadera locura. El caballero niega con la cabeza mientras cree sonreírse. En su haber, en su alma y su ciencia, prima el alma militar. Siente apego por las armas. Se identifica con su cota de mallas, su insignia en el pecho, con un águila mordaz. Son alusiones a la guerra, a la presa y al cazador… a la hombría, si se quiere… Son las necesarias bravuconadas de los guerreros, que deben alentarse a lo peor de este mundo; un duelo, una carga en primera línea, un asedio… Brujos… Suena a vejez, a parsimonia, a retiro, misticismo… No, el caballero no puedo reconocerse como tal. Él es un guerrero, no un gusarapo de trucos, palabrería extraña y librejos malditos. —Mentís, señora —lo niega, tras meditarlo no sin un ápice de miedo. —Sois brujo, Señoría. Y un buen brujo. Detuvisteis una gran oleada enemiga a las puertas de palacio. ¿No lo recordáis? El caballero cree hacer un esfuerzo, incrédulo pero sagaz. Quiere averiguar la verdad… pero esa verdad, incluso ese episodio de heroísmo que se le cita, no aparece por ninguna parte de su memoria. Es 34
como intentar pedirle a un pez que recuerde qué se siente volando entre las nubes. —No lo recuerdo —dice. —Hicimos bien nuestro trabajo, Señoría. De hecho, quien investigó y maduró el hechizo que vivís fuisteis vos. —¿Yo? —y el caballero se desvanece, cuando la voz se le apaga. —Sí, un gran brujo. Muy ingenioso. Innovó en muchas áreas de nuestra ciencia. Ya sabéis que no es una ciencia que haya llegado a un punto muerto. El talento de ciertos eruditos, como voz, la va enriqueciendo. Proyectasteis un hechizo capaz de extraer los recuerdos de los cuerpos, esencial para pasar desapercibido todos estos años. Otra vez el silencio ocupa su lugar. Son momentos horribles, de verdad y confusión. Confusión, aunque la certeza esté de por medio. Descorazonador. —Y vos, explorador —añade la bruja. —Vos seguís siendo increíble, aún cuando se os haya extraído la psique. —¿Yo, mi Señora? —Y ningún otro. Sois un artista de la comunicación, un retal de viento fresco que se aviene directamente de la naturaleza; os confundís con ella… tenéis vuestro don.
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Liam mira el entorno. No es la caseta lo que ve… Puede presentir el bosque más allá de las lonas. Es su entorno. En medio de lo salvaje y lo extremo se siente como en casa. —Liam… hasta no hace mucho los titiriteros como vosotros no eran de gran utilidad. Hoy día sois esenciales… —y la bruja va hacia él, para ponerle el dedo índice en el pecho. —Sois un increíble domador de dragones, Liam. Un gran comunicador.
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Capítulo cuarto “Estáis loca, señora. Pactáis con soldados de fortuna, con ciudades estado tan volátiles como el humo…” Son las últimas palabras del general Brilawhin de Olila, que volverá a su protectorado de la costa sin su guerra. Le habían prometido algo muy grande… y todo queda en una promesa que nadie quiere respaldar. Los nobles no ceden. No se la quieren jugar con artimañas mágicas. Hace falta algo más palpable que un muchacho despistado, un caballero que no lo es… unos pocos soldados que a duras penas entienden qué les ha pasado. —No recuperaremos Los Reinos con una campaña relámpago, general —es la respuesta de la bruja. —No mientras no tengamos en el corazón del poder monárquico suficientes aliados… así como, fuera de palacio, en nuestras filas de primera línea, nuestra mayor fuerza bruta. —¿Fuerza? ¿Qué fuerza? —Dragones, general. Dragones… —Es una locura. Nadie ha conseguido domesticar nunca un dragón. La bruja no responde. Sabe que muchas mentes se han borrado… que quizá la del general sea una de ellas. Las tropas se disipan. Eso parece. Durante la noche, el acampamiento se levanta. Las formaciones 37
toman distintos caminos y las diferentes casas guerreras se regresan por donde han venido… quizá dando un rodeo, alterar el plan preestablecido… Tal vez seguir existiendo en la clandestinidad, burlar a quienes podrían estar espiando sus movimientos desde las sombras. —Partiremos a distintos reinos del continente —esclarece la bruja. —Diversificaremos quienes somos, por si algo sale mal —resopla. Dehoán no lo entiende. Como un espejismo, el ejército ya no está. Apenas quedan las fogatas humeando hilachos grises, y las miles de pisadas que la nieve de la próxima madrugada se encargará de cubrir. No es quien debe ser… y, para confundirlo todo un poco más, la hermosa bruja en seda blanca vuelve a convertirse en esa anciana horrenda envuelta en harapos. ¿Dónde está la hermosa mujer? …Parece que sigue en el mismo sitio. Ese gesto de acercarse a Liam y ponerle el dedo en el pecho ya lo ha visto antes. —Tierra de Dragones, explorador. Ése es tu destino. Naciste para eso… Naciste de una piel de lagarto —parece que es su burla. Liam no suele tener gestos en el rostro, pero en sus ojos parece dibujarse un abismo de dudas. —Su Señoría, gran caballero… —parece reírse ahora de Belood de Izvart, el supuesto brujo apegado a su espada. —Debe abrir su mente, conectar con las fuerzas místicas que el ser humano común desoye aunque esté rodeado de ellas —y la 38
bruja se abre de brazos, dejando las palmas hacia arriba, como si recibiera en ellas sendos torrentes de agua; ¿a qué se refiere… a una energía mística omnipresente que cae del cielo? —He estado pensado mucho en sus virtudes de guerrero y creo que tiene toda la razón, Mi Señor; no voy a enviarle a tierra de brujos… Allí podrían descubrirle. Se alistará en las fuerzas de mercenarios en la frontera con el reino de Molog, cerca de la ciudad estado de Ataane. Allí pasará desapercibido hasta que su mentor lo encuentre. —¿Mi mentor? ¿De qué diablos me habláis, Señora? —De vuestro maestro y para recuperar la conciencia y sus grandes artes mágicas… —y la bruja ladea la cabeza, sopesando lo curioso que es a menudo el destino: —Para mi gran sorpresa, esa persona que lo convertirá de nuevo en uno de nuestros mejores hacedores de la magia es en realidad alumno de Su Señoría. ¿Absurdo, verdad? Sí, suena aún más delirante. No sólo los desconcertados hijos de la nada no saben quiénes son, sino que parece que tienen un pasado muy palpable, con sus consecuencias. —Y Su Alteza, Dehoán de “Mowa” —ultima la bruja, —tenéis quizá el papel más sentimental de todos… recuperar la confianza de vuestra hermana, en La Ribera de Swyron. * * * 39
El falso capitán no quiere separarse del caballero. Falso porque no es quien cree ser. El marquesado de Mowa no lo va a conocer. No es un capitán de esas huestes, sino del sur. De hecho, la bruja se le burla porque, en realidad, de los voluntarios que ofrecieron sacrificar su memoria a favor de escenificar el engaño, el capitán era de los oficiales más reticentes para con la brujería. “En realidad odias a este hombre”, ha añadido la bruja, viendo su apego por el caballero. “Es un brujo, y los odias”. El capitán no responde. Su corazón le dicta que no. Adora al caballero. Ha luchado a su lado en el penoso periplo por las tierras del norte, tras el naufragio. Eso no se olvida. “…Tampoco habéis luchado nunca juntos, capitán” es la respuesta de la bruja. “Lo inventamos todo, ¿recuerda?” Pero niega con la cabeza. —Seguiré a Mi Señor adonde el destino nos lleve. —Como quieras. Y, del grupo renacido de esa caverna del olvido, es el único soldado que quiere seguir la lucha. El resto, agotado, ha decidido unirse a las tropas que se han disgregado. Y aún no serán nadie porque sus identidades no les serán devueltas. Al menos, aún no. Sus recuerdos son mentira… De hecho, casi ni 40
existen, porque en la soldadesca los brujos que obraron el artificio no perdieron el tiempo en detalles superfluos con hacer reversible el olvido. Con ellos, no. …Con el caballero, tampoco obraron un gran milagro. Belood de Izvart ha participado en cientos de cargas a caballo de primera línea. Es un perfecto jinete… Ha luchado no sólo sobre una montura, sino que ha lidiado al tiempo con su pesada armadura y otros pertrechos de guerra. Espada al cinto, escudo, lanza, hacha de guerra… Ha cabalgado con todo eso, luchando con un solo brazo mientras el otro somete las riendas. …Empero no sabe montar. Parece su primer día a caballo. Sube, desde luego, pero, una vez arriba, a los lomos del corcel, el equilibrio lo quiere traicionar. Ve el suelo demasiado lejos de sus pies… Siente el horror de la caída antes de que ésta tenga algún sentido. Se lo calla, desde luego. Finge que no ocurre nada. Van al paso, con un guía silencioso y entendido que lleva un par de mulas. Nada más. “Tardaremos dos semanas en llegar, Señor”, ha dicho el guía. El caballero suspira su mala fortuna, pero sobretodo repara de mala fe en quien no sabe si se le refiere con burla, viendo su poco instinto en montar. …El capitán, de veras, si es un auténtico jinete.
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* * * Aún sigue en pie el viejo cartel de la discordia. Así lo siente el caballero cuando descubre que lo han tallado de nuevo y clavado en el mismo poste varias veces. En lo alto de la última montaña, cuando se extienden a lo largo los bosques junto al Lago Esmeralda, la disputa por gobernar las tierras del Reino de Medirth ha propiciado una guerra en la sombra que pocos se figuran; los tallistas y carpinteros, por todo el reino, han ido enfrentándose una y otra vez para colgar el letrero que los invasores o defensores desclavan y cambian una y otra vez a sus intereses. ¿Qué clase de nueva locura es ésta? Piensa el caballero. La siempre corrección y orden de los medirthos. Gustan tenerlo todo bajo control. Por eso no sólo señalizan el fin de sus fronteras con dólmenes de piedra, como es norma. Asimismo, para con los peregrinos, suelen dar sentido a los caminos con sus letreros en letra preciosa. Hay siempre un poste alto anunciando la llegada al reino. Inclusive al norte, adonde linda con el Reino de los Demonios. Indeseables vecinos, desde luego, pero el detalle pulcro y galante de anunciar el reino suena asimismo a una advertencia; “cuidado, Su Señoría se adentra en un territorio civilizado”. …El caballero desmonta, por fin y da gracias a los dioses que estaba esperando una razón para ello, y con la punta de la bota va indagando los restos de 42
carteles que han sido rotos a conciencia. Otros han sido calcinados… Unos están divinamente tallados, y otros vienen de las manos de los vulgares y retorcidos invasores, que a duras penan pueden o saben copiar la lengua común con buena letra. —¿Qué pone, Mi Señor? —pregunta el capitán; él si se mantiene sobre su montura, como buen jinete que es. —Tierra de gigantes… —y, de seguido, el caballero vuelve a leer otro de aquellos retazos. — Aquí parece que dice: Medirth, tierra de grandes señores… Tierra de gigantes, otra vez… Medirth… Medirth, aunque éste esté casi calcinado. Tierra de gigantes, de nuevo… ¿Qué clase de riña de verduleras es ésta? —Los nativos y los extraños luchan una guerra de apariencias, mi Señor —explica el guía. —Escriben el lugar según les apetece, o como creen que quedará algún día descrito en los tratados. Medirthos por un lado e invasores por el otro. De hecho, aquí, los invasores intentaron que Medirth cayera trayendo infantería pesada. —¿Infantería pesada? ¿Qué clase de orden militar es ésa? —Gigantes… Las bestias más altas y corpulentas, Mi Señor. Ogros, trolls, grows… Hubiera sido una lástima que Medirth hubiese caído y que lo gobernase ahora una de esas criaturas colocado como jerarca. Afortunadamente, la capital del reino y sus mejores ciudades no cayeron nunca, pese a los asedios 43
—y el guía señala la distancia, adonde, es cierto, se divisa una tímida columna de humo. —Hoy pediremos asilo a los gigantes que quedan en esta “tierra de nadie” tras firmar la paz, Mi Señor. —¿Asilo? ¿Qué clase de estupidez es ésa? —Es la norma. Si nos encontraran cruzando estos parajes sin rendir pleitesía estaríamos muertos, Mi Señor. * * * Hay un muy claro rastro de las huestes invasoras. Por capricho, en algunos derroteros del camino no hay nada, sólo destrucción al paso. Aún después de una década no ha crecido la floresta. Empero, en otras lenguas del amplio camino ha crecido un vergel verde o multicolor, ¡con flores! capaz incluso cuando la nieve no ha desaparecido del todo. La bruja, que precisamente no va en cabeza aunque vaya al mando, parece ir husmeando esas pisadas y restos de fogatas y acampamentos de antaño con cierta curiosidad, una inquietud que se compromete mucho más allá de lo meramente visual. Porque, Dehoán, ve los raros indicios en lo que se supone fueron columnas y columnas interminables de bestias semihumanas y bestias de tiro, algunas desconocidas en Los Reinos… pero, la entendida en
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las artes de la hechicería, profundiza a unos niveles que la repugnan y hasta que dice ¡basta! —¡Basta! —se repite. Se ha detenido. Hay una docena larga de buenos soldados a su servicio que en el acto se detienen, en cabeza. Son una escolta de disuasión, pues la bruja sabe defenderse sola. Apenas son espadas y escudos para persuadir a los asaltantes, aunque, lo que cuenta, es que entre ellos hay un médico: —¿Os encontráis bien, Señora? —Salgamos de esta ruta. No puedo seguir oliendo esta mierda —y suspira, agotada de lo que solamente ella puede percibir. El paso arrollador de los invasores a través del Reino de los Demonios ha propiciado un camino amplio, cómodo. Algunos peregrinos han empezado a usarlo. Inclusos se dice que ha supuesto un nuevo horizonte a las rutas de comercio y no son pocos los mercaderes que se adentran al norte por él para abastecer a los seres más inmundos del continente de enseres civilizados, joyas, alientos exóticos que no pueden cultivarse en el frío, vinos, calzado y telas… De hecho, ya se han cruzado con una caravana de aparentes gitanos, que terminan siendo una subespecie de alimañas humanas con colmillos de jabalí. Muy amables… pero apestosos; quizá el mercader tipo propio para con aquellas tierras. Empero, no todo es una buena senda. La bruja pide un descanso, a destiempo. No está previsto, pero parece necesario. 45
La ayudan a bajar de su montura. Parece débil, quizá más que en días anteriores. —Haremos un fuego, Mi Señora —dice uno de los soldados. —No, no hace falta —y la bruja chasquea los dedos. Con ello, unas ramas secas del suelo prenden instantáneamente. Ante la sorpresa general, los soldados resoplan resignados y corren a alimentar del todo ese fuego primigenio y a hacer acopio en él de más ramas secas. Luego tienden sobre la bruja un par de mantas de sus propias alforjas. Parece que la conocen, que llevan tiempo con ella… o que intuyen que deben atenderla como a una madre. …De todos modos, aunque no se alejan demasiado, la milicia monta su propia fogata y se acomoda en otro lugar, adonde un cúmulo de rocas. Dehoán va con ellos… y luego vuelve adonde la bruja; queda tanto por saber… —¿Estáis bien, Mi Señora? —Náuseas, no es más —dice. Inclina la cabeza hacia atrás, como si la mente le fuese a estallar y necesitase de un reposo extraño, con una postura que aleje las malas vibraciones de su psique. —¿Por qué hemos salidos del camino? —Porque está maldito, ¿no lo ves? —y señala adonde no crece la hierba. En otro confín, ésta se alienta con esmero. —Del otro lado, allí no ha habido sortilegio, o sí lo ha habido, pero es regenerativo, no destructor. 46
—No entiendo, Mi Señora. La bruja sonríe. Sí, el mundo psíquico/mágico es un lugar muy confuso. —¿Está el mundo rodeado de aire, joven heredero? Dehoán duda. ¿Un acertijo? —Sí, supongo. —No es una suposición, es una certeza. Respiráis en cualquier parte. Eso quiere decir que hay aire en todo el mundo, aunque no lo veas. En el mío, en mi mundo, hay “aire”, y a veces mucho, también en todas partes. Por eso la brujería existe, por ese “aire”. Cuando al aire pasa a ser un vendaval, o un huracán, el dolor de cabeza es insoportable —y la bruja mira el camino, renegando de él. —¿Ve algo en él, Mi Señora? —No se ve. Al menos no con los ojos. Los invasores eran bestias horrendas, pero carentes de magia. Fueron sus comandantes brujos los que trajeron consigo muy malas artes. Brujería maldita, de muy mal gusto. Eso destroza los parámetros de la naturaleza —y, de nuevo, la bruja señala la parte del camino más desolada, —o, quizá —y señala la parte florida, —enloquece las pautas del mundo en un ciclo antinatura. Dehoán sacude la cabeza. La bruja está hablando de un mundo todavía muy confuso para él. Aún no ha descubierto quién es, como para
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profundizar más allá de lo que se ve o no se ve a simple vista. —Habéis hablado de una hermana —dice. Sugiere una respuesta. —¿Os hace ilusión tener una hermana? —se burla la bruja; no, no ha cambiado, aunque se duela. —No tenía hermanos en mi mundo imaginario de Mowa. —Bien, muy bien. Ya ha aceptado que no es quien cree ser. Ese es un paso importante. Y sí, en su mundo real tiene una amplia familia. Eso sí, —y, si tuviera ganas, la bruja le apostaría el dedo en el pecho, como suele hacer, —pero le adelanto que no se hagas ilusiones porque no es la suya precisamente una dulce parentela. De hecho son deplorables, y le garantizo que tendrá que vérselas con ellos a través del peor rencor que pueda salir de un ser humano. —¿Entonces…? ¿Por qué acudimos a ella? —Porque Su Alteza es el heredero a Los Reinos. Ellos, sus hermanos, sus primos, también lo son… Habrá sangre, traiciones, dolor, muerte… Es Su Señoría de casta noble, pero eso no significa que no seáis auténticas mujerzuelas de prostíbulo. Es un caos. Entender a la bruja es exactamente eso, confuso. Dehoán quiere saber muchas cosas… pero, a cada paso que da, de alguna forma no quisiera sino estar más y más lejos de allí. —¿Qué ha pasado con vuestra belleza? — suspira ahora. No ha querido preguntarlo. Lleva días 48
con ese pensamiento en la cabeza. Su intención era no desvelar esa duda… pero se ha traicionado a sí mismo. —Mil perdones, Mi Señora, si es una indiscreción. La bruja sonríe. —¿Te gusta, verdad? —…No es mi intención. —Es la de cualquiera, desde luego. Aún le queda mucho que aprender sobre apariencias, Alteza —y la bruja parece estar mirando una escena distante. Seguramente, rememorando otros tiempos. —Somos presumidas, ¿por qué no? —se sonríe otra vez. —Los poderes humanos o místicos toman muchas formas. Si estuviera sola en estos parajes, una anciana débil y torpe, sería asaltada por maleantes de camino que intentarían robarme, violarme, quizá degollar mi arrugado cuello… y yo, en ese caso, apenas chasquearía de nuevo los dedos y generaría una absurda e inofensiva cortina de humo con cara de alguna bestia de las nieves. Eso, que sólo es una esencia inocua, serviría para espantarlos. Incluso hablarían de mí en la distancia; la bruja del camino… la maldición de la bruja del camino… Estúpido, desde luego, pero eficaz —y ahora sí que toma protagonismo su dedo, pero para clavarlo en el hombro del heredero. —Mi gran belleza sirvió en otros tiempos para abrirme muchas puertas, Alteza. Un juego de apariencias muy poderoso. Por eso, querido niño, va siendo hora de que vaya dejando de lado esa omnipresente cara de sorpresa y adquiera una 49
mirada más punzante. Necesito un futuro rey, no un crío asustadizo y volátil.
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Capítulo quinto El caballero, un incrédulo Belood de Izvart, tiene que mirar más de dos veces adonde va. No lo cree. Por un momento, aquellos desalmados en la distancia están aquí, cerca, al alcance de la mano. Ésa es la sensación. Los ve, encima, pero luego recapacita, mira el suelo, y entonces entiende que aún no están cerca del campamento, que es una ilusión. Es descorazonador. Incluso se aviene alguna sensación de vértigo. Son gigantes. Son ogros. Acampan en el bosque, en un claro inclinado que termina desembocando en el interminable Lago Esmeralda. A sus pies parecen andarse unos pigmeos… pero los pigmeos crecen, para convertirse en humanos y psedohumanos de una talla natural. El capitán y el caballero se detienen. No pueden dar un paso más. El pánico les empieza a crecer dentro y se hace insoportable. Es justo lo que el guía no quiere que hagan: “No muestren miedo ni sorpresa. Naturalidad, eso es lo que ellos quieren ver en nosotros para no sentirse como bichos raros”. Eso es pedir demasiado. Hay ogros con piel de roca, y otros con aspecto tan rechoncho que son tan anchos como altos. Algunos tienen los antebrazos tan enormes como su propia talla, con puños peludos aparentes a piedras de asedio. Unos van vestidos… y otros no. En unas pocas de zancadas van y vuelven del lago al campamento con cacerolas de hierro con 51
agua; preparan un puchero, un enorme puchero en una enorme grieta en la roca. Ogros… Son los más grandes. En otras fogatas andan los trolls, peludas bestias con aspecto de gorilas, pero con mirada humana. Despellejan alces, y un par de jabalís. Cortaran algunas carnes, pero, en general, las echarán al puchero en trozos que no podría levantar un humano. Los grows son enanos gigantes. Parecen una contradicción, pero existen. Y un enano, en general, no es pequeño. Un enano es tosco, grueso, enorme… Su cabeza es como la de un caballo, y sus espaldas como una alcoba. Empero, son así, rechonchos, y la sensación de enanismo los ha marcado para siempre. Los grows, en cambio, son enanos de la talla de una cabaña. Malhumorados, barbudos, huraños, hostiles… Nadie los ofende ni suele hablarles. Un puñetazo perdido de un grow puede echar abajo un roble. De hecho, son grandes artesanos de esa misma madera y sus armas son estacas toscas y pesadas, como troncos. …Hay que aprender muy deprisa. Eso es lo que pide la situación. El caballero y el capitán están desbordados, pero ya no hay vuelta atrás porque los han visto venir. Tiene que integrarse, aunque ello suponga un esfuerzo monumental. Pero no todo es imposible. Hay hombres. Quizá no los mejores hombres del mundo, pero al menos son humanos. Es una suerte que exista algo lógico en todo lo que están viendo.
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—Nos uniremos a esos caballeros —dice el guía. Y charla con ellos. Éstos no comerán del puchero de los gigantes, sino que tienen su propio acampamiento, con su propia sopa. Son soldados de fortuna. Eso parecen. Llevan armas dispares, y sus atuendos no son legítimos, sino improvisados. Se entiende que no son caballeros en el término estricto de la palabra. Llevan corazas de oportunidad, escudos con simbología que a menudo ellos mismos desconocen… Armas de contrabando, robadas en un cementerio de nobles, compradas de ocasión… —Sed bienvenidos, caballeros —dice el cabecilla. —Aquí apesta menos que unos pasos más arriba —explica, sin querer señalas los enormes pies de los ogros. Ellos, los humanos, ocupan la ribera, adonde el agua preciosa del lago. —Ese olor caldea el ambiente —dice otro de los supuestos caballeros. —Una hediondez que nos abriga, aunque también enloquece los sentidos. Son necios. El caballero lo entiende enseguida. Empero, en los alrededores no parece haber nada mejor. Tienen sopa caliente, y un fuero adonde esconderse de la desconfianza de los gigantes. —¿Sobrecogido, señoría? —pregunta el cabecilla del grupo a Belood de Izvart, rendido otra vez a imitar al capitán en cómo adecuar sus pertrechos de campaña, o cómo anudar las riendas de su montura a una rama o piedra segura. —Vigilad las monturas, caballeros —dice alguien. —Los ogros se los comen… 53
—La semana pasada hubo sangre en esta costa, señorías —dice otro. —Aún se ve el reguero rojo —y es cierto. Hay sangre cerca. Sangre humana, desde luego. Algún ogro decapitó a un caballero que le incriminara eso mismo, devorar a su bonito corcel blanco, del cual el monstruo se había encaprichado por eso mismo, porque creyó que tendría un sabor azucarado. El caballero se acomoda, que es un decir. Como siempre, hay que echar la espalda a una roca, presumiblemente con una base de musgo para las posaderas. Por fortuna, el musgo que nace en la ribera del Lago Esmeralda parece algodón; hoy, pese a la amenaza de los gigantes, dormirá apaciblemente. —Hoy os tocará montar guardia, caballeros — dice el cabecilla del grupo. —Los últimos en llegar hacen las horas nocturnas. —Imprescindibles para sobrevivir aquí, señorías. —…Los ogros suelen pisarnos si acuden a la orilla a hacer sus necesidades. —Se duerme pegado a una roca, y con el fuego cerca, para que nos vean. —Aún así, hay que mantenerse alerta. Belood de Izvart niega con la cabeza. Nuevamente, el mundo que ve no le convence. —Sería más sensatos acampar allí, señorías — señala, sobre el linde del bosque.
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—Sin testigos asimismo nos podrían devorar; luego nadie sería el culpable, claro —explica alguien, entre risas. El caballero lo entiende ahora; están tomando mucho vino y las voces se van del juicio a la idiotez. —Nos quieren tener vigilados, señoría. No nos van a quitar el ojo de encima. Y, para justificar ese parecer, un despojo humano aparece con una lista garabateada en un libro viejo. Es una especie de intendente de poca monta, un alguacil. Un deforme, grande y seguramente bastardo entre un troll y un grow. Su nariz está retorcida, sus pies están torcidos, su mirada es torcida… Sí, la naturaleza no ha sido generosa con él, si bien es cierto que su nacimiento ha debido ser todo un reto para el mundo natural. —Papeles, señorías —inquiere. Y no es broma. A su espalda anda un ogro enano. Es decir, otra deformidad de cuidado. Un ogro enorme, pero asimismo víctima de enanismo en su especie. Una bestia absoluta, desdentada y descuidada, capaz de cargar al hombro un carromato cargado de piedras; es la guardia, se supone. Es decir, los encargados de registrar el paso de soldados de fortuna, caballeros, milicianos regulares, mercaderes, diplomáticos… Llevan grilletes para los que no cumplan los requisitos, que el ogro enano desplaza atados a su cinto sin atender a su peso; un humano no podría cargarlos todos.
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—La guardia, señorías… papeles… —redunda el cabecilla de los mercenarios. El guía, por fortuna, lleva esos documentos que ni el caballero ni el capitán sospechaban que debieran existir. Son falsificaciones, pero es evidente que la mayoría de los papeles que circulan ahora mismo Los Reinos son falsos. De hecho, se acepta que los sea, pero aún así se debe seguir cierto protocolo: —Estos papeles son falsos —dice el alguacil. —Iguales que los míos, Señoría —dice el cabecilla de los mercenarios, otra vez. Está desempeñando su papel, el de custodiar a los humanos según los intereses de los humanos —Pero no tienen el sello de la frontera del norte, en La Necrópolis —y el alguacil estrella su sucio dedo en los papeles, casi perforándolos con sus uñas de sierra. —Yo tampoco pasé por La Necrópolis —dice otro mercenario. —Hemos venido de un lugar lejano y misterioso… —se inventa, escenificando sus palabras con las manos, como un mago. Se ríen. Juegan con la muerte. Les encanta, porque hacerlo forma parte de sus vidas. El alguacil refunfuña, al uso de una lengua que nadie entiende. Se rasca la barbilla… y luego el trasero. —¡Wis tuar mah! —dice, cabreado. Y no entrega los papeles, sino que los tira al suelo, aunque
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al menos ha puesto el sello en todos ellos. El guía los recoge: están dentro. * * * Ha caído la noche… y el cielo desaparece en una obscuridad absoluta; está nublado, y no hay estrellas. Quizá por eso el Lago Esmeralda refulge en todo su esplendor. Las algas luminiscentes de sus profundidades empiezan a hacer su magia, a iluminar el lago de un verdor difuso que hay que mirar dos veces para correlacionar con la realidad. Parece un engaño, una burla a los sentidos… ¿Brilla, o no brilla? ¿Es una impresión? Los ogros comen su puchero frío, usando las manos como cucharas o cazos. Comen todos del mismo sitio, sin remilgos. Los trolls piden su ración, y se les brinda patas enteras de alce que luego ellos reparten a su juicio, por jerarquías. Suele haber peleas cada noche. Una y otra vez, las mismas riñas y las mismas amenazas. —No solemos hacer muchas preguntas sobre el pasado de cada cual —dice el cabecilla. Es guapo. Un tipo atractivo. Si bien, una cicatriz horrenda le cruza el rostro. Su melena rubia parece hecha de hilachos de oro. Empero, sus dientes no están todos en su sitio; algunos han volado en las muchas escaramuzas en las que ha participado. —Sin embargo, ¿sois un caballero de la Orden del Cielo? 57
Están tumbados en el mismo sitio. Aún no tienen sueño. Algunos ya roncan, sí, pero el caballero y el capitán no. Ni siquiera el guía, que hará la primera guardia. Quienes no duermen, aún toman abundante vino. —No conozco esa orden —dice el caballero. —¿Qué no la conocéis? —duda algún malandrín. —Eso sí que es sorprendente —dice el cabecilla, mirando a los suyos. —¿En serio que un caballero no conoce a la orden más famosa de todos los tiempos? El caballero no sabe qué decir. Mira adonde puede, intentando encontrar algo que responder mirando al algo, a los ogros… y luego descubre que le miran el pecho, el águila que lleva en su coraza. —Oh, ¿lo decís por esto? —duda. —No es un águila, es un halcón peregrino. —¿Y sugerís que un halcón peregrino no vuela tan alto como un águila, Señoría? —ríe alguien. El resto de los mercenarios también se ríen. —Está claro entonces que con un halcón peregrino en el pecho no se puede llegar al cielo, Señorías —ríe, a medias, el cabecilla. —¿Lo veis? No solemos preguntar mucho. Ni siquiera os vamos a indagar sobre el lugar o al caballero a quien robasteis esa coraza. —No es robada —objeta Belood de Izvart, en su sitio. —No soy un sucio ladrón. 58
—¿Ladrón, malandrín, bazofia…? —sopesa el cabecilla. —Hay muchas órdenes de caballeros que prefieren que quienes les han dado muerte lleven sus armas. Al entender de muchos nobles, es una forma de seguir vivo. De seguir guerreando, desde luego. —Así el honor no se disipa —dice uno de los mercenarios, aunque mastica chorizo y pan a dos carrillos y no parece un gran entendido de los modales en la mesa… como tampoco de la moral militar. —Somos soldados sin patria, señoría — reflexiona el cabecilla. —Somos hijos del mejor postor. Y no estáis aquí por otra cosa que para alistaros en los ejércitos de la ciudad estado de Ataane. Buscáis la misma gloria y oro que cualquiera de nosotros. —Sobretodo el oro —se bufa alguien. —Quizá me muevan otros ideales… —dice el caballero. —…Unos ideales que brillan bajo la luz —se ríe otro. —Ideales… —sopesa el cabecilla del grupo. Piensa en voz alta, porque rememora momentos pasados. Otros episodios de su vida, quizá justo cuando él perdió ese honor del que hablan. —Los Reinos son un estercolero de cerdos. Muchos han vendido sus tierras al enemigo por la codicia. Muchos se han apuñalado por la espalda. Hermanos contra hermanos, padres contra hijos… hijos contra padres… contra sus más leales guardias… contra su pueblo… 59
—En Bronw nos pagaron por matar inocentes —dice uno de los mercenarios; éste mastica cuero, por vicio. —No nos gusta matar gente que no pueda defenderse, pero mejor eso que enfrentarse a un amigo. —No entiendo, señorías —duda el caballero. Mira al capitán, que está fuera de lugar para comprender semejante forma de pensar. —¿Por qué habría de luchar contra un amigo? —Pues, es sencillo —duda el cabecilla, mirando a los suyos, entre risas, —porque le está pagando otro noble que no es el tuyo. * * * “Allí…” señala la bruja. Dehoán continúa el paso. Empero, los milicianos se detienen; saben qué significa aquel enorme valle, ahora mismo difuso entre una neblina casi fantasmal. —La bruma de guerra aún no se ha disipado… —comenta uno de los soldados, empequeñecido por lo que ve… aunque Dehoán no va nada. …No es bruma de guerra. —¿Qué hay allí, Mi Señora? —pregunta el heredero. Al fin detiene a su animal. Gira la cabeza, y ve que nadie lo sigue; quieren seguir por otro camino.
