268 84 4MB
Spanish Pages [286] Year 2017
Sendas de dem ocracia E ntre la violencia y la globalización F ernando Q uesada
E
D
I
T
O
R
I
A
L
T
R
O
T
T
A
C O L E C C IÓ N E S T R U C T U R A S Y P RO CESO S S erie C iencias S ociales
A Raquel Quesada
© Editorial Trotta, S.A ., 2 0 0 8 , 20 1 2 Ferraz, 55. 2 8 0 0 8 M adrid Teléfono: 91 5 4 3 03 61 Fax: 91 5 4 3 14 88 E-mail: editorial@ trotta.es http://www.trotta.es © Fernando Q u e s a d a C astro , 20 0 8 ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-337-6
C O N T E N ID O
Prólogo.....................................................................................................................
9
1. 1989. ¿Democracia post-liberal? Apuestas finales....................... 2. Fin de siglo . La democracia entre la anomia y la violencia social . . . 3. Democracia y cultura: ¿es el «choque de civilizaciones» el horizonte político democrático del siglo x x i? .................................................. 4 . Estado de excepción frente a democracia . 11 de Septiembre. El fundamentalismo en los Estados Unidos. M ito fundacional y proceso constituyente 5 . Democracia y globalización . Hacia un nuevo imaginario político (1) 6 . Procesos de globalización y agentes sociales . Hacia un nuevo imagi nario político (2) 7. Feminismo y democracia: entre el prejuicio y la razó n .............. 8. Democracia, ciudadanía y sociedad c iv il....................................... 9 . Democracia, ciudadanía y virtudes púb licas.................................
27 63
191 217 241 265
Índice........................................................................................................................
293
93 123 165
PRÓLOGO
La presente obra no es un p ro n tu ario acerca de cóm o las plurales teorías de la dem ocracia defienden su p ertin en cia o cóm o se justifican sim ple m ente aquellas q ue están im plantadas en n uestros diversos regím enes M uy al co ntrario , el título m ism o, Sendas de dem ocracia, alude a un hecho de m uy distinto signo: a los restos, a las form as truncadas, a los m odos parciales o a la presencia m eram ente form al de algunos de los elem entos esenciales de la dem ocracia, aun en su form a liberal re p re sentativa dom in an te Esto es, la obra responde a la experiencia radical y a la explicitación filosófico-política de lo que, al m enos p ersonalm ente, entiendo m ás bien com o un proceso de vaciam iento, de distorsión y de neutralización de los contenidos tradicionales de la política, espe cialm ente co nform ados duran te u na gran p arte del siglo x x . M ás aún, habríam os llegado, en los m o m entos actuales, al solapam iento in stitu cional de la política en aras de la econom ía . É sta ha llevado a cabo u na exitosa im plosión, en el in terio r m ism o del capitalism o, y se ha im puesto en la form a sistém ica del neoliberalism o d en tro de los p ro ce sos políticos de actuación práctica en la nueva era que hem os d eno m i nado globalización o m undialización . Así, pues, no consideram os que estem os ante una crisis de la política, sino ante un hun dim ien to, ante un desplom e de la m ism a. Y aunque se sigue distinguiendo convencio nalm ente entre los valores de la dem ocracia, defendida p o r la m ayoría de la población, frente al ejercicio institucional de la m ism a, lo cierto es que vivim os m o m entos de tedio, de desánim o, de hastío ante los problem as de la co rrup ción de gobernantes o de p artid os, los im p e dim entos con que los p ro pio s gobiernos obstaculizan la transparencia de p ro cedim ientos p ara hacer frente a m uchos de los asuntos que m ás claram ente afectan a la ciudadanía, la suave caída, p ero creciente, de la abstención, la p érdid a im parable de lo que se d enom inaba la «cuestión social», esto es, la presencia y la capacidad de m ovilización de las o rg a nizaciones obreras [. . .] Y el p ro blem a cobra especial significado cuan do advertim os que la caída del M u ro de Berlín (1989) no ha venido a significar una m ayor depuración, extensión y p rofundización de las
dem ocracias establecidas, u na vez desaparecido el «adversario» . Por el co ntrario , estam os asistiendo, en el corazón de E uropa, a elecciones de gobernantes incursos en cientos de juicios, cuyos rep resen tantes en el nuevo g obierno han llegado a p ro p o n er que las elecciones h an servido p ara d esm o ntar el E stado de derecho en Italia, p ara som eterlo to d o a la vo lu n tad del gobierno D e m o do que com o resultado de to d o ello, has ta los partid os m ás cercanos a la socialdem ocracia com ienzan a pensar que, dado q ue el nuevo capitalism o, el neoliberalism o, parece ya inven cible, cabría buscar fórm ulas de acom odo que lim aran las aristas m ás acusadas Al m ism o tiem p o, este m odo de p ro ced er p o d ría llevar a una cierta invisibilización de esta nueva fo rm a de capitalism o que no h iriera las conciencias m ás exigentes políticam ente C om o es sabido, la nueva fo rm a de capitalism o co nfo rm ad a desde d entro del m ism o, fru to de un giro p ro p io de enorm e trascendencia que, con fases previas a p artir de 1973, tuvo su m o m en to m ás explosivo a p artir de los años ochenta (Castells señala el 27 de agosto de 1987, m o m en to del Big Bang finan ciero londinense, com o el m o m en to de la nueva era de la liberalización de los m ercados de capitales y de valores Es decir, q ue la desregulación y la liberalización del com ercio financiero fu ero n los factores cruciales que estim ularon la globalización), al am paro — com o ocurre con todo cam bio económ ico, que n unca es «natural»— de proyectos políticos que pued en reco rd arn o s a jefes de gobierno com o M . T hatcher y R . R eagan . La fam osa afirm ación de T hatcher: There is no A lternative, no hay alter nativa, m arcó los nuevos cam inos de la econom ía, de la globalización É sta se centró en el apoyo y desarrollo de las tesis que H ayek había ido co nfo rm an do , a p artir del año 4 7, en reuniones periódicas en M o n t P élerin, con un grupo de teóricos: Friedm an, Popper, Von M ises, Lippm an, etc Se tratab a de arg um entar co n tra el igualitarism o, que daría paso al E stado de Bienestar, el peso específico de los sindicatos, la co n sagración de los gastos sociales, etc En u na segunda época, el neoliberalism o se desarrolló, co ncitando la aquiescencia de los diversos E stados m ás desarrollados a p artir de los E stados duros de E uropa: A lem ania, Francia (tras el fracaso de M itterra n d en 1 98 2-1983, buscando u na vía p ro p ia francesa), E scandinavia, etc , con la excepción de A ustria y Sue cia . En el extrem o geográfico, A ustralia y N u eva Z elan da serán adalides del nuevo capitalism o avanzado Los E stados surgidos de la q uiebra de la U nión Soviética han sido, curiosam ente, los p rotagonistas de lo que p o d ría considerarse com o tercera etapa del neoliberalism o Se puede afirm ar que estam os ante u na nueva época histórica, cuyo alcance en los nuevos tiem pos h ab rá de sopesarse ten iend o en cuen ta la em ergencia de econom ías y E stados nuevos de gran trascendencia p ara n uestro globo, com o pued en ser C hina, India, Rusia, la conjunción de Brasil con las nuevas alianzas, de E stados m edios, en períod o de conform ación N o deja de ser paradójico que quien se aventuró a dictam inar el final de la H isto ria, conv irtién d on os en M useo letal, haya venido a afirm ar — tras
su in ten to de interp retació n hegeliano-cultural a través de Kojeve de ese supuesto final— que «lo universal es el deseo de desarrollo eco n ó m ico, m ientras que el de la dem ocracia no es inicialm ente universal, aunque con el tiem po acaba siendo una especie de requisito funcional»1. D e m o m en to , em pero , parece haberse im puesto el hecho de que, «por prim era vez, desde la R eform a, ya no se dan oposiciones significativas, es decir, perspectivas sistem áticam ente opuestas, en el seno del p ensa m iento occidental; tam p oco, apenas alguna, a escala m undial [ . . .] C on independencia de las lim itaciones que continúan im pidiendo su ejerci cio, el neoliberalism o com o conjunto de principios im p era sin fisuras en to d o el globo: la ideología m ás exitosa de la h isto ria m undial»2. E ntien do que el neoliberalism o, en los térm in os de D avid H arvey es, «ante tod o, u na teo ría de prácticas político-económ icas que afirm a que la m ejor m anera de p ro m o ver el bienestar del ser hum ano consiste en no restringir el libre desarrollo de las capacidades y de las libertades em presariales del individuo d entro de un m arco institucional caracte rizado p o r derechos de p ro p ied ad privada fuertes, m ercados libres y libertad de com ercio El papel del E stado es crear y preservar el m arco institucional ap rop iado p ara el desarrollo de estas prácticas»3. El propio au to r viene a co rro b o rar algunas de las tesis que venim os sustentando sobre la aparen te im posibilidad o la dificultad extrem a de crear frentes de acción alternativos al econom icism o y a la reim posición (Sartori) de la idea del «sujeto posesivo», debido en gran p arte a lo difícil que resulta sustraerse a lo local y lo p articular «para co m p rend er la m acropolítica de lo que está pasando con la acum ulación p o r desposesión neoliberal y la restauración del p o d er de clase»4. En realidad, la configuración de la ideología d om inante ha conseguido establecer la econom ía, en su for m a de único sistem a económ ico-científico actualm ente im puesto, com o un dato n atural y cuasi soteriológico, p o r la supuesta cientificidad del m ism o y p o r los beneficios que p ro p o rcio n a. Así, p o r ejem plo, se nos advierte y conm ina a aceptar que el hecho de « protestar co n tra procesos generales inherentes al desarrollo m undial de la econom ía com o el capi talism o y la globalización actuales, com o si se tratase de ideologías a las que hay que adherirse o rechazar, no tiene ningún sentido práctico»5. A hora bien, el p ro blem a de la adhesión a esa especie de «fe» en el siste m a, considerado com o u na realidad inapelable de carácter n atural, de resabios divinos a lo Locke, que conlleva el sistem a económ ico reinante, 1. Daniel Gamper, «Entrevista a Fukuyama. ‘No se puede forzar la democracia’»: La Vanguardia, 16 de febrero de 2005. El llamado a la neutralización de la política y la reducción del ciudadano a mero consumista, viene, pues, de lejos, y es el objetivo propuesto para consu mar la historia El subrayado es mío 2. P. Anderson, «Renovaciones»: New Left Review 2 (2000), pp . 14-15. 3. D. Harvey, Breve historia del neoliberalismo, Akal, Madrid, 2007, p. 6. 4. Ibid., p. 2 I 9 . 5 G de la Dehesa, «Globalización»: El País, 20 de marzo de 2001
queda en gran p arte desfigurado y tru n cad o p orqu e, entre las personas que aceptan pasivam ente el credo p ro p u esto y aquellas que p o n en en cuestión tal m odo de p roducción, «desgraciadam ente, las segundas son m ás num erosas que las prim eras y adem ás son las que atraen m ayor atención de los m edios de com unicación», al decir del au to r neoliberal a quien estam os citan do 6. A p artir de aquí, G uillerm o de la D ehesa com ienza una especie de juicio m oral universal en el que se salvan las O N G ya establecidas que gozan de rep utació n, frente a aquellas «que se en cu entran todavía en sus inicios m ás radicales y que se lim itan a protestar» El resto de los que p ro testan son denostados, p o r supues to «m oralm ente», pues la condena política de los m ism os conllevaría aceptar el valor crítico y norm ativ o de la teo ría política, sería d ar carta de n aturaleza p ara que tales problem as fueran discutidos políticam en te bajo el supuesto del sufragio general Por el co ntrario , el resto de los que p ro testan son, pues, denostados com o «grupúsculos radicales y violentos de estudiantes y activistas de países desarrollados, que p u e den pagarse el viaje a lugares tan distintos com o Seattle, W ashington o Praga, que están en contra del o rd en establecido, del sistem a capitalista, de la globalización, y en definitiva, del actual progreso económ ico»7. Puesto que sería políticam ente incorrecto denom inarlos com unistas, se los recicla en niños de papá, estudiantes, ricos inconform istas que pued en viajar y críticos m arginales del o rd en establecido Por cierto, en estos días de 2 008, se trataría de un revival del 68. Q uizás esta posición, que se m uestra com o un en frentam iento b ifro nte en tre la ciencia p u ra y n atural, cual es la econom ía neoliberal dom inante, y la denigración de cuantos se o po nen al sta tu quo, sea lo suficientem ente expresiva para catalogarla, de m o m en to, d en tro de lo que S artre d enom ina «m ala fe» Esto es, lo que es p ro d u cto de acciones hum anas sufre un trucaje p o r lo que va a ser p resen tado com o la facticidad inm anente de los procesos económ icos . La o tra cara del m ism o trucaje consistirá en p resen tar las decisiones hum anas com o si n o fueran la herm eneusis de las situaciones m ism as La o tra dim ensión de la actitud encarnada en la «m ala fe» sartrian a es justam ente ésta: que su planteam iento es absolutam ente «im político» D icho brevem ente, no le interesa enfrentarse políticam ente ni con los p artidos, que p erm iten el tipo de econom ía que propicia, ni con la ciudadanía, que, siendo m ayoría en su oposición, p o d ría in tro d u cir cam bios sustanciales Se trata, p o r tan to , de evitar p o n er en un p rim er p lano la política, lo cual no significa que esta actitud sea apolítica, p o r que tal posición le haría to m ar p artid o p olíticam ente h ablando Se tra ta, m ás bien, de dejar la política en su estado actual, desnaturalizada y neutralizada, com o una concesión que n unca ha de usarse m ás que en su aspecto form al de elecciones; no conviene hacer apología de la m ism a, 6. Ibid. 7. Ibid.
sino asum ir conscientem ente que está ligada a estados de fuerza que, de m o m en to, son favorables a unos intereses determ inado s Sin em bargo, m ás allá del «desprestigiado bien com ún», escribe un au to r tan «centra do» com o B ockenforde (catedrático de D erecho Público y de H isto ria C o nstitucional y del D erecho en la U niversidad de F riburgo, adem ás de h aber desem peñado la función de m agistrado en el Bundesverfassungsgericht), «desde un enfoque actual [dentro de la dem ocracia com o p rin cipio constitucional, F. Q .], y sin segundas, se p o d ría hablar de ‘interés com ún de to d o s’ o de ‘dem andas de la generalidad de los ciudadanos’. E sta o rientación n orm ativ a no quiere decir sim plem ente que haya que olvidar los p ro pio s intereses y necesidades Sólo significa que los in te reses tienen que im plicarse en un proceso de m ediación ten d en te a lo general, y que ese proceso tiene un p u n to de referencia m ás am plio, que va m ás allá de esos intereses y necesidades»8 C iertam ente, algo tan ele m ental y prim ario cuando se habla de u na com unidad o nación que d e cide convivir regladam ente, de acuerdo con los principios básicos de la dem ocracia, está m uy lejos de las m edidas que tom ó inm ediatam ente la señora M argaret T hatcher en la línea m ás p u ra de las recom endaciones de H ayek: la estabilidad m o n etaria com o m edida esencial, reducción de gastos sociales, u na lucha sin tregua co n tra los sindicatos y la creación de u na «tasa n atural de desem pleo», com o ejército de reserva y freno ante las p retensiones de los sindicatos . La distinción, pues, de G uiller m o de la D ehesa en tre «buenos y m alos», desde las O N G a los grupos de ciudadanos que p ro testan co ntra las m edidas globalizadoras, co ntra u na form a co ncreta de globalización, p retend e revestirse de u na cierta ingenua reserva p olítico-dem ocrática E sta ladina p o stu ra de im politicidad im plica — contrariam ente a lo deseado— u na responsabilidad específica consistente en ocultar las líneas de fuerza que están realm ente su plantando la realización de la dem ocracia en el E stado social C om o insiste B ockenforde: Entre la democracia y el Estado social no existe una relación de equili brio o de limitación recíproca, sino una relación unilateral de impulso y apoyo que parte de la democracia En la medida en que en la democracia la formación de la voluntad política se basa en la igualdad política de to dos los ciudadanos y, con ello, en el derecho de sufragio universal e igual así como en una competencia continua y abierta por el liderazgo políti co, está dada la posibilidad de que los problemas e intereses sociales se conviertan en cuestiones políticas y sean así los temas sobre los que se centra la confrontación política Esta posibilidad se vuelve políticamente ineludible allí donde la desigualdad social existe en una medida relevan te, donde los afectados por ella no constituyen sólo una pequeña parte de la población y sin relevancia para la lucha por la mayoría9 8. E. W Bockenforde, Estudios sobre el Estado de Derecho y la democracia, Trotta, Ma drid, 2000, p. 116. 9. Ibid., p.128.
Por to d o ello, resulta aún m ás incom prensible la form ulación que em plea G uillerm o de la D ehesa en un nuevo artículo, aparecido en el m ism o m edio de com unicación, el 2 9 de septiem bre de 2 0 0 0 , titulado «Q uién gana y quién p ierde en la globalización» . En línea con su concep ción absolutam ente econom icista neoclásica de las relaciones que han de p red o m in ar en el ám bito global, los ciudadanos son tod os hom ogeneizados a título de «consum idores», n o de agentes políticos que hayan de en tend er de la p ro du cció n y del rep arto de riquezas o beneficios En cuanto «m eros consum idores» se p o d ría h acer u na estadística acerca de los que com en algo, poco o m ucho El resultado final de su trabajo es que «son m uchísim o m ás num erosos los que ganan que los que pierden en la globalización Casi tod os ganan com o consum idores y sólo algu nos de ellos p ierden com o p roductores»10 E lim inada la idea política de ciudadano, idea que co m p orta ten er derecho a d isfru tar de derechos, se deja paso a u na m o ralina apaciguadora del desastre ofrecido global m ente En to d o caso, la apostilla final p ara que p ued a h aber un rep arto posible de las excesivas ganancias de los em presarios es un paso adelante de la posición algo m ás severa de H ayek, precedente de su pensam iento, quien recom endaba, a este respecto, que «no debem os asum ir tareas que no nos corresponden» La trilogía sobre la globalización ofrecida p o r de la D ehesa, que en este m o m ento nos interesa, viene a com pletarse con un nuevo artículo, de 19 de enero de 2 00 7, titulado «La libertad de los m odernos Felicidad e ingresos» Puesto que hem os pod id o entretejer algunas de sus posiciones principales, sólo quisiera atender a esta p ro puesta sobre la felicidad, sobre la vida particular, de la que ya hablara el p rim er liberal p ro piam en te dicho: C o nstan t Por u na p arte, de la D e hesa vuelve a consagrar «la idea del co m p ortam iento egoísta y com pe titivo» que, si bien «es fundam ental p ara que funcionen la com petencia, los m ercados y la eficiencia em presarial, no lo es p ara los trabajadores d en tro de cada em presa [ ] es la p ro du ctivid ad la que es im p ortan te H ay que ser m ás p ro du ctivo entre otras razones p orqu e, en conjunto, las em presas pagan de acuerdo con la p ro du ctivid ad colectiva e ind i vidual de sus trabajadores» D e o tro lado, la felicidad que ello p ued a rep o rtar a los obreros parece situarse en la m ayor asim etría posible de las relaciones entre los individuos D e hecho la supuesta vida particular, privada, feliz de los obreros es la m enos p articular y p ro p ia de los m is m os . Éstos dependen de los beneficios que el p ro d u cto r considere sufi cientes según sus p retensiones de ganancias; la decisión del m o nto del salario, u na vez estipulada la asocial y nefasta acción de los sindicatos, será to m ad a p o r el em presario o su institucionalización, y la posibilidad de deslocalización de las em presas som ete a los obreros a u na tensión n un ca resuelta sobre el lugar d on de p o d rán establecer su privacidad y su felicidad El m o n to de felicidad y vida privada está expuesto, p o r o tro 10 Ibid.
lado, a la com petitividad, que llega a p ro d u cir «estrés, insatisfacción», «reduciendo la calidad de las relaciones entre los trabajadores» N u ev a m ente, la retó rica llam ada — tras la ren ov ada insistencia en el afianza m iento de la com petitividad y el co m p ortam iento egoísta— a «prim ar la cooperación, la confianza m u tua y el trabajo en equipo», se nos an toja tan co ntrad ictoria con to d o el discurso com o expresión tom ada de esos sesudos m anuales tan al uso sobre cóm o triu n far en la vida11 Esta discusión crítica sobre la globalización tiene, p o r o tra parte, un sentido especial en el pró log o de esta obra p orqu e responde a una doble función En p rim er lugar, al tem atizar m i discusión de la d em o cracia desde la perspectiva filosófico-política to m a cuerpo un m o do de p ro ced er que v ertebra el libro Si la posición n orm al de vida es asum ir o som eterse a las norm as sociales establecidas, la filosofía se distingue p or el carácter crítico-polém ico con un tú o con un v oso tros . «C orrelativa m ente — escribe Le D oeuff— la filosofía puede ser considerada com o u na m anera de afro n tar una situación o una realidad com o si fuera la d octrina o la tesis de alguien»12 La filosofía, pues, no se presenta com o un m onólogo, com o un discurso autista, sino que m antiene un reso r te inconteniblem ente polém ico: es un en frentam iento con alguien que p resenta el m u nd o com o u na d octrina o una tesis p ro p ia Y es a p artir de esa construcción de la tesis del o tro com o reflexiona, argum enta, critica, p ro p o n e el filósofo En el fon do es una garantía, com enta la filó sofa francesa, p ara las siguientes generaciones que estén dispuestas no a callar o silenciar sus ideas, sino a pensar cóm o es o debe ser el m undo Y Sendas de dem ocracia sigue el m éto do de h acer aparecer las o pinio nes invisibilizadas, d ar voz a los problem as sociales silentes, y p o n er en cu arentena las doctrinas que se presen tan com o no necesitadas de legiti m ación Es p o r ello, y p o r otras causas que se explicitarán, u na tentativa de realizar un esfuerzo continu ad o, tenso, p ara que ninguna d octrina se exim a de pasar p o r el tribu nal de la razón, p o r im poner, en térm in os de K am bartel, u na «cultura de razones», fun dam en to de la p ro p ia razón . Pero hay un segundo aspecto filosófico en la obra: el de m o strar las insuficiencias epistem ológicas del sistem a económ ico dom inante, la quiebra o fractura gnoseológica que se encu entra en la base de la su puesta firm eza de la econom ía neoliberal En este proceso he de tom ar com o guía la o bra de José M anu el N a re d o 13. C on gran agudeza y estric ta m etodología, N ared o reconstruye las tres etapas, desde los fisiócratas hasta los neoclásicos del final del siglo x ix y principios del x x , y las 11. Es de agradecer, en cualquier caso, la claridad y la decisión con que Guillermo de la Dehesa se muestra dispuesto a argumentar y defender sus posiciones en todos los asuntos socio-económicos que más nos afectan en esta forma concreta de globalización, que estima tan productiva como viable para una gran parte de los que tan precariamente pueden hacerle frente 12. M.le Doeuff, El estudio y la rueca, Cátedra, Madrid, 1993, p. 54. 13. J. M. Naredo, Raíces económicas del deterioro ecológico y social. Más allá de los dog mas, Siglo XXI, Madrid, 2006.
razones p o r las que la econom ía actual echó p o r la b o rd a la conjunción de la econom ía y las p reocupaciones de la naturaleza con que com en zaron a sistem atizar su pensam iento los autores del xviii: los fisiócra tas D espués de establecer estos últim os la noción de p ro du cció n com o centro de la disciplina económ ica, ésta acabará in ten tan d o acrecentar las riquezas sin m enoscabo de lo que aquéllos consideraban com o la ca pacidad g enerado ra co ntinu a de la m adre T ierra, apoyados en la p ro p ia p ostulación de L inneo sobre el crecim iento de la T ierra habitable D e tal m o do que los fisiócratas trataro n de conciliar sus reflexiones entre crem atología y econom ía de la naturaleza «Pero, com o es sabido, al irse desplazando la aplicación de su idea de sistem a económ ico al m ero em pleo de los valores pecuniarios, se acabó co rtand o el co rdó n um bilical que originariam ente la unía al m u nd o físico»14 C om o consecuencia de ello, los econom istas clásicos no p ud ieron sino co m p rob ar que el creci m iento de la población, la p ro du cció n y el consum o (m ateriales) resul taban inviables a largo plazo si ocurría, com o ya se había venido com p ro b an d o , que la T ierra n o crecía, tal com o desde el final del siglo xviii y principios del x ix hicieron evidente la geodesia, la m ineralogía y la quím ica m o d ern a Este descubrim iento llevaría, necesariam ente, a un estado estacionario: Serían los economistas llamados «neoclásicos» de finales del xix y prin cipios del xx los que acabaron vaciando de materialidad la noción de producción, separando ya por completo el razonamiento económico del mundo físico, y completando así la ruptura epistemológica que supuso desplazar la idea de sistema económico —con su carrusel de la produc ción, el consumo y el crecimiento— al mero campo del valor15. Éste sería ya el inicio de lo que hoy se deno m in a sistem a económ i co , el cual conlleva, en térm in os de N ared o , tres recortes principales: p rim ero, considerar sólo el subconjunto de lo directam ente útil que es objeto de apropiación efectiva p o r p arte de los agentes económ icos; segundo, reten er solam ente aquel subconjunto de objetos ap ropiados que tienen valor de cam bio; p o r ú ltim o, en función de los dos an te riores recortes, aten d er al p ostulado que perm ite asegurar el equilibrio del sistem a (entre pro du cció n y consum o, m ás o m enos diferenciado, de valor), sin recu rrir a consideraciones ajenas al m ism o A la postre, com o vino a sentenciar el N ew to n de la econom ía, W alras, la noción de riqueza social se circunscribe en su sistem a a lo siguiente: «El valor de cam bio, la industria, la p ro piedad , tales son, pues, los tres hechos generales de los que to d a la riqueza social y de los que sólo la riqueza social es el teatro»16 En definitiva, a lo que se reduce el nuevo sistem a 14. Ibid., p. 6, 15. Ibid., p. 8. 16. Ibid., p.9.
económ ico es al fracaso y a la ru p tu ra de tres m ediaciones gnoseológicas: la relación con el trabajo, la relación con la T ierra y la relación con las im plicaciones sociales, raíz de tod os los problem as ecológicos, de los desechos esparcidos p o r la T ierra, de la distribución de la riqueza De tal m o do que cuando G uillerm o de la D ehesa afirm a, en el tercero de los artículos citados, que «es la productividad la que es im p o rta n te» [el subrayado es m ío, F. Q .], en co ntram o s resum idos los problem as p rin ci pales que nos atenazan; la pieza fundam ental: el capital, la idea de p ro piedad, absuelta del resto de los elem entos que configuraron en su in i cio la econom ía; el desastre principal: la explotación sin fin de la T ierra, olvidando que al ser ésta un sistem a «cerrado en m ateriales que recibe diariam ente el flujo solar, la vida se desarrolló utilizando esta fuente renovable p ara enriquecer y m ovilizar de form a cerrada los stocks de m ateriales disponibles, utilizando con ellos u na cadena en la que tod o era objeto de un uso posterior»17 Al valorar únicam ente aquello de lo que u no se puede apropiar, m o netarizand o la econom ía, se oculta no sólo el cúm ulo de problem as que estam os p adeciendo ya, científicam en te d em ostrados pese a la negativa de grupos de intereses poderosos, al tiem po que se oculta que el llam ado «sistem a económ ico» es fruto de de tres ru p tu ras epistem ológicas constitutivas de su núcleo fuerte y que, p o r tan to , no sólo ha de revisar su supuesto cientificism o y n aturalidad, sino que resulta radicalm ente destructivo en sus consecuencias Es cier to que W eber se abstuvo, p o r razones m etodológicas, de co ncretar su juicio sobre el capitalism o que ya había aban do nad o el ascético m anto que contuvo su afán de riqueza Pero n o p ud o dejar de escribir que la fatalidad hizo que el manto se trocase en jaula de hierro [en traduc ción exitosa de Parsons]. El ascetismo se propuso transformar el mundo y quiso realizarse en el mundo; no es extraño, pues, que las riquezas de este mundo alcanzasen un poder creciente y, en último término, irresis tible sobre los hombres como nunca se había conocido en la historia. El estuche ha quedado vacío de espíritu, quién sabe si definitivamente [. ..] También parece haber muerto definitivamente la rosada mentali dad de la riente sucesora del puritanismo, la «Ilustración» [. ..] Nadie sabe quién ocupará en el futuro el estuche vacío [ ] En este caso, los «últimos hombres» de esta fase de la civilización podrán aplicarse esta frase: «Especialistas sin espíritu, gozadores de corazón: estas nulidades se imaginan haber ascendido a una nueva fase de la humanidad jamás alcanzada anteriormente»18. Q uisiera destacar que, en o rd en a la interp retació n de esta obra, hay un hecho decisivo y tan pregn ante histórica e ideológicam ente com o fue la caída del M u ro de Berlín . Bien es cierto que el proyecto del «socia 17 Ibid. , p 47 18 M Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Barcelona, pp 258-260
lism o real», tal com o se había organizado y p ensado una y o tra vez en la antigua U nión Soviética y en los países satélites del Este, ten ía una pretensió n crítico-civilizatoria que no guardaba m ucha relación con la institucionalización allí im plantad a La reconsideración de aquel tiem po no tiene nada que ver con la com placencia ni la nostalgia con respecto de los logros de la U nión Soviética El verdad ero problem a, que se p re senta con to d o rigo r y com o inapelable sentencia histórica a través de la caída del M u ro de Berlín, rem itía al en frentam iento civilizatorio que dos hijos de la M o d ern id ad habían sostenido hasta el final del «corto siglo xx», al decir de H obsbaw m , que term in a en 1989 con la caída del M u ro de Berlín, según la tesis sustentada p o r el m ism o au tor La quiebra de la R evolución rusa de 1917, que d uró sesenta años, tuvo diversos tipos y m o m en tos de interacción con los pensadores y los m ovim ientos políticos en E uro pa Lo que nos interesa en este m o m ento consiste en m ostrar, sintéticam ente, el n ud o gordiano de las discusiones que tuvieron un referente en el socialism o real, pero que m arcaron posi ciones claram ente diferenciadas del m ism o: desde los h eterod ox os m arxianos a los teóricos o m ovim ientos que rep lan tearo n de nuevo cuño la categorización crítico-práctica del «tedio» de aquel m om ento, un signo de que — en clave hegeliana— nos hallábam os ante la presencia de una v erdad era crisis epocal El conspecto práctico y sim bólico que venía co b rand o fuerza respecto de la form a de encarar tal crisis alim entó, hasta 1989, esfuerzos interm inables p o r p arte de filósofos, teóricos políticos, p artid os y diversos grupos de ciudadanos en to rn o a la posibilidad y a la plausibilidad de u na alternativa al capitalism o En estas discusiones, los países llam ados socialistas d ieron lugar a que m uchos pensaran que una alternativa al o rd en liberal-capitalista era necesaria y, sobre tod o, «posible», lo que en trañó una expectativa estim ulante p ara la izquierda, así com o un h orizo nte de posibilidad inq uietante p ara la derecha N o es ex traño , com o ten drem os ocasión de discutir con y disentir de H obsbaw m en los capítulos p rim ero y segundo, que este au to r escribiera, a la caída del M u ro de Berlín: Todo lo que hizo que la democracia occidental mereciera ser vivida por su gente [. . .] fue el resultado del miedo [. ..] miedo de una alternativa que realmente existía y que realmente podía extenderse, sobre todo bajo la forma del comunismo soviético M iedo de la propia inestabilidad del sistema Así, la fecha de 1989 m arca algunas de las dim ensiones im portantes de m i trabajo La caída del M u ro de Berlín significó una quiebra, que se ha m o strad o casi insuperable, del pensam iento crítico en to rn o a la crisis de u na época que parece cerrarse en la fecha m arcada, a la vez que se p ro du ce la victoria y la consolidación del m odelo liberal-capitalista Este últim o abre u na era m uchas de cuyas características son objeto de
m is discusiones a lo largo de este libro Sobre to d o , m e interesa destacar el significado de la v ictoria de este últim o sistem a . Se trata, p o r tan to , de arg um entar en to rn o al im aginario político a que rem itía la p ro p ia exis tencia del régim en m arxista institucionalizado en el poder, así com o de especificar algunas de las figuraciones de la trad ició n m o d ern a que, en respuesta crítica al com unism o dom in an te, ap un taban a u na posibilidad de cam bio a través de teóricos y de m ovim ientos políticos diversos De este m o do , estim am os que los años sesenta y setenta del siglo pasado habrían dado lugar a form as de pensam iento grávidas de alternativas civilizatorias El conjunto de propuestas y de m ovim ientos que tuvieron lugar en esos años se sitúan, com o subtexto del p rim er capítulo, en la base de m i rechazo de algunas de las corrientes académ icas dom inantes hasta los años n o v enta que fueron, desde esta perspectiva, m ás co etá neas que contem poráneas D ado el interés que concedo a lo largo de to d o el libro a la intelec ción de lo que supuso el final del «corto siglo xx», voy a aclarar algunas de las dim ensiones de este final, aunque sea de form a sucinta, de la m ano de un liberal tan inteligente com o claro m ilitante anticom unista Se tra ta de R aym ond A ron . N u estro au to r ostentó puestos de responsabilidad en la organización pro estado un id en se del C ongreso p o r la L ibertad de la C ultura, fundado en 1950 y de fuerte im plantación en Francia, h as ta que, en 1967, se destapó el secreto m anten ido hasta el m om ento: que dicha organización estaba intervenida y subvencionada p o r la CIA Tras la ola de escándalos que tuvieron lugar a p artir de 1967, A ron re n unció a reco m p on er el C ongreso, aunque perm aneció com o m iem bro del m ism o hasta finales de los años setenta (Estas redes p ro estad o u n i denses han sido reactivadas en E uro pa, en nuestros días, p o r G eorge W Bush .) N u estro autor, a p artir de tal suceso, en co ntró en la revista C om m entaire, desde el año 1978, u na p lataform a ideal p ara ex po ner su pensam iento político y hacer el seguim iento de los distintos fenóm enos sociales del m o m en to Pues bien, a título p óstu m o, en los años noventa, esta revista publicó en francés un artículo inédito de A ron (m uerto en 1983), corregido en su versión francesa p o r el p ro p io autor, titulado «Del buen uso de las ideologías» El tex to original, co rresp on dien te a un hom enaje colectivo a E dw ard Shils, apareció en lengua inglesa, «On the p ro p e r use of ideologies», y figura en el volum en colectivo editado p o r J . B en-D avid y T. N . C lark: C ulture a nd its creators: Essays in honor o f E dw ard Shils, U niversity o f C hicago Press, 1977. Por m i p arte, cito p o r la edición francesa de C om m entaire, en traducción de A na A m orós para uso p articular H aré m ención a los ap artad os del tex to de A ron para situar literalm ente la lectura El trabajo «Del buen uso de las ideologías» p retend e ser un ajuste de cuentas, precisam ente, con el com unism o m arxista-leninista, con el m arxism o en general y con una p arte de los m ovim ientos sociales y de los teóricos, surgidos en los inicios de los años sesenta y duran te
los setenta del siglo x x , críticos con el capitalism o y con lo que A ron d enom inó «síntesis dem ocrático-keyneso-liberal» La posición del au tor francés supuso, al m ism o tiem po, hacer la crítica de su p ro p ia concep ción p rim era de la ideología y, lo que es de m ayor alcance, llevar a cabo u na deslegitim ación del concepto de ideología que habían asum ido los teóricos estadounidenses en el en cu entro de M ilán (1950) y, p o r su puesto, del libro, algo ru d o y lim itado, de D aniel Bell, E l fin de las ideo logías. Esta crítica y esta deslegitim ación conllevaban, lo que no p od ía ocultarse, u na desvalorización del pensam iento pragm ático y tecnocrático estadounidense (lo que entonces se llam ó la Tercera Vía: «el fin de las ideologías» y «la com petencia técnica de los dirigentes») así com o u na descalificación del antim arxism o visceral y bastante elem ental que profesaba u na gran p arte de ellos D e acuerdo con A ron, si el final de las ideologías tuvo un significado m ás bien convencional com o conclu sión del m ilenarism o o del fanatism o, encerraba, al m ism o tiem po, una tram p a É sta consistía en p reten d er identificar tales posiciones con el m u nd o de las ideas y de los ideales que to d a sociedad m o derna, que ha aban do nad o el recurso a cualquier instancia h eterón om a, configura en form a de m u nd os sim bólicos, ligados a las luchas internas en to d a sociedad, que prestan sentido a las vidas de sus ciudadanos y ejercen com o apuesta p o r un futuro m ejor A esta dem an da respondían, en una p arte significativa, la creación co ntinu a de nuevas ideas p o r p arte de teóricos políticos, la h etero d o x ia de no pocos m arxistas y las protestas que habían com enzado a extenderse en los años sesenta a través de d i versos m ovim ientos de ciudadanos . ¿Q ué es lo que había acontecido o cam biado tras los años iniciales de la P rim era G u erra Fría, años en los que se form uló la Tercera V ía estadounidense, el constructo del «final de las ideologías»? El n ud o de la cuestión y el cam bio radical, tal com o tuvo lugar en el pensam iento de A ron, consistió en el reexam en del m arxism o, m ás allá del convencional fracaso del m arxism o-leninism o en la U nión Soviética . «El erro r — escribe n uestro au to r en el apartado: «¿A gotam iento del m arxism o-leninism o?»— resultaba p o r un lado de la falta de sentido histórico El m arxism o-leninism o (y el p ro p io m arxis m o en tan to que sistem a ideológico y n o com o pensam iento científico) no rep resen ta m ás que una de las respuestas posibles a u no de los g ran des debates de la civilización m oderna: el debate conju nto acerca de la propiedad y el m ercado» (el subrayado es m ío) Se había olvidado, pues, com o el au to r francés insiste, que el debate an terior al del liberalism o y el socialism o se centró, con R ousseau, en to rn o a la relación entre el progreso científico y el desarrollo m oral, con sus im plicaciones en lo concerniente a la valoración de las civilizaciones, y, con Burke, en el decaim iento de la grandeza de E uro pa en razón del dom inio tecnocrático de los econom istas y calculadores C iertos m ales de la civilización industrial, com enta A ron, desde la alienación de los hom bres en el an o nim ato de organizaciones racionales a la destrucción de la naturaleza,
del m edio am biente, etc , «se convertían en el sustituto o el com p lem en to de la acusación en la polém ica del m arxism o contra el capitalism o [. . .] La esencia de la civilización m oderna se convierte en el objeto de debate», observaba agudam ente A ron (el subrayado es m ío) D e este m odo, el concepto de «ideología» cobra un sentido crítico positivo y de prospección social frente al sentido peyorativo que, p o r «ideológicos», revestían calificativos tales com o «conservadurism o», «escepticism o» y «pragm atism o», con que se tachaban las posiciones de D aniel Bell o Seym o ur M L ipset D esde esta perspectiva, com enta n uestro au to r francés, «las ideas de las que se vale la civilización am ericana, libertad, igualdad, due process o f law , felicidad, ¿por qué no llam arlas ideologías cuyo sen tido m o d ern o peyorativo proviene del m arxism o o del antim arxism o?» . Estas ideas y estos ideales estadounidenses pueden seguir inspiran do a la v olun tad revolucionaria m ientras im pere el pragm atism o d octrinario de la T ercera V ía, «m ientras los m ecanism os de la econom ía renueven las desigualdades, m ientras los lastres sociales restrinjan las libertades efectivas», enfatiza A ron en el apartado: «La crisis ideológica en los Es tados U nidos de los años setenta» Lo que n o se com prendió entonces, y tam poco lo ha hecho p osterio rm en te el liberalism o triun fante, es que «las ideas del siglo de las Luces no se organizan en un sistem a, sino que excluyen el sistem a m ism o» Tales ideas se trad ucen en form as diversas; no conocen la reconciliación definitiva con la realidad; cobran vida en un continu o contraste creativo con la realidad Así, p o r ejem plo, la idea de igualdad, ahorm ada p o r el liberalism o en u na sacralización del in d i vidualism o, no rom pe con las asim etrías m arcadas p o r la clase social y convierte, al p ro p io tiem po, la supuesta igualdad de o po rtu nid ades en un eslogan vacío Ésta es la razón p o r la cual, com o com enta el sociólogo francés, los regím enes occidentales y la síntesis dem ocrático-liberal no se libran de la contestación y la repulsa que la crisis económ ica difunde a través de capas sociales apenas alcanzadas p o r oleadas precedentes . Así, los defensores de «una fase histórica de apaciguam iento o de resig nación» rep resen tan una posición m uy distinta a la que co rresponde a la E uropa de aquel m o m en to con el rev erberar de p lanteam ientos p o líti cos y sociales, ligados a la idea de cam bio, h erederos de tradiciones dis pares: «se d irá que se encu entra siem pre en las sociedades pluralistas de tipo occidental grupos p ara rechazar el o rd en existente [ ] N o conozco sociedad que pueda, en nuestra época, justificarse a sí m ism a», ap un ta agudam ente A ron Las p reocupaciones que en E uropa habían cobrado carta de ciudadanía se cifraban en tres grandes ideas-m ovim iento: el lugar de la civilización europea entre las otras civilizaciones, las co n quistas y los costes del industrialism o y la destrucción de las jerarquías heredadas y, p o r fin, los m ovim ientos irresistibles hacia la d em o cra cia. Lo que las sociedades occidentales no poseen hasta el m om ento, escribe n uestro autor, es «el equivalente al m arxism o-leninism o para fundar ni su régim en ni u na síntesis o pseudo-síntesis de su saber acerca
del m ism o» . En esta situación, se p reg u n ta A ron: «¿los que dudan, en n uestra época, tienen las convicciones m ás sólidas? N o m e atrevería a afirm arlo» El erro r del liberal, en to d o caso, concluye n uestro autor, está en llam ar «ideología» a las posiciones críticas ilustradas citadas y no-ideológica a la p ro p ia posición: «M ás vale retom ar, m odificándolo, un título de Pascal: del buen em pleo de las ideologías» . Lo que vino a cerrar la caída del M u ro de Berlín fue, justam ente, la vital y radical discusión en to rn o al tipo de civilización que estábam os dispuestos a asum ir N o se trataba, pues, de u na lucha entre partid os o entre liberalism o y socialism o . La cuestión central se situaba en el debate conjunto de la p ro p ied ad y el m ercado Así se en tend erá mi referencia, en diversas ocasiones, a la o bra de K Polanyi y la relevancia central que le concedo Pues lo que n uestro au to r puso en evidencia en su o bra La gran transform ación fue, precisam ente, el cam bio esencial que se estaba p ro d u cien d o en el siglo x ix , auspiciado p o r Parlam ento y E stado, p ara co nfo rm ar un tipo nuevo de sociedad, la sociedad de m ercado, que ni antrop ológ ica ni h istóricam ente había existido nunca en tre los hum anos U na transform ación que se estaba o peran do a través de u na violencia inusitada p ara co nfo rm ar la «naturaleza» del nuevo p ro ced er hum ano D e este m odo, aquella violencia vino a configurar lo que se d enom inó «sujeto posesivo» y acabó introyectándose en la m odalidad de las relaciones h um anas Este tipo de violencia, ex peri m entad a entre los «nacionales», se trasladaría al trato con los nativos de las colonias conquistadas y, en especial, a la trata de los negros El p u n to ciego de algunos liberales neoclásicos, de enorm es consecuencias económ icas y políticas, es su afirm ación de que la caída del M u ro de Berlín es el triu n fo absoluto de la dem ocracia rep resen tativa liberal Por el co ntrario , com o se atrevió a sentenciar W eber, u na vez ab andonado lo que llam ó «el espíritu del capitalism o» (lo explicito en el capítulo sexto), el capitalism o acabará arrastrand o la Ilustración Lo que está en juego es la esencia m ism a de la M o d ern id ad Por m i p arte, sostengo, en consonancia con o tro s autores, que la fecha de 1989 es el triun fo del capitalism o liberal que se instituye com o civilización y, en cuanto tal, com o im agen de la H u m an idad , que concede a O ccidente la p re rro gativa de ex tend erla e, incluso, im p on erla al resto del m u nd o D esde esta perspectiva son expresivas las tesis de Z . Brzezinski, ex Secretario de E stado de E stados U nidos y hoy pro feso r universitario En su obra E l D ilem a de Estados Unidos: ¿dom inación global o liderazgo global? (2005, pp . 173 y 109) escribe que si E uro pa y E stados U nidos «llegan a un acuerdo, pueden dictar juntas a todo el m u n d o las norm as regu ladoras del com ercio y las finanzas globales», tras h aber afirm ado, unas páginas antes, que «si actuasen co nju nta m ente serían o m nipotentes a escala m u n d ia l» (el subrayado es m ío) La m ix tura del liberalism o con el capitalism o, que p retend e erigirse en u na nueva civilización, m arca los lím ites intern os del p rim ero com o
filosofía política Así lo ha venido a reco no cer el que fuera un liberal de recio abolengo, Jo h n Gray, quien, en su o bra Post-liberalism . Studies in Political T hought (1993), argum enta que, en cuanto rep resen ta una p o sición en filosofía política, «el liberalism o es un p royecto fallido N ad a se p uede h acer [ ] en o rd en a rescatarlo: com o u na perspectiva filosó fica está m uerto» N u estra apuesta p rim era, de perfiles aún im precisos, p o r u na dem ocracia post-liberal co rresp on día al p rim er m o m en to de en frentam iento con el fin del «corto siglo xx» N u estra p reocupación, tal com o se expone en el capítulo p rim ero, tratab a de identificar las insuficiencias de las últim as apuestas que diversos autores p retend ían jugar aún en el tablero de un liberalism o crítico Así, en función de la dim ensión esencial que el «espacio público» rep resen ta en u na teo ría de la dem ocracia, com encé a replantear, desde el p ro p io capítulo p ri m ero, el concepto del individuo partícipe en este ám bito político M i concepción del m ism o está alejada tan to de la idea del individuo «re conciliado» que preconiza M arx en La cuestión judía com o del «sujeto sin atributos» que está en la base de la «voluntad general» de R ousseau, tal com o lo expongo en el capítulo sexto M i interés p o r esta dim ensión del agente político g uarda u na estrecha relación con la determ inación de quiénes son los nuevos sujetos o grupos em ancipatorios, dado que — com o se ha d em o strado — tam p oco la socialdem ocracia es u na alter nativa socio-económ ica y política, sino un paliativo a los efectos m ás lacerantes del capitalism o Estos últim os desarrollos se incardinan, a su vez, en el co ntex to de la globalización, que se p resen ta com o Jan o bifronte Por un lado, en su form a actual realm ente existente, resulta socio-económ icam ente injusta p o r su carácter jerárquico y su dim ensión excluyente de grandes m asas, h abiendo hecho au m en tar la pob reza y las desigualdades, así com o lo es p o r la conform ación an tidem ocrática de las fuerzas políticas que las sustentan N o s atenem os a los térm i nos exactos en el análisis que de la m ism a realiza el p rem io N o bel de E conom ía Jo sep h E Stiglitz, en su o bra E l m alestar en la globalización (2002). Por o tro lado, la globalización, en cuanto nuevo «paradigm a tecnológico», en térm in os de Castells, m arca un p u n to de n o reto rn o Es m ás, en función de las form as organizativas que genera en el orden social, posiblem ente estem os asistiendo a un nuevo paradigm a, esta vez de carácter p olítico-dem ocrático M i posición es aquí clara, com o lo expongo en los capítulos q uinto y sexto A raíz de la disolución del «socialism o real», un liberal com o Bobbio expresó un tem o r que guardaba u na estrecha relación con el análisis que hem os realizado en to rn o a la crisis civilizatoria en la que estam os inm ersos El au to r italiano sentenció: quién nos va a salvar ah o ra de la barbarie, cuando los b árbaros ya se han ido Los capítulos segundo, tercero y cuarto resp on den al análisis de los diversos tipos de «barbarie» que han b oicoteado la posibilidad de desarrollos dem ocráticos U no de los tipos de la nueva barbarie habla del tedio, del escepticism o y del
m iedo de quienes se han visto afectados — ¡la inm ensa m ayoría de los hum anos!— p o r el desplom e estructural de las sociedades ante la em er gencia de «nuevos poderes» que pugnan p o r sustituir el o rd en de los E stados La sensación de h u n dim ien to generalizado tuvo sus aspectos m ás acusados en la constatación de la p recaried ad de la vida de m illones de seres hum anos . Tanto es así que, en 1996, el sueco B . A splund, al p resen tar el inform e del PN U D en M adrid , sentenció que el fracaso es de tales p ro po rcio nes que «obliga a pensarlo to d o de nuevo» . En 2005, José Luis O cam po, al p resen tar igualm ente los resultados del PN U D , afirm ó que el m u nd o es hoy m ás desigual que hace diez años y la situa ción «aum enta los riesgos de conflicto» Esta situación de fracaso total, la necesidad de com enzar to d o de nuevo, parece h aber hecho realidad lo que p rem o n ito riam en te h abía escrito M usil: «La convicción de que en la vida lo m ás im p o rtan te sea que u no la viva y, en la acción, que uno la haga, em pieza a aparecérsele a la m ayoría de los hom bres com o una ingenuidad» Esta situación coloca a los individuos al m argen del desa rrollo n orm al de la sociedad, los invisibiliza y los incapacita p ara ejercer com o ciudadanos, p ara aco m pañar los procesos dem ocráticos U na form a de barbarie distinta es la que traslada al o rd en de la cultura no sólo los problem as socio-económ icos, sino los referentes al poder, al dom inio, a la im posición El solapam iento de am bos órdenes de fenóm enos condiciona la percepción y la relación con el «otro», que acaba apareciendo no ya sólo com o el adversario político sino com o el enem igo, ya que se in terp o n e en m i ejercicio de acaparam iento de bienes vitales o de p o d er Las m etrópolis colonizadoras, tras la liberación de los países invadidos, sufren un proceso de reubicación especial en el nuevo m u nd o advenido: generan así su autop ercep ción com o u na m inoría en tre otras m inorías, aunque sigan siendo, de m om ento, poderosísim as El v alor absoluto otorgado, en o tro tiem po, a la su perio ridad de sus cultu ras no se sustenta ya en el concierto de las «diferentes» culturas em ergi das Por o tro lado, grupos m ás o m enos am plios, m ás allá de la p ro testa y en función de los m edios técnicos sofisticados de to d o o rd en que b rin da la globalización, tran sform an la negación o el desprecio recibidos en acciones de destrucción a gran escala «El choque de civilizaciones», teo rizado desde el Im perio, encubre aquello a lo que hem os hecho refe rencia y lo trad uce en la necesidad de una nueva cruzada, com o en los tiem pos del m ás ignom inioso fundam entalism o A la postre, «el estado de excepción» frente al orden de las leyes nacionales e internacionales, en que se han situado E stados U nidos y algunos aliados suyos, anula cualquier form a de dem ocracia A su vez, el «fundam entalism o», com o m etaposición en un o rd en de v erdad que no adm ite ni las leyes ni el razo nam ien to o la argum entación, consagra a unos y otros, a los te rro ristas y a sus supuestos perseguidores p o r libre, com o «estados fallidos» U no de los problem as m ayores que afectan a u na nueva concepción de la dem ocracia viene plantead o p o r un hecho del m ayor im pacto h u
m ano entre los acaecidos, en el siglo x x , en un grupo am plio de E sta dos N o s referim os a la posibilidad de que, p o r p rim era vez, m ujeres y varones sean sujetos reales de la historia. La posibilidad de que la em ancipación de las m ujeres se convierta en un hecho real, tal com o lo explicito en el capítulo séptim o, trasciende la m era p ro p u esta de am pliar el ám bito de las leyes existentes p ara que quepam os tod os El p ro blem a no es sólo de inclusión, con ser de enorm e im portancia, sino que afecta al o rd en m ism o de la concepción de la p olítica y atañe d irec tam ente al p o d er y a su ejercicio Esto últim o se hace evidente, en una p rim era aproxim ación, si tenem os en cuenta que el lugar de las m ujeres en el o rd en p rivado, en la dim ensión pública, en el cam po jurídico, etc , h a sido d eterm inado p o r los varones Es decir, las m ujeres han sido siem pre reconocidas com o m ujeres, p ero no com o personas en posición de eq uipotencia La nueva situación de igualdad de varones y m ujeres nos obligaría, igualm ente, a u na redefinición del concepto de ciu dad a nía Los últim os capítulos de este volum en ap un tan, precisam ente, en la dirección de establecer las relaciones entre u na ciudadanía necesaria y plausible y u na dem ocracia com prehensiva de los problem as abordados Al cerrar este pró log o he de hacer u na m ención m erecida y n ece saria a m i com pañera, C elia A m orós, que no sólo ha co m p artid o mi dedicación al tem a de la dem ocracia, sino que ha leído tod as y cada una de las páginas de este libro, las ha discutido conm igo y ha m ejorado sensiblem ente, en m uchos casos, m i p ro p io tex to En to d o caso, el res ponsable del m ism o soy yo
1989. ¿D EM O C R A C IA POST-LIBERAL? APUESTAS FINALES
El sujeto de la M o d ern id ad es «el individuo autovinculante». H egel 1. Sobre la victoria sistém ica del liberalism o dem ocrático y social: el jurado ya no está fuera A ntes de girar totalm ente sobre su gozne, este fin de siglo ha cerrado previam ente to d a u na ép oca de pensam iento político. A quella época que había alim entado, configurado el h orizonte de una posible superación de las divisiones de orden social, político, económ ico, en que habían venido a plasm arse los cam bios socio-históricos de las revoluciones m odernas, la estadounidense y la francesa, las cuales habían tenido un claro refe rente norm ativo en los ideales filosóficos de la Ilustración. En «el corto siglo del 1914 a 1991» que hem os vivido, se ha puesto a p ru eb a y se ha p retend ido definir, hacer realidad, dicha concepción política. C ierta m ente, las especiales circunstancias de violencia, luchas civiles y guerras m undiales, así com o la paroxística división y distorsión ideológicas de las últim as cuatro décadas en las que se ha tenido que ejercer la ciudadanía, han condicionado sustancialm ente el desarrollo teórico de la política, así com o han determ inado los lím ites de su ejercicio, de las prácticas sociales dem ocráticas. D e este m odo, una de las paradojas más desconcertantes de n uestra experiencia política es que la g uerra y la violencia han venido a o cupar y a suplantar hasta nuestros días u no de los ejes de la dem o cra cia p o r instaurar. Este eje central sería lo que se dio en llam ar «espacio público» com o expresión de u na doble dim ensión de la política: p o r una parte, la idea de que es posible y necesario constituir un nuevo tipo de sociedad, las nuevas form as de interrelación práctica en que em erge y habrá de actuar el nuevo agente de la política, «el ciudadano»; p o r otra, la idea de que ese tipo de sociedad y de ciudadano «desnaturaliza» y, p or tanto, deslegitim a tod o el orden de las jerarquías tradicionales. C onlleva así el com prom iso y el derecho a pensar, p ro po n er, configurar y deci dir los criterios p o r los que se han de regular los regím enes políticos.
El proceso histórico descrito, en el que la v iolencia y el derecho han v enido a dilucidar la «verdad» de la p olítica y aparecen en la base de m uchas dem ocracias actuales en O ccidente, h a paralizado las corrientes teóricas, las prácticas sociales, las tradiciones que, esforzada p ero v an a m ente, in ten taro n superar en n uestros días el «m ilitarism o» dom inante. A la p ostre, u na vez m ás, la retó rica castrense, ejercida hasta el delirio en lo que se d enom inó «riesgo calculado» duran te la G u erra Fría, ha de term in ado la «justeza» de las form as políticas que, en cuanto supuestas herederas de la m o dernidad, se han d isputado duran te cuarenta años los dos sistem as socio-económ icos que salieron triun fado res de la se g un da contienda m u nd ial: el com unism o y el capitalism o histórica y realm ente existentes. A hora bien, con la caída del M u ro de Berlín en las postrim erías de 1989, la contienda, según algunos autores, se ha saldado definitivam en te : «El jurado ya no está fuera». F red H alliday, u no de los analistas m ás críticos y agudos de la tradición m arxista, au to r de la sentencia citada, afirm aba justam ente al inicio de los años n o v enta que no había habido convergencia ni treg ua negociada entre los dos sistem as enfrentados, sino que los recientes hechos históricos significan «nada m enos que la d erro ta del pro yecto com unista tal com o se ha conocido en el siglo xx, y el triun fo del capitalism o». Sin em bargo, arg um enta H alliday, in d e p en d ientem en te de la retó rica de la aniquilación total, la «verdadera» p artid a no era real y únicam ente de carácter m ilitar: lo que estaba en juego era la com petencia respectiva de u no y o tro sistem a social y p o líti co. D e este m o do , insiste n uestro autor, de form a análoga a la estrategia descrita p o r C lausew itz en to rn o a la lucha libre, «no ha habido una interacción recíproca, sino la v ictoria de un lado sobre o tro [... ] no es aniquilar sino niederw erfen, ‘d errib ar’ al contrincante: el O este capita lista no ha p erdid o a su antagonista, lo ha ‘subyugado’»1. La «verdad» o «justeza» de u no u o tro sistem a ha ten id o que ser saldada en función del cúm ulo de h o rro r y m iedo que, am enazante, ha presidido este duelo. Es sintom ático en este sentido que, p o r o tro lado y al m ism o tiem po, intrasistém icam ente, el m iedo, m iedo a la violencia, m iedo al «otro» y a «lo otro» habrían d om inado hasta ahora y en tal grado en el sistem a hoy «triunfante» que, al decir de H obsbaw m , «todo lo que hizo que la dem ocracia occidental m ereciera ser vivida p o r su gente [...] fue el re sultado del m iedo. M iedo de los pobres y del bloque de ciudadanos más grande y m ejor organizado de los E stados industrializados, los trab aja dores; m iedo de u na alternativa que realm ente existía y que realm ente p o d ía extenderse, sobre to d o bajo la form a del com unism o soviético. M iedo de la p ro p ia inestabilidad del sistem a»2. 1. F. Halliday, «Los finales de la guerra fría», en R. Blackburn, Después de la caída, Crí tica, Barcelona, 1993, pp. 87, 120-121. 2. E. Hobsbawm, Adiós a todo eso, en R. Blackburn, op. cit., pp. 133-134.
Al final, lo dram ático de esta situación es que la vivencia histórica de la política se ha co nvertido en u na am arga experiencia: la «no rm a lización» devenida se fu n d am en ta en el hecho de que la «verdad» o la «justicia» de una posible sociedad o de u na alternativa cívica queda redefinida de m o do tal que el adversario rem ite bien a la contradicción irresuelta e irresoluble políticam ente de am igo-enem igo, bien a la des estructuración y al desanclaje social del ind ivid uo . Pues, si bien es cierto que tras la «clausura de la historia» — que ciertos teóricos han p o stu lado— nadie p od ría, en nuestras sociedades, p ro yectar en el «otro» al enem igo, sin em bargo, ese «otro» es percibido com o la contradicción y la conciencia n eg ad o ra de to d o in ten to societario que p reten d iera su p erar el «individualism o posesivo» de L ocke o se p ro pu siera ir m ás allá de aquel «m iedo hobbesiano» que se dobla de p o d er incon dicio nad o y absoluto. H asta aquellos conatos m ínim os de solidaridad, de co m p ro m iso social y de regulación p olítica tren zad os en y p o r el E stado de B ienestar han ten id o que ser constreñidos, parece que han cedido p or efecto de ese m iedo «que se ha reducido». E xperiencia desconcertante y trágica que p o d ría estar en la base del desencanto, del hastío, de la desconfianza de u na gran p arte del electorado de las dem ocracias occi dentales. La v erdad de la política en cuanto p olítica verdadera o ju sta , tantas veces perseguida, se ha m o strad o com o contradictoria. Pero, a la p ostre y com o efecto de u na am plitud significativa, la política m ism a se nos antoja, se presenta, com o im posible. Es difícil evaluar, sin em bargo, el alcance de la parado ja en que nos hem os situado, la am bivalencia del statu quo resultante: si bien ha triu n fado el m ás idóneo de los dos sistem as en pugna, no parece que ello co n lleve necesariam ente que el sistem a vigente sea adecuado a las dem andas culturales, a las exigencias políticas, a las necesidades de lo hum ano que han sido objeto de atención teórica y de pro pu estas prácticas en orden a superar los problem as surgidos h istóricam ente en las dem ocracias oc cidentales. Y ello sin p restar atención — p o r el m o m en to — a las necesa rias y d eterm inantes consecuencias que el m odelo de sociedad aceptado im plica necesaria, decisivam ente, p ara el resto del m undo. Es cierto que el «m alestar» de la dem ocracia co nfo rm ad a en el capitalism o real venía siendo críticam ente denunciado hacía largo tiem po y cobró un especial relieve en los ochenta — cuando todavía n ad a ni nadie hacía presagiar el inm ediato h u n dim ien to del com unism o real— , en función justam ente de «las prom esas incum plidas de la dem ocracia»3. Y si bien m uchos, con tal denuncia, no perseguían u na descalificación total de la dem ocracia establecida, se m ostró, no obstante, la aparen te contradicción ex isten te entre la absoluta legalidad form al de la dem ocracia existente y el incum plim iento de aquellas prom esas que prestaban legitim ación a su 3. N. Bobbio, «Le promesse non mantenute della democrazia»: Mondoperaio 5 (1984), pp. 100-105.
proyecto. El p ro pio B obbio, en el inicio m ism o del gran derrum be de los países socialistas del Este, en junio de 1989, escribía: «La dem o cra cia — adm itám oslo— h a superado el desafío del com unism o histórico. ¿Pero qué m edios y qué ideales tiene p ara h acer frente a esos m ism os problem as de los que nació el desafío com unista?»4. N o m enos cau te loso se h a m o strad o, m ás tarde, un au to r com o Furet, quien, tras aludir a la idealización que los países del Este habían hecho de la dem ocracia occidental e insistir en que asistiríam os «muy p ro n to a la desilusión de los pueblos excom unistas», apun taba al hecho de que «la debilidad principal de las sociedades liberales, es decir, el hecho de que se funden en el escepticism o m o ral y que no co m p orten la idea del bien com ún, conducirá a las dem ocracias a problem as de difícil resolución». En el co ntex to de esta m ism a problem ática, D ahrendorf, desde su óptica libe ral, ap un taba a la crisis generalizada de las «ataduras» o «vínculos», es decir, «de los lazos culturales p ro fun do s, del sentim iento de afiliación social», que conduce a una am enazante anom ia. D el m ism o m odo, no se puede pasar p o r alto el hecho de que Fukuyam a, quien se adelantó al resto de los teóricos que han establecido el h orizo nte del liberalism o com o ám bito irrebasable del desarrollo hum ano, recu rriera a la teo ría relacional hegeliana del «reconocim iento» y a su in terp retació n filosófico-cultural de la h isto ria com o criterios interp retativo s y evaluadores del progreso p ro piam en te hum ano, relegando las doctrinas seculares del liberalism o y las virtudes desarrollistas del capitalism o triunfantes. Sin em bargo, estas tesis, pronósticos y evaluaciones — que, en todo caso, dejan entrever la persistencia de un sistem a económ ico-político frente a otro que se p resen taba com o alternativa, así com o la superior ido neid ad del p rim ero p ara im ponerse en ciertos m om entos de desa rrollo histórico-social— no constituyen p o r sí m ism os un argum ento absoluto p ara h ablar de la «justeza» de dicho sistem a, n i dem uestran la ap ro p iad a y necesaria «eficacia» exigible a to d a form a dem ocrática que, en cualquier caso, h a de aten der a la ineludible dim ensión sim bólicon orm ativ a que conlleva la teo ría política. Esta perspectiva ético-política no puede asim ilarse a la de los estudios socio-em píricos, ni siquiera a los de política com parada, tan p redo m inantes en los últim os decenios, que giran en to rn o a las condiciones concretas que p erm iten instaurar un ré gim en determ inado , o en to rn o a las posibilidades de perm an ecer en el p o d er en función de la existencia o no de otras alternativas. Perspectivas y estudios que, p o r el p ro pio objeto form al elegido, no vienen d eterm i n ados p o r los aspectos norm ativos, p o r los problem as de legitim ación dem ocrática. N o es ex traño , pues, que ante las lim itaciones internas que se denu nciaron com o inherentes al com unism o real y las no m enos evi dentes m ostradas p o r el capitalism o igualm ente real en cuanto sistem as socio-económ icos históricam ente vigentes, E dw ard T ho m p son — en 4. N. Bobbio, «La utopía al revés», en R. Blackburn, op. cit., p. 24.
contestación polém ica a la posición de H alliday— p ro pu siera in terp re tar los acontecim ientos del o to ñ o de 1989 «com o conclusión de u na era histórica y el inicio de otra». Pues, si hablam os de desarrollos históricos y no de sistem as categóricos, escribía el h isto riad o r inglés, la G uerra F ría h abría ten id o lugar de acuerdo con lo que d enom inó «lógica de interacción recíproca». Es decir, cuando dos co ntendientes centran to d a su capacidad de organización, planificación y energía vitales en la des trucción del o tro , «si u na p arte se retira puede ten er efectos p ro fun do s en la otra, de la m ism a m anera que un luchad or que de rep ente p ierde a su antagonista se puede caer al suelo»5. D icha «lógica de la interacción» descansa en un presupuesto m etodológico capital, esto es, en considerar que el conflicto entre los dos bandos, en un m o m en to dado (¿a p artir de 1948?), se redefinió cualitativam ente com o un enfrentam iento , no entre sistem as, no intersistém ico — com o había escrito H alliday— , sino «intrasistém ico», en frentam iento sustentado en el p ro p io encono y la en e m iga que busca únicam ente la destrucción del o tro . D e ser aceptada esta interp retació n, habríam os pasado del ocaso de las ideologías al final, no ya de la historia, p ero sí de esa o tra h isto ria con m inúscula que habían in ten tad o escribir estos dos hijos de la M od ernid ad : el capitalism o y el socialism o realm ente existentes. Y si fuera co rrecta esta interp retació n, «el jurado ya no está fuera», puesto que p ro piam en te no h a habido ni convergencia de sistem as con el triu n fo del capitalism o, ni tregua entre ellos. Por el co ntrario , habríam os llegado a un m o m en to en que la caída del u no h abría arrastrado — p o r inercia— al o tro . D e tal m o do que la crisis tan ab iertam ente d enu nciada hoy p o r diversos autores h abría que interp retarla en el sentido de que «presiones m ás tradicionales, m enos m istificadoras y m enos ideológicas» h abrían cobrado fuerza y form a tras ceder su sitio los p arám etro s de seguridad y de am enaza nuclear que h a bían regido hasta el m om en to. Por fin, los problem as realm ente im p o r tantes de cada estado, así com o los problem as internacionales, p od rán ser tem atizados y enfrentados, p restan do su lugar ap rop iado tan to a la política com o a la negociación. H oy, pasado ya un cierto tiem po, los cam bios decantados a través de los procesos sintéticam ente entrevistos ap un tan, sin em bargo, están cobrando perfiles, parecen im ponerse en la línea de sellar el co n trato , el acuerdo político que — desde C o n stan t hasta nuestros días— se ha v eni do ofreciendo com o la racionalización de la «libertad de los m odernos» frente al m ito de la «libertad de los antiguos». D efinitivam ente, escribe S artori, «el viento de la h isto ria ha cam biado de rum bo»: la dem ocracia liberal «se en cu entra súbitam ente sin enem igos». «El v encedor es la d e m ocracia liberal», o sea, la «dem ocracia form al que co ntro la y lim ita el ejercicio del p o d er» 6. 5. E. Thompson, «Los finales de la Guerra Fría», en R. Blackburn, op. cit., p. 108. 6. G. Sartori, «Una nueva reflexión sobre la democracia, las malas formas de gobierno y
2. D e la dem ocracia sin enem igos a la bondad de la política Q uizá sea S artori, au to r italiano afincado en los E stados U nidos, uno de los liberales que m ás h a tem atizado y asum ido el significado de los acontecim ientos de 1989 en o rd en a la redefinición de u na teo ría de la dem ocracia. F rente a circunloquios m ayores, inten tos prem iosos de distinciones o m atices que n uestro au to r había ido intro du cien do en las continuas reelaboraciones y publicaciones de su o bra prin cipal7, cuyo p rim er m anuscrito d ata de 1957, el derrum be del socialism o real le ha servido a S artori com o m otivo y ocasión p ara volver a escribir y explicitar — esta vez con estilo directo y sin am bages— su tesis fuerte: el liberalism o es la expresión política m ás genuina de los nuevos tiem pos (contra R ousseau y la tradición dem ocrática) y es el único sistem a que ofrece constitucionalm ente las garantías de respeto y realización de los derechos del h om bre en u na sociedad m o d ern a (contra M arx y los inten tos radicales de cam bio socio-político) N o es tan to el fin de la h isto ria cuanto «sí el fin, p o r vez p rim era en la historia, de la m aldad de la política». D esde esta m ism a perspectiva, lo acontecido no significa el final de la h isto ria ni el final de todas las ideologías, pero sí el «fin de la ideología que ha im pregnado n uestro pensam iento y condicionado n uestra experiencia vital»8. Al n o existir, pues, n in gu na alternativa real a la dem ocracia liberal, nos hem os situado en un nuevo nivel teórico en el que — m ás allá de cualquier u to p ía errática y aten dien do únicam ente a la crítica construc tiva— cabe p regu ntarn os sin m ás cuál es el criterio de u na b uena o una m ala política. Y en co ntrar un claro d elim itador es tan to m ás im perioso p o r cuanto p artid os y gobiernos, tras el advenim iento de la dem ocracia de m asas y condicionados p o r la captación de votantes, hace tiem po que han ab an do nad o esa gran tarea de en co ntrar u na «teoría co m p ren siva que sea a la vez n orm ativ a y em pírica»9. La respuesta de S artori abarca u no y o tro ám bitos, el em pírico y el norm ativo. Así, atendiendo a las características teóricas de u na política co rrecta y a las exigencias de u na form a dem ocrática adecuada, S artori sintetiza am bas dim ensiones teó rica y n orm ativ a en el siguiente criterio crítico-negativo: «Bastará, pues, p ara n uestro p ro p ó sito , con definir la m ala política en térm inos la mala política»: RICS 129 (1991), p. 459. Para esta redefinición de la democracia en relación con la caída de los países del Este, voy a utilizar los dos trabajos de Sartori (1991 y 1993) que considero temáticamente más centrados. 7. G. Sartori, Teoría de la democracia, 2 vols., Alianza, Madrid, 1988. El diferente talan te con que escribió esta obra frente a las citadas anteriormente, que responden al momento de la quiebra del comunismo real, puede contrastarse leyendo, por ejemplo, estas líneas: «El libe ralismo se ha depreciado, después de todo, como consecuencia de su éxito [...] quizás recobre su valor precisamente por no tener éxito actualmente [...] Por el momento, sin embargo, mucha gente cree aparentemente en una democracia sin liberalismo» (p. 475). 8. G. Sartori, «Una nueva reflexión...», p. 460. 9. Ibid., p. 463.
económ icos». D esde el p u n to de vista em pírico, S artori com pleta su an terior d eterm inación criteriológica con el siguiente juicio político del m om ento actual: «El E stado dem ocrático tal com o está estructurado actualm ente está poco capacitado p ara llevar a cabo la gestión de una ‘econom ía pública’ de m anera económ ica»10. Estam os, pues, ante u na «refundación», «el m undo-que-vuelve-a-ladem ocracia» (vuelve en el sentido de reco no cer sim plem ente que todas las sustituciones han sido espurias)11. R efundación histórica que reins taura, con la seguridad que o to rg a el ser vencedor, los pilares de una sociedad altam ente desarrollada. D esde el p u n to de vista antropológico, se recu pera — ¡lo que no deja de ser u na ironía!— aquel «individua lism o posesivo» (según la feliz expresión de M acp h erso n )12 que fuera utilizado de m odo crítico co n tra el orden establecido, pues — según parece— se ha hecho evidente que la n oción de h o m o oeconom icus no sólo es la «noción resultante y m ás am plia [...], sino la que — p o r otro lado— m u estra el factor dom inante, la ventaja intrínseca que ostenta» el sistem a económ ico que se ha co nso lidad o 13. El valor intrínseco del ser pro pietario , del beneficio individual, y la consagración de lo p riv a do invalidan el h ablar con p ro piedad , ni siquiera «analógicam ente», de un «hogar público», y m enos aún p erm iten el uso conceptual de «una filosofía pública que define o redefine el bien com ún»14. Socialm ente, si, p o r un lado, se consagra la institucionalización de u na econom ía regida p o r un m ercado au torregulador, p o r el otro la im periosa necesidad de que los países del Este en tren «en u na sociedad de m ercado» le lleva a p ostu lar «una gran transform ación» de envergadura sem ejante a la que ha descrito con m aestría K arl Polanyi15. S intom áticam ente, S artori (1988) ya había hecho referencia a T he Great Transform ation. Al sentar su tesis de que «el m ercado es ciego ante el in d ivid u o ; es u na m aquinaria despiadada de servicio a la sociedad», escribía: «Lo que describió Polanyi fue la ‘crueldad h istórica’ del m ercado. E sta devastación, estim o, se ha paliado desde entonces». D e m odo que, p o r segunda vez — ah o ra en los países del Este y allí donde se haya engendrado un «hom bre protegido» y, p o r tan to , hostil «a los riesgos y a las incertidum bres de la sociedad abierta y de su estilo com petitivo»— , es inevitable volver a ex perim en tar la crueldad y la devastación del m ercado que «destruyó la sociedad orgánica»16. En definitiva, el valor terap éu tico de esta iniciación viene exigido históricam ente, insiste, p orqu e «nos enfrentam os u na vez más 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16.
Ibid., p. 466. Ibid., p. 470. Ibid., p. 461. Ibid., p. 467. Ibid., p. 473, n. 22. Ibid., p. 470. G. Sartori, Teoría de
con el m iedo a la libertad»17. P olíticam ente, p o r últim o, el m odelo cons titucional — de acuerdo con el inicial «m om ento de su concepción en el siglo xviii»— tra ta de lim itar y som eter el p o d er estatal «a un proceso de verificaciones y equilibrios» en o rd en a «superar la m aldad de la política». La verificación y el equilibrio de los gastos realizados p o r el ejecutivo se constituyen en la gran ap ortació n política del parlam en to que, con esa m irada «atrás» que m arcan los tiem pos p ara la recu p era ción de los fun dam en tos del liberalism o, tuvo su m o m en to de logro y éxito históricos. En efecto, la presencia y el ejercicio del p arlam en to se m o straro n histórica y p olíticam ente eficaces cuando «los p arlam entos rep resen taban a los que realm ente pagaban los im puestos, es decir, a los ricos y no a los pobres»18. La tarea principal de los parlam en tos estaría cifrada en el balanced B udget, en térm in os pop ularizad os en nuestros días p o r la nueva política económ ica. E sta m isión política de dique que rep resen taro n los p arlam entos se h abría ro to , desgraciadam ente, a cau sa de la extensión del sufragio universal y la tran sform ación del E stado m ín im o 19. La quiebra de esta cuasi exclusiva m isión fiscalizadora atri b uida a los rep resen tantes del pueblo h a de ser rep arad a hoy, al m e nos, a través de u na revisión del n úm ero, la especificidad y la extensión de los derechos reconocidos, especialm ente los «derechos m ateriales», com o prefiere S artori d eno m in ar a los derechos sociales. Pues los d ere chos jurídico-políticos «sancionados p o r las cartas constitucionales de los siglos xviii y x ix [...] [eran] derechos ‘sin coste’, derechos que n o se transferían al p resupuesto del E stado com o partid as de gastos»20. Por el co ntrario , la clave del p ro blem a de los «derechos m ateriales» se sitúa, m ás que en la cantidad de los recursos exigidos, en su «títu lo , su jus tificación», esto es, son «derechos sui generis, relativos y no absolutos, condicionados y no incondicionados», m uchos de los cuales son «a fon do perdido». Por tan to , h abría que establecer un lím ite «acorde con los recursos que los pagan», lím ite ro to p o r la dem ocracia que «está estruc turalm ente indefensa, p orqu e ha perdid o al guardián de la hacienda»21. 3. ¿Suplantación ética de la política? Los m odelos norm ativos Si, inten cio nad am ente, he d etenido el discurso que había iniciado sobre el diagnóstico y la proyección de posibles alternativas o p tan d o , m ás bien, p o r dibujar sintéticam ente, a través de S artori, la teo ría de la de m ocracia que m ás se ajusta a las tendencias político-económ icas dom i 17. G. Sartori, «Una nueva reflexión...», p. 470. 18. Ibid., p. 469. 19. G. Sartori, La democracia después del comunismo, Alianza, Madrid, 1993, pp. 104-105. 20. Ibid., p. 120. 21. Ibid., p. 123.
nantes — sobre cuya caracterización volveré m ás tard e— , ello se debe a varias razones. En p rim er lugar, p orqu e la indefinición m etodológica sobre el uso conceptual m ás ap rop iado del térm in o «dem ocracia» y el olvido de los diferentes «lenguajes» en los que ha sido reform ulada, política y n orm ativam ente, la idea de la m ism a, han dado lugar a una literatu ra m ás contrafáctica que norm ativa, m ás de corte «racionalista» que p ro piam en te crítico-regulativo. En segundo lugar, p orqu e la pro pia crisis de la ciencia política, con las consiguientes carencias de in fo r m ación y sistem atización, constituye un p ro blem a capital a la h o ra de discutir la reform ulación y de estru cturar los elem entos de u na teo ría de la dem ocracia «a la altura de los tiem pos». Pues, ciertam ente, desde los años sesenta h asta hoy la ciencia política n o ha sido capaz de determ inar ni su p ro p io estatuto epistem ológico ni su ám bito de com petencia cien tífica. (El últim o in ten to de definición sistém ica que, en 1990, propuso A lm ond a la co m unidad p olitológica se ha saldado, hasta el m om ento, con un absoluto fracaso.) D esde o tra perspectiva, la crisis de la ciencia política explica — en parte— el hecho de que la teo ría político-norm ativa, nacida en los años setenta, de claro enraizam iento cultural y político en la tradición liberal anglosajona, se haya asentado hoy com o la ad o p tad a p o r la com unidad filosófico-política cuyos perfiles m etodológicos y tem atizaciones son los de m ayor peso específico en el cam po de la teo ría política. Y no m enos significativo es que esa teo ría política n orm ativ a se haya acabado confi gurando, igualm ente, com o u na «refundación» del liberalism o, esto es, com o Liberalism o político. En la base de este nuevo liberalism o, cuyo m en to r principal es Raw ls, h abría que situar, p o r un lado, el hecho h is tórico del pluralism o com o un lím ite irrebasable de n uestra vida política y cultural; p o r o tro , las dificultades internas de to d o p royecto teóricopolítico que persiga establecer u na secuencia lógica inm ediata entre los problem as epistem ológicos, m etafísicos o com prehensivos de form a de vida y las realizaciones prácticas e institucionales. E sta prevención teórico-m etodológica no ha sido ten id a en cuenta con suficiente claridad, com o, desgraciadam ente, ha venido a m o strar este «corto siglo» que hem os vivido. D e hecho, paralelam ente a esas elaboraciones de corte liberal, hem os asistido a la p roliferación de ciertas concepciones de la razón práctica ligadas a u na com prensión filosófica de la razón com o «identidad» o articuladas, con m atices diversos, en to rn o a la idea filo sófica de «reconciliación» de la razón plural m o derna. Y, m ás co ncre tam ente, a p artir de la generalización que caracteriza a los principios norm ativos se ha p reten d id o convertir la universalidad ética en la form a canónica de to d a racionalidad norm ativa. In d ep end ien tem en te de otros problem as de o rd en filosófico, esta concepción universalizadora de la ética ha ten id o p o r consecuencia que n o pocos teóricos de la ética y de la filosofía política hayan suplantado la racionalidad y la n orm atividad políticas p o r u na suerte de ética aplicada.
Si la crisis de la ciencia p olítica supone u na carencia inform ativa y sistem atizadora de la política, el p redom inio de las corrientes «norm ativistas» de fuerte p regnancia ética ha venido a velar e incluso a suplantar el paso insalvable en tre las orientaciones regulativas y el conocim iento o la sistem atización de los procesos constitutivos, reales, que harían p o sible históricam ente, en el siem pre precario escenario de nuestras vidas, la instauración o los cam bio dem ocráticos. C reo que en este sentido serían instructivas las lim itaciones del m odelo filosófico de H aberm as, quien, u na y o tra vez — desde su form ulación de los problem as de legi tim ación a la de los de la dem ocracia y la justicia política— , ha venido solapando el nivel constitutivo y el regulativo, «disolviendo así su teo ría p olítica en u na ‘política m o ral’ que privilegia leyes estrictam ente u n i versales sobre conflictos y negociaciones»22. C iertam ente, n uestro autor no negaría n un ca — en el o rd en práctico de la política— la o p o rtu n id ad o la necesidad de acudir a negociaciones, en trar en procesos de acuer dos, ni la legalidad y la p ertin en cia de la to m a de decisiones p o r m a yorías con la consiguiente interru pció n del discurso. A hora bien, para H aberm as la «legitim ación» del discurso político no se agota en la adm i n istración institucional del poder, sino que rem ite a los procesos d em o cráticos de form ación de la voluntad. D esde esta perspectiva, el im pulso n orm ativo que alienta la argum entación en el espacio de «lo público» conlleva la obligatoriedad de realizar las pretensiones de validez de un discurso político legitim atorio: la generación y extensión de conviccio nes. P lanteam iento n orm ativo que, referido tan to a la p olítica com o a su com prensión de la dem ocracia, m antiene en su o bra F aktizitat und G eltung23. A hora bien, esta generación y esta extensión de conviccio nes suponen que los individuos que han p articipado de ese proceso de conform ación acaban adquiriendo tan to un nivel superior de p erspec tiva epistem ológica com o u na com prensión de sentido que — su peran do la suya p articular— integ ra el p un to de vista de tod os los dem ás: Con las pretensiones de validez que se avanzan en la interacción comu nicativa se introduce en los hechos sociales mismos una tensión ideal, que se manifiesta en la conciencia de los sujetos participantes, como una fuerza que apunta más allá de sus contextos de referencia y que trans ciende sus criterios provincianos24. En definitiva, las pretensiones de validez que se anticipan en la inter acción com unicativa — subraya— exigen de nuestras prácticas de argu 22. T. McCarthy, «El discurso político: la relación de la moralidad con la política», en M. Herrera (coord.), Jürgen Habermas: moralidad, ética y política, Alianza, México, 1993, p. 148. 23. Facticidad y validez, trad. castellana de M. Jiménez Redondo, Trotta, Madrid, 52008. 24. «Jürgen Habermas: moralidad, sociedad y ética. Entrevista con Torben Hend Nielsen», en M. Herrera (coord.), op. cit., p. 99.
m entación un nivel de satisfacción tal que perm ita a tales argum entacio nes ser consideradas com o un «com ponente — localizable en el espacio y en el tiem po— del discurso universal de u na com unidad ilim itada de com unicación». M ás aún, to d o este proceso de universalización y este horizonte crítico que han de guiar la superación de «lo particular» tienen un supuesto explicitado a instancias de N ielsen. Esto es, la interrupción que im plica la tom a de decisiones o el hecho de posp on er el resultado de u na argum entación no puede «perder de vista que sólo uno de los contendientes puede estar en lo cierto». A hora bien, en cuanto que los procesos dem ocráticos de form ación de volun tad tienen com o referente el interés general de los ciudadanos y éste exige asum ir realm ente los in tereses de todos los afectados, la política ha de ad op tar «el p u n to de vista m oral de la im parcialidad, tom and o en cuenta los intereses de todos»25. P lanteam iento ético-político que, en un p rim er m o m en to, no deja de causar u na cierta turbación a la h o ra de en tend er qué p ued a significar que los resultados satisfagan los intereses de cada u no de los ciudadanos de u na dem ocracia, dada la disparidad de elem entos que, pertenecientes a los afectados, en tran com o dem andas «políticas» y que habrían de ser englobados en el proceso discursivo: desde los deseos a los ideales, desde las necesidades inm ediatas a los valores o a las form as de vida. P luralidad y diversidad que parecen llegar al lím ite con el proceso de com plejización que el pluriculturalism o ha im puesto ya en todas n ues tras dem ocracias. La inviabilidad teórica y práctica de tales propuestas cobra un perfil especial de aporía filosófica cuando se in ten ta configurar el sujeto de ese co m p ortam iento im parcial de la política. ¿Es posible p lantear la superación de la m atriz sim bólica de sentido en la que se han constituido los individuos p ara in ten tar alcanzar la idealidad de u na for m a de racionalidad que diera cuen ta de tod as las perspectivas? ¿Cóm o p od rían articularse el lím ite irrenunciable de la individualidad y del jui cio personal y la universalidad n orm ativ a de la im parcialidad ligada a «necesidades universalm ente aceptadas»? R ealm ente, ¿qué se h a hecho de la política? Ind ep end ien tem en te de las observaciones que in tro d u ciré m ás adelante, creo que en el p lanteam iento haberm asiano viene a confundirse la validez n orm ativ a que ha de co rresp on der al cam po de la p olítica — validez y norm ativ idad que depend en del estatuto de «racionalidad» y el tipo de fundam entación p ertin en tes a este cam po de conocim iento— con la n orm ativ idad m oral que, supuestam ente, sería universal y la cual se instituye com o criterio de to d o tipo. La o tra orientación de filosofía político-norm ativa que ha venido nucleando gran p arte de las discusiones y que, finalm ente, ha acabado co nfo rm an do esa com unidad teórica a la que m e refería líneas arriba ha sido rep resen tada p o r Raw ls. Este au to r ha dado la ú ltim a form ulación sistem ática a su pensam iento — tras su larga tray ectoria intelectual y 25. J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa II, Trotta, Madrid, 2008.
aten dien do a diferentes críticas recibidas— en la reciente o bra Political L iberalism 26. En p rim er lugar, desde la decantación teórica apuntada, concibe la filosofía p olítica com o un trabajo de abstracción — «form ular concepciones idealizadas»— que cobra significado en y responde a los m o m en tos históricos en que se plantean p ro fu n d o s conflictos políticos. En segundo lugar, desde el co ntex to actual de plu ralidad de form as de vida existentes en nuestras sociedades, trata de asum ir el reto ético-po lítico que subyace en n uestra cultura pública dem ocrática: co nfo rm ar el conjunto m ás ap rop iado de instituciones que, superando la p articulari dad de las convicciones o señas culturales de identidad de los individuos o los grupos, aseguren a tod os la situación de ciudadanos libres e iguales com o el logro histórico m ás consistente e irrenunciable de las d em o cracias m odernas. Su construcción filosófico-política, en tercer lugar, se p ro p o n e llevar a cabo esa opción o p ro p u esta a través de la d eter m inación de u na base com ún aceptable p ara todos, que Raw ls cifra en la idea de la justicia com o equidad. M ediante tal idea piensa y organiza la sociedad com o «un sistem a equitativo de cooperación social entre personas libres e iguales». Se trata, p o r tan to , de u na concepción polí tica de la justicia aplicada a las instituciones y a las prácticas públicas, que viene a refo rm ular la d octrina del co n trato social refiriéndolo a la idea de u na sociedad dem ocrática justa. En un últim o trabajo, Raw ls ha vuelto a ex po ner polém icam ente — co ntra H aberm as— la necesidad del constructivism o político, si realm ente partim os de que es irreversible el hecho de u na sociedad plural cuyas instituciones y prácticas políticas no tienen un referente fundacional único o com ún. C onstructivism o político que h ab rá de ser n orm ativo si tod av ía querem os hacernos cargo de las dem andas de libertad e igualdad m ás allá del hobbesianism o que am enaza con instalarse en un m u nd o en el que, com o afirm a u no de los liberales m ás representativos, «la cruda v erdad es que no hay ningún significado m oral inscrito en las bóvedas del universo»27. C onstrucción polém ica, pues, la del p ro feso r de H arv ard , cuya p re tensión regulativa de los procesos públicos de la vida p olítica vuelve a p lantearn os el valor y el lím ite de la filosofía política tal com o ha v enido desarrollándose en las tres últim as décadas. A unque Raw ls no ha sido insensible a los m últiples argum entos con los cuales sus críti cos han puesto en cu aren tena u na gran p arte de sus elem entos estruc turales, lo cierto es que — pese a algunos reto qu es realizados28— su «constructivism o» pone de m anifiesto lím ites intern os que, según creo, no han sido superados. P robablem ente allí29 se en cu entra form ulado 26. J. Rawls, Political Liberalism, Columbia University Press, New York, 1993. 27. B. Ackerman, Social Justice in the Liberal State, Yale University Press, New Haven, 1980, p. 368. 28. J. Rawls, Political Liberalism, cit. 29. Ibid., VI, § 8, 4.
lo que estim am os com o uno de sus escollos teóricos capitales, de cuya solución depende — justam ente— la validez racional y n orm ativ a de su teo ría sobre la idea de la justicia com o equidad: «Doy aquí p o r supuesto que la concepción política de la justicia y el ideal de resp etar la razón pública se refuerzan m utuam ente». ¿Sobre qué pivote está gravitando aquí su pensam iento? ¿Cuáles son los criterios de validación que están en la base del crucial «supuesto»? Tal com o lo subraya n uestro autor, se trata n ad a m enos que de la posibilidad de articular esas dos piezas clave de su constructivism o: a) u na sociedad bien organizada y regulada p or la razón pública, b) la rem isión de la m ism a a ciudadanos que asum en y realizan con tal corrección y diligencia la concepción política de la justicia que u na y otra, la concepción política de la justicia y el ideal de resp etar la razón pública, se refuerzan m utuam ente. A hora bien, Rawls es tan consciente de la idealización y la artificialidad que p o d rían atri buírsele, que n o puede dejar de advertir, líneas abajo: «Es claro, sin em bargo, que si fueran erróneos estos supuestos h abría un serio pro blem a con la teo ría de la justicia com o equidad tal com o la he presentado». N i tam poco deja de ap u n tar — finalm ente— hacia el núcleo discursivo que sustenta su edificio: «Q ue esos supuestos, em pero, sean correctos y p uedan fundarse en la psicología m oral». C orrección y fundam entación que, tal com o lo señala n uestro autor, rem iten a un nuevo diseño que ha realizado de la obra, co ncretam ente se refiere al capítulo II, § 7, y cuya justificación filosófica ú ltim a la form ula en el siguiente p arágrafo 30. Voy a d etenerm e en este núcleo discursivo p orqu e sospecho que en él se en cu entra u na de las llaves m aestras de lo que p ud iera calificarse com o u na insuficiencia in tern a de su concepción de la racionalidad y de la filosofía políticas, al tiem po que esta perspectiva, p o r o tro lado y en aparente contradicción, nos ofrece razones suficientes p ara co m p rend er la am plia y dom in an te recepción de su herm enéutica, com o ex po nd ré en la p arte final de este artículo. El problem a, afirm a Raw ls, es de «largo alcance» y de hecho viene de m uy atrás. La sistem atización de su pensam iento, que hubo de hacer a pro pó sito de la publicación de A Theory o f Justice, le había obligado a definir los rasgos, la estructura de los sujetos cuyo horizonte histórico está m arcado «por conflictos políticos profundos» — situación que ca racteriza el origen de su planteam iento filosófico-político, al decir del p ropio Raw ls— , así com o tuvo que explicar la incardinación de dicha estructura antropológica en la instauración de u na sociedad justa, pues — com o ha vuelto a insistir— «la filosofía política no se ap arta de la sociedad y el m u nd o, com o algunos han pensado [...] En este co ntex to, el hecho de form ular concepciones idealizadas [...] resulta esencial p ara en co ntrar una concepción política razonable de la justicia»31. En 30. Ibid., § 8, 1 y 2, pp. 86-88. 31. Ibid., pp. 45-46.
definitiva, R aw ls se vio co nstreñido a «construir» un tipo de p erso n alidad m o ral au tó n o m a que resp on diera a la doble exigencia de dar cuenta, p o r u na p arte, del concepto de individuo m o derno , ciudadano de u na sociedad dem ocrática, y, p o r o tro lado, de p restar a ese sujeto dem ocrático el m ayor respaldo posible de plausibilidad acorde con las ciencias del hom bre. D e este m o do , com o lo ha m o strad o Agra, el cons tructivism o raw lsiano se vio avocado hacia la aceptación del esquem a form al in terp retativ o que había configurado Piaget en su estudio so bre el desarrollo psicológico del n iñ o 32. E fectivam ente, dicho esquem a in terp retativ o le perm itía a Raw ls solapar el desarrollo psicológico del individuo con un constructivism o n orm ativo que adscribía a la últim a etap a del desarrollo individual, etap a «post-convencional», los concep tos de reciprocidad, justicia y equidad com o el resultado n orm al de esa evolución in tern a an tropológica, «acorde con los principios de la psico logía m oral». Al p ro p io tiem po, «estos hechos generales de la psicología m oral» prestaban la seguridad y la estabilidad que exige u na sociedad m o d ern a diferenciada social y económ icam ente. C iertam ente, la cautela respecto de u na posible generalización indebida y un ahistoricism o de su constructivism o hicieron escribir ya al p ro p io au tor: «[... ] espero que n inguno de los u lteriores usos de la teo ría psicológica resulte dem asiado im propio»33. A la p ostre, las debilidades de su planteam iento — «la justi cia com o equidad se halla m ás acorde con los principios de la psicología m oral»— le llevaron a ab an do nar su posición antrop ológ ica p rim era, orientán do se m ás adelante p o r un constructivism o que se sustancia ah o ra, definitivam ente, en Political Liberalism . El nuevo giro m etodológico raw lsiano trata, en o rd en a precisar los elem entos constitutivos del sujeto activo de la justicia política, de en co n trar la v erosim ilitud de la estru ctura p sicológico-m oral del individuo en las prácticas sociales configuradas en «la trad ició n de pensam iento dem ocrático». D e este m o do , el constructivism o de la idea de person a se realiza ah o ra a p artir de u na doble operación: «Si bien com enzam os con u na idea de p erson a im plícita en la cu ltu ra política pública, ideali zam os y sim plificam os esta idea en varios aspectos p ara cen trar la aten ción, p rim ero, en la cuestión principal»34. C laram ente se alude aquí a un proceso de superposición. Pues si la elaboración teórica del concepto de la person a se inicia en el ám bito cultural co nform ado p o r la trad i ción y las instituciones dem ocráticas, inm ediatam ente este ám bito es ab an do nad o p ara «superponer» al m ism o — en un nivel conceptual dis tin to y m ediante u na nueva o peración, u na operación de «idealización», 32. M. J. Agra, Rawls: el sentido de justicia en una sociedad democrática,Universidad de Santiago de Compostela, 1985, pp. 56 ss. 33. J. Rawls, A Theory of Justice, Belknap Press of Harvard University Press, New York, p. 462. 34. J. Rawls, Political Liberalism, p. 20. El subrayado es mío.
com o él m ism o escribe— la idea de p erson a que debe co rresp on der a la nueva sociedad proyectada. Es decir, se han ab an do nad o las exigencias críticas de plausibilidad «científica» que él m ism o se había im puesto. La am bigüedad de su proced im ien to teórico hay que situarla en el salto que se o p era entre el inicio del proceso — que p arte de un supuesto an tropológico de carácter histórico, crítico-social y que parece ofrecer los elem entos necesarios p ara u na «psicología m o ral razonable»— y la idea final de persona, cuya estru ctura de acción no es el resultado de una operación analítica y crítico-integradora, en el nivel n orm ativ o, de las exigencias y de las posibilidades antropológicas contenidas en el m arco histórico-social. Las características m orales del ciudadano de la nueva sociedad son determ inadas, p o r el co ntrario , en función de exigencias conceptuales de carácter lógico-sistém icas. A p ro p ó sito de la idea de «razón pública», escribe: En cuanto que se trata de una concepción ideal de la ciudadanía para un régimen constitucional democrático presenta cómo podrían ser las cosas si la gente fuera tal y como una sociedad justa y bien ordenada les estimularía a ser. Describe lo que es posible y puede ocurrir, aun que quizás nunca ocurra, lo que —sin embargo— no la hace menos fundamental35. N o p uedo hacer aquí un análisis detallado de su concepción de la razón práctica ni de la caracterización de lo «razonable» — situada en la trad ició n del «pragm atism o» que, igualm ente, ha utilizado R orty en sus incursiones en la teo ría dem ocrática— com o justificación suficien te de u na concepción política, p orm eno rizadam en te expuestas en el capítulo III de la o bra que venim os citando. M i interés se centra, en este m om ento, en advertir cóm o la incapacidad de fundam entación que m uestra Raw ls — pese a los cam bios en el o rd en m etodológico— no es im putable a la insuficiencia o pertin en cia de los datos que pued an ap o r tar las ciencias hum anas o las teorías sociológicas, sino que su fracaso está ligado a la estru ctura sistém ica d entro de la cual ha de elaborar el pro blem a del sujeto m oral au tón om o. C reo que la v erdad era analogía de su o bra con la de K ant reside, precisam ente, en la m eto do log ía form al que u no y o tro aplican al cam po n orm ativo de la m o ral o de la política, respectivam ente. En concreto, el rigorism o y el form alism o de la m oral kantian a — en cuanto analogans del constructivism o raw lsiano— p u e den explicarse en función de, se relacionan con y resp on den al diseño de un ideal, el ideal de un reino de los fines36. D e igual form a, creo que — en el caso de R aw ls— el ideal de u na sociedad o rd en ad a y segura, cuyos procesos de desarrollo (ni radicales ni bruscos) están o rientados y co ntro lado s p o r el ám bito cultural, le obliga a esas operaciones de 35. Ibid., p. 213. 36. A. Wellmer, Ética y diálogo, Anthropos, Barcelona, 1994.
«idealización», «sim plificación», etc., p ara co nfo rm ar u na idea de p er sona m oral en d ependencia absoluta del proyecto diseñado, sin un aval teó rico ind ep end ien te que dé cuenta de la p ertinencia, coherencia o va lidez de tal construcción antropológica. El resultado de dicha racio na lidad n orm ativ a au tó n o m a será un «individuo institucionalizado» hasta el extrem o de que no sólo es garante de ese reino de los fines — una sociedad «descrita» com o algo que p uede ser, p ero que quizás n un ca se plasm e— sino que recu erd a al sujeto m oral kantian o: tam poco conoce conflicto alguno irresoluble entre principios, ni p resen ta desacuerdos que pued an ro m p er el «solapam iento» ya «institucionalizado». Y si to davía alguien m encio nara la figura de la «desobediencia civil», Raw ls escribe que ya h abía p ro p u esto en T heory o f Justice el overlapping consensus com o un m o do de irracionalizar cualquier foco hem orrágico en la sociedad37. U na afirm ación tal indica lo ex traño que resulta en este co ntex to de pensam iento — com o en el caso k an tian o — atribu ir a los individuos un papel real de h erm eneutas personales del espacio de la p olítica y sus instituciones. A vanzando en esta línea de exam en in tern o de su p ro p ia obra, el engañoso proceso de fundam entación p o r el cual se p retend e solapar la dim ensión evaluativa de los principios de la justicia com o equidad con la estru ctura de u na «razonable psicología m oral»38 deja al descu b ierto , al m ism o tiem p o, la «artificialidad» del proceso de «abstracción» que, según Raw ls, caracteriza a la filosofía p olítica en cuanto que ésta trata de elevar a un nivel superior de análisis los «conflictos políticos profundos». En p rim er lugar, p orqu e n un ca se explicitan los criterios de racionalidad evaluativos de esos problem as políticos, esto es, no sa bem os si esos p un to s de fuga, si esas tensiones p ertenecientes al cam po político han de ser categorizados com o anom alías que deben ser ex tir padas o si los desgarram ientos, los p un to s hem orrágicos son p arte de la p ro p ia configuración de la racionalidad m o derna. Así, algunos críticos de Raw ls sugieren que su p ro p u esta de m anten er la política com o un cam po ind ep end ien te de las doctrinas com prensivas en tra en co n tra dicción con su teo ría de la justicia com o equidad. En efecto, esta teo ría m uestra los rasgos de un pensam iento com prensivo, ya que — al m odo de un analogans analogante— se instituye com o un principio superior jerárquico que da cuenta de las diversas p osturas que se m antien en en el espacio público. D e este m o do , según sus críticos, si se ha de asum ir la plu ralidad com o u na realidad histórica irrebasable, sería m ás conse cuente h ablar de un «equilibrio no jerárquico» de valores, en u na te n sión m anten ida institucionalm ente p o r el E stado, que supone p o n er en crisis el principio de n eutralidad del E stado defendido p o r los liberales de form a tan co n tinu ad a com o no convincente. D e igual m o do , frente 37. J. Rawls, Political Liberalism, cap. I, nota 17. 38. Ibid., II, § 7, 5.
al overlapping consensus sería m ás acorde con la realidad del pluralis m o la realización de «acuerdos contingentes», sujetos al p ro pio proceso histórico, que perm itieran un ejercicio real y crítico de los derechos dem ocráticos en el espacio de lo público. En segundo lugar, el hueco dibujado en el vacío que ha dejado el inten to fallido de u na psicología m oral acorde con los principios de la justicia com o equidad viene a m ostrar, com o lo advertíam os an terio r m ente, la inexistencia de un adecuado proceso de abstracción que p er m itiera justificar el estatuto de n orm ativ idad que se atribuye la filosofía política. Pues el resultado de la abstracción realizada no «conserva» los elem entos o las características esenciales que perm itirían identificar la especificidad de esos p un to s lím ites, conflictivos, que críticam ente han de ser tratad o s en un nivel de intelección superior. Por el co ntrario , la abstracción es m ás bien u na o peración de «desplazam iento de m edio» según la cual se nos sitúa — si querem os seguir h ablan do — en un m u n do nuevo, en el proyecto de u na sociedad bien organizada don de la institucionalización del overlapping consensus es u na p arte inapelable, sustancial, integ ran te de la nueva racionalidad n o rm ativ a advenida. N o es casual en este sentido que el p ro p io R aw ls escriba que, ante «la obje ción de que nuestra inform ación no sea científica [...] la dificultad está en que [...] no hay dem asiado donde acudir [...] H em os form ulado un ideal de gobierno constitucional p ara ver si tiene fuerza p ara n oso tros y p uede ser puesto en práctica»39. En definitiva, la generalización e «idealización» norm ativas que es tán en la base del proceso de abstracción filosófico-político, así com o la «indefinición» de la racionalidad que com pete a los problem as políticos com o tales, acaban — en dependencia respecto de la estru ctura sistém ica ad op tada— velando la dim ensión real de estos problem as. U na vez más p reguntam os: ¿cuál es la especificidad del cam po político?, ¿cuáles son los criterios de validación racional de lo norm ativo?, ¿en qué consiste esa m ediación en tre lo político y lo n orm ativo que p erm itiría a este últim o asum ir los problem as del p rim ero en el proceso de u na com p rensión m ás ajustada?, ¿qué valor de contrastación intersubjetiva cabe atribuir a la intelección crítica de la n orm ativ idad política? A nte las crí ticas recibidas, ante el escepticism o crítico ilustrado que ya ha m ostrado la razón com o u na razón situada y que no es posible retro ced er hacia ningún p u n to fuera de la contingencia y del m ism o proceso histórico, incluso frente al idealism o crítico k antiano — que h abía asum ido el reto del conocim iento científico— , parece que Rawls ha escogido el cam ino m ás fácil: otorgarse un «estatuto» teórico de excepción según el cual «la filosofía política de un régim en constitucional es autónom a». Si ya an te riorm ente la debilidad racional de su constructivism o le había aconseja do buscar un nuevo fun dam en to, ah o ra ha o ptad o p o r crear u na nueva 39. Ibid., pp. 87-88.
ciudad. Al abrigo de sus críticos, to d o parece descansar, p o r fin, en una form a de conciencia edificante que ni explica ni valida la estru ctura psi cológica m o ral del individuo, g arantía del nuevo régim en constitucional que h abría de ser justificado n orm ativam ente: «N os esforzam os p o r lo m ejor que pod em o s alcanzar con el cam po de acción que nos perm ite el m undo»40. C on estas palabras se p retend e cerrar un debate filosófico incom pleto e inconcluso. 4.
