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Spanish; Castilian Pages 208 [206] Year 2012
Francisco Contreras
Sonetos de Jesús crucificado
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ISBN 978-84–8169–448–2
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Francisco Contreras
Este libro-poemario posee una singular novedad. Jesucristo no es el tema objeto de la invocación o súplica, como ocurre tradicionalmente en la poesía religiosa. No habla el poetacreyente al Señor, sino que es él mismo quien nos habla desde la cruz. No son sonetos a, sino sonetos de Jesús crucificado. El único Señor y Dueño de la Palabra nos revela su divinidad y humanidad; nos regala el don de su amor y su perdón; nos comunica su vida eterna. También se queja y nos echa en cara nuestro olvido y desdén. Se nos abre de par en par el alma de Jesús, que él pone en la boca de estos sonetos. El libro sigue la estructura de las siete palabras que el Señor pronunció en la cruz. Esta disposición permite un marco asequible para todos. Los poemas aparecen no como un desnudo rosario de sonetos, sino presentados con un amplio comentario. La mayoría de las veces son comentarios a las escenas más importantes de los cuatro evangelios y textos del Nuevo Testamento relativos a la Pasión. Así, la Palabra de Dios ilumina el misterio del Crucificado. También aparecen con profusión pasajes de los santos padres, en sorprendente sintonía y actualidad con el Evangelio de la cruz. No faltan testimonios de escritores espirituales contemporáneos que han sabido comunicar el drama divino-humano de la Pasión. Cristo habló a Francisco de Asís desde la cruz y le dijo: «Francisco, repara mi casa, que, como ves, está en ruinas». El mismo Cristo sigue interpelándonos a nosotros. Nos comunica su más íntima revelación. Ojalá estos Sonetos de Jesús crucificado sirvan para ungir con el amor de Cristo las grietas y heridas de muchos corazones en la casa de Dios, que es la Iglesia.
FRANCISCO CONTRERAS MOLINA, sacerdote claretiano, nació en Granada en 1948. Estudió en Granada, Salamanca y Roma. Doctor en teología, licenciado en Sagrada Escritura, licenciado en Filología Semítica, diplomado en Cinematografía, es actualmente catedrático de Sagrada Escritura en la Facultad de Teología de Granada.
Publicaciones Obras bíblicas: El Espíritu en el Apocalipsis, Salamanca 1987; Comentario al Libro del Apocalipsis, Madrid 1990; El Señor de la vida, lectura cristológica del Apocalipsis, Salamanca 1991; Iglesia de testigos según el Apocalipsis, Granada 1993; Estoy a la puerta y llamo, Salamanca 1995; La nueva Jerusalén, esperanza de la Iglesia, Salamanca 1998; Un padre tenía dos hijos, Verbo Divino, Estella 1999.
Sonetos de Jesús crucificado verbo divino
Al mismo tiempo cultiva la poesía. Ha escrito estos poemarios: Revelación de amor «A zaga del Cantar de los Cantares», Madrid 21991; La canción del Nacimiento, Madrid 21993; El Espíritu, fuente viva del amor, Madrid 1998; A la sombra de Dios Trinidad, Verbo Divino, Estella 2000.
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Editorial Verbo Divino Avenida de Pamplona, 41 31200 Estella (Navarra), España Tfno: 948 55 65 11 Fax: 948 55 45 06 www.verbodivino.es [email protected]
Tapa: fotografía del Crucifijo de san Damián. La pintura presenta a un Cristo pascual, muerto, resucitado y glorioso: el Viviente. Es el mismo Señor que un día habló a Francisco de Asís desde la cruz y que, también hoy, sigue hablándonos a cada uno de nosotros. Francisco Contreras Molina © Editorial Verbo Divino, 2001 © De la presente edición: Verbo Divino, 2012 ISBN pdf: 978-84-9945-548-8 ISBN versión impresa: 978-84-8169-448-2 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
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Introducción
Confesión
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onfieso que durante muchos años de mi vida, en especial estos últimos, he experimentado y siento una atracción irresistible hacia Jesús en la cruz. El corazón tira de mí, me arrastra con mucha fuerza hacia su contemplación y meditación. Me paso largos ratos delante de su imagen, mirando al Señor crucificado y dejándome mirar por él. ¡Cuánto he deseado, entonces, entre otras ansias, poder ir al lugar mismo del Calvario y estar allí donde Jesús fue crucificado por nosotros! La providencia de Dios, que es buena y escucha nuestras más sinceras aspiraciones, me ha permitido acudir tres veces a Tierra Santa. Para cualquier cristiano resulta un privilegio poder visitar, pisar y besar la tierra en donde Jesús ha nacido, vivido, muerto y resucitado. En las tres ocasiones he podido ir –de otra manera no lo habría conseguido– como guía-responsable de un grupo de peregrinos cristianos. Con todos ellos he compartido generosamente el entusiasmo de nuestra fe y la comunión festiva entre los hermanos que se aman. Al hacer memoria, estoy suscitando otro nuevo motivo de gozo y de acción de gracias al Señor. En esta última ocasión –año jubilar del 2000– Dios me ha concedido el inmerecido regalo de estar durante
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una noche –¡toda una noche entera!– en la iglesia del Calvario y del Santo Sepulcro, el lugar donde fue crucificado y sepultado nuestro Señor Jesucristo, donde también resucitó gloriosamente. Bien sabe Dios cómo soñaba con tan prolongada estancia y que, más allá de otras aspiraciones legítimas, sólo albergaba esta íntima ilusión inmensa: poder quedarme una noche con el Señor, sin el estruendo habitual, sin el bullicio de ruidos y prisas, plantado en la oración y en el silencio, a la vera del Calvario. Él me dio esa noche, con él estuve. Escuché hasta el canto del gallo (tal vez a la misma hora en que lo escuchó san Pedro, a las 4.15 de la mañana). Esa noche ha sido para mí la culminación de un largo camino, que vengo recorriendo desde hace ya bastante tiempo. En un momento de gracia, sagrado, pude escribir unas líneas. Quiero dejarlas aquí transcritas, tal como brotaron. Son una ferviente oración al Señor, que me salió espontánea del corazón: «Señor, estoy aquí, en el monte Calvario, donde tú fuiste clavado en la cruz; estoy junto a ti, mi Señor crucificado. Desde hace ya muchos años, tú me has dado una gravitación hacia tu presencia de Crucificado. Veo una imagen tuya, clavada en la cruz, y se me van los ojos y el alma hacia ti. Mirándote, a mí también se me llena el corazón de estremecimiento, y los ojos de lágrimas, al contemplarte en el mismo lugar, en el Calvario, crucificado por todos los hombres y por todas las mujeres del mundo, también por mí, indigno y pecador. Hoy, has querido concederme esta noche, acompañándote, permane-
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ciendo en vela contigo ¡Gracias, Señor! ¡Qué generoso eres conmigo! Aquí estoy, Señor, junto a ti, en la fe y en la noche. He venido también con una ilusión muy grande: presentarte la esperanza de una obra que tú me has inspirado: poder escribir tus sonetos, Sonetos de Jesús crucificado. Para que puedas proclamar y gritar al mundo tu misericordia desde la cruz. Porque hay en tu corazón traspasado tanta riqueza de amor, tantos tesoros ocultos..., y veo, por otra parte, que la humanidad está sedienta... Yo me quemo por dentro, sufro al ver tanta hambre y sed, y tan cerca la fuente del agua de la vida, que eres tú, mi Señor. ¡Quiero hacer algo con urgencia, remediar un poco tanta necesidad! Siento muy hondo que has querido ponerme como un instrumento tuyo, para que diga tu Palabra de amor al mundo, para que sea como tu boca y tu corazón. ¿Y quién soy yo, sino el más pequeño y el más insignificante? En muchas ocasiones he querido rebelarme contra este sentimiento. ¿Cómo voy a hablar en tu nombre, cómo usurpar la Palabra del Crucificado, cómo emplear versos que salgan de tu corazón, sabiendo muy bien cómo es el mío, tan miserable y mezquino...? Pero siento una fuerza avasalladora bullir dentro de mí, tan poderosa que acalla mis dudas y me empuja a seguir esta inspiración. Si tú quieres, Señor, aquí estoy: pondré mis energías, mi sensibilidad, mi esfuerzo..., todo lo que soy y lo que tengo para hacer esta obra. Tú lo sabes todo. Me conoces a fondo. Ya sabes quién soy yo: soy Francisco, el hijo del Corazón de tu Madre, María, “la esclava del Señor”. Mírala a ella, y
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en ella mírame a mí: “Hágase en nosotros según tu Palabra”. Cuento con la ayuda de nuestra Madre, que ella guíe mi mano.» Estas palabras son una íntima confesión de fe, y constituyen mi declaración de intenciones. Expresan con sincera transparencia cuál es mi objetivo al presentar este libro. En los sonetos habla Jesucristo, el Crucificado. No hablo yo, o mis sentimientos de adoración, o de pecado, o de arrepentimiento... Tal es la nota original del libro, cuya peculiaridad es preciso recalcar. El poemario no toma como referente y centro de focalización nuestra piedad o impiedad humana, sino el lugar personal de Cristo. El Crucificado no se convierte, pues, en el objeto de nuestra devoción o advocación, de nuestra contemplación..., como ocurre tradicionalmente en la poesía religiosa, sino que es él mismo quien absolutamente habla e interpela, se erige en sujeto protagonista de toda la secuencia: nos mira y habla al corazón. Es Jesucristo, en definitiva, el Dueño y Señor de la Palabra. Con su honda interpelación se dirige a nosotros; a mí, a ti, lector... Nos revela intensamente los designios de su corazón traspasado; nos colma con la elocuencia de su dolor callado; nos ofrece el don imperecedero de su amor, y nos comunica su vida eterna. También se queja y nos echa en cara nuestro olvido y nuestro desdén. Porque la cruz de Jesús es también «juicio» («krisis»): «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,31-32).
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Ante la cruz, cada uno se enfrenta a su propia responsabilidad. Se dictan las más radicales decisiones: el buen ladrón se convierte; el otro sigue cerrado en su obcecación; Pedro llora amargamente y se convierte, pero Judas no quiere mirar a Jesús, no se arrepiente... La cruz de Jesús escenifica la parábola del juicio final (Mt 25,31-46): la separación de ovejas y carneros según la libre opción que se adopte en favor o al margen de Jesús crucificado, presente entre los hermanos más pobres. Tengo que confesar que si como poeta he buscado alguna vez una ambición, si he deseado una gloria, si he corrido sediento detrás de una ilusión..., ahora me siento recompensado y premiado con creces, enaltecido hasta donde no podían sospechar ni siquiera mis más altos sueños. Toda mi ansia de grandeza está colmada; mi aspiración poética, cumplida. ¡Qué mayor gloria, qué más hermosa diadema puede ceñir mi frente, sino el haber permitido que, a través de estos mis pobres versos y palabras, Jesús crucificado comunique al mundo el misterio de su amor!
En la fe de la Iglesia
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os acercarnos al misterio de Jesús crucificado dentro de la fe de la Iglesia, junto a tantos hermanos nuestros creyentes –una inmensa nube de testigos nos acompaña– que así lo contemplan e invocan; quienes, sobre todo, sufren la misma cruz, el dolor del abandono, la muerte. Acompañamos a Jesús crucificado. Quere-
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mos decir que acompañamos, por tanto, a todos estos hermanos nuestros, sin excluir a nadie. Profesamos con corazón unánime nuestra fe cristiana y hacemos un acto de comunión con toda la Iglesia de Dios. Nosotros hemos recibido de nuestra madre Iglesia este vivo tesoro de la fe en nuestro Señor Jesucristo, muerto y resucitado. En el seno de la Iglesia lo vivimos, lo celebramos y confesamos. Acudimos a la certeza que nos da la fuerza de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo, aunque se reconoce indigno del nombre de «apóstol», se siente un eslabón más en una larga cadena de la tradición eclesial. Es testigo privilegiado de Jesucristo, y comunica generosamente lo que gratis ha recibido. Los cristianos hemos heredado el don de la fe, que se expresa en pocas pero sustanciales palabras. He aquí la formulación del credo más antiguo de nuestra Iglesia: «Porque yo os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fe sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras» (1 Cor 15,3-4). Por la historia sabemos que Jesús murió en la cruz. De su veracidad apenas se discute hoy. «Sin su muerte en cruz, Jesús no habría sido histórico» (Wellhausen). Y Jesús murió por crucifixión. La muerte en cruz no sólo era un tormento «especialmente cruel y horrible» (crudelissimum taeterrimumque suplicium; Cicerón), sino una pena humillante: era el castigo infligido a los esclavos (servile supplicium; Tácito). Recuérdese la crucifixión que impuso Roma para castigar al esclavo Espartaco. A pesar de la aureola con que después se ha enaltecido, la cruz significaba la muerte más denigrante. Entre los ciu-
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dadanos romanos, «la idea de la cruz tiene que mantenerse alejada no sólo del cuerpo, sino hasta de los pensamientos» (Cicerón); ni siquiera estaba bien mirado hablar de la cruz. Y Jesús fue ajusticiado con el castigo público de la crucifixión. Este hecho de pena capital, su muerte en cruz, resulta humillante e indignante, rebaja hasta los degradados límites de la repugnancia la dignidad del Maestro. ¿Qué religión, a lo largo de la historia universal, ha osado presentar a su fundador como un reo condenado al suplicio, ejecutado en un maldito madero? Gracias a la fe de la Iglesia, guiada sabiamente por Dios, sabemos algo más decisivo, para nosotros transformante y salvador: no sólo que Jesús murió, sino que murió por nuestros pecados, a saber, para quitarnos la condena de la muerte y darnos la plenitud de la vida divina. Es preciso ponderar un gran milagro. Únicamente el Espíritu Santo, que asiste a la Iglesia y la conduce desde las sombras hacia la luz plena de la verdad, ha hecho posible este cambio de mentalidad y de sentido. Sólo el poder iluminador que brotó de la presencia del Resucitado pudo inspirar las mentes y los corazones de los primeros cristianos para contemplar la Pasión de Jesús dentro de los designios de Dios y como un paso necesario hacia la gloria: «Entonces abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: “Era preciso que el Mesías padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados”» (Lc 24,45-47). Detengámonos unos instantes en este proceso de esclarecimiento de nuestra fe cristiana.
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El relato de la Pasión ocupa en cada evangelio un lugar importante y en cierto sentido desproporcionado, aunque a nosotros, lectores ya tardíos, nos resulte totalmente normal tal desmedida. Pero conviene recordar que los evangelios han sido redactados después de la resurrección de Cristo y por personas que, viviendo en la atmósfera radiante de este acontecimiento glorioso, tenían conciencia de ser «testigos de la resurrección» (cf. Hch 1,22; 2,32; 3,15; 1 Cor 15,14). No era de esperar tanta insistencia en la escenas dolorosas de la Pasión; antes al contrario, una acentuación en la dimensión «positiva» de la vida pública de Jesús: sus milagros portentosos, su enseñanza con autoridad o, más tarde, sus apariciones. La Pasión podía ser narrada, sí, pero a modo de un breve paréntesis lamentable, que, gracias a Dios, no tuvo consecuencias irreparables. Así «debería escribirse» la secuencia ideal de los relatos de la vida de Jesús, y también así se respondería a la inclinación natural del corazón humano, que busca continuamente rehuir la dureza de la existencia y refugiarse en un mundo irreal e ilusorio. De este modo se ha escrito toda la literatura de ficción a través del tiempo. Así se redactaron las antiguas proezas de los héroes en los mitos paganos. Así se compusieron las vidas de los santos, repletas hasta el hartazgo del alarde de los milagros y ejemplos edificantes, tan grandiosos que resultaron a la postre admirables pero nunca imitables. Tanto énfasis en la Pasión (se ha dicho –M. Kähler– que «el evangelio es la historia de la Pasión con una larga introducción») demuestra que el mensaje cristiano no es una invención legendaria que trata de olvidar «el duro espesor de la vida y de la realidad».
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La cruz de Jesús no escamotea la fuerza corrosiva de los hechos: la presencia devastadora del mal, las insidias humanas, la envidia, la traición, la cobardía (de toda esta perversa amalgama se fraguó la historia de la Pasión)..., aunque tales elementos se revelen incomprensibles e insoportables. La cruz se nos muestra como un combate a muerte contra el mal; manifiesta de forma inaudita la entrega que Jesús hizo de la propia vida. Revela asimismo el desenlace de toda vida cristiana tomada en serio y llevada hasta sus últimas consecuencias. La Pasión de Jesús se presenta no como una creación literaria inédita, debida a la exclusiva individual de cada evangelista, sino a la manera de una proclamación eclesial, de una confesión de fe (cf Jn 21,24). Así la leemos y la contemplamos. Así queremos fielmente adentramos en su misterio: «La Pasión de Jesús es el tesoro de la Iglesia, y es la Iglesia quien nos lo presenta» (A. Vanhoye). La resurrección de Jesús ilumina, desde dentro, este combate y da valor al sacrificio generoso; confirma que la vida no acaba fatalmente en el absurdo sin sentido de la muerte, en el olvido de una tumba ignorada. La luz de la resurrección revela el alcance de la Pasión de Jesús y engrandece el valor de toda entrega generosamente vivida, «des-vivida» por los demás... El amor de Jesús ha sido capaz de operar este vuelco trascendental; hacer del ludibrio y la vergüenza de la cruz el motivo máximo de su gloria; sólo su amor ha sido el artífice de tan radical cambio transformador. En estos sonetos, el Señor comunica, mediante la rica virtualidad de los registros humano-divinos de la palabra del Evangelio y del arte del verso, su amor a la
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Iglesia, a cada uno de nosotros. Evidencia vivamente hasta qué extremo ha amado a la Iglesia y cómo su amor le ha llevado a la cruz y a la muerte. Quiere que el cristiano vea y oiga para que, viendo y oyendo estas señales y palabras, crea en su nombre y tenga la vida eterna (cf. Jn 21,24). Este amor entregado de Jesús y esta vida ofrendada no se marchitan en un estanque cerrado; se difunden vigorosamente por medio de la práctica sincera del amor fraterno: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16). Ojalá que, al final de la lectura del presente libro, pudiera cada lector vibrar con los hondos sentimientos de Pablo cuando, afianzado el apóstol en la roca inconmovible de su fe en Jesucristo, desafía al tiempo, a la vida, a la muerte, al poder humano y sobrehumano, y afirma retadoramente con un grito de victoria: «Porque estoy convencido («pepeismai», escrito en perfecto griego, lo que indica una certidumbre sólidamente arraigada, exenta de cualquier duda, y que persevera con firmeza) de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8,38-39). Quien tiene esta fe en Jesucristo, muerto y resucitado, quien –sólo gracias a Dios posee la serena convicción que otorga la fe– ha pasado de la muerte a la vida, ha vencido al mundo y su malicia:
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«Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. Pues ¿quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? Éste es el que vino por el agua y la sangre: Jesucristo» (1 Jn 5,4-6). Así pues, dentro de la fe de nuestra madre Iglesia, con la que íntimamente comulgamos, nos acercamos a la cruz de Cristo para escuchar de sus labios y de su corazón abierto sus mismas palabras: «Los sonetos de Jesús crucificado.»
Estructura del libro
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a disposición del libro no es compleja ni complicada; trata de reproducir los acontecimientos dolorosos que padeció Jesús en la cruz. Los sonetos se hallan insertos dentro de las siete célebres palabras. El libro-poemario, por tanto, sigue básicamente la estructura del sermón de las siete palabras, que tantas veces hemos escuchado en la tarde del Viernes santo. Pero ¿por qué siete y sólo siete palabras? Quiero pensar que el número siete –como ocurre con frecuencia en la Biblia– es una cifra simbólica; significa la plenitud, la perfección, la suma de todas las palabras. Se presentan cuarenta sonetos. De nuevo idéntica interrogación: ¿por qué cuarenta? Respondo en seguida y con llaneza que son cuarenta porque así nacieron con espontaneidad, justamente con ese número exacto. ¿Por qué una familia tiene tres hijos, otra dos...? Son
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preguntas sin respuesta. No indaguemos demasiado en las razones de un corazón que canta de amor y que llora arrepentido. Por otra parte, cuarenta resulta una buena cantidad. No parecen muchos, pero tampoco son escasos. Además, cuarenta es también una cifra simbólica. Cuarenta años estuvo el pueblo de Dios peregrinando errante por el desierto; cuarenta días estuvo asimismo Jesús tentado en el desierto. Cuarenta es, en definitiva, tiempo de prueba y de tentación; cada uno da la talla exacta de sí mismo, se define ante Dios y los hombres. En estos cuarenta sonetos, Jesucristo se nos muestra tal cómo es él en su hondo misterio; se nos revela lleno de divinidad y de humanidad, Dios y hombre verdadero, y nos grita hasta la saciedad y el paroxismo que ha subido a la cruz, y que ha muerto por nuestro amor, para quitarnos el pecado y darnos su vida eterna. Al ubicarse los sonetos dentro de las célebres siete palabras de Jesús, se sitúan en una estructura tradicional. Esta articulación les otorga un marco asequible para la piedad cristiana, y que cualquier lector puede en seguida reconocer. Pero se hace precisa una aclaración. Las siete palabras no deben entenderse en sentido restringido, estricto, sino como dilatados marcos de referencia, copiosos motivos teológicos que engloban los diversos sonetos que se sitúan por su afinidad temática dentro de tal ámbito. Son, pues, amplios rótulos que cobijan generosamente los diversos sonetos relacionados con el tema que anuncian las palabras-epígrafes. Pues bien sabemos que junto a estas siete palabras se encuentran otras muchas «palabras» o gestos asimismo elocuentes de Jesús en la cruz, como el derramamiento
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de agua y sangre, o que surgieron del silencio del Crucificado, pues la «Palabra ha brotado del silencio» (san Ignacio de Antioquía). Dos sonetos al principio (prólogo) y dos al final (epílogo) enmarcan el conjunto. Todo el poemario se presenta como una emotiva homilía –homilía quiere decir «conversación»– o sermón de Jesús en la cruz. «El alma tiene Jesús / en sus santísimos labios», escribió el arrepentido Lope de Vega, que tan hermosamente cantó la pasión de Jesús; y no se puede expresar mejor la hondura de las palabras de Jesús en la cruz. Es su último discurso de despedida, o de «hasta luego» (porque su palabra última no es la muerte) a todo hombre o mujer que se acerca con fe a la cruz, o que se halla clavado en alguna de las muchas cruces de muerte o herido por las cornadas de la vida.
Expresión literaria: sonetos
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n cuanto a la forma, he adoptado de manera sistemática una de las más clásicas y célebres estrofas en la historia de la literatura española –de tanta raigambre en la poesía mística–: el soneto. Puede parecer en principio una severa cárcel para la inspiración, una jaula demasiado estrecha para el vuelo de los versos. Pero su equilibrada arquitectura obliga a contener la emoción que clama en estado puro; a modelar y ceñir el ímpetu repentino, que debe condensarse para decir, con el tono
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justo, la belleza de una oración, la súplica vehemente de un deseo, el grito febril del corazón... He intentado previamente el empleo de otras formas expresivas, poéticas, en la búsqueda del más idóneo cauce de comunicación. Tras varios ensayos estériles me decidí felizmente por el soneto. Creo que ha sido una opción acertada. He seguido fiel a la métrica y rima del soneto clásico, y también fiel a la libertad que depara su uso entre los poetas modernos, pero siempre ajustada al canon de catorce versos, distribuidos en dos cuartetos y dos tercetos. Los seis versos de los tercetos se combinan según el arbitrio del poeta, con dos o tres rimas. Las posibilidades combinatorias, pues, son grandes (entre otras autoridades, lo reconoce Lázaro Carreter). El soneto es una composición poética que admite muchas fluctuaciones: soneto terciario, tetralingüe, de trece versos, trisílabo, truncado, de versos blancos, de versos enlazados, con versos de vuelta, sonetillo o soneto octosílabo. La versatilidad del soneto, embridada siempre dentro de sus límites normativos, resulta sorprendentemente fecunda 1. 1
Puede consultarse este notable estudio sobre el soneto: El soneto y sus variedades (Antología). Selección y edición de M. López Hernández, Salamanca 1998. Se presentan sus variantes ocurridas a lo largo de las etapas literarias más señaladas, que son fundamentalmente éstas: el siglo XV, el Renacimiento, el Siglo de Oro, los siglos XVIII y XIX, el modernismo, el postmodernismo y, por fin, el soneto en la época actual. Puede verse también una amplia información en T. Navarro Tomás, Métrica española, Madrid-Barcelona, 1978, pp. 252.306.350.400.472.