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—Lo que no ve, Alteza, es el primer campo de batalla de nuestra gran guerra —explica la bruja. Se apoya agotada, otra vez, sobre el lomo de su animal, en la silla. A menudo parece que está a punto de desfallecer. —No iré por ese lugar… pero Su Señoría sí. —¿Yo…? ¿Por qué he de hacerlo? —Porque uno de sus hermanos murió en esa batalla. Quizá Su Señoría sea capaz de sentir el grito de sus hombres, o quizá oler la quemazón de la pólvora de sus cañones. Dehoán mira otra vez el valle. Aparentemente allí no hay nada. Es sombrío, y cóncavo, como una trampa mortal si una milicia apostase sus efectivos allí, en mitad del caos. —Por entonces sólo hubo rumores de la existencia de las fuerzas invasoras. De hecho, incluso la certeza de sus escaramuzas fronterizas, aunque muchos nobles se negaron a creerlo; un imperio enemigo capaz de hacer doblar las rodillas de los monarcas de Los Reinos… Sonaba delirante. Precisamente uno de sus hermanos visitaba el Reino de Medirth en un viaje de cortesía diplomática. Firmaba un acuerdo de protección mutua entre El Imperio y Medirth a favor de unir fuerzas en caso de los que mogoles tentasen una nueva alianza con fuerzas extranjeras, las que respondían a esos rumores. Es pronto para que aprenda de toda esa política, Alteza. Sólo atienda a que es hijo de alguien… pero eso no le concede el beneplácito de los 61
suyos. Ni siquiera a su hermano, por entonces, que quisieron quitarse de en medio con prisas pidiéndole que simplemente observara cómo el ejército medirtho aniquilaba a los extraños. —…Y no fue así. —No… Pagó su arrogancia muy cara. Incluso los medirthos la pagaron. Las huestes enemigas eran muy superiores… y, aunque a su hermano lo ajustició un medirtho, tampoco hubiera salido con vida del caos del campo de batalla si no hubiese sido traicionado. Dehoán no responde. Mira el valle, otra vez. ¿Hubo allí otra traición más? ¿Qué clase de mundo de diablos intentaba defenderse entonces precisamente de eso, de los diablos de otro continente? —¿Por qué lo mataron? —Alegaron que fue el enemigo, pero tengo testigos de que no fue así. Claro que —sopesa la bruja, —aún con testigos, tampoco desde Los Reinos tus hermanos reclamaron justicia; tu padre, el Rey, palidecía en su lecho de muerte… ¿Para qué un aspirante más al trono? —Suena deplorable, Mi Señora. —Suena a monarquía. Sin embargo, reconozco que, aún así, debe haber cierto lazo entre su alma y el de su hermano. Quizás Su Señoría sea capaz de sentirla…. Vaya… ¿Ir…? ¿Al campo de batalla?
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Dehoán lo mira. Sigue siendo obscuro. Empero, de alguna manera la bruma parece levantarse como un telón de teatro invitando a los espectadores a ver la función. Muy misterioso… —¿Qué voy a encontrar…? ¿La espada de mi hermano? —¿Armas…? ¿Cuerpos, quizá? No… —niega la bruja. —Ya no hay nada de eso. Este lugar lleva diez años siendo saqueado por las alimañas, humanas o no humanas. Ladrones, saqueadores de tumbas, mercaderes de poca monta… Nadie vino en aquellos días a retirar los cuerpos, pero de eso ya se ha encargado la bazofia de los asaltadores de caminos. Dehoán suspira. Hondo. Entonces alienta a su caballo, que lo lleva al paraje. Y sí, no hay nada… Es un valle… eso sí, pisoteado y abrupto. Aún hay cráteres de los impactos de los cañonazos. Hay trapos sucios, los que una vez fueron capas o ropajes… o vendas improvisadas para las heridas. Quedan las astillas de las empuñaduras, o los palitroques que una vez fueron lanzas o flechas. …Tampoco siente nada… Sólo se oye silencio, y a menudo un silbido casi humano de una brisa que no levanta los cabellos. De repente, una sombra… Alguien anda entre otros despojos. Si bien los saqueadores y chatarreros ya se han llevado el metal y el cuero, siempre se aviene alguien a remover la escoria sobrante en busca de alguna moneda, un latón, un anillo de oro, con mucha suerte. 63
Es un gitano, cuyos colmillos de jabalí intimidan, aunque no hay nada que temer porque devuelve la mirada, intentando intimidar, pero pronto se asusta y sale corriendo; a lo lejos hay un carromato, y otras muchas sombras rebuscando entre los huesos. Huesos… Sí, los hay. Muchos han sido devorados por los animales carroñeros. Otros han quedado para escenificar la muerte y la destrucción. Algunos están astillados, adonde el acero ha hecho mella. Otros, cortados por la mitad, o de cuajo. Los que están calcinados… nadie que no estuviera en la batalla podría señalar porqué.
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Capítulo sexto “¿No podéis dormir, caballero?” Belood de Izvart cree que esa voz forma parte de su imaginación. Por unos instantes retoza. Abre los ojos, ve el lago… y luego se sume otra vez en ese halo olvidadizo del sueño. Empero, despierta, por la voz. Despierta de nuevo, y ahora, no sabe por qué, cree saber de dónde viene. Por instinto, o por algo más, mira a las monturas. Los corceles, juntos y custodiados cerca, pero lejos de los gigantes y su hambruna perpetua. Y ahora calla… pero la voz no engaña a nadie. Por eso el caballero va a investigar. Va adonde los animales, donde el capitán monta guardia. —¿Ocurre algo, Mi Señor? —pregunta el capitán. El caballero no responde. Aún no sabe ni por qué está despierto. Si algo ha terminado por aceptar, es que acaso se viven tiempos muy confusos. —He creído haber oído algo… —Yo no he oído nada —dice el capitán, pero no desconfía de sus propios sentidos y se pone en pie, oteando la distancia y las cercanías; quizá algo se le ha pasado por alto. —No, no hay nadie… —reconoce el caballero. Sin embargo, alguien le está observando. Intuir eso es
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posible. Saber quién ya es otro cantar. Allí no hay nadie, sólo los caballos. ¿Un ser invisible, quizá? —Vuelva a dormirse, Mi Señor —le pide el capitán. —Descanse. Yo me encargaré de que no ocurra nada indeseado —resopla, viendo los enormes cuerpos del campamento, los trolls y ogros, roncando como con voces y vientos de caverna. Suspira porque, si se diera el caso de tener que reñir a un intruso, ¿cómo diablos iba a hacerse respetar ante una bestia semejante? —Cualquier indicio y me despierta, capitán — exige el caballero. El capitán asiente. “Pasa en los primeros días, caballero” dice Melac, el cabecilla de los mercenarios. Está despierto, aunque el caballero juraría que hacía apenas un instante estaba dormido. Eso, o duerme con un ojo abierto. —¿Qué es lo que “pasa”? —El temor, claro. No es fácil estar rodeado de tanta gentuza. Se acostumbrará enseguida. Belood de Izvart abraza la empuñadura de su espada. Es un gesto natural, aferrándose a lo único que sabe va a aliarse a su favor. ¿O se equivoca…? —Confíe en su capitán; parece buena persona. ¿Qué…? ¿Un mercenario, un soldado de fortuna, distinguiendo y honrando la buena fe? Sorprendente. Incluso, quizá hasta dé algún consejo: —De aquí al puerto del Santuario de Sthela hay dos días por la ribera, bajo la atenta mirada de 66
poderosas tropas de medirthos. No se separe de su capitán… Eso vuelve a complicarlo todo. Andar bajo la atenta mirada de los medirthos. Éstos han abierto un corredor en la ribera del Lago Esmeralda para que los mercenarios vayan y vengan por su territorio. Un camino profusamente vigilado, mientras se pelean con los cartelistas que una y otra vez quieren redescribir la propiedad de las tierras. Desde arriba, a lo alto, mientras las caravanas de soldados de fortuna se encaminan al Santuario, y de vuelta se avienen o de ida se atropellan los mercaderes en sus negocios, las legiones de soldados medirthos atienden a los pactos de paz y las cesiones oportunas para que las tropas invasoras y las tropas a sueldo puedan ir acumulándose en la frontera con el Reino de Mogol. El caballero alza la mirada una y otra vez, y, una y otra vez los estandartes de los soldados medirthos, unas banderolas rojas con cabezas de perro mostrando sus fauces, asoman entre los pinares. Luego están sus escudos plateados, y sus lanzas, de las que dicen saben hacer uso como nadie. —Son picas —comenta Melac al día siguiente, al paso en sus monturas, por la ribera. Abre paso un ogro, a unos doscientos pasos humanos y apenas diez en su propia talla. El cabecilla de los mercenarios se refiere a las armas de los medirthos. Picas… o lanzas, como se las quiera llamar, propias para abatir ogros apoyando sus bases en el suelo; no son de madera… son de hierro. Incluso la base es plana, manera de que no se hunda en la tierra por la presión del peso de un 67
gigante. —También tienen trampas por todo el bosque, y acumulan pilas de troncos en estos barrancos que usarán como avalanchas si se da una rebelión, si se rompe el tratado. —¿De qué tratado habláis, Señoría? —pregunta el capitán. —Medirthos y mogoles se odian a muerte. De hecho, todo Los Reinos odian a los mogoles. Por eso podemos pisar Medirth, para llegar a la ciudad estado de Ataane y unirnos a la guerra más sucia que se haya visto en mucho tiempo. Parte de sus honorarios serán sufragados por los medirthos, caballero. Y pagan bien. —Entonces… ¿no vamos a combatir a los invasores? —duda el caballero. Melac lo mira dos veces. No puede creer que aún haya alguien tan despistado. —¿De dónde venís exactamente, caballero? Es evidente que no vamos a luchar contra nuestros mecenas. Mataremos mogoles, Señoría, pero no demonios. * * * Los llaman demonios. Y es evidente que no todos pertenecen a esa especie. Empero, la gente llama demonios a los elfos negros, a los trasgos, a los duendes, a los orcos…
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No es para menos. Las pintas suelen ser horribles. Las milicias invasoras no son nada aliñadas. Es cuestión de carácter. Mientras los regimientos humanos de Los Reinos visten sus mejores galas en sus destacamentos y llevan la pulcritud militar a rajatabla, las hordas bárbaras hacen de su estado de sitio todo un estercolero. Festejan, riñen, juegan y gobiernan desde la perspectiva de su gran ignorancia. Lógico, acostumbrados como están a la carroña, a la miseria de la guerra más rastrera. “Vienen de un continente helado, señor”, dice el guía. Curioso… un guía haciendo de eso mismo, de guía, a un explorador. Liam escucha con atención: “Suelen bañarse muy poco, por eso apestan. No tienen apego a la higiene. Adonde el frío nunca les ha hecho falta. También son rastreros. Gustan de comerse hasta las suelas de sus botas, cuando ya están viejas. Nada se desperdicia… Comen hasta el tuétano de los huesos de animales podridos”. Y beben. Beben mucho. Carburante para las venas, como ellos lo llaman. —¿Carburante…? ¿Qué es un carburante? — duda Liam. —¿Nunca habéis oído hablar de él? —dice el guía. Apenas son dos hombres. Dos hombres sin escolta, andando en sus monturas en tierra de nadie, que es lo mismo que decir en una tierra sin ley. — ¿Nunca habíais visto un motor? ¿Un motor…? ¿De qué diablos habla el guía?
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Los invasores, en una extraña perspectiva de la novedad y el progreso, o de las necesidades y ansiedades de los pueblos conquistados, hacen gala de una engañosa élite social: “Cierta facción elitista en ellos quiere hacernos creer que traen el progreso a nuestras vidas”. Por eso el motor. Ronronea a partir de la tarde, cuando el sol empieza a decaer. Lo han instalado a la entrada del pueblo, para maravillar a los lugareños y a los peregrinos. Inclusive a los emisarios. Un motor antiguo, tosco, herrumbroso… pero que genera la energía suficiente como para iluminar una bombilla con aspecto de pieza de cuarzo. Y no ilumina mucho, pero es el orgullo de los puestos de guardia avanzados de los invasores. Por ello instalan allí las mesas de contabilidad y empadronamiento. Allí se presentan las quejas, las ansiedades, los negocios, los pagos y tributos, las leyes… todo lo relativo a la comarca. En su propio lustre, aunque lleva las gafas rayadas, el alguacil de turno, lugarteniente del alcalde, toma notas y registra el paso de peregrinos, engrosando un confuso archivo que no es sino papel mojado, habida cuenta de que poco puede sacarse en claro de él. Escribe con faltas ortográficas. Tacha a menudo sus errores, cuando hasta un campesino se los corrige… Empero, se cree un gran erudito entre los suyos. Es Bokeexool, un demonio bastardo con los cuernos de carnero algo torcidos. Piel oscura, ojos verdes, enormes… pero mirada de burro. Apenas esas gafas, y un corbatín. De hecho, lleva lo que él cree un ropaje elegante. 70
A su lado, dos soldados de la guarnición de la colonia. Un orco, y otro demonio. No se llevan bien, y mantienen posiciones algo relajadas a ambos lados de la mesa. —Peregrinos, por aquí —dice. Se refiere a quienes ahora entran al pueblo, Liam y su guía. Es el protocolo. Deben registrarse; se persiguen rebeldes, y espías, por todo Los Reinos. —Papeles, señorías. El guía los entrega. —Estos papeles parecen falsos… —sopesa el alguacil. Bokeexool sabe que hasta su licencia de letrado es falsa, pero así de hipócrita es su mundo. —Debe haber un error de apreciación, Señoría —dice el guía. —Como podéis apreciar, nos los han sellado tres veces. —Ajá… Veo los sellos, desde luego. Están ahí… pero, ¿quién me dice que no son una falsificación? Es fácil de imitar el sello real. —Entonces deberían cambiar ese sello —dice Liam. Da un paso al frente, y mantiene la mirada de la bestia. El “animal” refunfuña, con un bufido. —¿Adónde se dirigen sus señorías? —pregunta al fin. —Vamos al sur, a las escuelas. —¿Estudiantes?
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—Tenemos una recomendación para estudiar ingeniería —y el guía entrega otro papel. Debe ser importante, o muy sobrecogedor. —¡Ey, por todos los dioses…! ¿Estudiantes de Las Terrazas de Veutunie! —Eso dice ahí —dice el guía. Liam, asimismo, ha captado el tono. No hay que dejarse amedrentar. Sabe que pueden negociar con las bestias, incluso intentar desmoronarles la autoridad. —Es un permiso a prueba de intrusos. —¿Lo dice porque podría negarles el paso…? No está en mis funciones interferir en la ciencia —y Bokeexool señala la bombilla, a sus espaldas, con un gesto de su pluma, con la que ya anota los nombres de los nuevos peregrinos. Luego pone el sello a sus papeles. —Les envidio, señorías… Fui primero de mi promoción en la academia de ciencias, pero ciertas diferencias raciales que los humanos no llegan a diferenciar en nosotros, aunque sí comprender profundamente en sus retorcidas mentes, me han destinado a este cuchitril. …Curioso, que un ser abominable hable de cuchitriles. —No parecéis un ser horrible —dice Liam. El guía le ha ido describiendo el talante de los invasores… Quizá le ha hablado demasiado, pero lo que sí es seguro es que Liam no tiene una diplomacia tan hipócrita como la de muchos gobernantes; siempre dice la verdad, aunque le acarree problemas.
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Bokeexool deja la pluma en la mesa, y pone los codos en ella, casi cruzándose de brazos; curioso… le dan conversación. Nada más y nada menos, que unos extraños quieren hablar de él; eso es una novedad, pues está más acostumbrado a sólo escuchar quejas y lamentos de los lugareños. —Recibí clases profundas sobre humanización y protocolo, aparte de recuento y producción; ya os podéis imaginar, agropecuaria moderna. Aparte comprendo a los seres humanos. Los analizo, incluso. Estoy haciendo un estudio sociológico que presentaré a mis superiores. No todos los que hemos venido a estas tierras somos bárbaros. Es decir, un ser horrible, como me ha calificado. —Mis disculpas —dice Liam. Es un poco una burla, y un poco en serio. Se recogen, montan… van a irse… y el alguacil se lo piensa dos veces: —Esperad, señorías —dice. —No partáis aún. Quizá sea peligroso. —Hemos parado en el pueblo para registrarnos, para no parecer proscritos —explica el guía. —Pensábamos que así evitaríamos cualquier peligro. —De ser apresados sí, desde luego, pero no de ser asaltados por los rebeldes y otro tipo de gentuza. Vagar estos bosques puede llegar a ser muy peligroso, especialmente si siguen la ruta sur; hemos tenido muchos altercados allí. 73
El guía mira alrededor, a lo lejos. Por encima de los tejados sólo se ven árboles, y más árboles. —¿Sugiere un rodeo? —Sugiero que pernocten en el pueblo dos días; en breve llegará una patrulla y podrán contar con su protección camino al sur, al menos hasta que abandonen la comarca. Es lo menor que puedo hacer por la ciencia… es decir, por dos futuros ingenieros. El guía mira a Liam. Éste no es quien para opinar. A su entender, el mundo que conoce no es real. No puede tomar ese tipo de decisiones. —Yo mismo proveeré los alojamientos — insiste el alguacil. Vaya… se suponía que eran bestias. Tanta cortesía deja a los peregrinos en jaque. —Bien, pernoctaremos. —Estupendo… “Invita la casa”. Es decir, el valiente ejército de los Zort corre a cargo de los gastos. Bienvenidos a Roviw. * * * El caballero desconfía. Ayer creyó oír una voz que lo indagaba… Hoy, de alguna manera sospecha que esa misma voz se anda entre la comitiva. ¿Quién es…? Son soldados de fortuna, el guía, su entregado capitán… y las monturas. 74
No… no puede ser… ¿O sí? Lleva una hora intentando comprender qué clase de humanidad tienen éstas. Es decir, de alguna forma cree haber visto una mirada humana en uno de los corceles. Ha girado la cabeza, su hocico, y le ha echado una mirada al caballero. Una mirada suspicaz, incapaz de contenerse en un animal. ¿Cuál…? Está desencajado. Ahora mismo no es capaz de identificar cuál es. —He aquí el lugar… —dice Melac, el cabecilla de los mercenarios. Se ha tomado la molestia de aminorar la marcha para señalar al caballero su destino. El Santuario de Sthela, debidamente profanado no sólo por el tiempo, sino por la guerra. Incluso por el pillaje. —Tuvo mejores momentos, claro está —explica el soldado de fortuna. Los tuvo, por supuesto. Ahora parecen ruinas, sin sus tejados de cobre, sustraídos por el pillaje y suplantados por el intenso palmeral. Las columnatas se disparan al cielo, pero no llegan a ninguna parte; ya no soportan los pórticos. Algunos muros de contención han cedido… ¿o los han debilitado al robarles las piedras? “Malditos mogoles”, critica algún mercenario. Sí, los mogoles habitan al otro lado del lago. En tiempos pasados saqueaban el santuario y la ciudadela que lo rodea para llevarse su fabulosa piedra, con la que han levantado templos en la otra ribera, tan a lo 75
lejos que no son visibles. De hecho, el lago parece un mar… y, para robar a través de él, los mogoles al menos tuvieron la gentileza de, con la misma piedra que iban robando, al menos construir un muelle para sus navíos. Luego llegó hasta allí la guerra. Hay quemazones de cañonazos en la piedra blanca. Incluso abundante ceniza adonde ardieron los patios y los cobertizos, tiempo ha. Hoy, el bullicio de un lugar sagrado, cuyo el culto a los dioses que encierra sus templos se ha extinguido, se sustituye por los vozarrones de perro de los orcos, nuevos custodios y administradores del tráfico marítimo. Nuevamente, hay más apuntes. Hay una extraña correlación, algo inesperada para con bestias del infierno, entre su afán de conquista y cierta ansiedad por contabilizarlo todo. A duras penas anotan las mercancías, que van y vienen por la costa precisamente del Reino Mogol y otras regiones más distantes camino a los pueblos de Medirth y al interior de Los Reinos. Paradójicamente, un comercio clandestino entre reinos que no se soportan, aunque conlleven un trato de vecindad sin enfrentamientos. Unos comerciantes sin escrúpulos hacen dinero… los legionarios de Medirth cobran los tributos a las mercancías… otras huestes harán lo propio en la otra ribera del lago… y, sin embargo, allá en el destino final del periplo del caballero, en la ciudad estado de Ataane, unos y otros contratan mercenarios para llevar a cabo una guerra tan “secreta” e hipócrita como lo son sus relaciones comerciales. 76
Capítulo séptimo
“Seréis distinguidos invitados a la ejecución de mañana, señorías”. Así viene Bokeexool, tocando a la puerta de la habitación, en la posada. No se le espera. Liam y su guía no esperaban tener un parásito en su presuntamente corta pero, visto lo visto, obligada estancia en el pueblo de Roviw. Viene sonriente. Servicial, con las manos cogidas y un poco reverente… o es acaso cierta corcova endémica en las bestias que se dan al estudio. —¿Necesitan algo, sus señorías? —insiste. —No, está todo perfecto. Y es obvio que el intruso tiene interés por saber del equipaje de los forasteros. Olisquea, quizá llevado por un instinto natural que los orcos y otras alimañas salvajes emplean buscando bayas o carroña, lo dulce o lo podrido, en mitad de los bosques. —Puedo facilitarles hierbas o bebida afrodisíaca, cuanto deseen —se ofrece. —Se la pediremos, si nos urge.
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—Bien, bien… Muy bien… —y parece que no quiere irse. Se ajusta las gafas, como un entendido; ahora pone las manos atrás. —¿Ha dicho una ejecución? —pregunta, no obstante, Liam. Arregla sus botas, poniéndoles unos cordeles nuevos porque la helada los ha corrompido. —Sí, mañana. Temprano… Sería para mí un privilegio, como prefecto de esta comarca, que sus señorías se dignaran a ser mis invitados de honor en la ceremonia. —¿Una ceremonia para ejecutar presos? — pregunta el guía. —Sí, presos… No hemos podido calmar los ánimos belicosos de los humanos aunque hemos puesto de nuestra parte todo y cuanto más hemos podido. Y solemos darles una muerte digna, desde luego. No somos unos salvajes. Queremos imponer el orden, claro está, pero es evidente que debemos tratar el ajusticiamiento de humanos con mucha delicadeza. —¿Van a ejecutar personas? —Es mala imagen, pero no tenemos más remedio. Quisiéramos una convivencia pacífica, pero no siempre eso es posible. —Este pueblo es pequeño… —sopesa Liam. —No parece que dé lugar a muchos 78
delincuentes. Incluso el bosque tiene un aura serena… No es una vía de comercio… No le veo el sentido a los asaltantes. —Yo tampoco, la verdad —y, poco a poco, el alguacil, que termina siendo más de lo que parece y ostenta todos los poderes posibles en el pueblo, ya se ha introducido del todo en la habitación; con curiosidad coge una flauta, del explorador. —Me he entrevistado cientos de veces con la asamblea popular, pero no he conseguido que calmen a los disidentes. ¿Es suya, Señoría? — pregunta, sobre la flauta, al guía. —No —dice éste. —Es de Su Señoría — aclara éste, sobre Liam. —Es mía, Señor —dice Liam. —¿Tocáis la flauta? —No la tendría si no fuera así. —Por supuesto… —y la entrega. —Tocad, por favor. —¿Que toque? —Liam mira al guía. Éste frunce el ceño. No entiende. —Tocad, por favor. Es un anhelo que tengo; hace mucho que no escucho la música de un solitario y melancólico flautista. Liam duda. Tampoco estaría bien negarse. Por eso deja las botas, coge la flauta… y toca. Toca algo sereno, como se espera. Una delicia. 79
Entretanto, el demonio ladea la cabeza para que el sonido le llegue directamente a sus oídos, a sus orejas en punta, las cuales parecen estar usando todas sus dotes porque hasta tienen movimiento propio. El sonido es suave. No hay altibajos. Son unas notas dulces, que adormecen o despiertan los sentimientos, según cada cual. —Precioso —dice el demonio, cuando Liam da por terminado su pequeña exposición. —Sois un gran romántico —y casi “aplaude”, chocando las puntas de los dedos. “Llevo esta melodía grabada a fuego en la mente”, diría luego Liam, cuando el intruso tuvo que irse. El guía le aproximaría entonces que todo debe tener un sentido, que no desperdicie nada de cuanto vaya recordando. “No… no es un recuerdo. Es parte de mi, como el latido de mi corazón”. —Genial… Sencillamente, genial —dice el demonio, otra vez. —He ordenado que les preparen una cena especial; la cocinera hace un queso frito delicioso. —…No imaginé que trataran tan bien a los extraños por estos lares, Señor —dice el guía. —Diplomacia… mucha diplomacia. Queremos cambiar la perspectiva bárbara que los humanos tienen de nosotros, nada más. 80
* * * “No subáis a ese barco”. Otra vez la maldita voz. El caballero cree oírla a su vera, justo cuando lo único que tiene a su alrededor son las monturas del grupo, bajo la sombra de una arboleda vigilada a poca distancia por un centinela; coge de sus alforjas su bolsa de aseo, adonde los paños, el lino, el jabón y las piedras… Aparentemente esta solo, aunque le hablen, y el centinela está claro que no ha abierto la boca. “Creo estar volviéndome loco”, le comenta al capitán, de vuelta. Éste no sabe qué responder. No está entre sus conocimientos poder debatir sobre asuntos que tengan como trasfondo algo mágico, como lo es que Su Señoría pueda o no ir recuperando la memoria cuando ésta se ha volatilizado por un conjuro. “Serán signos de recuperación, Mi Señor” ha sido la respuesta, demasiado alentadora. “No, no lo creo… Quizá todo lo contrario”. Y lo dejan estar. Se acopian en el Santuario de Sthela los oportunistas. Una gran inmigración de otras tierras, buscando fortuna adonde el frente, aunque 81
se suponga que éste es imaginario. Hay obreros, que acuden a la frontera para construir las cientos de fortificaciones que permiten los nuevos tratados de paz. Curiosamente, los nuevos tratados de paz, que solapan una guerra confusa y conspiradora. Otros muchos son herreros, prestos a acumular riquezas fabricando armas para los soldados de fortuna; hay cierta tendencia a fundir las que se arrebatan a las milicias del bando contrario y fabricar otras nuevas que nadie reconozca. Así no hay muchos más conflictos de los que debiera. …Peregrinan muchas prostitutas, en sus torpes y abarrotados carromatos, que a cada alto o propuesta sirven de prostíbulos rodantes. Las cocineras mueven un suculento negocio de comidas, donde intervienen desde los que se dedican a recolectar setas o raíces, hasta los que captan clientes entre los peregrinos. Hay doctores y sus atrezos de campaña, e ingenieros dispuestos a levantar molinos y granjas modernas afín de hacer mucho dinero; detrás van los panaderos, los artesanos, los recolectores y los carpinteros. Una guerra mueve a mucha gente, aunque la discordia no esté abiertamente declarada ni firmada en ningún papel. —¿Adónde va toda esta gente? —pregunta el caballero, a la orilla del lago. Se asean los hombres los bigotes, los dientes, las barbas… 82
incluso se lavan los pies, o sus parte íntimas; es el aseo del mediodía, cuando hace más calor y la gente empieza a apestar. —Van a hacer dinero, como nosotros — señala Melac. Hay que apartarse del muelle, que está abarrotado. Un bullicio, aún en las horas de calma. Va y viene todo el mundo, y se levanta alrededor del tumulto una especie de mercado de oportunistas. No faltan los predicadores, y los mendigos que suelen seguir a las multitudes. Otros, le lavan los pies o les asean las uñas a los ogros, que a cambio de alguna servidumbre, como mover fácilmente algunos bártulos que para los humanos supondrían horas de arduo trabajo, se divierten de las cosquillas de la contrapartida, pues el aseo a ellos nos les preocupa lo más mínimo. Esperan en el muelle… pero, curiosamente, no hay barcos. —¿Toda esta gente va a embarcar? — pregunta ahora el caballero. —No habrá barcos para todos —resopla Melac. —Algunas de las gentes que veis, señorías, llevan aquí muchas jornadas. Puede que los haya que lleven incluso años. Una permanencia demasiado larga en un punto sin retorno como éste y no tendrás dinero ni para avanzar, ni para volver. Entonces tendrás que hacer vida en este lugar; por eso, como veis, sobre la ladera se están 83
construyendo casas —y las señala. Son barracas, apenas con lo justo y necesario. —Hay quien gana dinero en invierno alquilándolas a los peregrinos, en masa… pero, según me han contado, el año pasado los medirthos bajaron de las montañas en una embestida de caballería y las prendieron fuego. Lo arrasaron todo. Los medirthos no quieren que se haga un asentamiento cosmopolita en este lugar. Somos una plaga —se sonríe. —No somos bien recibidos, pero hay un tratado de libre circulación por el lago y tienen que transigir. —No entiendo nada. —¿De política? Sí, es muy complicado — reconoce Melac. —Nosotros, como meros rumiantes de a pie, debemos contentarnos con acatar qué es lo que promueven las altas esferas, señorías —y ahora enseña orgulloso un documento que guarda en un doble fondo de su pechera de cuero. —Tengo un permiso de embarque de cincuenta hombres, señorías — explica, al caballero, al guía y al capitán; se les ofrece: —Tenéis cabida en él si queréis embarcar en un navío de primera clase; me faltan diez hombres. El caballero mira al guía. Éste parece tener el voto absoluto de las decisiones. No por rango, sino que, después de todo, parece el único cuerdo
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o legítimo en un mundo revolucionado por la posguerra. —Podemos hacer uso de él, desde luego — accede. —Su Señoría es muy gentil. —Eso no significa ninguna contrapartida, desde luego —se explica el mercenario, en un mundo de trueques y pactos. Guarda su documento, y vuelve a sonreír; sus dientes falsos parece que delatan ciertas intenciones ocultas. —No sé, capitán —dice el caballero. Es a solas, cuando el aseo termina y buscan un lugar medianamente cómodo adonde reposar. —Subir a ese barco… A cualquier barco… —Habéis oído que en breve llegaran los navíos, Mi Señor —redunda el capitán, sobre las explicaciones de Melac. —El tratado permite tres navíos por luna. Tenemos que llegar a Ataane, como explicó la señora. No hay otro camino; por tierra es imposible. —No, por tierra es imposible… Pero… —y el caballero suspira. De forma absurda, vuelve a mirar a los corceles. Desde allá, uno en particular parece devolverle la mierda… ¿o es una impresión suya? —Algo me dice que no deberíamos subir a ningún barco. * * * 85
El comedor es una experiencia muy agradable. Liam, acostumbrado a pernoctar en el bosque, a dormir sobre la hojarasca en una cueva, pese a su sentimiento por la natura debe reconocer que la calidez de la posada supone todo un lujo. Hay un olor maravilloso que se aviene de la cocina. Es el asado en leña, y el pan harinoso tiene tropezones en forma de enormes semillas locales. Hay salsas, y el postre son manzanas en caramelo de miel; cortesía del alguacil, según explica el posadero. ¿Por qué? ¿Por qué tanta gentileza? Es una experiencia extraña, porque revolotean las mariposas dentro de la posada. Las gentes no suelen hacer caso a eso, pero Liam siente que la madera del edificio está en perfecta sintonía con el bosque, aunque haya sido tallada, y que las mariposas acuden a ella para libar su néctar. Y, es cierto, la madera aún “sangra” una savia agridulce de tono cobrizo; eso no tiene explicación, a no ser que la magia esté de por medio. —Señorías, un momento de atención, por favor —dice el posadero. Es un tipo gordo, con un delantal que mantiene milagrosamente inmaculado. —Tenemos entre nosotros esta
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noche ni más ni menos que a un linfo… Un forastero de tierras muy, muy lejanas y misteriosas. Liam no comprende nada. El posadero lo presenta. Se refiere a él… ¿Un linfo…? ¿Qué diablos es un linfo? El guía asiente. Nunca ha visto uno, pero se lo imaginaba. El posadero tampoco ha visto nunca uno, pero, entre “bambalinas”, en la sombra, Liam entrevé la figura del alguacil, observando desde algún lugar que no logra entrever. Hay lugareños locales, y asimismo algunos pocos orcos. Todos en mesas separadas, pero ya casi habituados a convivir. Que haya cierto espectáculo para todos, o que se sugiera cierta actuación que compartir, no desaira, pero contradice el ambiente con miradas de desconfianza. ¿Qué más va a allegarse al pueblo con la llegada de los invasores? —¿Podríais tocar algo, por favor? — pregunta ahora el posadero, en voz baja y humilde; se supone que está todo preparado, que no tiene que rogar. —¿Que toque algo? —Una de sus maravillosas melodías, por favor. Sería para nosotros un honor escuchar la música milagrosa de una delicada lirum… ¿Una lirum…? ¿Qué es una lirum?