H acia una reconstrucción filosófico-política de la dem ocracia
4.1. D e «la dem ocracia com o form a de vida» a «dejadnos jugar» En o rd en a la reconstrucción de los elem entos de u na teo ría filosóficop olítica cen trad a en la preocu pación p o r un régim en dem ocrático jus to, voy a seguir la advertencia crítica que form ulara Benjam in respecto del m odo de hacer la lectu ra de la h isto ria o la actitud ap rop iada p ara asum ir la tradición: desearía realizar m i análisis «pasando el cepillo a contrapelo» tan to al «cientificism o» de la teo ría dem ocrática del libera lism o «realm ente existente» — rep resen tad a aquí p o r S artori— com o a las corrientes norm ativistas antes señaladas, las cuales han estructurado en buena m edida el cam po de las reflexiones ético-políticas en los ú lti m os decenios de este «corto siglo». La cuestión principal, en cuanto a la historia y a las tradiciones del pensam iento se refiere, en o rd en a la configuración de u na sociedad dem ocrática viene a situarse, velis nolis, en esta especie de constricción teó rica en que nos sitúa el liberalism o com o h orizo nte teó rico irrebasable. Esta constricción, al m enos en la defensa de S artori de u na nueva «gran transform ación», nos aparece com o dram ática. Pues la novísim a experiencia a la que estam os asistiendo no descansa únicam ente en la ostentosa proclam ación de la tradición liberal com o norm ativ idad p o lítica que h abría que universalizar, sino en que lo «m oderno» — frente al «post-m odernism o»— , a m o do de superación de aquella conciencia desgraciada de u na «ilustración insatisfecha», estriba, a lo que parece, en la «conjunción» o, m ejor, en la «superposición» del liberalism o y aquella o tra corriente que llegó a recrear «el lenguaje hum anista o re publicanism o». Esta corriente tuvo sus inicios m ás delim itados en las prácticas socio-políticas de algunas repúblicas italianas (M aquiavelo). El nuevo lenguaje hum anista asum ió la ejem plaridad de los m odelos griego y rom an o-rep ub licano superando conceptualm ente las m atrices sim bólicas de am bos. Intentab a de este m o do prom over, desde diferen tes variantes de «una m atriz lingüística com ún», u na nueva racionalidad p olítica que, norm ativam ente, m antuviera una tensión n un ca resuelta y 40. Ibid., p. 88.
seguram ente no resoluble de m o do definitivo: la tensión entre la «vida buena» (cuya «privacidad» sería un logro de la m odernidad) y la éti ca de la justicia, p ara decirlo en los térm in os com únm ente aceptados. En esta perspectiva ético-dem ocrática se sitúan, con acentos distintos, R ousseau, H egel, teóricos y m ovim ientos de la R evolución francesa, así com o los plurales socialism os teóricos y prácticos que, igualm ente, m antuvieron el referente histórico aludido. U na nueva reform ulación teórico-práctica in ten ta soldar, unificar las form as de vida que subyacen en este com plejo problem a de los len guajes, las tradiciones y las instituciones histórico-dem ocráticas. Así, es tam os asistiendo a un «m aridaje» que p retend e institucionalizar — p or u na m era yuxtaposición «funcionalista» de roles— m u nd os de sentido que tienen su origen en h orizontes de prácticas sociales de m uy distinta racionalidad. C o ncretam en te, se h abla de social-liberalism o, liberalism o social o, com o lo ha p ro p u esto recientem ente algún p artid o europeo de larga tradición em ancipatoria, se trata — ah o ra ya— de realizar, bajo los p resupuestos ideológicos del socialism o, u na «revolución liberal». N o cabe d ud a de que tal form ulación político-institucional p o d ría acabar redefiniendo no sólo el cam po de la política, sino tam bién los criterios de su norm atividad. E sta experiencia y esta tarea se le ofrecen a, son ya p ara la filosofía política su reto : H ic R hodus, hic saltus. H e usado el térm in o «lenguaje» com o un m o do de aproxim ación interp retativa al hecho y al p ro blem a de la dem ocracia p orqu e — de acuerdo con u na herm en éu tica algo m ás ajustada que la usual— la «de m ocracia» no resp on de a un m ero concepto que cam biaría o se d e sarrollaría según o rd en am ien tos histórico-etim ológicos. M ás bien, la «dem ocracia» hace referencia a u na form a de vida, a un ám bito sim bólico-social que configura la idea de poder, a u na «gram ática» p ro fu n d a que condiciona la interp retació n y la p ertin en cia de unas u otras rela ciones políticas entre los individuos. Este lenguaje y esta herm en éu tica se plasm an en un ám bito de realidad com o lo es el de la racionalidad y la norm ativ idad políticas, ligadas a la configuración de un régim en de gobierno que adquiere históricam ente las form as m ás adecuadas a los acuerdos entre individuos que, en cuanto ciudadanos, son considerados com o iguales en el o rd en del p o d er político. El giro lingüístico y el tipo de herm en éu tica que nos p ro p o rcio n a abren, pues, un horizo nte de indudable interés crítico tan to en el orden teórico en general com o en el ám bito de la política en particular. Pues si el pluralism o p olítico, no sólo en cuanto hecho sino en cuanto valor p o sitivo que hay que asum ir institucionalm ente, ha puesto en crisis tan to el concepto de v olun tad general com o la posibilidad de llevar a cabo su ejecución en el o rd en práctico, el pluralism o cultural ha dado carácter de curso legal a lo que se ha form ulado com o lenguajes diferenciados o plu ralidad de form as de vida. F enóm enos cuya com plejidad vuelve a traer los ecos de aquella crítica fran kfu rtian a a la razón m o d ern a id én ti
ca, u nitaria y sistem atizadora. Esta crítica se radicaliza en algunos casos hasta el extrem o de que se aban do na el horizo nte de to d a posible reco n ciliación, reconciliación que tod av ía H o rk h eim er y A dorno sostuvieron com o el esperanzado resultado de u na ilustración de la Ilustración. Así, p o r ejem plo, un m ovim iento tan am plio y de clara influencia cultural y p olítica com o el post-m odernism o h a sentenciado — en función del «heterom orfism o» de los lenguajes— el final del sujeto social constituyente de sentido, que rem itía a la posibilidad de principios com partidos, a u na form a de universalidad. El post-m odernism o, que ha v enido a coin cidir con o es expresión de la quiebra de las grandes ideologías com o referentes de encuadram iento político, ha puesto en juego u na de las estrategias conceptuales m ás recu rren tes de ciertos m ovim ientos sociopolíticos. E sta estrategia, en definitiva, vend ría a reforzar la tesis de que el pluralism o dem ocrático conlleva la ren un cia a cualquier inten to de recu perar el significado de la universalidad epistem ológica o norm ativo-em ancipatoria. Los grandes relatos han p erdid o credibilidad y la so ciedad se nos hace presente com o ind eterm inación total. La condición de posibilidad de la política, en analogía con la pragm ática científica, reside en fom en tar «la actividad diferenciadora, o de im aginación, o de paralogía»41. Así, la única legitim ación a la que puede acogerse la dem ocracia — en sustitución del co nten ido universal— es la derivada de perm itir, de «dejar jugar en paz» a cada sujeto o grupo su p ro p io juego. E sta últim a form ulación, debida a L yotard, no deja de p lantear diversos problem as. Pues la prim era cuestión sería interrogarse acerca de quién ha de p erm itir jugar a cada uno su juego. O lo que es lo m ism o: ¿quién o qué im pide que cada cual p u ed a d esarrollar su p ro p io lenguaje? Pero la p ro p ia p reg u n ta parece que supera ya los planteam ientos del p ro pio L yotard, p ara quien se h abría p ro bado , a través de la pragm ática cientí fica, que sólo disponem os de «heterogeneidad de reglas y búsqueda de la disensión». Políticam ente, su p ro p u esta de u na nueva sociedad d em o crática p o d ría cifrarse en las líneas finales de la o bra citada: [... ] es demasiado simple en principio: consiste en que el público tenga acceso libremente a las memorias y a los bancos de datos. Los juegos de lenguaje serán entonces juegos de información completa en el momento considerado42. Es difícil asum ir que ésta sea u na p ro pu esta de alternativa política. Y no p orqu e desee sum arm e a ese irónico com entario acerca de su inm en sa «inocencia» con el que la m ayoría de los autores han caracterizado este m ensaje. M ás bien quisiera llam ar la atención sobre tres aspectos. En p rim er lugar, señalar que, co n tra tod o lo expuesto en su discurso, 41. J.-F. Lyotard, La condición postmoderna, Cátedra, Madrid, 1984, p. 116. 42. Ibid., p. 119.
acaba p articip an do co n trad ictoriam ente de la m ism a inspiración de la m etafísica que critica: la idea de un sujeto em ancipado que co n tro la e inten cionalm ente dirige su vida. D e hecho, p ertenece al pensam iento de la Ilustración la idea de u na sociedad co nfo rm ad a p o r individuos librem ente asociados. En segundo lugar, ap u n tar que las condiciones de posibilidad p ara que p u d iera darse h istóricam ente esa nueva situación socio-política superan con m ucho, n o guardan p ro p o rció n alguna con la inm ediatez de la supuesta «invención» individual referid a al contextualism o del instante. Y, en tercer lugar, que las lim itaciones que p resen ta su teo ría del lenguaje p articipan de los m ism os presupuestos del ra cionalism o, al situar la creación de significados en la acción intencional o en la «voluntad» de los sujetos. D esde el distanciam iento crítico que sostenem os — p o r tan to , des de u na posición ciertam ente h etero d o x a p ara sus m entores— el p o st m odernism o p uede ser in terp retad o com o la expresión de una de las crisis periódicas m ás p ro fun das de la razón m o d ern a en cuanto persiste enfáticam ente en constituirse a sí m ism a com o principio absoluto autolegitim atorio tan to en el o rd en epistem ológico com o en el n o rm a tivo. Así, la plu ralidad de lenguajes ya teo rizada p o r K ant — ám bitos teó rico-n atural, práctico y estético— h a cobrado especial relevancia al m ostrarse, especialm ente a través de las filosofías de la sospecha y del lenguaje, el carácter m ediado de la razón y, p o r tan to , la im posibilidad de estatuir un único principio com o fun dam en to de sentido, capaz de totalizar la realidad histórico-social. En esta m ism a línea, ni es p ertin en te atribu ir a la filosofía aquel papel u nitario y totalizante de la religión, ni nuestra tarea parece ser la de com pletar la m o dernidad. En to d o caso h abríam os de asum ir el sentido p ro fu n d o de la Ilustración en cuanto «crítica» y, consiguientem ente, «atreviéndonos a pensar p o r n oso tros m ism os», determ inar sus «límites». Posiblem ente, esta dirección apunte a lo que ya m uchos caracterizan com o una época post-m etafísica, h e re dera de aquel sano escepticism o que llevó a los ilustrados a determ inar los lím ites del pensar. M ás aún, frente a cualquier tipo de h eteron om ía o búsqueda acrítica de form as transdiscursivas de relación y en ten d i m iento, la «actividad racional» se nos sigue p resen tand o com o la form a privilegiada de intelección com ún, com o u na opción p ro piam en te h u m ana capaz de ofrecer los principios de autorreflexión que posibilitan la fuerza em ancipatoria de los individuos y garantizan el «aprendizaje» de las norm as y las reglas que constituyen el reconocim iento de los sujetos, la regulación intersubjetiva de nuestros proyectos y de nuestro saber. N o es, p o r tan to , n uestra época el m o m en to de esa razón idéntica con la que algunos quieren — tan erró n ea com o p arcialm ente— id en tificar la m o dernidad, sino que tiende m ás bien a configurarse com o un m o m en to ilustrado de la Ilustración h eredada, esto es, el «atrever se» a realizar — com iendo dos veces del m ism o árbol de la vida— la ilustración del único m o do posible: transcendiéndola, no negándola.
Éste es el verdad ero sentido que cabe o to rg ar al cam bio cultural al que venim os haciendo referencia desde el inicio: si bien la plu ralidad de culturas y de lenguajes se m u estra com o un lím ite irrebasable, la acti tu d y el pro ced im ien to racionales cobran fuerza com o los referentes de interrelación, unidad y sentido de esas form as de vida — al m enos en el ám bito occidental— o, en to d o caso, han adqu irid o un especial valor legitim atorio p ara interpelar, cuestionar todas las culturas. A ello ha contribu ido , sin duda, tan to la m undialización de la econom ía y de la p olítica com o los procesos em igratorios, cuyas im plicaciones culturales y consecuencias en orden a determ inar el nuevo concepto de ciudadanía h abrán de constituir u no de los objetivos m ás p rio ritario s y p erento rios de u na teo ría de la dem ocracia. En definitiva, nadie es ya inocente ni el autism o es perm itido. N o hay causas lenitivas p o r las que, de form a privilegiada, alguna trad ició n se p ud iera p erm itir ign orar o in ten tar evi tar que el m irar o el situarse desde cualquier horizo nte conlleva el ser visto com o «el otro»; el d em arcar im plica necesariam ente ser in terp e lado p o r los excluidos, y el establecer principios norm ativos, reco no cer la pluralidad. Y, desde luego, n inguna de las tradiciones dem ocráticas de O ccidente puede aducir neutralidad. El etnocentrism o político hoy es u na posición de insuficiencia radical científica y filosófica y, p o r ello m ism o, de «m ala fe» desde el p u n to de vista ético. Por tan to , la razón, su p retensió n de unidad y fun dam en to se en cu entra y actúa ah o ra com o form a de vida o, en expresión bella y p en etran te de K am bartel, com o u na «cultura de la razón»43. La plu ralidad de lenguajes a que dan lugar el conocim iento teórico, la razón práctica y el m u nd o de la estética im plica el reconocim iento de la especificidad racional y n orm ativ a de tales cam pos. Ello no conlleva, sin em bargo, p o r p arte de los sujetos, ab an do nar la actitud intencional y m oral básica de p restar u nidad y sentido racionales a n uestro co m p or tam iento en el o rd en teó rico o práctico. Igualm ente, hem os de atender al hecho de que tales lenguajes son perm eables entre sí, no sólo desde el p u n to de vista de u na sociología del conocim iento o desde la tópica idea de la interdisciplinariedad, sino desde el p u n to de vista científico o epistém ico. Las pretensiones veritativas y norm ativas de u na supuesta razón idéntica son, pues, redefinidas aten dien do a la p ro blem aticidad y a la precaried ad de los logros históricos que consiguen la u nidad metaestable entre los diferentes lenguajes. La filosofía política es especial m ente sensible a la dificultad de establecer, lejos de to d o universalism o objetivista, esa u nidad de los saberes. A hora bien, la historicidad y la irrenunciable función herm en éu tica de los individuos en cuanto tales, en n uestro caso com o ciudadanos de un régim en dem ocrático, n o se co ntradicen sino que a título de exigencia se com padecen con la idea de un universalism o dem ocrático que recu pera el espacio de lo público 43. Citado por A. Wellmer, op. cit., p. 189.
en su sentido fuerte. Pues u na y o tra dim ensiones, la h istoricidad y la irrenunciable actividad herm enéutica, están ligadas, precisam ente, a la recu rren te y co ntinu a acción com unicativa. A cción com unicativa que — desde el reconocim iento de la plu ralidad — no establece el consenso discursivo com o criterio de validación en función de m odelos abstrac tos que contem plarían n orm ativ am ente la idea de u na reconciliación final. En igual m edida, em pero, ese universalism o dem ocrático se dis tancia radicalm ente del retó rico lem a de L yotard: «justicia sin consen so». Pues únicam ente se puede h ablar de justicia, p ro piam en te, desde la opción sostenida dem ocráticam ente que ap un ta al aprendizaje de una racionalidad n o som etida a la violencia, a la apuesta p o r la socialización de co m p ortam ientos de reconocim iento del otro y a la institucionalización de reglas que posibiliten el disenso sin coerción. En este m ism o sentido, la defensa del nom inalism o que preconizam os n o es d eud ora ni del voluntarism o p ost-m o dernista ni del individualism o liberal. Pues la opción p o r la dim ensión co m unitaria o la institucionalización de las form as de lucha em ancipadora (sindicatos, partidos, m ovim ientos so ciales, etc.) form a p arte de la autoafirm ación de los individuos, pues justam ente son éstos y n o los grupos o las clases com o tales el objetivo y el final entrevisto en todos los procesos de liberación. 4.2. La n orm atividad política com o articulación «debida» de las propias relaciones sociales El universalism o dem ocrático, al n o ten er com o referente de significado y validez el supuesto de un fun dam en to últim o unitario, se determ ina p o r el ejercicio y el resultado siem pre contingentes del debate de los «ciudadanos». Esta deliberación que afecta tan to a la inform ación p ara alcanzar un juicio político adecuado com o a la tensión tran sform ado ra, a la actividad de redefinir, de reelab o rar «políticam ente» las necesidades así com o de establecer el o rd en de las preferencias que los individuos o grupos se ven obligados a co n fro n tar en el espacio de lo «público». En este sentido, la p olítica no es un segm ento o p arte de la sociedad, sino que trasciende a esta ú ltim a en cuanto puede determ inar la articulación «debida» de las propias relaciones sociales. La política tiene su centro v erteb rad o r en la idea y la realidad del poder, de intereses contrapuestos o dispares, de relaciones desiguales que son las que, a la postre, estru cturan en form a de pro blem a las in d e term inaciones, las incertidum bres o las posibilidades de las relaciones sociales. La acción colectiva, en general, es el constructo hum ano que traduce el hecho de que los actores, reco no cien do «la m ediación in eluctable y au tó n o m a entre los proyectos colectivos de los hom bres y su realización», tratan , m ás allá de la retó rica y el discurso, «de estudiar la estructuración de su cam po de acción, y con ella la m ediación, que en tan to constructo de p o d er con su dinám ica pro pia, ésta im pone al
discurso»44. La actividad y la organización políticas en p articular — sin desconocer las relaciones y las tácticas de un co m p ortam iento interesa do que sabe de la necesaria in terd ep end en cia social— se distinguen, sin em bargo, p o r la v olun tad según la cual un grupo, co m unidad o nación o ptan p o r asum ir la posibilidad de p erm anencia conjunta en cuanto constituyen u na cierta unidad y form a de vida sociales cuya institucionalización está ligada, genuinam ente, a las prácticas estructuradas en to rn o a lo que se ha consagrado históricam ente com o el «espacio público». D esde esta perspectiva el reconocim iento de la particularidad no puede situarse sólo en el «derecho a desenvolverse en todas direccio nes», com o escribe H egel en el parágrafo 184 de su Filosofía del D e recho. D e form a paradójica im plica tam bién — m ás allá de y co n tra el p ro p io H egel— la negación de la universalidad, to talid ad y sistem aticidad de la realidad hum ano-social en cuanto se supone que esta ú ltim a es susceptible de ser subsum ida en un proceso de d eterm inación racional, ya sea de carácter autorreflexivo o en form a de dialéctica de la historia. El individuo, en cuanto particularidad, se instituye en unidad últim a autovinculante tan to en el o rd en del conocim iento com o en el de la acción práctica. Es, al p ro p io tiem po, el h erm en eu ta irreem plazable y el lím ite evidente de to d o in ten to de u nidad absolutizadora. D e aquí lo arb itrario de u na ética que cree p o d er universalizar p orqu e entiende que sería posible ponerse en el lugar del o tro . Igualm ente hem os des tacado la insuficiencia radical de una interp retació n unidim ensional de la razón ilustrada com o razón enfática guiada p o r la lógica de la obje tivación, y que ha llevado — p o r diversos cam inos— al in ten to vano de configurar com o alternativa un tipo de racionalidad transdiscursiva o m eta-conceptual. M ás arriba, el criterio veritativo atribuido a la idea de u na universalidad objetiva lo he trad ucid o epistem ológicam ente p o r las dem andas de justificación argum entativa que, exigitivam ente, h a consa grado u na cultura com o la nuestra, la cual ha optad o p o r hacerse cargo de la plu ralidad cultural y p olítica com o un valor positivo p o r integrar en el m arco de un universalism o dem ocrático. Se p ro p o n en así relacio nes y form as de vida intersubjetivas que, superada la contraposición am igo-enem igo, «irracionalizan» y hacen inviables los inten tos de im p o ner, m ás allá de la m ediación argum entativa y de la decisión dem o crá tica de to d o s los individuos, u na u nidad p olítica cualquiera de carácter h eteró n o m o , aduciendo la fuerza sim bólica ligada a un supuesto origen m ítico, religioso, étnico o geográfico. Por o tro lado, la conciencia éticop olítica de la irrebasable «diferencia» individual o de gru po ha problem atizado aún m ás radicalm ente la idea de igualdad. Esta idea radical de igualdad sólo puede sostenerse desde el universalism o dem ocrático que asum e a los individuos en cuanto tales y que, políticam ente, constituiría 44. M. Crozier y H. Friedberg, El actor y el sistema, Alianza, México, 1990, p. 26.
el núcleo de u na teo ría de la justicia cuya necesidad es tan am pliam ente reconocida com o p roblem ático es su contenido. En cuanto construcciones hum anas problem áticas e institucionalizaciones contingentes e históricas, el poder, las relaciones de igualdad o de jerarquización y asim etría — m ás allá de su constitución y estru ctu ra sociales, h istóricam ente d eterm inadas— se «desvelan», se nos hacen com prensibles m ediatizadas lingüísticam ente. D e este m o do , cabe h a blar de «cam bio», puesto que se en cuentran inextricablem ente ligadas a prácticas sociales, cognitivas y norm ativas (form as de vida o lenguaje) que d eterm inan las estrategias según las cuales algo se configura com o p ro blem a y son propuestas ciertas soluciones. En esta m ism a línea ar gum entativa, la plu ralidad de form as de vida y la contingencia de los acuerdos im piden pensar políticam ente en térm in os de «un» final o una reconciliación últim a. Pero ello n o significa que el pathos em ancipador o el pensam iento crítico hayan cedido en sus reivindicaciones prácticas de liberación. Si se in terp reta la idea de razón com o aprendizaje de for m as de interacción en libertad, no pued en «objetivarse» fines últim os: m ás bien, se atiende a la superación de aquellas situaciones que concreta e h istóricam ente se m uestran com o lim itaciones a la autod eterm in ación de los sujetos. L im itaciones cuya d eterm inación y superación han de ser rem itidas necesariam ente al conocim iento y la elaboración políticos de la difícil y siem pre revisable articulación de los distintos ám bitos de realidad. Por o tro lado, la construcción y la p ro p ia crítica de los «im a ginarios sim bólicos sociales» p ro p o rcio n an n orm ativ am ente, desde el universalism o dem ocrático h eredado de la Ilustración, no tan to un h o rizonte absoluto de perfección cuanto los elem entos críticos que pueden invalidar las form ulaciones ideológicas parciales o la naturalización de desigualdades o jerarquías excluyentes. H egel había caracterizado la m o dernidad com o «tragedia en el o r den de la vida m oral», dada la contradicción en que aquélla parecía h a berse instalado. Pues si, ciertam ente, la afirm ación de la au ton om ía autorreflexiva del sujeto se p resen ta com o la gran conquista de los nuevos tiem pos, los individuos tienden a satisfacer sus necesidades en todas d i recciones ateniéndose únicam ente a su libre albedrío, y se constituyen de ese m o do en centros hem orrágicos que acaban p o r disolver la reali dad y la estru ctura sociales que habían posibilitado la constitución y el reconocim iento de la individualidad com o tal. M ás co ncretam ente, es cribió H egel, el tipo de sociedad que dio lugar al hecho esencial ya en u n ciado de que «el hom bre queda por sí m ism o determ inado a ser libre», la sociedad civil históricam ente conform ada a finales del xviii «en esas o p o siciones y en su entresijo presenta, justam ente, el espectáculo de la diso lución, de la miseria y de la corrupción física y ética»45. D e aquí la trage45. G. W F. Hegel, Grundlinien der Philosophie des Rechts, en Werke in Zwanzig Banden (Theorie Werkausgabe), Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1971, § 185.
dia y la contradicción en que se asientan individuo y sociedad civil en su articulación histórico-liberal. Si, p o r un lado, es la sociedad civil consti tuid a en estos nuevos tiem pos la que perm itió la afirm ación universal de los derechos form ales del individuo, el tipo estatuido de relaciones so ciales estructuradas en to rn o al interés y al beneficio privados (bajo el supuesto «m etafísico» de que el interés privado g enerará el bien púb li co) o p era com o estru ctura desinteg rad ora de la au ton om ía y el reco n o cim iento alcanzados. E sta u nidim ensionalidad de las relaciones sociales obligó a H egel a «idear» u na articulación teórica m ás sustantiva entre los intereses dispares y m últiples de los individuos, al tiem po que ap u n taba hacia u na práctica socio-política en relación a la cual lo particular «busque y tenga de este m odo su estabilidad»46. Pues, así com o h istó ri cam ente no fue posible ro m p er las cadenas que im pedían u na «m ayoría de edad» hasta que n o hubo «una liberación de la conciencia», del m is m o m o do , ap ostillaría n u estro filósofo, el carácter abstracto y form al de las libertades liberales no puede plasm arse en un o rd en nuevo, ya que en tod o caso no «puede h aber revolución sin u na reform a». H egel, que creía h aber m ostrad o los lím ites y las contradicciones radicados en la sociedad civil m o derna, rechaza la solución política liberal y sostiene p rem o n ito riam en te que el n ud o gordiano atado p o r el liberalism o, «esta colisión, este nudo, este problem a es aquello en lo que se detiene la his toria y que ésta ha de resolver en tiem pos futuros»47. 5. La salida post-liberal será dem ocrática o no será Sería p retencioso o, en tod o caso, absolutam ente parcial p reten d er ex plicar y dar cu enta de los procesos políticos de estas dos últim as cen turias refiriéndolos únicam ente al núcleo de problem as en to rn o al li beralism o detectados p o r H egel. Sin em bargo, lo certero y p en etran te de su diagnóstico parece revalidarse hoy cuando incluso u na am plia m asa de m entores políticos de m uy diversa p ro ced en cia p retend e fijar los lím ites del pensam iento político en general, y de la dem ocracia en particular, justam ente en la fro n tera irrebasable del liberalism o, cons tituyendo así a este últim o — en n uestro tiem po, igualm ente— en el problem a, en aquello en lo que se detiene la historia y que ésta ha de resolver en tiem pos futuros. U na vez m ás nos hallam os en el debate siem pre proseguido p o r el liberalism o frente a o co ntra la «tradición dem ocrática». D ebate y p ro blem a que tienen hoy un claro com ponente de «retroceso» o «vuelta» a las fuentes, al pasado, p o r ejem plo, en la form a de u na restauración de la d octrina clásica liberal, «ahora que las 46. Ibid., § 186. 47. G. W. F. Hegel, Worlesungen über die Philosophie der Geschichte, en Werke, cit., cap. III.
enorm es prom esas del nuevo liberalism o han sido am pliam ente percibi das com o espurias», al decir del h isto riad o r liberal48. Esta restauración será llevada a cabo a través de los que este m ism o au to r deno m in a «los nuevos liberales clásicos», cuyo trabajo se distingue p o r «una crítica in cisiva de la dem ocracia popular, ilim itada, que en realidad nos gobier na». R estauración o vu elta, incluso, a la concepción m ás acend rada del individualism o posesivo, en térm in os de S artori: «El m undo-que-vuelve-a-la-dem ocracia (vuelve en el sentido de reco no cer sim plem ente que todas las sustituciones han sido espurias)». Por últim o, el liberalism o co b ra el p rotagonism o en n uestra escena en form a de re-fundación, com o en el caso de Raw ls, quien, ab an do nan do lo que considera liberalism os filosófico-com prehensivos de vida (K ant, S tuart M ill, etc.), h a optado p o r u na nueva reform ulación: el liberalism o político. Esta m odalidad de liberalism o surge a instancias de la tolerancia, en cuanto que tal actitud es u na d em anda ineludible p o r el hecho ineludible del pluralism o en el m arco dem ocrático de instituciones libres. En to d o caso, pese a lo sesgado y lo lim itado de un p lanteam iento filosófico-político que se cen tra en la contraposición entre la «tradición dem ocrática» y la que se atiene a «las libertades de los m odernos» de carácter liberal, «este conocido y estilizado contraste p uede ser útil p ara fijar ideas», escribe el p ro p io R aw ls en su ú ltim a obra. Así pues, dicha contraposición puede servir de guía, finalm ente, en u na últim a referen cia tan to a la crítica científico-liberal de S artori a la dem ocracia com o al liberalism o n orm ativo refu nd ado p o r Raw ls a m o do de búsqueda de u na teo ría dem ocrática justa. La h istórica y co ntinu ad a desconfiada confianza con la que el libera lism o h a p reten d id o establecer la d eterm inación pre-política de ciertos derechos sociales, así com o la determ inación social de las necesidades con un espacio de la política fundam entalm ente red ucid o a la garantía jurídico-coercitiva de los m ism os, a la vez que se considera la d em o cra cia com o un régim en político cuyo objetivo consiste en la agregación y la satisfacción de las necesidades expresadas individualm ente, vuelve a m o strar sus aspectos m ás aporéticos y co ntrad ictorio s en el p ensa m iento de S artori. N o en vano es u no de los nuevos liberales clásicos que m ás difusión han ad qu irid o en lengua castellana. El p ro p io S artori expone que, m ientras el «liberalism o» se p resen ta com o «una técnica» p ara lim itar el p o d er del E stado, la «dem ocracia [...] indica un ethos, u na form a de vida que es tam bién u na form a de relacionarse»49. Frente al liberalism o, es este m o m en to ético-político lo que, según la tradición dem ocrática, o to rg a al «espacio de lo público» su virtualidad de co n form ar d em ocráticam ente las necesidades y a la «política» el valor de prestar form as de identidad m ás allá de los estatus sociales. A la postre, 48. J. Gray, El liberalismo, Alianza, Madrid, 1992, p. 142. 49. G. Sartori, Teoría de la democracia, p. 470.
la contraposición de estos orígenes y de estas tradiciones lleva a la de m ocracia apellidada de liberal a un cam bio, si no legítim o, sí inevitable de los com ponentes dem ocráticos: «A m i juicio significaría un cam bio desde los factores de pro du cció n de la dem ocracia (del cuánto cuenta la voz del pueblo) al p ro d u cto de la dem ocracia (al cuánto se beneficia el pueblo)», escribe S artori50. El diagnóstico que acerca de n uestra época realizaba S artori (meses antes de la caída del M u ro de Berlín) se sintetizaba en la idea de que «nos estam os acercando al final de los sustitutos, que hem os alcanzado el lím ite de los recam bios», esto es, la «crisis de los ideales es irrep a ra ble». Y si, ciertam ente, no se puede justificar n uestra situación «invocan do la m archa inexorable de los acontecim ientos y otras coartadas», lo cierto es que «el liberalism o se ha depreciado, después de to d o , com o consecuencia de su éxito»51. Un juicio com o éste, p o r o tra p arte, era com ún a la m ayoría de los liberales de tradición clásica y se sintetiza justam ente en esta conclusión paradójica: el desarrollo, la extensión y el incondicional reconocim iento y aprobación de la dem ocracia, aun siendo en cuanto tales un fruto m adu ro del liberalism o, vienen a coin cidir, sin em bargo, con el debilitam iento, con el m architarse del libe ralism o com o trad ició n sustantiva, dejándonos inerm es ante el futuro. Y «esto significa, h ablando claro, que la desaparición de la dem ocracia liberal en trañ a la m u erte de la dem ocracia», apostilla S artori. N o dejan de ser aún m ás paradójicos los análisis históricos, científicos y políticos de S artori en o rd en a buscar u na salida p ro m eted o ra al liberalism o en crisis: «[...] espero que la dem ocracia liberal se m an ten d rá y se verá en últim o térm in o rejuvenecida p o r el liberalism o del Este»52. A quellos ciudadanos «salvadores» del liberalism o y de n uestro futuro son carac terizados p o r el m ism o S artori, sólo m eses m ás tard e, com o rep resen tan tes del «m iedo a la libertad», hostiles a «la sociedad abierta», y pide que se les obligue a en trar en nuestra sociedad de m ercado a través de «una gran transform ación que tiene una envergadura sem ejante a la que h a descrito con m aestría K arl Polanyi». C iertam ente, resulta difícil no sentir sobresalto ante dicha propuesta: ¿soportarán tales pueblos, toleraríam os n osotros, la p rogram ación y la puesta en ejecución de uno de los períod os de m ayor violencia antrop ológ ica ejercida co n tra las sociedades hum anas? Fue un testigo presencial de aquel m o m en to de la «gran transform ación», justo evaluador de los sufrim ientos im placa blem ente infligidos, el liberal J. S. M ill, quien escribió: «Q uizá sea una fase necesaria en el progreso de la civilización [...] Pero no es un tipo de perfección social que los filántropos del porvenir vayan a sentir grandes deseos de ayudar a realizar». D e to d o s m odos, Polanyi, la au toridad 50. Ibid., p. 521. 51. Ibid., p. 479. 52. Ibid., p. 478.
histórica a la que rem ite S artori, culm inó su o bra situando el resurgir de «los crespones negros» com o u na consecuencia de aquella obstinada im posición de u na vida social organizada en función del «m ercado au to rregulador». S artori no p resta m ayor atención ni al juicio político-m oral del u no ni a la tesis h istórico-política del o tro . Gray, ya en los finales de los años ochenta, había advertido acerca de la cesura que se estaba p ro du cien do en el liberalism o entre lo que co n sideraba com o los elem entos decantados en la trad ició n liberal (concep ción individualista, igualitaria, universalista y m eliorista) y las fuentes sim bólicas, las validaciones y las justificaciones tan variadas de las que se había servido y en las que se había inspirado el liberalism o. H isto ria y densidad sim bólicas y norm ativas que han dejado de recrearse en fun ción precisam ente de la «extensión» de la dem ocracia, que h a acabado estableciendo nuevas interrelaciones entre lo político y lo económ ico a través del E stado. G ray culpa a n uestro m o m en to político actual de h aber fom en tado teóricam ente y h aber establecido en la práctica una «dem ocracia pop ular, ilim itada [...] así com o la filosofía racionalista que apoya al E stado intervencionista». D e este m odo, la restau ració n de un o rd en liberal, enfatiza, req u eriría prácticam ente «una revolución cons titucional», am én de u na «revolución intelectual en la que los m odos actuales de p ensam iento sean desechados»53. R evolución doble que, en sintonía con S artori, parece ap u n tar hacia u na salida post-liberal con los estrem ecedores acentos de la «gran transform ación» relatad a p or Polanyi. M ientras tan to , el p ro p io G ray ha venido a confirm ar en n u es tros días que, en cu an to rep resen ta u n a posición en filosofía política, «el liberalism o es un p ro yecto fallido. N ad a se p uede hacer, en co ncor dancia con los argum entos aquí desarrollados, en o rd en a rescatarlo: com o u na perspectiva filosófica, está m uerto»54. Secado el «árbol de la vida» del liberalism o, ¿qué nos cabe esperar desde el p u n to de vista de la dem ocracia? S artori n o h abía d ud ado en afirm ar que ello conlleva ría lisa y llanam ente «la m u erte de la dem ocracia». D e hecho la teo ría p olítica liberal p resen ta hoy, en círculos cada vez m ás am plios, los ras gos m ás tópicos y pragm áticos de un hobbesianism o que busca pon er b arreras a las fugas hem orrágicas de u na sociedad no sólo plu ral sino escindida, nacional e in tern acio nalm ente, p o r desigualdades d en u n cia das cada vez com o m enos justificables, com o m ás intolerables cada día. N i el individualism o aducido en o tro m o m en to com o lím ite de una concepción técn ico -co n tro lad o ra del poder, ni la u nidad d esarrollada en to rn o al m ercado en co ntrap osició n a la idea racionalista de la p er fección m o ral del hom b re, parecen ser suficientes hoy ni p ara crear la cohesión que h abría de estar en la base de la obligación p olítica ni p ara 53. J. Gray, El liberalismo, p. 142. 54. J. Gray, Post-liberalism. Studies in Political Thought, Routledge, New York, 1993, p. 284.
alim entar la idea de un progreso basado en la insociable sociabilidad de los ind ivid uo s55. La salida post-liberal desde el liberalism o no se enuncia, pues, en térm in os p ro piam en te dem ocráticos. A tendiendo a n uestra situación presente, caracterizada p o r los liberales «clásicos actuales» com o de ili m itad a dem ocracia, establecen ellos m ism os la necesidad — m ás allá de u na revolución intelectual— de «una revolución constitucional». Y en este o rd en práctico, «desde u na perspectiva liberal, un tipo au toritario de gobierno puede en ciertas ocasiones ser preferible a un régim en de m ocrático [...] La institución del gobierno liberal lim itado resulta, p or estas razones, com patible con m uchos tipos de sistem a dem ocrático (y tam bién con la restricción o ausencia de la dem ocracia política) y p u e de ad o p tar un am plio espectro de m ecanism os constitucionales p ara la instauración o protecció n de principios y prácticas liberales», escribe G ray56. E sta in to lerante tolerancia liberal, capaz de p ro p o n er el cerce nam ien to de prácticas dem ocráticas en razón, no ya de u na argum en tación política, u na libre discusión y decisión de los ciudadanos, sino p u ra y sencillam ente «para la instauración o protecció n de principios liberales», no deja de p resen tar sus rasgos coercitivos m ás acusados ta n to en el liberalism o de o rientación p ráctico-constitucional com o en el de corte m ás crítico-politológico, com o p uede ser la línea rep resen tada p o r S artori. R espondiendo a un co ntex to distinto de cuestionam iento teórico, tam poco ofrecen m ayores garantías la perspectiva y el resultado finales de un liberalism o com o el de Rawls que, sintom áticam ente, significó 55. Desgraciadamente hemos vuelto a sufrir los horrores de la guerra, de las luchas fra tricidas, y hemos acusado, profundamente, la decepción de comprobar la fragilidad y la li mitación de los lazos políticos con los que habíamos trenzado nuestra convivencia nacional e internacional. Hemos tenido que comprobar, especialmente en Europa, la debilidad moral y las insuficiencias de la llamada sociedad civil, incapaz de dar salida a situaciones que han venido a reverberar la acción y la pasión de lo radicalmente antihumano. Por todo ello, resulta absolutamente acrítico, ideológico y falaz desde el punto de vista teórico, cínico e incoherente desde el punto de vista político, así como radicalmente inmoral, despertar el viejo fantasma de la «igualdad de inseguridad», del enfrentamiento total, que en otro tiempo intentó saldar las limitaciones intrínsecas del individualismo posesivo y del perfeccionismo totalitario. En una mezcla de falta de precisión teórica e indistinción categorial entre cultura y civilización, a medio camino entre las sospechas infundadas y los intereses no bien justificados, se ha querido recrear el «enemigo total», se ha dibujado un horizonte de inevitable enfrentamiento entre culturas o civilizaciones. El choque de civilizaciones, teorizado por un conservador como Huntington (1993), abandonando y contradiciendo su teoría de la «tercera ola» democratizadora escrita en los años ochenta, ha servido para que algunos diagnostiquen «el destino de la humanidad» como una «lucha entre el Islam y el cristianismo» (Buchanan) o planteen la «irracional» pero inevitable reacción del «rival» de «nuestra herencia judeo-cristiana» (Lewis). Esta perspectiva y estas actitudes están ligadas a formas antimodernas de pensamiento, y, sin embargo, desde la desconfiada confianza del liberalismo, autores liberales como Sartori han acusado la dentellada espectral de teorizaciones de esta índole. No otro sentido parecen tener estas palabras: «Aparte del islamismo, la democracia liberal es hoy en día el único juego ‘legítimo’ posible, aunque, claro está, somos libres de no respetar las reglas» (1991, p. 474). 56. J. Gray, El liberalismo, pp. 115 y 142.
desde los años setenta la restauración histórica y la dim ensión n o rm a tiva de la filosofía p olítica secuestrada p o r el vigor corrosivo y el p ro tagonism o de la trad ició n analítica57. Tras las prim eras e interesadas interp retacio nes y acom odaciones transcendentalistas que la am bigüe dad del u no y la falta de sensibilidad histórica de los m ás pusieron en curso «filosófico», ha sido el p ro p io R aw ls quien se ha visto obligado a esclarecer la dim ensión m ás bien «pragm atista» de su pensam iento, así com o el carácter m eram ente analógico de su contractualism o con respecto al in ten to y el m éto do de fundam entación filosófica de K ant. Por últim o, com o síntesis final del esclarecim iento que el p ro p io Raw ls h a ten id o que realizar acerca de los m alentendidos de su filosofía y, p or o tra p arte, com o resultado del decurso aclaratorio que el liberalism o h a ido ejerciendo sobre sí m ism o, el pro feso r de H arv ard ha acabado p o r elegir ese nuevo cam ino de u na «refundación» del liberalism o: el liberalism o político. Esta posición que, com o ya lo había explicitado L arm ore, se establece com o un térm in o m edio entre H o bb es y K ant o M ill. Liberalism o político que si, definitivam ente, aleja de R aw ls to d a d ud a acerca de un posible in ten to de «fundam entación absoluta», lo acerca tan to al contextualism o político que ha acabado haciendo recaer sobre él tod as las sospechas de u na justificación algo inm ediatista de lo ya dado. Pero, en segundo lugar, la dim ensión p olítica fundam ental de este nuevo liberalism o, que cen tra el h orizo nte de su n orm ativ idad en el «deseo» de p o d er convivir en un co ntex to de p luralidad, parece haber perdid o los elem entos norm ativos de su p ro p u esta en favor de u na d e m ocracia justa. E fectivam ente, la idea de tolerancia política, en cuanto estrategia dependiente del «deseo» de convivencia no violenta, tiende a suplantar las dim ensiones sim bólicas de u na razón práctica p o r la o p ción táctica de la cohesión que im pone la experiencia de la inseguridad com o condición general hum ana. La tóp ica im p ro n ta hobbesiana es tan m arcada que el p ro p io Raw ls ha sentido la necesidad de defenderse, de argüir teóricam ente p ara que no se le co nfu nd a con un hobbesiano renovado. Pero, exam inado m ás de cerca, este liberalism o refu nd ado no ofrece «razones» que avalen la superación del carácter m eram ente «prudencial» que se atribuye al «am oral» pro yecto político hobbesiano. D e hecho, sólo si se asum e, com o es el caso de Raw ls, u na tesis éticopolítica fuerte, a saber: que la sociedad vive bajo un supuesto acuerdo m oral de convivencia dem ocrática, sólo en este caso p o d ría adm itirse que el overlapping consensus (el gran eje central de la nueva concepción liberal dem ocrática) supera los angostos lím ites de un am oral acuerdo. D e lo co ntrario , el «liberalism o político» se nos p resen taría hoy — así lo parece— com o identificado con un tipo de relaciones sociales incapaces 57. Para una discusión en torno a dicho momento histórico y la renovación de la filosofía política, cf. F. Quesada, «La filosofía política hoy: recuperación de la memoria histórica»: Arbor 503-504 (1987), pp. 9-48.
de ofrecer p o r ellas m ism as u na adecuada form a de cohesión y obliga ción políticas; el liberalism o político vend ría a ser u na renovada, una «nueva igualdad de inseguridad entre los individuos»58. El in ten to de co rtar el lazo entre justificabilidad y verdad, que filo sóficam ente subyace en esta filosofía política, tiene com o virtu alidad el p olarizar la teo ría social liberal. La consecuencia p olítica m ás inm ediata de esta teoría, según lo ha puesto de relieve Rorty, consiste en ligar la idea de «derechos», no ya a ningún principio o d o ctrin a m etafísicos, sino al cuerpo de creencias relativo a un grupo o u na cu ltu ra p articu lares, tales com o la sociedad o las instituciones liberales. En definitiva, se trata de acabar con la idea cartesiana de un fundam ento absoluto de v erdad que, si h ub iera de actuar com o justificación que validaría un determ inado o rd en político, n o dejaría de m o strar la im posibilidad de su establecim iento a título de g arantía de u na convivencia política en una sociedad plural com o la nuestra. F rente a tal tipo de exigencia filosófica, la concepción pública de la justicia en u na sociedad dem o crá tica m o d ern a ha de m oldearse, según Rorty, en la m atriz de «aquellas convicciones sedim entadas» en la época m o d ern a com o resultado de la tolerancia religiosa y en el rechazo radical de situaciones de su bo rdin a ción com o la esclavitud. En definitiva, la religión y la filosofía resultan ser sistem as tan com prehensivos que, aun justificando su existencia en la idea de perfección del individuo, no p erm iten el alum bram iento del ciudadano m o derno . Éste se co nform ó, precisam ente, en instituciones políticas que supieron generar indiferencia pública a tales cuestiones, al tiem po que señalaban su p ertin en cia respecto del ám bito privado. En definitiva, aclara R orty parafraseand o a Raw ls, cabe h ablar de una conveniente articulación filosófica de la dem ocracia liberal, pero no es necesaria u na fundam entación filosófica. La aplicación, en u na sociedad dem ocrática, de la idea m ism a de tolerancia a la filosofía nos conduce a la conclusión de que «cuando se plantea un conflicto entre las dos, la dem ocracia tom a precedencia frente a la filosofía»59. El p ro blem a p o d ría parecer lim itado a u na rivalidad de escuelas filosóficas, pero lo cierto es que afecta directam ente a la construcción, al desarrollo y a la intelección de u na teo ría dem ocrática. Pues la fuer te iron ía y la im placable crítica antim etafísica — tan en sintonía con los nuevos tiem pos— que la form ulación ro rty an a h a sabido p restar a ciertas perspectivas políticas de Raw ls n o pueden ocultar las carencias teóricas de su p lanteam iento y los peligrosos lím ites de su concepción dem ocrática. Por aludir a uno de los m uchos elem entos necesitados de exam en y discusión quisiera h acer referencia, som eram ente, al problem a 58. C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo, Trotta, Madrid, 2005, pp. 246 ss. 59. R. Rorty, «The Priority of Democracy to Philosophy», en A. Malachowsky (ed.), Reading Rorty, Basil Blackwell, Oxford, 1990, pp. 279-302.
del contextualism o que R orty p royecta en el p ro p io Raw ls. Este contextualism o resp on de al rechazo de to d a instancia filosófica que conlleve un tipo de inteligibilidad dependiente de la idea de fundam entación. En térm inos del p ro p io Rorty, el contextualism o se traduce en el dom inio del «etnocentrism o», en el uso sustitutivo y criteriológico que im pone el «sentido com ún», la im plantación de la perspectiva «historicista» y «antiuniversalista» y, en definitiva, la instauración de u na sociedad «que p rom u ev a el ‘fin de la ideología’ [...] ya que dicha sociedad se acostum b rará a pensar que la p olítica social no requiere m ayor au to rid ad que la concertación exitosa entre individuos que se ven a sí m ism os com o h erederos de la m ism a tradición», com o se lee en su The Priority o f D em ocracy. D esde el p u n to de vista dem ocrático, y en línea con D ew ey y el equilibrio reflexivo raw lsiano, la consecuencia m etodológica y el contenido a establecer no son las cuestiones de fundam entación y legi tim ación de la dem ocracia, sino «qué es lo que realm ente nos sirve de la dem ocracia». Los resultados y las inflexiones que este discurso contextualista y relativista o p era sobre la construcción de un o rd en dem ocrático son de largo alcance. En p rim er lugar, el atractivo que parece aco m pañar a esta línea an tifundacionista y antiuniversalista se dobla de contradicciones perform ativas sobre las que se hace descansar, arbitrariam ente, la justeza de las posiciones políticas. Tal sería, p o r ejem plo, la tesis «metafísica» sostenida de form a co n trad icto ria com o continu ad a d uran te decenios p o r Raw ls. D e acuerdo con la m ism a «no se requiere n inguna d octrina m etafísica» p ara d esarrollar u na concepción política y, tras reco no cer el carácter absoluto y universal de su form ulación, se ha visto obligado a abandonarla, finalm ente, en su ultim a obra. N o puede ocultarse la p a radójica situación consistente, com o acabam os de señalar, en el hecho de que el supuesto antiabsolutism o de esta corriente liberal dem anda, se acaba constituyendo y tiene consistencia precisam ente en función del absolutism o que rechaza. En segundo lugar, el carácter autorreferencial sobre el que se hace descansar el relativism o defendido trueca su irónico papel corrosivo antim etafísico en im p oten cia ciudadana y trágico inm oralism o. «Es difícil en co n trar alguna diferencia que explicite realm ente u na distinción en tre la iron ía de R orty y el cinism o de M ussolini»60. Pues la «infundam entada conversación» que atribuye R orty a su libera lism o político a la h o ra de explicitarse a sí m ism o, no reco no cien do m ás obligación «que las intenciones propias», acaba en u na au torreferencia de sentido tal que se dobla de incapacidad crítico-norm ativa, cuando no de inm oralid ad abierta. Pues, com o insiste B ernstein, no sólo resu l ta incontestable la p reg u n ta ¿por qué no ser cruel?, sino que tam poco puede distinguirse p o r qué se atribuye la característica de crueldad a un caso concreto y no a su opuesto. Y tan to m ás im p o rtan te es destacar esta 60. R. J. Bernstein, The New Constellation, MIT Press, Cambridge, 1992, p. 283.
inconsistencia p o r cuanto que la m ayoría de los problem as, conflictos o deberes políticos ciudadanos están ligados no tan to a la discusión de principios absolutos cuanto a la d eterm inación de acciones o situacio nes m arcadas p o r su insop ortab ilid ad ético-política con respecto a los ciudadanos, a los seres hum anos. En tercer lugar, el antiuniversalism o profesado se quiebra co ntinu a y p aradójicam ente cuando, p o r ejem plo, el p ro p io Raw ls atribuye al liberalism o — en ú ltim a instancia— el valor de criterio p ara distinguir la idea de pluralism o razonable a la h o ra de saldar discusiones teóricas o ajustar acciones prácticas. Y si, ciertam en te, vuelve a m ostrarse que el relativista no puede afirm arse m ás que negándose a sí m ism o, la traducción política a que ap u n ta esta m ix tura de contextualism o, ru p tu ra entre inteligibilidad-fundam entación y rela tivism o es u na suerte de teleologism o que acaba p o r señalar/identificar com o liberalism o la form a su perio r en que p uede expresarse un régi m en dem ocrático. Los lím ites e insuficiencias intern os que atribuíam os al liberalism o de R aw ls tan to en referencia al sistem a com o a su p retensió n norm ativa, cobran especial relevancia en estas variaciones últim as de la teo ría de la dem ocracia que ha venido a form ular R orty en co ntinu idad con Rawls. Las virtualidades interp retativas ofrecidas p o r el llam ado «giro lingüís tico» de la filosofía nos han obligado a reconocer, ciertam ente, ese quasi factu m de to d a intelección posible que rem ite al lenguaje com o form a de vida y al im aginario social com o institucionalización de sentido, en la línea de C astoriadis. Pero sería u na traducción dolosa de estas estruc turas cuasi ontológicas del ser hum ano la reducción sociologista e historicista de las m ism as que p retend e Rorty, y que refleja en su in terp re tación de los ciudadanos en cuanto «seres hum anos [que] n o poseen un centro, sino que son redes de creencias y deseos, y que sus vocabularios y opiniones están d eterm inados p o r circunstancias históricas». C on ello desaparece u na de las dim ensiones m ás propias de esa lingüistización (sit venia verbo) de la teo ría que el p ro p io R orty p retend e asum ir: la dim ensión crítica y herm en éu tica que com pete a cada individuo com o tal y que lo define com o instancia ú ltim a autovinculante en los diversos órdenes de la razón práctica. Los peligros del ab an do no de esta conside ración fuerte del concepto de id entidad ya se habían trad ucid o en Teoría de la justicia cuando Raw ls apostaba — desde u na p articular in terp reta ción de M ill— p o r la idea de que aquel derecho prim ario de elección y de participación, que había atribu ido a los individuos en su diseño de un o rd en constitucional justo, p o d ría ser p ospuesto en beneficio de otros derechos. D e este m o do , aquellos o tros individuos cuya posición social resulta privilegiada en o rd en a «una m ayor capacidad de gestión de los intereses públicos, deberían ten er u na m ayor o p o rtu n id ad de expresar sus opiniones», escribía Raw ls. Brian Barry, quien llam ó tem p ran am en te la atención sobre estas posiciones raw lsianas, no dejó de señalar lo vetusto e irracional del símil de la «nave del Estado» que reto m a Rawls:
«los pasajeros de un barco perm iten al capitán decidir el rum bo...». Este símil, antiguo com o las analogías profesionales propuestas p o r Sócrates, no deja de presentársenos, com enta Barry, com o «el colm o del co m p o r tam iento irracional». Pues, según tal com paración, los pasajeros suben a un barco y pagan un billete sin saber el rum bo ni el destino de su viaje, lo que — ironiza B arry de la m ano de D o nn e— equivale a «ir a la m ar n ad a más p ara sentirse enferm o»61. Tanto el derecho a la opinión com o a la participación están ligados a la p ro p ia interp retació n que se ofrezca de los conceptos de identidad y ciudadanía. Y la dem ocracia, su constitución y desarrollo están im plicados en esa capacidad teórica de conocer y de establecer las rutas que uno desea recorrer, así com o la capacidad práctica de co n tro lar los procesos necesarios p ara su reali zación. D esde esta perspectiva resulta difícil aceptar el contextualism o rorty an o que ha teorizado la identidad y la capacidad de los sujetos com o sim ples redes de creencias y deseos d eterm inados históricam ente, al tiem po que sentencia la im posibilidad que resulta p ara los m ism os el inten tar proyectar crítica y autorreflexivam ente ciertas form as de interrelación social, así com o establecer controles personales, de grupo e institucionales que les p erm itan juzgar y corregir ciertos rum bos y evitar los escollos m ás relevantes. D e igual m anera resulta inq uietante an tro pológica, ética y políticam ente que la posibilidad de degeneración de la dem ocracia hasta «acabar en alam bradas» h ub iera de explicarse, según R o rty 62, no com o algo debido a «un fallo del intelecto o de la volun tad p o r p arte de las dem ocracias occidentales, sino sim plem ente a u na m ala suerte: el m ism o tipo de m ala suerte que condujo a la d erro ta de Atenas p o r E sparta, al surgim iento de Stalin en Rusia, a la elección de H itler en Alem ania». Las conform aciones de vida, com o el lenguaje, no sólo cam bian, se desarrollan o establecen nuevas form as por exigencias internas de su «gra m ática», sino por los retos, las interpelaciones o los dilem as que les pre sentan los otros, otras form as de vida, otras construcciones de lenguaje. Es m ás, la plu ralidad — n o sólo en cuanto reconocim iento de la diver sidad sino com o valor positivo que ha de ser integ rad o — se ha consti tuido en u na form a n ueva y su perio r de «vida dem ocrática». U na gran p arte de las corrientes liberales parece renegar de esta radicalización política. Por ello, com o han estipulado no pocos liberales, se im pone u na salida post-liberal «ahora que las enorm es prom esas del nuevo libe ralism o han sido am pliam ente percibidas com o espurias». A hora bien, esa salida post-liberal que se nos m u estra com o absolutam ente necesaria será dem ocrática o n o será. 61. B. Barry, La teoría liberal de la justicia, FCE, México, 1993. 62. En A. Giddens et al., Habermas y la modernidad, Cátedra, Madrid, 1988, pp. 110-111.
F IN D E SIGLO. LA D EM O C R A C IA E N T R E LA A N O M IA Y LA V IO L E N C IA SOCIAL
1. D el colapso de los países del socialism o real a la barbarización del capitalism o real Ind ep end ien tem en te de los estudios y trabajos que, de m o do crítico y co ntrap uesto, tratan de teo rizar o de reb atir la existencia de u na su p uesta crisis sistém ica en el ám bito occidental, crisis que ap un taría a la necesidad de re-fu nd ar un nuevo o rd en civilizatorio y/o cultural, se ha concitado un consenso m ás inm ediato en to rn o a lo que pod em o s d e n om in ar u na ex tend ida an om ia social en este fin de siglo. Esta anom ia parece afectar, p o r igual, a los referentes constitutivos de los procesos sociales, económ icos y políticos así com o a los elem entos norm ativos de las prácticas y de las conductas individuales. Si, de h ech o, la caída de los países del socialism o real h a conllevado u na paralización de la dim ensión crítica del p ensam iento h ered ero de la Ilustración, n o es m enos cierto que la experiencia inm ediata del dom inio ejercido p o r el capitalism o real nos h a situado en los lím ites de u na progresiva barbarización. U na fase de cuasi barbarie tan to p o r la crisis radical de las prácticas dem ocráticas com o p o r «la gran transform ación» im puesta p o r las políticas económ icas. El carácter excluyente de estas últim as (con respecto a individuos o clases de u na m ism a sociedad, así com o respecto a un n um eroso gru po de pueblos o naciones) parece h aber ligado la idea de u na necesaria globalización de la econom ía con la co n form ación de am plísim as zonas de p ob reza irredentas. E sta situación de p rogresiva desarticulación social h a obligado a diversos teó ricos de la dem ocracia a m anifestar serias advertencias acerca de los p ro pio s lím i tes de la dem ocracia liberal existente. Se trataría de evitar la confusión entre la desaparición de un adversario y el supuesto final de la h isto ria, que m uchos p reten d en identificar con el ralo h o rizo n te del liberalism o triun fante.
Tan p ro fu n d a ha sido la conm oción y tan vasta la experiencia del «desorden establecido» que H o b sb aw m 1, en un in ten to de d ar cuenta de la co n trad icto ria situación en la que vivim os, ha llegado a escribir que el colapso de los años o chenta y n o v en ta se p resen ta con tales características de desplom e teó rico y p ráctico que no pued en estable cerse lazos o relaciones «lineales» in terp retativ as de estos sucesos con procesos históricos inm ediatam en te an terio res. E sta atípica y an óm a la situación engarza con u na p end iente de violencia y barbarización que tiene sus inicios en la p rim era G u erra M u n d ial, pasa p o r el G ran T error aplicable a las eras de H itler y de Stalin, la segunda G u erra M u n d ial, cobra u na de sus form as m ás d ram áticam en te inhum anas en la institucionalización de la to rtu ra d u ran te las g uerras coloniales y se trad uce en violencia g eneralizada con el m ilitarism o d om in an te du ran te la ép oca de la G u erra F ría. A ún hoy siguen sucediendo hechos y persisten form as de relación entre los pueblos que indican hasta qué g rado esa p end iente de violencia y de barbarización ha form ado p arte del im aginario social y h a sido in terio rizad a p o r las instancias políticas de los gobiernos. H o bsb aw m p resen ta u na period ización histó rica de este «corto siglo» en cu atro etap as: p rim era G u erra M u n d ial; segunda G u erra M un dial; las cuatro décadas de G u erra Fría y, p o r fin, el tiem po inaug urad o en los años ochenta, que tiene su p u n to álgido en la caí da del «socialism o real» y co ntinú a en los n o v en ta con u na acentu ada eclosión de la desarticulación social y la vigencia creciente de u na m ar cada p olítica «hobbesiana». A hora bien, si cada u na de las tres prim eras etapas «aprendió de las an teriores lecciones de in h u m an id ad de los hom b res con los h om bres y las convirtió en la base de nuevos p ro g re sos en la barbarie», no h abría — sin em bargo— este tipo de conexión «entre la tercera y la cu arta etapas». M ás bien se d aría un solapam iento en tre ellas, al tiem p o que ejercerían u na influencia m utua. D esde esta perspectiva, insiste n u estro autor, pod em o s afirm ar que nos en co n tra m os «en unas circunstancias en que las pautas de co nd ucta pública perm an ecen en el nivel al que las red u jero n los an teriores p eríod os de barbarización»2. Y es justam ente la incapacidad de recu peración que H o bsb aw m señala lo que justificaría sostener, m ás allá de cualquier plan o inten ció n de algún líder, que «este colapso se debe al hecho de que quienes tom an las decisiones ya no saben qué hacer con un m u nd o que escapa a su, o a n u estro , control». D esde planteam iento s radicalm ente distintos, pero que serán objeto de n uestro interés en este m ism o trabajo, H u n tin g to n hace referencia explícita a la situación de violencia y anom ia social ex perim entada, esta vez a escala m u nd ial: 1. E. Hobsbawm, «La barbarie de este siglo»: Debats (1994), pp. 31-37. 2. Ibid., p. 32.
En los años noventa existen muchas pruebas de un quebrantamiento de la ley y el orden a escala mundial, de Estados debilitados y de una anarquía cada vez mayor en muchas partes del mundo [... ] A escala mun dial, parecía que, en muchos aspectos, la civilización estaba cediendo sin precedentes, el de una Edad Oscura universal que podía caer sobre la humanidad3. M i lectura crítica se va a centrar, en p rim er lugar, en el valor h eurís tico de estos ton os apocalípticos que parecen cerrar el h orizo nte te ó rico y práctico en o rd en a la com prensión y a los p lanteam ientos o las realizaciones políticas que darían respuesta a los procesos desarrollados en los dos últim os decenios. R efiriéndom e en esta p rim era p arte del capítulo a la posición de H obsbaw m , creo que su m ostren ca exculpa ción de los gobiernos, que ya no saben qué hacer con un m u nd o que se les escapa, sería, p o r un lado, tan to com o establecer u na especie de «objetivism o» social sin leyes ni sujetos a quienes im p utar la m archa de los hechos económ icos o las políticas im p lantad as; p ero, p o r o tro lado, equivaldría, igualm ente, a renegar de cualquier p retensió n de ra cionalización o alternativa posibles. La denuncia «apocalíptica» v endría a reforzar, de este m o do , la p ro p ia situación de barbarie que se m uestra inextricable e insuperable. E n segundo lugar, quisiera in terro g ar la afirm ación de que el d esplo m e social referido esté tan inm ediatam ente ligado a los m o m entos de la G u erra Fría. E n ningún caso trato de m inusvalorar dicho m o m en to hobbesiano del m iedo y del en frentam iento totales. En m ás de u na ocasión he hecho referencia al p eríod o destacado p o r n uestro au to r com o una fase en la que el en frentam iento intersistém ico, entre las dos grandes p oten cias: la antigua R usia y E stados U nidos, vivido com o la pretensión de aniquilar al o tro , al enem igo, paralizó m uchas de las luchas p o r una extensión y radicalización de la dem ocracia. Sirvió, p o r o tra p arte, p ara velar las exigencias de u na legitim ación clara de las actuaciones de los p oderes políticos, con un efecto perverso en la descom posición «polí tica» actual de los partid os y de la sociedad civil. A hora bien, no deja de crear cierta desazón intelectual el fijar esa relación causal inm ediata de la G u erra F ría con to d o el desplom e del m u nd o actual, al m ism o tiem po que se erige un ex trem ad o contraste entre este final de siglo y el p resun to decurso glorioso de los siglos xviii y x ix, los cuales, según H obsbaw m , habrían estado inspirados en los principios de la Ilu stra ción. Por to d o ello, y en tercer lugar, quisiera restablecer ciertos puentes entre el dom inio del m iedo de n uestro reciente pasado y la crueldad de las to rtu ras ejercidas en el últim o períod o colonizador con las p rácti cas discursivas y la ignom inia ejercidas duran te esos lustros del xviii y el xix. Pues h abría que convenir en que la p recipitad a decisión de H obs3. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Barcelona, 1996, p. 385.
baw m de configurar el h u n dim ien to de las experiencias de vida y de for m as políticas de los dos últim os decenios com o algo tan azaroso com o incon tro lab le no se com padece bien con la historia. Es m ás, la sum a violencia an trop ológ ica ejercida d uran te los siglos xviii y x ix sobre los individuos y las estructuras sociales es lo que h abría acabado configu ran d o , precisam ente, un sistem a y u na «gram ática» de convivencia h u m ana que ah o ra se nos antojan incontrolables, inasibles, inexplicables. En esta línea rein terp retativ a de ciertos procesos socio-políticos es justo reco no cer con H o bsb aw m la radicalización del en frentam iento en tre las dos grandes potencias d uran te los p eríodos de la G u erra Fría, actitud que llevó no sólo al rechazo absoluto del «otro» sino tam bién a su «dem onización». Esta atm ósfera de violencia y conflicto contenidos en el lím ite se condensa expresivam ente a través de aquel fam oso lem a enarbo lad o p o r un am plio g ru po de teóricos de la izq uierd a: «Antes m u ertos que rojos». H o bsb aw m señala, p o r su p arte, que n o es de ex trañ ar que co brara cuerpo aquel o tro principio largam ente disputado en p olítica: «el fin justifica los m edios». A unque, dado el alcance de la destrucción m asiva que estaba en juego, es decir, to d a la hum anidad, creo que no se trataría p ro piam en te de u na vuelta a aquel lem a m aquia vélico. M ás bien, dicho lem a debería interp retarse desde el concepto sartreano de «m ala fe» en cuanto que, en la violencia total, son los p ro pios m edios los que han sido elevados a la consideración de fines. E fec tivam ente, la m ala fe y la contradicción de los que p ostulan la violencia absoluta radican en que dicha violencia no p ro du ce objetivaciones o situaciones controlables p o r p arte de los individuos, no ap un ta a ningún fin que pued an realizar los sujetos históricos, contingentes. El violento profesa u na cierta fe según la cual existiría el Bien com o algo dado. Así, la im plantación de este últim o se liga a la m era destrucción de los obstáculos que, p ara su em ergencia, rep resen tan d eterm inados hom bres y aquello que éstos son capaces de construir. D esde esta perspectiva, el v iolento se niega «a co m p rend er al otro. N o hay que co m p ren d erlo : hay que som eterlo o som eterse, ser destruid o o destruir»4. La co n tra dicción que vuelve a albergarse en la acción del violento consiste en que este últim o p retend e p resen tar su o bra com o cargada de «valor», de un deber ser que ha de reco no cer el o tro . El valor y el deber ser se d o blan de derecho, de un derecho co n tra tod os y co n tra tod as las form as u organizaciones del universo. «N unca h ubo sobre la tierra — escribe S artre— violencias que no correspondiesen a la afirm ación de un d ere cho»5. La «dem onización» del o tro acaecida d uran te la G u erra Fría, la p o stu ra cátara de quienes en arbo laro n la idea de la libertad pura: «antes m u ertos que rojos», la violencia trad u cid a en derecho, tienen una larga trad ició n en n uestra cultura. Este tipo de violencia y esta im p ostu ra de 4. J.-P. Sartre, Cahiers pour une morale, Gallimard, Paris, 1983, p. 196. 5. Ibid., p. 185.
derecho están, h istóricam ente, en la base de m uchas dem ocracias actu a les, las m ism as que ah o ra parecen haberse colapsado, d ando m uestras de un agotam iento vital, políticam ente hablando. En este proceso reconstructivo de la violencia, que no puede leerse sim plem ente com o u na contextualización coyuntural explicativa del «repentino» h u n dim ien to de nuestras sociedades desarrolladas, hace re ferencia n uestro au to r al hecho y al significado de la to rtu ra ejercida p or los países coloniales. Sin duda, llam a la atención esa peculiar relación entre el colonizado y el colonizador. Éste hace descansar sobre el hecho de la diferencia étnica la «necesaria» subordinación, la violencia adm i nistrativa y la to rtu ra frente a quienes, en últim o térm in o, cabe calificar de inferiores, carentes de las capacidades m ínim as del civilizado, redefiniéndolos com o «privados» de lo que p ro piam en te constituye al h o m bre, al sujeto desarrollado. Se ha hecho n o tar que, en principio, p ara p o der tra ta r a los «diferentes» com o «carne de cañón», com o «perros», para obligarles a realizar una labor cualquiera, han de ser reconocidos p ri m ero com o hom bres, com o seres hum anos. D e tal m anera que quien p retend e destruir la h um anid ad de esos «otros» recrea dicha h um anidad p o r tod as partes. La to rtu ra p retend e solucionar este problem a, que Sartre form ula com o aquella situación en la que «no hay lugar suficiente para dos especies h um anas; hay que elegir entre la u na y la otra»6. D es de esta perspectiva, la to rtu ra no sólo busca q ueb rantar físicam ente al o tro , sino que — nacida del m iedo— p retend e la traición del colonizado e im ponerle así el estatuto b uscado: el de sub-hom bre. «Sub-hom bre» es aquí la trad ucció n m ás clara de la idea de que el colonizador, en cuanto p retend e m ono po lizar el título de h um anid ad, vive de las m iserias del o tro al que desea arran car no sólo los bienes m ateriales y su trabajo, sino igualm ente su v olun tad , su inteligencia, su valor. «Lo que se juega es el hom bre. En ningún tiem po la v o lu n tad de ser libre ha sido tan consciente ni tan fu erte; en ningún tiem po, la opresión m ás v iolenta ni m ejor arm ada»7. Esta situación de ignom inia pon e al colonizado en una situación lím ite que afecta a su p ro p ia posibilidad de existir. Esto expli ca que la caída de las colonias haya llevado consigo el rechazo que los «indígenas» han m anifestado n o sólo co n tra los colonizadores, sino co ntra su cultura, sus form as de vida y sus valores. D e aquí que resulte tan im púdica la posición de quienes, desde O ccidente, se han ap resu ra do — sin asum ir la m em oria histórica de lo acontecido— a pro no sticar «la g uerra de civilizaciones». Por el co ntrario , ¿no cabría seguir p reg u n tan do si acaso la situación de violencia antrop ológ ica denunciada no re m ite a co ntex tos de actuación en los p ro pio s países de origen, contextos en base a los cuales se fraguaron las estructuras sociales que han co nfo r 6. J.-P. Sartre, «Una victoria», en Colonialismo y neocolonialismo, Losada, Buenos Aires, 1965, p. 64. 7. Ibid., p. 63.
m ado h istóricam ente, ya desde los siglos xviii y x ix , las actuales d em o cracias liberales capitalistas? D e probarse esta ú ltim a tesis, ello nos in d i caría la p ro fu n d id ad de las raíces culturales explicativas de la incapacidad que ha m o strad o O ccidente p ara llevar a cabo el reconocim iento del «otro» en cuanto «diferente», que tuvo en el dom inio de las colonias al gunas de sus form as m ás expresivas y, p o r ello, m ás dram áticam ente in hum anas. Si la sospecha fuera acertada, la angustia del presente desplo m ado y el h o rro r del en frentam iento total en el pasado m ás inm ediato habrían «invisibilizado» ciertas constantes socio-culturales y políticas que han cobrado form a dom in an te en este m o m en to nuestro. Así, p o r ejem plo, cabría p regu ntarn os hasta qué p u n to los colonizadores no ac tu aro n desde o perad ores ideológicos y prácticas sociales elaborados e insertos en sus p ro pio s países de origen, los cuales guardaban u na gran analogía con el tipo de co m p ortam iento observado en las colonias. En definitiva, nuestra situación n o sería, en co n tra de la afirm ación de H obsbaw m , «tan difícil de en tend er p ara los histo riado res com o la p er secución de las brujas en los siglos x v y xvi». F enóm eno éste que, por o tro lado, sólo parece ininteligible p ara H obsbaw m . 2. Sobre la «reinstauración» del sujeto posesivo El núcleo de m i insistencia en esta discusión sobre la intelección de n uestro presente desde las ideas de barbarie y de violencia an tro p o lógica cobra u na especial relevancia p o r cuanto diversos autores libe rales, en la línea del «liberalism o neo-clásico» m ás establecido de Von M ises, H ayek o F riedm an, han vuelto a pedir, n ad a m enos, que una nueva «gran transform ación», en alusión d irecta a la o bra de Polanyi. Así, p o r ejem plo, S artori ap un ta al hecho de que son m uchos los in d i viduos o pueblos que rechazan «los costos y los precios establecidos p o r el m ercado». En particular, el h om o oeconom icus de los países de E uro pa oriental y la URSS no responde a las «señales de los precios»... ; el p ro blem a m ás difícil no es el de salir de la d ictadu ra sino el de en trar en u na sociedad de m ercado, «gran transform ación» que tiene u na en v ergad ura sem ejante a la que ha descrito con m aestría K arl Polanyi [... ] N o s enfrentam os u na vez m ás con el m iedo a la libertad»8. N o deja de crear u na p ro fu n d a p erplejidad lo co n trad ictorio de esta filiación p o r p arte de los liberales neo-clásicos con respecto a la o bra de Polanyi. Pues la tesis fuerte de este últim o consiste, precisam ente, en afirm ar que la negativa intransigible del liberalism o, co nfo rm ad o especialm ente a 8. G. Sartori, «Una nueva reflexión sobre la democracia, las malas formas de gobierno y la mala política»: RICS 129 (1991), p. 470. Es necesario reseñar que esta petición de una «gran transformación» ya fue formulada hace años en su Teoría de la democracia y ha vuelto a reiterarse en La democracia después del comunismo, Alianza, Madrid, 1993.
p artir de los años trein ta del siglo x ix, p ara establecer ciertos elem entos de planificación y organización de la econom ía explicaría el h un dim ien to acaecido con la p rim era G u erra M un dial y el advenim iento de ciertos m ovim ientos radicalm ente antidem ocráticos. En este sentido, y co ntra la periodización ofrecida p o r H obsbaw m , Polanyi defiende que «la p ri m era G u erra M un dial y las revoluciones que la siguieron pertenecían todavía al siglo xix»9. C om o advierte en su o bra La gran transform a ción: «La clave del sistem a institucional del siglo x ix se encuentra, pues, en las leyes que gobiernan la econom ía de m ercado»10, que tiene com o pilares la im posición del «m ercado autorregulador» y del « patrón-oro internacional», cuya crisis, jun to a la quiebra política del C oncierto eu rop eo, son las causas inm ediatas del colapso que llevó a la prim era G u erra M undial. Es m ás, sus efectos se dejaron sentir en los procesos posteriores que rev olu cion aron el p an o ram a europeo. C o ncretam en te, Polanyi llega a sostener que «se puede describir la solución fascista com o el im passe en el que se había sum ido el capitalism o liberal p ara llevar a cabo u na refo rm a de la econom ía de m ercado»11. H ay un segundo aspecto en la o bra de Polanyi, tan paradójicam ente reclam ada p o r los liberales neoclásicos, que es necesario destacar frente a las tesis de H obsbaw m . Se trata de las dim ensiones sociales y an tro p o lógicas que el liberalism o econom icista del siglo x ix llegó a conform ar. En este sentido, se p o d ría decir que la civilización del x ix es ú nica p or cuanto descansa en la u tó pica idea de un m ercado que se regula a sí m is m o, origen de los cataclism os que sucedieron en el siglo x x . Pues la idea de un m ercado au to rreg u lad o r no se lim ita a ser u na teo ría económ ica sino que conlleva la creación e institucionalización de u na «sociedad de m ercado» con las im posiciones jurídicas que ello co m p o rta en el orden de la p ro p ied ad y de las relaciones sociales: la artificial determ inación de ám bitos pre-políticos blindados p ara que queden al m argen de la construcción política de las necesidades que co rresp on de al «espacio público». A sim ism o, la «sociedad de m ercado» im plica u na tra n sm u tación del concepto de la política y del quehacer político, los cuales, ab an do nan do la idea p rim era de p articipación, se convierten en una neutralización de la idea de ciudadanía y se «valoran» p o r su capacidad de ren dim ien to cuantitativo de bienes. En esta línea neoclásico-liberal, se p retend e redefinir la dem ocracia desde los factores de p roducción de la m ism a (del cuánto cuenta la voz del pueb lo) a su p ro p io p ro du cto (al cuánto se beneficia el pueblo). La «sociedad de m ercado» determ ina m uy especialm ente tan to el nivel reflexivo com o el tipo de preferencias que se pueden dem andar, así com o tam bién configura los intercam bios 9. K. Polanyi, La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, La Piqueta, Madrid, 1989, p. 52. 10. Ibid. , p. 26. 11. Ibid., p. 371.
a realizar entre los sujetos y las m otivaciones «válidas» que se han de incluir en las necesarias relaciones sociales de m ercado. En definitiva, la «sociedad de m ercado» exige, estipula y configura tan to un tipo de sujeto antrop ológ ico com o im pone e instituye u na form a de vida social y u na práctica p olítica que difieren sustantivam ente de la concepción dem ocrática m anten ida hasta el m o m en to, con las reelaboraciones his tóricas sufridas. L a gran transform ación es, desde la últim a perspectiva ganada, una reconstrucción histórica, económ ica e institucional de un proceso de largo alcance que, si tiene claros perfiles ya en el siglo xviii, cobra sus form as m ás precisas en el xix. La o bra citada se convierte en testigo de u no de los inten tos m ás sostenidos y conscientes realizados p o r el libera lism o econom icista — del que hoy se reclam an los liberales neo-clásicos d om inantes— p o r transform ar, desde la m ayor violencia antrop ológ ica conocida, la p ro p ia «naturaleza» de los individuos y de la vida social. Si bien, h istóricam ente, las relaciones sociales de los hom bres configu raban la econom ía, «la civilización del siglo x ix fue única en el sentido de que reposaba sobre un m ecanism o institucional m uy d eterm inado y específico»12: la u tó pica idea de un m ercado que se regula a sí m ism o. Al constituirse el m ercado com o un m ecanism o ind ep end ien te e incluir la p ro p ia sustancia de la sociedad, la tierra y el trabajo, los gobiernos h u bieron de im p on er las m edidas necesarias p ara que n o se obstaculizase el desarrollo de tal m ecanism o. Ello conlleva, com o decíam os an terio r m ente, la transform ación de las preferencias y los deseos del individuo que h a de guiarse p o r el egoísm o p ara adaptarse a las nuevas leyes que rigen las relaciones sociales; la idea de recip rocid ad se to rn a ah o ra en «trueque», puesto que el p ro p io proceso de pro du cció n está organizado bajo la form a de co m p ra y v en ta; las dim ensiones antropológicas simbólico-norm ativas ceden ante la nueva naturaleza advenida del hom o oeconom icus, del sujeto posesivo. El cam bio radical, «la gran transform ación» del siglo x ix venía ya de largo tiem po atrás, y este proceso fue acom pañado siem pre p o r una desesperada defensa p o r p arte de los individuos y de un sector de las propias autoridades. Así, p o r ejem plo, desde el inicio del siglo xvii se instauró en Ing laterra la L e y de pobres, u na m anera paternalista de ase g urar el trabajo y la vida de cuantos se vieron expulsados del cam po a causa de las enclosures. Esta ley ten d rá u na ren ov ada form ulación en 1 6 6 2 con la L ey de d om icilio , que adscribía esta tu tela a las p a rro quias. C o n el progresivo desarrollo del capitalism o, el problem a de los «pobres» había tom ado tales dim ensiones que ya B entham , en el año 1 7 9 4 , propuso sustituir la invención de la m áquina de vapor, que ideaba su herm an o, p o r la utilización de la m ano de o bra que p ro p o rcio n a rían los prisioneros. Esta p ro pu esta acabaría inspirando su gran idea del 12. Ibid., p. 27.
p anó ptico aplicado a las fábricas. Y en esos m o m entos de finales del siglo xviii, acuciado el progresivo industrialism o p o r la necesidad de ro m p er los m oldes sociales de vida p ara p erm itir la construcción de una gran reserva de m ano de o bra disponible según leyes del m ercado, vino a publicarse la fam osa L ey de Speenham land (1795). Los m agistrados de B erkshire, autores de esta ú ltim a ley, espantados ante el espectácu lo de m asas crecientes de parado s e indigentes, decidieron o to rg ar un subsidio que m antuviera el m ínim o «derecho a vivir». E sta «irracional» m edida desde el p u n to de vista capitalista, que p o d ría tildarse incluso de «retardataria», se constituye en u no de los m o m entos m ás trágicos del proceso hacia la im plantación del libre m ercado de trabajo. Y aunque, a la p ostre, dicho subsidio acabara beneficiando a los p ro pietario s, que se p erm itieron de ese m odo red ucir los salarios, lo cierto es que a la desestructuración social p ro du cid a p o r la «m áquina de vapor» se unió esta form a de subsistencia paternalista y co ntro lada p o r las autoridades de las parroq uias, ligada al terraten ien te caritativo, que com pensaba a las gentes del pueblo la p érd id a de sus form as habituales de obten er los m edios de vida. E sta reglam entación y este paternalism o, lejos del sen tido de la p rim era ley de pobres, nacional y diferenciada, que obligaba a realizar algún tipo de trabajo p ro du ctivo , institu yero n lo que Polanyi deno m in a la «beneficencia indiscrim inada del poder», que p ro d u jo el desplom e m ás abyecto de los «protegidos». El conocido R eport o f the C om m ission on the Poor L a w de los años trein ta, in d ep end ien tem en te de los intereses creados que encubre, describe el espectáculo degradado de u na gran m asa co nfo rm ad a p o r expulsados del cam po, artesanos en paro, m endigos, etc. Privados de sus m edios de trabajo y de la co nfo r m ación social que p restab a los referentes sim bólicos de su identidad personal, el resultado fue u na gran an om ia social, con to d o el cúm ulo de vicios que ello genera. E sta situación de degeneración e ignom i nia ha llevado a diversos autores a co m p ararla con lo acaecido en las colonias co ntro ladas p o r las potencias occidentales, estableciéndose la com paración en base al aculturalism o sufrido p o r tribus y pueblos. La ignom inia y la degeneración ligadas a los procesos del capitalism o y del industrialism o ind ujero n en los p ro pio s teó ricos de aquellos procesos u na v erd ad era repulsión p o r el nuevo tipo de o b rero y p o r el p arado. Así, B urke, en sus R eflections on the R evo lution in France, escribe acer ca de las «innum erables ocupaciones serviles, degradantes, indecorosas, infrahum anas y casi siem pre ex trem ad am ente insanas y pestilentes a las que están co ndenados tan to s m iserables p o r la econom ía social». H ab ía arg um entad o en un pasaje an terio r que «la ocupación de un p elu q u e ro, o del o b rero de u n a velería, no p uede ser asunto de h o n o r p ara nin gu na p erso n a [...] p ara n o h ablar de m uchos em pleos m ás serviles [...] El E stado sufre o presión si a personas com o ésas [...] se les perm ite gobernar». H irsch m an , de quien he tom ado estas seleccionadas líneas escritas p o r B urke, com enta:
Semejantes observaciones [...] más que antagonismo de clase y temor a la rebeldía, era desprecio profundo y un sentimiento de total separación, incluso de franca repulsión física, de manera muy parecida a la de las sociedades de castas13. 3. D el sujeto posesivo a «las prom esas incum plidas» de la dem ocracia liberal La recuperación histórica de algunos de los elem entos estructurales p o lítico-económ icos de n uestro tiem po, corresp on dien tes a la instauración de la sociedad liberal-representativa y su inextricable conjunción con el sistem a capitalista, no p retend e sustituir lo que sería un exam en debido de la com plejidad del presente. Pero, sin duda, cabe establecer un p a ralelo entre la genealogía m ás inm ediata de n uestro m u nd o capitalista, en los inicios del siglo x ix , y el actual e im p eran te dom inio económ ico tan jerarquizado en grupos financieros y de poder, el cual gravita, en estos m om entos, sobre la exclusión de grupos y de naciones y que tiene en la deslocalización de las em presas y la precarización co ntinu ad a del em pleo sus expresiones m ás im placables. Todo ello en un p eríod o, que rem o n ta a los años setenta, de claro debilitam iento del E stado nacional — no de su sustitución— así com o de sus funciones de justicia redistributiva, y de un encapsulam iento de los p artid os políticos en la lucha p o r su supervivencia burocrática. D e este m odo estam os viviendo una nueva época de violencia an trop ológ ica sobre el individuo, con u na re conocida anom ia social y un colapso de form as de vida, las cuales aún guardaban los reflejos de la lintern a benjam iniana de la racionalidad crítica y de la pretensió n universalizadora de la m oral ilustrada. Las fun dado ras tesis liberales, a vant la lettre, de John Locke sobre el indi viduo en cuanto dueño de su person a y, com o tal, validado p ara actuar en un tipo de co n trato económ ico tan insoslayable com o alienante, en la form a com o se instituyó históricam ente el trabajo m anual m o derno , tuvieron su «reactualización» en la intervención de B enjam in C onstant, en el A teneo de París, en 1 8 1 9 , con su conferencia «De la libertad de los antiguos co m p arad a con la de los m odernos». D e este m o do , la re cuperación de la m em oria histórica en to rn o a la im plantación del libe ralism o p ro piam en te dicho en el x ix, si atendem os a la acuñación del térm in o, en 1 8 1 2 , p o r las C ortes de C ádiz, así com o a la secuencia de los procesos económ ico-sociales y políticos de dicha centuria, frente a la tesis de H obsbaw m , nos perm ite intro d u cir líneas genealógicas con ceptuales y de realidad que nos ayudan a u na posible intelección con respecto a la situación de anom ia y de «im penetrabilidad» (H aberm as) de n uestro tiem po. 13. A. O. Hirschman, Retóricas de la intransigencia, FCE, México, 1991, pp. 30-31.
FIN
D E S I G LO . LA
D E M O C R AC IA
E N TRE
L A A N O M IA Y
L A VI O LE N C I A
S O C IAL
El colapso social, la tran sm u tación cultural y la violencia a n tro p o ló gica cobran u na inusitada actualidad en función de las pro pu estas actu a les form uladas p o r los d enom inados liberales neo-clásicos, que piden u na nueva «gran transform ación». En su papel de h isto riad o r del libe ralism o, Jo hn G ray insta a recu perar la trad ició n del liberalism o clási co, cuya p ro fu n d a dim ensión au toritaria queda reflejada en su petición de u na necesaria «crítica incisiva de la dem ocracia popular, ilim ita da , que en realidad nos gobierna»14. Sus propuestas se cifran, sin am bages, en «la restauración de un o rd en liberal» que pasa p o r «una revolución constitucional [... ] precedida p o r u na revolución intelectual en la que los m odos actuales de pensam iento sean desechados»15. En sintonía con el liberalism o neo-clásico actual y con la tradición del liberalism o clásico del siglo x ix se aboga, en contradicción con su idea del E stado m ínim o, p o r u na forzosa instauración institucional de u na form a de vida que res p on de a los m ás p u ro s p resupuestos conservadores y autoritarios: una nueva «gran transform ación», con «el individualism o posesivo» com o base, cuyos constantes y devastadores efectos ya hem os analizado16. En su o bra Las pasiones y los intereses, H irsch m an viene a concluir, refiriéndose al nacim iento y al desarrollo del capitalism o, que «resulta curioso que los efectos buscados p ero no en co ntrad os de las decisiones sociales deban ser descubiertos en m ayor m edida aún que los efectos 14. J. Gray, Liberalismo, Alianza, Madrid, 1992, p. 142. El subrayado es mío. 15. Ibid., p. 142. 16. No deja de ser llamativa la constante apelación por parte de los defensores del libera lismo, en contra de sus presupuestos teóricos, para que el Estado, el poder establecido, imponga coactivamente la «institucionalización» de formas de vida, tanto económicas como políticas. Hasta el momento, parece que sólo las tiranías han adoptado, y sólo en el campo económico, las enseñanzas doctrinales del liberalismo, en lo que guardaría una semejanza clara con lo sucedido entre el marxismo y los regímenes del socialismo real. Todo ello hace pensar que el liberalismo, al que venimos prestando atención, reviste los caracteres de un tipo de pensamiento y de reali dad contrafácticos. Es decir, frente a lo que podría denominarse pensamiento utópico, el pen samiento contrafáctico alude al hecho de que ni desde el punto de vista antropológico ni desde el histórico-social existen las condiciones humanas que permitirían alguna vez pensar en que fuera posible llevar a cabo el ideal del individualismo posesivo, en los términos acuñados por Macpherson. Pettit ha destacado, por otra parte, cómo cierto grupo de liberales, sin abandonar su concepción ya clásica de la libertad como no-interferencia, que se compadece con regímenes dictatoriales, como hemos podido comprobar en nuestro tiempo, movidos por compromisos independientes de sus propios presupuestos teóricos y prácticos, han venido a confluir en las preocupaciones republicanas por la pobreza, la ignorancia o la inseguridad (Ph. Petit, Repu blicanismo, Paidós, Barcelona, 1999, p. 20). Por supuesto, no hay relación propiamente dicha entre el contenido doctrinal del liberalismo, al que venimos refiriéndonos, y la alusión a ciertos personajes en los términos «es un liberal». Incluso no es difícil encontrar entre nosotros a ciertos conversos al liberalismo en función de la idealización de alguno de los personajes de nuestra his toria, que tienen mucho que ver con su oposición al fascismo, cuya estremecedora historia aún perdura, o con el descontento personal ante el actual statu quo como invalidante de las esperan zas emancipatorias. Últimamente hay una tercera posición, que tiene interés recensionarla, que establece una ecuación valorativa entre liberalismo = moderno, extendida entre muchos de los así llamados «progresistas» y que tiene su caldo de cultivo entre los recién llegados a partidos socialdemócratas. Han venido a imponer el lema «Seamos, de una vez, modernos». ¿Revival ayuno de historia o ironía ahíta de «lo por venir», en términos de poder político?
[... ] A dem ás, una vez que estos efectos deseados no se p ro du cen y se rehúsan a aparecer en el m u nd o, el hecho de que originalm ente se haya p ensado en ellos ten d erá no sólo a ser olvidado sino aun activam ente rep rim ido » 17. Pues, jun to a la tesis w eb erian a de la «afinidad electiva» del capitalism o con ciertas form as de religiosidad, han de m encionarse las m edidas de los gobernantes y parlam en tos del E stado p ara im p lantar coactivam ente dicho sistem a económ ico, así com o las construcciones ideológicas de los teóricos que in ten taro n justificar la b o n d ad de tal o r ganización económ ico-social en su especial m aridaje con el liberalism o. A la altura de n uestro tiem po, la experiencia de las «prom esas incum plidas» es tan am plia que resulta u na sorpresa la actual recuperación histórica, u na vez m ás, de las expectativas an taño creadas según las m o tivaciones ideológicas que se adujeron y que tenían p o r objeto la im plan tación «virtuosa» del sistem a capitalista-liberal. C iertam ente, la quiebra en tre las m otivaciones, los argum entos y los efectos p ro du cid os no pasó desapercibida ni siquiera p ara los p ro pio s testigos de aquella coacción ejercida co n tra los individuos y sus form as de vida. C abe recordar, una vez m ás, el h o rro r que le p ro d u jero n a un liberal com o Jo hn S tuart M ill, en la m itad del siglo x ix , las m ultitudes m acilentas y som etidas a un g ra do de expoliación y sacrificio desm edidos, rep resen tantes del ejército de reserva p ara el «necesario» desarrollo del capitalism o. M ill, tan presio nado p o r las «prom esas» de cam bio de su p ro p ia ideología liberal com o tu rb ad o p o r sus efectos devastadores, no p ud o m enos que escribir, aun que se m o strara vana la esperanza: «Q uizá sea u na fase necesaria en el progreso de la civilización [...] Pero no es un tipo de perfección social que los filántropos del p orvenir vayan a sentir grandes deseos de ayudar a realizar»18. En esta perspectiva, Polanyi se hace eco de los com entarios realizados p o r M ’Farlane, a la altura de 1782: no es en las regiones de sérticas o en las naciones bárbaras d on de podem os hallar el núm ero m a y or de pobres. Es m ás, cuando Inglaterra parece acercarse al m om ento de su m ayor grandeza, «el núm ero de pobres co ntinu ará en aum ento», enfatiza M ’Farlane en su Enquiries C oncerning the Poor (17 82 )19. Cien años m ás tard e, en Progress a nd Poverty (1879), escribía H en ry G eorge: Al comienzo de esta época maravillosa era natural esperar, y se esperaba, que los inventos que permitían ahorrar trabajo aligerarían el esfuerzo y mejorarían las condiciones del obrero [...] ha sobrevenido una decep ción sobre otra. De todas las parte del mundo civilizado llegan quejas de depresión industrial [...] de necesidad, sufrimiento y angustia entre las clases trabajadoras20. 17. A. Hirschman, Las pasiones y los intereses, Península, México, 1978, p. 135. 18. Citado por C. B. Macpherson, La democracia liberal y su época, Alianza, Madrid, 1981, p. 66. 19. Citado por K. Polanyi, op. cit., p. 175. 20. Citado por E. B. Kapstein, «Trabajadores y la economía mundial»: Política exterior 52 (1996), p. 19.
C on esta m ism a cadencia tem p oral, y en 1996, K apstein, el d irec to r de estudios del C onsejo de R elaciones E xteriores de N u eva York, afirma: Puede que el mundo esté avanzando inexorablemente hacia uno de esos trágicos momentos que harán que los historiadores del futuro se pre gunten: ¿por qué no se hizo nada a tiempo?, ¿eran conscientes las élites económicas y políticas de los profundos trastornos que el cambio econó mico y tecnológico causaba a los trabajadores?, ¿qué les impedía dar los pasos necesarios para evitar una crisis social mundial?21. A la p ostre, las expectativas creadas, las esperanzas abiertas, los efectos buscados, tras su co ntinu ad o fracaso, dejan de ser el envés de los argum entos aducidos p ara la to m a de decisiones sociales o p ara la im posición de políticas económ icas determ inadas. Es m ás, com o arg u m enta H irsch m an , «el hecho de que originalm ente se haya p ensado en ellos ten d erá no sólo a ser olvidado sino aun activam ente reprim ido»22. Al m argen de los beneficios p ro m etid os y de acuerdo con el m ás grosero y dogm ático p ensam iento teó rico, hem os p o d id o oír las justificaciones de responsables políticos de gobierno: «No privatizo yo sino el m erca do». U na vez reprim idas las expectativas a las que resp on dían las ac tuaciones de gobierno p ara u na corrección del m ercado, se extiende la neutralización de la política, y tan to los p artid os com o los gobiernos se constituyen en supuestos agentes de una m era actuación adm inistrativa. C on la denom inación de «A dm inistración» hace tiem po que se designan los gobiernos de los E stados U nidos. A tendiendo a la contraposición entre prom esas y resultados que destaca H irschm an, resulta inevitable hacernos cargo de la posición de un liberal, de especial y am plia em patía con el socialism o y d em ó crata sin fisuras, com o es el caso del pro feso r N o rb erto Bobbio. Este au to r italiano, in d ep end ien tem en te de su vasta e influyente bibliogra fía, publicó, hace ah o ra u na década, un trabajo de gran repercusión hasta n uestro m o m en to con el título de «Las prom esas incum plidas de la dem ocracia»23. B obbio hacía recu en to, precisam ente, del núcleo fun dam ental del liberalism o com o ideología y sistem a dem ocrático im p e rantes en O ccidente. En u na p rim era valoración del cum plim iento de aquellas prom esas que encarnaban los valores y las prácticas propuestas p o r el liberalism o, n uestro au to r da cuenta de la radical incapacidad del m ism o p ara llevar a cabo los cam bios prom etidos. Las prom esas in cum plidas son agavilladas p o r B obbio en seis cam pos. En p rim er lugar, la concepción individualista de la sociedad, valor central desde Locke, 21. Ibid., pp. 20-21. 22. A. Hirschman, op. cit., p. 135. 23. N. Bobbio, «Le promesse non mantenute della democrazia»: Mondoperaio 5 (1984), pp. 100-105; trad. castellana en Debats 12 (1985).
se h a visto solapada p o r la creación de grandes grupos ideológicos de p o d er a la som bra de la dem ocracia liberal, desde grupos económ icos a la form ación de p artid os u otras instituciones que han hecho inviable la afirm ación y la realización del individuo en los térm inos doctrinales aludidos. En segundo lugar, la dem ocracia de los «m odernos», frente a la de «los antiguos», se había constituido com o rep resen tativa de los intereses de la nación y no de intereses particulares o de grupo. La reali dad nos m uestra, m ás bien, que se ha establecido el deno stad o m andato im perativo, es decir, los grupos del p arlam en to, fun dam entalm ente, re presen tan y defienden los intereses de quienes sostienen a d eterm inados p artid os, y no los generales de la nación. Es m ás, el surgim iento en los últim os tiem pos del sistem a «neocorporativo» nos ha hecho asistir al d eterioro socio-político que supone el hecho de que los problem as sociales graves sean resueltos p o r las organizaciones interesadas en d i chos problem as, al m argen de cualquier represen tatividad o elección políticas. Los intereses, pues, se han im puesto a los valores nacionales que preconizaba la dem ocracia liberal-representativa. Los poderes oli gárquicos, en tercer lugar, frente al rep ud io de los m ism os teorizado p o r el liberalism o, se han consagrado a través de las élites que com p iten p o r los votos de los ciudadanos. En cuarto lugar, tam poco se ha ex tend ido la dem ocracia política y socialm ente sino que, p o r ejem plo, las em presas y los aparatos adm inistrativos han sofocado y lim itado la capacidad de influencia de los individuos. A sim ism o, en quinto lugar, no se ha cum plido la pro m esa de im p lantar la m ayor tran sparencia en el ám bito y ejercicio del p o d er sino que, p o r el co n trario , está creciendo la capacidad del E stado p ara co n tro lar a la población. B obbio argum enta finalm ente, en sexto lugar, que la dem ocracia liberal-representativa no ha cum plido con la pro m esa de p ro cu rar un aprendizaje dem ocrático a los ciudadanos, lo que — am én de la labor educativa que ya M ill le atribu ía a la participación social— rep o rtaría la conform ación de una sociedad en la que los individuos fueran m ás conscientes y participativos políticam ente. Los voceros actuales del liberalism o neoclásico no han p o d id o ocultar que los argum entos aducidos co n tra la dem ocracia participativa, a saber, la su perio ridad de la dem ocracia liberal en cuanto a su capacidad rep resentativa, no sólo se han m ostrad o inexactos, sino que reconocen «no p o d er hacer n ad a al respecto». En igual m edida, en contraposición con la dem ocracia de los antiguos, la de los m o derno s cifraba su m ayor valía y calidad en la posibilidad de elegir a los m ejores. Pero, si hem os de asum ir lo que estos m ism os teóricos neoclásicos ase veran, las elecciones «se han convertido en u na form a de seleccionar lo m alo, un liderazgo im propio».
4. Paradojas de la dem ocracia liberal El p ro blem a crítico de «Las prom esas incum plidas», con to d o , no se cierra en estos bucles de ofrecim ientos e incum plim ientos. B obbio, p re cisam ente, av entura la p reg u n ta m ás decisiva com o colofón de su trab a jo: ¿era posible cum plir las prom esas hechas p o r la dem ocracia liberal representativa? La respuesta de n uestro au to r será tax ativam ente nega tiva. N o es posible considerar las prom esas liberales com o propuestas objetivam ente viables. U na m ezcla de ensueños, ilusiones y esperanzas fallidas h abría diseñado un h orizo nte que se m u estra realm ente com o im posible, carente de plausibilidad. Pero, adem ás, arg um enta B obbio, la dem ocracia liberal se ha visto en frentad a a «obstáculos im previstos» que h abrían lim itado su capacidad de un desarrollo en las líneas ya exam ina das. Tales obstáculos im previstos tienen un p rim er exponente en el cre ciente desarrollo y dom inio de lo que se ha llam ado el «gobierno de los técnicos», en detrim ento del ejercicio de los políticos, en cuanto elegi dos. En segundo lugar, nos hem os en co ntrad o con el au m ento desm esu rado de la burocracia estatal, ligada al sufragio universal, que paraliza y vuelve opacas, en gran m edida, las actuaciones de los individuos. Por ú l tim o, n uestro au to r resalta el «escaso ren dim ien to de la dem ocracia» en los térm in os teorizados p o r los liberales y conservadores: la necesidad de la indolencia y el desapego exigido p o r la dem ocracia, que relacio nan con la advertencia de Jo h n A dam s sobre el agotam iento y el suicidio que han acom pañado h istóricam ente a la dem ocracia. D e este m o do , en conclusión, las prom esas incum plidas p o r el liberalism o no sólo ap are cen com o ilusiones inviables en el o rd en legal dem ocrático existente, sino que, en to d o caso, los «obstáculos im previstos», de acuerdo con el p ro p io desarrollo de la dem ocracia establecida, habrían cercenado las esperanzas de avance y m ejora. La tesis, pues, del pro feso r italiano nos m uestra su doble rostro jánico: las críticas a las prom esas incum plidas sólo acabarían socavando la dem ocracia parlam en taria y, p o r o tra p arte, no hay alternativa dem ocrática al liberalism o representativo. N o rb erto B obbio in ten ta así acallar las críticas y cerrar el paso a cualquier in ten to de alternativa al liberalism o p arlam en tario en la línea de la dem ocracia deliberativa o participativa. Su posición es tan irred u c tible que llega a form ular lo que deno m in a «quinta paradoja», a saber: «dem ocracia y socialism o no pued en ir juntos, pues son incom patibles». Lo so rpren dente, sin em bargo, es que el p ro p io au to r va a abrir una falla im posible de salvar p o r el liberalism o. H em os destacado la sim patheia del p ro feso r italiano p o r ciertos aspectos del socialism o. Pues bien, en su o bra E l fu tu ro de la dem ocracia form ularía lo que denom inó «la encrucijada» de la dem ocracia en la sintética fórm ula «de la d em o cratización del E stado, a la dem ocratización de la sociedad»24. A duce, 24. N. Bobbio, El futuro de la democracia, Plaza y Janés, Barcelona, 1985, p. 70.
a este respecto, que el juicio de la dem ocratización de un d eterm inado país «no debe ser ya el de ‘q uién ’ vota, sino el de ‘d ó n d e’ se vota». Y hasta el m o m en to, sentencia, la dem ocracia se ha detenid o a las puertas de las fábricas. Esta exigencia de dem ocratización social y económ ica, em pero, extiende y radicaliza la dem ocracia en térm inos que n un ca p o dría aceptar el liberalism o, pues exige el ab an do no de su núcleo duro: la preservación de la p ro p ied ad com o ám bito prepolítico, exento de cualquier introm isión d em ocrática en el m ism o. A quí se en cu entra la au téntica antin om ia del pensam iento dem ocrático de Bobbio, y con él del liberalism o: es absolutam ente co n trad ictorio pensar en un d esarro llo del liberalism o que p ued a abrazar la exigencia p olítica y dem ocrática de ex tend er su ám bito de acción hasta las fábricas. Es absolutam ente precisa la form ulación de Perry A nderson ante la antinom ia plantead a p o r Bobbio: O la democracia representativa está destinada fatalmente a una contra dicción de su sustancia, o está dispuesta virtualmente a la extensión de esta sustancia. Las dos no pueden ser verdaderas al mismo tiempo25. La anom alía de las prom esas incum plidas no p uede ocultar, sin em bargo, que fueron las expectativas creadas y los anhelos pospuestos los que sirvieron p ara justificar el m anten im ien to de las form as m ás d egra dantes en el o rd en laboral y social en favor del «desarrollo económ ico y civilizatorio». D esde esta perspectiva y a p ro pó sito de la desestruc turación social y la anom ia personal provocadas p o r la aculturación que p ro du jo la im posición del m ercado, habíam os llam ado la atención sobre la catástrofe social artificialm ente sostenida y, al final, p ro vo ca da p o r Speenham land. La aculturación, en los térm in os en que la h e m os exam inado, p uede ser considerada com o referencia y espejo de las acontecidas en algunas tribus africanas o regiones colonizadas p o r los europeos. E sta analogía, com o la recoge Polanyi en las notas finales de su libro, fue establecida p o r un em inente sociólogo negro, C harles S. Johnson. Este au to r describe cóm o la dracon ian a econom ía del siglo x ix tran sform ó a los niños depaup erado s en «esa carne de cañón que m ás tarde iban a ser los esclavos negros [...] Las racionalizaciones que entonces sirvieron p ara legitim ar la trata de niños eran casi idénticas a las que se utilizaron p ara justificar la trata de esclavos»26. Podem os concluir, pues, frente a la tesis de H obsbaw m , que la v io lencia y la barbarie no aparecen ni se lim itan al siglo x x . Pues hay una dim ensión de las m ism as cen trad a en la enajenación, la coerción y el desprecio del gru po y la clase que p ertenece al p ro p io proceso civili25. P. Anderson, «La evolución política de Norberto Bobbio», en J. M. González y F. Quesada, Teorías de la democracia, Anthropos, Barcelona, 1988, p. 34. 26. K. Polanyi, op. cit., p. 442.
zatorio occidental: estos co m p ortam ientos tienen u na estru ctura for m al de p erfecta analogía con los actos de «barbarización» que descri be H obsbaw m , y que han venido actuando, en n uestros lares, desde el siglo xviii com o co m p on ente capital de los p ro pio s procesos dem ocratizadores. Estos co m p ortam ientos, en fin, pued en categorizarse com o esa capacidad envilecedora de tratar al «otro» com o carne de cañón — una vez reco no cid o com o h om b re— , pues en este sentido no convendría olvidar la coincidencia en el tiem po en tre capitalism o e Ilustración con sus enunciados universales sobre el género h um ano . Esta m ism a incoh e rencia g uard a u na estrecha relación con los o perad ores racionalizadores del apartheid, de la discrim inación étnica o de la esclavitud. Así, esta estru ctura recu rren te de violencia sim bólica y física resulta significativa a la h o ra de exam inar el m ostrenco p an o ram a de nuestras dem ocracias, ap resuradam ente caracterizadas p o r H o bsb aw m com o dotadas de tal grado de irracionalidad e im penetrabilidad que, tal com o señalábam os an teriorm ente, no puede atribuirse ni a políticos ni a líderes. En una línea m uy diferente a esa especie de objetivism o histórico y opuesto a la «irracionalización» del presente, al que H o bsb aw m p resen ta com o in a sible, se en cu entra el análisis político-económ ico de K apstein, que esti m o com o m ás ajustado al estudio de los procesos socio-económ icos de n uestro presente. A rgum enta el au to r n orteam erican o que «la econom ía global p osterio r a la segunda G u erra M un dial se derivó de u na serie de decisiones políticas conscientes», frente a las cuales, en el m o m en to ac tual de cam bios tecnológicos y económ icos, hay una clara dejación p or p arte de los dirigentes de los gobiernos en asum ir sus responsabilidades del m om ento. «Peor aún: m uchos de ellos y sus consejeros económ icos parecen no reco no cer las p ro fun das perturb acion es que padecen sus so ciedades. C o m o la élite de W eim ar, desdeñan la creciente insatisfacción de los trabajadores, los m ovim ientos políticos extrem istas y el in fo rtu nio de los desem pleados y de los trabajadores», afirm a n uestro au to r27. Así pues, si, ciertam ente, el h orizo nte em ancipatorio parece h aber ce dido en su im pulso teórico y práctico, tam poco los ton os apocalípticos serían los m ás adecuados en un in ten to de com prensión de u na escena política com pleja y de u na gran p recaried ad en sus elem entos verteb radores. La com plejidad, la plu ralidad y la contingencia de la m ism a nos llevan necesariam ente a m anten erno s en la dim ensión n orm ativ a e histórico-sim bólica de la política, p ero con u na red ob lada atención a los procesos em píricos, analíticos, explicativos. Los que aún nos sentim os sustantivam ente h erederos de la Ilu stra ción n o podem os dejar de reco no cer que este proceso n o o peró h istó ricam ente com o un to d o ideológico que h abría guiado los procesos de los siglos xviii y x ix, ni tam p oco olvidar que la Ilustración albergó en su seno ideales y prácticas abiertam ente contradictorias. Por ello m ism o, 27. E. B. Kapstein, art. cit., pp. 22 y 40.
reclam ar hoy los ideales de la Ilustración p o r sus virtualidades universalizadoras de los derechos de la especie hum ana, así com o p o r su capaci dad irracio nalizad o ra de cualquier form a de d ependencia p o r nacim ien to, género, raza, etc., pasa, com o ya lo hem os afirm ado, p o r atreverse a com er dos veces del m ism o árbol, esto es, p o r hacer la crítica ilustrada de la Ilustración. La Ilustración se cura con m ás Ilustración, asum iendo la afirm ación de M adam e de Stael. 5. Sobre el futu ro de la dem ocracia: entre el m u lticulturalism o y la violencia. Tesis para una lectura crítica del su btexto de El choque de civilizaciones: las figuras del m usulm án, el hispano y el negro A tendiendo a la hipótesis que he form ulado en to rn o a la relación entre violencia antrop ológ ica y anom ia social p ara afro n tar la crisis radical de la dem ocracia, resulta de un interés excepcional el aten der a un nuevo p lano de las construcciones teóricas que p lantea H u n tin g to n en su obra E l choque de civilizaciones. M e refiero al capítulo 12 de la o bra citada, co ncretam ente, al ap artad o «O rden y g uerra de civilizaciones», co rres p o n d ien te a la página 3 74 y siguientes, en las que analiza los elem entos determ inantes de u na posible conflagración internacional. El en frentam iento entre culturas, que p ud iera llevar desde un en fren tam ien to regional a la tercera G u erra M undial, es teo rizado por H u n tin g to n p artien d o de los intereses vitales que dos o m ás potencias poseen o tratan de establecer con respecto a u na zona concreta. C om o resultado de los com prom isos que van ad qu iriend o, y aten dien do a las respectivas alianzas según la peculiaridad y la diversidad de las dispares culturas, la p ug na en tre las civilizaciones en liza se acaba configurando com o guerras de línea de fractura, las cuales «quedan enorm em ente intensificadas p o r las creencias en dioses diferentes». A lgunos analistas, insiste n uestro autor, restan im p ortan cia a estos factores p ara prestar un valor p rim ord ial a la etnia, a la lengua o a la pacífica convivencia. Sin em bargo, se trata de u na m iopía. C om o han dem o strado m ilenios de la h isto ria hum ana, «la religión no es u na ‘pequ eñ a diferencia’, sino posiblem ente la diferencia m ás p ro fu n d a que puede existir entre la gente»28. M i p ro p ó sito es form ular tres tesis en to rn o a la existencia de lo que estim o com o ám bitos sim bólicos inconscientes que se m anifiestan en lo que H u n tin g to n anuncia com o final de la supuesta tercera G ue rra M undial, cuya datación p ro p o n e establecer en el año 2 010, y que ten d ría com o co ntendientes iniciales y principales a C hina y E stados U nidos. Estas tesis se refieren, p o r o tro lado, a los p resupuestos de ca 28. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Barcelona, 1997, p. 304.
rácter estipulativo que, en p rim era instancia, explican la inadecuada com prensión de la cu ltu ra p o r p arte del p ro feso r de H arv ard . Al m ism o tiem po, dichos p resupuestos contienen núcleos teóricos de h o n d o ca lado ideológico que están en la base de la deform ación interesada y el débil fun dam en to de plausibilidad del en frentam iento entre culturas o civilizaciones que n uestro au to r anuncia. 5 .1. La dem onización del m usulm án La p rim era tesis tiene que ver con el m arcado carácter ideológico de u na de las afirm aciones m ás tajantes, y no p o r ello m enos infundada, que H u n tin g to n establece en su tex to . Reza así: aunque resulte im p ro bable, no es im posible que suceda u na g uerra a escala p lanetaria a p artir de la intensificación de u na línea divisoria entre grupos de diferentes civilizaciones, «entre los que m u y posiblem ente se encontrarán m u su l m anes por un lado y no m usulm anes por el otro»29. El carácter arb itrario e ideológico de esta tesis radica, en p rim er lugar, en el hecho que de «los m usulm anes» no form an p arte — en un prim er m o m en to — ni de los actores ni de las culturas o civilizaciones que, según el escenario y la cadencia histórica, desencadenan la h ip o tética conflagración, anticipada p ara la p rim era década del siglo xxi, cen trad a en el co ntro l del p etró leo perteneciente al sudeste asiático. En segundo lugar, cuando los m usulm anes en tran en lucha, no lo hacen com o p retend ientes de un condom inio de los intereses que m ueven a C hina y E stados U nidos, iniciadores de la guerra p lanetaria, sino que se 29. Ibid., p. 374. El subrayado es mío. El profesor de Ciencias Políticas Sami Naír, francés de origen argelino, aludiendo a esa satanización especial del islam, interpretación denostativa que ocupa un lugar tan central en la obra de Huntington como superficial en su argumentación, insta a «superar un concepto culturalista de la cultura que, en lugar de favorecer las corrientes de mutuo intercambio entre las culturas, busca establecer guetos civilizatorios explosivos». En esta línea, denuncia la coalición exclusivista de Occidente que se define «no solamente por sus intereses económicos, sino también por una unidad religiosa reencontrada por encima de las diferencias de la cultura latina (católica) y sajona (protestante) [...] Este proyecto es muy fácil de definir: se trata de una Europa blanca, étnicamente pura, confesionalmente unificada, económi camente dominante [...] Es la eterna mezcla de la cruz, el hisopo y la bolsa». Este proyecto de enclaustramiento y de abandono de compromisos se ha vuelto cada día más evidente en función de la progresiva reducción, a partir del 1981, del tráfico comercial con los países del Magreb y el Mashrek (S. Naír, Las heridas abiertas. Las dos orillas del Mediterráneo: ¿un destino conflic tivo?, El País-Aguilar, Madrid, 1998, pp. 201, 196-197 y 194 respectivamente. El subrayado es mío). No deja de ser sintomática esta necesidad por parte de Occidente de buscar, de designar en cada momento histórico al «enemigo». El caso más estridente se encuentra en la esperpéntica decisión de Reagan, como expresión última de la unidad cultural de Occidente por la religión, de bautizar religiosamente al enemigo, en concreto la Unión Soviética, que pasaría a denomi narse «el demonio». No lejos de esta posición se encuentran aquellos antimulticulturalistas, teó ricos de la democracia, que han designado al islam como el «mal», carcoma de Occidente. «La cultura occidental está cuestionada —escribe Huntington— por grupos dentro de las sociedades occidentales [... ] inmigrantes de otras civilizaciones [...] propagando los valores, costumbres y culturas de sus sociedades de origen. Este fenómeno se percibe sobre todo entre los musulmanes en Europa» (p. 365. El subrayado es mío).
sitúan en un segundo nivel, d epend iend o de los intereses de un tercer país: la India, que, aprovechando la g uerra en tre los dos colosos, de cide doblegar a, y apoderarse de, Pakistán. En tercer lugar, los países m usulm anes no son los que propician n inguna g uerra de anexión de territo rio o co ntro l de fuentes p rim ordiales de riqueza sino que, com o el p ro p io H u n tin g to n escribe, se ven atacados, son víctim a de los de seos im perialistas de la Ind ia y acaban divididos ante el req uerim iento a que se ven som etidos p o r Pakistán y la India, que consiguen atraerse respectivam ente a algunos de los países m usulm anes. P or últim o, tras la g uerra entre C h in a y E stados U nidos, finalizada sin que n inguna de las partes alcance u na v ictoria clara, los m usulm anes se verán som etidos a operaciones de desestabilización p o r p arte de Rusia. Estas operaciones desestabilizadoras ten d rían com o objeto que tan to O ccidente com o R u sia p ud ieran co n tro lar las ricas zonas de p etró leo de los países de O rien te y evitar asim ism o la u nión entre tales países o pueblos m usulm anes. H ay que ten er en cuen ta que, en este juego estratégico diseñado p o r el au to r n o rteam erican o, Rusia h abría llegado, en la etap a final de la gue rra p lanetaria, a un curioso pacto con los E stados U nidos, m otivado en p arte p o r el hostigam iento d entro de tierras rusas y la incitación a sus h abitantes p ara u na secesión que vendría ejerciendo C hina. Ind ep end ien tem en te de la verosim ilitud de to d o este juego de aje drez g uerrero , el dividir m aniquea, arb itraria y apriorísticam ente el glo bo en dos p artes necesariam ente enfrentadas no g uarda n inguna rela ción con la «narración» del tex to y, adem ás, contraviene la lógica de las posiciones de las civilizaciones p rotagonistas del en frentam iento m u n dial y agonísticam ente perseguidoras de sus intereses, O ccidente, C h in a y Jap ón , Rusia. M áxim e cuando, en la hipótesis de u na p ró x im a guerra p lanetaria, los países m usulm anes, según n uestro autor, en trarían en liza com o víctim as de terceros países o cuartas civilizaciones, divididos en tre sí ante el aprem io de alianzas cuasi im puestas p o r p arte de países o culturas diferentes. A un en el caso de que, esporádicam ente y de form a parcial, algunos E stados m usulm anes llevaran a cabo acciones co ncerta das, el hecho concreto es que, com o h istóricam ente viene sucediendo y hasta el p ro p io H u n tin g to n ha de adm itir, no hay datos reales que p u e dan sustentar argum entativam ente la hipótesis de una u nión del islam , com o civilización y religión, frente al resto del m u nd o. Sin em bargo, co n tra to d a evidencia y co n tra to d o p ro nó stico plausible, el director del Jo h n M . O lin Institute for Strategic Studies de la U niversidad de H a r vard estatuye sin paliativos que el m u nd o se divide, en cuanto a peligro de co nfrontam ientos de destrucción m asiva se refiere, entre «m usulm a nes p o r un lado y no m usulm anes p o r el otro». «Una guerra p lanetaria [...] p o d ría producirse a p artir de la intensificación de u na guerra de lí nea divisoria entre grupos de diferentes civilizaciones, entre los que m uy posiblem ente se en contrarían m usulm anes p o r un lado y no m usulm anes p o r el otro», estableciendo, poco m ás adelante, que la supuesta guerra
FI N
D E SI G L O .
