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Spanish; Castilian Pages 420 [418] Year 2017
Susanne Hartwig (ed.)
Ser y deber ser Dilemas morales y conflictos éticos del siglo XX vistos a través de la ficción
Ediciones de Iberoamericana 94 Consejo editorial: Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Marco Thomas Bosshard Europa-Universität Flensburg Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacky University, Olomouc Katharina Niemeyer Universität zu Köln Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main
Ser y deber ser Dilemas morales y conflictos éticos del siglo XX vistos a través de la ficción
Susanne Hartwig (ed.)
Iberoamericana - Vervuert - 2017
El libro ha sido publicado gracias al apoyo del programa Hispanex y de la Universidad de Passau.
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ÍNDICE
Susanne Hartwig Introducción. Ser, deber ser, dilema y conflicto ............................................
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I. Dilema y representación Christian von Tschilschke La pena de muerte como dilema moral en la literatura y el cine españoles ... 19 Eugenia Helena Houvenaghel Lector: el nazismo te implica. Hibridación genérica y activación moral en Oscuro bosque oscuro de Jorge Volpi ........................................................ 37 Susanne Hartwig ¿Impunidad o justicia por mano propia? Respuestas de Roberto Bolaño ..... 53
II. El compromiso social en el teatro como ‘institución moral’ Francisca Vilches-de Frutos Mitos, dilemas morales y denuncia social: Casandra en el teatro español contemporáneo ........................................................................................... 73 Pilar Nieva-de la Paz Los dilemas morales de las mujeres en el teatro de Itziar Pascual: reivindicación de la autonomía personal y derechos colectivos .................... 91 Julio E. Checa Puerta Las dramaturgas españolas actuales y la representación del daño ................. 109 Raquel García-Pascual Teatro español de las últimas décadas ante la prostitución y la trata de mujeres con fines de explotación sexual .................................................. 127
III. Conflictos éticos frente a la guerra Margarita Santos Zas Los escritores españoles y la Gran Guerra (1914-1918): ecos y espejos de un compromiso ....................................................................... 147 Ma del Carmen Alfonso García “Te reprocho el que no seas consecuente”. Sobre el compromiso (in)vulnerable en El pianista, de Manuel Vázquez Montalbán ..................... 177 Francisca Montiel-Rayo Guerra y exilio: conflictos y dilemas morales en la narrativa de Esteban Salazar Chapela ......................................................................... 195 Dagmar Schmelzer El dilema de Paulo: Capital del dolor de Francisco Umbral (1996) .............. 211 Juan Rodríguez Paulino Masip y el dilema del intelectual ante la revolución ........................ 231 Manuel Aznar Soler La bomba atómica, un dilema moral entre ciencia y política en Caín o una gloria científica, de Pedro Salinas ............................................... 257 María Teresa González de Garay Salir con vida de Tomás Segovia: dilemas existenciales y morales en la poesía de un hijo del exilio ................................................................. 279
IV. Conflictos morales de la vida social Marie-Soledad Rodríguez Cuestionamientos éticos en el cine de Enrique Urbizu ................................ 301 Albrecht Buschmann ¿La culpa es del traductor? Narrativas del dilema en la teoría de la traducción y la literatura española, de Miguel de Cervantes a Javier Marías ............................................................................................ 315
Annette Paatz El dilema del dinero en La conquista del aire (1998) de Belén Gopegui ....... 331
V. Asumir la responsabilidad o el DEBER SER Jesús Torrecilla Evasión y responsabilidad: el caso de Unamuno .......................................... 347 Luisa García-Manso El mal de la dictadura en el teatro del exilio: responsabilidad y obediencia en Los culpables (1964), de José Ricardo Morales .................... 361 Mirjam Leuzinger Normas vigentes, encubiertas responsabilidades: consideraciones morales en El acoso y El derecho de asilo, de Alejo Carpentier ....................... 379 Diana Castilleja El silencio del nazismo como expiación y penitencia en El silencio de tu nombre de Andrés Pérez Domínguez y Lo que esconde tu nombre de Clara Sánchez.................................................. 395 Sobre los autores............................................................................................... 409
Introducción SER, DEBER SER, DILEMA Y CONFLICTO Susanne Hartwig Universität Passau
“The urge to unit is and ought stands behind every creative endeavor. Those who seek to unite them by force usually do more harm than they set out to prevent. Those who never seek to unite them do nothing at all” (Neiman 2002: 322).
Ser y deber ser son dos categorías independientes que se refieren a dos ámbitos distintos: al conocimiento de la verdad y al juicio moral. Lo que se sabe sobre el ser no determina el deber ser.1 Pero en la vida cotidiana, ser y deber ser se mezclan a menudo: por regla general, nuestras creencias influyen sobre nuestra percepción y nuestra manera de actuar. También con respecto a representaciones de situaciones históricas se pasa, a menudo desapercibidamente, de la descripción a la prescripción. Así, White se pregunta en su obra The Content of the Form: “Could we ever narrativize without moralizing?” (1990: 25). Debido al perspectivismo inherente a cada narración, los textos ficcionales corren siempre el peligro de caer en la moralización, y hasta en el adoctrinamiento. Pero los mundos posibles de la ficción constituyen también un medio ideal para hacer visible la diferencia entre ser y deber ser, y nada más poderoso que el dilema, o sea, una situación relacionada con decisiones morales en las que se oponen dos posibilidades equitativas y mutuamente excluyentes.2 En innumerables textos literarios, desde la tragedia antigua hasta la “situation 1
Véase la ley metaética de David Hume (1978: 469 s.), según la cual no debe deducirse lo que debe ser de lo que es. 2 Véase la definición de Raters (2011: 100). El dilema es un caso especial de la ética aplicada. Sobre las diferencias entre dilema y aporía o paradoja y sobre distintos tipos de dilemas, véase Raters (2011: 99 s.); sobre dilemas morales, véase también Gowans 1987.
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piège” de Jean-Paul Sartre, un dilema sitúa a un personaje en una situación concreta acompañándolo en sus reflexiones sobre cómo se debe actuar. Lützeler afirma incluso que ninguna gran obra literaria es concebible sin dilema moral (2011: 13). Sobre todo en el siglo xviii, la época de la filosofía moral, los problemas irresolutos y a menudo insolubles quedan adscritos al campo de la literatura (Lützeler 2011: 10-12). Cuando nos acercamos al siglo xx, la situación es menos clara. Surge con insistencia la pregunta por el nivel en el que se sitúa un dilema: ¿este se discute en el nivel del universo textual o más bien en el nivel del lector, es decir, de la recepción? También hay que distinguir un dilema de un conflicto ético. Si a la hora de decidir entre dos posibilidades antagónicas es posible jerarquizar los valores y destacar un valor superior, o si incluso de los dos valores, uno no es de índole ética, ya no podemos hablar de un dilema sensu stricto. Dilema y conflicto se distinguen no solo por sus componentes, sino también por las soluciones posibles. La solución de un dilema nunca se impone como obligatoria (en este caso sería un problema sin desafiar la responsabilidad del actante) ni tampoco como imposible (en este caso, no implicaría una decisión).3 Mientras que un problema (más o menos difícil de solucionar) es solo un obstáculo para la razón, un dilema implica el fracaso de la razón: cualquiera de las dos alternativas que presenta no es más que el ‘mal menor’. En un auténtico dilema, la solución nunca es satisfactoria del todo ni capaz de borrar la grieta entre ideal y realidad. Enfrenta al ser humano con la inconmensurabilidad de los valores superiores. Como consecuencia, un dilema no se soluciona de una vez por todas, de antemano y sin considerar el contexto concreto, por lo cual es necesario estudiarlo a través de casos y contextos concretos y soluciones concretas, o como afirma Neiman: “[M]ost moral realities are ambiguous and getting at the truth is toil” (2008: 380). Algunos dilemas y conflictos éticos son específicos de una época histórica y reflejan lo que se considera importante en un momento preciso. También las soluciones a dilemas y conflictos éticos atemporales pueden caracterizar una época y su práctica moral, puesto que algunos dilemas y conflictos éticos son básicos en la convivencia social y se plantean de nuevo cada cierto tiempo 3
101).
Sobre la pregunta de si existen soluciones inequívocas de un dilema, véase Raters (2011:
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(por ejemplo, problemas planteados por la guerra o de índole médica o educativa). La solución se suele basar en una jerarquización de normas y valores mediante justificaciones explícitas e implícitas,4 de manera que permite observar la práctica moral en un contexto social concreto. Por eso, parece prometedor escribir la historia de un siglo a través de los dilemas y conflictos éticos que formulan sus textos ficcionales. Las historias que cuentan la literatura ficcional, las artes escénicas y las artes visuales son, ya por su naturaleza, cercanas a los experimentos mentales que utiliza, por ejemplo, la filosofía.5 En su búsqueda de respuestas a la pregunta “¿Cómo debo vivir?”, literatura y filosofía son hermanas complementarias; cada una tiene su modo específico de reflejar la realidad, ninguna de las dos puede ser el guía o el metalenguaje de la otra.6 Los textos ficcionales y los textos filosóficos tienen en común que se interrogan respecto a las posibilidades del ser humano, ensanchando de esta manera sus posibilidades de actuar.7 Pueden desarrollar las tres dimensiones (o solo una o dos) que caracterizan moralmente una acción —los motivos del actante, la acción misma y sus consecuencias— y enfatizar una o más de las tres argumentaciones principales para justificar la solución de un dilema —la que se basa en la ética de las virtudes, la que se basa en la deontología o la basada en el consecuencialismo—. Los mundos posibles de la ficción son insuperables cuando se trata de modelar situaciones complejas. Nussbaum afirma: [...] I was finding in the Greek tragic poets a recognition of the ethical importance of contingency, a deep sense of the problem of conflicting obligations, and a recognition of the ethical significance of the passions, that I found more rarely, if at all, in the thought of the admitted philosophers, whether ancient or modern (1990: 14). 4
Véase, por ejemplo, la jerarquización de valores que se efectúa en el método del triaje (del término francés triage) en la medicina de emergencias. 5 Véanse algunos dilemas filosóficos famosos como el dilema del prisionero, el dilema del tranvía o el asno de Buridán. 6 Véase Horn/Menke/Menke (2006: 10-12). Sobre las distintas relaciones entre ética/ filosofía moral y literatura, véase Früchtl (2003: 32-40). 7 Kirchmeier (2013: 75) afirma que ninguna sociedad puede referirse siempre a hechos reales cuando trata sus cuestiones morales; por eso, la literatura funciona como un experimento mental para presentar las posibilidades de la moral.
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También Nussbaum hace hincapié en la ventaja que constituye la pluridimensionalidad de la literatura cuando se trata de exponer ideas morales: For stories cultivate our ability to see and care for particulars, not as representatives of a law, but as what they themselves are: to respond vigorously with senses and emotions before the new; to care deeply about chance happenings in the world, rather than to fortify ourselves against them; to wait for the outcome, and to be bewildered — to wait and float and be actively passive (1990: 184).
Sin embargo, representar un dilema o un conflicto ético en una obra de ficción no es nada fácil. Si se presenta una solución concreta, el texto corre el riesgo de caer en la moralización que fija la ambivalencia inherente al dilema o que banaliza el conflicto ético. En cambio, la falta de solución puede fijar el dilema y el conflicto y conferirles una dimensión ontológica. Así pues, la representación del dilema y del conflicto ético supone un dilema: caer en la moralización o ser ineficaz. La literatura es capaz de crear mundos posibles de los que no se puede postular, per definitionem, que trasmitan verdades.8 Gracias a esta condición, la literatura puede defender posiciones morales y al mismo tiempo cuestionarlas; sus posiciones no son absolutas. Aún más: puede poner en tela de juicio si el texto trata de lo que es o de lo que debe ser. Además, puede referirse a la experiencia empática, y no tanto al conocimiento racional de un dilema moral. Por eso es posible ver en la literatura una práctica moral con posibilidades específicas como, entre otros, la de agudizar la percepción y el discernimiento. Nussbaum afirma: A large part of learning takes place in the experience of the concrete. This experiential learning, in turn, requires the cultivation of perception and responsiveness: the ability to read a situation, singling out what is relevant for thought and action. This active task is not a technique; one learns it by guidance rather than by a formula (1990: 44).9
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Véase mi artículo programático Hartwig (2008). Sobre la relación entre ética y estética, véase Misselhorn (2014). Véase el concepto de responsiveness que fomenta la literatura según Rorty (Leypoldt 2003: 128). 9
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Sigue de estas consideraciones que la literatura es una forma especial de experimentar un dilema o un conflicto ético que plantea la historia. Este libro presenta los resultados de un seminario internacional que tuvo lugar en la Universidad de Passau, “Ser y deber ser. Dilemas morales del siglo xx vistos a través de la literatura y de las artes escénicas”, del 9 al 11 de octubre de 2015.10 La hipótesis principal de la que partimos fue que los dilemas morales revelan la condición de la literatura como campo de experimentación imaginario de posibles actuaciones y su función como reguladora ética en contextos históricos y culturales concretos. Dos aspectos del tema llamaron la atención desde el principio: la frontera borrosa entre dilema moral y conflicto ético y el papel de la literatura entre moral y moralizante. Todos los estudios muestran cómo se postula o niega un sentido ético a los acontecimientos históricos a través de la ficción y cómo se brindan o se niegan herramientas para solucionar las cuestiones éticas y morales que conllevan. De esta manera, los textos ficcionales acentúan el abismo entre ser y deber ser, lo borran o lo resaltan. A la hora de publicar los resultados del encuentro, la editora decidió formar cinco focos sobre el tema: el dilema de representar un dilema (“Dilema y representación”), la función del teatro como institución moral y como escuela de la sabiduría práctica, famosa fórmula acuñado por Friedrich Schiller (“El compromiso social en el teatro como ‘institución moral’”), los conflictos específicos que conllevan las guerras, sean civiles o entre naciones (“Conflictos éticos frente a la guerra”), o los que genera la vida social (“Conflictos morales de la vida social”), y finalmente, las soluciones reales o vislumbradas (“Asumir la responsabilidad o el deber ser”). El complejo temático “ética y literatura” constituye un paradigma reciente de la literatura sobre el que todavía existen muy pocos trabajos en el mundo hispánico.11 Con respecto a la literatura de habla española, los estudios 10
El seminario fue apoyado por la DFG y por el programa Hispanex de la Embajada de España. Le agradezco a Petra Millies-Bald su valiosa ayuda con la edición de este volumen. 11 Los trabajos existentes provienen sobre todo de los países anglosajones, especialmente de los Estados Unidos (véanse Buell 1999 y Thiemer 2007; sobre el ethical turn, véase Ludewig 2011: 8-50). Como referencias bibliográficas básicas acerca del tema de la ética en la literatura han de destacarse MacIntyre (1981), Miller (1987), Booth (1988), Nussbaum (1990) y Newton (1995).
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de textos concretos (narrativa, teatro, arte cinematográfico) faltan casi por completo, así como las teorías sistemáticas. El presente volumen se propone, pues, ser un primero paso para llenar esta laguna. Bibliografía Booth, Wayne C. 1988. The Company We Keep. An Ethics of Fiction, Berkeley/Los Angeles/London: University of California Press. [Edición en español: Las compañías que elegimos: una ética de la ficción. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2005.] Buell, Lawrence. 1999. “Introduction. In Pursuit of Ethics”, en: PMLA 114: 7-19. Früchtl, Josef. 2003. “Die moderne Moral der Literatur”, en: Christof Mandry (ed.), Literatur ohne Moral. Literaturwissenschaft und Ethik im Gespräch, Münster/ Hamburg/London: LIT: 29-42. Gowans, Christopher W. (ed.). 1987. Moral Dilemmas, New York/Oxford: Oxford University Press. Hartwig, Susanne. 2008. “Was (nicht) nicht ist: die Möglichkeitswelten der Literatur”, en: LiLi, Zeitschrift für Literaturwissenschaft und Linguistik 150: 79-93. Horn, Eva/Menke, Bettine/Menke, Christoph. 2006. “Einleitung”, en: Horn, Eva/Menke, Bettine/Menke, Christoph (eds.), Literatur als Philosophie — Philosophie als Literatur, München: Fink: 7-14. Hume, David. 1978. A Treatise of Human Nature. Ed. Louis A. Selby-Bigge/Peter H. Nidditch, Oxford: Clarendon. Kirchmeier, Christian. 2013. Moral und Literatur. Eine historische Typologie, München: Fink. Leypoldt, Günter. 2003. “Literatur als Angebot ‘nützlicher Metaphern’: Richard Rortys literarische Ethik”, en: Christof Mandry (ed.), Literatur ohne Moral. Literaturwissenschaft und Ethik im Gespräch, Münster/Hamburg/London: LIT: 123144. Ludewig, Isabell. 2011. Lebenskunst in der Literatur. Zeitgenössische fiktionale Autobiographien und Dimensionen moderner Ethiken des guten Lebens, Tübingen: Narr. Lützeler, Paul Michael. 2011. “Einleitung: Ethik und literarische Erkenntnis”, en: Paul Michael Lützeler/Jennifer M. Kapczynksi (eds.), Die Ethik der Literatur. Deutsche Autoren der Gegenwart, Göttingen: Wallstein: 9-28. MacIntyre, Alasdair C. 1981. After Virtue. A Study in Moral Theory, London: Duckworth.
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Mandry, Christof (ed.). 2003. Literatur ohne Moral. Literaturwissenschaft und Ethik im Gespräch, Münster/Hamburg/London: LIT. Miller, Hillis J. 1987. The Ethics of Reading. Kant, de Man, Eliot, Trollope, James, and Benjamin, New York: Columbia University Press. Misselhorn, Catrin. 2014. “Die neue Moralismusdebatte: Begriffe — Thesen — Argumente”, en: Catrin Misselhorn et al. (eds.), Gut und schön? Die neue Moralismusdebatte am Beispiel Dostoevskijs, Paderborn: Wilhelm Fink: 25-57. Neiman, Susan. 2002. Evil in Modern Thought. An Alternative History of Philosophy, Princeton: Princeton University Press. — 2008. Moral Clarity. A Guide for Grown-up Idealists, Orlando et al.: Harcourt. Newton, Adam Z. 1995. Narrative Ethics, Cambridge et al.: Harvard University Press. Nussbaum, Martha C. 1990. Love’s Knowledge. Essays on Philosophy and Literature, New York/Oxford: Oxford University Press. Raters, Marie-Luise. 2011. “Moralische Dilemmata”, en: Ralf Stoecker/Christian Neuhäuser/Marie-Luise Raters (eds.), Handbuch Angewandte Ethik. Colab. Fabian Koberling, Stuttgart/Weimar: Metzler: 99-103. Thiemer, Nicole. 2007. “Narrativität und Ethik — Ein bibliographischer Kommentar”, en: Karen Joisten (ed.), Narrative Ethik. Das Gute und das Böse erzählen, Berlin: Akademie: 294-301. White, Hayden. 1990. The Content of the Form. Narrative Discourse and Historical Representation, Baltimore: The Johns Hopkins University Press.
I. DILEMA Y REPRESENTACIÓN
LA PENA DE MUERTE COMO DILEMA MORAL EN LA LITERATURA Y EL CINE ESPAÑOLES Christian von Tschilschke Universität Siegen
1. Introducción Al abordar el amplio tema de la pena de muerte como dilema moral en la literatura y el cine españoles se recomienda partir de dos constataciones básicas. En primer lugar, cabe resaltar el hecho de que la imposición y la ejecución de la pena de muerte no solo representan uno de los problemas éticos tradicionalmente más arraigados en nuestras sociedades, sino que es tan antiguo como la propia humanidad. Parece que al menos desde la época de la Ilustración y la acalorada discusión que desencadenó en toda la Europa del siglo xviii la publicación del tratado Dei delitti y delle pene (1764) del filósofo y jurista italiano Cesare Beccaria todos los argumentos posibles a favor y en contra de la pena de muerte ya se han esgrimido. Hay que admitir, sin embargo, que la valoración ética de los pros y los contras de la pena de muerte, aunque sea sumamente conflictiva, no siempre toma la forma precisa de un verdadero ‘dilema moral’ en el sentido estricto de que se opongan dos posibilidades excluyentes, igualmente desfavorables. Todavía más cercanas al dilema moral clásico a este respecto son las cuestiones cardinales de si es legítimo castigar al que asesina asesinándole a su vez y si el fin de prevenir más asesinatos justifica la medida de matar.1
1
En su “Diálogo sobre la pena capital” Umberto Eco pone en escena una discusión ejemplar entre un abolicionista y un partidario de la pena de muerte (1999 [1975]). La recepción de Beccaria en España se estudia en Jacobs (2007).
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Al mismo tiempo se impone señalar que la pena de muerte siempre ha sido y hasta hoy en día sigue siendo una fuente de fascinación tanto para la literatura como para las artes escénicas y visuales. Así, por ejemplo, en septiembre de 2015 se celebró en el Royal Court Theatre de Londres el estreno de la comedia Hangmen sobre Harry Wade, el ‘segundo verdugo más famoso’ del Reino Unido, del exitoso dramaturgo irlandés Martin McDonagh, conocido por cultivar un ‘teatro de la crueldad’ particularmente provocador y violento (cf. Lonergan 2012). En los años 2012 y 2013 la miniserie televisiva On Death Row, que presentaba los retratos de varios asesinos condenados a muerte en prisiones de los Estados Unidos y difundida por Channel 4 en el Reino Unido y el canal Investigation Discovery en EE. UU., suscitó tanto interés entre los espectadores que se le pidió al director Werner Herzog que rodara más episodios. Y en 2010, para citar un último ejemplo, se abrió la exposición Crime et châtiment, comisariada por Jean Clair en el Musée d’Orsay de París, que documentaba de manera impresionante la masiva presencia del tema de la pena capital en las artes visuales desde finales del siglo xviii.2 Volviendo a la cuestión inicial del dilema moral, hay que concienciarse de que uno de los recursos más eficaces de lo dramático consiste precisamente en la creación de situaciones moralmente conflictivas, hasta dilemáticas. Basta recordar al respecto el famoso monólogo de don Rodrigo que cierra el primer acto de la tragicomedia francesa Le Cid (1636) de Pierre Corneille. En este monólogo, el conflicto interior del protagonista, que se enfrenta a dos compromisos de lealtad que trágicamente se excluyen, se concentra de forma ejemplar en el verso: “Père, maîtresse, honneur, amour” (Corneille 1990: 48). A esto se debe agregar el interés más general por el “lance patético”, el “sufrimiento” o la “pena”, según la traducción, que Aristóteles reivindica en su Poética como indispensable para la fábula de la tragedia: “el lance patético es una acción destructora o dolorosa, por ejemplo las muertes en escena, los tormentos, las heridas y demás cosas semejantes” (Aristóteles 1974: s. p.). Estos pocos ejemplos muestran ya por sí mismos lo atractivo de la pena de muerte particularmente para la literatura y las artes escénicas. Al mismo tiempo, y más allá de cualquier pretensión ética y moral, la evocación de la pena capital mediante la literatura y las artes siempre promete 2
Véase el catálogo de la exposición editado por Clair (2010).
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satisfacer incluso unos deseos más arcaicos del público. En su último libro Regarding the Pain of Others Susan Sontag llama esta impulsión, en cierto modo antropológica, “the wish to see something gruesome” (“el deseo de ver algo horripilante”; 2004: 85) que ya inspiró a las masas que solían asistir al espectáculo de las ejecuciones públicas en el pasado.3 A partir de muchas fotografías que documentan sucesos de la guerra u otras formas de sufrimiento, Sontag pone de relieve, por ende, dos actitudes contrarias: una, horrorizada, que reza “Stop this”, y otra, fascinada, que dice: “What a spectacle!” (2004: 68). Esta doble codificación caracteriza también la exposición artística de la pena de muerte y señala cierta tensión elemental entre la dimensión ética y artística de las obras en cuestión. Al dilema de la justificación moral de la máxima pena se suma entonces otro dilema moral: el de su representación y el de los límites de esta representación. En este caso es menester interrogarse: ¿de qué manera se presenta el acto mismo de la aplicación de la pena de muerte? Y más precisamente: ¿cuáles son las reglas mediáticas y discursivas que definen cada vez si el grado de violencia y de explicitud se justifica por un legítimo objetivo de realismo, de defensa o de denuncia o, de lo contrario, parece discutible ya que sirve de simple pretexto para satisfacer sobre todo un evidente sensacionalismo o voyerismo especulativo. Pero la tentación y el peligro de caer en el otro extremo, el de la obra de tesis moralizante, sentimental y políticamente correcta cuyas cualidades se limitan a la bondad de sus intenciones, no son menores. Por cierto, esto vale aún más para un tema tan controvertido y emocionante como la pena de muerte que para otros temas. Para discutir estas preguntas en torno a los dilemas morales a los que puede conducir la representación de la pena de muerte y de su ejecución en la literatura y las artes escénicas la cultura española constituye un campo particularmente fructífero. Desde las novelas picarescas de Mateo Alemán (Guzmán de Alfarache, 1599) y Francisco de Quevedo (La vida del Buscón, 1626) y las comedias de Lope de Vega (Fuenteovejuna, 1610) y Calderón (El alcalde de Zalamea, 1636) hasta los textos de Mariano José de Larra (“Un reo de muerte”, 1835; “Los barateros o el desafío y la pena de muerte”, 1836), José 3
Una descripción de “la sombre fête punitive” que fueron las ejecuciones públicas hasta finales del siglo xviii se encuentra al inicio del libro Surveiller et punir de Michel Foucault (1993: 15).
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de Espronceda (“El verdugo”, 1835; “El reo de muerte”, 1836-1837) y Benito Pérez Galdós (El terror de 1824, 1877), pasando por la comedia lacrimosa El delincuente honrado (1774), de Gaspar Melchor de Jovellanos, y los grabados de Goya (“El agarrotado”, 1778-1780), el tema siempre ha estado presente en la historia de las artes españolas como documenta el muy rico repertorio Las artes contra la pena de muerte, elaborado recientemente por la jurista Rosario de Vicente Martínez (2010).4 En la literatura, el teatro y el cine españoles del siglo xx, sin embargo, el tema de la pena de muerte se vincula en la mayoría de los casos, como se puede fácilmente imaginar, con la experiencia de la Guerra Civil y, de manera más o menos directa, con la larga dictadura de Franco. El corpus correspondiente comprende, por ejemplo, obras literarias conocidas como La familia de Pascual Duarte (1942) de Camilo José Cela, llevada a la pantalla por Ricardo Franco en 1976, en plena fase de transición política, o la pieza teatral grotesco-absurda Los dos verdugos (1956) de Fernando Arrabal, en realidad muy poco comentada incluso por los expertos en la obra de este dramaturgo español-francés, hasta el relato docuficcional Trece rosas rojas (2004) del periodista Carlos Fonseca, también adaptado al cine por Emilio Martínez Lázaro, en 2007, que evoca el caso de trece mujeres jóvenes fusiladas en Madrid poco después del final de la Guerra Civil. Entre las producciones originalmente cinematográficas figuran, por supuesto, El verdugo (1963) de Luis García Berlanga, el no menos famoso documental Queridísimos verdugos (1973) de Basilio Martín Patino sobre los últimos tres verdugos españoles aún activos en los primeros años de la década de los setenta, Antonio López Sierra, Vicente Copete y Bernardo Sánchez Bascuñana, así como las películas de ficción La noche más larga (1991) de José Luis García Sánchez y Salvador (Puig Antich) (2006) de Manuel Huerga, basada en el libro del escritor y periodista catalán Francesc Escribano Compte enrere. La història de Salvador Puig Antich (2001). Ambas películas focalizan las últimas ejecuciones decretadas por el general Franco poco antes de su fallecimiento. Mientras que La noche más larga se refiere al fusilamiento de tres militantes del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota y dos de ETA en Madrid, Barcelona y Burgos, el 27
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Respecto a la presencia del motivo en la obra de Goya consúltense Schlünder (2002) y Jacobs (2009). En su película sobre la vida de Goya, Goya’s Ghosts (2006), Miloš Forman muestra a Goya asistiendo a una ejecución pública como observador (01:37:38-01:44:31).
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de septiembre de 1975, Salvador trata de la condenación del joven militante anarquista catalán Salvador Puig Antich, que fue ejecutado por garrote vil el 2 de marzo del año anterior en Barcelona. En este mismo día, casi a la misma hora, y también por garrote vil, se ejecutó en Tarragona al alemán Georg Michael Welzel, a cuyo destino se dedica el documental La muerte de nadie. El enigma de Heinz Chez (2004) de Joan Dolç. Aunque no es de extrañar que la mayoría de las obras citadas enfoque hechos reconocibles de la historia totalitaria de la España del siglo xx —si pasamos por alto obras como la serie televisiva en cinco capítulos Proceso a Mariana Pineda estrenada en 1984 por RTVE sobre la famosa heroína liberal de principios del siglo xix, que también murió por medio de garrote vil—, sí puede sorprender el gran porcentaje que ocupan el cine y los medios audiovisuales en la representación de la pena de muerte. En la segunda mitad del siglo xx la tematización de la pena capital y del acto de ejecución obviamente se ha convertido en una prerrogativa de los medios audiovisuales. Esto parece comprobar la suposición de que existe una afinidad particular entre el tema y motivo de la pena de muerte por una parte y el impacto visual de los medios audiovisuales y la escopofilia de los espectadores por otra. Basándome en una selección representativa de estos materiales que incluye las obras ya mencionadas de Cela, Arrabal, Berlanga, Patino, Sánchez y Huerga, me propongo entonces, en lo que sigue, indagar más detenidamente el doble dilema moral planteado por las representaciones literarias, teatrales y cinematográficas de la pena de muerte, siempre con respecto a sus condiciones mediáticas y contextos histórico-culturales específicos. Empezaré con cuatro observaciones sobre el contexto político y cultural de la imposición de la pena capital, después pasaré a aclarar las dimensiones éticas y estéticas de su representación de una manera más general para concentrarme al final en la pena de muerte como propio dilema moral. 2. El contexto político y cultural Acerca de las condiciones políticas y culturales en las que se llevó a cabo la pena de muerte en España durante el siglo xx y que brindan a su representación artística en cada caso un contexto específico, se pueden hacer cuatro breves observaciones previas.
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Antes que nada hay que recordar unos puntos de referencia en cuanto al contexto político-histórico: “La pena de muerte fue utilizada en España sin interrupción hasta 1932, cuando fue abolida a raíz de una reforma del Código Penal introducida durante la Segunda República. Fue restablecida en octubre de 1934, para delitos de terrorismo y bandolerismo. Francisco Franco la reincorporó plenamente al código penal en 1938, argumentando que su abolición no era compatible con el buen funcionamiento de un Estado. [...] Durante la dictadura franquista, es decir, entre 1940 y 1975, se llevaron a cabo 126 ejecuciones, 14 mediante fusilamiento y 112 mediante garrote vil”.5 Las últimas ejecuciones que tuvieron lugar en España se realizaron el 27 de septiembre de 1975. Son ellas las que se presentan en la película ya mencionada de José Luis García Sánchez La noche más larga. En la Constitución de 1978 se suprimió finalmente la pena capital salvo en tiempos de guerra. Con todo, hay que esperar hasta el año 1995 para que la pena de muerte sea abolida por Ley Orgánica bajo cualquier instancia. Mi segunda advertencia preliminar se refiere a la especificidad cultural del instrumento de ejecución más frecuentemente empleado, el garrote vil.6 Aunque se utiliza también en otros países, se considera, sin embargo, como algo típicamente español, tal como la guillotina se identifica como invención francesa o la silla eléctrica y la inyección letal como prácticas estadounidenses. Lo que en España se tuvo por un acto progresista y humanitario durante la época de la Ilustración, cuando Carlos III prohibió la aplicación de la pena de muerte mediante la horca reemplazando esta por el garrote vil en 1775, fue juzgado desde el extranjero como sumamente cruel y anticuado. Además, las rivalidades nacionales por el mejor método de ejecución son un motivo que acompaña muy a menudo las representaciones artísticas de la pena de muerte. En la nueva comedia ya mencionada de Martin McDonaghs, Hangmen, por ejemplo, el verdugo Harry Wade se mofa de la guillotina francesa por causar demasiada porquería: “Guillotine’s quick but guillotine’s messy 5
“Pena de muerte en España”, en: Wikipedia. La enciclopedia libre (22.12.2015), [22-02-2016]. Para más detalles, véanse Sueiro (1987), Amnistía Internacional (1995) y Oliver Olmo (2008). 6 La historia de la aplicación del garrote vil en España y de los verdugos que la manejaron se reconstruye detalladamente en Sueiro (1971) y Eslava (1991).
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and French. [...] And who’s going to clean up mess after? Heads bouncing round. I’m not going to clean up after” (2015: 36). Y en la película de Berlanga el personaje del viejo verdugo, Amadeo (José Isbert), defiende orgullosamente el garrote vil precisamente por ser más humano que la guillotina y la silla eléctrica: “Me hacen reír los que dicen que el garrote es inhumano. Es mejor que la guillotina...” (00:11:40-00:12:20). La tercera observación que se impone aquí tiene que ver con la aplicación de la pena de muerte como elemento integrante de la Leyenda Negra. Visto desde el extranjero, el uso predilecto del garrote vil y el hecho de que en España la pena de muerte fuera aplicada con cierta frecuencia y hasta un tiempo bastante reciente en comparación con otros países europeos parecía confirmar una vez más los viejos prejuicios antiespañoles relacionados con la Leyenda Negra, que atribuía a los españoles una particular disposición a la represión, la violencia, la crueldad y la barbarie. De todos modos, el motivo tradicional del exotismo negativo de España como país todavía no suficientemente civilizado siempre está presente en las protestas internacionales que las ejecuciones bajo el franquismo suscitaron cada vez. En último lugar hay que mencionar la influencia y el impacto de la censura.7 Para el régimen franquista la discusión sobre la pena de muerte era un tema muy sensible porque, aun cuando se pretendía limitar a cuestiones puramente ético-universales, siempre e inevitablemente tenía implicaciones políticas: hablar de la pena de muerte en la España de Franco siempre significaba hablar del sistema político y de la dictadura (cf. Neuschäfer 1994: 223). Así, cuando el 11 de febrero de 1969 en Madrid debía estrenarse la pieza Los dos verdugos de Arrabal, puesta en escena por Víctor García, la policía ocupó el teatro y evitó el espectáculo, aunque la representación había sido autorizada antes por la Junta de Censura sin ninguna restricción.8 Tomando en cuenta lo anterior es aún más notable que una película como El verdugo (1963) de Berlanga, situada en un ambiente realista y contemporáneo, pudiera afrontar el escabroso tema con tanta franqueza. Sin embargo, la política de apertura, que se señalaba a principios de los años 7
Para el funcionamiento general del sistema de censura bajo el franquismo, véanse Gubern (1981), Neuschäfer (1994) y Knetsch (1999). 8 Los expedientes de censura de Los dos verdugos están documentados en Muñoz Cáliz (2006: s. p.).
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sesenta, no podía impedir que se le impusieran a Berlanga algunos cambios en el guion y cortes en la película como, por ejemplo, el medio minuto en el que se muestra detalladamente cómo se prepara el patíbulo (01:11:0201:11:35; cf. Tschilschke 2012: 136; véase imagen 1). Diez años más tarde, en cambio, Basilio Martín Patino se ve forzado a preparar su documental Queridísimos verdugos (1973) en una clandestinidad disidente. Su filme no se proyectó hasta tres años más tarde, el 20 de abril de 1977, dos años después del fallecimiento del dictador (cf. Tschilschke 2013: 883).
Imagen 1. La preparación del patíbulo en El verdugo (1963) de Luis García Berlanga (01:11:37).
3. Dimensiones éticas y estéticas Entre los textos que constituyen nuestro corpus, seis o siete —si la novela de Cela y su adaptación a la pantalla por Ricardo Franco se toman como dos obras distintas—, tres enfocan el tema de la pena de muerte desde la perspectiva del reo condenado a la ejecución: La familia de Pascual Duarte, novela y filme, y las películas La noche más larga y Salvador (Puig Antich); los otros tres adoptan la perspectiva de los verdugos ya anunciada en los títulos, como El verdugo de Berlanga y Queridísimos verdugos de Patino, o como, en Los dos
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verdugos de Arrabal, de una persona que colabora con los verdugos, en este caso una mujer, Francisca, acompañada de sus dos hijos, Benito y Mauricio, que tiene una aversión sádica contra su esposo, Juan, a quien denuncia y deja torturar hasta que muere sin que los espectadores jamás sepan la causa. Aunque estos textos se acercan a la cuestión del ajusticiamiento desde perspectivas tan distintas, hasta contrarias, coinciden no obstante en el hecho de que se presentan sin excepción como alegatos más o menos explícitos contra la pena de muerte. Y eso a pesar de que invitan a veces incluso a identificarse con reos indudablemente antipáticos, crueles y culpables, como Pascual Duarte, o con verdugos simpáticos o al menos dignos de compasión, como en El verdugo de Berlanga y Queridísimos verdugos de Patino. A diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, a menudo en los casos de vigilantismo o de justicia por mano propia a la manera de las películas estadounidenses protagonizadas por el personaje de Dirty Harry (Clint Eastwood),9 y también a diferencia de toda una tradición de la estética del mal que convierte el receptor en cómplice de lo abominable (cf. Tschilschke 2014: 47), en los textos sobre la pena de muerte, independientemente de las perspectivas contrarias de los respectivos protagonistas, esta nunca se presenta al lector o espectador como castigo realmente legítimo, necesario, inevitable o deseable. A pesar de todos los matices que presentan las obras aquí mencionadas, la estrategia que se utiliza para denunciar moralmente la pena de muerte siempre es la misma: la victimización unánime de los protagonistas ya sean reos o verdugos. En el caso de que se enfoque el destino de los reos se pone en duda, de una manera u otra, la legitimidad de la pena; en el caso de que el interés se centre en los verdugos, estos se presentan como chivos expiatorios de la sociedad, como víctimas, así lo expone Rosario de Vicente Martínez en lo referente a los “queridísimos verdugos” de Patino: “patéticas y manipuladas de un entorno socio-político que descarga sobre ellos una responsabilidad que no les pertenece y que se ven obligados a asumir como medio de supervivencia” (2010: 340). En las películas de ficción más correspondientes al cine mainstream, La noche más larga y Salvador, la distinción ética entre lo bueno y lo malo resulta muy clara. En ambos casos, la imposición de la pena de muerte se debe a una 9
Véase la contribución de Susanne Hartwig en este tomo.
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decisión puramente política que niega intencionadamente la verdad de las cosas. En este sentido, en La noche más larga, un flash-back revela al espectador de manera absolutamente inequívoca que el joven gallego y revolucionario marxista Fito (Gabino Diego), que es acusado de haber asesinado en Madrid a un sargento de la Guardia Civil, en realidad no es personalmente responsable de su muerte (00:43:20-00:44:58). Y en Salvador se condena a Puig Antich, conforme a los hechos reales, sin presentar pruebas concluyentes de que las balas que mataron a un policía en Barcelona provinieron realmente de su arma. El proceso se convierte en un puro trámite de revancha por el atentado contra el presidente del Gobierno Luis Carrero Blanco cometido por ETA poco antes. El carácter profundamente inmoral de estas sentencias aún se subraya por el hecho de que incluso los mismos representantes del sistema no parecen estar convencidos de sus propias acciones, como muestran las reacciones emocionales del fiscal militar Menéndez (Juan Diego) durante el proceso en La noche más larga (00:54:20-00:56:32) o del carcelero Jesús (Leonardo Sbaraglia) que asiste a la ejecución en Salvador (01:57:09-01:57:24). En el caso de la novela de Cela, en cambio, que destaca por una mayor libertad respecto a la ambigüedad moral del discurso narrativo y por exponer actos de violencia, el rechazo de la pena de muerte se hace menos obvio. Esto tiene que ver con la aparente indiferencia con la que Pascual se resigna a su destino. Al final del relato, sin embargo, se ofrece una perspectiva bien distinta. De los testimonios del presbítero y del cabo de la Guardia Civil que asisten a la ejecución de Pascual en la prisión se desprende la noticia emocionante de que este “terminó sus días escupiendo y pataleando, sin cuidado ninguno de los circunstantes y de la manera más ruin y más baja que un hombre puede terminar; demostrando a todos su miedo a la muerte” (Cela 1980: 165). En los filmes protagonizados por los verdugos, el rechazo de la pena de muerte se transmite de diferentes maneras. La victimización ya mencionada del personaje del verdugo es solamente uno de los recursos utilizados. Al final de El verdugo de Berlanga este motivo se visualiza, por ejemplo, mediante una secuencia en la que el verdugo, José Luis, antes de proceder al acto, se comporta como si él fuera la víctima, balbuceando las palabras: “¿Por qué?” (01:22:0701:22:20). Patino, por su parte, termina su documental Queridísimos verdugos
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con un montaje altamente simbólico que combina una vista panorámica del Madrid moderno con el Palacio Real al fondo, un plano del hijo y supuesto sucesor de uno de los últimos verdugos, y una paloma blanca en primer plano dejando así entrever la esperanza de que la abolición de la pena de muerte un día será una realidad (01:37:35-01:39:56). E incluso la arbitrariedad con la que se tortura y mata al marido denunciado por su esposa en la pieza grotescoabsurda Los dos verdugos de Arrabal se puede entender como crítica indirecta a la pena de muerte y de la omnipotencia del Estado totalitario. Si bien es verdad que todos los textos comparten una visión básicamente negativa de la pena de muerte difieren, no obstante, considerablemente en sus orientaciones estéticas. Ahora bien, es interesante observar que los diferentes modos de representación o registros de estilo siempre quedan sometidos, incluso en el caso un poco diferente de La familia de Pascual Duarte, a las orientaciones éticas elementales de los textos y que, además, coinciden según la época en la que nacieron estos textos. Así, las películas de ficción La noche más larga y Salvador (Puig Antich), más bien convencionales por su acceso decididamente melodramático al tema, se produjeron ambas después de la dictadura. Las obras que se crearon durante la dictadura, como la pieza de Arrabal y la película de Berlanga, optan por una estética de distanciamiento esperpéntica y recurren a los registros de lo grotesco y absurdo que la tradición artística prevé para este tipo de temas. La ejecución misma está relegada en ambos casos de manera bastante llamativa al espacio ob-sceno, colindante, pero fuera de la escena. Las obras que se sitúan en los márgenes de la dictadura, como la novela de Cela de 1942 y las películas de Patino y de Franco, de 1973 y 1976, respectivamente, prescinden ostensiblemente de juicios moralizantes, limitándose a una perspectiva neutral y observadora. Este estilo constituye la base misma del famoso ‘tremendismo’ introducido en la literatura por La familia de Pascual Duarte. Patino es inspirado por las tendencias del cinéma vérité y del direct cinema, que pretenden dejar hablar los hechos para que el espectador los juzgue por sí mismo. Las únicas obras que muestran el acto mismo de ejecución por garrote vil son las películas Pascual Duarte y Salvador. Con un realismo despiadado que no ahorra al espectador la mancha de orina que se despliega entre
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las piernas de Pascual (01:34:07-01:34:10) y la larga agonía de Salvador (01:56:26-01:59:30) ambas películas buscan un efecto de choque dotado de una fuerte implicación moral, que en el caso de Pascual Duarte de Ricardo Franco, que se estrenó inmediatamente después de la dictadura, se expresa todavía con más urgencia que en Salvador (Puig Antich) de Manuel Huerga (véase imagen 2).
Imagen 2. Última escena de Pascual Duarte (1976) de Ricardo Franco (01:34:22).
4. La pena de muerte como dilema moral Después de esta visión más general de las dimensiones éticas y estéticas de los textos en cuestión se llega finalmente a la esencia del problema, al menos en el sentido en el que nos interesa aquí, la pena de muerte como dilema moral. A través de lo anteriormente dicho se ha puesto en evidencia que, de una u otra manera, todos los textos problematizan el carácter éticamente dudoso de la pena de muerte. En La familia de Pascual Duarte se ponen en tela de juicio la capacidad de culpabilidad del reo y los prejuicios de una justicia de clase. En las películas de Roberto Franco y Manuel Huerga, la crueldad con la que se realiza el acto de ejecución presenta el estado totalitario y el sistema dictatorial en el rol del
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victimario. En los filmes de Patino y Berlanga, la pena de muerte se denuncia como anacronismo histórico y elemento nefasto del folclore español. Y en La noche más larga y en Salvador no se deja ninguna duda del carácter esencialmente político de la jurisdicción militar franquista, que instrumentaliza la pena capital para fines de venganza y de disuasión. Al mismo tiempo, cabe notar que la clara tendencia abolicionista que caracteriza las obras tematizadas, en el fondo impide que la pena de muerte se convirtiera en el objeto de un auténtico dilema moral. Este es el caso porque la pena de muerte nunca se enfoca en sí misma, sino como síntoma emblemático del sistema político y social que permite su existencia: la dictadura franquista. Pero esto no significa tampoco que los dilemas morales estuviesen ausentes en los textos sobre la pena de muerte. Todo lo contrario, la pena de muerte sirve a menudo para dramatizar, para dar más peso existencial a los conflictos interiores en los que se encuentran, en la mayoría de los casos, los protagonistas. Así, por ejemplo, en La noche más larga, el acusado Fito tiene que enfrentarse a la pregunta de si debe denunciar a sus cómplices para salvar su propia vida, y el abogado Juan (Juan Echanove) utiliza —en vano— su responsabilidad por la vida de Fito para ganar el amor de la hermana de este, Gloria (Carmen Conesa). En ningún caso, sin embargo, la creación de dilemas morales es más importante para el avance de la trama que en El verdugo de Berlanga. La situación en la que el protagonista José Luis tiene que decidirse o bien a renunciar al nuevo apartamento que su joven familia necesita urgentemente o bien a presentarse como candidato para el puesto vacío de verdugo es solamente uno de varios momentos que le obligan a convertirse al final en el verdugo que nunca había querido ser. De esta manera, Berlanga llama la atención, una vez más, no sobre la pena de muerte en sí, sino sobre el Estado y la sociedad que hacen posible este dilema, o, como dice el viejo verdugo Amadeo con cierta razón: “Si existe la pena, alguien tiene que aplicarla” (00:12:2600:12:29). El verdadero dilema moral que expone la película de Berlanga y que ataca la misma base de la sociedad española bajo el franquismo consiste entonces en la vinculación entre el bienestar económico del país y la existencia de un sistema político de represión. Y la cuestión es precisamente si el uno vale el otro.
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Mientras tanto, la dimensión estética de las obras, la manera en que cada vez se presenta la pena de muerte, también suscita reflexiones éticas que a veces pueden incluso tomar la forma de un dilema moral, así que se plantea la pregunta de si no es precisamente a nivel estético donde la pena de muerte se constituye finalmente como verdadero dilema moral. De este modo, se puede reprochar a películas como La noche más larga y Salvador (Puig Antich) que su forma melodramática y moralizante, si bien dispone de un gran potencial de persuasión emocional capaz de alcanzar un público muy amplio, contribuye también a un proceso de despolitización y deshistorización, e invita al olvido y la falsa reconciliación con el pasado. Pues exactamente esto es lo que ocurre al final de La noche más larga cuando el militar fiscal y la hermana del ajusticiado se reencuentran en una fiesta pública bajo la luz de unas bengalas, acompañada por la famosa canción “Gracias a la vida” de Violeta Parra (01:23:37-01:26:17). Por otro lado, la decisión de Cela y de Patino de renunciar a juicios morales patentes y de todo tipo de denuncias directas les ha expuesto a la sospecha de no ser lo suficientemente críticos con las condiciones históricas y políticas que retratan.10 E incluso la estética de distanciamiento y de humor negro a la que recurren Arrabal y Berlanga puede dar lugar a una crítica moral de la medida en que esta aparece como una tentativa de refugiarse en un esteticismo y un existencialismo sin compromiso.11 5. Resumen Se ha podido observar que, contrariamente a lo esperado, la representación de la pena de muerte en la literatura y las artes escénicas entre la publicación de La familia de Pascual Duarte en 1942 y el estreno de Salvador (Puig Antich) en el año 2006, aun cuando da a los textos inmediatamente una dimensión ética y se vincula fácilmente con varios dilemas morales, nunca se concentra en forma de un dilema moral en el sentido estricto del concepto. 10
Sobre la temprana recepción de la obra de Cela se ocupa, entre otros, Neuschäfer (1994: 94-95) y la de la película de Patino, Pérez Millán (2002: 115-190). 11 En este contexto puede ser de interés anecdótico que el propio Fernando Arrabal guarda un garrote vil auténtico en su casa de París ().
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Por lo tanto, se puede resumir que la pena de muerte causa dilemas morales, pero nunca se presenta como dilema moral porque —como es de suponer— su ilegitimad parece estar fuera de duda desde el principio. Esto seguramente tiene que ver con el hecho de que en la España del siglo xx y principios del xxi la evocación de la pena de muerte no se puede separar del trasfondo de la experiencia histórica de la dictadura franquista. Pero también se ha puesto de relieve que al reflexionar sobre la pena de muerte como dilema moral es la dimensión estética de los textos —sean literarios, teatrales o fílmicos— la que ocupa más atención. Filmografía Berlanga, Luis García. 1963. El verdugo, España (DVD: Tribanda Pictures 2008). Dolç, Joan. 2004. La muerte de nadie. El enigma Heinz Ches, España, en [22-09-2016]. Forman, Miloš. 2006. Goya’s Ghosts, España/Estados Unidos (DVD: Universum Film 2007). Franco, Ricardo. 1976. La familia de Pascual Duarte, España (DVD: Manga Films 2009). García Sánchez, José Luis. 1991. La noche más larga, España (DVD: Lolafilms 2007). Huerga, Manuel. 2006. Salvador, España/Gran Bretaña (DVD: MFA + FilmDistribution 2007). Martín Patino, Basilio. 1973. Queridísimos verdugos, España (DVD: Suevia Films 2004). Moreno Alba, Rafael. 1984. Proceso a Mariana Pineda, teleserie en cinco capítulos, España, en [15-09-2016].
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LECTOR: EL NAZISMO TE IMPLICA. HIBRIDACIÓN GENÉRICA Y ACTIVACIÓN MORAL EN OSCURO BOSQUE OSCURO DE JORGE VOLPI Eugenia Helena Houvenaghel Universiteit Utrecht
1. Preliminares Hipótesis Oscuro bosque oscuro de Jorge Volpi (2010) es un libro altamente moralizante que confronta al lector de manera muy directa con la cruel realidad del nazismo. La novela implica doblemente al lector: le presenta la posibilidad de que un hecho de tan extrema barbarie se encuentre cerca de él al tiempo que le plantea el dilema moral de su propia implicación en el nazismo. En efecto, al lector de este libro le toca interpretar el papel de un criminal nazi. ¿Cómo se construye el dilema moral en este texto? ¿Qué estrategias se utilizan para implicar al lector en el mismo conflicto entre el bien y el mal? ¿Cómo consigue el autor que el lector no adopte una actitud pasiva ante los acontecimientos narrados sino que se sienta apelado a participar en la acción y en la reflexión moral sobre esta acción? Tales son las preguntas principales que guían nuestra lectura. Para contestar las preguntas que nos ocupan, partimos de la forma aberrante y difícil de clasificar de este texto. Oscuro bosque oscuro no encaja en ninguna categoría genérica: no es novela, ni drama, ni poema, ni ensayo, sino que parece combinar aspectos formales de todos los géneros que acabamos de citar. Sobre la base de esta constatación, lanzamos la hipótesis de que la hibridación genérica se puede vincular con la construcción del sentido moral del texto. Más aún, proponemos que la selección de determinados aspectos formales de cada uno de los cuatro géneros parece haberse realizado en función de la activación del lector a participar en la reflexión moral.
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Dilema moral Antes de estudiar el efecto que la hibridez genérica produce en el lector, recalcamos la problemática moral planteada en el libro de Volpi. ¿Qué dilema moral ocupa el centro de Oscuro bosque oscuro? El libro está inspirado en un hecho real: el asesinato, en julio de 1942, de entre 1.500 y 1.800 judíos de un pueblo de Polonia, Józefów, por el batallón 101 de la Policía de Orden. Se trata de un batallón compuesto por 500 alemanes un poco mayores, de más de 50 años todos, ya demasiado viejos como para ir al frente. Todos ellos vivían en Hamburgo, eran padres de familia y trabajaban en los sectores más cotidianos; en suma, “hombres ordinarios en ningún aspecto especialmente sensibles a la ideología nazi” (Sánchez-Biosca 1999: 16). La misión del batallón consistía en ir a Józefów, sacar de las casas por la fuerza a sus habitantes y conducirlos a la plaza del pueblo. Una vez allí, se seleccionarían aquellos en mejor forma para enviarlos a un campo de trabajo en Lublin. El resto, ancianos, enfermos, mujeres y niños, serían conducidos a las afueras, donde los hombres del batallón 101 procederían a asesinarlos. El dilema moral que nos interesa se planteó justo antes de iniciarse la misión. Concretamente, Wilhelm Trapp, de 53 años, comandante del batallón, reunió a todos los miembros en semicírculo e hizo una sorprendente oferta: si alguno de los presentes no se sentía capacitado para llevar a cabo la misión podía retirarse. La situación se presentó, pues como una elección disyuntiva. Los miembros del batallón se encontraron, en efecto, en una situación ante la cual existen solo dos opciones: obedecer y cumplir su deber como miembro del batallón o retirarse e incurrir en incumplimiento del deber. Solo uno de los policías se adelantó y fue inmediatamente recriminado por su oficial superior. Sin embargo, el comandante Trapp lo protegió y entonces once o doce (el número varía en las diferentes fuentes consultadas) policías más dieron un paso al frente a su vez. A estos miembros del batallón se les asignó la tarea de escoltar a los judíos escogidos para trabajar en los campos. Sin embargo, el resto, “un aplastante 97,6 por ciento, cumplió eficazmente con las órdenes recibidas” (Hernández 2009: s. p.). 1 1
El dilema que acabamos de describir fue descubierto y revelado por Browning (1992) en base a su estudio de documentos judiciales del proceso realizado entre 1962 y 1972 en Hamburgo, concretamente los interrogatorios de más de 200 de los miembros del batallón 101.
Lector: el nazismo te implica
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Después, el batallón se organizó en pelotones de ejecución y eligió un bosque a las afueras del pueblo para las ejecuciones. El médico del batallón dibujó con una vara en el suelo una silueta humana y mostró en qué punto había que disparar. Después empezó la tarea. Los judíos fueron transportados en camiones hasta la orilla del bosque. De manera individual, los policías se acercaron a los judíos, y cada policía escogía a uno de ellos y se encaminaba con él al interior del bosque. La misión duró diecisiete horas; durante ese tiempo, entre 1.500 y 1.800 judíos del pueblo de Józefów habían sido eliminados.2 La historia de este batallón 101 que ofrece el referente real del texto provocó todo un debate moral en los años noventa. Christopher Browning se enfrenta en su obra Aquellos hombres grises (1992), a la pregunta estremecedora de saber cómo fue posible que una unidad formada por profesionales alemanes de clase media se convirtiera en un grupo de asesinos despiadados capaces de semejante atrocidad. ¿Por qué casi todos los miembros del batallón optaron por participar en las tareas de exterminio? Browning sitúa la mayor carga explicativa en los modelos frutos de la experimentación por parte de psicólogos sociales que insisten en la fuerza que tiene la presión del grupo para alinear a sus integrantes dentro del código de conducta que se asume como el correcto dentro del mundo social que este conforma. Actuar al margen de este código de conducta significaría acabar desplazado del mismo código y del grupo, siendo objeto de la exclusión de los camaradas.3 2
Después seguirán otras misiones, muy parecidas, en pueblos diferentes de Polonia, llevadas a cabo por el mismo batallón 101. Un total de 38.000 víctimas judías fueron asesinadas por este grupo entre 1942 y 1943 (Blanco Abarca 2012: 69). Posteriormente, en los años sesenta, más de 200 miembros del batallón 101 fueron interrogados judicialmente sobre los crímenes que cometieron; Christopher Browning (1992) y Daniel Goldhagen (1996) se sirvieron de los documentos de dicho proceso, llevado a cabo en Alemania, para redactar sus respectivos estudios (Sánchez-Biosca 1999: 16). 3 Daniel Goldhagen, al contrario, llega a unas conclusiones distintas en su estudio Los verdugos voluntarios de Hitler (1996). Para Goldhagen, los perpetradores del Holocausto (Shoa) no eran hombres corrientes, como lo habían sido para Browning, sino alemanes corrientes, marcando de esa manera que el genocidio había sido algo específicamente alemán, y que la mayoría (si no todos) de los alemanes tenía tendencia al antisemitismo y había estado involucrada en el proceso de exterminio. Véase el análisis de Moreno Luzón (1999) en el que se comparan las posiciones de Browning y Goldhagen y se comentan las reacciones que el trabajo de este último provocó.
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En Oscuro bosque oscuro, la pregunta moral más inquietante no es la que se hace Browning en su estudio, la de saber cómo unos padres de familia pudieron cometer un crimen tan horrendo como el exterminio de judíos en Józefów. No, Volpi presenta a los lectores otra pregunta mucho más inquietante: “¿Cuál hubiera sido nuestra actitud? Es decir, y pasando de la anécdota a la categoría, de haber nacido en otro tiempo y en otro lugar, ¿habríamos podido ser partícipes activos de historias tan terribles como las que aquí se han relatado?” (Hernández 2009: s. p.). 2. Análisis El género narrativo El referente real de los acontecimientos históricos es reconocible en el texto. A pesar de estas referencias4 que apuntan claramente hacia el batallón 101, la estructura narrativa no limita las posibilidades interpretativas del libro a este acontecimiento concreto. Y es que la narración presenta una estructuración en dos planos, uno real y otro ficticio, los cuales se encuentran en una relación de dependencia semántica. La narración de la matanza cometida por el batallón 3035 alterna, efectivamente, con los cuentos de hadas de los hermanos Grimm. En el plano real del texto, el marco espacio-temporal creado en el libro de Volpi es abierto y permite diferentes interpretaciones: la acción no está geográficamente determinada ni se identifica a los verdugos como nazis ni a las víctimas como judíos. No hay indicaciones temporales concretas ni espacios concretos. La intención de este marco vago parece ser la de universalizar el relato y aproximarlo al lector, permitir que este pueda conectar el
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El vínculo con el referente real es sugerido por la imagen de la portada y por varios elementos del texto. Hasta en detalles muy precisos, el texto corresponde a la realidad. Pongamos el ejemplo de la historia (auténtica) incluida en Oscuro bosque oscuro sobre un policía del batallón que contrajo matrimonio durante la misión y cuya esposa, que estaba encinta, le acompañó y presenció varias ejecuciones. 5 En Oscuro bosque oscuro, el histórico batallón de Reserva Policial 101 se convierte en el batallón 303 de la Policía de Reserva.
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relato con otros referentes históricos en el pasado, así como advertir que el drama puede repetirse en el futuro y que él, a su vez, también puede llegar a formar parte de una degradación parecida. Esta última lectura tiene un alcance moral mucho más amplio. Para llegar a esta lectura alegórica y más moralizante, se hace necesaria la participación activa y creativa en el proceso de interpretación: se exige del lector un esfuerzo interpretativo para sacar del texto un significado suplementario, más profundo, y entrar en un nivel de significado subyacente. En el plano ficticio del texto, también se exige del lector que realice una lectura activa. Las historias de los hermanos Grimm son deformadas de tal manera que los cuentos de hadas terminan convirtiéndose en relatos de horror: Hansel y Gretel son devorados por la bruja, Caperucita Roja es devorada por el lobo, la Cenicienta nunca sale al encuentro del príncipe y muere, el flautista de Hamelín conduce a los niños hacia un despeñadero y nunca más los devuelve a los padres. La distorsión del final de los cuentos de hadas es fundamental desde el punto de vista moral. Las adaptaciones invierten la moral de los cuentos: la transfiguración convierte los relatos en una antítesis de lo que define el clásico cuento de hada, en el que el bien siempre triunfa sobre el mal. En efecto, el cuento de hadas tiene una gran relación con el mundo de la magia y una de las “funciones” que puede tener la magia es, de acuerdo con Zapata Ruiz (2007: 45-46), “la de ser una marejada de optimismo y de ilusión para vencer con ella las dificultades propias de la existencia”. Por medio de esta distorsión del final de los cuentos se construye, además, un paralelismo con el desenlace cruel de la matanza que se desarrolla en el primer nivel de la narración. Se tiende un puente entre el cuento de hadas, género narrativo que refiere a un mundo mágico y se define como “una historia maravillosa que no está ligada a las condiciones de la vida real” (Georges 1988: 30), por un lado, y la realidad, por otro. Del lector se exige, para construir el sentido moral del texto, un movimiento transgresor constante entre los elementos históricos de la realidad y el mundo de la magia, convertido en mundo de terror.
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El género dramático La historia que se desarrolla en el primer nivel de Oscuro bosque oscuro se centra en el receptor: se le invita de manera insistente al tú-lector —a través de vocativos, imperativos, verbos usados en la segunda persona del singular y oraciones interrogativas—, a desempeñar un rol en la acción de la matanza cometida por el llamado batallón 303. Al poner énfasis en la segunda persona, el texto incluye el fundamento del género dramático: la función apelativa o conativa (Díaz Márquez 1984: 69). La insistencia en la participación del receptor en la acción convierte el texto en un sistema abierto en el que el lector se incorpora. El tú-lector es interpelado desde las primeras páginas del libro y se convierte en un recluta novato que acepta la invitación a ingresar en el batallón de reserva: “La patria te necesita,/Lees en uno de los carteles y descubres que no hay alternativa,/te hablo a ti, lector” (Volpi 2010: 19). A continuación, el receptor constituye el eje dinamizador sobre el cual gira todo el desarrollo de la acción. El proceso de incorporación del lector en el batallón es detallado y preciso. Abundan marcadores de la segunda persona del singular que activan al lector y que preparan el dilema moral que se le va a plantear a continuación: Te conviertes en un policía y viajas con ellos./Tú también despiertas, lector, en las barracas,/tú también has dejado atrás a tu familia,/a tu esposa y a tus hijos,/ también despiertas solo en las barracas, las inmundas barracas,/eres un policía de reserva, un policía como los que ahora te rodean./Un miembro más del batallón 303 de la policía de reserva, lector (Volpi 2010: 38). Tú también vistes el uniforme marino y el quepí./Tú también sales al patio,/tú también te formas y esperas instrucciones, lector (Volpi 2010: 45).
El momento culminante en este proceso de implicación del lector en la acción corresponde, efectivamente, a la presentación del dilema moral6: el capitán les ofrece la posibilidad a los policías de su batallón de elegir entre el bien 6
Se hace una clara distinción entre el capitán y los miembros del batallón 303 en cuanto a la posibilidad de elegir: “yo no puedo elegir”, subraya el capitán, “yo no”, “en cambio, ustedes, caballeros”, sí tienen la oportunidad de no aceptar la orden (Volpi 2010: 44).
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y el mal. Esta posibilidad de elección, crucial desde el punto de vista moral, se pone en escena de manera dramática, lenta, repetitiva y con todo detalle: Ustedes pueden elegir, caballeros,/les dirá el capitán con la garganta adolorida,/ tienen opción, tienen el derecho,/insistirá el capitán,/les doy mi palabra, palabra de hombre y policía,/les dirá, no habrá consecuencias para ustedes, no teman,/les dirá el capitán con un suspiro,/no importa lo que decidan, caballeros, les dirá,/yo habré de protegerlos (Volpi 2010: 48). [...] en cambio, ustedes, caballeros, ilustres ciudadanos de nuestro puerto, en cambio ustedes pueden decidir,/la voz del capitán es un relámpago,/si algunos de ustedes no se siente capaz, [...]/si alguno de ustedes, caballeros, decide no participar en la misión que llevaremos a cabo en Vosej7,/[...] si alguno de ustedes no quiere participar en la maniobra,/[...] les doy mi palabra, mi palabra de hombre y policía, que nada habrá de ocurrirle a quien no quiera/ninguna consecuencia, lo prometo, ninguna, mi palabra de hombre y de policía de que yo habré de protegerlos [...] (Volpi 2010: 60).
La tensión dramática sube; el momento de la decisión se acerca. El lector es obligado a tomar parte en esta escena extrema, a vivir el dilema moral con sus compañeros, y a tomar, como la mayoría de ellos, la misma decisión moral de obedecer las órdenes. El capitán mira a sus hombres fijamente, uno a uno,/Su mirada lacerante dura una eternidad, persigue las miradas de sus hombres/Uno a uno, fila a fila (Volpi 2010: 58). Si alguno de ustedes se siente incapaz/que dé/un paso/al frente./Basta un paso/ cinco segundos/un paso al frente/diez segundos/basta un paso/minutos (Volpi 2010: 60). En el extremo izquierdo del pelotón,/allá,/a lo lejos,/alguien da un paso al frente./ [...] Otro hombre se atreve a dar un paso al frente,/luego otro/y otro/y otro/y 7
En el libro, el pueblo de Józefów no se menciona, ni, como se ha explicado en “2. Análisis. El género narrativo”, hay otras referencias a un espacio geográfico real, sino que se inventa el pueblo de Vosej como escenario para la acción.
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otro/hasta sumar trece,/trece hombres de entre los quinientos que componen el batallón 303 (Volpi 2010: 60-61). Luk Embler8 no está entre ellos./Y tú tampoco, lector (Volpi 2010: 49).
A partir de ahí, continuar la lectura implica aceptar el papel que le ha sido asignado al receptor y cumplir con las diversas tareas de acuerdo a este rol: Tú también recorres las callejas de Vosej en busca de las víctimas que se esconden/, [...] tú también irrumpes en una de las casas señaladas,/[...] tú también capturas al insecto,/tú también lo llevas maniatado al atrio de la iglesia (Volpi 2010: 74).9 Tú también tomas al insecto por el cuello,/tú también lo arrojas sobre el lodo,/tú también le ordenas que se ponga de rodillas,/tú también miras su blanca espalda como lienzo/tú también colocas la bayoneta en el lugar señalado por el médico,/ tú también trastabillas,/tú también yerras,/tú también observas la agonía del insecto,/pero tú reaccionas y disparas de nuevo,/disparas otras vez para que su agonía,/y la tuya,/acaben cuanto antes (Volpi 2010: 83).
De manera significativa, la última frase del texto le recuerda explícitamente al lector que él también es uno de aquellos asesinos de masas, él también aceptó la horrorosa tarea de disparar en la nuca a niños, mujeres y ancianos. Y es que en la última sección del libro, titulada “Muchos años después”, se describe lo que ocurrió con cada uno de los protagonistas después de la desmovilización del batallón: el lector se entera de qué fue del panadero, del carpintero, del sastre y del plomero. La frase que cierra el libro confronta al lector, de manera inevitable, con su propia participación activa en la historia: “Nadie supo lo que fue de ti, lector” (Volpi 2010: 147).
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Luk Embler es un panadero que se convirtió en uno de los miembros del batallón de reserva; le hubiera gustado mucho no participar en esta misión y volver a su horno y a sus panes, pero no se atreve a dar un paso adelante. 9 Véase más adelante, bajo “El género expositivo o argumentativo” para un análisis de la representación de la propaganda antisemita en Oscuro bosque oscuro.
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El género lírico Oscuro bosque oscuro está escrito en una prosa tan poética que todo el texto se encuentra en la línea borrosa entre la prosa y la poesía. Entre los recursos poéticos, el uso de figuras de la repetición es llamativo y tan continuado que produce un efecto de concatenación en la composición. Hay una verdadera cadencia en el libro: el ritmo del texto está muy marcado por diferentes figuras de la repetición.10 Pero en este estudio nos interesan sobre todo los efectos de las figuras de reiteración que se relacionan con la construcción del sentido moral del texto. Podríamos catalogar dichos efectos en dos categorías: primero, se subraya el significado de términos moralmente cargados por medio de la repetición de los mismos y segundo, se crea una tensión entre el plano real (el primer nivel de la narración: las acciones del batallón 303) y el plano ficticio (el segundo nivel de la narración: los cuentos de hadas convertidos en relatos de terror). Es esta última la categoría que más nos interesa, ya que el recurso poético de la reiteración construye un puente entre los dos apartados en los que se estructura el texto. Dicho puente suele construirse de la manera siguiente: en el nivel ficticio se insertan ciertas frases o series de palabras de manera reiterada; posteriormente, en el nivel real, las mismas frases o series de palabras vuelven a usarse, en otros contextos. La reiteración de las mismas palabras subraya el parecido entre el cuento de hada (transformado en historia de terror) y las acciones del batallón 303. Pongamos el ejemplo del cuento de Hansel y Gretel, en el que la secuencia “uno tras otro, otro tras otro” (17, 18, 20, 22, 25, 27, 32, 33) se repite como un refrán en diferentes contextos: [...] el hermano y la hermana no dudaron en arrancarle un trozo a la cabaña,/un trozo con sabor a chocolate y otro a jamoncillo,/uno tras otro, uno tras otro [...] (Volpi 2010: 27).11 [...] al horno con ustedes, dijo, y los sacó a empellones de su jaula, los sacó y los introdujo en su gran horno/crepitaba la leña del oscuro bosque oscuro, la anciana los arremetió allí, uno tras otro, uno tras otro [...] (Volpi 2010: 32). 10 11
Anáforas, anadiplosis, epanadiplosis, geminaciones. El subrayado, aquí y en las notas siguientes, es nuestro.
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Y entonces la anciana de agudos dientes cenicientos apagó el horno [...] comenzó a devorar a los hermanos,/uno tras otro, uno tras otro,/[...] la anciana de agudos dientes cenicientos se comió a los hermanos,/uno tras otro, uno tras otro,/devoró a los dos hermanos (Volpi 2010: 27).
Posteriormente, el mismo refrán se repite en el primer nivel de la narración (58-59, 74-75, 80, 83, 102). Cuando los miembros del batallón 303 reúnen a las víctimas en la iglesia, se repite esta misma secuencia de palabras que recuerda el final terrible del cuento de Hansel y Gretel: Los insectos se hacinan en el atrio de la iglesia,/uno tras uno, uno tras otro,/diez, cincuenta, cien insectos,/uno tras otro, uno tras otro,/cien, doscientos, quinientos insectos se apiñan en el atrio de/la iglesia bajo el sol del verano,/uno tras otro, uno tras otro/vigilados por la primera unidad del batallón 303/de la policía de reserva (Volpi 2010: 74-75). Obedecen los insectos en silencio, sólo alguno llora, sólo/alguno tiempla bajo el brutal sol del verano,/los demás se desvisten en silencio,/uno tras otro, uno tras otro,/y quedan blancos y desnudos en el lúcido verdor del bosque oscuro (Volpi 2010: 80). Los insectos son exterminados/uno tras uno, uno tras otro,/a mitad del oscuro bosque oscuro (Volpi 2010: 83).
La analogía es obvia y, al tiempo, horrenda. La bruja, el batallón 303; Hansel y Gretel, las víctimas asesinadas. La perversión y la maldad triunfan, en ambas historias de terror, sobre la inocencia y el bien. El autor insiste en reforzar, a través de esta similitud, su invitación a la reflexión moral sobre las acciones de los miembros del batallón de reserva policial. El género expositivo o argumentativo El cuarto y último género que se integra en este texto híbrido es el reflexivo. Hay marcadas semejanzas entre el primer nivel de la narración de Volpi y los géneros de reflexión o argumentación, tales como el ensayo o la novela de tesis, en los que predomina la exposición de una hipótesis o propuesta
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interpretativa por encima de la propia acción. Dicha afinidad con los géneros reflexivos de prosa se produce, en Oscuro bosque oscuro, por la prioridad que se concede a la introspección de los protagonistas y a la sugerencia de ideas y motivos que están detrás de las acciones. Concretamente, en Oscuro bosque oscuro, se da mucha importancia a la elaboración de una hipótesis acerca de la pregunta central del libro. ¿Cómo fue posible que hombres comunes y corrientes como tú y yo se convirtieran en asesinos eficaces? La visión que Volpi defiende en su libro se relaciona estrechamente con la hipótesis lanzada por Christopher Browning en su estudio Aquellos hombres grises (1992). Browning argumenta que los miembros del batallón no eran asesinos entusiastas, sino personas normales que actuaban bajo una presión ideológica y querían estar conformes con el código de conducta vigente; de acuerdo con Browning, cualquier hombre corriente y común se hubiera comportado de la misma manera en las mismas circunstancias. La actitud reflexiva se percibe, en primer lugar, en la presentación psicológica detallada de los miembros del batallón antes de ser reclutados. Se trata de hombres ordinarios, personas normales y corrientes. La pregunta que esta descripción de los reclutas provoca en el lector es la siguiente: ¿qué había hecho yo, que también soy una persona normal y corriente? Los hombres del batallón se describen, además, como inseguros, de edad avanzada y con autoestima baja, inútiles en el combate y despreciados por los militares (Volpi 2010: 12, 13, 15, 16, 23, 26, 39). Volpi nos ofrece, así, algunos de los condicionantes psicológicos y sociales de los hombres integrados posteriormente en el batallón: Cincuenta y seis años, señor,/cincuenta y seis años no mal llevados, pero cincuenta y seis años al fin y al cabo, señor,/como yo, de qué serviría yo, un viejo, qué despropósito, policía a mis años,/imagínese un carpintero vuelto policía, señor,/policía de reserva, lo entiendo, gracias por la aclaración, pero aun así un viejo,/aunque si no hay más remedio, si es necesario servir a la patria, quiero decir,/los jóvenes combaten en el frente, lo sé,/mueren en el frente por nosotros, no quise parecer egoísta, señor,/por supuesto un sacrificio así es nada, nada comparado con lo/que nuestros jóvenes padecen en el frente, lo entiendo, señor/y estoy dispuesto, muy dispuesto,/allí me tendrán mañana, señor,/listo para cumplir con mi deber, señor,/sólo dudaba que un carpintero como yo, que un viejo como yo (Volpi 2010: 12).
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Además, se destaca la presencia de un poderoso aparato propagandístico: los hombres reclutados estaban inmersos en la propaganda racista y antisemita (Volpi 2010: 11-12, 25, 28, 52). La deshumanización y animalización de las víctimas judías, llamadas “insectos”12, adquieren una gran presencia en el libro. Eslóganes racistas atraviesan el libro como un hilo rojo: “No son humanos los insectos”; “Matar un insecto no es matar”; “No tengas compasión de los insectos” (Volpi 2010: 31, 44, 51, 76). Uno de los protagonistas, miembro del batallón, describe como sigue el efecto de la propaganda: [...] son insectos, nos dijeron, son insectos y han de ser/exterminados,/por su culpa bombardean nuestras ciudades, por su culpa/nuestros jóvenes mueren en el frente,/eso nos dijeron, lo repitieron día y noche, a todas horas,/en la radio y en la prensa, en los corrillos y en los/púlpitos,/eso nos dijeron para adormecernos y apaciguar nuestros/sentidos,/eso dijeron y, en vez de apartarnos de tribunas y altavoces,/dejamos que sus diatribas infectaran nuestras almas,/nuestra sangre contaminada por sus voces (Volpi 2010: 99-100).
Volpi arguye, pues, que la propaganda racista y el adoctrinamiento ideológico en el contexto de guerra sirvieron como herramientas importantes para manipular y engañar a los alemanes de aquella época en general y a los policías del batallón de reserva en particular. A continuación, se argumenta que la presión de grupo, la necesidad de pertenecer a un grupo y la conformidad con los otros miembros del mismo son factores influyentes en la decisión moral tomada por los policías del batallón de reserva (Volpi 2010: 51): “cada uno se muestra firme y decidido”, “cada uno el mayor patriota”, “cada uno el más diestro policía” (Volpi 2010: 51). La competencia dentro del grupo es muy alta: “se burlan unos de otros, de la torpeza de uno, de la mala puntería de otro” (Volpi 2010: 51). Los policías no muestran emociones, que se consideran signos de debilidad, no se comunican entre ellos, apenas se saludan. También en el momento clave de la historia, cuando el capitán les ofrece la posibilidad de elegir, 12
Stanton (1996: s. p.) explica que la deshumanización de las víctimas es una de las ocho etapas del genocidio. En los discursos propagandísticos del régimen nazi, se suele aludir a los judíos como “insectos” o “ratas”. De manera parecida, en los genocidios acaecidos en Ruanda en los años noventa, la radio hutu solía llamar a los tutsis “cucarachas”.
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[...] los hombres del batallón 303 de la policía de reserva no se atreven a mirarse unos a otros, aterrados ante las facciones de los otros, [...] impávidos como si fueran policías de carrera, [...] no se atreven a escudriñarse, simplemente no se atreven, callan simplemente (Volpi 2010: 59).
El libro de Volpi no relata, en primer lugar, los hechos de la matanza en Polonia, sino que trata de ahondar en las posibles motivaciones de los hombres comunes que no se quisieron sustraer a la matanza, incluso cuando se les ofreció la posibilidad de eximirse de la horrorosa tarea. La voz argumentativa de Volpi produce, así, un efecto de reflexión en el lector acerca de las ideas e hipótesis planteadas. 3. Conclusiones El universo narrativo-dramático-poético-reflexivo creado por Volpi desmantela la supuesta rigurosidad de las clasificaciones genéricas e interpretaciones discursivas. Sin embargo, esta hibridación no es un mero juego formal de transgresión de normas y convenciones. La hibridación genérica en este texto parece ser un recurso altamente funcional que obedece, más bien, al imperativo de implicar al lector en el dilema moral central de este texto. Es también esta invitación al lector a participar activamente en la experiencia la que concede unidad al libro, a pesar de su carácter fragmentario y diversificado desde un punto de vista formal. La invitación al lector a participar activamente en lo planteado en la lectura es, efectivamente, el rasgo que da coherencia a este libro. En este estudio hemos separado los diferentes componentes genéricos en cuatro partes diferentes, proceso analítico un tanto artificial porque es precisamente la fusión entre los cuatro géneros lo que produce el efecto requerido en el lector. La puesta en escena dramática del lector y su participación activa en los hechos interactúa con el ejercicio reflexivo acerca de la psicología de los actores y acerca de los argumentos y motivos que están detrás de su decisión moral; la narración de los cuentos de hadas reescritos que alternan con la narración de la matanza es reforzada y completada por el insistente recurso poético de las figuras de reiteración, que atraviesan el texto como un hilo conductor. Así es que el juego entre los diferentes
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componentes genéricos parece ser concebido, por ende, con el fin de construir el sentido moral del libro. La necesidad de activar al lector se relaciona, a nuestro modo de ver, con la índole de la tesis que Volpi defiende en su texto. Volpi no presenta el dilema moral de manera objetiva, sino que propone que elementos psicológicos y sociales como el sentido del deber, la presión de grupo y la propaganda llevaron a hombres comunes y pacíficos a cometer crímenes tan atroces. Y esta tesis no se puede demostrar sin la participación activa del lector, también hombre común y corriente. En este sentido, el texto no llega a su plena realización sin la participación del lector. Igual que el texto dramático, el texto de Volpi necesita ser interpretado, puesto en escena y vivido para construir su sentido catártico. La conciencia de que todos los seres humanos se podrían implicar en un genocidio bien parece ser el efecto catártico que Volpi se propone producir en su público lector. Volpi produce aquí un texto que se sitúa deliberadamente entre géneros, en el espacio que existe en los límites de los géneros, sin incluirse de modo completo en ninguno de ellos, pero retomando los aportes de cada género. Al situarse en esta zona de borde, le es posible proponer un abordaje diferente de la problemática moral planteada, abordaje que no podría realizarse desde uno solo de los géneros involucrados. Bibliografía Blanco Abarca, Amalio. 2012. “La zona gris: aproximación psicosocial a la violencia”, en: Mente y Cerebro 52: 68-74. Browning, Christopher. [1992] 2002. Aquellos hombres grises: el Batallón 101 y la solución final en Polonia, Barcelona: Edhasa. Díaz Márquez, Luis. 1984. Teoría del género literario, Madrid: Partenón. Georges, Jean. 1988. El poder de los cuentos, Barcelona: Pirene. Goldhagen, Daniel. [1996] 1997. Los verdugos voluntarios de Hitler: los alemanes corrientes y el holocausto, Madrid: Taurus. Hernández, Jesús. 2009. Los 50 grandes masacres de la historia, Barcelona: Libros del Atril, en [04-01-2016]. Moreno Luzón, Javier. 1999. “El debate Goldhagen: los historiadores, el Holocausto y la identidad alemana”, en: Historia y política. Ideas, procesos y movimientos sociales 1: 135-162.
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Sánchez-Biosca, Vicente. 1999. “‘Hier ist kein warum’. A propósito de la memoria y la imagen de los campos de la muerte”, en: Arturo Lozano Aguilar (coord.), La memoria de los campos, Valencia: Ediciones de la Mirada: 13-41. Stanton, Gregory. 1996. “The 8 Stages of Genocide”, en: [02-01-2017]. Volpi, Jorge. 2010. Oscuro bosque oscuro, Madrid: Salto de Página. Zapata Ruiz, Teresa. 2007. El cuento de hadas, el cuento maravilloso o el cuento de encantamiento: un recorrido teórico sobre sus características literarias, Cuenca: Universidad de Castilla-La Mancha.
¿IMPUNIDAD O JUSTICIA POR MANO PROPIA? RESPUESTAS DE ROBERTO BOLAÑO Susanne Hartwig Universität Passau
“If there’s going to be reason in the world, it is we who have to put it there”. (Neiman 2008: 421)
1. Introducción Por fin han localizado al asesino de leyenda y el detective va a su encuentro. Las instituciones judiciales han fallado; la única posibilidad de castigar al criminal es hacer justicia por mano propia. De repente, el compañero del detective se siente preso de escrúpulos: “Es mejor que no lo mate, dije. Una cosa así nos puede arruinar, a usted y a mí, y además es innecesario, ese tipo ya no le va a hacer daño a nadie” (ED: 154 s.). Con estas palabras, el narrador de Estrella distante, novela de Roberto Bolaño, intercede por la vida de un monstruo. ¿Qué significa en este contexto que matarlo “nos puede arruinar”? ¿Teme el narrador que el acto de justicia legítimo se transforme en acto de venganza arbitrario? ¿Se refiere únicamente a una acción de carga ética dudosa o acaso también a un dilema de la narración?1 Tal como el crimen indica un abismo entre realidad e ideal (entre ser y deber ser), es posible definir el castigo como un intento de remediar este abismo. Aún más: el castigo parece un eslabón inevitable para restituir la justicia, como sanción (quia peccatum est) o como prevención (ne peccetur) (véase Joerden 2011: 283). No obstante, la justicia por cuenta propia, forma de castigo especial y tema recurrente en la literatura, el teatro y el cine, viola una norma fundamental del Estado de derecho: la idea del imperio de la 1
Utilizamos la palabra dilema según la definición de Raters: una situación práctica en la que un actante elige entre dos opciones mutuamente excluyentes e igualmente justificables sin posibilidad de una tercera opción (2011: 100).
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ley institucionalizada, única fuente de violencia legitimada.2 Puesto que la impunidad también viola esta norma, un perjudicado se ve enfrentado a dos alternativas igualmente inaceptables. A una narración que no quiere cuestionar el valor de la justicia en general3 se le ofrecen dos posibilidades básicas para reconciliar ser y deber ser al contar un acto de justicia por mano propia: explicar detalladamente por qué el acto es legítimo y remite a la idea de justicia —siendo su única alternativa la impunidad— o exhibir abiertamente los problemas éticos que conlleva y, en caso de duda, condenarlo. Narrar un acto de justicia por mano propia se revela, pues, como un doble reto, ético y estético. La presente contribución muestra de qué manera Roberto Bolaño se enfrenta a ello. 2. Castigo, SER y DEBER SER La idea del castigo y de la pena judicial se basa en valores compartidos y vinculantes de una sociedad.4 Jurídicamente, el castigo sirve para compensar un crimen y expiarlo, para restituir y afirmar el estado de derecho (Joerden 2011: 283 s.); también tiene como objetivo disuadir e intimidar a posibles criminales futuros y estabilizar así la norma que es la justicia en vigor (Joerden 2011: 285). Finalmente el castigo brinda la posibilidad de reconciliar al culpable con la sociedad (Oehmichen 2005: 15). La justicia institucionalizada personifica al ‘tercero’5 que está fuera del conflicto entre dos combatientes asegurando la objetividad del orden normativo de la sociedad (véase Hanser/ Trotha 2002: 108).
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Véase la visión de conjunto “Was ist Recht? Von der gewalttätigen Selbsthilfe zur staatlichen Rechtsordnung” en Hanser/Trotha 2002: 104-111. Según los autores, el derecho existe cuando la norma social y las sanciones están debidamente institucionalizadas; en un conflicto judicial, el derecho está íntimamente ligado a la existencia de una instancia que se encuentra fuera de los dos partidos combatientes (2002: 106). 3 Sobre las diferencias en los juicios sobre los hechos véase Hübner 2010: 7 s. 4 La justificación de la pena judicial es controvertida; véase Joerden 2011: 283-285. 5 Sin el ‘tercero’, no existe el derecho (Hanser/Trotha 2002: 110); en este caso, Hanser/ Trotha hablan de sistemas de mera autoayuda (“reine Selbsthilfeordnungen”), o sea, de sociedades exentas de derecho (“rechtsfreie Gesellschaften”; 2002: 111).
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Con respecto a la violencia, Hanser/Trotha distinguen en ella formas básicas de orden (“Ordnungsformen der Gewalt”): la autoayuda violenta —característica de una sociedad más primitiva que el Estado de derecho6— y el monopolio de la violencia por el Estado (2002: 314). La polaridad entre ambos tipos es menor cuando el Estado está todavía construyéndose o, al contrario, ya desintegrándose (Hanser/Trotha 2002: 133). Una forma altamente emocional de autoayuda violenta es la venganza, que expía un crimen con un crimen, basándose en la satisfacción personal y no en una exigencia de la razón.7 Con respecto a la venganza, Bourdin et al. destacan el linchamiento como acción eruptiva violenta y la vendetta como forma de justicia ritualizada (2010a: 10). La venganza puede expresar un deseo de Justicia superior (Bourdin et al. 2010a: 15), pero también desencadenar un círculo vicioso de interminables actos de violencia.8 Sobre todo en Estados caracterizados por una ‘violencia múltiple’ (como América Latina; véase Hanser/Trotha 2002: 329) la justicia por mano propia simplemente es ‘más de lo mismo’ y perpetúa un ‘estado de excepción’ (Hanser/Trotha 2002: 332 s.). La justicia individual siempre es sospechosa de lastimar la justicia en el intento de subsanarla. Es legítima cuando contribuye a la estabilización de las normas sociales. Para saber si corresponde a esta exigencia, hay que tener en cuenta tres perspectivas: — la motivación (las creencias y las convicciones) de la persona que castiga, — la manera de castigar y — las consecuencias del castigo.9
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Según Hanser/Trotha el desarrollo de un Estado va desde la autoayuda violenta hasta el monopolio de la violencia por el Estado (2002: 106-111). Véanse Bourdin et al.: “L’idée de la justice repose [...] sur le refoulement de la vengeance, même ritualisée et sur la substitution de la règle de droit [...] à la décision privée de se ‘faire justice soi-même’” (2010a: 8). 7 La venganza nunca es un acto preventivo, sino que expresa, en primer lugar, el deseo de hacer sufrir a alguien (véase los estudios de Bourdin et al. 2010). 8 Véanse, por ejemplo, los estudios del filósofo René Girard (como La Violence et le sacré, 1972). 9 Véase Hübner (2010; 2010a), que menciona también la distinción entre ética de las virtudes (que pone de relieve los motivos), deontología (que enfatiza el acto) e utilitarismo (que se interesa por las consecuencias).
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Puesto que en la mayoría de los casos el acto en sí es malo (un asesinato), hay que examinar detenidamente los motivos y las consecuencias para justificarlo. De hecho, el interés que muestra la literatura en la justicia por mano propia se concentra particularmente en las condiciones que llevan al individuo a cometerla, o sea, la transformación de la víctima en verdugo. Factores que excusan el acto son la peligrosidad del criminal o la atrocidad extraordinaria de su crimen, así como la disfunción probada de la justicia oficial. En estos casos, la justicia por mano propia se acerca a la defensa propia y a la desobediencia civil legítima.10 Muchas veces se enfatiza la peligrosidad de la impunidad, por ejemplo, su poder de derogar un nexo causal fundamental entre crimen y castigo. El principio de razón suficiente (principium rationis suficientis) postula causalidad entre moralidad y felicidad, es decir, que el bueno sea feliz, que el inocente no sufra y que el malo reciba una pena conforme a su delito. En un mundo sin este nexo reina el azar, enemigo de la razón: When the threat of random murder is omnipresent, we live in a world where reward and punishment, life and death, are so arbitrary that their very meaning looms precarious. That’s a state where the possibility of community itself is threatened (Neiman 2008: 329).
Sin embargo, la justicia por mano propia corre el riesgo de desembocar en una reconciliación aparentemente fácil entre ser y deber ser. Presentarla como solución y no como dilema se acerca, por ende, al kitsch, porque oculta la pregunta por la responsabilidad del que viola la norma social: Kitsch portrays a world where providence always works: Evil is always punished and good is always rewarded, death is never tragic and life is always fair. There is no problem of evil; the is and the ought may tremble momentarily, but they always embrace in the end (Neiman 2008: 417).
¿Cómo escapar a Esquila y a Caribdis? ¿Evitando tomar partido en la discusión sobre cómo actuar frente al dilema? 10
Sobre la defensa propia, véase Christ/Gudehus 2013: 12-14. Sobre la legitimidad de la violencia, Christ 2013: 191-194.
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3. ESTRELLA DISTANTE El protagonista de la novela Estrella distante (1996), Carlos Wieder, es un criminal monstruoso,11 cuyo caldo de cultivo es la dictadura de Pinochet. Al terminar esta, las instituciones oficiales fracasan en el intento de castigarlo. Por eso, un chileno desconocido encarga a un ex policía de la época de Allende, Romero, su búsqueda. El narrador se convierte en el ayudante de Romero. Lo ingenioso de la narración de Bolaño radica en el hecho de que ni el narrador ni el lector se enteran de nada en concreto con respecto a los motivos, el acto y sus consecuencias: — Los motivos de la persona que encarga la búsqueda de Wieder no se explican. El motivo de Romero para aceptar el encargo es de tipo pragmático: ganar dinero para montar una empresa de pompas fúnebres (ED: 146). También parece buscar a Wieder para neutralizarlo (ED: 155). — Romero no revela nada sobre lo que pretende hacer en el encuentro con Wieder, y al narrador le faltan las imágenes para imaginárselo (ED: 155). Esta falta es extraña, puesto que en otras ocasiones —como la muerte de las hermanas Garmendia (ED: 29)— su imaginación incluso es desbordante. El contexto sugiere que se trata de un ajusticiamiento, pero al ser interrogado sobre si va a matar a Wieder, Romero hace un gesto que el narrador no puede ver (ED: 154). Cuando vuelve del encuentro, no revela nada sobre lo ocurrido, ni siquiera sobre si Wieder sigue vivo o está muerto.12 Además, el aspecto físico de Romero se describe con palabras ambiguas (ED: 156). Tampoco se sabe lo que Romero (¿o el cliente?) piensa hacer con la carpeta con papeles que este se lleva de la casa de Wieder (ED: 155). Es posible que estos papeles incriminen al cliente de Romero (¿o al mismo Romero?), de manera que también el cliente (¿o el mismo Romero?) son sospechosos de no perseguir fines morales, sino egoístas.13 11
Véase el análisis detallado en Hartwig 2014. El único detalle que se refiere a la muerte de Wieder se encuentra en un texto que sirvió de núcleo narrativo para Estrella distante: un episodio de La literatura nazi en América (Bolaño 1996a: 191-219) que indica la fecha de la muerte del protagonista (Bolaño 1996a: 193). Nótese que es una fecha posterior a la de la aparición de la novela, así que se parece más a una promesa o una predicción que a un hecho (Hartwig 2014: 26). 13 Véase la sugerente interpretación de Andrews: “Convertirse en justiciero, como lo ha hecho presumiblemente Romero, conlleva un peligro evidente: no hay mecanismos institucionales 12
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— Puesto que no se sabe lo que ocurre entre Romero y Wieder, no se pueden evaluar las consecuencias de la acción. Lo que sí se pondera explícitamente en la novela son las consecuencias de un posible ajusticiamiento. A pesar de que este estaría más que justificado —casi la novela entera narra las atrocidades cometidas por Wieder—, el narrador le pide al policía que no le haga daño, afirmando que “[u]na cosa así nos puede arruinar” (ED: 155) —probablemente porque piensa que un asesinato afecta la integridad personal del asesino y de su ayudante— y que “además” (es decir, solo en segundo lugar), la prevención ya no es necesaria. La interpretación de la palabra arruinar muestra que el narrador y Romero viven en mundos éticos distintos: Romero toma la palabra en sentido literal (‘causar ruina’, como antónimo de capitalizar), mientras que el poeta la toma en sentido figurado (‘pervertir, hundir’). Romero solo considera las consecuencias prácticas de su acto; el narrador, en cambio, se concentra en la acción misma.14 En los personajes de Romero y del narrador se enfrentan, por ende, dos tipos de detectives distintos. Romero es el detective tradicional, con una interpretación inequívoca de la moral que, en casos especiales, puede justificar la justicia por mano propia; su modelo (ED: 123; 128) es el personaje decimonónico de Javert de la novela Les Misérables de Victor Hugo, personaje que intenta imponer la justicia a cualquier precio. El narrador, en cambio, es el detective del siglo xxi para el que las posiciones morales no están tan claras; no solo percibe la aporía que constituye la justicia por mano propia, sino que también reflexiona sobre su propia parte de culpa, como indica su sueño premonitorio: se ve viajando en un galeón que se hunde y se da cuenta de que ha viajado con Wieder en el mismo barco, “sólo que él había contribuido a hundirlo y yo había hecho poco o nada por evitarlo” (ED: 131). El narrador habla también de Wieder como su “[h]orrendo hermano siamés” (ED: 152).15 para impedir que el agente de la justicia informal sea corrompido por la criminalidad. Y Bolaño no excluye la posibilidad de que tal corrupción se haya producido en cierto grado. La risa de conejo de Romero, que no figura en la versión corta de la historia en La literatura nazi en América, le propina al lector una pequeña punzada en la última página del libro, impidiendo que se relaje” (2011: 41). 14 En otra parte de la novela, un personaje marginal se pronuncia abiertamente contra la pena de muerte, que considera una mera venganza (ED: 111). 15 Sobre cómo esta ambigüedad impide la neutralización del mal, véase Hartwig 2014: 38.
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Estrella distante no presenta una decisión concreta a tomar frente al dilema planteado por la justicia por mano propia. Más bien reflexiona explícitamente, a través del narrador, sobre el dilema mismo. Puesto que el narrador defiende la posición contraria a Romero, el texto mantiene la ambigüedad. Así, el lector puede concebir distintas soluciones del dilema. La novela evoca sensaciones morales16 sin defender una actitud concreta. Cabe al lector la responsabilidad de ponderar el caso y de transformarse en el verdadero justiciero de la historia. Por eso, la justicia por mano propia no es un simple fenómeno por narrar en Estrella distante, sino un dilema sin resolver. 4. 2666 En la voluminosa novela 2666 (2004) se encuentra una gran cantidad de crímenes y de actos de violencia impunes, así como varios intentos de justicia por mano propia, casi todo relacionado con una ciudad fronteriza mexicana (ficticia), Santa Teresa,17 o con la Segunda Guerra Mundial. El poder estatal, las instituciones jurídicas y la policía son presentados como corruptos o débiles. El crimen, en cambio, está organizado y hasta institucionalizado. Se basa en una alianza con en el poder político o simplemente en un poder económico. La desvinculación entre actos de justicia y la idea de justicia se expresa claramente en las palabras de un general nazi: [...] prefería dejar las leyes a los jueces y a los tribunales penales y que si un juez decía que tal acto era un asesinato, pues era un asesinato, y que si el juez y el tribunal dictaminaban que no lo era, pues no lo era y no se hable más del asunto (DM: 851).
La idea de una justicia superior como guía moral (del deber ser) subsiste solo en algunas iniciativas civiles con poca influencia. La reacción más pasiva
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Sobre las sensaciones morales (“moralische Empfindungen”), véase Birnbacher 2011: 116. La ciudad remite a los asesinatos de mujeres reales en Ciudad Juárez a partir del año 1993 (véase Bernabéu Albert/Mena García 2012 y la sinopsis de Andrews 2014: 205-229). Una fuente de inspiración para 2666 fue la investigación del periodista Sergio González Rodríguez plasmada en Huesos en el desierto (2002; véase Bolaño 2004a: 214 s.). 17
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de todas frente a los crímenes es el suicidio de una profesora en Santa Teresa, que dice que ya no aguanta tantas muertes (DM: 646). La justicia por mano propia parece la única alternativa a la resignación y la única respuesta a la impunidad generalizada. Las medidas del poder oficial para imponer la justicia en Santa Teresa son insuficientes. Las superficiales investigaciones policiales se contentan con un chivo expiatorio, Klaus Haas, a quien se le imputan varios asesinatos de mujeres. Su juicio, atrasado durante años, se declara nulo casi inmediatamente después de ser pronunciada la sentencia (DM: 1109) y en la cárcel se sabe afirmativamente que Haas es inocente (DM: 613). Por eso su juicio no es más que una excusa del poder legal para ocultar la impunidad y simular un orden perdido. El nombre de Klaus Haas recuerda un prototipo de justicia por mano propia, el Michael Kohlhaas de Heinrich von Kleist.18 Salta a la vista el paralelismo de la trayectoria de Klaus y de su casi tocayo kleistiano. Tal como Kohlhaas, Haas identifica a los verdaderos culpables, miembros de una familia de alta posición social; Haas imagina su venganza a través de un gigante (DM: 439; 603; 634; 1115) tal como Kohlhaas organiza su propia venganza. Un periodista (que luego desaparece) caracteriza a Haas “como el ángel de la venganza o como un detective encerrado en una celda, pero en modo alguno derrotado, que poco a poco [va] arrinconando a sus verdugos gracias únicamente a su inteligencia” (DM: 786s.). Pero Haas no hace nada: la justicia por mano propia se detiene literalmente en la mera virtualidad. Al igual que no existen ni un solo culpable ni una sola forma de impunidad, la justicia por mano propia es multiforme. Aparece, por ejemplo, como venganza primitiva bajo la forma del linchamiento. Los ejemplos más llamativos de 2666 son el castigo extremadamente cruel de unos jóvenes criminales en la cárcel, castrados y salvajemente torturados (mientras los carceleros observan la escena sin intervenir (DM: 651 s.), y el asesinato irracional de un general rumano (Entrescu) por sus propios soldados en un castillo rural en Rumanía (DM: 931-933; 1068). En ambos casos, las víctimas son indudablemente criminales, pero su ajusticiamiento es execrable y parece obra de 18
El personaje que da nombre a la novela de Heinrich von Kleist, Michael Kohlhaas (1810), es un hombre íntegro y honrado, pero obsesionado con la justicia hasta volverse criminal en su intento de imponerla. La injusticia inicial que padece tiene su origen en el nepotismo de la corte. Existe un paralelismo con la trayectoria de Klaus Haas en varios puntos.
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locos.19 Los motivos de los presos son patentes —dinero y placer sádico—, los de los soldados, no. Los dos asesinatos no implican ningún objetivo preventivo ni ninguna referencia a una justicia superior. A esta, en cambio, parecen remitir otros dos actos cuyos motivos son, no obstante, confusos. El primero ocurre en un campo de prisioneros, donde el soldado alemán Hans Reiter mata a un ex nazi, Leo Sammer. La víctima es un asesino ‘banal’ en el sentido de Hannah Arendt (1963), que declina la responsabilidad individual y echa la culpa de sus crímenes a las circunstancias (DM: 939 s.; 959). Como subdirector de un organismo (civil) encargado de proporcionar trabajadores al Reich (DM: 938) ordenó la matanza de quinientos judíos en un acto burocrático, matando sin mancharse las manos y sin pasión, más bien a pesar suyo, porque lo considera su deber. En el campo, Sammer hace de persona dulce y digna y porta el discurso del perdón (DM: 934 s.). El motivo de Reiter parece ser la voluntad de castigar a Sammer, que está a punto de escapar de los aliados por no ser un criminal de guerra “con un cierto prestigio” (DM: 971). La manera de matar a Sammer se cuenta de manera sumaria: “Alguien lo había estrangulado” (DM: 960). Apenas se discute si este acto es justo: cuando Reiter le confiesa a su pareja el asesinato, esta quiere disculparlo, pero Reiter no la deja hablar (DM: 971). De este modo, el acto no se califica claramente ni como bueno ni como malo y el dilema se mantiene sin solución. Es el único acto de justicia por mano propia en la novela que por lo menos parece tener en cuenta una idea de justicia superior. El segundo acto es más ambiguo. El supuesto vengador es un personaje poco perfilado, el “joven erudito” (DM: 848) rumano Pablo Popescu, secretario del general Entrescu (DM: 848; 1064). Después de la guerra, Popescu emigra a Francia y llega a hacer dinero con negocios turbios (DM: 1065). Mata a un ex capitán del ejército rumano que estuvo bajo las órdenes del general Entrescu (DM: 1065), pero no participó en la crucifixión de su superior, según sus afirmaciones. Además, el ex capitán ya no representa ningún peligro porque es un mutilado anémico. Por eso, los motivos de Popescu 19
El ajusticiamiento en la cárcel venga el asesinato de una joven de padre adinerado (DM: 642-644). La maldad de Entrescu se vislumbra en su trato familiar con los nazis y su inclinación hacia los asesinos (DM: 851). En La literatura nazi en América Entrescu aparece como un nazi prototípico (Bolaño 1996a: 95; 226).
