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Spanish Pages 256 [254] Year 1977
REFLEXIONES SOBRE LA HISTORIA Y SOBRE EL METODO DE LA INVESTIGACION HISTORICA
© 1977 by Federico Suárez © 1987 de la presente edición, by EDICIONES RIALP, S. A. Claudio Coello, 16. 28001 MADRID
ISBN: 84-321-1917-2 Depósito legal: M. 40.848-1987
Impreso en España - Printed in Spain Anzos, S. A. - Fuenlabrada (Madrid)
INDICE
Págs.
Preámbulo .................................................................................
I. II. III. IV. V. VI.
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VIL VIII. IX. X. XI. XII. XIII.
Sobre la terminología ............................. Sobre el carácter de la historia ................ 27 Sobre el método ........................................................ 49 Sobre el objeto de la historia..................... 82 Sobre la finalidad de la historia ............... 118 Sobre la objetividad del conocimiento his tórico ... .................................................. 131 Sobre el tema de la investigación ............... 147 Sobre el punto de partida................................. 157 Sobre las fuentes y el sentido crítico ... 169 Sobre los hechos históricos ...................... 188 Sobre la elaboración y la exposición ......... 200 Sobre la interpretación histórica ............... 217 Sobre el sentido de la historia.................... 234
Indice
de autores
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PREAMBULO
Hace casi medio siglo que R. G. Collingwood escri bió que «lo que la historia sea, de qué trata, cómo procede y para qué sirve son cuestiones que, hasta cierto punto, serían contestadas de diferente mane ra por diferentes personas». Una somera ojeada a los libros que se han ocupado de este tipo de cuestiones basta para confirmar que, en efecto, diferentes per sonas han manifestado opiniones diferentes sobre los mismos temas. También escribió Collingwood que tales cuestiones sobre la naturaleza, objeto, método y valor de la historia tenían que ser resueltas por quienes fuesen, a la vez, historiadores y filósofos; pero esto ya no está tan claro. Probablemente estos problemas se se guirán debatiendo durante años y años, aunque una y otra vez sean tratados por historiadores filósofos o por filósofos historiadores, y es muy dudoso que al gún día lleguen a resolverse a gusto de todos. En los treinta o cuarenta últimos años, y desde
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dos o tres direcciones diversas, se ha venido postu lando una nueva historia, distinta, al parecer, de la que se venía haciendo hasta ahora (y para la que se ha reservado el apelativo genérico de «historia tradicional») y —según se pretende— más científica y profunda. Esta nueva historia implica un determi nado modo de pronunciarse acerca de la naturaleza, carácter, objeto, contenido, método y valor de la his toria, toda vez que su aspiración a sustituir a la historia tradicional debía contar con algún funda mento. Las reflexiones que constituyen este ensayo no in tentan otra cosa que examinar este fundamento y exponer algunas observaciones sobre el método de la investigación histórica, basadas más en la expe riencia que en teorías. Con ello queda dicho que no se trata de hacer una introducción a los estudios históricos, y menos aún de la pretensión (temeraria, sin duda) de resolver ninguna de las cuestiones plan teadas en el campo de la teoría de la historia. Lo que se expone no son dogmas, sino tan sólo opinio nes personales, y por tanto discutibles, lo cual no quiere decir de ninguna manera que sean infunda das. Por el contrario, he procurado tomar en consi deración lo que otros han dicho y argumentar mi punto de vista lo mejor que he sabido. Y también mostrar que, para un historiador me dianamente crítico, existen serias dificultades para aceptar el torrente de afirmaciones sin prueba que con tanta facilidad se vienen haciendo acerca de lo que la historia debe o no debe ser, de lo que la historia tiene o no tiene que hacer para ser «cien tífica», o «profunda», o poderse integrar en el área de las ciencias sociales. F. S.
Descubrí por comparación que la verdad era más interesante y hermosa que la ficción. Me desvié de ésta y de cidí evitar toda invención e imagina ción en mi trabajo y sujetarme a los hechos. L. von Ranke
El investigador ha de anteponer lo poco que somos capaces de hacer a lo mucho que somos capaces de recibir; va hacia la especialización científica, no hacia la amplitud cultural. José M? Albareda
Insufrible necio el que quiere regu lar todo objeto por su concepto.
Baltasar Gracián
I.
SOBRE LA TERMINOLOGIA
En un debate sobre Dialéctica marxista y pen samiento estructural, organizado en 1967 por los «Cahiers du Centre d’Études Socialistes», y en la discusión subsiguiente a las ponencias sobre el mé todo histórico y el historicismo, Andró Akoun decía en su intervención a los ponentes las siguientes pa labras: «Ustedes no definen lo que es abstracto y lo que es concreto, ni distinguen entre verdad prác tica y teórica, y como no definen esas nociones, no se sabe en absoluto qué es lo que se quiere decir. Se puede estar o no de acuerdo, pero como esos conceptos no están definidos y se puede poner en ellos todo lo que se quiera, puesto que unos se determinan en relación con los otros, es algo que no significa nada»'.
1 Althusser, método histórico e historicismo (Barce lona, 1972) 49. La ponencia sobre el Método histórico fue de Pierre Vilar, y la del Historicismo, de Boris Fraenkel. Ambas giraron en tomo a ciertas cuestiones
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En efecto, es muy difícil entenderse cuando se desconoce el contenido del lenguaje, cuando se ig nora lo que propiamente se quiere expresar con un vocablo determinado. Hoy suele suceder esto con cierta frecuencia (a decir verdad, con demasiada frecuencia) en el campo de lo que habitualmente se conoce como teoría de la historia, aunque no sola mente en él; en general, ocurre en el amplio ámbito que se reconoce como el propio de las llamadas «ciencias sociales». Y sucede menos porque se igno re el significado de un término que por el empleo de una misma palabra para significar ideas diversas. La ambigüedad o la equivocidad constituyen hoy una verdadera plaga en la expresión del pensamien to, introduciendo una notable confusión que no sólo impide la recta comprensión de lo que se quiere expresar, sino que hace difícil el progresivo avance de los conocimientos. Aunque tal vez esta confu sión e imprecisión del lenguaje sea tan sólo el re sultado de la confusión e imprecisión de las mentes. Con el fin de obviar en lo posible este inconve niente y facilitar la inteligibilidad de lo que sigue, ha parecido conveniente precisar el sentido con que se utilizan aquí algunas expresiones que aparecerán con frecuencia.
1. En primer lugar, el concepto ciencia. En pri mer lugar porque, dada la profusión —y hasta el planteadas por L. Althusser acerca de algunas interpre taciones del marxismo expuestas en diversos ensayos que recogió en un volumen (Pour Marx) en 1965, en los cuales postulaba una tercera vía entre el «dogmatismo» staliniano y el «oportunismo de la interpretación huma nista del joven Marx», y ello dio lugar al debate.
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abuso— con que hoy se está utilizando el vocablo, y precisamente con relación a la historia y al mé todo histórico, si no se especifica se corre el riesgo de hacer una exposición caótica por la utilización de palabras poco, o nada, o mal definidas. ¿Qué es lo que se quiere decir cuando se habla de «ciencia», cuando se dice de algo que es «científico» o que está «científicamente» hecho? Definirla como lo hace un lógico (Bochenski), di ciendo que no es un saber, sino «un conjunto siste mático de proposiciones objetivas» 2, es, quizá, y para el objeto que se pretende en este ensayo, situarla en un plano excesivamente formal que dice muy poco. Decir que es «conocimiento cierto por las causas» es poco aplicable hoy a la generalidad de las ciencias, a no ser que se aclare muy bien el con tenido y alcance que se da al vocablo «causa»; pero entonces puede variar mucho la aplicación del con cepto de ciencia según se tome la causalidad en el sentido de Aristóteles, por ejemplo, o en el de Hume o Stuart Mili, en el de la física o en el de la meta física. Por otra parte, es evidente que si se toma como definición de ciencia la que es propia de las de la Naturaleza, a ninguna disciplina fuera de ellas se le podría aplicar el concepto: sobre este supuesto, no hay más ciencias que las de la Naturaleza. Claro está que en este caso la historia, cuyo ob jeto no es el estudio de la naturaleza, no puede ser incluida entre las ciencias: no tiene un conjunto de axiomas o principios generales, ni fenómenos que se puedan reproducir experimentalmente; carece de leyes verificables en todo tiempo y lugar, no puede 2 José M.' Bochenski, Los métodos actuales ’del pen samiento (Madrid, 1973) 30-31.
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predecir hechos, ni deducirlos de otros conocidos, porque ni hay leyes necesarias ni puede abstraer hasta ese punto. Lo cual no quiere decir otra cosa sino que la naturaleza está constituida de tal modo que hay una regularidad inevitable en los fenómenos y en sus relaciones, de modo que es posible tanto el descubrimiento de las leyes por las que se rigen, como la elaboración de tipos, patrones o modelos; en tanto que la característica peculiar en el ámbito de la historia es que la regularidad no existe donde el hombre dotado de libertad es la causa de los fe nómenos o hechos que se estudian3. Modernamente, sin embargo, parece ser que los mismos científicos de la naturaleza tienden a un concepto de ciencia más amplio, menos exclusivo por menos rígido, más flexible, por tanto. Ha influi do en esta actitud el abandono (necesario) del determinismo absoluto (también llamado, a veces, determinismo causal, y que tan dogmáticamente pro fesaron nuestros predecesores del siglo xix) y su sustitución por lo que Heisenberg formuló como «relaciones de indeterminación», principio que afir ma la imposibilidad de determinar simultáneamente con exactitud el estado inicial de una partícula en cuanto al lugar y la velocidad. Así, la física quántica
3 «Los hombres responden de diferentes maneras ante el mismo estímulo, y el mismo hombre en dife rentes ocasiones puede actuar en formas distintas a su conducta pasada o futura. Es imposible agrupar a los hombres en clases cuyos miembros siempre reac cionen de la misma manera». Cfr. L. von Mises, Teoría e Historia (Madrid, 1975) 10. Es también imposible pre ver, del modo preciso propio de lo que obedece a leyes, un determinado cambio en el modo de pensar o de actuar de un hombre o de un conjunto de hombres, in cluso- de un pueblo. Véase también Karl R. Popper, La miseria del historicismo (Madrid, 1973).
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admite leyes no deterministas, y con su formulación, Heisenberg dio un paso más en el camino de los científicos hacia la humildad ya emprendido por M. Planck y proseguido por Einstein. De hecho, hoy las ciencias de la naturaleza ya no afirman con el énfasis de hace cien años el valor absoluto de leyes, axiomas, predicciones, etc.; al menos, lo que se afir ma con seguridad para grandes conjuntos no se re conoce igualmente válido para los conjuntos peque ños, y todavía menos para los casos individuales o singulares. Etimológicamente, ciencia (de scientia, de scire) equivale a conocimiento. Se tiene ciencia de algo en la medida que ese algo se conoce. Pero es evi dente que una cosa no es conocida si el concepto que de ella tenemos no corresponde a lo que real mente es, por lo que decir de un conocimiento que es científico significa, en primer lugar, que ese cono cimiento es verdadero. No hay ciencia de lo falso. Pero no es suficiente que haya verdad para que haya ciencia. Un conocimiento puede ser verdadero y, sin embargo, no ser científico: cualquier hombre capaz de ver puede afirmar que lo que tiene delante es un árbol, y su conocimiento es verdadero; con todo, no se dice que tenga un conocimiento cientí fico. Un niño que sepa que existen los ángeles tiene un conocimiento verdadero, pero tampoco se puede decir que sea un conocimiento científico. Es nece saria otra nota para que pueda hablarse propia mente de ciencia, algo que distinga un conocimiento científico de un conocimiento vulgar, o intuitivo, o de fe, y ese algo es la demostrabilidad. Un conoci miento es científico cuando se puede demostrar que es verdadero. Tal es la, sencilla definición que un SUAREZ, 2
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físico, Pascual Jordán, da de la ciencia: verdad de mostrable 4. Esta expresión no significa que se trate de una verdad que haya de ser demostrada, sino que se pueda demostrar en cualquier momento porque ya ha sido demostrada antes: se sabe que es verdad precisamente porque se ha demostrado y, por tanto, en cualquier momento se puede dar cuenta de que, efectivamente, es verdad. Y tampoco significa que la demostración deba ser matemática o al modo de las ciencias de la naturaleza; si así fuera, no habría más razón para considerar realmente ocurrido —es decir, verdadero— el descubrimiento de América por Colón o la Declaración de Derechos de Filadelfia en 1774 que los viajes de Gulliver o el discurso de don Quijote a los cabreros. Cuando se utiliza el adjetivo «científico» para ca lificar el método se está indicando, por consiguiente, que el método en cuestión es apto para averiguar la verdad de la parcela de la realidad que se observa y que se utiliza rigurosamente, de modo que no sólo conduce al conocimiento verdadero de una cosa, sino que la verdad de los resultados obtenidos puede ser demostrada. En este sentido de verdad demostrable se utilizará en adelante el término «ciencia».
2. Otro de los términos el de historia. Con relación algo notablemente curioso que resulta sorprendente:
que hay que precisar es a la historia ha sucedido en estos últimos años y algo parecido a lo que
4 Pascual Jordán, El hombre de ciencia ante el pro blema religioso (Madrid, 1972) 28. Esta definición im plica que se trata de un conocimiento elaborado, no captado directamente, sino al que se ha llegado como conclusión de un proceso intelectual.
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podría definirse como una crisis de identidad. Hay tantos historiadores, filósofos, sociólogos, economis tas incluso y, en general, pensadores o ensayistas que se interrogan sobre la historia, sobre su objeto, sobre su contenido, sobre su método y sobre tantas cuestiones, que hay que abrirse paso por entre una verdadera maraña para ver si, a fin de cuentas, la historia es algo lo suficientemente concreto para po der aprehenderlo. Cuando Braudel, por ejemplo, afir ma que «no existe una historia, un oficio de histo riador, sino oficios, historias, una suma de curiosi dades, de puntos de vista, de posibilidades; suma a la que en el futuro otras curiosidades, otros pun tos de vista y otras posibilidades vendrán a añadirse aún», la conclusión lógica es preguntarse si vale la pena tomarla en serio: curiosidades, puntos de vis ta, posibilidades...; nada, en suma, con entidad sufi ciente para constituirse en objeto de investigación y estudio. Y cuando se observa que modernos trabajos de historia versan sobre demografía, industria y comer cio, navegación y transportes, producción agrícola y plagas que la afectan, evolución de los precios, la tifundios y minifundios, distribución de la tierra, categorías profesionales, estadística electoral, alimen tación y otras materias, todo lo cual era antes pro pio de disciplinas como geografía humana, econo mía, sociología u otras, es difícil no llenarse de asombro ante un crecimiento tan insólito del cam po de la historia. Y hasta es posible que, ante la mirada neutral de un observador no dedicado a es tas materias, este fenómeno aparezca más como un vaciamiento por parte de la historia de su propio contenido que como un enriquecimiento de la materia que constituía su objeto peculiar. Este estado confuso (por no decir caótico) que
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modernamente se observa en tomo a qué cosa sea verdaderamente la historia, proviene, al parecer, de la incidencia de distintas corrientes del pensamien to en un mismo objeto, en este caso la historia. No es una cuestión que se haya suscitado desde la his toria misma (que siempre supo, más o menos, cuál era su objeto), sino desde fuera de ella, aunque en no pocas ocasiones los historiadores se hayan hecho eco. En realidad, tanto los filósofos como los llama dos en general «pensadores», no han podido resistir la tentación (sobre todo a partir del siglo xvm) de mostrar al mundo (y sobre todo a los historiadores) lo que realmente era la historia. Hegel y Comte, y antes Vico, y luego Marx, y Weber, y últimamente todo género de ensayistas, todos están diciendo a los historiadores lo que es la historia, lo que debe hacer, en qué debe ocuparse, en qué dirección ca mina, dónde se apoya, cuál es su sentido, cómo transcurre, y en virtud de qué. En fin, un conjunto de cuestiones que no tienen mucho que ver con el oficio de historiador ni con el objeto de la historia (tal como siempre se ha venido entendiendo); pero que, no obstante, han prendido en algunos historia dores y están influyendo no poco en los jóvenes, hasta el punto de que se observa un creciente nú mero de trabajos en los que se tiende a una historia cada vez más explicativa, más filosófica, más socio lógica, más matemática, más económica, menos ri gurosa y hasta quizá menos historia, a mi parecer. Por otra parte, el afán de captar y definir la esen cia de la historia ha dado lugar a tantas opiniones dispares (y no fundadas, por lo general), que bien poco ha servido esta solicitud para clarificar los conceptos. Historia es «la ruptura con la naturaleza causada por el despertar de la conciencia», decía Jacobo Burckhardt en sus Reflexiones sobre la his
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torio, universal; «es la larga lucha del hombre, me diante el ejercicio de su razón, por comprender el mundo que le rodea y actuar sobre él», escribe Edward H. Carr, en términos aplicables igualmente a la sociología, a la economía o a la ciencia política. Y si a las opiniones de los historiadores se añaden las de los filósofos, entonces el desconcierto puede provocar serias dudas acerca de la entidad de una disciplina tan poco precisa. Y vale más no mencio nar las ingeniosidades de los escritores, con las que se podría hacer una notable y entretenida antología: Anatole France, Baroja, Paul Valéry, Goethe, Jules Romains, etc. ¿Qué es historia? En un libro que lleva por título La Fe, modelo de rigor en la reflexión filosófica, J. Pieper comenzaba así su discurso: ¿Quién decide lo que hay que entender por fe? ¿A quién corresponde juzgar cuál es el verdadero significado de esa y otras palabras fundamenta les del lenguaje de los hombres? Nadie, natural mente. Ningún individuo en todo caso, por ge nial que sea, puede precisar y determinar algo semejante. Ya está, de antemano, determinado. Toda discusión ha de partir de eso ya dado para siempre. Es de suponer que Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, sabían bien lo que hacían cuando comenzaban siempre por inquirir el lenguaje usual5.
Pieper observaba que había que desconfiar de la perfección de definiciones demasiado precisas, sos 5 Josef Pieper, La Fe (Madrid, 1966), 11 y ss. Tomás 7 de Aquino, en la Summa contra Gentiles (I, 1), había 1 escrito que el uso popular era la «regla del sentido de las palabras».
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pechosamente exactas, y en verdad no hay más motivo para elegir una definición que otra entre las muchas que se han dado. Por ello, la primera cuestión que habría que examinar es: ¿qué es lo que los hombres comunes piensan cuando se habla de historia? Se trata menos de dar una definición completa (que nunca puede dejar de ser artificiosa) que de averiguar qué es lo que se significa común mente por este término, lo que suele entenderse en el lenguaje ordinario cuando se dice «la historia» o se predica de algo que es «histórico». En una pa labra, se trata de averiguar cuál es el significado del término «historia» que ya nos viene dado desde antes, que está ya determinado cuando nos trope zamos con él. Pues bien, puestos a resumir las notas de lo que comúnmente, y desde siempre, se ha venido enten diendo por historia, parece que habría que concre tar estas tres: hechos verdaderos, pertenecientes al pasado, de cierta relevancia. La primera de las notas enunciadas se presenta casi como una evidencia: si un acontecimiento, sea el que fuere, no ha sucedido realmente, no es ver dadero, sino falso; si no ha ocurrido alguna vez en alguna parte, no es nada, ni es, por tanto, histórico, sino tan sólo imaginado. Es irreal, o sólo real como ente de razón. Y de lo no sucedido nunca en el tiem po y en el espacio no se puede hacer objeto de la historia. Por lo que respecta a lo segundo, la inclusión del presente en la historia ni pertenece al sentir común de los hombres ni tiene tradición. Es tan sólo un intento muy reciente de ampliar el campo de la historia en beneficio, no de la propia historia, sino de las ciencias del presente, y se justifica más por una praxis —orientar el futuro en una dirección
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predeterminada, o dar ya interpretada la imagen de un suceso actual— que por motivos científicos. Na die dice de algo que ocurre hoy que es histórico sino en el sentido de que pasará a la historia: todavía, pues, no ha entrado en ella. Finalmente, una cierta relevancia, que viene dada, sobre todo, por la influencia que tales hechos o per sonas han tenido en la vida de una nación, o en una civilización, por el influjo que han ejercido en el curso de los acontecimientos. Así, es difícil prescin dir de Cánovas del Castillo al escribir la historia de la Restauración: su relevancia es clara; en cambio, podrá omitirse sin graves consecuencias la mención de José Chinchilla o Bernabé Dávila, por ejemplo. Se considera a Napoleón un personaje histórico, pero no a cualquiera de los numerosos cabos de sus ejércitos, aunque los cabos tuvieran su impor tancia en las victorias napoleónicas. Un hombre co rriente considerará histórica la conquista de Gra nada por los Reyes Católicos, o la batalla de Hastings, pero es muy difícil que considere histórico —en el sentido de ser digno de mención o recorda ción por poseer una clara entidad histórica, un peso específico— lo que Marx consideraba el primer he cho histórico: que el hombre satisfaga sus necesi dades materiales. Entre otras razones, porque esto no es relevante: todos los hombres de todos los tiempos lo han hecho y no es más histórico que reír o conversar. En una visión de la historia uni versal sería imposible prescindir de Grecia, pero se podría, en cambio, sin ningún inconveniente, omitir la mención del Chad o del Dahomey (al menos, hoy por hoy). Si entre las notas características de lo que co múnmente se entiende cuando se habla de historia no se menciona a los hombres, o no se hace explí
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cita referencia a los hombres en sociedad, es por que se sobreentiende tanto una cosa como otra, así como que se trata de hombres que habitan el pla neta llamado Tierra, aunque tampoco se le men cione. A nadie se le ocurre, cuando se habla de Cartago, que se deba especificar que se trata de la historia de los hombres que constituían la ciudadestado de Cartago, porque en principio a nadie se le plantea la sospecha de que no se trate de una historia humana. Una historia no humana —la de las variaciones climáticas en una región, o la del caballo árabe, por ejemplo— sería historia natural: únicamente por la sucesión temporal podría lla marse historia, por su referencia a una evolución pasada. Sólo el hombre es sujeto de la historia, y el hombre es sociable por naturaleza. Y cuando se habla de hombres se entiende comúnmente que se está hablando de personas reales y concretas, no de unidades impersonales o despersonalizadas de una masa o de una colectividad, puesto que el hom bre sólo en cuanto persona puede ser miembro de una sociedad.