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Liam sólo debe deducirlo. Su flauta. No es una flauta común. Es una lirum, una pieza maestra de origen élfico. …Siempre la dio por una flauta común. —Toque algo, Señoría. Se lo ruego —insiste el posadero. Al fondo, Bokeexool toma asiento. Va con ropas elegantes, aunque su cara de monstruo no tiene remedio. Otros, orcos en este caso, van con él. Son oficiales del ejército. Llevan uniformes limpios, y hay algunos soldados orcos más en la cantina, empezando a tomar cerveza caliente. Bokeexool asiente, con un saludo. Liam suspira. “Vale, tocaré algo… pero luego tendrán que explicarme qué es un linfo”. * * * Vienen los barcos. Las gentes lo celebran. Parecen fantasmas. Buques fantasmas. Empero, al cabo alguien toma forma a proa. Saluda, y el gentío devuelve la cortesía con su fervor. “Estúpidos… creen que van a hacer fortuna”. 88
No… no es la voz. Es la conciencia del caballero. Por un momento la ha confundido con el tormento que lo persigue desde hace días. —Tres días de navegación, señorías —dice Melac, organizando a los suyos. —Nada de peleas o hurtos… —y recogen los bártulos, organizan sus armas, estriban sus animales… Muchos recogen a toda prisa, a pesar de que el proceso de embarque es lento y farragoso. Habrá peleas y discusiones, y muchas reclamaciones, en las mesas de acogida, adonde el mucho papeleo se convierte en falsas esperanzas. …Hay quienes han pagado de sus ahorros por un pasaje… Habrá sangre, seguro. Habrá quien se bata en duelo, o quienes serán reducidos allí mismo; por eso siempre hay un ogro a la salida del acampamento, más allá del santuario, y otro cerca del muelle, que, para no pisotear a la gente, aguardará con el agua hasta las rodillas. —¡Medirthos! —señala alguien. Sí, siempre están ahí. Es una cuadrilla de doce jinetes a las órdenes de un oficial. Sus capas rojas los delatan. Su orden… Sus corazas brillan con buen lustre, aunque estén destacados en el bosque y al medio rural. No intervendrán. Supervisan que no haya nada extraño. Harán un recuento informal de las mercancías, pasando por alto muchas infracciones; 89
cobrarán tributos legales y no legales, y todos en paz. “No subas a ese barco…” La voz. De nuevo, la voz. El caballero cree estar volviéndose loco. Hacen cola, los soldados de fortuna, que embarcarán en el tercer navío. “¡No subas!” —¡Por todo los dioses! —salta el caballero. Es una voz altisonante que coge por sorpresa a la muchedumbre. Hay un fuerte bullicio, mientras las gentes discuten e incluso sobornan, a veces sin éxito, a los oficiales de embarque… pero Belood de Izvart pinta como un caballero… y un caballero no suele perder los papeles. —¿Ocurre algo, Mi Señor? —pregunta el capitán. —No, nada… —¿Todo bien, Señoría? —pregunta ahora Melac. Haces sus gestiones en las mesas; no puede estar perdiendo el tiempo es histéricos. —¿Tenéis algún tipo de horror a las aguas? —No, ninguno… creo… —duda el caballero. Y, al contestar por sí mismo, se refiere a quién es, que es algo que la mayoría de las personas tienen más que asumido… pero que, a él, le va sorprendiendo poco a poco. Su ser, que se le desvela misterioso, y aún más confuso que la 90
realidad. —¿No oís una voz? —pregunta, como un delirio de quien ha estado mucho tiempo bajo el sol. —Será el tumulto, Mi Señor —dice el capitán. —Yo no permitiría que me llamasen viejo de esa manera, Señoría —dice alguien. No es nadie en especial. Otros ríen… Son gentuza… En las huestes, como en la cola y cada cual en sus oficios, no son sino gentuza. —A bordo no se está mejor que aquí —dice otro. —Habrá que acostumbrase. —No pienso dormir a tu lado. —Vigilad vuestros macutos, señorías… Nadie conoce a nadie en alta mar. “Basta”, piensa el caballero, para sí. —No puedo —dice. El capitán no entiende. —¿Qué no puede, Señor? —duda el capitán. Y no se explica. La voz… otra vez la voz. No ha sido él quién ha pensado esa palabra. Ha sido la voz. —Podríamos aguardar afuera de este tumulto unos momentos, si cree encontrarse indispuestos, Señoría —sugiere el guía. Algunos mentecatos de alrededor esperan la respuesta del caballero con interés. 91
Belood de Izvart no responde. Mira al frente… Están embarcando a las monturas de los soldados de fortuna. Los corceles irán en las bodegas, con atención de unos mozos expertos en caballerizas de alta mar. Empero, algo no va bien… Ese maldito animal… ese caballo le devuelve la mirada. Mira hacia atrás, mejor dicho, con ojos descaradamente humanos. Es decir, una mirada humana. “Sácame de aquí, anda”. Ésa es la sugerencia. La voz brota de nuevo, pero ahora parece que pide auxilio. ¿Sacarte de aquí? “Sí, sácame de aquí. No permitas que me embarquen. Tampoco lo hagas tú”. Es una locura. Es un error… Eso cree, el caballero, pero se zafa de las atenciones, sacando un genio que desconocía le durmiera dentro, y se abre paso entre el tumulto; algunos caen al agua, para con las estúpidas risas en general. ¡Mi señor! Es el grito del capitán. Otros se quejan a los dioses, a la mala fortuna… o maldicen. Lo cierto es que Belood de Izvart avanza decidido y agarra con fuerza aquellas malditas riendas, las del maldito caballo que lo está volviendo loco. Entonces lo mira, fijamente. …No pasa nada. Es un corcel, y punto. 92
—Es un animal extraño, Señor —dice un chico. El caballero agacha la cabeza y lo mira. Es un mozo de cuadras. Es uno de los escuderos de los soldados de fortuna; ni siquiera se había percatado de que existieran hasta ahora este tipo de subordinados incluso entre la escoria a sueldo. —¿Por qué? ¿Qué tiene de especial? —duda el caballero, mirando a la bestia. —No podría decirle, Señor… Es su mirada. Es su forma de estar… Es… “diferente”. El caballero suspira. No sabe por qué, pero el maldito corcel lo llama a la rebeldía. Ya está sujeto al resto de los animales por medio de unas cuerdas, pero nada de lo que una espada no pueda dar cuenta… Duda… Le da vueltas al asunto, pero no le encuentra motivos… “¡Libérame, ahora!” No… sería contraproducente… “¡Ya!” Y, cuando el caballero desenvaina su espada, los gritos desencadenan una estampida entre las gentes; muchos caen al agua, animando más risas. Otro tumulto arrolla una de las mesas, y ésta asimismo cae al agua.
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—¡Un ladrón! ¡Un ladrón! —grita el mozo. Parecía servil, pero, claro, sólo sirve a quienes le pagan. —¡Al ladrón! ¡Al ladrón! —empieza a gritar la gentuza. Pues sí, es un ladrón. El caballero sube a lomos de la bestia, y no hace falta que tire de las riendas para que ésta empiece un frenético galope por el muelle. Las gentes aplauden, otros grupos humanos o psedohumanos chillan, y hay quienes quieren tomarse la justicia por su mano y anteponen sus cuerpos a la bestia… o acaso creen que se trata de un animal desquiciado al que hay que dominar; un accidente con bestias de carga, nada más. —¡Espero que tengas un plan, amigo! — dice el caballero. Le habla al corcel, mientras éste se abre paso más allá del muelle y ahora en el santuario, entre mercancías, entre los cuerpos de los que ya no se hacinan pero se esconden o corren, e incluso pasa cerca de los medirthos, que suponen el estropicio y el revuelo como parte irrenunciable de la gentuza. …No hay plan. Hay un ogro apostado a las afueras del santuario. Bosteza, de aburrimiento, hasta que ve cómo se las juega el corcel y su caballero. Sonríe, se esconde tras una tapia… y, como puede, por lo grande que es, les lanza un 94
puño sin apuntar demasiado, sino al bulto. Con delicadeza, sin ganas de matar… y ese puño es suficiente como para que el corcel y el caballero terminen por los suelos.
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Capítulo octavo Amanece… Hoy, según el revuelo, es el “gran día”. Un día diferente. Eso parece, porque la gente se va acumulando en la plaza del pueblo. Liam se asoma a la ventana de la habitación; hay eso mismo, cierto peregrinaje hacia la plaza. Hay gente preocupada, con paso comedido y hasta con miedo… como soldados orcos bravuconeando. Son las dos caras de la misma moneda, del día de la ejecución. Hay dos soldados orcos que se detienen junto a la posada. Su presencia sólo quiere decir que el alguacil espera que sus huéspedes de honor participen en el brutal espectáculo de la ejecución. La presencia no es sólo supone esa cortesía… sino hasta cierta presión, por si hay un desaire. —No creo que pueda presenciar la muerte de alguien a sangre fría —dice Liam. —Sobretodo teniendo en cuenta que seguramente los ejecutados no son ladrones, Señoría. Juraría que sólo son combatientes a esta farsa. —Apostaría lo mismo. Quizá podríamos escapar por “la puerta de atrás”, por decirlo de alguna manera.
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El guía deja de afilar su cuchillo; matan el tiempo, mientras llega esa fatídica hora. —…Podrían convertirnos en esos mismos reos, Señoría. Sí, no es buena idea. La cordialidad de los orcos podría desaparecer. Velan por la muchedumbre. Eso hacen los soldados orcos. Algunos incluso se atreven a acariciar a los niños, o a regalarles una manzana. Como respuesta, los críos van acostumbrándose a las caras de monstruos del armario de las bestias, quizá justamente lo que desean los invasores. Sin embargo, esa aparente preocupación por el pueblo humano podría esfumarse en instantes si uno de éstos conspirase contra esos planes. Huir, hacer un feo, correr como renegados, podría ser esa misma afrenta. Entonces, la mala fama de los orcos cobraría forma. —Iremos —dice Liam, resoplando. —Anoche los conquistó con su música, Señoría. Otra vez. Eso nos da su voto de confianza, pero no debemos irnos sin una despedida. Liam mira al guía. Éste hace un gesto de incomprensión; les gusta el sonido de la lirum. De hecho, parece que saben mucho de las lirum, y de los linfos. 97
…Liam no sabía lo que un linfo hasta que el mismo Bokeexool fue a honrarles a la mesa. Tomó asiento, con confianza; después de todo, ¿quién iba a quitarle su autoridad? —Enamorador… —comenta. Liam se siente sobrevalorado. Quizá, la palabra oportuna para describirlo es presionado. —¿Ofrecería Su Señoría un mecenazgo a mis dotes? —pregunta entonces Liam. —Ojalá pudiese, Señoría. Empero, vuestra vocación es la de ingeniero, ¿no es así? —Sí, lo es. El demonio hace círculos con su dedo índice sobre los nudos de la madera de la mesa. Es su uña, que casi discrimina los surcos en la misma. —Curiosa vocación de músico para un matemático de la física. Incluso su intención de mi protectorado más allá de estas tierras; ¿desea un salvoconducto más… eficaz? Quizá Su Señoría sabe que los papeluchos con los que los peregrinos recorren estos pueblos perdidos no tienen validez en las grandes ciudades sometidas por la gloria de los orcos. —No es mi intención tal cosa. —Un linfo… estudioso de ruedas dentadas, árboles de levas, poleas… No vi que sintiera curiosidad por nuestro motor, Señoría. 98
Liam no sabe que responder. Debería inventar algo, pero no le gusta mentir. No es buen actor. —Si va a detenernos hágalo ahora. —¿Con qué cargos? —duda el mismo alguacil. —Eso me pregunto. ¿Los necesita? —No… Nunca los he necesitado. Intentamos no torturar a la gente. Nos da mala fama. Quizá Su Señoría confesaría cosas que ni siquiera sabe. Por ejemplo… ¿quién es? —Eso está en mis papeles. —En sus papeles hay una identidad… pero una que no concuerda con Su Señoría. Un linfo, intentando alejarse de su mundo natural estudiando ingeniería... Liam no puede más. Los jueguecitos no son lo suyo: —¿Qué es un linfo? El demonio mira al guía. Éste lo sabe, pero claro, sabe lo que todo el mundo; habladurías. —Son muy raros de ver. Los Reinos no suelen saber de ese tipo de razas. Son como los elfos, desconocidos por estas tierras. De hecho, un linfo es un semielfo con raza propia, habitante natural de más allá de Tierra de Dragones. Ojos 99
grandes y azules… Vista muy aguda, dicho sea de paso… Orejas ligeramente puntiagudas, pero posibles incluso en un ser humano. Por eso os confundís con los hombres… si bien hay algo crucial que os diferencia de ellos. —¿El qué? —inquiere Liam; quiere saberlo de una maldita vez, saber quién es en realidad. —Vuestra comunión con lo natural… —y el demonio abre los brazos. La posada, en efecto, sigue sangrando savia. Las mariposas siguen libando… —¿Está sugiriendo que este fenómeno es por mi causa? —No lo sé… La posada suele sangrar, pero sólo en primavera, cuando el subsuelo enloquece víctima de los embrujos de la guerra. Supongo que sus señorías estarán al tanto que la gran guerra supuso la primera cruzada bélica entre brujos y hechiceros. Muchos sin experiencia. Por ello, muchos embrujos terminaron desquiciados, arraigados a la tierra o a la naturaleza. Hay estudiosos de esos efectos indeseados. —¿Y qué tenemos nosotros que ver en eso? —pregunta el guía. —Su Señoría, nada —dice al guía. —El linfo… quizá sea un estimulante del mundo natural. Lo llevan en el alma. Los elfos son parte esencial de la esencia salvaje de bosques, mares y 100
desiertos… ¿No habéis oído las fábulas? Los elfos de los grandes bosques más allá de Meritia… Elfos que se hermanan con la floresta, que desaparecen en ella… Van y vienen como el viento… Elfos que viven bajo el mar… Esto es más fábula que otra cosa, porque hace siglos que nadie ve a ninguno. —Demasiadas leyendas. —Sí, puede… Quizá algún día estéis perdido en el desierto y un elfo abra para Su Señoría un pozo en mitad de la nada; sus bastones tienen poderes mágicos… como, por descendencia directa de los elfos, los linfos poseen artificios igualmente mágicos. —¿Se refiere a mi flauta? —¿La lirum? —el demonio deja de tamborilear con los dedos en la mesa. Se levanta. —Puede… He leído mucho de la civilización de Los Reinos. Lo sé todo de este inmenso pueblo… Quizá demasiado —sopesa ahora, dejando abierta una puerta hacia el error, una que le haga reconocer que quizá esté delirando demasiado. — Como quiera que sea, lo comprobaremos si las circunstancias son favorables. Disfruten de la velada, señorías; mañana será un día espectacular. * * * 101
Belood de Izvart despierta en mitad de la nada. Eso cree, hasta que la vista empieza a aclararse y descubre que está a la sombra de un árbol. La sensación es agradable, pero, apenas mueve un poco la cabeza, el dolor y el mareo lo hacen desistir de moverse. No está atado. Son sus huesos, completamente adoloridos. No es preso, como era de suponer tras su comportamiento. Alguien le ha quitado la coraza, los guantes y hasta las botas, pero de buena fe. Parece que le han acunado con mimo, habida cuenta de que su cabeza reposa en un paño enrollado que hace las veces de almohada. —¿Os encontráis bien, Mi Señor? — pregunta el capitán. El caballero no responde. Se da por muerto. Evidentemente, no lo está. Incluso, tampoco está preso, insiste. —¿Dónde estoy? —pregunta ahora. —A salvo, Mi Señor. El mercenario se ha encargado de todo. —Maldito caballero —aparece éste. Melac, completamente enfurecido. Empero, guarda las distancias. Incluso guarda las formas, como debe
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ante un caballero. —Señoría, os volvisteis loco. ¿Qué demonios pretendíais? —Salir de allí. No más —reconoce Belood. Pide agua, y el capitán se la sirve. —Me iba a estallar la cabeza. —Y a mí el pecho, caballero —reconoce Melac. —Firmé un contrato por Su Señoría. Era, y soy, responsable de vuestros actos. Entrasteis en mi grupo… —Lamento haberos ocasionado perjuicio, Señoría. —Y yo os agradezco haberme metido en semejante lío —es el sarcasmo por respuesta. — He tenido que pagar por vos. He tenido que sobornar a la guardia. —Os lo agradezco mucho. Esto en deuda con Su Señoría. —Desde luego que lo está. Por desgracia, nos han denegado la posibilidad embarcar. Somos ahora más proscritos que antes. …Pero no han tenido que huir. Allí está el santuario, al alcance de la mano. Eso parece, mientras aguardan tomar alguna decisión cerca del muelle. ¿Quizá embarcar la próxima luna? Habría que volver a mover hilos. Pagar de nuevo. —¿Y vuestros hombres, Señoría? — pregunta el caballero. 103
—¿Mis soldados? Han embarcado, claro. Negocié un acuerdo con ellos y con las autoridades del puerto. Os he librado de un castigo disciplinario. Da igual que Su Señoría sea o no de la milicia de este enjambre de locos; le hubiera correspondido la misma justicia: veinte latigazos y una multa, todo por alteración del orden público. —En fin, eso ya pasó —dice el capitán, poniéndose en pie. —Su Señoría está en un proceso delicado del que no puedo dar detalles — lo defiende. —Es suficiente por hoy, Señoría. Le agradecemos mucho su lealtad y será recomendado allá adonde vayamos. —Esa es una buena pregunta —duda Melac. —¿Adónde ir? ¿Qué hacer ahora? —He dicho que es suficiente, soldado — insiste el capitán. Melac no lo puede creer. El capitán se le encara. —He visto lenguas más pesadas que la suya colgando de un roble, capitán —lo advierte. —No he venido al mundo a otra cosa que a morir, soldado —es la respuesta. —Basta, por favor —dice el caballero. — No conduce a nada un enfrentamiento, y menos por mi comportamiento de locos —y el caballero 104
se reincorpora. —El mío y el del corcel, que salió disparado sin que apenas yo lo espoleara —se justifica. Es entonces que, como debe, repara en él, en el caballo extraño y su voz prodigiosa. — ¿Dónde está? —salta ahora, poniéndose en pie. No responden. Es la imagen misma de la montura la respuesta. El corcel está cerca, bajo los árboles, tendido con rara pose. Melac asimismo ha negociado por él, así como por otras monturas y como parte de las compensaciones por sus dotes de liderazgo desde tierras remotas hasta aquel puerto. Quizá, asimismo por tratarse del cabecilla de unos desalmados que no han sabido sacar bien las cuentas. —¿Por qué? —duda el caballero, mientras se encamina al animal. El capitán lo asiste, y Melac lo sigue, algo malhumorado. —¿Por qué habéis pagado por nosotros, pero sobretodo por el animal? Melac se encoge de hombros. Resopla, inconforme contra sí mismo en todo lo que ha hecho, así como satisfecho de sus actos. —Escuché sus delirios sobre una voz… Escuché las inquietudes del mozo de cuadras varias veces… No quise hacer caso. Ciertamente, sólo hay que mirar a este caballo a los ojos para saber que no es un animal corriente.
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No, no lo es. Ahora se tumba como ningún otro animal. Parece otro tipo de bestia. ¿Un híbrido, quizá? Duerme… Incluso ronca. El guía, que lo asiste, lo ha tanteado; no tiene ningún hueso roto. —Está sano —redunda, cuando recibe al caballero asintiendo con la cabeza; aprueba que él también esté bien, después del manotazo del ogro. —Lo oí —reconoce el caballero. —No quería que embarcase. El por qué es todo un misterio. —Embarcar… Embarcar es ahora mismo un sueño muy, muy lejano —bufa Melac, señalando que, a lo lejos, los tres navíos ya hinchan sus velas al viento. Adiós a Ataane. Adiós a hacer fortuna, al menos por el momento. * * * La plaza está desierta, pero no es fácil llegar hasta ella. Es decir, la gente se agolpa en las calles aledañas, en las bocacalles de la misma plaza… pero no la pisan. Hay unas vallas de madera delimitando eso mismo, la plaza y sus tres postes, adonde han atado a los reos. Los orcos hacen un amplio círculo alrededor de los que van a ajusticiarse, y Bokeexool hace una última revista a 106
las circunstancias, a las cadenas de los presos, a que se les ha alimentado bien la noche anterior… a que están sanos, aunque debidamente amordazados para que no empañen la ceremonia con sus blasfemias. …Hay desperfectos en la plaza. Liam se percata de ellos enseguida. Hay tejados rotos en las casas circundantes, adoquines reventados en el empedrado del suelo, sangre oscura grabada como a fuego junto a los postes… Incluso, uno de éstos es nuevo, de madera recién tallada. ¿Por qué? ¿Qué ha podido quebrar el anterior? La gente no acude con interés. Está allí por una proclama impuesta. Las leyes de los orcos, las nuevas leyes, obligan a los pueblerinos a presenciar los escarmientos. Liam y el guía lo deducen sólo viendo las caras de los lugareños, completamente sometidas a la resignación. “¡Fuego, mucho fuego…!” dice un crío. Liam lo observa. Va detrás de sus amigos con una especie de aguilucho de madera en sus manos, haciéndolo volar. Fuego… Los críos huyen… No es un aguilucho. Es un dragón. Los críos están entusiasmados con la idea. Incluso con la ejecución. Luego, en un balcón privilegiado hay personalidades dentro de la raza de los orcos, 107
avenidos de pueblos vecinos. Otros gobernantes orcos, claro está. Incluso un artista orco, que ya prepara su lienzo para pintar a toda prisa… ¿el qué, una matanza? ¿Y qué tipo de matanza? —Señorías —dice Bokeexool, leyendo una proclama. —Hoy, día dos mil ciento veintinueve del nuevo orden, a petición de la voluntad del nuevo pueblo orco/humano que nos reúne amistosamente en esta plaza, siguiendo los artículos de las leyes de trato a los criminales de insubordinación y sabotaje, el magistrado competente en la materia ha hallado culpables a las señorías apresadas y expuestas a detalle público en este emplazamiento. Los reos que responden a los nombres de Liaram de Huxte, Sabroa de Kalmah y Labram de Sobrath-Ille, han sido condenados a muerte después de haber oído sus argumentos, que, por unanimidad, han sido desestimados y señalados como faltos a la verdad por el tribunal para la justicia y el orden. La ejecución se llevará a cabo a través del método educador y ejemplarizante descrito en las contratas con la alta comandancia del cuerpo de combate aéreo. Que los ajusticiados lleguen a Los Reinos en otras vidas. Y asiente. Eso es todo. Mientras hablaba, unos orcos han puesto a punto un enorme cuerno situado en otro balcón. Y no es un cuerno natural. Parece una especie de obra de ingeniería, con 108
abundantes teclas como de piano. Alguien soplará por él, mientras otro entendido, con lentes, manipulará las válvulas y teclas para modificar el sonido del viento a su paso. —Bajo su voluntad, Señoría —dice el alguacil, tras situarse bajo el palco de autoridades y llevar su mano al pecho; dos soldados orcos que lo han seguido todo el tiempo lo imitan en el gesto. —Adelante —dice el oficial de más alto rango, desde arriba. Hay murmullos. La gente empieza a hablar. Supuestamente no se puede, es un acto solemne… pero, no son voces altisonantes. Los orcos las dan por voces de estupor, propias ante lo que van a ver, ante una verdadera demostración de fuerza. Los orcos en su cuerno empiezan su función. Llevan uniformes distintos a los soldados habituales. De hecho, llevan los uniformes más distinguidos del susodicho cuerpo de combate aéreo. ¿Cuerpo de combate aéreo? ¿De qué diablos están hablando? Y suena el cuerno. Su sonido es torpe. No hay nota… Es sólo ruido de becerro, que sopla uno de los entendidos. Y, empero atronador, no es precisamente lo que se espera de una gran tecnología; es un sonido horrendo, muy mal concebido. Los orcos que lo manipulan discuten, 109
se arman de nuevo de paciencia y van tensando algunas válvulas y presionando algunas otras teclas hasta que un sonido que parece brotar de la nada surca el espacio uniforme y racional. Es la mera brisa, que hace un efecto vibrante en el aire a su paso por el orificio del cuerno. Al fin, el orco vuelve a soplar. Es un tipo gordo, enorme. Un orco de gran tamaño. Ha sido elegido por sus pulmones, más que otra cosa. El sonido del cuerno pasa a ser atronador. Hay corazones que quieran reventar por el miedo. Por lo que ha de venir, como por aquella brutal onda de choque que parece avenirse de otro mundo. —¿Qué demonios están haciendo? —duda Liam. “No lo sé”, es la respuesta del guía. Liam no la atiende. Vuelve sonar el cuerno… y le ha parecido poder diferenciar una de las notas. Notas aparentemente imposibles, las mismas que nacen prodigiosamente de su lirum.
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Capítulo noveno El tumulto del muelle grita. Muchos se han dispersado, desilusionados con no haber podido embarcar. Empero, ahora el interés por las siluetas en la distancia toman cuerpo de nuevo y las gentes giran las cabezas. El horizonte toma otra vez todo su protagonismo. Eso sí, el revuelo no es por la silueta de los barcos en su partida. “¡Allí!” fue el primer aviso. Desoído, por supuesto. ¿Allí…? ¿Qué…? Sólo la distancia, la inmensidad del lago. Sin embargo, los más crédulos creen ver algo más que los que apuntan a que sólo son águilas pescadoras o cualquier otra ave rapaz. ¿Aves...? ¿De ese tamaño…? No es fácil saber de tamaños cuando no hay muchas referencias. La distancia confunde las cosas. Empero, hay quienes creen ver dragones. —Caballero… —dice Melac. Tiene la boca abierta, y mira la distancia con angustia y estupor. —¿Qué diablos le decía el maldito animal? —¿La voz? —dice el caballero. Está tendido, de espaldas al lago. Ahora recupera la compostura, después de haber despertado del todo y comprobar que los huesos le duelen más de lo que pensaba. 111
—Sí, el sortilegio del más allá. —¿Cómo sabe que era del más allá? —Porque nadie más podía oírlo… y porque parece que predijo una fatalidad. …La que se abalanza sobre los tres navíos. Precisamente, tres dragones. Eso es lo que describen las gentes. Hay quienes corren. Saben que unas bestias voladoras de esa talla pueden personarse en el muelle rápidamente. La matanza sería horrible. Otros, en cambio, no pueden apartar la vista de la grandeza de unos verdaderos monstruos en el aire, de unos “lagartos” de esa talla irrumpiendo de entre las nubes. Tres… Tres animales excepcionales. Caen en picado, a una velocidad vertiginosa. Sólo su gran tamaño, el gigantismo, hace pensar en cierta ralentización de los acontecimientos… pero, qué duda cabe, todo sucede muy deprisa. Hay graznidos de por medio. Graznidos que recorren toda la inmensidad del lago. De un confín a otro. Es el grito de guerra de las bestias, su gruñido. En unos, como de aves de rapiñas. En otros, como de felino. Después de todo, hay cierto aire felino en el aspecto del primero de los tres. Delgado, con el cuerpo anguloso. Sus barbas son prodigiosas, y sus ojos de rana miran a través de dos rendijas negras. Su llamarada azul prende rápidamente el primero 112
de los barcos. Un fuego poco intenso, pero con apetencia acuosa. Sí, parece fuego líquido. Sólo al contacto con la madera del barco, ésta prende en fuego rojo, casi como un fuego místico. Los gritos en el muelle hacen que sea imposible oír los gritos de horror de las gentes en el barco. En todos ellos. Ya saben qué es lo que se avecina, y muchos se tiran al agua. …Viene el segundo dragón. Éste no emite sonidos, sino que baja calmoso, como si flotara en el aire más por la magia que por la naturaleza, extendiendo sus alas de murciélago. Tiene manos en las puntas, con garras afiladas que centellean con la luz del sol. Sus dientes también lo hacen, y, al abrir sus fauces, una lengua con punta de flecha señala el objetivo. …Es hermoso, en un color cobrizo que refulge asimismo bajo el astro rey… empero, lo que viene es muerte. Sucia e inapelable muerte, avenida de un animal terriblemente bello. Escupe, pues, su fuego, que es volátil y termina levantando un sinfín de ascuas incandescentes. Explosiona, casi, lo que es su terrible escupitajo. …El tercero cae ahora sobre su presa, el último de los barcos. Tampoco emite sonidos. Es un flautista a lomos del animal, en lo que parece una especie de silla de montar para dragones, lo que recorre ahora mismo la terrible escena. Unas notas preciosas, que hacen de la catástrofe toda una ironía. 113
Es un dragón gris. Sus escapas hacen juegos de arco iris según el paso de la luz sobre ellas. Al caer sobre el mástil, no sólo escupe una llamarada blanca que se pega al barco como lava caliente; también parte el palo mayor por la mitad con un violento coletazo. …Harán dos pasadas más, arropados en sus decisiones fatales por la bonita música. Hay notas que se repiten con cada pasada… para cada cual. Obedientes, y sumisos al precioso sonido. …Una locura. * * * —¡Allí! —señala alguien. Primero, el silencio. Luego, el bullicio, el asombro… y el silencio otra vez. Hay quienes quieren correr, pero hay muchos soldados orcos apostados por todo el pueblo y nadie quiere ser detenido por “traición”, por no dejarse educar con “el ejemplo”. Liam no lo puede creer. Algo se aviene por el cielo. Algo rapaz, elegante… ¡y enorme! No lo duda. Sabe distinguir la mayoría de las aves de Los Reinos. Incluso sabe intuirlas en su condición de aves de presa o no, dependiendo del carácter de sus cuerpos. La que se aviene, pues, no puede ser 114
sino un demonio devorador, un verdadero carnívoro. —¡Mi señor! —señala el guía. Liam tiene que aferrarle la mano para que calle. No es momento de hablar. Es momento de estarse quieto; no montarían el maldito espectáculo de la ejecución con un dragón si la parte sangrienta de ese mismo espectáculo estuviera formada por el público. Deben tenerlo todo bajo control… o acaso la bestia está debidamente domesticada. Y nada de eso. No se puede “domesticar” a un dragón. Liam lo tiene más que entendido. Las bestias de ese talle tienen un alma demasiado sangrienta como para dejarse embaucar con trucos. Eso sí, la bestia ha aprendido que los orcos habitualmente le sirven alimento. Sin restricciones. Tres cuerpos humanos son suficientes para saciarla. —¡Debemos irnos! —propone el guía. —No… —dice Liam, seguro de sí. Ve a los críos… Se maravillan de la bestia. Están habituándose a verla. —Si los niños no se mueven, nosotros tampoco. Y el dragón parece desaparecer. En su descenso, primero casi toca tierra, más allá de los tejados de las casas. Luego reaparece, tras una deceleración en su peculiar trampolín de aire. Es entonces que su envergadura se muestra en todo 115
su esplendor. Son alas de murciélago, con ramificaciones que se corresponden con los dedos de una mano. Terminan en espolones, como espolones son sus codos, rodillas y talones. De hecho, el número de garras y espolones lo hacen terriblemente “espinoso”. También sus escamas, que son afiladas. Un gesto, de agresividad, y esas mismas escamas se erizan, dándole un aspecto áspero, como de erizo. Es su carta de presentación. Gruñe, y entonces cae en toda la plaza. Nadie sabe diferenciar un ejemplar grande, de uno mediano, pequeño… o de uno enorme. Simplemente, la gente cree que es un prodigio de la naturaleza que no tiene igual. Un animal peligroso, aunque el peligro se vista de una belleza inusual. Porque sus escamas aperladas son preciosas, sus ojos de miel son cautivadores y su lengua viperina, rosada, parece esponjosa y cariciosa. Nada que ver con la realidad. La bestia sobrecoge incluso a los orcos, a los que siempre les abarca la duda de que ejemplarizar a la población con su más poderosa arma puede tener siempre sus más terribles consecuencias, las de que su armamento se vuelva en su contra, como cuando un cañón de artillería detona en plena cara de los artilleros. 116
Ruge, y luego escupe al cielo graznidos de ave. El sonido es aterrador, y su nota aguda hace que un pitido quede arraigado en los oídos. Y come… Devora… Sus mordiscos son tremendos. Come a los reos, que a duras penas pueden entender qué pasa hasta que ya es demasiado tarde, hasta que sus vidas se desvanecen… y lo que queda son sus cuerpos vapuleados por el cazador más efectivo del mundo, hoy convertido en “carroñero”. * * * “¿Por qué no tenemos sentimientos, Señora?” La bruja mira a Dehoán bajo una sustanciosa picaresca. —¿Quizá porque sois unos auténticos desconocidos? —dice. Dehoán no asiente, pero sabe que la verdad puede estar cerca de esa respuesta. El caballero siguió su camino, el explorador también… Ninguno exigió nada a cambio. No esperaron ninguna frase, ningún adiós. Ningún argumento… Cada cual abrazó su destino, pero nadie se pregunto qué sería del prójimo.