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para matarlo no están claros. Es posible que el motivo sea la venganza por la muerte del general, pero también puede ser por la colaboración del capitán con los nazis. El acto mismo no es cruel: Popescu le suministra un somnífero al ex capitán mientras le sirve una cena suculenta y encarga a sus esbirros tirar su cadáver al Sena. De las consecuencias no se sabe nada, así que es imposible decidir si el asesinato es un acto amoral o justificable.20 La novela narra también varios intentos fallidos de hacer justicia por mano propia, entre los que destacan las investigaciones de un sheriff norteamericano y de una diputada mexicana. En una jugada individual, el sheriff intenta aclarar la desaparición de una amiga, apoyándose en métodos ilegales y violentos; al final cae en la trampa de los criminales y desaparece (DM: 518-568). La diputada contrata a un reportero de la capital para buscar a una amiga desaparecida (DM: 729-791) y este desaparece.21 El sheriff está movido por un motivo estrictamente personal. La diputada, en cambio, quisiera también desencadenar una venganza colectiva, “como el brazo vengador de miles de víctimas” (DM: 782). Las informaciones que brinda la novela sobre los actos de justicia por mano propia, sus consecuencias y sus motivos son parcas. Solo suministra argumentos aislados en favor y en contra de la justicia por mano propia y esboza vagamente el dilema que esta constituye. Una sola vez se plantea explícitamente la cuestión de los remordimientos y la respuesta es ambivalente: al ser preguntado si está arrepentido del asesinato de Sammer, Reiter contesta: “a veces sí y a veces no” (DM: 970). El hecho de que el “fantasma de Sammer” le persiguiera durante mucho tiempo (DM: 971 s.) puede interpretarse como afirmación de un sentimiento de culpa, pero también como signo de la aversión que Reiter siente hacia Sammer, y por ende, como afirmación de la legitimidad del asesinato. No menos ambigua es la respuesta de Reiter al ser preguntado si el linchamiento del general Entrescu le parece malo o bueno: “[S]egún cómo se mire es muy malo y según cómo no es tan malo” (DM: 1016).
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Es posible que el carácter enigmático de este acto de justicia por mano propia se deba al hecho de que 2666 no se basa en el texto final, puesto que a Bolaño no le dio tiempo de terminar la novela. 21 Esta desaparición se cuenta ya en una parte anterior de la novela (DM: 376).
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2666 muestra los fracasos de dos formas de justicia, una oficial, otra personal. Parece que el consenso sobre los justo y lo injusto se ha difuminado para ceder el paso a una justicia paralela sin legitimación y con una lógica opaca, impuesta por la gente con poder económico.22 Puesto que crimen y castigo ya no remiten el uno al otro de manera fiable como causa y efecto, Santa Teresa parece el espejo mismo de la arbitrariedad de la justicia; así se explica el sentimiento de irrealidad que invade a algunos personajes, sobre todo a los extranjeros como Fate. Crimen y justicia por mano propia vuelven periódicamente bajo circunstancias variadas; ambos dañan la idea de justicia superior, que se revela cada vez más indispensable y a la vez imposible. Las 1.120 páginas de la obra componen un entramado cada vez más inextricable de impunidad, venganza y justicia. Cada acto individual es atrapado en esta red que, al final, mezcla y hasta borra culpa y responsabilidad tanto individuales como colectivas.23 Proliferan las historias, los personajes y las formas de impunidad sin que una trama principal los integre, estructura que refleja la falta de una justicia superior como idea reguladora. No ofrece ninguna solución al dilema que plantea la justicia por mano propia; muy al contrario, Bolaño lo presenta en un contexto caótico. La amenaza del azar se vislumbra ya en Estrella distante, novela mucho más ordenada que 2666, cuando un personaje secundario afirma: En su particular teología el infierno era un entramado o una cadena de casualidades. Explicaba los asesinatos en serie como una ‘explosión del azar’. Explicaba las muertes de los inocentes (todo aquello que nuestra mente se negaba a aceptar) como el lenguaje de ese azar liberado. La casa del diablo, decía, era la Ventura, la Suerte (ED: 110).24 22
Véase Segato 2004, que habla de un “segundo estado” en la Ciudad Juárez real. Según Huneeus, “se advierte una violencia por omisión, encubrimiento, descuido o indiferencia, que involucra a todos en la medida en que no se interviene, se prefiere no saber, no haber visto ni oído nada” (2011: 261). 24 Ya en la primera parte de 2666, el pintor Johns afirma: “La casualidad [...] es la libertad total a la que estamos abocados por nuestra propia naturaleza” (DM: 123).Véase también la afirmación innumerables veces citada del personaje Abel Romero —el mismo nombre que el del detective en Estrella distante— en Los detectives salvajes: “[E]l meollo de la cuestión es saber si el mal (o el delito o el crimen o como usted quiera llamarle) es casual o causal. Si es causal, podemos luchar contra él, es difícil de derrotar pero hay una posibilidad, más o menos como 23
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El mundo demasiado complejo se sustrae a la razón. Solo es patente el abismo entre razón y hecho, entre ser y deber ser. Bolaño no brinda una decisión en favor o en contra de la justicia por mano propia, sino una constante oscilación entre ambas posiciones, de manera que hace sentir al lector la tensión entre ser y deber ser. Obliga al lector a reflexionar sobre las premisas del dilema y no en primer lugar sobre su solución. Plantear preguntas parece la manera adecuada de presentar el dilema. 5. Los mundos posibles entre caos y KITSCH Los textos que muestran una solución al dilema afirman, en el fondo, que ser y deber ser pueden coincidir, aunque a veces hay que forzar las circunstancias. Esta presentación del dilema corre el riesgo de acercarse al kitsch. En cambio, los textos sin solución del dilema corren el riesgo de negar también una posible coincidencia entre ser y deber ser, por lo cual su posición se acerca al caos. Los mundos posibles de la ficción ofrecen también la posibilidad de mantener la ambivalencia de la solución a través de la ambigüedad de la solución. También existe una meta-solución que consiste en rechazar el dilema y plantear este rechazo como verdadera alternativa a la impunidad y a la justicia por mano propia. En los personajes del policía Lalo Cura y del escritor Hans Reiter (alias Archimboldi), Bolaño representa esta tercera vía. Ambos personajes personifican la dignidad humana. Lalo es un joven ingenuo, pero íntegro, que no se deja arrastrar ni por la impunidad ni por la justicia por mano propia; aún toma su profesión en serio y tiene un sentido de lo correcto inconmovible. Representa a una persona sin conflictos de conciencia tal como lo describe Hannah Arendt cuando habla de las pocas personas inocentes en la Alemania nazi que nunca padecieron un grave conflicto moral ni una crisis de conciencia (2003: 78). De manera parecida, el joven Reiter es ingenuo y hasta cándido. Se lo compara incluso con el Parsifal de Wolfram von Eschenbach (DM: 823; 837; 923).
dos boxeadores del mismo peso. Si es casual, por el contrario, estamos jodidos. Que Dios, si existe, nos pille confesados” (Bolaño 2002: 397).
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Ambos personajes, Lalo y Reiter, prueban que la idea reguladora de la justicia, el deber ser, es independiente de la realidad, el ser. Ambos remiten a la literatura: Reiter, por convertirse en el famoso escritor Archimboldi; Lalo, por ser hijo de dos misteriosos poetas (DM: 697) que recuerdan a Arturo Belano y Ulises Lima de Los detectives salvajes. Esta vinculación con la literatura ¿quiere sugerir que los moralmente fuertes se salvan por la literatura y que la literatura mantiene el deber ser contra la aceptación del ser? Ambos personajes superan el dilema que plantean las alternativas impunidad y justicia por mano propia rechazando el dilema. De esta manera alcanzan un meta-nivel más allá de la convicción de que existen solo estas dos alternativas mutuamente excluyentes. Son los héroes en el sentido kantiano: los que resisten manteniéndose en su dignidad humana, por lo cual pueden servir de modelos para los demás (véase Neiman 2008: 82). El criterio para discernir lo justo y lo injusto depende de lo que ellos deciden sobre sí mismos y no del mundo circundante.25 En su cuento El policía de las ratas Bolaño brinda una respuesta al dilema en forma de alegoría.26 Cuenta desde la perspectiva de la rata Pepe el Tira cómo un pueblo de ratas vive una solidaridad rutinaria fundada sobre leyes básicas como que “las ratas no matan a las ratas” (PR: 73). En su universo sencillo, “[la vida] debe tender hacia el orden, no hacia el desorden” (PR: 73). El asesinato sádico de una rata bebé comete el pecado original. Existe ahora por lo menos una rata profundamente mala que asesina a sus pares. Las demás ratas se protegen contra esta verdad hablando de “anomalía” y “teratología” y silenciando el asesinato (PR: 83 s.). Pepe, en cambio, busca “Justicia” (PR: 76) y mata a la rata asesina, transformándose así en la segunda rata que mata a sus pares: el castigo se revela ser no una reconstitución de la inocencia, sino una perpetuación del crimen. Pepe concluye que el mundo moralmente sólido está condenado a la desaparición (PR: 84s.), pero —y eso es lo esencial— sigue luchando: al final, se va con unos voluntarios a rescatar a otras ratas (PR: 86), como prescribe el reglamento. A pesar de que ser y deber ser nunca más coincidirán, Pepe actúa como si coincidieran, su decisión individual crea la
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Véanse las explicaciones de Arendt (2003: 101) sobre una persona con este carácter. El cuento alude explícitamente a otro de Franz Kafka, Josefine, die Sängerin oder Das Volk der Mäuse. 26
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causalidad que ya no existe previamente. Su actitud muestra que el mundo tiene la causalidad que el individuo le atribuye, lo que parece una nueva relación entre ser y deber ser. Los mundos posibles de la ficción son un medio idóneo para vivir la experiencia de la diferencia entre ser y deber ser. Pueden escapar al dilema creando ambivalencia y paradojas, alternar y hasta superponer castigo e impunidad o ejerciendo una justicia al mismo tiempo imposible e imprescindible. Estas soluciones afirman lo mismo: en el mundo reina el azar, pero cada responsabilidad que asume un ser humano en una decisión concreta suspende este azar temporal y localmente. La suspensión del azar nunca se consigue para siempre, pero se supera en cada decisión individual, de manera que tampoco se pierde para siempre. Los textos que, en vez de favorecer una de las dos alternativas del dilema, hacen sentir al lector la responsabilidad que tiene que asumir frente al dilema, afirman que lo que se sabe sobre el ser no determina lo que se cree sobre el deber ser, siendo el individuo el puente entre el ser y el deber ser. Los textos que no brindan certezas pueden calificarse de emancipatorios. En su lectura individual el lector puede fijar la oscilación entre las dos alternativas de un dilema. En este caso, introduce sentido en la historia y no lo extrae. Su solución individual no vale universalmente. Más bien representa “the mixture of hard work and risk that moral reasoning requires” (Neiman 2008: 206). Según Nussbaum (1990: 46 s.), la gran ventaja de la literatura sobre la filosofía es su poder de evocar emociones y su indeterminación cuando trata de cuestiones morales: “[...] texts which display to us the complexity, the indeterminacy, the sheer difficulty of moral choice” (Nussbaum 1990: 141).27 La pluralidad de interpretaciones posibles que brinda la literatura expresa algo que no se deja expresar en una proposición teórica filosófica: la sensibilidad por lo complejo que solo se aprende a través de la confrontación con lo complejo: “Literary form is not separable from philosophical content, but is, itself, a part of content — an integral part, then, of the search for and the statement of truth” (Nussbaum 1990: 3). Por consiguiente, la literatura es 27
También Mieth habla de la literatura como productora de experiencias sobre incertidumbres morales (2007: 226).
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un instrumento privilegiado para conocer el mundo y el ser humano y para adquirir el discernimiento en cuestiones morales. No es posible enseñar el discernimiento, solo aprenderlo a través de la observación de casos concretos, es decir, a través de experiencias. Según Kant, el juicio moral (“Urteilskraft”) “cannot be taught but only learned — preferably by watching others use it, or fail to do so” (Neiman 2008: 206). Por eso, un dilema tratado en la literatura es, antes de todo, una iniciación en el arte de manejar la incertidumbre. Bibliografía Andrews, Chris. 2011. “El secreto del mal es un secreto”, en: Fernando Moreno Turner (coord.), Roberto Bolaño. La experiencia del abismo, Santiago de Chile: Lastarria: 37-44. — 2014. Roberto Bolaño’s fiction. An Expanding Universe, New York: Columbia University Press. Arendt, Hannah. 1963. Eichmann in Jerusalem. A Report on the Banality of Evil, London: Faber and Faber. — 2003. Responsibility and Judgment. Edited and with an Introduction by Jerome Kohn, New York: Schocken. Bernabéu Albert, Salvador/Mena García, Carmen (coords.). 2012. El feminicidio de Ciudad Juárez. Repercusiones legales y culturales de la impunidad, Sevilla: Universidad Internacional de Andalucía. Birnbacher, Dieter. 2011. “Moralische Empfindungen und Intuitionen”, en: Ralf Stoecker/Christian Neuhäuser/Marie-Luise Raters (eds.), Handbuch Angewandte Ethik. Colab. Fabian Koberling, Stuttgart/Weimar: Metzler: 116-119. Bolaño, Roberto. 1996. Estrella distante, Barcelona: Anagrama. [ED] — 1996a. La literatura nazi en América, Barcelona: Seix Barral. — [1998] 2002. Los detectives salvajes, 3a ed., Barcelona: Anagrama. — 2003. “El policía de las ratas”, en: Roberto Bolaño, El gaucho insufrible, Barcelona: Anagrama: 53-86. [PR] — 2003a. “LITERATURA + ENFERMEDAD = ENFERMEDAD”, en: Roberto Bolaño, El gaucho insufrible, Barcelona: Anagrama: 135-158. — 2004. 2666, Barcelona: Anagrama. [DM] — 2004a. Entre paréntesis. Ensayos, artículos y discursos (1998-2003). Ed. Ignacio Echevarría, Barcelona: Anagrama.
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II. EL COMPROMISO SOCIAL EN EL TEATRO COMO ‘INSTITUCIÓN MORAL’
MITOS, DILEMAS MORALES Y DENUNCIA SOCIAL: CASANDRA EN EL TEATRO ESPAÑOL CONTEMPORÁNEO1 Francisca Vilches-de Frutos Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Centro de Ciencias Humanas y Sociales. Instituto de Lengua, Literatura y Antropología)
1. Introducción Desde 1898, fecha que marca el declive de España como potencia hegemónica tras la pérdida de sus colonias en Cuba y Filipinas, algunos de sus más notables escritores y escritoras han llevado a sus creaciones distintos dilemas morales2 planteados como consecuencia de los acontecimientos políticos y de las transformaciones socioeconómicas más importantes acaecidos desde entonces. Conviene aludir, en las primeras décadas del siglo xx, a las reacciones frente a la puesta en marcha de la segunda industrialización, en una economía sustentada todavía en recursos agrícolas, mientras ya en las últimas décadas hay que mencionar las surgidas como fruto de la revolución tecnológica que supuso el acceso a las TICS. Pero también se debe recordar el impacto del estallido de conflictos bélicos como la Primera Guerra Mundial (1914-1918), la Guerra Civil (1936-1939), la Segunda Guerra Mundial
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Este ensayo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación “Industrias Culturales e Igualdad: textos, imágenes, públicos y valoración económica” (FFI2012-35390). 2 Si bien los debates sobre la naturaleza y posibilidades de los dilemas morales han sido una preocupación constante en el ámbito de la filosofía desde Platón y Aristóteles, en los últimos cuarenta años se ha desarrollado un gran interés por indagar sobre su impacto en el ámbito de lo público y el papel de los sistemas políticos en la regulación de los valores morales (Greenspan 1995; Copp 2001). Véase una tentativa de definición de dilema moral, así como una útil bibliografía actualizada sobre el tema, en Lariguet 2010.
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(1939-1944), y la guerra que asoló los Balcanes al final de la centuria, sin olvidar las reacciones frente al surgimiento y al fortalecimiento de los partidos políticos y sindicatos obreros, y frente a modelos políticos de gobernanza tan distintos como la monarquía, la dictadura y la democracia. De ahí que los debates sobre el compromiso de los intelectuales para provocar la reflexión y la acción hayan sido constantes en la España del siglo xx. Han sido varias las opciones expresivas ensayadas desde el ámbito de la creación literaria y artística para reflexionar sobre las elecciones individuales y colectivas ante estos dilemas. Uno de estos vehículos ha sido la recreación de mitos, procedentes la mayor parte de ellos del ámbito literario, sobre todo de los clásicos grecolatinos (Higuet 1949; Kirk 1974; García Gual 1981). No obstante, como ha señalado G. S. Kirk, sus morfologías y función social han variado dependiendo de los distintos períodos: “No hay ninguna definición del mito, ninguna forma platónica de un mito que se ajuste a todos los casos reales. Los mitos difieren por su morfología y su función social” (Kirk 1974: 21). Así ha ocurrido en el ámbito español, donde, como ya he señalado en otra ocasión (Vilches-de Frutos 1983, 2003, 2005), para dar respuesta a los problemas y dilemas morales en las distintas épocas se eligen unos mitos en detrimento de otros, dotándoles de nuevas configuraciones más acordes con el momento de su creación. Caracteres, acciones, relaciones y espacios sufren profundas modificaciones. Los lugares donde se desarrollan sus conflictos son trasformados para adquirir las dimensiones y características del entorno de la sociedad contemporánea. Lejos de plantear una plena identificación con los modelos clásicos, estos son filtrados por el tamiz de la crítica y de la ironía. Se dibujan nuevos universos en los que los caracteres y acciones definitorios de unos mitos se fusionan con los de los otros, reforzándose así los mensajes que sus creadores intentan transmitir. Modernos Ulises y Penélopes, Agamenones y Clitemnestras, Electras y Orestes, Medeas, Circes, Casandras, Antígonas, Edipos, Prometeos, Aquiles y Pentesileas, Andrómedas y Perseos, se convierten en los protagonistas de las creaciones de estos profesionales que buscan su fuente de inspiración en estos arquetipos, principalmente femeninos, transformados en nuevos paradigmas de la identidad femenina (Ragué Arias 1992, 1993; Iriarte 1994; Nieva-de la Paz 1997, 1998, 2005; De Paco 2003; Plaza-Agudo 2014; García-Manso 2013).
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2. Desde el período finisecular a la democracia: la evolución del mito en la España del siglo xx Para el planteamiento de dilemas morales como la justificación del tiranicidio, la defensa de la libertad del individuo frente a la razón de Estado o la toma de partido ante el ejercicio de cualquier tipo de violencia voy a detenerme en la recreación de uno de los grandes mitos de la tradición clásica, Casandra (Davreux 1942) y en la manera en la que ha sido recreado en el teatro español del siglo xx. Carlos García Gual describe así a este personaje en “La increíble Profetisa”, en un texto incluido en el disco del cantautor Pedro Guerra 30 años: Princesa y profetisa de Troya, la más bella hija del rey Príamo, Casandra, se vio condenada a conocer la verdad y predecir el futuro sin ser creída nunca por nadie. Así la castigó el dios Apolo, enamorado y despechado. Solitaria voz en medio de la ciudad asediada, y más tarde cautiva de los vencedores, tuvo que abandonar su patria arrasada y seguir a su cruel amo, Agamenón, hasta su palacio de Micenas, para encontrar allí la muerte, entre muros ciclópeos y sangrientos, degollada por la implacable Clitemnestra. (Su trágico final lo cuenta el gran Esquilo en una inolvidable escena de su Agamenón). La increíble profetisa, que se enfrenta a lo largo del tiempo a las mentiras y las trampas patrióticas del poder, sin que nadie la oiga, es un símbolo eterno de la resistencia a la opresión, de la sinceridad a toda prueba, cueste lo cueste, en un mundo donde la voz de la verdad queda apagada por la retórica del engaño impuesto por los poderosos. Triste destino, pero ejemplar, el de la troyana Casandra, heroica y silenciosa víctima. “Ser Casandra” no es reclamar un principado en Troya, sino asumir ese afán de verdad por encima de las convenciones sociales, en contra de las presiones mediáticas y oficiales. “Ser Casandra” es atreverse a denunciar las trampas y mentiras aceptadas y ubicuas; es exponerse a un arriesgado camino solitario. Hay que tener valor para asumir el papel (García Gual en Guerra 2013: s. p.).3
En efecto, esta condición de “símbolo eterno de la resistencia a la opresión, de la sinceridad a toda prueba, cueste lo cueste, en un mundo donde la voz de la 3
En el ámbito español se puede recordar aquí también el primer single, titulado “Casandra”, del álbum de Ismael Serrano Sueños de un hombre despierto (Universal 2007). Las cursivas son mías
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verdad queda apagada por la retórica del engaño impuesto por los poderosos”, a pesar de su triste destino, primero la soledad, el desamor, la violación y el destierro, y más adelante la muerte, convierten a Casandra en un vehículo con gran sugerencia para plantear algunos de los dilemas morales más significativos de la sociedad española del siglo xx. No obstante, como se ha visto en la composición musical de Pedro Guerra, no se trata de una elección privativa del ámbito del teatro. Desde su creación en La Orestiada por parte de Esquilo en el 458 a. C., se ha convertido en un icono de las artes plásticas, literatura, cine y música en el siglo xx. En las artes plásticas, por ejemplo, hay que recordar las creaciones de Evelyn de Morgan (1855-1919) —Cassandra (1898)—, Juan Cristóbal (1897-1961) —Sibila Casandra (1931)—, Enrico Prampolini (1894-1956) —Casandra (1947)—, y Apeles Fenosa (1899-1988) —Casandra (1985)—. Muestra de su vigencia internacional es la traducción y reediciones del libro de Christa Wolf (1929-2011) Kassandra (1983), un monólogo donde Casandra reflexiona sobre los acontecimientos pasados, mientras espera en Micenas, convertida ya en concubina de Agamenón, su próxima muerte a manos de Clitemnestra. Supone una crítica muy actual contra la guerra, los ideales heroicos y el mantenimiento de la subyugación de las mujeres, pues, como señala García Gual “es su carácter lo que ha marcado su peripecia trágica. [...] Por su propia voluntad, por querer ser libre de palabras, por expresar ante todo su visión crítica y racional de los hechos, se ha encontrado maldita, sola y tratada como loca y traidora” (1995: 1129). Para el análisis de algunos de los dilemas morales antes mencionados voy a centrarme en cinco obras específicas, cuyo tema, título y personajes remiten directamente a la figura de Casandra, dejando a un lado, en este momento, la recreación de sus rasgos en algún personaje de textos con otras temáticas y objetivos.4 Se trata de Casandra (1910), de Benito Pérez Galdós; 4
Sería el caso del personaje de Yuki en Baila, baila, baila (1988), de Haruki Murakami, la niña solitaria encontrada en el Hotel Delfín, en el barrio de Sapporo adonde el protagonista, Hiraku Makimura, vuelve en búsqueda de su pasado y con la que viaja a países lejanos: “Hace tiempo, cuando era más pequeña, no me cerraba. Cuando sentía algo lo decía, incluso en la escuela. Pero lo único que conseguía era que todos me despreciaran. Por ejemplo, me daba cuenta de que alguien se iba a lastimar. Entonces se lo decía a mis amigas, y al final fulanita o fulanito se lastimaba. Sucedió varias veces y entonces todos empezaron a tratarme como si fuera un monstruo. De hecho a veces me llamaban ‘Monstruo’” (1988: 224).
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Casandra o la llave sin puerta (1953), de Mª Luisa Algarra; Casandra (1964), de Joaquín Buxó Montesinos; Casandra, adaptación de Francisco Nieva de la novela de Pérez Galdós (1983), y Martillo seguido de El regreso de Agamenón (1991), de Rodrigo García.5 3. CASANDRA (1910), de Benito Pérez Galdós Aunque su publicación como novela dialogada en cinco jornadas data de 1905, la adaptación para el teatro de la Casandra de Pérez Galdós no se estrenó hasta cinco años después, en el Teatro Español, de Madrid, el 28 de febrero de 1910 (Menéndez Onrubia 1983). Ambientada en una época contemporánea, aborda los conflictos generados en el seno de una familia española acomodada por el deseo de una anciana viuda sin hijos, doña Juana, de legar todos sus bienes a la Iglesia, con la excepción de un dinero, destinado a cumplir la última voluntad de su marido de “reconocer” a un hijo habido con otra mujer, Rogelio (ilegítimo en la legislación de la época). Movida por el rencor, disfrazado de piedad cristiana, pone como condición que este abandone a su compañera, Casandra, hija de un escultor bohemio, y se case con una joven de buena familia, llevándose consigo a los dos hijos tenidos en la relación con Casandra. Esta, al conocer la noticia, pone fin a la vida de doña Juana. Hay que poner de manifiesto el carácter simbólico del espacio donde se desarrolla la acción en los distintos actos, que representan el enfrentamiento entre las dos concepciones litigantes en el discurso galdosiano: los palacios de doña Juana y de los marqueses de Castañar, y la casa de Ismael, con planos de máquinas y edificios industriales, instrumentos de física, muestras de hierros y cables, asociados a la industria, la ciencia y la técnica. Pérez Galdós respeta la tradición clásica en la configuración de la protagonista, que, como ella, es una bella mujer con aspecto de diosa helénica (Pérez Galdós 2006: 260), dotes de adivina6 y víctima de las convenciones y creencias religiosas anquilosadas, como denuncia cuando doña Juana le exige 5
He analizado otros aspectos de esta obra en Vilches-de Frutos 2005b. Cuando Zenón, el sobrino de doña Juana, le conmina a desarrollar su condición de adivina, tal como su nombre hace gala, responde con ironía: “Yo no adivino más que lo que ignoran los tontos y lo que olvidan los desmemoriados” (Pérez Galdós 2006: 260). 6
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abandonar a sus hijos para que puedan recibir una educación más adecuada a los valores defendidos por ella: Casandra. —Yo soy la más ofendida por tu maldad; yo, pobre mujer que no te hice ningún daño, que merecía más que ninguna tu protección y tus consejos. A todos ofendiste, a todos lastimaste, y a mí me has arrancado el corazón, porque yo esperaba de ti que legalizaras mi unión con el hombre que amo... Era tu deber...; tu conciencia te lo dictaba... Pero ¿a qué hablar de conciencia? Alma llena de telarañas, voluntad cruel y sin amor (Pérez Galdós 2006: 314).
En efecto, a través de su discurso y de su comportamiento Pérez Galdós denuncia abiertamente una sociedad, la española de comienzos de siglo (Gómez de Baquero 1906; Doménech 1974), donde el mantenimiento de los privilegios de la nobleza y la burguesía, el ejercicio de una religiosidad anclada en el pasado, y el rechazo a la cultura, la educación y la modernización derivada de la industrialización originaban desigualdad e injusticia. Como explica uno de sus protagonistas: Ismael. —[...] Sin duda existen dos Dioses, el Dios de los ricos y el de los pobres. El primero es el que sostiene a todos los gobiernos y el inspirador de los que legislan; un Dios político, gubernamental, militar, judicial, administrativo y un poquito burocrático. [...] El Otro Dios, el de los pobres, es el que recoge a los que se pasan la vida encorvados sobre la tierra, sobre una máquina, sobre un pupitre, trabajando sin recompensa. Este Dios triste es invocado en los hospitales, en las buhardillas, en las cárceles. Su nombre encabeza las cesantías, los desahucios, los embargos, y se confunde con todo suspiro y toda expresión de congoja (Pérez Galdós 2006: 300).
Se aborda el dilema moral planteado entre permitir la continuidad de un sistema que aboca a los más débiles a situaciones de indigencia e injusticia, bien apoyándolo de manera activa, bien tolerándolo con una conducta permisiva, o luchar contra él, llegando, si es preciso, al asesinato de la persona responsable en último caso del mantenimiento de este sistema y, por lo tanto, de estas situaciones. Hay que poner de manifiesto el carácter simbólico del final de la obra, donde se defiende el uso de la fuerza y del homicidio para el progreso de la humanidad: “Casandra. —Desmayada, no; muerta... (Con bárbara entereza.) ¡He matado a la hidra que asolaba la tierra...! ¡Respira,
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Humanidad!/Telón” (Pérez Galdós 2006: 317). Sin duda la Casandra de Pérez Galdós se presenta como un paradigma a imitar para un sector de la sociedad española, el defensor del librepensamiento asociado al progreso, frente al conservadurismo identificado con la nobleza. 4. CASANDRA O LA LLAVE SIN PUERTA (1953), de Mª Luisa Algarra Estrenada en 1953 en el Teatro del Caballito, en México, bajo la dirección de Pedro Galván, cuando se encontraba ya en el exilio (Nieva-de la Paz 2015), la acción y el espacio cobran contemporaneidad y un marcado carácter simbólico. Como se lee en la acotación inicial, la acción transcurre en “Cualquier ciudad industrial, de cualquier país, antes de estallar cualquier revolución obrera. El tercer acto en plena revolución” (Algarra 2003: 131). La trama gira en torno al conflicto surgido entre un rico industrial, Jaime Cirera, y los empleados de sus fábricas, que acaban rebelándose cuando la hija de uno de ellos, doncella en la casa de la familia de Cirera, es seducida y abandonada por Alejandro, el hijo del industrial. Juana (Casandra), su hija, advierte sin éxito a su familia de las consecuencias de no adaptarse a los nuevos tiempos y seguir defendiendo la desigualdad. Los primeros disturbios acaban en huelgas y en estallidos violentos, que se llevan por delante la vida de toda la familia. La Casandra de Algarra es presentada con uno de los rasgos más conocidos de la tradición clásica, su condición de profetisa a quien nadie cree, que alerta sobre las consecuencias del mantenimiento de un sistema social que favorece la injusticia y la desigualdad, y que, llegado el momento, albergará consecuencias negativas para aquellos que lo promueven: Juana. —¡Sucede todo! Y ellos no quieren dar su brazo a torcer. ¡Nunca lo darán! Se ponen cada vez más nerviosos..., más irritables... más agresivos conmigo... (Se escoge de hombros.) Vivirían mucho más tranquilos si se decidieran a aceptar la realidad... pero ¡no! cualquier cosa antes que eso... (Pausa. Transición más lenta.) La mía es una facultad inútil que no tiene a qué aplicarse... Como una llave que no tuviera qué abrir... la llave de una puerta inexistente (Algarra 2003: 193).
Como hiciera décadas antes Pérez Galdós, Algarra plantea la necesidad de asumir responsabilidades y denunciar las consecuencias de seguir
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manteniendo una sociedad basada en la desigualdad y los privilegios de una clase social (la burguesía), sustentada en valores que traicionan en su vida cotidiana (familia y religión). No resulta difícil apreciar en esta obra una reflexión sobre la situación de la España antes del estallido de la Guerra Civil (1936-1939) y su intención de mostrar la incapacidad de los sectores más conservadores para renunciar a sus privilegios y aceptar los cambios políticos y tecnológicos que la adaptación a la industrialización estaban generando, lo que, en definitiva, llevó al estallido de la revolución social, justificada implícitamente por la autora. Como hiciera Pérez Galdós, ofrece el dilema moral de justificar el asesinato de los miembros de la familia y de la clase social a la que pertenecen, caracterizados por la codicia (Algarra 2003: 224). Como apunta la protagonista, Juana/Casandra: Juana. —(Imperturbable, hablando lentamente, casi sin matices) A pesar de todo el dinero, somos pobres, miserables... porque no tenemos una sola razón para vivir... Nos apoyamos en bases que nosotros mismos hemos carcomido... la familia, la religión, la sociedad... ¡Siempre nos hemos llenado la boca con esas tres palabras! ¡Cada vez que las pronunciábamos, era como si nos burláramos de ellas! (Algarra 2003: 223).
¿Está justificando Algarra el levantamiento del pueblo contra los privilegios de esta clase social? Sin duda. Su Casandra habla del pasado, pero también del presente y del futuro. ¿Está planteando la justificación de tantos episodios luctuosos previos a la Guerra Civil que la llevó al exilio? Al menos simbólicamente, puesto que, en el discurso de la protagonista, poco antes del estallido de la revuelta que se lleva por delante a la familia, se apunta claramente a la exigencia de responsabilidades ante tanta injusticia y ceguera por parte de la sociedad española: Juana. —La culpa es de todos nosotros... y de los que son como nosotros. Hemos trabajado tenazmente, durante años, para que esto ocurriera... No hemos desperdiciado una sola oportunidad para precipitarlo... para acercarnos a ello rápidamente... ¡Pues bien, ya hemos llegado! (Algarra 2003: 222).7 7
“Félix. —[...] Vivir para ver, señorita Juana... ¡Vivir para ver!/ Juana. —(Se interrumpe en su labor, se yergue sobre sus rodillas y le mira fijamente. Otra pausa) No. Vivir para tener los ojos cerrados... siempre cerrados, y no ver nada” (Algarra 2003: 214).
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5. CASANDRA (1964), de Joaquín Buxó Montesinos Otro es el planteamiento ideológico de la Casandra de Buxó Montesinos, estrenada en el Teatro Candilejas, de Barcelona (10-07-1964), bajo la dirección de Ramiro Basconte, en plena dictadura franquista, coincidiendo con los primeros levantamientos obreros en Sagunto y la cuenca minera, la creación de la Comisión en el Sector Metalúrgico por parte de sindicalistas, y la puesta en marcha del I Plan de Desarrollo por el régimen franquista. El texto aborda los enfrentamientos acaecidos en un pueblo pesquero griego entre el patrón de varias barcas con derechos de pesca sobre una zona y algunos pescadores que, movidos por el hambre, osan contravenir sus disposiciones, como Miguel, a quien, como represalia, hunden su barca y lo abandonan en el mar. No es el único conflicto: los dos hijos del Patrón, Theo y Andrés, se enfrentan también por el amor de Zina, la esposa de Theo, amante de Andrés, ante la mirada de Casandra, la hija menor de la familia. Cuando Zina y Andrés huyen, robando la caja fuerte, este es abatido por su hermano, al igual que un niño que se cruza en su camino. La profecía de Casandra se cumple: el pueblo se levanta contra el patrón y quema sus barcas ante la impotencia de Casandra, quien, enamorada de Miguel, ha intentado previamente parar el conflicto. Ante la declaración de Casandra de permanecer junto su padre, Miguel la mata mientras ella pronuncia palabras de perdón. Como en el caso de los dos textos abordados con anterioridad, tanto la época como el lugar son contemporáneos al texto, aunque sin concreción espacio-temporal. Como muestra la acotación inicial, la acción transcurre en la casa de un patrón de mar: “En algún lugar de la costa griega: la Calcídica o Macedonia”. En la configuración del personaje de Casandra, Buxó intenta no desmarcarse de la tradición clásica y recuerda su condición de profetisa: Theo (silabeando). —Sí; lo sabías... Siempre sabes cosas que se cumplen cuando son desgracias... (Pausa.) Ahora lo comprendo todo. Igual sucedió cuando me advertiste de que perdería la barca. Llenaste la cabeza de los hombres con tus extrañas predicciones. No fue el cambio de viento lo que estrelló mi barca contra los escollos, sino el temor supersticioso que inmovilizó sus cerebros y sus manos ante el peligro; el temor que tú les inculcaste. ¡Sí, tú fuiste la culpable entonces, como lo has sido ahora de mi desgracia! (Buxó 1964: 30-31).
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Además son varios los momentos en los que se alude implícitamente al texto de Esquilo. Así, cuando los hombres del pueblo queman las barcas, la acotación muestra a una heroína muy cercana a su plasmación en las artes plásticas: (Casandra permanece un momento inmóvil a través del ventanal. Su imagen hierática, iluminada por los resplandores del incendio, nos trae ahora a la mente el recuerdo de la Casandra troyana. Al fin, abandona el ventanal y se dirige lentamente hacia la escalera.) (Buxó 1964: 47).
Su lectura pone de manifiesto las consecuencias negativas del ejercicio de la violencia y de la rebelión de los trabajadores contra su Patrón, denominado así, genéricamente, como símbolo del orden establecido. Como recrimina Casandra a Miguel, cuando este le insta a presentarle alguna solución a la crisis desencadenada: Casandra. —No provocando más a los míos. Sé que tienes sed de venganza, pero no ayudarás a que mejoren las cosas dejándote arrastrar por la violencia. Déjame a mí, y yo conseguiré que te devuelvan la barca. Miguel. —Me pides más de lo que puedo hacer. Ese es asunto mío y sólo yo debo resolverlo... a mi manera. Casandra. —¿De qué manera, engendrando más odio? Miguel. —No lo entenderías, Casandra; éstas no son cosas de mujeres (Buxó 1964: 36).
Por eso no es de extrañar que se haga hincapié en asociar la justicia social con la expresión de un orgullo mal entendido, como lo hará la propia protagonista, desvirtuando así el rasgo de rebeldía de la tradición clásica: Casandra. —¡Sí, y de esa forma satisfarás tu orgullo! Sólo vives para ello. Destruirás por venganza y acabarás por destruirte a ti mismo. Rechazas mi ayuda porque prefieres considerarte un héroe enfrentándote con mi padre. Eso te elevará sobre los demás hombres del poblado y así, a tu manera, mandarás sobre ellos. Pero no te engañes, Miguel, no serás tú quien mande, sino la sed de venganza que te ciega, que os ciega a todos (Buxó 1964: 37).
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En definitiva, el asesinato de los poderosos no es justificado por Buxó, para quien la injusticia no es fruto de la defensa de unos privilegios por parte de una clase social determinada, sino una consecuencia más de la condición humana, de su destino, de ese pecado capital del que hablan los textos bíblicos: Casandra. (Tristemente). —Ya nunca renacerá la calma, Miguel; al menos para nosotros. Miguel. —No digas eso. He venido para llevarte conmigo. Cuando todo pase regresaremos, o nos iremos a otro sitio. La costa es grande y el mundo mayor todavía. Somos jóvenes, nos olvidaremos de todo y volveremos a empezar una nueva vida. Casandra. —Es demasiado tarde para eso. Mi destino y mi vida estaban en tus manos, ya te lo dije. Pero también te advertí de que en sueños había visto cómo una barrera de fuego nos separaba. Ahora ésa (señala el ventanal) ha surgido y se interpondrá entre nosotros para siempre. Miguel. —Yo no pude evitarlo, Casandra. Casandra. —Nadie puede evitar que se cumpla lo que ha de cumplirse; ni tú ni yo podemos hacer ya nada (Buxó 1964: 48).
6. CASANDRA, de Pérez Galdós, en versión de Francisco Nieva (1983) Francisco Nieva escribe una adaptación teatral de la novela dialogada de Pérez Galdós y la estrena con gran éxito de crítica en el Teatro Bellas Artes, de Madrid, el 24 de octubre de 1983, un año después de que el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) lograra una mayoría absoluta en las elecciones generales al Congreso de los Diputados, que tuvieron lugar en octubre de 1982. La Casandra de Nieva, inspirada en la novela más que en el drama, presenta algunos cambios frente a la adaptación dramática de 1910. La acción arranca con la imaginaria aparición de doña Juana muerta, como en la novela, seguida de un flash-back cinematográfico, que acentúa su dramatismo y pretende suscitar la curiosidad del espectador. Sin embargo, los cincuenta personajes de la novela se reducen y los diálogos se concentran en acentuar el anticlericalismo subyacente y en presentar el dilema moral entre progresismo y conservadurismo; además, el lenguaje se vuelve más coloquial, aparecen nuevos personajes, como los dos chicos que anuncian en El Imparcial el asesinato de Cánovas por
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un anarquista, y se incorporan imágenes plásticas (grupos en posición de pose para fotos) y coreografías (desenlace con un vals bailado por la familia), que constituye el símbolo del final de una época. La versión fue muy elogiada por José Monleón, a la sazón crítico de Diario 16: Ahora Nieva ha vuelto a la novela y de ella ha hecho una versión que supera, en contenido y forma dramática, a la del propio Galdós, subrayando —con el juego de tiempos y los espacios— hasta qué punto el naturalismo galdosiano no debe ser confundido con la fotografía (Monleón 1983: XI).
Los críticos de los principales diarios nacionales se preguntaron las razones por las que se producía esta actualización de la obra galdosiana en un momento como aquel, y coincidieron en incidir en la importancia del dilema moral planteado ante el “tiranicidio”. Eduardo Haro Tecglen creía que “Galdós, como los grandes escritores y dramaturgos de su tiempo, era actualista, es decir, contaba su tiempo, su sociedad, las pugnas dentro de ella y las esperanzas de cambio, a las que ayudaba con su escritura”. De ahí que, sin aludir directamente a la situación contemporánea (no estaba tan lejos el levantamiento de Tejero, dos años atrás y el peligro de un levantamiento militar), consideraba que Nieva debió escribir su adaptación como “alusión a otra situación antigua-reciente; la opresión de una dictadura y la muerte del tirano por el emblema de la libertad que libera a la colectividad de personajes, los cuales bailan un vals —con intención de Carmañola— en torno a la inmovilizada escena del crimen, o del tiranicidio” (Haro Tecglen 1983: 36). Lorenzo López Sancho, en ABC, fue todavía más explícito: “En cuanto a Casandra, queda mejor dibujada. Lo esencial del personaje se conserva. Es el necesario contrapunto: inocente liberalidad frente a intransigencia, que culminará en el ejemplarizante aniquilamiento de la anciana que significa todo lo intolerante, caduco, resistente al progreso que subsiste en España y pone las más atroces trabas al progreso y la libertad” (López Sancho 1983: 69). Más sorprendente fue la crítica de Francisco García Pavón, quien en el diario conservador Ya considerada la intransigencia y la inflexibilidad de la sociedad de aquel entonces muy alejada de la del presente: “Pero más allá del logro literario y espectacular —tan esperado, tratándose de quienes se trata— hay algo que ni puede remediarse: y es que el tema de la intransigencia e
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inflexibilidad de Juana, en todos los aspectos, ya superado como tragedia por la sociedad de nuestro tiempo, queda ya tan alejado, que carece de la intensidad dramática de entonces para el espectador actual” (García Pavón 1983: 28), un punto de vista que compartía también el propio Francisco Nieva en una entrevista publicada en El País: “Aunque el dilema libertad-tiranía propio de su época es algo que en cierta manera tenemos superado siempre existirá esa lucha, aunque sea desde un punto de vista más subjetivo por parte de nosotros, en relación a los demás y con respecto al todo” (Anónimo 1983: 34). En el mismo sentido, Carmen Aragón se preguntaba si Galdós seguía siendo progresista hoy: “Creo que sigue siendo un progresista-liberal. Un liberalismo decimonónico tan vigente como pueda ser Dickens o Balzac. Son útiles en otro sentido, porque hay una perennidad de los diferentes caracteres humanos, cómo se repiten esos caracteres (eso es lo que nos hace contemporáneos de los clásicos), es perenne la justicia y la injusticia, la bondad y la maldad” (Aragón 1983: XI). 7. MARTILLO SEGUIDO DE EL REGRESO DE AGAMENÓN (1991), de Rodrigo García El siglo xx acaba con otra importante recreación de Casandra, la realizada por Rodrigo García en Martillo seguido de El regreso de Agamenón (1991), un texto al que ya he prestado atención en alguna ocasión (Vilches-de Frutos 2003 y 2005). Estructurada en once escenas, cuatro de las cuales están protagonizadas directamente por Casandra (“Los cinco monólogos de Casandra”, “El diálogo de Clitemnestra, Agamenón, Egisto y Casandra”, “El diálogo de Casandra y Agamenón”, y “El diálogo de Casandra y Egisto”), la profetisa comparte protagonismo con otros tres personajes más de la tradición mítica, Clitemnestra, Agamenón y Egisto, y con uno más, procedente del mundo de los objetos, la Atalaya del palacio de los Atridas. La relación de los dramatis personae al inicio del texto orienta sobre los rasgos del personaje de Casandra que interesa resaltar: “Casandra —adivina de Troya, puta de Agamenón” (García 2000: 112). Al rescatar su condición de concubina de Agamenón, se convierte en símbolo de la marginación en dos vertientes: como víctima de la violencia de
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género sufrida por todas aquellas mujeres victimizadas a manos del varón y como víctima de la indefensión de todos aquellos seres que deben emigrar y abandonar sus países y costumbres. Pero también, a través de la profundización en su dimensión de profetisa, se denuncia una sociedad dominada por el egoísmo, la injusticia, el interés y la violencia, incapaz de dar una respuesta adecuada a los profundos cambios acaecidos en los últimos años en su seno, se alerta sobre los graves peligros de los planteamientos belicistas, se aboga por el respeto a los derechos humanos, y se advierte sobre las consecuencias de la deshumanización del entorno urbano.8 La ciudad a la que vuelve Agamenón, acompañado de Casandra, no es la mítica Micenas, sino un entorno urbano actual con rascacielos, poblada de seres degradados. Es la consecuencia de diez años de guerra, la emprendida contra Troya, pero asimismo de las guerras existentes cuando se gestó el texto. Tras los dos monólogos iniciales, protagonizados por Clitemnestra y Agamenón, en “Los cinco monólogos de Casandra”, se presenta la imagen de una mujer destruida, obligada a acompañar al rey de Micenas, que aparece en la obra en una silla de ruedas, símbolo de las trágicas consecuencias de la guerra vivida. El lamento de Casandra, como el de tantos refugiados de guerra, es el de una persona a la que se le ha sustraído su identidad, a la que se le ha alejado de su patria, familia y amigos: Yo voy descalza/Para qué me has traído/Agamenón/Para qué me has arrastrado/ de mi patria La patria/Devastada por tus tropas/Tus manos/Para que empuje tu cuerpo/Por el corazón/Por el infarto/de las ciudades (García 2000: 123).
Como tantos otros creadores que han bebido en los textos de la tradición, su deseo es resaltar el potencial mensaje actual de la historia clásica y situarnos ante unos hechos cercanos, a pesar de la lejanía cronológica. Con este objetivo introduce en la obra numerosos elementos anacrónicos, surgidos en las narraciones contenidas en los diferentes monólogos: personajes 8
“El humo corroe/no oxigena/Veinte metros cuadrados enloquecen/no hacen a la convivencia/El trabajo humilla/no dignifica a nadie/Las cosas/son más claras que cuando/las veo/ detrás del cristal/por eso/Cómo amarte/ciudad del reflejo/Viviré en el temblor/que corresponde a/las apariencias/puestas de pie/bajo las torres/Las torres que gritan/caérseme encima/si/ Osada/Intento mirar al cielo” (García 2000: 124).
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—carniceros ataviados con mandiles y cuchillos, el chófer del autobús que lleva a Agamenón a la ciudad, unos camareros que atienden a los invitados de Egisto—; espacios urbanos —una ciudad llena de rascacielos, una suite de hotel, un aeropuerto, una autopista, unos bares—; objetos —confetis, serpentinas, globos de colores, un reloj, tazas de café, frascos de maquillaje, cubos y camiones de basura, revólveres, un autobús, una silla de ruedas, una cabina telefónica, un contestador, altavoces, una postal, un avión, coches, leche en polvo, periódicos, balas, un frac, carretes de fotos, un vídeo, mangueras, ascensores—. Las rutinas de la vida urbana afloran por doquier. Casandra se presenta así como un moderno paradigma para tantos seres que llegan a las ciudades modernas impelidos por la emigración y el exilio, víctimas de la creciente deshumanización a la que los sistemas económicos les han abocado. Pero no es esta la única lectura simbólica del personaje. En el destino de Casandra, Rodrigo García vislumbra también el de todas aquellas mujeres que han sido objetualizadas sexualmente por el varón, planteando el dilema moral de consentir ante dicha instrumentalización o posicionarse firmemente en contra de ella, como parece reclamar el personaje femenino que encarna a todas las mujeres: Llámame Helena/Casandra Clitemnestra/Todas las furcias somos/una/A mí me toca crear/las noches/Por eso traigo el mundo/patas arriba/[...] Yo me encuentro con los hombres/cuando los hombres ya son/viejos/Y no quieren regresar al insomnio/de su cama/Y visitan la mía que es/la calle/Y pasean con los ojos como platos/por mi cama/Y se emborrachan y se saltan los discos/de mi cama/Escupiendo en las aceras de mi/Cama/Gritando sumándose al/bullicio de mi cama/Perdiéndose entre mis/escaleras-mecánicas/Resguardándose cuando llueve/Bajo las torres de mi cama (García 2000: 124).
Se puede concluir afirmando que a través del mito de Casandra autores como Pérez Galdós, Mª Luisa Algarra, Joaquín Buxó, Francisco Nieva y Rodrigo García han planteado algunos de los dilemas morales derivados de los acontecimientos políticos y de las transformaciones socioeconómicas acaecidos en España a lo largo del siglo xx. Pérez Galdós y Algarra crean una Casandra víctima de una sociedad sustentada en valores conservadores, pero también transformada en heroína, bien a través del ejercicio de la violencia y del asesinato, bien a través de su justificación, con el objetivo de mostrar a
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la sociedad el dilema entre el progreso y estancamiento, entre la defensa de la igualdad y la justicia, y el mantenimiento de situaciones contrarias a estos principios. De ahí su recuperación en 1983 en la adaptación de Francisco Nieva, un montaje en el que sectores de la crítica de distinto espectro ideológico vieron como metáfora de la situación española poco después de la llegada del PSOE al poder. En contraposición, Buxo Montesinos, a mediados de la década de los sesenta, se erige en defensor de los valores defendidos por la sociedad franquista y, ante el dilema de denunciar o justificar los conatos de violencia de las organizaciones sindicales, opta por asociar la primera premisa, explicando las desigualdades sociales como consecuencia de la condición humana. Ya al finalizar el siglo, Rodrigo García retoma el mito y lo transforma en símbolo de la marginación de las mujeres victimizadas a manos del varón, la mayor parte de ellas emigrantes como Casandra en un país extraño, y en instrumento para denunciar el belicismo y la deshumanización de la sociedad del final del siglo xx. Bibliografía Algarra, Mª Luisa. 2003. Casandra o La llave sin puerta, Madrid: ADE. Anónimo. 1983. “Casandra, con dirección de José María Morera, se estrena hoy en Madrid”, en: El País (24 de octubre): 34. Aragón, Carmen. 1983. “Francisco Nieva espera estrenar dos importantes obras”, en: Pueblo (27 de octubre): 29. Buxó Montesinos, Joaquín. 1964. Casandra, Barcelona: Occitania. Copp, David. 2001. Morality, Normativity, and Society, Oxford: Oxford University Press. Davreux, Juliette. 1942. La légende de la prophétesse Cassandre, Liège: Université de Liège. Doménech, Ricardo. 1974. “Ética y política en el teatro de Galdós. Aproximación a Casandra y Sor Simona”, en: Estudios Escénicos 18: 223-249. García, Rodrigo. 2000. Obras (in)completas. Notas de cocina. Acera derecha. Martillo. Matando horas, Madrid: La Avispa. García Gual, Carlos. 1981. Mitos, viajes, héroes, Madrid: Suma de Letras. — 1995. “Acerca de Casandra de Christa Wolf ”, en: Humanitas 47: 1119-1132. García-Manso, Luisa. 2013. Género, identidad y drama histórico escrito por mujeres en España (1975-2010), Oviedo: KRK.
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LOS DILEMAS MORALES DE LAS MUJERES EN EL TEATRO DE ITZIAR PASCUAL: REIVINDICACIÓN DE LA AUTONOMÍA PERSONAL Y DERECHOS COLECTIVOS1 Pilar Nieva-de la Paz Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Centro de Ciencias Humanas y Sociales. Instituto de Lengua, Literatura y Antropología)
El teatro de Itziar Pascual (n. 1967) quiere contribuir al cambio social tratando de transformar mentalidades y fomentar un pensamiento igualitario.2 Pascual ha desarrollado su actividad teatral con un amplio perfil, que abarca realizaciones en el ámbito de la autoría, crítica, docencia e investigación teatral. Su compromiso con la igualdad de mujeres y hombres en la sociedad y especificamente en el ámbito cultural le ha llevado también a desarrollar una amplia dedicación al activismo asociativo, desde el que ha contribuido a potenciar la creación en igualdad de las mujeres y los hombres del teatro español contemporáneo. Su teatro nace a la vez desde la responsabilidad social 1
Este trabajo forma parte del proyecto de investigación nacional “Industrias culturales e igualdad: textos, imágenes, públicos y valoración económica” (FFI2012-35390), financiado por el MINECO. 2 Itziar Pascual, doctora en Ciencias de la Información y titulada superior en Dirección de Escena y Dramaturgia por la RESAD, ha publicado una treintena de obras, varias traducidas y estrenadas en diversos países. Desde mediados de los noventa ha recibido diferentes premios por sus obras dramáticas, entre las que destacan títulos como El domador de sombras, Las voces de Penélope, Lirios sobre fondo azul, Blue Mountain (Aromas de los últimos días), La paz del crepúsculo, Varadas, Pére Lachaise, Pared, Mascando ortigas, Variaciones sobre Rosa Parks, Hijas del viento y otras piezas breves, Eudi y Tarjeta roja. Ha publicado también diversos ensayos críticos sobre teatro. Fue presidenta y socia fundadora de la Asociación de Mujeres en las Artes Escénicas de Madrid (AMAEM) Marías Guerreras (2000-2003). Actualmente trabaja como profesora de Literatura Dramática y Dramaturgia en la RESAD (Madrid).
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y desde la voluntad de innovar los lenguajes expresivos para que la escena responda con eficacia y belleza a las demandas de la sociedad actual. Como ella misma declara, el suyo es un teatro político y poético (Zaza 1998: 4). El compromiso de su producción teatral con la realidad presente y con la denuncia de las injusticias y desigualdades que padecen las múltiples víctimas del mundo contemporáneo, con especial atención a las mujeres, da paso a la dimensión moral, a la defensa de los valores universales de igualdad, justicia y libertad como claves para la dignidad del ser humano. Interesa también, en este sentido, analizar las técnicas y formas que Pascual emplea en sus obras para representar los valores morales defendidos y “corporeizar” en el texto y en los futuros montajes los debates de conciencia. Sus dramas muestran la evolución de las mujeres contemporáneas desde una concepción moral femenina clásica, orientada al autosacrificio y el cuidado de los demás,3 hacia la reivindicación de una identidad femenina autónoma, que debe incluir la lógica de reclamación de derechos del enfoque jurídico. Como explica Pascual en el prólogo de una obra teatral reciente, su objetivo se imbrica con “Una lucha por la libertad, por el derecho a que nadie decida por nosotras [...] el derecho a ser las personas que queremos ser” (Pascual 2014: 20). Preside así su producción una perspectiva moral renovada que aúna la participación de las mujeres en la vida personal/privada y promueve la integración de sus dilemas morales en la vida social/pública. Esta preocupación por la igualdad fue central en su primer teatro, en el que destacaba el firme compromiso con la promoción del principio normativo de la igualdad de mujeres y hombres, y con la necesidad de su aplicación efectiva en las sociedades de hoy (Vilches-de Frutos 2003: 43). Una revisión actual del conjunto de su producción publicada confirma la vigencia de su interés central por la igualdad de género. Nos encontramos así con unas obras que desarrollan los dilemas de unos agentes morales mayoritariamente femeninos: los de unas mujeres que tienen que superar los valores en que han sido educadas (pasividad, aceptación, sacrificio personal) y adoptar una nueva moralidad, basada en la reivindicación de la propia identidad y de los derechos colectivos (Nieva-de la Paz 2009: 14). Con este propósito central, 3
Sobre la ética del cuidado y su integración en la teoría ética feminista posterior, véanse Gilligan 1985, Benhabib 2006 y López de la Vieja 2004.
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la autora recurre con frecuencia a figuras femeninas históricas y míticas de las que ofrece nuevas lecturas, revisiones que las presentan como modelos positivos para las mujeres actuales. Analizo en este ensayo tres obras fundamentales de su producción teatral que ejemplifican la evolución en las decisiones morales de sus protagonistas femeninas; decisiones que perfilan el avance desde un enfoque de la igualdad como proceso individual hacia una visión más amplia que contempla los derechos de las mujeres en su conjunto y su imbricación con las luchas de colectivos específicos, como el LGTB. En la primera de ellas, Las voces de Penélope (1998), las protagonistas deciden alejarse de unos varones que en su momento las abandonaron, se independizan emocionalmente y evolucionan hacia una mayor autonomía personal. En la segunda, Variaciones sobre Rosa Parks (2007), la decisión de la protagonista tiene fuertes implicaciones colectivas, activando el asociacionismo y la contestación social. Se defiende, en suma, la igualdad de mujeres y hombres como cuestión de derechos y de justicia social. La tercera, Eudy (2014), plantea la urgencia de propiciar la igualdad de género en el tercer mundo, denuncia la violencia ejercida contra las mujeres lesbianas y defiende sus derechos de ciudadanía. Las voces de Penélope (1998), accésit del Premio Marqués de Bradomín 1997,4 ofrece la revisión de un personaje clásico de la tradición mítica desde una perspectiva comprometida con la igualdad de género.5 Pretende así llevar a cabo una relectura que contribuye a una historia contada por las mujeres, a un cuestionamiento de la historia oficial y de sus exclusiones, que, como escribe la autora en uno de sus ensayos académicos, “conlleva descreer y sospechar de una universalidad de la que las mujeres estaban excluidas” (Pascual 4
La obra se presentó como performance-instalación en 1996 en la Sala de Columnas del Círculo de Bellas Artes (Madrid), con producción de Teatro Sur, dirección y escenografía de Elisa Sanz, espacio sonoro a cargo de Albert Robert, y como intérpretes Ana Casas, Esperanza López Tamayo, Nieves Mateo y Claudia Faci. Se incluyó también en el 5º Ciclo de Lectura Dramatizada de la SGAE (2000), [15-11-2014]. 5 “Me gustan los mitos porque me gusta su fuerza ancestral. Su imagen es rica, poderosa. Y me gustan los mitos, también, para descreer de ellos, para aumentar la duda o proponer nuevas hipótesis. El caso de Penélope es para mí, un ejemplo clarísimo de este trabajo que se ha enriquecido, después, con la revisión de otros personajes esenciales de la dramaturgia: desde Catalina Hauptman hasta Laurencia o Salomé” (Pascual 2010: 308-309).
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2007b: 159). El prototipo clásico de la espera femenina, pasiva y resignada, presente en la fuente griega se convierte en esta obra en un tiempo activo y fructífero, el tiempo de la profundización de Penélope en su dilema moral, de la indagación en la propia identidad. Este proceso alejará a la Penélope de Pascual de su definición relacional (Penélope como esposa y madre arquetípica), para plantear en cambio una identidad personal autónoma: “a pesar de Homero, sangre y mujer de mí misma” (Pascual 1998: s. p. [105]). Está organizada en una estructura secuencial compuesta por 20 fragmentos (19 escenas y un “a modo de” epílogo), que en su mayor parte conceden el protagonismo alternativo a cada una de sus tres protagonistas. Para subrayar la contemporaneidad de esta revisión del mito, Pascual lleva a escena a la heroína clásica, Penélope, y a una segunda Penélope que vive en el período actual, “La mujer que espera”, completando el elenco con un tercer personaje femenino, “La amiga de Penélope”, su coetánea. La pieza se abre con el adiós de la Penélope clásica a Ulises cuando abandona Ítaca. Desde el inicio, Penélope reconoce la ambición de Ulises, su orientación al poder, mientras ella encarna el papel de esposa y madre. De ahí que permanezca esperando y asuma el cuidado del hogar y de Telémaco: “Yo quedo al cargo de lo que aquí dejas: tu palacio, tus reses, nuestro hijo” (Pascual 1998: 107). Con el paso del tiempo, la aceptación de ese “destino” le ha producido a la protagonista una profunda infelicidad. Penélope no está conforme con la vida que lleva, sola y acosada por los pretendientes que se han adueñado del palacio. Se inicia así un proceso de toma de conciencia que le plantea la necesidad de elegir entre asumir el papel de mujer dependiente, resignada al abandono, o rebelarse y elegir la autonomía personal, dejar de ser una víctima. Este debate íntimo le permitirá, finalmente, alcanzar la serenidad y encontrarse a sí misma: Aprendí a esperar, pero no como ellos creen. La espera es una forma de resistencia. Es un acto silencioso de reafirmación. En lo que somos, en lo que sentimos, en lo que esperamos [...] El tiempo me hizo menos dependiente. Asumí que aquel hijo era sólo mi hijo; que la historia de nuestro tálamo estaba perdida y obviada. Que sólo volvería cuando se sintiera satisfecho de sí mismo (Pascual 1998: 133).
La heroína clásica resuelve finalmente su dilema eligiendo la independencia, la autonomía personal. Rompe así con el destino femenino prefijado,
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que la condenaba a esperar resignada el retorno de Ulises, rechaza a Ulises cuando regresa, y escoge vivir un futuro en soledad. Contemplamos también a las Penélopes actuales, que sufren de desamor y son víctimas de la infidelidad masculina. Viven obsesionadas con sus frustrantes relaciones de pareja hasta que descubren el engaño de que han sido víctimas. Pascual pone así de manifiesto la pervivencia de la sobrevaloración femenina del amor y los afectos (Lipovetsky 1997: 27), todavía en el centro de la vida de muchas mujeres. Pero el desenlace de la obra es optimista: también ellas rechazan el papel de víctimas para el que han sido socializadas. Ahora prefieren seguir solas, o mejor aún, acompañadas por la amistad solidaria de otras mujeres. Se denuncia paralelamente la parte de responsabilidad que tienen las propias mujeres en su victimización y se llama la atención sobre la urgencia de cambiar sentimientos y conductas. Las tres protagonistas avanzaran así, finalmente, hacia una nueva identidad basada en una mayor independencia y capacidad de decisión. Al deconstruir la interpretación clásica del mito, Pascual plantea la superación del rol tradicional de la mujer inmolada al cuidado, víctima del desamor y el abandono masculino y propone, en cambio, una alternativa positiva: el afianzamiento de la identidad personal de la mujer, reivindicando su soledad y autonomía. En el teatro de Pascual vemos cómo los dilemas morales surgen a partir de la identidad personal fragmentada. No somos una única persona, nuestra identidad es múltiple y compleja. Por eso, en cada decisión moral, nos enfrentamos con nosotros mismos, con nuestras propias “sombras”. Pero esa realidad “psicoanalítica” debe ser llevada a escena, para lo que entran en juego diferentes técnicas que permiten corporeizar el debate, trasformar el monólogo interior de la narrativa en un determinado juego escénico. La técnica fundamental utilizada en esta obra para plasmar la complejidad de la identidad personal y sus debates de conciencia es el recurso a la multiplicidad de voces y perspectivas, que se recoge en el mismo título de la obra. El personaje principal se escinde en voces alternativas, contradictorias incluso, que ofrecen versiones complejas y abiertas de los episodios, ideas y sentimientos recreados. Esta polifonía humaniza a las protagonistas, que ya no son iconos, sino mujeres de hoy, superando el valor simbólico del relato mítico transmitido por la tradición. Búsqueda identitaria y necesidad de comunicación son claves que se repiten en buena parte de la dramaturgia femenina española actual.
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Cobran especial dimensión en la obra las escenas articuladas en torno a la voz en primera persona: soliloquios y monólogos como los de la Penélope clásica y sus herederas contemporáneas.6 El monólogo subraya la necesidad de indagación en la identidad femenina contemporánea y la urgencia de comunicación, lograr una voz y expresión propias, y vencer la soledad y la invisibilidad social. Destacan en este sentido los soliloquios poéticos de Penélope, como el de la escena primera y la séptima (“Adiós, Ulises” y “Pasos”). La protagonista aparece sola en la escena y conversa con sus fantasmas, bien sea con el amado ausente —“Tu sed es ahora la de la conquista. Vete pues. [...] Vete con tu sed de tiempo, mundo y vida” (Pascual 1998: 107)—, bien con las otras habitantes del palacio: “¿A quién hablas, mujer? Vuestras voces me persiguen desde el atardecer al alba. Las columnas de este palacio están cubiertas del musgo de vuestra saliva. Tras mis pasos miradas, bisbiseos. ¿Y ante mí?” (Pascual 1998: 115).7 Cuando el dilema da finalmente paso a su resolución, Penélope toma su decisión y la manifiesta, también, en un expresivo monólogo: “Respeté más la libertad de Ulises que mi dolor. Y puede que un día me lo reproche mi pueblo, mi hijo, el mundo. Madre, padre, reina, amiga, gobernante: Todos los papeles para una única actriz. (Pausa) Todos menos uno. Víctima no” (Pascual 1998: 124). Igualmente relevante resulta el recurso al desdoblamiento del personaje principal. El personaje se configura en tres actantes, ofreciendo una visión poliédrica del mito que incide en su carácter universal e intemporal. Las tres Penélopes viven en dos tiempos alejados entre sí, la Grecia homérica y la España contemporánea; nunca se entrecruzan, pero sí experimentan unas vivencias sentimentales comunes: el amor, el abandono, los celos, vivencias que han permanecido prácticamente invariables a lo largo de los siglos. La contraposición de dos tiempos y dos espacios alejados redunda en la plasmación escénica de la vigencia del modelo femenino de la mujer víctima del desamor, la mujer que espera, desde la Antigüedad clásica hasta el tiempo de 6
La preeminencia del monólogo, muy útil a la hora de facilitar la representación de la obra (fragmentada o completa), conecta con una opción expresiva que fue poco tiempo después prioritaria en el proyecto colectivo de las AMAEM María Guerreras (Pascual 2007b). 7 La utilización de algunas de estas técnicas expresivas en una obra anterior —Fuga (1994)— y sus imbricaciones para las atribuciones de un efecto “realidad” o “ficción” en el lector/espectador, puede verse en Hartwig 2002.
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la escritura. Al mostrar la larga continuidad del modelo tradicional, la autora pretende concienciar a las mujeres de la urgencia de romper con la educación sentimental recibida para avanzar hacia una identidad personal autónoma y completa. Por otra parte, el espacio escénico aparece caracterizado por una moderna desnudez, muy adecuada para el contenido reflexivo y moral que se quiere recrear; desnudez que se compensa con el recurso a la presencia escénica de algún objeto cargado de referencias simbólicas (el telar azul que cubre el fondo de la escena en el palacio de Ítaca; la saeta que representa la tentación de autoinmolación de la mujer abandonada) o claramente contemporáneas (el contestador que acompaña la espera de la Penélope actual; la barra del bar en el que las dos amigas consuelan sus penas), también eficaces a la hora de plasmar escénicamente el debate íntimo y su sentido final. Itziar Pascual estrenó y publicó el segundo título seleccionado, Variaciones sobre Rosa Parks (2007), el mismo año en que se aprobaba la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la Igualdad efectiva de mujeres y hombres.8 Se trata de una pieza en ocho escenas centrada en el famoso personaje histórico que da título a la obra, Rosa Parks. Esta vez, Pascual recurre a la Historia para ofrecernos un modelo femenino positivo de nuestro pasado reciente. Aquella costurera de raza negra protagonizó en un autobús de Montgomery (Alabama), en 1955, un acto de insumisión civil que fue crucial en la lucha contra la discriminación racial en Estados Unidos. Como recuerda Pascual en la lista de personajes que abre su texto, Rosa Parks se negó a levantarse y ceder su asiento en el autobús a un varón blanco, suceso que le supuso arresto y multa: “Su detención provocó un boicot contra los transportes públicos de 381 días” (Pascual 2007a: 27). Las protestas terminaron en 1964 con el Acuerdo de los Derechos Civiles, que prohibió la discriminación. Parks murió dos años antes de que esta obra viera la luz, el 25 de octubre de 2005. Itziar Pascual ofrece en su drama una visión plenamente social y política del derecho de las mujeres a la igualdad. Al elegir como protagonista a una activista de los derechos civiles de la población negra, entra de lleno en la esfera pública y plantea la discriminación de las mujeres como un problema social
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La obra fue estrenada el 15 de junio de 2007 en La Nave de Cambaleo Teatro (Aranjuez, Madrid). Actrices: Begoña Crespo y Eva Blanco. Director: Carlos Sarrió.
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que requiere de soluciones políticas.9 Exponiendo el drama de esta mujer, negra y pobre, la autora denuncia la situación de las mujeres que pertenecen a colectivos en situación de especial vulnerabilidad, que acumulan múltiples discriminaciones (por razón de su sexo, etnia y clase social), con lo que las injusticias que sufre Parks se convierten en símbolo de todas las desigualdades. La protagonista rememora en primera persona ese suceso crucial que marcó su vida, aquel episodio en el autobús que le obligó a tomar una decisión y resolver un dilema fundamental: luchar o no luchar por la justicia y la igualdad. Mientras recibía la fuerte presión del viajero, el conductor y el policía para levantarse y ceder su asiento, tuvo que elegir si acataba los límites impuestos por la ley, que la situaban en una clara posición de subordinación social, o si rompía esos límites y se enfrentaba al poder establecido: De repente el mundo pesa menos que mi cuerpo y sé lo que arrastra./Arrastra los sueños de Emmett Till [joven negro asesinado], arrastra el miedo de los acechados./ Arrastra el miedo de las noches de cruces, de sangre, de caperuzas blancas./Arrastra las vidas perdidas, los sueños rotos, los asesinatos impunes./Arrastra los insultos de todos los que fueron atacados y agredidos (Pascual 2007a: 50).
Rosa Parks decidió entonces luchar, rebelarse y defender su dignidad personal. Con su conducta insumisa puso de manifiesto los abusos de un poder injusto, opresor, de una realidad dominada por la discriminación y el odio racial. En el recuerdo, también la Sombra de Rosa reconoce el peso insoportable de ese poder: “El conductor se sabe blanco. Sabe que él manda en el autobús. Sabe que él puede gritar, puede insultar, puede hacer lo que quiera. Él es blanco, él es hombre, él es ciudadano” (Pascual 2007a: 44). Pascual recupera también en su obra el valor de la utopía, de ese “sueño” que proclamó en su famoso discurso Martin Luther King: todos los seres humanos son creados iguales (Pascual 2007a: 63). La lucha por la utopía representa para Parks la lucha por el cambio, la lucha por una vida mejor para las nuevas
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La obra está dedicada “A las mujeres que no ceden” (Pascual 2007a: 23). Sobre el compromiso del teatro de Pascual con otras denuncias feministas, véanse García-Pascual 2010: 273-74 y Checa Puerta 2011: 89.
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generaciones, motivación fundamental para su rebeldía frente al sistema.10 El drama no oculta, sin embargo, el alto precio que tuvo que pagar por enfrentarse al poder: detenida y encarcelada, perdió su trabajo, se vio acosada y tuvo que abandonar su ciudad. El presente de la acción dramática coincide con la ancianidad de Parks. La vemos entonces sola, abatida y enferma, viviendo en la pobreza. Pero, aunque rebelarse frente al poder conlleve dolor y pueda conducir a la tragedia, la autora presenta los frutos del sacrificio personal como motor de cambio social, al tiempo que propugna la reconciliación: tras la superación de la injusticia, debe llegar el perdón. La escenificación del dilema de Rosa Parks, luchar o no luchar por sus derechos y por los derechos civiles del conjunto de la población negra, permea toda la obra mediante el recurso técnico al desdoblamiento del personaje principal en dos actantes, Rosa Parks y la Sombra de Rosa. Así, mientras que la primera aparece caracterizada como una mujer idealista y valiente, su Sombra encarna ese otro yo, pragmático y temeroso, que está en el fondo de todos nosotros. Rosa cree que todo puede cambiar; su sombra, que nada cambia (Pascual 2007a: 27). La Sombra se define a sí misma como “Esa voz que está dentro de ti. Esa voz que te ayuda a decidir” (Pascual 2007a: 32). De este modo la recuperación de la memoria y la búsqueda identitaria se visualiza en la escena con el recurso a la aparición del espectro (García-Manso 2014), de ese fantasma que recrea en escena la vida interior de la protagonista, su lucha íntima, nunca del todo resuelta. Se logra así, además, dotar de dinamismo a la escena (Zatlin 2007). El dilema moral cobra cuerpo y voz ante el espectador. Pascual recurre de nuevo a la tradición mítica al identificar a su doble protagonista con las figuras clásicas de Antígona e Ismene. La conversación de Rosa con su Sombra plantea argumentos a favor y en contra del sacrificio personal en la lucha por cambiar la sociedad y construir un mundo mejor (Pascual 2007a: 56). Rosa 10
Mientras viaja en el autobús, Rosa ve tras la ventana a una niña negra esperando para cruzar la calle, y surge así, en el recuerdo, su detenida reflexión sobre la necesidad del cambio social: “Me pregunto si ella disfrutará del final del ‘iguales pero separados’./Me pregunto si ella podrá estudiar en una escuela sin segregaciones./[...] Me pregunto si ella conocerá un futuro con más igualdad y justicia. [...] Me pregunto si sabe lo que quiere ser de mayor y si podrá serlo siendo negra./[...] Me pregunto quién decide qué es justo e injusto, quién decide sobre los demás” (Pascual 2007a: 43-48).
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lucha contra el poder y su injusta ley como lo hizo la Antígona de Sófocles. Como Antígona, Rosa Parks considera que no es deseable vivir sin dignidad, vivir a cualquier precio, y se muestra dispuesta a sufrir el dolor que se deriva de su insumisión: “sé que la libertad no es gratis” (Pascual 2007a: 58). La Sombra de Rosa se identifica, en cambio, con la posición pragmática de Ismene, que en la tragedia griega aconsejaba a la heroína ceder ante el poder de Creonte y acatar su ley para evitar la muerte: Me gusta este libro [Antígona, de Sófocles]. Dice: “Conviene darse cuenta de que nacimos mujeres, lo que implica que no estamos preparadas para combatir contra los hombres; y dependemos además del arbitrio de quienes son más fuertes... Por eso yo me someteré a los dictados de los que están instalados en la cúspide del poder, pues el realizar acciones superiores a las posibilidades de uno no tiene sentido” (Pascual 2007a: 56).
Con todo, abundan de nuevo en esta obra de Pascual esos soliloquios y monólogos que favorecen la indagación identitaria. Ejercitando la memoria, rebuscando en los propios recuerdos, Rosa Parks recupera voces y sonidos de la infancia, personas desaparecidas (como la Voz de la Madre, no incluida en el inventario de dramatis personae). Son voces que suenan en su mente, pero que los lectores y espectadores podemos escuchar. El recurso a la Sombra de Rosa, como “falso” personaje que recita una parte de las voces interiores de la protagonista, solo logra enmascarar en apariencia la condición esencialmente monologal de estas Variaciones. Otros recursos técnicos fundamentales para la recreación de la reflexión íntima y el debate interior son los saltos temporales y espaciales, que reproducen la anarquía asociativa del recuerdo al no respetar el orden cronológico de los sucesos. De esta forma se dota de modernidad al enfoque autobiográfico adoptado: la apertura temporal de la acción dramática subraya la actualidad y vigencia del dilema moral planteado. Pasado y presente se contraponen. Tras la rememoración de los episodios cruciales de la vida de Parks en los años cincuenta y sesenta, en el tiempo de la escritura —el presente de la acción dramática, cuando ya Condoleeza Rice ha llegado a ser la primera mujer negra ocupando un alto cargo en el gobierno de los Estados Unidos—, la anciana Rosa Parks sigue creyendo necesaria la lucha por la igualdad y la justicia en la sociedad actual:
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Los jóvenes piensan que lo que digo es antiguo [...]. Pero el corredor de la muerte está lleno de negros que esperan./Los cadáveres invisibles que vuelven de Irak son de soldados negros./No todos, es cierto. También unos cuantos son latinos./Y de los derechos de gays y lesbianas mejor ni hablamos./Ya no hablamos de derechos civiles, hablamos de palabras correctas./Palabras para no herir, si lo que hiere es la injusticia (Pascual 2007a: 81).
En el desenlace del drama, Rosa y la Sombra de Rosa responden de forma diferente a las mismas preguntas. ¿Mereció la pena el sacrificio de tantos activistas que sufrieron persecución e incluso muerte? ¿Se produjo en realidad el cambio social? Rosa Parks. [...] Algunas cosas cambiaron. Y yo pude verlo. Y ojalá pudiera ver más cambios. La Sombra de Rosa. ¿De qué te sirvió Rosa Parks, todo ese esfuerzo? Todo el dolor, todo el miedo (Pascual 2007a: 87).
Sus voces presentan así dos interpretaciones opuestas de la misma realidad. Como resultado de la doble rememoración, de la doble perspectiva, se desprende una lectura abierta y antidogmática de la realidad. Pascual incide a un tiempo en el deber actual de luchar por una sociedad más justa, libre e igualitaria para toda la ciudadanía, pero nos advierte también del alto precio que paga el individuo por su enfrentamiento contra el poder establecido. En la tercera de las obras que analizamos, Eudi (2014), con una estructura secuencial fragmentada en 18 escenas, la reivindicación por la igualdad de género se sitúa otra vez en el contexto internacional contemporáneo (Sudáfrica, 1977-2009).11 Se denuncian en ella las múltiples discriminaciones acumuladas que sufre una mujer negra, pobre y lesbiana. La autora vuelve a recrear la figura de un personaje histórico, Eudy Simelane (1977-2008), mujer futbolista que jugó en la selección sudafricana y que encarnó en su
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Se hizo una lectura dramatizada de esta obra en Madrid, Sala Berlanga, el 2-12-2014, con dirección de Carmen Losa, y con Anahí de la Fuente, Nieves Mateo, Santi Tamames, María Rubio, Ana Bettschen y Fran Cantos como intérpretes (Laboratorio William Layton). El estreno se produjo en Las Palmas de Gran Canaria, en el Paraninfo de la Universidad, por la Compañía 2EC Teatro, con dirección de Carlos Alonso Callero (12-03-2015).
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vida la lucha contra la discriminación de género. La protagonista de la obra aparece retratada como una heroína trágica capaz de arriesgar su vida por defender su identidad. Nos encontramos ante una tragedia contemporánea, que niega la fuerza determinante del destino y promueve en cambio la esperanza en el cambio social. Desde muy joven, Eudi rompe con los estereotipos de género. Su temprano deseo de jugar al fútbol lleva a su madre a advertirle de que va a ser atacada por la gente, que pensará que no es una buena chica: “Eres Eudi Simelane, tienes doce años y vives en Igoli [Johannesburgo]. Y en Igoli los niños juegan al fútbol en los descampados y sueñan con ser futbolistas. Pero las niñas, no, Eudy. ¡Las niñas, no!” (Pascual 2014: 35). Pero Eudi crece y llega a ser futbolista en una sociedad violenta y machista, crea un equipo de fútbol de mujeres lesbianas y es admitida en la selección nacional. Aparece caracterizada como una mujer fuerte y valiente, una “leona” que, como le predestinaron a su madre cuando estaba en su vientre, luchará por cambiar su país.12 Como telón de fondo, se rememora en la obra la lucha contra la discriminación racial protagonizada a lo largo del siglo xx por dos héroes de la independencia sudafricana: Nelson Mandela (1918-2013) y Steve Biko (1946-1977). La historia reciente de Sudáfrica se mezcla así con los episodios de la vida de Eudy. Con 13 años, ella vive el histórico momento de la liberación de Nelson Mandela tras 27 años de prisión (11-02-1990). El país y el mundo celebran entonces el inicio de una nueva era. Sin embargo, como se pone aquí de manifiesto, la versión oficial de los hechos dista mucho de la realidad que vive el país durante años. Por encima de las altisonantes declaraciones oficiales, la lucha contra el apartheid sigue su curso. En varios diálogos y acotaciones se da testimonio así de la represión ejercida por las fuerzas de orden público contra la población negra (Pascual 2014: 47). Mientras a Nelson Mandela y a Frederik de Klerk les otorgan el Premio Nobel (15-101993), en el barrio de Eudi la paz todavía no ha llegado (Pascual 2014: 54): (La Comisión para la Verdad y la Reconciliación, presidida por el arzobispo Desmond Tutu, concluye y publica un documento de 3.500 páginas y un millón 12
“Mujer zulú. Una niña que será diferente. Traerá la voz de los antepasados y de los excluidos. No viene a complacer, viene a traer cambios./Mally Simelane. ¿Cambios? ¿Qué cambios? ¿No es una niña?” (Pascual 2014: 33).
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de palabras, donde se documentan los testimonios de más de 20.000 personas. Las pruebas son irrefutables. Se demuestra la existencia de una violencia organizada. La Tercera Fuerza, en colaboración con el ejército y la policía, contra la población simpatizante del CNA [Congreso Nacional Africano], causante de la muerte de miles de víctimas (Pascual 2014: 57).
Mientras la historia oficial y la historia real de Sudáfrica siguen su curso en paralelo, la joven Eudi se enfrenta a otra dualidad, la distancia que media entre su identidad pública como mujer y su identidad privada, personal: “‘Parecía que yo existía de dos maneras. Entre lo que yo era para mí y lo que era para los demás, no había ninguna relación’ (Pronuncia literalmente) Simone de Beauvoir” (Pascual 2014: 43). Tanto Eudy como su amiga, la activista universitaria Zakhe Sowello, se enfrentan a las amenazas y el acoso de pandillas de jóvenes violentos. Ambas dudan de que el país sin apartheid que se está construyendo en torno a Nelson Mandela incluya también una mejora de la situación social femenina (Pascual 2014: 44). Como Zakhe denuncia en su intervención ante la Comisión para la Promoción de Derechos de los Grupos de Riesgo utilizando los informes de organizaciones internacionales como Action Aid, Médicos sin Fronteras o Medicus Mundi: En Igoli, ninguna mujer está a salvo. Una niña sudafricana tiene más probabilidades de ser violada que de aprender a leer. Una cuarta parte de nuestras niñas son violadas antes de los 16 años. [...] Las mujeres a las que atendemos son insultadas a diario, reciben palizas si caminan solas y escuchan que se merecen la tortura y la violación (Pascual 2014: 70).
Ante esta realidad, Eudi lucha por los derechos de las mujeres, por ayudar a las jóvenes que como ella quieren abrirse camino en el nuevo país que está en marcha. Para algunas de ellas, su identidad sexual como mujeres lesbianas acentúa la persecución y el acoso violento por parte de los jóvenes varones de su entorno. La respuesta de Eudi no pasa entonces por la prudencia y el miedo, sino por la defensa de la dignidad y el respeto que merece como ser humano: “Quiero respeto para mi cuerpo y mi alma. Es eso, Mom. Respeto” (Pascual 2014: 48-49). Sin embargo, su amiga, la activista universitaria Zakhe Sowello, cuya organización lucha contra las “violaciones correctivas” de lesbianas, le advierte del peligro que corre si sale del armario. El dilema
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moral que se le presenta a Eudy, vencer el miedo y luchar por la defensa de sus derechos o plegarse a la presión del entorno y ocultar su verdadera identidad, queda resuelto en la Escena XI sin ambages. Eudy decide arriesgar lo que es y lo que tiene para sumarse al activismo en pro de la igualdad de las mujeres y defender el derecho al respeto y la dignidad de las lesbianas: “¡El armario! No hablamos de moda. Hablamos de derechos. (Pausa) Mi padre citaba siempre a Biko. Decía que algún día Sudáfrica sería ejemplo de una nueva fraternidad. Pero no habrá un nuevo país si las mujeres seguimos donde estamos” (Pascual 2014: 64). Han pasado los años y Eudy ha triunfado en el fútbol; es famosa y puede mantener bien a su familia. Sin embargo, no duda en arriesgarlo todo y luchar por la libertad de las mujeres: “No voy a vivir en el miedo. La mejor arma en manos del opresor es la mente del oprimido” (Pascual 2014: 65). Pero su valiente actitud tendrá un alto precio: una noche, de vuelta a casa, Eudi es atacada, violada y asesinada en un descampado cercano a su hogar. La tragedia se ha cobrado su víctima. Como su amiga Zakhe denuncia en una nueva intervención ante la citada Comisión, resulta flagrante la pasividad de las instituciones internacionales ante las violaciones correctivas movidas por el odio sexual, y es clamorosa la necesidad de proteger de forma especial a esas mujeres que padecen una triple marginación, por ser, además, negras y lesbianas: Digamos que han dejado morir a Eudy./Hemos perdido a una mujer única. Una mujer que podía callar, pero que habló para proteger a las adolescentes de Igoli./Una veintena de hombres la atacaron mientras corría [...] La apuñalaron veinticinco veces en el rostro, el pecho y las piernas. [...]/Hoy queremos anunciar la creación de un centro de protección a las niñas y adolescentes lesbianas de Soweto. El Centro Eudy Simelane. [...] Esta es una batalla contra la pobreza, el patriarcado y la homofobia. Eudy lo sabía. Y no vamos a demorarla, por mucho que las comisiones, como esta, no intervengan a tiempo (Pascual 2014: 80-81).
Destaca en esta pieza el recurso técnico al empleo del coro y del corifeo como narradores que proclaman el valor simbólico de la protagonista13 13
“Coro de madres positivas. (Recitativo expresionista)./Esta es la historia de una chica con corazón de fuego y luz./No quiere ser bonita y rica./Va a ser león y no avestruz./Es leona
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y clarifican el sentido del dilema moral planteado.14 Como en la tragedia griega, ambos anuncian la fuerza del mal, la proximidad de la violencia y la muerte. Si una de las escenas de la obra recrea el asesinato del padre de Eudy, muerto por defenderla en 1990, casi 20 años después, ella se convierte también en nueva víctima sacrificial y es asesinada por las mismas “hienas”. Paga así con su vida la lucha por la libertad y la dignidad de las mujeres, las heterosexuales y las lesbianas. Pero el género trágico es revisado en este caso. La tragedia moderna niega el destino. El planteamiento que la obra sostiene es que todo podía haber sido diferente, que todo puede ser aún diferente: “Coro de madres positivas. [...] Buscan ya su presa inocente./Llaman ya a la Señora Muerte./Pero, ¡ay!, nada de esto está escrito./Puede ser o no ser, lo repito” (Pascual 2014: 74). Un año después de la creación del Centro Eudy Simelane, su madre y sus amigas celebran el aniversario de su muerte. Con el espectro de la difunta Eudy en escena, todas ellas pronuncian, en femenino, la famosa frase de Nelson Mandela: “Soy señora de mi destino, soy la capitana de mi alma” (Pascual 2014: 85). La muerte violenta de Eudy cobra finalmente un sentido. Recrear su vida en escena supone ofrecer un modelo positivo de mujer y extender la idea de que una nueva humanidad es todavía posible (Pallín 2015: 281). El sacrificio de la protagonista no ha sido en vano: su dolor y su muerte han servido para acelerar el cambio hacia un mundo más justo, igualitario y libre. Pascual defiende así que es posible construir otra realidad e ilumina el deber moral de trabajar por un mundo mejor. Podemos concluir, por tanto, que el teatro de Itziar Pascual parte de un planteamiento moral de defensa de los valores éticos universales: justicia, igualdad, libertad, respeto y dignidad personal. Se percibe en sus obras una evolución desde una etapa inicial cuyo planteamiento defiende la conquista de la autonomía personal femenina, hacia un progresivo enfoque social, de y deportista/de nuestro equipo nacional. [...]/Sabe muy bien a quién ama/Y tiene nombre de mujer. [...]/Esta es la historia de Una, esta es la historia de un millón./Mujeres desde la cuna/ con dignidad y corazón. [...]/Eudy vence a los fantasmas./Eudy no sabe claudicar./Sus palabras son sus armas./Nadie la puede acallar./¿Nadie la puede acallar?” (Pascual 2014: 29-30). 14 “Coro de madres positivas. La ciudad/huele a carne chamuscada./Sin piedad,/la verdad está amenazada./La maldad/viaja por la madrugada./¡Oh, gritad!/¡Igoli está ensangrentada!” (Pascual 2014: 50).
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lucha por el derecho a la igualdad de las mujeres y, en general, de los colectivos discriminados. Paralelamente, el contexto español va quedando atrás para pasar a un tratamiento del tema desde una perspectiva internacional. Destaca la eficaz plasmación escénica de los dilemas morales planteados, con la conjunción armónica entre la indagación identitaria femenina, la lucha social por el respeto a sus derechos y las técnicas expresivas utilizadas. Pascual configura la escena mediante unas técnicas expresivas innovadoras —estructura secuencial; polifonía y multiperspectivismo, monólogos yuxtapuestos y narradores corales; recreación de personajes históricos y míticos; desdoblamiento de los personajes y fantasmas en escena; apertura espacio-temporal; desnudez y simbolismo escenográfico— que facilitan la indagación en la identidad de las mujeres contemporáneas mediante la escenificación brillante y eficaz de algunos de sus dilemas morales más acuciantes. Bibliografía Benhabib, Sheila. 2006. El ser y el otro en la ética contemporánea, Barcelona: Gedisa. [Edición original: Situating the Self. Gender, Community and Postmodernism in Contemporary Ethics, New York: Routledge, 1992.] Checa Puerta, Julio. 2011. “Mujeres y teatro en la escena española actual: Angélica Liddell (1966) e Itziar Pascual (1967)”, en: Anales de la Literatura Española Contemporánea 36.2: 85-112. García-Manso, Luisa. 2013. Género, identidad y drama histórico escrito por mujeres en España (1975-2010), Oviedo: KRK Ediciones. García-Pascual, Raquel. 2010. “Sensibilización y denuncia de malos tratos en el teatro español contemporáneo: Paloma Pedrero e Itziar Pascual”, en: Anagnórisis 1: 261-285. Gilligan, Carol. 1985. La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino, Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica [Edición original: In a Different Voice. Psychological Theory and Women’s Development, Cambridge: Harvard University Press, 1982.] Hartwig, Susanne. 2002. “El ojo del observador: reflexiones sobre el efecto realista en el teatro español contemporáneo”, en: Herbert Fritz/Klaus Pörtl (eds.), Teatro contemporáneo posfranquista. Autores y tendencias, Berlin: Tranvia: 141-153. Lipovetsky, Gilles. 1997. La troisième femme. Permanence et révolution du féminin, Paris: Gallimard.
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LAS DRAMATURGAS ESPAÑOLAS ACTUALES Y LA REPRESENTACIÓN DEL DAÑO Julio E. Checa Puerta Universidad Carlos III de Madrid
Este trabajo tiene por objeto presentar algunos textos dentro de la dramaturgia española que se aproximan al tema del daño en el siglo xx y asumen desde la escritura el problema de su representación. Aunque el tratamiento de esta cuestión ha sido recurrente en la escena contemporánea, quisiera fijarme en la producción de tres dramaturgas —Lola Blasco (n. 1983), María San Miguel (n. 1985) y María Velasco (n. 1983)—, pertenecientes a la generación que todavía se considera por una parte de la crítica como “dramaturgia emergente”. Los textos elegidos se organizan en torno a diferentes dilemas morales. Tomaré en consideración las obras siguientes. Pieza paisaje en un prólogo y un acto, de Lola Blasco (2010), que reflexiona sobre el tema de la culpa a través de la historia del piloto Claude Eatherly, quien participó en el bombardeo de Hiroshima. El principal dilema moral en esta obra tiene que ver con la decisión que debe tomar el piloto: aceptar ser condecorado como héroe, o reconocer su culpa y exigir un castigo apartándose de la sociedad. Perros en danza1 (2011), de María Velasco, en la que la autora plantea el problema de la memoria y la posmemoria del daño en la Guerra Civil española. Me interesa resaltar particularmente el que se produce alrededor de dos preguntas: ¿la foto debe ser fiel a la verdad o debe conseguir su máximo grado de eficacia para la denuncia, aunque eso requiera manipulación? ¿Son compatibles memoria y reconciliación?
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Al no disponer de edición impresa, me sirvo de la copia que me ha facilitado la autora, a quien agradezco su generosidad.
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Proyecto Milgram (Blasco 2012), de Lola Blasco, obra que se construye a partir del cuestionamiento de las relaciones entre el daño y la obediencia. Como reveló el experimento de Stanley Milgram, los individuos se debaten entre la obediencia a estructuras superiores o el rechazo a provocar daño a los demás. Se trata de un dilema moral que ha tenido un larguísimo recorrido en la historia del siglo xx. Finalmente, Proyecto 43-2 (2013) y La mirada del otro2 (2015), de María San Miguel, que tematizan la cuestión de la reparación del daño tomando como referencia algunas de las experiencias que han formado parte de la llamada “Vía Nanclares”, desarrollada desde el año 2007, con el fin de conseguir la reinserción de aquellos miembros de ETA que rompieran sus vínculos con la Organización terrorista y asumieran como indispensable la petición de perdón a las víctimas. También en estas obras es posible detectar varios dilemas morales, pero lo más interesante es que no resuelven en escena ninguno de ellos, sino que la acción dramática se interrumpe y la responsabilidad del análisis del conflicto se traslada al conjunto de los espectadores, quienes a menudo abren un diálogo en el que se despliega un complejo mapa de perspectivas. Es posible que alguno de los hechos dramatizados en estas obras pudiera discutirse como “central” en la historia del siglo xx; sin embargo, comparto la postura de Tzvetan Todorov cuando reivindica la importancia de la propia identidad a la hora de establecer qué hitos resultan determinantes para contestar a la pregunta ¿qué hechos del siglo xx debo recordar? (Todorov 2002). La recurrencia del mal como marca característica de toda una época no deja de provocar asombro, pues es evidente que también existiría una lista de logros que pudieran citarse para responder a la pregunta de Todorov. En esta perplejidad incide Carlos Thiebaut al constatar el lugar central que ha adquirido la experiencia del mal en cualquier balance que hagamos sobre el siglo xx y no deja de preguntarse por qué motivo esta experiencia se impone en el imaginario colectivo a la de otras experiencias, como el desarrollo científico, las invenciones técnicas o la ampliación de sistemas democráticos, a lo que concluye: 2
Al no disponer de edición impresa, me sirvo de la copia que me ha facilitado la autora, a quien agradezco su generosidad.
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Tan extensa es la percepción del mal que incluso todas estas nuevas realidades, que un ejercicio sobrio de la razón habría de considerar necesariamente del orden de lo positivo, quedan teñidas de la experiencia de negatividad. Una raíz de esta epocalidad del mal proviene directamente de la experiencia histórica reciente. Los nombres propios de Auschwitz, el Gulag e Hiroshima marcaron un momento absoluto de desastre a mediados del siglo. Aunque éste comenzó con otra gran hecatombe, la de la Primera Gran Guerra, que destruyó mundos y confianzas, es el tormentoso andar de las décadas centrales el que se ha mostrado más hiriente (Thiebaut 2005: 15).
Hasta aquí, he venido utilizando indistintamente los términos de “daño” y “mal”. Si en el título de mi trabajo prefiero referirme a la representación del daño, lo hago evitando su dimensión trascendente, incomprensible e inefable (Safranski 2013; Thiebaut 2005; Eagleton 2010), y tomo como referencia la definición de daño como “la forma humana del mal” (Thiebaut 2005: 4). A juicio del filósofo, “el ver y el definir algo como daño no solo define la ontología modal (y moral) de ese algo; también define nuestra relación con ello y nos define” (Thiebaut 2005: 29). Precisamente, el hecho de que pudiera no ocurrir o de que sea necesario que no vuelva a ocurrir convierte al daño en un asunto que nos concierne moralmente y se adentra en el territorio de la justicia y, por tanto, de la esperanza. El tratamiento de los dilemas morales suele plantear un serio problema a la literatura cuando esta se orienta hacia la búsqueda de alguna solución. En términos generales, parece oportuno reconocer un esquema básico referido al daño, compuesto por dos extremos esenciales, la víctima y el victimario, a los que se puede unir una tercera perspectiva, la de quien ve o tiene noticia de lo que ha sucedido o de lo que está sucediendo (Corbí 2005). Sin embargo, se trata de un sistema que a menudo puede resultar difícil de simplificar. Así, podemos considerar el hecho de que en ocasiones la víctima pueda ser reconocida como culpable, según se da en la justificación del terrorismo o en aquellas situaciones en que se apela al mito del chivo expiatorio. La voz de la víctima puede quedar desacreditada y ofrecer tanto la justificación de la tortura por parte del verdugo, que implica una absolución de la responsabilidad del torturador, como una atribución de responsabilidad a la víctima (Carvajal 2009). Como puede seguirse, cada una de las “desviaciones” del esquema inicial propone dilemas morales de primer orden. A mi modo de ver, esta dificultad
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se acentúa notablemente en el caso del teatro, pues los códigos estrictamente literarios de los textos dramáticos —sea cual sea su naturaleza—, se ven afectados por los códigos escénicos y sus marcas en la representación. El tratamiento escénico de la realidad obliga a llevar a cabo una doble operación de sustitución y restitución. Se trata de la suplantación de esa realidad primera por una realidad representada en la que puedan conservarse las huellas que permitan su restitución en la conciencia de los espectadores, a partir de la experiencia escénica. Volviendo a las tesis de Todorov —aunque referidas a los mecanismos de control característicos de los sistemas totalitarios—, la principal dificultad para restablecer la memoria sobre el pasado estriba precisamente en la desaparición de las huellas, en la intimidación de la población o en el empleo sistemático de eufemismos con el fin de impedir la existencia de ciertas realidades en el lenguaje. Por ello, la doble operación a que me refería arriba se hace tanto más compleja cuanto más se estrechan los límites sobre qué cosa sea representable —ahí se hallan cuestiones referidas al “qué decir”—, o cuando la realidad que se pretende representar afecta hasta tal punto a la sensibilidad de los individuos —creadores y/o espectadores—, que el tratamiento escénico, el “cómo decir”, se convierte en una cuestión capital, porque se trataría de evitar tanto la sacralización del problema como su banalización. Podría añadirse, en ocasiones, una evidente desconfianza acerca de la capacidad real de abordar determinadas cuestiones, como el tema del daño, desde el ámbito de la mimesis escénica convencional. Tal vez por ello, en una buena parte de la dramaturgia contemporánea se da la aparente paradoja de subrayar la duda sobre el lugar que ocupa el teatro con relación a muchos de los asuntos y conflictos que se propone tratar, lo que asimismo acrecienta la necesidad de renovar los lenguajes en el esfuerzo, a menudo infructuoso, por no moralizar desde el escenario. Así, muchas de las propuestas que tematizan la experiencia del daño en la escena actual se sirven de manera recurrente del cuestionamiento de los límites entre presentación y representación, al tiempo que manejan estructuras dramáticas en las que prevalece lo testimonial, lo confesional o lo documental. A la vez, hay quienes se muestran reticentes a la representación del daño y sus usos, al observar cómo en el mundo contemporáneo la experiencia más frecuente del mal:
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es la de un mal que se ha vuelto objeto de exhibición cultural y, sobre todo, de ilustración informativa [...] siendo fácil advertir en este fenómeno rasgos estructuralmente semejantes a lo que Max Weber llamó ‘rutinización’ o ‘cotidianización’ del carisma: algo extraordinario y que interrumpe el decurso normal de los tiempos se reduce a las dimensiones de un elemento normal de tiempos normales (Valdecantos 2005).
Contra ese peligro, algunos creadores trasladan el conflicto dramático hacia la propia representación. Aunque algunas iniciativas han considerado que representar el daño tiene la virtualidad de exorcizarlo, no creo que sea esta la línea predominante. Cuando hace unos años, el dramaturgo Rodrigo García asumió el compromiso de estrenar una obra que conmemorase el bicentenario del 2 de mayo de 1808, un encargo de la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Estatales para mantener viva la memoria de hechos históricos de especial relevancia, el dramaturgo escribió y estrenó Versus (García 2008). Una parte importante del público se mostró desconcertada al no encontrar en todo el espectáculo referencias explícitas a la Guerra de la Independencia, más allá de algunas viñetas que sugerían las Pinturas negras de Goya y que se solapaban con otras sobre las Torres Gemelas. La clave la ofrecía el dramaturgo en el primer texto que se proyectaba en el ciclorama: Todavía no me aclaro si lo importante es lo que decimos o lo que ocultamos. Generalmente creemos, cuando ensayamos una obra de teatro como ésta, que es bueno expresar esas cosas que todo el mundo piensa o sueña pero que jamás hace y siempre calla. Y al rato sospechamos lo contrario: que una pieza de teatro debería ocultar las cosas, no desvelarlas y jamás mostrar nuestros sentimientos. Esto pone a prueba la capacidad poética de todos, incluida la del público, enfrentándonos en soledad a instantes siempre incompletos, a realidades enigmáticas en vez de limitarnos a comentar la realidad (esto es asunto de la ciencia, no del arte). Ofrecer zonas oscuras y jamás exponer ideas claras parece lo apropiado (García 2008: 471).
Algo parecido parece desprenderse de la respuesta que Angélica Liddell había dado poco antes a la pregunta ¿cree que la dramaturgia actual cae en el tópico?:
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Cuando se antepone la denuncia al reto artístico y estético se está cayendo en el tópico. Ni el interés social, ni el famoso interés general, legitiman una obra. Pero funcionar con tópicos es fácil. El tópico es algo que ya existe y se sabe que va a ser aceptado. Los que lo utilizan no tienen que pensar, se libran de la reflexión. El tópico es lo opuesto al pensamiento y a la invención (De Francisco 2004: s.p.).
Así pues, las dudas recurrentes del texto de Rodrigo García podían corresponderse con los planteamientos expresados por Angélica Liddell, quien en varias de sus obras también ha mostrado su inseguridad sobre la posibilidad de representar el dolor. Valga de ejemplo esta cita extraída de un texto en el que aborda la Guerra de los Balcanes: No puedes escribirlo de otra manera. Ni ficción, ni poesía ni filosofía... No encuentro otra manera de describir el dolor que mediante la literalidad, la mera descripción del hecho, el informe puro. Es decir, el dolor es “exhumados los restos de mil y pico víctimas de la matanza de Srebrenica en la mayor fosa común de Bosnia”. El dolor es el informe puro. La única representación posible del dolor es el informe puro. El resto es espectáculo (Liddell 2008: 21).