LA
D E MO C RAC IA
E N TRE
LA A N O M IA Y
L A VI O LE N C I A
SO C IAL
m undial tiene com o co ntendientes a «los E stados U nidos, E uro pa, R u sia y la India [...] co n tra C hina, Jap ó n y la m ayor p arte del islam »30. El exacerbado resabio estigm atizador y denostativo del islam viene a cons titu ir así al «enem igo necesario» que «los países de to d o el m u nd o están desarrollando»31. Por o tro lado, se h aría realidad ese apotegm a supues tam ente tan científico y al que n uestro au to r p resta un largo alcance explicativo acerca de las culturas y sus en frentam ientos, y que form ula así: «es hum ano odiar»32. En fin, dada la división intern a, la p recariedad en la p ro p ia existencia de algunos países del islam y los fuertes procesos de cam bio de to d o o rd en que tienen lugar en una gran p arte de ellos, resulta a tod as luces inapro piad o considerarlo com o el adversario m ás fuerte y tem ible así com o el enem igo real. Pero la constitución del ene m igo, que en este caso encarna hasta la figura del «dem onio» (R eagan) p o r su rivalidad con el cristianism o, m antiene e im pulsa el supuesto destino en lo universal que la P rovidencia h a hecho asum ir a los Estados Unidos. Al m ism o tiem p o, justifica la «no culpabilidad» y desacredita la posible incrim inación de que p ud ieran ser objeto los E stados U nidos de A m érica al m anten er hipotecados — p o r diversos m edios— a u na gran parte de los pueblos m usulm anes, sin aparente relación con el hecho de que u no de los espacios h abitados p o r dichos pueblos, O rien te M edio, sea en este m o m en to u no de los lugares m ás im p ortan tes p o r sus reser vas de p etróleo y p o r su valor estratégico en cuanto quicio de la p u erta que m edia con, y abre vía a, varias civilizaciones33. 5.2. Una extraña «subcivilización» dentro de la civilización occidental H em os form ulado la p rim era tesis acerca del carácter apriorístico-ideológico del pensam iento de H u n tin g to n , en u na aplicación de la h erm e néutica de la sospecha p ara h acer aflorar algunas de las dim ensiones del subtexto político del discurso de E l choque de civilizaciones. Q uisiera referirm e ah o ra a la segunda de las tesis que, com o advertía en el in i cio de este co ntex to, afectan tan to a la plausibilidad teórica com o a 30. Ibid., pp. 374 y 378. ¿Es realmente este escenario bélico, en torno a la lucha de Es tados Unidos y China, una línea de fractura provocada por el islam entre «musulmanes por un lado y no musulmanes por el otro? 31. Ibid., p. 150. 32. Ibid., p. 153. 33. Habría que dar cuenta de que, para Huntington, la posibilidad de una nueva guerra mundial en nuestros días se relaciona directamente, por un lado, con el ascenso de China, «el mayor actor de la historia del hombre», y su posible pretensión de potencia dominante en el este y sudeste asiático. Por otro lado, teniendo en cuenta los recursos naturales vitales de las zonas citadas, Huntington aduce la Guía de Planificación del Ministerio de Defensa de los Es tados Unidos, filtrada a la prensa en febrero de 1992, en la cual se escribe textualmente: «[...] (los Estados Unidos) deben impedir que cualquier potencia domine una región cuyos recursos, bajo un control consolidado, fueran suficientes para generar una potencia mundial [...] Nuestra estrategia actualmente se debe volver a concentrar en impedir la aparición de futuros competi dores potenciales a escala mundial» (ibid., p. 375).
la posibilidad práctica de las propuestas defendidas p o r H u n tin g to n . M i segunda tesis g uard a u na estrecha relación con dos de los efectos finales de la h ip otética g uerra planetaria. Según n uestro autor, el efec to m ás claro y casi inevitable de la m ism a consistiría en la decadencia del p o d erío dem ográfico y m ilitar de los co ntendientes principales y, com o consecuencia de esta decadencia, el p o d er «se desplazaría ah ora del n o rte al sur»34. C om o he advertido an teriorm ente, las secuencias descritas en este tablero de la g uerra en el m u nd o m uestran un grado de artificialidad que hace difícil p articip ar m entalm ente en su despliegue y en las alianzas que p ro p o n e. Sin em bargo, aten dien do ah o ra m ás bien a la gram ática p ro fu n d a de «los beligerantes» escogidos y distribuidos en los diversos papeles de ese en frentam iento de consecuencias globa les, la m ayor p arte de dos grandes continentes h abría quedado al m ar gen de dicha contienda, con resultados, em pero, de m uy distinto signo p ara ellos. M e refiero, en p rim er lugar, a to d a L atinoam érica, dada la am bigüedad que n uestro au to r le o to rg a al considerarla «una subcivilización d entro de la civilización occidental [... ] dividida en cuanto a su p ertenencia a él (O ccidente)»35. Pues bien, en función de esta m ix tura cultural, L atinoam érica no se h abría sentido co ncernida p o r la guerra llevada a cabo entre C hina y Estados U nidos y la p osterio r en trada de las sociedades occidentales. A unque no se ofrecen datos al respecto, el au to r supone que este retraim ien to de L atinoam érica le h abría rep o rtad o un p eríod o de floreciente desarrollo, abundancia de m edios e inm ensas riquezas. N o atiendo ah ora a las causas de este v erdadero «milagro» económ ico, que H u n tin g to n vaticina p o r el sim ple hecho de perm anecer fuera de la contienda. En cam bio, interesa subrayar con to d o énfasis la tesis del au tor estadounidense según la cual L atinoam érica haría llegar u na ayuda «del tipo del Plan M arshall» a los hispanos residentes en los E stados U nidos. El g ru po de los hispanos — que habrían estado en des acuerdo con las élites WASP (blancas, anglosajonas y pro testan tes), a las que atribuyen la sangría y la decadencia del país p o r su en frentam iento con C hina— conseguiría hacerse con el p o d er de los m ism ísim os E sta dos U nidos36. El rom pecabezas de enfrentam iento s y alianzas, en ciertos m o m en tos algo atrabiliario, adobado con algún que o tro «m ilagro» económ i co-social sin precedentes ni causas inm ediatas que lo avalen, to d o ello viene a concluir en la hum illación y el destron am ien to de los WASP p o r p arte de los hispanos. Ind ep end ien tem en te de la o pinión que nos 34. Ibid., p. 379. 35. Ibid., p. 52. 36. «Amplios sectores de la opinión pública estadounidense culpan del grave debilita miento de los Estados Unidos a la estrecha orientación occidental de las élites WASP [blancas, anglosajonas y protestantes], y los líderes hispanos llegan al poder apoyados por la promesa de una amplia ayuda del tipo del Plan Marshall procedente de los países latinoamericanos que ha brían quedado al margen de la guerra y se encuentran en pleno auge económico» (ibid., p. 379).
m erezca la posibilidad de estos últim os hechos, y en lo concerniente a la verosim ilitud de la concatenación de los m ism os, resulta im posible no percibir la obsesión con los «anglos» en los E stados U nidos, tran s m itida en este tex to , ante el espanto p ro vocado p o r la perspectiva de un recam bio de élites y/o la p érd id a de poder. N o son ajenas a tales vivencias, ciertam ente, las conocidas reacciones de violencia indiscri m inada co ntra los hispanos y co n tra los negros, así com o la oposición a y, en su caso, la negación de la cooficialidad del inglés y el castellano, p o r ejem plo, en algunas instituciones corresp on dien tes a las zonas de p redo m inio dem ográfico de hispano-hablantes. D e m o do que «el en e m igo externo» es el p end an t, en esta lucha de culturas, de la vivencia y el sentim iento de un rival in tern o diferenciado culturalm ente, que, a través del caballo de T roya del m ulticulturalism o, trata de legitim ar la equidad en la diferencia37. N o debe pasarse p o r alto un dato, concep tualm ente decisivo, que consiste en la constante confusión, p o r p arte de H u n tin g to n , en tre equidad e identidad, que vicia e invalida m uchos de sus supuestos culturales. D esde esta perspectiva, le resulta in q u ie tan te e inaceptable, p o r la p repo tencia h istórica de quien se considera antes dueño que ciudadano, la posibilidad real del desplazam iento de la m in oría m ayoritaria de los «anglos». D esplazam iento que, claram ente, conllevaría im plicaciones de u na alternativa de p o d er en función de la conjunción de hispanos y negros. Estos dos grupos, según los datos disponibles, se co nstituirán en la m in oría m ayoritaria en un espacio de dos décadas, fecha que vend ría a coincidir con el final de la hip otética g uerra planetaria an unciada p o r el pro feso r de H arv ard . La situación condensada en el inconsciente «anglo» de H u n tin g to n rem ite a u na intim id atoria rivalidad que p royecta en el o rd en socio-político el h orizonte de un cam bio radical. O p era así con especial fuerza y virulencia ante el sentim iento de que a los WASP les resulta im posible co n tro lar dicha si tuación de cam bio, que se les antoja inevitable, casi m aquiavélicam ente trazada. Ya n o es posible, com o en tiem pos recientes lo hicieron diver sos E stados de la U nión, establecer reglas, referidas a ciertos colectivos de la población, que im pliquen exclusión de las instituciones académ i cas, de los ám bitos profesionales, de las instancias de p o d er o de ciertas form as de igualdad de o po rtu nid ades. D e este m o do ese inconsciente, condensado en los últim os años desde instancias diversas y proyectado en el caballo de Troya del m ulticulturalism o que se ha in tro d u cid o en la ciudad p ro pia, form a p arte y se hace presente, en el largo laberinto de E l choque de civilizaciones, en form a del llam am iento a un rearm e ante el «im parable» proceso de decadencia, rep resen tado p o r el m ul37. «La oposición a la guerra es particularmente fuerte en el sudoeste de los Estados Unidos dominado por los hispanos, donde la gente y los gobiernos estatales dicen ‘ésta no es nuestra guerra’ e intentan optar por no intervenir, siguiendo el ejemplo de Nueva Inglaterra en la guerra de 1812» (ibid., p. 376).
ticulturalism o, que p uede arru in ar las virtualidades de la civilización occidental. C om o ya lo habíam os advertido, tras el p rim er m o m en to de to m a de conciencia de lo que significa, cada vez m ás, ser una m inoría en tre otras, H u n tin g to n , tras E l choque de civilizaciones y bajo el peso del m ulticulturalism o en E stados U nidos, con lo que p uede significar de «desnaturalización» del «credo estadounidense» y la decadencia de los anglos, se ha visto com pelido a «explicitar» lo que hasta el m o m en to se nos p resentaba com o su p ro p io inconsciente, al que estam os haciendo referencia. D e este m o do h a nacido su últim a obra: ¿Q uiénes so m o s? L os desafíos a la identidad nacional estadounidense38. 5.3. La proyección del afroam ericano en «el negro» de Africa La vivencia y la proyección del enem igo en el «hispano», subclase de la civilización occidental, n o com p rom etid o con ella, tiene un com ple m ento y un aliado en la rivalidad cultural descrita en la figura del «afri cano». El ab andono de África, después de h aber sido un lugar privilegia do p ara las potencias colonizadoras, ah o ra sustituidas p o r las grandes em presas extranjeras que com ercian con las m aterias prim as, cobra el perfil del lugar de la crueldad arbitraria, y la situación desolada de su h am b run a se traduce, en el im aginario de m uchos occidentales, en una fuerza devastadora de cuanto en cu entra a su m ano o de lo que alcancen sus débiles pateras. La im agen «negra» que espera saciar su odio a los esquilm adores de su pasado, a los que los esclavizaron, aparece igual m ente en H u n tin g to n . La som bra alargada de u na esclavitud alargada en el sur de su p ro p io país hace acto de presencia a través de la decan tación del inconsciente que analizábam os. D e este m o do , al final de la p rim era gran g uerra m undial del siglo xxi, g uerra entre civilizaciones, tras el agotam iento y la decadencia posibles de O ccidente (si éste no se decide a recu perar una nueva etap a im perial euro-am ericana), «África [...] tiene poco que ofrecer a la reconstrucción de E uro pa y en cam bio arro ja h ordas de gente m ovilizada socialm ente que devora lo que queda»39. Es decir, el «negro», com o fuerza de destrucción socialm ente m anipulada, viene a sum arse a ese gru po «m ulticultural» cuyo eje serán los hispanos, que suponen u na am enaza, un peligro p ara la id entidad de la cultura occidental. A unque el negro n o rteam erican o, dada la diferen ciada «legitim ación» de ciudadanía que g uarda con respecto al hispano y ten iend o en cuenta su asim ilación a través de la lengua inglesa, no puede ser p resen tado , de m o do directo e inm ediato , com o el enem igo in terio r y posible colaboracionista con otras m inorías culturales, acaba reap areciend o, d entro del im aginario an tim ulticulturalista occidentalista, a través del «negro» de África. Bien es cierto, sin em bargo, que los 38. Hay traducción castellana: Paidós, Barcelona, 2004. 39. Ibid., p. 379.
negros estadounidenses siguen apareciendo y siendo ciudadanos siem pre en sospecha y en continu ad a m in oría de edad. Ju stam ente en el verano de 2 006, cuando cerraba las galeradas de este libro, la A dm inis tración Bush acababa de ren ov ar la Ley del D erecho al Voto, aprobada p o r el C ongreso en 1965 y firm ada p o r el entonces presidente Lyndon Jo hn son . Se trata de u na ley que inten tab a acabar con los obstáculos que im pedían el voto de los afroam ericanos: desde el analfabetism o a la falta de pago de im puestos o la obstaculización p o r p arte de las autoridades de diversos E stados. D e h echo, en ese m ism o año de 1965 los funcionarios de A labam a habían h erido y m atado a varias personas duran te la cam paña p o r la inscripción de votantes negros. La ley, p or o tro lado, lleva el n om bre de tres m ujeres negras: Fannie L ou H am er, cam pesina de M ississippi, golpeada y encarcelada en 1962 p o r tra ta r de votar. La segunda m ujer, que da título a la ley de 1965, es R osa Parks, que se negó a ceder su asiento en un autobús a un hom b re blanco en M ontgom ery, A labam a, siendo encarcelada p o r ello. La tercera m ujer es C o retta S cott K ing, m ujer del dirigente negro asesinado M artin L uther King. P osteriorm ente, la C o rte S uprem a, en 1993, se ten d ría que p ro n unciar en to rn o a las ardides de los «distritos m ultim iem bros» (aunque ya h abía un preced ente en Texas, en d on de se declaró inconstitucional, en 1973, el uso de distritos legislativos m ultim iem bros), que consistía en confeccionar distritos en los que las m inorías q uedaran ahogadas p or los blancos. La afren ta y los obstáculos en el uso del v oto, especialm ente co ntra los negros, co ntinú a en el hecho de que la ley de 1965 h a de ser ren ov ada cada veinticinco años. Ello deja en claro la p retensió n, siem pre perseguida p o r los WASP, de im pedir el voto de los negros y el carácter siem pre p recario de este tipo de ciudadanía, la cual ah o ra se extiende en iguales condiciones a los latinos. El co ntinente africano, su lugar de origen, rep resen ta el pavoroso enem igo devastador de E uropa, esto es, la p arte fundam ental integ ran te del occidentalism o norteam erican o. Los negros y los hispanos, pues, acaban siendo señalados, n o m b ra dos com o los enem igos intern os que, debilitando desde d entro la cultu ra occidental, llegando incluso a ab an do narla en su lucha con las otras culturas — representadas en el frente form ado p o r C hina y Jap ó n — , com ienzan ya a constituirse en los h erederos de la h acienda labrada y que tan esforzadam ente han cultivado y defendido los «anglos». Si el enem igo, a nivel m undial, se concreta en el «m usulm án», com o la p arte en frentad a al resto del m u nd o, los enem igos interiores serán los «negros» y los «hispanos». A la postre, el frente de los enem igos p or vía de religión y cultura acaba cobrando form a en ese im aginario de los «nocristianos», que co ntro lan gran p arte de la riqueza p etrolera, de los nooccidentales: los hispanos, que, p o r la vía de la inm igración — com o el caballo de Troya— han p en etrad o p ara adueñarse de la «ciudad»; y los negros, la som bra todavía alargada que sigue denu nciand o u no de los crím enes m ayores de la hum anidad: su reducción a la condición
de esclavos, y que co ntinú a presente com o denuncia no cerrada en la conciencia de sus «amos». Los negros han de ser «reconform ados» com o los «resentidos» co n tra europeos y estadounidenses, rep resen tan d o un peligro devorador, siem pre inm inente, un enem igo que in ten ta destruir vengativam ente a sus colonizadores. La h ip otética g uerra p lanetaria p a rece cerrar su círculo teó rico p ara d ar paso a la organización práctica de la g uerra real. 6. La reificación del concepto de cultura y la hipóstasis de las categorías psicológicas M i tercera tesis ind ag atoria del subtexto de la o bra de H u n tin g to n hace referencia al carácter acientífico y psicologizante tan to del proceso instituy ente de la cu ltu ra com o de los procesos constituyentes de cam bio h istórico de la m ism a. La suplantación de la conceptualización de la n aturaleza de la cu ltu ra y de los m o m en tos históricos constituyentes de la m ism a p o r la relevancia o to rg ad a a las actitudes psicológicas de los individuos rep resen ta la vuelta a u na suerte de racionalism o en el en tend im ien to del lenguaje y de la cu ltu ra según el cual sería el indivi duo quien crearía el ám bito de significados que constituyen la u rdim bre sim bólica de la cultura. Tal p o stu ra conlleva, en p rim er lugar, volver a asum ir u n a p o stu ra teó rica am pliam ente refu tad a desde las diversas ciencias antrop ológ icas, teorías filosóficas, lingüísticas, etc. Por el co n trario , el lenguaje, ligado al m u nd o sim bólico del im aginario social, p recede a los p ro pio s individuos y les perm ite que sus conceptualizaciones, afirm aciones, así com o el sentido de sus acciones, ad qu ieran un significado inteligible p ara todos. U na tal existencia socio-histórica p re viam ente dada n o im plica hipostasiar lo ya dado significativam ente sino que p resup on e la capacidad constituyente de los p ro pio s individuos p ara tran sform ar, m o du lar y añ ad ir aquellas dim ensiones significativas que tan to de form a endógena com o exógena son p ro d u cto s de nuevas experiencias, de dem andas ex teriores a la p ro p ia cultura, de in tercam bios y de m estizajes. H ab lar de im pulsos o m otivaciones psicológicas com o principios co nfo rm ad ores de la red significativa del lenguaje, del com plejo sim bólico de la cultura, m uestra, en segundo lugar, lo acrítico de u na posi ción com o la de H u n tin g to n . Por el co ntrario , no tiene sentido alguno considerar tales im pulsos ciegos com o definidores del im aginario social instituyente de la cultura, p uesto que tales supuestos im pulsos, la v o lu n tad de poder, la determ inación del enem igo a diferencia del adversario político, el odio al que le hace a u no daño o el odio al «otro» p o r el hecho de ser diferente, etc., en cuanto puedan ser considerados com o acciones de los seres hum anos ya están previam ente definidos en la red de significados que conform an la retícula de significantes del lenguaje,
así com o asociados al o rd en valorativo social y culturalm ente consti tuidos. D e este m o do , resulta tan acrítica com o ideológica, en cuanto visión deform ada de la realidad sin advertir la lógica in tern a de su cons titució n, la afirm ación de que «la gente necesita enem igos: co m p etid o res en los negocios, rivales en el ren dim ien to académ ico, opo nen tes en la política»40. Lo discutible es que establece com o im pulsos naturales lo que son pautas sociales de u na d eterm inada sociedad d en tro de las diversas civilizaciones, de u na sociedad que ha ido evolucionando hasta ad o p tar h istóricam ente su form a actual. Se trataría de la sociedad esta dounidense de hoy, v ertebrad a en to rn o a la idea de com petitividad. Por el co ntrario , cientos, m illones de hom bres de las m ás diversas culturas y civilizaciones no tienen ni siquiera hoy la m ás m ínim a o p o rtu n id ad de ejercer esa com petitividad académ ica, ni m enos aún derechos de ciu d adanía política. Porque la p olítica no es un hecho n atural ni se debe a m eras pulsiones, ni el m ercado es un dato universal de todas las culturas y to d o s los tiem pos, com o lo p usieron en claro los trabajos de Polanyi. D efend er la «ubicuidad del conflicto» com o un cuasi existencial h u m ano, en tercer lugar, n o perm ite distinguir la p ertin en cia o n o p ertin en cia, la legitim idad o ilegitim idad de un conflicto, no establece elem entos diferenciadores desde un p u n to de vista ético-político de tales en fren ta m ientos. Así, tod os los conflictos serían igualm ente válidos, tod os igual m ente hum anos: los de carácter ex term inado r o los que se pro po n gan fines liberadores. E sta neutralidad valorativa nos deja expuestos siem pre al m ás fuerte, al m ás belicoso, al de m ayor capacidad de destrucción. Por otro lado, al no establecerse elem entos de n orm atividad que califiquen los conflictos, no h abría razón alguna p ara detenerlos o dejar que se d e sarrollen conform e a los intereses particulares de individuos o grupos. H u n tin g to n p retend e subsanar estas deficiencias radicales de su análisis con su afirm ación central: «Es hum ano odiar». U na vez m ás, es necesa rio advertir que lo que p ud iera ser este supuesto instin to prim ario sólo cobra inteligibilidad y atribución com o acción h um ana en cuanto está redefinido p o r el im aginario sim bólico de cada sociedad o cultura. D es de esta últim a perspectiva no se entiende, n o es ind ep end ien te el acto de odiar de su p ro p ia articulación significativa ni de su cualificación norm ativa. En esta m ism a línea de interp retació n, debem os observar que lo que im plica el sentim iento del odio resulta p ara n oso tros inteli gible, podem os en tend er individual y colectivam ente lo que es el odiar cuando lo situam os d entro de u na red significativa que perm ite d istin guir y establecer diversos niveles de aceptación o rechazo del o tro o los o tros en cuanto anim adversión, enem istad, etc. D e hecho, distinguim os y clasificam os el odiar, su m otivación y su valoración de m uy distinta m anera según se refiera a los seres hum anos p o r el hecho de ser tales, o bien tenga com o objeto la acción de la esclavitud ejercida p o r o tro s o se 40. Ibid., p. 153.
dirija a la actuación de un d ictado r que sacrifica a un pueblo. El odiar cobra, pues, significados y valoraciones diferentes de acuerdo con los referentes de sentido que le presta el im aginario sim bólico de cada cul tura. N o es inteligible el odiar com o hecho pulsional valorativam ente n eutral en el ám bito de la actividad h um ana p ro piam en te dicha41. La indiferenciada y h om o geneizado ra calificación valorativa de la o ntológica ubicuidad del conflicto, y su enfatización con la idea del odio com o co m ponente prim ario del co m p ortam iento h um ano , le lleva a v er en el «otro» siem pre al enem igo, p o r definición irreconciliable. N o cabe la «conversión» a m odos de interrelación m ediados p o r el ap ren dizaje m u tuo de form as de com unicación no violentas ni el m estizaje de gram áticas de significado com partidas: «por p ro p ia definición y m o tivación la gente necesita enem igos». Esta p rim era caracterización del sujeto hum ano se une a la consideración esencialista de la cu ltu ra que convierte a tod as las culturas y civilizaciones en realidades identitarias dotadas de tal unicidad que las hace absolutam ente inconm ensurables. D e ahí que la m ulticulturalid ad sea el enem igo in tern o m ás letal porqu e h o rad a los cim ientos pro pio s de la unicidad de u na cultura, dejándola, p o r tan to , carente de su identidad pro pia. D esde estos presupuestos, H u n tin g to n p uede ya elaborar la gran falacia que subtiende su obra. D ad a la reducción pulsional-psicologizante del sujeto y la absoluta u n i cidad inconm ensurable de to d a cultura, la afirm ación del valor de una cu ltu ra d eterm inada conlleva necesariam ente el carácter de ser la ex presión exclusiva del valor. Al m ism o tiem po, todas las dem ás aparecen com o el no-valor. D e ahí que cualquier m estizaje haya de ser rep ud iado com o expresión de la devaluación y la negación de la p ro p ia cultura p or o bra del «enem igo». El enem igo, con el cual no son perm itidas m ixturas culturales de ningún tipo , son tod as las dem ás culturas o civilizaciones «por definición». Y el enem igo in tern o es la m u lticulturalidad, la gan grena de O ccidente en general y de E stados U nidos en particular, que «puede(n) d añar e incluso destruir esa relación (con O ccidente), pero no puede(n) reem plazarla»42. A hora bien, sólo cabe u na excepción en la relación con otras culturas, sin caer en la herejía, aunque con exigencias m uy concretas. D icha excepción tiene que ver, curiosam ente, sólo con relaciones «en el ám bito económ ico», siem pre que acepten el tipo de la llam ada «cultura com ún», que trad uce la concepción de la econom ía capitalista de m ercado im puesta p o r O ccidente. La obsesiva p reo cu 41. Castoriadis, refiriéndose a los diversos aspectos del racismo, sugiere la posibilidad del «odio al otro como una faceta del odio inconsciente a sí mismo». Aunque resulta de un espe cial interés el horizonte que pretende abrir, esta línea de investigación no es relevante para el análisis propuesto por Huntington. Todo lo más, muestra las carencias teóricas acumuladas por este autor en orden a la determinación tanto de la cultura como del componente que considera intrínseco a la misma: la idea de enemigo. Cf. C. Castoriadis, El mundo fragmentado, Caronte Ensayos, Buenos Aires, 1993, Primera parte: «Reflexiones sobre el racismo». 42. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones..., p. 368.
pación p o r la pureza de la cultura así com o p o r el co ntrol estratégico necesario p ara no caer en aventuras de guerras de debilitam iento ni en com prom isos de justicia redistributiva con respecto a los países que, históricam ente y en función del desarrollo llevado a cabo, u nen su p e n uria a la pertenencia a otras culturas distintas de las occidentales, lleva a n uestro au to r a sentenciar de form a m oralizante, en co ntra de lo que h a sido la globalización de capitales y lo que fue el ejercicio de la co lo nización, que «los hom bres de negocios hacen trato s con la gente a la que en tienden y en la que pueden confiar; los E stados ceden soberanía a asociaciones internacionales form adas p o r E stados de espíritu afín, a los que entienden y en quienes confían. Las raíces de la cooperación económ ica están en la coincidencia cultural»43. El espacio público, la política y el ejercicio p articipativo y resp on sa ble de la dem ocracia sufren q ueb ranto ante la violencia co n tra la dife rencia, el m estizaje y el pluralism o, dado que nuestras ciudades, nuestras naciones son ya m ulticulturales. N o es ex traño que las páginas siguien tes al ap artad o que hem os exam inado estén dedicadas a reto m ar la idea de la unicidad y la m ism idad de las culturas, que han de «captar la esen cia» de las m ism as. Y el ejem plo m ás preclaro viene, u na vez m ás, de las opciones de los políticos en el ejercicio del poder. Es el caso de Wee K im W ee, el «presidente del pueblo», quien, en u na especie de decálogo, cifra lo que han de ser los valores «que captan la esencia de lo que es ser de Singapur». «La declaración de valores co m un es, escribe H u n tin g to n , excluía explícitam ente de su esfera los valores políticos [...] (pero) era un esfuerzo am bicioso e inteligente p o r definir u na id entidad cultural de Singapur que sus colectividades étnicas y religiosas co m partían y que les distinguían al respecto»44. A unque no deja de adm itir n uestro au tor que tales valores no serían rechazados p o r los occidentales com o «in dignos», sí reconoce que no p od rían ser asum idos los valores definidos p o r K im W ee, en cuanto ligados a la «colectividad étnica», p on iend o a «la sociedad p o r encim a del individuo» y exigiendo «arm onía racial y religiosa». Q uedarían fuera de ese ám bito de valores los co rresp on dien tes al individuo, que no puede ser v iolentado p o r el g ru po ; tam poco son reconocidos los valores corresp on dien tes a la libertad de expresión y a la v erdad surgida de la discusión y argum entación racionales; no se registran ni la participación ni la com petencia políticas, com o tam poco el sentido del im perio de la ley frente al im perio de los gobernantes. N o obstante, relegando el com prom iso p o r u na defensa resp etu osa de los principios dem ocráticos, com o había m anifestado en L a tercera ola, H u n tin g to n pone p o r encim a «la coherencia» de u na cultura basada en «la esencia» de la m ism a. Es cierto que, en función del relativism o p ro fesado «interesadam ente» p o r H u n tin g to n y su apego a los políticos de 43. Ibid., p. 159. 44. Ibid., p. 383.
corte au to ritario , la universalidad virtual de los valores de la Ilustración pierde to d a su vigencia e ido neid ad interp elan tes en la relación con otras culturas, convirtiéndose en un reservorio de O ccidente. El resto de las culturas a las que n o se considere com o totalm ente indignas serán bien celebradas, aunque p ued a argum entarse críticam ente que violan los supuestos derechos universales reconocidos a tod os los ciudadanos del m u nd o en el p arlam en to de la O N U . Las culturas, asum idas acríticam ente com o un to d o hipostasiado en las form as que reciban de sus pod eres políticos dom inantes no pued en ni deben adm itir dem andas surgidas en la interrelación de los pueblos o en el pluralism o realm ente existente en sus propias fronteras. El m ulticulturalism o, el m estizaje, el pluralism o y las diferencias son solapadas p o r la «violencia» que puede ejercer cada cu ltu ra que perciba la exigencia de posibles cam bios de su esencia en función de lo que se ha llam ado «una cu ltu ra de razones» (K am bartel). En este sentido, u na vez m ás, la intelección de lo que sea el espacio público, la plu ralidad de los individuos com o la form a más h um ana de vida (A rendt) y los referentes de valor y sentido de la d em o cracia han de ceder a favor de «un o rd en basado en las civilizaciones»45, sea cual fuere lo que se en tiend a p o r tales46. En u na suerte de filosofía de la historia de carácter organicista, spengleriano, que co ntem pla el nacim iento, la evolución y la m uerte de las culturas, H u n tin g to n p retend e establecer un conjuro, a través de m edidas de pureza de sangre cultural, exclusivistas y excluyentes, que evite el ocaso de la civilización occidental. E sta p retensió n de salvar la cu ltu ra occidental le lleva a establecer, pese a sus retóricas culturalistas sobre la represen tació n del valor único de dicha civilización, que el m érito de esta ú ltim a reside, p ro piam en te, en la capacidad de co ntro lar m ilitar y económ icam ente un am plio espacio de influencia sin arriesgar la vida de sus ciudadanos.
45. Ibid., p. 386. 46. Algo más atemperado en sus juicios sobre las civilizaciones y con un conocimiento su perior de lo que suponen las culturas del Extremo Oriente, Amartya Sen escribe: «La interpreta ción monolítica de los valores asiáticos como elementos hostiles a la democracia y los derechos políticos no resiste un examen crítico. No debería, supongo, ser demasiado severo ante la falta de rigor científico de los que sostienen estas creencias, debido a que la fuente de las mismas no se encuentra en el mundo universitario, sino en líderes políticos, a menudo portavoces oficiales o extra-oficiales de gobiernos autoritarios» (A. Sen, El valor de la democracia, El Viejo Topo, Barcelona, 2006, p. 86).
D EM O C R A C IA Y CULTURA: ¿ES EL «C H O Q U E D E C IV ILIZA CIO N ES» EL H O R IZ O N T E P O L ÍT IC O -D E M O C R Á T IC O D EL SIGLO XXI?
1. D e la interdependencia político-dem ocrática al «choque de civilizaciones» El cam bio de perspectiva que persigue asum ir el pluralism o cultural com o «norm atividad» en las interrelaciones entre personas, grupos y naciones no obvia la dificultad ni ignora los com ponentes de « extraña m iento» que to d a cultura conlleva en cuanto lenguaje particular. Todo «reconocim iento», intersubjetivo o de naciones, im plica, generalm ente, un esforzado ejercicio cuya conceptualización se rem ite — en el lím ite— a la hegeliana relación de am o-esclavo, relación esta últim a d eu d o ra de señas d eterm inadas de culturas e inflexiones históricas concretas. Sin em bargo, p osp on iend o ah o ra la discusión debida en to rn o a los p ro blem as que genera el m ulticulturalism o, habrem os de p artir del dato de que, en función de la universalización del com ercio y la globalización de los capitales financieros, las sociedades de los E stados m ás desarrollados, am én de las consecuencias de su papel de países colonizadores, en una gran p arte son ya sociedades m ulticulturales. Es éste un dato irrebasable. D esde la perspectiva que adoptam os en este m o m en to, la p regu nta p o r realizar, sin em bargo, m ás allá del p ro blem a del m ulticulturalism o, es «por qué ciertas sociedades generan rasgos de identidad excluyentes de o tro s rasgos de identidad, p o r qué eventualm ente ciertas prácticas m o nopolizan la pertenencia al grupo. El pro blem a no es la convivencia, sino el rechazo; no la variedad, sino la fobia hacia lo ex traño » 1. En el caso de los países occidentales, ciertam ente, el en cu entro y la relación con otras m últiples culturas hacía m ucho tiem po que se habían p ro d u 1. E. Lamo de Espinosa, «Fronteras culturales», en Íd. (ed.), Culturas, Estados, ciudada nos. Una aproximación al multiculturalismo en Europa, Alianza, Madrid, 1995, p. 29.
cido, y los lazos de «dependencia» p erm anecerían hasta los com ienzos de los años cincuenta del siglo XX. E sta secuencia histórica h a configu ran d o , eso sí, u na experiencia radical p ara m uchas naciones m arcada p o r el ejercicio de la «colonización». H asta el final de la segunda G uerra M un dial tres cuartas p artes de la hum anid ad, tres cuartas partes de la geografía de la T ierra, habían sufrido el colonialism o de O ccidente. D e este m o do , la interiorización de las form as de dom inio y el ejercicio de relaciones de d ependencia im puestas a las diversas culturas colonizadas parecen h aber dejado su p en etran te huella en las posiciones actuales de m uchos pueblos occidentales, de teóricos de la política y especialistas en «transitologías» a la dem ocracia. Así, recu erd a H u n tin g to n : Occidente conquistó el mundo no por la superioridad de sus ideas, va lores o religión (a los que se convirtieron pocos miembros de las otras civilizaciones), sino más bien por su superioridad en la aplicación de la violencia organizada. Los occidentales a menudo olvidan este hecho; los no occidentales, nunca2. E l choque de civilizaciones, o bra del estadounidense Sam uel P. H unting ton , reconocido teórico de la dem ocracia y especialista en relaciones internacionales, se h a constituido, desde la perspectiva enunciada, en la o bra de m ayor referencia y m ás rep resen tativa del nuevo horizo nte político del m u nd o em ergente al final del «corto siglo XX». Esto es, tras la G u erra Fría, arg um enta en su o bra H u n tin g to n , dom in a la política «m ultipolar y m ulticivilizacional»; es m ás, el «poder se está desplazan do, de O ccidente [...] a las civilizaciones no occidentales». Este supuesto inq uietante desplazam iento del poder, unido a la hipótesis, defendida en últim a instancia p o r n uestro autor, de la inconm ensurabilidad de las culturas y de un relativism o total, alim enta el prejuicio de que el «otro» es, en últim o térm in o, «el enem igo». E insiste: En este nuevo mundo la política local es la política de la etnicidad; la po lítica global es la política de las civilizaciones [...] La gente usa la política no sólo para promover sus intereses, sino también para definir su identi dad. Sabemos quiénes somos sólo cuando sabemos quiénes no somos, y con frecuencia sólo cuando sabemos contra quiénes estamos3. La ren un cia a cualquier universalism o en trañ a las dificultades para u na política del reconocim iento y de la responsabilidad en tre naciones, com unidades y culturas, así com o el «extrañam iento» sustituye a cual quier ética, siquiera tenue, entre las poblaciones p ara relacionarse en tre sí. El ensim ism am iento y el enclaustram iento de culturas presagian 2. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, Paidós, Barcelona, 1997, p. 58. 3. Ibid., p. 22.
la indiferencia cuando no la enem iga abierta co n tra el «otro», pues la gente acaba co m p artiend o el enem igo com ún en m ayor m edida que la p ertenencia o la adhesión a u na cultura. Lo cierto es que, sólo dos años antes de ex po ner su interp retació n «cultural» del nuevo o rd en político m undial, el p ro feso r de H arv ard h a bía publicado una o bra de especial relieve en o rd en a configurar lo que p o d ría ser el horizo nte dem ocrático de n uestro tiem po, tras la caída del M uro de Berlín. D icha obra, aparecida en 1991, se titulab a La tercera ola. La dem ocratización a finales del siglo xx. En este trabajo de historia y prospección de la dem ocracia afirm aba enfáticam ente: La dialéctica de la historia se impuso sobre las teorías de las ciencias so ciales [...] el movimiento hacia la democracia parece adquirir el carácter de una marea universal casi irresistible, que avanza de triunfo en triunfo4. A com pañaba este análisis y esta prospectiva de dos advertencias im p o rtan tes tras el final de la G u erra Fría. En p rim er lugar, la de que las dem ocracias, con algunas excepciones, n o llevan a cabo guerras entre ellas. Y, lo que es m ás im p ortan te, en la m edida en que el fenóm eno de las transiciones a la dem ocracia continúe y se extienda, ten iend o en cuenta la experiencia del pasado, «un m u nd o decididam ente d em o crá tico es casi un m u nd o relativam ente libre de violencia internacional»5. En segundo lugar — lo que resulta de sum o interés en n uestro co n tex to — esta ola de dem ocratización no supone ningún sim ple determ inism o histórico, «pero cuando líderes hábiles y decididos la em pujan, siem pre se m ueve»6. H u n tin g to n precisa las fechas de lo que, en un m o m en to d eter m inado, considera el m ovim iento hacia la paulatin a dem ocratización del universo. C ad a fecha ten d rá, p o r su p arte, un segundo m o m ento de resaca que ten d erá a b orrar, en p arte, los logros dem ocratizadores alcanzados en un p rim er m om ento. Así, entre 1828 y 1926 tiene lugar la p rim era gran ola de extensión de la dem ocracia, p ero, entre 1922 y 1942 se p ro du ce h istóricam ente un retroceso en cuanto al núm ero de países en los que se había establecido el sistem a dem ocrático. La segun da gran ola de ap ertu ra política se sitúa entre 1943 y 1962. Y, p o r fin, la tercera ola, a la que estábam os asistiendo en los años noventa, se p ro d u jo el 15 de abril de 1974, con el golpe de m ilitares jóvenes en Portugal, a la que seguirían España, G recia, etc. D e este m o do , si en 1922 había 22 E stados dem ocráticos entre los 64 E stados establecidos, en 1990 sum a rían 58 entre los 129 existentes, aun cuando no h ub iera au m entado la p ro p o rció n de E stados dem ocráticos alcanzada en 1922. N o cabe duda, 4. S. P. Huntington, La tercera ola. La democratización a finales del siglo xx, Paidós, Barcelona, 1994, pp. 32-33. 5. Ibid., p. 39. 6. Ibid., p. 282.
sin em bargo, de que el hecho de que la India sea dem ocrática tiene un im pacto su perio r al de la sim ple constatación estadística del n úm ero de países dem ocráticos. El acercam iento a la tercera ola dem ocrática p retend e realizarlo H u n tin g to n desde posiciones m ás analíticas que doctrinarias. Él m is m o lo form ula así: «H e inten tad o m anten er m i análisis tan distanciado com o fuera posible de m is p ro pio s valores; esto ocurre p o r lo m enos en el 9 5% de este libro»7. ¿Se p o d ría asum ir esta supuesta neutralización doctrinal en la in terp retació n dem ocrática de los procesos de cam bio político en los diversos países del m undo? El m éto do em pírico que p a rece sustentar la recogida de datos y su clasificación estadística aboga p o r un establecim iento de sus tesis «fuera de to d a form ulación tras cendental y ahistórica». Su papel personal quedaría, en cualquier caso, circunscrito al de «científico social», relevado sin em bargo en cinco oca siones a lo largo de la obra, en los cuales ejerce la función de «conse jero político», u na especie de «dem ocrático aspirante a M aquiavelo», según sus propias palabras. El p u n to de p artid a, ¿qué se entiende p or dem ocracia?, rem ite, p o r el co ntrario , a u na posición absolutam ente ideológica y p artidista, que condiciona tan to la intelección de la d em o cracia y su valoración de las «olas» dem ocráticas com o especialm ente, en función de n uestros intereses en este trabajo, su com prensión de las diversas culturas y su afinidad política con la p ro p ia dem ocracia. C o ncretam en te, su definición de la dem ocracia, en la genealogía abierta p o r C o nstant, atiende a los cam bios de com prensión de la m ism a «por los m o derno s frente a los antiguos». Esta posición liberal-representativa no está ex enta de «prejuicios», algunos casi m etafísicos, acerca de la dim ensión n orm ativ a del espacio público y su relación con los agentes im plicados en este sistem a político. D e hecho, com o detallo en el capí tulo 8 de esta obra, B enjam in C o nstan t, en la inauguración del tiem po del liberalism o p ro piam en te dicho, se plantea la nueva com prensión de la dem ocracia frente a los griegos, o el m u nd o antiguo en general, a p artir de u na tesis de calado m etafísico, a saber, un cam bio de la «naturaleza hum ana»: «la situación de la especie h um ana en la A ntigüe dad, p o r o tra p arte, n o perm itía intro d u cir o establecer u na institución de esta naturaleza»8. H u n tin g to n se reclam a de la com prensión de la dem ocracia d irectam ente de Schum peter, quien h abría explicitado «la m ás im p ortan te form ulación m o d ern a de este concepto». N o deja de ser so rp ren d en te, sin em bargo, que, p ara el m ism o Schum peter, h u biera que recurrir, igualm ente, a un análisis de la «naturaleza hum ana» com o fuente explicativa del nuevo concepto de dem ocracia que incluye en un capítulo de su obra C apitalism o, socialism o y democracia (1942), 7. Ibid., p. 15. 8. B. Constant, «De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos», en Escritos políticos, CEC, Madrid, 1989, p. 259.
a la que se refiere H u n tin g to n . El capítulo referido reza así: «La n a turaleza h um ana en la política». Tras una m uy superficial y un tanto atrabiliaria interp retació n psico-sociológica de la naturaleza hum ana, sentencia, con cierto aire de apodicticidad, que, en los individuos h is tóricos de estos nuevos tiem pos, «la precisión y la racionalidad en el p ensam iento y en la acción no están garantizados», com o lo suponía la dem ocracia antigua. D e este m o do , los procesos de constitución de lo que sean necesidades hum anas y las elecciones políticas p ara su reali zación p o r p arte de los ciudadanos, lo que en tendem os generalm ente p o r v o lu n tad general, n o son m ás que «creencias», cercanas al contexto religioso, artificialm ente creadas al m o do de la p ro p ag an d a com ercial. Por el co ntrario , enfatiza Schum peter, lo que se deno m in a «la voluntad del pueblo es el p ro d u cto , no la fuerza del proceso político»9. Lo que se entiende p o r v olun tad popular, tan to en las m anifestaciones abier tas com o en las latencias, son propuestas llevadas a cabo siem pre p or los gobernantes, los rep resen tantes políticos, los líderes. Schum peter refo rm ula así el concepto w eberiano del «caudillo», aderezado dentro de la ten den cia econom icista co ntem po ránea que rige la com prensión tan to de la política en general com o de la dem ocracia en particular. Se trata de en tend er la profesionalización del político, la com petencia en la lucha p o r los votos de los ciudadanos y el p ro p io papel del «caudillo» o líder al m o do del com erciante o del p ro du cto r. D e este m o do , viene a ser co rrecta la o pinión del viejo p olítico, citado p o r Schum peter, que afirm aba: «Lo que los hom bres de negocios no co m prenden es que yo opero con los votos exactam ente igual que ellos o peran con el aceite». D e donde n uestro au to r concluiría: Ni un almacén puede ser definido por sus marcas ni un partido definirse por sus principios. Un partido es un grupo cuyos miembros se proponen actuar de consuno en la lucha de la competencia por el poder10. En definitiva, la dem ocracia es, sim plem ente, «el gobierno del político»11. La concepción de la dem ocracia que va a servir a H u n tin g to n de guía, tan to en el exam en de las olas que extienden su im plantación en las naciones com o en su interp retació n de las culturas, no es, pues, neutral. En la línea del liberalism o rep resentativo, refo rm ulado por Schum peter, la dem ocracia queda absuelta de los elem entos norm ativos que conlleva la idea h eredada de espacio p úb lico ; la p ro p ia d em o cra cia pierde su valor intrínseco en cuanto expresión de la libertad y de la participación de los individuos, así com o se invisibiliza la función 9. J. Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia, Folio, Barcelona, 1984, p. 329. 10. Ibid., p. 359. 11. Ibid., p. 362. El subrayado es mío.
constitutiva de la dem ocracia en lo que se refiere a las necesidades h u m anas p ro piam en te dichas, en térm inos utilizados p o r A m artya Sen. La dem ocracia, a la p ostre, sólo m antiene un valor instru m en tal y su existencia resp on de a instancias económ icas. Tal es, co ncretam ente, la concepción de la dem ocracia que H u n tin g to n asum e e in terp reta. Es m ás, frente a la com plejidad que acom paña históricam ente la conceptualización ap ro p iad a de la dem ocracia, p ara el p ro feso r de H arv ard «el acercam iento a la dem ocracia según los pro ced im ien tos concuerda con el uso de sentido com ún del térm ino»12. D e este m odo, m ás allá de la plu ralidad de las form as interp retativas y las argum entaciones debidas, «la palabra ‘d em ocracia’ (es) m enos u na palabra triunfalista que un tér m ino de sentido com ún». La inm ediatez y la sim plicidad del térm ino, cuya estru ctura significativa y sim bólico-norm ativa es resuelta, desde la ausencia teórica, en favor de un supuesto sentido com ún, co m p o rta la reducción drástica de la dem ocracia a su función form al instrum ental: la elección de líderes. Por o tro lado, de acuerdo con la dim ensión econom icista p restada, se establece u na relación de causalidad entre eco n om ía y dem ocracia: el desarrollo económ ico d eterm ina los procesos de conform ación de la m ism a. D esde esta perspectiva, «la m ayoría de las sociedades pobres seguirán siendo no dem ocráticas m ientras sigan siendo pobres». D e este m o do , consecuente con su p u n to de p artida, H u n tin g to n puede establecer com o conclusión de su trabajo e investi gación la siguiente tesis: Las posibilidades futuras y de expansión de la democracia son el desa rrollo económico y el liderazgo político [...] Flotando sobre una crecien te marea de progreso económico, cada ola avanzó más allá y retrocedió en el reflujo menos que sus predecesoras13. A este respecto, no h abría m ás rem edio que m atizar dicha tesis con las posiciones argum entadas p o r el Prem io N o bel de econom ía A m artya Sen, p ara quien «la hipótesis de que n o existe u na relación clara entre crecim iento económ ico y dem ocracia en cualquier dirección parece bas tan te plausible [...] N o sólo debem os aten der a las relaciones estadísticas, sino tam bién exam inar los procesos causales inherentes al crecim iento y el desarrollo económ ico»14. Es decir, las «políticas eficaces» en m ateria económ ica requieren el ejercicio de los derechos civiles y políticos; las exigencias propias del crecim iento incluyen la necesidad de seguridad y estabilidad, tan to económ ica com o social: Un país no tiene que considerarse adecuado o preparado para la demo cracia; en lugar de eso, tiene que volverse adecuado mediante la demo 12. La tercera ola... , p. 21. 13. Ibid., pp. 281-282. 14. A. Sen, El valor de la democracia, El Viejo Topo, Barcelona, 2006, p. 65.
cracia [...] la democracia no es un lujo que pueda esperar la llegada de la prosperidad general15. Este giro tan significativo de perspectiva histórico-m etodológica, en cuanto a la necesidad de d esarrollar regím enes dem ocráticos sin desli garla de los procesos de desarrollo económ ico, in tro d u ciría cam bios de gran calado en orden al significado de la in terd ep end en cia entre países, a la necesidad de extensión de la dem ocracia y en to rn o a la responsabi lidad política con respecto a las poblaciones m ás pobres. Las propuestas dem ocráticas, su im plantación y su extensión resp on den a las necesi dades m ás p erento rias de cualquier sociedad, p ob re o desarrollada, sin que las form as apropiadas hayan de atenerse a los cánones occidenta les. Incluso en la situación de pobreza, es consustancial a la lim itación pandém ica de la m ism a la posibilidad que tengan los pueblos de exigir responsabilidades a sus gobiernos, así com o d isponer de m edios de ex presión que im posibiliten el o cultam iento de situaciones de crisis y p u e dan convertirse en altavoces de alternativas distintas. Al m ism o tiem po, frente a la idea de «sobrecarga política» de la dem ocracia que subtiende a to d a la o bra de H u n tin g to n , lim itándola estru cturalm ente en cuanto a los aspectos participativos de los agentes políticos, la co-im plicación entre la dem ocracia y la econom ía, p o r parte de Sen, recu pera el valor n orm ativo del espacio público, la función constitutiva del debate y el inextricable co ntrol del p o d er p o r p arte de los ciudadanos: Si interpretamos la democracia no sólo en función de las elecciones, sino bajo la forma más general del debate público, entonces lo que necesita mos es el fortalecimiento de la democracia, y no su debilitamiento [...] El debate público, insiste Sen, desempeña un papel crucial en la form a ción de nuestra idea de viabilidad (particularmente, viabilidad social). Los derechos políticos, incluyendo la libertad de expresión y discusión, no son sólo cruciales por inducir respuestas sociales a las necesidades económicas, sino que son centrales en la conceptualización de las nece sidades económicas en sí mismas16. En La tercera ola, ligado al p ro blem a de la im plantación y la ex ten sión de la dem ocracia, u na vez establecido que «el futuro de la d em o cra 15. Ibid., pp. 58 y 81. En una entrevista realizada para La Vanguardia (29 de junio de 2004) le preguntaba Lluis Amiguet a Amartya Sen por las recetas del hambre, a lo que contes taba el autor indio: «—Democracia. Sólo las urnas vacunan contra el hambre. La democracia combate el subdesarrollo con eficacia. Y la prueba la tiene, por ejemplo, en cómo China sin democracia tiene cada vez más millonarios, pero está perdiendo la ventaja que llevaba a India en esperanza y calidad de vida. El desarrollo económico no es posible sin democracia. »— Los tecnócratas decían que en España sólo sería posible la democracia cuando consi guiéramos 3.000 dólares de renta per cápita. »— Es una solemne estupidez. También se dijo la misma barbaridad de Pinochet: que el dictador era bueno para la economía». 16. Ibid., pp. 41 y 77.
cia d epende del futu ro del desarrollo económ ico»17, H u n tin g to n desta ca algunos de los elem entos coadyuvantes o retard atario s de las oleadas dem ocráticas, clasificándolos en tres apartados: políticos, económ icos y culturales. Es este últim o, el ám bito cultural, el que nos interesa desta car p o r las características de n uestro trabajo. En efecto, las dim ensiones de la cu ltu ra serán las que, de un m odo d eterm inante, van a configurar, a través de E l choque de civilizaciones, el h orizo nte de n uestro actual m o m en to político y dem ocrático. El ám bito de la cultura es tratad o b re vem ente en La tercera ola, con claras diferencias con respecto a su o bra p osterior, pero contiene in nuce algunas de las posiciones adoptadas m ás tarde. Así, p o r ejem plo, expone brevem ente las peculiaridades de la civilización occidental, la cual se distingue del resto de las civilizaciones p o r ser la cuna de la dem ocracia e identificarse m uy especialm ente con dicha form a de vida y de régim en político. C om o com ponentes esen ciales de la cu ltu ra occidental han de m encionarse el p ro testan tism o y el catolicism o, con posiciones am bivalentes, no obstante, en el tem a de la dem ocracia. D e hecho, aten dien do a la form a de religión, se atreve a trazar la m ism a divisoria que utilizará en E l choque de civilizaciones con respecto a la línea de fractu ra que divide E uropa, y que especifica p o r la p ertenencia de sus naciones al cristianism o occidental frente a la religión o rto d o x a y el islam ism o. E sta línea de fractu ra traza u na fro n tera desde los lím ites entre F inlandia y Rusia y llega hasta Yugoslavia, separando a E slovenia y C roacia de las otras repúblicas. «Esta línea, es cribe, p o d ría separar las zonas don de la dem ocracia p o d ría arraigar de aquellas d on de no p o d ría hacerlo»18. La tesis, pues, de la peculiaridad única de la cu ltu ra occidental ten d rá im plicaciones decisivas en to rn o a la posible dem ocratización de los Balcanes y Rusia, así com o p ara el islam y las culturas asiáticas en las cuales p redo m ine el confucianism o. E sta p rim era aproxim ación al o rd en de las culturas com o elem en tos favorecedores, retard atario s o negadores absolutos de la dem ocracia tiene, no obstante, u na lectura m ás m o du lad a y m enos d eterm inista en La tercera ola que en E l choque de civilizaciones. En efecto, el confucianism o, al negar la separación entre lo p ro fan o y lo sagrado, tal com o lo in terp reta H u n tin g to n , pone en crisis la legitim ación del p o d er político, haciendo inviable un régim en dem ocrático. D e este m o do , se establece la tesis de que «la dem ocracia confuciana p o d ría ser u na contradicción en sus térm in os» 19. Por el co ntrario , afirm a, lo que no parece co ntrad ic 17. S. P. Huntington, La tercera ola..., p. 77. 18. Ibid., p. 267. 19. Ibid., p. 277. Quisiera llamar la atención sobre un problema fundamental en los tex tos de Huntington referido a su interpretación de las culturas. Pues lleva a cabo un uso indiscri minado de las opiniones de líderes autoritarios para caracterizar el corpus del confucianismo, con la consiguiente mixtificación ideológica de los legados simbólico-normativos realizada por los gobiernos dictatoriales o autoritarios, así como es flagrante la ausencia de fuentes de prime ra mano para referirse tanto al confucianismo como al islam. Éste es un déficit fundamental y
torio es la existencia de la dem ocracia en u na sociedad confucianista. O tro tan to cabe establecer en el caso del islam , tan to m ás cuanto que la afinidad de la «alta cultura» islám ica parece ser congruente con la m o dernidad o la m odernización (G ellner) y p o r tan to m ás afín con la dem ocracia. La viabilidad de esta segunda situación, la existencia de sociedades confucianistas o islám icas dem ocráticas, hay que explicarla aten dien do tan to al funcionalism o econom icista que rige la h erm en éu tica de la dem ocracia en esta p rim era o bra com o a la ausencia de un tra tam iento específico de los conceptos de civilización y de cultura. En este m o m en to cabe destacar, en p rim er lugar, el m edido escepticism o que parece pro fesar H u n tin g to n en to rn o a la invariabilidad de las culturas, alim entado p o r el co ntex to de optim ism o histórico d en tro del cual se fragua la teo ría de las oleadas dem ocráticas. Así, d entro de este o ptim is m o contex tual que p ro picia un cam bio relativo de las culturas, se citan el p o d er de atracción de la U nión E uro pea sobre los países de la E uro pa del Este, la retirad a del p o d er soviético de los países de su influencia, la labor dem o cratizad ora de los E stados U nidos o el com prom iso social y político de la Iglesia católica en los años sesenta y setenta, aunque «hacia 1990 el ím p etu católico p o r la dem ocratización se h abía agotado en gran m edida»20. Por o tro lado, la com paración con la p ro p ia cultura occiden tal perm ite establecer cóm o el o rd en político ha cobrado cuerpo h istó ri cam ente en co n tra del fundam entalism o religioso, cristiano en nuestro caso. En el caso del islam , pese a la excepción de lo que su po nd ría su «alta cultura», éste «tam bién ha rechazado siem pre — advierte nuestro au to r— la distinción entre la com unidad religiosa y la com unidad p o lítica [...] (en esta m ism a m edida) los conceptos islám icos de la política difieren y co ntradicen las prem isas de las políticas dem ocráticas»21. N o obstante, así com o, de h echo, la dem ocracia en O ccidente superó la oposición de principio que rep resen tó el fundam entalism o cristiano con respecto a la concepción dem ocrática de la política, cabe pensar, igual m ente, que la aparente contradicción en el caso del islam sea superable del m ism o m odo. D esde tales p resupuestos, llega a adm itir que «habría que ver con un cierto escepticism o los argum entos que plantean que ciertas culturas son obstáculos perm anentes p ara el desarrollo en una dirección o en otra»22. En segundo lugar, acorde con el funcionalism o aún dom in an te en m uchos m edios políticos estadounidenses, el desa rrollo económ ico es considerado com o elem ento d eterm inante de un de gran calado en la obra que examinamos así como en El choque de civilizaciones, de graves consecuencias teóricas y de implicaciones funestas en el orden práctico. 20. Ibid., p. 253. Ante la hipótesis de la decadencia de Estados Unidos, sustentada por diversos autores durante los años ochenta, Huntington sostiene: «Si esto ocurriera, los fracasos de Estados Unidos serían vistos inevitablemente como los fracasos de la democracia. El atractivo mundial de la democracia disminuiría significativamente». 21. Ibid., p. 274. 22. Ibid., p. 276.
cam bio en la estru ctura socio-política. El pro feso r de H arv ard apuesta p o r que el desarrollo económ ico p ued a v encer en la difícil lucha entre la vieja cu ltu ra y la nueva p ro sp erid ad en los diversos países, pues, com o lo hem os citado, «el desarrollo económ ico hace posible la dem ocracia». La conjunción entre am bos polos, cu ltu ra y econom ía, acabará p ro d u ciéndose y entonces p od rem o s co m p rob ar si u na nueva oleada d em o crática es posible en función del «extrao rdin ario crecim iento m undial», tal com o sucedió con la tercera oleada, resultado del desarrollo en los años cincuenta y sesenta. En to d o caso, aten dien do a los cam bios h istó ricos culturales habidos y al determ inante papel jugado en los últim os tiem pos p o r el desarrollo económ ico, los im pedim entos coyunturales de u na d eterm inada cu ltu ra no deberían im posibilitar el reconocim iento de que «las culturas, históricam ente, son m ás dinám icas que pasivas»23. Para un lector aten to de la p o sterio r o bra de n uestro au to r puede so rp ren d er bastante que pued an establecerse diferencias teóricas, acti tudes prácticas y program as estratégicos tan diferenciados política, co n ceptual y vitalm ente, dadas las escasas fechas que separan La tercera ola (1991) y el trabajo «¿El choque de civilizaciones?» (1993), el cual había de servir de guión p ara su p o sterio r obra: E l choque de civilizaciones. Es difícil sustraerse a la p regu nta p o r las causas de las actitudes tan viscerales aparecidas con E l choque de civilizaciones, de la cerrazón en cuanto a los intereses de grupo o de cultura, así com o de la predicción de la quiebra de to d o o rd en m undial que im plique la m ultilateralidad24. En La tercera ola se hace eco de la « interdependencia entre las nacio nes», la cual genera atracción hacia la dem ocracia p o r p arte de aquellos países que aún no la disfrutan y, aunque n o hay u na explícita referen cia a la responsabilidad que suscita el hecho de que no hay obstáculos culturales insalvables p ara la extensión de la dem ocracia, se crea en el tex to u na atm ósfera abierta a la co operación en un ciclo histórico en que «el tiem p o juega a favor de la dem ocracia». Todo ello alentado p o r la convicción de que las «culturas, históricam ente, son m ás dinám icas que pasivas». Si bien es cierto que la condición de posibilidad de los procesos dem ocráticos acaba siendo tan restrictiva com o u nidim ensio nal resulta su econom icism o, h abría que atender, no obstante, a aq ue llos ejem plos exitosos com o el de E spaña de 1978, tal com o co ncreta m ente señala H u n tin g to n , p ara no dejarse llevar de la reiterad a excusa del supuesto peso cultural insalvable. En el caso de España, argum enta n uestro autor, la cultura de los años cincuenta y sesenta se describía com o tradicional, au to ritaria y jerárquica. Esta situación apenas puede reconocerse en los años setenta y ochenta, en los que se había realizado un gran vuelco en el ám bito de los valores y las actitudes. En definitiva, 23. Ibid., p. 277. 24. Sobre algunos de estos interrogantes volveremos más tarde, analizando los aspectos correspondientes a la obra citada.
concluye, «las culturas evolucionan, y, com o en España, probablem ente la causa m ás im p o rtan te de cam bio cultural sea el desarrollo económ ico p o r sí m ism o»25. El optim ism o histórico y el h orizo nte de responsabilidad que había en treab ierto la actitud política defendida p o r H u n tin g to n en 1991 vie nen a quebrase poco después. En aparente contradicción con las p o stu ras m antenidas hasta el m o m en to, en el v erano de 1993 y editado p o r la revista Foreign Affairs, apareció un artículo suyo con el ró tu lo «¿El ch o que de civilizaciones?». C on este m ism o título, esta vez sin interro gacio nes, aparecería, dos años m ás tard e, la o bra ya m encionada: E l choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden m undial. La apuesta que había form ulado a favor de los procesos dem ocratizadores y el co m p ro m iso intern acio nal que p o d ría deducirse a favor de los m ism os cedieron paso, con cierta rapidez, al pesim ism o y a u na reacción vehem ente co n tra el hecho histórico inapelable de que la cu ltu ra occidental era, es, ya u na entre otras y de que som os u na m in oría entre otras m inorías. Este pathos de ex trañam iento y crisis de identidad grupal, am én de intereses estratégicos y económ icos, están en la base de este nuevo horizo nte de «enfrentam iento cultural» que nos aparece com o casi inevitable. C ierta m ente, el pro feso r de H arv ard no postu la explícitam ente la tesis fuerte de un en frentam iento de culturas. Incluso concluye su ú ltim a o bra con la afirm ación siguiente: «En la época que está surgiendo, los choques de civilizaciones son la m ayor am enaza p ara la paz m undial, y un orden internacional basado en las civilizaciones es la p rotección m ás segura co ntra la g uerra m undial». A hora bien, tan to en el desarrollo de su obra com o en el subtexto que se delinea, ten iend o en cuenta especialm ente su apasionada llam ada al «rearm e» social y religioso de «una» supuesta u nidad de la tradición occidental, se ap un ta perform ativ am ente a ese escenario de inevitable confrontación. «El futu ro de los E stados U nidos y el de O ccidente — afirm a— dependen de que los norteam erican os re afirm en su adhesión a la civilización occidental». Esto equivale a «recha zar los diversos y subversivos cantos de sirena del m u lticu ltura lism o »26. E l choque de civilizaciones, en su form a asertórica, conlleva una exigente carga de pruebas em píricas, que resultan prácticam ente im p o sibles de ap ortar, así com o de análisis de tendencias, igualm ente difíciles de unificar especialm ente en este m o m en to de fuerte anom ia. D el m is m o m o do , no hay lugar p ara u na articulación tal de dichas tendencias que posibilitara argum entaciones universalizables, ni tam poco p ara el establecim iento de estructuras generalizables a p artir de las cuales fuera posible generar discursos referidos a variables fuertes que p ud ieran ser identificadas. C onstatam os, p o r o tra p arte, insuficiencias conceptuales en su p ro p ia p ro p u esta gnoseológica, que identifica estru ctura y p a ra 25. Ibid., p. 277. 26. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones... , p. 368. El subrayado es mío.
digm a com o esquem a in terp retativ o de su p ro p ia obra. Así, el p ro pó sito de «explicar con detalle, clarificar, com p lem en tar [... ] el futu ro de O cci d ente y de un m u nd o de civilizaciones»27 se nos antoja irrealizable des de la posición analítica que ad o p ta y en función del ap arato conceptual que utiliza. M ás en concreto, su p ro p io p royecto sería ininteligible si no se advierte que, necesariam ente y en razón de su propuesta totalizadora de tendencias en gran parte anóm icas, asum e las culturas com o realid a des absolutam ente conform adas, de carácter esencialista, sin m estizaje y dotadas de u na total u nicidad significativa. Por ejem plo, al referirse a los griegos com o u na de las culturas m ás em blem áticas, identifica la cultura con «sangre, lengua, religión, form a de vida», p ara acabar sentando una de sus tesis capitales: «Las principales civilizaciones de la h isto ria h u m ana se han identificado estrecham ente con las grandes religiones del m undo»28. Esta afirm ación le sirve de base p ara p o d er enunciar páginas m ás adelante que, «espoleada p o r la m odernización, la p olítica global se está reconfigurando de acuerdo con criterios culturales. Los pueblos y los países con culturas sem ejantes se están uniendo»29. A dem ás de p o n er de m anifiesto la escasa verosim ilitud de dicha afirm ación, capital en este m o m en to histórico, que sirve de base a la o bra de n uestro au to r30, m e 27. Ibid., p. 13. 28. Resulta realmente difícil aceptar dicha identificación. Si nos referimos a la época clá sica, el discurso que Tucídides pone en boca de Pericles parece contradecir abiertamente la definición de Huntington. Dice Pericles: «La grandeza de nuestra ciudad es tal que hasta aquí llegan cosas de toda la tierra, y con el placer que de ellas sacamos reivindicamos para nosotros lo bueno que producen otras partes del mundo tanto como lo que nos da nuestro país al respec to [...] Nuestra ciudad está abierta a todos, nunca expulsamos a los extranjeros [... ] cada uno de nosotros personalmente desarrolla una personalidad autónoma que acepta con elegante flexibi lidad las más diferentes formas de vida». Esta experiencia de libertad y autonomía de los indivi duos alcanzada en torno a la construcción de la polis y su proyección hacia la persona en forma de autarquía son los elementos que parecen traducir el modo de ser griego. Así lo reconocía ya Isócrates, quien escribió: «El nombre de los griegos ha llegado a ser, más que denominación de una ascendencia, denominación de una actitud espiritual, de tal manera, que más se llama griegos a aquellos que participan de nuestra cultura, que a aquellos que tienen con nosotros una ascendencia común». Estamos más allá, pues, de la sangre, la tierra, la lengua y los dioses. 29. S. P. Huntington, El choque de civilizaciones..., p. 147. 30. Fred Halliday, catedrático de Relaciones Internacionales de la London School of Economics, ha criticado severamente la aleatoriedad y falta de rigor histórico de Huntington a la hora de intentar probar empíricamente o de justificar tendencias claras en esas afinidades entre civilización o cultura y alineamientos políticos. Así, por ejemplo, Halliday se refiere al epígrafe titulado «Repercusión: las sangrientas fronteras del Islam» (cuarta parte, apartado 10 de El choque de civilizaciones) para hacer notar que no son precisamente los musulmanes, sino sus antagonistas, quienes crean los conflictos. Así, han sido los serbios quienes han perseguidos a los musulmanes bosnios y albaneses; los israelíes los que habrían alentado y hasta creado el nacionalismo palestino; y son los hindúes, a través de los partidos BJP y el RSS, quienes fomentan actualmente el chovinismo antimusulmán. De igual manera, insiste Halliday, podría comprobarse cómo en nuestros días las posiciones políticas no se solapan con las culturas, sino que traspasan dichas barreras. Así, el Irán fundamentalista apoya a la Armenia cristiana orto doxa contra el Azerbaiján chiíta, al tiempo que —en este momento— se enfrenta a los talibanes fundamentalistas de Afganistán; el mundo árabe musulmán apoya al Chipre ortodoxo griego en contra de la Turquía musulmana; los Estados cristianos de la OTAN defienden a la Bosnia musulmana, etc. Tampoco parece que pueda establecerse la unión política de los «confucianos»
interesa p o n er de relieve lo discutible de los solapam ientos que se p ro ducen en la o bra de H u n tin g to n entre cultura y religión, p o r un lado, y política p o r o tro , y que vendrían a determ inar afinidades electivas entre sistem as políticos concretos. 2. El choque de civilizaciones: sobre el uso acrítico del concepto y naturaleza de la cultura D esde su rechazo del m ulticulturalism o com o expresión de p luralidad y m estizaje y, p o r tan to , de corrupción, H u n tin g to n v ertebra su o bra a p artir del concepto de cu ltu ra en tend ida com o realidad estanca en la to talid ad de sus referentes e inm une a cam bios p ro fu n d o s que, debidos a la influencia exógena de otras culturas, pued an afectar a la estru ctura de sus significados. Pese al intercam bio técnico y cultural que se está llevando a cabo en n uestro m u nd o actual, «las innovaciones en una civilización — escribe n uestro au to r— son asum idas ord inariam en te por las dem ás. Sin em bargo, dichas innovaciones son, o técnicas carentes de consecuencias culturales significativas, o m odas pasajeras que vienen y se van sin alterar la cultura subyacente de las civilizaciones receptoras»31. Esta concepción esencialista de la cu ltu ra ligada a la «sangre, a la lengua o a la religión» no atiende a nin gu na de las aportaciones de las diversas ciencias hum anas. Sigue, en p arte, la concepción descriptiva de la cu ltu ra de Taylor en cuanto la considera com o u na m era sum a de elem entos diversos sin que n unca se ofrezca la posibilidad de u na in te lección in tern a de su naturaleza, de su estru ctura y de su desarrollo. Por su p arte, desde aquella concepción de la cultura política behaviorista, sicologizante e ideológicam ente identificada con determ inado s d esarro llos de la dem ocracia que A lm ond y Verba expusieron al final de los años sesenta, con u na revisión crítica en el año 1980, los estudios an tro pológicos, sociológicos y políticos han g enerado to d o un acervo de co nocim ientos en to rn o a la idea de cu ltu ra que, sintom áticam ente, no se ven reflejados en n inguna de las páginas de E l choque de civilizaciones. En esta línea, y en contraste crítico con lo que se expone en esta últim a obra, la cultura n o puede identificarse de ningún m odo, com o p retend e nuestro au to r en varios pasajes, con sangre, etnia o fam ilia. Pero tam poco equivale a tradición, costum bres, pautas de co nd ucta o creencias, com o ap u n ta en o tro s co ntex tos de discusión. La cultura se define por, y se refiere a, sistem as de sím bolos que rem iten a reglas y a «program as», p o r em plear un térm in o tan pregn ante en n uestra época, los cuales perJapón y China. Cf. F. Halliday, «El fundamentalismo y el mundo moderno»: Papeles. Centro de Investigación para la paz 52 (1994). Del mismo autor: Islam and the Myth of Confrontation, I. B. Tauris, London, 1995. 31. Ibid. , p. 67.
m iten a los hom bres la elaboración de códigos de significado en los diversos m o m entos históricos, la posibilidad de actos de entend im ien to aun en los desacuerdos en to rn o a las form as de las relaciones sociales, así com o la construcción de im aginarios políticos dispares y alternativos en u na m ism a tradición cultural. G eertz ha definido las culturas com o «las form as sim bólicas públicam ente existentes a través de las cuales los individuos experim entan y expresan los significados». Esta dim ensión sem iótica y este carácter dinám ico, abierto y de gran plasticidad de la cultura, en cuanto tram a de significaciones que los hom bres van cons truy en do , im plica que «la cu ltu ra es esa u rdim bre y que el análisis de la cultura ha de ser p o r lo tan to no u na ciencia experim ental en busca de leyes, sino u na ciencia interp retativa en busca de significaciones»32. E sta concepción de la cultura h a ten id o, inm ediatam ente, un desarrollo en la sociología p olítica que perm ite d ar un giro im p ortan te. Así, frente a la concepción objetivista de la cultura, ésta se p resen ta com o u na de las dim ensiones sociales de interacción y com unicación. D e este m odo, com o señala M aría Luz M o rán , se p ro du ce un giro m etodológico que lleva a establecer u na especial relación m ás com prehensiva entre estruc tu ra social, actores sociales y cultura. Siguiendo a Eder, n uestra au to ra ap u n ta al hecho de que pasan a un p rim er p lano, com o tem a central de los análisis de las culturas políticas, «los procesos históricos concretos a través de los cuales se originan nuevas culturas políticas y sus relaciones de in terd ep end en cia en la estru ctura social»33. D esde esta perspectiva resulta falaz el hablar, en u na sociedad m o derna, de cultura política. La superación del concepto tradicional de la cu ltu ra abre las vías p ara form ular las preguntas p ertin en tes acerca de quién establece la cultura política, in terro g an te que deja entrever la plu ralidad de form as cultu rales políticas en el in terio r de u na m ism a cultura, así com o atiende ya a las condiciones históricas y sociales a través de las cuales se p ro du cen las culturas políticas com o resultado de luchas sociales, se instauran y se m o nopolizan las culturas «oficializadas» com o si fueran las propias y las p ertin en tes en cada p erío d o histórico. C om o escribe el au to r alem án: N o todo elemento cultural de significado es relevante [... ] Para explicar el papel de la cultura se debe plantear la pregunta ¿por qué algunas re presentaciones culturales cuajan más que otras, son más atrayentes? [... ] Así pues, la teoría posclásica es aquella que concibe la cultura en térm i nos de actos y acontecimientos comunicativos [... ] La comunicación no tiene lugar en aquello sobre lo que se está de acuerdo sino en lo que se discute. La cultura en el sentido de disociación es, pues, un mecanismo para la puesta en marcha y el mantenimiento de la comunicación34. 32. C. Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 1996, p. 20. 33. M. L. Morán, «Sociedad, cultura y política: continuidad y novedad en el análisis cul tural»: Zona Abierta 77/78 (1996/1997), p. 13. 34. K. Eder, «La paradoja de la cultura. Más allá de una teoría de la cultura como factor consensual»: ibid., pp. 116-117.
3. C ultura, religión y régim en político Tras las an teriores «concepciones» o form as de intelección con las que H u n tin g to n ab ord a la cultura y su valor d eterm inante de las diferentes civilizaciones, ofrece u na últim a m odulación interp retativa según la cual la religión es aquella dim ensión cultural que, en ú ltim a instancia, viene a definir y co nfo rm ar las culturas, las civilizaciones. Esta especie de re ducto últim o de diferenciación m arca, a su vez, la relativa inevitabilidad de E l choque de civilizaciones. ¿Es posible establecer este vínculo tan estrecho y definitorio entre religión, cultura y form as de organización política? En la línea in terp retativ a de la cu ltu ra en la cual nos hem os situado, línea interp retativa que recoge en gran p arte el legado sociológico de W eber, Badie h a desarrollado, desde la atención especial a la relación entre religión y cultura, la tesis de que la cultura, en lugar de constreñir o de convertirse en m edida de la historia, se constituye y se delim ita en la historia. La cultura no es, pues, un reservorio o u na herencia ya dada en cuyo seno los agentes se en frenten o resuelvan los problem as. «La cu ltu ra — apostilla— tiene com o función hacer com prensible una acción social; ella es p o r consiguiente parte integ ran te de la acción y no puede ser ap rehend ida fuera de tal acción»35. Estos presupuestos le sirven com o guía p ara un estudio co m parado entre el islam ism o y el cristianism o en to rn o a la génesis del E stado. Su trabajo de socio logía política co m p arad a se cierra m o stran do los lím ites intern os de las posiciones «culturalistas» que se instalan en la hipótesis de que las culturas son realidades au torreferid as y, com o tales, independientes36. Por su p arte, el au to r francés, in ten tan d o ir m ás allá de G eertz, acentúa la capacidad de aprendizaje y cam bio de las culturas no solam ente p or referencia a sus m atrices propias sino p o r el cuestionam iento a que las som eten otras culturas y la necesidad de afro n tar los retos que, de for m a exógena, aparecen en su horizo nte de significados. En el proceso de adaptación a un nuevo m edio, y ante el req uerim iento y la interpelación de o tros códigos, los térm inos, las palabras de u na cultura persisten, p ero reenvían, «rem iten, de hecho, a realidades p ro fu n d am en te diferentes»37. El estudio com parado realizado p o r Badie entre cristianism o e islam ism o, estudio am pliado a otras grandes religiones, viene a sustan ciarse en la o bra citada aten dien do a la influencia de las religiones en la genealogía del E stado m o derno . En un trabajo p osterior, recogiendo los m ateriales ya elaborados, cen tra sus aportaciones en lo que ah o ra m ás directam ente nos ocupa, esto es, la relación en general entre religión y política, y, m ás co ncretam ente, con respecto a la dem ocracia. 35. B. Badie, Culture et politique, Economica, Paris, 1986, p. 78. 36. Ibid., p. 149. 37. Ibid., p. 148.
N u estro interés, en este m om ento, tras la atención prestada tan to al concepto de cultura com o a su relación con la actividad social, se dirige a u na tercera vertiente del concepto de cultura, esto es, a la relación entre la religión — en cuanto com ponente determ inante de la cultura y de la civilización— y las form aciones políticas en su dim ensión práctico-cul tural. La tesis fuerte de H u n tin g to n reza que las fracturas políticas, las guerras y las alianzas entre civilizaciones son m ediadas p o r la religión38. Pues bien, en el inicio m ism o del artículo «D em ocracia y religión: lógi cas culturales y lógicas de la acción», B ertran Badie identifica la h ip ó tesis de trabajo que preside tan to las tesis de autores tan «culturalistas» com o H u n tin g to n , com o las de u na gran p arte de los teóricos occiden tales de la dem ocracia: Las religiones extraoccidentales, y en particular el islam y las religiones de Asia, son erigidas por simple postulado en obstáculos a la democrati zación, en tanto que ésta se halla estrechamente asociada a la hipótesis cada vez más ambigua de la secularización de la sociedad. En este con texto, «el despertar religioso», analizado y bautizado de manera por lo demás sumario, es presentado como forzosamente antidemocrático39. D e este m odo, bajo el supuesto de que la cultura es una variable de valor causal, se escondería una carencia analítico-conceptual de las es tructuras constitutivas de la religión y de la p olítica. La falta absoluta de rigo r crítico y conceptual viene a encubrir, legitim ándolas esp úream en te, las lógicas de poder, las estrategias generadoras de las conform acio nes políticas. A dem ás de ten er que probarse em píricam ente, al m enos, el conjunto de tesis m ínim as necesarias, enum eradas p o r Badie, que p o drían avalar la relación entre religión y dem ocracia, tesis que aún no han sido probadas, el au to r francés pasa a exam inar los cinco p rin cip a les niveles que, hasta ahora, han sido aducidos p ara sostener la afinidad en tre cu ltu ra cristiana y dem ocracia. Estos niveles atienden a la incita ción, p o r p arte de las religiones, al actuar o no sobre la tierra, sobre el m u nd o de los hom bres, a la construcción de la legitim idad, a la indivi dualización de las relaciones sociales, a la pro blem ática de la delegación y a la que está ligada al ám bito de la rep resen tació n, esto es, la que 38. «Sin embargo, dado que la religión es la principal característica definitoria de las civi lizaciones, las guerras de línea de fractura se producen casi siempre entre pueblos de religiones diferentes [...] La frecuencia, intensidad y violencia de las guerras de línea de fractura quedan enormemente intensificadas por las creencias en dioses diferentes». Para detallar las implicacio nes de esta tesis, escribe algo más adelante: «Una guerra a escala planetaria es muy improbable, pero no imposible. Una guerra así, lo hemos indicado, podría producirse a partir de la intensi ficación de una guerra de línea divisoria entre grupos de diferentes civilizaciones, entre los que muy posiblemente se encontrarían musulmanes por un lado y no musulmanes por el otro» (El choque de civilizaciones..., pp. 304 y 374. El subrayado es nuestro). Estas citas parecen apuntar a la línea de fractura y de quiebra de su propio discurso. 39. B. Badie, «Democracia y religión: lógicas culturales y lógicas de la acción»: RICS 129 (1991, p. 537. El subrayado es mío.
ap un ta a la existencia y al respeto de la p luralidad, tan opu esta — en p rin cipio — a las diversas ortodoxias. El resultado final de este detallado estudio se resum e en el hecho de que la cultura ni d eterm ina ni causa el desarrollo dem ocrático, sino que contribuye únicam ente a d otarlo de un sistem a de significación que m o du la su p articularism o. D e este m odo, nos situam os en el lím ite principal del análisis cu ltu ral: se pued en ex traer concordancias de significaciones, pero sin que ello p ued a o sirva jam ás p ara d ar cuenta de los m ecanism os de la invención política40. Los sím bolos religiosos son, en realidad, de tal am bigüedad y plasticidad que, p ud iend o ser instrum entalizados p o r las élites en el p o d er o en la oposición p ara legitim ar u na acción o deslegitim ar un gobierno, no dan cuenta en absoluto de las estrategias de los juegos de p o d er ni de sus m odalidades de ejercicio. N o es posible, pues, establecer a p rio ri ningún tipo de correlación entre religiones y conform aciones concretas de o r den político. Este pro blem a se agudiza cuando atendem os al caso de las diversas sectas que fracturan las grandes religiones: Vectores de orden como de oposición los agentes religiosos ponen, en realidad, sus símbolos a disposición de estrategias complejas que están en estrecha dependencia del contexto en el cual actúan. Ello no obsta para que estos símbolos pesen, por su identidad y su orientación, sobre la naturaleza de las políticas aplicadas y, en particular, sobre el propio contenido de los modelos políticos elaborados, otorgando así realidad y consistencia a los fundamentos culturales de cada tipo de ciudad [...] Sin embargo, las afinidades no son fijas ni necesarias: ninguna cultura ni ninguna religión es por definición portadora de democracia41. La am plitud de los estudios relativos a la cultura, así com o las m o dulaciones de sus relaciones con respecto a ám bitos determ inado s de la acción social o política, n o parecen haber ten id o cabida en la o bra de H u n tin g to n . En este sentido, es difícil obviar el hecho de que este au tor carece de un ap arato conceptual p ertin en te que asum a las aportaciones de la antrop olog ía, la sociología cultural o la sociología histórica de los conceptos p ara apoyar sus «conjeturas», de tan ex trem ad a relevancia en el o rd en nacional e internacional, acerca del valor de la cultura y su ac ción d eterm inante o causal en tod os los órdenes de vida, especialm ente en el político-dem ocrático. D esde este p u n to de vista, y ajustándonos al g rupo de civilizaciones que identifica, sus análisis de ciertas actuaciones, de guerras o de algunas tom as de posición en el cam po internacional adquieren un carácter de p ro n tu ario tan inm ediato com o aleatorio, el cual no perm ite establecer criterios precisos p ara distinguir entre los 40. Ibid., p. 541. Desde otra perspectiva puede verse mi artículo «Ética y utopía: para una crítica de la teología política», en J. A. Gimbernat y C. Gómez, La pasión por la libertad, Verbo Divino, Estella, 1994, pp. 243-285. 41. Ibid., p. 546.
que deberían ser los com ponentes esenciales de las culturas y religiones y, p o r o tra p arte, aquello que se nos p resen ta en la o bra citada en cuan to narración o escenarios posibles de hechos políticos, ayunos de una adecuada fundam entación. Las alianzas, las fracturas y los procesos de cam bio a que nos hem os referido no parecen encajar ni en la cartografía política del m u nd o ni en la concepción esencialista de la cu ltu ra y la p regnante acción de term in ante de la religión defendidas p o r el pro feso r de H arv ard . Las debilidades epistem ológicas de H u n tin g to n y las carencias sustantivas en o rd en a la d eterm inación de la cu ltu ra y sus im plicaciones en un m u nd o universalizado explicarían, en p arte, su diseño de un h o rizo n te apocalíptico p ara el siglo x x i . Tales deficiencias y lím ites obligan a análisis estructurales m ás p ertin en tes y en los cuales, seguram ente, los elem entos socio-económ icos y las estrategias de p o d er así com o la lucha p o r el co ntro l de espacios de indudable valor hegem ónico, de ám bitos relativos a m aterias prim as de p rim er o rd en , etc., ten d rían u na m ayor relevancia que los aspectos referidos a la religión y a las dem andas de carácter «culturalista». 4. F undam entalism o cultural frente a m ulticulturalism o: la identidad en la figura del «enemigo». Sobre la ideología política de la unicidad nacional U na de las posibles claves de E l choque de civilizaciones estribaría, según puede colegirse a través del discurso sostenido, en el hecho de haberse organizado com o un proceso reactivo frente a los fundam entalism os, especialm ente el achacado al islam , y que supuestam ente pro vo caría el enclaustram iento «m ilitar y cultural» de la civilización occidental. C om o en un juego de espejos, viene a desarrollarse una dialéctica de posiciones y actitudes am pliam ente tem atizadas desde instancias fenom enológicas y psicológicas. Así, el que m ira al espejo, en el cual se p royecta la figura del o tro , au tom áticam ente se siente visto y, en un p rim er m o m en to, ese ser visto se trad uce en la experiencia de ser un «objeto» p ara o tro , con la consiguiente sensación de sentirse am enazado p o r ese o tro que lo fija y co ntro la a través del espejo. Este ser constituido p o r la m irad a del otro pro yectaría dicha experiencia objetivante com o alienación de sí m ism o que, en cuanto sujeto, p ierde su identidad y se trueca en «objeto» y, com o tal, incluso en objetivo de posesión o dom inio del que se en frenta a uno. La irresistible p recaried ad en que parece instalarse el observado, alienado en cuanto a su autoconciencia de yo-sujeto, le hace ad op tar u na actitud defensiva frente al que, desde ahora, aparece com o su «ene m igo». D e ahí ese flujo cuasi irresistible de expresiones, p o r p arte de H u n tin g to n , ligadas a la dram atización de un escenario plural com o el rep resen tado p o r el m ulticulturalism o.
El m ulticulturalism o se presenta, es percibido com o el «peligro m ás inm ediato y grave» p orqu e ataca «la identidad nacional estadounidense»42. Y ello en dos aspectos fundam entales. En p rim er lugar, «en nom bre del m ulticulturalism o, atacaban la identificación de los E stados U nidos con la civilización occidental». En segundo lugar, p orqu e «los m ulticulturalistas tam bién cuestionaban un elem ento del credo estadounidense, al sustituir los derechos de los individuos p o r los derechos del grupo». Para concluir en u na tesis tan ideológica com o acrítica y fundam entalista desde el p u n to de vista cultural: en u na sociedad no hay lugar m ás que p ara «un núcleo cultural y definido por un solo credo político »43. Esta unicidad y totalización de la cu ltu ra occidental (sólo E uro pa y Es tados U nidos) está ligada a un rearm e social y espiritual que pasa p o r la lucha co ntra la co nd ucta antisocial, p o r la superación de la decadencia fam iliar debida al creciente n úm ero de divorcios y em barazos de ad o lescentes, com o igualm ente conlleva la recuperación de la «ética del trabajo» y, sobre tod o, el restablecim iento de la experiencia y práctica religiosas, ligado al im pulso del cristianism o com o catalizador, en ú lti m a instancia, de la cultura occidental. C on u na p o std ata que justificaría el hecho de que «sin los E stados U nidos, O ccidente se convierte en una parte m inúscula y decreciente de la población del m u nd o, en u na p en ín sula p equ eñ a y sin trascendencia»44. C om o co n trap u n to a la advertencia de que entre los europeos son pocos los que «observan prácticas de u na religión y p articipan en sus actividades», la referid a post-data, que hace alusión al papel tan decisorio com o providencial y m esiánico de los E stados U nidos, se fun dam en ta en el dato siguiente: «los estado un i denses, a diferencia de los europeos, creen m ayo ritariam en te en Dios, se consideran gente religiosa y asisten a la iglesia en gran núm ero»45. La organización de este discurso cuasi paroxístico de id entidad civilizatoria, discurso articulado en to rn o a la dem an da de «hacer creer» a cuantos habiten el espacio geográfico-cultural de O ccidente, desliza p eligrosam ente a H u n tin g to n hacia aquel m al ante el cual reaccionaba y que estaba rep resen tado denostativam ente p o r el islam : el fundam entalism o religioso. Éste se convierte, a la p ostre, en el único revulsivo de que disponem os p ara co nten er la p érdid a de identidad, p ara tap o n ar la h em o rragia que supone el m ulticulturalism o. Pues si, ciertam ente, «los elem entos fundam entales de cualquier cu ltu ra o civilización son la len gua y la religión», dada la variedad de lenguas que son utilizadas en el espacio occidental, hay que asum ir que, en últim o térm in o, «la religión es u na característica definitoria de la civilizaciones»46. D e este m odo, los 42. 43. 44. 45. 46.