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—No los siento —dice Dehoán, haciendo oídos al silencio de su corazón. —Sus señorías eran voluntaros, no íntimos de Su Alteza. Es normal que no haya ningún recuerdo, ningún anhelo. Andan sobre los corceles, lentamente. Lo que se extiende es una sucesión misteriosa de colinas que no parecen terminar nunca. Hay cierto serpenteo lógico siguiendo el curso del río, que es manso y refulge con la luz del sol como si estuviera habitado por pececillos de cristal. …Hay estacas en la distancia. ¿Otro campo de batalla, o algo peor? Y no hay ni que preguntar por ellas. En esas estacas se reprimieron a los prisioneros de guerra, los que eran ajusticiados sólo por combatir bajo la bandera equivocada. …Aún hay banderolas roídas agitadas por el viento. Allí hubo mucho odio, mucho horror. …Hoy no hay nadie, como si las gentes se reuniesen en un lugar que no interesa a nadie para pelear, morir, y luego de vuelta a casa, como si nunca hubiera pasado nada. —No sé mi verdadero nombre, Señora — dice Dehoán. Lleva días dándole vueltas a todo y, aunque la bruja le ha venido a la cabeza muchas veces como un enigma que quisiera desvelar, todas las dudas sobre sí mismo han sido todavía más inquietantes que cualquier otra cosa. Eso sí, si no 118
ha preguntado sobre sí mismo, acaso es por miedo, mucho miedo. —Su nombre no es necesario en todo esto, Alteza —dice la mujer. No ha vuelto a tomar su forma más hermosa. Se reserva, o acaso todo puede ser una ilusión, como las vidas pasadas de los que se avinieron del norte. —Si su alteza cayese ahora en malas manos, sus pobres convicciones sobre ser o no el heredero al Imperio no se las creería nadie. Es mejor que no sepa aún quién fue, por si le interrogan. —¿Quiere decir eso que no sois capaz de garantizar mi seguridad, Señora? —Tenemos lo que tenemos —suspira la bruja. —No hemos convencido a nadie. No tenemos prácticamente el apoyo de ninguna casa. Vamos casi a ciegas… Sólo deciros que los tres sois unos argumentos más que poderosos para dar la vuelta a la situación… pero claro, sólo en el caso en que logremos recuperaros del todo. Ahora mismo, confusos y perdidos, no valéis mucho. Se aviene el guía, en avanzada. Viene a dar las nuevas; nada de qué preocuparse, porque en muchas leguas no hay un alma. —¿De qué nos escondemos, Señora? —Batidas de caza de proscritos —explica la bruja. —Quieren tenerlo todo bajo control. 119
—Los orcos… —redunda Dehoán. La bruja ya le ha hablado de ellos. Los orcos… aunque las hordas invasoras no sólo son esa mediocre raza. Sus tácticas militares dejan mucho que desear. Son desorganizados, refunfuñadores, poco intuitivos… La bruja recuerda las muchas veces que las grandes formaciones de orcos han retrocedido en estampida movidos por el pánico, todo y a pesar de ser una formación mucho más numerosa que aquéllas que los somete con movimientos más inteligentes. …Hay algo más. Incluso, a pesar de disponer de ogros y demonios, hay algo más que ha marcado la diferencia. Algo que somete a los pueblos por encima de todo. La bruja parece callárselo. Dehoán lo ha intuido. —¡Allí, Señora! —señala un soldado. La compañía se detiene. Los hombres no dudan en sacar sus espadas. Algunos bajan de sus monturas, por error. Es su capitán quien los reorganiza. ¿Qué es lo que ha visto el infante? No se ve nada… Dehoán no ve nada, sólo la distancia. Eso sí, la bruja abre los ojos como platos, y luego los cierra, irónicamente, intentado ver algo que, precisamente, no detectan las pupilas naturales.
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Se aviene una sombra. Bah, sólo es la sombra de una nube. Dehoán cree que es eso. No parece otra cosa. …Lamentablemente, es un día despejado. No hay nubes. Lo que quiera que sea que se aviene no es algo natural. Una sombra… que recorre el suelo rápidamente. —¡Elfo negro! —grita la milicia. Parece que lo han reconocido. Aún así, sabiendo de cómo se las gasta la amenaza, no pueden hacer menos que blandir sus aceros. Galopan, en círculos y hostigando con incisivas miradas a la bruja, pidiendo que tome las riendas de la situación. Ella sabrá cómo enfrentarse a un ser de ultratumba. Eso creen, ciegamente. De repente, uno de los soldados se detiene. Con la tensión del momento no se ha dado cuenta antes, pero sangra abundantemente. Eso es lo peor de luchar contra un elfo negro, que son almas incomprensibles que habitan el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, que son espíritu y cuerpo a partes iguales… y que rondan el mundo antes o después; nadie sabe decirlo a ciencia cierta. Por eso, aunque la pelea no ha empezado, ya hay una víctima de sus malas artes. Ya ha herido de muerte a alguien, aunque aún no lo haya hecho. Es decir, es un hecho irrenunciable del destino,
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ocurrirá… sólo que se manifiesta antes de que ocurra. —¡Mi Señora, elfo negro! —grita el capitán. Ya hay una fuerte ventisca que dificulta la comunicación. Aún gritando, las voces no llegan a ninguna parte. La sombra ya los ha envuelto, y entonces el mundo parece distorsionarse. —¡Mi Señora, el enemigo! —señala Dehoán. También ha desenvainado, esperando que su carácter tenga una contrapartida lógica en el campo de batalla. Ha visto una sombra, una sombra difusa con rasgos humanos. Y no es un cuerpo en un punto concreto. Ocurre aquí y allá, mientras se desvanece y vuelve a existir. —¡No se separe de mi lado, Alteza! —dice la bruja. Hasta ahora ha permanecido con los ojos cerrados, concentrándose tanto como puede; debe contener y racionalizar el extraño mundo que rodea a los elfos negros. …Se oye a la milicia. Ahora sí se la oye. Y alguien ha entrado en lo que parece un bucle absurdo del espacio tiempo y su cabeza se ha volteado. Es decir, lo de dentro para afuera. …Quizá es el tacto mágico de los elfos negros, cuya hechicería sólo sirve para hacer daño; paradójicamente, todo lo contrario que los elfos “buenos”.
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—¡Muéstrate, demonio! —lo señala la bruja. Hace un sortilegio con sus manos. A pie. Su montura parece que ha reventado… ¿Reventado…? ¿Por qué…? —No respiréis, Alteza —lo señala la bruja, un instante antes de que Dehoán también estalle. ¿No respirar? Tampoco tiene sentido. Dehoán puedo no hacerlo por unos momentos… pero no podrá contener la respiración por mucho más tiempo, sobretodo con el corazón en un puño. “No respires”, oye una voz, dentro de su cabeza. …Las sombras se disipan… y se ven los cuerpos de los infantes asimismo reventados. El capitán parece haber implosionado… Los corceles también. “¡No respires!”, escucha de nuevo Dehoán, en su mente. “El entorno de un elfo negro tiene sus propias reglas”. Sí, tal cual la de poder vivir en un ciclo confuso en el que no es necesario el oxígeno. Suena a delirio, pero es así. La bruja se acerca a un Dehoán a punto de ceder, de escupir del alma el profundo deseo de inhalar aire. Empero, la bruja lo sujeta, le pone la mano en la frente… lo calma… Dehoán sigue sin respirar, cree que muere… pero ahora no siente ningún tipo de 123
agobio. Su cuerpo no demanda ningún ciclo propio del normal espacio tiempo. Están en lo que muchos llaman un lapsus en la existencia, la que rodea a los elfos negros. —¡Sfraverich sak tak! —grita la bruja. Sus manos se abren prodigiosamente, como si sus dedos formasen una estrella. Con este gesto, y sus palabras, pero sobretodo su voluntad, el elfo negro toma forma. Se le obliga a ello. Curiosamente, aún no ha llegado a la escena. Dehoán lo ve a lo lejos… Y no hay garantías de sobrevivir a él aunque se le derrote. La bruja transmite a los pensamientos de Dehoán que no debe dejarse tocar, que puede no herirle… pero que, como acaso ha habido un soldado que ha sufrido de su espada en un aparente error en el tiempo, asimismo cuando todo acabe podría surgir alguna herida mortal que nunca ha recibido. —¡No sois bienvenido, bestia! —lo señala la bruja. No hay voces, pero Dehoán sabe interpretar los pensamientos. Están en la “línea” propia para ello, cuando la bruja lo ha “conectado” al mundo de ultratumba. —¡Os ruego que os vayáis! —El chico… Es mío… —dice una voz. Empero, la voz es una interpretación a través de la misma bruja. Nunca ha ocurrido… pero está ahí. Dehoán no oye, sólo siente, y ha sentido esas palabras. 124
—No es para ti, bestia. —Entonces, no será de nadie. Y aparece. Toma forma. Y no es un elfo. Los llaman elfos negros por su aspecto. Son angelicales, pero con aires de demonio. Bellos, pero raramente artificiales. Casi como figuras de porcelana. Sus atuendos negros no son de tela, sino de una sustancia vaporosa que adhiere diferentes formas, y cuyos velos confusos revolotean no por la brisa del mundo natural, sino por los vientos de otros mundos. —Negociemos esta pelea —propone la bruja. —No quiero negociar. Quiero lo que es mío. —Lo que no es tuyo… ¿Quién te envía? —Perspicaz… muy perspicaz… ¿Quién somete a un elfo negro es tu duda, gran dama? —Es mi duda, bestia. Un elfo negro… supeditado… Os deshonra. —El honor es para los vivos. —Y las posesiones también; no podéis poseer a este chico. Los elfos negros no poseen… —Cierto… Entonces, esta guerra no es mía. Y se desvanece. Tampoco tiene sentido que todo termine así. Dehoán suspira hondo, y cae de 125
rodillas. Al fin respira, y la sensación de “renacer” lo asombra. —En pie, Alteza —dice la bruja. —Sólo ha ocurrido un hecho. ¿Un hecho? ¿A qué diablos se refiere?
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Capítulo décimo Aún tienen el miedo en el cuerpo. Huye la gente, aunque haya terminado todo. …Ya nadie podrá dormir tranquilo. El caballero, su guía, el capitán y el líder de los mercenarios, ahora sin un futuro certero, deciden abandonar el muelle, como gran parte de la multitud. Quizá pocos quieran aún subirse a otro navío. Seguramente el gran desastre, la gran matanza, caminará de pueblo en pueblo y de plaza en plaza extendiendo el rumor de que los orcos son aún más aterradores de lo que creían, que tres de sus grandes armas, tres dragones, han aniquilado tres navíos en el Lago Esmeralda. —¿Por qué? —duda Melac. Andan en sus monturas un camino en desuso. Ha crecido en él la hierba, pues los medirthos no permiten que los peregrinos crucen su reino y no hay suficientes pisadas en él como para pelarlos. Son caminos prohibidos, si bien los que huyen del infierno alado ya no temen las arrogantes espadas de los guardianes de aquellos bosques y empiezan a usarlos. Dicen que el estrecho corredor en la ribera del Lago Esmeralda ya no es seguro. Ya sueñan dragones en el revoloteo lejano de cualquier ave de carroña.
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—Por qué… Es una buena pregunta —dice el capitán. Al menos, los dos enfrentados están de acuerdo en algo. El oficial también lleva tiempo pensando en ello. —A los orcos les interesa la guerra con los mogolitas, no esta matanza —redunda Melac. — Iban a por Su Señoría, caballero —cree pensar. — El motivo lo desconozco. Belood parece despertar de su ensimismamiento; piensa en la voz, en la ahora bendita voz. —La voz… —dice. Mira a la montura que lleva de las riendas, sin jinete. Ésta devuelve la mirada. Son ojos son asustadizos, incluso confusos. Ni es animal del todo, ni parece persona en toda su extensión. Obviamente. —¿Qué misterio encierra este corcel? —¿Por qué el corcel? —duda el capitán. — …Podría ser Su Señoría. —No… Es la voz… Provenía de él… Eso creo… —explica el caballero. El capitán suspira. Melac ve algo más allá de las meras apariencias: —Es demasiado aventurar que la bestia tenga ciertas ansias humanas, Señoría… pero, ¿una especie de ángel de la guarda?.
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Belood asiente. A cada momento que pasa, las cosas parecen más confusas, o más claras: —Me advirtió. No debía subir al navío… y los navíos son atacados, salvajemente atacados. —Entonces… no sólo dudo de quién es la bestia, si es que la bestia es alguien —dice Melac. —También dudo de vos… ¿Quién es Su Señoría, caballero? Belood niega con la cabeza. Aún no sabe quién es. —¿Cree en la magia, Señoría? —pregunta al mercenario. —La he visto, pero no en los cielos. —¿Lo dice por los dragones? No son magia… Son ingeniería de los dioses. —Y algo de magia. Un animal de esa talla no puede volar… El fuego… Son llamas mágicas… El caballero debe reconocerlo. No, no han visto algo común. El capricho de la naturaleza no es tan retorcido. Detrás de todo eso está la mano del hombre, desde luego. —Bien, primer misterio resuelto —dice el capitán. —Ahora lo segundo; no sólo quién es Su Señoría, mi señor caballero, sino quién sabía que Su Señoría partiría a Ataane. 129
No hay muchas más dudas. La bruja. Ella lo sabía… —¡Por todos los dioses…! —salta el caballero. —¡Nuestro heredero! —Sólo espero que esté a salvo, Señoría. …Porque nada es lo que parece. Ni siquiera el caballero parece un caballero, y quienes se emplean en un rol no siempre terminan siendo lo que presumen. Eso lo deduce ahora Melac, en una intuición aprendida en la vida del pillaje. Porque un pálpito lo despierta, le hace mirar atrás… y percatarse que no sólo es extraño que el guía ande a la cola, sino que éste no esté. —Caballero… —dice. —¿Y vuestro guía? Es demasiado tarde para reaccionar. Las flechas afloran de la espesura del bosque. Una de ellas atraviesa la garganta del capitán. Es una muerte segura. Por fortuna, es un tiro entre un millón. Los orcos atacan desde un flanco, pero su pericia con el arco es mediocre y la lluvia asesina apenas logra su primer gran triunfo. —¡Corred, Mi Señor! —grita Melac. El caballero tarda en reaccionar, y seguramente es más el corcel que creía llevar de las riendas que su propia montura o él mismo quienes reaccionan.
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Alguien señala a los asaltados desde el bosque. Melac lo ve por un instante. Es el guía, dando órdenes marciales para el asalto. Por suerte, también da voces porque los orcos no saben de tácticas militares y atacan desde un sólo lado. De esa forma, el fuego cruzado no existe. Huir es mucho más sencillo. No es una gran emboscada. —¡Corred, corred! —sigue gritando Melac. Alguna flecha le atraviesa el muslo. Por suerte, el destino quiere que su animal no caiga. …El que sí cae es el del caballero. Belood de Izvart cae por los suelos, rodando con todo estropicio junto a su caballo. Pierde un guante, su espada… su casco vuela… Su montura está herida. Sendas flechas atraviesan su cuerpo, y ahora se revuelve en la hojarasca como una tortuga boca arriba. * * * Ha sido una matanza. Y sí, también una ejecución ejemplarizante. Pocos quisieran verse en las fauces de un dragón. Porque éste decide qué hace con su comida. Ha desgarrado a un reo, pero luego ha ido a por otro sin que el primero haya fallecido aún. …Ha sido horrible. 131
—Os repudio, Señoría —dice Liam. Le sale del alma. No puede evitarlo. —La ley es la ley —es la respuesta de Bokeexool. No se lo toma a mal. Sabe que en el pueblo no sucede lo que debería; su soñada paz. —Estamos obligados a actuar de esta manera. Espero que su señoría al menos entienda que esta misma represión la ha vivido mi pueblo por parte de los humanos. Antaño... Los hombres desconfían de lo horrendo. A su entender, de lo que ven horrendo. Y cierto que los ogros son seres deplorables, con costumbres bárbaras, mal aliento, peor pinta… Carroñeros, asaltantes, tramposos, maleantes… y los exploradores de sus tierras, y otros conquistadores, han hecho estragos en los pueblos de orcos y han forjado a fuego la leyenda de que el hombre es el verdadero salvaje. —¿Creéis que soy un monstruo por el aspecto que tengo? —pregunta Bokeexool, sellando el permiso de tránsito de Liam, y su guía; están a punto de abandonar el pueblo y entregan la documentación allí, en la misma mesa adonde se toparon por primera vez con el alguacil. El motor hoy está callado. La bombilla está apagada. —No juzgo vuestro aspecto. —Pero juzgáis lo que hago… aún sabiendo que el hombre hace exactamente lo mismo con el 132
hombre —y el demonio mira a su alrededor, a las casas del pueblo. —No nos es desconocido que nos odian primero por lo que parecemos, y luego por lo que nos vemos obligados a ser, Señoría. Y es obvio que Su Señoría, aún siendo un “monstruo”, un linfo, goza de la hipócrita admiración de los humanos. Su Señoría es un mito dentro del ámbito de la vida… y nosotros una blasfemia. —Señoría… —resopla Liam, —le deseo suerte en su peculiar campaña de crear de todo esto una hermandad con los humanos. Nuestro camino se separa aquí, y ahora. —Señoría… Que el buen destino ande a su lado. Liam asiente. Es hora de irse. Y va, si bien se percata de que hay más orcos de lo que es habitual rondando la calle. De hecho, a cada paso que da se hace un acopio más notable de centinelas orcos; algunos se cruzan de brazos, otros cuchichean. …Ahora, los orcos parecen tomar la salida del pueblo. Alguna ventana se cierra. No hay ni un solo humano en la calle. Liam se detiene. El guía ya no camina a su lado. Ha quedado atrás. —Suerte, Señoría —dice el aquél. 133
Maldita sea… Algo va mal. Liam lo siente enseguida. Alguien les ha mentido. Alguien está moviendo más hilos de lo que parece. —¿Y esto es todo? —duda Liam. Bokeexool, en silencio, también ha caminado la calle, con las manos atrás. Está ahí, para explicarse: —Un silfo… un caballero y un heredero… Aún no sabemos si todo lo que han contado de sus señorías es cierto, pero no nos la vamos a jugar. Su Señoría entenderá que no puedo dejar que un silfo ande suelto por ahí. Sobretodo un silfo tan especial. —En fin, acepto mi arresto —dice Liam. — Eso sí, agradecería a Su Señoría cualquier información a mi respecto. —Eso… Eso es lo que no tengo —dice el demonio, colocándose mejor las gafas. —Y es precisamente lo que quiero averiguar, si todo es un mito o una realidad. Lo que hago ahora, bueno… por lo que veo, lo hago por los dos, Señoría. Yo desvelaré el misterio… y Su Señoría se conocerá a sí mismo. —Ni entiendo. —Es sencillo —dice el demonio, señalando más allá del pueblo, al bosque. —Corra, Señoría. Sólo corra. 134
* * * El corcel retrocede. No quiere hacerlo, pero debe; el caballero está en peligro. Vuelve adonde la lluvia de flechas. “Aquí y ahora termina todo”, piensa Belood. “No soy un caballero…” reconoce. Se mira las manos. Le falta un guante… y también le falta la espada. Un caballero no la hubiera perdido. Un caballero la hubiera atado a su cuerpo con la misma ansia con que sujeta su cabeza sobre los hombros. Lo sabe, lo reconoce, porque además le tiemblan las piernas cuando ve las siluetas de los orcos moviéndose en la penumbra del bosque. —¡Suba a ese maldito caballo, Señoría! Es todo cuanto puede hacer Melac. Le grita, de lejos. Se ha detenido, pero no cree que se decida a volver a por el caballero. Éste ya tiene en sus manos su oportunidad. El “caballo hablador” está a su lado. Incluso, ante el estupor del caballero, éste lo agarra con los dientes de la cota de mallas y lo arrastra por el suelo. “¡Despierte, caballero!” ¡La voz! ¡Otra vez la voz!
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Belood reacciona. Es como despertar de una pesadilla estando despierto. Casi, como si el mundo tuviera dos caras. “¡No te rindas tan pronto, maldito hechicero”! Eso sí que no se lo esperaba. ¿Hechicero? ¿La voz lo ha tildado de hechicero? —¡Cukkpula ens! —grita el caballo. ¿Grita…? ¿Lo ha hecho el corcel? Belood no puede entender qué sucede. Sólo sabe que una agitación a su alrededor altera la realidad, la distorsiona, y se siente sin aire unos instantes, al mismo tiempo que la visión se desvanece. Luego, para cuando vuelve a ver, está rodeado de una cortina acuosa que diluye la perspectiva hacia los orcos. Éstos siguen disparando flechas, pero ahora ésta se congelan en el aire cuando impactan con la pantalla de… ¿gelatina? —¡Suba a nuestro lomo de una maldita vez! —repite la montura. Y no ha abierto la boca… Es una onda de choque que recorre sus oídos. Ya no es la voz en su cabeza… Ahora es palpable, aunque no venga de ningunas cuerdas vocales. Y parece muy tarde. Uno de los orcos se ha alentado demasiado y ya está allí. Ya blande su cimitarra en el aire. Ya va a dar muerte al caballero… Tienen orden de eso, de matarlo a cualquier precio; quienes lo quieren capturar, 136
saben que la muerte no es un impedimento para interrogarle. Le sonsacarán información al cadáver, le extraerán la mente… acaso si el corcel lo permite. Porque el animal sabe de la hechicería. Tienes sus dotes mágicas… pero asimismo su físico animal. Por ello, mientras el orco se cree amo y señor de la situación, jamás se podría llegar a imaginar que la montura supusiera un riesgo. Los caballos no suelen intervenir en una pelea por iniciativa propia. No tiene sentido… pero, con la talla de sus herraduras, la bestia usa las dos patas traseras para partir por la mitad la caja torácica del orco de una monumental coz de doble proporción. “¡Suba, demonios!” Es el último aviso. Belood obedece. Monta, y, justo cuando el hechizo de protección se desvanece, el galope toma cuerpo en la bestia y para desaparecer bosque avante como una centella; otro hechizo, uno que altera brevemente el tiempo, y cada trote vale por el doble en la mitad de espacio de tiempo. Dura poco pero, para los orcos, la impresión que tienen del momento es que el caballero y su montura se han convertido en una incomprensible estrella fugaz. * * *
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—¡Me ha herido! —salta la bruja. Se encorva, y se lleva las manos al abdomen. Dehoán vuelve a no entender nada. El elfo negro no está allí. El día vuelve a ser pletórico… y es ya de lejos, muy en la distancia, que el ciclo de la sombra a ras del suelo se repite. —¡Rápido, Alteza! —lo zarandea la bruja. —¡Sáqueme de aquí antes de que este hechizo se haga realidad! —pide, cuando sus manos ya están manchadas de sangre. —¡Mi Señora, os ha estocado! —¡Aún no, maldita sea! —se duele la bruja. —¡Sácame de aquí! Y Dehoán busca su animal. Su montura… No existe. No hay medios para salir de allí. Luego abraza a la bruja, la recoge del suelo… ¿Cómo va a imaginarse que la herida que sufre la mujer es sólo un preludio de lo está por venir, que aún no existe…? —¡Está en mi mente, está en mi mente…! —¿Qué está en su mente, Señora? Y la sombra se aviene deprisa. No hay tiempo. En breve, el elfo negro volverá a existir en ese nuevo tiempo que los abarca, como si nunca hubiera estado allí… aunque queden sus primeras consecuencias; los soldados están muertos, las monturas están reventadas… 138
—Es frío, frío de muerte —murmura la bruja. Así “corta” la espada del elfo negro. Un frío de muerte. Están perdidos. La inmensidad de la colina no da lugar a salir de ésta. La bruja intenta localizar algún “punto fuerte” en la hechicería a su alrededor, como un elemento natural “curioso”, fantástico. Quizá unas piedras en forma de runa antigua alineadas de forma casual. Quizá un alineamiento celeste de las constelaciones, aunque sea de día… pero no, no es una jornada de gran poder. Es un día cualquiera, y no hay señas en la naturaleza que aumente sus dotes mágicas. —Busca unas piedras… Haré una barrera… Eso sí que no tiene sentido. ¿Unas piedras? ¿Cómo va a hacer un muro con unas piedrecitas? Dehoán se antepone a la bruja, haciendo cara al infortunio que se aviene. Su espada va al frente, sobre su faz. Tiene la hoja muy cerca de sus labios, y puede sentir cómo su agitado aliento se parte en dos. No le tiembla el pulso. No le tiemblan las piernas… ¿Dónde está el miedo? Quizá sea un momento inoportuno para pensar en ello, pero no tiene miedo. Es una sensación extraña, y al mismo tiempo maravillosa. Casi, como si hubiera nacido expresamente para afrontar este tipo de momentos.
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…Suena una bonita melodía. Dehoán ya la ha oído antes. Al menos, algunas de sus notas. Junto a la frialdad con que afrenta aquellos instantes, los recuerdos toman forma despótica en su mente. No hay manera de escapar de ellos. Es el explorador, Liam… Toca su flauta, mientras pasan frío en un refugio improvisado, en el norte, en la nieve y refugiándose de la tempestad. Unas bonitas notas, que ahora recorren las colinas con una armonía capaz de enraizarse en la tierra y en el aire con un ánimo natural y ficticio, con un engañoso truco que usa los parámetros de la realidad para manifestarse, pero que probablemente tenga consecuencias en otros planos de lo que existe y de lo que aparentemente no existe. Dehoán lo sabe, porque esa melodía a veces ni suena. A veces no va a los oídos. A veces, sólo se siente. …Tres sombras pasan por encima. Son centellas, tres fogonazos obscuros de gran envergadura. ¡Tres dragones! Tres bestias que vuelan en dirección al elfo negro, buscando su presa. Dehoán baja la espada. No puede creerlo. Un combate de otras magnitudes en la guerra está a punto de acontecerse ante sus ojos. De hecho, empieza antes de tiempo cuando el dragón 140
cobrizo pierde aliento. Sus alas se doblan, y cae. Un aviso, de la talla del enemigo al que se enfrentan. O, mejor dicho, de las raras particularidades de hacer frente a un elfo negro. Porque el dragón cae, y termina posándose en el suelo con estropicio, aunque sólo con magulladuras que parecen no tener sentido; en apariencia, nada lo ha tocado. Sigue el fuego, desde luego. Es lo que debe. Las llamaradas dispares de las dos bestias que quedan irrumpen en la sombra. Parte de ese flujo rebota. Asimismo se diluye. …Y nadie podrá decir si acaso un elfo negro es uno de los pocos seres o entes que habitan la tierra que pueda resistir la llamada de un dragón… o acaso no es el elfo, sino su entorno quien lo asimila, quien recoge todo ese calor extremo. Quizá la especial naturaleza que lo rodea. Hay un estallido. Una implosión. Quizá, el fuego y la maravilla mística no son compatibles. Seguramente, es un combate en tablas. Breve, y muy confuso. Los dragones desaparecen… y vuelven a aparecer en otro confín, lejos de la sombra. Hay que parpadear varias veces para, al final, no entender nada. Acaso, que todo ha terminado, que el día sigue siendo pletórico y que quedan los cuerpos aniquilados, pero que el elfo negro se ha ido. 141
Capítulo decimoprimero “Ha conectado con el dragón… Ha salido ileso”. Ése es el informe que darán los orcos sobre el destino de Liam, el explorador, silfo y músico de hadas, tal como los refieren en muchas leyendas. “Corra…” Así lo despide Bokeexool. “Corra, Señoría…” Empieza una cacería. Liam lo intuye, y camina el bosque con prudencia. Hay que mirar lo alto de las copas de los árboles, escuchar el sonido en la distancia, atender a las llamadas y alertas de las especies, aquéllas que se anticipan a los agudos sentidos de un silfo y puedan hacer correr la voz de que un dragón sobrevuela el bosque. “…No parece un silfo, pero actuará como tal si lo lleva debajo de la piel”. Así lo expresa Bokeexool, para sí y ante la mirada de estupor de sus subordinados. ¿Cómo puede sobrevivir alguien a la caza de un dragón? Es entonces que hacen sonar el gran cuerno. Ese sonido profundo camina la distancia hasta las lejanas montañas, donde mora la bestia. Allí, sus sentidos se activarán ante el aviso de un juego. Quizá no tenga hambre, pero está “domesticado” para matar cuando oye la llamada. Una serie de cálculos aparentemente científicos, descifrados con maestría por algunos estudiosos que muchos 142
pueden presuponer que no son de la raza de los orcos, y las vibraciones de la llamada llegan al dragón, pero luego se orientan hacia el bosque. Allí, esa carga mágica de las notas quedará impregnada en los árboles durante un tiempo, el mismo que el dragón necesita para orientarse hasta su presa. Liam está en tensión, pero algo le dice que no sólo debe guardar la calma para poder pensar, sino para no transmitir al aire ese nervio de los seres vivos muertos de miedo que algunos dragones pueden detectar a distancia. No sabe por qué, pero intuye que es así. Luego entiende que para la bestia hay otras muchas maneras de localizar a una presa. ¿El olor, quizá? Le da muchas vueltas a eso mismo. Su olor puede delatarle. Debe buscar un remedio a eso… y lo encuentra en lo más profundo de su psique cuando algo le dice que las flores de las estrellas de jazmín lo envolverán en su intenso aroma. Muchos cazadores usan la estrella de jazmín para camuflar su olor humano en las trampas para osos. Quizá funcione… Por eso se tumba entre las flores, a la sombra de los árboles, hasta que su cuerpo desaparece entre el sinfín de estrellitas blancas de unas flores con los pétalos casi plateados.