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Actualmente se tiende al modelo de cuartetos abrazados –ABBA, ABBA–, pero los tercetos –normalmente dispuestos de esta manera: CDE; CDE– admiten toda clase de arreglo. Así aparece cultivado por Vicente Alexandre, Dámaso Alonso, Rafael Alberti, García Lorca, Gerardo Diego, Leopoldo Panero, Miguel Hernández y otros. «Anhelante arquitecto de colmena, / voy labrando celdilla tras celdilla / y las voy amueblando de amarilla / miel y de cera virgen morena.» Con este afán labrador arrancan los primeros versos del soneto de Gerardo Diego titulado justamente Soneto mío. Con semejante anhelo y paciencia he ido, también yo, llenando de «miel y cera» esta arquitectura de íntimas emociones sagradas: Los sonetos de Jesús crucificado.
Sonetos en un contexto
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ero el presente libro no es un rosario de sonetos (así rezaría el título abreviado de un conocido libro de Miguel de Unamuno), no es una larga retahíla de poemas alineados uno detrás de otro, sino que tiene la particularidad de «situar» y «ubicar» los sonetos dentro de un ámbito propicio, a saber, dotarlos de un comentario que lo encabeza y prepara. Dicho comentario no quiere –y aunque lo pretendiera, resultaría vano empeño– explicar el soneto, pues todo poema es –ya lo sabemos–, de por sí, inefable e inexplicable. Esta exposición (o hábitat natural) permite crear el clima cordial para que los sonetos puedan ser leídos y
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contemplados. Ofrece unas líneas para ambientarlos en el contexto nutricio de la Palabra de Dios, en la tradición del pueblo de Dios, dentro de la fe cristiana. La mayoría de las veces –mayoría absoluta– son comentarios a las escenas de los evangelios relativas a la Pasión de Jesús. Pero evitan el dato frío, la erudición seca, el academicismo. Son paráfrasis evangélicas, líneas que ofrecen la unción y la sabiduría con que la Palabra de Dios habla del misterio de la muerte de Jesús. He intentado conjugar y reconciliar al profesor de Biblia con el poeta. Aparecen también con profusión pasajes antológicos de los santos padres. Admito que me he hecho tierra de fatiga. Me he aventurado en un paisaje tan vasto como atrayente. He indagado con paciencia entre su inmensa producción escrita, he realizado una larga tarea de exploración y búsqueda; al fin, he podido recoger de su campo abundantemente sembrado una apretada recolección y, de tan granada cosecha, seleccionar las mejores y más maduras espigas de sus escritos espirituales. El lector comprobará maravillado cómo estos escritos de los santos padres sintonizan con extraña connaturalidad y actualidad con la Palabra del Evangelio de la cruz. Debidamente colocados en una perspectiva estratégica, le ayudarán a una profundización de su fe y a su apertura al misterio de Cristo. También nos acompañan otros escritores espirituales –no importa su condición ni su patria o filiación– que se han destacado por transmitir con veracidad creíble y conmoción el misterio de Jesús, el enigma del dolor humano, la soledad, la muerte... Toda esta «compañía», este variopinto cortejo de pa-
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sajes de la Sagrada Escritura, lecturas, testimonios..., orgánicamente fraguados, va conformando un acompañamiento idóneo y acogedor, un ambiente vital, que sólo pretende ayudar –nunca servir de obstáculo o interferencia– a un encuentro más pleno y personal, siempre íntimo, entre el poema de Cristo crucificado y el lector. Con el empleo de este recurso pedagógico –poemas más un comentario– estoy adoptando la pauta didáctica que tan magistralmente empleó san Juan de la Cruz, quien fue a la vez autor de versos y comentarista esclarecedor de sus poemas en algunos de sus más insignes libros.
“Sonetos de Jesús crucificado” y sus fuentes
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a afirmaba Eugenio d’Ors que todo lo que no es tradición (especialmente en poesía) resulta un plagio. Este libro ha bebido en el venero fecundo de fuentes viejas y nuevas. Ha bebido sobre todo en la asidua lectura, meditación y contemplación de la pasión y muerte de Jesús en la cruz, referida por los cuatro evangelios y, también, los restantes escritos del Nuevo Testamento. De aquí ha sacado el agua más viva y verdadera. No podía ser de otro modo. También se ha inspirado en el contexto amplio de la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, pues toda la Sagrada Escritura es una larga preparación que culmina en el misterio de la muerte y resurrección de Jesús. Nosotros somos herederos de un pasado glorioso, de
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un pueblo que ha vivido el misterio de la Pasión de Jesús con hondura, a través del mensaje de la mística y de la imagen, ambas fecundamente hermanadas. Nos hallamos enraizados en suelo español, inmersos en este contexto vital, imbuidos y troquelados por él. No podemos renunciar a tanta riqueza espiritual y estética que nos ha sido dada, en la que por necesaria ósmosis respiramos y existimos. Hemos presenciado innumerables procesiones de la Semana santa, escuchado múltiples sermones, leído libros... Guardamos, pues, en nuestra retina y memoria ancestral, desde la más lejana infancia, los dolorosos pasos de Jesús y su Madre en la Pasión. Nuestro hondo sentir está influido por esta herencia, alimentado por tan añeja tradición. La Pasión de Jesús, por nosotros recibida e intensamente vivida, posee las notas de la humanidad y del realismo, las características peculiares de la visión plástica y de la representación vigorosa. Sentimos la emoción ante la tragedia del Calvario. Van de la mano los escritos de nuestros místicos como san Pedro de Alcántara o fray Luis de Granada... con las imágenes expresivas de la escultura española. Hagamos, pues, un somero ejercicio de memoria histórico-espiritual. San Pedro de Alcántara describe la llaga del costado de Cristo. Véase con qué riqueza ornamental y acierto de paralelismos bíblicos decora su comentario: «¡Oh, río que sales del paraíso y riegas con tus corrientes toda la sobrehaz de la tierra! ¡Oh, llaga del costado precioso, hecha más con el amor de los hombres que con el hierro de la lanza cruel! ¡Oh, puerta del cielo, ventana del paraíso, lugar de refugio, torre de for-
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taleza, santuario de los justos, sepultura de peregrinos, nido de las palomas sencillas, herida que hiere las ánimas de los justos, rosa de inefable hermosura, rubí de precio inestimable, entrada para el corazón de Cristo, testimonio de su amor y prenda de su vida perdurable!» (Tratado de la oración y meditación, IV, el sábado). Leyendo unas líneas más adelante, contemplamos el llanto de la Madre de Dios al acoger en sus brazos al Hijo ya muerto; la Virgen está hecha un mar de lágrimas y de sangre; su inmenso dolor no tiene ya remedio ni contención: «Pues cuando la Virgen lo tuvo en su brazos, ¿qué lengua podrá explicar lo que sintió? ¡Oh, ángeles de la paz, llorad con esta sagrada Virgen; llorad, estrellas del cielo y todas las criaturas del mundo, acompañad el llanto de María! Abrázale la Madre con el cuerpo despedazado; apriétalo fuertemente con sus pechos –para sólo esto le quedaban fuerzas– mete su cara entre las espinas de la sagrada cabeza; júntase rostro con rostro, tíñese la cara de la sacratísima madre con la sangre del Hijo y riégase la del Hijo con las lágrimas de la Madre. ¡Oh, dulce Madre! ¿Y es Ése por ventura nuestro dulcísimo Hijo?» (ibídem). Esta imagen encuentra su fiel correlato en las representaciones que por entonces tallaba Juan de Juni. Fray Luis de Granada amplía tales descripciones. Bien merece la pena detenernos en este prodigio de literatura y sentimientos, cargados con los dotes de su emoción y oratoria características: «Pues cuando la Virgen le tuvo en sus brazos, ¿qué lengua podrá explicar lo que sintió? Ángeles de paz, llorad con esta sagrada Virgen; llorad, estrellas del cielo, y todas las criaturas del mundo, acompañad el llanto de María. Abrázase la
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Madre con el cuerpo despedazado; apriétale fuertemente en sus pechos (para esto sólo le quedan fuerzas), mete su cara entre las espinas de la sagrada cabeza, júntase rostro con rostro, tíñese la cara de la Madre con la sangre del Hijo y riégase la del Hijo con las lágrimas de la Madre. ¡Oh, dulce Madre! ¿Ése es, por ventura, vuestro dulcísimo Hijo? ¿Ése es el que concebisteis con tanta gloria y el que paristeis con tanta alegría? Pues ¿qué se hicieron vuestros gozos pasados? ¿Adónde se fueron vuestras alegrías antiguas? ¿Dónde está aquel espejo de hermosura en quien Vos os mirabais? Ya no os aprovecha mirarle a la cara, porque sus ojos han perdido la luz; ya no os aprovecha darle voces y hablarle, porque sus orejas han perdido el oír; ya no se menea la lengua que hablaba las maravillas del cielo; ya están quebrados los ojos que con su vista alegraban al mundo. ¿Cómo no habláis ahora, Reina del cielo? ¿Cómo han atado los dolores vuestra lengua? La lengua está enmudecida, mas el corazón allá dentro hablaría con entrañable dolor al Hijo dulcísimo, y le diría: ¡Oh, vida muerta! ¡Oh, lumbre obscurecida! ¡Oh, hermosura afeada!...» (Oración y meditación, XXXV, III,9-10). Asimismo, hojeando tales pasajes nuestra imaginación vuela rauda hacia el grupo escultórico de la Virgen de las Angustias –la Virgen dolorosa que sostiene en su regazo a su Hijo muerto–, que puebla con su frecuencia y dramatismo tantos pasos escultóricos de la Semana santa. Esta línea de los escritores místicos del siglo XVI sigue hacia adelante y se continúa con una descripción más recargada, enfatizando la dimensión plástica, cuajada de estremecimiento y doloroso realismo.
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El padre cartujo fray Antonio de Molina se fija en la contemplación de Jesús desde los ojos de su Madre. Insiste con detallismo pictórico, casi cinematográfico, armado de una cámara que se recrea en el primerísimo plano. Repárese en esta efectista descripción: «Cuando viese el Sagrado Cuerpo denegrido de golpes y cardenales, desollado, y todo cubierto de llagas. Cuando viese las manos y pies tan desgarrados, con tan grandes agujeros, tentase los huesos y los hallase todos descoyuntados y fuera de sus lugares, especialmente el hombro izquierdo, cuando le viese todo molido con el gran peso de la Cruz; la cabeza taladrada y llena de llagas de las espinas, y sacase algunas, que se habían quedado quebradas; el rostro lleno de salivas, y sangre seca y cuajada; la garganta desollada de la soga; y finalmente todo Él tan maltratado que solamente lastimara el corazón quien no le conociera» (Ejercicios espirituales II, 3). Tras leer el párrafo se nos van los ojos del recuerdo derechos hacia las tallas cárdenas de Gregorio Fernández, sin duda hacia el Cristo yacente de El Pardo. Incluso los escritores que entran en el rótulo del conceptismo no están exentos de tal dimensión plástica. Baltasar Gracián describe a Cristo «al pie de la columna, caído, revolcándose en la balsa de su sangre» (Meditaciones para antes y después de la comunión, 16,3) Santa Teresa debe su conversión, comienzo de su vida de santidad, a la visión de una imagen que hoy se conserva en el monasterio de la Encarnación y que, por medio del recurso de un juego de espejos, puede ser contemplada, sobre todo en el plano-detalle de las espaldas de Jesús, convertidas en una pupa sangrante, una herida abierta. Dice la santa: «Era un Cristo muy
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llagado, y tan devoto que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros» (Vida, 9,1). Ella cuenta que a la hora de maitines «el mismo Señor, por visión intelectual, tan grande que casi parecía imaginaria, se me puso en los brazos a manera de como se pinta la Quinta Angustia» (Relaciones espirituales, 58). Incluso san Juan de la Cruz, muy poco amigo de las imágenes –pues quiere que el alma se libere de toda atadura y apego sensible y camine en total desnudez–, pinta en el convento de Duruelo una imagen de Jesús crucificado (de hecho, hoy se conoce como el Cristo de Duruelo). La silueta aparece dibujada con pocos y toscos trazos. Presenta una visión atrevida, un escorzo contemplado desde arriba. Es una figura descoyuntada. Se ve a Cristo muerto, que cuelga de la cruz con sus brazos muy tirantes y extendidos al máximo; la cabeza cae desmayada sobre el pecho, las rodillas arqueadas como si fueran a doblarse, y el cuerpo descoyuntado, casi a punto de desprenderse de la cruz. En primer plano, un enorme clavo atraviesa su mano izquierda. Es toda ella una imagen tan expresiva que llega al alma y sacude fuertemente. Se reconoce que el dibujo ha tenido su influencia en el célebre Cristo de Dalí. Esta tendencia tan marcadamente española ha continuado omnipresente, feraz y perenne en nuestra historia. Se ha ido fraguando a través del tiempo una feliz fusión entre literatura mística y la representación plástica, pictórica o escultórica. Somos deudores, pues, de lo que vemos, de lo que leemos y oímos. Nos reconocemos descendientes de una historia pasada, tan gloriosa por cuanto habla con tan veraces latidos de la Pasión
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del Señor; y somos, en fin, herederos de una tradición visual escrita en tantos libros y esculpida indeleblemente en imágenes sin número. Conmueve ver el «dolor silencioso» de algunos crucifijos que presiden nuestras iglesias: algunas imágenes románicas, toscas, colgadas en la penumbra de una bóveda, o las hermosas imágenes barrocas y del Renacimiento... Sólo les queda, en su contenida emoción, gritar de angustia y de pasión. El pasado año pude ver en Santander una exposición sobre imágenes del Crucificado (llegué a contar hasta 227), reunidas por el P. Cué... Las edades del hombre siguen ofreciendo muestras escultóricas sublimes He indagado también, para buscar el tono adecuado, a fin de que no parezca el libro-poemario demasiado «libresco» o excesivamente literario, en la fe de nuestros mayores y antepasados, tal como nos ha llegado hasta nosotros, consignada en los antiguos devocionarios, en sus sentidos rezos y plegarias, en sus poesías sencillas pero ungidas, en los sermones con que solían encender su devoción nuestros más preclaros predicadores... Tengo la mesa de trabajo repleta de todo tipo de estas viejas reliquias: he tenido hasta más de treinta libros: sermones de fray Diego de Cádiz, de fray Luis de Granada, de A. de Cabrera..., poemarios populares, misales arcaicos, añejas antologías sobre muy diversos asuntos de la Pasión del Señor. He buscado en el decir llano del pueblo algunas confidencias, algunos romances viejos, esos versos de Cristo o sobre Cristo crucificado que no están escritos, que se dicen de memoria y que se han transmitido de generación a generación. Sólo algunas personas ancia-
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nas son ya los últimos relicarios vivos de esta tradición, a punto de desaparecer. ¿Quién conoce y quién podría averiguar la paternidad de los siguientes versos de una mujer muy anciana, a la que he llevado la comunión durante los últimos años de su vida, y que me recitaba con emoción y lágrimas estas palabras que yo he escrito para que no se pierdan? Véase la cadencia rítmica y el sabor ingenuo de esta confesión de Jesús a un «alma pecadora»: «Jesús me dijo a mí anoche / cuando acostándome estaba, / que no podría dormir / si yo tuviera sus llagas. / Si me miras la cabeza, / verás no poder dormir, / con setenta y dos espinas, / cómo has de poder vivir. / Si me miras a los ojos, / verás no los puedo abrir, / de la sangre que me llora / cómo has de poder vivir. / Si me miras las mejillas...». De todos ellos –¡qué copiosa y hondísima tradición nos acompaña!– me he servido para acertar con la perspectiva justa, el saber decir sencillo y profundo, la palabra bien pronunciada... Pues, en efecto, todos ellos (con su inevitable mezcla de aciertos y de sombras) han configurado una sincera devoción en nuestro fiel pueblo cristiano. He buscado, en fin, con afán incansable de zahorí, en nuestros más prestigiosos poetas españoles sus más hermosos versos, para que pudieran servir como modelos de transferencia y aplicación a Cristo en la cruz. Recordar a «mis poetas» sería tarea muy grata, mas interminable. Pero no quisiera dejar de citar a fray Luis de León, la poesía mística de san Juan de la Cruz y santa Teresa de Jesús, los sonetos a Jesucristo del siempre humanísimo –y por eso pecador con lágrimas de arrepentimiento que lavan todos sus versos– Lope de Vega,
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los sonetos prensados de Quevedo (el Heráclito cristiano)... entre los clásicos. Y entre los más modernos he sondeado en la congoja de Miguel de Unamuno y su Cristo de Velázquez, la ira de Dámaso Alonso, el amor oscuro de Federico, la alta perfección de Gerardo Diego, el rayo incesante de Miguel Hernández, la pasión por vivir de Otero... Hay fuentes que el autor reconoce, pero que, tal vez, no deberían decirse. Aguas profundas, subterráneas, tan escondidas que su rumor apenas si se oye. Pero son veneros fecundos, aguas madres que ungen con su fecundidad la sequedad del campo yermo, de mi pobre campo baldío. Si las menciono es sólo por un sagrado deber de gratitud. Hay detrás de estos Sonetos de Jesús crucificado personas buenas que los han hecho posibles, que verdaderamente los han escrito con su oración esperanzada y su humilde súplica. ¡Estas personas anónimas son sus legítimos autores! ¡Creo tanto en la comunión de los santos...! ¡Me siento tan deudor y agradecido a estos hermanos/hermanas que lo viven con su fe ardiente y con su poderosa intercesión...! Una vez –hace ya muchos años–, un hombre pronunció en Granada una conferencia sobre el hambre en el mundo, sobre la muerte lenta de tantos hombres, mujeres y, especialmente, niños. Es un drama al que nunca deberíamos acostumbrarnos, una cruz que tenemos que compartir juntos, unos crucificados a los que hemos de desenclavar con todas nuestras fuerzas de esa cruz del hambre. Después de la conferencia, me quedé a hablar con él un rato. Le dije, entre otras cosas, que sentía pasión por escribir. Me animó y me dijo: «Cuando escribas, escribe
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de Jesús crucificado. Él sigue siendo todavía crucificado en nuestro mundo». ¡Quién me iba a decir que ahora estoy cumpliendo también esa voluntad!
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ste himno, una de las primeras confesiones que profesó la Iglesia, refiere la «divina abyección» del Hijo de Dios, cumplida con su muerte de cruz. Todo el atormentado camino de Jesús, que desemboca en la donación de su vida, tiene ante los ojos asombrados de la comunidad cristiana un origen que lo puso en movimiento y lo empujó decisivamente, hasta el final. Sólo la fe es capaz de descubrirlo y reconocerlo; por eso confiesa arrodillada: «¡Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre!». Sólo porque amó, se entregó; únicamente su amor por nosotros alentó su dura peregrinación hasta la muerte, y muerte de cruz: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Él, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la Tierra, en el Abismo,
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y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre!» (Flp 2,5-11). El himno rememora, pues, la actuación de Jesús dentro del misterioso designio divino, en un movimiento trifásico, que engloba dinámicamente su preexistencia, su kénosis y su glorificación. Jesucristo, aquel que poseía como derecho innato ser igual a Dios en gloria, renuncia a esa manifestación legítima, se despoja de su brillo divino («Shekinah») y «se hace carne» (cf. Jn 1,14). Asume ser hombre con todas las consecuencias; a saber, un ser para la muerte. Dos veces aparece la palabra «hombre» (anthropos), y también doblemente la palabra «muerte» (thanatos). No se disfraza Jesús de humanidad, sino que asume de raíz la realidad de la carne humana y acepta la vocación de siervo de Dios con un empeño salvador: entregar su vida voluntariamente, vicariamente, para rescate de muchos. Se destaca de forma insistente la natural condición de la muerte, no entrevista como un sueño efímero o vana dormición, sino desplegada en toda su radical tragedia: «y muerte de cruz». Sorprende el realismo del lenguaje bíblico, que incluye la seriedad de la encarnación y su culminación en la muerte. En la frase «muerte en cruz», punto central del himno, se refleja su mensaje: – La muerte es la humillación de Dios. – La cruz es la humillación del hombre. – La muerte de cruz es la humillación del Dios hecho hombre. Pero existe una dimensión específica en la mención de la cruz. Ésta no sólo es considerada instrumento de
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vejación y maldición, sino causa eficiente –aunque paradójica– de salvación para todos los hombres. El himno acaba con una doxología. El acontecer salvador finaliza en la alabanza de la gloria de Dios Padre. Con este recuerdo de Dios Padre se hace presente la comunidad cristiana, ya que las potestades podrían hablar de Dios, pero nunca del Padre. Todo el evento salvador que relata el himno se cierra perfectamente en la gloria divina, siempre dentro de la comunidad confesante. Aquí, en este ámbito privilegiado, es reconocido Cristo. Pero si bajó hasta lo más hondo en su kénosis o abatimiento, desde lo más hondo es ahora adorado, como Señor. Incluso en los lugares donde habitualmente era imposible alabar a Dios, allí es adorado y proclamado (cf. Is 38,17; Ap 5,13). El Señorío de Jesucristo es «para gloria del Padre», y no para perfeccionamiento de la propia imagen. Jesucristo exaltado tiene como función entregar el reino al Padre, a fin de que «Dios sea todo en todos» (1 Cor 15,24.28). Este soneto es una rendición de cuentas del Crucificado; Jesús declara sus intenciones, confiesa abiertamente la historia de su kénosis o abatimiento: qué le impulsó a dejar su gloria, a aventurarse en tan extraño sendero, cada vez más arduo y cuesta arriba, que asciende hasta el Calvario, «este monte que llaman Calavera». La subida (o alzamiento) se coronó en la meta del oprobio, encima de una cruz desnuda, como una íntegra oblación ofrecida a Dios y consumada para nuestra salvación. Por amor, sólo por amor.
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Por quererte hasta la muerte Si dejé la alfombrada primavera donde el lirio crecía a su albedrío. Si dejé solitaria junto al río, atracada mi barca en la ribera. Si subí desde el llano a la ladera; si subí hasta el barranco del vacío, a la cumbre del monte más sombrío, a este monte que llaman Calavera. Si ascendí más arriba, hasta un madero donde el escarnio pinta su aguafuerte macabro: afrenta cruel, oprobio fiero... Si he sufrido la cruz, donde te espero, fue por quererte, sólo por quererte, quererte tanto, amor, hasta la muerte.