El choque de civilizaciones... , p. 366. Ibid., p. 367. El subrayado es mío. Ibid., p. 368. Ibid., p. 365. Ibid., pp. 69 y 53.
m ulticulturalistas son p resen tado s com o los despojadores de la cultura considerada com o «creencia», apareciendo así sus reivindicaciones com o «el choque en tre los m ulticulturalistas y los defensores de la civilización occidental y el credo estadounidense»47. D en tro del juego de espejos a que nos referíam os líneas arriba, «el o tro en cuanto enem igo» es in terio rizado hasta el p u n to de que se da u na identificación total con los roles que consagran la elim inación del u no com o la form a de p erm anencia en su ser del o tro . La «construcción» del o tro com o el fundam entalista sin concesiones, al que se atribuye ese supuesto co m p ortam iento atávi co, con im pregnaciones racistas, que no to lera siquiera que su enem igo p u ed a «convertirse», se traduce en u na concepción co nsp iratoria de la h isto ria según la cual el o tro , los o tros en cuanto gru po , p rep aran y m a quinan sistem áticam ente m i «desfiguración», la p érd id a de la p ureza de sangre civilizatoria. Se refiere así a «un violento ataque, co ncentrad o y continuo», sin im p o rtar ya ni el n úm ero ni la despro po rció n absoluta de m edios y fuerzas p ara llevar a cabo la supuesta acción d estructo ra. Este ataque se lleva a cabo «por parte de un núm ero p equeño p ero influyente de intelectuales y publicistas. En nom b re del m ulticulturalism o, ataca ban la identificación de los E stados U nidos con la civilización occiden tal, negaban la existencia de u na cultura estadounidense»48. Se o pera así un peligroso deslizam iento consistente en atribuir a la cu ltu ra — ya en el lím ite de la ten sión — u na validez y un significado soteriológicos que deslizan el discurso hasta la apelación inquisitorial a un co ntro l del pensam iento del m ás ru d o fundam entalism o. El m ulticulturalism o, de acuerdo con la p ro p u esta interp retativa de la o bra de H u n tin g to n , señalaría el p u n to de n o reto rn o en cuanto a la posibilidad de definir la id entidad y la existencia h istórica de u na cultu ra. La aceptación de un estado y de u na sociedad m ulticulturales conlle v aría el asum ir la equidad com o form a de interrelación en tre los grupos diferenciados. A hora bien, según el au to r estadounidense, esta posición anularía en el lím ite el principio de id entidad en la diferenciación que co m p o rta to d o in ten to de construcción p ro p ia : la existencia del o tro en cuanto enem igo y com petidor. Las tres pregu ntas clave de estos años noventa, m arcados p o r «la explosión de una crisis de identidad a escala planetaria», com en ta el pro feso r de H arv ard , son: «¿Q uiénes som os?, ¿adónde pertenecem os? y ¿quién no es de los nuestros? [...] Lo que cuen ta p ara la gente es la sangre, y las creencias, la fe y la fam ilia»49. En esta intransigencia de nuevo signo, los problem as del m ulticulturalism o han m ostrad o la debilidad y la desorientación de los líderes estado un i denses: «En los años noventa, los líderes de los E stados U nidos no sólo lo p erm itían, sino que pro m o vían asiduam ente la diversidad del pueblo 47. Ibid., p. 368. 48. Ibid., p. 366. 49. Ibid., pp. 47-48.
al que gobernaban, en lugar de su unidad», lo que supone «el rechazo del credo y de la civilización occidental» y, con ello, «el final de los Es tados U nidos de A m érica»50. ¿Cuál es el im aginario cultural que está en la base de estos p lan team ientos? En p rim er lugar, la idea de que u na cu ltu ra no puede esta blecer «relaciones de equidad» con o tra cultura p orqu e eso significaría instaurar la «indiscernibilidad», la no existencia de un criterio de in d i viduación y reconocim iento p articular entre culturas. Así, p o r ejem plo, p ara un m usulm án — si se aceptara esa equidad intercultural con resp ec to a los occidentales— n o ten d ría sentido observar sus preceptos, p or ejem plo el de com er carne o no, puesto que, al situar en pie de igualdad el reconocim iento del cristianism o, h abría p erdid o la p ro p ia referencia crítica de su identidad: la del o tro com o distinto, com o diferente y, en cuanto tal, enem igo. La existencia de la «diferencia» — según esta posición— únicam ente p o d ría ser aceptada si, p erdien do to d o carácter vindicativo, fuera reducida — p o r la vía de la asim ilación— a las diso nancias superficiales que pued an darse en el m arco de u na legalidad absolutam ente hom ogeneizadora. La diferencia, en el co ntex to de la asim ilación cultural y de la hom ogeneización legal, sólo es perceptible com o m era plu ralidad en la identidad. N o asum e la idea abstracta ilus trad a de igualdad com o hom ologación en un m ism o rango valorativo de aquello que, desde el p u n to de vista de su co nten ido concreto, es p erfectam ente susceptible de ser discernido com o identidad/diferencia irreductible. Así, la reacción de H u n tin g to n ante el m ulticulturalism o se traduce en la apelación a asum ir intereses «superiores» que trascienden los de clase, gru po o raza y que ocultan los problem as reales que afectan a ciertas conform aciones culturales. F rente a la tensión in tern a generada p o r form as culturales de exclusión, los supuestos intereses integradores de la to talid ad anulan las diferencias con la puesta en práctica de la political correctness. Para n uestro autor, com o única respuesta al m ulticulturalism o, no cabe m ás que esa especie de fusión tribal: «unám osnos», n uestra nación — en cuanto tal— no perm ite que haya diversidad de ideologías, «sino ser una»51. 5. E l antiuniversalism o culturalista com o exclusión del otro. Im plicaciones en orden a la extensión de la democracia El hecho de que detengam os n uestra atención en la o bra de H u n tin g to n en orden a detallar algunos de los problem as plantead os p o r el m ulticulturalism o se debe no sólo al im pacto de su ú ltim a o bra entre los estudiosos de las relaciones internacionales, sino igualm ente al hecho de 50. Ibid., pp. 366-367. 51. Ibid.
que rep resen ta to d a u na co rriente de pensam iento y de práctica política en to rn o a la concepción y los m odos de im plantación de la dem ocracia. Así, p o r ejem plo, H u n tin g to n es u no de los teorizadores, desde la teo ría de dem ocracia, de lo que se denom inó, en los años sesenta, la interven ción preventiva, referid a a la actuación que los E stados U nidos debía ad o p tar con aquellas dictaduras que les eran favorables p ara «confor m ar el curso político [... ] antes de que la situación llegue a ser tan grave que plantee la cuestión de la intervención m ilitar»52. C om o m iem bro de u na de las com isiones, form adas p o r la T rilateral, que redactó un tra bajo de investigación y prospectiva en to rn o a la situación de la d em o cracia, contenido en el fam oso inform e publicado p o r la T rilateral en el año 1975 T he Crisis o f D em ocracy, p o n d ría en circulación el concepto y el co nten ido de lo que llam ó «gobernabilidad de la dem ocracia». De acuerdo con este p u n to de vista, las expectativas de la dem ocracia ins titucionalizada se ven peligrosam ente superadas y puestas en crisis p o r los excesos de dem andas de los ciudadanos y de la política de m asas que siguen los partidos. En consecuencia, sería necesario co rtar la extensión indefinida a que parece avocada la dem ocracia política: La viabilidad efectiva de un sistema político democrático habitualmente requiere alguna medida de indolencia y desapego por parte de algunos individuos y grupos [... ] la fortaleza de la democracia plantea un proble ma a la gobernabilidad de la democracia53. U na posición y u na teorización tales de la dem ocracia subtendían, tal com o hem os ten id o ocasión de com entar, a su an terior obra, La ter cera ola dem ocrática. A p artir de su p uesto de asesor de varios gobiernos republicanos estadounidenses y m iem bro activo de diversas com isiones 52. Para atender, con más detalle, lo que esta doctrina significó en la era de Franco, cf. J. E. Garcés, Soberanos e intervenidos. Estrategias globales, americanos y es-pañoles, Siglo XXI, Madrid, 1996, pp. 162 ss. 53. S. P. Huntington, «IV. Conclusions: toward a democratic balance», en M. J. Crozier, S. P. Huntington y J. Watanuki, The Crisis of Democracy, Columbia University Press, 1975, pp. 114-115. Pronto se instituyó el término y el concepto de «ingobernabilidad» por parte del pensamiento conservador y, especialmente, por los neoconservadores, para aludir a la necesaria descarga de las demandas de participación y control democráticos por parte de la ciudadanía. Frente a esa insuficiencia participativa, se fomentó la creación de «instituciones intermedias», que habrían de asumir la función de «cobijo» con respecto a los individuos despojados de su carácter y valor políticos: desde la parroquia a los clubs de deportes, a la casa de caridad o a las más diversas fundaciones. Puede consultarse, a estos efectos, la obra de H. Dubiel, ¿Qué es el neoconservadurismo?, Anthropos, Barcelona, 1985, especialmente pp. 61 ss. Igualmente, cabe hacer mención al trabajo de C. Offe, «Ingobernabilidad. Sobre el renacimiento de teorías con servadoras de la crisis», en Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, Sistema, Madrid, 1988, pp. 27-54. Por su parte, Norberto Bobbio recogería toda esta problemática en El futuro de la democracia, FCE, Madrid, 1985. Concretamente formularía lo que denominaba «la encru cijada» de la democracia en la sintética fórmula «de la democratización del Estado, a la demo cratización de la sociedad» (p. 70). Aduce, a este respecto, que el juicio de la democratización de un determinado país «no debe ser ya el de ‘quién’ vota, sino el de ‘dónde’ se vota». Y hasta el momento —sentencia—, «la democracia se ha detenido a las puertas de las fábricas...».
relacionadas con la p olítica ex terior y la defensa, H u n tin g to n term in a de configurar su pensam iento de largo reco rrid o en u na suerte de nueva filosofía de la historia, ligada a la teorización de las culturas y las civi lizaciones, tal com o aparece en E l choque de civilizaciones. Esta obra se escribe a la som bra de ciertos autores que, tras la G u erra Fría, teo ri zaban sobre el ocaso del p o d er hegem ónico d etentad o p o r los Estados U nidos (1 9 4 5 -1 9 9 0 ), en la considerada com o «la era post-am ericana» y en un m o m en to en que se está trab ajand o con la hipótesis de que «la econom ía-m undo capitalista ha en trado ah o ra en u na crisis estructural en cuanto sistem a histórico» (W allerstein). N o es ajena a este contexto su posición ú ltim a en to rn o al necesario repliegue de O ccidente sobre sí m ism o, tildan do de «falsa, inm oral y peligrosa» la tesis sostenida p or algunos teóricos políticos según los cuales la cu ltu ra occidental debe universalizarse. La posición interesadam ente relativista, p o r p arte de H u n tin g to n , le lleva a sentar el núcleo de su elaboración últim a: Ni el internacionalismo ni el aislacionismo [... ] adoptar en cambio una postura occidental de estrecha cooperación con sus socios europeos para proteger y promocionar los intereses y valores de la civilización única de Occidente54. ¿Q ué significado últim o reviste un rechazo tan radical com o el asum ido p o r H u n tin g to n frente al tradicional afán de O ccidente p or ex tend er su cultura? Lo que puede visualizarse en su nueva profesión de m o derado relativism o civilizatorio ¿im plica un reconocim iento del valor positivo de la diferencia en cuanto tal, referida a las culturas? En este cuestionam iento y sondeo últim os de la citada o bra de nuestro autor, a la vez que se p on e de m anifiesto cóm o hay culturas que p ro ducen no la convivencia o la variedad, sino el rechazo y la fobia hacia lo ex traño , se ofrece u na últim a «figura» o, m ejor, la clave central de su anti-universalism o, tan ciego al reconocim iento del diferente com o nulo en las dim ensiones de responsabilidad o de solidaridad con el o tro . Este anti-universalism o rem ite al esencialism o que, estipulativam ente y al m argen de cualquier conocim iento científico, o to rg a H u n tin g to n a la concepción de las culturas o, eventualm ente, a algunas de ellas. A tendiendo a las dim ensiones de pensam iento contenidas en el anti-universalism o de n uestro au to r55, p ro p o n g o distinguir dos niveles o ám bitos de p roblem aticidad, que generan o tros tan to s tipos de dis curso diferenciados. Esta p ro p u esta m etodológica creo que posibilita un entend im ien to m ás ap rop iado del nuevo espacio de pensam iento 54. El choque de civilizaciones... , p. 374. 55. Lo entendemos aquí como la otra cara de la imposibilidad de hacerse realidad el multiculturalismo, tal como es teorizado y profesado por Huntington en esta obra y ahora, en estos tiempos, tiempos que no parecen abonar la supuesta inocencia de ciertos cambios bruscos de actitudes teóricas y compromisos políticos.
al que se adscribe H u n tin g to n en v irtu d de lo que deno m in a «tiem pos de turb ulen cia m ulticultural». N o s m o strará, p o r o tro lado, la em er gencia de ciertos «dem onios» de un inconsciente que rechaza la idea de ciudadanía dem ocrática p articipativa y viene de m uy atrás, ha rea lizado un largo reco rrid o histórico. A sim ism o, servirá p ara disponer de un criterio de discernim iento adecuado p o r lo que se refiere a sus pro pu estas de p olítica práctica con im plicaciones m undiales, que ah o ra ya no guardan m em oria de su apuesta an terio r p o r u na «tercera ola de dem ocratizaciones». En p rim er lugar, a la «falsedad, a la inm oralidad y al peligro»56 que en trañ a el in ten to de universalizar la cultura occidental, el p ro feso r de H arv ard co ntrap on e la peculiaridad y el carácter singular de esta ú l tim a, que la convierten en única: «la civilización occidental es valiosa no p orqu e sea universal, sino p orqu e es única»57. Para él to d a cultura es u na to talid ad au to rreferid a y su desarrollo sólo es debido a factores endógenos, pues las variaciones proced en tes de instancias ex teriores no afectan al núcleo significativo fundam ental. Si se tiene en cuenta, p o r o tra p arte, según hem os venido señalando, el carácter esencialista que atribuye a las culturas (lo que las convierte en inconm ensurables, d i ferenciadas de m o do absoluto, dotad as de una identidad inm une a las influencias), entonces todas ellas se presen tan con esa inalienable p ro p iedad de ser «únicas». D esde este p u n to de vista, la cultura occidental sería única, p ero única com o u na m ás entre otras m uchas únicas. ¿Es cierto, sin em bargo, que la p ro p ia estru ctura de las culturas las hace im perm eables a las dem ás, o que la «apelación» de unas a otras conllevaría siem pre u na relación de «im perialism o» inm oral y peligroso? Un estu dio y unas respuestas m ás fundadas y com prensivas de este núcleo de problem as llevarían, sin duda, a un tipo de reconocim iento y valoración de las culturas que diferiría del sostenido en E l choque de civilizaciones, al tiem p o que m o du laría el relativism o conten ido en dicha o bra. D e m o do tangencial a tales cuestiones y a los efectos m ínim os co ncernien tes a nuestra argum entación, pod em o s convenir en que, históricam ente, el en cu entro de las culturas entre sí ha g enerado, en m uchas ocasiones, relaciones de dom inio o de d estrucción, p ero es difícil n egar igualm en te la perm eabilidad , el en riqu ecim ien to y los cam bios acaecidos en la g ram ática p ro fu n d a de las culturas. El p resen te, p o r o tra p arte, desde la m undialización de diversos niveles que afectan al m o do de en ten d er la p ro p ia ind ivid ualid ad y sus m o do s de p erten en cia a grupos o naciones, ap u n ta a la lucha creciente p o r la construcción de relaciones interculturales regidas p o r norm as de equidad y no de violencia o de sim ple colonización. Se perfilaría así la asunción de un m estizaje ligado a los p ro pio s desarrollos de los individuos «inm igrantes» y «em igran 56. El choque de civilizaciones... , p. 372. 57. Ibid., p. 373.
tes», que ap un tan a nuevos órdenes de n orm ativ idad ética y política58. N o tom am os en consideración, en este caso, los fenóm enos m ás ex ter nos de hom ogeneización de diversos hábitos: desde el vestir a la m úsica u o tros aspectos que acom pañan a las referidas interrelaciones. El m es tizaje intercultural, la conform ación plural de los sujetos individuales o las nuevas variaciones de carácter político constituyen un proceso abierto a form as de dem ocratización que han de asum ir la proliferación de identidades plurales d en tro de espacios «nacionales» m últiples y que rem iten a configuraciones nuevas de desarrollo y a ccountability. Tales procesos de dem ocratización están ligados a form as de perm eabilización intercultural, de aprendizaje de otras «gram áticas de pensam iento» y de aceptación de norm as de intercam bios significativos no coercitivos, que acaban p o r im plicar u na tran sform ación p ro fu n d a de los im agina rios sociales en el in terio r de las diversas culturas y civilizaciones. La p reg u n ta que, inm ediatam ente, hace acto de presencia es: ¿por qué se m u estra H u n tin g to n tan reacio a estas tendencias de interrelación interculturales que alteran, sin duda, p ero que pueden enriquecer la u rdim bre de significados presente en to d a cultura instituida? U na lectura de su defensa de la cu ltu ra occidental ap u n ta inm ediatam ente a u na parado ja singular. En el nuevo co ntex to de las tendencias dem ocratizadoras que n uestro au to r presen taba en La tercera ola, su deseo de «preservar, p ro teg er y ren ov ar las cualidades únicas de la civilización occidental» no está en consonancia con el proceso de reconocim iento plural que profesaba en dicha obra. Por el co ntrario , en este tiem po inm ediato — E l choque de civilizaciones— viene a concluir que el valor intrínsecam ente positivo de la civilización occidental la convierte en única, en cuanto que es capaz de «m antener la su perio ridad tecnológica y m ilitar sobre otras civilizaciones»59. Y así, p o r ejem plo, sostiene que los tratad o s firm ados p ara el co ntrol de arm am ento, con pretensiones de activar — en el m arco del pluralism o de las naciones— com prom isos de corresponsabilidad en un o rd en de paz y de respeto a los ciudadanos de to d o s los países, habrían de ser in terp retad o s m ás bien com o torp es m ovim ientos debidos a los cantos de sirena de un pacifism o que, ah o ra, en «estas m areas culturales y de civilización», nos deja indefensos ante ataques de «terroristas y dictadores irracionales». La caracteriza ción de ser «única» acaba m o stran do , pues, su peculiaridad, p ero p or su lado peor, el de su posición de exclusión de los o tro s y su actitud de dom inio. C onsecuente con estos presupuestos, H u n tin g to n insta a restablecer «el p o d er de O ccidente a los ojos de los líderes de las otras civilizaciones»60, lo cual ha de significar u na «tercera fase euroam erica58. Como tendencias todavía en fase de elaboración y a veces disonantes, con resultados provisionales. 59. El choque de civilizaciones... , p. 374. 60. Ibid., p. 369.
na». El ren acim iento y el afianzam iento del p o d er pasan p o r form as de integración económ icas y políticas absolutam ente exclusivas entre los occidentales y se concretan n o sólo en rechazar de plano, en el orden in tern o , los subversivos cam bios p reconizados de form a sed uctora p o r el m ulticulturalism o sino, igualm ente y aten dien do al plano in tern acio nal, en rep u d iar «los esquivos e ilusorios llam am ientos a identificar los E stados U nidos con Asia»61. En definitiva, se trata de elim inar lo que se considera com o alianzas y pactos «contra natura», esto es, en razón de la idea de cu ltu ra «única», de rechazar pactos con dim ensiones de intercu lturalidad que p ud ieran tener, com o efecto perverso, n o q uerido, el refo rzar la existencia de otras culturas. Éstas, a la p ostre, alcanzarían de este m o do , peligrosam ente, el estatuto de equidad con la occidental y, en su caso, p od rían alterar, en función de los intercam bios sim bólicos y del cam bio p ro fu n d o del nivel instituyente p ro pio s de la naturaleza de la cultura, la pureza, la esencialidad y la «exclusividad» que se p re ten den p ara esa nueva form ación euro-am ericana. Para un «esencialista» de la cultura, com o es el caso de H u n tin g to n , la existencia y la relación de equidad entre culturas equivaldría a carecer de criterios de distinción y, en tal caso, de criterios de identidad pro pia. En efecto, la «igualdad» en la «diferencia» y, p o r tan to , la valoración positiva de la p luralidad (dejando de lado ah o ra el p ro blem a de si cualquier diferencia es p o r ella m ism a valiosa) avocarían, p ara n uestro autor, a u na situación de anom ia criteriológica, gnoseológicam ente h ablando, y de indistinción sim bólica de significados, desde el p u n to de vista cultural. En nuestra hipótesis — contrafáctica— de un m ulticulturalism o en trecru zad o, p ro v eed o r de form as m ixtas en la conform ación de id en tidad de los sujetos, h abría desaparecido el principio cuasi m etafísico que el p ro feso r de H arv ard establece com o criterio de diferenciación identitaria: «Por p ro p ia definición y m otivación, la gente necesita enem igos»62. Es decir, según n uestro autor, las diversas culturas se trocarían en «m ultitud», en u na h eteróclita y uxtaposición, cuya identidad cultural p ro pia, sin esa especificación del o tro com o enem igo o p eran d o a m odo de criterio, q uedaría desnaturalizada en u na neutralización valorativa hom o geneizado ra de tod as ellas. La identidad p ro pia, en este caso, se tran sform aría en acrítica identificación indiferenciada de tod as las cul turas. Este incorrecto tratam iento teó rico, que confunde los elem entos caracteriológicos de algunos individuos o sus com pulsiones personales con la naturaleza y la estru ctura de la cultura, no le perm ite distinguir en tre la actitud etn océntrica y colonial, im positiva de u na cultura, y la apuesta filosófico-política por un m estizaje crítico con las propias dife rencias, pues éstas no quedarían validadas por el hecho de ser tales. U na asunción crítica de las diferencias ap u n taría al hecho de que diversos 61. Ibid., p. 368. 62. Ibid., p. 153.
elem entos de las culturas se integ raran en la categoría de la «posibili dad» aten dien do al orden de lo universalizable. U na interrelación cu ltu ral no coactiva de este tipo señala y caracteriza lo que, en o tros escritos, he d enom inado com o la «capacidad de interpelación intercultural». El «partidism o geográfico-cultural» a favor de la civilización «única» p o r o tra p arte, concretado en la necesidad del co ntro l de los centros económ icos vitales y en el dom inio fundado en la m ayor fuerza p o lí tico-m ilitar, com o lo sostiene H u n tin g to n , trad ucen — a lo que p a re ce— intereses m uy distintos a los de la p ro cu ra y el m anten im ien to de la cultura y la p iedad religiosa occidentales. Sin olvidar que u na de las guerras m ás durad eras en el tiem p o y m ás feroces en sus form as se dio en el in terio r de dicha cultura occidental y en función de la religiosidad que la distingue: La guerra de los treinta años. En cualquier caso, no hay necesidad de rem on tarse a tales tiem pos p ara co m p rob ar cóm o las guerras m ás recientes se han dado d entro de los ám bitos de u na m ism a religión y/o de u na m ism a cultura, o entre culturas sim ilares. M e estoy refiriendo a la p rim era y segunda G uerras M undiales, a la g uerra entre C hina y Jap ó n o a la de Irán co n tra Irak, al in ten to de exterm inio entre tutsis y hutus, am bos de religión católica. T am poco la id entidad religio sa católica h a im pedido la secesión, en este caso pacífica, de checos y eslovacos. 6. M ás allá de una nueva ola dem ocrática: el «antiuniversalism o» com o retracción insolidaria y excluyente de las otras culturas El subtexto de E l choque de civilizaciones parece apuntar, pues, a p lan team iento s ideológicos de signo m uy distinto. Así, el valor positivo ú n i co de la civilización occidental acaba m o stran do su característica m ás p ertin en te y tiene su expresión m ás significativa cuando lo referim os a la nueva situación que h a ido co bran do cuerpo hasta m ostrarse con to d a claridad en la ú ltim a década. La nueva situación alude al fraca so acaecido al p re ten d er ex tend er a tod os los habitan tes de la tierra el «éxito» del neoliberalism o. Este fracaso, am pliam ente com p artid o sobre to d o tras la caída de los «D ragones del Este», ha m arcado los lím ites, m uy discutidos, acerca de la capacidad de esta nueva faz del liberalism o realm ente existente p ara m antenerse en los p ro pio s países desarrollados y extenderse al resto del m u nd o. La lim itación p o líti co-cultural del liberalism o pareció h aberla asum ido el p ro p io Raw ls, y así lo h a m o strad o el fracaso de su teorización sobre un «derecho de gentes». Significativam ente, o tro liberal, Francis F ukuyam a, h a afir m ado que la h isto ria ha llegado a su fin, ya que, cuando inten tam o s en carar los p roblem as socio-políticos surgidos en n uestro tiem p o, no hay alternativas, no existen p lanteam iento s posibles al m argen del libe ralism o. Todo lo cual viene a revelar el v erdad ero ro stro y el «denso»
co nten ido de la actitud de H u n tin g to n tildan do de «inm oral y pelig ro sa» la p retensió n de universalizar la cu ltu ra occidental. El relativism o a que avoca vela el significado m ás real y directo de su pro gram a: se tra ta de que n o podem os, n o debem os asum ir actitudes de solidaridad respecto del «resto» del m u nd o, ni tenem os p o r qué aten d er las res ponsabilidades que se nos reclam an p o r n u estra constante intervención en to d o s aquellos espacios que hem os considerado, y seguim os h acién dolo, com o «ám bitos prim ordiales» de nuestro interés. El aten der a las dem andas citadas nos obligaría a h acer p artícipes de n uestro s m edios y avances técnicos, de los beneficios, de las ganancias y del bienestar a m uchos, a «los otros», los cuales, sin em bargo y p reviam ente, ya han sido estigm atizados com o «enem igos», y, p o r tan to , sería co n trad icto rio estatuir algún tipo de responsabilidad que nos forzara a coadyuvar a su perm anencia, a su d esarrollo y a su felicidad. El «antiuniversalism o» constituye el segundo ám bito de problem aticidad del culturalism o de H u n tin g to n , de acuerdo con m i p ro pu esta de diferenciar dos niveles de discurso presentes en su obra. Si el p rim er ám bito exam inado se refería a su enfatización de la unicidad identitaria de la civilización occidental hasta convertirla en la «única valiosa» y, p o r tan to , estigm atizando a las dem ás civilizaciones com o enem igas irreconciliables, en este segundo nivel atendem os p ro piam en te a su conceptualización del «antiuniversalism o». El «antiuniversalism o», que parecía en trañ ar un halo de respeto y reconocim iento hacia los dem ás, incluso p o r la vía del relativism o, se m uestra com o la co artad a político-cultural p ara no ten er que «atender» ni esforzarse en «com prender» al resto del m u nd o. N o puede olvidarse que entre el 18 o el 20% de la población de la tierra dispone del 80% de la pro du cció n m undial, situándose esos h abitantes en el hem isferio n o r te. Ese 20% ha visto crecer p ro po rcio nalm ente su p articipación en los bienes producidos: si en los años sesenta poseía u na ren ta trein ta veces su perio r al 20% de los m ás pobres, hoy, con respecto a estos últim os, es o chenta y tres veces superior. Si hiciéram os u na com paración a escala de los h abitantes del m u nd o, guard and o las p ro po rcio nes de las variables p ertinentes, situándolos en u na población de cien habitantes, «la m itad de la riqueza total del m u nd o estaría en m anos de sólo seis personas. Las seis serían de nacionalidad am ericana»63. Esta situación de creciente desigualdad genera efectos perversos en el o rd en político y dem ocrático si tenem os en cuenta, adem ás, que las veintitrés em presas m ás im p o r tan tes del m u nd o co ntro lan el 70% del com ercio m undial, lo cual im plica que se h a hecho realidad el co n tra-p o d er económ ico en frentad o al 63. Citado por Carlos Fuentes: «Silva Herzog, ¿por qué?», en El País, 2 de marzo de 1999, p. 16. El autor completa los datos de esa comparación, que resultan de un interés espacial para marcar la progresiva desigualdad y la casi insalvable situación de atraso cultural y económico de zonas enteras de la tierra.
político. T eorizado este co n tra-p o d er m o nopolístico, de m odo especial en los inicios de los años ochenta, ah o ra m u estra no sólo su desafío al p ro p io E stado, sino que am enaza con el h u n dim ien to y la quiebra de las sociedades ante la consternación de m uchos de los neoliberales que p ro piciaron ese tipo de libertad de m ercado y de E stado m ín im o 64. El E stado, no obstante y desde un p u n to de vista dem ocrático, sigue sien do la instancia principal — aun cuando no la única— capaz de atender las dem andas de los ciudadanos, co ntinú a legitim ado p ara recrear el espacio de lo público al que aún pued en pertenecer, de form a cada vez m ás p recaria y eventual, los excluidos de ese nuevo ám bito del m ercado globalizado. Este tipo de globalización, tan asim étrica com o desarticulad ora de las sociedades, incluso de aquellas que, hasta hace poco, el p ro pio liberalism o consideraba ejem plificadoras de sus benéficas p ro p u es tas (caso del Sudeste asiático), acaba m arcando la «existencia» de los individuos en el o rd en social y político. D e hecho, la situación de paro estructural extend ido y, p o r tan to , de p aro indefinido p ara m uchos in dividuos hace que éstos queden invisibilizados a efectos de los servicios sociales, al tiem po que esa situación m ina la p ro p ia consideración p er sonal de «ciudadano» y socava el supuesto valor social de su v oto y su participación políticos. C om o resultado de tod os estos efectos perversos de un sistem a socio-económ ico tan anclado en instancias occidentales, el peso «crítico» y la dim ensión n orm ativ a de la sociedad occidental, al h aber adquirido el pondus existencial de ser «única», deberían obligar a un m ultilateralism o responsable. Por o tro lado, sin em bargo, O ccidente siente la ten tación y la supuesta necesidad de retracción sobre sí m ism o, constreñido a p arar el efecto dom inó que p ud iera afectar a su p ro p ia política internacional socio-económ ica, guareciéndose en la fortaleza de un in ten to p o r reco brar el m ando m ilitar a escala p lanetaria, am uralla da frente a los «m ulticulturalism os». En esta línea de exclusión, no es posible siquiera, p o r lo que al m ulticulturalism o se refiere, h acer valer la extensión inclusiva del «dem opoder», esto es, el reconocim iento — en la equidad de diferencias críticam ente validadas— de la igual p articip a ción dem ocrática en la ciudadanía del E stado o nación p o r p arte de los diferentes grupos que h abitan en tales espacios geográficos o políticos. El fundam entalism o culturalista dobla su consideración de valor de la cultura com o «única» de un entend im ien to práctico de exclusividad, el cual se trad uce en un co m p ortam iento decisivo de exclusión. Exclusión que solam ente p uede m antenerse desde la retó rica im posibilidad de es tablecer puentes interculturales, y, en estas condiciones, las diferencias se vuelven insalvables. Sacralizada la identidad, en fin, no se toleraría, se hace im posible la «conversión» y, en consecuencia, se persigue y se pro híb e el m estizaje. Som os únicos. A sum am os e im pongam os el estar 64. Puede comprobarse parte de este diagnóstico en los escritos del especulador financie ro Soros, especialmente tras la caída de los países del Sudeste asiático.
m ilitantem ente cabe noso tros, solidariam ente solos en la consolidación de la fuerza y en el diseño espacial de u na suerte de nuevo im perio, «la tercera fase euro-am ericana». U na vez m ás, com o escribiera en su tiem po P latón, quien pon e el nom b re (en este caso, desde el antiuniversalis m o y el rechazo del m ulticulturalism o), quien establece la «diferencia», quien discrim ina y m arca la p ertenencia es aquel que tiene el poder. N . B. El 11-S y las guerras de A fganistán y co ntra Irak han conver tido la o bra de H u n tin g to n en u na m ás de las que integran el am biguo reconocim iento trib u tad o a aquellos trabajos convertidos en profecías que se cum plen a sí m ism as. A hora bien, ni el terrorism o ni tam p oco el h o rro r de la g uerra preventiva e «infinita», com o respuesta al p rim ero, hacen m ás plausible ni, p o r supuesto, m ás encom iable E l choque de civilizaciones.
ESTADO D E E X C E P C IÓ N F R E N T E A D EM O CRA CIA . 11 D E SEPTIEM BRE. EL FU N D A M E N T A L ISM O E N LOS ESTADOS U N ID O S: M IT O FU N D A C IO N A L Y PR O C E SO C O N ST IT U Y E N T E
El 11 de Septiem bre de 2 001, con el ataque a las T orres G em elas de N u eva York, m aterializaba los peores augurios de E l enfrentam iento de las culturas. Este tex to , con tan abom inable acto terrorista, hacía reali dad el apotegm a de «la profecía que se cum ple a sí m ism a», tal com o lo señalé en el an terio r capítulo de esta obra. Los efectos, a nivel m undial, han sido u na nueva era de «guerra infinita», que ha ah orm ado los p rin cipios políticos y las prácticas dem ocráticas en los lím ites de u na nueva ép oca de «guerra fría», cuando los b árbaros ya no existen. Y ahora, ¿quién se h ará cargo de tantas esperanzas e ideales pospuestos? D esde las preocupaciones que m arcan la o rientación y el tipo de h erm en éu tica de n uestro trabajo, m e interesa destacar los aspectos re lacionados con el m u nd o sim bólico-norm ativo de la política, especial m ente aten dien do al co m p ortam iento de la ciu dad an ía; los relacio na dos con las prácticas dem ocráticas, p restan do u na atención específica al tipo de legitim ación política invocado desde la «A dm inistración» Bush, ya que la m ayoría de las dem ocracias del m u nd o se sitúan «a la som bra del Im perio», así com o deseam os aten der las pro pu estas p ara encarar la nueva situación p lanteadas p o r los estam entos de los partid os y las ins tancias académ icas. E sta tren zad a tem ática constituye la urd im b re del presente capítulo, que, p o r o tra p arte, adquiere el valor de argum ento con respecto a la tesis ya conocida que sostengo sobre el valor científico y la carga ideológica de E l choque de civilizaciones. Por o tra p arte, es difícil im aginar n uestra nueva situación en el m u nd o sin apreciar el g ra do de fundam entalism o, tan violento com o reaccionario, que preside las actuaciones de u no y o tro lado. Pero esto ú ltim o nada tiene que ver con el en frentam iento de civilizaciones, no p ertenece a la n aturaleza de las m ism as. La apatía, la indolencia y el desapego que algunos, en concreto H u n tin g to n , teo rizaron com o ingredientes de u na b uena d e
m ocracia, han pro piciado la asunción del poder, en cuanto com petencia del caudillo o líder, p o r p arte de quienes han acabado revistiendo su m and ato de u na suerte de m isión soteriológica que ni siquiera se atiene a la legalidad vigente. Los pueblos, pese a las protestas y a las enorm es m anifestaciones en m uchas naciones, han visto reco rtad a su capacidad real de influir en la p olítica de sus países, así com o de exigir las resp o n sabilidades p ertin en tes a sus políticos. El rito de d epositar el voto cada cuatro años h a p erdid o su m agia y su virtu alidad real. 1. Terrorismos y fundam entalism os com o «la guerra del siglo xx¡» L a p ro fu n d a carga em otiva de solidaridad con las víctim as y, p o r o tra p arte, de inapelable condena de los actos terroristas p erp etrad o s en d i versas ciudades de los E stados U nidos p o r m iem bros de la red Al Q aed a m arcó los días que siguieron al 11 de Septiem bre de 2 001. Un diario tan poco proclive a la actitud com placiente con los E stados U nidos com o es el caso del parisino L e M o nd e escribió inm ediatam ente: N o u s som m es tous des am éricains. U na expresión de solidaridad que ya utilizara el presidente K ennedy en el Berlín dividido: Ich bin Berliner, y cuyo v alor sim bólico ha vuelto a ser asum ido, hace relativam ente poco, p or p arte del estadounidense E dw ard Said en busca de un cam ino p ara la paz en O rien te M edio: «Todos som os palestinos». Pues bien, la sorpresa p o r los lugares de elección p ara la acción terrorista, la m agnitud de la destrucción y la m asacre del 11 de Septiem bre, localizadas especialm en te en las T orres G em elas, así com o la sofisticación de los m edios para tales acciones d ieron lugar a interp retacio nes políticas y polem ológicas tan plurales com o radicales. Q u izá las o piniones m ás llam ativas fueron aquellas que fo rm u laro n , sin am bages, que se tratab a del inicio de la tercera G u erra M undial. La experiencia, tan pregn ante com o inq uietante p ara los estado unidenses, al co m p rob ar que habían sufrido, d entro de su territo rio , los efectos del terrorism o intern acio nal nos obliga, m ás allá de la re tórica y de la catarata de interp retacio nes precipitadas, a in ten tar una aproxim ación algo m ás crítica tras el tiem po ya tran scu rrid o. Se trataría de establecer u na perspectiva que, aun en form a sintética, asum iera de un m o do m ás aten to los contextos políticos, sociales y de o rd en in ter nacional que, d irecta o ind irectam ente, están en la base del 11 de Sep tiem bre. C o m o es obvio, no se trata de p restar una justificación del acto terrorista, sino de un esfuerzo de com prensión del m o m en to histórico en el que se incardina. D esde esta perspectiva sería conveniente atender, brevem ente, a tres tipos de procesos socio-históricos y políticos que han m arcado lo que hoy se dibuja ya com o el inicio de u na nueva era. Esta nueva era parece distinguirse, a su vez, com o in ten taré indicarlo m ás adelante, p o r la secuencia de dos derivas de distinta naturaleza. Am bas
derivas o procesos de conform ación sim bólico-políticos, que han tenido com o sujetos a los ciudadanos y al gobierno estadounidenses, son, el u no , de carácter nacional-cultural, y el o tro , de fuerte calado político intern acio nal. D e los tres procesos socio-históricos que se han p uesto de m anifies to en la segunda p arte del siglo x x y que considero relevantes a la h ora de aten der al significado del 11 de Septiem bre, el p rim ero de ellos hace referencia al final de la G u erra F ría. El dato p ertin en te en n uestra arg u m entación se relaciona con u no de los efectos perversos originados p or la p ro p ia dinám ica estructural de aquella g u erra. Se trata, en este caso, de la m u ltitu d de E stados que, considerados com o legales desde el p u n to de vista internacional, no tienen, sin em bargo, legitim idad dem ocrática in tern a. L a existencia bip olar de un radical en frentam iento ideológico y m ilitar entre la ex tin ta U nión Soviética y los E stados U nidos favoreció el hecho de que lo p olíticam ente relevante con respecto a los E stados existentes fuera el alinearse con u no u o tro de los bandos enfrentad o s. El final del bipolarism o, con la caída del M u ro de B erlín, nos ha p erm i tido co m p rob ar la existencia del sinnúm ero de «Estados fracasados». En dichos E stados han persistido unas élites que, tiem po atrás, dirigieron la política de los m ism os, pero n o han llevado a cabo ni la inclusión de sus ciudadanos en el ám bito del gobierno ni han realizado los cam bios dem ocráticos que p arecía exigir su p ro p ia pertenencia al organism o de las N aciones U nidas. E sto explicaría, en p arte, el hecho de que dentro de tales «Estados fracasados» hayan surgido grupos organizados m ili tarm ente que le disputan al E stado una p arte del ám bito geográfico al que p retend idam en te extiende su soberanía, así com o el crecim iento de las bandas crim inales dedicadas al tráfico de drogas, la aparición de los «señores de la guerra», el en frentam iento étnico históricam ente no resuelto, etc. N o es difícil en tend er que tales E stados pued an apoyar o tengan que so p o rtar la existencia de diversos grupos terroristas con posibilidades de o bten er arm as o m edios de g uerra sofisticados. C on to d o , lo m ás p reocu pante es que el nuevo o rd en intern acio nal que p a rece q uerer abrirse cam ino está dand o m uestras de rep etir los m ism os errores al buscar aliados sin aten der a las estructuras de gobierno o a las form as de legitim ación dem ocráticas. U na vez m ás, la dem ocracia se dibuja com o la gran p erd ed o ra. E n segundo lugar, la caída del M u ro de Berlín vino a significar el agotam iento de figuras del pensam iento ilustrado que in ten taro n tan to la plausibilidad com o la posibilidad de u na nueva época, concibiendo el presente com o un proceso de innovación en referencia al pasado, a la A ntigüedad. La ru p tu ra con respecto a la tradición n o dejó de conside rar a esta últim a, especialm ente p o r lo que se refiere a la G recia clásica, com o un m odo de vida axiológicam ente norm ativ o e inspirad or de un nuevo im aginario político «a la altura de los tiem pos». A lgunos autores se han p ro nu n ciado p o r u na clausura de la capacidad in n o v ad o ra y u tó
pica de la idea de cam bio y felicidad que alim entó la Ilustración. Tales parecen ser los efectos de la fuerte im p ro n ta del «realism o político», en cuanto proceso de burocratización que anula el sentido del espacio p ú blico, y de la violencia an trop ológ ica llevada a cabo p o r la concepción de u na sociedad de m ercado com o la fo rm a n atural de desenvolverse los individuos, definidos com o «sujetos posesivos». La parálisis del E stado de Bienestar, en cuanto paliativo a las leyes del m ercado, ha reforzado la experiencia de la «im penetrabilidad» del presente (H aberm as). La caída del M uro de Berlín, ind ep end ien tem en te del carácter de «econom ía de guerra» con que algunos han caracterizado al socialism o real, h a servido p ara liberar a los defensores del m ercado irrestricto del m iedo siem pre presente ante u na posible alternativa social. «Todo lo que hizo que la dem ocracia occidental m ereciera ser vivida p o r su gente — la seguridad social, el E stado de B ienestar...— fue el resultado del m iedo. M iedo de los p obres y del bloque m ás grande y m ejor organizado de los Estados industrializados, los trabajadores»1. Lo paradójico es que el m iedo ha vuelto a instalarse en los rep resen tantes del nuevo sistem a globalizado neoliberal ante la incapacidad de hacer realidad sus siem pre incum pli das prom esas de un futuro m ás justo2. En el capítulo sexto de este libro, haciendo recu en to histórico de «las prom esas incum plidas», p o r tom ar de nuevo la célebre expresión de B obbio, hablo de un ritornello. Con ello m e refiero a que pertenece a la gram ática p ro fu n d a del desarrollo económ ico del sistem a capitalista el h aber apostado ideológicam ente p o r hacer desaparecer del im aginario social las prom esas en base a las cuales se «forzaron» cam bios desgarradores del tejido social. Al p ro p io tiem p o, dicho sistem a se esforzó p o r seguir el cam ino de violencia ini ciado, com o si de un hecho n atural se tratara, tras b o rrar de la m em oria las huellas de to d o cuanto hacía referencia a un futu ro m ejor. N o deja de ser sintom ático que, en estos días tan cargados de m iedo, las voces m ás representativas de la U nión E uro pea hayan hablado de la «guerra» com o de una acción y u na expresión cuyo único sentido legítim o sería la lucha co n tra el ham bre. En tercer lugar, aten dien do a los contextos socio-políticos d entro de los cuales se enm arcan fenóm enos activos de d esestructuración social tales com o los de carácter terrorista, es necesario aten der al cam bio tan radical que conlleva la globalización tan to en el orden económ ico com o en el político. N o es posible pensar u na reorganización económ ica u n i 1. E. Hobsbawm, «Adiós a todo eso», en R. Blackburn (ed.), Después de la caída, Crítica, Barcelona, 1993, pp. 133-134. 2. En la reunión de Davos del año 2000, lugar de encuentro de las élites económicas más agresivas en el proceso de globalización, en los momentos finales de dicho congreso, tras hacer constatar sus fracasos en las predicciones de bonanza y desarrollo mundiales (véanse la crisis de México, las del Sudeste asiático, etc.), se decidió dar entrada también a los temas políticos. En la clausura de enero de 2003, se apostó por tender puentes hacia aquel otro foro, hasta ahora tan denostado, que es Porto Alegre.
versal, com o la que co rresp on de a la globalización, sin que tenga en su base un o rd en político que la sustente. La o bra de Polanyi La gran trans form ación es u na de las m uestras históricas de m ayor alcance teóricoanalítico p ara ejem plificar n uestra aseveración. D e este m o do , no tienen m ucho sentido los co ntinuos debates sobre la p érd id a de soberanía de los E stados o sobre la desaparición de los m ism os com o si se tratara de u na cuestión m etafísica en to rn o a la n aturaleza del E stado. La discu sión h abría de centrarse, m ás bien, sobre la vo lu n ta d de ciertos Estados para diseñar el cam po y la fun ción de la acción de los E stados así com o la aceptación de los nuevos roles a jugar por parte de otros E stados, los cuales acaban por preferir — frente a la posibilidad de exclusión— la función subsidiaria del E stado con respecto al orden económ ico-social im pla nta do . Serían im pensables los «m ercados globales de capitales», los sistem as financieros internacionales, los tipos de sistem as m o n e ta rios, la existencia de los sistem as bancarios privados, etc., sin el acuerdo y el sostén de los E stados nacionales y las instituciones in tern acio n a les que éstos apoyan y defienden a través de orden am ien tos jurídicos sancionados internacionalm ente. Ya en 1973, aten dien do a los cam bios económ icos en m archa, H u n tin g to n escribía que el pro blem a no residía en la desaparición de los E stados sino en la reorganización de su fun ción: «La inm ensa m ayoría de los países europeos y del Tercer M un do juzgaron que las ventajas del acceso transnacional tenían m ás peso que los costes involucrados en in ten tar detenerlo»3. N o en vano u na de las dim ensiones m ás d eterm inantes de la globalización realm ente existente radica en su carácter excluyente: excluyente de individuos y de grupos de ciudadanos d en tro de las propias naciones y excluyente de aquellas naciones que no son funcionales p ara su desarrollo y su éxito. En este sentido, no se trata p ara los E stados de estar o no integrados en la globalización. N o son ellos sino el proceso globalizador m ism o el que m ar ca los lím ites, los confines, las fronteras de la inclusión. Este reo rd en a m iento de los E stados h a afectado d irectam ente, p o r o tra parte y com o cabía esperar, a la práctica y al alcance de la actividad dem ocráticos. Se h a p ro d u cid o , así, u na p érdid a creciente del valor n orm ativo de la p o lítica y el consiguiente alejam iento de los ciudadanos con respecto a los p artid os políticos, situación que se ha venido agravando hasta nuestro presente. A m ediados de los años noventa, en un balance político so bre la actuación de la dem ocracia liberal realm ente existente, S chm itter destacaba lo que d enom inó «desdem ocratización», esto es, los Estados liberales han establecido com o criterio de «buen gobierno» u na supues ta su perio ridad de la actuación económ ica con respecto a la política. La p érdid a de n orm ativ idad de la política, p o r su p arte, ha originado una doble consecuencia. Por un lado, la dism inución de las expectativas p o 3. S. P. Huntington, «Transnational Organizations in World Politics»: WorldPolitics 25/3 (1973), p. 344. Citado por P. Gowan, «El cosmopolitismo neoliberal»: NLR 11, p. 161.
pulares en cuanto a las elecciones públicas, con porcentajes de hasta un 6 0% de abstención en las dem ocracias m ás desarrolladas. Por o tro lado, la práctica im posibilidad de desbancar a las m inorías bien atrincheradas en u na dem ocracia «econom icista» de g obernabilidad apática4. La p érdid a de relevancia de la dem ocracia, incluso p ara los supues tos adalides de la m ism a, com o se m o stró en el p eríod o de la G u erra F ría y com o estam os constatand o en n uestro presente m ás in m ed iato ; el cam bio de la dim ensión n orm ativ a de la p olítica p o r el valor su p erio r o to rgado al éxito económ ico, así com o el carácter subsidiario del E stado de acuerdo con el sistem a de econom ía global establecido, rechazando la opción del «contrato social» ad op tado en o tro s p eríodos históricos, constituyen tres dim ensiones de n uestra realidad políticoeconóm ica y del o rd en intern acio nal naciente. N o obstante, dichas co n form aciones históricas distan m ucho de p o d er asentarse com o si de realidades n aturales se tratara, especialm ente ah o ra que la «m ano invi sible» h a dejado de p o d er actu ar al am paro de su supuesta «inocencia»: la ciencia económ ica y, de m o do general, la razón se han hecho cargo de la constricción que supone asum ir tan ideológica form a de explicar la in terrelació n social de los individuos. N ing u no de los tres procesos exam inados puede ser in terp retad o com o la causa determ inante ni, m enos aún, com o alegato justificativo de los hechos ocurrid os el 11 de Septiem bre. Sin em bargo, a través de ellos se constituyen las estructuras socio-económ icas y políticas ex plicativas del surgim iento, el desarrollo y la actuación de los nuevos m ovim ientos terroristas, especialm ente los de carácter fundam entalista. El fenóm eno de la exclusión de la econom ía y de la capacidad de desa rrollo genera o tro nivel de segregación: sería la heterodesignación del «otro», del excluido, com o un individuo, grupo o nación con «defor m aciones» o «patologías», lo que obligaría a su segregación. En cuanto los excluidos albergan pretensiones de integrarse en la corriente ya de term in ad a de interés globalizador se acaban convirtiendo en «agentes desacoplados», en problem as disruptivos de efectos paralizantes p ara la sociedad, en objeto de tratam ien to altruista, pero disfuncionales en su p ro p ia existencia. M anu el Castells, en un artículo de 1990, se hacía eco de o tro nivel, ya inq uietante p o r aquellas fechas, resultado de la dinám ica de segregación: el que se sitúa, com o efecto reactivo ante la exclusión, en el ám bito de la identidad cultural, étnica o religiosa. E sta actitud reactiva cobra su form a m ás ex trem a en las diferentes figuras del fundam entalism o. Y sentenciaba, once años antes del 11 de Sep tiem b re: «El terrorism o fundam entalista será (es ya) la g uerra m undial 4. P. Schmitter, «Democracy’s Future: More Liberal, Preliberal or Postliberal?»: Journal of Democracy 6/1 (1995). En esta misma perspectiva: C. Offe y P. C. Schmitter, «Las paradojas y los dilemas de la democracia liberal»: Revista Internacional de Filosofía Política 6 (1995), pp. 5-30.
del siglo xxi»5. N o se tratab a de ninguna intuición, profecía o visión futurista. Señalaba el resultado inapelable de «la lógica de la exclusión que responde a la lógica de la exclusión». La irrelevancia y la segregación que el nuevo sistem a m undial crea con respecto a individuos o a grupos, a los que se califica, prácticam ente, de sub-hum anos, obligan a estos ú l tim os a «responder con la redefinición au tón om a de los criterios de h u m anidad y declaran no-hum anos, ‘infieles’, ‘satánicos’ o ‘ex plo tado res’ a quienes se integran en el nuevo sistema». Así p lanteada la relación de la no-relación, la consecuencia lógica es la resistencia suicida o la guerra de exterm inio, la alteridad total llevada hasta sus últim as consecuencias, es decir, el terrorism o indiscrim inado y generalizado com o arm a últim a del excluido. «El terrorism o fundam entalista (repito enfáticam ente la cita) será (es ya) la guerra m undial del siglo xxi»6. En aquellos com ienzos de la década de los noventa Castells visualizaba esperanzadam ente un h o ri zonte de cam bio, «desde el reino de la necesidad al reino de la libertad», que situaba en el p u n to arquim édico de la «política de la transición his tórica [...] el tiem po de la Política, de la gran política, de la política com o capacidad de acción colectiva p ara tran sform ar n uestro destino y el de las generaciones futuras»7. Pero de m o m ento parece haberse im puesto el tiem po del m iedo, de la angustia. Un arte éste del m iedo que algunos están m anejando con astucia y profusión. El tiem po de «El com ienzo de la historia» estaba grávido de otro deseo: el de ap rend er la esperanza «com o capacidad de acción colectiva p ara tran sform ar nuestro destino». 2. E l 11 de Septiem bre: reinstauración del m ito fundacional legitim atorio 2.1. Perplejidad ante «el m u n d o al revés» A través de los procesos que venim os analizando, lo determ inante p o líticam ente y lo decisivo ideológicam ente es que el 11 de Septiem bre 5. M. Castells, «El comienzo de la historia»: El futuro del socialismo 1/2 (1990), p. 71. 6. Ibid., p. 71. El subrayado es mío. Desde una perspectiva sociológica sistémica, deudo ra de su hipótesis metodológica del «sistema-mundo capitalista», Immanuel Wallerstein asume el problema de la «lucha identitaria» en su artículo «Perspectivas de futuro para el capitalismo histórico». Para Wallerstein, a partir de la fecha simbólica de 1989, «el nuevo tema geocultural ya ha sido proclamado: es el tema de la identidad». Desde esta nueva situación de cambio, ya no revolucionario en sentido clásico, estamos asistiendo a tres opciones igualmente desestabilizadoras. La primera es la denominada «opción Jomeini», la cual se define por la alteridad radical, por el rechazo total de las reglas de juego impuestas por el nuevo sistema-mundo. Una segunda opción es la liderada por Hussein, de tanta actualidad en estos días, consistente «en la inversión para crear Estados grandes y fuertemente militarizados con la intención de entrar en guerra con el Norte». Y, por último, estaríamos asistiendo a la «opción de las pateras», cuyo flujo parece altamente improbable que pueda controlarlo cualquier Estado del Norte. Cf. artículo citado, recogido en la obra El futuro de la civilización capitalista, Icaria, Barcelona, 1997, pp. 92-93. 7. Ibid., p. 72.
ha obligado a los estadounidenses a p reguntarse p o r las condiciones de posibilidad crítico-prácticas de su p ro p ia form a de vida así com o p o r sus dim ensiones legitim atorias de carácter ético-político. Podem os afirm ar que se han visto constreñidos a «justificar» y, p o r lo tan to , a «le gitim ar» la estru ctura constitutiva de su ser com o pueblo o nación. En definitiva, el 11 de Septiem bre ha desencadenado el cuestionam iento de los referentes de sentido que han sostenido o, en su caso, pueden m an ten er hoy su identidad de estadounidenses. Este cuestionam iento de los referentes de sentido del pueblo estadounidense ha puesto en m archa, igualm ente, un proceso de co nfro ntació n con el nuevo «desorden», con el caos advenido. La experiencia de su situación individual así com o la percepción de su país vienen definidas p o r la vivencia de un desorden total, del sentim iento de que, rep entin am en te, estarían viviendo en un m u nd o que se p resen ta com o un m u nd o al revés. El nuevo desorden p ro vo cad o rem ite a u na vivencia antes desconocida y excepcional, de contradicciones com plejas. Por un lado, y aten dien do a la inédita ex periencia del 11 de Septiem bre, cabe destacar la percepción p regnante de las contradicciones tan radicales que ha generado en el pueblo es tad ou nid ense el insólito h echo, único en su historia, de ser objeto de ataques d en tro de sus propias fron teras p o r p arte de grupos externos. Lo ex traño , p o r o tro lado, es que tales grupos terroristas argum entan, p ara justificar sus ataques, en base a supuestas razones ético-políticas y religiosas, y no en función de pretensiones de apropiación de riquezas o p o r afán de dom inio o de conquista territo rial, com o suelen ser las cau sas m ás convencionales de las agresiones. Por últim o, los estado un id en ses, pese a las críticas intern as de algunos de sus intelectuales, habían asum ido com o p ro p io un supuesto valor canónico universal tan to en lo que respecta a sus m odos de vida com o a su intervención políticom ilitar en la m ayoría de los gobiernos del planeta. D e este m o do , la represen tació n de desorden in tern o pro vo cad a p o r el ex traño e inusi tad o ataque terro rista co n tra las T orres G em elas y o tro s lugares de los E stados U nidos, con la consiguiente puesta en crisis del sta tu q u o , en cuanto o rd en de ser y de valor, ha dado lugar a u na situación de p er plejidad p ro fun da, de contradicciones im posibles de asum ir p o r p arte de los ciudadanos, in d ep end ien tem en te de la interp retació n que ofrez can sobre esos hechos cualesquiera o tros grupos o naciones del m undo. Tales contradicciones, en cuanto que hacen inviable p ara la sociedad estadounidense u na rep resentación to talizado ra de su sistem a de vida, fuerzan, obligan a su superación p ara restablecer el o rd en , p ara que sea posible vivir con sentido en u na sociedad com o la que venía rigiendo p ara ellos, que se presente com o lo que debe ser frente a la im posible realidad del desorden existente. La superación ideológica, sin em bargo, conlleva ciertas operaciones epistem ológicas que han de p ro p o rcio n ar la institución del sentido. Estas operaciones, m e atrevo a insinuar ya, guardan u na estrecha analogía con las que llevaron a cabo, desde un
p rincipio, las sociedades etnológicas a través de los m itos, los cuales perseguían precisam ente el o rd en en su en to rn o vital y el sentido en la configuración de sus form as de vida. D ado el carácter de «superpotencia solitaria» (H u n tin g to n ) que os ten tan los E stados U nidos en un m u nd o p o r ah o ra unipolar, la ex pe riencia del caos que rep resen ta el 11 de Septiem bre adquiere dim ensio nes de universalidad, se refiere y afecta a to d o el universo. La aparición de esta ausencia total de sentido, en la sociedad p ro p ia así com o p o r lo que respecta al m u nd o, está obligando a intelectuales, a p arlam entarios y a m iem bros de la A dm inistración Bush a establecer, d irecta o ind irec tam ente, un nuevo proceso de au toconstitución sistém ica que haga pensable la superación del m o m en to de confusión y de radical negación que se ha ap od erad o de la experiencia vital de sus ciudadanos. Es necesaria la creación de un cuadro categorial, gnoseológico, así com o ético-polí tico, que fundam ente lo que podem os deno m in ar com o una negación ideológica de la negación, de esa negación que encarna el desorden advenido. Pues el ataque de los terroristas es percibido com o si el m u n do se h ub iera vuelto del revés, com o si el desorden que los fundam entalistas han generado h ub iera de ser considerado el o rd en que debería regir en la sociedad. Por ello es necesario instaurar un nuevo cuadro de representaciones significativas que posibilite redefinir el m u nd o, volver a situarlo según el o rd en que existía en la sociedad estadounidense. La percepción del m u nd o al revés, de caos total y planetario , según el im a ginario global de los estadounidenses, ha p uesto en crisis las creencias establecidas, invalidando, m om en tán eam ente, el o rd en social legado p o r la tradición. Inm ed iatam en te después de los actos terroristas, en el m ism o 2 001, el prestigioso novelista D on D elillo escribía un opúsculo titulad o In the R uins o f the Future. Reflections on Terror, Loss a nd Tim e. In the Shadow o f Septem ber. La tesis p rim era y central, en o rd en a la interp retació n de lo vivido en N u eva York, la cifra en la m utación sufrida p o r parte de la experiencia individual y en lo referido a la construcción de la id en tid ad : la nueva sensación de vivir p erm an en tem en te en el futu ro, lo que D elillo deno m in a com o «el relu m bró n utópico del ciber-capital». En el ciber-capital, escribe, «no existen los recuerdos [...] es ahí donde los m ercados escapan al co ntro l y d on de el potencial de inversión no conoce lím ites»8. Es u na constante p o r p arte de m uchos de los defensores m ás fundam entalistas del dom inio de lo económ ico en los procesos de globalización el estatuir la hipótesis de u na convergencia total de los indivi duos del m u nd o en form as culturales hom ogéneas. Los m ercados, com o centro sustancial de las relaciones sociales, no sólo conllevarán la co n fluencia m undial en el gusto y en las m ercancías a consum ir, sino que 8. D. Delillo, En las ruinas del futuro, Circe, Barcelona, 2002, p. 7.
ejercerán su influencia en u na dim ensión m ás p ro fu n d a de o rd en sim bólico que afectará a «la concepción del m u nd o, (a) la form a de pensar e incluso (al) proceso de m editación»9. La erosión de la soberanía de los E stados y su paralela p érd id a de valor com o instituciones generadoras de actitudes identitarias arrastran consigo la disolución de las form as culturales d om inantes hasta el m om ento. En esta situación de reestru c turación sim bólica total, de disolución de la escritura del palim psesto que rigió el pasado, los individuos, afirm a O hm ae, se definirán p o r su proyección en y p o r la construcción del futuro. Es ésta la nueva in ter pretación n egado ra de la Ilustración, la cual ni com o pasado ni com o presente es capaz de generar procesos norm ativos, ideales utópicos. En el co ntex to del aplanam iento total del tiem po, con la desaparición del pasado, sin referentes de organización de la realidad ni de sentido en o r den a la conform ación social, los nuevos hom bres, «individuos sin atri butos», «han en trado en la historia, concluye n uestro autor, clam ando venganza, y tienen reclam aciones — reclam aciones económ icas— que plantear»10. 2.2. D e la «Zona cero» al «estado cero» «El relu m bró n utó pico del ciber-capital», su supuesta p erm anencia constante en el futu ro, «todo esto cam bió el 11 de Septiem bre. H oy, u na vez m ás, la n arrativa m undial se halla en m anos de terroristas», sen tencia D elillo. Las acciones terroristas, advierte n uestro autor, no guar dan relación alguna con los que p ro testan en G énova, Praga, Seattle y otras ciudades, quienes p reten d en am in orar las tendencias alienantes de «un m u nd o en el que las posibilidades de autodecisión dism inuyen p ro bablem ente p ara la m ayoría de los h abitantes de la m ayor p arte de los países»11. Lo que define la nueva situación es el hecho de que «la respuesta del te rro r es una narrativa que ha ido desarrollándose a lo largo de los años y que ah o ra p o r fin se to rn a ineludible. Son nuestras vidas y nuestras m entes las que ah o ra se ven invadidas. Este suceso catastrófico cam bia n uestro m odo de pensar y de actuar, segundo a segundo, sem ana tras sem ana, y lo h ará duran te quién sabe cuántas sem anas y m eses m ás, d uran te años inexorables»12. La acción de los terroristas es considerada p o r D elillo com o la causa de u na percepción de la realidad p o r p ar te de la sociedad am ericana que in terp reta el m u nd o com o un orden trasto cad o radicalm ente, y que, al m ism o tiem po, im plica la ausencia 9. K. Ohmae, El despliegue de las economías regionales, Universidad de Deusto, Bilbao, 1996, p. 37. 10. Ibid., pp. 17-18. 11. D. Delillo, op. cit., p. 9. 12. Ibid., pp. 8-9. El subrayado es mío.
de u na estru ctura que p ro p o rcio n e y/o justifique la categorización de la génesis com o fuente de sentido p ara la sociedad estadounidense. El novelista abre su trabajo, justam ente, aludiendo a este hecho: «A lo largo de la ú ltim a década el auge de los m ercados de capital ha d o m i nado las corrientes de o pinión y ha co nform ado la conciencia global». En contraposición, «la respuesta del te rro r es una narrativa que ha ido desarrollándose a lo largo de los años y que ah o ra p o r fin se to rn a ineludible»13. La contraposición, pues, no se establece com o el resultado de u na argum entación racional que buscaría m o strar las contradicciones o los lím ites de u na organización social com o la estadounidense. «El A pocalipsis — escribe el novelista— no tiene lógica [...] A quí se trata de cielo y de infierno, de un concepto de m artirio arm ado en tan to que dram a incom parable de la experiencia hum ana». En efecto, p ara los terroristas, que quieren traer de vuelta el pasado, la contraposición y la negación sim bolizadas en la caída de las T orres G em elas se sitúan en el nivel de «unas convicciones ultrajadas» p o r causa de la p repo tencia de quienes se atreven a o cupar sus espacios sagrados. La narrativa, larga m ente elaborada, h a dado lugar a form as de id en tid ad y de herm an dad que no guardan relación con la política. «Som os ricos, privilegiados y fuertes, p ero ellos están dispuestos a m orir. H e ahí su ventaja: la llam a de unas convicciones ultrajadas». La dim ensión de unas creencias, de unas convicciones, de unas acciones justicieras, m ás allá de la consi deración concreta de las vidas concretas de los h om bres y las m ujeres concretos que se les co ntrap on en , «ese sentido de disociación que d e tectam os en la expresión ‘n oso tros y ellos’ n un ca había resultado tan llam ativo desde u na y o tra perspectiva»14. La o rientación religiosa de carácter islam ista y fundam entalista ha sido el referente de sentido de la narración que trad uce la percepción del m u nd o p o r p arte de los terroristas que llevaron a cabo las acciones en los E stados U nidos. La n arración que han elaborado los terroristas duran te los últim os tiem pos g uarda u na relación form al absolutam ente estrecha con el m o do según el cual se instituyeron las sociedades etn o ló gicas a través de los m itos. Los «m itos de génesis» p reten d en dar cuenta del o rd en y de la dim ensión de sentido que h a alcanzado u na form a concreta de organización social. N o es u na explicación racional de los posibles m undos que p o d rían em erger a p artir del origen. La form a de n arración p ro piam en te m ítica es aquella que in ten ta explicar cóm o lo ah o ra existente, el tipo de sociedad instituida, es el resultado de unos hechos históricos acaecidos en dicha sociedad a p artir de un m o m ento originario de desorden y caos. Este tipo de narración , que justam ente da form a a u na representación del origen com o un m u nd o al revés, de algo que no p o d ía ser en cuanto que rep resen taba el desorden y el caos, es en 13. Ibid., p. 8. 14. Ibid., p. 15.
su p ro p ia estru ctura form al u na explicitación de la génesis y del sentido de lo que hay ah o ra com o lo único posible. Pues, p ara el m ito, lo ah o ra existente es lo único posible, el único m u nd o o rd en ad o , la única form a de sociedad con sentido. Esta institución de sentido de lo que hay ah ora com o lo que debe ser surge com o resultado de u na o peración peculiar. Se trata de la contraposición absoluta que se o p era a través del m ito en tre lo actualm ente existente y lo que h abía al principio, el caos, que se considera com o la im posibilidad absoluta. D e este m o do , lo actualm en te p resente cobra sentido en función de su radical contraposición a lo que h abía antes, que es rep resen tado com o algo im posible. D esde esta perspectiva la narración de cóm o ha llegado a ser lo que existe ah ora, la narración de la génesis es y constituye la legitim ación del actual estado de cosas. Las condiciones de posibilidad del sentido son así lo que Am orós deno m in a lógica de la representación co n stitu yen te. La narrativa que D elillo atribuye al en torn o de Bin L aden g uarda u na relación isom órfica con la estru ctura de los m itos tal com o la acabam os de ex p o n er: juego de contraposiciones entre lo que hay ah o ra y su negación, en este caso, u na sociedad legitim ada y el intolerable caos. El m ito, pues, viene a instituir u na form a invariante de rep resen ta ción p ara o to rgar sentido que es com ún a las distintas form as de p en sam iento: «salvaje» o científico e histórico. D esde esta perspectiva, p o r ejem plo, la R evolución francesa, en cuanto que rep resen ta el im aginario dem ocrático de la M o d ern id ad , puede ser tratad a m ediante un análisis estructural en la m edida en que es teo rizada según ciertos esquem as básicos que guardan u na analogía significativa con los m itos acerca de la génesis de sentido en un grupo o m o m en to histórico dados. A p artir del llam ado «punto cero» de los m itos, del m o m en to p rim ero caracterizado p o r el caos com o «m undo al revés» p o r la situación de confusión total, se juega con u na serie de contraposiciones tan to en el orden natural com o en el h um ano , las cuales trad ucen la necesidad de instaurar de form a definitiva el o rd en de la cultura. Las contraposiciones explicitadas serán diferentes según las sociedades: la contraposición hom bre-anim al, lo crudo-lo cocido, día-noche, el espacio n atural-el lugar de lo sagra do, etc. «La búsqueda m ítica del ‘estado cero ’ en los m itos am ericanos — com enta A m orós— resp on de al p ro blem a ideológico de establecer la definición de la cultura p o r contraposición a la naturaleza»15. Se trata de la «lógica de la represen tació n constituyente». Lo que en un p rin ci pio parecería u na sim ple o peración de reducción al absurdo, esto es, la afirm ación de lo que hay com o lo que debe ser, dado que su negación no p uede ser sino im posible, se revela com o un ro d eo h erm enéutico desde el «punto cero» — el «m undo al revés»— hasta el o to rgam ien to de sentido a la sociedad m ediante el juego sistem ático de contrastes. Pues en últim o térm in o «el sentido radical, es decir, el salto del n o sentido 15. Ibid., p. 30.
al sentido ha de b ro tar así del contraste radical, la co nfro ntació n del m u nd o tal com o se m anifiesta con su p ro p ia negación percibida com o su p ro p ia im posibilidad»16. La R evolución francesa, según Lévi-Strauss, es el m ito en que ha de creer el hom b re m o derno p ara p o d er desem peñar el papel de agen te histórico: «El hom b re de izquierda se aferra tod av ía a un p eríodo de la h isto ria co ntem po ránea que le dispensaba el privilegio de una congruencia entre los im perativos prácticos y los esquem as de interp retación»17. Sin em bargo, la p ro p ia concepción e interp retació n de la h is to ria com o un to d o no p erm itiría h ablar del acontecim iento histórico com o el resultado de u na totalización que ten d ría un sentido unívoco, pues el conocim iento histórico construye su objeto m ediante su p ro pio instru m en tal de codificación y éste es necesariam ente discontinuo. Así, d eterm inados hechos de n uestra histo ria co ntem po ránea carecerían de relevancia com o tales hechos si les aplicáram os, p o r ejem plo, los crite rios de periodización que son p ertin en tes en el nivel de la p rehistoria. Y no debe creerse que de la superposición de estos códigos se derivarían operaciones de ajuste gradual, ya que lo que se gana de un lado se p ier de de o tro . Así, lo que nos aparece com o h isto ria m ás densa y co m p ren siva resulta ser al m ism o tiem p o la m enos explicativa y viceversa. Podría decirse que, com o la com prensión y la extensión de los conceptos en la lógica clásica, varían en p ro p o rció n inversa. Así, la histo ria en tan to que filosofía de la h istoria sería m odelada en to rn o a la ilusión de la co n ti n uidad totalizado ra del yo, y u na co ntinu idad tal es p ara Lévi-Strauss «un espejism o p ro du cid o p o r constricciones de la vida social y no una evidencia apodíctica». La m u ltitu d de procesos psíquicos individuales y colectivos en que se resuelven los episodios de u na revolución, así com o las evoluciones inconscientes que tienen lugar en tales fenóm enos co n tingentes, ap un tan a que lo que denom inam os «hecho histórico» es el resultado de u na «selección» de elem entos, sujetos, grupos, etc., que es tim am os relevantes con respecto a lo que consideram os com o aconteci m iento histórico. D e o tro m o do , se p ro d u ciría u na regresión al infinito. En definitiva, la institución de la R evolución francesa com o referente de sentido que d eterm ina la argam asa ideológica de n uestro presente com o un salto radical en la h isto ria n o estaría alejada de los procesos co nstitu yentes de sentido que se instauran en los m itos. «El etnólogo — escribe el au to r francés— resp eta la historia, p ero no le concede un valor p rivi legiado. La considera com o u na b úsqueda co m plem entaria de la suya: la u na despliega el abanico de las sociedades hum anas en el tiem po, la otra, en el espacio»18. En realidad, el acontecim iento histórico cum ple 16. C. Amorós, «Mito», en M. Á. Quintanilla, Diccionario de filosofía contemporánea, Sígueme, Salamanca, 1979, p. 321. 17. C. Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, FCE, México, 1994, pp. 368-369. 18. Ibid., p. 371.
en tre n oso tros las funciones que asum e el m ito en las sociedades etn o lógicas. La lógica de la represen tació n constituyente interviene tan to en el pensam iento llam ado salvaje com o en el histórico. En analogía con la contraposición de elem entos con que o peran los m itos de la génesis, en la p ro p ia R evolución francesa nos en co ntraríam o s con la secuencia que p arte de un supuesto «estado cero», de un m o m en to en el cual actúa la hipótesis del m u nd o al revés. Así podem os advertir cóm o juegan un papel fundam ental algunas contraposiciones que se dan en el co n tex to exam inado, contraposiciones tales com o trad ició n-fu nd am entació n, gobierno absoluto-dem ocracia, creencia-saber, dogm a-crítica, irracio nal-racional, etc. Lévi-Strauss había advertido, al inicio de su o bra El p ensam iento salvaje, que los agrupam ientos de cosas y seres llevados a cabo p o r las sociedades etnológicas tienen com o objeto «introducir un com ienzo de orden en el universo». D e este m o do , la estru ctura constituyente de sentido a través de los m itos rep resen ta u na especie de invariante del pensam iento hum ano. El au to r francés cita a este respec to las palabras del au to r de Principles o f A n im a l T axonom y: «Los sabios so po rtan la d ud a y el fracaso p orqu e no les q ueda m ás rem edio que h a cerlo. Pero el desorden es lo único que no pueden ni deben to lerar [... ] En su p arte teórica, la ciencia se reduce a un p o n er en orden...». Este tex to le sirve a Lévi-Strauss p ara concluir: «A hora bien, esta exigencia de orden se en cu entra en la base del pensam iento que llam am os p rim i tivo, pero sólo p o r cuanto se en cu entra en la base de to d o pensam iento»19. D e esta m anera, el pensam iento salvaje es recu perado p orqu e no sólo se nos ofrece com o un tipo de pensam iento que se rebela co n tra la azarosa disposición de los hechos, acontecim ientos y experiencias sino p o rq u e, adem ás, no se resigna ante el no sentido. D e este m o do , cabe en tend er el co m p on ente m ítico que acom paña, según Lévi-Strauss, a la represen tació n de la R evolución francesa en cuanto referente ideológi co fundam ental p ara el hom b re m o derno . Pues o pera a título de tal al definir la separación radical del p u n to cero, del m o m en to p rim ero de desorden rep resen tado p o r el A ncien R égim e, que en carna lo irracional con respecto al o rd en de la razón rep resen tado p o r la R evolución. En este caso, «el paradigm a absoluto con respecto al cual se define com o racional el estado de cosas constituido es la razón constituyente, que, a su vez, se define a sí m ism a com o el fun dam en to de un o rd en racional. En este sentido, su au toconstitución en la represen tació n ideológica de term in a u na especie de salto en el vacío que n o deja de ten er afinidades con el ‘estado cero ’ de los m itos am ericanos»20. 19. Ibid., p. 25. 20. C. Amorós, «Mito», p. 320. Desde esta perspectiva quizá la formulación más canónica de la razón constituyente en la Modernidad sea la ofrecida por Kant en el Prefacio a la Crítica de la razón pura: «Ynuestra época es la propia de la crítica, a la cual todo ha de someterse. En vano pretendan escapar de ella la religión por santa y la legislación por majestuosa, que excitarán
La hom ología entre el «estado cero» y la «zona cero» no puede pasar inadvertida. A unque, sin el ap arato herm enéutico de los m itos al que hem os hecho referencia, ni el pro pó sito de com prensión de los hechos a través de las estructuras form ales de la narrativa m ítica de génesis y legi tim ación, D elillo p ro p o n e, exactam ente, la creación de u na «contra-na rrativa»: «La narrativa concluye con los escom bros, y a n osotros nos co rresponde la tarea de crear una contra-narrativa»21. La contra-narrativa intenta, m íticam ente, reordenar, proveer de sentido a un E stados U nidos al «que le gusta pensar que inventó el futuro [...] pero esta vez estam os inten tan do darle un nom bre al futuro, no al uso habitual y esperanzado sino guiados p o r el tem or». La co ntra-narrativa es, así, la expresión de la angustia de vivir en una sociedad que parece haber p erdido los códigos significativos de su p ro p ia historia, los códigos referidos a la construc ción solidaria durante el triple ataque terrorista, así com o hacen m en ción de las historias de heroísm o y de los relatos lum inosos. La invarian te del pensam iento p ara o to rgar sentido que se contiene ya en los m itos, sin em bargo, la estructura p ro fun da, inconsciente, que está en la base de los m ism os, integra tam bién los hechos inventados, las lecturas id eo lógicas, la fuerza de im ágenes n unca vividas, el recuerdo de am igos que no existieron. «También eso, esa historia fantasm agórica de recuerdos falsos y pérdidas im aginarias, form a p arte de la contra-narrativa»22. Las cenizas, el polvo, el caos, el radical desorden de la «zona cero» rep resen ta el p u n to de p artid a de una co ntra-narrativa que, p o r contraposición radical a esa situación y com o en un salto cualitativo a o tro orden de ser, tiene p o r objeto instituir el necesario sentido que ha de albergar una sociedad bien o rdenada, situada, en este caso, entre el pasado y el futuro. 3. F undam entalism o y proceso co nstituyente 3.1. D e los problem as de la «génesis» com o institución del sentido Los efectos inm ediatos del triple aten tado del 11 de Septiem bre tuvie ron u na p rim era reacción, cuya dinám ica sim bólica e ideológica hem os reflejado parcialm ente en los denom inados procesos isom órficos con los m itos de la génesis. La situación de desconcierto total e indefensión es la reflejada p o r la conocida «C arta de A m érica», firm ada p o r sesenta in telectuales: «¿Por qué? ¿Por qué hem os sido el objetivo de estos odiosos ataques? ¿Por qué quieren m atarnos?»23. E stam os ante u na percepción entonces motivadas sospechas y no podrán exigir el sincero respeto que sólo concede la razón a lo que puede afrontar su examen público y libre». 21. D. Delillo, op. cit., p. 19. 22. Ibid., p. 23. 23. A. Etzioni, F. Fukuyama, S. Huntington et al., «Por qué luchamos. Carta de América»: Instituto de los Valores Americano (Nueva York) (febrero 2002), p. 1. Traducción de F. Seguí.
de sentido del m u nd o com o de un m u nd o al revés. G. W. Bush, en el p rim er discurso oficial en el C apitolio tras el 11 de Septiem bre, se refie re a tales hechos afirm ando: «Todo nos llegó en un solo día y la noche cayó sobre un m u nd o diferente, un m u nd o en el que la libertad m ism a está bajo am enaza»24. En palabras de p arecido ten o r con las que LéviStrauss recoge en los m itos indios, Bush dibuja el m u nd o com o sum ido en las tinieblas («oscura am enaza de violencia»), sin que rija la cadencia tem p oral del día y de la n oche, sum ergido en un caos total. Un m u n do, p o r o tra p arte, que quiere ser im puesto frente al o rd en que regía, en o tro tiem p o, a la sociedad estadounidense. Los terroristas habrían trasto cad o el orden del universo: «estos terroristas no m atan sólo p ara extinguir vidas — insiste el presidente— , sino p ara in terru m p ir y p o n er fin a u na m anera de vivir»; p ara socavar, al m ism o tiem po, los cim ientos de la p ro p ia sociedad estadounidense que se legitim aba p o r «un gobier no d em ocráticam ente elegido [... ] n uestra libertad de religión, nuestra libertad de expresión, n uestra libertad de v o tar y congregarnos y de estar en desacuerdo con nosotros»25. Fue sintom ático que el presidente tard ara tiem p o en d eterm inar el sentido y el valor de los ataques a las T orres G em elas, así com o en hacer públicos sus v erdad ero s proyectos de g uerra y las dim ensiones de la m is m a en relación con el resto del m undo. Así, si en el m o m en to p rim ero de la acción terro rista convocó a sus ciudadanos p ara llevar a cabo «una cruzada» co n tra «los m alhechores», los asesores del presidente p idieron excusas p o r «por h aber usado ese térm ino», dadas las connotaciones históricas que contiene. Pero ese m ism o día, y a p ro pó sito de la visita de Jacques C hirac, quien antes de la visita a Bush había m anifestado sus reservas sobre la term inología bélica, el presidente de los E stados U ni dos se refirió ind istintam ente y sin precisión alguna «al conflicto», «la lucha» o «la situación». K aren H ugues, la influyente asesora de prensa de la C asa Blanca, arg um entaría que la m ultiplicidad de los térm inos tuvo p o r objeto infu nd ir tran q u ilid ad en la población. D e m o do que, pasados esos instantes, decidió consagrar el térm in o «guerra», acción reactiva ante los actos terroristas, com o un m odo de «inflam ar el senti m iento p atriótico»26. El presidente de los E stados U nidos en su p rim era alocución oficial, el día 21 de septiem bre de 2 00 1, diseñó u na estrategia m ilitar que, aun en los térm in os universalistas y de dim ensiones civilizatorias en los que la exponía, estaba o rientad a a «derro tar al terrorism o com o u na am e naza a n uestra vida». La reacción p rim era de sus conciudadanos, sin em bargo, estuvo d om inada, com o hem os venido insistiendo, p o r la idea 24. G. W. Bush, «Discurso en el Capitolio», Washington, 21 de septiembre de 2001. Hay varias traducciones en la Red. 25. Discurso citado. 26. Cf. El País, 20 de septiembre de 2001.
y la necesidad de construir u na nueva n arrativa que, desde el «punto cero», rep resen tara el proceso de constitución de sentido, trib u tario del orden que se p reten d ía adjudicar a su p ro p ia sociedad. A hora bien, lo que en un p rim er m o m en to, es decir, en la reacción ante el acto terro ris ta del 11 de S eptiem bre, hem os in ten tad o asociar a la estru ctura form al de los «m itos de génesis» ha acabado p o r traspasar los lím ites de la «de fensa» p ro p ia p ara en trar en el ám bito de lo que V ernant, refiriéndose al m u nd o griego, d enom inó «m itos de soberanía». V ernant co ntrap on e el m ito de la génesis, el cual p reg u n ta cóm o ha surgido un m u nd o o rd en a do a p artir del caos, del «punto cero», al m ito de soberanía, el cual, p or su p arte, responde m ás bien a la p reg u n ta de quién es ah o ra ya «el dios soberano». «El establecim iento de un p o d er soberano y la fundación del orden aparecen com o los dos aspectos inseparables de un m ism o dram a divino, com o el trofeo de u na m ism a lucha, com o el fruto de u na m is m a victoria»27. D esde esta perspectiva interp retativa lo que estaba en cuestión, al año siguiente, casi en las fechas que habían corresp on did o al golpe terrorista, no era ya la d eterm inación categorial de la razón constituyente que inspirara la fundación de un o rd en al nivel del grado de autoorganización y de autop ercep ción corresp on dien tes a la nueva sociedad estadounidense. El 25 de septiem bre de 2 00 2, la C asa Blanca dio a conocer un escrito titulad o «La estrategia de seguridad nacional de los E stados U nidos». Este escrito m arca un nuevo nivel de p ercep ción de sí y del m u nd o que se define p o r la decisión, p o r la volun tad de establecerse y legitim arse no sólo com o un p o d er absoluto, el m ayor del globo, sino que se instituye al m ism o tiem po com o el p o d er de o r ganizar, de establecer el lugar que corresponde al resto de los E stados en el m u nd o realm ente existente. D iversos analistas políticos, politólogos e internacionalistas han deno m in ado esta nueva deriva estadounidense «Im perialism o». Éste es el sentido, p o r o tra p arte, que se sustancia en el d ocum ento «Estrategia de seguridad nacional...»: la creación de nuevo orden intern acio nal instaurad o en y desde el p o d er que o stentan hoy los E stados U nidos. «La estrategia de seguridad nacional de los Estados U nidos — se lee en el d ocum ento citado— estará basada en un claro internacionalism o am ericano que refleje la u nión entre nuestros valores y n uestros intereses nacionales». E stados U nidos se siente interpelado para llevar a cabo la defensa de la justicia y la libertad de cualquier p er sona en cualquier p arte del m undo. El resultado de esta concepción soteriológica au to-atribu ida es form ulado, sin am bages, en las líneas fina les del A partado III en los siguientes térm inos: «Estam os im pulsando un nuevo tipo m ás p ro du ctivo de relaciones internacionales y redefiniendo las existentes de m anera que asum an los retos del siglo xxi». V ernant, en su o bra L os orígenes del p ensam iento griego, hacía n o tar que esta concepción del p o d er soberano y de la adjudicación del d ere 27. J.-P. Vernant, Los orígenes del pensamiento griego, Eudeba, Buenos Aires, 1979, p. 89.
cho a establecer el orden en el resto del m u nd o no se com padecía con la idea de arjé que los prim eros filósofos griegos habían acuñado. La idea de arjé, en cuanto fun dam en to, ten ía su origen en el ám bito abierto p o r la filosofía política que h abía situado el p o d er en to m esón , en el «centro». Esta expresión cifraba la gran revolución p olítica y del p ensa m iento inaug urad a en O ccidente: el p o d er ya no depend ía del soberano sino que, situado en to m esón , estaba ligado a los ciudadanos, los cuales, desde ahora, se enco ntrab an tod os a «igual distancia» de dicho poder. D e este m odo se inauguraba un nuevo m o do de pensar y de llevar a cabo la política, esto es, a través del «espacio público», el nuevo arjé, el nuevo fu n d a m en to de la ciudad. La p olítica q uedaba ligada, a p artir de este m o m en to, a la opinió n, a la discusión, a la argum entación y a la de cisión dem ocrática p o r p arte de los ciudadanos. Por contraposición, «el m ito de soberanía» cerraba el paso a la secularización del p o d er llevada a cabo p o r la filosofía y no perm itía el ejercicio p ro piam en te político. La instauración del p o d er absoluto, sin la legitim ación que o to rg a la o pinión co ntrastada dem ocráticam ente p o r parte de los ciudadanos o p o r los grupos concernidos, no se atiene a leyes sino que im pone arbi trariam ente su voluntad. La m arginación de las leyes, legitim adas p o r la vo lu n tad p o p u lar o p o r las instituciones internacionales representativas, da paso a una de las perversiones de m ás largo alcance en la política: el adversario político es suplantado p o r el «enem igo», lo cual perm ite crim inalizar tan to al g obernante com o a su pueblo. El resultado de este proceso de anulación de los principios de la p olítica fun dam en ta y jus tifica la destrucción total de «los otros» en v irtu d de la defensa de los principios m orales y de la justicia, ya que n o existen ni la política ni las leyes p ro piam en te dichas. Por n u estra p arte, tratam o s los dos niveles de p ensam iento d eri vados del 11 de S eptiem bre, que hem os o p tad o p o r rep resen tar en los dos tipos de m itos, el «m ito de génesis» y «el m ito de soberanía», en sendos trabajos diferenciados. En este trabajo p rim ero nos aten drem os a los procesos de co nform ación de sentido y de id en tid ad que, reactiva m ente, se p lan tearo n el pueblo estadounidense, las instancias de p o d er y las académ icas tras el estu p o r y el desconcierto sim bolizados en la caída de las T orres G em elas. 3.2. D el m ito de emergencia al «m ito de soberanía» Las condiciones herm enéuticas que nos están perm itiend o in terp retar las dem andas de id entidad y de sentido p o r p arte de los ciudadanos estadounidenses las hem os tom ado prestadas del pensam iento que vino a form ular Lévi-Strauss en su revolucionaria concepción de los m itos. El núcleo central de n uestro trabajo reside en hacer p atente lo que Am orós, rein terp retan d o el pensam iento del an trop ólog o francés, ha d en o m inado la lógica de la representación constituyente. Se tra ta de la form a
ideológica que está en la base de la estru ctura narrativa m ediante la cual los pueblos tran sm u tan u na serie de hechos que les han acontecido, a p artir de un m o m en to de crisis total o de desorden radical, hasta inser tarlos «en un sistem a coherente y totalizado r de representaciones»28. Los hechos o los datos que son relevantes p ara un pueblo d eterm inado com o expresión del desorden o la crisis radical son algo privativo de las percepciones de cada u no de ellos. Los actos terroristas del 11 de S eptiem bre tienen, sin duda, u na lectura m uy distinta p o r p arte de los europeos, m uchos de cuyos países los han so p o rtad o o luchan aún co n tra ellos. Y com o deriva de tal lectura cam bian, igualm ente, las form as de hacerles frente, los instru m en tos p ara com batirlos. A hora bien, la actitud de perplejidad, la categorización de unos hechos com o absolu tam ente inasim ilables en el im aginario p ro p io son específicas de grupos h um anos determ inados. La au toconstitución del sentido, desde lo irracional o el desorden a lo racional o al estado de cosas actual que se define com o lo que real m ente debe ser, se o p era a través de un paradig m a absoluto, que en el caso exam inado de la R evolución francesa fue la razón constituyente. En la M o d ern id ad , la razón sirvió de referente fundam ental en la lógica de la represen tació n constituyente que dio lugar a lo que Lévi-Strauss — lo citam os de nuevo— , refiriéndose a la R evolución francesa, consi deró com o el m ito con relación al cual «el hom bre de izquierda se aferra todavía a un p erío d o de la h isto ria co ntem po ránea que le dispensaba el privilegio de u na congruencia entre los im perativos prácticos y los es quem as de interp retació n» 29. ¿Cuál es, en n uestro caso, el referente que actúa com o categorizador fundam ental de la necesaria congruencia que dem andan los ciudadanos estadounidenses entre el o rd en de la práctica y el m u nd o sim bólico que ha generado dicha sociedad? Sin duda, com o herencia europea, la referencia ideológica principal de los blancos am e ricanos se estru ctura en to rn o a la idea de razón m o derna, com o puede verse, p o r o tro lado, en los m entores políticos de la nueva nación, com o es el caso privilegiado de Locke. A hora bien, adem ás de sus variantes en la in terp retació n de la razón m o derna, los creadores de la nación esta dounidense asum ieron un rasgo de carácter religioso que establece una distinción fuerte en la gram ática p ro fu n d a que info rm a tan to la política com o la concepción de la sociedad y del p ro p io individuo. El rasgo p e culiar tiene que ver con la relación entre razón y religión, cuya interrelación d eterm ina el tipo de política p ro p ia y la actitud g enerada con res pecto al resto del m u nd o. En E uro pa la M o d ern id ad trajo consigo que la razón se constituyera en tribu nal de lo que debía ser convalidado com o v erdad ero o valioso, incluyendo la religión. El resultado fue el proceso de radicalización en la concepción secularizada de tod as las form as de 28. Ibid., p. 320. 29. C. Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, pp. 368-369.
vida social y política, frente al dom inio an terio r ejercido p o r la religión, así com o u na reconceptualización filosófica del fenóm eno religioso des de K ant a H egel, D avid Strauss, B runo Bauer, F euerbach, M arx o N ietzsche, etc., que afectó tan to a la h istoricidad del cristianism o com o a sus supuestas relaciones de su perio ridad con respecto a las religiones veterotestam en tarias, etc. Por el co ntrario , el exam en y la crítica filosóficos de la religión, en la línea de u na interp retació n secularizadora de la m is m a, estuvo ausente del im aginario sim bólico que inspiró la R evolución am ericana. C om o acaba de m o strar A ranzadi, en su p orm eno rizado es tud io sobre los orígenes de los diversos E stados que d ieron lugar a los E stados U nidos, la labor constitucional de los padres fun dado res estuvo m arcada p o r la presencia difum inada, pero decisiva, del puritanism o. Juan A ranzadi destaca cuatro aspectos im p ortan tes de la cultura p o lítico-religiosa que han m arcado hasta ahora, a m o do de inconsciente m ítico, los criterios prácticos de actuación política in tern a y los que han ten id o com o objeto el o rd en internacional. En p rim er lugar, la p re sencia en el p ro p io co n trato p olítico, de inspiración lockeana, de una supuesta alianza con D ios que se traduce en la alusión a las leyes del «Dios de la naturaleza» o en la in tro du cció n de dim ensiones religiosas en la p ro p ia concepción de los derechos hum anos, al insertarlos d entro de la referencia de los «dones del C reador». La restricción p rim era de los derechos políticos a u na m in oría de p ro pietario s que, p o r influencia del puritanism o, rep resen taban al grupo de los elegidos p o r D ios sería el segundo de los aspectos, de carácter religioso, presente en los padres fundadores. En tercer lugar, escribe n uestro autor, «la concepción lim i tativa del gobierno dem ocrático de la C onstitución am ericana es una herencia del pesim ism o an tropológico de los puritanos». Por últim o, la huella m ás destacada y perdu rable se en cu entra en «la concepción del nuevo m u nd o com o un ‘nuevo Israel’ y del pueblo estadounidense com o un ‘pueblo elegido’, con un D estino M anifiesto im puesto p o r la Providencia D ivina»30. N o deja de p ro vo car u na cierta perplejidad, de p lantear casi u na aporía, el hecho de que una inm ensa m ayoría de los estadounidenses se confiesen creyentes, incluso que han ten id o co ntac tos con la divinidad, y, sin em bargo, sólo acudan a v o tar en to rn o a un 4 0% de ciudadanos. Este dato cobra especial relevancia hoy en día. El p ro p io H u n tin g to n ha fun dam en tado , com o escribíam os en el an terior capítulo, el posible socavam iento de la civilización occidental en la es casa práctica religiosa de los europeos: Los estadounidenses, a diferencia de los europeos, creen mayoritariamente en Dios, se consideran gente religiosa y asisten a la iglesia en gran número [... ] El desgaste del cristianismo entre los occidentales es 30. J. Aranzadi, El escudo de Arquíloco. Sobre mesías, mártires y terroristas, Visor, Ma drid, 2001, pp. 181-182.
probable que sea, en el peor de los casos, sólo una amenaza a muy lar go plazo para la salud de la civilización occidental [...] Los principios políticos son una base poco firme para construir sobre ella una colecti vidad duradera [...] Sin los Estados Unidos, Occidente se convierte en una parte minúscula y decreciente de la población del mundo, en una península pequeña y sin trascendencia, situada en el extremo de la masa continental euroasiática31. 3.3. L a lógica co nstitu yen te de la contra-narrativa La «contra-narrativa» sobre el «verdadero» o rd en y sentido de la socie dad estadounidense, que se había convertido en u na d em anda a causa del 11 de Septiem bre, llegó a co brar form a en un tex to fundam ental, editado en febrero de 2 002, conocido com o «C arta de A m érica»32. El grupo de sesenta intelectuales que lo firm an, p ertenecientes a los cam pos de la filosofía, de la religión, de la política o de las relaciones internacionales, son profesores de diversas universidades o m iem bros de institutos de investigación. La o bra de los sesenta intelectuales está cen trad a en la reinstauración de sentido en la sociedad advenida tras los actos terroristas. Es ésta u na sociedad que se agita ante la dificul tad de en co n trar m ediaciones teóricas o prácticas que p erm itan no ya justificar los actos terroristas sino co m p rend er el alcance estratégico de los m ism os, las dim ensiones reales de las fuerzas de destrucción de que disponen e, incluso, establecer relaciones subjetivas de racionalidad que expliciten las dim ensiones ideológicas contenidas en dichas acciones. El v erdad ero im pacto de los m iem bros de Al Q aeda radica en haber conseguido p o n er en crisis no ya sólo el sentido m ás inm ediato de segu ridad de la sociedad estadounidense, lo cual es explicable, sino el haber originado u na situación de auténtico «punto cero», de percepción de un caos tan radical que causa un vacío p ro fu n d o de sentido, la sensación de inm ersión en un «m undo al revés». La situación de «perplejidad» p o r p arte de un pueblo o u na nación ante un hecho histórico, la d e term inación de la presencia de contradicciones que se m uestran com o irresolubles en la conform ación de la vida de un g ru po son actitudes y percepciones que g uardan u na estrecha relación con el im aginario sim bólico de cada pueblo y con los procesos históricos de inserción en el m arco de sus relaciones con el exterior. Las interp retacio nes de la gue rra co n tra Irak, en la p rim era sem ana de febrero de 2 003, m o straro n, con to d a claridad, la plu ralidad de m arcos categoriales e interp retativo s de u na m ism a realidad: cuál es la posición geoestratégica y la dim ensión valorativa del peligro real que en trañ a un régim en com o el de Sadam 31. S. P. Huntington, El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del orden mun dial, Paidós, Barcelona, 1997, pp. 365-368. El subrayado es mío. 32. A. Etzioni, F. Fukuyama, S. Huntington et al., «Por qué luchamos: carta de América»: Instituto de los Valores Americanos, New York, febrero de 2002. Traducción de F. Seguí en Revista Internacional de Filosofía Política 21 (2003), pp. 243-257.
H ussein, así com o los cauces p ro pio s, en el m arco de las dem ocracias, p ara u na acción de castigo. El m o do de insertarse en la realidad histórica, la n arrativa ideológi ca del origen serían, pues, en n uestro caso, lo que p o d ría h aber m o tiva do la errática calificación del 11 de S eptiem bre p o r p arte del gobierno y de los ciudadanos estadounidenses. En los m o m en tos iniciales, se acuñó el calificativo de «cruzada» p ara calificar la reacción de fuerza que los E stados U nidos pensaban consagrar frente a los terroristas. Un m ín i m o conocim iento de la h isto ria no p uede ign orar «los dem onios» que despierta dicho térm in o a p artir del 1096, fecha de la p rim era invasión eu rop ea de las tierras árabes. En su reciente libro Las cruzadas vistas por los árabes, M aalo uf enfatiza la presencia, aún hoy, de aquellas aventuras occidentales de invasión y saqueo en el im aginario de O riente. Para O ccidente las «cruzadas» habrían significado u na revolución económ ica y cultural. Para O rien te, sin em bargo, largos siglos de decadencia y os curantism o. «Por ello — insiste M aalouf— , seguim os asistiendo hoy en día a un alternancia con frecuencia b ru tal entre fases de occidentalización forzada y fases de integrism o a ultran za fuertem ente xenófobo»33. La utilización, pues, del térm in o «cruzada» ap un ta hacia un horizo nte de guerras interm inables de religión y vuelve a encender el rescoldo de heridas no cerradas. Es m ás, tal p ro p u esta p o d ía generar no pocos problem as intern os si tenem os en cuen ta el alto núm ero de m usulm anes creyentes que son ciudadanos estadounidenses. En u na lectura distinta, diversos rep resen tantes de la A dm inistración, p o r o tro lado, hablaron de un m u nd o nuevo de terrorism o generalizado. Las consecuencias de esta interp retació n abrían, a su vez, graves interro gantes desde el p u n to de vista del derecho intern acio nal y de la soberanía de los E stados. Si bien el secretario de E stado fue m ás cauto y habló de «nuevas leyes p ara m ejorar nuestra capacidad de respuesta», algunos p arlam entarios, p o r su p arte, pid ieron inm ediatam ente el levantam iento de las restric ciones que im puso C arter a la CIA, la restricción de la «licencia p ara m atar». P ara tales parlam en tarios, «es necesario ‘ap ren d er’ de Israel y de su p olítica de asesinar preventivam ente a los palestinos sospecho sos de organizar ataques terroristas»34. O tro s especialistas en relaciones internacionales, com o lo explicitó H u n tin g to n en declaraciones inm e diatas a D ie Z e it, calificaron los sucesos com o «un ataque de vulgares bárbaros», que llevarían a E stados U nidos a «reforzar decididam ente la cooperación con los servicios de o tro s países». Finalm ente, com o se sabe, acabó im poniéndose la in terp retació n de «guerra» p ara caracteri zar el triple aten tad o terrorista, aun cuando no hubiere país alguno al que se p ud ieran im p utar tales hechos terroristas. El presidente, G eorge W. Bush, acabaría sancionando la situación generada y la definió 33. A. Maalouf, Las cruzadas vistas por los árabes, Alianza, Madrid, 2002, p. 362. 34. Cf. El País, 17 de septiembre de 2001.
com o «guerra», según la form ulación que se consideró m ás adecuada, en su «D iscurso en el C apitolio», del 21 de septiem bre, afirm ando que «en n uestro d olor y en n uestra ira, hem os en co ntrad o nuestra m isión y n uestro m om en to. La libertad y el tem o r están en guerra [... ] L ibertad y terror, justicia y crueldad, siem pre han estado en guerra y sabem os que D ios no es neutral». La tarea, pues, de los firm antes de la «C arta de Am érica» consistía en g enerar un nuevo proceso ideológico de o rd en y de legitim ación p ara el p ueblo estado un id en se com o co ntra-n arrativ a de aquel estado de cosas que Bush, en su «D iscurso en el C apitolio», categorizó con la expresión «la n oche cayó sobre un m u nd o diferente». La h isto ria n o ha conducido a nin gu na form a co ncreta de inteligibilidad últim a, com o algunos apologetas del sta tu quo habían in ten tad o p ro p ag ar tras los finales de 1989, sino que, en térm in os de Lévi-Strauss, «es la h isto ria la que sirve de p u n to de p artid a p ara to d a b úsq ueda de inteligibilidad»35. D esde esta perspectiva, algunos de los acontecim ientos de la h isto ria m o d ern a, com o la R evolución am ericana o la francesa, n o p ued en se guir siendo tratad o s com o la totalización ú ltim a de la h isto ria ni p ro p o rcio n an el definitivo criterio que oto rgu e «una co ngruencia entre los im perativos prácticos y los esquem as de interp retació n» . En la «C arta de A m érica», tras el P reám bulo, el ap artad o p rim ero se abre con los in terro g an tes ¿Por qué? ¿Por qué quieren m atarnos?, ex p o n ien d o a continuación: Reconocemos que a veces nuestra nación ha actuado con arrogancia e ignorancia hacia otras sociedades. A veces nuestra nación ha llevado a cabo políticas erróneas e injustas [... ] No podemos urgir a otras socieda des que obren de acuerdo con unos principios morales sin que, simul táneamente, admitamos el fracaso de nuestra propia sociedad en actuar conforme a esos principios. A unque esta confesión no puede significar n unca la justificación de la m uerte v iolenta de víctim as inocentes, sí parece expresar la necesaria revisión ideológica del proceso constituyente, que m u estra ah o ra d i m ensiones inconscientes en los pro pio s procesos de creación de sentido y de legitim ación. D esde esta posición de rein stauración ideológica del im aginario social y político, la «C arta de A m érica», d ad a la p reten sió n teó rica de refu nd ació n que alberga, p uede ser leída y ex am in ada en térm in o s de «m ito de origen», aten d ien d o a los procesos de rep resen tació n que se han llevado a cabo p o r p arte de la sociedad estadounidense tras los su cesos del 11 de S eptiem bre. U na vez pasados los p rim eros m o m en tos de desconcierto y del estado de caos, las élites dirigentes políticas, eco 35. C. Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, p. 380.
nóm icas y culturales h an in terp retad o los hechos h istóricos acaecidos desde la altu ra de la nueva conciencia que la sociedad h a to m ad o de sí m ism a, del nuevo o rd en en que se in ten ta estructurar. En cu an to «ne gación de la negación» del terro rism o com o «el desord en total», «cuya m eta es recrear el m u nd o e im p o n er sus creencias radicales» (B ush), el nuevo sta tu quo se define, al m ism o tiem p o, com o u n a sociedad en g uerra, la cual se ex tiend e a to d o el orbe: «ésta es u na lucha del m u n do», afirm ó Bush. La percep ción que ha alcanzado la n ueva sociedad de sí m ism a com o la ú nica form a posible de vida legitim a, p o r o tra p arte, la indefinición de dicha g u erra en el tiem p o y en el espacio: «el curso de este conflicto n o se conoce». La lógica, en fin, de esta re p re sentación constitu yen te instituye a la n ueva sociedad en u na sociedad justiciera: «Ya sea que llevem os nuestro s enem igos a la justicia o la jus ticia a n uestro s enem igos, así lo cum plirem os», en palabras de su presidente. 3.4. D em ocracia com o «religión civil» ¿Cuál es el estatuto del referente de sentido al que rem ite la rep resen tación constituyente que va a ser objeto de los m entores de la «C arta de Am érica»? La fuerte im p ro n ta de lo que h a venido a denom inarse com o la «religión civil» estadounidense se reinstituye com o el sustrato significativo, de carácter ideológico e inconsciente36. E sta m atriz, reac tivada en la «C arta de Am érica», es la que nos perm ite caracterizar el in ten to racionalizador del nuevo nivel de conciencia de la sociedad esta dounidense, tras los hechos del 11 de Septiem bre, com o representación constituyente fundam entalista. La tóp ica d eno m in ada fundam entalista tiene su origen en doce opúsculos, publicados en los E stados U nidos a com ienzos del siglo x x. En ellos viene a confluir la preocu pación de un gru po de creyentes, alineados en el pro testan tism o estadounidense, que se o po nen a las diferentes herm enéuticas m o dernas en to rn o a la Biblia. Los «fundam entalistas», así llam ados p o r el nom b re con que publicaron 36. Haciéndose eco de la afirmación de Eisenhower «La democracia es la expresión políti ca de una religión profundamente sentida», Aranzadi destaca la vasta dimensión de la «religión civil» propia de los Estados Unidos, la cual, y en la senda teorizada por Bellah, permitiría que un negro fuera presidente de la nación, pese a la dificultad que representa tal suerte de aconte cimiento. Pero lo que resulta imposible, en cambio, es que un ateo o un agnóstico lo puedan ser. Las fuentes de esta «religión civil» las sitúa Aranzadi, en primer lugar, en los textos sagrados, en la Biblia. En segundo lugar, la fuente más inmediata de la «religión civil» se encontraría en la propia historia del nuevo continente. Muchos de los hechos históricos relacionados con la inde pendencia y la guerra civil estadounidenses son «juzgados como ‘reveladores’ en la medida en que revelan el plan salvífico de Dios en relación con su ‘pueblo escogido’, la nación americana, convertida en Nuevo Israel». De este modo, así como los textos bíblicos actúan como arqueti pos, los acontecimientos de la experiencia americana se convierten en los acontecimientos inme diatos de la nueva revelación, por medio de los cuales «los fieles de la ‘religión civil’ interpretan el significado de su vida nacional y los propósitos de Dios en la historia» (J. Aranzadi, op. cit., pp. 303-304).
los doce opúsculos37, rep resen tan un m ovim iento, d en tro del cristianis m o, que defienden una interp retació n literal de la Biblia, incluso en sus aspectos m ás m íticos, com o las narraciones del G énesis. La vivencia y la relación con D ios las sienten am enazadas p o r los avances científicos y las ideas ilustradas. D esde el p u n to de vista filosófico, político o cul tural, el fundam entalism o puede ser definido com o «la creencia de que la p ro p ia posición en el discurso es, al m ism o tiem po, u na m eta-po si ción m ás allá de sus reglas»38 . El «fundam entalism o», pues, se inserta en un o rd en categorial de interp retació n del m u nd o que no deja lugar p ara la discusión y contrastación racionales de sus principios. El discur so fundam entalista p on e cabe sí y elim ina los elem entos del discurso de la m o dernidad, tales com o el carácter de h erm en eu ta insoslayable que adquiere el individuo o la dim ensión argum entativa que im pone la razón, guiada p o r las exigencias form ales de to d o discurso con «pre tensión» de universalidad, fundada en el conocim iento p ro p o rcio n ad o p o r las diversas ciencias. En definitiva, lo que se ha llam ado «la cultura de razones». N u estra tesis, en este m o m en to, ap un ta al hecho de que el «fundam entalism o», com o u na estru ctura de p ensam iento ideológ i co e inconsciente, está en la base de los procesos de racionalización del im aginario social estadounidense que está siendo instituido desde las instancias del p o d er y de la cultura dom inantes. Este im aginario es am pliam ente com p artid o p o r los blancos, am ericanos, angloparlantes. D esde esta perspectiva y en función de los nuevos tiem pos recién in augurados, la «C arta de Am érica» ofrece el esfuerzo m ás sistem ático y preciso p ara fun dam en tar y legitim ar dicho im aginario. Por ello, pues, pasam os a detallar algunos de los elem entos m ás relevantes de dicho p ro n tu ario , en el co ntex to de la recreación del o rd en m undial que se ha in ten tad o a p artir del 11 de S eptiem bre de 2001. 3.4.1. El «pueblo am ericano» com o criterio norm ativo del dem os universal La «zona cero», sus escenas de h o rro r, la im previsibilidad de tal ataque y la destrucción de ciertos sím bolos de la vida estadounidense han m ar cado, definitivam ente, la reorganización del im aginario de este pueblo. Tras el breve p reám bulo del escrito que analizam os, se p regu ntan en el segundo p un to : «¿Cuáles son los valores am ericanos?». Se trata tan to de u na resim bolización de sus ideales que sirve de co ntra-n arrativa frente a los que aducen actuar en función de un o rd en de valores superiores a los rep resen tado s p o r el pueblo am ericano. La p regu nta, pues, es un 37. El título bajo el cual se publicaron los doce opúsculos es The Fundamentals: A testimony to the truth. 38. T. Meyer, «El fundamentalismo en la República Federal Alemana»: Debats (junio de 1990), p. 87.
rearm e ideológico, p ero tam bién un afro ntam iento de la m irad a del resto del m u nd o que, ind ep end ien tem en te de la solidaridad con las víc tim as, parece p o n er en cu aren tena las dim ensiones civilizatorias de los E stados U nidos. ¿Cuáles son los valores am ericanos? La respuesta, de un interés especial, viene determ inada p o r el p rim er p árrafo de la C arta: «A ve ces u na nación se ve en la necesidad de defenderse haciendo uso de la fuerza de las arm as». D e este m o do , la reinstitución de los valores am ericanos vuelve a cobrar u na cierta aura, la de pueblo elegido, que ha de hacer presente el carácter cuasi sagrado de su fundación en un m o m en to de dram ática existencia. Por ello m ism o, vuelven a los o rí genes, a los padres fundadores de los E stados U nidos. Éstos, afirm an los autores de la C arta, basaron los cim ientos de la nueva nación en la «convicción de que existen unas verdades m orales universales (que los fun dado res de nuestra nación llam aron ‘Leyes de la N atu raleza y del D ios de la N atu raleza’) y a las que tod as las personas tienen acceso». Se fija así u na legitim ación de linaje frente a la posible in terp retació n de los terroristas com o creyentes. En el ap artad o tercero , que se estable ce bajo el in terro g an te «¿Y Dios?», se autodefinen en los térm in os de «con m ucho som os la sociedad m ás religiosa del m u nd o [... ] ciudadanos (que) recitan un juram en to de lealtad a u na ‘nación bajo la au toridad de D ios’ y que pro clam a en sus tribunales e inscribe en su m o n ed a el lem a C onfiam os en Dios». La resacralización de la vida personal y civil o to rg a la seguridad de poseer la v erdad, «aunque n uestro conocim iento individual y colectivo de la v erdad es im perfecto». La génesis, la form a n arrativa de cóm o llegó a constituirse la n a ción, se convierte, a su vez, en justificación de la sociedad tal com o está estru cturada ahora. C on ello, aten dien do a la estru ctura de los m itos, la form a de n arrar el hecho contingente e histórico del origen, de lo que sucedió en un principio, adquiere la categoría de un trascendental que presta sentido y consagra lo que hay ahora, o to rgánd ole la validez de un deber ser. Lo que existe deviene aquello que debe ser. N o hay, pues, un proceso de argum entación racional acerca de cuál sea el m ejor o rd en constitucional o de qué h abría de ser cam biado. La convicción de origen que asiste a los ciudadanos, p o r o tra p arte, en cuanto que se rigen p o r las «verdades m orales universales» derivadas de las leyes de la N atu raleza y el D ios de la N atu raleza, o to rg a al pueblo la naturaleza de «pueblo de Dios». La seguridad de la existencia de «verdades m orales universales», ligadas a la idea de que «todas las personas han sido creadas iguales», garantizadas p o r la trad ició n religiosa que fun dam en ta la legitim idad de la C onstitución am ericana, perm ite a los sesenta intelectuales de la «C arta de A m érica» aseverar que «ésa es la razón p o r la que, en p rin ci pio, cualquiera p uede llegar a ser am ericano». E sta afirm ación que, en un principio, p o d ría interp retarse com o u na religación de la com unidad
estadounidense con el resto de las personas h um anas en la co rresp on sa bilidad de hacer posible la existencia de la libertad ha de ser m atizada, según la declaración de sus p ro pio s gobernantes. En la m ism a C arta p uede leerse, al final del segundo ap artad o, que lo que se denom inan «valores am ericanos» no pertenecen sólo a A m érica, sino que «son de hecho la herencia co m p artid a de la hum anid ad y p o r lo tan to u na p o sible base de esperanza en u na com unidad m undial basada en la paz y la justicia». A hora bien, ¿qué clase de co m unidad m undial es la que se p ro po n e? Puesto que estam os en un m o m en to de «guerra» declarada p o r los E stados U nidos, a p artir del 11 de Septiem bre, la com unidad m undial de paz y de justicia será el resultado de las acciones «de los es tadounidenses, que deben estar p reparado s p ara acciones preventivas» en cuantos países lo crean necesario, afirm ó Bush en la A cadem ia m ilitar de W est Point. M ás co ncretam ente, en el D iscurso en el C apitolio, el 21 de septiem bre de 2 00 1, el presidente advirtió que «este país va a definir nuestra época, no será definido por ella»39. D e este m o do , el avance de la libertad, y, con ella, la nueva com unidad universal, «el gran logro de n uestro tiem po y la gran esperanza de cada época, depende ah o ra de nosotros», volverá a insistir Bush. Y éste es justam ente el p lanteam ien to de los intelectuales que construyen la co ntra-n arrativa de la «zona cero». E scriben en su C onclusión: Nos comprometemos a hacer todo lo que podamos por evitar caer en las nocivas tentaciones, especialmente las de arrogancia y patriotería [... ] Confiamos en que esta guerra, al detener un mal tan absoluto y global, logre acrecentar la posibilidad de constituir una comunidad mundial basada en la justicia. La nueva era, la nueva paz, la com unidad m undial, serán, pues, el resultado de la g uerra generalizada llevada a cabo p o r los Estados U nidos. N i los intelectuales ni los gobernantes asum en la m ultilateralidad, la confluencia — en el gran espacio público de la O N U — de las p ropuestas de corresponsabilidad dem ocrática p o r p arte de los Estados. Es m ás, com o verem os m ás adelante, hay u na radical oposición teórica y práctica a aplicar al pueblo am ericano el p ro p io tribu nal de la O N U que E stados U nidos im pulsó tras la segunda G u erra M undial. D e este m o do , la paz y la com unidad internacionales a las que se alude no son m ás que la o tra cara de u na p ax am ericana, im puesta p o r la fuerza. La posibilidad de que tod os pued an ser estadounidenses no refleja sino que estos últim os, en razón de ser los depositarios de las «verdades m orales universales», se constituyen en la m edida y en el p ro to tip o norm ativos de lo que debe ser el dem os universal. A hora bien, la caracterización de p ro to tip o s norm ativos de ciudadanía n o im plica p ara ellos un co m p ro 39. El subrayado es mío.
m iso de corresponsabilidad con respecto a las situaciones de asim etría o injusticia en el resto del globo. En la C um bre U nión E uropea-A m érica L atina, celebrada en m ayo de 2 00 2, el entonces presidente de Brasil, E nrique C ardoso, advertía de las distorsiones y de las prio ridad es que se había m arcado la C asa Blanca: «Los países que no p restan utilidad en la lucha an titerro rista — afirm aba el rep resen tante brasileño— son considerados com o m arginales y, en consecuencia, no se les ayuda». La p reem inencia de la g uerra y de la im posición de un nuevo o rd en esta d ounidense volvió a estar presente en la X II C um bre Iberoam ericana de jefes de E stado y de G obierno celebrada en la R epública D om inicana (16 y 17 de noviem bre de 2 00 2), que sirvió p ara co nstatar cóm o el 4 3% de la población sigue siendo p ob re, y se habló de o tra década más perdida. Y en el co ntex to de p ax am ericana al que nos hem os referido, M argarita Iglesias, encargada de la A cción C iud ad ana de la CEPAL, afir m aba que el 11 de Septiem bre «ha servido de p retex to p ara m ilitarizar los conflictos sociales, condenándolos com o favorables al terrorism o»40. M ás explícito se ha m ostrad o Javier Solana en el artículo publicado en la H arvard International R eview , invierno de 2003. El A lto R ep re sentante de la U nión E uro pea p ara la Política E x terio r y de Seguridad C om ún advierte sobre los peligros del unilateralism o creciente de la política estadounidense tras el 11 de Septiem bre y cen tra su atención sobre el significado de la nueva arq uitectu ra geopolítica. El nuevo orden universal, la nueva paz m undial, escribe, fue diseñada tiem po atrás p or C ondoleeza Rice, A sesora de Seguridad N acional, quien escribió: «La p olítica ex terior será con to d a seguridad internacionalista, p ero tam bién p ro ced erá de la firm e base de los intereses nacionales, no de los intereses de u na com unidad intern acio nal ilusoria». El valor ecum énico que se o to rg a a la nación estadounidense p o r p arte de sus m entores conlleva un elevado grado de escepticism o y de exclusión respecto al resto de las naciones. «Los E stados U nidos — sentenciaría Bush— son el único m odelo superviviente del progreso hum ano»41. 3 .4.2. El «estado de excepción» com o form a de gobierno: m oral y religión versus legalidad U no de los fenóm enos m ás acusados en la política occidental ha sido el constante solapam iento entre la construcción del E stado liberal y la re caída p eriód ica en el uso del «estado de excepción» com o form a política práctica. Se trata de un problem a con el que ha ten id o que luchar co n 40. Cf. El País, 17 de noviembre de 2002. A este respecto, el International Herald Tribune, de 13 de febrero de 2002, según datos aportados por Skolsky y McMillan, escribe que la opción de Estados Unidos con respecto a los 750 millones de dólares destinados a la ayuda internacio nal era la de aplicar 500 millones a entrenamiento militar y 52 millones para construir un centro de formación antiterrorista. 41. C. Fuentes, «El poder, el nombre y la palabra»: El País, 9 de octubre de 2002.
tinu am ente el E stado de derecho en el p ro p io desarrollo de sus form as institucionales. El p en etran te p ero parcial e interesado estudio de Carl Schm itt, realizado en su o bra Teoría de la C onstitució n , en un inten to de persuasión que perseguía d inam itar los elem entos dem ocráticos m ás pregnantes, aprovecha las num erosas grietas del E stado m o derno p ara hacer aparecer en su base aquello m ism o que decía h aber superado: la presencia del p o d er absoluto de la M on arqu ía, el hecho de la decisión política soberana42. La realidad histórica, pese a las quiebras de m uchos m om entos, es afo rtu n adam en te m ás rica y esp eranzadora en el orden dem ocrático. Pero no puede negarse la existencia de los diversos ó rd e nes de teorización que vienen a paralizar el m o m en to dem ocrático de los E stados m o derno s, las prácticas sociales, de inspiración religiosa o pro ced en tes de tradiciones m orales pre-m o dern as, que in ten tan quebrar la validez de las leyes em anadas de los parlam en tos o vaciar de co n te nido la fuerza p olítico-racionalizadora que co m p orta la institución del espacio público, ya sea nacional o de alcance internacional. La perspectiva argum entativa de los autores de la «Carta», hay que insistir en ello, viene dada p o r la necesidad de convalidar com o «justa» u na g uerra reactiva a los actos terroristas al tiem p o que han de legitim ar su carácter de guerra generalizada y preventiva. El grueso de su escri to está determ inado p o r esta construcción d octrinal, que se especifica, igualm ente, en las notas 7 y 9 del tex to de dicha «Carta». En la n o ta 7, precisam ente, los autores presen tan cuatro enfoques «sobre la guerra com o fenóm eno hum ano». D e las cuatros escuelas, que resp on den a los enfoques respectivos, nuestros autores se adscriben a la cuarta, «que suele denom inarse g uerra justa: la creencia en que la razón m oral u n i versal, o lo que tam bién se deno m in a ley m o ral n atural, puede y debe aplicarse a to d a acción de guerra». Los autores se p ro nu n cian aquí in depend ientem ente de to d a la estru ctura conceptual en el orden jurídico y polem ológico que co m p orta la discusión de la «guerra» hoy. El subra yado de la expresión de la «guerra» hoy obedece a la notable analogía que pod em o s en co n trar entre la justificación que p retend e hacerse de la g uerra en el escrito que venim os com en tand o y la clase de guerras a las que se aplicó en el pasado la supuesta ley m oral n atural. D icha ley natural, inspirad ora de los p rincipios m orales que profesan los intelec tuales de la C arta, rem ite al conjunto de las instituciones del derecho p rem o d ern o , que se alim entaba de fuentes y o rd en am ien tos varios: el Im perio, la Iglesia, los príncipes, los m unicipios, las corporaciones. El paradigm a jurídico, que daba am paro a ese conglom erado del derecho natural, ten ía su expresión suprem a en el axiom a veritas non auctoritas 42. Es imposible atender, en el espacio otorgado a un trabajo como éste, la concepción técnico-jurídica de la teoría del «estado de excepción» de Schmitt, que, aunque de clara per tinencia en el contexto de nuestra reflexión, excedería con creces la disponibilidad del texto presente.