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Su respiración… quizá hasta su pensamiento… Todo puede ser un fiasco. Ahora mismo no sabe si incluso el calor de su cuerpo será detectado por la bestia, si es que sus sentidos naturales o aquellos debidamente magnificados o implantados con la magia serán un despropósito. Por fin, cree pensar dentro de su incertidumbre, oye el inmenso aleteo. Los árboles se sacuden, y las flores a menudo tocan el suelo. Si ha de pasar lo que tiene que pasar, que pase de una maldita vez. Porque Liam levanta la cabeza, y lo que ve es al precioso dragón mirándolo fijamente. O eso parece, porque la bestia pasa de largo. * * * El silfo desciende del dragón ante la sobrecogida mirada de Dehoán. La bestia es sumisa, pero su talla y su aleteo corrompen el entorno. El suelo baila al son de sus alas. Es decir, la hierba se mece. Un silfo es precioso. Es una especie de duende delgado y altivo, con los ojos enormes y azules. Precisamente, el mismo color que el cielo. Su pelo es blanco, y lacio. Viste ropas vegetales, pues trata de un ser tan arraigado a la naturaleza que parece que se vista de ella. 144
Y el silfo se olvida de la bruja, a la que ha venido a salvar. Y sabe que está herida por la fatalidad, pero se preocupa del dragón que ha sido herido. Éste no le aviene… Está demasiado rabioso como para dejarse calmar. El silfo lo sabe, y lo observa desconsolado desde la distancia, en calma. Son seres calmosos y prudentes, como si meditaran cada paso en cada momento. Una extraña alianza, los silfos con los animales más salvajes del mundo. —¿Estáis heridos?… —pregunta el silfo, al fin. No viene. Habla desde la distancia, sin mucho interés. Lleva una bolsa en el cinto; seguramente, allí lleva ungüentos para la sanación. —Estoy bien, estoy bien —dice la bruja. Dehoán la ha olvidado unos instantes… Es lógico que lo haya hecho. Sorprendentemente, bajo aquellas telas roídas no aparece la anciana, sino la hermosa hechicera. La hermosa mujer. Se herida ha desaparecido, aunque parece dolida por algo que le ha cicatrizado en el vientre, si es que acaso ambas mujeres son la misma persona. Porque no tiene las manos manchadas de sangre… y sí que Dehoán ve que la bruja anciana, su cuerpo, ha quedado junto a las ropas… o eso cree hasta que describe que lo que en realidad se desinfla ahora mismo es sólo la piel. ¿Ha mudado… como una serpiente? 145
—Señora… —dice ahora Dehoán, incrédulo. —¿Sorprendido? —Desde luego… —Tendré que sanar mi reflejo… —sopesa, arrodillándose ahora mismo en lo que queda de su otro yo. Lo recoge, y mira la herida del vientre; ahora, sólo es una especie de roto en el cuero. Dehoán reniega preguntar. El de la alta hechicería es un mundo muy complejo. Las cosas no siempre son lo que parecen. —…He oído algo… —dice el silfo. Viene, tranquilo. Mientras lo hace, mira con tristeza los cuerpos mutilados. —¿Qué has oído, Gizuethmé? El silfo mira la distancia. Algo viene de lejos, algo que no camina por el viento, ni por otros medios. —Nuestra melodía, Señora… Alguien ha tocado nuestra melodía. * * * El dragón pasa de largo. Liam no lo puede creer. Ya estaba muerto. Ya era una presa sin solución. 146
Se va. Al menos, se pierde en el bosque. Le ha visto, pero no ha objetado sobre él. Tiene que tensar todos sus sentidos. Liam tiene que atender todo cuanto le rodea para poder entender. No cree que la bestia haya hecho caso de sus instintos. Hay algo más que la ha sometido. Siente. Siente el entorno. Tiene que sentir tal como lo hace un dragón. De alguna manera, Liam sabe que puede hacerlo. Cierra los ojos, y escucha. Y lo hace porque huir, aprovechar el momento para salir de allí, no tiene sentido. La bestia lo cazará si cobra “tanta vida”. Debe mantenerse en segundo plano, calmoso, tranquilo… y sobretodo entender qué es lo que siente un dragón. Cuando “escucha”, Liam oye la melodía. Es una sola nota, como una sola orden… pero que tiene encerrada una canción de antaño. Un fragmento, al menos. Y Liam sabe cuál es. Sus recuerdos se refuerzan, su psique se abre a otros confines dentro de su mente… Deja de intentar intervenir en el mundo, y se somete al que ocurre dentro de su espíritu. Sólo así correlaciona la hermosa melodía con el sonido de su propia flauta, de la lirum. Y, para cuando abre los ojos, ya sabe qué es lo que sigue, lo que guía al dragón. La reverberación del cuerno, su nota, aún camina por el bosque, como un eco que nadie más que el instinto más profundo puede escuchar, o sentir. 147
La bestia aún sigue esa reverberación, la que Liam sabe que se terminará extinguiendo. Cuando ese momento llegue, el dragón ya no estará confuso, sujeto al embrujo de la música. Para entonces, será tan mortal que ya no pasará de largo. …Otros dicen que es el latido del corazón de los linfos, que toca esa nota constantemente y pueden confundir a un dragón por unos instantes. Liam lo entiende, o cree entender. Su aura musical tiene mucho que ver en el amansamiento de la bestia. Saca su lirum… y toca. Suave, con mucho cuidado. Apenas un murmullo, que seguramente tiene una intensidad muy diferente en otros planos de la realidad. …Toca un poco y escucha. Las aves han volado, y los animales rastreros se han escondido. Empero, el bosque parece que se reverdece. Hay una reacción en el entorno. Casi como la llegada de la primavera. …El dragón viene. Liam no lo ha visto venir, pero, para cuando se quiere dar cuenta, la bestia está cerca. Es un ronroneo de su interior el que lo delata. Calmoso, y tranquilo, como un silfo. * * *
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“Alguien ha hechizado a una bestia”, dice Gizuethmé. “Ha sido un maestro. Lo intuyo”. —El chico ha despertado… —sopesa la bruja. El chico… ¿Qué chico? La hechicera mira la distancia, y suspira, y su belleza se llena de la luz del atardecer, en un rojo sangriento. Dehoán está maravillado de esa perfección, como de todo cuanto ocurre. El mundo ha cambiado mucho. Dragones, un linfo, la hermosa bruja o hechicera… incluso ya sabe que no teme a la muerte. Mucho ha cambiado su destino. Nada hace pensar en aquellas tristes horas en la nieve, en la tempestad. —Creo entender, Mi Señora, que ocurren más cosas de las que puedo siquiera analizar — sugiere el heredero. —Así es. El destino está cobrando forma, como no puede ser otra manera. Y se lo calla. No le dice que su explorador está despertando antes de lo que esperaba. Pronto se desvelará como quien es, un silfo maravilloso. Dehoán sacude la cabeza. Vale, que el destino cambie, pero no tanto. Todo es tan confuso como impredecible. —Alteza… reúna los cuerpos, por piedad —dice la hechicera. —Los quemaremos en una ceremonia de honor. 149
—Sí, Señora. Es lo menos que se merece la escolta. Ha sido valiente, pero, lamentablemente, sus artes estaban en otra escala muy distinta a la de los rivales propios de la alta hechicería. Del otro lado de la “bondad”, ocurren otras cosas muy distintas: —Señora… —murmura Gizuethmé. Sabe que el heredero no debe oírles, por eso hablan cuando el muchacho se afana con los cuerpos, en sumarlos en una pila de carnaza. —Calciné los tres barcos en el Lago Esmeralda… pero no “oí” la muerte. El gran hechicero no estaba a bordo. —¿No…? Debería haber estado… —Alguien más se ha involucrado en esta cruzada, Mi Señora. Alguien muy poderoso, que sabe muchas cosas. Que el elfo negro la ha haya atacado es una muestra más de ello. —Sí, lo sé. No estamos solos en todo esto. Y se recopilan los cuerpos, se quemarán con magia… si bien no es por piedad, seguramente sea por no dejar rastro a quienes puedan leer de ellos lo sucedido. * * *
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Melac lleva muchas horas buscándolo, olvidándose incluso de que lleva una herida de flecha en la pierna, la cual ha sabido contener y casi sanar. Maldito caballero... De repente, sus dotes de jinete se han desquiciado. Ha desaparecido… Debe estar en alguna parte, aunque un explorador experto como el mercenario debería ser capaz de seguir su rastro con mayor facilidad sino fuera porque se fue asistido de la magia. Se confunde, desde luego, porque hay muchas voces lejanas en el bosque. Incluso falsas pistas. La estampida de las gentes en el Santuario de Sthela ha provocado que el bosque se llene de intrusos. Los soldados medirthos deben estar en máxima alerta y acabarán locos de aquí a la noche buscando a los indeseables, capturándolos y para llevarlos a la frontera, adonde librarse de la gentuza. …Melac sólo espera que no sean ellos los que encuentren al caballero. Por fortuna, éste aparece. Tendido, somnoliento… Haber ocupado otros medios en la existencia, cosa que ocurrió durante la magia que trastocó el tiempo, lo ha conmocionado. Melac le pone la mano en el cuello, pero evidentemente no está muerto, sino profundamente dormido. Y hecho un desastre. Ha perdido de sus hábitos 151
guerreros lo que ningún caballero pierde. Su cinto, su guante, su espada, su bolsa… Menudo desastre de caballero. …Y hay algo más. Cerca huele a perros. Melac lo distingue enseguida. Sólo tiene que caminar un poco para encontrar un reguero de sangre. También hay vísceras, y órganos de caballo. “Demonios… Alguien ha descuartizado al caballo parlante”. Eso cree Melac. Empero, lo que encuentra es el cuerpo animal, pero vacío. Casi, como la piel de una serpiente tras la muda. El resultado: dos enormes capullos carnosos apegados al tronco de un árbol. Dos grandes piezas, que laten vagamente y que, al trasluz, cuando Melac los mira muy de cerca, ocultan sendos cuerpos humanos. —¡Que los dioses me permitan negarles! — retrocede Melac. Por un acto reflejo desenvaina su espada. Quizá atraviese las abominaciones sin pensarlo, por instinto de rechazo hacia todo aquello que parezca horrendo. —¡Demonios! — cree reconocer. “Danos un poco de tiempo, muchacho” — dice una voz. Es la primera vez que Melac la escucha. —¡¿Quién diablos quiere robarme la mente?! —duda el mercenario. Mira a su alrededor, 152
creyendo que hay espíritus escondidos por doquier. Anochece, y la oscuridad favorece esa impresión. “No queremos nada de ti, necio. Apenas que envaines la espada”.
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Capítulo decimosegundo “Sólo espero que sea importante”. Así piensa Melac. Se lo rebate al caballero, que no sabe qué decir. …Las voces sí saben qué decir: “Monte guardia, soldado”, dice una de ellas. Custodiar a dos vainas carnosas... En poco tiempo se han ido solidificando, pero se sigue intuyendo que hay algo vivo dentro; parece que respiran. Se inflan y desinflan como el pecho de quien toma y exhala aire. Poco a poco, asimismo el árbol del que están prendidas empieza a consumirse. Parece envejecer, o adelgazarse tanto que su tronco se llena de arrugas. La tierra de alrededor también se obscurece de muerte; algo está chupando la energía vital circundante y ya no queda ni una sola brizna de hierba. —Montaré guardia, pues, Señoría —le dice Melac al caballero, ajustándose el torniquete de la pierna; la herida aún sigue ahí, pero se va encalleciendo en un tipo decididamente duro de pelar. —Creo que todo esto tiene un sentido que abarca algo más grande que todo en lo que he luchado en esta vida. —Lo tiene, Señoría. Se lo aseguro —no duda en reconocer Belood. No puede decirle nada 154
más, pero a grandes rasgos le ha explicado que su encomienda tiene contactos con las altas esferas de Los Reinos. —Soy un mero instrumento y aún no tengo de mi mano todas las verdades que quisiera compartirle. —Entonces, como instrumento que es, guarde descanso mientras yo controlo esta desquiciada situación. Le he visto… No tiene alma de caballero. No sirve para las armas. Belood agacha la cabeza. Es cierto. No es un guerrero. —Su Señoría pertenece a este mundo —y Melac señala a los capullos, en su rara metamorfosis. —Su Señoría tiene los dos pies en el mundo de la magia, pero se ha disfrazado para pasar desapercibido. Es decir, según me ha contado, lo han disfrazado a la fuerza. —Aún no sé quién soy, amigo mercenario. Os juro que si hay en todo esto una recompensa a nuestros esfuerzos, Su Señoría será elevado por mí al mayor rango, a la mayor recompensa. —No me subestime; soy un mercenario, sí, pero su crédito ahora mismo no es de metales preciosos o de mi orgullo. —Entonces... ¿por qué se presta a este servicio?
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—Caballero… Señoría… —rectifica Melac; no quiere llamarlo por lo que no es. —Llevo toda una vida buscando algo por lo que luchar que valga la pena. Lamentablemente, a los perros de las praderas como yo sólo se les ha dado la oportunidad de poner en riesgo su vida por riquezas o renombre. Poco más. Y es todo lo que la escoria como yo necesita y anhela. Es el día a día de unos truhanes… Pero yo no llevo eso dentro de mí, Señoría. —¿Qué es lo que lleváis, pues? —No lo sé… Aún estoy buscándolo. * * * La hechicera ha enrollado la piel de su apariencia de anciana como si fuera una manta. La guarda en un macuto, y sube a un dragón. Quizá, como anciana no podría haberlo hecho. Es difícil. Afortunadamente, la bestia “cae” sumisa a la hierba y la mujer puede llegar hasta la silla de montar de su lomo caminando sobre el cuello. Un cuello de serpiente. A Dehoán le cuerda eso, con cierta sensación acuosa, como si ese cuello estuviera relleno de líquido. Luego, para cuando la mujer está en su sitio, ese mismo cuello se torna rígido, fuerte. 156
Un sinfín de correas de cuero sujetan la silla. Por lo demás, los dragones no llevan riendas. Nadie los gobierna, al menos físicamente. Dehoán ha notado que el precioso linfo hace pequeños silbidos y melodías entre dientes, con calma. Son pequeñas voces para con pequeñas órdenes, como la de agachar el cuello para recoger a un pasajero. Hay un gesto, que obviamente sigue a lo que sucede, que deja a Dehoán absolutamente maravillado. Era obvio que no iban a dejarlo en mitad de la nada. Tiene su valor. Es el heredero… Quizá, y seguramente, una moneda de cambio para trabar complejas alianzas. Eso sí, Dehoán no quiso nunca creer que lo invitarían a montar en un dragón. Porque el silfo contacta con su dragón cobrizo con una orden casi siseada y la bestia se rinde a sus pies. —Suba, Alteza —dice. ¿Subir…? “No lo dudes más, Dehoán; se te está invitando a algo maravilloso”. * * * Es una infinita locura intentar montar encima del dragón. Volar con él…
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Liam se lo quita de la cabeza. ¡Qué tontería! …Nadie puede subir al lomo de una bestia de esa talla. Tiene que “conformarse”, maravillado, viendo cómo el dragón le ronda. Le da vueltas, alrededor y desde lo alto… Eso sí, nada hacer suponer que vaya a atacar. Simplemente, la bestia está tan maravillada como pueda estarlo el explorador. …Poco a poco, Liam va dejando de tocar la lirum. Así va indagando al dragón, sabiendo qué es lo que quiere. Presumiblemente, lo único que desea la bestia es averiguar la pinta de quien todavía se esconde en la sombra, y quien ahora va saliendo poco a poco a la luz, saliendo de la espesura. En el claro, adonde un animal de caza como el que tiene delante puede engullirlo en un parpadeo. Es un animal precioso. Quizá, así valga la pena morir. Sus escamas son perlas planas, con un reflejo difuso, casi nebuloso adonde se estrella la luz del sol. Sus ojos de miel parecen gotas precisamente de eso, de miel encapsulada en una esfera de cristal adonde una pupila de media luna va y viene examinando al linfo, o falso linfo, que es lo que el animal relativiza al verle la pinta, tan humana. Demasiado humana para estar tratando con un linfo auténtico.
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Pero da igual. Lo que cuenta es lo que “suena”, la música, que tiene un reflejo físico y otro que sobrevuela un plano existencial al que no todos los seres vivos tienen acceso. El nexo, absolutamente místico, entre quien toca la lirum y quien recibe el fantástico estímulo de un modo de comunicación que no tiene equivalente natural. Liam mueve la mano. La bestia la sigue. Pues, esa mano hace un bello gesto. Vuela con la música, poco a poco. Eso armoniza el contacto. De hecho, Liam nota que una puerta acaba de abrirse en su memoria, que la sensación de pánico y paz que está viviendo ya la conoce. Sí, es un magistral domador de dragones. Ya lo dijo la bruja. * * * Amanece oliendo a puchero. Alguien está cocinando. También se han oído voces. Una discusión. Hay quien quiere cocinar, y quien advierte que hacerlo, y tan rico, con un olor que despierte tanto el apetito, va a atraer a los intrusos del muelle del Santuario de Sthela, como a las patrullas de medirthos.
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“Ya nos encargaremos de ese problema cuando ocurra; ahora, lo único que deseo es comer algo que tenga sentido porque ya estoy hasta la coronilla de comer alfalfa”. Belood abre los ojos. Tampoco un caballero duerme de esa manera. Un guerrero está más alerta. Desconfía más de su entorno. …Tampoco le tendría miedo a un par de ancianos cocinando en una olla imaginaria entre dos aros metálicos. ¿Una olla imaginaria? Belood tiene que mirar dos veces. Porque las vainas carnosas se han abierto, de hecho ya están resecándose, y el resultado de la gestación son dos ancianos de barba gris que ahora mismo se cubren con harapos improvisados; los ceñidores son ramas flexibles, y las togas son las mantas del mercenario, que anoche no la usó montando guardia, y del supuesto caballero; por eso, éste ha pasado tanto frío en la madrugada, aunque nunca despertó. —No me gusta la carne de conejo —dice uno de los ancianos. —Entonces, cómete el hueso —dice el otro. —No me gustan los huesos. —Tampoco te gustan las raíces de flora gris que me has traído y fuiste lo primero que me pediste que echara al fuego —y no se miran. Se conocen. Discuten casi como un matrimonio mal 160
llevado de campesinos preocupados por la cosecha y los quehaceres de su granja. —Ya sabes que la parte más aguda quedó en mi cabeza y que la tuya no es más que una sesera aleatoria. —Es del revés, amigo —se enfrenta su doble. Sí, son dos ancianos calcados. Ambos con barba gris. Ellos sí que parecen brujos. De hecho, deben serlo porque cocinan con una olla imaginaria, es decir, con dos aros perpendiculares, uno arriba y otro abajo, que se distancian a través de un campo de fuerza que permite el paso del calor. Con ese singular hechizo los brujos preparan sus pócimas de emergencia cuando no están en su laboratorio. Hoy, simplemente es un puchero, manera de “desintoxicar” el paladar de sus estómagos de la comida que alimenta a un caballo; llevaban dentro de la bestia bastante tiempo y tanta hierba los trae desquiciados. —Señorías… —dice Belood, reincorporándose. —¡Ey, Maestro! —salta uno de los brujos. —¿Quién es? —pregunta el otro. —Oh, no le hagáis caso —y, el que parece ser el cabecilla del dúo, gentilmente va al reencuentro con su mentor, no sin antes dejarle la “cuchara”, un simple palo, a su doble y para que siga removiendo el caldo: —Remueve, anda…y no
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pienses tanto o se te derretiré el cerebro. ¡Maestro, qué alegría verlo entero! Belood adelanta las manos, que es lo que pide el gesto del desconocido. Éste se las estrecha, con ánimo. Asimismo, gracias a ese tacto el entendido en las artes mágicas lo analiza: —Maestro… Ha perdido mucho peso… — analiza el tipo, en un análisis meramente superficial. Luego profundiza, y para ello se toma la libertad de ponerle la mano en la frente: — Hummm… Veo que su nivel de confusión sigue siendo muy alto, Maestro. —¿Maestro? ¿Por qué me llama así? —Es obvio. Tiene que haber deducido ya que mi amigo y yo formamos parte de su pasado, aunque su pasado esté completamente perdido. —¿Perdido? Vayamos más despacio, por favor… Os lo ruego, Señoría. —Sí, claro, claro… Tome asiento, Maestro. Así lo invitan alrededor del cocido. Todo improvisado, pero con un ambiente más acogedor de lo que pueda suponerse en mitad del bosque; han colgado ramitas en dos árboles conformando trazados mágicos y el calor cerca del fuego no sólo se explica por las llamas, sino por una ausencia del frío matinal que, visto los elementos mágicos, parece que prefiere tomar otro camino. 162
—Éste es Hummlar Segundo. Yo soy Hummlar Primero —se presenta el brujo dominante. —¿Por qué tengo que ser yo Hummlar Segundo? —se queja el otro. Éste no parece reconocer al Maestro. —Eso ya lo hemos discutido. Ya repartimos los roles, más allá de lo que hizo la magia. —…Me habéis llamado Maestro —insiste Belood. —Sí, Maestro. Entré en vuestra escuela cuando apenas era un crío. Por entonces su Señoría ya era un brujo más que reputado. ¿Un crío…? Los dos ancianos parecen mucho mayores que Belood. Hay cosas que no concuerdan. Parecen impostores. —¿Y su gemelo? —No es mi gemelo. Es decir, no mi gemelo natural. Es una replicación mágica sacada de quicio. Carnosa y pensante, pero sólo accesoria. —Volvemos a lo mismo —dice Hummlar Segundo. —Habíamos acordado que la réplica eras tú. —Eso está por ver.
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—…En fin, acepto la tiranía de que mi mismo nombre me ponga en segundo lugar, pero ya que se dude de mi autenticidad… —Quiero saber más, señorías —los interrumpe Belood. —¿Quién soy? —Sois el Gran Ivaram de Loria, Señoría, catedrático de la Universidad de Alta Hechicería del Imperio. Al menos, en tiempo en que la universidad no era un infierno como lo es hoy día. —Eso escapa a mi imaginación, señorías — suspira Belood. —¿Soy un maestro? —Un maestro muy revolucionario, sí. Vuestras investigaciones en el campo de la hechicería removieron cielo y tierra en la Comunidad de Brujos de medio mundo. Hoy, sin embargo, supuestamente estáis no sólo inhabilitado, sino en paradero desconocido. Belood vuelve a suspirar. Recuperar la memoria sobre todo eso puede ser todo un shock. No se habla de un pasado sencillo, sino de un pasado repleto de responsabilidades y de una notable presencia social. —Incluso desacreditado —añade Hummlar Primero. —Fue necesario para preservar vuestra vida, Maestro. Lamentablemente —sopesa, — cuando íbamos a ganar la guerra, la perdimos…
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Es contradictorio. Cuando se iba a ganar la guerra, la perdieron. Eso no tiene mucho sentido. —Es un dicho popular, Maestro —aclara Hummlar Primero. —Está penado con prisión o castigo mayor pronunciar esa frase. Empero, sigue siendo común entre quienes aún albergan algo de esperanza de revertir los poderes que hoy día someten a Los Reinos. “…Cuando estábamos a punto de ganar la guerra, la perdimos”. Belood piensa en eso. Esas palabras le avivan los recuerdos. De hecho, pronto se imagina en lo alto de una montaña, y lo que ve es una inmensa marea de soldados volviendo del frente, abatidos. Sus espadas no han probado la sangre, y sus uniformes están limpios. —Veo… Veo soldados regresando del frente —dice Belood. Hummlar Primero abre los ojos como platos. —¡Diablos! —dice éste. —Creí que el hechizo había borrado vuestra mente. Es decir, que la había sacado de su lugar —y el brujo se rasca la barbilla a través de su barba picuda. —Lo hicimos cuando los conspiradores iban a machacarnos, Maestro. Decidimos esconder a los herederos después de sacarlos del aprieto y dispersar nuestra conjura a tiempo. Supuestamente, vuestra mente de antaño no debe estar en vuestro cuerpo, Maestro. 165
—Eso sólo puede significar que, al igual que de mi mente se hizo una réplica para crearos a vos —insiste Hummlar Segundo, en eso de legitimizarse y mientras remueve el caldo, —al separar los elementos que formaban al Maestro hubo algún error de cálculo o apreciación y no fue una separación, sino un duplicado. Hummlar Primero sopesa esa posibilidad. Lo hace en silencio, mirando las hojas del suelo para poder centrarse. —Eso significaría que existen ahora mismo dos Grandes Ivarames de Loria… Eso sería fantástico… o terriblemente desastroso. —¿Habláis de una persona semejante a mí? —duda Belood. —Sí, de otro Gran Maestro. Si eso fuera posible, es de carácter imperativo que lo encontremos antes que el enemigo. Imaginaos, un Gran Maestro en manos de los invasores… —Ya tienen bastante poder dominando a los dragones —dice Hummlar Segundo. —Dragones… —dice Belood. —Los que atacaron los barcos… ¿iban a por mí? —Se lo llevábamos avisando todo el día — es la queja de Hummlar Segundo.
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—Estuvimos excediendo nuestras virtudes como animal enviándole mensajes a su psique, Maestro —quiere explicar Hummlar Primero. —¿Qué por qué éramos un caballo? —se malhumora de nuevo Hummlar Segundo. — Pregúnteselo a mi hermanito. —…Porque necesitábamos pasar desapercibidos —explica Hummlar Primero. — No era agradable, pero pasar por un animal de tiro o monta me pareció acertado. Eso hasta que me di cuenta que convivir con Hummlar Segundo dentro del mismo cuerpo era un fastidio aún mayor que hacerlo cada cual en su propia física. Se miran… No se odian, pero se indigestan mutuamente. —Pero… ¿cómo…? —duda Belood. —Oh, es su más importante descubrimiento, Maestro —explica Hummlar Primero. —Replicación Autónoma de Cuerpos… Creo que se llamaba así… Hasta que Su Señoría lo descubrió, los hechizos sobre reflejos personales o materiales eran bastante limitados. Meros espejismos. Ninguno podía conservar el halo mágico o las cualidades naturales mínimas para considerarse de este mundo. Ya sabe, el viejo truco de la imagen espejo que es muy visual, pero no palpable. Muy útil para combatir, a no ser que el brujo rival no se guíe por las imágenes que ven 167
sus ojos, sino por el “tacto astral”. En vuestra genial teoría, Maestro, la que luego se confirmaría como un sorprendente hallazgo dentro de los parámetros no sólo de la magia, sino quizá de La Creación, lograba duplicar las esencias con una idoneidad más que concluyente. Tanto, que hasta El Rey y La Cámara de Alta Hechicería tuvieron que intervenir porque había serios temores de que si el hechizo se popularizaba más de la cuenta habría quien quisiera duplicar con él el oro, y eso supondría una quiebra absoluta del sistema financiero. Belood niega con la cabeza. Sí, van demasiado deprisa.
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Capítulo decimotercero Quizá, subir a lo alto de una gran montaña pueda inspirar algo semejante. Empero, volar sobre un dragón no tiene cabida dentro de los campos de la imaginación. Hace falta mucha intuición para siquiera llegar a sentir algo parecido. El mundo se empequeñece… Se hace de juguete. Las nubes, de algodón, apaciguan en vano el aparente caos, adonde el viento azota con tanta fuerza que Dehoán cree no poder respirar, pero sobretodo que los cielos van a engullirle de un momento a otro. Sí, es caos, porque no puede oír nada. Apenas los graznidos aleatorios de los dragones, que suenan misteriosos y como de fantasía allá arriba. Hace frío, mucho frío. La bruja se ha cubierto con una lona de cuero que se extrae de la misma silla de montar. Dehoán lo descubre muy tarde, cuando sus huesos están helados. …Da igual. Es espectáculo es soberbio. Hay sombras en el suelo que ni se imaginaba, las que proyectan las masas nubosas. El sol es más fuerte, más poderoso, y centellea como nunca se imaginó cuando rebota contra las aguas de un río. Las aves, por vez primera, vuelan allá abajo… Es una sensación extraña, acostumbrado a alzar la vista y
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ver a las bandadas cruzar el cielo por encima de su cabeza. “…No gritéis; alguna vez, un dragón le ha arrancado la cabeza a su pasaje porque éste se ha vuelto histérico”. Precisamente, ahora esa recomendación última del linfo se le aviene a la cabeza. Sí, un pasajero de dragón, cuando no es un amo o domador, debe pasar desapercibido. La bestia no puede ponerse nerviosa. Eso sería un error fatal. Ahora, el dragón cobrizo que monta Dehoán grazna. El sonido es ensordecedor. El heredero siente, incluso a través de la silla, cómo el sonido ha tomado forma dentro de los pulmones de la bestia. Las vibraciones recorren incluso su propio cuerpo, así como es notable el “peso” o presión de las alas en un sonido calmoso pero de caverna que le eriza el pecho. Siente cada aleteo, que mueve una fuerza descomunal para desplazar al aire. Así como la respiración del dragón, que parece rugir sin ánimo de hacerlo. Suena otra vez la bonita música. Es increíble que pueda oírse allí, en los cielos. A ese son, las bestias cambian el rumbo y el mundo gira. El pánico se apodera por segundos del corazón de Dehoán, hasta que el vuelo vuelve a estabilizarse; la sensación de estar a salvo es tan frágil, que el heredero piensa que de un momento a otro van a 170
caer. Por fortuna, eso nunca sucede. Es el cuerpo, y la mente, cree pensar, que se mueven en distintas direcciones cuando hay un movimiento brusco. Es vértigo puro, y las extrañas fuerzas que pegan a los seres al suelo, que se vuelven locas. “El Palacio de Meukoulor…” Es la voz de la hechicera. Dehoán la escucha en su cabeza. También se imagina, sin verla, cómo señala a lo alto de la montaña, allá abajo. Y sí, hay un hermoso palacio. Y, más que el hermoso palacio, su hermoso y extenso jardín, trabajado minuciosamente allá arriba, adonde aún hace mucho frío y adonde las montañas siguen estando nevadas. —Ése fue el último lugar donde viste a los de tu casta, Dehoán —explicaría luego la hechicera. —El Palacio de Meukoulor… Se eligió como “lugar seguro” y sobretodo neutral para las negociaciones con el enemigo. No pertenece a ninguna casa, sino que se erige en un páramo incómodo y casi inhabitable sostenido por la magia que aún perdura en sus raíces. Por eso el jardín sigue luciendo rodeado de las nevadas perpetuas de un invierno que nunca termina en esas montañas. Lo habitan sus jardineros, y, en tiempos de parlamento con los orcos, se llena de bravuconas compañías de soldados y escoltas para proteger a emisarios y delegados reales. Tú 171
estuviste allí, negociando. Muchos herederos de Los Reinos estuvieron allí. Incluso sus hermanos, y su hermana, en especial. Lamentablemente, no llegasteis a ningún acuerdo. Al menos, Su Señoría no. Pero los dragones no van al palacio. Siguen surcando el cielo hasta una inmensa planicie dorada que parece no tener fin. Son campos de trigo silvestre, seco y quemado por el poder abrasivo del sol. Y, en esa interminable llanura, dos grandes formaciones militares. Dehoán tarda en describir qué son. Cree que son dos grandes plagas animales, separadas por un río que cruza parsimonioso y cansino, casi sin flujo. Empero, son cúmulos y hasta “ciudadelas” militares. De un lado, centenares de miles de casetas de campaña de colores y sus escudos y banderolas, empalizadas y atalayas de vigilancia construidas en madera, conforman un asentamiento de milicias de caballeros, infantes y jinetes en sus cuarteles y caballerizas. Muchos de esos “barrios” son campamentos ahora mismo abandonados, o en tiempo de “espera”… mientras otros suponen una ferviente actividad militar. Curiosamente, los cañones no apuntan a la otra ribera del río. Miran del revés, al otro confín. Ésa es la cara Sur. En la cara Norte, las tropas se organizan en clanes alrededor del fuego y 172
en chozas de madera y paja. Hay abundantes empalizadas, a menudo formando intrincados laberintos que nadie podría describir si son elaborados a propósito o por error. Algunas manos esperanzadas han empezado a construir un muro de piedra, pero éste se ha quedado a medias. También se ha quedado a medias un torreón de piedra que nunca ha llegado a insinuarse como fortaleza, la cual era su intención hasta que los acuerdos entre los bandos rivales dieron al traste con la posibilidad de implantar en Tierra de Nadie cualquier asentamiento de carácter perpetuo. Los dragones descienden… Es el momento de la verdad… Dehoán lo nota en el pecho. Hay dos grupos bien diferenciados… Hay dos castas que se vigilan mutuamente con la única barrera de un río ancho, pero de poca profundidad; si quisieran, ambos ejércitos lo podrían atravesar apenas mojándose los tobillos. Para la sorpresa del heredero, los dragones van cayendo adonde las personitas en el suelo van tomando forma de orcos. Incluso, ya de muy lejos, iba viendo con claridad cómo los ogros y otros seres gigantes discordaban con la realidad para homogenizar una horda bárbara que los acoge con entusiasmo. …Suelen celebrar la llegada de los dragones. Hay júbilo y mucho griterío. Eso pone tensas a las 173
bestias, pero sobretodo a los humanos del otro lado del río. Hay un recinto vallado que se va haciendo cada vez más grande. Dehoán cree que tres dragones no pueden embutirse en él… pero, nuevamente, las distancias de quien vuela son engañosas para quien no esté experimentado y todo “crece” de una forma exponencial cuando están a punto de tocar el suelo. Hay más orcos en las vallas, festejando la llegada. Algunas brujas acuden adonde su ama. Son ancianas de mal aspecto, encorvadas y harapientas. La hermosa mujer que desciende del dragón permite que la besen las manos, pero pronto las pone al recaudo de su ya maloliente piel, la que vestía el cuerpo de bruja cuando el elfo negro la hirió: las brujas lo analizan al contraluz, como si fueran costureras. Asienten, y se llevan la “prenda” para ponerse a trabajar con ella enseguida. —Alteza… —dice un orco. Viene seguido de cierta escolta, que no es precisamente para el oficial que le está hablando. Es para El Heredero, para garantizar su seguridad en un campamento de bestias… ¿o para algo más? Dehoán está desconcertado. No sólo por lo que ve, sino por lo que siente; al bajar del dragón,
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sus pies reaccionan como si nunca hubiera pisado el suelo, como si viviera una sensación nueva. —Estamos en Tierra de Nadie, Alteza — dice la bruja. —Soy Yabertiht, Hechicera de La Noche —se presenta. Por fin, la bruja desvela su identidad. Una que no dice nada a un Dehoán completamente perdido en las argucias de la política de la guerra. Incluso de la política de la ocupación. Yabertiht… No le dice nada… Más le dice su título: Hechicera de La Noche. No podía ser otra manera. Sus ojos verdes son intensos… Su seda blanca, pegada a su cuerpo, la “ilumina”… pero su cabello es oscuro, muy intenso. —¿Qué significa Tierra de Nadie? —duda Dehoán, mientras se encaminan fuera de las cuadras de dragón. —Se firmó un espacio neutral entre el Norte y el Sur para mantener la paz. Curiosamente, desplegamos aquí gran parte de neutras fuerzas militares para mantener estable este tipo de… “frontera”. —¿Por qué? La guerra ha terminado… —La guerra sí… Quizá no la expansión. Es diferente. Y Dehoán es conducido a través de acampamiento de orcos. Poco a poco, el heredero empieza a describir que dentro de la anatomía del orco existen diferentes razas. Las hay, por decirlo 175
de alguna manera, más gallardas, mientras otras son más plebeyas, e incluso rastreras. Ese germen determina en muchos aspectos el oficio; algunos son buenos guerreros, mientras otros no sirven ni para centinelas y luego están los que terminan siendo escuderos o limpiabotas. Otros fraguan las armas, o cocinan. En general, un acampamiento un poco menos organizado que el de los humanos, con estercoleros improvisados adonde no se debe y para las peleas de los que quieren ser algo más civilizados y los que quieren seguir viviendo de la carroña. —Es para mí un privilegio estar a su servicio, Alteza —dice el oficial de los orcos. Dehoán no se había percatado, pero su guardia personal y su oficial le siguen. Ahora, el capitán se extiende en sus funciones mientras caminan el acampamento: —Mi persona y mis hombres daremos nuestras vidas por su seguridad, Alteza. …Parece contradictorio. Algo le dice a Dehoán que no está en el lugar adecuado. Puede que su mente haya sido borrada, o enterrada en los confines de su psique… pero allí no hay humanos… —Quisiera ponerle a la orden del día, Su Alteza; las tropas están listas para actuar en cualquier momento del día o de la noche. Hemos seguido mintiendo en las buenas relaciones con 176
los humanos y seguimos realizando pequeñas acciones de mercadeo de buena fe. Ya sabe… algunas especies y buena voluntad. Sin embargo, alguna que otra vez nuestros intereses han chocado en los últimos días… Hay un sinfín de rocas acumuladas allá, ¿las ve, Su Alteza? —y el oficial orco señala la distancia. Sí, hay una pirámide de piedras adonde descansan con desgana unos ogros últimamente no muy atareados. —La última reyerta ocurrió hace dos lunas, cuando El Sur denunció que los orcos levantábamos una fortaleza clandestina. Supuestamente está descrito en el tratado de paz que no podemos levantar nada perpetuo en Tierra de Nadie ni en los territorios ocupados o cedidos. Un absurdo porque es obvio que hemos venido a quedarnos, Su Alteza. —¿Quedarnos? —La legitimidad natural de la raza del orco, Su Alteza. Nos atribuye el derecho de asentamiento allá adonde vayamos. Lo hemos venido haciendo desde tiempos remotos y es ley. —Nosotros también tememos nuestras leyes… —murmura Dehoán. Sí, ya empieza a recordar algo. No todo, por supuesto, pero algo le dice que él no pertenece a este mundo de bestias. * * * 177
—Señoría… —dice el orco, con la voz entrecortada. Han venido corriendo bosque arriba, hasta el pueblo. La patrulla trae información: —El linfo… Señoría… —Tome aire, soldado —le aconseja Bokeexool. Como demonio, mira de arriba abajo al absurdo orco, sudoroso y con el miedo clavado el la mirada. Menuda especie. —El linfo… No ha sido devorado por el dragón, como presumisteis. —Yo no he presumido nada… —y los vuelve a mirar, mientras escribe en sus libros de puntes. Sí, supone que para ellos habrá sido una misión suicida, adentrarse en un bosque para indagar las peripecias de un prófugo y un dragón. —Está bien… ¿Oísteis música? Los orcos se miran. —Era preciosa, Señoría. —Sí, imagino que las grandes mentes saben apreciarla, pero la vuestra se habrá sentido seducida de otra manera. —Daban ganas de flotar, Señoría —añade otro orco. —A eso mismo me refería. Muy bien… —y Bokeexool cierra su cuaderno. —Tenemos que notificar al Alto Consejo de la Hechicería que un 178
linfo camuflado de humano anda suelto. Y seguirlo, desde luego —rectifica, justo cuando iba a despedir a la cuadrilla, y para su desdicha. — Haced un seguimiento del linfo y mantener una línea de información con las comarcas y hasta mi persona; tengo que partir de este pueblucho de mala muerte y encargarme personalmente de esto —y mira a su alrededor; no, no va a echar de menos la hospitalidad pueblerina. —Preparad mi carruaje. * * * Liam no ha vuelto a tocar la lirum, pero la bestia va y viene en torno a los pasos del linfo. Su aleteo lo antecede, pero sólo cuando quiere. En otras ocasiones, su extraña estampida sónica es sólo un murmullo callado hasta que cae sobre su presa; siempre sin sombra, cara al sol y para no alertar a su comida. Es entonces que al venado elegido se lo engulle, capturándolo con sus fauces. Es rápido, en todo. Caza deprisa, y come veloz. Tres bocados y ha terminado. Quizá se cuida de no estar mucho tiempo en el suelo… Liam lo ha visto comer. Es un depredador innegociable. De no existir la música de los linfos, el explorador no sería sino un pequeño aperitivo entre sus dientes. Por ello, Liam vuelve a mirar la 179
lirum, sorprendido de que un poder semejante, el del control de un monstruo, esté confinado en una pequeña flauta. —Sorprendente, ¿verdad? La voz hace que Liam se agache instintivamente. Asimismo corre a la sombra, sorprendido de no haber oído venir a la intrusa. Porque es una mujer. La voz es de una mujer. Tenía que haber oído, al menos, sus pisadas en la hojarasca del suelo. Una rápida mirada a su alrededor y enseguida entiende porqué no la ha visto venir. Es que aún no está ahí. La voz viene de muy lejos, siguiendo el cauce casi imaginario del viento. —¿Quién eres? —pregunta Liam, a esa misma brisa que igual arrastra una hoja como trae olores de las montañas. No hay respuesta. Al menos, de viva voz. Lo que ocurre, casi como si se aviniera con la naturaleza y su aliento de vida, es que suena una bonita melodía… ¡de otra lirum! —¿Quién eres? ¡Muéstrate! —insiste Liam. Y, quienquiera que sea, sólo toca su propia lirum. Por ella, por su sonido, hay un aleteo sobre las copas de los árboles que inquieta al explorador. Porque el dragón está ahí, dando círculos cada vez
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más cerrados; es un cerco, alrededor de un linfo que acaba de convertirse en presa. —¡Basta, deja de tocar! —insiste en su juicio Liam. No hay respuesta. “Corre”, piensa el explorador, a traición. “Corre deprisa…” …Es el primer paso del inexperto. Correr. Quienquiera que sepa cómo se las gasta un dragón, sabe que correr no sirve para nada. Quizá, hasta avive el ánimo de ave de presa de la bestia. —No, no debo correr —dice Liam, exaltado. Lleva dos días flirteando con el dragón, sabiendo de su presencia, mutuamente, y caminando el bosque hacia el Sur a sabiendas que siempre tiene cerca su fantástica compañía. Oculto, o en las nubes. Quizá como una silueta muy distante, y tan alto, que los sentidos hagan pensar que, para cuando descienda, el que sea perseguido por un dragón tenga tiempo de ocultarse. Liam corre. No lo debe hacer, pero su razonamiento más simple lo lleva a ello. Es instinto. Le tiemblan las piernas y sabe que no será capaz de contener al animal con otras razones que seguir manteniendo las distancias. Así obran los ciervos huyendo de los lobos. A veces funciona… pero, claro, son lobos. 181
“Correr es un error, y lo sabes”. Pero no va a obedecerse a sí mismo. En los días pasados ha tocado la lirum cerca del arroyo. Solía hacerlo por placer adonde arrullara el agua a sus pies en sus muchos viajes. En esta ocasión, con una complicidad de animales de compañía el dragón a descendido para tomar de las aguas junto a su… ¿amo? Fue un momento hermoso. …Por la noche, dos estrellas fugaces recorrieron el cielo en medio de la oscuridad. Eran los ojos de la bestia, que centelleaban como canicas de cristal iluminadas desde detrás de su transparencia. Luego, por la mañana, el dragón descendió desde las montañas para comer arbustos. Una purga, o algo por el estilo con relación a su sistema digestivo… ¿Una vida en común? Porque, el dragón, iba y venía siguiendo la lirum aunque nadie la tocara. ¿Por qué? “…Porque suena incluso si no la tocas”. Así se lo señala Seevia. El juego del gato y el ratón entre el dragón y un torpe y lento bípedo por el bosque ha terminado con el explorador acorralado. Una gruta estrecha, adonde no cabe. Porque hay un muro de piedra a sus espaldas… y aún perjura que será capaz de esconderse bajo las rocas y quedar fuera del alcance del dragón…
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pero, ¿y si la bestia se frustra y decide lanzar una llamarada? ¿Quiere comer, o quiere matar? Por fortuna, la lirum vuelve a sonar. Seevia vuelve a tocarla. Vuelve la preciosa música, y la bestia se apacigua. —Tenías que haber tocado El Nexo… El Nexo… Seevia se refiere a la enigmática comunión entre dragones y linfos a través de la lirum. El Nexo… o el Idioma de los Dragones. —Este animal tiene grabado en la psique una especie de “código” que conecta directamente con las hondas musicales de tu instrumento — explica Seevia, caminando apaciblemente al lado del dragón. Se aviene, tan hermosa… Liam cree que nunca ha visto un ser así. Sus ojos azules son enormes, limpios y perfectos. Su tez es clara, como de porcelana. Estilizada, y fantasiosa. Casi como una caricatura. Y sí, tiene un lirum, y también viste ropas que parecen haberse confeccionado con la floresta. …No toca al dragón. Le hace un gesto, mientras silba ligeramente. No se fía de él… Sabe que es un animal salvaje. —No te hará daño, mientras puedas controlar su furia —se redunda la “mujer”. — Puedes calmarte; sólo estaba poniendo a prueba tu fe. 183
—¿Mi fe? —duda Liam. —Sí, la que has perdido. ¿Por qué no tocaste la lirum? Lo hiciste la primera vez que este dragón te puso en verdadero peligro. Liam no sabe qué contestar. La presión a la que se vio sometido entonces era la misma, pero entonces supo reaccionar. —No lo sé —responde. —Yo te diré por qué… Eres un linfo, pero te han convertido en un humano para que pases desapercibido. Eso debe haber anulado gran parte de tu intuición con la naturaleza —Seevia hace otro gesto, y entonces el dragón eleva el vuelo. Apenas retrocede, un salto, y enseguida ya vuela por encima de las copas de los árboles. —¿Eres una linfa? —Sí, lo soy. —Y, entonces, es cierto que yo soy un linfo. —En alguna parte de tu interior, sí. Quizá una parte muy escondida, por lo que veo. Por ese desequilibrio entre humano y linfo tenías al dragón completamente confuso. Me extraña que no te haya devorado. Liam se mira las manos. No sabe por qué, pero ahora siente deseo de ver su reflejo en alguna parte. 184
—¿Me has salvado la vida? —No… Olvidas que yo he provocado este ataque. Si fueras un linfo del todo lo que se hubiera acontecido aquí hubiera sido un bonito concierto sin violencia de ninguna clase; los linfos podemos hacer que los dragones sean muy violentos, pero sólo si no suena otra música de linfo en las inmediaciones. —No lo entiendo. Es un mundo muy complicado… —Sí, lo es. Sin embargo, hace mucho que lo aprendiste. De hecho, que lo superaste con crees —Seevia pone la palma de su mano al frente. Despacio. Liam entiende el gesto y junta la suya con aquélla. —Si es cierto que eres quien debes ser, la aprendiza en todo esto debo ser yo. Es bonito… El tacto de las palmas genera una corriente de sonido singular. Los linfos no sólo tocan sus lirum. Parece que el sonido circula incluso por el torrente de sus venas.