Estas citas pudieran servir para sostener la idea de que existe en la dramaturgia española contemporánea una corriente que reconoce la dificultad de representar eficaz y dignamente el daño que sufren los seres humanos y tematiza escénicamente los límites de la representación. En el caso de Angélica, veíamos cómo la única solución satisfactoria pasaba “por el informe puro”. Sin embargo, basta recordar los escritos de Alfonso Sastre (2002) para reconocer con facilidad el cuestionamiento de esta postura. Grosso modo, pudiera decirse que estas dos líneas son las que se mantienen en la dramaturgia española última, y no solo en lo concerniente a la representación del daño. Sin embargo, aunque las dramaturgas de la promoción “emergente” comparten preocupaciones y lenguajes ya planteados, creo que ofrecen algunos rasgos diferenciales. Los textos que propongo y otros que pudieran añadirse, omiten su escepticismo respecto de la capacidad del teatro para representar el daño y confían en el dispositivo ficcional y en la fábula como dispositivo adecuado para ello, sin necesidad de acudir expresamente a lo documental o a lo testimonial. Incluso en aquellos casos en que la fábula se organiza a partir de personajes históricos —A. Eichmann, C. Eatherly,
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R. Capa—, las autoras evitan ofrecer una construcción historicista de los mismos. Elaboran y muestran ante todo personajes. El teatro y la teatralidad constituyen un ámbito de reflexión moral válido para abordar los hechos del pasado, sea cual sea su magnitud, pero no para ofrecer las soluciones: Sinceramente, opino que la moral no le hace ningún bien a la calidad poética. Eso nadie lo discute. No podemos hablar en este caso de un lenguaje elevado, sino de un medio, del lenguaje como medio. ¡A la mierda la calidad artística! (Blasco 2010: 26).
Tampoco es el teatro el medio adecuado para las conmemoraciones, pues les parece refractario a la idea de convertirse en expresión de una memoria colectiva. Se diría que estas autoras asumen implícitamente las tesis de Todorov cuando advierte de los peligros de abusar de la memoria (Todorov 2002) y distingue entre una memoria literal y una memoria ejemplar. Mientras que la primera se centra en los hechos dolorosos y los presenta como su máxima singularidad, la segunda aprovecha las lecciones que ofrece el daño en el pasado con vistas al presente y al futuro. Esta memoria ejemplar es la que permite que el daño se entienda no solo como lo que no debió ocurrir, sino que subraye la idea de “nunca más”, de la esperanza. La escena no formula juicios; imagina posibilidades. Por otra parte, puede hablarse de una peculiar “focalización” del problema. Los grandes asuntos relacionados con el daño son tratados desde la perspectiva de lo pequeño, de la anécdota y, a menudo, se proyectan desde ahí hacia una condición universal. La perspectiva viene determinada por el interés de prestar atención al detalle y ocuparse de las zonas menos atendidas de cada conflicto. En líneas generales, las propuestas de estas autoras parecen incidir más en la idea de mostrar a cierta distancia tanto a los verdugos como a las víctimas, según expresa Blasco en la primera acotación: El tiempo no fluye de forma lineal, es un tiempo arrugado, todo sucede a la vez. Estamos en Hiroshima en 1945, en un vuelo a Texas en los 60, en un hospital en el 78. Estamos, posiblemente, en una estafeta de Correos. Estamos en 2009, mirando (Blasco 2010: 33).
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Aunque se parta de la voz testimonial, siempre aparece filtrada y reelaborada por los mecanismos de la ficción. Otro tanto sucede cuando se parte de material documental, que también se reescribe. Frente a la idea de sacralizar, estas autoras eligen construir textos sin héroes ni planteamientos épicos, siendo natural la desmitificación. A menudo, utilizan los recursos más performativos de la representación, lo que se traduce en frecuentes juegos metateatrales, como el desdoblamiento de los personajes, la confusión o desorden temporal, los anacronismos, la intertextualidad, la relectura de los géneros, las estructuras fragmentadas o las rupturas de la cuarta pared. Apenas se reflexiona sobre los límites del lenguaje verbal en escena, pero estos límites se subrayan constantemente mediante esas elecciones performativas que permite la representación. En mi opinión, la complejidad del conflicto se traduce en la complejidad de su expresión, como puede verse en las obras que propongo y cuyo análisis más exhaustivo dejaré para otra ocasión, por razones de espacio. Por ello, las describiré de manera muy sintética, atendiendo tan solo a su relación con los dilemas morales referidos al tema del daño. Como ya he indicado, las primera obra que propongo es Pieza paisaje en un prólogo y un acto (2010), escrita, dirigida e interpretada por Lola Blasco. La obra consta de 22 escenas cortas en las que se aborda el sentimiento de culpa experimentado por el piloto Claude Eatherly (1918-1978), al tomar conciencia de lo que supuso su participación en los vuelos que propiciaron el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima, el 6 de agosto de 1945. Como sabemos, el piloto fue considerado un héroe nacional en los Estados Unidos, reconocimiento que él rechazó, atormentado al tomar conciencia de la masacre en la que había tomado parte. Esta incapacidad para aceptar su contribución personal y colectiva a la barbarie, lo llevó a cometer pequeños robos, a reclamar la necesidad de ser enviado a prisión y, más adelante, a llevar a cabo alguna tentativa de suicidio. Sometido a juicio, fue declarado enfermo mental y recluido en un sanatorio psiquiátrico en Waco, momento a partir del cual inició una interesante relación epistolar con el filósofo G. Anders, que puede leerse completa en el libro titulado Hiroshima ist überall. Tagebuch aus Hiroshima und Nagasaki. Der Briefwechsel mit dem HiroshimaPiloten Claude Eatherly. Rede über die drei Weltkriege, que fue traducido en España como El piloto de Hiroshima. Más allá de los límites de la conciencia. En el prefacio del libro, decía Bertrand Russell:
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El único error de Eatherly fue arrepentirse de su participación relativamente inocente en la brutal masacre. Es posible que los métodos que siguió para despertar la conciencia de sus contemporáneos sobre el delirio de nuestra época no fueran siempre los más acertados, pero los motivos de su acción merecen la admiración de todos aquellos que todavía son capaces de albergar sentimientos humanos. Sus contemporáneos estaban dispuestos a honrarle por su participación en la masacre, pero, cuando se mostró arrepentido, arremetieron contra él, reconociendo en este arrepentimiento su propia condena (Anders 2012: 9).
Tenemos aquí un ejemplo de verdugo convertido en víctima. Dado que se trata de un caso muy conocido, veremos brevemente cómo lo aborda Blasco. La sucesión fragmentaria de escenas identifica al personaje histórico C. Eatherly con varios personajes anónimos que se van desdoblando a medida que progresa la acción y que van perfilando una conciencia escindida. Eatherly será identificado con la figura de Edipo, condenado por descubrir la verdad de su culpa, y con la de Filoctetes, el portador de una conciencia molesta, ese mismo sentimiento de culpa, confinado en una isla por incomodar al ejército griego, igual que Eatherly incomodó al ejército norteamericano, tan interesado inicialmente en condecorarlo, como después por encerrarlo en un sanatorio psiquiátrico. Por último, un tercer desdoblamiento del personaje lo presentaría como el rey David, a través de la reescritura del Salmo 18: He luchado por una causa justa/y Dios es mi baluarte poderoso,/que me dio pies como de ciervo/y me puso sobre las alturas./Perseguía a mis enemigos y los devastaba./Los machacaba sin que pudieran levantarse./Caían bajo mis pies./¡Me ceñiste de fortaleza para la guerra,/sometiste a los que se alzaban contra mí,/obligaste a mis enemigos a darme las espaldas,/y aniquilé a los que me odiaban!/¡Soy tan poderoso!/El más veloz de entre los hombres./Casi no puedes ver/mi movimiento./Nunca nadie ha matado así./Una guerra justa/en contra de la dictadura./Una guerra democrática./Una guerra Santa./Ahora/la guerra ha terminado./¡Estoy vivo!/¡Estoy vivo!/Tengo la camisa descolgada de medallas (Blasco 2010: 84-85).
Al superponer sucesivas citas y reescrituras de textos, Blasco desdobla la figura histórica de Claude Eatherly en diferentes espejos míticos del personaje. La imagen de la expansión concéntrica del hongo se ve acompañada en el
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texto dramático por una inteligente concatenación de fragmentos, episodios y evocaciones que nos sitúan ante la dificultad de interpretar de manera unívoca el conflicto planteado. Como vemos, la bomba atómica, la experiencia de Hiroshima, se convierte en el punto de inicio para una obra que se expande hacia atrás y hacia adelante, de manera concéntrica, hacia la experiencia universal del daño. Del mismo modo, el sentimiento de culpa del piloto se transforma en el sentimiento de culpa absoluto, en el que reside, paradójicamente, la posibilidad para la reparación futura del daño o al menos para la esperanza. Se admite el fracaso y se vislumbra en él la posibilidad de la redención a través de la acción, aunque resulte infructuosa: No es posible arrepentirse de las ruinas en su totalidad,/pero sí de una pequeña/ brecha./No puede lamentarlo y por eso,/por su fracaso,/por su intento,/resulta consolador./Una suerte de esperanza (Blasco, 2009: 29).
La siguiente obra que incorporo a este trabajo es Proyecto Milgram, que también ofrece una construcción fragmentaria organizada en once escenas de desigual extensión y naturaleza dramática. A través de esta estructura, la autora propone que confluyan en el aquí y ahora de la escena, el “tiempo arrugado” de la representación, diferentes tiempos y espacios, desde la Jerusalén bíblica, hasta las instalaciones en que Stanley Milgram llevó a cabo sus conocidos experimentos o la sala donde fue juzgado Adolf Eichmann por su responsabilidad ante el Holocausto. En un primer momento, pareciera que la obra dramatiza las investigaciones llevadas a cabo por Stanley Milgram acerca de cómo funcionan los mecanismos de obediencia y participación de los individuos en la sociedad moderna, incógnita especialmente inquietante después de experimentar en las propias carnes de Occidente el trauma de la solución final, proceso de exterminio que necesitó de la cooperación de muchas personas, y que provocó el interés y la necesidad, entre otras muchas, de medir los variables grados de participación y responsabilidad de los individuos en ese hito del daño. Por ello, el eje vertebral de la obra funcionaría a modo de un estudio de caso —¿cómo respondieron los individuos al experimento propuesto por Milgram y cuáles fueron algunas de las conclusiones a que este llegó?—, que sirve de punto de partida para proyectar una mirada mucho más amplia.
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Si atendemos a lo que fue el proyecto en sí, sabemos que el experimento se desarrolló entre 1960 y 1963 y que en él participaron unas mil personas. Con él se pretendía medir la obediencia a la autoridad y captar la esencia de la actitud obediente y voluntaria. El meollo del experimento consistía en averiguar hasta dónde llegaría una persona en una situación concreta y mensurable en que se le ordenase provocar un dolor creciente a una víctima que protestara. Los resultados mostraron, en todos los grupos estudiados, una alta tasa de colaboración y una notable tendencia a pasar por alto la responsabilidad individual cuando el victimario se consideraba únicamente un eslabón intermedio de una cadena de actos. A partir de los datos del experimento, lo que inicialmente sería un documento —un experimento científico realizado a mediados del siglo xx—, se construye un relato ficcional. Blasco recrea inicialmente cuatro escenas con otros tantos personajes en la función de “maestro”: un asistente social, un profesor de Teología, un ama de casa y una enfermera. Todos insisten en definirse como personas compasivas y en asegurarse que la responsabilidad última recaerá en el científico. Sin embargo, tres de ellos llegarán hasta el final. Únicamente el profesor de Teología, después desdoblado en la figura de Caifás, se negará a seguir adelante. Tras esta escena climática, se retoman las acciones con los demás maestros y con la supuesta víctima, una actriz acostumbrada a representar a los clásicos, con la que la obra comienza a transitar por el juego del teatro en el teatro. Así, nos volveremos a encontrar al Científico y al Maestro B desdoblados en las figuras de Poncio Pilatos y de Caifás, quienes en lugar de discutir sobre el juicio a Jesucristo, disertan sobre el dilema de la obediencia, “tan viejo como la historia de Abraham” (Blasco 2012: 73). La recreación de esta escena, perdida en la noche de los tiempos, se irá reconstruyendo a partir de relatos que llegan hasta nuestros días y que incluyen, por ejemplo, la denegación de asistencia sanitaria a los inmigrantes sin papeles. Provoca así que convivan sucesos como serían la condena a Jesucristo y la liberación de Barrabás con el juicio a Adolf Eichmann, que aparece más adelante. El uso de la intertextualidad, mediante el cual podemos oír las palabras de Eichmann a través del relato de Hannah Arendt (2003) filtrado por Blasco, o las de Salvador Espriu, entre otras, nos ayuda también a realizar nuestro propio recorrido y a participar del diálogo entre pensadores y pensamientos, a no limitarnos a ser meros espectadores/testigos de cuanto parece
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acontecer ante nuestros ojos. Reivindica el valor y la capacidad de la ficción para darnos la medida aproximada y confusa de la realidad. Blasco defiende precisamente una abierta confianza en la ficción teatral, como vía para alcanzar a comprender mejor eso que llamamos nuestra realidad: Científico. —No se preocupe, Margarita. Le hablo de monos, por no mencionar otras situaciones similares con seres humanos. Le hablo de monos para guardar el decoro, como en el teatro, como en las tragedias. Las muertes nunca suceden en escena (Blasco 2012: 54).
El material literario previo parte de fuentes muy diversas. Además de los textos de Hannah Arendt o del propio Stanley Milgram, es importante la presencia de J. W. Goethe —Fausto—; F. Kafka —Informe para una academia— o de M. Bulgákov —El maestro y Margarita—. Textos literarios, mitológicos y ensayísticos terminan por desembocar en este texto dramático, en el que tampoco faltan las referencias poéticas, tal vez algo más veladas. Por ejemplo, la réplica dicha por Caifás: “¿No le parece preferible que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca una nación entera?” (Blasco 2012: 98), procede de San Juan 11, 45-57; reelaborada por Salvador Espriu (1982: 156). De esta manera, las composiciones poéticas remiten a cuestiones históricas concretas, pero a través de implicaciones políticas, éticas, morales y religiosas de carácter más universal. Su recuperación no parte de un afán culturalista, sino que se propone tenerlas presentes ahora y potenciar su significado a través del hecho escénico. Además, el empleo de la polifonía de voces no se refiere exclusivamente a las de los distintos personajes que intervienen en la obra, sino a las encarnadas por algunos de ellos. Se trata nuevamente de mostrar la evidencia de las conciencias e identidades escindidas, como sucedía en Pieza paisaje, y de la configuración de un personaje palimpsesto que ha ido incorporando sedimentos que terminan por cristalizar en el actor que les confiere su aparente unidad. Por ello resulta tan sugerente ese juego de representaciones que se propone en la obra, porque nos permite ver en unos pocos cuerpos la huella de muchos otros, y en unas pocas voces el testimonio de otras voces. Es aquí donde reposa una de las cuestiones radicales que se discuten en Proyecto Milgram: aceptar la condición de depositario de una herencia recibida o reivindicar nuestra capacidad para la agencia y
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renegar de esa herencia. Lo que se señala finalmente en Proyecto Milgram es que el mero hecho de participar, por pequeña que pueda parecer nuestra contribución, el hecho de mirar, puede convertirnos en colaboradores necesarios del horror: “Sí, yo lo diseñé, pero jamás di muerte a un judío ni a persona alguna. Jamás he matado a un ser humano con mis propias manos. Soy un buen padre y un buen esposo” (Blasco 2012: 114). Tras estas dos obras de Lola Blasco, trataré también brevemente dos piezas escritas, dirigidas y representadas por otra joven creadora, María San Miguel. Como sabemos, en la dramaturgia española contemporánea han sido muy pocos los dramaturgos que se han animado a escribir sobre el terrorismo. El caso más significativo sería el de Alfonso Sastre y su conocido texto de 1950 Prólogo patético (Sastre 1991), todavía sin estrenar, próximo en su reflexión a Los justos, de Albert Camus. En el caso de las obras de María San Miguel, me interesa destacar que ni esta joven dramaturga, ni nadie de su equipo, han nacido en o conoce de cerca el País Vasco. Sería interesante considerar, pues, que se trata de un proyecto sobre Euskadi hecho por gente que no es de Euskadi. Como sabemos, nos encontramos ante uno de esos temas —y dilemas—, en los que el aquí y ahora de la representación resultan determinantes para que el hecho escénico se produzca. No parece inmotivado el fenómeno que ha significado el estreno de la película Ocho apellidos vascos y la necesidad de acudir a la comedia para abordar determinadas cuestiones de especial relieve y que provocan una extraordinaria controversia —piénsese en el documental La pelota vasca (2003), de Julio Medem—. Las dos obras formarán parte, dentro de poco, de una trilogía sobre Euskadi, dice su autora, cuando en realidad de lo que quiere hablar es de las implicaciones del terrorismo en Euskadi, no de su gastronomía, o de sus costumbres, o de su idiosincrasia, etc. La primera, Proyecto 43-2, toma su nombre de las coordenadas geográficas del árbol de Guernica, símbolo del pueblo vasco. Es una pieza muy corta que, sin embargo, consta de 16 escenas. En ella se muestran las dificultades para que se produzca el encuentro de varios personajes: una viuda que perdió a su marido en un atentado; su hijo, que abandonó el País Vasco y apenas la visita; su hija, enamorada de un simpatizante abertzale, antiguo amigo de su hermano; y la hermana del otro muchacho. Cinco experiencias, cinco peripecias que hablan de la dificultad de hablar. A pesar de partir de numerosos testimonios, también
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esta autora optará por la ficción. Sin embargo, la distancia de los hechos y la propia realidad sociológica y política pudiera también haber influido en esta decisión. No es fácil, todavía ahora, poner nombre y apellidos a cualquiera de las posiciones enfrentadas en este conflicto. María San Miguel explica en el dossier de su obra: Parece una obra de teatro cualquiera, con argumento de ficción, actores y público. Pero esconde un largo proceso de investigación en el que numerosos testimonios diferentes han servido para dibujar los perfiles de los personajes. No nos basamos en un suceso real [...] es un teatro documental generado a partir de una ficcionalización. Se trata de establecer una nueva forma de entender la realidad social utilizando como medio el teatro y el diálogo conjunto con el público [...] Nos dimos cuenta de que una única obra se quedaba corta para explicar el conflicto (1).
Pudiera decirse que se trata de un proyecto “buenista”, moralista incluso, pero no resulta nada fácil hacer una propuesta semejante en lugares como Ermua, por ejemplo. A pesar de la sencillez del texto, entiendo que aquí se trata claramente de un pretexto: lo importante no es lo que sucede en el escenario, sino que el hecho escénico se produzca, que dé lugar al encuentro de un público que, de otro modo, difícilmente se encontraría. Por ello, tras la función, que se cierra sin un final, siempre se propone una conversación entre los espectadores en un interesante ejemplo de work in progress. Como apuntaba al comienzo de este trabajo, es necesario atender tanto al qué decir como al modo de hacerlo, o lo que es lo mismo, al propio hecho escénico. Muy probablemente, la función permite que una parte del público, al menos, se reconozca en los diferentes roles, casi estereotipos, que concurren sobre el escenario. En el caso de La mirada del otro, se parte del hecho histórico de que seis reclusos de la cárcel de Nanclares de Oca (Álava) expresaron mediante una carta su deseo de “desvinculación por voluntad propia” de la banda terrorista ETA: Luis Astarloa, Josu García, Luis Mari Lizarralda, Andoni Altza, José Manuel Fernández de Nanclares y José Antonio Hernández Velasco. Estos presos también afirmaban en su carta que otros nueve miembros más de la banda habían renunciado igualmente; no que hubieran sido expulsados: Txelis, Kepa Picabea, Joseba Urrusolo Sistiaga, Karmen Gisasola, Iñaki Rekarte,
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Valentín Lasarte, etc., es decir, gente muy importante dentro de la organización. Dos de los seis firmantes, por ejemplo, habían formado parte en los noventa del Comando Madrid, mientras otro de ellos había cometido, entre otros, el atentado en el que se vio afectada Irene Villa. Esta obra, que todavía puede verse en un teatro en Madrid, escenifica los encuentros que tuvieron lugar en la cárcel de Nanclares en 2010 entre miembros de ETA y familiares de sus víctimas en presencia de una mediadora. Se organiza en veinte escenas y de nuevo, parte de confesiones y de testimonios que adquieren la categoría ficcional, condición que se rompe en el debate posterior. Si la primera pieza concluye en el momento en que los personajes se encuentran, pero no sabemos lo que se dicen, esta culmina con el encuentro entre víctima y victimario en lo que, en buena medida, podría entenderse como un final feliz, pues el asesino acude a un acto en memoria de su víctima y pide perdón a su viuda y a su hija. También merece considerarse el hecho de que el terrorista aparece en todo momento humanizado, con voz propia a través de monólogos y diálogos y con una posibilidad de elocución equivalente a la de su antagonista. Además, no solo explica las razones de su ingreso en la banda y confiesa cómo cometía los asesinatos, sino que también refiere todo el proceso de transformación experimentado en la cárcel y sus propias necesidades morales, que podrían resumirse en la necesidad del perdón: Necesito recordar de primera mano los motivos por los que entré. Tomar conciencia otra vez de aquello que hice... de los muertos, de los muertos que dejé atrás y me trajeron hasta aquí [...] necesito saber si se me puede ver como algo más que un monstruo (15).
Al final de la obra, ni sabemos si Estíbaliz lo perdonará jamás, ni sabremos si él alguna vez podrá ser perdonado, o perdonarse a sí mismo; sin embargo, de lo que sí podemos dar constancia es de que cada vez que esta obra se representa, sí se está librando un dilema moral en cada uno de los espectadores y de que convierte al teatro en un hecho de mayor complejidad significativa, entre otras cosas porque transcurre en el ámbito de lo público. Por último, me propongo cerrar este recorrido con la pieza de María Velasco, que ofrece en treinta escenas muy cortas un retablo sobre la Guerra Civil española y el problema de la memoria. También esta obra parte de
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testimonios reales —más de veinte ancianos que han sido entrevistados en varias residencias de la provincia de Burgos—, a los que se suman numerosas citas literarias, periodísticas y políticas. Este material, caóticamente presentado, es encarnado por unos veinte personajes que rompen a menudo el juego escénico y que encarnan diferentes voces, incluidas las de personajes históricos. La acción a veces transcurre en un manicomio, pero generalmente carecemos de información precisa sobre el espacio. Algo semejante sucede con el tiempo, de manera que el cronotopo resulta complicado de establecer. Por otro lado, los recuerdos de los personajes, que pudieran adscribirse a diferentes posiciones políticas, son confusos y a menudo incurren en anacronismos que deben ser entendidos como lenguaje poético, pues dialogan con las citas literarias e históricas (de L. F. Céline, de J. Semprún...), que los propios personajes incorporan en sus diálogos. La tesis fundamental sería la dificultad de fijar la memoria y la dificultad que ofrece para la reconciliación, de ahí que convivan memoria y posmemoria (Hirsch 2012). Me interesa reparar en una escena para entender el sentido de la obra, como es la que se produce entre Gerda Taro y Robert Capa, alrededor de la famosa fotografía del soldado republicano muerto y su posible falsedad. Ambos contratan a una serie de figurantes para retratarlos y ofrecen, por tanto, una foto trucada, lo que me lleva a pensar en una posición moral por parte de María Velasco similar a la que expresa Susan Sontag en su libro Ante el dolor de los demás, cuando se refiere a esta misma foto y advierte que para la reconciliación es preciso que la memoria sea defectuosa y limitada (Sontag 2003). En mi opinión, los textos propuestos muestran el interés de estas autoras por abordar dilemas morales de una extraordinaria complejidad y alcance. Conscientes del valor fundamental de los dispositivos escénicos, acuden a lenguajes teatrales en los que se detectan las huellas de la dramaturgia anterior, pero también la voluntad de acompasar su mirada y su reflexión sobre el daño con una estética teatral eficaz y renovadora.
Las dramaturgas españolas actuales y la representación del daño
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TEATRO ESPAÑOL DE LAS ÚLTIMAS DÉCADAS ANTE LA PROSTITUCIÓN Y LA TRATA DE MUJERES CON FINES DE EXPLOTACIÓN SEXUAL1 Raquel García-Pascual Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)
1. Ámbito normativo y discurso académico ante la prostitución y la trata de mujeres El universo de la ficción teatral dispone de potentes recursos con los que mostrar varias soluciones para un dilema moral gracias a herramientas que en otros formatos serían inviables. Puede apelar al auditorio, en riguroso directo, a inclinarse por una resolución u otra en función de sus valores y criterios éticos. Como aportación a esta dimensión de estudio, mi propuesta es analizar de forma conjunta algunas piezas dramáticas centradas en una temática muy polémica: todos los títulos aquí reunidos reflexionan acerca de si la prostitución es una actividad que hay que legalizar o prohibir. Específicamente, el formato escogido quiere invitar a que la aproximación al dilema referido, de rigurosa actualidad,2 pueda abrir líneas de actuación en áreas diversas, entre otras la docencia en niveles de formación básica, pues la agencia del cambio empieza por interiorizar desde la adolescencia que todas las formas de discriminación de la mujer son creadas socialmente, transmitidas y aprendidas, pero en ningún caso naturales.
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Este ensayo ha sido realizado en el marco del Proyecto de Investigación nacional “Industrias culturales e Igualdad: textos, imágenes, públicos y valoración económica” (FFI2012-35390), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad. 2 Remitimos a Vilches-de Frutos/Nieva-de la Paz (2012) y al último informe de la Asociación GENET ().
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Atendiendo a las estadísticas que indican que en España el 90% de las personas que ejercen la prostitución son mujeres, el 3% hombres y el 7% transexuales, es manifiesto que es un fenómeno mayoritariamente femenino (Álvarez 2005: 117), por lo que, debido a la necesidad de acotar el campo de trabajo, me acercaré únicamente a este sector con una pregunta como guía: ¿realmente las mujeres que se prostituyen disfrutan de dos derechos tan básicos como son la libertad de practicar una actividad sin coacciones y el derecho a no ser maltratadas? Desde este punto de vista y sobre la base de los datos recabados, se subrayará lo difícilmente sostenible que es convertir en objeto de reglamentación una ocupación degradante (Raymond 2013). La presente aproximación al fenómeno parte, así pues, por un lado de la diferencia entre prostitutas y víctimas de trata y explotación sexual, pero subraya también los puntos concomitantes entre ambos colectivos. Se añade a ello que, por ser muchas de ellas extranjeras, su caso se analiza de la mano de la trata de seres humanos —trafficking— y no del tráfico ilícito de migrantes o smuggling, ya que la servidumbre impuesta se perpetúa en el tiempo. A estas distinciones se refiere frecuentemente el activismo comprometido en sensibilizar acerca de las consecuencias para las afectadas y la sociedad en su conjunto, problemática que, de forma paralela, ocupa un lugar destacado en las agendas de organismos supranacionales (García Cuesta 2010). Estos cuentan, entre sus antecedentes, con hitos como la “Convención para la represión de la trata de personas y de la explotación de la prostitución ajena” adoptada por Naciones Unidas en 1949, y que considera irrelevante el consentimiento de estas mujeres por tener la capacidad volitiva anulada. Posteriormente pudieron firmarse la “Convención sobre los derechos del niño, relativa a la venta de niños, la prostitución infantil y la utilización de niños en la pornografía” (Nueva York, año 2000) o el Protocolo de las Naciones Unidas, adoptado en el mismo año en Palermo y que recoge términos tan esenciales como la violencia física, sicológica, social y económica padecida por ellas (Torres 2011: 157) con el fin de mostrar que una designación adecuada es un gran paso para darle visibilidad. No obstante, este último indica, frente a una Convención que ya en 1949 protegía a las víctimas aun cuando hubieran dado su consentimiento, que estas deben demostrar coacción. La carga de la prueba se hace recaer en ellas y no en sus clientes (ibídem), dato que señala que no siempre la mirada se está dirigiendo hacia una mayor
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protección de la persona explotada, y que son posibles los pasos atrás. Para contribuir a evitarlos, es esencial la puesta en marcha de políticas públicas para incorporar la perspectiva de género a todos los posicionamientos, tanto en la defensa de la prostitución como trabajo sexual que debe ser reglamentado como prohibido o abolido (Daich 2012). En el primer caso, la postura reglamentarista ha sido adoptada en Holanda, Alemania y el estado de Victoria, en Australia, con notables divergencias, ya que esta tendencia integra los discursos conservador, progresista y liberal: el primero inclinado por el “consentimiento implícito” de la prostitución si esta no es visible; el segundo basado en la defensa de la libertad sexual y de una prostitución elegida, y, el tercero, que, en términos de libertad de mercado, considera a quienes la ejercen como empleadas de un sector económico más (Hernández Oliver 2007). Estamos ante tres idearios que, lejos de dialogar con el principio de igualdad, incluyen entre otros proyectos, legalizar los prostíbulos, crear registros de trabajadoras sexuales y medidas de control sanitario, la imposición de multas para casos ilegales o una cobertura que obligue a pagar impuestos sobre la renta, pero que también garantice el derecho a seguridad social y jubilación. En este capítulo recaudatorio sería interesante recordar que las posturas liberales radicales incluyen la prostitución en el PIB olvidando quién facturaría incluyendo los datos del cliente o bajo qué modalidad contractual catalogar el arrendamiento de un cuerpo (Hernández Oliver 2007: 84). En el segundo caso, la postura prohibicionista de países como Suecia sanciona la compra de servicios sexuales con multas y penas de prisión. Por considerar que se delinque con el comercio carnal, integra esta medida dentro de la legislación que regula el maltrato hacia las mujeres, al afirmar que la prostitución es una “violencia remunerada” (Díez Gutiérrez 2012: 41). Frente a esta opción, la tercera postura examinada, abolicionista, la sitúa fuera de la ley. Como se reivindica desde organismos como la Coalición Internacional contra el Tráfico de Mujeres, explica que la prostitución es desigualitaria, contraria a la dignidad humana y no está relacionada con la liberalización de la mujer, a diferencia de otros debates, como los debidos a los anticonceptivos o al aborto. Otra razón aportada para no despenalizar esta práctica es reconocer que cuando las barreras legales desaparecen, también lo hacen las morales, lo que supondría actuar en connivencia con el prostituidor en un entorno social más permisivo a las relaciones asimétricas entre sexos. A estos
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argumentos se unen los datos que constatan que, donde se adoptó un modelo legalizador, las mejoras laborales, sanitarias y de seguridad no fueron alcanzadas y aumentaron la prostitución y la trata clandestina (Díez Gutiérrez 2012: 50), sobre la base de que “dignificar la prostitución como trabajo no supone dignificar a la mujer sino a la industria del sexo” (Álvarez 2005: 71). En este panorama internacional, en España, el ejercicio de la prostitución no es delito, pero desde 1995 sí lo es la inducción a menores o a adultos contra su voluntad. En 2003, la reforma del Código Penal y la Ley de Extranjería (LO 11/2003) consideró también delictivo el acto de promover el ejercicio de la prostitución y beneficiarse económicamente de ella aun cuando se acceda a su práctica de manera voluntaria. Sorprende, en este sentido, que en 2015 la última modificación del Código Penal en España no incluya el castigo a personas que se lucran con la explotación sexual de terceros salvo que lo hagan imponiendo condiciones abusivas. Es decir, deja que la jurisprudencia sentencie que esa explotación no existe si considera que la persona prostituida tiene cierta autonomía para dejar de practicarla o para seleccionar prácticas y clientes. No se contempla que, en el caso de haberlo, el consentimiento de quien ejerce la prostitución —ya no solo de la víctima de trata— no se da en la mayor parte de los casos de forma autónoma. Los informes periciales acreditan que no se puede hablar de libre elección en un contexto de vulnerabilidad social. Por esta causa, es fundamental la labor de concienciación impulsada también por otros medios, entre ellos y de manera muy relevante, el académico. Las investigaciones especializadas pueden aportar todo el caudal científico que alega que la prostitución es una forma de convertir el cuerpo humano en un objeto con un precio y también con un valor porque hace confluir diferencias de clase, etnia y condición sexual (Bernstein 2007). Aquí son ejemplares las contribuciones realizadas desde los campos de la Sociología o la Antropología feministas, al producir conocimiento etnográfico de primera mano respecto a los distintos mercados del trabajo sexual femenino, al poner en cuestión los discursos generalizados respecto al placer en relación con el género o al indicar que la prostitución representa una violación serial (afirma MacKinnon 1989) y un soporte del control patriarcal, en palabras de Pateman (Daich 2012: 72). Asimismo, podemos acudir a la teorización sobre las representaciones gráficas y audiovisuales que estudian el papel de los
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relatos de ficción ante la prostitución, así como a la que hace el seguimiento de su difusión en unos formatos televisivos con gran poder “para construir puntos de vista como potentes artefactos de educación sentimental” (Aguilar 2010: s. p.). De forma análoga, desde el campo de las Humanidades, se están trazando vías tan sustanciales en esta hoja de ruta como la que invito a analizar en líneas sucesivas, centrada en el teatro español de las últimas décadas. 2. Posicionamiento de las artes escénicas ante el conflicto moral Las localizaciones escogidas para desarrollar escenas sobre prostitución en las obras estudiadas son muy variadas, desde las ejercidas en la calle hasta las practicadas a través de Internet, pasando por la llamada prostitución acuartelada en pisos particulares, lugares de alterne, clubes de carretera y hoteles-plaza de alto standing. Si nos acercamos a ellas desde el punto de vista ético, resulta interesante destacar que parte de los títulos que están agrupados aquí no defienden una única posición moral, sino que en gran medida nos hacen dudar al ofrecer dos o más alternativas sin una resolución cerrada, ya que exponen el grado de legitimidad de cada una. A diferencia de ellos, otras propuestas apuntan a un solo eje de acción sugerido explícitamente a través de una herramienta llamada “dilema moral hipotético”, que presenta una situación ficticia en la que los derechos y deberes de un individuo chocan con los de otras personas (Farías/Da Silva 2006), punto en el que recalcan que las víctimas no tienen las mismas oportunidades para ejercer sus derechos que las que tienen los proxenetas y clientes. Coexistencia de dos discursos en una obra: comprensión frente a mano dura Estas obras, a mi juicio, reflejan dos posiciones en el debate sin tomar partido por ninguna de ellas, dejando abierta una respuesta. La voz y el foco de unas de sus secuencias representan la realidad tal y como es, de forma descriptiva, y otras la forma imaginada, que es expuesta de manera indirecta o directa en las acotaciones, en los parlamentos de los personajes o en los recursos escénicos desplegados. Sucede cuando ponen de relieve en algunas de las muestras de la doble moral que entraña que este sector esté oculto
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e incluso clandestino, y, sin embargo, tenga en España una sección en los periódicos, la policía realice redadas para controlarlo en lugares en los que se practica abiertamente, o que sea considerado un mal necesario que se ha de controlar solo para proteger la decencia y orden públicos, recordando el largo historial de aceptación resignada de los locales de tolerancia, con la diferencia de que ahora la persona prostituida ha pasado de la criminalización a la victimización. Se incluyen aquí obras que reflexionan acerca de por qué la prostitución puede ser defendida como una elección laboral por algunas de sus ejercientes, como las que reclaman mayores medidas asistenciales en De la noche al alba (1992), de Paloma Pedrero, línea de defensa también de El local de Bernardeta A. (1995), de Lourdes Ortiz, que, al mismo tiempo que pone en cuestión que la denominación de “empleadas del sexo” dignifique a estas personas, visibiliza su deseo de trabajar en este sector de forma cooperativa. Comprensión frente a mano dura es la reclamada en las comedias de evasión que ponen el acento en los posibles finales con matrimonio, como el presentado con tono farsesco en Alta seducción (1989), de María Manuela Reina. En ella, Gabriel, un diputado de mediana edad saca a Trudi de esa vida al casarse con ella, no sin reflejar la hipocresía de una alta sociedad dominada por relaciones conyugales teñidas de apariencias. A este acercamiento se suman títulos que proporcionan también dos posiciones ante el dilema, al presentar la prostitución como posible ocupación lucrativa. Es uno de los temas reflejados en La cinta dorada (1989), de la misma autora, que evoca la última reunión familiar de unos padres con sus cuatro hijos, educados para ser “triunfadores”. Los tres varones llegaron a ser, respectivamente, un exitoso hombre de negocios, un obispo y un profesor de Cambridge, y la hija se convirtió en acompañante de lujo. Cuando ella es atacada por todos por haberse enriquecido de ese modo, se explica que un secreto pesa sobre su figura: de niña fue víctima de incesto, situación que no confesaron nunca al padre por cuestiones bien conocidas en el teatro sobre la honra. Aunque no se señale de forma manifiesta, el conflicto de qué es más sancionable es de fácil resolución. Por otra parte, en este corpus de obras hay protagonistas que plantean que una persona se puede consagrar a un trabajo repudiado con un fin sentimental, como en La Dolorosa (1993), de Angélica Liddell. La creadora presenta a una prostituta-Cristo que redime a los otros a través de la sexualidad como
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entrega máxima, no por incentivos económicos. No obstante, la pieza no deja de ser una crítica feroz a quienes recurren a relaciones sexuales previo pago para conseguir afecto. Para lograr esta doble lectura, Liddell ofrece dos estereotipos, femenino y masculino: ella desea ser amada a cualquier precio, y él, egocéntrico y distante, es incapaz de sentir nada y, no en vano, la llama Puta con carácter despreciativo por comerciar con su cuerpo, sin ver que detrás puede haber una persona necesitada de cariño. Tampoco el espectador pensaría que él, escritor de renombre, en realidad es un asesino. Descubrimos que mató a su mujer y a sus hijos disparándolos con la misma arma que le entrega para que ella también se dé muerte. De este modo la dramaturga demuestra lo erróneo de dejarse llevar por los prejuicios y recuerda que estamos ante un consumidor onanista que impone una relación de absoluta desigualdad. Para universalizar este mensaje, la obra se sirve de técnicas como la repetición de una acción y la falta de referencias al espacio o la ironía, ya que otros amantesclientes le regalan instrumentos cortantes para promover que se quite la vida. El tono irónico también está presente cuando la Puta coloca en una bandeja sus pechos recién cortados como entrega de su cuerpo, por el que él ha pagado, pero señalando que no podrá poseer su alma. En el lado argumentativo opuesto, en Talgo con destino a Murcia (1997), de Charo González Casas, el tema central es el de un suicida disuadido por una prostituta compasiva. Con una función actancial de personaje ayudante y un papel tranquilizador, ella evita que se tire a las vías, por lo que defiende su presencia como bien social necesario, y con ello un nuevo dilema y un final abierto para reflexionar sobre las alternativas expuestas, así como se dirige la atención hacia el posible poder que tiene quien ofrece servicios sexuales en Juego de 2 (2005), de Raúl Hernández Garrido, que nos habla del ansia de posesión de la imagen del otro, pero también de una prostituta que reivindica su autonomía. Representación de una sola toma de postura: hacia la resolución del dilema En segundo lugar, mi propuesta es atender a creaciones que muestran una resolución del dilema unívoca, con una clara toma de posición ofrecida con fórmulas escénicas empleadas para acentuar, minimizar o negar la firmeza de los juicios morales. El primer ejemplo es una pieza en la que
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una mujer prostituida acaba con su vida como forma de recuperar su libertad, tema explorado en Elsa Schneider (1987), de Sergi Belbel. Una de las medidas desplegadas por el autor es el desdoblamiento de un personaje y la creación de su álter ego en espacios diferentes. Sus protagonistas son la actriz Romy Schneider y la aristócrata Elsa Schneider, que para saldar las deudas de su padre, se somete a la lascivia de un viejo millonario. Ambas sucumben a un entorno represor, pero nacerá tras ellas otra mujer fuera del estereotipo impuesto. Un desenlace muy diferente ofrece Cristal de bohemia (1994), de Ana Diosdado, en la que un grupo de meretrices formado por Lupe, La Nena y Gaby hacen repaso de sus vidas, ponen en común sus aspiraciones y recuerdan a una compañera que dejó la profesión para casarse con un viudo, al que engañó sobre su ocupación. Aparece, entonces el Duque, responsable del cierre del negocio. A pesar de ser una farsa, no se esconde la realidad de las inmigrantes explotadas —es el caso de Zosia y Jerzy, que asisten de forma muda a la actuación de las otras— y de las menores de edad prostituidas. Un escenario similar encontramos en Las niñas de San Ildefonso (1995), de Carmen Resino. Su acción transcurre el día del sorteo de la lotería de Navidad en un domicilio visitado por las prostitutas de un local de alterne cercano. A una de ellas le ha tocado un décimo y quiere huir con el portero, cuando a la casa llega también una de sus compañeras que pretende hacer huelga en el prostíbulo para luchar por sus derechos laborales. Al final de la obra se derraman los boletos premiados, que caen sobre las chicas y de este modo se convierten en ganadoras. Pero detrás de esta aparente alegría está un retrato crudo de la mercantilización de la mujer, en la que además es la Doña la que manipula a las trabajadoras. Para enfatizarlo, una de las sugerencias de montaje se apoya en un ambiente de sainete grotesco con animalizaciones y travestismos dentro de una simulación de cueva que alude al “hombre primitivo” dominante de esta estructura. Otra casa de lenocinio conocemos en Los viernes del Hotel Luna Caribe (1999), de Alberto de Casso Basterrechea. Una madre y sus dos hijas cubanas (Yliana y Liena) llegan a España tras recibir una oferta de trabajo en un supuesto hotel que resulta ser un local regentado por el chulo allí residente (Orlando) que se acabará enamorando de la primera hasta convertirla en su protegida, pero a costa de acapararla y esclavizarla. Ella es, en un principio,
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quien opta por quedarse trabajando —cree que de bailarina— para poder sacar adelante a su hija y acaba subyugada sin oponer resistencia. Frente a la resignación de su hermana, Liena escapa y es finalmente la que denuncia a Orlando, pero la víctima se suicida tras el arresto de su proxeneta, otra muestra de las secuelas padecidas por vivir alienada. En otro orden, y como reflejo de las personas que suplen con sexo otras necesidades, en Venecia (2009), de Liddell —incluida en La casa de la fuerza (2011)—, la protagonista exhibe gratuitamente su cuerpo en un chat y accede a las peticiones más degradantes de los ciberclientes buscando el afecto no encontrado en las relaciones no virtuales. La obra comienza con la protagonista, que tras una decepción amorosa, aparece tumbada en el suelo con un chelista sobre su vientre. La obra adquiere un carácter confesional cuando Liddell confiesa el motivo de sus autolesiones en el directo de la escena y conecta su sufrimiento con el conflicto bélico en Gaza, aludido en la obra. La dramaturga une de nuevo sexo y violencia mediante el acercamiento de contrarios acústicos, así como inquieta con la larga duración del espectáculo, los excesos, las situaciones extremas, el lenguaje grosero y los temas obscenos con los que busca generar conflictos inmorales en el espectador para que pueda llegar a conclusiones morales. Otro de los puntos sobre los que proponemos hacer una reflexión es que en el corpus escogido suele ser una idea recurrente que la relación establecida en el mundo de la prostitución es de dominio sobre la mujer, tema que desarrolla La persistencia de la imagen (1997), de Raúl Hernández Garrido. En ella un cliente ciego remarca que con dinero puede comprar incluso el derecho a retratarla con intimidación. Conoceremos un nuevo acercamiento a este tema en Los esclavos II. Los engranajes (2009), del mismo autor, cuya anécdota surgió de una macabra noticia: un matrimonio ruso (en la obra Nina y Miguel) asesinó al amante de ella (Sergio) y trituró el cadáver para convertirlo en comida. La obra se inicia con el juicio a ambos por asesinato y antropofagia, en el que se plantean las razones que puede haber detrás del deseo de subyugación del otro, ya que el adulterio entre Nina y Sergio es planificado por Miguel, que a su vez se venga con una prostituta, a la que somete a una relación sádica. Otro ejercicio de posesión previo pago es Matrioska (o Los caballeros las prefieren rusas) (2007), de Roberto Lumbreras, que aborda el tema de la trata
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de mujeres visto a través de una escort víctima de una cruel relación de fetichismo. El autor abre con ella una puerta a la reflexión sobre la prostitución de lujo, sector minoritario que engloba a mujeres que ejercen en domicilios o en “clubes plaza”, auténticos complejos hoteleros considerados la élite del alterne. Pero, si por presumirse que es una actividad independiente, a estas mujeres es más difícil asignarles socialmente el papel de víctimas (Daich 2012: 80), la obra sin embargo defiende sin ambages que en el proxenetismo es un negocio que busca la rentabilidad máxima y que la sobreexplotación sexual está también en estas prácticas supuestamente vip. Sostiene que incluso en estos casos no debe hablarse de libre elección y que también son mercancías al servicio de los varones. Lo hace mediante una sucesión de diálogos en la consulta de Adolfo, un psiquiatra que comienza su actuación introduciendo a Tania dentro de una matrioska vestida con traje folklórico ruso y marcada con “la A de tu amo” (Lumbreras 2007: 8). Por su parte, Tania se presenta informando de que es filóloga y bailarina profesional al intentar diferenciarse verbalmente de las prostitutas de calle, cuya situación describe con pesar.3 Pero de nada sirve este parlamento, como tampoco que intente dar lecciones a Adolfo sobre el trato algo más respetuoso que recibe de otros clientes,4 ya que en el directo de la escena es igual de degradada: “¡Calla ese sermón de puta-feminista! Encima no te hagas la víctima. [...] estabas en una agencia de escorts” (Lumbreras 2007: 31). Pronto se descubre, además, que él es un abusador de menores que tramita la adopción de una niña. Unido al tema de la dominación está el de desautorizar a quienes consideran que hay una “subclase” de mujeres al servicio del hombre. Es el punto de partida de El Bordell (2008), de Lluïsa Cunillé, flashback de la noche en que se produjo el golpe de Estado del 23-F, en el que varios personajes se “Tania. —Ellas son el estrato más bajo del oficio: las esclavas. Las encontrarás secuestradas en naves y sótanos. [...] No son putas de lujo como yo. Porque no tienen papeles. [...] Viven ocultas, en la noche, en el subsuelo, atemorizadas, deprimidas, enfermas de sida y enfermedades venéreas, llenas de moratones, quemaduras de cigarro, tatuajes con las marcas de sus ‘ganaderos’... Muchas son sólo niñas, algunas intentan todos los días suicidarse. Tienen miedo a las palizas, a que se enteren sus familias de la deshonra” (Lumbreras 2007: 36). 4 “A veces el cliente se avergüenza del abuso de poder, de la diferencia de edad... [...] quizás yo le recuerde a su propia hija o nieta. [...] Algunos se sienten más hombres protegiendo que humillando” (Lumbreras 2007: 36). 3
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encontraron en un burdel de carretera y decidieron comprarlo. Veinticinco años después vuelven a reunirse allí estos socios del lupanar, entre los que están un militar, un banquero, un político travestido y la madame, mujer que ejerce su violencia simbólica asimilándose a ellos. Con el objetivo de sensibilizar también a la sociedad sobre este tema, Esparcid mis cenizas en Eurodisney (2007), de Rodrigo García, comienza con el recitado de un texto que recuerda que el sexo es un objeto más de consumo. Cuando uno de los intérpretes masculinos unta su torso desnudo con un elemento viscoso, dos actores lo cubren con pan para hacer con él un emparedado, al tiempo que se proyectan sobre el escenario sentencias que aluden al consumismo desaforado. De forma complementaria, otra actriz es sometida al mismo proceso de embadurnamiento, tras el cual él intenta introducirle su cabeza por el ano, nuevo abuso cometido sobre un cuerpo femenino. Frente a esta muestra, en Apología de amor (2010), de Juana Escabias, se somete a la proveedora de servicios a un rol de relatora intimidada y subyugada. También Peceras (2012), de Carlos Be, pone al espectador a escasos centímetros de la violencia extrema ejercida hacia una mujer que vende su cuerpo no con fines sexuales sino, para que los clientes la puedan maltratar físicamente previo contrato. Unido a este argumento está el relativo a los demandantes de sexo con problemas mentales, que también están presentes en esta selección. Este tema lo formula Si yo fuese tú (2014), de Beth Escudé i Gallès, al dejar ver la tragedia de que Amor y la Puta hayan sido esclavizadas sexualmente por un hombre con tantas perturbaciones como Boni. Creaciones que apelan a la intervención de los agentes sociales En tercer lugar, como avanzaba, he seleccionado títulos que invitan además a poner en marcha medidas tanto disuasorias como asistenciales, entre otras, campañas de prevención de la prostitución infantil, programas de atención a mujeres traficadas, estrategias de ayuda a migrantes prostituidas o formas de dar a conocer las posibilidades que ofrecen las casas de acogida. Estas creaciones explican que el dilema moral está en la implicación de la comunidad creadora, pero también en la forma de involucrarse que tiene el público receptor como metonimia de la sociedad en su conjunto. Quizá
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por ello se sirven con tanta intensidad de la función apelativa y conativa mediante el recurso a vocativos, imperativos, fórmulas enfáticas, figuras de reiteración o diálogos directos con el patio de butacas, estrategias dramáticas que pueden invitar a los espectadores a ser elementos activos. Este grupo de obras apunta a quiénes son los agentes responsables de doblegar la voluntad de las víctimas de prostitución y trata. Como creo que no podía ser de otro modo, el primer elenco establecido alude a la necesidad de abordar a los proxenetas. Es una de las tesis centrales de El jardinero de la N-II (2006), de Emiliano Pastor Steinmeyer, en la que se entrelazan el proxenetismo, la violencia de género y la pederastia. Enriqueta encubre la explotación sexual de Guillem a Alina, ya que él fue víctima de los abusos sexuales de su hijo pederasta. Con este planteamiento de base, la pieza pone el foco en varios hilos temáticos unidos al ejercicio encubierto de la prostitución. El primero de ellos es el desamparo de las personas que sacan a la luz redes delictivas: “Policía. —La mitad de las llamadas que recibimos son bromas como esta” (Pastor Steinmeyer 2006: 94). Asociado a este caso, otro de los ejes argumentales es el maltrato continuado de los traficantes que tienen amedrentado a todo el colectivo. La propia Alina testimonia que, si denuncia, no solo se pone en peligro ella, aludiendo a la necesidad de trabajar en la protección de los testigos. Otro de los temas que explora la obra es cómo Guillem mata a Alina justo cuando ella está a punto de abandonarlo, caso de violencia de género contra una mujer prostituida, que para más dramatismo esperaba un hijo. Pero es Enriqueta quien se culpa de este asesinato en un intento de restañar el daño que le hizo su hijo a Guillem por abusar de él siendo niño, una nueva denuncia de la impunidad con la que actúan estos maltratadores. Este corpus es también sensible a las escasas actuaciones emprendidas hacia las mujeres migrantes que se ven abocadas a vender su cuerpo por estar sin recursos, sin hogar y con familiares a cargo, de los que están alejadas. Mercado libre (2007), de Luis Araújo, toma partido por esta causa al acercarse a la relación entre un abogado corrupto y una prostituta extranjera indocumentada. El personaje A no tiene escrúpulos y no duda en aprovecharse de su situación para poder abusar de B, quien lamentablemente muestra hasta dónde está dispuesta a llegar para sacar a sus hijos de la cárcel.
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Más actuaciones firmes contra las tiranías que están en la base de esta actividad ofrece Malena, llena eres de gracia (2011), de la Compañía das Marías, producida con la colaboración del Instituto de la Mujer, y que explica el caso dos mujeres rumanas, víctimas de explotación sexual, que relatan las vejaciones sufridas en el club de alterne en el que están presas, cuya circunstancia es asimilada en el montaje a la compra de animales y a la actuación de las muñecas presas en una caja de música, con técnicas como la voz en off que lee anuncios de servicios sexuales, la cosificación de las protagonistas o su animalización mediante una gesticulación que imita al ganado. A estos reclamos de intervención en el campo asistencial se suma otro elemento común en varias obras. Me refiero a títulos que apelan a que es posible salir de esta esclavitud, como Método Le Brun para la felicidad (2011), de Juan Mayorga. Le Brun obliga a su mujer a fingir que es una prostituta del Barrio Rojo de Ámsterdam para que, ante el público, represente las caras del método que firmó como teórico de arte. Mayorga convierte al protagonista en un grotesco jefe de pista que presenta el número que se va a desarrollar en esta carpa circense. Además de degradarla, la fuerza a trabajar recordándole que es un mero objeto sexual, previo desembolso: “Margarita. —Sólo vienen degenerados. [...]/Le Brun. —Han pagado” (Mayorga 2008: 5). Pero después de una década de trabajos forzados, ella logra abandonarlo para volver a ejercer por su cuenta. Es importante la salida en positivo, al ser vehículo de la voz de las pocas mujeres que pueden librarse de su maltratador sexual. Nuevamente el teatro es elegido por su poder escénico en Caperucitas, esclavas del lobo (2011). Con el apoyo de Médicos del Mundo y del Instituto de la Mujer, la compañía Clan de Bichos produjo esta obra centrada en una relectura del cuento tradicional que escoge el formato de un programa de televisión en el que se juzga a una mujer víctima de trata que se enfrentó a su proxeneta. Al diálogo de los personajes se unen números musicales en directo y manipulación de objetos cotidianos, entre ellos, muñecas encadenadas y envueltas en papel transparente. Otras técnicas desplegadas son las proyecciones en la pantalla de desnudos y de los dibujos animados del relato aludido con stop motion y juegos de sombras con los que concienciar sobre las consecuencias del ejercicio de la prostitución para la salud mental, equiparadas a las sufridas en las torturas. Un teatro como este busca conmover y movilizar al espectador, ya que lo invita a participar en la propia representación, dándole
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la palabra como se hace en el medio televisivo. Con tono de musical combinado con el teatro documento, se deja el desenlace a criterio del auditorio, esperando un veredicto que deporte a la protagonista a su país de origen o que, por el contrario, le devuelva sus derechos fundamentales. Las piezas anteriores nos hablan de que no hay un retrato-tipo de cliente en el sector de la prostitución. Hay quienes viven una relación estable y buscan algo distinto; clientes sin pareja que compran diversión sin contrapartida; hombres que pretenden obtener fantasías; varones con problemas en su relación con las mujeres, etc. Su objetivo puede estar en la búsqueda de compañía, pero también puede encontrarse detrás de esta actitud un deseo de dominio y/o venganza, por lo que la práctica imperativa es característica inherente a la sexualidad prostitucional, que busca en sí humillación y apropiamiento (Vicente 2009). Ante este panorama, nuestras tablas pueden ofrecer otros paradigmas de acción, al centrar su mensaje en la persecución del solicitante de estos servicios, deslegitimándolo públicamente como cómplice de esta violencia. 3. Conclusiones En este acercamiento al teatro español de las últimas décadas, las respuestas aportadas por los autores y autoras ante una posible actitud permisiva frente a la prostitución en España presentan variaciones en función del mensaje potenciado en cada pieza, sin que por ello hayan optado por enfoques moralizantes. Una serie de piezas dramáticas exponen el dilema planteado lejos de decantarse por una opción u otra, en tanto otras se inclinan por una postura de forma explícita. Sin obviar sus diferentes orientaciones, sin embargo sí podemos sacar unas conclusiones a la luz de las constantes apreciadas en este corpus: 1. Los títulos escogidos pulsan en la sociedad española una voluntad unánime de luchar contra la trata y explotación sexual de mujeres, pero indican también que no sucede lo mismo con la prostitución, hacia la cual las perspectivas se diversifican y surgen los dilemas. Proponen que, para no dejarse llevar por inercias argumentativas, la atención debe dejar de centrarse en el consentimiento de las prostitutas, pues en la mayor parte de los casos se ha
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producido a través elementos coactivos como son el engaño inicial con promesa de una ocupación diferente, la relación amorosa o de amistad fingida, la amenaza de proxenetas y organizaciones criminales o el secuestro. Además, me parece sustancial vincularlo con lo que sucede en violencia de género, ya que cuando una mujer no denuncia la intimidación o cuando incluso defiende a su maltratador no podemos afirmar que actúa de manera voluntaria. Además de ser víctimas del síndrome conocido como “indefensión aprendida”, las mujeres coaccionadas y vulnerables no pueden denunciar sin garantías de que los culpables sean condenados. 2. Sucede que en ciertos sectores hablar de prostitución es centrarse en las prostitutas, los burdeles, los proxenetas y las mafias, pero no tanto en los clientes, que son desdibujados y, si aparecen identificados, lo hacen aquejados de problemas psicológicos. Por el contrario, muchas de las obras reseñadas convierten en protagonistas principales a demandantes de sexo en apariencia normales e incluso muy respetables inicialmente, pero los someten a una desacreditación constante, en gran medida con una deshumanización lograda con registros grotescos, cromatismos estridentes, travestismos y nomenclaturas despectivas frente al eufemismo generalizado. También hemos visto que es constante que los clientes de estos servicios desprecian a las mujeres que los ejercen. En el lado opuesto, las técnicas de identificación con las víctimas son habituales en el corpus señalado, entre las que destaco el monólogo como vía de desahogo de víctimas que se ponen en peligro si lo cuentan públicamente, el desdoblamiento de personajes, las voces en off con fines testimoniales, la repetición de acciones con fines durativos, el uso de la ironía, la cesión de la palabra a los espectadores o la presencia escénica de personajes privados de voz para mostrar su invisibilidad en el sistema. El público empatiza con sus gritos, pero también con sus silencios. 3. Como se ha visto, el cliente de la prostitución considera a la mujer como una subordinada, por lo que género y poder están siempre en el centro del debate. Nuestro teatro expresa que es difícil imaginar una sociedad donde las mujeres disfruten de una libertad social, económica y sexual mientras se siga aceptando la existencia de una subclase de personas a disposición de otras. Como contrapartida, será muy útil contar con ficciones como las presentadas que defiendan otros puntos de vista, especialmente implicando a las nuevas generaciones.
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4. Oímos hablar mucho de cómo mantener a las mujeres en la prostitución de forma digna pero quizá mucho menos de cómo ayudarlas a salir de ella. Algunas de las piezas aquí expuestas sí lo plantean. Para ello, valoro muy positivamente que nuestra escena comunique que la sociedad prejuzga a las prostitutas sin entender que se dedican a ello por múltiples razones, y que logre concienciar a los potenciales clientes —muchos de ellos muy jóvenes— de que puede haber explotación y trata detrás de las mujeres cuyos servicios alquilan. 5. Se ha defendido que una de las consecuencias más serias de legalizar la prostitución es que la sociedad no se haría cargo de la responsabilidad colectiva que tiene. Aunque su regulación podría parecer un instrumento de protección —cuestión que, como se ha apuntado en páginas anteriores, tiene importantes argumentos en contra— el mayor obstáculo que se puede oponer quizá a la misma es que con su sanción legal como una actividad más se produciría la aceptación pública de una conducta que no ayuda a su desaparición como opción de vida, sino que la refuerza. En conclusión, este ensayo invita a poner el acento en un teatro que defiende que solo una ínfima parte de las mujeres prostituidas pueden elegir su dedicación, ya que esta actividad nace de la falta de igualdad de oportunidades y de la discriminación de género. Demanda que la sociedad en su conjunto no debe verla como una salida profesional, sino como un servicio de esclavitud remunerada. Bibliografía Aguilar Carrasco, Pilar. 2010. “La prostitución en el cine: una historia de agitación y propaganda”, en [10-09-2015]. Álvarez, Ángeles. 2005. La prostitución. Claves básicas para reflexionar sobre un problema, Madrid: APRAMP/Fundación Mujeres. Araújo, Luis. 2008. Mercado libre, Madrid: Consejería de Cultura/Asociación de Autores de Teatro. Belbel, Sergi. 1991. Caricias y Elsa Schneider, Madrid: Centro de Documentación Teatral. Bernstein, Elisabeth. 2007. Temporarily Yours: Intimacy, Authenticity, and the Commerce of Sex, Chicago: The University of Chicago Press.
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III. CONFLICTOS ÉTICOS FRENTE A LA GUERRA
LOS ESCRITORES ESPAÑOLES Y LA GRAN GUERRA (1914-1918): ECOS Y ESPEJOS DE UN COMPROMISO Margarita Santos Zas Universidade de Santiago de Compostela
Es opinión extendida, entre quienes han estudiado las ficciones nacidas al amparo de la Primera Guerra Mundial,1 considerar que el grueso de este tipo de relatos pertenecen a las literaturas francesa, inglesa y alemana. Lo que significa que suelen pasar por alto la contribución española, excluida a priori al haberse declarado España oficialmente neutral en aquel conflicto mundial. Sin embargo, esta circunstancia histórico-política no es sinónimo de vacío literario y mucho menos de pasividad ciudadana, pues el pueblo español —con sus élites intelectuales a la cabeza— tomó partido y defendió posturas antagónicas, resumidas en la virulenta polémica entre aliadófilos y germanófilos nacida con el estallido de la contienda. También se ha señalado que cuantitativamente la producción española de ficciones de guerra —me refiero ahora a aquellas en las que el país estuvo implicado— es más bien escasa, y desde un punto de vista cualitativo —y lo
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Bien sea para analizar los rasgos específicamente literarios de los relatos de guerra, sus denominadores comunes, o bien para realizar su catálogo, apenas se ha tenido en cuenta la producción española. Véanse al respecto las monografías de Kaempfer (1998) y, más recientemente, la de Schoentjes (2009), en la que no se consignan autores españoles (Vauthier/Santos Zas, 2015: 329); en nuestro ámbito remito a González (2013: 4-7), en cuyo trabajo sobre la crónica de guerra, abordada como género, ofrece un útil estado de la cuestión. Por otra parte, es muy amplio el muestrario de escritores de los países beligerantes que lucharon y ficcionalizaron su propia experiencia, algunos tan conocidos como John dos Passos, Robert Graves, Henri Barbusse, Wilfred Owen, Ernst Jünger... Para un repaso de estos y otros muchos testimonios, véase la reedición de la obra de Jean-Norton Cru (1993).
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señalo de pasada—, la literatura española no ha dado grandes obras relacionadas con las guerras del xx.2 Sin embargo, y paradójicamente, la guerra europea ha producido en proporción mucha más literatura latu sensu en España —crónica periodística, crónica literaria, ficción bélica... Y no me voy a acercar mucho a sus bordes—, con firmas tan significativas como Azorín, Blasco Ibáñez, Sofía Casanova, Ramiro de Maeztu, Palacio Valdés, Pérez de Ayala, Valle-Inclán... Todos ellos son escritores que no se limitaron a suscribir declaraciones públicas partidistas, sino que dieron un paso más: fueron corresponsales y/o testigos de guerra en alguno de los frentes abiertos en 1914-1918... Y lo contaron (Sahagún 2001: 231-245).3 Pero para comprender esa actitud y sus implicaciones, vamos a situarnos en el 7 de agosto de 19144, fecha en que se produce la declaración de neutralidad de España en la Primera Guerra Mundial en estos términos: “...el Gobierno 2
Y se acude a la Guerra del Rif (véanse los ejemplos que se recogen, al hilo del estudio dedicado a Pedro Antonio de Alarcón, en González Alcantud et alii 2004), a la emblemática fecha de 98, que supuso la pérdida de las últimas colonias de ultramar, cuya impronta en el terreno de la narrativa de la época —según señalan Ramos/Diego 1997— fue también limitada. Y por lo que atañe a la Guerra Civil de 1936, suele negarse la existencia de una gran novela, que, sin embargo, algunos reivindican para Herrumbrosas lanzas de Benet. 3 Felipe Sahagún (2001: 231-245) incluye entre los corresponsales de guerra, además de los mencionados, a Eduardo Zamacois, Tomás Borrás, Juan Pujol, Julio Camba, Manuel Bueno, José María Salaverría, Manuel Azaña, Salvador de Madariaga, Luis Bonafoux, Corpus Barga y Luis Araquistáin (Sahagún 2001: 234), a los que cabría añadir otros nombres, como los Prudencio Iglesias Hermida, Ricardo León, Colombine, el hispano-cubano Alberto Insúa o el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, tan vinculado a los círculos literarios y periodísticos españoles. Véase al respecto el monográfico de Ínsula, 804 (Amat/González 2013), dedicado en gran parte a los cronistas de guerra y confróntese, en particular, la relación que ofrece González (2013: 4-7); y en el mismo monográfico, Fuentes Codera (2013a: 7-10); así como su “Presentación” al “Dosier: La Gran Guerra de los intelectuales...” (Fuentes Codera 2013b: 13-31); y como precedente de los citados: Fuentes Codera [2009] en línea. Véase también Ortiz de Urbina (2007: 193-206). 4 Entre el 28 de julio de 1914, en que Austria-Hungría declara la guerra a Serbia, y el 12 de agosto, en que Inglaterra y Francia lo hacen a Austria-Hungría, se suceden una serie de declaraciones de guerra que van implicando a todos los países de Europa, siendo el 3 de agosto la fecha en que Alemania invade Bélgica y con este acto se enfrenta oficialmente a Francia e Inglaterra.
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de S.M. [presidido por Eduardo Dato] se cree en el deber de ordenar la más estricta neutralidad a los súbditos españoles, con arreglo a las leyes vigentes y a los principios del Derecho Público Internacional” (Díaz Plaja 1973: 13). La postura oficial fue respaldada inicialmente por el sentir general de la sociedad, sabedora de los condicionantes sociopolíticos que justificaban esta decisión.5 Pero la opinión de que España no podía emprender de manera efectiva una guerra, “iría cambiando rápidamente y el neutralismo oficial se vería amenazado por una lucha de valores y proyectos —representados idealmente por los bandos en guerra— para Europa y España en la cual los intelectuales se alistarían con una cierta rapidez” (Fuentes Codera [2009: 1] en línea). Alentó este posicionamiento un sonado artículo periodístico, sin firma, atribuido con razones fundadas al conde de Romanones, con un título bien expresivo: “Neutralidades que matan” (Diario Universal, 19 de agosto de 1914), en el que el político liberal sostenía que “era preciso hacer saber a Inglaterra y a Francia que con ellas estamos, que consideramos su triunfo como nuestro y su vencimiento como propio”. Estas palabras recogían el latido de un sector del país que consideró una “vergüenza nacional no intervenir con las armas en la contienda” (Mainer 1972a: 141-142) y pronto tomó partido por Francia y sus aliados, al tiempo que otro sector lo hacía a favor de sus oponentes: “aliadófilos y germanófilos se repartieron la opinión pública, la prensa, la política y hasta las familias” y entre los partidarios de cada uno de los bandos contendientes “estalló una guerra en la que, aparte de las armas de fuego, valió todo...” (Díaz Plaja 1973: 13). En este clima de debate, la prensa se convirtió en campo de operaciones para un fuego cruzado verbal entre germanófilos y francófilos,6 que por su incidencia en la opinión pública adquirió enorme importancia. Me refiero 5
Véase Fuentes Codera (2009) en línea; Ponce Marrero (ed. digital); u Ortiz de Urbina (2007: 193-206). Los estudios al respecto se han multiplicado desde 2013, uno de los más recientes, al que remito por su carácter compilador, es el de Santos Juliá (2014). 6 Díaz Plaja (1973) reúne y comenta un amplio muestrario de artículos publicados en la prensa entre 1914 y 1918 (también folletos, pasajes de textos literarios, manifiestos, ilustraciones gráficas, chistes...), elocuentes de esta polémica y sus principales protagonistas y argumentos. Véanse, asimismo, los capítulos 8 y 9 de Santos Juliá (2014: 131-172) a propósito de las
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al papel partidista de la prensa de los países no beligerantes, alimentado precisamente desde el exterior, pues los periódicos recibieron compensaciones económicas por su función propagandística por parte de los países en guerra: “Los dedos de una sola mano —escribía en el Liberal Luis Araquistáin el 12 de enero de 1916— pueden servir para contar los periódicos diarios que no han sido comprados en Madrid” (Aubert 1995: 103).7 Lo confirma Paul Aubert8, quien ofrece una relación de rotativos españoles subvencionados por las potencias europeas en guerra, principalmente Francia, Reino Unido y Alemania, cuyas cantidades variaban en función de factores diversos y muchos recibieron ayuda de uno y otro bando o de ambos a lo largo del desarrollo de la contienda. Sobre su tipificación ideológica y su consecuente adscripción bélica apunta Barreiro Gordillo (2014: 170-174)9 que periódicos “liberales, razones esgrimidas por los partidarios de cada bando. Andreu Navarro Orduño (2014); y un análisis de las razones que impulsaron a los germanófilos en Ortiz de Urbina (2007: 193-206). 7 Luis Araquistáin, corresponsal de El Liberal en Londres, publicó ese comentario en el Daily News el 12 de enero de 1916, según recoge Paul Aubert, quien añade: “On comprit aussitôt qu’il accusait la majeure partie de la presse madrilène d’être à la solde de l’Empire allemand. Araquistain se plaignait, comme tant d’autres, de la faiblesse de la propagande alliée par rapport à celle des Empires centraux” (Aubert 1995: 103). Por otra parte, reproduce una carta de Valle-Inclán enviada a un desconocido destinatario el 17 de julio de 1916 (Aubert 1995: 176), advirtiendo que había sido “Interceptée par les Services de Renseignement français”. De ser suya, Valle-Inclán recomienda a su receptor la necesidad de intensificar la propaganda aliada, en vista de sus efectivos resultados, frente a la ofensiva la alemana: “Ici la propagande germanophile s’accentue et cela tient à ce que beaucoup perdent peu a peu la foi et qu’il faut la ranimer. Il conviendrait cependant que les Français ne s’endormissent point”. Puede verse comentada y traducida en Serrano Alonso (2012: 67-69). 8 Véase, en el artículo citado, el Anexo I: “Récapitulatif: l’aide étrangere aux journaux espagnoles, 1915-1917”. 9 Precisa la autora las cabeceras de los periódicos: “En términos generales podemos decir que [los periódicos] liberales, republicanos, reformistas y ‘de izquierda’ se situaron a favor de los aliados [...] Esta postura tuvo su manifestación en diarios como La Correspondencia de España, El País, El Imparcial, El Socialista, El Sol, La Mañana, El Radical, El Liberal, Heraldo de Madrid, y la revista semanal España [...] Los conservadores, principalmente los monárquicos liberales, mauristas y carlistas (integristas y jaimistas), militares y parte del clero [...] defendían los Imperios Centrales [...]. Es la posición defendida por los diarios La Acción, El Debate, El Universo, Nueva España, El Correo Español, El Día, El Mundo, La Tribuna, El Siglo Futuro, ABC y La Correspondencia Militar”, aunque también señala excepciones como el ABC (Barreiro Gordillo 2014: 170-174). Véase también Ortiz de Urbina (2007: 193-206).
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republicanos, reformistas y ‘de izquierda’ se situaron a favor de los aliados [...] Los conservadores, principalmente los monárquicos liberales, mauristas y carlistas (integristas y jaimistas), militares y parte del clero [...] defendían los Imperios Centrales...”. Este partidismo de la prensa española llegó a ser tan belicoso que La Gaceta de Madrid tuvo que insertar una nota, el 4 de agosto de 1914, recordando a los periódicos su obligación de cooperar en apoyo de la neutralidad del gobierno (véase Barreiro Gordillo 2014: 169). El conflicto europeo movilizó igualmente a los medios artísticos y culturales, que se polarizaron en defensa de los intereses de los bandos en conflicto,10 dando origen no solo a declaraciones individuales a favor de uno y otro bando, que se multiplicaron en los meses que siguieron al estallido de la contienda, ponderando en cada caso las razones que avalaban sus respectivas posiciones, sino también a manifiestos colectivos, actos públicos, viajes y corresponsalías en la prensa europea. Al mismo tiempo, creció entre el público lector el interés por conocer de primera mano lo que estaba sucediendo en los campos de batalla de Europa, y esa demanda de información potenció la red de corresponsales que los principales periódicos españoles habían ido creando desde principios del siglo xx (Aubert 1998-1999: 246). Pues bien: junto a los miembros de estas redes periodísticas ya existentes, van a colaborar como corresponsales ocasionales un amplio número de escritores bien conocidos, que aportan su fama y visibilidad a las empresas editoras (González 2012: 154),11 pero también cumplen el papel propagandístico, que interesaba a los bandos contendientes. En el contexto de esa movilización general de la “inteligencia española”, hay un nombre que es hora de destacar, porque va a actuar como hilo conductor de este recorrido, me refiero a Ramón del Valle-Inclán, aunque no irá solo, sino acompañado a trechos por otros nombres —Pérez de Ayala, 10
Véase González (2012 y 2013: 153-154), al igual que los autores citados en la nota 6 (Ortiz de Urbina, Santos Juliá y Navarro Orduño, entre otros). Me he ocupado de este debate, asociado a la declarada aliadofilia de Valle y su viaje a Francia en Santos Zas (2013a: 371401); y en el estudio introductorio a la edición de El Cuaderno de Francia (2016), en ambos menciono parte de los artículos de la prensa contemporánea a Valle-Inclán, que retomo en estas páginas. 11 Remito a los trabajos citados en nota 3.
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Palacio Valdés y Ramiro de Maeztu—, cuya elección no es casual, pues todos tienen un denominador común: sus nombres ejemplifican el compromiso de los escritores españoles y su testimonio, plasmado en los cuatro casos —razón de peso— en sendas obras publicadas entre 1916-1917. Estas obras están precedidas de sus correspondientes versiones periodísticas, y se ajustan o se alejan de la crónica de guerra; y en el caso de Valle-Inclán, como diré después, existe un cuaderno inédito, escrito de su puño y letra, que deja constancia de su experiencia bélica. En cualquier caso, la posterior conversión de estos textos periodísticos en libro, supone una intervención artística, que confiere a su resultado nueva categoría literaria. Ahora bien, esas obras tienen una orientación partidista, porque ninguno de estos escritores permaneció al margen de la citada controversia, tomando partido muy pronto a favor de los aliados —anglófilos fueron Maeztu y Ayala; y francófilos, Valle-Inclán y Palacio Valdés—, tanto de obra como de palabra, en privado y en público en los meses que siguieron al estallido de la contienda, siendo particularmente significativa su implicación en la firma y difusión del manifiesto pro-aliado de 1915, que comentaré enseguida. De la importancia que para la causa aliada tenía el apoyo expreso de un país como España, cuya neutralidad había generado abierto malestar en Francia, da fe el interés de los periódicos por mostrar las adhesiones concretas de los intelectuales españoles a dicha causa. De ahí el valor que se confiere al resultado de la encuesta, que Maurice Barrès había encomendado a Mlle. René Lafonte, publicada en primera página de L’Écho de Paris (“Les voix françaises de l’Espagne”), el 9 de febrero de 1915 (1), en la que da cuenta de la postura francófila de escritores españoles, entre los que cita a Galdós, Pérez de Ayala, Palacio Valdés, Octavio Picón, Martínez Sierra, Dicenta, Azorín..., e incluye una extensa carta de Unamuno, firmada el 14 de enero de 1915, en respuesta a un artículo de Barrès, sobre “Les affinités franco-espagnoles” (L’Écho de Paris, 08-01-1915: 1), que el escritor vasco aplaudía, al tiempo que hacía un alegato en favor de Francia. Incide en esta misma idea y alude a la carta de Unamuno, Marcel Robin, en un artículo, aparecido en Mercure de France, bajo el título “Espagne” (01-05-1915: 149-150), en el que se citan nombres de escritores españoles aliadófilos, entre ellos Pérez de Ayala, Azorín, Unamuno o “le carliste ValleInclán” (Robin 1915: 149).
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Este efecto se amplificó considerablemente cuando tal posición pro-aliada se materializó en declaraciones colectivas. La más significativa fue la del “Manifiesto de adhesión de las Naciones Aliadas”, publicada el 5 de julio de 1915 en El Liberal bajo el título de “La Guerra Europea. Palabras de algunos españoles”, que estuvo precedida por la catalana del “Comitè d’Amics de la Unitat Moral d’Europa” (27-11-1914), pionera entre las pro-aliadas. Más de una vez se ha evocado la enredada historia de la redacción de este manifiesto (Azaña 2000: 90; Santos Juliá 2014: 17-25 y 167-180), que se pretendía firmasen numerosos intelectuales españoles, que en algunos casos se resistieron, situando el proyecto temporalmente en dique seco. En su nuevo y definitivo impulso desempeñó un papel clave Jacques Chaumié, según testimonio de Manuel Azaña, que el 20 de marzo de 1915 anotaba en sus Diarios la visita a España del político y diplomático francés: “Ahora se activan las gestiones porque ha estado unos días en Madrid Chaumié, y nos ha dicho que esta es la ocasión más oportuna si se quería contrarrestar la opinión que se iba formando en París respecto de España” (Azaña 2000: 90). Una misión más que verosímil, la de alentar la publicación del citado manifiesto, que Francia reclamaba con urgencia. Y aquí debo dedicarle un minuto a Jacques Chaumié (1877-1920),12 uno de los mimbres de este proceso, buen conocedor de los círculos intelectuales madrileños, en los que se había integrado durante sus estancias en España en virtud de sus actividades políticas y diplomáticas. En 1910 fue nombrado cónsul de Málaga y poco después, agregado comercial en Madrid. Es en esta época, que se prolonga hasta 1914, cuando frecuenta la famosa tertulia del Nuevo Café de Levante y entabla amistad con escritores españoles, entre ellos Valle-Inclán, Unamuno, Gómez Carrillo, Corpus Barga, etc. (todos lo evocan en algún momento de su propia trayectoria). En las elecciones de mayo de 1914 es nuevamente elegido diputado y se reintegra a sus funciones en la Cámara, formando parte una vez más de la Comisión de Asuntos Exteriores, aunque al estallar la Gran Guerra se alista de inmediato en el ejército.
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Una nota biográfica de Jacques Chaumié más completa, que presta particular atención a su relación personal con Valle-Inclán, en Santos Zas (2014: 27-38). Véanse datos sobre su trayectoria política y diplomática en: .
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Chaumié mantuvo una estrecha amistad con Valle-Inclán, algunas de cuyas obras tradujo al francés e incluso intentó estrenar en París Romance de lobos, proyecto que el estallido de la guerra frustró. Pero además se le atribuye el papel crucial de haber cursado a Valle-Inclán la invitación del gobierno francés para visitar el frente de guerra.13 Esta invitación era —aunque no solo— el “premio” que el gobierno de Francia concedía al escritor español por su compromiso público con el pueblo y el ejército francés.14 En este sentido, probablemente su gesto más significativo en apoyo de la causa aliada fue su intervención en el citado Manifiesto, en cuya preparación se asigna un destacado papel, según declaró a La Correspondencia de España (20-08-1915): Ese documento fue, en su origen, una modesta iniciativa mía, que halló forma después de largas y emocionadas conversaciones con eminentes sacerdotes franceses y belgas y con algún obispo. Yo, finalmente, lo envié a Francia. Ese documento, que firman las más claras y nobles almas de nuestra España, hombres de todos los partidos, es la única afirmación cristiana que se ha hecho en esta guerra (Dougherty 1983: 74-75, n. 93).
La responsabilidad de la redacción del citado manifiesto no correspondió, sin embargo, a Valle-Inclán sino a Ramón Pérez de Ayala —como relata Azaña (2008: 342)—, tras el intento fallido de Armando Palacio Valdés, fracaso que el escritor asturiano reconoció como error propio, en dos 13
He explicado en detalle las circunstancias e implicaciones de esta invitación en mi edición de El Cuaderno de Francia (2016). 14 Valle-Inclán no se privó de descalificar a Alemania con expresiones como “la barbarie teutona”, recurrente en sus declaraciones; valgan de muestra, entre otras, dos testimonios del escritor; uno es un documento privado: una carta escrita a Unamuno desde París el 10-051916, en la que se lee: “Francia está haciendo una guerra de conciencia [...] Pero en los alemanes es guerra atávica, guerra de instinto, que es la conciencia de los lobos” (original en la Casa Museo de Miguel de Unamuno en Salamanca. Puede verse en Hormigón 2006: 261-262/III). Esta dicotomía, barbarie vs. civilización, que compartieron quienes se alinearon con los países de la Triple Entente, fue precisamente uno de los ejes de la controversia entre aliadófilos y germanófilos. El segundo documento, de carácter público, es una extensa entrevista con Ruiz Conejo, aparecida en el número 7 de La Razón (21-02-1915: 8-11), recuperada por J. del Valle-Inclán/Cardalda (2011: 35-37). Para su análisis remito a Santos Zas (2013a: 373-375).
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cartas que precisamente escribe a Valle el 9 de junio y el 15 de julio de 1915, respectivamente. En ambas asume su falta de acierto en el tono y términos del citado manifiesto. Pero estas misivas ponen de relieve, además, el papel destacado de Valle en el proceso de escritura y publicación de dicho documento, si tenemos en cuenta que fue depositario del texto original de Palacio Valdés, a tenor de lo escrito en su carta del 9 junio 1915: Mi querido Valle-Inclán: Presumo que habrán hallado ustedes dificultades para la firma de nuestro manifiesto. No me sorprende porque mis cuartillas carecían de tono adecuado y eran más bien un artículo personal. No he estado acertado para redactar ese documento ni he sabido tomarle la embocadura. Decididamente Dios no me ha echado al mundo para redactar manifiestos. Si usted las tiene aún en su poder [las cuartillas] le agradecería me las enviase. Dentro de algunos días me voy a Francia, y allí podré utilizarlas publicándolas en cualquier periódico para dar una satisfacción a mis amigos. Que es suyo muy cordial y afectuoso Palacio Valdés (J. del Valle-Inclán, 2008: 177-178).
Estos comentarios, que hacían a Valle-Inclán depositario de su primera redacción, unido a otros datos aconsejan no regatear méritos a su intervención. Mencionaré una curiosa noticia de prensa, que creo es desconocida. Dos días después de la publicación del Manifiesto, en un artículo firmado por Alejandro Ber en El Diario de Huesca, titulado “El Manifiesto de los intelectuales. Pensando como hombres y como españoles” (07-07-1915:1), el periodista evoca la visita de Valle-Inclán a Huesca en el mes de mayo,15 en compañía de Pérez de Ayala y del escultor Sebastián Miranda, y la conversación mantenida con el autor de Luces de bohemia sobre el Manifiesto, de la que por su interés cito un pasaje:
15
El Diario de Huesca da noticia el 27-05-1915 de la visita a la ciudad de Valle-Inclán con Pérez de Ayala y Sebastián Miranda, “encargado por la Junta del Monumento a don Manuel Gamo de la ejecución de la estatua de aquel insigne patricio”. Se hace eco de esta breve visita (tan solo 24 horas) La Correspondencia de España (28-05-1915: 7). Por otra parte, El Diario de Huesca (06-07-1915) reprodujo “El manifiesto de los intelectuales españoles” (con ese título), y agrega la lista de sus firmantes. Mi agradecimiento a Javier del Valle-Inclán, que me ha facilitado copia digital del diario citado.
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Cuando el señor Valle-Inclán, hace escasamente dos meses estuvo en Huesca hablando de la guerra europea y de la actitud de España frente al luctuoso conflicto, el genial autor de Romance de lobos me anunció el buen propósito que hoy es ya una realidad.[...] Pero Valle-Inclán, en tono de dómine, me prohibió terminantemente hablar del hecho. No se trata —dijo— de un manifiesto político, de una campanada, de un llamamiento, ni siquiera de un aviso. No sólo no pretendemos, sino que no queremos que alrededor de este propósito se haga atmósfera, ni se llame la atención de las gentes. De momento se está meditando en silencio, se redactará en silencio también después de su estudio y se publicará en la Prensa francesa. Será una obra hecha en colaboración por los hombres de entendimiento y de conciencia y en ella, como en todas las obras del espíritu sobran los ruidos externos (Ber 1915: 1).
Pero hay más: tenemos constancia de que don Ramón se encargó de recabar las firmas de importantes personalidades —“las más claras y nobles almas de nuestra España”—, como atestigua un singular borrador de su puño y letra, con la lista de firmantes, todos muy próximos a Valle-Inclán, cuyos nombres, agrupados por profesiones artísticas, hablan por sí mismos (Devoto Valle-Inclán 2007: 13).16 Podemos añadir que si nos había parecido un gesto grandilocuente del escritor —otro más entre los muchos que se le conocen o atribuyen— sus citadas declaraciones a La Correspondencia de España (“Razones de una francofilia”, 20-08-1915), reclamando para sí protagonismo en la elaboración y difusión del Manifiesto, no hay un ápice de exageración en el papel que don Ramón se atribuye, cuando dice: “Yo, finalmente, lo envié [el manifiesto] a Francia”. No deja lugar a dudas un testimonio hasta ahora desconocido, que confiere un nuevo valor a su intervención. Se trata de una carta manuscrita y 16
Su reproducción facsímil puede verse en Devoto Valle-Inclán (2007: 13). En el manifiesto los nombres también aparecen agrupados por profesiones y en cada bloque por orden alfabético. De los poco más de sesenta firmantes que menciona, entre otros, El Liberal (05-071915: 2), once son los que figuran en el citado autógrafo valleinclaniano, que previsiblemente era más extenso: Miguel de Unamuno, Manuel Falla, J. Turina, Rogelio Villar y Amadeo Vives, Hermes Anglada-Camarasa, Ramón Casas, Anselmo de Miguel Nieto, Julio Romero de Torres, Santiago Rusiñol e Ignacio Zuloaga.
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un telegrama que Jacques Chaumié remite a Valle-Inclán, que pertenecen al “Archivo Valle-Inclán Alsina”.17 El 28 de junio de 1915 Jacques Chaumié agradece emocionado a ValleInclán el envío del manifiesto a favor de los aliados para su traducción y publicación en la prensa francesa. Destaca el diplomático francés la importancia del apoyo de los intelectuales españoles al pueblo francés y sugiere añadir algunos datos, que permitan al lector de su país valorar en sus justos términos la trascendencia de la declaración española. En esta misma línea, atento Chaumié a la recepción del texto y al eco que pretende despertar en la sociedad francesa, propone añadir otros nombres en virtud de su reconocimiento internacional (v. gr. Blasco Ibáñez y Echegaray o Sorolla), si bien somete su sugerencia a criterio de su admirado amigo,18 al tiempo que supedita la solicitud de las firmas de Echegaray y Sorolla a la confirmación de su aliadofilia. Con esa duda está señalando precisamente la radicalización que se produjo en España, antes apuntada, entre aliadófilos y germanófilos, que engulló a quienes inicialmente, alineados con la postura oficial española, defendieron la neutralidad en el conflicto mundial. Esta es la carta, que transcribo parcialmente (París, 28 de junio de 1915):19
17
Para la explicación del origen y la descripción de este archivo familiar, que contiene el Legado Manuscrito de Valle-Inclán, depositado en la Universidad de Santiago (20-11-2009), véase Santos Zas (2009 y 2013b). Por lo que respecta a la correspondencia de Chaumié, está integrada por cinco cartas, una tarjeta postal y un telegrama, que no forman parte del citado depósito, y cuya copia digital debo agradecer a Joaquín del Valle-Inclán. En el archivo familiar están organizadas, siguiendo el sistema habitual, en carpetillas numeradas, que no se corresponden necesariamente con el orden cronológico de los autógrafos. Reservo para las transcripciones la referencia identificativa concreta del archivo familiar (véase su transcripción íntegra en mi edición de El Cuaderno de Francia). 18 Fuese o no decisión de Valle-Inclán ninguno de los tres nombres figura entre los firmantes del manifiesto (cfr. El Liberal, 05-07-1915). 19 Carta manuscrita en francés (Carpeta 63.222 del “Archivo Valle-Inclán”), consta de dos hojas dobladas, cada una de las cuales forma un cuadernillo de cuatro páginas, en el primer caso escritas en recto y verso y en el segundo, solo está escrita la primera carilla y en blanco las restantes. Chaumié escribe con pluma de tinta negra, caligrafía apretada, menuda y legible, firma siempre con nombre y apellido. En los pasajes transcritos selectivamente solamente mantengo los párrafos originales.
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Mon cher ami Je viens de lire la page que vous m’avez envoyée. J’en suis trés ému [...] J’espère pouvoir rendre en français la beauté de la forme. [...] Je ne peux vous dire combien je suis heureux de montrer ainsi à mes compatriotes le véritable sentiment de l’elite (sic) de cette terre d’Espagne qui m’est si chère. Je vais faire publier ce manifeste de façon qu’il ait le plus grand retentissement possible. Il paraîtra dans un journal français et le texte en sera inmédiatement après telegraphié par nos agences dans le monde. Dans le pays de langue espagnole nous enverrons le texte original [...] Encore une fois merci, mon cher ami. Dites à ceux des signataires que vous verrez la gratitude profonde que j’eprouve (sic) comme français ami de l’Espagne. Jacques Chaumié
A los pocos días de enviada esta carta, Chaumié manda un telegrama a Valle-Inclán confirmando la publicación en la prensa francesa del manifiesto pro-aliado de los intelectuales españoles, coincidiendo con su aparición el 5 de julio de 1915, en El Liberal, en los siguientes términos: Valle Inclán Francisco/Rojas 5 Madrid Paris 3531 24 59 9,55”/ [Sello de Madrid con la fecha] 5 [julio 1915] Manifeste publié ce matin dans toute la presse et avec article de moi dans le journal Grande impressión. Affectueusement. Chaumié.20
En efecto, se escribió en francés para su difusión inicial en la prensa francesa, bajo el título “Un manifeste des intellectuels espagnols. Pour les Alliés”. Y así apareció, por ejemplo, en L’Action Française (05-07-1915: 2), y en la misma fecha en Le Matin, Le Journal y se publicó, asimismo, en el Bulletin Hispanique (XVII/3, julio-septiembre de 1915; cfr. Mainer, 1972a: 141-170; y 1972b: 217-227).21 Simultáneamente, se edita en español en El Liberal y 20
Véase lo dicho sobre la publicación del manifiesto en la prensa francesa y el papel de Valle que Chaumié pondera. Palacio Valdés, por su parte, se hace eco de esa publicación, en tono y términos cómplices con Valle-Inclán, en nueva carta que le remite desde Landes, el 9 agosto 1915 (cfr. J. del Valle-Inclán 2008: 179). 21 Todos los periódicos mencionados en este caso y en los restantes, si no se indica otra fuente, se citan por la copia de los originales.
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en la revista España (núm. 24, 09-07-1915: 6), que también lo reproduce, al igual que lo hace Iberia (núm. 14, 10-07-1915: 13), La Razón, 11-07-1915 (J. del Valle-Inclán/Cardalda 2011: 35), e incluso periódicos locales, como Galicia Nueva (Vilagarcia de Arousa), que lo publicó el 10 de julio (Viana 2001: 51). Veamos dos de sus párrafos más significativos: Nosotros, sin otro título que el de nuestras vidas silenciosas; consagradas á las puras actividades del espíritu [...] estamos seguros de cumplir con nuestro deber de españoles y de hombres declarando que participamos, con la plenitud de nuestro corazón y de nuestro juicio, en el conflicto que conmueve al mundo. Nosotros nos hacemos solidarios de la causa de los aliados, en lo que ella representa: los ideales y la justicia, los únicos que pueden coincidir con los más profundos y más imperiosos intereses políticos de la nación [...] (El Liberal, 0507-1915: 2).
Esta ansiada declaración colectiva obtuvo una doble respuesta: por una parte, la esperable réplica de los partidarios de Alemania, que publican el manifiesto germanófilo, aparecido en La Tribuna (18-12-1915): “Amistad germano-española”, que redactó Jacinto Benavente. La lista de adhesiones ocupó varias columnas del periódico en días sucesivos (Díaz Plaja 1973: 2627 y 339-363; Santos Juliá 2014: 17-25; Navarro Orduño 2014 y Ortiz de Urbina 2007)22 y los argumentos aducidos ponderaban las aportaciones de Alemania a la ciencia, la filosofía y el arte, la laboriosidad del pueblo alemán y su tenacidad para obtener sus objetivos... Azaña examinaba las razones del sector germanófilo en una conferencia dada en el Ateneo bajo el título: “Los motivos de la germanofilia” (25-05-1917). Por otra parte, la firma del dramaturgo Jacinto Benavente suscitó la reacción discrepante de Valle-Inclán, entre otros, expuesta en La Correspondencia de España (20-08-1915), a propósito también de la germanofilia de Baroja (véase Dougherty 1983: 74-75, n. 93). 22
Cita Ortiz de Urbina (2007: 193-206), entre otros, a Julio Casares, Arniches, Sinesio Delgado, José María Salaverría, Vázquez de Mella, El Caballero Audaz [José Mª Carretero], Muñoz Degrain. Otros como Baroja fueron germanófilos, pero no consta su firma en el manifiesto... Y se posicionaron a favor también los entonces jóvenes estudiantes Dámaso Alonso, Edgar Neville, Calvo Sotelo, Enrique Herrero.
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La segunda de las reacciones procede de Francia, y se concreta en el expreso agradecimiento al conjunto de sus firmantes; e igualmente en el reconocimiento a sus impulsores. En el primer caso, la respuesta de Le Temps (06-07-1915:1) no se hace esperar. El periódico celebra la deseada declaración española, concretada en esas 63 firmas de intelectuales, entre las que selecciona la de Valle-Inclán. El propio Chaumié escribe un extenso artículo, titulado “Manifestaciones francesas tras los Pirineos” (Iberia, núm. 14, 1007-1915: 13-14), en el que encarece la repercusión que el manifiesto ha tenido en Francia y cita el amplio espectro político de sus firmantes, cuyas personalidades destaca. El diplomático francés subraya el relevante papel de Unamuno, artífice de la carta, ya mencionada, aparecida en l’Écho de Paris y dirigida a Maurice Barrès; al igual que la que rubrica Azorín en Le Figaro, como prueba de la aliadofilia de tantos intelectuales españoles que actúan en desagravio a Francia: “Tales testimonios han tenido un eco profundo en el alma francesa” (Chaumié 1915: 14). Singular relevancia en ese panorama tiene la opinión de Bergson, que había visitado Madrid a principios de mayo de 1916, al frente de la comitiva de los “académicos franceses”,23 visita que los diarios españoles siguieron de cerca. El filósofo francés expuso sus impresiones en la prensa de su país, resumidas más tarde en la revista antigermanófila Iberia (16-09-1916: 5), junto con las declaraciones de Valle-Inclán, reunidas ambas bajo el título: “Bergson y Valle-Inclán opinando sobre España ante la guerra”:24 En España el pueblo siente vagamente, aunque con fuerza, lo que los intelectuales perciben de modo claro. No cabe duda que un plebiscito sobre la cuestión nos daría una mayoría abrumadora en favor de los aliados. Contaríamos, pues, con el mayor número y con la inteligencia (5).
Acto seguido Iberia introduce las consideraciones de Valle-Inclán, que expresa opiniones muy similares a las realizadas en otras ocasiones, con evidente 23
Palacio Valdés (1917) cita precisamente esa visita del filósofo francés en su libro La guerra injusta, al igual que también la recuerda Manuel Azaña (1917: 26-42). 24 Estas declaraciones han sido reproducidas por Joaquín y Javier del Valle-Inclán (1994: 175-176), aunque omiten las del filósofo francés, muy significativas sin embargo en este contexto.
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entusiasmo partidista, poniendo ahora el acento en el papel de la prensa como vehículo de propaganda, para destacar la venalidad de periódicos españoles de tendencia germanófila frente a los aliadófilos: El oro alemán, que compra todo aquello que se halla en venta, ha podido adquirir algunos periodistas más o menos novatos cuyos medios de existencia eran precarios; pero todos nuestros viejos órganos han permanecido inaccesibles a ese argumento y dirígense invenciblemente hacia la causa del derecho y de la humanidad. El alma española no puede dejar de hallarse de esa parte (5).
Una afirmación que distaba mucho de ser real, como hemos visto, ya que sin ir más lejos el propio El Imparcial recibía una compensación económica de Francia a cambio de su función propagandística,25 aunque hacía gala de su imparcialidad enviando también al frente alemán a Ricardo León, autor de Europa trágica. Decía líneas atrás que Francia agradeció la declaración pro-aliada de los intelectuales españoles en términos generales, pero también lo hizo a título individual. Y esto me importa subrayarlo ahora, porque no es casual que, quienes estuvieron más implicados en la elaboración del manifiesto proaliado, Pérez de Ayala, Palacio Valdés y Valle-Inclán, un gesto decisivo para apuntalar su postura aliadófila, ejerciesen circunstancialmente una corresponsalía de prensa. En el primer caso en Italia, y en los otros dos —Valle y Palacio Valdés—, en Francia. Por su parte, Maeztu, firmante del manifiesto, se desplazó a Gran Bretaña y, desde allí, a Francia, siguiendo los movimientos del ejército británico en 1916 en la zona del Somme como corresponsal de La Correspondencia de España y La Prensa, de Buenos Aires, para la que también Pérez de Ayala escribió sus crónicas desde Italia, y ambos autores compartieron su admiración por Inglaterra; por fin, Valle-Inclán y Palacio Valdés representaron a El Imparcial, tal como el propio rotativo indicaba, al publicar la lista de sus corresponsales europeos, al menos en tres ocasiones 25
Sirva de ejemplo, por la vinculación con Valle-Inclán, El Imparcial, que recibió de Francia 5.000 pesetas al mes de mayo a noviembre de 1915; a partir de diciembre, la cifra se incrementó a 7.500 pesetas al mes, recibiendo la misma cantidad por parte de Inglaterra, pero en 1918 el periódico fue subvencionado por Alemania con una cantidad que no igualó ningún otro periódico, según afirma Aubert (1995: 174-175).
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(28 de abril, 12 y 15 de mayo de 1916):26 “Armando Palacio Valdés, en Francia e Inglaterra/Valle-Inclán, en el frente occidental/Ricardo León, en Berlín/Ciges Aparicio, en París/Salvador de Madariaga, en Londres”. Los dos escritores coincidieron en París y protagonizaron un homenaje que les tributó la Societé de Gens de Lettres de France (29 de mayo), en reconocimiento a su defensa de Francia, que también la prensa francesa, que los entrevistó, subrayaba (véase Santos Zas 2013a: 394, n. 21). Ahora bien, no fueron los únicos “recompensados” con un viaje al frente, otras delegaciones españolas, como la que protagoniza Azaña con otros intelectuales, entre ellos Unamuno y también Valle-Inclán,27 fueron invitados a 26
Se explica este interés del periódico porque, recién separado de El Liberal, como el propio rotativo confirma en primera plana en su editorial del 27 de abril (“El Imparcial y la Sociedad Editorial de España”), esa multiplicación de corresponsales en el extranjero se inscribe en los cambios que evidencian su nuevo rumbo, que incluye el afán de mejorar su propia red internacional, y sus medios materiales, e igualmente ampliar la colaboración ya existente de escritores sumando a “los más eminentes, los consagrados por el juicio público. En este mismo número verá el lector que empezamos a cumplir, creemos que espléndidamente, estas promesas” (27-04-1916:1). Se refiere, por una parte, a la noticia aparecida también en primera página y bajo el título “El Imparcial en la Guerra. Dos grandes informadores. Armando Palacio Valdés en París. Ricardo León en Berlín”, que anuncia la marcha de ambos en los días siguientes; y, por otra, debajo de esta noticia aparece la del viaje de Valle-Inclán a Francia, que se repetirá en términos similares al día siguiente. 27 En una carta a Corpus Barga sin fechar, pero probablemente de mediados de agosto de 1917 (alude al encarcelamiento pasajero del crítico, que se produjo el 5 de agosto de 1917, según señala Hormigón 2007: 742/II, que fecha la carta el 16 de agosto), Valle escribe: “Es posible que nos veamos pronto, pues he sido invitado para conocer el frente italiano” (Hormigón 2006: 239-240/III y foto del autógrafo, 245-247). Este comentario no es una boutade: fue el periodista Amedeo Ponzone, corresponsal en Madrid de La Tribuna, el encargado de invitar oficialmente a Unamuno a viajar a Italia y lo hizo en carta de 31 de julio de 1917, en la que menciona a Valle-Inclán como posible integrante del grupo de intelectuales invitados: “Está casi ultimada una expedición de notabilidades españolas hacia el frente italiano y la costa del Adriático [...] De ella formarán parte muy probablemente los Srs. Gómez Carrillo, Marqués de Valdeiglesias y Valle-Inclán. Y por supuesto, V., que tantos títulos tiene para ello, queda por esta mi carta invitado. La expedición que creo que seguramente se llevará a cabo en septiembre (sic) [...]” (González Martín 1978: 39-40). Me consta la existencia de una carta del mismo Ponzone a Valle-Inclán, fechada el 13 de julio de 1917, cuyo contenido presumo, por la cercanía de las fechas —no he tenido acceso a la misma—, podría relacionarse con este viaje. De manera que don Ramón pudo haber tenido una segunda oportunidad que no se concretó
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visitar el frente aliado en 1917 (Azaña 1917: 26-42), en correspondencia al papel desempeñado como anfitriones en la citada visita de los “académicos franceses”, encabezados por el filósofo Henri Bergson, como el propio Valle señaló.28 Volviendo a nuestros autores: Armando Palacio Valdés publica en 1917 La guerra injusta. Cartas de un español, y en sus primeras páginas explica el origen y propósito de este libro, que reúne la serie de 14 artículos, previamente publicados en El Imparcial a lo largo de los meses de abril y mayo de 1916, que la dirección del periódico —afirma— “me ha confiado” para “estudiar el espíritu francés en estos, para él, tan críticos momentos” (Palacio Valdés 1917: 5). Y Palacio Valdés acepta esta misión, pese a todos los inconvenientes de la edad y la resistencia a abandonar su locus amoenus: Porque la voz de mi conciencia... me lo insinúa con vivas instancias. [...] No soy un neutral en el sangriento conflicto que hoy aflige a la Humanidad... al estallar la presente guerra, me incliné del lado de Francia: porque pensé, y sigo pensando, que la razón y la justicia se encuentran de su parte (1917: 6).