3. El tercer término que conviene precisar es el de «investigación», pues con él ha ocurrido —o sue le ocurrir— algo parecido a lo que se ha visto que sucede con los vocablos «ciencia» o «historia». En efecto, no siempre que aparece la palabra investiga ción se usa con el mismo significado. Investigar equivale a inquirir, a averiguar, y por investigación (en general) se entiende el proceso me diante el cual se llega a conocer una realidad a partir de ciertos datos u observaciones. Investiga ción histórica es, pues, el conjunto de operaciones por las que se llega a la reconstrucción de un he
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cho histórico a partir de las huellas que dejó en las fuentes. De aquí se deduce que la investigación es siempre de algo que no se conoce, o se conoce sólo en parte, o se conoce mal, es decir, de modo incierto o erró neo. No hay propiamente investigación de hechos conocidos: la investigación se hizo ya y por eso se conocen. Cuando un historiador relata un amplio período —el reinado de un monarca, por ejemplo— valiéndose de monografías y estudios parciales so bre distintos aspectos del reinado publicados en re vistas especializadas, no está propiamente llevando a cabo una investigación, sino más bien una com pilación o síntesis: lo que narra era ya conocido al comenzar su trabajo, y aunque disperso, era ya cosa averiguada. Si en algún punto determinado acude a las fuentes para rectificar un error o aclarar un hecho oscuro, ahí, y en eso, habrá habido investi gación. Ciertamente se habla a veces de investigación con referencia a libros que se ocupan de un período y lo relatan de modo distinto a como otros lo han hecho antes, aun cuando no añaden un solo conoci miento nuevo; simplemente, se manejan los datos de siempre, ya harto conocidos, en otro orden, con otra perspectiva o con distinta visión. Tomar datos de un libro y otro para componer un cuadro dife rente o dar una nueva interpretación no puede considerarse, estrictamente hablando, una investiga ción histórica. Ahora bien: partir de datos conocidos para plan tear de otro modo lo que, según muestran esos mismos datos, es insatisfactorio, equivale a abrir un camino nuevo a la investigación después de ha ber demostrado que el anterior era erróneo. Enton ces este nuevo planteamiento constituye una hipó
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tesis de trabajo que puede dar lugar a posteriores investigaciones, siendo ya ella misma el resultado de una investigación, pero bien entendido que debe basarse en las fuentes. En el mismo sentido puede también considerarse una verdadera investigación —aunque, tal vez, de un modo amplio— la revisión de las fuentes y de sus datos a la luz de otros co nocimientos, o la aclaración, o la determinación, del status quaestionis de los conocimientos acerca de un determinado período o tema: es una autén tica averiguación, con frecuencia larga y difícil, pues no se trata de una mera acumulación de los autores (y títulos) que con más o menos extensión y funda mento han escrito acerca del objeto en cuestión, sino de determinar qué es lo que conocemos de modo seguro, qué es lo dudoso y qué es lo erróneo; lo cual, evidentemente, requiere un estudio crítico de lo publicado hecho con gran ponderación, esto es, una verdadera investigación de lo que realmente se sabe sobre un tema. 0 también la comprobación de algo conocido, siempre que se haga con nuevas fuentes o con argumentos no empleados hasta en tonces, con lo que se da una mayor seguridad al conocimiento de un hecho. Es posible que sea éste un concepto muy res tringido de la investigación histórica; pero, séalo o no, a este modo de entenderla se refiere la pala bra cuantas veces aparezca a lo largo de este ensayo.
II.
SOBRE EL CARACTER DE LA HISTORIA
1. La historia, ¿es una ciencia o un arte? Posi blemente esta cuestión sea muy importante, lo mis mo que allá por los años treinta, cuando era obliga do plantear en la primera lección del programa este grave problema; o quizá no tenga importancia al guna. En todo caso, hoy parece haber resucitado,, aunque planteado de un modo distinto a como an tes se hacía: no como un angustioso interrogante, sino como la constatación de que, por fin, se ha conseguido el medio de hacer de la historia una verdadera ciencia. Hace apenas unos años se escribió que en España, y de la mano de Vicéns Vives, había comenzado «la transformación científica de nuestra historia bajo la influencia directa de la escuela de los "Anua les’' y de Fierre Vilar». No interesa ahora dilucidar si con ello se quería significar que antes de comen zar esta transformación la historia que se hacía no era científica en absoluto (y, por tanto, de muy es
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caso valor), o simplemente se constataba que nues tra historia había comenzado a sufrir una transfor mación, que esta transformación era científica y que hundía sus raíces en la escuela de los «Annales» y en Pierre Vilar. En cualquier caso, es cierto que la citada escuela ha preconizado una nueva historia más científica, o verdaderamente científica, lo mis mo que Pierre Vilar. Por lo que respecta a la escuela de los «Annales», en la base de todo el movimiento de reacción contra la estrechez o la limitación de la «historia positivis ta», de la «historiografía oficial dominante», o, sim plemente, de la «historia tradicional», es perceptible una cierta desazón respecto al carácter mismo de la historia; para ser más precisos, respecto al carác ter científico de la historia. La expresividad de algu nos textos que aquí y allá surgen en los escritos, coloquios y conferencias en pro de una nueva histo ria sugiere una preocupación subyacente, y casi se podría decir que obsesiva, por la «ciencia». Georges Lefebvre, por ejemplo, después de observar que existen hechos que se prestan al cálculo estadístico (especialmente en el campo económico y social), concluye que «la historia económica es la sección donde más nos acercamos a las Ciencias de la Natu raleza, que operan por medida, peso y enumeración». Este no es un caso aislado, un caso particular. Mousnier, al interpelar a Soboul en el coloquio de Saint-Cloud, admitía que «nosotros no llegaremos a hacer una verdadera historia social, ni nada que sea verdaderamente científico más que si, precisamente, adoptamos los métodos de la estadística, si medi mos y contamos». Antes, Lucien Febvre había es crito: «¿De qué leyes se trata? Si se trata de esas fórmulas comunes que forman series agrupando he chos hasta entonces separados, ¿por qué no? Así
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será como la historia experimentará una vez más la unidad viva de la ciencia; y entonces se sentirá, más aún, hermana de las otras ciencias»6. Con refe rencia a la obra de Simiand (con la que se supone «que se está llegando a la preciencia de la historia»), Tuñón habla de las conclusiones, en muchos casos, de «alta precisión científica», que se pueden obtener con los métodos estadísticos aplicados a la historia económica. Partiendo de la base de que no hay ciencia sino de lo general, la historia debe, pues, abandonar de una vez los acontecimientos singulares para ocu parse de lo que hay de repetido —«l’esquisse d’un mouvement, en correlation positive ou négative avec d'autres esquisses de mouvements; des concomitances, des répetitions des concomí tances...», dice Labrousse—, si es que de verdad quiere ser ciencia. Debe adoptar los métodos verdaderamente científicos (los de las ciencias de la naturaleza) enumerando, pesando, midiendo, introduciendo la cuantificación, la matemática, los coeficientes, las ecuaciones, los
6 Cfr. Colloque de l’École Nórmale Supérieure de Saint-Cloud. L’histoire sociale. Sources et méthodes (Pa rís, 1967), 26. (En adelante se citará Colloque de SaintCloud. 1); Lucien Febvre, Combates por la historia (Bar celona, 1971) 33. Quizá otro texto del mismo Febvre ayude a comprender mejor la actitud de los hombres de los «Annales» ante la historia y la ciencia: «... la his toria no puede quedar al margen de las transforma ciones de la ciencia, teniendo en cuenta que las cien cias de la Naturaleza han sufrido el efecto de una ver dadera revolución ideológica en las dos últimas déca das» (o. c., 87). La expresión «revolución ideológica» es ambigua con referencia a las ciencias naturales; en cualquier caso, la evolución de las ciencias de la Natu raleza no se ha verificado por ninguna revolución ideo lógica.
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modelos, la estadística, el cálculo, el diagrama, la curva, la utilización de las computadoras...7. Toda esta preocupación por el carácter científico de la historia nos retrotrae al siglo xix, cuando la exactitud y precisión de las disciplinas de la natu raleza dieron tan gran prestigio a la palabra ciencia. Ni el mismo Marx se vio libre de esta corriente, y su pretensión de estar elaborando un socialismo científico se basaba en el concepto —y la estima ción— que tenía de la ciencia. Fue Comte, sin embargo, quien mayor influencia ejerció sobre las inmediatas generaciones. Como su maestro Saint-Simon, también él pretendió organi zar la sociedad, y también como a Saint-Simon, las ciencias de la naturaleza le suministraron el método. Sólo que Comte tenía un mayor talento y fue capaz de construir un sistema y, sobre todo, hacer escuela Comte pretendió reformar científicamente la so ciedad. Sin embargo, para poderla organizar de un modo racional, era antes necesario conocer sus le yes; y para conocerlas, se debía proceder al modo de las ciencias naturales: observación de los hechos y verificación. Así, el positivismo, en cuanto método,
7 Cfr. E. Labrousse, Introducción a la Histoire économique et sociale de France, II (París, 1970) XI. _No deja de llamar la atención que los positivistas conside raran que «lo históricamente significativo se identifica con lo típico o recurrente. De esta suerte, la historia se convierte en la historia de grupos o sociedades, y el individuo desaparece de ella excepto bajo el disfraz de mero ejemplo de leyes generales». El mayor mérito de E. Meyer fue precisamente «su eficaz crítica de la seudohistoria sociológica, abiertamente positivista, que estaba de moda en su tiempo». Cfr. R. G. Collingwood, Idea de la historia (México, 1972) 176-178-179. Véase también Hermán van der Wee, Métodos y técnicas nue vas en historia económica cuantativa, en «El Método histórico» (Pamplona, 1974), 137-140.
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debía atenerse sólo a los hechos positivos —es de cir , científicos—, «entendiendo por tales los que eran susceptibles de ser captados por los órganos de los sentidos y sometidos a una verificación cuan titativa», lo que en el fondo constituía una violenta reacción contra el idealismo. «La filosofía positiva —escribe Cruz Hernández—, ateniéndose tan sólo a los hechos positivos y sus consecuencias, trans formará —piensan— la sociedad mediante una re forma de base, que actuando sobre la coyuntura —que es el conjunto de hechos positivos— modi ficará sus raíces y su estructura, y dará así origen a una sociedad de elevado grado de perfección»8. La sociología era la que debía hacer posible esta meta a través del conocimiento del hombre como parte de la sociedad; siguiendo el método positivo, podría descubrir y formular las leyes de su condi ción social tanto estática como dinámica, y con ello la facultad de prever, orientar y encauzar; sería, por tanto, la ciencia de la sociedad. Resulta notable constatar cómo, a pesar de su no siempre implícito repudio y propósito de supera ción del positivismo, y de sus no infrecuentes alu siones irónicas a los «hechos», la raíz (o acaso tan sólo la influencia) positivista de las modernas co rrientes de la historia preconizadas por los «Annales» aflora en mil pormenores. Naturalmente, debe haber una explicación, y aun cuando no se sepa cuál sea exactamente, algunos indicios no dejan de tener una significación muy expresiva. Observó Marrou que la corriente de la filosofía de la historia que inició Dilthey y continuaron Ric-
8 Cfr. Miguel Cruz Hernández, GER (Gran Enciclo pedia Rialp), t. 18, 864 y ss. Sobre la intención de la obra de Comte, véase E. Gilson, La unidad de la experien cia filosófica, Madrid, 1966, especialmente 283 a 308.
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kert y Weber no fue incorporada en Francia hasta que lo hizo R. Aron en 1938; hasta entonces, la «autarquía nacional» en que se habían movido los historiadores franceses les había mantenido ence rrados en sí mismos al abrigo de corrientes eu ropeas9. Fueron precisamente dos alemanes integra dos en esta corriente crítica del positivismo, Windelband y Rickert, quienes acuñaron la expresión «Ciencias del Espíritu» en contraposición a las «Ciencias de la Naturaleza», que de tal modo habían acaparado el monopolio del vocablo que cualquier otra disciplina podría ser llamada cualquier cosa, pero no ciencia. Ciencias, propiamente ciencias, sólo eran las de la Naturaleza. Acogida en el seno de las Ciencias del Espíritu, la historia adquiriría el dere cho a llamarse ciencia sin abdicar de su objeto ni de su método. Pero, desconocedores de esta corriente, o simple mente dejándola de lado, la «superación» del posi tivismo se buscó por otro camino: todos reconocen a Simiand como el adelantado de la aplicación a la historia del método cuantitativo. Pero Simiand era un sociólogo positivista («el más próximo al mar xismo entre los durkheimianos», dice Gurvitch), tan fiel a la pureza del método preconizado por Comte que, prescindiendo de todo lo demás, se dedicó a buscar precisamente los «hechos positivos», es de cir, científicos, o sea, que se pudieran medir y cuantificar. Eludiendo el vocablo «ley», aconsejaba «buscar en la historia unas generalidades y unas regularida des de las que obtener una ciencia inductiva de las 9 Henri I. Marrou, El conocimiento histórico (Bar celona, 1968) 20. F. Braudel, en Ecrits sur l'Histoire (París, 1969) 190, reconocía que «el contacto entre his toriadores franceses y alemanes ha estado interrumpido largo tiempo».
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guerras y de las revoluciones»1011 . Hasta qué punto el positivismo está presente en el deseo de hacer cien cia a la historia por la adopción del método propio de las de la Naturaleza y la reducción de la historia a sociología (aunque sea sociología histórica) tendría que delimitarlo quien convirtiera este punto en tema de investigación. Pero quizá no sea ocioso mencio nar que Georges Lefebvre escribió que Simiand su puso que «en la economía había elementos obser vables como simples objetos que se pueden medir y contar, del mismo modo que el físico mide y cuenta en su laboratorio». Y Witold Kula, más ex plícito todavía, escribió de Simiand:
Fascinado por el florecimiento de las ciencias naturales —especialmente por la biología, pero también por la física— desea asemejar los mé todos económicos a aquéllos. Esto explica su cul to por los procedimientos estadísticos, no sólo por los conceptos cuantitativos que facultan, sino sobre todo porque el método estadístico, al per mitir la eliminación de uno de los factores acti vos constantes, representa para él un equivalente al método experimentalu. Para salir, pues, del positivismo, de la «frialdad de los hechos», de la «historia-relato», se adoptó
10 Paul Veyne, Cómo se escribe la historia. Ensayo de Epistemología (Madrid, 1972) 317. 11 Witold Kula, Problemas y métodos de la historia económica (Barcelona, 1973) 431. Todavía pone de re lieve más claramente la conexión del grupo de los «Annales» con el positivismo al afirmar que su concepción renovadora de la historia, «elaborada por historiado res, procedía en gran parte de la sociología francesa, en especial de la de Durkheim» (o. c„ 32). Por lo de más, la valoración que hace Kula de la obra de F. Si miand no es demasiado alta (ibid., 432 y 433). SUAREZ, 3
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inicialmente la solución positivista de Comte a tra vés de Simiand, que consistió en la adopción del método propio de las ciencias de la Naturaleza, único que Comte consideraba positivo, es decir, cien tífico, porque podía verificarse cuantitativamente. Todas las diatribas contra la «historia positivista» (la que practicaban los viejos maestros franceses Langlois, Seignobos, Lavisse, etc.), tan frecuentes en los escritos de la escuela de los «Annales», han po dido crear, quizá, la ilusión de que se ha superado la historia-relato, la historia-cuadro, mediante la historia cuantitativa, una historia ya, por fin, cien tífica. En realidad, esta supuesta solución resulta un tanto simplista, pues la incorporación de nuevas materias, de nuevos problemas o de métodos toma dos de otras disciplinas no hacen necesariamente más científica a la historia. En cuanto al valor de la contribución de la escue la de los «Annales» al rigor científico de la historia, y sin desdeñar ninguna de sus aportaciones, el exa men que hizo J. Fontana parece indicar que ni es tan grande ni tan sólido como se había supuesto12.
2. El otro camino por el que se ha querido fun damentar el carácter científico de la historia es filo sófico, y actualmente lo sostienen los que, se con fiesen o no marxistas, admiten los postulados del materialismo histórico. No es fácil exponer resumidamente cómo, o por dónde, Marx ha hecho posible una ciencia de la historia, o una historia verdaderamente científica. 12 J. Fontana Lázaro, Ascéns y decadéncia de l'escola deis «Annales», en «Recerques», 4 (Barcelona, 1974) 283298. Se refiere especialmente a L. Febvre, M. Bloch y F. Braudel, no a Lefebvre, Labrousse, Vilar ni Soboul.
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Quizá la mayor dificultad estriba en el modo oscuro y farragoso con que Marx se expresó (la oscuridad no fue patrimonio exclusivo de Hegel), así como la imprecisión y equivocidad en el uso de los concep tos, o de determinados conceptos (Gurvitch, por ejemplo, ha detectado en Marx hasta trece sentidos distintos del término ideología); un lenguaje seme jante —tan alejado del llamado por los lingüistas «lenguaje científico», al que caracterizan justamente por su precisión— no se hace fácilmente inteligible, porque la falta de definiciones precisas de términos o expresiones usadas con frecuencia («trabajo ge neral abstracto», «creación del hombre por el tra bajo humano», «trabajo medio socialmente necesa rio», «transformación de la naturaleza en hombre», etcétera) dan a los textos un cierto carácter confuso notablemente alejado del lenguaje unívoco y preciso del científico, haciendo no sólo trabajoso, sino pro blemático e inseguro, el conocimiento de lo que se expresa. Quizá sea ésta la razón de que los escritos, estudios, glosas, explicaciones, comentarios e inter pretaciones de Marx se hayan multiplicado casi hasta el infinito, sin que, entre todos ellos, haya unanimi dad acerca de lo que hay que entender en determi nados pasajes o textos, o en cómo hay que enten derlo. Lo cual, ciertamente, no contribuye a dar claridad, sobre todo cuando dentro de la misma escuela hay opiniones que se contradicen. En líneas generales, sin embargo, el materialismo histórico parece haber sido bien comprendido. Es en La ideología alemana (terminada en el otoño de 1846, pero no publicada hasta 1932, excepto el ca pítulo sobre el «verdadero socialismo») donde ge neralmente se admite que Marx esbozó por primera vez el materialismo histórico y lo fundamentó; pero lúe en 1859, en la Contribución a la critica de la
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economía política, donde se encuentra el texto más conocido, el que resume su tesis con más claridad:
Mi indagación me llevó a pensar que las rela ciones jurídicas y las formas políticas no pue den ser comprendidas por sí mismas, ni tampoco pueden explicarse por el sedicente desarrollo del espíritu humano. Estas relaciones y estas formas tienen sus raíces en las condiciones de la vida material, cuyo conjunto constituye lo que Hegel llama, con los ingleses y franceses del siglo xviii, la «sociedad civil». La anatomía de la sociedad civil hay que buscarla en la economía política... En la producción social de su vida, los hombres contraen ciertas relaciones independientes de su voluntad, necesarias, determinadas. Estas relacio nes de producción corresponden a un cierto gra do de desarrollo de sus fuerzas productoras ma teriales. La totalidad de estas relaciones forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política a la que corresponden formas sociales y determinadas de conciencia. El modo de producción de la vida material determina, de una forma general, el proceso social, político e intelectual de la vida. No es la conciencia del hombre lo que determina su existencia, sino su existencia social lo que determina su conciencia. Al llegar a cierto grado de desarrrollo, las fuer zas productoras de la sociedad entran en contra dicción con las relaciones de producción que existen entonces, o, en términos jurídicos, con las relaciones de propiedad en el seno de las cuales estas fuerzas productoras se habían mo vido hasta entonces. Estas relaciones, que cons tituían anteriormente las formas del desarrollo
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de las fuerzas productoras, devienen obstáculos para éstas. Y entonces nace una época de revolu ción social. El cambio de la base económica arrui na más o menos rápidamente toda la enorme su perestructura... 13.
13 El texto está tomado de André Piettre, Marx y marxismo (Madrid, 1964) 336-337. No parece que haya duda sobre el determinismo histórico de la teoría marxista, aunque la habitual imprecisión de Marx se ma nifieste en el uso de distintas palabras de significado diferente: «condicionados», «determinados en última ins tancia», «empleados en el mundo», «producidos». Tales formulaciones —dice Hóffner— son «simplificaciones poco claras, unilaterales y muy impugnables». Con el tiempo —y forzados por las críticas—, Marx y Engels reformularon el materialismo histórico en un sentido menos rígido. En 1890 escribía Engels a J. Bloch: «Marx y yo mismo hemos de aceptar la responsabilidad del hecho de que, a veces, los jóvenes concedan más sig nificación de la debida al aspecto económico», añadien do que no siempre encontraron, por la necesidad de subrayar el principio esencial en la polémica, «el tiem po, ni el lugar, ni la ocasión de hacer justicia a los otros factores que participan en la acción recíproca» (Piettre, o. c., 339-340). Quizá uno de los jóvenes a los que Engels aludía en 1890 fuera Plejanov (nacido en 1857), que escribió: «La idea fundamental de Marx se reduce a la fórmula siguiente: Las relaciones de producción determinan todas las demás relaciones que existen entre los hombres. A su vez, las relaciones de producción están determinadas por la situación de las fuerzas productivas.» Cit. por H. Chambre, El Marxis mo en la Unión Soviética (Madrid, 1966) 176. Una rec tificación que afecta notablemente a esta formulación fue introducida por J. Stalin al conceder a la superes tructura una importancia en la que Marx nunca hubiera soñado. La razón de esta modificación fue que la revo lución rusa de 1917 echaba prácticamente por el suelo la formulación teórica de la tesis fundamental del ma terialismo histórico. Véase Jean Ives Calvez, El pensa miento de K. Marx (Madrid, 1966) 473-476, y H. Cham bre, o. c., 431-456.
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Marx, como Hegel, dio una gran importancia a la historia: la realidad es historia, porque la rea lidad no es el ser, sino el devenir; no un conjunto de cosas acabadas (decía Engels), sino un conjunto de procesos. Es «un estado de movimiento y cam bio incesantes, de continua evolución y renovación» (Stalin) que se dirige dialécticamente (sin que nadie haya alcanzado a explicar el porqué) en dirección progresiva. «Nosotros conocemos sólo una única ciencia: la ciencia de la historia», escribían en La ideología alemana Engels y Marx; pero entendiendo por historia —aclaró Henri Lefebvre— «el entero devenir humano, su autoproducción (en el sentido más amplio y más fuerte de la palabra) por obra de sí mismo, en su actividad práctica». Y la historia se ha hecho ciencia de lo real renunciando a expli car la práctica por la idea, pues son las formas ideológicas las que tienen que ser explicadas a partir de la praxis material. La evolución histórica se verifica dialécticamente, a saltos, en virtud de las contradicciones internas que se manifiestan en la oposición de las clases sociales, derivadas del modo de producción económica. La lucha de clases cons tituye el motor de la historia 14. 14 La inclusión de las clases sociales en el esquema del materialismo histórico tiene una base muy precaria. J. Schumpeter, en Historia del análisis económico (Bar celona, 1971) 497, escribió a este respecto: «La teoría de las clases sociales que Marx añadió a su interpreta ción económica de la historia es lo menos valioso, salvo para fines de agitación; el esquema de las dos clases no es útil para el análisis serio; la acentuación exclu siva del antagonismo entre las clases es tan evidente mente erróneo —y tan patentemente ideológico— como la acentuación exclusiva de la armonía entre las clases, al modo de Casey y Bastiat...» Como es sabido, Marx no llegó a tratar el tema detenidamente (el capítulo en que iba a ocuparse de ellas —el 52 del III tomo
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En el prólogo a El Capital, Marx había declarado que su intención era «descubrir la ley económica que preside el movimiento de la sociedad moder na..., la ley natural con arreglo a la cual se mueve»; Engels, sin embargo, en el elogio fúnebre que pro nunció a su muerte, fue mucho más allá y declaró que uno de los mayores descubrimientos de Marx había sido «la ley del desarrollo de la historia hu mana». No de la sociedad moderna que Marx co nocía (la sociedad capitalista tal como era en su tiempo), sino de la historia, de toda. Aquí, en el descubrimiento de la ley según la cual transcurre el devenir humano, está la calidad cien tífica de la historia; como en las ciencias de la na turaleza, la existencia de una ley regulaba el des arrollo de la humanidad, y su conocimiento permitía deducir y prever hechos aún no producidos. Si Marx llamó «científico» a su socialismo fue, entre otras razones, porque se deducía científicamente (según creía), y de modo casi inexorable, de la ley del des arrollo de la historia humana. Marx no era historiador 15. No partió de la histo-
de El Capital— quedó interrumpido cuando apenas ha bía escrito página y media); todo cuanto se ha escrito sobre lo que K. Marx pensaba sobre clases sociales se basa, pues, en alusiones —generalmente breves— des parramadas por sus escritos. 15 Sus artículos periodísticos sobre la vicalvarada tienen un valor muy dudoso, incluso como testimonio contemporáneo: se vale de fuentes muy escasas y de segunda mano, y comete errores debido a confusiones de personajes y hechos. Lo que escribió sobre La Re volución española tampoco es otra cosa que artículos para un periódico; traza un cuadro basado en la lec tura acrítica de algunos libros (pocos, y no los más o mejor informados) y hace una interpretación (gra tuita, es decir, sin pruebas) de personajes no bien co nocidos y de hechos insuficientemente comprobados,
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ría, sino de la filosofía, para formular el materia lismo histórico, que al no ser ley de ninguna clase no puede ser fundamento del carácter científico de la historia. Hizo una interpretación económica de la historia, muy original y trabajosa, pero infinitamen te más inconsistente para fundar una ciencia de lo que parece. Schumpeter afirmó que «la teoría marxiana de la historia es por naturaleza una hipótesis de trabajo», afirmación no del todo nueva, pues ya Rosa Luxemburgo había escrito que Marx elaboró «una hipótesis teórica destinada a simplificar y fa cilitar la investigación». Y una hipótesis no es una ley, sino algo que debe ser comprobado en todas y cada una de sus partes, y en su mismo fundamento, y tal comprobación todavía no está hecha. Por si fuera poco, se ha observado además que deja de masiados hechos sin explicar, hechos que no se ajustan a lo que, según la teoría, debería ser16.
cometiendo asimismo errores de bulto. (No se juzga aquí del acierto o penetración de sus juicios o inter pretaciones, suponiendo que. haya alguien capaz de juz gar de ello en materia todavía tan mal conocida.) 16 Lo último que, de acuerdo con la tesis del mate rialismo histórico, podía esperar Marx es que el co munismo se instaurase en Rusia. Aquí Donoso Cortés mostró mayor penetración cuando pronosticó como más probable un estallido revolucionario en San Petersburgo que en Londres {Discurso sobre Europa, 1850). Por su parte, E. Gilson observaba la dificultad de ex plicar adecuadamente, con arreglo al materialismo his tórico, algunos hechos ciertos y que no «debían ha berse producido, tal como, por ejemplo, la pervivencia del aristotelismo en la Edad Media y en el siglo xvi»: una superestructura propia de la sociedad esclavista subsistiendo en la sociedad feudal y en la sociedad «precapitalista». El fracaso de las «leyes» formuladas por el marxismo se ha hecho evidente en lo que res pecta no sólo a las previsiones históricas, sino también con relación a la explicación de hechos del pasado.