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Capítulo decimocuarto “Dignase, caballero, el conseguirnos algo de ropa decente”. Y Melac niega con la cabeza. Él no es un caballero. El anciano es muy gentil… pero no le ha llamado así por gentileza. Para cualquiera de los dos “Hummlares”, un caballero es un tipo barbudo enfundado en hojalata. …Hay unos gitanos cerca. Son expertos en burlar a los Medirthos, pues con sus hocicos, que si bien no son de cerdo sí aparentan narices respetables entre sus dientes retorcidos, montan sus campamentos en los bosques de medio mundo. Comercian, desde luego, desde la más remota antigüedad. De hecho, a pesar de que no son eruditos en modales o en discreción, la visión de un poblado de gitanos es para muchos como encontrar un oasis en mitad del desierto; siempre venden de todo. Y son ropas vistosas. Amplias y coloridas. Tanto, que los brujos reniegan con la cabeza al tiempo que se sienten como magos de feria. —El Maestro también debería de dejar de llevar toda ese hierro encima —comenta Hummlar Primero, a un Belood, o Gran Ivaram de Loria, que reconoce que la cota de mallas y su espada siempre le han pesado demasiado. No se puede 186
encallecer el ánimo con esos “hierros” si no se llevan a cuestas desde la niñez. …Ya sospechaba Belood de Izvart que su sangre no corría precisamente entre el filo de una espada y la monta de caballos de guerra. —¿Cuál es nuestro destino, señorías? — pregunta Melac. —La primera cuestión es si el caballero es de fiar como para permitirle conocer esa información —y Hummlar Segundo le posa el dedo en el pecho. —¿A cuántas bandas jugáis, caballero? — pregunta ahora Hummlar Primero. Melac se siente presionado: —Lo mío no son las conspiraciones reales ni los trucos de hechicería. —Sin embargo, se codea con brujos — sopesa Hummlar Segundo. —¿Quién te envía? —El alma, señorías —dice Melac, con un puño en el pecho. —He oído vuestra historia. —¿Nos espiabas? —Sí, lo he hecho. Y ha oído. Junto al fuego del caldo, los dos brujos, aprendices del Gran Maestro, han contado los últimos días de la Gran Guerra. En especial, el último gran combate entre brujos, justo cuando 187
Los Reinos “cayeron”. O pactaron, que es lo mismo. * * * Yabertiht, la Hechicera de la Noche, se detiene. Con la palma de la mano detiene el paso de Dehoán. Están a punto de entrar en una caseta de caballeros de gran tamaño, de oficiales y nobles. Los estandartes de un lado no tienen nada que ver con los del otro. Al Norte, las banderolas roídas de los orcos y demonios, de los trasgos, de algunas razas menores… Al Sur, los estandartes de las casas de guerra de caballería y otros señores feudales. —Aún en Tierra de Nadie, hay un lugar que es aún más tierra de nadie que ningún otro —dice la hechicera. —Es aquí dentro, Alteza. Fuera de este parlamento podéis ser el heredero auténtico a acaso una farsa, pero ahí dentro nadie os podrá hacer daño. Ahí dentro sois inmortal, como cualquiera que pase a una asamblea de este tipo. —¿Qué hay dentro, Señora? —¿Dentro…? Amigos… y enemigos… Al menos, así los considero y nos consideran ellos cuando están fuera de esta barraca de oficiales. Una vez reunidos en este lugar de paz y 188
conversación, nadie es nadie peligroso hasta que abandona estas paredes de tela. Dehoán mira el pabellón, preciosamente ornamentado con motivos heráldicos. Es de humanos, pero allí se apodera de cierta calaña solemne hasta la peor raza de los orcos. —¿Con quién vamos a debatir? —pregunta Dehoán. —¿Y el qué? —Bueno, tú eres la moneda de cambio — sopesa la hechicera. —Hace años la guerra terminó… o quizá sea más justo decir que quedó en suspenso. Tal vez mutó a lo que es una expansión menos… “violenta”. Allá arriba —y la bruja señala las montañas; se refiere al Palacio de Meukoulor, —Su Alteza y sus hermanos discutisteis el futuro de la contienda. El Imperio y sus millares de caballeros bien pertrechados y sus milicias perfectamente adiestradas contra las horrendas y desorganizadas hordas de orcos y demonios, aún con sus ogros y otras bestiecillas de poca monta. Superiores en número, pero mal organizadas. Y, ¿qué es lo que marcó la diferencia? Dehoán niega con la cabeza. Evidentemente, no lo sabe. —La magia… Al fin y al cabo, la magia. En esta misma llanura…
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* * * —…En la amplia llanura, Gran Maestro, librasteis una increíble batalla contra la Hechicera de La Noche —cuenta Hummlar Primero, mientras andan el camino a través del bosque. Es un día muy bonito y el relato de tiempos horribles parece eso mismo, un cuento. —Las numerosas hordas invasoras y las líneas de caballeros, infantes y cañones hicieron un alto cuando los dos más grandes brujos de nuestro tiempo libraron su peculiar pelea. Uno de ellos era Su Señoría, el Gran Ivaram de Loria. Vuestro contrincante era una mujer, una hechicera llamada Yabertiht. * * * Cuando una carga de caballeros en sus pesadas armaduras arremete la masa de carne, los cuerpos ruedan por el suelo como la hierba pisoteada. Así describirían los cronistas la última gran batalla de la Gran Guerra, con los jinetes de las casas nobles empezando la lucha. En plena llanura, con el río manso partiendo por la mitad el campo de batalla, los caballeros, en su arrogancia, aún viendo el inmenso grueso de bestias alineadas en el horizonte y sin saber de sus tácticas o trucos en un grueso tal de efectivos, pretendieron 190
alcanzar la gloria de una vez por todas y cargaron en sus monturas. El suelo tembló a su paso, así como palpitaba fuerte el pecho de todos y cada uno de los que tenían que recibir semejante embestida. Hubo empujones, desertores, cobardes y valientes… Pocos orcos y bestias de mala casta mantuvieron la línea. Una masacre… como masacre fue la respuesta del ejército invasor cuando, de retaguardia, aparecieron cinco ogros. Uga, el ogro tuerto… el de mayor edad, tenía la piel tan gruesa que las espadas apenas le suponían algunos rasguños. Path, el de mayor tamaño, llevaba un garrote de la talla de un roble entero. Sus golpes aplastaban a la nada los cuerpos… caballero y montura a la par. Apenas quedaban huesos troceados y hierros con la pinta de platijas, todo tintado del rojo de la sangre; casi, como matar a un mosquito. Entonces entraron en escena los arqueros. Muchos, como expertos jinetes capaces de alcanzar un cuerpo de la talla de un humano desde la distancia incluso al galope… como para no alcanzar la sesera de un ogro. Eso sí, pocas flechas terminaron clavándose en los cuerpos agigantados y endurecidos de los humanoides más rudos del mundo.
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También hubo una gran carga de infantería. Una carga de entretenimiento, para lograr la retirada de los caballeros. En su mayoría, críos de los pueblos colindantes a Los Reinos, labriegos o hijos de artesanos, así como tribus pagando sus tributos y presos en busca de redención. Fue una absoluta sangría. Los momentos más desquiciados de la pelea. La plebe de guerra, como se la llamaría entonces, no tenía ninguna oportunidad contra los ogros y unos más que envalentonados orcos. Murieron miserablemente, mientras las hordas se reorganizaban al tiempo que se corría la voz de que el frente de batalla era suyo. …Luego las fuerzas independientes. Había cazadores que disponían trampas a los pies de los orcos. Incluso los que proyectaron una absurda trampa para ogros que, al cabo, ¡terminó funcionando! Memoth cayó en ella, torciéndose un tobillo. Y eso suena absurdo, porque los ogros casi no tienen tobillos. Sus pies son humanos… peludos y desaliñados… pero sus piernas son pilares. Quizá el abultado peso… Quizá la mala suerte. …Fue el primer ogro en caer. No lo mataron, pero tuvo que retirarse de la lucha casi a gatas. Por eso las risas, a destiempo y a mala hora, de los que lograban encajar en su trasero una 192
jabalina; “¡ajá, su punto débil!” quiso aleccionar de esperanza un general a sus tropas de humanos, lo que terminaba siendo más un golpe de efecto cara a la moral que a las verdaderas bajas de guerra inflingidas a unos rivales que aún estaban por conocerse. Yaht, un experto en cetrería, demostró que un par de águilas bien entrenadas podían dejar ciegos a muchos enemigos, ya fueran orcos o trasgos. Los bárbaros de las montañas hicieron lo propio con las guadañas implacables de sus hachas, demostrando que un arma de gran talla no estaba anticuada, como muchos estrategas defendían. En realidad, sólo coraje, mucho coraje; hubieran cortado las mismas cabezas con cuchillos de cocina. Del lado de las hordas invasoras, los demonios de rostros cambiantes fueron los más temidos. Sus expresiones faciales al límite causaban auténtico pavor a los humanos más supersticiosos. Seres de este mundo, con fama de haberse avenido del más allá, de los Infiernos. “¡El Infierno está aquí, mendrugos!” llegó a gritar un oficial de artillería, protegiendo a quienes huían de los demonios y sus trucos con las hondonadas más precisas que se vieran en años. Precisamente, el mismo oficial abatió a otro ogro cuando éste, bien bruto, se enroló en una tarea 193
imposible; desde hacía más de treinta leguas que llevaba a cuestas una gran roca que perjuró borraría de la faz de la tierra al más engalanado de los generales humanos. “Plancharé sus medallas”, había dicho, a sabiendas de la burla de los orcos hacia los militares humanos y su admiración por vestirse como chicos guapos. Patorah, con sus enormes pies, fue pues un blanco fácil mientras cargaba su enorme roca, tan ancha como una casa, pero seguramente casi tan pesada como una montaña. …Un cañonazo le abrió un agujero en el abdomen y hasta el estomago, haciéndole vomitar por él el desayuno. Luego la piedra cayó, pero para aplastarle la cabeza. Hubo peleas de perros… Los orcos los conducían a la rabia en sus cadenas, y los humanos los domestican y endurecen con intensivos entrenamientos… Animal contra animal, cuando no atacaban decididamente el cuello de sus víctimas. Virtuoso fue Sharjplak, un demonio negro domador de lobos. Su jauría de doce miembros duró toda una mañana haciendo estragos, y hasta que lograron reducirla a la mitad; lógico, llevaban gruesas corazas de cuero y habían sido malditos con un embrujo que los tornaba confusos, como sombras de medianoche. Fueron, pues, los primeros indicios de que la magia estaba tomando parte en la guerra. 194
* * * —Negociemos… Hemos venido para eso —dice la bruja. Una simple bruja… Una anciana vestida en harapos. Muchos esperaban otra cosa. La siguen los oficiales orcos de mayor rango y algunos generales demonios, que se han avenido montaña arriba con calma, como si la guerra no fuese con ellos. Es el Palacio de Meukoulor y abajo, en la gran llanura, se está desarrollando la última batalla de la guerra. O eso han venido a pactar. Con la delegación de invasores no sólo hay bestias, sino humanos. Algunos son nobles sometidos, como aquéllos que siempre han estado enfrentados al Imperio. Del otro bando, los caballeros y nobles del Sur, con los herederos al Imperio, se someten al primer contacto serio con las huestes avenidas de otras tierras, las que quieren implantar su tiranía adonde nadie les ha llamado. Ya pagaron tributos a los orcos las primeras naciones ocupadas. A veces, para que los orcos y sus huestes abandonasen el estado de sitio y para formar estados títere. Hoy, lo que se quiere abordar son las concesiones a la paz, habida cuenta de que ya
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se han perdido muchas vidas y, lo que es aún peor, algunas travesías de comercio. —Negociemos —accede el mayor de los herederos al Imperio, Naegead de Lenium. Es un chico hermoso, y un gran guerrero. Otros cinco chicos hermosos y grandes guerreros forman la casta de herederos al Imperio, los del linaje de los Lenium. Ellos son Eiku de Lenium, el más joven… Baseiva de Lenium, el más arrogante… Roorulor de Lenium, el más grueso y tosco, con un pensamiento de piedra… Riusodeo de Lenium, callado y triste… y Dehoán de Lenium, todo un soñador. ¿Por qué han venido todos…? Eso parece preguntarse algún que otro general… y hasta los guardias que custodian el palacio. Un lugar neutral, proclamado así durante las próximas veinticuatro horas. …Raeme de Lenium es asimismo una heredera al Imperio, la única hija del Rey, si bien con las limitaciones de gobernadora de provincias. Apenas podrá llegar a eso, aunque es tratada con uno más. Sin voto, pero con cierto halo de poder que no termina en su guardia personal; después de todo, gobierna la provincia de la costa, la más prometedora cara al futuro. —…Creí que hablaríamos cara a cara con Satanás —dice a través de su impertinencia 196
Baseiva de Lenium, cuando a regañadientes y mucha desconfianza el centenar de delegados toman forma de asamblea en la gran sala de conferencias. Hay un púlpito, pero nadie se sube en él. Simplemente, bajo el artesonado de cristal y bajo la poderosa luz solar, los dos bandos se someten a cierta distancia. —Quizá no has visto mi cara oculta, Alteza —dice la bruja. Es educada, si bien su pinta no augura nada bueno. Hay mucha desconfianza, y entre los humanos nadie cree que los monstruos de otras tierras tengan por costumbre respetar las asambleas de guerra. —Soy Yabertiht Liana, también conocida como la Hechicera de la Noche, Comandante de las Huestes del Norte y Oradora. Los poderes que me han otorgado mis superiores me permiten haber venido en calidad de regenta absoluta de sus fuerzas. Inclusive con poder para tomar las decisiones políticas que se acuerden en esta reunión. —Bien… Soy Naegead de Lenium, primer heredero al Imperio —y, mientras quienes debaten se discriminan del resto ocupando un espacio vetado por la multitud en un lugar junto al púlpito en el precioso damero de mármol, un cronista va anotando las conversaciones. Un cronista de los humanos, porque las fuerzas de orcos y bestias no se andan con esas formalidades. —Mis hermanos y sus delegaciones hemos venido a declarar este 197
santuario y la Gran Llanura “tierra de nadie”. Si Su Señoría no entiende ese concepto, entre los humanos conocemos la “tierra de nadie” como un espacio vetado al odio y la destrucción que provoca la guerra. —¿Un cese de las hostilidades… de eso que está pasando ahí afuera? —señala la bruja. Su dedo parece atravesar imaginariamente el palacio, llegando a discernir las miles de muertes que se están produciendo ahora mismo en el campo de batalla; las grandes puertas se han sellado y el rumor de la guerra ya no se oye. —Acordaré Tierra de Nadie cuando hallamos llegado a un compromiso por ambas partes, Alteza. —De acuerdo. Quisiera oír su pliego de condiciones. * * * …Llegan los demonios alados. En realidad, su presencia no debería suponer ningún cambio drástico en la situación. Los humanos van ganando… Sus formaciones militares son más efectivas. Hay orden, y relevos oportunos. Los brazos son más solidarios, hay un rigor más efectivo en el cara a cara en la defensa del honor… pero, lógicamente, vulnerar con osadía la epopeya del cielo convierte a los demonios alados 198
en toda una admiración. Además, arman sus estrategias con tridentes y redes que dejan caer sobre la infantería, causando estragos al romper una y otra vez las formaciones. Los temen mucho. Escenifican mejor que ninguna otra bestia lo que es el infierno. Y son fácilmente abatibles, con un peso militar bastante dudoso… pero su despliegue táctico corrompe la hegemonía de los generales humanos; “¡a la retaguardia!” es la orden que reciben esos demonios, que desordenan las formaciones y los relevos y apoyos se merman o desorientan. * * * —Nuestras condiciones se anteceden de una propuesta; el fin de la guerra. Luego, la concesión de legitimidad sobre los territorios ya conquistados. Es decir —dicta la bruja, de memoria, —la diócesis de Looblor y Sehoiw, La fortaleza de Zuth, El Paso de Wealast, los reinos al este de Movuwue, Las Tribus Bárbaras, la ciudadela de Ataane y la ruta del Lago Esmeralda… —Basta, bruja —salta Eiku de Lenium, — jamás accederemos a todas esas concesiones — …es el más joven de los herederos, y quizá aún no ha entendido que en una asamblea el derecho de 199
parlamento debe adquirirse por otros medios que acaso sólo abrir la boca. Su hermano mayor lo amonesta. Al menos con la mirada. Desde atrás, un general lo hace verbalmente, recordándole los compromisos que todo asistente a una asamblea militar debe cumplir. Yabertiht Liana sonríe. Sí, hay temperamento en la familia. Eso es muy alentador de cara a sus planes. De hecho, los herederos se dividen allí mismo en sus ideales; muerte, o concesión. Lo ve en sus rostros. Hay quienes son partidarios de degollar ahora mismo a los comisarios de las huestes invasoras, bruja incluida. Es un divertido riesgo a correr. Los humanos discuten, allí mismo, y rompiendo el protocolo, mientras los orcos y las otras bestias se asustan y observan reiteradamente a su señora.
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Capítulo decimoquinto “Abajo”, en la llanura, los modales o las forman van desapareciendo poco a poco. Los caballeros tienen un código de honor en la guerra y hay acciones que no llevan a cabo… precisamente, aquéllas que los monstruos de otros mundos están empezando a utilizar; masacrar por la espalda, atacar en un número abusivo contra los débiles, ajusticiar heridos moribundos… “Arriba”, en el palacio, aún hay algo de dignidad: —Esta sala no se convertirá en un campo de batalla —los alecciona un general. Camina al frente, orgulloso, y da un puño al pecho para hacer entender que será capaz de sacar su espada para defender a la bruja y sus escoltas y comisarios si se rompe el protocolo de asamblea militar. Es Brilawhin de Olila, ya un grueso anciano de barba gris, pero de aún enorme talla y más reconocido prestigio. No sólo en la mesa de tácticas, sino en el cuerpo a cuerpo. Muchos dan fe de que será capaz de matar a un heredero si siguen importunando las normas. —Agradezco que medie, general —dice la bruja. —Creí que el protocolo era una fuente interminable que crecía en la abundancia del progreso; hablan maravillas de la corte del 201
Imperio. ¿Es el linaje que hoy acaudilla el trono merecedor de ese esplendor? —La duda es una ofensa, señora —alega Naegead de Lenium, el mayor de los herederos. — Nuestra cuna es limpia —se defiende, sobre la legitimidad del Rey para gobernar. —Entonces, decidid con juicio, Alteza soberana —dice la llamada Hechicera de La Noche. —Parad esta locura y conceded las cesiones pertinentes. De lo contrario, el orco no se detendrá. —No lo hará en ningún caso —sopesa Eiku de Lenium. Joven… muy joven… Sigue siendo un bocazas. Sincero, pero bocazas. —El orco será destronado hoy de sus posesiones —sopesa Roorulor de Lenium, el más bruto de todos. Cree ciegamente en el poder de los brazos y de la espada que éstos sujeten. — Nuestras valiosas tropas doblegarán vuestra desalmada estirpe. —La de mis señores es una raza dura —dice la bruja. —Ha sobrellevado encrucijadas peores que ésta. Antaño, sin ir más lejos cuando el humano quiso eliminarlo de la faz de la tierra. —Eran otros tiempos de odio, Señora — dice el general. Quiere la paz. No quiere más sangre. 202
—Conceded, pues, la convivencia —insiste la hechicera, una Yabertiht Liana que no usará sus dotes mágicas allí; acaba de ver entre los delegados humanos a un caballero con serios apuros para seguir resistiendo la incomodidad de su cota de mallas. ¿…Seguro que es un caballero? Sí, los humanos se guardan un haz en la manga. La bruja lo sabe. —Bien… negociemos afuera, os lo ruego, señorías —dice. —¿Afuera? —En las terrazas, señorías, con la vista de nuestras huestes en disputa. * * *
Vienen algunos pocos caballeros oscuros. Nadie osa adivinar si son seres vivos o entes de otros mundos. Muertos… Esa es la duda. Al verlos venir, se corre la voz de que en efecto se han abierto las puertas del infierno. Nadie quiere luchar con ellos. De hecho, los tumultos vuelven a moverse en la dirección opuesta a la cabalgada de los jinetes en sus 203
armaduras de acero negro. Llevan capas roídas, y escudos que parecen caparazones de escarabajo. “¡Son pura invención”! grita uno de los generales. A su mando, hay quien hace un voto de piedad a los dioses y se enfrenta contra lo que muchos afirman que tratan de los auténticos portadores de las espadas de la peste. Los caballeros negros, quizá con suerte no maten al tacto de sus armas… pero, apenas un rasguño, apenas el metal maldito toma contacto con la carne, y, el cuerpo, ya maldito, acabará pudriéndose en unas horas. En efecto, es un truco. El guerrero que los combate logra derribar uno. Lo abate, cortándole el cuello. Su sangre es roja. Muy roja. “¡Pueden morir!” son las voces. Desde retaguardia, los demonios que han ideado la gran cabalgada maldita de los caballeros negros reconocen que la táctica ha fallado. Ha durado poco… Usar los miedos tradicionales de los humanos, el miedo natural a lo desconocido y fundado en leyendas sobre el Averno, tiene un límite… el límite de la guerra. * * *
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—El orden y la uniformidad de los hombres, contra el tumulto aberrante de los orcos y otras bestias —sopesa Yabertiht. Desde las terrazas, con una fenomenal vista de toda la llanura, se distinguen los inmensos grupos de invasores y las cohortes organizadas de humanos. Se van perfilando en ésta las primeras catapultas. Llevan tiempo a la espera, y hubieran querido tener a su merced el brazo fuerte de los ogros para armar una y otra vez sus proyectiles, artificio que los artilleros llevan a cabo a través de mucho sudor y un sinfín de poleas. Del otro lado, esos mismos ogros que anhelan los humanos para con las peores tareas de carga lanzan piedras que vuelvan casi una legua hasta las tropas de infantería. Son dos maneras de entender el mismo concepto; dañar en la distancia. —¿Os vais a recrear en la miseria de la guerra? —pregunta Naegead de Lenium, el mayor de los herederos. Ambos grupos de comisarios no se relajan, pero se tiende a pensar eso cuando lo que ocurre en realidad es que no se enfrentan mirada a mirada, sino que se arriman a los balaustres para contemplar el brutal enfrentamiento. —Son sus tropas, Señora. Las de sus amos… Podrían estar en otro lugar, viviendo sus propias vidas y no la conjura por unas tierras que no les pertenecen. 205
—Las riquezas de más allá de Meritia no pertenecen a los hombres de estos reinos, y, sin embargo, vuestras naves han surcado los mares saqueando otros pueblos. Es ley de vida, Alteza — explica la bruja. —No he venido aquí a hablar de moralidad. He venido a debatir la paz. —La paz tras el tributo de nuestros pueblos. —La paz de los hermanos. El orco, arraigado en la cultura humana. —Una verdadera falacia —sopesa Raeme de Lenium. Es la “chica”, la primera vez que la heredera abre la boca. Es bonita, muy bonita. La bruja la observa conociendo su destino. Ya sabe que no se casará con un hombre. Lo ha visto en las estrellas de la madrugada, en horas brujas. —Mi señora… —la dice Yabertiht. —Jamás cuestione al destino lo que es del destino. Quizá en un futuro no muy lejano sea vuestro vientre el que confraternice con la raza de los orcos. —¡Alto, bastarda! —salta de una vez Dehoán de Lenium. Es joven, y aventurado. Ha querido estar en primera línea de batalla, abajo, en la llanura. Empero, alguno de sus hermanos ha insistido sobremanera de que no lo haga, que su lugar está en el cargo de conciencia de la diplomacia, no del acero. Hoy no. Hoy toca debatir. O, al cabo, asimismo “pelear”, de otro modo: —Las impertinencias de una bruja tendrán 206
que justificarse —y el muchacho señala las medianías. Hay cientos de guardias humanos apostados por doquier. El palacio está tomado… La reunión de buena fe podría tornarse una sangría para los orcos y su peculiar emisaria. —No habrá violencia aquí, Alteza —se reitera el general, de nuevo. Lo advierte. —Habrá justicia. —Y el final de los días de los enemigos del Imperio —quiere jurar Riusodeo de Lenium. Se golpea el pecho, en un gesto que significa ansias de juramento. Habla muy en serio. —Mirad, Señora, las cartas con las que negociáis —dice ahora Eiku de Lenium. Joven, pero perspicaz. —Mirad vuestras huestes — señala. Y, es cierto, allá abajo la pelea se decide del lado de los humanos. Un solo hombre vale por diez necios. Es el precio que hay que pagar por la vida en desorden, por la despreocupación de los que se dedican a holgazanear y tienen por costumbre confundir la batalla con el saqueo de aldeas indefensas. —No tenéis ejército, Señora. Tenéis número… Un sinfín de bestias que caen moribundas una tras otra. No hay lugar a esta negociación. —¿Tan seguro estáis de eso, Alteza?