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l siguiente soneto se sitúa a la sombra de otro célebre soneto; quiere ser un eco suyo, su emotiva evocación. Alberga una pretensión humilde. Ojalá que, leyéndolo, los ojos se vuelvan hacia el primordial soneto, que constituye su fecunda fuente y origen inspirador. Así pues, este poema se presenta, literariamente, como un rendido homenaje al soneto místico más hermoso de la lengua española, al más profundo, al más sentido: No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido; ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte. Tú me mueves, Señor, muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido... El soneto ha gozado de una resonancia universal, y de una paternidad plural y discutida. Se atribuye a santa Teresa de Jesús, a san Ignacio de Loyola («a Sancto Ignatio quotidie recitari»). Especialmente, a san Francisco Javier. Fue muy conocido y rezado en muchas latitudes, también en su traducción latina. «Suspiros de amor de san Francisco Javier», le llaman los ingleses; «Gemidos amorosos de san Francisco», los alemanes; «Acto de contrición de san Francisco»,
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los españoles. Pero el soneto es anónimo; fue escrito en el siglo XVII, brotó del fondo del alma de España, de sus raíces místicas, aunque sus huellas se encuentran florecientes entre las páginas de nuestros más eximios escritores espirituales. El tema del soneto es tan simple y tan inteligible que apenas existe posibilidad de un malentendido: es la confesión del intenso amor por Cristo crucificado, un amor proclamado en toda su pureza, libre del interés mercantil del premio celeste y exento del agónico miedo a la condena; no hay nada extravagante, no tiene resabios de quietismo. La gala del soneto es que canta desnudamente el perfecto amor a Cristo. Su extraña maravilla es que expresa en un alarde de sencillez los sentimientos del más puro amor al Señor crucificado. Por eso el soneto nos hace estremecer, nos interroga sobre los móviles de nuestro amor, al tiempo que nos cautiva y enajena. Cabe precisar que este perfecto amor a Dios es doctrina diseminada abundantemente entre nuestros escritores místicos. Se pueden recordar algunas insignes muestras: Juan de los Ángeles, Diego de Estella, fray Luis de Granada, Alonso Rodríguez, María de Jesús, Alonso de Orozco. San Juan de Ávila escribe: «Y de aquí es que, aunque no hubiese infierno que amenazasse, ni paraíso que combidasse, ni mandamiento que constriñesse, obraría el justo por sólo el amor de Dios lo que obra» (Libro espiritual sobre el verso Audi filia). Santa Teresa: «Y aun no se contenta con todo esto (cosa maravillosa y de mirar mucho) de que el Señor entiende que un alma es toda suya, suya sin otro inte-
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rés ni otras cosas, que la muevan por sola ella, sino por quien es su Dios, y por el amor que tiene, como nunca cesa de comunicarse con ella» (Conceptos del amor de Dios, V). San Juan de la Cruz: «Porque el salario y paga del amor no es otra cosa, ni el alma puede querer otra, sino más amor, hasta llegar a perfección de amor; porque el amor no se paga sino de sí mismo» (Cántico espiritual, canción IX). Nuestro soneto es también sencillo e inteligible. Es una exposición de Cristo, a la manera de como solemos afirmar que se «expone» el Santísimo en el altar. Es mostración y declaración al mismo tiempo. El Señor se manifiesta al creyente tal como está clavado en la cruz, en toda la extensión de su cuerpo traspasado; invita a ver, a fin de «conmo-ver» al cristiano, para que pueda éste creer y rendirse a su amor; le insta, como hizo con Tomás, a palpar en los agujeros de sus heridas el misterio de su pasión divina; y proclama, por fin, ardientemente su amor eterno. Escribe Jesucristo con su sangre preciosísima en el letrero de la cruz la verdadera causa de su crucifixión y la razón de su condena: «Lo mismo que te amé, así te amara; / lo mismo que te quise, te quisiera». Y como acostumbra repetir nuestro refrán español que «la letra con la sangre entra», así ha escrito Jesús su letra, con la misma sangre de sus venas, para que su amor nunca se borre ni se olvide. Sólo queda añadir, para otorgar validez universal y eterna a la proclama de Jesús crucificado, el broche de unas palabras del Evangelio: «Lo que está escrito, escrito permanecerá para siempre (Jn 19,22).
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Lo mismo que te amé, así te amara ¿No te conmueve verme en cruz clavado, donde Dios se hace llaga dolorida, y palpar en los huecos de esta herida el misterio de un Cristo enajenado? ¿No te conmueve verme traspasado, ver sin luz esta carne atardecida; verme ya muerto para darte vida, verme en la cruz por ti crucificado? Aunque no hubiera cruz, yo levantara una reciente cruz, donde pusiera una eterna escritura recia y clara, y con sangre, esta letra te dijera: «Lo mismo que te amé, así te amara; lo mismo que te quise, te quisiera».
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PRIMERA PALABRA «Jesús decía: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”» (Lc 23,34).
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esús crucificado no permanece callado, en silencio. Su primera palabra que el evangelista Lucas registra es de perdón. Al discípulo que contempla estos hechos, Jesús ofrece sobre la cruz el ejemplo del perdón de las ofensas. Es el cumplimiento de su precepto del amor a los enemigos, sobre el que tan encarecidamente ha insistido el Maestro a sus seguidores, y que debe convertirse en el rasgo distintivo de todo discípulo. Con la práctica del perdón el discípulo sí puede imitar a Dios Padre, plenitud de bondad y misericordia. Sólo mediante el perdón incesante de unos para con otros –pues todos somos pecadores– se construye una sólida comunidad de hermanos: «Pero yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen... Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los perversos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados» (Lc 6,27.35-37). «Si tu hermano peca, repréndele; y si se arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti siete veces al día y siete veces se vuelve a ti, diciendo: “Me arrepiento”, le perdonarás» (Lc 17,3-4).
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Jesús es Maestro de una enseñanza sublime y, también, ejemplo entusiasta para el creyente. No solamente perdona, sino que excusa al pecador. No muere con una sentencia de amenaza punitiva en la boca, intimidando con el anuncio del próximo juicio de Dios; expira perdonando y disculpando. El amor cree sin límites, perdona sin límites, disculpa sin limites (cf. 1 Cor 13,7). No es una sola palabra vacilante y lánguida la que se le escapa; no es un exánime borbotón, sino un chorro prolongado. Afirma literalmente el Evangelio que «Jesús decía: Padre». El verbo en imperfecto indica que su petición al Padre es una súplica repetida e insistente. Jesús hace del perdón la primera y soberana súplica al Padre, y un ruego continuado. Se dirige a Dios con la invocación de Padre, tal como siempre suele hacer Jesús. Su perdón es siempre la señal y garantía del perdón divino. En la cruz brilla gloriosamente la epifanía del perdón del Padre. El «per-dón» es el «don per-durable», el más excelso, dado ya y perennemente dándose, del amor de Jesús por todos nosotros pecadores. El discípulo de Jesús debe continuar el ejemplo de su Señor. Mártir de Cristo es quien le sigue, le imita, se convierte en su testigo y está dispuesto a derramar su sangre por Jesús. ¡Qué bien lo entendió el protomártir Esteban! Va a morir como Jesús, con el gozo del perdón en el corazón y en los labios. Va a morir también fuera de la ciudad santa, encomendando a Jesús su espíritu; y al expirar, perdona. Su postrer aliento es de perdón a sus enemigos: «Le echaron fuera de la ciudad y empezaron a ape-
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drearle. Los testigos pusieron sus vestidos a los pies de un joven llamado Saulo. Mientras le apedreaban, Esteban hacía esta invocación: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Después dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y diciendo esto, se durmió» (Hch 7,57-60). Jesús en la cruz tiene sus brazos siempre abiertos; en él encontramos la palabra esencial del perdón y la postura protectora del perdón eterno, la que acoge siempre y no pregunta ni indaga. En Jesús crucificado, de una vez por todas, se actualiza la actitud más característica del amor del Padre, que nos perdona todo y del todo. Y en Jesús se nos ofrece imitar el rasgo peculiar del amor cristiano que es el perdón sincero –«de corazón» (Mt 18,35)– a todos los que nos ofenden. Ya sólo aguarda una respuesta (o una espuerta) para recoger sus dilatados brazos, siempre abiertos y que se le caen maduros de tanto esperar nuestro abrazo de perdón fraterno.
Mis brazos siempre abiertos Tengo en la cruz mis brazos siempre abiertos para que vengas pronto a refugiarte; prenderte entre estos lazos, perdonarte, cepos de amor y de indulgencia ciertos. Son dos ramos, dos ramas, son dos huertos derramándose en flor de parte a parte, que, de tanto quererte y esperarte, se quedaron exánimes y muertos.
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Maduro el corazón, se dora en la era. Contempla la amarilla primavera, palmo a palmo, extendida por mis brazos. Desde la cruz te entrego el alma entera, que se me cae a pares, a pedazos, esperando respuesta: tus abrazos.
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Judas, amigo mío, ¿a qué has venido?
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ontemplamos dos cuadros del Evangelio, dos escenas parecidas y, al mismo tiempo, muy distintas: el respectivo encuentro de Jesús con Judas y con Pedro. «El que le iba a entregar les había dado esta señal: “Aquel a quien yo dé un beso, ése es; prendedle”. Y al instante se acercó a Jesús y le dijo: “Salve, Maestro”, y le dio un beso. Jesús le dijo: “Amigo, ¿a qué has venido?”» (Mt 26,48-50). «Le dijo Pedro: “¡Hombre, no sé de qué me hablas!”. Y en aquel momento, estando aún hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo: “Antes de que cante hoy el gallo me habrás negado tres veces”. Y saliendo fuera lloró amargamente» (Lc 22,60-62). Las palabras de Jesús a Judas, cuando siente aquél en su mejilla todo el hedor de la traición –Judas está mancillando con su felonía el beso de la amistad–, no son una frase hiriente, cargada de mordaz ironía. Jesús está hablando a su discípulo y le está brindando el regalo de su amistad; le está perdonando ya en el mismo gesto de perpetrar Judas su pecado; le dice al corazón: “Judas, tú eres y serás siempre mi amigo, a pesar de lo que estás haciendo ahora”. Pero Judas no escucha, no
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acoge su viva apelación ni capta esta hondísima mirada de Jesús. El pecado de Pedro es repugnante, como el de Judas; por tres veces, a sangre fría, reniega de Jesús. Sólo el evangelio de Lucas nombra el misterioso mirar del Señor. Jesús no habla; sólo, mira. Esta mirada hace recordar a Pedro sus palabras –las palabras del Kyrios–, que no son la helada certidumbre de su pecado ya ejecutado, el cumplimiento del augurio de una traición, sino la consoladora promesa de un perdón anunciado. Quiere el Señor que Pedro se acuerde de estas palabras, que son al mismo tiempo una predicción, advertencia y entrega de una misión: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como a trigo, pero yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22,31-32). Jesús no le echa en cara su pecado, sino que le muestra generosamente su favor. Ambos fueron pecadores. Pero hubo una crucial diferencia entre ellos. Judas no aceptó ser mirado por el Señor, que buscaba con la solicitud del amigo fiel perdonarle; rehuyó la mirada, miró para otro lado. Pedro, en cambio, sí, y fue perdonado. Pedro lloró amargamente y, limpio por el agua de sus lágrimas de arrepentimiento, se volvió (esto significa literalmente convertirse, es decir, volverse) a sus hermanos para confirmarlos en la fe. ¡Basta una mirada, sólo una mirada es suficiente, una mirada de acogida para ser perdonado: dejarse mirar por la mirada del Señor!
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Judas, amigo mío, ¿a qué has venido? Judas, amigo mío, ¿a qué has venido? Tú vienes con un beso traicionero; yo con mil besos de perdón te espero para ablandar tu rostro empedernido. Por más que seas lo que siempre has sido: desleal, desertor, ladrón, cordero que esconde tras su piel un lobo fiero, y me hayas engañado y mal vendido. Mírame, no te alejes carcomido por tu ruindad, tu herrumbre y por tu olvido. Mírame, déjame sólo mirarte. Pero si tú te vas, triste, a otra parte..., más penado me dejas y afligido por no poder mirarte y perdonarte.
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Más florece el perdón con que te espero
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i decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero si confesamos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso y no poseemos su Palabra. Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es victima de expiación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1 Jn 1,8-2,2). San Juan llama a Cristo hilasmos, que quiere decir «expiación» o «víctima de expiación» (no «propiciación», como a veces se traduce). Cristo es víctima de sacrificio, que anula la culpa y purifica al pecador: expía por nosotros, pecadores, y nos hace sagrados y piadosos ante Dios. Por medio de su Hijo, Jesucristo, Dios nos ha perdonado los pecados y nos ha liberado de nuestras iniquidades (Rm 5,8). «Dios envió a su Hijo encarnado en una carne pecadora, como víctima por el pecado. Y en su carne condenó el pecado» (Rm 8,3). Esta imagen evoca un recuerdo bíblico y ancestral. Durante la larga travesía por el desierto, el pueblo veneraba la presencia de Dios, que reposaba en el arca de la alianza. Dios se hacía presente con su Gloria, que bri-
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llaba en la parte superior del arca, designada hilasterion, a saber, «expiación». Desde este lugar santo, el Señor otorgaba su perdón al pueblo y le concedía sus favores. Dios nos perdona ahora por medio de Jesús. Nuestro Señor Jesucristo es nuestra arca de la alianza, el lugar personal de expiación de todos nuestros pecados. Contemplamos fijamente a Jesucristo. Está de pie, en lo alto de la nueva arca de la nueva alianza, crucificado. No se mueve, no se va; se queda enclavado por nosotros. Jesucristo, todo él y cada uno de sus miembros (sus ojos abiertos, sus brazos extendidos, sus pies que reposan...), es cómo un órgano que arranca la inaudita música del perdón. Está pendiente en la cruz para gritar perdón, para perdonar siempre, no cansarse nunca de perdonar. Su indulgencia es infinita. Acojamos su ademán y sus palabras de gracia. En medio de la oscura sequedad de nuestro campo, tan yermo y asolado, erizado de zarzas y abrojos..., brota la fragante flor de su clemencia. ¿Acaso nuestros pecados, cuya machacona presencia aparece turbiamente en todas las estrofas, van a resultar más poderosos que su perdón y su misericordia inagotables?
Más florece el perdón con que te espero Estos ojos que en ti tengo clavados no quieren ver tu culpa ni tu pena; no quieren ver las huellas en la arena incontable del mar de tus pecados.
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Estos brazos, por clavos traspasados, se te entregan igual que una patena; son de Dios alas, abren la cadena perpetua del penal de tus pecados. Y estos pies pisotean tus pecados, quietos están, sujetos al madero, quietos para aguardarte así enclavados. Ven a esta cruz, donde por ti me muero. Que si mucho crecieron tus pecados, más florece el perdón con que te espero.
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«Jesús le dijo: “En verdad te digo: hoy estarás en el paraíso”» (Lc 23,43).
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Tú que fuiste ladrón arrepentido
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no de los malhechores colgados le insultaba: “¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!”. Pero el otro le respondió diciendo: “¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu Reino”. Jesús le dijo: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso”» (Lc 23,39-43). El buen ladrón reconoce en la cruz la inocencia de Jesús (v. 41), como ya antes lo había insistentemente proclamado Pilato (vv. 4.14.22) y lo hará más tarde el centurión (v. 47). Jesús es confesado como el Inocente que sufre inicuamente un pena injusta. Al mismo tiempo que acepta su culpabilidad (v. 41), se dirige (¡única vez en todo el evangelio de Lucas!) a Jesús llamándole directamente «Jesús», el nombre que Dios le dio antes de su concepción (Lc 1,31). Le pide que se acuerde de él cuando venga en su reino. «Acordarse» es un término predilecto de Lucas; aparece en labios de María en el Magnificat (1,54) y de Zacarías en el Benedictus (1,72): significa la actuación, llena de misericordia, de Dios en la historia. El buen ladrón piensa –al igual que cualquier judío de
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aquella época– en la Parusía, en el momento de la llegada gloriosa del Mesías, que vendría en un tiempo dilatado, futuro. Jesús responde a su petición con una declaración solemne: «En verdad te digo (Lc 4,24; 12,37; 18,17.29; 21,32): hoy estarás conmigo en el paraíso». El paraíso se entendía en la literatura judía de entonces como un estadio intermedio o de consumación total, y era objeto de especulaciones rabínicas muy plurales. Atendiendo con fidelidad a las palabras de Lucas, hay que decir que el evangelista se refiere a la salvación personal, ya desde el momento de la muerte. Jesús es capaz de salvar convirtiendo a la muerte en umbral de la vida, haciendo partícipe de su misma salvación al que estaba colgado junto a él. El Evangelio realiza con ello dos innovaciones sustanciales: desmitifica el paraíso y «desescatologiza» la escatología. Estar en el paraíso significa ya estar con Jesús. Una expresión de corte mítico como es «estar en el paraíso» queda corregida y explicada por una frase de índole existencial: «estar conmigo». «La vida es, pues, estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la Vida, allí está el Reino» (san Ambrosio, Exposición sobre el evangelio de Lucas; PL 250,14). Y esta promesa no se difiere para un futuro remoto, sino que compromete para un presente cercano, para «hoy». El evangelista «actualiza» la salvación. Jesús es el nuevo Adán. Hubo un antiguo y viejo Adán; por su culpa y su pecado fueron cerradas a cal y canto las puertas del paraíso. Jesús se presenta como el último descendiente directo de Adán según la genea-
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logía relatada por el evangelio (Lc 3,23.38). Sólo Jesús es capaz de abrir las puertas clausuradas del paraíso y hacer entrar a la humanidad errante en la gloria de la dicha eterna, en la comunión plena con Dios y con la naturaleza recreada. Se recogen ahora de dos padres de la Iglesia sendos pasajes antológicos (dotados de belleza y profundidad) sobre la escena del buen ladrón. Constituyen un sabroso comentario al episodio del evangelio de Lucas y del poema. «El Mesías estaba en la Cruz. El estupor llenó la creación, el mundo se conmovió, los ángeles cesaron de alabar a Dios. Estaban mudas las legiones celestes. Sus voces se habían apagado, y ninguno se atrevía a emitir un sonido. Su vuelo era lento; habían caído en la tristeza. Se maravillaban por el Crucificado. Después retornaron al cielo, y el rey se quedó solo, abandonado. Ninguna voz le dirigió una súplica: ni de lo profundo ni de lo alto llegó un sonido a su oreja; sólo el ladrón pronunció alta su voz a lo alto de la Cruz, y se convirtió en la boca del mundo superior y del mundo inferior con la palabra de su confesión. Con energía y con firmeza, no se preocupó del escándalo que sufría: tomó el partido de la fe con su alta profesión. »Ninguna otra boca elevó la alabanza a Dios, y todas las gargantas estaban mudas. Incluso en los apóstoles la fe se había debilitado, porque el espíritu de la tristeza había llenado su corazón de terror... El ladrón inclinó su cabeza y con fe alzó su voz gritando a Jesús: “Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino y en tu gloria, que ahora está oculta”.
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»Entonces se manifestó la gracia del Misericordiosísimo, y extendió su corona al ladrón. Había éste superado todo escándalo. El Misericordiosísimo lo unió a sí, lo unió en su amor, y lo unió con un juramento para que no dudase del premio que parecía entonces muy lejano. Le dijo: “En verdad, cree y convéncete de que estarás conmigo en el jardín del paraíso, que está lleno de felicidad”. »También de mí, oh Jesús, que soy la voz de tu alabanza, también de mí acuérdate, oh Señor, en tu reino, para yo pueda cantar por siempre tu gloria» (Santiago de Batna, Poema sobre el buen ladrón). «¡Es extraordinario e increíble! Ves la Cruz, ¿y te viene a la boca el Reino? ¿Qué has visto, que pueda ser digno en él? ¿Un hombre crucificado, golpeado, objeto de burla, acusado, cubierto de salivazos, flagelado; todo esto es, quizás, digno del Reino? ¿Ves ahora cómo el ladrón miró con los ojos de la fe, sin dejarse engañar por las apariencias? Por esto, Dios no se limitó a considerar las simples palabras, sino que, del mismo modo que aquél había mirado su divinidad, así el Señor, leyendo en su corazón, le dijo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43)» (san Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Génesis, 7). El poema modifica sustancialmente la acción, realiza una profunda inversión, al modo de una respetuosa pirueta de la escena del evangelio. Trastoca papeles y cambia palabras entre Jesús y el ladrón. Es ahora Jesús quien ha sido robado y saqueado, es la paciente víctima; se queja amargamente en la cruz de esta rapiña y pide con vehemencia justicia al ladrón.
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Tú que fuiste ladrón arrepentido Tú que fuiste ladrón arrepentido, feliz ladrón robando el gran tesoro: encontraste en mi cruz la puerta de oro del paraíso abierto y prometido. Yo que fui Luz de Luz, Dios tan crecido, por culpa de un querer que tanto adoro he perdido la luz clara, el decoro..., te he querido encontrar y me he perdido. ¿Qué has hecho tú de mí, que has saqueado mi pobre corazón y lo has dejado hecho un esclavo de tu señorío? ¡Devuélveme, ladrón, lo que has robado; dame de una vez, Dimas, lo que es mío! ¿No te da pena verme muerto y frío?
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¿Qué has hecho del amor que yo te he dado?
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o parece que podían ser mayores las congojas de nuestro Salvador si no las hiciese crecer nuestro desagradecimiento y mala correspondencia, que es la cosa que más aflige a los que hacen beneficios y tienen amor. Porque el ver que había de haber tantos que no conociesen, ni estimasen, ni agradeciesen este beneficio, ni aprovechasen de remedio tan costoso, y que después de haber dado su sangre para medicina de nuestras dolencias, y para hacer un bautismo con que purificar nuestras manchas, hubiese con todo eso tantos que, por no curarse, muriesen eternamente, y tan pocos que lavasen sus vestidos en la sangre del Cordero, esto era una cosa que lastimaba el corazón de este Señor más de lo que con palabras se puede declarar. Aquí sintió de nuevo los pecados de los hombres como de gente que pisaba su sangre y despreciaba su amor y desestimaba sus beneficios, y mucho más los pecados de aquellos que, por ser cristianos o religiosos o por haber recibido mayores dones de Dios, era mayor y más feo desagradecimiento. Y si los que mucho aman se afligen notablemente cuando les responden con desamor, dinos, Señor, ¿qué sentiste cuando, teniendo tanto amor a los hombres, viste en ellos tanto desamor, tanto olvido y tanto desagradecimiento?» (P. L. La Palma, Historia de la Sagrada Pasión, VIII). En la historia de la amistad o del amor, el olvido duele incluso más que el odio, pues el olvido significa no tener
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en cuenta ya a la persona amada, desterrarla de la memoria, borrarla de la vida, aherrojarla en la sepultura vacía de la nada. Olvido es algo más que no acordarse. Comentaba sor Juana de la Cruz en los versos finales de su soneto Olvido: «Que aqueste no acordarme no es olvido / sino una negación de la memoria». El olvido va en proporción al amor; aflige más al olvidado, por cuanto éste ama y no cesa de amar ni de sufrir por quien ingratamente le olvida. A más olvido, mayor dolor. Se oye ahora la lastimera queja del «pastorcico», el breve y bello poema que san Juan de la Cruz tomó de un asunto profano y que «volvió a lo divino». La pastora es la Iglesia, cada alma, cada persona; el pastorcico es Jesús, quien tiene puesto todo su pensamiento en su pastora y se halla muy dolido. Estos versos explican la razón del copioso llanto y honda pena de Cristo: nuestro olvido. «No llora por haberle amor llagado... Mas llora por pensar que está olvidado; que sólo de pensar que está olvidado de su bella pastora, con gran pena se deja maltratar en tierra ajena, el pecho del amor muy lastimado» (vv. 5.6-10)
¿Qué has hecho del amor que yo te he dado? ¿Por qué es tu corazón tan obstinado, de frío pedernal y piedra dura? ¿No solloza en quebranto de amargura, roto en cristal y en llanto desatado?
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¿Qué has hecho del amor que yo te he dado? ¿Qué fue de mi querer?: ¿caricatura? ¿Qué has hecho de la flor de la ternura en tu jardín deshecho y desolado? ¿Dolor no te da ver mi sufrimiento: mis pies, mis manos..., mi escarnecimiento sentenciado al desdén de tu condena? ¡Ay, qué clavos, qué espinas, qué cadena!: que no tengas piedad ni sentimiento, pues te olvidas de mí y de mi pena.
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Si hablan vivas, en flor, ensangrentadas...