Con esta declaración de intenciones, Palacio Valdés escribe sus crónicas utilizando el recurso epistolar. Un artificio que impregna el texto de subjetividad al establecer un diálogo ficticio entre un emisor —el propio escritor— y un destinatario —el lector virtual—, y confiere a sus artículos, un carácter ensayístico —por ejemplo, “Meditaciones sobre el conflicto”—, que no oculta su función propagandística, perceptible en títulos como: “El optimismo francés” o “El ahorro francés”, y su propia estrategia al abordar finalmente, porque la composición del grupo se modificó y quedó formado por “Santiago Rusiñol, Luis Bello, Manuel Azaña, Américo Castro y Unamuno” (González Martín 1978: 40, que ofrece testimonio gráfico). La expedición salió de Madrid el 13 de septiembre y viajó a través del sur de Francia, llegando a Ventimiglia el 14 de septiembre. 28 El propio don Ramón alude a dicha visita en una carta, ya citada aquí, advirtiendo el carácter de intercambio propagandístico de esa embajada, que suscribe en estos términos: “La propagande germanofile était d’un caractère si mesquin et si idiot qu’elle indignait. Et pourtant elle obtenait de grands résultats”. Por tanto, propone acciones concretas para contrarrestarla: “J’ai entendu dire qu’on ferait peut-être à Madrid une Exposition des industries françaises. Cette ambassade commerciale, après l’ambassade intellectuelle serait une bonne chose [...]” (Aubert 1995: 176).
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cuestiones candentes como “Las mujeres y la guerra” o las siempre delicadas relaciones hispano-francesas: “Franceses y españoles”... Reflexiones con numerosos ejemplos, que se apoyan en su conocimiento de Francia, país en el que vivió largas temporadas. No estamos ante una crónica bélica: Palacio Valdés no pisó el frente de guerra, aunque vivió —y lo contó con la inmediatez de su publicación en la prensa— sus consecuencias en la retaguardia, concretamente en Las Landas, cuya población joven había sido movilizada como la del resto de Francia. Estamos ante crónicas literarias, que —afirma Lissorgues— “tuvieron notable resonancia” no solo en España, donde reforzaron la posición de los “aliadófilos, pues era un escritor célebre, buen católico, liberal moderado”, sino en Francia, dos de estos textos se publicaron en Le Journal des Débats29 e hicieron del escritor español, “un amigo de Francia, festejado y homenajeado por políticos, escritores y periodistas” (Lissorgues 2009, en línea). La conversión en libro de estas crónicas, traducido el mismo año de su publicación al francés (Glorget), diluye el carácter coyuntural de su origen. Ramiro de Maeztu, en cambio, se adapta estricto sensu a la noción de crónica periodística con las que envía desde Londres a La Correspondencia de España (también aparecieron en inglés en el semanario The New Age), en las que se hacía constar la hora de envío por cablegrama y la especificación “De nuestro corresponsal...”. Estas crónicas las compila y reedita en secciones temáticas en su libro, recuperado en 2014, Inglaterra en armas. Una visita al frente (1916) y en cada capítulo/crónica hace constar la fecha de escritura original, entre el 15 de junio y el 2 de septiembre de 1916 (coincide parcialmente con Valle-Inclán en Francia), tal como se indica en la nota del autor que inicia la obra. Pero el escritor vasco también estuvo en Francia en pos del ejército británico. Sea desde Londres sea desde las trincheras, los hospitales de guerra, las fábricas de municiones, las bases militares, las tácticas británicas o la ofensiva del Somme... Maeztu va desgranando todos los detalles desde la más profunda admiración hacia el carácter y el espíritu inglés, la inteligencia y el sentido práctico de un pueblo que a su juicio es tan eficaz como sobrio. 29
En Le Journal des Débats se publicó la versión francesa del primero (17 de mayo) y de gran parte del segundo (19 del mismo mes).
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De estas crónicas, la titulada “La ofensiva inglesa. Las conservas y lo que no es conserva” (25-07-1916: 5), es una abierta declaración de su anglofilia, pero lo más curioso de ese artículo es que se trata de su respuesta a unas declaraciones de Valle-Inclán a Rivas Cherif,30 en las que contrapone el apasionado espíritu francés y el frio inglés, contraposición que provocó la respuesta de Maeztu, que acusó a don Ramón de no entender el espíritu inglés, del que, por su parte, hace en esta crónica una defensa a ultranza. Por lo que se refiere a Pérez de Ayala, parece que inicialmente iba a viajar a Francia con Valle-Inclán, a quien le unía una buena amistad, que precisamente en fechas próximas a su viaje a las trincheras se vio afectada por un asunto teatral, que suscitó una airada respuesta de Valle-Inclán.31 Para remediarlo, Pérez de Ayala escribe (19-02-1916) a Tanis Artime, amigo del gallego en estos términos: ... Y el destino parece querer que vayamos unidos Valle y yo. Ya sabe usted que Valle ha sido invitado para visitar el frente occidental. Yo también he sido invitado. Él y yo solamente, de suerte que iremos juntos, y como quiera que nadie hay en España que más estime a Valle, espero que nuestra amistad volverá a ser lo que fue (Hormigón 2006: 703/I).
Este anuncio no se cumplió por razones que desconozco, y Pérez de Ayala se desplazó a Italia, desde donde escribió sus crónicas literarias para el diario La Prensa de Buenos Aires. Una selección de dichas crónicas las editaría en su libro Herman encadenado, que dedica a las víctimas anónimas de la guerra en las zonas que visitó (Isonzo, la Carnia y el Trentino) y explica en una nota, que precede al texto, que el libro es el resultado de sus impresiones de un 30
Publicadas en España (06-07-1916: 8), cito directamente por la copia del original del periódico, pero puede leerse íntegra en A. de Juan (2011: 141-146). 31 Se trata de un artículo en elogio de María Guerrero y Díaz de Mendoza, que había publicado en el número de enero de la revista España, bajo el título “La compañía de la Princesa”. Este artículo desencadenó una airada reacción del autor gallego —aludido por Pérez de Ayala—, que publicó bajo el título “Tal como viene. Para el Señor Pérez de Ayala” (La Tribuna, 20-01-1916:3). Esta circunstancia determinó un distanciamiento entre ambos escritores, que Pérez de Ayala quiere acortar apelando a uno de los amigos más íntimos de Valle-Inclán, Tanis Artime. Para consultar el artículo-carta abierta de Valle-Inclán a Pérez de Ayala, véase Dougherty (1998: 27-28); también Hormigón (2006: 182-184/III).
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viaje en el que recorrió la retaguardia (Módena, Turín o Venecia...) y el frente de batalla de un país que entró tardíamente en la guerra. Posiblemente es el texto que menos acusa el partidismo de su autor, en gran parte porque Pérez de Ayala se aleja en su libro de la crónica de guerra para potenciar su dimensión perdurable, es decir, literaria, en la que prevalece la impresión subjetiva del yo que relata. Pérez de Ayala, hombre de vasta cultura, escribe siempre con el referente del arte y la literatura: sea de estrategia militar, que le permite evocar el mundo clásico y sus grandes estrategas, pero también la pintura histórica; sea describiendo en detalle los recorridos en automóvil —sistema idéntico al vivido por Valle en Francia— o a pie por escarpadas laderas, siempre acude en su ayuda un texto literario. Observa la vida de los soldados en las trincheras, los campamentos militares, o la pericia de los alpinos que abren caminos en la montaña en condiciones inverosímiles (Pérez de Ayala 1917: 79) y sus fascinantes descripciones y relatos van acompañados en ocasiones de reflexiones metaliterarias y buena parte de ellas conducen a un mismo punto: la plena conciencia que tiene el escritor de la insuperable limitación de la mirada del testigo de guerra. Al respecto selecciono unas frases que dan una idea aproximada de su preocupación: Aun antes de mirar de cerca la guerra ya presumía yo que una batalla no se puede ver ni, por tanto, describir del natural [se refiere a las guerras modernas] [...] una sucesión de detalles, algunos quizá salientes, pero los más, dispersos, incoherentes, desconcertantes [...] Hay tantas batallas y todas tan distintas como combatientes intervienen en ella (Pérez de Ayala 1917: 155-157).
Este comentario me lleva directamente a Valle-Inclán, con quien voy a cerrar esta exposición, anudando ahora cabos sueltos. Su posición aliadófila, declarada a los cuatro vientos, explicaría la invitación cursada por el gobierno francés, como he dicho, para visitar el frente de guerra con el compromiso de plasmar su propio testimonio en una obra, que habría de publicarse inicialmente en las páginas del periódico madrileño El Imparcial (Dougherty 2009: 565-585). Así se lo explicaba a su amigo Tanis Artime:
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Yo tengo el compromiso de ir a Francia muy pronto. Quieren que escriba un libro de la guerra. Que el Gobierno francés me haya encomendado esta misión, te confieso que me llena de orgullo [...] Se publicará32 antes que en castellano, en francés, inglés y ruso [...] (Viana/Torrado 2002: 55).33
Muy brevemente, Valle-Inclán cumplió su compromiso publicando un libro sobre la guerra, cuyo significado pro-aliado anticipó la prensa francesa y española al calificarlo a priori expresiva y significativamente como “Romance de Francia”, “chanson de France”, “Las Voces de Gesta de la Francia” o “La llama de Francia”, entre otros. Pero ese partidismo se hace patente desde las primeras líneas del libro, cuando presenta a los dos ejércitos enfrentados: “el francés, hijo de la loba latina, y el bárbaro germano, espurio de toda tradición” (Valle-Inclán 1917b:12). De nuevo la contraposición apuntada barbarie vs. civilización, avalada por el mundo clásico hacia el que Valle-Inclán siente profunda admiración. Pero no caigamos en el error de pensar que estamos ante un texto panfletario. Nada más lejos de la realidad. El libro se tituló finalmente La Media Noche. Visión estelar de un momento de guerra (Valle-Inclán 1917b); y ficcionaliza la vivencia personal del escritor en el frente oriental francés, que recorrió en tres itinerarios distintos, que yo misma —lo apunto de pasada— he podido realizar, siguiendo las huellas del escritor: 1. Los Vosgos y Alsacia: las trincheras de primera línea y diversas localidades de la misma zona, cuyos vestigios todavía hoy se pueden recorrer con la sensación en la piel del sufrimiento de aquellos miles y miles de soldados que están enterrados en esos campos de cruces a los que tantas veces alude Valle-Inclán en su obra. 2. Los otros dos itinerarios París-Reims, por una parte y, por otra, París-Châlons, fueron urbanos —testimonio en el primer caso de la destrucción de ciudades monumentales e históricamente simbólicas—, sin prescindir del frente de batalla. Todos los itinerarios tienen su salida desde París, a donde regresa para descansar antes de emprender la 32
No llegó a traducirse ni siquiera al francés (de hecho, su primera edición francesa ha visto la luz en febrero de 2014. Véase Géal 2014). 33 Las cartas de Valle-Inclán a Tanis Artime han sido numerosas veces citadas y reproducidas parcial o íntegramente, pero al comprobar frecuentes erratas en las transcripciones, he optado por acudir a las reproducciones fotográficas de los autógrafos, que proporcionan Viana/Torrado (2002: 50-64).
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siguiente fase. En el tercero, Valle vivió una experiencia insólita, pues llegó a volar en un avión militar (véase Santos Zas 2011: 227-251; y la ed. de El Cuaderno de Francia, 2016). Valle-Inclán anotó en un pequeño cuaderno sus impresiones de forma pormenorizada unas veces y telegráfica otras. Un diario-libro de viaje-cuaderno de bitácora, el único que se ha conservado hasta hoy mismo y que constituye no solo la clave para la reconstrucción del viaje, sino el testimonio en primera persona de un autor que apenas nos ha dejado entrever su mundo íntimo, un documento que felizmente he tenido la oportunidad de estudiar y editar.34 Pero este cuadernito es el documento seminal de La Media Noche, que permite la reconstrucción del proceso de escritura de esta obra, cuya fase intermedia es la edición periodísticas publicada en El Imparcial.35 Recordemos que el escritor había adquirido un compromiso con el diario madrileño para publicar en primicia y por entregas sus crónicas bélicas. Pero a diferencia de Maeztu o Palacio Valdés, no envió ninguna crónica desde París. Esperó unos meses para entregar el relato recreado de aquella experiencia, que apareció en el periódico madrileño por entregas y en dos partes, “Un día de guerra. I Parte. La Media Noche” (Valle-Inclán 1916) y “Un día de guerra. II Parte. En la luz del día” (Valle-Inclán 1917a), de manera que difícilmente se podrían tildar de crónicas e incluso de crónicas literarias (véase Díaz Lage 2013: 22-23). Tras un intento fallido de publicar conjuntamente las dos partes como libro, finalmente editó La Media Noche. Visión estelar de un momento de guerra, es decir, la reelaboración de la primera de las dos partes periodísticas y dejó caer en el olvido la segunda, que descubrió en 1968 Roberta Salper. Por lo que se refiere al resultado de ese intenso proceso de reelaboración de su propia experiencia bélica, Valle al escribir sobre la guerra, nos dice Rivas Cherif (1916: 8): “No quiere hacer bocetos, apuntes, notas ni impresiones al vuelo de un aeroplano, sino objetivarse todo lo posible, evitar la emoción circunstancial e intentar la síntesis de un día e guerra en su máxima expresión”. 34
No me detengo aquí en su descripción, que puede verse en Santos Zas (2011: 227-251) y con pormenor de detalles en la citada edición de El Cuaderno de Francia. 35 Con Bénédicte Vauthier he preparado la edición del dossier genético de La Media Noche, del que hemos dado recientemente un avance (Vauthier/Santos Zas, 2015: 328-348).
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Este propósito implica un cambio radical del paradigma de escritura de la crónica y novela de guerra, pues se trata precisamente de alejarse de la experiencia vivida y depurarla de emociones personales. Es decir, Valle huye de hacer una reproducción literal de lo que vio y vivió, porque quiere lograr una síntesis ideal, una abstracción: “Condensar en un libro los varios y diversos lances de un día de guerra en Francia”, abarcando: “Desde los bosques montañeros de la región alsaciana, hasta la costa brava del mar norteño” (Valle-Inclán 1917a: 5 y 11, respectivamente). Para conseguirlo tenía que vencer las limitaciones del soldado —la mirada del testigo— y ver la guerra en su totalidad, como el general inclinado sobre el plano —desde una estrella—, posición de altura que permite ver distintos lugares al mismo tiempo. El mencionado vuelo en aeroplano, realizado durante su estancia en Francia, fue la deslumbrante confirmación de la idea que había expuesto en una entrevista previa a su viaje: la visión estelar. Para que esta visión astral resulte operativa, debe ir acompañada del uso de la simultaneidad temporal, la multiplicidad espacial y el personaje múltiple o colectivo.36 En suma, Valle-Inclán al escribir sobre la guerra se planteó el mismo problema que Pérez de Ayala había considerado un obstáculo insuperable. El escritor gallego, sin embargo, vislumbró una fórmula original que vencía estas limitaciones del testigo, y la expuso en el prologuillo de La Media Noche. Y con este hallazgo y sus implicaciones técnicas, la finalidad propagandística con que había nacido el libro pasa a un segundo término al alcanzar un resultado literario, que nada menos que sitúa al escritor entre los renovadores de la novela del siglo xx. Para terminar: si tuviese que ordenar las obras de los cuatro escritores comentados, en función de su mayor a menor dependencia de la experiencia real, afirmaría sin temor a equivocarme que es “Un día de guerra” el texto periodístico más alejado de la crónica de guerra, distancia que se acrecienta en La Media Noche, su reelaboración artística. El extremo opuesto lo ocuparía Maeztu, quien responde con mayor justeza a las características que se atribuyen al cronista y a la crónica bélica, si bien la reconversión de los textos 36
No es el lugar para mostrar el carácter profundamente innovador de este texto desde el punto de vista narratológico, que ha sido analizado por Darío Villanueva (1978) en un artículo que ha conocido varias reediciones (aquí cito por la última: Villanueva 2005: 67-104) y ha marcado una senda seguida por otros estudiosos (cfr. Santos Zas 2011: 227-251).
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originales en un libro con una agrupación temática, distribuida en secciones tituladas, las aleja de su origen. Entre ambos polos se sitúan Pérez de Ayala y Palacio Valdés. El Herman encadenado ayalino, aunque a bastante distancia de Valle-Inclán, es una selección de las crónicas periodísticas, dotadas desde su origen de un componente literario que las aleja de la crónica a secas; esa distancia se hace más notable en su posterior conversión en libro, en el que los episodios se hilvanan para conformar un relato de viaje. Por último, las crónicas periodísticas de Palacio Valdés, selectivamente reunidas en un libro, La guerra injusta, de signo marcadamente ensayístico, aportan argumentos sacados de unas reflexiones nacidas de la observación de una realidad que conocía bien (Lissorgues 2009: 185-205). En suma: cuatro rúbricas para cuatro obras que, al margen de etiquetas, daban respuesta a un compromiso —que era también un dilema moral—: el de ser ecos y espejos de una guerra, que vivieron como testigos parciales.37 Bibliografía Amat, Jordi/González, José Ramón. 2013. “La Gran Guerra (1914-1918) en nuestras letras”, en: “Las palabras de la guerra, la guerra de las palabras”, especial de Ínsula 804, diciembre: 2-3. Anónimo. 1915. “Un manifeste des intellectuels espagnols. Pour les Alliés”, en: L’Action Française, 5 de julio: 2. — 1915. “La Guerra Europea. Palabras de algunos españoles”, en: El Liberal, 5 de julio. — 1916. “El Imparcial en la Guerra. Dos grandes informadores. Armando Palacio Valdés en París. Ricardo León en Berlín”, en: El Imparcial, 27 de abril: 1. Aubert, Paul. 1986. “La propagande étrangère en Espagne pendant la Première Guerre Mondiale”, en: Españoles y franceses en la primera mitad del siglo XX. Madrid: Centro de Estudios Históricos: 357-413. — 1995. “La propagande étrangère en Espagne dans le premier tiers du xxe siècle”, en: Mélanges de la Casa de Velázquez, 31/3: 103-176, disponible en: [22-09-2016]. 37
Este trabajo se llevó a cabo en el marco del programa de financiación de la Xunta de Galicia para los Grupos con Potencial de Crecimiento (ref. GPC2014/039), así como el Proyecto de Investigación financiado por el MEC y fondos FEDER.
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“TE REPROCHO EL QUE NO SEAS CONSECUENTE”. SOBRE EL COMPROMISO (IN)VULNERABLE EN EL PIANISTA, DE MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN Ma del Carmen Alfonso García Universidad de Oviedo
1. Palabras liminares: la literatura, la ética y la vida Martha C. Nussbaum recuerda en El conocimiento del amor que “nunca vivimos lo suficiente” (2005:101) para experimentar un conjunto de sucesos tan aconsejablemente amplio y variado que garantice una comprensión teórica y práctica de la densidad de la existencia humana. Por eso, según Nussbaum, el auxilio de la literatura se vuelve más que eficaz, en la medida en que los libros —ella se ocupa en esta monografía solo de novelas— nos colocan frente a diversas situaciones, si no reales sí realistas y a menudo fuera de nuestro día a día, que, al reclamar nuestra implicación lectora, demandan para su cabal comprensión no solo un análisis técnico o estilístico, sino que nos obligan a preocuparnos por las capacidades del estilo y de la técnica para comprender qué significan filosóficamente, esto es, de qué modo se vinculan con la realidad exterior o interior que conceptualizan y cuál es su patrón para entenderla. Desde aquí, la autora abre el camino a un acercamiento a los textos literarios, tan sugerente como no siempre libre de discusiones (Booth 2005: 35-55, López de la Vieja 2003: 209-210; Nussbaum 2005: 417-441), que busca acentuar su dimensión ética en un gesto de doble sentido, pues si aspira a probar que tales obras desarrollan los conflictos relacionados con las elecciones y sus consecuencias con mayor sutileza que los cerrados argumentos tradicionalmente manejados por la filosofía moral (Nussbaum 2005: 101), lo hace convencida de que la teoría literaria enriquecerá su perspectiva
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si se inclina por integrar el debate ético en sus investigaciones, ya que, en su criterio, esta disciplina debería “interesarse, [...], por el modo en que las propias obras literarias encaran los interrogantes de los lectores en torno a cómo se debería vivir” (Nussbaum 2005: 353). Advirtamos con rapidez que, en la estela neoaristotélica en que se sitúa Nussbaum (véase González Esteban 2007), “cómo se debería vivir” expresa de modo indirecto una pregunta acerca de las cualidades que rubrican una “vida buena” (Nussbaum 2005: 121 y 258-259), esto es, un plan existencial que, por no renunciar a la justicia a través del ejercicio de la virtud, confiere dignidad al sujeto, quien, lejos del consecuencialismo, no busca en sus acciones beneficios añadidos —en algunas oportunidades, incluso espurios— más allá de los motivos personales en pos de lo que Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, califica como eudaimonía y que, en palabras de Alasdair C. MacIntyre, cabe definir como “el estado de estar bien y hacer bien estando bien, de un hombre bienquisto para sí mismo y en relación a lo divino” (2011: 188). En este trabajo, estudiaré la novela El pianista, de Manuel Vázquez Montalbán, publicada en 1985, partiendo del marco teórico-metodológico esbozado y con el auxilio de la narratología. El objetivo es explorar los mecanismos mediante los cuales el relato aborda el problema que está en sus cimientos y que, en sus trazos más gruesos, nos coloca ante dos opciones de vida que se postulan excluyentes y que, fundamentalmente, se encarnan en otros tantos personajes, Albert Rosell y Luis Doria, ambos pianistas, quienes, en síntesis elocuente de sus exigencias morales, priorizan distintos aspectos al decidir cuál debe ser su respuesta al golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y, al hacerlo, condicionan para siempre sus particulares trayectorias. Paralelamente, se busca indagar en un asunto tan central como la conexión fondo/forma y su grado de influencia en la construcción diegética y en la recepción del texto. 2. Manuel Vázquez Montalbán o el difícil arte de la coherencia José Colmeiro, entre otros muchos críticos —una rápida muestra: muchos de los artículos contenidos en Colmeiro 2007 y en López de Abiada/López Bernasocchi/Oehrli 2010—, ha destacado “el activo papel de la memoria
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como agente de resistencia cultural” (Colmeiro 2007: 3) en la producción de Manuel Vázquez Montalbán1 y, con posterioridad, al hablar de la “trilogía de la ‘ética de la resistencia’” (Colmeiro 2014: 194) para remitirse a tres novelas del escritor publicadas entre 1985 y 1992, El pianista, Galíndez (1990) y La autobiografía del general Franco, ha verbalizado euclidianamente la secuencia memoria-resistencia-ética de cuya importancia en la obra montalbaniana volverá a darse cuenta en estas páginas.2 Por su parte, el autor aseveraba que, al escribir esos tres libros, “[l]o que me interesaba era la búsqueda de un sentido ético y la relación que hay entre una conducta ética y una personal” (en Moret 1992: 26), un testimonio que podría orientarse en diferentes direcciones, puesto que si acotásemos su efecto al territorio de la persona cuyo nombre era Manuel Vázquez Montalbán, nos centraríamos en comprender los motivos por los que quiso llevar esa reflexión a su vida y si, en cambio, avanzásemos hacia la ficción, estaríamos implicándonos con las claves del universo imaginario y nos obligaríamos a ver con (o a través de) las diferentes instancias narrativas, matizando distancias entre lo verdadero y lo verosímil. José Ángel Ascunce (2010) solventa esta pluralidad de enfoques, en el inicio de su artículo sobre Galíndez, al apuntar que esta es una novela de tesis, pues “[e]l autor expone, a través del artificio literario, una idea o pensamiento que organiza todo el relato para poder sacar luego unas conclusiones 1
Buenos ejemplos en la producción del autor acerca de la memoria así considerada: Vázquez Montalbán 1980 y 2000. Sobre el tema, véanse los estudios de Colmeiro (1994), Salaün (2007) o Vernon (2007). 2 De hecho, es el mismo Colmeiro (2014: 193-231) quien aborda el estudio de la trilogía a la luz del concepto de “novelas de la memoria” elaborado por David Herzberger (1995). Por otra parte, y dado que estos son extremos que quedan fuera del marco de este ensayo, debe advertirse de la relación que existe entre muchos de los títulos del autor, generadora de una profunda red intertextual donde la memoria, individual y colectiva, resignifica las propias obras en función de cómo interaccionan. En este sentido, El pianista establece una muy interesante conexión con los poemas “Otoño cuarenta” y “Nada quedó de abril” (de La educación sentimental, 1967), Crónica sentimental de España (1971), un breve fragmento de la novela Los pájaros de Bangkok (1984), Crónica sentimental de la transición (1985), la novela corta Desde los tejados (1986) —al igual que Los pájaros..., perteneciente al ciclo del detective Carvalho—, el cuento “1945” (en Pigmalión y otros relatos, 1987) y Cancionero general del franquismo 1939-1975 (2000). Nótese asimismo la ruptura de fronteras genéricas, tan característicamente montalbaniana.
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finales. Ahora bien, esas conclusiones son trabajo del lector” (Ascunce 2010: 22). Notemos, sin embargo, que, a renglón seguido, y porque sabe que no suele haber benevolencia para esta especie narrativa, el profesor Ascunce cree necesario dedicar unas rápidas observaciones a la relación entre la ética y la estética, para poner de relieve la inconsistencia de quienes niegan la posibilidad de que ambos sean extremos conciliables con óptimos resultados (Ascunce 2010: 22-23). Estar al tanto de lo espinoso del tema no le hizo al individuo llamado Manuel Vázquez Montalbán vacilar en su postura. Seguramente, alguien que “había perdido la Guerra Civil antes de nacer” (Vázquez Montalbán 1997: 123) no era capaz de contemplar otro escenario que el de cultivar una literatura en diálogo crítico con sus circunstancias socio-históricas3, y así lo señaló con relativa frecuencia y desde un ángulo abarcador. De modo que si en “Ibarrola: la estética de la ética” (en Vázquez Montalbán 2003: 133-137), salía al paso de torcidas interpretaciones sobre el realismo y la presunta falta de altura artística de Agustín Ibarrola, en ciertos volúmenes ensayísticos (véase, v. gr., Vázquez Montalbán 2003: 245) o en el transcurso de algunas entrevistas, no dejaba sitio a la ambigüedad cuando decía “no [creer] en la imparcialidad” (en Moret 1992: 26), recuperaba un concepto crítico del realismo “como revelación de aquellos aspectos de la realidad que no son evidentes” y, en una deriva lógica, advertía que “[c]uando el escritor demuestra el caos que se esconde detrás del desorden [sic por ‘orden’] está cuestionando la realidad que la gente tiene asumida” (Colmeiro 2013: 87 y 91). Parece, entonces, que el realismo trascendía para nuestro escritor la mera técnica asociada a la mímesis representativa, ya que, en lo esencial, y no lejos en esto del realismo socialista, respondía a la voluntad de producir una reacción que evitase el conformismo ante una determinada coyuntura.4 Se 3
Oigamos a Marcos Maurel: “el espíritu crítico y por tanto combativo de Vázquez Montalbán contra una serie de rasgos de la configuración del mundo y de la sociedad española, no lo olvidemos, gobernados por la política, y ésta, más que menos, por los intereses económicos de unos pocos; el espíritu crítico en lo que respecta a la política, decía, siempre estuvo alentando en todo lo que produjo” (2010: 388). 4 Un iluminador epítome del realismo montalbaniano, en la contestación del autor en Colmeiro 2013: 87. El novelista se ocupó también del asunto en “El escriba sentado” (Vázquez Montalbán 1997: 13-24).
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trataba, en suma, de poner al descubierto las claves de un esquema prefijado —ideológico, por tanto, pero presentado como natural y único— y, con ello, de aceptar la obligación moral de generar un discurso alternativo que incorporase la voz y la memoria arrebatadas a tantas personas en la España de aquel largo tiempo posterior a 1939: Yo lo que siento es un embarazo de responsabilidad. Hay sectores sociales que están mutilados en su capacidad de expresión de forma general. Entonces, por lo que sea, hay algunos miembros de esos sectores sociales que tienen acceso al lenguaje y al poder que el lenguaje representa. Digamos que yo soy uno de esos privilegiados. Cuando esto se produce no existe la capacidad y el despego que otros sectores suelen tener frente al lenguaje. Yo tengo una responsabilidad frente a él, y creo que no se puede hablar por hablar, ni escribir por escribir (Díaz 1985: 109-110).
Para los propósitos de este trabajo, conviene resaltar que admitir la ecuación que iguala lenguaje y poder, y hacerlo desde el lugar de quien sabe que llegó a la palabra por la puerta de lo excepcional, supone que Vázquez Montalbán sancionaba el uso ejemplar de la literatura (recordemos: “no se puede hablar por hablar, ni escribir por escribir”). Pero, por otro lado, esta declaración anticipa un pacto de lectura, al que ahora solo aludo, fundado, en proporciones semejantes, sobre inquietudes compartidas entre autor y lector y sobre la habilidad de aquel para trasmitirlas y de este para captarlas, y que, en lo básico, quedaba recogido en el prólogo a Barcelonas (1987): “[t]odo escritor escribe para orientarse a sí mismo [...]. Ojalá mis puntos cardinales sean asumidos por mis lectores presentes y futuros” (en ). Entendido de esta manera, el proyecto montalbaniano es, sin duda, tan literario como ético. El ensayo de Nussbaum —al fondo, de nuevo, Aristóteles— refuerza esta idea y permite ahondar en ella cuando, al comentar la polémica entre la regla y la percepción o, si se prefiere, entre el peso del modelo y la espontaneidad que reclama el entorno, la autora nos alerta de que “sólo se vive una vez y en una sola dirección” (Nussbaum 2005: 87). Reconoce con ello que no todo está dicho o hecho y que las pautas establecidas en el pasado no siempre ayudan a descifrar el presente y a estar en él de la mejor forma (aunque, siquiera sea desde una parcialidad dada, ambicionen explicarlo).
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En tanto que expresión contra la amnesia metódicamente ejercida (la del franquismo, primero; la de la Transición, después), un amplio segmento de la bibliografía de Manuel Vázquez Montalbán enlaza con los presupuestos defendidos por Nussbaum si pensamos que construye un espacio resistente que, por serlo, invierte los códigos dominantes y, en lo que de momento nos concierne y luego se pondrá de manifiesto, resemantiza lo que sea ganar y perder o, con más contundencia y en la esfera de Amar Sánchez (2005 y 2006) y antes de Zambrano (1998), vencer y ser derrotado. Al apoyarse en esa quiebra del sistema, el eje cognitivo descansa sobre el binomio fidelidad/ traición en su doble relación con la comunidad normalizada y con el individuo al margen o, lo que aquí es equivalente, con la Historia y con la memoria, y, como tal, queda supeditado a una elección y al valor que se le otorgue (obviamente, también a la confianza que ese valor le merezca al receptor a la luz del universo moral que el texto fragua). Sobra decir que por esta senda la ética devendrá política. Así lo ve Muriel Colbert, la doctoranda norteamericana que, en Galíndez, se documenta para realizar su tesis sobre “La ética de la resistencia: el caso Galíndez” (Vázquez Montalbán 1990: 39): La ética de la resistencia, concluyes, es algo más que una situación historificada. Es un principio, una actitud ante el poder, porque el poder es connaturalmente sospechoso y no digo esto como un eco del pensamiento anarquista, sino como una constatación empírica. Todo poder tiende a ensimismarse y a autolegitimarse desde ese ensimismamiento, aunque sea el poder democrático (Vázquez Montalbán 1990: 245).
Pero, en el plano empírico que predomina en esta sección, ese tú autorreflexivo es también el del propio escritor —así dejan creerlo comentarios suyos como el recogido en Colmeiro 2013: 92—, quien, desde la atalaya de la suspicacia, permite entender el pasaje como una réplica al perseverante olvido oficial, por lo demás tan bien resumido en el comunicado que el gobierno socialista hizo público el 18 de julio de 1986, donde se partía del aserto de que “[u]na guerra civil no es un acontecimiento conmemorable” y se sostenía que la contienda de 1936-1939 “no tiene ya —ni debe tenerla— presencia viva en la realidad de un país cuya conciencia moral última se basa en los principios de la libertad y de la tolerancia” (Anónimo 1986: 17). Walther L.
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Bernecker (2010) se ha ocupado de la cuestión con el detalle suficiente para eximirme de mayores precisiones; con todo, no olvidemos que el paradigma formulado por el gabinete de Felipe González, al apuntalar una (manipulada) interpretación histórica, afianzaba una (manipulada) ética de la convicción, precisamente aquellas que Vázquez Montalbán, en un gesto de integradora coherencia, impugnaba vital y textualmente. 3. Una lectura ética de EL PIANISTA: a propósito de Albert Rosell y Luis Doria El apartado anterior ha privilegiado el examen de la producción montalbaniana, en particular de la “trilogía de la ‘ética de la resistencia’” (Colmeiro 2014: 194), como resulta artística de un deber moral asociado con la vindicación de la memoria de quienes perdieron la Guerra Civil y, fundamentalmente, lo ha hecho sustentado en la figura que la narratología nombra como “autor real”, esto es, “el ser histórico que vive al margen de sus obras” (Rivas Hernández 2005: 184). Ese planteamiento ha permitido inferir hasta dónde era consciente la intencionalidad de Manuel Vázquez Montalbán y, por lo tanto, ha descartado en los textos cualquier pretensión objetiva. Ya centrados en El pianista, y en las coordenadas de la propuesta de Nussbaum, el paso siguiente ha de ser abordar la modalización narrativa de ese compromiso a la luz de la crítica ética y, con ello, tratar de caracterizar el pacto de lectura antes avanzado. Nussbaum acude a Booth (2005) para advertir que entre las voces que articulan el discurso de una novela, hay una de singular jerarquía: la del autor implícito, o sea, “el sentido de la vida o el punto de vista que se revela en la estructura del texto tomado como un todo” (Nussbaum 2005: 422). Si partimos de este perfil, cabe suponer que el autor implícito no es sino la instancia retórica que establece las normas del juego moral mediante una serie de maniobras comunicativas. Al hacerlo, recoge una imagen específica del escritor (en este caso, de Manuel Vázquez Montalbán), pero también espera la colaboración del lector (Nussbaum 2005: 422), quien, para lograr el conocimiento práctico, debe intentar acercarse al lector modelo del que habló Umberto Eco (1993: 80), es decir, aproximarse a la competencia ideal que garantiza que el relato significa adecuadamente.
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Nussbaum lo ha expresado así a propósito de Henry James y del prefacio a La princesa Casamassima: Vemos aquí, como en otras ocasiones, que James junta a la persona buena y al buen personaje, al buen lector en la vida y el buen lector en el texto; y esto, a su vez, sugiere normas paralelas de respuesta y visión para el lector de este personaje y de este texto, que debe ser un tipo apropiado de ser moral o, de lo contrario, devaluará el texto. Por último, en esta concurrencia de conciencias, y por detrás de todas ellas, está, James lo deja claro, el autor, que es el responsable de todas ellas y cuyo testimonio consciente revelará el valor de la vida o, en caso de negligencia, lo devaluará (Nussbaum 2005: 261).
Si, como la cita defiende, la clave de una lectura ética gravita sobre la “concurrencia de conciencias”, adentrarse en El pianista con la finalidad de averiguar cómo se alcanza esa convergencia supone comprobar cómo se activan los resortes textuales y qué repercusión aguardan. En este punto, María Paz Balibrea Enríquez (1998) realiza una estimable aportación cuando se vale de la pauta del relato policial para identificar “el verdadero hallazgo de la novela realista de Vázquez Montalbán, y al que llamo narrativa hermenéutica, porque se propone siempre explícitamente como un proceso indagatorio e interpretativo del presente a través del pasado” (Balibrea Enríquez 1998: 122). En efecto, la estructura de El pianista se ajusta por completo a esa idea, ya que las tres partes de la novela se disponen según un recorrido inverso al del avance del tiempo, de manera que si la primera se sitúa en la Barcelona de 1983, la segunda se ambienta en la misma ciudad en 1946, y la tercera, en París, en 1936 —al respecto, es notable que esta última división reproduzca el molde del conjunto, ya que se inicia el 18 de julio para, más tarde, incorporar lo sucedido desde el 30 de junio. Sin duda, un signo de su trascendencia, ya que no en balde marca el origen del conflicto—. Por lo general, quienes se han preguntado por las causas de esta arquitectura han coincidido en apuntar al rechazo del olvido institucionalizado al que ya me referí (Balibrea Enríquez 1998, Colmeiro 2014: 193-206, Leuenberger 2010 o Pohl 2010) y, junto a Albert Rosell y Luis Doria, han tenido en cuenta a “la ex izquierda combativa del tardofranquismo” (Balibrea Enríquez 1998: 124) de la primera parte y a las gentes populares, represaliadas y/o sometidas, de la segunda para desarrollar interpretaciones vinculadas a
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la filosofía de la memoria colectiva y la memoria histórica.5 Pero, en la perspectiva de este análisis, y, por consiguiente, sin repetir consideraciones ya estudiadas en los trabajos citados, es importante hacer hincapié en que esta organización, al exponer las vidas de los pianistas desde el presente y hacerlas caminar hacia su pasado, provoca que, paulatinamente, se vayan desvelando los pormenores que las explican hasta llegar al instante que, por asociarse a la gran decisión —volver o no volver a España, cuando supieron que el 18 de julio de 1936 se había producido una sublevación militar en su país—, las determina. “Comprendemos comparando”, afirma Nussbaum (2005: 348), poco después de mencionar las facultades de la teoría literaria para descubrir una línea ética en una obra sin estar necesariamente familiarizada con los postulados de tal o cual corriente de la filosofía moral. Páginas atrás, la autora había subrayado las especiales condiciones de las novelas para conseguir esta meta: “solo siguiendo un modelo de elección y compromiso durante un período relativamente largo (como hace de manera característica la novela) es posible entender la omnipresencia de tales conflictos en el esfuerzo humano por vivir bien” (Nussbaum 2005: 83). Ya sabemos que el tiempo narrado en El pianista se extiende desde 1936 hasta 1983 (mientras que el tiempo narrativo va desde 1983 a 1936); son, entonces, cuarenta y siete los años que el relato abarca. En ese intervalo, lo bastante amplio como para esperar que el seguimiento de los itinerarios biográficos de Rosell y Doria sea profundo —o, a la vista de las marcadas elipsis, al menos relativamente profundo—,6 el texto compone un ejercicio de 5
Señala, por ejemplo, Balibrea Enríquez (1998: 121): “Contra esa visión lineal de la historia cuyo efecto más notable es la posibilidad de proclamar su propio fin una vez vencidos todos los proyectos de cambio, M[anuel] V[ázquez] M[ontalbán] articula coherentemente en su novela una representación inversa, circular, dialéctica de pasado y presente. Rentabilizando la estructura que domina en su serie detectivesca, M[anuel] V[ázquez] M[ontalbán] nos presenta de nuevo una realidad en la que pasado y presente son categorías que se necesitan mutuamente para tener significado”. 6 Como indica Tyras (2015), la construcción elíptica es un rasgo muy habitual en la producción de Manuel Vázquez Montalbán. En el caso de El pianista, el autor implícito no trata de reparar las lagunas en relación con los destinos individuales, sino, y de acuerdo con Balibrea Enríquez (1998: 124), en función de “la memoria histórica como fuente de causalidad supraindividual, pertinente a la colectividad, por estar conectada con procesos históricos”.
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imaginación moral asentado sobre un interrogante no verbalizado: ¿cuál de los dos músicos representa, por su conducta, un proyecto de “vida buena” en los límites ya glosados? La primera parte muestra a Rosell como pianista en el Capablanca, un cabaret de bajísima estofa —aunque muy de moda en los días ya socialistas de 1983—, donde acompaña las actuaciones de unos patéticos travestis. No parece haber conquistado el éxito social ni el económico. Sin embargo, Doria, también en el club en esa noche inicial, da la impresión de ser un triunfador; los diálogos contienen abundantes reflejos de su prestigio intelectual y artístico: todo el mundo le conoce —incluido el ministro en la sala—, nadie sospecha de su excelencia. No obstante, es posible que las apariencias engañen, máxime en un espacio identificado por el transformismo. Y, de hecho, el autor implícito se volcará en demostrarlo, para lo cual deberá manejar con pericia sus recursos. La táctica se pone en marcha desde el título: El pianista, no Los pianistas. Por tanto, no cabe pensar que Albert Rosell y Luis Doria sean personajes que estén a igual altura; está claro que tendrá mayor peso aquel que designe la novela. La incertidumbre se mantiene durante, más o menos, la mitad de la primera parte, hasta que comienza el espectáculo en el Capablanca y el presentador, ante la indiferencia del público, introduce a Rosell: —...Y todos ellos acompañados al piano por el maestro... ¡Rosell! No quedaban aplausos para el viejo pianista, que salía de los bastidores de la derecha y se iba hacia el piano sin molestarse en contestar a los aplausos sobrantes. A Ventura le pareció que iba hacia el piano como si no hubiera en la sala otra cosa digna de su atención [...]. Era un viejo delgadillo, casi calvo, blanco el poco pelo que le quedaba, cortado al raso, traje bicolor, chaqueta de un traje olvidable y pantalón demasiado ancho y corto para aquellas piernecillas [...] (Vázquez Montalbán 1985: 54).
Él será, para siempre, el único “pianista” (el sustantivo se utiliza una y otra vez); mientras, Luis Doria, que ya había hecho su aparición, será mencionado con su nombre, su apellido —es lo más frecuente—, o con la suma de ambos: —¿No es Doria aquel de allí? —¿Qué Doria?
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—Coño. Doria. ¿Cuántos Dorias hay? —¡Doria! Y esta vez sí las cabezas de la expedición se volcaron unánimes gradas abajo en busca de la mesa donde Luis Doria se sabía propietario de una gloria y una ancianidad igualmente desafiantes, [...], una silueta de figurín desdeñosamente cubierto por un disfraz de artista que acepta el óxido como una segunda piel, una segunda belleza (Vázquez Montalbán 1985: 51-52).
Las citas proporcionan una magnífica prueba para juzgar hasta qué punto, y desde el principio, el autor implícito toma partido por Rosell y se opone a Doria y cómo se involucra para alcanzar una atmósfera connotada éticamente. Reparemos en el primer fragmento y sus señales: habla de un anciano que no suscita la curiosidad ajena, que, como mucho, recibe “aplausos sobrantes” (esto es, los residuales de los destinados a otra persona), y lo hace empleando un vocabulario cuyo tono compasivo se amplifica por los diminutivos (“delgadillo”, “piernecillas”) y a través de la mirada focalizadora de Ventura, el hombre próximo a la cuarentena, lúcido, desengañado y cercano a su final, con quien se había abierto la narración —“pierna en mal uso, color calvario, morbosidad de la muerte anunciada” (Vázquez Montalbán 1985: 11)—, que proyecta sobre el personaje igual sensación de acabamiento. En cuanto al segundo pasaje, destila emociones absolutamente contrarias: se ocupa de una persona importante —“¿Cuántos Dorias hay?”—, pero cuya unicidad es excesiva, ya que se ratifica con la machacona repetición del apellido. En perfecto acuerdo, el léxico selecciona un campo semántico negativo que, en lo fundamental, realza lo falso (y quizás lo frío) de este individuo —“figurín”, “disfraz”, “segunda piel”— y su obstinada perduración contra natura, puesto que su vejez es “desafiante”. Por lo demás, que el punto de vista sea aquí el de narrador omnisciente prueba su conexión ideológica con la voz del autor implícito. El pianista y no Los pianistas. También, y en razón de lo dicho, El pianista y no Albert Rosell, porque un título que respondiese al nombre del personaje iría contra su esencia anónima y oscura. Por eso solo ha despertado la atención de alguien como Ventura; por eso logrará suscitar el respeto, tan efímero como intenso, del grupo de antiguos antifranquistas cuando, al margen del
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programa, interprete magistralmente un fragmento de la Música callada de Mompou (Vázquez Montalbán 1985: 63). Hasta Doria, al abandonar el local, le concede perfección: “—Bravo, Alberto. Excelentes los silencios” (Vázquez Montalbán 1985: 92). Pero si la diégesis acumula signos para hacer evidente que la de Rosell es una biografía en sordina y, en paralelo, subraya que la suya es la perspectiva que va a prevalecer, el autor implícito ha de ser capaz de unir ambos extremos y, con ello, acreditar su opción. En este punto, la estructura inversa actúa con eficacia, pues solo cuando la narración progrese se entenderán las causas que ennoblecen ese mutismo de tanto alcance y que, en síntesis, remiten a la fidelidad a los propios principios y al bien común. De ahí que la segunda parte muestre al Albert Rosell que acaba de salir de la cárcel a mediados de la década de los cuarenta —y, en fugaz contraste a través del texto de uno de sus artículos para La Vanguardia, al Luis Doria convertido a la disciplina del orden creativo—, y la tercera, al joven que, tras años de gran esfuerzo, ha logrado una beca de la Generalitat de Cataluña para realizar estudios de piano en París —donde entrará en contacto con Doria— y que, llegado el momento, volverá a España a luchar en el bando republicano (en el entendido de que para él, en este contexto, tomar la decisión sobre regresar o no es tanto como ser o no ser, es decir, ser leal a sí mismo y actuar según las particulares creencias, sin aspirar a nada más que la eudaimonía, o mentirse y quebrantar la conciencia con fines individuales y utilitaristas). No extraña, entonces, que el autor implícito despliegue en esta sección de la novela el engranaje imprescindible para articular el debate moral. Al respecto, y asumida ya la significación de la arquitectura, sobre la que no voy a insistir, adquiere especial relieve la polifonía de calculados efectos, que, a diferencia de lo que había sucedido con anterioridad, permite acceder reiteradamente al discurso de Doria, siempre teatral, egocéntrico y agresivo —“volvió de su supuesto éxtasis para examinarles [...] creo en la Iglesia de la inteligencia, a la que se llega por los caminos de la razón y de la selección y por lo tanto practicando el elitismo del desprecio” (Vázquez Montalbán 1985: 254)—, y a los pensamientos que, a menudo a través de la focalización del narrador omnisciente, suscita en Rosell: “Doria le abrumaba como persona, le asustaba como modelo de conducta, [...]” (Vázquez Montalbán 1985: 240), ratificados por las cartas del maestro Robert Gerhard: “insisto, ojo con
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Doria” (Vázquez Montalbán 1985: 195) o por los amigos como Teresa, que no ignora hasta qué punto la mentira y el egoísmo son la columna vertebral del personaje y, a diferencia de Albert, no se sorprende de que finalmente se quede en Francia: “¿pero es que no le conoces?, ¿creíste en algún momento que podía volver con nosotros?” (Vázquez Montalbán 1985: 281). Es cierto que este último comentario podría sembrar la desconfianza acerca de Rosell y su perspicacia como conciencia referente; sin embargo, no hay tal riesgo. Sabemos que el autor implícito ha prodigado indicios para excluir cualquier temor de este tipo y confirmar al pianista en su tarea; en realidad, la apostilla de Teresa se hace eco de su integridad (sinónimo aquí de bondad) y, por lo mismo, sirve para colocarlo en las antípodas de alguien como Doria. Lo cual, en los términos neoaristotélicos defendidos por Nussbaum (2005: 154), lleva a entender que el texto no prescinde de las emociones al configurar su propuesta ética y que al hacerlo, muestra, por una parte, la capacidad cognitiva de los sentimientos de Rosell y, por otra, que estos son moralmente valorables. En esa medida, a diferencia de Luis Doria, Albert puede acudir a su sensibilidad para percibir la trascendencia de los acontecimientos y, el 20 de julio de 1936, resolverse a sacrificar sus planes, los que le iban a conducir al éxito profesional: “He de volver. Aquella lucha es mi lucha” (Vázquez Montalbán 1985: 275). Doria, en cambio, encastillado en su egolatría y sujeto a un guion invariable, el de llegar a la cima, dejará que las malas pasiones anulen su entendimiento y se quedará: “—No hay motivo para la preocupación. La situación en España está controlada. [...]. Un asunto de policía interior que durará cuatro semanas. Y ya está” (Vázquez Montalbán 1985: 275). No podía haber sido en vano que el pianista, a diferencia de su compañero, hubiera manifestado, en carta al maestro Gerhard y haciendo un guiño metaliterario a la propia novela, su inquietud por la relación entre la música y la sentimentalidad y el posible efecto moralizante de esa unión: [...] en las artes la asepsia sentimental es imposible y a lo más que podemos o puedo llegar es a desindividualizarla, sin que insista ahora, [...], en las posiciones sociales del interesante Eisler y compañía. [...] Para mí, el tema, el motivo es simplemente una provocación y a partir de ahí empieza el juego intelectual de un músico aplicando un saber específico, un lenguaje con su artificio específico. Pero el resultado ¿ha de servir o no para educar el saber o el sentir de los hombres? (Vázquez Montalbán 1985: 235-236).
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Parece indudable, pues, que Albert Rosell es el buen lector —de su vida y de la de su momento histórico— del que hablaba Nussbaum en el fragmento antes reproducido. El autor implícito ha diseñado una estrategia, en la que colaboran el título, la estructura, la técnica, el estilo y el tono, al servicio de esa fusión de enfoques, de manera que, al mirar a través de él, de su renuncia y su entrega, no solo transmite el sentido de su elección, sino también que, por ser la correcta, conlleva un dolor quizás inesperadamente hondo. Por lo demás, es obvio que, en un segundo nivel, esa “concurrencia de conciencias” (Nussbaum 2005: 261) implica al receptor empírico, cuyo concepto de una “vida buena” (Nussbaum 2005: 121 y 258-259) debe estar a la altura si lo que pretende es que la novela le proporcione placer estético y goce ético (amalgamados ambos en su enriquecimiento experiencial como ser humano). 4. Conclusiones Si, como Nussbaum sostiene, “determinadas novelas son, de manera irremplazable, obras de filosofía moral” (Nussbaum 2005: 276), este artículo ha querido demostrar que El pianista (1985), de Manuel Vázquez Montalbán, es una de esas narraciones. Para ello, y tras dejar establecido que el realismo montalbaniano es resultado estético del compromiso del autor, que nunca se sintió ajeno a las exigencias morales del arte y asumió las implicaciones de su postura, el ensayo ha abordado el análisis del texto en el marco de la crítica ética neoaristotélica que Nussbaum ha conceptualizado en monografías como El conocimiento del amor. Con ese propósito, y tras referirse a las aportaciones previas que, en el ámbito de los estudios literarios y culturales, han subrayado el carácter “resistente” de la novela a la luz del contradiscurso de la memoria vencida frente a la Historia vencedora, el trabajo ha examinado, con el apoyo de la narratología, los dispositivos a través de los cuales el autor implícito articula diegéticamente el dilema ético de fondo y que, sustanciado en los pianistas Albert Rosell y Luis Doria y de su decisión de participar o no en la Guerra Civil de 19361939, (nos) enfrenta (a) dos opciones existenciales excluyentes.
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Desde ahí, las reflexiones acerca de la técnica, el estilo, el tono y la estructura del relato —hasta del mismo título— han permitido llegar a determinar la perspectiva fiable en la obra y, al identificarla en Albert Rosell, recuperar la interpretación neoaristotélica de Nussbaum para colegir que el texto, lejos del consecuencialismo individualista representado por Luis Doria, asume y defiende la ética de la virtud social, esto es, el modelo de “vida buena” (Nussbaum 2005: 121 y 258-259) que, encarnado en Rosell, persigue la eudaimonía a través del ejercicio de la coherencia. En paralelo, se ha podido señalar hasta qué punto las emociones son una fuente de conocimiento práctico y, de manera indirecta, avalar los postulados de Nussbaum sobre la literatura como una fuente de experiencia moral. Bibliografía Amar Sánchez, Ana María. 2005. “Narraciones femeninas de memoria y resistencia. Política y ética en la literatura latinoamericana en el fin del siglo xx”, en: Revista Iberoamericana 210 (enero-marzo): 23-33. — 2006. “Apuntes para una historia de perdedores. Ética y política en la narrativa hispánica contemporánea”, en: Iberoamericana. América Latina, España, Portugal 21: 151-164. Anónimo. 1986. “‘Una Guerra Civil no es un acontecimiento memorable’, afirma el Gobierno”, en: El País, 19 de julio: 17. Ascunce Arrieta, José Ángel. 2010. “Galíndez de Manuel Vázquez Montalbán o el intelectual frente al poder”, en: José Manuel López de Abiada/Augusta López Bernasocchi/Michèle Oehrli (eds.), Manuel Vázquez Montalbán desde la memoria. Ensayos sobre su obra, Madrid: Verbum: 18-55. Balibrea Enríquez, María Paz. 1998. “El pianista y el estigma del desencanto: lectura alternativa de una novela ‘postmoderna’”, en: Revista Hispánica Moderna 51: 119-135. Bernecker, Walther L. 2010. “Historia, memoria y olvido en la España contemporánea” en: José Manuel López de Abiada/Augusta López Bernasocchi/Michèle Oehrli (eds.), Manuel Vázquez Montalbán desde la memoria. Ensayos sobre su obra, Madrid: Verbum: 66-84. Booth, Wayne C. 2005. Las compañías que elegimos. Una ética de la ficción, Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.
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GUERRA Y EXILIO: CONFLICTOS Y DILEMAS MORALES EN LA NARRATIVA DE ESTEBAN SALAZAR CHAPELA Francisca Montiel-Rayo GEXEL-CEFID, Universitat Autònoma de Barcelona
1. Introducción “Primero, vivir”; “después, escribir [...]. Acaso sea esta la norma única, propicia, de rigoroso [sic] sentido práctico, de positivo sentido estético, para tomar la pluma serenamente, la cabeza prieta de ‘cosas’ —vividas, gozadas, padecidas—”, escribió Salazar Chapela en 1927 en las páginas del madrileño diario El Sol (Salazar 1927a: 2), donde se había iniciado como crítico literario aquel mismo año. Aunque —como otros jóvenes de su generación— estaba encandilado con la figura y con el pensamiento de Ortega y Gasset, Salazar Chapela intuía entonces que la controvertida “deshumanización del arte” poco podía aportar al género narrativo, al que —arrinconadas sus tempranas aspiraciones poéticas— acabaría consagrándose. La novela —proclamó ya sin ambages en 1931, cuando estaba a punto de aparecer Pero sin hijos, su primera obra (Salazar 1931)— “se consigue paseando por el mundo el celebérrimo espejo”. “Es” —añadió tras recordar la conocida frase de Stendhal—, “en mayor o menor grado, copiar” (Asenjo 1931: 3). La suya, por tanto, no tenía mérito alguno porque, a su parecer, para dedicarse a la creación literaria no es necesario contar con unas aptitudes extraordinarias, un talento que sí deben poseer quienes cultivan la filosofía, disciplina por la que sintió siempre una especial predilección. La consideraba, como el arte, uno de los ámbitos “donde imperan valores subjetivos, individuales” (Salazar 1927b: 110). No es de extrañar, por ello, que algunos de los personajes de las novelas que escribió en Gran Bretaña —donde vivió exiliado desde la finalización de
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la Guerra Civil— compartan con él dicha pasión. La vocación filosófica es uno de los principales rasgos con los que caracterizó a Perico Mejía y a Sebastián Escobedo, dos alter ego del autor a través de los cuales dio a conocer su pensamiento. El personaje principal de Perico en Londres —la primera novela que escribió fuera de España, en la que realizó una crónica del exilio republicano en Inglaterra— es un desterrado que a los diecisiete años soñaba con ser “un pensador, un filósofo concienzudo, un cerebro de pocas pero inconmovibles palabras, cada una de las cuales, a manera de cápsulas aforísticas, contuviera una interpretación profundísima del Universo” (Salazar 1947: 64). Dicha vocación no desapareció con el tiempo, sino que sirvió “para construir (también espiritualmente) al arquitecto Mejía” (Salazar 1947: 64). Por las páginas de Perico en Londres transita por primera vez Sebastián Escobedo, personaje que cobra vida —con mayor o con menor protagonismo— en la práctica totalidad de las narraciones que Salazar Chapela escribió en el exilio. Es, según sus propias palabras, un “periodista tirando a filósofo” (Salazar 1966: 15) que elabora un sistema filosófico durante los meses en los que, junto a otros ocho náufragos, vive en una isla del Canal de la Mancha sin noticia alguna de lo que ha sucedido en el mundo. Como Salazar Chapela, ambos personajes reflexionan a menudo sobre la condición humana, y ambos asumen la misión que, según creen, deben cumplir: escribir para dejar constancia de lo vivido individual y colectivamente.1 Dicha propensión a meditar sobre el hombre y sus circunstancias y el afán testimonial que presidió la composición de sus obras aproximan la literatura de Salazar Chapela a la filosofía moral, disciplina esta última que —como defiende Teresa López de la Vieja— puede servirse de la ficción cuando esta “responde a la necesidad de contar y de recordar experiencias semejantes, de fuerte relieve moral y político” (López de la Vieja 2003: 16) para —desde una perspectiva cognitiva— intentar “ampliar los recursos racionales gracias 1
Tanto la ya mencionada Después de la bomba (1966) como Desnudo en Piccadilly (1959), novela en la que Salazar Chapela planteó el tema de la autenticidad humana —lo que la convierte en su narración más universal—, son narraciones en las que el escritor fijó su mirada en el mundo inglés. Por ello, y aunque Sebastián Escobedo aparece también en ellas, y a pesar de que muestran asimismo la habitual preocupación por el hombre que sintió su autor, no son analizadas en estas páginas, donde únicamente se alude a las creaciones en las que desarrolló temas relacionados con la Guerra Civil y con el exilio republicano.
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a la narración, con objeto de analizar mejor, con mayor precisión, las cuestiones prácticas” (López de la Vieja 2003: 16). Salazar Chapela se valió de su propia experiencia y de la de los que lo rodearon para escribir —de acuerdo con la estética realista en la que creía— la intrahistoria de la Guerra Civil y del exilio republicano de 1939, hechos y vivencias “por los cuales otras disciplinas nunca se han interesado o todavía no se han interesado lo suficiente” (López de la Vieja 2003: 18), como ha ocurrido con algunos sucesos y períodos de la historia reciente. “A pesar de que lo literario no sea verdadero en el sentido habitual del término, responde a una intención veraz y, en cierto modo, verdadera y válida” —así lo quiso Salazar Chapela—, por lo que “está, pues, justificado este uso reflexivo de la Literatura en Ética” (López de la Vieja 2003: 25). 2. Encrucijadas Planteados de forma genérica en las tragedias griegas y en las obras de Shakespeare o de Calderón de la Barca —por aludir solo a algunos significativos ejemplos—, en la literatura contemporánea los conflictos morales aparecen comúnmente vinculados al contexto social y político en el que viven sus protagonistas. Así sucede, por lo que al siglo xx se refiere, en la literatura existencialista, en el teatro brechtiano o en los dramas de Antonio Buero Vallejo, entre otros muchos casos. También Salazar Chapela situó a sus personajes ante complejas encrucijadas morales, elecciones que se derivan de las coyunturas extremas en las que los pusieron la Guerra Civil o el destierro. Algunas de ellas, convenientemente ficcionalizadas, habían sido vividas por el propio escritor, como la que aflige a Sebastián Escobedo en la capital provisional de la República, adonde se traslada desde Madrid a principios de 1937 tras decretarse la evacuación de la ciudad a causa de los bombardeos fascistas. Iniciado su trabajo en el Servicio Español de Información, departamento adscrito al Ministerio de Propaganda, Escobedo —fiel trasunto de su autor en buena parte del argumento de En aquella Valencia (Salazar 2001)— se ve obligado a escribir los artículos que se difundirán en la prensa republicana y que se distribuirán entre los medios extranjeros siguiendo las consignas gubernamentales. Ante dicha situación, el personaje se debate entre continuar
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contraviniendo los principios fundamentales de su profesión o abandonar su puesto, una decisión que no resulta fácil de adoptar en el contexto de la guerra. Mucho menos complicado será para Escobedo actuar de acuerdo con sus convicciones cuando viva una situación similar en el exilio. Contratado para realizar traducciones durante tres meses en un organismo internacional radicado en Berna —del mismo modo que hacía periódicamente Salazar Chapela en Viena y en Ginebra para Naciones Unidas—, adonde se traslada desde su residencia habitual en Londres, en el cuento inédito El dinero (Salazar 1964c) Escobedo se enfrenta a su superior después de haber soportado constantes faltas de respeto a su trabajo, lo que ocasiona su despido y la consiguiente pérdida de unos ingresos económicos que le hacían mucha falta. Sebastián Escobedo es el protagonista asimismo de otro cuento, La radio portátil, pero no es él quien se enfrenta a la elección. El conflicto lo tiene Jimy, un niño de algo más de seis años que vive en la casa contigua a la del periodista exiliado. Invitado a tomar el té por su padre, ambos se habitúan a jugar después una partida de ajedrez, juego en el que Escobedo vence una y otra vez a sir George Pikering-Orr, general condecorado con la Cruz Victoria por los méritos alcanzados durante la Segunda Guerra Mundial. Enterado de la próxima celebración del cumpleaños de Jimy, Escobedo decide comprarle una radio portátil, aparato que le había pedido a su madre delante de él meses atrás. Llegado el día, el niño rechaza el regalo porque no desea ver a su padre, “Cruz Victoria, derrotado todas las tardes por un... extranjero” (Salazar 1964a: 92). Escobedo tampoco debe enfrentarse a una disyuntiva personal en El sueño de África, narración que se publicó en diciembre de 1961 en la sección “Un cuento cada mes” de la revista madrileña Ínsula, donde Salazar Chapela había colaborado con el seudónimo de Antonio Mejía entre 1951 y 1954. “Esto que voy a escribir ahora”, advierte el narrador al iniciarse el relato, “no es lo que se suele llamar un cuento, pues trátase en verdad de una página mía autobiográfica de Dublín” (Salazar 1961: 24), ciudad en la que Salazar Chapela había vivido, en efecto, entre 1956 y 1958. En el relato, el periodista español refiere las tribulaciones sentimentales de su amiga Dorothy, que se ha enamorado de un adinerado joven de raza negra natural de Ghana —joven que está acabando sus estudios de Medicina en la ciudad— mientras mantiene un noviazgo formal con un chico irlandés, con el que lleva dos años. “No
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sé qué hacer, Escobedo”, le confiesa Dorothy, que reconoce que la relación con su novio es insostenible: se pelean a diario y solo logran una convivencia aceptable cuando ambos beben. Escobedo le aconseja que elija al “negro”, y le sugiere la forma en que debe poner fin al vínculo que la mantiene unida a su prometido, esta vez definitivamente, pues en otras ocasiones en las que se han separado el muchacho siempre ha acabado volviendo con ella. Dos meses después, al encontrarse de nuevo, la muchacha informa a Escobedo de la resolución del conflicto. Se ha casado con su compatriota porque no quería que le sucediera lo mismo que “a todas las chicas de Dublín que se casan con uno de estos negros ricos”, que regresan al cabo de poco tiempo rechazadas por todos: “los parientes de su marido, porque ella es blanca” y “los blancos de la colonia blanca, porque ella se ha casado con un negro” (Salazar 1961: 24). Utilizando un procedimiento habitual en su narrativa al que el propio Salazar Chapela se refirió en otro cuento inédito, Sala colectiva —texto que fue escrito durante su estancia en un hospital, donde se sitúa la acción, dos meses antes de su fallecimiento—,2 el escritor compuso los relatos La escopetita de Pepín y Destino y casualidad, así como la novela, también inédita, El milagro del Támesis. En esta última, las vivencias y las anécdotas protagonizadas por dos seres reales —el profesor Ángel Valbuena Prat y el filósofo Manuel García Morente (Montiel-Rayo 2014: 368)— le sirvieron para trasladar a los lectores el calvario que sufre Evaristo Segura al tener que decidir entre volver a España —donde vive su familia— y asumir la represión política de la que será objeto por haber permanecido y actuado en favor de la España republicana durante la Guerra Civil, o aceptar el puesto de profesor en Kansas que le
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En dicha narración el autor explicita el método seguido en muchas de sus obras al referirse a la vida de Petra y Anselmo —sobre la que Escobedo habla con Matilde, su esposa, a la que le comunica su deseo de escribir su historia—, los personajes más novelescos, en su opinión, “entre los emigrados españoles que hay en Inglaterra”. Para evitar suspicacias —e incluso denuncias ante los tribunales: “en Inglaterra son muy severos con esas cosas”—, Escobedo afirma que, al componerla, “ya procuraría [...] que no se dieran cuenta de nada. A él no le haría físico sino químico, o matemático, o histólogo, desde luego un hombre de ciencia. Tampoco daría el dato de que se matrimonio fue un matrimonio de guerra durante el sitio de Madrid. Diría que se casaron en pleno blitz de Londres. Y tampoco situaría la acción aquí, sino en Manchester o en Edimburgo o en Glasgow...” (Salazar 1964d).
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han conseguido sus colegas, y vivir, por tanto —alejado de los suyos—, en el exilio, como lo hicieron muchos republicanos al término de la contienda. El narrador, Rodolfo Canseco —lector en el King’s College de Londres, donde había conocido a Segura—, comenta las vicisitudes del caso con Sebastián Escobedo, personaje que no aparece en La escopetita de Pepín (Salazar 2002), la única narración exiliada de Salazar Chapela que se desarrolla íntegramente en España. En ella, Parrita —su atormentado protagonista, un vencedor vencido— rememora una y otra vez el día que se unió a un grupo de falangistas que estaba “limpiando” la ciudad de indeseables rojos y remató con su propia mano a uno de sus vecinos. El conflicto que vive Agustín Jorrito en el exilio —relatado en Destino y casualidad (Salazar 1964b)— también tiene su origen en la Guerra Civil, época en la que contrajo matrimonio en España con Carmencita, con quien, finalizado el conflicto e iniciado su exilio en Gran Bretaña, solo podía comunicarse a través de la correspondencia. En Londres, Jorrito conoció a Antonia, con quien inició una relación que interrumpió finalmente cuando decidió establecerse con su esposa en México. En la ya citada novela Perico en Londres todos los exiliados se enfrentan, desde el momento en que adquieren dicha condición, a una misma encrucijada: integrarse en el país que les ha acogido o procurar mantener incólume su identidad. La resolución del conflicto, sobre el que reflexiona incansablemente Perico, parece intuirse cuando, al final de la narración, Serafín, el hijo de una española con la que convive fraternalmente, se despide para acudir por primera vez a una escuela inglesa. “Le habían hecho para este solemnísimo día un traje gris claro como el de los niños ingleses” (Salazar 1947: 287). Como parte del argumento o como motivo central de la trama, en sus narraciones exiliadas Salazar Chapela enfrentó a sus personajes a constantes disyuntivas morales, opciones que deben ser analizadas a la luz de los trabajos que se derivan del debate suscitado en los años sesenta entre los filósofos anglosajones acerca de la existencia de auténticos dilemas morales (Realpe 2001). La toma de decisiones, algunas de ellas ciertamente difíciles, a la que se ven abocados los seres creados por Salazar Chapela puede tener su origen en la necesidad de resolver un conflicto o en el imperativo de sobreponerse al planteamiento de un dilema moral. Cabe recordar a este respecto que “todo dilema es un conflicto, pero que no todo conflicto es un dilema” (Lariguet 2011: 44). Para que este último exista deben proponerse dos alternativas incompatibles:
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Un agente está obligado a hacer A y B, pero no puede ambos a la vez, y tanto A cuanto B llevan a resultados opuestos o contradictorios. La turbación filosófica surge porque no existe un criterio que permita decidir cuál opción elegir, y cualquiera sea el camino elegido por el agente algo valioso es sacrificado (Lariguet 2011, 26).
Por ello, la opción seleccionada finalmente comporta siempre la presencia de un residuo moral cuyas manifestaciones psicológicas pueden ser “la vergüenza, la culpa, el remordimiento, la tristeza, etc.” (Lariguet 2011: 41). Dicho residuo moral es inevitable aun cuando el razonamiento práctico que debe seguirse en toda valoración de un dilema moral haya cumplido con las tareas que este exige: la identificación de los hechos relevantes del caso; la determinación del significado de las premisas normativas que están en juego; la explicitación de las normas y principios morales que pueden aplicarse; la deliberación de los pros y los contras de cada una de las alternativas desde el punto de vista moral, y la actuación final (Lariguet 2011: 32). Teniendo en cuenta estas premisas algunas de las encrucijadas planteadas por Salazar Chapela en sus narraciones deben ser consideradas meros conflictos, y no auténticos dilemas. Así sucede en el caso mostrado en La radio portátil, cuento en el que Jimy podría haber optado por aceptar el regalo de Sebastián Escobedo —en cuyo caso habría actuado de acuerdo con las normas de conducta en las que ha sido educado, pero estaría aceptando la humillación que, a su parecer, supone la derrota que un extranjero le impone a su padre día tras día cuando juegan al ajedrez—, o habría podido rechazarlo —como realmente hace—, lo que significa que, según él, ha salvado la dignidad de su progenitor, aunque para ello haya tenido que incurrir en una grosería impropia de la familia a la que pertenece. Su actuación, en cierto modo lógica en el caso de un niño y probablemente ajena a cualquier clase de remordimiento, no ha contado con el razonamiento que exige la evaluación de un dilema moral. Tampoco se produce en la novela En aquella Valencia, donde la encrucijada que perturba a Escobedo desaparece cuando Evaristo Segovia, el amigo que lo había llamado para trabajar con él en el Servicio Español de Información, dimite de su cargo, lo que ocasiona la renuncia inmediata de todo su equipo. El razonamiento práctico se halla ausente asimismo en El dinero, cuento en el que Sebastián Escobedo se decide a
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defender su dignidad profesional mostrándose insolente con el superior con el que mantiene el conflicto cuando se halla condicionado por los efectos del alcohol que ha bebido en la comida que precede a la conversación final. Ello no impide que el personaje se arrepienta enormemente de su decisión, como le sucede asimismo a Parrita en La escopetita de Pepín, relato en el que se narran las trágicas consecuencias que se derivan de una decisión que fue tomada también irracionalmente, en este caso a causa del miedo que suscitó en el personaje la reacción con la que pudieran responder a una negativa suya los falangistas que le conminaron a matar junto a ellos. Concluido el conflicto, el sentimiento de culpa se apodera de él, por lo que busca a todas horas, sobre todo de noche —durante las largas horas de insomnio—, las razones por las que pudo realizar un acto semejante, acto que acaso hubiera evitado de haberse planteado realmente el dilema moral. El lacerante residuo psicológico que se deriva de su actuación le conducirá finalmente al suicidio. Salazar Chapela relata un dilema aparente en El milagro del Támesis, pues “lo que estaba realmente en juego no eran dos alternativas sino una sola” (Lariguet 2011: 81). Segura tiene tomada la decisión de regresar a España antes de plantearles el conflicto que supuestamente le atormenta al matrimonio Canseco y a Escobedo, pero sabe que defender que ha dejado de ser republicano cuando está a punto de concluir la Guerra Civil porque desea reunirse con su familia es moralmente reprobable y políticamente censurable. Por eso mantiene vivo un falso dilema que le lleva incluso a sostener que ha sido Dios —que le ha venido a visitar a la habitación que ocupa en un hotel de Richmond— quien le ha ordenado que regrese a España. La aparición divina, tras la que Segura recobra la fe, justifica su vuelta a la España de Franco, donde padecerá con resignación cristiana la represión del régimen. Perico Mejía y todos los exiliados que integran el colectivo residente en la capital británica sí se enfrentan, en cambio, a un auténtico dilema, el mismo que vivieron todos los desterrados cuando comprendieron que el destierro sería largo. El fin de la esperanza de regresar de manera más o menos inmediata a España se concretó al término de la Segunda Guerra Mundial, un tiempo todavía por venir en Perico en Londres que el personaje intuye porque Salazar Chapela ya conocía el desenlace de la contienda cuando concluyó la novela (Montiel-Rayo 1999: 224). Por ello su alter ego reflexiona sobre su actitud y la de sus compatriotas, y descubre que acaso todos han empezado
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a buscar alguna forma de evasión, un escape que les permita convivir con una decisión irresoluble —adaptarse a la realidad del país en el que han sido acogidos o continuar siendo exiliados republicanos dispuestos a volver a España—, una decisión cuyo residuo moral es —y será siempre— tremendamente doloroso porque el exilio se convertirá en un “exilio sin fin” (Sánchez Vázquez 1997: 47). 3. Destino y casualidad Sin lugar a dudas este relato —publicado en la revista Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura en su entrega de junio de 1964— contiene la formulación más acabada de un dilema moral auténtico, con el que Salazar Chapela se propuso dar a conocer un problema íntimo al que debieron hacer frente algunos españoles tras la finalización de la Guerra Civil y el inicio del exilio. Utilizando el recurso del relato dentro del relato, Sebastián Escobedo le explica a J. J. Taylor —profesor de la Universidad de Cambridge, con quien debate un tema de su común interés, su concepción de lo que es el destino y de lo que debe ser atribuido a la casualidad— la complicada situación que había vivido un compatriota suyo, Agustín Jorrito, obrero anarquista de algo más de treinta años que al acabar la contienda se refugió en Inglaterra, donde trabajó durante más de un año en una fábrica. De allí pasó a la sección hispanoamericana de la radio, en la que ejerció el puesto de mecanógrafo. Merecía por ello —Escobedo lo deja claro— el mayor de los reconocimientos. Jorrito se propuso mejorar su situación y lo logró gracias a su esfuerzo: “Se dedicó a leer cuanto podía en español, a robustecer su bien debilísima ortografía y a aprender a escribir a máquina” (Salazar 1964b: 58). Pero todo eso lo hizo gracias a Antonia, una maestra nacional exiliada que fue también la maestra de Agustín. Nada más conocerla se convirtió en “su estímulo para mejorar de situación [...], su mentora en todo y para todo” (Salazar 1964b: 59). También fue su compañera, aunque nunca vivieron juntos a fin de evitar las críticas, porque, “aunque Londres es muy grande, la emigración española era para el caso muy chica” (Salazar 1964b: 59). Como maestra, Antonia tenía, además, “responsabilidades morales públicas” (Salazar 1964b: 59).
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La relación que mantenían ambos exiliados, precisó Escobedo, no era “un lío en el sentido inmoral de la palabra” (Salazar 1964b: 59), pero tampoco fue amor. Les unía un sentimiento de igualdad, una relación de amistad. Antonia sabía que Agustín se había casado con Carmencita seis meses antes de la finalización de la Guerra Civil y que, tras pasar cinco meses en un campo de concentración francés y llegar a Inglaterra, seguía manteniendo contacto con ella, a la que le escribía con regularidad. Agustín había resuelto, de forma ciertamente cómoda para él, un problema que acabará derivando en un dilema moral, como bien intuye Escobedo cuando sabe que la intención de la esposa es reunirse con Agustín en Londres. Entonces “percibí muy bien la magnitud del conflicto”, le confiesa a Taylor (Salazar 1964b: 60). Anunciado su viaje a Inglaterra, Agustín no podía pedirle a Carmencita que no lo hiciera, pero tampoco pensaba abandonar a Antonia. Una vez allí, el matrimonio vivió una segunda luna de miel —o fue acaso la primera, pues su vida en común en la Barcelona de la guerra había sido tremendamente fugaz—. El suyo había sido “un matrimonio de guerra, un matrimonio llevado a cabo entre el olor a pólvora, la ilusión política o de victoria y el peligro de perder el pellejo, un matrimonio en suma de sopetón y romántico” (Salazar 1964b: 59). En aquellos primeros días del reencuentro, a Agustín, que por razón de su carácter rehúye enfrentarse al dilema, le hubiera gustado resolver el problema a través de una tercera vía: la convivencia de los tres “en amistad dichosa” (Salazar 1964b: 61). Les tenía afecto a las dos y, aunque por motivos distintos, se sentía obligado con ambas: Antonia había sido “su conductora en su vida de exilio, un ser superior a quien debía la formación y la consolidación de su vida de emigrado en Londres” (Salazar 1964b: 61). Carmencita era su esposa. No podía, por ello, elegir a una de las dos y abandonar a la otra. Pero la tercera vía, “el ideal más alto de las teorías morales tradicionales, es también un ideal raramente aplicable a los dilemas” (Lariguet 2011: 132). Agustín no podía, en efecto, plantear esa solución. Mientras intentaba hallarla, la situación se fue complicando. Antonia —que siempre temió el regreso de Carmencita— se fue sintiendo devorada por los celos. Había sido relegada a la categoría de amante, una amante cuya existencia desconocía la mujer de Agustín, al que le resultaba cada vez más difícil convivir, alternativamente, con ambas. Parapetado tras las continuas mentiras que debía decirles, pronto empezaron a desconfiar de él. Cuando alguien le explicó a
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Carmen lo que sucedía, su marido optó por refugiarse en su trabajo, una huida de la realidad que Antonia no le permitía: lo ponía a prueba continuamente proponiéndole que se fueran a vivir juntos. Atormentado por una situación a la que no le veía salida, había empezado a perder prematuramente el pelo. “Estaba muy desmejorado, con unas ojeras impropias en un hombre de su edad y que no padecía [...] enfermedad ninguna [...]. No dormía lo suficiente” (Salazar 1964b: 64). “Usted tiene que buscar una solución”, le aconsejó Escobedo, preocupado como estaba ya por los tres, que estaban “sufriendo lo indecible y en peligro de perder la salud e incluso el juicio” (Salazar 1964b: 64). Agustín no la halló hasta que Carmencita se quedó embarazada. En la puerta de la clínica donde se confirmó la noticia, tuvo que sentarse, y no pudo decirle a su mujer si estaba contento o disgustado con su próxima paternidad. “Solo pude contestarle la decisión que me cruzaba por la cabeza en ese justo instante”, le confesó a Escobedo (Salazar 1964b: 65), que no era otra que irse con ella a México, aunque era consciente de que su elección hacía feliz a su mujer y hundía en la desdicha a Antonia. Había optado por una “respuesta en sentido débil” a los dilemas, en la que se utilizan “las razones subyacentes a la alternativa finalmente escogida” —la maternidad en ciernes—, “pero deja como residuo las razones subyacentes a la alternativa preterida” (Lariguet 2011: 131), el abandono de Antonia.3 Por eso no se despidió de ella. La resolución del dilema por la que optó el personaje era, moralmente, “correcta e incorrecta a la vez” (Lariguet 2011: 131). Para intentar reparar su reprobable proceder, cuando Carmencita murió poco después del parto, Agustín decidió pedirle a Antonia, bajo promesa de matrimonio, que se reuniera con él. La maestra no se movió de Londres. Fue el suyo “un acto de elección libre” (Salazar 1964b: 66). Su
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La historia de Agustín, Antonia y Carmencita puede emparentarse con la que se narra en El sueño de África, pero, en este caso, donde no existe un auténtico dilema moral, Dorothy opta por uno de los términos de la disyuntiva en la que se debate sin que se perciba después residuo moral de ninguna clase; al contrario, la muchacha se muestra feliz con su decisión, que ha sido, en su opinión, la correcta: Ahora se lleva mucho mejor con su novio —ya su marido—, por lo que ha llegado a la conclusión de que no hay que perseguir la felicidad. El ser humano no puede ser feliz todas las horas del día. “En este mundo una solo es feliz a ratos”, concluye (Salazar 1961: 24).
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resentimiento había acabado con el vínculo que la unía a Agustín, quien continuó en México en compañía de su hijo. Más allá de si los hechos sucedieron por destino o por casualidad, sobre lo que no logran ponerse de acuerdo ambos interlocutores, el relato le sirve a su autor para analizar una difícil situación que puede darse en la realidad de forma relativamente frecuente. La vida de Agustín era, precisa Escobedo, una vida de lo “más corriente del mundo” (Salazar 1964b: 58). Formaba parte de un triángulo, más que amoroso, sentimental o emocional: un hecho ciertamente común —universal— que no siempre lleva al planteamiento de un dilema moral. “Otro que no fuera Agustín”, imaginó Escobedo, habría resuelto la situación en un periquete: o habría dejado a Antonia, o habría enviado a Carmencita a Barcelona, o se habría ido a otra parte y habría dejado a las dos sin más miramientos. Pero Agustín no podía pensar siquiera ninguna de esas tres soluciones, pues su situación era distinta de la de ese supuesto otro (Salazar 1964b: 63).
En esta ocasión, el caso adquiere proporciones especialmente relevantes desde el punto de vista moral por producirse en una situación excepcional también en lo vital: el exilio. En ese contexto, la dificultad que plantea la elección se incrementa considerablemente hasta convertir el dilema en una encrucijada imposible, lo que afecta de forma indefectible a quien lo sufre, que no solo somatiza su desasosiego, sino que, como intuye Escobedo, ve modificadas también sus aptitudes y su carácter: Agustín me pareció siempre un hombre inteligente y evidentemente lo era, pues solo un hombre inteligente se eleva de obrero de fábrica a mecanógrafo de oficina, pero, ahora que le veía sufrir con este conflicto día a día, se me iba achicando hasta parecerme insignificante. Quizá ciertos dolores tengan la propiedad de disminuir a las personas (Salazar 1964b: 64).
Escobedo parece culpabilizar a Agustín Jorrito por el vía crucis que padecen los tres personajes y, por supuesto, por la resolución del mismo, gestionada, a su entender, de forma insatisfactoria. Las causas de su comportamiento las atribuye el periodista al carácter pusilánime de Agustín, en quien observa también una evidente contradicción entre sus ideas anarquistas —que Salazar
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Chapela siempre censuró por quiméricas— y la sensatez de sus razonamientos. “También es verdad que esta contradicción entre la persona y sus ideas políticas la advierto en casi todos los españoles que conozco, sean estos de la filiación que sean”, afirma Escobedo (Salazar 1964b: 60). “Agustín no era hombre para decirle a Carmencita que no viniera, ni era hombre para dejar sin más a Antonia” (ibíd.), leemos cuando se explican los efectos que produce en él la duración del problema. Su resolución no mejora la imagen de Agustín Jorrito —cuyo apellido también lo ridiculiza—4 que Salazar Chapela ofrece de él. Era la suya, sin lugar a dudas, una caracterización muy conveniente desde el punto de vista literario por las posibilidades que le brinda al desarrollo de la trama, pero nada positiva por lo que a los valores morales se refiere. Huir de Antonia y llamarla después para que se reuniera con él descalifica desde el punto de vista moral a Agustín, al tiempo que engrandece la figura de la mujer, como suele ser habitual en la narrativa de Salazar Chapela, en la que los personajes femeninos son mucho más enteros como seres humanos y más íntegros moralmente que los masculinos. Desde el punto de vista del dilema moral planteado, cabe precisar que cualquiera otra decisión que hubiera tomado también habría sido censurable: los dilemas morales no pueden ser resueltos precisamente por serlo. Salazar Chapela demuestra en Destino y casualidad que la elección de un dilema moral como materia narrativa es un buen punto de partida para armar un relato. En este caso, lo logra, y consigue ofrecer asimismo un testimonio del conflicto que vivieron algunos exiliados. Max Aub lo retrató también en El rapto de Europa o siempre se puede hacer algo (Aub 2008), “Drama real en tres actos” en el que Rafael, cuando está a punto de partir con Adela hacia México, recibe la visita inesperada de su mujer y de su hijo, que habían quedado en España al acabar la Guerra Civil. Él mismo lo vivió en Francia durante la primera etapa de su exilio, en la que mantuvo una relación amorosa con la bibliotecaria republicana Teresa Andrés. Su esposa, Perpetua Barjau continuaba en España con sus hijas. Si para el intelectual —como aseguró Max Aub en repetidas ocasiones— “los problemas políticos son problemas 4
Debe entenderse que Jorrito es el diminutivo de Jorro —de igual modo que el personaje de La escopetita de Pepín es conocido como Parrita, aunque se llama Parra—, un apellido real en España que el escritor pudo elegir por las connotaciones que se derivan del término, connotaciones que están relacionadas con la falta de iniciativa que caracteriza al personaje.
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morales” (Aub 1999: 169), para no pocos exiliados republicanos de 1939 las relaciones sentimentales se convirtieron en algunos casos en dolorosos dilemas morales. La novela, la narrativa —había escrito Salazar Chapela en 1933—, “es el género más en comunicación constante con la vida. Género obligado a tener en cuenta con fidelidad fotográfica el mundo que nos circuye” (Salazar 1933: 2). Por ello, en sus relatos, el escritor se ocupó a menudo de los conflictos y dilemas morales que atenazan al ser humano, encrucijadas reales que —insertas en mundos de ficción— contribuyen a pensar que, en ocasiones, la literatura actúa como “paradigma de la actividad moral”, por cuanto “una novela puede mostrar la realidad de los agentes, a veces mejor de lo que lo hacen los tratados, mostrando dimensiones más complejas de la reflexión práctica” (López de la Vieja 2003: 277). Las disyuntivas analizadas —presentes en la práctica totalidad de sus narraciones— son, en la mayoría de los casos, muy simples, pero alumbran muy a las claras algunos de los problemas con los que se enfrentaron los españoles —y el propio escritor— durante la Guerra Civil y el exilio, componiendo así una pequeña intrahistoria del pasado reciente. A través de los conflictos morales que salpican las tramas y de los dilemas morales planteados en menor medida en sus argumentos Salazar Chapela reflexionó sobre la defensa de la dignidad profesional (En aquella Valencia y El dinero), la anulación de la voluntad a causa del miedo (La escopetita de Pepín), la difícil aceptación del refugiado en los países de acogida (La radio portátil), la veracidad de las convicciones políticas (El milagro del Támesis), el complejo mundo de los sentimientos (El sueño de África y Destino y casualidad) y el mantenimiento de la identidad del exiliado (Perico en Londres). A diferencia de las tragedias y de los dramas —géneros especialmente proclives a mostrar los dilemas que atormentan al ser humano, preocupaciones universales que acaban trascendiendo las circunstancias en las que se presentan, como sucede en el caso del teatro de Buero Vallejo (Iglesias Feijoo 1982: 385)—, Salazar Chapela demuestra que el género narrativo —y muy especialmente la narrativa breve, cuyas propias dimensiones y características resultan especialmente idóneas en este sentido— puede acoger meditaciones trascendentes —aunque no pueda aportar soluciones a los dilemas; no es más que literatura—, y puede abordarlas como al escritor le gustaba hacerlo, con el humor que singulariza su estilo, un humor que mitiga en parte el
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dolor que los temas propician y que permite también aventar la tentación de dejarse llevar por cualquier forma de moralismo. La literatura contribuye, por tanto, a visibilizar aspectos de la realidad que permanecen ocultos habitualmente, convirtiéndose así un una posible fuente de conocimiento, una función añadida a las que le son inherentes. La filosofía moral puede hallar en ella casos reales —convenientemente ficcionalizados— a través de los cuales es lícito analizar el conflicto entre el ser y el deber ser más allá de la mera especulación. Bibliografía Asenjo, Ataúlfo G. 1931. “Interviú. E. Salazar y Chapela, novelista”, en: La Gaceta Literaria 109: 3. Aub, Max. 1999. Diarios 1939-1952. Ed., estudio introductorio y notas de Manuel Aznar Soler, Ciudad de México: Conaculta. — 2008. El rapto de Europa o siempre se puede hacer algo. Edición, introducción, notas e imágenes de José Mª. Naharro-Calderón, Madrid: Fondo de Cultura Económica. Iglesias Feijoo, Luis. 1982. La trayectoria dramática de Antonio Buero Vallejo, Santiago de Compostela: Universidad de Santiago de Compostela. Lariguet, Guillermo. 2011. Encrucijadas morales. Una aproximación a los dilemas y su impacto en el razonamiento práctico, Madrid/Ciudad de México: CSIC/Plaza y Valdés Editores. López de la Vieja, Ma. Teresa. 2003. Ética y Literatura, Madrid: Editorial Tecnos. Montiel-Rayo, Francisca. 1999. “Una visión del exilio republicano en Gran Bretaña: Perico en Londres, de Esteban Salazar Chapela”, en: Exils et migrations ibériques. 60 ans d’exil républicain: des écrivains espagnols entre mémoire et oubli 6: 209-226. — 2014. “Ficcionalización crítica de un abyecto regreso: El milagro del Támesis, novela inédita de Esteban Salazar Chapela”, en: Manuel Aznar Soler/José-Ramón López García/Francisca Montiel Rayo/Juan Rodríguez (eds.), El exilio republicano de 1939. Viajes y retornos, Sevilla: Editorial Renacimiento: 360-374. Realpe, Sandra. 2001. “Dilemas morales”, en: Estudios Gerenciales. Journal of Management and Economics for Iberoamérica 80, [19-12-2015].
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Salazar Chapela, Esteban. 1927a. “Literatura. Ángel Menoyo Portales: El tesoro de los monfíes. Editorial Voluntad, 1927, Madrid, 314 págs., 5 pts.”, en: El Sol, 12 de noviembre: 2. — 1927b. “Gustavo Pittaluga. La intuición de la verdad y otros ensayos. (Edit. Caro Raggio)”, en: Revista de Occidente XLVI: 109-113. — 1931. Pero sin hijos, Madrid: Compañía Ibero-Americana de Publicaciones/Renacimiento. — 1933. “Dostoiewski: Humillados y ofendidos”, en: El Sol, 5 de abril: 2. — 1947. Perico en Londres, Buenos Aires: Editorial Losada. — 1959. Desnudo en Piccadilly, Buenos Aires: Editorial Losada. — 1960. El milagro del Támesis, texto inédito. — 1961. “El sueño de África”, en: Ínsula 181: 24. — 1964a. “La radio portátil”, en: Revista de Occidente 10: 71-92. — 1964b. “Destino y casualidad”, en: Cuadernos 85: 57-66. — 1964c. El dinero, texto inédito. — 1964d. Sala colectiva, texto inédito. — 1966. Después de la bomba, Barcelona: EDHASA. — 2001. En aquella Valencia. Edición, introducción y notas de Francisca Montiel Rayo, Sevilla: Editorial Renacimiento. — 2002. “La escopetita de Pepín”. Edición y presentación de Francisca Montiel Rayo, en: El maquinista de la generación. Revista de cultura 5-6, suplemento: 1-15. Sánchez Vázquez, Adolfo. 1997. Recuerdos y reflexiones del exilio, Sant Cugat del Vallès: Associació d’Idees/GEXEL.
EL DILEMA DE PAULO: CAPITAL DEL DOLOR, DE FRANCISCO UMBRAL (1996) Dagmar Schmelzer Universität Regensburg
1. Introducción: las situaciones dilemáticas según Jean-Paul Sartre Un dilema es una situación en la que un individuo está delante de dos alternativas de elección que conllevan resultados equivalentes. En este caso, el individuo no tiene ninguna base racional para decidir cuál de las dos alternativas es mejor y vacila ante la decisión. Esta situación es especialmente ardua si los resultados de las dos alternativas resultan igual de dañosos para el individuo y si este no tiene la opción de evadir la decisión (cf. Blume 2003: s. p.). El filósofo francés Jean-Paul Sartre creó el ‘teatro de situaciones’ para modelar exactamente este tipo de dilema y, con ello, ilustrar su filosofía existencial (cf. Sartre [1947] 1973). Según Sartre, la persona no ‘es’ cuando no decide y no actúa: “l’homme n’est rien d’autre que ce qu’il se fait” (1946: 22), “il n’y a de réalité que dans l’action; [...] l’homme n’est rien d’autre que son projet, il n’existe que dans la mesure où il se réalise, il n’est donc rien d’autre que l’ensemble de ses actes, rien d’autre que sa vie” (1946: 55). Dicho de otra manera, no tiene ningún núcleo de personalidad independiente de lo que decide realizar por su actos, ninguna esencia preestablecida: “l’existence précède l’essence” (1946: 21) y la existencia vivida define al hombre. Eso implica una gran libertad; los seres humanos son libres de crear su existencia a partir de un acto de elección individual: la “choix du sujet individuel par lui-même” (1946: 25), una decisión solitaria y libre: “au fond il choisit seul” (1946: 32). Pero esta libertad conlleva un alto grado de responsabilidad, puesto que el hombre no puede sustraerse de la elección y solo llega a la cualidad de persona libre si elige y actúa. Decidiéndose por una manera de
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vivir, de pensar y de actuar socialmente, el individuo elige también un modelo ético: “en me choisissant, je choisis l’homme” (1946: 27). Es decir, que eligiendo y realizando su ‘ser’ uno o una elige automáticamente un ‘deber ser’ para el contexto social en el que se mueve y actúa. Falta mencionar que uno también se define por lo que no hace, por sus rechazos y denegaciones, y también por su pasividad y no-acción. Para Sartre, este tipo de situaciones dilemáticas se da siempre desde el punto de vista individual y subjetivo y en situaciones concretas. Es decir, que el problema, visto de esta manera, no es un problema de lógica pura, sino un problema vivencial. Según Sartre, “le choix reste toujours un choix dans une situation” (1946: 79). Sartre prefiere situaciones límite arquetípicas para dirigirse a un público ‘humano’ en general ([1947] 1973: 20). Pero no hay ningún inconveniente en aplicar su lógica de ‘concreción’ tratándose de situaciones culturales e históricas precisas. Por ello, en lo que sigue proponemos una lectura ejemplar de la novela Capital del dolor (1996) de Francisco Umbral ubicada en la Guerra Civil española para ver así —cómo se modelan las líneas de conflicto histórico y los ‘dilemas’ resultantes en esta novela, —hasta qué punto se pueden aplicar las categorías de Sartre y —cuáles son las posibilidades y ventajas de la narración literaria a la hora de modelar este tipo de situación dilemática.
2. CAPITAL DEL DOLOR, novela memorialística, novela de tesis, novela de iniciación Capital del dolor es una novela memorialística y por esto un caso típico de la literatura ‘comprometida’ española de los años noventa del siglo pasado, en el que se abre la discusión sobre una reevaluación histórica de la Guerra Civil y del franquismo (cf. Neuschäfer 2003; Winter 2010). Este tipo de literatura se entendía como contribución a un debate público con relevancia para la identidad colectiva, que podía poseer cierta pretensión ética. Por eso parece un buen ejemplo para discutir a partir de su análisis cómo se pueden presentar problemas del ser y del deber ser en un texto narrativo.
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Como la literatura memorialística lo suele ser, la novela está bien documentada y brinda a sus lectores, miembros de la generación de nietos de la guerra, información en relación al estado de la sociedad y el clima político en una ciudad castellana de provincias de los años treinta. Nos informa sobre la biografía y los puntos de vista ideológicos de varios de los actores principales de la derecha nacionalista y da una interpretación de los acontecimientos violentos en la pequeña ciudad al estallar la contienda. Pero la novela no solo informa, sino que también intenta encontrar una distancia evaluadora y una actitud ética frente al conflicto, como es típico de una perspectiva memorialística que, al fin y al cabo, pretende interpretar la historia desde la actualidad, en este caso el posfranquismo de los años noventa. En cuanto a su macroestructura Capital de dolor es una novela bastante tradicional que trabaja —hasta cierto punto— con las estrategias narrativas convencionales de la novela histórica de tesis.1 Es decir, que crea a partir de los hechos históricos un modelo esquematizado, simplificador, de la sociedad, de forma que reduce la complejidad y contingencia de lo ‘real’. Además, añade un análisis o una interpretación, aspecto en que amplía la ‘realidad’ (Assmann 1980: 14). Este esquematismo se encuentra tanto en el modelo ‘espacio de la sociedad’ (siguiendo a Lotman 1972: esp. 311-329), como en la trama de la novela, en lo que Paul Ricœur, siguiendo a Aristóteles, llama el mito: [...] we retrieve one of Aristotle’s affirmations in the Poetic. Tragedy — which for him is poetry par excellence — is a mimesis of reality, but under the condition that the poet creates a new mythos of this reality. Thus mimesis is not simply reduplication but creative reconstruction by means of the mediation of fiction (Ricœur 1979: 139 s.).
De este modo, el modelo de sociedad no es una simple y simplificadora ‘representación’ del ‘real’ histórico, sino una referencia productiva en el sentido de Ricœur (1979: 126), un modelo que redescribe la realidad (1979: 141). 1
Lo que la crítica estima como más original en Umbral es su estilo, que tiene una gran variedad y abarca “todas las tribus de la lengua” (Villán 1996: IX), dando una impresión muy viva de la riqueza lingüística de una “sociedad en acción y controversia” (Villán 1996: X). La variación de estilos y de referencias intertextuales es también característico de Capital del dolor, como se verá más tarde.
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Lo que también es una estrategia de la novela histórica tradicional es que se mezclen elementos ‘factuales’, los grandes nombres y acontecimientos de la historia, y elementos ‘ficticios’. Lo más usual es que haya un personaje de a pie ficticio, que vive la ‘Gran Historia’ como testigo, como foco de identificación para el lector.2 En Capital del dolor esta función la tiene el protagonista, Paulo. Este es sumamente importante en la novela porque es a través de él como se establece una postura ética en esta situación de dilema histórico en que el individuo tenía que ‘elegir’ en un sentido sartriano. Se analizará el personaje de Paulo y su función para la novela poniendo el foco en tres aspectos.3 1. El movimiento del personaje en el espacio semántico: entre clases sociales y campos políticos, entre ‘malos’ y ‘buenos’. Esta es la función actancial que corresponde al protagonista dentro del mundo ‘modelo de la sociedad’. Paulo es el personaje que cruza fronteras semánticas y que, por consiguiente, establece el sujet de la historia según Jurij M. Lotman (1972: 327; 330 s.). No solo busca una posición en la sociedad en general, sino también en lo que Pierre Bourdieu llama “el campo literario” (Bourdieu 2001: esp. 341-352 y passim), lo cual tiene también implicaciones éticas. 2. El protagonista como personaje reflector, observador intradiégetico y testigo. Como ya se ha mencionado, esta función es típica de los personajes ficticios de las novelas históricas. Para analizar este aspecto nos servimos del 2
Los personajes ficcionales de las novelas históricas suelen encarnar las fuerzas sociales en oposición y conflicto, tesis de Georg Lukács; véase p. ej. Lampart (2002: 18 s.); para la novela histórica como Bildungsroman véase también Lampart (2002: 103-127). 3 Paulo también puede entenderse como uno de los personajes alter ego que Umbral suele utilizar en sus novelas vallisoletanas, puesto que vive la integración al periodismo y al mundo de la literatura en la Valladolid de la niñez del autor (Candau 2003: 73) y, hasta cierto punto, “tiene sus mismas inquietudes, la misma visión del mundo” (Martínez Rico 2003: 56). Esta interpretación se insinúa desde las mismas líneas de la novela, puesto que Paulo escribe “unas memorias de pubertad” (CD 89) que tienen el título de una de las obras de Umbral, Los cuadernos de Luis Vives. Pero los paralelos con la biografía del autor son limitados en el caso de Capital del dolor. Paulo es más de 10 años mayor que Umbral, vive el estallido de la Guerra Civil en plena conciencia de adolescente y joven adulto. Además, pertenece a la clase alta de la ciudad de provincias, de la que el autor, marginalizado socialmente en su infancia por ser hijo de soltera (Caballé 2004: 55-88), siempre añoraba formar parte. El aspecto ‘autoficcional’ de la novela no es central para nuestra tesis.
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concepto de “experiencialidad” en el sentido de Monika Fludernik. Dicha autora expone en su libro Towards a ‘Natural’ Narratology que la narratividad literaria y por ende ficcional se distingue de otros tipos de narración por el hecho de que modela una conciencia ficticia o ficcional con la que el lector/ receptor pueda identificarse (Fludernik 1996: 37 y passim). Por medio de esta conciencia el lector/receptor puede tener ‘experiencias’ ficcionales. Es decir, que percibe, reflexiona, evalúa y siente con el personaje. Para Martha C. Nussbaum, la facultad de la literatura ficcional de hacernos aprender posturas éticas, consiste exactamente en esto: For teaching and learning [...] do not simply involve the learning of rules and principles. A large part of learning takes place in the experience of the concrete. This experimental learning, in turn requires the cultivation of perception and responsiveness: the ability to read a situation, singling out what is relevant for thought and action. This active task is not a technique; one learns it by guidance rather than by a formula (Nussbaum 1990: 44).
Mediante esta técnica la literatura logra presentar realidades subjetivas: el dilema se presenta desde una perspectiva subjetiva/comprometida con la actualidad del momento diegético. Es desde esta ‘realidad’ vivida que adquiere su valor existencial. Pero, y esto será un punto muy importante de la argumentación, Paulo no solo percibe, reflexiona, evalúa, es decir, se define por su conciencia, sino que ‘elige’, en el sentido de Sartre, con sus actos. Y esto nos lleva al tercer aspecto. 3. El protagonista como sujeto y objeto de un proceso de progresiva forja de una identidad ética. Se ha hablado de Sartre porque el término de ‘elegir’, que también se utiliza en la novela (p. ej. CD 17), recuerda su filosofía, pero el concepto de Sartre quiere que una persona, cuando sale de su ‘mala fe’ lo haga en plena conciencia de sus posibilidades. Es decir, que el concepto de subjetividad sartriano es de una subjetividad fuerte, basada en la autorreflexividad. Sartre confirma el credo de René Descartes: “je pense donc je suis, c’est là la vérité absolue de la conscience s’atteignant elle-même” (1946: 64); el proyecto del hombre es autoconsciente: “l’homme est d’abord ce qui se jette vers un avenir, et ce qui est conscient de se projeter dans l’avenir” (1946: 23).