facit iudicium . La validez de las elaboraciones doctrinales y ju risp ru d en ciales, en dicho paradigm a iusnaturalista, no depend ía de quién ni de cóm o se p ro d u cen las leyes, sino «de la intrínseca racionalidad o justicia de sus contenidos»43. Las guerras a las que resp on día el p aradigm a de la ley n atural eran llevadas a cabo p o r agentes diversos: la Iglesia, los se ñores feudales, tribus bárbaras, ciudades-E stados, los cuales em pleaban desde levas feudales hasta m ercenarios o p iratas44. La guerra, en cuanto instru m en to racional p ara perseguir el interés del E stado, constituyó, en térm in os de M ary K aldor, u na secularización de la legitim idad, paralela a la evolución, d uran te el proceso de la M o d ern id ad , en o tro s cam pos prácticos y teóricos. En esta m ism a línea de análisis, observa Ferrajoli que el positivism o jurídico, nacido al am paro de los E stados, m odificó sustancialm ente el concepto de ley. U na n o rm a jurídica, en este caso, no es válida p o r ser intrínsecam ente v erdad era y justa, sino exclusivam ente p o r h aber sido establecida p o r u na au to rid ad que goza y está d o tad a de com petencia norm ativa. «Iusnaturalism o y positivism o jurídico — sen tencia el au to r italiano— , derecho n atural y derecho positivo, bien p u e den entenderse com o las dos culturas y las dos experiencias jurídicas que están en la base de estos dos opuestos paradigm as»45. La afirm ación de que existe u na ley m oral n atural que perm ite es tablecer verdades m orales universales, válidas p ara tod os los hom bres, im plica, en p rim er lugar, u na concepción cognitivista de la m o ral46. La p reg u n ta sobre el acceso a tales verdades de orden m o ral y la fundam entación de las m ism as no g uarda p ara nuestros autores u na relación inm ediata con procesos racionales que p o d rían establecer su validez intersubjetiva. N o hay, p ro piam en te, u na respuesta articulada racio nal m ente, sino que los firm antes rem iten a la n arrativa de la génesis de la nación. Los padres fundadores, según esa narrativa, p artiero n de la con vicción de que existían tales principios m orales, en v irtu d de las leyes de 43. L. Ferrajoli, «Pasado y futuro del Estado de derecho»: Revista Internacional de Filoso fía Política 17 (2001), p. 32. 44. M. Kaldor, Las nuevas guerras, Tusquets, Barcelona, 2001, p. 32. 45. Ibid., p. 33. 46. La teoría filosófica sobre el cognitivismo referido a la ética es uno de los problemas más espinosos que hemos venido discutiendo en los últimos cincuenta años. Ahora bien, los au tores de la Carta no plantean la existencia de «verdades» morales universales como un problema filosófico expuesto, por tanto, a los problemas de argumentación y validez racionales. Por el contrario, lo asumen como un dato cuya realidad y fundamento escapan al orden de la discusión por parte de los individuos. Hace tiempo que el filósofo estadounidense Dewey, eje central de la mejor parte de la filosofía estadounidense, refiriéndose a la tradición moral de su país, afirmaba que «la presuposición común en el mundo protestante es que los hombres en tanto individuos se encuentran dotados de una conciencia, y que esta conciencia trae al mundo actos y relaciones sociales que pueden aproximarse a sus más altos dictados. En cuanto se reconoce algo objetivo, algo externo al individuo, normalmente ese algo es de carácter sobrenatural, sea Dios, bien alguno de esos sucedáneos debilitados del sobrenaturalismo teológico» (J. Dewey, «La moral y el comportamiento de los Estados», en M. Catalán, Proceso a la guerra. El programa de deslega lización de la guerra (1918-1927), Alfons el Magnánim, Valencia, 1997, p. 28).
la N atu raleza y del D ios de la N aturaleza. A p artir de esa convicción, y debido a que «nuestro conocim iento individual y colectivo de la v erdad es im perfecto», pod em o s establecer un diálogo con o tros p un to s de vis ta y con argum entos razonables que persigan la verdad. En definitiva, sólo si participam os de un determ inado ám bito sim bólico, que cobra los caracteres de un ám bito de naturaleza sacra, podem os luego establecer u na discusión en to rn o a los desacuerdos prácticos. A hora bien, ni la fundam entación de tales verdades m orales ni la consiguiente legitim a ción, a p artir de tales principios, de la g uerra com o justa son objeto de un proceso de argum entación racional que afecte intrínsecam ente a tal convicción o que sitúe el orden de la discusión en el ám bito m o derno de la racionalidad crítica ilustrada. El co ntex to m arcado p o r los id eó logos de la C arta conlleva la supresión de dos elem entos esenciales de cualquier p ro p u esta m oral: en p rim er lugar, la libertad de los indivi duos, quienes se verían constreñidos a com prom eterse con un m undo objetivo ex terno de verdades m orales. En segundo lugar, al situarse la fuente de la n orm ativ idad m o ral en un o rd en objetivo superior a los in dividuos, se elim ina u na de las dim ensiones fundam entales de la m oral: el carácter de h erm en eu ta, de in térp rete, según el cual es el individuo p articular — desde la libertad de su conciencia— quien ha de establecer, a p artir del exam en de la realidad concreta, la actuación práctica que h a de asum ir. C om o consecuencia de esta cadena de procesos el orden de la m oral introduce una categorización disruptiva tanto en el orden de la legalidad com o en el del juicio político. Al establecer esa especie de m oral sacra com o p ied ra fundam ental de to d a decisión práctica nos si tuam os en u na cultura p re-m o dern a, distinta a la inaug urad a con el tipo de legalidad y de construcción política que co rresp on den al im aginario de la m o dernidad, basado en las im plicaciones que co m p orta la idea del «contrato social». Y, com o consecuencia de la quiebra de la p olítica y del orden jurídico m o derno s, nos reinstalam os en el ám bito de la decisión política soberana, esto es, en u na nueva «excepción» de la legalidad constitucional. El p ro blem a así plantead o tiene severas consecuencias en la d eter m inación de los criterios de decisión política d entro de la p ro p ia nación de los E stados U nidos, dada la plu ralidad de form as de vida laicas que adquieren cuerpo d en tro de su territo rio . Los autores de la C arta reco gen dicha problem ática con la aseveración de que «tenem os un régim en laico [...] una sociedad en la que la fe y la libertad pued an m archar co njuntam ente, cada u na dignificando a la otra». A hora bien, los au tores no dejan de reco no cer que sus ciudadanos «recitan un juram ento de lealtad a una nación, bajo la autoridad de D ios». El h echo, pues, es que, aunque se p roclam a la separación entre el E stado y la Iglesia, se obliga a «que el p ro p io gobierno som eta su legitim idad y sus actos a un arm azón m oral m ás am plio, que adem ás no h a sido creado p o r él». La contradicción p o r u na p arte entre la idea de secularización y separación
en tre Iglesia y E stado y, p o r otra, el juram en to de lealtad «a la au to ri dad de Dios» tan to p o r p arte de sus gobernantes com o p o r p arte de los jueces no p uede ser m ayor. Los ideólogos de la C arta disuelven tal co n tradicción in ten tan d o convertirla en «un reto difícil y en un problem a n un ca resuelto». Este reduccionism o retó rico no puede obviar el hecho de que, aunque el E stado no se declare representativo de u na confesión religiosa co ncreta — ten iend o en cuen ta que existen en su ám bito más de m il quinientas denom inaciones religiosas— , la creencia religiosa se sustancia en un núcleo ideológico insuperable que im pregna la p ro p ia conform ación política de la nación47. Este núcleo de verdades religio sas y m orales rep resen ta siem pre un elem ento disruptivo en el proceso político de tom a de decisiones así com o u na coacción activa sobre el im aginario de los ciudadanos48. La im posición práctica de un im aginario sacro que perm ea y, a veces, d eterm ina el h orizo nte político cobra u na relevancia y u na dim ensión nuevas cuando se trata de las relaciones que el gobierno de los Estados U nidos ha de establecer, en función del interés nacional, con el resto de las naciones en el m u nd o. Éste es el nivel de reflexión que nos interesa destacar, m uy especialm ente, en la C arta de A m érica. Este escrito, que resp on de a la situación terro rista d ram áticam ente vivida p o r los estado unidenses, se proyecta, de form a esencial, en la legitim ación p ara llevar a cabo u na guerra preventiva generalizada. La naturaleza de la «guerra preventiva» conlleva, en este caso, el p ro pó sito de actuar u nilateral m ente y sin som eterse a las instancias jurídicas de o rd en internacional, cuando así lo dicte su p ro p io interés nacional. El n u d o gordiano, tan to teó rica com o prácticam ente, de la actuación g ubernam ental estado un i dense y de la construcción ético-política de los ideólogos orgánicos se establece en la justificación de la g uerra caracterizada com o preventiva, elevada a la categoría de «guerra justa», que, en su m áxim a tensión patrió tico-m oral, solapa y suprim e — en el lím ite— el o rd en norm ativo jurídico internacional. ¿Cuáles son los argum entos que se utilizan en la carta p ara justificar este en tram ad o de conceptualizaciones y de form as de actuación? En 47. Aranzadi distingue, igualmente, entre «una aparente ‘secularización del Estado’, que no es en modo alguno —como la Declaración de Independencia muestra— autonomía respecto a la religión y a los principios cristianos y una simple ‘neutralidad’ e independencia formal respecto a las distintas confesiones y ‘denominaciones’» (op. cit., p. 301). 48. Podría citarse, como una de las últimas denuncias de tal coacción ciudadana, el caso del físico Michael Newdow. Este ciudadano estadounidense que se siente ateo recurrió ante los tribunales para que su hijo no fuera obligado a recitar cada mañana, en el colegio, el juramento de lealtad «a la república que representa una nación ante Dios». Dos de los tres jueces nombra dos a tal efecto votaron a favor de la reclamación. Las presiones políticas y religiosas, sin embar go, llevaron a la revisión del proceso, en junio de 2002, forzando al juez Alfred Goodwin, que había apoyado la demanda, a retirar su voto. De este modo, Newdow perdió el juicio, y su hijo, de modo obligatorio y sin libertad de elección, habrá de seguir asumiendo «religiosamente» el contenido del juramento diario.
p rim er lugar, com o escriben en la n o ta 9, sería u na n ovedad histórica recabar la aprobación de una instancia de justicia internacional, com o la O N U , p ara o to rg ar al juicio de dicha institución el valor de «últim o recurso» en la teo ría de la guerra justa. E sta exigencia es juzgada com o «proposición problem ática», arguyendo lo siguiente: «la aprobación p o r un organism o internacional n unca ha sido considerada p o r los te ó ricos de la g uerra justa com o u na exigencia justa». E sta consideración resulta en extrem o so rpren dente si tenem os en cu enta que fue, precisa m ente, u na iniciativa de los E stados U nidos la que im pulsó la creación, en 1945, de la O N U , tras el h orrible m edio siglo de guerras m undiales. Este organism o intern acio nal h abría de dirim ir, en tod os los conflictos p lanteados entre las naciones que eran m iem bros de dicha institución, el tipo de acción que llevar a cabo. ¿C óm o es posible argum entar, en estas condiciones, que no hay preced ente histórico? La única respuesta p osi ble estriba en percibir que los autores inten tan arg um entar a favor del ius ad b ellum , de la «guerra justa». Esta p ro pu esta, desde las instancias religioso-civiles que asum en sus autores, responde a presupuestos prem o derno s de orden jurídico, m oral y religioso, con los cuales se habían legitim ado las supuestas guerras justas. D esde la revolución del derecho positivo m o d ern o , y desde el m ás actual y radical cam bio ex p erim en ta do p o r el o rd en am ien to jurídico que, en térm in os de Ferrajoli, consiste en «la subordinación de la ley a los principios constitucionales» no es posible h ablar en térm inos de «guerra justa». La idea de g uerra justa, o bien rem ite a un im aginario sacro, al que hem os hecho referencia, o bien sería d eu d o ra de un sistem a m etafísico que p ud iera dem o strar que la supuesta g uerra justa resp on de a los fines últim os de la hum anidad. H aberm as, un au to r tan am pliam ente reco no cid o p o r su o bra cen trad a en los cam pos de la ética y de la política, p artid ario de la guerra del G olfo, argum entó, en su día, que la caracterización m ás p ertin en te de dicha g uerra h abría de ser la de «guerra justificada», de ningún m o do la de «guerra justa». E stados U nidos y sus aliados h abrían actuado com o vicarios tem porales de la tarea que com pete a la O N U , necesitada de u na fuerza policial intern acio nal adecuada. Los autores de la C arta de A m érica, p o r tan to , parece que p reten d en ignorar, en p rim er lugar, el p ro p io com prom iso de los E stados U nidos con la O N U . En segundo lugar, dichos ideólogos ocultan que el nuevo estatuto epistem ológico de las ciencias jurídicas está en función de que surge ligado al nacim iento del E stado de derecho com o E stado legislativo de derecho. Las norm as jurídicas nacionales o internacionales, a las que han de atenerse la decla ración y la caracterización de la guerra, deben su validez al hecho de ser dictadas p o r u na au toridad con com petencia norm ativa. La actuación política que sostiene la idea de una «guerra preventiva» asum ida com o «guerra justa» estaría invalidando, p o r tan to , la legalidad vigente del derecho internacional, pese a las lim itaciones que aún tiene p ara consa grase com o tal. U na vez m ás, se p retend e instaurar la situación de «ex
cepción» com o form a de actuación jurídica y política, su plantando la validez de las leyes establecidas49. La form ulación de la idea de «guerra preventiva», que p uede afectar a cuantos E stados crea o p o rtu n o el in te rés nacional, viene a asum ir, de hecho, la tesis schm ittiana según la cual u na prescripción jurídica sólo puede establecerse p o r u na decisión p o lítica absoluta. El pensam iento jurídico de cuño n orm ativista se reduce así a un valor m eram ente instru m en tal que, en el caso de u na ex trem a necesidad (extrem us necessitatis casus, en térm inos de Schm itt) pierde vigencia y valor ante el elem ento decisionista del poder, p o d er soberano (Bodin) que se sitúa fuera y p o r encim a de la ley. Este proceder, en el caso de los ideólogos de la C arta, se justifica recu rrien d o a cam pos de o rd en am ien tos norm ativos objetivos cuyo conten ido y fundam entación son externos, ajenos, a la argum entación y a la legitim ación política y jurídica vigentes. La usurpación de la razón p o r supuestos fun dam en tos últim os, en este caso concreto p o r principios m orales de naturaleza religiosa o de prescripción «natural», im plica la negación de la libertad de los individuos, que se verían constreñidos a adm itir un conjunto de contenidos no sujetos a su co ntro l, y elim inaría el principio ético que atribuye a los individuos particulares el irreductible papel de herm eneutas de sus propias opciones prácticas. La p ro pu esta de los m entores de la C arta de A m érica suplanta así el proceso constituyente atribuido a la razón m o derna. La apuesta p o r la razón, de raíz ilustrada, que hacem os n oso tros frente a «las leyes de la N atu raleza y al D ios de la N aturaleza» tiene, y es algo que quisiéram os destacar, unas fuertes exigencias epis tem ológicas y ético-políticas. «La razón tiene, qué d ud a cabe, un fun da m ento; su fun dam en to es u na real cultura de la razón»50. El segundo argum ento utilizado p o r los autores estadounidenses p ara justificar tan to la denom inación de «guerra justa» com o p ara legiti m ar la «guerra preventiva» consiste en destacar que la O N U sólo puede ten er u na m isión h um anitaria. La O N U n o es un tribu nal que expediría certificados de m o ralidad o de vida religiosa adecuadas. Su relación con respecto al uso de la fuerza está co ntem plad a en la legislación in tern a cional con referencia a dos casos específicos: el de legítim a defensa p o r p arte de u na nación agredida (art. 51 de la C arta de la O N U ) o el de las situaciones de claro y grave peligro p ara la existencia y convivencia en tre las naciones. El in ten to de m inusvalorar el papel de la O N U p or 49. El argumento del ius ad bellum, de la «guerra justa» con que se arguye en la Carta de América, pertenece al mismo tipo de argumentación que llevó a La civiltá cattolica, la influyen te publicación de los jesuitas italianos, en 1936, a justificar la agresión y colonización de Etiopía en base al derecho natural de los italianos —que ya eran numerosos y en expansión demográfi ca— a invadir aquellos territorios africanos, los cuales estaban poco poblados y mal cultivados. «La expedición colonial —escribe Zolo— debía entenderse como una defensa legítima preven tiva contra el auténtico agresor: el pueblo etíope, que se negaba a ceder espontáneamente su país a los italianos» (D. Zolo, Cosmópolis. Perspectivas y riesgos de un gobierno mundial, Paidós, Barcelona, 2000, p. 134, nota 80). 50. A. Wellmer, Ética y diálogo, Anthropos, Barcelona, 1994, p. 189.
p arte de los autores de la C arta sólo conduce a un debilitam iento de su difícil papel en el concierto de las naciones o a justificar el uso indebido de la fuerza en decisiones unilaterales p o r p arte del o de los m ás fuertes. Es sintom ático, desde esta perspectiva, que la argum entación co n tra la O N U venga a co brar fuerza en razón del com entario de un funcionario de dicho organism o, según el cual som eter a la O N U la validez de la g uerra que se p ro p o n en llevar a cabo «puede llegar a ser un proyecto suicida», tal com o se lee literalm ente en dicha C arta. El núcleo de este segundo argum ento ap u n ta a u na de las dim ensiones m ás específicas de lo que significa la idea de u na com unidad regida p o r u na «religión ci vil», cuya génesis y cuyos acontecim ientos históricos cobran el especial papel de datos que evidencian un plan providencialista. Este tipo de experiencias es lo que p ro du ce la im p ro n ta de ser un «pueblo escogido». El com prom iso con el arm azón m o ral de un E stado que, según la ex p re sión de los autores, «no ha sido creado p o r él» sino que se halla «bajo la au to rid ad de Dios» p ro p o rcio n a, p o r o tra p arte, la argam asa de un p atrio tism o que n o puede ser dictado m ás que p o r la p ro p ia com unidad a la que se pertenece. El rechazo, la falta de reconocim iento de la O N U o de cualquier o tro organism o resp on de a la idea de un pueblo que sólo se reconoce vinculado a sí m ism o y a su providencial h isto ria y destin o 51. Esta autovinculación p atriótica, m o ral y sagrada, de claros tintes soteriológicos, constituye el rev erberar de la «religión cívica» que p ro tagonizó G eorge W Bush en su «D iscurso sobre el E stado de la nación» (28 de enero de 2 00 3), afirm ando, u na vez m ás, que «lucharem os por u na causa justa y de m anera justa». El carácter intrínsecam ente valioso de esta g uerra justa rem itiría a la actitud de sagrada escucha que inspira la actuación de los E stados U nidos com o pueblo: No decimos que conocemos todos los designios de la Providencia, pero confiamos en ellos y ponemos nuestra confianza en el Dios que nos ama, responsable por toda la vida y por toda la historia. Este co ntexto explica, p o r un lado, la dim ensión salvífica que se atri buye a la violencia: «si se nos fuerza a la guerra, lucharem os p o r una causa justa». Por o tro lado, el entram ado m oral sobre el que se basan las acciones de guerra convierte a la nación en «una nación fuerte y h o n o rable en el uso de nuestra fuerza. Ejercem os el p o d er sin conquista y nos sacrificam os p o r la libertad de desconocidos». Finalm ente, las d im en siones de inevitabilidad de la g uerra y la excelencia axiológica de tales acciones se sitúan en el horizo nte de «acontecim ientos históricos» que trad ucen un cierto m ilenarism o civil que estaría a la espera de u na re n o 51. Desde otra dimensión del problema, a propósito del acuerdo de 1928 para ilegalizar la guerra, escribía Dewey: «Los efectos moralmente mortíferos de la aserción de una ‘moralidad más alta’ por parte de una nación residen en su cínico desprecio por la posibilidad de una aso ciación de naciones donde pudiera darse una regulación moral».
vación p o r parte de la com unidad m undial: «La libertad que estim am os es derecho de cada p erson a y n o es un regalo de los E stados U nidos al m u n d o ; es el regalo de D ios a la hum anidad»52. Los dos argum entos esgrim idos acaban colocando la decisión de la g uerra fuera de cualquier legalidad. El «estado de excepción» cobra car ta de naturaleza com o el referente constante de las decisiones políticas. El m o do de gob ernar se establece a p artir de la total hom ogeneización ideológica de los ciudadanos que se identifican en el supuesto de «grave am enaza» y dan lugar al tipo de decisión política soberana, rem edo del m o narca absoluto. La justificación últim a del proceso que lleva a la idea de g uerra justa q ueda expuesto en el ap artad o 4 de la C arta, en el cual puede leerse lo siguiente: La idea de una «guerra justa» está ampliamente fundamentada y enrai zada en muchas de las diversas religiones [...] La no consideración de la moral con respecto a la guerra es en sí misma una posición moral, la que rechaza la posibilidad de la razón, acepta la ausencia de normatividad en asuntos internacionales y capitula ante el cinismo. La insistencia en suplantar el estado legislativo de derecho, la reite ración en co n trap o n er la justificación soteriológica frente a la nueva o r ganización estatal de ciudadanos libres que o stenta la idea de soberanía nacional, la persistencia en m anten er el lem a p re-m o dern o de veritas non auctoritas facit legem conlleva la quiebra de la au to rid ad d otad a de n orm ativ idad jurídica: auctoritas non veritas facit legem , que constituye el E stado dem ocrático m o derno . La consecuencia de esta regresión al o rd en de lo sacro o de la m o ral n atural p re-m o dern os va acom pañada 52. La decantación, en el presente, del pueblo estadounidense en la milenarista actitud de pueblo escogido, de exaltado patriotismo y de depositario de su «religión civil» ha creado desa zón y, en ocasiones, xenofobia en y frente a las minorías multiculturales de muchos de sus ciuda danos. Una de las voces hispanas más respetuosas con las virtualidades integradoras de la nación estadounidense, aun en medio de crisis periódicas, es la que corresponde a Luis Rojas Marcos, ex presidente del Sistema de Sanidad y Hospitales Públicos de Nueva York. Tras una dilatada inserción como siquiatra en la vida neoyorquina, durante treinta y cinco años, escribía en el mismo día en que finalizaba este trabajo lo siguiente: «A raíz de los espantosos sucesos del 11 de septiembre de 2001, los sentimientos generalizados de miedo, incertidumbre y vulnerabilidad que se instalaron dentro de los Estados Unidos transformaron de golpe esta sociedad. Como consecuencia, se revitalizó la exaltación del orgullo nacional, se disparó el espíritu patriótico y se avivó el ánimo de filiación y de unidad. Mas, simultáneamente, se fomentó el apoyo ciego a políticas autoritarias y represivas que en condiciones normales no hubieran sido toleradas. Casi sin oposición, los gobernantes nacionales han impuesto medidas hostiles y discriminatorias que recortan las libertades democráticas y los derechos humanos de grupos foráneos. De esta forma, la terrible tragedia que supuso el 11-S fue pronto entrelazada con actitudes mezquinas, suspicaces y deshumanizantes hacia los inmigrantes, ‘los otros’. Hoy, las minorías, incluida la hispana, corren el riesgo de servir de chivos expiatorios y convertirse en espejos en los que los líderes de la sociedad mayoritaria reflejen sus frustraciones, sus terrores y sus fobias sociales. Cada día somos más los convencidos de que este brote xenófobo que afrontamos representa un grave peligro para la armonía multicultural de Estados Unidos» (L. Rojas Marcos,«Hispanos en Estados Unidos: una convivencia en peligro»: El País, 17 de febrero de 2003).
de una deriva de especial gravedad: «crim inalizar», en cuanto hereje o «inm oral», a to d o el que se considere adversario o enem igo. La crim inalización acaba ex tendiéndose a las poblaciones respectivas de los Es tados «dem onizados», lo que co m p o rta la justificación de la destrucción m asiva «hum anitaria». La recuperación, p o r p arte de la A dm inistración Bush, del concepto de «Estados canallas» — denom inación que, p o r in ap rop iada, ab an do nó la A dm inistración C linton en junio de 2 0 0 0 — , así com o su utilización arb itraria e indiscrim inada, m ina la idea de so bera nía estatal y acaba afectando, en el lím ite, a los m ism os que los desig nan, es decir, a la soberanía de los que guerrean. Los que llevan a cabo la g uerra y los que la padecen, u na vez ro to el derecho internacional, tod os serían de facto «Estados canallas». 3.4.3. C o n tra el m al absoluto: «la guerra justa» La tercera línea arg um entativ a de la C arta, que deseo destacar, es la que establece la razón p o r la cual la g uerra que se inicia co bra la caracteriza ción de «guerra justa». El escrito se cierra con el núcleo argum entativo de to d a la teorización: se tra ta de llevar a cabo u na lucha contra el m al, en este caso, contra el m a l abso luto 53. «C onfiam os en que esta g uerra — escriben— , al d etener un m al tan absoluto y global, logre acrecentar la posibilidad de construir u na co m unidad m undial basada en la justi cia». Es difícil obviar el hecho de que tales afirm aciones tienen la g ra vedad y la certeza de u na sentencia p ro n u n ciad a bajo la inspiración de claros tintes religiosos y con el m archam o de u na cruzada universal de orden salvífico. Y resulta, posiblem ente, excesiva esta identificación del bien universal con la actividad guerrera de los E stados U nidos, en cuan to sujeto liberado r del m al total y absoluto, si atendem os a los datos que nos ofrece la historia. En el ú ltim o siglo, m ás concretam ente, de 1890 a 2 001, E stados U nidos h a sostenido 134 actuaciones bélicas en 53 esce narios diferentes, u na cifra no superada p o r n in gu na o tra nación 54. ¿Cuál es ese «mal absoluto» del que se habla en la C arta? Hay, sin duda, un dato cierto y que nos h a de hacer reflexionar. Este d ato, o fre cido p o r los autores, es el n úm ero m asivo de m uertos p o r la acción te rro rista en N u eva York y la posibilidad de que tales acciones se rep itan, dados los m edios técnicos sofisticados, en o rd en a p erp etrar m uertes de grupos de personas, que pued en ad qu irir ciertos grupos terroristas. A hora bien, resulta a todas luces d espro po rcio nad o identificar a estos grupos terroristas y sus acciones com o la q uiebra total de la hum anidad. 53. No creo que esta conceptualización del «mal» en la «Carta de América» guarde nin guna relación teórica real con la retórica del «eje del mal» empleada por la Administración Bush. 54. Puede consultarse el detallado estudio y análisis que, sobre tales acciones bélicas, ha llevado a cabo Johan Galtung, Searching for Peace, Pluto, London, 2002.
El reconocim iento de la plu ralidad de los grupos terroristas h abría de co m p o rtar el m ayor esfuerzo p o r reco m p o n er las estructuras jurídicas y políticas de u na organización de los E stados com o es la O N U . La presencia de los E stados en u na organización de carácter global, estruc tu ra d a según principios jurídicos que ligaran a tod os los países en to rn o a los derechos universales de las personas — no en función de los más restrictivos ligados a la ciudadanía— y con procesos dem ocráticos de p articipación, sin la existencia de veto p ara ciertos países en función de su capacidad de destrucción, p ro piciaría el m arco m ás adecuado para en frentar el reto del terrorism o. Lo sintom ático en este p u n to es que u no de los firm antes, Sam uel P. H u n tin g to n , ex perto en relaciones in ternacionales y en form as de co ntro l político de grupos y naciones, for m uló la idea de u na interrelación de tod as las policías del m u nd o com o la form a m ás ap rop iada p ara enfrentarse a grupos terroristas extendidos am pliam ente y dispuestos clandestinam ente según m éto do s de redes y no jerárquicam ente centralizados. E sta tesis ha cedido ante la decisión belicista de la A dm inistración. La justificación de una g uerra que, según el secretario de D efensa de los E stados U nidos, obligará a levantar y llevar las acciones bélicas a m ás de sesenta países no parece com padecerse con la idea del unilateralism o total de u na solo nación, la estadounidense, que se arroga, bajo el supuesto de legítim a defensa, este tipo de g uerra total. En p rim er lugar p o rq u e, com o argum entan los autores de la C arta en el ap artad o 4, «una guerra justa sólo la puede llevar a cabo u na au toridad legíti m a y responsable del o rd en público». La cuestión inm ediata es quién d eterm ina y cóm o que u na au toridad sea legítim a con referencia a los dem ás. H asta ah o ra la incardinación de los E stados en la O N U o to rgaba un dudoso reconocim iento de legitim idad a sus m iem bros, m ás de 144 países. A hora bien, si se elim ina a la O N U , ¿qué m ecanism o y qué cri terio n orm ativo puede o to rg ar la caracterización de E stado legítim o en un m o m en to en que ha de ser reconocido p o r tod os los dem ás E stados p ara actuar bélicam ente? ¿Q uién p o d ría asum ir la justeza de la hipótesis de u na g uerra declarada p o r un país que se atribuye la m isión salvífica con respecto a to d a la h um anid ad y que se p ro p o n e institu ir «una co m u nid ad m undial basada en la justicia», com o escriben los ideólogos de este planteam iento? La radicalidad de esta p ro pu esta tiene su base en la argum entación p lantead a en la n o ta 9 y p od ríam os especificarla en los ap artad os siguientes. En p rim er lugar, en o rd en a evaluar racional y crí ticam ente la p ro p u esta que se form ula, no se p uede soslayar u no de los elem entos cruciales: en el m o m en to actual existen arm as de destrucción m asiva, rep artidas entre varios E stados, capaces de destruir el m u nd o en su totalid ad. En este co ntex to de posibilidades de devastación total, en segundo lugar, los intelectuales estadounidenses, que defienden com o «justa» la g uerra em pren did a en prim era instancia co n tra A fganistán y m ás tarde en los escenarios que estim en o p o rtu n o s, estatuyen que no
hay n inguna institución jurídica internacional ni de ningún o tro tipo de alcance global que p ued a en tend er y dictam inar sobre la legalidad y la legitim idad de tal guerra. La existencia de un «tercero» m ediador, argum entan, n o tiene precedentes históricos y, en la actualidad, no hay n inguna instancia que p u d iera ejercer tal función. En tercer lugar, h a bríam os de p reg u n tar quién determ ina, pues, que la guerra en perspec tiva resp on de a la idea de «legítim a defensa», siendo u na guerra que se p resen ta com o ilim itada en el espacio e indefinida en el tiem po. C om o, asim ism o, h abría que p reguntarse quién justifica la interp retació n de estas acciones bélicas sin térm in o com o «guerra justa» y, en fin, quién sustenta y cóm o el supuesto de que tal g uerra ha de ser asum ida, p o r el resto de las poblaciones, com o u na guerra de valores m orales u niver sales en favor de la hum anid ad, cuyo fin es establecer u na «com unidad universal justa». Puesto que no hay precedentes históricos de u na ins tancia que en tiend a de todas estas cuestiones, y tam p oco disponem os en la actualidad de u na institución adecuada a tales pro pó sitos, ¿qué resta p ara p o d er razo nar en estos asuntos? Sin duda, la única respuesta se en cu entra en el p ro p io tex to , y en un co ntex to significativo, de la C arta: el hecho de que existe un pueblo de tal naturaleza que p uede ser p resen tad o com o el rep resen tante de la hum anidad. La acción crim inal te rro rista co n tra un pueblo de esta naturaleza le o to rg a el derecho especial de establecer que el peligro de no sobrevivir a las acciones terroristas h abría de ser in terp retad o com o el proceso de desaparición de un orden de lo h um ano que reviste la cualidad de p o d er ser considerado com o el estado hum ano superior, en cuanto realidad valiosa, logrado histó rica m ente p o r la hum anidad. La posibilidad de que las acciones terroristas pusieran en peligro su existencia significaría, igualm ente, el cam ino m ás corto p ara acabar con el o rd en norm ativ o que m ás h abría co ntribuido a generar la existencia de «verdades m orales universales». El legado de los Padres F undadores alim enta, ciertam ente, esta autodesignación m ilenarista, apoyada en la «religión civil» dom inante, d ecantada en lo que insistentem ente argum enta A ranzadi com o «la ex periencia am ericana m ism a», interp retad a siem pre de m odo providencialista y que genera «la com unalidad de la fe civil», aquella que no p ud o realizarse en la «Vieja Ing laterra europea»55. El presidente John A dam s sentenciaría que «nuestra constitución está hecha sólo p ara una gente m o ral y religiosa [...] Es absolutam ente inadecuada p ara el gobier no de o tra clase de com unidad». E sta com unidad es la que, andando la historia, está dispuesta, p o r fin, p ara la batalla de A rm agedón y la segunda venida de C risto, en palabras de R onald R eagan. El presidente Bush, tal com o señalábam os, en el «D iscurso al pueblo de los E stados U nidos» de 21 de septiem bre de 2 00 1, enfatizaba que su país «defini rá nuestra época [...] en n uestro d olor y rabia hem os hallado nuestra 55. J. Aranzadi, op. cit., p. 304.
m isión y n uestro m om ento». Los polítólogos estadounidenses, p o r su p arte, no han dejado de señalar la peculiar característica que subyace a la idiosincrasia estadounidense y que co m p o rta «la necesidad de definir su papel en un conflicto diciendo que está en el b ando de D ios contra Satán, de la m oral co ntra el m al»56. El p ro p io L ipset no deja de so rp ren derse ante el hecho de lo que deno m in a com o paradojas de la cultura estadounidense: p resen tar una m ism a base de creencias p ara justificar tan to los fenóm enos sociales beneficiosos com o los perniciosos. D esde esta m ism a perspectiva cobra especial interés el hecho de que algunos de los filósofos estadounidenses m ás críticos con ciertas dim ensiones de la filosofía p roveniente de la Ilustración, que han ten id o especial énfasis en la «vieja E uropa», acaben, co n trad ictoriam ente, reivindicando para E stados U nidos el m ism o o rd en de pensam iento que tan radicalm en te negaban. Tal es el caso, p o r ejem plo, de R ichard Rorty, un filósofo am pliam ente trad ucid o y conocido en España. Su crítica m ás co ntinu a tiene que ver con ciertas interp retacio nes de la M o d ern id ad , que en la vieja E uro pa se trad u jero n en la defensa de u na concepción de la his to ria que co m p ortab a un proceso de superación co ntinu a en el orden del progreso, rep resen tado especialm ente p o r las estructuras sociales y políticas que preconizaban los países europeos. E sta filosofía de la h isto ria, que venía a legitim ar las opciones de la vieja E uropa, co m p orta — al decir de R orty— «la inclinación feudal» de los europeos que piensan sus actividades tem porales com o si resp on dieran o estuvieran al servicio de pod eres superiores, atem porales. El rechazo de este tipo de p ensam ien to, escribe Rorty, «se identifica con el orgullo de los estadounidenses de ser los últim os hijos e hijas del tiem po, la avanzadilla m ás occidental del E spíritu»57. La afirm ación ú ltim a resultaría im posible de enunciar si no se inserta, en contradicción con los p ro pio s supuestos de Rorty, en u na filosofía de la h istoria que preste sentido a la hipótesis de ser «los últim os hijos e hijas del tiem po» y la «avanzadilla m ás occidental del Espíritu». ¿Q uién p uede certificar que los E stados U nidos rep resen tan la etap a su perio r de E uro pa, la m ás avanzada en el o rd en del p ensam ien to, m ás allá del irrelevante «conocim iento» de que sean descendientes biológicos de esta p arte del A tlántico? La contradicción de la posición ro rty an a no p uede o cultar el nuevo nivel de com prensión del pueblo es tad ou nid ense que, en la fuerza de su «juventud» y del desarrollo tecn o lógico, incluido el m ilitar, se percibe tam bién com o el rep resen tante de un nuevo o rd en de realidad h um ana «de m ayor rango axiológico» en el o rd en del saber y de la m oral. En u na form a de expresión que tiende a velar sus «inaceptados» presupuestos histórico-filosóficos, R orty vuelve a asum ir en form a preform ativa aquello que niega argum entativam ente, 56. M. Lipset, American Exceptionalism, W W Norton, New York/London, 1997. 57. R. Rorty, «Norteamericanismo y pragmatismo»: Isegoría 8 (1993), p. 18. El subrayado es mío.
a saber, que ellos rep resen tan hegelianam ente el últim o estadio de la h istoria que había form ulado E uropa: «la occidentalización del espíritu, com o el nuevo paso evolutivo m ás allá de E uropa»58. Pero ¿en qué consiste «el m al absoluto» que justifica u na guerra g lo bal y que adem ás se presenta, rem em o rand o tiem pos ya pasados, com o u na «guerra justa»? La reconstrucción últim a, que hem os llevado a cabo en el an terio r p árrafo, ha vuelto a explicitar la gram ática p ro fu n d a de sentido del inconsciente que prom ueve los procesos constituyentes de las diversas representaciones a través de las cuales se h a constituido el pueblo estadounidense. El reto rn o a «los orígenes» nos ha p ro p o rcio n a do, adem ás, nuevos niveles de com prensión que actúan en el im aginario vigente. Así se ha m o strad o la enfatización de u na «com unalidad» que se proyecta, m ás allá de su en to rn o , en acciones bélicas de influencia en am plios y plurales espacios geográficos, que dibujan lo que hoy p o d e m os apreciar com o «una v o lu n tad de Im perio». Estas intervenciones se recrean continu am ente en los m arcos de unas interp retacio nes m orales y religiosas que confieren un cierto apresto ético-utópico a sus in ter venciones bélicas y a sus im posiciones económ ico-políticas. Es m ás, la últim a dim ensión filosófica consistente en rep resen tar un nuevo paso evolutivo en el o rd en del E spíritu y constituir la avanzadilla de la h isto ria p retend e justificar su incon tin en cia y su arb itrariedad en el forzado in ten to actual de im p on er coercitivam ente «una com unidad m undial basada en la justicia». U na v o lu n tad im periosa de justicia, sin em bargo, que se nos aparece com o u na negación de aquello m ism o que afirm a. El lenguaje de la g uerra y de la seguridad está segando las sim ientes del Prem io N o bel de la Paz o to rgado a las N aciones U nidas en 2001 y que presagiaba la posibilidad de u na cooperación y u na co rresp o n sabilidad m o ral y política de los pueblos de la tierra. Un alto cargo gubernam ental, en el v erano de 2 00 2, con m otivo de la presentación del Inform e de A m nistía Internacional, afirm aba: «El papel que ustedes desem peñaban se h a v enido abajo jun to con las T orres G em elas de N u e va York». M ichael Ignatieff, director del C en tro C arr de Política sobre D erechos H u m an os de H arv ard , se h a m o strad o m ás taxativo aún: «El pro blem a — escribe— es saber si tras el 11 de Septiem bre la era de los derechos hum anos ha llegado a su fin». Irene K han, secretaria general de A m nistía Internacional, escribía en junio de 2 00 2, en el pró log o a su inform e anual, que «a m edida que la ‘g uerra co ntra el terro rism o ’ fue dom in an do el discurso de la prensa m undial, los gobiernos em pezaron a rep resen tar a los derechos hum anos com o un obstáculo p ara la segu ridad y a los activistas de derechos hum anos com o idealistas rom ánticos en el m ejor de los casos, y en el p eo r com o defensores de terroristas». Y a ello colabo raro n las prim eras disposiciones de los gobiernos de Ingla terra y de los E stados U nidos acerca del co ntro l y del encarcelam ien 58. Ibid., p. 9.
to tem p oral de m uchos m iem bros p ertenecientes a diversas m inorías, especialm ente árabes o de adscripción m usulm ana. En la línea de los acontecim ientos generados p o r y a p artir de la interp retació n de la gue rra ya iniciada, llam a la atención la escasa, la carente delim itación del sentido del «mal absoluto» a com batir, p ara lo cual se nos convoca en la C arta. M e interesa destacar de nuevo la nula atención que los autores de la C arta, desde sus supuestos m orales y religiosos, prestan al hecho de que las constituciones m odernas al establecer los derechos fun da m entales adscriben a las personas y no a los ciudadanos solam ente los denom inados derechos p olíticos. Los derechos políticos, lo que algu nos llam an derechos civiles, tienen ya un reconocim iento universal en función del hecho de ser personas. E ntre estos derechos se en cuentran los de libertad de expresión, los de libertad de creencias, los derechos a obten er justicia, etc. Por tan to , n o se p uede su plantar ni la v olun tad de los individuos ni las form as institucionales que pued en defender y garantizar tales derechos, h istóricam ente conquistados, en función de los valores hum anos universales «verdaderos». E sta decisión, suplantad o ra de to d o s los órdenes políticos y jurídicos, conlleva el supuesto de que existe u na au to rid ad o tribu nal m o ral con legalidad universal y con p o d er coercitivo p ara im ponerlo. El m o m en to histórico en el que se instituyó la idea de la «guerra justa» respondía, realm ente, a la existencia de una au to rid ad m oral, con p o d er legal internacional, com o fue el caso de la Iglesia católica d uran te la E dad M ed ia59. C om o señala Z olo , en sus observaciones sobre la idea de «guerra justa», cualquier g uerra em pren did a co n tra la au to rid ad cosm opolita de la Iglesia era declarada «guerra injusta», así com o aquellos que se alzaban co n tra la cristiandad eran considerados infieles, pro scrito s o crim inales. D e este m o do , venía a establecerse este círculo: la Iglesia y sus intereses eran los que determ inaban tan to la guerra que había de llevarse a cabo com o su caracterización de «guerra justa», in d ep end ien tem en te de los individuos que llevaran a cabo la g uerra y sin aten der a sus objetivos. En este m is m o sentido creo que la p reg u n ta sobre el «mal absoluto» que se in ten ta errad icar y el bien absoluto que se p retend e im p on er viene determ inada p o r aquel o aquellos que deciden la realización de u na g uerra y que la deno m in an «guerra justa». U na vez m ás hay que afirm ar, con P latón en el C ratilo, que quien tiene el p o d er im pone el nom b re, designa a las cosas y les p resta su significado.
59. Los propios autores de la Carta reconocen, en el apartado 4, que «la idea de una ‘guerra justa’ está ampliamente fundamentada y enraizada en muchas de las diversas religiones y de las tradiciones morales seculares».
D E M O C R A C IA Y G LO BA LIZA CIÓ N . H A CIA U N N U E V O IM A G IN A R IO (1)
D esde com ienzos del siglo x x la filosofía se vio privada de u na gran parte de sus influencias epistem ológicas en el cam po de las ciencias, com o, p o r o tra p arte, lo exigía el desarrollo histórico y au tón om o de las m ism as. P érdid a de influencia que tuvo un segundo aspecto, a saber, el acoso de la filosofía p o r p arte de las m ism as ciencias independizadas, las cuales pusieron en cuaren tena la sustantividad y el valor del co no cim iento filosófico. En o tro frente, esta situación crítica se agravaría con el hecho histórico del H olocausto, que, desde diferentes ángulos, se in terp retó com o expresión del fracaso de aquella idea de «progreso» gestada p o r la Ilustración. E sta idea de progreso estuvo ligada al m ito de u na civilización que acabaría expulsando la barbarie de la faz del planeta. C iertam ente, no cabe establecer u na relación de causalidad, pero, com o señala B aum an, sí pod ríam os tra ta r el H o lo causto «como una prueba rara, aunque significativa y fiable, de las posibilidades o cul tas de la sociedad m oderna»1. A m ediados de los años cincuenta, algún teórico declaró el final de la filosofía política justo en el m o m en to en que, al decir de B erlin, m ás falta hacía su presencia. C o ntrap on iénd ose a los inten tos devaluadores de la fuerza de la razón alum brada en la Ilustración, la filosofía política m antuvo, d uran te la segunda m itad del siglo x x , la necesidad de los procesos de racionalización en orden a fun dam en tar las o rientaciones políticas y legitim ar las form as de go bierno. Igualm ente sostuvo el valor, incoativam ente em ancipatorio, de las p retensiones de universalidad de algunos principios form ales de la política. En definitiva, la teo ría de la dem ocracia y el valor de la m ism a en el orden social han recibido un apoyo m uy especial de la filosofía política frente a quienes p retend ían ten er que elegir entre la filosofía y una dem ocracia absuelta de argum entación racional. 1. Z. Baumann, Modernidad y holocausto, Sequitur, Madrid, 1998, p. 15.
C abe señalar que la filosofía ha ten id o que realizar, necesariam ente, un ajuste en sus pretensiones de ser un m odo de saber capaz de captar el p ro p io tiem p o en el o rd en del pensam iento, que se h a saldado en la atribución al filósofo de la m isión de «guardián de la racionalidad». A hora bien, la au tocrítica p o r p arte de la filosofía es consustancial a su m ism a fuerza racio nalizado ra. C on un símil político, cargado de una crítica radical a la filosofía h eredada, com enzaba K ant a establecer las piedras angulares de la nueva filosofía m o d ern a. E n efecto, el p rim er pró log o a la Crítica de la razón pura le sirvió al p ro feso r de K onigsberg p ara hacer un ajuste de cuentas crítico con la filosofía de su tiem po. En p rim er lugar, da cuen ta de cóm o la m etafísica, an taño m atro n a d ogm á tica, fue rechazada y ab an do nad a a causa del ejercicio despótico que venía ejerciendo. El resultado, tras la secuencia de guerras intestinas, se saldó «en u na com pleta anarquía». «Los escépticos — escribe K ant— , especie de nóm adas que aborrecen to d o asentam iento d urad ero, des truían de vez en cuando la unión social». Tras un in ten to fallido de resolver tod os los problem as acum ulados, la m etafísica vino a recaer, en el tiem po de K ant, en lo que éste d enom inó com o «el anticuado y carcom ido dogm atism o [...] A hora reina el hastío y el indiferentism o». Es inútil, sin em bargo, fingir indiferencia frente a tem as y objetos de investigación de la filosofía que atañen tan intrínsecam ente a la n a tu ra leza hum ana. La autocrítica, pues, no se exim e del reconocim iento del valor y del sentido de la filosofía, p ara la cual, en La contienda entre las Facultades de filosofía y teología, p edía n o u na su perio r consideración jerárquica con respecto a las llam adas Facultades m ayores, sino libertad p ara el terren o «en el que la razón debe ten er el derecho de expresarse públicam ente [...] dado que la razón es libre conform e a su naturaleza y n o adm ite la im posición de tom ar algo p o r verdad ero (no adm itiendo credo alguno, sino tan sólo un credo libre)»2. La autorreflexión en el o rd en epistem ológico acerca de los lím ites del conocim iento, así com o en to rn o a la au ton om ía de los sujetos en el o rd en práctico constituirá los cim ientos de la época m o derna, cuya expresión m ás em blem ática, acuñada p o r el p ro p io K ant, h a venido guiando el quehacer filosófico: «Atrévete a pensar p o r ti m ism o». Valga, pues, esta in tro du cció n para resitu ar el p ro blem a y la razón de ser de la filosofía. 1. ¿Q ué es la política? La constitución del prim er im aginario político-dem ocrático Al abrir K ant el pórtico de la m o dernidad, en el o rd en filosófico, con el citado símil político de su p rim er P rólogo, no hace sino intro du cir p. 4.
2. I. Kant, La contienda entre las Facultades de filosofía y teología, Trotta, Madrid, 1999,
un tem a esencial p ara noso tros, a saber, el puesto de la política en el cam po de la filosofía. ¿Q ué papel juega, cóm o se incardin a la política en la filosofía? La respuesta m ás inm ediata es que la política se sitúa en el instante m ism o de la au toconstitución del saber filosófico, com o el cam po tem ático que actúa de gozne p ara abrir la p u erta de lo que se h a deno m in ado , a veces, el «m ilagro griego», esto es, la presencia y el ejercicio fundam entales de la razón. En este sentido p o d ría hablarse de la p olítica com o un efecto reflexivo que se instituye en y da cuenta del paso del m itos al logos. P aradójicam ente, esta últim a fórm ula no está exen ta de co nten ido m ítico, ya que resp on de en cierta m edida a lo que se h a llam ado «la lógica de la representación constituyente» de los m itos. E sto es, la p resentación de lo que es com o originado p o r su contraposición a lo que h abía en un p rin cip io : el desorden, el caos, la n aturaleza frente a la que em erge la cultura o, en este caso, la razón. Sin en trar ah o ra en la discusión de los autores y las interp retacio nes que h an p reten d id o aclarar la em ergencia de la racionalidad, cabe con siderar al logos com o el tipo de pensam iento que trata de explicar los hechos o cam pos objetivados p o r causas inm anentes a los m ism os. Se trataría, p o r tan to , de p o d er explicitar ante o tro , tan tas veces com o fuera necesario, los procesos teóricos m ediante los cuales doy cuenta de, explicito argum entativam ente el ser del objeto o de un ám bito de realidad, su estructura, su m odo de aparecer. E sta p retensió n de uni versalidad argum entativa d ará lugar a lo que se h a llam ado, an dand o el tiem po, «cultura de razones». La filosofía, en cuanto ejercicio crítico autorreflexivo, conocim iento de segundo grado, significa la posibilidad de p o n er en crisis lo recibido, ya sea un hecho o u na doctrina, en cuanto cifra su v erdad o su valor en el sim ple dato de su aceptación tran sm itida p o r la tradición o la au to rid ad de quien lo form ula. El surgim iento de la filosofía im plica, p or tan to , la existencia de m utaciones en el o rd en de las prácticas sociales o en el m o do de presentarse de ciertos fenóm enos que hacen inviable el que pued an ser asum idos p o r la form a ideológica dom in an te en un grupo. La tensión lím ite, d esestru cturad o ra de form as de existencia, que este proceso conlleva, obliga a instaurar nuevas categorías en el orden del conocim iento y en el de las prácticas sociales. A teniéndonos al esquem a utilizado del paso del m itos al logos en el m u nd o griego, el fenóm eno de la em ergencia de la racionalidad y sus im plicaciones no cabe rem itirlo, com o algunos h an p reten d id o , a la especial capacidad m ental de los griegos. Tal em ergencia cabría encuadrarla, p o r com pa ración con las culturas vecinas, en dos procesos paralelos. Por un lado, el adelgazam iento, la p érdid a, p o r parte de los m itos, de su capacidad de tran sform ación ante los cam bios sucedidos en grupos o sociedades. El paño a p artir del cual se h abía venido p ro d u cien d o el m ito ya no adm itiría, en térm in os de Lévi-Strauss, que se lo p u d iera reto rcer m ás p ara obten er u na gota m ás de agua, u na nueva variante de la m atriz
de sentido del m ito en cuestión. En segundo lugar, y éste es un dato especialm ente relevante, en el m u nd o griego se acaba o p eran d o la di sociación entre m ito y ritual. D esde esta perspectiva, J.-P. V ernant ha destacado la separación que vino a establecerse entre la conceptualización del p o d er político en G recia y en la vecina M esopotam ia. En esta últim a, el rey, en el ritual del año nuevo, renovaba cada año su p o d er a través de u na organización sim bólica del cosm os, estableciendo el lugar de los astros y la cadencia de días y estaciones. El rito recreaba el orden frente al caos y su p ro p ia puesta en escena legitim aba sim bólicam ente el dom inio del m onarca sobre el pueblo. La ru p tu ra , en el m u nd o helé nico, de estos dos elem entos, m ito y ritual, quizás en tiem pos arcaicos, posibilitó el hecho de que, en función de procesos sociales com plejos tan to en el o rd en cognitivo com o en el de las form as de vida, el ám bito de lo político p ud iera ser tem atizado com o u na realidad q ue exigía categorizaciones de nuevo cuño debido a las disonancias epistem ológicas que irrum pen en la vida social, en un orden ideológico ya en crisis. En el diálogo p erdid o y atribuido a A ristóteles Sobre la filosofía, se n arraba u na serie de convulsiones que acontecían periódicam ente a los hum anos y que obligaban a los supervivientes de cada cataclism o a diseñar, o tra vez, form as de vida y a establecer norm as de organización de vida en com ún. A este respecto, com enta V ernant que esta narración , contenida en el tex to aristotélico citado, está claram ente aludiendo a procesos radicales que estaban afectando intern am ente a las relaciones entre los h abitantes de la G recia del siglo vil o vi a.C. y que guardan relación con u na crisis ideológica tan to en el orden social com o en los ám bitos de la m oral y de la religión. A nte tal estado de cosas, «pusieron sus m iras en la organización de la polis e inventaron las leyes y tod os los dem ás vínculos que ensam blan entre sí las p artes de la ciudad; y aquel invento lo d enom inaron sabiduría; fue de esta sabiduría (anterior a la ciencia física, la physiké, theoría, y a la S abiduría suprem a, que tiene p o r objeto las realidades divinas) de la que estuvieron dotad os los Siete Sabios, que precisam ente establecieron las virtudes propias del ciudadano»3. La política se presenta, de acuerdo con este relato, com o el efecto de reflexión de segundo o rd en , asum iendo las disonancias sociales y cognitivas de un m o m en to histórico d eterm inado , que perm ite instituir u na nueva perspectiva p ara el o to rgam ien to de sentido a la realidad hum ana. F orm a de instauración de sentido a la cual se le atribuye un rango especial p o r encim a de los dem ás saberes teóricos y filosóficos. La política m arca así la em ergencia de la filosofía política. Así escribe V ernant: El punto de partida de la crisis fue de orden económico, que revistió en su origen la forma de una efervescencia religiosa al mismo tiempo que 3. J.-P. Vernant, Los orígenes del pensamiento griego, Eudeba, Buenos Aires, 1965, p. 54.
social, pero que, en las condiciones propias de la ciudad, llevó en defini tiva al nacimiento de una reflexión moral política de carácter laico, que encaró de un modo puramente positivo los problemas del orden y del desorden en el mundo humano4. Lo que a p rim era vista p ud iera asem ejarse a un cam bio de gobierno o de p o d er deja entrever, no obstante, el verdad ero alcance filosófico de la reorganización del p ro p io m u nd o de lo hum ano. C om o p uede ap re ciarse, lo que en un principio fueron problem as sociales y de organiza ción acaba arrastran d o consigo reajustes de la visión del m u nd o y del orden de valores. Se tra ta de problem as con capacidad de conm oción, de intro du cció n de desorden en el p ro p io sistem a, p o r decirlo con p ala bras de Ryle, y cuyas virtualidades d esestructurantes solam ente pueden ser dom inadas y rein corp orad as en un nuevo m arco in terp retativ o al precio de una elevación de conciencia. La elevación a ese segundo grado de saber es de cuño filosófico. Los efectos p ro du cid os p o r la necesidad de asum ir tod os los problem as d esestructurantes de un d eterm inado orden h um ano , histórico, serán ah o ra inteligibles sólo a través de los esquem as ideológicos que p erm itan u na nueva explicación, en este caso «laica», del universo físico y social. La resolución de dichos problem as se trad uce tan to en la determ inación de u na nueva form a de o to rgar sentido a la realidad com o en un nuevo criterio de organización de la realidad m ism a. La política es y se constituye, precisam ente, en instan cia instituyente de sentido y ofrece el aspecto de u na nueva m odalidad epistem ológica del saber, afectando así tan to al o rd en de lo hum ano com o al universo en general. En la o bra an teriorm ente citada5, recoge V ernant un tex to político que constituye la gram ática p ro fu n d a de lo que podem os ya deno m in ar el nuevo im aginario sim bólico de la sociedad ateniense. En dicho texto, H eró d o to da cuenta de cóm o, a la m u erte del tirano Polícrates, el suce sor que este últim o h abía designado p ara sucederle, M ean d ro , convoca a u na asam blea y les com unica a los ciudadanos reu nid os lo siguiente: Polícrates no tenía mi aprobación cuando reinaba como déspota sobre hombres que eran semejantes a él [...] Por mi parte, depongo la arcké en mesón, coloco el poder en el centro, y proclamo para vosotros la isonomía (la igualdad). Este sencillo relato se h a co nvertido en el referente n orm ativo de m ayor p regnancia en to d a la cu ltu ra de O ccidente. En térm in os políticos se p retend e arg um entar que to d o grupo h um ano h a de p o d er decidir, p o r acuerdo de sus m iem bros, el tipo de relaciones socio-políticas p or las que regirán sus vidas en com ún. Filosóficam ente, el tex to explicita 4. Ibid., p. 55. 5. Ibid., p. 102.
el nuevo criterio que h a de posibilitar el entend im ien to de lo hum ano y, p o r extensión, la concepción del universo. La igualdad es el principio que está en la base de esta nueva epistem ología laica. La isegoría y la isonom ía trad ucen esa posición del centro frente al cual cada u no es equidistante. Y es tan to m ás im p o rtan te destacar este criterio de n orm atividad de la p olítica p o r cuanto el solapam iento de la m ism a p o r una p reten d id a n orm ativ idad universal de la m o ral está creando n o pocos problem as en n uestro m o m en to actual. V olverem os sobre ello. A hora nos interesa señalar que, con la nueva estructuración en to rn o a la equi distancia, a la igualdad sin jerarquías, se rom pe la ordenación cosm oló gica del m u nd o m ítico jerarquizado, organizado según diversos planos con valoración en titativa diferenciada. La nueva perspectiva hom ogeneizadora va a posibilitar la revolucionaria com prensión del universo de acuerdo con un m odelo geom étrico. N o hay ya raíces, ni soporte, ni basam ento. El cosm os se convierte en un espacio m atem atizado, que se conserva com o un equilibrio entre potencias iguales. El ágora es ah ora el m odelo de com prensión del universo. A m anece así, com o en un juego de espejos, u na correlación com prensiva entre el saber del m u nd o de lo h um ano y el criterio epistem ológico p ara un conocim iento del cosm os, correlación epistem ológica que h a tenido u na larga h isto ria con diversas variantes. Para term in ar esta sintética descripción del p rim er im aginario sim bólico de O ccidente, quisiera llam ar la atención sobre la n arración que sitúa el hecho de la aparición filosófica de la p olítica en conjunción con la actuación de los Siete Sabios. Ello viene a significar, a efectos de la crisis de n uestro m o m en to, que la institución de sentido p o r p arte de la política sólo parece ten er un éxito total de im p lantanción h istórica si va aco m pañada del desarrollo de form as culturales y científicas acordes con la nueva lógica de sentido. La política, p o r tan to , no es equivalente a lo político ni es u na for m a m odificada de éste. E ntien do p o r «lo político» las diversas form as que h an revestido, a lo largo de la historia, el ejercicio del p o d er y sus instituciones sobre un gru po hum ano. Lo político ha existido siem pre en las sociedades hum anas m ínim am ente com plejas. La política, por el contrario, tiene su acta de nacim iento en el proceso por el cual la ra zón hace acto de presencia en el m u n d o cultural griego. N i ha existido siem pre ni es coextensiva con las dem ás culturas o civilizaciones. Se en cu entra ligada a la capacidad de la razón, a la posibilidad central de autorreflexión crítica con respecto al m u nd o en que se instituye. Así, la política, en la línea de investigación de C astoriadis, trad uce la co nstitu ción de un im aginario político-social, com o hem os venido explicitando, que com prende un denso conjunto de significaciones, no m eram ente racionales, p o r m edio del cual cobra cuerpo en u na sociedad su p ro pio m u nd o de vida. Este m ism o im aginario m arca las relaciones con la n atu raleza y establece las señas de identidad de esta m ism a sociedad.
2. ¿Un nuevo im aginario político-dem ocrático h o y ? M e situaré, ah ora, in m edias res, en el segundo im aginario creado en la historia de O ccidente, esto es, el p roveniente de las revoluciones am e ricana y francesa con La declaración de los derechos del hom bre y del ciudadano. Lo haré desde la perspectiva que m e sugiere, en nuestros días, la hipótesis de la form ación de un nuevo im aginario político-de m ocrático. Si atendem os ah o ra a las convulsiones políticas, económ i cas, etc., que están sacudiendo, en n uestro tiem po, la vida de diversos pueblos y que afectan, igualm ente, al tratam ien to de la tierra en que habitam os, nos podem os p re g u n tar: ¿acaso estas transform aciones no estarían dem an dand o la recreación, p o r p arte de esos m ism os pueblos o civilizaciones, de un nuevo im aginario político, com o se p ro du jo en G recia o en n uestro m u nd o occidental m o derno ?, ¿hay algunos p ro cesos o cam bios estructurales que apunten a ese horizo nte de cam bio? P artim os del hecho de que la filosofía p o r sí m ism a no es la p artera de la historia y, p o r tem o r a la labor despótica de u na filosofía de la totalid ad, deseam os ejercer, m ás bien, un papel m ás p ró xim o al de la herm en éu tica de la sospecha. Sospecha que inquiere argum entativam ente, u na y o tra vez, sobre la adecuación de ciertas prácticas sociales, económ icas y políticas que gozan de un papel dom in an te en nuestros ám bitos de vida. Posiblem ente, estas prácticas hayan llegado a tal grado de desestructu ración de la v ida h um ana y de la naturaleza que estén interp elan do a los sujetos políticos sobre la necesidad de un cam bio tan significativo com o el que en trañ a la reflexividad filosófica de la política. En un estudio p orm eno rizado sobre la delim itación del térm in o «ci vilización», Lucien Febvre aclara que este concepto no va a ser objeto de un estudio tem atizado hasta bien en trado el siglo xix. Sin em bargo, los filósofos de las Luces dejaron ya constituido el núcleo de dicho tér m ino com o un ideal m o ral de largo alcance. D esde esta perspectiva, y a p ro pó sito de su trabajo Proyecto de una Universidad para el gobierno de Rusia, D id ero t consignaba ya que la ignorancia es la línea que separa al civilizado del esclavo y del salvaje: «instruir u na nación — apostilla— es civilizarla». Este ideal civilizatorio qued aría pergeñ ad o p o r C o nd orcet, quien, en un pasaje de su célebre Vida de Voltaire y haciéndose eco de dicha o bra citada de D iderot, enfatiza que no es la p olítica de los p rín cipes la que puede traer la paz y evitar la esclavitud y la m iseria, sino que «son las luces de los pueblos civilizados» las que acarrearán tales bienes. El desarrollo del conocim iento, la fuerza de las «luces» desde los diversos cam pos del saber en trañan, pues, u na dim ensión m oral que se encargará de p o n er de relieve, en esos m ism os años, R aynal, quien subraya que no p uede h aber civilización sin justicia6. Este ideal m oral 6. L. Febvre, Pour une histoire «a part entiére», École de Hautes Études en Sciences So ciales, Paris, 1982, pp. 504-505.
cobra u na especial m odulación con la puesta en escena de la R evolución francesa, que perm ite ya intro d u cir un nuevo horizo nte: el del futuro. El optim ism o derivado de aquellos hechos, en un m o m en to ascendente de la euforia revolucionaria, cobra especial relevancia: el progreso, se afirm ará, será tan ilim itado com o capacidad de perfeccionarse tengan los hom bres. C iertam ente, la instauración del nuevo im aginario político no deja de ser apreciado, a la vez, com o un m o m en to lleno de convul siones, de efectos de m iseria, de h am bre y de m uerte p ara m uchos, in cluso p ara sus p ro pio s actores. Los navegantes, los h om bres de ciencia, los exilados no dejan de co nstatar la desaparición de ciertas form as de vida valiosas que descubren en los pueblos en los que recalan o se dispo nen a vivir. La civilización que p rego na el progreso no deja de albergar am bigüedades peligrosas. En el contexto descrito se introduce, necesariam ente, la voz de R ous seau. El ginebrino dejó escrita u na obra cuya unidad vuelve a p lantear un problem a tan actual com o discutido lo fue en su m om ento. H ace n o tar Starobinski que la lectura de R ousseau suscitó diferentes in terp retacio nes, com o lo indicaría el caso de Engels. Éste quiso ver en E l contrato social u na superación de aquella o tra línea de investigación que tuvo su plasm ación en el Discurso sobre el origen y los fundam entos de la desigualdad entre los hom bres. Esta últim a obra sistem atiza la idea de que la civilización que va im poniéndose en su tiem po cobra cuerpo en un proceso de alienación progresiva del hom bre, que p ara sacar p ro ve cho «hubo de m ostrarse distinto de lo que era en realidad». «El hom bre se aliena en su apariencia — escribe Starobinski— , R ousseau presenta el parecer, al m ism o tiem po, com o la consecuencia y com o la causa de las transform aciones económ icas»7. La sociedad constituida, en la que entra el hom bre, le obliga a despojarse de su p ro p ia identidad y a configurar la ah ora en función de necesidades que lo instrum entalizan. Prim ero, porqu e tales necesidades son inducidas socialm ente y constituyen una servidum bre con respecto a su au ton om ía com o sujeto. En segundo lu gar porque, siendo ilim itadas tales necesidades en función del prestigio y del poder, acaban instrum entalizando sus propias capacidades hum anas: Tras haber sido en otro tiempo libre e independiente — escribe Rous seau—, he aquí cómo, por medio de un sinfín de nuevas necesidades, el hombre está sometido, por así decir, a toda la naturaleza y, en especial, a sus semejantes, de los que, en cierto sentido, se convierte en esclavo, aun en el caso de que se haga señor de ellos8. E sta visión crítica del proceso histó rico h um ano n o va a ser «supe rada» en u na nueva rein terp retació n del d esarrollo social con la escri 7. J. Starobinski, Jean-Jacques Rousseau. La transparencia y el obstáculo, trad. de S. Gon zález Noriega, Taurus, Madrid, 1983, p. 41. 8. Ibid., pp. 41-42.
tu ra de E l contrato social. Éste es escrito desde u n a p erspectiva n o r m ativa que no g uard a relación genealógica con respecto al D iscurso... , cuyo cen tro filosófico-político está referid o a un existente « orden de la naturaleza». A hora bien, El contrato social n o p reten d e asum ir el referid o o rd en histó rico de alienación descrito en D iscurso... p ara, en un sentido hegeliano, su perarlo en un nuevo nivel de consideración filosófica. N o hay datos que p ued an h acer plausible la existencia de una única m atriz de reflexividad filosófica que interrelacion e am bas obras com o p ro d u cto s de un m ism o p ro y ecto 9. Por el co n trario , E l contrato social, lejos de las convulsiones históricas, p o d ría leerse com o u na o bra abstracta, guía de un proceso cuasi iniciático, en el cual los hom bres, al recu p erar su au to n o m ía en el co nstru cto de «la v o lu n tad general», p iensan en trar en u n a n ueva A tenas, lejos de los avatares alienantes de la historia. El decurso de la h isto ria se ha construido rousseaunianam ente p or su lado peor, p o r el lado de la alienación y de la explotación del «or den natural» que tuvo a los individuos, en un p rim er m o m en to, com o sujetos pacientes. La o bra de Polanyi La gran transform ación, a la que ya nos hem os referido en o tros capítulos, ha sido considerada com o el exam en m ás riguroso sobre los efectos económ ico-sociales del in d u s trialism o en el siglo xix. Pues bien, dicha o bra puede ser leída com o la h istoria de la suprem a violencia antrop ológ ica en o rd en a crear el tipo h um ano de la nueva sociedad de m ercado, im puesta p o r la deriva capi talista de la civilización m o derna. La destrucción de la cultura h eredada fue tan v iolenta que algunos com paraban los m odos de supervivencia de la clase o b rera con las form as de vida de tribus africanas. La violencia se ejerció, com o se sabe, incluso sobre los niños. A p ro p ó sito de este dato últim o, Polanyi recoge, en el apéndice de su libro, los com entarios del em inente sociólogo negro C harles S. Jo hn son . Éste escribió sobre aquellos m o m en to s: «Las racionalizaciones que entonces sirvieron p ara legitim ar la tra ta de niños eran casi idénticas a las que se utilizaron p ara justificar la trata de esclavos»10. Este estado de explotación sum a acabaría actuando sobre la o tra p arte del «estado natural» a que se refería R ousseau. Si la p rim era ru p tu ra en el m etabolism o de la hum anid ad con la naturaleza p uede datarse en el m o m en to del desarrollo del capitalism o (1750-1800), la segunda revolución tecnológica, en tre 1 93 0-1950, m arca la en trad a en la era de crisis ecológica global. A p artir de la m itad de los años setenta, de acuerdo con R iechm ann, se hace ya evidente lo que puede d en o m in ar se u na crisis ecológica m undial con la expansión de los sistem as so cioeconóm icos a la globalidad de la biosfera con daños irreversibles, 9. Una visión distinta, más unitaria, es la ofrecida por Rosa Cobo, Los fundamentos del patriarcado moderno: Jean-Jacques Rousseau, Cátedra, Madrid, 1995. 10. K. Polanyi, La gran transformación, La Piqueta, Madrid, 1989, p. 442.
con la m odificación de los grandes equilibrios bio-geoquím icos, con la extensión de m acrocontam inaciones ya no circunscritas a ecosistem as o regiones determ inadas. El ecologism o, m ás allá del conservacionism o o el am bientalism o, desarrolla «un discurso crítico que subraya el carácter destructivo y au todestructivo de la civilización productivista engendra da p o r el capitalism o m o d ern o , y que esboza el p royecto político-social de u na civilización alternativa»11. Las dem andas de u na alternativa civilizatoria han cobrado fuerza y, sobre to d o , argum entos p ara cam bios radicales y p eren to rio s en la econom ía «ortodoxa» d om inante, a raíz de la reu nió n, en N airo bi, a finales de m arzo de 2 00 6, del Panel Interg u bern am ental sobre C am bio C lim ático (IPCC), creado p o r N aciones U nidas en 1988. En el P ro to co lo de K ioto, firm ado en 1997, se había ap rob ado , p o r la m ayoría de las naciones, el respaldo a los científicos que venían trabajando y, al m ism o tiem p o, estas naciones se com prom etían a asum ir las m edidas que se derivaran de sus inform es En la reu nió n de N airo b i se ha evaluado el Tercer Inform e sobre «C am bio C lim ático 2001» (tras los dos anteriores, publicados en 1990 y 1995). Este últim o Inform e consta de tres parte: Bases científicas, Im pactos, adaptación y vulnerabilidad y M itigación. C ada p arte, elaborada p o r unos 2 00 científicos, h a sido co ntrastada y revisada críticam ente p o r m ás de 4 00 ex perto s independientes. El objetivo central del inform e tratab a de p o n er de m anifiesto, a p artir de los gases de efecto inv ern adero p ara el siglo x xi en el m u nd o, los efectos clim áticos de o rd en global, los im pactos en ecosistem as n a tu ra les terrestres y m arítim os, etc. Estos datos afectan a los problem as de la agricultura y sus p ro du cto s, a los recursos hídricos, a las influencias sobre las zonas costeras y sus alteraciones, a la salud h um ana, etc. D esde N aciones U nidas, Klaus Toepfer, d irector del PN U M A , ha sentenciado que «el IPPC ha p ro p o rcio n ad o al m u nd o inform es de p rim era clase sobre la elevación de tem p eratu ras a la que se en frenta la T ierra, los devastadores im pactos de este aum ento y las form as en que podem os tra ta r de evitar los peores efectos del calentam iento global». El inform e, en efecto, señala, un aum ento de tem p eratu ra de 0,6 grados en el siglo x x , achacable, en gran p arte, a las actividades hum anas, p reviendo un calentam iento en to rn o a 5,8 grados p ara el siglo xxi. H ay que tener en cuenta, p o r o tro lado, que «entre 1970 y 1999 la T ierra ha p erdido un 3 0 % de su riqueza forestal y acuática, a un ritm o de un 1% anual, al tiem po que el consum o de recursos (y la subsiguiente contam inación) ha crecido al 2% anual»12. 11. J. Riechmann, «Una nueva radicalidad emancipatoria: las luchas por la supervivencia y la emancipación en el ciclo de protesta ‘post-68’», en J. Riechmann y F. Fernández Buey, Redes que dan libertad, Paidós, Barcelona, 1994, p. 116. 12. J. Riechmann, Un mundo vulnerable. Ensayo sobre ecología, ética y tecnociencia, Ca tarata, Madrid, 2000, p. 319.
Los datos aportad os, sin em bargo, no im plican u na posición ago rera inflexible ni p reten d en alim entar un pesim ism o que no tuviera en cuenta tam bién las pro piedad es an tientrópicas de la naturaleza, con la recepción de energía del exterior, y las capacidades de las sociedades hum anas p ara desarrollos especiales y com plejos. A hora bien, la p osi ción crítica ecológica sí pon e de m anifiesto, p o r un lado, la «ausencia de u na conm ensurabilidad económ ica» ante la incertidum bre, los h o rizo n tes tem porales y los tipos de descuento que su po nd ría u na econom ía de los recursos n aturales y del m edio am biente13. Por o tro lado, com o afir m a M artínez de A lier a p artir de la an terior observación, la econom ía o rto do xa, ten iend o en cuenta la incertidum bre sobre el funcionam iento de los sistem as ecológicos, está incapacitada p ara dar un valor m o n e ta rio actualizado a las externalidades, así com o resulta arb itrario el valor que p retend e o to rgar a los recursos agotables, ya que desconocem os las preferencias de los agentes futuros. D esde esta m ism a perspectiva, y dado que la econom ía es entrópica, con agotam iento de recursos y pro du cció n de desechos, «el m ercado no tiene capacidad p ara valorar con ex actitud esos efectos». En definitiva, frente al carácter tecnocrático, libre de to d o ideología, de m era gestión y uso de los instrum entos del análisis económ ico convencional con que algunos defensores de la nueva econom ía de la globalización p reten d en legitim ar el tratam iento de los «problem as económ icos», la advertencia del «Inform e de C am bio C lim ático 2001» ap u n ta a un cam bio drástico en el m o do de co nform ar socialm ente n uestra relación con el m undo, con la naturaleza, con los grupos sociales a los que se p retend e traslad ar los efectos perversos de las externalidades generadas. Y, en igual m edida, ap u n ta al ineludible com prom iso m oral con las generaciones futuras. Es, pues, to d o un cam bio civilizatorio lo que dem an da un nuevo im aginario político capaz de asum ir ética y políticam ente aquello que ni el m ercado ni u na técnica económ ica pued en alum brar. R esulta difícil obviar el p ro nu n ciam ien to negativo de la A dm inis tración Bush, justo en estos m om entos, sobre el P rotocolo de K ioto. Es am pliam ente reco no cid o el hecho real de que E stados U nidos está jugando el papel de lo co m o to ra de la nueva econom ía, con su fuerza «ejem plarizante» p ara las dem ás naciones, así com o es, igualm ente, la p rim era poten cia m ilitar. D e este m odo, su negativa a asum ir las reso luciones adoptadas form alm ente en N airo bi, tras la firm a an terior del P rotocolo de K ioto, parece llevar h asta la exasperación los aspectos m ás sórdidos de esta civilización d ep red ad o ra de la naturaleza y la arb itraria im posición m ercantilista p o r encim a de los problem as que afectan a la existencia m ism a de los hum anos. Es m ás cuando ya, a m ediados de los 13. J. Martínez Alier, «La valoración económica y la valoración ecológica como criterios de la política ambiental»: Arbor CXL/550 (J. Quesada [ed.], Filosofía y economía) (1991), pp. 13-42.
años nov enta, el vicepresidente de los E stados U nidos Al G o re enfatiza ba públicam ente h aber llegado al convencim iento de que era necesario «hacer de la salvación del m edio am biente el principio organizativo cen tral de nuestra civilización». 3. Sobre los dilem as de la civilización occidental. Las nuevas dim ensiones de la globalización La dim ensión crítico-norm ativa de u na ecología no m eram ente am bien talista apuesta, claram ente, p o r un cam bio civilizatorio de gran alcan ce, al tiem po que rom pe con el carácter n eutral, no ideológico, que p retend e p ara sí la econom ía o rto d o x a que está en la base de la nueva form a de capitalism o realm ente existente. Es cierto que, desde el últim o cuarto del siglo x x , tan to la crisis de los m ovim ientos em ancipatorios, especialm ente desde la caída del M u ro de B erlín, com o el cam bio drás tico en la organización y las dim ensiones de la «nueva econom ía», han servido p ara reestru ctu rar las form as que el capitalism o había asum ido desde los inicios del siglo x x y, fundam entalm ente, desde los cam bios operad os en los veinte años de bonanza tras la segunda G u erra M u n dial. La reorganización del capitalism o, especialm ente a p artir de la cri sis del 73 y con la conform ación m ás clara que asum ió a p artir de los años ochenta, lo que ha dado lugar a la deno m in ada «globalización», no sólo ha consolidado las características m ás letales de la civilización occidental, sino que ha afectado tan to a las form as de vida com o a la percepción de n uestro futuro. R obert H eilb ron er, quien, jun to a W illiam M ilberg, ha analizado La crisis de visión en el pensam iento económ ico m o derno , tom a de nuevo, p o r su p arte, la difícil tarea de hacerse cargo de las Visiones del fu tu ro 14. Sin pretensió n alguna de futu rólo go , sí destaca, sin em bargo, aquellos elem entos que, a la p ostre, parecen ap ostar p o r un cam bio del im agina rio político hasta ah o ra vigente. En prim er lugar, resalta cóm o se han p erdid o las esperanzas de un tiem po m ejor que, duran te m ucho tiem po, alim entaron tan to la idea de progreso com o la ilusión de un capitalism o refo rm ad o. Por el co n trario , hoy el futuro se nos ha vuelto inescrutable cuando no cargado de crespones negros. E n segundo lugar, la confianza, o tro ra d epositada en la conjunción beneficiosa de ciencia y técnica p ara asegurar un rum bo histórico que perm itiera u na «vida buena», co ntrasta en los últim os años en varios escenarios históricos con u na posibilidad real de destrucción m asiva del hom b re y de la naturaleza. El o rd en eco nóm ico, com o la capacidad de pro du cció n y distribución idó nea para revolucionar las situaciones de m enesterosidad, se nos ha vuelto m ás 14. R. Heilbroner, Visiones del futuro. El pasado lejano, el ayer, el hoy y el mañana, Paidós, Barcelona, 1996.
ex traño , m ás alejado de n uestra área de influencia, creando las m ayores asim etrías y m o stran do , con v erdad era fiereza, que el hecho de vivir, p ara m illones de seres, es ya casi un m ilagro, u na heroicidad. Por ú l tim o, escribe, «el espíritu político de liberación y au todeterm inación h a p erdid o paulatin am en te su inocencia. D e ahí la ansiedad que cons tituye un aspecto tan palpable del hoy, en agudo contraste tan to con la resignación del pasado lejano com o con el optim ism o de ayer»15. La inseguridad tan presente entre n oso tros puede servir de co artad a p ara tach ar de banales m uchos de los deseos y esfuerzos p o r pensar, im aginar algo m ejor. La contingencia se ha asentado entre n oso tros de u na form a radical. Pero eso m ism o da sentido a los esfuerzos aunados p o r asum ir la política, un co m p ortam iento hum ano consistente en persistir en la aspiración de alum brar, desde instancias de equidad e igualdad, form as plurales de vida hum ana. Es u na necesidad ap rem iante que puede fo rta lecerse com o deseo de m uchos. La contingencia radical, sin filosofías de la h isto ria que garanticen cualquier pro yecto em ancipador, nos hace asum ir E l fu tu ro de la civili zación capitalista16, título de u na o bra de Im m anuel W allerstein, com o un m o m en to constitutivo de n uestra com prensión del presente. La ci vilización capitalista, según W allerstein, se en cu entra en el o to ñ o de su existencia, lo cual significa que es necesario tan to u na labor de análisis de los procesos que ap untan a la crisis com o establecer algunas de las orientaciones de los nuevos cursos in fieri. El ocaso de este sistem a, p ara W allerstein, viene incoado desde algunos de los acontecim ientos históricos del siglo x x y retrasado p o r la confluencia de ideologías que lo refo rzaron en los últim os años. Así, p o r ejem plo, el M ayo del 68, caracterizado p o r Touraine com o un prelud io del siglo x xi, tiene para W allerstein el sentido de u na conm oción política y cultural que abre grietas, «bifurcaciones», d entro de n uestra civilización. Sin em bargo, no está prefigurada en ella la salida co ncreta que p ro vo caro n tales hechos, desde la ru p tu ra de las form as canalizadoras (los partidos) de las d e m andas de em ancipación a la crítica radical de las relaciones de d o m in a ción y jerarquización de las industrias, al cam bio cultural entre trabajo y ocio o a la crisis de legitim ación que dejó caer sobre las estructuras es tatales. El año 1989, p o r su p arte, com o segunda quiebra capaz de abrir o tro tipo de bifurcaciones, tiene la p articularidad de «traer consigo la desintegración de las estructuras estatales sin los efectos optim istas y es tabilizadores de las descolonizaciones nacionalistas p osteriores a 1918 y 1945»17. El fin del bipolarism o, p o r su lado, ha sido seguido, a p artir de los años noventa, p o r la p érd id a p ara los E stados U nidos de la categoría históricam ente d eno m in ada com o «país hegem ónico», lo cual abre un 15. Ibid., pp. 128-130. 16. I. Wallerstein, El futuro de la civilización capitalista, Icaria, Barcelona, 1999. 17. Ibid., pp. 89-90.
fuerte interro gante sobre la co ntinu idad del sistem a-m undo m oderno, o, lo que es igual, no sabem os si continu arán o variarán los actores que se h an desarrollado a través del sistem a-m undo: las naciones, los g ru pos étnicos, los hogares, «com o tam bién las dos divisiones centrales del sistem a: el género y la raza». En relación con n uestros intereses del m om ento, la peculiaridad de los exám enes, p o r p arte de W allerstein, de sistem as históricos de lar go reco rrid o histórico se sitúa en la caracterización de n uestro sistem a m u ndo-capitalista com o el único sistem a histórico que se expandió al m u nd o entero. Es m ás, acabó conform ándose com o u na civilización, o, m ás precisam ente, la civilización que estatuye la idea de la H um anidad. D esde esta perspectiva, la m undialización del capitalism o llevada a cabo desde O ccidente adquiere las características de un sistem a valioso en sí m ism o y que debe ser ad o p tad o p o r el resto de las naciones. Los lazos de tal civilización con el desarrollo de la ciencia acaban decantando la dim ensión del progreso com o núcleo central de esta civilización y que supuso la asunción de sus logros incluso p o r p arte de su m ayor enem igo: el m arxism o. El desencantam iento que h a acabado instalán dose en el m odo civilizatorio im puesto tiene su co rrelato en los dilem as del sistem a capitalista exam inados y se p ro yecta en la desestructuración p olítica del p o d er d en tro de naciones o de regiones del m undo. Las bifurcaciones que se han ido abriendo tras la quiebra de p arte de los elem entos estructurales de la civilización capitalista han hecho em erger a algunos de los agentes históricos absorbidos p o r dicha civilización y que ah o ra cobran form as inquietantes. Así, hem os asistido a la opción por la alteridad radical, rep resen tad a p o r Jom eini, que estableció el re chazo total del sistem a-m undo com o m odo de existencia y organización de nuevos E stados y con repercusiones m ás am plias de o rd en regional. D esde o tra disposición en orden a estru cturar u na oposición frontal al sistem a-m undo — com o ya nos referim os a ello en un capítulo an te rio r— , H ussein escogió «el cam ino de la inversión p ara crear E stados grandes y fuertem ente m ilitarizados con la intención de en trar en gue rra con el N o rte» 18. O pción difícil de m antener, p ero m ás peligrosa aún si se am plia a la región y que, com o h a p o d id o com probarse, ni la d erro ta ha elim inado del tod o. Finalm ente, estam os asistiendo a la opción de la patera. La situación de postración absoluta de países em pobrecidos, cuyo núm ero h a au m en tado en los últim os años, hace m ás intolerable la discrim inación de los m ovim ientos de personas frente al pro teg id o m o vim iento de los capitales financieros que, en los últim os años, h a asola do rep etidam ente a países enteros. Sin dejar de reco no cer la necesidad de ciertos criterios que organicen los flujos que pued an desencadenar los m ovim ientos de pueblos, no parece que el m ás elem ental derecho a la vida y ciertos criterios de justicia pued an ser sustituidos p o r m uros 18. Ibid., p. 92.
legales o reales. La civilización ha com enzado a enfrentarse a sus bifu r caciones y a sus quiebras estructurales interm itentes. Las dim ensiones del futuro visualizadas, la crisis de la civilización capitalista reseñada y las bifurcaciones que han cobrado cuerpo en el o r den político parecen, sin em bargo, encontrarse estancadas en sí m ism as, sin capacidad de extensión, sin consistencia p ara un en frentam iento real con el p ro p io o rd en que niegan. Los dilem as sociales y políticos ap u n ta dos serían aspectos de u na realidad social m undial que, p o r el contrario, parece afirm arse com o un o rd en devenido necesario, y que, en v irtu d de su ser ineluctable, ha conseguido ser considerado valioso en sí m ism o. Así, desde ese nuevo pensam iento político débil, elaborado a la som bra del laborism o inglés, su teórico m ás influyente, A nthony G iddens, esta vez en com pañía de H u tto n , describe de la siguiente form a el nuevo siglo que am anece: El poder y el impulso de las transformaciones contemporáneas reside en el cambio económico, político y cultural resumido en el término «globalización». Se trata de la interacción entre una extraordinaria innovación tecnológica, un alcance mundial y, como motor, un capitalismo de di mensión mundial que da su carácter peculiar a la transformación actual y hace que tenga una velocidad, una inevitabilidad y una fuerza que no tenía antes19. Se trata, insisten los autores a continuación, de u na reinvención to tal de la percepción cultural del m u nd o de la em presa y del capitalism o que ha venido a convencer a los gobiernos de la eficacia y b o n d ad de la iniciativa privada frente al sector público. Lo que se trad uce p o líti cam ente en que «el gobierno tam bién debe reinventarse y hacerse m ás em prendedor». A unque los p obres viven en situaciones tan duras com o en los p eríodos m enos regulados del siglo x ix, sin em bargo, «hasta los pobres se resisten a que se les califique de pobres»20. ¿Cuál es el sentido últim o de esta interp retació n de la nueva co nfo r m ación m undial? D e un m o do directo, G iddens, en un trabajo del 98, hacía balance de los filósofos de la Ilustración, m o to r de la m o dernidad, quienes h abrían p atrocin ado la idea de que «cuanto m ás logrem os saber del m u nd o, m ás p od rem o s m odelarlo de acuerdo con los intereses y fines hum anos [...] C reo que éste h a sido el tem a dom in an te gran parte de este siglo. N o h a resultado falso, p ero ha resultado engañoso». Este supuesto fin de la filosofía ilustrada se une a su diagnóstico político: «En m i opinió n, el m arxism o ha m u erto y no volverá. El socialism o creo que tam bién ha m u erto com o filosofía p olítico-económ ica viva». La quiebra de la filosofía y de los paradigm as que habían rep resen tado el m o m ento 19. A. Giddens y W. Hutton, En el límite. La vida en el capitalismo global, Tusquets, Barcelona, 2001, p. 7. El subrayado es mío. 20. Ibid., pp. 9-10.
em ancipatorio dan paso a u na nueva etap a del saber: «D ebería ser, si se quiere, la o p o rtu n id ad de un nuevo nacim iento de la Sociología, com o in ten to de integ rar los cam bios que están orientando nuestra sociedad de form a inexorable»21. En definitiva, lo que se nos presenta, desde la lectura de u no y o tro tex to , com o en el resto de sus consideraciones so bre la Tercera Vía, es un proceso social de carácter m undial ineluctable, sancionado «científicam ente» p o r la sociología com o u na reinvención total, p ro d u cto inevitable a su vez de n uestro p ro p io m u nd o social, pero sin que haya posibilidad de enfrentarse sociológica o políticam ente a las fuerzas reales que lo sustentan y lo dinam izan, así com o tam p oco cabe hacerse cargo críticam ente, en sentido kantian o, de la dim ensión valorativa de sus elem entos estructurales, de su orientación o de sus fines. La nueva sociología ejercería de m anual de instrucciones p ara el conoci m iento de las p artes que com ponen la globalización, los m ovim ientos y sus usos posibles. Pero en ningún caso p o d ría encontrarse en tal m anual indicaciones acerca de cóm o o rientar en un sentido u o tro ese proceso, cóm o m arcar rum bos nuevos o abrir cam inos distintos a los ya previs tos. Se carece de alternativas, m ejor aún, no tiene sentido plantearlas. En un debate abierto en la p rensa española sobre los problem as de la globalización, con la participación de varios profesores de econom ía y sociología, hem os p o d id o co m p rob ar cóm o el presidente del C enter for E conom ic Policy R esearch, el español G uillerm o de la D ehesa, p ro m o to r de dicho debate, sacaba las conclusiones de un discurso com o el de G iddens. Para n uestro econom ista, «protestar co ntra procesos ge nerales inherentes al desarrollo de la econom ía m undial com o el capi talism o o la globalización actuales, com o si se tratase de ideologías a las que hay que adherirse o rechazar, no tiene ningún sentido práctico ya que dependen de m illones de decisiones individuales». Y afirm aba en un artículo posterior: «No es práctico p ro testar co n tra un proceso general inh eren te al desarrollo de la econom ía m undial, sino que es m ás efectivo luchar co n tra situaciones concretas de desigualdad, injusticia o m arginación que desencadena la globalización»22. C iertam ente, cabe que diversos individuos se adhieran a este proceso económ ico, com o afirm a G uillerm o de la D ehesa, p ero, com o parece deducirse de sus razonam ientos, tales adhesiones no son constitutivas de la naturaleza de esta econom ía ni validan su pertinencia. A tendiendo al infocapitalism o con rostro hum ano de la «Tercera Vía», y asum iendo el m ejor escenario económ ico con la confluencia del Banco C entral E uro peo, el F M I y el Banco M undial, M anuel Castells viene a concluir que, aun en el caso hip otético excepcional en el cual confluyeran to d o s los agentes favorecedores de la globalización, m ás de 21. A. Giddens, Un mundo desbocado, Departamento de Sociología III, UNED, Madrid, 1998, pp. 4-6. El subrayado es mío. 22. El País, 14 de noviembre de 2000 y 21 de abril de 2001.
dos tercios de la h um anid ad q uedarían excluidos, en gran p arte, de la m ayoría de sus beneficios, adem ás de la enorm e cantidad de gente que sería relegada de la sociedad en los países avanzados. En los propios E stados U nidos, insiste n uestro autor, alred ed or de un 15% vive por debajo del um bral de la pob reza y cinco m illones y m edio de personas están som etidas al sistem a de justicia penal. N o es posible, tam poco, dejar de considerar los graves problem as de im plosión de los m ercados financieros ni los referidos al estancam iento de la dem an da solvente co m parada con la capacidad p ro du ctiva generada p o r la innovación tec nológica, la organización en redes y la m ovilización de capital. E n ten dem os que es éticam ente discutible la fantasía de sociedades al estilo de Silicon Valley, rod ead as de áreas de pobreza y subsistencia en la m ayor p arte del planeta. Pero, adem ás, la tendencia descrita del actual infocapitalism o, incluso en el m ejor de los escenarios, si se tiene en cuenta lo «más im p o rtan te p ara n uestro objetivo [lo referido a n uestro sentido de la hum anid ad, F.Q .], política y socialm ente (es) insostenible». Las consecuencias sociales, desde las nuevas epidem ias a la expansión de la econom ía crim inal m undial, las políticas (com o las referidas p o r W aller stein), las concernientes al m edio am biente y «la destrucción de lo que es n uestro p ro p io sentido de la hum anid ad, son posibles consecuencias (algunas, ya en activo) de ese m odelo dinám ico p ero excluyente de ca pitalism o global»23. En u na reedición del fin de las ideologías, se h a querido caracterizar la globalización económ ica, que abarca hoy tod os los cam pos capaces de ren d ir beneficios m ercantiles, com o un proceso necesario, no sujeto a grupos especiales de fuerzas, sin afiliación política, dependiente de la creatividad técnica. Es difícil olvidar, sin em bargo, señala el director de estudios del C onsejo de R elaciones E xteriores de N u eva York, E than B. K apstein, «cóm o la decisión b ritánica de 1846, de abolir los derechos aduaneros del trigo, es un ejem plo clásico de una política consciente m ente destinada a globalizar la econom ía a favor de intereses específi cos», del m ism o m o do que «la econom ía global p osterio r a la segunda G u erra M un dial se derivó de u na serie de decisiones políticas conscien tes, a las que se llegó en la creencia de que el aum ento de los in tercam bios económ icos p o d ría ser u na fuerza favorable a la paz y p ro sp eridad del m undo»24. D esde esta m ism a perspectiva, ya en 1987, al analizar el im pulso p rim ero de la globalización, señalaba Castells que «es útil com o reco rd ato rio de que un m odelo económ ico n unca es in d ep en diente del proyecto político subyacente que lo im pulsa. Es m ás, en una 23. M. Castells, «Tecnología de la información y capitalismo global», en A. Giddens y W Hutton, op. cit., pp. 100-102. 24. E. B. Kapstein, «Trabajadores y la economía mundial»: Política Exterior X/52 (1996), pp. 21 y 22. Puede consultarse a este respecto su libro Governing the global economy: international finance and the State, Foreign Affairs, julio-agosto de 1996.
econom ía internacional tan estrecham ente intercon ectad a, el triu n fo de dicho m odelo en países clave im pone de hecho su lógica en el resto del m u n d o »25. En u na caracterización política m ás precisa, afirm a n uestro au to r que el nuevo capitalism o es cualitativam ente diferente al anterior, aplica principios económ icos y alianzas radicalm ente distintos, y que, p o r consiguiente, redefinen y tran sform an el m apa prospectivo de los proyectos políticos. El nuevo m odelo de globalización económ ica, in siste C astells, es el resultado de luchas políticas en el tratam ien to de la crisis económ ica y que conducen al triun fo de las fuerzas conservado ras, lo que lleva al desarrollo de un p ro gram a d eno m in ado , con cierta incorrección, «reaganeconom ía». C om o com pensación p o r la reducción social y territo rial del ám bito de la acum ulación, «se trata de un m odelo que es, a la vez, económ icam ente dinám ico, socialm ente excluyente y funcionalm ente planetario»26. La deriva de este m odelo capitalista-civilizatorio significa, pues, la ru p tu ra de aquella reorganización socio-económ ica a la que se llegó tras la prim era G u erra M un dial, d ando lugar a lo que G abriel T ortella ha designado com o el hecho m ás im p ortan te del siglo xx: «la revolución socialdem ócrata». E sta revolución se caracteriza p o r la generalización en tod os los países del voto universal y la participación creciente de los p artid os de izquierda, así com o p o r la intro du cció n del E stado de B ienestar27. C on ello no sólo se quiebra el acuerdo social al que se llegó tras la segunda G u erra M un dial y se pierde el apoyo político de los diversos agentes sociales que habían suscrito el pacto, sino que se crea un p eríod o de inseguridad que g enerará liderazgos de o tro s grupos, los cuales esperan su o p o rtu n id ad . E nfatiza K apstein: Puede que el mundo esté avanzando inexorablemente hacia uno de esos trágicos momentos que hará que los historiadores del futuro se pregun ten: ¿por qué no se hizo nada a tiempo?, ¿eran inconscientes las élites económicas y políticas de los profundos trastornos que el cambio eco nómico y tecnológico causaba a los trabajadores?, ¿qué les impidió dar los pasos necesarios para evitar una crisis mundial?28. El carácter inexorable que se atribuye a la globalización en su aspec to dom inante de «nueva econom ía», así com o sus éxitos en ciertas áreas del p laneta, conllevan u na reducción creciente de la experiencia social y política p o r p arte de los sujetos hum anos. Lo dado o existente es el único orden de realidad posible, lo que hay se p resen ta com o el único referente de elección y de pensam iento. La hom ogeneización creciente 25. M. Castells, «El modelo mundial de desarrollo capitalista y el proyecto socialista», en VV.AA., Nuevos horizontes teóricos para el socialismo, Sistema, Madrid, 1987, p. 259. 26. Ibid., p. 262. 27. G. Tortella, La revolución del siglo xx, Taurus, Madrid, 2000, p. 45. 28. Ibid., pp. 20-21.
que se deriva de este nuevo capitalism o supone la elim inación de las m ediaciones sim bólicas a través de las cuales se llevan a cabo los deseos de los individuos. H ay u na clara expulsión de la subjetividad, que se d o bla de u na p érd id a de la m em oria histórica. Parece que no es posible dar u na o p o rtu n id ad a los m o m entos históricos de cam bios sociales, que no cabe d o tar de p rotagonism o a los agentes de procesos revolucionarios ni asum ir la conjunción de grupos que coincidieron h istóricam ente en la decisión de superar situaciones de dom inación. Parece que es tan acentuada esa falta de m em oria histórica, y tan m arcada la ru p tu ra con las prácticas sim bólicas de reconocim iento y actuación políticos, que la p ro p ia actividad convencional de votar, en países de tradición d em o crática, se vuelve cuasi enajenada y aparecen figuras realm ente «im po líticas» elegidas p ara dirigir las naciones. Es, justam ente, esta situación de aplanam iento de la realidad lo que hace tan difícil que la teo ría y la filosofía políticas en cuentren socialm ente referentes de significado y de valor norm ativos que p erm itan su incardinación en los procesos de reflexión y de decisión políticos. Esta situación se dibuja con perfiles tan lisos y llanos, tan carentes de aristas en el cam po de lo social-político, que parece que n ad a nuevo p uede visualizarse en el h orizonte. Un au to r de izquierdas com o Perry A nderson, ed ito r de la N e w L e ft Review , ha llegado a escribir que el único p u n to de p artid a p ara cualquier m ovim iento em ancipatorio «es u na lúcida constatación de u na d erro ta histórica [...] Sólo u na depresión de p ro po rcio nes n o m uy distintas de la del períod o de entreguerras estaría en condiciones de zarand ear los p arám etro s del consenso actual»29. El grado de d esencantam iento político y de desafección d em o crá tica no h a pasado desapercibido p ara algunos de los grandes re p re sentantes del p ro p io sistem a capitalista. Justam ente, con el título de D em ocracias desafectas: ¿qué es lo que está conturbando a los países de la Trilateral?, se h a editado p o r la P riceton U niversity Press, con fecha del año 2 0 0 0 , un volum en sobre las tribulaciones que están padecien do los países de la Trilateral. E sta fundación, un club selecto frente al m asificado D avos, encargó a Susan J. P h arr y R o bert P utnam , con la colaboración de dieciséis p rofesores, el chequeo de las dem ocracias m ás im p o rtan tes del m u nd o. Los resultados, pese a las lim itaciones que p ueden aducirse en este tipo de inform es, son expresivos: la desafec ción con respecto a las dem ocracias existentes es creciente, y no hay ningún gru po de naciones que m arque u na diferencia en lo referente a u na p érd id a tal de legitim ación política. El futu ro estaría m arcado, com o ap u n tab a K apstein, p o r la incógnita de quién o quiénes tom arán el relevo de los liderazgos actuales. 29. P. Anderson, «Renovaciones»: New Left Review 2 (2000), pp. 7 y 16.
4. Procesos de cam bio. Sobre individualidad y ciudadanía La prosecución de los elem entos em ancipatorios hum anos enunciados en las dos grandes revoluciones de la M o d ern id ad ha sufrido un p ro ce so de desrealización o desfallecim iento en el p ro p io pensam iento filo sófico. Un pensam iento ilustrad o, de carácter universalista, que apuesta p o r los principios de u na razón que sólo concede su aprobación «a lo que puede afro n tar su exam en público y libre» se h a ten id o que co ntras tar con los em bates de lo que, en térm inos de L yotard, p ara los p o st m o derno s es claro: los juegos de lenguaje son h eterom orfo s y p roceden de reglas pragm áticas heterogéneas. D e ahí que la finalidad del diálogo no p u ed a ser puesta en el consenso sino «más bien (en) la paralogía». Lo que con ello desaparece es la creencia de que «la h um anid ad com o sujeto colectivo (universal) busca su em ancipación com ún p o r m edio de la regularización de ‘jugadas’ p erm itidas en to d o s los juegos de lengua je»30. E sta o rientación resp on de, insiste L yotard, a la evolución de las interacciones sociales, donde el co n trato tem p oral suplanta de hecho la institución perm an en te. N o h a faltado quien, com o Gray, atribuya a la Ilustración, con su p retensió n de p ro greso, el hecho de la globalización com o el últim o episodio del recu rren te utopism o de u na civilización que p reten d ió ser universal. La quiebra de las dem ocracias tard om o dernas, p o r tan to , p erm itiría recu perar las form as propias de los individuos, esto es, la plu ralidad de form as de vida que se m u estran incon m en sura bles entre sí. La au ton om ía de los individuos exige la inserción en una sólida cultura pública, lo que sólo es posible en com unidades reducidas. Este rechazo de la universalidad se encuentra, igualm ente, en la base de autores que, com o Taylor, han hecho u na interp retació n de la «diferen cia» desde u na perspectiva culturalista que obvia, com o en el caso de su interp retació n de Fanon, las dim ensiones m ás políticas y económ icas de las luchas de los pueblos. La idea de «nuevas m odernidades», com o posibilidades distintas de co nfo rm ar los ideales de em ancipación frente a las form as desarrolladas p o r la civilización occidental, está cobrando significados m uy dispares y g uarda relación, com únm ente, con el re chazo de la p retensió n de universalidad que contienen las categorías políticas de n uestra m o dernidad. En estos m o m entos se han precipitad o diversos procesos que ata ñen a la dim ensión política de nuestras naciones: desde los problem as referidos a u na época «post-nacional», la p érd id a de referentes incluso geográficos p ara h acer viable la idea de justicia en u na sociedad, la ubi cación «local» de las nuevas instancias de poder, la desasistencia que sufren m uchos individuos en cuanto ciudadanos pasivos, desprovistos de u na inserción social y económ ica, así com o el p ro blem a del «otro» en la form a concreta de u na inm igración tod av ía no m uy significativa 30. J.-F. Lyotard, La condición postmoderna, Cátedra, Madrid, 1984, p. 117.
entre nosotros, p ero que ya h a dado pruebas de la dificultad de asum ir el pluralism o cultural, etc. Estos problem as, en cuanto disonancias epis tem ológicas e injusticias insoportables, constituyen los referentes m ás inm ediatos de lo que p o d ría resultar la gestación de ese nuevo im agina rio político sobre el cual, en form a negativa, he inten tad o preguntarm e, aten dien do a tendencias y latencias que no h an cobrado aún form a o cuya form a definitiva estaría en gestación. N o obstante, en estas últim as páginas quisiera h acer m ención a algunas de las dim ensiones de ciertos p lanteam ientos que tienen lugar en el o rd en político e incluso son lega dos no resueltos del pasado m ás inm ediato. En p rim er lugar, quisiera referirm e al p ro blem a de la distinción en tre subjetividad y ciudadanía com o dos ám bitos distintos, el personal y el político, difícilm ente conciliables. Un aspecto de este p ro blem a ha cobrado u na form a m ás co ncreta ante la pregunta, tras la caída del so cialism o real, sobre el valor y el significado del m arxism o. La u to p ía m arxista de u na época en la que «un h om b re individual real vuelva a reto m ar en sí al ciudadano abstracto y al h om b re individual» no sólo se h a m o strad o im posible, tras el fracaso de la U nión Soviética, sino que h a p uesto de m anifiesto que la densidad de la cu ltu ra pública exigida para su realización conllevaría la negación de la m ism a individualidad perseguida: el p ro p io ideal im plica la negación de su objetivo. Por otro lado, desde el m arxism o, que en la U nión Soviética se p resen taba com o la realización del sueño de u na h u m an id ad d ueña de sus destinos, se h a puesto en evidencia aquello m ism o que negaba: la necesidad del ám bito político. Si no cabe la planificación central, hem os de asum ir radicalm ente aquello que conllevaría no la supresión del m ercado, sino la adecuada posición del m ism o frente a las necesidades hum anas: la form a de realización práctica a que ap un ta la dem ocracia. La difícil relación entre la libertad del sujeto y su dim ensión de ciudadano h a recibido u na form ulación m uy distinta que va, desde el contextualism o m ás denso ya referido, a la funcionalidad de form as de «solidaridad entre extraños» que, en palabras de H aberm as, pudo generar el E stado-nación y que, hoy, p o d ría perfilarse com o salida a la conjunción de E stados d en tro de la U nión E uropea. A tendiendo a la re ferida relación entre la libertad del sujeto y su dim ensión de ciudadano voy a to m ar de nuevo la interp retació n que he hecho, en este trabajo, de la o bra de R ousseau, ciertam ente discrepante de otras m uchas. Señalé que E l contrato social h a venido siendo el ideal de la concepción de la p olítica p ara la izquierda, com o en el caso de Engels, y, en nuestros días, p ara un liberal com o H aberm as, con la salvedad, p o r p arte de este últim o, de h aber in tro d u cid o un elem ento nuevo: el proceso arg um en tativo d en tro de la determ inación de la «voluntad general». Pues bien, y a los efectos que aquí nos conciernen, el individuo de E l contrato social es aquel que ab an do na to d a identidad adscriptiva para, constituyéndose en subjetividad p ura, insertarse com o m iem bro de la v o lu n tad general.