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esuenan los «improperios» del Viernes santo. Los fieles cristianos se acercan al presbiterio de la iglesia, se arrodillan y besan la imagen de Jesús crucificado... Todos vamos entonando, al mismo tiempo, la triste elegía de los improperios; reconocemos las graves injurias que hemos cometido contra nuestro Salvador. Nos situamos en la parte del ofendido, que nos interpela por tanto despropósito con esta elegía de sus palabras desconsoladas: «Pueblo mío! ¿Qué te he hecho, en qué te he ofendido? Respóndeme. Yo te saqué de Egipto; tú preparaste una cruz para tu Salvador... Yo te di un cetro real; tú me pusiste una corona de espinas. Yo te levanté con gran poder; tú me colgaste del patíbulo de la cruz...» Ha sido la historia de la salvación un camino tortuoso entre Dios y la humanidad: un ofrecimiento
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divino que de continuo ha sido rechazado; un deseo tronchado como una flor y truncado como un viento en contra del destino; una visita de Dios a quien se le cierran las puertas de su propia casa; un rostro que quiere mostrarse propicio y, en la plenitud de su radiante benevolencia, se le abofetea de manera inmisericorde... El brutal portazo, la cruel bofetada, se los hemos infligido con el drama de la Pasión. Jesús en la cruz, sufriendo lo indecible, habiéndolo dicho ya todo y dado todo, musita quedamente una queja última: que no sea inútil tanta pasión sufrida, tanta vida entregada, tanta muerte de Dios crucificado.
Si hablan vivas, en flor, ensangrentadas... ¿Qué te diré, si está ya todo hablado?; ¿qué plegarias que no hayan sido oradas?; ¿qué razones, de dichas, ya olvidadas?; ¿qué prueba, qué argumento no estrenado? Si te hablo fuerte, ardiente, apasionado..., si hablan vivas, en flor, ensangrentadas..., ¿por qué yacen, ya ajadas y agostadas, las palabras de un Dios crucificado? Si te doy toda el alma, ¿y todavía tú dudas, titubeas...? ¡Qué daría por sembrar en tu sangre lo que siento!
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Ésta es mi cruz, mi llanto y mi lamento: yo sufriendo por ti triste agonía; indiferente, tú, oteando el viento.
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Yo soy Jesús, a quien tú crucificas
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esús crucificado es la más grande víctima del mundo injusto, en quien se demuestra –para todos los tiempos– que un hombre justo en este mundo no puede ser más que matado» (Albert Camus). Jesús está en la cruz porque hubo hombres malvados que levantaron una cruz y lo colgaron de ella. Hombres movidos por la trama de la injusticia. Todos a una. Jesús en la cruz es un caso más de tantos inocentes crucificados inicuamente. Si pudieran erigirse esas cruces y alinearse una junto a la otra, formarían una larguísima fila que daría la vuelta al mundo, una colosal muralla que lo esclaviza y deshumaniza como una dura cadena de vergüenza. Primero fue el crimen de Caín contra Abel, a quien mató en el campo, y cuya sangre inocente gritaba hasta el cielo; después... Mas no hay un después ni una pausa, ni un punto y aparte: la humanidad ha seguido igual de cainita, matándose unos a otros en una masacre interminable. ¿Quién puede contar su historia, que se relata a base de innumerables guerras fratricidas y de tanta sangre vertida? Jesús en la cruz es víctima porque nosotros somos sus verdugos. El credo de nuestra fe confiesa que él murió por nuestros pecados (cf. 1 Cor 15,3-4). Luego hemos
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de reconocer y convenir en que fueron nuestras fechorías las que causaron su pasión y su muerte. No podemos seguir levantando nuestros ojos manchados de odio y asesinato, elevando nuestras manos tintas de sangre, moviendo como un junco la cabeza hipócrita. Él nos increpa desde la cruz: «Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre. Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones. Cesad de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido; defended al huérfano, proteged a la viuda» (Is 1,15-17). La contemplación del Crucificado debe orientar nuestra mirada hacia tantos crucificados a quienes nosotros crucificamos. Jesús vive en los hermanos más pequeños («Lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis»; Mt 25,40), en los que son ninguneados, despojados y despreciados. En ese estercolero de desprecio, que nadie mira con agrado, ante cuya visión se esconde el rostro, Jesús es de nuevo crucificado y muerto. Él es la víctima inocente, el nuevo Abel. Dice la Carta a los Hebreos, refiriéndose al sacrificio de Jesús en la cruz: «Y la sangre de la aspersión, que grita con más fuerza que la de Abel» (12,24). Su sangre que clama al cielo no va a pedir venganza ni solicitar más sangre derramada, no seguirá produciendo más cadenas de muerte. Muriendo, Jesús, víctima de la violencia, va a destruir la violencia para
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siempre mediante su redención. Instaura un modo nuevo de vivir y de morir, que consiste en la entrega, el perdón y el amor. Desde la cruz, hecho víctima propiciatoria por nuestros pecados, Jesús se nos revela a cada uno de nosotros –tal como un día se reveló luminosamente a Saulo, cuyo corazón estaba entenebrecido por el rencor–, se identifica, nos señala y nos acusa.
Yo soy Jesús, a quien tú crucificas Yo soy Jesús, a quien tú crucificas. Jesús de Nazaret, el Nazareno no acaba de morir, mucho hombre bueno muere en la mala sangre que salpicas. Di la verdad. A ver si me la explicas. Desnuda el corazón. ¿Ves? ¿No está lleno, sierpe al acecho, del fatal veneno con que odias, robas, matas y asesinas? ¿Por qué vienes transido, disfrazado de sayal y en ceniza de tristeza, moviendo como un junco la cabeza? No derrames más sangre en mis hermanos, perdona como yo te he perdonado y eleva luego hasta mi cruz tus manos.
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Bájame de esta cruz donde me han puesto
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o es nuestro Dios, nuestro Señor Jesucristo crucificado, en quien creemos, al estilo de los dioses del Olimpo griego, tan desocupados e imperturbables entre los cirros de su cielo; como los dioses de Canaán, Moloch, Baal, ausentes –hasta los límites de una cruel lejanía– de la historia de los hombres; o las frías imágenes divinas que forjó la edad de nuestra razón ilustrada, o el yo supremo que proyectaron nuestras pesadillas y angustias. Como un lamento del Crucificado se presenta este soneto. Si él se ha despojado de toda gloria, si ha bajado a vivir como uno más, como cualquier mortal; si está entre nosotros, y con nosotros quiere quedarse para siempre, compartiendo nuestra vida, estando a nuestro lado... Si está perdidamente prendado de nuestra humanidad, hasta el punto de morir de puro amor; si ha padecido la Pasión por nosotros, y su pasión va en aumento y no tiene ya remedio, ¿por qué pretendemos castigarlo, crucificarlo de nuevo con nuestra lejanía y desdén?, ¿por qué esa continua tentación jansenista de la abstracción y la distancia? En la cruz quiere unirse, encontrarse y desposarse para siempre con nosotros. Santa Teresa, que tanto amaba la humanidad de Jesús (con tanto énfasis acentuada en el soneto), podría decirnos cosas admirables sobre este encuentro personal del Humano crucificado con nosotros. Hemos espigado de entre un campo inmenso de fer-
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vientes referencias estas breves líneas. Pertenecen a una visión que es todo un aviso y una recomendación viva: quien se encuentra con Jesús crucificado, cercano e íntimo, amigo y esposo, ha hallado el evangélico tesoro del campo, la perla preciosa. Aún más, ha hallado las cinco perlas preciosas de sus llagas de Crucificado: «Una vez, tiniendo yo la cruz en la mano, que la traía en un rosario, me la tomó con la suya, y cuando me la tornó a dar, era de cuatro piedras grandes, muy más preciosas que diamantes, sin comparación (porque no la hay casi, a lo que se ve, sobrenatural, diamante parece cosa contrahecha y imperfecta),de las piedras preciosas que se ven allá. Tenía las cinco llagas de muy linda hechura: díjome que ansí la vería de aquí adelante» (Libro de la Vida, 29,7).
Bájame de esta cruz donde me han puesto Bájame de esta cruz donde me han puesto tan lejos, tan distante y alejado, tan altamente en alta altura alzado que me da vértigo este Olimpo enhiesto. De luz de sangre y sombra estoy compuesto, siento la dulcedumbre del pecado de estar perdidamente enamorado de un semblante, unos ojos y de un gesto. Soy humano y humanamente siento el latido de Dios contra mi pecho. Ven y desciéndeme de este alto viento,
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échate tú también, de amor deshecho, y hagamos de esta cruz de mi tormento nuestra casa de amor y nuestro lecho.
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«Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su intimidad» (Jn 19,26-27).
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Ahí tienes a tu madre y madre mía
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uan, el discípulo, al igual que María, está también junto a la cruz. Permanece fiel. Se trata del discípulo amado, porque los otros han huido y abandonado a Jesús. Este discípulo es testigo paciente de la Pasión. Jesús moribundo le dirige unas palabras reveladoras : «Ahí tienes a tu madre». Antes había dicho a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Jesús realiza no un testamento doméstico, sino un verdadero testamento espiritual. No sólo encomienda a los cuidados de Juan la persona de su madre, que va a quedar sola y sin hijo. Nombra a María madre de todos los creyentes, de todos sus discípulos. Ella, con su dolor y su fe mantenida, ha colaborado al nacimiento de la Iglesia. Esta Iglesia es una casa en donde hay una madre y un hijo. La madre es María, el hijo es el discípulo de Jesús, a saber, todos nosotros. Pero es preciso fijarse con atención en el texto del Evangelio, caer en la cuenta de que existe un lenguaje característico que muestra el grado de la reciprocidad. Exclama Jesús dirigiéndose a su madre y al discípulo: «Mujer, ahí tienes a tu hijo..., ahí tienes a tu madre». No están los dos alineados de forma yuxtapuesta, equidistantes y apartados. El típico lenguaje empleado por Jesús nos recuerda las formulaciones de la alianza de Dios con su pueblo, que sobresalen por su frecuencia e
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intensidad en el Antiguo Testamento: «Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios». Subrayan la correspondencia solidaria entre Dios y el pueblo. Asimismo, en el Calvario Jesús proclama el testamento de una alianza: la madre y el hijo se pertenecen. La madre está para el hijo, y el hijo para la madre. Por eso, después de la «Hora», es decir, a partir del misterio de la muerte de Jesús, el discípulo acoge a María. Decir –tal como suelen traducir casi todas las Biblias– que el discípulo la acogió en su casa es hablar de forma indebida, interpretar por aproximaciones, sin llegar a captar el mensaje más hondo del Evangelio. Algo más que una acogida material es lo que debe dispensar el discípulo. Apoyados en la mejor tradición de los santos padres, conforme a la más exacta traducción de las palabras griegas de Juan, el Evangelio afirma que el discípulo ha acogido a María entre sus bienes más preclaros (eis ta idia), en su intimidad, dentro de él mismo, como su tesoro más valioso y la perla única de su tesoro. La madre de Jesús es ya nuestra madre. Se insiste en la pertenencia mutua, en el cariño y en la entrega del uno por el otro. ¡Los lazos vivos de una madre y de un hijo son perennes, nunca deben desligarse ni romperse, pues son ataduras de amor más fuertes que la muerte! Portamos el tesoro de esta madre en la debilidad de nuestro barro. Ella unge, como luz bendita, nuestra fría oscuridad; es nuestra casa abierta y encendida... Es, por fin y venturosamente –atrevámonos a confesarlo sin rubor y con legítimo orgullo de hijos para con tal madre–, la gran revelación y el inmenso don. ¡La madre de Jesús es ya nuestra madre! María nos acompaña siempre y perpetuamente estará con nosotros. ¿Somos
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los discípulos de Jesús conscientes y responsables del enorme regalo que el Crucificado nos hace? ¿Hemos dado acogida en nuestra intimidad a María, la madre de Jesús, como nuestra propia madre?
Ahí tienes a tu madre y madre mía Ahí tienes a mi madre. Una espada cruel la dejó maltrecha y malherida. Mírala dolorosa y afligida, sola, junto a mi triste cruz, plantada. Ahí tienes a mi madre inmaculada. Mírala al pie del árbol de la vida, mírala intrépida, sin ser vencida por la muerte, la noche ni la nada. Te doy aquella a quien yo más quería, la que es mi pan y paño de agonía. Mira su corazón: es ya tu casa abierta y encendida: ¡entra y pasa! Ahí tienes a tu madre y madre mía. Mírala. Es nuestra madre y es María.
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Madre junto a mi cruz
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uando alguien va a morir, siente pasar por su retina todos los instantes de su vida como un conjunto de recuerdos apretados, agónicos. Jesús sabe que va a morir, y revive de repente los momentos todos de su existencia. Él también ha acogido el Reino de su Padre como un niño (Mc 10,15); ha vivido en esta infancia espiritual, como un niño en brazos de su madre (Sal 131,2). Cuando un niño siente cercano un peligro, una amenaza, grita por instinto a su madre para que le proteja y ampare. Desde la alta cruz, Jesús moribundo contempla a su madre. Entonces le dice aquellas palabras que recapitulan, como un abrazo maternal (y que hemos escrito adrede con las exactas rimas de los cuartetos del próximo soneto), toda su existencia de niño rodeada por María: Siempre estuve en tus brazos, madre amada. Entre tus brazos siempre, madre mía. Crecí en ellos, soñaba, me dormía: mi casa, mi descanso, mi almohada. Su corazón humano recuerda (¿qué otra cosa es el corazón, sino el órgano de un palpitante recuerdo?) su primer alumbramiento, su nacimiento y su cuna en Belén, firmemente estrechado en los brazos de su madre, apretado por los más tiernos y seguros de sus abrazos.
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Recitando el extenso y dramático salmo 22, Jesús pronunció aquellas palabras: «Tú eres quien me sacó del vientre; me tenías confiado a los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos» (vv. 10-11). Dios sacó a Jesús del vientre de su madre y lo confió a los pechos de María. En el regazo de su madre ha vivido. También María ha vivido por y para su Hijo. La vida de María, la madre de Jesús, ha sido un afligido alumbramiento: ha dado a luz a Jesús en un parto continuado. El Evangelio lo registra dolorosamente. El primero aconteció en Belén cuando fue niño (Lc 2,6-20); el segundo cuando a los doce años le hizo sufrir, mostrándole tras la angustiosa búsqueda de tres días que él tenía que estar en la casa del Padre (Lc 2,48-49); y ahora, en la Cruz sucede el tercer y definitivo parto, cuando va a morir. Ambos, la madre y el hijo, están penando. María por Jesús. Jesús por María. Ésta porque es madre y sólo una madre conoce la honda llaga de tal dolor. Ver a su hijo Jesús morir en la cruz es la espada que se le clava en el corazón, traspasándolo de parte a parte. «No me corresponde a mí hablaros de los dolores de María; meditadlos vosotros. Sólo os diré que del mismo modo que todo el gozo de la Santa Virgen consiste en ser Madre de Cristo, todo su martirio nace del mismo amor. No hay fuerza que pueda romper lo que la naturaleza unió tan fuertemente. Cuando la primera comunión termina, nace otra formada por los lazos del amor, y la madre lleva al hijo como si no hubiese salido aún de sus entrañas, hasta el punto que basta que el hijo sufra para que el corazón de la madre salte.
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»Os pondré un ejemplo. Cuando la cananea pide al Señor que cure a su hija, le dice: “Ten piedad de mí, mi hija está poseída por el demonio” (Mt 15,22). Porque le basta pensar en los dolores de su hija. En ella padezco, sus dolores son los míos; a ella la atormenta el demonio, y a mí, la naturaleza, y los golpes que le infligen llegan hasta mí. »¡Padre eterno! No tenéis por qué eclipsar el sol si pensáis en María, ni por qué apagar las luminarias del cielo. Ya no hay luz para esta Virgen. No es necesario que sacudáis los cimientos de la tierra, ni que cubráis de horror la naturaleza, ni que amenacéis envolverla en el primer caos, porque después de la muerte de su Hijo no hay para ella sino tinieblas» (J. B. Bossuet, María al pie de la Cruz, Primer sermón del Viernes santo). La mirada de su madre será la postrimería de este mundo, el paisaje final, el último rostro humano que Jesús desde la cruz va a contemplar en esta historia que lo crucifica. Y otra vez, como cuando era niño, Jesús se confía a los brazos de su madre. Los hombres buenos nunca dejan de ser niños del todo. Las madres tampoco dejan nunca de ser madres. Jesús fue el primer orante que rezó a su madre el final del Avemaría.
Madre junto a mi cruz ¿Te acuerdas de Belén, de la nevada, de aquella fría noche en que nacía, con qué amor tu ternura me mecía toda la noche hasta la madrugada?
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También recuerdo, madre, tu mirada tan limpia, donde el sol resplandecía. Cuando «hijo» me llamabas, sonreía niño el sol a la luna iluminada. Es tarde, madre, el sol ya se ha ocultado. Quédate. Quiero, como antaño, verte madre junto a mi cruz, madre a mi lado. Tenme en tu corazón tan tierno y fuerte; entre tus brazos, madre, a tu hijo amado, ahora, que es la hora de mi muerte.
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«A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: “Eloí, Eloí, ¿lammá sabaktaní?”, que significa: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”» (Mc 15,33).
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Desde lo más profundo alzo mi grito
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esde lo hondo a ti grito, Señor. Señor, escucha mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica» (Sal 130,1). Se oye el grito del salmista, que también se pregunta angustiado: «¿A dónde ir si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?» (Sal 4,7). En la cruz resuena –qué insondable aullido de dolor– el abandono que Jesús padece, en donde se aúpa, como un desnudo ciprés en sombra, la angustia de toda la humanidad. Una agudísima aguja, una fría estalactita, una angustia de muerte. Es el grito de congoja de tantos hombres y mujeres que sufren la más atroz de las soledades: la soledad de Dios. Es el lamento de Job, revolcado en el hedor de un estercolero, que no entiende cómo Dios carga contra él y le castiga sin causa ni razón. Es el grito del Siervo paciente, que ya no tiene figura humana, sino la apariencia de un leproso, herido por Dios y despreciado por los hombres. El anónimo clamor de los que han sufrido en nombre de Dios y sienten, en una incomprensible desazón, la soledad divina, la terrible noche oscura del sentido. Es la queja repetida hasta la extenuación de tantos enfermos en el alma y en el cuerpo. Es el lamento de tantas existencias, dedicadas a él, por entero a él consagradas, que ahora han perdido el
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rumbo, el norte, la estrella..., y malviven entre las sombras de la muerte... Cuando ya no hay a dónde acudir, cuando se han desmoronado todos los fuertes y parece que Dios ha desaparecido del horizonte, evanescente, en donde ya no existe sino la bruma de un olvido, y se abre un abismo ante los ojos y los pies, como una tumba..., entonces ya no queda sino levantar la mirada a la cruz y contemplar al Crucificado. Jesús experimentó en carne propia, en su cuerpo herido, en su humanidad exhausta, en su alma de Hijo, esta sin par soledad de Dios. Lo contemplo en la fe, en el dolor... Uno mi soledad a su soledad. Compartimos una soledad acompañada. Ya nadie está solo en su amargura. Comulgo soledad con muchos hermanos y hermanas también solos, y comulgo soledad con el Señor, que está solo, que por mí se ha quedado solo, que sin mí estaría más solo todavía.
Desde lo más profundo alzo mi grito Desde lo más profundo alzo mi grito como una ardiente y roja llamarada. Oye, Señor, ven pronto a mi llamada: solo soy hombre y en la sombra habito. No me dejes morir como un proscrito, pues maldito es quien muere en la estacada, colgado de una cruz y por la espada del silencio de Dios como delito.
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Grito. Vuelvo a gritar. Nadie responde. Cuanto más grito, más abandonado, más se espesa la noche y Dios se esconde. ¡A quién acudir! ¿Cómo, cuándo, dónde? No me dejes, mi Dios, de ti olvidado, pues tu ausencia es cruel lanza en mi costado.
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Eloí, Eloí, lammá sabaktaní?
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esde la hora sexta vinieron tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora nona. Hacia la hora nona, clamó Jesús con gran voz, diciendo: “Eloí, Eloí, lammá sabaktaní?”, que significa “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”» (Mt 27,45-46). El Evangelio hacer notar que por tres horas las tinieblas se apoderan de la tierra. Oscuro presagio. Esta invasión nocturna es augurio del juicio de Dios (Jl 3,4), expresión de duelo y castigo (Am 8, 9-19), evoca la penúltima plaga de Egipto, precursora de la muerte (Ex 10,22). En este trasfondo de desolación, se oye el grito de Jesús. Misteriosa invocación que los evangelios de Mateo –y también Marcos– han respetado sustancialmente. Es la única palabra del Crucificado que estos evangelios mencionan. Tanto asombro les ha producido la expresión, que la han conservado en su escritura y tenor original, tal como brotó de los labios de Jesús, quien se expresaba en su lengua nativa, el arameo. Escribe el evangelio de Mateo lammá (en arameo) en lugar de la preposición hebrea lemmá, y redacta la transliteración griega del arameo sabaktaní. Es el grito del oprobio. Es la gran voz del Crucificado, con la que Jesús muere («Gritando de nuevo con gran voz, entregó el espíritu»; v. 50). Sorprende que aún tuviese fuerzas para gritar con «gran voz». Se trata de la noche oscura de Jesús. Más oscura por
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cuanto que él ha vivido luminosamente de cara al Padre. El poema refleja, en sus primeros versos, esa mutua aspiración del Padre y del Hijo. Por toda la eternidad. Jesús, el Hijo, se reclina en el regazo del Padre, y lo contempla absorto y transparente (Jn 1,18). Se hizo hombre por voluntad del Padre, a la que siempre se ha rendido, con la que siempre ha comulgado. En la tierra, hecho ya Verbo encarnado, vivió de continuo dirigido hacia el corazón del Padre. Aunque sus discípulos le dejen, el Padre no le abandonará. El Padre y él son uno (Jn 10,30). La vida de Jesús es un arco de flecha salida del carcaj del Padre; cruza el tiempo de su existencia y vuelve certera al blanco que le aguarda: el corazón del Padre. Jesús es Dios de Dios, Luz de Luz. Pero ahora esa Luz se ha eclipsado, desaparecieron su brillo y su fulgor divino; Jesús se siente abandonado de Dios. No es que Jesús pida a Dios que no le abandone; ya está padeciendo este abandono, y pregunta por qué ha sido abandonado. «Sólo podemos entender qué significa estar abandonado de Dios si sabemos lo que significa Dios. Dios es vida, luz, sabiduría, verdad, justicia, bondad, fuerza, alegría, gloria, paz, hermosura y todo lo bueno. Ser abandonado por Dios significará, por tanto, hallarse en la muerte, enfermedad, ignorancia, mentira, pecado, maldad, tiniebla, confusión, turbación, desesperanza y todo mal» (M. Lutero, Von der Freiheit eines Christenmenschen. Sermon von der Betrachtung des heiligen Leidens Christi, Hamburgo 1968, 104).