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Aquí, sin embargo, queremos enfocar algunos aspectos del actuar de Paulo en los que se ve que su ‘elección’ es también la consecuencia de una subjetivación paulatina, procesual, performativa, es decir, una identidad que se hace ‘en el camino’, una identidad basada en la praxis social, concepto como lo propone la teoría de la subjetivación praxeológica. Según esta teoría, los individuos ganan en subjetividad (también en el sentido de ‘estar sujetos’) en cuanto se comprometen con unas prácticas sociales, mediante las cuales modelan su relación con el mundo y con su propio ser. Estas prácticas corresponden a convenciones cultural e históricamente definidas, que el individuo performa, pero también transforma y/o subvierte por su modo de actuar en determinadas situaciones (Alkemeyer 2013: 33 s.). Aunque no sea obligatorio la concienciación autorreflexiva puede acompañar a este proceso (Reckwitz 2006: 193); le es secundaria, pero ayuda a crear una autorrelación transituacional (“transsituatives Selbstverhältnis”; Alkemeyer 2013: 35). En este último sentido, Capital del dolor es también una novela de iniciación (compárese Álvarez 2003: 209; 217), de educación o de aprendizaje, en la que presenciamos cómo un joven protagonista está forjando su subjetividad y su identidad social. En este sentido la novela tiene un aspecto performativo. 3. CAPITAL DEL DOLOR, una novela de tesis “Capital de la gloria. Capital del dolor” (CD 7). Ya en los epígrafes que abren la novela la historia de España se presenta como una medalla de dos caras. En los años de la inmediata preguerra, en una ciudad castellana de provincias, el joven Paulo, señorito de buena familia dado a la literatura y a vagos sueños de gloria periodística, se encuentra ante una sociedad cada vez más polarizada en dos bandos ideológicamente opuestos, en la que la violencia se hace habitual. Entonces estalla la guerra. Cuando sus amigos de la infancia, uno a uno, se afilian a la Falange, participan en la sangrienta borrachera de las sacas y se van al frente, Paulo se siente atraído por una joven de familia ferroviaria y ugetista, la Constitución, y empieza a simpatizar con el proletariado. Acuciado por sus amigos a dejar su postura pasiva y tomar partido, Paulo vacila ante la decisión y no se convence por “elegir ni elegirse” (CD 17). Se
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mantiene al margen hasta que, paulatinamente, más por silenciosos actos de solidaridad humana que por un heroísmo altisonante, encuentra una solución al dilema. Aunque se haga hincapié en las diferencias ideológicas y personales entre los protagonistas de la derecha política, hay una oposición principal entre la clase obrera, ugetista, y los falangistas. Aunque esta bipartición social se juzgue algo simplista —Paulo dice que es una simplificación de la Falange (CD 25)—, la novela se sirve de ella. La escisión social y política se hace tangible en muchas situaciones cotidianas, por ejemplo en la plaza de toros: Por la tarde había toros. Comienzos de temporada. Los toros, tan arraigados en la vieja ciudad castellana, habían cobrado últimamente un carácter patriótico y distinto, con un exceso de banderas nacionales, señoriteo falangista por los tendidos y una como hostilidad hacia la zona de sol, donde los ferroviarios, los obreros industriales de la ciudad, “los rojos”, como empezaba a decirse, eran una masa parda y compacta. [...] Con todo esto, Paulo había dejado de ir a los toros [...] (CD 24).
Ya vamos entendiendo en que consiste el dilema de Paulo: pertenece a la clase media alta, en la que tiene a sus amigos y responsabilidades. Pero las tendencias derechistas dentro de esta clase le repelen. La clase obrera, no obstante, le es extraña, la ve como una “masa parda y compacta”. Su primera reacción frente a este dilema es la de retirarse. Ya no va a los toros. Dicho en las palabras de Sartre, Paulo se retrae para permanecer en una situación de mala fe: “Il s’agit de reculer le plus loin possible l’instant de la décision” (Sartre [1943] 1980: 91). Hay una segunda oposición entre falangistas y liberales, que no es social y no crea espacios dentro de la ciudad. Se trata de una oposición en el seno de la clase alta y es una diferenciación más de estilos de vida, por ejemplo una cuestión de bebidas: “Cossío bebe whisky anglo y Onésimo amontillado” (CD 42). Es decir, que comparada con la diferencia existente entre los trabajadores y la derecha es una diferencia superficial. Sin embargo, es esta la oposición que estructura el campo literario o intelectual. No se habla de la prensa obrera. Está, a un lado, Libertad, periódico falangista (CD 16), de un “regusto acre, fuerte, desconcertante, de lirismo y pólvora, de metáforas
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y sangre” (CD 17), y del otro lado, el periódico de don Francisco de Cossío, un bohemio liberal (CD 16), en que Paulo va a contribuir más tarde.4 La trama de la novela se estructura, entre otras cosas, a partir de una serie de muertes (compárese Álvarez 2003: 210). La primera, la muerte del joven Isidorín, hijo de ferroviario y miembro de la pandilla infantil de Paulo, marca el final de la niñez para todo el grupo y prefigura la guerra. Se mata porque cumple con una prueba o un castigo que le ha infligido Pepe, el cabeza del grupo. Pepe acaba de unirse a Falange y empieza a hacer mal uso de su poder para juegos de dominio adolescente. Paulo le dice abiertamente que Isidorín no ‘se mató jugando’, versión que los jóvenes van a contar a los guardias, sino que lo ha matado él, Pepe, porque su padre pertenece a la UGT (CD 39-42). Vemos cómo suele reaccionar Paulo: tiene la valentía de reclamar la verdad delante del grupo de amigos, pero ayuda a cubrir ‘el crimen’ delante de la policía. Hablando con Sartre esto es mala fe: Paulo reconoce unos valores pero no actúa según ellos (cf. Sartre 1946: 80-82). Después de esta experiencia iniciadora, la novela sigue estructurándose con episodios de violencia y muertes. Sin que este esquema sea seguido estrictamente, muchos de los subcapítulos empiezan con la introducción de un personaje secundario, del que se cuenta la biografía y que en el curso del capítulo vive las consecuencias de la guerra (“Don Platón López Sentís es caballero ilustrado, hombre dado a visiones [...] es sarasate o bujalance. Don Platón López Sentís tiene cultura, familia, maneras [...]” CD 186; “El doctor Morenas era un republicano liberal, azañista y moderado. [...]” CD 196, etc.). Los sucesos están organizados con un cierto efecto de clímax y hay una cierta lógica en la elección de víctimas. Se empieza p. ej. con los oponentes políticos y militares poderosos de los falangistas y se sigue más arbitrariamente con supuestos ‘rojos’ y con todos los que no están conformes con el sistema de valores de los falangistas, con prostitutas, homosexuales, etc.
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En clave autobiográfica este periódico corresponde a El Norte de Castilla, que llevaba el histórico don Francisco de Cossío. Este periódico fue el primero al que contribuyó Umbral al principio de su carrera como periodista, cuando ya lo dirigía nada menos que Miguel Delibes, mientras Cossío seguía contando entre sus colaboradores (Caballé 2004: 134 s.). Lo primero que publicó Umbral a finales de los años cincuenta fue una columna de literatura completamente ajena a la política (Caballé 2004: 135).
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Pero no siempre se sigue este esquema. Se ve que todos los estratos sociales y miembros de los dos bandos están implicados. Mueren también los jóvenes falangistas que se van a la guerra, el primero de todos, Federico, amigo de juventud de Paulo (CD 224). Incluso hay cierta ‘contingencia’ de las muertes, como demuestra el caso de doña Baldomera, que es víctima de un crimen (CD 163-165). Resulta obvio cómo este entramado es mítico en el sentido de Ricœur, es decir, que propone una interpretación de los sucesos violentos. La causa desencadenante y un factor decisivo en su desarrollo es la propia disposición violenta de los jóvenes falangistas, aunque desde una perspectiva individual, el conflicto también tenga una dinámica propia y un aspecto de fatalidad. Como veremos, la evolución de Paulo se estructura a partir de una serie de entierros; entierros que reflejan una serie de muertes violentas como en un juego de espejos. 4. La evolución de Paulo El narrador heterodiegético y omnisciente siempre tiene el control del relato y de su protagonista/portavoz Paulo. Paulo no tiene nada de héroe y a veces el narrador lo trata con un leve tono de ironía. Se ve, por consiguiente, que Paulo es un ente de ficción. La perspectiva de Paulo se propone desde las primeras páginas de la novela, que empieza con un prólogo desde la perspectiva autodiegética de Paulo y en el que se cuenta un episodio de la niñez, prefigurando la competencia entre Pepe y Paulo, su continuo duelo de humillación y rebeldía (CD 1114). Además, el narrador destaca el papel de Paulo explícitamente y lo instala en su función de focalizador: “Yo miro a Paulo con admiración, respeto y distancia. Paulo me parece el más serio, puro y creador de todos los amigos, aunque aún no haya tomado partido [...]” (CD 35). Es uno de los pocos pasajes en que el narrador habla en primera persona del singular. Paulo es un observador curioso, ensimismado, se esconde tras las esquinas para no ser visto (CD 17) y observa la vida en la calle a través de los vidrios del café (CD 22). “Paulo vio nacer la guerra desde el balcón corrido y principal de la casa/palacio [...] de su familia” (CD 76). Sirve de escribano cuando lo llaman para el servicio militar (CD 81), lo que le posibilita quedarse al margen.
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Se mueve por toda la ciudad, siempre parece estar en los acontecimientos decisivos, cruzando fronteras, hablando con falangistas (p. ej. CD 43-45) y republicanos liberales, y más tarde también con ugetistas (CD 59 s.; 111). Incluso va a los fusilamientos públicos, pero observa tanto a los condenados como al público pequeñoburgués cínico y salvaje (CD 116). Como permanece como observador silencioso y a veces incluso anónimo se queda tan al margen de las cosas, que su cruce de fronteras no tiene consecuencias. La frontera no se revela como un obstáculo; ni entra el sujeto en conflicto con el entorno ‘ajeno’ cuando pasa al espacio semántico opuesto ni se adapta a él, como lo postularía la teoría de espacios semánticos de Lotman (1972: 342). Es decir, que mientras Paulo sigue siendo un mero testigo no se establece como ‘sujeto’ de la acción. La constante presencia de Paulo es una estrategia narrativa: siempre se le menciona como testigo, como él que observa y atesora impresiones hasta que se haga —como veremos— ‘opinador’. Después de haber observado, Paulo evalúa. En esto consiste la ética explícita de la novela, en la evaluación cortante por parte del personaje testigo: la ética se relega al personaje. Desde el principio, Paulo se enfrenta a Pepe en sus encuentros íntimos con él y no se deja intimidar en su interpretación de los hechos, ni sobre la muerte de Isidorín, ni sobre los crímenes de Falange. Lo hace sabiendo que con esto corre un riesgo (CD 229-234). En su último encuentro se despide: “Hasta que me mandes fusilar, Pepe. Un abrazo” (CD 234). Su opinión sobre su amigo de infancia Pepe es severa y clarividente: Bueno —se decía Paulo—, la guerra y la Falange le han servido a Pepe para subir de clase, [...]; al fin y al cabo es lo que él quería, sin saberlo. Ya es un personaje, ya no es el hijo de un peraile. [...] Paulo veía en Pepe [...] al pobre hombre sin rostro a quien de pronto le habían dado un protagonismo personal y social. No otro era el secreto multitudinario de los fascismos (CD 130).
Pero esta opinión solo se la confiesa a sí mismo y tarda mucho en distanciarse socialmente y en sus actos de Pepe. Solo casi al final de la novela, cuando sus amigos quieren convencerle, otra vez, de que termine su emigración interior ‘cobarde’ de bohemio y se marche al frente (CD 172) se niega rotundamente.
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Más o menos al mismo tiempo toma la decisión de contribuir al periódico de Paco Cossío, el liberal (CD 202 s.). Este hecho no solo es un posicionamiento dentro del campo intelectual en el sentido de Bourdieu —se pone del lado de la oposición moderada, burguesa y liberal frente a la naciente dictadura, posición que prefigura la oposición intelectual al régimen durante el tardofranquismo de los años sesenta y setenta—. También se está creando una faceta de su personalidad pública y privada gracias a la escritura performativa del día a día, por la adquisición procesual de una voz reconocible, por la necesidad de expresarse y de actuar a través de las palabras. Ya se lo advierte su mentor Cossío: “Por eso quiero que su crónica sea diaria, porque la crónica le irá haciendo a usted, más que usted a la crónica” (CD 206). En esto, el escribir periodístico de Paulo es al mismo tiempo una écriture de soi performativa en el sentido de Michel Foucault ([1983] 1994). Esta necesidad diaria de posicionamiento resulta del hecho de que el periódico no siempre pueda sustraerse de escribir artículos de circunstancia que toquen lo político. Ya poco después de haber comenzado con sus contribuciones como cronista de sociedad, Paulo tiene que tragarse el primer “sapo” (CD 219): muere su amigo de la infancia Federico, falangista y soldado, en el frente y tiene que escribir la nota necrológica. El problema de Paulo se formula y soluciona así: “¿cómo cantar al amigo sin cantar al falangista? Paulo ya tiene la fórmula o el truco para eso: sustituir el artículo por un poema. En el poema es más fácil no decir las cosas” (CD 225). Es decir, que al final Paulo ya no calla en público sino que elige la literatura como medio de comunicación. Busca una manera de quedarse a medias palabras que cada cual puede leer a su manera valiéndose de la polivalencia de la expresión literaria. Con esto elige un camino que también seguirá la oposición intelectual del tardofranquismo. Paulo no solo sirve de conciencia observadora y evaluadora, sino que también performa una actitud ética por sus actos y nosotros lectores le seguimos los pasos. Primero, Paulo es más bien pasivo. Sobre todo en la primera parte de la novela la indecisión de Paulo tiene algo de escapismo. Es interesante que el lector esté forzado a compartir el escapismo del protagonista porque cuando se cuentan las peripecias privadas de este no sabemos nada de la ‘Gran Historia’, hay una pausa narrativa en cuanto a ella. Este escapismo se manifiesta de tres maneras. La primera es la
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sexualidad. Como se ha dicho, se trata de una novela de iniciación y el sexo es un ingrediente usual de este género.5 Paulo vive su primera experiencia sexual con una prostituta mientras que el trasfondo histórico se hace cada vez más intimidante. Inmediatamente después de haber contado la iniciación sexual del protagonista se nombra a Calvo Sotelo, José Antonio, Franco, Mola, Hitler (CD 20 s.). Este motivo es una constante de la novela. Mientras que pasa algo atroz o decisivo Paulo está con alguna mujer. El segundo aspecto del escapismo es la vida en sociedad. Paulo frecuenta cafés cantantes mientras que la brigada del alba de Onésimo Redondo mata a izquierdistas (CD 86). Nosotros lectores podemos participar de este escapismo por la manera en la que se presenta el panorama confuso de personajes secundarios en el mundillo de bailarinas y cantantes. La ‘Gran Historia’ se pierde de vista. El capítulo termina de una manera lacónica: “Paulo fuma y espera” (CD 37). El tercer aspecto de escapismo es la literatura. Paulo se retira a leer a Mallarmé (CD 76), se sienta en su mesa favorita del bar Cantábrico para escribir, café que al principio de la novela parece un templo del arte puro: “El Cantábrico era la primera catedral del cubismo decorativo que aparecía en la ciudad, con su simetría de espejos que reflejaban otros espejos, sus columnas cuadradas y su barra americana” (CD 22). Café, sin embargo, en que también se reflejan las escisiones ideológicas de la actualidad: “El bar Cantábrico es falangista, beligerante, bullicioso, matinal, cubista, mundano y victorioso” (CD 193). El gusto literario cesa de ser inocente; cuando Paulo condena la poesía de Dionisio Ridruejo, su juicio estético cobija uno ético e incluso quizá también uno político: los “sonetos perfectos, geométricos y sin poesía” (CD 73) y el saludo militar (CD 74) del falangista modelo hacen de él un “D’Annunzio enano” (CD 75) de pretensiones desmedidas y carácter cobarde (CD 71-75). En todo, la literatura sigue siendo el refugio sagrado de Paulo, al mismo tiempo que se critica su retirada al arte. Se critica la teatralidad de la vida burguesa tanto como la de los bohemios y artistas. Pero desde el punto de vista 5
Además, el sexo es una de las temáticas predilectas de Umbral (Rodríguez Pequeño 2003: 34). Le dedica varias novelas: Fábula del falo, Los amores diurnos, Tratado de perversiones, La bestia rosa, Historia de amor y viagra, A la sombra de las muchachas rojas (Rodríguez Pequeño 2003: 41).
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del Paulo adolescente prevalece la fascinación, por ejemplo, por su mentor Cossío, portador de pajarita, fumador de pipa, gran bebedor de whiskey y cínico de la vida (CD 218 s.). La mayor atracción del oficio de escritor parece el hábitus de dandi, con el que este festeja su renombre público: Era hermoso eso de ser periodista y llevar chalina o pipa y entrar en los cafés de periodistas o de políticos con el periódico del día bajo el brazo, portando el propio artículo, la prosa crujiente de la noche anterior. A Paulo le parecía que a un periodista se le conocía en seguida y que era imposible tomarlo por un empleado o un funcionario o un médico. Los periodistas iban “vestidos” de periodistas (CD 15).
Vive como un dandi y celebra su rol de escritor e intelectual.6 Esta teatralización de la vida es un modo de mala fe según Sartre: “Le beau parleur est celui que joue à parler, parce qu’il ne peut être parlant” (Sartre [1943] 1980: 57).7 Dicho sea de paso (no podemos profundizar en este aspecto), el mundo de la evasión literaria se describe en un tono lírico, de ritmo fluyente, con efecto esteticista, que contrasta claramente con el ‘realismo tremendista’ (Rubio 2003: 191) de las sacas. Queda muy claro, sin embargo, que también el tremendismo es una cita literaria, que nos ubica muy bien en el ambiente de guerra y posguerra, del que surgió esta corriente literaria de los años cuarenta y cincuenta. “[A] través del estilo [Umbral] traslada a la ciudad a la categoría de mito, que en esta ocasión ha sido el mito de Caín” (Rubio 2003: 196). “Consigue un lúcido híbrido de crónica y ficción, un híbrido de guillotina y lírica de origen barroco que ha pasado por la adjetivación de la novela picaresca y la esencialidad del esperpento” (Rubio 2003: 192).
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Una faceta autobiográfica: Umbral es gran admirador de los dandis históricos españoles paradigmáticos: Larra, Valle-Inclán, Gómez de la Serna y García Lorca (Celma 2003: 15 s.) y cultiva su estética (Rodríguez Pequeño 2003: 38 s.). Se dice de él que de niño se disfrazó de escritor para mirarse al espejo (Rodríguez Pequeño 2003: 30). 7 El niño Sartre peca de la misma actitud teatral; véase en Les mots: “Par moments, j’arrêtais ma main, je feignais d’hésiter pour me sentir, front sourcilleux, regard halluciné, un écrivain” (Sartre [1964] 1998: 118).
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A parte de la ética explícita hay una ética implícita en la novela, que se establece por las acciones tácitas, silenciosas, no comentadas de Paulo, su toma de posición gradual, procesiva, práctica. Se ‘elige por actos’, actos de solidaridad con amigos y conocidos muertos. Como ya se mencionó, hay una serie de entierros que reflejan esa serie de muertes violentas con unos actos de conmemoración y misericordia. Destaca que Paulo no solo participa (con una distancia interior creciente) en los entierros solemnes y oficiales de los falangistas y nacionales, sino que tiene por un honor el presenciar también los entierros de tercera de sus conocidos del lumpen y de los obreros. Al entierro de Isidorín (CD 39-42) sigue el del hermano de su novia, Manuel San Julián (CD 113). El entierro de la puta Rosa Luguillano lo encarga él mismo después de haber rescatado su cuerpo del campo fuera de la ciudad donde los falangistas fusilan a las víctimas de las sacas (CD 146 s.). Este acontecimiento es un punto clave de la trama, puesto que Paulo se siente responsable de la muerte de la prostituta por haberla llevado a los toros públicamente y en gran atuendo para provocar a los falangistas (CD 142-145). Mientras que el joven paga el suceso con una semana de arresto, a la mujer le cuesta la vida (CD 145). En la segunda parte de la novela la costumbre del entierro se reafirma. Al final, Paulo ayuda a enterrar al padre de Constitución y al padre de Isidorín fusilados en la cárcel (CD 192 s.). Además, y eso también paulatinamente, Paulo empieza una nueva vida, vida que considera más verdadera: se pone de parte de “los que viven por sus manos” (CD 214 s.), es decir, los obreros, pero no, primordialmente, para compartir su compromiso político, sino para compartir su vida cotidiana. Para llegar al barrio obrero tiene que cruzar una línea social y semántica. La cruza en tranvía, el medio de transporte de las clases humildes. El cruce se marca claramente. Se dice que el tren entra como “un alegre escándalo amarillo” (CD 207)8 al “incipiente cinturón industrial” (CD 220). Su nueva vida es una vida de austeridad, en el anonimato de los que van a ser los vencidos de la guerra: se vuelve un hombre gris entre hombres grises (CD 111).
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Álvarez cuenta esta comparación entre las “umbralianas” (2003: 214), lenguaje imaginativo entre “barroco” y “filiación surrealista” (Álvarez 2003: 213), que es típico de Umbral. Siempre está “tosiendo metáforas” (2003: 219) que poetizan lo cotidiano.
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Es una realidad de huevos fritos y de una felicidad casera, en que cuentan las rutinas físicas, ni el heroísmo ni la palabrería. Este hecho se explica por un símil: Paulo ha aprendido a subir y bajar del tranvía: “En todo caso, había aprendido a subirse y bajarse en marcha, como los hombres, que es lo que había que ser” (CD 220). Su identidad como ‘hombre activo’ se limita a actos cotidianos. 5. La formación de subjetividad performativa y la lectura como performancia Para terminar nos dedicamos a la cuestión central: ¿cómo logra la novela activar al lector para que se haga suyo el dilema de Paulo? Primero, hay que hacer hincapié en el desdoblamiento de la ‘moral’ de la novela: existe una ética explícita en las evaluaciones morales de Paulo. Pero a esta se añade una ética implícita: hasta cierto punto, la evolución de la moral práctica de Paulo es independiente de su raciocinio. Paulo se elige empezando con la práctica, siempre reaccionando y actuando dentro de contextos sociales. La conciencia es, hasta cierto punto, posterior a los actos y no siempre explícita del todo. Es decir, que el lector puede suponer una relación de causa-efecto entre la concienciación y el cambio de la práctica social como la prevé el modelo de Sartre. Pero como esta relación se insinúa sin hacerse explícita ni por parte del personaje, ni por parte de la instancia narradora, también puede cuestionarse. Además, el despliegue de las dos éticas tiene un aspecto performativo. Por la experiencialidad el lector participa en un proceso de concienciación ‘vivido’ con el que se identifica. Pero como el personaje también actúa sin explicar sus actos, quedan Leerstellen9 que la conciencia lectora llena con sugerencias propias (Iser [1976] 1990: 284 y passim). Hay una alternancia de identificación y metarreflexión por parte del lector, una tensión continua entre las dos éticas. Adam Zachary Newton propone distinguir entre la moral explícita de una novela que corresponde a su proposición, su “Said”, y la performancia ética que implica la narración, su “Saying”, que apela al lector de “draw a moral” por sí mismo (Newton 1995: 5). A la vez que activa al 9
Leerstellen son, literalmente, ‘espacios en blanco’, término acuñado por Iser y derivado del concepto ‘espacios de indeterminación’ de Roman Ingarden.
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lector, esto abre una vía hacia un cierto pluralismo de lecturas. “Saying over and above Said, or as Said called to account in Saying” (Newton 1995: 7). Segundo, quedan dudas acerca de la solución de Paulo al nivel de la diégesis. En cuanto a su inserción al campo literario la solución se presenta como la alternativa ‘menos mala’, lejos de satisfaciente. Paulo se sirve de la poesía como modo indirecto y ambiguo de expresar su postura ética, lo que puede considerarse una decisión a medias. En cuanto a su decisión social, Paulo la paga con la duda de vivir en una situación de inautenticidad. Se pregunta si su atracción por Constitución es solo un tipo de romanticismo social y literario à lo Stendhal (CD 92). Quizá se haya metido en otra trampa de mala fe. Esta duda se refuerza por parte de la instancia narradora. La felicidad algo infantil de la joven pareja, que ve “las películas cogidos de las manos, hasta que les sudan” (CD 222), al fin y el cabo, es otro mundo de evasión. Paulo es vagamente consciente de su inautenticidad. “[S]e pregunta si toda esta belleza [...] es una cosa real o un producto de su imaginación esnob, de su lirismo de pobres, tan convencional como el lirismo rubeniano de los ricos” (CD 222 s.). Se ve que el movimiento del ‘sujeto’ intruso en un nuevo campo semántico no se extingue, puesto que este no se disuelve en el nuevo entorno, sino que mantiene su carácter ‘ajeno’ y por ende dinámico (Lotman 1972: 342 s.). Desde la perspectiva de la subjetivación praxeológica se podría decir que el proceso continúa. Tercero, quedan dudas al nivel del discurso narrativo. Por la técnica narrativa se crea una proximidad del lector a la conciencia del personaje, pero al mismo tiempo el narrador guarda cierta distancia crítica frente a su creación por el constante recurso a señales de ficcionalidad, que destacan el esquematismo de la novela e infantilizan al personaje. Esta distancia tiene implicaciones morales, menos porque pueda interpretarse como una crítica implícita de Paulo y de sus elecciones, sino más porque siembra dudas acerca de lo que el lector se anima a pensar. Este procedimiento conlleva una subversión irónica de la empatía que la técnica narrativa induce en el lector.10 Lleva a este a cuestionar su identificación y a tomar la novela como lo que es: una propuesta de interpretación. 10
Esta técnica la describe Wolfgang G. Müller basándose en una lectura de Emma (1816) de Jane Austen (Müller 2006: 125 y passim).
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Siguiendo la interpretación memorialística de la novela, esta ambigüedad puede leerse como una estrategia de simultánea autocrítica y autodefensa de un intelectual que eligió la pluma bajo el franquismo. En este sentido, la ironía lo inmuniza contra la crítica porque la autoridad del yo narrador (alter ego del autor) se confirma aunque tenga una posición negativa y semánticamente vacía (cf. Stempel 1976). Pero lo que parece más interesante en nuestro contexto es que la ambigüedad mantiene la actividad del lector y lo anima a preguntarse acerca del choix existencial que él hubiera tomado en una situación histórica parecida. Bibliografía Alkemeyer, Thomas. 2013. “Subjektivierung in sozialen Praktiken. Umrisse einer praxeologischen Analytik”, en: Thomas Alkemeyer/Gunilla Budde/Dagmar Freist (eds.), Selbst-Bildungen. Soziale und kulturelle Praktiken der Subjektivierung, Bielefeld: transcript: 33-68. Álvarez, Vicente. 2003. “Siete postales desde la capital del dolor”, en: María Pilar Celma (ed.), Francisco Umbral, Valladolid: Universidad de Valladolid/Junta de Castilla y León: 207-219. Assmann, Aleida. 1980. Die Legitimität der Fiktion. Ein Beitrag zur Geschichte der literarischen Kommunikation, München: Fink. Blume, Thomas. 2003. “Dilemma”, en: Wulff D. Rehfus (ed.), Handwörterbuch Philosophie, Online-Version, Göttingen: Vandenhoeck & Rupprecht [UTB], [03-12-2015]. Bourdieu, Pierre. 2001. Die Regeln der Kunst. Genese und Struktur des literarischen Feldes, Frankfurt a. M.: Suhrkamp. Caballé, Anna. 2004. Francisco Umbral. El frío de una vida, Madrid: Espasa Calpe. Candau, Antonio. 2003. “El Valladolid umbralizado”, en: María Pilar Celma (ed.), Francisco Umbral, Valladolid: Universidad de Valladolid/Junta de Castilla y León: 67-83. Celma, Pilar María. 2003. “Introducción”, en: María Pilar Celma (ed.), Francisco Umbral, Valladolid: Universidad de Valladolid/Junta de Castilla y León: 15-24. Fludernik, Monika. 1996. Towards a ‘Natural’ Narratology, London/New York: Routledge. Foucault, Michel. 1994 (1983). “L’écriture de soi”, en: Michel Foucault, Dits et écrits. 1954-1988. Tomo IV: 1980-1988, Paris: Gallimard: 415-430.
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PAULINO MASIP Y EL DILEMA DEL INTELECTUAL ANTE LA REVOLUCIÓN Juan Rodríguez GEXEL-CEFID, Universitat Autònoma de Barcelona
Decía Max Aub en 1949, al reflexionar sobre el “falso dilema” que le planteaba la Guerra Fría, que “un intelectual es aquél para quien los problemas políticos son, ante todo, problemas morales” (Aub 2002: 96). Esa idea presenta, a mi juicio, dos vertientes que resultan especialmente pertinentes para el tema que me propongo tratar. Por un lado, la identificación entre ética y política, lo que implica asimismo una actitud vigilante hacia los dogmatismos y sus injusticias, también hacia un cierto mecanicismo o maquiavelismo en la acción política que Aub criticara en varios momentos de su vida y su obra. En segundo lugar, aunque no por ello menos importante, la conexión entre responsabilidad política y responsabilidad ética en el intelectual le lleva a la necesidad de articular de manera particularmente fina la relación entre acción y reflexión, entre teoría y praxis, y la forma en que la libertad inherente de la primera nutre la coherencia de la segunda, sobre todo en momentos en que, como sucedió en julio de 1936, la aceleración histórica dificulta una combinación serena de la reflexión teórica y la acción transformadora. Quizás convendría empezar por explicar alguno de los rasgos definitorios de lo que comúnmente entendemos por “intelectual”. Si bien eventualmente podemos encontrar en la Historia intelectuales disidentes y críticos con el poder, como productores de bienes simbólicos (aunque ocasionalmente sus obras puedan también cotizar en el mercado de bienes materiales) su función estuvo tradicionalmente asociada a la elaboración de un discurso legitimador del poder; como señala Gramsci en su reflexión sobre los intelectuales orgánicos, han sido tradicionalmente los encargados de desarrollar la hegemonía
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ideológica, de generar el consenso social en torno a las clases dominantes y de asegurar así la reproducción del stato quo (Gramsci 1967: 29-31). Esa circunstancia les concedía una posición privilegiada, separada del común de los mortales, que va a pervivir en el elitismo y el individualismo de que han hecho y siguen haciendo gala los intelectuales. Con las revoluciones burguesas y la paulatina extinción del sistema de mecenazgo, el campo intelectual alcanza una mayor autonomía y emerge como figura decisiva en la Modernidad la figura del intelectual crítico, heterodoxo y rebelde, que se cuestiona también su posición en el contexto social. Primero será el filósofo ilustrado, erigido en guardián absoluto de la razón y el sentido común; luego, el genio romántico, endiosado y obsesionado por el mito de la distinción absoluta. A esa orgía bipolar y a la crisis de los valores burgueses a finales del siglo xix sobrevivió maltrecho el intelectual, sin acabar de adaptarse del todo a la implantación de las nuevas relaciones de mercado y a la intensificación de la lucha de clases. Desahuciado de su torre de marfil, desclasado y malviviendo la bohemia, en el proceso de consolidación de las revoluciones burguesas, los intelectuales se ven en la necesidad de elegir entre el populismo estético, que traicionaba sus principios artísticos pero les daba de comer, o la penuria y la fidelidad a sus principios éticos y estéticos. Al mismo tiempo, la creciente proletarización de los trabajadores intelectuales les lleva a simpatizar e incluso a militar en los diferentes proyectos de transformación de la sociedad; aun a costa de no pocas contradicciones, durante el primer tercio del siglo xx vanguardia política y vanguardia intelectual corren paralelas, entrecruzándose no pocas veces, incomprendiéndose otras tantas.1 1
El caso español, pese a sus peculiaridades, no fue una excepción. Hace ya bastantes años que Carlos Blanco Aguinaga (1970) señalaba de qué modo la “juventud del 98” había sintonizado con el emergente movimiento obrero, y Víctor Fuentes (1980), por su parte, describiría lo que denominó “la marcha al pueblo” de las letras españolas a lo largo de la segunda y la tercera décadas del siglo, la asunción por parte de la intelectualidad española de su responsabilidad en los procesos de transformación social, un movimiento que se acentuará, como también estudió Aldo Garosci (1981) con la proclamación de la Segunda República y durante la defensa de esta de la agresión fascista. Lo evidencia también la organización del II Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura, que tuvo lugar en Madrid, Valencia y Barcelona durante el verano de 1937 (Aznar Soler 2010). Todavía a finales de febrero de 1938 un numeroso grupo de intelectuales y artistas, atendiendo al llamamiento del presidente de la República, firmaba un manifiesto, “Los intelectuales de España, por la victoria total del pueblo”, en el que, entre otras
Paulino Masip y el dilema del intelectual ante la revolución
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Algunos de esos puntos de fricción volverán a aparecer a los largo de estas páginas. Más allá de la tradicional desconfianza de los trabajadores manuales hacia el trabajo intelectual, y del desprecio de algunos intelectuales, celosos de su reconocimiento en el campo, hacia la masa indiferenciada, otros problemas más concretos salpican la relación entre ambos. Por una parte, nos encontramos el problema de la especialización y de la división del trabajo dentro de los procesos de transformación social, origen de la separación, que incide también en el debate en torno a la representación: como productores de discurso y por lo menos mientras la alfabetización fue un bien escaso, los trabajadores intelectuales asumieron tradicionalmente el rol de portavoces de los movimientos de masa; pero, al mismo tiempo, ese “hablar por” alguien incidía en la habitual separación entre quien habla y quien escucha, entre el intelectual separado y el destinatario de ese discurso. Por otra parte, el problema fundamental que se plantea es hasta qué punto ese discurso puede incidir en la transformación de la realidad o, lo que es lo mismo, la articulación de la relación entre la teoría y la praxis. Es evidente que en un momento en que, como en los procesos revolucionarios, la historia se acelera, dicha relación se vuelve más conflictiva, pues el predominio de la acción sobre la reflexión, de la praxis sobre la teoría, hace más difícil la producción de un discurso que requiere de una maduración para ser asimismo efectivo en la orientación de la praxis; la urgencia histórica se convierte así en enemiga de la reflexión y la relación biunívoca que deberían mantener teoría y praxis suele verse alterada. En todas estas problemáticas incide el análisis que me propongo hacer de los textos que Paulino Masip produce durante el desarrollo de la revolución y la guerra española y en los momentos inmediatos a la derrota y el exilio, fundamentalmente los artículos de opinión que, desde febrero de 1937 hasta marzo de 1938, publica en La Vanguardia de Barcelona y la novela El diario de Hamlet García, fechada en marzo de 1941 y publicada tres años después. Conviene empezar por situar al catalán-riojano en el campo intelectual del primer tercio del siglo. Nacido en 1899, en el seno de una familia de la pequeña burguesía republicana y liberal, que seis años después instalará en Logroño un negocio de tintorería en el que Masip trabajará también algún cosas, afirmaban su adhesión a la defensa de la República (Varios 1938: 2). Entre los firmantes se encontraba también Paulino Masip.
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tiempo tras terminar, en 1919, la carrera de Magisterio, que nunca llegaría a ejercer. Tras una estancia de un año en París, la vocación literaria y periodística de Masip prevalecerá y, con el patrocinio paterno, crea y dirige en 1924 el Heraldo de La Rioja (desde 1926 Heraldo Riojano), periódico republicano que le servirá para consolidar su posición en el campo intelectual y que padecerá la persecución de la dictadura hasta su definitiva suspensión (Bustamante 1991). En 1928 se instala en Madrid para continuar con el ejercicio del periodismo profesional, colaborando primero con reseñas teatrales en el liberal Heraldo de Madrid y luego, ya en plantilla, en el semanario gráfico Estampa, entre 1928 y 1930 (Masip 1996; Pericay 2010: 128-129), de orientación más bien conservadora; a partir de 1930 pasará a trabajar como redactor jefe del periódico Ahora, de la misma empresa de Luis Montiel y también de orientación monárquica, aunque al instaurarse la República se aviniera con el nuevo régimen y en su redacción convivieran también periodistas republicanos (Seoane 1996: 153). A finales de 1932, Paulino Masip es nombrado subdirector del vespertino La Voz, un periódico orientado a un público mayoritario y con una particular atención a los conflictos obreros, y, según Pericay (2010: 130), en 1933 ejerce también la subdirección del matutino de la misma empresa, El Sol. Ambas publicaciones, que habían sido fundadas por Nicolás María de Urgoiti, habían pasado en 1931, poco antes de la proclamación de la Segunda República, a manos de un grupo de aristócratas monárquicos, quienes en el verano de 1932 las vendieron al empresario catalán Luis Miquel, en una operación de apoyo a Manuel Azaña. Pero en apenas un año Miquel tuvo que deshacerse de la empresa, la Compañía Editorial Española, a causa de las pérdidas y el hijo de Urgoiti, José Nicolás, se hace cargo de la misma y durante unos meses ambos periódicos coquetean con el lerrouxismo. En ese momento, y de nuevo según Pericay (ibíd.), Masip fue cesado por el nuevo propietario de la empresa, hasta que la quiebra en 1934 hace que la Compañía sea adquirida por un grupo de accionistas catalanes encabezados por los hermanos Roviralta y la empresa Cros (Seoane 1996: 158-159) y el escritor regresa a la dirección de La Voz, e incluso durante unos meses, hasta finales de 1935, asumirá temporal y simultáneamente la de El Sol. En cualquier caso, a Masip le cupo afrontar la etapa más ruinosa y conflictiva de unas cabeceras que había gozado de enorme prestigio intelectual y
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periodístico. Al estallar la guerra, las dos publicaciones y la agencia de noticias Febus, perteneciente a la misma Compañía Editorial Española, como la mayoría de la prensa en territorio republicano, pasarían a estar controlados por los trabajadores;2 el acta de intervención, fechada el 1º de agosto de 1936, está firmada, entre otros, por Paulino Masip en representación de los periodistas de La Voz, y el escritor formará parte también del Consejo Obrero constituido trece días después para dirigir la empresa (Mateos Fernández 1996: 72-73). Esa será su primera colaboración con la revolución en marcha. En noviembre de 1936 Paulino Masip se traslada, junto con otros periodistas y acompañando al gobierno de la República, a Valencia, donde permanece apenas dos meses, puesto que a principios de 1937 se reúne con su familia (que había quedado en zona fascista tras el golpe militar) en Barcelona, donde ejercerá primero como director (de febrero a octubre) y luego como subdirector (de octubre de 1937 a junio de 1938) de La Vanguardia, periódico que había sido incautado a la familia Godó por el gobierno de la Generalitat de Cataluña,3 hasta que en junio de 1938 sea nombrado jefe de Prensa de la Embajada española en París. En ese periodo, Paulino Masip publicó veintinueve artículos de opinión4 en los que queda patente su lealtad al gobierno legítimo de la República y su posición ante la revolución y la guerra. Aunque el escritor había alternado en la década anterior esa dedicación al periodismo con un libro de versos 2
Según Desvois, “al estallar la Guerra Civil, el Partido Comunista (PCE) se incautará de El Sol ” (2010: 180); Mateos Fernández, sin embargo, señala que tanto la intervención de la Compañía Editorial Española como la de la Sociedad Editora Universal, propietaria de El Liberal y de El Heraldo de Madrid, debió de ser iniciativa del Sindicato de Artes Gráficas de la UGT (1996: 69), hipótesis que me parece más coherente con su condición de miembro de la Agrupació Professional de Periodistes que dependía de aquel sindicato (Pericay 2010: 133, n. 31). 3 No sería esta la primera implicación política de Masip en su tierra de nacimiento: Anna Caballé informa que en el otoño de 1932 “viajó desde Madrid a Barcelona en el tren especial que acompañó a la proclamación del Estatuto catalán”, y que en febrero de 1936 “decide escoltar a Lluís Companys en su regreso a Cataluña desde el penal del Puerto de Santa María”; la profesora Caballé reproduce, además, un fragmento del recuerdo de Companys que Masip publicara en Romance en noviembre de 1940 (Caballé, 1987: 23). En cuanto a su entrada en La Vanguardia, Xavier Pericay ha explicado los entresijos y circunstancias de esa dedicación (2010: 132-138). 4 Puede verse la lista completa de los mismos en Pericay 2010: 134, n. 33.
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juveniles y una emergente carrera como dramaturgo, es evidente que en esos años de guerra opta por un género y una tribuna que le permitirá defender de manera más directa y efectiva la razón republicana. No es casual que una de las primeras colaboraciones de Masip en el periódico barcelonés fuera un homenaje en doble página a Mariano José de Larra con motivo del centenario de su desaparición. Recuerda en ese texto cómo durante la dictadura de Primo de Rivera la censura prohibió la publicación de un artículo del escritor y destaca su “genialidad”, pues tantos años después seguía siendo “periodista vivo en Madrid” y “seguían vigentes sus juicios sobre la vida española” (Masip 1937d: 2). No deja de extrañarle la vigencia de un escritor que no fue apenas ni poeta, ni novelista ni dramaturgo, géneros “que tratan temas de índole universal”, pues “lo extraordinario de Larra es que su obra no tiene, de ningún modo, pretensiones de eternidad. Era periodista, y en la palabra está dicho lo que de efímero, pasajero, había en ella”; Larra, señala Masip, “reacciona contra lo que tiene delante de sus ojos, de su olfato, de su piel. No siente o no expresa jamás la angustia cósmica del no saber a dónde vamos, ni de dónde venimos. Grita las angustias de la vida inmediata, los roces dolorosos de las cosas de todos los días”. Con todo, le sorprende que, a pesar de esa contingencia, sus artículos sigan teniendo actualidad, lo que no solo “dice mucho sobre su calidad”, sino también “sobre la incapacidad de quienes se han erigido durante este tiempo en rectores del país fustigado” (Masip 1937d: 2). La acusación sobre esas mismas clases dirigentes que han provocado la guerra señala una de las constantes que encontraremos en estos artículos de Masip: la vinculación de la revolución actual con el resto de revoluciones pendientes de la historia española; y, al mismo tiempo, su fe en que la presente haga, por fin, perder su actualidad al periodismo crítico de Larra: Durante un siglo todo español sensible se ha planteado frente a su patria el mismo problema que Larra y en idénticos términos. Todos podían haber muerto de un tiro en el corazón, y tanto como el suicidio, ha impuesto para muchos la renuncia, la entrega a la chabacanería, el acomodo a la ruindad oficial. [...] Hoy, a los cien años de su muerte oficial, no caerán flores sobre la tumba de Larra, si no son las rocas de metralla que los facciosos envían sobre Madrid. [...] ¿qué buscan, qué quieren matar las bombas lanzadas sobre Madrid y sobre todos los campos de. España, sino el espíritu de Larra, la queja inmortal de Larra, hecha, por fin, carne de pueblo, masa de pueblo forjadora y triunfal? (Masip 1937d: 3).
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Parece claro, pues, que Masip se propone que, parafraseando un poema contemporáneo de Antonio Machado, su pluma valga tanto como la pistola de Enrique Líster en la defensa de la revolución en marcha. Asume como intelectual la responsabilidad de dar coherencia y sentido a lo que está sucediendo; a pesar de publicar sus artículos en un órgano del gobierno de la República y asumir, como bien percibió Sebastiaan Faber (2002: 95-100), los argumentos oficiales sobre la unidad de la nación, no se limita, sin embargo, a hacer mera propaganda de uno de los bandos en litigio, ni mucho menos de una determinada opción o partido políticos. Intenta aportar, desde el reconocimiento de su índole personal, razones y contradicciones, así como la interpretación de procesos históricos que iluminen algo tan difuso como la verdad, o las verdades, en medio de un conflicto enconado. Ese es también el motivo por el que este puñado de artículos puede ser leídos como contrapunto del retrato del intelectual que trazará en la novela El diario de Hamlet García. Aunque publicada en 1944, ya en el exilio mexicano, dicha obra plantea una mirada sobre lo acontecido en Madrid alrededor de julio del 36, cuando una insurrección popular hace fracasar el golpe de Estado militar en buena parte del país y se inicia la guerra. La forma que adopta el relato —el diario de un intelectual—, con esa aparente inmediatez ante los hechos, ha provocado no pocos equívocos. Pese a lo que a veces se ha dicho (González de Garay 1992: 29), no hay, por ejemplo, certeza de que Masip iniciara la escritura al hilo de los acontecimientos ni que tuviera terminada la novela antes de su exilio (el texto está fechado, como ya se ha dicho, en marzo de 1941, cuando Masip se encontraba ya en México). También conviene alertar sobre la tentación, en la que han caído algunos críticos (Caballé 1987: 56), de verificar el pacto autobiográfico o de buscar paralelismos entre el autor y su criatura, por mucho que admitamos que Masip vivió en Madrid los acontecimientos que aparecen en su novela y que, en algún momento, pudo haberse planteado algunas de las contradicciones de que hace gala Hamlet García. Es cierto que el acceso directo a la consciencia del filósofo y a sus paradojas morales e intelectuales predispone, por empatía, al lector medio en favor de un personaje que, por otra parte, no es moralmente repulsivo y está concebido lejos de cualquier maniqueísmo, con sus luces y sus sombras, como casi todos los personajes relevantes de la novela.
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No es casual que a lo largo de la obra su protagonista ande buscando por los espejos las señales de su transformación física y espiritual. Los espejos simbolizan el desdoblamiento, presente en todo el texto de la novela, del personaje entre el ser pensante y el ser actuante, de forma que el diario se convierte en una manera de contemplarse a sí mismo ante la urgencia histórica provocada por el conflicto. Por otra parte, la obra también constituye un juego de espejos histórico, como reflexión a posteriori de una serie de acontecimientos concretos cuyo desenlace se omite en el texto, pero que el autor (implícito y explícito) conoce. Es precisamente ese carácter de obra de la derrota y el exilio el que proporciona al texto un entramado de sentidos adicionales que cobran, asimismo, nueva luz al leer, como en un viceversa, la novela enfocada desde los artículos de La Vanguardia, y contemplar estos desde la perspectiva que nos ofrece El diario de Hamlet García. Hace ya bastantes años, Santos Sanz Villanueva (1977: 166) sembraba la sospecha, que corrobora una lectura atenta de los artículos de La Vanguardia, de que la intención de Masip no era precisamente complaciente hacia su personaje, de que se hace en el texto un retrato paródico y una crítica implícita a un tipo de intelectual pequeño-burgués aferrado a un conjunto valores, burgueses y patriarcales, ya agotados y arrollados por el huracán de la Historia; incapaz de adaptarse a la realidad cambiante y de asumir la responsabilidad que le corresponde como ciudadano. De hecho, podemos encontrar en esos textos que Paulino Masip publica en La Vanguardia durante la guerra temas paralelos a los planteados en la novela, incluso, como ya señaló González de Garay (1999: 18-20), el germen del mismo Diario. No me parece demasiado descabellado sostener la tesis de que la idea de la novela pueda remontarse a los años de la guerra, aunque haya sido en México a partir de 1940 cuando haya adoptado la forma definitiva. El tema de la responsabilidad del intelectual ante la guerra y la revolución está presente, como veremos, con bastante frecuencia en esos textos; sin duda, en el que encontramos más similitud con la idea de El diario de Hamlet García es en la “Carta a un español escéptico” que el escritor publica en septiembre de 1937. No solo hallamos allí la identificación explícita con el personaje de Shakespeare, sino que aparece reflejado el núcleo de la problemática que atenazará al protagonista de la novela, sobre todo ese intelectualismo paralizante que le impide tomar partido ante la realidad, y empatizar con ella ni siquiera cuando se ve inmerso en la vorágine revolucionaria:
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Busca usted la fe, español miope de intelectualismo, en los datos y las cifras actuales y en los documentos que hablan del pasado. ¡Tremendo error! Todo eso es lastre, le repito, que merece el fuego. No cometa usted la inmensa puerilidad de buscar la fe por caminos de razonamiento lógico. [...] El pueblo tuvo fe. Téngala usted también. Búsquela donde él la encontró. Péguese fuego de una vez, sin miedo. Arrójese a la hoguera de España. ¿Corre usted el riesgo de morir abrasado? Es posible, pero, ¿está usted seguro de que las llamas no le alcanzarán, por alto y frío que sea su retiro mental? [...]
Así, frente a las dudas de Hamlet García, Masip contrapone la prioridad de la acción sobre la reflexión: Como Hamlet, príncipe de Dinamarca, usted sabe dónde está la razón, porque la brújula de su inteligencia es certera y usted la ama, como Hamlet, apasionadamente. Pero para ponerse a su lado, para pelear por ella, con las armas que Naturaleza y el estudio le han dado, le falta a usted el arranque intuitivo que impulsa la fe [...] Abra los ventanales, deje que entre por ellos el aire de la calle, que le traerá jadeos, ayes, horror y canciones, la vida y la muerte confundidas como dos elementales mezclados en la enorme probeta de España [...]. Salga a la calle, anéguese, abrásese, hunda las manos en la tierra sagrada de España. La fe que ahora le falta, esté usted seguro, se le dará por añadidura (Masip 1937t: 1).5 5
En otro de los textos publicados en La Vanguardia encontramos también la crítica de esta actitud contemplativa: Es fácil decir: «esto me gusta», «esto no me gusta», «esto está bien» y «esto está mal» arrellanado en una butaca junto a la ventana donde se ve pasar la vida tumultuosa, [...]. Pero trate este ciudadano contemplativo y opinante de bajar a la calle; trate de meterse en la piel de uno cualquiera de los conciudadanos suyos que hace siete meses se sintieron despegados del suelo, arrebatados por un vendaval súbito y violentísimo, y tras esfuerzos enormes consiguieron hacer pie y sostenerse y no perdieron la cabeza y sirvieron, si no de guías en el sentido directo del vocablo, de puntos de mira orientadores” (Masip 1937e: 1). Es también, en cierta medida, una argumentación parecida la que utiliza Masip en su muy mencionada “Respuesta al doctor Marañón”, donde reprocha al “diletante” que anteponga “su drama personal y el drama de unos cuantos amigos suyos que navegan, como usted, a la deriva” a la tragedia colectiva que está viviendo el país (Masip 1937f: 1). Por otra parte, esa apelación al intelectual escéptico para que abra las ventanas de su espíritu al temblor de la calle y se anegue en él constituirá uno de los leitmotivs recurrentes en El diario de Hamlet García, en la que el protagonista se verá forzado a romper con frecuencia su aislamiento, a abrir “un postigo para que se cuele en la alcoba el aire de la calle”; el encuentro con la calle, sin embargo no hace sino acentuar en el personaje la falta de fe (Masip 1987: 177-178).
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En cierto modo, Masip obliga al personaje de su novela a someterse a todas esas pruebas. Movido por el impulso primario del hambre, se ve forzado a salir a la calle la noche del 19 de julio. En sus diversos encuentros con los milicianos, Hamlet adopta una actitud que oscila entre el desprecio paternalista y la provocación temeraria, como si quisiera explorar los límites de la incertidumbre revolucionaria. En su primer encuentro en el café, la noche del 19 de julio, el indocumentado filósofo destaca su excesiva juventud e irresponsabilidad para empuñar las armas (más adelante, el personaje está a un milímetro de perecer a causa de un disparo fortuito) y para “el peso de una responsabilidad abrumadora” (Masip 1987: 128); también la composición interclasista del grupo, el idealismo y la solidaridad alegre de los milicianos: “En el fondo están muy agradecidos a mi debilidad porque les permite demostrar su fortaleza” (Masip 1987: 132). Más adelante Hamlet hará el retrato poco agraciado de otro miliciano “satisfecho de sí mismo” (Masip 1987: 190), que ha encontrado en la revolución la oportunidad para cumplir su destino o, simplemente, cambiar la monotonía del trabajo diario por la aventura de la guerra,6 y del que subraya su dogmatismo: “Mi interlocutor tiene en la cabeza un catecismo y yo no soy lo suficientemente loco para pelearme contra molinos de viento” (Masip 1987: 193). Ese desprecio contrasta con la impresión que produce al personaje la miliciana con la que coincide en el restaurante; aunque, como ya señaló Sebastiaan Faber (2002: 114-117), Hamlet ha adoptado a lo largo del texto una actitud de reafirmación de los valores patriarcales frente al papel activo de las mujeres en la revolución, no ha ocultado su disgusto al verlas vestidas de milicianas y ha menospreciado su aportación a la lucha, ahora se confiesa admirado por la teniente que ha sido herida en combate y llega incluso a considerar, no sin un cierta nostalgia, cierto es, a su discípula Eloísa y su arquetípica feminidad “como una estampa anacrónica, fantasmal evocación de una época fenecida” (Masip 1987: 293). La actitud de Masip frente a tanto entusiasmo juvenil está, sin embargo, más cerca de esta admiración que de aquella incerteza. En uno de sus
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Un retrato que, por otra parte, coincide en algunos aspectos con el artículo sobre “el menospreciado”, caricatura de aquellos que desprecian el mundo por no sentirse reconocidos y a los que la revolución y la guerra han dado ocasión de cumplir con un destino (Masip: 1938).
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primeros artículos en La Vanguardia el escritor recuerda su encuentro, “la madrugada madrileña del cuarto día de la sublevación” con un joven miliciano, “casi un adolescente”, que hacía guardia, tarea de gran responsabilidad por aquellos días en que la quinta columna empezaba a actuar. El muchacho desempeña su cometido “con una llama de alegría en los ojos” pese a que lleva cuatro días sin dormir, y Masip es testigo de cómo él solo detiene una columna de vehículos llenos de hombres armados para identificarla: “El momento fue admirable. No sé por qué se me vino a la memoria la pelea bíblica del gigante Goliat y el pastorcillo David. El pequeño miliciano cumplió magnífico e impertérrito su deber. Se plantó delante del primer camión y dio el alto. La columna sé detuvo. Comprobó que eran amigos y los dejó seguir” (Masip 1937c: 1).7 En otro artículo Masip ensalza el entusiasmo y el protagonismo de la juventud en la revolución en marcha, en un texto que inevitablemente nos hace pensar en la figura de Daniel, el discípulo socialista de Hamlet García, y otros jóvenes milicianos de la novela: El destino de España descansa, ahora, íntegramente, sobre su juventud. [...]Si no se dan cuenta de esto, si no adquieren conciencia de su misión histórica, la revolución no se perderá, pero puede frustrarse. [...] Es hora de creación radical, de ímpetu, de transformación absoluta de la vida española, y esta tarea únicamente pueden realizarlas hombres jóvenes. [...] Son sus cualidades específicas —virtudes y defectos— las que hoy convienen, y no otras. Esto les concede muchos derechos y graves responsabilidades. [...] [Las responsabilidades n]o vienen a uno; no se encuentran. Hay que ir a buscarlas y no lejos, ni en la calle, sino dentro de uno mismo, por los subterráneos de la conciencia, que sólo las que allí nacen estarán ligadas a nuestro ser, y en las peripecias dramáticas nos salvarán de dudas y vacilaciones (Masip 1937h: 1).
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El resto del artículo está dedicado a comentar un sueño que le contó el miliciano en el que se veía combatiendo en la Guerra de Independencia y a exaltar su clarividencia (Masip 1937c: 1). Faber también analiza el tema del nacionalismo en su trabajo (2002: 95-100) y Pericay lo matiza al considerar que la sintonía entre los argumentos de Masip y los que defendía el gobierno de Negrín se manifiesta antes de que este tomara posesión en mayo de 1937 y de que La Vanguardia se convirtiera en órgano de expresión gubernamental tras su traslado a Barcelona en octubre de ese mismo año (Percay 2010: 135-137).
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Una de las mayores divergencias entre el personaje del Diario y su creador se manifiesta en el momento de explicar y valorar la revolución. Hamlet García se encuentra atrapado entre, por una parte, su individualismo, que le lleva a rechazar cualquier actuación colectiva (esa “gangrena”, “especie de ventosa gigante que coge a los hombres y les sorbe lo mejor de su ser”; Masip 1987: 72), y, por la otra, el miedo pequeño-burgués a cualquier transformación brusca (le repugnan “las novedades físicas, las alteraciones en el ritmo de mi vida, incluso las más insignificantes”; Masip 1987: 114)8; de forma significativa, su conciencia de clase está marcada por esos prejuicios: aunque se considera “pobre” (“yo lo soy, y no me duele”, le confiesa a Daniel; Masip 1987: 72) y como miembro del campo “intelectual”, aunque en posición marginal, debería naturalmente sintonizar con el proyecto republicano (“Todos los intelectuales son republicanos”, sostiene el pro-golpista Leonardo Montero9;
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La pertenencia de Hamlet a la pequeña burguesía urbana queda subrayada por su forma y lugar de vida (barrio de clase media, servicio doméstico) y por su forma de vestir (traje), hasta el punto de que adopta la apariencia de “señorito” y con frecuencia se presuponga su simpatía hacia los militares sublevados (“tú eres de los nuestros quieras o no quieras”, le dice Sebastián; Masip 1987: 104). Poco sabemos de la economía del personaje, más allá de la afirmación inicial de que su oficio como “profesor ambulante de metafísica” le “proporciona honra suficiente y provecho escaso” (Masip 1987: 24). A pesar de ello, Hamlet no parece tener problemas económicos para subsistir a lo largo de la novela. Significativa, a este respecto, es la conversación que mantiene con su criada Cloti al conocerse el levantamiento popular (Masip 1987: 103); cuando la muchacha asegura que militares, curas y burgueses van a pagar todas sus culpas juntas, Hamlet reivindica su condición de burgués sin “culpa de nada” y la herencia de los enciclopedistas y la Revolución Francesa, Cloti se burla de él: “¡Usted qué ha de ser burgués [...]! ¡También son ganas de presumir!”, “Perdóneme, señorito, pero los hombres como usted no han hecho en su vida nada que valga la pena”; ante eso, el filósofo acaba por reconocer que “en este terreno mi criada es, dialécticamente, más fuerte que yo” 9 También el dueño del café donde se refugia la noche del 19 de julio percibe esa filiación: “—¡Intelectuales —continúa—, los conozco bien! Hace muchos años que los conozco y sé que para ellos no hay nada respetable. Vagos incapaces de ganarse el pan con sus puños odian a todo el que se hace una posición y predicen sus odios a los pobres obreros” (Masip 1987: 139). Por contraste, en el artículo que Masip dedicara en abril del 37 a Hora de España, el escritor se congratula al constatar que “Todos los poetas de España están con nosotros”; “Ganaremos porque tenemos el espíritu y ellos pierden porque carecen de él, sepulcros blanqueados”; “la poesía ha vencido a la retórica” (Masip 19371: 1). Incluso tras la confirmación de la derrota y en el exilio, Masip insistirá en esa idea cuando afirma en las Cartas que “España ya no está en
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Masip 1987: 65) defiende a capa y espada su “torre mental” (Masip 1987: 96) para no contaminarse de los cataclismos sociales que le rodean. Ya en la conversación con Leonardo Montero hace gala de su escepticismo hacia la política pues, aunque no percibe en sí mismo “ninguna imposibilidad ni moral, ni física, ni metafísica” (Masip 1987: 66) para pertenecer a un partido, tampoco le ve mayor utilidad, ya que, como concluye poco después, la humanidad no es más que “una manada innumerable de imbéciles” imposible de cambiar, por lo que la política es la estupidez que más le irrita, y la Historia, a su juicio, ha demostrado su fracaso para establecer “un sistema de gobierno razonable” (Masip 1987: 117). Aunque tanto esa conversación como los acontecimientos que se sucederán en las semanas siguientes hacen que Hamlet llegue a cuestionarse seguir siendo “inquilino perpetuo de las nubes” (Masip 1987: 66) y se plantee el “problema moral” de “¿Dónde empiezan y acaban mis obligaciones de ciudadano?” (Masip 1987: 69); pese a su “profunda antipatía instintiva contra el mundo castrense y sus moradores” (Masip 1987: 78) y a rechazar las razones que alega Hurtado para justificar la sublevación militar (Masip 1987: 227-228); a pesar de que, ya casi al final de la novela, reconozca como moralmente reprobable su condición de “beligerante pasivo” (Masip 1987: 273) y “espectador” de la guerra (Masip 1987: 295) y se le aparezca el contra-ejemplo de su discípulo Daniel o de su colega José Lazcano10, Hamlet no llega a concretar su participación, actitud que se refleja en la reflexión hiperbólica sobre las consecuencias que para la Historia un solo lugar, está en dos. [...] Allí quedó el cuerpo físico de España; nosotros nos trajimos su alma, su espíritu” (1999: 54). 10 En realidad, los argumentos de Lazcano, profesor de Historia de la Universidad de Zaragoza, coinciden en lo esencial con los que defenderá Masip en sus artículos, aunque rechaza la militancia en un determinado partido político, su posición es “clarísima, sin sombra de duda. [...] Yo soy eso que se llama ahora un pequeño burgués, liberal, escéptico, sin ninguna fe positiva muy fuerte. [...] José Lazcano, pequeño burgués, liberal que se considera como individuo entidad suficiente protesta. Pero todavía quedaba otra parte, la de José Lazcano, español. Pertenezco a una entidad colectiva que se llama España. [...] Pronto llegué a un acuerdo conmigo mismo. Las clases sociales sublevadas, por el simple hecho de sublevarse ya eran enemigas de España”; en lo que no acaban de coincidir es en la expectativas despertadas por la revolución, pues aunque Lazcano comparta con Masip la solución del “problema moral” que constituye la transformación violenta (Masip 1987: 313-317), considera que se trata de algo pasajero y confía en que las aguas vuelvan a su cauce, el escritor, como veremos,
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del país pueda tener su ocasional ayuda al militar Sebastián García del Portal y en su resistencia a actuar. Todas esas contradicciones sin resolver sumirán al intelectual en la crisis y el silencio definitivo con que se cierra la novela: “Mi silencio no es sordera, ni equilibrio, ni acuerdo de mis contrarios. Sé lo que no es, pero todavía no sé lo que es...” (Masip 1987: 328); el silencio, muerte simbólica del intelectual, se convertirá, sin embargo, en las últimas páginas del Diario en un parto colectivo: “Aquí está la razón de mi silencio. Estoy pariendo. Todos estamos pariendo. La guerra es el parto gigantesco de un útero múltiple y monstruoso. Todos parimos por él y con él” (Masip 1987: 330); un parto que conjuga muerte, vida y dolor, que simboliza la transformación física y espiritual del país. El dilema sin resolver de Hamlet tiene como consecuencia una visión muy limitada y simplista de la revolución y de sus factores, lo que no deja de sorprender en un intelectual que debiera, como mínimo, estar dotado de una cierta curiosidad. En uno de los primeros encontronazos ideológicos con su discípulo Daniel, considera “demagogia barata” que el muchacho manifieste su vocación de “servir al pueblo”: “¿Dónde está el pueblo? ¿Qué es el pueblo? ¿Es que hemos podido ponernos de acuerdo acerca del contenido de este vocablo?” (Masip 1987: 71), pregunta al joven socialista. Tampoco acepta la apelación que este hace al sufrimiento de tantos y a la necesidad de justicia social, pues aunque comparte la “actitud moral” de Daniel frente a esa injusticia (“grave cosa, lamentable e inicua”, añade), considera que este le concede “importancia desmesurada”, y relativiza el supuesto padecimiento que la “sensibilidad virgen y mimada” del joven atribuye a los pobres (Masip 1987: 72). Esa falta de empatía con el sufrimiento colectivo empieza, sin embargo, a resquebrajarse cuando, nada más producirse la sublevación militar, se siente fascinado por el discurso radiofónico de una líder obrera: ...hay un acento de sinceridad apasionada y dolorosa —he de reconocerlo— en las palabras de la oradora que, a pesar mío, me conturba. Habla el pueblo por su boca; el pueblo, una entidad multitudinaria y heterogénea, difícil de definir, monstruosa como un mar cuyas olas no fueran de agua sino de rocas y barro, y árboles [...] y sangre, sangre, sangre viva, roja, fecunda, fermento para todas está convencido de que al final de la guerra la estructura social del país no puede permanecer igual que antes.
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las transformaciones, caldo de cultivo de plantas y animales insospechados, que deshace cuanto cae en su caldera y crea y recrea sin orden, ni método, ni sentido, ni lógica. He huido siempre de su contacto. Me ha dado miedo que las densas vaharadas de sus calderas hirvientes deshicieran el frágil castillo interior que tanto trabajo me ha costado montar (Masip 1987: 113).
Hamlet no podrá huir perpetuamente de su contacto; la misma noche del 19 de julio, de hecho, se verá inmerso en medio del levantamiento popular que frenará la rebelión militar en la capital. Y, aun así, a pesar de verse arrastrado por la masa que está demandando armas, su aspiración es mantenerse como un mero espectador: Cuando leía, u oía decir «el pueblo se echará a la calle», mi imaginación no se esforzaba por traducirla en imágenes concretas [...]. Y esto que veo es, realmente, el pueblo que se ha echado a la calle. Vuelvo a sentir miedo, pero éste es un miedo intelectual como el que da pensar en la fuerza tremenda de un volcán cuando se está lejos de él [...]. Tengo una rara sensación de invulnerabilidad, de raíz intelectualista asimismo, probablemente. Como yo no juego, ni gano ni pierdo. Soy un espectador desinteresado a quien por el momento atrae el espectáculo. ¿A mí qué me importan ni sus fines, ni sus consecuencias? (Masip 1987: 124-125). Esa actitud es, probablemente, la que impide que Hamlet, al quedarse en la superficie de los acontecimientos, alcance una cabal comprensión de las dimensiones de la revolución que, en un momento de la novela, describe como “una simple ‘vuelta de la tortilla’”; en realidad, la complacencia que siente al ver cómo las clases populares han ocupado los espacios que tenían vetados no es más que manifestación de un cierto orgullo pequeño-burgués; en primer lugar, porque esa simple inversión de posiciones es más aparente que real y no implica ninguna transformación en profundidad de la estructura social, como certifica el personaje al considerarlo algo provisional y al tomar consciencia fugazmente de lo demagógico de su idea; en segundo, porque reafirma el argumento falaz de que, en realidad, los obreros aspiran a convertirse en burgueses y que la injusticia social es incorregible e inevitable: Los nuevos dueños no les darán mejor empleo que les dieron los anteriores, pero los gozan y hay un principio de justicia en que la flecha de la injusticia señala
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otros rumbos [...] En este momento, como hace quince días, hay ocho personas que beben y ocho que pasan sed. La novedad consiste en que hoy beben los que pasaban sed y la pasan los que hace quince días bebían, con la agravante contra éstos y la atenuante para aquéllos de que los primeros venían bebiendo desde su nacimiento y los segundos no habían bebido nunca. (Masip 1987: 189).
Un prejuicio que volverá a aparecer cuando Hamlet reparte, por igual pero de forma injusta, la responsabilidad de la guerra: El pueblo tiene la razón política, la razón moral, todas las razones. Pero hay una, que es la que engendra la catástrofe, que está compartida mitad y mitad por el pueblo y los rebeldes. La llamaremos si quieres, razón vital y, si quieres, razón metafísica. Te doy a elegir porque me parece que ninguno de los dos apelativos le conviene exactamente. Es esa razón que ordena que el lobo tenga instinto carnicero, y la oveja instinto de víctima del lobo (Masip 1987: 306).11
Bien distinta es, en cambio, la actitud de Paulino Masip reflejada en los artículos de La Vanguardia. Consciente de sus propios orígenes burgueses, el escritor se verá en la necesidad de aclarar su posición ante los acontecimientos revolucionarios, que superan una de las contradicciones manifestadas por Hamlet García. El escritor lo expresa en forma de diálogo y, tras afirmar que la revolución en marcha —todavía sin apellido— le “parece bien”, a pesar de que él “antes no era revolucionario”, expone sus argumentos: Mi situación moral puede definirse así: yo no era revolucionario, pero no tenía nada que oponer al hecho revolucionario consumado. [...] Yo no era revolucionario porque me daba miedo el tránsito revolucionario, [...] Contrapeso de esta posición temerosa era la esperanza de que se podía llegar al mismo fin por caminos evolutivos. [...]. Ahora, a veces, pienso que lo que pedíamos —parto sin dolor— iba contra las leyes naturales. Otras veces creo que no, que, a pesar de todo, sin la brutalidad y la estupidez de los militares fascistas, nuestro buen sueño pacifico se hubiera realizado, y el odio que he sentido desde siempre contra 11
De hecho, la reflexión de Hamlet se produce después de un enfrentamiento con Daniel, en el que este, de nuevo más próximo a Masip, defiende la inocencia del pueblo en el desencadenamiento de la catástrofe y considera injusto el juicio de su maestro (Masip 1987: 287-288).
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esa canalla, la incompatibilidad moral que me ha alejado siempre de ellos, se ha multiplicado ahora por cien mil. [...] Planteada la guerra civil, en marcha la revolución, mi situación espiritual es completamente otra: es justamente la contraria. En el punto a donde hemos llegado, lo que me parecería, absurdo, más aún, monstruoso, es que la revolución no se hiciera, y bien a fondo [...]. Si los muertos y el dolor están ahí, inevitables e inexorables, y en cantidades como no podíamos sospechar, lo que interesa es que su sacrificio no sea estéril [...]. Porque la vida de los hombres me parece inapreciable, ahora que la han sacrificado, creo que debe ser fecunda. [...] (Masip 1937g: 1).
Masip se resiste, sin embargo, a poner un apellido a esa revolución y desarrolla una visión compleja de la misma que responde a la necesidad de reforzar el frente unitario que defiende la legitimidad republicana. También en eso coincide con la estrategia gubernamental que, tras el primer estallido revolucionario, antepuso la necesidad de ganar la guerra posponiendo las también necesarias transformaciones sociales. Solo así se entiende que desvincule la revolución con la lucha de clases pues, a su juicio, en España se enfrentan, por un lado, “la nación íntegra, completa, absoluta, sin que le falte ni una de las partes que constituyen un cuerpo nacional armónico y viable”; y, por el otro, un “tumor”, “unas ramas sociales que no podrían vivir solas por carencia de raíces, y cuya existencia no sólo era innecesaria, sino que dada la gangrena que las corroía [...] resultaba perniciosa para la salud del organismo nacional”, “unos organismos sociales desvitalizados, anacrónicos, infecundos e incapaces, fauna residual de una época liquidada”, que, de tan “moribundos” y aun “teniendo en sus manos todas las fuerzas coactivas de la nación”, ni siquiera “pudieron resistir el simple aliento del pueblo inerme” (Masip 1937a: 1). Esa argumentación pone en evidencia el conocimiento limitado que, más allá de una acepción vulgar, pudiera tener Masip del concepto marxista de “lucha de clases”, puesto que la descripción que hace de esa “grande y honda revolución social”, “los cambios profundos en la estructura social del país” que se derivan de “la poda inevitable de las ramas sublevadas”, son, inevitablemente, consecuencia de esa lucha de clases, aunque la misma no se limite a la pugna entre el proletariado y la burguesía; de ese modo refuerza la idea de que “hasta hoy la revolución que se está operando en España [...] es, sencillamente, todavía, la respuesta directa, defensiva, a la sublevación fascista”
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y que las medidas adoptadas —“La entrega de armas al pueblo, la creación de Milicias y de un Ejército popular, la incautación de fábricas y talleres”—, aunque revolucionarias, no obedecen a “un plan establecido previamente, sino a la necesidad de sofocar la sublevación y de ganar la guerra”. Discrepa, sin embargo, de la idea, muy generalizada entonces, de que el proceso deba tener dos etapas sucesivas: ganar la guerra, primero; desarrollar la revolución, después. A su juicio, La guerra engendra un desequilibrio, y con él un imperativo revolucionario compensador que no veo cómo se puede dejar para más tarde. Más aún: ¿sería conveniente, aunque se pudiera? ¿No sería incluso cruel esperar a que se enfriasen y medio cicatrizaran las heridas abiertas por los facciosos en la carne social española, para operar de nuevo sobre ellas? ¿A qué hacer en dos veces lo que se puede hacer en una sola con ahorro de dolor? [...] Querer que un pueblo se levante, airado, en armas —y esto de las armas tenía en los primeros momentos mucho de figura retórica—; que dé su sangre y su vida; que se sacrifique heroicamente y pedirle, además, que, al mismo tiempo, se deje manejar como un grupo de escolares obedientes a las palmadas del maestro, es una incongruencia (Masip 1937b: 3).
En realidad Masip despliega sus argumentos en un precario equilibrio. Sorprende, por ejemplo, que no haya en sus artículos ninguna mención a las tensiones que provocó, en el seno de los defensores de la República, esa postergación o incluso retroceso en algunas de las conquistas revolucionarias y que tuvieron su manifestación más cruda en la rebelión de trotskistas y anarquistas en mayo de 1937 en Barcelona, que el escritor debió de conocer de primera mano. Además, Masip valora de forma irregular los distintos avances producidos en el proceso de transformación social e incluso en algún momento matiza en el sentido de que más que una revolución, lo que se está produciendo es sobre todo “la creación de una conciencia revolucionaria, hasta esa época inexistente”, esto es, “conciencia nacional, conciencia de la responsabilidad colectiva, de los afanes colectivos”; relativiza, de ese modo, los “múltiples ensayos revolucionarios intentados al socaire de una ocasión absolutamente inesperada e imprevisible”: La revolución se ha hecho en aquello para lo que estábamos preparados; se ha favorecido el nacimiento, la expansión, mejor, de [...] la conciencia de la
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necesidad absoluta de una transformación fundamental en la manera de ser, política y social, española [...].La guerra nos ha traído, contra nuestra voluntad, la culminación de un proceso moral que se estaba operando lentamente en el alma española. Proceso de integración nacional, de seguridad del pueblo en sí mismo y de confianza en el propio esfuerzo, de sentido ciudadano, de dignidad colectiva, de fe en el porvenir de la patria. [...] Y no había en España, en los fondos entrañables del alma española, temperatura marxista, ni temperatura anarquista, aunque hubiera grupos que ardieran con uno u otro fuego. Había temperatura de justicia y libertad, que cogía a todos los españoles merecedores de serlo [...] Pero, ¿y la revolución? Contesto. ¿Creen ustedes que es pequeña revolución, es decir, que es pequeña transformación de la vida española la que sobrevendrá, automáticamente, con la derrota del fascismo y la desaparición de todas las clases sociales implicadas en él? (Masip 1937u: 1).
Y es que la revolución española no se puede parangonar con otras revoluciones anteriores, aunque pretenda englobarlas a todas. Señala, en primer lugar, las diferencias entre aquélla y la revolución soviética; más allá de la circunstancia de que “En Rusia primero se hizo la revolución y luego sobrevino la guerra civil, provocada y sostenida por el capitalismo europeo para ahogar la revolución”, mientras que “En España ha ocurrido lo contrario: ha sido la guerra civil la que ha dado paso y ocasión a la revolución”, señala divergencias más profundas: si en Rusia la revolución fue conducida por un solo partido, con una única bandera, un único programa y un líder indiscutible, en España la situación es “completamente distinta”: Hacen la guerra, no un partido, sino varios; no una bandera, sino varias [...]; no para defender un programa vertebrado y concreto que tenga ya realidad en la retaguardia, como la tenía en Rusia, sino para defender un derecho genérico: el de la libertad; una aspiración patriótica: la independencia nacional; un postulado de categoría humana: la dignidad (Masip 1937b: 3).
En buena medida, sostiene Masip, eso ha sido consecuencia de la circunstancia histórica de que fuera la guerra —esto es, la sublevación militar que la desencadena— la que provocara la revolución, y no una importante conciencia revolucionaria ni unas condiciones objetivas idóneas:
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Cuando estalló la sublevación fascista el pueblo se alzó en armas para defender su libertad, su independencia y su dignidad. Porque era así, en la línea de fuego, frente al enemigo común, se encontraron: burgueses, pequeñoburgueses, intelectuales, liberales, marxistas y anarquistas [...] Y no había en España, en los fondos entrañables del alma española, temperatura marxista, ni temperatura anarquista, aunque hubiera grupos que ardieran con uno u otro fuego. Había temperatura de justicia y libertad, que cogía a todos los españoles merecedores de serlo (Masip 1937i: 1).
Efectivamente, dado que la revolución fue provocada por la guerra, no se daba la necesaria unidad de las fuerzas revolucionarias ni existía una organización representativa y unitaria12. De la diversidad del campo revolucionario que dibuja Masip pueden extraerse varias consecuencias. En primer lugar, el escritor defiende la pertinencia de la revolución burguesa (por lo menos su desarrollo pleno) —de la que siente, por descontado, más próximo (Masip 1937v: 1)— junto a la revolución proletaria; en segundo, reconoce implícitamente que en el seno del campo revolucionario son mayoritarias las fuerzas obreras, aunque todavía se encuentren divididas, con lo que estaba validando la política del Frente Popular que también seguirían los gobiernos negrinistas durante la guerra. De hecho, Masip considera, todavía a finales de 1937, totalmente válidas la organización y la política del Frente Popular, una peculiaridad que muchos extranjeros no han sabido comprender: [Hoy] gobierna España un Consejo de ministros que es emanación directa de una coalición electoral que se llamó Frente Popular y que sigue en plena vigencia. En este Consejo de ministros hay republicanos de izquierda, republicanos moderados, católicos, socialistas y comunistas, puestos de acuerdo sobre un programa mínimo, que las necesidades de la guerra han alterado en parte, pero que sigue siendo en esencia el mismo que subscribieron para presentarse a los electores poco antes de febrero de 1936. Este hecho sencillo, claro, real, evidente, destruye todos los tinglados ideológicos que sobre la base de semejanzas externas y de comparaciones absurdas se han querido montar para explicar nuestra guerra y nuestra revolución (Masip 1937s: 1).
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En buena medida, esa es la idea que motiva también la serie de seis artículos que, entre mayo y septiembre de 1937, dedica a los “Antecedentes de la guerra civil”.
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Pero, como ya he mencionado, Masip es consciente de la importancia del componente proletario de la revolución española y, de ese modo, dedicará el siguiente artículo a recalcar que esta no diverge en este aspecto del “proceso de transformación” que sufre el mundo contemporáneo. Este “acceso del proletariado al poder político, social y económico”, que ha marcado la historia del primer tercio del siglo xx como a finales del xviii lo hicieran las revoluciones burguesas, “Es un designio histórico que nadie puede rechazar ni torcer, que sigue su curso fatal e inevitable”; y esa condición interpela también al intelectual pequeño-burgués: Incluso al hombre suelto, aislado, encerrado en un tipo de profesión o de preocupación espirituales, ajenas a todo contacto con el exterior, le llega el momento de decidirse dentro y para sí mismo: ¿por o contra el proletariado? Es el gran problema, la cuestión decisiva que nos alcanza a todos, porque de ella depende el sentido de nuestra vida y el de la civilización en que hemos nacido. Y el mundo no hallará la paz porque suspira hasta que no la haya resuelto (Masip 1937j: 1).
Es evidente que Paulino Masip no tiene, en este sentido, tantas dudas como Hamlet García. Tampoco, como es lógico, para esbozar un concepto inclusivo de “pueblo”, como sujeto histórico protagonista de esta peculiar revolución, e incluso se permite trazar un apunte de programa socialdemócrata que suavice las fricciones de la lucha de clases y que pueda ser aplicado tras ganar la guerra: El pueblo, al sentirse agredido, se revolvió contra el monstruoso bloque agresor. ¿Qué pueblo? El que está representado por el Frente Popular, que va desde los republicanos burgueses y pequeños burgueses — porque no toda la burguesía se hizo traición a sí misma— a los comunistas y las masas anarquistas [...]. Ahora bien, sopesados todos sus componentes se advirtió pronto que el proletariado ocupaba la mayor parte. [...] La razón suprema del pueblo, de todo el pueblo, el 19 de julio era el aplastamiento de los rebeldes; ocho días después se pretendía que la razón fuera la revolución social con este o el otro signo; un año después hemos vuelto a la razón única del 19 de julio [...]. El proletariado ha hecho renuncia de sus aspiraciones específicas y se aviene lealmente a que su esfuerzo sirva para que España logre las conquistas sociales y políticas implícitas en la victoria sobre los rebeldes: desaparición del predominio vaticanista, extirpación
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radical de los latifundios, y eliminación del militarismo de casta que tienen, claro está, su contrapeso afirmativo: libertad de conciencia, distribución justa de la tierra, supremacía del Poder civil, acceso del proletariado a los puestos directivos del Estado, creación de un ejército verdaderamente nacional, respeto a la propiedad privada, pero con intervención de los trabajadores en el rumbo de las industrias, nacionalización de las grandes, etc., etc. Esta es, a mí juicio, la revolución que hace España, en realidad dos o tres revoluciones en una, pero nada que no hayan hecho los países que nos han mirado de través. Pero, ¿y luego? No tenemos por qué contestar. ¿Algún pueblo, acaso, hipotecó jamás su porvenir? (Masip 1937v: 1).
Todos estos textos evidencian la diferencia que existe entre las ideas —acertadas o erróneas, pero firmes— que Paulino Masip desarrolla acerca del proceso revolucionario que estaba viviendo el país y las dudas y dilemas que encarna en el protagonista de El diario de Hamlet García. Es cierto, el propio escritor lo reconoce, que en cierto momento pudo compartir alguna de aquellas contradicciones, pero también lo es que su responsabilidad y su implicación en el proceso ha contribuido a resolverlas o, por lo menos, a hacerlas más llevaderas. Como escribe en otro de los artículos de La Vanguardia que podemos leer en relación a la novela de 1944: ¡Qué terrible piedra de toque, qué implacable agua regia han sido la guerra y la revolución para los españoles! [...]. ¡Cuánto oropel ha descubierto! ¡Cuánta purpurina ha despintado! ¡Y cuánto oro de ley bajo el barro común! Porque de todo ha habido. [...] Un viento erizado de metralla nos arrancó las vestiduras morales y convirtió a España en un vasto campo de almas desnudas. Muchas andan en cueros todavía, azoradas e indecisas, sin saber qué traje ponerse, [...] Y algunas, las menos, las mejores van vestidas con su propia maravillosa desnudez (Masip 1937k: 1).13
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El artículo —reproducido en su totalidad por Masip en las Cartas a un español emigrado (Masip 1999: 40-43), lo que le da validez también en el exilio— desarrolla un tema, el del disfraz, que estará también muy presente en El diario de Hamlet García: “¡Cuánto maniquí vestido de general, o de ministro, o de revolucionario, o de persona sensible, o de persona decente hemos conocido, mejor dicho, hemos desconocido. [...] Terminó el Carnaval grotesco y sus disfraces inconvenientes. Todos desnudos, incluso aquellos arbitristas que se han endosado al azar vestimentas dispares. [...] un Diablo Cojuelo que tiene guadaña en la mano y rostro de
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Vestido apenas con unos harapos ideológicos que, si no destacan por su brillantez tampoco ocultan su honestidad, Paulino Masip, a diferencia de su personaje, optó por vencer el silenció con que lo amenazaban las dudas y contradicciones para diseminar conciencia acerca de los intereses colectivos, resolviendo así uno de los dilemas morales del intelectual ante las transformaciones sociales. Bibliografía Aub, Max. 2002. “El falso dilema”, en: Hablo como hombre, Segorbe: Fundación Max Aub: 89-102. Aznar Soler, Manuel. 2010. República literaria y revolución (1920-1939), Sevilla, Renacimiento. Blanco Aguinaga, Carlos. 1970. Juventud del 98, Madrid, Siglo XXI. Bustamante, Carmen. 1991. “La labor periodística de Paulino Masip en La Rioja: Heraldo de La Rioja (1924-1925) y Heraldo Riojano (1926)”, en: J. M. Delgado Idarreta/M. P. Martínez Latre (eds.), Jornadas sobre prensa y sociedad. Logroño, 8, 9 y 10 de noviembre de 1990, Logroño: Gobierno de La Rioja/Instituto de Estudios Riojanos: 235-237. Caballé, Anna. 1987. Sobre la vida y la obra de Paulino Masip, Barcelona: Edicions del Mall. Desvois, Jean Michel. 2010. “El diario El Sol, paladín de la modernización de España (1917-1936)”, en: Berceo. Revista Riojana de Ciencias Sociales y Humanidades 159 (segundo semestre): 165-182. Faber, Sebastiaan. 2002. “Paulino Masip: Nationalism, Moralism, and the Limits of the Popular Front Revolution”, en: Exile and Cultural Hegemony: Spanish Intellectuals in Mexico, 1939-1975, Nashville: Vanderbilt University Press: 92-119. Fuentes, Víctor. [1980] 2006. La marcha al pueblo en las letras españolas (19171936), Madrid, Ediciones de la Torre. Garosci, Aldo. 1981. Los intelectuales y la Guerra de España, Madrid: Ediciones Júcar. González de Garay, Mª Teresa. 1992. “Introducción”, en: Paulino Masip, El gafe o la necesidad de un responsable y otras historias, Logroño: Biblioteca Riojana 1992: 9-46.
calavera, nos ha zambullido en baño de veracidad esencial. Cada gota de esta agua misteriosa es una lente que deja ver los entresijos del alma” (Masip 1937k: 1).
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LA BOMBA ATÓMICA, UN DILEMA MORAL ENTRE CIENCIA Y POLÍTICA EN CAÍN O UNA GLORIA CIENTÍFICA, DE PEDRO SALINAS Manuel Aznar Soler GEXEL-CEFID-Universitat Autònoma de Barcelona
A la memoria de Pepe Paulino El estallido de las primeras bombas atómicas vino a plantear con descarnada crudeza la relación entre ciencia y política, entre el avance para la humanidad que objetivamente representaban los descubrimientos científicos y las posibilidades de usarlos negativamente por parte del poder político. En efecto, tras los acuerdos de Yalta y el reparto en febrero de 1945 de las llamadas “esferas de influencia” entre los aliados, la bomba atómica se convirtió en un tema “caliente” durante aquellos años de la llamada “Guerra Fría” en los que dos grandes potencias militares, los Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), se disputaban la hegemonía mundial: una amenaza nuclear que podía provocar una tercera guerra mundial de consecuencias destructoras incalculables. Y si el teatro es el arte social por excelencia, en donde se pueden y deben plantear los grandes debates contemporáneos, son muchos los dramaturgos que en aquellos años invitaban en sus obras a la reflexión colectiva y apelaban muy particularmente a la sensibilidad moral del científico, a su ética de la responsabilidad, un tema muy presente en la dramaturgia alemana (Buján 1979). Así, sin olvidar la reescritura en 1945 por parte de un Bertolt Brecht por entonces exiliado en California de su Galileo Galilei (1938) —personaje histórico que constituye un claro antecedente del conflicto entre ciencia y poder—, me refiero a obras dramáticas como Los físicos (1962), del dramaturgo suizo de lengua alemana Friedrich Dürrenmatt, o a El caso Oppenheimer (1964), del dramaturgo alemán Heinar Kipphardt, una obra de “teatrodocumento” (Acosta 1982).
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Este “teatro-documento”, cultivado por autores tan importante como Rolf Hochhuth o Peter Weiss, fue una “estética de la resistencia”, practicada ante todo por dramaturgos de convicciones marxistas vinculados a los partidos comunistas europeos, que alcanzó un auge espectacular en aquella “década prodigiosa” de los sesenta, unos años en que la esperanza socialista parecía aún posible. Pero el tema de la bomba atómica y de los conflictos éticos y políticos que su existencia implica mantiene su vigencia e interés en nuestro mundo globalizado de hoy, y el personaje del físico nuclear ha sido protagonista de varias obras dramáticas del teatro europeo, por ejemplo de Copenhague (1998), del inglés Michael Frayn, una obra que ha obtenido numerosos premios, tanto en Londres (el de la Crítica, el Laurence Olivier y el Evening Standard) como en París (el Molière) y Nueva York (el Tony). Una obra que dramatiza un encuentro crucial, ocurrido en 1941 en la capital danesa, entre los físicos nucleares Niels Bohr, judío danés y padre de la física atómica moderna, y Werner Heisenberg, responsable del programa nuclear nazi. Por cierto, resulta inquietante pensar qué hubiera sucedido si Hitler hubiera dispuesto durante la Segunda Guerra Mundial de un arma como la bomba atómica. Pero, entre todas las obras mencionadas, nos interesa ante todo, aquí y ahora, El caso Oppenheimer porque su protagonista, el físico Julius Robert Oppenheimer, fue nombrado en 1942 por el presidente Roosevelt director del centro de investigación atómica de Los Álamos, precisamente el lugar donde se fabricaron las bombas atómicas lanzadas contra Hiroshima y Nagasaki y al que acabó por incorporarse Niels Bohr. El impacto que produjo en la conciencia moral de Oppenheimer el lanzamiento de la bomba atómica sobre aquellas ciudades japonesas determinó su decisión de negarse a fabricar la bomba de hidrógeno, motivo por el que fue apartado de todas sus responsabilidades. Por su parte, Albert Einstein, si bien escribió una carta al presidente Roosevelt “brindándose para iniciar la labor de investigación que desembocaría en la invención del arma atómica, concebida como arma absoluta de las democracias contra la absoluta locura de dominación de Hitler” (Semprún 1998: 224-225), en 1945 condenó ya el uso de la bomba atómica y en 1950 escribió una carta al presidente Truman contra su decisión de fabricar la bomba H.
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Pero lo realmente grave es que, en aquel contexto de “Guerra Fría”, el humanismo pacifista de Einstein o de Oppenheimer podía ser indicio sospechoso para el poder norteamericano de simpatizar con el comunismo. Así, en mayo de 1954, la Comisión de Energía Nuclear de los Estados Unidos de América publicó un protocolo de tres mil páginas mecanografiadas que constituyó el fundamento del proceso instruido contra Oppenheimer: el conflicto entre el poder y la ciencia, entre la política y la ética, quedaba planteado con toda su crudeza en mayo de 1954, es decir, en los años más negros de la anticomunista “caza de brujas” alentada por el senador republicano Joseph Raymond McCarthy, telón de fondo de una obra dramática como Las brujas de Salem (1952) de Arthur Miller. Y, en este contexto, Pedro Salinas le escribía a su amigo Jorge Guillén una carta mecanografiada, fechada en Baltimore el 11 de noviembre de 1950, en la que, entre otras cosas, le decía: Yo no hablo con nadie, absolutamente. Por lo demás, no encontraría con quién, porque tocar el tema de la política internacional o la guerra, es congelar la expresión del interlocutor y taparle la boca. Si eso era antes, ¿qué será ahora, cuando la campaña de McCarthy ha encontrado tan resonante apoyo? Ahora se le podrá llamar a uno lo que se quiera, con perfecta impunidad y sin que sirva de nada su exoneración pública. El senador de aquí, Tyding de Maryland, que llevaba veinticuatro años siendo reelegido, ha perdido la elección, porque él fue el que se atrevió a dar la cara a McCarthy, como presidente de la comisión investigadora de sus acusaciones. Dejemos este tristísimo tema (Salinas/Guillén, 1992: 547).
Los escritores del exilio republicano español de 1939 no fueron ajenos ni a la angustia de la “Guerra Fría” ni a la amenaza de una posible guerra nuclear cuya capacidad de destrucción cósmica horrorizaba al imaginario colectivo de la humanidad entera (Aznar Soler, en prensa). Y nuestro teatro exiliado, tanto desde actitudes pacifistas basadas en un humanismo liberalburgués que puede ejemplificar perfectamente el dramaturgo Pedro Salinas en Caín o una gloria científica, como desde actitudes militantemente socialistas —por ejemplo, la de la dramaturga comunista Luisa Carnés en Los vendedores de miedo (1966), “obra dramática en tres actos, el primero dividido en dos cuadros”—, apostaron claramente por la paz contra la guerra, la destrucción y la muerte. Una nómina de nuestro teatro exiliado en la que deben
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incluirse también, entre otras, la Cantata por la paz y la alegría de los pueblos (1950), de Rafael Alberti, con música de Salvador Bacarisse (Aznar Soler 2003: 389-416); Arcadio (Rial 1986), “pieza dramática en 18 escenas”, obra del dramaturgo canario exiliado en Venezuela José Antonio Rial, que me hubiera gustado analizar también aquí, algo imposible por obvias razones de espacio; o De un mundo muy distinto, “ficción dramática sobre el accidente de Palomares” (Camps 2014: 297-412), obra de “teatro-documento” estrenada el 22 de febrero de 1970 en el Volkstheater de Rostock (República Democrática Alemana) por José María Camps y basada en un hecho histórico: la caída por accidente, el 17 de enero de 1966, de cuatro bombas atómicas desde dos bombarderos B52 norteamericanos sobre el pueblo almeriense de Palomares, hundida una de ellas en un mar Mediterráneo en el que el ministro franquista Manuel Fraga Iribarne y el embajador norteamericano de turno se bañaron ante las cámaras de medio mundo una mañana de marzo de aquel año 1966. Quiero aclarar que me refiero al exilio republicano español de 1939 porque, obviamente, la existencia de una censura impuesta por la dictadura franquista hacía imposible la difusión de estas iniciativas en la España del interior. Sin embargo, estas inquietudes también existieron en algunos escritores antifranquistas, tal y como reflejan literariamente obras como Escuadra hacia la muerte (1953) del dramaturgo Alfonso Sastre, o Pido la paz y la palabra (1955) de Blas de Otero, poemas que padecieron los rigores de la censura. Porque para la dictadura franquista pedir la palabra en una España donde no existían ni libertad de expresión ni libertades democráticas era una provocación. Ahora bien, pedir no solo la palabra sino además la “paz”, precisamente la palabra “paz”, constituía algo más que una provocación: era un acto de subversión, una auténtica declaración de guerra. Y buena prueba de ello es que Caín o una gloria científica padeció también los rigores de la censura franquista, tal y como documentan algunos informes, por ejemplo el de la Delegación Provincial de Valencia, fechado el 9 de marzo de 1961: Leída dicha obra, esta Delegación Provincial estima que, por su carácter tendencioso, “pacifista”, de tónica podría llamarse izquierdista y el crimensuicidio de su final, presenta ciertas dificultades para representaciones públicas en general (Muñoz Cáliz 2010: 44-45).
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Por su parte, también al censor nacional-católico madrileño José María Cano Lechuga le inquietaba el sentido “vidrioso” de “esta obrilla” por su presunto “pacifismo a ultranza” y por su crítica implícita a dictaduras militares como la franquista: El sentido de esta obrilla es, sin duda, vidrioso y puede prestarse a torcidas defensas de un pacifismo a ultranza y a juicios detractores del Ejército, cuyo general, en este caso, impone el perfeccionamiento de aquella teoría destructora. Pero téngase en cuenta que lo hace con un propósito de defensa frente a ataques exteriores. Lo del pacifismo a ultranza tampoco está claro, pues puede interpretarse muy bien desde un respetable escrúpulo de conciencia del científico, aunque, desde luego, artificioso a efectos dramáticos. La muerte de Abel, con sus caracteres de suicidio, no me parece que encierre peligrosidad desde el punto de vista moral. Más sospechosas me parecen las alusiones políticas que pueden interpretarse como disparos por alto, fruto de la cobardía reinante (Muñoz Cáliz 2010: 45-46).
No sabemos con exactitud la fecha en que Salinas escribió la obra. Pero ya Francisco Ruiz Ramón, rectificándose a sí mismo (1979: 199) a partir de la lectura posterior del epistolario del autor, concluyó que estaba escrita “antes de febrero 1945” (1991: 22), es decir, antes del estallido de la primera bomba atómica en Hiroshima, que recordemos tuvo lugar el 6 de agosto de 1945. En efecto, en una carta a su amigo Jorge Guillén, fechada en “San Juan, 14 de febrero de 1945”, Salinas escribía desde su exilio, entonces portorriqueño: Sigo con mi manía, es decir, escribiendo piececitas. He terminado otras dos. A continuación, y para tu recreo te doy la lista de mis producciones teatrales en un acto: Ella y sus fuentes. El parecido. La Bella durmiente. La isla del tesoro. La Cabeza de Medusa. Sobre seguro. Caín o una gloria científica. La familia está justamente alarmada (Salinas 2007b: 1048).
Salinas, en una carta a Jorge Guillén fechada en “San Juan, 28 de agosto de 1945” , escrita por tanto “en caliente” veintidós días después del estallido de la primera bomba atómica en Japón, le confesaba con rotunda claridad a su amigo, a propósito de Caín o una gloria científica, sus profundas convicciones humanistas y pacifistas, al tiempo que lamentaba no haber publicado
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su obra antes del 6 de agosto de 1945, “porque se creerá que se ocurrió por un suceso de actualidad, y no por un pensar del presente”: No sé si recordarás que en la lista de piezas de teatro en un acto que te mandé hace tiempo había un título: Caín o una gloria científica. Pues es precisamente lo de la bomba atómica. Siento no haberlo publicado, porque se creerá que se ocurrió por un suceso de actualidad, y no por un pensar del presente. Te aseguro que desde que me enteré de la invención y uso de la tal bomba, me siento como avergonzado y disminuido en mi calidad de humano, Sí, la guerra ha terminado, pero antes de morir se deja puesto ese huevo monstruoso, del que pueden salir horrores nunca vistos. Por otra parte, el invento es exactamente lo que había que esperar, es el coronamiento de la época más estúpida de la historia humana (Salinas 2007b: 1055).
La bomba atómica, “ese huevo monstruoso, del que pueden salir horrores nunca vistos”, “la descomunal forma simbólica de la brutalidad y la estupidez”, ha venido a inaugurar, a su modo de ver, “la era del terrorismo mundial”. Porque había finalizado la Segunda Guerra Mundial, pero también había estallado la “Guerra Fría” entre las dos superpotencias mundiales (Estados Unidos y la Unión Soviética) y la amenaza nuclear de una tercera guerra mundial constituía desde entonces una “amenaza vaga, difusa, superior a todos los temores de antes”. Estas convicciones pacifistas de Salinas —desde la publicación en septiembre-octubre de 1944 por la revista Cuadernos Americanos de su poema “Cero” (Salinas 2007a: 670-679), título del último poema de su libro Todo más claro, hasta su “fabulación” sobre La bomba increíble (Salinas 1970), fechada en “Baltimore, febrero-abril 1950”— eran convicciones muy profundas que le acompañaron hasta su muerte, acaecida el 4 de diciembre de 1951. Y ya hemos visto hasta qué punto la violenta campaña anticomunista impulsada por el senador republicano McCarthy le parecía un “tristísimo tema” que había envenenado a la sociedad norteamericana y que le producía una indudable repulsión moral. José Rodríguez Richart (1960) y Hugo G. Cowes (1965) tienen el mérito de haber sido los primeros estudiosos de la literatura dramática de Pedro Salinas, pero, sorprendentemente, ninguno de los dos se interesó en los años
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sesenta por esta “comedia” del autor. Y digo sorprendentemente porque durante aquella “década prodigiosa” es cuando los autores dramáticos, como hemos visto, mostraron mayor sensibilidad hacia el conflicto entre ciencia y política. Así, Rodríguez Richart analizó únicamente tres de sus obras (La cabeza de Medusa, La estratoesfera y La isla del tesoro), mientras que Cowes hizo lo propio con La fuente del arcángel, La estratoesfera, El chantajista, Judit y el tirano, La cabeza de Medusa y La bella durmiente. En cualquier caso, para realizar un análisis del dilema moral entre ciencia y política que plantea el descubrimiento de la bomba atómica en Caín o una gloria científica, “comedia en un acto” dividida en diez escenas, ya hemos dicho que nos interesa ante todo el personaje de su protagonista, un físico nuclear, el profesor Abel Leyva, un investigador científico que trabaja desde hace quince años en el Instituto Nacional de Física a las órdenes del profesor Fontecha, director del mismo. Un físico que, pese a su juventud, ya ha ganado a los treinta años el Premio Nobel y es, por tanto, “una gloria científica”. La acción dramática de esta “comedia en un acto” se sitúa en la “época actual, en un país imaginario” (Salinas 2007a: 1335). Por “época actual” debemos entender la de la fecha de escritura de la obra, es decir, 1944 o, como máximo, febrero de 1945. Y en la escena cuarta a ese “país imaginario” lo llama Paula, mujer de Abel, “Ispolia” (1344) —nombre que guarda cierta vaga relación fonética con “España”—, un país gobernado por una dictadura militar encabezada por un tirano innominado. En la escena primera, “la acción ocurre en el salón de la casa de Abel, situada en el campo” (1335), “a eso de las cinco de la tarde, al principio de la primavera” (1335). Es una casa de campo sin teléfono, es decir, desconectada del mundo, voluntariamente aislada de la ciudad y del Instituto por su dueño: “¡Es una manía suya!” (1335), le dirá Paula al secretario del Instituto en esta escena inicial. Este, López Pastor, ha venido por orden del profesor Fontecha para saber si Abel, al que elogia ante Paula como “el primer físico de la nación, una verdadera gloria científica” (1336), ha regresado de un viaje que inició hace ya doce días, los mismos que lleva sin acudir a trabajar al Instituto. Pero sucede que Abel sale todos los días de casa por la mañana, supuestamente hacia su trabajo en el Instituto, y regresa cada día por la tarde. Por ello, en la escena segunda, Paula se queda sola y, tras “retorcer un pañuelo entre las manos, con expresión angustiada” (1336), “empieza a sollozar
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con la cabeza entre las manos” (1336). Esta angustiada Paula llora porque está embarazada y su primera impresión es que Abel la está engañando con otra mujer. Y cuando a continuación le pregunte a Clemente, hermano de Abel que convive con ellos, si ha notado últimamente algo raro en su marido, “distracción, ensimismamiento, preocupación, yo qué sé...” (1337), este piensa más bien en razones políticas: Clemente. —Sí, puede. No es extraño. Esa amenaza de la guerra, cada vez más encima. Y Abel, como tú, como yo, odia a este régimen y a la guerra adonde nos lleva, una guerra infame. No es extraño... (1337).
Así, sabemos ya que los tres personajes son pacifistas que están en contra de la política del gobierno de Ispolia, de la dictadura militar que gobierna un país que está a punto de entrar en “una guerra infame”. Pero al informarle Paula de la reciente visita del secretario y de ese misterioso viaje de Abel, y pese a rechazar enérgicamente la supuesta infidelidad de su hermano, Clemente queda también desconcertado. Una supuesta infidelidad que el propio Abel le desmiente a Paula en la escena tercera por ser “un pensamiento de mujer” (1340) que interpreta con palabras que nos remiten al título de uno de los libros poéticos más conocidos de Salinas: “Eres la equivocada de puro amor... También el amor se equivoca... Te equivocaste con razón... de amor” (1339). Una explicación que devuelve a Paula su “paz de alma... en lo que toca a nosotros” (1340). Abel va a confesar finalmente su situación y las razones de su viaje ficticio a su hermano Clemente a lo largo de la escena cuarta. En rigor, cuando Clemente le diga que no comprende su “conducta de estos últimos días” y la razón de “esas misteriosas vacaciones” (1341), Abel le confiesa su profunda angustia: “¡Si tú supieras que en esas vacaciones he pasado algunos de los ratos más angustiosos de mi vida!” (1341). Una angustia provocada por su decisión de no ir a trabajar al Instituto, de huir del laboratorio y de su trabajo de investigación: “Allí soy el sabio, el premio Nobel a los treinta años, el físico eminente, la gloria científica... (Con ironía)” (1342). Y a continuación le confiesa también su miedo, raíz de su angustia, de su huida de sí mismo: “Empiezo a ver algo aterrador. Es que me doy miedo y te debo dar miedo a ti, y a Paula, y a todos... Y por eso me huyo...” (1342). Naturalmente, ese
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miedo, por inconcreto y abstracto, le resulta aún incomprensible a Clemente. Y por ello Abel aprovecha la presencia escénica de Paula para explicarles a ambos con mayor claridad la raíz de su angustia y de su miedo, es decir, su dilema moral: Abel. —Ya sabéis en lo que estoy trabajando estos dos últimos años..., problemas de composición y descomposición atómica. Pues hace tres meses se me ocurrió una nueva solución, muy sencilla, absolutamente sencilla. Parecía increíble, pero pronto vi que era la verdadera. Desde entonces no descanso... (1342-1343).