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Independientemente de su contenido, y dejando de momento aparte la cuestión de si es o no ver dadera la formulación de Marx, hay que observar que, en el texto antes citado de la Contribución a la crítica de la economía política, Marx escribió que para resolver ciertas dudas emprendió el trabajo de revisar críticamente la filosofía del derecho de Hegel; «mi indagación me llevó a pensar que las relaciones jurídicas y las formas políticas no pue den ser comprendidas por sí mismas...». ¿Es esto suficiente? Algunos años antes, Comte había indagado asi mismo, y la suya fue también una indagación es peculativa de tipo filosófico; pero llegó exactamente a la solución inversa. Toda sociedad, toda agrupa ción humana, tiene unas creencias, y según ellas organiza su vida civil y política, de la cual fluye como consecuencia un determinado tipo de civili zación (industria, comercio, modos de vida). Tampoco se trata ahora de averiguar si lo que dijo Comte es cierto o no. De momento interesa sólo constatar que estamos ante dos soluciones con trarias para un mismo problema. Evidentemente es imposible que las dos sean ciertas para toda socie dad y para todo tiempo, es decir, que sean a la vez la explicación última de la estructura —y de la his toria— de cualquier sociedad humana. Y si nos pre guntamos acerca de la validez de cada una de ellas, no tenemos otro camino que examinar la solidez de las pruebas que cada uno aporta para demostrar que su tesis es algo más que una hipótesis porque es un hecho científicamente establecido, examen que, en verdad, no ocupa mucho tiempo, porque ni
(Así, por ejemplo, no explica cómo en Egipto y Espar ta, una infraestructura análoga determina superestruc turas diferentes'
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uno ni otro consideraron necesario aducir pruebas concluyentes. Marx consideró suficiente decir que sus indagaciones le llevaron a pensar que el modo de producción determinaba (o condicionaba) el pro ceso social, político e intelectual, pero no mencionó si tales indagaciones versaron sobre sociedades hu manas reales y existentes en el tiempo y en el es pacio, y en las que de modo firme pudiera obser varse cuáles eran las determinadas y concretas estructuras sociales que venían necesariamente im puestas por la estructura económica, y cómo de las formas sociales fluían, como una consecuencia, las formas políticas y jurídicas, y determinadas for mas de arte y de religión, y el pensamiento intelec tual, y qué sociedades fueron las que examinó, y hasta qué punto los datos que la indagación le pro porcionó eran sólidos. Su teoría no es mejor que la de Comte para una fundamentación científica de la historia. En realidad, Marx postula unos he chos; pero una cosa es postular y otra demostrar o dar pruebas, pues un postulado no es más que la petición de que unos hechos sean admitidos como reales, verdaderos o necesarios para que sirvan de punto de partida de una argumentación. Pero eso no los hace ni reales ni ciertos, y esto es muy im portante, porque la historia no se ocupa de entes de razón. Una observación semejante se puede hacer res pecto de la lucha de clases. La oposición dialéctica entre ellas es el motor de la historia, de modo que «la historia de toda sociedad existida hasta este momento es historia de lucha de clases», proclama en el Manifiesto: libres y esclavos, patricios y ple beyos, nobles y siervos, y —ya en su época— bur gueses y proletarios. Muy claro, pero demasiado simple. ¿Cómo se ha llegado a formular esta ley del
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acontecer histórico? Porque no parece que pueda establecerse una ley sino como resultado de múlti ples observaciones en las que la constante repeti ción de factores permite una generalización. Pero Marx no formuló la «ley del desarrollo de la histo ria humana» como resultado de estudios ya exis tentes sobre cada etapa de la historia, estudios que después de haber considerado la complejidad de factores que intervienen en cada hecho histórico, hubieran decantado de modo firme y seguro la exis tencia de sólo —o principalmente— dos clases en cada etapa (libres y esclavos, patricios y plebeyos, nobles y siervos), y de que en cada época la historia era reductible, en efecto, a la lucha entre ellas, y eso en la Antigüedad y en la Edad Media, en el Egip to de los faraones como en la Inglaterra del si glo xiii, en Israel como en el Reino de Castilla o la Corona de Aragón, en el Imperio azteca como en la Rusia del siglo xvn. Pero no es éste el caso; la afirmación del Manifiesto no está inducida de he chos reales bien establecidos, sino deducida de las afirmaciones que el mismo Marx hizo acerca de los modos de producción y de las relaciones engendra das por ellos, lo cual en ningún caso constituye una garantía científica. Marx creyó, probablemente, que había dejado só lidamente establecido el fundamento material de las acciones humanas (y por lo tanto, de la historia) con algunas consideraciones que hizo en La ideolo gía alemana que se le debieron aparecer como evi dentes. A grandes rasgos, el razonamiento es el si guiente :
Frente a los alemanes, desprovistos de todo presupuesto, nos vemos obligados a empezar por la comprobación del dato previo de toda existen
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cia humana y, por lo tanto, de toda la historia; a saber, que los hombres deben estar en condi ciones de vivir para poder «hacer la historia». Pero para vivir, ante todo hay que beber, comer, alojarse, vestirse y hacer algunas cosas más. El primer hecho histórico es, por lo tanto, la pro ducción de los medios que permitan satisfacer esas necesidades, la producción de la vida mate rial misma, y ése es un hecho histórico, una condición fundamental de toda historia que tan to hoy como hace miles de años hay que cumplir día a día, hora a hora, sencillamente para man tener a los hombres en vida. Esto es el comienzo, la primera condición, la «com probación del dato previo».
El segundo punto es que una vez satisfecha la primera necesidad, la acción de satisfacerla y el instrumento ya logrado de esta satisfacción im pelen a nuevas necesidades, y esta producción de nuevas necesidades es el primer hecho histórico. A continuación de estas elementales relaciones (del hombre con la naturaleza) viene a incorporarse una tercera relación: la familiar, que siendo aún natural, ya es social. No es —dice Marx— que sean etapas sucesivas estas tres relaciones (necesidad, trabajo y familia), sino más bien momentos de un solo hecho. El cuarto momento viene con los de más, y constituye el conjunto de relaciones sociales.
Por consiguiente, se pone de manifiesto, ante todo, un lazo materialista entre los hombres, que está condicionado por las necesidades y el modo de producción, y que es tan viejo como los pro
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pios hombres; lazo que toma nuevas formas sin cesar, y que por lo tanto ofrece una «historia», aunque no exista aún una estupidez política o religiosa cualquiera que reúna a los hombres por añadidura. Estas afirmaciones de Marx acerca del principio y fundamento de la historia necesitarían, para que tuvieran la fuerza que él quiso darles, algún apoyo, algo más consistente que simples razonamientos. Lo que llama dato previo no es propiamente un dato: es una consideración lógica que se deduce de la naturaleza humana (y aun podría decirse que de la naturaleza animal del hombre), y con una consideración lógica no se puede establecer un dato histórico. En realidad, no sabemos si la producción de los medios que permitieron satisfacer las nece sidades elementales de los hombres fue el primer hecho histórico, o si hubo otros antes. Un dato es algo más concreto que esto, y si no viene localizado por las coordenadas de tiempo y espacio, si no es algo más que una vaga afirmación general, no tiene suficiente peso para servir de base a la afirmación de un hecho histórico. Pues un hecho histórico se conoce o por haberlo presenciado, o por el testimo nio verídico de quienes fueron protagonistas o tes tigos, o por las huellas que dejó. Si no es así, no hay modo de conocerlo (ni, por tanto, de afirmar lo), puesto que el nexo entre el objeto inteligible y el sujeto inteligente falta y, por tanto, también el puente que establece la relación entre ambos. Marx procedió aquí (como en tantas otras ocasio nes) por pura especulación, sin dato alguno con creto y seguro de los tiempos, personas o hechos a que se refiere. Por otra parte, antes de producir los medios con
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que satisfacer su necesidad de comer, beber, alo jarse, vestirse, ¿no debió el hombre pensar cómo producirlos, si hacerlos de un modo u otro, elegir unos materiales o unos instrumentos con preferen cia a otros, en cuyo caso sería el pensamiento, las ideas, lo que habría determinado los modos de pro ducción? ¿O actuó el hombre por puro instinto, como un irracional, sin que el pensamiento —la idea— de lo que necesitaba determinara la produc ción material de tal instrumento con preferencia a otro? ¿Cómo podemos saberlo, si no hay datos? Y si no hay modo de saberlo, si lo ignoramos, no se ve cómo sobre la ignorancia de algo se puede fundar nada. Puestos a examinar críticamente las afirma ciones de Marx, se pueden oponer tales objeciones, pedir tantas aclaraciones o exigir tantas pruebas, que no se ve el modo, ni siquiera con la mejor vo luntad, de aceptar que fundara científicamente la historia, o que desde él la historia fuera una cien cia 17. Otra cosa es que teorizara sobre ella, pero
17 Hay una observación de Isaiah Berlín, biógrafo de Marx, muy expresiva. Aludiendo a la teoría del ma terialismo histórico, escribe: «Ésta se desarrolló para refutar la proposición de que las ideas gobiernan el curso de la historia; pero la misma extensión de su propia influencia sobre los asuntos humanos ha debi litado la fuerza de su tesis. Porque al alterar la visión prevaleciente hasta entonces de la relación del indivi duo a su medio y a los demás individuos ha alterado palpablemente la relación misma, y, en consecuencia, queda como la más poderosa de las fuerzas intelec tuales que están hoy transformando los modos en que el hombre piensa y actúa.» Cit. por William J. Baker, Historia del pensamiento económico (Madrid, 1974) 150151. La historia parece demostrar mejor y con mayor claridad que es más capaz el pensamiento de trans formar el mundo que las fuerzas productivas el pensa miento. «Desde el Evangelio hasta el Contrato social,
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esto ya no tiene que ver con la realidad histórica, que es como es independientemente de los teóricos. Parece, pues, que por puro rigor intelectual debe negarse que el materialismo histórico sea el enun ciado de una ley (la del desarrollo de la historia hu mana), con el carácter de universalidad y necesidad propio de las leyes; y esto es algo que se vio clara mente hace ya cincuenta años 18, y aunque la doc trina marxista siga insistiendo en tal ley, hoy es sumamente difícil admitir que sea por razones cien tíficas. * *
son los libros los que han hecho las revoluciones» (Bonald). De hecho, la misma revolución de 1917 parece dar la razón a Bonald. 18 En 1922 publicó G. Lukács su libro Historia y con ciencia de clase, conjunto de artículos escritos entre 1918 y 1922. A pesar del poco aprecio en que le tenía Lenin (que le calificó de «sectario de izquierdas»), de la condenación del libro por Zinoviev en la Internacional de 1924, y de la autocrítica que el mismo Lukács hizo en 1933 para volver a la ortodoxia, hoy está conside rada como una de las obras filosóficas de mayor en tidad (dentro de la pobreza general en filosofía) salidas del seno del marxismo. Comentándola escribió Gurvitch: «En resumen —y para decir todo lo que Lukács, obligado por la disciplina de su partido, no hace más que insinuar con prudencia—, nuestro autor pone en duda la existencia de las clases y de la conciencia de clase, así como la validez misma del materialismo his tórico más allá del tipo de la sociedad capitalista, que constituye verdaderamente el único terreno para el que sus conceptos fueron elaborados. Querría hacer notar que ésta es exactamente la conclusión a la que yo mis mo he llegado, sin conocer a Lukács, en mis reflexiones sobre Marx.» G. Gurvitch, Teoría de las clases sociales (Madrid, 1971) 95. Véase un análisis crítico de la citada obra de Lukács, con una nota bio-bibliográfica suma mente útil para la comprensión de su postura, en Luis Clavell, Gydrgy Lukács: Historia y conciencia de clase (Madrid, EMESA, 1975).
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En realidad, no parece que tenga especial impor tancia que la historia sea ciencia, arte o cualquier otra cosa, con tal que nos enseñe,,,en la medida que le sea posible, la verdad de ese largo camino que han recorrido los hombres hasta el presente. Aristóteles decía que la ciencia tenía por objeto la verdad; quizá esto, y que podamos demostrar que lo es, sea suficiente para que tengamos estima a la historia y la consideremos con seriedad. Lo que no parece lícito es pretender convertirla en ciencia por asimi lación a las de la naturaleza, a las llamadas «cien cias sociales» o a una suerte de explicación a hor cajadas entre la filosofía, la economía y la sociolo gía, porque en la medida en que se hace otra cosa deja de ser propiamente historia. De este peligro no han escapado del todo algunos historiadores.
III.
SOBRE EL METODO
Las cuestiones referentes al método de la investi gación histórica no parece que debieran constituir un problema, al menos en principio, como no lo constituyen en las ciencias de la naturaleza. Si nos dejamos influir por la hinchazón que últimamente ha experimentado la metodología con relación a la investigación histórica (y que modestamente este ensayo va a incrementar), si se constata la prodi galidad con que se alude en no pocos libros a la «metodología verdaderamente científica» con que se han elaborado (cosa que no deja de producir una cierta desazón, no exenta de suspicacia, habida cuenta que a ningún científico se le ocurre aclarar que su trabajo está hecho científicamente. ¿Cómo si no, iba a estar hecho?), si se observa la enorme disparidad entre unos y otros teóricos del método histórico, y se sigue con interés, aunque no sin can sancio, el bizantinismo de algunas de las cuestiones que se debaten, casi se podría llegar a creer que el SUAREZ, 4
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método es lo más importante de la investigación, o que es más importante que la investigación. De modo general se entiende por método la orde nación de la actividad a un fin; con referencia a la investigación, es el procedimiento que se sigue para llegar al conocimiento de una realidad. No es, pues, lo más importante, con serlo mucho; es tan sólo un medio para llegar al fin que se pretende (el co nocimiento de la verdad sobre alguna cosa), y, por ello, algo adjetivo respecto al objeto de la investi gación. Evidentemente, lo que más interesa del mé todo es que sirva al objeto para el que se emplea, es decir, que sea útil. Su utilidad depende de su adecuación, y es adecuado en la medida en que se acomoda a la naturaleza del objeto a cuyo conoci miento se ordena. Esta es la razón de la diversidad y variedad de los métodos, tan diversos y tan varios como son las realidades, o los aspectos de la reali dad, que se pretende conocer. El método, por tan to, está en cierto modo determinado por la natu raleza del objeto, y por esta razón nunca una ciencia se deduce del método, sino éste del objeto sobre el que versa cada ciencia. Se entiende fácilmente que si lo que se intenta averiguar es el origen y las formas del aoristo no se van a utilizar métodos químicos. Todos los mé todos de que se sirven los físicos son inútiles para reconstruir el proceso de la convocatoria a Cortes que tuvo lugar entre 1808 y 1810, y con los que em plean los filólogos es imposible determinar la com posición química de los cuerpos. Esto es tan evi dente que no necesita comentario. Pero, ¿es igual mente claro cuando se trata de métodos y ciencias afines que no ofrecen un contraste tan acusado? Hay que conceder que no es tan claro; pero hay que afirmar también que no hay razón alguna para
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convertir el método de la investigación histórica en una confusa amalgama de métodos y técnicas pro pios de distintas disciplinas con el pretexto de que la historia, en su complejidad, lo abarca todo. El hecho de que los cuerpos que existen en la natu raleza se puedan resolver en elementos químicos no autoriza a introducir en la investigación química un caos provocado por la mezcla de métodos químicos, físicos, geológicos, matemáticos y biológicos, por muy sugerente que tal mezcla pueda resultar en orden a un conocimiento más rico o más total de la naturaleza. La naturaleza es, desde luego, muy rica, y susceptible, por su complejidad, de ser estu diada desde distintos puntos de vista, y también la vida de los hombres. Y así como para conocer los distintos aspectos y realidades de la naturaleza fue ron naciendo distintas ciencias que operaban con diferentes métodos, ha sucedido análogamente que, para conocer la multiplicidad de aspectos referentes al hombre y a la vida de los hombres, han nacido ciencias diferentes con métodos propios. La historia nació con el fin de conocer las vicisi tudes por las que los hombres —o una parte de ellos, llámese pueblo, nación, polis, imperio, etc.— habían pasado. Por tanto, al tener como objeto de investigación o estudio un aspecto de la realidad humana, no puede extrañar ni que tenga un pro cedimiento para averiguarla, es decir, un método, ni que ese método sea distinto del que utilizan dis ciplinas cuyo objeto es investigar o estudiar otro aspecto, distinto, de esa misma realidad humana. Teniendo en cuenta, además, «que del método de una ciencia no se puede sacar más que esta cien cia, y aquellos elementos de otras que se reducen
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a ésta»19, la adopción por parte de una disciplina del método propio de otra puede producir, entre di versos resultados (algunos de los cuales pueden ser buenos y útiles), una confusión que no beneficiará probablemente ni a una ni a otra. Este peligro ama ga de modo particular cuando el trasplante de mé todos implica una manipulación en la materia objeto de la investigación, hecha con el fin de adaptarla al método tomado de otra disciplina que se le quie re aplicar. Debe quedar claro que este peligro no es pura mente hipotético, sólo una posibilidad que se puede dar, y que conviene conocer para prevenirse con tiempo; por el contrario, en mi opinión, se da de hecho en algunos casos, y entonces la historia sufre un cambio en virtud del cual se convierte en algo distinto que no tiene gran cosa que ver con lo que hasta ahora se viene entendiendo como historia. Al decir que de hecho se da en algunos casos —o en algunos historiadores— queda dicho que no es un fenómeno general, aunque no sea fácil determinar cuál sea su ámbito y extensión. Entre los métodos cuya aplicación a la historia más ha influido en la alteración de su materia o de su objeto hay que examinar, al menos, el dia léctico, el cuantitativo y el tipológico o de modelos. La cuestión, quizá previa, que habría que dilucidar acerca de si estos tres métodos, o algunos de ellos, eran propiamente métodos de investigación o más bien métodos explicativos no- se considerará ahora, aunque a lo largo de estas reflexiones es muy pro bable que surja una y otra vez.
19 E. Gilson, El realismo metódico (Madrid, 1974) página 140.
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1, Esencialmente no es distinto el método dia léctico hegeliano que el adoptado —o preconizado— por la doctrina marxista, que en este punto (como en casi todos) depende en no pequeña medida de Hegel. Una excesiva simplificación en la exposición del método dialéctico puede conducir a una idea tan superficial que, prácticamente, lo haga casi inin teligible, como sucede alguna vez incluso entre auto res que gozan de cierto prestigio20. Por lo general, desde un punto de vista filosófico (y también metodológico), se considera el materia lismo histórico como una aplicación del materia lismo dialéctico a los fenómenos de la vida social:
20 Georges Lefebvre, en El nacimiento de la historio grafía moderna (Barcelona, 1974) 323-324, al ocuparse de este punto, no deja de causar una cierta perplejidad por el modo, tan simplista que casi resulta grotesco, de explicar la aplicación del método dialéctico a la histo ria. Primero, el movimiento dialéctico: «Marx —dice— lo ha ilustrado con algunos ejemplos; el más conocido es el que se refiere a. la relación entre el amo! y su criado: el amo alimenta al criado, pero al llegar a convertirse este último en algo indispensable, termi naba por depender igualmente de él, de forma que uno y otro se encuentran a la vez unidos y de intereses con trarios, tesis y antítesis. La síntesis sería un hombre que se serviría a sí mismo.» He aquí ahora el traslado del movimiento dialéctico a la historia social: «Por ejemplo —sigue Lefebvre—: existía una nobleza; esta nobleza suscitó la oposición de los que no poseían los mismos privilegios, propiedades o derechos, es decir, el estado llano. La Revolución francesa constituye la síntesis que ha fundido la nobleza y el estado llano en la nación.» Luego, en el estado llano, hay otra diso ciación: la burguesía (tesis) engendra el proletariado (antítesis); la síntesis es el comunismo, «que resolverá la contradicción entre burguesía y proletariado». Miste riosamente, el proceso dialéctico se detiene aquí, sin que nadie haya explicado la razón (satisfactoriamente, se entiende).
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«la extensión a la investigación de la vida social de los principios fundamentales del materialismo dialéctico», lo definió Stalin. Esto no obstante, cuan do Marx y Engels pusieron las bases del materia lismo histórico, el materialismo dialéctico no estaba elaborado (menos aún formulado), y apenas si había algún elemento o afirmación que pudieran ser co nectados luego como antecedentes. En efecto, si fue en 1846 cuando Marx y Engels expusieron los principios del materialismo históri co, hubieron de transcurrir muchos años hasta que Engels solo, en la década de los setenta, comenzó a elaborar su Dialéctica de la Naturaleza, que no llegó a terminar. Engels intentó demostrar que en la naturaleza obraban las mismas leyes que, según el materialismo histórico, regían el desenvolvimien to de la historia, y con ello dio un giro importante al pensamiento marxista, haciéndolo más especula tivo y metafísico. No acaba de estar claro si con este paso Engels se separó o no doctrinalmente de Marx21.