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Resulta estremecedor escuchar las palabras del abandono de Jesús . Sonó lacerante su clamor en las entrañas de Dios. Es como si Jesús gritase: «¡Dios mío!, ¿por qué te has abandonado?». Entre ambos, Padre e Hijo, existe una comunión eterna; pero ahora Jesús, sometido al tiempo devastador y a la hora del poder de las tinieblas, se siente abandonado de Dios. Y el Padre se siente, a su vez, «Dios sin Dios». ¿Puede llegar a un abismo más cruel el misterio de la cruz en el colmo de su enajenación y abatimiento? Por este escalofrío de dolor y soledad pasó Jesús; su expresión resuena sincera, su padecimiento es auténtico. Nadie ni nada puede indebidamente exonerarle de la cargazón de su realismo, desdramatizar tan tremendo drama humano-divino. Pero es preciso añadir algo fundamental. Cuando Jesús sabe que va a morir, cuando se siente próximo a la muerte y la contempla inminente ante sus ojos, entonces, en el momento supremo de la verdad, no se aferra ni se refugia en sí mismo, en un desesperado instinto de conservación, sino que se abre a un instinto más fuerte: Dios, su Padre. Jesús está recitando el salmo 22. Estas palabras, aportadas por Mateo y Marcos, son las iniciales del salmo; constituyen el título temático que luego se continúa y se completa por el orante. Y este salmo –que conviene leer íntegro hasta el final, pues es el más citado en la Pasión– acaba alabando –con más abundancia de motivos y de versos de acción de gracias que cualquier otro salmo– el poder de Dios, en quien Jesús-orante se entrega con una confianza total. Jesús recitó por entero el salmo 22. Una escena del evangelio de Marcos, casi fútil, sin importancia apa-
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rente, así lo evidencia: «Al oír esto, algunos de los presentes decían: “Mira. Está llamando a Elías”» (Mc 15,35). Más allá del comentario erróneo, la observación muestra que el verso 11 del salmo 22 suena literalmente de este modo: Elí atta («tú eres mi Dios»), invocación que para un ignorante de la lengua original podía confundirse con esta expresión: Eliyya tá, que significa: «Elías, ven». El malentendido de los presentes que se imaginan que «está llamando a Elías», muestra que Jesús estaba recitando de forma íntegra el salmo, es decir, apoyando su vida y su muerte en Dios, a cuyos designios inescrutables se rinde. (Que Jesús recitase todo el salmo lo ha evidenciado con un sutil estudio G. Lohfink, Der letzte Tag Jesu. Die ereignisse der Passion, Friburgo 1982, 73-75.) Jesús en la cruz recita, pues, la súplica del Mártir (salmo 22). Esta oración profunda le transforma. Le hace traspasar la angustia del más duro quebranto hasta la confianza más tierna y filial.
Eloí, Eloí, lammá sabaktaní? Padre mío, mi patria, gloria y cielo, en tu regazo eternamente ardía mi hogar, la hoguera no se consumía sino en ansia, apetencia y hondo anhelo. ¡Nido de Dios, trinando de consuelo! Dijiste: «Hijo, sal». Y yo salí a –sea tu voluntad como la mía– este lóbrego mundo e inmundo suelo.
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¡Padre, qué amargo cáliz, qué tormento, qué eterna noche de Getsemaní! ¿Dónde estás, Dios? No te oigo. No te siento. ¡Mira, ay, Dios, mi desmoronamiento! ¡Dios sin Dios! ¿Qué va ser de ti? ¿De mí? Eloí, Eloí, lammá sabaktaní?
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Tú dices: «Mi Señor me ha abandonado»
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l sentimiento de abandono de Jesús también llega al creyente, que se pregunta: «¿Dónde está Dios?», y se responde a sí mismo con pesar: «Mi Señor me ha abandonado».
La frase reproduce el lamento del pueblo de Israel: «Decía Sión: “Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado”» (Is 49,13). Ciertamente, está pasando el trance amargo del destierro, lejos de su patria y de su templo. Gime en el desconsuelo porque le falta el suelo de su tierra. Ya no hay lugar para el canto: «¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!» (Sal 137). Las cítaras están llenas de polvo, cuelgan como mudos pájaros en las ramas. Es tiempo de silencio. Se trata de la suprema prueba, a la que el salmista ha puesto la angustia de su voz: «¿Es que el Señor nos rechaza para siempre y no volverá a favorecernos? ¿Se ha agotado su misericordia, se ha terminado para siempre su promesa? ¿Se ha olvidado Dios de su bondad o la cólera cierra sus entrañas?» (Sal 77,8-10). Como el salmista, también muchos hombres y mujeres en algún momento se han preguntado si Dios ha desaparecido ya del todo de su vida. Y quien antes era nada menos que nuestro Señor Jesucristo, alguien cercano, un Cristo providente y acompañante, «alzó las alas de la cruz, como veloz gavilán, y se perdió por el cielo».
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Es la experiencia de la noche oscura –que tan certeramente ha sabido describir el santo poeta, porque tan dolorosamente la ha padecido–, a saber; sentirse abandonado de Dios: «Pero lo que más duele a uno aquí y lo que más siente es parecer lo claro que Dios la ha rechazado y, aborreciéndole, arrojado a las tinieblas, que para él es grave y lastimera pena creer que la ha dejado Dios... Porque, verdaderamente, cuando aprieta la noche, sombra y gemidos de muerte y dolores de infierno se sienten muy a lo vivo. Es un sentirse sin Dios, castigado, arrojado e indigno de Él, y que está enojado. Todo se siente aquí, y más le parece que es ya para siempre» (san Juan de la Cruz, Noche oscura, II, 6,2-3).
Tú dices: «Mi Señor me ha abandonado» Tú dices: «Mi Señor me ha abandonado. Alzó las alas de la cruz en vuelo de veloz gavilán, voló hasta el cielo, hasta un cielo de plomo, desplomado. Echado fui a este mundo. Desechado. Náufrago en tierra, solo en duro suelo maldito de secano. Luto y duelo cosecho del mal viento que he sembrado. Hecho estoy a purgar eterno invierno. De la muerte al mar, me une el débil istmo del delgado grosor de un hilo tierno.
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Déjame consumirme en el abismo, déjame condenarme en el infierno, donde nadie me encuentre, ni Dios mismo.»
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Más hondo que el dolor de mi costado
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la tentación de sentirnos abandonados por Dios, él mismo responde no con palabras, sino con hechos, con una obra soberana, con una proeza inaudita: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su único Hijo» (Jn 3,16). Dios calla –¡ay, el estremecedor silencio de Dios!–, alza su mano callada y nos señala con el índice la imagen de su único Hijo. Está colgado de una cruz, como un condenado a muerte, él, el inocente y el justo. Ahí está Dios moribundo, junto a tantos moribundos, haciendo compañía a tantos sentenciados por la vida y ajusticiados a muerte. Más abyecto ya no podía caer Dios ni hundirse. Ha participado en la debilidad de la carne y de la sangre humanas; ha sido probado en todo sufrimiento, menos en el pecado; ha gustado la amargura de toda hiel y el sabor de la muerte. San Ireneo, en un célebre pasaje, defiende la seriedad del sufrimiento de Cristo frente a toda tentación gnóstica de diluir el realismo de la Pasión: «Ésta es la predicación abierta de Cristo: que él es el Salvador de quienes por confesarlo serán entregados a la muerte y perderán su vida. Mas si no hubiese sufrido, sino que hubiese “volado abandonando a Jesús”, ¿por qué había de exhortar a sus discípulos a tomar la cruz y seguirlo, si, según ellos dicen, él mismo no la cargaba,
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pues habría abandonado la economía de la pasión? Porque no lo dijo refiriéndose a la “gnosis de la Cruz Superior” (como algunos se atreven a enseñar), sino de la pasión que debía él mismo sufrir, y por eso preparó a sus discípulos para la pasión que él mismo había de sobrellevar» (Contra los herejes, 3,8.4). La Carta a los Hebreos insiste en la dimensión humanísima de Jesús: es sumo sacerdote, compasivo y misericordioso, conocedor profundo de toda miseria humana. La ha sufrido en su cuerpo destrozado. Por eso puede ser solidario y compadecerse de todos nosotros (cf. 2,14-18). Jesucristo ha bajado hasta el fondo, ha tocado fondo: ha muerto, ha sido sepultado, ha descendido a los infiernos. El Buen Pastor sigue el débil rastro de cualquier oveja perdida –y por eso predilecta– y no cesa de buscar hasta encontrarse con nosotros, en nuestros persistentes extravíos, estemos donde estemos, aun en la más negra pena, en el absurdo más atroz, con fango hasta en los ojos.
Más hondo que el dolor de mi costado ¿Por qué dices: «Mi Dios me ha abandonado. Se ausentó. Se marchó. ¡Ya está! Se ha ido, dejándome deshecho y desvalido en este valle en llanto, y desolado»? Nunca te sientas huérfano, olvidado. Yo no puedo olvidarte. No te olvido. Vas tan dentro de mí, clavado, herido, más hondo que el dolor de mi costado.
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Tú eres mi cielo, el paraíso mío. Por ti subí a la cruz, por ti he bajado al tajo del abismo más sombrío. Te busqué. Te seguí. ¡Te he encontrado! No dejes que se muera por tu frío tanta Pasión de un Dios crucificado.
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Mírame en esta cruz: ¡dame tu mano!
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ólo Dios puede hablar de sus grandezas, sólo Dios puede hablar de sus humillaciones, porque nosotros no tenemos palabras bastante altas ni nos atrevemos a formular pensamientos lo suficientemente bajos; por eso escojo las palabras del profeta que lo creyó un leproso (Is 53,41) cubierto con la verdadera lepra de nuestros pecados. »El más dulce consuelo de un hombre bueno es su propia inocencia. Éste es el consuelo que tuvieron los mártires. Pero Jesús no disfrutó de tal dulzura, y al rey de los mártires le faltó lo que tuvieron éstos. En medio de su vergüenza y tormentos, no podía ni quejarse, porque inocente con relación a los hombres, era considerado como un criminal por el Padre desde el momento en que cargó con nuestros pecados e iniquidades. Este misterio no es una ficción ni una invención agradable» (J. B. Bossuet, Sermones sobre la Pasión. Sermón del Viernes santo). Pocos relatos tan estremecedores como el siguiente, La noche, de E. Wiesel, testigo precoz de estos acontecimientos en el campo de concentración de Auschwitz, y que refieren la gran tragedia del mundo: la muerte de Dios en el alma de un niño.
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«Un día que volvíamos del trabajo, vimos tres horcas levantadas en el recinto de la llamada, tres cuervos negros. Llamada. Los S. S. a nuestro alrededor, con las metralletas apuntándonos: la ceremonia tradicional. Tres condenados encadenados y, entre ellos, el pequeño pipel, el ángel de ojos tristes. Los S. S. parecían más preocupados, más inquietos que de costumbre. Colgar a un chico ante millares de espectadores no era poca cosa. El jefe del campo leyó el veredicto. Todos los ojos estaban fijos en el niño. Estaba lívido, casi tranquilo, y se mordía los labios. La sombra de la horca lo cubría. El jefe del campo, esta vez, se negó a servir de verdugo. Tres S. S. lo reemplazaron. Los tres condenados subieron juntos a sus sillas. Los tres cuellos fueron introducidos al mismo tiempo en las sogas corredizas. – ¡Viva la libertad!– gritaron los dos adultos. Pero el pequeño callaba. – ¿Dónde está el buen Dios, dónde está?– preguntó alguien cerca de mí. A una señal del jefe del campo, las tres sillas cayeron. Silencio absoluto en todo el campo. En el horizonte, el sol se ponía. – ¡Descúbranse!– aulló el jefe del campo. Su voz estaba ronca. Nosotros llorábamos. – ¡Cúbranse! Luego comenzó el desfile. Los dos adultos ya no vivían. Su lengua colgaba hinchada, azulada. Pero la tercera soga estaba inmóvil: el niño, muy liviano, vivía aún... Más de media hora quedó así luchando entre la vida y la muerte, agonizando ante nuestros ojos. Y nosotros
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teníamos que mirarlo bien de frente. Cuando pasé delante de él todavía estaba vivo. Su lengua estaba roja aún, sus ojos no se habían apagado. Detrás de mí oí la misma pregunta del hombre: – ¿Dónde está Dios, entonces? Y dentro de mí sentí una voz que respondía: – ¿Dónde está Dios? Ahí está, está colgado ahí, de esa horca...» He estado presente como sacerdote en acontecimientos lamentables, luctuosos: tragedias absurdas, muertes prematuras, injusticias de diverso signo contra los niños (su brutal atropello es la iniquidad que más me hace sufrir, me duele infinitamente en el alma), hundimiento moral de personas, agudas crisis y depresiones del alma y del cuerpo, desgracias familiares, accidentes múltiples (personas desparramadas por la carretera como destripados muñecos de trapo)... ¿Para qué seguir una historia inacabable? Da la impresión entonces de que el mundo está dejado de la mano de Dios, lo cual suena a blasfemia. En esos momentos he acompañado con mi cercanía, sin decir muchas palabras, a esas personas supervivientes –el inconsolable resto de un naufragio– que sufren y que lloran; he sufrido con ellas, he llorado con ellas. He estado a su lado, acompañándolas. Me acordaba de la Virgen dolorosa, de pie junto a la cruz de su Hijo. Muchas veces ha surgido la pregunta en los labios de quien padece sin razón y sin porqué, quebrantado ya en su exhausta fragilidad, harto de tanto penar e impotente ante esos brutales golpes de la desgracia: ¿dónde está Dios?
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Y, entonces, brota desde lo más hondo de mi corazón la única respuesta que me dicta la fe: Dios está en esa misma cruz que tú padeces; está sufriendo contigo en esa cama de dolor. Él está siempre contigo, te abre su mano desnuda; dale tu mano.
Mírame en esta cruz: ¡dame tu mano! Cuando te sientas tristemente hundido –la carne es débil, triste– en tu pecado, hombre de ruinas, roto, derrotado. Cuando sientas que todo está perdido y acabado. Sin norte, sin sentido ni vivir ni morir, abandonado de la mano de Dios, avergonzado hasta de ti, vejado, envilecido... Mírame en esta cruz. Me doy espanto. Yo que fui Dios y hombre, soy un gusano: para Dios burla, afrenta de mi hermano. ¿Dónde ir? ¿Quién me ampara? Lloré tanto que dejó el mar sin lágrimas mi llanto. Mírame en esta cruz: ¡dame tu mano!
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«Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba cumplido, para que se cumpliese la Escritura dijo: “Tengo sed”. Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua» (Jn 19,28.34).
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on toda la fuerza del realismo evangélico, san Juan, testigo presencial, habla de la sed de Jesús. Con sano realismo, también, hemos podido entender y descubrir, tras seguir las sendas de la Pasión de Jesús, cómo su cuerpo en la cruz se había convertido en una llaga ardiente. Verdaderamente, Jesús sintió una sed abrasadora. Si gritó de esa manera fue porque, en efecto, se estaba quemando vivo. Jesús se moría de sed. Como discípulo del Crucificado, he recorrido deliberadamente el mismo camino que habría realizado él en los días de su Pasión. He hecho la experiencia del seguimiento de Jesús en las tardes y noche del Jueves y del Viernes santo. Así fueron las rutas del camino. Me he situado primero en el Cenáculo, donde Jesús instituyó la eucaristía, lavó los pies de sus discípulos y pronunció el sermón de despedida; desde aquí he pasado por la puerta Sur de Jerusalén –que es la que solía atravesar todo judío para descender hacia el Cedrón–; he bajado efectivamente al torrente Cedrón y me he detenido en el huerto de Getsemaní, donde Jesús oró insistentemente y fue apresado por aquel tropel de judíos. He comprobado en el mismo lugar con sorpresa que Jesús pudo huir perfectamente con sólo haber avanzado durante unos diez minutos, adentrarse entre las sombras nocturnas del monte de los Olivos y perderse del mapa en el desierto
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de Judea, lugar proverbial de huida según la Biblia. No quiso Jesús tomar este sendero; aceptó la voluntad de Dios y a ella se rindió. Desde Getsemaní he hecho el camino de vuelta que haría Jesús, ya maniatado. He subido al palacio de Caifás, hoy convertido en la iglesia de Gallicantu, donde estuvo preso toda la noche, escarnecido por los siervos del sumo sacerdote. He podido descender a las mazmorras, abiertas al público recientemente. ¡Cómo encaja aquí, con qué admirable precisión de circunstancias anímicas y ambientales, el rezo del salmo 86, tan acorde con los sentimientos de Jesús y el tétrico habitáculo en donde fue hecho prisionero! Después he ido a donde se cree que estaría la torre Antonia, residencia habitual del gobernador romano Poncio Pilato. Más tarde me he dirigido hasta el palacio de Herodes Antipas, lugar en que Jesús guardó un extraño silencio y fue despreciado por el tetrarca y su corte; vuelta otra vez a la torre Antonia, donde Pilato al fin lo entregó para que lo crucificaran. Desde aquí he hecho el camino final que desemboca en el monte Calvario y el Santo Sepulcro. He ajustado las cuentas y hecho los cálculos. En total resultan unos cinco kilómetros, más o menos, teniendo en cuenta que la orografía de entonces no es la de ahora, evidentemente. He podido consultar estos datos con Florentino García, famoso arqueólogo español de Tierra Santa, y está de acuerdo. Es preciso señalar, además, que el camino seguido por Jesús se componía de ininterrumpidas cuestas y descensos, un itinerario empinado y sinuoso, de calles tortuosas y recovecos continuos.
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A la fatiga del duro caminar es preciso añadir otros datos relevantes. Jesús sufrió, tal como señalan los evangelios, el tormento de la flagelación. Cruel suplicio que arrancaba literalmente la piel de los ajusticiados y que hacía brotar y chorrear sangre por todo su cuerpo. ¿Cuántos azotes recibió el Señor? El P. Luis de la Palma, con una devoción rayana en la ingenuidad, señala que fueron un número casi incontable: «El número de los azotes que recibió este Señor ¿quién los contará, pues algunos dicen que pasaron de cinco mil? Mas no pudieron ser pocos los azotes que le dieron para castigo de tantos y tan feos delitos como los hombres cometen. Isaías dijo que había puesto (53,5-6) Dios sobre él los pecados de todos, y que él había sido llagado por nuestras maldades; y que la disciplina que merecían nuestras culpas había descargado sobre sus espaldas. Y la ley mandaba (Dt 25,2) que a la medida del delito fuese la de los azotes. ¿Pues qué medida pudieron tener sus azotes, cuando tan sin medida fueron nuestros delitos? Por eso los santos profetas tanto antes dijeron que había quedado tal que su cuerpo estaba como de hombre leproso, y que desde la planta de los pies hasta lo más alto de la cabeza no había quedado cosa sana en él» (Historia de la Sagrada Pasión, XXI). Puede afirmarse, sin aventurar la cantidad exacta, que debieron sumar, tal como deja entrever el evangelio de Juan (19,1ss), un número tan considerable y riguroso que induciría al escarmiento, a fin de que el pueblo, viéndole en tan deplorable estado, se moviese más fácilmente a compasión. También Jesús tuvo que caminar durante medio
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kilómetro portando el travesaño de la cruz sobre sus espaldas. Se encontraba ya desfallecido y exhausto, presa de tal agotamiento que los soldados obligaron a Simón de Cirene a que le ayudase a llevar la cruz. Colgado ya en ella, atravesadas sus manos y pies por los clavos, se estuvo desangrando durante cinco horas. Contemplamos al Crucificado, que recita el salmo 22, tal como lo atestiguan de forma unánime los evangelios (Mt 27; Mc 15; Lc 23; Jn 19); proclama con toda crudeza, entre otros no menos patéticos, estos versos desgarradores: «Estoy como agua derramada, todos mis huesos están descoyuntados, mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas. Tengo la garganta seca como una teja, y la lengua se me pega al paladar; me has hundido en el polvo de la muerte» (vv. 15-16). Cuando Jesús grita en la cruz que tiene sed, no formula una exageración ni pronuncia una metáfora (no se trata de «un fuego retórico o vacío»); manifiesta la devoradora sed que le abrasa. La Pasión no es una piadosa invención de la Iglesia primitiva, sino la confesión de fe ante los acontecimientos efectivamente vividos y sufridos por Jesús, nuestro Señor. Su sed es sentida y real. Pero de nuevo un misterio: ¿cómo grita el Señor de sed siendo él mismo la fuente de la que va a brotar agua y sangre? Los santos padres y los comentadores (véase I. de la Potterie, La sed de Jesús y la interpretación joánica) han intentado explicar el enigma. Tiene sed el Señor de dar a beber de la sobreabundancia de su amor; arde en ansias irrefrenables de colmar a todos hasta la hartura y de saciarlos hasta la embriaguez total. La sed de Jesús
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expresa su ardiente deseo de dar el agua viva del Espíritu, que muy pronto brotará de su costado abierto. «Grita el Señor para que vengamos y bebamos, si tenemos sed interiormente» (san Agustín, Tratado sobre el evangelio de san Juan, 32).
Tengo sed De sed el alma entera se me abrasa. Mi lengua es teja, y baja a mi garganta, y al cielo de mi boca se levanta el infierno deshecho en pura brasa. La pavesa ha hecho presa de mi casa. Se calcinó la voz. Y ya no canta al sol la flor. Ni crece ya otra planta sino esta sed voraz que me traspasa. Tengo sed, y me quemo entre la hoguera de un fuego no retórico o vacío. ¡Se me muere de sed el alma entera! Tengo sed, y te miro como un río, como un mar de agua dulce, verdadera... ¿No me darás un vaso lleno y frío?
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s verdad que Jesús fue el Hijo de Dios encarnado. En él reconocemos la presencia de Dios, que se inclinó benévolo hacia nuestra humanidad (¡aquí está la raíz fecunda de toda cristología!). Jesús hizo obras maravillosas a los ojos de todos. El pueblo, admirado, reconocía que un gran profeta había surgido y que por medio de él Dios había visitado a su pueblo (cf. Lc 7,16). Pedro, en su primer discurso a los gentiles, relata en apretada síntesis la praxis de misericordia de Jesús: pasó por la vida haciendo el bien, sanando a los oprimidos por la enfermedad, consolando los corazones rotos, dando una palabra de dignidad a los más pobres de la tierra, porque fue ungido por el Espíritu y Dios estaba con él (cf. Hch 10,37-39). Desde la presencia bienhechora de Jesús nos podemos remontar en línea recta hacia el misterio de Dios. Pero hay en su vida dos singulares momentos donde Jesús se convierte de manera notoria en mendicante. Sí, ciertamente hizo el bien y curó a muchos, pero también necesitó de los demás. Cuando, sentado junto al brocal del pozo de Jacob, abrumado por el bochorno y fatigado por la dureza del camino, pide a una mujer samaritana un poco de agua (cf. Jn 4,5-7), entonces descubrimos en Jesús un rasgo esencial de humanidad; nos lo retrata con certera exac-
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titud, venturosamente nos lo acerca hasta situarlo a nuestra vera, en el brocal de nuestro pozo humano. Cuando pide de beber a aquella mujer samaritana (mujer herida por la vida, casada con cinco maridos, habitante de un pueblo menospreciado socialmente y cismático en su religión, como era considerado el pueblo samaritano por los judíos), Jesús no está representando una escena de teatro, sino que está manifestándose tal como él es en su más esencial hondura: verdaderamente Dios hecho hombre. Cuando en la cruz, desnudo y abandonado, confiesa que tiene sed (Jn 19,28), está desvelando con todas las consecuencias la obra de la encarnación, el realismo de este misterio de solidaridad y comunión con todos nosotros: hasta qué punto Dios ha querido hacerse igual a nosotros, humano, hambriento y necesitado. En la cruz Jesús se manifiesta transparente, tal como es: un hombre tan humano como sólo Dios puede ser así de humano. Acontece entonces la gran revelación divina: ¡Dios está pidiendo de beber! En la cruz Jesús sediento está pidiendo ¡por el amor de Dios! el agua que sólo tú le puedes dar.
Tu Cristo soy: Dios y hombre verdadero Mírame traspasado en el madero, mira mi corazón en dos partido, hombre afrentado y Dios adolorido. Tu Cristo soy: Dios y hombre verdadero.
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¡Ay, los hondos misterios de un sendero! Nunca fue Dios tan Dios ni esclarecido sino en cruz, cuando hecho hombre, escarnecido, por Dios pide limosna el pordiosero. ¡Pordiosero de amor, hambriento, urgido, famélico de sed, estoy gimiendo que me quemo por ti, y tú te has ido! ¡Contémplame en la cruz solo y perdido! Ten compasión de mí, me estoy muriendo: que soy tu Dios, que estoy de amor herido.