El miedo de Abel es el miedo a la utilización política, concretamente bélica, de un hallazgo científico como el de la bomba atómica. Y por ello lleva tiempo huyendo de sí mismo. Así, por ejemplo, se inventó un viaje a África con Paula como otra forma de huida del laboratorio: Abel. —Pues era un engaño, puro engaño, con que yo me engañaba a mí mismo. Un pretexto para no seguir con mi investigación. No me di cuenta, primero. Creía que era pereza, o esa duda que le entra al que busca cuando se ve ya cerca del final por si lo que viene es el fracaso y no el hallazgo. Pero era miedo, nada más que miedo (1343).
Sin duda, el descubrimiento de la bomba atómica es un hallazgo científico de la máxima relevancia, pero ya sabemos por el libro de la Historia que puede ser utilizado por el poder político para el bien o para el mal de la humanidad, como un medio “de dominar, de subyugar a sus prójimos”. Y la ética de la responsabilidad del físico Abel, el protagonista de esta “comedia” que confiesa estar viviendo sin embargo una auténtica “tragedia” (1343), le provoca ese miedo angustioso: Abel. —[...] Nace una idea inmaculada, en el alma de un hombre, una nueva verdad; pero otros hombres están allí, que la usarán torcidamente, que la volverán contra el alma del hombre. Por mucho que nuestra inteligencia presuma de previsión, quien decide el destino de lo que ella engendra, no es ella, no es su autor, es el azar. Y puede terminar donde nunca se pensaba, donde menos queríamos... Hasta ahora no lo había visto... Ésa era mi tragedia... Ya lo sabéis (1343).
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El miedo de Abel es el miedo a que la bomba atómica sea una poderosa arma de destrucción en manos del ejército de Ispolia, en poder de la dictadura militar y de un tirano que parece estar dispuesto a declarar una inminente “guerra infame” a Leucia, nación democrática enemiga: Clemente. —¿Y qué puede salir de tu invento? Abel. —Pues algo que todos los ejércitos buscan ansiosamente. Y que a nuestro dictador le permitiría acabar con lo que queda en el mundo de libertad, de voluntad noble, volverlo todo ciénaga. (Pausa.) Un explosivo. De efectos destructores terribles. Con que un proyectil de diez kilos estallara a veinte kilómetros de aquí, esta casa se desmoronaría en dos segundos (1343).
Tras esta confesión, tanto Paula como Clemente comprenden perfectamente la “tragedia” de Abel y por ello su hermano, como solución a su dilema, le propone olvidarse de la “idea”, un olvido imposible para Abel: Abel. —¡Cómo la voy a abandonar yo, si es ella la que me tiene a mí, la que me posee! Está como una luz radiante en el centro de mi inteligencia, y no se apaga nunca, igual que esas luces de torturadores de la Gestapo. Eso quise hacer estos días, apagarla, distrayéndome. Estoy rendido, no puedo más. (...) No me dejéis acercarme a mi laboratorio, al trabajo. Yo ya he luchado doce días (1344).
Paula le ofrece como alternativa una nueva huida, el sueño de empezar una nueva vida en una isla: Paula. —(Cogiéndole la cabeza con las manos, mirándole con cariño). Vamos a marcharnos de aquí, de esta casa, de Ispolia, sin decir nada a nadie... Romper con todo esto, menos con el porvenir que yo te llevo, que viene en nuestro hijo. ¡En el mundo hay muchas islas! (1344).
La voluntad de construir un porvenir mejor para el hijo futuro constituye una razón de amor a la vida, una razón para la huida de ambos hacia esa “isla”, hacia ese sueño de un mundo libre de guerra y violencia. Así, desde su ética de la responsabilidad y desde su humanismo pacifista, el físico nuclear acepta inicialmente la propuesta de Paula al final de esta escena cuarta:
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Abel. —Siento una obligación nueva hacia ti, hacia vosotros, hacia mi hijo que vendrá, a sus infinitos hijos posibles. No quiero que cuando mi hijo venga al mundo haya en él, por culpa de su padre, más modos de hacer daño que ahora. ¡Que no se encuentre con una vida donde ha aumentado el poder del mal! (1344).
La huida a una isla desierta podría ser para Abel la forma de solucionar su dilema moral, “porque los sueños de los hombres tienen forma de isla” (1344). Y por ello Abel, “resuelto” (1344), se decide a pronunciar en voz alta su primer “no”, es decir, un sí a huir del laboratorio y a renunciar definitivamente a sus investigaciones científicas, a convertirse en una sombra y vivir, lejos de Ispolia, una nueva vida: Abel. —No, no lo haré. Hay que probar Paula. En muchos sitios habrá una playa desierta, esperando a unas sombras en la arena. Podemos ser sombras, lejos, en alguna parte... (1344-1345).
Pero cuando Abel parece haber resuelto su dilema moral con la huida a una isla desierta, vemos irrumpir en escena al profesor Fontecha, “barba blanca, gafas, aire de sabio”, y al general Ascario, “de impecable uniforme y modales secos, de militar” (1345). Recordemos que en la escena primera Paula, sorprendida ante el “viaje” de su marido, le había dicho al secretario que su marido iba a regresar esa misma tarde. Por ello, ambos personajes se excusan ahora por “esta visita tan brusca”, motivada por “lo importante del asunto que nos trae aquí” (1345) y que Fontecha, “colaboracionista” (Torres Nebrera 1979: 83), pasa a explicarle a Abel al inicio de esta escena quinta: “Pues ya sabe usted, amigo Leyva, que todos tenemos puestas las mejores esperanzas en su investigación sobre la descomposición atómica” (1345-1346). Fontecha le insta, en nombre del progreso científico, a volver al Instituto y a proseguir sus investigaciones en el laboratorio. Y a estas razones científicas añade el general razones políticas de Estado: General. —Yo voy a hablarle en nombre de la patria. Estamos abocados a una guerra, muy pronto. Su descubrimiento de usted sería aplicable, según mis informes técnicos, a una fórmula de explosivo cuya posesión y uso nos daría una superioridad indiscutible sobre nuestros enemigos. Usted comprenderá que
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es el interés de la patria el que aconseja la prontitud. Yo espero que usted no lo desoiga. Una gloria científica como usted, que honra en el mundo a nuestro país... (1346).
Abel, al escuchar este discurso patriotero y belicista del general, le responde que, “por razones psicológicas personales me es imposible volver a trabajar en este momento”, unas razones “que pertenecen a mi conciencia. Y mi conciencia me pertenece a mí” (1346). Así, el “drama de conciencia” de Abel y esas “razones psicológicas personales” que le dicta su ética de la responsabilidad van a enfrentarlo abiertamente con la dictadura militar de Ispolia. Y si Max Aub afirmaba que “un intelectual es una persona para quien los problemas políticos son problemas morales” (Aub 1995: 509), está claro que Abel es un personaje dramático que representa al físico nuclear responsable, que tiene conciencia de su responsabilidad ética, un investigador científico comprometido con su conciencia: “No hay duda. Me doy cuenta de mi responsabilidad” (1346). Así, cuando Fontecha le reproche a Abel que “no tiene derecho, en nombre de la moral científica, a retrasar voluntariamente ese descubrimiento” (1346), Abel les plantea al general y a él una solución humanista y pacifista: Abel. —La solución es que ustedes dos se comprometan a no hacer ningún intento para aplicar lo que yo descubra a ningún arma de guerra... General. —(En pie.) ¡Pero eso es monstruoso! Abel. —El profesor Fontecha ha dicho cosas muy justas. Yo no tengo derecho a retardar esa nueva verdad para la ciencia. El asunto está en sus manos, general. Yo estoy seguro de que a mi maestro lo que le interesa es el valor científico que se deriva de mi trabajo. Si usted, general, renuncia a todo empleo guerrero de mi idea, desaparecen los obstáculos..., ¿no lo comprende? Ahora la cuestión queda muy clara. Entre ustedes dos. Maestro, si usted convence al general, mañana a las nueve estaré en el laboratorio. Y si no estoy, será por falta de devoción mía a esos principios de moral científica a que usted ha apelado. No tengo más que decir. General. —(En pie.) ¿Usted se da cuenta de que está usted incurriendo en un delito de traición a su patria? ¿Y de que, por la gravedad del caso, podría acarrearle hasta la pena de muerte?
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Fontecha. —¡General, no...! Abel. —General, ¿usted se da cuenta de que esa pena de muerte, al paso que lo es para mí, lo es también para esa idea, que a usted tanto le interesa? Esa idea está aquí, general. El verdugo que me ejecute a mí la ejecuta a ella. General. —Eso no tiene más que un nombre: coacción contra la patria... Abel. —General, profesor, ustedes decidirán si quieren que vaya mañana al laboratorio o no. General. —Me consta que el Gobierno siempre le ha tenido a usted por desafecto al régimen, por políticamente sospechoso... Pero por respeto a su renombre científico jamás le molestó. Esto ya toca a algo más alto. Profesor Leyva, al salir de aquí daré las órdenes para que sea movilizado inmediatamente al servicio del país (1347).
El indignado general, que representa la razón de Estado, le amenaza con lograr que sus superiores dicten una orden por la que Abel será “movilizado inmediatamente al servicio del país” y “quedará al servicio del Estado” (1347), ya que Ispolia no es un Estado de derecho y “la única ley es el interés supremo de la patria” (1347). A partir de este momento el físico queda arrestado en su domicilio, sin poder salir de la casa y, en caso de que intente la huida, “la guardia se lo impediría a usted por la fuerza” (1348). Así, mediante la violencia, la razón de Estado impone su fuerza militar contra la fuerza de la razón moral de Abel, una razón de Estado frente a la que no cabe posible resistencia. Solos de nuevo Paula y Abel en la escena sexta, imposible ya su huida hacia ese sueño en forma de isla, el pacifismo humanista de Salinas se manifiesta de nuevo cuando el físico se reafirma ante su mujer en que “dentro de veinte años habrá en el mundo un mozo o moza que podrán vivir en paz. El mozo, si lo es, se llamará Abel” (1349). Y a continuación, en la escena séptima, el físico “habla andando, como si monologara, arriba y abajo” (1351) ante su hermano Clemente, a quien trata de explicarle que, tras la visita de Fontecha y del general, su dilema moral ha alcanzado un nivel de máxima tensión y que necesita solucionar ese conflicto angustioso entre ciencia y poder político, la tensión de su “tragedia” personal:
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Abel. —Mi vida es un peligro tan grande que no veo ahora otro mayor en el mundo. Mi vida sostiene a esta idea que hay aquí dentro... (Se toca la frente). Y esa idea es una amenaza constante a cada día que nace: porque en cualquier hora, de cualquier día, puedo ceder, puedo por la fuerza, o por la convicción, volver al trabajo: encontrar. Y en cuanto encuentre un nuevo mal, atroz, caerá sobre el mundo (1349-1350).
Abel vive con intensa angustia el dilema moral que le plantea su conciencia ética de científico responsable y va a apuntar al corazón del problema cuando acierta a formularse la, a mi modo de ver, pregunta clave, a la que va a dar ahora, en esta escena séptima, una respuesta luminosamente clara en forma de un triple y rotundo “no”: Abel. —¿Se merece el hombre el mayor don que le dieran, la chispa de inteligencia, el don de crear, si con ella enciende las lumbres del mal? ¡No, no y no! No nos merecemos lo mejor, el alma, si en ella se forja la traición al alma. Clemente, sólo veo un escape a mi angustia. Hacerme, humildemente, digno de mi inteligencia, merecerme mi alma, ganármela. Y eso no será por mi obra, sino por la renuncia a mi obra (1350-1351).
Y se dirige a continuación directamente a Clemente para convertirlo en el cómplice de la solución a su dilema moral, una responsabilidad que su hermano asume: Abel. —Hermano, a ti te confío el cuidado de no dejarme hacer. A ti, que te veo ahora agrandado, infinito, hecho de todos los hermanos inocentes que podrían morir por mi culpa y no morirán. Tú, que estás a mi lado, que sabes exactamente dónde está el peligro, defiende a Paula, defiende a mi hijo, por venir, a todos los que vendrán al mundo. Sálvalos... y sálvame del eterno remordimiento de haber hecho, del infierno sin fin. Clemente. —(Le mira serenamente.) Abel, te lo prometo. Porque sé que salvarnos, salvarme yo, tu hermano, será, cueste lo que cueste, salvarte a ti... (Lo mira con emoción y entra en su cuarto.) (1350-1351).
Torres Nebrera sostiene que en esta escena séptima “la solución entrevista, adivinada (...) no puede ser otra que la redención de todos por uno, la
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muerte de Abel. (...) Un largo monólogo de Abel ocupa casi la totalidad de la citada escena. Monólogo que ofrece sugerentes paralelos con el centro del espeluznante poema que cierra Todo más claro: “Cero”, la más bella elegía al humanismo y a la historia, machacados por la guerra de nuestro tiempo” (1979: 86). Por un mundo mejor para su futuro hijo, Abel ha dicho definitivamente “no” y renuncia así a un descubrimiento científico que provocaría un mal a toda la humanidad. Y por ello, la escena octava es una escena onírica en la que Paula, “de luto riguroso” (1351), sueña con la visita de un hada, “una muchacha bellísima, con el largo abrigo de la Salvation Army” (1351), que, en rigor, le anuncia el futuro suicidio de Abel cuando se presenta como “un hada de la fraternidad de hadas protectoras para las mujeres que van a tener un hijo, que no verá nunca a su padre” (1351). Un hada que tiene el poder de conceder un don al niño por nacer, al futuro Abel, un don que debe pedir la madre. Y Paula, quien comparte las ideas y convicciones de su marido, le pide al hada un don tan insólito como infrecuente: Paula. —Yo quiero que mi hijo sea... No sé cómo se dice..., bueno, autor de criaturas de cristal, de vidrio..., de figuras, de muñecos, de flores de cristal, de estrellas de cristal..., hechas todas de un soplo... (...) todo un mundo de vidrio. Hada. —(...) Es la primera petición para esa particular habilidad que se nos ha hecho. Casi todas las madres se inclinan a pedir para sus hijos dotes de tipo práctico... Los quieren ingenieros, abogados, banqueros, médicos. Su elección de usted es muy rara. Paula. —No. Yo deseo que mi hijo fabrique estos objetos inútiles por el bien que van a hacer, por lo frágiles que son. (...) No aceptan la violencia, ni resisten el choque. (...) Siempre se vive mejor rodeado de seres de vidrio. En la guerra lo primero que cae, que se quiebra, que gime son ellos. Son las primeras víctimas... de... el explosivo (1352-1353).
Un hada que comulga también con los ideales pacifistas y los valores del bien en un mundo sin violencia, ni guerras, ni bombas atómicas: “¡Ojalá fueran todas como usted, señora!” (1353). En definitiva, esta escena octava, sobre la que Gregorio Torres Nebrera ha escrito un comentario de texto específico (1979: 295-299), constituye para
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Moraleda “una alegoría del mundo que el científico pretende lograr con su sacrificio” (1985: 137). La muy breve escena novena únicamente sirve para que, a través de Clemente, sepamos que Ispolia ha declarado ya la guerra a Leucia, lo que va a provocar el desenlace inminente y la resolución del dilema moral de Abel: Clemente. —Acabo de oír un comunicado especial, por la radio, del Gobierno. Movilización general. Se ha despachado un ultimátum a Leucia, y si no se tiene contestación satisfactoria en (el) término de veinticuatro horas, las tropas cruzarán la frontera. ¡Ese hombre está loco! ¡Loco! (1354).
Esta declaración de guerra por parte del “loco” dictador militar de Ispolia consuma la “tragedia” de Abel quien, al escuchar la noticia, responde a su hermano con la serenidad de quien está convencido de que ha llegado la hora de ejecutar su decisión de morir como única forma digna de solucionar su dilema moral: Abel. —(Levantándose). ¡Ah! Clemente. Recuerda lo que me has dicho. En ti confío... ¡Espera! (Va a un escritorio, saca de un cajón un revólver y se lo da). Toma. No vaciles. Lo malo del mundo es que siempre puede ser peor. ¡Que no lo sea, hermano, que no lo sea, por mí! (1354).
El súbito ruido de un coche anuncia la nueva llegada del general, que viene ahora sin la compañía de Fontecha. Así, el desenlace de la obra se produce en esta escena décima y última cuando el general le ordena volver al Instituto y vivir allí hasta finalizar sus investigaciones. Al régimen militar le interesa la vida de Abel, porque, en palabras del general, “su vida nos es preciosa, (...) extremadamente preciosa. Ella es la garantía de nuestros proyectos” (1355). Y si su vida es preciosa para el régimen, la muerte constituye la única alternativa digna para Abel, quien quiere despedirse de su hermano Clemente para darle las “instrucciones” acordadas entre ambos: Abel. —(Clemente se acerca y se abrazan.) Clemente, en ti está todo. En ti la suerte de lo que más queremos, tú y yo. Pongo mi voluntad en tus manos. ¿La sientes? Que ellas hagan lo que yo quiero con toda mi alma. Todavía el mundo puede no ser peor... ¡Adiós! (Se yergue ante su hermano, echando las manos atrás.)
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Clemente. —(Saca rápidamente el revólver y apunta.) Gracias, Abel, por nuestra salvación. (Dispara y Abel cae suavemente.) General. —(Abalanzándose sobre Clemente.) ¡Criminal, asesino, Caín, Caín...! Ha matado a su hermano..., a una gloria científica... (Clemente mira a su hermano con infinita ternura y deja caer el revólver...) TELÓN (1355).
Los estudiosos de la obra han coincidido en la interpretación del desenlace de Caín o una gloria científica como la variante saliniana del mito cainita del fratricidio, que tiene aquí una significación singular, ya que la muerte de Abel a manos, no de Caín sino de Clemente, implica su salvación y la de toda la humanidad. Pilar Moraleda, sin duda una de las mejores investigadoras del teatro de Salinas, sostiene que esta obra es un “drama de conciencia”, el “drama de conciencia que sufre el investigador, que se debate entre su vocación científica y su compromiso personal con la causa de la paz y la libertad” (1985: 136). Un drama que constituye, en rigor, “un alegato pacifista” (1985: 133): Pero, en lugar de plasmar su repulsa a las guerras y a las condiciones que las hacen posibles mediante el gran fresco épico de las víctimas y los verdugos de una guerra ya producida —como hace, por ejemplo, Max Aub en piezas teatrales como No, Morir por cerrar los ojos o San Juan—, Salinas enfoca en primer plano el conflicto ético de un ser individual, Abel Leyva, quien, debido a su descubrimiento científico en el campo de la fisión del átomo, puede convertirse, a su pesar, en víctima y verdugo a la vez de una guerra inminente. Este enfoque intimista, de “drama de conciencia”, es el que determina la estructura de la obra (1985: 134).
Y sobre el desenlace afirma, a mi modo de ver con razón, que, a diferencia de la historia bíblica de Caín y Abel, aquí Clemente “sólo es Caín para el general Ascario”, porque Clemente mata a su hermano “no por envidia ni por odio, sino por amor”. Y lo mata, a petición del propio Abel, “para evitar que se convirtiera en el Caín de la humanidad”: Como Unamuno en El otro, Salinas enlaza aquí el tema del desdoblamiento de la personalidad con el mito cainita, pero lo hace desde un punto de vista totalmente
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opuesto: Clemente —el “pobre Caín”— mata a Abel, sí; pero no porque se hubiera “vuelto malo —como el ‘otro’ unamuniano— por tener de continuo un espejo delante”; no por envidia ni por odio, sino por amor. El hermano de Abel Leyva sólo es Caín para el general Ascario; todos los demás —Paula, el espectador, el propio Abel— saben que en ningún momento ha dejado de ser Clemente, y que si ha matado a Abel ha sido a petición de éste y por clemencia, para evitar que se convirtiera en el Caín de la humanidad (1985: 139).
Sin embargo, Gregorio Torres Nebrera sostiene que, en su tratamiento del “tema cainita”, Salinas se aproxima más “a una manera pirandelliana que unamunesca” (1979: 88), aunque coincide con Moraleda en que para el general Ascario la muerte de Abel representa “el más terrible y reprobable de los fratricidios”, mientras que, para el lector o espectador cómplice del autor, “la muerte de Abel a manos de Clemente (Salinas ha sabido elegir el nombre del ejecutor), es, por encima de todos los presupuestos, el mayor acto de clemencia, de compenetración, de salvación, que podía realizarse”, ya que ambos personajes “son redentor y corredentor de toda una humanidad amenazada” (1979: 88). Opinión que suscribe también Moraleda cuando afirma que Clemente, “haciendo honor a su nombre” (1983: 118), “se convertirá en su asesino —en Caín— siendo al mismo tiempo su salvador” (1983: 118). Y Moraleda concluye su análisis de la obra afirmando que “Abel Leyva se debate en la misma tragedia que envuelve a los seres de conciencia escindida unamunianos; es un científico, pero es también un hombre de paz y un amante de la libertad humana” (1983: 118). También Francisco Ruiz Ramón coincide en calificar esta “comedia” como un “drama de conciencia” e interpreta su desenlace como un sacrificio de Abel para salvar “con su muerte la de miles de inocentes”: La pieza que mejor representa el humanismo radical de este teatro es, tal vez, la titulada Caín o una gloria científica. Plantea en ella Salinas el problema moral, pero de moral trascendente, del físico Abel Leyva, descubridor de la fisión del átomo, en un país de dictadura militar en vísperas de estallar la guerra. Elegirá morir antes que poner su descubrimiento en manos de los militares, rescatando con su muerte la de miles de inocentes. Es, en pequeño, por su tamaño, no por su sentido, un drama de conciencia que postula, ejemplarmente, la única salida digna para el hombre (Ruiz Ramón 1980: 286).
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Por su parte, José Paulino estudió la ironía dramática en el teatro de Salinas y sobre el desenlace de esta obra afirmó que, “con la ironía final de la muerte”, el lector o espectador está obligado “a la relectura irónica del título, pues Caín no lo es como parece (su nombre es Clemente)”: La semejanza entre Caín (obra breve) y Judit y el tirano (en tres actos) está en el origen bíblico de la anécdota con su aplicación a situaciones de la realidad moderna. Y, más allá, en el mensaje de autenticidad ética y personal que puede percibirse por el planteamiento irónico. En la primera, un científico quiere ser obligado a emplear su invento para la destrucción y se hace matar por su hermano. El culpable es inocente y el crimen es un bien para la humanidad. (...) Y así, otra vez las obras, con la ironía final de la muerte, obligan a la relectura irónica del título, pues Caín no lo es como parece (su nombre es Clemente) y Judit sólo mata al tirano para dar vida al hombre (1995: 276).
Gregorio Torres Nebrera afirma que esta obra ratifica “el sentido profundamente humanista que el teatro de Salinas adquiere” (1979: 83), un teatro “de índole ética” (1979: 82). Y sostiene, coincidiendo con José Paulino en la ironía del desenlace, que Abel “vive un difícil drama de conciencia (...) y obtiene su propia escapatoria a expensas de su propia muerte. Muerte que le viene de manos de su propio hermano, Clemente de nombre; la salvación por vías de un fratricidio. ¡Qué irónicas a la vez que muy reveladoras resultan, en el lector, las palabras con las que Ascario cierra violentamente el drama, abalanzándose sobre el ejecutor!” (1979: 83). También Isabel Martínez Moreno coincide en interpretar el desenlace de la obra en el sentido de que, con su muerte, Abel renuncia “a ser ‘la gloria científica’ al servicio de la guerra. En su muerte se consuma la huida definitiva y, por tanto, la salvación de la humanidad. La ‘idea’, en esa muerte, queda preservada de toda utilización destructiva, conservando la pureza con la que originariamente la intuyó Abel” (1990: 481-482). Y añade que “otro de los aspectos edénicos se centra en la acción mítica de Clemente, al dar muerte a su hermano. En ese acto, salva a la humanidad; pero, también, libera a Abel del ‘infierno’ que hubiera supuesto para él ver su ‘idea’ destruyendo la vida” (1990: 482). En definitiva, Ruiz Ramón afirma que, como hemos podido comprobar en Caín o una gloria científica, Salinas expresa “una visión humanista del
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hombre” y que “el teatro de Salinas responde a un compromiso siempre, y nunca a una evasión. (...) Su teatro es la respuesta, como su poesía y su prosa, a una vocación alerta y pura de humanista que ni se miente ni nos miente” (1979: 201). Bibliografía Acosta, Luis. 1982. El drama documental alemán, Salamanca: Universidad de Salamanca. Aub, Max. 1995. La gallina ciega. Diario español. Edición, estudio introductorio y notas de Manuel Aznar Soler, Barcelona: Alba Editorial. Aznar Soler, Manuel. 2003. “Rafael Alberti y la ‘guerra fría’ teatral: la Cantata por la paz y la alegría de los pueblos”, en: Francisco Javier Díez de Revenga/Mariano de Paco (eds.), Aire del sur buscado. Estudios sobre Luis Cernuda y Rafael Alberti, Murcia: Fundación Cajamurcia: 389-416. — [en prensa]. “Guerra fría cultural y exilio republicano de 1939: del Congreso Mundial por la Paz (Wroclaw, 1948) al Movimiento de los Partidarios por la Paz”, en: Culture & History. Buján, Carlos. 1979. La figura del físico atómico en el teatro alemán contemporáneo. La responsabilidad del científico como tema literario, Salamanca: Universidad de Salamanca. Camps, José María. 2014. “De un mundo muy distinto”, en: Cuatro ficciones dramáticas. Edición de Mario Martín Gijón/Josep Mengual Català, Sevilla/Cáceres: Renacimiento/Universidad de Extremadura (Biblioteca del Exilio, 49): 297-412. Cowes, Hugo. 1965. Relación yo-tú y trascendencia en la obra dramática de Pedro Salinas, Buenos Aires: Eudeba. Martínez Moreno, Isabel. 1990. “La intuición del espacio edénico en el teatro de Pedro Salinas”, en: Revista de Literatura, 104: 457-486. Moraleda, Pilar. 1983. “Rasgos unamunianos en el teatro de Pedro Salinas”, en: Alfinge, 1: 113-120. — 1985. El teatro de Pedro Salinas, Madrid: Ediciones Pegaso. Muñoz Cáliz, Berta. 2010. Censura y teatro del exilio. Incidencia de la censura en la obra de siete dramaturgos exiliados: Pedro Salinas, José Bergamín, Max Aub, Rafael Alberti, León Felipe, José Ricardo Morales y Ramón J. Sender, Murcia: Universidad de Murcia.
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Paulino Ayuso, José. 1995. “La ironía en el teatro de Pedro Salinas”, en: Nicasio Salvador (ed.), Letras de la España contemporánea. Homenaje a José Luis Varela, Alcalá de Henares: Centro de Estudios Cervantinos: 269-279. Rial, José Antonio. 1986. Teatro. Bolívar. Arcadio, Caracas: Monte Ávila Editores: 65-165. Rodríguez Richart, José. 1960. “Sobre el teatro de Pedro Salinas”, en: Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo XXXVI: 397-427. Ruiz Ramón, Francisco. 1979. “Salinas dramaturgo: ¿compromiso o evasión?”, en: AA. VV., Estudios sobre literatura y arte ofrecidos al profesor Emilio Orozco Díaz, Granada: Universidad de Granada: 189-201. — 1980. Historia del teatro español siglo XX, 4ª ed., Madrid: Cátedra. — 1991. “Para la cronología del teatro de Pedro Salinas”, en: Ínsula 540: 20-22. Salinas, Pedro. 1970. La bomba increíble. Fabulación, 5ª ed., Buenos Aires: Editorial Sudamericana. — 2007a. Obras completas I. Poesía. Narrativa. Teatro. Edición al cuidado de Enric Bou. Edición, introducción y notas de Poesía completa de Montserrat Escartín Gual. Edición, introducción y notas de Narrativa y teatro de Enric Bou, Madrid: Cátedra. — 2007b. Obras completas III. Epistolario. Edición al cuidado de Enric Bou. Edición, introducción y notas del Epistolario de Enric Bou y Andrés Soria Olmedo, Madrid: Cátedra. Salinas, Pedro/Guillén, Jorge. 1992. Correspondencia (1923-1951). Edición, introducción y notas de Andrés Soria Olmedo, Barcelona: Tusquets Editores. Semprún, Jorge. 1998. Adiós, luz de veranos..., Barcelona, Tusquets Editores. Torres Nebrera, Gregorio. 1979. “Estudio crítico”, en: Pedro Salinas, Teatro, Madrid: Narcea: 11-103.
SALIR CON VIDA DE TOMÁS SEGOVIA: DILEMAS EXISTENCIALES Y MORALES EN LA POESÍA DE UN HIJO DEL EXILIO María Teresa González de Garay GEXEL-CEFID, Universidad de La Rioja
Tomás Segovia, nacido en Valencia (España) el 21 de mayo de 1927 y fallecido en México el 7 de noviembre de 2011, donde vivió exiliado desde niño muchos años, hasta su regreso a España, ya a punto de acabarse el siglo xx, ha dejado flotando en el universo virtual un blog personal que nos dice mucho de los problemas y dilemas que preocuparon y ocuparon a su autor. No solo en sus Cuadernos de notas y en sus reflexiones y artículos políticos e ideológicos, sino en poemas inéditos, sátiras, artefactos lúdicos, proyectos y noticias: Escaparate, Disparadero, El tiempo en los brazos, Bisutería, Agua pasada, Mis bodegas, etc. En ese blog está el escritor tan de cuerpo entero como en sus innumerables y valiosos libros de poesía, narrativa, ensayo y teatro.1 Veamos tan solo un poema fechado en agosto de 2010, 15 meses antes de dejarnos. Del título general Rastreos por mis lindes, su “Séptimo rastreo”, colocado bajo la afirmación, entre orgullosa y melancólica, “En tantos sitios no he tenido casa...”, es una declaración de principios. Siempre desde un yo que sin duda es romántico, como analiza sagazmente Carlos Piera en su
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En Novedades se puede leer: “Amigos: Si leerme sin pagar es piratería, vivan los piratas. Se puede leer parte de mi obra (¡gratis, Friedman nos perdone!) picando en Google el siguiente enlace”. Otro poema, como final del paseo que ejecuta el flâneur “por mis lindes”, es “Adivinanza” (escrito el 27 de julio de 2011), en el que Segovia proyecta una voz irónica, sarcástica y bienhumorada. Vuelven a resonar perplejidades, dilemas e inquietudes de muchos años. Y su aguda y juguetona inteligencia. Sabe el poeta descender a los asuntos más frívolos y mundanos de los hombres y sus sociedades, burlándose desde su libertad inalienable (en ).
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magnífico prólogo a la Antología poética. En los ojos del día (2003: 7-22). Empieza el poema: “Yo mismo/Tendría que aceptar que me reprochen/Si es que puede nacer ese reproche/Que siempre haya esperado mucho más que buscado/ El amor la alegría la dicha el cumplimiento”.2 Identificamos aquí dos pilares de la poética del escritor: “la esperanza”, más que la búsqueda. Y un “Amor afirmativo” y transparente frente al odio, el miedo o el rencor. La enorme receptividad y ese dejar venir al mundo y sus acontecimientos con una actitud en la que los cuatro sustantivos principales tienen una fuerte carga positiva: amor, alegría, dicha y cumplimiento, caracterizan la poesía de T. Segovia. Continúa su declaración buceando más en su relación con el mundo. Los matices en las preferencias del poeta son importantes. Hay quizá alguna contradicción, pero menor. Sí, en cambio, vemos ramalazos de cierto ascetismo místico, que sabe recibir y dar, ganar y perder. Un profundo sentimiento espiritual frente a las avaricias que las riquezas y los medios materiales provocan en cierto tipo de personas del mundo actual. No es ocioso leer parte de sus palabras sobre el neoliberalismo y el capitalismo salvaje de nuestra civilización en sus artículos de opinión, como ejemplo de su pensamiento y modos de expresarlo en prosa, porque el autor se compromete, como quería Jean-Paul Sartre, con su tiempo y con los seres humanos. Las palabras “son palabras cargadas y escribir es también actuar” (Sartre 1950: 57-59; Benjamin, 1980).3 Además, nuestro autor se sumerge en la poesía y vive en el arte, haciendo verdadera la observación de Guillermo Sucre, “si escribir es asumir la responsabilidad del lenguaje, vivir poéticamente sería trasponer esa responsabilidad a la experiencia misma” (1985: 368). Y no es esta, estamos seguros, una responsabilidad ociosa. En sus versos, que son el objetivo principal de nuestro análisis, comprobamos cómo de la desposesión y el desprendimiento Segovia elabora toda una visión del mundo y una filosofía personal. En su caso, el de 2
Las cursivas son siempre nuestras. En Disparadero, publica “comentarios de actualidad, ocurrencias del momento y otros textos informales”, como Cartas Cabales, título de una columna periodística que escribió en La Jornada de México durante 1994. Son cartas a un personaje imaginario, cuyo nombre es un anagrama. Sus críticas a ideas, acciones políticas e ideológicas y a ciertos políticos exhiben fuerza y argumentos. Aquí vemos cómo el ciudadano complementa al poeta. Y nos recuerda modos, formas y actitudes de El Censor del siglo xviii y del Cadalso de las Cartas marruecas. 3
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un hijo del exilio, no existe una elaboración densa, fragmentada, reconstruida con memorias ajenas, ni demasiado concreta, de la postmemoria (como conceptualizaba Marianne Hirst para las segundas y terceras generaciones del exilio), no hay reiteraciones del dolor lacerante por el mundo perdido (este es poco explícito e infrecuente), por la falta de raíces, países de pertenencia, banderas o identidades colectivas. Es esa sutil ausencia uno de los elementos que le constituye. Lo ha señalado muy bien Carlos Piera en su estudio. Y el poeta no lo lamenta, aunque lo contemple en ocasiones. Ni siquiera piensa que nadie tenga el derecho de poder reprocharle que no se haya unido a alguna colectividad identitaria. Quizá él mismo sí lo hace, o al menos lo formula como hipótesis, pero creemos que tampoco pretende esto. Ese auto-reproche es en parte irónico, escéptico. Está descontextualizado y pareciera que expresa contradicciones nunca resueltas. Porque es evidente que la condición de niño de la guerra, de niño exiliado deja una huella indeleble en lo silenciado y en lo dicho, como en sus libro Anagnórisis, Recobrar el sentido, Día tras días, Sobre exiliados, etc. Y él, de alguna manera, rompía los límites de esa generación hispano-mexicana.4 Queda claro que el hombre y el escritor no se sienten responsables de sucesos históricos ocurridos sin su participación ni conocimiento. El hombre libre y sin responsabilidades prevalece y es así como debe ser. Y sólo si en verdad nada poseo Puede todo ser mío Y tendré que aceptar también que me reprochen Hacer mi casa y no tenerla Llamar mía a la casa que levanto Dondequiera que llego Y no a la que he pagado o conquistado [...] Aceptar que tal vez es reprochable No aprender a tener una raíz segura Una raíz firme y dormida
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Hirsch 2012; AA. VV., “Itinerarios del nómada: Tomás Segovia”, 2011: 727-80; Logan 2011: 737-744; De Rivas 1999; Delgado 1997: 4; Steiner 2003; Segovia 1991, 2000, 2001, 2003, 2005, 2007 y 2009.
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Que nunca cambia y nunca se desnuda No asoma nunca afuera A que el viento la palpe y desordene Una raíz sin tiempo Que me permitirá saber cuál es el centro Y no buscarlo más por las orillas Que me permitirá escoger mi casa Saber cuál es el sitio donde guardar mi bien Y donde quedarán al fin mis huesos Y sin embargo sin embargo Siempre supe vivir con el reproche.5
Vemos en este estremecedor poema cómo Segovia reconoce y acepta gozoso su vivir a la intemperie, expresándolo en un lenguaje poético suyo muy característico, en el que abundan las reiteraciones que evocan músicas y tenores de oraciones, salmos, letanías, pasajes bíblicos, oscuras premoniciones y lamentos humildes, aunque siempre preñados de fidelidad a su “yo” más esencial e íntimo. Y eso porque nuestro autor ha superado, en parte, los conflictos y dilemas existenciales e ideológicos que supondrían el deber de llevar la historia reciente a la ficción (la posibilidad de convertir su biografía en nutriente positivo, en zozobra negativa o en obstáculo de cualquier narración, histórica o no). Ha superado los dilemas que plantea estructurar discursos de la memoria (y cómo esta cambia y se adecúa con el paso del tiempo y de los diferentes países que se van habitando). No ha necesitado revisar su adolescencia y los problemas de las representaciones artísticas en la dictadura franquista o en el exilio republicano. Tampoco el exilio de los que regresaron a España (o se fueron a Italia, como su muy buen amigo Ramón Gaya) o las dificultades de los que se quedaron. Y no le han ocupado en exceso los dilemas de qué hacen los hijos con la herencia simbólica de sus padres cuando la ideología se interpone (si es que lo hace). Se reconoce claramente como nómada y como extranjero (Vandebosch/Houvenaghel 2011: 790-802) y se encuentra vivo y despierto en sus peregrinajes.
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Cita del blog de Segovia: http://www.tomassegovia2.blogspot.com.es [22-12-2016].
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Pero superar estos problemas no quiere decir que no podamos encontrar el dolor en su poesía, especialmente en los poemas escritos en los años sesenta. Un buen ejemplo es esta breve composición de 1963 titulada “Aniversario (julio 1936)”: Tanto tiempo después y aún no comprendo Esta sombra brutal Que veis a veces todavía Danzar al fondo de mis ojos Y que cayó sobre ellos un día de mi infancia Cuando en una mañana radiante despertaba Y contra el cielo fresco Vi levantarse un impensable brazo Que apuñaló a mi Madre... (Segovia 2003: 83).
¿Mi Madre, así, con mayúsculas? ¿La patria, la mujer biológica, ambas? Pero no son frecuentes estos recuerdos y reflexiones. Segovia es un poeta que se lanzará al sentimiento amoroso y a la naturaleza con pasión, humor e intensidad. A pesar de todo, hay algunas grietas y fisuras, como ya hemos apuntado, en otras obras poéticas de Segovia. Especialmente en sus últimos libros, que le conduce al tema del doble, tan romántico también. Ese ser que se observa mirando desapegado, que se mira vivir y que desea sobre todo no sucumbir a la tentación de la desesperanza y de la fealdad, aun consciente de las injusticias y de la muerte que nos alcanza a todos rauda. Comprobamos que los dilemas, inquietudes y zozobras son más existenciales y filosóficos (también meta-poéticos en sus cuestiones sobre el lenguaje) que históricos. Lo histórico nunca desaparece, pero podríamos decir que se hace más universal (cósmico, místico, telúrico e íntimo a la vez). La responsabilidad es una cuestión individual, más que colectiva. Es el caso de los poemas de Salir con vida, que abordan desde un discurso crítico la actualidad de nuestras sociedades. Con mirada penetrante y amarga discierne, juzga y censura la desigualdad y las injusticias en el poema titulado “Sonrisas”: DESPUÉS de ver jactarse en la pantalla La gran sonrisa satisfecha
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Del jefe más lacayo Recogiendo mendrugos de su amo Sobre fondo de guerra y niños muertos En el frescor del parque inmaculado Sorprendo la sonrisa modesta de un anciano Que debajo de un pino ha encontrado un piñón y está partiéndolo con una piedra y no es seguro que sin enterarse (Segovia 2003: 68).
Predomina siempre la conciencia. Segovia quiere saber y es muy consciente de que hay más verdad en un anciano sonriendo en el parque que en las risas de los poderosos. Y lo percibe y lo escribe con transparencia. También sabe que hay un lenguaje oscuro que retrata bien el dilema del ser humano: palabras que hieren, que nombran el mal y el dolor, la tortura y el infierno. Esas palabras que, paradójicamente, “enmudecen” y aterran. Como en la “Poética” de César Vallejo, que no podía escribir del “no yo” sin dar un grito cuando un hombre cojo pasaba con un pan debajo del brazo, contando con los dedos y llevando de la mano a un niño mutilado. Tampoco Segovia sabe qué decir del lenguaje de la economía abstracta y especulativa del capitalismo. ¿Qué quiere decir que “sube la bolsa” mientras detonan las bombas y los niños arden? Ni lo sabe, ni lo comprende, ni es posible indagarlo sin “aullar”. Solo quedan el grito, el silencio, la no incumbencia, la extraterritorialidad (Steiner 2003). Leemos en “Aprendizaje”: A lo largo de tantos y tan pacientes años He ido aprendiendo más y más a fondo Lo que quieren decir nuestras palabras Más tremendas más negras más enmudecedoras Guerra bomba misil antimotines Antipersona tanque portaaviones Metralla campo de concentración Campo de refugiados submarino Represión corrupción pena de muerte Fusilar mutilar masacrar genocidio
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Sigo sin entender lo que quieren decirnos Cuando nos dicen que subió la bolsa (2003: 69; las cursivas son siempre mías).
Hay una aguda conciencia social reflejada también en algunos poemas centrales de Salir con vida. Segovia observa y elabora teorías que describen lo que pasa y cómo atenuarlo. Ahora son mujeres obreras, sirvientas que descansan y parecen olvidarse de sus afanes y de la esclavitud a las que son sometidas. Ellas sí que no son responsables de la injusticia y las nuevas formas de esclavitud. Es el único caso en el que Segovia acepta el autoengaño, la sombra de la alienación irresponsable, con lo que de nuevo encontramos otro dilema y una dramática contradicción justificada por la compasión, la piedad y la empatía: “PROTEGIDAS un rato de la incivil braveza/De la noche invernal/Estas pocas mujeres se han aflojado un poco/Pero no ociosas sino descansando/[...] Son manos de criadas convencidas/[...] Si en verdad [...] Va a ser ya para siempre irreversible/El deshonor de los que mandan/Quiera Dios que estas tercas despistadas/Protegidas del hielo de los lúcidos/Se obstinen hasta el fin en no creerlo” (2003: 62). Asimismo encontramos poemas (los menos) que reflejan con humor y escepticismo el mundo moderno (Tiempos modernos de Charles Chaplin, escenas emblemáticas de los hermanos Marx, Metrópolis de Fritz Lang, etc.), que describen el horror de una sociedad tecnológica condenada a la incomunicación. El ruido, enemigo del lenguaje y de la vida, como la guerra, es el protagonista en su poema titulado “Audio” (bien podría ser también una sátira sobre los modernos audífonos que tratan de paliar la sordera, o los ruidos de las malas conexiones telefónicas a internet): “JRRRRRP crac hmmrnmmmp frrrr/Dang? deng! dung dan dang? deng! dung dan/Ghhhh-op ghhh-op pffp glp grrrrrr-uá/Rrrrruish? rrrrruish? crk crk crk/blupblup brlup fshhhh iiii burburburburbur.../Nada bueno puede venir de esto” (2003: 63). Es importante revisar el marco de Salir con vida (2003). En todo el poemario se percibe una conciencia transparente, lírico-filosófica muy profunda, de los conceptos y vivencias que nombra como destino, supervivencia, tiempo, verdad, historia, naturaleza, vida, amor y muerte. El autor se sitúa ante estos temas universales de la literatura y la filosofía y los desarrolla, o simplemente los describe de manera singular. Podemos decir que tanto en el
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espacio virtual como en su libro, Tomás Segovia sigue vivo, haciendo realidad el título que él mismo escogió. Los poemas que componen este libro abren múltiples caminos (como en un laberinto) para encontrarse con la esencia del hombre en el mundo de hoy. Y también en los textos de su blog aún vemos las “artesanas” manos de tan gran escritor, hijo del exilio republicano, que como él mismo dejó escrito “en tantos sitios” no tuvo casa. Salir con vida está dividido en tres secciones. Su estructura externa es tripartita: 1ª- Salir con vida: un poema. Funciona como un estado de la cuestión. Es el contexto de la escritura del poemario, una extensa “obertura”. El poeta vive el invierno y no se siente responsable de los desastres de la historia, ni de las equivocaciones de sus antepasados. 2ª- Días de después: 35 poemas. Desarrolla diversas figuras, variaciones y contemplaciones sobre su existencia y la del mundo que le rodea. 3ª- Recalcitrancias: 13 poemas. Concluye con una declaración de principios. El último poema es casi tan largo como el primero de la primera parte y cierra con broche de oro el poemario. Ahora el poeta se adentra en el estío. El marco del libro se construye, por tanto, con dos extensos poemas filosóficos en verso libre y en los extremos atmosféricos de las estaciones meteorológicas. El poemario fue escrito ocho años antes del fallecimiento del poeta. Unos años en los que debió enfrentarse a la enfermedad y a la cercana muerte (primero el corazón; luego, el cáncer que acabó con su vida). En estas circunstancias el poeta siente la angustia de la muerte acechándole y sobre todo la sensación de impotencia y el vacío de sentir que todo el pasado, toda su vida, han podido ser una sombra, un sueño, “nada”, como tan bien escribieron los maestros barrocos más desengañados: Quevedo, Gracián, Calderón de la Barca, Góngora... “El hombre es el gozo del sí en la tristeza de lo finito”, afirma Paul Ricœur en Finitud y culpabilidad (1969: 220) al hilo de reflexiones sobre la existencia en el mundo de Aristóteles y de Kant. Un estado de conciencia análogo podríamos intuir en alguno de sus poemas, con matices, avances, retrocesos, abatimientos y exaltaciones sucesivas (Zambrano 1973: 174-188). En 2008 publicó otro libro que entiendo como la continuación más íntima de Salir con vida. Se titula Siempre todavía y está publicado también
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en Pretextos (La Cruz del Sur) tres años antes de dejarnos. Tomás Segovia superó muchas angustias existenciales, se enfrentó a la muerte y al silencio ardiente, místico, de la belleza. Siempre todavía está estructurado asimismo en tres partes: la 1ª, “Fin del túnel”, de 7 poemas; la 2ª, Siempre todavía, de 67 poemas; y la 3ª y última, “Gestos de amor”, compuesta por 5 poemas que son un homenaje al amor, a la mujer y al erotismo (esa “doble llama” que nos devuelve una vida plena, de la que escribió con tanto tino Octavio Paz). Al fin en este poemario se produce la total aceptación y entrega a la vida (asumiendo sin temor —y con mirada lírica— que la muerte forma parte de ella de manera inextricable). La muerte ya no representa una amenaza porque la poesía la transforma en algo no violento, incorrupto. La muerte aparece clara y natural, eliminadas las sombras de los danzantes carnavalescos medievales. Observamos analogías: la estructura de ambos libros es tripartita, con una segunda parte más nutrida y densa, aunque no por eso de mayor significación ni hondura. Los dos están escritos bajo la tormenta de la vida amenazada, tras largos años de caminar por el mundo y por la escritura, con la conciencia aguda de que la luz de los días brillantes y azules comienza a tornarse gris. El poeta se enfrenta a la muerte, sí, pero también a la nostalgia, la melancolía y la tristeza. Y no quiere sucumbir a ellas. No sería ético ni generoso hacerlo. Veamos por qué y en qué, centrándonos en el primer libro, el de 2003, que es el objetivo central de nuestro análisis: Salir con vida (de una mortal encrucijada). Para Paul Ricœur (y otros pensadores) el ser humano “lleva marcada constitucionalmente la posibilidad del mal moral” (1969: 210; 1998, 1999). Entendemos que esta posibilidad se materializa en la limitación de no querer impedir una caída “para interiorizarse en la tristeza de lo finito” (1969: 210). La desesperanza, por ejemplo, el regocijo en el mal consciente, propio o ajeno, las diferencias y distancias que se abren entre el yo y los otros, la escisión dentro del propio yo, el terror insalvable ante la muerte y la rebelión que conlleva una severa ceguera (ante la belleza, la bondad, la luz y la verdad). Debe seguir vivo el lema Fiat lux. Es de estas tentaciones de las que Segovia se aleja con su poesía. No podemos olvidar que la obra poética de Tomás Segovia es vastísima y ha sido construida a lo largo de más de cincuenta años. Este libro pertenece, como el de 2008, a sus últimos acordes. Es una poesía, si cabe aún, más depurada, más desnuda y sincera. No hay en ella llanto,
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quejas ni lamentaciones, solo búsqueda de la razón y de la claridad de un aire que se hace lenguaje y sensibilidad frente a la naturaleza y a los hombres. Vemos que en ese largo primer poema, antes mencionado, el poeta se sobrepone. ¿Por qué, de qué? Por la vida, de la muerte, por la esperanza y cierta transcendencia que está cifrada en la belleza del mundo y de la poesía, de la desesperación. Vence la certeza de que, aunque efímeros, hemos vivido y aún estamos vivos en los que nos sucederán y en el lenguaje que legamos a los nuestros. Francisco Segovia, hijo del poeta, es una buena encarnación de esta herencia, escribiendo una gran poesía en profunda sintonía con la obra de su padre, como Ley natural o Partidas (2007, 2011). Sobre todo hay una analogía en el saber que un espacio nos ha acogido, de igual modo que nosotros también hemos creado espacios habitables. La poética de Tomás Segovia está aquí muy cerca de los últimos libros de Juan Ramón Jiménez (Espacio, Animal deseado y deseante, Lírica para una Atlántida). También encontramos analogías con libros de su buen amigo Octavio Paz, con el que mantuvo una muy interesante correspondencia ya editada (Paz 2008). Y es muy significativa la antología apócrifa que realizó junto a Ramón Gaya con poemas dedicados a Góngora, Bécquer, Ramón López de Velarde, J. R. J., Antonio Machado, Jorge Guillén, Cernuda, o Emilio Prados, nombres todos importantes y que forman parte de la genealogía lírica y existencial de nuestro poeta (Paz et al. 2000; Verani 2013). La poesía es una devoción mística y un sacerdocio, una manera de vivir y un lugar privilegiado desde donde observar el mundo. Nos encontramos, entonces, inmersos en uno de los temas de nuestros tiempos, el que propone y confronta el arte, la libertad y la bondad a “los retos de un mundo” que apuesta por la violencia y el desprecio de lo bello y de lo ético. El convulso siglo xxi, tras otro siglo, el xx, que fue también de fuerte aceleración y tragedias colectivas aterradoras (Macintyre 1981; Miller 1987; Booth 1988). Walter Benjamin, en sus Iluminaciones II (Poesía y capitalismo), habló y diseccionó una peculiar manera de estar en las ciudades bajo el Segundo Imperio napoleónico, en el París de finales del siglo xix y de principios del xx: Baudelaire, antes Victor Hugo, Rimbaud, etc., eran “paseantes” (1980: 49-85). La actividad del flâneur, el vagabundeo que busca y observa entre la multitud o la masa de los ciudadanos, la practica minuciosamente Segovia en Madrid (en sus calles, sus cafés y sus parques). Pero, sobre todo, Tomás Segovia es un
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flâneur de sus propias emociones, un pasajero que vuelve la vista atrás pero no queda congelado. Sigue adelante, descubriendo las bellezas que el mundo debe y puede ofrecer, y nos las entrega generosamente a sus lectores. No sería justo ni ético desdeñarlas, porque Segovia es un místico, pero también un lógico, un músico, un artesano, un fotógrafo, un matemático y un hermosísimo y bondadoso ser humano. Así que “Sobreviviéndome” es un poema que abre la sinfonía de la belleza, la melancolía y la esperanza. Tiene 172 versos, separados por siete espacios en blanco. Son versos libres en los que abundan los endecasílabos y las características reiteraciones a modo de plegarias, oraciones o salmos (“acedia acedia”). Segovia se ve desde fuera. Ha objetivado su existencia desde un aquí que no es el que era, con el “correlato” de las estaciones de la naturaleza en la ciudad de Madrid. Este aquí le ofrece una nueva perspectiva ética y emocionantemente saturada de consciencia. El yo pasado asoma juguetón, pero es intermitente y el nuevo ser lo mira con ironía y distancia, también con ternura, dolor y desposesión (Patán 1982: 11-12). Veamos cómo lo expresa: No es la fe en el futuro lo que está suspendido Es la duda infecciosa que me ahoga el pasado Me dejo ir de espaldas sobre la nostalgia Para huir de la angustia en sus nubladas playas Y lo que encuentro en ellas Es la guarida misma de la angustia La memoria poblada teme sus propias sombras [...] Y en todo lo vivido no hallo cosa creíble (Segovia 2003: 8-9).
Vemos que ahora hay un cierto abandono hacia el descenso al infierno de la desesperanza, en un gélido invierno sin oxígeno. Nos internamos por el mundo, tan transitado en el Barroco, de la vida como sombra y como sueño (Calderón de la Barca). Pero Segovia no cede fácilmente y comienza a interrogarse en una búsqueda sin tregua de la autenticidad y del pensamiento que nos construye, de la verdadera dimensión del hombre junto a los otros, del hombre inmerso en la dádiva del mundo, aun sin haber nunca poseído nada:
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Mi vida sólo mía no es nada ni es de nadie Nunca ha existido una verdad privada Los antiguos maestros nos mintieron No está en nuestro interior el interior Lo interior es la luz que no tenemos Sino que ella nos tiene si nos tiene [...] Ah bienaventurados bienaventurados Aquellos cuyas vidas se extinguieron Sin haber visto extinta la luz de su expresión Que nunca les tocó encontrar en su espejo Sus ojos sin mirada y su rostro sin halo Que nunca les fue impuesto seguir en el camino Con su propio despojo enganchado a su espalda Como un tullido afásico que arrastrar por el polvo Que no tuvieron nunca que volver a su casa Después de la función vestidos por las calles Con un absurdo traje agobiante de actor Sin papel y sin rumbo (Segovia 2003: 10-12).
Un desamparado poeta clama por la mirada de los improbables dioses y casi envidia a los que nunca tuvieron consciencia de su muerte cercana. El cielo se personifica en labios que nada expresan y en una expresión hosca y monocorde. Vuelve Tomás Segovia a perder la alegría y la fe bajo el duro y frío cielo gris madrileño: ¿Para mí nunca más La ardua mirada de los dioses? Sin ella nada de lo que he vivido Lo he vivido en verdad [...] Todo lo que supimos de la muerte y no fue poco No lo supimos en la muerte No volveremos nunca a saber bien a bien Cuál fue el nido que hicimos En la espesura de la historia (Segovia 2003: 13-14).
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Finalmente, el poeta se desdobla para superar el dolor con la decisión de no renunciar a su vida, de no buscar consuelo en las otras vidas del más allá que ofrecen las religiones. El hombre “desollado” deberá asumir su vida para volver a encontrarla en su libertad y en la verdad: Este que vive en mí lo que a mí me rodea No soy yo ni su vida es la mía Es sólo uno que heredó mi historia Que lleva mi memoria como el traje de otro (Segovia 2003, 14-15).
El dilema queda zanjado por Segovia. Sigue comprometido con la única vida que le ha poseído. A la intemperie, claro está, pero con el valor de recorrer la verdad. Escribe Piera que en estos poemas el “yo lírico” se convierte para el escritor en: un personaje de ficción, susceptible por tanto de consideración irónica y racional, frente a lo que fingiría ser el “yo” romántico, propenso a ver sinceridad en cualquier suspiro y, en cualquier disparate muy sentido, la exhalación de un alma que por el mero hecho de serlo está en contacto con el alma del universo. [...] creo que se impone aquí no eludir el cotejo entre españoles de cuando el franquismo y españoles (que son mexicanos también, y otras mil cosas) de la diáspora. Discúlpenme los ni españoles ni mexicanos: convendrán en que, si queremos, a la larga, reconocernos en una tradición única, como se dice a menudo, vendrá bien empezar remendando desgarros parciales (Piera 2003: 12).
Tiene razón de nuevo Piera, porque frente a lo que se recodificaba bajo el régimen franquista, en el exilio mexicano los escritores levantan “una ciudad ideal donde la única prenda de ciudadanía está en el lenguaje recibido, que lejos de distanciarse de su historia, intenta conservarla íntegra en su interior, para sustentar, precisamente una verdadera ciudad” (Piera, 2003: 13). Es parte de la herencia pedagógica de la Institución Libre de Enseñanza, bombardeada por el franquismo. En ella está el Romanticismo alemán y la Bildung6, concepto in6
Bildung significa cultivarse a sí mismo en la tradición alemana. Filosofía y educación se entrelazan con el objetivo de lograr el crecimiento y la plenitud de la persona y de su cultura,
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traducible que no responde solo a formación. “Implica, entre otras cosas, el desarrollo de potencialidades humanas que subyacen tanto a lo intelectual como a lo físico, lo sensible y lo sentimental” (Piera 2003: 14).7En estos análisis y apreciaciones de Piera estamos tan de acuerdo (y nos parecen tan relevantes) que por eso nos hemos permitido citarlos con generosidad. Además, encontramos que muchos poemas de la última etapa de Tomás Segovia responden a la perfección a ese proceso ya fermentado y maduro, a su romanticismo extasiado ante la naturaleza y ante el milagro de vivir. Por ejemplo, asomémonos a estos dos poemas de la segunda parte de Salir con vida. El primero se titula “Que nos dejen”, un cántico a la armonía del mundo, a su bella y pacífica exactitud, a la libertad, tan solo estropeada por el mal humor de los seres humanos: Qué bien se están las cosas si las dejan Digo si las dejamos Qué bien se mecen se deslizan se están quietas Con qué frescor respiran Con qué limpio apetito comen su aire y su luz Y siempre Si queremos Si no nos olvidamos Si no negamos todo enfurruñados Porque queríamos quién sabe qué Siempre puede pisarse esta tierra tendida Donde tan ancho y libre ondea el tiempo Este crecido mundo siempre vuelto de frente Como una cara en paz Y que no se escabulle Cuando nuestras miradas le lanzan el despliegue De su jocosa red desnudadora (Segovia 2003: 66-67). la armonía entre sentimiento y razón, entre individualidad e identidad en el seno de una sociedad que se preocupa por la libertad y compromiso efectivo de sus individuos. 7 La poesía de Tomás Segovia es toda ella poesía de Bildung (Piera 2003: 15-20; véanse Miller 1987; Muñoz Bastide 2013; Nussbaum 1990; Pascual Gay 2012; Rivera 1990; Sicot 2003).
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El segundo poema es otro himno (ahora en la estación más fresca y regocijante, la primavera, apartados en su marco inviernos y canículas). Se titula “Canción de libertad en primavera” (fechado el 25 de marzo). Espronceda (“Canción del pirata”) lanza su resonancia, pero han pasado muchas décadas y la retórica romántica se ha hecho moderna, confidencial, natural, casi conversacional, aun siendo tan filosófica, irresponsable en el mejor sentido, y honda. Escuchamos una perfecta alegoría y defensa de la libertad y del rechazo impuesto por los poderosos a la pura contemplación y alegría de vivir, sin preocupaciones por lo que ocurre en el mundo trivial de los escaparates vanidosos y noticias de actualidad: La primavera es una clara ducha Que nos lava de sombras y telarañas Nos permite dejar de estar mirando La basura visual de las ciudades De estar oyendo cómo pisotean A los sonidos y sus dulces ondas De estar quedando bien Con la estulticia de los poderosos Y de los boquiabiertos ante los poderosos (Segovia 2003: 73).
Tras esa masa central de poemas más breves y excelentes de la segunda parte, nos encontramos con el último poema de la tercera parte, y última, de Salir con vida, roturado de nuevo con el concepto de “libertad”, aunque ahora esa libertad está entretejida con el tiempo “medido” de los hombres. Estamos frente a “Horas libres”, irresponsable en sentido lato, compuesto nada menos que por 299 versos libres. Como hemos dicho más arriba, si el libro comenzaba en el invierno, acaba con rudeza en el verano. El calor pegajoso del estío lanza un chorro de luz con el que el poeta tratará de descifrar las innumerables etapas sucesivas de su vida. Este extenso poema cierra con excelencia un poemario poderoso en el que los temas que más nos afligen, preocupan e inquietan a los seres humanos se condensan con un rigor lingüístico admirable y con una sensibilidad poética exquisita. Tomás Segovia fue lo que debió ser. Lo que quiso ser. Nadie le impuso nada. Y así nos lo hace ver en cada lectura de sus textos
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a los intérpretes. (Segovia 2003: 74-84; Ardanuy, 2011: 727-736). El último compás de Salir con vida nos ayuda a ser mejores, más sabios y más irresponsable, en el sentido libertario que adquiere este concepto en nuestras breves e inestables vidas de efímeros humanos: Lo más difícil para la memoria No es bucear en la negrura A la pesca de un brillo escurridizo [...] Lo más arduo es raspar el palimpsesto Leer lo escrito debajo de lo escrito (Segovia 2003: 74-84).
La poesía, la mirada limpia, nueva, profética; la libertad que fue y que es, el tiempo pasado y futuro integrados por fin en el ahora... deben de seguir presentes, acompañándonos —en la poesía y en el arte— hasta el final de nuestra especie. Salir con vida es un libro ejemplar, como deben ser los libros verdaderos.8 Y Tomás Segovia es uno de los mejores poetas de nuestra generación del 50, si no el mayor. Aunque viviera en dos continentes. Bibliografía AA. VV. s. a. “A media Voz”, en [25-11-2015]. AA. VV. s. a. “Material de Lectura. UNAM. México [01-012016]. AA.VV. s. a. “Teorías el lugar de la meditación, la crítica el de la contemplación (...) Tomás Segovia: el arte de pensar. Una reflexión de Daniel González Dueñas a propósito de ‘El tiempo en los brazos’ y la noción de ‘santidad’”, en [01-01-2016]. AA.VV. s. a. “Tomás Segovia recitando Hasta el fin, en el Café Comercial”, en [22-02-2016].
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Una imagen de sus últimos momentos y sus palabras resumen parte de lo que Segovia escribió en los libros de poemas de sus últimos años. Véase “Tomás Segovia recitando Hasta el fin, en el Café Comercial” (en ).
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IV. CONFLICTOS MORALES DE LA VIDA SOCIAL
CUESTIONAMIENTOS ÉTICOS EN EL CINE DE ENRIQUE URBIZU Marie-Soledad Rodríguez Université Sorbonne Nouvelle-Paris 3
1. Introducción El cine negro conoció en España su período de esplendor durante la dictadura, entre 1950 y 1963 (Navarro 2010: 59), aunque por razones de censura las películas se alejaban bastante de su modelo americano. Así, los relatos solían exaltar la labor realizada por los policías, subrayando su valor y su honestidad, mientras que los delincuentes eran caracterizados por su codicia y su crueldad, es decir, presentados a partir de una mirada moralizante y simplista. No se trataba pues de indagar en las causas sociales de la criminalidad ni de retratar las dificultades a las que se enfrentaban estos personajes en los medios urbanos (Sánchez Barba 2007: 555). Las películas españolas compartían elementos visuales con su modelo de referencia, el cine negro hollywoodiense, como el uso de las sombras para ocultar parte de los decorados y rostros (Simsolo 2007: 19) o el empleo de ángulos insólitos que reflejan la percepción de un mundo desquiciado, pero no manifestaban su capacidad para retratar la ambivalencia moral ni los procesos de corrupción activos en la sociedad. En efecto el film noir americano que pone en escena “el fracaso de las instituciones para defender el Bien” (Vernet 1993: 17) ha sido interpretado habitualmente como la vía de expresión de una sociedad en crisis tras los cambios ocurridos con la Segunda Guerra Mundial. Según Alain Silver, el término “negro” utilizado para denominar esta producción no se justifica tanto por el número de “imágenes sombrías” sino porque se podría comparar este cine de manera metafórica con “una especie de pizarrón en el que América inscribe sus males para liberarse con este gesto catártico” (1992: 12).
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Si el film noir, o su nueva versión hollywoodiense, el neo noir1 no es un género muy presente en la producción fílmica de los últimos decenios en España, es sin embargo el que interesa al director Enrique Urbizu, uno de los pocos cineastas que cultivan el cine negro. En efecto, para Urbizu el cine negro “permite hablar de economía, de política, de sociología” es decir “hurgar en todo lo oculto” y “bucear en la sociedad que genera la película” (Sala 2011). Entre sus últimas producciones, se encuentran dos películas que corresponden plenamente a los presupuestos críticos de este género, La caja 507 (2002) y No habrá paz para los malvados (2011), puesto que abordan temas tan actuales en España como el boom inmobiliario y el terrorismo yihadista. Los dos relatos comparten una misma estructura narrativa, a saber, una doble investigación presentada en secuencias alternadas que permiten seguir los pasos de los protagonistas. En los dos casos las metas de las investigaciones paralelas difieren e incluso pueden oponerse, ya que para unos se trata de ocultar los hechos cuando los otros intentan desentrañarlos. Esta estructura pone de realce la confrontación entre dos sistemas de valores, que se podría resumir como el enfrentamiento entre la ley y el crimen, o en términos morales entre el bien y el mal. Pero Urbizu matiza esta lucha y nos propone un retrato ambivalente de ciertos grupos sociales así como de sus personajes provocando en los espectadores una interrogación acerca de sus propios valores morales. En efecto, aunque sus relatos pueden tomar partido, su cine tiende también a “dar forma a contradicciones éticas sin resolverlas” (Hartwig 2014: 11). 2. Cartografía moral de ciertos grupos sociales Si los delincuentes son un elemento central del cine negro, las dos películas no se limitan a retratar su mundo. Los relatos presentan varios grupos sociales a partir de los cuales el director elabora una cartografía moral. Por una parte, se encuentran los personajes esperados en el cine negro: policías y jueces, cuyo deber es hacer respetar la ley. Por otra parte, aparecen también hombres políticos, periodistas, empresarios que tendrían que acatar las leyes y, para los 1
Véanse a este respecto, por ejemplo, los libros de Delphine Letort (2010) o Julie Assouly (2012).
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primeros, defender los intereses de los ciudadanos. Lo que propone Urbizu es por consiguiente examinar la ética profesional de estos grupos, considerando el intervalo que separa el “deber ser” del “ser”. Uno de los primeros grupos considerados es el de los periodistas, que obran en lo que se ha llamado el cuarto poder. Es su capacidad para destapar casos de abusos o corrupción, lo que lleva al protagonista de La caja 507 a dirigirse a uno de ellos. Sin embargo, frente al retrato halagador dibujado por varias películas americanas donde los periodistas están dispuestos a llevar a cabo investigaciones difíciles y poner en peligro su carrera para publicar la verdad2, Urbizu propone una visión más bien cáustica de este grupo social. La primera secuencia en La caja 507 donde el director evoca el papel de la prensa permite ya entender que no será una imagen muy favorable. El montaje presenta primero a Modesto Pardo, director de una pequeña sucursal bancaria, mientras está esperando para su cita con un periodista, y propone luego, en contracampo, primeros planos de artículos del diario local, Europa Sur, que tratan del incendio donde murió su hija siete años antes. Si la prensa es presentada como una fuente de información y una memoria del pasado reciente, el espectador se da cuenta de que los títulos de los artículos recogen sobre todo las declaraciones del jefe de policía o de otras fuentes autorizadas. La labor de los periodistas se limita pues a citar la información proporcionada por las autoridades sin más, como si la prensa estuviera a su servicio. Sin embargo, Modesto Pardo prefiere entrevistarse con un periodista en vez de acudir a un juez porque ha empezado su guerra personal contra una serie de personas y ve en la prensa la mejor manera de atacar a los delincuentes, como lo apunta al despedirse del periodista: “Ustedes hacen más daño, destruyen la reputación de las personas”. La fe de Pardo en el poder de la prensa y la ética profesional de los reporteros se ve pronto desmentida por la actitud del joven periodista que le recibe y que no se muestra muy interesado por el caso que este le presenta. En efecto, el reportero esperaba conseguir datos sobre el atraco del banco3, es decir, nutrir el relato de sucesos criminales 2
Existen numerosos periodistas ejemplares en películas tan distintas como Los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976), Veronica Guerin (Joel Schumacher, 2003) o Good Night and Good Luck (George Clooney, 2005). 3 La caja 507 se estructura a partir de un atraco a la agencia bancaria que dirige Modesto Pardo, atraco gracias al cual este entra en posesión de documentos escondidos en una caja
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que los periódicos proporcionan a los lectores. Cuando Pardo le propone información y documentación sobre unos incendios de terrenos agrícolas para su recalificación y evoca una trama corrupta, el periodista le manifiesta su decepción. A través de este diálogo, se dibujan los nuevos objetivos de la prensa que poco tienen que ver ahora con una verdadera labor de investigación. Además, cuando el periodista presenta al director del periódico el caso, este no solo le pide que le entregue todas las fotocopias, lo que deja presagiar que no se publicará nada, sino que llama al director del grupo empresarial propietario del periódico para referirle el asunto. Los planos de detalle sobre el cordón del teléfono del primero y luego sobre el fax del segundo donde se imprime la lista de las cuentas bancarias y de las personas que cobraron un soborno, establecen un lazo de subordinación evidente y sugieren que el concepto de libertad de la prensa es ya un señuelo. El montaje asocia también un plano del modesto despacho del director del periódico local con un plano de conjunto del inmenso despacho del empresario: gracias a la profundidad de campo, el espectador reconoce a través del ventanal unas altas torres que remiten a la madrileña avenida de la Castellana, y asocian a este personaje con un poder financiero que es finalmente el que decide lo que se publica y determina el nivel informativo de los medios de comunicación. No es de extrañar que el empresario se niegue a que el periódico publique los documentos donde aparecen nombres de gente relacionada con la empresa. En una entrevista final entre Pardo y este empresario, el protagonista evoca la adquisición del periódico por un banco asociado con mafiosos para quienes blanquea el dinero negro a través de inversiones en negocios inmobiliarios. Durante el diálogo entre los dos hombres, Urbizu recurre de nuevo a la profundidad de campo para asociar a este empresario con el paisaje, donde aparecen varias grúas a lo lejos, subrayando así su participación en la trama corrupta que ha denunciado Pardo. El segundo sector social retratado es, por supuesto, el de los policías En las dos películas se construye el retrato de un policía o ex policía poco ejemplar
fuerte y que revelan la existencia de una trama corrupta; los documentos encontrados por azar le permiten entender también que su hija no murió en un incendio forestal casual sino que fue premeditado.
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y se sugiere que los métodos o la ética de estos policías no difieren mucho de la manera de actuar de los delincuentes. El personaje interpretado por el actor José Coronado, Rafael Mazas en La caja 507 y Santos Trinidad en No habrá paz para los malvados, ejemplifica dos desviaciones del camino recto: Mazas se ha dejado seducir por la promesa del dinero fácil y trabaja ahora al servicio de un mafioso, Trinidad se sirve de su insignia para actuar fuera de la ley. Sin embargo, las dos películas dejan entender también que muchos policías se dedican con esmero a su labor. Es en No habrá paz para los malvados donde se estudia el funcionamiento particular de los diversos cuerpos policiales. La juez encargada del caso de triple asesinato está obligada a conversar con tres miembros de diversos departamentos de la policía para conseguir una información primordial, pero incompleta porque los servicios no colaboran entre sí, ni averiguan que los expedientes han sido entregados al departamento adecuado cuando abandonan una pista o consideran que el caso ya no es de su competencia. Lo que destapa entonces la juez son los huecos en la información conseguida, las competencias mal establecidas entre servicios que impiden vigilar a los criminales más peligrosos o los retrasos administrativos que permiten a delincuentes no ser juzgados. El blanco de la crítica concierne en particular a un comisario de la unidad central de inteligencia exterior, presentado como un personaje presuntuoso y poco eficaz; Urbizu subraya en un campo-contracampo la mirada irrespetuosa del personaje hacia el trasero de la juez sugiriendo que el comisario no dedica su atención a quien la merecería, por ejemplo al yihadista ceutí cuya pista han perdido. En otro plano, Urbizu aísla la mano de un confidente en la espalda del comisario insinuando que este quizás mantiene relaciones demasiado amistosas y, por ende, confusas con los delincuentes. A través de este personaje, el relato hace hincapié en la falta de profesionalidad de ciertos miembros de las fuerzas de seguridad, en su ceguera también censurada por la juez. Finalmente, quienes van a sufrir las insuficiencias del trabajo policial serán los ciudadanos. El tercer gran grupo considerado es el de los políticos, presentados en La caja 507 sin ninguna ambivalencia: están dispuestos a olvidar los principios morales que deberían guiarlos para enriquecerse y disfrutar de una parte de las ganancias ilegales que producen sus actos delictivos. Lo que revela la película es que los puestos políticos sirven en la Costa del Sol para favorecer unas
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empresas inmobiliarias que utilizan el dinero negro de las mafias. En vez de trabajar para mejorar las condiciones de vida de los habitantes de la zona, el alcalde y ciertos concejales se dedican a modificar el plan de uso de los suelos: los proyectos de construcción inmobiliaria transforman espacios naturales en urbanizaciones privadas, modifican el entorno urbano y mientras tanto no se invierte para realizar ciertas obras públicas, de modo que ciertos habitantes de la costa siguen sin agua corriente. Diversos planos encadenan así la imagen de una urbanización de lujo, la presencia de un camión que reparte agua potable y los carteles del nuevo complejo inmobiliario promovido por el ex alcalde. El balance final es bastante desalentador: los defensores de la ley a veces son ineficaces o por falta de apoyo o por incompetencia; la prensa no cumple siempre con su compromiso social; ciertos políticos no trabajan para los ciudadanos que los eligieron, sino que favorecen la actuación de grupos corruptos. Así, las películas retratan un ethos profesional deficiente porque muchos no se toman su trabajo bastante en serio, han perdido de vista la utilidad de su labor o simplemente están al servicio de tramas corruptas. Frente a este estado de cosas, lo que proponen las películas es entonces el recorrido de dos hombres solitarios enfrentados a unos grupos criminales. 3. Ambigüedades de un justiciero ordinario En La caja 507, el personaje de Modesto Pardo es presentado primero como un padre desconsolado que no ha podido sobreponerse a la pérdida de su única hija. Es importante notar que Urbizu empieza su relato con la presentación de la vida de familia de Pardo y la secuencia del incendio en el que perece su hija. Como lo ha apuntado François Jost, es la empatía para con ciertos personajes lo que nos permite acceder a sus emociones y entender sus motivaciones: “L’empathie est, pour ainsi dire, une condition de la compréhension narrative. Sans la capacité à entrer dans la perspective émotive d’un personnage, je ne peux comprendre sa psychologie et ses comportements” (2015: 232). Para crear esta empatía, Urbizu subraya en varias secuencias el sentimiento de aflicción del personaje a punto de llorar cada vez que piensa en su hija; así, muestra a Pardo mirando fotografías antiguas
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o recordando en un flash-back el descubrimiento del cuerpo carbonizado. Aparte de este dolor, el personaje, como lo sugieren tanto el nombre como el apellido escogidos por el director, aparece como una figura gris, un hombre ordinario y apagado, pasivo ante los acontecimientos. Pero cuando descubre por azar un expediente que le revela el carácter criminal del incendio forestal en el que murió su hija, decide actuar y perseguir a los responsables de su muerte. Su dolor ha sido subrayado de manera reiterada, de modo que aparece como un motor legítimo para su acción puesto que lo que reclama no es sino el castigo de los culpables. Sin embargo, lo que cuestiona la película es la legitimidad de los medios empleados. Primero, Pardo se apodera de los documentos encontrados durante el atraco al banco, los esconde provocando en su propietario, el ex jefe de policía Rafael Mazas una desazón que le lleva a perseguir al grupo de atracadores para recuperar sus papeles. En el curso de su investigación, Mazas acaba por matarlos uno tras otro sin conseguir nada. Estas muertes inútiles, este castigo desproporcionado son denunciadas en dos circunstancias: primero por uno de los delincuentes golpeado por Mazas, luego por el propio Mazas cuando se enfrenta a Pardo. La película cuestiona de esta manera la actitud de Pardo, obsesionado por su venganza y ciego frente a la violencia que ha desencadenado. La firme voluntad de Pardo de hacerlos “pagar, uno a uno”, como lo declara a su mujer, o de “hacer caer las cabezas de todos los que han participado en la muerte de [su] hija”, le lleva a adoptar una conducta fría, insensible para con los demás. Pide cuentas al bombero que aceptó firmar una falsa declaración de fuego accidental, al ex alcalde que recalificó el uso de los suelos y obliga a este a tomar contacto con quien le soborna, un peligroso mafioso. Para explorar esta ambivalencia moral de Pardo, Urbizu escoge como lugar de cita entre Pardo y el mafioso el cementerio donde está enterrada la hija del primero. El comienzo de la secuencia presenta en un primer plano la lápida con el nombre y la fotografía de la joven, para luego mostrar en contracampo a su padre, reforzando así el lazo que existe entre la actuación de este y el crimen impune. Durante este encuentro, Pardo revela al mafioso el nombre del propietario de la caja bancaria, la novia de Mazas. En este momento, Pardo sabe perfectamente que está condenando a muerte a unas personas pero utiliza al mafioso como brazo para su venganza personal. Urbizu propone aquí
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al espectador reflexionar acerca de la legitimidad de una actuación que si bien se asienta en una injusticia vivida también desencadena otras injusticias. Al no acudir a los tribunales, porque desea impulsar un ajuste de cuentas entre criminales, Pardo ha escogido la vía de la violencia y de la venganza, como lo hacían varios personajes de las películas americanas de los años setenta que privilegiaban el concepto de autodefensa.4 Y cuando Urbizu reduce la presentación de los delincuentes de tal modo que el espectador no pueda identificarse con ellos o pone de realce la crueldad de la que hacen gala algunos de ellos, la película parece inclinarse por una legitimación de la violencia ejercida fuera de la ley contra los criminales. Aunque la película no se recrea en imágenes violentas5, algunos planos revelan el sadismo ejercido por el hermano del mafioso Marcelo Crecci. Precisamente Pardo está presente cuando torturan a la novia de Mazas y a los primos de Crecci: Urbizu presenta en estos momentos un hombre indiferente a la suerte de los demás, como si su propio sufrimiento y el de su familia hubieran anestesiado ya su sensibilidad y aniquilado su capacidad de empatía. Pardo, sentado, inmóvil frente a la imagen del dolor ajeno y de la violencia, es un espectador impasible que se niega a dejarse conmover. Para acrecentar la ambivalencia moral de este personaje, el director le lleva a exigir su parte de las ganancias, varios millones, para no difundir los documentos comprometedores. Aunque Crecci le ha pagado este dinero, Pardo denuncia luego a Crecci como el responsable de la filtración de informaciones al propietario del periódico. A este también le chantajea, amenazándolo con revelar la lista de nombres y cuentas si su periódico no publica una serie de artículos sobre la trama. Pardo se convierte en un chantajista, un extorsionista y se enriquece finalmente gracias a su tesón y su valor frente a los criminales. El resultado es primero la eliminación de todos los miembros del clan Crecci y el arresto del ex alcalde y revelación de la trama, expuesta en las páginas del periódico Europa Sur. Pero, en un plano, Urbizu aísla los cuerpos de la mujer y el joven hijo del mafioso, también asesinados, recalcando así que la venganza de Pardo se cobra un sinfín de víctimas colaterales. 4
Pensamos, por ejemplo, en Joe (John G. Avildsen, 1970) o Death Wish (Michael Winner, 1974). Véase a este respecto, el análisis de Jean-Baptiste Thoret (2006: 267-275). 5 Como ha declarado en una entrevista: “La banalización de la violencia me pone los pelos de punta y la frivolidad con la que se utiliza me rebota bastante” (Heredero 1997: 697).
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En cierta medida, La caja 507 es la historia de un hombre débil y solo que se convierte en un justiciero y vence a diversos grupos corruptos, de modo que la víctima inocente ha obtenido justicia. Sin embargo, la película ha mostrado también el poder de corrupción de ciertos grupos: Pardo se ha apropiado de los documentos de Mazas y les ha sacado partido como pensaba hacer el ex policía para cambiar de vida. El director del grupo empresarial que trabaja con la mafia y los políticos corruptos sigue en su puesto, y todo hace pensar que seguirá participando en otro cohecho para que su empresa acumule beneficios. Por consiguiente, el último plano de la película, con Modesto Pardo y su mujer mirando de espaldas una mar sosegada, no puede equivaler a un final feliz, sino que es una imagen-espejuelo. Este mar plano, el horizonte despejado funcionan a modo de reflejo de una sociedad apaciguada que se sustenta en unos valores morales que cree compartidos, aunque esta no es la realidad. 4. El cine del oeste como referencia y clave de interpretación Quizás para entender plenamente la visión que proporciona Urbizu de la sociedad española sea necesario referirse a otro género cinematográfico que él mismo cita en sus películas, a saber, el cine del oeste. No habrá paz para los malvados se abre con una serie de planos de detalle sobre una máquina tragaperras, donde se destacan las figuras de un sherif, una bailarina de saloon, un sombrero de vaquero y un Colt, mientras que Trinidad es presentado con un primer plano sobre sus botas de vaquero. Esta insistencia en mostrarnos elementos típicos de otro género cinematográfico, así como la elección del apellido, Trinidad, sacado de los títulos de varias películas del oeste6, constituyen indicios fehacientes por parte del director de su voluntad de integrar su relato dentro de una doble corriente, cine negro y western. Bien es verdad que los dos géneros comparten una serie de elementos. Recordemos, por ejemplo, que las películas del oeste se caracterizan por una lucha entre dos 6
Dos películas de Enzo Barboni, pertenecientes al spaghetti-western se distribuyeron en España con los títulos de Le llamaban Trinidad (1971) y Le seguían llamando Trinidad (1972). Esta referencia es utilizada también por Pedro L. Ramírez: Ninguno de los tres se llamaba Trinidad (1972).
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mundos, uno donde se impone la fuerza, el mundo salvaje o wilderness, y un mundo civilizado, regido por la ley. El héroe de estos relatos es a menudo un ser que pertenece a los dos espacios, un vaquero que vacila en abandonar su entorno y su modo de vida o un sherif que impone la ley aunque fue anteriormente un maleante, es decir, que estos personajes presentan cierta ambivalencia moral (Bordwell/Thompson 2000: 82). El western, además, pone en imágenes una reflexión sobre la violencia y sus usos legítimos, algo que se encuentra igualmente en el cine negro. Si consideramos también que muchas películas del oeste relatan la persecución de los delincuentes (outlaws) por parte del sherif, nos encontramos con otro elemento común, puesto que esta persecución se repite en el cine policíaco con los malhechores y los policías. Para conectar los dos géneros, Urbizu se vale también de elementos como el Colt o la carabina, de gestos que recuerdan actitudes vistas en los westerns, de espacios fuera de la ciudad que pueden hacer las veces del espacio salvaje. De esta manera, la referencia al oeste le permite caracterizar a los dos personajes de policías en La caja 507 y No habrá paz para los malvados: hombres duros y violentos, parcos en palabras, prestos en usar la pistola, dispuestos a pasar de la ley; los dos aceptan enfrentarse a su destino que les lleva a la muerte, cuando intentaban precisamente salvar el pellejo. Si el western permite estilizar el tratamiento formal de los personajes, sin embargo ¿por qué recurrir a esta hibridación de géneros? Nuestra hipótesis es que Urbizu introduce esta referencia primero para subrayar su interpretación de los hechos delictivos representados. En cierta medida, el cine negro propone una reflexión sobre la vida en los núcleos urbanos y pocas veces deja entender que los delincuentes van a transformar el mundo donde se mueven: los delincuentes ejercen su poder sobre grupos reducidos dentro de la sociedad. Al contrario, ciertas películas del oeste dejan entrever que existe el riesgo de que ganen los bandidos, de que reine de nuevo la ley del más fuerte, de que la sociedad entera tenga que renunciar a la justicia. Por consiguiente, si el mundo que Urbizu retrata tiene como referente el oeste, entonces sugiere que el peligro que se cierne sobre él puede atacar todas sus bases. Y la visión negra de una sociedad en peligro se ve confirmada por una de sus declaraciones: “En las últimas décadas España proporciona un material para todo tipo de historias pero para el thriller desde luego. No tenemos que fijarnos en ningún gánster foráneo tenemos indígenas de alta calidad” (Díaz 2011: 61).
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El segundo motivo me parece ser la reflexión sobre la violencia. En las dos películas, los criminales no son detenidos por la policía ni juzgados por tribunales, porque la justicia no tiene todos los elementos para imputarlos y porque un hombre se ha adelantado al eventual juicio. Lo que ponen en escena las películas es una justicia particular, como si el mundo donde se mueven los personajes fuera una sociedad anterior al establecimiento de la ley. En ciertos diálogos entre la juez y unos policías, estos dejan entender con la expresión “uno menos” que la eliminación de los criminales es un acto positivo y que poco importan las circunstancias. Mientras que en el cine negro es la ley la que tendría que ganar o por lo menos la ley es el referente, en estas dos películas los protagonistas actúan fuera de ella, pero logran lo que la ley no consigue, apuntando de esta manera las insuficiencias del dispositivo represivo como lo hacían ciertas películas americanas de los años setenta, en las que Clint Eastwood encarnaba a un policía justiciero.7 5. Un héroe paradójico Esto se verifica todavía más en el caso de Santos Trinidad, quien comete un triple asesinato casi por desidia. Si las tres muertes pueden parecer incomprensibles en un primer momento, el repaso de la secuencia permite entender que Trinidad ha reaccionado de manera excesiva porque es un policía que tiene una ética y conoce las fronteras entre el mundo del crimen y el mundo de la ley, de modo que no puede tolerar el contacto físico con un criminal, visto como una contaminación. El plano que muestra cómo el propietario colombiano del club de alterne pone su mano en la espalda de Trinidad funciona en relación con otro plano, ya comentado, donde un confidente pasa la mano por el hombro del comisario. Porque es en el momento en que el colombiano le toca la espalda cuando Trinidad le golpea la cara y se enfrenta con la amenaza del esbirro. Asesina para no ser matado y luego para no dejar testigos. Su violencia no es sino la expresión de un rechazo total del universo criminal, es decir, la manifestación de su “pureza” respecto a las connivencias que pueden existir entre policías y delincuentes. Además, su
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Por ejemplo, Coogan’s Bluff (Don Siegel, 1969) o Dirty Harry (Don Siegel, 1971).
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violencia exacerbada ha servido para eliminar a dos criminales, como revela la encuesta posterior: el uno era un asesino a sueldo buscado en Europa, el otro un traficante de drogas, relacionado con el terrorismo yihadista. Como en La caja 507, existe una víctima colateral, una empleada del club que tuvo la mala suerte de quedarse hasta el cierre del local, pero es pronto olvidada en el relato. Desde esta primera secuencia de tiros, Trinidad es mostrado como un ser complejo, casi desdoblado, como lo sugiere un plano donde se refleja su rostro duplicado en un espejo: a la vez un policía determinado y un hombre acabado que se autodestruye con el alcohol. Pero es su instinto de policía lo que le lleva a seguir la pista del tercer hombre que presenció los asesinatos y a descubrir una banda terrorista, activa en Madrid. En su recorrido por diferentes barrios madrileños Trinidad revela su capacidad para seguir su presa, su paciencia para esperarla, su habilidad para llevar a cabo una investigación con pocos elementos y su valor al ponerse en peligro para conseguir su objetivo. Aunque Trinidad persigue al tercer hombre para borrar las huellas de su crimen, el asalto a la casa refugio de los terroristas cobra un nuevo sentido, puesto que su acción salva a numerosas vidas. En efecto, se enfrenta a varios hombres a los que acaba matando antes de sucumbir a sus heridas, pero sobre todo les impide llevar a cabo el atentado proyectado. Otra vez son tres sus víctimas y Urbizu elige repetir la puesta en escena presentada tras el primer asesinato: Trinidad sentado de espaldas en una silla, con el Colt en una mano. Esta imagen que recuerda mucho ciertos planos de los westerns es filmada en dos momentos distintos: la primera de noche, la segunda de día. Entre estos dos planos parecidos y distintos, Trinidad ha pasado del estatuto de asesino al de héroe, salvador de muchas vidas. Es el mismo hombre pero con su sacrificio ha atravesado la oscuridad para quedarse en la plena luz del día. De nuevo, la película interroga nuestra mirada sobre la violencia, pero nos incita a tomar partido por Trinidad. Durante su entrevista con la juez Chacón, cuando ella, repasando su expediente, le espetaba que “en 1997 mató a un hombre”, él le había contestado: “me dieron una medalla por ello”. El asesinato de ciertos hombres por los policías puede ser recompensado porque corresponde a su labor, permite salvar otras vidas. Esta violencia puede ser perfectamente aceptada, asumida y valorada.
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El final de la película con su serie de planos en el centro comercial donde estaban las bombas funciona a modo de justificación de la violencia ejercida por Trinidad. Urbizu utiliza el fundido encadenado para hacer aparecer en los espacios vacíos hombres, mujeres y niños que hubieran podido morir, es decir convertirse en estos fantasmas que cobran cuerpo y vida en los planos. Trinidad los ha salvado aunque ellos no lo sepan, y la película aboga por una toma de conciencia del peligro que amenaza nuestras sociedades y justifica a la vez el recorrido del protagonista: el fin justifica los medios. 6. Conclusión Las dos películas ofrecen a los espectadores un recorrido por unos sectores en los que se pone de realce la distancia que existe entre la exigencia ética, el “deber ser” de unos profesionales, y sus prácticas. Al evidenciar una pérdida del ethos profesional, la confusión entre mundos que deberían estar bien delimitados, ofrecen una visión muy crítica de una sociedad española donde sería necesaria la presencia de unos justicieros solitarios, sin embargo poco probables. Si el film noir subrayaba las contradicciones ideológicas de la sociedad de referencia, asentada en unos valores éticos desplazados por “la moral de una competitividad feroz” (Heredero/Santamarina 1998: 203), o sea, la moral capitalista, el cine negro de Urbizu también plasma las contradicciones internas de una sociedad democrática defensora de unos valores que no es capaz de hacer respetar. Los dos relatos invitan en efecto a reflexionar sobre las deficiencias de un sistema judicial en una sociedad globalizada donde se enfrentan criminales relacionados con redes potentes y unas fuerzas del Estado quizás no dotadas de todos los medios para este nuevo tipo de lucha. La construcción de los dos protagonistas, Modesto Pardo y Santos Trinidad, aparece como una modernización y una remodelación del héroe del cine negro ya caracterizado por una conducta que no siempre hacía coincidir legalidad y ética. La ambivalencia moral de estos dos personajes es evidente, puesto que persiguen primero objetivos personales, aunque luego su lucha les lleva a acabar con unas redes criminales. Sin embargo, el uso de una violencia indiscriminada que se lleva también a víctimas inocentes obliga al espectador a cuestionar su propia ética: ¿pueden los resultados justificar los métodos empleados?
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¿LA CULPA ES DEL TRADUCTOR? NARRATIVAS DEL DILEMA EN LA TEORÍA DE LA TRADUCCIÓN Y LA LITERATURA ESPAÑOLA, DE MIGUEL DE CERVANTES A JAVIER MARÍAS Albrecht Buschmann Universität Rostock
Hablar sobre la traducción es hablar sobre un dilema. Quien alguna vez trató de traducir ‘buena literatura’ en otro idioma, es decir, un ensayo, una novela o un diálogo de características estéticas, conoce esta situación: uno entiende lo que dice el texto original, entiende el sentido y reconoce su particularidad formal, pero al igual que en expresiones que uno encuentra en su propio idioma, incluso en las mejores variantes falta algo del efecto que causa el texto original, y la mayoría de las veces algo interfiere e impide que el mencionado efecto del original se manifieste de la misma manera.1 En situaciones como estas decimos en alemán que nos encontramos en una “Zwickmühle” o atolladero, porque nos vemos atascados entre dos opciones, como si fueran dos piedras de molino; en español uno estaría “entre la espada y la pared”, en un apuro o ante un dilema. Es, pues, la propia lengua la que nos lleva a concebir la traducción como actividad situada en un campo de conflicto entre dos extremos, los giros idiomáticos llevan inscrita en sí la bipolaridad: reflexionar acerca de la traducción es discernir sobre una continua narrativa del dilema, en el que el prefijo “di-” nos da una primera orientación. La traducción se concibe tradicionalmente, en la teoría como en la literatura, como un bipartito, una dualidad. En este 1
En este apartado el concepto clave es el de la ‘buena literatura’, una categoría rechazada por la rama lingüística de los estudios de traducción. Para la traducción literaria, no obstante, las exigencias específicas de la traducción de ‘buena literatura’ y el cómo pueden ser satisfechas constituyen una cuestión esencial (véase Buschmann 2015a).
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artículo expondré, en primer lugar, cómo esta figura conceptual se impuso a lo largo de los siglos hasta llegar a inscribirse en la mismísima lengua, así como su reflejo en la literatura (I), en segundo lugar cómo se convirtió en una cuestión moral (II) y, para terminar, propondré opciones tanto para la resolución como el mantenimiento del dilema (III). Para empezar, quisiera repasar el motivo de la traducción en la literatura y comenzar con un ejemplo, citado a menudo, contenido en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, pues la novela muestra cómo las ideas fundamentales de la Antigüedad dominaban el discurso sobre la traducción, en el siglo xvi ya convertidas en meros lugares comunes. Al final de su segunda parte, en el capítulo 72, don Quijote conversa con el traductor de un libro italiano en una imprenta en Barcelona. Como acostumbra, el caballero consigue en esta conversación dar muestra de su vasta educación. Ya que, como dice, sabe “algún tanto de toscano”, primero le pregunta al traductor por las equivalencias que emplea para palabras sueltas, si traduce el título “Le bagatele” como “Los juguetes”, si escribió “piu” por “más”, si escribió “su” por “arriba” y por “giù” “abajo” (Cervantes 1998: 1143).2 Cuando el traductor, como era de esperarse, le responde afirmativamente, sigue un discurso de don Quijote sobre la traducción. En él, distingue entre las lenguas de origen: las “lenguas fáciles” (Cervantes 1998: 1144) y las “reinas de las lenguas”, el griego y el latín. Traducir de las “reinas de la lenguas” es para él un verdadero desafío intelectual, lo que no podría considerarse de una traducción del italiano al español: “el traducir de lenguas fáciles”, decreta don Quijote, “ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que translada ni el que copia de un papel de otro papel” (Cervantes 1998: 1144). Como cuando preguntó por las equivalencias entre palabras, también aquí se aprecia que su concepto traductor parte de la idea de que una traducción literal, copiando palabra por palabra, es factible. Al final de su discurso, don Quijote compara la lectura de un texto traducido de una lengua fácil con contemplar un tapiz: “...me parece que el traducir de una lengua en otra [...] es como quien mira los tapices flamencos por el
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Ya en el comienzo del diálogo sobre la traducción, en el que se presupone la facilidad de la traducción de una palabra con otra trae oculta una trampa: finalmente, “le bagatele” significa también “bagatelas”, cosas sin importancia, pero no así “los juguetes”.
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revés, que aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las escurecen, y no se veen con la lisura y tez de la haz...” (Cervantes 1998: 1144). Justamente esta figura concisa de la traducción como el revés de un tapiz que dificulta y distorsiona la vista del único revés importante de una imagen, esto es, del texto original, pero que a la vez permite imaginarla (uno se da cuenta de que tiene que tratarse de un tapiz espléndido), será citada con frecuencia desde aquel entonces (aun cuando Cervantes no fue quien la inventó). Esta figura es seductora; su semántica, muy sugestiva y fácilmente comprensible. Pero lo que casi siempre se olvida y omite es el hecho de que lo que don Quijote decreta es solo una opinión sobre las traducciones entre lenguas cercanas y de que el caballero, aficionado a las lecturas literarias, se refiere a la traducción de una lengua que domina; recordemos que señala, como íncipit de la conversación, que sabe “algún tanto de toscano”. La figura de las dos caras del tapiz plasma el caso particular de un lector que lee una traducción en su lengua materna de una lengua vecina que de alguna manera domina, el de un lector que muy bien puede imaginarse qué dice el original. Esta es, sin embargo, la perspectiva de un lector capaz de formarse un juicio estético en dicha lengua vecina basándose en su experiencia lectora;3 al fin y al cabo, se trata de un lector que podría prescindir de la traducción. Por ello, no es conveniente generalizar esta perspectiva tan específica, tratándose de un lector extremadamente culto que habla dos lenguas emparentadas entre sí. Si esta fuera la formación de la mayoría lectora, la traducción ni siquiera sería necesaria. La figura es, además, un tanto incorrecta, ya que ambos lados del tapiz están hechos del mismo material (del mismo tejido, de la misma lengua habría que suponer), mientras que las traducciones entrelazan dos tejidos lingüísticos entre sí. Pero lo esencial para comprender nuestra narrativa del dilema es otro aspecto de la imagen del tapiz: sugiere una estrecha unión, hecha de forma mecánica, entre el original y la traducción, en la cual un lado 3
En este punto surge otro aspecto que hace tambalearse la validez general de la figura: justamente se tiende, a menudo de forma equivocada, a creer comprender lenguas próximas a la propia. Debido a que nunca se tuvo la necesidad de aprender a conciencia dicha lengua cercana y a que esta se adquirió de oídas y lecturas, se tiene propensión a los ‘falsos amigos’ (véase nota anterior). En este caso es posible desarrollar una buena intuición en cuanto a juicios estéticos sin haber llegado a comprender cognitivamente (completamente y/o de forma correcta) el sentido del texto, que es el caso de don Quijote.
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siempre brilla y el otro permanece opaco. El núcleo semántico de esta figura contiene una infravaloración: la traducción es obligatoria y permanentemente el débil lado ‘b’. Pero don Quijote argumenta no solo en términos generales y ex negativo, sino que también menciona explícitamente perfectas labores de traducción de “lenguas fáciles”: en su discurso menciona obras históricas de Cristóbal de Figueroa y Juan de Jáuregui, “donde felizmente ponen en duda cuál es la traducción o cuál el original” (1144).4 De esta frase podemos extraer el ideal implícito de una ‘buena traducción’: la traducción perfecta debe ser imperceptible como tal, sería una traducción ‘invisible’ a los ojos del lector. El ideal de traducción de Miguel de Cervantes expuesto por boca de su personaje, mecánicamente ligado al original y, quizás, indistinguible del mismo o incluso imperceptible es un concepto convencional de la época. Convencional en el sentido de que está basado en la antigua retórica. Don Quijote, en el marco de la acción principal,5 expone las ideas sobre la traducción de su tiempo. Así, sigue la línea de Cicerón en su De optimo genere oratorum, donde este último diferencia entre las estrategias de reproducción de textos orales o escritos (“nec converti ut interpres, sed ut orator”, Cicerón 1903: 14); de Horacio, quien desarrolla la idea del anterior y distingue en De arte poetica entre la labor del traductor y la del intérprete (“Nec verbum curabis reddere fidus interpretes”, Horacio 1994: V. 133-134); representa asimismo la de los escritos de Jerónimo de Estridón, quien diferenciaba dentro de las estrategias de traducción textos mundanos o sacros “ubi et verborum ordo mysterium est”, “donde incluso el orden de las palabras es un misterio”.6 Don Quijote resume esta diferenciación binaria entre textos mundanos y
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Estas traducciones serían, según los términos actuales, traducciones libres o invenciones creadas a partir del original. Habría que considerarlas, en consecuencia, más bien como literatura derivada que como traducciones; precisamente por este motivo se las valoró altamente en su momento, debido a su singular componente estético (véase Moreno 2003: 222). 5 En las novelas insertadas, al contrario, encontramos una imagen claramente diferenciada de la traducción en las culturas mediterráneas (véanse Von Koppenfels 2007, Buschmann 2017). 6 “Ego enim non solum fateor, sed libera voce profiteor me in interpretatione Graecorum absque scritpuris sanctis, ubi et verborum ordo mysterium est, non verbum e verbo, sed sensum exprimere de sensu” (Jerónimo 1973: 1).
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sacros con los términos “lenguas fáciles” para las ‘mundanas’ y las “reinas de las lenguas” refiriéndose a las ‘sacras’. Estas figuras de pensamiento han gozado de larga vida como podemos comprobar, por ejemplo, en la sentencia de Friedrich Schleiermacher, quien afirmó en el siglo xix que “[o] bien el traductor deja al autor en paz y atrae al lector hacia sí; o deja en paz al lector y lleva al autor hacia sí mismo”.7 No existe consenso en el ámbito de la traductología acerca de lo que los clásicos mencionados más arriba quisieron decir (véase Albrecht 1998: 53 ss.). Lo que sí podemos afirmar es que, si han sido considerados como clásicos hasta hoy día es porque sus figuras conceptuales provocan notables efectos discursivos desde hace más de dos milenios. Su visión dualista de la relación entre el original y la traducción obliga a todo aquel que se refiera a la traducción desde una perspectiva histórica, a pensar en las categorías de los clásicos. Ante este binarismo, al final uno se encuentra ante una decisión entre “lo uno y lo otro”: ¿considero mi tarea como un trabajo sobre un texto sacro o en una de las consideradas por el Hidalgo “lenguas fáciles”? ¿Me decido por la literalidad o por el efecto? ¿Por traducir secuencias de palabras o unidades de sentido?8 El pensamiento dicotómico se ha convertido, a lo largo de los siglos, en el modelo básico de la narrativa metodológica de la traducción, cambiando en los últimos cien años solamente la terminología: de la traducción bien ‘literal o acorde al sentido’ se denominó la traducción como ‘fiel o adulterada’, de ‘comprometida con el texto de origen o de destino’ a ‘anti-ilusionista o ilusionista, distante o generalizada’. Los términos que se utilicen son indistintos, el cuento es siempre el mismo: pone al traductor en una situación donde tiene que decidir entre dos opciones, ante un dilema. Un dicho italiano resume esta narrativa binaria, según la cual toda traducción es necesariamente deficitaria: “traduttore-traditore”. Subraya, además, la 7
“Meines Erachtens gibt es deren [der Wege] nur zwei: Entweder der Übersetzer läßt den Schriftsteller möglichst in Ruhe, und bewegt den Leser ihm entgegen; oder er läßt den Leser möglichst in Ruhe und bewegt den Schriftsteller ihm entgegen” (Schleiermacher 2002: 74). 8 Precisamente la idea de la literalidad como una máxima útil en la traducción es tan popular como imposible de llevar a cabo, salvo a costa de llevar a la lengua a los límites de su función comunicativa. Vemos el resultado de traducciones de textos hechas con una literalidad radical justificada en el respeto teológico en el caso de las ídem de la biblia al ladino realizadas por los sefardíes en los siglos xvi y xvii (véase Arnold 2015): resultan ininteligibles.