21 No hay unanimidad en el modo de considerar el alcance de la aportación de Engels. Calvez (o. c., 453454) cita la afirmación de Henri Lefebvre: «hay que esperar hasta 1858 para descubrir la primera mención no peyorativa de la dialéctica hegeliana» en Marx, pero precisa Calvez que se trata de la dialéctica de la Lógica, no de la de la Fenomenología; sostiene la no oposición entre el Marx joven y el Marx de la madurez, aunque reconoce que «Marx no aceptará la idea de una dialéc tica de la Naturaleza sino al final de su vida, y ni si quiera la elaborará él mismo». Por lo que se refiere a la importancia dada al materialismo dialéctico en re lación con el carácter científico del marxismo, se ex plica sobre todo porque «da a entender que es a partir del conocimiento científico de los fenómenos, de las cosas concretas, etc., de donde se deduce luego una ciencia del conjunto histórico»; hay que observar, sin
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En Hegel, la dialéctica es «el conjunto de leyes que rigen la evolución del ser»; en el actual pen samiento marxista soviético se define como «cien cia de las leyes generales de la evolución de la na turaleza, de la sociedad humana y del pensamien to»22. Desde el punto de vista metodológico, la dia léctica se puede resumir, con Bochenski, en los si guientes puntos: 1. Dado que la naturaleza es un todo y que ningún fenómeno es comprensible ais ladamente, cualquiera de ellos debe ser considerado teniendo en cuenta lo que le rodea. 2. Puesto que todo es devenir, o producto del devenir, el método dialéctico exige no sólo tener en cuenta las rela ciones y mutuo condicionamiento de los fenóme nos, sino también —y sobre todo— su movimiento, su cambio, su evolución: debe utilizarse un método genético. 3. Como en la evolución lo nuevo susti tuye a lo viejo, lo importante es lo que en cada momento nace y se desarrolla; en consecuencia, lo
embargo, con F. Ocáriz, que «la génesis del pensamien to de Marx parece indicar lo contrario: el materialismo histórico no es una aplicación (a la historia) del ma terialismo dialéctico, sino que éste es la interpretación de las cosas necesaria para que esos fenómenos o pro cesos particulares (trabajo, formación de los conceptos en la mente, etc.) se presenten como "momentos” del proceso global establecido antes en el materialismo his tórico». Cfr. Femando Ocáriz, El marxismo. Teoría y práctica de una revolución (Madrid, 1975) 108. Bochens ki sostiene la no identidad doctrinal (desde el punto de vista filosófico) entre Marx y Engels basándose en la orientación especulativa metafísica y en la acentua ción de la dialéctica que dio este último. Cfr. la argu mentación de Bochenski en El materialismo dialéctico (Madrid, 1976) 42-43. 22 Así la definen Judin y Rozental, citados por Bocijenski. El materialismo dialéctico, 172. Prácticamente se suele entender por dialéctica el juego de la contra dicción dentro de la esencia de las cosas.
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que debe tomarse en consideración es, sobre todo, el futuro de las cosas. Sorprende un tanto que al resumir los caracteres más importantes del método dialéctico, Bochenski omita señalar entre ellos al que parece, sin duda, más importante y característico: la ley de la uni dad y lucha de contrarios, las contradicciones in ternas, que impulsan constantemente la evolución y el cambio. Hay una razón: de esta ley «no se pue de obtener una regla metódica suficientemente cla ra y utilizable; pues según la dialéctica misma, la oposición entre estos factores contradictorios es, en cada plano, distinta, cuando no lo es ya en cada caso aislado. Engels advirtió ya que destruir una semilla no es negarla dialécticamente: para ello hay que sembrarla en la tierra. En estas condicio nes, ninguna filosofía es capaz de dar una regla metódica general»23. Es difícil, a pesar de toda la literatura sobre el tema, encontrar argumentos que persuadan del ca rácter científico del materialismo dialéctico24. Su 23 Bochenski, El materialismo dialéctico, 175-176. Con referencia a la «negación de la negación», una de las leyes de la dialéctica, parece que J. Stalin introdujo una modificación esencial al suprimirla prácticamente y sustituirla por «lo que nace». H. Lefébvre dio en 1951 una gran importancia a esta aportación de Stalin, has ta el punto de que «la exposición de Stalin justifica la noción de una etapa staliniana en el desarrollo del materialismo dialéctico». Cit. por H. Chambre, De Car los Marx a Mao Tse-tung (Madrid, 1965) 199. Véase el capítulo entero, de gran interés, pp. 199-221. 24 Engels murió dejando a medio escribir la Dialéctica de la Naturaleza; su manuscrito fue publicado por Bemstein en 1924, después de haberlo dado a leer a Albert Einstein, quien se lo devolvió diciendo que ca recía de todo interés científico, pero que le había hecho reír (Ocáriz, o. c.. 140). Engels había ordenado en cua-
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valor como método no ha demostrado todavía su eficacia, quizá porque no se ha llegado a utilizar verdaderamente en las ciencias de la naturaleza (excepto en genética, en cuya aplicación se hizo mundialmente famoso Lyssenko, aunque no preci samente por su rigor científico); en filosofía tam poco ha llegado muy lejos25.
tro apartados el material que tenía escrito (1. Dialéc tica y Ciencias naturales; 2. La investigación científica v la dialéctica; 3. Dialéctica y naturaleza; 4. Matemá ticas y Ciencias naturales), pero ni siquiera llegó a ex poner de modo completo las tres leyes de la dialéctica (unidad y lucha de contrarios, paso de los cambios cuantitativos a cualitativos, negación de la negación), que hubieron de esperar a Lenin: es muy significativo que en Los fundamentos filosóficos del marxismo-leni nismo, de Konstantinov, se citen 147 textos de Lenin por 68 de Marx y 95 de Engels. Por lo demás, Engels describió cosas tan pintorescas como la transición del simio al hombre, ocurrida «hace centenares de miles de años, en una fase todavía no bien precisable..., en una parte de la zona tórrida —verosímilmente en un continente hoy hundido en el océano Indico—...», con tando cómo el mono perdió la costumbre de ayudarse de las manos al andar por terreno llano, cómo las ma nos del simio llegaron a ser autónomas, cómo comen zaron a colaborar unos con otros y a tener, en conse cuencia, algo que decirse, y cómo la necesidad de co municarse provocó el desarrollo de las cuerdas vocales v llegaron a emitir una sílaba tras otra... Prácticamen te, los mismos marxistas admiten hoy los errores e ingenuidades de aficionado que cometió Engels en los razonamientos y conclusiones pretendidamente cientí ficos. Sobre las leyes de la dialéctica y su valor, véase el extenso estudio de B. Ortoneda, Principios funda mentales del marxismo-leninismo (México-Madrid, 1974). 25 Afirma Bochenski no haber encontrado ni una sola aplicación del método dialéctico a las ciencias natura les. De hecho, la física, química, etc., funcionan con sus métodos propios no dialécticos. En 1950 Stalin sus trajo también a la lingüística del materialismo histó rico: el lenguaje no es una superestructura que depen-
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Con relación a la aplicación del materialismo dia léctico a la vida social, es decir, en cuanto al ma terialismo histórico, ¿cuáles son, exactamente, sus características en cuanto método? Si el método dia léctico aplicado a la investigación histórica consiste en buscar «la causa final y la fuerza propulsora de cisiva de todos los acontecimientos históricos im portantes en el desarrollo económico de la socie dad, en las transformaciones del sistema de produc ción y de cambio, en la consiguiente división de la sociedad en distintas clases y en la lucha de estas clases entre sí» (Engels); si consiste en que «se debe buscar la fuente de la vida espiritual en las condiciones de la vida material de la sociedad, en el ser social del que son imagen estas ideas, estas teorías, estas intuiciones» (Stalin, Materialismo dia da de condiciones materiales de producción. Cfr. BoEl materialismo dialéctico, 178, 179 y 186. La conclusión a que, después de un detenido examen, llega el mismo Bochenski acerca del valor científico del ma terialismo dialéctico es la siguiente por lo que se re fiere a la filosofía: «El resultado de la aplicación de las exigencias elementales de la técnica y del método filosófico al materialismo dialéctico muestra que aún no ha sobrepasado el plano del sentido común: su téc nica, su problemática y su exposición son de un mons truoso primitivismo... Ningún auténtico problema filo sófico es planteado clara y correctamente, menos aún resuelto. No es una filosofía, sino una especie de cate cismo ateísta para los miembros creyentes del Partido. Esto podría demostrarse en cada una de las cuestiones que se plantean los materialistas dialécticos» (p. 204). Los «descubrimientos» que hizo Engels aplicando el método dialéctico a la naturaleza («la totalidad de la geología es una serie de negaciones negadas», la mari posa nace de la negación del huevo, etc.) muestran que se trata tan sólo de un juego de palabras. Véase L. vox Mises, o. c., el cap. VII («El materialismo dialéctico»), 93-141. chenski,
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léctico y materialismo histórico), entonces, más que un método de investigación que se utiliza para ave riguar lo que todavía no es conocido, es un mé todo (o quizá sólo un programa) destinado a con firmar el dogma, la tesis, la ley, el postulado o como quiera que se le llame que se nos da ya formu lado como un primer principio: antes de comen zar la investigación ya se nos dice lo que hemos de encontrar. Sería necesario un estudio acerca del materialis mo histórico y de sus resultados como método de investigación histórica, análogo al que hizo Bochenski sobre el materialismo dialéctico y su reflejo en la filosofía soviética marxista, para poder apre ciar su valor y alcance como método. El examen de una investigación como la de Noel Salomón, por ejemplo, sobre la vida rural castellana, aun cuando esté hecho con un método «inspirado en el mate rialismo histórico», no es suficiente ni siquiera como muestra o modelo, ni tampoco el examen de un solo autor. En primer lugar el método utilizado en este caso no es propiamente el materialismo his tórico, sino que tan sólo está inspirado en él; en se gundo lugar, un solo estudio no basta para esta blecer un criterio, y menos todavía la valoración de un método; por último, algunas particularidades pueden inducir a confusión en el momento de ana lizar la aplicación del método26. 26 Después de decir explícitamente que adopta en su estudio un método «inspirado en el materialismo his tórico», y como si saliera al paso a alguna objeción que se le pudiera formular, escribe: «¿No sucede tam bién que algunos —entre los mejores— entrevén (sobre la base de experiencias anteriores) la idea de lo que buscan y, por tanto, de lo que van a encontrar?» Tam poco es muy convincente la identificación, o el uso in distinto o equivalente, de términos tales como -feudal
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Se ha objetado también al materialismo histórico (en cuanto método) la introducción de unas cate gorías mucho más sociológicas que históricas, muy confusa y vagamente definidas (y no unánimemente), y todavía —más de cien años después— en trance de elaboración, y, desde luego, difícilmente comproba bles en las fuentes históricas, como son las clases sociales27. Una tal simplificación de la realidad como la que opera el materialismo histórico —se ha di cho— equivale a un falseamiento, porque por de finición sólo admite que la realidad histórica sea de determinado modo. Metodológicamente, los cin co momentos o etapas en que Marx periodifica la historia no tienen más valor que la ley de los tres estadios que formuló Comte, ni, probablemente, ma yor consistencia. Algunos libros de historia publicados en la Unión Soviética, amparados oficialmente por la autoridad de la Academia de Ciencias, no abonan mucho en favor de los resultados que la adopción del método y señorial. Noel Salomón se disculpa por su «lenguaje histórico», legitimándolo por ser tan sólo una cuestión de palabras: «cambiando las palabras no se cambian las cosas», dice. Lo cual, evidentemente, es cierto. Lo que se cambia son sólo los conceptos, que ya no corres ponden a las cosas que expresan. Cfr. Noel Salomón, La vida rural castellana en la época de Felipe II (Bar celona, 1973) 18-19. 27 Así, por ejemplo, G. Gurvitch, o. c., 15, escribe: «La teoría marxista de la clase social es rica en posi bilidades, y al mismo tiempo bastante contradictoria bajo ciertos aspectos, e insuficientemente elaborada; por ello ha dado lugar a múltiples e incompatibles in terpretaciones. Con un intervalo de cien años, la socio logía de hoy no puede contentarse con aceptar y aplicar la teoría de las clases sociales de Marx, y ello por una sola razón: el sentido de esta teoría no es en ningún modo tan claro como algunos marxistas querrían hacer creer.»
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dialéctico impone, a juzgar por las muestras. Cuan do, por ejemplo, en un manual sobre historia de las ideas políticas, para el conocimiento de «Las teo rías políticas y jurídicas de la Europa occidental durante el período del surgimiento y desarrollo del feudalismo» (en el que, entre otras materias, se tra ta de las herejías, teorías teocráticas y Santo To más de Aquino), se cita como bibliografía aconse jable La ideología alemana, de Marx y Engels; La guerra campesina de Alemania, de Engels; el Prefa cio a la primera edición del Manifiesto comunista y una Crestomatía de historia en la Edad Media, resulta muy difícil tomar el método dialéctico con la suficiente seriedad como para pensar que real mente puede conducir al conocimiento de algo que tenga que ver con la verdad histórica28. Tal como resulta con toda claridad de la exposi ción de Stalin (y en ella sigue fielmente a Lenin), «el método dialéctico es —señala Bochenski—, más < que un método, una mezcla de tesis ontológicas y cosmológicas». Son, sobre todo, tesis que se refie ren a la naturaleza del mundo, de modo que con
28 Cfr. Academia de Ciencias de la URSS, Historia de las ideas políticas (Buenos Aires, 1959) 109. La ed. original es de 1955. Kula (o. c., 399) hace una observa ción muy significativa: «S. Ossowski ha demostrado de modo convincente que el esquema dicotómico de la estructura de clases es el que más se presta, por ejem plo, como arma ideológica en la lucha contra la estruc tura existente, mientras que los esquemas de gradación o funcionales son útiles para su defensa.» Aquí, eviden temente, no es posible hablar de ciencia. No se trata de un método, sino de un arma de combate. Y aunque el mismo Kula aludió á «científicos alejados del socialis mo, pero atraídos por el encanto de los métodos marxistas en cualquier disciplina», no parece que el «en- | canto» sea una propiedad que ningún científico haya buscado jamás en un método. Al menos no consta.
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el método dialéctico no se pide simplemente que se observe la realidad de un modo determinado (dia lécticamente), sino que se decide n priori que «la Naturaleza es así, es un todo, avanza en un proceso evolutivo” y tiene éstos y aquellos rasgos caracte rísticos»29. Si, pues, se declara que” la realidad no son los seres, sino los procesos, que todo está cons tantemente evolucionando dialécticamente en vir tud de las contradicciones internas que constituyen la esencia de las cosas, se está disponiendo una materia apta para que pueda aplicársele un método i dialéctico: un método adecuado porque ya se ha decidido previamente (por las tesis ontológicas) que
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29 Bochenski, El materialismo dialéctico, 113. Afir maciones tales como que los cambios no son casuales, sino que tienen lugar con arreglo a leyes, y que son «el resultado de la adición de cambios cuantitativos im perceptibles y paulatinos», son tesis ontológicas que no tienen que ver con el método. En general, los marxistas rechazan toda metafísica, pero no sólo no pueden de jar de moverse en ella (por ejemplo, cuando afirman que la materia es lo único existente, que se autoproduce, que el mundo, la naturaleza y el hombre no deben su ser a otro, que existen por sí mismos, que la evolu ción es autocreadora, que la materia y el movimiento son causa final de sí mismos, que la materia es eterna, que es infinita, etc.), sino que de principios metafísicos deducen con notoria inconsecuencia tesis que pertenecen a otros planos, a la física o la biología (por ejempío, cuando del concepto marxista-leninista de la materia se hace fundamento teórico de las ciencias de la naturaleza: física, botánica, biología, etc., o cuando de la definición «profunda, exhaustiva y científica de la materia» que da Lenin se dice que ni puede envejecer, ni la «puede socavar ningún nuevo descubrimiento de las ciencias naturales, ninguna modificación de los con ceptos científico-naturales sobre la estructura y las propiedades de la materia»). Cfr. Ortoneda, o. c., 143. Ver especialmente las pp. 125-189.
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la realidad está constituida y regida por leyes dia lécticas. Todavía una última observación: contra sus pro pias declaraciones de cientifismo, es muy poco fre- j cuente que los clásicos del marxismo (Marx, Engels, Lenin y —hasta 1956, al menos— Stalin) se tomen la molestia de respaldar con pruebas sus afirma ciones. Por lo general suelen dejar esta tarea a la ciencia. Por lo que respecta al objeto de que aquí se trata, al referirse Lenin a lo que constituye la esencia de la dialéctica, añadió: «la justeza de este aspecto del contenido de la dialéctica debe ser ve rificada por la historia de la ciencia». Y todavía más claramente escribió Rozental: «Si bien es cier to que los fenómenos los percibimos como una iden tidad absoluta, la tarea de la ciencia consiste en superar este error de la conciencia y poner al des cubierto sus contradicciones internas»30. Si resulta, pues, que todavía tiene la ciencia que demostrar la estructura contradictoria de los fenómenos, no se ve cómo se puede tomar en consideración el mé todo dialéctico, a no ser por fe en la palabra de los clásicos. Pero esto no da garantía al método.
30 B. Ortoneda, o. c., 355. Collingwood (o. c., 129), resumiendo su crítica a la teoría histórica de Hegeí (con su filosofía de la historia) y de Marx (con el ma terialismo histórico), concluye: «Estos fueron expedien tes mediante los cuales un tipo de historia que no había pasado de la etapa de "tijeras-y-engrudo” intentó disimular los defectos inherentes a esa etapa con la adopción de métodos no históricos. Pertenecen a la em briología del pensamiento histórico. Las condiciones que los justificaban, y que ciertamente los necesitaban, dejaron ya de existir.»
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2. Es posible que el abuso, o el mal uso, o la excesiva, o quizá gratuita importancia, que se ha dado a veces al método cuantitativo, haya sido cau sa de que, en lugar de contribuir a un mejor cono cimiento de la realidad histórica, esta realidad se viera, en ocasiones, empobrecida y hasta desvirtua da. No siempre, por supuesto, ni por parte de to dos los que lo utilizan. Y es probable que haya sido el entusiasmo, un poco infantil, ante lo que parecía un método verda deramente científico el que ha atribuido al método cuantitativo una completa renovación de la historia. Más aún, el entusiasmo ha ido al extremo de consi derar superada la historia «descriptiva» en benefi cio de la «historia cuantitativa». Se ha llegado, in cluso, a hablar (de modo demasiado rotundo, a mi juicio) de la «indiscutible necesidad de la historia cuantitativa», lo que es una exageración y también, quizá, una ligereza. Hay muy pocas cosas indiscuti bles —es decir, fuera de toda discusión, como dog mas o axiomas— en las disciplinas humanas, tanto si versan sobre la naturaleza como si se ocupan del hombre y la sociedad. Y en cualquier ciencia es su ficiente la constatación de un nuevo hecho o fenó meno para que comience la revisión de lo que pa recía inamovible (y por tanto, indiscutible). En cuan to a la necesidad... Acaso dependa del alcance que se dé a la palabra «necesidad». Si se quiere indicar que la historia cuantitativa es necesaria porque cualquier otra historia no es lo suficientemente profunda, u objetiva, o verdadera, o completa, o científica, entonces lo prudente quizá sea negar tal necesidad, porque ningún historiador, ni escuela, ni tendencia puede atribuirse una especie de mono polio definidor en virtud del cual decida lo bueno y lo malo, lo que se debe imponer y lo que debe
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ser desechado, lo que es necesario y lo que es su perfino; ciertamente, no ha habido que esperar al método cuantitativo para que existiera la historia. Pero si por necesidad se entiende que determina dos aspectos de la realidad histórica no pueden ser bien aclarados o del todo conocidos si no se apli can métodos cuantitativos, entonces hasta el más reacio debe admitir que, verdaderamente, es nece sario, a no ser que se renuncie a los conocimientos que por el método cuantitativo podemos adquirir. Aunque Marczewski dice que la historia cuanti tativa «puede ser definida como un método de his toria económica»31, para evitar malentendidos y con fusiones, la expresión «historia cuantitativa» se em pleará aquí no como un método (el cuantitativo), sino como el resultado de la aplicación de este mé todo a la historia. Conviene, sin embargo, tener pre sente que como el objeto de la historia no es la cantidad, el método cuantitativo no es propiamente un método histórico en el sentido de que haya na cido como procedimiento para conocer la realidad histórica. Al estar tomado de otra ciencia, su apli cación a la historia sólo puede servir para el cono cimiento de aquellos aspectos o elementos que haya en la historia aptos de por sí para que se les pueda conocer estadísticamente. El peligro está en exten derlo a otros campos. Porque entonces el único procedimiento posible para poderlo aplicar es re ducir a cantidad todos los otros datos, lo cual es ya una manipulación de la materia objeto de la in vestigación. Pues una historia cuantitativa, es decir, «la historia expresada en series estadísticas esta blecidas sobre bases constantes (y retranscritas o
31 Jean Marczewski, Introduction a l’histoire quantitative (Ginebra, 1965) 15. suarez, 5
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no en cualitativo)», la cual permita «establecer, por medio de la comparación de series, las relaciones sociales estables y duraderas (¡y perecederas!) que unen entre sí ciertos fenómenos económicos y so ciales» 32, sólo es posible cuando los datos son homo géneos. Los peligros en los que el historiador puede caer, con referencia al uso del método cuantitativo, sue len provenir de su extensión a zonas para las que no es apto, de la interpretación ilegítima de sus re sultados o de la persuasión de que mediante su uso se llega a una objetividad, precisión y exactitud im posibles de lograr sin él. En todos estos casos se da una sobrevaloración del método, como si «cual quier proposición referente a un hecho alcanzara la categoría de ciencia, independientemente de su validez, siempre que se haya obtenido usando con corrección el método»33. Un ejemplo de la aplicación del método cuantita
32 Emest Labrousse, Colloque de Saint-Cloud, 287. Es, sin embargo, un procedimiento muy delicado: «la observación de una correlación sugiere frecuentemente, o nos conduce a descubrir, una relación causal. En lo que hemos insistido es en que las correlaciones fre cuentemente son puras coincidencias que no indican ninguna significación... En varias ocasiones me he re ferido a una alta correlación de un 87 por 100 durante trece años entre la tasa de mortalidad en el Estado de Hyderabad y el número de miembros del Sindicato In ternacional (americano) de Maquinistas. Si no hay mu chos ejemplos de este jaez es porque por lo general no los buscamos». Cfr. Morris E. Cohén, La causación y su aplicación en la historia (en Teggart, Cohén y Mandelbaum, «La causalidad en la Historia», Madrid, 1959) 41 y 42. 33 Eric Voegelin, Nueva ciencia de la política (Ma drid, 1968) 19.