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* * * …Hay tropas que se marchan por donde han venido. Eso no tiene sentido. El frente pide que los humanos sigan luchando, pero hay quienes retroceden con calma, agotados, como si llevaran días combatiendo… o con la paz interior de haber cumplido, de haber sobrevivido a la guerra. Eso sí que no encaja con la realidad. La batalla no está terminada. No se ha dado la orden de retirada. Los cuernos no han sonado. El aire está enrarecido. Hay quien comenta lo mismo dos veces. Hay quien cree volver por donde ya ha vuelto. ¡Brujería…! ¡Brujería…! Son las primeras voces. Hay quienes se dan cuenta de eso. Una brujería maléfica, que trastorna los sentidos. Eso creen muchos, sobre un embrujo que confunde las mentes. Sin embargo, lo que sucede es real. No es figurado… Hay formaciones de soldados, de caballeros, que alternan su existencia en tiempos diferentes. No es ahora, ni después. Una envolvente de sombras cubre la llanura... y entonces hacen aparición los elfos negros. * * * 208
—Comencemos de nuevo, señorías —dice la bruja. Se gira, con la llanura a sus espaldas. Allá, el suelo se ennegrece. No hay nubes que proyecten su sombra, pero la sombra copa el territorio de guerra como una plaga. Una nebulosa, que a menudo distorsiona las imágenes cuando el pasado y el futuro se entremezclan. —¡Brujería…! —salta Naegead de Lenium, el mayor de los herederos. —¡Habéis ensuciado de malas artes la gloria de nuestros hombres! —¿Me tildáis de jugar sucio? —sonríe la bruja. Los orcos que la acompañan ya estaban suficientemente atemorizados, pero ahora se llevan las manos a las empuñaduras en un momento fuera de lugar. Los humanos también tocan sus espadas, aunque nadie desenvaina. — Procurad ahora mismo uno de vuestros delegados contra uno de los míos… —y la bruja tira de uno de los orcos. Lo pone enfrente, y lo obliga a desenvainar. —¡Estáis loca! —Lo propuesto, Alteza —se reitera Yabertiht. —Este torpe orco contra el más torpe de vuestros caballeros —y, sabiendo a quien acusa, señala al supuesto señor feudal que se incomoda de llevar acero y armadura. Es un brujo. Está claro que los humanos han llevado un brujo a la 209
asamblea. —O… ¿quizá debería retarlo yo misma, como hechicera? Los herederos se miran. No, no hay brujos en Los Reinos… ¿O sí? * * * —Durante la última batalla, los herederos del Imperio se reunieron en el Palacio de Meukoulor para intentar pactar un acuerdo de paz. ¿Curioso, no? En un lugar se combate, y en el otro se dialoga. Hummlar Primero rememora lo que su doble, Hummlar Segundo, desconoce. Por entonces, en aquella batalla, el aprendiz de brujo no había visto duplicada “su especie”, como se suele decir. Es de noche, junto al fuego. Los medirthos han pasado cerca, pero un pequeño hechizo ha hecho que los olores humanos o de las monturas se hayan diluido al cielo. Por eso los perros no han dado con su rastro. —¿Estuve yo allí? —insiste Belood de Izvart, algo absurdo. —¿El Gran Ivaram de Loria…? Encabezó la partida de brujos que participó en la batalla. 210
—…Oí de ese momento que fue el renacimiento de la magia, Señoría —comenta Melac. El mercenario se ha portado; no sólo ha dado caza a un par de tejones para la cena, sino que ha organizado medio acampamento, incluso el fuego. Los brujos lo han dejado hacer para que se sienta útil, para rendir la pleitesía que un soldado debe tener con sus superiores. Hummlar Primero ya advirtió que, hasta el levantamiento del sitio por parte de los orcos en todo Los Reinos, un decreto universal concedía a los brujos el grado de oficiales del ejército… algo que hoy día no se aplica en la práctica a los brujos proscritos. —Los brujos nunca han desaparecido de Los Reinos, soldado —lo niega Hummlar Primero. Hummlar Segundo calla… Es decir, se ha dormido. Cosas de la vejez y de no tener la talla personal de su doble, el que seguramente es la pieza original del entuerto físico y mental de la dualidad. —Un acuerdo de los nobles y reyes obligaba desde la antigüedad a practicar la brujería en la intimidad. Lo hicieron para no perder poder de cara a sus súbditos. Lo único que hizo la guerra fue revertir ese mandato y es obvio que las fuerzas militares pidieron nuestra ayuda llegado el momento, aunque no lo hicieran formalmente. * * * 211
…Parecen caballeros. Se han vestido como tales… Han querido pasar desapercibidos. Incluso han cabalgado con las formaciones de caballeros durante las embestidas a los orcos, aunque sin hacer uso de sus armas de acero, las que no entienden. Tienen una nueva esperanza. Esperan que, de sorprender a la orden militar, de tener su papel en aquella última batalla, quizá los nobles y reyes permitan la reapertura de las escuelas de magia. Y ha llegado el momento de demostrar de qué talla están hechos. Pues, la magia, la brujería, toma forma en la pelea. Los elfos negros distorsionan la realidad con sus dotes y hay soldados que son heridos antes de que ninguna espada de hielo los llegue a tocar. Hay incluso un capitán que ordena reagruparse y rodear al elfo negro que aún no ha aparecido… “Hemos vencido, señorías” dice uno de los brujos, aún en su atuendo de caballero. Es una contradicción… La pelea con los elfos negros aún no ha comenzado… pero el vaivén del tiempo ya da pistas de que a los brujos les va a ir bien, si acaso es que pierden a ese brujo confiado en la victoria porque ya la ha vivido. Acaba de hacerlo… y se retira, conforme.
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* * * —Fueron momentos muy extraños — sopesa Hummlar Primero. —Jmuhoum, el viejo brujo de los bajos fondos de la ciudadela de Urhim, no desertaba de la primera línea, sino que se devolvía sobre sus pasos convencido de que la pelea con los elfos negros había terminado… ¡pero aún no los habíamos visto! —Eso no tiene sentido —se queja Melac, conocedor como nadie de la guerra. —Un elfo negro sí que no tiene sentido. * * * Elfos negros… La percepción popular les ha conferido ese nombre… Algo bello y horrendo a la vez. Ésa es la intención… Son bonitos, con aires delicados y casi de mujer, de diosas blanquecinas y heladas, dentro de su aura maldita de entes demoníacos. Muchos los señalan así porque se desconoce el origen de su magia, y luego se rodean de un ambiente lóbrego y fantasmal, lo que hace pensar a los soldados que la noche está tomando cuerpo. Esta vez, los elfos negros invocan asimismo a los seres de ultratumba. Hay algún infante que 213
cree estar oyendo, literalmente, la voz de un antepasado que, ¿quién sabe? podría estar combatiendo desde el más allá. …Cuando el primer elfo negro aparece, el clamor de los humanos es sobrecogedor. Enseguida aparecen los más valientes y quieren abatirlo con sus flechas, pero eso no da resultado. Algunas flechas siguen otro camino en el mismo sitio… pero en otro momento. …Por eso, hace horas que sobrevuelan el campo de batalla algunas flechas perdidas que nadie sabe reconocer como suya. Las reprimendas brutales de los oficiales a los grupos de arqueros toman ahora otro sentido cuando se deduce que esas flechas erradas en el campo de batalla no son de nadie… sino de los elfos negros y su predilección por liarlo todo. ...Muchos mueren o han muerto por esas flechas, pero no así los elfos negros. * * * —Convirtieron a unos pocos soldados en zombies… —comenta Hummlar Primero. — Terminada la guerra, debatimos largo y tendido si acaso los elfos negros llegaban a tener un contacto tan cercano a la muerte como para “revivir” cuerpos, o acaso simplemente el suyo era un truco 214
bastante teatral que anulaba la voluntad de los que aún estaban vivos. —Los muertos están muertos, Señoría — insiste Melac en sus observaciones; ha visto muchos cadáveres… y nunca a sentido que ninguno se haya vuelto a mover. —Lo sé… sin embargo, algún que otro elfo negro alzó del suelo varios muertos, los que anduvieron el campo de batalla hasta la noche. Y no era una estrategia combativa, sino desmoralizadora. Las unidades de primera línea fueron presa del pánico; curioso… que el hombre no tenga a menudo miedo a morir cuando se rodea de la atmósfera sangrienta de la guerra, pero acaso tenga un miedo horrible a no poder descansar eternamente. * * * Unos inusuales caballeros dan un paso al frente. Se miran, y entonces se dirigen a la primera línea de batalla en solitario. Son apenas una docena. Apenas les separan de los elfos negros unos centenares de pasos… Nadie entiende esa táctica descabellada. Sin apoyo, van a morir. No tienen quien les cubra las espaldas. No hay quien los rescate del suelo 215
cuando estén malheridos… El número los abatirá, aunque sean atacados por los orcos menos apasionados de las hordas enemigas. …Luego enfrentarse así a los elfos negros es más que un suicidio. No tendrán su oportunidad… hasta que el halo helado que congela los pulmones y que muchos señalan como el aliento de los elfos negros se detiene. De hecho, hay un efecto natural con forma de vapor que deshace la magia negra. Es Sawooh de Loria, un maestre de la brujería que se destapa no sólo quitándose su armadura, su capa de caballero… sino alzando los brazos para lanzar un hechizo de… ¿obviedad en el campo de batalla? Porque, a su orden, los elfos negros dejan de estar ocultos. Son siete, y siete siluetas, que han sembrado el caos, toman forma humana. Son definidos… Su talle estilizado ahora puede ser señalado, y no sólo intuido. Los doce brujos se descubren de sus artificios. Ahora, la magia seguirá con la pelea en otra escala de la guerra, una que, desde tiempo atrás, se ha venido llevando en la clandestinidad.
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Capítulo decimosexto Cuando Sociesort, brujo de la Orden Perdida, da una palmada, el humo de tabaco que sale de su pipa se solidifica. Cobra vida… Curiosamente, a sabiendas del temor popular al mito de los dragones, es en un dragón de cuerpo nebuloso en lo que se convierte el peculiar embrujo de “esencias libres”. Y son fauces de humo… pero mortales si llevan consigo la podredumbre de calcinar todo aquello que no viva plenamente este plano de la realidad. Con él, hará daño verdadero al alma de los elfos negros. Riguth, El Bondadoso Sanador, el mismo que en el Bosque Ilusorio socorre a los peregrinos, ahora se convierte en todo lo contrario a un doctor de buenas causas. Ha analizado “los huesos” de los elfos negros. Es decir, les ha visto el “tuétano” del que están hechos… En realidad, son gelatinosos. Eso deduce, viendo que no comparten los mismos órganos racionales de los seres vivos. ¿En qué momento pactaron los elfos negros con otro medio de vida? ¿De qué se alimentan…? La respuesta la tiene cuando indaga el interior de uno de ellos con sus propias manos. Porque intuye una nueva disyunción temporal, entra en ella y en cuestión de segundos está tan 217
cerca de un elfo negro que introduce sin precaución una de sus manos en su cuerpo. Y hay allí esencias humanas… Hay mentes, y almas… Los elfos negros se alimentan de la vida natural de este mundo. Por eso quienes tienen contacto con ellos pierden parte de su identidad, o acaso la identidad entera. Es un acto reflejo, pero el Bondadoso Sanador retira la mano casi a tiempo. Y es casi a tiempo porque algo de su ser se ha quedado irremisiblemente atrapado dentro del demonio que acaba de ultrajar. …En fin, al menos le ha arrancado “el corazón”. Es decir, el primero de los elfos negros en caer queda quieto, como una estatua de mármol. Su propia curiosidad le ha hecho permitir que Riguth le sustraiga el misterioso cuerpo sólido que llevan por alma. Una piedra gris e informe, con la dureza de un diamante, pero con el tacto esponjoso de una gelatina. * * * —Conversamos con ellos, claro está — cuenta Hummlar Primero. —Es decir, no íbamos a pelear, sin más. Ambos bandos nos sometíamos al misterio de la magia y no todo iba a ser puro músculo. 218
—Y no cedieron… —No… Discutimos sobre su postura en la guerra, sobre la necesidad de sus señorías, los elfos negros, de combatir en el bando equivocado. * * * Evidentemente, nadie oye las conversaciones en el más allá, en un plano distinto al que pueden acceder los seres vivos. …Los brujos conocen ese “idioma”. “No sé quién os somete, pero os juro que podemos ayudaros a liberaros de la maldición que os apresa”, dicta desde su mente el Gran Ivaram de Loria, en plena comunicación con los elfos negros. Su mayor preocupación es el tiempo, el tiempo perturbado en un torrente absurdo. Porque entra en un bucle. Un bucle temporal. Por él, el Gran Ivaram de Loria asiste por dos veces al inicio de la pelea. Aún rezan con una rodilla en el suelo y con el puño en el pecho, según el credo de cada casta humana, las grandes formaciones militares antes de derramar una sola gota de sangre. A lo lejos se avienen los ejércitos orcos, como una marea negra. El bucle vuelve a actuar, y entonces el brujo vuelve a formular su propuesta: 219
“No sé quién os somete, pero os juro que podemos ayudaros a liberaros de la maldición que os apresa”. …Y recapacita… ¿Se ha visto a sí mismo proponiendo… o acaso ha vuelto a ofrecerse sometido él mismo a un poder aún más poderoso que la voluntad propia? Ve a los brujos combatiendo con los elfos negros. En tres ocasiones. Maojaoja de Geoloathtak utiliza sus artes de la tierra para generar casi de la nada compactos bloques de piedra que delimitan un espacio que no debería poseer existencia alguna, pues son parte natural y parte esencia de otras esencias en otros mundos… Son elementos muy pesados, aún cuando son bloques del tamaño de un puño. Con ellos, con lo que muchos brujos llaman la velocidad cercana al infinito, el hechicero encierra a un elfo negro en un campo de fuerza de carácter místico y físico a la vez, el que genera un campo gravitatorio que desoye las leyes naturales. Y lo captura, al rival, porque duda en matarlo… No sabe de la naturaleza de un elfo negro… o de que un nuevo paso atrás en el tiempo es el que lleva al poderoso campo gravitatorio a otro momento y genera una especie de “roto” en el espacio tiempo. Se define así, aunque en la práctica se trate de una especie de nudo de lo que existe que se mantiene estático en el aire. Quien lo ha osado tocar, siente que sus 220
manos se diluyen como el agua y ya nada vuelve a ser lo mismo. El Gran Ivaram de Loria asimismo asiste a la temible liza entre el Gran Pagaeva con otro elfo negro, mientras ambos distorsionan tanto la realidad que se pierden para siempre que un lugar que no existe. Son las primeras bajas en la magia… Las más “reales”, aunque parezca una contradicción llamarlo así. Veehaam El Sabio y Xneuba El Gentil rodean a otro de los elfos, el que consiguen paralizar al uso de un hechizo capaz de helar las sustancias… aunque un ser vivo no sentiría precisamente frío. Es “hielo absoluto”, como lo llaman los brujos. Es decir, la congelación total de lo que existe, cuando las partículas se detienen. Curiosamente, el producto de esa improvisación, unido al espectral “cuerpo” del elfo negro, da como resultado por apenas unas milésimas de segundo un cuerpo nuevo que es ajeno a las leyes universales y que sale disparado a la velocidad de rotación de la galaxia. * * * —Estudiamos ese fenómeno por mucho tiempo… No nos lo esperábamos… —comenta Hummlar Primero. —El elfo negro contraatacó 221
con un hechizo de inoperancia en este mundo, o con la intangibilidad total y para que el hechizo de los brujos pasase de largo… Empero, el hechizo no era para atacar a lo que existe en este mundo, sino para alejarlo aún más de él. —No puedo entender eso, Señoría — sopesa Melac. El supuesto Gran Ivaram de Loria, un Belood de Izvart mas que desencajado, tampoco. —No hay mucho más que contar sobre ello —resopla el brujo, aún en ascuas por aquel episodio. —Imaginamos que el elfo negro “despertó” en mitad del cosmos, completamente confuso como tan fuera de lugar, en todos los sentidos. * * * “Negociemos”, oye el Gran Ivaram de Loria. Por fin, el líder de los elfos negros contesta. “Sí, hagámoslo”. “Libéranos del embrujo y abandonaremos el campo de batalla”. ¿Embrujo? Era lógico pensarlo. Si en la particular filosofía de los elfos negros aún la necesidad o sentido de la existencia misma es cuestión de debate y objeción entre los mismos 222
elfos negros, imaginar que uno de ellos, o un grupo, se decante por luchar a favor de cualesquier especie del mundo suena a disparate. “¿Quién?” pregunta el Gran Ivaram. “La bruja…” * * * …Nadie entiende qué diablos de lucha se traen entre manos los brujos y los elfos negros. No hay sangre, ni aspavientos. Lo que sucede es que a menudo el sonido no llega del otro lado del campo de batalla. Tampoco se aviene siquiera el viento. Su peculiar pelea tiene otros tintes distintos a la natural bruma de guerra. De repente, la gente cree que ha caído un rayo. Hay un estampido sónico. El suelo parece que emana vapor… y entonces los elfos negros abandonan el campo de batalla; el brujo y los elfos han llegado a un acuerdo. “Libéranos… si puedes…” Son las últimas palabras del líder de los elfos negros. Porque el Gran Ivaram de Loria propone, y ellos aceptan. Es más, participan. En una última voluntad en la llanura, el tiempo confuso y la magia del Gran Brujo se conjugan en una estrategia completamente desconocida. Sucede el 223
“milagro”, la gran paradoja de todos los tiempos, y una mujer camina el campo de batalla vestida con un precioso traje de seda, precisamente camino al río. * * * —Entonces apareció ella —cuenta Hummlar Primero. —Yabertiht Liana, Hechicera de la Noche… Una mujer hermosa, de cabello muy oscuro. Más oscuro que la oscuridad total. Joven, y preciosa. La mujer perfecta, en la vanidad de las brujas por apreciarse como las mujeres más hermosas del mundo. —¿Una mujer? —la desmerece Melac. Una mujer en el campo de batalla… Eso es una estupidez. —No es una mujer cualquiera. Es una hechicera… curiosamente, la misma que observa la batalla desde las terrazas del Palacio de Meukoulor. * * * —¿Qué diablos está pasando aquí? —duda la bruja. Desde las terrazas, sólo los entendidos de 224
la magia pueden saber qué ha pasado en él, en la extraña pelea entre brujos y elfos. Acaso, la bruja y el hechicero que se ha descubierto ya de entre la comitiva de parlamentarios humanos. Sin embargo, ahora se aviene a la llanura algo extraño… algo de difícil comprensión. —¿Soy yo…? —duda. Es ella… Es ella, pero en otro tiempo. La particularidad que rodea a los elfos negros ha llevado la magia del Gran Ivaram de Loria, ahora su libertador, a otro tiempo… y se ha conjurado el magnífico hechizo de La Duplicación de Cuerpos que el Gran Maestro ya domina con excelentes resultados. —No es posible… —duda la bruja. —He oído sobre ese hechizo, pero para que tuviera lugar tendría que suceder que yo pisase el campo de batalla, cosa que no pienso hacer —advierte, girándose en redondo, sobre los herederos… que no entienden nada. —A no ser… —sopesa ahora, —que la rara esencia de los elfos negros hayan logrado mezclar el tiempo y el destino a partes iguales, lo potencialmente posible y lo ocurrente, aunque no ocurra, y que el sólo hecho de mi lugar en esta tierra suponga una endeble lógica a todo esto. Porque soy yo… —se señala, incrédula. Casi se sonríe, amante como es de la magia. —¡Yo en mi juventud! 225
…Con menos experiencia en las artes de la magia. Eso pretende el Gran Ivaram de Loria. Sabe que la verdadera Hechicera de la Noche es un enemigo total, muy complejo. No quiere dejar Los Reinos en manos de un encuentro tan desigual como la mejor bruja de todos los tiempos contra una decena mermada de brujos del momento. Joven, arrogante, pretenciosa… Lo es tanto que no se extraña de estar allí, en mitad de la nada. “Un momento…” dice, la preciosa hechicera, mirando a su alrededor; estaba en “casa”, en su laboratorio… y ahora aparece en otro lugar, una gran llanura, un río… dos ejércitos… —Mi Señora… —dice el Gran Ivaram de Loria, —estáis en una guerra. —¿Una guerra…? —duda. —Tiempo ha que leí en mis sortilegios sobre la llegada de una gran guerra… No creí que me implicaría… —Os ruego pongáis atención porque no quisiera combatiros con el desconocimiento de los hechos por vuestra parte, Señora. No puedo explicar ni dar detalles de las alianzas que La Señora ha pactado con las fuerzas del más allá, o con las fuerzas terrestres de orcos, demonios y otras bestias. No sabemos de la asamblea propia ni de sus planes. Solamente os ruego atención en este 226
singular combate entre nuestras fuerzas y, dado el momento que nos ha tocado vivir, si me es posible, la dejaré con vida. La hechicera se gira. Ve las tropas. Ve la llanura… Hay un palacio precioso en lo alto de las montañas. Sabe cuál es. “Yabertiht Liana… sabrás quién soy si miras dentro de tu alma… Nos han duplicado para dividir nuestro peso mágico. Una treta sucia, pero reconozco que muy hábil por parte de nuestros enemigos. Eres mi parte joven y mi esencia más elemental, pero suficiente para derrotar a eso imbéciles”. —¿Así, sin más? —duda la “hechicera joven”. Mira a palacio. Eso lo ve el Gran Ivaram de Loria, que ya sabe que se está comunicando consigo misma, con su yo absoluto, pero de otro tiempo. —¿Qué diablos significa esto? —y se mira las manos. “No llego a entender cómo la magia de ese maldito brujo logra perturbar la lógica y permitir la existencia simultánea de elementos de distintos tiempos que, al cabo, son los mismos elementos. No sé cómo su magia no corrompe la existencia… pero ocurre. Ya nos preocuparemos de eso en otro momento. Ahora lo que importa es que seas fuerte, pues el efecto ha tardado en llegar… pero ya lo noto; me han extraído energía sobrenatural”. 227
Allá arriba, en las terrazas de palacio, hay una bruja anciana que cae de rodillas. La sensación que tiene es la de vacío interior, como si debajo de su piel sólo hubiese aire. Porque el efecto ha tardado en aparecer, pero ni con la magia se puede llegar a engañar al destino y a la realidad de cuerpos y partículas y ahora la esencia vital y la esencia mágica de la bruja son arrancadas de este mundo, y de este tiempo, para dividirse en dos mitades. * * * —Vimos cómo la bruja joven se retorcía de dolor. Nos miraba angustiada… —cuenta Hummlar Primero. —Ella también sintió de forma tardía que su potente juventud, toda su fuerza, se dividía —y el brujo sopesa lo que cuenta ladeando la cabeza; aún hay muchas incógnitas que responder sobre aquel suceso. —Algunos miden esa intensidad mágica con ecuaciones que incluyen unidades de fuerza por centímetro cuadrado, por unidad de tiempo, por flujo radiactivo… Es absurdo intentar encontrarle una medida exacta, porque la magia se diluye apenas empezamos a llegar a entenderla. Sus cauces dimensionales son confusos, su relación con la realidad es caprichosa… Responde a ciertos 228
estímulos naturales para desenvolverse de forma sobrenatural… Unos creen que es una particularidad de la existencia para poder evolucionar, como si fuese un ser vivo. No sé —y el brujo da un manotazo al aire, —hay muchas teorías al respecto. * * * “¿Estáis lista, Señora?” No responde. Sabe lo que ha de venir. Por eso, en silencio toma la iniciativa. A veces, los grandes ataques se vienen venir. Los pequeños gestos, en cambio, son los más efectivos en momentos de indefensión. Por eso, la Hechicera de la Noche concentra todo su poder en un diminuto punto del cerebro de uno de los brujos, el que está más cerca desde el punto de vista de abarcarlo sin que éste se percate de ello. Un punto muy pequeño, pero que destruye a distancia con una honda expansiva que se genera dentro del cerebro ajeno para crear instantáneamente un vacío del tamaño de unos milímetros. Eso, simplemente, destroza aquella mente. La rompe… El brujo cae de rodillas, completamente lobotomizado en segundos.
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—¡Ha empezado! —grita otro de los brujos. —¡Atrás, atrás! Son los primeros momentos de tensión. Los primeros momentos de incertidumbre. Nadie sabe hasta dónde llega el poder de la hechicera, aunque esté dividido, debilitado. Todo lo que tienen entre manos son suposiciones. Llevan semanas apercibiendo un gran “peso mágico” que se aviene desde el norte… Lo han creído localizar en la bruja, y ahora lo confirman cuando la intuición les habla a voces para decirles que esa magnitud ha menguado, o se ha movido de sitio en el tiempo y en el espacio.
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Capítulo decimoséptimo
Los elfos negros llevaron la sombra al campo de batalla… pero la Hechicera de la Noche lleva la oscuridad. El día se desvanece. Los colores se emparejan a un gris turbio, mortecino. Es su territorio, adonde sus hermosos ojos verdes se convierten en preciosas gemas luminiscentes. Parecen ojos de felino, que emiten una luz sin haz, pero que se proyecta incluso en la distancia; hay quien cree haberlos visto impresos en su coraza, como acaso el sol centellea en las aguas. El Gran Ivaram de Loria invoca el fuego. Es una elección obvia. Quizá demasiado. La luz, rompiendo la oscuridad. Y, en un campo de batalla sobre una llanura, pocas más cosas pueden arder que los propios cuerpos de los cadáveres. Son éstos los que prenden, convertidos en un combustible antinatura. Y lo son precisamente porque el fuego que los ilumina no es natural. Son llamas intensas que prenden en otra sustancia muy distinta al fuego convencional. No necesitan aire, ni nada que prenda sino la materia. Eso sí, producen luz, la que hace falta para combatir la oscuridad.
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Yabertiht Liana sonríe. Sí, en una elección demasiado obvia. En el supuesto de un fuego emisor de luz, tendría sentido con una oscuridad convencional. Empero, la “noche” que sigue a la hechicera no es tal. Es sustanciosa. No es precisamente la ausencia de luz. Es una oscuridad con cuerpo, gelatinosa. Es pesada, y no sólo agota y “asfixia” el oxígeno, sino también la luz. …En fin, ya que los cuerpos están ardiendo, la hechicera promueve algunos “actos divertidos”. Un preludio de quien es, lo que piensa, a sabiendas que aún no quiere jugar sucio. Porque, a su mano, algunos cuerpos se reincorporan, y sus cabezas ardientes, decapitadas en mil vueltas, salen disparadas como meteoritos que atemorizan a las formaciones de humanos, que retroceden estupefactas. “De acuerdo…” sopesa el Ivaram. “Esto pasa por blasfemar contra el recuerdo de los caídos…” Y ya sabe que haber prendido fuego a los cuerpos no será bien acogido por las milicias. Nadie quiere acabar muerto, pero sobretodo convertido en una simple lámpara y mucho menos en un proyectil burlesco. La animadversión hacia el mundo de la hechicería cobra cuerpo de nuevo. Se refuerza… y más aún va a tomar protagonismo cuando la hechicera usa las armas de los mismos 232
caídos en el campo de batalla como nuevos proyectiles. Algunos de éstos arrastran aún las manos de sus legítimos dueños, partiendo el sagrado vínculo de los caballeros con sus armas de larga tradición familiar y por el cual los cadáveres deben enterrarse con su acero, sean o no calcinados en diferentes rituales fúnebres. Son armas arrojadizas contra el brujo. Todas contra él. La hechicera ya ha hecho los preludios contra la tropa, la aleja de una eventual intervención de héroes… la que ya no va a acontecerse, y ahora se centra en su rival mágico. Y un ataque físico tiene una respuesta física. El Gran Ivaram solidifica su capa hasta límites semejantes al metal, manteniendo no obstante su flexibilidad y peso. Con ella, las armas rebotan o se quiebran. Hay mil esquirlas y chispazos, pero de lo que es un primer ataque de tanteo sobrevive un brujo que ya prepara una respuesta a la altura de las circunstancias. * * * —Imagino que pasaban más cosas de las que veíamos a simple vista —sopesa Hummlar Primero. —Su Señoría las conoce, por supuesto —y señala a Belood de Isvart, que tiene la mente completamente en blanco. No se acuerda de nada. 233
De hecho, ni siquiera es ya un brujo, ni tiene atisbos de llegar a volver a serlo. Todo cuando cuentan parece de otro mundo, uno que nunca ha tenido lugar. —Pero… —y el brujo ahora alza el dedo, —muchos sopesan que la conversación que los dos grandes señores de la magia debatían entre tinieblas deparó en un enamoramiento —y carraspea. No le gusta ese asunto. Es decir, se siente incómodo reconociéndolo. —¿Un enamoramiento? —duda Melac. —Es pura especulación, por supuesto — quiere explicar con prontitud el brujo. —Aún no nos explicamos cómo el Gran Ivaram no ajustició a la hechicera cuando tuvo la oportunidad. Nosotros, los brujos —quiere aclarar ahora, —no creemos deliberadamente en el amor porque sabemos que es algo que se puede inducir; es muy probable que la hechicera utilizara como último recurso un encantamiento de tipo… amoroso. * * * ¿La guerra, perdida por el amor? —¡Qué adorable…! —se burla la bruja, allá en las terrazas de palacio, cuando vuelve a reincorporarse; ya se encuentra mejor. Nunca dejará de sentir ese frío interno, esa debilidad de 234
sentirse vacía… pero ahora es capaz de sobreponerse a ello y sonreírse de lo fácil que es doblegar el alma del hombre con las armas de una mujer… sobretodo si está la magia de por medio. Los herederos no la entienden. —Mirad, Señora… —señala Eiku de Lenium, el más joven de los herederos. —Vuestra delegada en el campo de batalla está sentenciada. Pero la bruja no responde. Se vuelve a sonreír, justo antes de que le llegue un repentino ataque de tos. * * * ...Han visto cómo la brujería convertía el día en la noche… y el fuego espontáneo adonde no debe prender nada… Ahora, el Gran Ivaram ha usado el zafiro de su anillo de poder para capturar la imagen de la hechicera. No es ella… es sólo su imagen… pero, al aguardar el anillo en lo oscuro de su guantelete, entre sus manos, la hechicera se sume en el caos de no entender dónde está. …Eso parece absurdo. Está ahí… ahí mismo. Muchos no pueden entender qué sucede. La hechicera ha perdido la noción de su entorno, del mundo entero… del aire que respira, de la luz que la baña, del tacto de su propia piel… 235
Completamente inutilizada, y es víctima del pánico. —¡Oh, demonios! —dice la bruja desde palacio. —¡Estoy perdida! Y la hechicera, en el campo de batalla, reacciona como tal, con toda desesperación. Por eso, algo de su esencia escapa al influjo y busca “materia y alma” en su entorno. Lo que haya, lo más grande y poderoso que cree entender, que es un ogro. El alma y la vida de un ogro, en la talla de un ser descomunal. El mismo que irrumpe en la noche ficticia con sus pies de montañero. Una hecatombe en pleno movimiento, sometido a una posesión en la que ha pasado a convertirse en un mero títere; a su paso, de improviso, a arrollado y pisoteado a los orcos que defendían las primeras líneas. Un “ataque” de retaguardia que nadie se esperaba. …Es una gran masa. Veinticinco quintales de “hombre”, enfurecido y más “heroico” que si el ogro estuviera en sus cabales. El Gran Ivaram de Loria debe detenerlo. A su paso dispone una nueva cota de oscuridad. De alguna manera, duplica la distancia, o la retuerce. Por ello, los puñetazos del ogro, los que deberían aplastar al brujo, se estrellan contra el suelo. Un golpe de gravedad intenso hace que pierda el equilibrio… pero, que un ogro caiga, apenas eso, 236
sólo supone ganar algo de tiempo, algo muy valioso si hay que pensar que un brujo no está habituado a las exigencias con su físico. Porque debe huir, debe moverse… casi como un soldado más. No debe separar los puños, permitir que el reflejo de la hechicera vea la luz, o éste escapará de su “encierro”. En ello, pasa cerca de lo que realmente es ella… de su cuerpo… Y, tal vez, las malas artes de los elfos negros han dejado algunas reminiscencias muy sutiles en el aire de lo que es el tiempo en secuencias de capricho, pues ha creído sentir un embriagador olor a rosas que lo enamora. “¡Tonterías!” se dice. Es absoluto caer en una trampa tan simple, tan mundana. Se alzan los zombies, los cuerpos abatidos de los muertos… Tanto los humanos como los orcos caídos. Es lo que hay a los pies. Es la materia colindante a disposición de la magia. Por eso la batalla se repite de nuevo… Esa es la impresión. Los cuerpos vuelven a enfrentarse a los cuerpos, mientras unos los controla el Gran Ivaram y otros la Hechicera de la Noche. * * * —Fue una auténtica sangría —cuenta Hummlar Primero. 237
—¿De qué tonterías hablas? —protesta Hummlar Segundo. Se acaba de despertar, y suele hacerlo refunfuñando, de mal humor. —Oh, estúpida copia… Tú no estabas allí —lo manda callar su “gemelo”. —Las formaciones en orden de batalla, pero de cuerpos vivos, estaban sobrecogidas de miedo. Así pues, como os cuento, los cuerpos de los que ya habían caído volvieron sobre sus miserias para enfrentarse de nuevo en un verdadero despropósito que aún conmociona los sueños de los que presenciaron semejante aberración. * * * Cae la noche… y no es magia. La batalla de los muertos ha sido la peor pesadilla que nadie hubiera podido imaginar. Es la guerra más sucia y cruel que se haya podido acontecer jamás. Los cuerpos, hasta que no son ya una mera carnaza sin propósito, han combatido hasta un final absoluto adonde no cejan los músculos cortados, las vísceras por los suelos, los huesos rotos… sino el ánimo de la brujería. El Gran Ivaram de Loria está agotado. Cae de rodillas, completamente exhausto.