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i nos miramos en el espejo de la verdad, nos reconocemos tal como somos y lo que en nuestro fondo, sin ocultamientos, late: pecadores. En pecado hemos nacido y en pecado nos ha concebido nuestra madre (cf. Sal 50). Sentimos, desde entonces, una extraña inclinación al pecado, un irresistible vértigo ante su abismo. «El hombre genera el pecado como el cerdo la grasa», declaraba en Gulag, el novelista ruso Soljenitsin. Esta irrefrenable tendencia al pecado, comezón inevitable, que acaba con frecuencia perpetrando el mal, hiriendo a los demás, haciendo lo que no queremos, resulta con harta frecuencia una experiencia dramática, que produce una náusea insufrible. Por eso, en nombre de esa maldita congoja que angustia a la humanidad, se alza el grito de Pablo con el que tanto se identificaba visceralmente Lutero: «¡Desgraciado de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rm 7,24). Pero muy por encima de ese grito, más fuerte y poderosa, sin pausa –a renglón seguido–, se eleva jubilosamente la esperanza en Jesucristo, nuestra firme garantía e instrumento de victoria: «Demos gracias a Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo!» (Rm 7,25). Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Así aparece señalado al principio y al final del cuarto
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evangelio, a modo de una inclusión semítica, con el efecto pedagógico de un subrayado divino. Él nos libera del pecado, nos salva de nuestras miserias. Lo confiesa en título cristológico Juan Bautista (Jn 1,29), y así también se destaca en la cruz del Calvario. Jesús es tratado como el cordero de la pascua (Jn 19,36). Los soldados no le quiebran las piernas ni los huesos, tal como se evitaba hacer con el cordero en la noche de la pascua (Ex 12). Su abundante sangre nos exime de la perdición y de la muerte. Él nos perdona, nos libera, lava con la lluvia de su sangre y de su agua todas nuestras culpas y pecados. Nos riega fecundamente y nos da la vida. La comunidad cristiana del Apocalipsis confiesa gozosamente a Cristo como «Aquel que nos ama, y que nos ha liberado (o lavado = louonti) de nuestros pecados con su sangre» (1,5). En este denso párrafo, san Agustín expone cómo Jesucristo nos ha traído la luz, que es la vida de los hombres. Ha limpiado nuestra suciedad y culpa con su sangre pura, la sangre del justo. Ha sembrado en nuestra mortalidad su inmortalidad; nos hace partícipes de su vida divina: «Aquella “vida era la luz de los hombres”. “Y esta luz resplandece en las tinieblas, pero las tinieblas no la recibieron”. Las tinieblas son las torpes mentes de los hombres cegadas por la ambición depravada y la infidelidad. Para curarlas y sanarlas, “el Verbo por medio del cual han sido hechas todas las cosas se hizo carne y habitó entre nosotros”. Nuestra iluminación es, sin duda alguna, la participación en el Verbo, en aquella vida –¡por supuesto!– que es la “luz de los hombres”. Pero éramos totalmente incapaces de esta participación
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y apenas idóneos por causa de la suciedad de nuestros pecados: debíamos ser, pues, purificados. Por otra parte, para los inicuos y los soberbios existe sólo una purificación, y es la sangre del justo y la humildad de Dios, a fin de que para contemplar a Dios –cosa que no somos por naturaleza– fuéramos purificados por medio de Cristo, que se hizo aquello que somos nosotros por naturaleza y lo que no somos por el pecado. Por naturaleza somos hombres; por el pecado no somos justos. Por eso un hombre justo, hecho Dios, intercedió ante Dios en favor del hombre pecador. Aplicándonos, pues, la semejanza de nuestra iniquidad, y hecho partícipe de nuestra mortalidad, nos hizo partícipe de su divinidad» (De Trinitate, IV, 2,4).
Sangre y agua me brotan del costado Sangre y agua me brotan del costado. Agua y sangre supuran por mi herida. Sangre, llama febril estremecida. Agua como un gran mar desenterrado. Tú alegas: «Es tan turbio mi pecado que ya no encuentro aurora ni salida»; ¿y no ves cómo viene y va en crecida este limpio diluvio iluminado? Quiero injertar tu oscuro y yermo invierno en esta cruz fecunda en donde mano raudal de vida, manantial eterno. Por ti me abro mis venas de manzano, me hago llaga de luz, cristal tan tierno que enjoya en primavera tu secano.
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¿Quién podrá apagar ya mi desvarío?
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os judíos, como era el día de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado –porque aquel sábado era muy solemne– rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran. Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con él. Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: “No se le quebrará hueso alguno”. Y también otra Escritura dice: “Mirarán al que traspasaron”» (Jn 19,31-37). La vigilia de la pascua se dedicaba por entero a la preparación de la fiesta; los judíos debían celebrarla con corazón puro y manos limpias, sin contaminarse. Debían procurar que los cuerpos de los crucificados –considerados malditos, execrables cadáveres que manchan la tierra– fueran bajados de la cruz, tal como recomendaba el libro del Deuteronomio (21,22s). Los soldados quiebran las piernas de los dos ladrones para que sucumban al lento y agónico tormento de la asfixia.
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A Jesús le ven ya muerto. ¿Por qué dar un golpe de gracia a un cadáver? Tal vez, para cerciorarse con más exactitud y rigor de su muerte. La lanzada atraviesa el pecho de Jesús, pues se dice que al instante salió sangre y agua. El fenómeno es desde la fisiología del todo normal; brota el flujo de sangre del corazón roto con un poco de agua de la pleura pulmonar. Pero el Evangelio le otorga un tratamiento excepcional. Por tres veces insiste en la seriedad de su testimonio: «El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad». El evangelista, testigo presencial, confirma su acreditación y su veracidad, pues cumple una función pastoral: afianzar la fe de los cristianos en Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre: «Él es el que vino por el agua y la sangre, Jesucristo; no en agua sólo, sino en agua y sangre. Y es el Espíritu el que lo certifica, porque el Espíritu es la verdad» (1 Jn 5,6). El que muere es el Crucificado; verdaderamente, un hombre, no una ficción, no un espectro o un fantasma. Un fantasma no tiene carne ni huesos, ni sangre ni agua, como Jesús. El realismo del agua y la sangre que brotan de su costado así lo declaran. Se evita con este testimonio toda tendencia al docetismo, pensar que el cuerpo de Jesús es sólo una apariencia, una carátula postiza, un añadido innecesario. Del cuerpo de Cristo crucificado brotan la sangre del sacrificio y el agua viva del Espíritu, el agua que recrea y regenera a toda la humanidad. Algunos santos padres lo han afirmado: «Por la sangre tenemos el agua del Espíritu» (san Hipólito). «Por la sangre se nos ha dado el Espíritu» (san Ireneo).
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Bastantes santos padres han visto también en la sangre y en el agua el símbolo de los dos grandes sacramentos de la Iglesia: el bautismo y la eucaristía. Por el bautismo nacen los cristianos en la Iglesia; por la eucaristía la Iglesia, alimentándose del cuerpo y la sangre de Cristo, e imitando su entrega de amor, se «hace» Iglesia. La gloria de Jesús es el amor, que ya brota y salta, sin obstáculos, rasgadas las paredes del pecho y abierto de par en par su corazón, convertido ya en «furia, incendio y río». Ese amor tiene un nombre propio: es el Espíritu Santo, a quien el poema de continuo –en cada uno de sus versos– invoca, a quien el creyente pide con urgencia su presencia. Es el Espíritu, representado en los símbolos proverbiales de «fuego, agua y viento». El Espíritu es el amor personalísimo e intensísimo de Jesús, manifestado en su muerte de cruz, amor de locura o desvarío con que Cristo ama a la Iglesia. ¿No resuenan en los versos finales del soneto, como el remanso de un eco, los desafiantes versos del Cantar de los Cantares, en donde llega a su culmen el clímax apasionado del drama amoroso, y en donde –como nota señalada y única excepción en todo el libro– aparece egregiamente el nombre de Dios?: «Porque es fuerte el amor como la muerte, es cruel la pasión como el Abismo; es centella de fuego, llamarada divina [–de Dios– («shalhebet -Yah»)]: las aguas torrenciales no podrán apagar el amor, ni anegarlo los ríos» (8,6-7).
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¿Quién podrá apagar ya mi desvarío? Fuego es mi sangre, sangre derramada que brota del brocal de mi costado abierto, y es volcán atormentado que te lava en amor tu herida helada. Agua de río, riente y resbalada, se me escapa del pecho taladrado, más pura que tu pena y tu pecado, y te baña en mi nieve desvelada. Te quiero, al fin, sin pausa y sin sosiego. Con frenesí te ansío, como un ciego de estrellas, en ardiente escalofrío. Te quiero a tierra y agua, a viento y fuego. ¿Quién podrá apagar ya mi desvarío, esta furia, este incendio y este río?
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a sangre de tu Señor, si tú lo quieres, se dio por ti; si no quieres que así sea, no se dio por ti. Acaso digas: “Mi Dios tuvo su sangre, con la que redimirme, mas ahora, después que padeció, ¿qué le ha quedado que pueda dar por mí?”. Esto es lo asombroso, que la dio de una vez para siempre y la dio por todos. La sangre de Cristo es salud para el que lo quiere» (san Agustín, Tratado sobre el evangelio de san Juan, IX). «¡Oh testamento místico de Jesús, cuánta sangre costáis al hombre Dios! Pero no basta todavía la sangre que ha derramado; es necesario agotar la de sus venas en la cruz. Yo os conjuro, hermanos, llorad de una vez y ahorradme palabras incapaces de describir lo que no se puede narrar. Jesús ha dado toda su sangre para hacer válido su testamento. Pero no, me engaño, falta una cosa todavía, hay una fuente de sangre y de gracia que no se ha abierto aún. Ven pronto, soldado, abre su corazón, corra la sangre, salga el agua sagrada del bautismo, el agua de nuestras lágrimas piadosas. Sal, sangre de Cristo, para lavar nuestras almas, porque aunque él la prodigó toda en su cuerpo, aún le queda la suficiente para llenarnos de ella en los sacramentos de la Iglesia» (J. B. Bossuet, Tercer sermón de Viernes santo).
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Esta vida que estalla del costado No está seca mi sangre, no está muerta esta vida que estalla del costado, ni este venero humano está estancado, ni su vena divina calla yerta. Mi pecho traspasado es una abierta llaga herida, un caudal desconsolado de una sangre que acecha ya el cercado de los quicios cerrados de tu puerta. Tu corazón es piedra ciega y dura; el mío, la desmesura del mar rota. ¿Oyes mi inmensa sangre en calentura fundir tu pedernal con mi ternura? ¿Sientes cómo su chorro rompe, brota, te inunda, beso a beso, gota a gota?
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Mil muertes por ti padecería
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a entrega de Jesús por nosotros, por cada uno de nosotros, llega a su cumplida plenitud en la cruz. Ya había anunciado repetidamente, a lo largo de su vida dolorosa, el ansia por consumar su entrega; ahora se realiza perfectamente con su muerte. Su Pasión no es un padecimiento pasivo; no sufre Jesús la Pasión como un accidente que le adviene de fuera, ante el que sucumbe sin remedio. Jesús va voluntariamente a la Pasión en un itinerario dinámico, mediante un activo ponerse en camino y a través de un via crucis de amor que desemboca en el dolor del Calvario: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45). La Iglesia es la comunidad que cree en el amor de Cristo. El cristiano es aquel que tiene conciencia viva de ser amado por su Señor: «Vivid en el amor, como Cristo os amó y se ha entregado por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5,2). «Cristo ha amado a la Iglesia y se ha entregado a sí por ella» (Ef 5,25) Primero es el amor y, luego, la entrega en la cruz. Sin amor no hay redención, sin amor sólo existe un dolor muy cruel, un absurdo masoquismo aberrante, y para los hombres un tremendo sacrilegio: haber dado muerte al
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Hijo de Dios. Pero el amor todo lo transforma. Porque Jesús amó al Padre (Jn 10,17-18) y ama a la humanidad, se entrega libremente a la muerte y muerte en cruz. No existe en el Calvario más razón que su amor; es la única verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Mil muertes por ti padecería ¿Por qué me muero encarnizadamente? ¿Por qué por ti me muero en carne viva? ¿Quién eres tú, que tienes ya cautiva mi alma y vida, mi sentimiento y mente? ¡No una, mil muertes, obstinadamente, por ti padecería! Mientras viva a cuestas con mi cruz, voy cuesta arriba, al Calvario, a morirme nuevamente. Preguntas: ¿por qué muero? ¡Vano intento! Es preguntar por qué el rumor del viento, la luz del mar o el verde del romero. La cruz es mi destino. Oye su acento: nací para morir por quien más quiero; por ti, por quien viví, por quien me muero.
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gual que de Adán, de su costado o costilla, salió la primera mujer (Gn 2,21-22), Eva, así del costado abierto de Jesús crucificado (A latere Christi dormientis: del costado de Cristo que dormía) nace su esposa, la Iglesia. Los santos padres han contemplado esta correspondencia y explotado hasta la saciedad tal fértil paralelismo. El primer hombre, al contemplar a Eva, exclama entusiasmado: «Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gn 2,23). Es el primer piropo de amor que registra la Biblia. Pero toda la escritura bíblica se halla plena de piropos o requiebros de cariño. Los profetas Isaías, Jeremías, Oseas..., nos dejaron registrados para siempre y con vehemencia estos gritos de amor de Dios esposo por su esposa, el pueblo. Un libro se consagra íntegro a cantar estos amores, por eso se llama el supremo cantar o Cantar de los Cantares. Ezequiel contempla la historia de Dios con el pueblo como la aventura de un enamoramiento: Dios, prendado por la mujer, objeto solícito de sus desvelos, acrecienta su belleza e intensifica su hechizo: «Creciste y te hiciste moza, llegaste a la sazón; tus senos se afirmaron y el vello te brotó, pero estabas desnuda. Pasando de nuevo a tu lado, te vi en la edad del amor; extendí sobre ti mi manto para cubrir tu
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desnudez; te comprometí con juramento, hice alianza contigo –oráculo del Señor– y fuiste mía» (Ez 16,7-9). Todo el amor solícito de Dios se hace presente en Jesús, y éste, como nuevo Adán, como el Amado del Cantar, declara su amor por su esposa, la Iglesia, y se entrega totalmente a ella, que pasa a ser la sola soberana, la única reina de su amor. En el amor de Cristo, evidenciado en la cruz, llega al colmo de su realización personal la historia del amor de Dios (esposo) por el pueblo (su esposa), y culmina también el sacramento del matrimonio cristiano. Todo ideal amoroso que cualquier pareja humana podía atreverse a soñar, a columbrar en la feliz entrega de un cariño desinteresado, compartido, se encuentra ya palpablemente vivo en la cruz. El apóstol Pablo lo ha visto con ojos profundos. Es un misterio «grande» o sublime, de excelsa revelación. Cristo se une a la Iglesia, la desposa, se hace una sola carne con ella: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y se harán los dos una sola carne. Grande misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef 5,30-32).
Naciste de un Adán crucificado Te engendré con dolor de mi costado, te di a luz en la gruta de mi pecho, te lavé en nieve y lirios, sobre un lecho hecho de armiño y nardo acardenado.
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Naciste de un Adán crucificado que en ti soñó dormido, y al acecho por verte amanecer en el estrecho estanque de su pecho enajenado. Tú creciste y te hiciste esplendorosa, tan carne de mi carne, tan lozana... Como tú nunca se vistió una rosa. ¡Con cuánto amor te tomo por esposa! Me entrego a ti, mi sola soberana, Iglesia mía, virgen casta, hermosa.
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n este libro, el Señor y la Iglesia no se denominan señor y esclavos, sino esposo y esposa, para que no nos refiramos sólo al temor y a la reverencia, sino también al amor, y con estas palabras exteriores se incite el afecto interior. Cuando se llama “Señor”, indica que somos creados; cuando se dice “Padre”, que somos hijos adoptivos; cuando toma el nombre de “Esposo”, manifiesta que hemos sido unidos a él. Porque más es estar unidos a Dios que ser creados y adoptados» (san Gregorio Magno, Comentario al Cantar de los Cantares, 8). «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la Palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5,25-27). Dios hizo el mundo porque amaba. El amor se difunde a raudales, nunca está soltero, es fecundo y crea; sólo el amor es origen y motor de la creación. Únicamente por amor Dios se aventuró en la historia del universo. Antes sólo había caos y confusa oscuridad (Gn 1,2). Dios se puso manos a la obra. Por amor cambió el desarreglo en orden, trastocó el caos en armonía. Así empezó el Génesis, es decir, la historia de su amor desplegado por todos nosotros. Tras el alumbra-
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miento de cada obra creada –la luz, el firmamento, las azules estrellas, el verde mar...–, la Biblia anota que Dios mira y contempla satisfecho que estaba «bien» (Gn 1,10. 12.21.25). La palabra hebrea tob significa tanto «bueno» como «hermoso». Todo brota lleno de bondad y hermosura de las manos de Dios. Nosotros añadimos que Dios creador, es decir, artesano y esposo al mismo tiempo, ha hecho el mundo porque nos amaba. Por eso el poema lo repite como una cadencia íntima, como el estribillo clave que comenta explicando toda la obra divina. La creación amorosa de Dios, que dura mientras el mundo es mundo, culmina en la redención de Jesús: la mejor obra, la suprema hechura de su amor. Por amor se sube a la cruz, como el esposo fiel y entregado, a fin de unirse en matrimonio perpetuo con su esposa, la Iglesia. Derrama su sangre y su agua para lavarla y purificarla, y dejarla hermosísima, sin mancha ni arruga; para desposarse con ella para siempre en amor y en fidelidad: «Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré comigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad» (Os 2,21-22).
Porque te amaba El mundo no existía, y yo te amaba. No era firme ni azul el firmamento. Tampoco era el mar mar, que era un lamento que murmuraba, amor, cuánto te amaba.
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Se movían los astros si te amaba. La noria de la vida en movimiento se alzaba, pero qué derrumbamiento universal si yo ya no te amaba. Por ti creé la Cruz, me subí a ella como sube el doncel a la doncella, cual sol al tálamo nupcial gozoso... ¡Qué hermosa estás, amada, están tan bella! Amémonos sin pausa ni reposo, por siempre, tú: mi esposa; y yo: tu esposo.
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Ven, amor, a probar la santa cena
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ue me bese con besos de boca! Son mejores que el vino tus amores» (Cant 1,2). No habla del beso carnal, sino de la gracia espiritual. Es la voz de la Iglesia, digna de veneración, virgen inmaculada. A Cristo, Hijo de Dios, joven de treinta años, el más bello de los hijos de los hombres (Sal 44,3), la Iglesia dice estas palabras. Y porque hay besos humanos y besos divinos, cuando dice a la Iglesia «¡Que me bese con besos de su boca!», la misma Iglesia quiere tener presente al Esposo y oír la voz de Cristo presente. Esta Iglesia, que es la verdadera esposa de Cristo, no se contenta con recibir la paz de Cristo sólo por los profetas; quiere recibirlo de su propia boca. Como definió el apóstol, la Iglesia es su cuerpo (Col 1,24), a la cual se dio el beso, boca a boca, cuando se unieron los dos en una carne. ¿Qué más amado por Cristo que la Iglesia, por la cual derramó su sangre? (san Gregorio de Elvira, Tratado sobre el Cantar de los Cantares, 1). A esta Iglesia, su esposa única, que, extenuada y enferma, solicita socorro: «Dadme fuerza con pasas y vigor con manzanas: ¡desfallezco de amor» (Cant 2,5), el Señor la va a saciar con un manjar, con el pan de su costado, más dulce que el panal de una colmena y con el vino ardiente de su amor. No faltará la miel
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y la leche más sabrosas en la mesa generosa de la cena. Y esta cena que nutre vigorosamente tanto por su intimidad («reposa en mi costado tu cabeza») cuanto por el alimento de vida que el Amado reparte y que la Amada come («a boca llena»), posee un nombre propio dentro de la Iglesia. Se llama eucaristía.
Ven, amor, a probar la santa cena Ven, amor, a probar la santa cena, a gustar la fragancia de un bocado; tierno pan del panal de mi costado, más dulce que el panal de una colmena. Juro contigo amor a boca llena, esposa de mi beso enamorado, cautiva de la miel que ha derramado la rosa de mis labios, tu cadena. Reposa en mi costado tu tristeza. Repasa primaveras y veranos hasta que el tiempo amaine en nuestras manos. Ésta es la vida eterna que hoy empieza. Ésta es la fe, el amor, la gran certeza: reclinar en mi pecho tu cabeza.
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Toma la rosa de mi pecho
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l Señor hizo para mí un convite, y me vio manchada; adquirió para mí con su sangre preciosa la hermosura del alma para no verme burlada y para que no se burlaran de mí en la mesa; el esposo se dio en prenda y me adornó». «¿Quién vio al esposo inmolado en su convite, o alegre a la esposa con la muerte de su esposo? Él, por causa de su esposa, dio su cuerpo como manjar, y el cáliz de su sangre lo mezcló para sus amados, y llevó triunfante su cruz y con ella señaló a sus hijos, a los que salvó. ¡Bendito esposo, que salvó a la esposa con su sangre!» (san Efrén, Himno 37,7.8). El Señor, previendo la suerte que iba a correr su esposa; sintiendo con pena que se quedaría, tras su Pasión y marcha de este mundo, sin poder gozar ya de su presencia visible; que iba a vivir abandonada, sola y desolada..., busca un remedio, procura el alivio. Realiza Jesús el gran milagro: instituye el sacramento de la más íntima comunión posible, el realísimo misterio. En él estará la presencia viva de su cuerpo y de su sangre: su persona entera. El Señor crea la eucaristía, jura alianza eterna, se compromete a una fidelidad más allá de la vida y de la muerte, por siempre mantenida; da toda su sangre derramada, comparte el pan de su amor entregado. Así no existirá lejanía ni ausencia; de esta manera habrá
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comunión inseparable y recíproca. Mediante la celebración del sacramento de la eucaristía, estaremos siempre junto al Señor y viviremos como hermanos juntos y reunidos en su nombre: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,56). «Después tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía”. Y después de la cena, hizo lo mismo con la copa, diciendo: “Ésta es la copa de la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros”» (Lc 22,19-20).
Toma la rosa de mi pecho Cómo podré dejarte abandonada, Iglesia mía, esposa de mi vida, si acabas de nacer desde mi herida y eres ya viuda, sola y desolada. Fuiste a un tiempo engendrada y desposada, virgen nieve y mujer lunar crecida. ¡Ay, niña de mis ojos tan querida! ¡Ay, esposa de mi alma atribulada! ¡Cómo me duele verte dolorosa! ¿Qué alivio te daría en tu amargura, sino la sangre viva de una rosa? Toma la rosa de mi pecho, pura, ponla en tus labios como prenda hermosa: es nuestro pan de amor, amada esposa.
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¿Quieres probar mi ardiente cáliz?
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osotros, los que decís que no tenéis fe y os contentáis con permanecer en pie contemplando el espectáculo del Calvario; si tenéis un corazón humano, quiero decir, si buscáis humildemente la luz, y no tratáis de apartar la atención al sentir la amarga soledad de vuestra alma, os aseguro que vuestro sufrimiento, aunque lo ignoréis, participa del sufrimiento de Cristo... »Yo también, por fin, me acercaré a la cruz. Ser singular y desconcertante, cuya identidad profunda es para mí un misterio; lucecilla que tiembla entre dos abismos, la nada y el infinito. Ignorante de mí mismo, ¡cómo me asusto de mí mismo y de los abismos de mi corazón! ¿Qué refugio mejor que esta cruz, solución del misterio del destino humano, en la que Dios nos da a conocer su verdadero rostro, el del amor? Caeré de rodillas ante la cruz. ¿Qué puedo hacer más que entregarme totalmente a él, cuyo amor, fiel hasta la muerte, es el único que ha podido comprenderme? Y si este pobre yo se contenta con este amor silencioso y se abandona a sí, con la confianza del amor, entonces comprenderá que solamente en el Crucificado encuentra su verdadera explicación y su auténtica imagen» (K. Rahner, Heilige Stunde und Passionsandacht, 13) .