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tivo a un campo ajeno lo trae Tuñón al referirse a la prensa. Escribe:
El tratamiento de la prensa como fuente plan tea la cuestión de ciertos análisis cuantitativos. ¿Qué es lo que se puede cuantificar en un perió dico, en una colección de periódicos, en varias colecciones? En primer lugar, las palabras, lo cual nos plantea un trabajo de lexicología. En segundo lugar, la temática. Pero, ¿cuál será la unidad de medida? Los editoriales, o el número de columnas, o el número de centímetros cua drados. Pueden contarse otros elementos: las pri meras páginas (de AB C, por ejemplo), o los gran des titulares. Sin embargo, esta cuantificación no deja de ser formal; buscando otra, de contenido, podemos ensayar varios procedimientos. Por ejem plo, ante cada tema se puede trazar una gama de actitudes: aprobación entusiasta, aprobación mitigada, crítica mitigada, desaprobación total. A veces, se trata de hacer una estimación más completa de la temática de un periódico. Para eso, el sistema anterior hay que multiplicarlo por una serie de secciones del mismo: editorial, informaciones generales, colaboraciones firmadas importantes, etc. Se pueden combinar dos cuantificaciones: la del número de líneas y la de coefi cientes de temas tratados34. Desde el punto de vista de un historiador, un método no es fin en sí mismo, ni tampoco lo es propiamente una fuente histórica (un periódico, en este caso). El método se aplica a la fuente con el
34 M. Tuñón de Lara, Metodología de la historia so cial de España (Madrid, 1973) 23-25.
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fin de obtener unos datos seguros para la elabora ción histórica. En la aplicación del método cuanti tativo en el caso expuesto, ¿qué es lo que se busca obtener mediante el análisis cuantitativo? Desde luego, y es lo primero que se considera, se pueden cuantificar las palabras, «lo cual nos plantea un trabajo de lexicología». Lexicología —dice Casares en su Diccionario— es el «estudio de la significa ción y etimología de las palabras para su inclusión en un léxico o diccionario»; se pueden contar los sustantivos, los adverbios, los adjetivos calificati vos, los verbos; se pueden distribuir en columnas, ver cuántas veces se utilizan en total, cuántas en el mismo sentido, cuántas con significados distintos, y cuántos significados se encuentran; cuántos barbarismos, cuántos sinónimos, cuántos arcaísmos. Y sólo con el trabajo de lexicología podemos gastar una cantidad indefinida de tiempo sin llegar a ob tener un solo dato histórico, aunque se pueda hacer un pequeño vocabulario. Y luego la temática, en la que, por ejemplo, po demos utilizar como unidad de medida el número de columnas, o de centímetros cuadrados. Pero, ¿para qué? Examinamos un periódico y, tomando como unidad las columnas, cuantificamos los te mas: información nacional, información extranjera, deportes, teatro, cine, colaboraciones, anuncios, pa satiempos, etc. Al final sabemos cuántas columnas y fracción de columna se dedica a cada tema, o cuántos centímetros cuadrados abarca cada uno de ellos. ¿Qué se ha logrado con ello, aparte el entre tenimiento de contar columnas y medir centíme tros? ¿Qué dato se ha obtenido en orden a la ela boración histórica, aun en el supuesto de que haya mos examinado la colección entera de un periódico por este procedimiento?
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Si, dejando de lado esta cuantificación meramen te formal, ponemos el acento en el análisis cuanti tativo de contenido, la perspectiva no es mucho más alentadora. Tomando la actitud que un periódico adopta ante un tema o acontecimiento, y teniendo en cuenta toda la gama de matices, desde la admi ración más entusiasta hasta la más despectiva in diferencia, pasando por la neutralidad absoluta y la más furiosa crítica, ¿qué es lo que al cabo obte nemos? En orden al conocimiento histórico o a la obtención de datos, tan sólo habremos averiguado que tal periódico adoptó una determinada actitud acerca de tal o cual tema, aunque para llegar a esta conclusión bastaba simplemente con leerlo. Porque el número de veces que apruebe, critique o condene muy rara vez revestirá importancia suficiente como para justificar el tiempo que se dedique a la cuan tificación. Teniendo en cuenta la cantidad de información que tiene un periódico, en el que se tratan mate rias muy distintas, si se toman todos los de una ciudad o un país durante un tiempo determinado, y el análisis cuantitativo formal se combina con el de contenido, nos encontraremos con que la can tidad de combinaciones que pueden hacerse es tal que pueden ocupar a un numeroso equipo, con no table dispendio de tiempo y de dinero, durante años enteros. Quizá se pudiera decir algo parecido a lo que E. Voegelin escribió de ciertos métodos socio lógicos: «Y como el conjunto de los hechos es infi nito, se hace posible una expansión prodigiosa de la ciencia en sentido sociológico, que ocupa a los técnicos científicos y conduce a esa fantástica acu mulación de conocimientos intrascendentes a través de gigantescos programas de investigación, cuya ca
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racterística más destacada es la cuantía de los gas tos que traen consigo.» Naturalmente, que éste sea un peligro no quiere decir que necesariamente se haya de caer en él. Seguramente con el método cuantitativo (cuando se aplica bien, de modo apropiado y en los casos para los que es idóneo) se pueden obtener resultados muy valiosos, muy significativos en la escueta des nudez de las cifras35, pero hay que usarlo con pre caución, sólo allí donde realmente sea útil, y sin pretender convertirlo en un método universal para la investigación histórica, aplicable por tanto a toda clase de fuentes o a toda la materia que constituye objeto de la historia. Puede también despertar prevención el intento, ilegítimo y anticientífico, de inferir de unas cifras —o de una serie de cifras— unas conclusiones que van mucho más allá de lo que esas cifras dicen. Nadie —que yo sepa— ha puesto en duda el valor y el mérito de la obra de Emest Labrousse, pero cuantos han querido hacer de la Revolución de 1789 una consecuencia de las condiciones económicas (que, por tanto, serían su causa) han ido mucho más allá de lo que las cifras indicaban. La realidad suele ser más compleja, y en el conjunto de facto res que influyen en hechos como la Revolución francesa es difícil señalar uno como causa, tan di35 Por no salir de los autores citados, puede servir de ejemplo el resumen estadístico de las citas a pie de página que entre 1950 y 1958 se hizo de los «clási cos» del marxismo en tres obras filosóficas soviéticas. El hecho de que Stalin fuera citado 290 veces en 1950 (más que Marx, Engels y Lenin) y sólo dos en 1958 (Marx, más de 84 veces; Lenin, más de 437) es un dato que quizá hubiera pasado muy inadvertido de no utili zar este método. Cfr. Bochenski, El materialismo dia léctico, 264.
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I ícil como especificar la intensidad con que influyó cada uno de ellos. Los que apoyándose en Labrousse pretenden «demostrar» algo más que las circuns tancias económicas que precedieron mediata e in mediatamente, o acompañaron, a la revolución, ol vidan el consejo que daba precisamente F. Simiand: «tanto a la mejor estadística como a la peor, no hay que preguntarle, ni hacerle decir, sino lo que dice, y de la manera y bajo las condiciones en que lo dice»36. Pretender conocer la realidad histórica, tan rica, compleja y varia, sólo mediante el método cuantitativo (superando la historia descriptiva), re cuerda la observación de H. Poincaré sobre si un naturalista que solamente hubiera estudiado al ele fante con un microscopio creería conocer lo sufi ciente a este animal. La adopción del método cuantitativo se ha acha cado también al deseo de los historiadores de lo grar una mayor objetividad: «después de tantos si glos de especular estérilmente sobre los móviles de sus héroes, ha sentido la necesidad de matematizar los testimonios del pasado»37. La creencia de que una expresión matemática es más objetiva, más exac ta, que otra que no esté cifrada, es compartida ex presa o tácitamente por cierto número de cuantitat i vistas. Algunos llegan a extremos un tanto exce sivos en la sobrevaloración del método cuantitativo y en la infravaloración —casi descalificación— de los historiadores que no lo usan:
36 Cit. por André Akoun, Los métodos en sociología, en «Guía del estudiante de sociología» (Barcelona, 1975) 44. 37 M. Fernández álvarez. Evolución del pensamiento histórico en los tiempos modernos (Madrid, 1974) 102.
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Es poco probable que el historiador tradicional esté familiarizado con cifras, pues parece haber sido elegido más a causa de su incapacidad ma temática que a causa de su habilidad en ellas. Esto clasifica al historiador tradicional junto a la mayoría del resto de los eruditos humanistas, y explica el porqué de Ja inútil disputa sobre si la historia es cuantificable. Con respecto a la in vestigación científico-social, esto significa que el historiador, contrariamente a lo que ocurre con el «científico», no se considera perpetuamente obligado a comparaciones exactas. El historiador privilegia la explicación impresionista, los ejem plos típicos, la ilustración literaria. La ciencia social no será probablemente útil si no compara con toda la exactitud y con toda la precisión po sible. Esto implica cifras y matemáticas38.
Quizá se pudiera observar, con A. Einstein (por lo que respecta a la exactitud), que «los enunciados matemáticos, en tanto no se refieren a la realidad, son exactos; pero en tanto se refieren a ella, dejan de serlo»; y la historia —conviene recordarlo una vez más— no se ocupa de entes de razón, sino de hechos que han ocurrido realmente. Por otra parte, la exactitud matemática no es necesariamente una garantía de verdad histórica (por ejemplo, una me dia —observaba Hauser— es irreal, por muy pre 38 Peter Laslett, Algunas consideraciones sociológi cas sobre el trabajo del historiador, en El método his tórico (Pamplona, 1974) 30. Decía H. Poincaré que «el método de demostración no es el mismo para el físico que para el matemático», pero parece como si se qui siera que el método fuera matemático para el historia dor, lo que no deja de ser una arbitrariedad y hasta, quizá, un abuso.
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cisa que sea. Lo real está en los documentos que expresan la cantidad concreta de una transacción, o el precio de un producto en tal o cual ciudad; lo mismo cabe decir con relación a la expresión cifrada de otros aspectos, como el nivel de vida, por ejemplo, del que decía el mismo Hauser que «los observadores de la época pudieron equivocarse bastante menos que los estadísticos actuales»). En suma: la exactitud no es un privilegio de 'las matemáticas, ni tiene necesariamente que ver con cifras y números. Se puede ser muy exacto sin ellas. Tampoco hacen más objetivo el conocimiento his tórico, aunque lo hagan más abstracto y, en ocasio nes, incluso más irreal. En todo caso, algunas pre cauciones no estarían de más en el uso del método cuantitativo, especialmente en lo que se refiere a la significación que se dé a las cifras, a las precisiones ilusorias, a posibles confusiones acerca de su rigor en relación con la realidad histórica, y también a la materia a la que se aplica el método. Por supuesto, nada hay que achacar al método en sí: «que el uso de las estadísticas pueda ser un modo de men tir, esto es evidente; pero lo mismo acontece con todos los medios de expresión... No es al honrado instrumento al que hay que recriminar, sino a quien se sirve de él»39. Y a no ser que el historiador sepa las suficientes matemáticas para, al menos, usar correctamente la terminología (cosa que, desgraciadamente, no siem pre sucede), quizá sea preferible tomar los datos 39 Alfred Sauvy, Los mitos de nuestro tiempo (Barce lona, 1971) 351 ss. Los argumentos que Roderick Floud esgrime en favor del uso por los historiadores del mé todo cuantitativo dan la impresión de poca profundidad y son muy poco convincentes. Cfr. Métodos cuantitati vos para historiadores (Madrid, 1975) 15 y 16.
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que se necesiten de las otras ciencias en lugar de emplear sus métodos.
3. La construcción de modelos tampoco pertene ce propiamente al método histórico. Es, como los que se han visto antes, un método prestado, en el sentido de que, originariamente, la construcción de modelos teóricos es una fase del método utilizado por las ciencias de la naturaleza, luego aplicado en las ciencias sociales (economía y sociología), y a través de estas últimas, trasplantado a la historia. Si un modelo, en general, es una construcción de la mente para representar una realidad, elaborado con los factores o elementos más característicos recogidos del análisis de los hechos o fenómenos, y cuyo resultado es un modo sintético de presentar en estado puro el orden inducido de la observación de la realidad, entonces hay que admitir que no es nada fácil encontrar una definición clara de lo que es exactamente un modelo histórico, de su utilidad, de su objeto y de su finalidad, probablemente a causa del peculiar carácter de la materia de la que se ocupa la historia: hechos (de cualquier especie) concretos y singulares, localizados en el tiempo y en el espacio, lo cual no los hace demasiado aptos para el sistema de modelos o para la elaboración de tipos. Para Braudel, los modelos no son más que «hipóte sis, sistemas de explicación sólidamente vinculados según la forma de una ecuación o de una función: esto igual a aquello, o determina aquello. Una de terminada realidad sólo aparece acompañada de otra, y entre ambas se ponen de manifiecto relaciones es trechas y constantes. El modelo establecido con sumo cuidado permitirá, pues, encausar, además del me dio social observado —a partir del cual ha sido, en
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definitiva, creado— otros medios sociales de la mis ma naturaleza, a través del tiempo y del espacio»40. No está claro si Braudel limita el uso de los mode los sólo al medio social, pues no trató nunca (que yo sepa) de intentó-* esta novedad del método his tórico. Topolski considera el método de los modelos como el propugnado y utilizado por Marx para explicar (no para investigar, por tanto) la historia, y consiste en «elaborar leyes en función de tipos ideales que no tienen existencia en la realidad observable», lo que permite la consideración de lo concreto a par tir de la abstracción, eliminando los factores secun darios o «aberrantes». Así, la incidencia de la eco nomía y la sociología en la historia, juntamente con la conceptualización y la cuantificación, hacen po sible el modelo41. 40 F. Braudel, La historia y las ciencias sociales (Ma drid, 1970) 85; véase también José A. García de Cortá zar, Los nuevos métodos de investigación histórica, en «Boletín informativo de la Fundación Juan March», 41 (1975 ) 3-16. Braudel cita más adelante (o. c., 103 ss.) el caso de Sartre, que se alza contra «el mundo de mo delos» de Marx porque no soporta «la rigidez, el esque matismo y la insuficiencia» del modelo cuando se trata de lo concreto. 41 J. Topolski, Marx et la méthode des modeles, en «Mélanges en Ibonneur de Femand Braudel», II (Pa rís, 1973) 335 y 336. Hasta qué punto los modelos son abstracciones de muy dudosa aplicación científica en el campo de’las realidades en las que el hombre como tal es el sujeto agente o un factor esencial, lo muestra una observación de Schumpeter (o. c., 443-444) a pro pósito de Marx: «es el caso que habría podido presentar una amplia teoría económica sin violación de la lógica; le habría sido imposible, en cambio, no violentar los hechos». Esta es la mayor dificultad de los modelos: requiere generalmente una violencia de la realidad para acomodarla. Y ésta es, también, la razón de su proble
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En cualquier caso, en el uso de modelos en la historia debe procederse con mucha cautela, caso de que realmente sea posible y útil. Por de pronto, un modelo es una construcción abstracta que nunca corresponde a una realidad concreta, aunque en principio haya nacido de ella; si no es más que una hipótesis, o conjunto de hipótesis, cuya finalidad es explicar la realidad histórica, entonces lo primero que es necesario aclarar con la mayor precisión posible es qué debemos entender por explicación; también, cuál es el contenido que damos al concepto «hipótesis», y, desde luego, no confundir «investiga ción» con «explicación». En todo caso, ¿se trata, al cabo, de establecer generalizaciones que permitan enunciados de alcance universal y que expresen la identidad, semejanza, o caracteres comunes perma nentes, de hechos históricos ocurridos en distintos lugares o épocas? En este caso parece que es inevi table la mutilación de la realidad para que pueda acoplarse al modelo, a no ser que se generalice tanto que se haga inútil no ya sólo el modelo, sino hasta la misma historia. En todo caso, sería muy conveniente perfilar con la mayor nitidez y precisión posibles los límites dentro de los cuales un modelo histórico puede tener validez científica, así como determinar en concreto si se trata de un método de investigación o de explicación, y cuál es su alcance. Pues si bien es legítimo construir modelos mediante la abstrac ción de lo real, no lo es tanto pretender que la realidad deba ajustarse al modelo, y es por com pleto anticientífico prescindir de datos reales por mática utilidad en historia, más aún que como método explicativo, como método de investigación (si es que verdaderamente lo es).
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que no responden al tipo ideal, y por supuesto ope rar con el modelo como si él mismo fuera lo real42. Por otra parte, no es fácil comprender cómo es posible ¿averiguar la realidad histórica mediante el sistema de modelos. Aunque consideremos la reali dad como «estructurada y científicamente pensable», aunque definamos que la realidad así considerada incluye «la convicción de la posibilidad de utilizar teorías, modelos o hipótesis de funcionamiento par ciales o globales, que permitan ir de lo históri camente conocido a lo desconocido, o, de modo más simple, establecer relaciones entre datos en apa riencia completamente ajenos», aun con todo eso, no parece que se pueda ir muy lejos, científica mente hablando, se entiende. Las hipótesis, mode los y teorías no permiten ir de lo conocido a lo desconocido, porque en historia se trata de saber lo sucedido en el pasado, y esto nadie puede dedu cirlo de principios generales o leyes históricas no demostradas; con hipótesis, modelos o teorías se pueden, desde luego, establecer relaciones entre da tos en apariencia ajenos unos de otros, pero el problema está en saber si tales relaciones son ver dad, si se dieron realmente entre los datos, y en cómo podemos saberlo. Ninguna hipótesis, modelo o teoría puede decirnos lo que no nos dicen las fuentes, y es un hecho cierto que la historia no se 42 E. Gilson, El realismo metódico, 130. Habría que examinar hasta qué punto el método de los modelos en historia no responde a una mentalidad filosóficamente idealista que hace real lo que es racional. La reducción de la realidad histórica al contenido del modelo (al cual hay que ordenar toda la materia, excepto los fac tores secundarios o «aberrantes», que deben ser elimi nados) nunca puede llevarse a cabo, porque la vida no es posible reducirla a esquemas: es mucho más rica y compleja que cualquier modelo.
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inventa, ni se deduce de leyes o principios genera les (suponiendo que existieran). De las cuestiones que constituyen ciertamente el -objeto de la historia, ni el qué, el cómo, cuándo o dónde se pueden investigar por el método de tipos o modelos; por el contrario, es necesario que todo ello sea conocido previamente para que el modelo se pueda construir. Desde el momento que son hi pótesis interpretativas, tipos irreales, o sistemas de explicación, tan sólo pueden responder al por qué, y aun eso nunca (o muy excepcionalmente) podrán hacerlo desde la misma historia. La razón es que al manipular los datos históricos para traducirlos a categorías analíticas fijadas a priori con criterios establecidos por el historiador (y sin esta operación el modelo no es posible), se está modificando la realidad con el fin de acomodarla al pensamiento43. Ahora bien: para que haya conocimiento de la reali dad histórica (y tal es el objeto de la historia, al que se encamina el método de investigación) es el pensamiento el que debe acomodarse a la realidad, porque solamente entonces podrá desenvolverse, toda vez que sin conocimientos el pensamiento es im posible. Por lo demás, más adelante habrá ocasión de vol 43 Theodore Caplow, en La investigación sociológica (Barcelona, 1974) 275, cita a Max Weber en un pasaje que guarda relación con las abstracciones de los modelos: «Como en toda ciencia que alcanza un cierto grado de generalización, el carácter abstracto de los conceptos sociológicos es el responsable de que, en comparación con la realidad histórica, estén relativamente vacíos de todo contenido concreto... Pero precisamente, y ésta es la verdad, casi nunca se encontrará un fenómeno real que corresponda exactamente a uno de esos tipos idea les, que son puras construcciones de la mente.»
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ver sobre el problema de los modelos como siste mas explicativos.
4. No es fácil discernir (todavía, al menos) si la incidencia de todas las corrientes económicas, so ciológicas, demográficas, geohistóricas, estadísticas, geográficas, dialécticas, interdisciplinares, analíticas, cuantitativas, estructurales, etc., con sus consiguien tes aportaciones al método histórico, ha dado como resultado un enriquecimiento de la historia o su reducción a un estado de caos. Las complejidades de los nuevos métodos que se preconizan para la nueva historia tienen su contrapunto en la simpli ficación con que Paul Veyne trata el método his tórico. En el estilo, un tanto desenfadado, que uti liza en algún momento, escribió que, «excepto las técnicas del manejo y control de documentos, ya no hay ningún otro método de la historia que no tenga la etnografía o el arte de viajar», lo que quizá sea también excesivo, aunque por el extremo con trario. En cualquier caso, tanto con referencia a los nue vos métodos como con relación a los antiguos, para que un método tenga validez debe reunir dos condi ciones, independientemente del objeto a que se vaya a aplicar: la adecuación y el rigor. Es;adecuado un método cuando es apto para llegar al conocimiento de la realidad que se investiga, cuando nos permite conocer aquello para cuya averiguación se utiliza. Es riguroso cuando se aplica correcta y cuidadosa mente. Pues rigor en la aplicación de un método equivale a observar las normas del recto pensar, es decir, las leyes de la lógica, que el investigador no puede violentar, ni de las que puede prescindir, ya que el conocimiento científico es siempre indirecto,
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a modo de conclusión, y una conclusión difícilmen te será verdadera si las premisas son falsas o si, siendo verdaderas, la conclusión no está legítima mente deducida. Por tanto, un método riguroso puede ser absolu tamente inútil si se aplica a un objeto distinto a aquel para el que nació; pero tampoco hay que esperar que dé resultado un método adecuado si se utiliza sin rigor, pues el descuido, la ligereza o el mal uso difícilmente conducirán a resultados que puedan calificarse de científicos, es decir, ver daderos y demostrables. Un método, pues, que no conduzca a este fin no sirve para la investigación histórica, porque si no nos lleva a conocimientos verdaderos, y que se pueda demostrar que lo son, su valor como método es nulo, por inadecuado; y si, siendo adecuado, se utiliza mal, entonces habrá que achacar el fracaso a la incompetencia o lige reza del historiador, pero, de hecho, habremos inuti lizado el método. Ahora bien, la cuestión que debe suscitarse con referencia al método histórico es ésta: ¿está justi ficada la sustitución del viejo método —o los vie jos métodos— por los que introducen los defenso res de la nueva historia? A lo largo de los siglos el método histórico se ha ido perfeccionando, de modo que cada vez (gracias al desarrollo de disci plinas especialmente útiles al respecto, como la pa leografía, etc., o al afinamiento crítico en el examen de las fuentes) ha sido posible un conocimiento no sólo más extenso, sino también más completo y depurado. Sin duda es de esperar que siga perfec cionándose, mejorando, haciéndose cada vez más apto, desarrollándose según se extienda la investi gación a nuevos campos de la realidad histórica, yendo a más y mejor. Toda aportación, en el sen-
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ti do de corrección o acumulación, al método histó rico es deseable y necesaria. Pero una sustitución sólo podría justificarse o porque el viejo método histórico condujera a resul tados que se ha demostrado ser falsos, o porque al cambiar el objeto de la historia debe cambiarse también el método, que siempre está en función del objeto que se quiere conocer. Y no habiendo de mostrado nadie (por la sencilla razón de que es im posible) que lo que se conoce de la historia de los hombres sea erróneo, ni que, por tanto, el método f uera inadecuado, sólo un cambio en el objeto de la historia puede justificar el abandono de un mé todo y su sustitución por otros. Lo cual nos lleva a examinar esta otra cuestión: ¿ha cambiado el objeto de la historia, de tal ma nera que pueda hablarse —con fundamento, se en tiende— de una nueva historia que, como es lógico, haría necesario un nuevo método?
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IV.