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Del otro lado, la hechicera hace tiempo que reposa aparentemente tranquila en un espacio vetado a la descomunal matanza. Nadie ha osado acercarse a ella… Un halo misterioso, sometido al poder de la misma hechicera, ha impedido que las marionetas del brujo la hayan acosado. —Esto queda en tablas —suspira la bruja, allá en las terrazas de palacio. Se gira, y se dirige a los herederos. —Firmemos la paz… El Gran Ivaram de Loria está rendido. No podrá luchar por mucho más tiempo; llevan horas luchando. —Aún no ha cejado… —señala Dehoán de Lenium, dando un paso al frente. Han comentado las muertes… han sopesado que ocurría realmente en el campo de batalla. Ha habido tiempo de atender a los heridos, de reorganizar las tropas para un nuevo asalto entre los vivos, apenas cuando los muertos dicten su final. Incluso la delegación de orcos en palacio ha debatido con los humanos, al menos en dos ocasiones. Y ha habido despropósitos, como “escoria humana” o “basura bastarda”. Poco más, adonde los ánimos deben calmarse porque aquello, arriba, es una asamblea de guerra, se blasfeme lo que se blasfeme abajo, en el campo de batalla y contra la dignidad y honor de los caídos.
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—Acordemos la paz, altezas —se reitera la bruja. —Hacedlo, antes de que el brujo caiga y mis tropas arrasen toda esta tierra. —Es una farsa, hermanos —la niega Baseiva de Lenium. —Hemos contemplado el horror, pero su poder máximo, en esa hechicera diabólica, se ha perdido. Está rendida… Hace horas que no se mueve… —La veis quieta, desde luego —suspira la bruja, —pero os aseguro que está en pleno movimiento. * * * —No sabemos qué os pasó entonces por la cabeza. Vuestras descripciones eran muy vagas, Gran Maestro —cuenta Hummlar Primero. Belood de Izvart se empequeñece. Tanto protagonismo no tiene cabida en sus pretensiones. —Hablasteis de momentos muy bonitos… Eso no cabe en la voz de un brujo, pero sobretodo teniendo en cuenta que a vuestro alrededor brotaba la sangre y el descuartizamiento de cuerpos activos que ya deberían estar en descomposición. * * * 240
Y cejó… No pudo más… El Gran Ivaram de Loria ha sido sometido al embrujo de amor y cariño más poderoso que ninguna hechicera haya empeñado para conquistar reino alguno, para erigirse reina legítima adonde sólo hay fraude. La voz cariciosa de Yabertiht Liana no sólo es pura música, sino que su halo mágico toca y activa biológicamente los recursos humanos que invocan al amor. Una auténtica sumisión de los sentidos. Un bombardeo inapelable. Por él, aunque no ha caído aún al embrujo, el Gran Ivaram abre sus puños… y mira el zafiro de su anillo. ¿Sumisión…? ¿Quizá Curiosidad…? ¿Prepotencia…? Sólo el mismo brujo podría contestar a eso, y no lo hizo nunca. Apenas contempló el reflejo cautivo de la hechicera, que en ese mismo momento se liberó de su encierro y, su imagen, su esencia, se coló directamente a través de las pupilas del brujo hasta su cerebro… lo que muchos llaman el corazón. —Los dioses tienen en su haber toda la sabiduría… o acaso se han vuelto completamente locos —dice. Porque tiene a la hechicera a sus pies. Está indefensa. Está rendida… Apenas alza la mirada, pero ha usado toda su fuerza, su fuerza mermada a la mitad, para logra clavar en el Gran 241
Ivaram un hechizo no de destrucción, sino de protección propia; sabe que el brujo no la matará… Sabe que, completamente rendido de la razón, no podrá hacerlo. —Firmad el acuerdo, altezas —se reitera la bruja, allá en palacio. —Miradla, está vencida… —No, no lo está. Sois los humanos los que estáis derrotados.
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Capítulo decimoctavo Los más intuitivos creen oír una melodía que se aviene con la brisa. Es de noche, pero no una noche cerrada. El trabajo de los vigías y exploradores se intensifica; nadie se fía de algunas compañías militares den un rodeo y busquen hacer un cerco improvisado, reemprender la batalla por sorpresa. Se hacen fuegos. Grandes fuegos. Con ellos, se muestran las armas, la disposición a plantar cara… Nadie va a dormir, eso es obvio. Es entonces que sale la luna. Una luna llena intensa. Quizá, los adoradores de la brujería han elegido precisamente este día y esta noche para emprender la batalla. Por el día los hombres, los orcos, y sus armas convencionales… Al caer la tarde, cuando la luna empieza a querer asomar el cielo, la magia… y, ya de noche, con el elemento clave de la hechicería en todo lo alto, hacer sonar esa música suave que llega al campo de batalla. El Gran Ivaram de Loria ha caído de rodillas. Junto a él está la hechicera… Ninguno de los dos se mueve. —Pactemos —dice la bruja. Los herederos se miran.
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—No hay acuerdo posible. Aquí, y ahora, nuestro poder militar expulsará al orco definitivamente de nuestras tierras —resuelve con arrogancia Naegead de Lenium, el mayor. No es imperioso su carácter, pero sí su deber; da un paso al frente, alza la mirada… de hecho mira fijamente… —Firme la rendición, o ni siquiera permitiremos una retirada. La unanimidad de nuestra parte es absoluta —y mira a sus hermanos. La respuesta son algunos pasos al frente, Algunos… * * * —El joven Dehoán de Lenium, reconvertido en Dehoán de Mowa, estuvo presente en esa asamblea. Su señoría, el Gran Ivaram de Loria, estuvo abajo, en la llanura… y el tercer elemento crucial en esta nueva etapa de la guerra, la que queremos emprender ahora, nada más y nada menos que estuvo allí… pero en el cielo —cuenta Hummlar Primero. —No todos los herederos, no todos los hermanos, dieron un paso al frente. Baseiva de Lenium no lo hizo. Para cuando se le pidieron explicaciones, apenas suspiró y miró el cielo, oyendo aquella bonita melodía que se avenía de la distancia.
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* * * —Firmaremos un tratado de Tierra de Nadie, hermanos —dice. Baseiva de Lenium no alza la mirada, pero su postura es firme. —¿Qué sandeces estás proponiendo, hermano? —No hay salida… —suspira. —El poder militar que se aviene desde el cielo no es combatible con nuestras armas. Firmemos la paz. …Algo ha pasado al margen del conocimiento de los hermanos. Algo, donde Baseiva de Lenium tiene mucho que ver. —Yo ya lo he hecho —afirma. * * * —Ya había pactado con la bruja —cuenta Hummlar Primero. —Uno de los herederos ya lo había hecho, en secreto. En parte llevado por su ambición, queriendo acceder al trono del Imperio, y en parte sometido a la gran demostración de fuerza que le hizo entonces le bruja, la misma que se cernía entonces sobre el campo de batalla. * * * 245
Hay graznidos en el cielo. Vienen de lejos. Graznidos misteriosos que los entendidos en el medio natural desconocen. No hay ave capaz de proferir esos potentes graznidos, los que recorren leguas y leguas de distancia atemorizando a bestias y humanos. Están arriba, junto a la luna. Las siluetas empiezan a tomar forma… ¿Murciélagos…? Acaso, ¿murciélagos gigantes…? No… Hay cuellos largos, garras y colas… Son dragones, multitud de dragones sobrevolando el campo de batalla y refulgiendo en sus escamas bajo la luz de la luna. Una estampa que aterroriza a las masas. Incluso los orcos están sobrecogidos. Nadie sabe a qué han venido… nadie supuso que existieran, al menos más allá de la leyenda y fantasía de las “tierras prohibidas”, de la llamada Tierra de Dragones. Allí habitaba el mito. Los incrédulos los daban por falsos, por cuentos absurdos para alejar de la codicia de los buscadores de minas de oro una tierra salvaje e indómita bajo el caluroso sol de un cañón rocoso y profundo. …Hay siluetas humanas sobre las bestias. Los dragones son montados por quienes los doman. Hacen sonar sus flautas, y los monstruos voladores responden cambiando de dirección, de 246
altitud, de postura… Tres dragones, en perfecta formación, sobrevuelan el Palacio de Meukoulor. Pasan por encima de las terrazas, y luego se empequeñecen sobre el campo de batalla, causando el vértigo en sus observadores; han pasado como flechas, pero ahora se ralentizan según van conjugándose en la distancia. Siehoocoex es un bello dragón de plata. Él, precisamente, parece más bonito que ninguno allí, bajo la luz de la luna. Por eso hay quienes sonríen al verlo pasar en un vuelo rasante. Una admiración que dura poco, porque la bestia sigue alientos para intimidar y lo que hace es lanzar su poderoso fuego contra la montonera de cadáveres. En ello, los cuerpos se carbonizan pronto, las prendas arden y, ante el chorro de calor, saltan por los aires los mangos de manera de las armas y se volatilizan las correas y ornamentos. Incluso hay cuerpos que salen volando. Guewutu, un elegante dragón rojo, pica sobre el río y allí escupe su fuego azulado, con temperaturas más que extremas… Por él, las aguas se evaporan y se levanta una sorprende columna de vapor. Neeveti y Beewuonum son los últimos en pasar… y sus llamaradas prenden la llanura. La primera rebota varias veces, hasta que queda impregnada en un punto en el que se solidifica en 247
una argamasa aparente al plomo. La otra se riega a lo largo y a lo ancho, más allá de su primer contacto, y allí hierve en su propia esencia por largo rato. La llama que cae al río lo vaporiza. Liam, el mejor de los linfos, sume ahora bajo sus órdenes su dragón de cobre y éste pica sobre el campo de batalla, luego trepa hacia las montañas… y arremete el viento de las alturas del Palacio de Meukoulor para desacelerar su vuelo. Sus alas se abren al máximo, sus patas quedan por delante, grazna y ladea la cabeza… y entonces se posa en la misma terraza, ante el estupor de los presentes. Su gesto es de reverencia, cuando su jinete somete a la bestia con su silbido mágico; se rinde pleitesía a la bruja, que la acepta con los brazos en cruz, quizá capaz de olisquear en el ambiente el inmenso poder que tienen entre manos y el pánico casi sólido de quienes contemplan a la criatura más perfectamente dotada para la guerra. —Escamas ligeras pero casi irrompibles… —describe la bruja. —Un vuelo inigualable… Ferocidad extrema, garras, dientes… y fuego, mucho fuego —se sonríe. —Estos son los argumentos que pongo sobre la mesa para declarar Tierra de Nadie, señorías. Es la hora. * * * 248
—No había mucho que pudiéramos hacer —sopesa Hummlar Primero. —No había forma humana de combatir a los dragones. Ni siquiera la magia. Era muy arriesgado no transigir… sobretodo porque el Palacio de Meukoulor fue rodeado por las fuerzas humanas leales al heredero rebelde, a Baseiva de Lenium. Tropas lideradas por nobles simpatizantes con su causa, deseosos de repartirse el pastel de honrar por primero al futuro rey del Imperio. —…Los hermanos fueron encadenados, o muertos —prosigue el relato Melac. Eso cree. Sabe de las habladurías, de las voces que han recorrido el mundo para contar esa misma historia. —Pero no habéis podido oír eso —le niega Hummlar Primero. —Las cartas del pacto que han recorrido Los Reinos hablan de unanimidad entre los herederos. Luego se citan detalles muy vagos de la repartición de los reinos conquistados y los reinos libres… —Pero todos sabemos que eso es mentira —refunfuña Hummlar Segundo. —Lo es, desde luego. Las habladurías de taberna son más propias a la realidad que las versiones oficiales de los hechos. Es cierto, soldado, que los herederos fueron sometidos a 249
diferentes destinos. Algunos fueron presos. Dos, al menos, fueron ejecutados en días sucesivos… pero uno de ellos, por fortuna, fue rescatado por el mismo Ivaram de Loria con la ayuda inesperada de un desertor a la causa de los invasores que la misma bruja nunca sospechó… un tal domador de dragones, líder de los linfos, llamado Liam… simplemente Liam, aunque algunos empezaron a llamarlo El Libertador.
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Capítulo decimonoveno
…Han abatido a los orcos. Ha sido fácil. Andan confiados y prepotentes creyéndose ya los amos absolutos de Los Reinos. Les han prometido el mundo entero, y se lo han creído. A un lado del río se ha montado el acampamiento de los invasores. Del otro, el de los humanos. Una frontera muy vigilada para extraños momentos de paz. Aún se recelan las miradas y se mantiene un perpetuo acecho del rival. Se recela, aún cuando las tareas funerarias mantienen las bocas cerradas y los músculos tensos deseando vengar las muertes amigas. Eso sí, se elevan las columnas de humo de los entierros, así como las voces de los cánticos de pena y gloria. Sabiendo del enemigo, se empiezan a levantar atalayas de madera, las únicas permisibles en el tratado; ningún emplazamiento fijo, o que no pueda arder y calcinarse hasta desaparecer. Ninguna sentamiento definitivo… No es reino, sino un lugar para ninguno de los dos bandos. La Tierra de Nadie es ya un hecho. Lo que también es un hecho trata de la conspiración encubierta de los hermanos, los herederos al Imperio. Por eso, el joven Dehoán de 251
Lenium es conducido en aquella caravana de orcos debidamente enjaulado en un carromato de prisioneros. Una prisión para él solo, así como la custodia de treinta orcos armados hasta los dientes que, no obstante, bravuconean y se distraen de cualquier cautela bromeando todo el tiempo. La gloria parece rodearles… hasta que lo que les rodea son las flechas de una emboscada. ¡Muerte! se oye la voz. Es un oficial, un capitán entregado a la causa de “desertar” de los tratados de nobles y sangres reales. Sabe, y toda su tropa también, que serán ejecutados por romper el tratado de paz… pero, quizá, las cosas van a empezar a hacerse así a partir de ahora, en lo clandestino. ¡Emboscada, emboscada! En vano, los orcos tratan de organizar una defensa en la que nunca pensaron. Por ello caen como moscas. Apenas quedan los que se rinden, los que sueltan las armas a tiempo… pero el capitán sabe que no sólo debe desertar de la pleitesía que le debe a su rey, sino asimismo al sentido común y al honor por el que se rigen las castas militares. Por eso no perdona. No puede hacerlo. No pueden quedar testigos de la liberación del heredero. “Matadlos”, ordena. Sus soldados se miran, pero ya saben a qué han venido. Por eso no fallan. 252
Deshonran sus familias, pero saben que hacen lo correcto; los orcos son degollados. Dehoán de Lenium ha sido debidamente amordazado. Cuando lo liberan, no sólo agradece su suerte, sino que promete a los buenos hacedores de su destino la recompensa de su lealtad: —Os estáis jugando el cuello, capitán… milicia —y los mira a todos. —Os corresponderé con mi vida si fuese necesario si aún pretendéis hacer mayor justicia —promete. —Es justo lo que esperaba oír, Alteza — dice un anciano, que aparece tras la delirante violencia de los soldados. Son dos, que se avienen con sus ropas de magos. Son El Gran Ivaram de Loria y su aprendiz, Hummlar El Torpe. —Os hemos liberado porque un tratado siempre tiene muchos puntos de presión, mucho chantaje… pero pocos acuerdos que sean justos tienen de por medio la traición familiar. —Señoría… —y el heredero estrecha aquellas manos. Fue apenas un niño cuando aquel reconocido brujo estuvo en palacio. Un Dehoán de ojos despiertos, entonces, lo anduvo admirando toda su estancia, cuando sus demostraciones de magia en la sala real, en los jardines… y luego aquellas aulas ocasionales donde enseñó los
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principios de sus artes. —Sois oído en todo cuanto llevéis por razón. —Hablemos —propone el brujo. Para ello, y para sentarse, unas piedras en el camino son más que suficientes, mientras los soldados apilan los cuerpos de los orcos y trajinan sus heridas para desvincularlas de la talla de sus armas; pasarán desapercibidos, esos cortes, y nadie que sepa de armamento podrá correlacionarlos con el acero de soldados del Imperio. —Hemos tenido que ceder. Los orcos se han implantado en Los Reinos. No hemos podido siquiera plantearnos luchar contra los dragones. Eso sería un suicidio. —¿Y mi familia, Señor? —Ha vuestra hermana, Raeme de Lenium, se le ha perdonado la vida a cambio de que contraiga nupcias con un jerarca extranjero. Aún se debate el reino o condado que le será asignado, siempre bajo el mando títere de vuestro hermano Baseiva. Dehoán suspira hondo. Son muy malas noticias. —¿Qué nuevas tenéis de mis otros hermanos… en especial, de… —y suspira otra vez, —de Eiku. —Lo siento, Alteza. Demasiado hablador. La juventud lo hace estallar con avidez. Me temo que si los orcos se lo han llevado a sus tierras de 254
origen es muy probable que no sobreviva al tortuoso viaje. El frío, la inanición, la tortura… He enviado hombres de confianza a indagar su paradero, la ruta por la que será sustraído de su tierra natal… pero, lamentablemente, esta “paz” está todavía demasiado fresca y son caminos muy peligrosos. Tampoco hay acceso libre a todas las comarcas. —¿Y los difuntos? —Siguen siendo dos, Alteza. Naegead, vuestro hermano mayor, y Roorulor. —Oh, Roorulor… —suspira Dehoán. Ahora le viene a la mente aquellos tiempos en que el más fornido y noble de los hermanos jugaba con él, cogiéndolo en volandas. Eiku también tiene cabida en esos sueños. Y, Naegead, siempre liderando a los hermanos con su sabiduría; no puede faltar. —Por lo demás, Riusodeo ha pactado sumisión a su hermano traidor, Alteza. Es ahora la mano derecha de Baseiva. Eso parece… si bien aquí las manos están atadas porque la que gobierna es esa maldita bruja. —La bruja… la hechicera… —dice una voz. —Sabía que darías este paso, Gran Ivaram. Y se alzan de inmediato. Nadie lo ha visto venir… Es decir, los brujos no lo han hecho… ¿o sí? Porque, mientras Hummlar El Torpe abre los 255
ojos como platos y pones sus manos en posición de ejecutar un ritual mágico de protección o ataque, y mientras Dehoán aprieta los puños, el Gran Ivaram de Loria asiente, conforme; hace horas que viene intuyendo la presencia del mal, pero ha dejado correr al destino. —No tengáis miedo —advierte. —Sólo es la Hechicera de la Noche. * * * —Apareció de la nada. Es evidente que seguía nuestros pasos. Es decir, no confió en que lo hiciera ningún cuerpo militar de orcos u otras bestias —sopesa ahora Hummlar Primero… El Torpe. —Nos siguió ella misma. En sus dos formas… La bruja, y la hechicera. * * * —Esa moneda de cambio que os queréis llevar es mía, Gran Ivaram —dice la bruja, la anciana; objeta sobre Dehoán, uno de los herederos. —¿Soléis robar vuestro sustento? —ironiza el brujo. La preciosa hechicera está cerca… su 256
embrujo aún no ha menguado; por él, el Gran Ivaram mantiene las distancias. Los soldados se ponen tensos. Dehoán quiere buscar una espada, pero es mejor que no se mueva. —No tenéis derecho sobre él; habéis jurado lealtad al Rey —dice ahora ella, y mira uno a uno a los soldados, y luego a su capitán. —Un juramento… Pase lo que pase, seréis ejecutados —los advierte. —…Sólo si el Imperio es gobernado bajo vuestra mano negra. —Cosa que pensáis impedir. —A costa de la muerte de Su Señoría, o de la mía misma. —¿Mataríais incluso el amor? —sopesa la anciana, maliciosa. Hay unos momentos para que el silencio tome protagonismo. —Incluso, sí —es la respuesta. —Librarme de él —y mira a la preciosa hechicera, —sería lo mismo que desencantar una casa embrujada, visto que lo “sugerido” en ese trace es tan ficticio como un hechizo de fortuna. Y, caprichosa, sabiendo de su sobrecogedora belleza… pero sobretodo de su magnetismo más allá de lo físico, la hechicera camina entre la soldadesca:
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—Aún no habéis respondido a mi oferta… —dice; allá, en el campo de batalla, sugirió un pacto. Un pacto entre brujos. Quizá amor, pero sobretodo poder compartido. Un pacto por encima de nobles y hombres u orcos. Un pacto para los dos. —No caeré en vuestra redes —la reniega el brujo. —No aceptaré un pacto para el que no tengo poderes. —Oh, vamos… No puede ser tan justo. Ni tan imbécil —se ríe la hechicera, con su sonrisa de media luna. —¿Necesitáis ser envestido por los estúpidos humanos para tomar una decisión? Tenéis el poder… Sobran las formalidades. —No traicionaré mi civilización, hechicera. —Eso es cierto —dice ahora Hummlar El Torpe, dando un paso al frente. —Moriremos aquí, y ahora. La bruja sonríe. La hechicera la mira, y, conociéndose como se conocen, copian el gesto. —Parece que tu aprendiz ha pasado mucho tiempo entre caballeros y se le ha pegado la tozudez, el mal juicio y las ansias de morir a toda costa por un ideal romántico. —Habla con el corazón, desde luego —lo mira el Gran Ivaram. —Quizá sí, hemos pasado demasiado tiempo entre hombres de honor. Yo 258
mismo he sopesado que nuestras posibilidades son escasas y, aún así, éste que veis es el resultado de mis ansias. Es obvio que en estas primeras horas, tan sombrías, ayudaría mucho más a mi pueblo si accediera a negociar… incluso a la alianza total… pero, qué duda cabe, creo que sabéis que un pacto conmigo sólo supondría alargar nuestras incoherencias en el tiempo. —Si, eso es cierto —asiente la bruja. —No seríais honesto. No tenéis corazón de dictador. Por eso imagino que tenéis razón, que seríais un gobernante sin mano férrea si cayeseis bajo mis órdenes. Os va mejor el papel de líder clandestino. Claro que eso no significa que vaya a permitiros que os llevéis lo que es mío. —¿Vais a enamorarme de nuevo para impedirlo? —No… Ni siquiera he venido a luchar —y, paso a paso, la bruja y la hechicera van retrocediendo. Es la hechicera, precisamente, quien le lanza un beso, feliz y burlesca; del otro lado del camino, entre la maleza, algo se mueve… * * * —Algo se movía entre la maleza —cuenta Hummlar Primero. —Lo primero que vimos 259
fueron dos pupilas luminiscentes: Dos enormes pupilas de gato. Luego, saliendo a la luz, la enorme cabeza de dragón. Un dragón de tamaño medio, escurriéndose con sigilo de felino de entre la arboleda. —¿Estás contando el momento de mi nacimiento? —pregunta Hummlar Segundo, interrumpiendo. —Ajá. —…Porque, no es eso lo que pasó. —¿Qué es entonces lo que pasó? — refunfuña Hummlar Primero. —Que el Gran Ivaram separó mi cuerpo para crear el tuyo, y no del revés. —¿Otra vez vamos a discutir eso? * * * …No ha venido a pelear. Otros pelearán por ella. El Gran Ivaram está débil; hace sólo unos días de la última batalla entre orcos y humanos, y entre la brujería. Sin embargo, la bruja también se encuentra en sus mínimos. Por eso recurre a otros medios de presión… Unos más… agresivos de lo normal.
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—En fin, buena jugada —sopesa el Gran Ivaram, mientras la soldadesca palidece al verse sometida a la atenta mirada de un dragón. —Creo que no tenemos nada que hacer —dice a los suyos, tensando la presión en los aceros. —Una bestia sorprendente, ¿no le parece, Señoría? —pregunta la bruja. Asoma asimismo, al fin, el jinete que somete a la bestia. Es nada más y nada menos que el domador con mayor pericia y reconocimiento de todos los linfos, un muchacho llamado simplemente Liam. El chico asiente, en su presentación. —Un animal modificado a través de las artes mágicas de nuestros antepasados en la hechicería. Grandes pastores de los antiguos mitos, claro está. Hablamos de la Gran Era de la Creación, cuando los primeros hacedores de la magia alteraron la evolución de las especies con estos dones sobredimensionados que estáis contemplando ahora; en alta mar, los monstruos… en los bosques los espíritus y las hadas… en el desierto, los seres de arena… y aquí, en nuestro continente, más allá de la civilización, en Tierra de Dragones, estas magníficas bestias. Coraza, agilidad, pundonor, agresividad… Unas preciosas escamas que actúan como reflectores de los hechizos; ¿habéis probado a intentar dominar la mente de un dragón? —No, no lo he hecho —responde el Gran Ivaram. 261
—Las hondas de la hechicería rebotan en el singular diseño de las escamas. En el cielo, predecir su llegada es harto difícil porque nuestra intuición rebota en ellas… Son corazas más allá de lo que supone un simple medio físico. Son de un diseño excepcional. Por eso, sólo quienes conocen el “código” que los creadores de dragones introdujeron en sus cabezas pueden domarlos; música, una preciosa música que despierta los sentidos de la bestia. Y, al tiempo, el joven linfo silba un poco. La melodía es oída por el dragón, que obedece y agacha la cabeza. Música… Así de sencillo. —…Y ahora mismo estaríamos muertos si ese chico silbase otra nota —sopesa el Gran Ivaram. —Así es —dice la bruja. —Bien… —y el brujo mira a los soldados. Aferran sus armas, pero están atemorizados. Sólo el capitán alza la barbilla, deseoso de morir. El joven heredero ha recogido un arma de los orcos, una cimitarra; luchará con ella. —Lástima, querida bruja, —sopesa ahora el Gran Ivaram, —que la voluntad del chico que lo doma sea muy distinta a la del dragón, ¿no le parece?
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* * * —Y, justo entonces, el Gran Maestro enseñó el anillo de zafiro azul con el que capturó a la hechicera durante la gran batalla de la llanura. Lo enseñó… y ¿sabéis, señorías, quién estaba dentro? —¿La bruja otra vez? —duda Melac. Hummlar Primero niega con la cabeza, decepcionado: —No, demonios… No seáis tan torpe… En el zafiro estaba apresado el reflejo del domador de dragones. De Liam, el Libertador. * * * —Es obvio que esto lo cambia todo —dice la bruja, viendo la imagen del domador de dragones en las manos ajenas. La hechicera asiente, con una media sonrisa. Mientras, Liam parece muerto… Ni mira al frente, sino que parece que lo hace para con otro mundo; está sumido a la voluntad del anillo y su zafiro. —Bien jugado —dice la hechicera. —¿En qué momento nos arrebatasteis el control?
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—Intuición. “Pacté” este poder por sorpresa, en un remanso del río donde abrevaban las bestias. Sólo tuve que “convencer” a su líder. Es decir, es un poder magnífico, pero es efímero, desde luego —reconoce el Gran Ivaram. — Apenas, justo el control que necesito para desaparecer. —Justo lo que pensaba —reconoce la bruja. —¿Adónde irá ahora, Maestre? —No lo sé… No voy siquiera a pensarlo. No voy a arriesgarme a que Su Señoría me lea la mente. Por ahora, mi destino y el del Heredero, e incluso el del domador de dragones, es un misterio. * * * —No hubo combate, señorías —dice Hummlar Primero. —Las fuerzas de ese momento estaban desequilibradas. Gran Maestre… —le dice ahora a Belood, que ha quedado mudo mirando el fuego, —partió Su Señoría lejos, muy lejos… pero, antes que eso, dejó en su rastro a un malhechor que jugó muy sucio para que nuestra gran enemiga no nos diese alcance, para repartir por todo Los Reinos miles de pistas falsas afín de vuestro paradero… —y toma aire… o más bien aires de grandeza. —A mí, Gran Maestre. Y no 264
sólo a mí… Aquella misma noche, en lo alto de la montaña, en un lugar no muy distinto a éste —y el brujo mira a su alrededor; sí, hay runas antiguas… Canalizan mucho mejor la magia que si no existieran —Allí, obrasteis vuestro milagro. —¿Qué, Señoría? —se anticipa a preguntar Melac, sobrecogido. —Me duplicasteis, Gran Maestre. Doce equilibrados aprendices suyos a partir de uno solo. —¿Hice yo tal aberración? —duda Belood. —Sí, es vuestra mejor genialidad. Es invento de Su Señoría. Sois el Gran Maestro en este tipo de artes, y dejasteis a doce maliciosos brujos a partir de uno solo y que desquiciaron tanto a las fuerzas de ocupación que vuestra ruta de escape fue segura. Belood niega con la cabeza. Se levanta, y camina junto a la hoguera completamente perdido. —¿Por qué? —pregunta. —Yo no puedo ser esa persona de la que me habláis. —Lo sois, Gran Maestre. No cabe duda. Estáis confuso porque tuvisteis que tomar medidas para ocultaros en la sombra, para desvaneceros más allá de lo imaginable o comprensible. Por eso tomasteis las precauciones de desvaneceros no sólo yendo a las fronteras de Los Reinos, sino ocultando vuestra identidad y la 265
del Heredero más allá de lo racional. Dividisteis vuestras almas, vuestros pensamientos… Aquí, y ahora —y Hummlar Primero se pone en pie. Hummlar segundo entiende el momento y hace lo propio, con cierto aire ceremonial. —Estamos de nuevo a sus órdenes, Gran Maestro. Somos dos… dos de doce, que hemos sobrevivido. Algunos han sido muertos, otros permanecen cautivos… Os hemos buscado tanto tiempo, Maestro… entre sangre y lágrimas... pero, Señoría… Gran Maestre… ¡funcionó! Estáis aquí. Estáis vivo… — y, entonces, el brujo recapacita. —¿Estáis dispuesto? Belood niega con la cabeza. Luego accede, y vuelve a caminar. —Suena a suicidio —dice Melac. —Suena imposible —redunda Belood. Y, contra todo pronóstico, al fin despierta, y toma algo de ese juicio de líder que lleva dentro: — Señorías… si todo eso que me habéis contado es cierto, mi mano y mi voluntad están de vuestra parte… pero, cierto es, estos primeros pasos son fallidos… Todo va mal… y ya no tenemos al Heredero entre nosotros. —¿No? Entonces… ¿dónde está, Gran Maestro? * * * 266
Dehoán mira el acampamiento antes de entrar en la caseta de oficiales. Obscurece, y los orcos encienden sus rudimentarios motores de combustión interna para iluminar el acuartelamiento con sus topes bombillas de cuarzo. Quizá, un intento algo baldío de intentar hacer llegar a los humanos la idea que son una civilización moderna, un estado de entendidos y progresistas bestias de otros tiempos adecuados a nuevos pensamientos. Más allá, tres dragones sobrevuelan el campamento, que nunca más allá del límite del río, y, como cada noche, con sus poderosas llamaradas encienden las pilas de madera que iluminarán los puntos débiles del recinto; otra demostración de ingenio, en este caso de poder. —¿Qué encontraré ahí dentro, Señora? — pregunta, a la preciosa hechicera. —Su destino, Alteza. Su destino.
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