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Como a Pedro (Jn 21,15-17), como a Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo (Mt 20,20-23), también a cada uno de nosotros, en momentos claves de nuestra vida, el Señor crucificado nos formula unas preguntas esenciales: «¿Me quieres?, ¿estás dispuesto a beber el cáliz que yo voy a beber?...». Le hemos dado repetidamente la espalda, sordos a su voz y ciegos ante la insistencia de su amor. Prorrumpimos en prolongado silencio como única respuesta. No hemos querido abrir la puerta, «mientras él, cubierto de rocío, pasaba las noches del invierno oscuras, y el frío de nuestra ingratitud secaba las llagas de sus plantas puras» (del célebre soneto de Lope de Vega). Lo hemos ignorado como Pedro en aquella noche fría de su traición, arrimados a la hoguera de fuego que iluminaba nuestro disimulado gesto de no querer saber nada de él, mientras que él confesaba valientemente ante el sanedrín, exponía su vida y se entregaba a la muerte por nosotros. Por tres veces le hemos dicho que no lo conocemos (cf. Lc 22,54-61): «No sé quién eres». Parece que nunca acabamos de comprender. Todavía no nos hemos convertido con sinceridad. Las lágrimas del arrepentimiento aún no han lavado a fondo nuestro corazón. Así aconteció lamentablemente con Pedro. ¿Estaba ya sanado?, ¿presumía todavía de fidelidad al Crucificado, por encima de todo escándalo?, ¿o seguía siendo un apóstol cobarde y vulgar? La historia de una primitiva leyenda lo evoca en el lejano recuerdo. Años más tarde, tras los sucesos de la Pasión, Pedro se encuentra en Roma. Se desata una feroz persecución contra la Iglesia y Pedro huye de forma innoble mientras los cristianos son martirizados en el circo.
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El pastor abandona a las ovejas cuando llega el lobo que aniquila el rebaño. Mientras va huyendo de Roma, se le aparece el Señor con la cruz a cuestas. Pedro pregunta: «Quo vadis, Domine?» (¿A dónde vas, Señor?). Y el Señor responde: «Voy a Roma, a ser de nuevo crucificado». En esta ocasión, Pedro cae en la cuenta de su deslealtad. Se convierte; es decir, «vuelve» a Roma, donde es crucificado, cabeza abajo, por no considerase digno de morir como su Señor. Sobre la tumba de su martirio, se levanta el monumento más grandioso o basílica de nuestra fe católica.
¿Quieres probar mi ardiente cáliz? Acércate a mi cruz. Cruel desamparo. Calvario. Amargo mar. Fin de un camino, loco de amor y cuerdo en desatino. Por ti fié. Naufragué; y te declaro necesario madero de mi amparo. ¿Quieres seguir mi cruz y mi destino, probar mi ardiente cáliz, este vino que vierto del costado, puro y claro? Aunque roto y perdido en cruz me vieres..., no me canso si pido tantas veces en lenta letanía, en sendas preces: «¿Me quieres, amor? Dime: ¿Tú me quieres?». A sangre fría, turbia hasta las heces: «No te quiero, Señor. No sé quién eres».
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«Consummatum est» (Jn 19,30).
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Consummatum est!
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orque este enigma de la cruz, tan oscuro para la sabiduría humana..., con solas estas palabras se declaró, para que los escogidos de Dios reconociesen en la misma cruz la virtud y sabiduría divinas, y la perfección y consumación de todas las cosas. Consummatum est. Ya está todo acabado; ya he bebido yo el cáliz de mi pasión hasta agotarlo, sin dejar nada en él; ya se han cumplido todas las profecías, y se ha dado luz a las sombras, y declarádose la verdad de las antiguas figuras; ya se han pagado las deudas de los pecadores, y se ha comprado por su justo precio el premio de la gloria para los justos, y se han asentado firmes paces entre Dios y los hombres; ya está acabada la pelea contra el pecado y contra el infierno, y se ha conseguido ilustre victoria; ya se ha dado fin al curso de la peregrinación y de la vida mortal, y se da principio al imperio y triunfo de la gloria: Consummatum est» (P. La Palma, Historia de la sagrada Pasión, XLII). Estamos habituados a contemplar la Pasión teniendo en cuenta una sola perspectiva: la imagen y consideración de Jesús. Él constituye el escorzo único de nuestra visión, pues es a él a quien de hecho vemos colgado en la cruz. Renunciamos a otros enfoques. Olvidamos la presencia del Padre. Nos asalta de repente una clamorosa evidencia. Si
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cualquier padre sufre más, muchísimo más –afirmamos sin ningún alarde de exageración–, que su propio hijo al ver sufrir a éste, cuánto más padece el corazón del Padre al contemplar a su único Hijo clavado en la cruz. Arduo resulta imaginar a un Dios sufriendo, pero Dios Padre no puede sino padecer con el dolor de su Hijo. Es carne de su carne, espíritu de su espíritu; es de su propia naturaleza y de su propio ser: ¡es verdaderamente su Hijo! En sus entrañas gime y grita el hondo instinto de su sangre divina. Dios no se muestra frío ni imperturbable ante el dolor de su Hijo ni ante nuestro dolor de hijos suyos. La Pasión del Hijo es la Pasión del Padre. En la cruz Jesús se consume de amor por el Padre y por nosotros; y en la cruz se consuma y llega a su plenitud desbordante todo el amor del Padre, quien sufre con su Hijo la Pasión. Cuando san Juan escribe unos de sus más profundos versos, comienza llevándose las manos a la cabeza y al corazón, en el colmo de su estupor de creyente. Empieza con un adverbio de admiración: houtos, que significa «tanto», «de qué manera»: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único (Jn 3,16). Dios era Padre, tenía un Hijo, un Hijo único, y en él se complacía infinitamente. Y Dios Padre nos dio lo que tenía, toda su riqueza y su tesoro: a su Hijo predilecto. No se reservó nada. Lo que no hizo ni llegó a realizar Abrahán con su hijo Isaac, sí lo hizo Dios Padre por nosotros: entregarnos a su Hijo. A través del sufrimiento y las lágrimas de Jesús, el Padre sufre y llora por su Hijo y por nosotros.
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Consummatum est! Soy tu Dios y Señor, tu Dueño y Amo..., y sin embargo, en cruz crucificado. ¿Se puede amar más hondo y elevado, pues de amor me derrito y me derramo? Jadeo. Gimo. A juicio te reclamo: ¿por qué eres viento esquivo, descastado, que vas, que vienes, que me das de lado, si yo, amor, por tu amor, ay, cuánto te amo? ¡Si lograra hacer más de cuanto he hecho!: amor en cruz, maltratado, ¡ay!, maltrecho. ¡Ay, locura de amor, que te amo tanto! «Cumplido está.» ¿Es todo? Estoy deshecho en llanto. En ti destilo todo cuanto pudiera Dios amar, ¡pues te amo tanto!
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abía allí una vasija de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca. Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: “Todo está cumplido”» (Jn 19,29-30). La última palabra de Jesús en la cruz es un verbo. Un verbo ha dicho el Verbo de Dios antes de morir. Lo pregona con plena lucidez. El verbo es tetelestai, «todo está cumplido, todo está perfecto» (Jn 19,30). ¿Qué se ha cumplido y ha llegado a su perfección con la muerte de Jesús? A veces, los exegetas comentan este extraño verbo de plenitud y lo sitúan en relación con la Escritura, con la obediencia al Padre..., que Jesús habría cumplido perfectamente. Pero el evangelio de Juan ya ha ofrecido la precisa clave explicativa. Jesús mismo había dicho antes a los suyos, en los instantes previos al lavatorio de los pies, que, habiéndolos amado, «los amó hasta el extremo» («eis telos»; Jn 13,1). El lavatorio de los pies constituye el frontispicio de la pasión, el pórtico de la gloria. Explica con un signo y una representación bien visible en qué consiste la Pasión y la cruz de Jesús, que no es otra cosa sino un servicio de amor hasta la muerte. La expresión «hasta el extremo» (eis telos) del lavatorio de los pies se corresponde con el verbo tetelestai, que Jesús pronuncia en la cruz. El sustantivo se rela-
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ciona por su raíz semántica con el verbo. Además, el Evangelio pone el verbo en un tiempo de perfecto, que en su valor griego subraya lo que se cumple por siempre y cuyos efectos permanecen indelebles. Lo que se cumple verdaderamente es el amor de Jesús, la medida desmesurada de su amor por nosotros. Amor «hasta el extremo» quiere decir dos cosas. Amor fiel hasta el final del tiempo de su vida –amor en extensión–, que se manifiesta con su muerte; y también incluye una dimensión de intensidad y hondura que se revela en la cruz. Ahora, en su muerte de cruz, este amor se ha «extremado» y hecho patente, diáfano, revelación total. Pero como su amor es perfecto y «hasta el extremo» (eis telos), este amor va a triunfar sobre su muerte y nuestra muerte. Jesucristo glorioso ya no va a morir nunca más; es inmortal, eterno. Y su amor, que él nos regala gratuita y abundantemente, nos hace a nosotros con él asimismo inmortales, a fin de gozar por siempre de una vida de amor con nuestro Señor. Tal es el mensaje que recoge el poema, en donde grita con vehemencia Jesús crucificado: «La hermosura de querernos sin pena ni poniente», a saber, sin conocer ya el dolor de la separación ni el ocaso del tiempo, ni las viejas arrugas de la edad..., lo que equivale a decir –hasta encajaría en la rima y métrica–: «la hermosura de querernos, al fin, eternamente». Amar significa decir a alguien: «Tú no morirás». Así suena la promesa consoladora que nos dirige Jesús crucificado desde su amor llevado hasta el extremo de su muerte.
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¡Consumado amor! Tatuado está tu nombre entre mi frente. Pienso en ti, luego sufro la locura febril del corazón, la quemadura de quererte a rabiar, furiosamente. Sólo el corazón sabe lo que siente. Mis ojos sólo saben la dulzura de derramarse y verte. ¡Ay, tu figura desenredando el sol por el oriente! Mis labios me florecen con premura. Tienen prisa en cantarte un canto ardiente, aquel canto del cántaro y la fuente. ¡Consumado amor! Cara a cara, frente a frente de esta cruz. ¡Ay, la hermosura de querernos sin pena ni poniente!
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Soy un hombre, soy Dios y soy un reo
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l creyente de todos los tiempos ha tenido un íntimo deseo: ver a Dios. Pero este anhelo nacía ya truncado en su mismo origen, malogrado en el primer momento de su gestación. El hombre es demasiado pecador para llegar a ver a Dios. Moisés albergaba esta ilusión inmarchitable: por conseguirla, vivía, luchaba y oraba ardientemente. «Señor, déjame ver tu rostro», le repetía con insistencia. Dios no se lo permitió: «Mi rostro no lo verás, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo» (Ex 33,20). Sólo le concede que, escondido en una gruta, pueda contemplar sus espaldas mientras pasa su gloria divina. Pero ver las espaldas borrosas de alguien no es equiparable al espectáculo único de contemplar el rostro, ni puede compararse a mirar sus ojos, por donde se asoma la luz y el espejo del alma. El creyente nunca consiguió ese anhelo de ver a Dios. Muy turbios eran sus ojos para contemplarlo. Demasiado sucios para tanta claridad. Ahora, en la cruz, se truecan los papeles entre Dios y los hombres. Dios ya no es el objeto ansiado de la contemplación humana, sino el sujeto que quiere ver. El deseo vehemente de Jesús es verte a ti a su vera, al pie de la cruz, a la sombra de su muerte. Como Moi-
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sés, ya moribundo, subido en el monte Nebo contempla en lontananza la tierra prometida, así Jesús, subido en la cruz, otea un horizonte ansiado y soñado: tú eres esa tierra prometida y ese paisaje anhelado; tú, el destino de sus sueños. Su último deseo –la gracia que se le concede a cualquier condenado a muerte, y que él te solicita– es morir arropado por tu mirada.
Soy un hombre, soy Dios y soy un reo Qué daría por no dejar de verte. Qué no diera por ver lo que en fe veo, ver cumplido por fin mi gran deseo: verte a ti, a la sombra de mi muerte. Sólo unos ojos me hurtan de perderte, me consume una luz en la que creo. Soy un hombre, soy Dios y soy un reo condenado al hechizo de tu suerte. Mírame en esta cruz descortezado; súbete ya al balcón de mi agonía: ve a tu Dios, hecho un Cristo, destrozado. Qué diera por morir por ti mirado: que posaras, por fin –¡qué no daría!–, tu mirada de amor entre la mía.
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«¡Ven!», te grita mi sangre
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omo los discípulos en Getsemaní, también nosotros hemos huido lejos de la presencia del Señor; todos le hemos abandonado, dejándolo solo, a merced de su desamparo. Así lo señala el Evangelio, en uno de los momentos más tristes, al relatar la historia de Jesús con aquellos que siempre han permanecido a lo largo de su vida en común con el Maestro: «Y abandonándole, huyeron todos» (Mc 14,50). Pero él aguarda paciente. Está enclavado en la cruz para esperar, no se cansa de esperar. Hay dentro de Jesús una fuerza íntima, un instinto, que le hace ansiar nuestro retorno. «Ven», nos grita en la mudez de su aflicción. «Ven», nos dice, igual que la esposa animada por la fuerza del Espíritu en el Apocalipsis: «El Espíritu y la esposa dicen: “¡Ven!”» (Ap 2,17). Él cree sin desfallecer en mi regreso, que es mi conversión; me espera siempre. Si no acudo a su cruz, va a proseguir en perenne agonía. Sólo espera mi presencia. Como la esposa del Cántico espiritual, de san Juan de la Cruz, me declara que su dolor no tiene ya remedio, que su dolencia de amor no se cura sino con mi presencia y mi figura: «Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura; mira que la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura» (estrofa 11).
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Lo que santa Teresa de Jesús gritaba al Señor, eso mismo hace Jesús crucificado; sólo que ahora introduce algunos cambios, modifica levemente la letra y me lo grita a mí. Ya sólo espera verme para morirse luego. «Véante mis ojos, dulce Jesús bueno, véante mis ojos; muérame yo luego.»
«¡Ven!», te grita mi sangre Yo sólo sé que mi esperanza es vana, que tú no estás aquí y que te has ido; te fuiste por la calle del olvido hasta una ausente orilla muy lejana. Pero mi sangre es honda y más cercana, me grita: «Espera al par de tu latido, el amor es un niño y se ha perdido; volverá como el sol por la mañana». Clama el instinto, arrecia mi locura de lirio en grana que mis venas vierte. «¡Ven!», te grita mi sangre ardiente y pura. «¡Abre mis ciegos ojos para verte y, mirándome al fin en tu hermosura, ciérralos luego al gozo de la muerte!»
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¡Cuánto te quiero, amor, ay, amor mío!
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e aquí concentrada la clave existencial del cristiano: «Con Cristo estoy crucificado, y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí. No tengo por inútil la gracia de Dios, pues si por la ley se obtuviera la justificación, entonces Cristo hubiese muerto en vano» (Gál 2,20-21).
El apóstol Pablo se funde existencialmente con Jesucristo crucificado. Cristo es su vida verdadera. Aunque Pablo vive en la carne (sarx), es decir, en la debilidad, el cansancio, la fatiga, la enfermedad, el deterioro irremediable, las grietas de los achaques, el lúgubre cortejo del dolor..., en fin, toda esa insoportable carga que suele llamarse la miseria humana; sin embargo, él vive una vida nueva. No es Pablo quien, en su más honda realidad, en el más acabado sentido de la palabra, vive; ha encontrado un Viviente que le otorga vida y que «le vive». Alguien le ama y le ha amado tanto que ha dado a causa de un exceso de amor su vida por él. Por éste, por Cristo –no un principio filosófico, no una causa anónima, sino una Persona viva–, Pablo vive verdaderamente. Cuando, algún día, al creyente le es dado –únicamen-
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te por gracia de Dios y como una revelación– saber y sentir, creer con todas las fuerzas que Cristo le ha amado y le ama hoy, hasta ese punto de ser capaz de dar su vida por él y morir en la cruz, entonces ese hombre o esa mujer cambia radicalmente, se convierte al amor, contempla su vida como un don debido a la pura gratuidad de Dios. Esta nueva realidad la expresó con gran belleza Pedro Salinas en el mejor de los poemarios de amor, La razón a ti debida. Se siente amado por el Señor y entonces empieza con toda pasión a saborear la existencia, a vivir. En este soneto Cristo nos habla con la elocuencia de todo su ser: sus ojos, sus labios..., con todos y cada uno de los miembros de su cuerpo. En especial, con su corazón, el único órgano humano que tiene música. El corazón de Cristo crucificado, hasta después de muerto, incluso con más ritmo y aceleración, no cesa de palpitar. Late con los sones de la música eterna de su amor por ti. Te brinda esa música y te concede vivir ya su misma vida: ¡vívela!
¡Cuánto te quiero, amor, ay, amor mío! Estos ojos que ves agigantados, en vela están, ¡ay!, que te están mirando ciegos de luz, y están sólo esperando quedarse por los tuyos eclipsados. Estos labios que ves tan desmayados, mudos están, mas siguen murmurando el beso de una sílaba..., aguardando que los dejes así silabeados.
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Mi corazón que ves como con frío, cómo late por ti loco y caliente, como un mar desbocado, como un río donde se te da Dios tan transparente que bebes ya mi vida en honda fuente. ¡Cuánto te quiero, amor, ay, amor mío!
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«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
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ae la vida, caen las hojas, todos caemos. Pero Alguien recoge estas caídas con sus enormes manos.» Así escribió Rainer Maria Rilke sentenciosamente de la muerte, ese otoño irremediable de la vida. Jesús muere en paz. Se deja morir, se deja caer no en un negro vacío sin fondo, sino en unas manos que le amparan. En las manos no de alguien, no de un dios ignoto, sino en las palmas amorosas del Padre. Muere Jesús invocando a Dios, su Padre. Muere en paz, sereno, tranquilo. Ahora ya tiene, por fin, un lugar donde reclinar la cabeza, coronada de espinas. El peregrino errante encuentra su refugio. Quien al nacer tomó por almohada un mísero pesebre; el que no tenía lugar donde descansar la cabeza, aunque los pájaros sí tenían nido y las raposas madriguera; el que murió en la cruz, sufriendo por cabezal la frialdad de aquella dura madera, ahora sí tiene dónde reclinar la cabeza: las manos del Padre, su regazo, su corazón. Jesús retorna a su sitio, al lugar personal e íntimo de donde brotó el río de la vida: el manantial sereno de eterna fuente. El Padre le acoge con una sonrisa. Jesús muere sonriendo. ¿Por qué ese sonrisa de Jesús? ¿Has visto, amigo lector, la imagen tallada en madera del Cristo que hay en el castillo de san Francisco Javier, en Navarra? Jesús crucificado está sonriendo. ¿Cómo es posible que un
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moribundo sonría en su tormento, en el momento de su muerte? Jesús sonríe porque vuelve a las manos del Padre, porque ha cumplido su voluntad, porque nos lleva de la mano, porque estamos en sus manos y ya nadie ni nada nos arrebatará de las manos de Jesús ni de las manos del Padre. Jesús y el Padre son Uno (Jn 10,28-30).
Vuelvo a ti, Padre Vuelvo a ti, Padre. Qué gozosamente me inclino y me hundo dentro de tu seno abismal, manantial, cristal sereno del luciente frondor de eterna fuente. Quiero verte y beberte, transparente, y llenarme de ti, y quedarme lleno y hambriento, Padre mío, Padre bueno. ¡Qué sed de Padre sufro últimamente! Hoy vuelvo a ti, no solo ni vacío. La espiga en cruz brotó con nuevos granos. Mira: traigo agarrados a mis manos recientes hijos tuyos, mis hermanos. ¿Sonríes, Padre? Yo también sonrío. Y a la orilla del mar, sonríe el río.
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Mi victoria es más firme que la muerte
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l aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del pecado, la Ley. Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!» (1 Cor 15,56-57). La muerte y el pecado son los dos grandes impostores del creyente. La muerte, porque quien muere se muere y se muere del todo. Ya está. Es ido y acabado. Y el pecado, porque es la puerta de entrada de la muerte: «Por el pecado entró la muerte» (Rm 5,12). El salario del pecado es la muerte; a la muerte nos conduce inexorablemente el pecado, lúgubre barca que nos transporta a la otra orilla de la vida, dejándonos en la lejanía o «cólera» de Dios, la ausencia de la esperanza, perdidos en medio de la noche. No existía ya salvación alguna para la humanidad, errática en este encajonado callejón maldito que desembocaba en la muerte. ¿Tal vez, la Ley? ¿Nos podría salvar la Ley mediante el cumplimiento fiel hasta el escrúpulo de todos sus preceptos? Pero la mosaica ley de piedra –fría como una piedra– en la que estaban establecidos los mandatos realizaba una función disuasoria: prohibía pero no alentaba, amenazaba pero no estimulaba. Y como los humanos llevamos el instinto del pecado en la sangre, la Ley nos avergonzaba y abrumaba por la continua trans-
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gresión de nuestros pecados, nos echaba en cara nuestras infidelidades, y la vida se nos convertía en amargo rubor y tragedia. Pero Cristo ha vencido a la muerte y al pecado; nos ha sacado de las garras de la muerte y del imperio del pecado, que nos habían aprisionado y reducido a la esclavitud. Por pura gracia, por un desbordamiento de amor, hemos sido salvados: «Cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos –en verdad, apenas habrá quien muera por un justo, por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir–; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos salvos por él de la cólera! Si cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida! (Rm 5,6-11). «Muriendo destruyó la muerte, y resucitando restauró la vida», confiesa la Iglesia en la celebración de la liturgia eucarística. Jesús está de pie sobre la cruz –no es su presencia la de una inerte tabla de piedra en donde se hallan inscritos unos mandatos que es preciso cumplir so pena de muerte–; es vencedor soberano, ha vencido absolutamente, y promulga el grito de su victoria. Ya nada se opone al gozo del amor de Cristo, que, de manera inaudita, como sólo hace la locura, ya sin norma y sin regirse por preceptos, con la fuerza de un mar enfurecido se derrama en cascada impetuosa sobre el creyente para inundarlo de dicha y de consuelo.
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Mi victoria es más firme que la muerte No dejarás de oír lo que te quiero, que te quiero sin norma y con locura; locamente te quiero, sin cordura, hasta morir de amor como me muero. He colgado en la cruz este letrero: Como el mar, mi costado es ancha hondura; se rompe el mar, y el Dios de la ternura se derrama a raudales todo entero. Quiero anegarte con mi amor, quererte, tenerte entre mis brazos, mirar: verte. ¿Qué impide nuestro gozo consumado? ¿Muerte? ¿Pecado? Estoy crucificado. Mi victoria es más firme que la muerte, y más fuerte es mi amor que tu pecado.
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¿No te basta la sangre de un Cordero?