SOBRE EL OBJETO DE LA HISTORIA
El objeto que se persigue con la investigación histórica es el conocimiento de la realidad históri ca. Pero, ¿qué es la realidad histórica? Hasta hace no mucho tiempo esta expresión no constituía problema alguno, pues el consenso acer ca de su significado era general, y aunque con ma tices distintos, el sentido de lo que se entendía por res gestae no ofrecía divergencias sustanciales. Las cosas hechas por los hombres, la trayectoria recorrida desde que hay memoria de ellos, las vi cisitudes por las que fueron pasando a lo largo de los siglos, el modo como vivían y pensaban, su organización y las relaciones de unos con otros, todo ello constituía la materia sobre la que recaía la investigación. Una materia tan vasta y compleja, tan rica y variada, que no podía agotarse. Verdad es que tampoco se pretendía. De entre las distintas zonas, o aspectos, o elemen tos, integrantes de la realidad histórica (el pensa
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miento y las ideas, la política, las guerras y las paces, las instituciones, la cultura, la sociedad, la economía, la religiosidad, etc.), los historiadores tra taron unas con preferencia a otras (por las razo nes que fueran), pero abarcando cada vez más zo nas. No es necesario subrayar que la historia po lítica, las instituciones y la cultura han sido hasta ahora cultivadas con mayor atención que otros aspectos. Hoy nadie puede dejar de percibir un sensible cambió en el campo de la historia. O quizá, para ser más precisos, cupiera distinguir entre historia c historiadores, en cuyo caso el cambio afectaría más a los historiadores que a la historia, al menos por ahora. Desde hace treinta o cuarenta años, el «combate por la historia» parece haberse dirigido contra la historia política, la historia que se ocu paba de los hechos o acontecimientos, y en el com bate, la escuela de los «Annales», la de inspiración marxista y la de raíz sociológica positivista han coincidido, al menos en algunos puntos. De momen to, y en una ojeada superficial, parece como si toda la contienda hubiese terminado en hacer historia socioeconómica en lugar de historia política. Los viejos historiadores estilo Ranke se despreocuparon de la socioeconomía; los nuevos historiadores se despreocupan de la historia política: distintos ex clusivismos, en resumen. En realidad —observa Pierre Chaunu— la muta ción es mucho más profunda. En su intervención en las «Conversaciones internacionales sobre His toria», celebradas en la Universidad de Navarra en mayo de 1972, definía así el cambio producido:
El gran cambio en el conocimiento histórico está en la aceptación de una problemática, de
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una problemática prestada. La gran innovación es el acoplamiento que se opera entre las cien cias humanas del presente y los diversos aspec tos de la historia. En un primer momento, esta mutación nos lleva a un desmantelamiento de la historia. La historia se convierte en ciencia auxiliar de las ciencias humanas del presente, a las que prolonga hasta el pasado, más allá del período estadístico, siempre demasiado corto. La historia suministra a estas ciencias del presente observaciones para la construcción de series a tra vés de la protoestadística y de la preestadística, así como la observación de base no integrada, pero susceptible de ser integrada en series exis tentes Aceptación de una problemática que no es la suya propia, que no surge de su propio desarrollo,
** Fierre Chaunu, ¿Es necesario privilegiar una de terminada forma de historia?, en «El método histórico», 44 y 45. Quizá más que de ciencias humanas se trata de ciencias sociales, tal como lo ha puntualizado Alvaro d’Ors: «En el pensamiento de Comte, todas las cien cias humanas, eliminadas ya la Teología y la Metafí sica como nocientíficas, debían integrarse en el amplio programa de la Sociología. Con ello dejan de ser hu manas en sentido propio para convertirse en sociales. La diferencia es precisamente ésta: que las ciencias humanas estudian al hombre y su conducta, creadora y de todo tipo, como expresión de su libertad y, por tanto, de su conciencia personal; las ciencias sociales, en cambio, estudian el comportamiento masivo de la sociedad como fenómeno natural sometido a las leyes naturales, cuyo estudio es precisamente el fin de la nueva ciencia. En otras palabras, el hombre como tal desaparece en la nueva perspectiva, para convertirse en un elemento no separable de la masa humana, algo así como la célula de un organismo.» Alvaro d’Ors, Clasificación de las ciencias, III (Pamplona, Eunsa, 1974) 47.
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sino que le viene de fuera, de otras disciplinas; acoplamiento a las ciencias sociales del presente, a la economía y la sociología. Planteamiento de problemas, al parecer, un tanto artificiosos, desde estas dos perspectivas: ¿más económicos y socioló gicos que propiamente históricos, quizá?
1. Una zona, y ciertamente importante, de la rea lidad histórica es la economía; y debemos confesar que hasta época relativamente reciente no fue ob jeto de gran atención, quizá porque en tanto la economía como disciplina con personalidad propia no adquirió desarrollo no se entrevio la importancia de este aspecto de la realidad histórica. Es difícil conceder que la importancia de la historia económica resida principalmente —como indica J. Hicks— en «ser un foro donde economistas, científicos, políti cos, abogados, sociólogos e historiadores —histo riadores de acontecimientos y de ideas y de tecno logías— puedan encontrarse irnos con otros». Pro bablemente al hacer tal afirmación no se estaba considerando, en absoluto, la historia como disci plina cuyo objeto es el conocimiento del pasado, porque, desde este punto de vista, la mayor —y me jor— aportación de la historia económica ha sido poner de relieve un conjunto de hechos que no solían ser objeto de la atención de los historiado res, cualquiera que fuera la causa de esta circuns tancia. La ampliación del campo de investigación —y, por lo tanto, del horizonte histórico— ha enri quecido el conocimiento del pasado, y no sólo en extensión. Con todo, y a los ojos de un historiador, sería deseable la clarificación de algunos conceptos, pues al incidir sobre la misma materia economistas e
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historiadores se produce a veces una confusión que no favorece el desarrollo ni la calidad de la historia económica. Quizá fuera conveniente distinguir entre historia económica e historia de la economía. En el primer caso hay un adjetivo calificando al sustantivo: es una visión de la historia a través de la economía; si se acepta la definición que da Magalhaes Godinho de la historia económica («es, en el fondo, la eco nomía política de los sistemas y las formas que han desaparecido»), entonces parece que es tarea más propia de economistas que de historiadores, pues si se trata de estudiar la economía política, y el mé todo depende del objeto, éste será el propio de la investigación económica, es decir, el método propio de los economistas. Todavía es esto más evidente si el contenido de la economía política (y por tan to, el de la historia económica) se extrae de la mo derna teoría económica, porque en este caso hay que buscar fenómenos generales y uniformidades es tadísticas, y quizá traducir a conceptos de teoría económica datos y realidades del pasado45, con to
45 Así, es congruente que, por ejemplo, M. Niveau es criba que «los hechos sólo tienen sentido en la medida en que son localizados y analizados con el propósito de aclarar los resortes de la actividad económica», y que «el economista tendrá primacía sobre el historia dor», pues «el economista debe apoyarse en la historia no sólo para descubrir el pasado, sino para comprender el presente y anticipar el futuro». Cfr. Maurice Niveav, Historia de los hechos económicos (Barcelona, 1970), prefacio. Para Schumpeter (o. c., 47) la historia eco nómica es una parte integrante, junto con la estadís tica y la teoría, del análisis económico. Para Marczewski (o. c., 11), «appliqué aux faits économiques, l'histoire s’attache á rendre compte de l’évolution des structures, á décrire les modes de production, á aprécier les re-
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dos los riesgos para la verdad histórica que esta traducción puede implicar. La historia de la economía parece, en cambio, más propia de historiadores. La economía es —y se toma como tal— uno de los muchos aspectos de la realidad histórica (como la sociedad, la política, la religiosidad, el pensamiento o el arte), y no re quiere un método propio de economistas, de igual manera que no se adopta un método teológico para hacer historia de la teología, o artístico para in vestigar la historia del arte. Se reconstruye una parcela —la económica— según los datos que sumi nistran las fuentes, y se muestra un aspecto de la realidad que comprende lo mismo un presupuesto que la erección de una fábrica, unas medidas de hacienda que el estado de la agricultura, las adua nas, las contribuciones o el crédito público. No hay una pretensión de generalizar, ni de «explicar» fe nómenos económicos mediante conceptualizaciones o la aplicación de categorías económicas. Y en este sentido, no creo que pueda achacarse, absolutamen te hablando, a los historiadores haber prescindido de este factor. En cualquier caso, creo, hay algunos excesos por lo que se refiere a la historia económica que habría que evitar cuidadosamente en beneficio de ella mis ma. A uno de ellos aludió Jutglar al referirse a las «exhaustivas investigaciones en torno a la feno menología económica, tendiendo a reducir lo total a lo económico e, incluso, corriendo el riesgo —a fuerza de exagerar la suma de datos estadísticos, de planteamientos econométricos, de cálculos más o menos matemáticos, y de consideraciones excesi
sultats obtenus du point de vue du bien-étre matériel des populations...».
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vamente detallistas y alejadas de los aspectos no económicos de la historia— de asfixiar la vital aven tura humana en un mar de cifras y datos desper sonalizados y difíciles de colocar, significativamen te, en una perspectiva más amplia»46. A juzgar por la proliferación de cierto tipo de trabajos, muy abundantes hoy en día, la sustitución de la vitu perada historia política por una historia económica es, desgraciadamente, algo más que un peligro. En lugar de la integración de un aspecto de la reali dad en el conjunto de un período, parece como si se estuviera en la persuasión de que cualquier tri vialidad es importante por la simple circunstancia de versar sobre economía. En consecuencia, y apar te la tendencia a lo que Gurvicht llamó «cuantofrenia», me parece que habrían de precaverse los his toriadores económicos (sobre todo los jóvenes) de la proclividad hacia conclusiones abstractas y ge neralizadas, excesivas, dada la pequeñez de los datos observados; de la aplicación sin sólido fundamen to de categorías económicas modernas a épocas pretéritas, así como de la afición a temas insig nificantes (los comienzos de tal industria en tal pue blo entre tal y cual año, la evolución de los jorna les de los obreros de la construcción en tal o cual ciudad y tales y cuales fechas, la producción de trigo en tal comarca en determinado quinquenio o década, la variación del precio del vino en tal pue blo y tales años), so pena de acabar convertidos en un nuevo tipo de erudito (aún más deshumani zado que cualquier viejo coleccionista de pormeno res intrascendentes), que va recogiendo y anotando 46 Antonio Jutglar, En torno a la problemática actual de la teoría histórica, en «Cuadernos Hispanoamerica nos», LXXIII (1968) 492 y 493.
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cuidadosamente datos económicos con el convenci miento de que está realizando un trabajo verdade ramente científico porque ¡se trata de economía! También se da a veces otro abuso: la instrumentalización de la historia económica. Se trata de la ilegítima pretensión de «explicar» la historia por la economía a través de la sociología, y viene a ser como el instrumento (o uno de ellos) que debe demostrar la ley formulada por el materialismo histórico. Cuando se dice, por ejemplo, que «el verdadero objetivo» de las investigaciones de his toria económica es «el sistema socioeconómico», o sea, «los vínculos que de hecho se establecen en tre las gentes para emprender un trabajo económi co o repartir sus frutos» se está cambiando arbi trariamente (pero con un propósito definido) el ob jeto sobre el que versa la historia económica, que no es ya la economía, sino los «vínculos sociales» que resultan de las actividades económicas. Esta introducción de las relaciones sociales en el objeto de la historia económica, cualquiera que sea su ori gen, no puede desvincularse del todo de la ideolo gía de Marx, para el que, «desde su perspectiva, la realidad económica y la sociedad como un todo eran inseparables. La tarea del analista económico era interpretar el proceso social en su totalidad, más que extraer sólo aquellos aspectos que podían ser tratados como estrictamente económicos»47. Esta integración de historia, economía y sociedad en una disciplina (la historia económica) es dudoso que pueda considerarse como una exigencia o una necesidad científica; en cambio, es una necesidad para la tesis de Marx. Con una pura historia eco 47 W. J. Barber, Historia del pensamiento económico (Madrid, 1974) 143.
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nómica no podía ir muy lejos, no más allá de la realidad económica pretérita; pero era necesaria una historificación para la consideración dinámica de una economía que evoluciona por sus contradic ciones internas modificando la sociedad a su propio ritmo; era también necesaria la vinculación de la economía a la sociedad, porque sin ella no podía vincular el motor de la historia —la lucha de cla ses— a los modos de producción y las relaciones que engendran. Así se explica que Kula afirme que «precisamente la sociología, y sólo ella, podía mos trar una salida a la historia económica (a cada rama de la historia y en particular a la historia económica)», y que más recientemente, y todavía con mayor énfasis, Pierre Léon dictamine que «la historia económica se realiza en y por la historia social, que constituye a la vez su corona y su jus tificación» 48. Con lo cual, la historia económica pierde sustantividad y hasta su sentido propio, pues para tenerlo debe desembocar en la sociología o en la historia social. Esta, sin duda, es una pretensión ilegítima. La historia económica (y de la economía) tiene su pro pio objeto y no necesita, en absoluto, desembocar en historia social o en sociología; tiene, también, sus propios métodos, y una indudable validez den tro de sus propios limites, lo mismo que cualquier otra disciplina. Por ir en sus conclusiones más allá de lo que le es lícito pueden algunos de sus culti vadores, si no desprestigiarla, sí crear cierta des confianza en torno a ella. El simple conocimiento de la economía del pasado no supone, sin más, el 48 W. Kula, o. c., 32. Pierre Léon, Histoire économique et histoire sociale en France. Problémes et perspectives, en «Mélanges en l’honneur de Femand Braudel», II (París, 1973) 304.
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conocimiento profundo de la historia, ni que el conocimiento que tengamos sea más científico, sino tan sólo que sabemos algo que antes ignorábamos, algo tan importante como cualquier otro aspecto de la realidad histórica, pero no más. No parece que sean necesarios muchos argumentos para mostrar que no se puede sustituir (sin mutilarlo) el todo por la parte, ni para llegar al convencimiento de que la historia económica (o del arte, o social, o política) no puede sustituir a la historia general. Nadie ha conferido a una zona determinada supe rioridad sobre las restantes. Sin embargo, esta superioridad, o incluso po dría decirse exclusividad, parecen habérsela arroga do ciertos modos de historia social, de esa historia social en la que —según se vio— afirman algunos que debe desembocar la historia económica para tener entidad y sentido. 2. En sus palabras de introducción al coloquio de Saint-Cloud, E. Labrousse se refirió explícita mente a la escuela histórica francesa como «la más antigua y profundamente social de todas las escue las históricas del mundo». A su cabeza situaba a Lucien Febvre y, más particularmente aún, a Marc Bloch y Georges Lefebvre, todos ellos teóricos, ini ciadores y cultivadores activos de la historia social «No hay historia económica y social. Hay histo ria a secas, en su unidad. La historia, que es toda ella social, por definición», decía L. Febvre. «Todo el dominio de la historia, comprendido el más tra dicional, pone de manifiesto la historia social», de claraba Albert Soboul. A juzgar por las veces que estas afirmaciones (y otras semejantes) se han re petido, parece como si realmente fueran profundas.
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o importantes. Y quizá lo sean, aunque una consi deración de su contenido muestra más su calidad de brillantes que de profundas. Decir que toda historia es historia social, en rea lidad, no es decir gran cosa. Pues siendo evidente, como lo es, que el hombre es un ser sociable por naturaleza, cae de su peso que toda historia es so cial, ya que el hombre aislado, sin estar integrado en sociedad alguna, sólo existió en la imaginación de algunos renombrados ensayistas de la Ilustra ción. Todo hombre nace en el seno de una socie dad, y un hombre sin otros hombres es, sencilla mente, inimaginable, porque comenzaría por no ha ber nacido. No existiría historia alguna si no hu biera sociedad humana, de modo que no existiendo, ni habiendo existido nunca, hombre alguno aislado (especie de Robinson Crusoe, pero de nacimiento), todo cuanto un hombre hace o sufre tiene, de un modo u otro, una dimensión social. En este senti do, tan social es la historia que escribió Herodoto como la de Tucídides, César, Guicciardini, Ranke, Pirala, Sánchez Albornoz o Braudel. Y en este as pecto, hablar de una historia social, o decir que toda historia es social, no es, ciertamente, ni un descubrimiento ni una aportación. Pero claro está que no es éste el sentido que dan a la expresión Labrousse, Febvre, Soboul y los demás cultivadores de esta clase de historia. El adjetivo social pudiera aquí entenderse mejor si se le da el sentido de «colectivo», pero con un ma tiz peculiar que le hace entroncar más con sociolo gía que con sociedad. Aquí es todavía más patente que en el caso an terior la modificación que introduce el adjetivo ca lificando a la historia. La historia social no equivale a historia de la sociedad, y la distancia (o la dife
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rencia) entre ambas es todavía mayor que la exis tente entre historia económica e historia de la eco nomía, probablemente por la multitud de adheren cias de muy distinta índole, pero no científicas por lo general, que han convertido en demasiadas oca siones la historia social más en un medio de pro paganda ideológica que en una tarea científica, a pesar de algunos de sus más notables cultivadores. La historia de la sociedad —la historia de uno de los muchos aspectos de la realidad histórica— nos da a conocer una sociedad concreta, real, de terminada en el tiempo y en el espacio, con sus caracteres propios, frecuentemente peculiares. Nos muestra cómo vivían los hombres y las mujeres que la integraban, cómo pensaban, cómo se diver tían, cómo trabajaban, cuáles eran sus costumbres, cómo nacían y morían; cuáles eran sus esperanzas y sus temores, y sus aspiraciones, cómo eran sus casas y cómo educaban a sus hijos, cuáles eran los valores por los que se regían, cuáles los problemas que el tiempo y las circunstancias les planteaban, cómo habían surgido, cómo los resolvieron; cuáles eran sus tradiciones, cómo tal sociedad había lle gado a ser lo que era, cuáles eran las vicisitudes por las que había pasado a lo largo del tiempo, qué dificultades había tenido que vencer. Evidentemente, la historia social que moderna mente se preconiza es algo muy distinto de todo esto. A la historia social no parece interesarle este género de descripciones, ni se ocupa de una inves tigación cuyo resultado sea mostrar una realidad pretérita. Tiene otro planteamiento, otro objeto, otras pretensiones. En 1950,')en una lección inaugural en el Collége de FrancefBraudel hablaba de cómo la historia del mundo, las historias particulares, «se nos presenta
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ban bajo la forma de una serie de acontecimientos: entiéndase, de actos siempre dramáticos y breves». La hazaña de un héroe, el discurso de un hombre de Estado que reviste honda significación, un tra tado, una guerra, un golpe de Estado. Cuadros rá pidos y vivos, episódicos, era todo lo que ofrecía la historia tradicional; pero esta historia-relato, «a que tan aficionado era Ranke, no nos ofrece del pa sado y del sudor de los hombres más que imágenes tan frágiles como éstas. Fulgores, pero no claridad; hechos, pero sin humanidad». Era un género de historia que, con pretensiones de objetividad, se pre sentaba en realidad como «una interpretación en cierta manera solapada, como una auténtica filoso fía de la historia». No es que se niegue que los acontecimientos sean reales; existen, y hay que te nerlos en cuenta. Tampoco se pretende negar la fun ción que los individuos han tenido y tienen en el transcurso de la historia, aunque «habría, no obs tante, que poner de relieve que el individuo consti tuye en la historia, demasiado a menudo, una abs tracción. Jamás se da en la realidad viva un indi viduo encerrado en sí mismo; todas las aventuras individuales se basan en una realidad más compleja, una realidad "entrecruzada”, como dice la socio logía» 49. 49 F. Braudel, o. c., 28 y 26. Personalmente no me he encontrado en ningún caso en que se considere al individuo «encerrado en sí mismo» o abstraído por com pleto de la realidad en que vive. Creo que esto es un modo muy impreciso de decir que la historia política ha sobreestimado con frecuencia el papel del individuo,! en detrimento del ambiente social en que se mueva (si es que fue eso lo que Braudel quiso decir). De todos modos, la observación de que los colaboradores de los «Annales» se muestran excesivamente retóricos, y has ta un tanto declamatorios en ocasiones, quizá no es
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Los esfuerzos por reducir lo múltiple a lo simple, por superar la historia-relato, por sustituir los ful gores por la claridad, por mostrar la realidad entrermzada que sirve de base a las aventuras indivi duales, han logrado —se supone— colocar a la his toria en la vía de superación del individuo y del acontecimiento, de la historia episódica (événementielle), de ritmo rápido y corto aliento, de tiempo breve. Se trata de sobrepasar este tipo de historia. ¿Cómo? «Hay que abordar —prosigue Braudel— en s/ mismas y para sí mismas las realidades sociales. Entiendo por realidades sociales todas las formas amplias de la vida colectiva: las economías, las ins tituciones, las arquitecturas sociales y, por último (y sobre todo), las civilizaciones.» Se ha avanzado, pues, en la dirección de la sim plicidad; frente a la historia de acontecimientos e Individuos (reyes, héroes, personajes, guerras, go biernos, tratados, etc.), la historia de las realidades sociales, más amplia y más profunda; frente al in dividuo —que constituye en la historia, «demasiado n menudo, una abstracción»—, la colectividad, que constituye, no una abstracción, sino la realidad social. Aquí, sin embargo, y puestos a precisar, nos en contramos con un obstáculo: realidad social hace i cferencia a la sociedad, naturalmente; pero una so ciedad no es una simple yuxtaposición de individuos: es necesario, para que haya sociedad, que los hom bres estén unidos por un vínculo. La definición más general parece ser la que la considera, simplemen te, como la unión moral de muchos para la reali zación del bien común. O la agrupación, natural o
del todo injusta. Esto explicaría su imprecisión. Por lo demás, esta afirmación (la de que el hombre consi derado en sí mismo es una abstracción) ya fue hecha por Comte y Marx.
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pactada, hecha con el fin de cumplir, mediante la mutua cooperación, todos o algunos de los fines de la vida. San Agustín la definía como la agrupación de seres racionales unidos entre ellos por el amor a las mismas cosas; Cicerón consideraba que un pueblo era «una multitud reunida por el reconoci miento del derecho y la comunidad de intereses». Es evidente que San Agustín estaba pensando en la Iglesia y Cicerón en Roma: sociedades concretas en las que ellos vivían. Pero en cualquier caso, y cualquiera que sea el modo como se la defina, ninguna sociedad actúa en lo propiamente histórico de un modo directo, de la misma manera que jamás el pueblo gobierna directamente. Su acción es a través de personas, físicas o morales (Estado, gremios, partidos, cor poraciones, reyes, parlamentos, sindicatos, gobier nos), personas que nunca son idénticas a la misma sociedad, ni pueden confundirse con ella. Es decir, toda colectividad se expresa históricamente a tra vés de personas o instituciones. La historia de Roma, de Atenas, de Inglaterra o de España es historia de una colectividad orgánicamente constituida en polis, o pueblo, o Estado, o nación; de una socie dad que es algo más que los elementos que la constituyen, porque hay un factor, o unos factores, que, además de darle unidad, la dotan de una perso nalidad diferenciada y peculiar50. ¿Cómo, pues, dar salida al problema sin caer 50 Alvaro d’Ors, o. c., 46, llama la atención sobre el nexo que une a las personas en una sociedad constituida y dotada de unidad, un vínculo «no sin cierta resonancia de contrato, como si tal agrupación se debiera, al me nos hipotéticamente, a un consentimiento fundamental de los miembros, unidos para alcanzar unos fines co munes».
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ile nuevo en el protagonismo histórico «tradicional» de la sociedad orgánicamente constituida en pueblo, nación, civitas o Estado? Volver a ello supone caer de nuevo en la vieja historia estilo Ranke, prolon gar la historia événementielle, de tiempo corto. Afortunadamente hay otros tiempos, otras dura ciones. Por debajo de la historia episódica está la historia coyuntural, que coloca en primer plano la oscilación cíclica —tiempo medio—, y a mayor pro fundidad aún, la historia estructural, «una historia de aliento mucho más sostenido todavía, y en este taso, de amplitud secular: se trata de la historia de larga, incluso de muy larga duración». Una historia no de acontecimentos, con sus protagonistas con cretos, por tanto, que son personas físicas o mora les, o colectivos a veces, pero, no obstante, existenles y actuantes como pueblo o nación (el alzamiento de todo un país, como en mayo de 1808 en España), sino una historia coyuntural o estructural, sobre lodo estructural. Más que la sociedad, la estructura de la sociedad, que no necesita ya, para constituirse en protagonista de la historia, tener que delegar en nadie su acción: obra por sí misma, lentamente (es la larga, la muy larga duración), y ella es a la vez sujeto de la historia y objeto del estudio del historiador. Pudo, pues, concluirse, en una encuesta celebrada en 1952 en la que Braudel, Labrousse y Renouvin participaban como equipo informador en el campo de la historia moderna y contemporánea, que «l’histoire est une Science sociale; on peut l¡i définir, d'une certe fagon, l’étude de la durée sociale»51.