Así lo exigía la oposición al A ntiguo R égim en, esto es, el rechazo de u na sociedad estam ental, jerarquizada según el estatus, de acuerdo con la id entidad de sangre, etc. Por tan to , el nuevo ciudadano era un igual p ara el o tro pero en cuanto que n inguno de ellos ten ía identidad social: tod os ellos eran iguales p o r negación de sus identidades, las cuales, p or su carácter adscriptivo, eran facciosas, tal com o se había m o strad o en la sociedad del A ntiguo R égim en. N o puede tolerarse m ediación alguna en tre el individuo y el E stado. Si nadie, pues, ha de d epend er de o tro debido a sus condiciones socio-económ icas, la hum anid ad h ab rá to m a do su destino en sus m anos. Todos som os iguales en la h om ogeneidad de los que no tienen n ad a idiosincrático, nin gu na identidad, ni la que o to rg a el dinero ni la del estatus social. D e igual m anera, podríam os co nfo rm ar u na com unidad ideal de diálogo p orqu e en la absoluta subje tividad, sin identidad facciosa, alcanzaríam os el acuerdo epistem ológico de los que llegan, sin m ediación, a un consenso que, autom áticam ente, sería la verdad. La subjetividad, sin determ inación identitaria, acaba situándonos en un p u n to de vista universal, sin interferencia de p articu laridad alguna. E ntendem os, p o r el co ntrario , que los problem as de la libertad y del ciudadano han de replantearse ten iend o en cuen ta aquella definición hegeliana de la individualidad com o subjetividad autovinculante. U na subjetividad tal p erm itiría hoy — tras la experiencia de la de m ocracia— el funcionam iento de la libertad subjetiva com o m o m ento constituyente tan to de la autorreferencialid ad prim aria, libertad n egati va, com o de su dim ensión referencial a los otros. E sta últim a, en calidad de tal, ha de ser asum ida igualm ente com o el principio que hace posible y da cuenta del ám bito de lo público. Es decir, lo público n o p uede ser estatuido com o un m arco de principios de actuación y com unicación que ten dría, p o r su p arte, un fun dam en to, en este caso jurídico, distinto de la p ro p ia libertad del individuo. Éste es el m o m en to p ara volver sobre la observación p rim era en la cual yo señalaba la tensión entre ética y política. D esde el p u n to de vista de la política el criterio de n orm ativ idad es el de la igualdad. Sucede que el p u n to de vista de la m oral es aducido cuando el individuo o el grupo no gozan de hecho, frente al o tro , de u na equipotencia, de igualdad. La invocación a la m oral alude, en m uchas ocasiones, a la situación de «serialización» en la cual los individuos no se han constituido en grupos, con conciencia de tales, p ara actuar p olíticam ente, desde la asunción de su identidad, com o iguales a o tros grupos. D e ahí que la m oralización indiscrim inada de las situaciones tenga efectos paralizantes en cuanto a la determ inación política de las posiciones de los individuos o los grupos. Q uisiera ap o rtar al respecto, com o ejem plo, algo que ha ten i do lugar en estos días. A p ro p ó sito de la ley de inm igración, el día 27 de m arzo aparecían sendos artículos de constitucionalistas españoles en dos diarios distintos, los dos de ám bito nacional. Por un lado, Jorge de E steban, catedrático de D erecho C o nstitucional, aludía al hecho de que
los diversos recu rren tes, especialm ente el PSOE y el PNV, co n tra la ley de inm igración, n o se basaban «en fundadas razones de constitucionalidad y de defensa de los derechos hum anos». La posición del G obierno es estrictam ente constitucional aunque p ud ieran tach arla de «reaccio n aria o realista». U na p o stu ra de restricción en cuanto a la inm igración, en estos m om entos, p o d ría ser tildad a de «no realista y hasta de in h u m ana». F rente a esta argum entación de estricto corte constitucionalista, Ju an José Solozábal, tam bién catedrático de D erecho C onstitucional, argum entaba que la juridificación de la C onstitución, valiosa en sí m is m a, puede desconstitucionalizar la vida política. M ás concretam ente: «el exam en de la constitucionalidad de los derechos de los inm igrantes es inabordable sin rep arar precisam ente en que estam os h ablando de derechos m orales, de v erdad ero s derechos hum anos que la C o n stitu ción, o al m enos u na lectura abierta de la m ism a, no p uede m enos de reco no cer a tod os con independencia de la nacionalidad». El día 30 de m arzo «m edio cen ten ar de inm igrantes irregulares ‘to m an ’ la sede del D efensor del Pueblo», según un titular de un diario, con quien dialogan duran te cuatro horas p ara que sirva de interm ediario con el G obierno. E ra un gru po de inm igrantes que llevaban varios días de encierro tan to en u na iglesia de Vallecas com o en la Facultad de M atem áticas de la C om plutense. M ás allá del derecho estricto y de la m o ralidad , tras un p eríod o de p uesta política en com ún de sus problem as, decidieron ac tu ar políticam ente com o iguales. C oreaban: «¡Sin papeles, sin papeles!». En realidad, habían decidido en trar en el espacio público inten tan do m arcar quién y qué es político o no, am pliando el espacio del im agina rio político. C om o, p o r o tro lado, ha venido o currien do a lo largo de la historia. Esta afirm ación no debería ser en tend ida com o u na p ro v o cación política. Se trata, u na vez m ás, de dinám icas sociales que, desde la h eterodesignada ilegalidad, am plían los cam pos de la política, de la vida política. La h isto ria del m u nd o obrero h a sido u na lucha incesante p o r llevar al cam po de lo político m uchos de los derechos sociales que se inten tab an red ucir al cam po de lo privado. Las figuras del «otro», de los excluidos, de los incluidos p ero no asum idos crítica y filosóficam ente, com o es el caso de los negros en E stados U nidos y las m ujeres en general, constituyen o tra de las d im en siones de un necesario cam bio de im aginario político. A este respecto, y p o r lo que se refiere al grupo de las m ujeres, no ha sido un azar que, tras los días tu rb u len to s con form as claras de racism o en El Ejido, sólo el gru po de «M ujeres progresistas» haya seguido aten dien do a y ten dido alianzas con los inm igrantes. La alianza entre las figuras de los situados en el b orde del im aginario político de la m o dernidad no ha cesado hasta el m om en to. Esta alianza, siem pre ruinosa p ara las m ujeres, com o han destacado diversas teóricas fem inistas, tuvo su m o m en to m ás significa tivo en la lucha co njunta de negros y m ujeres en E stados U nidos. «Es posible — escribió A ngelina G rim ké— liberar a los esclavos y dejar a la
m ujer en el estado en que se en cuentra; lo que n o es posible es liberar a las m ujeres y dejar a los esclavos en su estado». A la postre, los negros v arones liberados, ab an do nan do a las m ujeres blancas que habían lucha do con ellos p ara o bten er el derecho al v oto, p ud ieron ser integrados en la dem ocracia liberal, con el consiguiente rechazo de las dem andas de las m ujeres. A hora bien, el problem a de la dem ocracia liberal no es m e ram ente histórico. N o radica en ciertas circunstancias m alhadadas que h abrían retrasado la incorp oració n de la m ujer a la vida política. Por el co ntrario , com o señala Susan M endus, la m arginación de las m ujeres del ám bito del p o d er político y las prom esas no cum plidas con respecto a ellas se deben a que la dem ocracia liberal «encarna ideales garantizadores de que jam ás las cum plirá a m enos que se em pren da un am plio exam en crítico de sus p ro pio s fundam entos filosóficos»31. Las relaciones entre el liberalism o y el fem inism o, h a destacado Caro l Patem an, son tan p ro fun das com o com plejas. A hora bien, el p u n to crítico se en cu entra en la interp retació n que am bas corrientes otorgan a la idea de los individuos com o seres libres, iguales, em ancipados de los lazos designados y jerarquizados que pued an darse en la sociedad. La reivindicación del derecho a la igualdad m arca, precisam ente, el lí m ite irrebasable p ara el liberalism o: universalizar el liberalism o es tan to com o cuestionar el liberalism o m ism o. En efecto, si bien es cierto que no existe división alguna d en tro de la sociedad civil, que es el reino de la vida pública, no se acostum bra a desarrollar en absoluto «cóm o esta concepción de la esfera pública-política está relacionada con la vida dom éstica»32. El individualism o liberal está situado en u na perspectiva p atriarcal que abstrae al individuo varón de la esfera privada, todavía o cupada p o r las m ujeres en régim en de subordinación al h om bre, y generaliza, a p artir de esa idea de individuo varón, el espacio público. Q uizás u no de los autores m ás representativos hoy del liberalism o tal com o lo teoriza Patem an sea Raw ls. Así, en un p rim er m o m en to, afirm a que «de alguna m anera presum o que la fam ilia es justa»33. El acriticism o de su afirm ación, en p rim er lugar, invisibiliza la realidad de la fam ilia del p ro p io co ntex to cultural sobre el que edifica su obra: desde hechos com o el de que el 5 0% de los m atrim onios acaban en divorcio, casi una cu arta p arte de los niños/as viven en hogares m onoparentales, la alar m ante fem inización de la pob reza ligada a los efectos del tipo de fam ilia que presum e justa [...] P recisam ente la fem inización de la pobreza, en u no de sus aspectos, da cuenta claram ente del hecho de que el espacio privado, ocupado p o r m ujeres, sigue siendo lo que posibilita al varón la 31. S. Mendus, «La pérdida de la fe: feminismo y democracia», en J. Dunn, Democracia, Tusquets, Barcelona, 1995, p. 223. 32. C. Pateman, «Críticas feministas a la dicotomía público/privado», en C. Castells, Pers pectivas feministas en teoría política, Paidós, Barcelona, 1996. 33. J. Rawls, El liberalismo político, Paidós, Barcelona, 1996, p. 24.
actuación en el espacio público [... ] Sin em bargo, la reivindicación fem i nista de la igualdad queda trad ucid a, en el caso de Raw ls, a u na sim ple am pliación del espacio político p ara que quepan ellas tam bién. N o hay, com o indicaban M end u s y P atem an, n inguna consideración crítica ni filosófica de los p resupuestos que están en la base de esa sociedad d e m ocrática cuyos criterios de justicia él m ism o establece. Es m ás, insiste en que «la m ism a igualdad de la D eclaración de Ind ep end en cia que L incoln invocó p ara co nd en ar la esclavitud puede invocarse p ara co n d enar la desigualdad y la opresión sufrida p o r las m ujeres»34. La teórica M oller O kin, seguidora en gran p arte del constructivism o raw lsiano, después de co ntrastar los resultados históricos de la solución aplicada al tem a de la exclusión de los negros y que Raw ls reclam a p ara las m u jeres, escribe que «podríam os afirm ar sin d ud a que estaríam os bastante m ejor si no se nos h ub iera aplicado n inguna solución»35. Se p lantea, pues, un problem a teó rico, de gran calado práctico, en relación con el in ten to co ntinuado de invisibilizar o de suprim ir las h u e llas de las m ujeres en la conform ación de la sociedad política m oderna. M e refiero a la form a, constante a lo largo de la historia, p o r la cual los que p retend en o detentan el p o d er usurpan la m em oria colectiva privatizándola en favor de sus intereses. Es com ún, p o r o tra p arte, que los deseos de legitim ación del p o d er frente a o tro s grupos lleven a los interesados en dicha operación a la creación de genealogías específicas para justificar su dom inio. La confiscación de la m em oria de un grupo o de varios grupos socia les en favor de u na élite, con genealogías m anipuladas, fue lo que m otivó que R anger pro pu siera, en el caso de África, «desarrollar investigacio nes sobre la m em oria del ‘hom b re com ún’ [...] (sobre) tod o aquel vasto com plejo de conocim ientos no oficiales, no institucionalizados [...], con trap on iénd ose a un conocim iento p rivado y m onopo lizad o p o r grupos precisos en defensa de intereses constituidos». Le G off, quien m e ha servido de fuente de los escritos de R anger, se hace eco, igualm ente, de los estudios de M ansuelli según los cuales la desaparición de la nación etrusca estaría ligada al hecho de que su aristocracia había convertido en p atrim on io p ro p io y singular la m em oria y las historias nacionales. D e este m o do , cuando la nación etrusca «cesó de existir com o nación au tón om a, los etruscos p erd iero n , parece, la conciencia de su pasado, esto es, de sí mism os». En paralelo con la situación descrita en relación a los etruscos, las m ujeres, si atendem os tan to a las fem inistas com o a histo riado res y te ó ricos de la dem ocracia, se en co ntrarían con dificultades p ara identificar se com o gru po , en la m edida en que han sido privadas de la m em oria de sus referentes em ancipatorios a lo largo de las últim as centurias. La he34. Ibid., p. 25. 35. S. Moller Okin, «Liberalismo político, justicia y género», en C. Castells, op. cit., p. 144.
terodesignación, p o r p arte de los varones, del lugar y de los contenidos que com peten a las m ujeres hacen inviables las soluciones culturalistas que, com o las de C harles Taylor, cifran en la idea de «reconocim iento» la superación de la injusticia histórica. C om o le replicara en su día Susan W olf: La cuestión de saber hasta qué punto y en qué sentido se desea ser reco nocida como mujer es, en sí misma, objeto de profundas controversias [...] porque no hay una herencia cultural separada clara o claramente de seable que permita redefinir y reinterpretar lo que es tener una identidad de mujer [...] ya que esta identidad está puesta al servicio de la opresión y la explotación36. La filosofía política y la sociología histórica de los conceptos ad quieren aquí u na dim ensión especial. Pues el sentido de la política y, en ella, la estru ctura y el significado de la dem ocracia se juegan en esa dem an da de ilustración de la Ilustración que asum a críticam ente, desde la igualdad, a la m itad de los sujetos hum anos excluidos. C om o escribe Patem an: Una vez que se ha contado la historia, se dispone de una nueva perspec tiva desde la cual determinar las posibilidades políticas [...] Cuando la historia reprimida de la génesis política se saca a la superficie, el paisaje político ya no puede ser otra vez el mismo. H e ahí el reto , he ahí las lindes p ara un cam bio de im aginario p o lítico. C oncluyo. C on H egel no tengo m ás rem edio que reco no cer que «es insensato pensar que alguna filosofía p u ed a anticiparse a su m u nd o presente, com o que cada individuo deje atrás su época y salte m ás allá sobre sus Rodas». Pero esta vez, con B loch, quisiera decir que n ad a está decidido sino que estam os aún en un laboratorium salutis. Es v erdad que la turb ació n y u na h o n d a preocu pación se hallan en m edio de n o sotros. «Sin em bargo, ha llegado el m o m en to — si se prescinde de los autores del m iedo— de que tengam os un sentim iento m ás acorde con n osotros. Se trata de ap ren d er la esperanza».
36. S. Wolf, «Comentario», en Ch. Taylor, El multiculturalismo y la «política del recono cimiento», FCE, México, 1993, pp. 109-110.
PR O C ESO S D E G L O B A L IZ A C IÓ N Y A G EN TES SOCIALES. H A CIA U N N U E V O IM A G IN A R IO P O L ÍT IC O (2)
1. Un paradójico «contexto histórico» En el últim o cuarto de siglo hem os sido testigos y sujetos de diversos procesos en el o rd en histórico, en la investigación teórica y en lo que se refiere a las dim ensiones de la práctica h um ana que ap untan a lo que p a rece configurarse com o un nuevo orden sim bólico. Este o rd en sim bólico im plica un cam bio de referentes de sentido tan to en la concepción de lo h um ano com o en lo concerniente a legitim aciones del p o d er así com o a norm atividades jurídicas em ergentes. Los cam bios vienen m otivados, en gran m edida, p o r la crisis de ciertas «ideas m adre» que auguraron un progreso indefinido con carácter redistributivo, p o r los avances cientí ficos que abren posibilidades p ara atender dem andas hum anas — a la vez que alertan ante cam inos im posibles de seguir— , especialm ente los referidos a la ecología y al desarrollo sostenible, así com o p o r el carácter sustantivo con que la técnica ha venido a insertarse en nuestras p ro pias conceptualizaciones de la realidad hum ana y natural. A to d o ello hay que añadir la perm anencia y la redefinición de ciertos m ovim ientos, com o el fem inista, que acusan cóm o las m ujeres han sufrido especial m ente los efectos «perversos» del actual tipo de desarrollo económ ico de dim ensiones m undiales: de cada diez pobres en el m undo, siete son m ujeres. H an surgido asim ism o nuevos grupos con perfiles diferencia dos, algunos de ellos com o reacción al tipo de globalización dom inante, los cuales se sitúan, no obstante, en la línea de u na tradición em ancipato ria de ond a larga en la historia, en u na nueva sintonía con autores que se consideran ya clásicos. M i apreciación, pues, de la llam ada «globalización» no se atiene ni se lim ita a lo que sería un diagnóstico u nidim ensio n al: nueva econom ía m ás nuevos instrum entos tecnológicos. C aeríam os así en un reduccionism o interp retativo que p o d ría llevar, com o algunos quisieran, a infravalorar la diversidad de los m ovim ientos que se en tre
lazan en n uestro presente. N o p reten d o en este capítulo llevar a cabo la explicitación de cada u na de las hipótesis que m e atrevo a aventurar. H e titulad o así m i trabajo, «Procesos de globalización», com o u na señal del carácter abierto, de la dim ensión plural y de la condición inconclusa de lo que h oy denom inam os con el térm in o «globalización». N u estra negativa a considerar la globalización com o un proceso objetivo de carácter únicam ente económ ico no im plica que asum am os que este fen óm eno resp o n d a exclusivam ente a un p lanteam iento ideo lógico. La globalización económ ica es u na realidad objetiva, de una fuerza incalculable en cuanto a la extensión y al co ntro l ejercido p o r los grandes flujos financieros, el núcleo m ás activo e im p o rtan te de la nueva econom ía. Se ha p o d id o co nstatar que, entre 1970 y 1997, las ad quisiciones de acciones extranjeras p o r p arte de inversores de los países industrializados se m ultiplicaron p o r 197. E sta cifra da idea del proceso que se abrió en el rearm e del sistem a económ ico tras la crisis de 1973, y que está llevando a u na interp en etració n de los m ercados financieros del p laneta bajo el co ntro l de grupos económ icos privados. Por o tro lado, m ientras los intercam bios de m ercancías, a m ediados de los años noventa, rep resen taban tan sólo el 3 % del total de las transacciones en los m ercados internacionales, los m ercados financieros, que ya se habían m ultiplicado p o r 10 en los años ochenta, habían alcanzado, a m ediados de los noventa, el valor equivalente al PIB de los siete grandes países. A ello h abría que añ adir el hecho de que, ya en 1995, se dejó constancia de que el 30% del total de la inversión directa en el ám bito m undial se concentraba en cien grupos. M anu el C astells, quien ha des tacado el grado de concentración de los flujos financieros, ha llegado a h ablar de un v erdad ero «A utóm ata» p ara hacer referencia a la capacidad de co ntro l de las econom ías p o r p arte de estos flujos, de cuya gran v o latilidad en función del uso de redes electrónicas se deriva su p o d er de desestabilización de las econom ías de países enteros o zonas, así com o a su fuerza p ara escapar de cualquier in ten to de co ntro l p o r p arte de los Estados. «El resultado de este proceso de globalización financiera — escribe— es quizás que hem os creado un ‘A u tó m ata’ que está en el corazón de nuestras econom ías y condiciona nuestras vidas de form a decisiva. La pesadilla de la hum anid ad, ver que nuestras m áquinas se ap od eran de n uestro m undo, parece estar a p u n to de volverse realidad [...] en un sistem a electrónico de transacciones financieras»1. Los teóricos y los defensores de la globalización económ ica, p o r su p arte, trataro n de generar, paralelam ente al m ovim iento objetivo del cam bio en la estru ctura organizativa de la econom ía, u na «narrativa» épica de la m ism a, que asum ió su form a m ás beligerante en los años noventa. La trabazón ideológica de este nuevo «com ienzo de la historia» 1. M. Castells, «Tecnología de la información y el capitalismo global», en A. Giddens y W. Hutton, En el límite. La vida en el capitalismo global, Tusquets, Barcelona, 2001, p. 87.
estuvo ligada, en p rim er lugar, a la defensa de «la creación y la em ergen cia de los E stados región», teorizadas com o u na alternativa a los d efen sores de la hom ebased, es decir, los que aún apoyaban una internacionalización de la econom ía ligada a los E stados. La p érdid a de soberanía p o r p arte del E stado, con el consiguiente debilitam iento de las naciones en cuanto al co ntro l sobre los flujos financieros, es u na de las tesis más reiterad am ente «argum entadas». Al m ism o tiem p o se abre un m arco teórico de carácter com prensivo, que in ten ta redefinir ideológicam ente tan to la organización social com o la económ ica y la p ro p ia concepción de la «cultura». La cultura, p ara los apologetas de la globalización eco nóm ica, está llam ada a jugar el papel configurador de las identidades individuales y de gru po a la «altura de los tiem pos». Se trata de u na co n cepción de la cultura que reniega tan to de la dim ensión política plural del p ro p io concepto de cultura com o del pondus histórico en el que se inscriben ciertas tradiciones culturales de carácter em ancipatorio. Por o tra p arte, los cam bios sociales y económ icos p ro pu esto s, algunos de ellos m uy radicales, eran p resentados com o la consecuencia ineludible de u na «fuerza profunda» que los im pulsaba. E sta fuerza generaba efec tos desestructuradores de políticas y de derechos ligados a form as de justicia red istributiva en el ám bito nacional, de m anera que tales cam bios — aunque rechazados p o r algunos— revestían un carácter de n ece sidad en función de las dem andas insoslayables de la «nueva econom ía». K enichi O h m ae, presidente de R eform a de H eisei y d uran te m ás de seis lustros m iem bro de la dirección de la co nsu ltora M cK insey & C om pany, Inc., escribía, a p ro pó sito de la nueva épica atribu ida a la globalización económ ica, que n ad a p o d ía salvar el in ten to de persis tencia de las políticas que venían practicándose hacía cien años. «Hay que cam biar — escribe— los principios»: desde la concepción de los E stados independientes y soberanos de las dem ocracias liberales a la p ro p ia idea de soberanía política, la función de los políticos o la co n cepción de los ciudadanos. F rente a la idea del «final de la historia» de Fukuyam a — arguye— , el hecho real es que grupos de personas, cada vez m ás num erosos, han irrum pido en la historia, «han en trado en la h istoria clam ando venganza y tienen reclam aciones — reclam aciones económ icas— que plantear»2. El final de la política viene exigido por la configuración de un nuevo m u nd o reco nstitu ido económ icam ente a p artir de cuatro principios, los cuales responden a su teo ría de las cua tro «íes». En p rim er lugar, la inversión, de carácter fundam entalm ente privado, actividad que h abía de realizarse sin el concurso ni el co ntrol de los gobiernos en cuanto a su localización y m ovim iento. Los Estados no sólo se convierten en fuerzas retard atorias y superfluas sino tam bién la p ro p ia O N U , pues ¿qué es la O N U sino «una reu nió n de naciones»? 2. H. Ohmae, El despliegue de las economías regionales, Universidad de Deusto, Bilbao, 1996, p. 18.
D e este m odo sólo cabe h acer en trar en juego las «agencias específica m ente económ icas». El segundo principio de este m u nd o reconfigurado es la «industria». Las industrias cobran u na o rientación m ás m undial, pero sin estar « pre ocupadas en to d o m o m en to p o r los intereses de los gobiernos [... ] sino p o r el deseo — y la necesidad— de aten der a los m ercados atractivos allá don de se encuentren»3. El tercer principio, la tercera «i», responde a la «tecnología de la inform ación». É sta consiste en la capacidad de cual q uiera de estar en red p ara ser usado en tiem po real o cuando se desee, sin necesidad, p o r o tra p arte, de «trasladar a un ejército de ex perto s; ya no hace falta form ar a un ejército de trabajadores». La tecnología de la inform ación, m ás allá de la división entre culturas o civilizaciones teo rizada p o r H u n tin g to n , se convierte en el hecho central del nuevo m u nd o. Es decir, el «contexto histórico», la inm ediatez del p resente, es lo que realm ente vincula a los individuos de los m ás diversos países o civilizaciones. La densidad de la «identidad» o las exigencias norm ativoculturales que pued en distinguir a organizaciones sociales y regím enes políticos acaban siendo solapadas p o r la fuerza del «contexto histórico». La inm ediatez en el tiem po, sin la fuerza de tradiciones ya decantadas, sin el referente de sentido determ inado por «el co ntexto histórico» — ¡pa radójico!— del instante vivido no es obstáculo para generar la figuración sim bólica de un nuevo tipo de su jeto . Se trataría de un sujeto libre de las lim itaciones de las genealogías históricas, un tipo de sujeto sim plificado en su identidad, en el que se ha aplanado to d a jerarq uía de valores, caracterizado p o r lo que el au to r japonés califica com o la «californización» del gusto: En la actualidad, sin embargo, el proceso de convergencia es más rápido y más profundo. No se limita a afectar sólo al gusto, sino que profundiza hasta la más fundamental dimensión de la concepción del mundo, la forma de pensar e incluso el propio proceso de la meditación4. E sta tran sform ación «que se p ro du ce en un nanosegundo», este fen óm eno de co nstrucción del nuevo tipo de sujeto, h om o géneo y u n i versal, que ejerce sus «reclam aciones económ icas» y que h a p o d id o en tra r en «la h isto ria clam ando venganza», ro m p e — p o r o tra p arte— con la teo rización del final del b ipolarism o tras la caída del M u ro de Berlín com o hecho capital de los años n o v en ta así com o de sus influencias en el éx ito del sistem a liberal-capitalista. El v alor y el alcance de la d isolu ción de las dos superpotencias, en lo que se refiere a la reorganización socio-política del m u nd o, n o se habrían m aterializado, p ro piam en te, «sino en 1990», insiste O h m ae, m o m en to de la extensión de la globa3. Ibid., p. 20. 4. Ibid., pp. 36-37.
lización o «nueva econom ía» p o r to d o el p laneta, ten d ien d o puen tes entre las civilizaciones y p erm itien d o la «igualación», la hom ogeneización de los individuos. La neutralización del en fren tam ien to y la superación de la co ntrap osició n «am igo-enem igo» estarán ligadas al h echo de que los individuos, ah o ra ya en tiem p o real a través del hecho central de las tecnologías de la info rm ació n, p o d rá n enterarse — lo que es lo m ism o que elegir, según n u estro au to r— «del m o do de vida de o tro s grupos, del tipo de p ro d u cto s que co m p ran, de los cam bios de sus gustos y p referencias com o consum idores, y de los estilos de vida que quieren tener». P or ú ltim o, el cuarto principio a instaurar, según O h m ae, es el de los «individuos consum idores», quienes «tam bién han ad op tado una orientación m undial». M ás allá de las identificaciones y restricciones de las fronteras nacionales, los individuos sólo aspiran a «los p ro du cto s m ejores y m ás baratos vengan de don de vengan», al tiem po que im p o nen sus deseos, rom pien do los inten tos de dem arcación económ ica p or parte de los E stados, «m ediante sus carteras»5. La posición radical del au to r japonés no deja de reco no cer las peculiaridades que pueden darse en diferentes países, com o sucede en la región económ ica fun dada p or la A sociación de N aciones del Sudeste A siático (ANSA). A hora bien, las supuestas diferencias culturales y/o religiosas no son óbice p ara las transacciones tran sfron terizas y, en un proceso ya im posible de co n tro lar, pierden significado desde el p u n to de vista de la econom ía. A ello hem os de añ adir que, en v irtu d de la m undialización de la econom ía y del surgim iento de los sujetos históricos en cuanto consum idores que no aceptan fronteras, «el E stado-nación es cada vez m ás u na ficción n ostál gica». Si todavía las diferencias culturales y la m ulticolor com binación de territo rio s pueden hacer pensar a algunos que, a efectos económ i cos, las diferentes naciones o territo rio s han de ser tratad os com o una unidad económ ica, ello no deja de ser un com p ortam iento que se guía p o r «m edias dem ostrablem ente falsas, inadecuadas e inexistentes. Puede que sean u na necesidad política, p ero en el cam po económ ico son una falacia m anifiesta»6. La creciente universalización del «consum idor», p or consiguiente, pone en jaque la idea perseguida, p o r ejem plo, a través del T ratado de M aastricht. Pues la pretensión de la U nión E uropea de instauración de un nuevo ciudadano en u na p luralidad diferenciada eco nóm icam ente, que se p retend e «unificar» m ediante la centralidad de la política y del espacio público, significa un esfuerzo fallido, u na atrofia de las iniciativas y de los intereses especiales que están en juego «en los m om entos en los que nadie parece saber adónde vam os, o adónde d e beríam os estar yendo [...] N o obstante, el verdad ero m ensaje proviene de M atth ew A rn old: vagam os entre dos m u nd os, / uno m u erto , el otro 5. Ibid., p. 21. 6. Ibid., p. 33.
incapaz»7. Este estado de confusión, que p rovoca la ilusión de falsas «unificaciones políticas», se agravaría p o r el in ten to de «volverse» hacia la cu ltu ra decan tada h istóricam ente en los diversos ám bitos territoriales com o si fuera el valor político n orm ativo que funcionaría al m o do de argam asa social ante las dem andas de los individuos. Por el contrario, «los ciudadanos bien inform ados del m ercado m undial» no van a vol ver a confiar ni a los E stados ni a los profetas culturales las «m ejoras tangibles de su nivel de vida [... ] Por el co ntrario , desean co nstruir su p ro p io futu ro; quieren asum ir la responsabilidad de crearse un futuro p ara sí m ism os. Q uieren sus p ro pio s m edios de acceso directo a lo que se h a convertido en u na genuina econom ía m undial»8. En definitiva, la cu ltu ra no es «la única red de intereses com unes» p ara los grupos de individuos que buscan resituarse en un m u nd o en cam bio p rofundo. «La participación en la econom ía m undial im pulsada p o r la in fo rm a ción tam bién p uede hacerlo, im poniéndose a las fervientes, p ero vacías, posturas de cara a la galería del nacionalism o de baja estofa y del mesianism o cultural»9. La radicalidad de las p osturas de O hm ae convierte su tex to en una de las exposiciones de m ayor claridad ideológica entre las que alientan la globalización económ ica. Las derivas políticas y culturales de este pensam iento econom icista, no obstante, van a presentarse con m atices m ás suaves y, a veces, con ton os m ás grises, que p reten d en velar o m ati zar la radicalidad de las tesis defendidas p o r el au to r japonés. D e hecho, tras la caída del socialism o realm ente existente y la im posición de la globalización económ ica, la progresiva suplantación de la política p o r la econom ía y la vieja tesis de la «ingobernabilidad» esgrim ida frente a los que p reten d en una dem ocracia m aterial que busque m odos de co n tro l político y form as de participación, han cobrado fuerza tan to en las teorizaciones de los liberales neo-clásicos com o en el adoctrin am ien to del neoliberalism o m ás inm ediatam ente ligado a la globalización eco nóm ica. Este últim o es conocido, especialm ente, p o r su consideración fundam entalista del m ercado en cuanto instancia últim a de la sociedad, cuya actividad viene m arcada p o r la reinstauración del «sujeto posesi vo». D esde estos presupuestos, se insta al ab andono de to d a «econom ía pública» y a u na recuperación del «Estado m ínim o», si bien sólo en lo económ ico y no en los aspectos coercitivos del E stado. Se trata, pues, de controlar, com o especifican algunos, el E stado b urocrático, el E stado industrial y, ante tod o, el E stado em isor de m oneda. La p ro p u esta del E stado m ínim o, así com o la reiterad a afirm ación sobre las excelencias 7. Ibid., p. 29. 8. Ibid., pp. 37-38. 9. Ibid., p. 37. «Por lo tanto —insistirá poco después en la página 42—, no es la cultura la que produce las enormes estadísticas entre Japón y Estados Unidos. Son las diferencias de sus sistemas —impositivos o bancarios... — La cuestión esencial, por supuesto, es que si esos sistemas cambiasen, ambos pueblos se comportarían de una manera similar».
de las privatizaciones, se basan en el «científico aserto» de que lo p riv a do siem pre es y se gestiona m ejor que lo público, indep end ien tem en te de la cascada de em presas privadas eficaces y de rep u tad o co m p o rta m iento ético, con respecto a sus accionistas, que nos han m ostrad o Enron y las grandes em presas que, en estos últim os años, le han seguido p o r sus m ism os d erroteros. Por últim o, el p u n to m ás crítico de los efectos políticos que los discursos p artid arios de los beneficios de u n a econom ía «económ ica» p reconizan se en cu entra en las propias constituciones. Los logros reco gidos en las constituciones m ás m odernas, especialm ente los referidos a los derechos individuales y sociales, han sido fruto de los m ovim ientos obreros, de diversas luchas (entre otras, el servicio com o tro p a de in fan tería p restad o p o r las clases bajas en las guerras entre E stados o la form ación de ejércitos p ara el co ntro l de las colonias) y de acuerdos o co ntratos sociales largam ente disputados. F rente a tales derechos co n quistados h istóricam ente, un au to r tan polém ico com o el neoliberal S artori, al que nos hem os referido en diversas ocasiones, rem em o ra cóm o el n acim iento de los sistem as constitucionales en el siglo xviii ten ía com o fin esencial «superar la m aldad de la política». El E stado m ínim o, el sujeto posesivo, la inexistencia de un supuesto «hogar co m ún», la cen tralidad o to rg ad a al m ercado no p arecen rep resen tar por sí m ism os u na fuerte h o rm a p ara los E stados dem ocráticos. N u estro au to r italiano p reten d e refo rzar el nuevo dogm a de los llam ados p resu puestos de «déficit cero», tan «caros» p ara algunos gobiernos actuales. En esta perspectiva com enta, con cierta nostalgia, la naturaleza de los p arlam en tos del siglo xviii, los cuales «representaban a los que real m ente pagaban los im puestos, es decir, a los ricos y no a los pobres. De ahí que los parlam en tos co n tro laran eficazm ente los gastos»10. Las tesis p artid arias de los procesos económ icos generados p o r la globalización, que tan radicales parecen en el tex to de O hm ae, se extienden, com o p uede colegirse, a través de los m ás diversos ám bitos em presariales, académ icos y de gobierno. Por o tra p arte, las reiteradas críticas y las revisiones continuas del constructo histórico que W eber d enom inó «el espíritu del capitalism o» no han servido p ara frenar la interp retació n, absolutam ente in a p ro p ia da e incorrecta, según la cual «el capitalism o» h abría sido resultado de la R eform a y se cim entaría d irectam ente en el nuevo espíritu ético-religio so de L utero. Y ello p o r m ás que W eber no hablara n un ca de «causas» ni de «relaciones íntim as» p ara p o n er en conexión el capitalism o con el ám bito religioso p ro testan te, sino de «afinidades electivas» entre ciertas m odalidades de la fe religiosa y la ética profesional. C o n tra la v alo ra ción utilitarista de la dedicación ascética al trabajo, así com o frente a la del trabajo del ascetism o m onástico m edieval p o r p arte del catolicism o, 10. G. Sartori, «Repensar la democracia...»: RICS 129 (1991), pp. 459-474.
«lo característico de la R eform a en su p rim era fase es, p o r el contrario, el h aber am pliado la valoración ético-religiosa a toda actividad h um ana com o consecuencia de desestim ar la distinción católica entre praecepta y consilia evangélicas»11. W eber persigue en su exposición del «espíritu del capitalism o», cen trad o en el m o m en to y en el co ntex to históricos p o r él «reconstruidos», la conceptualización de aquello aparen tem en te «irracional» d entro del «racionalism o» de la civilización capitalista, que se d enom inó «profesión». «En to d o caso — escribe— , lo absolutam ente nuevo era considerar que el m ás noble conten ido de la p ro p ia conducta m o ral consistía justam ente en sentir com o un deber el cum plim iento de la tarea profesional en el m u nd o» 12. A hora bien, com o se cuida de enfa tizar, nada de ello im plica que «en el capitalism o actual, la apropiación subjetiva de estas m áxim as éticas p o r los em presarios o los trabajadores de las m odernas em presas capitalistas sea u na condición de su existencia»13. Esta doble confusión: in ten tar fundar el «espíritu del capitalis m o» en u na supuesta relación íntim a con posiciones ético-religiosas y, p o r o tra p arte, p reten d er «salvar» el capitalism o con la ad opción sub jetiva de ciertas pautas éticas p o r p arte de los interesados han cegado a m uchos teóricos p ara considerar o tra dim ensión histórica de capital im p ortan cia en cuanto al desarrollo económ ico del capitalism o. Esta o tra dim ensión, de gran influencia en la validación de este sistem a eco nóm ico, tiene que ver con los discursos constantes de filósofos y de eco nom istas de las clases dom inantes sobre el papel b enefactor atribuido al crecim iento económ ico tan to en lo que se refiere a la m odelación del carácter de los individuos com o a sus virtualidades p ara la im plantación de los adecuados regím enes políticos o, en su caso, p ara co n trarrestar el uso indebido del poder. 2. Un ritorn ello En u na pequ eñ a o bra m agistral y desde u na posición com plem entaria a la investigación de W eber se p reg u n ta H irschm an cóm o puede expli carse que la ignom inia atribu ida al am or p o r el dinero hasta el inicio del R enacim iento p ud iera trocarse en su contrario. En poco tiem po, el com ercio, la banca y la ind ustria se co nvirtieron en unas de las activi dades m ás socialm ente reconocidas. En un rastreo y u na pesquisa de autores, citas e interpretaciones, H irschm an sostiene que «la difusión de las form as capitalistas debió m ucho a u na búsqueda igualm ente deses 11. Y. Ruano, La libertad como destino. El sujeto moderno en Max Weber, Biblioteca Nue va, Madrid, 2001, p. 46. Este libro es una de las lecturas más lúcidas del «legado» weberiano y de sus implicaciones en las actuales revisiones de la Modernidad. 12. M. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Barcelona, 1979, pp. 88-89. 13. Ibid., p. 49.
p erad a de algún p ro ced im ien to p ara evitar la ruina de la sociedad, p er m anen tem ente am enazada en su época a causa de los arreglos precarios del o rd en in tern o y ex terno » 14. Así pues, a p artir del R enacim iento, en paralelo al cam bio o perad o en la conceptualización de la naturaleza del E stado, se buscaron nuevas reglas, lejos de las ético-religiosas p re d o m i nantes en la E dad M edia, p ara m ejorar la n aturaleza h um ana atendiendo «al hom b re tal com o es», com o lo d irá m ás tard e R ousseau. El carácter «científico» que preside la investigación del E stado y de las leyes de las m otivaciones p ara las acciones hum anas abrió un cam po m uy novedoso referente a los elem entos de orden psicológico que, desde la acción del E stado al p ro p io juego de las pasiones d entro del individuo, perm itirían elim inar la m iseria y la destrucción de la que los h om bres se hacen obje to. En esta b úsqueda se o perarán procesos de redefinición de térm inos tales com o «interés». Este térm in o, nacido del ám bito de los deberes del p ríncipe o soberano — el interés de su pueblo o nación— acabará asu m iendo los efectos políticos de los nuevos cam bios económ icos que se deben al «interés privado» perseguido p o r los individuos. A principios del siglo xviii, com enta H irschm an, G iam battista Vico articularía una p arte de esta nueva corriente «práctica» al afirm ar que «las pasiones de los hom bres ocupados p o r en tero en la búsq ueda de su u tilidad privada se tran sform an en un o rd en civil que perm ite a los h om bres vivir en sociedad h um ana»15. La idea de que se o p era un resultado beneficioso no ya p o r la represión de las pasiones, sino p o r un especial juego de contrapeso entre las m ism as, se en cu entra form ulada p o r autores tan distintos com o Pascal, A dam Sm ith, M andeville o el p ro p io G oethe. El p aradigm a de los «intereses» acaba ad qu iriend o un valor n o rm ativ o : «el interés no m entirá», y se convierte así a finales del siglo xvii en un p roverbio p ositivo : «el interés gobierna al m undo». N o es de ex trañar que en el xviii, al tiem po que el afán de riqueza es calificado ya com o u na actividad inocente, tom e carta de naturaleza la idea del com ercio com o un instru m en to y un vehículo idóneos p ara las relaciones am isto sas entre las naciones y com o un contrapeso a la coerción ejercida p or los soberanos. Los efectos del «dulce com ercio» no pasarán desapercibi dos, sin em bargo, p ara algunos autores com o M arx , «quien al explicar la acum ulación prim itiva del capital relata algunos de los episodios m ás violentos de la h isto ria de la expansión com ercial eu rop ea y luego ex clam a con sarcasm o: «He aquí cóm o se las gasta el d ou x com m erce»16. La segunda tesis, derivada de la larga h isto ria cen trad a en los benefi cios políticos de ciertas interp retacio nes econom icistas de la naturaleza h um ana y de las decisiones sociales que acom pañan al proceso del siste m a capitalista, es form ulada así p o r el p ro p io H irschm an: 14. A. Hirschman, Las pasiones y los intereses, FCE, México, 1978, p. 134. 15. Ibid., p. 25. 16. Ibid., p. 69.
Las expectativas ilusorias asociadas con ciertas decisiones sociales en el momento de su adopción ayudan a mantener ocultos sus efectos reales [...] Resulta curioso que los efectos buscados pero no encontrados de las decisiones sociales deban ser descubiertos en mayor medida aún que los efectos buscados en la realidad [... ] Además, una vez que estos efectos deseados no se producen y se rehúsan a aparecer en el mundo, el hecho de que originalmente se haya pensado en ellos tenderá no sólo a ser olvidado sino aun activamente reprimido17. Las tesis de H irschm an cobran u na especial fuerza en n uestro m o m ento presente. En su día se refirió B obbio a las «prom esas incum pli das» al h acer balance del tipo de dem ocracia liberal realm ente existente. El olvido, cuando no la represión, de las apuestas liberales p o r un de sarrollo adecuado de los individuos, de su idea de libertad con respecto a p oderes enajenadores y coercitivos en el o rd en político y económ ico, acababa, p ara el au to r italiano, tran sform and o la apuesta liberal en una desesperanzada interrogación acerca de la viabilidad de tales ideales. El sistem a capitalista se pon e en m archa con las prom esas de establecer un sistem a social bien regulado y de d ar a la vez satisfacción a las n e cesidades de los individuos. Por ello, el p ro blem a cobra especial fuerza cuando se insiste en que este sistem a reviste un carácter de necesidad. Pues, p o r un lado, ha de h acer olvidar que las prom esas legitim adoras de su p ro p io desarrollo n o se cum plen, y, p o r o tro , ha de m an ten er su funcionam iento com o si se tratara de u na dinám ica insoslayable p ara los sujetos sociales. Pues bien, com o en un juego de espejos podem os co n tem plar, en n uestro m o m en to, la m ism a ap o ría: m ientras se tom aban las decisiones político-económ icas que ponían en m archa los procesos de globalización económ ica, bajo la prom esa de que ningún individuo ten d ría que p osterg ar la satisfacción de sus necesidades o deseos según el arbitrio de los gobiernos nacionales, com o argum entaba O hm ae, la contrastación con la realidad p o n ía de m anifiesto la inexistencia de los supuestos efectos beneficiosos que validaron las tom as de decisiones de tan largo alcance. Las diversas prom esas parecen n o h aber tenido traducción en la supuesta redistribución de las riquezas generadas. Sin em bargo, los m ás m oderados en la defensa de la globalización argüirán que, en cualquier caso, son más los que se benefician de ella que los perdedores. Un conocido financiero, agente él m ism o de la globalización, que contribuyó m uy eficazm ente a la caída de la libra esterlina en 1992, G eorge Soros, ha vuelto a p o n er en evidencia las lim itaciones internas de la globalización. En p rim er lugar, este proceso ha dejado sin «ninguna red de seguridad social» a u na enorm e m asa de individuos. La erosión del E stado de B ienestar se decanta a favor del capital «porque la gente que necesita de seguridad social no p uede dejar el país, pero el capital en que se basa el E stado de B ienestar sí puede». En segundo 17. Ibid., pp. 134-135.
lugar, «la globalización h a causado u na m ala distribución de los recu r sos». En tercer lugar, y este p u n to afecta directam ente a los d octrinarios de la globalización, «los m ercados financieros globales son proclives a las crisis»18. La situación económ ica del m u nd o actual, después de tres décadas de globalización — sin que Soros se atreva a descargar sobre ella to d a la responsabilidad— es reflejada escuetam ente p o r el financiero en su o bra citada: el 1% m ás rico del planeta recibe tan to com o el 5 7% de los pobres. M ás de m il m illones de personas viven con un dólar al día; cerca de m il m illones de personas carecen de acceso a agua lim pia; 826 m illones sufren de m aln utrició n; 10 m illones m ueren tod os los años a causa de atenciones m édicas m ínim as19. D esde esta perspectiva, el p re m io N o bel de E conom ía Jo sep h E. Stiglitz precisa que «la globalización tal com o ha sido puesta en práctica no ha conseguido lo que sus par tidarios prom etieron que lograría [...] ni lo que p uede ni debe lograr», y, tras afirm ar que las políticas estipuladas han favorecido a la m inoría a expensas de la m ayoría, concluye: «En m uchos casos los valores e intereses com erciales han prevalecido sobre las p reocupaciones acerca del m edio am biente, la dem ocracia, los derechos hum anos y la justicia social»20. U na vez m ás, volvem os a descubrir que las ideas que p ro pu g nan el proceso de globalización económ ica realm ente existente habían sido puestas en juego en o tro s m uchos m o m entos históricos. El esfuerzo p or conseguir que los efectos p ro m etid os se b o rren de la conciencia colecti va lleva a ensayar las m ism as fórm ulas que d ieron lugar a la quiebra de las sociedades cuyos problem as se p reten d ía rem ediar. En este sentido hay que destacar la insistencia de O hm ae p o r convalidar el «contexto histórico», el instante del presente vivido, com o la dim ensión últim a que o to rga sentido a nuestras acciones. Esta rep resión de la h isto ria acaecida hace que lo dado, lo m eram ente existente, parezca tan «natural» que los sujetos, h uérfanos de genealogía, no disponen de recursos, de referen tes de sentido, que perm itan enfrentarse críticam ente a las decisiones tom adas. Lo sintom ático es que la desaparición de la conciencia colec tiva de las fórm ulas ya ensayadas p uede afectar incluso a aquellos que «profesionalm ente» están m ás fam iliarizados con el o rd en de cosas p or 18. G. Soros, Globalización, Planeta, Barcelona, 2002, pp. 23-24. 19. En el mismo día en que escribo este artículo, 19 de diciembre de 2002, los Estados Unidos, Suiza y la Unión Europea han impedido un acuerdo en Ginebra, en la reunión de la Or ganización Mundial del Comercio, sobre el acceso de los países pobres a medicamentos básicos, especialmente referido a los países africanos. Esta reunión debía encontrar el acuerdo al que emplazó la reunión de Doha en 2001. Si bien se acepta la producción de genéricos en emergen cias sanitarias, reduciendo con ello el número de enfermedades a afrontar de ese modo por los Estados pobres, no se permite —en cualquier caso— que los países más pobres, que no tienen capacidad ni siquiera para producir tales genéricos, puedan importarlos de Brasil o la India, por ejemplo, que sí los producen. Cf. Miguel Bayón, en El País, 20 de diciembre de 2002. 20. J. E. Stiglitz, El malestar en la globalización, Taurus, Madrid, 2002, p. 46. El subraya do es mío.
considerar. Así lo hace n o tar H irschm an cuando recu erd a que «resulta casi doloro so ver a un K eynes recurrir, en su característicam ente tenue defensa del capitalism o, al m ism o argum ento em pleado p o r el d octo r Jo h n so n y otras figuras del siglo xviii: «Es preferible — escribe Keynes— que un hom b re tiranice su saldo en el banco que a sus conciudadanos; y aunque se dice algunas veces que lo p rim ero conduce a lo segundo, en ocasiones, p o r lo m enos, es u na alternativa»21. Tan doloro so com o lo es, p ara quienes vivim os tiem pos de d ram ática espera de guerra, leer en S chum peter que el capitalism o n o p uede favorecer ni la conquista ni la guerra, dado su carácter racional, calculador y, p o r tan to , reacio a la g uerra y otras reliquias heroicas. Por to d o ello, resulta sorpren dente leer en Soros, tras las propuestas utópicas que se habían ligado a la globalización realm ente existente, que «ha llegado un m o m en to en el que nadie confía en la invocación de principios m orales [... ] La principal ca racterística del fundam entalism o de m ercado y del realism o geopolítico es que am bos son am orales (la m o ralidad no en tra en sus definiciones). Ésa es la razón p o r la que hem os ten id o tan to éxito. N o s ha seducido el hecho de pensar cuántas cosas p od ríam os conseguir sin consideraciones m orales [... ] Los m ercados son am orales, la persecución sin lím ites del interés personal no sirve necesariam ente al interés com ún y el p o d er m ilitar no es necesariam ente la solución»22. El financiero, ciudadano estadounidense aunque de origen hún garo , acaba p ro p o n ien d o u na de sus tesis m ás estim ulantes: la econom ía, así com o las estructuras socia les, pued en ser m odificadas en función de la capacidad pensante de los individuos y de sus prácticas políticas. Este grado de reflexividad, que afecta a los órdenes económ ico y político, explica sus pro pu estas de co ntro l de los m ercados y sus tesis acerca de la necesaria actuación del E stado p ara im pedir la quiebra total de las sociedades. U na vez m ás, con H irschm an y a p ro p ó sito de las sentencias de Soros, p od ríam os pedir a críticos y defensores de la globalización económ ica, tal com o ha sido desarrollada, que tengan en cuenta en sus argum entaciones la historia vivida y la histo ria intelectual generada p o r los procesos que ellos m is m os m agnifican. Si no pueden ofrecer soluciones, que, al m enos, eleven el nivel del debate. E ntre las condiciones p ara la elevación del nivel de ese debate se en cu entra la necesidad de no seguir pensando la globalización com o el resultado de un m ovim iento p ro fu n d o de la realidad económ ico-social que exigiría, p o r su p ro p ia dinám ica intern a, la instauración del orden existente que padecen m illones de seres hum anos. Es cierto que la crisis de estancam iento de los años setenta, sin en trar ah o ra en la discusión sobre las causas de tal crisis, explica los procesos de cam bio en el orden económ ico. A hora bien, el tipo de respuesta a esta crisis, el m odelo 21. A. Hirschman, op. cit., p. 137. 22. G. Soros, op. cit., pp. 194 y 196.
social que co rresp on de a tal respuesta, las decisiones en to rn o a las relaciones m onetarias y financieras de o rd en in tern acio n al que co n d i cionan la co nform ación de las sociedades, el papel subsidiario de los E stados, etc., corresponden a una, entre otras, de las posibles salidas a la situación de los años setenta23. Por o tra p arte, com o vienen a co in cidir en ello tod os los analistas, no hay m odelos económ icos que no tengan en su base un p ro yecto político. Por tan to , la globalización eco nóm ica ha sido llevada a cabo ro m p ien d o el co n trato social, el acuerdo socio-político que hizo posible el m o delo del E stado de Bienestar. En su lugar se ha im puesto, p o r el co ntrario , un m odelo social de carácter excluyente tan to en el in terio r de los p ro pio s E stados com o respecto a los E stados entre sí. Incluso d en tro de las sociedades estatales, la ex clusión se hace sentir especialm ente p o r algunos colectivos: es m ayor, p o r ejem plo, entre las m ujeres, que en n u estro país so p o rtan el doble de índice de p aro y m en o r salario p o r h o ra trabajada, así com o sobre la juv en tu d o sobre los m ayores de cu aren ta y cinco años. Los datos ap u n tan a que sólo u na q u in ta p arte de los trab ajado res h a salido b e neficiado con este nuevo m o delo socio-económ ico. La exclusión ha llevado, a su vez, a u na co ncentració n de los beneficios que im plica, com o asum e Soros, que el 1% m ás rico del p lan eta reciba tan to com o el 5 7 % de los pobres. E sta exclusión parece avocar a u na insalvable separación creciente entre países d en tro del planeta. H acien d o balance de las tendencias económ icas d om inantes, escribía M anu el C astells que «contando con que E u ro p a y Jap ón se integ ren , el 5 7 % de la población m undial (la m ayoría, p ero n o tod os los habitan tes de los países n o d e sarrollados) q ued a fuera del sistem a, avocado a u na eco n om ía inform al y de supervivencia»24. La ru p tu ra de los lazos m ínim os de co rresp o n sa bilidad d en tro los grupos, de las com unidades y de las naciones ha sido tan radical que, com o escribe Soros, las ganancias se han d ecan tado en función de un éxito sin consideraciones morales [... ] Ahí es donde nos hemos equivocado. Ninguna sociedad puede existir sin moralidad [... ] Cuando hablo de mo ralidad quiero decir aceptar las responsabilidades que tienen que ver con pertenecer a una comunidad global [... ] Es el fundamentalismo del mercado [... ] lo que es una perversión de la naturaleza humana. Como dije previamente, considero que el capitalismo global es una forma dis torsionada de la sociedad abierta25.
23. Puede consultarse para algunos de estos aspectos la obra de P. Gowan La apuesta por la globalización, Akal, Madrid, 2000. 24. M. Castells, en El País-ciberp@is, 2 de septiembre de 1999, p. 7. 25. G. Soros, op. cit., pp. 195 y 210.
3. H acia un nuevo im aginario político 3.1. E l desplazam iento del sujeto revolucionario tradicional La globalización económ ica, tal com o la conocem os, significa la ruptura del im aginario político que ha venido construyéndose desde la m oderni dad. El proceso constitutivo de dicho im aginario está m arcado p o r las diversas etapas que la idea del «contrato social» abrió desde la m o d ern i dad y que tiene un reflejo fundam ental en el tipo de constituciones que se han forjado los pueblos. Así, con el nacim iento del E stado m o derno se afirm ó el E stado constitucional de derecho con respecto al cual, en la últim a p arte del siglo x x y en térm inos de Ferrajoli, se h abría pro du cid o un nuevo avance rep resen tado p o r «la subordinación de la legalidad m ism a a constituciones rígidas, jerárquicam ente su prao rdenad as a las leyes com o norm as de reconocim iento de su validez»26. Este últim o paso afecta fundam entalm ente a la concepción m aterial de la dem ocracia. La subordinación de la legalidad a los principios constitucionales im plica que los derechos constitucionalm ente establecidos im p on en lím ites y obligaciones a los p oderes de la m ayoría, al tiem p o que estos lím ites se configuran com o otras tan tas garantías de los derechos de todos. D esde este p u n to de vista «todo el proceso de integración económ ica m undial que llam am os ‘globalización’ bien puede ser en tend ido com o un vacío de derecho público p ro d u cto de la ausencia de lím ites, reglas y co n tro les frente a la fuerza, tan to de los E stados de m ayor potencial m ilitar com o de los grandes p oderes económ icos privados»27. La quiebra del E stado social de derecho en función del nuevo m odelo social subordina do a la acum ulación de capital en térm inos de desregulación to ta l y fundam entalism o del m ercado rom pe la lógica universalista de las garantías de los derechos sociales. El carácter subsidiario que juegan los Estados, desprovistos de la soberanía, lleva a la confusión de lo público con lo privado, a la p érdid a del concepto de ciudadano com o sujeto político y a la ausencia de un espacio público que reconstruya la dim ensión y el sentido de la categoría central de la política: la idea de igualdad, igualdad política, civil y social. La globalización o p era de este m o do en el sentido de que p ierdan vigencia estos elem entos constitutivos de los procesos dem ocráticos que han venido configurando las form as de las constituciones citadas. La confusión entre lo privado y lo público, así com o la ausencia de la g arantía de la igualdad com o g arantía que origi na el conjunto de m eta-reglas p o r encim a de los poderes públicos y de las m ayorías abre la espita p ara la regresión hacia form as de p o d er de fuerte im p ro n ta absolutista. 26. L. Ferrajoli, «Pasado y futuro del estado de derecho»: Revista Internacional de Filoso fía Política 17 (2001), p. 34. 27. Ibid., p. 36.
P odríam os ilustrar esta situación refiriénd o no s a las declaraciones del p olitólog o y jurista G ianfranco M iglio, senador d u ran te tres le gislaturas e in sp irad o r ideológico de la Lega N o rd de U m berto Bossi. U nos m eses antes de constituirse el p rim er gobierno de B erlusconi, la expresión m ás clara de la confusión en tre lo p riv ad o y lo público, entre la política y la econom ía, G ianfranco M iglio declaraba al Indipendente, el 25 de m arzo de 1994, que era u na equivocación afirm ar que la co nstitución h a de ser q uerid a p o r to d o el pueblo. P or el co ntrario , afirm aba: Una constitución es un pacto que los vencedores imponen a los ven cidos. El camino para cambiar existe, está dentro de la constitución, dentro del artículo 138 que habla precisamente de modificaciones cons titucionales. Basta la mitad más uno de los votos del parlamento. ¿Cuál es mi sueño? Lega e Forza Italia reúnen la mitad más uno. La mitad de los italianos hacen la constitución también para la otra mitad. Se trata, pues, de mantener el orden en la plaza28. La globalización, desde la perspectiva con que la vengo ab ord and o en este trabajo, se p resen ta com o un p u n to de no reto rn o . En efecto, el desarrollo del m odelo social excluyente ad op tado p o r la globalización económ ica se en trecruza históricam ente con o tros procesos y o tro s h e chos de u na significación social y política decisivas. Todo ello apunta, en m i opinión, hacia la apertura de un «nuevo im aginario político». En el capítulo an terior insinuaba, entre interrogaciones, la posible clau sura del segundo im aginario político, alum brado p o r la M od ernid ad , tras el p rim ero, debido al m u nd o griego. La dinám ica excluyente de la globalización parece que h a acelerado la crisis de ciertas tradiciones, a la vez que ha obligado a la reconceptualización de ciertas experiencias históricas fracasadas. Al m ism o tiem p o, en función de las necesidades tecnológicas ligadas al nuevo m o do de pro du cció n económ ica, la globalización ha fom entado ciertos procesos de creación, especialm ente de carácter tecnológico. Tales cam bios tecnológicos abren form as de co m p ortam iento, m odos de vida que ap un tan a nuevos paradigm as de intelección y a m odelos de relaciones sociales que no tienen p reced en tes. Ya no se trata sólo de cam bios en los m odos de p ro du cció n sino que afectan a n uestro p ro p io m odo de pensar y conceptualizar elem entos esenciales de n uestra h isto ria m ás reciente. La llam ada «cuestión obrera» debería ser reconceptualizada en la línea de los constructos sociales y culturales que nos llevan a conside rar la ap ertu ra de un nuevo paradig m a político Lo que al principio se in terp retó com o u na m etam orfosis del trabajo, obligada p o r las pautas im puestas al m ism o p o r la globalización, ha dejado paso a u na consi 28. Citado por Ferrajoli en su artículo «Democracia y constituciones», 1998.
deración m ás p ro fun da, que afecta a la idea m ism a que tenem os de los cam bios sociales. Así, p o r ejem plo, el sociólogo francés R obert C astel ha analizado lo que califica de «declive de la clase obrera», sin que atisbe un sustituto equivalente de la m ism a29. H ay que ten er en cuenta que, desde m ediados del siglo x ix hasta la m itad del x x , com o el p ro p io au to r hace notar, las posibilidades de cam bio, las principales encrucijadas sociales y políticas gravitaron sobre el lugar que debía o cup ar esta clase en la sociedad. «Así pues — enfatiza— , la cuestión social era esencialm ente la clase obrera»30. La hipótesis del au to r francés acerca de las causas de este declive de la clase o b rera se cifra en la «superación» de dicha clase p o r la «transform ación sociológica p ro fu n d a de la condición sala rial». La diversificación y la p ro m o ción de categorías laborales habrían acabado rom pien do la u nidad de acción de la clase obrera. A p artir de 1975, coincidiendo con el lanzam iento de la globalización económ ica, se h abría p ro du cid o un desarrollo de cuadros m edios y superiores que acabaron p o r privar de su posición central al núcleo de asalariados del desarrollo industrial, iniciado a m itad del siglo xix. La estratificación de los asalariados, con sus diferentes niveles, ap un taría a la p érdid a de solidaridad en el conjunto m ás hom ogéneo, aunque n unca totalm ente, d en tro de la categoría general de los asalariados. Y esta «superación» desde dentro , en función de las escalas salariales, acabaría debilitando y p rivando de fuerza a la unidad anterior, la cual había pro tag on izado la lucha y la conquista de derechos sociales, garantías en el trabajo y el h orizo nte del pleno em pleo. E sta «descolectivización de las condiciones de trabajo y de los m odos de organización», afirm a C astel, es de tal im p o rtan cia que puede p o n er en cuestión la p ro p ia noción de «clase». Los procesos económ icos de la globalización, con su en frentam iento con los sindicatos y sus reglas de desregulación, han situado a los asalariados en u na situación de «reindividualización, u na reindividualización que hace rep osar sobre el trab ajado r la responsabilidad principal de asum ir en su carne los avatares de su p ro p ia tray ectoria profesional»31. La p érd id a de la colectividad afecta, principalm ente, a los obreros n o cualificados, a los de trabajo precario y a los de tiem p o parcial, sin que — hasta el m o m en to — se visualice n inguna alternativa global a esta desestructuración de la llam ada «cultura obrera». El vacío del sujeto que tradicionalm ente ha venido rep resen tand o «la cuestión social», las posibilidades de cam bio, h a puesto en crisis u no de los pilares del discurso y del proyecto em ancipatorios vigentes hasta el final del «corto siglo veinte», con la caída del socialism o realm ente existente. E ste vacío apunta a una crisis en la configuración del im aginario político heredado de la M odernidad. 29. R. Castel, Las metamorfosis de la cuestión social, Paidós, Barcelona, 1997. 30. R. Castel, «¿Por qué la clase obrera ha perdido la partida?»: Archipiélago 48 (2001), p. 37. 31. Ibid., p. 45.
A la crisis del sujeto em ancipatorio hay que sum ar la caída de aquel o tro ideal que, com o alternativa am enazante al capitalism o, se p ro p o n ía establecer la adm inistración racional de las cosas com o un m edio de satisfacer las necesidades hum anas, recu erd a Przew orski. El fracaso de la E uro pa del Este ha ten id o diversas lecturas, m uchas de las cuales han recreado el carácter de im aginario sim bólico utó pico que siem pre m an tuvo el ideal com unista, pese al conocim iento que se ten ía de sus reali zaciones concretas. El p ro p io B obbio, después de afirm ar el fracaso del com unism o histórico y dejando constancia de que los problem as «que la u to p ía com unista señalaba» siguen existiendo, acababa rem em o rand o al poeta: «A hora que ya no hay bárbaros, ¿qué será de n oso tros sin ellos?» (junio de 1989). En la línea del au to r italiano escribía H obsbaw m : El efecto principal de 1989 es que por ahora el capitalismo y los ricos han dejado de tener miedo. Todo lo que hizo que la democracia occiden tal mereciera ser vivida por su gente [... ] fue el resultado del miedo [... ] miedo de una alternativa que realmente existía y que realmente podía extenderse, sobre todo bajo la forma del comunismo. M iedo de la pro pia inestabilidad del sistema32. M ás resolutivo en el juicio sobre el significado del hecho histórico del 8 9 , Fred H alliday sentenciaba: Esto significa nada menos que la derrota del proyecto comunista tal como se lo ha conocido en el siglo xx, y el triunfo del capitalismo. F rente a un juicio, tan term in ante, de u no de aquellos jóvenes rad i cales que habían em pujado a E dw ard T h o m p so n fuera de la dirección de la N e w L eft R eview , el viejo luchad or pacifista p reten d ía m anten er la esperanza de que, ah o ra m ás que nunca, es posible abrir un nuevo paradigm a socio-político. La caída de la U nión Soviética p o d ía verse com o «la conclusión de u na era histórica y el inicio de otra». El en fren tam iento de las dos grandes potencias en la segunda G u erra Fría, según T ho m p son , no fue un enfrentam iento intersistém ico, com o lo había in terp retad o H alliday, sino que era una guerra de opuestos «que jugaban conform e a las m ism as reglas». Se tratab a, pues, de u na g uerra vuelta «so bre sí m ism a», « auto rrepro du ctora», intrasistém ica, que sólo buscaba la elim inación del contrario. N o era, p o r tan to , un proceso que h ub iera de ser visto dialécticam ente com o la oposición de dos sistem as que buscan validarse p o r el desm o ron am ien to del co ntrario . Pues al ser u na guerra « autorreproductora» que buscaba sim plem ente la aniquilación, la caída de u na de las p artes co ntendientes, en este caso de la ex tin ta U nión So viética, arrastraría a la otra, «de la m ism a m anera que un luchad or que 32. E. Hobsbawm, «Adiós a todo eso», en R. Blackburn (ed.), Después de la caída. El fracaso del comunismo y el futuro del socialismo, Crítica, Barcelona, 1993, pp. 133-134.
de rep ente pierde a su antagonista se puede caer al suelo». El fin, pues, de la G u erra Fría p o d ía ser el m o m en to de ap ertu ra de u na nueva era, de un nuevo ciclo, en el que la idea de «aniquilación» daría paso a m ovi m ientos reales y a prácticas de índole política que p od rían en carnar los ideales de racionalidad y de universalidad heredado s de la Ilustración. E ra tan grande su fe en las prácticas dem ocráticas desarrolladas d entro de los m ovim ientos pacifistas, que él alentó, y fue tan fuerte su co m p ro m iso con los grupos pacifistas existentes en los países del Este que pidió, en nom b re de tales hechos históricos, un com pás de espera antes de ce rrar los p lanteam ientos teóricos y prácticos de esa nueva vía que había in ten tad o abrir. Su esperanza, desgraciadam ente, resultó ser vana tras los cinco años de reflexión y de práctica que se había m arcado com o lím ite p ara establecer u na v aloración adecuada de los hechos discutidos. La interp retació n del significado de la G u erra Fría y de su final que había in ten tad o d ar el socialista T ho m p son fue, aún m ás radicalm ente, negada p o r algunos teóricos socialdem ócratas. El co m p ortam iento de ciertos gobiernos socialdem ócratas europeos y las tensiones vividas en el in terio r de los p artid os co rrespondientes dejaron abierto el cam ino p ara que Przew orski llegara a afirm ar que «el p royecto socialista fracasó tan to en los países del Este com o en O ccidente»: Cierto es que los valores de la democracia política y de la justicia social siguen inspirando a los socialdemócratas como yo, pero la socialdemocracia es un programa encaminado a mitigar los efectos de la propiedad privada y la asignación de recursos a través del mercado, no un proyecto alternativo de sociedad33. Antes, sin em bargo, de la caída del M uro de B erlín, y en función de la desestructuración social y la p érd id a de la o rientación política causadas p o r la globalización económ ica, H aberm as h abía detectado, desde el p u n to de vista filosófico-político, los elem entos de ru p tu ra con el proyecto em ancipatorio heredado de la M od ernid ad . «La M o d ern i dad — escribió en 1985— ya no puede pedir prestadas a otras épocas las pautas p o r las que h a de o rientarse [...] El presente auténtico es, desde hoy, el lugar d on de tropiezan la co ntinu idad de la tradición y la innovación»34. C on la erosión del E stado de Bienestar, arro llado p o r la globalización económ ica, cae tam bién «el co nten ido utópico de la sociedad del trabajo». Es decir, vienen a desaparecer dos ilusiones gene radas con la M od ernid ad : la felicidad y la em ancipación, que confluían «con las de au m ento del p o d er y de la producción». En segundo lugar, de form a todavía m ás definitiva, se pierde «la ilusión m etodológica que iba u n id a a los proyectos de u na to talid ad concreta de posibilidades 33. A. Przeworski, Democracia y mercado, Cambridge University, Cambridge, 1995, p. 11. 34. J. Habermas, Ensayos políticos, Península, Barcelona, 1988, p. 113.
vitales futuras»35. A unque p ued a argüirse que lo que se esfum a es la u to p ía co ncreta de «la sociedad del trabajo», lo cierto es que con ella desaparece el E stado social y, lo que es m ás grave, se p ierden las bases que lo habían sustentado. Lo que ya no existe, enfatiza, es «la capacidad de form ular posibilidades futuras de alcanzar u na vida colectiva m e jor y m ás segura»36. ¿Se tra ta de que realm ente «se han consum ido las energías utópicas»? ¿O acaso «la nueva im penetrabilidad» p ertenece a la necesaria ru p tu ra con el pasado, ru p tu ra que, paradójicam ente, hoy cobra nuevos perfiles de creatividad, com o la única form a de co n tin u i dad con el m ism o? 3.2. D e las «políticas del reconocim iento» a la emergencia de un nuevo «paradigma tecnológico» La década de los años n ov enta fue bautizada p o r algunos autores com o «la época del post-socialism o» p ara asum ir así «la ausencia de un p ro yecto em ancip ad or am plio y creíble, a pesar de la proliferación de fren tes de lucha»37. En efecto, tras el decaim iento de «la cuestión social ligada a la cuestión obrera», cobran relevancia en la esfera social y en la política otros tipos de injusticia y hacen acto de presencia diversos g ru pos de sujetos que luchan p o r su reconocim iento. La idea de «recono cim iento» ha sido, precisam ente, u no de los m otivos de reivindicación en sociedades plurales tal com o han venido a conform arse, en v irtu d de las m igraciones, la m ayoría de las sociedades de nuestra geografía occi dental. Ju nto a los nuevos grupos étnicos recién llegados han vuelto a cobrar fuerza las luchas p o r las identidades llevadas a cabo p o r d iferen tes grupos, algunos con u na larga h isto ria reivindicativa. Los problem as provenientes del m ulticulturalism o, las dem andas del com unitarism o, las luchas de grupos subordinados frente a la dom inación cultural, etc., acaban m o deland o lo que ha venido a denom inarse «la lucha p o r el reconocim iento». Se trata, en térm inos de u no de sus teóricos, «de una teo ría crítica de la sociedad, en la que los procesos de cam bio social d e ben explicarse en referencia a p retensiones norm ativas, estru cturalm en te depositadas en la relación del reconocim iento recíproco»38. Se abre paso, de este m odo, u na filosofía m o ral y p olítica de corte m ás cultural y sim bólico. Por su p arte, la corriente del post-socialism o, de fuerte ra i gam bre n orteam ericana, se p resen ta com o un in ten to crítico de paliar la falta de un paradigm a englobante de las distintas construcciones y prácticas políticas liberadoras. El post-socialism o asum e la centralidad 35. Ibid., pp. 133-134. 36. Ibid., p. 119. 37. N. Fraser, Iustitia interrupta. Reflexiones críticas desde la posición «postsocialista», Siglo del Hombre Editores-Universidad de los Andes, Santa Fe de Bogotá, 1997, p. 7. 38. A. Honneth, La lucha por el reconocimiento, Crítica, Barcelona, 1997, p. 8.
de los nuevos problem as de econom ía política, p retend e d ar cuenta, con cierta u nidad teórica, de las dim ensiones críticas y em ancipatorias de los procesos que confluyen en el espacio abierto p o r la globalización, tales com o la plural constitución de nuevos sujetos socio-políticos y las respuestas a las diversas form as de injusticia que em ergen en el tipo de sociedades com plejas y m ulticulturales del m om ento. En este sentido, se tienen en cuenta las alternativas que, com o el com unitarism o, el m ulticulturalism o y la teo ría del reconocim iento p reten d en p ro po n erse en sustitución del p ro gram a del E stado social, que se había alim entado de la u to p ía de la sociedad del trabajo. D esde el post-socialism o se atiende especialm ente a la teo ría del reconocim iento, y se le atribuye un m eno r interés crítico-político tan to al com unitarism o com o al m ulticulturalism o, en las form as en que am bos han hecho acto de presencia en los E stados U nidos. La teo ría del reco no cim ien to, p o r su p arte, tiende a constituirse en u na nueva form a de teo ría crítica de la sociedad, que vincula las experiencias históricas de m enosprecio a u na lógica m oral de los conflictos sociales. En función de m is intereses, en este m o m ento orientad os hacia el horizo nte de un cam bio de im aginario político, voy a ser algo breve al respecto. C harles Taylor representa, de form a privilegiada, la corriente d en o m inada «teoría del reconocim iento». S intéticam ente, el au tor canadien se argum enta que el no reconocim iento o el reconocim iento equivocado puede ser u na form a de opresión, de m odo que «el debido reconoci m iento no es sim plem ente una cortesía, sino u na necesidad hum ana». El reconocim iento conceptualizado en su teo ría es ex tend ido p o r igual a m ovim ientos nacionalistas, a grupos m in oritarios o «subalternos», a algunas form as de fem inism o y a lo que hoy se deno m in a política del «m ulticulturalism o». Lo llam ativo de estas derivas filosófico-políticas estriba, al decir de N ancy Fraser, en el hecho de establecer las distinciones culturales, tal com o las considera la teo ría del reco no ci m ien to, com o absueltas, al m enos de m o do directo, de im plicaciones económ icas y políticas. La crisis de la identificación de la econom ía p olítica com o el ám bito privilegiado de las luchas sociales parece haber o to rgado un grado excesivo de independencia a las form as culturales de alienación ligadas a la etnia, a la raza o al sexo. N in g u n a de ellas ten dría, en su dim ensión evaluativo-sim bólica, incardinación d irecta en la situación socio-económ ica de los individuos o grupos a que hem os hecho m ención. Taylor ha argum entado que las exigencias de justicia, en estos casos, están referidas al daño que pueden sufrir un individuo o un grupo de personas en función de la aprobación o el rechazo «a la interp retació n que hace u na person a de quién es y de sus características definitorias fundam entales com o ser hum ano»39. Se p o d rían , de este 39. Ch. Taylor, El multiculturalismo y «la política del reconocimiento», FCE, México, 1993, p. 43.
m odo, solventar situaciones de injusticia a través de reconocim ientos culturales, sim bólicos o de p atron es de relación evaluativa; dicho de o tro m odo, a través de form as de reconocim iento que m arcaran las «diferencias» sin necesidad de cam bios en o tros órdenes del ser social. Es m ás, com o tam bién señala Fraser, parecería existir u na co n trad ic ción entre las luchas económ ico-políticas, que buscan la desaparición de las diferencias, y las teorías del reconocim iento, que persiguen la consagración de estas m ism as diferencias, culturales o sim bólicas. Pues bien, el significado de este giro filosófico, m oral y político tiene que ver con m i hipótesis sobre la posibilidad y la necesidad de un nuevo im agi nario político. En concreto, creo que las o rientaciones de la teo ría del reconocim iento, que disfrutan de cierto consenso en algunos am bientes filosóficos, im plican u na lim itación de análisis en contraste con su fuer te p regnancia retórico-m oralizante, así com o u na desactivación de las dim ensiones políticas, lo cual afectaría negativam ente a la posibilidad de un nuevo im aginario em ancipatorio. El déficit analítico tiene que ver con la idea de que «lo nuevo es que la dem an da de reconocim iento hoy es explícita» p o r p arte de los individuos y los grupos. P ara Taylor, la prem isa fundam ental de estas dem andas es que el reconocim iento forja la identidad, p ero «los grupos dom inantes tienden a afirm ar su h egem onía inculcando u na im agen de inferio ridad a los subyugados»40. E sta explicación de la injusticia com etida p o r los grupos dom inantes se inspira en los tex to s de F anon acerca del colonialism o que, a su vez, son in terp retad o s de u na m anera sesgada. A dem ás, deja fuera de su análi sis las dim ensiones ontológicas m ás im p ortan tes de las relaciones entre dom inadores y dom inados, dim ensiones que afectan esencialm ente a la «diferencia» exigida p o r el dom in ad o o el colonizado. En el análisis que realiza de la colonización francesa en Argelia, Sartre subraya que «es al h om b re al que se quiere destruir, con tod as sus cualidades de hom bre, de valor, la v oluntad, la inteligencia, la fidelidad [...], las m ism as que el colono reivindica». El colonizador sabe que el lím ite de tal destrucción es únicam ente la vida del colonizado, al que necesita p ara su servicio. A hora bien, la línea que los separa es el hecho de que en A rgelia «no hay lugar suficiente p ara dos especies hum anas; hay que elegir entre la u na y la otra»41. Lo que se niega no es, pues, la diferencia, sino el hecho m ism o de que el colonizado sea hum ano. Así, lo que está en juego en el reconocim iento no es tan to la diferencia cuanto la h um anid ad m ism a. La construcción de las identidades, el cam bio de las m ism as o su redefinición han estado estrecham ente vinculados a los procesos h is tóricos, a las dinám icas de relación n o sólo intern as sino externas. «La diferencia com o id en tid ad o instru m en to de liberación — escribe Cirillo— tiene que exam inar sus vínculos con la opresión, p orqu e éstos 40. Ibid., p. 97. 41. J.-P. Sartre, Colonialismo y neocolonialismo, Losada, Buenos Aires, 1965, pp. 64-65.
señalan los m árgenes en los que la diferencia puede reivindicarse sin convertirse en idealización»42. C uando la defensa del reconocim iento enfatiza la diferencia en la posición m ás inm ediata y acrítica, sin atender a las estructuras de su construcción, hem os visto reclam ar — p o r p ar te de los grupos «diferenciados»— la p ro p ia situación de inferioridad hasta la exasperación, haciendo de la necesidad v irtud, convirtiendo en excelencia el aspecto m ás folklórico o el rasgo m ás superficial. El reco n ocim iento de la diferencia n o consiste, únicam ente, en la evaluación positiva del «otro». Este tipo de análisis y de actitud tiende a hipostasiar la diferencia en cuanto diferencia. A hora bien, p ertenece a la estructura p ro fu n d a de la diferencia, com o insiste C irillo, el que la m ism a h aya sido d eterm inada p o r p arte de los sujetos individuales de u na com unidad política que, en un m o m en to histórico d eterm inado, reivindican unos derechos y establecen la existencia de unas necesidades concretas. O tra de las insuficiencias de la teo ría del reconocim iento estaría en que no rep ara en el hecho de que ciertas identidades de gru po son conform adas h eterón om am ente. C om o vino a argum entarle Susan W olf a Taylor, la cuestión, p o r lo que a las m ujeres se refiere, es saber en qué m edida y en qué sentido desean ser reconocidas com o m ujeres: Pues resulta evidente que las mujeres han sido reconocidas como muje res en cierto sentido — en realidad, como «nada más que mujeres»— du rante demasiado tiempo, y la cuestión de cómo dejar atrás ese tipo espe cífico y deformante de reconocimiento es problemática en parte porque no hay una herencia separada clara o claramente deseable que permita definir y reinterpretar lo que es tener una identidad de mujer43. El verdad ero p ro blem a de las m ujeres en cuanto a su identidad, insistió Susan W olf, es la incapacidad del reconocim iento p ara asum ir las «com o individuos» cuyos intereses o deseos p uede que estén m uy alejados de los roles que les han sido asignados, así com o que no se les p erm ita y se les posibilite utilizar sus capacidades y valores en cualquier ám bito social. La utilización del térm in o post-socialista, pues, h a servido a Fraser p ara establecer, en ausencia de un plan englobante de cam bio social, líneas de interp retació n crítica de algunas posiciones filosóficas y socio lógicas que p reten d en escindir de la econom ía política diversas políticas culturales, sim bólicas o evaluativas de identidades diferenciadas. Las corrientes m ercantilizadoras de la política, propias de la globalización económ ica realm ente existente, han fom enta do estos intentos de cam bio de los ejes centrales de las tradiciones em ancipatorias de la M odernidad. La categoría de la «igualdad» ha llegado a ser el principio d eterm inante de la filosofía política, del im aginario político derivado de las revolucio 42. L. Cirillo, Mejor huérfanas, trad. de L. Posada, Anthropos, Barcelona, 2002, p. 103. 43. Ch. Taylor, op. cit., pp. 109-110.
nes am ericana y francesa. Al asum ir esta idea com o reguladora, Fraser establece lo que deno m in a «colectividades bivalentes» p ara indicar el carácter tran sfron terizo que adquiere la econom ía p olítica al atrav e sar las diversas form as de identidad exigidas desde la raza, la etnia, la sexualidad o el género. Así, «colectividades bivalentes» son aquellas que, com o la raza o el género, se verían afectadas a la vez p o r un déficit de reconocim iento y u na deficiencia redistributiva. El «enfoque bifo cal» de la justicia p ro p u esto p o r Fraser aten dería de este m o do a dos dim ensiones interrelacionadas que u na concepción cabal de la m ism a no p o d ría eludir: la de la distribución y la del reconocim iento. F rente a las posiciones de corte hegeliano ensayadas p o r Taylor u H o n n eth , la au to ra estadounidense establece las m ediaciones que se entrelazan entre los diversos ám bitos de reconocim iento: Las normas culturales injustamente parcializadas en contra de algunos están institucionalizadas en el Estado y la economía; de otra parte, las desventajas económicas impiden la participación igualitaria en la cons trucción de la cultura, en las esferas públicas y en la vida diaria44. La econom ía política se instituye, de nuevo, en la instancia central para analizar los procesos sociales, jun to a la «deconstrucción» de la cultura. Pues el horizo nte de un nuevo im aginario, al que ap u n ta esta corriente crítica del au tod eno m in ado post-socialism o, im plica procesos de cam bio que afectan a la identidad de los p ro pio s individuos o g ru pos: «Para que este escenario sea plausible sicológica y políticam ente, es preciso que todas las personas se desprend an de su apego a las cons trucciones actuales de sus intereses e identidades»45. H em os identificado, pues, p o r u na p arte, los problem as p lanteados p o r el agotam iento de lo que p od ríam os llam ar el paradigm a em ancipatorio tradicional, que ha sido el dom in an te con respecto a la concepción de los cam bios socio-políticos radicales. Por o tra p arte, hem os m o stra do la dificultad de establecer, hasta este m o m en to, un proyecto em ancipatorio plausible y d otad o de la u nidad necesaria p ara su realización. H aberm as había afirm ado que el caudal de las energías utópicas parecía h aber llegado a su fin: así «el horizo nte del futuro ha cam biado fu n d a m entalm ente». La p reg u n ta que él m ism o se form ulaba, en el tex to que hem os citado, consistía en saber si sería posible establecer alguna co n ti n uidad entre la trad ició n y la innovación. La tesis que parecía asum ir en ú ltim a instancia era la de la ausencia de «la capacidad de form ular p o sibilidades futuras de alcanzar u na vida colectiva m ejor y m ás segura». D esde u na p o stu ra m ás sociológica que filosófica, M anuel Castells presen ta u na de las concepciones teóricas m ás p enetrantes y sistem áti 44. N. Fraser, op. cit., p. 23. 45. Ibid., p. 52.
cas en to rn o a los procesos de globalización. En el co ntex to de crisis e indeterm in ació n políticas que hem os venido expo nien do , ha realizado un trabajo de com prensión del presente que resp on de a un nuevo tipo de reflexión m ás idóneo en o rd en a superar los lím ites del paradigm a anterior, «el industrialism o». El pensam iento y el debate políticos, a p artir de la M od ernid ad , ya no pued en retro ced er a fuentes de norm atividad y de sentido an teriores o distintas al cam po de reflexividad que alum bró la Ilustración. N i la tradición, en cuanto lo ya dado, ni el recurso a n inguna instancia h eteró n o m a con respecto a las capacidades de la razón pued en d ictar los cam bios que depend en de n oso tros com o agentes históricos. La idea de progreso, de cam bio y de innovación, fue el criterio epistem ológico de distinción que «los m odernos» establecie ro n con respecto a la concepción de la h isto ria que habían m antenido «los antiguos». D e este m odo, cuando hablam os en n uestro tiem p o de un nuevo im aginario, entendem os que la ru p tu ra im plica que el p resen te se hace cargo, recoge y rep lan tea los problem as que el pasado nos ha legado sin p o d er superarlos. Los ideales de la Ilustración, en su form ula ción abstracta, siguen o rien tan d o las realizaciones concretas, históricas. Pues bien, desde la asunción de tales ideales y desde la consideración de su p ro p io pensam iento com o perteneciente a la tradición socialista, n uestro au to r p lantea la superación del pasado a p artir de una intelec ción nueva de n uestro presente. A dem ás de tod as sus obras anteriores, sin las cuales n o se explicarían los trabajos a los que m e voy a referir, Castells sintetiza u na gran p arte de su investigación en el «Epílogo» a la o bra de H im an en 46. Castells sitúa los problem as de la evolución y del cam bio social d en tro de lo que deno m in a «el inform acionalism o», que rep resen ta p ara n uestro sociólogo un nuevo paradigm a tecnológi co . Este p aradigm a «se basa en el aum ento de la capacidad h um ana de p rocesam iento de la inform ación en to rn o a las revoluciones parejas en m icroelectrónica e ingeniería genética»47. D efinido el nuevo paradigm a tecnológico p o r tres características, a las cuales n o p u ed o ya dedicar la atención que m erecerían, m e interesa destacar únicam ente que este n u e vo paradigm a afecta tan to a la realidad y a la definición de las relaciones sociales com o a la p ro p ia concepción ontológica del sujeto, así com o a las nociones del espacio y del tiem po. M ediante la caracterización de la «sociedad red», co rresp on dien te a este nuevo p aradigm a tecnológico, da cuen ta de las disposiciones organizativas de los seres hum anos que resp on den al m odelo interactivo de «nodos interconectados», pues la sociedad red carece de centros. E sta nueva sociedad «es sim plem ente u na nueva y específica estru ctura social» cuyos efectos de carácter p olí tico, de pro du cció n y de felicidad «dependen del co ntex to y del p ro ce 46. P. Himanen, La ética del hacker y el espíritu de la era de la información, Destino, Barcelona, 2004. 47. M. Castells, «Informacionalismo y la sociedad red», en P. Himanen, op. cit., p. 173.
so», de la p rogram ación que efectúen los actores y las instituciones. N o vam os a d ar cuenta aquí de las im plicaciones y las secuencias del p a ra digm a que instituye el inform acionalism o. Pero no podem os dejar de reco rd ar la tesis de V ernant, de acuerdo con la cual la diferenciada d eri va tecnológica y la distinta organización de la agricultura de los griegos con respecto a C hina conform ó u no de los elem entos que posibilitaron el salto a la institución del pensam iento racional y, con él, la em ergencia de la nueva concepción filosófico-política que supuso la polis48. El proceso que ha posibilitado el cam bio tecnológico tal com o lo reconstruye Castells es fruto de varios m ovim ientos m uy dispares que van desde los intereses originados a p ro p ó sito de la G u erra F ría a la experiencia libertaria que abrió el M ayo del 68. U na de las expresio nes m ás im p ortan tes del cam bio tecnológico lo constituye Intern et, el m edio en que se com unican am plios grupos sociales, que constituye un código de com unicación específico que debem os co m p rend er si q ue rem os cam biar n uestra realidad. Intern et, desde o tro ángulo, viene a «corresponder a un sistem a de valores y creencias que configuran el co m p ortam iento y que está arraigado en las condiciones m ateriales del trabajo y el sustento en nuestras sociedades»49. N o son ajenos a la m a nera com o se ha co nform ado In tern et los diversos colectivos que lo hicieron posible en su form a actual de libertad de com unicación y de estru ctura descentralizada. Es m ás, la in tercon exió n entre m ovim ientos sociales que buscan la tran sform ación de valores y estructuras sociales y el uso de In tern et com o m edio de organización ap rop iado da pie a Castells p ara enfatizar que «Internet no es sim plem ente u na tecnología: es un m edio de com unicación (com o lo eran las tabernas) y constituye la infraestructu ra m aterial de u na form a organizativa concreta: la red (com o antes lo fue la fábrica)»50. D e este m o do , de m edio tecnológico, inseparable no ya de los grupos que lo han co nvertido en p arte de su cultura m aterial sino de los grupos que determ inaron su form a a ctual, In tern et pasa a im plicar to d a u na concepción, en la form a organizativa de red , que p retend e abarcar desde la pro du cció n a las instituciones políticas, así com o resp o n d er al proceso de «individualización» que co rresp on de a u na de las transform aciones de nuestra concepción de las relaciones personales. ¿Estarem os, pues, ante u na de las form as tecnológico-culturales que nos están obligando a rem od elar nuestras estructuras de pensam iento y, con ello, abriendo u na vía del nuevo im aginario político? 48. J.-P. Vernant, Mito y sociedad en la Grecia antigua, Siglo XXI, Madrid-Barcelona, 1982, pp. 76 ss. Cf. también su obra Mito y pensamiento en la Grecia antigua, Ariel, Barcelona, 1983, cap. IV. 49. M. Castells, La galaxia Internet. Reflexiones sobre Internet, empresa y sociedad, Plaza & Janés, Barcelona, 2001, p. 149. 50. Ibid., p. 161.
F E M IN IS M O Y D EM O CRA CIA : E N T R E EL PR EJU IC IO Y LA R A Z Ó N
1. Sentido y ubicación filosófico-políticos del fem inism o C o rren tiem pos de «finales» en m uchos órdenes: filosóficos, políticos, culturales, e incluso de final de la p ro p ia historia, h ip otecada en lo que se considera su ú ltim o p aradigm a político-cultural: el liberalism o. Sin em bargo, la teo ría crítica fem inista no parece haberse co ntam inado es pecialm ente de dichos talantes letales. Por el co ntrario , y en razón de u na larga h isto ria en co ntinu a reelaboración, el fem inism o ha conse guido articular un nuevo proceso, especialm ente en lo concerniente al orden de la dem ocracia. Este proceso, de p ro fu n d o calado crítico-polí tico, ha tenido lugar desde hace tres décadas. Se trata de un hecho tan relevante que, m ás bien allende nuestras fron teras, el fem inism o ha sido asum ido com o u na de las corrientes de pensam iento m ás innovadoras y de m ayor alcance filosófico-político. Es m ás, sus virtualidades tran s form ad oras y su capacidad de interpelación de la realidad socio-política de nuestros días han sido equiparadas a las de los grandes m ovim ientos, a las de los sistem as políticos clásicos, desde el liberalism o al m arxis m o. Así, p o r ejem plo, Kym licka, en su Filosofía política contem poránea (1995), intro du ce el fem inism o d en tro de las seis grandes corrientes del p ensam iento actual cuya contrastación es obligada p ara cualquier form a de pensam iento político que intente co nstru ir u na teo ría plausible acer ca de la sociedad justa, h orizo nte de la p olítica desde la M o d ernid ad . Es difícil entender, en u na p rim era aproxim ación, el alcance del reconocim iento actual obten id o p o r el fem inism o así com o su am plia repercusión incluso en el ám bito de la política práctica. D esde esta p ers pectiva, m erecen especial atención su presencia en la organización de los p artid os así com o sus dem andas en la determ inación del ejercicio del p o d er político frente a la persistente asim etría en la com posición de los órganos de gobierno, asim etría n um érica entre hom bres y m ujeres no
d eterm inada precisam ente p o r la aleatoriedad de los procesos de selec ción. C iertam ente la reestru ctu ración herm en éu tica del pensam iento de la política y la consiguiente redefinición de la condición, la distribución y la n orm ativ idad de lo político p o r p arte del fem inism o im plican cam bios, perspectivas y actitudes que no afectan sólo a las m ujeres sino que p o n en en cuestión, entre otras cosas, la «distribución» de los espacios de p o d er en los que se «obliga» a ubicarse a los individuos, los grupos o las clases. N o se com p rend ería bien, p o r o tra p arte, las dim ensiones del p lanteam iento filosófico desde u na perspectiva fem inista si no se advir tiera q ue la n aturaleza m ism a del p ro ced er del fem inism o está enraizada en el p ro p io proyecto de la M o d ern id ad . Pues este pro yecto conlleva el nacim iento fundacional del im aginario sim bólico p erteneciente a «una nueva aetas» de la dem ocracia, herencia del in n o v ad o r sentido de la cu ltu ra alum brado p o r el m u nd o griego. El fem inism o rep resen ta así, justam ente, un m o m en to especial de la m o dernidad, la cual estatuyó la razón com o principio universal y criterio fundante del valor y el reco n ocim iento de los individuos frente al carácter estam ental y discrim ina to rio del A ncien Régime. La perspectiva filosófico-política del fem inism o se incardina, pues, en la m atriz de pensam iento que, especialm ente desde el R acionalism o y la Ilustración, estatuye la razón com o criterio de v erdad y principio de legitim ación política. Se aban do na así la m etafísica tradicional jerarq u izad o ra del ser y el carácter h eteró n o m o del poder, cuya legiti m ación se o to rgaba a la religión. El exam en de la estru ctura form al de la racionalidad resp on de a las dem andas epocales de u na nueva form a de identidad, cuyo presupuesto, com o afirm a K ant, «sólo (lo) concede la razón a lo que puede afro n tar su exam en público y libre». La M o d ernid ad será definida, precisam ente, com o «la salida del hom bre de su m inoría de edad autoculpable. Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendim iento!». La radicalidad de nuestra época consiste, pues, en pensar a los individuos com o legisladores autónom os. E sta apelación a la razón y a la individualidad responsable no es el resultado de nin gu na ligereza, com enta el p ro p io K ant en el prefacio a la Crítica de la razón pura, sino que es fruto del «m aduro juicio de la época que no quiere seguir conten tánd o se con un saber aparente y exige de la razón [...] que [...] establezca un tribu nal que al m ism o tiem p o que asegure sus legítim as aspiraciones, rechace tod as las infundadas». Se trata, pues, de u na época nueva que se abre con el proceso histórico m arcado p o r la autoconciencia de la au ton om ía de los individuos en cuanto referentes políticos y epistém icos con los cuales h a de contrastarse to d o lo que se p ued a en tend er com o conocim iento verdad ero . Los individuos se reconocen, asim ism o, com o legisladores de sus estructuras y form as de vida socio-políticas, las cuales han de hacer posible la au ton om ía radical de cada p erson a hum ana. D esde esta perspectiva, el «atreverse a pensar p o r u no m ism o» niega de suyo to d o in ten to de racionalización absoluta.
El carácter absoluto de u na racionalización tal equivaldría a totalizar la h istoria en u na suerte de «religiosa» reconciliación final al tiem po que p erm itiría «dictar» de m o do totalitario las opciones de pensam iento y de vida de los individuos. C om o cara co m plem entaria de la revolución p olítica en m archa, estaría la necesidad de en tend er la actividad individual com o la insusti tuible posición del h erm en eu ta particular, incluso en la «negación» ejer cida p o r un sujeto concreto co n tra la racionalidad p ro pu esta. Es esto lo que, m ás allá del p ro p io K ant, nos p erm itiría suscribir su afirm ación en el prefacio citado: Y nuestra época es la propia de la crítica, a la cual todo ha de someterse. En vano pretendan escapar de ella la religión por santa y la legislación por majestuosa, que excitarán entonces motivadas sospechas y no po drán exigir el sincero respeto que sólo concede la razón a lo que puede afrontar su examen público y libre. D e este m odo, la reconstrucción del conocim iento que reco rre las obras de los filósofos no debe interp retarse com o «un sistem a de la ciencia» sino m ás bien com o el in ten to m ism o de la razón de trascen derse p ara la construcción de su dim ensión «práctica». D eberá atenerse p ara ello a las conform aciones norm ativas de los diversos órdenes en los que las dem andas socio-políticas, las interpelaciones valorativas de los diversos ám bitos de realidad, así com o el significado contenido en la idea de «la dignidad hum ana», que se abren con la M od ernid ad , han de plasm arse. El fem inism o, en su dim ensión m ás em ancipatoria, asum ió e hizo p ropia, de la form a m ás radical, la p ro p u esta de la m o dernidad, yendo a la raíz de la m ism a: la dem an da de la igualdad valorativa y la equip oten cia de los individuos. Igualdad en la diferencia, p o r o tro lado, p uesto que las determ inaciones em píricas o peculiares de individuos o grupos, tales com o el sexo, la raza o la lengua, n o son p ertin en tes com o criterios que haya de ten er en cuen ta la razón, en cuanto capacidad de abstracción universalizadora, en orden a d eterm inar la idea y estable cer el reconocim iento de la igualdad. Pues bien, en las prem isas de la adscripción de la racionalidad universal a la com petencia h erm en éu ti ca de los individuos se en cu entra incoativam ente el nom inalism o1. El nom inalism o, com o concesión a los individuos de realce ontológico, afecta progresivam ente a nuestra sociedad: desde la reestructuración de las form as de fam ilias a la idea de u na ciudadanía, m ás allá de la n acionalidad o la lengua, desde la asunción de las diferentes form as de sexualidad a las redefiniciones de la id en tid ad de acuerdo con procesos 1. nismo.