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uan, el vidente del Apocalipsis, entra en la fuerza del Espíritu (Ap 4,2) y, a través de una puerta abierta en el cielo, le es dado contemplar todo el esplendor de la gloria divina como el ornato litúrgico de un magnífico templo. Es testigo de la visión emblemática de todo el Apocalipsis. Contempla a Cristo, el Cordero. «Entonces vi un Cordero de pie como degollado; tenía siete cuernos» (Ap 5,6). El Cordero está degollado (sphagmenos), muerto; pero al mismo tiempo –casi como en visión onírica, el sueño de una profecía que rompe las leyes lógicas de la coherencia racional–, el vidente lo contempla de pie (hestekos). El Cordero se sustrae de la muerte, se levanta y, enhiesto, pisotea la muerte, venciéndola, rematándola (matándola hasta el final con golpe certero). El Cordero degollado y de pie es Cristo en su misterio pascual de muerte y resurrección. Tiene además siete cuernos (el cuerno en la Biblia denota fuerza y energía salvadora: 1 Sm 2,1.10; Sal 17,3;75,5.11;89,25; Lc 1,69), es decir, Cristo posee la plenitud de la fuerza divina. Todo el poder de Dios se concentra en él, y desde él se despliega con eficacia. Cristo se encuentra para siempre de pie: ha triunfado de las fauces del lobo,
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del negro abismo de la aniquilación, de las sombras de la muerte, y nos aguarda victorioso. La victoria de Cristo se completará con la victoria de los suyos, a saber, con el triunfo de toda la Iglesia: «Éstos harán la guerra al Cordero, pero el Cordero, como es Señor de Señores y Rey de Reyes, los vencerá en unión con los suyos, los llamados, elegidos y fieles» (Ap 17,14). Estos tres últimos adjetivos, unidos en su escritura griega, conforman una singular palabra griega, Ekkesía, es decir, la Iglesia, la asamblea de los creyentes que combaten siguiendo al Cordero contra las fuerzas del mal en la historia. Lactancio nos habla del triunfo de Cristo, el Cordero degollado, que se convierte en salvación para todos los hombres y, bajo sus alas, cobija a la congregación de la entera humanidad: «Jesucristo extendió sus brazos en la cruz y abrazó el mundo para mostrar ya entonces que el gran pueblo congregado desde la salida del sol hasta su ocaso, de todas las lenguas y pueblos, vendría a congregarse bajo sus alas, para recibir en sus frentes aquella señal máxima y sublime. »De lo cual los mismos judíos siguen mostrando la figura cuando señalan sus puertas con la sangre del cordero. Porque cuando Dios iba a dar muerte a los primogénitos de los egipcios y librar a los hijos de los hebreos de aquella plaga, mandó a éstos que inmolaran un cordero sin mancha y señalaran con la sangre las jambas y el dintel de sus puertas. Así, muriendo en una noche todos los primogénitos de Egipto, los de los judíos fueron librados con la sangre del cordero; no porque la sangre del animal tuviese de suyo virtud de salvar a los
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hombres, sino porque era imagen de lo por venir. Cristo fue el Cordero sin mancha, es decir, inocente, puro y santo, que, inmolado por los mismos judíos, es la salvación de cuantos llevan en su frente el signo de la cruz, en la que derramó su sangre» (Lactancio, Instituciones divinas, 4,27).
¿No te basta la sangre de un Cordero? ¿Por qué andas triste y vives anublado, el alma en sombra, el aire tan severo? ¿No te basta la sangre de un Cordero que en tu lugar, por ti, fue degollado? ¿No sabes que en la Cruz ya me he entregado por entero, que estoy, que persevero pregonando amnistía y desafuero, cancelando tu deuda y tu pecado? He bajado al infierno y a la nada. Descendí hasta las simas del abismo. He matado a la muerte y rematada. Tras la vida, la muerte. ¿Tras la muerte?: ¿Nada? ¿Abismo? Te espero. Soy yo. El mismo Jesús de ayer, hoy, siempre: el Cristo fuerte.
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Ya no me queda más con qué quererte
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asta muriendo Jesús da y se da él mismo y todo entero. Hace lo que siempre hizo: darse en vida y ahora donarse en muerte. Ha venido para traer vida y vida abundante (Jn 10,10), y reparte el don de esta vida a manos llenas, sin quedarse con nada. Es generoso, espléndido, infinitamente pródigo.
Jesucristo es el don de Dios. «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber...», avisa el Señor a la mujer samaritana, y al decirlo se delata como quien es: el don viviente y el personal regalo del Padre, quien tanto amó al mundo que le dio a su Hijo único (Jn 3,16). El don de Jesús se expresa en un darse sin codicia. No se guarda nada. No se reserva en exclusiva ni una sola migaja de pan, ni una gota de sangre ni de agua. Su vida entera es una fiel secuencia de entregas sucesivas, cada vez más plenas y generosas. Lo podemos leer en la historia de su vida, consignada en el cuarto evangelio. Nos entrega su cuerpo: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo, y el pan que yo voy a dar es mi carne para vida del mundo» (Jn 6,51). Nos da su Palabra, que está llena de espíritu y de vida (6,63): «Porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos... Yo les he dado tu Palabra» (Jn 17,8.14).
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Nos entrega el amor revelado del Padre. A través de su donación manifiesta cuánto nos ama el Padre (recordar Jn 3,16): «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente» (Jn 10,17-18). Nos da a su propia madre, María, como madre nuestra: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19,26). Se la entrega al discípulo –y en él, a todos nosotros, sus discípulos–, a quien dice: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27). Nos da el Espíritu Santo. Cuando Jesús muere en la cruz, el Evangelio registra unas palabras únicas en la literatura religiosa y profana de su tiempo. No dice simplemente murió, sino literalmente: «Dio el espíritu» («paredoken to pneuma»; Jn 19,30). Jamás, en la historia de la humanidad, se ha hablado así de la muerte de un ser humano. Alguien muere cuando se queda sin respiración, sin aliento. Jesús muere no porque se queda sin aliento, sino porque nos da su aliento de vida para que nosotros vivamos ya de su misma vida divina. Jesús hace de su muerte un don y una entrega. Muere no porque le quitan la vida, sino porque da vida. Muriendo, nos da el Espíritu de la Vida. Crucificado por nosotros, nos lo da todo. Se da a sí mismo en una donación sin fondo y sin interés. No se ha reservado nada. Ya no tiene hogar ni casa, y su causa está perdida. Está solo y sin salida. Conmueve esta imagen en el colmo de su vaciamiento, como una rama que dio todo su fruto y se queda seca, rota, caída por tierra. Escalofrío da contemplar a Jesús, quien confiesa –supremo verso o confidencia que suena a la verdad más íntima arrancada de sus entrañas divino-humanas– que ya no le queda más con qué que-
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rernos. Nos ofrece su desnudez y su pobreza. Nos da por fin el único regalo de su vida y el apesadumbrado desgarro de su muerte.
Ya no me queda más con qué quererte ¿Por qué opones tan ciego acantilado a este mar, a este fuego que porfía con qué golpes de angustia y de agonía por increparte, amor, que te he amado? ¿Qué me guardé, qué bien me he reservado? Te di cuanto era mío y bien quería: a mi Padre, al Espíritu, a María. ¿Qué te daré que ya no te haya dado? Sin casa estoy, mi causa está perdida. Rota cayó la rama al suelo, inerte. Gimo desnudo, solo y sin salida. Ya no me queda más con qué quererte. Toma todo el regalo de mi vida y recibe el desgarro de mi muerte.
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ecía Dietrich Bonhöffer –parodiando a Arquímedes, quien solicitaba un punto de apoyo para mover la Tierra– que la resurrección constituye el decisivo punto de apoyo en donde descansa la historia de la humanidad. Pues bien, remedando a uno y a otro, nos está permitido afirmar que la verdadera palanca que mueve la historia de toda la humanidad es la cruz donde Jesús muere y desde la que resucita. La cruz es causa de nuestra salvación, y la cruz mira a la gloria de la resurrección. Pablo proclama con fuerza el Evangelio de la Iglesia, que incluye la certeza en la resurrección de Jesús, garantía de nuestra propia resurrección: «Pues bien, tanto ellos como yo esto es lo que predicamos y lo que habéis creído. Ahora bien, si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos de vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucitó, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe» (1 Cor 15,11-14). Ésta es la verdadera predicación de la Iglesia, en la que hemos de creer. Gracias a la fe de nuestra madre Iglesia, dentro de cuyo seno hemos nacido y vivimos,
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confesamos que Cristo ha resucitado de entre los muertos; y él se convierte en el primogénito de muchos hermanos, el primer nacido de entre los muertos. Si él ha resucitado, nosotros, unidos a él e incorporados desde nuestro bautismo, también resucitaremos. No valen, por tanto, titubeos ni confusión alguna ante la resurrección de Jesús. Si no creemos en ella, somos los más infelices de todos los hombres. Esta fe nos otorga el consuelo de la esperanza para seguir luchando con denuedo en esta tierra de miserias, tierra nuestra que queremos transformar en digna antesala del cielo. El célebre capítulo 15 de la Carta a los Corintios, dedicado a la resurrección, acaba con la apoteosis de este broche triunfal: «Y cuando esto corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: La muerte ha sido absorbida por la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la Ley. Pero ¡gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo!» (1 Cor 15,54-57). Cristo resucita de la muerte, se levanta de la tumba. El grano de trigo, caído en tierra, da fruto abundante: se convierte en espiga y en pan de eucaristía, alimento de fuertes. Por su sangre derramada, por su muerte aceptada, Cristo nos adquiere para sí. Ha vencido a la muerte, le ha infligido una severa derrota. Ya está de pie, en postura egregia de victoria, y pisa a la muerte y
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la subyuga para siempre. La muerte ha dejado de poseer dominio sobre nosotros, está desactivada, ha perdido su aguijón. San Agustín ha descrito con su estilo vibrante la salud que nos ha procurado Cristo, nuestro médico; y cómo ha derrotado con su muerte a la misma muerte. Ilustra la debilidad del hombre ante la ley, expone su impotencia, que equivale a decir su enfermedad: «Pero ¿quién es el médico? Nuestro Señor Jesucristo. ¿Y quién es nuestro Señor Jesucristo? Aquel que fue visto incluso por los que le crucificaron. Aquel que fue arrestado, abofeteado, flagelado, cubierto de salivazos, coronado de espinas, colgado en cruz, muerto, herido por la lanza, bajado de la cruz, puesto en el sepulcro. Él es precisamente nuestro Señor Jesucristo; justo él mismo en persona, él es el médico total de nuestras heridas... Asumió la cruz no como prueba de potencia, sino como ejemplo de paciencia. Allí curó tus heridas, cuando soportó mucho tiempo las tuyas; allí te curó de una muerte perpetua donde se dignó morir temporalmente. Murió y, no obstante, con él murió tu muerte. ¿Qué muerte es esta que mata la muerte? (Tratado sobre el evangelio de san Juan, III, 3) Nosotros, que vegetábamos sin esperanza y destinados a la cólera, hemos pasado de la muerte a la vida. El Señor nos ha conquistado. Ya tenemos un Redentor y Libertador. Es Cristo quien nos llama a vivir con él, participando ya de su misma vida, descansando en lo más hondo de su ser, en lo más íntimo de su misma intimidad: recostados en su costado.
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¡Muerte, estás de muerte herida! Mi cuerpo no sucumbe ante la muerte. Sembrado en cruz, en fría losa oscura, ya es espiga de luz fuerte y madura, ya es pan de trigo madurado y fuerte. Mi cuerpo se levanta para verte. ¿Quién a mi amor pondrá una sepultura de olvido, o a este fuego una atadura? A cara o cruz el sino de la suerte. Pero la muerte pierde su partida. La vencí, doblegué, he pisoteado su aguijón. ¡Muerte, estás de muerte herida! Mira qué cruz, qué clavos me ha costado conquistar el botín de nuestra vida. ¡Ven, acuéstate, amor, en mi costado!
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¡Ay, si pudieras...!
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omo un continuado lamento –la acostumbrada cantinela del amor–, se va repitiendo a lo largo de toda la Biblia el deseo de Dios, que pide ser escuchado: quiere que su voz no se pierda en el vacío, ni se rompa inútilmente contra la frialdad de un corazón de peña. Le brotan del alma estas ansias, transparentes como rayos puros de sol, como los ímpetus de una ilusión no marchitada. Quieren volar y cantar. Se quedan temblando en el aire, esperando una rama en donde acogerse, un oído en donde posarse, un corazón que sea cálido alero. Pero no hay ningún lugar de refugio. Y caen al suelo, sin que nadie las ampare. Al no ser escuchadas, se tiñen de tonos graves. Se llenan de amargura. Son gemidos inconsolables, desvalidos. Brotan del corazón de Dios borbotones de sangre. Quejas, lamentos de un amor que sólo espera verse correspondido. ¡Haría falta tan poco...: sólo escuchar y entender, sólo abrir los oídos y el alma a un Dios que pide entrar! Llama el Señor con insistencia a tres puertas. – A la puerta de un pueblo. Grita Dios a su pueblo, que él ha guiado como un pastor a su rebaño: «Ay, si escucharais hoy su voz» (Sal 94,7). Pero este pueblo endurece sus oídos: «Mi pueblo no escuchó mi voz», como el día de la prueba en el
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desierto (Ex 17,1-7), porque tiene un corazón extraviado. – A la puerta del alma rota de una mujer. Dice el Señor a aquella mujer samaritana y sedienta que abreva su vida en agua turbias: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva» (Jn 4,10). El Señor infunde a esta mujer la sed, la acucia con el ansia de agua limpia y verdadera, a saber, con el deseo de su Palabra y de su presencia. La mujer va con un cántaro al pozo en busca de agua que no quita la sed, y no sabe –suprema ignorancia– que junto a ella brota la fuente del agua viva, que no es sino el Señor, el que con ella conversa. ¡Ay, si esta mujer supiera o conociera! – A la puerta de todo corazón. Ya no importa la condición (libre o esclavo), el número (singular o plural); no importa el sexo (hombre o mujer); se trata de «alguien» (innominado). Dice el Señor: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Ahora el Señor está de pie en la cruz, y está llamando con su voz entregada, está brindando su entrega. Ojalá alguien le escuche y le abra la puerta de su corazón. El Crucificado se convertiría en Señor, y el peregrino, en anfitrión: le daría el don de su amor y de su amistad, anudaría con él una relación de alianza eterna («cenaré con él y él conmigo»). Cristo pide ser escuchado y acogido, entendido y amado, pero tú no escuchas, no quieres corresponder. ¡Ay, si quisieras!
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¡Ay, si pudieras...! Si alguna vez, amor... Si tú supieras cómo late la sangre en mi costado, esta herida que va de lado a lado, este torrente en donde tú bebieras... Ojalá alguna vez tú conocieras el don de un Dios por ti ciego y prendado, subido a la alta cruz, arrebatado... Pero no ves, no sabes... ¡Si entendieras...! ¿Qué puedo hacer por ti que no lo hiciera? ¡Ay, si fuera mi carne cremallera para desabrocharme el alma y vieras cuánto te quiero, amor, cuánto quisiera que también ciegamente me quisieras, como te quiero yo... ¡Ay, si pudieras...!
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orque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue “sí” y “no”; en él no hubo más que “sí”. Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su “sí” en él; y por eso decimos por él “Amén” a la gloria de Dios. Y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor 1,19-22). Pablo se siente en comunión con los cristianos de Corinto. Ellos constituyen lo más noble de su vida evangelizadora, el motivo de su «orgullo» apostólico, lo mismo que él es para ellos su orgullo. Ambos se estiman en tal medida que se sienten mutuamente agraciados y agradecidos: «Somos nosotros el motivo de vuestro orgullo, lo mismo que vosotros seréis el nuestro en el día de nuestro Señor Jesús» (v. 14). Pero Pablo ha debido modificar el itinerario que había proyectado en 1 Cor 16,5-6: «Iré donde vosotros después de haber atravesado Macedonia, pues por Macedonia pasaré». Las circunstancias le han obligado a cambiar. Y el apóstol quiere hacer frente a posibles críticas de algunos cristianos que le podrán tachar de inconsecuente, mudable..., o tal vez, de hombre sin palabra de honor, irresponsable. Asegura que su con-
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ducta no está fundada en la debilidad de la carne, en caprichos o antojos; en él no se casan el «sí» con el «no». El apóstol no es un hombre titubeante, sino firme. Por eso, les anuncia en una apremiante exclamación: «¡Por la fidelidad de Dios!, que la Palabra que os dirigimos no es “sí” y “no”» (v. 18). Pone por testigo a la fidelidad de Dios. Tal es el contexto inmediato en donde aparecen las palabras de la lectura señalada. Importa apreciar la peculiar argumentación de Pablo: cómo sobrevuela lo anecdótico y transita de una cosa nimia –el cambio de trayecto de un viaje proyectado– al cimiento profundo que sostiene su vida apostólica, que es su capacidad de arraigo en Jesús. Y así lo declara sin ambages, como la clave explicativa de su argumentación: «Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue “sí” y “no”; en él no hubo más que “sí”». En definitiva, es Cristo mismo el garante de la actuación de Pablo. Igual que el Señor tiene sólo una palabra, y ésta es el «sí», también él, siguiendo al Maestro, dice y mantiene una sola palabra clara, sin ambigüedades. Pablo recuerda que todas las promesas de Dios han tenido su «sí» en Jesús. Todo cuanto Dios había anunciado por los profetas y los acontecimientos precursores, cuanto había ido señalando el viejo régimen, grávido de esperanzas, ahora se realiza en Jesús. El Antiguo Testamento como profecía indica su fin como institución. Esa profecía, como una flecha certera, está mirando un objetivo a donde apuntar y cla-
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varse: es la persona de Cristo. Sólo Jesús es egregiamente el cumplimiento, la plenitud, la perfección de toda la antigua economía. Dios puede descansar en Cristo, pues el compromiso de su larga fidelidad, a pesar de tantos avatares y de tantas infidelidades por parte de los hombres, ahora se realiza en Jesús. Dios dio su palabra, y esa palabra la cumple Jesús. Nada ni nadie ha sido capaz de torcer los designios de su misericordia y de su misterio eterno de salvación universal. Jesús ha dicho «sí» a la voz del Padre. Cuando vino al mundo, ésta fue su palabra: «Entonces dije: “¡He aquí que vengo –pues de mí está escrito en el rollo del libro– a hacer, oh Dios, tu voluntad”» (Heb 10,7). Durante su vida ha mantenido esta fidelidad; y ha subido a la cruz cumpliendo con su obediencia amorosa la voluntad del Padre, ha muerto diciendo «sí». Añade Pablo: «¡Y por eso decimos por él el “Amén” a la gloria de Dios!» (v. 20). Este «sí» de Jesús nos capacita a nosotros los cristianos para decir también «sí», a saber, para ser fieles. En cierta ocasión, Pablo, al límite de sus fuerzas, angustiado porque un ángel de Satanás le abofeteaba, pide al Señor que lo libere. Entonces recibe de Jesús esta revelación: «Mi gracia te basta, pues mi fuerza se realiza en la flaqueza» (2 Cor 12,9). Amparados en la solidez de roca de Jesús, nuestra fragilidad se cambia en fortaleza. No hay razón para el desaliento; al contrario, cuanto más débiles nos sintamos, más firmes seremos apoyados en la firmeza de Cristo. Nos queda siempre el supremo consuelo: «Si somos
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infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,13). Jesús ha sido fiel al Padre, por eso el Padre lo ha confirmado, a saber, lo ha resucitado. La resurrección de Jesús es el gran «sí» del Padre a la obra, vida y muerte de Jesús. El Padre lo dio al mundo: «El que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará gratuitamente con él todas las cosas» (Rm 8,32). El Padre fue herido por tener que entregar al Hijo, pero es feliz por salvar al Entregado. Al resucitar a su Hijo, el Padre lo rehabilita; le otorga toda la razón, concede plenitud de sentido a toda su obra. Vale, pues, la pena vivir y morir como lo hizo el Crucificado. No nos cansamos de contemplar en la fe y en la cruz a Jesús, nuestro Señor. Dios nos lo ha dado todo en Jesucristo. Nos ha entregado su Hijo, que es todo lo que tiene. Nos lo ha dicho todo en Jesús, su Hijo. Ya no tiene más que hablarnos, y mudo se ha quedado. Jesús es el «sí» definitivo de Dios para nosotros. ¿Qué más puede hacer, dar y decir Dios que ya no lo haya hecho, dado y dicho con creces y sobreabundancia en Jesucristo, su único y amado Hijo, nuestro Señor, clavado en la cruz, muerto y resucitado para nuestra salvación? Si queremos escuchar la Palabra de Dios, oigamos la voz de su Hijo, que nos habla y nos dice con su muerte en cruz un «sí» rotundo y mantenido (a pesar de nuestros pecados y olvidos). Un «sí» dicho a ti, y únicamente por ti, y eternamente para ti.
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¿Qué más podría hacer tu Dios por ti? Estoy aquí, clavado en un madero, firmemente por ti crucificado, donde me hundió la historia de un pecado y me encumbró lo mucho que te quiero. Fiera de amor y de dolor tan fiero, reo soy, reducido y amarrado; mas libre el corazón, enamorado en esta cruz, en que de amor me muero. Todo un Dios por ti yace inerte, yerto. He tronchado los ramos de alhelí, sin sangre están las rosas de mi huerto. Me he dejado morir, he dicho «sí». Soy un amor crucificado, muerto. ¿Qué más podría hacer tu Dios por ti?
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INTRODUCCIÓN. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7
Confesión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7 En la fe de la Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 Estructura del libro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 Expresión literaria: sonetos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 Sonetos en un contexto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 Sonetos de Jesús crucificado y sus fuentes . . . . . . . . . . . . . . . . 23 PRÓLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
Por quererte hasta la muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35 Lo mismo que te amé, así te amara . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39 PRIMERA PALABRA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
Mis brazos siempre abiertos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45 Judas, amigo mío, ¿a qué has venido? . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49 Más florece el perdón con que te espero. . . . . . . . . . . . . . . . 53 SEGUNDA PALABRA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
Tú que fuiste ladrón arrepentido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¿Qué has hecho del amor que yo te he dado? . . . . . . . . . . . . Si hablan vivas, en flor, ensangrentadas . . . . . . . . . . . . . . . . Yo soy Jesús, a quien tú crucificas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Bájame de esta cruz donde me han puesto . . . . . . . . . . . . . .
59 65 69 73 77
TERCERA PALABRA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
Ahí tienes a tu madre y madre mía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 Madre junto a mi cruz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87 CUARTA PALABRA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91
Desde lo más profundo alzo mi grito . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93 Eloí, Eloí, lammá sabaktaní? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97
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Tú dices: «Mi señor me ha abandonado» . . . . . . . . . . . . . . 103 Más hondo que el dolor de mi costado . . . . . . . . . . . . . . . . 107 Mírame en esta cruz: ¡dame tu mano! . . . . . . . . . . . . . . . . . 111 QUINTA PALABRA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115
Tengo sed. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Tu Cristo soy: Dios y hombre verdadero. . . . . . . . . . . . . . . Sangre y agua me brotan del costado . . . . . . . . . . . . . . . . . ¿Quién podrá apagar ya mi desvarío? . . . . . . . . . . . . . . . . . Esta vida que estalla del costado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mil muertes por ti padecería . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Naciste de un Adán crucificado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Porque te amaba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ven, amor, a probar la santa cena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Toma la rosa de mi pecho . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¿Quieres probar mi ardiente cáliz? . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
117 123 127 131 135 137 139 143 147 149 151
SEXTA PALABRA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155
Consummatum est! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¡Consumado amor! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Soy un hombre, soy Dios y soy un reo . . . . . . . . . . . . . . . . «¡Ven!», te grita mi sangre. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ¡Cuánto te quiero, amor, ay, amor mío! . . . . . . . . . . . . . . .
157 161 165 167 169
SÉPTIMA PALABRA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173
Vuelvo a ti, Padre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Mi victoria es más firme que la muerte. . . . . . . . . . . . . . . . ¿No te basta la sangre de un Cordero? . . . . . . . . . . . . . . . . Ya no me queda más con qué quererte . . . . . . . . . . . . . . . . ¡Muerte, estás de muerte herida! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
175 177 181 185 189
EPÍLOGO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193
¡Ay, si pudieras...!. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195 ¿Qué más podría hacer tu Dios por ti? . . . . . . . . . . . . . . . . 199
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