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valoración moral subyacente obligada —según las definiciones al uso— a la hora de hablar de un dilema: el traductor es siempre un traidor. Con lo cual nos encontramos ante un caso de culpabilidad: la del traductor como traidor, bien de su lengua materna, bien de la lengua de llegada (o incluso de ambas). Vemos cómo a lo largo de los siglos se ha venido describiendo y percibiendo al traductor como a un agente que, por una parte, no puede sino fracasar en su labor y, por otra, nunca llega a cumplir con su cometido moral, el de la misteriosa fidelidad que reinaba en el trasfondo de los argumentos de don Quijote. Esta marca moral con la que se señala al traductor como culpable se nutre, ante todo, de tres fuentes. En primer lugar, según la historia bíblica de la Torre de Babel el multilingüismo sería un castigo divino, lo que significa que el traductor está por ende ocupado en la redención necesariamente frustrada del castigo bíblico. De lograrlo se convertiría en un ser divino; pero al no ser más que un pobre humano, nunca podrá salvar el imposible de la conexión de dos lenguas. Al no poder ser divino, está condenado a fracasar en su intento de expiar el castigo que Dios impuso a los seres humanos. En segundo lugar, las primeras reflexiones teóricas sobre la traducción provienen de traductores de la Biblia (p. ej. de Jerónimo). Para ellos, la fidelidad y exactitud literal eran una obligación teológica, dado que un cambio intencional del texto sacro hubiera sido una herejía. Ya que la fidelidad literal y la fidelidad semántica se excluyen en las lenguas naturales, el traductor fracasará ante el mandato de fidelidad generalizado.9 Por lo que el traductor que trabaja con lenguas naturales, está obligado en el reino de las lenguas a desempeñar el papel de hereje. En último lugar, no solo se han impuesto narraciones intencionales que desconfían del traductor en el ámbito sacro, sino también en el del poder. Los traductores de una lengua que el cliente no domina, son, eso sí, protagonistas opacos. Por un lado, el traductor es un servidor o prestador de servicios. Por 9
Salvo en el caso de que se produzca un milagro en la generación de la literalidad deseada por dios, como en el de la Septuaginta. Se trata de la primera traducción completa de la época de la biblia judeo-aramea al griego, cuyo nombre se debe a que 72 traductores la tradujeron en el plazo de 72 días independientemente unos de otros siendo, sorprendente, todas y cada una de las traducciones idénticas entre sí. Se considera, por ello, un relato mítico de la fidelidad extrema al original exigido por el dios de los cristianos.
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otro, tiene mucho poder en su papel protagónico como intermediario a veces exclusivo. Cabe pensar en Hernán Cortés y su dependencia de su traductora Malinche: Bernal Díaz de Castillo informa de que los nativos finalmente llamaban a Cortés no por su nombre, sino “Malinche” (Díaz del Castillo 1955: 151).10 Los poderosos, los que encargan traducciones, tienen que encargarse de que el poder facticio del traductor no se convierta en poder visible o efectivo.11 Controlan, marginan a los traductores, sospechan, desconfían, en consecuencia, de ellos. Existe, pues, un interés estratégico en inculpar y colocar al traductor en una situación procesal de antemano. Los argumentos y las narrativas hasta ahora mencionados son el mejor instrumento para este fin. Hasta aquí el esbozo de la tradicional narrativa del dilema. Pero ya no estamos obligados a continuar pensando en razonamientos basados en binarismos y esquemas antiguos que prejuzgaban al traductor moralmente. Porque, al fin y al cabo, la historia de las teorías en los estudios culturales del siglo xx ha sabido, en muchos ámbitos, romper, diluir, o triangular binarismos transmitidos desde hace mucho tiempo. Con Ferdinand de Saussure dejamos de pensar el lenguaje en dualismos y lo concebimos como un sistema de símbolos basado en la tríada de significado-significante-referente. El concepto de Julia Kristeva de la intertextualidad ha cuestionado de forma productiva la rígida unión entre el creador-autor, por un lado, y, por otro, la obra como entidad definida para, en su lugar, analizar cómo surgen textos de textos. La estética de la percepción sigue la pista de un texto ya no solo en la palabra y en su productor, sino también en el proceso de atribución del sentido y dirigiendo la mirada hacia el receptor. En nuestro pensamiento y en muchos de nuestros conceptos se ha colado un tercer elemento que pone en movimiento al pensamiento dicotómico: ¿por qué no aplicarlo también a los modelos en que pensamos la traducción?12 Después de todo, hace apenas cien años Walter Benjamin escribió un ensayo salvaje, “La tarea del traductor”, sobre 10
Acerca de la Malinche como traductora véanse Buschmann (2015d) y Leitner (2009). El poder del traductor significa dependencia del mismo. Miguel de Cervantes (1998: 471) tematiza este aspecto en la novela insertada sobre Ricote y Zoraida (I, XL) y habla de la “mano del renegado” (esto es, del traductor), de la cual depende su destino como si de la “mano de Dios” se tratara (compárese Güntert 1991). 12 Las reflexiones aquí esbozadas sobre la superación de posiciones poco productivas en torno a la traducción se encuentran de forma extensa en Buschmann (2015b). 11
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cuya base se podían superar algunas figuras conceptuales, como la supuestamente evidente jerarquía entre el original (inmutable, único, normativo) y la traducción (variable, potencialmente multiplicable, deficiente frente al original). Así, por el contrario, Benjamin opina que un original pervive en la traducción y precisamente las traducciones pueden convertir a un original en clásico, lo que significa, por otra parte, que toda traducción modifica el significado del original (véase Benjamin 1972).13 Un buen ejemplo de ello nos lo brinda la recepción del Don Quijote. Su percepción en España cambió por completa cuando Ludwig Tieck tradujo la obra al alemán a principios del siglo xix: influenció primero la teoría estética del Romanticismo de los hermanos Schlegel, cuya idealización del hidalgo repercutió, a su vez, en la lectura del Don Quijote en España. Esta influencia similar a un boomerang suele incluirse en el relato de la historia del discurso (narrado por los hermanos Schlegel), pero el vínculo decisivo es, sin embargo, la traducción entendida como comentario, que “complementa, renueva y reconfigura la obra” (Schlegel 1978: 158), como lo expresó Friedrich Schlegel en su estética.14 Comparable en la trayectoria transnacional de una traducción del siglo xix es la de otro libro escrito en español que, hace veinte años, supuso un acontecimiento literario en Alemania y se percibió de otra manera en España tras el mismo. Me refiero a Corazón tan blanco (1992) de Javier Marías, traducido al alemán por Elke Wehr en 1996, novela que, según Hans-Jörg Neuschäfer, “no se empezó a tomar en serio en España hasta después de haber vendido más de un millón de ejemplares en Alemania”,15 siendo considerada por el crítico Marcel Reich-Ranicki “una obra maestra, una obra maestra sin par que debería coronar las listas de los libros más vendidos porque no hay
13
Acerca del origen (romántico) de la idea de Walter Benjamin de la continuidad de una obra en su traducción consúltese Sauter (2014) y sobre el trasfondo religioso del texto benjaminiano sobre la traducción, Buschmann (2015d). 14 Partiendo de esto Schlegel desarrolló más adelante la idea que sería fundamental para Benjamin, según la cual “la traducción es una tarea indeterminada, infinita” (“eine unbestimmte, unendliche Aufgabe” (Schlegel 1981: 60). 15 “Inzwischen wurde die treffliche Übersetzung [...] über eine Million Mal verkauft, und erst danach ist Marías auch in Spanien wirklich ernst genommen worden (wenn auch längst nicht so massenhaft wie hier)” (Neuschäfer 2002: 827).
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obra maestra comparable”.16 También en la novela de Marías encontramos una escena con un traductor y una intérprete, pero con una que rompe con los binarismos hasta ahora ilustrados. En el cuarto capítulo, Juan, el protagonista, conoce a su futura esposa, Luisa, ambos intérpretes en una conversación privada entre los mandatarios de España e Inglaterra en el tiempo del relato (Felipe González y Margaret Thatcher). A nivel diegético, en segundo plano nace el amor entre los personajes principales, futuro matrimonio, mientras que en el primero se discute acerca de lo que es la traducción, empleando Juan, el narrador autodiegético, el término “traducir” como sinónimo de traducción escrita y oral la mayoría de las veces.17 Este capítulo de veinte páginas está dividido en dos partes casi simétricas: en las primeras diez páginas Juan expresa su punto de vista sobre las prácticas y costumbres, en parte extrañas, del gremio de los traductores en grandes instituciones políticas en forma de monólogo interior. La segunda parte consiste en una escena en la cual la acción (Juan traduce a ambos políticos, siendo, mientras, observado por Luisa) es continuamente interrumpida por pasajes a modo de comentarios, parte del monólogo interior de Juan. En el transcurso del texto se retoman muchos de los lugares comunes, consolidados en la teoría y en la literatura, sobre la traducción, para cuestionarlos analíticamente o deconstruirlos en la escena. Pasemos a analizar algunas sentencias clave. Juan recuerda una conferencia en inglés, en la que un australiano notó que se le estaba prestando menos atención porque no se le traducía (por el hecho de estar hablando 16
“Begeistert bin ich von diesem Marías, ich glaube, das ist einer der größten im Augenblick lebenden Schriftsteller der Welt. Ich bin überzeugt, und ich scheue mich nicht zu sagen, daß es ein geniales Buch ist. Ich habe seit vielen Jahren kein Buch gelesen, das mich so tief getroffen hat. Dies ist ein Meisterwerk, ein ganz großes Meisterwerk. Es sollte auf Platz 1 der Bestsellerliste landen, denn ein vergleichbares Meisterwerk ist nicht zu haben” (Reich-Ranicki, 13/6/1996, en el programa “Das literarische Quartett”, en la segunda cadena de la televisión nacional ZDF). La cita se encuentra desde entonces en la contraportada de todas las ediciones del libro de la editorial Klett-Cotta, en alemán. En la página web de Javier Marías leemos una reseña dialogada traducida al castellano: [15-01-2016]. 17 En adelante emplearé el concepto de traducción en un sentido amplio renunciando a la distinción entre traducción escrita y oral; en lo referente a las escenas de intérpretes utilizaré el término “interpretación”.
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en inglés), con lo cual no se le oía por los auriculares. A partir de ese momento, exageró su acento australiano dejó de ser comprensible y tuvo que ser traducido (como el resto de los interlocutores). Posteriormente, tomó la palabra hablando de nuevo de lo más ‘normal’ (con un inglés comprensible para todos), pero esta vez sí se le oyó a través de los auriculares: ello le puso contento (véase Marías 1996: 68 ss.). Según el narrador, para los oradores en instituciones políticas no es importante ser comprendido, sino que “el único afán de los delegados y representantes es el de ser traducidos e interpretados” (68). Por ello, se cuestiona la jerarquía entre original (el discurso político) y su traducción. Según esta anécdota, el único texto de valor y relevancia es la traducción (aunque esta sea del inglés australiano al estándar). Este pensamiento no carece de importancia, ya que Juan subraya que él y sus colegas no solo cometen errores en su labor (70), sino que no se resisten “a deslizar falsedades de vez en cuando” (72), a pesar de que saben que los “asamblearios se fían más de lo que escuchan por los auriculares, esto es, a los intérpretes, que de lo que oyen [...] aunque entiendan perfectamente la lengua en que éste se está dirigiendo a ellos” (70). Vemos cómo Marías invierte la tradicional estructura de poder entre el mandante y el intérprete, su ‘servidor’: los poderosos ambicionan oírse interpretados, por eso los intérpretes pueden actuar conscientes de su poder frente a ellos. Como les es sencillamente imposible mantener bajo control a los intérpretes, “no les queda más remedio que fiarse de nosotros” (72). El capítulo continúa con la famosa escena de interpretación, famosa por ser inteligente, emocionante, divertida y estar llena de dobles sentidos a partes iguales,18 en la que Juan interpreta a los políticos mientras que Luisa está sentada detrás de él. Lo está en calidad de “intérprete-red” o “intérprete de 18
Vemos un ejemplo de la artificiosa polisemia del texto en el pasaje en el que Juan comenta, sorprendido, la sed en ambos políticos de aplauso y reconocimiento colectivo, en lo que reconoce “un deseo íntimamente totalitario, el deseo de unanimidad y de que todo el mundo esté de acuerdo” (Marías 1996: 81); con lo cual no solo se critica el deseo de los políticos, sino la exigencia del lector de la “traducción verdadera”, y anuncia de esta manera también la semilla de la infelicidad en su matrimonio y en el de su padre. Acerca del motivo de la traducción en la novela véase Winter (2012); sobre el humor, especialmente en el capítulo aquí analizado, Neuschäfer (2002); acerca de los procedimientos narrativos, Martinón (1997).
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seguridad”, es decir, de controlar la interpretación de Juan, ¡lo cual no hace! Al inicio somos testigos de cómo los minutos transcurren lentamente en un silencio penoso, ya que González y Thatcher no tienen nada que decirse; hasta que Juan interpreta a la inglesa la oración del político español “¿Quiere que le pida un té?” con “Dígame, ¿a usted la quieren en su país?” (78). Para sorpresa de Juan, Luisa no interviene en el subsiguiente diálogo sobre el amor en la política. Ni cuando Juan añade frases, como vimos, ni cuando obvia palabras. Incluso tampoco cuando Juan obliga a Felipe González a reformular una pregunta a Thatcher, que lleva el tema de conversación del amor en el campo político al privado. Le dice: “Si puedo preguntárselo y no es demasiado atrevimiento, usted, en su vida amorosa, ¿ha obligado a alguien a quererla?” (82). La pregunta —hecha a Margaret Thatcher— parece realmente atrevida, porque es a la vez una pregunta a Luisa, ya que (en relación con la trama de la novela) se refiere a la futura vida amorosa y matrimonial de Juan y Luisa y porque en esa situación determinada pone su relación profesional primero, a prueba, después, de cabeza: dado que Luisa no interviene, deja de ejercer de “intérprete de seguridad” de Juan. No lo controla, puesto que ahora él ha ganado poder sobre ella en ambos aspectos: en el profesional y el emocional. Vemos como Juan sospecha que, después de este triunfo profesional, también tendrá el mando como amante: “...pensé que si me permitía aquello podría permitírmelo todo a lo largo de mi vida entera, o de mi vida aún no vivida” (83). Mientras Juan interpreta la última respuesta de Thatcher —por la que, dado el atrevimiento de la pregunta, Luisa se muestra muy curiosa— Luisa se acerca a él por detrás, de manera que la comunicación en sí, tal como se describe, cambia del registro lingüístico a uno sin palabras y hasta a un registro meramente corporal. Juan reflexiona en las siguientes palabras: ...sentí que la cabeza de Luisa se había acercado a la mía [...] hasta el punto de notar yo su respiración levemente junto a mi oreja izquierda, su aliento levemente alterado [...] pasaba ahora rozando mi oreja, el lóbulo, como si fuera un susurro tan quedo que careciera de mensaje o significado, como si sólo la respiración y el acto de susurrar fueran lo transmisible, y quizá la ligera agitación del pecho, que no me rozaba pero notaba más próximo... (84 s.).
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Durante la tarea de interpretación, Juan y Luisa no intercambiaron palabras, solo gestos. Al final de la escena —“como si sólo la respiración y el acto de susurrar fueran lo transmisible”— se comunican con la respiración y los cuerpos de forma más intensa y directa que los altos cargos que hablan entre sí con palabras, pero con palabras prestadas, mientras que para los traductores las palabras supuestamente falsas (“deslizar falsedades”) conducen a un sentimiento real, a su amor. Se invierten aquí las categorías convencionales de la comunicación humana, como si de un experimento se tratara: la comunicación entre políticos, basada en el lenguaje verbal, en la cual la gesticulación o la respiración son ‘insignificantes’ (en el sentido literal de la palabra), se revela falsa si mide de acuerdo con el sentido de las palabras de sus diálogos; hay que considerarla un éxito, no obstante, si este lo medimos según la escasa cercanía empática en este tipo de encuentros informales. Para Juan y Luisa, por el contrario, las frases pronunciadas como interpretación de las de los políticos no son, en parte, más que palabras inventadas que conforman igualmente la percepción de la realidad, si bien estas incluyen una verdad solamente reconocible por ellos mismos. Es precisamente este segundo plano de las intervenciones de Juan el que les permite alcanzar otro tipo de comunicación: la corporal. De manera que la escena sirve como motivo de la traducción para mostrar, por una parte, las condiciones en que la lengua influye en la realidad y, por otra, la relatividad de los conceptos de verdad y veracidad.19 La clave para nuestra interpretación de la escena es el hecho de que los traductores ya no aparecen como encargados o servidores pasivos, sino que son ellos los que organizan la situación activamente. Desde el punto de vista lingüístico, se podría decir que Juan adultera las palabras de los políticos, pero en cuanto a la situación comunicativa, logra poner rumbo a la conversación entre los políticos, es decir, que lleven una conversación empática. Eso era lo que antes del inicio de la conversación entre Thatcher y González (al inicio del encuentro, cuando aún no había conversación), se echaba en falta. La intervención de Juan no es, entonces, ni traducción ni falsificación, sino la producción de entendimiento en el sentido básico de la palabra. Por 19
Por este motivo pierde importancia la crítica de los intérpretes profesionales cuando reprochan que la escena no refleja su verdadero día a día profesional: no es el tema tratado.
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eso, también leemos la frase entusiasmada de Thatcher a González: “Oh, querido amigo [...] no sabe cómo le comprendo....”20 (80). Dado que, en este caso, la intervención del traductor se lleva a cabo con éxito (conduce al entendimiento), no tiene lugar ningún tipo de condena moral. La traducción, a pesar de no ser ni literal ni semánticamente “fiel” al original, conduce, desde el punto de vista pragmático, a una situación comunicativa exitosa entre los políticos y aún más en la comunicación indirecta entre los intérpretes. Obviamente, esta narración responde a la narrativa del dilema; más aún, se sitúa más allá de este dilema, descubriéndolo como un falso dilema. Lo que el texto de Marías logra es sustituir la tradicional idea de la relación bipolar de la traducción mediante un desdoblamiento de las vías comunicativas no solo en su macroestructura (cada oración de Juan se desdobla en un mensaje a los políticos y otro a Luisa), sino que también refleja este doble plano en su microestructura: casi cada frase es formulado con un significado doble, a casi cada concepto clave se le da un sinónimo matizado, como hemos podido apreciar en las citas. A través de esta fórmula, Corazón tan blanco contrapone el desdoblamiento a la representación binaria y polarizadora (aquí el original, allí la traducción): traducir aparece como parte de un tejido de varias capas de una situación comunicativa, como componente indispensable en el proceso de comunicación y comprensión. Así, Marías escenifica finalmente la tesis postulada por George Steiner en su clásico de la teoría de la traducción moderna After Babel, según el cual reflexionar sobre la traducción significa, en el fondo, reflexionar acerca de las posibilidades y limitaciones del idioma y las condiciones de la comunicación (véase Steiner 1993: 48 ss.). Como vemos, en la novela de Marías se nos presenta la narrativa del dilema en la historia de la traducción como una construcción, superable no solo en teoría, sino también en la realidad, al menos literaria. Por desgracia, nos vemos obligados a comprobar que los modelos y las metáforas tradicionales siguen aún vigentes y existen pocos autores que escriban sobre la traducción con tantos matices como lo hace Javier Marías.
20
El subrayado es mío.
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EL DILEMA DEL DINERO EN LA CONQUISTA DEL AIRE (1998) DE BELÉN GOPEGUI Annette Paatz Georg-August-Universität Göttingen
El “dilema moral” de las presentes consideraciones es uno muy sencillo: Se trata de lo que, en Alemania, se expresa en el proverbio: “Wenn es um Geld geht, hört die Freundschaft auf”, “Cuando se trata de dinero, la amistad se acaba”. En La conquista del aire (1998), la tercera novela de Belén Gopegui (Madrid, 1963), Carlos Maceda le pide a sus amigos Marta Timoner y Santiago Álvarez que cada uno le preste cuatro millones de pesetas (o sea, más de 24.000 €) para poder salvar su pequeña empresa. Esta “operación amigos”, como lo llaman entre ellos, significa el intento de mantenerse fiel a los antiguos ideales progresistas: Los tres tienen entre 30 y 40 años, se han criado en el entusiasmo izquierdista de la Transición, para después experimentar el consabido desencanto, corriendo paralelo con este cambio histórico su iniciación en la vida profesional y las quiebras de un proceso político que va revelando cada vez más sus aspectos problemáticos. En el núcleo argumentativo está el préstamo que se concede con la idea de seguir fiel a las convicciones originarias de los antiguos compañeros de estudios, es el intento de llevar adelante un proyecto económico digno. La narrativa de Gopegui se aleja bastante de la de sus colegas generacionales de la “nueva narrativa española” de los años noventa del pasado siglo. Difiere por ejemplo de los textos de la llamada “Generación X”, de autores como José Ángel Mañas o Lucía Etxebarria, cuyo “realismo sucio” representa respuestas mucho más drásticas a la situación de la juventud post-movida, marcada por los medios audiovisuales, la droga, la violencia y el sexo. La conquista del aire, en lo que tiene de angustia existencial de algunos de sus personajes, anticipa más bien el discurso de crisis del siglo xxi.
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En el proyecto literario de Gopegui se ve también el legado del realismo social de la Generación del Medio Siglo, con la respectiva postura comprometida. De hecho, su elaboración literaria de la cotidianeidad española se parece bastante a la obra de Carmen Martín Gaite, su gran mentora en los años de su iniciación literaria. Fue Gopegui quien se encargó de la necrológica de El País de Carmen Martín Gaite en el año 2000. El título del texto publicado en esta ocasión, “El sí de cada no”, capta de manera idónea la peculiar postura ética de la salmantina ante los retos de la cultura comercializada (Gopegui 2000). En el presente ensayo me interesa indagar en cómo en la “densa fábula moral” (Díaz de Castro 2000: 304) La conquista del aire se plantea el “dilema del dinero” con respecto a los proyectos de vida de los personajes. El dinero en sí es éticamente neutral, no tiene valor moral, tan solo lo adquiere en función de la manera de tratarlo y de utilizarlo. Si hubiera un sentido ético del dinero, sería tener la opción de ser generoso (cf. Sell 2015: 14). Precisamente a partir de este sentido ético, en La conquista del aire surge el dilema. En principio, Marta y Santiago sí se demuestran generosos a la hora de apoyar a Carlos con su dinero. Pero ya desde el inicio, existen dudas e inseguridades: así, Marta dice inmediatamente que sí, y ante esta situación, Santiago también accede. Sin embargo, el préstamo significa para él un mayor sacrificio por estar menos acomodado que Marta, y desde el comienzo siente la presión moral de no tener la posibilidad de negarse. Es a partir del comportamiento de los seres humanos frente al dinero como va surgiendo el dilema moral, y es esta situación concreta la que se nos expone en la novela. Desde la perspectiva de una ética de la literatura, conviene por lo tanto analizar cómo este conflicto ético está narratológicamente elaborado. Se ha señalado en este contexto que los textos narrativos se prestan de manera idónea para una crítica ética, porque las historias de acontecimientos, acciones y caracteres se localizan siempre dentro de un espacio moral y por consiguiente dentro de un determinado sistema de valores y normas (cf. Heinze 2006: 274). No se nos explayan disertaciones filosóficas, que son la forma en la que comúnmente se discuten temas éticos, sino casos muy concretos, que describen los dilemas, conflictos éticos y contradicciones en una colectividad. La novela de Gopegui se puede situar en la línea de un Henry James y su declarada preocupación por la representación de problemas morales en su escritura y sobre todo por desarrollar las adecuadas formas
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literarias para ello (cf. Zimmermann 2006: 15). En La conquista del aire, se nos presenta un ambiente completamente cotidiano: fija meticulosamente las horas del día en las que se mueven sus personajes, comenta cuánto dura una caja de leche en cada uno de sus hogares, describe el transcurso de los días laborales, los recados diarios, el tiempo de cada día y cómo se siguen las estaciones del año. Dentro de este entramado cotidiano surgen los dilemas personales de los personajes, cuyo núcleo es un asunto de dinero. La autora misma ha comentado con respecto a su elección del dinero como tema literario: “Creo que hay que hablar de dinero en narrativa, ya que es algo importante y a menudo no se habla de él. En la gran tradición narrativa, en Flaubert por ejemplo, siempre se habla de dinero, y en la narrativa de hoy no se sabe de los personajes ni en qué año viven ni cuánto ganan” (en Moret 1998). La conquista del aire, efectivamente, en este sentido conecta con la tradición del realismo decimonónico, basta mencionar a Benito Pérez Galdós con, por ejemplo, La de Bringas (1884), para incluir en el conjunto de narraciones monetarias el ámbito de la literatura española. La parte principal del texto consiste en tres segmentos que narran la vida de los protagonistas desde la tarde en la que, durante una cena, se le concede el préstamo a Carlos, hasta que este, en otra cena que tiene lugar dos años más tarde, devuelve el dinero a sus amigos. Dicho sea de paso que algunos años después, Rafael Chirbes, autor de una generación anterior pero en cuanto a su proyecto narrativo cercano a la escritura de Gopegui, se va a servir precisamente de esta estructura del (re-)encuentro entre amigos, y con una semejante multiperspectiva, en otra novela del desencanto, la excelente Los viejos amigos (2003). El tiempo narrado está fijado exactamente desde el 11 de octubre de 1994 hasta el 26 de noviembre de 1996, lo que corresponde en España con un periodo de desencanto para gran parte de los españoles: al despegue económico de los ochenta ha seguido la recesión a partir de 1990, es el momento del declive del PSOE, de los escándalos de corrupción y de la llegada al poder del Partido Popular. Como escenario de la acción se identifica fácilmente Madrid y sus alrededores, con alusiones al Retiro, la Cuesta de Moyano, la Biblioteca Nacional, el pueblo de Fuencarral, la Universidad Autónoma etc.1 1
Para una contextualización de la novela en la España de finales del siglo xx, véase Rabanal (2011: 82-87).
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Carlos les tendrá que confesar a sus amigos que, aun después de dos prolongaciones de plazo, no ha logrado recobrar la rentabilidad de su empresa, sino que se ha visto forzado a venderla a una multinacional. Hasta que llega a esta situación y mientras dura el intento de salvar a su pequeña fábrica, todos los personajes se dan cuenta de que la “operación amigos” tiene repercusiones no solo en la amistad entre los tres, sino también en sus respectivas relaciones de pareja: Marta ve deteriorada su convivencia con Guillermo, ya que la falta de los cuatro millones les impide comprar y renovar una casa que le gustaría a él —y que significaría para los dos la opción de tener un hijo, formar una familia, o sea, un proyecto vital fundamental—. Santiago, el profesor de Historia de origen humilde, ha logrado el ascenso social por medio de sus estudios, y ahora siente reparos para acercarse a una mujer que le gusta por no disponer de recursos económicos que equivalgan a los de ella. Carlos también termina separado de su mujer, Ainhoa, básicamente por no haber sido capaz de comunicarle cómo le afecta la situación de su empresa y la involucración de los amigos: Desde la dichosa operación amigos, el tiempo se le había convertido en un examen, y pensar hacia adelante significaba pensar en qué respuestas debería dar a las preguntas de Ainhoa, de Lucas, de Esteban, Rodrigo y Daniel, de los proveedores, de los talleres, de Santiago y de Marta. Le habían relegado a la soledad de ser el único responsable (Gopegui 1998: 85).
A lo largo de la novela, se incluyen los “quebraderos de cabeza ideológicos” (Gopegui 1998: 109) de los que, al insertarse en el sistema, se ven obligados a hacer concesiones pragmáticas: Santiago aceptando un encargo de un curso en una universidad privada, Marta trabajando en la Unión Europea y así, sin estar de acuerdo, apoyando el Acuerdo de Maastricht, su amigo Manuel quien tiene un empleo en la televisión privada, etc. La novela está permeada de este tipo de consideraciones, que se presentan mediante monólogos interiores y focalizaciones internas. Además, existe un nivel de reflexión colectivo, presentado a partir de las conversaciones de los amigos con motivo de encuentros varios, entre dos y en grupo. Cada uno de los personajes reflexiona sobre lo que ha sido de su vida, de los antiguos ideales, y cómo puede ser posible mantener una postura moralmente correcta desde
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dentro del sistema. Por ejemplo, Marta, la joven profesional de clase media alta que trabaja en el Ministerio, opina que “[s]er de izquierdas, entre su gente, se había convertido en un ritual estético” (Gopegui 1998: 60): Tanto ella como sus amigos mantenían buenas relaciones con la propiedad, con los pisos de sus padres que un día heredarían, con la casa que tarde o temprano iban a comprar; todos vendían a los mismos postores, a empresarios públicos o privados, su refinada fuerza de trabajo; todos se veían bien en el lugar que ocupaban. Aunque había algo aún más significativo: todos se habían situado en el presente de manera tal que no les fuese difícil imaginarse dentro de cinco años con más sueldo o más bienes, con más reconocimiento por parte de la sociedad que criticaban. Y, no obstante, todos eran de izquierdas, porque leían a ciertos autores, porque se vestían de cierta manera y porque no les sobraba el dinero, si bien sobrar era un verbo muy relativo. Y a lo mejor eran de izquierdas porque, pudiendo elegir, preferían al empresario público que al privado; pudiendo, claro, elegir. Y porque concedían a algún partido de izquierdas su voto testimonial (Gopegui 1998: 60).
Además, se puede observar un metanivel de crítica de los medios de entretenimiento, al comentar los amigos, por ejemplo, una película de un director progresista en cuanto a su carácter afirmativo, para emplear el término de la crítica de las ideologías (Gopegui 1998: 74-77): La intención del director supongo que ha sido la que decía Jorge, denunciar. Sólo que el efecto general de las películas de denuncia suele ser el contrario del que buscan. Como mucho, en algunos casos remueven la mala conciencia de la gente y despiertan su vena caritativa, lo que ya es un mal asunto. El efecto de rebote que producen es reforzar lo que hay (Gopegui 1998: 74 s.).
De este modo, no queda duda de que la novela, como la escritura de Gopegui en general, tiene una pronunciada orientación ética. Continuamente, los personajes se preguntan por el Bien y por el Mal —con mayúsculas— cuando, por ejemplo, Carlos plantea si “es posible vivir desahogadamente y ser una buena persona” (Gopegui 1998: 201), o cuando Marta comenta que “sólo el Mal crea la necesidad del Bien” (Gopegui 1998: 277).
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En lo que se refiere al nivel intradiegético, la novela se nos presenta de este modo como una continua reflexión de ideas morales y de la relación entre individuo y sociedad. Expresa la pérdida de los ideales de juventud y una determinada desorientación. Hayley Rabanal ha explicado este entramado en su tesis doctoral sobre la obra de Gopegui con el concepto de la “sociedad del riesgo” del sociólogo alemán Ulrich Beck. En su famoso libro Risikogesellschaft. Auf dem Weg in eine andere Moderne, publicado en 1986 (La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad), Beck analiza cómo la modernidad ha cambiado de rumbo con el advenimiento de la “sociedad postindustrial” porque ya no se pueden calcular los riesgos del mundo globalizado, tanto tecnológicos y medioambientales como sociales (cf. Rabanal 2011: 16-19, passim). Si el mundo de ficción en La conquista del aire se caracteriza por una perturbación generalizada en cuanto a los desbordantes cambios económicos, sociales, políticos y culturales de la España postfranquista, esta situación se puede relacionar seguramente con la “nueva modernidad” diagnosticada por Ulrich Beck. Por lo demás, All That Is Solid Melts Into Air: The Experience of Modernity (1982; traducción española 1988) de Marshall Berman presenta otro diagnóstico sobre el proceso de modernización que se relaciona con la novela de Gopegui ya desde el título, “todo lo sólido se desvanece en el aire”. La fórmula retoma una cita del Manifiesto comunista, con la que Karl Marx y Friedrich Engels describieron la alienación provocada por la época burguesa (cf. Rabanal 2011: 90 s., Díaz de Castro 2000: 304).2 En este sentido, la 2
“Constant revolutionizing of production, uninterrupted disturbance of all social conditions, everlasting uncertainty and agitiation distinguish the bourgeois epoch from all earlier ones. All fixed, fast-frozen relations, with their train of ancient and venerable prejudices and opinions, are swept away, all new-formed ones become antiquated before they can ossify. All that is solid melts into air, all that is holy is profaned, and man [sic] is at last compelled to face with sober senses his real conditions of life, and his relations with his kind” (Engels/Marx 1968, cit. por Rabanal 2011: 91). El fragmento de la edición española es el siguiente: “La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás” (Marx/Engels 2013: 54-55).
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“conquista del aire” abarcada en el argumento novelístico trazado por Gopegui se relaciona claramente con el dilema moral de sus personajes: cómo conseguir una conducta apegada a valores humanistas estando sujeto a la preocupación monetaria. Además, esta imagen del desvanecimiento en el aire podría ser tomada como símbolo de la virtualidad de la era digital; de este modo, la cita del Manifiesto comunista llega a adquirir una actualidad inesperada, y que además se corresponde bastante bien con la crítica a la sociedad mediática, otro tema principal en la labor creativa de Belén Gopegui que la autora explora por ejemplo en Lo real, la novela que sigue a La conquista del aire en 2001. En este sentido de la crítica del desarrollo de la modernidad y de sus implicaciones alienadoras y desorientadoras hay que entender, a mi modo de ver, el título de la novela. El carácter a la vez creativo y destructivo de un interminable proceso de modernización detectado por Berman puede haber servido, según Rabanal, como explicación para las inseguridades provocadas en la sociedad española por los cambios políticos, económicos y sociales surgidos a partir de la Transición (Rabanal 2011: 90 s.). La novela nos expone, pues, unos casos concretos de reflexión sobre el ser y el deber ser; y a partir de los conflictos enmarcados en situaciones realistas, invita a un análisis ético. De hecho, no se procura apoyar o criticar las posiciones morales de los personajes, sino ver de qué manera el dilema moral se presenta y se reflexiona en la construcción narratológica y en qué modo repercute en el proceso de recepción. En La conquista del aire, Gopegui se desprende de la narración en primera persona utilizada en sus novelas anteriores La escala de los mapas (1992) y Tocarnos la cara (1995), combinando una narración heterodiegética con la alternancia de focalizaciones internas de los tres protagonistas. Lo que salta a la vista es la presentación simultánea de los tres personajes en fragmentos seguidos, por ejemplo al empezar la novela relatando el insomnio de cada uno de ellos en sus respectivas camas después de haber acordado el préstamo.
La vinculación con el título “La conquista del aire” funciona a partir de la traducción inglesa utilizada en el título de Berman, cuyo conocimiento por Gopegui está asegurado (cf. Rabanal 2011: 90).
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No dormían. Era el martes 11 de octubre de 1994, la noche había caído sobre Madrid hacía ya varias horas y, en las calles, escaparates encendidos, luces de automóviles, el alumbrado público, rótulos, el párrafo de claridad en la escalera de los edificios repentinamente abiertos, mujeres fumando, hombres fumando, el interior de los últimos autobuses, ventanas como sellos luminosos y semáforos disputaban contra esa sombra mientras, en camas y pisos distintos, Carlos Maceda, Santiago Álvarez y Marta Timoner se debatían con el insomnio. [...] Carlos intentaba apoyar el pecho en la espalda de Ainhoa, amoldarse a su respiración pero su mujer se revolvía, tensa. Santiago tenía los ojos abiertos, estaba solo. Marta se levantó procurando no despertar a Guillermo (Gopegui 1998: 17-18).
Estamos ante una narración multiperspectivista, lo que le otorga al dilema presentado un alcance supraindividual. En esta línea, Alberto, un amigo de confianza de Carlos, comenta durante un encuentro del grupo de amigos en casa de este: “No basta con la elección individual, con la moral individual. Creemos que elegimos, pero si alguien nos mirase desde fuera, vería que damos los pasos lógicos, los pasos esperables para cualquier individuo como nosotros en un contexto como el que nos rodea” (Gopegui 1998: 201). A través de las palabras del personaje sobre esta mirada “desde fuera”, se insinúa una perspectiva que percibe el mundo narrado desde una posición exterior. Y es precisamente esta dimensión la que se refuerza al final de la novela. Después del desenlace, sigue un epílogo, titulado “Final”, que cambia marcadamente de perspectiva y de tono. Se desprende de la concreta realidad cotidiana con sus claras coordenadas de tiempo y espacio para construir una vista desde la distancia. Comienza así: Duermen, sobre su piel cansada el mundo está ordenado en apariencia. Al restaurante se entraba por una puerta en arco de madera pintada de rojo. Habían pasado dos años, un mes y catorce días desde la última vez que comieron juntos. Mientras esperaban el pisto, la menestra, la crema de puerros, hablaron de la guerra en el Zaire. El mundo ahora está fuera, fuera de las fronteras, la política está fuera y ellos duermen. Una orla de luz delimita el recinto comercial y comunicativo de la democracia (Gopegui 1998: 337).
El sueño de los personajes contrasta con el insomnio descrito en las primeras páginas de la obra, y de repente nos encontramos ante un desenlace
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bastante resignado. Hay una voz que comenta, distanciada de los personajes, que a su vez se encuentran distanciados de sus quehaceres cotidianos —“el mundo está fuera”—. Además, la fórmula de la “democracia comercial y comunicativa” se repite varias veces; son estos dos adjetivos, comercial y comunicativo, los que parecen representar la quintaesencia de la era postindustrial en una noción abstraída. Lo que distingue el “Final” de la situación paralela descrita al comienzo de la diégesis, es este tono más analítico del narrador y, sobre todo, la vinculación directa a la “democracia social y comunicativa” que no había sido nombrada explícitamente a lo largo de las peripecias narradas. Sin embargo, contrasta con este discurso de análisis socio-político el lenguaje marcadamente lírico de las páginas finales. El lirismo empleado crea un ambiente de sosiego que no deja de resultar irónico. La “democracia comercial y comunicativa” deja fuera la política (hecho también resaltado mediante estructuras repetitivas), y con ella la posibilidad de participación. Los ciudadanos, según este diagnóstico, son meros consumidores, tanto de objetos de consumo como de la comunicación. El mundo gira, los hombres y las mujeres duermen, la democracia comercial y comunicativa es un estanque de luz. Lisura. Seda. Tersa superficie inalterada. Sólo en el abismo la luz no es uniforme y se vacila, pero el abismo está fuera. El mundo ya no será cuartel de invierno, la política está fuera, la sociedad decrece y es una capa áurea finísima, en donde el tiempo ya no es depositado. Duermen (Gopegui 1998: 338 s.).
Es llamativo este cambio de perspectiva, este narrador quien concluye, quien observa y comenta las vivencias de los amigos expuestas en la diégesis, juntando, en una perspectiva de pájaro, a los personajes durmientes, como si se hubiera acabado su función. De hecho, se impone la estrategia del “efecto V” de Bertolt Brecht, al que Gopegui ha aludido explícitamente en varias ocasiones (cf. p. ej. la entrevista con Gopegui en Rabanal 2011: 214; López 2006: 54). Mediante el distanciamiento de los personajes y la focalización cero que refuerza la perspectiva heterodiegética, se insinúa una posición observadora también para los lectores. Es así como el desenlace de la novela conecta con su comienzo. Belén Gopegui ha provisto su novela no solo de estas páginas concluyentes del
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“Final”, sino también de un prefacio que se sitúa en el nivel extradiegético. Las cuatro páginas que preceden a la “Primera parte” son de otra categoría textual: constan de un fragmento introductorio denominado “Prólogo”, literalmente, el cual está apartado tipográficamente de la parte intradiegética mediante el empleo de la cursiva. Veremos como este prefacio, al conectarse con las páginas finales del texto, establece un nivel de reflexión que refuerza el posicionamiento ético de la novela a partir de su disposición narratológica. En un primer nivel, hay que atribuirle al “Prólogo” la categoría de paratexto, ya que nos encontramos completamente fuera de la historia de los tres amigos. El “yo” que habla aquí se puede identificar directamente con la autora: El prólogo, intervención que precede al discurso, al logos, es una práctica de tiempos confusos. Estos nuestros lo son así en lo que concierne a los valores, así en lo que concierne a la novela. Cayó la modernidad [...] y estamos moviéndonos [...] en coordenadas que desaparecen. Hasta tanto las nuevas no se perfilen con claridad, me interesa introducir el espacio desde el que he planteado La conquista del aire, al margen de que las declaraciones de un autor o autora no deban ser determinantes, pero sí útiles (Gopegui 1998: 10).
Resulta llamativo que hacia el final de estas páginas antepuestas, Gopegui se refiera al papel del “narrador”, así en masculino, cuando anteriormente empleaba sistemáticamente “autor o autora”, “escritor o escritora”. El interés de este narrador, según Gopegui, “no está anclado en motivos anteriores sino que lo determina el sentido de su narración” (Gopegui 1998: 12). Esta búsqueda, tan poco postmoderna, de un significado denominable, es relegada así en la instancia del narrador. Resulta a mi modo de ver algo problemática la condición antropomórfica de este narrador, ya que Gopegui le otorga una autonomía, un carácter empírico y una voluntad propia que, como entidad abstracta, no puede tener: El interés del narrador de La conquista del aire pudiera ser mostrar algunos mecanismos que empañan la hipotética libertad del sujeto. Para ello ha elegido una historia del dinero. Si del discurso dominante se sigue que quienes tengan sus necesidades mínimas cubiertas pueden actuar frente al dinero como frente a una realidad externa, separada, y ser desprendidos o austeros o avariciosos, y darle más o
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menos importancia, esta novela plantea la posibilidad de que el dinero anide hoy en la conciencia moral del sujeto (Gopegui 1998: 12).
La diégesis guiada por el narrador se resume, por lo tanto, en la omnipresencia de la influencia monetaria y en la pregunta de si en la sociedad actual puede haber todavía áreas excluidas de su alcance; como tales áreas propone “el discurso idealista en torno a ciertos valores y el discurso de los afectos” (Gopegui 1998: 13): El narrador quiere saber si es cierto que esas áreas permanecen al margen o si es tal la socialización que el dinero crece con el sujeto, construye su conciencia y, por tanto, a partir de ahora sería cuando menos romántico y falaz escribir una novela de aprendizaje pues, no habiendo escalas de valores en liza, primero tendría que darse la posibilidad de que una persona actúe de forma libre y entre en conflicto con la realidad sin haber interiorizado el libro de órdenes de nuestro tiempo. El narrador quiere saber y por eso narra (Gopegui 1998: 13).
En fin, no deja de ser interesante que Gopegui conciba la necesidad de semejante desdoblamiento al crear un narrador tan “personalizado”. Puede suponerse que el posicionamiento ético está estrechamente vinculado con lo que, en terminología alternativa, llamaríamos el autor implícito. Queda manifiesta la importancia de la estrategia narrativa a la hora de hablar sobre las implicaciones éticas de la literatura, sobre el esquema de normas y valores desde el que la trama se va desarrollando, estamos ante lo que en teoría literaria, en el contexto del ethical turn, se ha denominado una “ética de las formas literarias” (Heinze 2006: 266, trad. A. Paatz). En cuanto al “Prólogo”, hay otra circunstancia que parece digna de resaltar: incluye, además de las ya comentadas reflexiones sobre las condiciones narratológicas del texto, unos comentarios acerca de la literatura como objeto de consumo, o bien como medio para entretener. Así, enlaza directamente con la crítica de la llamada “democracia comercial y comunicativa” que según el planteamiento de La conquista del aire rige en la sociedad postindustrial: “La novela que no nombre el significado, que no ilumine el sentido, la novela que sólo quiera ser emoción y no ser emoción que se sabe a sí misma, terminará por confundirse con cualquier otro medio de entretenimiento” (Gopegui 1998: 11). El proyecto artístico de Belén Gopegui incluye de
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este modo otro dilema moral, el que consiste en una permanente reflexión sobre la autonomía del arte y sobre las condiciones de la industria cultural en la que la novelista se tiene que situar. A eso se refiere en el “Prólogo” citando a Raymond Williams: Creo que el dilema entre el arte como medio y el arte como algo autónomo en su propio ámbito definido no es tal dilema: los términos y las cuestiones que se suscitan son más bien pruebas de un fracaso”, escribió Raymond Williams. Este dilema, esta derrota, ha marcado la novela del siglo XX, lo ha hecho con tal fuerza que ya no vemos su origen inquisitivo sino que lo aceptamos como descripción del único terreno en que puede producirse la literatura. Un terreno bífido que atañe a una y sólo a una de estas dos opciones (Gopegui 1998: 10).
Es, como he dicho, un problema que también se expone a nivel temático en sus argumentos novelísticos y cuya vigencia parece aumentar a lo largo de la obra, precisamente en su última novela hasta la fecha, El comité de la noche, de 2014, en la que cobra un peso particular la cuestión de “la rebelión ante su arte como mero instrumento de entretenimiento y evasión” (Zanón 2014). La conquista del aire no solo habla de dinero, también habla de política, aunque, en el “Final”, irónicamente se insiste en que esta se mantenga “fuera”. De hecho, la novela nos muestra una vez más que hablar de dinero es hablar de política. Es esta búsqueda de participación, esta vinculación entre literatura y sociedad, la que origina el desdoblamiento del narrador al que Gopegui alude en el “Prólogo”. Se encuentra la misma estrategia en un ensayo de Gopegui, o sea, en un texto factual, cuando desdobla su discurso al dar la voz en la mayor parte del texto al personaje de un joven comunista llamado “Diego”. Este “Diego” diserta sobre “Acerca de escribir de política en una novela” (Gopegui 2008), y se trata, en resumidas cuentas, del intento de darle a la novela un valor que exceda la función entretenedora. A partir de su título, “Un pistoletazo en medio de un concierto”, el ensayo conecta con el realismo decimonónico y uno de sus autores más destacados que sí habló de política. “Diego” cita nada menos que a Stendhal, quien dice: La política en una obra literaria es un pistoletazo en medio de un concierto, una cosa grosera y a la que, sin embargo, no se puede negar cierta atención. Vamos a hablar de cosas fuertes y vulgares que, por más de una razón, quisiéramos callar;
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pero nos vemos obligados a acordar acontecimientos que entran en nuestro terreno, puesto que tienen por teatro el corazón de los personajes (en Gopegui 2008: 51).
Las últimas palabras de esta cita son las que vinculan la subjetividad con la dimensión social, la política está presente en el corazón de los personajes, o sea, en su experiencia vital: Junto al conocido lema feminista de los años setenta “Lo personal es político”, Stendhal nos permite recuperar su otra cara: lo que tiene de íntimo la política, como la conciencia, como las distintas explicaciones de por qué se hacen las cosas, como adquirir sentido del momento histórico (Gopegui 2008: 52).
En La conquista del aire, los personajes están contextualizados en un aquí y ahora, ejemplifican la interdependencia entre individuo y sociedad, y sus dilemas morales no se pueden separar de lo que creen que son y que deberían ser. La novela nos expone dilemas morales a varias escalas: a nivel de los personajes, el muy concreto del dinero, que no llega a ser otra cosa que la expresión de su dilema político; y en la disposición textual completa con “Prólogo” y “Final”, el dilema que ya preocupó a los autores decimonónicos: cómo manejar el quehacer literario en sus condiciones de objeto estético, medio de reflexión y producto comercial. Bibliografía Díaz de Castro, Francisco Javier. 2000. “El narrador quiere saber: La conquista del aire de Belén Gopegui”, en: Marina Villalba Álvarez (ed.), Mujeres novelistas en el panorama literario del siglo XX: I Congreso de narrativa española (en lengua castellana), Cuenca: Universidad de Castilla-La Mancha: 295-304. Gopegui, Belén. 1998. La conquista del aire, Barcelona: Anagrama. — 2000. “El sí de cada no”, en [28-01-2016]. — 2008. Un pistoletazo en medio de un concierto. Acerca de escribir de política en una novela, La Habana: Editorial de Ciencias Sociales. Heinze, Rüdiger. 2006. “‘The Return of the Repressed’: Zum Verhältnis von Ethik und Literatur in der neueren Literaturkritik”, en: Jutta Zimmermann/Britta
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Salheiser (eds.), Ethik und Moral als Problem der Literatur und Literaturwissenschaft, Berlin: Duncker & Humblot: 265-281. López, Francisca. 2006. “De La conquista del aire a Lo real: Belén Gopegui frente a los conceptos de libertad y democracia”, en: Letras Hispanas 3.1: 54-69. Marx, Carlos/Engels, Federico. 2013. Manifiesto del Partido Comunista, Madrid: Fundación de Investigaciones Marxistas. Moret, Xavier. 1998. “Gopegui publica ‘La conquista del aire’, novela de ideales traicionados”, en [28-01-2016]. Rabanal, Hayley. 2011. Belén Gopegui: The Pursuit of Solidarity in Post-Transition Spain, Woodbridge: Tamesis. Sell, Martin. 2015. “Geld hat keine Tugend. Eine anthropologische Betrachtung”, en: Philantropie und Stiftung 2 (2015): 14-16. Zanón, Carlos. 2014. “Sangre joven, vampiros nuevos” (reseña de La conquista del aire), en [29-01-2016]. Zimmermann, Jutta. 2006. “Einleitung: Ethik und Moral als Problem der Literatur und Literaturwissenschaft”, en: Jutta Zimmermann/Britta Salheiser (eds.), Ethik und Moral als Problem der Literatur und Literaturwissenschaft, Berlin: Duncker & Humblot: 9-23.
V. ASUMIR LA RESPONSABILIDAD O EL DEBER SER
EVASIÓN Y RESPONSABILIDAD: EL CASO DE UNAMUNO Jesús Torrecilla University of California, Los Angeles
En las primeras páginas de su ensayo MSC: The Driving Force of Culture, analiza el filósofo alemán Heiner Mühlmann los resultados de un experimento sobre violencia y estrés realizado con primates, proponiendo que podría servir para explicar el comportamiento de ciertos grupos humanos en situaciones difíciles. Los autores de la investigación observaron que, cuando se produce una pelea entre dos animales, el vencedor experimenta una notable mejoría en su salud y aumenta sus expectativas de vida, mientras que el vencido, si permanece en presencia de su rival, aunque esté en otra jaula, reacciona con total apatía, enferma y muere en cuestión de días. Por el contrario, si consigue perderlo de vista, recupera rápidamente la energía y puede llegar a adquirir en el futuro una posición preponderante. ¿Implica esto que, ante la evidencia del otro más fuerte o superior, los miembros de una comunidad débil deben intentar encontrar estrategias evasivas que les permitan ocultar la realidad? ¿O están, por el contrario, obligados a abordar la situación con honestidad y proponer remedios prácticos que faciliten una solución eficiente del problema? La pregunta podría reformularse de la siguiente manera: ¿es más ético ocultar a los demás verdades que sabemos que les causarán dolor, o debemos compartir con ellos nuestra percepción de la verdad, por traumática que sea? Para contestarla, me centraré en analizar algunos de los ensayos publicados por Unamuno tras el Desastre del 98. Si bien, para calibrar mejor el alcance y los límites de su actitud, creo necesario situarla en el contexto de la de otro autor que, enfrentado varias décadas antes con una situación similar, reaccionó de manera muy diferente. La falta de dinamismo de la sociedad española es un tema que aparece con frecuencia en la literatura de los tres últimos siglos. Desde la segunda
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mitad del xvii, pero sobre todo tras la pérdida de las colonias americanas a principios del xix, la evidencia de pertenecer a un país débil frente a sus tradicionales rivales europeos se convierte para los españoles en un reiterado motivo de preocupación. Pero ¿qué provoca esa debilidad? Larra dedicó al asunto algunas de sus mejores páginas. Frente a la creencia romántica de que el progreso conduce a la destrucción, el autor madrileño se concentra en una dimensión del problema que a él le resulta más acuciante. El progreso es bueno, en su opinión, pero no porque implique un proyecto racional de mejora que afecta a toda la humanidad en su conjunto, como creían los ilustrados, sino porque fortalece a una determinada sociedad y, por consiguiente, dota a todo lo relacionado con ella de un enorme prestigio. El elemento esencial que lo caracteriza no es la razón, sino la fuerza. La manifestación de ese convencimiento se observa en numerosos escritos a lo largo de su carrera. En el artículo que publicó en junio de 1836 a propósito de la representación en Madrid del Antony de Alejandro Dumas, critica a los españoles que imitan indiscriminadamente las modas francesas, pero adopta frente a la modernidad una actitud peculiar. Recurriendo a una imagen generalizada en el siglo anterior, concibe el progreso como una larga marcha en la que participan todos los seres humanos, pero, al mismo tiempo, evidencia ser consciente de que se estaba extendiendo por toda Europa una corriente de pensamiento muy escéptica con las supuestas ventajas que ese proceso acarreaba. La vida es un viaje, afirma, el que lo emprende cree dirigirse a la felicidad, pero otros que se le han adelantado en la marcha y vienen de regreso, se encuentran con él y le dicen: “¿Sabes lo que hay al final? Nada” (Obras II, 247). Indudablemente, Larra comprende ahora bien el significado del Romanticismo, por más que en sus primeros escritos lo relacionara con Calderón y el Barroco. En estos párrafos lo caracteriza como un movimiento enraizado en las circunstancias de principios del xix en Europa. Un movimiento que solo podía entenderse en el contexto histórico en el que había surgido, como consecuencia de la corriente ilustrada del siglo anterior y, al mismo tiempo, por oposición a ella, empeñándose en señalar sus limitaciones y en denunciar sus lacras. Pero si Larra hubiera compartido esta visión negativa del progreso, lo lógico sería que recomendara a sus paisanos no avanzar por un camino que, en el mejor de los casos, solo podía ocasionarles una amarga decepción. Sin
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embargo, en lugar de hacerlo, tras el párrafo anterior aconseja a sus lectores que, a pesar de las posibles secuelas negativas, es necesario andar, porque si la felicidad no puede alcanzarse, “si al fin no hay nada, también es indudable que el mayor bienestar que para la humanidad se da está todo lo más allá posible” (247). Sorprende que críticos como Escobar (1988: 50-51), Iarocci (2006: 142), Kloss (2002: 100-1) y Álvarez Barrientos (2011: 19), hayan entendido esta frase, en la línea de lo propuesto por Kirkpatrick (1977: 463), como una prueba de la pérdida de fe en el progreso, cuando, analizada en profundidad, evidencia justamente lo contrario. Porque reivindicar el progreso como hacían los ilustrados, estando convencidos de que se trataba de una panacea que acarrearía todo tipo de bienes a la humanidad, era lógico y coherente. Lo defendían porque pensaban que, mediante el uso de la razón, los seres humanos acabarían superando las miserias que habían sufrido sus antepasados (el hambre, las guerras, las enfermedades) y lograrían finalmente ser felices. En cambio, defenderlo como lo hace Larra, tras advertir que la razón, en su intento de explicarlo todo, puede conducir a los seres humanos a la destrucción, evidencia que el autor madrileño percibe en la idea de progreso un factor que se sobrepone incluso a sus posibles secuelas negativas. ¿En qué consiste ese poderoso elemento que lleva a Larra a aconsejar a sus paisanos la necesidad de modernizarse, por más que el proceso pueda ser motivo de sufrimiento? La respuesta nos la proporciona él mismo. En varios de sus escritos lamenta la debilidad de España y propone remedios para superarla, evidenciando que percibe una estrecha relación entre progreso y adquisición de fuerzas. Así lo hace, por ejemplo, en artículos como “El casarse pronto y mal”, “En este país”, “Sobre el influjo que ha tenido la crítica moderna en la decadencia del teatro antiguo español” y “Literatura”. El progreso es bueno, en su opinión, porque fortalece una sociedad y fundamenta su hegemonía. España es débil porque, a diferencia de sus rivales europeos, no ha conseguido llevar a cabo los cambios necesarios para modernizarse. Y la debilidad del país limita la actividad de sus miembros, ya que no solo afecta a la ineficacia de su ejército, o a la atonía de su política o su economía, sino también al estancamiento de su producción artística y literaria. Solo en este sentido se asocia con el concepto de felicidad.
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En “Horas de invierno”, uno de sus escritos finales, desarrolla la idea con claridad. Las relaciones entre sociedades se asientan, según él, en la agresividad y la fuerza, por lo que el inevitable enfrentamiento que esa relación provoca solo puede resolverse de dos formas, o venciendo o siendo vencido, o devorando o siendo devorado (290). No hay otra alternativa. El pueblo que no domina a los pueblos con los que se relaciona, será ineludiblemente dominado por ellos. El pueblo que no abruma con su exceso de energía a los pueblos vecinos, “está condenado a la oscuridad; y donde no llegan sus armas, no llegarán sus letras; donde su espada no deje un rastro de sangre, no imprimirá tampoco su pluma ni un carácter solo, ni una frase, ni una letra” (290). Las imágenes de luz, tan corrientes en el autor madrileño para referirse a la idea de progreso, están aquí asociadas con la hegemonía militar, como si entre ambas se estableciera una estrecha, y a primera vista insólita, relación. El convencimiento de que la debilidad de su entorno le condiciona negativamente como escritor, explica que se planteara de manera obsesiva la necesidad de cambiarlo. En muchos de sus artículos se observa el propósito de superar la incapacidad de sus paisanos para crear una sociedad moderna. Pero cuando comprende que su esfuerzo está condenado al fracaso, que la sociedad española, al menos a corto plazo, no efectuará los cambios que necesita, la conciencia de esa imposibilidad acaba por sumirlo en la desesperación. Porque, según el autor madrileño, la palabra escrita necesita retumbar, llegar al público, encontrar eco en los demás. Pero eso no depende únicamente del talento individual del escritor. En uno de sus párrafos más citados, afirma que escribir como Chateaubriand y Lamartine en la capital del mundo moderno, es escribir para la humanidad. Escribir, en cambio, “como escribimos en Madrid es tomar una apuntación, es escribir en un libro de memorias, es realizar un monólogo desesperante y triste para uno solo” (290). La insignificancia del escritor de una sociedad periférica aparece formulada aquí en toda su crudeza. La debilidad de su entorno le aboca a escribir para un público muy reducido, y, por tanto, a poseer una resonancia muy limitada. Considerando esta manera de pensar, no es extraño que mostrara un reiterado interés por modernizar la sociedad española. Se trataba para Larra de una empresa necesaria y urgente, ya que de su éxito dependía, no solo que el país saliera de su atonía, sino que él se convirtiera en un escritor relevante. La lucidez del autor madrileño le hace plantearse el problema en términos
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racionales y, por tanto, a asociar progreso y felicidad, pero solo en cuanto que el progreso conlleva dinamismo y adquisición de fuerzas, con todo lo que eso implica. Las sociedades hegemónicas poseen un prestigio que se extiende a todos sus miembros, como él mismo observa en el caso de Francia, y muestran un poder expansivo que hace que sus productos se consuman en todas partes. De manera más decisiva aún, esa fuerza, en su opinión, no solo afecta a la irradiación de su cultura, sino a la posibilidad de crear grandes obras. Se trata, por tanto, de un elemento que condiciona decisivamente su actividad literaria.1 Unamuno, en cambio, escribiendo casi un siglo más tarde, elude plantear la cuestión en esos términos, al menos en una parte importante de su producción, y recurre en ocasiones a establecer correspondencias que implican negar la relación entre progreso y fuerza. El desastre del 98 sabemos que le afectó profundamente, ya que sirvió para confirmarle, si es que hubiera sido necesario, que España adolecía de graves problemas relacionados con su deficiente modernización. Pero si bien a veces analiza la cuestión de manera lógica, llegando a conclusiones fundamentalmente similares a las de Larra, en otros momentos adopta un nacionalismo defensivo e incurre en numerosas arbitrariedades.2 El irracionalismo del escritor vasco ha sido entendido de muy diversas maneras por parte de los críticos. Algunos, como Ángel del Río (1946: 22), Donald Shaw (1980: 266) y Robert Scari (1984: 51), lo han asociado con una sensibilidad que califican como neorromántica, mientras que otros han considerado que se trata de un rasgo propio de su religiosidad pequeñoburguesa (Blanco Aguinaga 1978: 15) o que forma parte de las tendencias antidemocráticas europeas de la época (Barriuso 2009: 36). Las explicaciones son múltiples y no pretendo en modo alguno enumerarlas aquí de manera exhaustiva. Por mi parte, considero que debe vincularse con su reiterado convencimiento de pertenecer a una sociedad periférica, en la línea de lo que 1
Para una exposición más detallada de estas ideas, véase Torrecilla 2013. Maravall ya observó esta inconsistencia. Observa el crítico que Unamuno, “de quien se ha destacado —y luego veremos que con apoyo suficiente— su repugnancia hacia la idea de progreso, es uno de los escritores que en ciertos años de ejercer por escrito su reflexión intelectual, emplea un mayor número de veces la palabra ‘progreso’ en una estimación positiva” (1987: 131). 2
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Fernández Retamar caracterizó como pensamiento típico del subdesarrollo (1970: 351). Para enfatizar su diferente reacción frente a un problema similar al confrontado por Larra, propongo analizar dos ensayos que escribió poco después de la derrota española frente a Estados Unidos. En “La vida es sueño”, publicado en noviembre de 1898, medita sobre la necesidad de sacar a España de su atraso, haciéndose eco de un deseo que, según él mismo especifica, muchos españoles de su época consideraban innegociable. Pero no lo hace para compartir con ellos una preocupación similar, sino para denunciarla como falsa e injustificada. Porque, como se encarga de afirmar a continuación, el progreso no es, en su opinión, necesario. Ni siquiera bueno. Entre otras cosas, y principalmente, porque no está demostrado que acarree la felicidad. Todo lo contrario. Así, se pregunta a continuación, ¿acaso son más felices las personas que viven en un país moderno que las de una sociedad atrasada? O, planteando el problema en el nivel que realmente le interesa, ¿es más afortunado un obrero de Nueva York que un campesino de El Toboso? Formulada la pregunta en estos términos, es imposible de contestar. Si entendemos el concepto de felicidad en un sentido íntimo o subjetivo, ¿quién puede atreverse a afirmar que los miembros de una sociedad determinada, a pesar de su inevitable heterogeneidad, son más felices que los de cualquier otra? Unamuno, sin embargo, implícitamente lo hace. Demostrando que sus preguntas poseen un carácter retórico, añade a continuación: “¡Maldito lo que se gana con un progreso que nos obliga a emborracharnos con el negocio, el trabajo y la ciencia, para no oír la voz de la sabiduría eterna que repite el ‘vanitas vanitatum’!” (942). El concepto de felicidad que aquí emplea es sin duda muy diferente del que acabamos de observar en Larra. Está más relacionado con la experiencia íntima del individuo, imposible de cuantificar con criterios objetivos, que con su pertenencia a una sociedad determinada. En ese nivel, obviamente, nada puede demostrarse. Si el progreso no contribuye a que el ser humano sea feliz, sino que sirve tan solo para desviar su atención de los asuntos que realmente le interesan, “emborrachándolo” de preocupaciones superficiales, no tiene sentido proponer que España necesita modernizarse. ¿Para qué iba a querer hacerlo? Además, Unamuno opone religión a ciencia, responsabilizando al supuesto espiritualismo intrínseco de los españoles de su falta de interés por
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cuestiones prácticas, como si se tratara de un componente irrenunciable de su personalidad. Frente a los que se obsesionan con la idea de que es necesario ponerse a la altura de las naciones modernas, el pueblo español, “robusta y sanamente misoneísta, sabe que no hay cosa nueva bajo el sol” (942). La asociación de los términos “robusto” y “sano” con “misoneísta” índica que el autor vasco no solo se propone desligar el concepto de progreso del de felicidad, sino también del de fuerza. Por todos los indicios, lo que le interesa a Unamuno en este ensayo no es ofrecer remedios para solucionar el atraso de España, sino encontrar razones para justificarlo. Solo así se explica que lo presente como resultado de una libre elección, no de una realidad históricamente condicionada. Mucho menos, de una incapacidad. Los españoles, según él, han decidido voluntariamente permanecer atrasados, porque saben que el progreso no sirve para resolver las cuestiones que les preocupan. A lo único que contribuye es a desorientar a los que se dejan fascinar por su brillo superficial, impidiéndoles concentrarse en los problemas realmente importantes. Unamuno desconecta el concepto de progreso de los de felicidad y fuerza, pero también niega que contribuya a sacar a los seres humanos de la ignorancia. Para ello, opone la sabiduría a la ciencia, afirmando que esta última solo sirve para inculcar un conocimiento superficial de las cosas. Los verdaderos sabios, tal y como plantea la Biblia, son los que comprenden que no hay nada nuevo bajo el sol. El pueblo español, que percibe el problema sub specie aeternitatis, no manifiesta el más mínimo interés por modernizarse. ¿Para qué iba a querer hacerlo, si el progreso no le ayuda a solucionar ningún problema realmente importante? Poco más adelante desarrolla esa misma idea, preguntándose: “¿Que yace [el pueblo español] en atraso? ¿Y qué? [...] ¿Que yace en ignorancia? [...] Es una ciencia divina la ciencia de la ignorancia; es más que ciencia, es sabiduría. El cuerpo sabe mejor que todos los fisiólogos cicatrizar las heridas” (942). La argumentación fundada en datos empíricos, que advierte que la ciencia y el progreso son buenos porque ayudan a fortalecer a una sociedad, con todo lo que eso implica (tal y como veíamos en Larra), se ve aquí contrarrestada por un tipo de razonamiento que exalta el carácter divino de la ignorancia. La ciencia no implica necesariamente la adquisición de una mayor sabiduría. Más bien todo lo contrario. Realizando una serie de asociaciones arbitrarias, el autor conecta el concepto de sabiduría con los de naturaleza y religión,
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afirmando que la solución a los problemas no depende en última instancia del esfuerzo humano. La naturaleza, en su infinita sabiduría, se encarga de proporcionar los remedios necesarios para superarlos. Los que recomiendan que es necesario crear las condiciones necesarias para que el país progrese, ya que solo así se solucionarán sus problemas, están, por tanto, gravemente equivocados. Analizan la cuestión de manera superficial y prestan atención a detalles irrelevantes. Sobre este particular, afirma poco más adelante que “los creyentes más puros en el Progreso sólo aspiran a la gloria colectiva, a que España llegue a ser una nación fuerte y temida” (945). Para ese tipo de personas, la Historia lo llena todo y los seres humanos son esclavos del tiempo (945). En cambio, el pueblo, “la bendita grey de los ‘idiotas’, soñando su vida por debajo de la Historia, anuda la oscura cadena de sus existencias en el seno de la eternidad” (945). Como puede observarse, aquí sí que aparece la idea del progreso asociada con la de fuerza, pero solo en cuanto defendida por una minoría culta a la que se apresura a desautorizar. ¿De qué sirve la gloria colectiva?, argumenta, ¿de qué sirve pertenecer a un país fuerte y prestigioso? La Historia nos hace esclavos de valores que, si los analizamos en profundidad, carecen de importancia. El pueblo ignorante, mucho más sabio que la gente culta, ignora esas cuestiones triviales y proyecta su existencia sobre el ámbito de la eternidad. Lo que se propone en este ensayo, en definitiva, es rebatir la opinión, muy extendida en aquella época, de que la debilidad de España era consecuencia del lamentable atraso en que se encontraba el país, por lo que, para solucionar el problema, debía emprenderse un urgente programa de modernización. Para demostrar que los partidarios del progreso estaban equivocados, afirma que la ignorancia y el atraso son positivos, cuestiona que la ciencia produzca algo valioso, y niega que el progreso fortalezca y ocasione la felicidad. En definitiva, evidencia una voluntad de analizar el problema de manera subjetiva, refugiándose en el ámbito de los sentimientos inalienables y de las esencias eternas. Confrontado con el atraso español (un problema históricamente condicionado), no propone medidas prácticas para solucionarlo, sino que se limita a reinterpretar positivamente el término, recurriendo a diversas estrategias retóricas que le permiten afirmar que el atraso es bueno. Otro ensayo, publicado ocho años después, “Sobre la europeización. (Arbitrariedades)”, es aún más explícito sobre la justificación y las implicaciones
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de esta postura evasiva. Nada más empezarlo, se apresura a especificar que su forma de razonar no está relacionada con la lógica, sino con la pasión, concediendo que sus afirmaciones son esencialmente arbitrarias. En esa línea, especifica que desdeña los métodos de la “lógica moderna europea”, para concluir: “No quiero más método que el de la pasión” (925). Significativamente, unas páginas más adelante, afirma que esa forma de argumentar no responde a un convencimiento íntimo, sino a una necesidad vital. Vuelve a reivindicar el carácter subjetivo de su argumentación, oponiendo pasión y lógica, pero solo para advertir que “juega con los conceptos y violenta las ideas aquel a quien los conceptos y las ideas le estorban, porque no puede hacer con ellos lo que su pasión le pide” (935). Lo cual implica reconocer que su rechazo a la lógica no obedece a que considere esa forma de argumentar inadecuada para explicar los problemas, sino a que en ese caso concreto no le sirve para decir lo que quiere. Si la lógica le permitiera afirmar lo que desea, recurriría a ella. Pero, puesto que no es así, se ve forzado a recurrir a la pasión y a la arbitrariedad. La lógica le obliga a reconocer que España es un país atrasado y débil, y, como no está dispuesto a admitir un estado de cosas que considera humillante, necesita recurrir a la pasión para elaborar un planteamiento que afirme lo contrario. En otro artículo de ese mismo año, titulado “Sobre el rango y el mérito. (Divagaciones)”, vuelve a insistir en esta misma idea. Según el autor vasco, el pensamiento es un derivativo de la acción y de la pasión, por lo que es natural “que el vencido urda la filosofía del vencido, y el vencedor la de la victoria” (Obras III, 834). Lo que implica, en definitiva, el reconocimiento de que “nuestras doctrinas no son sino la justificación a posteriori de nuestra conducta” (834). La consecuencia de esta forma apasionada (radicalmente ilógica, en cuanto que está condicionada por una necesidad personal) de confrontar la realidad es que en el ensayo “Sobre la europeización” el atraso y el progreso no se asocian con dos estadios de un proceso temporal, sino con dos realidades geográficas. Unamuno sabe que España está atrasada y que ese factor, históricamente determinado, es el que ha posibilitado que las naciones “europeas modernas” la asocien con África. Pero decide explicar el hecho, no como producto de una deficiente modernización, sino como si se tratara de un componente irrenunciable de su carácter. La lógica es europea y la pasión africana (o española, como pretende Unamuno, reinterpretando positivamente una asociación que
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se percibía por lo general como un insulto). Lo que implica que las ideas de modernidad y de atraso se desconectan del tiempo y se convierten en conceptos imposibles de cuantificar. Cada país y cada área geográfica poseen una distinta manera de aproximarse a la realidad que no es mejor ni peor que otras. Se trata simplemente de métodos diferentes. En esa línea, al igual que veíamos en el artículo analizado con anterioridad, el concepto de progreso se desvincula de toda posible gradación y adquiere un valor subjetivo. Para unos es bueno, pero para otros puede no serlo. Algo similar sucede con el concepto de atraso. O con el de África. Se refiere a San Agustín como “el gran africano antiguo”, y añade a continuación: “he aquí una expresión ‘africano antiguo’ que puede contraponerse a la de ‘europeo moderno’, y que vale tanto, por lo menos, como ella [...] Y ¿por qué no hemos de decir: ‘Hay que africanizarse a la antigua’ o ‘hay que anticuarse a la africana’?” (926). La idea de modernidad, desvinculada de los conceptos de felicidad y de fuerza, pierde toda su razón de ser. Si negamos que las sociedades más modernas poseen mayor prestigio que las atrasadas porque son más fuertes, no tiene sentido proponer que España deba modernizarse. Con igual fundamento podríamos defender que debe anticuarse o africanizarse. El factor esencial para desmentir que el progreso es bueno, consiste en negar su asociación con la fuerza. La experiencia prueba que las sociedades consideradas modernas son más dinámicas y evidencian un mayor impulso expansivo que las demás. Sus productos culturales se perciben como superiores y son adoptados en todas partes como modelos. Las sociedades atrasadas, en cambio, como constataba Larra, se ven abocadas a seguir los pasos de los que marchan en vanguardia. Pero Unamuno niega que esto deba necesariamente ser así. La fuerza para él no está asociada con un criterio objetivo de valor enraizado en la idea “temporal” de progreso, sino que es producto de un acto libre de voluntad. Comentando la, a su parecer, irritante tendencia española a imitar las modas procedentes de Europa, afirma el autor vasco que “el único modo de relacionarse en vivo con otro es el modo agresivo [...] La honda vida moral es una vida de agresión y de penetración mutua” (936). Hasta aquí, su apreciación coincide en gran parte con la de Larra. Pero lo que afirma a continuación le distancia decisivamente del planteamiento del autor madrileño. En una de sus frases más citadas, recurriendo asimismo a una
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metáfora digestiva que reinterpreta el “devorar o ser devorado” de “Horas de invierno”, afirma Unamuno que tengo la profunda convicción de que la verdadera y honda europeización de España, es decir, nuestra digestión de aquella parte de espíritu europeo que pueda hacerse espíritu nuestro, no empezará hasta que tratemos de imponernos en el orden espiritual de Europa, de hacerles tragar lo nuestro [...] a cambio de lo suyo, hasta que no tratemos de españolizar a Europa (936).
¿Cómo se llevaría a cabo este proceso de españolización del resto del continente? Es un misterio. Porque el criterio racional en el que se fundamentan los conceptos de modernidad y progreso implica una forma de entender la fuerza objetivamente comprobable. Según vimos en el caso de Larra, los hechos prueban de manera contundente que ciertas sociedades son más fuertes que otras, ya que dominan con sus ejércitos, imponen sus modas e inundan con los productos de su ingenio el espacio de las sociedades más débiles. Pero el intento de imposición de Unamuno ¿en qué puede fundamentarse? Si la sociedad española es débil y marginal, ¿qué motivo pueden tener los europeos modernos para imitarla? Por todos los indicios, ninguno. Se trata, más bien, de un planteamiento retórico, arbitrario, fundamentalmente evasivo. Confrontado con una realidad insoportable, el autor se esfuerza por ignorarla, planteando el problema en términos que solo sirven para desorientar al lector. En una obra muy posterior, San Manuel Bueno, mártir, aunque centrándose en un problema de índole existencial, se plantea Unamuno la cuestión de la responsabilidad moral del intelectual respecto a la sociedad a la que pertenece, y lo hace de una manera que nos ayuda a entender mejor la actitud que acabamos de analizar. Como es sabido, el protagonista tiene serias dudas sobre la existencia de Dios, pero, en lugar de compartir con sus feligreses el dilema interior en que se debate, decide ocultárselo y aparentar que posee una fe inquebrantable. Lo hace por pensar que, de ese modo, evitará que la mayoría sufra innecesariamente y permitirá que sea feliz en su ignorancia. Pero, en definitiva, refleja con su actitud un paternalismo que resulta moralmente cuestionable. Ocultar la verdad implica negar a los demás la capacidad de decidir. Y la libertad es un derecho fundamental del ser humano, por más que su ejercicio pueda ocasionar sufrimiento.
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La actitud protectora del autor vasco (o de su personaje de ficción) nos retrotrae de nuevo a la pregunta que nos formulábamos al principio. Cuando el intelectual es consciente de que la verdad, tal y como él la concibe, puede resultar insoportable para los miembros de su colectividad, ¿está obligado moralmente a ser sincero con ellos o debe intentar ocultársela para evitar que sufran? Larra y Unamuno confrontan un dilema similar, pero le dieron respuestas muy diferentes. La de Larra nos parece más directa y honesta, pero al mismo tiempo evidenció ser para él más trágica. Si bien, a la larga, debemos conceder que, contra lo que sugería el ejemplo de Mühlmann, representa el único punto de partida sólido para encontrar una solución efectiva. Una sociedad débil solo puede dejar de serlo cuando, tras reconocer el estado de atonía en que se encuentra e identificar sus causas, se acometen las medidas necesarias para superarlo. La actitud de Unamuno, por el contrario, es más evasiva y posibilita un cierto consuelo para los que se encuentran en una posición de desventaja, pero asimismo contribuye a enquistar indefinidamente el problema, ya que, como afirma Larra en otro de sus artículos, “lo que no se conoce no se desea ni echa menos; así suele el que va atrasado creer que va adelantado” (Obras I, 84). Difícilmente puede solucionar un problema quien se empeña en negar que existe. La postura evasiva de Unamuno supone una estrategia defensiva frente a una realidad traumática, que, si convenimos en que se trata de una decisión consciente, es moralmente cuestionable. Que una persona decida mantener a los miembros de su comunidad en la ignorancia para ahorrarles sufrimiento, implica puerilizarlos y someterlos a su tutela. Implica además negar que el problema exista y, por tanto, imposibilitar (o al menos dificultar) su solución. Lo que supone prolongar los efectos negativos que esa situación acarrea para el conjunto de la sociedad. Obviamente, esta forma de proceder se encuentra en las antípodas de lo que podríamos denominar un comportamiento responsable. Otra cosa sería si conviniéramos que se trata de una reacción visceral, apasionada, frente a una realidad considerada insoportable. Porque no debemos perder de vista que la verdad que tanto Larra como Unamuno confrontan no solo atañe a los miembros de la comunidad a la que pertenecen, sino también, y en primer lugar, a ellos mismos en cuanto españoles. La angustia que se observa en los artículos finales de Larra es una experiencia que al
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parecer otros autores, como Unamuno, han intentado por todos los medios eludir. La actitud consoladora del autor vasco tal vez no sea muy ética ni muy responsable, pero sin lugar a dudas es muy humana. Bibliografía Álvarez Barrientos, Joaquín. 2011. “Proyecto literario y oficio de escritor en Larra”, en: J. Álvarez Barrientos/J. M. Ferri Coll/E. Rubio Cremades (eds.), Larra en el mundo. La misión de un escritor moderno, Alicante: Universidad de Alicante: 17-41. Barriuso, Carlos. 2009. Los discursos de la modernidad: Nación, imperio y estética en el fin de siglo español (1895-1924), Madrid: Biblioteca Nueva. Blanco Aguinaga, Carlos. 1978. Juventud del 98, Barcelona: Crítica. Del Río, Ángel. 1946. El concepto contemporáneo de España, Buenos Aires: Losada. Escobar, José. 1988. “Larra y la revolución burguesa”, en: John R. Rosenberg (ed.), Resonancias románticas: evocaciones del Romanticismo hispánico, Madrid: Porrúa: 35-52. Fernández Retamar, Roberto. 1970. “Modernismo, Noventaiocho, Subdesarrollo”, en: Actas del Tercer Congreso Internacional de Hispanistas, México: s. e.: 345353. Iarocci, Michael. 2006. Properties of Modernity. Romantic Spain, Modern Europe, and the Legacies of Empire, Nashville: Vanderbilt University Press. Kirkpatrick, Susan. 1977. “Spanish Romanticism and the Liberal Project: The Crisis of Mariano José de Larra”, en: SiR 16, 4 (fall, 1977): 451-471. Kloss, Benjamin. 2002. “La imagen de Francia en los artículos de Mariano José de Larra”, en: Iberoromania 56: 82-105. Larra, Mariano José de. 1960. “Antony de Alejandro Dumas. Artículo primero”, en: Obras II, Madrid: Biblioteca de Autores Españoles. — 1960. “El casarse pronto y mal”, en: Obras I. Madrid: Biblioteca de Autores Españoles. — 1960. “Conclusión” de El Pobrecito Hablador, en: Obras I. Madrid: Biblioteca de Autores Españoles. — 1960. “Horas de invierno”, en: Obras II. Madrid: Biblioteca de Autores Españoles. Maravall, J. A. 1987. “Las transformaciones de la idea de progreso en Miguel de Unamuno”, en: CHA 440-1 (febrero-marzo): 129-61. Mühlmann, Heiner. 2006. MSC: The Driving Force of Culture, Wien: Springer.
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EL MAL DE LA DICTADURA EN EL TEATRO DEL EXILIO: RESPONSABILIDAD Y OBEDIENCIA EN LOS CULPABLES, DE JOSÉ RICARDO MORALES (1964) Luisa García-Manso Universität Passau
1. Introducción José Ricardo Morales (Málaga, 1915-Santiago de Chile, 2016) fue uno de los autores teatrales más prolíficos del exilio republicano español. Durante la Guerra Civil, se sumó como combatiente a la defensa de la legitimidad republicana. En febrero de 1939, cruzó la frontera francesa hacia el destierro, donde estuvo retenido en el campo de concentración de Saint-Cyprien, antes de reunirse con su familia en Perpiñán y lograr un pasaje hacia su exilio en Chile (Morales 1992: 23). En dicho país desarrolló una dilatada carrera académica y publicó numerosos ensayos y obras teatrales, en los que destaca su denuncia contra aquellos sistemas que tratan de limitar la libertad de pensamiento del individuo. A continuación, plantearé algunos aspectos representativos de su denuncia contra la dictadura que guardan similitud con las reflexiones sobre el mal, la responsabilidad y la obediencia planteadas por los pensadores contemporáneos Hannah Arendt y Karl Jaspers. A la luz de sus consideraciones, analizaré cómo se tematiza la posición del individuo bajo la dictadura en Los culpables (1964), texto dramático que ha sido interpretado por parte de la crítica como un caso aparte dentro de su obra, en el que los personajes han de posicionarse ante la disyuntiva de la responsabilidad y la obediencia.
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2. Sobre el mal, la responsabilidad y la obediencia El pensamiento de José Ricardo Morales coincide en muchos puntos con el de otros intelectuales contemporáneos, especialmente en lo que se refiere a la denuncia de los mecanismos totalitaristas y a la preocupación por la posición del individuo bajo la dictadura. En este sentido, Auschwitz planteó preguntas filosóficas en relación a cuestiones como el mal, la intención y la responsabilidad del individuo y la sociedad ante el terror (Neiman 2015: 270-273). La envergadura de los crímenes y la orquestación burocrática de la “solución final” implicaron la necesidad de repensar el mal. Hannah Arendt afrontó el reto, por primera vez, en Los orígenes del totalitarismo (1951), estudio centrado en las dictaduras nazi y estalinista. Allí retomó la idea kantiana del “mal radical”, pero con un significado diferente. El concepto de “mal radical” expresado por Kant, se podía racionalizar, según Arendt, como una “mala voluntad pervertida” que “podía ser explicada por motivos comprensibles” (Arendt 1998: 368). Sin embargo, Arendt observa que los crímenes de los regímenes totalitarios suponen “un mal absolutamente incastigable e imperdonable, que ya no puede ser comprendido ni explicado por los motivos malignos del interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía”. La idea del mal radical se halla en Arendt relacionada con un proceso de deshumanización, en el cual “todas las normas que conocemos” se destruyen y los seres humanos se tornan superfluos (Arendt 1998: 368; Bernstein 2002: 208). En el mismo estudio se refiere a que toda la población está expuesta al terror en los totalitarismos, con la excepción del Jefe, pues “la eficacia del terror totalitario radica en el hecho de que en cualquier momento se puede pasar de acusador a acusado, de verdugo a ahorcado, de víctima a victimario” (Botero/Leal Granobles 2013: 104). Por ello, cualquier persona, como ser pensante, es susceptible de convertirse en sospechosa, sin importar que pertenezca o no a la estructura del terror: La categoría del sospechoso abarca así, bajo las condiciones totalitarias, a toda la población; cada pensamiento que se desvía de la línea oficialmente prescrita y permanentemente cambiante es ya sospechoso, sea cual fuere el campo de actividad humana en que suceda. Simplemente por su capacidad de pensar, los seres humanos son sospechosos por definición, y esta sospecha no puede ser
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descartada en razón de una conducta ejemplar, porque la capacidad humana para pensar es también una capacidad para cambiar la mente propia (Arendt 1998: 346).
Tras asistir al juicio celebrado en Jerusalén contra Adolf Eichmann, Hannah Arendt introducirá la noción del mal banal para referirse a la incapacidad para pensar, para reflexionar sobre los propios actos y las consecuencias de los mismos, que observó en el teniente coronel de las SS durante el juicio.1 Esta incapacidad para pensar, no significa, según Arendt, que Eichmann fuera estúpido, sino que anuló su propio discernimiento en aras de otras voluntades. Eichmann trató de justificar su participación en el Holocausto como máximo responsable y organizador de las deportaciones aludiendo a que cumplía con la ley vigente, que era la ley que emanaba de Hitler. Además, Eichmann se escudó, al igual que otros nazis juzgados tras la Segunda Guerra Mundial, en la convicción de que nada de lo que él (no) hubiera hecho habría cambiado las cosas. Este tipo de discurso es el que tanto Hannah Arendt como Karl Jaspers tratan de desmontar en sus ensayos sobre ética y política. Karl Jaspers, en El problema de la culpa (1946),2 trata un aspecto directamente relacionado con el tema del mal en los regímenes totalitarios, que es el papel de la sociedad bajo la dictadura y su responsabilidad moral ante los crímenes. En él plantea que hay unos límites para la obediencia, incluso en las organizaciones que operan con jerarquías marcadas y que, en última instancia, la obediencia a una autoridad no puede esgrimirse como argumento para eludir la responsabilidad personal: Antaño se hacía recaer la responsabilidad sobre el Estado, como si él fuera un ser sagrado, sobrehumano. [...] Hay crímenes de Estado, que son siempre y al
“Increasingly, Arendt came to believe that the very capacity to distinguish right from wrong, good from evil, presupposes the exercise of the mental activities of thinking and judging. These are the very activities that Eichmann was incapable of. This is how Arendt accounts for the phenomenon that she calls ‘the banality of evil’” (Bernstein 1996: 166). 2 Al igual que Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt, El problema de la culpa tuvo una amplia difusión, siendo su repercusión mayor fuera de Alemania que en el propio país. Solo hasta 1950 había sido traducido a seis lenguas, entre ellas el español (Garzón Valdés 1998: 33). 1
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mismo tiempo crímenes de determinados individuos. Hay necesidad y honor en ordenar y obedecer, pero no se puede obedecer cuando el que obedece sabe que está cometiendo un crimen. El juramento en las relaciones estatales sólo tiene un carácter incondicional cuando se produce sobre la constitución o sobre la solidaridad de una comunidad que enuncia y fundamenta abiertamente sus objetivos y convicciones, no como juramento de lealtad frente a personas con cargo político o militar. La responsabilidad personal no prescribe nunca (Jaspers 1998: 130).
Hannah Arendt se expresa en términos muy similares y sostiene que no es erróneo aducir la obediencia como justificación en asuntos políticos y morales (Arendt 2003: 48), puesto que no se puede separar la obediencia del consentimiento. Cuando una persona adulta obedece órdenes, con su acatamiento está apoyando a la organización, autoridad o ley que dice obedecer (2003: 46), con lo que contribuye a que exista y que su existencia se perpetúe en el tiempo: Even in a strictly bureaucratic organization, with its fixed hierarchical order, it would make much more sense to look upon the functioning of the ‘cogs’ and wheels in terms of overall support for a common enterprise than in our usual terms of obedience to superiors. If I obey the laws of the land, I actually support its constitution [...] (Arendt 2003: 47).
José Ricardo Morales dedicaría muchas páginas y comentarios a reflexionar sobre la dictadura franquista y los regímenes castrenses, en general. De una manera similar a la señalada en relación con los totalitarismos en Arendt, se referirá al terror impuesto por el régimen franquista y a su pretensión de aniquilar al enemigo. Es conocida su referencia a que, tras la Guerra Civil, los españoles libres tuvieron que ajustarse a tres categorías: quedar aterrados, en el caso de quienes permanecieron en el país; desterrados, en el caso de quienes partieron hacia el exilio; o enterrados, cuando corrieron la peor fortuna de ser asesinados (Ahumada/Godoy 2002: 134). Incluso, con una terminología próxima a la utilizada con relación al Holocausto, señala que en la dictadura franquista se llevó a cabo un exterminio cuya finalidad última era lograr el predominio absoluto sobre las personas y las instituciones a través del terror:
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[E]l predominio absoluto sobre las personas e instituciones, al que aspiran los sistemas llamados totalitarios, se logró en este país [España] con recurso a la totalidad más absoluta que conocen los humanos —la de la muerte—, recurriendo para ello, como no podía ser menos, a un holocausto, que en su significado recto denota el exterminio total (Morales 2000a: 157).
Frente a este estado de cosas, Morales denuncia, ante todo, el sometimiento del pensamiento bajo las dictaduras, puesto que, como decía Arendt, el ser humano como ser pensante es sospechoso y, ser sospechoso, en este contexto, implica poner en peligro la vida propia: “El Valle de los Caídos fue el monumento más significativo de un régimen convertido en una nada uniforme, de índole castrense, que negaba la vida y excluyó de sí mismo cuanto significara la diversidad en las ideas, impidiéndose con ello el ejercicio pleno del pensamiento” (Morales 1990: 106). Por ello, para Morales, el deber del intelectual se halla en su disidencia, es decir, en su capacidad para analizar la realidad y pensar “de otra manera”, oponiéndose a cuantos sistemas y regímenes perversos traten de anular el pensamiento libre mediante la dominación y el sometimiento a la autoridad. El intelectual tiene la responsabilidad de “contrariar a los regímenes en los que el acatamiento es norma y en los que la opinión [...], al quedar sometida al dogma dominante, se reduce a pensar ‘por decreto’” (Morales 2000b: 174-175). Morales afirma también que el intelectual ha de mantenerse independiente del poder y las ideologías y entiende la noción de compromiso de forma negativa.3 Según señala, el compromiso equivale a “la utilización focalizada de obras e ideas, poniéndolas al servicio de cierta voluntad de poder o de las necesidades unitarias de algunas ideologías próximas a las creencias” (Morales 1978: 36). Para Morales, además, la naturaleza del pensamiento, “implica la posibilidad de discrepar” y “la obligación de dialogar” (Godoy Gallardo 2003: 32). De ahí que haya encontrado en el teatro el género dramático más apropiado para canalizar esa mirada disidente. Asimismo, señala que el teatro es el género literario más cercano a la filosofía. El diálogo en el teatro no 3
Este convencimiento lo mantuvo apartado de la militancia política durante los años previos al exilio: “Ni durante la Segunda República, ni durante la Guerra Civil milité en ningún partido político [...]. Sólo milité y he militado en la cultura, que para mí se encarnaba en la F.U.E.” (Peiró 2003-2004: 54).
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solo permite confrontar los puntos de vista de los personajes, sino también despertar la conciencia del público. Morales ha comparado el teatro con el tábano socrático que despierta al animal de la modorra: “la función social de todo dramaturgo es alertar al prójimo y darle conciencia de algo que ocurre, o puede ocurrir” (Torres 2012). En consonancia con esta perspectiva, dirige su obra dramática y ensayística a llamar la atención sobre los peligros que acechan al ser humano contemporáneo. Dado que la obligación del intelectual es pensar libremente y sin sujetarse a ninguna ideología que ponga límites a dicha actividad, Morales critica en sus obras dramáticas los sistemas dictatoriales del siglo xx, dos de los cuales conoció de manera directa. La dictadura franquista aparece únicamente como trasfondo explícito en Los culpables, siendo proclive el autor a universalizar la acción de sus dramas. La crítica de las dictaduras aparece por lo tanto a menudo deslocalizada, aun cuando en las obras “se asocian los excesos del poder a la violencia castrense, tal como la sufrimos los españoles y aquellos pueblos americanos que siguieron nuestro dudoso ejemplo” (Morales 1992: 27). En La imagen (1975), por ejemplo, el embajador de un país extranjero visita una dictadura innombrada para aprender sus métodos. Allí, observa que la máxima superioridad es un fantoche, un muñeco, que lleva siglos en el poder, asistido por una corte de personajes. Uno de los representantes del tirano le explica al embajador que, además de la “imagen” del poder, también pueden copiar sus fórmulas de dominación, como, por ejemplo, los campos de trabajo, donde la mayor parte de los habitantes del país fueron exterminados: Don Beltrán: Diga a los Países Amigos que, además de imagen, podemos exportarles nuestros hermosos campos de trabajo, a cambio de sus hermosos campos trabajados. [...] Diga que aún disponemos de algunos habitantes, gracias a la imagen cambiante, pero invariable, que adoptó Su Excelencia, El Pacificador. Primero exterminó a los azules, después a los verdes y a los anaranjados. Ahora sólo quedan los grises (Morales 2009: 1055).
Otro ejemplo del afán exterminador del tirano aparece desarrollado hasta las últimas consecuencias en la farsa Este jefe no le tiene miedo al gato (1976), donde Liberón, en su manía persecutoria contra los felinos, acaba aniquilando a todo el mundo: “¡Acabaré con su maldita raza! ¡Destrozaré
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a todos los gatos del mundo! [...] ¡En Waterloo, en Verdún, en Hiroshima y en Guernica, en Rotterdam y en Normandía caerán todos los gatos del mundo!” (Morales 2009: 1107). La deformación de la imagen del tirano y sus mecanismos exterminadores, siempre con la vista puesta en la realidad histórica, no es la única vía a través de la cual Morales manifiesta su crítica hacia las dictaduras. También muestra en sus obras la actitud del individuo ante el poder y el peligro de que acepte el statu quo sin plantear oposición. Así, en La Cosa Humana (1966), nos presenta al ser humano objetualizado, convertido en un producto comercial cuyas características explica con detalle una voz en off. Cuando la descripción alcanza la cabeza, la voz en off señala que allí es donde “tuvo antaño localizado el pensamiento. Ahora, tal como demostraron nuestros técnicos, se encuentra situado en ese punto ‘el centro de obediencia’” (Morales 2009: 512). Los métodos dictatoriales de terror y sometimiento, así como el comportamiento del individuo ante la dictadura, son preocupaciones muy presentes en toda la producción dramática moraliana, expresadas también en sus ensayos y coincidentes, en muchos aspectos, con el pensamiento de otros intelectuales europeos. Exploraré con más detenimiento los vínculos observables en el texto dramático Los culpables, una obra que, a pesar de presentar cierto carácter diferencial en el contexto de su trayectoria dramática, constituye una pieza clave de su denuncia contra las dictaduras. 3. LOS CULPABLES (1964): ¿una excepción en la trayectoria dramática de Morales? Los culpables pertenece a un conjunto de obras en las que Morales se propone destacar la incertidumbre que se desprende de los resultados imprevisibles de las acciones humanas, cuando sus consecuencias se revelan alejadas e incluso contrarias a las intenciones que las motivaron (Morales 1969: 39).4 Este tema, caro a su teatro, aparece planteado en un texto dramático previo, “La teoría ‘de los ecos profundos’, o sea que una imputación o acción injusta se reproduce indefinidamente y afecta a todos, aparece abiertamente en Bárbara Fidele, Los culpables, La grieta y en forma subterránea en varias otras obras, entre ellas Cómo el poder...” (Castedo 1992: 49). 4
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Bárbara Fidele (1946), subtitulado “un caso de conciencia”, concreción que se podría aplicar también a Los culpables. En ambas obras, el contexto histórico desempeña un papel importante. Si en Bárbara Fidele la acción se sitúa en la Edad Media y los tiempos de la Inquisición; en Los culpables transcurre durante una dictadura consecuente de una guerra civil reciente. En ambos casos se trata, por lo tanto, de entornos deshumanizadores, en los que todo es posible, puesto que los derechos y las libertades básicas no están garantizados. Morales escribe y publica Los culpables en 1964 en la revista Anales de la Universidad de Chile. Se trata de un texto dramático en tres actos, de corte realista, en el que hace gala de los recursos habituales de su teatro de la incertidumbre,5 como los juegos con el lenguaje y los dobles significados de las palabras o su habilidad para destacar el absurdo de las situaciones, aspecto en el que desempeña un especial papel el personaje de Gonzalito, que representa al loco cuerdo. En la acotación inicial del texto dramático se nos informa de que la acción tiene lugar en 1944 en un “país imaginable”, en el que se puede identificar a España debido a las alusiones a la Segunda República (Morales 2009: 329), la Guerra Civil (323) y la Segunda Guerra Mundial (338-339). Berta Muñoz Cáliz, en su estudio sobre la censura franquista en el teatro de los autores del exilio, considera que Los culpables pudo haberse escrito pensando en ser representada ante el público español, puesto que el autor opta por no manifestar abiertamente que la acción sucede en España, a pesar de que dicha ubicación se haga evidente a través de las referencias contextuales.6 Son varios los especialistas que se han referido al carácter diferencial de Los culpables dentro de la producción teatral de Morales. Ciertamente, en ella aboga por una fórmula realista, que no será la que finalmente definirá su obra. Pero no es la única excepción en su producción dramática, como 5
Para una profundización en la trayectoria dramática de Morales, véanse Ortego Sanmartín (2002) y el primer tomo de las obras completas editado por Aznar Soler (2009). 6 “Nos atrevemos a aventurar la hipótesis de una cierta autocensura en el drama Los culpables, que a semejanza de muchas obras escritas por entonces por los autores del interior, se ubica ‘en un país imaginable’ [....]. Hay otros datos que invitan a pensar que la obra fue escrita pensando en el público español: su lenguaje arraigado en la tradición realista, tan próxima a los espectadores españoles, y el hecho de que por esas fechas se había comenzado a hablar de la ‘apertura’ en la política cultural franquista” (Muñoz Cáliz 2010: 241-242).
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tampoco es la única ocasión en la que se hace referencia a la realidad española como trasfondo del drama, aunque sí la más concreta. José Monleón manifiesta esta idea en la primera edición de obras teatrales de Morales publicada en España (1969), pero su juicio sobre la obra, muy negativo, parece partir de una confusión sobre el momento en que transcurre la acción. En su comentario, el crítico interpreta la obra como si sucediera en tiempos contemporáneos a los de su creación y publicación (años sesenta), y no en 1944, en la época de la posguerra: Los personajes se gestualizan; todos son héroes o villanos; sin que, por otra parte, Morales consiga crear una ‘situación límite’ que justifique estos comportamientos. Se habla de una situación límite, pero teatralmente no existe, sin duda porque al autor le ha vencido esa visión de España contra la que se ha resistido durante años. Quiero decir que, al margen de la realidad de nuestros problemas, Morales se deja ganar por la esquematización hecha desde el exilio, por el maniqueísmo de los buenos y los malos, restableciendo —en el 64, en el neocapitalismo español, la presencia turística, el consumo de seiscientos y el desarrollo material de las grandes capitales del país— una atmósfera definitivamente perdida (Monleón 1969: 22).
Años después, Monleón insistirá en la misma idea, afirmando que, “curiosamente, tras diez años de paréntesis, Morales ha reaparecido con una obra naturalista, desesperadamente enraizada en un deformado anecdotario político” (Monleón 1987: 133). César Oliva abunda también en la idea del maniqueísmo: “[Los culpables es] quizá su último texto de corte naturalista, aunque también el de corte más político y tendencioso, con una absoluta definición de malos y buenos. Quizá su localización en España fuera una provocación” (Oliva 1992: 43). El propio Morales subraya el carácter excepcional de Los culpables con las siguientes palabras: “Esa obra está al margen de todas las demás. Es otra cosa. Es una obra casi fotográfica. Es quizá la única obra política que he hecho”. No obstante, matiza: “Pero la obra tiene algún punto de relación con esa zona media de mi producción, integrada por las obras ‘ecologistas’, las que tratan temas como el abuso de poder o las dedicadas a estudiar el problema de la técnica irracionalmente conducida” (Guerenabarrena 1987: 39).
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En este contexto de diferenciación de Los culpables dentro la trayectoria teatral de Morales, cabe destacar el punto de vista de Nel Diago, quien descarta, acertadamente a mí parecer, la idea del maniqueísmo de la obra: “los supuestos ‘héroes’ de Los culpables no son sólo víctimas inocentes, alguna vez actúan también sacrificando sin escrúpulo alguno a sus compañeros en aras de la Causa; por contra, los villanos no son seres monolíticos, férreos, vacilan, tienen dudas sobre su actuación y, en algún caso, acaban por ser víctimas ellos también del sistema político” (1998: 468). Y añade: “no son estrictamente temas históricos los que aquí se tocan, sino problemas morales derivados de la acción política” (1998: 469). Sin duda, es un conflicto moral lo que se halla en el centro del drama, y no un planteamiento político, que apenas se esboza en la primera escena del primer acto, con el fin de ambientar la acción en el contexto histórico de la posguerra. Si, como señala Rorty, la “gran ventaja de la literatura” consiste en “aumentar la empatía y el discernimiento moral” (Hartwig 2014: 11), los conflictos éticos que José Ricardo Morales propone en Los culpables, directamente relacionados con la posición del individuo bajo la dictadura, interpelan todavía hoy al público lector y espectador a tomar conciencia de su responsabilidad frente a las formas de poder que tratan de anularla. 4. Responsabilidad y obediencia en LOS CULPABLES Los tres actos que componen Los culpables transcurren en un único espacio dramático, el despacho de una cárcel. La acción, como ya he señalado, tiene lugar en 1944, pero el tiempo que pasa entre los actos no se determina. La tesis que plantea la obra consiste en que todas las personas son susceptibles de convertirse en culpables en un régimen dictatorial, puesto que no pueden ejercer con libertad el pensamiento. En un contexto tal, la abstracción de un dilema moral entre la responsabilidad y la obediencia presenta alternativas igualmente anuladoras: bajo los mecanismos del terror, actuar de forma responsable, es decir, conforme a unos valores universales, implica exponer la propia vida. Sin embargo, el acatamiento de la autoridad y las directrices del sistema no preservan al individuo del daño, puesto que todos son susceptibles de ser considerados culpables de las violaciones cometidas.