El nominalismo no ha sido entendido ni adecuadamente analizado por el post-moder-
constructivistas, que se están im p on iend o a p artir de las opciones más particulares [...] D esde esta perspectiva, el fem inism o ha hecho valer la necesaria discusión «política», y no m eram ente social, de la diferencia, sin que dicha defensa crítica de la diferencia im plique p o r ello ni la hipótesis ni la necesidad de u na supuesta esencia ya definida de la cual h ubieran de p articip ar los individuos o los g rupos. E sta identidad, com o en el caso de los colonizados liberados, no supone la m era negación del o tro ni, reactivam ente, la vuelta a u na supuesta form a de vida p re existente, p erdid a, que h abría que recuperar. Así se debería en tend er la defensa de la igualdad y la vindicación de la ciudadanía que, desde el inicio del nuevo o rd en dem ocrático dibujado, fueron los centros de interés político p lanteados p o r el fem inism o ya desde finales del siglo xvii. U na de sus form ulaciones m ás em blem áticas se p uede leer en el es crito sobre «Los derechos de la m ujer y de la ciudadana» que O lym pe de G ouges publicara en F rancia, en p lena efervescencia revolucionaria. El escrito se abre con la p regu nta «H om bre, ¿quién te ha dado el soberano p o d er de o prim ir a m i sexo?»: Sólo el hombre se fabricó la chapuza de un principio de esta excepción [...] quiere mandar como un déspota sobre un sexo que recibió todas las facultades intelectuales y pretende gozar de la revolución y reclamar sus derechos a la igualdad, para decirlo de una vez por todas2. Las «quejas» y las «denuncias», m ás propias de épocas anteriores, m edievales, aunque persistan en el tiem po, se refieren a la h o n ra y el d ecoro que invisten a la m ujer com o esposa y m adre. Tales actitudes dejaron paso a los tiem pos de «la vindicación», de las luchas p o r la igualdad. D e un m o do ah o ra ya m ás preciso, la igualdad preconizada p o r el fem inism o no equivale a la «reproducción» ni a la im itación de un m odelo supuestam ente valioso, en este caso el del hom b re o ser m ascu lino. La igualdad, com o señala Santa C ruz, no h a de ser en tend ida com o identidad, u niform id ad u hom ogeneización. Los iguales, no los id én ti cos, son aquellos que, p o r un lado, m antienen entre sí u na sem ejanza recíproca establecida a nivel horizontal: pertenecen , pues, a un m ism o nivel. Por o tro lado, son iguales sólo «respecto de esa característica o características idénticas com partidas»3. Santa C ruz resum e las cuatro características que lleva consigo la idea de igualdad: la a uton om ía , com o posibilidad de elección y deci sión ind ependientes; la autoridad en cuanto ejercicio real de p o d er; la equifonía, que equivale al uso libre de la palabra y su tom a en considera ción en los procesos argum entativos que hacen plausible u na decisión; 2. Cito por la excelente antología editada por Alicia H. Puleo, La Ilustración olvidada, Anthropos, Barcelona, 1993, pp. 154-155. 3. I. Santa Cruz, «Sobre el concepto de igualdad: algunas observaciones»: Isegoría 6 (1992), p. 146.
equivalencia o, lo que es lo m ism o, ser reconocido y p o d er actuar com o quien posee un valor en posición de sim etría con respecto a los dem ás. D esde esta perspectiva, no se trata ya sólo de que el fem inism o form e parte de la revolución dem ocrática m o derna. Pues si las dem andas que plantea no se llevan a cabo — especialm ente las referidas a la igualdad en la diferencia— , sería la p ro p ia dem ocracia la que m o straría lím ites insuperables de sus principios, u na insuficiente plausibilidad teóricopráctica. H asta el m om en to, las críticas fem inistas parecen p o n er en evidencia que las persistentes relaciones asim étricas instaladas en n ues tras sociedades no son fruto de sim ples contingencias ni de m altrato s re m ediables con u na m ayor extensión de la dem ocracia. P or el contrario, com o argum enta Susan M endus, la teoría dem ocrática, p o r principio, se ha co m p rom etid o con ideales y form as de relación con el p o d er p o lítico que son incapaces de p o n er rem edio a los m ales denunciados. La dem ocracia, escribe n uestra autora, «encarna ideales garantizadores de que jam ás las cum plirá (las prom esas de igualdad) a m enos que se em p ren d a un am plio exam en crítico de sus p ro pio s supuestos filosóficos»4. Así pues, en u na de sus dim ensiones básicas las dem andas fem inistas rep resen tan «las pruebas de fe» de la dem ocracia tal com o se ha confi gurado en la m o dernidad. Éste es el sentido político y la razón teórica que d eterm inan la ubicación filosófico-política del fem inism o en el p ro ceso de reescritu ra de la M od ernid ad . F rente a otras derivas actuales, la perspectiva del fem inism o, en cuanto dem an da de «ilustración de la Ilustración», fun dam en ta la construcción de program as em ancipatorios que avalen la plu ralidad de form as de vida elegidas p o r los individuos. Se constituye, de este m odo, en u na co rriente esencial p ara reco m p on er el sentido de la «universalidad» en la diferencia y, p o r tan to , de la soli daridad, m ás allá del etnos o la naturaleza. 2. D e la supresión de las huellas en la historia a la exclusión política de las mujeres En el inicio de este trabajo aludíam os a la so rpren dente extensión y fuerza del fem inism o en los últim os años. Es, pues, difícil de en tend er cóm o u na corriente tan am plia y p ro fun da, con u na presencia teórica y u na práctica tan articulada a lo largo de los tres últim os siglos com o la rep resen tada p o r el fem inism o, ha p o d id o ser ign orada de m o do tan craso y general. H ab ría que atender, no obstante, al hecho de que el p ro p io proceso capitalista y el m u nd o burgués que lo lideraba, en la transform ación y en el abism o que abrieron con respecto al A ncien Régim e, vinieron a paralizar to d o in ten to de traspasar el p ro p io cam bio que 4. S. Mendus, «La pérdida de la fe: feminismo y democracia», en J. Dunn (dir.), Demo cracia, Tusquets, Barcelona, 1995, p. 223.
ellos habían propiciado. E ncon tram os aquí un callejón sin salida que «lleva a la represión de lo descubierto», en palabras de B loch. Se p ro d u ce así, de acuerdo con el m ism o autor, la hipóstasis del m u nd o «llegado a ser» com o si fuera un m u nd o ya concluso, hipóstasis p ro p ia de una m entalidad «idealista considerativa». Para esta m entalidad, cualquier consideración im aginativa que traspase lo dado sólo es posible com o «un m u nd o im aginado, en el que sólo se refleja lo efectivam ente dado». Lo que Bloch estim aba com o la actitud filosófica de los grandes autores de la m odernidad: la actitud considerativa, se trad ucía así en el peso de lo ya sido, de lo ya realizado o acontecido. C om o sucede en la dialéctica h istórica de H egel, «lo ya sido subyuga a lo que está en tran ce de ser, la acum ulación de lo que ha llegado a ser cierra el paso totalm ente a las categorías de futuro, de frente, de n o v u m »5. En consecuencia, el m u nd o en treab ierto en la M o d ern id ad com o posibilidad histórica se presenta, al m ism o tiem po, com o invariable en la «ordenación» estructural de la realidad social, p erm an en te en la distribución de los espacios, org an i zados según lo exige la nueva conceptualización de la realidad política y sus funciones. Así ocurre, p o r ejem plo, en el caso de los varones, que son reconocidos com o sujetos agentes del ám bito social, en la variedad de sus form as de interrelación, de acuerdo con la hipótesis racional de un «contrato social». Los varones adquieren así el reconocim iento de su hum anid ad en u na sociedad libre, sociedad de m ercado que se articula en to rn o a u na serie de relaciones contractuales interesadas con los de m ás, en térm in os de M acpherson. El p ro feso r canadiense, u no de los histo riado res y teóricos de la dem ocracia m ás im portantes, construye u na de las narrativas m ás transitadas p o r los estudiosos de la M o d er n id ad co nfo rm ad a p o r el liberalism o. Según n uestro autor, la sociedad m o d ern a se constituyó com o u na sociedad posesiva de m ercado, cuya cohesión de intereses egoístas se soldaba gracias a la obligación política que, p o r su p arte, era justificada p o r la existencia del v oto p ara la elec ción del gobierno. C iertam ente, d uran te m ucho tiem po, ese derecho al v oto estuvo reservado a los «propietarios». F ueron éstos quienes adm i n istraron el equilibrio entre las fuerzas centrífugas d eterm inadas p o r el egoísm o de u na sociedad, de suyo beneficiosa p ara unos pocos, y la «creencia» p o r p arte de los obreros en la obligación de m an ten er dicha sociedad posesiva de m ercado que había pro piciado la indep end en cia y el reconocim iento de los individuos en cuanto p ro pietario s de su p erso na. A hora bien, el desarrollo de u na nueva conciencia de dignidad h u m ana p o r p arte de la clase obrera, alternativa tan to respecto a la igual dad en la sum isión al m ercado com o a la m in oría de edad en cuanto al derecho de ciudadanía activa, serían p ara M acpherson las causas de la crisis surgida en la p rim era sociedad m oderna. Esta crisis, aunque ap u n ta a órdenes de realidad que superan la unilateralidad de la focalización 5. E. Bloch, El principio esperanza I, Trotta, Madrid, 22007, p. 31.
en el p ro blem a de la extensión del v oto, se in ten tó salvar con el recurso al sufragio general, m ás exactam ente, sufragio «lim itado», ya que no abarcaba la to talid ad de la sociedad, dada la exclusión de las m ujeres. La crisis de cohesión social fue contenida, pues, en p arte, p o r la extensión del derecho de ciudadanía a instancias de las luchas y las exigencias de la clase o b rera industrial. M ás tard e, hasta las prim eras décadas del si glo pasado, la necesaria rearticulación social tuvo un nuevo m edio para tap o n ar los centros hem orrágicos de u na crisis sin cerrar: las guerras. Pues «en n uestro p ro p io siglo la guerra, a veces, h a p ro p o rcio n ad o un sucedáneo tem p oral p ara la cohesión antigua»6. D e este m o do , si los obreros co nquistaron el reconocim iento de su individualidad d en tro de las reglas de m ercado, en función del co n trato social firm ado con los p ro pietario s, ello se debió a que estos obreros, convertidos ah o ra en guerreros, en soldados defensores de la p atria, v inieron a ad qu irir un nuevo estatus de ciudadanía m ás activa y de m ayor com prom iso con esa en tidad generada que fue la nación, recam bio de la d eterio rad a unidad lim itada a y p o r el m ercado. A hora bien, si la «sociedad de m ercado», esa m ix tura entre capita lism o y liberalism o, no parece com padecerse con la libertad y la igual dad de los seres hum anos, el estado de guerra, paliativo tem p oral de la crisis p o r su función inclusiva de «nuevos ciudadanos» (en cuanto g uerrero s) y p o r su virtu alidad p ara servir de am algam a de u na socie dad atom izada, no puede extenderse ni m antenerse indefinidam ente. Es m ás, dado el progreso y el cam bio tecnológicos, con la nueva capacidad de destrucción m asiva del p laneta, hem os desem bocado en «una nueva igualdad de inseguridad entre tod os los individuos; y no sim plem ente d entro de la nación sino en to d o el m undo»7. M acp herson , en cuanto defensor crítico del liberalism o, ha de afro n tar así su p ro p ia paradoja: la de seguir apostando p o r los p rin ci pios del liberalism o a la vez que reconoce la crisis de legitim ación del m ism o y la situación de «inseguridad m undial» a la que se ve avocada la sociedad m o d ern a8. E sta «igualdad en la inseguridad», frente a la p rim e ra p ro p u esta de igualdad en la hum anid ad, generada p o r el liberalism o, sitúa a n uestro au to r ante una aparente contradicción. Se tra ta de una p arado ja teórica referida a la dem ocracia y de u na contradicción p o lí tica que guardan u na estrecha relación con la h erm en éu tica utilizada p o r él p ara el estudio de los procesos históricos a través de los cuales se constituyeron los conceptos que alum braron el nuevo sentido de la 6. C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo, Trotta, Madrid, 2005, p. 267. 7. Ibid., p. 268. 8. Para una valoración crítica de algunas de las paradojas a las que conduce la teoría de mocrática de nuestro autor puede verse mi trabajo «C. B. Macpherson: de la teoría política del individualismo posesivo a la democracia participativa», en J. M. García y F. Quesada, Teorías de la democracia, Anthropos, Barcelona, 21991, pp. 267-310.
política. Pues bien, creem os que n uestra línea de análisis de la h erm e n éutica utilizada no sólo p o r M acpherson, sino p o r u na gran p arte de los liberales actuales p ara in terp retar a los clásicos y p ara asum ir los orígenes socio-culturales del liberalism o, cobra u na especial relevancia a la h o ra de determ inar la estru ctura p ro fu n d a sobre la que se asienta la dem ocracia actual, el m odo de h ablar y de en tend er el sentido de la política. Es justam ente la «narrativa» co nstru ida p o r estos teóricos, referente al significado y a la interp retació n de la genealogía de la de m ocracia actual, la que obliga a plantearse el lugar de las m ujeres en este tipo de dem ocracia. Y ello p o rq u e, si nos tom am os en serio la tesis de Susan M endus, la dem ocracia establecida desde la fundam entación conceptual a que hem os hecho referencia conllevaría, en base a sus p ro pios principios, la im posibilidad de integ rar en pie de igualdad a más de la m itad de la población, co ncretam ente al colectivo de las m ujeres. A su vez, la teo ría de la dem ocracia, tal com o la conocem os, habría de ser rechazada al en trar en contradicción con sus pro pio s principios. Pues no h abría hecho un uso correcto ni p ertin en te de la idea de u n i versalidad en la igualdad a la que obligaba el lugar central, tan to en el sentido epistem ológico com o práctico, en que situó a la razón frente al absolutism o y la arb itrariedad de los fundam entos del p o d er político en el A ntiguo R égim en. En efecto: en el im aginario social construido en la M o d ern id ad , articulado especialm ente en to rn o a la idea de co ntrato , la razón tiene un puesto central que debe norm ativizar el uso de la m ism a. Así, el uso coherente de la abstracción que estaba en la base de la idea de co ntrato : la libertad, la relación igualitaria conllevaba el rechazo de los elem entos «no pertinentes» a efectos del reconocim iento de la ciudada nía, com o lo serían, en el caso que nos ocupa, los datos absolutam ente aleatorios relativos al sexo-género. Pues la igualdad, la idea m ás p ro p ia y definitoria de la política, se refiere, y determ ina, a los iguales, valga la redundancia, en función de las características an teriorm ente citadas: la autonom ía, la au toridad, la equifonía y la equivalencia. La filosofía política, así com o la sociología h istórica de los concep tos políticos adquieren aquí u na dim ensión especial, en la m edida en que el sentido de la política y, con ella, la estru ctura y el significado de la dem ocracia se juegan en esa dem an da de una ilustración de la Ilus tració n que asum a a la m itad de los sujetos hum anos. D e este m odo, la «narración» de la M o d ern id ad que han constru ido u na gran p arte de los teóricos de la dem ocracia, y que está aún vigente, h abría de ser in terru m p id a y reelab o rada en función de este hecho central: la «invisibilización» de las m ujeres com o agentes políticos. N u estro interés al respecto, en este m om ento, se cen tra en la tradición de pensam iento que ha configurado constitucionalm ente nuestras dem ocracias actuales, las cuales son el referente crítico de las teóricas fem inistas al hablar de la p érdid a de «fe en la dem ocracia». C o ncretam en te, vam os a destacar las construcciones epistem ológicas y prácticas que, a través de la for
m ulación del co n trato social elab orada p o r Locke, han d eterm inado las bases legitim atorias de la dem ocracia establecida así com o su form ula ción institucional. Lo hacem os así en la m edida en que en tendem os que el origen m arca las señas de identidad de los que son v erdaderam ente sujetos políticos y configura la red conceptual que perm ite escribir la historia, un tipo concreto de historia. Esta red conceptual, en definitiva, es lo que posibilita «ver» la realidad, las personas o las cosas que son relevantes tan to en el o rd en de los significados com o en los aspectos norm ativos. A quello que no se som ete o no cabe en esta retícula co n ceptual, co nstru ida a p artir de las exigencias teóricas que h abrían de legitim ar la organización socio-política derivada del «originario» co n trato social, no cobra relevancia a efectos de ser ten id o en cuenta y, p or ello m ism o, puede «no aparecer» histórica y socialm ente, aunque posea existencia real9. D esde este enfoque, ¿qué ha sucedido con las m ujeres en el proceso político constitutivo de la M o d ern id ad ? ¿D ónde se sitúan históricam ente las m ujeres en esta narrativa? ¿Cuál ha sido su a p o rta ción a los problem as de las crisis sociales de legitim ación? ¿Cuál es su p uesto en el nuevo o rd en socio-político advenido? ¿Por qué, a la postre, han sido excluidas com o teóricas y agentes prácticos en la configuración de la ciudadanía y la dem ocracia m odernas? Las respuestas a las cuestiones an teriores pued en encontrarse en el p ro p io M acpherson. La elección de este au to r com o guía en nuestro trabajo se debe a que reú ne la doble condición de ser un historiador del pensam iento político y un teórico de la dem ocracia. Es m ás: su to m a de p artid o p o r el liberalism o así com o su pretensió n de «com pletarlo» con u na concepción de la dem ocracia directa, p articipativa y u na reducción drástica de la desigualdad social y económ ica actual invitan a ver en él u no de los m ejores exponentes del universalism o ético-político. En esta m ism a línea, p o d ría considerarse que incluye y tod av ía va m ás allá de tod os los inten tos «éticos» realizados p o r los autores liberales de n ues tros días. 3. R apto de la m em oria y desaparición histórica de las mujeres En p rim er lugar, debem os aten der d irectam ente a la tem atización his tórica de que se h a hecho objeto a esa m itad de la población, que ha perdid o la fe en u na dem ocracia cuyos principios se han m o strad o hasta 9. He de dejar constancia de la clara influencia por parte de la sociología histórica de la formación de los conceptos sobre mis últimas líneas y en el tipo de análisis estructural al que apunto. De modo especial, deseo hacer mención a mi interés por los trabajos de Margaret R. Somers. Sin embargo, al no estar realizando una aplicación «canónica» de los métodos seguidos por tal sociología sino un uso libre de algunos de sus elementos, he obviado la referencia a afiliaciones, puesto que podrían inducir a error.
ah o ra incapaces de asum ir políticam ente la igualdad en la diferencia que conlleva el ser m ujer frente al varón. C om o lo escribíam os en el capítulo quinto , la supresión de las h u e llas de las m ujeres en la conform ación de la sociedad política m o d ern a hasta nuestros días p lantea un interesante p ro blem a teórico relativo a la acción, p o r lo dem ás constante a lo largo de la historia, p o r la cual los que p reten d en o d etentan el p o d er se ap od eran de la m em oria colecti va p rivatizándola en favor de sus intereses. Es com ún, p o r o tra p arte, que los deseos de legitim ación de estos grupos frente a o tro s lleven a los interesados en dicha operación a la creación de genealogías espe cíficas p ara justificar su dom inio10. La confiscación de la m em oria de un gru po o grupos sociales a favor de u na élite, m ediante genealogías m anipuladas, fue lo que m otivó que R anger p ro pu siera, en el caso de Á frica, «desarrollar investigaciones sobre la m em oria del ‘h om bre co m ú n ’ [...] (sobre) to d o aquel vasto com plejo de conocim ientos no ofi ciales, no institucionalizados [...], contrap on iénd ose a un conocim iento privado y m onopo lizad o p o r grupos precisos en defensa de intereses constituidos»11. Le Goff, quien m e ha servido de fuente de los escritos de R anger, se hace eco, igualm ente, de los estudios de M ansuelli según los cuales la desaparición de la nación etrusca estaría ligada al hecho de que su aristocracia había convertido en p atrim on io p ro p io y singular la m em oria y las historias nacionales. D e este m o do , cuando la nación etrusca «cesó de existir com o nación au tón om a, los etruscos p erdiero n, parece, la consciencia de su pasado, esto es, de sí m ism os»12. En paralelo con la situación de los etruscos, el pro blem a de las m u jeres, si atendem os a histo riado res y teóricos de la dem ocracia, rad ica ría justam ente en su im posibilidad de identificarse com o gru po , puesto que han sido privadas de la m em oria que h abrían tejido a lo largo de las últim as centurias. N o deja de ser sintom ático que, en la p rim era de sus obras citadas, M acpherson no aluda a la existencia de las m ujeres ni siquiera en form a crítico-negativa. D e este m odo, la «narrativa» de la m o dernidad a la que nos hem os referido se escribe y se construye com o u na h isto ria sin m ujeres. M ás precisam ente en el caso del au tor canadiense, el silencio absoluto sobre la existencia de las m ujeres en su o bra m ás histórica da paso a u na consideración de las m ism as com o no p ertenecientes a la sociedad de u na única clase, de acuerdo con su tesis, que cobra relevancia entre el xvii y el x ix , los asalariados. En su trabajo titulad o La dem ocracia liberal y su época, adem ás de los v erdaderos actores del m o m en to constituyente, esto es, los p ro pietario s, cobra re levancia histórica únicam ente la clase de los asalariados libres varones. Las m ujeres son citadas ah o ra com o un g ru po que «no form aba una 10. Cf. G. Balandier, Antropología política, Península, Barcelona, 1976. 11. Citado por J. Le Goff, El orden de la memoria, Paidós, Barcelona, 1991, p. 183. 12. Ibid., p. 182.
clase conform e a ese criterio (la relación salarial, u na relación estricta de m ercado). C laro que estaban explotadas p o r la sociedad d om inada p o r los hom bres [...] sin m ás com pensación que la subsistencia. Pero se las obligaba a ello m ediante unas disposiciones jurídicas m ás p a re cidas a u na relación feudal (o incluso esclavista) que a u na relación de m ercado»13. La form a de aparición de las m ujeres en el relato de la m o d e rn i dad p o d ría explicar u no de los aspectos m ás significativos de esa fal ta de fe en la dem ocracia actual p o r p arte de las teóricas fem inistas. E fectivam ente, en los principios históricos originarios que han regido la dem ocracia m o d ern a no tienen cabida las m ujeres sino que son ex plícitam ente excluidas com o g ru po no perteneciente p ro piam en te a la sociedad. M enos aún son tenidas en cuenta en los principios que rigen las instituciones gubernam entales. El colectivo de las m ujeres, en cuanto a su consideración social, perm anece, según M acpherson, anclado, bien en las reglas del feudalism o ya superado o bien en las de la esclavitud. Así pues, las m ujeres, sin dim ensiones jurídicas ni políticas de reco no ci m iento personal, no figuran d en tro de la red conceptual, de sentido y de significado, que está en la base de la «narración» de la M od ernid ad . En concordancia con esta exclusión radical, los histo riado res de la teo ría dem ocrática pueden establecer las norm as racionalizadoras del régim en político sin ten er que hacer m ención a ese g ru po que no tiene historia, p uesto que le ha sido usurpada, ni trad ició n que p u ed a h acer hoy m is m o relevante su presencia en las instituciones. Q uizás se encuentre aquí la clave de u na de las situaciones m ás paradójicas del presente. Si bien hoy las m ujeres han conseguido la intro du cció n de su existencia en los órdenes jurídicos y políticos, tod av ía en un exiguo n úm ero de naciones, sus problem as no tienen resonancia en la vida diaria. Ello es así porqu e las respuestas posibles que reciba este colectivo, aunque p u ed a plantear dem andas a la sociedad y a los estam entos políticos, están cercenadas de raíz: tan to la h isto ria reco no cid a com o la vida diaria, la trad ició n de form as de vida, etc., ya han establecido las reglas del com portam iento a seguir con ellas. Esta anóm ala situación rem ite a u no de los estratos m ás p ro fun do s de la dem ocracia: la desigualdad sexual está inserta en la p ro p ia gram ática p ro fu n d a del pensam iento de los teóricos m odernos. El rap to de la m em oria com ún no puede, pues, trascenderse ni su perarse con la respuesta m ás co rriente dada p o r m uchos de los liberales actuales. Estos liberales aplauden y apoyan las posiciones de antidiscri m inación que fom entan el desarrollo personal y llevan al éxito indivi dual. Los problem as de identidad y reconstrucción de la au ton om ía de los m iem bros de un grupo, sin em bargo, no pued en ser in terp retad o s ni resueltos con «tratarlos sim plem ente com o personas» (Anne Phillips). Por ello m ism o, n o puede plantearse el p ro blem a de la incorp oració n 13. Ibid., p. 31.
de las m ujeres, m ás allá de su represen tació n política, com o si se tratara «de m altrato previo, que juzgaba y desechaba a las personas p orqu e se habían desviado de alguna form a prejuiciada [...] El canon liberal insis te en que las diferencias entre n oso tros no deberían im portar, p ero en sociedades conducidas p o r intereses de grupo, es deshonesto p reten d er que som os lo m ism o [...] La política se ha de reconceptualizar sin los prejuicios de género, y la dem ocracia debe repensarse con am bos sexos incluidos en ella. Los viejos conceptos se han de reconfigurar»14. La necesidad de reescribir la h isto ria y reconceptualizar el cam po de la p olítica g uarda u na estrecha relación, a su vez, con la co ntinu ad a aso ciación que establecen los teóricos de la dem ocracia entre el gru po de las m ujeres y el de los esclavos negros. Los grandes excluidos de la d em o cracia han p rotagonizado una dram ática historia de relaciones y desen cuentros entre ellos en su lucha p o r el reconocim iento de la ciudadanía. C om o es sabido, las m ujeres p articip aro n en la lucha de los grupos an tiesclavistas de las prim eras décadas del siglo xix. A hora bien, el paso de ese apoyo a favor de la abolición de la esclavitud, especialm ente en los E stados U nidos, al cam po de las actividades y presiones en el C ongreso m arcó ya el lím ite de acción de las m ujeres. Es m ás, cuando tuvo lugar la C onvención antiesclavista de 1840, en L ondres, las rep resen tantes de los m ovim ientos fem inistas fueron excluidas. Estos m ovim ientos estu vieron, igualm ente, en la base de la defensa de la U nión, en la g uerra ci vil, apoyando el reconocim iento de los derechos de los negros esclavos. Sin em bargo, la p ropuesta, p o r p arte de las m ujeres, de u na petición conjunta con los esclavos liberados del derecho al voto no fue ten id a en cuenta p o r el m ovim iento antiesclavista. Por el co ntrario , tan to este últim o com o el P artido R epublicano, que había asum ido la m isión de realizar las enm iendas necesarias p ara obten er el derecho al v oto a favor de los esclavos varones liberados, se negaron a aten der las peticiones de las fem inistas, pese al com prom iso y a la lucha de estas últim as en apoyo de las leyes antiesclavistas. U na vez m ás, la unión entre las m uje res y los esclavos se saldaba trau m áticam ente, y a favor de los últim os. E sta experiencia d olorosa se repite en los años sesenta en la nueva lucha p o r los derechos civiles15. En uno de los estudios m ás p enetrantes sobre la dram ática relación entre raza y sexo, especialm ente en los Es tad os U nidos, su autora, S hulam ith Firestone, hace p receder su trabajo de un p árrafo de la carta de A ngelina G rim ké: «Es posible liberar a los esclavos y dejar a la m ujer en el estado en que se en cu en tra; lo que no es posible es liberar a las m ujeres y dejar a los esclavos en su estado»16. 14. A. Phillips, Género y teoría democrática, PUEG/IISUN.AM, México, 1996, pp. 147, 149 y 14. 15. Cf. A. Miyares, «Sufragismo», en C. Amorós y A. de Miguel (coords.), Teoría feminista I. De la Ilustración a la globalización, Minerva, Madrid, 2006. Asimismo: S. Firestone, La dialé ctica del sexo, Kairós, Barcelona, 1976, especialmente el capítulo 2: «El feminismo americano». 16. S. Firestone, La dialéctica del sexo, Kairós, Barcelona, p. 133.
El afro ntam iento de estos problem as en la dem ocracia no puede saldarse con supuestos im perativos dem ocráticos generales de inclu sión, com o lo hace D ahl: «El dem os debe incluir a tod os los m iem bros adultos de la asociación»17. El p ro feso r em érito de Yale se hace cargo, ciertam ente, de u na de las consecuencias de la exclusión de los negros y las m ujeres: quedan letalm ente debilitados en lo tocante a la defensa de sus intereses; «y es poco probable que un dem os excluyente p ro teja los intereses de aquellos a quienes ha excluido [... ] Tal vez la p ru eb a m ás convincente sea la exclusión de los negros sureños de la vida política en los E stados U nidos hasta fines de la década de 1960»18. Sin em bar go, en la p ro p ia reflexión de n uestro au to r se dejan sentir los lím ites intern os de este im perativo de la inclusión, sin que él lo advierta. Pues las m ujeres, efectivam ente, serán adm itidas com o «mujeres», es decir, com o un colectivo que no tiene m ás herencia cultural reco no cid a que la del som etim iento al varón y su función rep ro d u cto ra. D e esta for m a se obliteran los problem as de construcción de identidad m ás allá de las funciones adscritas trad icio nalm en te; se vuelve a invisibilizar el pro blem a de la valoración social de estos colectivos; no se atiende al rechazo social m ostrad o en orden a reco no cer a los individuos de tales colectivos la capacidad y la au ton om ía p ara afro n tar la construcción de sus diferencias en igualdad de condiciones; se oculta que m uchas de las consecuencias de la m inusvaloración se deben, igualm ente, a que tales grupos no se han insertado y continúan ten iend o trabas p ara p artici par en pie de igualdad en el cam po de las relaciones económ icas; no hay u na igualdad de o po rtu nid ades en la p ro m o ción política, etc. De este m odo, la sim ple inclusión o la posición de antidiscrim inación no responde a la reconceptualización de la p olítica que se hace necesaria para superar los déficits de inclusión en el proceso constituyente de la dem ocracia m oderna. T am poco se asum e la necesidad de som eter a an á lisis «el conjunto de relaciones y com prom isos estru cturado s de acuerdo con el poder, en v irtu d de los cuales un g ru po de personas q ueda bajo el co ntro l de o tro g rupo»19. En relación con este p ro blem a de definición cultural y reconceptualización de las relaciones económ icas y de poder, resulta v erd ad e ram ente significativo el in ten to p o r parte de los negros ex esclavos de E stados U nidos, u na y o tra vez fracasado, p ara n orm alizar sus señas de identidad. Se despliega en este in ten to to d o un abanico: p o r una parte, las dem andas de L uther King: p o r otra, desde los énfasis en la identidad de M alcom X a las form as de lucha de los P anteras N egras o los actos de violencia reactivos de los años sesenta y p osterio res hasta la especial m ix tura religioso-cultural in tro d u cid a p o r los H erm ano s M usulm anes. 17. R. A. Dahl, La democracia y sus críticos, Paidós, Barcelona, 1992, p. 158. 18. Ibid., p. 158. 19. K. Millet, Política sexual, Aguilar, Madrid, 1975, p. 32.
Si tenem os en cuenta estos problem as, no es de so rp ren d er la m archa de un m illón de h om bres negros frente al C apitolio, a finales del año 1 995. Si tal dem ostración pública es la expresión m ás clara de la p erm anencia de las categorías de exclusión con respecto a los que an taño sufrieron ese estigm a social, constituye, p o r o tra p arte, to d a una m u estra de re acción m im ética de los explotados o colonizados. E fectivam ente, los hom bres negros, en un afán de im itar las relaciones fam iliares de los blancos, condenan a sus m ujeres a un papel de segundo plano, de sub o rdinación, sin perm itirles p articip ar en u na denuncia de la co ntinuada actitud racista de la sociedad n o rteam erican a y de m uchos de sus líderes políticos. La persistencia de las m arcas acuñadas en el origen de las genealogías y su traducción en las form as narrativas socio-políticas de identificación se m antienen en las políticas de m era inclusión. El problem a p lantead o a la dem ocracia p o r el fem inism o no resp o n de, pues, únicam ente a problem as de desigualdad, sino que afecta a la d eterm inación política de situar, de adscribir a las m ujeres a relaciones de d ependencia y subordinación, al tiem po que se les m arca política m ente un ubi fuera de la ordenación y de la organización de la vida so cial y política. D e ahí que, com o críticam ente destaca M ichele Le D oeuf a p ro p ó sito de La dem ocracia en A m érica, de Tocqueville, la concesión de los derechos de igualdad a las m ujeres produce tal quiebra en el im agi nario político que m uchos (hom bres) interpretan la igualdad de derechos com o una «m ezcla», incluso una «m ezcolanza grosera» y un indebido in ten to de convertir a las m ujeres no sólo en iguales sino, incluso, en «parecidas» a los h om bres20. Q u eda claro, pues, que la no inclusión de las m ujeres en el proceso político constituyente y en la organización del gobierno no im plica sólo un p ro blem a de extensión de derechos. P ro duce, adem ás, form as de identificación personal y de grupo p o r p arte de los excluidos que afectan tan to a los problem as de valor personal y de au ton om ía com o a su relación con las posibilidades económ icas de desarrollo igual de o p o rtu nid ades, y, de este m o do , acaba p o r co n n o tar im posibilidad «natural» e incapacidad «de género» p ara p articip ar p o líticam ente. D esde esta perspectiva resultan altam ente significativos el testim onio y la valoración ofrecidos p o r Tocqueville cuando p resen ta el m odelo de vida am ericano com o el m ás ap rop iado a la «naturaleza» de 20. El texto de Tocqueville, correspondiente al tomo II, capítulo XII, dice así: «En Euro pa, mucha gente, confundiendo los diversos atributos de los sexos, pretenden hacer del hombre y de la mujer seres no sólo iguales, sino semejantes [...] les imponen los mismo deberes y les conceden los mismos derechos; los confunden en todas las cosas, trabajos, placeres y negocios. Es fácilmente comprensible que al esforzarse en igualar así un sexo al otro, se degrade a ambos, ya que esa grosera confusión de las obras de la naturaleza no puede producir sino hombres débiles y mujeres deshonestas [... ] América es el país del mundo donde se ha puesto más atención en señalar a los dos sexos respectivas líneas de acción netamente separadas, procurando que los dos marchen al mismo paso pero por caminos siempre distintos. Si la americana no puede traspasar el apacible círculo de las ocupaciones domésticas, tampoco se la obliga a salir de él» (cito por la edición castellana de D. Sánchez de Aleu, Alianza, Madrid, 1980, p. 180. El subrayado es mío).
los géneros y a la especificidad de la política. En oposición al objetivo de igualdad que persiguen los europeos y las consiguientes deform aciones socio-políticas a que da lugar esa m ezcolanza grosera de individuos y grupos, n uestro au to r traza la línea divisoria de la igualdad dem ocrática a p artir de la form a de vida en los E stados U nidos: Tampoco han imaginado nunca los americanos que la consecuencia de los principios democráticos consistiera en derrocar el poder conyugal e introducir la confusión de autoridades en la familia. Han pensado que toda asociación debe tener un jefe para ser eficaz y que el jefe natural de la asociación conyugal era el hombre [... ] creen que el objeto de la democracia consiste, en la pequeña sociedad de marido y mujer, lo mis mo que en la gran sociedad pública, en regular y legitimar los poderes necesarios, y no en acabar con todo poder21. Es, ciertam ente, llam ativa la enfatización de la desigualdad entre los géneros en función de un supuesto «orden natural». Pues im plica una contradicción el suponer que un orden tal escapa a la v irtualidad irracion alizadora de la razón m oderna, base de la nueva dem ocracia, contraria a tod o aquello que se p retend e im p on er de form a h eteró n o m a a los p ro pio s principios «críticos» de la razón. Pero aún es m ás significativa la clara conciencia de que la igualdad de los géneros, en el ám bito social y en el político, conllevaría to d o un proceso de reconceptualización de la política y u na reorganización de las relaciones de p o d er tales que p o n d rían en crisis la dem ocracia establecida. Pues, precisam ente, los órdenes de ser y de estar que se articulan en to rn o a las pequeñas socie dades com o la fam ilia, las labores sociales y la dirección de las m ism as, así com o las reglas del espacio público y sus agentes, form an un co nju n to de espacios y actividades p erfectam ente delim itados en cuanto a sus funciones y sus sujetos. El conjunto así constituido, considerado com o la am algam a n atural de la vida de los hom bres, ha cobrado legitim ación y valor gracias al tipo de articulación p olítica excluyente a que ha dado lugar la dem ocracia liberal dom inante. N o se trata, sin em bargo, de incoar el proceso a las dem ocracias sino de reco no cer que la prom esa dem ocrática hasta ah o ra no ha ten id o p o r finalidad p rim ord ial ser el espacio en el que to d o s vivirían juntos con sus diferencias, diferencias que se desean m últiples y no planificadas p o r nadie [...] «‘Vivir juntos con nuestras diferencias’ n o es un proyecto pensable en este sistem a, en el que el agrupam iento se funda en la sim ilitud»22. La falta de atención a los problem as de raza y género, colectivos ex cluidos si se tiene en cuen ta los principios que inform an originalm ente las teorías de la dem ocracia, se relacionan íntim am ente con la conside ración acrítica de los problem as de la identidad. D esde esta perspectiva, 21. Ibid., pp. 180-181. 22. M. Le Doeuf, El estudio y la rueca, Cátedra, Madrid, 1993, pp. 468 y 464-465.
es difícil aceptar que las necesidades y los intereses de los sujetos estén dados de form a inm ediata y que, p o r tan to , la dem ocracia estribe en el derecho al v oto y en el m o do de m an ten er el o rd en existente, posición com ún entre los teóricos liberales de la dem ocracia. Solam ente desde la desatención a los principios históricam ente co nform ados de las d em o cracias puede entenderse esa especie de autocom placencia de los teó ri cos que, com o Raw ls, se enfrentan a las dem andas p rovenientes de los grupos «raciales, étnicos y de género». A la h o ra de co nstruir su teo ría filosófico-política de u na sociedad dem ocrática justa, n uestro au to r ad vierte que «podría parecer que éstos son problem as de naturaleza m uy d istinta que requiere principios de justicia distintos de los discutidos p o r la Teoría»23. El acriticism o y el ahistoricism o de sus propuestas p u e den colegirse p o r el m odo com o plantea los problem as a los que hem os hecho referencia: «C reo que es cuestión de en tend er qué viejos p rin ci pios requieren las circunstancias actuales y de insistir en que sean resp e tad os p o r las instituciones existentes»24. E sta argum entación responde a su idea de que, u na vez adquiridos las concepciones y los principios «correctos» p ara en frentarn os a las cuestiones básicas, «esas concepcio nes y esos principios deberían p o d er aplicarse am pliam ente a nuestros p ro pio s problem as». Pasam os p o r alto aquí su concepción objetivista de la cultura, que conduce al ahistoricism o al que hem os hecho refe rencia. Pero, adem ás, Raw ls presup on e que su posición m o ral le otorga u na especie de salvoconducto que le p erm itiría prescindir del necesario conocim iento de las estructuras sociales y de las realidades políticas im plantadas. C o ncretam en te, los problem as de la desigualdad sexual en su p rim era instancia, la fam ilia, son resueltos desde la apelación a ciertos principios m orales, con u na afirm ación tan acrítica sociológicam ente com o in ap ro p iad a políticam ente. N u estro au to r viene a co nfundir así el o rd en de los derechos de los individuos con el m u nd o de los afectos y con las opciones de convivencia con o tra persona, sea cual fuere la institucionalización que ello p ued a conllevar. D e este m odo, escribe: «De alguna m anera presum o que la fam ilia es justa»25. Es difícil situar esta afirm ación en un co ntex to fam iliar com o el de E stados U nidos y, de m o do sim ilar, con los tipos plurales de fam ilia en E uropa. ¿A qué tipo de fam ilia se refiere? ¿Con qué clase de relaciones fam iliares se identifica? ¿C óm o afro n ta los evidentes problem as de asim etría sexual en los ám bitos fam iliares? Esta indefinición y la acrítica consideración de la sociedad en la que vive n o dejan de inq uietar a M oller O kin, una de los teóricos liberales m ás cercanos al pro feso r de H arv ard . N u estra au to ra destaca los datos m ás conocidos de esas supuestas fam ilias justas: 23. J. Rawls, El liberalismo político, Crítica, Barcelona, 1996, p. 24 (cito por la traduc ción de T. Doménech). 24. Ibid., p. 25. 25. Ibid., p. 24.
un 5 0% de los m atrim onios acaba en divorcio; casi u na cu arta p arte de los niños/as viven en hogares m o no parentales; hay co nform ados n ú cleos fam iliares de personas de un m ism o sexo con niños a su cargo; la fem inización de la pobreza, especialm ente en la m in oría negra, es un dato alarm ante... ¿Q ué clase de justicia establece y p resup on e, pues, en esta v ariedad de form as de vida? El deseo de que form as específicas de solidaridad y am or guíen los co m p ortam ientos de los m iem bros de una fam ilia no em pece p ara que se defiendan los derechos de justicia que co rresp on den a sus m iem bros en cuanto individuos. E specialm ente cuando se conocen las situaciones de disim etría que se dan en tales uniones y las consecuencias graves p ara algunos de sus com ponentes cuando suceden casos de separación, divorcio, m alos tratos, incluso asesinatos, etc. Este acriticism o sociológico h un de sus raíces en u na suplantación de la p o lítica, cuya realidad práctica e institucional se difum ina, debida en gran p arte a la falta de un adecuado conocim iento de la m ism a, y responde, igualm ente, a la ausencia de u na valoración p ertin en te de las propias prácticas políticas. R esulta realm ente difícil de en tend er la detallada atención que el au to r presta, desde el p u n to de vista filosófico-político, a los principios doctrinales de algunas de las iglesias im plantadas en los E stados U nidos26 frente a la total insuficiencia de la m ism a respecto de los problem as políticos, de derechos sociales y culturales de colectivos com o el de las m ujeres o los negros. D e este m o do , cuando se conoce la h istoria de am bos colectivos y el papel que han jugado en su país, resul ta hiriente al tiem po que im -p ertin en te, desde el p u n to de vista político, su enfatización de los principios del pasado com o «correctores» de los m altratos recibidos p o r éstos. Sin em bargo, R aw ls sentencia: «La m ism a igualdad de la D eclaración de Ind ep end en cia que Lincoln invocó p ara co nd en ar la esclavitud p uede invocarse p ara co nd en ar la desigualdad y la opresión sufrida p o r las m ujeres»27. La p ro p ia au to ra liberal raw lsiana antes citada, Susan M oller O kin, se ve obligada a pun tu alizar que las leyes surgidas de la R econstrucción (las enm iendas de la guerra civil) d ecretaban la legalidad de la igualdad form al de los antiguos esclavos/as. «N aturalm ente aun si la m edim os p o r este rasero, la R econstrucción falló», escribe, haciéndose eco de la afirm ación del h isto riad o r Foner, quien estudia la R econstrucción com o 26. Dejamos aquí al margen el papel que juegan las iglesias como «instituciones interme dias» de cohesión social. 27. J. Rawls, El liberalismo político, p. 25. Dejo aparte, en este momento, las contra dicciones internas, manifiestas en la misma obra, en cuanto supone que la familia es el núcleo primario de su concepción política de una sociedad democrática justa, para afirmar, páginas más adelante, por ejemplo, que «lo asociacional, lo personal y lo familiar son meramente tres ejemplos de lo no político; hay otros» (ibid., p. 169. El subrayado es mío). Por otra parte, esta consideración de Rawls parece toda una respuesta al lema, procedente del feminismo, utilizado en las luchas por los derechos civiles: «lo personal es político», así como el contrapunto a las consideraciones políticas de los problemas raciales y a la crítica feminista en torno a la conside ración política de la estructura de poder que remite al patriarcado.
«una catástrofe p ara los negros/as en E stados U nidos». D e este m odo, la supuesta igualdad con la que R aw ls p retend e em ancipar ah o ra a las m ujeres no resiste la m ás m ínim a co nfrontación con la realidad, com o, p o r o tra p arte, p uede colegirse del significado y de la inm ediatez de las reivindicaciones que alegó el m illón de h om bres negros que desfilaron ante la C asa B lanca en los días finales de 1995: Si se hubiera podido predecir que las mujeres estaríamos en la misma situación en la que se encuentran actualmente los negros/as estadouni denses, [en la que, F.Q.] están ciento treinta años después de que se hu biera «solucionado» la desigualdad que padecían, podríamos afirmar sin duda alguna que estaríamos bastante mejor si no se nos hubiera aplicado ninguna solución28. En su in ten to p o r asum ir y com pletar el liberalism o, M acpherson sitúa los lím ites del pensam iento liberal, p o r lo que a la dem ocracia se refiere, en el solapam iento de dicho pensam iento con la sociedad capitalista de m ercado, especialm ente p o r lo que se refiere a los siglos xvii y xviii y a sus padres fundadores. Si bien el carácter hum anista y la dim ensión ética del liberalism o, desde m ediados del siglo x ix a la m itad del siglo x x, vinieron a instaurar sus elem entos m ás p ro p ia m ente dem ocráticos, no deja de ser cierto que la persistencia de una econom ía de la escasez hizo que el d em ó crata liberal tuviera que se guir aceptando la vinculación entre sociedad de m ercado y objetivos dem ocráticos-liberales: Pero ese vínculo ya no es necesario; es decir, no es necesario si supo nemos que ya hemos llegado a un nivel tecnológico de productividad que permite una vida cómoda para todos sin depender de incentivos capitalistas. Claro que cabe poner en tela de juicio esta hipótesis. Pero si se niega ésta, entonces no parece existir ninguna posibilidad de ningún modelo de sociedad democrática29. La contradicción de la tesis en unciada p o r M acpherson estriba en su afirm ación de la inevitabilidad del pensam iento liberal que, en una m ix tu ra h arto difícil de justificar, ha de asum ir, no obstante, la dim en sión m arxian a de u na econom ía post-capitalista que signifique el fin de las clases sociales. Ind ep end ien tem en te de la valoración que cada cual p u ed a h acer de su p ostura, lo significativo de esta hipótesis tan fuerte — «si se niega ésta, entonces n o parece existir posibilidad de ningún m o delo de sociedad dem ocrática»— es la conjunción entre un eticism o u n i versalista y la inm ediatez de u na u to p ía — la sociedad sin clases— que se p resen ta com o si estuviera al alcance de la m ano. Pues bien, desde el 28. S. Moller Okin, «Liberalismo político, justicia y género», en C. Castells, Perspectivas feministas en teoría política, Paidós, Barcelona, 1996, p. 144. 29. C. B. Macpherson, La democracia liberal y su época, Alianza, Madrid, p. 33.
p u n to de vista ético, diversas fem inistas han llam ado la atención acerca de estas éticas universalistas en las que se p resupone que tod os p o d e m os p on erno s en el lugar del o tro p ara recibir, en tend er y aten der sus dem andas. En to d o caso, gracias al universalism o ético, siem pre te n dríam os la posibilidad de p o d er zanjar los conflictos y realizar u na dis tribución justa en atención a las necesidades presentadas. Sin em bargo, esta perspectiva universalista conlleva, generalm ente, la im agen de la au ton om ía del sujeto com o la co rresp on dien te a un individuo in d ep en diente, el yo m asculino del o brero y del g uerrero, desarraigado de tod o co ntexto, absuelto de los ám bitos fam iliares, adscritos a las m ujeres, que no son objeto de pensam iento ni de reflexión. D e este m odo, se han p o d id o co nstruir m uchas de las actuales teorías en to rn o al sujeto ético y al político. En el nuevo universalism o dom inante, de clara influencia kantiana, el «otro», en cuanto sujeto, viene a constituirse a p artir «de la total abstracción de su identidad. N o es que se nieguen las d iferen cias; son irrelevantes»30. D esde la perspectiva del «otro generalizado» quedarían fuera de la consideración m oral tod os los elem entos contextualizadores de la d eterm inación de los fines así com o las condiciones de las elecciones concretas y particulares. Pero, con esta interp retació n acerca de la configuración de la identidad personal y de grupo, vuelven a eludirse los problem as que m ás d irectam ente afectan a las m ujeres. El m u nd o de los varones iguales, cuyas diferencias se estim an irrelevantes, conform a un m u nd o sin m ujeres. Éstas, u na vez m ás, quedan fuera de los canales de actividad en la vida pública, ya que se en cu entran u bica das en espacios ahistóricos, no som etidos a revisión crítica. D esde estas prem isas, B enhabib insiste en la necesidad de «instar a un análisis de lo no pensado p ara im pedir la apropiación del discurso de la universalidad p o r p arte de alguna particularidad», p ara evitar la colonización de am plios sectores de la vida m oral y p olítica en favor de grupos dom inantes ideológicam ente. Por o tra p arte, en función de u na p o stu ra crítica, no prescriptiva, que ap un ta a desvelar los lím ites de ciertos discursos u n i versalistas y m o strar la «realidad» de lo «no pensado, lo no visto y lo no oído de esas teorías», la au to ra nos p ro p o n e la suya de «la constitución de n uestra naturaleza en térm inos relacionales»31, lo que ella llam a «el o tro concreto». En definitiva, frente a la tesis indefinidam ente universa lista de M acpherson, según la cual la dem ocracia liberal, p ara ser viable, h a de «contener (o d ar p o r descontado) un m odelo de hom bre»32, las teóricas fem inistas insisten en recu perar las dim ensiones contingentes, concretas, particulares, la h istoria de las voces calladas, la contextualización de necesidades, em ociones y fantasías que, al ser propias de las 30. S. Benhabib, «El otro generalizado y el otro concreto», en S. Benhabib y D. Cornella, Teoría feminista y teoría crítica, Institució Alfons el Magnanim, Valencia, 1990, p. 139. 31. Ibid., pp. 144 y 146. 32. C. B. Macpherson, op. cit., pp. 13 ss.
m ujeres y su no-espacio social, no se han ten id o en cuenta, hasta ahora, com o com ponentes de los sujetos políticos autónom os. Estos elem entos de la experiencia y las prácticas sociales m arcarían, a la p ostre, dife rencias insuperables entre hom bres y m ujeres en la discusión a realizar d en tro del espacio público. 4. La pertinencia política del concepto de «patriarcado» La d im ensión, em pero, m ás relevante en la tesis de M acp herson se refiere a la superación de la sociedad de clases, gracias al «nivel tecnológico de p ro du ctivid ad que perm ite u na vida cóm oda p ara tod os sin depend er de incentivos capitalistas». E sta situación de desarrollo p erm itiría llevar a cabo la acción em ancip ad ora del liberalism o en cuanto que el individuo se vería libre «de las lim itaciones anticuadas de las instituciones estable cidas hacía m ucho tiem po [... ] (dando lugar a) la liberación de tod os los individuos p o r igual, y de liberarlos p ara utilizar y d esarrollar p len a m ente sus capacidades hum anas»33. Por un lado, pues, resulta difícil de establecer com o sujeto m oral y político el constructo hum ano derivado de u na «identidad definicional» (Benhabib), que ignora la contingencia, la p articularidad y la plu ralidad de las identidades propias de diferentes sujetos. Por o tro , no m enos com plicado y com p rom etid o es concebir que la igualdad económ ica, de realizarse, acabaría p o r zanjar to d o s los problem as sociales y políticos. Esto es, n o sólo los que atañen a la ex plo tación y la m arginación económ icas sino, igualm ente, los relacionados con la injusticia cultural o sim bólica, aquellos que tienen que ver con las prácticas representativas y de com unicación, con la falta de au toes tim a individual o de gru po , con la pro blem ática de género y de raza. H ace ya tiem po, H eidi I. H artm an n tituló «Un m atrim on io mal avenido» un artículo en el que criticaba la identificación del m arxism o y el fem inism o com o si fueran u na sola cosa34. D esde esta m ism a p ers pectiva, los inten tos p o r h acer d epend er la resolución de los problem as de identidad, de reco no cim ien to, culturales y, m ás co ncretam ente, de género, del cam bio de las estructuras socio-económ icas trop ezarían con lo que algunos p ost-m o derno s han llam ado el «m etarrelato». Pues en el relato originario fundacional de la m o d ern id ad se asum e im plícita m ente que «los varones que (se dice que) hacen el co n trato original son blancos, y su pacto fraternal tiene tres aspectos: el co n trato so cial, el co ntrato sexual y el co n trato de la esclavitud que legitim a el gobierno del blanco sobre el negro»35. En lo que concierne al co ntrato 33. Ibid., pp. 35 ss. 34. H. I. Hartmann, «Un matrimonio mal avenido: hacia una unión más progresiva entre marxismo y feminismo»: Zona Abierta 24 (1980). 35. C. Pateman, El contrato sexual, Anthropos, Barcelona, 1995, p. 302.
sexual, insiste Patem an, la crítica m ás reco no cid a de las teorías liberales del co n trato social, no se discutía el carácter hum ano de las m ujeres: se asum ía que su diferencia sexual im plica, de m o do n atural, su situa ción de subordinación y dependencia, al igual que im pedía reconocerla com o sujeto libre y au tón om o con capacidad de decidir políticam ente. Por ello el problem a, p ro piam en te, no estriba en o to rgar a la m ujer las o po rtu nid ades de acceso a un trabajo n o dom éstico, con ser ello im p o r tante. D onde se juega la posibilidad de la em ancipación, pro piam en te, es en el ám bito del p o d er que decide quién trabaja en un sitio o en otro, quién o cupa unas posiciones u otras, qué rem uneraciones reciben unos u otras. En este sentido, el p ro blem a es ya político y ético-político, no sólo económ ico. Es m ás, el v erdad ero problem a estriba en cóm o debe expresarse políticam ente la diferencia, puesto que la diferencia sexual es el p ro d u cto social de u na d eterm inación política. La construcción política que perm itió u n ir a la m ujer con el trabajo dom éstico tiene poco que ver con la idea de conservar su «aspecto d e licado y unas m aneras siem pre fem eninas» de que hablaba Tocqueville. M ás bien, se relaciona con la eufem ística consideración del m ism o au to r relativa a que «si la am ericana no puede trasp asar el apacible círculo de las ocupaciones dom ésticas, tam p oco se la obliga a salir de él». Pues la construcción social de «la m ujer», sin realidad h um ana particular, personal, se relaciona claram ente con las posiciones de suprem acía que ostenta el varón y que ella h a de m anten er y legitim ar continuam ente, no traspasando el «apacible círculo» de u na privacidad neutralizad a res pecto a los órdenes de valor social y político. Esta subordinación estruc tural de la m ujer, m ás allá del p ro p io capitalism o y frente a las tesis de autores com o M acpherson, confiere su sentido p ro p io a la definición de «sociedad patriarcal». Así pues, «podem os definir el p atriarcad o com o un conjunto de relaciones sociales entre los hom bres que tiene u na base m aterial y que, si bien son jerárquicas, establecen o crean u na in terd e p endencia y solidaridad entre los hom bres que les perm ite dom in ar a las m ujeres»36. Son estas relaciones de asim etría jerárquica y de p redom inio las que caracterizan a u na sociedad patriarcal, ind ep end ien tem en te del sistem a económ ico establecido. D esde esta perspectiva, la consideración de la fam ilia com o una unidad social, sustentada económ icam ente, de m odo fundam ental, p or el varón, facilita la perm an en cia de las relaciones de dom inio p o r p arte de este últim o. En esta m ism a línea de p erp etu ar un sistem a de jerarq uía a favor del h om bre, cobra especial im p ortan cia la posición económ ica de las m ujeres en cuanto que, en el ám bito de la pro du cció n, realizan trabajos de m edia jornada, perciben un salario sensiblem ente inferior al de su com pañero, etc. Todo ello las sitúa en u na relación continua de dependencia y p recaried ad que refuerza su asim etría con respecto a 36. H. I. Hartmann, art. cit., pp. 94-95.
los hom bres. Esta división sexual del trabajo, que coloca a las m ujeres, incluso, en u na posición débil con respecto a las luchas reivindicativas d en tro del capitalism o, pone de m anifiesto que «el p atriarcad o legitim a el co ntro l capitalista al tiem po que ilegitim a ciertas form as de lucha contra el capital»37. D e ahí que hacer d epend er la suerte de las m uje res de su relación con u na sociedad de clases o sin ellas invisibiliza la au ton om ía de los elem entos que conform an los lazos «patriarcales» de dependencia. E lim ina adem ás las experiencias de lucha que se han de sarrollado a p artir de la diferencia sexual, así com o tam p oco atiende al papel que juegan ciertas habilidades p ara ejercer el p o d er que se valoran especialm ente en la sociedades desarrolladas y que, tradicionalm ente, son p atrim on io de los hom bres p o r su «especial» au ton om ía con respec to a las servidum bres del trabajo dom éstico38. Así escribe Patem an: La posición de igualdad de las mujeres debe ser aceptada como expre sión de la libertad de las mujeres en cuanto mujeres, y no considerarla como una indicación de que las mujeres deben ser precisamente como los varones39. U na de las dificultades m ayores p ara la consideración de la d em o cracia desde u na perspectiva fem inista actual, tal com o lo hem os ve nido señalando, deriva de la interp retació n que se hace com únm ente del derecho al v oto com o si ello conllevara, de form a autom ática, la instauración de los individuos en un orden de au ton om ía personal. Se supone, im p lícita o explícitam ente, p o r p arte de m u ch os teó rico s de la dem ocracia, que la constitución del individuo se realiza al m argen de la conform ación política y sin u na inextricable relación con la eco n o m ía política. En la h isto ria m o d ern a de la dem ocracia, la au ton om ía del sujeto autolegislador, en principio, fue reservada a los «propietarios», aunque acabó cediendo a favor de la inclusión de los asalariados com o actores políticos de pleno derecho. Es cierto, sin em bargo, que, a pesar de la extensión a los varones del derecho al v oto, se siguió in terp retan do que la situación de d ependencia económ ica de los asalariados era fruto de u na cierta depravación m oral, cuya responsabilidad la tenían los p ro pio s agentes. A sim ism o, esta d ependencia conllevaba la desigual dad en la com petencia del juicio, la diferencia en la capacidad del uso de la razón, diferencia que no sería inh eren te a los hom bres sino fruto de las posiciones económ icas alcanzadas p o r cada u n o 40. La ciudadanía, 37. Ibid., p. 104. El subrayado es mío. 38. Cf. C. A. MacKinnon, Hacia una teoría feminista del Estado, Cátedra, Valencia, 1995, especialmente cap. 2. 39. C. Pateman, op. cit., p. 315. 40. Con un tipo de hermenéutica que no se compadece adecuadamente con el estudio his tórico de las prácticas sociales (aunque no puedo argumentar ahora mi crítica) y que es expre sión de la concepción objetivista de la cultura que mantiene, Macpherson apostilla que «estas ideas eran hasta tal punto predominantes en tiempos de Locke que resultaría sorprendente que
a raíz de las presiones reivindicativas ejercidas, quedó ligada, finalm en te, a los hom bres en cuanto trabajadores, p articipantes de las leyes del m ercado, proveedores de la fam ilia. La constitución ciudadana y la au to n o m ía autolegisladora de los varones se vería refren dada, m ás tarde, en razón de su actuación com o soldados defensores de la patria. En to d o ese tiem po, la au ton om ía exigida p ara ser un ciudadano cabal, tal com o acaba de ser expuesta, im plicaba que sus beneficiarios n o tuvieran que em plear su tiem po en labores referidas a los cuidados del hogar, de la fam ilia. D e este m o do , en esta narración co ntex tualizado ra de la dem ocracia m o derna, las m ujeres n o sólo resultan ajenas a to d o el proceso constitutivo sino que, «situadas» en el ám bito de lo privado, de lo fam iliar, no p articipan en la «historia» de la em ancipación política, ni en el diseño de sus instituciones y m ecanism os. La ahistoricidad en que se sitúa el trabajo y el reconocim iento de las m ujeres, adscritas a u na actividad ajena a las relaciones de m ercado y relegadas al ám bito del «cuidado», hace difícil que el m ero im perativo de la inclusión p ued a situarlas en la condición de ciudadanas autónom as autolegisladoras. Y éste no las compartiera» (La teoría política del individualismo posesivo, p. 219. El subrayado es mío). Las ideas a que se refiere Macpherson son, por un lado, el supuesto de que los trabajado res no son miembros con pleno derecho del cuerpo político y no tienen título alguno para ello. En segundo lugar, que la clase trabajadora no vive ni puede vivir una vida plenamente racional. Y, a fortiori, ello vale para el caso de las mujeres. Destaco este modo de «comprensión» de las posturas adoptadas en un momento histórico dado porque se suelen tildar de «ahistóricas» algu nas críticas a las teorías de autores del pasado. Ciertamente, tal puede ser el caso en ocasiones. Pero no menos frecuente es que estas críticas de ahistoricismo descansen, por su parte, en la ignorancia de las fuentes escritas y de las acciones sociales correspondientes a los momentos históricos considerados. En nuestro caso concreto, resulta verdaderamente inaceptable que se hable sin más de «prejuicios insalvables» en lo que atañe a la situación de subordinación y exclusión de las mujeres, especialmente a partir del siglo . A partir de mediados de dicho siglo, la abundancia de escritos feministas, la proliferación de ámbitos específicos de discusión ampliamente conocidos y difundidos, la contraposición enfrentada de autores/as en torno a la exigencia de la igualdad, así como las discusiones políticas que giran en torno al tema, son tan amplias que no puede justificarse adecuadamente como «prejuicios insalvables» lo que era una toma de posición ideológica clara frente a otras argumentaciones y demandas contrapuestas en aquellos mismos momentos. Más aún cuando, como he insistido en el texto, el momento de la Modernidad tiene como criterio epistemológico y de orientación práctica la búsqueda de la episteme, la superación de los prejuicios por la contraposición libre de explicaciones teóricas de los hechos a partir del expresivo lema «Atrévete a pensar por ti mismo». El encubrimiento de la historia sólo puede entenderse como una grave toma de postura ideológica interesada. Y ello es importante porque, hasta hoy, tanto los historiadores del pensamiento filosófico y político como los teóricos de la democracia con mayor sensibilidad ético-política hacia los planteamientos feministas acaban justificando las posiciones liberales de la exclusión como fruto de prejuicios de la época. En este sentido, lo sintomático es que Macpherson sancione la teorización de la exclusión, referida tanto a los obreros como a las mujeres, como resultado de insuperables pre juicios, hablando incluso de «deducciones honestas» a partir de ciertos postulados sostenidos. Y sigue siendo práctica común que una problemática como la de la igualdad referida a la mitad de la población sea considerada como algo adjetivo, llegando incluso a justificarse académicamente la ignorancia de la historia y de las tematizaciones feministas como un campo de realidad y conocimiento del que se podría prescindir a la hora de asumir un legado fundamental para con formar la conciencia de una época, la de la Modernidad, que es tanto como decir la conciencia de nosotros mismos. X V II
ello p orqu e la salida de la m in oría de edad a la que habían sido som eti das n o perm ite la identificación, sin m ediación alguna, con la específica actividad de la ciudadanía, de u na ciudadanía plural en sus cam pos y ó rdenes de ser. El salto cualitativo a la nueva época m arcad a p o r la idea de la razón, com o razón crítica en cuanto que no se atiene ya a la cos tum bre, a la tradición o al m ero ejem plo sino al «conocim iento cierto», usando «en to d o m i razón, p ro p o n ién d o m e n o adm itir jam ás nada p o r verdad ero que yo no conociera que evidentem ente era tal»41, im plica u na redefinición del sentido de la identidad y la au ton om ía propios. Se trata de un ejercicio que, p o r lo que atañe al sujeto político, encuentra su ám bito de form ación en el espacio público. E sta redefinición práctica del sujeto, in d ep end ien tem en te de razas o género, ap u n ta a «proyectos» de em ancipación. N o se trata de volver a «ningún lugar», ni de recu p erar algo p erdid o o aban do nad o, ni de identificarse con algo ya dado com o u na esencia o u na realidad n atural. La hipótesis de u na au to n o m ía «otorgada» a ciertos individuos, negros/as esclavizados o m ujeres, sin la participación en los procesos constitutivos y contextualizadores de un im aginario social co m partido, no puede p ro d u cir el surgim iento de ciudadanos activos. Los dilem as de la lucha fem inista p o r constituir la igualdad en la diferencia se en cuentran, justam ente, en la especial situación de «enajenación» histórica de las m ujeres. Pues este colectivo, com o analógicam ente les viene sucediendo a los negros estado un id en ses, parece que n o p uede rem itirse a un tiem p o pasado ni al cuadro de significaciones culturales heredado , socialm ente dom inante. El proceso de construcción de su identidad pasaría p o r la configuración de p ro yec tos em ancipatorios de justicia, de fuerte p regnancia política, al tiem po que la deconstrucción de estereotipos culturales ten d ría que ap un tar m ás a espacios virtuales de valores que a m odelos originarios. Todo ello im plica to m ar u na distancia tal de las form as otorgadas de identidad en el presente que resulta u na tarea ard u a de realizar así com o no fácil de adm itir de form a generalizada. Sin em bargo, en el difícil p ro b le m a referido a la identidad, las m ujeres han pro m o vid o ya la necesaria reconstrucción de la legitim ación contractu al sobre la que la política m o d ern a fun dam en tó su definición de la dem ocracia. En este sentido, la construcción de un nuevo co n trato así com o la necesaria reconceptualización de los sujetos y las reglas p ertin en tes obligan p o r igual a todos.
41. R. Descartes, Discurso del método y Meditaciones metafísicas, trad. de M. García Morente, Tecnos, Madrid, 2005.
D EM O C R A C IA , CIUDAD ANÍA Y SO CIED A D CIVIL
1. D im ensiones de la reconstrucción de la ciudadanía La disparidad de perspectivas que la tem atización de la ciudadanía conlleva ha abierto la o p o rtu n id ad p ara interm inables debates sobre la naturaleza y las características de la m ism a, así com o la posibilidad de abundantes propuestas sobre los sujetos que habrían de co nform ar la nueva ciudadanía. En definitiva, el tem a «ciudadanía» parece inago table. Sobre to d o , especialm ente cuando se hace girar en to rn o a él el afro ntam iento de la d esestructuración radical de m uchas sociedades tan to d en tro de las propias naciones com o en el tan co ntinuam ente n om b rad o «nuevo o rd en internacional», sin articulación precisa hasta el m om ento. A la p ostre, esta plu ralidad de situaciones y de perspectivas h a convertido la ciudadanía en un cam po sim bólico-político con una h ip errep resen tació n cuasi irrestricta, en el que han venido a confluir los dilem as ideológicos de n uestro m om ento. P or o tro lado, estos m ism os dilem as, pro pio s de un tiem po tan convulso com o el nuevo m ilenio, han acabado p o r asum ir la fo rm a de aporías. En efecto, el triun fo del li beralism o, especialm ente tras la caída de los países del Este, ha venido a solapar la teo ría política con el liberalism o realm ente existente. Es m ás, las críticas al o rd en vigente, en función de horizo ntes de em ancipación h um ana no realizados, se identifican, las m ás de las veces, con aspectos disfuncionales del sistem a. Se ha interio rizado hasta tal p u n to la insuperabilidad del liberalism o realm ente existente que cualquier alternativa al m ism o suele leerse en térm inos de ingenuidad teórica o de irresp o n sabilidad práctica. D e ahí la afirm ación an terio r de que, en el ám bito de la filosofía y de la teo ría políticas, acaben p o r articularse posiciones o críticas de m arcado carácter aporético. Y ello p o rq u e, en gran p arte y en función de las consideraciones anteriores, las alternativas al statu quo, cuando se ofrecen, adolecen de u na falta de plausibilidad que afecta tan to al o rd en analítico com o al o rd en práctico. En el orden analítico,
en cuanto que asum en la realidad p olítica existente com o lo único real posible. En el o rd en práctico, en cuanto que las dim ensiones m ateria les u objetivas que han de guiar to d o proceso de cam bio vienen a ser suplantadas p o r im perativos norm ativos sin especificación alguna en lo referente a las m ediaciones. Esta lim itación práctico-teó rica se refleja en el apriorism o con que, generalm ente, son establecidos norm ativam ente los co nto rno s de la nueva ciudadanía. Las propuestas contenidas en los bosquejos o en los proyectos de ciudadanía sólo pued en ser asum idas, en el lím ite, com o presuntos im perativos categóricos. El carácter contrafáctico y/o academ icista de m uchos de estos trabajos tiene su co n trap u n to en la co ntinu a instrum entalización que hacen los partid os políticos de las m ás novedosas acuñaciones, com o, p o r ejem plo, el «patriotism o constitucional», que h a de aco m pañar al nuevo ciudadano, o la idea de «obligación» que la ciudadanía conlleva. D e este m odo se m argina y se posterga la realización del conjunto de los derechos sociales y de aq ue llos o tros que, positivizados en los o rd en am ien tos jurídicos, constituyen las condiciones de posibilidad p ara el reconocim iento y el ejercicio de u na ciudadanía responsable. El horizo nte de problem as al que in ten to an o tar viene determ inado p o r lo que H o rk h eim er d enom inaba «pensam iento dogm ático». Un p en sam iento tal se constituye cuando no se establece la p ertin en te relación en tre la genealogía y la existencia de una d eterm inada teoría. En efecto, el carácter hip otético que, m ás allá de su incardinación crítico-histórica, preside m uchas de las perspectivas constructivistas del térm in o ciudada nía, absuelto de las co rrespondientes prácticas sociales y políticas que le darían su sentido, está p ro du cien do u na bibliografía difícil de abarcar. E sta literatu ra se plasm a, p o r un lado, en u na plu ralidad de lenguajes políticos sobre la ciudadanía, tod os los cuales vienen a reclam arse de al guna tradición, adecuadam ente reciclada, p ara en trar en el juego de las propuestas. Así, estam os asistiendo a u na ren ov ada ciudadanía liberal, a ciudadanías liberal-igualitaria, libertaria, com unitarista, com unitaristaliberal (tras la huella de I. B erlin), liberal-com unitarista. Esta ú ltim a es el resultado de las discusiones entre liberales y com unitaristas, especial m ente en los E stados U nidos. A la lista pod ríam os añ adir la republicana, la cívica, la n eo-conservadora, la nacionalista, así com o la ciudadanía m undial que algunos hacen rem ontar, río arriba, hasta nuestros clásicos del siglo xvi, etcétera. La reescritura de la ciudadanía, inserta en y revestida con el valor legitim atorio derivado de su pertenencia a alguna de las tradiciones ya conform adas históricam ente, viene constituyendo u no de los m odos de asum ir las dem andas reales surgidas en to rn o a la redefinición legal y m aterial de la m ism a, así com o a la determ inación de sus sujetos. Pero los discursos sobre esta tem ática se basan, com o consecuencia de la ru p tu ra señalada entre genealogía y existencia, en la capacidad estipulativa de algunos autores p ara diseñar el m odelo que cada cual estim a m ás con
veniente en función de la perspectiva adoptada. El tipo m ás rep resen tativo de esta últim a form a teórica de p ro ced er se co ncreta en la «cons trucción» co ntrafáctico-norm ativa de lo que debe ser la ciudadanía, al tiem po que, en un segundo m o m en to, se trataría del proceso de su in serción en la realidad. La plausibilidad de esta inserción viene dictada, en gran m edida, p o r el com prom iso volun tarista que suele aco m pañar a las construcciones contrafácticas. 2. Sobre la ciudadanía y (algunos de) sus críticos Los problem as que han p ro vocado la reescritu ra del tem a de la ciuda danía son tan plurales com o reales en un tiem p o de cam bio com o éste en el que estam os insertos. La dem an da nunca satisfecha de igualdad en la ciudadanía d efendida p o r el fem inism o, la distinción entre nación y E stado en las sociedades m ulticulturales, la configuración de nuevos n a cionalism os, los problem as de doble n acionalidad en función de los m o vim ientos m igratorios, el h orizo nte de u na ciudadanía m undial ligada a la p ro p ia dim ensión de la dignidad de la persona, la idea de ciudadanía com o instancia legitim adora de los E stados, etc., son cuestiones abier tas. Estas cuestiones reclam an, ciertam ente, u na reconstrucción de los elem entos estructurales que pued an resp o n d er h o y a la aparición de las nuevas dim ensiones y realidades de la vida socio-política. En este sen tido, las objeciones expuestas en el an terior ap artad o aluden, m ás bien, al tratam iento ahistórico de los nuevos problem as de la ciudadanía p or p arte de ciertos lenguajes de tradiciones plurales así com o a la p re te n sión de resolver algunas de sus nuevas dim ensiones p o r el expediente de enfocarlas desde perspectivas contrafácticas. A hora bien, nuestras obje ciones no im plican la negación de la nueva p ro blem ática surgida en to r no al tem a de la ciudadanía ni p reten d en obviar la absoluta necesidad de establecer «críticam ente» un o rd en conceptual y práctico que asum a las citadas dem andas, sin d ud a p erentorias. Las objeciones aducidas, pues, guardan relación con las categorías epistem ológicas em pleadas en tales construcciones, con el nivel de reflexión ad o p tad o , no siem pre acorde con su dim ensión histórica, así com o con la perspectiva crítico-p olíti ca con que se afro ntan tales problem as. Por m i p arte he in terp retad o , tentativ am ente, la nueva situación socio-política, en analogía con otros m o m entos históricos, com o la condensación de un cúm ulo de p ro b le m as con capacidad de conm oción, de intro du cció n de desorden en el sistem a establecido. Las virtualidades d esestructuradoras originadas p or n uestra nueva situación política sólo pued en ser dom inadas d en tro de un nuevo m arco in terp retativ o , al precio de u na nueva elevación de conciencia1. Se trataría, en definitiva, de la necesidad de u na nueva ins 1. En esta dirección se mueven los capítulos 5 y 6 de esta obra.
tancia constituyente de sentido, p ro blem a de radical calado filosófico, que afecta tan to a u na nueva m odalidad epistem ológica del saber com o a la reestru ctu ración del o rd en m ism o de lo hum ano. E staríam os ante el surgim iento de un nuevo, de un tercer im aginario filosófico-político tras el prim ero, configurado en el m u nd o griego y, en segundo lugar, el articulado en el m o m en to constituyente de la R evolución francesa. A p ro p ó sito de la relectu ra de la ciudadanía a la que nos hem os refe rido, y atendiendo tam bién al significado de la caída del M uro de Berlín y de los m ovim ientos sociales que aceleraron dicho proceso de cam bio, cabe destacar algunas p osturas críticas. Estas críticas se articulan, en gran m edida, com o negación de la enfática tem atización de la ciudada nía y su prim acía en el ám bito de la política. Se trata, pues, de u na nueva form a de asum ir la im portancia, el papel p ro tag on ista y la centralidad filosófico-política que se p reten d ía o to rg ar a la categoría de la ciudada nía desde los inicios de los años n o v enta «del co rto siglo xx», tal com o lo h a d enom inado H obsbaw m . C onviene advertir que las tres corrientes de pensam iento que vam os a citar, neoliberalism o, neoconservadurism o y la interp retació n liberal com unitarista de W alzer, confluyen en su crí tica a la centralidad del tem a de la ciudadanía, aunque sus orígenes y sus m otivaciones resp on den a distintos m o m entos históricos. A hora bien, el co ntex to de m uchas de las actuales discusiones sobre la ciudadanía viene m arcado p o r la elaboración que llevan a cabo los neoliberales so bre la sociedad civil o los neoconservadores en to rn o a las «estructuras m ediadoras». ¿C uál es la perspectiva política desde la cual los citados críticos confluyen en la negación de la especial relevancia dispensada al ám bito conceptual y al ejercicio práctico de la ciudadanía com o eje central en la configuración de la vida socio-política? En palabras de M ichael Walzer, au to r liberal-com unitarista: «Una vez incorp orad as a la sociedad civil, ni la ciudadanía ni la pro du cció n pued en ser absorbentes. T endrán sus p artidarios, p ero ya no serán m odelos p ara el resto de nosotros»2. A ntes de pasar a exam inar algunos de los argum entos esgrim idos, y en o rd en a d eterm inar la articulación teó rica existente entre los diversos críticos de la ciudadanía en el sentido especificado, conviene precisar la gram ática p ro fu n d a que está en la base de la an terio r cita del au to r esta dounidense. El p ro p io W alzer determ ina su posición en los parágrafos finales de su artícu lo : «Existen buenas razones a favor del argum ento neocon servado r de que en el m u nd o m o d ern o necesitam os recu perar la densidad de la vida asociativa y volver a ap ren d er las actividades y conocim ientos que la acom pañan»3. Estas posiciones neoconservadoras vienen a ser refrendadas, esta vez, desde opciones neo-liberales, cen 2. M. Walzer, «La idea de la sociedad civil. Una vía hacia la reconstrucción social»: De buts 39 (1992), p. 35. 3. Ibid., p. 39.
tradas en u na interesad a crítica del E stado de Bienestar, arg u m en tan do u na supuesta incapacidad del E stado p ara «generar sentim ientos de solidaridad e identidad colectiva». En concordancia con la posición de los neoconservadores, afirm a Pérez D íaz, «lo que era exploración de nuevas vías de integración y actuación estatal es ah o ra experim entación con nuevos diseños de gobernación e integración del país»4. Se trata de u na confluencia, de h o n d o calado político, entre neoconservadores, liberales y las claves argum entativas que sostienen la posición de Walzer, com unitarista, quien, al ab ord ar la política, p retend e m o du lar su posición liberal con un cierto tinte socialista. En definitiva, los críticos de la ciudadanía aquí tratad o s vienen a coincidir en el fracaso m o derno del carácter dom inante atribu ido a la política y a las form as in stitu cionales de la m ism a. La M o d ern id ad , que se h abría im puesto hasta nuestros días, albergaba la pretensió n de que la vida social h abía de ser configurada, de m odo privilegiado, p o r los principios de la vida política en o rd en a la construcción de u na vida en com ún fundam entalm ente justa. El sentido del interés general era lo que prestaba unidad a la p lu ralidad de los individuos, interés general que cobraba form a desde la concepción central del espacio público y que se sustentaba en la práctica activa de la ciudadanía. Pues bien, aun cuando las prácticas concretas p o r desarrollar com o form as alternativas a esa com prensión política de la m o dernidad divergen en las tres corrientes señaladas, tod as ellas, sin em bargo, sustentan sus posiciones doctrinales en el declive y en el ab an dono necesarios de la centralidad de la categoría de ciudadanía. P érdida de vigencia del papel nuclear del ciudadano debida, p o r o tro lado, al p ro p io fracaso del E stado, los partid os políticos, etc., cuya asfixiante burocratización ha p ro piciado la actitud pasiva que reflejan los bajos índices de participación en las elecciones referidas a tales instituciones. El resultado final viene a co rro b o rar la incapacidad de las instituciones políticas p ara generar procesos de cohesión social o form as de id en ti dad, tal com o se com p rueb a en la d esestructuración que sufren nuestras sociedades en los ú ltim os tiem pos. 2.1. Sociedades interm edias frente a ciudadanía (neoconservadurism o) El proceso crítico de las virtualidades m orales y políticas de la ciudada nía tiene, pues, un largo historial. C om o observaba B loch, lo que parece nuevo e inm ediato viene, a veces, de m uy atrás. D esde esta perspectiva, lo que hem os denom inado «el segundo im aginario político», surgido en la R evolución francesa y que tiene su expresión política m ás densa en la 4. V. Pérez Díaz, El retorno de la sociedad civil, Instituto de Estudios Económicos, Ma drid, 1987, p. 15. Estas posiciones han tenido continuidad hasta el momento en un ambi cioso proyecto de trabajo tan coherente como marcadamente ideológico en su contrastación «científica».
«creación de la ciudadanía» (B rubaker), h a v enido sufriendo operaciones de desgaste tan profundas com o el surgim iento de los totalitarism os en el siglo x x. Pero desde contextos y regím enes dem ocráticos se ha llevado a cabo o tro tipo de anulación creciente de las dim ensiones de la política, del espacio público, de las virtualidades de la ciudadanía. El neo-co n servadurism o, con u na constante penetración capilar en otras corrientes políticas, ha construido un cuadro de cam pos sem ánticos y conceptuales que han propiciado el vaciam iento interio r de los contenidos sustancia les de la reflexión filosófica acerca de la política y de la ciudadanía. A los neoconservadores se deben las elaboraciones de constructos políticos com o el supuesto «final de las ideologías», que ten dría en la «teoría de la sociedad industrial» y en el diagnóstico de «ingobernabilidad» de las de m ocracias los elem entos teóricos necesarios p ara refu nd ar en categorías de orden culturalista los endém icos problem as políticos y económ icos del sistem a establecido. En esta nueva línea interpretativa de la historia, escribió el influyente n eoconservador K ristol: «El acontecim iento p olí tico m ás im p ortan te del siglo x x no es la crisis del capitalism o, sino la m uerte del socialism o». C onsecuentes con este diagnóstico, los neoconservadores, com o N ovak, centran tod o el interés de la reflexión política en facultar, p ara reconstruir los procesos constituyentes de sentido, a «otros agentes sociales que no sean el Estado». Ello significa que entre el liberalism o y el socialism o, entre el individualism o y el estatalism o, form as que han m ostrad o sus lím ites de capacidad de análisis y de efi cacia política, se im pone la introducción de «estructuras interm edias», «estructuras m ediadoras», que recom pongan u na sociedad desarticulada y recreen un nuevo discurso legitim atorio. Las «estructuras interm edias», tales com o las iglesias, las asociaciones de barrios, los grupos altruistas p ara ayuda a los m enesterosos, las fundaciones culturales, las organiza ciones de voluntariado, etc., perm itirían la participación de los indivi duos, negada en una vida política en crisis, y darían lugar a la confluencia de grupos que generarían un nuevo sentido de solidaridad o de p erte nencia. La debilidad de nuestras sociedades, insistiría N ovak, no está en la econom ía ni en la política sino «en la pérdid a de sus ideas y principios m orales indispensables», o com o sentenciaría D aniel B ell: «El problem a de la m odernidad es el de la creencia»5, y la única fuente que puede pres tar unidad a n uestro sistem a se halla en «el reto rn o de la sociedad oc cidental a alguna concepción de la religión». La operación de desplaza m iento y sustitución de la política, en sentido fuerte, se consum a a través de los elem entos, de orden cultural, con los que el neoconservadurism o in ten ta reescribir los procesos históricos e instituir la cohesión social. En p rim er lugar, la «teoría de la sociedad industrial» establece que tod as las form aciones sociales se caracterizan p o r som eter su funcio n am iento a los im perativos de la tecnología y de la econom ía. D e este 5. D. Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid, 1977, p. 39.
m odo se asienta com o núcleo central la desideologización de to d a in ter p retación de la h isto ria que p reten d iera in tro d u cir elem entos de lucha política o de en frentam iento entre clases sociales com o instancias expli cativas y/o co nfo rm ad oras de m odelos sociales. La ciencia y la técnica, com o elem entos estructurales n eutro s ideológicam ente, cum plen aquí la función de p arteras de la organización de los m odelos sociales. En segundo lugar, las exigencias y las dem andas de los ciudadanos en orden a la participación y al co ntro l políticos del E stado se presen tan com o no p ertin en tes p ara el éxito organizativo del sistem a, sobrecargando p eligrosam ente a las instituciones políticas que no pued en aten der las disfuncionales peticiones de los ciudadanos. Éstos, p o r últim o, han de recrear las necesidades de solidaridad, de identidad y de pertenencia a través de las «estructuras interm edias». Estas estructuras m ediadoras cum plen, pues, u na doble m isión: p aliar y m itigar, en p rim er lugar, los efectos perversos del sistem a económ ico-político y actuar, en segundo lugar, com o v erdaderas instituciones de disciplinam iento en orden a m anten er los desajustes, las desigualdades y las jerarquías que im pone el sistem a económ ico. La política, el ejercicio de la ciudadanía y las d im en siones norm ativas contenidas en la concepción del espacio público son retrad ucid os al nuevo lenguaje que hem os expuesto, al tiem po que son suplantados en térm inos de m atrices culturales. Estas nuevas m atrices guían y dan form a a lazos de p ertenencia entre los individuos, a hábitos de co m p ortam iento, alum bran u na constelación de creencias que fun cionan con un fuerte com p on ente de coerción social. Los contenidos y los fines políticos son sustituidos p o r u na suerte de ingeniería técnica que ajusta los procesos sociales, determ inado s científicam ente según los subsistem as correspondientes. En definitiva, la ciudadanía n o sólo pierde cualquier función central o legitim adora del sistem a político, sino que, absorbida p o r las prácticas «privadas» co rrespondientes a las «estructuras interm edias», «ya no será un m odelo p ara el resto de nosotros». El esta tu to de la ciudadanía se ha vuelto superfluo en función de su p ro p ia exi gencia de convertirse en referente del valor instituyente de sentido a tri buido a la política, justam ente cuando ésta parece h aber llegado a su fin. 2.2. Versus ciudadanía: ¿retorno o disciplinam iento de la sociedad civil? (neoliberalism o) Lo que en el n eoconservadurism o era exploración de nuevas vías de in tegración se convierte en el neoliberalism o, con los procesos de cam bio en diversos países, en «una im agen creciente del p o d er de la sociedad civil, y que am plían la esfera de actuación de los m ecanism os típicos de integración de esta sociedad, com o son los m ercados y las jerarquías sociales»6. La paulatin a m arginación de la política com o referente de la 6. V. Pérez Díaz, op. cit., p. 16.
gram ática p ro fu n d a que articula los principios de la sociedad en cuanto a sus fines generales es ah o ra encarada desde la idea de u na alternativa rad ical: el re-descubrim iento, la recuperación de la sociedad civil en su versión v eterotestam en taria liberal. Se trata de «el reto rn o a la trad i ción clásica de la teorización de la sociedad civil, y a las intuiciones de aquella segunda m itad del siglo xviii»7. A las dem andas de u na m ayor dem ocratización, que venían siendo form uladas desde los com ienzos de la crisis del E stado de Bienestar, los neoliberales resp on den con la p ro p u esta de u na alternativa radical, cifrada en la instauración de la so ciedad civil com o «un determ inado tipo o carácter ideal de instituciones sociopolíticas», en térm in os de Pérez D íaz. Este autor, u no de los teó ri cos m ás acendrados p o r lo que se refiere a la defensa de la sociedad civil en su versión neoliberal, especifica, en el ú ltim o artículo citado, que la nueva reflexión sobre la sociedad civil n o puede entenderse «fuera del co ntex to de descubrim iento de las sociedades civiles reales que van em ergiendo a lo largo de los siglos xvii y xviii»8. El interés de esta o b servación estriba en el hecho de que su «vuelta» a los tiem pos fundacio nales acentúa u na de las dim ensiones de la p ro p u esta de una alternativa socio-política institucional, a saber, la separación dibujada ya en Locke en tre E stado y sociedad civil. E sta últim a, frente a H o bb es, n o busca establecer un p o d er centralizado absoluto. Por el co ntrario , la sociedad civil viene determ inada p o r su co ntinu idad n orm ativ a con el estado de naturaleza, situación previa que busca asegurar los derechos ya exis tentes a través de la conform ación civil, que conlleva el nacim iento del E stado. Éste, a su vez, de form a delegada y lim itada p o r to d o el orden n orm ativo preexistente, ha de velar p ara que tales derechos sean efec tivos. La sociedad civil, pues, está d eterm inada norm ativam ente p o r la existencia previa de aquellos derechos que ya existían en el estado de naturaleza: derecho a la p ro piedad , a la vida y a la libertad [...] El E sta do, p o r su p arte, está obligado a resp etar y defender tales derechos que existen «prepolíticam ente». Es m ás, tales derechos previos se basan en la ley n atural que subsiste «com o n o rm a etern a de to d o s los hom bres, sin exceptuar a los legisladores...». Todos, pues, están obligados a «confor m arse a la ley n atural, es decir, a la v olun tad de D ios, de la que esa ley es u na m anifestación»9. C abe destacar cóm o ya, en el m o m en to fun da cional de la sociedad civil, la existencia de un ám bito prepolítico, no su jeto a la decisión política, debilita sustancialm ente el sentido n orm ativo 7. V. Pérez Díaz, «Sociedad civil: Una interpretación y una trayectoria»: Isegoría 13 (1996), p. 23. 8. Quisiera advertir que el propósito de este escrito no tiene como objeto el estudio y la crítica del concepto de la sociedad civil. Más bien, y a los efectos de contrastar la posición de los neoliberales con la valoración de la reescritura del tema de la ciudadanía, sólo atenderemos a la modulación teórica y práctica que supone la introducción de la sociedad civil como alternativa a la configuración de la ciudadanía como categoría básica de un nuevo orden democrático. 9. J. Locke, Segundo tratado sobre el gobierno, Biblioteca Nueva, Madrid, § 135.
del espacio público. A hora bien, los problem as crítico-epistem ológicos, los políticos y los de carácter jurídico que subtienden a la p reten d id a reconstrucción de la sociedad civil neoliberal en nuestros días n o han sido som etidos a u na crítica p ertin en te p orqu e los autores n eolibera les siguen asum iendo, ahistórica y acríticam ente, la m eta-narración que les sirve de fun dam en to p ara la artificiosa configuración del ciudadano que p ro p o n en . En efecto, el ciudadano es, pro piam en te, im político, ya que el orden norm ativ o que m antiene a los individuos en sociedad es, esencialm ente, el de aquel espacio y aquella situación p rim era natural, ex terna y previa a la sociedad civil y al E stado. La sociedad natural situada espacialm ente aparte y previa en el tiem po a to d a organización institucional jurídico-política futura, se nos p resen ta com o «im personal, autoactivada p o r m edio de interdependencias objetivas (p o r ejem plo, los co ntrato s de p ro piedad , la división del trabajo, los m ercados) y n a tu ralista, u na en tidad u n itaria cuyas raíces norm ativas residen en la arm o nía idealizada de las leyes de la naturaleza»10, articuladas y propiciadas p o r la divinidad. El pueblo no está relacionado p ro piam en te con n in guna cu ltu ra política. E xistía previam ente en u na sociedad autónom a, ind ep end ien te del E stado. Pues bien, aten dien do a la doble caracteriza ción que hem os señalado, espacial y tem poral, de la sociedad natural con respecto al ám bito p ro piam en te político, aparecen construcciones de cam pos categoriales, conceptualizadores de los ám bitos norm ativos, que acaban p o r deslegitim ar la carta de naturaleza jurídica y la d im en sión política que adquiere la ciudadanía tras su creación a p artir de la R evolución francesa. E fectivam ente, desde la génesis del discurso libe ral, aquello que o cupa un lugar distinto del E stado rep resen ta lo valioso n orm ativam ente desde el p u n to de vista ético, que m ono po lizaría el ám bito n orm ativo frente a lo político. En segundo lugar, desde el p u n to de vista tem p oral, aquello que precede a la conform ación del Estado, realidad basada en la coerción, es asim ism o el pueblo en su acepción identitaria m ás p reg n an te: Su identidad espacial como entidad autónoma, cohesionada y prepolítica hace posible que la gente se defienda a sí misma contra la intervención legislativa positiva, en donde hay siempre la amenaza de ser obligados a someterse a la «voluntad injusta» (Locke) de otro11. Este gran m eta-relato perm anece acríticam ente com o la estru ctura legitim adora de un sistem a político, el liberal realm ente existente. La idea de u na sociedad, existente com o sociedad civilizada, sin cultura política p ro piam en te tal, autoactivada p o r la ley n atural establecida p or 10. M. R. Somers, «Narrando y naturalizando la sociedad civil y la teoría de la ciuda danía: el lugar de la cultura política y de la esfera pública»: Zona Abierta 77-78 (1996-1997), p. 314. 11. M. R. Somers, art. cit., p. 315.
D ios, sigue siendo — p o r encim a de su secularización— la estructura p ro fu n d a del rechazo hacia u na ciudadanía de cu ltu ra política dem o crá tica y participativa. Lo cierto es que la existencia de ám bitos de derechos «pre-políticos», referidos especialm ente al «orden de la propiedad», ha configurado, a lo largo de la historia, grupos de poderes privilegiados que han sustraído al interés general y a la tran sparencia del espacio público la discusión y la determ inación de tales derechos pre-políticos. O cu rre así, especialm ente, p orqu e en esta contraposición entre socie dad civil y E stado no en tran en juego los elem entos de la racionalidad p olítica que perm itirían establecer el equilibrio necesario entre lo p ar ticular y lo general. Se da p rio rid ad a la estabilidad y al m antenim iento del sistem a frente a las posibilidades políticas de d eterm inación del bien general, que ha de p residir las propias relaciones sociales. En este senti do se ha hecho notar, p o r ejem plo, la tensión entre los derechos indivi duales, elaborados p o r Locke, y la idea de h u m a nid ad . E sta últim a cate goría, en su indefinición política, p uede ser utilizada tan to p ara avalar los derechos pre-políticos com o p ara «poner en suspenso» los derechos, esta vez, no ya de la hum anid ad sino de todos los individuos. Pérez Díaz, que reclam a esa vuelta a los orígenes y señala a los colonos n o rteam e ricanos com o hacedores destacados de la nueva sociedad civil, no dejó de reconocer, en un m o m en to, que los espacios abiertos p o r aquella ideal sociedad civil em ergente «han ten id o som bras de enorm e alcance, tales com o la esclavitud, la explotación capitalista y la discrim inación sexual»12. Y ello sin p restar atención al genocidio de los que ya h abita ban estos espacios geográficos, así com o al latrocinio y a la elim inación de los derechos «pre-políticos» y políticos de los grupos o pueblos allí establecidos que o stentaban la p ro p ied ad del territo rio y tenían su o rga nización. El nuevo orden social, teorizado desde instancias «sagradas» p o r los colonos, contiene estructuras coercitivas excluyentes com o p er m anente «negación» del o tro en cuanto p u ed a oponerse a m is intereses de p ro piedad . Esta acción sistem ática de negación, de ap ropiación for zada y de exterm inio es p ro p ia de los colonos, caracterizados p o r Pérez D íaz com o m ujeres y hom bres «ansiosos de dejar atrás los grandes o p equeños despotism os de sus países de origen, y ansiosos p o r llegar a un sitio abierto, donde pud ieran m edir sus fuerzas, y ‘ju g ar’ según re glas predecibles»13. En definitiva, en la sociedad civil de los siglos xvii y xviii, los procesos com unicativos que n orm ativ am ente h abrían de de term in ar las relaciones en la sociedad se enco ntrab an de hecho insertos en prácticas de exclusión y justificaciones de asim etrías en el o rd en de lo hum ano. A sim ism o, la insuficiente especificación político-racional p ara conjugar lo privado y lo referente al interés general está incapacitada en o rd en a ofrecer los elem entos p ara la construcción conceptual de un 12. V. Pérez Díaz, «Fin de siglo y final de la historia»: El País, 9 de julio 1989. 13. V. Pérez Díaz, «Sociedad civil: Una interpretación...», p. 29.
m odelo ideal de sociedad civil. Por las m ism as razones, ni la reco n stru c ción analítica de tal sociedad civil, ni las experiencias determ inantes de aquella form a de vida pued en co nten er las virtualidades necesarias p ara p ro po n erse com o u na alternativa de instituciones socio-políticas a la altura de los tiem pos presentes. En la m eta-narrativ a que da fun dam en to y legitim ación al tipo de ciudadano que se p retend e configurar en el neoliberalism o hay u na se gunda dim ensión filosófico-política y jurídica que ha originado desa rrollos doctrinales y, p o r o tro lado, actitudes revolucionarias. T anto los unos com o los o tros están presididos p o r una confusión teórica cuyas consecuencias histórico-sociales aún p erdu ran. Se trata de u na v erd a dera o peración política según la cual los derechos pre-políticos del li beralism o: los derechos de libertad y de autonom ía, los de p ro piedad privada, etc., to d o s ellos se presen tan com o hom ogéneos en cuanto a su consideración y a su p rotección jurídicas. D e este m o do nos en co n tram os con «una operación política de la cu ltu ra jurídica liberal acríticam ente avalada p o r la cultura m arxista — escribe Ferrajoli— , que ha p erm itido a la p rim era acreditar a la p ro p ied ad con el m ism o valor que ella asociaba a la libertad, y a la segunda desacreditar las libertades con el m ism o disvalor que atribuía a la p ropiedad»14. El au to r italiano ha venido insistiendo con gran acuidad acerca de la llam ativa inclusión de la p ro p ied ad privada d entro del m ism o gru po de derechos que los de libertad o autonom ía. E sta inclusión vela algunas de las diferencias m ás notables entre am bos grupos de derechos. Tal com o lo señala Ferrajoli, la p ro p ied ad , com o los derechos patrim oniales, no es universal (cada titular lo es con exclusión de las dem ás personas), al tiem p o que es «alienable, negociable, transigible». Por el co ntrario , los derechos de la p ersonalidad y de ciudadanía son derechos universales, indisponibles e inalienables. Las diferencias entre am bos grupos de derechos im plican, adem ás, que «corresponden a sistem as sociales y políticos diferentes y en to d o caso independientes [... ] Los derechos de libertad n o tienen n ada que ver con el m ercado [... ] y rep resen tan un lím ite no sólo frente a la política y a los poderes públicos, sino tam bién frente al m ercado y a los poderes privados»15. C o n u na ad en da de especial interés: los d ere chos, frente a los criterios del iusnaturalism o, son los p ro du cid os p or las leyes, tan to constitucionales com o ordinarias. En este sentido, ni desde el p u n to de vista filosófico ni desde el sociológico se puede tratar de articular u na teo ría de la ciudadanía que oblitere o p reten d a reducir arbitrariam en te los derechos positivizados en el cam po jurídico. D e este m o do , la crítica del neoliberalism o a las actuales corrientes que in te n tan redefinir el concepto de ciudadanía es d eu d o ra de la genealogía del m eta-relato liberal, con el presupuesto de un o rd en prepolítico y que 14. L. Ferrajoli, Derechos y garantías, Trotta, Madrid, 52006, p. 102. 15. Ibid., p. 103. El subrayado es mío.
h om ologa los diversos derechos. D e este m odo, se trata de im pugnar los derechos sociales conquistados históricam ente y se p retend e invalidar los derechos positivizados en los diversos o rd en am ien tos jurídicos. La insistencia en la reconstrucción de la sociedad civil desde los postulados ideológicos del neoliberalism o se presenta, p o r tan to , com o u na continuación de la reacción defensiva del neoconservadurism o frente a las exigencias de u na radicalización dem ocrática. La separación nítid a entre E stado y sociedad civil, que ah o ra se reclam a, ap un ta a la decisión de establecer principios y fun dam en tos no políticos que re m itan al ám bito de lo privado, al ám bito del m ercado. Lo privado y el m ercado se constituyen así en las fuentes de cohesión social, negando, al p ro p io tiem po, la capacidad de sentido y norm ativ idad que tienen las instituciones nacidas con el E stado. Así, afirm a Pérez D íaz, se trata de nuevos diseños de gobernación «que am plían la esfera de actuación de los m ecanism os típicos de integración de esta sociedad, com o son los m ercados y las jerarquías sociales». La anunciada re-construcción de la sociedad civil tiene, pues, m ás bien, com ponentes de vuelta a los ras gos m ás específicam ente capitalistas del m o d o de p ro d u cció n : m ercado y jerarq uía social. D esde esta perspectiva, alejada de p lanteam ientos norm ativos, p uede in terp retarse su argum entación en to rn o al criterio ú ltim o que ha de servir p ara juzgar a la clase política, a saber, su co n tri bución «a lo que cabe resum ir com o ‘la paz y la p ro sp erid ad ’ de un país, o red ucir el in fo rtu n io de su desord en y escasez»16. Es u na concepción de gobierno que lo lim ita a lo que p od ríam os d en o m in ar u na «buena gestión». E sta m ayor racionalidad atribu ida a la estru ctu ra del m ercado frente a la racio nalid ad p olítica explica a su vez, com o lo arg um entáb a m os en su d ía17, el afán p o r la creación de m esogobiernos y el insistente recurso al co rp o rativ ism o 18. D esde esta posición neoliberal se facilita ría la tom a de decisiones económ icas y políticas conflictivas, eludiendo un co n tro l m ás directam en te dem ocrático de las m ism as. El p ro blem a de la legitim ación, según los criterios de gestión aducidos, rem ite a los ya conocidos «liderazgos con éxito», los cuales exigen com o co n tra p artid a el com prom iso, n ad a político, del co n sen tim ien to : «el consen tim ien to social im plica un intercam bio o un c o n trato : la obediencia com o co n trap artid a a un liderazgo con éxito»19. En esta m edida, y a p ro p ó sito de la creación de m esogobiernos y de la interp retació n de los m ism os com o una»devolución de la responsabilidad a la sociedad civil», aducíam os en el artículo citado que los ex perim ento s n eolibe 16. V. Pérez Díaz, El retorno de la sociedad civil, p. 20. 17. F. Quesada, F. Colom, A. Jiménez, S. Mas y J. Morán, «¿Retorno o disciplinamiento de la sociedad civil?»: Sistema (1987), pp. 17-36. 18. Los «mesogobiernos son una construcción institucional de la clase política que con trola el gobierno (o el Estado) con la colaboración de élites sociales y el apoyo, en mayor o menor medida, de la población» (V. Pérez Díaz, El retorno de la sociedad civil, p. 48). 19. Ibid., p. 14.
rales de vaciar de co nten ido los ám bitos de la p olítica no conllevan realm ente un « retorn o de la sociedad civil» m ás activo. Por el contrario, el re to rn o de la sociedad civil supone su disciplinam iento, la pro m esa incum plida, u na vez m ás, de la au to n o m ía de los sujetos. La política q ueda relegada al m ero estatus de referente ideológico que ayuda a la identificación sim bólica de ciertos com plejos de problem as y facilita así el autog ob ierno del sistem a. La reescritu ra de la ciudadanía, en térm i nos de institución de sentido político-social en el ám bito público, ha de ser negada, p uesto que las relaciones entre E stado y sociedad civil quedan p lanteadas, en este « retorno de la sociedad civil», en térm inos de obediencia y autoridad. 3. M ás allá de la ciudadanía: la reconstrucción social La atención a algunas de las corrientes críticas en to rn o a la nueva conceptualización de la ciudadanía la hem os centrado en la contraposición que se p retend e establecer entre las «exigencias» del ciudadano y las for m as de actuación hum ana, m ás realistas y m ás autónom as, que se cifran en una supuesta «reconstrucción social». Esta reconstrucción se aso cia tan to a la d em anda de las «asociaciones interm edias» p o r p arte del neoconservadurism o cuanto a la «reconstrucción de la sociedad civil» de corte neoliberal, o bien, p o r últim o, a la posición rep resen tad a p or un W alzer liberal-com unitarista. Este au to r precisa su tom a de posición a p artir de u na afirm ación central: «som os seres sociales p o r naturaleza, antes que seres políticos o económ icos»20. W alzer hace recu en to de las cuatro posiciones que considera m ás in fluyentes en n uestro ám bito político: la teo ría de la dem ocracia radical, co njuntam ente con el republicanism o, el m arxism o, el capitalism o y el nacionalism o. Según n uestro autor, tod as ellas rep resen tan perspectivas parciales de lo que p o d ría aceptarse com o vida digna. Así sucede, p or ejem plo, con respecto a la posición de los teóricos radicales de la d e m ocracia participativa, que im plica u na fuerte carga m oral en la institucionalización de la ciudadanía o, p o r lo que respecta al republicanism o, con las exigencias heroicas que se im p utan al conjunto de deberes del ciudadano. En esta p rim era construcción, el sentido y las dim ensiones de la ciudadanía son caracterizados com o irreales en cuanto a las exi gencias que presen tan a los individuos, adem ás de ilusorias p o r lo que se refiere a la idealización del dem os. El m arxism o, según su in terp reta ción, ofrece u na versión unilateral del individuo com o «productor», la cual q ueda invalidada, a los efectos políticos, p o r el hecho de que sólo atribuye un valor instru m en tal e históricam ente específico a la d em o 20. M. Walzer, «La idea de sociedad civil. Una vía hacia la reconstrucción social»: Debats 39 (1992), p. 31.
cracia, esto es, servir de m arco adecuado p ara la lucha de clases. La de m ocracia, así considerada, no goza de ningún valor p ro p io , intrínseco. D esde o tro p u n to de vista, el tipo de vida digna ligada a la au ton om ía del m ercado, según los teóricos del capitalism o, q ueda lastrado, para W alzer, p orqu e «la au ton om ía en el seno del m ercado n o refuerza en absoluto la solidaridad social». Por ú ltim o, con u na observación de in te rés p ara las discusiones actuales sobre el nacionalism o21, éste ten d ría su talón de Aquiles en el p ro p io fervor de los nacionalistas centrado en «el recu erd o, el cultivo y la transm isión de u na herencia nacional». El esta tu ir com o la form a su perio r de vida digna la identificación adscriptiva del individuo con un pueblo y su historia, sin aten der a las dim ensiones críticas del conten ido p ro p io de esa herencia, da cuen ta de lo parcial e inadecuado que resulta el nacionalism o. La alternativa p olítica a estas cuatro corrientes no viene dada, p ara el au to r estadounidense, p o r la vía de u na «superación sintética» de tales posiciones sino p o r un desplazam iento del orden de la realidad y de la actividad h um anas p o r considerar. El cam po de la política, en sentido fuerte, no p uede ser asum ido en y desde la figura del «ciudadano», con la carga m oral y de idealidad que tiende a atribuirse a los «ciudadanos». M ás bien, la actividad político-dem ocrática, ejercida realm ente de un m o do indirecto p o r la m ayoría de la población, ha de trascenderse en busca de las form as de vida que le dan soporte y alientan su p erm an en cia. A m edio cam ino entre las apelaciones a la vida asociativa que m an tiene el n eoconservadurism o y el liberalism o «com o u na anti-ideología» que relativiza las cuatro posiciones político-sociales citadas, se perfila la idea de que la vida digna se vive realm ente en el ám bito de la sociabili dad de hom bres y m ujeres. É sta ya no es, pues, u na q uinta alternativa política sino el m arco único en el que se generan y experim entan todas las versiones de lo b uen o, el m arco en el que se realizan tod os los p a peles que jugam os cada u no en la vida com ún. En definitiva, se tra ta de u na nueva reconstrucción de la sociedad civil que sirve com o «correcti vo de las otras cuatro valoraciones ideológicas» y, en térm in os ideales, «la sociedad civil es u na base de bases; tod as están incluidas, ninguna es preferible a otra»22. La dim ensión no-ideológica de la sociedad civil, la visión m ás realista de las com unidades que transm ite, la n o exigencia de la excelsitud m o ral que se supone en la teo ría de la «ciudadanía», la visión acom odaticia del conflicto que conlleva así com o la plu rali dad de posiciones que integra, hacen de la sociedad civil el ám bito m ás ap rop iado p ara llevar a cabo las distintas actividades sociales. Al m ism o tiem p o, desde las tom as de decisiones en las tram as asociativas, insiste 21. «La facilidad con que los ciudadanos, trabajadores y consumidores se convierten en nacionalistas fervientes es un signo de la inadecuación de las tres primeras respuestas a la pre gunta acerca de la vida digna» (art. cit., p. 34). 22. Ibid.
n uestro autor, se «configuran de algún m odo las m ás distantes d eterm i naciones del E stado y la econom ía». La estru ctura fundam ental de la tesis sostenida se enm arca en un cierto espíritu liberal que, en función de la p ro p ia genealogía descri ta an teriorm ente a través de lo que denom inábam os el m eta-relato de Locke, m arca significativam ente la ausencia de lo político en el orden social p rim ero (estado de naturaleza). Este o rd en de lo social se consti tuye, en su apoliticism o, com o m atriz n orm ativ a del desarrollo p o ste rio r tan to de la sociedad civil com o del E stado. Esta pretensió n de una form a de vida social au toactivada y au tosostenida aproxim a la posición de W alzer a las tesis de los neoconservadores. C om o él m ism o escribe: Existen buenas razones a favor del argumento neoconservador de que en el mundo moderno necesitamos recuperar la densidad de la vida asociativa y volver a aprender las actividades y conocimientos que la acompañan23. Al m ism o tiem p o, la devaluación que sufre el espacio público en el neo-liberalism o y su p ro p u esta de reconstrucción de la sociedad civil hacen acto de presencia en la interp retació n del liberalism o que sustenta W alzer: «el liberalism o se p resen ta aquí com o u na anti-ideología, y ésta es u na p o stu ra interesante en el m u nd o contem poráneo». El supuesto im plícito en este discurso es pensar que la plu ralidad de relaciones y determ inaciones de los individuos en la sociedad conform an un espa cio de actividad h um ana que, aunque no supla absolutam ente la vida política, sustenta todas las experiencias de la vida digna. Y lo hace sin el inconveniente de la parcialidad con que se p resen ta la idea de ciu d adanía d esarrollada p o r las ideológicam ente pregnantes corrientes del republicanism o, del m arxism o, del nacionalism o, etcétera24. 23. Ibid., p. 39. 24. La dificultad, no obstante, para establecer en sus límites precisos la posición de Walzer y las tendencias académicas estadounidenses que refleja, radica en la yuxtaposición de tradi ciones políticas que no siempre es fácil de asumir en un esquema teórico con cierta precisión conceptual y coherencia. Así, las orientaciones hacia la sociedad civil, en términos de tradición liberal, se traducen en el hecho de que el liberalismo «acepta todas (las cuatro formas descritas de vida digna socio-políticas), insistiendo en que cada una deja espacio para otras, por lo que, en definitiva, no acepta ninguna». Las asociaciones entre los individuos están dotadas de la espon taneidad y de la capacidad creativa que, según Walzer, se refleja en la recomendación de E. M. Foster: «simplemente, conectad». Esta posición, sin embargo, acaba en una contradicción: «La sociedad civil, por sí sola, escribe, genera relaciones radicalmente desiguales, que sólo pueden ser combatidas por el poder del Estado» (p. 37). De modo que se impone transmutar la natura leza del Estado liberal, el cual «nunca puede ser lo que parece en la teoría, un simple marco para la sociedad civil». Es más, el proyecto de la sociedad civil requiere, según nuestro autor, «so cializar la economía». De ahí que, para él, el buen Estado liberal es socialdemócrata. Los saltos de planos tan dispares como el comunitarista, el liberal y la socialdemocracia, utilizando cada uno de ellos con la plasticidad que requiera la función que se les atribuye en el afrontamiento de un problema, le lleva, a la postre, a hablar de las «aporías» que contiene su concepción de la sociedad civil. Una concepción tan aporética como desiderativa «se parece, escribe el propio autor, más a un logro necesario que a una confortable realidad».
El «asociacionism o crítico», tal com o deno m in a W alzer su altern a tiva al o rd en político en sentido fuerte, tiene el atractivo de ex perim en tarse com o un cierto alivio del tradicional com prom iso político d em o crático y la aparente facilidad de la alternativa p ro pu esta, que resum e en el lem a tom ado de E. M . F o rster: «sim plem ente, conectad». A hora bien, u na atención precisa a las tram as sociales obligaría a un análisis m ás ajustado de la naturaleza, de la plu ralidad y de las diferenciadas características de las m ism as. Así, p o r ejem plo, A rato insiste en que una herm en éu tica m ás precisa, que se co m p rom etiera conceptualm ente con los diversos gradientes de las relaciones en el ám bito social, nos lle v aría a distinguir tres ám bitos distintos25. En p rim er lugar, las redes sociales latentes surgidas de la au ton om ía social, la sociedad civil com o m o v im ie n to ; en segundo lugar, en cuanto conjunto de m ovim ientos, de iniciativas, de asociaciones y públicos au toorganizados — tal com o se desarrolló en los procesos de cam bio habidos a finales de los años o chenta del siglo pasado d entro de los llam ados países del Este— , y, p o r últim o, la sociedad civil institucionalizada tal y com o la conocem os en O ccidente. La necesidad de un análisis com o el p ro p u esto p o r Arato no sólo resp on de a las norm ales precisiones conceptuales de rigor, exigibles en la tem atización de un cam po de realidad d eterm inado, sino que un análisis tal ayuda a descubrir, a desvelar posiciones de personas y grupos invisibilizados p o r los «hábitos» sociales de co m p ortam ien to «naturalizados». Las relaciones de solidaridad prim aria, ligadas a las necesidades m ás inm ediatas, o los m ovim ientos coyunturales en situa ciones de cierta anom ia social, no pued en confundirse con ni pueden ser asum idos com o los d eterm inantes epistem ológicos de sociedades com plejas establecidas institucionalm ente. D e igual m anera, tam p oco se pued en solapar las relaciones prim arias y los m ovim ientos a que hem os hecho referencia con los procesos políticos en cuanto reflexión crítica, en el espacio público, sobre los principios de o rd en am ien to superior de las sociedades. La supuesta «prioridad natural» que se p retend e o to rgar a los tipos de relación social m ás alejados del o rd en político y del E sta do ha p ro du cid o, en nuestra época m o derna, la legitim ación de form as de subordinación y exclusión entre individuos y grupos. C om o ya hici m os referencia en el capítulo anterior, Tocqueville, u no de los autores políticos m ás em blem áticos y que m ayor interés despierta en la actual recuperación de la sociedad civil, escribía lo siguiente: En Europa, mucha gente, confundiendo los diversos atributos de los sexos, pretende hacer del hombre y la mujer seres no sólo iguales, sino 25. A. Arato, «Emergencia, declive y reconstrucción del concepto de sociedad civil. Pautas para un análisis futuro»: Isegoría 13 (1996), p. 7. Arato, juntamente con J. Cohen, publicó en 1992 un reconocido y amplio libro que abarcaba los desarrollos habidos hasta ese momento en torno a la idea de sociedad civil. Su título: Civil Society and Political Theory, MIT Press, Cambridge, Mass.
semejantes [...] Es fácilmente comprensible que, al esforzarse en igualar así un sexo al otro, se degrada a ambos, ya que esa grosera confusión de las obras de la naturaleza no puede producir sino hombres débiles y mujeres deshonestas [...] América es el país del mundo donde se ha pues to más atención en señalar a los dos sexos respectivas líneas de acción netamente separadas, procurando que los dos marchen al mismo paso pero por caminos siempre distintos. Si la americana no puede traspasar el apacible círculo de las ocupaciones domésticas, tampoco se la obliga a salir de él26. Este tex to m uestra cóm o los co m p ortam ientos m ás inm ediatos y tenidos com o «naturales» p o r la ausencia de m ediaciones políticas o jurídicas, m ás allá del asentim iento expresado p o r los com ponentes del grupo, fam iliar o de o tro o rd en , están cargados de y contextualizados en u na densa red de significados. Los supuestos co m p ortam ientos co n sagrados p o r esa p rio rid ad de que «som os seres sociales p o r n aturaleza antes que seres políticos o económ icos» acaban invisibilizando las si tuaciones de subordinación, de exclusión y haciendo im posible cons tru ir form as de identidad que no sean las im puestas h eterón om am ente. A postillando el an terior tex to , Tocqueville argum enta: Tampoco han pensado nunca los americanos que la consecuencia de los principios democráticos consistiera en derrocar el poder conyugal e introducir la confusión de autoridades [...] creen que el objeto de la democracia consiste, en la pequeña sociedad de marido y mujer, lo mis mo que en la gran sociedad pública, en regular y legitimar los poderes necesarios, y no acabar con todo poder. Esta opinión ni es privativa de un sexo ni combatida por el otro27. El «carácter natural» que adquieren las form as sociales m ás p ri m arias acaban im poniéndose en un am plio cam po de relaciones. Esta «naturalización social» de las relaciones establecidas entre grupos es la que no sólo im pide a Tocqueville en ten d er y tipificar el p ro blem a del «racism o» en el trato a los negros en los E stados U nidos, sino que, p or el co ntrario , le lleva a «com prender» incluso la persistencia de la escla vitud en el Sur debido a «que tod os los que adm itieron este h o rro ro so principio antiguam ente no son hoy libres tam poco p ara abandonarlo». En definitiva, los órdenes de ser y de estar que se articulan en to rn o a las pequeñas sociedades fam iliares, los referidos a los roles y a los detentad ores del p o d er en los ám bitos pre-políticos, la asignación del «lugar» que han de o cupar los individuos en función de sexo o raza predeterm inan a la vez que resignifican el ám bito de lo público y a sus agentes, legitim ando jurídicam ente, en ú ltim a instancia, la exclusión y 26. A. de Tocqueville, La democracia en América, tomo II, cap. XII, p. 180. Cito por la edición castellana de D. Sánchez de Aleu, Alianza, Madrid, 1980. El subrayado es mío. 27. Ibid., pp. 180-181.
la subordinación. El o rd en social así instaurado, que subyace al p o líti co, no en cu entra su posible superación con u na p ro p u esta com o la que realiza W alzer: «sólo un E stado dem ocrático p uede crear u na sociedad civil dem ocrática». Y ello p orqu e el p ro p io régim en liberal dem ocrático, el realm ente existente, es el que ha consagrado las form as de exclusión, de resignificación política de lo privado frente a lo público, de lo p er sonal frente a lo político, de lo afectivo frente a lo jurídico. Tocqueville sí percibió claram ente, y de ahí su negativa a m odificar el o rd en de lo privado, que cualquier cam bio en los órdenes sociales establecidos im plicaba la redefinición de las estructuras del poder, de los agentes del m ism o, la reelaboración del espacio público y sus com petencias, etc. La «anarquía», consideró el au to r francés, acabaría adueñándose y arru in an do a la sociedad em peñada en dicha transform ación práctica. Tan p ro fun das eran las «convicciones» generadas de m o do tan natural. En definitiva, com enta Le D oeuf, quien ha hecho un p ro fu n d o análisis de estos textos de Tocqueville, si querem os aten der a los problem as de las m ujeres, de los negros, de los esclavos y de cuantos sufran m enos cabo de sus derechos, h abría que rechazar las form as de «asociacio nes locales» que se cierran ráp idam ente en sus form as de solidaridad, m anten iend o los idénticos intereses de los grupos. La solución a estos problem as no se en cu entra en estas asociaciones sino que las co rp o ra ciones, las fam ilias, las religiones son la causa de tales m ales. En cuanto al m odo de afro n tar las fracturas sociales o las diferenciadas dem andas de los grupos p erdedores, «las sociedades llam adas liberales n o difieren de las del A ntiguo R égim en. N o se trata, pues, de incoar el proceso a la dem ocracia sino de reco no cer que la pro m esa dem ocrática hasta ah ora no ha ten id o p o r finalidad prim ord ial ser el espacio en el que todos vivan juntos con sus diferencias, diferencias que se desean m últiples y no planificadas p o r nadie [...] ‘Vivir juntos con nuestras diferencias’ no es un pro yecto pensable en este sistem a, en el que el agrupam iento se funda en la sim ilitud»28. La necesaria redefinición de la p ro p ia dem o cra cia p ara hacerse cargo de las nuevas situaciones en que se enco ntrarían los individuos o grupos, u na vez ab andonados los lugares y las id en ti dades d eterm inadas h eterón om am ente, g uard a cierta sim ilitud con la situación de los exilados. El trasp lante a o tro lugar, con otras form as de vida, con dim ensiones sociales diferentes, etc., im plica la invención de un nuevo m u nd o de relaciones y de sentido, de significaciones nuevas que obligan a recrear la p ro p ia idea de identidad. D e m odo sem ejante, u na salida adecuada de la «sociabilidad naturalizada», resignificada p o líticam ente p o r las corrientes teóricas d om inantes y legitim ada p o r usos jurídicos concretos, im plica que han de reconfigurarse los conceptos de poder, se han de generar los contextos de libertad que p erm itan el afro ntam iento au tón om o en o rd en a la «recreación» de las identidades. 28. M. Le Doeuf, El estudio y la rueca, Cátedra, Madrid, 1993, pp. 468 y 464-465.