51 Les orientations de la recherche historique, en/; ■■Revue Historique», CCXXII (1959) 35. Es evidente que ! ni definir la historia (aunque sea de un cierto modo) ionio «el estudio de la duración social» se está cumiarez, 7
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Las estructuras, pues, se elevan al plano del pro tagonismo histórico. Pero, ¿qué es una estructura? De un modo general todo el mundo tiene una idea más o menos precisa —o imprecisa— de lo que se habla cuando suena la palabra «estructura», una idea que suele coincidir con la definición que habitualmente se da en los diccionarios: «distribu ción y orden en las partes», o «distribución y com posición de las partes». Pero cuando se trata de precisar el concepto en orden al uso que se hace del término en la historia social o en la historia económica, esta vaga claridad deja tanto de ser vaga como de ser clara. Con referencia a la econo mía, Marx la definió como «las relaciones de pro ducción que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materia les» (Contribución a la crítica de la Economía polí tica, 1859); en 1968, Ackerman (Teoría del indus trialismo económico) daba cuatro conceptos distin tos según se considerara su aspecto histórico, eco nómico, estadístico o macroeconómico; antes, en 1954, A. Marchal la definía como los «elementos de un conjunto económico que en un período de terminado aparecen como relativamente estables con relación a otros elementos» (Méthode scientifique et Science économique). El acuerdo no es mayor cuando son los sociólo gos quienes se enfrentan con el concepto de estruc tura: «conjuntos de modelos institucionalizados de cultura normativa» (Parsons, La estructura de la acción social, 1937); «sistema de grupos formales e informales por el que se regula el comportamiento
briendo bajo el nombre de historia algo distinto de lo que con este nombre se ha venido entendiendo des de los griegos: no la duración social, sino las cosas hechas por los hombres.
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social de los individuos» (Warner y Lunt, The social Life of a Modern Community, 1954); «equilibrio pre cario de fuerzas sociales antagónicas a distintos ni veles de profundidad que se apoya en la comunidad de valores y reglamentaciones colectivas» (Gurvitch, Le concept de structure sociale, 1955). La perplejidad que causa una tal disparidad de pareceres acerca de un concepto que debe tenerse por fundamental tanto en sociología como en eco nomía, remite un tanto cuando todavía no hace veinte años la situación era tal que casi resulta inve rosímil : En la apertura de los trabajos del Coloquio sobre el término «estructura», en enero de 1959, el estudioso Moulin afirmó que «palabras de uso corriente como "grupo”, "clase", "poder", "estruc tura", hoy no tienen dos, tres o cuatro significados fundamentales —lo que sería normal—, sino tan tas acepciones como autores, acepciones comple tamente irreductibles a un común denominador, cuando no totalmente antinómicas»52.
Dentro de esta imprecisión, o confusión, y a juz gar por la abundante literatura sobre la historia social y económica, con referencia a la escuela fran cesa, y, en no pequeña medida, también a la espa ñola nacida de ella, el concepto que ha prevalecido por lo que se refiere a la economía parece ser el de Marx, y en sociología (respecto a los historiadores: no se trata aquí de los sociólogos o economistas), vi de Gurvitch. «Equilibrio precario de fuerzas so ciales antagónicas a distintos niveles de profundi52 Gianni Puglisi, Qué es verdaderamente el estrucluralismo (Madrid, 1972) 70.
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dad»: tal parece ser la idea de estructura social que mejor parecen reflejar los modernos libros de historia social. Braudel fentendía que, para los his toriadores, «una estructura es un ensamblaje, una arquitectura; pero aún más una realidad que el tiempo tarda enormemente en desgastar y en trans formar». Soboul añade que ese ensamblaje es orgá nico de relaciones y coherencias a la vez económi cas, sociales y psicológicas53. Nuevamente es necesario detenernos un momento aquí porque hay que considerar una curiosa inver sión. Braudel reprochaba a los cultivadores de la historia tradicional estilo Ranke haber convertido, demasiado a menudo, al individuo protagonista del relato histórico en una abstracción. El individuo —un Felipe II, o Napoleón, o Jovellanos, o Sócra tes—, un ser personal, concreto, real, que ni siquiera en el caso de una biografía era separado o «abstraí do» del ambiente (también real) en que vivió, re sulta que es una abstracción: la estructura social, juego de unas fuerzas antagónicas en equilibrio pre cario, o ensamblaje orgánico de relaciones y cohe rencias a la vez económicas, sociales y psicológicas, no es, en cambio, una abstracción, sino la realidad, menos abstracta y más viva que la persona con creta. ¿Y no es esto despersonalizar la historia, que ya no se ocuparía de los hombres concretos, sino de unas fuerzas deshumanizadas, de ensamblajes, coherencias y relaciones, de cosas más que de per sonas? ¿Es acaso más real, más concreta, menos abstracta, una estructura —unas fuerzas sociales en tensión— que unos hombres constituidos en civitas, nación o pueblo? ¿Hay, quizá, más humanidad en
53 A. Soboul, Colloque de Saint-Cloud, 14; Braudel, o. c., 70.
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una estructura que en un acontecimiento protago nizado por el hombre? Evidentemente, no. Pero, en cambio, esta concep ción del sujeto de la historia —y objeto, por tanto, de la investigación de los historiadores— está ya muy próxima a la sociología. Por parte de algún sociólogo sé ha definido la historia como resultado de «la interacción que define la relación individuosociedad», lo que resulta por completo incompren sible para un historiador54; según Timasheff, por debajo de la variedad y singularidad de los hechos históricos hay una repetición de elementos que les dan no sólo Unidad, sino sentido. «El historiador muestra lo variable; el sociólogo, lo constante y re currente. La historia describe la multitud de las combinaciones concretas en que se han encontrado los hombres interdependientes; la sociología des compone las diferentes combinaciones en sus rela tivamente pocos elementos básicos y formula las leyes que los gobiernan»55. De este modo, el sujeto 54 J. Riezu, Sociología y teoría del acontecer históri co, «Arbor», LXXVIII (1971) 313. «El acercamiento de la historia y la sociología puede ser debido en parte a la comprobación de que no hay ni acontecimientos ais lados en la historia humana, ni datos o sucesos sin gulares, sino que todos ellos se dan en un contexto más amplio y son comprensibles en una abstracción típica que hace los sucesos y datos inteligibles» (ibíd., 311). Si esto es así, evidentemente todo el planteamiento sociológico dé la historia parte de una base errónea, porque el que un dato o suceso se dé dentro de un contexto no obsta para que sea singular; y que los su cesos o datos se hagan inteligibles «en una abstracción típica» es una afirmación que necesitaría alguna prue ba para ser creída. Es excesiva la suposición que hace de la historia un misterio hasta que la elaboración por la sociología de «abstracciones típicas» la hace in teligible. 55 Nicholas S. Timasheff, La teoría sociológica (Mé
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de la historia, su protagonista, quizá pueda, en cier to sentido, considerarse aún como ser humano, pero no en tanto persona, sino en cuanto categoría. Esta desaparición del hombre concreto y real, absorbido por la colectividad, enlaza con el concep to marxista del hombre: la esencia del hombre es «el conjunto de las relaciones sociales», el hombre es un «ser genérico»56. No tiene ya sentido, conside xico, 1974) 19. Para aclarar mejor la tesis, alude a la Química, y cómo todo compuesto puede descomponerse en sus elementos, de modo que con los 96 existentes, sus múltiples combinaciones forman millones de sus tancias... «La mente humana no se detiene en la recons trucción de acontecimientos únicos que no se repiten. Detrás de ellos, en su marco espacio-temporal singu lar, histórico, la mente humana trata de descubrir ti pos de recurrencia o repetición»; estos tipos de recu rrencia son el objeto de las ciencias sociales (a las que pertenece la sociología), que se basan, entre otras pre misas, en la de que «todo estudio debe elaborarse por encima de la mera descripción» (ibid., 19). Pero en tal caso, es evidente que la historia no debe estar conside rada como ciencia social. 56 «El hombre es un ser genérico, no sólo porque transforma prácticamente (por medio de su trabajo) y teóricamente (con su pensamiento) la especie... en un objeto propio, sino también porque su relación con él mismo se identifica a su relación con la especie viva.» (Cfr. A. Piettre, o. c., 345. El texto viene en Le travail aliené, que constituye el cuarto capítulo del primero de los Manuscritos económicos filosóficos de 1844.) «Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia hu mana. Pero la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en realidad, el conjunto de las relaciones sociales.» (Tesis Sexta sobre Feuer bach.) Según esto, en rigor no puede hablarse del hom bre que entra en una relación social con otros; lo que existe realmente es la sociedad, de la que los indivi duos no son más que elementos; cuando es abstraído de esta sociedad de la que es apenas una parte, el indi viduo ya no es nada, se desvanece (A. del Noce). André Akoun, en el debate citado en la nota 1, precisó: «ser
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radas así las cosas, lo que hizo, quiso, pensó o su frió un hombre concreto (quienquiera que fuese), ni una sociedad determinada: eso es superficial, episódico, abstracción, apariencia. El conjunto, la colectividad social en su estructura, la relación en tre grupos y fuerzas en conflicto: esto es lo impor tante, lo real, el «ser humano» que protagoniza y hace la historia. Así, pues, parece que, por lo que a este modo de historia social se refiere, se le puede caracterizar con unas palabras muy precisas de T. Caplow: «La historia social (llamada también a veces sociología histórica) se distingue de la historia propiamente dicha porque se interesa especialmente por los com portamientos colectivos y porque se basa en datos cuantitativos. En la tragedia de la historia social, el coro lo es todo, y los actores que desempeñan los papeles principales sólo son figurantes, sea porque no se hable de ellos para nada, sea porque están insertos en una perspectiva tan amplia, que los hace insignificantes» 51. 3. Todo esto pone a este tipo de historia social en condiciones óptimas para recibir una nueva for ma que, sin desvirtur un ápice su condición de so ciología histórica, la convierte en una seudociencia apta para ser utilizada, aunque no en el conoci miento de la verdad. Ello es posible sólo merced*57
hombre, en un análisis marxista, no quiere decir nada; se es burgués o se es proletario, se es siervo o se es señor, se es pura y simplemente una puesta en escena de la estructura de las relaciones de producción...; hom bre es una categoría idealista que Marx ha rechazado» (o. c., 68). 57 Theodoro Caplow, o. c., 270.
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a «toda una serie de operaciones ejemplares» (la frase es de E. Labrousse), con las cuales «la expli cación histórica ha tendido a socializarse». Sin esta serie de operaciones ejemplares tal nueva tenden cia explicativa sería imposible, o al menos nada fácil. Quizá sean significativas (al menos como punto de partida), con relación a este tipo de historia so cial, así como a las operaciones que requiere, algu nas de las afirmaciones que se hicieron en el colo quio de Saint-Cloud. Labrousse recordaba enton ces la cita que Marc Bloch hizo de unas palabras de L. Febvre: Pas l’homme, pas l’homme, encore une fois, jamais l’homme. Les sociétés humaines, les groupes organisés. «Ellos —concluía Labrous se— consideraban la historia social, es decir, la historia de los grupos sociales y de sus relaciones, como un sector de la historia», a lo cual no hay nada que objetar si con ello se quiere indicar la sociología histórica (lo arbitrario está en reducir la historia a esto). No los hombres, nó el hombre en cuanto tal, «no el individuo en lo que tiene de específico y excepcional; la historia social se ocupa del hombre en tanto que miembro de un grupo so cial y socialmente determinado». La historia social parte, pues, en primer lugar de la voluntad («l’histoire sociale traduit d’abord un état d’esprit, une volonté», decía Soboul) de no considerar al hombre sino en cuanto miembro de un grupo social, pres cindiendo de lo que tiene de específico. En otras palabras: el hombre despersonalizado, masificado: una unidad dentro del grupo, una insignificante par te de él. Pero este modo de historia social no es sólo una voluntad: la historia social es también una disci plina histórica (?), que Soboul define así: «estudio
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de la sociedad y de los grupos que la constituyen, tanto en sus estructuras como bajo el ángulo de la coyuntura, tanto en el tipo cíclico como en la larga duración. De ahí los cambios de método, la supe ración del estadio descriptivo y el recurso necesario a la medida y a lo cuantitativo». La historia social encontró primero apoyo en la historia de la co yuntura, siendo las obras de Simiand, Labrousse y Hamilton las que le proporcionaron un método —el cuantitativo— mediante el que pudo superar la fase descriptiva: sobre todo, la obra de Labrousse «sir ve de soporte a la historia en el sentido más pro fundo, el de las clases sociales en la dinámica de sus antagonismos. Partiendo de las fluctuaciones económicas, desemboca sobre los movimientos so ciales, sobre la evolución del pensamiento y de las instituciones y sobre el acontecimiento mismo. Lo cuantitativo sirve de fundamento a una historia total». Así, pues, la historia social nace de una definida voluntad de considerar al hombre solamente, o pre ferentemente, o principal o exclusivamente, como miembro de un grupo social, como parte de un todo, despersonalizado en un conjunto, y con cierto protagonismo histórico participado, en cuanto miem bro anónimo de una colectividad, la cual, en su estructura, es protagonista de la historia. La dis ciplina que se ocupa del estudio de este nuevo su jeto colectivo es la historia social, que lo estudia en su estructura tanto como desde la coyuntura, lo mismo en la oscilación cíclica como en la larga duración. Ya no en sus manifestaciones episódicas, superficiales por tanto. En una primera fase, esta nueva —y tal como se pretende, más profunda— historia es necesariamen te descriptiva: es precisamente la descripción de
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los lazos que unen a todo hombre con el grupo, de las relaciones, acciones y reacciones de las unida des con "el conjunto, lo primero que hay que cono cer. Pero este estadio descriptivo es pronto superado mediante la aplicación del método cuantitativo, que, utilizado primero en la historia económica, se revela particularmente apto para la conversión de la fase descriptiva en una fase científica: «científicamente hablando, no hay más historia social que la cuanti tativa» 58. La aplicación del método cuantitativo a la inves tigación de las estructuras sociales se apoya en la demografía y la economía, puesto que ambas son el sustrato social. Georges Lefebvre proponía la enumeración de las diferentes clases sociales, de las distintas profesiones; adquirir, sobre cada una de ellas, nociones precisas, tanto como sea posible, de sus ingresos, de sus propiedades... Más concreto todavía, Soboul habla de «enumerar los hombres, los miembros de las diversas categorías sociales y de las diversas profesiones, jerarquizarlas, estable cer jerarquías dentro de cada profesión, reagrupar los fuera de los cuadros profesionales según el cri terio de la apropiación o de la privación de los medios de producción, y adquirir sobre cada catego ría, gracias en particular a las fuentes fiscales, un conocimiento exacto de las propiedades y de los in gresos, tanto en un momento determinado como en su movimiento». En suma promover la historia social en el plano cuantitativo, tal como mucho antes ya lo había hecho la historia económica. Pero, ¿por qué la necesidad de la cuantificación? Sencillamente, porque «toda la actividad humana 58 A. Doumard y F. Furet, Méthodes de l’histoire sa cíate (Cfr. en Colloque de Saint-Cloud, 15, nota 4).
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da lugar a un análisis cuantitativo, único método válido para llegar, más allá de lo particular, a con clusiones de carácter general» (¡sólo hay ciencia de lo general!). Pero sin perder de vista que, si bien contar es necesario, no basta sólo con contar; el método cuantitativo se presenta valioso esen cialmente para el análisis de los grupos sociales, pero hay que tener en cuenta que al historiador, además de la enumeración de los hombres y las categorías, y la evaluación de los ingresos, le in teresa el juego de los mecanismos sociales. Sur ge entonces «la necesidad de una hipótesis privi legiada, de un esquema teórico para someterlo a la prueba de la reflexión y de la investigación. Toda la reflexión del historiador está solicitada sin ce sar por la teoría, y es precisamente a través de la conceptualización y la teorización como puede lle gar a la anatomía y la fisiología de las sociedades». La necesidad de la teoría en la historia social es tan indispensable que, sin ella, la introducción del método cuantitativo carece de utilidad y de sen tido. Es la referencia a la teoría lo que da utilidad a la cuantificación. La enumeración hace posible la utilización de la estadística, que, según G. Lefebvre, sirve para dar precisión a nuestros conocimientos, aunque no sólo por eso. En realidad, el método estadístico se presenta particularmente útil debido a que sus resultados «son inestimables, sobre todo por los antagonismos que subraya». No por sí mis mos: lo que se busca en ellos es su significación humana, su peso social; he ahí la razón por la que «la medición estadística, que constituye el método por excelencia para el estudio de las estructuras sociales, no es, sin embargo, valiosa sino con la condición de apoyarse en conceptos básicos clara mente elaborados»; rechazar esta necesidad es po
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ner en duda el valor de la historia social como dis ciplina explicativa. La cuestión, pues, que se plantea a continuación es averiguar cuáles son esos conceptos básicos que dan validez a la medición estadística, los que pro porcionan significado humano y peso social a los antagonismos que las estadísticas subrayan. Estos conceptos se los han encontrado los cultivadores de este modo de historia social sin necesidad de inducirlos de la observación de la realidad histó rica: sencillamente, y sin mayores comprobacio nes, los han tomado de K. Marx; * y aunque Soboul aseguró que «el concepto de clase surge bá sicamente de la enumeración y de la elaboración estadística», tal afirmación carece de fundamento, pues ni se ha demostrado que el concepto de cla se surgiera de la enumeración y de la elaboración estadística, ni a Marx le fueron necesarias estas operaciones para poner el concepto de clase en circulación, ni ese «concepto básico» está clara mente elaborado, lo que no obsta para su uso, a pesar de todo. Por lo demás, conceder importancia primordial como criterio de clasificación social a «la propiedad de los medios de producción y al puesto ocupado en las relaciones de producción», como hace G. Lefebvre (y la mayoría de los cultiva dores de esta clase de historia social), con prefe rencia a otros criterios, si bien no puede explicarse por una razón estrictamente científica, sí se explica por razones ideológicas, por cuanto tiene la ventaja de que facilita la interpretación marxista de la historia, toda vez que, al aludir al trabajo y a la producción, se puede aludir también a que ambos «dan cuenta de la totalidad de una formación so cial y de su relatividad en el espacio y en el tiem
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po. En cierta forma, y sobre todo en cierto ritmo, determina la evolución de las ideas»59. Ya en esta dirección, la historia social parece se guir un proceso casi inexorable, una vez ha puesto fuera de discusión (y, por tanto, de verificación) un conjunto de afirmaciones con la consideración de axiomas. La sustitución de las personas o socie dades históricas por categorías sociológicas, el pro tagonismo de las estructuras, subrayando a la vez, sobre todo, los antagonismos, las oposiciones, la «dinámica conflictiva», lleva a la afirmación del motor dialéctico de la historia. La historia —decía Marx (aunque sin demostrarlo)— no la hacen los pueblos (que pueden provocar acontecimientos y dar lugar a hechos y peripecias, pero no propiamen te hacer historia), sino las clases, pero las clases en su oposición, en su lucha; pero sobre todo las clases reducidas a burguesía y proletariado, a la clase burguesa y la clase obrera. La clase burguesa fue primero protagonista de la historia; luego —aho ra— es la clase obrera: «No existe historia (y por consiguiente, inteligibilidad y transparencia) sino en la medida en que interviene la clase obrera», dice H. Lefebvre, glosando a Marx60. De aquí que 59 A. Soboul, en Colloque de Saint-Cloud, 19. Sólo aceptando como un dogma los postulados y métodos marxistas es posible —contra el testimonio de las fuen tes— afirmar con relación al orden estamental (noble za, clero, estado llano) que «el orden es la forma jurí dica, la apariencia. La realidad social es la clase» (ibid., 28). 60 Henri Lefebvre, La violencia y el fin de la historia (Buenos Aires, 1973) 44. En 1879 escribía Marx: «Desde hace casi cuarenta años hemos puesto de manifiesto que la lucha de clases constituye la fuerza inmediata impelente de la historia, y especialmente la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado como la gran palanca de la transformación moderna». Cfr. el texto en
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la historia social se vaya convirtiendo cada vez más exclusivamente en historia de la clase obrera (mo vimiento obrero, huelgas, etc.), y que hasta las exe cradas biografías —que versaban, como es natural, sobre individuos— se rehabiliten cuando se trata de biografías de individuos que componen la masa, con tal, sin embargo, que sean obreros, o para ser más precisos, líderes o dirigentes obreros. La mul tiplicación de estas biografías puede llevamos a poner el acento sobre un determinado tipo social, con lo que el género biográfico se legitima de nuevo. De este modo encuentra justificación el Dictionnaire biographique du mouvement ouvrier frangais (de Jean Mouton), y la biografía recupera su vigencia, ya que no un puesto de honor, de la mano de la historia social, toda vez que ésta «no adquiere su sentido y toda su significación más que si penetra en las mentalidades propias de los distintos grupos sociales, si conduce a la historia de la psicología co lectiva» 61. Ralph Dahrendorf, Las clases sociales y su conflicto en la sociedad industrial (Madrid, 1962) 24. El mismo H. Lefebvre, en Sociologie de Marx (París, 1966), explica cómo la sociedad se acaba polarizando en dos clases irreductibles, una que posee las formas (burguesía) y otra el contenido (proletariado): son estos conceptos —forma y contenido— los que permiten representarse inteligiblemente la historia. Pero bien entendido que en las sociedades precapitalistas no puede hablarse pro piamente de lucha de clases: hay oposiciones, pero «son rasgos distintivos más que conflictos esenciales» (p. 97). De aquí, pues, parece deducirse que la lucha de clases no fue motor de la historia antes de mediados del xix. 61 A. Soboul, en la introducción a Georges Lefebvre, Eludes sur la Révolution Frangaise (París, 1963) 3. So bre estos modos de historia social son útiles —por lo que se refiere a España— las observaciones de Juan P. Fusi en Algunas publicaciones recientes sobre la historia del movimiento obrero español, «Revista de
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Así, después de laboriosas operaciones de conceptualización, de mediciones estadísticas para el estudio de las estructuras, de la adopción de «con ceptos básicos» que hacen valiosa la medición, se llega (en expresión de Soboul) a la «anatomía y fi siología de las sociedades», es decir, a una especie de subhistoria. Porque el conocimiento de la anato mía y fisiología de las sociedades no explica más, ni mejor, la historia o la personalidad de un pueblo de lo que la anatomía y fisiología humanas explican la trayectoria biográfica o la personalidad de un hombre o el porqué de la diferencia entre, por ejem plo, Stalin y San Juan de la Cruz. La socialización de la explicación histórica sólo ha conducido, según parece, a lo que Chaunu expresó como «desmantelamiento de la historia». Y en realidad, ¿se puede todavía, en este caso, seguir hablando de historia? Pues no se trata ya de conocer propiamente algo que sucedió, sino de construir una historia según un modelo previo, eliminando para ello tanto los factores «aberrantes» como las «apariencias» y, en general, todo dato que no corresponda al modelo. Los mismos clichés mentales (las mismas catego rías expresadas con la mismas expresiones estereo tipadas), aplicados a épocas y países distintos, dan por resultado la monótona uniformidad que dis tingue a la literatura sociohistórica. Es la «histoirebatailles« de una sociedad masificada, despersona lizada, pero con un notable grado de generalización y, por tanto, de abstracción. Occidente», 123 (1973) 358-368, así como en el prólogo a Política obrera en el país vasco. 1880-1923 (Madrid, 1975) 7 y s. Dada su actitud crítica, no causa demasiada sorpresa que haya encontrado poco eco entre los his toriadores sociales.