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El argumento de la obra se puede resumir de la manera que sigue: con el fin de acabar con la resistencia y los atentados contra el nuevo régimen, impuesto tras una sublevación militar y posterior victoria bélica, el Coronel Jefe de Plaza, que se manifiesta como un hombre sin escrúpulos, toma la decisión de inculpar al azar a una inocente. Sin embargo, su plan fracasa estrepitosamente. Lejos de acabar con las protestas, estas se agravan cuando María Garcés, la inocente inculpada, decide asumir los cargos que se le imputan y se convierte en una mártir de la causa. Tras su ejecución, el Jefe comienza a tener mala conciencia. Al final, él mismo acaba convertido en chivo expiatorio del sistema, al ser relevado de su puesto por sus superiores, que lo culpabilizan por el aumento de los atentados. En Los culpables se pone en evidencia la falta de libertad del ser humano bajo la dictadura. Tanto los vencidos como los propios vencedores han de vivir sujetos a una autoridad estricta, que limita su capacidad para pensar y actuar libremente. Es significativo, en este sentido, que el espacio elegido para el desarrollo del drama sea el despacho de unas dependencias penitenciarias. El territorio reducido de la cárcel se muestra como metonimia de una cárcel mayor, la de la dictadura, a la que todos están sujetos. Como tantas veces ha sido dicho, durante la dictadura franquista “España entera era una cárcel”. Al final de la obra, será el personaje del Jefe quien manifieste esta idea, tras tomar conciencia de la realidad: “Estamos atrapados [...]. Nuestra cárcel se extiende a donde quiera que nos encontremos” (Morales 2009: 353). Los representantes de la autoridad en Los culpables son el Jefe y el Delegado. En la primera escena de la obra, mantienen un diálogo en el que se refieren a la autoridad que les dan sus cargos y el lugar que ocupan en la jerarquía. Asimismo, conversan sobre cómo debe plantearse la justicia y la política bajo el nuevo régimen. La política es para el Jefe un poder conquistado con la guerra y la dictadura, que pueden ejercer con arbitrariedad. Tal y como afirma, “la vida no es más que política y esa política no es más que la nuestra: la que impusimos, la que nos da la mismísima gana” (323). Según el Jefe, la justicia aparece representada con una espada porque “en su sentido más auténtico, es militar” (324). El poder, además, debe ser impuesto: “¿de qué te sirve todo el poder si no lo ejerces plenamente? No basta con conquistarlo, hay que imponerlo” (325). También considera que hay que prescindir de miramientos: “Si el régimen antiguo se acabó, fue porque tuvo
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escrúpulos; hacia nosotros, hacia las normas y los tratados. Y si ganamos la guerra civil fue debido a que nadie de los nuestros reparó en minucias” (323-324). Se trata, por consiguiente, de una visión del poder y del orden que no responde al ideal de reflexión, responsabilidad y pensamiento planteados anteriormente. En este contexto, el Jefe le revela al Delegado su plan de inculpar a un inocente al azar para frenar la rebelión y hacer un alarde de poder ante los insurrectos. En un primer momento, el Delegado manifiesta sus reservas y, de hecho, protesta y rechaza el plan, pues le parece una “farsa absurda” y una “falsificación horrenda” (327). Sin embargo, tras cerciorarse de que cuenta con el respaldo de las “altas esferas”, se conforma y comenta que “no se puede hacer nada. Ceder y nada más” (328). Así pues, a pesar de sus iniciales reticencias, no solo aceptará la decisión de sus superiores, sino que intervendrá con gran diligencia a favor del buen desarrollo del plan. El Delegado, por lo tanto, sitúa el cumplimiento de una orden criminal por encima de su propia responsabilidad moral. El conflicto dramático estalla cuando la persona que es elegida al azar para ser incriminada por los atentados cometidos en la zona, resulta ser una mujer muy especial: María Garcés. María, en lugar de cooperar con sus apresadores, muestra resistencia y firmeza en la defensa de su inocencia. Cuando el Jefe le pregunta por la organización de la que proceden los papeles subversivos con los que la han incriminado, ella señala que “representan la posición del régimen”, porque “son obra del régimen” (332). También declara que huyó de la policía porque “frente a los métodos en uso no queda sino huir o combatirlos” (333). Antes de ser conducida a su celda, declara rechazar “a quienes pueden convertir al inocente en víctima” (332). De esta manera, María desvela los procedimientos del régimen y antepone la verdad a sus métodos falsificadores. Finalmente, decide asumir los cargos que se le imputan, porque, tal y como manifiesta, si no está de acuerdo con los mecanismos del régimen, no le queda otra alternativa que asumir la oposición: “Si yo estoy contra el mal, y el mal está en el régimen, estaré contra el régimen” (332). En este sentido, María encarna el ideal ético de responsabilidad bajo la dictadura, tal y como lo definen Arendt, Jaspers y Morales. El dilema al que se enfrenta presenta dos alternativas igualmente perniciosas, pues, en su situación, tanto la responsabilidad personal para con la verdad, como el sometimiento a la autoridad conducen a su propia destrucción: haga lo que haga, será
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ejecutada. Sin embargo, solo una de las opciones la mantienen al margen de los mecanismos de un régimen que considera criminal y deplorable. Los personajes del Ayudante y Gonzalo Martín, por su parte, representan a la resistencia activa. El Ayudante trabaja con el Jefe, mientras que Gonzalo es un preso que se mueve con cierta libertad dentro de la cárcel, pues, tras haber sido arrestado y torturado brutalmente, se hace pasar por loco para sobrevivir. En su primer diálogo se nos revela que le han encargado a María Garcés una misión: asumir la autoría de las últimas revueltas, de manera que los resistentes obtengan cierto margen de acción. María acepta este cometido, pues es consciente de que le van a ser imputados los delitos igualmente y de que va a ser ajusticiada aunque los niegue. Su heroicidad va más allá del compromiso con la resistencia: antes del juicio sumarísimo, pide que le dejen hablar con el Jefe. Dicha conversación, como se pone en evidencia en el tercer acto, será causante de una toma de conciencia por parte del Jefe. La duda que María plantea en la conciencia del Jefe parte de su responsabilidad por los daños causados a las víctimas y el cuestionamiento del deber como elusión de dicha responsabilidad. Para María, el deber es “una palabra noble que encubre incluso lo que no se debe” (343), pues “las miserias más abominables pueden quedar justificadas cuando recurrimos al deber. Tal vez por eso haya tantos esclavos del deber, los voluntarios del deber, los satisfechos del deber cumplido, y así hasta el infinito...” (344). Como señala María, el deber en sentido de obediencia ha sido esgrimido para excusar las mayores atrocidades. La fórmula “sólo he cumplido mi deber” (343), que se puede vincular con juicios tan célebres como el de Eichmann, aparece en boca del Jefe en la obra, cuando María Garcés comenta que “no debe ser muy grato su papel”, puesto que “tiene que haber exterminado a muchos” (343). Asimismo, en la obra se muestra que, cuanto más deleznable es la realidad que se esconde tras el deber cumplido, más digna de alabanza es la persona que lo asume en una estructura jerarquizada. Así se pone de manifiesto por boca del Ayudante: “Cualquiera, en su lugar, pudo haber sufrido de dudas o de remordimientos... Usted cumplió. Ni más ni menos. Y no era fácil mostrarse indiferente después de haber atribuido a María Garcés delitos que nunca cometió. [...] Elogio su dureza. La necesaria falta de sentimientos que usted muestra” (355). No obstante, las palabras del Ayudante deben entenderse de forma oblicua, puesto que pretenden, en realidad,
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sembrar la semilla del remordimiento en la conciencia del Jefe a través de una falsa adulación. Otra vía para la elusión de las responsabilidades que se manifiesta en el texto dramático es la consideración de los ejecutores y burócratas como simples eslabones de una cadena. Ser un eslabón implica, según este discurso, que se es totalmente prescindible y que oponerse a una orden no ayuda a cambiar las cosas, puesto que, por una parte, toda insubordinación es castigada, y, por otra, otra persona con menos escrúpulos estará dispuesta a asumir la orden rechazada. Este razonamiento traslada la cuestión de la responsabilidad del individuo bajo la dictadura al lado de los victimarios. Las soluciones son variadas, pero en este caso, no se opta por el heroísmo de la insubordinación: el Delegado, en el primer acto, acata la orden de detener a un inocente, aun estando en contra de sus propios principios. En el tercer acto vuelve a eludir responsabilidades cuando el Jefe comienza a mostrar remordimientos y él, para restarle peso al asunto, le dice que “nuestros actos carecen de importancia. Frente a la gran cadena de voluntades que nos mueve, resultan desdeñables” (351). Se trata nuevamente de un discurso de exculpación, que Hannah Arendt y Karl Jaspers rechazaban aduciendo que todos los engranajes de la maquinaria, por insignificantes que sean, están constituidos por personas que, por su connivencia, tienen una responsabilidad en los crímenes.7 El sometimiento convencido a la autoridad anula en este caso la presunción del dilema, pues se omite o ignora como alternativa la responsabilidad individual. Al final de la obra, el Jefe acabará reconociendo que no hay escapatoria ante la red de inculpación a la que les somete el sistema: “[...] en esta enorme rueda de superiores y subordinados nadie se libra. Todos, tarde o temprano, serán culpables. Si es que no lo hemos sido siempre...” (358). 7
“But insofar as it remains a crime —and that, of course, is the premise for a trial— all the cogs in the machinery, no matter how insignificant, are in court forthwith transformed back into perpetrators, that is to say, into human beings. If the defendant excuses himself on the ground that he acted not as a man but as a mere functionary whose functions could just as easily have been carried out by anyone else, it is as if a criminal pointed to the statistics on crime [...] and declared that he only did what was statistically expected, that it was mere accident that he did it and not somebody else, since after all somebody had to do it” (Arendt 2002: 289).
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Morales ha defendido siempre la autonomía e independencia del intelectual frente al poder y a cualquier ideología o régimen que trate de someterlo. Dicha defensa se refleja en varias de sus obras a través de conflictos dramáticos en los que los individuos son confrontados con las consecuencias de sus actos. En una época en la que los recursos para controlar a las masas se tecnifican, la responsabilidad del individuo se convierte en un tema decisivo de su dramaturgia. Sus obras muestran universos opresivos en los que el ser humano se halla sometido a sistemas deshumanizadores de diverso tipo. Los culpables ofrece un ejemplo de teatro de reflexión ética, en el que se destapan los mecanismos perniciosos de las dictaduras y se reivindica la asunción de la responsabilidad moral del ser humano. Lo que nos presenta Morales en Los culpables, más allá de la denuncia contra el régimen franquista, es el conflicto moral del individuo bajo la dictadura, pues se le sitúa ante una disyuntiva con consecuencias igualmente perniciosas: enfrentado a los mecanismos deshumanizadores del terror, ¿debe el individuo actuar de acuerdo con su responsabilidad moral o con la autoridad que trata de anularla?, ¿ha de optar por una muy peligrosa disidencia o, por el contrario, ha de doblegar su voluntad y someterse a una anuladora obediencia? A través de María Garcés, la heroína, Morales plantea que incluso en condiciones extremas se puede optar por la responsabilidad, lo que le concede al individuo un espacio intermedio de libertad y le da la oportunidad de desestabilizar el sistema opresor, aun a expensas de sacrificar su propia vida. Los personajes del Jefe y el Delegado, por su parte, permiten trasladar el conflicto entre la responsabilidad y la obediencia al lado del victimario e introducir el tema de la culpa. Bibliografía Ahumada, Haydée/Godoy, Eduardo. 2002. “Un dramaturgo al trasluz: José Ricardo Morales”, en: Revista Chilena de Literatura 60: 125-137. Arendt, Hannah. 1998. Los orígenes del totalitarismo, Madrid: Gráfica Internacional. — 2002. Eichmann in Jerusalem: a Report on the Banality of Evil, New York: Penguin. — 2003. “Personal Responsibility under Dictatorship”, en: Hannah Arendt, Responsibility and Judgment. Ed. Jerome Kohn, New York: Schocken Books: 17-48.
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NORMAS VIGENTES, ENCUBIERTAS RESPONSABILIDADES: CONSIDERACIONES MORALES EN EL ACOSO Y EL DERECHO DE ASILO, DE ALEJO CARPENTIER Mirjam Leuzinger Universität Passau
1. Introducción A pesar de reflejar distintas etapas de la vida y obra del escritor cubano Alejo Carpentier, las consideraciones morales en la novela corta El acoso (1956) y el relato El derecho de asilo (1972), conexas a los dilemas morales a los que se enfrentan sus protagonistas, invitan al análisis comparativo. Definido en la ética aplicada como una situación en la que urge decidir entre dos actos mutuamente excluyentes y a la vez equiparables en sus alcances morales, el dilema manifiesto en los textos carpentianos se ha especificado, aludiendo al drama Les mains sales (1948) de Jean-Paul Sartre, como el dilema de “las manos sucias” (Celikates 2011: 278; Raters 2011: 101).1 El acto de ensuciarse las manos, es decir, de obrar por el bien colectivo y en detrimento de la integridad personal se entiende, en este contexto, como un deber del político frente a la sociedad.2 Desde un enfoque consecuencialista 1
Con relación a las obras analizadas, conviene señalar que, aunque en las situaciones dadas podrían concretarse opciones alternativas a los extremos de la violencia política y del inmovilismo, se mantendrá el término de la disyuntiva por su relación con el concepto del dilema de las manos sucias y también porque los dilemas se presentan en las propias narraciones como una decisión entre dos posibles actuaciones. 2 En el drama sartriano, el dirigente comunista Hoederer define las manos sucias del político en oposición a la pureza cobarde del inmovilismo: “La pureté, c’est une idée de fakir et de moine. Vous autres, les intellectuels, les anarchistes bourgeois, vous en tirez prétexte pour ne rien faire. Ne rien faire, rester immobile, serrer les coudes contre le corps, porter des gants. Moi j’ai les mains sales. Jusqu’aux coudes. Je les ai plongées dans la merde et dans le sang.
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significa optar por el mal menor aun a riesgo de caer en un amoralismo o inmoralismo selectivo, que allanan el camino al abuso y a la corrupción en el ámbito profesional. Esta postura discrepa con la deontología, un absolutismo filosófico-moral según el cual la valoración ética no debe depender de la situación ni de las consecuencias. Sin embargo, en el caso ideal, ambas interpretaciones se corrigen recíprocamente por lo que sentimientos como dudas o remordimientos no solo son comunes, sino también convenientes en el individuo que se ha enfrentado al dilema (Celikates 2011: 278-282).3 En El acoso (Ac), el dilema de las manos sucias se presenta cuando el protagonista abandona sus estudios de arquitectura y rechaza “las cautelas y aplazamientos” de la disciplina comunista para entregarse a la “acción inmediata”, a saber, la lucha armada, reclamada por las circunstancias (Ac: 114). Esta “fisura” entre el percibido inmovilismo de los estudios y de la militancia comunista —confinado simbólicamente a un viejo “baúl de cerradura enmohecida” (Ac: 111)— y la acción por el bien colectivo constituye un dilema que, al hilo de la degradación de la resistencia armada en asesinatos a sueldo, tematiza el riesgo del deterioro moral al seguir la vía consecuencialista. Por su parte, en el relato El derecho de asilo (Der), el dilema moral no surge cuando el asilado —en realidad, secretario de la Presidencia y Consejo de Ministros— decide huir del golpe de Estado, sino en el momento en el que, desde la ventana de su lugar de asilo, es testigo pasivo de la actuación violenta de la policía contra un grupo de estudiantes con el que se identifica (Der: 231). En las situaciones delineadas, las alternativas elegidas son, en consecuencia, opuestas: el acosado se ensucia las manos, el asilado se las limpia. No obstante, según la interpretación —consecuencialista o Et puis après? Est-ce que tu t’imagines qu’on peut gouverner innocemment?” (Sartre 2005: 331). Además de la necesidad de tomar decisiones y de responsabilizarse por las mismas, en el dilema se descubre también la idea de que, al sacrificar su integridad, los políticos asumen la responsabilidad por unos actos ineludibles y velan, de esta manera, por la inocencia de la sociedad (Sartre 2005: 324). 3 Estas dudas se observan también en Les mains sales. Hugo, encargado de asesinar a Hoederer, habla, al respecto, de las incesantes voces en su cabeza (Sartre 2005: 314). Hoederer plantea, por su parte, la pregunta sobre la inapelabilidad de los principios políticos perseguidos: “[Ç]a nous est moins commode de tirer sur un bonhomme pour des questions de principes parce que c’est nous qui faisons les idées et que nous connaissons la cuisine: nous ne sommes jamais tout à fait sûrs d’avoir raison” (Sartre 2005: 339).
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deontológica— del dilema de las manos sucias, ambas opciones son a la vez reprobables y justificables. En vista de este juicio doble, el presente estudio examinará —tras contextualizar las fuentes— las normas que reprueban las decisiones tomadas para poner de relieve, después, sus justificaciones. Con este objetivo, se defenderá la hipótesis de que la vigencia de normas se manifiesta, de forma implícita, en las reacciones físicas y psíquicas de los protagonistas ante el acto acometido y, en El acoso, de forma explícita, al apelar a pautas jurídicas, religiosas y sociales. A la par, se mostrará cómo la presentación de los personajes, la construcción espacio-temporal y, en El derecho de asilo, la ironía atenúan la responsabilidad de los protagonistas y estimulan, mediante la distancia creada entre texto y lector, la reflexión ética. 2. EL ACOSO y EL DERECHO DE ASILO: historias contextualizadas Publicado en 1956,4 El acoso fue redactado en Caracas, donde Carpentier residió de 1945 hasta la Revolución Cubana5 y vivió, además del período más fructífero de la carrera literaria, también su “etapa de madurez”, marcada por una visión particularmente pesimista sobre la historia latinoamericana (Velayos Zurdo 1985: 92, 139). Desde el autoexilio venezolano, el autor recuerda, pues, la isla natal, la lucha contra el gobierno de Gerardo Machado y su decadencia, debida a la difuminación ideológica, la creciente criminalización y el pandillerismo (Mocega-González 1973: 522; Velayos Zurdo 1990: 41). En efecto, El acoso se inspira en un tiroteo que Carpentier presenció, como técnico de sonido, durante la representación de Las coéforas de Esquilo, tragedia 4
La novela corta fue publicada de forma parcial en 1954 en la revista Les temps modernes de Jean-Paul Sartre e integrada, tras su publicación en 1956, en el libro de relatos Guerra del tiempo (1958) (Wyers Weber 1963: 440; Herlinghaus 1991: 60; Dill 1993: 165). Según señaló Carpentier, acostumbraba dedicarse a varios textos al mismo tiempo. Redactado en solo diez días, El acoso constituyó, de este modo, un “descanso” de Los pasos perdidos (1953) y del relato El camino de Santiago (1958) (Carpentier 1977: 23). 5 Invitado por Carlos Eduardo Frías, publicista y fundador de la agencia de comunicación ARS, Carpentier se traslada —dejando atrás su país “enrarecido” por la violencia y la corrupción— a la entonces pujante capital venezolana para colaborar en el lanzamiento del primer departamento de radio de la empresa de Frías (Velayos Zurdo 1985: 88; ARS DDB 2015).
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estrenada en diciembre de 1941 en la Universidad de La Habana (Carpentier 1977: 22; Sánchez 1975: 408). A esta clave se suman las alusiones al asesinato del presidente del senado Clemente Vázquez Bello, ajusticiado en septiembre de 1932 por la oposición armada ABC, y al fallido atentado contra Machado en el funeral de Vázquez Bello (Velayos Zurdo 1990: 42); acontecimientos que Carpentier inscribe en el espacio de La Habana, pero oculta bajo un tiempo de la memoria sin fechas ni nombres determinados.6 En una especie de novela policíaca (Herlinghaus 1991: 64) en la que alternan las focalizaciones internas y las instancias narrativas (heterodiegética y autodiegética), descubriendo sucesivamente el mundo interior de los tres protagonistas, El acoso versa, ante todo, sobre la deslealtad. Como se ha adelantado en la introducción, poco después de dejar los estudios de arquitectura para afiliarse a un grupo armado, el “acosado” traiciona sus ideales políticos y se convierte en sicario al servicio del “Alto Personaje”. Denunciado por la prostituta Estrella, es capturado y torturado; y delata a los miembros de su grupo, por lo que se inicia el acoso, a saber, la caza del personaje por el grupo a través de las calles de La Habana. A pesar de acudir a distintos refugios, el protagonista no logra escapar de la muerte en el último cobijo, la Sala de Conciertos. En este local, en el que se escucha la Sinfonía Heroica de Beethoven —como telón de fondo musical y contraste al anti-heroísmo del protagonista (Herlinghaus 1991: 62)—,7 trabaja el taquillero para costearse 6
El marco histórico ha sido estudiado por Modesto G. Sánchez (1975: 398) quien, con ayuda de diversas fuentes periodísticas y fotográficas de la época, logra datar la acción en el día 30 de septiembre de 1930 y evidenciar la correlación de la ficción con crónicas de las revistas Carteles y Bohemia. No obstante, desde un enfoque endocrítico, el relato no revela una cronología histórica, sino un tiempo de la memoria en el que destacan tres momentos clave: la memoria del “baúl” de los recuerdos (Ac: 111) que encierra la infancia y la vida de estudiante; los “tiempos del Tribunal” (Ac: 141) cuando todavía se creía perseguir un ideal político; y los “tiempos del botín” en los que prevalece “la explotación del riesgo, por bandas, partidas armadas, que traficaban con la violencia” (Ac: 145) y que conducen, finalmente, a la “miseria presente” (Ac: 114). 7 Estimulados por las afirmaciones del autor sobre la estructura del texto y el paralelismo entre el tiempo de la historia y los 46 minutos que dura la sinfonía (Carpentier 1977: 26), diversos estudiosos se han dedicado a la influencia de la música en la novela corta. Mientras que unos confirman las palabras de Carpentier (Wyers Weber 1963; Benítez Villalba 1993; Dill 1993; Cristóbal 1996; Koerber 2000), Gerhard Wild (2004: 237-241) reconoce en el texto
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sus estudios de música. Al abandonar sus propósitos cuando intenta pagar a Estrella con el billete de cien pesos que el acosado le había lanzado a través de las rejas, cierra el círculo de las traiciones. La segunda obra, El derecho de asilo, fue escrita en París, destino al que Carpentier partió por primera vez en 1928 tras el encarcelamiento por sus actividades políticas en el grupo Minorista, “asociación cívica” fundada en 1923 con el objetivo de trabajar, entre otras metas político-culturales, por la “independencia económica de Cuba” y la abolición de “las dictaduras políticas unipersonales” (Verani 1995: 125).8 En 1972, año de publicación del relato, ya no era, sin embargo, el exiliado de apenas veinticuatro años, sino ministro consejero del gobierno de Fidel Castro en la Embajada de Cuba en París, puesto que desempeñó de 1966 a 1980, persiguiendo el proyecto político-ideológico iniciado en 1959 (Absire 1994: 171-172). Con un tono irónico e humorístico de denuncia —predominante en la última etapa creativa del autor, quien con aparente afán marxista “se despide riendo” (Velayos Zurdo 1985: 140-141; Fornet 2006: 120-121)—, El derecho de asilo narra, en una suerte de diario polifónico de siete entradas,9 cómo Ricardo, “el asilado”, se acoge tras un golpe de Estado al derecho de asilo decretado en la VI Conferencia Panamericana de 1928, para refugiarse en la Embajada del llamado País
carpentiano solo el principio de variación de los temas A, B y C, reflejado en las historias de los tres protagonistas. Según Wild, el error deliberado en la denominación de la sinfonía como op. 53 —numeración que equivale a la sonata Waldstein— es la razón de las incongruencias que él observa en la supuesta influencia de la Sinfonía Heroica (op. 55) en El acoso. 8 La “Declaración del Grupo Minorista”, publicada en 1927 en la revista Social, evidencia las aspiraciones tanto político-sociales, como literarias y estéticas de los “trabajadores intelectuales” que —como Julio Antonio Mella, Jorge Mañach o Carpentier— formaban aquella minoría vanguardista “sin reglamento, sin presidente, sin secretario, sin cuota mensual”. Entre sus metas figuran, además de las mencionadas, la lucha “por la revisión de los valores”, “por el arte vernáculo y el nuevo”, por “la introducción y vulgarización en Cuba de las últimas doctrinas”, por “la reforma de la enseñanza pública”, por “el mejoramiento del agricultor, el colono y el obrero”, por “la unión latino-americana” y por la abolición de “los desafueros de la pseudo-democracia” (Verani 1995: 20-21, 124-125). Véanse también Carpentier 1977: 49-52 y Schnelle 1977: 354-355. 9 La fragmentación estructural se refuerza mediante las voces narrativas que vacilan entre la heterodiegética de la entrada I, la autodiegética (equivalente a la voz del asilado) en las entradas II y III, y el cambio de voces al hilo de las entradas IV, V, VI y VII.
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Fronterizo. En este exilio sin destierro, el asilado —desenmascarado como “lector compulsivo”, oportunista y pícaro—,10 pasa unos años, tras los cuales no solo adopta la nacionalidad del país de asilo, sino que también se apropia del puesto de embajador y de la “guapa embajadora”. 3. Normas vigentes De acuerdo con la tesis formulada, la censura moral de las decisiones tomadas evidencia unas normas vigentes que se manifiestan, de modo implícito, en las reacciones físicas y psíquicas de los protagonistas. En este sentido, el “beber hasta desplomarse”, el vomitar, el silencio o el fallido intento de olvidar del acosado (Ac: 141, 146), o el sollozo del asilado (Der: 231) revelan la conciencia de haber obrado mal. Sin embargo, en El derecho de asilo, el sollozo, en cuanto reacción física, parece ser el único indicador normativo. Incluso, podría sostenerse que las implicaciones morales se atenúan por la infantilización del protagonista en el momento señalado: Me asomo a la ventana: allá yacen varios heridos de los míos, tirados en el suelo, perdiendo su sangre, arrastrándose bajo las balas que aún se encajan en las columnas y pilastras. Vas hacia la Embajadora y te echas a sollozar en su regazo. “Horrible, horrible —dice ella—. Estos policías de tu país son unos bárbaros”. “Y más ahora que tienen instructores norteamericanos”. Sollozas. Te hace bien. Luego, para calmarte más, la Embajadora te recuesta a su lado (Der: 231-232). 10
Por lo que toca a los temas y a los protagonistas, Ambrosio Fornet (2006: 115) y Roberto González Echevarría (2002) han evidenciado el vínculo entre El derecho de asilo y la posterior novela El recurso del método (1974). Según estos críticos cubanos, el relato puede entenderse como “posible núcleo original” de El recurso del método y “micro-novela del dictador” (en el que secretario y déspota intercambian papeles), puesto que revela paralelismos con el propósito de 1974 de establecer una “picaresca del dictador”; un género que Carpentier (1977: 32-34) define como “novela realista” con “un ambiente resueltamente afincado en lo circundante” y centrada en la figura de un “hombre sin oficio que busca las maneras de vivir”. Además, se percibe en el protagonista de El derecho de asilo un primer molde del tirano ilustrado que no llega al poder absoluto ni a la violencia física, pero sí “tiene una cierta cultura [...], viaja, vuelve, opina, etcétera, y en fin de cuentas [...], comete los mismos atropellos del general de pistola o del dictador a secas, que no sabe ni por qué está en el poder” (Carpentier 1977: 37).
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Como un niño en el regazo de su madre, el asilado se deja consolar por la embajadora. La empatía desmesurada de esta presencia mayúscula y la simultánea exageración del mal del otro —lo doblemente “horrible” de los compatriotas, lo bárbaro intensificado por la perversión norteamericana—, no solo suavizan la crítica antiimperialista y la censura de la violencia al convertir lo trágico en cómico, sino también distrae del reprochable inmovilismo y egoísmo del protagonista quien, a pesar de conocer “todos los pormenores de la represión” que sufrirán los arrestados y querer “estar entre los estudiantes, gritando, arrojando trozos de cabillas, tuercas, piedras, tumbando los guardias montados de sus caballos” (Der: 230-231), prefiere la privacidad de sus arrepentimientos morales al enfrentamiento a las fuerzas del perturbado orden público. En El acoso, en cambio, lo que debe ser no solo se expresa en los reflejos del protagonista, sino también en una serie de enunciados normativos que, en relación directa o indirecta con el dilema, revelan un concepto moral inherente al texto. La primera a la que se refiere la novela corta es la norma religiosa,11 ejemplificada en las oposiciones entre culpa e inocencia y entre el Infierno del presente y el Paraíso del pasado (Ac: 133, 111). El sentimiento de pecado y la certeza de que jamás volverá al “Paraíso antes de la Culpa” (Ac: 111) de su vida estudiantil, se apoderan del personaje y lo impulsan a dos confesiones que quedan, sin embargo, sin absolución.12 La vigencia de la segunda norma, la jurídica —que, para Jürgen Habermas, tiene una función exculpatoria para la moral—,13 se manifiesta en los llamados tiempos del Tribunal. Pese a los adjetivos “justo, heroico, sublime” (Ac: 141) que describen este período, su jurisprudencia parece un simulacro: la defensa, que la legitimaría, es inexistente y superflua en vista de las “espaldas vencidas de antemano” (Ac: 143) de los acusados. Como afirma el protagonista, él mismo dice “defiéndete” “sin querer que fuese oída [su] voz”: “Dije para mí; para 11
Por lo que a la relación entre la moral y la religión se refiere, véase Scheule 2011: 64. La dimensión religiosa en El acoso ha sido el objeto de estudio de Esther P. MocegaGonzález (1973) quien descubre en su investigación los paralelismos entre la trama y el calvario de Cristo, la traición de Judas, el Juicio Final y el Apocalipsis. Para Irene-Maria von Koerber (2000: 425-426), el relato evidencia, además, el sincretismo religioso en Cuba, puesto de relieve en la iniciación religiosa del protagonista a través de la lectura del libro de la Cruz de Calatrava, adquirido “en las tiendas de brujería” (Ac: 157). 13 En cuanto al vínculo entre el derecho y la moral, véase Horster 2011: 156-160. 12
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poderme decir que había dicho” (Ac: 146). La tercera instancia que impone su parecer del deber ser es la sociedad, la cual puede favorecer sentimientos como el orgullo, el honor, pero también la vergüenza ante los actos realizados (Schloßberger 2011: 265-267). En El acoso, el juicio social está presente, aunque solo indirectamente relacionado con el protagonista, en la reflexión de Estrella sobre el término “puta” después de haber denunciado al acosado: Al medir el abominable alcance de lo dicho [...], oía crecer la palabra que solía aplicarse a sí misma, en un desenfadado alarde de admitir la realidad, como devuelta por un eco de pozos profundos. [...] Ya no eran cuatro letras livianas las que le venían a la boca, luego de saber; era la Palabra innoble, cargada de purulencias y lapidaciones; el insulto rodado, desde siempre, por calabozos, letrinas, hospicios y vomitorios. Un indicio, dado para desviar una amenaza sin mayor gravedad —amenaza que, de cumplirse, más hubiera afectado su comodidad que su persona— había hecho de ella una puta (Ac: 131, 133).
Como si de dos caras de la misma moneda se tratara, el mal —ilustrado con el ejemplo de la traición— y la palabra “puta” —en cuanto componente de la prostitución— convergen en el imaginario social descrito y, finalmente, también en la voz de Estrella, derrotada en su empeño de invertir la semántica. 4. Responsabilidades encubiertas En ambas obras, la vigencia de normas y la conciencia del mal van acompañadas de una apología de la irresponsabilidad que, a la vez que resalta la situación dilemática, encubre el deber moral de los protagonistas a distintos niveles de la narración. Con referencia a la construcción de los entes ficticios, las voces narrativas y los protagonistas son cómplices en la disimulación señalada. No solo son anónimos en el momento del dilema: la onomástica derivada de participios les distingue, además, como víctimas. Perjudicado por un efecto bumerán, el acosado que cambia de denominación conforme avanza la trama —es “fugitivo”, “amparado”, “arrojado” o “sentenciado” (Ac: 107, 129, 130, 140, 145)— se convierte en víctima de un acoso al que antes había sometido a otros; y el asilado, que usurpará el puesto del embajador, sufre la persecución política.
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No obstante, también los propios personajes excusan sus actos: el asilado se considera “inerme” y “quemado” (Der: 230, 233) y el acosado cree que “[t]oda la culpa [...] no era suya”, mas “obra de la época, de las contingencias, de la ilusión heroica: operación de las deslumbrantes palabras [...]” (Ac: 115). En el texto de 1972, el título, es decir, el derecho de asilo —un derecho humano de primera generación (Stepanians 2011: 327), cuyo texto legal figura en el epígrafe—, legitima la decisión del asilado.14 Al mismo tiempo, el protagonista señala el estado alterado de su conciencia por el amor que siente por la embajadora: un amor narcotizador, incluso un “opio” que, a tenor de las bromas de sus amigos marxistas, “mueve [...] el mundo” (Der: 231-232). En El acoso, la exculpación se intensifica, por su parte, mediante la marcada deshumanización de los personajes (Wyers Weber 1963: 445). Dicha lógica se expresa, de forma ejemplar, en la postura de Estrella frente a su cuerpo: Su cuerpo permanecía ajeno a la noción del pecado. Se refería a Él, desintegrándolo de sí misma, personificándolo más aún cuando aludía el lugar que lo centraba, como hubiera podido hablar de un objeto muy valioso, guardado en otra habitación de la casa: “Se peca con la cabeza”, había oído decir en un sermón [...] (Ac: 132).
Con separar el cuerpo de la noción de pecado, sus actos se vuelven mecánicos y eximen, en consecuencia, al actante de la moralidad. Mediante el juego retórico, el asesino es reducido, por tanto, a sus “manos activas” que apuntan a la “nuca marcada de acné” (Ac: 149), y el jurado se limita a levantar unos “dedos cobardes al nivel de otros muchos” para sentenciar al anónimo “cuerpo presente” (Ac: 143-144). Incluso la relación sexual se reduce a un “reflejo condicionado” (Ac: 96) al reaccionar inconscientemente —como los animales en la caja de Skinner—15 al refuerzo positivo. A la par, 14
En consideración del antiimperialismo carpentiano y del énfasis en la convención sobre asilo político de la VI Conferencia Panamericana que Estados Unidos no suscribió, el título puede leerse, además, como crítica a los intereses meramente económicos de los EE. UU. Con respecto a las conferencias panamericanas, véase Lamm 2000: 29-43. 15 En cuanto al experimento de la caja de Skinner y a la teoría del condicionamiento operante, véase Morris/Maisto 2005: 161-162.
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la deshumanización del hombre y su simultánea materialización devalúan la vida, por lo que morir se convierte en mera cuestión de forma: “Un cadáver, tieso, se hace una cosa de llevar o traer; algo molesto, porque mucho pesa y mal se deja cargar, aunque no se le pueda dejar así, en la calle, por una cuestión de forma” (Ac: 146). En cuanto fenómenos que disimulan el deber moral de los protagonistas, la deshumanización del acosado y el estado de trance del asilado se intensifican en los relatos mediante la construcción temporal. En El derecho de asilo, la mirada desde la ventana de la embajada evidencia pronto una particular percepción del tiempo que Jorge Campos (1972: 11) describe como “simultaneidad de tiempos en el presente latinoamericano”.16 El espacio sintetiza, en este sentido, los tiempos históricos: las habitaciones del Palacio de Miramontes exhiben los principales estilos imperialistas de Europa (Der: 212215), la Ferretería-Quincalla de los Hnos. Gómez muestra en su escaparate un “despliegue arqueológico” de objetos antiguos (Der: 220-221), la historia sintética del País Fronterizo lo da a conocer como una nación latinoamericana “arquetípica”, un “país-amalgama” parecido al de la posterior novela El recurso del método (González Echevarría 2002; Velayos Zurdo 1985: 131). A nivel de la historia, estos estratos temporales superpuestos no conducen, por lo tanto, a la fragmentación temporal, sino a un presente sintético, a una paradójica eternidad de lo desechable que se ejemplariza en el Pato Donald que figura en la vitrina de la tienda norteamericana: Como los niños querían “ese”, el de la vitrina, una mano femenina lo agarraba por sus patas anaranjadas, colocando poco después otro Pato Donald, el mismo, en su lugar. Esa perpetua sustitución de una forma por otra idéntica, inmóvil, alcanzada en el mismo pedestal, me hacía pensar en la Eternidad (Der: 221).
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Este “plano de contemporaneidad” puede apreciarse, según Carpentier (1977: 27), en la realidad latinoamericana y, particularmente, en el contraste entre la ciudad y los “ritmos y horarios medioevales” de los pueblos. Con respecto a las obras tardías del autor, Óscar Velayos Zurdo (1985: 113) habla de una “fundamental ambigüedad” en la construcción temporal que no corresponde ni a las “teorías del eterno retorno”, ni a las que consideran “el acontecer como algo progresivo”.
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La intercambiabilidad del Pato Donald17 presenta una eternidad que irradia distintos niveles del relato y termina solo en el último capítulo cuando vuelven “los días, con sus nombres, a encajarse dentro del tiempo dado al hombre” (Der: 237). De esta manera, el asilo está marcado por “una inactividad en un tiempo sin tiempo” (Der: 227): un “tiempo sin tiempo” en el que se repiten los lunes; en el que la existencia humana adopta “el papel de paraguas que tuviese varias fundas”, sustituibles entre ellas (Der: 215); en el que los manifestantes y los hombres en el poder son reemplazados por nuevas generaciones; y en el que incluso la patria es intercambiable, como evidencia la rapidez con la que el asilado se nacionaliza ciudadano del País Fronterizo. No obstante, conforme evidencia el relevo de los Dioses, cuando se sustituye una cosa por otra, hay inevitablemente un momento intermedio:
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El Pato Donald protagoniza también el ensayo Para leer al Pato Donald: comunicación de masas y colonialismo, publicado en diciembre de 1971 en las ediciones de la Universidad Católica de Valparaíso. En su crítica a los mensajes políticos de las historietas de Disney, Ariel Dorfman y Armand Mattelart sostienen que esta figura es el héroe de los latinoamericanos porque refleja la imperfección admitida como propia. En vez de ser autosuficientes, América Latina y este huérfano “a la merced de las dádivas superiores” creen tener como padre la fuerza del destino (Dorfman/Mattelart 2007: 160-161). En relación con el relato de Carpentier, como el Pato Donald, también el asilado disimula estar “quemado”, es decir, el “juguete favorito” de la fatalidad cuyo “trajín de la aventura trae consecuencias morales: en vista de que el personaje sólo la [= la fatalidad] padece y nunca la mueve, se enseña que es imprescindible obedecer los designios del destino, aceptar las cachetadas de la fortuna, porque así se endeuda la fatalidad con uno y finalmente le suelta unos pesos” (Dorfman/Mattelart 2007: 157, 120-121). Por una parte en el ensayo de Dorfman y Mattelart y en la ficción carpentiana, el Pato Donald puede leerse, también, como una “metáfora del pensamiento burgués”, de una sociedad de consumo que apresa “el objeto para que éste desaparezca, para ser reemplazado de inmediato por el mismo objeto disfrazándolo de alteridad” (Dorfman y Mattelart 2007: 13, 126). Este consumo repercute, finalmente, en la aprehensión del tiempo. Para Dorfman/ Mattelart (2007: 101, 96, 142, 152, 101), la ausencia del “elemento reproductor social (y biológico)” —es decir, de la clase proletaria y de la figura del padre en una estirpe de patos regida por tíos y sobrinos—, la forma de imaginar América Latina como continente de buenos salvajes infantiles, prehistóricos y desmemoriados, la acumulación de aventuras que comienzan y terminan con “la placidez de su reposo recompensado” y la manera de interpretar la historia como “espacio que se puede consumir” —un “supermercado de las estatuas muertas”— estimulan un presente eterno: un presente cíclico “con sus productos amorfos, desoriginados e inofensivos, sin sudor, sin sangre, sin esfuerzo” que se refleja también en el relato carpentiano.
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A lo mejor Dios era revelado [sic] así; de tiempo en tiempo, por una potencia superior [...]. En el minuto del cambio, cuando el Trono del Señor quedaba vacío, era cuando ocurrían las catástrofes de ferrocarril, las caídas de aviones, los naufragios de trasatlánticos, se encendían las guerras, se desataban las epidemias. Esta sola hipótesis echaba por tierra la abominable herejía de Marción, según la cual un mundo malo sólo podía haber sido creado por un Dios malo (Der: 221).
Como manifiesta la cita, mientras que el teólogo griego Marción explica el mal por la presencia de dos Dioses —uno bueno, otro malo—, el narrador carpentiano lo concibe como el resultado del vacío de poder causado por la “perpetua sustitución” (Der: 221). En la idea de la intercambiabilidad hay, por consiguiente, un fatalismo del mal y, al mismo tiempo, un realzar de la fugacidad del mal que minimizan el fenómeno mismo, así como la responsabilidad del ser humano ante él. Estas disimulaciones se encuentran también en El acoso: el narrador lo llama el “momento de la fisura”, al que seguirá ineludiblemente el futuro de la exculpación. Solo este futuro y, más aún, la Historia del presente escrito en el futuro brindarán, pues, la tranquilidad de la conciencia: ‘Era necesario’, dicen todos, con la conciencia en diálogo, buscándose en la Historia. Y se dispersan en la noche, sin tener que esconderse, que desconfiar de las sombras, pues los tiempos cambiaron, repitiendo con tono cada vez más alto que eso era necesario para entrar con mayor pureza en los tiempos que cambiaron (Ac: 144).
A la llamada “conciencia en diálogo” —proyectada hacia el futuro e inexistente en el presente a juzgar por el uso del indefinido— se suma, en El acoso, un fatalismo que enfatiza la inutilidad del esfuerzo y del heroísmo e impregna el relato con su particular pesimismo (Herlinghaus 1991: 63; Velayos Zurdo 1985: 118-119). De este modo, la fe y el concepto de culpa, pero también las referencias a la Pascua evidencian una simbología religiosa que permite comparar la huida del acosado con la Pasión de Cristo y predecir, así, la muerte ineludible (Mocega-González 1973: 523; Koerber 2000: 425). Al mismo tiempo, la Sala de Conciertos representa un espacio teatral en el que, según se indica en el íncipit, “repartidos están los papeles”, “y el desenlace está ya establecido en el después”, reforzando, por consiguiente, la impresión
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de actos y equivocaciones prescritas (Ac: 95). Aparte de la idea calderoniana del gran teatro del mundo, también la inscripción Hoc erat in votis (“Estos eran mis deseos”) en la fachada de la Universidad de La Habana refuerza, a modo de leitmotiv, el fatalismo del relato (Koerber 2000: 429). No obstante, en El derecho de asilo, además de la caracterización de los personajes y de la construcción espacio-temporal, el humor y la ironía —recursos expresivos que determinan la obra tardía de Carpentier (Velayos Zurdo 1985: 140-141; Fornet 2006: 117)— atenúan la crítica al imperialismo estadounidense, a los regímenes de violencia, a la manipulación en la prensa, a la corrupción y a la desigualdad social en América Latina (Der: 219, 223, 231, 233). A este respecto, la ironía inherente a la historia y a las festividades del País Fronterizo (Der: 224-225, 229), pero también la caricatura y animalización del golpista —el “simple” general Ratón que vive para su tortuga Cleopatra, las teorías bélicas de Hitler, “Clauseviche” y “Napolión” [sic], las prostitutas europeas y la (re)lectura del Libro único El Conde de Montecristo (Der: 212-213)—18 y el carácter picaresco del protagonista, quien sueña primero con exiliarse en una embajada con jardín, piscina, biblioteca y buen desayuno (Der: 217), no solo encubren las responsabilidades de estos hombres en el poder, sino que crean también, a través de los efectos tragicómicos de la narración, un pacto ambiguo con el lector. Si se considera la alternancia de las voces heterodiegética y autodiegética que coinciden, sin embargo, en sus juicios, y la suspicacia resultante en lo que a la fiabilidad19 de estos pareceres morales se refiere, la ironía como discurso “non assumé et discordant” (Bonhomme 1998: 23) establece una distancia entre texto y lector, invitando a este a colmar el vacío de normas morales en el relato. En la zona intermedia creada, la ironía puede desarrollar, por consiguiente, plenamente su potencial pedagógico de estimular el espíritu crítico —entendido en sentido etimológico, como capacidad de distinguir entre el bien y el mal— del lector (Geyssant/ Guteville/Razack 2000: 81).
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La animalización del general Ratón puede vincularse también con el mundo animal de Disney donde, para Dorfman y Mattelart (2007: 53), “la naturaleza invade todo, coloniza el conjunto de las relaciones sociales animalizándolas y pintándolas (manchándolas) de inocencia”. 19 Respecto de la narración no fiable, véanse Brütsch 2015: 221-235 y Nünning 2015: 1-14.
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5. Conclusión A tenor de la definición del dilema de las manos sucias y de la lectura consecuencialista o deontológica del mismo, las alternativas elegidas en las situaciones delineadas en El acoso y en El derecho de asilo son a la vez reprobables y justificables. A raíz de este juicio doble, se han examinado las normas vigentes que censuran las decisiones tomadas y las simultáneas justificaciones que eximen a los protagonistas de la responsabilidad. Se han puesto de relieve, así, las reacciones físicas y psíquicas en cuanto conciencia del mal y, en El acoso, la mención de normas religiosas, jurídicas y sociales. No obstante, pese a la censura implícita y explícita, los relatos están construidos de tal manera que las responsabilidades quedan también encubiertas debido al anonimato, a la victimización, deshumanización, infantilización o animalización de los personajes, a la apelación a las circunstancias históricas o al amor narcotizador. A estas disimulaciones del deber moral cabe sumar la síntesis y “perpetua sustitución” del tiempo, del Pato Donald —en cuanto estrella de los latinoamericanos y símbolo de la crítica antiimperialista y anticapitalista—, así como de la existencia humana que conducen a un fatalismo y a una fugacidad del mal, intensificados, en El acoso, con la llamada “conciencia en diálogo”, la simbología religiosa y el motivo del gran teatro del mundo. Por otra parte, en El derecho de asilo, la apología de la irresponsabilidad encuentra con la ironía y el humor dos cómplices que no solo funcionan como atenuantes de las críticas formuladas, sino también para establecer una distancia entre el texto y el lector quien, desconfiando de las voces narrativas, colma mediante su reflexión ética el vacío moral en el relato picaresco. Bibliografía Absire, Alain. 1994. Alejo Carpentier, Paris: Julliard. Arias, Salvador (ed.). 1977. Recopilación de textos sobre Alejo Carpentier, La Habana: Casa de las Américas. ARS DDB. 2015. “Conócenos”, en: [20-122015].
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EL SILENCIO DEL NAZISMO COMO EXPIACIÓN Y PENITENCIA EN EL SILENCIO DE TU NOMBRE DE ANDRÉS PÉREZ DOMÍNGUEZ Y LO QUE ESCONDE TU NOMBRE DE CLARA SÁNCHEZ Diana Castilleja Vrije Universiteit Brussel (VUB) Université Saint-Louis-Bruxelles (USL-B)
Si convenimos en que silenciar es una forma de esconder. Y que esconder es también una manera de silenciar, la sinonimia entre los títulos de las novelas: Lo que esconde tu nombre de Clara Sánchez (2010) y El silencio de tu nombre de Andrés Pérez Domínguez (2013) parece más que evidente. La cercanía de los títulos se prolonga, además, tanto en la temática —ambas novelas tienen como telón de fondo el nazismo—, como en la narrativa —al tratarse de novelas de corte ‘detectivesco’—. Sin embargo, las similitudes entre ambos textos desaparecen totalmente cuando se plantean ciertos dilemas morales... En Lo que esconde tu nombre (Clara Sánchez, 2010), novela premiada con el Nadal de ese mismo año, la trama ocurre en nuestra época y se nos introduce en la historia de Sandra, una joven sin trabajo, embarazada y sin pareja, cuyo dilema moral —por el momento— gira en torno a la incertidumbre de lo que hará con su vida. El embarazo además, la obliga a adquirir de forma más explícita la conciencia de su responsabilidad. Ya no se trata de sobrepasar el verano simplemente, sino de plantearse cuáles serán sus opciones y planes de vida ahora que se suma un hijo a su destino. Para intentar poner orden en ese caos pasará su embarazo cuidando la casa de su hermana en la costa levantina. En uno de sus paseos por la playa se desvanece y conoce a un matrimonio de octogenarios noruegos, Fredrik (Fred) y Karin Christensen, que le brindará ayuda y que la acogerá en su casa como la hija que no tuvieron. Este matrimonio ‘tan estable’ será para Sandra un pilar donde apoyarse
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mientras intenta encontrar una salida para ella y su futuro hijo. Sin embargo, la primera imagen de apoyo, fuerza y sostén que despierta en ella esta pareja será rápidamente reemplazada por la que le proporcionará Julián, otro octogenario sobreviviente del campo de exterminio de Mauthausen quien ha emprendido un viaje de Argentina a España en busca de sus verdugos al recibir una carta de su amigo Salvador Castro (Salva, como será afectuosamente nombrado en la novela) y a quien conoció luego de la liberación, cuando ambos se enrolaron en el ‘Centro Memoria y Acción’, con el fin de localizar nazis y cazarlos. Una vez en España, mientras espía a los Christensen, Julián se da cuenta de la relación que estos tienen con Sandra y considera que ella será la mejor forma para acercárseles; para ello, fingirá un ‘encuentro fortuito’ con el pretexto de buscar una casa para rentar. Resalta ya desde el inicio que el punto común entre los vínculos que establecerá Sandra con los Christensen y con Julián es que los tres abusarán de la inocencia de la chica, puesto que sus relaciones se basarán inicialmente en una mentira. La novela se encuentra dividida en once capítulos narrados siempre en primera persona por los principales protagonistas mediante el encabalgamiento de narraciones alternadas. El primer capítulo: “1. En manos del viento” comienza con la narración de Julián, a la que seguirá la de Sandra, de modo tal que las piezas del rompecabezas irán encajando una a una en esta novela narrada a dos voces. El detonador del periplo que seguirá Julián es la carta que hemos mencionado anteriormente a la que acompaña un recorte de periódico: Salva me enviaba en la carta un recorte de un periódico publicado por la colonia noruega de la Costa Blanca, en cuya portada aparecía la foto del matrimonio Christensen. Fredrik tendría ochenta y cinco años y Karin alguno menos. Fue fácil reconocerlos porque no habían considerado necesario cambiar de nombre. Según Salva, el artículo no los delataba, simplemente hablaba de la fiesta de cumpleaños que este anciano de aire respetable había celebrado en su casa y a la que habían acudido numerosos compatriotas. Reconocí sus ojos de águila que planean sobre la presa. Eran esos ojos que se te quedan grabados de por vida (Sánchez 2010: 13).
Sin importar los fines (religiosos, mitológicos, políticos o lúdicos), la máscara permite al individuo revestirse y tomar la apariencia de quien en
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realidad no es, distanciándolo así del mundo que observa y que lo observa. Al clasificar los juegos en categorías, Roger Caillois distingue el uso de la máscara dentro de la mimicry1 como instrumento de metamorfosis. La mimicry permite que “se olvid[e], se disfra[ce] y se abandon[e] pasajeramente la personalidad propia para asumir otra” (Caillois 1968: 61). El recorte de periódico pone en evidencia el juego de mimicry de Karin y Fred, en cuya metamorfosis revisten el disfraz de un inofensivo matrimonio en donde Fred es descrito como un “anciano de aire respetable”, de modo que en ningún momento se plantea sombra alguna sobre su pasado ni sobre el peso de la responsabilidad en las torturas y asesinatos que cargan en sus espaldas, tal como remarcaba la carta de Salva, “el artículo no los delataba” y bajo la apariencia de respetabilidad viven los Christensen en una lujosa urbanización de la costa levantina. Mientras el lector del periódico vería a unos ancianos respetables, para quienes padecieron sus maltratos, el disfraz no basta para ocultar lo que la mirada devela: “esos ojos que se te quedan grabados de por vida”. El artículo proporciona además otra información valiosa, a la fiesta “habían acudido numerosos compatriotas”, lo cual da la pauta para que Julián tenga la certeza de que si bien la cacería iba a ser fructífera, no estaría exenta de peligros, por lo que habría que redoblar la prudencia. Cuando Julián llega a España, lo primero que busca es ponerse en contacto con Salva, puesto que ambos comparten un deber moral largo tiempo pospuesto, que es el logro de una justicia largo tiempo esperada. Sin embargo, al llegar a la residencia de reposo donde vivía su amigo se entera de que este ha muerto y que la carta le fue enviada luego de la muerte de Salva, a petición expresa de este. Para Julián esto es la señal de que la “herencia envenenada” (Sánchez 2010: 21) de continuar la caza de nazis es un deber moral que debe cumplir porque el “último descubrimiento de Salva solo tendría valor si [...] era capaz de destaparlo” (Sánchez 2010: 21). A diferencia de la mimicry totalmente asumida por los Christensen, en la mimicry de Julián distinguimos 1
Clasificando los juegos en un pequeño número de categorías bien definidas, Roger Caillois distingue cuatro tipos dependiendo de la manifestación de una tendencia en particular, así: el agôn (la competencia), la alea (el azar), la mimicry (el simulacro) y el ilinx (vértigo). En lo referente a la mimicry, esta es considerada como el acto de: “volverse uno mismo un personaje ilusorio y comportarse como correspondería” (Caillois 1968: 61). Las traducciones de Caillois son nuestras.
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dos variantes: una de ellas elimina por completo las disquisiciones morales y la otra trae a colación constantemente el juicio moral mediante la conciencia de sus responsabilidades éticas: en la primera variante mencionada las disquisiciones morales son totalmente eliminadas mediante el uso de la memoria. La metamorfosis en el rol de cazador, totalmente asumido por Julián, se ve así reforzada mediante el recuerdo de las atrocidades sufridas en el campo de exterminio. Julián necesita de la mimicry para mostrar que es más fuerte y más poderoso, para conseguir atemorizar a sus adversarios. Para garantizar el éxito de su misión, necesita justamente no plantearse juicios éticos. En la segunda variante, la mimicry se pone en peligro al verse constantemente afectada por los lazos afectivos que mantiene Julián con su hija, con Raquel, su fallecida esposa y con Sandra, originando la consabida aparición de juicios morales. La responsabilidad moral y el deber ser de Julián para quienes forman su entorno afectivo serán decisivos al momento de tomar decisiones. En primer lugar, la responsabilidad moral se materializa respecto de su hija, porque al ocultarle los verdaderos motivos de su estancia en España las dudas morales se presentan en ciertos detalles que podrían considerarse insignificantes, por ejemplo al momento de gastar un dinero extra (en el hotel, en el coche de alquiler, en una cena...) menguando la herencia de su hija o bien al Mentirle en una cosa tan pequeña, engañarla diciéndole que buscaba una casa que no buscaba, me parecía más mezquino que hacerlo con algo grande, peligroso, algo que realmente mereciese la pena ocultar. Así que para ser consecuente con lo que le había prometido tendría que ocuparme en ratos perdidos de buscar una bonita casa para nosotros [...] (Sánchez 2010: 44).
Los lazos afectivos funcionarán así como riendas mediante las cuales Julián tendrá que ajustar su metamorfosis a sus acciones, de ahí que utilice el juego de la mimicry como intento de supervivencia. Ocultarle a su hija únicamente “algo grande, peligroso, algo que mereciese la pena ocultar”, como lo es su presencia en ese lugar específico, le proporciona una solución (falsa y transitoria) que le permite justificarse ante su propia conciencia. El segundo lazo afectivo se concreta en el constante recuerdo de su fallecida esposa, Raquel, quien, a pesar de haber conocido en el mismo campo
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de extermino, no aprobaría que Julián prosiguiera su empresa de venganza. En una constante lucha entre su propia responsabilidad de llevar hasta su extrema consecuencia el ‘arreglo de cuentas’, se presentará la disyuntiva entre ‘deber ser un verdugo’ (lo que no le distinguiría mucho de los nazis que persigue) o bien, simplemente, denunciarlos y dejar que la justicia —como ente abstracto— tome alguna acción. El protagonista imaginará continuamente lo que diría o haría su esposa Raquel si lo viese persiguiendo a los Christensen y sus compatriotas trayendo constantemente a colación sus certeras palabras: “Raquel me decía que les estaba dando demasiado de mí, que era como si no hubiese acabado de salir del campo y que incluso el odio era algo que ellos me quitaban” (Sánchez 2010: 61). El recuerdo de Raquel funcionará como un freno para tranquilizar su conciencia porque no debe olvidar que a pesar de que ahora se pretenda ‘verdugo de sus verdugos’, nunca podrá ni deberá ser tan perverso como estos... o terminará igualándoseles. A pesar de que las dudas sobre el ser y el deber ser serán constantes, Julián se aferrará a la memoria del dolor y las vejaciones sufridos para que sus decisiones afecten lo menos posible la postura moral y ética que Raquel hubiera deseado que primara en él. El tercer lazo afectivo será el que establezca con Sandra; sin embargo, aunque en un principio sus juicios éticos lo orienten a sentir culpabilidad al utilizarla como carnada para acercarse a los Christensen, introduciendo a dos inocentes más —a Sandra y a su bebé— en un mundo lleno de peligros, esta disyuntiva será resuelta cuando Julián limpie su conciencia de culpa al responsabilizar al destino: “—Nunca te habría metido en esto, te lo juro, el caso es que cuando te conocí ya estabas metida” (Sánchez 2010: 107). Y como Julián no se considera culpable de involucrar a Sandra, la disyuntiva entre seguir mintiéndole, o bien revelarle toda la verdad sobre la identidad de los Christensen, será resuelta mediante la justificación y el deber moral de tener que indicarle quién es en realidad esa apacible pareja de ancianos tanto para que supiera “contra qué tenía que defenderse” (Sánchez 2010: 111), como para ayudarla en sus propios debates internos sobre lo incierto del futuro de ella y de su bebé; para Julián, esta información: “Tal vez le serviría [a Sandra] para juzgar en su justa medida lo que había abandonado” (Sánchez 2010: 111), permitiéndole de paso poner también orden en su vida.
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Las revelaciones de Julián al mostrarle la foto donde Fred porta un uniforme nazi, serán para Sandra un cabo que irá atando a otro cuando recuerde que —antes de saber que los Christensen fueron nazis—, una vez, mientras los buscaba en casa de Alice, amiga de ellos, ubicada en la lujosa urbanización del Tosalet fue testigo de ciertos excesos de lujo en los que no había reparado hasta entonces. Ahí, Sandra pudo ver que en lugar de utilizar el todoterreno habitual, los Christensen habían utilizado su Mercedes negro que dicho sea de paso, no desentonaba con los demás coches de lujo que bordeaban la acera. Atisbando por las cristaleras le llegó la música y creyó “distinguir a Karin dando vueltas en un traje de noche blanco, [que] tal vez se había contagiado de la eterna juventud de Alice” (Sánchez 2010: 83-84). No pudo ver más porque Alberto, “El Anguila”, uno de los tantos jóvenes que visitaban a los Christensen la llevó de regreso a casa del matrimonio a esperar su regreso. Con la certeza de no haber hecho nada malo, puesto que si se asomó a la casa de Alice fue solo buscando a sus amigos, ahora parecía que hubiera cometido un acto criminal por el que tendría que excusarse, cuando en realidad no tenía mayor importancia de la que parecían darle los demás. Cuando Karin y Fred llegan a la casa, Sandra supone que se trataba de una fiesta de disfraces: Y vi a Karin con el precioso vestido blanco con suaves plumas en el escote que en ella quedaba como un disfraz. Y sobre todo vi que Fred llevaba un uniforme que había visto mil veces en las películas de nazis, con gorra y todo, y que le hacía todavía más alto y marcaba aún más sus rasgos ya de por sí graves. Le sentaba mejor que a ella el vestido. A Alice le pegaba mucho montar fiestas de disfraces para sus amigos a la antigua usanza, cuando el mundo era elegante y las mujeres se vestían de largo todas las noches (Sánchez 2010: 87).
Resulta interesante remarcar que mientras que para Sandra el uniforme que lleva Fred y que ella ha “visto mil veces en las películas de nazis” simplemente forma parte de un juego al que se han prestado los Christensen al asistir a las “fiestas de disfraces” organizadas por Alice, para ellos, el disfraz es precisamente lo opuesto, es decir, cuando se despojan del uniforme nazi para adquirir la apariencia de un matrimonio respetable. El uso de la máscara de la cotidianeidad reposa en el principio de que los Christensen juegan a
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creer y a hacer creer que son otros distintos de ellos mismos (Caillois 1968: 61). Y bajo el resguardo de esta máscara no hay ningún espacio para el remordimiento. No existe indicio alguno de que aceptar sus responsabilidades pasadas rezume de estos personajes. Para ellos no se trata tanto de ser (haber sido) un verdugo, como de haber debido serlo. Así, se escudan y se justifican en el simple ‘cumplimiento de su deber’. Su habilidad para mimetizarse les ha permitido prolongar el juego y la relación implícita entre ellos y quienes los rodean, puesto que si la máscara requiere de algo para instaurar el significado en el espacio-tiempo en que se presenta, es precisamente del espectador, del público, porque solo en la ‘resonancia cómplice’ de los demás el uso de la máscara podrá desplegar su potencial de sentidos. Sin embargo, una vez que Julián ha “inoculado el veneno de la duda” (Sánchez 2010: 109), Sandra siente la necesidad imperiosa de hurgar en la casa para desenmascarar y encontrar indicios que comprueben la sórdida verdad que le han expuesto. Los dilemas morales de quieres fueran sus verdugos también serán contemplados por Julián. Para él, la ausencia de dilemas morales por parte de los nazis obedece al hecho de que —Ellos no se sienten culpables —dijo Julián—. No he conocido jamás a ninguno que haya mostrado ningún tipo de arrepentimiento. Piensan que son víctimas de un mundo que ha cambiado y que no les comprende. De alguna manera —añadió cabizbajo— su falta de sentimiento de culpa ha puesto a salvo a muchos de ellos, también a Fredrik y Karin (Sánchez 2010: 125).
Revistiendo una conducta mimética, lo que en un principio era simulación se vuelve una evidencia. Quienes no conocieron a los Christensen en su juventud no saben que estos siguen ocultando su pertenencia al nazismo; sin embargo, en la intimidad de un círculo de iniciados (formado por antiguos nazis y neonazis, llamado “La Hermandad”), no hay necesidad de portar disfraz alguno y en esa resonancia cómplice, todos siguen aspirando al regreso de un pasado en donde lo sórdido de sus acciones, al contrario de lo que podríamos pensar, no les produce sentimiento de culpabilidad alguna, sino que, por el contrario, se sienten víctimas de una incomprensión sobre las que fueron sus verdaderas intenciones.
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En el capítulo 10, cuyo sugestivo título “Nadie nos ve” juega con el ocultamiento, se muestra de manera más explícita la forma en que se desvanecen los dilemas morales y la responsabilidad en el grupo de los ahora octogenarios nazis. En este capítulo se pone cara a cara a la víctima, Julián, con quien pudo haber sido uno de sus diversos verdugos, Sebastian Bernhardt, quien además, es considerado líder del grupo de nazis y neonazis “La Hermandad”. Haciendo un despliegue de control y buenas maneras, Julián explica: Me presenté formalmente. Le dije que era un republicano español que había estado en Mauthausen el último año de la guerra y que posteriormente me había enrolado en una organización dedicada a la caza de nazis. Me escuchaba con mucha atención (Sánchez 2010: 380).
En una situación ‘convencional’ hubieran bastado estas palabras para que Sebastian comenzara a mostrar un nerviosismo alimentado por los remordimientos; sin embargo, se limitará a seguir consumiendo ostras y champán como si en las palabras de Julián no hubiera provocación. Escudado en el juego de la mimicry, Sebastian lleva un oneroso tren de vida que le permite hacer alarde de lujos originando la admiración de quienes lo rodean. Solo quien lo conoció años antes sabe que, tras la apariencia de un refinado hombre de mundo, se esconde un asesino. Paradójicamente, el tono de este encuentro será el de una conversación apacible, como si no se tratase de las palabras de una víctima que encara a su verdugo. Luego de escuchar a Julián, Sebastian dirá: “Siento que tuviera que pasar por aquello —dijo” (Sánchez 2010: 380). Lo lacónico de la respuesta de Sebastian es prueba de la ausencia de arrepentimiento. Podemos explicar la ausencia de dilemas morales precisamente en el hecho de que mientras que Julián se considera a sí mismo una víctima, Sebastian y su grupo nunca se consideraron a sí mismos como verdugos. Sino como defensores de una identidad nacional que imposibilitaba la coexistencia de otras, en donde la propia identidad se concibe “como identidad contra el otro” (Mbembe 2011: 46). Resulta aquí interesante acercarnos a las teorías de Achille Mbembe2, quien, prolongando la teoría de Foucault sobre el ‘biopoder’, es decir, “ese
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Agradezco a Marie-Agnès Palaisi-Robert haberme acercado a las teorías de Mbembe.
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dominio de la vida sobre el que el poder ha establecido su control” (Mbembe 2011: 20), hace hincapié en el ‘contrabiopoder’, donde se enfatiza no solo el dominio de la vida sino el dominio de la muerte. Mbembe acuña el concepto de ‘necropolítica’, en el que considera que la soberanía de un Estado debe entenderse también “como el poder de dar vida o muerte” (Mbembe 2011: 13). De ahí que se critique que “lo que comúnmente tomamos como el estado de excepción se ha vuelto lo normal [es decir], ya no es la excepción” (Mbembe en Chávez MacGregor 2013). Al justificar “la destrucción material de los cuerpos y poblaciones humanas juzgados como desechables o superfluos” (Mbembe en Chávez MacGregor 2013: 25) atribuyéndoles objetivos ‘racionales’, el Estado ‘civiliza’ las formas de asesinar (Mbembe 2011: 38). Al utilizar argumentos propios a la esfera de la necropolítica, Sebastian justificará la dominación y la sumisión eliminando así la posibilidad de plantearse ciertos debates morales: —[...] Jamás tuve el propósito de que la gente sufriera. Luchaba por un mundo mejor. [...] —[...] Queríamos evitar la mediocridad, queríamos dar un salto hacia la excelencia y en muchos casos se consiguió, mucha gente se ha favorecido de nuestros esfuerzos. Aunque es verdad, perdimos la guerra (Sánchez 2010: 380).
Los sufrimientos que Julián describe a Sebastian no generan en él ni compasión ni culpabilidad. Entendido desde la necropolítica, Sebastian se escuda en los objetivos racionales que justificaban “la destrucción material de los cuerpos juzgados como desechables o superfluos” (Mbembe en Chávez MacGregor 2013: 38) y ahí se escuda no solo la ausencia de responsabilidad, sino la afirmación de su “derecho a ejercer la violencia y a matar” (Mbembe 2011: 58). Esto, además, refuerza la posición en la cual se parapetan: tuvieron que hacer ciertas acciones en pos de un ideal abstracto que bastaba para justificar todo el daño que hubieran podido causar en el camino. De haberse conocido la expresión, Sebastian se hubiera referido seguramente a lo ocurrido como un ‘daño colateral’. Cuando Julián lo cuestiona sobre “[su] sufrimiento, [su] humillación [y su] dolor por haber sido reducido a material humano” (Sánchez 2010: 381), la respuesta de Sebastian dista mucho de mostrar empatía: “No disfruto
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pensando que sufrió, pero en momentos históricos de transformación profunda de la realidad no hay tiempo para separar el trigo de la paja” (Sánchez 2010: 381). Desprovista de arrepentimiento, esta respuesta se explica en el contexto de la necropolítica, en donde “las personas ya no se conciben como seres irreemplazables, inimitables e indivisibles, sino que son reducidas a un conjunto de fuerzas de producción fácilmente sustituibles” (Fallomir Archambault 2011: 15). Siguiendo con el diálogo, Sebastian dice: —No pensé en vuestro sufrimiento, ni siquiera pensé en vosotros. Os veía sin pensar, las cosas eran así. Pertenecíamos a un sistema, a una organización. Yo iba con el uniforme de las SS y vosotros con el uniforme de rayas de los prisioneros. Estábamos dentro de un orden establecido, imposible de romper. No había nada que pensar (Sánchez 2010: 382).
Para Mbembe la noción ficcionalizada del enemigo supone “la percepción de la existencia del Otro como un atentado a [la] propia vida”, en donde “la eliminación del Otro refuerza el potencial de vida y de seguridad” (Mbembe 2011: 24). Referirse a la ausencia de tiempo para “separar el trigo de la paja” (Sánchez 2010: 381) o a ‘la invisibilidad’: “Os veía sin pensar” (Sánchez 2010: 382) son parte de la reificación del ser humano a la que también alude la necropolítica. Esta ‘invisibilidad’ de los prisioneros tras la que Sebastian escuda sus acciones va a serle útil en el doble juego de paliar sus culpas al tiempo que evita el castigo y el reproche de la sociedad actual, de ahí que cínicamente mencione: “No te falta razón. Ahora para bien o para mal somos invisibles, nadie nos ve, salvo tú, claro” (Sánchez 2010: 384). No ver al otro es parte de un mecanismo de ‘deshumanización’ que elimina toda posibilidad de sentir y de sufrir su dolor. Sobre esta invisibilidad, resulta imprescindible mencionar un elemento epitextual que podría insertarse dentro de la función de la literatura como reguladora ética, baste mencionar una nota de la agencia Europa Press publicada con motivo del Premio Nadal 2010, en donde se indica que Sánchez “avisa en su nueva novela [...] de la impunidad con la que jubilados nazis viven a placer en la Costa del Sol, —en palabras de la autora, esto es— una realidad que ‘había que airear’”. Porque “a esos jubilados nazis ‘no les pesa’ lo que hicieron y para la sociedad son ‘seres invisibles’ sobre los que nadie se cuestiona nada [...]”.
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No es de extrañar entonces que Clara Sánchez resuelva “la impunidad” de “los jubilados nazis” en un juego de cacería donde terminan invirtiéndose los papeles, ahora son los Christensen, Alice y otros nazis (y neonazis) los que huyen intentando evitar a toda la gente “que está tras de su pista”; el cómodo juego de mimicry, tantos años prolongado, ha llegado a su fin. Y aunque en el fondo estos personajes estén convencidos de haber hecho lo correcto, saben también que ante la sociedad deberán pagar por las acciones cometidas en décadas anteriores. A Julián se le otorgará la deliciosa venganza tanto tiempo esperada; él ha resuelto terminar sus días en la residencia para ancianos donde viviera su amigo Salva y en la que además, también viven ahora dos de sus verdugos, Elfe y Heim. Sobre este último, la autora indica en la “Nota final” del libro que “sólo el personaje ficticio basado en Aribert Heim, también llamado Doctor Muerte o Carnicero de Mauthausen conserva el nombre verdadero” (Sánchez 2010: 447). Sin remordimiento alguno, Julián tiene muy claro que la venganza es la única salida posible para sanar sus heridas y ha decidido que el tiempo que le quede de vida se dedicará a enloquecerlos porque: “Sabía cómo hacerlo, ellos me habían enseñado” (Sánchez 2010: 446). La trama principal de El silencio de tu nombre de Andrés Pérez Domínguez (2013) transcurre en los años cincuenta. La protagonista, Erika Walter, viuda de un agente secreto alemán guarda una maleta que su marido dejara escondida y que contiene información que compromete la seguridad de una gran cantidad de altos cargos nazis exiliados. Cuando un matón a sueldo es enviado para recuperarla, Erika huye a Madrid; su súbita huida obliga a su amante, el capitán Martín Navarro, ex miembro del Partido Comunista español, a salir de su guarida en París donde Navarro se esconde tras la profesión de traductor del ruso al francés, aunque realmente también sea un asesino a sueldo al servicio del partido. Al ir tras de Erika a Madrid, Navarro se enfrenta también con el peligro de ser atrapado por la CIA, los nazis y los miembros de su partido, que lo consideran un traidor: el otrora verdugo se convierte así en víctima de su propio juego. Dividida en cuatro partes con veintitrés capítulos, Pérez Domínguez alterna la narración externa en tercera persona con los monólogos y los diálogos, así como la temporalidad en donde las constantes analepsias narrativas
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favorecen la comprensión de algunas de las acciones y decisiones de los personajes. Tras el dedicado traductor de ruso se esconde un hombre que Llevaba media vida peleando por los ideales en los que creía, había luchado en dos guerras que le parecieron justas, matado a hombres en batallas, a muchos sin llegar a verles la cara, y a otros después de la guerra porque el Partido los había señalado como traidores, a un palmo de distancia, de frente si era posible, mirándolos a los ojos y dictándoles la sentencia como un juez con una pistola en la mano al que no se le puede suplicar clemencia. Lo había hecho sin rechistar, sin hacer preguntas, convencido de las razones más grandes que él, y más grandes que cualquiera, por las que debía acabar con ellos (Pérez 2013: 44).
El ritmo de la narración detectivesca permite que en los crímenes cometidos por Navarro el dilema moral sobre el ser y el deber ser se mitigue al justificarlos como una obligación, revistiendo la mimicry “de un juez con una pistola en la mano”, con la convicción de que alguien tiene que hacer el trabajo sucio, hasta ese momento Navarro nunca se había cuestionado sobre su ‘labor de limpieza’, y se limita a cumplir su función al destruir a los traidores antes de que estos dañen los intereses del partido. Dado que la fuerza de la máscara radica en el ocultamiento, la mimicry en Navarro se refuerza con “los muchos pasaportes falsos” (Pérez 2013: 81) que le permiten abandonar pasajeramente (Caillois 1968: 61) su verdadera identidad. Resulta paradójico que Navarro no sea juzgado por la responsabilidad de los crímenes cometidos, sino precisamente por el que sería su último crimen y que ha decidido no cometer. Será justamente en el momento en que Julián decida no ser más un asesino cuando se le juzgue como tal. Al recibir la orden de matar a Miranda, otro miembro del Partido Comunista considerado traidor, a Navarro no lo retiene tanto el dilema moral sobre “el derecho a ejercer la violencia y a matar” (Mbembe 2011: 58) que hasta entonces había profesado, sino la conciencia de saberse un títere. Por primera vez, Navarro se siente desencantado por la manera en que el partido lo obliga a atenerse a los ideales comunistas, sin oportunidad de cuestionar “a quienes tomaban las decisiones en Moscú y dirigían desde la sombra las vidas de gente como él” (Pérez 2013: 44). Más que los crímenes cometidos, lo que le pesa a Navarro es haber “tardado demasiado tiempo en darse cuenta” (Pérez 2013: 45).
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Las dudas que hicieron que Navarro desobedeciera al partido estarán también presentes cuando decida ir en busca de Erika a Madrid. Las disyuntivas éticas que se plantea Navarro tienen menos que ver con una cuestión moral que con una cuestión personal. Saberse manipulado por aquellos en quienes confía o confió es para él peor falta que los crímenes que se cometen en nombre de una causa. Esto es, para Julián, basta que la causa justifique el deber ser para que se diluyan sus culpas y responsabilidades. Pero cuando no conoce las razones y el “deber ser” ajeno, las acciones de los otros se tornan simplemente injustificables antes sus ojos. En su rol de victimario espetará: “Cuando uno se juega la vida no es momento de entretenerse en reflexiones morales ni de hacer distinciones” (Pérez 2013: 53). Sin embargo, en su tránsito de victimario a víctima, Navarro buscará “la excusa que necesitaba, la razón para no hacer lo que no deseaba” (Pérez 2013: 54). Resolviendo así la disyuntiva eterna y acallada entre lo que debería ser y lo que era en realidad. Una vez en Madrid, mientras los alemanes retienen a Erika y torturan a Navarro esperando que la primera les confiese dónde quedó el tesoro que su marido les ‘robara’: “lo que más le costaba [...] a Navarro eran las ganas de marcharse para estar lejos de ese olor a miedo que le recordaba tantas cosas que prefería olvidar” (Pérez 2013: 456). En este intercambio de roles de victimario a víctima Navarro no solo vive la experiencia del Otro, sino que además intenta escaparse de los remordimientos mediante el olvido. El uso de la novela detectivesca contrasta binomios que funcionan de manera conjunta y maniquea, en donde el perseguido y el perseguidor, el verdugo y la víctima imponen una toma de posición. Lo que motiva que Navarro se plantee ciertos debates morales no será la conciencia de sus propias acciones infames, sino la duda y la pérdida de confianza (en su partido, en Erika...), echarle la culpa a otros será el medio idóneo para justificarse ante sí mismo. Será entonces la responsabilidad y el deber ser del otro lo que tenga importancia para Navarro. Sin embargo, y a pesar de limpiar su conciencia responsabilizando a los demás, “Navarro siempre intuyó que antes o después el pasado estallaría en el presente” (Pérez 2013: 601). Cuando por fin pensó que los fantasmas del pasado se alejarían dándole una segunda oportunidad para pasar el resto de sus días con Erika,
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no interpretó la partida y el silencio de esta como la penitencia y expiación de sus propias faltas cometidas. En El silencio de tu nombre se retrata la corrupción, la decadencia y la violencia de un sistema que intenta mantenerse ejerciendo su derecho de decidir sobre la vida y la muerte de aquellos a quienes se considera nocivos. Mientras Navarro asesina incluso “sin llegar a verles la cara” (Pérez 2013: 44), se desatan los procesos de reificación que reducen al sujeto en objeto y que facilitan el desapego y la deshumanización (Enzo Traverso en Mbembe 2011: 25), estos dos últimos, necesarios en la transformación de la muerte en un procedimiento puramente técnico lejos de toda sensibilidad y conciencia moral que pondría en peligro la consecución de los asesinatos. Los personajes de ambas novelas participan en un nada inocente juego de cacería, en donde los dilemas morales, la responsabilidad y la lucha entre el ser y el deber ser, se desvanecen agazapándose tras la mimicry o la necropolítica, reiterando una vez más lo frágil y ambiguo de la frontera donde se intersectan el bien y el mal. Bibliografía Caillois, Roger. 1968. Les jeux et les hommes, le masque et le vertige, Paris: Gallimard. Chávez MacGregor, Helena. 2013. “Necropolítica. La política como trabajo de muerte”, en: Ábaco. Revista de Cultura y Ciencias Sociales 78: 23-30. Europa Press. 2010. “Clara Sánchez avisa en su nueva novela de la impunidad con que viven los nazis en la Costa del Sol”, en [02-08-2015]. Falomir Archambault, Elisabeth. 2011. “Introducción”, en: Mbembe Achille, Necropolítica, Santa Cruz de Tenerife: Melusina: 9-15. Mbembe, Achille. 2011. Necropolítica. Trad. Elisabeth Falomir Archambault, Santa Cruz de Tenerife: Melusina. Pérez Domínguez, Andrés. 2013. El silencio de tu nombre, Barcelona: DeBolsillo. Sánchez, Clara. 2010. Lo que esconde tu nombre, Barcelona: Destino.
SOBRE LOS AUTORES
María del Carmen Alfonso García. Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo, dedicó su tesis doctoral al estudio de la vida y la obra de Antonio de Hoyos y Vinent. Es profesora titular de Literatura Española en el Departamento de Filología Española de la misma universidad desde 1999 y forma parte del Grupo de investigación “Intersecciones. Literaturas, teorías y culturas contemporáneas”, dirigido por Isabel Carrera Suárez (Universidad de Oviedo). Campos de investigación: literatura española contemporánea con especial incidencia en los siguientes aspectos: la perspectiva de género, los discursos de la representación y autorrepresentación, el imaginario del fin de siglo (xix) y su intertextualidad, las relaciones prensa-literatura y la literatura del exilio español republicano. Publicaciones: “The Sum of Us All: Alternative Images of Madrid in Short Stories by Contemporary Women Writers” (en Ellen Mayock/Ana Corbalán [eds.], Toward a Multicultural Configuration of Spain: Local Cities, Global Spaces, 2014); “A la sombra de una muchacha muerta en flor: la huella de Mariana Pineda en Cartas de Doña Nadie a Don Nadie de Matilde Cantos” (en Eugenia Helena Houvenaghel [coord.], Las escritoras españolas en el exilio mexicano: estrategias constructivas de una identidad femenina, 2016); “Algunas cartas entre Alejandro Casona y Félix Gordón Ordás. Meditaciones sobre los reflejos fragmentarios de dos vidas en el exilio” (en Anales de la Literatura Española Contemporánea, 2016). Manuel Aznar Soler. Catedrático de Literatura Española Contemporánea de la Universitat Autònoma de Barcelona, es fundador y director desde 1993 del Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL). Director literario de la colección Biblioteca del Exilio (Renacimiento), así como de Laberintos: Anuario de Estudios sobre los Exilios Culturales Españoles y de El Correo de Euclides: Anuario Científico de la Fundación Max Aub. Es actualmente investigador principal de un proyecto titulado “La historia de la literatura española
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y el exilio republicano de 1939”, financiado por el Ministerio de Ciencia y Competitividad, en vigor hasta el 31 de diciembre de 2016. Publicaciones: Los Amigos del Teatro Español de Toulouse. Historia de un grupo teatral español en el exilio francés (1959-2009) (2010); República literaria y revolución (19201939), 2 vols. (2010); edición, introducción y notas a Ramón J. Sender, Teatro completo (2015). Albrecht Buschmann. Catedrático en la Universität Rostock, donde imparte docencia en Literaturas y Culturas Románicas. A lo largo de su trayectoria profesional se ha especializado en la investigación de la novela policíaca española y el autor Manuel Vázquez Montalbán, en la representación literaria de la violencia en cercanía social. Asimismo, se ha dedicado a la literatura del exilio republicano español y al escritor Max Aub. Prolongada relación con la traducción tanto desde la óptica del traductor como de la reflexión teórica en torno a la traducción literaria. Publicaciones: con Anja Bandau/Isabella von Treskow (eds.), Literaturen des Bürgerkriegs (2008); Max Aub und die spanische Literatur zwischen Avantgarde und Exil (2012); Gutes Übersetzen. Neue Perspektiven für Theorie und Praxis des Literaturübersetzens (2015). Diana Castilleja. Doctora en Estudios Ibéricos e Iberoamericanos por la Université de la Sorbonne Nouvelle, Paris III. En México fue profesora y directora de carrera (LCC) del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM CEM). En Bélgica colaboró como research fellow en la Katholieke Universiteit Leuven. Ha sido profesora invitada en la Universiteit Antwerpen, Universiteit Gent, Université de Liège, Université Libre de Bruxelles y la Université Toulouse Jean Jaurès. Actualmente es profesora en la Vrije Universiteit Brussel y en la Université Saint-Louis-Bruxelles. Campos de investigación: ensayo y narrativa hispánica contemporánea, intertextualidad, alteridad, intermedialidad. Publicaciones: L’essai: perspectives théoriques et l’exemple hispano-américain (2008); con Eugenia Houvenaghel/Dagmar Vandebosch (eds.), El ensayo hispánico: cruces de géneros, síntesis de formas (2012); con Eugenia Helena Houvenaghel y Dagmar Vandebosch (eds.), Ensayo hispánico y sociedad. Diálogos de un género en movimiento (2014).
Sobre los autores
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Julio E. Checa Puerta. Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid, con una tesis sobre los teatros de Gregorio Martínez Sierra (1998). Sus principales líneas de trabajo son la representación de imágenes de género en la literatura española y en las artes escénicas en el ámbito hispánico de los siglos xx y xxi, así como la historia, teoría y crítica de la literatura española escrita por autoras y del teatro español de los siglos xx y xxi. Profesor titular de Literatura Española y director del Departamento de Humanidades: Filosofía, Lenguaje y Literatura en la Universidad Carlos III de Madrid. Publicaciones: “Del yo al nosotros: visiones de la familia en la dramaturgia española actual” (en Anales de la Literatura Española Contemporánea, 2015); “Ecos identitarios en la obra teatral de María Martínez Sierra en el exilio republicano” (en Francisca Vilches-de Frutos et al. [eds.], Género y exilio teatral republicano. Entre la tradición y la vanguardia, 2014); “Dramaturgas españolas del siglo xx: Lola Blascos (1983), del ditirambo al rap” (en Francisca Vilches-de Frutos/Pilar Nieva-de la Paz [eds.], Imágenes femeninas en la literatura española y las artes escénicas. Siglos XX y XXI, 2012). Luisa García-Manso. Becaria de investigación postdoctoral Alexander von Humboldt en la Universität Passau. Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo. Etapa predoctoral desarrollada en el CSIC (Madrid). Estancias de investigación en la University of Exeter, la Universität Passau y la RESAD (Madrid). Estudios de licenciatura realizados en la Universidad de Oviedo y la Université de Reims Champagne-Ardenne. Miembro del grupo de investigación InGenArTe. Líneas de investigación: teatro y literaturas hispánicas contemporáneas, estudios de género, la representación del mal en relación a dictaduras y exilios, el exilio republicano de 1939, la inmigración. Publicaciones: Género, identidad y drama histórico escrito por mujeres en España (1975-2010) (2013); “Memoria, trauma y construcción identitaria. Cuarta dimensión (1974), de Carlota O’Neill” (en Foro Hispánico, 2014); “Las guerras de la ex Yugoslavia en la creación dramática femenina española” (en Revista de Escritoras Ibéricas, 2014). Raquel García-Pascual. Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de La Rioja. Tesis doctoral sobre teatro español a partir de 1940 por la Universidad Complutense de Madrid y Máster Oficial en Estudios para la
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Igualdad de Género en Ciencias Humanas, Sociales y Jurídicas (Universidad Internacional Menéndez Pelayo/CSIC). Docente e investigadora en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC, Madrid), París, Gießen y Passau. Miembro del grupo de investigación InGenArTe. Desde el año 2010, profesora en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), de Madrid. Campos de investigación: historia, teoría y crítica del teatro español (siglos xx y xxi), representación de imágenes en la literatura y el teatro español y estudios de género en industrias culturales y artes escénicas. Publicaciones: edición de Dramaturgas españolas en la escena actual (2011); Sobre lo grotesco en autoras teatrales de los siglos XX y XXI. Monográfico de la revista Signa (2012); “La lucha contra la violencia de género en el teatro español contemporáneo: un acercamiento” (en Anales de la Literatura Española Contemporánea/Annals of Contemporary Spanish Literature, 2015). María Teresa González de Garay. Doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Zaragoza, es profesora titular de Literatura Española e Hispanoamericana en la Universidad de La Rioja desde 1994. Ha publicado estudios sobre poesía barroca, tema de su doctorado, sobre literatura del exilio republicano, también sobre poesía y narrativa hispanoamericanas. Es miembro de GEXEL (Grupo de Estudios del Exilio Literario de la Universidad Autónoma de Barcelona) desde 1997. Publicaciones: Introducción a la poesía de Francisco López de Zárate (1981); Edición crítica de la poesía completa de F. López de Zárate (1988); Paulino Masip, La trampa (2002). Susanne Hartwig. Licenciada en Filología Románica y Latina por la Universität Münster (Alemania). Tesis sobre el teatro francés después de 1945, habilitación sobre el teatro español contemporáneo. Docente e investigadora en Münster, París, Madrid, Gießen, Potsdam, Erfurt, San José de Costa Rica y Curitiba. Desde el año 2006, catedrática de Literaturas y Culturas Románicas en Passau. Campos de investigación: literatura y ética, diversidad funcional (disability studies), teatro contemporáneo, narrativa contemporánea en América Latina, literatura y ciencia cognitiva. Publicaciones: Chaos und System. Studien zum spanischen Gegenwartstheater (2005); con Klaus Pörtl (ed.), La voz de los dramaturgos. El teatro español y latinoamericano actual (2008); edición de Culto del mal, cultura del mal, Realidad, virtualidad, representación (2014).
Sobre los autores
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Eugenia Helena Houvenaghel. Tras recibir una beca de doctorado de la Fundación para la Investigación Científica de Flandes (1997-2001), estudió el diálogo cultural entre Europa y América Latina en su tesis doctoral. Obtuvo una beca postdoctoral de la Fundación para la Investigación Científica de Flandes (2001-2004) y se convirtió en profesora (2002-2005) en la Universiteit Nijmegen. A continuación, fue contratada como profesora de Investigación por el Fondo Especial de Investigación de la Universiteit Gent (2005-2015). En aquella ocasión trabajó sobre estudios de caso de interacción cultural entre Europa y América Latina, como la construcción de una identidad intercultural de los exilios de la República española o la reescritura de los mitos clásicos griegos en España y Latinoamérica. Desde 2015 es catedrática de Literatura Española en la Universiteit Utrecht. Publicaciones: “Una brecha entre España y México: el exilio de Tomás Segovia desde la vertiente francesa” (en Bulletin of Spanish Studies, 2015); “Cruzando fronteras: espacio e identidad en el ensayo de Angelina Muñiz” (en Eugenia Houvenaghel [coord.], Escribir en Nepantla: La obra en prosa de Angelina Muñiz, hija del exilio republicano en México. Anales de Literatura Hispanoamericana, 2015); “La mujer escritora en el ensayo de Angelina Muñiz: La sombra es la luna y es femenina” (en Eugenia Houvenaghel/Florien Serlet [eds.], Las escritoras españolas en el exilio mexicano: estrategias para la construcción de una identidad femenina, en prensa). Mirjam Leuzinger. Master of Arts en Lingüística y Literatura Hispánica y Francesa, así como en Ciencias del Deporte por la Universität Bern. Doctora por la misma universidad con una tesis sobre la memoria cultural en la obra de Jorge Semprún. Becaria del Fonds National Suisse (FNS) en 2012. Estancias de investigación en las universidades Complutense de Madrid, Paris 8 y en el Centro Franz Kafka (Praga). Coordinadora de Versants (Revista Suiza de Literaturas Románicas). Desde 2014, colaboradora científica de la cátedra de Literaturas y Culturas Románicas y profesora de la Universität Passau. Campos de investigación: narrativa de los siglos xx y xxi, memoria, metaficción, autoficción, el motivo del fracaso y los discursos sobre Europa. Publicaciones: con David F. Bärtschi (eds.), Vidas y caídas. Calas interdisciplinarias en el motivo del fracaso (2011); “Jorge Semprun, en quête de l’homme européen” (en Juan García Bascuñana [ed.], Jorge Semprún. Memoria, historia, literatura.
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Mémoire, histoire, littérature, 2015); Jorge Semprún. Memoria cultural y escritura. Vida virtual y texto vital (2016). Francisca Montiel-Rayo. Licenciada en Filología Española por la Universitat Autònoma de Barcelona, centro en el que obtuvo el grado de doctora con una tesis sobre la obra literaria y periodística del escritor Esteban Salazar Chapela. Miembro fundador del Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL), de la Universitat Autònoma de Barcelona. Ejerce la docencia como catedrática de Lengua y Literatura Españolas en enseñanza secundaria y como profesora asociada de Literatura Española de la Universitat Autònoma de Barcelona. Campos de investigación: narrativa contemporánea, literatura del exilio republicano de 1939, historia de la literatura española contemporánea, epistolarios, revistas literarias del siglo xx. Publicaciones: edición, introducción y notas de la novela inédita de Esteban Salazar Chapela En aquella Valencia (2001); introducción y selección de la antología de la obra de Esteban Salazar Chapela Reseñas, artículos y narraciones (19261964) (2007); con Manuel Aznar Soler et al. (eds.), El exilio republicano de 1939. Viajes y retornos (2014). Pilar Nieva-de la Paz. Investigadora Científica en el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC (Instituto de Lengua, Literatura y Antropología). En el marco del grupo de investigación InGenArTe, en los últimos años ha dedicado su trabajo al estudio del protagonismo de las mujeres como creadoras y políticas, y al análisis de su producción y de las representaciones de género en su literatura y su teatro, con especial atención a los períodos de la Segunda República, el exilio republicano y la Transición política. En la actualidad dirige el proyecto de investigación “Escrituras, imágenes y testimonio en las autoras hispánicas contemporáneas”, financiado por el MINECO. Ha dirigido también cursos de posgrado y varios seminarios internacionales. Ha impartido ponencias y conferencias en prestigiosos centros y universidades extranjeros en Los Ángeles, México, París, Berkeley, Gante, Londres, Manchester, Gießen, y Passau. Publicaciones: Roles de género y cambio social en la Literatura Española del siglo XX (2009); con Sarah Wright et al. (eds.), Mujer, literatura y esfera pública: España 1900-1940 (2008); con F. Vilches-de Frutos (eds.), Imágenes femeninas en la literatura española y las artes escénicas. Siglos
Sobre los autores
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y XXI (2012); con F. Vilches-de Frutos et al. (eds.), Género y exilio teatral republicano. Entre la tradición y la vanguardia (2014). XX
Annette Paatz. Enseña Literatura Española e Hispanoamericana en la Georg-August-Universität Göttingen. Tesis de doctorado sobre la obra de Carmen Martín Gaite (1994), habilitación sobre la novela argentina y chilena del siglo xix en su contexto cultural y mediático (2009). Campos de investigación: narrativa española e hispanoamericana de los siglos xix a xxi, relaciones culturales entre Europa y Latinoamérica en el siglo xix, estudios literarios de género (autoría femenina en la modernidad), estudios mediáticos (revistas culturales). Redactora responsable de la sección Notas/Reseñas Iberoamericanas de la revista Iberoamericana. América Latina-EspañaPortugal. Publicaciones: Liberalismus und Lebensart. Romane in Argentinien und Chile (1847-1866) (2011); con Janett Reinstädler (eds.), Arpillera sobre Chile. Cine, teatro y literatura antes y después de 1973 (2013); “New Language and Old Memories: Jüdische Erfahrung im (auto-)biographischen Werk von Marjorie Agosín” (en Christina Olszynski/Jan Schröder/Chris W. Wilpert [eds.], Heimat - Identität — Mobilität, 2015). Juan Rodríguez. Doctorado en Filología Hispánica con una tesis sobre el intelectual en la narrativa de José Martínez Ruiz (1895-1905), es profesor titular de Literatura Española en la Universitat Autònoma de Barcelona; miembro del Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL) desde su fundación, forma parte de la junta directiva de la Asociación para el Estudio de los Exilios y las Migraciones Contemporáneas (AEMIC) y del Consejo Asesor de las revistas El Correo de Euclides y Laberintos. Su investigación se ha centrado en la literatura española contemporánea, con especial atención a la narrativa del siglo xx, tanto del interior como del exilio. Ha publicado artículos sobre la obra de diversos autores, desde José Cadalso o El Censor hasta Juan José Millás. Miembro fundador del Taller de Investigaciones Valleinclanianas (UAB), ha publicado también, además de varios trabajos sobre el autor, una edición anotada de Tirano Banderas (1994; actualizada en 2012) y publicada en ) y es secretario de la redacción de la revista electrónica El Pasajero. Publicaciones: “‘Españoles en casa, mexicanos fuera de ella’: Max Aub y la segunda generación del exilio”
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(en Anales de la Literatura Española Contemporánea, 2013); “José de la Colina en Cuba” (en María Teresa González de Garay y José Díaz-Cuesta [eds.], El exilio literario de 1939, 70 años después, 2013); “El mito del retorno en la obra de Enrique de Rivas” (en Manuel Aznar Soler et al. [eds.], El exilio republicano de 1939. Viajes y retornos, 2014). Marie-Soledad Rodríguez es profesora titular en la Université Sorbonne Nouvelle-Paris 3, donde imparte clases sobre Historia de España y Cine Español. Se dedica para la investigación al estudio del cine español considerado como uno de los medios culturales escogido por grupos sociales para transmitir su visión de ciertas realidades. Ha trabajado en particular sobre el cine del final del franquismo y el cine de la Transición, ha estudiado las nuevas versiones de la Guerra Civil en el cine de ficción. Se dedica actualmente al estudio del cine hecho por mujeres y las representaciones de género. Publicaciones: Le cinéma de Julio Medem (2009); Le fantastique dans le cinéma espagnol (2011). Margarita Santos Zas es profesora titular de Literatura Española en la Universidade de Santiago de Compostela (USC). Desde 1994 ha dirigido sucesivos proyectos de investigación I+D+i, con los integrantes del Grupo de Investigación Valle-Inclán (GIVIUS). Es directora de la Cátedra ValleInclán de la USC, que edita una colección propia; y coeditora de la revista Anales de la Literatura Española Contemporánea/Anuario Valle-Inclán (Society of Spanish and Spanish American Studies). Tiene en su haber ediciones individuales y con su equipo de investigación, prólogos y numerosos artículos en revistas y colectáneas sobre teatro del siglo xviii, poesía, teatro y novela contemporáneas, y sobre todo ha sido Valle-Inclán el autor que desde hace años centra su investigación, y en torno al cual ha organizado congresos, seminarios y exposiciones. Ha impartido, asimismo, cursos, seminarios o conferencias en universidades españolas, europeas y americanas. Con el GIVIUS acaba de publicar (2017) en la Biblioteca Castro la edición de las Obras completas del escritor (tres volúmenes de narrativa y en prensa dos más: teatro y poesía); y una selección de sus obras (Alianza Editorial). Finalmente, ha editado con Bénédicte Vauthier, el dossier genético de Un día de guerra/ La Media Noche. Publicaciones: Tradicionalismo y literatura en Valle-Inclán
Sobre los autores
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(1889-1910) (1993); con Darío Villanueva, Cronología de la literatura Española. Siglo XX (1997); Con el alba. El Cuaderno de Francia. Manuscrito inédito de Ramón del Valle-Inclán/Facsímil (2016). Dagmar Schmelzer. Estudios de Diplomkulturwirt (Lenguas, Economía y Estudios de Cultura Hispana) en Passau y Salamanca. Enseña Literatura y Cultura Españolas y Francesas en la Universität Regensburg, donde se doctoró con la tesis sobre la novela de la vanguardia española en los años veinte. Campos de investigación: literatura, cine y cultura españoles contemporáneos, intermedialidad, historiografía y literatura, la autobiografía actual, teoría del espacio. Publicaciones: con Christian von Tschilschke (eds.), Docuficción. Enlaces entre ficción y no-ficción en la cultura española actual (2010); con Magdalena Silvia Mancas (eds.), Der espace autobiographique und die Verhandlung kultureller Identität (2011). Jesús Torrecilla. Doctorado en Literatura Española por la University of Southern California (USC). Tesis sobre la conceptuación utópica de Europa en la literatura española. Docente e investigador en Baton Rouge (Louisiana State University) y Vancouver (University of British Columbia). Desde 2002, catedrático de Literatura en la University of California, Los Angeles (UCLA). Campos de investigación: marginalidad y relaciones de poder, imitación colectiva, exotismo, creación de mitos. Publicaciones: España exótica: la formación de la imagen española moderna (2004); La actualidad de la Generación del 98: algunas reflexiones sobre el concepto de lo moderno (2006); Guerras literarias del XVIII español: la modernidad como invasión (2008). Christian von Tschilschke. Licenciado en Filología Románica y Eslava por la Universität Heidelberg. Tesis sobre la escritura cinematográfica en la novela francesa contemporánea, habilitación sobre la relación entre la formación del sistema literario y el discurso de identidad en el siglo xviii español. Desde 2007 catedrático de Literaturas Románicas en la Universität Siegen. Campos de investigación: literatura y medios de comunicación (cine, televisión), literatura francesa y española contemporánea, literatura y cultura en la España del siglo xviii, estudios de género, docuficción, discurso colonial español respecto a África. Publicaciones: con Maribel Cedeño Rojas e Isabel
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Ser y deber ser
Maurer Queipo (eds.), Lateinamerikanisches Kino der Gegenwart. Themen, Genres/Stile, RegisseurInnen (2015); con Jan-Henrik Witthaus (eds.), El otro colonialismo. España y África entre imaginación e historia (2017); con Bernhard Chappuzeau (eds.), Cine argentino contemporáneo. Visiones y discursos (2016). Francisca Vilches-de Frutos. Profesora de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en su Centro de Ciencias Humanas y Sociales (Instituto de Lengua, Literatura y Antropología) y vocal del Consejo Rector del CSIC, está al frente del grupo de investigaciones InGenArTe, en el marco del cual se han concedido los proyectos de investigación “Industrias culturales e igualdad: textos, imágenes, públicos y valoración económica”, (2013-2015) y “Escrituras, imágenes y testimonio en las autoras hispánicas contemporáneas” (2016-2018), financiados por el Ministerio de Economía y Competitividad. Al estudio de la literatura y de las artes escénicas, de la interacción entre los lenguajes expresivos de las distintas artes y del papel de las mujeres como creadoras y políticas ha dedicado un centenar de artículos, varios panoramas críticos (Routledge, Espasa Calpe, Crítica) y una veintena de monografías. Ha impartido conferencias en prestigiosos centros extranjeros como las universidades alemanas de Frankfurt, Marburg, Mainz, Saarbrücken y Gießen; El Colegio de México; New York, Los Angeles, Berkeley, Paris, Gent, en Paraguay, Bolivia y Túnez, entre otros. Editora desde 1993 de la revista norteamericana Annals of Contemporary Spanish Literature. Es autora de las ediciones críticas de La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca (2005) y de Las Cortes republicanas durante la Guerra Civil (Madrid 1936, Valencia 1937 y Barcelona 1938), de Matilde de la Torre (2015). Publicaciones: El teatro de Federico García Lorca en la construcción de la identidad colectiva española (2008); con Manuel Aznar Soler (eds.), Escena y literatura dramática en el exilio republicano de 1939 (2012); con Pilar Nieva-de la Paz et al. (eds.), Género y exilio teatral republicano. Entre la tradición y la vanguardia (2014).