E stos procesos de identidad, p o r o tra p arte, guardan u na estrecha rela ción tam bién con el «lugar» que se o cupa en el o rd en de la p ro piedad y en el de la producción. El tratam iento de las desigualdades n o es, p or tan to , un p ro blem a m eram ente cuantitativo, de am pliar el m arco p ara que se incluyan nuevos sujetos o grupos o p ara que se ex tiendan los b e neficios. T am poco se reduce a la sim plificada fórm ula de tratar a todos com o personas, pensar que to d o s som os ya de hecho iguales. El p ro blem a no radica únicam ente en las desigualdades existentes, sino, m ás bien, en que esas desigualdades son posibles p o rq u e, en el in terio r de las relaciones sociales, han sido configurados los referentes de sentido, los de las categorías políticas y los del ord en am ien to jurídico que adscriben los diversos grupos a su lugar p ro p io , ya sea en el o rd en privado o en el público. El cam bio exigido es, pues, radicalm ente estructural, afectando al proceso instituyente de sentido referido a los fines superiores de la organización social, a la com prensión categorial de la realidad de lo h um ano , así com o a la situación y distribución del p o d er político. La p arado ja de la sociedad civil es que la p ro p ia posibilidad de su existencia e im plantación exige «algún co ntro l o u na determ inada utilización del ap arato del E stado [...] Aquí, pues, está la parado ja de la sociedad civil. La ciudadanía es u no de los m uchos papeles que sus m iem bros rep resen tan, p ero el p ro p io E stado n o se parece al resto de las asociaciones. E nm arca la sociedad civil a la vez que o cupa un espacio en su seno»29. Éste es u no de los nudos del p ensam iento liberal-com unitarista y p on e de m anifiesto los lím ites que tal co rriente de pensam iento p resen ta en o rd en a la com prensión del núcleo constitutivo de la p o lítica, así com o en lo referido al sentido y al estatus de la ciudadanía. La herencia del apoliticism o que se en cu entra en «la sociedad natural», p u n to de p artid a legitim ador del liberalism o, se ve aquí reforzada p or la dim ensión com unitarista de la identidad y la pertenencia a la «vida colectiva», a «las tradiciones com partidas», a la idea de «incrustación en la com unidad». Las relaciones que conform an tan to la socialización com o las señas de identidad de los individuos d en tro de la concepción com unitarista, a través de «los valores com unes», tienen características predo m inantem ente de o rd en cultural. Se co n trap o n en así a las relacio nes de o rd en político, que tan p ro fun dam en te afectan a la idea de au to nom ía de los individuos, o a las de orden económ ico, que determ inan la alienación de clases o grupos, así com o tam p oco asum e las pecu liari dades de las «colectividades bivalentes» de N . Fraser30, p o r ejem plo, las 29. Ibid., p. 37. Es más, acabará escribiendo que «La sociedad civil, por sí sola, genera relaciones de poder radicalmente desiguales, que sólo pueden ser combatidas por el poder del Estado». Los ecos hegelianos y, desde otra óptica, marxianos de esta afirmación nos llevarían a contextos hermenéuticos muy opuestos a los de los liberales que sirvan de referencia al autor, y rechazados más radicalmente por los neoliberales, defensores del retorno de la sociedad civil. 30. Las colectividades «bivalentes», escribe N. Fraser, «se distinguen como colectividades en virtud tanto de la estructura político-económica como de la estructura cultural-valorativa de
referidas al género o la raza31. Estos lím ites y estas deficiencias hacen acto de presencia en la teorización de W alzer de dos form as diferentes. En un p rim er m om en to, n uestro au to r in ten ta reducir el protagonism o y la centralidad p olítica del ciudadano, según las tradiciones dem ocrático-participativas, estableciendo la afirm ación p rim era y cen tral: «Som os seres sociales p o r naturaleza, antes que seres políticos y económ icos». Este carácter de prevalencia de lo social frente a los o tros dos cam pos citados le lleva a concluir que «la sociedad civil es u na base de bases; to das [las form as de vida, F.Q.] están incluidas, nin gu na es preferible a la otra»32. E sta posición o m niabarcante de la sociedad civil le obliga a ab sorber tam bién los ám bitos de la econom ía y de la política, que acaban p o r p erd er su especificidad p ro p ia en cuanto órdenes diferenciados de realidad. D e este m odo, insiste n uestro autor, adem ás de todas las tra m as asociativas, la sociedad civil puede asum ir «las m ás distantes d eter m inaciones del E stado y la econom ía»33. Se realiza así u na conjunción en tre la idea liberal de u na sociedad autoactivada y la perspectiva com u nitarista de u na vida colectiva au tocentrad a y solidaria. En segundo lugar, y tras las críticas recibidas p o r su o bra de m ayor fuste, Las esferas de la justicia, W alzer ha ten id o que rein tro d u cir el valor del E stado y las diversas dim ensiones de su actuación. Su posicionam iento personal de sim patía hacia la socialdem ocracia h a co ntribuido, igualm ente, a re co nstru ir el papel del E stado en u na sociedad de asim etrías, que acaba generand o desigualdades incorregibles desde el m ercado. A hora bien, la falta de u na adecuada conceptualización de la política, absorbida p o r el dom inio de las estructuras que m arcan la gram ática p ro fu n d a de un com unitarism o societario cultural, acaba p o r intro d u cir caracteres de instru m en talidad en la consideración que hace de lo estatal, pues «no cabe pensar — escribe W alter en el artículo que venim os citando— en nin gu na victoria que no im plique algún co ntro l o u na d eterm inada u ti lización del ap arato del Estado». El E stado dem ocrático, sin em bargo, es el único que perm ite crear u na sociedad civil dem ocrática, aunque sólo ésta puede m an ten er un E stado dem ocrático. Lo que en un p rin cipio puede h acer pensar en u na cierta p reem inencia práctica de la ciu d adanía cede, nuevam ente, a la idea de que es la sociedad civil la que posibilita la pro du cció n de ciudadanos cuyos intereses, «por lo m enos a veces, vayan m ás allá de sí m ism os y sus com pañeros, que cuiden de la la sociedad [...] Las colectividades «bivalentes», en suma, pueden padecer tanto la mala distribu ción socioeconómica como el erróneo reconocimiento cultural, sin que pueda entenderse que alguna de estas injusticias es un efecto indirecto de la otra; por el contrario, ambas son primarias y co-originarias» (N. Fraser, Iustitia interrupta. Reflexiones críticas desde la posición «postsocia lista», Siglo del Hombre Editores-Universidad de los Andes, Santa Fe de Bogotá, 1997, p. 31). 31. Un ejemplo claro de los límites analíticos del comunitarismo se puede contrastar en la obra de Charles Taylor El multiculturalismo y «la política del reconocimiento», Alianza, Méxi co, 1993. 32. M. Walzer, «La idea de sociedad civil...», p. 34. 33. Ibid., p. 35.
com unidad política que prom ueve y p rotege las tram as asociativas»34. La co ntinu a am bigüedad y las oscilaciones en la relevancia axiológica y práctica que se o to rg a al cam po sem ántico de la ciudadanía hacen pensar en u na inadecuada estructuración de los planos de realidad de lo hum ano que se estatuyen desde la p olítica y desde la sociedad. Esta am bigüedad n o im pide en ú ltim a instancia que prim e el fervor p o r el ám bito privado, que se p resen ta com o u na form a de vida placen tera p ara los individuos y que en cu entra en la actividad d esarrollada dentro de las tram as asociativas la realización m ás adecuada de lo hum ano. A esta form a de vida se co ntrap on e el heroísm o, la dedicación p olítica a tiem po com pleto, la m arginación de lo p articular y p ro p io que atribuye a la idea m ism a de ciudadanía: «la m ayoría de n oso tros sería m ás feliz en cualquier o tra dedicación»35. Ind ep end ien tem en te de la atención m ás específica que hem os de o to rgar al tratam ien to ú ltim o sobre la ciudadanía que p ro p o n e W alzer, es necesario hacer algunas observaciones m etodológicas que afectan a la tensión que se establece entre sociedad civil y E stado. La solución de esta tensión, tal com o n uestro au to r la zanja, esto es, co nsiderando que sólo un E stado dem ocrático puede crear u na sociedad civil d em o crá tica, y sólo u na sociedad civil dem ocrática puede m an ten er un E stado dem ocrático, nos parece m ás u na tesis retó rica que, p ro piam en te, el resultado de un análisis de las m ediaciones reales entre am bos espacios de la realidad. H em os hecho ya m ención al déficit teó rico de que ad o lecen m uchos p lanteam ientos sobre la sociedad civil al no llevar a cabo los análisis epistem ológicos, sociales e institucionales que p o n d rían de m anifiesto las diversas configuraciones de dicha sociedad. Estos análisis, desde o tra perspectiva y aten dien do nuevam ente a las sugerencias de A rato, han de referirse al conocim iento real que hem os de p o n er en ju e go cuando tratam o s de distinguir y valorar la diferenciada legitim ación política que las distintas fuentes o espacios públicos, que rep resentan los procesos legales políticos frente a las am plias redes sociales, prestan a los regím enes dem ocráticos. A sim ism o, es necesario atender, em pírica y teóricam ente, a los procesos form ales y procedim entales, políticos y jurídicos, que conform an la representación dem ocrática y, a su vez, contrastarlos con el valor n orm ativo que pueden generar los «públicos» de la sociedad civil en o rd en a la form ación de la v olun tad popular. Por o tra p arte, la p retensió n de W alzer de diseñar u na plu ralidad de form as asociativas locales ha de contrastarse con los efectos que puedan p ro d u cir los gobiernos locales y la transform ación política así generada con respecto a la sociedad civil. A este respecto, hem os «de reco rd ar y docu m en tar — escribe A rato— los efectos de dos form as de desdiferen ciación: la polarización p artid ista de la vida civil posible en contextos 34. Ibid., p. 38. 35. Ibid., p. 37.
m u ltipartidistas y la p enetración de la sociedad política p o r los m ovi m ientos y los públicos de la sociedad civil»36. Las form as locales p o líti cas y las asociativas han de m edirse, al m ism o tiem po, con los im pactos que supone la globalización en tod os los ó rdenes societales. Todos estos cam bios pued en alterar la fuerza n orm ativ a que se ha p reten d id o o to r gar, de m o do cuasi apriorístico, a los diferentes «públicos» que concu rren en la estructuración de las form as dem ocráticas. Por últim o, los problem as de o rd en constitucional que tienen capacidad p ara alterar la configuración de la sociedad civil así com o los que atañen a los m edios de com unicación y su influencia en la esfera pública son, asim ism o, as pectos p o r dilucidar cuando se trata de tem atizar la sociedad civil. El tem a de la ciudadanía volvió a o cupar a W alzer en un trabajo p o s terior, al que contextualiza «en u na sociedad que cam bia»37. La capaci dad de sim plificación de los tem as referidos a diversos cam pos teóricos y la inusual facilidad p ara hacer pro pu estas inteligibles y claram ente form uladas son v irtudes que se han valorad o, frecuentem ente, en el quehacer intelectual de n uestro autor. A hora bien, creo que su capaci dad de sim plificación conlleva, a veces, la p érdid a de consideración de dim ensiones esenciales en el tem a de la ciudadanía, objeto de n uestro estudio. La ciudadanía republicana es considerada p o r W alzer com o el m odelo tradicional m ás fuerte y enfático de ciudadanía y lo sitúa en la G recia clásica, aunque después ten d rá form ulaciones m odernas con R ousseau, a raíz de la R evolución francesa, etc. Es el m odelo de ciuda d anía que reiterad am ente es caracterizado com o la form a de identidad p rim era p ara los individuos que viven bajo ese régim en dem ocrático. E sta form a de identidad p rim era se p resen ta com o «la ardiente pasión» de aquellos hom bres, com o un tipo de vida h eroico, u na form a de com p o rtam ien to que exige to d o el tiem po de la existencia, m uy lejos de la actual apatía política de nuestras dem ocracias occidentales, sin el atrac tivo de felicidad total que em bargaba a los atenienses en el ejercicio de dicha ciudadanía. La p lenitud de esta pasión ciudadana ten d ría varios factores que, según n uestro autor, la convierten en la identidad prim era. Así, en p rim er lugar, el hecho de que la ciudadanía era «endogám ica», se o to rgaba a aquellos individuos cuyos p ro genitores fueran am bos ciu dadanos. La división de clases, aunque existente, q uedaba p aliada p o r el igual derecho legal que la posesión de la ciudadanía otorgaba. Ésta cobraba u na m uy especial relevancia com o principio identitario dife renciado y excluyente frente a los extranjeros y los esclavos que habi taban en A tenas. D e este m o do , esa prim acía «estaba vinculada tan to a la débil diferenciación de esa form a de ciudadanía com o a su ‘carácter excluyente’. La ciudadanía antigua era el resultado de la experiencia de 36. Ibid., p. 16. 37. M. Walzer, «El concepto de ‘ciudadanía’ en una sociedad que cambia», en Guerra, política y moral, Paidós, Barcelona, 2001, pp. 153-166.
esa prim acía»38, en térm inos del au to r estadounidense. Pues bien, deseo arg um entar que este p lanteam iento de la ciudadanía, p o r p arte de Walter, es incorrecto filosóficam ente así com o m uy lim itado en el o rd en p o lítico. N u estra tesis se articula en to rn o a dos líneas básicas. En p rim er lugar, he insistido en otras ocasiones en la necesidad de distinguir entre «lo político» y la política. «Lo político» alude a las diversas form as que han revestido, a lo largo de la historia, el ejercicio del p o d er y sus insti tuciones sobre un gru po hum ano. La política, en cam bio, ni ha existido siem pre ni es coextensiva a tod as las civilizaciones. La política, al m enos en su form a m ás sustantiva de ‘igualdad’ en la plu ralidad y diferencia, em erge, se crea en el co ntex to de la cu ltu ra griega, raíz de la civiliza ción occidental. Está en la base del llam ado ‘m ilagro griego’ o paso del m itos al logos. La política, en segundo lugar, aparece com o un proceso, de carácter reflexivo y filosófico, que da lugar a la reorganización del p ro p io m u nd o de lo h um ano . Así, la filosofía, puede afirm arse, tiene su lugar m ás p ro p io en los m o m en tos en que surgen problem as con capacidad de conm over, de intro d u cir desorden en el p ro p io sistem a y cuyas virtualidades d esestructurantes solam ente pueden ser dom inadas y rein corp orad as en un nuevo m arco in terp retativo al precio de una elevación de conciencia. Reflexiva. La elevación a ese saber de segundo grado es de cuño filosófico. La política, desde esta m ism a perspectiva, fue el m o do com o los griegos resolvieron la cadena de revueltas y de crisis sociales que desem bocó en la necesidad de en contrar, en un acto de reflexión de segundo grado, u na nueva conform ación del sistem a. É sta consistió no sólo en un m o do distinto de organizarse sino que originó u na nueva form a de o to rgar sentido a la realidad hum ana, al tiem po que ofrecía un nuevo criterio de inteligibilidad referido al orden de lo físico y lo social. La política, en térm in os de C astoriadis, se cons tituye en instancia instituyente de sentido y ofrece el aspecto de una nueva m odalid ad epistem ológica del saber, afectará tan to al o rd en de lo h um ano com o al universo en general. D esde esta perspectiva es difícil asum ir la sim plicidad con que expone W alzer el concepto de ciu dad a nía. La ciudadanía es p ro piam en te la form a de expresión socio-política, p o r p arte de los individuos, de ese nuevo o rd en instituyente de sentido. La ciudadanía, p o r tan to , no tiene n ad a que ver, en principio, con la felicidad, el heroísm o o la ardiente pasión. La ciudadanía responde al nuevo nivel de com prensión de la realidad social que deriva de la in stitu ción de la política. En esta m ism a línea de discurso, la afirm ación básica de W alzer «som os seres sociales antes que políticos» no reviste ningún valor analítico ni axiológico especial. E l problem a no radica en el antes o el después sino en el nivel de reflexión y en el orden de institución de sentido en que nos situ em o s. El p ro p io A ristóteles reco no cerá que el h om b re está p o r naturaleza d otad o de arm as, «pero puede usarlas p ara 38. Ibid., p. 158.
las cosas m ás opuestas». D e ahí que la instauración de la política sea algo m ás que las posibilidades n aturales p ara la m era coexistencia con los m iem bros de un g ru po hum ano. Pues exige u na actividad, un deseo y u na elección, que se consagran en el discernim iento del o rd en justo com o lo p ro p io de la ciudad. La ciudadanía, u na vez m ás, no radica en su carácter excluyente, endogám ico, ni en la identificación p rim era que se destaca y v alora en la ciudad de A tenas. L a ciudadanía está, m ás bien, ligada inextricablem ente a ese nuevo m u n d o de sentido y a la configura ción del saber «laico» en el orden de lo hum ano-social, frente al m u nd o del culto que rige el gobierno de su vecino, M esopotam ia. La dedi cación o la clase de v irtu d que ha de aco m pañar al ciudadano que ha o p tad o p o r la elección de un o rd en justo, com o el principio que ha de regir el m u nd o social, es un tem a que ha ten id o diversas form ulaciones históricas. E ntre ellas, y d entro del republicanism o m o d ern o , se teorizó que la p ro p ia felicidad de u no está ligada a la suerte de los dem ás. Esta concepción im plica, ciertam ente, un grado de solidaridad activa, pero difiere notab lem en te de la afirm ación según la cual la m ayor felicidad se en cu entra en ejercer la actividad pública de ciudadano. La ciudada nía, en fin, com o sucedería a raíz de la R evolución francesa, se «crea» (B rubaker), se inserta en el m u nd o sim bólico de sentido que se origina com o consecuencia de la deslegitim ación e irracionalización del m u nd o hum ano significante en el A ntiguo R égim en. C obró su expresión pic tórica en el cu adro de D avid E l juram ento de los H oracios, em blem a del «juram ento cívico en la R evolución francesa. Igualm ente se define la ciudadanía a p artir de la nueva concepción del «lugar» que co rres p on de a cada u no en la relación con el p o d er político, com o principio su perio r de organización social. En este co ntex to em ergen las ideas de ciudadanía ligadas a la institución de la soberanía popular — frente a la idea de m era lim itación del p o d er— , a la conform ación sim bólica de la ciudadanía política, con su trad ucció n en la existencia del espacio público o interés general, pues la ciudadanía n o se ciñe únicam ente a la idea de «seguridad» individual. Y tam bién a la idea de a uton om ía , en relación con la creación de leyes, así com o al supuesto de la ciudadanía nacional-estatal. El valor p olítico, la dim ensión n orm ativ a y el criterio epistem ológico p ara discernir en to rn o al o rd en organizativo de lo h u m ano no pued en confundirse con u na determ inada m edia estadística. En la m ism a línea, afirm am os que la plausibilidad y la posibilidad de tales órdenes de ser y estar guardan u na estrecha relación con el m odo racional de argum entación y la adhesión de los individuos que p artici pan en los procesos de argum entación.
D E M O C R A C IA , CIUDAD ANÍA Y VIRTUDES PÚBLICAS
1. Introducción En su artículo titulad o «R etorno de la ciudadanía», K ym licka y N o rm an dan cuenta de la creciente atención teórica y práctica que, a p artir de los años n ov enta del siglo pasado, se ha dedicado a la idea, la configu ración y el conten ido de la m ism a1. C iertam ente, existe un p recedente ya clásico, el libro de T. H . M arshall Clase, ciudadanía y desarrollo social, publicado, p o r p rim era vez, en 1950. E sta o bra es, sin duda, insoslayable en cualquier estudio sobre la h isto ria y la conform ación de la ciudadanía a lo largo de los dos últim os siglos. A hora bien, los ejes centrales de la m ism a responden a los problem as de la ciudadanía con respecto a la teo ría de la clase social, a su inserción en el capitalism o y a la form a de integrarse en el orden dem ocrático. Los problem as actuales de la ciudadanía a p artir de los años noventa, argum entan Kym licka y N o rm an , están relacionados m ás bien con la idea de los derechos individuales y la noción de vínculo con u na com unidad determ inada, tal com o lo han venido sustentando en el p rim er sentido los liberales y, en el segundo, los com unitaristas. Es m ás, la dependencia de u na gran p arte de personas de los program as de bienestar subvencionados p o r los E stados, el auge de los nacionalism os y los problem as derivados de la situación m ulticultural de las sociedades m ás desarrolladas y com plejas suponen un ard uo desafío p ara p o d er fijar el reconocim iento legal de la ciudadanía y/o su fo rm a de inserción práctica en la vida socio-política. U no de los resultados de m ás calado de la dificultad de d ar respuesta a los problem as enum erados se ha plasm ado en un creciente desistim iento de los ciudadanos con respecto a la dem ocracia, n o tan to com o régim en político com o, especialm ente, p o r la fo rm a histórica que h a venido a 1. W Kymlicka y W. Norman, «El retorno del ciudadano. Una revisión de la producción reciente en la teoría de la ciudadanía»: La Política 3 (1996), pp. 5-33.
revestir en los últim os tiem pos p o r el co m p ortam iento de «los p o líti cos». La dem ocracia se está viendo som etida a un grado de absentism o y de ap atía tales que se están ero sion an do los referentes de sentido de la p olítica en general y de la vida dem ocrática en particular. D esde la perspectiva a que nos hem os referido de crisis de la de m ocracia h an com enzado a p ro liferar diversos m odelos de ciudadanía, los cuales persiguen reavivar la necesaria participación p olítica de los ciudadanos en el ám bito de lo público. La conciencia de la necesidad de u na p articipación activa se ofrece así com o la o tra cara de la m o neda de m odelos, que hacen referencia a la responsabilidad que com pete a los individuos en el m anten im ien to de la libertad y el au tog ob ierno , u na vez que se h an ad qu irid o nuevas cuotas de p o d er político a través de los diferentes derechos reconocidos en las constituciones m odernas. E stos nuevos m odelos de dem arcación legal de la ciudadanía y de com prom iso p olítico, con diferentes variaciones, vienen siendo expuestos p o r diversas teo rías, si bien con acentos m uy dispares en cuanto a la conform ación de lo que p od ríam os d eno m in ar «virtud cívica». Es cierto tam bién que entre el llam am iento a la participación y la insistencia en la responsabilidad ciudadana en o rd en al desarrollo de la dem ocracia, tales corrientes dejan am plios m árgenes de am bigüedad, y se echan en falta m uchas precisiones sobre las m ediaciones necesarias que posibili tarían la realización concreta de sus propuestas. A hora bien, a la h o ra de atender a lo que podem os llam ar «virtu des dem ocráticas» com o el pendant de estos m odelos en el orden de las actitudes y las prácticas de los sujetos políticos, las posiciones de los teóricos divergen de m odo sustancial. Así, p o r ejem plo, los au to res del artículo que nos h a servido p ara la introducción del tem a de la ciudadanía, K ym licka y N o rm an , liberales con fuerte im p ro n ta social, nos alertan sobre la novedosa situación de los ciudadanos en nuestras sociedades com plejas y desarrolladas. F rente a los supuestos de u na vida buena ligada a la práctica de las virtudes dem ocráticas, nuestros autores advierten que la gente tiene depositada su idea de felicidad en ám bitos alejados de la política. La participación política es vista com o una ac tividad ocasional y p o r lo general gravosa, aunque necesaria p ara que el gobierno respete y pro teja la vida privada de los individuos. «Este supuesto de que la política es un m edio p ara pro teg er la vida privada — escriben— es com partido p o r m ucha gente de izquierdas (Ignatieff) y de derechas (M ead), así com o p o r no pocos liberales (Rawls), teóricos de la sociedad civil (Walzer) y fem inistas (Elshtain)». D e hecho, define la concepción m oderna de la ciudadanía2. La extensión y el énfasis de las posiciones citadas serían sintom á ticos de la nueva concepción «m oderna» de la ciudadanía, de la ciuda d anía en este siglo xxi. E sta concepción viene a solapar y a sustituir las 2. Ibid., p. 16. El subrayado es mío.
virtudes dem ocráticas, consideradas p o r diversas corrientes históricas com o im prescindibles p ara la posibilidad de u na vida política en liber tad. Y la razón de este cam bio de actitudes, afirm an, no tiene tan to que ver con el em pobrecim iento de la vida pública com o con el desarrollo y enriquecim iento de u na vida social y personal «m ucho m ás rica, arg u m entan, que la de los griegos». La felicidad que p ro p o rcio n an los ám bi tos privados, la valoración del am or rom án tico y de la fam ilia nuclear, así com o la creciente p ro sp erid ad que da lugar a to d o tipo de consum o y diversidad en el ocio, nos separan definitivam ente a los «m odernos» de los «antiguos». La vida p olítica exige un esfuerzo y u na dedicación tales que es m ejor dejarla en m anos del gobierno, al que prem iam os o castigam os con ocasión de las elecciones, las cuales, p o r o tra p arte, nos p erm iten escoger a los m ejores individuos p ara desem peñar las fu n cio nes políticas. «Los ciudadanos pasivos, insisten, que prefieren las satis facciones de la vida fam iliar y profesional a los deberes de la política no están necesariam ente equivocados»3. 2. D em ocracia sin virtudes cívicas 2.1. C onstant o la superioridad de la vida privada frente a las virtudes dem ocráticas Lo sintom ático de la nueva ciudadanía p ro p u esta p ara el siglo xxi, arti culada en to rn o al ocio, al consum o y a la felicidad de la vida privada, estriba en que viene a responder, casi pedísecuam ente, a los térm inos contenidos en el que se p uede considerar com o el Texto program ático del liberalism o del siglo xix4, que inaug ura la idea de u na dem ocracia rep resen tativa fren te a los que defendían u na dem ocracia directa o bien deliberativa. E fectivam ente, en febrero de 1819, en el A teneo de París, B enjam in C o n stan t dictaba u na conferencia con el título «De la libertad de los antiguos co m p arad a con la de los m odernos»5. A ntes de en trar en el análisis del texto, aten dien do especialm ente a su p ro p u esta de una dem ocracia rep resen tativa sin virtudes dem ocráticas, quisiera destacar que tan to los actuales teóricos de la dem ocracia y de la ciudadanía, a los cuales hem os hecho referencia, así com o los liberales de principios del siglo xix, dejan traslucir u na cierta nostalgia, u na m elancolía que tiene que ver con las prácticas de aquellos griegos que hicieron am anecer en nuestra cultura el im aginario político que, hasta ahora, es el referente 3. Ibid., p. 17. 4. Especialmente si tenemos en cuenta que el término «liberalismo» fue acuñado por las Cortes de Cádiz en 1812. Antes de esa fecha podemos hablar, sólo y propiamente, de un liberalismo avant la lettre. 5. Cito dicho texto por la traducción de M.a L. Sánchez Mejía: Benjamin Constant, Escritos políticos, CEC, Madrid, 1989.
siem pre asum ido p ara su defensa o p ara su negación. E specialm ente llam a la atención la form a de vida practicad a en la ciudad de A tenas en los siglos v y IV, en los m o m entos de m ayor p regnancia cívica en la co n form ación de la dem ocracia, inventada en un alarde de autorreflexión y de fuerza sim bólica que p erd u ran hasta nosotros. Éste es el prim er im aginario político dem ocrático que conocem os en la historia, y su ca pacidad de invención no se ha secado nunca, n o ha dejado de ejercer u na atracción siem pre en riqu eced ora y creativa. Benjam in C o nstan t traduce en su escrito, en p rim er lugar, la inq uie tan te interpelación que, en silencio, le dirigen sus oyentes. M uchos de ellos fueron sujetos activos de la R evolución francesa, a la que C o nstan t deno m in a «feliz a pesar de sus excesos». A hora bien, tras ese elogio retó rico y de com prom iso, cierra sobre su quicio, de m o do hasta ah ora p erdurable, la p u erta al in ten to ren ov ado p o r algunos de crear u na n u e va A tenas, en los m o m entos de com prom iso revolucionario p o r p arte de unos, p ero, tam bién, en los de te rro r p o r p arte de otros. Se trata p ara él de coagular, de congelar el ardiente deseo de un cam bio político radical, en su form ulación dem ocrática, de lo que podem os deno m in ar el segundo im aginario político de nuestra h isto ria occidental. C o nstan t tiene plena conciencia del cam bio que p retend e in tro d u cir en la v ida dem ocrática a través del disfrute «del gobierno representativo [...] el único que puede p ro p o rcio n arn o s hoy cierta libertad y tran q u i lidad, [que] fue p rácticam ente desconocido entre las naciones libres de la A ntigüedad». La conciencia de que está en juego la fundación de un nuevo orden político le lleva, significativam ente, a utilizar los m ism os principios constituyentes de un em ergente statu quo que, de form a re currente, han venido utilizando los hum anos cuando se ha tratad o de d o tar de legitim idad al nuevo orden en cuestión. Así, los principios que han de d ar justificación y plausibilidad a la nueva situación que se quiere im p lantar ten drán la m ism a estru ctura característica de los «m itos em er gentes» en las sociedades etnológicas. D e acuerdo con esta estructura, en p rim er lugar, se arguye que el orden preced ente tiene los caracteres negativos del desorden, del caos; en sum a, de un «m undo al revés». Así es com o C o nstan t califica a la sociedad de los griegos: disponían de una libertad colectiva tal que im plicaba u na com pleta sujeción, es decir, el «m undo al revés» de los m odernos. F rente a la libertad de elección p ri v ada de los individuos m odernos, los antiguos «no eran, p o r así decir, m as que m áquinas, cuyos resortes y engranajes regulaban y dirigían la ley [...] el individuo estaba com o diluido en la nación, el ciudadano en la ciudad»6. Por el contrario, en la m o dernidad, la libertad p ara el ind i viduo consiste «en el disfrute apacible de la ind ep end en cia privada». La vida dem ocrática de los griegos «no ofrecería m ás que incom odidades y fatigas a las naciones m odernas, d on de cada individuo, ocupado de 6. Ibid., p. 262.
sus negocios, de sus em presas, de los placeres que obtiene o que espera obtener, no quiere ser d istraíd o de to d o esto m ás que m o m en tán ea m ente y lo m enos posible»7. Así pues, frente al o rd en al revés de la A ntigüedad, o rd en m aquínico en el que se enajenaba la individualidad, en el que el individuo «era un esclavo en tod as las cuestiones privadas», el o rd en válido, «descubrim iento de los m odernos», consiste en la im p lantació n de la dem ocracia rep resen tativa. «El o rd en rep resen tativo no es o tra cosa que u n a organización que ayuda a u na nación a des cargar en algunos individuos lo que no p ued e o n o quiere h acer p o r sí m ism a»8. La b úsq ueda de legitim ación que in ten ta C o n stan t m ediante la subversión del o rd en p olítico p ro p u esto p o r los griegos le lleva, in cluso, a p lantearse u na tesis v erd ad eram en te m etafísica: ha h abid o un cam bio de la naturaleza anterior a la nuestra; «la situación de la especie h u m an a en la A ntigüedad, p o r o tra p arte, n o p erm itía in tro d u cir o establecer u na institu ción de esta naturaleza»9. Así es com o se explica que los pueblos antiguos «no p o d ían ni sentir su necesidad ni apreciar sus ventajas». ¿Q u é traducción tienen en el o rd en cívico estas tesis, que recurren tan to a la idea de un o rd en constituyente de carácter m itológico com o a la m etafísica? C o ncretam en te se desea, en p rim er lugar, instaurar, p or p arte de los m o derno s, un uso de los derechos civiles que p erm ita el tráfico com ercial en la sociedad, ám bito p o r excelencia de la indivi dualidad libre. En segundo lugar, u na descarga de to d o s los deberes ciudadanos en el régim en representativo recién inaugurado. En tercer lugar (C onstant no puede dejar de explicitarlo), u na sustitución de la idea de «soberanía» personal, in terio r y exterior, de los atenienses p or la de u na azarosa influencia en la adm inistración del gobierno o por dem andas a la au toridad, la cual está «más o m enos obligada a tom ar en consideración». D e este m o do se ven trun cad as todas las corrientes históricas que habían inten tad o reco nstru ir lo que M on tesq uieu d en o m inó «virtud» en la república, u na v irtu d que no es m oral ni tam poco u na v irtu d cristiana, «sino u na v irtu d política». El ciudadano pasivo de la dem ocracia rep resentativa, inaug urad a p o r los «m odernos», no su pone ni conlleva la posesión de ningún tipo especial de v irtu d política, p orqu e el ciudadano es u na abstracción carente de co nten ido político sustantivo. Escribe C o n stan t: Entre los modernos, por el contrario, el individuo, independiente en su vida privada, no es soberano más que en apariencia, incluso en los Estados más libres. Su soberanía es restringida, está casi siempre en sus penso; y si en determinados momentos, poco frecuentes, ejerce esa so 7. Ibid., p. 266. 8. Ibid., p. 282. 9. El subrayado es mío.
beranía, está siempre rodeado de precauciones y de trabas, y no hace otra cosa que abdicar en seguida de ella10. En definitiva, la dem ocracia rep resen tativa no se com padece con u n a idea de libertad políticam en te sustantiva. La libertad política es co nsid erad a in stru m en talm en te com o la g arantía de la libertad in d i vidual. La riqueza, el d in ero y el com ercio, p ro p io s de un cam bio civilizatorio, se constituyen en la vida p ro p ia de la sociedad m o derna. Es m ás, siguiendo el hilo de la justificación ideológica reiterad a del d in ero com o arm a de paz y de equilibrio con respecto al p o d er estatal, C o n stan t presum e de que «el p o d er am enaza, la riqu eza recom pensa. Se escapa al p o d er engañán do le; p ara o bten er los favores de la riqueza hay que servirla. La riqu eza siem pre gana». N o obstan te, n u estro te ó rico es sensible al hecho de que la separación radical del d in ero y el E stado, im plicada en la idea de u n a ciu dad an ía pasiva com o m o d o de disfrute p articular, acaba p o r lam inar la p ro p ia libertad que defiende: a la p ostre no cabe m ás que la resignación ante la im p oten cia frente al poder. Así suenan sus palabras llenas de despecho: «Q ue se resigne el p o d er a esto : necesitam os libertad y la tendrem os»11. C o n el p ro gram a de u na dem ocracia su sten tada en la ausencia to tal de virtu des cívicas sólo cabe esperar esa especie de am arga constatación, llena de im p o tencia, de que «tendrem os» la libertad. «En la clase de libertad que nos co rresp on de a n oso tros, ésta nos resu ltará m ás preciosa cuanto m ás tiem p o libre p ara los asuntos p rivados nos deje el ejercicio de nuestros derechos políticos». Por o tro lado, la retó rica de u na sociedad del dinero y el com ercio don de cada u no se o cupa de sus negocios y de sus em presas, así com o la prom esa de un m u nd o feliz, en el cual cada u no persigue sus intereses y tod os disfrutan de los placeres presentes o en vías de obtener, está encubriendo la inm ensa violencia antrop ológ ica que se ejerció en este proceso sobre los individuos. La im posición de la estru ctura institucio nal de u na sociedad de m ercado, tal com o ha q uedado h isto riada en La gran transform ación de Polanyi, supuso la desarticulación del tejido social y la form ación de grandes m asas de parados. Un co ntem po ráneo de C o nstan t, H egel, escribía en esos m ism os años, en 1820, que la co n figuración de la nueva sociedad civil está p erm itiend o la «acum ulación de riquezas» al tiem po que está au m en tand o la situación de d ep en d en cia y necesidad de la clase que trabaja, a la que no llega el goce de los bienes. Es m ás, «el descenso de u na gran m asa p o r debajo de un cierto nivel de vida [...] ocasiona la form ación de la plebe». D e este m o do , el p ro blem a de la sociedad civil, absuelta de u na libertad política sustan tiva, se m uestra com o el de u na sociedad «que no es suficientem ente 10. Ibid., p. 261. El subrayado es mío. 11. Ibid., p. 281.
rica, en m edio del exceso de riqueza; esto es, que no posee en la p ro p ia riqueza lo suficiente p ara evitar el exceso de m iseria y la form ación de la plebe»12. 2.2. E l caudillo o el desplazam iento de la soberanía popular En el p rim er tercio del siglo x x u no de los liberales de m ayor influencia en el pensam iento socio-político de los últim os tiem pos, M ax W eber, da cuenta de la situación de su m o m en to presente. Tras el siglo tran scu rri do desde el anuncio de la «edad de los m odernos», «lo que tenem os ante n oso tros — escribe W eber— n o es la alborada del estío, sino u na noche p olar de u na dureza y u na oscuridad heladas, cualesquiera que sean los grupos que triun fen» 13. A unque en el p árrafo an terio r W eber se refiere al m o m en to político de A lem ania tras la g u erra del 14, su análisis acaba rá ten iend o u na dim ensión m ucho m ayo r: la rein terpretació n de la M o d ernid ad, cuyo tratam iento aún hoy ejerce u na especial influencia. Y lo que se en cu entra en el centro de sus preocupaciones es la racionalidad occidental que ha alum brado tan to el capitalism o com o el E stad o: «es evidente — advierte— , en tod os estos casos se trata de un ‘racionalism o’ específico y peculiar de la civilización occidental»14. W eber p resta u na dedicación especial a la genealogía de la M o d ern i dad y, d en tro de ella, subraya la im p ortan cia del origen del capitalism o. La atención a este últim o no viene únicam ente exigida p o r el análisis de sus aspectos form ales sino p orqu e, adem ás, se trata del «poder m ás im p o rtan te de nuestra vida m oderna: el capitalism o»15. En los orígenes de este m o do de pro du cció n se dio, p o r un lado, u na azarosa interrelación, u na «afinidad electiva» entre lo que se consideró las virtudes burguesas, p o r un lado, y, p o r o tro , la intelección religiosa del m u nd o p o r p arte de la R eform a. Las virtudes burguesas consistían en la práctica de una vida de carácter ascético y de inten sa relación con el avance de las ciencias y sus aplicaciones técnicas a las industrias o servicios com erciales. A su vez, la intelección religiosa del m u nd o p o r p arte de la R eform a conside ra el cosm os com o u na realidad a través de la cual no puede establecerse n inguna m ediación salvífica, en co ntra de la posición del catolicism o. Lo paradójico es que este rechazo del m u nd o com o instancia m ediad ora p ara o bten er la gracia de D ios lleva a los calvinistas a considerar que es necesario racionalizar este m ism o m u nd o com o un m edio de h o n rar la M ajestad de D ios. Las virtudes ascéticas y el sentido del deber p ro fesional de la burguesía p rim era, p ro m o to ra del capitalism o, llevaron 12. G. F. W Hegel, Filosofía del derecho, 1820, §§ 243-245. 13. M. Weber, El político y el científico, Alianza, Madrid, 31972, p. 177. 14. M. Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Barcelona, 51979, p. 17. 15. Ibid., p. 8.
a cabo la realización práctica de un trabajo sistem ático y racional de enorm e u tilidad en el o rd en económ ico. D e este m o do , am plios grupos de p ro testan tes vivieron la «racionalización» del m u nd o, la profesión com o u na «vocación», que, a la p ostre, p o d ía ofrecer al individuo signos de la elección divina. A esta confluencia de actitudes y prácticas en los orígenes del capitalism o se la d enom inó «el espíritu del capitalism o». Los p uritano s, en su vida profesional, siem pre habían concebido la crea ción de la riqueza com o «un m anto sutil que en cualquier m o m en to se puede arro jar al suelo» (Baxter). La fatalidad, escribe W eber, hizo que el m anto sutil de la riqueza del que hablaba B axter se haya convertido en un «férreo estuche» o «jaula de hierro», en trad ucció n libre y exitosa de M itzm an. La «jaula de hierro» del capitalism o realm ente existente es tru c tu ra y determ ina, com o lecho de P rocusto, los co m p ortam ientos de los individuos y condiciona la p ro p ia actividad política. Los fun dam en tos m ecánicos del capitalism o han dejado vacío el estuche que contenía el «espíritu del capitalism o» y ¡quién sabe si n o acabará arrastran d o co n sigo la «ilustración»! El vaciam iento del m u nd o de to d o orden divino, com o el que sostuvo el puritanism o en p erfecta arm on ía con el interés económ ico de la burguesía, vino a llenarse — especialm ente a p artir del R enacim iento— con la diversidad de las ciencias, especialm ente la física y las m atem áticas («el m u nd o está escrito en lenguaje m atem ático»). E sta situación de dom inio de las ciencias engendró la idea de progreso, no sin pretensiones cuasi religiosas, según la cual el m u nd o era u na rea lidad de la que p od rían establecerse científicam ente todas las leyes que lo conform an. D e este m o do , el m u nd o, p aradójicam ente con respecto al p u n to de vista religioso de los p uritano s, puesto que descansa en sí m ism o, se vio de p ro n to vacío de D ios y lleno de los dioses que cada in térp rete o teó rico consideraba p ertinentes. «O dicho sin im ágenes, la im posibilidad de unificar los distintos p un to s de vista que, en últim o térm in o, pueden tenerse sobre la vida y, en consecuencia, la im posibi lidad de resolver la lucha entre ellos y la necesidad de o p tar p o r u no u otro»16. El «espíritu del capitalism o» dio paso así al «desencantam iento del m undo». En térm inos generales, la defensa clara del capitalism o p o r p arte de W eber, que de ningún m odo siente nostalgia p o r la «com unidad» tradicional17, se une a u na concepción del E stado, de claro corte nacionalista y colonial, que reduce y ah orm a la posibilidad de la dem ocracia. A p ro pósito de la econom ía ya hizo ver que la ciencia de la política económ ica es u na ciencia política [... ] «Y en este E stado nacional el criterio m áxim o de valor es p ara n oso tros, tam bién desde un p u n to de vista económ ico, 16. M. Weber, El político y el científico, pp. 223-224. 17. Su relación y entendimiento personal con Tonnies es evidente en la consideración de que las relaciones sociales modernas eran el resultado histórico del capitalismo y las clases sociales en conflicto y no tenía ningún tipo de nostalgia por la época pre-moderna.
la razón de E stad o »18. M arian ne W eber, su m ujer, dejó constancia a este pro pó sito de su disparidad de opiniones con su íntim o am igo N au m ann . «Para N au m ann — escribe M arian ne— , el p o d er nacional del E stado constituía u na refo rm a social; p ara W eber, p o r el co ntrario , la justicia social y la p olítica no eran sino un m edio con respecto a la seguridad de la nación-E stado»19. E sta idea w eberiana de la nación-E stado corre paralela a su insop ortab le vivencia de fracaso nacional p o r la falta de «extensión del p o d er alem án» en el m undo, com o la habían ten id o otras naciones20. El p u n to de vista im perial sufrió diversas inflexiones p or parte de W eber, rebajando el to n o colonial de la expansión al postular u na supuesta ayuda cultural a los pueblos21. En esta óptica nacionalista y de expansión alem ana en cu entra W eber el co ntex to p ara la extensión del voto. «M e parece — escribe— que nuestra p rim era tarea en casa consiste en hacer posible que los soldados regresen a reco nstru ir la Ale m ania que han salvado con el p o d er del v oto en sus m anos y a través de sus rep resen tantes electos»22. La extensión del v oto, pues, pasa p o r esta fuerte im p ro n ta del ciudadano com o soldado, dispuesto p ara la guerra y p ara la m uerte. N o se puede negar que m uchas naciones am pliaron el derecho al v oto en función de las guerras de to d o tipo , especialm ente las que te nían p o r objeto»am pliar» sus fronteras. Pero la «calidad» de este tipo de v oto se ve m uy m erm ad a a la h o ra de insertarla en u na teo ría de la dem ocracia, dado el carácter instru m en tal con que se concebía el ascenso a ciudadano de pleno derecho. Así, en relación con el tem a del v oto, W eber afirm a que en ú ltim a instancia no le interesa el tem a de la «dem ocratización en la esfera social». En este sentido, escribe: «más bien considerarem os al sufragio igualitario com o un hecho, un hecho que no se puede deshacer sin graves repercusiones». Esta to m a de p o s tu ra supone una depreciación de la calidad de la dem ocracia, ya que se la estim a com o u na concesión h istórica necesaria p o r el desarrollo del capitalism o y la necesidad de d isponer de soldados p ara llevar a cabo los planes del E stado. La ciudadanía es la expresión instrum ental, p o r un lado, de la «razón de Estado». Por o tro , y en función de las condiciones que im pone el capitalism o p ara su pleno reconocim iento legal, la ciu dadanía, com o expresión de libertad — pese a la dependiente relación del obrero de los m edios de trabajo y la dureza de las posibilidades de 18. «El estado nacional y la política económica alemana», en Escritos políticos I, Folios, Madrid, 1982, p. 18. 19. Cf. D. Beetham, Max Weber y la teoría política moderna, Centro de Estudios Consti tucionales, Madrid, 1977, p. 30. 20. Cf., por ejemplo, Escritos políticos I, Folios, 1982 p. 27. 21. Un liberal como Kymlicka afirma el distorsionamiento del pensamiento liberal por su justificación del colonialismo, llegando a fetichizar el «crecimiento económico» y «el dominio de la naturaleza» (Ciudadanía multicultural, Paidós, Barcelona, 1996, pp. 78 ss.). 22. Escritos políticos I, p. 61.
su supervivencia— , ha de p o d er rep resen tar al individuo que, form al m ente libre, establece un co n trato con el em pleador. W eber reduce el factu m dem ocrático de la ciu dad an ía a un dato que se im pone, y niega la p osibilidad de que dichos ciudadanos p ued an asum ir o co nfo rm ar críticam ente un im aginario socio-político que les p erm ita ten er un p a pel activo en la actividad política. N o se p ued e negar que hubo diver sos m o m en tos en los que W eber exigió un p arlam en to fuerte, capaz de co n tro lar la acción de gobierno y de superar, en tre o tras cosas, el m al que aqueja a la actividad política en u n a A lem ania dejada en m anos de los funcionarios En la nueva época que acaba con el p o d er de los honoratiores, p ro p io de los latifundistas p atriarcales, el fun cio nario espe cializado es tan necesario e indispensable p ara las labores ad m in istrati vas com o nefasto cuando p reten d e asum ir labores de gobierno. En los E stados industriales, el sistem a de dos p artid o s23 resu lta ya im posible p o r la división «de las capas económ icas en burguesía y p ro letariad o y p o r la im p o rtan cia del socialism o com o evangelio de las masas». La única salida de la política, si quiere situarse a la altu ra de los tiem pos, es la de posib ilitar y co n fo rm ar la existencia del líder o dem agogo. La ciu dad an ía de m asas, el p ro p io p arlam en to y la lab or de los fun cio na rios centran su relevancia en ser in stru m en to s p ara el surgim iento del caudillo24. M ás allá, pues, de lo que p o d ría p arecer un análisis sociopolítico, W eber establece tales prem isas prescriptivam ente: «Y así debe ser. D o m ina siem pre la actividad política del p rin cipio del ‘p equeño n ú m e ro ’, esto es, la su perio r capacidad de m aniob ra de los p equeños grupos dirigentes. E ste rasgo ‘cesarístico’ es im posible de elim inar (en los estados de m asas)»25. Al carácter instrum ental de la concesión del voto a efectos de pod er llevar a cabo u na guerra, a la consideración de la extensión del voto com o un hecho que hay que aceptar velis nolis si no querem os intro du cir nuevas quiebras en el orden socio-político, se une ah ora la descalifica ción total de las «masas» com o sujetos soberanos y racionales que p u d ie ran estatuir un orden político. Es m ás, no puede aceptarse que la u n i versalización del voto a los varones p ued a estar a la altura de la ru p tu ra que supuso el co ntrato social con respecto al Ancien R égim e. Las masas, insiste, cualesquiera que sean en su caso particular las capas sociales que las form an, «sólo piensan hasta pasado m añana». Y ello porqu e «cuando 23. La vieja usanza durante el dominio ejercido por las élites agrarias, como fue el caso de los junkers en Alemania, era la de establecer dos partidos, de carácter aristocrático, que contra ponían la parlamentarización a la democracia. 24. Lo esencial en el orden político es la existencia de líderes que persiguen el poder para la realización de ciertos ideales. Desde esta perspectiva, la pregunta correcta con respecto al parlamento no es ya su capacidad de actuar sino «la pregunta inversa, en el sentido de si los partidos permiten o no, en una democracia de masas, el ascenso de personalidades rectoras» (Escritos políticos I, p. 157). 25. «Parlamento y Gobierno», en Escritos políticos I, p. 102. El subrayado es mío.
se trata de un gobierno de m asas, el concepto de la ‘dem ocracia’ altera de tal form a su sentido sociológico, que sería absurdo buscar la m ism a realidad bajo aquel nom bre com ún»26. D efinitivam ente, p ara W eber, la dem ocracia de los «m odernos», desde su consideración de la sociedad civil y la asunción del capitalism o realm ente existente, no puede im plicar que exista un «contrato» realm ente libre entre los habitantes de un E sta do, es decir, no es posible considerar la soberanía p o p u lar27. 2.3. D e la econom ía de m ercado a la dem ocracia com o m ercado C iertas dim ensiones del liberalism o consagrado en el siglo x ix sólo ad quieren su com prensión si enlazam os algunas de sus tesis principales con la d euda que tod os reconocen ten er con la o bra de Locke. C om o he señalado en el an terio r capítulo, el au to r inglés construye lo que p o dem os llam ar un «m etarrelato» que, aunque secularizado y oscurecido p o r nuevas aportaciones, sigue ten iend o el valor de la fundación de un nuevo orden económ ico social que d eterm ina el sentido y las funciones del E stado. Según dicho «m etarrelato» la sociedad, frente a las tesis de H obbes, ya existía, en el estado de naturaleza, de form a o rd en ada, con el reconocim iento de los derechos de los individuos p ro pietario s. A hora bien, dicha sociedad no poseía fuerza coactiva p ara defenderse de los desm anes de aquellos que, p o r ejem plo, inten tab an anexionarse tierras o p ro piedad es de los dem ás, aunque estuvieran obligados a «conform ar se a la ley n atural (que regía), es decir, a la v olun tad de D ios, de la que esa ley es su m anifestación»28. Los individuos que vivían en la situación idealizada de las leyes de la naturaleza, articuladas y propiciadas p o r la divinidad, son, p ro piam en te, sujetos pre-políticos, con sus intereses ya definidos, sin n inguna cu ltu ra política p ro piam en te tal. La necesidad de la sociedad civil y del E stado, com o elem ento de coacción, co nstitu i dos en un «tiem po» y en un «espacio» posteriores, han de p ro teg er la «norm atividad», los valores y los derechos pre-existentes del h ipotético estado de la sociedad n atural pre-política. C iertam ente, la construcción 26. M. Weber, Economía y sociedad, FCE, México, 31977, p. 704. 27. En cualquier caso, no se puede negar el carácter verdaderamente dramático con que se enfrenta Weber a las situaciones límite en que le situaron tanto su estudio del desarrollo de las sociedades como la experiencia de una guerra perdida. Cabría, por tanto, hacer otras lecturas más matizadas, aunque aquí nos llevaría demasiado lejos. Quisiera, a fuer de este reco nocimiento de la propia complejidad de la obra y del momento, así como de su persona, hacer mención a un texto que refleja la máxima tensión en que se sitúa Weber: «Es, por el contrario, infinitamente conmovedora la actitud de un hombre maduro (de pocos o muchos años, que eso no importa), que siente realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme a una ética de responsabilidad, y que al llegar a un cierto momento dice: ‘no puedo hacer otra cosa, aquí me detengo’. Esto sí es algo auténticamente humano [...] Desde este punto de vista la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener vocación política». 28. J. Locke, Segundo tratado sobre el gobierno, Biblioteca Nueva, Madrid, 1999, § 135.
de la nueva sociedad civil, cuya ejem plaridad algunos liberales sitúan en el co m p ortam iento de los colonos en los E stados U nidos, «ha(n) ten id o som bras de enorm e alcance, tales com o la esclavitud, la ex plo tación capitalista y la discrim inación sexual»29. Por o tra p arte, dados los presupuestos que asum en, no son de ex trañ ar las variaciones o re negaciones que, sobre la gram ática p ro fu n d a de la ciudadanía creada en la R evolución francesa, han venido realizando los teóricos liberales, algunos de los cuales son aquí objeto de n uestro tratam iento. La ato nía en el tratam ien to de las virtudes dem ocráticas, las prácticas cívicas o el valor del espacio público, com o un ám bito político de conform ación intersubjetiva de las preferencias y su jerarquización, no tienen cabida en la que hem os deno m in ado «dem ocracia de m ercado», a la que nos referirem os a continuación. Q uisiera, no obstante, llam ar p rim ero la atención sobre o tro aspecto del liberalism o: la operación p olítica que ha venido realizando al m ezclar e igualar los derechos de libertad y au ton om ía con, p o r ejem plo, el derecho a la p ro p ied ad privada. C om o lo señala el au to r italiano L. Ferrajoli, la p ro piedad , com o los derechos patrim oniales, no es universal (cada titu lar lo es con exclusión de las dem ás personas), al tiem po que es «alienable, negociable, transigible». Por el co ntrario , los derechos de la person alidad y de ciudadanía son derechos universales, indisponibles e inalienables. Las diferencias entre am bos grupos de derechos im plican, adem ás, que «corresponden a sis tem as sociales y políticos diferentes y en to d o caso independientes [... ] Los derechos de libertad no tienen n ad a que ver con el m ercado [... ] y rep resentan un lím ite no sólo frente a la política y a los poderes públi cos, sino tam bién frente al m ercado y a los poderes privados»30. C on una aden da de especial interés: los derechos, frente a los criterios del iusnaturalism o, son los p ro du cid os p o r las leyes, tan to constitucionales com o ordinarias. En este sentido, ni desde el p u n to de vista filosófico ni desde el sociológico se puede tratar de articular u na teo ría de la ciudadanía que oblitere o p reten d a red ucir arbitrariam en te los derechos positivizados en el cam po jurídico. D e este m odo, la crítica del neoliberalism o a las actuales corrientes que inten tan redefinir el concepto de ciudadanía es d eud ora de la genealogía del m etarrelato liberal, con el presupuesto de un orden prepo lítico y que h om ologa los diversos derechos, tra ta n do de im pugnar los derechos sociales conquistados históricam ente y p reten d ien d o invalidar los derechos positivizados en los diversos o rd e nam ientos jurídicos. D esde las perspectivas liberales reseñadas, y ten iend o en cuenta la ap ortació n de C o nstan t y W eber, la o bra C apitalism o, socialism o y dem ocracia de J. A. Schum peter, escrita en 1942, rep resen ta tan to un ajuste de cuentas con el m arxism o com o el establecim iento del estatuto 29. V. Pérez Díaz, «Fin de siglo y final de la historia»: El País, 9 de julio de 1989. 30. L. Ferrajoli, Derechos y garantías, Trotta, Madrid, 52006, p. 103. El subrayado es mío.
de la dem ocracia liberal rep resen tativa31. E sta o bra será la teorización de m ayor im pacto de las últim as décadas del siglo x x p o r lo que a la teo ría dem ocrático-liberal se refiere. N o s interesa, pues, destacar algu nos aspectos fundam entales de la m ism a referidos tan to a la dem ocracia com o a las virtudes cívicas. La conciencia de que estaba en juego la fundación de un nuevo orden político h abía llevado a C o nstan t a recu rrir a la estru ctura de los principios constituyentes del sta tu quo, tal com o lo han hecho los h um anos desde su elaboración de los «mitos» em ergentes en las socie dades etnológicas. A hora bien, u na vez asentados, desde el p u n to de vista liberal, los caracteres del sujeto m o derno , que se presum en universalizables, S chum peter convierte en u na tesis h istó rico-antrop oló gica fuerte lo que se viene a considerar com o la nueva naturaleza hum ana. El p ro blem a le parece tan decisivo a n uestro teó rico que establece un capítulo titulad o «La naturaleza h um ana en la política». En él considera que, desde un p u n to de vista psico-sociológico, el co m p ortam iento de los individuos en grupos am plios o de p o d er especialm ente relevante, com o «todo consejo de g uerra com puesto de u na docena de generales sexagenarios», m uestra, aunque sea de u na form a atenuada, los rasgos que aparecen claram ente en el caso de la chusm a, especialm ente un sentido de la responsabilidad red ucid o, un nivel inferio r de energía in telectual y u na sensibilidad m ayor p ara las influencias extralógicas»32. En esta línea de caracterización de la naturaleza hum ana, la actuación política de los individuos se m uestra tam bién ayuna de capacidad de volición indep end ien te, de ap titu d p ara deducir de u na m anera clara y ráp id a las consecuencias racionales de una situación o p ro p u esta p o líticas. Así está claro que en los individuos históricos de estos nuevos tiem pos «la precisión y la racionalidad en el pensam iento y en la acción no están garantizados», com o lo suponía la dem ocracia antigua. La ca lidad h um ana política es, a la postre, m ás bien fabricada p o r los grupos políticos. C on frecuencia, el artefacto, creado al m o do de la p ro p ag an da com ercial, que algunos denom inan la vo lon té générale de la teoría clásica, m uestra que, realm ente, «la v olun tad del pueblo es el p ro du cto y no la fuerza p ro p u lso ra del proceso político»33. D e esta m anera, atri buir a la v olun tad del individuo «una ind ependencia y calidad racionales es com pletam ente irreal». N o se trata de negar, en general, a los seres h um anos la capacidad de d esarrollar opciones y opiniones acertadas en espacios am plios de tiem po y sin p rem u ra. «Sin em bargo, la h istoria consiste en u na sucesión de situaciones a corto plazo que pued en alterar el curso de los acontecim ientos». Y, en tales situaciones, bien puede afirm arse que las cuestiones im p ortan tes y decisivas no son necesidades 31. Cito por la traducción ofrecida por Folio, Barcelona, 1984. 32. Ibid., p. 329. 33. Ibid., p. 336.
d eterm inadas p o r el pueblo sino creadas p ara su ap robación34. Si aún hay alguien que, sin apoyo em pírico alguno, p reten d a seguir hablando y atribuyendo al pueblo las virtudes éticas y dianoéticas atribuidas a los antiguos, h abría que pensar que se trata de posiciones que, en su afán de seguir defendiendo la «responsabilidad» del pueblo, tienen un valor más bien cercano a las creencias religiosas. Así pues, «el m éto do dem o crá tico es aquel sistem a institucional, p ara llegar a las decisiones políticas, en el que los individuos adquieren el p o d er de decidir p o r m edio de una lucha de com petencia p o r el voto del pueblo»35. El significado de esta concepción estriba en que la dem ocracia im plica un m éto do de lucha com petitiva y el m éto do electoral es el ap rop iado p ara este fin. A un que, de hecho, el pueblo no gobierna nunca, podem os aceptar, afirm a Schum peter, que gobierna p o r definición. Las llam adas virtudes dem ocráticas resp on den, pues, a los elem en tos de dignidad h um ana, a la satisfacción que procede del sentim iento de que las cuestiones políticas parecen asociarse a las ideas propias de cóm o deben ser, a la actitud de confianza de los ciudadanos con res pecto al gobierno, así com o al respeto y apoyo del hom b re de la calle. Y estos elem entos son, justam ente, los que com ponen y dan sentido a la dem ocracia representativa. La idea de com petencia entre individuos p ara conseguir los votos del electorado conlleva, claram ente, acabar con la idea de «pueblo», p o r un lado, y, p o r o tro , a p artir de las p rem i sas ya aceptadas, revelar la idea de «bien com ún» com o un anacoluto, pues, a no ser de m anera fortuita, el bien com ún carecería de u nidad y de sanción racionales, no ten d ría sentido p o r sí m ism o. C om o se ha ar g um entado an teriorm ente, los individuos no se pued en atribu ir u na v o lu n tad que im plicara u na ind ep end en cia y u na racionalidad que llevaría a tod os a u na conclusión, in d ep end ien tem en te de la presión de los p ar tidos y la fuerza de la pro pagan d a. La dem ocracia significa tan sólo que el pueblo tiene la o p o rtu n id ad de elegir en tre los candidatos que han decidido co m petir p o r sus votos, aceptar o rechazar a los hom bres que han de gobernarle. E sta idea de com petencia supone el estrecho lazo de sentido y de m éto do que la dem ocracia im pone al líder en relación con el com erciante o el p ro du cto r. D e este m o do , viene a ser co rrecta la o pinión de un viejo político que afirm aba: «Lo que los hom bres de n e gocios no co m prenden es que yo o pero con los votos exactam ente igual que ellos o peran con el aceite». Por su p arte n uestro au to r escribe que «ni un alm acén p uede ser definido p o r sus m arcas ni un p artid o definirse p o r sus principios. Un p artid o es un grupo cuyos m iem bros se p ro p o nen actuar de consuno en la lucha de la com petencia p o r el poder»36. E sta constatación del sentido de la dem ocracia rep resen tativa ap un ta a 34. Ibid., p. 338. 35. Ibid., p. 343. 36. Ibid., p. 359.
la idea de éxito p o r p arte del gob ernan te así com o a la necesidad de su profesionalización, es decir, la política «se convierte inevitablem ente en u na carrera»37. La dem ocracia, en fin, es «el gobierno del político »38. A través del ro d eo teórico de S chum peter se recu pera así la figura del «caudillo», de raíz w eb erian a39. La teo ría w eb erian a del caudillaje, es cribe n uestro autor, frente a la teo ría clásica40 que atribuía al electorado un grado de decisión com pletam ente irreal, responde, con m ayor grado de realism o, al m o do de actuar de las colectividades. U na vez m ás sería el caudillo, el político, quien p ro p o n d ría los m odos de afro ntam iento de la realidad, atrayéndose em ocionalm ente al electorado y evitando «la estam pida» de este últim o ante el reto de ten er que form ular soluciones a los problem as p olíticos41. 3. E n torno a las virtudes dem ocráticas El ro d eo que hem os dado a través de tres grandes figuras del liberalism o político tenía p o r objeto m o strar que el «desafecto» hacia la práctica dem ocrática, que teorizan y asum en aquellos m ism os que preconizan el estudio de la ciudadanía hoy, tiene sus raíces p ro fun das y propias en la llam ada «dem ocracia de los m odernos» o dem ocracia liberal rep resen tativa. D esde esta perspectiva se convalida com o «acertado y adecuado» el hecho de que «los ciudadanos pasivos que prefieren las satisfacciones de la vida fam iliar y profesional a los deberes de la política no están necesariam ente equivocados». El insistente énfasis en los placeres de la 37. Ibid., p. 362. 38. Ibid. El subrayado es mío. 39. Como se sabe, la propuesta del caudillaje por parte de Weber acabó situándose en el filo de la navaja en función de la subida al poder de gobernantes totalitarios, así como, después, con la experiencia de la segunda Guerra Mundial y el intento de asimilarlo a Schmitt que, injus tamente, algunos pretendieron llevar a cabo. 40. Hay un breve pasaje de sumo interés para calibrar el sentido de «la política» para Schumpeter. En cierto momento nuestro autor confía en que podría darse una democracia de liberativa y/o participativa. Se trata de la nación suiza. «Suiza —escribe— es el mejor ejemplo. Hay tan poco por qué disputar en un mundo de campesinos que, a excepción de los hoteles y bancos [...] los problemas políticos son tan simples y tan estables que es de esperar que los comprenda y esté de acuerdo en cuanto a ello una abrumadora mayoría» (op. cit., p. 342). Lo curioso es que, en esa supuesta democracia directa que se aproxima a la concepción clásica, no representa, para Schumpeter, ningún problema político el hecho de que una mayoría, la repre sentada por las mujeres, no tenía derecho al voto, concedido ya en varias naciones y reclamado en su propio país. Las mujeres suizas no votarían hasta la década de los setenta. 41. No hemos hecho mención al problema de las virtudes de los políticos porque pen samos tratarlo en el siguiente apartado. Podríamos señalar, no obstante, la contradicción que supone el estatuto de ciudadanía pasiva de los electores y el desinterés e incapacidad para los problemas políticos que se les atribuye con la afirmación de que los políticos han de ser de «una calidad suficientemente elevada» (¿quién y cómo lo determina?), o con el supuesto de que los electores —tras su descalificación epistémica y moral— así como los parlamentos tienen que tener un nivel intelectual y moral lo bastante elevado...
vida p rivada frente a los deberes cívicos asum idos p o r los antiguos42 es característico del liberalism o en cuanto tal desde su conform ación en el siglo x ix . Incluso en las fuentes de los considerados liberales avant la lettre en contram os la v aloración del distanciam iento de la política com o p ro p io de aquellos que disponen de tiem po p ara el ocio así com o de los que se afanan en u na vida de negocios y com ercio43. El um bral de dife renciación con respecto a los antiguos estriba en que estos últim os eran m eras piezas de un engranaje, la polis, que les hacía consum ir to d o su tiem p o, aunque los ciudadanos en co ntraran com pensaciones en el au to gobierno de su vida en el ám bito de la política. Éste es un tópico traído a colación hasta la saciedad, incluso p o r autores de n uestro tiem p o, aun sin haberlo co ntrastado , p o r ejem plo, con la vida real de los aten ien ses, el m ejor ejem plo de u na polis gob ernad a p o r sus m iem bros. Pues bien, h abría que reco rd ar aquí, en p rim er lugar, las luchas sociales que llevaron a cabo los atenienses p o r causa de la absoluta desigualdad en el rep arto de las tierras y la caída en la esclavitud de quienes no podían hacer frente a sus deudas. H u b o que esperar a la refo rm a de las leyes p o r Solón, a finales del 5 09 , p ara acabar con la esclavitud de los ciuda danos atenienses m ás pobres. Solón dio paso a u na legislación que quiso corregir los extrem os m ás sangrantes d entro de los dem os «sin p erm itir a nadie — com enta— triu n far injustam ente sobre otro». C iertam ente, estas leyes de p ro tecció n a los ciudadanos m ás p obres n o im plicaron el apaciguam iento de un pueblo con escasos m edios de subsistencia, ni la desaparición de las diversas capas de aristocracia y dinero. Lo ex tra ñ o, afirm a Finley, es explicar cóm o p ud o d urar tan to la dem ocracia en A tenas, en una co ntinu a tensión entre los líderes de la élite y el cam pesinado, incluso cuando se decidió au m en tar la participación directa de los p obres en el o rd en político de la ciudad44. Pues bien, la vida de los atenienses en los m o m entos de m ayor esplendor de la polis, la que viene a coincidir con el m ando de Pericles, es reflejada p o r Tucídides en el discurso que pone en boca de éste, justo en su oración fúnebre: 42. No entro en la cuestión de determinar cuál sería el número de ciudadanos en la tierra cuya vida privada resultaría tan plena de felicidad y rica en ocio y consumo de bienes que no tendría sentido para ellos volverse hacia lo público, donde se juega en gran medida su posibili dad de vivir con dignidad. 43. Por ejemplo, Locke, en carta de 17 de octubre de 1690, escribe a Edward Clarke: «el celo y la prestancia de vosotros hace innecesario para nosotros, los que no tenemos ocupacio nes, que tan siquiera pensemos en lo público», como les sucede a los que se dedican a sus nego cios, quienes «piensan que es superfluo e impertinente mezclarse en ellos o darse de cabezazos sobre esos mismos asuntos» (cit. por J. Dunn, «La libertad como valor político sustantivo», en Castro Leyva [ed.], El liberalismo como problema, Monte Ávila, Caracas, 1991, p. 42). 44. M. I. Finley, El nacimiento de la política, Crítica, Barcelona, 1986, p. 113. Cierta mente, Aristóteles distinguió la democracia de los pobres de la democracia de los aristócratas. La diferencia entre estos dos tipos de democracia no estribaba en el uso de la «mayoría» para tomar las decisiones sino en que una era la democracia de los pobres, de los muchos, y la otra la de los ricos, o los pocos.
El nombre de nuestra constitución —dice Pericles— es democracia por que no entregamos la ciudad a una oligarquía, sino a un sector más am plio de ciudadanos; y en realidad, sus leyes dan a todos indistintamente los mismos derechos en la vida privada [... ] La vida política de nuestra ciudad se desenvuelve libremente [... ] Puesto que no hay prohibición alguna en la vida privada [subrayado mío], no transgredimos la ley en las relaciones públicas, sino que sentimos reverencia hacia ella [... ] He de decir, en definitiva, que nuestra ciudad, en su conjunto, es la escuela de la Hélade y que, en mi opinión, cada uno de nosotros personalmente desarrolla una personalidad autónoma que acepta con elegante flexibili dad las más diferentes formas de vida [subrayado mío]. N o obstante, ni los puestos de m ayor relevancia en A tenas fueron ocupados p o r rotación, sino elegidos entre la clase m ás poderosa, ni las asam bleas tuv ieron fácil su desarrollo p o r falta de q uó ru m en m uchas ocasiones, ni las votaciones fueron siem pre tan libres y lim pias com o se p o d ría suponer. A hora bien, la escuela de dem ocracia y el ejercicio de las virtudes ciudadanas, especialm ente p o r p arte de la boulé o C onsejo de los Q uinientos, generó d uran te ciento setenta años u no de los m o m entos políticos de m ayor calado y radicalidad entre los que la h istoria nos ha ofrecido. En definitiva, fueron m iles de ciudadanos los que se ejercitaron en la discusión y tom a de decisiones de m o do inm ediato y directo sobre la guerra y la paz, sobre las alianzas con los extranjeros, sobre la elección de los m andos, sobre la gestión de los m agistrados, sobre los que in ten tab an tran sgred ir las leyes, etcétera. N o es, em pero, la nostalgia de un régim en dem ocrático totalm ente directo, que n un ca existió, lo que está en la base de nuestras p reo cu p a ciones. Son m ás bien los lím ites e, incluso, las contradicciones de la d e m ocracia rep resen tativa im p lantad a en n uestro tiem p o y las arg um en taciones sobre su ido neid ad lo que nos m ueve a considerar la necesidad y la posibilidad de virtudes dem ocráticas de m ayor alcance, m ayor p o tencia y m ayor im plicación de responsabilidad que las exigidas p o r este tipo de dem ocracia. C iertam ente, u na consideración crítico-norm ativa, com o la que realizam os desde la filosofía política, no puede ap o rtar los rem edios concretos p ara las diversas situaciones que se dan en nuestra vida política. C on tod o, u na p arte im p o rtan te de nuestra discusión se centra, en p rim er lugar, en m o strar los lím ites y las contradicciones de u na p ro p u esta com o la de la dem ocracia rep resen tativa y, en segundo lugar, en dejar en treab ierta la p u erta p ara algunas de las vías prácticas, em píricas, que se están ensayando en varios cam pos p ara u na p articip a ción y u na responsabilidad m ayores en el orden de la vida política. Las v irtudes dem ocráticas o cívico-políticas resp on den a la d em an da y al com prom iso de los ciudadanos p o r establecer un espacio p úb li co, ligado a la defensa del bien com ún, com o constitutivo de la libertad de todos. Esta definición se aviene con diversas tradiciones que fueron olvidadas o solapadas, especialm ente a p artir del liberalism o del xix. Se
trata, p o r tan to , de recu perar en p arte orientaciones, prácticas y form as de concebir la vida política que han quedado com o «sendas perdidas» en la historia. E sta recuperación no tiene p o r objeto la p ro p u esta de im p lantar o asum ir u na form a concreta de concebir la dem ocracia en algún tram o de su tradición. Lo que pretend em o s, m ás bien — en un m o m en to de cierta «im penetrabilidad», com o el que se ha conform ado a p artir de los años n o v enta— , es llevar a cabo, realizar tentativam ente u na reorganización cognitiva y de orientación de valor en el cam po de la política, u no de los ejes principales de n uestra posición com o suje tos en el m o m en to actual. Es, pues, m ás u na tarea p o r realizar, com o sugiere Skinner, que u na sim ple traslación de u na p arte de la tradición al m o m en to presente. Se trata de situar a los ciudadanos com o partes fundam entales de un tipo de dem ocracia que constituya su p ro p ia posi bilidad de ser libres. N u estro referente polém ico sería así la dem ocracia rep resen tativa que, en últim a instancia, deja a los ciudadanos ú nicam en te la función de electores, ni bien info rm ad os ni capaces de resp on der a cuestiones clave de n uestro m o m en to, que solam ente pueden escoger u na lista u o tra de rep resen tantes políticos. N o se puede negar que la dem ocracia liberal representativa, espe cialm ente a través de las constituciones m odernas, ha conseguido supe rar las características del E stado m o d ern o hobbesiano, el cual im plicaba la alienación al p o d er coercitivo y la im posibilidad de que los «súbditos» p udieran juzgar y actuar sobre las determ inaciones del E stado. C om o lo ha indicado D unn, la dem ocracia rep resen tativa ha coadyuvado a «neu tralizar» el E stado de dom inio absoluto, abriendo la posibilidad p ara suponer u na capacidad de los individuos en orden a interv en ir en lo que p ud iera ser u na form a lim itada y com edida de autogobierno. En segun do lugar, ha creado la idea de u na cierta responsabilidad gub ernam en tal hacia los gobernados, aunque esta capacidad n o p ued a asegurar la p ro sp erid ad y la satisfacción de las necesidades del pueblo. Por últim o, el tercer servicio de la dem ocracia rep resen tativa h a consistido en m o dificar «tanto a la dem ocracia com o al E stado, elim inando las espinas de dos ideas extrem as y p otencialm ente peligrosas. En pocas palabras, salvaguarda a la dem ocracia p ara u na econom ía capitalista m oderna, p ero tam bién salvaguarda claram ente la seguridad del E stado m o derno p ara una econom ía capitalista m oderna»45. A hora bien, ni en el orden del autogobierno ni en el de la econom ía se h a en co ntrad o un térm in o m edio que p ued a nivelar am bos extrem os. La relación entre am bos extrem os resulta laxa y no bien fundada. N adie puede confiar ni en la im plicación sustantiva del E stado en el bienestar de la población ni en la m esura del capitalism o p ara colaborar en los inten tos de autogobierno. Las relaciones en tre am bos extrem os 45. 301.
J. Dunn, «Conclusión», en Íd. (ed.), Democracia, Tusquets, Barcelona, 1995, pp. 300
son tan sutiles com o débiles, y la h isto ria ha m o strad o lo fácil que ha resultado rom perlas en varias ocasiones d uran te el siglo x x, así com o el fracaso de instaurar el sistem a en países que cobraban su libertad tras los períod os de colonización. En cualquier caso, no se ten d ría un juicio ap rop iado acerca de las posibilidades de la dem ocracia representativa, h erm an ad a al sistem a capitalista, si no se atiende a los proceso de cam bio que han generado las dos grandes revoluciones, la n orteam erican a y la francesa, así com o a los m ovim ientos radicales de 1848 y 1871. Pese a tod o, no podem os dejar de señalar «el enfriam iento» p o r p arte de C o nstan t de cualquier p resentación u tó pica referid a a la experiencia dem ocrática de los antiguos. Pues bien, este «enfriam iento» tiene su versión m ás estru cturada en la influyente o bra de Schum peter. N uestro au to r legaría a los liberales de los últim os decenios del siglo x x el apla n am iento total de aquel im aginario político que albergaba la idea de autogobierno tan to personal com o público. N o hay m ás que reco rdar la elim inación de la idea de «pueblo» y la suspensión de los referentes de la idea de soberanía, que le llevan hasta identificar la política con el político, agente com ercial en com petencia p o r el n úm ero de los votos p ara gobernar. C om o lo afirm a taxativam ente, un p artid o n o se puede definir p o r sus principios. «Si esto no fuera así — concluye— , sería im posible a p artid os diferentes ad o p tar el m ism o p ro g ram a exactam ente o casi exactam ente», siendo así las prácticas de los asociados las m ism as que co rresp on den a los com erciantes46. N o hay, pues, principios que m arqu en la form a específica de afro n tar la realidad política, no hay p rogram as de actuación, los sujetos electores no intervienen en la eluci dación de ningún p ro blem a y los contendientes, en cuanto líderes o cau dillos, son los que d eterm inan los votos en juego a través de su capaci dad de atracción personal. En definitiva, «la psicotecnia de la dirección de un p artid o y la p ro pagan d a del p artid o, las consignas y las m archas m usicales no son sim ples accesorios. Son elem entos esenciales de la p o lítica. Tam bién lo es el boss (cacique) político»47. Pertenece, pues, a la esencia del gobierno el que los ciudadanos sean absolutam ente pasivos, que no p royecten ningún tipo de ideas, de principios ni de form as de vida que h abrían de ser asum idos p o r el m ism o. La consideración de las posibles virtudes cívicas no tiene lugar en este horizo nte político. N o deja de ser sintom ático de to d o ello, p o r o tra p arte, que los gobiernos estadounidenses sean designados con el térm in o «adm inistración»: la A dm inistración de la C asa Blanca. D e hecho, el liberalism o ha venido sustentando u na tesis acerca de la relación entre lo económ ico y lo político que es m uy discutible: la no interferencia del E stado en las relaciones económ icas. E sta tesis im plica, en nuestra o pinión, que la organización socioeconóm ica guarda 46. J. A. Schumpeter, op. cit., pp. 359-360. 47. Ibid., p. 360.
u na relación con lo político caracterizada p o r la p recariedad. Por esta razón, la ru p tu ra entre lo social y lo político se h a p ro du cid o en diversas ocasiones. Es m ás: Polanyi llega a afirm ar que la solución fascista puede ser en tend ida «com o el im passe en el que se había sum ido el capitalism o liberal p ara llevar a cabo u na refo rm a de la econom ía de m ercado, rea lizada al precio de la extirpación de tod as las instituciones dem ocráticas tan to en el terren o de las relaciones industriales com o en el político»48. Las relaciones sociales que el cam po de la pro du cció n supone han m ar cado las diferentes form as de socialización de quienes poseen los m e dios de p ro du cció n y de quienes han de ofrecer obligatoriam ente su capacidad de trabajo. Las relaciones de jerarquización, de asim etría y la posibilidad de o rd en ar cam bios en la localización de los puestos de tra bajo influyen decisivam ente en la consideración de «subordinados» que adquiere el ingente n úm ero de asalariados. Esta situación se m ueve a co ntracorrien te del desarrollo de las virtudes dem ocráticas que habrían de aco m pañar a to d o gru po cuyos m iem bros deciden convivir. Es m ás, si el im aginario político griego sufrió un enfriam iento de sus v irtu alida des utópicas en el co ntex to de la dem ocracia de los m o derno s, la fecha de 1 9 8 9 , con la caída del M uro de Berlín, indujo a m uchos a p erd er la esperanza de u na alternativa p olítica viable. Para el liberalism o, en cam bio, vino a saldar de u na vez la ideológica denostación de la dem ocracia liberal y de la p olítica p o r parte del m arxism o. G iovanni S artori, un liberal neoclásico y especialista en teo ría de m ocrática, escribe tras la caída del M u ro de B erlín: El viento de la historia ha cambiado de rumbo [... ] Pero recordemos que el vencedor es la democracia liberal. Para nosotros, lo que ello signifi ca es la superación de todo orden democrático asentado en principios cargados de valor normativo y atentos al interés general. Bastará, pues, para nuestro propósito, enfatiza, con definir la mala política en términos económicos49. Así, de nuevo la dim ensión económ ica prevalece sobre los aspectos que, en d eterm inados m om entos, habían tom ado carta de naturaleza en la política, com o la im p ortan cia de «lo público» p ara la protecció n de los ciudadanos. La esencia de u na b uena política, aclara n uestro au tor italiano, p resup on e la existencia de una «econom ía económ ica». U na vez m ás, la econom ía im pone su supuesta legitim ación de origen, que tiene al E stado com o instru m en to de coacción p ara la defensa de la p ro piedad. N o existe, p ro piam en te, el sentido de lo p úb lico : no hay, pues, u na analogía auténtica entre las expresiones «hogar privado» y «hogar público». D esde esta perspectiva, lo que sigue siendo esencial en el Es 48. K. Polanyi, La gran transformación, La Piqueta, Madrid, 1989, p. 371. 49. G. Sartori, «Una nueva reflexión sobre la democracia, las malas formas de gobierno y la mala política»: RICS 129 (1991), pp. 459 y 466.
tad o constitucional de «dem ocracia form al» es el h om o oeconom icus50. Así cierra S artori lo que asum e com o el final de la h isto ria ideológica y de la crítica p olítica51: Resulta irónico (habida cuenta de quien inventó la expresión) que el «individualismo posesivo» sea, en la comparación entre la economía pú blica y la privada, el factor dominante, la ventaja intrínseca que ostentan los sistemas económicos basados en la propiedad52. Instaurad o el «sujeto posesivo»53 com o centro de to d a política cien tífica n o ideológica, S artori califica la crítica de los directistas, los que instan a u na dem ocracia m ás deliberativa y participativa, com o «fruto de u na com binación de ignorancia y prim itivism o dem ocrático [... ] Son niños que juegan con pensam ientos infantiles [...] constitucionalm ente analfabetos»54. Lo que interesa ahora, en un m o m en to de cam bio d e cisivo p o r el p redo m inio de la dem ocracia liberal representativa, es re pensar el no-lugar de las virtudes dem ocráticas que p odrían cohesionar la sociedad política. El p ro p io S artori, m ás allá de su denostación a los críticos, se plantea los problem as de la dem ocracia rep resen tativa com o un m o do de hacer enm udecer a los directistas. El au to r italiano llam a la atención sobre algunos problem as de la dem ocracia que él rep resen ta y 50. Resulta tan acrítico como ahistórico emplear el término griego de oikos como si pu diera engarzarse en una economía de mercado, siendo su elemento primero y fundamental. Véase a este respecto el capítulo «Los límites políticos de la economía premoderna», de J. G. A. Pocock, Historia e Ilustración, Marcial Pons, Madrid, 2002, pp. 341 ss. 51. Otro elemento distinto de interpretación, que intenta arrojar alguna luz sobre el cam bio de sentido de la historia medido por la exaltación del «sujeto posesivo» y la demonización de lo público es el expuesto por Hobsbawm: «fue el resultado del miedo. Miedo de los pobres y del bloque de ciudadanos más grande y mejor organizado de los estados industrializados, los trabajadores; miedo de una alternativa que realmente existía [... ] miedo de la propia inestabili dad del sistema». Artículo «Adiós a todo eso» (en R. Blackburn [ed.], Después de la caída, Críti ca, Barcelona, 1993, pp. 133-134). No puede uno olvidar el propio miedo de los poderosos en Atenas cuando, tras la reorganización de los demoi por Clístenes, temían por sus propiedades, dado que los «muchos», los pobres, dominantes en la democracia existente, podían volcar la balanza hacia otro lado. 52. G. Sartori, art. cit., p. 467. 53. Como se sabe, el que acuñó el término «sujeto posesivo» en un estudio determinante sobre el liberalismo fue Macpherson ante lo que consideraba como fracaso de este sistema para dar cohesión a la sociedad. El término «sujeto posesivo» corresponde a la idea de que «el individuo —se pensaba— es libre en la medida en que es el propietario de su propia persona y de sus capacidades. La esencia del ser humano es la libertad de la dependencia de las voluntades ajenas, y la libertad es función de lo que se posee [...] La sociedad política se convierte en un artificio calculado para la protección de esta propiedad y para el mantenimiento de una relación de cambio debidamente ordenada» (C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke, Trotta, Madrid, 2005, p. 15). 54. G. Sartori, «En defensa de la representación política»: Claves de razón práctica 91 (1999), pp. 2 y 4. Corresponde a un texto leído en las Cortes españolas. Sobre este artículo se han pronunciado Roberto Gargarella y Félix Ovejero, con los cuales coincido en los asuntos más graves y «gruesos», pero mi esquema responde a otro planteamiento discursivo. Tampoco puedo entrar a discutir aquí con algún otro autor que ellos introducen en su trabajo.
que no puede obviar. En p rim er lugar, se p reg u n ta acerca de la crítica a los elegidos en la dem ocracia rep resen tativa p o r su distancia respecto de los electores, p o r cuanto no parece que pued an rep resen tar realm ente a los m ism os, dado el elevado n úm ero de los que particip an en la elec ción. M áxim e si tenem os en cuenta la total ausencia que m edia entre rep resen tado s y represen tantes, la falta de ám bitos de discusión, de ins tituciones que canalizaran los estudios y las aportaciones de grupos de electores. Pues bien, la respuesta de S artori consiste en atribuir el aleja m iento a un sim ple «sentim iento subjetivo suscitado p o r el b om bardeo de o pinión realizado en los últim os trein ta años precisam ente p o r los enem igos de la dem ocracia representativa» y, en to d o caso «no puede hacerse n ad a al respecto»55. N o deja de ser sintom ático que, en p rim er lugar, un asunto tan central de la dem ocracia rep resen tativa sea saldado con un «no se puede h acer nada», estableciendo la inanidad, la inca pacidad de esta form a de dem ocracia y su p ro p ia descalificación com o teó rico de la m ism a, cuya argum entación — en últim a instancia— es la sim ple denostación del adversario com o necio o infantil. N o m eno r es la cuestión relacionada con la calidad de los elegidos, única defensa que le quedaba igualm ente a S chum peter p ara abrazar la ido neid ad de la dem ocracia representativa. Pues bien, la respuesta de S artori no puede ser m ás desazo nante: ante el reto de elegir a los m ejores «nos hem os ren did o com pletam ente p o r esto», refiriéndose n o a los políticos sino a los estudiosos de la política. Es m ás, llega a escribir, «las elecciones tenían p o r objeto seleccionar, pero se han convertido en u na form a de seleccionar lo m alo, sustituyendo un liderazgo valioso p o r un liderazgo im p rop io. P odría pensarse, com o he señalado, que esta evolución era inevitable»56. Así, el único red ucto de co ntraarg u m en tación que le resta a S artori es co n trap o n er la dem ocracia directa, que exigía a los ciuda danos u na inform ación adecuada de los asuntos, a la dem ocracia rep re sentativa, que él sustenta y cuyo m érito principal estriba en su fun cio na m iento «aunque su electorado sea m ayo ritariam en te analfabeto (véase la India), incom p eten te y esté desinform ado». En sum a, se p retend e justificar la dem ocracia rep resen tativa p o r la elección cualitativa de los elegidos, de los m ejores, aunque en n uestro tiem po p resente sea elegido «lo m alo [...] un liderazgo im propio». Se rechaza, al m ism o tiem p o, la necesidad de virtudes y conocim ientos en los electores, en cuyo caso u no se p regunta: ¿cóm o van a elegir lo m ejor los ciudadanos, quienes, p o r cierto, son analfabetos y están desinform ados p o r las estadísticas y la televisión? Si no hay fuentes, m ediaciones, foros de interrelación en tre electores y elegibles, necesariam ente estam os avocados a la p eo r de las situaciones en el ám bito de la política, fenóm eno que históricam ente se ha vuelto irreversible. 55. Ibid., p. 5. 56. Ibid.
¿A quién sirve la dem ocracia representativa? Q uizás ten dríam o s que despedirnos de la dem ocracia en cualquiera de sus form as concretas de elección p ara situar su garantía, com o p ro p o n ía Schum peter, «en un estrato social que sea él m ism o p ro d u cto de la política com o cosa n atural»57. H ab ríam o s llegado así a la contradicción total de u na teoría de la dem ocracia: se daría paso a u na nueva casta separada del resto de la ciudadanía, u na casta de políticos que, de «m odo natural», se sucede rían unos a otros, ya que, en definitiva, el pueblo elige únicam ente entre aquellos que se presen tan a la elección. El supuesto final de las id eo lo gías, que alim entan tan to S chum peter com o Sartori, situados entre los m ás destacados liberales en cuanto cultivadores teóricos de la d em o cracia, sería justam ente la construcción de la m ayor de las ideologías, consistente en afirm ar que los hum ano s no actúan, no piensan o no se com prom eten p o r ningún ideal político, p o r ningún principio éticopolítico, p o r ningún proyecto de vida p ro p io y/o ajeno, p o r ninguna m ejora de lo hum ano. H asta el m om ento, tal com o se deduce de los presupuestos libera les de la dem ocracia representativa, lo que se p resen ta com o u na tesis irreductible en el liberalism o, incluso tratán do se de los autores con m a yor pathos ético y social, es la negación de bien com ún. Pero, com o lo argum enta Skinner, cuando usan el térm in o lo hacen con referencia a la sum a total de bienes individuales. C om o insistentem ente sostienen, su tesis se «opone, ante tod o, a la posibilidad de que el concepto sea justifi cadam ente aplicado de m o do tal que oto rgu e p rio rid ad al bien com ún o al bienestar general sobre el bien — y especialm ente la libertad — de los ciudadanos individuales»58. La cuestión que viene latiendo en to d a la discusión sobre la dem ocracia rep resen tativa y la necesidad o el lugar de las virtudes cívicas radica en saber si las obligaciones políticas im plican interferencias en la vida de los dem ás y si estas interferencias atentan co ntra el igual derecho de tod os los ciudadanos a diseñar sus propias form as de vida y a perseguir las m ism as. Skinner, así com o un am plio g rupo de profesores entre nosotros, acude a u na trad ició n de p ensa m iento político, el republicanism o, que quedó varado en un m o m en to de la historia, p erdien do su visibilidad y virtualidad en función del triun fo del liberalism o. D espués de hacer m ención a los autores y obras de dicha tradición, S kinner apela p ara su argum entación a los Discursos sobre la prim era década de Tito L ivio, o bra de N icolás M aquiavelo. El au to r inglés in ten ta establecer la relación entre los ideales de la justicia, la libertad y el bien com ún. Se atiene p ara ello a la afirm ación de M aquiavelo según la cual los E stados libres son aquellos que, no estando sujetos a ningún p o d er externo, pued en vivir y gobernarse a sí m ism os. 57. J. A. Schumpeter, op. cit., p. 369. 58. Q. Skinner, «Acerca de la justicia, el bien común y la prioridad de la libertad»: La política 1 (1996), p. 140.
Los E stados pueden p erd er su libertad bien p o r la ocupación de una fuerza exterior, bien p o r las intrigas de los políticos locales o bien p o r las am biciones desm edidas de algunos que m anipulan p ara to m ar el p o d er de la ciudad. En estas condiciones, sólo el sentido de u na v irtu d pública, que co m p rom eta al cuerpo político de los ciudadanos, puede h acer de sistir a unos y o tros de to m ar la ciudad o de co rrom perla in terio rm en te p ara acceder al dom inio de la m ism a. Por tan to , en un caso com o en el o tro la posibilidad de la libertad personal p ara los ciudadanos pasa p o r establecer y asum ir un espacio público donde p o d er deliberar y decidir, o p o r estatuir un bien com ún que sea el co ntex to de u na libertad real. En am bos supuestos — la tom a de la ciudad o su corrupción in tern a— ni el E stado ni el bien com ún pued en ser pensados com o factores o ins tru m en to s de la libertad de todos. N o es la prosecución de la libertad individual lo que perm ite el m anten im ien to de la ind ependencia de la ciudad y de la au ton om ía de la libertad, sino, p o r el co ntrario , es el bien com ún el co ntex to en el que es posible insertar y vivir la libertad. En térm in os de Jo h n C u rran, citado p o r Skinner: «la condición bajo la cual D ios concedió la libertad a los hom bres es la etern a vigilancia». El «be neficio com ún» de vivir en u na com unidad libre es que cada cual «está en condiciones de disfrutar en libertad» de sus posesiones y su peculiar estilo de vida, escribe Skinner parafraseand o a M aquiavelo. M ás co n cretam ente, «la aparen te p arado ja en la cual estos autores depositan su m ayor entusiasm o se articula entonces de la siguiente m anera: sólo p o dem os disfrutar de la m áxim a libertad individual si n o la anteponem os a la búsqueda del bien com ún [...] El único cam ino que lleva a la libertad individual es el sendero del servicio público»59. Todo d ocum ento de cu ltu ra h a de ser cepillado a contrap elo, afirm a W. Benjam in, pues tod os ellos son, al m ism o tiem po, un «docum ento de barbarie» D e ahí que Skinner insista en que, p ara articular u na res puesta a los problem as de la ciudadanía y las v irtudes dem ocráticas hoy, es necesario enfrentarse a ello com o un reto y u na tarea nuevos. N o pod em o s considerar nin gu na de las tradiciones em ancipatorias com o un p ro n tu ario en el que estén dadas las v irtudes dem ocráticas de m odo absoluto. Pero no cabe d ud a de que la defensa de la libertad no puede ser considerada com o un logro individual, puesto que to d a posibilidad de ser libres, el sentido de la libertad m ism a, sus referentes de en ten d i m iento están m ediados p o r la socialización en el orden de la libertad. Sin la experiencia social de la libertad, sin la capacidad de «institución» (C astoriadis) de la sociedad, sin el reconocim iento del o tro , sin la exis tencia de la ley, no p o d ría conform arse la au ton om ía del individuo. El lenguaje, el horizo nte sim bólico creativo, el significado de las form as de vida nos preceden com o un «cuasi ontológico», en térm inos de W ellmer. En consecuencia, si querem os p o d er ser y vivir en libertad, hem os de 59. Ibid., p. 147.
asum ir el ám bito de la política, el cam po del espacio público, la p ro p ia organización política com o u na realidad nuestra, com o un bien com ún que nos p ertenece y que nos constituye com o seres libres. D esde esta p erspectiva resulta significativa la «A dvertencia del autor» con la que hace p reced er M on tesq uieu su o bra D el espíritu de las leyes. N u estro au to r señala expresam ente que su p o stu ra ante la política inaug ura una form a de lenguaje y u na serie de conceptos tan nuevos que «he tenido que buscar palabras nuevas o d ar a las antiguas nuevas acepciones»60. Pues bien, eso nuevo de que habla es la virtu d , la v irtu d política, un nuevo cam po n orm ativo que hem os de diferenciar de la v irtu d ética o de la m o ral religiosa. La v irtu d referid a a la R epública consiste en «el am or a la p atria, el am or a la igualdad». Es evidente, aclara, que una m o narqu ía necesita m enos de la virtu d, ya que en este régim en «quien hace las leyes está p o r encim a de ellas», así com o «las costum bres de un pueblo esclavo son p arte de su esclavitud, las de un pueblo libre son p arte de su libertad»61. Hay, pues, u na clara distinción cualitativa entre lo que son las v irtudes dem ocráticas y las referidas a o tro tipo de regím enes, en función del grado histórico conseguido en el ám bito de las libertades. Instalada en el o rd en de la R epública, la virtu d «es el am or a la p atria, es decir, el am or a la igualdad». El am or a la p atria no estriba en u na sim ple solidaridad de los individuos en tiem pos difíciles o circunstancias adversas, com o puede ser la intrusión de un enem igo en nuestro país. El am or a la p atria trad uce, p o r el co ntrario , las virtudes que p ro p o rcio n an cohesión social, que asientan y dan conten ido a la idea de bien com ún com o co ntex to en el que se apoyan y vivifican las libertades de los individuos. El am or a la p atria tiene connotaciones cla ras de la idea que, an dand o el tiem po, elab orará H egel a través del co n cepto de la S ittlichkeit, si bien no contiene la dim ensión ontológica, la idea de realidad su perio r que está en la base de la form ulación hegeliana. La hegeliana S ittlichkeit consiste en la unidad expresiva que alcanzó la polis griega. Se trata de u na realidad h um ana autosuficiente, com o puede serlo el E stado. La S ittlichkeit im plica las norm as, la vida activa y las instituciones que conform an la cohesión social del E stado. Se trata de u na realidad h um ana expresiva que se m antiene p o r la actividad de los ciudadanos. En definitiva, se form ula, en o tra clave, la idea de que lo m ás im p ortan te p ara el hom b re radica en su participación en la vida pública frente a la p articularidad de la vida privada. En segundo lugar, la exigencia de igualdad que establece M on tesq uieu com o dim ensión esencial afecta a la posibilidad de que los ciudadanos se hagan cargo de sus deberes políticos. La libertad no es u na categoría universalizable que hom ogeneice a to d o s los individuos en cuanto a la realización de las opciones o proyectos de vida de los m ism os. El desarrollo activo de 60. Montesquieu, Del espíritu de las leyes I, Orbis, Barcelona, 1984, p. 29. 61. Ibid., p. 263.
la libertad y de las capacidades hum anas im plica lo que pod em o s d en o m in ar «contextos de libertad». La libertad no se activa de igual m odo en tod os los seres hum anos p o r el hecho m ism o de existir. Un paria, gran p arte de los habitantes subsaharianos, las m ujeres som etidas al dom inio del patriarcalism o, los que padecen pob reza severa en el m u nd o, los parado s estructurales de u na gran m ayoría de países n o disfrutan del h e cho de la libertad (algunos ni siquiera alcanzan el um bral de la m ism a) en com paración con los que disponen desde la educación al derecho a la sanidad, un trabajo rem un erad o dignam ente y que les perm ite ten er espacios de tiem po p ara un desarrollo plural de sus capacidades62. Se expresa así la com pleja línea de conjunción de la econom ía y la política. N o hay un régim en político único que p ued a albergar diversas form as de econom ía. M on tesq uieu ab ord a con gran agudeza el p ro blem a cuan do afirm a, en p rim er lugar, que «toda desigualdad en la dem ocracia debe dim anar de la naturaleza de la dem ocracia y del principio m ism o de la igualdad». Y com o n o rm a general establece que «en u na buena dem ocracia no basta que las porciones de tierra sean iguales, sino que han de ser pequeñas»63. A ristóteles escribía en su m o m en to que «las suposiciones pueden hacerse a voluntad, p ero sin im posibles»64. Es decir, el m ero im aginar un posible m u nd o alternativo se convierte, frecuentem ente, com o en el caso de P latón, n o ya en la form ulación de u topías sino en el diseño de m undos contrafácticos, en tend iend o p o r tales m undos los que no tienen n inguna viabilidad desde los datos de la an trop olog ía de que disponem os. Así, nadie p o d rá ver en n uestro discurso filosófico-político u na p resu n ta alternativa a tod os los m ales señalados o a tod os los problem as planteados. M ás bien, hem os p reten d id o m ostrar, en p rim er lugar, los lím ites internos, las incapacidades y hasta las contradicciones que se dan en el seno de la dem ocracia liberal representativa. Ello es, en principio, un m o do razonable de ab an do nar ciertos cam inos e indagar form as alternativas posibles y plausibles. H ab lar de posibilidad im plica no adm itir la realidad dada com o algo estanco, así com o ap ostar p or realizaciones que, si bien tienen raíces en la realidad presente, no se siguen de ella sin m ás. La posibilidad es u na de las form as que m odulan el pensam iento com o capacidad de alum brar algo nuevo, de traspasar lo inm ediato En segundo lugar, la p resentación de otras form as de te o 62. Un liberal como Dahrendorf denuncia que, a partir de los años ochenta, se ha confor mado en nuestros países una «clase baja» que «si se perdona la crueldad de la expresión, no se necesita de ellos. El resto podría (y querría) vivir sin ellos [...] En consecuencia ellos no pueden ayudarse a sí mismos». Sus miembros «no pueden siquiera alcanzar a poner sus pies en el primer escalón» de la estratificación social. Y esta situación «delata una disposición a suspender los va lores básicos de la ciudadanía». Ello representa la quiebra total de la sociedad (R. Dahrendorf, «La naturaleza cambiante de la ciudadanía»: La política 3 [1997], pp. 144-145). Esa difícil coimplicación de economía y política le ha llevado a hablar de «la cuadratura del círculo». 63. Ibid., pp. 63 y 64. 64. Cf. Política, 1265a, 15.
rizar la vida política en com ún tenía com o su horizo nte com prensivo el hecho de que históricam ente se habían ensayado otras form as políticas de vida en com ún. A unque no exentas de elem entos de «barbarie», por seguir con la cita de Benjam in, algunas de las consideraciones m encio nadas, que guardan relación con el «republicanism o», hacen p atentes alternativas que se han visto trun cad as históricam ente p o r la im posición del liberalism o-capitalista — si hem os de adm itir la posición de Schum peter, p ara quien «la dem ocracia m o d ern a es un p ro d u cto del proceso capitalista»65— , o bien en co ntram o s los conceptos em pobrecedores y econom icistas im plicados en la vuelta del «individualism o posesivo» de S artori, en cuanto sujeto p ro p io de la dem ocracia realm ente existente. En tercer lugar, es conveniente aten der a algunos elem entos de la re a lidad que, al m enos, plausibilizan el em peño de u na teo ría dem ocrática alternativa o la elaboración de enm iendas, si es que es posible, a la ya existente, aunque los elem entos ap ortad os sean m odestos. D esde esta p erspectiva creo im p ortan tes y alentadores los estudios de Jo an Font, así com o los p ertenecientes a o tro s teóricos incluidos en su obra, sobre u na renovación dem ocrática de la vida pública66 desde espacios aso ciativos plurales de o rd en local, m unicipal, con proyección en ám bitos «autonóm icos», es decir, en los espacios que siguen siendo u na asignatu ra p end iente de los teóricos de la dem ocracia tan to p articipativa com o deliberativa. Así escribía F ont en diciem bre de 2003: La principal conclusión la hemos apuntado ya varias veces: no existe un mecanismo participativo perfecto, que reúna todas las característi cas ideales. Tener participantes representativos, informados, que sean lo más numerosos posibles y que salgan de la experiencia más predis puestos a participar que antes, todo ello por poco dinero y dando lugar a una resolución que tenga un fuerte impacto en la toma de decisiones final, es una cuadratura del círculo quizás excesiva. Incluso mecanismos que cuentan con más ventaja que inconvenientes, como los presupuestos participativos o los jurados ciudadanos, tienen problemas indudables. Sin embargo, ser conscientes de la amplia gama de posibilidades exis tentes, de que a partir de estas ideas casi todo puede ser inventado y de cuáles son los déficits que deberemos afrontar según cuál haya sido nuestra elección, supone ya un gran paso adelante67.
65. Ibid., p. 376. 66. J. Font (coord.), Ciudadanos y decisiones públicas, Ariel, Barcelona, 2001. 67. J. Font, «¿Más allá de la democracia representativa?». Ponencia presentada a las II Jornadas de Sociología Política, UNED, Madrid, diciembre de 2003.
ÍN D IC E
C o nten ido.............................................................................................................. Prólogo ...................................................................................................................
9
1. 1989. ¿D emocracia post-liberal?A puestas finales .......................... 1. Sobre la victoria sistémica del liberalismo democrático y social: el jurado ya no está fuera............................................................................ 2. De la democracia sin enemigos a la bondad de la política............. 3. ¿Suplantación ética de la política? Los modelos normativos . . . . 4. Hacia una reconstrucción filosófico-política de la democracia . . 4.1. De «la democracia como forma de vida» a «dejadnos jugar» 4.2. La normatividad política como articulación «debida» de las propias relaciones sociales ........................................................... 5. La salida post-liberal será democrática o no será.............................
27
2. F in
de siglo . La democracia entre la anomia y la violencia so cial .....................................................................................................................
1. Del colapso de los países del socialismo real a la barbarización del capitalismo real ........................................................................................ 2. Sobre la «reinstauración» del sujeto posesivo................................. 3. Del sujeto posesivo a «las promesas incumplidas» de la democra cia liberal .................................................................................................... 4. Paradojas de la democracia lib era l..................................................... 5. Sobre el futuro de la democracia: entre el multiculturalismo y la violencia. Tesis para una lectura crítica del subtexto de El choque de civilizaciones: las figuras del musulmán, el hispano y el negro 5.1. La demonización del m usulm án................................................. 5.2. Una extraña «subcivilización» dentro de la civilización occi dental .................................................................................................. 5.3. La proyección del afroamericano en «el negro» de África .. 6. La reificación del concepto de cultura y la hipóstasis de las cate gorías psicológicas ...................................................................................
27 32 34 44 44 49 52 63 63 68 72 77 80 81 83 86 88
3. D emocracia y cultura: ¿es el «choque de civilizaciones» el hori zonte POLÍTICO-DEMOCRÁTICODEL siGLo x x i? ......................................... 1. De la interdependencia político-democrática al «choque de civili zaciones» .................................................................................................... 2. El choque de civilizaciones: sobre el uso acrítico del concepto y naturaleza de la c u ltu ra ......................................................................... 3. Cultura, religión y régimen político................................................... 4. Fundamentalismo cultural frente a multiculturalismo: la identi dad en la figura del «enemigo». Sobre la ideología política de la unicidad nacional ..................................................................................... 5. El antiuniversalismo culturalista como exclusión del otro. Impli caciones en orden a la extensión de la democracia ........................ 6. Más allá de una nueva ola democrática: el «antiuniversalismo» como retracción insolidaria y excluyente de las otras culturas . . 4. E stado de excepción frente a democracia. 11 de septiembre. E l fundamentalismo en los E stados unidos : mito fundacional y proceso constituyente................................................................................ 1. Terrorismos y fundamentalismos como «la guerra del siglo xxi» . 2. El 11 de Septiembre: reinstauración del mito fundacional legitimatorio ....................................................................................................... 2.1. Perplejidad ante «el mundo al rev és» ....................................... 2.2. De la «Zona cero» al «estado cero» ............................................ 3. Fundamentalismo y proceso constituyente ...................................... 3.1. De los problemas de la «génesis» como institución del sentido 3.2. Del mito de emergencia al «mito de soberanía» .................... 3.3. La lógica constituyente de la contra-narrativa ........................ 3.4. Democracia como «religión civil» .............................................. 3.4.1. El «pueblo americano» como criterio normativo del demos universal.................................................................. 3.4.2. El «estado de excepción» como forma de gobierno: moral y religión versus legalidad.................................. 3.4.3. Contra el mal absoluto: «la guerra justa» .................... 5. D emocracia y globalización . H acia un nuevo imaginario (1 )... 1. ¿Qué es la política? La constitución del prim er imaginario políti co-democrático ........................................................................................ 2. ¿Un nuevo imaginario político-democrático hoy? .......................... 3. Sobre los dilemas de la civilización occidental. Las nuevas dimen siones de la globalización ....................................................................... 4. Procesos de cambio. Sobre individualidad y ciudadanía............. 6. procesos de globalización y agentes sociales. H acia un nuevo imaginario político (2)................................................................................ 1. Un parodójico «contexto histórico» .................................................. 2. Un ritornello............................................................................................
93 93 105 107 110 113 119 123 124 129 129 132 137 137 140 143 146 147 150 159 165 166 171 176 184 181 191 198
3. Hacia un nuevo imaginario político .................................................. 3.1. El desplazamiento del sujeto revolucionario tradicional. . . 3.2. De las «políticas del reconocimiento» a la emergencia de un nuevo «paradigma tecnológico».................................................
204 204
7. F eminismo y democracia: entre el prejuicio yla r a z ó n ................. 1. Sentido y ubicación filosófico-políticos delfem inism o.................. 2. De la supresión de las huellas en la historia a la exclusión política de las mujeres............................................................................................ 3. Rapto de la memoria y desaparición histórica de las mujeres . . . 4. La pertinencia política del concepto de «patriarcado»..................
217 217
8. D emocracia, ciudadanía y sociedad civil.............................................. 1. Dimensiones de la reconstrucción de la ciudadanía...................... 2. Sobre la ciudadanía y (algunos de) sus críticos ............................... 2.1. Sociedades intermedias frente a ciudadanía (neoconservadurismo) ............................................................................................ 2.2. Versus ciudadanía: ¿retorno o disciplinamiento de la socie dad civil? (neoliberalismo) .......................................................... 3. Más allá de la ciudadanía: la reconstrucción social.......................
241 241 243
9. D emocracia, ciudadanía y virtudes públicas ...................................... 1. Intro du cció n ............................................................................................ 2. Democracia sin virtudes cívicas ......................................................... 2.1. Constant o la superioridad de la vida privada frente a las virtudes democráticas .................................................................... 2.2. El caudillo o el desplazamiento de la soberanía popular . . . 2.3. De la economía de mercado a la democracia como mercado 3. En torno a las virtudes democráticas ................................................
265 265 267
Índice........................................................................................................................
293
209
221 225 236
245 247 253
267 271 275 279