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3. Lo que parece una meta más ambiciosa toda vía por lo que se refiere al objeto de la historia es lo que algunos modernos historiadores llaman historia total. Tampoco aquí es posible encontrar el rigor y la nitidez de conceptos que sería deseable, y menos aún argumentos; muy al contrario, la ambigüedad se hace presente, una vez más, tanto en los términos con los que se alude a lo que sea exactamente la historia total como en la referencia indistinta a investigación de la historia y a la explicación de la historia. Braudel observó que la tendencia a la totalidad parecía ser común a las ciencias sociales: «las ciencias sociales se imponen las unas a las otras: cada una de ellas intenta captar lo social en su totalidad; cada una se entromete en el terreno de sus vecinas, en la creencia de estar en el propio». Maravall considera imposible que se pueda cons truir una tal historia; Jutglar se refiere al «salto» que suele darse de la historia económica a la his toria total («el problema de cómo puede la historia económica convertirse en historia total queda, pues, en pie»), apuntando que la pretensión de una ex plicación total de la historia está unida a la pro blemática del «sentido de la historia»62, lo cual equi vale, prácticamente, a desligar la historia total de la historia a secas para entroncarla con la filosofía
62 Cfr. Braudel, o. c., 61, y A. Jutglar, o. c., 494. En opinión de Braudel, esta tendencia a una especie de «mercado común» de las ciencias sociales debe ser en sayada, y aunque él habla de «acercamiento», el resul tado hasta ahora más bien parece un conglomerado confuso de objetos y métodos. Quizá el viejo sistema de delimitar bien el objeto y tomar de otras discipli nas afines los datos complementarios (y en este sen tido las demás ciencias estarían como auxiliares) pu diera seguir dando resultado.
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o cualquiera otra disciplina lo suficientemente ge neral para explicar la historia desde fuera de ella. Para algunos historiadores de las nuevas tenden cias señaladas, en cambio, no sólo es posible una historia total, sino deseable. Así, Pierre Vilar (por citar a uno de los más conocidos) afirmó vigorosa mente que la historia es «la única ciencia a la vez global y dinámica de las sociedades, algo así como la única síntesis posible de las demás ciencias hu manas... La historia es totalidad que no puede ser recortada en pedazos o sectores». Historia total, historia global, historia integral. ¿Qué es lo que se quiere decir exactamente con estas expresiones, que suelen usarse como equiva lentes? Porque si lo que se debe entender, o se quiere dar a entender al hablar de historia integral es que se trata de integrar las llamadas ciencias sociales en una especie de superciencia que las abarque a todas, entonces quizá nos encontremos en presencia de una aspiración tan fantástica como anacrónica. Una síntesis integral de todas las cien cias humanas fue ya intentada por Comte, sólo que la llamó Sociología, ciencia de la sociedad, y como tal síntesis fue un fracaso. Si se trata de totalidad en el sentido de exten sión (la comprensión de todos los campos y aspec tos de la realidad histórica sin las barreras que, al separar zonas distintas, las convierten —según se asegura—en compartimientos), entonces es de temer que estemos ante una tarea sencillamente imposible. La mente humana funciona de otro modo: sólo puede conocer por partes y sucesivamente, lo que significa que la ciencia tiende por sí a la especialización, no a la síntesis. Una globalidad de este estilo sólo podría ser total en la medida en que fuese general, lo que se acercaría demasiado peliSUAREZ, 8
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grosamente a lo superficial, o a una simple yuxta posición de materias distintas y heterogéneas. Una historia total en este aspecto, es decir, que captara la realidad total de la vida de los pueblos, está muy por encima de las posibilidades del hombre. Ahora bien: si se trata de no limitar la historia a un as pecto de la realidad (política, economía, sociedad, cultura, etc.), sino de tenerlos todos en cuenta en la medida de lo posible, entonces no parece que la expresión «historia total» sea apropiada ni el pro pósito un descubrimiento de nuestro tiempo. ¿Una integración, quizá, en profundidad? Esa parece ser la idea. Pero, ¿cuál es la raíz en la que todo se integra porque todo lo origina? Marx creyó haberla encontrado en la economía: las fuerzas y relaciones de producción constituían la infraestruc tura de la que emanaba todo lo demás, y por la que se explicaba todo, desde el derecho a la religión, desde la guerra hasta el arte, desde las institucionei a las ideas económicas o políticas. La historia total, pues, parece identificarse en cierto modo con el materialismo histórico. Esta parece ser la opinión (o la convicción) de Vilar al afirmar que la finali dad deseable —por desgracia, dice, muy difícil da alcanzar— sería un programa de historia total, «que hasta este momento solamente el marxismo ha osa do exigir y que coordinaría el espíritu de la invee< tigación histórica». Pero esto no aclara en absoluto la cuestión. Antes sería necesario mostrar qué es 11 historia total que, en efecto, el marxismo «ha osado exigir»; ahora bien, en la materia que estamos ti» tando, el marxismo —según se vio— pisa un terreno muy poco sólido, científicamente hablando, para qul se pueda tomar en consideración su exigencia, a nd ser con grandes reservas y después de haber pr« sentado, al menos, algún argumento. 1
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Ha sido el mismo P. Vilar quien, a mi juicio, ha expuesto con más claridad el estado actual de la nueva historia, ya desvinculada y desprovista de toda humanidad.
Estoy de acuerdo en partir de Marx. Evidente mente, hay, como siempre, precursores de Marx, pero no una concepción global de la materia his tórica. Por el contrario, hay algo que debe te nerse muy en cuenta, y es que Marx partió de la economía política. ¿Por qué? Lo hizo porque le pareció que ése era el primer terreno sociológico en el que había podido penetrar el razonamiento científico. En efecto, a partir del momento en que se percibe que las voluntades humanas, apa rentemente libres y ejercidas individualmente, tienen una resultante objetiva, por ejemplo un precio, un salario, una tasa de interés, a partir de ese momento se puede pretender, por conceptualización, por razonamiento, por hipótesis, y en caso extremo por matematización, la reconstitu ción del modelo, el proceso abstracto de esa ob jetivación. En principio, claro está, ese modelo debe ser sugerido por la observación, debe ser verificado por la observación estadística... Así, pues, hay una ciencia de la historia que es la de las estructuras, pero que también es la de su origen, de su modificación y de su desaparición.
Ciencia de la historia equivale, pues, a ciencia ele las estructuras. El mismo Pierre Vilar definió, en esa misma ponencia, el objeto de la historia como «las sociedades humanas en movimiento». ¿Materia de ese objeto de la historia? Sobre todo, las agru paciones estadísticas: el corte («el corte descubre una estructura, en un determinado momento, gra-
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cías a las cifras que precisa y a los conceptos que desentraña»); la curva, «o sea, la estadística eco nómica coyuntural, los movimientos, tanto demográ ficos como los de producción, los de los intercam bios, los de los precios, los de las rentas»; por úl timo, la estadística intelectual (o espiritual), «te rreno casi virgen en el que comenzamos a aventurar nos; me refiero al análisis de expresión artística, los análisis de las actitudes. De este modo hacemos entrar lo cuantitativo en el terreno intelectual, y se trata tal vez de la operación más nueva de nues tras investigaciones, como la inserción de las nocio nes de estructura y también de coyuntura en el seno de la materia histórica intelectual». Por supuesto que lo que hasta ahora había constituido materia de la historia (acontecimientos, instituciones) no se excluye, pero propiamente no son objeto o materia de la historia. Definido el objeto de la historia, así como la ma teria de ese objeto, queda por aclarar cuál es, en consecuencia, el oficio de historiador: «poner de manifiesto los mecanismos que unen el aconteci miento con la dinámica de la estructura». No sólo con la estructura, sino con su dinámica, es decir, «los principios y los procesos de sus cambios»63*&& . 63 Pierre Vilar, El método histórico (en Althusser, método histórico e historicismo, p. 11, 13 y 15). Según su opinión, «Emest Labrousse, partiendo de la obser vación de los precios franceses del siglo xvni, ha sa cado todas las consecuencias de los 'movimientos (lar gos y cortos) de dichos precios sobre las rentas de las distintas categorías sociales, y en consecuencia, sobre las contradicciones de clase que desembocaron en la revolución del 89. En este caso, el análisis "coyuntural" && la más perfecta lección de historia total que se pue de desear». Cfr. Crecimiento y desarrollo (Barcelona, 1971) 16.\ Si esto ■ es así, entonces la historia total es
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Con esto, creo, la historia llega a la total deshu manización. ¿Le queda todavía algo que guarde re lación, aun cuando sea una relación lejana, a lo que desde Herodoto se ha venido entendiendo como historia? Y sobre todo, ¿hay alguna explicación plau sible de esta corrupción de la historia?
sólo un modo (y no muy feliz) de designar una cierta interpretación de la historia, sin ningún valor especial que la haga mejor o más cierta que otras. Sobre la pretensión marxista de erigirse en ciencia totalitaria (en cuanto explicación total del mundo), véase R. Gar cía de Haro, Kart Marx: El capital (Madrid, 1977) 165.
V.
SOBRE LA FINALIDAD DE LA HISTORIA
En las Conversaciones internacionales sobre Historia antes citadas, al referirse Pierre Chaunu a los historiadores, positivistas o no, de fines del siglo xix y comienzos del xx, emitió el siguiente jui cio : «Jamás el rigor crítico y el cuidado de la exac titud, en cierto sentido la búsqueda casi mística de la verdad, han sido llevados tan lejos. Pero nunca la finalidad de la investigación histórica ha sido tan implícita, tan poco formulada...»64. Es posible que, en efecto, los historiadores tu vieran la finalidad de la investigación histórica tan poco formulada, tan implícita, que quizá pareciera que su trabajo apenas si pasaba de un entreteni miento tan inofensivo como inútil. Pero, claro está, no se puede achacar a toda la historia, o a la his toria en general, que careciera de finalidad, o que no se supiera cuál era; ni tampoco, creo, a los histo-
64 P. Chaunu,
o. c.,
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Fiadores, al menos también en general. En los albores de la historia escrita, Herodoto dijo que escribía «para que ni los hechos de los hombres queden olvi dados con el tiempo, ni las grandes ni maravillosas hazañas realizadas así por griegos como por bár baros queden sin gloria». Y una larga tradición, no alterada sino recientemente (aunque no generalmen te), enseñó a muchas generaciones de historiadores que su investigación tenía un sentido, una finalidad. Unas veces era la formulada por Herodoto; otras, aquellas palabras de Cicerón: nescire quid, ante quam natus sis, acciderit, id est semper esse puerum; o quizá porque se esperaba que el conocimien to de lo que los hombres habían hecho en el pasado, la experiencia ajena, les enseñara a no cometer errores, o a cometer menos: era la historia magistra vitae. O quizá cultivaban la historia tan sólo por el simple placer intelectual de conocer la verdad del pasado; o acaso para saber de dónde, o de quiénes, procedían, y cómo habían llegado a ser lo que eran. ¿No se dijo que la historia era a los pueblos lo que la memoria a los individuos? Parece, sin embargo, que la finalidad de la nueva historia es también nueva, aunque no original: es preciso llegar a ella a través de otras disciplinas a las que se ha unido la historia. En efecto, la vo luntaria integración de la historia en las ciencias so ciales del presente muestra ciertos caracteres muy interesantes, uno de los cuales —y no el de menor importancia— es su alargamiento en el tiempo: di fícilmente podría aspirar la historia a integrarse en las ciencias sociales mirando sólo al pasado. Tanto la economía como la sociología nacieron como ciencias del presente. Su finalidad originaria tuvo algo de pragmática, porque más que el conoci miento de una verdad, su objeto era un conocimien
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to de la realidad presente como medida necesaria para la planificación de un futuro inmediato o a largo plazo. El conocimiento de la realidad económi ca y social era medio, más que fin. La necesidad de trazar con la mayor exactitud posible el diagnóstico de una situación presente, para prever un desenvol vimiento probable a partir de ciertos datos y ten dencias con el fin de influir en la situación futura mediante las correcciones pertinentes o la adopción de medidas adecuadas, obligó a sociólogos y econo mistas a algo más que a una descripción: les llevó a una observación estadística. La historia económica y la historia social son posteriores a la economía y la sociología, y, al menos para sociólogos y eco nomistas, su objeto era encontrar en la historia ma teriales y datos que pudieran ampliar hacia el pa sado su observación estadística, como dijo Chaunu. Pero no ha sido éste el caso de los historiadores. Hasta ahora (incluso hoy se entiende así en el len guaje popular) la historia era el pasado, entendien do por tal lo ya sucedido, lo que había pasado ya. Por lo que respecta a la historia escrita, al objeto de los libros de historia, el presente no se consi deraba aún historia. Sin que hubiera en ningún caso un límite fijo, delimitado con precisión, el presente no se consideraba como el momento ac tual, sino como un período de tiempo no inferior a una generación. La falta de perspectiva (y la di ficultad de recoger los datos: es muy difícil el ac ceso a una parte importante de las fuentes hasta que transcurre cierto tiempo) se venía considerando como un impedimento para apreciar en su debida proporción cualquier realidad cercana, y ello has ta el punto de que cuando alguien se ocupaba de escribir la historia de su propio tiempo —aun cuan do intentara al hacerlo situarse fuera de él—, de
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aquello que aconteció en los años de su vida, se tuvo siempre por una fuente histórica, no por un estudio histórico. Era historia, desde luego, pero en el sentido de testimonio, de un testimonio entre otros muchos; no una reconstrucción, sino más cró nica política o social que propiamente historia. «La historia, ciencia del pasado, ciencia del pre sente», decía Lucien Febvre. «La historia es una dia léctica de la duración; por ella, gracias a ella, es un estudio de lo social, de todo lo social, y por tanto del pasado; y también, por tanto, del presen te, ambos inseparables», observaba Braudel. Juan Reglá resumía así la cuestión: «Con el humanismo de Febvre y Bloch, y el desarrollo de la historiaproblema, el historiador ya no estudiaría el pasa do sin un previo planteamiento de cuestiones; antes al contrario, como hombre plenamente comprome tido con su presente, acudiría a la historia con un cuestionario formulado en función de sus preocupa ciones actuales. Como decía L. Febvre, es en función de la vida que se interroga a la muerte, al pasado.» Hasta cierto punto, y tratándose de una ciencia, esta especie de compromiso con las preocupaciones del tiempo en que vive el historiador suena de modo tan extraño como si se pidiera a un botánico que estudiara las plantas en función de las preocupacio nes del presente. El porqué deba ser así en el caso del moderno historiador lo explica el mismo Reglá resumiendo la aportación de los «Annales»;
A través del presente —«de cada presente»— la historia enlaza, pues, el pasado y el futuro; acude al pasado en función de las preocupaciones presentes, las cuales, a su vez, se encaminan hacia la configuración del futuro. Y por lo que se re fiere a los historiadores, el cambio a que alude
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puede considerarse definido, de un modo clarísi mo, con la sustitución del «historiador-juez» —las «sentencias» suelen formularse siempre desde una postura intemporal y absoluta, desde una menta lidad en el fondo maniquea— por un nuevo his toriador que aspira, fundamentalmente, a «com prender» (desde un punto temporal y relativo, desde el dinamismo de la misma Historia, ciencia de las sociedades en transformación continua), pero también a contribuir a la configuración de un futuro mejor, aportando los argumentos y ra zones de la ciencia que cultiva65. Aquí, en este punto, la escuela de los «Annales» —si Regla acertó a resumir su pensamiento, como creo— confluye con el positivismo y con el marxis mo, siendo la sociología (o la socioeconomía) el lu gar geométrico donde se verifica el encuentro. Las tres escuelas coinciden en su pretensión de haber sacado a la historia de sus estrechos límites de la 65 Juan Reglá, Introducción a la Historia (Barcelo na, 1970) 14. Temo que este planteamiento no sea del todo correcto, probablemente porque la precisión no fue la característica de los escritos sobre la historia Sue salieron de las grandes figuras de los «Annales». iesde luego, ha existido el tipo de historiador-juez, pero quizá quepa atribuirlo menos a una escuela o a una teoría sobre la historia que al talante personal de un historiador al que el subjetivismo interpretativo —u otros motivos— hace pronunciar sentencias, al menos desde el xviii hacia acá, y aun hoy. En cualquier caso, el repudio de este tipo de historiador no es una adqui sición de la nueva historia (afectada, a su vez, de maniqueísmo). Ranke escribió con cierta ironía lo siguien te: «A la historia se le ha asignado la tarea de juzgar el pasado y de instruir al presente en beneficio de las edades futuras. Este trabajo no aspira a cumplir tan altas funciones. Su objeto es sólo mostrar lo que de hecho ocurrió.» Cit. por C. P. Gooch, en L. von Ranke, Pueblos y Estados en la Edad Moderna (México, 1948) 13.
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historia política «para dedicarse al análisis de las transformaciones sociales y económicas a través de los tiempos»; las tres escuelas convergen asimismo en asignar a la historia una finalidad en relación con la configuración del futuro. Positivistas y marxistas, a su vez, coinciden en proclamar «las posi bilidades existentes en cuanto a las previsiones ba sadas en la historia», pero se separan en que para los positivistas «las previsiones se asentaban en la concepción de un desarrollo, de un progreso de las sociedades armónico y organizado, mientras que para los marxistas se basaban en la idea del des arrollo a través de las contradicciones internas»66. Se ha dotado, pues, a la historia de una finalidad, de la más noble de las finalidades: la creación de un mundo mejor, la configuración del futuro. Una historia reducida al solo conocimiento del pasado, a ser memoria, archivo o almacén de las res gestae, por mucho que afinara su rigor, era casi una bana lidad. Pero una memoria, archivo o almacén de las res gestae que sirva para responder a un cuestio nario formulado desde el presente, proporcionando argumentos y razones para contribuir a hacer un futuro mejor, ya no es una banalidad: es una fun ción social. Creo que desde esta perspectiva es más fácil en tender la nueva historia y las transformaciones in troducidas en el método, en el objeto y en la orien tación. Los modelos, por ejemplo. Si el historiador quiere comprender (desde un punto de vista tempo ral y relativo), entonces el tipo ideal (el modelo) le es casi imprescindible, ya que «un tipo es un instrumento de comprensión» que se construye so bre un modo determinado de entender los aconteci
66 W. Kula, o. c„ 616.
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mientos y su curso, «sea para prever el futuro o para analizar el pasado»67. Ahora bien: escudriñar el pasado tiene sentido (en opinión de Straughton Lynd) sólo como «fuente de modelos alternativos de lo que puede llegar a ser el futuro»: ya no como un sencillo conocimiento de la verdad. Si la sociología era, en la intención de Comte, la ciencia de la sociedad (precisamente para, conocien do sus leyes, construir una sociedad perfecta, o mejor, al menos), al definir la historia como «cien cia de las sociedades en transformación continua» lo que en realidad se ha hecho es reducirla a so ciología, pero incorporando además la idea de esta do de transformación constante (de devenir), tan cara a la dialéctica. Max Weber afirmó (con dema siada ligereza, a mi juicio) que la materia de la histo ria y de la sociología era la misma; si además se identifica cambio social con acontecer histórico de finiéndolos como modificación de estructuras en el tiempo y en el espacio, entonces el tratamiento so ciológico de la historia se presenta casi como una consecuencia lógica, si no necesaria68. Y quizá en
67 z L. von Misses, o. c., 278. 68' La afirmación de M. Weber no es cierta. La historia y la sociología tienen la misma materia de igual manera a como tienen la misma materia la anatomía y la ética (el hombre). Y tampoco se puede identificar cambio so cial y acontecimiento histórico en cuanto modificación de estructuras en el tiempo y en el espacio, a no ser que se identifiquen también con ambos las reacciones químicas, a las que conviene por entero la definición. Supongo que es este tipo de afirmaciones sin rigor y sin pruebas lo que ha llevado a que se diga que «las cien cias sociales son, como grupo, las últimas y menos per fectas de todas, y continúa siendo dudoso que en su es tado actual se puedan considerar ciencias.» Cfr. D. BerNAL, Historia social de las ciencias, II (Barcelona, 1967) 243.
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tonces, si se dice que el objeto de un estudio «lo cons tituyen las transformaciones sociales, los movimien tos, las crisis, la lucha de clases en una sociedad en la que el modo de producción actual introduce en un estado crítico», parecería que la referencia es a la historia social de la que antes se trató, cuando en realidad se está definiendo el objeto de la sociología. La historia como reseña del presente es, sin duda, un testimonio, una fuente entre otras que el histo riador deberá utilizar; pero no es aún más que material para la historia. Todavía no es fácil en tender qué sentido tiene (si es que tiene alguno) hablar del presente y del futuro «históricamente considerados», pero en todo caso no es una expre sión que pueda tomarse en consideración, entre otras razones porque el futuro se desconoce tanto como un hombre que todavía no ha nacido. No obstante, también en este punto han sido necesa rias algunas operaciones para poder incluir a la historia entre las ciencias sociales. Creo que asignar a la historia una finalidad tan pragmática (incluso aun considerándola altamente humanitaria) como configurar el futuro entraña grandes riesgos, uno de los cuales es su destruc ción como ciencia. Porque cuando se utiliza como un instrumento para influir en el presente y enca minar en determinada dirección al futuro, cuando a la historia se le asigna la función social de pro porcionar argumentos cara a la elaboración de un porvenir mejor, entonces el riesgo de la manipula ción de la historia es mortal. Cada tendencia, o ideología, o corriente de pensamiento, o filosofía, o incluso régimen o partido político, tenderá a dic taminar cuál sea la función social que debe desem peñar la historia, y cuál el mundo mejor a cuyo servicio deberá centrarse la función social encomen
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dada69 y, por tanto, la clase de historia que se ne cesita para configurar el futuro que se desea. Dado este propósito finalista utilitario, en el que el conocimiento se subordina a la acción (se trata, sobre todo, de hacer el futuro), la historia adquiere algunos caracteres que, prácticamente, la destruyen como saber o conocimiento científico en la misma medida en que se instrumentaliza. Una de las ma yores debilidades de ciertas formas de historia so cial —según se vio antes— es precisamente la ma nipulación de la historia para confirmar tesis deci didas de antemano. No es una afirmación vana, sino fundada, la de que «el florecimiento de la nueva escuela de historiadores sociales está vinculada a la difusión del marxismo, como hipótesis de trabajo o como doctrina, y a la influencia de los fenómenos sociales y económicos de la época»70, lo que no es precisamente una recomendación en lo que atañe a su valor científico.
* * * 69 Véase una muestra: «La función social de la histo ria consistió durante mucho tiempo en suministrar una legitimación histórica a determinados fenómenos de ja época y a sus derechos sobre el futuro: a las familias de la realeza y de la aristocracia...» Desde que las «ma sas» se lanzaron a la «lucha por sus derechos» tuvieron que buscar, a su vez, una legitimación histórica, que encontraron en su actividad económica (Kula, o. c., 11). Por lo general, parece como si la función social de la historia hubiese sido siempre proporcionar fundamento histórico a situaciones presentes deseosas de prolon garse en el futuro, y aquí coinciden lo mismo las de mocracias que el fascismo, lo mismo el comunismo] que el nacionalsocialismo. 70 Alice Gérard, Mitos de la Revolución francesa (Barcelona, 1973) 109. Véase más adelante lo referente a la objetividad del conocimiento histórico.
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Cuando se pregunta cuál es la finalidad de la ciencia, la respuesta suele coincidir casi por com pleto con el objeto de la ciencia. El objeto de la ciencia es la verdad; el fin de la ciencia es el cono cimiento de la verdad («la búsqueda de la verdad debe ser el objeto de nuestra actividad; es el único fin digno de ella», decía H. Poincaré). La ciencia queda, en cierto sentido, como prostituida cuando no es el conocimiento de la verdad el fin al que tiende, porque entonces inevitablemente es manipu lada y puesta al servicio de fines distintos, convir tiéndose en instrumento de ideologías o intereses de muchos y muy distintos tipos. Esto no quiere decir, en absoluto, que la autonomía de la ciencia sea tal que no reconozca valor o finalidad alguna más alta. El problema de la responsabilidad moral de los científicos que se planteó a raíz del ataque atómico a Hiroshima y Nagasaki no fue otra cosa que el reconocimiento de la existencia del mal en